Mas Arriba Del Reino - La Otra - Pedro Gomez Valderrama PDF
Mas Arriba Del Reino - La Otra - Pedro Gomez Valderrama PDF
Mas Arriba Del Reino - La Otra - Pedro Gomez Valderrama PDF
«...tenía sobre las apariciones autoridad casi tan ilimitada como la de un centurión romano
sobre sus soldados».
(Thomas de Quincey.
Confesiones de un Comedor de Opio.
Trad. de Luis de Loayza. Barral).
«...de arriba las doradas vigas echan que doran la mansión de antiguos reyes».
(Virgilio. Eneida, 2, 3, 134. Trad. T. Iriarte).
EL RETABLO DE MAESE PEDRO
«...¿Y sin embargo, no es la hipótesis una forma particular de leyenda, razonada si se quiere,
verosímil sin duda, que no recurre a lo sobrenatural evidentemente, pero leyenda de todos modos?»
René Thevenin
«Es interesante a veces especular sobre cómo nuestras ideas de un periodo se modificarían si un
carácter o un episodio fuesen removidos»
Graham Greene
¡TIERRA...!
«Un marinero que el Diario llama Rodrigo de Triana, pero cuyo verdadero nombre parece haber
sido Juan Rodríguez Bermejo, había visto tierra desde la proa de la Pinta...»
(Salvador de Madariaga. Vida de Colón, p.296)
1959
HOMENAJE A STENDHAL
La historia de la virginidad de la tía Cayetana me fue relatada hace muchos años, sin que yo
supiese quién era la protagonista; tiempo después encontré entre viejos papeles de familia sus
confidencias, contenidas en un manojo de cartas. De esas cartas amarillentas, y más que todo de su
interpretación y relación con otros datos, extracté la historia.
II
Cayetana era mi tía abuela. Se llamaba, exactamente, María del Carmen Cayetana López.
Coquetamente, ella siempre firmó «Carmela»; nunca le fue grato el nombre de Cayetana con el cual
la conoció la familia, y al cual murió sin haberse resignado, así como exigió siempre ser reputada
como española, y no como granadina.
En los inicios de la Independencia, los padres de mi tía temieron las consecuencias de las
guerras bolivarianas sobre ella y sobre su propio caudal. Eran buenas gentes burguesas españolas de
largo tiempo atrás residentes en Santa Fe, que habían ido enriqueciéndose gracias al uso del crédito y
de las ventajas que les traían el trato del Virrey, su deudor y amigo, la tolerancia de los españoles y
la paciente resignación de criollos e indios. Pero pues de una parte conocían muy bien la alta
sociedad virreinal, y de otra parte sabían cuál podía ser el resultado final de las escaramuzas
libertarias, resolvieron viajar, al menos mientras la situación se clarificaba, al viejo Continente,
prefiriendo el escándalo de las guerras napoleónicas, ya en trance de fenecer, a las montoneras de las
guerras granadinas.
España estaba en un momento todavía difícil, y mi bisabuelo, que llevaba consigo dos mujeres,
decidió tomar como sitio residencial a Italia, donde, en varias de sus ciudades, contaba con viejos
amigos. Su hijo Fermín —mi abuelo— resolvió quedarse en la Nueva Granada, al lado de sus
amigos de Santa Fe, quienes estaban —lo que era peor para el bisabuelo— del lado de los
revoltosos criollos.
Una historia de amor como la de mi tía Cayetana pudo ser fácilmente vivible por una muchacha
de principios de siglo, pero difícilmente relatable por alguien que no fuese, como sí lo fue ella, una
mujer de una terrible fibra, de un desapoderado valor que la hizo célebre en sus últimos años por dos
intervenciones en favor de sus familiares en las guerras civiles. A los sesenta años trasteó armas
escondidas bajo las faldas, a través del campo enemigo. Y le hizo frente a dos soldados que
intentaban poner preso a mi padre.
Cayetana y sus padres desembarcaron en Marsella el mismo día en que Napoleón embarcaba
hacia su cautiverio de Santa Helena. Mi tía, pese a su odio español a «Pepe Botella» y al triste
recuerdo que de Napoleón guardaban los españoles, alimentaba una secreta admiración por el
Emperador, la cual robusteció ante el relato conmovido que oyó en sus viajes a través del Sur de
Francia, de labios de camareras llorosas y postillones de bigote atormentado.
Tal vez eso mismo fue lo que despertó en su corazón la primera chispa de simpatía por un joven
francés que viajaba por Italia, Monsieur Henri Beyle, a quien conoció en Milán, gracias a la signora
Marini, ilustre dama lombarda, la noche de un baile en el «Casin» de San Paolo, el 27 de Octubre de
1816.
Cayetana le oyó hablar en correcto italiano, con un encantador acento francés, cuando hacía la
defensa fogosa de Napoleón. Ella no pudo menos de escucharle, y le miraba insistentemente cuando
él la miró también, no como francés sino como italiano. Fueron presentados y Beyle dialogó con ella.
En poco tiempo —a pesar de las limitaciones de idioma— discutían la política europea y el
colonialismo de España en la América del Sur, contra el cual Beyle se pronunciaba ácidamente. Su
idea de la América española era vaga, pero suficiente para inclinarse vivamente en favor de los
libertadores.
A veces se interrumpía para ser toscamente galante, pero su rudeza no desentonaba en el
ambiente exacerbado de pasiones violentas e infieles. Al despedirse, besó la mano de Cayetana, a
pesar de ser ella una joven soltera. Mi tía trató de protestar, pero fue imposible ante su mirada
persuasiva y tierna. Le murmuró en italiano: «Ci vedremo domani?». Ella calló con los ojos bajos, y
protegida por el abanico siguió a mi bisabuela que surcaba imponentemente el salón.
Yo no me canso de admirar a la tía Cayetana; creo que hasta estoy un poco enamorado de su
recuerdo. Conservo, y no la abandonaré nunca, una tierna miniatura italiana que la muestra en traje de
corte, tal como fuera presentada al Rey de Nápoles. Así, fina y bella, con unos grandes ojos oscuros,
el cabello color de miel como una aureola, los senos altos y hermosos en los cuales tal vez se posó
reverente la boca del señor Beyle, y el gran abanico de plumas en la mano; y el brazo torneado, el
brazo de la Sanseverina, el brazo adorable que sirvió para que un día se apoyara la frente del
amante, guardó su calor para toda la vida, sin deslustrar su memoria ni la honra de la familia a la
cual tuvo que inmolarse.
Era una mujer de inteligencia alerta, de profunda comprensión humana, de adormecedora
suavidad. Sabia ser hiriente y dura pero nunca habría podido decir una palabra fuera de tono. Fue
bella siempre. Cuando murió, su boca conservaba todavía la hermosa forma de los labios que tenían
una sonrisa inolvidable. Quienes la conocieron en su juventud y en su madurez extrañamente intacta,
hablan nostálgicamente de su belleza, que nacía más de su interior que de sus rasgos que podían ser
imperfectos.
Hubo muchos hombres que la amaron. Y sin embargo, siguió siendo fiel a su fantasma,
haciéndolo vivir pegado a ella, dentro de ella, su misma vida.
III
A los pocos días de haber conocido a Beyle, a quien vio de nuevo casualmente dos veces en
salones e iglesias, sin que fuera de su galantería hubiese nada extraño, mi tía Cayetana estaba
locamente enamorada de él. Sorprendentemente enamorada, dada su inteligencia; sin embargo,
mediaban su juventud y la del hombre, y sobre todo mediaba la primavera italiana.
Ella lo describía como un hombre feo, sin mayor atractivo físico, poco seguro de sí en amor, e
insistente. Pero en él había algo, tal vez su voz, tal vez su mirada, algo en todo caso que hacía pensar
dos veces en él. Y las pocas frases que cambiaron en las ocasiones en que se encontraron, la llevaron
al amor.
No supo ella exactamente cuándo comenzó a ceder. Sólo supo que había sido en escasos días.
Sobrevino entonces una invitación a pasar tres días en las posesiones del signore Cavaletti, y fue
Cayetana con sus padres. Allí estaba Beyle. Los solos extranjeros entre diez o doce jóvenes eran él y
un español, el señor de García, un aventurero desfachatado y presuntuoso que apenas la conoció
comenzó a hacerle la corte violenta y ostentosamente, hasta el punto de que Beyle se apartó y se
encerró en un mutismo despreciativo.
Al tercer día de esperar que Beyle volviese. Cayetana no pudo más. La invitación ya se
terminaba, ellos seguían viaje a Florencia, y Beyle viajaba a Roma, según le oyó decir. Cuando ellos
estuviesen en Roma él estaría en París.
Esa tarde, encerrada en su alcoba, la tía Cayetana, de diecinueve años, decidió de toda su vida.
Tomó una hoja de fino papel rosa, y con su cuidada letra escribió una misiva, en su francés adorable
lleno de errores de gramática. Cerró cuidadosamente el sobre, y, luego de haber averiguado con la
doncella por la habitación de Monsieur Beyle, ella misma la deslizó bajo la puerta.
La carta le decía que necesitaba hablarle, para pedirle ayuda; que al escribirle así le entregaba
su honra, y que lo hacía confiada en su caballerosidad. Le esperaba pasadas las doce; la puerta
estaría apenas entornada.
IV
Cayetana se levantó después de cenar, y pidió excusas para retirarse, pretextando un ligero
dolor de cabeza. A las-doce y cinco de la noche, se abrió la puerta de la habitación en sombras, unos
brazos la rodearon, y unos labios buscaron los suyos, mientras el amante, susurrando tiernas
promesas en su italiano entrecortado, la conducía al lecho.
Fue así como la tía Cayetana perdió su virginidad, sin oponer resistencia que hubiese sido
absurda, cuando ella sabía claramente al escribir la carta, que así pasaría, y para eso la había
escrito.
Tal vez por eso la quiero más aún, por su valor, por haberse decidido a sacrificar toda su vida
futura a cambio de unas horas de amor.
Cuando murió la tía Cayetana, en el fondo de un arcón encontramos la camisa de seda y encaje,
testimonio de su virginidad de esa noche maravillosa, que fue toda su vida, y para recordar la cual
pudo vivir, orgullosa, despreciativa de todos, guardando aquel amor, esperando y sabiendo que nada
había que esperar.
A la mañana siguiente, se anticipó el viaje en unas horas. Ella sólo vio a Beyle en el instante de
la despedida, sin poder recibir otra cosa que un largo beso en su mano temblorosa.
Ya el coche estaba listo, el cochero hacía chasquear el látigo, y el Signore Cavaletti conducía
del brazo a la madre. García, el español, se adelantó a despedir a Cayetana, y Beyle se quedó en el
umbral, mirándola en silencio. Fue el último recuerdo que conservó de él, su visión junto al portalón
del castillo feudal, al mirar por la ventanilla del coche. Y un pañuelo de seda, con otra cifra femenina
bordada, pero que ella nunca quiso abandonar. No le importaba quién hubiera sido antes que ella,
puesto que había existido esa noche.
Nuevamente en la posada de la ciudad, a la luz de la lámpara, Cayetana escribía la primera
carta, a la misma dirección a la cual continuó escribiendo siempre, mes a mes, sin recibir nunca
respuesta, hasta que un día recibió en un paquete todas sus cartas de treinta años, que nunca supo
quién le remitió. Conoció entonces que había muerto, y las puso, así atadas, junto a todas sus obras
leídas una a una, muchas veces, y firmadas H. B., Henri Beyle, Stendhal.
Tal vez la tía Cayetana llorara en secreto; pero esa sola noche de amor de su vida le dio más
vigor y fortaleza que toda una vida de amantes.
Muerto mi bisabuelo pocos meses después, Cayetana y su madre volvieron a embarcarse en
Marsella sin haber podido viajar a París, donde —acaso— hubiera vuelto a ver a Monsieur Beyle en
uno de sus temporales regresos. Los negocios de mi bisabuelo habían ido de mal en peor con la
guerra de independencia. El regreso, pues, fue infortunado. Mi abuelo las esperaba para darles
protección, y brindarles lo poco que podía de cariño y de vida quieta y provinciana.
1962
NOTICIA DE LOS CUATRO MENSAJEROS
PRIMER MENSAJERO
SEGUNDO MENSAJERO
Una de las más singulares historias de mensajeros es la de aquél que un día, con un mensaje
apremiante, salió de una ciudad de provincia con rumbo a la capital del Reino, para anunciar al Rey
que corría gran peligro. El mensajero sabía perfectamente que no tenía ninguna posibilidad de
escapar al castigo de llevar malas noticias. De todas maneras sería ahorcado, pues apenas alcanzaría
a llegar a tiempo para que el Rey salvara el pellejo y nada más. Pero sabía, además, que era muy
fácil para los Reyes sacrificar otros pellejos antes de huir, así que el hombre jamás tuvo esperanza;
pero en realidad, nada más tenía que hacer en la vida, fuera de llevar mensajes. Si a un mensajero le
dan un encargo de tal naturaleza, es envidiado por todos sus colegas por la oportunidad de heroísmo
que ello significa, y si no lo aceptase y enviase a otro de ellos a la muerte, sería necesariamente
lanzado al deshonor, y sobre su nombre caería baldón eterno. Por eso el mensajero del cuento salió
rápidamente en su caballo, sin pensarlo dos veces.
Los sucesos que alteraron la paz del Reino en aquella época, hacen difícil reconstruir su
camino. No obstante, a pesar de la revuelta situación, se supo que en el curso de su viaje se había
encontrado con varias personas: Una de ellas, un su amigo, labrador a quien contó su desventura, y a
quien prometió que, si por acaso lograba evadir su mala estrella y salvar la vida después de su
heroico viaje, se detendría al regreso a beber con él una pinta de vino rojo.
Fue otra de las personas una gallarda moza de la comarca, conocida por María Rosa la Blanca,
que en ocasiones se veía furtivamente con el mensajero, cuando éste podía sustraer unos minutos a su
deber. En aquella ocasión, los sustrajo ciertamente, tal vez en un momento de debilidad, y de temor
por su suerte. Poco más tarde la moza le despidió con los ojos húmedos, y recibió de sus labios la
promesa de volver y demorar a su lado, si lograba vivir.
Fueron otros algunos vigilantes que venían de la capital, encargados de interceptar las noticias.
Contaban ellos que el mensajero les reveló su calidad de enemigo, y lamentó el destino que le
esperaba. Sin embargo, a pesar de su confesión en La que se envolvía un ruego de que le detuviesen,
no le creyeron y le dejaron seguir. O acaso le dejaron seguir justamente porque le creyeron y la
llegada del mensaje servía para el cumplimiento de los hechos en la capital.
Una viejecilla le pidió una moneda a cambio de decirle lo que estaba sucediendo en la ciudad
de su destino. Pero ya el mensajero se encontraba malhumorado con la cercana perspectiva de su
muerte, y no quiso hacer caso de ella. Fue ella misma quien contó que el mensajero debía haber
abandonado su caballo con una lastimadura, pues ella le encontró pastando libremente al siguiente
día. Estuvo esperando al mensajero para entregárselo y ganar una recompensa. Pero el mensajero
nunca regresó.
Unas gentes honradas que huían de la ciudad cuando la batalla llegaba a lo más crudo, le vieron
llegar, atravesando las filas de los que huían empavorecidos. Le detuvieron e instáronle a no entrar,
para no correr el riesgo de la vida. Pero el hombre, suspirando, les informó que era necesario que
entrase, pues su deber hacíale imposible evadir su destino.
Nadie, en verdad, de aquellos que le vieron en el curso de aquel penoso viaje hacia la muerte,
volvió a verle de nuevo; cuando más tarde se investigó la desaparición del mensajero, todos
estuvieron ciertos de su muerte, y lamentaron que por un acto de valor hubiese sacrificado su vida.
Todos comentaron, sin embargo, qué hermoso ejemplo era el de este mensajero, para aquellos que no
tienen en su vida una verdadera lealtad a su profesión.
Algún investigador creyó necesario llenar en los archivos reales, tiempo después, el vacío
dejado por la desaparición del mensajero. En su encuesta, logró reunir algunas declaraciones en que
se afirmaba que le habían decapitado. En otras se decía que simplemente había sido ahorcado, o bien
que había sido muerto a garrote vil.
Puede ser; pero es difícil saberlo a ciencia cierta, sobre todo porque aquella mañana en que el
mensajero llegó al Palacio, el viejo rey murió combatiendo, y no quedó persona viva en el castillo.
Nadie podría decir cómo fue ejecutado el mensajero. Es más: nadie podría decir si llegó antes o
después del combate. Lo último que se sabe es que llegó a una posada, y descansó un breve tiempo
mientras meditaba, en diálogo con unos pocos amigos que aún quedaban allí, sobre lo que debía
hacer. Se cuenta que se levantó, pálido. Todos ellos sabían que, si renunciaba a entregar el mensaje,
para evitar su muerte, no tendría a dónde ir. Su deshonra sería eterna, y nadie en el reino volvería a
confiarle un mensaje. Es más: Todos sabían su proverbial fidelidad. Le vieron irse hacia el castillo,
cuando el combate estaba en sus últimos momentos. Pocos minutos más tarde, moría el Rey. Según
ellos, el mensajero habría alcanzado a llegar al Palacio con tiempo suficiente de entregar el mensaje
y hacerse ejecutar. Quién sabe. Porque también, según ellos, el tiempo fue justo para salir de la
ciudad, y regresar por un camino distinto. Por eso ni su amigo, ni la moza, ni los guardas, ni la vieja,
ni los que huían, le vieron más, y le dieron por muerto. Aunque, según dice la gente, más le valdría.
TERCER MENSAJERO
Es muy diferente la historia del mensaje de Juan, que un día salió del pueblo donde ocupaba la
plaza de mensajero, con tiempo suficiente apenas para entregar un mensaje cuya urgencia era vital,
puesto que suponía la pérdida de una ciudad. La explicación sobre el porqué se perdía la ciudad,
interesa en realidad poco. Lo esencial fue que Juan salió rápidamente del lugar, a cumplir su
cometido. Esto fue, si mal no recuerdo, en el año de 1602. Cuando llegó, como de costumbre, al sitio
donde se detenía a tomar un vaso de vino con su amigo Matías, se sorprendió al verle salir
dificultosamente, y le pareció que, en unas pocas semanas que tenía sin verlo, había cambiado
impresionantemente. Su cabello se había enralecido, hablaba con voz opaca, y no le instó a tomar el
segundo vaso.
Poco importa, pensó Juan, al fin y al cabo uno no se da cuenta de que la gente envejece sino de
pronto. Y se dirigió a su caballo, cuando sorprendió a Matías mirándole de manera rara, con
inusitada extrañeza. Sin embargo, Juan no tenía manera de esperar más, estando como estaba ya corto
de tiempo para llegar a su segunda etapa. La cual fue, claro está, la cabaña de María Rosa la Blanca.
Allí estaba ella, como siempre, y salió a recibirle con una tierna sonrisa. Para su disgusto, Juan
observó que a María Rosa le faltaba un diente, y que su lustroso cabello estaba opaco. Los senos no
eran aquellos pequeños senos de un mes antes, sino que su amplitud rebosaba el corpiño.
Filosóficamente, Juan pensó cómo muchas veces se ven las cosas con ojos demasiado críticos. Es
mala la inconformidad con las cosas, así como hacerse muchas ilusiones. Sin embargo, no dejó de
sorprenderse de que hubiese estado tan ciego como para no ver cómo el tiempo iba dejando su huella
en la cara y en las formas de María Rosa. Se fue apresuradamente, no solamente porque llevaba el
tiempo justo, sino porque también le remordía un poco la conciencia, como si estuviese cometiendo
una deslealtad.
Apenas quiso dormir unas horas, hasta que la luna estuviese bien alta, para llegar con el
amanecer, hora límite para entregar su mensaje. Tuvo, sin embargo, dos encuentros extraños en el
camino. Fue el primero el de una patrulla que le detuvo para examinar sus papeles. Todos ellos se
encontraban vestidos de una extraña manera, como si saliesen de un baile de máscaras. Y lo peor es
que hablaban de cosas que Juan no entendía bien, y en un momento hicieron una referencia a su
pueblo como si hubiese sido destruido tiempo atrás. Él quiso corregirles, pero fueron tales las
risotadas y la rechifla, que optó por callar, para que le dejasen seguir.
Había avanzado un poco, cuando una vieja le detuvo, y le llamó por su nombre:
—¡Juan, dame una moneda y te diré algo!
—No tengo tiempo ni dinero, exclamó Juan picando su caballo. Pero alcanzó a ver la cara de la
vieja, y pensó en el asombroso parecido que tenía con Bárbara la Mohína. Tanto, que se le ocurrió
que debía ser la madre. No tuvo tiempo de detenerse a aclarar la duda, y siguió. Poco después, su
caballo empezó a cojear. Y se dio cuenta de que le había pasado una cosa increíble: En la prisa de
salir, en vez de tomar su caballo de siempre, había tomado un viejo animal, que apenas podía dar un
paso. Trató de recordar, pero realmente no había mirado el animal en todo el trayecto. Resignándose,
siguió adelante.
Al llegar a la ciudad, encontró gente que salía.
—¡No entres, que hay guerra! La ciudad va a ser tomada por los rebeldes, van a entrar a saco en
todas las casas, no dejarán a nadie con vida. Sin embargo, Juan tenía que entrar, entregar su mensaje,
y obtener el recibo para cobrar su paga. Por consiguiente, resolvió seguir.
Al llamar al portalón del castillo, vio que no se encontraba el mismo vigilante de siempre, sino
un hombre barbudo, que lanzó una exclamación.
—¿Juan, no me reconoces? Hace treinta años, yo apenas tendría siete, cuando tú venias, siendo
mi padre el centinela.
Juan no pudo, o no se atrevió a reflexionar. No comprendía nada. Preguntó: ¿Tu padre?... Y
recordó haber visto, muchas veces, un chicuelo de pocos años en compañía del guarda. De pronto, le
llegó una idea aterradora.
—¿Qué fecha es hoy? —gritó.
—Tres de septiembre de 1632, —contestó el mozo sonriendo. Era verdad: Se había tardado
treinta años en llegar a traer el mensaje. Su vida estaba perdida. Nada le podría salvar del deshonor.
—Llévame, —pidió resignado— al capitán de guardia.
No se dio cuenta de nada. Tendió el mensaje al capitán, que lo llevó al Señor. Juan le esperó
resignadamente, aceptando de antemano su castigo.
El capitán volvió a salir, con una sonrisa de júbilo en el rostro, mientras en sus ojos cruzaba
como una vaga sombra de perplejidad o temor.
—Es el caso más extraño, dijo. Llegas con un mensaje de hace treinta años, y este es el
momento en que el mensaje debía llegar. Gracias a ti hemos encontrado el escondite de la pólvora y
los mosquetes. Y estábamos sitiados sin un arma, esperando que el enemigo nos invadiera. Toma, el
Señor te manda este regalo.
Y le tendió a Juan, el mensajero oportuno, una pesada bolsa de doblones.
CUARTO MENSAJERO
Cuando salió a caballo, a temprana hora, con un mensaje urgente que debía entregar en el
término de la distancia, el mensajero experimentó un cierto pesar de irse, la nostalgia de una vida
quieta, el deseo de ser ante todo él mismo, de recibir un tratamiento por su propia persona, y ser algo
más que el portador de una noticia. Sus pensamientos iban desfilando al paso del caballo.
—La noticia —pensaba— se identifica y se confunde con el mensajero, hasta el punto de que la
cara de éste es la cara de la noticia. No se conoce en la historia un solo caso de que alguien recuerde
haber recibido una noticia horrible de un mensajero de cara hermosa. El mensajero no es, en verdad,
mero accidente. Se transforma en parte de su mensaje, depende de él como en el fondo dependemos
todos de las cosas accidentales, a las cuales pertenecemos más que pertenecer ellas a nosotros. De
allí que la profesión de mensajero tenga un particular heroísmo desconocido: El de exponerse
diariamente al riesgo de encontrar un día u otro la mala noticia que tendrá que llegar. Y una particular
dosis de serenidad. Porque de todos modos la noticia ha de llegar un día. El mensajero, simplemente,
acepta su condición de accidente, a pesar de que para sí mismo no es accidental sino esencial el
cambio del destino que puede traer un buen o mal mensaje. Por ello es difícil ser mensajero. Y hay
gentes que no podrían serlo, porque conocen tanto el peligro que encierra, que antes preferirían ser
causantes de la mala noticia, que llevarla. Para otros, que desvirtúan la esencia del oficio, ser
mensajero encierra la voluptuosa emoción, que en otra forma no puede experimentarse, de ser por un
momento la noticia misma, de causar una emoción de dolor o de ira a una persona que al otro
extremo del camino recibe el mensaje. Tal vez por eso, en ocasiones, se aplica tan severo tratamiento
al mensajero; lo cual es en el fondo, rigurosamente lógico, porque él, al llegar a destino, no es otra
cosa que la noticia para la gente a quien va el mensaje dirigido. El mensajero no tiene otro lugar de
procedencia que la noticia: No tiene casa, madre o mujer. No es sino una noticia, grata o ingrata, y
por ello es normal que reciba un tratamiento de noticia, siendo, además, la sola forma en que una
noticia puede en si misma ser premiada o castigada.
Con el calor del día, sus pensamientos fueron rodando más lejos y la sed comenzó a acosarlo.
Llegando al atajo que debía tomar para abreviar la jornada, empezó a escocerle el gaznate con una
sed importuna. Los árboles que cubrían la senda mitigaban el sofocante ambiente.
—Por aquí, pensó el mensajero, debe estar Alejandro. Tal vez salga a invitarme a una copa de
vino. ¿Qué hacer? ¿Aceptarla? Hace sed; pero el mensaje es urgente. Podría acaso llegar tarde a
entregarlo, y causar un desastre. Y aunque no lo causase, siempre estaría mal. ¡Ah, malhaya esta
profesión que escogí! No da tiempo ni siquiera para apagar la sed. ¡Todo en ella es angustiosamente
urgente!
Sus ojos, sin embargo, escudriñaban el camino. Inclusive, con un leve tirón de riendas
disminuyó el paso del caballo. Sin embargo, nada se veía entre los árboles. Cuando ya no hubo
esperanzas, el mensajero espoleó el caballo.
—No he tenido este encuentro, pero otros van a llegar, lo sé. Alguien me detendrá, y no podré
evitarlo; y mi mensaje no llegará a tiempo. Mi noticia se volverá una mala noticia, y yo recibiré el
tratamiento de ella.
Durante las dos horas siguientes, marchó acompañado por estos pensamientos. El sol caía
verticalmente, y el calor iba despertando apetitos de toda especie en el cuerpo del mensajero.
Mirando hacia adelante, reconoció los alrededores de la cabaña de María Rosa la Blanca. Pensó que
de un momento a otro la vería al borde del camino, con su vestido, de tan ceñido casi transparente.
Por un instante decidió echarlo todo a perder, dejar que todo se derrumbase, y entrar en la cabaña.
Pero no puedo —se dijo— no tengo otra cara que la de la noticia que llevo, y si a María Rosa puede
gustarle, para conservar la cabeza sobre los hombros tengo que tratar de que le guste no a ella, sino
al Señor a quien va dirigido el mensaje. Ya pasaba frente a la cabaña, la puerta estaba cerrada, acaso
otro mensajero ya de vuelta había llegado primero. Siguió lentamente, y al pasar se volvió en la silla
a observar las ventanas entrecerradas. Cuando vio que era irremediable, miró al frente, suspirando
con una vaga sensación de remordimiento por la falta cometida o que no había podido cometer.
Luego, se quedó pensando que acaso ella había podido darle noticias. ¿Habría ocurrido algo después
de su partida?
A través de las horas de la tarde, seguía, invadido por el temor de llegar tarde, y la
preocupación de no sabía qué cosa extraña. Como venía la hora de comer, buscó en la alforja el
paquete de provisiones. No lo halló tal vez porque no lo había puesto, o se le había caído en el
camino. En ese momento, sus fuerzas flaquearon, y sintió el impulso de detenerse y enviar al demonio
mensaje y profesión. Pero surgió ante sus ojos su propia cara, la cara del mensaje que llevaba. Podía
dormir. El sueño reemplazaría un poco los alimentos. Pero era también cierto que por su misma
hambre estaba expuesto a dormir demasiado. Y dormir era peligroso, había muchas cosas pendientes
de su llegada, incluso su propia vida. Cansado y somnoliento, optó por seguir. La noche caía, la luna
entre los árboles empezaba a atemorizarle. Llegó a un claro del bosque, y el temor se hizo más grave.
Aquí, pensó, va a surgir una patrulla de bandidos que me aprisionarán y me quitarán el mensaje. Por
ellos sabré que he llegado ya tarde, que mi mensaje no llegó a tiempo para prevenir las cosas, y que
si llego ahora mis noticias me costarán la vida. Miraba al camino, y las sombras le parecían sombras
de hombres, pero eran de los árboles. No se movió ninguna a su paso, y respiró, por fin, con alivio,
el cual duró bien poco, cuando volvió a él la aprensión de que, seguramente, algo había ocurrido.
Casi dormido, siguió caminando. Una hora antes del alba, ya casi en lo más alto de la cuesta,
reconoció el sitio donde habitaba, Bárbara la Mohína.
—Va a salir a detenerme, pensó, y a contarme los horrores que ocurrieron en N., y lo que me
espera en J. He ido demasiado lentamente. Voy a apresurar el paso, y no me detendré.
Y espoleó el caballo. Pero Bárbara no se veía en parte alguna. El mensajero se preguntó si
estaría muerta, si habría dado cuenta de ella alguno de los feroces exaltados que a estas horas
vendrían de J.
Un momento después se heló de angustia: ¡Había sucedido! El caballo dio un tropezón en una
piedra y empezó a cojear. El mensajero pensó echar pie a tierra y seguir caminando para salvar el
mensaje a toda costa. Sin embargo, no alcanzó a hacerlo. La momentánea cojera del animal
desapareció, y continuó a paso normal.
A la vuelta del recodo se verían las luces de J. El mensajero escudriñó el cielo, en busca del
rojizo color de las llamaradas del incendio. Nada. Al volver el recodo, se veían pequeñas luces
esparcidas en la noche. Todo debía estar ya consumado, había fallado; tendría que entregar el
mensaje y recibir su suerte. Empezó a descender la colina, buscando gentes que huyeran todavía del
combate y la muerte. Pero el exterminio debía haber sido total, porque el camino estaba solo.
Compungido, contristado de su suerte segura, siguió por el camino oscuro, hacia la ciudad. El
mensaje debía ser entregado si encontraba a quién. Si no había nadie, volvería y confesaría. En
ambos casos, estaba dispuesto a morir. No tenía alternativa.
Desde fuera de las murallas no era posible ver los destrozos. Al llegar a la puerta el centinela
—a quien se sorprendió de encontrar— se la franqueó sin dificultad. Una vez dentro, el mensajero
casi lanzó un grito de alegría. ¡Había llegado a tiempo! Las calles estaban intactas, nadie había en
ellas, la ciudad dormía. Rebosando de alegría de haber llegado a tiempo, de que su mensaje lo
evitara todo, el mensajero espoleó el caballo por la calle central, hacia el castillo. A su grito de
prevención, el centinela le franqueó el puente levadizo. El mensajero exhausto se arrojó del caballo,
cayendo casi sobre el capitán de guardia que salía. A su grito de «Mensaje urgente para el Señor», el
capitán le rapó de la mano el rollo de pergamino. Lo abrió a pesar de la protesta del mensajero. Y, al
terminar de leerlo, sonrió.
—Mensajero, el señor duerme. Mañana recibirá tu mensaje. No me explico la prisa que traías,
porque es solamente una equivocación en que incurrieron quienes te enviaron de N. Y, además, no
tiene la menor importancia.
El mensajero no supo qué pensar entonces, porque el sueño le cerraba los párpados.
1954
LA AVENTURA DE LA NIEVE
Me llamo Gontrand, y soy escudero de uno de los caballeros del Emperador; no puedo revelar
su nombre, porque cuantos me oyen lo repetirían, y eso me costaría la ira de mi señor. Si cuento
aquello que vi, no es para escandalizaros ya que vosotros, manada de bergantes, y vosotras, mujeres
del partido, no os asombraríais de lo sucedido; antes bien, es seguro que no podríais comprender
bien toda la finura y la delicadeza de los señores. Pero voy a contaros; creo que está bien acabar con
las consejas torpes que repiten las gentes. Escuchad lo que pasó hace ahora un mes y tres días, en la
más cruda noche de este invierno:
Todos sabéis que yo tengo relaciones secretas con una de las damas de la corte, cuyo nombre no
he de dar a vosotros, que sois un hatajo de bribones. Ella me confió que había descubierto la manera
de presenciar un adorable espectáculo, descubrimiento que hizo una noche, no habiendo podido
dormirse cuando yo la dejé. Y me invitó para que a la noche siguiente fuese a presenciarlo con ella, y
llegáramos después a su alcoba. Os hago gracia de las explicaciones sobre el sitio, porque vosotros
apenas conocéis el palacio desde fuera. ¡Decid al tabernero que me traiga otro jarro de vino! Y
básteos saber que, en la mentada noche, me llevó mi dama a un ventanuco que daba sobre la
habitación de una de las hijas del Emperador Carlomagno. Al principio, en medio de la oscuridad,
nada vi; solamente oí susurros, arrullos, y vi por fin que Emma, la hija de Carlomagno, estaba
reunida con su amante. Lo que vimos, bien podréis imaginarlo. Pasamos así una hora, hasta que yo,
aterido de frío, pedí a mi dama que nos fuésemos. Íbamos a hacerlo, cuando tuvimos que escondernos
tras una columna, al oír la puerta que se abría. Y oímos entonces la voz llena de ternura de ella, que
decía a su amante: Ha cesado de nevar. Van a quedar tus huellas en la nieve, y esas huellas van a
delatarte, y a infamarme a mí. El amante se estremeció. Vi en ese momento que portaba una capa roja,
tal como la de Eginhardo, el Secretario del Emperador. Le oí decir: Es cierto... El Emperador me
mataría. Imposible salir... Y entonces ella, que es una mujer admirable, no solamente por su belleza,
sino por el temple de su espíritu, exclamó: No. Nadie lo sabrá. Ni tú ni yo correremos peligro de que
se sepa que has estado en mi lecho. Te llevaré a cuestas hasta el otro lado del patio, y allí podrás
desaparecer. Si hay huellas, serán solamente las mías...»
Y fue así como vi a Emma, casi desnuda bajo el frío espantoso, tomar a cuestas a su hombre, y
atravesar con él alzado el largo trayecto del patio. Sólo quedaron en la nieve unas finas pisadas de
mujer. Ya mi dama y yo íbamos a buscar sosiego en nuestro lecho, cuando al evadirnos entre las
sombras, vimos aterrados una altísima sombra que miraba hacia donde iba la mujer con su carga.
Estoy seguro de que era el Emperador, que andaba desvelado por los corredores, y vio la falta de su
hija. En las noches siguientes, hubiera querido prevenir a los amantes para que en alguna forma
evitaran la ira de Carlomagno. Pero no he osado hacerlo. Aún a veces se reúnen, y tengo temor por
ellos. Me parece ver aún al Emperador silencioso, con su traje de piel de nutria, mirando a su hija
semidesnuda con el amante a cuestas.
Una voz interrumpió al escudero:
—¿Y quién es el amante?
—No he podido saberlo. Por su vestido y por su silueta, me parece haber sido el mismo
Eginhardo, que traiciona la confianza del Emperador. Ya mi señor se lo había dicho a Carlomagno, y
no fue atendido.
—Mal están tus noticias, le replicó el otro. Y me sorprende, ya que vives en la Corte. Hoy he
oído de un monje, que el Emperador reunió toda la Corte, e hizo llamar a Emma su hija, y a
Eginhardo, su secretario. Ante los cortesanos, contó la historia. Contó que aquella noche les había
visto; contó además que Eginhardo, según parecía, había recelado que el Emperador, o alguna otra
persona les hubiese sorprendido, y ante este temor, había pedido la gracia de una misión para lejanas
tierras, a lo cual él no había aún respondido. «He aquí, dijo a la Corte, al hombre en quien más
confianza puse; el que conoce de todos mis secretos, de todas mis preocupaciones. Decidme vosotros
qué castigo merece por la falta que ha cometido contra mí». Todos, comenzando por tu señor, que sé
muy bien quién es, exclamaron a coro: ¡La muerte! Mas el Emperador, ante el asombro de todos,
llamó ante sí a su hija y a Eginhardo, y dijo a éste, sonriendo: «No había concedido tu deseo, pues no
lo conocía. Ahora, al haberlo sabido por azar, te lo concedo, prometiéndote con ello los honores que
mereces. Te doy, pues, la más hermosa y dócil de mis hijas, que no ha de serte carga tan pesada
cuando ha sabido soportar la tuya para esconder tu amor ante mis ojos». De modo que en el curso de
pocos días, Eginhardo será yerno del Emperador, y compartirá ante todos el lecho al cual entraba en
la oscuridad.
Hace tres meses que Emma es la esposa de Eginhardo. Yo seguí sirviéndola tal como lo hice
desde que nació. Fui yo quien la recibió al llegar al mundo, y quien trató siempre de evitar que se
contagiase de las costumbres licenciosas de las otras hijas del Emperador. Hasta que no tuve más
remedio que complacerla, cuando se enamoró de Etienne, el capitán de la guardia de Carlomagno. Y
fui yo misma quien le auspició sus visitas nocturnas. Nunca les sucedió nada; pudieron amarse con
tranquilidad, hasta la noche fatal del último invierno. Ya mis años me han hecho achacosa, estaba
enferma, y por ello no pude ayudarles. Si yo hubiese estado velando como siempre en su puerta, el
Emperador no los habría encontrado. No sé cómo Emma, tan frágil, pudo llevar a Etienne a cuestas
hasta la puerta, atravesando el inmenso patio. Creo que fue el amor lo que le dio fuerzas. ¡Si yo
hubiera estado, le habría hecho salir por la puertecilla de la torre! En fin, Dios no quiso que fuese
así.
En todo caso, ya Emma se casó con Eginhardo, que es ambicioso, astuto y cruel. No sé cómo se
enteró de lo que sucedía. Lo que sí sé, es que desde entonces hizo vigilar a Emma, la cual no había
aceptado sus propuestas amorosas; antes bien, le detestaba. Pero, no creo que Eginhardo la amara. En
todo caso, su plan ha marchado a la perfección. Dos días después de la aventura de la nieve se
presentó Eginhardo a la alcoba de Emma y en mi presencia le dijo que sabía de sus relaciones con
Etienne. Que sabía también que el emperador les había visto cuando ella llevaba a cuestas a su
amante, y que el mismo Carlomagno buscaba el nombre de aquél sin saber que era el propio capitán
de su guardia. Eginhardo le proponía un pacto: Para él era de vital importancia ligarse a Carlomagno
perdurablemente, mediante los lazos de familia. Para que el Emperador diese su consentimiento, era
necesario que creyese que Eginhardo era el amante, pues de otra forma, no sería ello posible, y
sucedería como con los frustrados matrimonios de sus hermanas, que tanto dieron qué comentar en la
corte, sobre la pasión que por ellas Carlomagno sentía. Como el emperador ha querido siempre a
Eginhardo, como su mejor amigo y confidente, si descubría que él era el amante, estaría dispuesto a
perdonar. El mismo Eginhardo se encargaría de hacérselo saber, y llegado el momento, pediría su
consentimiento para la boda. Es increíble hasta dónde conoce el carácter de su señor. La otra
alternativa era cruel, como Eginhardo: Revelaría al Emperador que el amante era Etienne, y esto
significaba la muerte para el capitán.
En tanto que, si Emma accedía al engaño, la vida de Etienne sería respetada, y el Rey jamás
conocería la verdad.
Emma resistió, injurió a Eginhardo. Desesperada, acabó por lanzarse sobre él, tratando de
matarle con un puñal. Sin embargo, todo fue inútil. Luego de dos terribles horas de argumentos, de
súplicas e insultos, Emma cedió. Eginhardo, inmediatamente, se ingenió para hacer saber al
Emperador su versión de la historia. Lo hizo por medio de la Reina, que fue su amante durante varios
años, y hace todo cuanto él le indique. Porque Eginhardo la ha salvado durante todo este tiempo de
ser repudiada, y además, así lo tendrá seguro y cercano. Fue la misma Reina Hildegarda quien
sugirió a Carlomagno que casase a Emma y Eginhardo, y gracias a ella se casaron.
Pero lo más doloroso de todo, es que la historia no termina así. Eginhardo no le cumplió a
Emma su palabra, porque ello significaba consentirle un amante. A los pocos días de casado, le puso
prisionero, y prisionero está. Eginhardo adquiere cada día mayor ascendiente sobre Carlomagno y
parece que le ha convencido de que Etienne es un peligroso conspirador que podría asesinarle.
Y yo, ni siquiera puedo acercarme a Emma. Eginhardo ha ordenado que me aleje de la Corte, y
vivo a tres horas de distancia, en una triste casucha. Emma me envía mensajes, pero yo quisiera estar
a su lado, y no puedo. Tengo temor por ella. Si pierde a Etienne, a quien ama tanto, seguirá las
huellas de sus hermanas, y Dios la condenará.
Fue así como esta hermosa historia de los amores de Emma y Eginhardo, les llevó a la
felicidad. La viril actitud de la mujer débil que defendía su amor, y lo alzaba en sus brazos para
protegerle contra la muerte y la ira, tocó profundamente el corazón del rey omnipotente, le detuvo el
rayo de la cólera, y plegó su voluntad soberana a los mandatos del amor que lo supera todo.
Cuán hermoso sería este día, en que canto el amor de Emma y Eginhardo, si no me doliera el
corazón todavía de la orden injusta que dio éste, mientras disfruta de la más hermosa dicha. Ha
mandado decapitar en el día de hoy, bajo el cargo de querer atentar contra la vida del Rey, al
inocente Etienne de Chelles, Capitán de la Guardia Real. Etienne de Chelles fue su amigo, y le dio
innumerables pruebas de lealtad. Tanto le estimaba Eginhardo, que le regaló su hermosa capa roja, en
prueba de su gratitud, y fue con esta misma capa que Etienne se cubrió del frío en la prisión. Sin
embargo, el poder hace olvidadizos a los hombres. Y hoy ha muerto Etienne, jurando que era
inocente, y suplicando se le permitiese echarse a las plantas de Emma, esposa de Eginhardo, para
que ella intercediese por él ante el Emperador.
1952
LA MUJER RECOBRADA
Se separó de la ventana, que enmarcaba un simple pedazo de calle, y cuyo solo atractivo era el
de mostrar, por encima de los viejos tejados, el ápice del Campanile del Giotto. Se apartó con pesar,
para volver los ojos al legajo de hojas manuscritas que era el fruto de sus largos días de estancia en
Florencia.
Largos días imprevistos. Cuando descendió del autobús, cumpliendo apenas una nueva etapa de
su viaje de olvido, no imaginaba que en Florencia, donde todo lo inclinaba al sosiego y la
meditación, se le cerraría de nuevo la vida, resurgiéndole en el pecho toda la tragedia y todo el dolor
que sentía sobrepasados. Pero allí estaba, atado a una misteriosa cadena, intentando absurdamente
descubrir el hilo de un enigma, la relación de las extrañas cosas que le ataban a su propio destino.
¡Cuántos días de búsqueda en archivos, en bibliotecas, sin desmayar, pero casi siempre con tan
poco fruto! Sin embargo, en aquella copia manuscrita estaba todo lo que había buscado. Y ahora, en
aquella tarde resplandeciente de bienaventuranza, se preparaba por fin a recapitular sobre el
misterio, a ver por dentro aquellas páginas difícilmente copiadas y traducidas de antiguos
manuscritos.
Tomó en sus manos el legajo, y sus ojos recorrieron las primeras líneas:
«...No lejos de aquí, a la vuelta de la vía Tornabuoni, en la casa pequeña más próxima a la
esquina, vivía Cristófano Allori cuando empezó a ser un hombre famoso por la energía de su pincel.
Se le comparaba a los grandes maestros, y las gentes se hacían lenguas de cómo su pintura
sobrepasaba en belleza a la de su padre, a pesar de haber sido éste discípulo de Bronzino. Pero
decíase que su padre había logrado transmitirle más de lo que él sabía.
Hay otros que dicen que si Allori logró pintar algunos cuadros de valía debióse ello al amor. Yo
casi podría sostener lo mismo, sobre todo porque vi desde cerca, hace menos de diez años, el amor
de Cristófano.
Amor que no fue sino uno. Porque no pueden llamarse amor las violentas horas de pasión de la
primera juventud de Allori, ni sus orgías que conmovieron a Florencia. Yo las viví también desde la
adolescencia, y en su compañía. Los dos nacimos en el mismo año de 1577, ambos florentinos. Por
ventura fui siempre su amigo, hasta aquella tarde de nuestra disputa, que no ha opacado mi afecto por
él.
Nuestros primeros años de juventud fueron inolvidables; yo no me he arrepentido de su licencia,
ni de la fiebre con que los vivimos. Aún saboreo los nombres de las mujeres que nos los hicieron tan
gratos, pese a que hoy al verlas aparezcan como conturbadores escombros».
Dejó de leer, y se sentó junto a la ventana; desde allí, con la vista alzada, veía solamente la
silueta del Campanile, recortándose sobre el azul del cielo, y la leve voluta de una nube que se iba
disolviendo en el viento. A pocos pasos del hotel, casi cuatro siglos después, quedaba también la vía
Tornabuoni, inmóvil en el tiempo, más impasible que los hombres que la habían transitado, más
resistente al tiempo y al olvido que el amor, casi eterna como el arte. Todas las tardes, a la hora del
aperitivo, pasaba por allí. Como pasaba a su pesar en las noches oscuras, luego de buscar más que
placer del cuerpo, un efímero alivio a sus recuerdos.
Sus ojos volvieron al papel:
«Yo escribí mis sonetos en las mesas de taberna, o al borde de los lechos abiertos; pero nunca
he logrado saber cómo Cristófano pintaba; no recuerdo jamás haberle visto ante el lienzo. Y sin
embargo, cuando mermaba el dinero, aparecía un nuevo cuadro de Allori que iba a adornar el
palacio de un poderoso.
Pero no es lo importante la descripción de nuestra vida disoluta. Lo único que hay que notar de
ella, es que nunca en Cristófano hubo amor. No lo hubo para Giulia Labardi, cuyo pecho magnífico
quedó retratado en uno de los cuadros que pintó para el Cardenal Orsini. Ni lo hubo para Angiolina
la Veneciana, que lo amó, y por cuyos cabellos rojizos yo hubiera dado la vida. Cristófano era un
hombre de corazón frío y de cuerpo hambriento de placer. Era tan violento como los duros rasgos de
su cara».
Es extraño, pensó, cómo el sexo, el tremendo deseo que es casi una forma de la muerte, se
entrelaza con el arte como en una cópula feroz. Solamente la muerte del artista es capaz de borrar esa
sombra jadeante, y dejar el arte puro, por la destrucción de la materia cuyos estremecimientos
violentos lo hicieron nacer.
Yo también, cuando salía de la adolescencia, escribí sonetos en las mesas de taberna, o al borde
de los lechos abiertos. Y también sin amor fui generoso de placer. Tal vez lo único hermoso que me
queda para recordar, sin mancha, es la embriaguez de vida de esos días, su fuerza elemental. Yo era
entonces un estudiante que deseaba ser un artista bohemio. Y escribía versos, sin saber que mi
destino verdadero sería el de ser escritor. ¡Pero hace de esto tanto tiempo! No en años, sino en vida.
También yo podría recordar los senos de Julia, aunque no quedaran atormentando una obra de arte.
Todo esto, no era amor, y por eso estoy todavía en Florencia, de donde debí huir aquel día, si hubiese
comprendido entonces que me perseguía un espíritu maligno. Pero me dejé atrapar en la red, y aquí
estoy todavía, esclavo y hechizado.
Volvió a leer:
«Me encontré un día separado de Cristófano, fría nuestra amistad, por culpa de Hipólito
Galantini, cuyas predicaciones de castidad y de templanza transformaron a Cristófano. Yo no supe
jamás por qué; pero durante aquel tiempo, vivió austeramente. Jamás volvió a probar el vino, y
regresó a vivir a casa de Alejandro. Pasaba los días pintando encerrado en su taller. No volvió a
saberse en Florencia de enredos suyos con mujeres. Yo, no me avergüenzo en decirlo, no dejé mi
vida antigua. Las frases de Hipólito no fueron convincentes para mí. Y por esto estaba tan distante de
Allori, quien en esa época pintó mucho, es cierto, pero una pintura vacía y sin vida. En parte, evité
verlo para no tener que decírselo. Yo en el fondo sabía que su moderación tendría fin, y que un día se
desbordaría de nuevo; pero nunca sospeché que sería tan violento; no lo sospechaba, porque no
conocía a Mazzafirra».
Sin embargo, pensó suspendiendo de nuevo la lectura, no puede ser todo tan semejante. Todos
tenemos épocas de castidad en la vida. Ya sea por hastío, por remordimiento, o por pereza de pecar.
Y también a veces por falta de amor. Porque el verdadero pecado sólo se comete cuando hay amor,
cuando el amor anima el cuerpo hacia algo que no es simplemente material.
Abandoné aquella vida turbia, y me sumí en una época de introversión, de soledad y de odio.
Más de un año duró aquel interregno de mi vida, del cual me queda apenas el amargo sabor, así como
de la vida anterior sólo tengo una serie de imágenes desdibujadas e imprecisas. Parece como si lo
hubiera borrado todo la imagen de ella, porque la amé tanto que me hizo sentir cerca de la muerte.
Se interrumpió, y dejó que su mirada vagara por la habitación iluminada todavía por el largo día
de verano. Continuó la lectura:
«Ella decía que era veneciana, pero no creo que lo fuese. En realidad nadie podría decir de
dónde había venido. Tenía la tez fina y ligeramente cobriza, y unos ojos negros y profundos por los
que asomaba un fuego salvaje. Tenía los labios siempre húmedos como si acabara de pecar.
Había quienes murmuraban que habiéndola conocido casualmente, buscando un modelo, era ella
quien le había arrancado de su austeridad y su mutismo. Otros murmuraban que Allori había roto su
norma de vida simplemente porque su naturaleza turbulenta no podía soportarla. Y que luego, en
cualquier hora de embriaguez y de lujuria, había conocido a Mazzafirra.
La belleza de ella parecía cosa del demonio, como del demonio parecía su carácter de gata,
áspero y extraño a veces, y otras sedoso y dulce. Nadie, al ver la expresión de sus ojos, habría
sospechado sus profundidades lascivas.
Vivía con su madre, una vieja sombría y dura, en una casucha a las orillas del Amo, de la cual
nadie pudo arrancarla, ni siquiera los grandes señores que la perseguían. Allí llegó Cristófano. Pero
la verdad de su encuentro es ésta: Cuando Cristófano la encontró, nunca antes la había visto. Llevaba
el vestido de las mujeres del pueblo, y en la sala oscura y ahumada de ‘La Colomba d’Oro’ se
sentaba en las rodillas de un soldado barbudo. Mientras se dejaba acariciar, reía y bebía un jarro de
vino. Cristófano la miró. Todos los meses de castidad se revolvieron en él. Pidió otro jarro de vino,
y otro más. La suave curva del cuello blanco atraía sus ojos irresistiblemente. Fue tan intensa su
mirada, que en un momento sus ojos se cruzaron con los de ella, que se rió sorprendida y lisonjeada
con la contemplación.
Al percatarse el soldado del diálogo mudo, rechazó a la mujer, y desenvainando la daga se
arrojó sobre Cristófano, que esquivó el golpe. Varios amigos suyos que allí estaban, se lanzaron
sobre el soldado y lo pusieron en la calle. Mientras tanto, la mujer se aproximó a Cristófano.
Me llamo Mazzafirra. ¿Me invitas a beber contigo?
Allori asintió. La mujer se sentó sobre sus rodillas y le buscó los labios con la boca húmeda.
Desde ese instante, Cristófano estaba perdido».
Se movió, inquieto, en la silla. Con la mirada en el vacío, siguió recordando. Era la misma
mujer, eran los mismos ojos que había hallado en el cuadro del Palazzo Pitti. Era el destino, que
venía desde siglos atrás, a buscar su vida inerme. Cuando la encontró en aquella noche tormentosa,
en su pequeña ciudad, la aceptó simplemente como una aventura extraña después de sus largos meses
de soledad. La siguió hasta su casa humilde, de muchacha pobre. Y, sin saber cómo, se encontró
entregado a amarla desesperadamente, esclavizado por su lujuria, por sus burlas, por el lazo de su
carne.
Y ahora, por una casualidad de su vida, por un extraño juego del destino, estaba leyendo la
historia minuciosa de su propia pasión a través de la historia del amor de Cristófano Allori, contada
por su enemigo Giácomo Bellini. Casi no tenía que pensar en su propia tragedia, porque las palabras
de aquel texto se la evocaban:
«Todas las tardes se le veía camino a la casita del Arno. Andaba por las calles con la mujer, a
quien ahora vestía como a gran señora, con el producto de sus cuadros. Bebía con ella en las
tabernas, la miraba y reía con adoración de sus desplantes. La mujer, es extraño, parecía quererle.
Cada día su belleza era más demoníaca, sus ojos más profundos; tanto que inspiraba temor.
Casualmente una noche, yo presencié una escena de celos que me dio miedo, en una taberna. Causada
sólo porque una de las antiguas amantes de Cristófano se dirigió a él y le hizo una leve caricia. Pero
Mazzafirra era dominadora, lo quería todo para sí. Era voraz, como la boca milenaria de la cual
surgió la humanidad, de que hablaban los griegos. Ella era eso: La boca de su sexo. Devoradora de
hombres, salvaje y cruel. Acaso lo amaba, pero sobre todo, iba devorándolo, como devoró a tantos
florentinos obsedidos por su belleza.
A medida que el tiempo pasaba, la esclavitud de Cristófano era mayor, y fue ella la que hizo su
calvario. La belleza de la mujer le sujetaba. A pesar de su carácter violento, Allori se plegó a
soportar todas las humillaciones, todas las amarguras, todos los remordimientos para conservar el
cuerpo de esa mujer, ya que iba día a día perdiendo su alma espantable. Y fue así como se le vio
insultar a su padre, y robar a su hermano para pagarle joyas costosas. Y perdonarla mil veces sus
extravíos con amantes de una noche. Una vez, quiso matar a uno de éstos, al encontrarlo en el lecho
con ella. Pero, humildemente, se retiró de la alcoba a una orden imperiosa de la mujer, y permaneció
fuera, esperando como un miserable.
En Florencia se pensaba en un embrujo, en un filtro diabólico. Había sido Cristófano un valiente
pendenciero, dominador de mujeres y amansador de hombres. Y no restaba sino un mísero guiñapo en
las manos de la hechicera.
Fue una larga cadena de bajezas de cuyo comentario me escapo porque quiero el recuerdo de mi
primera amistad con Allori. Pero jamás podría olvidar aquella noche en que le vi suplicándole que
se fuera con él, que volviera a él. Los ojos arrasados en lágrimas, la cara pálida, arqueada la cerviz.
¡Cuán patético y doloroso espectáculo para quien había visto su antigua arrogancia varonil!».
Camilo cerró los ojos. La propia bajeza es difícil de medir. ¿Había llegado él a aquellos
extremos? Su mente se torturaba con escenas parecidas; recordaba estremecido las infidelidades de
Magdalena, cometidas casi a su lado, casi en su presencia; recordaba las dolorosas escenas. Cuando
él la había recogido, cuando la había transformado, ella era apenas una pobre muchacha. Pero
viéndole dominado por su amor, había nacido en ella, poco a poco, una mujer distinta. Camilo se
había dicho muchas veces, con amargura, que era él mismo quien la había prostituido, quien le había
infundido todas las heces de su vida licenciosa. Antes de conocerle, Magdalena no había conocido
aquellos oscuros refinamientos de crueldad, aquellas humillaciones que se mezclaban con un extraño
amor. Nada de eso había sabido hasta que él mismo le había abierto los ojos, le había arrancado la
venda del pudor, le había descubierto las simas prohibidas. Era tanta la vergüenza de que él mismo
se había cubierto, que casi no podía recordar aquellos primeros meses de amor, cuyo recuerdo
bastaba para compensarle la vida. ¡Cuántas veces, al descifrar las palabras de aquel manuscrito, le
había asaltado el pensamiento de que era él mismo quien había acabado con su destino!
Continuó la lectura:
«Ya Cristófano se había convertido, casi, en un mendigo. Recorría ebrio las calles de Florencia,
buscando a la mujer en todas las dudosas posadas en que ella se doblaba a los caprichos de la
soldadesca y de los mercaderes. En cambio, ella era cada día más hermosa. Y en medio de su
extravío conservaba una especie de monstruosa fidelidad a Cristófano. En todo aquel tiempo,
entregándose a todos, nunca quiso vivir con ninguno distinto de él. Siempre volvía a su lado. Tal vez
por esa crueldad que la devoraba y que le permitía someterlo a todas las amarguras, con los ojos
brillantes de diabólico placer.
Un día, misteriosamente, el hombre se rebeló. Desapareció por muchos días, después de que
todos los que deseaban a Mazzafirra viéronle a ésta la hermosa faz cruzada de golpes. Ni ella ni su
madre, que vigilaba a Cristófano y lo seguía en la noche a través de las tabernas y posadas, quisieron
decir nada. Pero en Florencia se dijo que Cristófano, en un rapto de ira después de sufrir una
humillación más, intentó matar a su amante.
Días después regresó, pálido y silencioso, arrogante de nuevo, irascible y violento. Sus orgías
fueron más estrepitosas, y había algo en ellas que hacía intuir al hombre enloquecido de rabia, como
después de haber sufrido la más monstruosa de las humillaciones. ¡Ya le quedaba tan poco! Cuando
no estaba ebrio o en brazos de cualquier mujerzuela, pintaba. El Gran Duque le encargó por entonces
un cuadro, que le valió una fortuna, y en el cual pudo Cristófano, en forma tan hermosa que aun sus
enemigos así lo reconocieron, dejar todas sus amarguras, todo su tormento, su ira y su desprecio: es
la Judith, en la cual, más hermosa que nunca, aparece Mazzafirra, llevando la cabeza de Holofernes,
que es el rostro atormentado de Cristófano. El rostro de Judith tiene la hermosa serenidad de
Mazzafirra. Sólo en sus ojos y en su boca se adivina el abismo. En cambio, la cara de Cristófano
revela todo su tormento, toda su angustia. Y al fondo está la cara siniestra de la madre, la misma cara
de la que aún hoy se ve cruzar, a paso lento, el Ponte Vecchio. Dicen los que lo saben, que la cabeza
de Holofernes tiene la misma expresión de angustia y de dolor que el rostro de Cristófano, cuando,
amando todavía años después, desesperadamente, a Mazzafirra, se dejó morir de una herida causada
por una espina en un pie, sin dejárselo amputar, sin hacer nada para evitar la muerte. La misma
expresión de cuando se quedó muerto, conservando en las manos un boceto inconcluso de la
diabólica mujer. Y en el fondo, fue también la muerte de Holofernes, vencido por el amor».
Era aquel cuadro de Judith, justamente, el que le había retenido en Florencia. Cuando tratando
de olvidar a Magdalena, había llegado allí en el curso de su viaje, deambulando una tarde por los
corredores de la Galería Pitti, lo había descubierto. Si, en aquel rostro hermoso de Judith estaba la
misma cara dulce de Magdalena, sus mismos labios mórbidos. La curva de su brazo, era la misma, y
sobre todo sus ojos eran los mismos, inescrutables y casi puros. La vista del cuadro fue como una
mano que oprimiera la herida. A la mañana siguiente, retornó obstinado. Le parecía presentir que en
aquel cuadro estaba encerrado su destino. Aplazó indefinidamente su partida, y pasaba los días con
afiebrado empeño de enamorado, contemplando el cuadro. Y un día, con temor, resolvió mirar más
allá de la pintura misma, indagar sobre la vida del pintor, tratar de saber quién era esa mujer. Y poco
a poco, con alucinante exactitud, logró desentrañar la historia, que había encontrado resumida en las
breves páginas de Giácomo Bellini.
Todo su amor, dominado y avasallado durante largos meses de lucha, resurgía intacto, sin
quebranto después de la dura prueba. Días había en que anhelaba volver a Magdalena; sin embargo,
el cuadro le retenía. Sabía que su destino tenía que cumplirse implacablemente. Cada día por la
mañana, se detenía ante el espejo, pensando en dejar crecer su barba en el intento de comprobar si
acaso su cabeza podía ser también la de Holofernes, si los rasgos ocultos por la barba eran iguales a
los de Cristófano Allori. Sin embargo, le detenía un oculto temor, porque en el fondo de sí estaba
convencido de que serían idénticos, como lo era su destino.
Un día de fatiga, estudiando los pormenores de la muerte de Allori, empezó a esperar con afán
la herida que también laceraría su pie, y que irremediablemente le llevaría a la tumba. Mientras
tanto, los días siguieron transcurriendo. Ahora, repasando perezosamente el legajo, encontraba ya
cumplida su investigación, y exhaustas todas las fuentes. Sin embargo, la causa de su muerte no
llegaba. Todo seguía igual, y continuaba, poco a poco, quemándose.
La muerte, pensó arrojando los papeles sobre el lecho, es lo fundamental. La manera de venir,
es accesoria. Allori, en el fondo, dejó escapar la vida; acaso podría decirse que se la quitó.
Se quedó suspenso frente a la ventana, con aquellas palabras retumbando en su cerebro. Hizo un
esfuerzo, y volvió al manuscrito. Quedaba aún un pequeño cuaderno diferente, copia de un
comentario encontrado al margen del manuscrito de Bellini, de mano desconocida.
«De todo lo que cuenta en sus memorias el poeta Bellini, hay muchas cosas ciertas, y otras que
omite decir. No cuenta por ejemplo que Allori fue dueño de importante fortuna; que esta fortuna la
dilapidó totalmente aquella mujer, con saña tal como si hubiese querido destruirlo por completo, no
sólo espiritual sino materialmente también.
Acaso por un reato de conciencia, no se detiene casi en la descripción de Mazzafirra; tal vez en
el fondo ello se deba a que también nuestro poeta experimentaba un cierto dolor al pensar en ella,
como más adelante explicaré.
Hoy a cien años de los sucesos, es difícil dar una idea de lo que era la mujer; sin embargo, la
sola pintura de Judith nos la da. Porque es cierto que Allori puso su corazón en el cuadro. Pero un
rostro como el que allí aparece, es bello de por sí, no es susceptible de embellecimiento por la
imaginación. Además, en documentos de la época se encuentran testimonios tan asombrosos de la
belleza de Mazzafirra, que el observador se sorprende de que ella hubiese llevado una vida
semejante, y no hubiera sido transportada a medios más altos. Pues Mazzafirra era una cortesana que,
si no vivía en un palacio sino en una humilde casa a orillas del Arno, sí gozaba de todas las
prerrogativas y lujos inherentes a su profesión.
El secreto de las reticencias de Bellini al hablar de ella, está en que, como antes lo dije, le
dolía el alma al evocarla. En un principio menos afortunado que Allori, no gozó de sus favores, ni
siquiera en aquella forma transitoria que Mazzafirra acostumbraba. Luego, y fue en esta época cuando
ocurrió la disputa entre Allori y Giácomo, cuando el pintor la abandonó el poeta logró persuadirla de
aceptar su amor. Para él el destino si se quiere fue más amargo que para Allori; porque la perdió
cuando todavía no le había sido infiel. Dejándole en la miseria, un día desapareció de Florencia y
nadie nunca más supo de ella. Su rostro inigualable no volvió a quedar copiado jamás en ningún
lienzo, lo que no quiere decir que otros no lo amaran. El misterio de su desaparición quedó insoluto;
quienes decían que era la primera infidelidad con Bellini; y aun hubo quienes hablaron de muerte
violenta, y culparon a Allori. No hay rastro ni prueba de que esto hubiera sido así.
En todo caso, cuando Bellini escribió su relato, después de haberla perdido, se consumía aún de
amor por ella; y así como hubo quienes culparon a Allori, otros quisieron ver en el relato un índice
de remordimiento, un intento de justificación de un crimen.
La muerte de Allori fue tal y como la relata Bellini. En la plenitud de su creación artística, de su
amor y de su dolor de perderla, el hombre se dejó morir, buscó la muerte impidiendo todo
tratamiento. Una pequeña herida de una espina en un pie, le dio la muerte que tanto ansiaba después
de haber perdido aquella sola razón de vivir que era a la vez, su propio infierno».
—Todo igual —murmuró el hombre—. Recogió el manuscrito, y abrió una maleta de cuero.
Allori, dejó escapar la vida; casi podría decirse que se la quitó. Arrojó los papeles en la maleta.
Entre las ropas dobladas, había un revólver, sobre el cual la última luz de la tarde daba un brillo
azulado.
1953
EL CORAZÓN DEL GATO EBENEZER
La viuda Catalina McCallahan vivía, como todos recuerdan, en una casita cerca de Berwick,
casi sobre el mar. Desde la ventana alcanzaba a divisar las velas de los barcos que venían de
Inglaterra a Escocia, y es fama que, de pechos sobre la ventana, acariciando su hermoso gato negro
que jamás la abandonaba, pasaba las tardes nostálgicamente mirando el mar y lamentando su
temprana viudez, consolada sólo de tarde en tarde, a pesar de su cara hermosa y su natural despierto
y vivo.
Pero los ojos del pueblo la seguían muy de cerca, y marcaban desalentadamente cada nueva
caída. Los hombres la perdonaban, en verdad más que las mujeres, tal vez con un poco de
arrepentimiento de los propios pensamientos. Las mujeres la perdonaban a regañadientes, mientras
pudiesen mantener aparte a sus maridos. En el fondo, el pecado de Catalina no era otro que el de su
falta de misterio. Pero, al fin y al cabo, ¿qué otra cosa podía hacer?
1589 había sido para Catalina un año tranquilo, hasta entonces, como también para las vecinas
del pueblo. Por la misma época, se anunciaba la llegada del Rey Jacobo a Edimburgo, con su
prometida, la princesa Ana de Dinamarca. La gente andaba un poco alborotada con la perspectiva de
los regocijos populares, y claro está, nadie se preocupaba de la pobre Catalina, sola y triste en su
casa del mar.
Un día, un hombre pasó frente a la casa. Todos le conocían. Después de un largo tiempo de
ausencia, había regresado. Catalina se encontraba en la ventana, con toda la madurez tentadora de su
edad con la mano gordezuela apoyada sobre el lomo del gato, y los ojos perdidos en la lejanía del
mar.
El hombre se aproximó, y la saludó sonriente. Su nombre era John McIntyre, todos lo sabían. Si
no hubiese sido visto de nuevo pocos días después, llegando a la casa de la viuda, todo habría
pasado desapercibido. Pero fue visto muchas veces, de allí en adelante, de pie junto a la ventana,
acariciando pensativamente la mano de la viuda Catalina.
Un buen día no le vieron más, pero alguien contó que le había sorprendido andando a paso
furtivo por la senda que lleva a la casita, ya en las tinieblas de la noche.
El fuego del hogar chisporroteaba acogedor, venciendo el ambiente frío. El gato se enroscaba
junto a la lumbre. Los ojos de Catalina relucían al mirarse en los del hombre. Hablaban, y ella de
pronto reclinó su cabeza en el hombro de McIntyre, quien la rodeó con su brazo. El viento de
invierno se oía pasar, y entre tanto las caricias del hombre se hacían apremiantes.
Hasta aquí llegaba el relato, pues al cerrarse la ventana aquél que les espiaba no logró ver más.
Sin embargo, todo Berwick sabía. Y, día por día, íbanse acumulando una sobre otra las faltas de la
viuda, y los ojos tras de las ventanas miraban más acerbamente a McIntyre, el cual sonreía satisfecho
ante las miradas de reprobación que sentía escondidas tras de los postigos alertas.
Catalina iba haciéndose cada vez más notoria. Se abandonaba increíblemente a su pasión,
haciendo una ostentación desmedida que ofendía todos los sentimientos que estimulaban los ojos
vigilantes. De casa en casa, apenas ella pasaba con su amante, iban cerrándose las ventanas en señal
de reprobación.
El gato era el único extraño que asistía a los largos paseos. Su nombre era Ebenezer. Era un
felino sedoso y negro, cuya cara (lo cual es bien sorprendente en esta clase de animales) irradiaba
una sensación de bondad, casi de tolerancia. A veces trotaba delante de la pareja, otras trepaba a los
brazos de la viuda. E iba siempre con los amantes, gordo y bueno, y la gente pensaba qué cosas
habría visto y guardado en su extraño buen corazón el gato Ebenezer.
***
La pasión habría pasado como todas en el tornadizo corazón de la viuda, y habría logrado como
siempre el perdón no exento de reproche de la aldea, si no hubiese sido por los acontecimientos de
un día, para ser precisos, el anterior al de la llegada a Escocia del Rey Jacobo con su prometida.
Alguien que pasó cerca de la casa de la viuda Catalina, la vio salir de pronto, con el rostro
desencajado. Al acudir a ayudarla, ella apenas logró balbucir:
—¡Se ha ido! ¡Se lo han llevado!
Y se aferró al brazo del hombre, con tal fuerza que éste sintió las uñas enterradas en la piel. Al
preguntarle a quién se habían llevado, ella le miró con ojos extraviados. El hombre se quedó
sobrecogido de ver cómo de aquellos ojos llenos de temor se desprendían unas lágrimas que no
parecían llanto. Al ver cómo ella trataba de contestarle sin lograrlo, no tuvo un momento de duda:
Alguien había aprehendido o acaso asesinado a McIntyre. Corrió hacia el pueblo, y jadeante dio la
voz de alarma. Hacía tiempos en el pueblo no pasaba nada semejante. Se organizaron patrullas
armadas para buscar al hombre en los bosques cercanos, y algunas mujeres piadosas, olvidando el
viejo rencor, y la antigua repugnancia moral, se dirigieron a la casa de Catalina McCallahan. El mar
estaba quieto, liso y tirante como un lienzo.
La búsqueda fue angustiosa. Por todas partes, con picos y palos, hurgaban los setos del bosque,
esperando hallar el cadáver. Muchos iban casi a regañadientes, temerosos de algún peligro
desconocido. Sin embargo, buscaron hasta agotarse, e infructuosamente, mientras tuvieron para ello
una gota de luz. Al descender la sombra todos fueron poco a poco regresando.
***
***
***
El pueblo al día siguiente no recordó más a Ebenezer. En tropel las gentes partieron a inquirir
noticias de la vida de su Rey, temiendo todos lo peor, la noticia del naufragio total. El mar estaba de
nuevo tranquilo, pero por primera vez las gentes lo miraban con temor.
Cuando al anochecer volvieron los primeros, con noticias de que el Rey, habiendo corrido un
tremendo peligro, había logrado salvarse gracias al cielo, todos respiraron con alivio. Y vinieron los
relatos: Habían visto el barco maltrecho, con las velas desgarradas y una vía de agua en el casco,
con el palo mayor quebrado y la tripulación maltrecha. Había llegado a la costa prácticamente a la
deriva. Y el Rey había descendido pálido y demudado, al lado de la litera en la cual viajaba sin
conocimiento la princesa Ana.
Les habían visto subir al coche, y dirigirse hacia Edimburgo; y nada más habían sabido.
***
En los días siguientes se vio poco a la viuda Catalina. Estaba en una parte y otra, en misteriosos
recorridos, posiblemente buscando aun desesperadamente a Ebenezer. En el pueblo se comentaba que
esa búsqueda sin esperanza no tenía ya otro objeto que el de saber su destino final. Pero nadie creía
que lo hallase. Hubieran querido ayudarle, pero ella ya no lo permitía.
Así pasó el tiempo. La viuda, obstinada, había pagado a Amos Killgrave, aquél que se había
quebrado la pierna por buscar a Ebenezer, para que saliese de Berwick, nadie sabía adonde, a
indagar por el paradero de McIntyre. Todos sonrieron al saberlo, pensando que ya la pobre había
comenzado a desvariar. Killgrave, sin embargo, aceptó y partió cojeando por una bolsa de oro. No se
habían tenido noticias de él en todo aquél tiempo, cuando un día regresó. Venía a pie por el camino
de tierra dura del invierno, y al ver las primeras casas comenzó a apresurar los trancos de su muleta,
hasta llegar a la plaza donde se detuvo en casa del herrero. La nueva corrió rápidamente. Amós
llegaba con noticias sorprendentes. La gente fue viniendo, y ante un corro expectante, comenzó a
hablar.
—Sabed que vengo de Edimburgo, y que allí pasan cosas extraordinarias. Han descubierto que
la tempestad de aquella noche en que el Rey casi pierde la vida, fue causada por una conjura de
hechiceros que querían matarle. Han puesto presas gentes de muchas partes: Agnes Sampson,
Barbara Napier, Effie McCalyan, todos aquellos que desde hace unos meses dejaron de vivir aquí.
Les encabezaba John Fian, el maestro, pero él escapó, parece que con ayuda del brujo mayor, el que
les dirigía. ¿Y sabéis quién era? No era otro distinto del Earl de Bothwell, a quien el Rey acusa de
haber realizado todas estas prácticas para subir al trono. Es el bastardo, sobrino del marido de la
Reina María.
—Dinos, preguntó uno, y ¿cómo se supo esto?
—No sé cuál fue el comienzo. Pero después de que la tempestad les falló, trataron de embrujar
al Rey con muñecos de cera. Todas las hechiceras han confesado bajo cuestión de tormento. Van a
morir en más de cien hogueras.
Un rumor aprobatorio corrió entre las gentes suspensas. El hombre continuó:
—Pero vais a asombraros de lo más inusitado para nosotros. Cuando apenas esto comenzaba a
saberse en Edimburgo, yo ya lo sabía. Mis pesquisas para encontrar a John McIntyre, me llevaron
allá. McIntyre está preso, y va a ser quemado mañana, por brujo.
—Ya me parecía, murmuró alguno, que el hombre era extraño. No salía sino al anochecer...
—Había en él, suspiró una mujer, algo de Satanás.
—Ya lo había dicho el señor Cura, murmuró otra, meneando la cabeza.
Amós sonreía, satisfecho de la sensación, y de los rostros pálidos que se arremolinaban a su
alrededor.
—Hay algo más aún, dijo Amós alzando el tono para dominar el rumor de las gentes. Encontré
por fin el gato de la viuda Catalina.
—¿Cómo? —dijo uno— y ¿qué relación tiene con lo que cuentas?
—Vas a saberlo y casi no podrás creer. Los hechiceros celebraron una serie de reuniones para
invocar la protección de Satanás, a quien adoran como Dios, y en la noche en que el Rey se
aproximaba en el barco, celebraron su más horrendo aquelarre. Se reunieron cerca de aquí.
Hizo una pausa, mientras las gentes se miraban, y continuó: Primero celebraron sus ceremonias
de adoración al dios, que apareció en forma de macho cabrío, y a quien todos adoraron y rindieron el
consabido homenaje. Luego se entregaron a la orgia con los íncubos y súcubos. El bosque cercano —
señaló hacia la costa— se vio esa noche lleno de brujos y brujas desnudos, que fornicaban en
homenaje al demonio. Todo esto lo han contado ellos mismos en sus confesiones. Finalmente, llegó el
momento del hechizo máximo y todos —los cien y más— sacaron de talegos en los cuales iban
ocultos, más de cien gatos vivos. Y luego, al conjuro de sus oraciones sacrílegas, aproximándose a la
playa se hundieron hasta las rodillas en el agua del mar y lanzaron los gatos a lo profundo del agua.
El maullido de los gatos que se ahogaban debió confundirse con el primer trueno de aquella
tempestad pavorosa que provocó el conjuro. Todo estaba destinado a hacer morir al Rey Jacobo y a
su prometida. Gracias a Dios, se salvaron y ahora pueden castigar a los responsables.
—Y —preguntó una mujer— ¿qué relación tiene esto con el gato de la viuda Catalina?
—McIntyre estaba allá, y ahogó él también un gato en el mar. Lo confesó. Por eso van a
quemarle.
—Es verdad... —dijo un hombre rudamente— y además, ¿alguien ha vuelto a ver un gato en
todo Berwick?
Todos se miraron. Era evidente. Pero nadie alcanzó a decir nada, porque Amós siguió:
—Todo Edimburgo está aterrado y sospechoso. Nunca había sido tan grande como ahora la
amenaza de la hechicería contra la religión. Ya los hechiceros atentan contra el Rey. ¡Hay que acabar
a estos adoradores del demonio!
Hubo un rumor de asentimiento. En ese instante, Amós se interrumpió para decir:
—Es ya muy tarde. Es necesario que vaya a avisar a la viuda Catalina que he descubierto como
murió Ebenezer.
—¡Pero oye, Amós, antes de irte! —exclamó un viejo ceñudo— Vas a avisarle, ¿sin pensar en
que acaso ella es tan culpable como el mismo McIntyre? Se dice que las hechiceras tienen su
demonio encarnado en un animal doméstico. ¿Cómo sabes si no lo era el gato Ebenezer? ¿Y no se os
hace sospechosa —continuó avanzando hacia el centro del corro— esa extraña relación de Catalina
con un brujo? ¿No os acordáis de las muchas veces que en la larde les vimos caminando hacia el
bosque? ¿No pensáis que pudo ser hacia la reunión del sabbath, y que Catalina ahora ha hecho toda
esta absurda comedia para engañarnos? ¡Vamos todos donde Catalina!
—Sí, sí —corearon otras voces— ¡a la hoguera con ella!
—¡Recordemos —gritó una mujer— el peligro que corren nuestros hijos!
—¡Y nosotros mismos!
Los ojos, no ya desde las ventanas, sino arremolinados en la plaza del pueblo, se inyectaban de
sangre y de odio. Las voces subían de tono, las manos se endurecían, mientras la masa humana se
encaminaba hacia la playa en busca de la casa de la viuda. Los ojos vigilantes localizaban en el
camino un tronco, un arbusto, una rama, y las manos lo iban alzando todo para formar la pira
funeraria.
Fue así como la viuda Catalina tuvo noticia de la suerte que corriera su gato Ebenezer, un
instante antes de que se encendiera la hoguera. Mientras tanto, al borde del mar, dos chiquillos
descalzos, con una larga pértiga, trataban de atraer algo hacia la costa.
—¡Cinco! —exclamó uno de ellos triunfante—.
—Pero espera, que hay muchos más —exclamó el otro.
Y empezó a manejar nuevamente la pértiga, mientras el primero, cuidadosamente, alineaba en la
playa osamentas, apenas, cubiertas de tiras de piel, de cinco gatos que había devuelto el mar.
1955
EL MAESTRO DE LA SOLEDAD
De la vida de Robinson Crusoe, cuya más conocida narración es la de Daniel Defoe, la época
que interesa a esta memoria es la comprendida entre el momento en el cual el personaje, al naufragar,
se salva y llega a una isla desierta, cercana a las costas de América del Sur, y el día en que tras de
haber tenido veinticinco años de soledad, Robinson ve llegar a la isla un grupo de antropófagos, que
se aprestan a sacrificar y devorar dos prisioneros, uno de los cuales se escapa, y es perseguido por
dos de los salvajes. Crusoe mata a uno de ellos, y salva así la vida del que huía. Este se proclama su
esclavo, humillando la cabeza bajo la planta del blanco. Robinson lo educa como su compañero, y,
tiempo después, salva a otro hombre, esta vez un capitán de navío inglés, cuya tripulación se ha
amotinado contra él. Crusoe promete al capitán ayudarle a recuperar el navío, con las dos
condiciones de que acate totalmente su autoridad en la isla, y que, al recobrarlo le transporte a
Inglaterra sin cobrarle pasaje. Así logra el regreso.
Las investigaciones han sido prolijas a través de los años. La ciencia jurídica fue la que
primeramente estudió la persona Robinson Crusoe. Aún hoy en día, para describir a los estudiantes
el estado anterior al derecho, el estado del hombre único, se apela a Crusoe, sin duda como reacción
contra la idea del «buen salvaje» que tan considerable efecto tuvo en Francia a través de las
doctrinas de Jean Jacques Rousseau. Pese a las alabanzas del libro memorable que se encuentran en
la obra de Rousseau, parece claro que la novela de Defoe es la antítesis del Buen Salvaje. Crusoe es
el hombre civilizado perdido en medio de la barbarie, y cuyo primer regreso al contacto humano
ocurriría a través de los antropófagos que llegan a la isla. Si después se hacen mansos, y a la postre
podrían justificar la doctrina del salvaje candoroso, ello se debe únicamente al triunfo de la
civilización.1 Quedó dicho que la vida de Robinson Crusoe es clásico ejemplo del nacimiento del
derecho, como lo es de su naturaleza social. Cuando aparece Viernes, se dice, no es claro que el
derecho nazca, ya que de acuerdo con la sociedad esclavista de la época. Viernes era cosa, no
persona. Sólo al celebrarse el contrato de transporte con el capitán del navío salvador, se configura
efectivamente la relación jurídica.2
Ahora bien, Robinson Crusoe no ha sido sólo materia de investigaciones de jurisprudencia; son
muchos los aspectos indagados de su soledad en la isla, y más aun los que quedan por indagar. La
soledad en sí misma, es tema fundamentalmente inquietante. Y todos los aspectos de su vida humana,
vistos a través del impacto de esa soledad. Sin contar con que, por ejemplo, se adelantan en la
actualidad estudios sobre Crusoe como origen de la idea moderna de la monogamia. Se ha tratado de
precisar si su existencia es solamente la de un mito encaminado a ponderar a la humanidad las
ventajas y consecuencias de la autarquía, en lo económico y en lo social. Se ha querido ver en él la
lección profunda para el gobernante autocrático, que solamente de sí mismo puede confiarse. Se han
hecho largas disquisiciones basadas en su vida, para situar el origen del Estado en la iniciativa
individual, y así refutar la concepción que radica el origen del Estado en el grupo social. Se han
adelantado estudios sobre la mentalidad religiosa, con base en su existencia y en su modo de actuar.
Queda aún pendiente el interrogante, que en este informe querríamos resolver, de si en el hombre
enfrentado a la naturaleza, el instinto de conservación supera al instinto sexual. Si la fuerza del
individuo domina a la de la especie.3
II
Defoe es con exceso discreto en su tratamiento, lo cual es deplorable, ya que puede suponerse
que éste sería el único caso en que el individuo humano no tendría inhibiciones sociales, sino
hambre, de alimentos, de mujer, de compañía. Debe ponderarse adecuadamente su historia, no
reducible a un simple evento onánico. ¿Por qué la narración de Robinson es tan escueta? Sus
consideraciones personales son escasas, parva su compasión por él mismo, lo cual es desusado en su
época y abona lo objetivo del relato, pero desgraciadamente nos priva de una serie de elementos
subjetivos de considerable interés.
Es necesario tener en cuenta, sin embargo, que Crusoe siempre tuvo un testigo en sus Memorias:
El lector en beneficio del cual las relataba. La censura política, religiosa y moral hacía además
difícil que pudiera entrar en detalles tan secretos como son los relacionados con el sexo. Ha habido
quienes han querido asimilarlo a lo que habrá de ser el último hombre sobre la tierra.4 Otros ha
habido que comparan su historia con el mito del ermitaño.5
No es, sin embargo, nuestro caso semejante al del último hombre sobre la tierra. Primero,
porque Crusoe conservó siempre la esperanza y la noción de que había sobre la tierra otros hombres
además de él. El último hombre en cambio, es excluyente por definición. En ambos operaba el
miedo, pero de maneras distintas: En el último hombre, el miedo absoluto, la conciencia total de que
la especie humana pereció, con su sola excepción temporal, y más aún, lo que es más grave, que no
puede reproducirse, que no puede generar la continuación de la especie humana, porque su soledad
sí es absoluta. Es tal vez el caso en que la idea de procreación se relaciona más profundamente con
la de «conocer» en sentido sexual, que utilizaba la Biblia, y que a partir de la edad media quedó
discutiblemente suprimida del catálogo humano.6 Porque es el momento en que se inicia la privación
absoluta. En cambio, si estando Robinson en la isla la humanidad se hubiese extinguido
efectivamente, al no saberlo él en su aislamiento, habría muerto con la certeza de que sus hermanos
los hombres lo habían abandonado.
En cuanto a la comparación con el ermitaño o anacoreta, no es cabal tampoco. La preocupación
de Crusoe es distinta: Se ocupa afanosamente de todo lo terreno, y de la vida supraterrenal
únicamente en la medida necesaria para ocupar su mente en los momentos en que no la reclama la
defensa permanente contra el medio hostil. El ermitaño se defiende del medio enemigo olvidándolo a
base de la concentración en la vida espiritual, a costa de privación y cilicio. Por otra parte, en el
caso del ermitaño es su propia voluntad la que causa el problema sexual, al segregarse
deliberadamente de la humanidad circundante, y repelerla. En tanto que en Crusoe toda la historia de
la isla no es sino una desesperada lucha para recobrar la humanidad perdida contra su voluntad, por
azares de la naturaleza.
Lo más grave del caso Crusoe —felizmente resuelto— y por ello destinado a la oscuridad en
que se debaten nuestras conjeturas, era la existencia de otra humanidad, conocida por el náufrago. Y
de partes esenciales de esa humanidad, como son las que integran el elemento femenino, conocidas
por Robinson también.
III
IV
Hay, sin embargo, otras posibilidades; La primera de ellas, sería la de una impotencia absoluta,
guardada en secreto como es explicable por el narrador. Pero ello implicaría que los hijos fuesen
superchería, a lo cual, como se verá más adelante, no puede inclinarse este informe. Hay otra
hipótesis, esa sí mucho más aceptable; La de que la ausencia total de mujer adormece la necesidad
del hombre. El individuo obligado a defenderse en un medio adverso, prevalecería sobre la
especie.10
Sin duda fueron muchas las cosas que se callaron en el relato. Lo que más nos interesa, es lo que
no aparece ni siquiera velado. Lo que en lo publicado omitió, para poder salvar el libro del tajo
implacable de la censura. Es más fácil leer entre líneas la historia de la Giganta de Gulliver, que esta
otra historia que no pudo escribirse públicamente. En el primer tiempo, la lucha con los elementos
absorbió de seguro la energía de Robinson, pero después se abre un gran hueco, primero de diez
meses (cap. VII) y luego de dos años (cap. XII). Durante todo este tiempo, su vida dura ha ido
presentándole problemas que no soluciona fácilmente, pero que son al cabo resueltos. El único
problema que permanece en silencio es el problema allí insoluble, el sexo. Si Viernes hubiera sido
hembra, toda la historia de la soledad habría sido una anhelante espera, una antesala al amor. ¿Pero
el tiempo transcurrido, las dificultades vividas, los hábitos autárquicos, no distanciarían al hombre
de la mujer? ¿O bien la esperanza permanente de volver a encontrar seres humanos, sería distinta a la
esperanza de volver a tener un día una mujer?
El caso absolutamente contrapuesto al Caso Robinson, sería el de que hubiese atracado en la
playa de una Isla de Amazonas. Pero es inútil contemplar esta hipótesis devorante.
Buscando al azar en el libro, sin embargo, se encuentran textos para leer entre líneas. Aparte de
la preocupación mística, hacia la cual deriva alguna parte superficial de sus escasos ocios,
tenemos;11.
«...Reconocí entonces, más sensiblemente que nunca, cómo esta existencia era menos deplorable
que la que había llevado durante el curso de mis desórdenes. Mis preocupaciones y mi alegría
comenzaban a cambiar de objetos; concebía otros deseos y otras afecciones; hacía mis delicias de
cosas nuevas y diferentes de las que me habrían encantado al comienzo de mi permanencia en la isla,
por no decir en todo el tiempo que había estado allí».
Anota que «me ocurría raramente estar ocioso».12 Sabio y prudente medio de defensa contra
tentaciones insolubles.
Es sorprendente que esa pormenorizada y paciente descripción no se haga en determinados
momentos tediosa. Pero ese hecho mismo demuestra cómo tales ocupaciones tuvieron para Crusoe
una sorprendente virtud.
Ahora bien, según el dato del mismo Robinson13, permaneció en la isla 28 años, 2 meses y 19
días. Salió de ella a los cincuenta y cinco años, y había llegado a los veintisiete. O sea que los años
de vigor se consumieron en la soledad. De ahí que su caso tenga extraordinario interés para nosotros,
y que sobre él se esté elaborando este informe, el cual no es sino un sumario de nuestras
conclusiones, respaldado en los estudios que durante aproximadamente 200 años ha llevado nuestra
Sociedad, sometidos al secreto propio de investigaciones de esta naturaleza, y que muchos de los
anteriores asociados no quisieron nunca que vieran la luz pública.
Por más de siglo y medio después de su descubrimiento, estuvo guardado en un arca de caudales
un documento al cual este informe debe hacer referencia especial, y que viene a dar apreciable luz
sobre el caso Crusoe, o Kreutznaer como parece haber sido el nombre alemán original. El
documento, fragmentario por desgracia, está formado por las anotaciones llevadas por Robinson
durante su cautiverio solitario. Escritas en largos rollos de telas de camisas desgarradas, con letra
trazada con pluma de gaviota, registran solamente los eventos de mayor importancia, lo cual es
comprensible por la escasez de útiles de escritorio. Durante algún tiempo, se tuvo por apócrifo este
documento, hasta que un químico de Amberes logró establecer que la tela estaba embebida en una
resina no obtenible en Europa. Y que el mercader de libros de Amsterdam que lo vendió al
Presidente de nuestra Sociedad, produjo las pruebas de ser el tataranieto de Ann Crusoe, la hija de
Robinson.14 Por el tema de algunos pasajes, nadie ha osado publicarlos. Su transcripción total
aparecerá como apéndice de este informe, en la Edición Privada para los socios. Aquí se transcriben
los apartes que tienen directa relación con nuestro estudio. Los demás, en gran parte, registran
acontecimientos que fueron materia de capítulos de las memorias publicadas por Defoe. Hay algunos
fragmentos borrosos.15
Los apartes relacionados con nuestro estudio, dicen:
Fragmento a)
«En la mañana de hoy, 13 de diciembre, terminé la choza sobre el arroyo. Igual que me pasaba
con los vestidos, que no puedo dejar de usar aun estando solo y en este tórrido clima, no podía
soportar el campo raso para cumplir con mis menesteres naturales. Buscaba lo hondo de la maleza,
pero no por ello me sentía más sosegado. Esta fue mi peor desesperación en la isla hasta hoy, cuando
ya tengo terminada la choza. Por debajo de ella corre el arroyuelo que va al mar...»
(Este dato coincide claramente con el siguiente del capítulo IX de la obra de Defoe: «Aunque
los calores fuesen tan violentos que yo no tenía ninguna necesidad de ropas, y a pesar de estar solo,
jamás pude resolverme a permanecer desnudo. No quería, no podía ni siquiera soportar la idea...»16
Fragmento b)
«Soy Rey. Nada hay en mi isla que no domine yo. La poseo, no en nombre de Inglaterra, sino en
mi propio nombre. A falta de mujer, tengo una isla».
«He pensado a cuál de las mujeres con las cuales tuve relación traería aquí, si pudiese. Pero no
podría decidirme. Creo que ninguna sería digna de mí. Sin embargo, traería a cualquiera».
«Sally Mclaclan, Caroline Thatcher, Mariette, Molly Conway, Susy Hughes, Eleonor Traherne,
Nell Williams, Mary Bowen, Mariette ...»
«Llevo ocho meses aquí. Hace diez meses no veo una mujer, no estoy en una mujer y tengo
miedo».
Fragmento c)
«Hace año y medio que estoy en la isla: Ayer vi la huella de un pie desnudo junto al arroyo. Era
un pie alargado, un pie que me pareció femenino. Eran ya muchos meses de privación, y me
enloquecí. Empecé a rastrear por todas partes, buscando la mujer. Al trasponer la colina donde
edifiqué mi castillo, hay un bosque tupido, y allí me interné. Vi otro pie desnudo. Seguí andando y de
pronto, de manos a boca, vi en el suelo un cuerpo. Me arrojé irreflexivamente encima buscando
poseer la mujer. Pero al sentir que era un hombre, me dominó la ira, una ira ciega, y me agarré de su
cuello con ambas manos, y apreté. Pese a todo, no pude dominar mi naturaleza hambrienta. Cuando
solté, el hombre estaba muerto. Lo enterré allí mismo, en la playa, sin cruz para poder olvidar el
sitio. No logré dormir en toda la noche. Me arrepentí y oré».
Fragmento d)
«He tenido deseos de suicidarme. Nada me calma, nada me domina. Es peor que el hambre y
que la sed. Anoche salí a la playa. La luna se levantaba sobre el mar, y yo grité nombres de mujer.
Me revolqué en la arena. Me consumí en el agua. Para terminar igual, igual que siempre. La única
voz, las únicas manos son mías. Y la soledad».
Fragmento e)
«No sé cómo me contuve cuando llegó Viernes, para no matarle, como al otro cuando apareció,
hace ya tanto tiempo. Pero por fortuna pensé: El me traerá mujer, o me llevará donde las haya. He
sido ermitaño durante 20 años, sin quererlo. Y durante 20 años también he sido el último hombre del
mundo. Aún sigo siendo monje».
Fragmento f)
«Mañana me embarcaré de regreso. ¡Cuán torpe, cuán rudo habré de ser cuando tenga otra vez
una blanca! La morderé en la axila, junto al nacimiento del seno. Y querré estar tumbado el resto de
mi vida. Pero ese deseo me durará tan poco tiempo».
Fragmento g)
(Nota al margen del manuscrito): «De aquí y de mi memoria ha salido la historia de mi vida.
Este manuscrito queda para mi hijo mayor. De mi mujer, muerta, me quedan mis dos hijos y mi hija,
nacidos uno cada año y a quienes dejo ahora para viajar otra vez».
VI
Los fragmentos transcritos, merecen ser estimados, pero su apreciación debe ser crítica. Si se
acepta con reservas el relato del libro, la misma razón hay para hacerlas sobre los apuntes que lo
originaron. El hombre interpreta personajes aun ante sí mismo.
Por otra parte, y como información final, no desatendible, de esta Memoria, conviene detallar
otras hipótesis que han surgido de las últimas investigaciones, y que son tanto más inquietantes
cuanto que reducen la historia y hazaña de Robinson a mera leyenda, y al producir este resultado
afectan especialmente todas aquellas construcciones jurídicas que parten de la elaboración de la
soledad de Robinson, las cuales quedarían cimentadas sobre un mito.
Pero esta rectificación no haría otra cosa que afianzar la verdad del origen social del derecho.
No podemos dejar de mencionarlas en un trabajo científico, tanto más cuanto que su verosimilitud es
demasiado tentadora. Por otra parte, tratándose de una memoria o informe de carácter reservado y de
difusión limitada, no hay el riesgo de que trascienda al gran público, en el cual el impacto podría ser
gravemente desmoralizador:
La primera teoría parte de la base de que hubo un gran engaño. Según ella, Robinson NO
ESTUVO SOLO en la isla. Muy poco tiempo después de su llegada, tuvo consigo una aborigen que
según parece le dio varios hijos e hijas, que fueron el origen de la población isleña. El complemento
de esta revelación, es el hecho de que Viernes era, en realidad, su hijo mayor. Y la explicación de la
leyenda, sería la misma de Minos o de Homero: Robinson Crusoe no sería un hombre, sino UNA
TRIBU de pobladores de la isla. Hay quienes acogen la teoría, pero con la variante de que Viernes
habría sido más bien el cuñado de Robinson.
La segunda hipótesis complementa la primera, y parte de que Robinson no estuvo solo nunca.
Como la anterior, no pone mayor atención en resolver el enigma de la persona que pudo ser la
compañera de Robinson, problema no menos interesante. Pero la tesis es diferente, y la más atractiva
y, debemos confesarlo, más probable: Para los sostenedores de esta idea, Robinson Crusoe no volvió
a salir de su isla, en la cual murió. El que vino, 28 años después, fue su hijo, semejante a su padre
hasta un punto sobrecogedor, y engendrado por él, como Monarca de la Isla, en la primera súbdita
que le rindió homenaje de acuerdo con el «Ius Primae Insulae» que allí fue establecido. Robinson se
dedicó a educar a ese hijo en la forma más esmerada, y transmitiéndole sus propios conocimientos en
toda su extensión y profundidad. Lo enseñó a hablar su idioma como él, lo cual era fácil, puesto que
era la única voz inglesa que oía. Robinson hablaba y el muchacho escuchaba. Y con la misma
prolijidad que emplea en su relato, logró infundirle lo que él mismo sabia, hasta el punto de que al
llegar el hijo a tierras civilizadas, experimentó, y sobre todo, demostró la legitima sorpresa de quien
ha estado veintiocho años fuera de la civilización.
Cuando llegaron los marinos, ya el padre había muerto, y a quien encontraron fue al hijo,
posesionado de su papel, y cumpliendo la voluntad de su padre, que en esta forma lograba
sobrevivirse a sí mismo con un esfuerzo gigantesco. Tan completa y hábil fue la transposición de
espíritus, que posiblemente el único padre que en el mundo ha hablado a su hijo de cosas que no se
hablan de padre a hijo, fue Robinson Crusoe a Robinson Crusoe.
El relato, pues, fue hecho por Robinson hijo, pero empalmando su vida con la de su padre, sin
dejar solución de continuidad. Probablemente él mismo no tenía muy clara la noción de ser una
persona distinta de su padre. En todo caso, entre las pruebas que pueden citarse en este recuento, está
la última parte de sus memorias. La edad del padre había sido, en verdad y de acuerdo con el
promedio de la época, muy avanzada para haber logrado comprometerse en las siguientes empresas
de viaje.
Algunos han querido ver una clave cifrada en este pasaje:
«A algunas leguas hacia el norte de ese río, hay varios considerables ríos, cuyo curso es tan
directamente septentrional como el Gamour es oriental. Todos llevan sus aguas al gran río llamado
Tártaro que dio su nombre a los tártaros más septentrionales, que son llamados Tártaros Mongoles,
los cuales, según los chinos, son los más antiguos de todos los diversos pueblos que llevan el mismo
nombre, y que son, según ciertos geógrafos, los Gogs y Magogs de que se habla en la Sagrada
Escritura».
La cita es confusa, pero después de lo ya dicho es claro su sentido oculto. Sin contar con que en
el manuscrito del cual se han citado fragmentos, hay una clave extraordinaria: Aparte del dato
incidental (fragmento f) en el cual habla al regresar a la civilización, de cuando tenga «otra vez una
blanca», que no tiene importancia por sí solo, hay algo que sí merece consideración. Toda la primera
parte —de la cual nada se reproduce porque contiene el relato externo que sirvió de base para el
libro— habla de Robinson en tercera persona. La segunda parte —de la cual se han tenido los
fragmentos, y que es la que constituye una especie de Diario, pasa a la primera persona, y en cuatro
oportunidades distintas habla de «mi padre». Y la última es la más significativa de todas. Dice:
«Espero cumplir este relato como lo quería mi padre». Algunos han querido ver una alusión
religiosa, por cuanto el original inglés dice: «My father the Lord». Pero olvidan que Robinson fue
señor y rey de su isla. «Señor» le decía Viernes. En varias oportunidades el libro habla de súbditos.
Por ejemplo el pasaje siguiente:
«...mi isla estaba poblada; me había enriquecido de súbditos y era para mí una satisfactoria idea
la de considerarme como un pequeño rey. Toda esta isla era mi dominio, por títulos incontestables.
Mis súbditos me eran perfectamente sumisos; yo era su legislador y su soberano señor...»18
Consideramos esta hipótesis la más sensata, la más aconsejable y mejor respaldada. Quedaría
solamente por determinar hasta qué año vivió el primer Robinson, cuántas esposas y cuántos hijos
tuvo.
1961
Notas:
Sobre la relación de Rousseau con Robinson Crusoe. René Gonnard («La Légende du Bon
Sauvage». Librairie de Médicis, París 1946, pág. 76 y ss), sostiene un diferente punto de vista:
« Jean Jacques Rousseau elogió con entusiasmo esa novela ilustre. ¿Sería que encontró en ella
esta glorificación del estado de naturaleza a la cual iba él mismo a dar tal resonancia? A primera
vista, se puede dudar. Los salvajes con los cuales Robinson entra en relación son antropófagos, y es
sobre todo bajo este aspecto que ellos le aparecen. Ni se da siquiera mucho escrúpulo en
masacrarlos como tales, aunque reflexione antes de combatirlos que sus bárbaras costumbres ‘eran la
prueba de que Dios los había abandonado a su estupidez y a sus feroces apetitos’, pero no que él
hubiese sido llamado a juzgarlos y castigarlos. (Robinson, 1a. parte, cap. X). Estúpidos y feroces...
No se trata de buenos salvajes. Pero desde el día en que se emprende la empresa de convertirlos —
ya se trate del mismo Robinson, catequizando a Viernes, o del joven cura francés, que comienza a
cristianizar a los salvajes instalados en la isla— testimonian ese candor, esa disposición natural para
instruirse, para aceptar las verdades morales que se les proponen. esa sinceridad y generosidad de
alma que tantos exploradores habían señalado. Y esas cualidades del buen salvaje no han sido todas
parte de la leyenda. Entraron en ella, pero sobre un fondo de verdad. Y el Robinson de Defoe, ese
libro que ante lodo se distingue por su carácter de inimitable verdad, esa novela en la cual todo
parece verdadero, 'en la cual nada es afectado, nada juega en falso', permanece cierto, aquí como en
todas partes. Los dos aspectos del salvaje real aparecen. Y el segundo, acaso un poco embellecido,
pero con una engañifa perfecta, debía bastar para encantar a Jean Jacques».
Aún en la época actual, sigue utilizándose el ejemplo por los profesores de derecho. V. por
ejemplo Edgard Bodenheimer (Teoría del Derecho pp. 19-20 F. C. E. 1946. México). Dice lo
siguiente, a lo cual conviene anotar que el autor, como otros, trata de los hechos tal como si fuesen un
mito platónico, a diferencia de este informe, que parte de su realidad:
«...Estas dos situaciones son ejemplos claros de dos tipos posibles de relaciones entre los
hombres. La relación entre Robinson y Viernes, su compañero de color, es de dominación y de
sujeción. Robinson disfruta de un poder ilimitado sobre Viernes. No tiene respecto a él ninguna
obligación; puede hacer con él lo que le plazca; puede incluso matarlo. Por el contrario, la relación
entre Robinson y el Capitán es de contrato e igualdad. Los dos hombres se reconocen mutuamente
como ingleses libres, ninguno de los cuales sería capaz de considerar seriamente la posibilidad de
someterse como esclavo al poder arbitrario del otro. Cada uno de ellos tiene algo que ofrecer al otro
y de ahí que la forma natural del intercambio de sus servicios sea un acuerdo contractual».
«Estas consideraciones nos permiten trazar una distinción importante. La relación entre
Robinson y Viernes es una relación de poder. Tales relaciones existen cuando un hombre queda
sometido a la voluntad arbitraria de otro. Para un esclavo el poder de su amo es un mero hecho de
dominación; el esclavo no tiene derechos que puedan actuar como restricciones del poder del amo.
La relación entre Robinson y el Capitán, por el contrario, es una relación de derecho. Es una relación
contractual en la que ambas partes reconocen la existencia de derechos y deberes mutuos, sobre la
base de una cierta igualdad. La circunstancia de que en la isla de Robinson no haya poder superior
—no haya gobierno— que pueda garantizar y hacer cumplir fielmente el acuerdo, no destruye el
carácter jurídico de la relación. La garantía de la ejecución reside en el hecho de que ninguna de las
partes puede lograr sus fines sin ejecutar fielmente el contrato».
(No es exactamente cierto, sin embargo, y de acuerdo con Defoe, que en la isla no haya
gobierno: El gobierno era Robinson, y lo primero que obtuvo del Capitán fue la promesa de
reconocimiento de ese gobierno. La garantía —precaria evidentemente— no era otra que la de la
coacción. El contrato del Capitán se hacía con el gobierno; era, en verdad, un primer ejemplo de
contrato de derecho público).
Como podrá luego verse, el texto de este ensayo es el punto de partida para estudiar lo que está
todavía inexplorado, vale decir, la existencia de un «COMPLEJO DE CRUSOE» en el dominio del
sexo.
Entre ellos «El maestro de la Soledad», libro póstumo del Profesor Reinhardt von Kleing, de la
universidad de Tubinga.
Las fuentes son demasiado numerosas para ser detalladas en el informe; pero éste va
acompañado de un anexo bibliográfico, que contiene una primera parte de bibliografía crusoniana, y
una segunda parte sobre los mitos relacionados. Es interesante observar que, por primera vez, se
trata científicamente la noción del ermitaño, eremita o anacoreta, como un mito, que por otra parte
tiene relación directa con el caso Crusoe. Si Robinson Crusoe fuese un mito, sería el non plus ultra
de los mitos eremíticos.
Dice André Dumas; «Durante siglos, la sexualidad humana ha sido puesta en relación, a imagen
de la sexualidad animal, con la procreación más que con el conocimiento. El Antiguo Testamento
había empleado términos diferentes para calificar el acoplamiento de las especies y el reciproco
descubrimiento del hombre y la mujer. Al contrario, había utilizado el mismo término para designar
el discernimiento intelectual y la penetración física de los sexos. El conocer era así más que un
saber, un encuentro. Sin embargo, pronto el dualismo se situó en otro lugar, no entre la proliferación
natural y la escogencia amorosa, sino entre el instinto de nuestra carne mecánica, para hablar como
Descartes, y la razón de nuestro espíritu dirigido. Al sexo, pues, el mutismo de las cosas, a la palabra
la dignidad de las expresiones humanas» («Esprit» No.11, noviembre 1960. p.1889).
«Aventuras de Robinson Crusoe» por Daniel Defoe. p. 152. Edición Maison Alfred Mame et
Fils, Tours, sin fechas.
Ibíd., p. l57-I58.
Ibíd., p.2ll.
Al respecto, dice el Profesor J. Evola («Metafísica del sexo», pp. 138-139):
«¿Busca el hombre la mujer porque siente en sí una privación, o al contrario, son la presencia y
la acción de la mujer las qué crean la privación, provocando una especie de hundimiento interior y
conduciendo al hombre fuera de sí, suscitando en él el estado de deseo, de concupiscencia? Es decir,
hay que preguntarse con Kierkegaard si es el hombre que, sintiéndose falsamente completo y
suficiente, al hallar la mujer y experimentar la necesidad de ella descubre que es medio hombre, o
bien si es esta circunstancia la que lo extravierte, lo hace decaer de una actitud centralista, lo
perjudica...»
Aventuras, p.94.
Ibíd. p.95.
Ibíd., p.206.
Sobre Ann Crusoe, puede consultarse la colección de cartas a su hijo Robin, en la Biblioteca de
la Sociedad Filantrópica y Naturalista de Liverpool, Inglaterra, Ficha M. S. N 25267 A.C.
La Sociedad Filantrópica y Naturalista de Liverpool (25 Robin Street) tiene una biblioteca de
acceso reservado a los socios. Con permiso especial del Presidente, Honorable S.S. Parkinson,
aprobado luego por el Consejo Directivo, es posible consultar el M S, sin tomar fotos ni apuntes.
Para estas transcripciones hubo un permiso especial. El Honorable Parkinson es hombre de avanzada
edad -95 años que ha dedicado su vida al estudio de Crusoe. Posee la más hermosa colección de
ediciones del libro de Defoe, en 12 idiomas. La más interesante, por las ilustraciones y las notas
críticas, es la traducción al arameo, de autor anónimo, que se publicó en Londres (1817), por la casa
Editorial Robinson & Son.
Aventuras, p. 209.
Aventuras, p. 367. 2a. parte. Cap. XII.
Parte I, Cap. XIII. p. 178.
EL HOMBRE Y SU DEMONIO
Fragmento del relato del viaje de un filósofo español a través del país de Flandes, hacia los
años de 1570.
Dícese que en aquellos tiempos de cien años ha, cuando Jerónimo Bosch el pintor vivió en
Brujas, algunas aldeas flamencas practicaban todavía la costumbre de dar sonoridad y bendición a
las campanas, purificando el metal de aquellas con el cuerpo de la doncella más hermosa. No creo yo
que en países y tiempos tan honrados, pudiera ello ser así. Sin embargo, cuando en compañía del
señor Don Manuel de Urquijo, hube de viajar por los pueblos y comarcas de Flandes, oyeron mis
oídos que las tales campanas sonaban como otra ninguna, y que si su sonido era hermoso en la hora
de la boda, más aún lo parecía en el momento de la muerte. Mas pienso que esos sonidos vienen de
un tiempo mucho más antiguo, y que desde entonces en Flandes no se han hecho campanas. Aquellas
campanas, ciertamente, sonaban como con alma, no sé si por alguna extraña influencia del aire, o por
la sola leyenda que las hacía sentir como mujeres. Debo confesar de igual manera que cuando la
noche me sorprendía fuera de cobijo, y había de pasar cerca de alguna iglesia, mientras daba la hora
la campana, me sobrecogía pensando en todos los malos espíritus que rondaban el aire, y que huían
en ese instante estremecidos y puestos en fuga. Porque la campana es, ante todo, y como nos lo
manifiestan las antiguas historias, un modo de poner en fuga a los malos espíritus. Eso solamente
puede ocurrir si la campana tiene su metal mezclado con la carne de una doncella, ya que la campana
que ahuyente los seres maléficos, tiene que sonar como un cuerpo de virgen.
Y hablo de las campanas, porque se trata de una historia de exorcismo y de demonios que
poseen a los hombres. Las personas que la refieren dicen que fue el protagonista de ella el pintor
Jerónimo Bosch, en cuyos cuadros se place tanto el señor Rey Don Felipe II, a quien Dios guarde.
Dicen también, y a fe que lo creo cierto, que aquel pintor fue un poco tocado del magín, tanto
que en este año de gracia, si no es en el Escorial, harto difícil es conseguir ver una de sus pinturas.
Pero contaré la historia, ya que después de este paréntesis deberé seguir con el relato de mi
viaje de Flandes, escrito para que tantos españoles que no han visto aquella comarca nuestra, sepan
cómo es el uso de la vida en esas tierras.
El señor Bosch vivió por un largo tiempo en Brujas, en una pequeña casita situada a la orilla
del Muelle Verde, en las cercanías de la calle del Asno Ciego, donde pintaba como si padeciera de
furia o de insania; hay quien dice que pintaba para vengarse de las gentes. Dícese también que
pagaba con oro del mejor las mujeres y hombres que retrataba en sus pinturas. Pero hay quien
asegura que eran todos adoradores de una rara secta impía y hereje, que se reunía allí para sus cultos,
y que los cuadros de «El Bosco», como en España le llamamos, son todos representaciones de su fea
impiedad. Ello es que el Bosco era casado con una mujer no hermosa ni buena, que murió dejándole
en la soledad, pero a él no pareció importarle; antes bien, ahora pintaba más continuamente. Y sin
que nadie supiera, vendía sus cuadros. La gente que no conocía su casa contaba que tenía un cuarto
lleno de sapos, culebras, arañas e instrumentos de tortura, en donde entraba a pintar sus cuadros
perversos. Pretendían haber oído aullidos y sollozos que salían de la casa cerrada. Y se aseguraba
que no había entrado mujer que no hubiera sido poseída por una de aquellas alimañas monstruosas.
Pero ocurrió que vivía en Brujas la hermosa hija de un zapatero, llamada Bárbara Quellyn. Fue
esta joven quien suscitó una grave pasión en el corazón del viejo pintor, que como si fuese un zagal,
la perseguía y acechaba sin curarse siquiera de la reprobación de las gentes o de la ira del padre.
En las horas en que las campanas convocaban a la iglesia, el pintor encontrábase embozado en
su capa, viéndola pasar; y dirigióse una vez a ella con tal ahínco, que la joven no salió nunca más
sino en compañía de una dueña.
El Bosco pasaba por frente a su casa, mirando la puerta cerrada con mirada de endemoniado, y
como un fantasma aparecía en la noche hasta que la ronda nocturna le ahuyentaba. Enviábale misivas
amorosas, y ofrecióle tres sacos de escudos si consentía en ir a su casa para pintarla en un cuadro. La
muchacha, pese a su temor del hombre endemoniado, le sonreía a hurtadillas a veces, cuando le
encontraba.
Por aquellos días, vivía en Brujas un célebre fundidor de campanas, tudesco y orgulloso, lleno
de oro y fama, que había dejado su trabajo al salir de Alemania. Era hombre que se reía cuando le
preguntaban cómo había conseguido los cuerpos de virgen para todas las campanas que había
fundido.
Un día recibió un emisario de un poderoso príncipe de Alemania, pidiéndole una campana
inmensa, para la torre de una catedral. La campana, contaba, debía tener la altura de un hombre, y una
sonoridad que alcanzaba varias leguas. Brujas no era sitio apropiado para hacerla, pero el Príncipe
tenía la bolsa abierta, y la campana se haría allí.
Empezaron los trabajos, que durarían ocho días para fundir la campana, después de hecho el
molde. La hoguera quemaría tanto combustible como el que quemaban todas juntas las casas pobres
de la villa en un invierno. Diez hombres ayudarían a los trabajos, y el fuego no se podría suspender
un momento. Fue así como, en las afueras de la ciudad, empezó a arder la hoguera. Todas las gentes
desfilaron a mirar los trabajos. El Bosco, luego de haber pasado por la casa de Bárbara en las horas
nocturnas, se quedaba largamente allí mirando cómo ardía la leña, cómo el metal se iba moldeando.
De noche, la campana quedaba ardiendo sola.
Cuentan quienes lo saben que una madrugada Bárbara Quellyn tenía un encuentro concertado con
su amor, un joven que un día, según los rumores del pueblo, sería el dueño de su virginidad. El
Bosco había aparecido ensombrecido aquellos días, y aun hubo gentes que aseguraban haber visto su
demonio.
La cita era en el lugar de la campana, so pretexto de la hora de los oficios religiosos. Cuando
llegó la joven, vio una sombra que se dirigía a ella con los brazos tendidos. Acercóse, creyendo que
era su enamorado. La figura se desembozó de la capa, y la joven pudo ver que era Bosch, el pintor de
demonios. En medio de la soledad, con la sola compañía del fuego que ardía violento y de los
metales derretidos, la joven gritó de terror, y enloquecida de miedo —porque todos aseguraban que
ella vio al demonio— huyó sin mirar, precipitándose en el hueco donde, entre llamas, se fundían los
metales. Debió ser apenas un poco más de humo, y la carne y la sangre de la virgen quedaron unidas
al metal de la campana.
Eso dicen las gentes. Todo el pueblo señalaba con odio al pintor, pero nadie podía demostrar
nada. Al poco tiempo, regresó a su retiro de Bois-le-Duc, de donde jamás volvió a salir. El horrible
recuerdo fue más fuerte, y el que era alucinado, enloqueció sin poder desasirse de su demonio. Loco,
frenético y furioso, pintó sus infiernos. Uno de ellos, contiene la colección de todos los suplicios del
mundo, que él anotaba con todo cuidado para luego pintarlos deleitosamente. Es un Tríptico que
place más que todos a mi Señor Don Felipe II, y llámase «El Jardín de las Delicias». Hay en él un
suplicio más horrendo que ninguno, por todo lo que tiene de exorcismo, de esfuerzo para alejar los
diablos del infierno que le rodeaban. Y ese mismo suplicio encuéntrase en otro infierno de su «Juicio
Final»: Cercano del hombre suspendido de la llave, y sobre el amoroso cuyo cuerpo está templado
sobre las cuerdas de un arpa, un hombre aparece colgado a guisa de badajo de una campana enorme,
mientras un demonio tira la cuerda eternamente.
1953
HISTORIA DE UN DESEO
Por aquellos días. Fra Filippo Lippi encontrábase aún en Florencia. La ciudad fue, en verdad,
sorprendida por la moderación y recato absolutos de su vida. Su mismo protector, el magnánimo
Carlos de Médicis, le llamó un día al Palacio, en el convencimiento de que el pintor hallábase
tramando alguna extraña cosa. Quedó, sin embargo, sorprendido al saber que simplemente se
encontraba dedicado —y esto en el propio Palacio— a pintar un cuadro sobre el cual la ciudad hacía
toda clase de conjeturas. Decían las malas lenguas que era tal el temperamento amoroso del pintor,
que al hallar atractiva a una mujer y no poder obtenerla para sí, dedicábase por entero a pintarla, y,
el cuadro acabado, sus ardores quedaban satisfechos. Razón esta por la cual todos buscaban saber,
por el cuadro que pintaba, el anuncio del nuevo escándalo del pintor. Desde los puentes del Arno
hasta el Palazzo della Signoría, corrían los más variados rumores, mientras Filippo trabajaba
imperturbablemente. Hasta que un día se conoció por fin la historia.
Me limito en este informe, escrito por orden de Su Majestad, a relatar cuantos hechos pude
establecer durante mi estadía en Florencia; para lo cual tuve alguna dificultad, habida cuenta que han
transcurrido cerca de setenta años de entonces; sin embargo, valióme en gran manera el apoyo de
grandes señores y artistas. Hay un hecho evidente sobre el cuadro, y es el de que Fra Filippo lo pintó
por amor. Pero la historia misma de los sucesos es variada según uno u otro la refiera. Hubo un
momento en que me incliné a pensar que todas las versiones eran verdaderas, refiriéndose a sucesos
diferentes, siendo ahora mi pensamiento el de que en todas y cada una de las historias se encuentra
alguna cosa cierta, y que todas ellas se refieren al mismo cuadro. Las cuales historias, si no sirviesen
para cosa distinta, al menos serían útiles para convencernos de que en realidad no era tan desusado
el hecho de que Fra Filippo satisficiese su amor pintando a su deseada. Que esto, en verdad, lo hacen
todos los artistas desde Dante Alighieri. Pero, sin dar pábulo a más meditaciones, debo pasar a
ordenar, en esta breve memoria, los hechos que descubrí, los cuales, a no dudarlo, han de servir a
generaciones futuras para el estudio del «quattrocento».
Todos coinciden en contar que, al ser el cuadro terminado, muchas gentes pudieron verlo en uno
de los salones del Palacio de los Médicis. El cuadro era la representación de una mujer que miraba
hacia el horizonte. Algún poeta, que después murió loco, dijo que el cuadro era el retrato de una
mujer al borde del abismo. No se sabe por qué, decía que a pesar de no aparecer representado en el
cuadro ningún abismo, el paisaje que entraba a los ojos daba la sensación del abismo bajo los pies.
En todo caso, al aparecer el retrato, la curiosidad de la gente vióse satisfecha: Era la imagen de
Monna Francesca, la esposa del Signore Cossimo, secretario que fue por breve tiempo de Carlos de
Médicis.
Crecieron entonces los rumores y las discusiones. Naturalmente hubo pareceres encontrados al
apreciar el cuadro. Unos pensaron que era un cuadro mediocre, que desdecía de la fama de Fra
Filippo. Pero otros elogiaban la obra, opinando que en ella había dejado impreso todo su talento. Y,
como consecuencia, ya que el pintor mantúvose callado, vinieron las diferentes versiones sobre el
cuadro, las cuales llegaron al escándalo, justamente en la época en que Fra Filippo resolvió partir
hacia Prato, para pintar los frescos de la catedral. Los que despreciaban la obra, decían que el
motivo del fracaso de ésta era el que Fra Filippo no hubiera comenzado a pintarla por amor, sino por
comisión del Signore Cossimo. Al enamorarse luego, había sido demasiado tarde para satisfacer y
poner su amor en la pintura, que en realidad no venía a ser cosa distinta de una obra hecha para ganar
dinero.
Sin embargo, he encontrado unos apuntes de gran interés, y cuya verdad será difícilmente
desmentida. Reservo el nombre del autor, por súplica de quien los depositó en mis manos. Según los
referidos apuntes, en el Palazzo della Signoría vio Fra Filippo a la esposa del Signore Cossimo. La
vio tal vez tres veces o cuatro. Pero, como hombre ducho que era en esas lides, y codiciándola
violentamente por su hermosura plena y fogosa, encontró pronto el medio para verla a solas, con la
complicidad de una camarista, de quien provinieron en su momento los datos que refiero. Ella, no
por virtuosa, que creo en realidad nunca lo fue, sino por no encontrar en él motivo para ceder a sus
súplicas, le rechazó con vehemencia. Una noche, mientras estaba Cossimo cumpliendo una misión en
Venecia, Fra Filippo logró introducirse en las habitaciones de Monna Francesca. La cual, al verle, no
perdió la serenidad, lo que hubiese dado lugar a un fatal escándalo en la Corte, sino que, con muy
buenos razonamientos y sosegados propósitos, hízole ver que sólo por no amarle no accedía a sus
ruegos; y le pidió obrar con cordura para evitar comprometer su reputación de mujer honrada. Con
tal ternura y modo tan dulce le habló, que el hombre conmovióse hasta las lágrimas, y besando su
mano salió de la habitación. Días después, y no se sabe si por casualidad del destino, o bien, como
yo me inclino a creer conociendo el ánimo de Fra Filippo, por insinuación de éste, Micer Cossimo le
encargó el retrato de su esposa. Todos los días acudía Fra Filippo a las habitaciones de la Señora, y
permanecía pintando durante horas. En el Palazzo, la gente iba a verle pintar, desde sitios donde él
no se apercibía de que era observado.
Y cuéntase que trabajaba continuamente, con una especie de furia o deseo violento. La miraba
durante largos ratos, hasta que ella se sentía molesta de tal contemplación, y así se lo daba a
entender. Volvía él entonces al cuadro, y no dejaba de dar pinceladas aun durante dos o tres horas
continuas.
En la ciudad, era sabido de todos este amor. Los pocos amigos cercanos de Filippo, le notaban
distinto y ausente. Para las mujeres, era objeto de curiosidad y respeto este varón, que de sí mismo
había sacado esa manera de librarse del mal amor de una mujer. Porque pensaban que con cada
pincelada iba satisfaciendo su deseo violento, y que al terminar el cuadro, como se contaba que ya
otras veces había sucedido, su amor por la mujer estaría extinguido, y calmados todos sus ardores.
Fue tal la atención provocada en la ciudad por estos hechos, que hubo de llegar a los oídos
menos indicados: vale decir, los de Micer Cossimo. Sin embargo, este hombre avaro como pocos,
que ya había gastado parte de su dinero en recompensar al pintor, se abstuvo de hacer caso de ellos,
y esperó que la obra estuviese acabada.
Es esto, en breves palabras, lo que relata el manuscrito. Pero de otras fuentes he obtenido el
final de la historia.
Un cercano pariente —sobrino carnal— de Fra Filippo, me contó lo siguiente: La desesperación
de Fra Filippo no conoció limites ante el desdén de Francesca. Como de un clavo ardiendo, se aferró
de la oportunidad que ingenuamente le ofrecía Cossimo para estar cerca a ella, y a la vez tratar de
desligarse de su amor, concentrando toda su energía en la pintura, es decir, rehaciendo en el cuadro,
creándola de nuevo a la vez que gozándola, a la mujer que amaba. Comenzó a pintarla, y el cuadro
era cada día más hermoso. Y a medida que a ojos vistas se engrandecía la figura femenina, por un
extraño hechizo en el corazón de Francesca, fue abriéndose paso el amor hacia el pintor. Le miraba,
se insinuaba discreta e indiscretamente. El hombre seguía como un poseso, dedicado a la pintura.
Ella le suplicaba. Llegó un momento en que fue tal su amor y su deseo de entrega, que quiso que Fra
Filippo le retratase semidesnuda, con un simple velo, en actitud de bacante. El la dejó posar así, pero
al llegar a los toques finales del retrato se vio que había reproducido la actitud y el vestido con los
cuales había ella posado desde un comienzo.
Un día la situación alcanzó su más violenta tensión, y Monna Francesca, con los ojos arrasados
en llanto, realizó su sueño, y allí mismo, junto a la obra acabada se entregó al pintor.
Mas desde aquel día, una transformación se operó en el ánimo de éste. El amor exhuberante de
la mujer le ahogaba, le impedía pintar, le quitaba ya el interés al cuadro. Y fue así como apresurando
las cosas, resolvió terminarlo. El día en que estuvo finalizado, estaba él con Monna Francesca, que
parloteaba a su lado, orgullosa de la obra, y sobre todo de haber sido el motivo de ella. Él
permaneció silencioso, hasta que ella le interrogó, limitándose él a decirle simplemente:
—No me interroguéis, señora. El cuadro es mediano, y tenéis que comprenderlo como yo.
Tendréis también que comprender el motivo. Si yo hubiese seguido pintando igual que comencé, el
cuadro habría sido una obra maestra. Pero amándome vos, dedicado yo a amaros, no me quedaba
amor para transmitirle. Todo el amor os lo llevasteis; por ello es el cuadro frío, y poco su valor.
Con estas palabras se fue, y desde entonces retiróse poco a poco de su amante. Para el artista
fue demasiado comprender que ella, por amarlo, había malogrado el cuadro, ya que por la altura de
su amor él pensaba que sería su obra máxima. Sin darse cuenta, el amor fue cediendo el lugar en su
alma a un odio frío que hubo de causar la desventura de su amante.
Otros, sin embargo, me decían que no fue así. Que el cuadro fue, evidentemente, mediocre. Aun
alguno me decía que su padre había recibido una confidencia de Fra Filippo, por demás singular.
Hablaba el maestro de su amor, y decía: Es, en verdad, un cuadro mediocre. Pero no podía ser de
otra manera. Quise pintarlo para desprenderme de mi amor, dejándolo en él. Sin embargo, no pude.
Era tanto mi amor, que no logré sacrificarlo, encerrarlo en esa tela. Por ser mi amor tan grande, es
mediocre mi cuadro, y yo sigo adorando violentamente a esa mujer. Jamás creí que hubiese un
momento en que el arte fuese impotente para dominar a la vida.
Sin embargo, cuando escuchaba esa parte de la historia, alguien que estaba conmigo reaccionó
enfáticamente contra ella. ¡Cómo puede ser así, — exclamó— cuando justamente toda Florencia supo
en esa época que si el cuadro fue mediocre, justamente se debió a que el amor de Fra Filippo por
Monna Francesca no fue suficiente para darle belleza? ¡Todos saben que la pintura de Fra Filippo era
su mismo sentimiento! ¡Y todos saben que él mismo tuvo conciencia de que el fracaso de su obra se
debía, precisamente, a su falta de amor!
Pueden ser ciertas todas estas versiones; acaso si las despejásemos de las imaginaciones que
cada una contiene, encontraríamos la historia única. Sin embargo, hallé testimonio de pintores,
contemporáneos o discípulos de Fra Filippo, que contradicen todo esto. Testimonios que van
acompañando esta memoria, y que podríamos resumir diciendo que el retrato de Monna Francesca
fue en verdad una poderosa obra del maestro, admirada por todos. Y encontré alrededor de ella
misma una curiosa anécdota: Terminado el cuadro (quien esto relató no sabía de las incidencias que
quedan registradas), Fra Filippo se lo enseñó a Micer Cossimo. Y después de enseñárselo, le ofreció
devolver su dinero, a condición de que le dejase el cuadro. Hubo, con este motivo, una violentísima
escena, durante la cual salió a la luz todo cuanto había sucedido. Cossimo poseído de ira, le dijo al
maestro: ¡No vas a tener a Francesca ni el cuadro! Y le hizo echar de su presencia por la
servidumbre. El solo comentario del pintor que relata aquella escena, sabida por toda la villa, es el
siguiente: «Tal fue —exclama— la desventura del maestro, que no solamente fue privado del objeto
de su amor, cuya falta iba a hacer su desgracia por toda la vida, portándole a la disolución y al
escándalo, sino que aquella obra maestra, dechado de perfección, de la cual asomaba el amor a los
ojos de los más cínicos e incrédulos, también le fue quitada de las manos, negándole el derecho
sobre su propia obra, que estaba dispuesto a conservar devolviendo los dineros que harta falta le
hacían para vivir».
Eso es todo. Hay un solo documento más, que en copia adjunto a esta memoria: La explicación
dada por el propio Carlos de Médicis, en carta a Fra Filippo, al decirle que debe ir a Prato a pintar
los frescos de la Catedral. Alude en ella a la necesidad y conveniencia para Fra Filippo, de cambiar
por un tiempo de residencia. Tiene una frase bastante diciente: «Micer Cossimo participa de nuestro
parecer...».
En lo que respecta al cuadro, objeto principal de esta memoria y de mi viaje, deploro tener que
informar a mi Señor que, con absoluta seguridad, dicho cuadro ya no existe. Fue destruido por
Signore Cossimo, poco después de haber salido Fra Filippo de Florencia.
1952
LA PROCESIÓN DE LOS ARDIENTES EN UN LUGAR DE
LAS INDIAS
Don Alonso comenzó a escribir. Quería dedicar tiempo a su historia sobre el autor fracasado
que iba a enterrar su amargura en los extraños lugares del Nuevo Mundo. Aunque su versación en el
tema de las Indias no pasaba de las generalidades, estaba seguro de que a base de imaginación, mejor
que de estudio, iba a lograr el prisma a través del cual surgiesen los colores correctos para su
cuadro. Abierta su ventana al sol moribundo de la tarde manchega, trazó con decisión la primera
frase de su relato. Los oros de la tarde se estrellaban contra el polvo pardo y envejecido del camino.
En cambio, de la hoja blanca en la cual escribía la mano del hidalgo, iban saliendo los esplendores
de un trópico encendido, una especie de devorador de hombres situado en el otro lado del mar.
Así se desenvolvía la historia:
Cuando Don Miguel recibió por fin la respuesta del Consejo de Indias a su petición de un
destino en ultramar, su situación había llegado ya a extremos tan precarios que, después de haber
pensado en las más inútiles empresas, hallábase al borde de vivir de la caridad pública. En mayo de
aquel año de 1590 había escrito la carta, cuyo texto verdadero, dirigido al Presidente del Consejo de
Indias, expresa que Don Miguel «dice que ha servido a S.M. muchos años, en las jornadas de mar y
tierra que se han ofrecido de veintidós años a esta parte, particularmente en la batalla naval, donde le
dieron muchas heridas, de las cuales perdió una mano de un arcabuzazo; y al año siguiente fue a
Navarino y después a la de Túnez y a la Goleta; y viniendo a esta corte con cartas del señor Don Juan
y del Duque de Sessa para que S.M. le hiciese merced, fue captivado en la galera «Sol», él y un
hermano suyo; que también ha servido a S.M. en las mismas jornadas; y fueron llevados a Argel,
donde gastaron el patrimonio que tenían en rescatarse, y toda la hacienda de sus padres y las dotes de
dos hermanas doncellas que tenían, las cuales quedaron pobres por rescatar a sus hermanos; y
después de libertados fueron a servir a S.M. en el reino de Portugal y a las Terceras con el Marqués
de Santa Cruz, y agora están sirviendo y sirven a S.M. el uno de ellos en Flandes de Alférez; y el
Miguel de Cervantes fue el que trajo las cartas y avisos del alcaide de Mostagán, y fue a Orán por
orden de S.M.; y después ha asistido sirviendo en Sevilla en negocios de la Armada por orden de
Antonio de Guevara, como consta de las informaciones que tienen, y en todo este tiempo no se le ha
hecho merced alguna. Pide y suplica humildemente, cuanto puede a V. M. sea servido de un oficio en
las Indias de los tres o cuatro que al presente están vacantes, que es el uno la contaduría del nuevo
reino de Granada, o la Gobernación de Soconusco en Guatimala, o contador de las galeras de
Cartagena, o Corregidor de la ciudad de la Paz, que con cualquiera de estos oficios que V. M. le haga
merced, lo recibirá, porque es hombre hábil y suficiente benemérito para que V. M. te haga merced,
porque su deseo es continuar siempre en el servicio de V. M. y acabar su vida como lo han hecho sus
antepasados, que en ello recibirá muy gran bien y merced».1
El Doctor Núñez Marqueño, relator del Consejo, puso sobre la epístola esta nota: «Vaya el
peticionario de contador de las galeras de Cartagena de Indias».
El mismo día en que le fue acordado a Don Miguel el cargo, el tal Núñez Marqueño puso sobre
otra petición, de un Alonso Quijano, el mismo hidalgo que intenta describir las atribulaciones de Don
Miguel en América, esta nota: «Busque por acá en qué se le haga merced».
Doña Catalina de Salazar, esposa de Don Miguel, enterrada en vida en el pueblecillo de
Esquivias, abrió un ojo maligno cuando supo del nombramiento, y luego lo cerró, para seguir
cuidando de sus haberes. Doña Catalina era un pájaro malo, pero de corto vuelo, y como tal quedóse
sobrevolando sus tierras, y librándolas de todo mal.
Don Miguel empaca sus breves pertenencias: Hojas y hojas de libros inconclusos, unos cuantos
jubones y calzas, el espadín que le acompañó en Lepanto contra los turcos, una daga italiana
cincelada. Algunos pocos libros, que a él más bien le basta con escribir, que con leer. Y así se
embarca por fin, sale de Sevilla este año de 1590, encomendándose a la Virgen del Mar para la larga
travesía del galeón de su majestad.
La nao, el galeón «Santiago», zarpa por fin, con rumbo a Cartagena. En las claras noches
marinas, Don Miguel escruta el cielo, ve cómo siguen por otras latitudes la prolongación del Camino
de Santiago. Sólo la Edad Media poseyó mapas completos de los caminos del cielo. Ahora, al
avance hacia el Nuevo Mundo, parecen irse borrando poco a poco, porque con el descubrimiento de
América el hombre se ha dedicado a intentar los mapas del mar. Antes, había por ejemplo mapas de
Europa donde estaban marcados todos los lugares de reunión de la hechicería. Esto no ocurre ahora,
porque al doblarse el mundo son demasiados los sitios donde las brujas se reúnen, y el camino de
Santiago se ha ido estirando, estirando, hasta hacer imposible su representación.
La ruta sigue siendo la misma de Don Cristóbal. En el paso a las Canarias, Don Miguel recuerda
con alivio los calores desollantes de las prisiones moras, el azul increíble del Mediterráneo. Otra
vez a la aventura. Pero esta vez el juego de la vida no va contra los enemigos, sino contra los
elementos, y contra los climas perversos de los trópicos.
A veces, sentado sobre un cabo enrollado, Don Miguel trata de escribir, pero se le hace de tal
manera incómoda la suerte, que la deja por fin, definitivamente. Los movimientos del barco, la brisa
que desordena los papeles, el manejo de la péñola y la tinta, el calor del mar quieto, todo el
complejo mar de argonautas que.se agarra como las rémoras o los zargazos. Los ojos de Don Miguel
exploran la distancia. En ella, el ópalo del horizonte se resuelve en el azul ilímite del mar, a lo lejos
se ven las velas de un galeón que va, llena de doblones la sentina, hacia España.
***
Para Don Miguel, la llegada a un puerto caribe como Cartagena de Indias es un descubrimiento
inolvidable. Su marina había sido hecha, como soldado combatiente, en el Mediterráneo. Y, aunque
tuviese malicia de los climas, e incluso hubiese recibido el baño de Argel, la entrada a la bahía de
Cartagena, el movimiento de la nao para apegarse al muelle, las piraguas llenas de frutas extrañas,
los cuerpos almidonados, mezcla de negro, indio y español, todo es extraño. Sin embargo al pisar
tierra y conseguir domicilio en una posada que cuadra a su rango de funcionario de la Corona,
encuentra, como cosa familiar, que a dos cuadras de la posada, en la Plaza Mayor y por sentencia de
auto de fe venida desde Lima, están quemando a alguien. El olor a chamusquina pone a Don Miguel a
pensar en una famosa Cueva llamada de Montesinos, donde decíase en la Península haber toda clase
de portentos de la magia, más dignos del fuego que lo que se ve en una modesta plaza de Inquisición
de segunda categoría.
Don Miguel piensa que acaso mejor hubiese sido llegar un siglo antes, con el propio Colón,
para ver cómo era la realidad de estas tierras antes de que el Español llegara, les sacara el oro y las
mujeres, y las construyera a imagen y semejanza de España, con calles angostas y retorcidas para que
el viento de invierno no se cuele, aquí donde el único invierno es una lluvia caliente que pega la ropa
a la piel.
***
La visión siguiente que traza Don Alonso, es la de aquel momento en que Don Miguel empieza a
convertirse en indiano. Todas las tardes, después de la revisión del último barco, sale a la Vinería
del Madroño, a jugar con algunos amigos un tute inevitable, salpicado de un tintorro de pésima
calidad. Llegan las ocho de la noche, y se encamina a casa. Es una de las mejores casas del puerto,
cercana a la Plaza, en una callejuela angosta en que las únicas dos puertas son la principal y la de
servicio del caserón. Pero la casa sigue vacía, Don Miguel simplemente ha comprado una cama, un
armario y un par de sillas, las cosas de cocina y los muebles para la mulata que le sirve.
El hombre es amigo de compañía en la cama, la pomposa Doña Catalina de Salazar sigue
destripando terrones en Esquivias, y Don Miguel es buen enamorado, para lo cual se comenta que
ninguna falta le hace el brazo manco. En el primer año de vida en Cartagena, fueron muchas las
españolas a quienes rindiera honores y levantara faldas, y que fueron a parar al cuarto de la casona,
ante la mirada despectiva de la mulata. Sin embargo, los amigos de Don Miguel se preguntan muchas
veces para qué el hombre se afana y apeligra buscando faldas que levantar fuera de casa, cuando
tiene una real hembra a su servicio.
Y evidentemente, alguien ha puesto la idea en el magín a Don Miguel, que una noche llega con
unos vinos de más, abre la puerta del cuarto de Piedad, y la encuentra durmiendo patitendida y
desnuda, y comprueba que evidentemente no tiene necesidad de buscar aventuras fuera de casa.
Aquella noche, como si fuera del diablo, hace tempestad, hay rayos y centellas cruzando el cielo,
como para que Don Miguel no se olvide.
Y parece que ciertamente la mulata le haya dado o puesto algún hechizo, porque el hombre
cambia. No quiere ya salir, toma su vino, cada vez más, y se queda en los brazos de Piedad, en el
sopor de la noche caribe. Otras veces, arranca con ella hacia playas retiradas, y se queda callado,
mirándola bañarse desnuda, mientras pasan las horas y los barcos esperan.
La ciudad, los escuchas de la Inquisición, el Obispo, el brazo secular, se interesan en et caso,
sin poder hacer nada distinto de contribuir con su cuota de chismes al esclarecimiento definitivo del
problema. El caso es que, poco a poco, van llegando a Sevilla las noticias, van acumulándose en las
mesas de los secretarios, hasta que llegue uno con el suficiente veneno para dedicarse a poner en
orden el expediente, y darle toda su tramitación.
Las cosas siguen de mal en peor. Nadie en Cartagena sabe de los humos de escritor que tenía
Don Miguel, porque nadie lo ha visto escribir nada, con excepción de los papeles de su oficio, y aun
esos mal y con prisa excesiva. Se descubre que es escritor, porque al darle et tabardillo y ponerlo a
las puertas de la muerte, sin recibir auxilio espiritual, porque no pueden curas entrar a una casa
manchada de pecado, el médico y sangrador le oye, en su delirio, hablar de tales cosas.
En su misma pieza, hay un legajo grande que él explica ser de obras suyas escritas antes, y
dedicado a empolvarse, mientras tiene la serenidad de espíritu para la tarea de ordenarlas.
****
El paso más trágico del relato de Don Alonso, es el momento en que Don Miguel, hebetado por
las enfermedades, sin voluntad de reaccionar, sin deseos de regresar a la madre patria, consumido en
el alcohol y la sensualidad siniestra de la mulata, llega a un despego tal de todo, que nada le importa.
No le importa ser ajusticiado por malversador, al no rendir correctamente sus cuentas. No le importa
que al salir a la calle, sus amigos de hace dos años cambien de acera para no saludarle.
Pero el síntoma mayor, está en el relato que hace el ingenioso hidalgo Don Alonso, del momento
en que el médico pregunta a Don Miguel qué ha hecho con el gran paquete de su obra literaria, y Don
Miguel, indiferentemente, responde que lo ha dado a Piedad, que lo ha utilizado para encender el
fuego. «Debe quedar —murmura— algún soneto...».
Se acerca ya el final melancólico, en el cual el hombre se disuelve en el trópico. Don Alonso,
según parece, le dedicó largas horas a las poquísimas frases que forman la descripción de esa parte.
El final, diríamos, son apenas unas leves ondas en el agua azul del Caribe. Pero ese no es el final. El
final verdadero, lo encuentro esta tarde, y es una noble escena en una tarde de la Mancha, con la
serenidad de la austeridad abolida, en que Don Miguel de Cervantes llega a visitar a Don Alonso
Quijano, autor del relato, y Don Alonso le lee el texto de la aventura de ultramar.
Don Miguel de Cervantes se queda en silencio, mirando por la ventana hacía la tierra parda de
la Mancha, meditando largamente en todo lo que le habría ocurrido si se hubiese ido a Cartagena de
Indias, en el Nuevo Reino de Granada.
1970
1. Citada por Sebastián Juan Arbó. Cervantes, Ediciones del Zodiaco, Barcelona 1945: Paginas
370 y 371.
EL HISTORIADOR PROBLEMÁTICO
Jamás, cuando en algún relato del pasado me acerco a una versión de los hechos, me retraigo
para rechazarla como poco probable. En general considero que, así como en el futuro hay para cada
hecho, para cada actitud humana un sinnúmero de posibilidades a través de las cuales podría seguir
caminos distintos, así las cosas de la historia que no están totalmente establecidas, y en muchos casos
también aquellas que parecen estarlo, ofrecen esas mismas posibilidades, pero el hombre, al irse
hacia atrás para hacer historia, la fabrica a su manera, y para darle verosimilitud tiene también que
matar las otras alternativas.
De todos modos, sospecho que tanto en el pasado como en el futuro hay una serie de mundos
probables, de los cuales el ya sucedido o el que va a suceder no tienen por qué ser, en verdad, los
más aconsejables. Pueden en cambio serlo aquellos extraídos, acaso por su misma improbabilidad,
de ese medroso refugio donde estaban condenados a la inexistencia.
Oí de un testigo presencial una de estas casi imposibles versiones del pasado. Con alguna
frecuencia concurro a las veladas en casa de la Señora X.…, que tienen un especial atractivo por la
clase de gente que las frecuenta. Es una mezcla de demimonde de los años veintes, con escritores y
artistas, con personajes de cine y figuras de sociedad, y en ocasiones con las personas más
conservadoras y antiguas en su espíritu y en su manera de ser. Una de estas personas se encontraba
esta noche.
Era un hombre de edad avanzada, con un ligerísimo temblor en su cabeza blanca, con los ojos
encuadrados por anteojos de carey, dignamente vestido.
En un grupo en el cual estaba yo incluido, una mujer alta, morena, cuyo nombre no conocía, que
parecía haber regresado recientemente de otros países, hablaba con voz incontrovertible. Se refería a
la imagen de Bolívar en sus últimos años, a sus discutibles relaciones con Manuelita Sáenz. La
señora comentaba con voz ácida, que se escuchaba alto en el salón, en forma tal que aparecía como
si la Sáenz estuviese dando su escándalo en pleno siglo XX, ante las matronas estupefactas. La
arrogante mujer levantaba su considerable voz, como la Lucrecia o la Cornelia de su época,
marcando así el triunfo de una falsa actitud social. Alguien a mi lado susurró que la oradora no era
precisamente el paradigma de moral que en tal caso se necesitaba, y empezó a relatar una confusa
aventura de infidelidad conyugal. En ese momento, el anciano empezó a hablar.
—Perdone usted, señora. No voy a hacer la defensa de Doña Manuelita, porque, además de que
en la tumba no le importarán mucho nuestros argumentos, el hecho es que a pesar de lo que han
pensado siempre los pacatos, ella es una de las mujeres memorables del siglo pasado. Ella, Anita
Garibaldi, María Walewska... Son las mujeres del romanticismo, que exige para vivirlo hígados y
entereza. Pero yo no quiero, le aclaro, ser descortés con una dama; respeto —una sonrisilla
maliciosa le bailaba en los labios— las ideas y creencias que determinan las vidas dentro de una
austeridad de conducta que no conoció el pasado siglo. Mire usted: en el siglo pasado hubo un
revivir del gótico, que dio los más estupendos productos de la imaginación desmesurada de los
románticos. No se ha estudiado aún lo suficiente la proyección del fenómeno en la conducta. Pero
mucha parte de la Inglaterra medieval fue rehecha con el gótico Victoriano. Esos constructores
anónimos eran fabulosos: empezaban una iglesia en 1000 o 1200, y se daban el lujo de terminarla en
pleno siglo XIX para justificar el acceso gótico del romanticismo inglés, la plenitud de la
ambigüedad.
«En América el romanticismo es algo diferente. Volver a moldes medievales no era necesario,
pues aún se vivían y se viven hoy. Pero está todo lo desordenado y lo grandioso del proceso
libertador. Y están los hombres mismos: el general Bolívar era sin duda un héroe digno de Byron,
como lo era el cuadro de sus compañeros, y como lo era el escenario femenino. El mejor cuadro
romántico de esa época es el atuendo del soldado libertador. Piense, señora, lo que era entonces
Bogotá —Santa Fe—: un pequeño pueblo de casas blancas, con gruesas vigas y tejados desiguales,
en cuya construcción la expedición y el desgaire no habían dejado sitio para el cuidado y la
elaboración, pero con algo de rancio y europeo en el ambiente. Con calles empedradas, por las
cuales, de pronto, después de haber remontado los Andes a lomo de indio subía a trastazos un enorme
piano de cola traído de Italia o de Francia, mientras pasaban lentamente los asnos de transporte de
agua. Con traducciones de primera mano de los Derechos del Hombre, y con los mil oídos de la
indiscreción primitiva abiertos al escándalo.
«Mi defensa obedece a una situación en que están todos ustedes en desventaja con respecto a
mí, y la debo a mis informaciones más directas sobre la persona de quien usted hablaba, y más aun, y
más meritorio tal vez, sobre el general Bolívar. Son informaciones inapreciables, porque hace
muchos años, cuando era un adolescente, tuve oportunidad de oír a un testigo centenario, que alcanzó
a presenciar muchos momentos del Libertador, por haber vivido en su compañía y haber sido casi un
tercero en su largo y tormentoso romance con Manuela. Este testigo tenía, asómbrense ustedes de la
paradoja, la gran ventaja de no tener inteligencia humana. Saben ustedes que los loros alcanzan
edades increíbles. Pues bien, a fines del siglo pasado, cuando yo era apenas un muchacho, poco antes
de la última guerra civil, le fue obsequiado a mi padre un venerable loro, todavía esplendoroso, con
un plumaje indescriptible de verdes, azules y rojos, con un corvo pico destructor, y negras garras
parecidas a las de un ave de rapiña. El loro no hablaba jamás. Pero a una negra que trabajaba en la
hacienda de mi padre, hija de uno de los esclavos del abuelo, se le ocurrió dedicarse al animal, y con
la teoría sensata de que si se lograba hacerle hablar se podrían averiguar muchas cosas de las vidas
de sus dueños anteriores y de los lugares que había frecuentado, todos los días le daba unas extrañas
sopas de pan empapado en chocolate con aguardiente.
«Presumo que por algún proceso extraño de alcoholismo el animal regresó a épocas pasadas, y
empezó a repetir textos, seguramente oídos en esos tiempos lejanos. No sabíamos bien de qué se
trataba, pero era algo muy interesante: de pronto, largas parrafadas de amor, escenas de alcoba
bastante íntimas, difíciles de explicar aquí y ahora, diálogos como sólo las canciones de moda
pueden hoy reproducir —¿las han oído?—.
«Poco a poco empezamos a identificar: se trataba de dos personajes, Simón y Manuela. Ambos
eran en ocasiones tiernos, en otras tajantes y cortantes. A veces, de conversaciones íntimas sobre el
sexo se derivaba a discusiones de temas políticos, se mencionaba al Señor Presidente. Al poco
tiempo, y obviamente, dimos con la seguridad de que se trataba de las dos personas de nuestra
historia, el Libertador y la amable loca. Les confieso que me daba escalofrío a veces oír, con mis
pocos años, al loro arrastrando la voz y pronunciando estas palabras. Amable loca. Por infidencias
del bicho, se podía inferir que el traje en que Manuela afrontó a los conspiradores del 25 de
septiembre no fue otro que el real y físico con que al mundo vino, lo cual no revela ninguno de los
conjurados.
«En ocasiones, el ave se dedicaba a un largo y travieso monólogo, del cual podía inferirse que
se trataba de Manuela hablando sobre el general Santander. Párrafos que destilaban la más violenta
de las aversiones. En otro discurso, Manuela se defendía de la acusación de un asunto amoroso con
uno de los oficiales, cuyo nombre no se mencionaba. En otra secuencia, el animal repelía una serie
de órdenes volcánicas dadas por el Libertador en la época de la dictadura.
«Puedo decirle, señora, que en general del contexto de las recitaciones del loro la imagen
imprecisa que surgía era sin duda la de una gran mujer, como sigue, todavía, siéndolo. De una gran
enamorada también, y de un temperamento devorante, seguramente. Pero todo aquello que salía de la
repetición fonográfica del animal, tenía el extraño interés de un lienzo descubierto a parches, o de un
mosaico fragmentario que iba tratando de armarse. Era un lienzo misterioso, en el cual se iban
descubriendo las cosas sin adulterarlas. A veces pienso que ésta sería la única forma en que
verdaderamente podría describirse la historia objetiva. Cuando Jenofonte hace gritar a sus
mercenarios Thalassa a la vista del mar, está ya poniendo subjetivismo a la historia.
«Era aquella una experiencia casi fantasmal. Podría pensarse en el ridículo, en el humor grueso,
por tratarse de un animal risible. Pero el caso es que la historia era de tal manera atrayente, que cada
vez que surgía una nueva parte empezábamos a sufrir para saber si la acabaría. A veces duraba
semanas repitiendo un texto. Las escenas de amor, por ejemplo, las reeditaba magistral y aun
onomatopéyicamente. Creo que yo oí la mejor descripción, el mejor recuento de la vida sexual de
Bolívar en la mujer que más amó. En otros aspectos, la historia quedaba inconclusa, y no había
manera de identificarla mejor, o de lograr su final. Tal ocurrió, por ejemplo, con el episodio
misterioso de un oficial patriota que viajó a Santa Elena a visitar a Napoleón. Parece como si
hubiese habido un proyecto de rescate, combinado entre los varios países latinoamericanos. Por las
referencias a Colombia, esto debía situarse en los comienzos de 1819, o finales de 1818. La historia
que el loro contaba era la de la navegación del oficial, desde Inglaterra, en un barco que debía
recalar en Santa Elena. El loro repetía interminablemente la descripción del cielo gris, de la
atmósfera pesada y opresiva de Longwood. Después, el único resultado que cabía sacar del relato
entrecortado, era el de que el viaje se había perdido. Por alguna razón, que no quedaba clara, el
oficial no había podido, en su escala en la isla, ver al Emperador, y había sido cortésmente invitado
a regresar al barco. Es la única pista existente de este hecho, que si se hubiera realizado habría
presentado posiblemente un cambio en el camino de la historia...
«Como este relato hubo muchos. Usted, señora, habría gozado viendo cómo el propio animal, a
través de trozos de conversaciones, creaba un monstruoso collage, un cuadro sugerente en el cual, sin
saberse por qué, se establecía la comparación entre las dos emperatrices, Josefina y María Luisa, de
una parte, y de otra Manuelita Sáenz, virreina sin corona, llamada prostituta por muchas gentes de
principios. A alguien le oyó seguramente el paralelo, que acababa en la obvia consecuencia de que el
calificativo debía aplicarse a la inversa. Y que tenía una hermosa conclusión, en torno a la lealtad de
Manuela, y a sus arrestos políticos.
«Yo quise entonces tomar apuntes de las largas conversaciones del loro, en las horas calientes
del verano, en las vacaciones escolares. Lo oíamos continuamente. Sin embargo, asomaban ya las
puntas de los cañones de la guerra civil, y nuestros días de paz se iban esfumando. Cuando nos
fuimos hacia Bogotá, quedó la negra encargada de cuidarlo, y de seguir tratándolo en forma igual, y
además, de recogerme las nuevas escandalosas historias que saldrían de su pico. Pero vino el
ejército del gobierno, arrasó la hacienda, la negra seguramente siguió tras él de soldadera, de Juana,
y el pájaro extraño debió terminar sus días en la olla de algún vivac de campaña.»
—Pero —dijo por fin la señora— ¿guardó usted por lo menos el apunte de lo que alcanzaron a
oír?
—Sí, señora. Espero decidirme a publicarlo algún día. Lo controvertible, lo difícil, como usted
comprenderá, es la fuente. Pero al mismo tiempo, es una fuente única...
Con una inclinación de cabeza, el anciano caballero pasó sonriendo a otro grupo. Yo me retiré,
para no oír la continuación del diálogo. Algunos días después quise pedirle que me permitiera
revisar sus apuntes. Supe entonces que en su paseo matinal, había sido arrollado por una bicicleta, y
acababa de morir. Antes de que tuviese yo tiempo de hablarles, sus deudos se apresuraron a quemar
todos sus papeles, para comenzar el proceso de higienización y limpieza de la casa del hombre
solitario.
1970
LOS PAPELES DE LA ACADEMIA UTÓPICA
De acuerdo con el propósito enunciado por Sir Tomás Moro, podríamos hablar de Noticias de
Ninguna Parte, o Noticias del Mejor de los Sitios. Ambas acepciones son exactas y permisibles. La
ambigüedad permite optar por cualquiera de ellas.
El hecho cierto, es que la aparición de América, nebulosa en el horizonte, como una solución al
enigma platónico de la Atlántida, revivió bruscamente y cambió de faz el otro enigma: El de Utopía,
el extraño país sin geografía y sin historia aparentes, que, sin embargo, es el capítulo más vasto de la
historia política de la humanidad, y sin cuya cartografía hay quien ha dicho que no es completo un
mapa del mundo1. Utopía nace del reino de la paradoja, para cobrar su propia existencia como uno
de esos personajes ingratos y demasiado vigorosos que se le escurren por entre los dedos al
novelista.
El que hubiese ido a vivir en Utopía llegará a la conclusión de que las creaciones de la mente
del hombre son esencialmente aburridas, tediosas como manera de vida. Que al realizarlas el hombre
parece seriamente preocupado por suprimir de la vida todo aquello que la hace amable y tentadora.
La Utopía ejemplar, después de «La República» de Platón, es sin duda alguna la obra de Sir
Tomás Moro. Es sabido que Vasco de Quiroga escribió al Gran Consejo de Indias pidiendo que para
la reorganización de las Colonias de América se utilizara a Utopía como modelo. Lo cual sin duda
tiene relación estrecha con el hecho de que Moro da como ubicación de Utopía la del punto extremo
del último viaje de Américo Vespucio. No obstante, Moro dice, al referir su conversación con Rafael
Hitlodeo y Pedro Egidio:
«...se trata de que ni a nosotros se nos ocurrió preguntarle ni a él decirnos en qué parte de aquel
mundo nuevo está situada Utopía. Dinero daría yo porque no se hubiese omitido este detalle, ya
porque me avergüenza ignorar en qué mar se halla la isla acerca de la cual he de contar tantas cosas,
ya porque hay entre nosotros dos personas, especialmente una de ellas, varón piadoso y teólogo de
profesión, que arde en deseo de trasladarse a Utopía, no por el placer inane y curioso de conocer
cosas nuevas, sino con el designio de fomentar y aumentar nuestra religión, allí felizmente iniciada. Y
para hacerlo debidamente decidió procurar de antemano que el Papa le enviase allá, nombrándole
Obispo de Utopía, sin que le cohibiese el escrúpulo (tratándose de un deseo nacido, no de vanidad ni
motivos de lucro, sino de consideraciones de piedad), de que esta dignidad hubiese de ser solicitada
por él»2.
Esta afirmación es sospechosa, pues el relato de Vespucio, como más adelante se expone,3 da
todas las pistas necesarias para localizar, si no el país, si un punto cercano a él, del cual puede
partirse para una investigación. En todo caso, se sabe que Utopía queda localizada en el Nuevo
Mundo.
Hay algunos puntos de especial importancia que nunca han sido analizados en relación con
Utopía. Uno de ellos, el de los antecedentes de Rafael Hitlodeo, el portugués compañero de
Vespucio, a quien Moro tenía en un muy bajo concepto4. El otro, la historia de Utopo, el fundador,
quien en el relato de Hitlodeo queda en la sombra. A algunos de ellos tal vez podamos contribuir en
el presente estudio.
Misteriosamente, en la mayoría de las ediciones se suprime un epígrafe inicial en verso, en el
cual Moro traza, como antes decíamos el significado del nombre. Si es Eutopía, es el mejor lugar. Si
es Outopía, es el lugar inexistente. Podría ser, pues, el sueño de perfección en tierra que no existe, o
el enriquecimiento del mundo existente, su reconstrucción subjetiva. Uno o el otro tienen igual suerte
de existencia.
Vale la pena también pensar en la razón de que la mayoría de las concepciones utópicas tengan
un carácter profundamente autoritario. Desde el protofascismo platónico, todas han sido escritas por
gentes que deberían suponerse inclinadas a lo contrario. No obstante, el hombre ante el papel se
vuelve soberano. De esto podría concluirse que la vida supera a la utopía, lo que implicaría la
necesidad de ver esta última como una involución.
Se ha dicho que el color y forma de las utopías son exactamente el reverso del tiempo durante el
cual fueron escritas, ya sea el de las guerras del Peloponeso o el tránsito de la Edad Media al
Renacimiento con los problemas personales de un rey. Sería más interesante que, con una utopía
dada, sin dato de año, época ni país de escritura, se pudiesen establecer todos estos extremos, en una
labor de deducción intelectual. Siempre me ha parecido tentadora la historia del cartógrafo que, en el
siglo XII, muestra a un estudiante el mapa que prefigura la ciudad que existirá ochocientos años más
tarde, cuando se relata el hecho.
De las Utopías políticas se pasa a las Utopías literarias. Tampoco se ha estudiado
suficientemente el reverso de ambas: El aspecto literario en las políticas, y la lección política de las
literarias.
Lewis Mumford5 describe así la utopía más elemental:
«¿Qué hombre no ha tenido esta utopía desde el despertar de la adolescencia, el deseo de
poseer y ser poseído por una hermosísima mujer? Quizá para la gran mayoría de hombres y mujeres
esta pequeña utopía privada es la única por la cual ellos sienten un perpetuo y cálido interés; y en
última instancia, cualquiera otra utopía debe ser traducible a ellos en análogos términos íntimos. Su
conducta nos diría otro tanto si sus palabras no lo confesaran». Y tiene otra anotación inquietante:
«Es difícil concebir un orden social tan completo y satisfactorio que nos sustraiga a la necesidad de
recurrir de tiempo en tiempo a un mundo imaginario en el cual nuestros sufrimientos podrían ser
purgados o nuestras delicias enaltecidas».
Anatole France nos da un elemento interesante en relación con los utópicos: «Sin los utópicos
de otros tiempos, los hombres aún vivirían en cuevas, miserables y desnudos. Fueron los utópicos
quienes trazaron las líneas de la primera ciudad... De los sueños generosos surgen realidades
benéficas. Utopía es el principio de todo progreso, y el ensayo de un futuro mejor».
El Marqués de Sade trazó en «Aline et Valcour» su propia utopía sexual, en este caso con
localización geográfica. Otro tanto podría decirse del castillo de «Los 120 días de Sodoma», en cuyo
caso la utopía se limita por su duración en el tiempo. Toda su obra gira alrededor de la utopía del
sexo como un anticipo de la única utopía del mal que no se ha terminado de figurar6.
A este respecto existe el tratado «La Anti-Utopía», publicado por el notorio filósofo y escritor
alemán Conrado de Münster,7 infortunadamente olvidado, ya que con el Doctor Eugenio Dühren fue
uno de los escasos analistas de Sade en el siglo XIX, discípulo de los hermanos Humboldt e
ideólogo de movimientos que quedaron desenmarcados del socialismo utópico, y sin puesto propio
en la filosofía política.
Münster llega mucho más lejos que Sade en su proposición. Para él, la utopía del bien corrompe
el esquema de los ideólogos, y devora cruelmente su pensamiento, hasta convertirse en la
exasperación de la autoridad creada por cerebros que buscan libertad. Münster piensa que debe en
todo caso propenderse por la creación de la Anti-Utopía, que es para él la utopía del mal, y cuyo
resultado sería, de acuerdo con el invariable proceso de las utopías, la llegada al bien —la libertad
— por la exasperación autoritaria de que hablábamos, y de consiguiente debe repetirse el proceso
pero inversamente, para conseguir un resultado.
La utopía máxima, la absoluta Anti-Utopía, sería para Münster la cárcel perfecta, situada en una
isla, con guardianes eternos y en la cual se aplicarían eternas penas de reclusión, los días serían
absolutamente iguales, los presidiarios repetirían los mismos actos todos los días, la comida sería
siempre la misma, la evasión estaría excluida de toda posibilidad, y no habría tampoco lugar a la
liberación por la muerte. Al mismo tiempo guardianes y convictos estarían esperando siempre un
hecho que se escapara de la medrosa rutina, y esta espera se convertiría en parte esencial del rito. De
allí surgirían para Münster la idea de la libertad, y el impulso del progreso.
Como de todo lo anterior puede verse, el enfoque general del tema lo sitúa, no digamos en lo
imaginario, pero sí en lo intelectual y esquemático. De lo cual hay que culpar, sin duda, a los libros
en los cuales las exposiciones del asunto han tomado este rumbo. Si la Utopía en realidad es regreso
—lo cual coincidiría con todos los utópicos para quienes el ideal vital es el del buen salvaje—
debemos encontrarla, no en el futuro, como pretende Anatole France, sino en el pasado. Sería
entonces la «dichosa edad y siglos dichosos» de Don Miguel de Cervantes. Pero no se ha rastreado
la localización de Utopía a través del pasado. Aunque ahora, como en el caso de Sir Tomás, casi toda
la utopía se encuentra atrás. Y por eso tal vez se ve hoy más clara su conexión con Robinson Crusoe,
con el contrato social, con Chateaubriand y con los socialistas utópicos.
Desde que se fundó nuestra Academia Utópica, se han realizado estudios brillantes y de gran
interés, pero en verdad ninguno en relación con este punto de los buenos salvajes y utopía.
Ciertamente, el buen salvaje está situado en una forma particular de utopía, la utopía individualista.
Y todo tratadista de la historia o la filosofía utópicas tiene en algún punto de su pensamiento que
hablar —y lo hace— del buen salvaje, del estado de naturaleza, de todo cuanto tienen de relacionado
los dos problemas. En verdad, si los utopistas y sus historiadores no reconocen que forman una sola
región con los buenos salvajes, se debe a estas diferencias políticas. Los buenos salvajes son los
individualistas, los utópicos son socialistas escondidos8. Así lo fue Sir Tomás Moro, lo fue Bacon, lo
fue Campanella. Lo fue, antes que todos, Platón. El cristianismo mezcla a veces las dos
concepciones, pero se decide en definitiva por la utópico-socialista.
ADDENDA
Hay quienes creen, yo entre ellos, que la biografía de todo hombre debe comenzar con el relato
de su muerte, que es el espejo de su vida. Y más aún en el caso de Utopo, en el cual todos los
enigmas vitales se concentran en el enigma que formula su muerte.
Los utópicos ya habían alcanzado una expresión moderadamente avanzada en el arte histriónico,
que se encontraba entre ellos en un estadio semejante al del momento del nacimiento de la tragedia
griega, aunque sin el vuelo y la grandeza de ésta. Dos o tres poetas importantes producían los textos
de las piezas que se representaban, y que, curiosamente, en el rudimentario lenguaje utópico, tenían
la denominación de antividas, tal vez porque en ellas, para ejemplarizar, se permitían todos los
excesos y violencias que estaban proscritos de la vida real. La muerte del Rey Utopo, fundador de la
República de Utopía, se encuentra altamente relacionada con el teatro o antivida del cual fue él
intenso animador, consciente como era de la necesidad de drenar las pasiones humanas.
Utopo concurrió, con la reina, al estreno de una nueva antivida del poeta Ascanio11 que trataba
de las desventuras de un conductor político de los antiguos tiempos, con su país partido en una guerra
civil, que al fin y al cabo logra dominar, sólo para que en el momento del triunfo, cuando asiste a una
representación teatral, en la cual se trata igual tema, sea asesinado de un flechazo por uno de los
actores, que a su vez debía representar otro asesinato. El caso es que Utopo, sentado en su palco,
recibió el flechazo de la ficción, en plena realidad, y fue asesinado por uno de los actores,
prefigurando además la muerte de Lincoln, e iniciando igualmente una cadena de espejos que por
infinita debe estar aún desarrollándose, ya que en cada representación hay contenida otra en la cual,
mientras en escena se mata a un líder político, se representa otra comedia en que hay otra muerte
similar, hasta que probablemente la última sea de nuevo la muerte de Utopo.
(Así le había sucedido a su antecesor Miceno, monarca y escritor, que tenía como especialidad
el tema de la premonición o anticipación de las traiciones y escribió historias y poemas sobre él, y
que anticipó la traición de su esposa con su mejor amigo, traición que debía matemáticamente
concluir con su propio asesinato, el cual también previó pero no pudo evitar, dándose cuenta en ese
momento de que el don de videncia y de premonición sirve para ver anticipadamente las cosas, pero
sin poder cambiar el curso fatal de ellas).
Había también entre los utópicos una tendencia herética, que pensaba que todos los hombres
eran pedazos de un inmenso dios que había estallado en la colisión con un dios superior, y otros que
pensaban que el primer hombre había sido un superdios en cuyo semen estaban encerrados todos los
hombres por venir y por nacer, y la primera mujer la diosa en cuyo vientre estaban ya encerrados
todos los partos de la especie humana. Cuando Utopo murió, estas herejías fueron revisadas y sus
propagadores condenados a muerte, pues no era posible que Utopo, cuya esencia monárquica
participaba de la divinidad, hubiera estado contenido con todo el género humano en el semen de un
hombre que habría sido superior a él, por ese hecho.
En todo caso, a la muerte de Utopo siguió un difícil periodo durante el cual se pensó que Utopía
caería en la anarquía definitiva. Pero luego la misma fuerza del hombre, muerto en olor de divinidad,
salvó a los utópicos y los hizo ceñirse fuertemente al sistema creado e implantado por el rey, y
someter todos los problemas a una clara e inflexible interpretación utopista fuera de la cual no podía
existir salvación.
***
Utopo tiene en su vida glorias de rey griego. Tiene relámpagos del furor de los Atridas. Sus
guerras de conquista guardan un lejano sabor de expediciones sobre Troya. Su muerte también, ya
que el actor que disparó a su corazón la flecha envenenada lo hizo no solamente por pertenecer a una
secta de conspiradores, sino por haber sido el secreto amante de la reina, que aparece también como
una desorientada Clitemnestra. Las informaciones que los visitantes de Utopía pudieron recoger
fueron lo suficientemente vagas como para hacer de él un personaje legendario. Hizo tres guerras: La
de conquista, en la cual cortó el istmo que la unía al continente, y dos más, contra los nefelogetas y
los alaopolistas, según informa el relato de Tomás Moro. Logró expulsar de la isla a los enemigos de
la República, e implantarla en su totalidad. Utopo era curiosamente monógamo en medio de la
poligamia general, y dícese que eso le costó su vida, aunque su poca fortuna con la reina valió para
el implantamiento del original sistema sexual de la vida en la isla, mezcla del matrimonio personal
de la vida moderna y de las formalidades solemnes de la vida medieval. Cítanse como ejemplos la
costumbre de presentar antes de la ceremonia a los novios desnudos, uno frente a otro, al lado de la
posibilidad de divorcio y los castigos por adulterio y por «perversidad insoportable».
Utopo era hombre con profundo sentido de la justicia, y ninguno de la benevolencia. Su reino
fue fecundo en progreso, y a la vez en monotonía de la vida personal. Sus reglamentaciones llegaron
a extremos de minuciosidad tales que como ocurre siempre en estos casos, originaron todo un sistema
subterráneo de evasión, que de tiempo en tiempo era sancionado con ejecuciones masivas.
Infortunadamente, es poco lo que se logra establecer de su carácter, aunque mucho dice de él la
organización social que inventó.
Dícese por los ancianos que era Utopo hombre de alta estatura, con rostro inexpresivo, como
tallado a cuchillo, dotado de ojos penetrantes e inquisitivos. Había hecho un viaje largo y secreto a
los países de Europa, en época anterior a su reinado. Hay disparidad en las informaciones. Sólo
coinciden los historiadores en notar que sus ideas sobre el gobierno de Utopía nacieron de esa visita.
El guardó su secreto, que sólo trascendió tiempo después, cuando empezaron a presentarse signos de
la existencia de otro mundo. No se sabe qué países visitó, claramente con nombre supuesto, el cual
era según unos Tomás Moro, según otros Francis Bacon, y aun según otros, Tomasso Campanella.
Dentro de la Academia existen, sin embargo, sostenedores de una improbable y brillante tesis.
Según ella, el verdadero Utopo fue el propio Américo Vespucio. Evidentemente, se sabe que él llegó
a Utopía, según se desprende de la alarmante coincidencia entre sus relaciones de viajes y la
afirmación transcrita por Moro en la Utopía, de acuerdo con la cual Hitlodeo hizo parte de aquella
expedición, realizada en 1501. Posiblemente Hitlodeo tergiversó su narración, para desconocerle ese
mérito. El hecho es que el hombre que habló por primera vez del «continente» americano, y por esa
razón infirió su nombre a América, parece haber sido el mismo Utopo, creador del Estado de Utopía.
Parece que el tiempo que demoró en tales situaciones no hubiera sido el suficiente. Sin embargo, la
«Enciclopedia del Nuevo Mundo»12 de la cual apareció un primer volumen en 1801, y cuya edición
fue dirigida por el Abate Florián, célebre cura juramentado por la Revolución Francesa, plantea una
explicación que bien puede ser la real: Al llegar los hombres civilizados de la expedición a la isla
de Utopía (cuya localización coincide deplorablemente con la de Santa Elena), volcaron de
inmediato toda su cultura sobre un grupo humano que no tenía contacto alguno con el resto del mundo,
cuyo primitivismo coincidía con una excepcional inteligencia que les daba una gran capacidad de
asimilación. Y la circunstancia especialísima de que por su total distancia del resto de la humanidad
estos hombres no tenían la noción del tiempo, hizo que al proyectar los exploradores esa noción, el
choque mismo de elaborarla provocó una intensidad especial que ocasionó el fenómeno de que el
tiempo en la isla de Utopía fuera mucho más rápido que el nuestro, y que en periodos muy breves se
pudiera lograr vivir una larga historia que les proporcionara a los utópicos un puente para llegar al
estado cultural de los invasores.
Los viajes de Américo Vespucio son misteriosos: Humboldt13 opina que no hizo el viaje de
1497, en el cual habría ido, según unos, hasta la Columbia Británica, y según otros hasta la Bahía de
Chesapeake. Uno de los itinerarios cruza el Pacífico, el otro el Atlántico. Son, pues, contrapuestos.
En el viaje de 1501, en el cual tocó el Brasil, habría permanecido de mayo de 1501 a septiembre de
1502, tiempo suficiente para su empresa de fundación de acuerdo con la anterior teoría. Es de notar
que Américo viajaba en nombre de Portugal, razón por la cual probablemente hubo de silenciar la
tentativa de construir un reino propio.
Algunos cabos sueltos no empalman: Por ejemplo, la muerte natural de Américo y su muerte
como rey de Utopía. Podrían indagarse las explicaciones de esta contradicción. La misma diferencia
de tiempo existente entre Utopía y el mundo puede proveerla, en el sentido de que el flechazo
recibido en el teatro pudo producir una muerte dentro del tiempo de Utopía, lo que significaría que la
flecha le regresó al tiempo del Viejo Mundo, destruyendo las conexiones entre ambas existencias.
Naturalmente, podría establecerse lo mismo en relación con Moro, Campanella, Bacon, aunque
de ninguno de ellos se tiene la evidencia de que hubiera estado en Utopía.
IV. AMOR EN UTOPÍA
—1—
De toda la aparentemente fabulosa historia de Utopía, escrita por Tomás Moro como un ejemplo
para las generaciones futuras, de toda su construcción intelectual renacentista que fue simiente de
tantas y tan interesantes elucubraciones y creaciones, que han constituido en verdad un género que
arranca desde los relatos de viajes y va a parar en concepciones políticas como la del Contrato
Social, y aun en formulaciones sexuales como la del Marqués de Sade en «Aline et Valcour», o de
ficción científica, hay un solo interrogante que no se ha explorado hasta ahora, y es el humano. Tal
vez porque en el afán de destacar y engrandecer el lado científico de la historia se la ha considerado
solamente como un trabajo de invención en el cual la imaginación está apenas destinada a servir de
soporte a una concepción o esquema filosófico, que no viene a tener otra realidad que aquella de la
mente humana.
Es peligroso aventurarse a tal género de abstracciones: Se recordará que el Canciller Moro, en
su historia, presenta a Rafael Hitlodeo como uno de los veinticuatro hombres que al final del viaje de
Américo Vespucio quedaron refugiados en una ciudadela, en el extremo del mundo a donde llegaron.
El relato de Hitlodeo es el de las peripecias ocurridas después de que la expedición les dejó. Sólo
que Moro recoge en su libro únicamente aquellas relacionadas con el aspecto exclusivamente
intelectual de la aventura, dentro del cual se encuentran incluidas sus apreciaciones sobre la
organización social y política de los utópicos, pero nada sobre su vida cotidiana, sobre su vida
afectiva, sobre su idiosincracia.
Recientemente se ha podido comprobar que ello no obedecía a que no existiesen documentos
que permitiesen el establecimiento de datos precisos, sino que justamente la política y la filosofía
tendieron durante estos siglos un velo impenetrable sobre facetas prominentes de Utopía, que
permiten incluso señalar cuál fue la huella de América sobre el amor europeo, y cómo también en
este punto, igual que en muchos más, fue recíproca la influencia, y al paso que en las Indias
Occidentales la llegada del español entrenado en prácticas eróticas italianas dejó a los indios sin
mujeres, en Europa produjo un cambio de la noción de la vida sexual, y de las relaciones entre el
hombre y la mujer.
Si Campanella en su «Ciudad del Sol» es bastante explícito sobre el comercio sexual, en
cambio se recordará que Moro es muy sobrio, y solamente delinea de manera esquemática las dos
sectas o partidos:
«Existen en Utopía dos sectas: una es la de los célibes que se abstienen, no ya de todo trato con
mujeres sino de las carnes de animales (algunos totalmente), y renunciando en absoluto como dañinos
a los placeres de la vida presente, sólo aspiran con fatigas y sudores a los de la futura, viviendo
satisfechos y alegres con la esperanza de alcanzarla en breve. La otra, no menos aficionada al
trabajo, prefiere el matrimonio, y no desdeña sus atractivos, juzgando que por ley natural, tanto los
que la siguen como sus hijos, se deben a la patria. Sus secuaces no huyen del placer, con tal de que
éste no estorbe su trabajo, y comen carnes de animales, por creer que este alimento aumenta su
resistencia para cualquier trabajo. Los utópicos consideran más sagaces a éstos y más santos a
aquéllos...»14
Los documentos existían. Y existen aún, guardados y reservados en los archivos de grandes
bibliotecas. No obstante, vinieron a conocerse varios de ellos, por la infidencia de un empleado que
los copió y ha empezado a venderlos a partir del momento en que fue sancionado, al descubrirse su
actitud. Tales documentos contribuyen a pintar al pueblo de Utopía, incontaminado de Europa, como
un pueblo semejante al de cualquier parte del mundo, lo que lleva a la conclusión de que en todas
partes es la misma la naturaleza humana.
En algunos de los papeles se describen vicios de la organización política. En otros se critican
las idolatrías de los Utópicos. En algunos se vitupera la tiránica organización social, y en muchos
casos queda el amargo sabor de una tremenda falta de libertad, que si bien se desprende sutilmente
del libro de Moro, aquí ya aparece con perfiles considerables.
Cuando se haga la edición completa de estos papeles, se producirán dos resultados: El primero
de ellos, el de comprobar que lo que hizo Moro no fue crear de su imaginación la República de
Utopía, sino relatar fielmente lo que uno de los hombres de Vespucio que allí estuvo le había
referido, y sacar de ello agudas conclusiones, censurando, sí, todas las manifestaciones de la vida
común que pudiesen dar lugar a controversia o a demostraciones sobre la bondad de cosas que él
hallaba censurables. Estos papeles le darán verdad muy mayor a la existencia de la República. Y el
segundo efecto será el de demostrar que no todo en Utopía es ejemplar, como creación humana que
es, y hecha para que en ella vivan seres humanos.
La tercera incógnita surge de las anteriores: ¿Cómo terminó Utopía? Porque hallando probado
de estos documentos que Utopía sí existió, es necesario pensar que, puesto que así es, desapareció,
por cuanto si bien es conocida en toda la tierra no existe en ninguna parte, a pesar de las múltiples
referencias de autores posteriores a Moro. Lo interesante es que en todos ellos falta totalmente
información sobre el lugar, sobre si la República existe todavía, o sobre cómo terminó su existencia.
No obstante, entre los poquísimos estudiosos existen tres hipótesis:
1) La hipótesis inglesa; encabezada por Sir Thomas H. Clarke, la cual fue en alguna
oportunidad endosada por el recientemente muerto Lord Bertrand Russell. Según ella, la isla
volcánica desapareció de la superficie de los mares en un cataclismo local, posiblemente por la
erupción súbita de un volcán durante largo tiempo inactivo, y de cuya existencia nada sabían los
utópicos, que no conocían los volcanes, o en un tiempo los habían considerado como meros adornos
o flores descomunales de la tierra que contenían primaveras acumuladas.
2) Los franceses sostienen que los Utópicos fueron masacrados y sus cuerpos arrojados al mar
por los Zapoletas, que eran, como se recordará, los mercenarios que contrataban para formar sus
ejércitos. De esta tesis se deduciría que el pueblo y el gobierno perfectos no deben hacer la guerra,
la cual encierra peligros en sí misma y en sus secuelas. La isla de los utópicos habría sido poblada
por otras tribus, y quedaría entre las islas de Polinesia, o tal vez podría ser, eventualmente, la Isla de
Pascua.
3) La tesis norteamericana es la de la Integración, según la cual los utópicos se vieron
invadidos primero por los hombres solteros de Américo Vespucio, luego por zapoletas y por otras
tribus polinesias, que fueron borrando las características especiales de este pueblo memorable y lo
asimilaron a sus culturas inferiores. De donde también algunos deducen los peligros ya tan conocidos
de la integración.
Hay un punto sobre el cual posiblemente la oscuridad es mayor que sobre todos los otros: Es el
de la situación geográfica de la Isla. Como Hitlodeo no dejó obra propia, y sólo conocemos sus
observaciones a través del relato de Moro (nadie ha pensado en la semejanza con el caso Sócrates-
Platón), y posiblemente de algunos otros rastros menos confesados, no se tiene manera de establecer
una ubicación aproximada. De donde resulta que las conjeturas son vastísimas, y se extienden a los
puntos más extraños del globo. Hay quienes la ven cercana a Cipango, a Cuba (no hay ninguna
referencia a las posibilidades de Haití), a Santa Elena, a Pascua. No sé si ello se deba a la referencia
fugaz de Moro a «los Escilas, los rapaces Celenos, los Lestigrones devoradores de pueblos».
Otros la ven como una isla hoy desaparecida del Amazonas. En todo caso, el más posible punto
de referencia sería el mismo libro de viaje de Américo Vespucio,15. que contiene datos que no he
visto en ninguna edición de «Utopía», posiblemente porque la comprobación carecería de interés, y
podría también el hecho de que se trata quedar comprendido en las imaginaciones básicas del autor.
Dice así Moro en «Utopía»:
«...dejó (Hitlodeo) a sus hermanos el patrimonio que tenía en su patria, Portugal, y en su deseo
de conocer nuevas tierras juntóse a Américo Vespucio, del que fue compañero inseparable en los tres
últimos de los cuatro viajes que andan en manos de todos; mas no regresó con él en el postrero sin
que solicitó y obtuvo de Américo, casi por la fuerza, ser uno de los veinticuatro que se quedaron en
una ciudadela situada en los confines alcanzados en dicho viaje... Habiendo recorrido, después de la
marcha de Vespucio, muchas regiones, con cinco compañeros de fortín, vino a parar, con admirable
suerte, a Taprobana y desde aquí a Calicut, donde encontró, muy a punto, unos barcos portugueses
que lo condujeron a su patria, cuando ya no lo esperaba».16
Sigue luego el relato de las andanzas posteriores al zarpe de Vespucio. A su vez, éste, en los
«Viajes», dice, al relatar el último: «...pasado este tiempo, y viendo que nadie aparecía, acordamos
mi conserva y yo caminar adelante siguiendo la costa, y habiendo navegado 260 leguas llegamos a
otro puerto, en el que determinamos construir un castillo, como en efecto lo edificamos, dejando en él
veinticuatro cristianos que venían con nosotros recogidos de la nave perdida del Almirante...
determinamos volver a Portugal, lo que nos era preciso hacer por griego y tramontana (rumbo N y
NE). Dejamos, pues, en el referido castillo los 24 cristianos y 12 piezas de artillería, con otras
muchas armas y provisión bastante para seis meses. Quedaron asimismo apaciguados los naturales de
aquella tierra. Hállase esta tierra 18 grados fuera de la línea equinoccial a la parte del austro, y 35
grados del meridiano de Lisboa a la parte del Occidente, según lo mostraban nuestros instrumentos»
17
—2—
EL DOCUMENTO
EN MARTÍN DE CASTRO
Uno de los compañeros de Hitlodeo que dejó un documento de interés, el cual muestra una fase
completamente distinta de ese extraño pueblo, es el soldado Martín de Castro, también portugués,
quien vivió un largo tiempo en Utopía. Es, sin duda, el documento más personal de los que se
conocen. De Castro, antes de embarcarse con Vespucio, había vivido en Venecia, donde había
guerreado entre los mercenarios del Dux Barbarigo. No he querido suprimir nada de su extraño
relato. Ni es posible agregar ninguna información en cuanto a su destino final, a las que el manuscrito
provee. Se conocen sus antecedentes, y se sabe cuál fue su recorrido hasta Utopía. Parece que fue
hombre valeroso, un tanto poeta, de varia fortuna que lo llevó a embarcarse con Vespucio, y a
quedarse luego entre los veinticuatro.
Este es el texto del documento:
«Por las extrañas viceversas de la suerte, después de largas guerras en Italia, después de
servirle a la República de Venecia, he venido a dar con mis huesos en esta República Utópica, en la
cual las intrigas, las traiciones y la muerte vienen tan a menudo y con tanta o tan poca razón como en
la República Veneciana.
«Durante mi extenso tiempo de vida en Amauroto se me permitió trabajar y guerrear, se me dio
ocupación, y a decir verdad he logrado subsistir y gozar de alguna consideración, a base de saber un
tanto el arte de la guerra y conocer de bellas letras, lo cual me permitió crearme una posición
respetable, y a pesar de mi calidad de extranjero ser bien mirado por las gentes con quienes he
convivido.
«Fui inicialmente alojado en casa de un Filarca. En la monótona Amauroto, tal vez el sitio
menos incoloro era el de aquella casa, que se situaba en la margen del Río Anidro, en el punto donde
empieza a cortar la ciudad. Cuando fuimos acogidos en ésta, con la sola exigencia de que nos
acomodáramos al sistema de trabajo, empecé a trabajar, no como podría esperarse inicialmente, en
tareas bélicas, sino en las faenas de las lecturas públicas que antes de amanecer deben recibir
quienes están dedicados al estudio de las letras.
«Era verano, el alba llegaba tempranamente. Recuerdo un amanecer maravilloso, en el cual se
cambió totalmente mi vida en Utopía. Yo estaba desesperado, había ya iniciado gestiones para que se
me permitiera partir del país, a irme a la aventura, para tratar de llegar a tierra conocida. Aquella
mañana en la plaza —una plaza como la de San Marcos, de la Ciudad de Venecia—, apenas se abría
la luz. Del bosque lejano alcanzaba a llegar el aroma de hierba macerada que despide el amanecer.
Las luces de la ciudad iban palideciendo con lividez de convalecientes. De pronto caía una chispa de
oro —el primer sol— en los tonos violetas y verdosos del comienzo de la mañana.
«Yo daba mi clase pública, hablaba de poesía, hablaba de Grecia, hablaba del esplendor de las
mañanas de Atenas, de cómo en la tarde Píndaro la veía coronada de violetas. Hablaba del mar de
vino que vio Homero en la Odisea. Hablaba del mundo, y tal vez con la nostalgia de tierras remotas
mi voz tenía algo distinto, que podía despertar una resonancia en otros corazones.
«Allí estaba Teresa. Ese fue el nombre con que la llamé desde el primer día, pensando que era
el que mejor traducía el que ella llevaba en el elemental lenguaje utópico. Después de la lección, se
acercó a mí, y empezamos a hablar. El día había despuntado totalmente, era ya la hora del trabajo,
que para los dos nos llegó. Nos expusimos a todas las sanciones que para esos casos tiene una
sociedad bien organizada, pero fue para nosotros sobremanera hermoso tener aquella mañana
cristalina, en las riberas del Anidro, a la entrada misma de la ciudad amurallada.
«Aquella fue la época radiante, la época adorable de mi vida en Utopía, en la cual, en los
breves momentos que la regulación de la ley nos dejaba libres, lográbamos ser el uno para el otro,
gozar de nuestra pequeña libertad en los bosques, en los parques, en las bibliotecas, en todos los
sitios donde lográbamos encontrarnos.
«Teresa tiene algo maravilloso, que generalmente no sucede en nuestro mundo, y es que su
rostro hermoso es el reflejo exacto de su alma. Como lo son su voz tranquila y grave, sus ojos
cambiantes como el agua del Anidro, verdes y dorados, y verdes.
«Desde aquel primer día la amé con un amor profundo, casi desesperado, un amor que no
permitía otra cosa que pensar en ella, estar pendiente de su ser, buscar todos los momentos para estar
a su lado, y permanentemente alimentar la obsesión de llevarla de regreso a mi país, al otro lado del
mundo.
«Las leyes de Utopía en esta materia eran arcaicas. Como su situación en la parte no conocida
del mundo hacía que los visitantes fuesen escasos, la ley utópica prohibía los matrimonios con
extranjeros. Y prohibía a las mujeres de Utopía abandonar el país, bajo pena de muerte. Por otra
parte, las numerosas regulaciones, el tiempo distribuido para gastarlo colectivamente, la
imposibilidad de utilizarlo de otro modo, debido a la misma organización social, dificultaban la
posibilidad de estar juntos. Teresa era mirada con cierto recelo por las gentes amigas que la veían
continuamente frente a un extranjero, casi un esclavo, individuo con estigmas, que no se sabía de
donde procedía ni a dónde iría en el futuro. Los padres de Teresa sufrían con esta situación, su
sufrimiento se proyectaba sobre ella y el de ella sobre mí, haciéndonos oscuros y dolorosos los días
más radiantes. Pero aun con la angustia permanente del momento que lográbamos hurtar para estar
juntos, reviviría uno a uno esos días.
«Las inquietudes se agolpaban sobre nosotros como nubes crueles. Seguíamos contemplando el
proyecto de huir como única manera de salvar nuestra vida, de realizar nuestro amor. En un país
aparentemente sin violencia, lleno de plácidas regulaciones para la eugenesia y para el buen
mantenimiento de la vida, sin embargo nosotros nos encontrábamos coartados, sitiados, sin poder
casarnos, sin lograr la prolongación de nuestro amor en los hijos que queríamos tener, en la vida en
común que queríamos llevar.
«La situación era para Teresa cada vez más hostil y difícil. Su actitud podía poner en peligro
como personas desafectas a la República, a sus padres. En verdad, la vida en Utopía era apacible
porque antes de llegar nosotros no habían conocido nada parecido al disentimiento. Y creo que
justamente con mi amor por Teresa, yo había creado ese disentimiento, esa existencia de partidos
sordos —que antes eran solamente los célibes y los casados— pero que ahora yo dividía, porque al
no permitirme las leyes de la Isla casarme con Teresa, me encontraba sin embargo en un partido
adverso al de los célibes.
«Nuestras horas de amor eran cada vez más difíciles, teníamos que sacrificar el sueño para
estar juntos. Teresa seguía estudiando, seguía asistiendo a las lecturas públicas, que yo continuaba a
pesar de todo dictando. A veces, el rincón de la plaza donde las gentes se reunían me parecía
semejante a la Universidad de Padua, o a la de Bolonia, con sus estudiantes trajeados de manera
extraña, en un rincón perdido del mar. De allí salíamos, nos escapábamos unos minutos, que cada vez
eran más angustiosamente cortos. Yo poco a poco me sentía morir, porque en medio de mi
enajenación amorosa tenía cabal conciencia de que Teresa era para mí absolutamente necesaria.
«Por una desusada suerte, una mañana en que erraba yo solo por las orillas del Anidro, vi un
pequeño esquife, aparentemente sin dueño, sobre la playa. Después de cerciorarme de que nadie me
vería, logré deslizarlo en medio de unos arbustos, donde quedó oculto. Quedaba el problema de
dotarlo de agua y de provisiones para tres o cuatro días, que en una embarcación tan frágil era el
tiempo mínimo de la huida. Pero confiaba en conseguirlo con la ayuda de Teresa.
«En el día logré arreglar la situación. Todo quedó listo en medio del boscaje, para el viaje
hacia el mar, y hacia la civilización decadente de nuestra vida futura. Mi conversación con Teresa fue
tensa. Ella, con alma dividida entre el cariño a los suyos, a quienes dejaría, y su país que
abandonaría, y de otro lado llamada por su amor hacia mí, tuvo unos dramáticos momentos de
indecisión, en que mi vida dependió del hilo más frágil, hasta que levantando sus ojos verdes y
tranquilos, me miró y me dijo que partiría conmigo, y quedamos de encontrarnos hacia la media
noche...»
El manuscrito de Martín de Castro, el Portugués, llega hasta aquí. De mano desconocida, hay
una adición, que dice:
«Este manuscrito curioso, que se deposita en la biblioteca de la Universidad, fue encontrado en
los bolsillos de un extraño individuo, llamado Martín, que viene nadie sabe de dónde, y a quien se ve
recorriendo los Colegios de la Universidad. Duerme en algún sitio de Oxford, no se conoce dónde,
inviernos y veranos. Y se desliza en horas extrañas, entre las capillas y colegios, y de vez en cuando
finge escuchar a la puerta de las aulas. Algunos le han oído decir: «Es Teresa, que dicta su clase...»
Otros dicen que ha dicho: «Teresa me escucha, yo he tenido más alumnos que los Dons de la
Universidad de Oxford...» Por tratarse de un hombre manso, la gente lo tolera, e incluso le ayuda.
Dicen que se queda extasiado, hablando a solas, al mirar los amaneceres de verano, y alguien cuenta
que lo vio trepar una madrugada a lo más alto de la capilla de Corpus Christi... El no establece
claramente en qué sitio se encuentra. Habla de la Universidad de Oxford como si fuese un sitio
remoto, y no el sitio en que vive... Y de sus conversaciones entrecortadas, parece que tuviera la
sensación de que vive en la República de Utopía, del hereje Tomás Moro, y no en la Universidad...».
1970
Notas:
Lewis Mumford The Story of Utopias.
Epístola inicial de Tomás Moro a Pedro Egidio. Utopía. (En Utopías del Renacimiento, Fondo
de Cultura Económica, México 1956, página 3). El patriarca Atanasio de Salento, a quien Moro se
refiere sin nombrarlo en este pasaje, fue designado por el Papa reinante León X (1513-1521), Obispo
de Utopía. Su presencia en la República desencadenó una feroz guerra religiosa, que concluyó con su
ejecución, junto con la de veintidós sacerdotes que lo acompañaban. Fueron transportados por el
barco «Atlantis», que naufragó al regreso, frente a Río de Janeiro. Sobre su valerosa misión en
Utopía, existe un documentado libro, escrito por Raphael Nonsens, que lleva el misterioso título de
Cruces sobre el Mar (Crosses over the Sea), publicado en 1877 en Londres (Oxford U. P.).
V. articulo Amor en Utopía.
Otro hecho sospechoso, y que corrobora la afirmación sobre la animadversión de Moro por
Hitlodeo, y que anota Jean Servier en su Historia de Utopía (Monte Ávila 1969), página 92, es la
formación del nombre de Hitlodeo por dos raíces griegas cuyo conjunto significa «profesor de
tonterías». Servier aporta la interesante conjetura de que el encuentro de Moro e Hitlodeo «tuvo
lugar probablemente en 1515, cuando Tomás Moro fue enviado a Amberes a negociar la reapertura
de los intercambios comerciales entre Inglaterra y los países Bajos».
Mumford. The Story of Utopias. The Viking Press, New York. 1963. Páginas 18 y 19.
Sobre Aline et Valcour véase Sade Utopiste Sexualité, pouvoir et Etat, de Pierre Favre.
Presses Universitaires de France, París 1967. Puede establecerse en esta obra, entre otros aspectos,
la influencia negativa del «Buen Salvaje».
Conrado de Münster La Anti-Utopía, Zurich, 1850, Editorial Helvetia. Existen traducciones al
francés, español y japonés.
Esta opinión sobre los grandes utopistas parece contradictoria con la del comienzo del artículo,
en la cual los señala como autoritarios y aun «protofascistas». Sospecho que esta confusión obedece
a que el académico o filarca que lo redactó pertenece a la tendencia liberal clásica. Y que puede ser,
sin estar probado, el Protofilarca Presidente de la Academia, Sir Reginald Hallaby.
La Nueva Atlántida, 1622. Figura en la tercera parte de la Gran Fundación Fenomena Universi,
entre la Historia de los Vientos y la Historia de la Vida y de la Muerte. Servier anota que tal vez es la
primera obra de ciencia-ficción dentro de su racionalismo.
Editorial Revista de Occidente, Madrid 1947.
Sin ningún apoyo preciso en la filología, parece posible afirmar que el nombre Ascanio es una
corrupción occidental del nombre judío Ashkenazi.
Abbé Florian, Encyclopédie du Nouveau Monde, Vol. 10. Tours, 1801.
Alejandro de Humboldt. Examen Critique de l'Histoire et de la Geographie du Nouveau
Continent. (1837) Vol. IV.
La Utopía de Tomás Moro, en Utopías del Renacimiento. Pág. 93. Traducción de Agustín
Millares Cario. Fondo de Cultura Económica, México 1956. (2a. edición).
M. Fernández de Navarrete, Viajes de Américo Vespucio. Edición anotada. Madrid, Espasa
Calpe, 1941.
O. C. Páginas 8 y 9.
Viajes, páginas 131-133. Fernández de Navarrete comenta sobre la situación del lugar: «Este
puerto, según la latitud de 18°S, donde construyeron el castillo debe ser el río de Carabelas, que está
al O. de los Abrojos; pero reducida la distancia que navegaron desde Bahía hasta dicho punto,
resulta su situación por las costas inmediatas al Janeiro, muy cerca del Trópico de Capricornio...».
EL ALA IZQUIERDA DEL ÁGUILA
El siguiente texto tiene valor simplemente por un notable adjetivo. Tal vez es un texto
excesivamente emocional; hay quienes dudan de su verdad histórica, aunque siempre ha tenido
importancia la verdad histórica de los ayudas de cámara. El adjetivo en cuestión es contrapuesto y
enemigo de la gloria del Emperador. Sospecho, sin embargo, que los adjetivos inexactos adquieren
en su momento toda su justicia, y que éste puede ser uno de ellos. En general, no puede atribuirse
tanto mérito a un adjetivo, ni su dominio puede ser tan grande sobre la historia. Pero hay ocasiones
en que por circunstancias de las quiebras de la vida las palabras se convierten ya sea en
condicionantes, ya en humanizantes.
Puede en contra argüirse que el texto es desvaído, contradictorio, apenas un borrador de los
destinos humanos que se consagraron en Santa Elena. Sin embargo, ello mismo nos abre las
posibilidades óptimas para juzgar hasta qué punto en una vida los elementos despreciados son
causantes de equívocas mutaciones del destino.
No fue el amor a que se refiere esta acta de separación —si así podemos llamar todo lo que se
limita en estas páginas, y sobre todo, aquello que dejan sin decir— uno de los menores del
protagonista de la historia. Pienso, al contrario, que fue determinante en grado mayor, no de los
hechos de una vida, sino del duelo mismo que la consumió. El autor no es considerable; es éste el
único texto que de su vida militar ha pasado a la historia. Pero ese mismo hecho lo independiza de
una serie de tics históricos subalternos de los cuales adolecen los relatos de quienes por tener un
gran papel en la fabricación de los hechos no tienen la capacidad de contar de ellos sino su propio
costado. Se trata del Teniente Hervé de la Gorce, oficial que empezaba su carrera en el ejército
napoleónico cuando acaecieron los Cien Días, y ya una de las alas del águila —la izquierda— se
inclinaba peligrosamente. Por cierto que en uno de sus escritos habla de poseer un tintero cincelado
por el gran orfebre Pinédo, en el cual, como en el momento de los Cien Días, el ala izquierda del
águila rasa el suelo imperial. Pero debemos pasar al texto, con su imponderable adjetivación. (Está
fechado en 1820, y cabe señalar que todo él se basa en referencias de tercera persona, ya que cuando
el autor vio al Emperador su visita estuvo interferida por una respetuosa incapacidad para hablar).
No obstante, su minuciosa relación de los amores del Emperador con la Condesa Walewska
tiene el mérito de recoger en ella todos los chismes, todas las intrigas de la Corte. Todo ello, desde
la Condesa disfrazada de aldeana que salió a recoger la estela del carro imperial, a los bailes de la
Corte, a la presión política que presidió la entrega de María. Nadie ha dudado nunca del amor sin
sombra de esa mujer adorable, la más adorable que el Emperador conoció, cuya gracia y cuyo amor
sobrepasaban mil veces a la transitada Josefina, o a la borrosa María Luisa.
La tesis que ingenua y verazmente sostiene De la Gorce, establece que el destino de Napoleón
se habría modificado sustancialmente en el caso de que su relación con la Condesa Walewska
hubiese sido más permanente, que no más profunda, porque nuestro oficial no duda en ningún caso
del amor del Emperador por María, y al efecto rememora no solamente la campaña de Polonia, el
regreso de la derrota de Rusia en 1812, sino los momentos más decisivos de la vida napoleónica,
como fueron, primeramente, la isla de Elba, cuando comienza a ponerse el sol de Austerlitz, y María,
la esposa separada, llega en las sombras de la noche, como Reina de Elba. Pero la Corte minúscula
llena de secreto su viaje, porque aún ingenuamente se espera la llegada de la Emperatriz María
Luisa, que ya ha vendido a su Emperador por un granadero de la Corte de Austria. Con razón el
Emperador consideraba a las princesas como mercancías políticas que no debían amar o ser amadas.
Luego viene el momento en que se queman las alas del águila, en que el Imperio ya crujiente se
parte en las manos inglesas. María viene de nuevo a los jardines florecidos de la Malmaison. Viene
acompañada de Alejandro, el hijo de los dos. La historia común dice que ella propuso al Emperador
seguirle al exilio, y que él le prometió llamarla si lo permitían los acontecimientos. La explicación
que se da, es la de que el Emperador debía seguir fabricando su propia leyenda de martirio, contra lo
cual el porvenir burgués de vivir con una amante tenía una inevitable fuerza destructora.
Pero De la Gorce no piensa así, como podrá verse del texto. Para él, María habría sido la
honorable Emperatriz de Santa Elena, si lo hubiera querido. Cita fuentes desconocidas para
demostrar que quien no quiso viajar, para así mantener la leyenda del martirio, fue María, desgarrada
y dolorosa, pero consciente de la necesidad de que el mundo viera a Napoleón morir como mártir,
abandonado y heroico en la isla que era como el esquema de su muerte. María, que lo amó hasta más
allá de su gloria. Napoleón le imploró, hasta que al amanecer, vencido, la dejó ir, después de tenerla
por última vez entre sus brazos, cuando ya las garras de la Santa Alianza pisaban a París. Según sus
desconocidas fuentes, María estuvo meses al borde de la muerte, muerte de amor y de pesar de su
inmenso sacrificio, mientras el Emperador se consumía en su propia llama.
Como va a verse, el texto tiene una muy curiosa redacción, y como antes decía, una adjetivación
increíble. Aunque, como se dice, es menester pensar que a lo mejor la falta de retórica es en realidad
una retórica diferente.
En todo caso, no puedo dejar de prevenir al lector, antes de iniciar la transcripción del
manuscrito, contra la más absurda e ingenua de las hipótesis, hija de la caliente imaginación de la
época, y según la cual la Walewska visitó dos años después al Emperador, en Santa Elena, según De
la Gorce supone, disfrazada, no se sabe si de grumete o de esposa de algún capitán de barco
mercante. Esta hipótesis, a mi modo de ver, tiene tan escaso fundamento que parece que no vale la
pena ni siquiera analizarla. La constante María no volvió, seguramente a verlo. Lo que ocurre es que
a veces los románticos como De la Gorce no se resignan, e intentan destruir lo que más aman. En
verdad, María fue sabia al preservar la leyenda del águila cautiva. Y en el caso, improbable o
incomprobable, de que María hubiese visitado a Napoleón en Santa Elena, es más conveniente para
la gloria histórica que el hecho quede oculto en la parte velada del romance ilustre, como De la
Gorce lo califica dentro de su epónima adjetivación.
Después de este vasto y fatigante exordio, procedo a transcribir esta muestra de estilo de la
época. Dice así:
«Cuando pienso en el pobre Emperador...»
(Las páginas siguientes del manuscrito continúan extraviadas).
1970
¿LA REVOLUCIÓN NO TENDRÁ LUGAR?
El conde Nikitin regresa de Siberia al finalizar 1786, después de un vasto exilio impuesto por la
Emperatriz Catalina II. Encuentra habitado por las ratas su palacio de segunda clase en Petersburgo;
las telas de araña prolongan las arañas de cristal, las ventanas están desprotegidas de los vidrios de
invierno, los domésticos han huido salvo el viejo mayordomo, que habita las cocheras, para calentar
las cuales ha ido consumiendo, pedazo a pedazo, los espléndidos muebles franceses. El Conde
regresa sin un kopek, a definir su divorcio, pues su esposa se ha ido a Prusia en compañía de buena
parte de sus escasos bienes y de un diplomático menor. Al recibir el perdón de Catalina, el espíritu
del Conde Nikitin se ha llenado de gratitud por la magnanimidad de la soberana, a la cual piensa dar
las gracias en el momento en que le sea acordada una audiencia.
Al encontrarse en la tumultuosa soledad del palacio arruinado, el Conde no puede soportarla,
sale a la calle y empieza a caminar sin saber hacia dónde, en medio de la nevada nocturna. A poco se
da cuenta de que se halla en las cercanías del Palacio de Invierno, al borde del Neva congelado. La
noche es inexorable y la raída pelliza del héroe desterrado no alcanza a darle suficiente calor.
De pronto, ve a un hombre alto y corpulento que viene corriendo entre la nieve, a grandes
tumbos, y se dirige hacia el río. Le persiguen otros dos, uno de los cuales dispara una pistola una y
dos veces. Mientras la recalza, el hombre alto ha seguido huyendo, pero al fin cae sobre el suelo
nevado, en el cual las gotas de sangre perduran implacablemente.
Cuando Nikitin, perturbado, alza los ojos hacia la ciudad, ve llamas y humo de incendios, y oye
rumor de gritos. La ciudad quieta y desierta súbitamente se ha despertado como un león, transformada
en una ciudad amotinada. Hay banderas rojas en las calles contra la noche negra. Hombres
extrañamente vestidos las recorren vociferantes. Hay nieve roja y negra, el clamor que se alza es una
voz única, más que nunca Petersburgo parece una ciudad de fantasmas.
Después todo se esfuma, hay un regreso a la noche normal, y el Conde Nikitin, sin saber qué le
ocurrió, piensa en una posible prefiguración de algún hecho futuro. Se encuentra de pie en el sitio en
que, años de años más tarde, Arkadii Nikitin, su tataranieto, perece herido por una bala enigmática,
durante la Revolución de Octubre, poco después de la muerte de Grigorii Yefimovitch Rasputin, la
cual su tatarabuelo presenció esa noche en el Neva, para luego pasar a vivir un momento de los diez
días de la Revolución.
El Conde Nikitin tiene por un momento la idea de quedarse dentro de esa vida que contempla,
pero no tiene tiempo de decidirse, porque todo vuelve a su nivel antiguo, y se encuentra de nuevo
contemplando las ondas congeladas del Neva imperial. Y tiene misteriosamente la certidumbre de
haber visto algo que deberá ser secreto para siempre.
El Conde ve la prefiguración de los hechos futuros del reinado del último Zar Romanov,
Nicolás II, pero nunca hará uso de esa arma poderosa, y permitirá que la historia siga su curso, el
cual no puede él evitar. Acaso, también, hubiera querido hacerlo si los hechos que anticipa hubiesen
estado destinados a ocurrir durante el reinado de S.M. Catalina II, quien tanta merced le hizo al
indultarle de su exilio en Siberia.
Por eso el Conde, una vez restituida la calma, otra vez ante el color del cielo de invierno,
vuelve lentamente la espalda al futuro y regresa a su palacio de segunda clase, a compartir en la
cochera con su viejo servidor el escaso calor de la madera francesa de los muebles memorables, tal
como un día tendrán que hacerlo sus descendientes.
II
Al llegar una noche al Palacio, encuentra el Conde un mensaje de un señor extranjero, llegado a
Petersburgo, a quien le presenta su primo Arkadiev de Moscú. El señor se llama Francisco de
Miranda, originario de Venezuela, hombre distinguido que adelanta el grand tour. El Conde piensa
que acaso por su medio y con las relaciones que le produzcan las cartas de presentación, podrá
ajustar un poco su menguada situación a la sombra del visitante, y al día siguiente va a la casa del
Coronel Levachov, a saludar al extranjero a quien encuentra que todos llaman Conde, y que goza de
la marcada simpatía de la Emperatriz. Le acompaña a visitar a la Condesa de Rumantzov, a Mr.
Anderson, a la Señora Rivas, al Duque de Serra-Capriola, al Conde de Osterman, al señor Markov,
al Príncipe Kurakin, al señor Naritchin, al señor Betkin, y aun hasta la antesala de la Gran Duquesa y
el Gran Duque. El exilado que vuelve se convierte por unos días en el fantasma del indiano, al cual
oye relatar la historia de cómo una noche a altas horas fue invitado a pasar a los aposentos de Su
Majestad la Emperatriz, y de sus mutuas complacencias, de lo cual se ríe ampliamente a sus
espaldas, pero queda pensando con envidia que pudo ser cierto, y lo será cuando Miranda, quien ha
evitado cuidadosamente escribirlo en su diario, lo cuente en la Corte inglesa o en Francia, o aun en
su lejana América Salvaje. Le propone a Miranda que sea él su padrino ante la Corte para redimirse
de su pobreza y de las lacras del destierro. Miranda sabe que su compañía condescendiente le ha
ayudado al Conde, pero sabe también hasta dónde debe llegar. Sus contestaciones vagas distraídas
dan a entender al Conde desesperado que nada más puede sacar del extranjero, que a su vez ha
extraído de él cuanto podía darle. El Conde hace su balance, y resuelve arrojarse a las aguas del
Neva, que empieza a deshelarse. Cuando camina por el mismo sitio frente al Palacio de Invierno, se
ve envuelto en un torbellino de viento, que hace chocar en la noche de la ciudad transparente los
bloques de hielo que flotan en el agua del Neva. Escucha de pronto un rumor de batallas, ve soldados
franceses, y entre ellos a Miranda. Lo ve entre banderas, entre luchas marciales que se prolongan, lo
ve procesado, luego lo ve navegando, y después encerrado y sucio en una mazmorra que él piensa
que es Petropavlovsk. Hay entonces un ejército medio desnudo de descamisados, de indios, mestizos
y mulatos que empiezan a combatir, mientras Miranda se va liquidando en su celda.
Sorprendentemente tranquilo al sentirse vengando con la prisión de su enemigo, Nikitin resuelve
no sumergirse en el agua helada, y más bien llamar a la puerta de su pariente el Principe Kurakin, que
puede abrirle el camino. Y regresa a su palacio deshabitado, al calor de la cochera, y desde el día
siguiente empieza a relatar, discretamente, la supuesta aventura de Miranda con la Emperatriz, en la
esperanza de que llegue a oídos del Príncipe Potemkin y se apresure el viaje del criollo hacia la
mazmorra final en que le vio.
Pero ese viaje sólo comenzará tiempos más tarde, y entre tanto el Conde Nikitin se va borrando
de hambre en las habitaciones de su palacio de segunda clase. A poco, olvida el nombre del
extranjero, piensa que su visión fue real, como la de la primera noche, une las dos y de su
elaboración surge una extraña zarabanda sin localización temporal.
III
El Conde Nikitin, poco después del viaje de Miranda, se siente de nuevo acosado, y va al sitio,
que ha convertido en una especie de altar de anhelos permanentes, a esperar la visión reivindicadora.
Esta vez se sienta sobre el muro de piedra que separa el camino del curso del río, y al volverse ve a
un hombre exactamente igual a él mismo, asomado a una resplandeciente ventana del Palacio de
Invierno, y que tiene enlazada con su brazo a la Emperatriz. Esta visión coincide con su provocación
de tiempo atrás, con sus celos de Miranda, y con su abstinencia carnal de algunos meses. Piensa que
su visión se acerca día por día en el tiempo, y espera halagado que su presagio se cumpla. Mientras
los días pasan, siente que por fin su tiempo de privaciones ha terminado.
IV
De todas estas cosas hizo mérito en la prisión, ante su compañero de celda, quien se encargó de
relatarlas. Cuando Nikitin se encontraba frente al pelotón militar de fusilamiento que le correspondía
por su calidad y por haber esparcido, según rezaba el cargo, rumores sobre la amistad íntima de una
noche entre Catalina y Miranda, pensó que todas sus visiones eran inexactas, que el futuro se le había
robado. La primera inexactitud estaba en su propia muerte, que le llegaba en vez del amor de la
Emperatriz; la segunda, pensó con tristeza, sería la de que el extranjero Miranda —recordó ahora su
nombre—, culpable de su desventura, no tendría cárcel, revoluciones ni batallas. Y la tercera —esta
vez con alivio por su amada Rusia— que ésta seguiría siendo la misma, que el asesinato que él había
contemplado no tendría lugar, y que en el mes de octubre de ningún año habría revoluciones en la
hermosa Petersburgo que veía por última vez, llenos los ojos de ella y del recuerdo de la infiel
Emperatriz.
1970
VIDA SEXUAL ANGÉLICA
1972
EL DIOS ERRANTE1
1973
1. Después de su publicación en este libro, «El dios errante» fue incluido como un capítulo de
la novela La Otra Raya del Tigre, del autor. (Siglo XXI de Colombia —Primera edición, Bogotá
1977).
INFORMACIÓN SOBRE EL CONVENTO DE SANTA
CRISTINA
El convento está en medio de la meseta yerma, al lado del camino que sube a trancos y
desciende después hacia las simas profundas que invierten los Andes. Arquitectos que han observado
esta maravilla de la creación española en el Nuevo Mundo, han apreciado en un kilómetro la longitud
del edificio, ancho de trescientos cincuenta metros, y que tiene 875 ventanas en el piso bajo y 900
ventanucos en el alto. Se calculan en él cuarenta patios empedrados, rodeados del correspondiente
claustro, cada uno de una cuadra de lado, dos mil setecientas celdas, veintiocho capillas, dieciséis
refectorios, veintidós locutorios y cinco capellanes, todo esto sin contar las instalaciones dedicadas
a la servidumbre.
Un estudio religioso muy denso,1 —porque las solas dimensiones del edificio, si se le estudia
como expresión de fe, dan lugar a toda clase de especulaciones de carácter religioso—, ha dejado
muy claramente descrita la organización social del convento. Desde su fundación, en mitad del siglo
XVII, cuando se dio al servicio una pequeña parte, ya que la totalidad solamente se terminó cincuenta
y siete años más tarde, se dedicó por los donantes laicos y por la Curia a refugio religioso para
damas de la clase alta que deseasen huir de la vanidad del mundo de los vivos. Por su linaje y por su
educación, el arzobispo consideró apenas normal que cada una de ellas tuviese derecho a su propia
sirviente, lo cual se justificaba dada la concepción misma del convento, en el cual cada celda de las
dos mil setecientas tenía su correspondiente salón de recibo, que a la vez podía usarse como
refectorio privado, y dentro del sector de servidumbre había también una celda destinada a la criada
de la monja, que preparaba su comida (había muchos casos de dietas especiales), lavaba y planchaba
sus ropas, y arreglaba las habitaciones.
En el mismo estudio que citamos aparece otro dato interesante:2 Además de la elevada dote, el
Convento exigía a las damas que ingresaban a él, y que debían hacer sus votos una vez agotado el
tiempo de noviciado o postulantado, que usaran los hábitos que la comunidad les suministraba,
hechos de estameña burda importada de España. Pero se les permitía usar ropas interiores de seda de
acuerdo con las costumbres de la época. También había algunas regulaciones en cuanto a muebles y
enseres. El lecho podía ser doble, las sábanas de lino; el número de colchones se limitaba a uno de
plumas y otro de lana, y el de cojines o almohadones, a tres.
Adviértase que las informaciones en que se basa el estudio corresponden intencionalmente al
período de 1750 a 1760, lo que explica algunas discrepancias con la época actual. Aunque la
comunidad era de las llamadas «de clausura», se disfrutaba de un amplio permiso para la recepción
de visitas durante las horas del día. Éstas eran prohibidas después de las seis de la tarde; sin
embargo, era frecuente que las monjas las recibiesen, con el inconveniente de que el visitante se veía
forzado a quedarse hasta el día siguiente pues la hermana tornera tenía la estricta regla de no permitir
salir a nadie. Las entradas de visitantes nocturnos ocurrían por la puerta trasera, y ellos tenían que
recorrer medio kilómetro de patios en los cuales, naturalmente, era arriesgado encontrar a otros
visitantes o peregrinos.
El Convento de Santa Cristina hizo mucho bien a la vecina ciudad de San Miguel de Aranda,3 la
cual, cuando el edificio se empezó a construir, era apenas un pueblecito que creció a expensas de la
multitud de familias que llegaban al santuario a visitar a sus santas familiares. Hubo en la ciudad
entonces posadas de gran nombradía, tiendas que vendían famosas telas importadas de Francia y de
Holanda (y aun de contrabando de Inglaterra) y otras en las cuales se hallaban famosas especias de la
India y del Asia Menor.
La repostería del convento era conocida por sus colaciones notables, y sus dulces y pastas
llegaban a los rincones más apartados del Virreinato. Es interesante recordar que este convento tenía
veinticinco correos indígenas a su propio servicio, ya que el correo de su Majestad era poco de fiar.
Una de las instituciones más conmovedoras del convento, era el orfanato que tenía instalado en
la parte trasera del mismo, atendido por las novicias. En el convento había una monja que tenía
profunda versación de comadrona, y se encargaba de los partos que eventualmente ocurrían como
consecuencia de excesos en las visitas nocturnas. En la ciudad se llamaba a los niños «los hijos de
Santa Cristina», y para ellos se instaló en su momento una excelente escuela. Al alcanzar la edad de
diez años, los niños se entregaban a las parroquias, y las niñas se conservaban como criadas en el
convento.
El siglo XVIII fue el del apogeo de la fundación. Hubo entonces mil cuatrocientas monjas, y
alcanzó a proyectarse un ensanche, que el Rey Carlos III no autorizó. A comienzos del siglo XIX
hubo todavía mil monjas, pero el primer paso de las tropas libertadoras causó muchas deserciones,
pudiendo calcularse que se fueron unas trescientas religiosas tras del ejército. Paradójicamente,
como relataremos más adelante, este hecho fortaleció a las demás en su creencia monárquica
española, hasta el punto de hacerse famosa la comunidad por tal razón.
Ahora, a comienzos del siglo XX, en pleno 1920, cuando el progreso empieza a desvirtuar la
naturalidad de estos países patriarcales, cuando hemos visto los primeros aeroplanos surcar nuestro
cielo, cuando nos amenaza ya la luz eléctrica con todos sus riesgos de perdición, y anticipamos que
el automóvil invadirá el país con toda la depravación europea, el número de monjas ha venido
disminuyendo, y quedan solamente cuarenta. El orfanato aún subsiste, pero para niños de toda la
región, y lo mismo la escuela. El edificio está deshabitado en su mayor parte, y no puede ser
sometido a reparaciones por la insigne pobreza de las monjas. Lo único que sigue esplendoroso son
las veintiocho capillas. Cada monja cuida particularmente una por derecho de antigüedad, y las
restantes actúan como suplentes.
Es conmovedor pensar cómo a través de la adversidad el convento de Santa Cristina sigue en
pie en esta edad atea, alzándose como la gran nave de la fe, como el gran monumento de la América
Española, como el conservador de la gran herencia religiosa de España.
II
Son muchos los pormenores de los documentos. Tantos, que hay que eliminar algunos,
seleccionando los elementos claves. Hay dos cosas aconsejables: Estudiar la breve colección de
algunos enigmas, hecha por Fray Tomás de Diego, en 1892, la cual es una considerable contribución
a la historia social de América.4 Y la otra, hacer el viaje a la región del convento.
San Miguel de Aranda es hoy en día una ciudad congelada en el pasado, que vive de la memoria
raída del esplendor religioso de otros tiempos. Para llegar al convento hay que ascender por el
empinado camino que la lluvia y el tiempo han deteriorado, y que en otras épocas llegó a permitir
incluso el paso de coches y carrozas. El paisaje es de una dolorosa aridez, paisaje de desierto, con
rocas y troncos resecos. Se sube, al fin a la meseta, y se encuentra, sobre un campo de arena seca, sin
un árbol, sin una maleza, con piedras aisladas como hitos del paso de los tiempos y de los pecados,
la larga mole del convento, que parece cercana con sus muros blancos perforados de ventanas
verdes, con sus tejados renegridos recortados sobre un azul seco e indiferente.
Se camina y se camina durante horas y el convento no parece acercarse, pero al fin, cuando se
llega, no se ve el edificio, cuya longitud se pierde en la lejanía y alcanza a tener una dócil curvatura
que sigue la forma del horizonte.
El viento pasa y choca contra las paredes produciendo una extraña música. (Cuando cae la
noche, la luz lunar lo hace crecer. El árido campo parece recobrar su naturaleza propia de paisaje
lunar, hay un vaho de lucha, de contienda entre la fe y el maleficio).
Pero se llega a la portada, a su dintel de piedras con las armas arzobispales esculpidas, al
desconsuelo de la vieja madera de la puerta. Son las cuatro de la tarde, en el locutorio la luz cernida
se pasea entre imágenes. Se entra al museo del convento, donde se archivan todas las pasadas
glorias.
Allí está, sola contra una pared blanca, la rueda de la carroza del Capitán General, que en 1720
arrancaron las monjas con sus propias manos, cuando bajaron en peregrinación a la ciudad,
rompiendo la clausura, a protestar ante el Palacio del Arzobispo que había expedido un decreto
prohibiendo todas las visitas. La procesión bajó a las diez de la mañana, y a las dos de la tarde hizo
el cortejo de monjas su entrada en la ciudad. Todas llevaban en su mano derecha un Cristo y un
rosario, y un manojo de flores silvestres en la izquierda. Frente al Palacio Arzobispal, se detuvieron
y empezaron a lanzar los ramilletes contra las ventanas. A los golpes de las flores, los vidrios
empezaron a romperse, ante el asombro de las gentes que gritaban «¡milagro!». (Nunca creyó nadie
lo que decía el familiar del Arzobispo, de haber encontrado piedras atadas entre las flores). El
Capitán General, de visita en la ciudad, creyó de su deber ir a ofrecer ayuda militar al Arzobispo, y
llegó en su carroza de seis caballos, que fue detenida por las monjas, las cuales soltaron los caballos
y desgarraron las ropas al hombre, quien tuvo que huir completamente desnudo a refugiarse en la
casa del Arzobispo, y arrancaron a la carroza la rueda trasera derecha, la cual, a la media noche, fue
llevada en triunfo al convento por las religiosas reivindicadoras, acompañadas de los visitantes y
encabezadas por la priora, que llevaba en la mano, como un cetro, el decreto archiepiscopal que
levantaba la prohibición. (Este evento se cita como primer antecedente de las rebeliones comunales,
a las cuales las monjas ayudaron eficazmente en los primeros tiempos en que se presentaron. Aunque
después, al entrar la guerra de Independencia, y después de sufrir la pérdida de tantas hermanas que
siguieron a los libertadores, y tal vez influidas también por los numerosos visitantes de alcurnia,
conservaron su fidelidad al Rey, lo cual mantuvo varios años el convento en riesgo inminente de ser
destruido).
En 1814, un destacamento de quinientos hombres, al mando del Capitán Marcos Mendizábal,
después de haber arrasado San Miguel de Aranda, por ser una fortaleza realista, se dirigió a tomar el
convento. Era sabido que allí vivían permanentemente sólo las monjas. Los capellanes generalmente
habitaban en la ciudad.5
Hacia el mediodía, los soldados enfilaron hacia el convento, el cual quería tomar Mendizábal
por ser un punto estratégico para cortar el avance de las tropas realistas. Cuando los quinientos
hombres iban llegando al edificio, confiados en su superioridad, fueron recibidos por un violento
fuego de fusilería, que mató a muchos de ellos. Estaban ya tan cerca, que toda retirada por el llano
era imposible, y Mendizábal ordenó acelerar la carga. Entraron al Convento, y se trabaron en lucha
cuerpo a cuerpo con un grupo aparente de soldados en uniforme realista. Los atacantes pensaron (y
aún hoy se repite), que no eran tales soldados, sino demonios, tanta era su crueldad en el combate.
Trataron de defenderse. Uno de ellos, malherido, cayó junto a un enemigo agonizante. Le abrió la
guerrera para ayudarlo, y encontró los blancos pechos de una mujer.
Los que no cayeron, quedaron prisioneros durante varios años. No escapó sino uno de ellos,
milagrosamente, y contó de la vida memorable y nocturna que fueron obligados a llevar, como
visitantes forzosos. El hombre que salió ni siquiera sabía cuál había sido el desenlace de la
revolución. Había vivido diez años en el convento, donde se quedaba, contra su voluntad. Sor
Viviana del Santísimo Sacramento, a quien había amado durante su cautividad.
Finalmente, hay un hermoso Cristo, una talla española de precisión asombrosa. Es un Cristo
totalmente desnudo, que tiene el sexo cubierto con un paño. La hermana tornera levanta el paño, y se
ven las partes nobles mutiladas. A fines del siglo XIX, la vida del convento se había morigerado. El
horror del pecado español había crecido por los corredores y claustros a medida que éstos se
quedaban más solos. La clausura era total. Un solo viejo capellán hacía las prédicas de la
abstinencia, del flagelo, del cilicio. Las monjas se plegaban, sumisas, ante las llamas del infierno.
Sor Agripina del Rosario, la más joven, era la más encendida en su lucha. Sus confesiones eran
trágicas y amargas. Los demonios la acosaban en la celda, buscándola para poseerla. Ella se
refugiaba en la capilla. Rezaba ante la imagen. Un día un demonio la empujó a destaparla, y ella se
horrorizó al ver allí, vivo, el símbolo del pecado. Tomó sus tijeras de costura y luchó con el
demonio, hasta que arrancó el pecado de raíz. Y allí mismo quedó, desnuda bajo el hábito, a los pies
de la imagen.
Había, parece ser, una leyenda en el convento: Hubo un gran incendio, que empezó a devorarlo
todo. Las monjas, a la medianoche, se reunieron a orar en una de las capillas, y el incendio se detuvo.
Cuando fueron a mirar los escombros, solamente se había consumido una celda, la de la monja que,
estando en pecado, no había querido confesar.
El resto del museo son las cosas usuales, las estatuas, los cuadros, los ornamentos. No se puede
pasar al interior del convento. Ahora la clausura es más severa. Al salir se ve el brocal del pozo, la
única agua de la meseta, sobre el cual, a las seis de la tarde, se inclina una sombra. Es sombra de una
santa para quienes habitan el convento.
Y, para los que pasan, es la sombra del demonio, solitario y sediento.
1973
Notas:
La Epopeya de la fe americana, por el R. P. Mario Martin de Santa Cruz. Contiene un análisis
exhaustivo de las Fundaciones conventuales de Hispanoamérica y su significación en la historia
religiosa del continente. Fue publicado en México en 1802. No tiene pie de imprenta.
O. C. página 437, tomo 1.
San Miguel de Aranda recibió su nombre en memoria del bisabuelo del Conde Pedro de
Aranda, Ministro que realizó la expulsión de los Jesuitas de España.
Dios y el Demonio en la Colonia, por Fray Tomás de Diego. Madrid, 1892, Imprenta Flórez y
Camino. Tomás de Diego fue un ilustre mestizo, quien dejó varias obras sobre temas religiosos, pero
fue excomulgado en los últimos días de su vida por un opúsculo hoy desconocido, contra la vida
conventual.
Cf. José de Jesús Icazbalceta, Las comunidades religiosas en las guerras americanas, 1912.
Editorial Lütz, Friburgo de Brisgovia.
EL JEROGLÍFICO DEL ALMA
...Para ellos, el gallo era el jeroglífico del alma. Se quedaba a veces pensando, repitiendo
automáticamente lo que en apariencia carecía de sentido, al menos para él, pero algo en las palabras
juntas le obsesionaba, hacía surgir de sus sarcófagos doscientas momias triunfales, le parecía oír el
sonido de los timbales por en medio de las arenas estériles, le daba la sed del Nilo de aguas
verdosas y putrefactas, le pintaba el azul seco de los cielos de Nubia, le daba el resplandor de las
noches envejecidas de los tiempos faraónicos, y encontraba entonces alguna razón en que el esquema
de la victoria del alma fuese el animal matutino, el animal esplendoroso, rojo y negro violentos, que
rompía el alba con su canto agresivo. Después el sueño se desvanecía, y quedaba en su justa
proporción, empleado de fábrica, clavado a su silla, esclavizado contra su escritorio, imaginando
cosas, tratando de evadirse, organizando onanísticos viajes mentales, tan arrumado y sometido como
el montón de cifras que se le agolpaban en los ojos casi como lágrimas en las tardes tediosas cuando
cae la lluvia como una lenta maldición y parece que no hay otro triunfo, otra victoria que la de ceñir
el sobretodo usado, desplegar el paraguas como una bandera triunfal, y salir a confundirse con la ola
de gentes húmedas que transitan hacia la noche.
El jeroglífico del alma, la interrogación enigmática que empieza por averiguar si justamente la
razón de ser del jeroglífico es la de ocultar detrás del misterio lo inexistente, o si acaso, como en una
operación quirúrgica puede llegarse a extraer el órgano palpitante para arrojarlo después al tarro de
la basura. Alma âme soul. Su jeroglífico. Su significación alfabética, su etimología, todos los
accidentados problemas de su evolución, y todo para nada, porque al fin y al cabo da lo mismo vivir,
así, detrás de un Cristo que sirve de muro y de refugio para pecar sabrosamente, o vivir ignorando,
con todas sus implicaciones, las cosas a que corresponde esa otra palabra de cuatro letras, que —
hasta dónde— puede tomar caracteres de obscenidad en la concepción atiborrada de engendros de
cualquier hombre.
Pero no es el jeroglífico, el sueño aparece nuevamente, pero esta vez es un sueño de edificios
fálicos de ochenta y de cien pisos, es el espasmo permanente de Nueva York, es el token del subway,
es la moneda perdida que de nada sirve sino para tomar el tren subterráneo y dirigirse hacia la noche
a cualquier centro snob del Village o a explorar fortuna entre las putas de Lexington Avenue. Es la
sucia cara del suburbio, el jadeo de la ciudad ocupada permanentemente en producir y dilapidar
dinero, es el tormento de la angustia de ninguna parte, de no encontrar el sitio para sentarse a
descansar y si se le encuentra morirse de tedio y de necesidad de seguir andando. Y otra vez de
regreso a las cuatro paredes de la oficina, en cualquier país distinto, en que todos aspiran a irse a los
Estados Unidos, o a la Unión Soviética o a China porque no pueden con el peso de sus propias
culpas, no aguantan, no resisten el peso de la propia miseria. He recibido promociones, me han
enviado a estudiar, he trabajado como un negro en Organización de Empresas, para eso estudié,
reconocí los trascendentales problemas de los ejecutivos, sé dónde y en qué horas pueden disponer
de tiempo para el sexo en horas de oficina, en un departamento clandestino, o en un automóvil
escondido en la noche de los parques; sé cómo viven, cómo se comportan, cómo la empresa con la
cuenta de gastos de representación les paga las mujeres a ellos y a los clientes; sé cómo se duerme y
se vive y se muere en la podredumbre de todas las ciudades, sé muy bien lo que significa un
escritorio en la segunda o la tercera oficina, con teléfono privado, juntas, un melancólico matrimonio
por razón de estado, y el atardecer cansado y sin ganas de vivir, a un paso de la muerte cada día. Y
sin embargo tengo que hacerlo, para eso gastaron en mí, para que con mi grado de organizador de
empresa hiciera lo que acabo de hacer, pudiera ver en un papel especial trazado con hermosos
rectángulos y líneas y círculos el organigrama de la Compañía, y así está hecho, con todas sus letras
y con todos y cada uno de los puntos que deben contemplarse, desde el Gerente al último portero,
organigrama, sí, un dibujo abstracto que podría colgar acaso en una exposición con un título bizarro
que fuese por ejemplo órganos sexuales de ejecutivos en reposo, o panorama de la ciudad futura, o
la empresa perfecta, o... Porque al fin y al cabo me doy cuenta. Mirando acabado mi trabajo, mi obra
maestra, colocada sobre esa pared, con líneas de varios colores, que se multiplican y se dividen, y
que aparecen como otras tantas frustraciones y representan a la vez las esperanzas y las tragedias y
los dolores de las gentes que amasaron su dinero para invertirlo en una sociedad anónima, le veo un
sentido distinto. Organigrama. Jeroglífico. Tienen el mismo sentido, el organigrama es el jeroglífico
de la sociedad capitalista moderna. Y sin embargo, es mucho más y mucho menos. Surge, sí, pero no
como surge una pintura abstracta, la materia de su elaboración es distinta, en ella se trituran seres
humanos que no tienen otra misión dentro del cuadro que la de realizar un movimiento de los mil
movimientos que requiere la Productividad... Y sin embargo, el cuadro resulta como una cosa mucho
más personal, mucho más evidente, es un poco el relato de todas las experiencias vividas
aprendiendo a hacerlo... No me quedaría sorprendido si de pronto el cuadro tomara cara humana, y
expresara mucho más de lo que se pretende, de lo que se quiere, que es simplemente el paisaje de
una fábrica en extramuros, una fábrica que hará en el día de mañana cualquier cosa de las
innecesarias e indispensables para la vida actual. En este cuadro no hay mar, no hay resplandores,
los hombres y las mujeres están escondidos e impotentes, no sabemos a qué correspondan, pero
serían diferentes si estuvieran libres y no en la cárcel de rectángulos del organigrama pomposo en
que se disuelve y se realiza toda la majestad de la Firma, y que podría servir en el futuro como clave
de la historia de cientos de seres humanos que no tienen otra participación en la vida que llenar un
cuadro del Organigrama, para que en éste queden completos todos los engranajes que corresponden a
la vez a los engranajes de las máquinas que producen el dinero necesario para armar la pirámide,
aunque de pirámide no se trate sino de un firmamento esparcido sobre papel blanco en el cual se
encuentran los círculos enigmáticos de los comités cerrados, los rectángulos de los ejecutivos, las
flechas de relación indirecta, las líneas de autoridad y de asesoría, los técnicos en relaciones
industriales y en organigramas. El jeroglífico del alma de los egipcios. El organigrama del alma, del
siglo XX de la sociedad opulenta. Si me hubiera fijado antes en lo que estaba haciendo, no en su
significado sino en su forma, hubiera visto claro que estaba trazando mi propio retrato como ahora lo
veo aparecer en la pared con todas sus líneas inclusive las del cansancio, y habría visto que el
jeroglífico del alma se ha transformado en el organigrama del alma y que en este momento acabo de
concluir no solamente mi propio retrato sino el organigrama, el esquema, el mapa real de mi propia
alma, el retrato del alma, el organigrama del alma, la pintura de lo que puede ser el alma de un
ejecutivo a las seis de la tarde cuando todavía timbra el teléfono y no sabe si se trata de un negocio,
o de un anuncio de su propia muerte.
1969
LA PROCESIÓN DE LOS ARDIENTES
La lluvia lo llenaba todo de una masa viscosa de humedad oscura, como en el principio del
mundo. Bajo el mal refugio de los árboles, gruesos goterones le caían en la cara, le resbalaban por el
cuello, se demoraban en su cabeza para deslizarse por la piel y entraparse en las ropas. Intentó
cambiar de posición, a pesar de los dolores. Al moverse, sintió las botas rebosantes de agua y
desnudo su cuerpo en las ropas mojadas. Apenas distinguía la sombra del coche ladeado. De vez en
cuando, el caballo se movía. Se pegó más al tronco del árbol, buscando apoyo. En medio de los
charcos, no llegaría muy lejos. Si el río ha cubierto ya el puente, me ahogaría, no debí usar ese coche
absurdo, cuando a caballo habría ido más rápidamente, pero ¿no valía la pena arriesgar ese viaje
aparatoso? Sus manos defendiendo la falda, su mirada implorante, un venado preso, un animal
ligeramente torpe en su afán de huir del hombre. Sólo el tiempo va individualizando el sexo. La
lluvia arrecia, el próximo relámpago me dejará ver el coche. Aquel mal momento de la virginidad
que se pierde, de estar por primera vez con una mujer, con un cuerpo ordinario, y luego salir a la
calle, ver otros cuerpos finos y pensar que todos esos cuerpos son lo mismo, ligeramente
escurridizos, húmedos, se estremecen igual, tienen bocas iguales, bocas. Pero el cuerpo también tiene
sabiduría. Otro relámpago. El coche está hundido en el charco. El tobillo empieza a dolerme. No
parece partido. Luego pasa el tiempo, se comienza a distinguir los cuerpos, hasta que un día hay uno
totalmente distinto, y se descubre que no es eso sólo, que adentro hay amor. El frío me lastima, y esta
humedad maldita y yo como un cobarde, sin atreverme a levantarme. Si sigo así, en un rato más estaré
helado. Puedo tomar el caballo y seguir. Sin saber qué horas, ella está dormida, y no puedo regresar,
está sola como anoche, y los perros bajo la lluvia no ladrarían, pero no podría volver a entrar esta
noche sin que alguien desde dentro de la casa me ayudara. Sería inútil intentarlo, cama caliente y
suave, cuerpo distinto.
Al salir del cobijo de los árboles, el agua le golpeó la cara, le pareció como si lavara la noche.
La lluvia era un muro negro surcado de venitas de plata. Los vestidos pegados a la piel, el frío. El
tobillo dolía, apenas podía apoyarlo, iba a ser difícil montar a caballo así, con la bestia aparejada
con los arreos de tiro, el pelo resbaloso, pero era peor morirse de frío en la sabana, en el suelo
viscoso de humedad, de hierba, de detritus de invierno. ¿Cómo diablos veré el camino?
Logró desenganchar el animal, y a duras penas cabalgarlo. Estar en aquel sitio remoto, madre de
la humedad, después del día escondido en el ralo bosque de la casa de hacienda, para pasar unas
horas en el lecho de aquella mujer. La timidez la amarraba. Ese momento, su titubeo, su
remordimiento. Y a pesar de todo, de la oscuridad impuesta, de la angustia anhelante, del casi
rechazo, era el cuerpo distinto, con amor por dentro. Casi di gritos, como un estudiante en celo. Y
ahora está aquí, es mía, la llevo conmigo. Esta tarde, en el coche. ¡Qué absurda es esa prudencia de
las mujeres que lo revela todo! Yo hubiera querido estar de nuevo con ella, desgarrar su camisa,
hacerla gemir de temor y deseo, y en cambio estoy aquí, húmedo, la lluvia me cae en las espaldas.
El ruido era ahora sordo, como de un monstruo que se arrastrase. El rio. El puente debió irse al
infierno con la avenida de la noche. No hay más que tantear vado. Si llegara a encontrar a alguien, la
pistola está echada a perder.
La bestia se resistía pero al fin entró, y él a su lado, agarrado de la crin del animal. El agua le
daba al pecho y las embestidas de la corriente le hacían vacilar. El caballo nadaba y el hombre iba
casi pegado a él, con el ruido ensordecedor en las sienes, cegado por el agua que seguía cayendo.
Dando tumbos, arrastrados por la corriente, llegaron al fango de la orilla.
Faltaba ahora encontrar el camino. No podía haber más agua fría para caer encima. El tobillo
duele menos. Mejor que siga lloviendo, que la ropa no se seque en el cuerpo. La pared de agua
comenzaba a entreabrirse con una luz muerta. A caballo otra vez, siguió de un lado a otro, buscando
la tira de charcos del camino. La luz aumentaba, y la lluvia parecía hacerse más densa, más atrevida,
más ofensiva. Miró hacia donde comenzaba la luz. Ahora si empiezo a ver la soledad en esta tierra
maldita. Parece que no fuera a acabar de llover en mil años. Al aumentar la luz, vio un vaho, un
humillo caliente surgir del pelo mojado del caballo. Al hacer un movimiento para tratar de
acomodarse en el lomo, sintió como si alguien le retorciera el pie. Maldición. Estará dormida,
olvidada de mí, sola. Esta misma lluvia golpeará el techo. El frío del páramo al amanecer mata.
Llegar a la posada. Ateridos, el hombre y la bestia continuaban andando entre el agua lívida del
amanecer. La cordillera empezaba a verse entre la bruma. Tengo las manos amoratadas, amor-
atadas. La sabana parecía de agua gris y muerta sobre la cual caía furiosamente el agua viva de la
lluvia.
II
Por entre la masa de agua se filtraban los rayos amarillos de un sol desesperado. La posada
estaba casi vacía. A un lado del salón, tres arrieros jugaban a los dados. Junto a la puerta dormitaba
sobre un cuero un mendigo harapiento. En el centro del salón había un gran fuego, con un caldero
suspendido del techo. La humareda y el olor a guiso eran tan densos en el relente mañanero, que
parecía como si el caldero flotara sobre ellos. Don Carlos estaba cerca a la lumbre, envuelto en una
vieja frazada amarillenta. En el patio empedrado repercutían las coces de los caballos. La ventera
iba y venía con humeantes tazones en la mano. Don Carlos alzó de nuevo su vaso. Aquel aguardiente
le hacía recuperar de la humedad que le había formado por dentro una legamosa conciencia del
mundo. Retumbó un estruendo sobre el tejado, y se entró por el ventanuco la luz del relámpago. Los
arrieros hicieron la señal de la cruz y la posadera se postró, semiacurrucada. Don Carlos se sirvió
otro vaso. A ratos le recorrían escalofríos de pies a cabeza, pero en este instante le invadía un
profundo bienestar. Ocurrió en el patio un escándalo de gallinas, con ladridos de perro. La lluvia
asordinaba el rumor, lo cubría todo con un manto acolchado. Por la puerta entreabierta al llano el
agua parecía desteñir gris sobre el pasto y sobre los cerros lejanos. Don Carlos preguntó si no habría
peligro de inundación. Al pasar la vieja murmuró entre dientes que para eso la magia de los indios
había abierto hacía muchos años el hueco de la catarata. Toda esta agua sucia iba a parar allá, como
si la sabana orinase por la grieta toda su miseria, todos sus pesares.
Don Carlos cerró los ojos, se dejó invadir por el sopor del alcohol. Este comienzo de
borrachera le resultaba placentero, no sabía distinguirlo de la fiebre, pero le servía para imaginar a
su satisfacción las cosas que le habían quedado truncas. No es mucho un año en las minas para todo
ese oro, ni maté tantos negros como mataba Cordovez. Se le volvió a presentar la corpulenta espalda
del minero, cuando por última vez le vio bajar a pasos lentos y seguros el sendero hacia el pueblo.
Todavía en sus manos, ahora cuidadas y pulidas, tenía el recuerdo en la cicatriz que le dejara la punta
áspera de la piedra que echó a rodar camino abajo detrás de la espalda del hombre. Luego el grito
que levantó pájaros de los árboles. Y el peor momento, alzar el peñasco de encima del cuerpo
triturado, para rescatar el oro suyo que Cordovez se llevaba. Del minero bien poco había quedado.
Le querían mal en el pueblo; nadie había preguntado nada.
Y aquella noche alucinante en el camino a Cartagena —veinte, treinta días de trocha de selva—
cuando los peones se le extraviaron, y anduvo de tumbo en tumbo por entre la maleza, hasta que oyó
el tambor. La noche era de luna, el calor sofocaba y tenía también entonces el cuerpo húmedo de
fiebre. El tambor parecía acercarse y alejarse, percibía próximo el cascabel de una culebra y creyó
ver luz entre las ramas. Se encaminó hacia allí tambaleante, y vio de pronto en un calvero sombras
que se movían. Corrió hacia ellas gritando, y al acercarse tropezó con algo que ondulaba en el suelo,
y que gritó al sentir el peso de sus botas claveteadas. Don Carlos rodó y vio que se dividía la masa
con la cual enredara sus pies. Eran un hombre y una mujer oscuros, desnudos, trenzados en el suelo.
El negro se incorporó de un salto y se lanzó sobre él, y de pronto se vio rodeado de caras y cuerpos
negros que resplandecían a la luz del fuego.
Se vio atado y golpeado, sorprendido de la brutalidad de los serviles que antes había matado.
Estaba en el Infierno, negros y negras bailaban y cantaban desnudos, gesticulaban hacia él, daban
vueltas, vueltas, vueltas. De pronto una hembra se desplomaba y enlazaba con sus piernas uno de
esos cuerpos musculosos, y las canciones seguían y se mezclaban con los gemidos y los alaridos de
amor, hablaban un idioma extraño, acaso el mismo de las minas, pero eran el demonio sin taparrabos,
íncubos y súcubos de la noche. Les vio sacrificar un gallo, echarse la sangre en la cara, y seguir
bailando, alrededor de la hoguera, al son del tambor y de la canción ininteligible. Y el tambor sonaba
y sonaba, y los negros se revolcaban en el suelo y tomaban en cocos vino de palma, o ron, o candela.
Una negra vino con un coco y le obligó a tomar a bocanadas el licor pegajoso, y luego se le echó
encima y acabó de rasgarle las ropas harapientas. Su cuerpo se movía sobre él, atado, enloquecido, y
la negra reía viciosa, llamando a los demás que vinieran con sus teas. En el torbellino que lo
envolvía veía los pechos de la negra cerca de su boca, y atado como estaba lo único que pudo hacer
fue morder, morder la carne caliente y sudorosa, y la negra reía, hasta que la risa se volvió un gemido
grotesco, y se derrumbó sobre él, encogido como estaba, poseyéndolo, estrujándole los pechos sobre
la cara. Y se quedó quieta, hasta que todos los cuerpos morenos que los rodeaban reanudaron la
danza y empezaron a golpearla en las espaldas, en las nalgas, en la cabeza, con los tizones
encendidos. La negra aullaba y huyó enloquecida a la espesura. Todos iban tras ella cuando se oyó,
nítidamente, el canto del gallo, y empezaron a huir dando saltos gigantescos, en una zarabanda de
miembros oscuros.
Don Carlos quedó amarrado, de cara a los últimos jirones de la noche, en medio del claro del
bosque, esperando el sol y la sed. De pronto vio muy cerca a la de él, la cara de la negra. Sintió sus
manos que le acariciaban el cuerpo. Los dientes blancos le sonreían encima de la cara, tan cortantes
que habrían podido degollarlo. Cerró los ojos, le pareció, extenuado, que la orgia se lo llevaba en su
remolino. Cuando el cuerpo inteligente de la negra le extrajo la última gota de vigor, pensó que era el
demonio mismo, y sin acordarse de sus manos ligadas quiso persignarse para ahuyentarlo. La negra,
por primera vez, habló. Su largo cuerpo extendido a su lado mostraba los verdugones y las
quemaduras. Todo había sido verdad. La oyó decirle en un español depravado, con oscuras
resonancias africanas, que se alejara del pueblo, del pueblo malo de negros esclavos huidos de las
minas. Don Carlos le preguntó el camino. Mientras las manos de ella trabajaban en los fuertes nudos,
le mostró un pequeño sendero. Las cuerdas le habían cortado la piel, los músculos agarrotados casi
no tenían movimiento. Cuando quiso volverse a despedirse, alcanzó a ver las largas piernas que
desaparecían en el ramaje con un salto elástico. El día apenas comenzaba, sin embargo el calor lo
endurecía, lo estiraba el hambre. No se atrevía a comer frutos silvestres por miedo a envenenarse, y
la sed lo retorcía ante el agua estancada. Comenzó a andar, tropezando, exhausto, cuando oyó voces a
lo lejos, aparecieron sus peones que desandaban el camino, y a pesar de estar seguro de que
buscaban su cadáver para arrancarle el oro, se sintió alegre de verlos, como de haber conservado,
por suerte, su cinturón de onzas durante la prisión del aquelarre.
Así llegó primero a Tolú, después a Cartagena. Había transportado suficiente riqueza en sus
viajes, para volver a Europa. Pero se dedicó a holgazanear en el puerto, a ver llegar los pesados
navíos, mirarlos echar a tierra su cargamento de frailes de blanco, de soldados aventureros y de
prostitutas pintadas de afeites europeos. Ni todas ellas, ni las mulatas, ni las indias, ni las blancas
devotas que de vez en cuando lograba sofaldar, le habían dado el paroxismo de placer del cuerpo de
la negra en aquella noche de infierno, con la cara bajo las estrellas y la sombra de la muerte
rondándole los ojos. Un día, andando por la playa, pensó volver a traerse consigo a la negra-
demonio; intentó recordar el rostro, pero no había en su memoria sino unos dientes blancos y
cortantes, un pecho duro y poderoso estrujado contra su cara. Las quemaduras, pensó, pero ¿cuántas
no las tendrían? Nunca un placer así, tal vez porque había sido un placer sin cara, un placer puro, al
borde de la muerte, dominado por sus ataduras, y era la muerte lo que esperaba en el calvero de la
selva, después de aquella noche.
Sobre el mar quieto de la bahía, solamente un barco fino se deslizaba ligeramente al puerto. Se
encogió de hombros y volvió a «La Paloma de Oro», la hostería de Cartagena, donde paraban las
mujeres más caras y los hombres más ricos del interior, que venían a la espera de algún cargamento
de la Península.
Abrió los ojos en el salón invadido de humo, cruzado de olores ingratos. La lluvia se hacía más
fina. Las ropas se secaban. Se sirvió otro vaso, que gustó voluptuosamente, y amodorrado por el
calor, se tendió a dormir.
III
Se despertó bruscamente, sin saber la hora. La posada estaba en silencio, la lluvia había cesado,
el sol daba contra la ventana oblicuamente. Pasó la posadera desde las habitaciones interiores, a
encontrar en la puerta a alguien mucho más importante que el húmedo huésped de la mañana.
Mientras Don Carlos se levantaba apresuradamente, con el afán de partir hacia Santa Fe y llegar
antes de la noche cerrada, la posadera movía los gordos brazos como las alas torpes de una gallina,
haciendo gestos de bienvenida.
Don Carlos acababa de enfundarse en su traje arrugado, cuando cascos de caballos sonaron en
el empedrado de la entrada, y alcanzó a ver a la posadera prosternándose con unción ante un caballo
que llegó hasta la puerta, tapando la escalinata, y del cual se desmontó un hombre alto que según las
exclamaciones de la mujer era el señor Don Álvaro de Velásquez, quien, con voz importante y ronca,
contestaba el saludo.
Don Carlos se sentó en un rincón, casi inadvertido, y respondió con una inclinación de cabeza al
arrogante gesto del hombre. No le interesaba que le viese claramente. Su presencia en Cartagena le
había atormentado copiosamente. Contra su voluntad, esa voz, esa apariencia, estaban siempre
asociadas a su recuerdo de Eugenia.
Oyó a Velásquez preguntar el estado del camino. La mujer le indicó a don Carlos, diciendo que
era él quien podría darle noticias. Don Álvaro se le dirigió. Un instante, con expresión de duda, se
detuvo su mirada en el rostro cansado, y luego formuló la pregunta. Me reconoció, pero al fin poco es
lo que de mí puede saber.
—Si se refieren al camino que yo traje, la lluvia lo anegó por completo. No encontré el puente,
tuve que atravesar el río a nado—. Don Álvaro hizo ademán de otra pregunta, pero la dejó en
suspenso. Murmurando un agradecimiento se acodó en una mesa.
Don Carlos, con una inclinación de cabeza, salió a buscar el caballo. Tomó la manta en que se
había envuelto, y la plegó sobre el lomo del animal. Ante los ojos sorprendidos de los criados de
Velásquez que esperaban a la puerta, orientó el rumbo a Santa Fe. Pensó que encontrarían el coche
volcado con la rueda partida. Se encogió de hombros, y siguió por el camino fangoso.
Le pareció volver a ver a Eugenia como aquella tarde en el corredor de la «Paloma de Oro»,
levantando el chal de los hombros en el calor húmedo de la tarde. Ni se veía ni se sentía el mar.
Jamás pensé, jamás, que pudiera tenerla desnuda sobre un lecho de pervincas. El morado-azul se me
acercaba a los ojos. ¿Cuántas pervincas estrujó su cuerpo? Aquel rincón confidencial de la tapia de
ayer a la tarde, no pensé que la negra nos mirara.
Al verla de improviso, creyó que era apenas una muchacha de quince años. Sólo al aproximarse
pudo ver a través del vestido las arrogantes formas del cuerpo. Al sentir sus pasos, ella volvió el
rostro hacia él, y la impresión que conservó de ese momento fue la de unos grandes ojos oscuros.
Podría describir su cuerpo como si fuera un paisaje. Empezaría con el pezón del pecho
izquierdo, en el ápice oscuro y erguido, resbalaría de allí al vello de la axila, a sus leves fulgores
dorado-rojizos, luego contornearía el nacimiento de su seno, su línea naciente bajo el brazo, para
seguir la curva suave del torso y bajar al ombligo, extenderse sobre su vientre, cuyas formas
enérgicas realzan la condición poderosa de su fragilidad, alcanzar luego el óvalo de las nalgas y
volver a los vellos cobrizos del sexo.
No cruzaron una palabra ese día, ni el siguiente. Al atravesar el corredor la veía entre las
columnas, abstraída, sonriéndose a sí misma. Y al oír los pasos se volvía siempre a él la
interrogación de los ojos. Don Carlos miraba sus rasgos imperfectos, su boca grande, buscando el
secreto de su belleza. Debía estar en los ojos, en torno a los cuales se hacía toda ella.
Los encuentros mudos se prolongaban. Un domingo la vio salir de mañana con una negra que
trotaba tras ella y murmuraba quejosamente. La siguió por las calles, iba a la iglesia, y entró allí,
arrodillándose ante el altar. Don Carlos, rígido, esperaba. Resbalaba la misa, la luz dorada y opaca
de las velas reflejada en el oro del altar, en el humo del incienso, confería una penumbra de
trasmundo al ambiente oscuro, la lenta salmodia de las oraciones se quedaba largamente en el oído,
Don Carlos escuchaba hipnotizado, hasta el punto de que tuvo dificultad de moverse hacia la pila del
agua bendita cuando ellas salían. Cuando los dedos de ella tocaron un instante su mano húmeda, los
ojos interrogantes le miraron, los labios carnosos sonrieron. Al salir tras ella, frenó sus pasos. La
alta silueta del marido se había unido a la de ella, y allá iban andando juntos, ella flexible, él duro.
Casualmente conoció el motivo que les retenía en Cartagena. Velásquez, el marido, era
terrateniente poderoso en el centro del país, heredero de largas extensiones creadas por la soberbia
de los encomenderos. Y a la vez disfrutaba de prebendas metropolitanas cuyo origen y naturaleza no
pudo establecer. Una noche sofocante abrió la ventana de su cuarto y se quedó en silencio, tratando
de aspirar la brisa salina que se estrellaba contra las murallas pugnando infructuosamente por
alcanzar el centro de la ciudad. Se complacía en el movimiento del puerto, las naves que llegaban y
salían, los negros afanosos, las tascas y tabernas, las mujeres dudosas, todo aquel rezumadero de
gentes de avería. Escépticamente contemplaba los despliegues caducos de la pompa del Santo
Oficio, y en ocasiones pudo con una casual compañera alquilar un balcón para presenciar los
castigos de los Autos de Fe. Desde allí se miraba todo como un pomposo ajedrez movido
sabiamente. La mano inquisitorial atajaba las murmuraciones y revestía de ilustre boato sus
procedimientos. Hábitos blancos, capas rojas, combinados sobre el terroso color de las murallas y el
enjalbegado de las casas, anotaban el azul del mar, el desvaído del cielo, el lejano verdor de los
bosques cenagosos. Los barcos traían vinos aceptables si se consumían rápidamente, y aun los
vinagrillos ya perjudicados por el clima servían para la sed mejor que el agua rezada que originaba
pestes. Don Carlos amaba el vaho malsano del agua quieta de la bahía, el olor a bestia salvaje de los
barcos negreros.
Disfrutaba el amodorrado bienestar de la noche caliente cuando oyó voces en el corredor. Si
hablaban bajo, era tan quieto el ambiente que esforzando el oído podían percibirse las palabras.
Creyó conocer a Don Álvaro hablando con un desconocido. Varias veces oyó «Nombre de Dios» y
pensó que proferían juramentos, pero recordó un barco gigantesco que había visto zarpar el día
siguiente a su llegada.
—No ha habido noticias hace dos semanas.
—¿Pero estás seguro de que la carta iba allí?
—Sí, Don Álvaro. Iban las cartas de las tres personas que nombré.
—Si hubiera llegado antes, habría logrado detenerlas. ¿Crees que tu marinero podrá hacer algo?
—No sé, Don Álvaro. Si puede lo hará, pero el acceso al castillo del capitán es difícil.
—¿Y dices que el «Nombre de Dios» atravesó la tempestad sin tropiezos?
—En el barco que llegó esta mañana afirman que se cruzaron con él cerca de La Española.
—De todos modos, si llega el barco tendremos tiempo todavía, y las órdenes de multa pueden
también perderse. Dios mediante, algo pasará o lo provocaremos. Hay que estar sobre aviso. Esto me
hará permanecer aquí más tiempo.
Las voces se desvanecieron. Don Carlos empezó ese día a escuchar. Conversaciones sueltas,
alusiones, le hicieron precisar qué ocurría. Al parecer Velásquez era culpable de malos manejos con
dineros del gobierno. En el cargo que ocupaba pasaba por sus manos un chorro de dinero que iba a
parar a España y a su bolsa. Y un investigador acucioso que se puso sobre la pista, pagó a Don
Álvaro esa curiosidad con la vida. Sin embargo, apuntes, notas o mensajes del hombre habían ido a
parar a manos de enemigos de Velásquez. Y cartas dirigidas por altas personas habían tomado rumbo
al Consejo de Indias, en el «Nombre de Dios». Velásquez había llegado tarde a Cartagena, al día
siguiente del zarpe del barco. Las cartas parecían llevar las pruebas, pero el chorro de oro del
soborno no alcanzaba a llegar hasta España.
IV
El caballo había tomado un incómodo trotecillo hacia Santa Fe lejana. En la nueva noche,
limpia y sin lluvia, el hombre memoraba entre el viento frío, el calor de los días de Cartagena de
Indias.
Todas las mañanas asistía a la misa como un penitente negro. Salía de la posada antes del alba.
Sólo al mirar la puerta de la Iglesia, cuando expiraban los cantos y los rezos, veía la luz azulosa
entrarse a combatir infructuosamente con la penumbra amarillenta. Y en ese instante salía Eugenia
seguida de la negra. Don Carlos anegaba su mano en el agua bendita y la tendía chorreante a la
devota, que pasaba y tocaba con sus dedos la mano del varón.
Después de dos semanas de desazón, de verla sin hablarle, Don Carlos empezó a perder la
aparente calma. No había el menor resquicio, la menor posibilidad. La negra parecía insobornable.
Por fin un día, al salir, ella tendió la mano para recibir el agua, y él se inclinó rápidamente y se la
besó. La dama se detuvo con la sonrisa aún en los labios. Don Carlos se reprendió interiormente por
su torpeza, y esperó la fría reacción. Ella le miró sin perder la sonrisa, y nada dijo. Continuó,
simplemente, su camino. Al salir oyeron choque de espadas y gritería. Unos soldados se batían cerca
de la Iglesia, entre maldiciones y quejidos. Las dos mujeres retrocedieron atemorizadas. Don Carlos
se adelantó, y con voz respetuosa ofreció a la dama su compañía. Ella le agradeció con una
inclinación de cabeza. Las condujo por otras calles, prolongando deliberadamente el camino,
mientras ella sonreía siempre. Antes de despedirse, le dijo:
—Es admirable vuestra cautela. Hemos pasado dos veces por esta misma esquina. Seguramente
percibisteis algo...
Le miró de nuevo con sus ojos oscuros, y agregó:
—Solamente os pido no decir palabra. Mi marido no me dejaría volver a misa, y yo no dejo de
hacerlo jamá.
Él le besó nuevamente la mano en silencio y cuando ella hubo traspuesto el umbral, entró a su
vez.
Aquel día, al encontrarla con su marido en el corredor, apenas cambiaron la misma ceremoniosa
inclinación de cabeza. Pero esa tarde la negra, cuya actitud había cambiado sensiblemente para con
él, fue portadora del primer billete de amor. Don Carlos lo escribió muchas veces antes de decidirse
a enviarlo. Y luego tuvo que recorrer otras tantas todos los sitios de la posada para localizar a la
negra. Se maldijo a sí mismo por su descuido de haberse pasado ese tiempo sin un criado de
confianza. Desde ese momento dedicó sus ocios a buscarlo, hasta que encontró al espléndido mulato
Jacobo, quien desde entonces, debidamente aleccionado, comenzó a cumplir tales menesteres.
Aquella tarde recibió la primera respuesta, un lacónico mensaje en el cual ella le decía que iría
a la misma misa, que saliese de la iglesia antes que ella y la esperase en el patio-jardín de la posada,
escondido tras los helechos. Allí llegó, con sus ojos grandes y oscuros unas veces sonrientes, otras
desconcertados, mientras él con urgente angustia le decía que la amaba, la miraba, la perseguía con
la vista, con el olfato cuando estaba cerca para sentir el aroma de mujer que exhalaba su cuerpo. Ella
estaba tranquila, sin rubor, con los ojos serenos, apenas sus manos ligeramente temblorosas
martirizaban una rama de helecho. Le embriagaba ver que no encontraba en ella esa resistencia
artificiosa que se niega torpemente al apremio, sino toda la pureza de un deseo abierto, sin
obstáculos, sin reticencia.
Apareció la sombra de la negra a prevenirla de que el tiempo se acababa. Sin una palabra, se
separó de él. Apenas le miró, y al irse volvió a mirarle con la interrogación muda de los ojos.
Don Carlos no pudo volver a moverse de la posada. Pasaba las horas echado en el lecho,
embebido en un sopor extraño, sin poder apartar el pensamiento. Transcurrían las noches, hasta que a
las tres y media de la mañana Jacobo le tocaba ligeramente en el hombro para recordarle la hora de
la misa. Hasta que un día Eugenia no salió a la misa sino que se detuvo, por el tiempo fugaz de la
devoción, en la alcoba de él, mientras a la puerta vigilaba la negra. Don Carlos podía repetirse los
recuerdos de esa media hora para su propio solaz, como si hubiese compuesto de ellos un relato.
Recordaba las sombras azules del alba, la ventana abierta a través de la cual entraba aún la luz de un
farol. Recordaba cómo había ido encontrando su cuerpo lentamente, venciendo uno a uno los
instantes de reticencia. Y la voz de ella repitiéndole:
—No había amado así nunca.
Sentía como un sabor el torturante desamparo en que había quedado a partir de ese instante. Y
recordaba los días blancos que habían pasado mientras viajaba a Santa Fe y volvía a recibir de
manos de la negra el billete esperado durante tanto tiempo. Recordaba cómo el día antes del adiós
había sentido la muerte en el cuerpo cuando había oído a un criado que subía las escaleras diciendo:
—El «Nombre de Dios» ha naufragado y nadie ha quedado con vida. Naufragó cerca a La
Española y todo el oro se perdió, se hundió con la gente.
Y pensaba en las gentes debajo del mar guardando el oro, guardando las cartas que habrían
traído libertad.
Cuando entró a Santa Fe era de noche. En las calles empedradas y solas resonaba el paso
cansado de la cabalgadura, las luces de las calles apenas alumbraban lo oscuro para dibujar sombras
fugaces. Al descender frente a su casa y dar tres golpes con el aldabón, le pareció que resonaban en
toda la ciudad. Sin saber por qué, tuvo temor, hasta el instante en que oyó los pasos del criado, y se
abrió la portada con un crujido de los goznes envejecidos. Miró hacia la plaza cercana. Apenas se
alcanzaba a divisar entre las sombras.
Al subir despacio la escalera y ver cómo el criado iba encendiendo luces, tuvo un movimiento
para detenerlo, para exclamar que no hacía falta, que la luz no disipaba su soledad, mientras no oyera
los pasos de ella atravesando los cuartos vacíos. Intentó ahuyentar su pensamiento, su quimérica
idea. Tenía que resignarse a esa vida casi subterránea y secreta, las entrevistas al amanecer, entre el
humo del incienso y la luz amarillenta de la misa. Recordó la pila de la Iglesia en Cartagena. Se le
vinieron de golpe los meses del altiplano, meses esperando, meses viéndola por instantes, meses
frente a un muro. Cómo cada día es nueva y distinta, cómo todos los días es otra vez virgen, hasta que
mis manos la desnudan. Venían de nuevo las horas angustiosas de la espera, las entrevistas de
minutos, unas sombrías, otras iluminadas con el amor, todo el amor, el amor para ella en cuerpo y
alma, la entrega absoluta, el dime-cómo-quieres-que-muera, para ella.
El criado esperaba en silencio. Le ordenó apagar las luces y cojeando por la lesión del tobillo
se encaminó a su alcoba. Mientras se desprendía de las ropas arrugadas y resecas ya con el calor del
fuego, la ventana abierta destacaba la leve claridad. Desde allí podía verse a distancia la casa de
ella, cerrada ahora como lo estaría aún hasta que regresaran para el baile. Pensó si habría sido torpe
al responder tan secamente a Don Álvaro. Era acaso la oportunidad de un comienzo de amistad, pero
no la quería. E iría de todos modos a aquel baile con Montellano, quien le había ofrecido conducirle
y presentarle, lo cual era lo menos que podía hacer para pagarle los dineros que le adeudaba. O si
no, disfrazado de guarda o de lacayo. Sabía que en el baile era donde menos podría estar con ella.
Acaso al final de la fiesta, aprovechando el cansancio de todos podría murmurarle unas palabras.
Pero debía ir.
La gente sabía que el motivo real del baile, aunque ostensiblemente fuera la celebración del
cumpleaños de Don Álvaro, era el festejo del naufragio del «Nombre de Dios», que había salvado a
Velásquez de una total deshonra. Después de todo, tenía él también que celebrar el naufragio, que le
había evitado seguir a la pareja por todos los países del nuevo mundo.
Cuando ponía la cabeza en la almohada, pensó en el corto brazo de la justicia.
Desde el día de la lluvia no la había visto más; recibía de vez en cuando breves mensajes que la
negra le traía, deslizándose furtivamente por el portalón de la casa. Días después del viaje en la
tormenta, la había visto volver, asomado al balcón, pero no había logrado cambiar una palabra con
ella. Los criados tenían orden de llevar a la negra a su presencia en cualquier instante. Él la acosaba
con preguntas, con la urgencia angustiada de saber de Eugenia. La negra, que recibía cada vez su
premio en oro, le tenía informado de todas las minucias de su vida. Recibía a su vez las cartas para
Eugenia, y le traía pequeños recuerdos hurtados a su ama: un pañuelo bordado, un mechón de
cabellos, una miniatura robada a Don Álvaro. Una mañana dormía aún, cuando le despertó tocándole
el hombro. Abrió los ojos y vio una cara oscura, que por un momento le pareció ser la selvática cara
de la negra del Darién. Se dio cuenta por fin de que era la esclava que le traía un mensaje de
Eugenia. «Mañana iré temprano a la misa cantada. Como paso frente a tu casa, si dejas la puerta sin
cerrojo podré verte un instante, a las cuatro de la mañana». Don Carlos miró de nuevo a la negra. La
semejanza había desaparecido. No quedaba sino la esclava sumisa, que le vio trazar unas palabras,
sellar el mensaje y tendérselo con unas monedas de oro. La negra desapareció, y Don Carlos se
abandonó a una somnolencia voluptuosa. En el entresueño comenzó a pensar cómo ahuyentaría a los
criados que no fuesen de confianza, cómo haría para dejar la puerta entreabierta, dónde debería estar
para recibirla. La negra se quedaría en el portal vigilante. Ellos se deslizarían al cuarto vacío que
quedaba en el corredor de la entrada. No habría tiempo de subir al salón ni a la alcoba. Tendrían que
quedarse allí, en el frío y la incomodidad. ¿Pero importaba algo? Pensó que se podrían instalar de
emergencia algunos muebles. Y poco a poco, en las anticipaciones gozosas de la madrugada
siguiente, se adormeció de nuevo.
Despertó muy tarde al llamado del criado que le presentaba la bandeja del desayuno, y le
preguntaba qué traje deseaba vestir. En la bandeja reposaba una esquela de Don Álvaro de Velásquez
y su señora, en la cual le invitaban a un baile que ofrecían quince días más tarde, el 28 de noviembre,
y a un lado, escrito en fina letra: «De parte del señor de Montellano». El hombre había cumplido.
Sería necesario prestarle los otros cien escudos de oro.
Al caer la tarde vino Jacobo a avisar a Don Carlos que la preparación para la mañana siguiente
estaba concluida, los criados ahuyentados con permiso, los muebles en el cuarto vacío. Don Carlos
prefirió no moverse. Hizo poner un brasero en aquella habitación, con todo listo para encenderlo, y
ordenó cerrarla, deslizándose a la biblioteca.
Tomó al azar una edición francesa de Dafnis y Cloe, con hermosos dibujos licenciosos. La
abrió, y la vista se alejó de las páginas.
...El galeón había sido empujado por la tempestad de la noche. Mientras los pasajeros rezaban
encomendándose a la Virgen Patrona de Mareantes, tenían ante los ojos las visiones de todas las
terroríficas historias relatadas por quienes habían vuelto con vida de los sucesos de viajes tan
tremendos. A pesar de su tamaño el barco giraba con las velas desgarradas. El palo mayor fue
quebrado por un rayo y cayó sobre el castillo de proa hundiéndolo con su carga de muertes. Él
perseguía con los ojos a Eugenia, sin poder estar demasiado cerca porque a su lado estaba la silueta
de Velásquez. Vino de pronto una ola más alta y barrió la cubierta. En la gritería de la gente
empapada, volvió de nuevo los ojos. Eugenia estaba sola, medio desmayada. Las gentes gritaban que
un hombre había caído al mar. Don Carlos se acercó a Eugenia y alcanzó a tomarla en los brazos en
el momento del estrépito. El barco se había abierto y se iba definitivamente a pique. Cuando una ola
barrió entre los fragmentos del barco, iban estrechamente abrazados. Don Carlos sintió su hombro
golpeado por un pedazo de mástil al cual se asió, con Eugenia desvanecida en su brazo. No supo bien
cómo pasó el tiempo, pero de pronto se encontró tendido con ella en una playa desierta, bajo un sol
cálido. Se despojó de sus vestidos y la despojó a ella que comenzaba a volver en sí, y empezaron
juntos a buscar un refugio contra el sol, un hueco en la espesura al abrigo de todo. Don Carlos lo
encontró por fin, allá la llevó, allá la poseyó, y nada recordaban bajo el techo de ramas.
La tenía en sus brazos y se dio cuenta al mirarla de que ella era él y él era ella. Y al empezar a
andar, habiendo dejado sus nombres, sus vidas anteriores, náufragos a vivir en isla desierta, con la
voluptuosidad de saberse salvajes, ella se fatigaba, caía de cansancio, y apareció entonces el
carnero, un carnero gordo y lento en el cual ella cabalgó como si fuese el segundo día de la creación.
Y ahora estaba el carnero allí en el patio comiéndose las rosas, pero ella no estaba y la soledad
podía tocarse, y sonó la campana del «Nombre de Dios» hundido.
Don Carlos despertó. Había comenzado a repetir su sueño, la fácil solución de su unión
inevitable, y poco a poco el sueño verdadero le había llevado. La campana había sonado. La arena
del reloj casi había acabado de pasar. Dejó el libro inútil y bajó las escaleras rápidamente, a tiempo
para oír un leve golpe en la puerta. Al abrirla cautelosamente, le rodearon los brazos de ella.
VI
Ocho días faltaban para El Baile. En la casa de Don Álvaro se veía el trajín de los
preparativos, la llegada de cargamentos de vino, la entrega de nuevos muebles suntuosos, las
provisiones frescas que se iban acumulando. Por encima de todo el movimiento, del hacinamiento
heterogéneo, aparecía grácil y simple, la figura de Eugenia, siempre distante, desatada de la carga
trivial de la preparación ostentosa del acontecimiento.
La ciudad murmuraba de uno a otro extremo sobre El Baile: La pobre gente con hambre, los
indios semidesnudos, la muerte, las visitas de la peste. Se calculaba el monto de la fiesta. Todos
esperaban la invitación, la mitad por su raída alcurnia española la otra mitad por su dinero
aventurero. Nadie de pro quedaría por fuera de las puertas. Habría fuentes de vino, manjares
prodigiosos preparados por un inusitado cocinero. Ninguna catástrofe hubiese sido tan grande para
nadie como la de quedar excluido del boato de El Baile. El Baile llenaba las cabezas, en las Iglesias
se susurraba, en todas las casas se manoseaban terciopelos y sedas. Era El Baile, tan importante por
lo menos como el que cinco años antes había dado el Virrey, y que entre sus hechos memorables
contaba con tres duelos al amanecer.
Las vírgenes, las casadas, las viudas, constituían una tremenda movilización de terciopelos, de
finas ropas interiores, de joyas y peinetas, de mantillas dé encaje y de perfumes. Algunas guardaban
escondida una brizna de bermellón —del mismo de las aventureras casquivanas— para ponerlo en su
rostro a hurto de sus padres o maridos al salir para El Baile.
Eugenia, como en una isla, navegaba a través de ese amor, rezaba pidiendo un acontecimiento
extraño, acunaba su amor recién nacido entre piedad y angustia. La misa de madrugada se le
confundía con la vista embozada de Don Carlos a la salida de la Iglesia, medio oculto, salido ya casi
de la órbita de Dios. Eugenia lloraba para verlo, le escribía misivas suplicantes para que no la viese,
que terminaban conjurándole a esperarla. Y a pesar de los preparativos para El Baile, a pesar de la
asiduidad de su marido, más premiosa y mayor que antes, con la voluntad, ahora sí, de tener un
sucesor de su riqueza, huía como un ala asustada por los corredores donde El Baile tomaría figura
corporal, hasta cerrar, trémula de miedo, la puerta de su alcoba.
Pero El Baile lo dominaba todo. Como un gigante monstruoso, engullía la vida de la ciudad,
devoraba chorros de oro, se preparaba a quemar proyectos de amores, esquemas de adulterios, de
infidelidades consentidas, ilusiones de tálamos futuros, hombres y mujeres en la zarabanda de sus
danzas.
Sobre el piso de la casa de Don Álvaro ya parecían inscritas las figuras que harían los pies de
los danzantes y las deseosas. El Baile crecía como una construcción gigantesca de argamasa y vino,
de carne nueva y terciopelo, de gorgueras y piernas de pavos suculentos. El Baile amenazaba ahogar
la vida de la ciudad; todos dependían de él. Sabían que quien lo daba era un pícaro, pero el número
de pícaros se contaba por puñados, por centenas. Una cofradía religiosa alcanzó a intentar poner por
divisa en su nombre «Cruzada contra El Baile». Pero la intervención discreta del Arzobispo salvó la
cofradía de la desintegración pues más de la mitad de los cofrades iba a El Baile, en tanto que la
mitad opositora no tenía invitación.
Eugenia seguía recorriendo los caminos invisibles que se complicaban como un inmenso
laberinto en los patios, los salones, las alcobas. Era la única que permanecía sorda al rumor
inaudible, a la sombra impalpable que formaba una muchedumbre de esperas dentro de la casa.
Don Álvaro, como capitán de la gran gesta, recibía los partes de la situación, verificaba el
número de pavos, recontaba los jamones puestos a ahumar, el número de piernas femeninas que
ondularían y se mecerían en El Baile. El Baile le desvelaba tanto que una noche, ya de madrugada —
eran las cuatro de la mañana—, oyó pasos en el corredor, y al asomarse a la puerta vio la silueta de
Eugenia que salía con la negra.
Contrito de haber abandonado sus deberes quiso —no tenía sueño— halagar a su esposa con su
asistencia a la misa. Se embozó apresuradamente y salió tras ella. La noche apenas le permitía ver
las dos sombras delante de él. Le pareció, en un momento, que otra sombra se les unía, y que
continuaba con ellas. En la puerta de la iglesia aquella sombra se apartó. Cuando entró, vio las
sombras de las mujeres arrodilladas, y tras ellas la tercera sombra. Desde su ángulo, con la mediana
luz, no alcanzaba a precisar aquella figura que le parecía familiar, y que, impasible, duró toda la
misa sin moverse, y solamente al terminar se movió hacia la pila del agua bendita. Vio a Eugenia
recibir agua de su mano, le pareció percibir que cruzaban unas palabras. Logró entonces ver mejor la
cara de la sombra, e identificarla con el hombre de Cartagena.
Don Álvaro sintió más que cólera fastidio. Era inevitable que a una hermosa dama como su
mujer la asediasen. Él la sabía fiel, pero no estaba dispuesto a que ninguno, así fuese vanamente,
tratase de arrojar manchas sobre su honor. Un advenedizo, un aventurero. Pero ahora, consolidado su
poder, le enseñaría discreción y respeto al belitre. No podía tolerar que le comprometiese, sobre
todo en vísperas de El Baile. Pero después ajustaría cuentas.
Por calles extraviadas regresó lentamente a casa, y antes de entregarse de lleno a los
preparativos para El Baile, que llegaban a su clímax, hizo llamar al indio Camilo, a quien encargó
convertirse de día y de noche en sombra del forastero, y tenerle diariamente informado. Después
poco tiempo tuvo para pensar, porque también El Baile devoró sus celos.
VII
A las nueve de la noche se abrieron las puertas y los salones comenzaron a devorar gentes. La
música resonaba en la plaza, caminaba a tientas por las calles, se metía a topes en las casas cerradas
despertando a los que no estaban ausentes. Las gentes humildes se agolpaban para ver llegar los
coches y las sillas de mano con su escolta de libreas y linternas. El campanero usó aquella noche sin
resultado el bordón, que no logró dominar la marea de las conversaciones y la música. Riendas
perdidas, en un torbellino de trajes, de descotes y risas, las personas se olvidaban. Era El Baile, eran
parte de El Baile. El Baile había llegado. Al pisar el zaguán de la casa de Velásquez, todos se
despojaban del remordimiento, de la conciencia, de las ataduras, para entrar en la corriente que daba
tumbos y golpes de salón en salón.
Al ver danzar las parejas, un poeta —un coro de poetas, no había persona determinada—
mencionó dos palabras claves: mármol, porcelana. Las palabras circularon de boca en boca, de salón
en salón, como un conjuro mágico en medio de un aquelarre, y el mundo —El Baile— se quedó
petrificado, como de mármol o porcelana, o como si se hubieran reincorporado a la inmovilidad las
figuras danzantes de un tapiz. Hubo un silencio absoluto, una quietud total, los músicos en actitud de
comenzar, los viejos en actitud de beber, los amantes en actitud de besar, las mujeres —todas, todas,
todas— en la actitud sacramental que les dictaba El Baile. En el patio umbroso hubo una mano
varonil suspensa en la actitud de replegar una falda. Y otra mano varonil en la actitud de pulir un
descote. Pero nadie supo a quién pertenecían la falda, el descote, las manos, porque los ojos estaban
también inmóviles metidos dentro del tapiz o trocados en mármol o en porcelana.
En ese instante apareció Eugenia y la porcelana se quebró, y El Baile descongelado, reinició su
esfuerzo para devorarla. Un instante después, la otra presa de El Baile, Don Carlos, cruzó el umbral,
y le pareció que era absorbido por una corriente de calor humano, de perfumes, de olores de carne,
de risas empolvadas y de genuflexiones.
Cuando se encontraron y al murmurar las palabras de saludo, él extendió la mano invitándola a
penetrar en el Bosque de El Baile, la inmovilidad regresó El hielo volvió, todo quedó en suspenso,
la música inaudible, las manos, en mitad de sus caminos. Sólo ellos dos tenían movimiento, y en un
esfuerzo sobrehumano, a través del silencio, para quebrar la barrera invisible, Don Carlos logró
aproximar a la de ella su mano, y al comenzar a correr de nuevo frescamente el chorro de la pila, El
Baile recobró su movimiento. Allí estaba de nuevo, girando como un molino inmenso, engulléndolo
todo, las vidas, los sueños, los deseos. Pero ellos flotaban en la corriente de El Baile, El Baile no
los anegaba, no los ahogaba, triunfaban a cada paso sobre él, y su corriente los llevaba,
persuasivamente, a la sombra del patio sembrado de amantes evadidos.
¿Vio o no vio Don Álvaro el beso? Don Álvaro estaba devorado por El Baile, sobre el augusto
mostacho circulaban pequeñas gotas de vino que caían a la gorguera como sudor sangriento.
Seguramente lo vio, pero era prisionero, daba El Baile, aunque era El Baile quien lo daba a él. Y
permaneció en silencio en la bruma de la música envinada, respirando con el jadeo de los pechos
que danzaban, atendiendo la disculpa que El Baile le lanzaba al oído: No hubo beso, son las sombras
que danzan cuando danzan las llamas de las bujías. Y Don Álvaro bailaba, chapoteaba en El Baile,
sobreaguaba un instante para vigilar si el río de vino, si la cascada de víveres, si el estruendo de
música con los cuales celebraba su triunfo de hombre audaz, manaban sin interrupción.
Pero las bocas sí estaba unidas sin separación ni complicidad. Y aunque El Baile giraba,
seguían inmóviles, defendidas de su apetito insaciable. Había transcurrido más de la mitad de la
noche, El Baile infatigable comenzaba a ajarse, a tomar andares de muñeco, movimientos cortados,
para recuperar de pronto el giro vertiginoso del torbellino.
Desde el fondo del patio el indio Camilo miraba. Desde el fondo de El Baile. Tampoco a él lo
alcanzaban sus humos y estruendos. Pero no entendía. Y las sombras eran espesas, y tenía miedo del
látigo, y no osaba por eso acercarse.
Don Carlos y Eugenia volvían de un lejano país, de la isla de los naufragios, cuando ya las
gentes comenzaban a irse. Un alba gris apagaba las bujías y con la llegada de la luz los huéspedes
huían como los brujos negros del Darién. La música se convulsionaba como el canto de un gallo, y en
la puerta unos partían en coche o en litera, otros y otras se elevaban en escobas volantes. El Baile
terminaba, caía poco a poco al suelo como un traje de disfraz abandonado, expirando para celebrar
su victoria nocturna. Don Álvaro, con una rigidez artificial, despedía a los huéspedes. En aquel
momento, cuando sentía que ya El Baile había muerto totalmente, vio el rostro de Cartagena, el del
hombre de la posada que ceremoniosamente presentaba sus respetos a Eugenia y se inclinaba ante él
dándole su agradecimiento. De regreso del baile muerto, frunció el ceño con ira, al inclinarse. Pero
recordó los deberes de la hospitalidad con tiempo suficiente para agradecer con frialdad el
cumplimiento.
Don Carlos salió, y a su lado sintió la voz de Montellano que preguntaba por el éxito de la
noche.
—Maravillosa— murmuró. Montellano siguió parloteando. Había conocido en El Baile a una
extraña mujer que venía del Norte, de Ocaña, donde había vivido con su marido. Es una mujer bella
y provocativa. Me refirió cosas extraordinarias. Aquella tierra parece embrujada.
Como una lluvia cayeron sobre sus hombros las campanadas que triunfaban sobre el cadáver del
baile. Don Carlos se santiguó y Montellano siguió su ejemplo.
VIII
Después del baile las entrevistas fueron más escasas. Ya casi no podían verse en la iglesia: Don
Álvaro recelaba, sospechaba, casi sabía, sin atreverse a tomar medidas definitivas, pero adoptaba
toda suerte de precauciones. Dio orden de que Eugenia no saliese sin la escolta de su lacayo de
mayor confianza. Los amantes apenas podían cambiar noticias por medio de la negra, que iba y venía
llevando mensajes. Don Carlos, desesperado, le escribió a Eugenia pidiéndole que huyeran juntos a
Europa. La respuesta fue una súplica de que apartase de ella la tentación. Su condición de mujer
casada y católica le impedía quebrantar su juramento, y era sólo a costa de lágrimas y
remordimientos que le escribía. La carta terminaba en un vehemente «te amo», recordándole que si
huían, Velásquez los perseguiría hasta matarlos. Al final una posdata: «Tengo miedo. Creo que te
hace vigilar».
Al levantar los ojos de la carta, Don Carlos se aproximó a la ventana. Allí estaba la sombra del
indio. Pensó una vez más en eliminarlo, pero con ello sólo lograría aumentar las sospechas de Don
Álvaro, más aún, hacerlas convicción. Prefirió continuar saliendo a hurtadillas por la puerta de la
caballeriza, mientras su criado, envuelto en una de sus capas, salía por la puerta principal, y el indio
trotaba, casi imperceptible, a discreta distancia de él.
En los pocos días pasados desde el baile, las esquelas se habían ido haciendo más angustiosas.
Don Álvaro iba poniéndole a Eugenia un cerco cada día más estrecho. Sin decirle nada,
contemplándola apenas con frialdad cada vez emitía una prohibición. Ella, muda, se paseaba por los
corredores, se retorcía las manos y lloraba silenciosamente cada vez que sufría un nuevo golpe. A
veces le miraba, observaba sus gestos imperiosos, se decía que no podía sufrir, que era demasiado
duro. Cuando lo veía así, cortante y frío, no sentía remordimiento. Ni lo sentía cuando de noche
cerraba su puerta y oía que él intentaba abrirla y se retiraba. A veces, cuando tenía que verlo
dormido, desprevenido, sentía el sabor de la traición. Era de madrugada, aún el gallo no cantaba. Y
también ese día le había traicionado en pensamiento, antes del canto del gallo. Argumentaba que no
era un hombre bueno, pensaba en el fraudulento origen de su fortuna, y algo en ella le recordaba
cuántas fortunas en el Virreinato habían sido hechas de la misma forma. La misma de su padre y de
sus tíos. Sus pensamientos la acorralaban y comenzaba a escribir una larga misiva a Don Carlos.
Cuando ya iba a cerrarla, a pedirle su total apartamiento, tenía que agregar la última línea de ternura,
y entre las consternaciones de su vencimiento trazaba las palabras de amor, la súplica de recuerdo, la
promesa de la próxima entrevista.
Todo era temor en las angostas calles de la ciudad. Todo se iba aproximando al infierno, el
desesperado infierno donde todos se conocían y se amargaban mutuamente. Una, mil veces volvía a
asediarla el pensamiento de la huida con él, de la calma de su cuerpo y su espíritu en otras tierras.
Pero surgía la silueta de Velásquez, el recuerdo del sacramento, el grito de pecado que resonaba
interminablemente en sus oídos.
A los quince días del baile, Velásquez anunció bruscamente que tenía que viajar a sus haciendas.
Eugenia había oído de un copioso contrabando de sedas que remontaba el río. Se despidió resignada,
murmurando su inconformidad, sus advertencias sobre el peligro que corría. El hombre, como a su
pesar, le acarició el rostro y la besó. He dispuesto que no salgas de casa en los cuatro días que
durará mi ausencia. He dado ya las órdenes. Adiós. Cuando en las piedras del patio se oyó el ruido
presuroso de los cascos, siguió la cabalgata con el oído. Les sintió cruzar la calle próxima, doblar la
esquina, hasta que las pisadas se hicieron inaudibles. Se asomó al balcón y alcanzó a divisar al indio
de guardia frente a la puerta de Don Carlos. Pensó en enviarle un billete pidiéndole que viniese. Esto
era aún más insensato. No había modo de entrar sin que los criados le detuviesen. Se sentó a
escribirle. Esa madrugada iría a verle. El indio sabía que ella estaba vigilada y no podía salir, y que
a Don Álvaro no le importaba lo que Don Carlos hiciera de noche. Le pedía dejar abierta la puerta y
esperar la llegada de la negra a la hora de la primera misa.
La esclava oyó asombrada a su ama explicarle que debía acostarse en su cama, que debía
buscarle ropas suyas y unos tizones. Pasada la hora de la cena, llegó con lo pedido a ayudar a acostar
a su señora, y con los ojos abiertos la escuchó, mientras se embadurnaba de negro, cara, cuello y
brazos, explicarle el peligro que corría, y pedirle que durmiera, quieta, en su cama, hasta tarde, hasta
que ella misma llegara a despertarla.
Se cerró la puerta del cuarto de Eugenia tras la negra dormida. Con la primera campanada de
las cuatro, salió la figura del cuarto de la esclava. Uno de los criados dormía atravesado en el
zaguán, y se despertó cuando ella pasaba.
—¡Maldita negra!— Extendió la mano para atraparla y tumbarla, pero la mujer fue más ligera y
escapó.
En la calle era noche cerrada. Eugenia dio un rodeo como si fuese camino de la iglesia. Al
llegar a la esquina de la plaza, divisó al otro extremo de ella un vago fulgor movedizo. Cuando
caminando apresurada franqueaba ya la esquina, mirando aún para tratar de divisar qué era, de
pronto surgió, desembocando en la esquina, la luz de un farol que flotaba en el aire ante ella. Dando
un grito retrocedió, el farol se levantó y apareció tras él una sotana, con la cara barbuda de un
sacerdote. La cara se acercó a ella y una voz bisbiseó:
—¿Qué buscas, negra de pecado?
Tan cerca sentía el rostro del fraile que su aliento la tocaba. Eugenia, muda de terror, no podía
moverse. Al fin, cuando se repitió el apremiante: «¿Qué buscas?», corrió hacia la otra esquina, y vio
entonces diez, veinte faroles con sombras negras detrás, remontando la calle. Corrió en medio de una
neblina que hacía pegajosa la oscuridad. De los cuatro extremos fluían luces de faroles. La plaza se
llenaba de sotanas, de curas con farol que venían, que iban. De pronto las luces formaban un pequeño
remolino. De los grupos de luces surgía un murmullo que iba llenando la plaza, y llegaban más luces.
A pesar de todas ellas la niebla no dejaba vencer la oscuridad. Eugenia caminaba de un lado a otro,
tropezando, evitándolos, oyendo a cada instante una pregunta, un «¿qué quieres?, ¿qué buscas?». Los
había adolescentes, ancianos. El murmullo era de guerra, de ciudad sitiada. Y a Eugenia le pareció
que hablaban de ella. Si, era de ella, de ella, uno la llamaba, oía que decían adúltera, perversa, veía
gestos que negaban absoluciones, erraba con la respiración entrecortada, a punto de gritar, en un
horrible sueño, en un carnaval envenenado, en una reunión de diablos, en un concilio de fantasmas.
El cura adolescente la tomó del brazo.
—Vuestro farol—. Al ver que era una mujer, la rechazó como a un animal ponzoñoso. Ella huyó,
se pegó a la pared, pero se le acercaron varias luces amenazantes, que temblaban y parecían danzar
al movimiento de los faroles. Las luces aumentaban, la puerta de la Iglesia estaba cerrada, y ahora le
parecían inmensas luciérnagas que danzaban su zarabanda nocturna, su guazábara infernal. Unos
agitaban el farol en protesta, otros lo bajaban en silencio. Los ríos que entraban a la plaza formaban
remolinos ondulantes, murmuradores. Eugenia la negra, envuelta en su saya intentaba deslizarse entre
los grupos alumbrados pero siempre alguno la detenía, le arrimaba el farol al rostro tiznado.
Carlos me espera, Carlos. ¿Cómo llegar? Es el infierno, todos me llevan al infierno. No voy. No
puedo ir. Carlos me esperará. Dios, Dios mío. Su paso rápido se hizo carrera abriendo un surco entre
los faroles. Volvió a llegar a la primera esquina. Los ríos se habían concentrado en una muchedumbre
girante de faroles. Gimió al ver que era la esquina por donde debía ir a su pecado. Un brazo la
detuvo rudamente y un farol se le acercó al rostro.
—¿Qué buscas, negra, a quién espías?
Balbució entrecortada, cuando oyó otra voz.
—Está simplemente asustada—. Y se arremolinaron cinco, seis faroles sobre su rostro, y voces
que decían más alto cada vez:
—¿Qué hace aquí?
—¿Qué hace aquí?
—¿Qué hace aquí?
Huyó, corriendo hacia la casa de Don Carlos. A lo lejos, continuaban las llamas giratorias, con
las sotanas como alas ondulantes, con el murmullo en medio de la niebla. Faroles y sotanas que
giraban y repasaban, se cruzaban, volvían, se iban. Aún, desde lejos, la señalaban con el dedo, y el
murmullo se elevaba. Le pareció que no había dejado de andar en torno a la plaza, cuando se
desplomó en los brazos de Carlos y sollozando le pidió que la refugiara, que la amparase de los
faroles y sotanas que la habían hecho dar vueltas y vueltas para conducirla al infierno.
Don Carlos la escuchaba. Apenas pudo entender algo de su balbuceo, le habló suavemente,
diciéndole que sólo se trataba de que por un movimiento de protesta del clero contra una medida de
la Audiencia, habían impuesto a todo eclesiástico el toque de queda en la noche, con la prohibición
de salir excepto de urgencia extrema, y en tal caso portando siempre un farol. De día tenían la
prohibición de formar corrillos en las calles. Y sonrió explicándole que los clérigos insurgentes
habían hallado el medio de hacer los corrillos y mostrar su protesta y su rebeldía, reuniéndose de
noche y con faroles. Nadie la había llamado, nadie podía haberla reconocido.
—¡No, no, es el infierno!— Estremecida, temblaba apretándose a él. La habitación estaba en la
oscuridad. Don Carlos encendió las bujías y tuvo un movimiento de sorpresa, casi de temor, al ver el
rostro pintado. Algo se estremeció en él, recordando otra vez el rostro de la negra de la selva. Pero
ahí estaban los labios de Eugenia, fríos de temor, estaba ella. Suavemente la hizo tomar unos sorbos
de vino. Poco a poco reaccionó. Don Carlos la llevó lentamente al lecho, y apagó las bujías. Ella,
bajo las ropas que deshacía apresuradamente, todo el calor, el fuego, decir la palabra amor entre su
boca. La campana sonó de nuevo. Una leve claridad se filtraba por las rendijas de la puerta. Eugenia,
pegada a él, no se movía. Sin transición hablaba del baile. La luz había disipado el temor de la danza
de los faroles. Las horas comenzaban a flotar.
IX
Después de aquella mañana en que, lleno de temor, se quedó esperando saber si Eugenia había
llegado sana y salva, no pudo verla de nuevo. La negra vino con un lacónico mensaje, y un día
recibió una carta de despedida. Velásquez la tenía prisionera con vigilancia constante. Se la llevaba
a la hacienda, para hacer más dura su prisión. Le pedía que no fuese mientras estaba allí, que la
esperase, que tuviese un poco de paciencia en gracia de amor. Después del último beso, la posdata:
estoy cierta ya de que te hace vigilar.
Don Carlos esperaba siempre la llegada de una esquela. En tres meses solamente dos breves
mensajes le habían llegado, no sabía si porque se habían extraviado o porque ella no había podido
escribir. Había apelado a todos los recursos para matar el tedio y la desesperación, había jugado
chorros de dinero en veladas interminables y fatigosas, había bebido vino durante días enteros
encerrado en la oscuridad de su cuarto, había frecuentado a las casquivanas que llegaban a Santa Fe
en procura de mejor pasar, y para mal de sus pecados una de ellas se había enamorado de él, y le
había asediado sin descanso, intentando suicidarse. Sacarla de allí le había costado su dinero. Llegó,
en el curso de esos meses desesperantes, a ocuparse de la política virreinal, y varias veces había
sido invitado a la mesa del Virrey en cenas íntimas. Según se decía en la ciudad, el Arzobispo
juzgaba muy interesante y culta su conversación, seguramente preguntándose en sus adentros a qué
horas había logrado adquirir aquella ilustración, si sus mejores años habían transcurrido jugándose
la misma muerte. Incluso había entrado en negocios, logrando birlarle a Velásquez uno de los más
jugosos contrabandos de los últimos tiempos. Como consecuencia de todo, el número de sus amigos
crecía, y a Velásquez iba a serle difícil quitárselo del paso como lo hubiera hecho al comienzo.
Perdió la oportunidad. El día era grato y azul, el tiempo de la Cuaresma cobraba un brillo incitante,
hubiera querido hacer ensillar un caballo y salir al galope a buscarla en la casona de la hacienda.
Ya corría la Semana de la Pasión sin que hubiese rastros de la venida de Eugenia. No sabía
nada de su regreso, pero sólo podía esperar. Estaba resuelto a llevársela apenas supiese que estaba
en Santa Fe, y discretamente había ordenado todo lo necesario para el viaje, aun el barco que los
llevase a España. Pero el viaje no podía prepararse en definitiva sin dos o tres días disponibles, en
los cuales toda Santa Fe lo sabría. Velásquez no era hombre de provocarle a duelo, sino de hacerlo
matar fríamente. Por eso había subido la paga de sus criados. Todos los días era rigurosamente
revisada la carga de sus pistolas.
Descorriendo un tanto la cortina, miró hacia la calle. Sus ojos se detuvieron en la puerta de la
casa de Velásquez. Vio un movimiento inusitado después de la quietud de días y días. Peones que se
afanaban con las acémilas, y dos caballos nobles, montados por un hombre y una mujer que cruzaban
el portalón. No quedaba más que esperar que llegara la esclava con el mensaje.
Pero pasaron los días, y no llegó. Eugenia no salió a ninguna de las procesiones de los primeros
días de la Semana Santa. Don Carlos iba ascendiendo a un paroxismo de desesperación. No dejaba
la casa un momento, atento a cualquier paso en la calle, a cualquier sonido del portalón. Un día
erraba como fantasma de aposento en aposento, cuando el criado anunció a la esclava. Le gritó que la
hiciera entrar. Ella le tendió la carta y esperó. Era la carta de adiós definitivo. Eugenia le contaba la
cautividad a que se hallaba sometida, no podía dar un paso sin vigilancia, no se le permitía salir de
casa, era inútil tratar de verlo aunque fuese un momento, Don Álvaro sabía, ella estaba segura, y
estaba resuelto a no permitir nada que pudiera propiciar la infidelidad. Es nuestro castigo esta
separación para siempre, en la Pascua nos iremos a Europa y no tendremos modo de encontrarnos de
nuevo. Le hablaba de su amor, le decía que había estado dispuesta a renunciar a todo por él, que su
vida sin él nada valía, ni le interesaba, que estaba perdida pero que para salvarle estaba dispuesta a
no verle más, le rogaba mil veces que se cuidase, sabía que antes de irse Don Álvaro haría lo
posible por matarle, y cualquier traición, cualquier emboscada era posible.
Al levantar los ojos de la carta y ver a la negra inmóvil, Don Carlos se dio cuenta de que debía
contestar, pero no podía escribir, se le rasgaba el papel, las plumas se quebraban. Al fin trazó
simplemente unas palabras: «No puedo resignarme. Tengo que hablarte, te espero mañana en la
iglesia, en la procesión de la noche». La negra desapareció como una sombra.
Amaneció el Jueves Santo. Por primera vez en varios días, Don Carlos anduvo por las calles
desde hora temprana. Su criado debía aguardarle a las ocho y media de la noche, a la vuelta de la
iglesia, con dos caballos ensillados. Comprendía lo desesperado de su intento, pero resolvió hacerlo
así y preparar en Honda la huida definitiva.
A las siete y media, cuando volvía hacia su casa pensando en el cinismo de Don Álvaro, que
estaba dispuesto a matarlo y sin embargo llevaría el palio en la procesión del Viernes Santo, en el
recodo de una calle oscura, alguien, saliendo de un portón, le agarró la capa. Al tratar de desenvainar
la espada, otra sombra le asestó una puñalada que se le hundió en el brazo izquierdo. Eran tres bultos
embozados en grandes ruanas. Indios. Otro puñal le cortó en dos la capa. Fríamente empezó a
repartir mandobles, a tirar estocadas sintiendo que la punta de la espada se hundía una y otra vez en
la carne, pero sus atacantes no cedían y empezaba a sentirse débil con la pérdida de sangre. Por fin
de una estocada derribó a uno y con otra cortó la cara del primero, que lanzó un grito de dolor. Al
volver contra el tercero, huyeron. Don Carlos corrió hacia su casa y entró dando voces. Vino un
criado, aterrado al verle lleno de sangre, y en ese instante el mundo se le volvió borroso y cayó al
suelo.
Despertó cuando el médico terminaba de vendarlo y ordenaba reposo. Quiso levantarse y el
médico no se lo permitió. Recordó la cita y quiso insistir. En ese instante entró el criado Jacobo, que
le aguardaba con los caballos, y acercándose al lecho murmuró:
—La señora no fue. Fue la negra, a decir que no podía llegar, y espera allí.
—¡Llámala, imbécil!
El criado salió.
—¡Por Dios, doctor, ni una palabra!
El médico asintió gravemente.
La negra entró, espantada ante la sangre y las vendas. Don Carlos murmuró: Dile a tu ama que
estoy herido y necesito verla. La negra salió sin decir una palabra. En la calle se oían deslizarse los
pies que regresaban de la procesión.
XI
Desde el balcón Eugenia había visto el combate de sombras, y había creído entrever a Don
Carlos. Estaba segura de que Velásquez trataría de matarle. Al oír el relato de la negra y recibir el
mensaje, resueltamente se embozó en la mantilla y quiso salir, pero dos hombres bloqueaban la
puerta y se apoyaron en ella firmemente.
—No señora—. Esperó entonces hasta más tarde, y mandó a la negra. Los hombres seguían de
pie, y por lo que decía la servidumbre tenían orden de no acostarse y no dejar salir a nadie. Ni
siquiera podría salir la negra. Nadie se movía de casa sin permiso de Don Álvaro.
Eugenia se encerró en su cuarto. Corrió el pesado cerrojo y se dirigió al balcón, donde podía
por lo menos mirar la ventana de Don Carlos, y permaneció allí mucho tiempo de la noche larga.
Muy de mañana, al despertase de su mal sueño, oyó a Velásquez vociferar por un traje que debía
estar listo para la procesión. Recordó entonces con cansancio que él había sido designado para
llevar el palio, y luego de años de perseguir ese momento, no lo abandonaría. Podía ser la
oportunidad, al salir él para la procesión. Nada le importaba, salvo lograr salir. Llamó a la negra.
XII
Esplendoroso palio bordado en oro, sedas negras, púrpuras y granates, incienso penetrante y
muchedumbre, paseo de las imágenes martirizadas. Los imagineros contorsionados, que al paso de
las andas quieren repetir en propia carne los gestos y las palmas del martirio. La procesión sale,
despidiendo humo de incienso, retazos de oraciones, miradas furtivas y ojos cerrados. Los penitentes
van a paso uniforme llevando los pesados leños a compás. Uno, dos. Uno, dos. Oscila el judío. Uno,
dos. Uno, dos. La Verónica estremece su lienzo. Uno, dos. Uno, dos. La estatua del Nazareno, pasmo
de la imaginería sevillana, vacila un instante y se reafirma sobre las andas. Uno, dos. Uno, dos. Entre
el humo y la contrición y los llantos, la procesión absorbe, al ir pasando como un río, a todos cuantos
la miran. Uno, dos. Uno, dos. Los penitentes de hábitos morados y cabeza de cucurucho llevan las
andas de los pasos, vacilantes y trágicos. Uno, dos. Uno, dos. El palio avanza resguardando el
Santísimo. La gente se arrodilla y ora. Las varas del palio van portadas por poderosos caballeros.
Uno, dos, tres. Don Álvaro de Velásquez porta palio por la primera vez, y es el más orondo y bellaco
de los ricachones indianos que portó palio en tierras conquistadas. Uno, dos, uno, dos, uno, dos,
tres... ¡Cuánto falso oropel se pudiera quitar para despojar esta Procesión de todo cuanto repta y
dejar sólo lo que quiere subir!
Al bajar Eugenia las escaleras, la negra no apareció. Acobardada, dudó un momento, Don
Carlos tendría fiebre, algo la detenía, ¡vas a ver a tu amante, ahora, hoy, Viernes Santo! ¡En poco
serán las tres, adúltera!
Llegó al zaguán. Pero su esperanza de ver la vigilancia desaparecida por la procesión y la hora,
cayó cuando vio una figura erguida ante la puerta. Se dirigió a él, y el hombre le cerró el paso.
Adúltera. Avanzó, y el hombre movió la cabeza. No se puede pasar. Adúltera. Adúltera. Eugenia
tendió la mano, un saco de monedas de oro. Uno, dos. El hombre quiso tomarlo. Eugenia movió la
cabeza. Primero la puerta abierta, y las recibes estando yo en la calle. Uno, dos.
El guarda abrió la puerta. Eugenia, ya en la calle vio pasar por la esquina la procesión que
comenzaba. Uno, dos, tres... Le arrojó el saco al hombre, que lo agarró y se lanzó sobre ella. Eugenia
forcejeó en silencio. Gritar era llamar a otros que la detuvieran. El hombre la arrastraba hacia el
zaguán, sonriente. Ya Eugenia no podía resistir más, ya abandonaba toda esperanza de libertad. De
pronto vio surgir una sombra sin saber de dónde. Un penitente, con túnica morada, cabeza de
cucurucho, dos huecos centelleantes en los ojos. Lo vio alzar un bastón nudoso. Uno, dos. El guarda
se desplomó. Una gota de sangre le cayó a ella en el pecho.
No acertó a moverse, pero vio que el penitente púrpura se dirigía a ella, le tendía un brazo,
murmuraba algo. Antes que el brazo morado la alcanzara huyó enloquecida. El penitente corría tras
ella, sentía sus pasos, su jadeo, su voz confusa. Corría, corría, seguía sintiendo los pasos que la
perseguían. Llegó a la puerta de Don Carlos y golpeó. No respondían. El penitente la alcanzó
tomándola suavemente del brazo, casi desmayada, empujó simplemente la puerta, la puerta se abrió,
el penitente la tomó por la cintura y la hizo entrar. El mundo giró a su alrededor, cuando vio que sin
saber cómo ni por qué, del hábito del penitente surgía, al levantarse la capucha, la cara de la negra
que le sonreía.
La negra la encaminó hacia la escalera. Uno, dos... Eran cientos de peldaños enloquecedores,
hasta llegar al cuarto del herido. La puerta se cerró tras ella. Corrió el cerrojo, antes de volverse a
verle semi-incorporado en el lecho, llamándola, amor. Corrió a él. Su vestido se enredó en una silla,
se desgarró en el largo recorrido. Y ya estaba junto al lecho, sintiendo sus labios, diciendo palabras,
en un semidelirio en el cual se mezclaban el penitente, la procesión, el baile, el Viernes Santo, él.
Don Carlos movió su brazo sano para acercarla. Rasgó impaciente la última atadura. Amor, es
la última vez. No, no, es el día del maleficio, del amor vedado. No, no me desnudes, no puedo pecar
por ti. Hoy es un día terrible. Hoy, amor mío. Eugenia se resistía, suplicaba hablando dentro de los
labios moribundos de él, trataba de evadir el llamado del cuerpo afiebrado que la buscaba.
—¿Sabes, murmuró, lo que les pasa a los que hacen el amor en Viernes Santo?
—Sí, te lo dije, es una maldición, quedan pegados, no se pueden despegar nunca. Pero voy a
morir, vas a morir, muramos así.
De pronto él se incorpora, la toma por los brazos, la acuesta sobre él, le susurra sin que ella
casi le entienda, es el día embrujado, el día terrible, se acerca a ella que se entrega, la penetra, la
hiere con su sexo, sí, es el último día, el día en que vamos a quedar pegados para siempre como
todos los que hacen el amor en Viernes Santo y pueden sacarnos a la calle y no van a despegarnos,
los cuerpos se convierten en uno, entre los alaridos estamos pegados, la mano de Don Carlos rasga
las últimas ropas, la mujer se somete, si nos matan, si nos torturan, si nos hieren no importa estando
pegados así, es el infierno, nuestros cuerpos ya no pueden despegarse como en el maleficio, vamos a
morir, nos hemos salvado, nada puede desde ahora apartarnos, unidos, pegados uno en otro para
siempre, siempre, siempre, de las heridas del hombre mana sangre, la misma sangre de ella, ardida,
pegada, trenzada a él. Así vencemos, así nadie nos separa, así estamos para siempre en la procesión,
en el mar, en la selva, en el baile, en el sexo, en el infierno para siempre en la tempestad de nuestra
muerte, de nuestro espasmo, de nuestros sexos uno para no despegarse más.
A las nueve de la noche de aquel Viernes Santo, el criado Jacobo, llevando una palmatoria con
una bujía encendida, entró al aposento a ver a Don Carlos, cuya puerta permanecía cerrada desde las
tres. Alarmado por el silencio, entró forzando la cerradura con una ganzúa. Al mirar el lecho, un
alarido salió de sus labios. En la puerta Don Álvaro de Velásquez, acompañado de sus gentes, quería
echar la casa abajo, cuando oyó el grito y, derribada la puerta, trepó corriendo la escalera, mientras
se santiguaba.
Cuando irrumpió en la habitación, apenas se movió la sombra morada de la esclava, sentada en
un sillón cercano al lecho. Los ojos espantados de Velásquez vieron el cumplimiento de la maldición
en los cuerpos yacentes.
XIII
El nombre de Satanás iba de labio en labio. Todos sabían ya que en aquella casa Don Carlos y
Eugenia habían quedado muertos y pegados por haber fornicado en ese día Santo.
—Ellos lo quisieron así.
Lo quiso Velásquez, que no la amaba.
—Sí la amaba. Sigue llorando en la alcoba, no deja entrar a nadie, no deja traer una sábana.
—Yo sabía que él la amaba.
—Ella lo veía en la Iglesia.
—Y cada que podía se entraba a su casa, a acostarse con él.
—Por no esperar la Pascua, la sinvergüenza.
—¿Por no esperarla? ¡No podía esperar ni un solo día!
—No aguantaba su cuerpo.
—Y el hombre lascivo, cómo acariciaba con la mirada.
—El diablo.
—Pero ella es más culpable.
—No. Él, que era el diablo. Él era quien la perseguía.
—No fueron ellos. Fue el diablo, que se entró en la ciudad, y vive en esa casa.
—¡Qué diablos! ¡La puta que era ella!
—El miserable de él.
—¿Nadie ha pensado que se amaban?
—¿Fornicar así llaman amor?
—¿No lo querrían tal como pasó? ¿No lo buscarían?
—¡Debieran quemar la casa como está, y acabar esa hedentina!
—Por lo menos quemar los cuerpos.
—¿Y quién los separa? Peor que perros quedan, porque se vuelven uno solo. Esa es la
maldición.
—¿Maldición? ¿Y si se aman?
—¡Amor!
—¿Qué pasará con ellos?
—Deben quemarlos.
—¿Y Don Álvaro?
—Debe buscarse ahora sí una mujer buena, no una bruja como ésta.
—Era buena.
—Hasta que llegó el bandido.
—Él fue el dañado por ella.
—Los dos.
—Pero bien pegados están así, y así van a seguir en el infierno.
—¿Y qué mejor si siguen así?
—En el infierno, entre llamas y azufre.
—Pero juntos.
—¡Mierda!
—Da tristeza...
XIV
Cuando Don Álvaro salió, empezaron los preparativos para confeccionar una sola mortaja.
Nadie se atrevía a desunir los cuerpos, habría que romper huesos trenzados.
Alguien fue encargado de preparar el sigiloso entierro, y el inmenso y doble escaparate de la
muerte. En la madrugada el haz de los cuerpos recibiría sepultura fuera de sagrado. Se había
ordenado cavar una sola tumba.
Los vecinos de Santa Fe durmieron mal aquella noche. Movidos por la ola del chisme, que
alcanzaba a lamerles los pies bajo las cobijas, se deslizaban a mirar si la puerta les había quedado
bien cerrada para que el Malo no llegase hasta ellos.
Junto a los cuerpos estaba, todavía en traje de penitente, la negra, que volvía de vez en cuando
los ojos llorosos hacia el lecho. Sus manos oscuras acariciaban una y otra vez dos figurillas de cera
entrelazadas. Un hombre y una mujer acoplados. Al hacer un movimiento, el alfiler que atravesaba el
sexo de los dos muñecos, le hirió la yema del pulgar derecho. La negra se chupó el pulgar, mirando
fijamente una gotita de sangre que había quedado sobre los lomos del hombre de cera. Y volvió a
comenzar el murmullo rítmico de su plegaria.
1959
INVENCIONES Y ARTIFICIOS
(Alejo Carpentier, Tientos y diferencias, pág. 22. Ed. Arca, Montevideo, 1967).
CIEN AÑOS DE AIRE
«Si j’étais colombien, je dirais: Rendez nous cent ans d’air et nous vivrons longtemps». (El
comerciante Lefebvre, citado por el General Francisco de Paula Santander, en su Diario de viaje por
Europa 1829-1832).
Los sueños tienen una materia especial, que se proyecta sin saber cómo sobre la vida. No quiero
hablar de su interpretación científica, sino de su proyección vital, o por mejor decirlo, mágica.
Recuerdo haber soñado una vez con una playa, en donde yacía el cadáver de un hombre joven,
sonriente, en torno al cual danzaban unas jóvenes, casi adolescentes. La clave del sueño estaba en la
sonrisa, que atestiguaba que el hombre no estaba muerto. Así, la clave oculta del sueño está en el
accidente remoto, en lo que en apariencia es menos considerable. Como, por otra parte, todas las
claves de la vida.
Son tal vez más graves los sueños que se hacen cuando se está despierto. Cuando un amigo
murió en un accidente, y yo regresaba apresurado y dolorido a la ciudad, tuve despierto el sueño de
que iba a recibir una carta suya: y la carta me esperaba en mi casa, viva, lo único vivo que quedaba
de él.
Pero aún más, hay hechos que no son sueños, que han ocurrido, y sin embargo la gente en torno
cree y opina que son sueños, y los hace con ello refugiarse en lo hondo de la memoria, para no
atreverse a ser contados.
II
Cada uno tiene sus personajes propios. Unos son reales, si ser real es haber vivido en la
historia. Otros, imaginarios, que viven en una novela, en una leyenda, en un poema. Otros no viven
sino en la propia conciencia, y están hechos escasamente de los propios temores y amores, de las
simpatías y los odios. En cada persona, esa fauna humana tiene sorpresas y contradicciones. A través
de los personajes, pueden reconstruirse y hacerse historias. Lo extraño es lo que pasa a veces,
cuando se reúnen unos personajes y surge una historia. Esto puede ser, por ejemplo, una novela. O
puede ser un sueño. O puede ser, también, el descubrimiento de un hecho que históricamente sucedió
hace mucho tiempo, pero que ha permanecido totalmente oculto en el olvido, hasta que lo revela, con
la ayuda de circunstancias exteriores, la coexistencia de esos dos personajes en el espíritu de una
persona.
III
Personalmente tengo muchos personajes adquiridos. Contrapuestos, contradictorios, disímiles.
Todos, sin embargo, con algún extremo de contacto, conmigo y entre sí. La adquisición de ellos
depende exclusivamente del trabajo personal del espíritu. Por ello se ven unos forzados a coexistir, y
otros siguen luchando permanentemente en una guerra que es esa misma guerra de dos almas de que
hablaba Goethe en el Fausto.
Este proceso del Fausto se cumple igual en todos los hombres. Sólo depende de la grandeza el
que haya una memoria más viva que las otras, y que por ello trace un patrón especial.
Cuando Carlos XII de Suecia tomó él mismo la corona y se la puso en su cabeza, al ser
consagrado rey, trazó un gesto orgulloso. Pero cuando Napoleón toma la corona de las manos del
Papa al ser consagrado Emperador, y la pone él mismo en sus sienes, magnifica el gesto, lo absorbe,
lo hace suyo, borra casi el gesto anterior. Y el personaje que por este gesto puede incorporarse, es él.
Hay dos personajes que yo adquirí hace tiempo: El uno, es un personaje histórico, la
representación de una línea de pensamiento liberal, de un equilibrio jurídico, de una actitud seca,
ausente de la imaginación. La encarnación de los Derechos del Hombre como norma de conducta, no
como ideal. Un estadista frío, un hombre sereno; no fue nunca el caudillo romántico sino la expresión
de la sequedad inglesa aplicada a la guerra romántica de la Independencia. Su grandeza era entender
la grandeza de la ley, era su concepción del Estado de derecho como aire vital, como medio normal
de la existencia. De una mente así, sólo podía desprenderse un hombre noble, patriarcal, directo, sin
la imaginación de las traiciones. Ese hombre se llamó Francisco de Paula Santander, e hizo el Estado
colombiano a su imagen y semejanza, tomándolo de la independencia palpitante que puso en sus
manos el genio de Bolívar.
Era el hombre inflexible que no admitía matices en las aplicaciones de la ley, como tampoco en
la dignidad. Cuando una noche llegó con Bolívar al teatro, en Bogotá, y fue avisado al entrar de que
habría un atentado contra el Libertador, en la entrada misma Santander le cubrió con su cuerpo y su
capa, para defenderle de las balas homicidas. La imagen que de él nos queda, salvo esos breves
relámpagos, es la del hombre oficial, el estadista, con una amarga y cerrada reserva de su vida
interior. Es uno de los hombres que más profundamente clausuró su vida íntima para la posteridad.
En su mismo Diario de viaje por Europa sólo se distinguen raros aletazos de vida íntima. Aun por el
suramericano que hacía el grand tour en medio de la adversidad, que encontraba el rastro de otros
grandes, Europa es mirada tan objetiva y fríamente, que en ocasiones el lector se desespera por
encontrar el resquicio favorable que le dé oportunidad de romper el hermetismo.
Es el antirromántico: estuvo en el Teatro Francés, viendo el estreno de Hernani. Presenció el
amanecer del esplendor romántico, la Batalla de Hernani, y el ascenso de Víctor Hugo a la esfera de
los semidioses. Pero apenas da el siguiente resumen:
«Estuve en el Teatro Francés a ver la representación de Hernani, obra Romántica de Víctor
Hugo en oposición al género clásico; el Teatro es grande y hermoso pero más pequeño que el de la
Academia, no hay orquesta alguna. La pieza fue aplaudida y silbada. Los actores fueron muy
aplaudidos. Este es el teatro donde han brillado Moliere y Taima y donde Racine, Corneille y
Shakespeare han hecho admirar sus tragedias».
A veces el general rompe levemente la reserva para recoger datos sobre su aspecto personal:
«París 21 viernes. Hoy conocí donde Santamaría al señor Martín Villamil. Es un hombre rico, de
talento y gran sectario del sistema de Gall. Me dijo que yo tenía la fisonomía de Napoleón, que mis
órganos del cerebro indicaban que tenía mucha circunspección, memoria de localidades, carácter,
pero no memoria de voces... También me dijo que tenía el órgano de talento de general como el
Duque de Wellington».
En Tirlemont (enero 9 de 1830): «Aquí posamos en el Hotel de la Planète. El dueño de la
posada después de dos horas de estar en el comedor, me dijo que si alguna persona me había hecho
la observación de que yo tenía alguna semejanza a Napoleón, le contesté que sí, que alguna señora en
Altona me había dicho lo mismo. Él entonces repuso que ciertamente tenía bastante semejanza, a lo
cual le dije que aunque Napoleón había sido un hombre desgraciado, me honraba de tener alguna
semejanza en la figura a quien bajo muchos respectos había merecido el título de grande».
En París, el 9 de marzo de 1830, invitado a una soirée en casa de Lafayette: «Noté mucha
curiosidad hacia mí, como que varios señores me rodeaban a oírme y verme sin hablarme de nada».
Y el 2 de junio anota en su Diario: «Fui a comer a la Chaumière du Mont Parnasse, donde me
convidó el negociante Vaur; éramos 12 convidados: Un general francés, un general de Haití, un
oficial de la guardia que estuvo en España en el ejército francés en 1823 y después en Grecia, y
algunos negociantes. La mesa estuvo muy alegre y animada: cantaron, gritaron y se divirtieron
grandemente; el oficial de la guardia real que habla un poco español cantó boleros y canciones
patrióticas de España contra Napoleón. Un negociante, Lefebvre, hizo de mi apellido este calambur
(sic) o equívoco que es menester pronunciar para comprenderlo: ‘Si j’etais colombien je dirais:
Rendez nous cent ans d’air et nous vivrons longtemps».
Al lado de este personaje hermético (o después, porque yo le conocí años más tarde), está
Monsieur Henry Beyle, Stendhal. Le conocí un día en que me acompañó desde la entrada de La
Cartuja de Parma, a dar el paseo alucinante de una batalla de Waterloo que nada tenía que ver con las
de los textos de historia, porque era mucho más verdadera, mucho más viva y más cercana. Le conocí
en las páginas impecables de ese libro, el más hermoso para mí de los suyos; hay entre los
stendhalianos sectarismo de La Cartuja y del Rojo y Negro. Mi sectarismo es el de La Cartuja, la
novela más perfecta que he leído; novela, ballet, comedia, historia. Aunque las tentaciones del Rojo y
Negro, o de las Crónicas Italianas, hagan a veces titubear.
Stendhal era el personaje contrario. Metido en la vida transparente, iba amasándola día a día en
su obra, a tal punto que las dos se confunden, y hay más de su vida en su obra. Sabemos casi todo de
su espíritu y de su vida, a través de la minuciosidad del Diario, a través de los espejos de sus
novelas, colocados al lado del camino, sí, pero a través de su propio ser.
Murió el 23 de marzo de 1842. En 1841, había escrito: «Je trouve qu’il n’y a pas de ridicule à
mourir dans la rue quand on ne le fait pas exprés»1.
Tuvo en su vida un matiz de perseguido. Siempre, en su correspondencia, firmaba con otros
nombres, introducía frases y personajes propicios para desorientar. En los salones se murmuraba de
sus actitudes antigobiernistas. Y él pensó siempre que la policía se ocupaba de su persona, como
aprendió a pensarlo en Italia. Se dice que amaba la lectura del Código Civil de Napoleón, para dar
precisión y sequedad a su prosa, en la cual puede haber giros y formas descuidados pero no hay
jamás una palabra sobrante. Fue, aparentemente, un enamorado siempre torturado y de poca fortuna.
«Tengo —decía— un desdichado talento para comunicar mis gustos; a menudo, al hablar a mis
amigos de mis amantes, los he enamorado de ellas, o lo que es aún peor, he hecho enamorar a mi
amante del amigo a quien yo quería realmente»2
Hay quien dice que ni amó en verdad ni fue en verdad amado. No obstante, la penetración más
grande del amor en el siglo pasado, se debe a su pluma. Tuvo siempre que construir el amor; no lo
halló ya hecho y listo a sus ataques como el Vizconde de Chateaubriand. Por eso conoce tan
profundamente sus asperezas, sus veleidades, sus desilusiones, y traza de sus escolleras una carta tan
profunda y detallada que es, en ocasiones, engañosa.
Stendhal regresa a Francia en 1828; llega a París el 29 de enero, y permanece hasta el 8 de
septiembre de 1829. Ese día parte para un viaje por el Mediodía de Francia, en el cual nace la idea
de Rojo y Negro. Acaban de aparecer las Promenades dans Rome, y aparece en diciembre Vanina
Vanini. Al finalizar noviembre de 1829, regresa a París, donde permanece hasta el 6 de noviembre
de 1830. Durante aquel transcurso, pasa la sombra adorable de Alberta de Rubempré, Madame Azur.
El General Santander llega a París el 17 de febrero de 1830, y se hospeda en el Hotel Boston,
Rue Vivienne. El 24 se traslada al Hotel de Berlín, Rue des Frondeurs. El 28 entra al Jardín de las
Tullerías, «donde estarían reunidas en paseo más de cien mil almas de todo sexo». Pero no hay un
nombre de mujer distinto del de aquella que esperaba en su lejano país, y que tímidamente, en inicial,
en abreviatura, se asoma en todo el libro.
En la misma época, el errante de Italia y el desterrado de América estuvieron en París. Sus
salones fueron los mismos. En la Europa de comienzos del siglo XIX, aún calientes las cenizas del
Imperio, acabada de surgir del estremecimiento napoleónico, venida en silla de posta a los albores
de la Revolución Industrial y al panorama de los Estados Nacionales, llegaba de América al exilio
alguien que muchos de los que recordaban al Emperador presumían como uno de ellos, y lo
aceptaban como tal, con su nimbo de tierras lejanas. Las puertas se abrían: Lafayette, Chateaubriand,
los embajadores de otros países. La vida se desliza mansamente, entre obras de arte y primavera
blanda. Las inquietudes de la lejana Colombia están dormidas y, sin embargo, siempre subsiste el
oído del alma vigilante. El esplendor y la pompa de la Restauración se ven a veces fatigados por
oscuras sombras de nostalgia, por las memorias de la épica imperial.
IV
Hace años tuve una enfermedad grave. Me sometí a una intervención quirúrgica, y después una
más se hizo necesaria, en circunstancias de riesgo. Los traumatismos, y mi salud quebrantada, me
debilitaron grandemente. En los días de la convalecencia cayó en mis manos el suplemento literario
de un periódico de Bogotá, en el cual encontré una página que me interesó especialmente. Tanto, que
recuerdo incluso la forma en que la página estaba armada, y que tenía en su centro una fotografía del
medallón que el escultor David d’Angers hizo del General Santander, cuando éste estuvo en París. La
página contenía textos del General; algunas cartas, y fragmentos del Diario de su estadía en Europa,
que iba a ser editado posteriormente.
A la derecha, y un poco abajo del retrato del medallón, aparecía el fragmento que me pareció de
mayor interés, porque reunía a mis dos personajes. Se trataba de la visita que por primera vez hizo
Santander al escultor David d’Angers. Su texto inicial era el mismo que luego encontré en la edición
del Diario y por eso lo copio:
«5, viernes (marzo 1830)—... Visitamos los Acostas, Santamaría, el General Morán y yo, el
taller del famoso escultor David, miembro del Instituto; estaba concluyendo la estatua de cuerpo
entero del General Foy; vimos las del Obispo Grégoire, de Fenelón, de Lafayette, de Gohier, de
Rossini y otras. El trabajo estatuario empieza en barro, luego en yeso y después en mármol. David
me hizo mil cumplimientos diciéndome que haría mi estatua porque se complacía en trabajar las de
los grandes hombres».
En el periódico que yo leí, continuaba el texto con mayores detalles de la visita. Tengo que
reconstruirlo de memoria, y según recuerdo, era así:
«Tuvimos que esperar al estatuario casi tres horas. Pero la espera fue agradable, pues le
esperaba también un señor llamado Henry Beyle, de una maravillosa simpatía, que reía en ocasiones
sonoramente, y que nos habló mucho de Italia y nos preguntó, con profundo interés, sobre Colombia y
nuestra guerra de Independencia. Eso hizo perder la monotonía. Mientras tanto, mirábamos el taller
de David, que parecía un bosque de estatuas inconclusas entre las paredes verde-oscuras, una de
ellas con una gran claraboya por donde daba el sol sobre la estatua en que estaba trabajando».
Tengo la absoluta seguridad de haberlo leído. Recuerdo también haber guardado la hoja del
periódico en un rincón de la biblioteca. Nunca pude luego encontrarla. Días después hablé con el
propietario del periódico y le referí el hallazgo, que le interesó sobremanera. Lo hice luego a un
sacerdote historiador, quien también se interesó de modo especial. Un día pensé que valía la pena
precisar el dato, para escribir un apunte sobre el encuentro. No encontré la hoja del periódico, y me
dirigí a la colección, en la cual hallé, en distintas fechas, cercanas a los días en que leí ese texto,
varias publicaciones del compilador del Diario, con textos de aquel y de cartas contemporáneas.
Pero en ninguna de ellas estaba el párrafo desaparecido. No obstante, insistí, y un amigo hizo una
revisión todavía más cuidadosa de la colección del periódico, en un período más extenso. Nada
apareció, pese a que en el lapso se había hecho una abundante suma de publicaciones sobre el
General. Fui luego a París, sin que allí fuese posible establecer nada de la vaguedad de un posible
encuentro. Al regresar, insistí en mi búsqueda. En esos días apareció publicado el Diario3. Lo leí y
lo revisé cuidadosamente. El texto comprendía la primera parte transcrita, pero no el relato de la
entrevista con Stendhal. Pensé entonces que podía ser del texto de alguna carta no publicada, aunque
en el prólogo se señalaba la curiosa circunstancia de que Stendhal y Santander no se hubiesen
encontrado4.
Entré en contacto con Rafael Martínez Briceño, autor de la edición, minuciosamente anotada.
Me invitó a su casa, donde pude ver, cuidadosamente coleccionados, los cuadernos originales del
Diario, y revisar la anotación correspondiente al 5 de marzo de 1830, y las demás relacionadas con
el escultor David d’Angers. Martínez Briceño me preguntó el interés de mi búsqueda, y me dijo, ante
un ejemplar del Diario recién publicado, en el cual no se hallaba ningún rastro: «—A mí me
sorprendió que no se hubiesen encontrado. Busqué mucho en la correspondencia, en cada una de las
cartas del General, con las cuales se hará un segundo volumen. Indagué en las biografías de Stendhal.
En los documentos. No hubo encuentro, a pesar de que ambos hombres se movieron en la misma
esfera, y hubo contactos de ellos con gentes que los conocían a los dos. En el prólogo del Diario, yo
señalo este hecho curioso. Porque no pude hallar evidencia alguna de que hubiesen estado juntos».
Me quedé en silencio. No podía yo contradecir al historiador serio y discreto, que acababa de
concluir un trabajo de años sobre el Diario, y que me mostraba una a una las cartas correspondientes
a la misma época. Allí estaba la vida europea del General, con pruebas fehacientes, con documentos.
Yo no tenía sino un recuerdo visual, impresionante por su precisión, por la convicción que me daba.
Al referir el hecho a una amiga, me dijo: «—Lo soñaste».— Fue ese el primer día en que pensé
que podía haber sido un sueño. Acaso, perdido entre las brumas de mi enfermedad, lo imaginé. En
esos días leía a trechos Roma, Nápoles y Florencia, y me encontraba cerca de los dos.
Coincidencialmente, aparecieron en ese tiempo varias publicaciones sobre el General. Cuando vino
a Bogotá Jorge Luis Borges, le relaté el caso, y me dijo: «—Así tiene su propia realidad. Si en
verdad hubiera usted hallado la comprobación tipográfica que buscaba, el sueño se habría destruido,
habría sido falso».
Anoté entonces, al descubrir la trama del sueño:
«Es un sueño de una persuasión absoluta; yo estoy convencido de que se trata de una realidad.
Yo leí ese texto. Mejor aún: Santander estuvo hablando con Stendhal en casa de David. Es decir, con
Beyle, un hombre simpático, agradable, brillante, conocedor de Italia, lo que añadía un interés más a
su conversación, para el viajero latinoamericano. Estuvo casualmente, según lo denota ese rastro
perdido que ya ahora no puedo seguir ni dentro de mí mismo. Una nota más: Yo había guardado la
hoja del periódico en un rincón de mi biblioteca. Y ha desaparecido».
Esta es la historia de la búsqueda de un hecho que tuvo lugar —lo sé— hace ciento treinta y
cinco años, en el estudio del estatuario David. En el Diario de Santander, ya publicado, no aparece
el registro de ese encuentro que leí; tampoco en el de Stendhal, que termina años antes. Sin embargo,
el hecho vive, ha surgido de nuevo, misteriosamente revivido. Posiblemente buscaba desde entonces
un modo de expresión, una reproducción a través de los caminos ignorados de la mente humana. Y así
se hizo esa hoja de periódico desaparecida, en la cual se contuvo ese relato, que escribo ahora para
que se conserve, como una adición ahistórica a la historia.
Cuando Schopenhauer conoció al General, anotó en la hoja final del Oráculo Manual de
Gracián: «Nadie se escarmienta en cabeza ajena: me lo ha dicho el General Santander». Al General
le prestaban los ojos europeos una cabeza napoleónica. Que era, sin embargo, una cabeza criolla, que
había servido para soportar erguida el exilio, después de crear las bases de un Estado de
Latinoamérica.
Y así, en cabeza propia, he vivido una investigación imposible e inútil. La persecución de un
rastro que estaba en mí mismo. Lo perseguí en las diligencias, a través de las posadas, al relevo de
los caballos de posta; en las calles antiguas de Santa Fe, y en las del París postnapoleónico. En las
páginas de los periódicos, y en los libros que podían dar una aproximación de los personajes. Que,
como personajes míos, solamente me la podían dar al reunirse y confrontarse en mi espíritu. Y me la
han dado. Me han dado la mayor certidumbre de que la historia se reescribe día a día. Que cada uno
la reescribe, a través de esa memoria indescriptible que permite al hombre, tal vez en un solo
momento de su vida, estar en una época distinta de la propia, acaso porque necesita no estar solo.
1965
Notas:
Diario del General Francisco de Paula Santander en Europa y los E. E. U. U.., 1829-1832.
Bogotá, Edit. Banco de la República, 1963. Transcripción, notas y comentarios de Rafael Martínez
Briceño.
Después de escrito y publicado este relato en la Revista «Progrès» de Bruselas (Núm.3,
septiembre 1965). donde apareció originalmente traducido al francés, un amigo me hizo conocer el
libro Le Coeur de Stendhal, de Henry Martineau (Albin-Michel, París, 1952, dos volúmenes). En el
tomo segundo, página 160, aparece un medallón de Stendhal, hecho por David en 1829. Dice
Martineau: «...y David d’Angers, con quien Henry Beyle no parece haber tenido relaciones
particularmente estrechas, se guardó su justo título, cuatro años más tarde (1829) de omitirle en la
galería de medallones en los cuales se fijaban los rasgos de los hombres más célebres de su
tiempo...» (p. l50).
CORPUS IURIS CIVILIS
La mano se detuvo con la pluma en suspenso sobre las dos únicas palabras trazadas: «Las
palomas...». El escritor miró a través de la ventana. Su mano reposó sobre la cuartilla blanca. La
calle quieta y apacible reflejaba el sol enfermo del invierno, y los árboles desplumados y duros se
recortaban sobre el fango. El hornillo estaba casi sin rescoldo. El frío melancólico de tarde invernal
descendía lentamente sobre el anciano.
Su mirada se demoró en los estantes de libros, sobre los cuales se alineaban los retratos de los
hijos muertos. En los volúmenes polvorientos se escondía su vida fatigosa. Allí estaban los viejos
libros importados de Londres: Pope, Dickens, Scott, Bullwer-Lytton, para mantener un hilo lejano
que con el paso de los días se adelgazaba. Allí está la edición, que conserva después de tantos años,
del Viaje Sentimental, de Sterne. Las Noches Lúgubres, de Cadalso, en puesto desusado, junto a la
edición tan repasada de Lord Byron; el Emilio de Rousseau, Los Miserables, de Hugo. Al lado, las
Siete Partidas, el Fuero Juzgo, el Corpus Iuris Civilis. Toda la vida metida en una palomera, en la
cual diariamente se abre al menos un libro. Isabel murmura cuando llegan nuevos paquetes: la casa
va a ser insuficiente. Don Andrés se incorpora y se pasea por el vasto salón. Se detiene ante un libro;
lo abre, sigue escrutando minuciosamente las páginas.
Tal vez la misma borrosa esplendidez del sol invernal que entra por la ventana, o algún título
memorable que ha encontrado, le devuelven su pasaje por Hampstead, su memoria de Londres, para
la cual es tan apto este invierno y en la cual ha surgido, inesperadamente, como un alfiler doloroso,
el recuerdo de Mary Ann Boyland; la silueta arrogante y dudosa de Irisarri se interpone, la lejanía
glacial de Bolívar sigue atormentándolo. Fernández Madrid, Manuel José Hurtado, otra vez Irisarri y
el investigador de sus escándalos monetarios, Don Mariano de Egaña. Todo está tan lejano en esta
casona de Santiago, en medio de la tarde apacible. Cuando surgió en la Legación en Londres aquel
problema, hui hacia París; horas memorables de la Restauración, boato artificial de los tiempos
postnapoleónicos, y vacío, el gran vacío del Emperador. Como el vacío de Bolívar, piensa. Pero los
diecinueve años de Europa que me trajeron aquí ¿tienen algún sentido? ¿Tiene algún sentido lo de
aquí? Todo lo escrito, todo lo trabajado, critica, poesía, enfrentarme a Sarmiento, luchar contra los
unos y los otros, ser desterrado, morder el pan amargo, la amistad consoladora. Isabel habla allá
abajo. No sé qué estará diciendo, pero hay algo que me hace sentir que ahora está agobiada. Los años
pasan. Así murió Mary Ann: de tristeza, de pena en el invierno. Diecinueve años de Londres y
veintiséis de Santiago, que comenzaron con aquel viaje a Valparaíso en la Grecian. Recuerdo que
solamente supe el nombre de la nave, al abordarla. Y ese nombre me atormentó, hizo aún más cruel
aquel cambio de exilio. Grecian. Tal vez yo mismo la habría bautizado así. En el muelle, vi la nave,
el nombre, el bergantín arrogante. Durante todo el viaje pensé en ello, sentí la coincidencia cruel. ¿Si
sería una coincidencia, o una jugada inverosímil del destino?
Casi olvido cómo era la vida antes, allá en Venezuela, en Caracas, en Cumaná. Sí, en Cumaná,
cuando mi padre vivía. Allá estaba La Griega, la María José de Sucre. El anciano buscó un libro, lo
abrió, y de entre sus páginas sacó una pálida miniatura. Así era ella, el porte arrogante, el perfil
soberbio, la hermana menor de Antonio José, que era entonces aún un mozalbete que no había
conocido las glorias y las traiciones de la cabellera de oro de la Marquesa de Solanda. Su otra
hermana, Aguasanta, era hermosa también, pero tenía un perfil distinto.
Cuando don Andrés conoció a La Griega, María José, se enamoró con toda la obstinación de los
dieciocho años. La persiguió por las calles coloniales de Cumaná. La acosó en Caracas, en el mundo
de los salones, en la tertulia de Luis Ustáriz, bajo la égida fría y neoclásica de Juan Bautista Arriaza.
Humboldt había pasado dejando la estela de las inquietudes sobre la luz helada del humanismo del
expirante siglo XVIII. Pero todo esto era el cerebro, era la razón: María José era el calor, era la
tormenta tropical bajo la actitud increíble de la serenidad griega. Don Andrés era apenas el comienzo
de sí mismo, que todo lo absorbía, todo lo palpaba. María José lo dejó amarla, con coqueta
ilustración de mujer hermosa. Pero el amor recrudecía, Andrés se dejaba absorber del remolino.
Las manos le tiemblan un poco al mirar de nuevo la imagen de La Griega, al recordar que en un
momento dado y por una horas, en una deslumbrante tarde de Cumaná, la poseyó. Todo quedó en el
riguroso misterio de su caballerosidad, la cual lo protegió de la espada fraternal de Sucre. El viejo
sonrió un momento. Pero así, tan inesperadamente como había llegado, se desvaneció el amor de
María José. Al volver a Caracas, la encontró, en el mismo salón donde había merecido su sonrisa,
del brazo de un advenedizo francés, con el cual hablaba en ese idioma que todavía Andrés apenas
descifraba al oírlo. El hombre se llamaba Marie-Jean d’Arbois, era exiliado de Francia, de aquellos
que soñaban con el regreso de la monarquía en el mismo momento en que la Revolución lo llenaba
todo. Trotaba por las colonias, a caza de aventura o de dineros. Y la señorita de Sucre cayó bajo el
influjo de la Corte, de las evocaciones de París, de la vida europea. Y se enamoró de él.
Todavía el anciano siente la profundidad de la herida. A lo lejos se oye la voz de Isabel que lo
llama, pero él no responde. Sigue desmenuzando el momento doloroso en que el francés se la
enajenó. ¿Hacia dónde viajaba María José en aquel barco instrumentador de su desgracia? Zarpó un
día de la Guaira, con su hermana Aguasanta y sus sobrinos. Don Andrés no quiso saber si D’Arbois
viajaba en el mismo barco, evento previsible. Cuando ya las velas se veían lejanas sobre el Caribe
azul, llegó al puerto, a decirse a sí mismo un adiós necesario. Pocos días más tarde, consumido aún
en su dolor, oyó en Caracas la noticia de la muerte de La Griega en medio de una vaga tempestad que
hizo pedazos el navío.
Todo aquello lo había recordado en la Grecian, que lo llevaba con los suyos hacia Valparaíso.
Seguramente el adiós a La Griega había prefigurado este momento de su vida. Y más seguramente
aun, a la sombra de La Griega había vivido, frente al mar, dos momentos de desolación que habían
cerrado etapas de su vida, y que ahora se reunían para dar una luz angustiosa a la populosa reunión
de sombras que invadía la biblioteca.
Don Andrés Bello se estremeció, y su mano quiso ahuyentar de su mente las memorias. Debía
volver a la última revisión de su gran Proyecto de Código Civil. Estoicamente, como quien se hunde
en el mar o en el olvido, se sentó a escribir. Los romanos, los españoles, Napoleón. Pero lo que
encontró su mano fueron las dos palabras: «Las palomas...» Y como allí seguía todo presente, don
Andrés Bello siguió perfeccionando en la tarde invernal de Santiago, aquel día de 1855, esta feliz
versión del artículo 621 del Proyecto de Código Civil de la República de Chile:
«Artículo 621. Las palomas que abandonan un palomar y se fijan en otro, se entenderán
ocupadas legítimamente por el dueño del segundo, siempre que éste no se haya valido de alguna
industria para atraerlas y aquerenciarías.
«En tal caso estará obligado a la indemnización de todo perjuicio, inclusa la restitución de
las especies si el dueño la exigiere, y si no la exigiere, a pagarle su precio»1.
Al terminar de escribir, don Andrés miró de nuevo a la ventana, sobre la cual se formaban
minúsculas ramificaciones de hielo. La muerte y el mar son los dos grandes indemnizadores. Pero no
llenan el vacío con agua ni con tiempo.
1974
1. Corresponde al artículo 697 del Código Civil Colombiano.
La otra raya del tigre
Dijo que cuando lo dejó el barco en Santa Marta, se sintió físicamente perdido entre la selva,
ahogado por la explosión verde; pero que al segundo día, comenzó a buscar, y encontró que la sola
forma de dominar el paisaje era abrirle caminos por un lado, por otro, para extraerle toda la leche de
sus frutas. Dijo también que en el desajuste de su huida de Europa, con las manos manchadas de la
sangre del hombre muerto en duelo, encontraba un paliativo en este paisaje, que después del primer
temor empezaba a sentir parecido a su propio espíritu, con el cual había venido a enfrentarse, y
dentro del cual iba a cumplir un proceso semejante al que realizaría en la tierra que le tocase.
No dijo nada más en ese momento; lo dijo, a veces, en fragmentos, sobre la almohada
compartida con una mujer tierna en las agonías de la cópula o en el bienestar del amor ya hecho; lo
dijo en las madrugadas del alcohol, ante los hombres que lo secundaban y ante los que eran, de un
modo u otro, sus amigos; nunca lo dijo completamente, pero lo adivinaron todos los que estuvieron
cerca. Uno de ellos dijo un día que nunca había visto un hombre más semejante que él a la tierra
escogida; tal vez porque se le fue pareciendo, a medida que la penetraba.
Dijo algunas cosas que conformaron un rastro, una imagen, una pista de su vida distante; calló
otras que dejaron para siempre un interrogante que respondió con sus hechos. El impacto inicial de
su entrada a la tierra no se le borró nunca porque sintió siempre vagamente que él reflejaba su tierra
nueva, y que ella y lo que en ella ocurriera lo prefiguraban a él, sus asaltos, sus derrotas.
II
Con la proa hacia el Sur, el vapor se deslizó lentamente en el agua fangosa, corriente arriba del
Río Grande de la Magdalena. Sus grandes ruedas se movían acompasadamente, impulsando la mole
plana y alargada del «Honda». Quedaban atrás las casas pajizas de Barranquilla, las horas muertas
de Santa Marta, los largos días del viaje desde Europa. La selva de las orillas aparecía densa y
apretada, con un verde distinto, en medio de la malsana quietud del calor, que sólo rompían el ruido
de las calderas del barco al aproximarse, y el de las palas de las ruedas al batir el agua amarilla, que
hacían salir bandadas de pájaros de colores y provocaban el chillido de micos enemigos. Por entre el
calor del aire quieto, por el agua baja del río, sorteando cuidadosamente los playones
semiescondidos, avanzaba el buque, y acodado en la barandilla, en el puente, cerca a la rueda del
timón, mirando la orilla, Geo von Lengerke, ciudadano en exilio, ex militar, ex alemán, ex
revolucionario, consumaba su huida y entraba a las tierras prometidas o malditas.
Había sido el único pasajero desembarcado en Santa Marta, mientras el barco inglés de la
«Mala Real» —la «Royal Mail»— seguía su penoso recorrido. Los días que pasara en su primer
puerto, habían iniciado un desconcierto del trópico, que se había acrecentado al recorrer la costa
hacia Barranquilla, entre los caseríos mulatos de los libertos triunfales y palúdicos. La suerte le
había ayudado al encontrar a Hans, un mulato de ojos claros, hijo de uno de los últimos afugios de un
su compatriota, ahora muerto. Hans balbuceaba un alemán elemental, y le sirvió como traductor, a la
espera del barco. Se dedicó a enseñarle su español vacilante, que unido al que estudió en la travesía
le tenía ya en situación de hacerse comprender.
Lengerke miraba el lento paso de las costas, los plantíos medio ocultos en la vegetación de la
selva. El holandés que comandaba el barco subió a cubierta y se acercó a él, invitándolo a pasar a la
sombra y conocer el paisaje. Lengerke le siguió, para encontrarse a poco mirando la sonrisa de unas
jovencitas, las señoritas Santa Cruz o de Santa Cruz, quienes regresaban a Colombia después de
completar su educación en Francia. Ellas, después de presentarle a sus padres, lo depositaron en
francés en manos del R. P. Jerónimo Alameda, quien regresaba de Roma e intentó hablarle en un
alemán tan poco convincente que lo fue más el español de Lengerke; un inglés de grandes patillas y
casco colonial se inclinó ante él, murmurando su nombre, Jeremy K. Arbuthnot, nuevo Cónsul de la
Gran Bretaña en Honda; y aprovechó un momento en que desaparecieron las niñas Santa Cruz, para
presentarle a la señora Michele Nodier, francesa joven todavía y ampulosa de formas y de espíritu,
quien al pasearse con su arrogancia parecía desplazar, por temor al contagio, al resto del elemento
femenino.
Los demás fueron llegando poco a poco; un matrimonio barranquillero que iba por primera vez
a Bogotá, un diputado al Congreso que insistía una vez y otra en referirle cómo había sido la elección
del general José Hilario López, y en hablar sobre los horrores del socialismo, y que parecía ser
hombre de grandes merecimientos políticos en su provincia. Lengerke sonreía escuchando al notable
político, con la ayuda de la señorita Amalia Santa Cruz, quien le traducía al francés; el hombre, con
breves pausas para enjugarse el sudor, ponderaba las posibilidades de su región, sugería al
extranjero la conveniencia de radicarse en ella, en especial en el momento en que su partido (como
era inminente), volviese a tomarse el poder; porque si no, señor, hacemos la guerra...
El barco se adentraba en el río, el sol subía; al llegar al centro del día todo en la selva se
quedaba quieto, todavía en medio de la anchura el barco avanzaba contra la corriente; los tocados
femeninos no se habían descompuesto, aún el barco era una isla de civilización en medio de la
naturaleza tropical (en quince días remontando el río todos tendrán que estar desnudos incluso el
padre Alameda, las plantas crecerán dentro del barco, los caimanes serán alimentados con los
pedazos de nosotros que desprenda el calor; el agua sigue deslizándose, lo único fresco es el ruido
de las ruedas del barco, mientras el calor gravita sobre nosotros como una masa sólida. Todavía los
vinos no están agrios, en las provisiones aún quedan galletas inglesas, carnes enlatadas, pero en
pocos días estaremos varados en un banco de arena comiendo carne seca y tomando agua fangosa).
Lengerke resolvió entrar al camarote y dormir, mientras pudiese hacerlo, el sopor de los vinos y
la fuerza del calor. Un tímido golpe en la puerta le despertó: Madame Nodier le suplicaba en alemán
un poco de colonia para refrescarse; entre cortés y malhumorado la invitó a seguir, diciendo en su
lengua que él se la aplicaría; la mujer entró obediente y se quitó la ropa, y el alemán no tuvo otro
camino que aplicar la colonia y aplicársela él; los dos no cabían en el camarote sino acostados,
observó, y así pasaron las horas en la litera húmeda, pero no le pesaba haber hecho entrar a la
francesa, aunque tampoco podía aceptar que se le adhiriera. Habría sido más grata una de las niñas
Santa Cruz.
El barco seguía avanzando pausadamente, había que subir a la cubierta y tratar de divisar los
papagayos, los micos, los caimanes varados en la arena, los jabalíes, las plumas asombrosas de las
garzas, las flechas de los loros. De pronto, todo pareció aquietarse, el sol comenzaba a caer, no
quedaban sino los mosquitos, los jejenes que consumaban su maravillosa agresión sobre la piel de
los viajeros, que se clavaban en las carnes sonrosadas de las Santa Cruz y la Nodier, que hacían que
el padre Alameda se desesperase dentro de su sotana blanca y a la vez la bendijera como una coraza
protectora; a veces, se sentaba en la sombra y se quedaba absorto, escuchando su propia muerte que
le crecía por dentro. La pareja de Barranquilla se quedaba largas horas mirando el río como si no
hubiese calor, localizando la cabeza de un caimán en el agua o haciéndole señas a los bogas del
champán que pasaba cuando las olas que formaba el barco lo hacían balancear.
El cónsul inglés llevaba siempre consigo una escopeta de dos cañones, que limpiaba
cuidadosamente con una gamuza. Cuando pasaba una bandada de pájaros, disparaba y los veía caer
con un rugido de satisfacción; y si veía los caimanes al sol en la playa, bajaba al camarote por un
considerable rifle Remington, y después de afinar la puntería soltaba el tiro y escrutaba la distancia
para ver si había hecho blanco. Hasta ahora no había logrado ninguno, pero derivaba de su deporte
un placer voluptuoso.
Por la noche, cuando refrescaba, el tedio cedía, era menos ingrato, aunque cuando se iba yendo
el sol amarraban el barco a la orilla para pasar hasta el día siguiente. Los marineros cantaban en la
proa. Nadie podía dormir, unos se sentaban y otros paseaban por cubierta, hasta que al fin el
cansancio los vencía. A veces, el rugido de un tigre ponía el alerta en el paisaje; otras veces, creía
oír el sedoso resbalar de las culebras, y la Nodier soñaba que invadían el barco, que la envolvían y
la apretaban como nadie antes lo había hecho.
Nadie sabía por qué venía la Nodier. Se rumoreaba que era una cantante de ópera que había
quedado anclada en Santa Marta, por serle infiel al director de la compañía, y que durante unos
meses había tenido que trabajar, ya se sabe cómo, para poder viajar a Bogotá, a tratar de buscar una
vida mejor. Tenía pesadillas en las noches, los despertaba a todos con sus gritos. Una noche, dormida
en el camarote con Lengerke, éste tuvo que taparle la boca, para que con su escándalo no confirmara
lo que todos sospechaban, aunque los tabiques de madera del barco traicionaban rumorosamente
todas las efusiones de la francesa. Su obsequiosidad con Lengerke hacía las cosas desastrosamente
evidentes, pero algo en ella despertaba la buena voluntad, un dejo de simpatía que le asomaba como
la belleza un poco marchita, detrás de los afeites que el calor desleía.
En la reunión de desesperados acosados por los mosquitos, el bochorno infernal, el monótono
ruido de las ruedas, la francesa era curiosamente más importante que las niñas Santa Cruz, tenía
mayor espíritu; traía el relente de las ginguettes de París, de las callejuelas de Marsella, el veneno
del Mediterráneo, las olas azules del Atlántico, el sol sobre el mar; los bastiones de La Habana y de
Cartagena, los jergones de Kingston, de Point-à-Pître, de Barbados, toda la melaza azul del Caribe
para volcarla en el río resbalante en medio de la selva.
Todavía era el Río Grande de la Magdalena, a la altura de Tenerife, ancho como la muerte, el
río del bagre y la tortuga, del boga y el caimán, el de los caseríos de paja con gentes semidesnudas
manoteando hacia el barco mientras el penacho de humo subía al cielo desesperadamente azul. A
veces el sol se hundía en el agua, parecía que iba a oírse el chirrido del fuego al consumirse,
mientras la sombra descendía y la selva callaba los ruidos del día, y a poco empezaban los sonidos
misteriosos de la noche. Lengerke miraba, se emborrachaba de colores, de las mutaciones
asombrosas del río, de la naturaleza que no podía encerrarse en un cuadro porque quedaría reducida
a los manchones verdes; entraban en el reino del bagre, los colores de los peces al amanecer eran
azules y rosas y violetas, pero caía el sol y rebotaba tres veces sobre el agua y comenzaba entonces
el reino verde del Caimán.
Hieráticos al sol, sobre los playones desiertos, veinte, cincuenta caimanes verdes de los
tiempos faraónicos; la mirada se quedaba paralizada sobre las escamas verdes, el oído se aguzaba
para oír los timbales, un cerdo salvaje, un jabalí perdido desembocaba en la espesura, y se abrían las
cincuenta fauces putrefactas. De pronto se veía venir en el agua la cabeza verdusca, nadando entre
dos aguas, y los bogas, ante el pavor fascinado de las señoritas, cubiertas con sus grandes sombreros
blancos y sus velos suizos como mosquiteros portátiles, señalaban que los caimanes que se
acercaban al barco habían probado ya carne humana y la buscaban deleitosamente; y surgían las
historias de pavor, el brazo amputado del boga que quiso rescatar su remo, la niña que al inclinarse
sobre la orilla desapareció, y el ejército de saurios asolando las aldeas, soldados enemigos,
representantes ilustres de la naturaleza; el diputado que salía a cubierta después de dormir dos días
de brandy hablaba de la necesidad de exterminar la especie aborrecida, contaba los caimanes,
requería el fusil y disparaba produciendo apenas un pequeño movimiento en la masa verde y alguien
murmuraba que la selva en torno era el reino del tigre, que en la arena el tigre triunfaba, y en el agua
el caimán faraónico lo derrotaba.
Contaba el diputado que apenas dos años antes la navegación se hacía solamente en champanes
como los que de vez en cuando se veían pasar adormecidos deslizándose hacia el mar, con su túnel
de guadua, en los cuales la gente tenía que estarse ocho o diez días acostada mientras se navegaba,
entre el olor humano y la podredumbre de los alimentos descompuestos; el viaje hacia el mar era
fácil, pero para subir era necesario impulsarlos con los inmensos remos, o remolcarlos con los
cables; los que le oían asombrados sentían el estremecimiento del progreso en el bramido de las
máquinas, el incansable paleteo de las ruedas; la masa de agua parecía ilimitada, parecía un inmenso
camino hacia arriba, hacia las cumbres del frío, y sobre toda ella el imperio indescifrable del
caimán, dueño del río, dueño de las vidas que por él circulaban, desafiante a las balas que lo
atacaban, devorador de hombres y animales, enemigo perpetuo de la creación del hombre, verde
como la selva que se reflejaba en los remansos y se dividía en sus escamas ásperas. (Estamos en el
reino del caimán, navegamos en él, el dios caimán nos detiene o nos deja pasar, aquel caimán
dormido sobre el cual se ha posado una garza inverosímil podría matarnos a todos si el barco se
hunde, si se rompe el casco sobre un banco de arena; el río aquí es ancho, desmesurado, es diez
veces el Sena, quince veces el Weser, los castillos que se reflejan en el Rhin son aquí los caimanes
taciturnos como fortalezas vigilantes, como hace tres mil años. Cocodrilos, caimanes, castillos,
yacarés verdes como la naturaleza, son más imponentes y duros que la cáscara del buque, ésta es la
sinfonía del río, es el río-dios que encontraron los conquistadores españoles, cuando entre ellos se
mezclaron los primeros aventureros alemanes.) Lengerke tomó su fusil, apuntó cuidadosamente, e
hizo blanco. (He matado al dios, en un mes la osamenta blanqueará en la orilla como las que hemos
visto desde la iniciación de nuestro viaje; el caimán al sol, tumbado sobre la playa entre los
caimanes vivos y pesarosos que apenas se mueven esperando el momento de tener una presa al
alcance de las fauces, el hombre va y viene por el río, trae vapores, trae máquinas y pianos, trae
muebles suntuosos, terciopelos y sedas y éstos son los delegados del dios caimán que tratan de
impedir que la putrefacción de Europa desintegre y recorte la naturaleza virgen e ilimitada. Hay el
reino del caimán, el reino del tigre, y los hombres quieren construir en sus ruinas el reino del hombre
sobre el hombre, el reino del odio y la injusticia.)
(Los caimanes desaparecen, vamos entrando en un remanso, el abuelo mira hacia la proa y ve
subir de pronto la parábola de las garzas que se consumen en la selva verde que para muchos de los
pasantes transitorios puede convertirse en oro, en trozas de madera, en pieles, en pacientes cultivos.
Pero la línea del agua sigue siendo el reino del caimán, donde pueden batirse las guerras, acumularse
las infamias, pero el río las arrastra, las lleva, las envuelve, las lava.)
La ascensión del río les iba llevando lentamente, remontaban el Brazo de Loba, iban
profundizando en las tierras a la vez que el verano tórrido empezaba a sentirse, tenían que navegar
con precaución para no encallar en los bancos de arena, los días pasaban, las noches de la selva
despedían el vaho violento del verano. En la oscuridad, descendían cautelosos a los dominios del
tigre. Al amanecer encontraban frecuentemente la impronta de su garra: dos días antes tuvieron que
abandonar en un pueblo a un marinero herido, con el pecho desgarrado por un tigre fantasma que
parecía ir siguiendo el barco de jornada en jornada. La Nodier juraba que una noche lo oyó caminar
por la cubierta, y evidentemente, al siguiente día se echó de menos una gruesa porción de carne
salada, puesta a secar al viento y al sol, pero los bogas dijeron: lo que quiere el tigre es carne
humana, es como el caimán.
La Nodier no se atrevía a salir de su camarote, se encerraba en él por miedo al tigre y al
diputado que la galanteaba, al que temía más que a los negros antillanos o a los marineros
marselleses; sin embargo, una noche de calor inmóvil, ya las señoritas Santa Cruz, sus padres y el
cura Alameda habían bajado a dormir, o a sufrir el calor, y Lengerke sacó una botella de brandy con
la cual hizo una ronda discreta; la Nodier insistió, y poco a poco el licor la hizo olvidar la penuria
del viaje, y con la voz borracha empezó el relato de su vida cuando era reina en París. Un barón se
enamoró de mí, quiso casarse pero no pude amarlo. Era demasiado feo, yo tenía un amante mejor y
más bueno, que también tenía dinero... Pero luego me lo quitó Louise, mi amiga, con quien yo vivía.
Me dolió tanto, me hizo sufrir de modo que no podía ganar mi dinero. Alguien me aconsejó irme a
Marsella, donde las mujeres bonitas se enriquecen pronto. Y allá viví y reuní para pagar mi pasaje
porque quería irme lejos, lejos de París. Y sin embargo ahora, en estas noches de calor, ya no me
importa Jacques, pero daría mucho por ver de nuevo Nôtre Dame, y mirar el Sena, tan distinto de este
río inhumano... Cuando llegué a Point-à-Pître casi se arma de nuevo la revolución. El gobernador me
galanteaba, los criados me decían «Madame la Baronne». Allí estuve tres años, hasta que él murió de
fiebres. Yo me demoré hasta que un día, en la calle, oí a un par de negros decir «Madame la
Baronne» y reírse; tuve que huir, tomar el primer barco, pasé por La Habana y aprendí español, pero
en La Habana me sentí mal, me dieron las fiebres, y al fin el médico que me atendió, que era
colombiano, me trajo a Santa Marta, donde me dejó porque su familia le esperaba. En Santa Marta ya
no fui baronesa, pero el alcalde me hizo respetar. Hasta que su mujer me hizo saber que por más
Madame que fuese, me convenía cambiar de residencia... Y aquí estoy; como tuve las fiebres, me
dicen que el mejor sitio es Bogotá para vivir, y me dicen también que es un sitio donde las mujeres
solas no tienen que temer...
(La luna ha ido subiendo. Se proyecta en el río, da a la selva el color espectral. Cerca al barco
amarrado, se oye súbitamente el rugido del tigre, el rumor de la lucha, un grito, un boga despedazado.
Disparan a la noche, todo queda en silencio, señora baronesa, buenas noches.)
(Estamos en la mitad del viaje, el abuelo sigue en la proa escrutando las aguas, de pronto un
brusco sacudón, un esfuerzo de las máquinas, movimientos fuertes, la inmovilidad completa, estamos
encallados, nos hemos varado.) Los bogas expertos examinaron la situación, había un enorme banco
de arena en el cual el casco plano quedaba enterrado. Se necesitaba más agua para hacerlo flotar, o
la llegada de otro buque —el próximo salía en ocho días— que con un cable lo remolcase. Mientras
tanto, los esfuerzos eran vanos. No quedaba sino esperar (el calor recrudece, el sol corta, no hay
brisa, los ejércitos de mosquitos son como nubes negras, dos, tres caimanes, el abuelo ve cuatro), y
lo único que apareció a la tarde del siguiente día fue una flotilla de champanes que aceptó la
comisión de conseguir provisiones y traerlas. Si subía el nivel del río podrían salir, pero el verano
estaba especialmente duro. Cuando dos días más tarde regresó uno de los champanes con las
provisiones, las noticias fueron aún más graves sobre la sequía. El diputado Marqueño se desesperó;
estaba a pocos días de la apertura del Congreso, no iba a llegar a tiempo, el fantasma del suplente se
le aparecía refocilándose en su curul. Pero cuando alguien le sugirió contratar el champan y seguir,
hizo un movimiento de horror. (Es imposible, lo van a devorar los mosquitos, y lo que quede será
para los caimanes, o acaso para los tigres.)
Lengerke vaciló, se impacientó, resolvió por fin correr el riesgo. Alquiló dos champanes, a los
cuales hizo transportar su equipaje para que lo llevasen hasta Honda. Eran seis días o más de
navegación. Cuando iban bajando la carga en la cual estaban incluidas las provisiones, vio salir a la
francesa, que ordenó que bajasen también sus bultos. El alemán tuvo el impulso de rechazarla, pero
tropezó con los ojos recriminadores del padre Alameda, y su espíritu desafiante lo detuvo. Ordenó
que bajasen al champan el equipaje de la Nodier, y después de los apretones de manos y los buenos
deseos, abordaron la barca, mientras el diputado meneaba la cabeza fatalísticamente. Empezaron a
remontar el río, la primera jornada era el pasaje de Angostura, donde la lucha era violenta; las aguas
agresivas exigían más fuerza de los brazos de los bogas. A su lado, Michele se sofocaba, se
lamentaba de haber abandonado el barco. Lengerke la miró tranquilamente, y se volvió al otro lado.
(A lo lejos se perfilan las montañas andinas, mágicamente doradas por el sol de la tarde. El
abuelo en la proa señala las profundidades de la selva. La playa a las cuatro de la tarde parece de
oro, hay que amarrar allí, no podemos seguir en la noche. En el fuego empiezan a preparar una sopa
con la tortuga que ayer capturaron. Un boga les dice que por la mañana verán las huellas de las
tortugas que van a enterrar sus huevos en la playa nocturna. El mosquito se esmera en picar a los
europeos, la noche va cayendo, ven cómo los bogas hacen huecos en la arena blanca y húmeda y se
cubren con ella, les dicen que es para el calor y para evitar el mosquito. Pronto están sepultados en
la arena, la Nodier quiere hacerlo y metros más allá, ella y Lengerke dejan sus vestidos y se
sumergen en la arena fresca, sepultados hasta el cuello, hasta el siguiente día; mientras pasa la noche
y dormitan sienten el silencio del tigre, pero ya el alba aclara, rosada, violeta e increíble, el perfume
macerado de la noche en la selva tiene toda la gama desde la flor a la descomposición, el agua les
quita la arena y están otra vez tumbados en el horno del champán, cinco, siete días alucinados de
calor y desesperación, hasta los turbiones de Honda donde ayudan a la maniobra para no naufragar, y
por fin en la tarde ven el descampado, las casas españolas, la triste y la alegre, la ciudad donde todo
en el río comienza y acaba, y allí termina el primer toque del dios, y el abuelo los mira y piensa que
ninguno de los dos sabe que ese contacto marca para siempre.)
DOS
El abuelo mira subir la caravana, las recuas de mulas cargadas, las cabalgaduras de los
viajeros, las partidas desoladas de tropas, los frailes descalzos, las prostitutas engalanadas. ¡Cuántas
angustias, cuántas codicias, cuántas esperanzas subieron y bajaron por los pétreos escalones
españoles! Su mirada desciende por el abismo hasta posarse en las lejanas casas blancas y los
campanarios de Honda: el puerto, la llegada y la partida, y luego la violenta transición de la selva
verde hasta las montañas ariscas y frías de los Andes, la respiración lenta, el aire tan puro, del que
alguien le decía, «como el aire griego»; el abuelo menea la cabeza: son efusiones líricas; el aire de
estas alturas es distinto, es un aire de cóndores, de oidores y arzobispos arropados contra el hielo del
antiplano, mandadores por este camino de los cofres de monedas, las «macuquinas» dudosas, los
doblones de oro acuñados en Santa Fe. Cuando los españoles huyeron de Bogotá no pudieron
llevarse de la Casa de la Moneda una reverenda caja de caudales, y la dejaron abandonada; mucho
tiempo después alguien logró violar su secreto y abrirla. Dentro había solamente un papel, y en él,
cuidadosamente escrita, la palabra CACA.
El río serpentea, rodeado de selva, cortado más arriba por las rompientes del rápido. Hacia el
Sur se tiende la visión ilímite, bordeada por las grandes montañas. Las escalinatas del camino se
remontan hacia las nubes que cobija la cordillera con su velo sombrío. Caballero en una alta mula
mora, con el casco inglés sobre las greñas rojas, Lengerke avanza mientras a su vera la francesa
gime, sacudida por el paso cortado de su propia cabalgadura. A la caravana se han sumado dos
ingleses que viven en Honda y van a Bogotá en negocios, y tres colombianos tratantes de tabaco, a
los cuales Lengerke, en su confuso castellano, trata de extraer toda la información posible. Los
hombres locuaces intentan deslumbrar al extranjero con la revelación de sitios de aprovisionamiento,
calidades, clientes del exterior. La Nodier no entiende nada y suspira, abandonada por su caballero.
Siguen ascendiendo lentamente, tropezando con América, procurando seguir el elástico compás de
los arrieros.
Al subir —el reino del cóndor—, cuando el aire se enrarece y el viento empieza a soplar frío,
la vegetación cambia, la niebla se acumula en las hondonadas, el paisaje se vuelve súbitamente
blanco. Nadie concibe, piensa el abuelo siguiendo con la vista la lenta caravana, cómo los españoles
idearon una ciudad en las alturas. Aquí, en San Francisco de Quito, en el Cuzco, en La Paz. La
morada de los indios les atraía. El Ande, el reino, próximo a las cimas nevadas, a los volcanes en
suspenso, al vuelo del cóndor. Los ojos del abuelo ven que el camino hormiguea de gentes, en un
interminable desfile que lleva todos los frailes y las monjas que subieron y bajaron de la Santa Fe
colonial; ve la caravana de los naturalistas —el barón de Humboldt con su equívoca compañía—, de
los agentes diplomáticos, de los negociantes de telas y tabaco, de aguardiente y champañas, ve los
absurdos cargamentos de pianos y de máquinas, las hordas de soldados semidesnudos de la
revolución de independencia mezcladas con los uniformes de los «constitucionales». Por aquí, año
tras año, pasan todos los que van y vuelven buscando a Europa, los arrieros que conducen las recuas
cargadas de alimentos, las compañías operáticas de primadonnas opulentas que recorren por años los
países de América, para anunciar la buena nueva del arte e inquietar con los atractivos ajamonados
de las divas los pacíficos hogares bogotanos, quiteños, limeños, santiaguinos.
Lengerke, al paso lento y firme de la mula, observa las profundidades que abren el amplio valle,
las cimas que ascienden frente a él. Un paisaje nunca visto para sus ojos de extranjero, de europeo
desterrado, paisaje titánico, las baldosas tremendas del camino real, el imperio del indio. Alguien le
dijo en el barco que Cundinamarca significa en lengua chibcha «alta región donde el cóndor se
encuentra». Sus ojos exploran la distancia, sabe que a aquellas alturas llegó de oriente un alemán
como él, de barba rubia y ojos acerados, a traer el mensaje de la conquista en la prodigiosa cita de
los tres conquistadores que se cumplió en la sabana donde hoy existe Santa Fe de Bogotá. La charla
del padre Alameda, las murmuraciones del diputado, el habla culta de don Ricardo Santa Cruz, le han
dado un leve y dudoso barniz de información histórica sobre el sitio a donde va; sabe también que el
cóndor habita las grandes alturas como el caimán habita el gran rio. A la misma velocidad de los
conquistadores, Lengerke y su francesa van subiendo cansadamente la cuesta, hacia el farallón
envuelto en nubarrones negros, sobre el paso inspirado, genial, de las mulas cuyos finos cascos
jamás se equivocan al elegir la piedra segura. El esforzado ascenso va dejando atrás el camino de
plata del río, que resbala minúsculo por el gran valle. Lengerke, el extranjero, ve pasar las imágenes
como una sucesión indefinida de paisajes, altos caminos, curvas retorcidas, valles profundos. La
Nodier, en su desaliento, no ve otra cosa que una peregrinación interminable de cansancios
acumulados. Primera jornada que se termina en el amplio salón de la posada, tutelado por un rasero
de igualdad que establece que las niñas bien duerman en los mismos camastros que las pelanduscas y
los aventureros en iguales jergones que los religiosos salvadores de almas. Sobre las piedras del
patio han descendido de las cabalgaduras muchas gentes que han ido conformando la vida distinta,
patriarcal y bucólica de una nueva nación, cruzada a veces por el relámpago de la contienda civil,
galvanizada por el aliento europeo que recorre la espina de los Andes en las alforjas de un jinete que
busca la aventura del oro y del destino en las regiones inmensas a las cuales no llega el hombre con
la civilización, en las selvas innumerables de ríos torrentosos, donde los indios tejen su existencia
milenaria. Han venido trepando la tarde en escalones de piedra, la Nodier está tan cansada que da
lástima, y sólo de vez en cuando habla de pedir un trago de aguardiente, que Lengerke le ofrece de la
poderosa botella que trae en el bolsillo de los zamarros. El farallón envuelto en niebla muestra, hacia
arriba, la tempestad; al fin hacen su entrada en la posada de «El Consuelo», entre una sinfonía de
truenos, agua y viento. En un día han ascendido hasta tierras templadas, que en esta noche profunda se
ven batidas por el frío; para ellos el camino es el día, la posada la noche por ella, año tras año,
pasan todos los que suben y bajan por los grandes peldaños trazados por la sabiduría india y por la
destreza española, para ir al agua y regresar del agua. Han descendido por fin, cuando ya cae la
oscuridad, y a lo lejos en las montañas ven encenderse candelas que multiplican la distancia. El gran
salón tiene en su extremo la inmensa mesa común del comedor, y de resto grandes cueros tendidos en
el suelo, sobre los cuales los arrieros tienden la impedimenta de los jinetes. El recinto está lleno de
gentes que vienen de Antioquia, otras desde Popayán, después de largos días de camino. Hay dos
matrimonios cuyas recatadas señoras miran interrogativamente a la Nodier, que tiene los arrestos
muy disminuidos por el cansancio. Uno de los caballeros, de apellido Montúfar, habla alemán y se
traba en larga conversación con Lengerke. Hablan sobre el país, sobre sus perspectivas económicas,
sobre su destino político. Lengerke se vuelve oídos, Montúfar le explica los problemas más
inmediatos.
—Con todas estas reformas socialistas se ha producido una situación en la cual las gentes de
bien ven peligrar sus patrimonios defendidos a costa de tantos sacrificios. No se imagina usted, por
ejemplo, lo que costó a mi padre la abolición de la esclavitud. Y todas esas medidas que se han
tomado, el entredicho en que está colocada la Iglesia, hacen sumamente grave el futuro próximo.
No quiero desanimarlo en su propósito de establecerse aquí, pero creo que de un momento a
otro este estado de cosas hará crisis, y nos veremos abocados a otra guerra civil. Este pobre país no
sale de la guerra; en una provincia o en otra, es casi un estado crónico.
Lengerke permanece en silencio. De la conversación le queda una visión contraria a la que da el
desolado viajero. Siguen paseándose por el corredor cubierto que rodea la casa. Montúfar murmura:
—Para su esposa debe haber sido duro este viaje. Lengerke, abstraído, responde:
—¿Cómo? Ah, no es mi esposa; esta señora venía de pasajera en el mismo barco que se quedó
varado en el río, y me pidió traerla a Bogotá. Hasta allí dura mi compromiso—. Montúfar,
desconcertado, se despide. Lengerke sigue por largo rato paseándose y fumando en la oscuridad.
¿Cuánto tiempo lleva de viaje?
Es ya tan largo que no logra fijarlo. Ríos y caminos, albergues y camarotes, todo se reúne en su
recuerdo; climas diversos de selva y río, refugios en el camino de la cordillera. Gentes elementales,
con menos recodos que aquéllas a las que está acostumbrado. Y los caminos: hay algo que le atrae,
que le fascina, el trazo audaz, las piedras enormes en escalera, las curvas que se adosan a la
topografía violenta, la naturaleza sin domar. Sentirse en un mundo extraño y ajeno, corregir los
caminos, descubrir la riqueza. Su lejana conversación con el barón de Humboldt fue el impulso que
le condujo a orientar su viaje hacia Colombia. La campana en el pueblo lejano da las diez. Apagando
cuidadosamente su cigarro, Lengerke se dirige al interior. La alta silueta se confunde con las sombras
del salón en el silencio de la posada dormida.
Bajo la madrugada sin luna, en la oscuridad convaleciente de las cuatro de la mañana, se
arremolinan las cabalgaduras en el patio de la posada. Juramentos de los arrieros, patadas de las
mulas, medias voces. La sola luz nocturna es la de las estrellas, en una bóveda convincentemente
profunda, que destaca conspicuamente sobre el camino las sombras de las montañas. Se viaja en
silencio, pendientes de los cascos de las cabalgaduras. Los ingleses que venían con ellos decidieron
quedarse un día, dedicados a la cacería. «Tal vez encontremos un cóndor», fue lo último que les
confió ingenuamente el más joven, mirando a la francesa con tiernos ojos de aspirante que no se
escaparon a Lengerke, y menos a Madame Nodier, que pareció revivir de su cansancio. Los
comerciantes de tabaco apresuraron la partida y tomaron la delantera. Una luciérnaga extraviada pasa
ante los ojos de la Nodier, que da un grito de temor. Se oye, más que verse, una cascada. La noche
respira; la vegetación es todavía feraz, el mundo es oscuridad, hasta que en un momento una levísima
claridad empieza a despuntar arriba, detrás de los cerros, ennegreciendo su perfil. El fondo del
abismo donde está Guaduas, el pueblecillo de pintura, tiene una bruma color violeta que lo oculta
todo. Las moles de piedra se yerguen con apariencia inaccesible. A lo lejos, con los primeros rayos
del sol, brillan los nevados distantes. Pero el sol dura poco, las cimas se embozan en la bruma, y el
camino levemente mojado sube como un enorme tirabuzón, se abre de pronto sobre abismos
inesperados, cortantes picos, despeñaderos repentinos. La soledad se oscurece con la vegetación.
Lengerke cree reconocer huellas de paisajes bávaros, memorias del Tirol, cuando ve entre la hierba
el agua de un riachuelo que parece venir del deshielo. Hay pinares negros que rodean el camino, que
sirven de soporte a chozas indias que al borde de los precipicios parecen flotar en el aire.
El abuelo ve, uno a uno, los pueblos, desde la cima oscura; atrás Guaduas, aquí Villeta, la
confusión de los mercados, los grandes sombreros en punta, las ruanas azules con vuelta roja, las
casas blancas, las iglesias humildes, y luego, los pueblos del altiplano. Otra jornada más, otro
cansancio, la segunda jornada; en cada posada, piensa, están todas, han avanzado camino y han vuelto
a entrar en ella, cada vez diferente pero siempre la misma posada medieval que hace siglos trajeron
los españoles, que ha dado refugio en las noches a los caminantes cansados, que divide la tierra
templada de la tierra caliente y que la separa del altiplano, donde se mezclan todos los mundos,
donde llega el gran señor con su séquito a compartir la noche con los humildes viajantes, con las
actrices de la compañía de teatro, con los conspiradores y con los empleados del gobierno, con los
frailes meditabundos y las monjas nostálgicas, donde llegan las cargas de mercaderías europeas y
alternan con el oro y la plata que se van para siempre, a cuyo portal se acoge el mendigo famélico,
donde para, por una noche de ventura, el bandolero fugitivo, la posada situada entre el Magdalena y
Santa Fe como si fuese una ciudad trashumante, estática en medio de todo lo que se mueve hacia uno
u otro destino; el camino se desenrolla, se mueve, avanza, la posada es lo permanente, es la ciudad
delegada, aislada en medio de la noche y en el día parte del camino; el Consuelo, el Vergel,
Agualarga, nombres simples que marcan la ruta, especie singular, ciudad de noche, camino de día.
Ya llega el grupo al final del ascenso a la altura del mediodía, y entra en el paisaje que han
venido anunciando los riachuelos y los presentimientos vegetales de Lengerke. «El Alpe», le dice en
singular uno de los arrieros, y el alemán, al comprobar en el verde la similitud sugerida por el
nombre, siente como un estremecimiento el peso de la distancia, al pensar que esta altura está
enclavada en medio del trópico. Llegan a un portalón de hacienda; allí recibe el tropel un viejo suizo,
que llegó, según explica, hace veinte años a estas soledades. Su nombre es Klaus Johann Werz, de
Zurich. Les hace entrar a un salón rústico, en el cual resplandece el calor de una chimenea. Junto a
las tazas de café caliente, inquiere por noticias de Europa. Lengerke le habla largamente, hasta que es
necesario partir. Werz les invita a dar una vuelta por el jardín. Al fondo hay una gran empalizada de
bambú, una jaula. La Nodier pregunta qué es, y el suizo responde con orgullo:
—Es mi cóndor. Lo compré a unos campesinos que lo traían pequeño, capturado en el nevado
de Güicán. Ha crecido aquí, y nunca ha volado.
Le arroja un pedazo de carne, que el animal despedaza; extiende las enormes alas negras,
engalla la considerable cabeza de buitre y sus ojillos miran coléricos a los intrusos. La Nodier
pregunta:
—¿Aquí los hay?
El suizo sonríe.
—Es demasiado bajo, hay que buscarlos en los montes más altos. Yo los he visto volar muy
cerca, y son temibles. Parecen restos de la prehistoria—.
Lengerke calla, mirando enjaulado, reducido a su mínima condición, el majestuoso pájaro. Lo
hermoso sería verlo planear, ver sus alas inmóviles deslizándose sobre los vientos, remontando las
cumbres nevadas, realizando su gigantesca rapiña. Pero no en el fondo de un jardín, acorralado y
vencido. Mientras, el suizo explica a la francesa que para poder volar necesitan una gran altura y un
profundo espacio abierto. Lengerke ve en el ave la expresión de una furia ancestral, incontenible.
Dice solamente:
—Los conquistadores.
II
El telón se levanta. En un decorado que la buena voluntad hace suponer un palacio, aparece una
muchacha recitando elocuentemente un monólogo. A la luz moribunda de las bujías, Lengerke mira a
hurtadillas el programa: «COLISEO DE SANTA FE. La Compañía Teatral PRESENTA: PASCUAL
BRUNO. Drama en cinco actos del autor colombiano Leopoldo Arias Vargas. Basado en la obra
francesa de Monsieur Alexandre Dumas...» El alemán contempla a sus compañeros de palco:
adelante, ruborosas y vestidas a la última moda, las señoritas Santa Cruz, y a su lado el padre, don
Ricardo. Piensa cómo es de fácil, en un tiempo tan breve, un cambio sustancial de la vida. Palpa en
su bolsillo la carta de su madre, que le entregaron ayer en la Casa Restrepo, en la cual, en pocas
líneas, le da la noticia de la muerte de su padre. Al leerla le invadió la pena brusca y profunda que le
acontece al hombre cuando pierde uno de sus puntos de referencia en la vida, y con ello su seguridad.
Una crisis de soledad, de desierto, en la cual el mar se hace más ancho, más altos los montes, y todo
más lejano. El padre se irguió siempre, más eficaz y tranquilo cuando más le necesitó, en el momento
de huir. Comprendió la sutil mezcla implícita en la muerte del duelo. Después de la noche en claro,
meditando en sus memorias, recordando al padre, se durmió, doblegado por el agotamiento. Al
despertar tuvo el impulso de sacudir la opresiva sensación de la muerte, de luchar contra el agobio
de la pena. Y con un gran esfuerzo invitó a la familia Santa Cruz, buscando la charla mundana e
intrascendente de las muchachas.
La voz de la primera actriz se alza, poniendo en la declamación el trémolo de una cantante:
«¡Quién creyera que nuestros sueños infantiles de Bauso se habrían de cambiar en noche oscura
y tempestuosa! ¡Quién creyera que tu Teresa habría de dar a otro hombre su porvenir!» Lengerke
contempla los extáticos rostros de los espectadores. —«Se me figura que esas olas cambiantes, esos
relámpagos fugaces, son la historia del amor de una mujer: ¡débil como la espuma, vario como el
huracán! ¡Y yo juré a mi amante amor eterno, y sin embargo... y sin embargo voy a dar mi mano a
Gaetano siendo de Pascual mi corazón!»
Es inútil pensar en regresar. Llegaría a destiempo, y además, los enemigos esperan. Geo piensa
en su padre, en su seca bondad, en la comprensión y el respeto mutuos de su relación. Todo ahora, en
carne viva, y en medio de la soledad.
En la escena se desarrollan las peripecias de la vida del bandido calabrés Pascual Bruno. El
monólogo de la actriz traduce el momento en que acaba de ser sometida a la voluntad de su ama, la
condesa Gemma de Castelnovo, esposa del príncipe Rodolfo de Carini, quien le ha ordenado casarse
con Gaetano, servidor obsecuente. Teresa ama a Pascual, montañés proscrito del palacio por el odio
legendario a su gente, el cual se tradujo primero en la muerte del padre de Pascual, rebelde para
vengar el ultraje inferido por el conde de Castelnovo a su esposa, decapitado por su rebeldía, y su
cabeza expuesta en una jaula en el palacio. Sabedor Pascual del proyectado matrimonio, entra al
palacio de los verdugos de su padre, para hablar con la condesa Gemma y suplicarle que libere a
Teresa.
Lengerke piensa la diferencia de este día sombrío con el de su llegada, desde el despertar, a las
siete de la mañana, en el Hotel Pacifico, a dos cuadras de la Plaza de Bolívar. Eufórico, lleno de
energía, superado el cansancio, le sacó del sueño el armonioso tañido, la voz grave coreada por las
vibraciones de voces de novicias, con trémolos que llenaban el ámbito de la llanura recorrida ayer a
la tarde. El sonido concéntrico se dilataba, con su misma alegría estimulante que parecía abrir la
mañana, con la poderosa vibración de las campanas de las cincuenta, de las cien iglesias y capillas
que había vislumbrado, lanzadas todas a una en algazara de monjas sin pudor, desafiando los vientos
anticlericales que parecían correr, marcando la hora del comienzo del trabajo de los artesanos de las
ligas democráticas, diluyéndose en los reflejos irisados del chocolate mañanero del presidente
López. 1852, Santa Fe de Bogotá, Bogotá ahora, por la gracia de los anticlericales. La orgía de
campanas finalizaba con los sones retardados de las novicias díscolas, mezclados a los autoritarios
regüeldos de los capellanes. En la tarde se convocaron al ángelus, fue el nuevo escándalo, la citación
de la noche; Lengerke piensa que los dos ruidos característicos de esta ciudad son el de las campanas
y ese rumor confuso, que en un principio no lograba discernir, el de las voces humanas, en todos los
tonos, con todo el posible diapasón, como si estuviese reunida una desmesurada procesión desde las
ocho de la mañana soleada, cuando el sol, al remontarse, entibia los tejados rojizos en los cuales el
musgo invade los lugares íntimos, azula la ceremonia del día, tiempla las cruces de los campanarios.
De pronto, irrumpe Pascual Bruno en el palacio, hay una violenta escena entre él y la condesa, y
el príncipe Rodolfo interviene también violentamente. Lo identifica: el hijo de Antonio Bruno... El
hijo de Geo von Lengerke, está aquí, exiliado, después de matar a un hombre, por una mujer o por
encabezar una junta de conspiradores demócratas, sospechosamente vinculada con los autores —ya
desilusionados— del 48. El padre de Geo ha muerto en tierra lejana. El padre de Pascual ha sido
asesinado por el padre de Gemma. Trágica amenaza de Pascual, antes de huir, herido, lanzándose por
el balcón. Telón del primer acto.
La charla mundana, el paseíllo del brazo de las damas. Lengerke piensa en esta ciudad confusa y
distinta, en la faz barbuda y los ojos glaciales del presidente-general, a quien fue presentado, y cuya
mirada gris y fría impresionó al alemán, que analizó cuidadosamente la mezcla de protocolo e
informalidad con que el general salía a pasearse a las once del día en el atrio de la Catedral, vestido
de levita y botas de montar, con sombrero de copa y corbatín inglés. El general López estrechó un
instante su mano, se informó de su viaje y de sus propósitos, y le deseó suerte. Un instante después
hablaba con un grupo distinto, mientras Lengerke y su acompañante, don Juan Bernardo Elbers, el
fundador de la navegación del Magdalena, se dirigían al almacén de géneros ingleses.
Lengerke mira a los espectadores, y le parece ver, en una de las últimas filas, a Madame Nodier,
acompañada del más joven de los ingleses del camino. Relevado del compromiso, piensa sin
nostalgia. Oye la murmuración de sus compañeros de palco, de las gentes que se acercan; sabe de la
memorable ascensión en globo del aeronauta argentino José Antonio Flórez, quien por la cuantiosa
suma de mil pesos oro que reunió la ciudad hizo un globo blanco y rojo de bayeta, con un inmenso
aro de hierro de dieciséis metros de diámetro, inflado con aire caliente, mediante una canastilla que
contenía trementina y brea ardientes, y una barquilla de estilo Montgolfier, adornada con las banderas
de los dos países.
Acto segundo: Alí, moro compañero de Pascual, entra a hablar con Teresa, vestida ya para la
boda. Rodolfo y Gemma la buscan para la ceremonia. Teresa suplica que no la casen; Gemma impone
su voluntad; sale Alí a informar a Pascual. Aparece Gaetano, a convencerla. Escena de vacilante
amor...
Y ya inflado el aeróstato, Flórez, con levita azul turquí, subió al aparato, el cual inició su
navegación aérea sobre la ciudad, tumbando tejados, descalabrando gentes, subiendo por fin,
navegando de un lado a otro, pasando sobre las torres de la catedral para caer sobre el hospital de
San Juan de Dios y regar chorros de líquido inflamado sobre los cuales saltaban los enfermos, en
camisa cuando la tenían, mientras el aventurero lograba salvarse...
Lengerke piensa en los turbulentos primeros días, en que además de tener que aprender a
manejar la ciudad que no por pequeña dejaba de tener secretos, tuvo que encontrar a las gentes a
quienes venía recomendado: a las nueve, a la casa de cambio de los señores Restrepo, quienes tenían
ya las órdenes de su banco de Bremen, y honraron inmediatamente las cartas de crédito que les
presentó. A las diez, diálogo personal con el señor Rivera, representante de la casa principal de
Medellín, para oírle sus opiniones políticas, su larga disquisición sobre los riesgos y peligros del
socialismo; su comparación entre López y Obando, en la cual este último, ya al borde de la
presidencia, aparece como un hombre más peligroso que el general-presidente; porque este gobierno
del general López, señor Lengerke, no se ha ocupado más que de perseguir a los curas, alzaprimar a
los esclavos ya libertos, y estimular a los «democráticos» que son esos grupos de artesanos
confabulados que usan ruanas azules con vuelta roja, y llevan todos un largo puñal escondido, que a
la primeras de cambio se convierte en un fatídico pasaporte... Un político, el señor Murillo Toro, ha
hablado, imagínese, de que estas actuaciones de piratas son apenas «¡retozos democráticos!». Y
todos los días así, en una sucesión indiferenciada de tiempo, con diversidad de acontecimientos y
uniformidad de situaciones: a las once, la fría cortesía del ministro inglés, quien le informa que ya
los Estados Alemanes han establecido relaciones con la Nueva Granada, y nombrado ministro al
señor Franz Hesse, quien se sabe que envió desde Guatemala sus cartas credenciales, pero los
asuntos de los súbditos alemanes están todavía al cuidado de la legación inglesa, y nadie sabe
cuándo llegará. Naturalmente, el ministro inglés ignora todo lo relacionado con posibles
persecuciones a Lengerke, quien se cuida bien de mencionarlas. A las doce, la más calurosa acogida
del ministro americano, quien le da consejos útiles y le orienta en sus averiguaciones; a las tres, citas
con personajes del gobierno, todas suministradas por el señor Elbers. En la tarde, las visitas de
cumplido a las personas que le han hecho llegar su tarjeta: a la casa del ex presidente general Herrán,
yerno del general Tomás Cipriano de Mosquera; a la de don Ricardo Santa Cruz, donde conoció a
dos promisorios jóvenes de la Escuela Republicana, Salvador Camacho Roldán y Francisco
Eustaquio Álvarez; y siempre, la conversación sobre la vida ciudadana del país, que oscilaba entre
la rehabilitación de las consecuencias de la pasada revolución y la protección contra la próxima, que
ya todo el mundo daba por segura. Piensa en su breve entrevista con el coronel Agustín Codazzi, en
una de las pausas de su misión geográfica, y en la mucho más detenida con su asistente, don Manuel
Ancízar, quien acababa de regresar de un largo viaje de estudio por Santander y Boyacá, y de quien
obtuvo, en su acento cubano, rastro de largos años en la isla, las mejores y más agudas
observaciones.
Don Manuel escribía un libro sobre sus experiencias, muchos de cuyos apuntes fueron tomados
con el cuaderno de notas apoyado sobre la cabeza de la silla de montar, al paso lento de la mula en
descenso.
Palabras sacramentales de Teresa a Gaetano: soy tuya. Aparecen entonces, sin transición, los
convidados; graciosa escena de baile, con Alí y Pascual, éste, vestido de montañés de Calabria, Alí
con su vestido nacional. Pascual, herido, se enfrenta a la novia: «Teresa, bailemos la primera
tarantela...» El novio reacciona. Luchan y Pascual apuñala a Gaetano, quien muere de inmediato,
sobre el escenario. Teresa se desmaya. Telón.
...o la maravillosa ascensión a la torre de la catedral, en la plaza de Bolívar, del peruano don
Florentino Izáziga, y del indio mexicano Chinchiliano (de nombres de ilustres entronques con
Maximiliano, o de vasta prosapia de bandidos de Sicilia), quienes del pedestal de la estatua de
Bolívar a la torre de la catedral tendieron una doble cuerda, por la cual subieron y bajaron; y
después don Florentino, como un diablo montado en un cilindro de guadua, descendió resbalando por
la cuerda, con grave riesgo de sus partes nobles, despidiendo humo por la tremenda fricción...
En el pasillo se saludan las damas y los petimetres; hay rostros que ya conoce Lengerke. Ha
logrado saber que los conservadores son apegados a la Iglesia, fervorosos practicantes y amigos de
los jesuitas recién incorporados al país y más recientemente reexpulsados; lamentan en voz baja la
abolición de la esclavitud, y tienen pánico de las sociedades democráticas que afianzan el poder real
del general López; recuerda que el ministro inglés le contaba que un antecesor suyo, Hamilton, en la
década de 1820, había dejado la mejor descripción del Congreso, diciendo, después de asistir a una
movida sesión, que era: «un patio de osos». Y el patio continúa, decía el ministro con su voz
aflautada. ¡Imagínese que el presidente fue elegido en una sesión en que los de las Ligas Populares
amenazaban con matar a los miembros del Congreso!
Tercer acto: Baile de máscaras en un palacio de otro príncipe, el de Butera. Varios personajes
en escena, entre ellos el príncipe Rodolfo, Gemma, Alí y Pascual, convenientemente disfrazados.
Pascual es ya el bandido generoso, «de rasgos de exquisita nobleza». Hablan de Pascual; el de
Butera lo defiende. Gemma cuenta cómo Bruno rescató la calavera del padre que colgaba en una
jaula sobre una torre del castillo. Altavilla aparece, y se expresa contra Bruno, quien lo desafía, y lo
descubre como ladrón de cucharillas de plata. Muere Altavilla a manos de Pascual.
...y el temor nocturno del vandalaje de los ebrios «cachacos» y artesanos, los tiros perdidos en
la sombra, las sillas de manos con faroles, como procesiones fantásticas, los coches volcados con las
ruedas metidas en las acequias de las calles, los galopes locos que se escuchan en la noche... No
ande usted solo, le han dicho, después de las seis de la tarde; hay bandas de ladrones que recorren a
Bogotá. Le han contado que las gentes de bien han organizado un complicado sistema de campanas de
alarma de casa en casa, de modo que si los ladrones entran en una de ellas los dueños pueden poner
en conmoción a todo el vecindario. A las seis, salvo eventos muy especiales, las casas cierran a
piedra y lodo, y sólo se abren a las seis de la mañana; es desventura morirse de noche, y hasta los
bailes y los «refrescos» se están acabando.
...El baile sigue, la condesa Gemma exclama:
—«Si un baile de disfraz durara dos días, no habría cabeza que resistiera a sus halagos; la
curiosidad se excita, el misterio desespera, y cuando a través de una careta se cree encontrar un
indiferente, se tropieza con un amigo íntimo...».
La catarata del Tequendama, ese ejemplo soberbio de paisaje romántico, la piedra de Bolívar, a
la que saltó el Libertador en un alarde de valor insensato, en medio del turbión que se precipitaba al
abismo; el bogotano que aterrorizó a los americanos lanzándose a las cataratas del Niágara, y
cruzándolas a nado; las grandes haciendas, las antiguas batallas, entrevistas de negocios,
descripciones de empresas fantásticas; recuerdos de la visita del príncipe Pedro Bonaparte, quien,
según referían, aseguraba a quien le oyese que no había conocido a nadie que tuviese con más vigor
el don de mando que el general Santander, con quien había llegado a Cartagena y a quien había visto
con asombro pasar revista a las tropas de la guarnición vestido de prosaica levita sin que ello
desluciera en lo mínimo la marcialidad del acto; memorias de Bonaparte que había mirado, o
sonreído, o embrujado a alguna dama, de sus citas clandestinas que al día siguiente la ciudad
comentaba; memorias republicanas de aristocracias bonapartistas, recuerdos desconcertantes de las
guerras civiles que aparecen como peleas de familia...
Como todos andan de antifaz, se supone que no se reconocen; Alí, chismosamente, le dice a
Gemma que el príncipe de Carini galantea a otra. Ella exclama para sí, en una aparte: «Bien,
Rodolfo, también haré uso de mi careta.» Pascual empieza a seducirla, pero choca con Rodolfo que
aparece. Llegan gentes buscando al que mató a Altavilla: la espada de Pascual. Este se descubre, y lo
salva de la muerte el príncipe de Butera, por una deuda de gratitud. Telón.
Cuando mi padre, piensa Lengerke, iba de cacería, traía después las hermosas perdices, los
suculentos patos... El olor del asado de caza se esparcía por la casona. Mi madre sonreía feliz, y el
señor de la casa atusaba sus grandes bigotes contemplativamente. Mi hermano era demasiado
pequeño. Recuerdo al padre limpiando cuidadosamente las armas después de la faena. Yo habría
puesto todas sus armas en el ataúd, como las de un vikingo...
Pasa el ministro de Inglaterra, y hace una económica venia. Va a su lado el americano que hace
un gesto cordial. Detrás viene la Nodier con su joven inglés. Lengerke la ve, tentadora y sugerente,
con despecho... Ella inclina la cabeza, como una digna dama. Lengerke piensa, al ver el gesto
discreto del inglés, que acaso ella logró convencerlo de su virginidad. Retorna a hablar con las Santa
Cruz. Se oyen los tres golpes para el cuarto acto: en viaje de Messina a Palermo, el carruaje de la
condesa Gemma pierde uno de los caballos de tiro. La casa donde pide refugio es, sin ella saberlo, la
de Pascual. Lo piensa cuando ve una calavera, que presiente que es la del padre de Bruno, y a su
lado la careta que llevó Pascual en el baile. Aparece el bandido: juego de gato y ratón; Pascual va a
matarla, ella nombra a Teresa, él la perdona.
Lengerke desvía del escenario los ojos y los posa sobre las dos Santa Cruz, vestidas de blanco,
sobre cubierta; mira al frente y ve la línea de la orilla, la selva cerrada, y más arriba el cielo de
tarde. El barco va avanzando lentamente por entre las filas de los palcos, se oyen el ruido de las
palas en el agua, los chillidos de los micos asustados, el chapoteo de los caimanes disturbados que
se sumergen; la Nodier aparece en una ventanilla del camarote, llamándolo, pero se interpone la
sotana crítica del padre Alameda. El barco va a atracar, justo, ante el escenario, y de él salta Alí que
anuncia que están rodeados. Gemma, a gritos, lo denuncia, lo acusa ferozmente. Pascual la retiene, y
apunta la pistola a un barril de pólvora. Se retiran los gendarmes; Pascual, finalmente, la perdona
otra vez: «La perfección debe conservarse, y vos sois un monstruo perfecto. Vivid para vergüenza y
deshonor de vuestra raza». Pascual se rinde, y le ahorcarán. Telón. La tripulación y los pasajeros
aplauden, Lengerke se da cuenta de que el teatro está dentro del barco, y de que deben seguir viaje.
La charla le rodea, ve a lo lejos a la Nodier que le mira por encima del hombro del inglés. Dentro de
poco desaparecerá de su vida, el barco le recuerda que debe seguir el viaje, ya sabe a dónde ir, hay
una palabra que ha oído por primera vez, como un santo y seña: Santander. Allí hay ciudades
blancas; en el Socorro los ímpetus de los santandereanos se adormecen al ritmo de los telares
ingleses, en Zapatoca las manos de las mujeres parecen tejer las tardes infinitas en las alas de los
sombreros de nacuma; Bucaramanga está rodeada de aromas concupiscentes de café y de tabaco, que
se mezclan con la paradójica fragancia glorificante de las tenerías.
La industria, el comercio son allí una aventura prodigiosa; los caminos esperan, ocultos, que se
les abra; las huellas de los españoles están para seguirlas, para tentar caminos, mañana, en el barco
en que navegamos ahora...
Acto quinto; la cárcel. Entra el carcelero a la celda de Pascual, con un cadáver. Geo recuerda al
criminal a quien en Bogotá acababan de encerrar una noche en una capilla con el cadáver de su
víctima, para provocarle el arrepentimiento. Entra Alí vestido de cura. Pascual le pide que levante la
mortaja; es el cadáver de Teresa «Mujer amante, la locura fue el premio de su sensibilidad...». Llega
la condesa Gemma que previene al carcelero para que la defienda si aparece Alí. Trata de amargar a
Pascual, quien se comporta mansamente. Alí va a matarla, Pascual lo detiene; Alí, es tu hermana. Tú
eres hijo de mi madre y del conde de Castelnovo, padre de Gemma. «Apenas viste la luz, te llevé de
Argel y te dejé abandonado a unos piratas; después en la expedición contra el príncipe Moncada
caíste prisionero y yo te reconocí por una Madona que mi madre te había puesto al cuello...» El
remordimiento invade a Gemma, que ha ido a gozarse de la muerte de Pascual, a quien van a llevarse
y pide despedirse del cadáver. «Éramos niños, Teresa, y en los primeros albores de nuestra juventud,
nos vimos y nos amamos; nuestros tiernos corazones latieron juntos y juntos quisieron seguir en pos
de su fin, como dos fuentes que brota la roca, y que en su curso se unen para perderse en el mar...»
Pascual parte al cadalso. Gemma, atormentada, dialoga con Alí. Le manda un mensaje a Rodolfo,
para suspender la ejecución. Alí vacila, después va a salir, y el carcelero, en cumplimiento de las
instrucciones anteriores de Gemma, lo mata de una puñalada. Se oye, a lo lejos, el miserere. Telón
final.
La sombra del padre muerto flota con sus alas abiertas sobre el peregrino. Silenciosamente
camina al lado de las damas. Las luces del barco se apagan, el teatro enmudece. ¿Si Pascual hubiera
revelado antes su secreto?
Durante el día, el pasmo patriarcal de la ciudad andina, lejos de la vida y de la muerte, como
una barca de Dios con la proa puesta hacia el norte, para navegar en medio de las guerras civiles, de
las montoneras de alzados, del calor y la fiebre, desde el remanso perdido entre las nubes, a la
misma distancia del cielo.
El padre se fue, el barco se ha perdido, barco de vikingo, en la noche. Al llegar al hotel, ya
solo, Lengerke comprende que al día siguiente debe partir.
III
Lengerke contempla el letrero que ampara la entrada de la casa grande, cercana a la plaza, de la
cual hizo a la vez morada, oficina y almacén, para iniciar desde allí la estrategia del comercio.
Ceñido a las costumbres urbanas, todas las tardes recorre las pocas cuadras que le separan del Club.
Cuando llegó a Bucaramanga, los señores de la ciudad vivían de sus tierras, sin muchas presunciones
mercantiles. Al instalar la casa del comercio, la vida de Bucaramanga empezó a cambiar, a adquirir
un acento febril ignorado antes. Con la agitación comercial, la gente empezó a hablar de la necesidad
de superar el progreso industrial del Socorro. Recuas de mulas cargadas de tabaco comenzaron a
salir constantemente hacia el río; otras entraban, trayendo las monumentales cargas de sombreros
tejidos. Llegaban de Europa bultos rotulados en idiomas extranjeros, el almacén comenzó a llenarse,
con un flujo y reflujo que fue cada día más abierto. Cada día aparecían bultos de forma distinta,
nuevas fragancias, nuevos olores ásperos. Llegaban brandys y vinos franceses, galletas de Inglaterra,
porcelanas de Sajonia, cervezas alemanas, telas francesas e italianas, casimires británicos, armas
americanas, medicinas que del África se adaptaban a América, según los fabricantes; la quinina
elaborada, los extractos misteriosos del benjuí; a veces, el olor de la canela llenaba los depósitos
como si anunciara un milagro. Los linos irlandeses se alineaban en los estantes, despidiendo su
maravilloso olor de limpieza. Los dependientes adquirían maneras internacionales dirigidas por
Hans, el mulato. El almacén para el público revestía una variedad alucinante, desde los perfumes a
las maquinarias de trapiches. Las interminables filas de machetes relucían al lado de los fastuosos
espejos. Al fondo, las oficinas, con escribientes atareados, recibían y despachaban pedidos,
revisaban las transacciones, manejaban la correspondencia europea; por la gran entrada, las
caravanas entraban a depositar su carga, o a recibir envíos para el Socorro, para San Gil, para
Zapatoca. El padre Alameda, en una breve visita que hizo a Lengerke, le dijo que la casa de
comercio tenía toda la magnificencia y todas las tentaciones de un templo pagano.
Contemplando desde lejos el ir y venir que surge de la casa, como una cajilla mágica, Lengerke
recuerda. La acomodación fue fácil y rápida; las cartas de presentación de Bogotá le franquearon las
puertas. La primera visita que recibió fue de don José María de Valenzuela, quien se expresaba bien
en alemán y lucía su figura de petimetre nostálgico, sus costumbres afectadamente inglesas y su
soberbio caballo moro. Fue presentándole a sus amigos, los contertulios del Club de Soto, al cual fue
pronto invitado a ingresar. De su cuidadoso estudio de las posibilidades comerciales, Lengerke había
seleccionado los dos aspectos especiales de la región, el tabaco y los sombreros. Se hablaba y se
habla, sin que se vea claro, de minas de oro, las cuales se sospechaba que existían en una región
remota de los montes.
Recuerda cómo, al llegar a Floridablanca, ante el oleaje de lomas que se extendía hasta
Bucaramanga, se detuvo para cometer un pequeño acto de traición: no entraría en la ciudad montado
en la mula paciente que le trajo sin riesgo por los verticales peñascos de Sube al llano cansado de la
Mesa de los Santos, y que le hizo atravesar desde el Socorro las severas montañas; iba a cabalgar en
el luminoso alazán que traía de cabestro Dimas, el peón de estribo que capitaneaba la escuadra de
arrieros que traía el copioso equipaje. Lengerke piensa que ese equipaje era la misma casa de
comercio, la anticipaba, era en cierto modo la síntesis de su primer mundo. Recordó cómo era:
camisas de seda, nobles ropas interiores, sus escopetas y rifles y los revólveres Smith & Wesson que
hacían pareja con los dos que llevaba en el cinto, por encima de las inoportunas botas altas de cuero
con las cuales remplazó los zamarros de fatiga. Aguas de Colonia, municiones, creolina y drogas
europeas; la caja de cuero en que venían encerrados los sombreros de copa, y los anchos sombreros
de campaña que remplazarían el casco colonial; el pequeño escritorio plegable, la caja de libros
alemanes y franceses, el tintero de porcelana y la estatuilla de bronce de Goethe; las miniaturas de su
madre y hermana, hechas por el pintor Buckermann de Bremen, en las cuales las figuras femeninas
aparecían melancólicas y dulces, rodeadas por estelas de tul indescriptible, los rostros de otro
tiempo enmarcados en la fina madera dorada; los largos espadines de duelo y las compulsivas
pistolas en su importante caja. Los baúles de legendario cuero, con guarniciones doradas, contenían
la impedimenta del viajero que llegaba a la tierra prometida, juntando en ellos, además de los
enseres de la ciudad, de sentimentales recuerdos de tiempos pasados, todo el arsenal de medicinas,
aparatos, protecciones contra la naturaleza, una brújula enchapada de oro, un cuchillo toledano de
roja empuñadura. Las levitas, grises, azules, negras, los chalecos de fantasía, las leontinas para los
opulentos relojes. En su portafolio reposaban las cartas de crédito de los banqueros de Bremen y de
Hamburgo, ya levemente deshojadas en Bogotá, al lado de algunas partituras para piano, escogidas al
azar de su propia afición, inútiles ahora: Schubert, Mozart, Beethoven, Wagner. De la caja de libros
selecciona en la memoria los Cuentos Fantásticos de Hoffman, la edición francesa de El judío errante
de Eugenio Sue, que le acompañó en las horas de la travesía, y el Ivanhoe de Sir Walter Scott.
Lengerke recuerda cómo preparó su llegada, viendo a lo lejos a Bucaramanga. El comercio
entra por los ojos; por eso procuró subrayar, como en Bogotá, el acento europeo de su presentación,
dándole hasta un giro más francés o inglés que el tudesco de su propia vida.
Ya a la puerta de la casa de comercio, recuerda la plácida entrada a la ciudad, por el camino
bordeado de anacos en flor y de caobos opulentos. Bucaramanga, la pequeña ciudad de casas
blancas. El parque principal —lleno de mangos, de ceibas, de árboles extraños cuyos nombres iría
aprendiendo trabajosamente, la iglesia modesta (ya hay otras, le informó Dimas). Llegaron al trote
por las calles empedradas; en las ventanas interrogaban ojos oscuros; los hombres sentados a la
puerta en la quietud de la tarde, los que discurrían por las calles, se quedaban observando la pequeña
caravana, y respondían sobriamente al movimiento de saludo que llevaba al casco la mano de
Lengerke. Todos de blanco; el alemán pensó en los atuendos de lino que hizo confeccionar en Bogotá.
Una casa importante, con rumor de gentes, entradas y salidas, retuvo su atención.
—Es el Club de Soto— le explicó Dimas—, el de la gente rica. Llegaron al caserón de la
posada y entraron a caballo por el gran portalón. El dueño de la posada le condujo a una amplia
habitación, con penumbra de casa europea en el verano. Entraron los baúles, las bestias quedaron en
la pesebrera, eran las cinco de la tarde y en el comedor de la posada de Franklin se reunían los
huéspedes.
Lengerke camina hacia el parque. Le agradó desde el comienzo el pausado ritmo de la vida,
pero necesitó siempre los intervalos de sus viajes remotos y peligrosos. Cuando sus amigos le
hablaban, aterrados, del socialismo implantado por López, de la revolución, de la pérdida de la
tierra, reía sonoramente, hasta el punto de que le consideraban honestamente convencido y sabían que
su esfuerzo de crear un movimiento comercial tenía que implicar la fe en que el país no se iba a ir
por el despeñadero. El comercio es como la guerra, una estrategia, les decía; basta acomodarse a las
circunstancias. Y aquí está todo por reglamentar, no piensen que lo harán en menos de cien años.
Mientras tanto se puede trabajar, y entonces también. Su risa retumbaba por las salas del Club.
La casa de comercio progresaba, y el hombre seguía viajando por Santander, por las provincias:
Pamplona, Cúcuta, Málaga, el Socorro, San Gil, Vélez. Recuerda cuando se supo que había
comprado la Hacienda de Corregidor, Vado Hondo, y que había empezado a construir una nueva
casa. Y empezaron a llegar al almacén de Lengerke las primeras cargas de sus importaciones:
lámparas, porcelanas, que en muchos casos llegaban hechas trizas, vinos y brandys, conservas, sedas
finas, linos, adornos. Al entrar las señoras al almacén —nunca iban solas, por la fama de mujeriego
que había adquirido el alemán— se extasiaban mirando las mercancías, antes no vistas sino en las
pocas casas en que alguien había logrado vivir la riesgosa y embrujada aventura del viaje a Europa.
Salían siempre con el capricho comprado, y las hermosas con una mirada encendida del varón.
Corrían historias —cuando los hombres se atrevían a contarlas— de que en la casa de Vado Hondo,
que ya había terminado de construir, se realizaban alucinantes orgías a las cuales, como mariposas
atraídas por la luz, iban todas las muchachas del contorno. Se decía que en la parte residencial de la
casona de Bucaramanga las paredes estaban llenas de peligrosos cuadros de mujeres desnudas,
escenas escabrosas, pinturas obscenas; que casi todos los vinos, el champaña, el brandy que
importaba, estaban destinados a su casa y a las terribles saturnales: «Son cenas adánicas»,
murmuraba el cura, «a las cuales hombres y mujeres asisten desnudos». Las devotas se estremecían
entre el terror y la curiosidad. A poco de terminada la casa de Vado Hondo, ofreció el señor
Lengerke un gran paseo a las gentes de sociedad. Las señoras deliberaron y convinieron en asistir,
con sus padres o maridos; no había quien no quisiera ver por un momento el escenario de tantas
licencias y extravíos. Lengerke estaba en el portalón de la hacienda recibiendo a los invitados, que
llegaban ajetreados, después de un par de horas de cabalgata. Los prados frente a la casa
resplandecían con mesas llenas de viandas, atendidas por los criados de la hacienda, esclavos
libertos de la región de Corregidor, cuidadosamente entrenados por el mulato Hans, que apareciera
un día misteriosamente, venido de la costa, y que hablaba alemán con su patrón. Lengerke, de levita
blanca, hacía los honores de la fiesta: entre los árboles había escondido el grupo musical que
amenizaba los bailes de Bucaramanga y que ejecutaba hasta morir, para beneficio de la concurrencia
acalorada, danzas, contradanzas, tarantelas y remedos de valses.
Los licores circulaban profusamente; de grupo en grupo el alemán decía la frase oportuna y
sagaz. Todos estaban maravillados de la forma como lograba la combinación de las comidas
vernáculas con los manjares extranjeros; el momento mejor, recuerda ahora, fue aquel en que sacó los
bombones franceses para las damas y el coñac para los caballeros. Al caer la tarde, la mayoría de
los señores que habían venido con sus damas había partido, salvo el grupo más íntimo que disfrutó
de la cena nocturna, del baile y de las camas mullidas, vestidas con ricas sábanas de lino, sobre las
cuales pasaba el hálito pecaminoso de la leyenda. Aquella invitación le franqueó definitivamente las
casas de Bucaramanga, con simpatía por su soledad, y con el perdón por sus arrestos varoniles. En la
vida social pacata y tímida de la ciudad se le aceptó como un extraño ser europeo con otras
costumbres más amplias y peligrosas, pero que sabía comportarse como un cumplido caballero, a
quien se reputaba hombre de valor.
Lengerke va de regreso a la casa. El abuelo le ve entrar y sabe que en la casa de comercio
concluye el primer viaje, se ha iniciado y prosigue la estrategia de la batalla. Parecen desvanecerse
en el aire las últimas voces de la ciudad diurna. El abuelo ve cómo se cierran las puertas de la casa
de comercio y se encienden las luces íntimas de la morada. En la esquina blanca, las letras se
destacan bajo la noche clara. «Casa de Comercio de Lengerke & Cía.». El abuelo comprende que
Lengerke ha partido de nuevo.
TRES
En las cálidas noches de Girón, mientras a sus pies murmuraban las nuevas odaliscas de su
poderío, acariciaba el sueño de hacer algún día un rincón de Alemania en esta tierra, con una gran
inmigración a la Confederación Granadina; la obsesión de traer el progreso, de tener gente para
revelar la riqueza, mezclaba su poderoso atractivo en la ambigüedad de los velos patrióticos.
Y por ese sueño, o esa obsesión, o por afán de viaje, comenzó a preparar una visita; tuvo
noticias por la madre, de una amnistía que le permitiría regresar; le instaba a volver, le describía el
Weser en primavera, la casona feudal, las avenidas de Bremen. ¿Vale la pena cambiar lo que ahora
tengo? La carta le sumió en la angustia, en la vacilación, en el remordimiento que le producía
desoírla, hasta que decidió el viaje de visita, que calmaría sus preocupaciones, y le serviría para
palpar el viejo mundo, para saber qué iba a necesitar y aprovechar. Cuando adoptó la solución, ante
el camino claro, volvió a su tranquilidad y comenzó a modelar el nuevo viaje.
Recorría, al paso lento del caballo, las vegas en que flotaban pacientemente al viento las hojas y
los tallos de la plantación. Convertido en un plantador, hombre legendario en su país, aquí era un
mítico extranjero. La espuma de la casa comercial subía. El nombre estampado en las cajas era
moneda buena aquí y en los mercados europeos. La urdimbre del comercio estaba trazada, con todos
los hilos de la estrategia. Vado Hondo era casi tan grande como Bremen, lujo barato de república
pastoril. Tenía las mujeres que quería, que si no tenían los ojos transparentes de las distantes
alemanas, rivalizaban con ellas, salvo cuando, fácilmente, su catolicismo se tornaba en
remordimiento. Quería y no quería volver. Añoraba la tierra vieja, las forestas educadas y plácidas,
los ríos tranquilos, los castillos. Pero esta tierra, en cuya dureza, en cuyos violentos climas, el
salvajismo estaba a flor de piel en los ejemplares más cultos de la especie, le atraía con su
fascinación desmesurada, con sus montañas, con los tajos profundos de sus ríos.
Le hipnotizaba mirar cómo actuaban los hombres, oír las historias de sus guerras, verse siempre
al borde de un mundo primitivo en el cual lo más civilizado era una religión elemental. Pero más aún,
en ocasiones se había visto actuando tan primariamente como cualquiera de ellos, como si se hubiera
quitado el vestido de europeo. Nada más atractivo para un alemán civilizado del siglo XIX, que
verse hundido hasta el cuello en este mundo en formación, en esta edad media que recreaba todas las
fuerzas oscuras y perdidas, las mantenía vivas en su caótica composición social. Lo que más
profundamente lo consumía era verse con una desusada capacidad, con un vasto poder de crear por
entre las mallas de la frágil red del Estado nacional naciente, un mundo de poder, un imperio, cuando
los imperios empezaban a hacer agua en el mundo.
Su lejano país era aquí, entre las mentes cultas, una vaga entidad llamada en los escritos «La
Alemania»; pensaba que con el ejercicio sabio de doctrinas que su espíritu liberal había rechazado,
podía construir, como parte del Estado nuevo, como un mundo por encima de él, su propio dominio
feudal, sin otra cortapisa que la extensión de su propia fuerza, de su poder económico, de su deseo de
imperar. Era la tentación del poder, ajena a credos, olvidadiza de principios. La tiranía benéfica,
pensaba a veces con el estremecimiento íntimo de otro de sus remordimientos.
Y sin embargo, la imaginación liberal subsistía en las alternativas inquietas de su creación,
sentía que no sería capaz de violar sus ideas, y que serían ellas las que crearan el mundo que
necesitaba. Y así curaba su remordimiento.
Delante de sí tenía el largo viaje, de nuevo el Magdalena, otra vez la travesía del mar. Ya
comenzaba el otoño europeo cuando inició su regreso a Alemania. La casa de comercio seguiría
marchando en manos de su gente de confianza. Carmelo Ordóñez organizaría los despachos de
mercancías, y recibiría los grandes cargamentos para que el flujo de la corriente no se detuviera. Y el
mulato Hans, además de sus tareas comerciales, cuidaría de Vado Hondo y de la casa de
Bucaramanga no sin vigilar al propio Carmelo.
Cuando viajó, en Bucaramanga se alcanzó a murmurar que así como había sido rápida su
fortuna, le había llegado el fracaso y tenía que marcharse. Pero desde el día siguiente a la partida del
alemán vieron que en las manos de Ordóñez seguían llegando y partiendo las grandes cargas de la
estrategia comercial. Y hubo a la vez alivio y descontento.
II
Días largos e iguales, que recordados se acortan y se empequeñecen. Hace ya meses que partió
Lengerke hacia Alemania. Ya para entonces era parte de la vida de la ciudad, ya se le quería y se le
odiaba, se le deseaba bien y se le envidiaba.
La ciudad cambiaba de espíritu, con esa transformación inevitable que producen los cambios
materiales. Las gentes se asombraban de la revelación: desde las primeras casas que ostentaban en
sus salas el recién importado papel de colgadura, de flores sobre fondos oscuros y asordinados, que
procuraban una necesaria sensación de frescura, al recuerdo de los comediantes de ópera traídos por
él para una sola representación en Vado Hondo. Y el sabor de los vinos franceses y alemanes, de las
conservas, de las galletas inglesas, el corte de levitas importadas, la arrogancia de los sombreros de
copa; y la gran calidad de las armas cortas que ahora los señores usaban al cinto, producto de las
importaciones de la casa alemana. Había también flotante en la ciudad, la pecaminosa libertad de
algunas mujeres que frecuentaban don Geo y sus amigos en las horas de descanso, en casas perdidas
en las afueras. Era esta una modalidad que a él se debía también. Había traído las primeras, algunas
en empresas de aves de paso, otras listas a encapricharse y quedarse en unos brazos pródigos.
La vida de Bucaramanga revestía un aire que si a algunos parecía libertino, otros encontraban
progresista y moderno. Quienes más añoraron a Lengerke fueron aquellos que veían en él al
descubridor, que había tenido la audacia de dar pasos de definitivo progreso, y abrir el camino para
que otros intentaran aventuras semejantes. Su ausencia les hizo sentirse primero desamparados, luego
les mostró que ellos también podían hacerlo. Y así, en el transcurso de los seis largos meses de su
viaje, fueron surgiendo nuevas empresas y otros desafiantes modos sociales, a la sombra de Lengerke
& Cía.
Lengerke andaba errabundo por tierras alemanas. Después de embarcarse en Santa Marta, con
su cargamento de flechas de indios, cueros de culebras, pieles de jaguar, pequeños caimanes
disecados, objetos indígenas de oro y plata, adornos de carey, sombreros y tabaco, había hecho el
largo y fatigoso recorrido que lo llevara a Hamburgo, en el mismo barco en que iba un cargamento
gigantesco de tabaco y sombreros de nacuma. Llegaba como un pirata o un conquistador español, con
su fabuloso botín; al pasearse por cubierta, sentía el olor acre y voluptuoso de las pacas de tabaco,
que subía de la sentina. Hamburgo, igual al puerto que había conocido, la ciudad hanseática del
pasado, le brindó el necesario reposo de un par de días en tierra mientras reacomodaba la
mentalidad al mundo alemán. Aquí estaba la ciudad orgullosa, todo el poder comercial de los Fugger
y los Welzer (Fúcares, Bélzares, decía él, acostumbrado ya a la jerga castellana de Santander). A
caballo siguió su viaje hasta Bremen, donde encontró a su madre, siempre acongojada por la muerte
del padre. No parecía que distara ya tanto tiempo, y él mismo sintió de nuevo el peso opresivo de la
ausencia definitiva; una noche en que se quedó solo en el amplio salón de la biblioteca, alcanzó a
tener el estremecimiento de su presencia. Le pareció escuchar los pasos lentos, la pausa en el umbral,
la entrada hacia el sillón favorito. Sintió que hablaba con él, que juntamente analizaban su viaje a
América. El viento liberal, decía el padre, se ha ido acabando, se va desvaneciendo, vamos poco a
poco de regreso al absolutismo. El águila bicéfala va a abrir sus alas sobre nosotros, y entonces,
Geo, no vas a tener otro remedio que ser amigo del poderoso, del Emperador, que si no lo eres te
enviaría a la tiniebla. En cambio allá puedes hacerte tu propio imperio, el dominio, el poder tuyo, sin
tener que adular a nadie, sin tener que estar de acuerdo con los que pueden disponer de tu suerte.
El silencio cayó, con las sombras, sobre la biblioteca. Oyó de nuevo los pasos que se
encaminaban hacia afuera. Sin darse cuenta, los velones se habían ido apagando, la biblioteca estaba
en sombras, sólo entraba por la ventana la débil claridad de la luna. Quiso moverse y algo lo detuvo.
No debía intentar forzar los refugios de la muerte. Él le había hablado, le había dicho que tenía
razón; y en verdad, lo comprobaba al hablar con las gentes amigas. El esplendor del amanecer liberal
de Europa se desvanecía, nada quedaba del sueño de libertad. Napoleón el Pequeño, la Unidad
Alemana, eran los fantasmas que se agitaban en las ciudades del mundo.
Y al desaparecer el amanecer liberal, se esfumaba la única esperanza de que se mejoraran las
condiciones de los obreros, de los asalariados. Un día la inconsciencia de la humanidad haría
necesaria su reivindicación. El amanecer liberal naufragaba entre las sombras de los imperios.
La presencia del padre le reveló que tenía razón. Debía recorrer sus antiguos tiempos, volver
sobre su vida de juventud, para encontrar quienes le acompañaran en su empresa, los mil alemanes
de cabezas rubias que abrirían la montaña, sembrarían las grandes plantaciones, trazarían los
caminos, construirían los castillos. Empezó a caminar por entre sus nostalgias, llamó a hombres
amigos, oyeron su llamado.
Trató de averiguar la suerte de Irina. Nada logró saber, salvo que se encontraba en el Sur, pero
nadie sabía si estaba en Múnich, o si de allí se había escapado a Viena, o apenas languidecía en
Dusseldorf; Geo esperó simplemente, y pronto recibió una carta de Colonia. Tomó la diligencia, que
a trancazos le llevó hasta allá, a verla de nuevo. El tiempo había sido cruel con ella. Todavía, sin
embargo, conservaba el atractivo de sus grandes ojos oscuros, pero como había seguido viviendo
con la familia de su marido después de la aventura de Geo y la dramática muerte del consorte en el
duelo, aquella gente, corta de alcances y falta de generosidad, la había hecho pagar sus culpas con
crueldad. Geo sintió que debía compensarla de ese tiempo, y se la llevó, también en diligencia, a
Viena, donde en el Hotel Bristol pasaron los más hermosos días de aquel otoño, en que el Prater era
dorado, el Danubio profundizaba sus aguas, y entre las hojas de los árboles y el esplendor del cielo
parecía que en aquella ciudad debía quedarse entera la vida. Cuando ya el invierno empezaba a
acortar los días y hacer sentir las inclemencias del frío, tuvieron que partir. Alcanzaron a regresar a
Praga, donde Geo se había detenido al huir. En el esplendor de la ciudad barroca ella debió sentir
cómo se terminaba aquella vida, cómo su espíritu se quedaría en las calles de la Mala Straná o en el
puente Carlos sobre el Vltava tumultoso de invierno. Allí decidieron que ella iría a Essen a vivir con
sus padres. Él le explicó con angustia que debía volver a América, a conseguir dinero. Le punzó un
mísero remordimiento al decirle la vaga mentira, y más aún cuando ella tuvo todavía la
magnificencia de prometerle que le esperaría siempre, aunque ya sabía que era el adiós definitivo. Le
pidió que volvieran a Viena, y allí se separarían. Geo aceptó, y el último día la acompañó hasta la
diligencia. De alguna parte venía un distante rumor musical. «Los Valses», murmuró ella. Geo asintió
y la vio subir. Los dos minutos de espera fueron muy largos, pero por fin el coche arrancó. En la
ventanilla se veía una mano, o un pañuelo, mientras la diligencia se hundía en la tarde gris. Geo se
encaminó al Hotel, antes de dirigirse a su último concierto vienés. Una etapa de su vida había
quedado definitivamente cancelada, y él lo había querido así. Como no había querido buscar en
Praga a María. Estas mujeres eran un hermoso pasado. Él quería vivir hacia adelante, en un
continente donde no reposaran sus muertos.
La despedida de la madre fue temblorosa. Temía no verle más. Geo, sin embargo, tenía la
seguridad de que al volver la vería, con su rostro rubicundo enmarcado en la plata de las canas,
rodeada de los trofeos innumerables que le había traído y que constituían su orgullo. Madre, madre,
cuando la veía, en el puerto del castillo, a la orilla de Weser, mientras él, al trote fino de la yegua, se
alejaba por entre la tarde invernal. Sentía, otra vez, el remordimiento de no pasar más tiempo con
ella y con Emil, el mozalbete hermano a quien había prometido llevar a América, el único que le
quedaba desde que su hermana Matilde muriera de parto del primer hijo, un año apenas antes del
viaje a América. Por ahora, solamente se llevaría al sobrino Lorent, hijo del primo Konrad. Lorent
viajaría a finales de julio, pues esperaría antes la llegada a Hamburgo de varios cuantiosos
cargamentos.
En el puerto, Lengerke, ya en la cubierta del “Emperador”, el barco alemán que le llevará a
destino, se vuelve hacia el muelle, donde está erguida la silueta del hermano, Emil, con su cabeza
rubia despeinada. En unos años, Emil tomará el rumbo de América, a compartir su fortuna. Siente un
impulso de ternura al verle tan joven, mientras la silueta se va haciendo distante y el barco navega a
toda vela, para emprender el mes de navegación a Santa Marta. Se inician las incomodidades: los
estrechos camarotes, la alimentación de conservas, la luz vacilante de las linternas nocturnas. El mar
poco a poco se va haciendo proceloso, irritable y áspero. Mar de invierno, mar nocturno, alta mar en
la cual, lanzados en la oscuridad líquida, ya bien atrás las costas de Inglaterra, las olas comienzan a
crecer en la noche, a barrer la cubierta, el temporal se desata, el viento silba en las jarcias, el rugido
del mar se hace violento como de un áspero monstruo; el barco gira sobre sí mismo, se eleva en la
cresta de las olas inmensas, cae en el abismo. Los pasajeros reunidos en el salón de popa están
trémulos, esperando el momento en que la cáscara de la nave se parta en dos, y los deje caer al fondo
del mar agitado. Un cura pálido, de hábito blanco, repasa las cuentas del rosario y empieza de pronto
a rezar la oración de los agonizantes. Se oye un crujido de todo el costillar, y retumba un golpe
violento sobre la cubierta. Se ha desgajado el palo de mesana, el barco desarbolado gira y gira, se
acerca la muerte ahora que navegamos sobre la Atlántida; la gigantesca fuerza del mar sacude el
corcho inerme, mientras todos esperan como si estuviesen ya a bordo del barco fantasma. En alta
mar, en plena mar, hacia la América para no llegar nunca. Tres monjas conturbadas se arrodillan al
lado del cura, se abre una puerta y entra el chorro de agua de una ola, mientras el cura termina:
“Jesús misericordioso, tened compasión de mí…” Pasan horas y horas de tempestad en el barco
ingobernable, sólo la prudencia puede salvarnos de la catástrofe. Un matrimonio inglés está sentado
en un extremo, se han tomado de las manos y rezan con las caras inmóviles. Los mercaderes de lana
que hacían tanto ruido al comienzo, están ahora desencajados y mudos. Lengerke siente una presión
sobre su brazo, y al volverse ve a la pasajera solitaria, la finlandesa que no tiene idioma conocido
para hablar con nadie en este barco, y de quien sólo se sabe que va hacia Buenos Aires. Tiene ella
una mirada suplicante, y Lengerke en medio de la angustia le sonríe, le toma la mano, la hace sentarse
a su lado. Hasta ahora, él ha permanecido silencioso y tranquilo, pero cuando ve el agua salada que
entra al salón, tiene conciencia de la muerte, del riesgo del más allá. Trata de rezar, avergonzado, y
descubre que no puede, que el Dios que le enseñaron cuando era niño es incomprensible y distante;
piensa en los campesinos de Santander, en la fe que ponen de corazón en un Cristo que tiene mucho
de dios indígena de antes de la conquista, y resuelve, para sí o en voz alta, después no lo sabrá ni la
finlandesa podrá decírselo, hacer un voto, una promesa a ese Cristo. ¿Cómo se llama? ¿Sí, el señor
del Barzal? Sí. Le promete traer una imagen en que esté representado, moreno y humano, a Girón, al
sitio donde ha levantado su hacienda. Será el Cristo de Vado Hondo, el Cristo de Corregidor, el
Señor de los Milagros de Girón. Apenas llegue, si llega con vida, pedirá la imagen a Italia, le hará la
capilla en la Mayoría de Vado Hondo. El pelirrojo se levanta; lanzado de un lado a otro por los
vaivenes increíbles del barco, se acerca a un ojo de buey y mira la noche. Ve que ya está comenzando
el día gris sobre el agua, después de treinta horas de tormenta, pero todo es incierto, no saben dónde
llegarán, nadie sabe si han podido controlar la embarcación; el capitán, los oficiales, los marineros,
no se han desprendido de sus puestos en medio del violento temporal. A su lado, le interrogan los
ojos de la pasajera. Él hace un gesto tranquilizador, pero el barco sigue lanzado de un punto a otro,
no se sabe dónde es el Norte, si el navío sin rumbo seguirá navegando eternamente por entre los
temporales que amenazan descuadernarlo, el agua entra, se ven ahora las olas que suben mucho más
altas que el barco, mientras sigue navegando su incertidumbre. Al fin, ya llegando de nuevo la noche,
la tormenta parece amainar, los rayos violentos caen sobre el agua y chisporrotean, hasta que de
improviso parece que la tempestad hubiera arrojado el barco fuera de ella misma, los pasajeros
sienten como si se hubiesen detenido, y una hora después se arriesgan a subir lentamente a cubierta, a
ver los destrozos del agua, y se encuentran con unos oficiales pálidos, fatigados, que se agarran a sus
puestos y empiezan a contar sus marinos, salvo el que cayó al agua al partirse el palo de mesana.
Lengerke piensa en su promesa, y desde Cartagena, apenas pisa tierra, envía la carta que ha escrito
pidiendo la imagen del señor del Barzal.
Cuando Geo baja del barco la finlandesa lo despide sin hablarle, tal como fueron los días y las
noches del romance iniciado en medio de la tempestad. Geo ni siquiera pudo saber el nombre; le
pareció, pero no podía asegurarlo, que no quiso decírselo. ¿Cuál sería el motivo de su viaje? Cuando
estaban acostados, la pasajera le hablaba en su extraña y ronca lengua, incomprensible y de hálitos
salvajes. Nadie sabía en el barco por qué viajaba; el nombre, decía el purser, era impronunciable.
Geo cedió, por fin, a la fascinación total de tener una aventura con una mujer que luego no podría
pronunciar su nombre, y de quien solamente guardaría la memoria de un cuerpo, de la presión de
unos labios. Nada más.
III
Hasta Bucaramanga, el abuelo siguió el viaje de Lengerke. Le vio llegar al puerto de Botijas, le
siguió por los tremedales, le vio luchar con las adversidades del pantano y de la roca, le vio
adaptarse, como un gato que ejerce sus siete vidas, a los peligros del trasmonte de la cordillera. Le
ayudaba casi a contar en silencio los bultos del prolífico equipaje. La sombra del abuelo cerró los
ojos indulgentes cuando Lengerke, urgido de la necesidad sexual, acometió a las mozas campesinas,
sin parar mientes ni en el sitio, ni siquiera en el recato. Esto complacía a los arrieros, que lograban
hacer la misma cosa. El abuelo presenció a escasos treinta metros, el gran riesgo de Lengerke ante
una piedra que se desprendió a su paso, y no lo aplastó por obra de centímetros. Los seis meses de
Europa, sin embargo, no mermaron las facultades físicas del hombre, determinado a ejercerlas en
forma total ante la adversidad de los elementos.
La travesía del Magdalena ha sido especialmente dura y difícil, con tórridos calores, con sequía
e inmovilidad. Pero al fin, superadas esas primeras jornadas, se abre el paisaje de Bucaramanga; el
abuelo piensa en los largos momentos de saludo, de conversación, de crónica de viaje, que Lengerke
tendrá que ofrecer para que a su vez también los hombres del Club descorran el velo de los últimos
sucesos políticos tal como se conocen a distancia, y sus empleados le rindan la minuciosa cuenta de
los negocios en su ausencia, que no parece haber disminuido, según se murmura, el ritmo anterior.
Los días de reorganización y de acomodo pasan rápidamente, don Geo tiene que pensar de
nuevo en las empresas que deben abrirse, debe volver a viajar. Después del viaje de Girón, la visita
a Vado Hondo que el abuelo presencia, desde su sombra distante, en la cual aparecen de nuevo las
guapas campesinas a rendirle homenaje, algunas de ellas (observa el abuelo) con la cintura
sospechosamente embarnecida, todas disputándose por estar cerca a él, por servirle mientras el
Príncipe se acomoda sobre la hamaca y realiza su escogencia cuidadosa, contentando a las otras con
una promesa que ellas ya saben que les cumplirá. Se demorará aquí unos pocos días, luego seguirá la
fiebre, buscando los sitios conocidos, visitando los nuevos, ojeando ahora cómo y dónde se
asentarán los alemanes que van a venir. Ya han empezado a llegar las cartas entusiastas de los que
preparan su viaje; llegan las de Emil, que espera con impaciencia su mayoría de edad para partir.
Como otras veces piensa Geo que es éste el momento de los grandes dioses, que será necesario
esperar la intuición, casi revelada, que le ha hecho en ocasiones decidirse, que de pronto en un
camino le ha detenido el paso en falso, o le ha evitado la flecha del indio, o le ha logrado recuperar
el rumbo. Tal como él concibe la inmigración, como la formación de un núcleo alrededor de un
símbolo de poder económico, sólo puede hacerse a un lugar de condiciones muy precisas. Y viaja
como un fantasma, a velocidades increíbles, reventando las bestias, estableciendo nuevas agencias
de compra, y a la vez con los ojos abiertos para desentrañar el secreto de esta tierra, que muchos
días es para él como la finlandesa, se entrega en silencio pero no revela su alma, su secreto.
A veces piensa que eso no va a lograrlo sino cuando al fin esté tan profundamente compenetrado
que toda su piel alemana se le haya caído. Se mesa con impaciencia el pelo rojo y explora el oráculo
de la botella de aguardiente, mientras los soles se queman en los crepúsculos silvestres, en las
soledades de las montañas, mirando cómo se extienden a lo lejos unas tras otras las serranías
incógnitas, todavía dominios del indígena que es familiar con la muerte que en ellas habita y persigue
implacablemente al blanco que las huella.
IV
El abuelo ve pasar la cabalgata de rubios tudescos, los ve rebasar las vegas de Girón y
comprometerse en el descenso hacia el Suárez. El grupo canta, van todos con las carabinas en
bandolera, con revólveres al cinto, y algunos con instrumentos musicales. Varios traen esas mujeres
altas, de largos huesos, de cabello pajizo, de nostálgico mirar azul. Pero los más se proveerán de lo
que da la tierra; no una sino muchas veces han corrido y correrán peligro por la mujer del prójimo.
Requiebran con galanura, con decisión, acostumbrados al asentimiento. Mejorará la raza, piensa el
abuelo con sonrisa burlona, recordando que el obispo de Pamplona comentó que si no son católicos
son buenos trabajadores, y que si no son castos embellecen la raza. ¡Cuántas criticas le valió al
prelado su afirmación en los grupos conservadores de Bucaramanga y El Socorro!
Su llegada fue la de los arribos de Alfinger o de Federmann, y también despertaron recelos
semejantes; la gente fue poco a poco acostumbrándose a mirar con menos prevención las costumbres
diferentes, pero siempre surgía la figura de los conquistadores, con yelmo reluciente, espadón de
combate y adarga vetusta, errando entre los árboles del bosque, vadeando los ríos, con el gesto
despótico oculto bajo la celada. Alfinger, Alfinger, como un exorcismo al extranjero. Los alemanes
de paz se vinculaban rápidamente con los poderosos, más dispuestos a tolerar; en tanto que el
pueblo, todavía, miraba con recelo a aquellas gentes altas y rubias, venidas de tan lejos, que sin
saberse cómo iban cambiando las ciudades, rompiendo horizontes para abrir nuevas perspectivas a
la dormida sociedad colonial.
La cabalgata, piensa el abuelo, existe desde siempre; desde cuando un hombre montó por
primera vez a caballo. Cabalgata de fiesta, cabalgata de conquista, cabalgata de luto. La humanidad
viene a caballo por siglos. Y esta cabalgata de alemanes es la misma que en el albor de la conquista
los trajo, trajo a Alfinger, trajo a Federmann, trajo a los discípulos de los Fugger y los Welzer. Spira,
Hutten, vinieron en la cabalgata mágica de centauros que veían los indios. El primer español o
alemán que desmontó del caballo rompió el encanto, pero al volver a montar, integrado de nuevo el
semidiós, pudo seguir la cabalgata milagrosa. Éstos que cantan y liban, y ríen y fornican, vienen en la
misma cabalgata, al montar a caballo entraron en la magia.
La cabalgata produce un soberano estruendo. Llegará a Zapatoca, donde ya Lengerke ha
establecido la casa de comercio. El ruidoso grupo bebe brandy, van poco a poco saliéndose de sus
cabales, el viaje se convierte en jolgorio, para desdicha de la posadera que recibe intranquila
semejante procesión. Por fortuna Lengerke es autoritario, y logra imponer líneas de conducta que
preserven la posada de la destrucción. Y es maravilloso que al amanecer y dar la voz de marcha no
haya uno solo que siga dormido; todos desfilan hacia sus cabalgaduras. Desenvuelven el día de
jornada, y entran a Zapatoca a las cinco de la tarde, cuando las gentes empiezan a buscar el descanso.
Lengerke los reúne en la gran casa de la plaza, y allí extienden colchones en el suelo de todas las
habitaciones, y reposan hasta la mañana siguiente, cuando el abuelo mira asombrado gente que sale
hacia todas partes, con contratos de venta, de arrendamiento, incluso un grupo que sale a desmontar
selva, a fundar más allá de San Vicente, en las cercanías del paraje por donde pasará un día el
camino que Lengerke ha comenzado a proyectar, el castillo que en Montebello empezará a construir.
Y la cabalgata seguirá por años sobre los caminos de Santander; la ciudad alemana crecerá
cuando estén arraigados, se conformará de nuevo; las calles de los pueblos serán calles de un
Bremen fantasma que seguirá alimentándose de la gente que la recuerde desde este lado del mar.
En la caravana se reúnen todos los que van llegando, los que ya están, los que se extienden hasta
los campos de tabaco de la lejana Ambalema, hasta los cafetales del Quindío, hasta las fecundas
soledades del Patía. La caravana irá de Bremen hasta Montebello, a través de los caminos, a través
del mar y de los sueños.
Llegaron los alemanes. Primero Rafael Lorent, el primo de Lengerke; después Strauch,
Nortenios, Clausen, Goelkel, Hansen, Hederich, en la caravana bulliciosa de conquistadores
pacíficos. Edificaban casas distintas, las decoraban con desnudos, traían de Europa frescas telas que
convertían en cortinas, en edredones, en sábanas voluptuosas; traían porcelanas, arcones y cristal. Al
principio pareció absurdo a todos que tuvieran que sacar una botella de brandy para hablar de
negocios; después en el Club era la regla de oro del buen comerciante. En las afuera existía una
casona, la quinta Dohnsen, cuyo propietario vivía sólo y había organizado un lugar de placer o coto
de caza, donde en las hora nocturnas, al son de músicas factuosas, se practicaban, según se
murmuraba, ritos mágicos en los cuales intervenían desnudas las mujeres de la alegre compañía que
los alemanes habían integrado. En esas reuniones se sabía que bebían los licores que importaban y
los que el país producía, y que “todos hacían el amor con todas”, según informaba en el atrio de la
iglesia una espantada devota, poseída del escándalo.
Los alemanes seguían llegando en la caravana continua. Unos se radicaban en Bucaramanga,
otros dirigían sus pasos hacia Zapatoca, San Gil, orientados por la visión experta de Lengerke; su
poder crecía, en poco tiempo Santander sería una de las regiones de más alto progreso. Soberbios
trabajadores, estos hombres. Algunos siguieron trabajando con Lengerke; otros se emanciparon y
fundaron sus propias factorías, las cuales conservaron profunda vinculación con el alemán, quien
nutría del sueño económico el sueño político de su imperio.
Los que llegaban después seguían la caravana, se dirigían a Santander, unos atraídos por el
propio Lengerke, otros por amigos y parientes. En diez años la cabalgata colmó las provincias del
Soto y del Socorro, de los hombres silenciosos y rubios que procreaban infatigablemente, regando
ojos azules y matas de pelo dorado sobre la población. Los alemanes estaban en Santander, como las
gotas de agua que van cayendo del filtro de piedra. Y se iban adhiriendo cada vez más, con
compañera, con hijos, con tierras, a la vida de la región. Lengerke contemplaba serenamente la
realización de su sueño, el paso de la continua caravana, de la cabalgata que venía de Bremen.
VI
Cabalgando hacia Bogotá pensaba Lengerke en la materia singular de los viajes. El viaje es la
tierra que se mueve; es el agua, el viajero va en ella y es la tierra que anda también. El viaje es la
vida que se disuelve en el comienzo de otro viaje, el de la muerte. El viaje es el camino. Los
caminos que no transita nadie están muertos.
Pero aún más, la materia del viaje es tan extraña que dos viajes por el mismo camino jamás son
iguales. Ninguno repite el anterior. En cada uno algún aspecto humano lo hace diferente. La mujer que
se cruza, el guerrero derrotado, el fraile peregrino. O es la naturaleza misma la que lo hace distinto:
el rayo repentino, la borrasca, el sol quemante, el animal salvaje. Hay hombres que habitan las
ciudades y que no lo comprenden; para ellos todo es igual, pero bajo esa apariencia pasa un mundo
con todas sus diversidades.
Alguna vez oyó a una prostituta el deseo de que el mundo entero pasara por entre sus piernas
abiertas; pensó entonces que era, fatalmente, el anhelo de un viaje, ese anhelo pánico, el mismo que
atenacea al viajero, al hombre para quien la vida solamente se comprende como una sucesión de
países, de mundos, de gentes, para el errabundo que no tiene almohada, y al sentir pasar así el
mundo, siente la misma voluptuosidad que expresaba la mujer. Eso no lo entienden las gentes
inmóviles, para quienes la vida recorre hasta la muerte la misma calle, y no sienten que el mundo
podría pasar por debajo de ellas.
El viaje se transforma en elemento de la vida; es olvido, es misterio. Tener las posaderas
encallecidas, como Bolívar: América a caballo. América es un camino, todo el mundo lo es.
Lengerke va y viene: Zapatoca, Bogotá, el Socorro, San Gil, Bucaramanga. La mitad de la vida
la pasa cabalgando, la otra mitad en las posadas circunstanciales. Desde que vino, su actividad sólo
se ha suspendido en el viaje a Europa. Establecida la casa de comercio, abrió la de Zapatoca,
comienzo del camino al Magdalena, que se iniciará cuando reconstruya el camino a San Vicente,
camino-puente, puente el mismo Lengerke.
El abuelo lo mira. Es fascinante la forma como va construyendo los tramos del imperio. Ahora
le han visto estudiando tierras de cultivo; se piensa que ése va a ser el próximo paso necesario para
establecer la cabeza, la capital.
Va a Bogotá, en su guerra del comercio, porque a pesar de que la organización federada da
grandes alas al gobierno regional, es indispensable cubrir el azar de las decisiones posibles del
poder central, obtener un beneplácito que aun sin eficacia práctica, le servirá de escudo contra
eventuales problemas. Importaciones, exportaciones, juegan como piezas de una estrategia que se
adentra en la complicada maraña de las relaciones gubernamentales. Cubrir riesgos, piensa, tal como
se lo explicó a sus amigos y socios la noche antes de partir de madrugada, en el viaje de largas
jornadas que le trae al caer de la tarde, ya al otro lado del río, a la posada de Aguabuena desde
donde puede mirar el crepúsculo violeta y la decoración de la sala, hecha por algún problemático
artista que intentó reproducir en pintura las formas de la Venus de Milo. (El letrero: «Benuz
Demilo»). Al lado campean un cromo del Corazón de Jesús, con la víscera expuesta, atravesada de
espaldas y devorada por una llama eterna, y la estampa de la muerte de Bolívar.
A la madrugada siguiente seguirá hacia la capital con los peones camineros; antes de llegar al
hotel tendrá cinco días más de jornadas.
El abuelo mira hacia la noche reciente, en la cual están refugiadas todas las noches de los
caminos reales, todos los cansancios de las posadas interminables.
VII
Mujeres y caminos tienen el poder de conducir a los hombres, de agotar sus fuerzas, de
acrecentar sus años. El abuelo contempla a Bogotá desde el camino del Puente del Común, por donde
acaba de pasar Lengerke. Lo imprevisto, el azar, juega mucho más en ellos de lo que imagina la
gente. ¿Hasta dónde puede decirse que un camino pasa por los mismos sitios, si los hombres y las
mujeres que transitan los transforman, actuando durante momentos como pequeños dioses?
El abuelo ve una mujer arrogante, que esconde detrás de su soberbia estampa recelos del
mundo, beligerancia contra todo aquello que le ha perseguido en su propia vida. A veces, cuando se
mira una persona, se puede predecir en sus rasgos, en su actitud, lo que va a ser de ella. Sigue
mirándola y no puede menos de conceder que tiene un atractivo especial, de esos que llevan a los
hombres a proceder contra sus propias convicciones. El abuelo medita en la historia de la mujer,
salida de los benignos climas de Sogamoso, de la estirpe del sol, venida a través de los fríos de
Tunja a Bogotá, donde entró por el puente de San Victorino ante la pasmada contemplación de los
indios absortos que recogían sus telas para desplegarlas en el mercado de mañana. Al andar todos la
perseguían con los ojos, analizaban expertamente las formas rebosantes en el traje excesivamente
ceñido. En pocos días tenía tras de sus vientos a todos los petimetres urbanos. Estaba, una noche, en
un baile de oficiales del ejército constitucional, cuando nació entre los pretendientes la buscada
disputa, en que los militares usaron a guisa de armas los instrumentos de la orquesta, mientras
Leocadia se evadía a llevar su cuerpo y sus bríos a las desoladas tierras del páramo, con un galán
teniente del ejército, triunfador en la pelea y metido ahora a contador de salinas; en aquellas
soledades Leocadia disfrutó durante tiempo de los arrestos varoniles del macho que había
secuestrado; pero pronto el cuerpo empezó a pedirle otra cosa, hasta que lo abandonó y se lanzó a
pescar en otros caminos suerte que más le conviniera; inclinada al ejército, volvió a Sogamoso,
donde sedujo a un bravo general que la llevó a sus tierras solitarias de los llanos para gozar de ella a
su placer; pero tal vez era Leocadia quien lo gozaba, y empezó a descreer de tantas desnudeces en
los morichales, del amor selvático en las cercanías del boa y del caimán, y un buen día desapareció
siguiendo un ejército de vivanderos que se dirigía al Sur. Nadie sabe cómo, mientras el General
intentaba suicidarse, como lo había intentado antes el teniente-contador, la Leocadia enrumbaba de
nuevo a Bogotá, donde llegó con unas cuantas monedas de oro en el seno y dos intentos de suicidio
en el prestigio, no ya esta vez a las chozas pajizas de las putas que la refugiaron en su primera
entrada, sino a una de las posadas elegantes en el centro de la ciudad.
Todavía se resienten sus manos y sus trajes de la antigua tosquedad de la vivandera, pero ahora
está más atractiva; lo que ve el común de la gente, que son las tetas memorables, es mejor que lo de
muchas señoras, la cara y la boca ponen en angustia a los seminaristas, no usa afeites, tiene la tez de
los veinte años sin que sobre ella hayan pasado los días, tiene el apetito permanente escociéndose en
el cuerpo, y un buen día, paseándose por los corredores contempla la llegada de un hombre alto, de
pelambre alazana, brioso como una bestia y vigoroso como un santo, que se desmonta de un caballo
del color de su pelo y hace sonar las espuelas sobre los ladrillos de la entrada. La Leocadia, desde
ese momento, no tiene alternativa distinta de la de seguir tras la huella del hombre y meterse en su
cama desde la misma noche, y empieza a conocer cómo los alemanes no son fríos, o por lo menos el
señor Geo von Lengerke tiene más ardores que todos los oficiales del ejército constitucional, y
además sus pasos por París le han enseñado más finas maneras para hacer el amor, y más
prolongadas y mejores; y la Leocadia, a la cual él llama socarronamente “La Estrella del Norte”, en
su español demasiado preciso, no puede evitar enamorarse, sin saber primero qué es lo que pasa;
hacen paseos juntos, el señor Lengerke divide su tiempo entre las gestiones de gobierno de sus
exportaciones y la cama con Leocadia, la lleva a Serrezuela y a las salinas, que a ella le traen los
fantasmas de su teniente-contador, y al Puente del Común, y sobre todo al Tequendama, donde
Leocadia se embelesa contemplando la blancura, los arcoíris, la vegetación mojada, y oyendo –
sintiendo en el útero– el estruendo de la cascada que rueda como un espasmo inmenso sobre los
montes abiertos.
Un día se despierta cuando ya el alemán ha dejado el lecho, oye ruidos de acémilas y al
asomarse a la ventana lo ve dirigiendo la organización de la caravana; sube al aposento y le explica
que debe partir; la quiere, le tiene ternura, la invita a ir a verlo a sus posesiones de Santander. La
espera en Bucaramanga, donde estará dentro de dos meses, y donde los alemanes que ha venido
importando constituyen un grupo social importante. La Estrella del Norte lo mira a través de las
lágrimas, le promete viajar, y se asoma al balcón a despedirlo, con su camisa transparente y flotante
que causa el escándalo
de las vecinas y el entusiasmo de los vecinos.
Dos meses más tarde, Leocadia se pone en camino. Su séquito de arrieros y peones la lleva
hasta Soatá, en un placentero viaje a través de las tierras boyacenses de su niñez. Pero en Soatá,
desde donde arranca el camino de los españoles hacia el Socorro, se hace más dura la jornada, los
descansos escasos, las posadas infrecuentes. Las cabalgaduras son ahora las mulas baquianas, que
van subiendo y bajando, resbalando por las lajas de los caminos centenarios. Al terminar una subida
se llega a una sucesión de lomas como pechos que se prolongan en el horizonte, cubiertas de un verde
tímido y un morado distante con el cual el cielo parece ponerse de acuerdo. O bien hay una sucesión
de rocas que descienden hacia el fondo de la hoya del Saravita, o suben hacia el llano de Mogotes, o
bordean el Hoyo de los Pájaros; superado el llano de Mogotes, aparece, al lado del camino real
bordeado de árboles, la antigua Posada de los Pájaros, a donde a las tres de la tarde llega la
caravana de Leocadia, al tiempo con un jinete solitario acompañado solamente por el peón de
estribo. Leocadia desciende, entra a la Posada, y encuentra que el solo dormitorio es un inmenso
salón, en uno de cuyos extremos hace depositar unas mantas. Pero es temprano y sale a respirar el
aire de la tarde, y se encuentra de pronto con el jinete que desciende, que es un joven rubio, también
dueño de apellido alemán, Nortenios, quien se presenta respetuosamente; pasean en la tarde por el
paisaje de lomas infinitas, y de pronto Leocadia descubre que esas lomas están trepadas encima de
otra montaña. El joven es atractivo para Leocadia que está andando ya cerca de los treinta, y ella ve
claramente que él admira su porte agresivo, al cual ya ella trata de darle toques de refinamiento con
las sedas y los perfumes de Lengerke. Recuerda al hombre alazán y tiene un estremecimiento que se
parece al amor, y piensa en la cita de Bucaramanga, pero faltan quince días, y se da cuenta de que
con una simple sonrisa el joven perecerá, y la emite deliberadamente. Pone su mano en el brazo de
él, y lo siente temblar. Piensa en los suicidios frustrados de sus antiguos amantes, y por un momento
los deplora porque no supieron hacerla verdadera heroína. Regresan lentamente a la posada, y ella
siente la necesidad de recogerse un momento para sus necesidades naturales, cuyo único sitio está en
medio de la raída arboleda cercana. Cuando está aún con las faldas levantadas sobre el rocío que ha
dejado en la hierba, siente pasos, y es el muchacho que con la cara encendida se lanza sobre ella y la
besa furiosamente, y sus manos no dejan bajarse la falda. Ella mira hacia la posada y nota que
pueden verlos, y le murmura que espere; recobrada toda su dignidad, con las faldas de amazona en su
puesto, va a tomar la cena en el comedor pintado de flores toscas, entre las cuales hay caras de
ángeles dibujadas de prisa y en un rincón alguien ha tratado de completar el cuadro con la muerte de
Atala, sobre la cual se inclina con una patética expresión de dolor, un viejo Chactas cuya cara
recuerda la del doctor Murillo Toro. El mozo se sienta a su lado, y a ambos los invade el bienestar
del crepúsculo violeta, y los dos se asoman a la puerta y ven cómo se deslíen las últimas luces de la
tarde en el fondo del valle. El posadero ha encendido un candil para que los huéspedes se acomoden.
Junto a ellos hay dos frailes franciscanos que rezan el rosario, una señora gorda y cansada que
suspira intermitentemente, un oficial del ejército constitucional que va hacia Bogotá. Poco a poco
todos se recuestan en sus mantas y ponen la cabeza en las sillas de montar. Nortenios se reclina al
lado de Leocadia, y siguen hablando en voz baja, hasta que el posadero apaga el candil y entra con
toda su fuerza la noche de la montaña. Siguen hablando, pero alguien chista, y todo queda en un
silencio de respiraciones acompasadas y ronquidos. Ella se acomoda para mirar el cielo lleno de
estrellas, y siente la mano de Nortenios que empieza a andar entre sus ropas, las levanta, y empieza a
elaborar una paciente caricia hasta que la Estrella del Norte exasperada de deseo no puede más y
busca también el sexo del hombre. La noche avanza, las estrellas parecen moverse, y el hombre
monta a la mujer que suspira feliz y nada importa, mientras la pareja trenzada copula entre los
ronquidos nocturnos, el olor acre de los aperos de montar, la luz de las estrellas sobre las lomas
infinitas. Cuando llega el orgasmo y ella lanza sin poderlo evitar un gemido encelado, se confunde
con la voz de uno de los frailes que abstraído de todo murmura su segundo rosario.
A la mañana siguiente continúan juntos el viaje que se prolonga por días de sed, de árboles
secos y de piedras, de espinos inclinados sobre el camino real, de noches deleitosas de coitos
interminables. De posada en posada por los caminos ásperos se van aproximando al final de su viaje,
donde se separan, ella a la posada donde la espera Lengerke, él a la casa de su padre. Nortenios le
ha jurado que se casa con ella, que la lleva consigo. La mujer titubea, Lengerke la espera, ella siente
que a pesar de estos días sigue amándolo. Él la recibe de pie en la puerta de la posada, le hace un
signo indicándole que todo, Bucaramanga, Santander, es suyo, la hace descender y la lleva a su
cuarto, y esa misma noche la conduce a la gran fiesta de los alemanes en una casona de las afueras. Y
allí están todos con sus queridas, consumiendo grandes tragos de brandy, y a la altura de la
medianoche están todos ebrios, uno de ellos desnuda a una mujer, y pronto la única que queda vestida
es la Estrella del Norte; y Lengerke se ríe, y le deshace el lazo del vestido, y ella, fieramente, con los
humos del licor, se arranca las ropas y trepa a una mesa y baila dando vueltas para que todos miren
sus pechos y el triángulo negro del sexo; canta «La Libertadora», y todos la corean, cuando aparece
en la puerta, pálido, Nortenios y ella suspende la danza, e inconscientemente pone sus manos para
ocultar el vientre. Nortenios la mira, mira a Lengerke, y sale.
A la mañana siguiente, Leocadia, apesadumbrada, sabe que Nortenios ha salido hacia el
Magdalena a tomar en Puerto Santander el primer barco que pase hacia la costa; un rato después, en
brazos de Lengerke, llenos de experiencia, olvida tranquilamente.
La Estrella seguía siendo una reina pagana, propiedad de Lengerke; en el contacto con el círculo
cerrado, iba perdiendo la arisca rudeza. Un día, le llegó una carta desesperada que le escribía
Nortenios de París, en la cual anunciaba su suicidio. No la había podido olvidar, la necesitaba,
recordaba el viaje maravilloso, había tratado de olvidar en Roma, en Londres, en París, en
Hamburgo. Se iba a la orilla del mar, a quemarlo todo y morir. Y ciertamente, así lo hizo. Sin que
nadie alcanzara a detenerlo, en el mismo salón de juego del casino, se dio un pistoletazo en el
cráneo, según lo comunicó el cónsul de Colombia en Marsella, y lo ratificó el cónsul general
británico, un Mr. Mark, discreto pintor aficionado, quien había estado antes en Bogotá y era amigo
del padre de Nortenios.
No se sabe si por dolor o por remordimiento, la Estrella desapareció de Bucaramanga. Ya
Lengerke se interesaba poco en ella, y su partida sólo tuvo las ondas de la caída de la piedra en el
agua. El último rastro de su esplendor, fue el de la noche del estreno en Bogotá de Lucía de
Lammermoor, cuando, ya iniciado el primer acto, se abrió la puerta de un palco, y entró la Estrella,
sola, pulida y elegante, mientras todos se preguntaban quién era la espléndida mujer. Al salir, sola,
del Coliseo, se cerró la comunicación de su vida con Lengerke.
VIII
Las piedras que caen en los aljibes; los ladrillos roñosos y llenos de verdín que los circundan;
el musgo que trepa por las tapias semiderruidas; la acequia que recoge la vida por la mitad de la
calle; los cuartos de los aperos de montar, las gotas de cera en el piso de la iglesia, las cortinas
haraposas de la última casa del vecindario, el trono de las letrinas, las plumas del gallo capón. Esta
es la oración del idiota Vicente, el «bobo» de las casas, que las recorre con su atónita mansedumbre
llenando los quehaceres que desdeñan los criados, colindando con los cerdos y las gallinas, con las
vacas recién paridas y los pradillos en las pesebreras. Vicente tiene diez años, o cincuenta, o cien;
tiene todas las edades y no tiene ninguna. No pueden escrutarse en sus ojos maliciosos ni en su mente
gris, ni en sus arrugas ni en sus manos callosas. Tiene entendimiento suficiente para comprender las
órdenes, cumplirlas, recordar, agradecer y odiar. Va a misa por las mañanas, se arrodilla, y a veces,
se prosterna, pone los brazos como aspas en cruz, a cambio de la bendición del cura ayuda a barrer
la iglesia, y a veces recibe en la sacristía un trago de vino que lo pone exultante. La gente de
Zapatoca lo quiere; en general no le maltratan, y les es necesario, indispensable, ya sea para traer el
agua de la quebrada del Uchuval, o para llevar basura a sitios distantes. A veces emprende, y no se
sabe por qué, el camino de Betulia, a mirar las imágenes de la iglesia, tan sorprendentemente
vestidas. A Lengerke le ha tomado afecto. Cuando está en Zapatoca, va a servir a su casa, y duerme
allí mismo, como un niño deforme, en el suelo a la puerta del señor; por esos días no va a dormir a la
choza de su madre, sobre el jergón mugroso. A veces desaparece, con un cabo de vela y una cuerda.
Dicen que se va a la Cueva del Nitro, el palacio de estalactitas que nadie sabe dónde termina, y se
pasa allá uno o dos días, hasta que se le acaba la provisión de velas, mirando las columnas
fantásticas y los pozos, gritando para oír la respuesta del eco lejano. En las guerras civiles su suerte
ha sido dura, le ha tocado servir siempre al Gobierno y a la Revolución, ambas cosas y siempre de
balde; sólo por las noches recibe la comida en las casas amigas. Desde las cuatro de la mañana está
en pie trabajando. Parece que su vida no fuera otra cosa. A veces detiene el trabajo y saca del
bolsillo una canica de cristal, o un clavo dorado, o el cortaplumas que le dio Lengerke. Lleva
siempre un sucio sombrero de nacuma, pero en una ocasión en que Lengerke ordenó tirar a la basura
sus sombreros ya usados, estuvo pavoneándose por largos días, hasta que el sol y la lluvia se lo
destruyeron, con un elegante sombrero de copa de la casa Lock, que le daba un aire doloroso y
dramático. Es humilde, a veces exigente de cariño; reclama su regalo a Lengerke cuando éste llega, y
cuando no le satisface gruñe en voz baja en un rincón: «Carajo: ¿Qué hace Geo con toda la plata que
gana?»
Hoy se presenta con un pantalón de «cuero de diablo», camisa rosada, ancho cinturón y jipa, y
en el brazo una ruana delgada. Lengerke le ha dicho que viaja, y viene a acompañarlo. De nada vale
decirle que se quede, darle argumentos para disuadirlo; él irá. Por fin, el alemán cede, sin poder
hacer más, y se ponen en camino, a la cabeza del cortejo.
—Bueno, Vicente, si quieres me acompañarás hasta la cabuya del Suárez. El paso es tortuoso y
difícil. Cuando terminemos el puente, va a ser otra cosa. La cabuya es traicionera. Agárrate bien de
la baticola; a veces me parece que no vas a resistir. El camino es largo, y cuando la mula pueda
andar más rápido tendrás que trotar como trotas por las calles del pueblo detrás de la burra, llevando
los odres del agua. Pero no te disgusta. Me incomoda a veces tu manera de quedarte mirándome. ¿Ves
algo raro en mi cabello rojo? Si, lo traje de Alemania; allá hay algunos como yo, pero son más,
muchos más los de pelo amarillo. El pelirrojo es, en todas partes, excepcional, hace parte de una
minoría como los judíos, como los esclavos negros. Pero aquí me siento mejor, porque los caballos
alazanes me dan una indiscutible sensación de hermandad. Yo quiero los caballos, Vicente. Lo que
pasa es que en estos caminos es imposible andar a caballo sin quebrarse el pescuezo. Son mejores
estas mulas, que son tan seguras, que tienen el casco tan fino que yo muchas veces hago lo que los
señores bogotanos cuando viajan a tierra caliente: con las manos sobre la ruana blanca, me pongo a
leer, otras veces medito, o contemplo el paisaje. Este paisaje yermo, que a muchos les parece
desabrido pero que para mí está lleno de una poesía severa, escueta, tal como es esta gente. Las
explosiones románticas aquí van calibradas, Vicente. Tú mismo sólo estallas en las procesiones, o
cuando estás trabajando en una casa y te demoran el almuerzo. Alguien me contaba que protestas
cantando un poema. E incluso me dijeron cuál era. Ya ves, siendo yo alemán, que habla el idioma
casi como tú, me aprendí tu poema dedicado a la comida. ¿Cómo es?
A ver la arepa,
Ah, carajo,
ya tan tarde
y ni un sorbo de aguasal.
Y cuando se lo dan a uno,
es la lavadura de los platos...
Todo se ingenian para comer, Vicente. Los que lo tienen asegurado, empiezan a inventar cosas
nuevas para ganar más dinero. Yo vine aquí al exilio, a buscar un refugio para evitar una condena a
muerte. Ya estoy perdonado, volví a Alemania y sin embargo regresé, me quedo. Soy seco como ellos
y no quisiera ser de otra manera. Dejo que las cosas hiervan por dentro, que se precipiten como
torrente. Mira, Vicente, ya con esta son dos guerras civiles que he vivido aquí. Habría querido
participar en cualquiera de los bandos, por el placer de la guerra, porque aparentemente no tengo en
mí las rivalidades que los fraccionan o las tengo todas, de uno a otro lado, como en el “Fausto” de
Goethe, que leí en el camino a San Gil. “Hay viviendo dos almas en mi pecho”. Seguramente. Me
gusta más que el Wether, porque es mejor venderle el alma al diablo que regalársela con un
suicidio… ¿Tú qué piensas? Me contaban que en una de las guerras quisieron hacerte pelear y te
dieron un fusil para que te fueras a matar liberales, y que tiraste el fusil al río y te devolviste. Tú
trabajas de sol a sol, deshierbas los solares de las casonas antiguas, limpias las pesebreras, traes el
agua y recibes un jornal y comida, que a veces te dan tarde. También yo trabajo, Vicente. Hasta hace
poco me mirabas con desconfianza como recién llegado. Pero ahora la compañía tuya me da a
entender que estoy radicado en el pueblo. Hay gente que no entiende cómo me vine, cuando estaba
viviendo en Bucaramanga con un comercio propio, con mis empleados alemanes. No es tan fácil,
vivir aquí, y allá. Pero pasé por aquí y vi que había mucho por hacer. Aquí los caminos duermen
entre las rocas, o debajo de la selva. Hay que sacarlos a la luz. Por eso quiero más bien estar aquí,
con este cielo limpio, que en una Europa que no sabe hacia dónde va; y las mujeres que recojo aquí
son más puras, más cercanas a lo elemental, que las que tienen ocultas las piernas y hay que
descubrírselas entre encajes y sedas; perpetuando un gesto de todos hasta el cansancio. Prefiero esto,
prefiero la mujer salvaje que se defiende con las uñas o se entrega simplemente para tocar la
cabellera roja.
Mira, Vicente, aquí en Zapatoca ya dicen lo mismo que en Bucaramanga, que me he frustrado
por el amor de una mujer, por el cual quisieron matarme. Sé que dicen que era una Princesa cuyo
padre jamás quiso admitirme. Es hermoso, y nunca nadie oirá mi desmentido, nadie sabrá tampoco si
fue verdad, nadie podrá hacer otra cosa que repetir una historia romántica. Si lo hubo, si no lo hubo,
es parte del pasado que eché en un saco con una piedra al fondo del mar. Nadie sabrá, soy un hombre
solo que busca el amor fresco y pasajero, con una leyenda detrás que no destruiré nunca. Seguiré
siendo el hombre misterioso, venido de lejos, con un pasado enigmático cuyo velo jamás va a
descorrerse. Empecé a vivir en el vapor que luchaba con el Magdalena, en el champán con aquella
francesa que venía a Bogotá y se perdió sin que supiera nunca más de ella. Viví cuando tuvimos
cerca los caimanes. La vida está suspendida de un hilo, Vicente, nadie puede hacer nada para
cambiar su destino, pero la vida es hermosa, vale la pena de luchar con ella. Y he vuelto a vivir
cuando me he visto mezclado en las guerras, entre los uniformes, en las huidas desesperadas, en las
noches del vivac de campaña. Pienso en las guerras libertadoras, en la audacia de su recorrido de
punta a punta del mundo americano; vivo entre Europa y América, Vicente: dejé a Europa, renegué de
ella y sin embargo la llevo en la sangre, hay algo que responde siempre. Pero América es más fuerte,
es más viva, es más la vida, por eso no puedo irme, por eso me rodeo de las cosas que me recuerdan
a Alemania, por eso hice a Montebello, por eso hago los caminos, para unirlo todo, para establecer
la comunicación entre las cosas que amo. Mi madre sabe que no volveré a quedarme. Sabe que voy a
verla, me mira con sus ojos claros que ven más allá de uno mismo; no es una mujer expresiva, es
seca, pero en el fondo de esa dureza hay ternura. Para ella fue muy duro que yo viajara. Ahora voy a
verla cada dos años; le llevo pieles, sombreros, flechas de los indios, tabaco para hacer su rapé. Mi
madre, Vicente, se llama Bettina, como la amante de Goethe. Me escribe todos los meses cartas que
tardan tres, cuatro meses en llegar. Yo también le escribo. Una vez le propuse que
se viniera a vivir conmigo aquí, le describí esta tierra, le conté de los alemanes que he traído.
Me dijo:
—No, Geo, estoy vieja para salir de mi casa. El mar me intimida, y el trópico también. Al
decirlo miraba las flechas indígenas cruzadas sobre la chimenea. —Además —agregó—, mi misión
es permanecer aquí para hacerte volver a Europa, para que pienses en regresar, para que tengas un
hogar en tu patria. Y tiene razón; si ella no estuviera, yo pensaría mucho menos en volver, porque el
día en que muera, la casa se acabará, todo pasará a manos distintas. Vicente, tu madre vive todavía,
lo sé. Sé que es lo único que te hace brotar un destello de inteligencia. Por eso, si me entendieras, me
comprenderías.
Esta tierra es distinta de todas, de todo lo que yo he visto y recorrido. Distinta, Vicente. Por eso
mismo seguramente agarra tanto; recuerdo cuando llegué por primera vez a Bogotá, con todas las
dificultades del viaje, y me vine después hacia Santander. En la posada de Soatá, me encontré con
aquel caballero que iba hacia Europa. Nunca pude recordar su nombre, pero sí recuerdo nuestra
conversación, sentados frente a la casa, en las sillas de vaqueta. Sé que era persona distinguida e
importante, con un papel político de mucha trascendencia. Desengañado de la política del país,
aspiraba a un descanso melancólico. «Viene usted aquí —me dijo en un francés perfecto; yo
hablaba entonces poco español— en condiciones mejores que las que yo llevo para ir a su viejo
continente. Yo llevo desengaño: usted trae ilusiones, porque es joven y animoso. Mientras esté aquí,
como es fatal en la vida, usted irá perdiendo sus sueños, pero cada ilusión destruida le arraigará más.
Usted no tiene ahora muertos en Colombia, pero sus ilusiones muertas le arraigarán lo mismo. Se irá
entonces, y querrá regresar. Es lo que pasa con estos países jóvenes, en que todo está por realizar.
Sucumbirá usted a la tentación, y sin dejar de ser alemán será colombiano».
Nunca he olvidado esas palabras, y he comprobado que son ciertas. Y recuerdo mucho a ese
caballero triste que viajaba, tal vez a morir en Europa. Era de Santander. Me habló esa tarde con
profundo entusiasmo de esta región que yo venía a buscar. Allí, me dijo, está el porvenir industrial
del país. Lo que se necesita es abrir caminos, superar las viejas rutas de los españoles, comunicar a
la gente. Y descubrir todas las posibilidades de la tierra. Váyase allá, donde tendrá éxito. Me vine
entonces a recorrer la región, y me quedé en Bucaramanga y en Girón. Y ahora, Vicente, en tu tierra.
Tengo amigos aquí. Mis amigos más íntimos son talvez colombianos. Tú los ves, andas con ellos, les
trabajas para sus casas. Es curioso que viviendo circunscritos a su tierra, sin embargo, tengan miras
tan abiertas. Debe ser la independencia, todo lo que hubo que superar al salir de la dominación
hispana. Salvo Anselmo, los demás no han salido del país, y casi que ni de Santander. Es la aventura
que no todos quieren tentar. Yo hablo con ellos, me sorprendo de las cosas que conocen, de la manera
como piensan. Sí, Vicente. Cuidado, vamos a apurar un poco el paso. Ya se ve la hondonada del río.
Hasta aquí me vas a acompañar, yo veré con quien te devuelves. Los arrieros nos tomaron la
delantera, deben estar esperándonos.
Llegan a la orilla del río. Lengerke desciende para tomar la complicada “cabuya” con la cual se
atraviesa el Suárez. Se vuelve hacia Vicente, le deja unas monedas, y se pone su ruana blanco y el
sombrero alón.
—Hasta pronto, Vicente. Te vas con esos señores— le dice mostrándole un grupo de arrieros
que pasan saludando.
El idiota lo mira, no sabe qué hacer para expresarle su agradecimiento, su admiración; hasta
pronto. En el cerebro del idiota hay una chispa de luz: lo sagrado. Se arrodilla, le besa solemnemente
la mano, y dice:
—Bendición.
Lengerke le pone la mano sobre la cabeza, el idiota lo mira y le dice a los arrieros que lo
rodean para llevarlo de regreso:
—¡Bonito! ¡Bonito para Obispo!
Ha dicho el máximo. El talante de Lengerke, la blanca ruana, el sombrero, le han recordado a
Vicente la visita pastoral del Obispo entre dos revoluciones. El idiota ha venido por el camino
oyendo el monólogo del extranjero, parecido a un rezo, a una salmodia. Comenzando el camino de
retorno, ve que la cabuya se pone en movimiento llevando suspendido al alemán, mientras los
arrieros conducen las bestias a nado. Vicente pone la mano sobre la grupa de una de las mulas y
mueve la cabeza afirmativamente, mientras murmura de nuevo:
—¡Obispo! ¡Obispo!—
CUATRO
Cuando dijo que Santander necesitaba caminos, la gente se le dividió. Unos, porque pensaron
que los españoles ya habían hecho todo, que el problema era de simple conservación, otros porque
pensaban qué diablos tenía que hacer un comerciante como él con los caminos que son labores de
ingeniería. Él se rió y dijo que había soñado los caminos, que eran como rayas de tigre, como nuevas
rayas que se le iban sumando a su piel, y que por alguna razón misteriosa él sentía cómo era eso de
los caminos, y el impulso de abrirlos, los veía antes de trazarlos, los oteaba en la selva, sabia de
alguna manera por dónde debían orientarse sus rayas.
No lo decía claramente, pero se entendía que todo el sistema nervioso de los caminos iba a
tener un cerebro, estratégicamente colocado, en su memorable proyecto de construir a Montebello, la
edificación de la gran Pirámide. Nunca en la región se habían movilizado tantos materiales de
regiones distintas; jamás se habían escogido tan amorosamente las maderas, nunca se habían traído
distantes piezas de mármoles de Italia; jamás el brillo de las cerraduras había resplandecido tanto
cuando surgían de los cajones de mercancía.
Él mismo diseñó la casa, con un constructor experto de la región. Se cavaron anchos y
profundos cimientos, se empezaron a construir gigantescas paredes. Nunca tampoco se habían
empleado allí tantos obreros, porque no solamente estaban los que excavaban y los que erigían los
anchísimos muros, a la manera española, sino también los que despejaban de monte la considerable
área que en derredor de la casa formaría los jardines rodeados de muros y el área del poblado feudal
que Lengerke había concebido en torno a la casona de la hacienda.
Alternaba la dirección de los trabajos con las continuas batallas de los caminos y el comercio.
En cada uno de sus viajes la casa crecía, iba tomando la orgullosa forma, a su propia semejanza. Iban
y venían grupos de jinetes a mirar su progreso. El edificio consolidaba la región, se erigía, en
verdad, como centro necesario, como señal de punto de partida, como cruce de caminos.
De Montebello hacia el Magdalena se abría el futuro. Nunca el gran dominio estaría terminado;
un día se estarían levantando las grandes pesebreras, otro los muros blancos del trapiche, las
canalizaciones del agua, las grandes corralejas.
Dijo un día que le parecía estar construyéndolo dentro de él mismo, pero todos sabían que al
construirlo copiaba lo que estaba dentro de él.
Pasaba largos días en los cuales tomaba el más tardío oficio de peón para desarrollar una tarea
vigorosa, en la cual su propio sudor iba amasando, también, las paredes tales como las había
concebido. La casa grande, con la mirada hacia abajo, a las profundidades de la hondonada, los
caminos a lo lejos, y allá en la altura, perdidas en las nubes, las cumbres distantes de las serranías.
El Castillo, llamaban a Montebello las gentes. Ya sobre las paredes blancas comenzaban a trepar las
enredaderas, las buganvillas voluptuosas, los distantes resucitados del jardín. Un sombrío de los
árboles conservados alrededor de la construcción le daba frescura apacible en el medio del tórrido
clima. A lo lejos parecía en verdad un castillo soberbio, en torno al cual se iban recogiendo las
ovejas de las casas del pueblo, concebido para rodear apaciblemente la casa prócer del héroe, del
príncipe.
Como todas, la casa construida iba poco a poco poblándose. No solamente de objetos, sino de
presencias que no la dejarían, que le darían su extraña fisonomía de palacio trasplantado, de exótica
planta de invernadero. Lengerke miraba crecer su fábrica con íntimo orgullo, con la más alta
complacencia depositada en aquellos muros, límite con la selva y el agua, que fluían normalmente.
Era como ponerle una capital a la vida. Y era, también, su lazo con el mundo, su puente para dejar
Alemania, tan exótico allí como acá, como uno de esos hijos en que algo indefinible mezcla los
rostros de padre y madre.
Allí estaba el palacio del barón feudal, el alarde gótico más puro en la selva barroca que
prolongaba el río. Allí se le construía minuciosamente, y ya sus aposentos y galerías, sus ventanales,
escalinatas y corredores, parecían prepararse para las presencias femeninas, para los ruidos de la
guerra, para el ritmo asordinado de las caravanas.
II
En la selva del río, todo es verde. Aquí en la cima, es rojizo y violeta, es azul como las olas
distantes de un mar. Aquí desaparece la llanura, parece como si alguien hubiera arrugado la tierra.
Las montañas desnudas, cabras, espinos y hierba pobre, abren entre sí los profundos abismos. La
selva libertina, la montaña ascética. En la montaña, el paisaje queda detrás del hombre, y sin
embargo no hay un sitio que pueda contenerse en un cuadro. Allá en el fondo, mil metros más abajo,
el río se retuerce contra los peñascos, se vuelve espuma blanca. Ya no quedan cóndores, escasamente
el par que revolotea sobre las cimas altas, y que habita, dicen, cerca al nevado. Los caminos aquí
trepan para encontrar, a la vuelta de un pico escarpado, las lomas suaves que se deslizan hacia la otra
pendiente. Para vivir aquí es necesario saber agarrarse a la piedra, saber deslizarse para descender.
Los cerros están cortados a pico, desde arriba se ven sus anfractuosidades agresivas. Así es
aquí la gente, así de dura, así de sometida al peligro que empiezan a conocer en el primer desliz del
pie sobre la senda de la cuchilla. Esta es la Serranía de la Paz. Desde ella puede verse el violento
esfuerzo de la Cordillera de los Cobardes, que parece perseguida por los Lloriquíes. Yariguíes,
decíamos. Más allá de La Paz está otra vez el verde, otra vez, como en los viejos tiempos, como en
la horda de los conquistadores. Llegar allá, como llegar aquí, mata hombres. Viendo pasar los
caminos reales de los españoles, se ve por dónde deben empezar los caminos de la república, desde
estas islas y esta soledad, hacia el río, hacia el mar. Abrir caminos; vendrán hombres que los abrirán.
Parece absurdo que esta cordillera los necesite, pero aquí descansa el hombre del calor del fuego de
la selva, la vida discurre con menos esfuerzo. Y es también donde se forjan las guerras, donde
ocurren los pronunciamientos, donde sucede la rebelión, donde se atrincheran los que huyen. No está
tan lejos el páramo de Pisba, que Bolívar atravesó con sus tropas antes de Boyacá. Desde lo más alto
alcanza a verse en la lejanía la Sierra Nevada del Cocuy. Del otro lado, saltando sobre la Serranía
de La Paz, las ciénagas inmensas, la banda del Magdalena. Allí crece la selva, con su mundo animal
de aves y reptiles, con sus árboles muertos que alimentan los árboles vivos, con el viento que pasa
rasando las puntas de los cerros y se consume en el hondo.
Aquí debe abrirse el camino. De Zapatoca a San Vicente baja la senda centenaria que sube y
baja las sierras, que por la Cuchilla del Ramo baja, en peldaños de piedra y de barro, hasta la
olvidada San Vicente, donde la gente lucha y se defiende con el máximo esfuerzo, para arrancar al
tórrido suelo cuanto se puede dar. Al borde de los ríos, entre los tremedales, en la selva donde
acechan los indios, habrá que recorrer, paso a paso, la senda que abrirá la comunicación de la
provincia con el Magdalena, con Barrancabermeja —Puerto Santander—, el mar y Europa. Por aquí
vendrán las mercancías, por aquí exportaremos. La vuelta de Bucaramanga y Girón demora todo.
Esta es nuestra salida; pulir las vueltas de la cuchilla, dulcificar los peldaños españoles de los mil
quinientos metros de descenso, y buscar el camino hacia Barranca. Y Montebello aquí, en este sitio,
desde donde puede verse todo Santander, desde donde se ve el Magdalena, desde donde, al otro
lado, se alzan los farallones de la cordillera, y se llena el mundo de este cielo azul que nadie va a
poderme disputar. Se apoya en los estribos, se yergue sobre la mula afirmada en la roca, con la
mirada abarca el río, la Serranía de la Paz, los sembrados que rodean el pueblo alargado y tenaz
(tiene forma de alacrán, decía algún murmurador mal intencionado), la selva palpitante de tigres y
serpientes, el Magdalena de los caimanes verdes, las erizadas colinas y los caminos altos de las
mulas pacientes. Allí está el sitio, puede bullir el mundo, puede la guerra civil azotarlo todo, éste es
el fundamento del castillo, la capilla ceremoniosa a su lado, el conjunto erizado, almenado, ojival, y
descendiendo los caminos, los puentes, el feudo, la obra en que en torno al castillo, abajo de él, en el
pueblo, van a venir otros que lo continúen, que lo vuelvan afán de cada día, otros alemanes como él,
trepados en mulas camineras, hincando los pies en los estribos y mirando las olas quietas de la roca
de este mundo trepado en la cordillera, y las olas flexibles de la selva que cierra el paso hacia el
mar. Así, como en este punto se encuentran la selva y la cordillera, la roca y el árbol, van a
encontrarse el pasado y el futuro. Salimos aquí de la edad media, hasta aquí van a llegar el progreso,
la edad moderna, el vapor y la máquina. Aquí funcionarán los telares, los ingenios, las calderas, el
trapiche hidráulico, la vida nueva. Y en esta cima, la casa de la hacienda, dominando el pasado y el
futuro, en la montaña, mirando hacia la selva y hacia el río.
Hemos bajado dos mil metros entre rocas y barro, hemos trepado otra vez hasta este cerro
donde se guardará la gran obra. En este país los hombres viven en dos épocas. El campesino se
consume en las profundidades ancestrales, y los que mandan están en la cúspide del siglo XIX,
cambian el champán por el buque de vapor, la mula por la cinta del ferrocarril. Y todo se hace en
medio de las guerras y la muerte, en la descomposición del mundo colonial para reemplazar el cual
no tienen sino endebles y epidérmicas estructuras jurídicas. Aquí las constituciones florecen como
los árboles, pero su sombra escasa no los cobija a todos. Los unos viven en la guerra, los otros viven
en la sombra.
Cuando pasa un general con su ejército deja tras él una estela de destrucción. Pero el ejército no
llega a todas partes, no alcanza a depredarlo todo. Y el país, los dos países, siguen creciendo.
Unirlos es como unir la cordillera con la selva.
En la iglesia de Betulia encontré, al lado del cuadro de la coronación de Napoleón, un retrato
indígena del arzobispo. Allí vi la procesión del Corpus, los demonios danzantes, los matachines, la
memorable representación de un paraíso con ángeles y tejedoras de sombreros, con cigarreras
virginales y reyes del antiguo testamento. Con Atala muerta, y santos rodeando una efigie de Bolívar.
La iglesia blanca, llena de frutas y flores, y el paso del judío, hermoso en su fealdad, balanceándose
sobre el movimiento de las gentes. Y el cura como un rey sobre el incienso, emergiendo de las nubes
de humo que se doraban en el resplandor de los cirios. Los hombres a caballo escoltando las
imágenes, una mujer muda y triste a la cual le habían cambiado las ropas del dolor. Todo esto era
nuevo, era distinto, y sin embargo era más antiguo que los españoles. Pero hay un salto sobre el cual
hay que establecer un puente, un camino, algo que empalme estos dos mundos.
Sentarme a pensar en mi infancia, en mi vida, en todo lo que dejé al otro lado del mar, en los
castillos en el Rhin y los caimanes en el Magdalena, en las loretas de París y en las campesinas de
Santander, bajo este cielo tumultuoso, azul pálido o gris oscuro, tormentoso o paciente. El cerro
espeso parecería como la quilla del barco definitivo, rompiendo el mar de selva. Los caminos bajan
dando vueltas, suben de laja en laja. Las mulas andan como barcos, encallan, naufragan y quedan al
lado del camino real. Este mundo es un mundo de caminos, de posadas, de iglesias campesinas con
imágenes anacrónicas. Los santos deberían ir, como a veces los he visto, con los vestidos
campesinos. En las vegas de Girón crece el tabaco, los sombreros salen de las manos de las mujeres
de Zapatoca, hay un camino sembrado de tabaco, de sombreros, de quina, que se convierte en un río
que fluye al Río Grande de la Magdalena. Aquí se alzará la casa, el castillo, mirando al río y la
montaña, y desde aquí pasarán las guerras y los hombres, el pueblo crecerá, los peregrinos vendrán
en romería buscando un santo venerable, las recuas de mulas seguirán subiendo y bajando, en este
mundo de caminos y posadas, de rocas y selva, de serpientes y tigres, de caimanes y tortugas. La casa
será un día como el barco del viking, como el vapor airoso de la conquista.
III
Mientras se iban levantando los muros del castillo, Lengerke construía los caminos. Cerca,
lejos, las rayas sinuosas serpenteaban, se unían con los antiguos caminos españoles o se dibujaban
sobre las trochas centenarias. Cuando lo recordaba después, los caminos se desenrollaban, se
trenzaban, se unían se distanciaban, era como un gran plan de conquista, como lazos para amarrar y
someter la selva; eran las rutas por donde debían pasar las mulas cargadas, los jinetes enhiestos, los
fantasmas de la Guerra Civil. Cada camino era el cambio, era despertar a otra vida las regiones
dormidas. Fue así como Lengerke comenzó el camino de «Botijas».
Ésta es la maraña de los contratos, la selva de papel sellado, el bosque de los Códigos. Geo
von Lengerke, contratista del Estado Soberano de Santander, se compromete a abrir caminos, a
instalar puentes, a conducir cuadrillas por los trabajosos pasos de la selva; de Rionegro a Botijas
sobre el Lebrija, de Girón a la Ceiba y a Puerto Marta sobre el río Sogamoso; de Zapatoca a San
Vicente, a Naranjito, a Barrancabermeja; se construyen las bodegas, se establece el peaje, los tambos
a la orilla del camino van surgiendo como hongos gigantescos. Cuando cae en el alcohol, acongojado
de ausencias de Alemania, hastiado de trópico y de selva, dice que los caminos son como la guerra
civil; son uno solo, en el cual los paisajes se van sucediendo, uno tras otro, distintos, variados, cada
posada es un azar de aventura, cada vuelta de camino un conjuro de peligro. Un día en Bucaramanga,
atravesando el parque, una gitana vieja y andrajosa le tomó la mano y en su jerga misteriosa le
explicó que en ella veía un destino de viajes, de cambios de dinero de mano en mano, de ciudades
populosas y sobre todo, de caminos; tienes la mano llena de caminos que no paran, que andan y que
andan, y van muy lejos. En todos parece que te rompes la crisma o te ahogas pero el conjuro mágico
es el puente, un puente que está en todos los caminos, que siempre te salva; siempre querrás en cada
abismo tender un puente hacia la otra orilla; estarás siempre en busca de cosas que unir, el camino y
el puente son lo mismo, ambos unen tierras y hombres; a ti no te gusta lo que separa, te gusta lo que
une. Después, en el patio de la casa, junto al frescor de la pila, mirando el cielo azul por entre las
ramas de los helechos, Lengerke dijo que sí, en verdad, era lo que le gustaba; cuando pequeño
hubiera querido unir las anchas márgenes del Weser con un gran puente. Tal vez no se había sentido
tan a gusto en ningún sitio de Europa como en Praga, en el Vltava, ya prófugo y exiliado, al recorrer
el artificio barroco del Puente Carlos; o en París, en el Pont Neuf, o en los trabajos finales del puente
Alejandro III; o en Londres, en los puentes sobre el Támesis, o en Florencia en los puentes del Arno,
o en Venecia en el dédalo de ajedrez de los canales y los puentes; el Rialto, el Puente de los
Suspiros, el mínimo puente de la Dama Honesta; era su destino, afanarse en pos de unir distancias, de
cerrar abismos, de cruzar aguas. Apenas tuvo cuajado a sus espaldas un soporte vigoroso de riqueza,
empezó a tender hacia lo que le atraía. Montebello, su fundación, era justamente el punto desde el
cual, como del centro feudal de su vida, podía salir a buscar los caminos, a inventar uniones; tal vez
eso mismo, pensaba, le había anclado en Santander. El mismo terreno poderoso, los montes casi
insensatos, lo que tenía que unirse algún día, el camino por donde pasaba la vida, con su cortejo
monumental de soldados en guerra, de tratantes de comercio en paz, de mujeres honestas y
deshonestas, de clérigos buscando la vida, de monjas tan lejos de ella que parecía que no
necesitarían camino y podrían volar de un pico a otro.
Sobre los cuatro puntos de la maravillosa geografía, cruzando ríos y serranías bajo la acechanza
de los indios guerreros, Lengerke extendió la red de su castillo por el occidente de Santander. El
castillo, Montebello, era el ombligo genial del cual se desprendían los caminos y sus aventuras.
Conocedor de los recodos, de los camastros duros de las posadas, tenía el extraño don de gozar en el
trabajo más que en ninguna otra cosa de la vida, tanto como en el sexo. Muchas veces arrancó a uno
de los peones la pala o el pico para continuar el trabajo, bañado en sudor, riendo sonoramente entre
sus hombres. Cada camino le dio un secreto: el camino de Botijas le señaló, un día en que se perdió
de la trocha, el sitio maravilloso de las pepitas de oro. El saco de pepitas que llevaba en el cinto se
quedó esa noche en manos de una fornida y generosa campesina que lo amoró, lo poseyó como si
fuera un dios, y a la mañana siguiente no quería dejarle salir de su choza. Berta, la de los grandes
pechos, mejoró de choza y de hombre, y presidió durante años el tránsito del camino de Botijas. De
aquella primera noche quedó embarazada de Guillermo Lengerke. Con el mismo nombre del Gran
Káiser, le decía Geo cuando tiempo después la encontró con el muchacho, pelirrojo como él. Ella no
quería dejárselo llevar, pero al fin la convenció, y logró que en Bucaramanga fuera recibido en el
Colegio de don Victoriano Paredes, y aprendiera a escribir entre guerra y guerra. La casita blanca, en
la altura fresca, revestida de troncos y de adornos de cobre, parecía una pequeña morada suiza o
alemana, en la cual paraba don Geo en las inspecciones del camino más allá de Rionegro, todavía en
la región de Berlín. Berta la Grande le esperaba, le agotaba, le calmaba mientras en el día Geo
inspeccionaba el camino, e iba a reunirse con Juan Crisóstomo Parra, en la vecina hacienda de éste.
Camino de Cañaverales... en la casa de Berta se destilaba el aguardiente del privilegio; allí se
dirigía la construcción de las bodegas, y en 1865 la Gran Berta fue la encargada, ya terminado el
camino, de continuar la administración de la concesión. Lengerke llegaba muchas veces solo, y se
quedaba varios días descansando, para emprender la marcha hacia otro de los caminos, al Sogamoso
o a Barranca. En una de las llegadas repentinas, alguien llamó a la puerta a altas horas de la noche.
Lengerke se había bebido una botella de brandy y dormía profundamente. No estaban en casa con él
sino Berta y el niño. La Gran Berta tomó el revólver de Geo, y miró por la ventana. Eran tres
hombres: «Chirlovirlo», el bandido que huía de la justicia, estaba en la región. Berta, a la luz de la
luna, lo vio, y disparó tres veces. Los hombres contestaron con un chorro de balas, pero se retiraron.
A la mañana siguiente, encontraron a uno de ellos malherido, y murió poco después. «Chirlovirlo»
logró huir solo, porque encontraron cerca al otro cadáver. Lengerke tenía que regresar al día
siguiente. Se quedó, sin embargo, dos días más. Luego tuvo que viajar, y dejó a dos de sus hombres
montando guardia. Berta los despidió apenas la mula de Lengerke se perdió en el recodo. Se decía en
la región que había sido antes la amante de «Chirlovirlo», y prefirió, efectivamente, enfrentarlo sola.
Aquella noche, desde el campamento de los trabajadores del camino alcanzaron a oírse disparos. Los
hombres encargados de la vigilancia vinieron a ayudar a Berta; con grandes voces se identificaron;
casi al entrar en la casa, tropezaron con el cadáver de «Chirlovirlo», con un agujero de bala en el
centro de la frente. Berta sabía que iba a venir, y lo había esperado, y le había rendido así a Lengerke
el tributo de saldar por sus propias manos una antigua cuenta de amor.
El camino seguía, pronto estaría lleno de mulas cargadas, el tráfico se aceleraría, se abriría la
región. La mejor bodega, y la posada necesaria que Berta trató de llamar «Posada del Perpetuo
Socorro», siguió llamándose por las gentes «Posada de Chirlovirlo», lo que a Lengerke le despertaba
el buen humor, ante la indignación de la mujerona.
A veces, Lengerke se escapaba de noche hasta la hacienda de su socio Juan Crisóstomo Parra.
De sitios lejanos venía gente a veladas misteriosas. El capataz de Lengerke en el camino era un
hombre de Málaga de quien se decía que no podía regresar allí por una confusa muerte. El hombre
era leal, y cuidaba al alemán en sus andanzas; se llamaba Domingo Duarte. Una noche, curioso de ver
en la casa de la hacienda revuelo de bestias y arrieros, se aproximó y habló con ellos. Como le
conocían le dejaron arrimar, y por la ventana pudo ver, a la luz de las velas, a los cuatro hombres que
se habían reunido, sentados en torno a una mesa, con las manos sobre ella, y a una extraña mujer
campesina, a la que todos llamaban la «Sietemesina», sentada con ellos, muy pálida. Todos estaban
pendientes de lo que ella decía. Hablaba sin parar de las guerras de Bolívar, del general García
Rovira, de «Firmes Cachirí», del combate de la Cuchillla, dando de pronto gritos y diciendo
palabras que hacían aparecer soldados muertos, soldados en huida, uniformes realistas, disparos de
cañón, banderas desgarradas. Aterrado, Domingo comprendió al fin que por boca de la
«Sietemesina» estaba hablando el abuelo Parra, evocando las horas de su muerte en campaña.
Después, la mujer, a instancias de los cuatro, se calló, y ante una pregunta de Lengerke empezó a
hablar en un idioma incomprensible para el aterrado Domingo. Su tez estaba lívida, y la mujer
hablaba, su tono tomaba inflexiones bruscas y masculinas. Lengerke asentía. La mujer quedó
exhausta, y poniéndose las manos sobre el pecho se desplomó. Lengerke, demudado y sombrío,
empezó a contarle a los otros: era su padre el que hablaba, le contaba cómo había muerto, le contaba
las traiciones de que había sido víctima, le invitaba a ser cauto, le anunciaba derrotas, traiciones y
luchas. Le había dicho: ¡no vas a lograr a esa mujer! Lengerke no quiso decir el nombre, pero se
notaba que era lo que más le había acongojado. Luego sacaron botellas, empezaron a beber hasta el
alba, cuando Lengerke salió como sonámbulo. Algo le había impresionado especialmente, tal vez lo
de la mujer, o acaso algún anuncio de muerte que no le había querido revelar a sus amigos.
Los indios hostilizaban frecuentemente la apertura del camino. Yariguíes salvajes, arrinconados
en sus reservas hacia el Magdalena. La soledad de la selva, los peligros del jaguar, de la culebra, del
paludismo y la fiebre amarilla, se cernían sobre el grupo de trabajadores y sobre sus patronos. La
aspiración de seguir al Norte, de abrir las nuevas tierras, se convertía en un desolado panorama de
enfermedad y de riesgo permanente de la vida. Con frecuencia, en medio de los trabajos se
desplomaba un hombre herido por las flechas. Lengerke trajo un día dos enormes baúles con toda
clase de baratijas que podían tentar a los indios: gorros de colores llamativos, collares, cuchillos,
ropas, dulzainas, en fin, una generosa miscelánea que desplegó en la casa de Berta. Llamó luego a
Domingo, y le pidió que le llamase al indio Juan, que vivía en el caserío cercano, ya casi entrado en
la civilización. Había llegado a la conclusión de que Juan era el contacto y el informante de sus
hermanos de raza. Siguió una larga conversación entre el indio, reservado y mohíno, y el alemán. El
indio contestaba con monosílabos a las explicaciones de Lengerke que le ofrecía paz y regalos, a
cambio del apoyo de los indios para poder seguir adelante el camino. Juan escuchaba al alemán, lo
veía desplegar las cosas que traía, y a veces se le iluminaban los ojos de asombro codicioso.
Finalmente, aceptó transmitir el recado, y se llevó los dos baúles sobre una mula. Berta, escéptica, se
reía. Sin embargo, Lengerke tuvo razón. Ya tarde esa noche, golpeó Juan, con dos indios emplumados
y semidesnudos, que no hablaban castellano. Venían a aceptar la paz que Lengerke proponía, siempre
que se les respetaran sus tierras y su poblado. A la luz de las velas, Lengerke les estrechó la mano, y
quedó cerrado el trato. Cuando salían les dijo que todo quedaba condicionado a que protegieran a
Berta y a su hijo. Si no respetaban los compromisos, les haría la guerra. Cuando salieron se rió de
Berta y de su escasa fe. Fíjate que Juan no es el informante, es el jefe. Si cualquier cosa pasa, lo
apresamos y estará todo arreglado. Ya el camino estaba a punto de concluirse, y el mayor éxito del
alemán fue que Juan ingresara como trabajador. No volvió entonces a saberse de indios y flechas,
pero todos sabían que ojos silenciosos los vigilaban furtivamente y que si a Juan le pasaba algo, lo
vengarían con muerte.
En el invierno era duro trabajar en medio del barro, cuando las bestias se enterraban hasta el
vientre, y el paludismo aparecía con crueldad. Lengerke no dejaba de venir entonces, y hombro a
hombro con los trabajadores se embarraba y luchaba contra la naturaleza. Once de octubre, y dos,
tres, cuatro días de fango, de troncos que caían. Tres de noviembre, un rayo mató la mula que había
montado, a pocos pasos de él. Trece de enero, un enorme barranco se les hundió bajo los pies, y a su
propio riesgo alcanzó a asir al vuelo Domingo Duarte que caía. El indio Juan lo miraba con respeto,
como a una especie de ser sobrenatural. Cuando se concluyó el camino, el último día, cuando él se
iba a Bucaramanga a pedir la confirmación del privilegio, vinieron a llamarlo: mordido por una
culebra venenosa, Juan agonizaba. Entró a la choza en que la mujer india velaba a su marido
muriente, y con su propio puñal hizo una hendidura en cruz en el sitio tumefacto de la mordedura, y
apretó mientras el indio gritaba de dolor. En seguida sacó su frasco de brandy, y con un chorro lavó
la herida. El veneno ya se había extendido, Lengerke pidió sus alforjas, y sacó de ellas una droga que
le dio al indio. Veinticuatro horas después, Juan respiraba tranquilo, pero la gangrena comenzó.
Había que operar. Lengerke le hizo beber una botella de brandy, y bajo su efecto practicó la violenta
amputación. Vendado el muñón, todos pensaron que el alemán se iría. Sin embargo, mandó un propio
a Bucaramanga, y esperó tres, cuatro días en la casa de Berta, hasta que, bajando a la aldea, encontró
sentado en la puerta al indio, que lo saludaba con el muñón izquierdo, vendado. Lengerke lo saludó y
picó espuelas hacia Bucaramanga. Apenas aprobado el privilegio, fue Juan el encargado de cobrarlo
bajo las órdenes de Berta.
Este fue el primer camino que se prolongó en los demás. El más grande, el frustrado, fue el
camino de Barrancabermeja. La sombra de Lengerke, lo camina todavía.
IV
Dijo Lengerke, oyendo las primeras notas, en el amplio salón de Montebello, que aquel viaje
parecería haber sido el suyo propio. Lengerke era un hombre que buscaba difíciles afinidades, que
encontraba su vida en otras vidas, y que por eso tal vez nunca pudo atarse a una mujer, y ni siquiera
se supo si él mismo conocía exactamente la razón de su brusca partida a Europa, bajo amenazas de
muerte por la justicia, o por parientes ofendidos, o por oficialistas rigurosos contra el discrepante.
En aquella cerrada tarde, volvió a vivir, lentamente, el curso de su viaje desde Europa, con todos sus
azares, con la irresistible atracción que le transportara hasta estos improbables confines.
Lo dijo, por razón de una observación hecha por él mismo sobre cómo, en ocasiones, cuando
ponemos mucho afecto en las cosas, ya no las poseemos sino que ellas empiezan a poseernos a
nosotros, y eventualmente parte nuestra se transfiere a los más ocultos significados de esas cosas que
reposan a nuestro alrededor y a veces dentro de nosotros mismos.
El 8 de septiembre, zarpó de Liverpool, en el clipper “Flying Cloud”. Provenía de Francia,
pero durante sus últimos años se había ido consumiendo en el rincón de una vieja casa de Hamburgo,
cerca de las callejuelas estrechas del puerto. Los años anteriores habían sido elegantes y extraños, en
medio de danzas delicadas, entre encajes y perfumes, acariciado por manos voluptuosas y por deseos
pecadores. Sin embargo, su impasibilidad oscura persistía, y solamente la pulsación maravillosa
dejaba salir lentamente la increíble melodía.
En el salón de subastas había sido vendido por una suma irrisoria para un piano Pleyel de tan
cara sonoridad. Alguien lo había comprado y dado la orden de situarlo en Liverpool para el cruce
del mar. La travesía de verano, cuando la brisa revestía el clipper de velas musicales, de notas
surgidas del vientre del piano negro, había sido lenta e inmisericorde, hasta rezumar en la densidad
del calor del trópico chorreante por la proa del barco. Las figuras que se paseaban sobre cubierta al
atardecer tenían algo desconocido y misterioso. El abuelo las contemplaba pensativo. El paso por los
muelles de Nueva York, la ruta hacia Cartagena de Indias en un carguero que daba tumbos sobre el
mar picado, todo concluía, quedaba cerrado.
Teníamos que remontar el Magdalena con el piano a cuestas sobre un lanchón nudoso. Al fin lo
vi colocado, y el bongo empezó a navegar lentamente río arriba sobre las aguas dulces y fangosas. El
piano estaba sobre la lancha como el protagonista insensible de una historia maravillosa, en la cual
desfilaban las mujeres a quienes habían estremecido sus notas, aquellas que se las habían arrancado
con un impulso sexual trunco, aquellas que habían sido apretujadas, acariciadas, besadas, sofaldadas
y aún, caso insólito, aquellas que en una helada noche alemana, entre el desconsuelo de la nieve,
había sido poseída y había gemido, y se había desesperado de voluptuosidad sobre la tapa muda del
piano.
Aquí estaba encerrado en su cajón como cajón de muerto, destinado a futuros ataúdes de pino,
remontando las aguas penosas del Río Grande de la Magdalena bajo el cielo injurioso, con el ruido
del agua ignorante de su parentesco musical.
Estaba aquí, el abuelo lo veía entre las canciones híspidas de los bogas, entre el tabaco
mascado y los relucientes brazos negros. Una tabla del cajón se había zafado y por ella se entraban
apacibles futuros comejenes y carcomas. Al llegar al caserío donde la noche alumbrada de antorchas
y ron de caña parecía un atardecer con una luna helada y misteriosa, entraron al bongo las mujeres, a
fornicar con los marineros de agua dulce por unos puñados de monedas. Una de ellas metió la mano
por el hueco de la tabla desprendida, y sin saber cómo arrancó unas notas que se quedaron temblando
en el aire quieto. La negra fue tumbada en el piso por el contramaestre, y los aullidos placenteros
siguieron el mismo camino de las notas suspendidas.
Pulgada a pulgada, día a día, año a año, el piano iba remontando la corriente del río como un
buque fantasmal. Después de meses de subienda, de orgías, de estallidos sexuales, de maldiciones y
cansancio, de calores, de sudor y de hambre, iba llegando, poco a poco, a Mompós. Pero ya el brazo
del río se había desviado. Mompós estaba en seco como un barco varado sobre la playa, y el bongo
permaneció durante varios meses atracado en la arena, con el piano abandonado y solo como un
fantasma, tirado a la orilla del río resbalante, con la muerte de los pianos que es la mudez.
(En Mompós había una casa blanca, de portalón verde con escudo de armas en piedra. Con unos
muebles franceses de estilo Imperio arrumados en una sala de ventanas cerradas en donde no había
un piano, pero en su rincón secreto sí había un arpa, en cuyas cuerdas se enredaban las telarañas y
trepaba la mugre como un pesar, donde había colgados de las paredes unos cuadros grandes que no
se veían en la sombra, y si se abría la puerta del fondo, se atravesaba por un cuarto empapelado de
rojo oscuro, desde cuya puerta interior podía verse una gran cama tallada en la cual el acto sexual
revestía el carácter de respetuosa ceremonia, atestiguada por la jofaina y la palangana de porcelana
con grandes rosas, y el bacín gemelo, discretamente escondido bajo la cama nupcial, y en los
corredores las largas solteronas vestidas de negro, recorrían la casa y la vida como un cansancio,
añorando el empuje masculino, consumidas de virginidad, de soledad y de tristeza, mientras se
desleían las horas muertas y por la calle empedrada de la tarde no pasaba nadie, no había nadie que
apareciera en la esquina y parecía que todos nos hubiéramos muerto.)
El piano sigue allí tirado como la prodigiosa sirena encallada, como el barco fantasma. La
sinfonía del piano no está en sus notas muertas, sino en el viento que pasa, en el sol que va
devorando la madera del empaque, en las hormigas que en ceremoniosa fila van penetrando en el
interior del cajón, hasta que un día aparecen los negros borrachos acompañados de una negra
ataviada de rosa con un estrafalario sombrero lila, la cual, apenas entra la barca en el agua alza sus
enaguas y pone sus posaderas oscuras en la tapa del cajón del piano, y el piano va nuevamente aguas
arriba, un mes tras otro, hasta completar un año más, mientras las gentes de los caseríos salen a la
orilla a contemplar el cortejo fantasma y a oír los cantos borrachos de la negra, sentada con las
piernas abiertas sobre el piano que alcanzó a desgranar notas sobre la noche del Segundo Imperio, el
piano occidental mensajero de cultura y redención para los pueblos hambrientos y sedientos y
desesperados y esclavos. Y al pasar por el último caserío, un negro ríe desde la orilla, un negro alto
cuya carcajada tendida va rebotando hasta el piano y misteriosamente el sonido hace vibrar una
cuerda que despide una nota, la cual basta para inmovilizar a la negra, que resbala y se pone de
rodillas, y la lancha se desliza de pronto con más brío.
Cartas van y vienen, cartas del destinatario impaciente, y los correos que las portan pasan con
los reclamos cerca del piano, el abuelo se mueve intranquilo y repasa el tiempo, y al fin, en uno de
los caseríos que recorre el inmenso viaje sobre el río, hay una cruz sobre una de las chozas, y un
hombre de túnica blanca agita las manos desde la orilla aventando bendiciones, las bendiciones
saltan sobre el agua como piedrecillas lanzadas al ras de la superficie, los habitantes se congregan
para ver pasar al Demonio hembra vestido de rosa y con sombrero violeta, que manotea sobre el
piano escondido ululando maldiciones, y el hombre de blanco se da cuenta de pronto de que sus
fieles creen más, mucho más en el demonio rosado, que en los latines que murmura despechadamente
lanzando cruces con su mano derecha sobre la barca hereje.
Vienen a veces las crecientes del río, y hacen devolver la barca. La túnica rosada de la
sacerdotisa se ha ido cubriendo de espuma de plantas acuáticas, los remeros jadean luchando contra
la fuerza del agua que los devuelve hacia Mompós, y gritan y sudan y sangran y maldicen, y la barca
con su piano a cuestas se va devolviendo lentamente, y la lucha se traba de nuevo hasta que la barca
se queda como suspendida, y las aguas pasan y el tiempo va corriendo y el piano continúa
semisumergido en el Río Grande de la Magdalena, desde la altura de Mompós hace cien años y la
negra todavía tiene su sombrero violeta sobre el cuerpo casi desnudo lleno de jirones rosados, y si
canta muy fuerte o se ríe muy alto suena de pronto una nota sostenida en las entrañas del piano.
Después de muchos, muchísimos años flotando en la corriente del rio, llegó el piano por fin a
Puerto Santos, para subir a los pelados cerros donde vivía el hombre alemán que lo esperaba.
Pulgada a pulgada, paso a paso, veinte hombres lo fueron llevando por la trocha disparatada,
subiéndolo palmo a palmo sobre unas vigorosas andas de santo que se usaban en las procesiones. En
el ascenso a los picos andinos pareció que el piano flotara en los aires, que recordara de nuevo su
condición de barco y se aprestara a hacerse a la mar. En otros momentos se cirnió como un animal
violento sobre los hombres que lo cargaban, a punto de aplastarlos. Ninguno de los hombres sabía
que podían existir mujeres tan hermosas como las que lo habían tocado o como las que habían sido
acariciadas sobre él, no sabían de los perfumes, de las sedas, de los candelabros de cristal. Sabían
solamente de la selva sobre la cual, en sus hombros, el piano navegaba. Sabían de las rocas por entre
las cuales debían subirlo a la morada inaccesible del solitario. Palmo a palmo, uña a uña, fueron
subiendo. Les llegaban los rumores de las fiestas sabáticas que a la orilla del puente organizaba el
alemán desterrado con las campesinas de la comarca y los petimetres de los pueblos cercanos.
Sabían que hacía largos meses el piano iba pasando por entre las haciendas del alemán. Unos morían
en el camino. A todos se les despedazaban los hombros y las manos. Cuando descargaban el piano, y
el túmulo se erguía sobre las rocas, eran sacerdotes de un lejano culto destinados a morir ante el
dios. Las tierras se iban pelando, iban desapareciendo las vegetaciones, no quedaba sino la roca, y
allá arriba, entre rebaños de cabras, nubes y espinos, la casona, el castillo, la morada del hombre
alemán.
Al fin un día de los años, apareció en la punta de un cerro la casona. Dos meses más tardaron en
empujar el túmulo por entre las escarpas. Y al fin quedó depositado a la orilla del estanque que, para
su placer, había fabricado el hombre, y en el cual, con visos de esmeralda en sus arrugas escamosas,
se sumergía plácidamente, también un dios, gordo y reluciente, un pletórico caimán.
Este fue el encuentro de los dos dioses. Los veinte hombres durmieron tirados en el suelo a las
puertas de la hacienda. Y aquella noche el orgasmo de las valkyrias recorrió las serranías. El tercer
dios, Wagner, había bajado a reunirse con sus congéneres. El hombre alemán quedó solo en la casa
con sus tres dioses y a la mañana siguiente los hombres repasaron el rastro de sangre del piano sobre
las piedras.
(En una región de Colombia se ha fundado un poblado, la casa más ancha de la localidad
resplandece. Veinte hombres, los mismos, llegan a la puerta trayendo en su lomo un piano, el primero
que se conoce en la región, el instrumento prodigioso, la caja de música de la civilización
occidental, Mozart, Beethoven, Haydn, Brahms, Berlioz, todo contenido en un cajón de madera y unas
manos. Sabemos de dónde viene, sabemos la fecha en que salió de Hamburgo, cuándos se hizo a la
mar en Liverpool, cómo llegó a Cartagena, cómo durante años estuvo remontando el Río Magdalena,
y sabemos que desde allí estos hombres han venido transportándolo durante años para llegar por fin y
permitir que sus notas acuáticas se deslicen por el lomo de la noche caliente. Alguien toca el piano,
hay parejas que danzan, hay amores que se tejen y destejen).
El abuelo ve que las manos siguen pulsando teclas, oye surgir el chorro de sonido, lo siente
extenderse indefinidamente, siente cómo va desparramándose sobre la llanura y va trepando del otro
lado las montañas, y las notas resbalan sobre los tejados de la ciudad más antigua, y entran en las
bóvedas entre las osamentas de los cautivos, y pasan a los palacios carcomidos en los cuales se abre
la flor del inquilinato, el estigma de la casa de vecindad, el dolor de la pobreza, pero están en las
gradas del poder, donde el Presidente en guerra fulmina contra los partidos expósitos el rayo del
decreto, y están en la orilla del mar navegando en las goletas costeras y en la selva verde cruzada de
pájaros, jaguares y serpientes, y en la puesta del sol, sobre las cimas erizadas de los Andes al lado
de la soledad cimarrona, y en la nieve extinta de los volcanes muertos.
Ferozmente, dulcemente, la espuma de las notas se arremolina con la velocidad del sonido y en
éste va rodando, y se detiene en los caballos amarrados de los troperos sedientos, y baja a las
trincheras de la guerra, a servirle de almohada a los muertos del pueblo, y está ante una pareja
trenzada para engendrar un hijo, y suena en la celda de un monje que se flagela ardiendo de pecado, y
está enredada en un balcón y retorcida en una callejuela y si el abuelo mira y escucha, sabe que está
aquí, allá, muy lejos, que la música en este segundo cubre todos los espacios que puede abarcar su
pensamiento y que es la misma música, en el mismo instante, que abarca ciudades y campos, hombres
y mujeres, animales y desesperación, árboles y tranquilidad, cielo y tierra y nadie sabe hasta dónde
en este propio minuto alcanza a ir sonando esta música, entre balazos, entre risas, entre gritos de
dolor, y el abuelo no sabe si es antes o después, sino que la música está en todas partes y sigue
sonando y el tiempo es otra cosa, y la música está extendida, en este momento del mundo, y ahora
oigo yo las notas, me siento incómodo dentro de la levita del abuelo y ahorcado con el cuello de
pajarita, miro la madera oscura, sé que es el mismo piano que llegó a la casa del alemán, pero nunca
estuvo allí porque estuvo viajando para ver esta ciudad naciente. Pero el abuelo sabe —yo sé— que
es el mismo, sin duda, porque en el flanco derecho tiene la huella del pistoletazo que mató a un
hombre, y que ocasionó que fuese vendido en la subasta de Hamburgo.
Y el abuelo sabe que ahora el piano va a continuar el viaje.
VI
Dijo Lengerke: Una mujer que pasa por un espejo es, desde ese momento, una mujer distinta
para el dueño del espejo, que por esa circunstancia adquiere un misterioso dominio o posesión sobre
ella. No importa que pase vestida, o desnuda. Ni importa el sol, o la luz de la luna. Lo importante es
el desdoblamiento definitivo, ineluctable, que ocurre en ese trance.
En un cuento de Hoffmann, la dama visitante ha desaparecido, segada por el borde del espejo,
aristócrata decapitada. Tal como la segarán las damas de Bucaramanga cuando sepan de su presencia
aquí. La luna del espejo continúa reflejando la puerta abierta, y por ella el amplio jardín que
desciende por la montaña. La dama, vestida de blanco, pasea por el jardín que el espejo devuelve al
salón. Debe estar, ahora, cerca del gran estanque del caimán, que recibe el sol, impasible en la orilla,
sin dejarse perturbar por los ladridos de Liebchen.
Ahora el espejo parece una pintura dentro de su solemne marco dorado contorneado por las
águilas del Segundo Imperio. La dama sigue sin aparecer. Cielo y árboles entran en la estancia
mientras, a lo lejos, se extiende la guerra civil.
Situándose en el extremo derecho, el espejo alcanza a reflejar el camino, y sobre éste,
amenazador, el obús de Sedán que trajo el dueño de Montebello en su último viaje a Europa: hálitos
guerreros, absolutismos que se chocan, fuerzas desconocidas que vienen a golpear las costas de este
mundo nuevo. Sedán, sí, la muerte del Imperio por el Imperio, la última prenda de su marginación, la
victoria de Alemania sobre Francia. Las nubes que se acumulan en el cielo hacen que desde este
ángulo el espejo refleje el mar, el viejo mar de las contiendas, el camino de las penas, el aullador
eterno de las horas amargas. Lengerke ve allí el barco que le trajo por segunda vez, ve sus velas
templadas, la arboladura inmensa del bergantín que de pronto gira en un mar maestro de tormentas,
revuelto de tempestad, homicida, en el cual todo se pierde. Ve otra vez los rostros de los pasajeros
sobrecogidos ante la presencia de la muerte. Siente sobre su brazo la mano breve de la pasajera
finlandesa que seguía, si Dios y el mar lo permitían, el camino lejano de Buenos Aires. Ahora el
barco se transforma en el elegante clipper de velas abiertas, que llega a Nueva York desde Europa.
Ahora aparecen las calles bullentes del puerto, las covachas sórdidas, las tabernas iluminadas. Pero
este espejo vino de París, después de la guerra.
La vida parecía distinta. Europa había cambiado; en medio del champaña, de la voluptuosidad,
de la decadencia, yo sentía que algo me impulsaba a regresar a América, que mi vida estaba aquí. Y
volví, como volví tantas veces, el revolucionario del 48 perdido en la selva soñando con un imperio
nuevo.
El espejo, ahora, lo refleja a él cuando se acerca a la desnuda estatua de mármol, que lo
contempla impasible desde su equívoca altura. La otra mujer desnuda, inmensa, silenciosa, está al
fondo del salón, y en el otro extremo el imposible jarrón de Sèvres, cerca al piano, en el cual pulsa
de vez en cuando las notas alemanas de la nostalgia en medio de la noche dura del trópico. Si se
cierran los ojos, piensa, esta sería la sala del castillo; los cortinajes de espeso brocado, las
cerraduras de pomos de reluciente bronce, el grueso tapiz que cubre la instancia, los muebles
Imperio todavía cubiertos con las telas originales intactas, y aún esta panoplia que todos los días
bruñe el atardecer. A veces pienso para qué todo esto, para qué las mujeres que desfilan ante los ojos
quietos de la servidumbre, para qué las fugas y los regresos. Para qué todo esto. Para qué. Y sin
embargo, la vida buena, esta vida brutal, el permanente riesgo, la amenaza de muerte en las vueltas
del camino, el oro que fluye entre las manos. Todo lo que he venido a buscar, lo encuentro. Y hay
algo sin embargo que queda en mí vacío, sin respuesta, angustioso y desolado, como la hora del
crepúsculo.
Esta hora de la mañana en que el mundo resplandece, y en que a través del gran espejo vienen a
la memoria las horas antiguas, es alegre y pujante, es soberbia en su grandeza inmaculada. Pero ya
para mí comienza a ser más propicia la hora de la tarde, la hora del pesar.
Cuando vine, soñaba con el mito del Buen Salvaje. Aspiraba a llegar a la naturaleza,
incorporarme a ella, regresar al estado natural. Todo lo que le oí al viejo Humboldt. Realizar a
Rousseau, los sueños liberales. Y me veo ahora apoderándome de ella, sometiéndola incluso con
violencia, luchando para exprimirle el oro. Este espejo que refleja la mañana apacible ha copiado
muchas veces la tragedia, y la seguirá copiando, dentro de esta estancia, en el camino, en la lejanía
que se extiende hacia el Magdalena.
Ella ha desaparecido dentro del espejo, cortada su cabeza por el sesgo del cristal, pero ahora
aparece espléndida, nueva después de la noche de amor, inocente y femenina, luego contradictoria, a
someter al varón en los trabajos del día. Las mujeres jamás limitan su aspiración al sometimiento del
lecho. Batallan toda la vida por el dominio sobre la acción. Y quien se entrega está perdido.
Cuando compré ese espejo había pasado ya por muchas de las dificultades de esta tierra. Ya era
más de aquí que de allá. No obstante, todavía hoy me conmuevo pensando en esas cosas. A veces en
la noche, a la luz del quinqué, miro el cristal y veo un movimiento de espaldas desnudas sometidas al
vals. Creo de nuevo las memorias de Europa. Pienso otra vez en Viena, la mortal, recuerdo a París,
el adverso. Hasta que un ruido de la noche me lleva a vivir otra vez en este mundo. ¿Cómo habría
sido Europa si sus revoluciones no hubieran fracasado? Recuerdo a Humboldt, viviente en medio de
su desencanto. ¿Cómo habría sido? Sin embargo, las revoluciones fracasan pero queda el triunfo
sobre el alma de los hombres. Todavía están vivas, y si la reacción triunfa sobre la vida política, en
cambio el sello que se imprime sobre la actitud humana es indeleble. Así ocurre en este país. Las
guerras que he vivido, los pronunciamientos, son tornadizos y volátiles como banderas. Como las
mismas banderas que empuñan. Pero poco a poco las revoluciones moldean a las gentes. Hasta que
un día habrá una revolución victoriosa, que lo modifique todo.
Ya la dama regresaba por el camino empedrado. Su mano enarbolaba una sombrilla blanca. El
sol caía inflexible sobre las piedras; los árboles se mecían lentamente. En todo se esparcía una feliz
tranquilidad, extática como el caimán atracado al borde del estanque, perdurable como el acero
azulado del cañón de Sedán, enfilado hacia la Serranía.
Lengerke atravesó la estancia y se sentó al piano. Sus manos consultaron el teclado, y las notas
empezaron a resbalar sobre el agua, sobre los árboles, sobre la sombrilla blanca, mientras en el cielo
las nubes del espejo seguían encrespándose sobre el memorable mar de la distancia.
VII
Cuando se construye una casa se van agrupando en torno a ella afectos, intereses, esperanzas, se
consolida un grupo humano. Esto le decían a Lengerke, y él alcanzó a dudarlo, a reírse
exageradamente. Yo soy un ave solitaria, dijo. Sin embargo, al ir formando la gran red en torno al
ombligo de Montebello, fue dándose cuenta de que al crear su mundo feudal éste irrumpía en su
propia soledad. Una corte, bromeó un día. El padre Alameda movió pensativamente la cabeza.
—Barón, ¿por qué se empeña en mantener esa coraza permanente? Usted sabe que a medida que
los años pasan, que se acerca el momento de cerrar la circunferencia, o el polígono, como usted
quiera, se van necesitando afectos, amistad. Y es, en parte, lo que usted está haciendo.
—Puede ser— admitió Lengerke sin decir otra palabra.
Alguna vez dijo Lengerke que la botica se parecía al cubil de San Jerónimo el alquimista: la
circundaba un mostrador de madera pulida con cantos de cobre, los estantes acumulaban los frascos
de píldoras inglesas, las redomas de vidrio, los recipientes de porcelana dibujados pacientemente y
marcados en históricas letras góticas: arsénico, cianuro, quinina, extracto de cantáridas, valeriana,
digitalina, nuez moscada..., don Anselmo, el viejo boticario, solía acariciarlos; sus manos se detenían
más prolijas en dos, el arsénico y el cianuro. Le parecía que eran las fuentes del poder que se le
permitía acariciar y poseer. Cuando los tocaba se acordaba de cómo habían doblegado a tantas
personas en la historia. Pensaba en los Borgia, en Catalina de Médicis, en Sócrates. Pero sobre todo,
meditaba en Napoleón en Santa Helena. Hacía años había estudiado medicina; había visto en París
los últimos humos de la Restauración, y se había alejado pesarosamente cuando brillaba el sol del
48, y despuntaba el segundo y equivoco sol de Austerlitz. Durante un tiempo había practicado en el
manicomio de Charenton, donde el Marqués de Sade había pasado sus últimos años, y refería haber
conocido un misterioso manuscrito suyo. Había estado un año como médico ayudante en La
Salpetriére, y era el primero que a su regreso había traído en la maleta, junto con una edición
clandestina del Marqués, otra, en francés, del Manifiesto Comunista. Cerraba los ojos, y como
recitando un poema pronunciaba las primeras líneas: «Un fantasma recorre Europa.» La gente decía
que era masón, socialista peligroso. Había sido un tremendo adoctrinador en la Revolución de 1850,
cuando acababa de regresar. Después, sin saberse porqué, su brío había decrecido, se había
dedicado a preparar sus pócimas, a los libros que le llegaban en grandes paquetes y que meditaba,
sentado en un taburete de cuero, contemplando la plaza solitaria.
En la trastienda que hacía las veces de consultorio, y en la cual la sombra y el olor a drogas
aumentaban el ambiente misterioso, se detenía a veces reflexivamente ante el gran globo terráqueo, o
mirando los frascos de cristal que contenían prodigiosas lagartijas, pequeñas culebrillas y toda clase
de bichos. Los frascos de porcelana eran diez, veinte, treinta. De ellos salían las pócimas que
curaban a los zapatocas. Zapatocas, aquel extraño y sonoro nombre de tribu de caribes, regustaba en
la boca de don Anselmo, como en la del abuelo. Los días de mercado, el boticario contemplaba ir y
venir a los campesinos bajo los toldos blancos, entre las frutas traídas, los tabacos de las vegas
cercanas y los sombreros inconclusos que trenzaban las manos diestras de las mujeres, refugiadas en
los patios de los caserones.
Había una serie de grabados que representaban el cuerpo humano, la forma de practicar ciertas
operaciones, cortes naturales del cerebro, del vientre, de los ojos. Y libros, muchos libros de
medicina y de química, y algunos, se decía, de magia. Por algo su despacho se parecía a una cueva de
hechicero, lleno de matraces, de frascos y de tubos. Porque se encerraba largas horas de misterio a
trasegar con estos elementos, y las gentes sabían que producía elixires de larga vida, brebajes para
multiplicar la potencia sexual, drogas misteriosas que curaban o enfermaban. Decían que se había ido
a Europa con unos cuantos frascos de sus preparados y que había vuelto rico después de vender sus
secretos, que todos querían conseguir, pero que reservaba para sus amigos. Otros decían que no los
vendía porque había perdido las fórmulas mágicas, y que estaba condenado a buscarlas eternamente.
Cuando el alemán regresaba de Montebello se le veía atravesar pausadamente, llegar hasta la
botica. Se sabía que el boticario le suministraba a él sus pociones para acrecentar las fuerzas
sexuales y para retener el amor de las mujeres. Muchos los habían oído hablar en un idioma extraño,
que algunos reputaban como alemán, pero que los más entendidos reconocían como francés. A veces
se quedaban hasta muy tarde conversando en la trastienda oscura, saturada de olores penetrantes de
canela, de drogas sabias, de cloroformo. A veces miraban libros que el boticario sacaba de los
estantes, libros de viejas encuadernaciones, doradas y prolijas, con grabados minuciosos. Cuando
don Anselmo era llamado de lejos, cerraba la botica, ensillaba su mula y si era invierno blandía un
viejo paraguas, y adelantaba sus largos recorridos con un libro abierto en la mano.
Los que entraban a la consulta le veían sentado detrás de un escritorio lleno de extraños y
disímiles objetos, sobre el cual se erguía un solemne búho disecado, según se decía traído de
Europa. Era un enorme búho blanco, cuya especie solamente era conocida en Rusia, donde lo había
adquirido en uno de sus viajes. Al otro lado, apoyada en la mesa, estaba una cabeza de mármol, la
cara de una diosa, conseguida clandestinamente en Atenas.
Cuando estaba solo en las noches, escribía. La gente le reputaba un descreído, un escéptico que
se burlaba de todo, y se suponía que debía de escribir sobre esos temas. A veces, en la noche, se veía
entrar por la puerta de la casa, contigua a la botica, una sombre femenina que nadie por más
esfuerzos hechos había logrado identificar. Otras veces montaba su mula y se dirigía, por el camino
de San Vicente, a la distante Montebello, a una de aquellas fiestas de Lengerke que duraban ocho días
de alcohol y de mujeres, y cuyo escándalo llegaba hasta Bucaramanga.
Don Ambrosio golpeó sobre el mostrador con la culata negra del Smith “single action” del que
no se separaba. Le gustaba usar esas maneras truculentas, que la gente juzgaba extrañas en la
población y buenas para el ambiente riesgoso y levantisco de Chucurí. Anselmo se asomó, y le hizo
pasar y sentarse cerca del globo terráqueo, que era el sitio del que más gustaba don Ambrosio en sus
cincuenta y tantos años de vida.
—¿Cuénteme, Ambrosio, qué hay? ¿Qué se dice en San Vicente?
—Nada; todo igual. Las guerras, que son todas la misma. pero creo que esta vez nos irá mejor a
los liberales. Esos viejos godos como don Puno —le había entrevisto cruzando la plaza— no nos la
ganan. No resisten ni un “cuche”. Tenemos la Constitución, y tenemos la gente. Los artesanos del
Socorro están con disimulo, no vaya a ser que le dañen sus exportaciones.
—O que le arrasen a Montebello —agregó don Anselmo—. ¿Usted ha ido?
—Hace varios meses. Estoy esperando la próxima fiesta.
—Ya Montebello está completo. Tiene hasta cura. Geo se trajo a un tal padre Alameda, que
conoció al llegar al país.
Don Ambrosio encendió un cigarro.
—Un cura —dijo— con la falta que le hace. Así estaban bien las cosas. El cura tratará de
mandarle la vida, de volver a Montebello un convento. No veo la necesidad. Si hay muertos, los
llevan a enterrar a San Vicente.
Eran las dos de la tarde. En la siesta parroquial no se deslizaba ni un alma. Don Ambrosio
entrecerró los ojos.
—Hace dos días, en San Vicente, me llegó uno de los peones de Montebello al almacén. Tenía
en el brazo derecho el muñón liso. No le quedaba ni un dedo; solo la palma de la mano. Le pregunté
con qué se había herido, y me contó que metía caña al trapiche, y de pronto el mecanismo lo agarró.
Lograron pararlo, pero le había triturado los dedos. Estaban inservibles. El hombre apoyó la mano en
un tronco, y con un machete cortó él mismo, tajo por tajo, los cinco dedos. Cuando me contaba, me
miraba la cara de horror. Su único comentario fue: “¡Y mi mamá llorando!”.
—Horrible, dijo Anselmo. Esos accidentes pasan mucho en Inglaterra, con los avances
industriales. La máquina, el progreso, son amenazas para el hombre.
—Tonterías, hombre. Si hubiera sido un trapiche de mulas no las habrían podido parar tan
rápido.
Don Anselmo lo miró. Nadie hubiera pensado que Ambrosio fuera un hombre tan rico en tierras
y en ganado, al ver lo modesto de su vestido campesino, al oír su manera de hablar. Muchas veces
había tratado de convencerle de que viajara a Europa, pero se reía escépticamente. No le quedaba
tiempo sino de trabajar. Anselmo recordaba que hacía unos años había importado un cargamento de
franelas ordinarias. Al desempacarlo probó una, y al día siguiente se dio cuenta de que las franelas
(eran todas amarillas) desteñían prodigiosamente: le había quedado el torso amarillo. Alcanzó a
pensar en la cuantiosa pérdida, pero luego encontró la solución: se trataba de franelas antipalúdicas,
que al sudar a la persona le sacaban el humor amarillo del paludismo. Desde entonces, los domingos,
cuando entraban al almacén los campesinos, los miraba con sus ojillos maliciosos y les decía:
—Ala, estás como amarillo. Te va a coger el paludismo. Te hace falta una franela antipalúdica.
El cargamento fue vendido a precios increíbles, por tratarse de prendas medicinales. Don
Ambrosio era, a la vez, un hombre manso. En el patio de la casa tenía una gigantesca pajarera, donde
acumulaba toda clase de aves: tucanes, toches, arrendajos, mirlos, turpiales, canarios, chirlovirlos,
en fin, toda suerte de animales alados. En una ocasión encerró allí un búho que duró apenas dos días,
por le merma feroz que hizo en los cautivos. En una pequeña jaula, tenía encerrado, dentro de la
misma pajarera, un hermoso gavilán, que como un Tántalo alado asistía al desfile de sus víctimas
imposibles. Matizaba el suplicio sirviéndole carne cruda, pero la tristeza del gavilán no disminuía
sino cuando un rojo cardenal o un toche amarillo pasaban cerca, y creía que estaban al alcance de sus
garras. Halcón destituido, el gavilán era, solía decir don Anselmo, como los conservadores en el
gobierno de la Federación, enjaulados por pájaros inofensivos.
Fuera de Lengerke, quien más conocía a don Anselmo era don Juan de Dios, quien vivía con su
familia en una ancha casa solariega en los límites del pueblo, una casa con un patio lleno de
helechos, de pasionarias, de rosas y claveles, de enredaderas agresivas y palomas. También en su
casa aparecía el alemán, a veces con don Anselmo, otras solo. Se encerraban en la biblioteca, llena
de volúmenes encuadernados por él mismo, a fumar habanos y tomar brandy francés. Un silencio
religioso llenaba la casa. Doña Antonia, la esposa, imponía el silencio sobre sus hijos y la
servidumbre, y se deslizaba a orar en la contigua capilla de Santa Bárbara, cuya llave tenía. Venían
largas horas de conversación.
Don Juan de Dios era un hombre corpulento, alto, de sedosos mostachos caídos, que imponía
respeto a la gente por su carácter. Radical contra viento y marea, había sufrido prisiones en las
revoluciones, le habían empobrecido los ejércitos que pasaban. Ejercía de abogado en los tatos que
le dejaban sus demás quehaceres. Preparaba una sabrosa mistela de moras, cuyo secreto a nadie
había concebido. Gustaba de encuadernar él mismo sus libros, y como don Anselmo, recibía
misteriosos paquetes de Inglaterra y de Francia. Estudió solo el francés, en el texto de Ollendorf, y
podía leerlo perfectamente; y aún hablarlo como certificaba una hermosa cantante parisiense que
vino a Bucaramanga de paso hacia el Socorro, y dio dos recitales, el último de los cuales se vio
truncado por una balacera de los rebeldes godos. Don Juan de Dios, en primera fila, quedó con el
mostacho recortado por una bala que le iba dirigida, y luchó honorablemente por defender a la
Mademoiselle, a la cual acompañó después para que no viajara sola. Como hacía de esto algunos
años, ya el cura se lo había perdonado, pero lo que no le perdonaba era que no fuera a misa, y que si
tenía que hacerlo por boda o entierro, se quedara de pies durante la elevación. Pero don Juan de Dios
no se inmutaba; tenía su propio credo moral, más severo, y ponía en su observancia igual
intransigencia que en los principios políticos. Trajinaba en sus ratos de ocio con pólvora, y esta
habilidad le valió para recalzar balas en las guerras, y para que un día estuviera a punto de volarse
una pierna, cuando preparaba sus mezclas. En la última invasión de tropas conservadoras, luchó
durante treinta horas, con tres amigos, atrincherados en el campanario de la iglesia; al final tumbó la
escalera, y estuvieron a punto de morir de hambre, y luego de quebrarse el cuello al descolgarse con
un lazo sobre el tejado y salir por la ronda. Antonia su mujer, lo miraba con sus ojos claros cuando él
hablaba con tono vehemente o se reía con abierta carcajada; ella iba como una sombra tierna por los
corredores fragantes de azahar; sus manos apilaban las sábanas de lino y dejaban escondidas entre
ellas las ramas de vetiver cuyo leve aroma perduraba en los armarios. A veces don Juan de Dios
hacía ensillar su mula negra y se iba al Socorro, a Bucaramanga o a la hoya del Suárez con Lengerke,
como en esta madrugada, en que ya las bestias patean briosas en la pesebrera, y don Juan de Dios,
con el sombrero jipa en la mano, con los zamarros peludos ya puestos, se inclina para recibir de
Antonia un beso y una bendición. Va con Lengerke, Ambrosio y Anselmo a ver el pueblo de
Montebello.
A las cinco de la mañana bajan los grandes trancos del camino a San Vicente. Al llegar a las
últimas vueltas de la cuchilla del Ramo (de Ramos fue en un tiempo), se abrió con toda su majestad
el horizonte. Se alcanzaban a divisar el castillo de Montebello y más allá la serranía de La Paz.
Aquel día comenzarían las grandes fiestas de celebración del otorgamiento de la concesión de
tierras. Lengerke, eufórico, hablaba, trazaba proyectos, nuevos caminos, nuevos puentes, el progreso
de Santander, las familias de alemanes que venían a colonizar.
—Geo, —le dijo don Juan de Dios— me inquieta esa palabra. Acabamos de salir de una
colonización. Recuerde que Colón, al darle origen español a esa palabra, nos puso en manos de
España. Nuestras colonias no vinieron del latín, vinieron de Colón.
—No, Juan; —replicó Lengerke—, no se trata de eso. Se trata de ayudar al país. Yo me vine de
Europa huyendo del absolutismo, y aspiro a ayudar a formar aquí la democracia.
—Eso lo dicen todos. Mire a Inglaterra y a Estados Unidos, cómo codician a Panamá. ¡Dizque
un canal!
—Ya lo sé. Pero no es lo mismo. ¿Sabe, por ejemplo, que tengo en Colombia la mayor parte de
mis bienes, con excepción de lo que pertenecía a mis padres? Yo devuelvo al país lo que me da. Si
tengo inversiones fuera, es por la seguridad elemental que indican las guerras civiles.
—Miren —los interrumpió Anselmo— cómo el primer sol le pone corona a Montebello, como
si lo estuviera incendiando.
—Puede ser un presagio —dijo Lengerke—, porque otra vez corren vientos de guerra civil.
Ojalá esta vez no nos llegue. Pero es cierto, aunque también el último sol incendia a Montebello. Es
como el santo de ustedes, San Lorenzo; gracias a estar sobre la cima, como en una parrilla, se tuesta
de ambos costados.
—¿Le ha dado resultado el procedimiento para producir azúcar centrifugando la miel?
—Sí. Todo el azúcar que se consume y la poca que se exporta de Santander, la produzco yo.
Pero eso es nada junto al gran proyecto de la quina, que algún día será realidad. En eso me
enriqueceré y enriqueceré a Santander. Miren —señalaba dos amplios puntos—, la concesión se
extiende desde allí, desde La Paz, hasta el Magdalena. Son doce mil hectáreas. En cinco años toda
esta región estará poblada y en producción. Ya se alcanza a ver lo que hemos desmontado en estos
años con mis alemanes. Hoy he querido reunir a mis amigos, porque empiezo la nueva lucha con la
selva, como he venido haciendo la lucha del camino; va a ser dura, pero ganaremos. No estoy
dispuesto a dejarme vencer.
La mañana se abría limpiamente. El descenso era fuerte hacia el calor del valle. En el cielo azul
sin nubes, Montebello se alzaba como un castillo blanco.
El abuelo ve la distancia azul de los abundantes montes, ve la selva caliente, ve a lo lejos los
absurdos picos nevados. Por la senda arriba se encuentra Zapatoca, remanso a la orilla de la vida,
donde podrá cerrar los ojos un día, donde será tronco de estirpe, donde un día la esposa le cruzará
las manos sobre el pecho y se tenderá a morir próxima a él. Piensa en la fundación de la ciudad: un
cura, unos cuantos hombres corajudos en busca de dinero, criollos del Socorro, españoles
desheredados que soñaron en su momento crear una ciudad en aquella tierra mansa, de vientos
corteses, de calvas lomas venerables, izada sobre las montañas de los Andes. Mira hacia abajo,
donde en grupo descienden, al paso lento de las mulas, Lengerke, don Anselmo, don Ambrosio.
Rezagado, tiende el oído al viento, escucha los primeros disparos que en aquel tiempo vinieron a
turbar las soledades reverentes, que al subir a los montes se hacían todavía más solas. Sus ojos lo
han visto todo, lo ven todo, lo verán todo, anticipan el destino de las tierras agrestes, anticipan su
propio destino, presienten ya el asomo de su vida. Desde el mar lejano y azul al verde de la selva la
sombra del abuelo ha recorrido la vida. Ha vivido la independencia, ha sido uno de ellos en la
sombra de su propio padre, se ha ido entremezclando con la tierra, con las cosas que han ido
naciendo de ella. Devora libros, uno de sus favoritos es la Historia de la Revolución Francesa de
Michelet, y es lector de obras románticas, de Lamartine y Víctor Hugo, y a regañadientes hasta de
Chateaubriand. Los misterios de Eugenio Sue y de Alejandro Dumas le cayeron bajo los ojos que
descifran el francés, con los libros de un nuevo autor llamado Julio Verne, cuyas obras son la
maravillosa anticipación del Progreso, en el cual el abuelo cree con «P›› mayúscula; en ellos se
habla de cosas que un día sucederán en la tierra, de cómo
el hombre será dueño del aire y del fondo del mar. Le llegan, empolvados y maltrechos,
paquetes de revistas y periódicos franceses, que recorta con los que recibe de la capital, y pega
cuidadosamente con engrudo preparado en casa, en álbumes hechos por él. Va coleccionando los
folletos que recibe en el demorado correo, con los cuales se va componiendo el libro del Doctor
Bataille, El Diablo en el Siglo XIX. Y se ríe a solas cuando piensa que todas estas impropiedades y
mentiras se dicen de la masonería, de la cual tiene muy
claro cuál fue el ilustre papel desempeñado en la independencia de América, y cómo en la
Europa carbonaria rebelde aseguró la subsistencia de la libertad por encima de los absolutismos.
Piensa en su iniciación en la Logia del Socorro. Guardados en un arcón de fragante madera reposan
el mandil y las insignias. El abuelo sabe que todavía será mucho lo que la masonería pueda hacer
antes de ser reemplazada por otros movimientos como los socialistas, que con José Hilario López
alcanzaron a estremecer hace pocos años el país.
El contacto del abuelo con el señor Lengerke se estableció cuando al poco tiempo de llegado
éste a Zapatoca instaló su gran casa y oficinas en la plaza principal. El abuelo, un mozalbete apenas
salido del colegio, adoctrinado por su padre en los más tensos principios radicales, con la aspiración
de ser un hombre grande sobre Santander, de proyectarse en hijos, en nietos que hagan eco a la magia
del progreso, traza las cifras de los libros de contabilidad, medita en lo que fueron los fundadores de
Zapatoca, detesta sin alarde a los curas conservadores, mira con respeto a don Florentino Vesga
cuando éste
entra en su mula mora por las calles del pueblo, cargado de sabiduría, de idiomas, de telégrafo,
que es el progreso. Un buen día se anuncia que la maravilla del telégrafo va a venir, que es el sistema
moderno de comunicación casi instantánea. El abuelo llega al Socorro, jinete en un peligroso caballo
que más de una vez ha estado a punto de lanzarlo de cabeza a uno de los precipicios azules, o al
desértico llano de los cujíes. Ha pasado por la cabuya que atraviesa el Suárez y en el Socorro un
pariente que ostenta el redondo apellido, Rueda, le lleva a presenciar la recepción de los mensajes
que vienen de Bogotá, las órdenes del Presidente del Estado, los anuncios de remesas de mercancías,
los mensajes amorosos que hacen estremecer las líneas. Llega de nuevo a Zapatoca, enajenado. El
gran triunfo del doctor Florentino Vesga le consagra ante los suyos. Habla ante el grupo reunido en la
calle real, donde están todos. Allí está Lengerke, que acaba de llegar de una larga correría. A medida
que el abuelo habla con vehemencia, ve que dos o tres conservadores que están en el grupo reflejan
en sus ojos la desconfianza. Al fin uno de ellos exclama:
—¡Esto tiene que ser cosa del diablo o de los masones!
Son los mismos conservadores que hicieron lapidar al cura Roldán cuando en la época de José
Hilario aceptó el divorcio de una pareja y los casó con otros. El mensaje corre de boca en boca. Hay
que evitar el telégrafo, esta es cosa de los radicales que quieren por ese medio entregarle la
población al diablo. Es el diablo de Murillo Toro, son los masones matrimoniados con Satanás, que
insisten en que a todos los zapatocas los condene la Providencia. Se organizan por encima de los
radicales, para evitar la llegada de los alambres fatídicos. Apenas saben que se empiezan a tender
los cables, que los postes se yerguen sobre los cerros, enfilan la brigada de choque. Cerca de la
quebrada de Pao ocurre el encuentro. Luego, marcharán sobre Betulia. Sin armas, simplemente con
piedras, dispersan a los peones, a los ingenieros, tratan de atacar al propio don Florentino, hasta que
la misión vuelve grupas hacia el Socorro y Zapatoca se salva del diablo. Sólo años después don
Emeterio Díaz traerá la maldita conexión del telégrafo, y con ella la ciudad se precipitará en las
guerras, en los desastres económicos.
El abuelo vuelve los ojos a la guerra, al paso de los ejércitos por las calles empedradas, al
humo y la luz de los combates al despuntar el alba, las rojas casacas, las levitas azules, el trueno del
tosco cañón. Se ve a sí mismo con el mayorazgo, en la alborada, ante el pelotón de fusilamiento con
los demás radicales, mientras las largas faldas de las señoras revuelan pidiendo clemencia; y por fin
la púrpura obispal, que en un rasgo de generosidad se interpone y evita el sacrificio, mientras a lo
lejos se pierde para siempre la sombra del caballo blanco confiscado por el carnicero entre los
sollozos de los niños.
Se ve en las horas blancas de la biblioteca, cuando por azares de las guerras el segundo de los
hijos nació muerto, y él, lector de Darwin y de Comte, metido dentro de sus ideas positivistas, en los
comienzos del evolucionismo, en pleno siglo de la libertad y del examen científico de la vida,
insistió en conservar cerca de él el feto al cual había dado origen, para recordarse a sí mismo la
transitoriedad de la vida y la nada que venía después de la materia, y lo depositó en un gran frasco de
cristal lleno de alcohol. puro. En el rincón de la biblioteca había una mesa escritorio de la cual se
levantaba un estante donde estaban los libros más preciados, y sobre él reposaba el gran frasco de
cristal con el ludión minuciosamente conformado de su positivismo. Al mirarlo, recordaba haber
leído alguna vez la historia de un rey que tenía ludiones que representaban a un rey enemigo, al
diablo, otro a un ángel, otro a Francesca de Rímini, y todos los reyes y los santos, y todos los
pecados. Y el rey presumía que al aplicar la propiedad del ludión, empujarlos suavemente y hacerlos
bajar y subir dentro de su frasco, en el líquido en que estaban contenidos, movía el mundo. Al
conservar en alcohol el cuerpecillo del hijo fallecido, de Juan José, como le llamaba siempre, le
parecía que prolongaba la existencia de un ser, antes de desleírse en la nada. Y a la vez, enseñaba sus
principios a los otros hijos asombrados. A veces observaba a través del cristal el feto, y parecía que
sacaba de allí profundas lecciones, como un naturalista empírico que estuviese analizándose a sí
mismo. El abuelo Juan de Dios se sentaba a contemplarlo muchas veces, en esas horas después de las
cuatro de la tarde, a repensar el misterio de la vida y de la muerte, mientras se oían en el salón las
notas de la guitarra pulsada por la hija mayor, que parecían guardarse luego en la caja de música que
se les abría a los niños como una golosina.
Durante años permanecería el frasco de cristal sobre el estante del escritorio, observado con
envidia por don Anselmo, como el único objeto que él no poseía en su mágico salón. Sólo en la huida
precipitada de la familia en la siguiente guerra civil, lo sepultó el mismo abuelo en el jardín, para
evitar que los conservadores lo utilizaran como prueba máxima de su ateísmo.
El abuelo recorre paso a paso el caserón; en el salón se mueven solas, con el viento, las
mecedoras vienesas, mientras la cortina de encaje se hincha como la vela de un barco. Afuera, en el
patio, los helechos, las adormideras, el espino rebelde que ha querido mantener para recordar los
caminos desérticos, se balancean suavemente. Las palomas maracaiberas se van escondiendo en el
alero, mientras en el cielo por encima del tejado rojizo parece enredar su azul evanescente, de cromo
desteñido, en la espadaña de la capilla contigua. El abuelo, burlón se detiene junto a su silla
predilecta, en cuyo cuero está repujada la escena del médico que suministra un enema al paciente,
con la inscripción macarrónica cuidadosamente grabada: «Si quieres que te aproveche esta ayuda, no
frunzas, por vida tuya.» Se sienta en el patio, a ver pasar el resto de la tarde, a oírla pasar, mientras
la brisa trae las voces, el único rumor audible del pueblo, que se eleva, sube, se mezcla a las
campanadas del ángelus, y el filtro de piedra en el comedor contiguo deja caer una a una las gotas de
agua que van contando el tiempo.
A veces se reúnen la vida pasada, la presente, la futura. El abuelo, gravemente sentado en un
sillón, las repara, las inventaría, las examina. La sonrisa despunta a veces bajo sus espesos bigotes
que cuelgan ferozmente sobre los labios para esconder la bonhomía. Años, años, años, se recogen en
la tarde, se duermen en ella, o se despiertan inquietos para plantear los interrogantes eternos. El país
asolado por las guerras, el país tenso buscando una salida, el país floreciente, el país en progreso. El
progreso indefinido. La locomotora —que el abuelo vio una vez en Bogotá, en la misma ocasión en
que pudo conocer al gran poeta— surcará un día estos campos. Los betunes de la tierra que encontró
Lengerke rezumando en el fango, en el camino de Barranca, harán la ilusión momentánea de la
riqueza. Petróleo para las lámparas, café para estimular la vida. El abuelo vuelve a sonreír. No
tardará en venir el nuevo toque de somatén, la nueva guerra. Y sin embargo, se continuará viviendo,
se llegará a nuevas repúblicas, mataremos al diablo y en su altar pondremos al Progreso. Sus
reflexiones se interrumpen cuando ve que los ojos claros de Antonia le contemplan desde la puerta
de la sala, lo mismo que ahora, en la distancia, por encima del grupo de Lengerke, Anselmo,
Ambrosio y Francisco Gómez, por encima del camino, se ven a lo lejos los montes con ese mismo
color indeciso de los ojos de ella.
VIII
Dijo Lengerke, antes de salir en una de sus largas peregrinaciones, que le desazonaba tener que
romper, a veces, los caminos de los españoles, y cortarlos con su propio camino cuando no lograba
seguirlos en la misma dirección. No sabía por qué, pero le parecía estar cortando un ser vivo, un
depósito de recuerdos de todas las gentes que lo transitaron.
En cada uno de los caminos hay acumuladas todas las vidas de un pasado. Caminos con alma,
con vida, que un buen día se ven interrumpidos, lo mismo que de pronto las vidas se suspenden.
Fueron muchas las ocasiones en que los recorrió, mirando el corte preciso, el punto de donde debía
desprenderse el ramal hacia un destino nuevo. Cuando emprendía el camino, iba siempre pensativo,
se hubiera dicho que buscando la manera de herir menos ese ser casi vivo. Como va ahora, hasta que
se le encienda, casi como un deseo, la urgencia de trazar la línea nueva.
Más abajo, la mula que cabalga Lengerke desciende uno de los grandes peldaños del camino
tortuoso. El abuelo mira hacia el horizonte: en el confín azul parece distinguirse el trazo del río
Magdalena, bordeado de la roja barranca del puerto. Caribe, Caribe. La voz india resuena a lo lejos.
Caribe, extranjero. Cuando los indios de estas tribus veían a la distancia al español, exclamaban:
¡Caribe! De ahí que los conquistadores tomaran la palabra como un grito de guerra. Caribe, piensa
mirando a Lengerke. Cuya melena rojiza se oculta bajo el amplio sombrero blanco, que deja escapar
unos mechones en la nuca poderosa. Caribe, extranjero. Los habitantes de hoy sienten el hálito
inconsciente del mismo pavor, como los indios yarigüíes, que lo esperan al llegar a la tierra caliente,
asechando tras las espesuras sombrosas. Caribe, Caribe, repite pensativamente el abuelo. Adelante,
en la cabalgata, va Calvino Panqueva, un muchacho indígena que Lengerke tomó como ayudante; el
nombre fue naturalmente dado por el alemán.
Por allí pasaremos con el camino. Luego cruzaremos el cerro de Omir, y llegaremos a la
Vizcaína. Allí mismo se alzaba la ciudad muerta de León, la fundada por un español rebelde,
Bartolomé Hernández, el Encomendero de Chianchón, nombrada así por su ciudad de origen. Todavía
dicen que cuando se pasa de noche por la Vizcaína los espantos acorralan al viandante. Los
pobladores de la región tienen temor del sitio en la noche, y recuerdan que la Audiencia ordenó al
capitán Juan de Angulo destruirla, por haber sido fundada sin licencia de la Venerable Corporación,
si no encontraba que fuese suficientemente provechosa. Los yarigüíes eran caribes, hijos de los
piratas antillanos de antes de Colón, que sometieron las islas y luego la tierra subiendo como los
conquistadores por el Magdalena, devorando los indios andinos, tomando por las vías de Santander
—el Sogamoso hasta la Chocoa— llenándolo todo con sus descendientes, los yarigüíes, a quienes
apenas quedan los nombres, Chocoa, Barichara, Zapatoca, Aratoca, Chucurrí. La Cordillera de los
Yarigüíes, que aparta el Suárez del Opón, era la suya. Y ahora se alzan en sus tierras, en el reino del
indio, poniendo su muralla contra el camino de Lengerke. Son los mismos que dejaron a Ambrosio
Alfínger dormido para siempre en el cementerio Chinácota, los que lucharon con Quesada
disputándole su ruta al interior, los que en las guerras civiles limitaron los avances de las tropas
fratricidas: Aquí están todavía, sin mezcla, con todo su pasado destruido por conquistadores y
colonizadores, en esta selva verde-azul que se extiende como un inmenso interrogante hasta el límite
del río. El reino del indio, que perdurará en la medida en que el banco no lo toque con su mano de
trágicos Midas.
Por aquí discurrieron temerosos los encomenderos de León, buscando refugio para combatir a
los yarigüíes feroces. Por aquí don Juan de Angulo debió mandar al tuerto Antonio Sarmiento a
darles la batalla, con un grupo esforzado de españoles. Más allá, estaban los indios atrincherados en
el castillo que construyeron en el Cerro de Dominio, y allí se defendían empeñosamente con sus
flechas contra los arcabuces; fue allí que el Tuerto Antonio, cuando una flecha se le enterró en el ojo
bueno, se desplomó a morir, diciendo a sus soldados: “Buenas noches”. El abuelo sonríe ante la
ironía mortal.
Gracias al Tuerto pudo seguir la ciudad de León, pudieron seguir trabajando sus encomenderos
en nombre del rey y del propio bolsillo, hasta que el Capitán Angulo se desilusionó de la ciudad, de
la tierra dura, del peligro, y así lo dijo a la Audiencia, que ordenó destruirla. Pero quedó hasta morir
el viejo Juan Vizcaíno, que ya no quería salir de allí, y cuyo nombre designa el manantial al que va a
dar, desde el Omir, la Ciénaga de San Silvestre.
Las ruinas de León se han ido transformando en promontorios del paisaje. Desde lo alto, alcanza
a divisarse un sitio de la selva en que el boscaje es ralo, una especie de calvero de brujos. Pero la
ciudad vuelve a crecer en la noche, como se eleva más allá del castillo indígena del Dominio. Los
indios aprendieron la teoría de las fortalezas españolas e hicieron la suya casi inexpugnable, para
poderla defender con sus flechas contra los arcabuces.
El viejo Vizcaíno mantuvo su colonia, pero el casi de la india Francisca lo arruinó todo:
Francisca, cristianada así, era la hija del cacique yariguí Suamacá. Lo cuenta el padre Simón. El hijo
del cacique Guamaca, se enamoró de ella, y concertado el matrimonio la dejaron tomar edad en la
casa de hacienda del español. Alguien, parece que el indio Montesinos, guane de la servidumbre de
Vizcaíno, la sedujo. Al venir el matrimonio, a la manera católica e indígena, el marido llevó a su
esposa, y la consumación del matrimonio fue desastrosa, porque no encontró huella de virginidad. El
marido la devolvió al padre, luego de castigarla. Suamacá la forzó a decirle la verdad, y la que ella
le dijo fue culpar al español Alonso Romero, mayordomo de Vizcaíno. Era tal vez media verdad de
una verdad compartida. Estando Vizcaíno en Vélez, Suamacá asaltó la hacienda y mató a españoles e
indios. Francisca, bien sea por confesar la parte de verdad que le faltaba, acusó entonces a
Montesinos, quien huyó. Se abrió otra vez la guerra que no paró en muchos años, y que abarcó todas
las tribus de la estirpe, hasta que se comisionó al siniestro don Juan de Borja para apaciguarla. El
Cacique Maldonado, el Cacique Pipatón, fueron destruidos. La raza Caribe empezó su ocaso funesto,
mientras la colonización se extendía, y al venir la revolución de Independencia los yarigüíes se
refugiaron en las hondas selvas. Diezmados, destruidos, huían del blanco como alimañas
perseguidas. Buscaban la paz que ofrecía el refugio de la serranía.
Pero empiezan los caminos. El oro proteico toma ahora una forma nueva, la del camino del
comercio, la guerra silenciosa. Los blancos vienen a tomar las tierras de los indios. El camino es el
enemigo: los indios, hostigados en sus refugios, asechan, guardan aún la memoria de sus viejos
caciques, y uno de ellos, bautizado Carlos, resucita el nombre guerrero de Escarrega. Parado en la
punta del Cerro del Dominio, su vista amaestrada alcanza a ver de lejos la tropa de los blancos que
tumba monte, el cabello mítico del pelirrojo que los dirige. La guerra se ha declarado nuevamente,
hay que pelear por las tierras del indio. Los blancos invaden el reino del indio, la guerra lo invade
todo. Por las trochas oscuras, embozados en los líquenes del monte, asegurando su brazo en los
troncos añosos, vuelven a combatir.
El abuelo sigue mirando cómo desciende la tropilla, y levanta los ojos hacia el Cerro del
Dominio donde espera, inmóvil, la figura cobriza del desnudo cacique yariguí.
A las siete de la noche se suspendió el trabajo, con los últimos arreboles del sol, bajo antorchas
improvisadas. Lengerke llevaba varios días sin separarse de la cuadrilla. Aquel día resolvió forzar
al máximo a los hombres, y coronar la etapa trazada, que llegaba a la Vizcaína.
Cuando se armaron las carpas y se encendieron las fogatas, se distribuyeron los turnos de
guardia para pernoctar severamente juntos a las bestias amarradas. Soplaba una leve brisa que venía
desde la Serranía y hacía menos premioso el calor. La noche era clara, con una luna flotante envuelta
en nubes desgarradas. El campo emitía su rumor peculiar de grillos, de ranas, de cigarras. De pronto
se oía a lo lejos el crujido de una madera que se derrumbaba.
Se despertó hacia la medianoche. La brisa se había aquietado, y el silencio pesaba blandamente
sobre la oscuridad. Se incorporó y salió de la tienda; las fogatas eran apenas rescoldos y los
centinelas dormían. Dio un paso para despertarlos, cuando de pronto sintió algo a su espalda. Se
volvió y quedó inmóvil: a pocos pasos de él se levantaba la ciudad nocturna. Las ventanas de las
casas españolas se iluminaban, en una de ellas parecía haber fiesta por el número de jinetes y de
damas que llegaban en silla de manos. Al fondo se veía la iglesia; el campamento ubicado en mitad
de la plaza, sin embargo no estaba en ella, se sentía extrañamente distante. Los serenos recorrían las
calles empedradas, y los indios se deslizaban en las sombras y entraban a una fonda cuya puerta
aparecía iluminada con una luz mortecina, al fondo de una calle torcida. Se estremeció cuando la
campana de la iglesia empezó a dar las doce campanadas de la media noche. La luz espectral lo
invadía todo, hacía perceptible hasta el menor detalle del sitio donde estaba la ciudad muerta de
León, que parecía haber continuado, invisible en el tiempo, y que ahora rodeaba el pequeño
campamento. Instintivamente miró hacia el sitio por donde había trazado el camino. Ciertamente, no
se había equivocado: era el mismo trazado español, el camino del Conde Abandonado. Pensó que
estando envueltos por la ciudad, los indios no los atacarían, no podrán verlos.
Pasó largo tiempo mirando la ciudad, viendo la sorprendente vida nocturna que se desarrollaba
en sus calles, hasta que no quedaron encendidas sino las ventanas de la casa del baile y la puerta de
la fonda. Se dio cuenta entonces, por una campanada solitaria, del tiempo transcurrido. La ciudad se
iba consumiendo en la oscuridad. Se sentó de cara a la plaza, y oyó entonces la suave música, que
parecía surgir de la casa del baile. Entornó los ojos para escuchar mejor. Cuando los abrió, después
de haberse dormido recostado en el tronco frente a la tienda, un tinte violeta empezaba a llenar el
oriente, sobre los cerros, y el bosque olía con la exhaustiva fragancia del amanecer tropical. Los
centinelas semidormidos se desperezaban, y las bestias que habían permanecido extrañamente
quietas, comenzaban a agitarse. Amanecía en plena selva, y volvía definitivamente al pasado la
ciudad muerta de León.
IX
Los arreboles del poniente incendian a lo lejos la selva. Se ve a la distancia cómo el sol se
consume entre los árboles, tras los cerros de Antioquia. Acodado sobre la barandilla del corredor de
la casona, Lengerke mira al horizonte. Un correo ha traído la noticia de la muerte de su amigo
Strauch. Muy temprano mañana tomará su mula para llegar a tiempo a San Vicente, a las ceremonias
del entierro.
Cómo el tiempo va pasando. Cómo se empiezan a ir, por una o por otra causa, los
contemporáneos. Le duele especialmente la muerte de Strauch. Strauch era para él la Alemania
lejana. Le gustaba oír su risa gruesa, su acento gutural cuando hablaba español. Era un hombre leal.
Strauch era un poco menor que él, de temperamento ingenuo, de bondad que explotaba la gente a
su alrededor, de figura grande y rubia que atraía a las mujeres. Tenía la terquedad del trabajo. Sólo
había venido de Alemania por Lengerke, cuando él lo había llamado. Amigos de infancia, había
conservado por él la misma lealtad, el mismo afecto que le había impulsado a pedirle que viniera.
Ahora se encuentra entre cuatro planchas de madera, en el tosco ataúd. Lengerke baja la cabeza. El
ámbito del sol se reduce cada vez más, pronto llegará la noche, este momento como todos los días, y
más que todos le produce una secreta sensación de angustia, de temor, a la vez que el placer
melancólico de ver el naufragio del día y el avance nocturno, los misterios de la noche cerrada, los
mismos que uno se pregunta si preserva la muerte.
Cuando eran muy jóvenes, acometieron la empresa de un viaje a Francia, que les había resultado
una intrépida aventura, llena de peligros y sabor. A su regreso, bordeando el Rhin a caballo, se
detuvieron en Colonia. El ambiente de la ciudad, los rincones medievales daban la sensación de
vivir en el pasado; quedaban claramente en la memoria como el ambiente azaroso de las tabernas de
Düsseldorf. En Colonia encontró Strauch, más afortunado, a la que luego habría de ser su esposa, que
estaba velándolo ahora en su hacienda cercana a San Vicente.
Lengerke duda. Debe ir ahora. Sí, debe ir, pasar allí la noche, triste, junto al cadáver de su
amigo. Llama a voces al sirviente, le da la orden. Unos años antes no habría titubeado, pero ahora ya
empieza a resentir el peso de los trajines de su vida.
Ve la cara de su amigo, su barba rubia y sus ojos claros. Veinte años habrán pasado juntos en
Santander. Strauch le ayudó a hacer el puente sobre el Saravita. Sí, veinte años. Había sido su
compañero en las espléndidas orgías que se cumplían en torno a esta casa de hacienda; a veces, le
apesadumbraban los ojos tristes de Hildegard cuando se lo llevaba de viaje. En la construcción del
camino al Magdalena, Strauch fue su ayuda definitiva. Era un hombre bueno, de aquellos que son
leales más allá de la tumba. Se ve cabalgando con él las finas mulas veleñas, compradas en las ferias
del Socorro. O bebiendo coñac o cerveza a orillas del Suárez, al calor violento de las doce del día.
Cuando recorrían el Rhin juntos a los veinte años no habían imaginado venir a estas tierras lejanas.
Pero las prédicas de Humboldt en toda Alemania les habían mostrado el camino en el momento en
que el absolutismo les había bloqueado la vida.
Piensa en el 48, en Bremen, en la madre lejana, vieja y sola. También vive la madre de Strauch.
Le mandará dinero a nombre de él. El mayordomo se acerca a avisarle que está ensillada la mula, y
listo el peón de estribo que le acompañará. Se pone los zamarros y el sombrero jipa, y monta. La
bajada, las vueltas del camino, le despiertan más recuerdos. La sombra de la casa, contra la luna que
sale, parece verdaderamente la del castillo feudal. En torno a él, el valle se acumula. Sus amigos, sus
trabajadores, diez familias alemanas traídas por él, a las cuales ha dado trabajo y que han rodeado su
casa y su fortuna. Aquí están sus tierras, su propiedad, su castillo, y en la sombra plateada los picos
de las otras montañas parecen castillos de la Selva Negra, dormidos en su espera nocturna.
Años de exilio. Sus breves regresos a Alemania, sus visitas a su madre, le hicieron sentir
vivamente cómo se había compenetrado día por día con esta tierra. Estas montañas duras son ahora
tan patria o más que la antigua. Los hombres y las mujeres de aquí, secos y orgullosos, le parecen a
veces semejantes a los suyos. Pero siempre surge en ellos un matiz distinto que le recuerda que éste
es un mundo nuevo.
Puede estar orgulloso. Su obra no es solamente el enriquecimiento personal. Es, a la vez,
despertar al progreso una región. Ya en el Socorro los alemanes han fundado una cervecería; los hay
en toda la provincia del Socorro y en la provincia de Soto, buscando dinero. Después de haber
visitado otros sitios, piensa, ¿por qué se quedó en Santander? No fueron sólo la quina, los
sombreros, el tabaco. Fue la cordillera, fueron los riscos, fue esa estructura furiosa, fue el deseo de
abrir caminos y puentes en una topografía llena de soberbia. Soberbia, piensa. Aquí las gentes dicen
«soberbia» para significar cólera. La cólera se equipara al orgullo satánico. Pero la verdadera
soberbia es la naturaleza misma. Le parece que los espíritus de las gentes son, también, como la
tierra. Y que también ha logrado abrirles caminos y establecerles puentes. Ha nacido otra vez en este
cerro.
La mula baja cuidadosamente a la luz de la luna. El peón le sigue con su paso elástico de
montañés, o se adelanta cuando ve la sombra. El revólver golpea su cadera; ha podido olvidarlo,
porque allí nadie le quiere mal. Va ya a llegar a la casa de Strauch. Ya se ve blanca, a lo lejos,
iluminada por dentro con la luz dorada de los cirios.
Al llegar al patio y detener la mula, le rodean varias sombras: alemanes y santandereanos.
Desciende, los saluda en silencio, y entra. La viuda está al lado del ataúd. Le estrecha las manos
silenciosamente. Ella solloza. Los niños están junto a ella, con esa gravedad de las catástrofes que
toma de pronto al niño indefenso y lo envejece años en una noche. Lengerke se sienta en silencio y
contempla en el ataúd abierto la faz fría y blanca de Strauch. La muerte le presta juventud. Lo ve así,
extrañamente joven, con una placidez en el rostro que lo hace pensar en el hombre que ha superado
los obstáculos de un camino y empieza a descansar, todavía agotado de la jornada. A Lengerke le
parece que la expresión de Strauch es la misma que tenía cuando lo vio dormido después de haber
terminado aquel último día del primer viaje hasta la costa con el gran cargamento de tabaco. Le
parece oír la voz de su amigo diciéndole:
—Todos estos esfuerzos que hacemos son para el gran descanso. La lucha por la vida es una
lucha por la muerte.
Los velones se van consumiendo. La noche se hace más profunda, a lo lejos la masa de
Montebello se eleva como un torreón increíble. Todo está en paz, la misma paz que respira el rostro
de hombre dormido definitivamente. A su lado surgen de vez en cuando los sollozos de la mujer.
La amplitud del mundo se siente más en la montaña, en una casa como ésta, trepada a la sombra
de los cerros más grandes, sobre uno de los montes cercanos al pueblo. De un mundo a otro, de la
civilización de Alemania a esta soledad de montañas nuevas. Ahora ya comienzan a verse puntos de
luz en la noche, que van extendiendo el cinturón de las tierras roturadas hacia el río. Antes de que
vinieran los alemanes el desmonte era más estrecho y escaso. Ya tenemos muertos en Santander,
Strauch no es el primero, ya hemos mezclado nuestros cuerpos con esta tierra. Aquí vinimos, aquí
moriremos, ya somos de aquí como de allá. Cuando emprendía el camino de Girón al Tablazo,
cuando quisimos abrir esas vegas a la agricultura, me acompañaban Strauch, el viejo Nortenios, los
dos Heink y Goelkel. Fueron días duros. Strauch fue el más fuerte, el que resistió indefinidamente a
las fiebres, a las alimañas. Y aquí está lo que queda de él, de su paciencia, de su fuerza. Aquí está
todo. Un día estaré yo también así, descansando al final de la vida. Pero para poder descansar, es
necesario haber vivido como Strauch; como yo he vivido y viviré lo que me queda.
Se escuchan los susurros de la gente que conversa afuera. En el salón encalado se abren los
marcos de grandes retratos de hombres y mujeres rígidos, la prosapia de Strauch, la gente de Bremen
que lo antecedió. Hombres y mujeres de la sólida burguesía, que vivieron y murieron con un gesto
estereotipado. La vida, o la imitación de la vida, según el modelo de los viejos burgueses. Cuando
uno de nosotros hacía lo que hicimos Strauch y yo, evadirnos, huir del cinturón férreo que nos
asfixiaba, buscar nueva vida, estoy seguro de que los viejos de las familias movieron la cabeza y
murmuraron: son esas ideas revolucionarias del romanticismo. Y suspiraron pensando en los
horrores que significaban las vidas de Hölderlin, de Kleist, de Novalis, de Heine... ¡Pero si miraban
con reprobación los devaneos de patriarca de Goethe! El gesto nuestro, lanzarnos al mar, huir,
romper con las conveniencias como tuve yo que hacerlo, todo eso en ese momento de la sociedad
nuestra, era especialmente duro y difícil para todos. Para los viejos, y para nosotros, que, para poder
romper con esos moldes teníamos que violar cuanto nos habían inculcado desde la niñez. Y sin
embargo, lo hicimos. Cuando logré llegar a Praga reventando caballos, y salir por fin de la
persecución oficial, me sentí resucitado. Praga la bella, sí. Es la más hermosa de las ciudades del
mundo. Si no lo es Viena. O si no lo es París. Pero Praga tiene un diabólico atractivo, el mismo
encanto que se da en sus mujeres. Es un encanto femenino. Es como una mujer. Todas las ciudades
hermosas son como mujeres, se pueden poseer, se puede acostarse con ellas.
Pero con estas tierras americanas pasa algo mucho más grave: no basta con acostarlas. Lo
poseen a uno, y una vez que lo tienen no lo dejan nunca. Por eso he tenido siempre que volver. En mis
regresos a Alemania, yo siempre he sabido que volvería a Santander. Nunca clausuré las casas, ni
hice nada definitivo para destruir el vínculo. Estaba más atado aquí que allá, y con cada amigo que
muere estoy más atado a este suelo con el cual su cuerpo se va mezclando.
Praga. Strauch no la conoció nunca. Él se embarcó en Hamburgo para responder a mi llamado.
Nunca supe más de María, pero es mejor así. Guardar el recuerdo de ese mes adorable de primavera,
errando por la Mala Straná, buscando nuestro destino en la Calle de los Alquimistas, persiguiendo
nuestras sombras por el puente Carlos. Jamás le escribí. No cumplí mi promesa, porque ella era tan
frágil que no habría resistido el violento viaje del Magdalena. ¿O acaso lo habría resistido? ¿No
quise traerla? No sé, pero ahora parece como si todas aquellas supuestas abnegaciones y
renunciamientos de que la hice víctima hubiesen sido la voluntad de estar solo... Tal vez porque sabía
que en ese momento en que me arrancaba de todo no podía ligarme a nada que significase el lazo, el
recuerdo de Europa.
Una sombra se inclina al oído de Lengerke, una de las mujeres le ofrece café en el cuarto
contiguo. Café con brandy, un cigarro, una mecedora apacible. Pasa el tiempo, en una somnolencia de
bruma. Pobre Irina. Toda esa historia... fue así, y no fue así. No he querido que lo sepan exactamente,
porque los que lo creen están en lo cierto, y los que dudan acaso lo estén también. Casi nadie ha
entrevisto mi mezcla con la política. Eso es, acaso, lo grave. Aquí, me han tentado. Me buscan, me
piden dinero. He ayudado, pero me parecen ingenuos. Los radicales, los Víctor Hugo de América
Latina, creando estos sistemas políticos increíbles en que nadie puede marchar... Los Estados son
islas, aquí. Y es, sin embargo, hermoso ver ese fervor, esa veneración por la libertad, por el
individuo sagrado. Es Rousseau que se convierte, él mismo, en el Buen Salvaje...
Le debo mucho a Strauch. Fue mi amigo, un amigo noble. No alcanzó a hacer la fortuna a que
aspiraba. Y precisamente por bondad, por falta de la indispensable dureza. Era a veces soberbio, era
honrado. Y sabía ser amigo. Se disolvía en su propia bondad. En los últimos años dio de sí todo lo
que tenía, toda su vida generosa. Tiene razón Hildegard en llorarlo. Tenemos razón en temer a su
ausencia.
Allí al frente está el viejo baúl que trajo de Bremen, sobre el cual tantas veces nos sentamos a
hablar. Ese baúl que era un símbolo de nuestra venida y de nuestro propósito de quedarnos, ha
perdido todo su sentido, como si estuviese desocupado, abandonado.
Mientras Lengerke pasa meditativo la mano sobre la superficie del baúl, el abuelo contempla
desde la puerta a la mujer que ha perdido su hombre. El alba empieza a palidecer y hace que huelan
con todo su perfume los árboles, la hierba, el día. Todo huele penetrantemente a amanecer, mientras
en la casa la rigidez del cuerpo muerto entra a las almas de los dolientes.
En esta tierra extraña, le había escrito Lengerke a un amigo, se presentan de pronto situaciones
cuyo manejo requiere máximo cuidado, porque el hombre enfrentado con la naturaleza, asediado por
urgencias elementales, es una fiera implacable. Lo que se ve al vivir esta vida, no tiene registro
posible fuera de la experiencia. Al mismo tiempo que se transforman en tigres, los hombres
sometidos a la naturaleza adquieren un extraño candor, una sencillez elemental, así hayan pasado por
los grandes centros de civilización, por las más importantes instituciones de la cultura, así tengan
títulos, pergaminos, diplomas, libros. Están a punto de rebelarse, de matarse, de quebrarlo todo, y en
ese momento debe saberse cómo se va a proceder.
Cuando Lengerke escribía, pensaba en las mil incidencias del largo camino de
Barrancabermeja, y especialmente en un episodio que le había merecido siempre una reprobación,
regocijada y discreta, del padre Alameda.
Eran apenas cuatro chozas a la orilla del Oponcito, donde en invierno los bogas venían a buscar
descanso. Estaba allí un cura misionero apartado de todo, ausente del siglo, viviente en el reinado de
su Católica Majestad, y que vegetaba más que oraba. La navegación del río se había ido muriendo
porque los bogas llegaban a Infantas a buscar refugio de los caimanes y las serpientes, de los soles y
los mosquitos, y no encontraban mujeres. Las tentativas de los empresarios navegantes habían sido
frustradas, porque el reverendo padre Filemón alejaba con todo el peso de su poder español a las
peregrinas alegres que alcanzaban a llegar hasta allá. El camino de Lengerke iba ya en su trazado a la
altura de Infantas (Infaustas, las habían nombrados en tiempos antiguos). Los doscientos trabajadores
de las cuadrillas iban adelantando sus penosos trabajos. El machete abría la trocha en la selva, y
detrás venían los que seguían roturando, los que empedraban, los que hacían desagües.
El primer síntoma lo conoció Lengerke en uno de sus viajes de inspección, en un paraje
particularmente arisco. De pronto, por un encontronazo sin importancia asomó la reyerta entre dos
hombres, que durante una hora se destrozaron a machete sin que nadie pudiera acercarse, sin atender
al propio alemán que se acercó a separarlos a riesgo de un mandoble.
Hablando luego con Strauch, le dijo:
—Lo que tienen estos hombres es falta de mujeres. Hay que hacerles un pueblo con putas—. El
sitio, era Infantas: se negociaron unas chozas, se construyeron otras, y ante el espanto del padre
Filemón, su refugio empezó a crecer con una clientela más escéptica. El capataz, en un rápido viaje
reclutó un grupo de sesenta mujeres, que empezaron a llegar, unas a pie, otras a caballo, trayendo sus
baúles, sus jergones amarrados, todas con el vestido reluciente de raso con que alegraban las noches
de otros pueblos, a iluminar, en medio de la selva y del río, las noches del camino real.
Las noches del Progreso, decía Lengerke, arrastrando las erres alemanas detrás del vaso de
brandy, con una carcajada sonora. Puerto Infantas se llamó, y se animó, creció, empezó a florecer,
pronto tuvo una tienda en que se vendía desde lámparas hasta embutidos, medicinas, amuletos,
quinina importada, tabaco y licores. Al lado estaba una cantina bautizada “Noches del Oponcito”,
donde se bebía, se jugaba y se concertaban los tratos del amor. Organizado el pueblo, el camino
empezó a avanzar con mayor eficacia, a penetrar en las florestas de los indios.
El padre Filemón predicaba, lanzaba excomuniones, y un día, después de un fuerte cambio de
palabras con el capataz y de rociar con agua bendita a las desesperadas que le hacían un corro
burlón, montó en su mula y seguido por el sacristán salió para siempre de la parroquia maldita, del
“Pueblo de las Putas” como empezó a llamarse.
Fue entonces un pueblo habitado por mujeres, en forma permanente, y por dos o tres ancianos
que llenaban los menesteres sacerdotales de organización de la comunidad. Cuando salió el padre
Filemón, la vida tomó un ritmo de alivio y se volcó sobre las calles. Era frecuente ver a las mujeres
andando en sus camisas de noche, o bañándose desnudas en el río. Había una casa siempre cerrada, a
la cual de vez en cuando llegaba la ruidosa cabalgata de Lengerke, con huéspedes especiales.
Ninguna de las habitantes del pueblo fue jamás agraciada con una invitación. Venían mujeres
elegantes vestidas de amazonas, venían músicos, venían caballeros garbosos, cabalgantes en caballos
insolentes o mulas poderosas. Pasaban tres, o cuatro, o cinco días, mientras las brigadas de turno de
los trabajadores venían a las casas del pueblo a desocupar sus angustias. El pueblo nocturno se
despertaba tarde en calor. Al caer el sol empezaban a oírse los rumores de las fiestas, que se
amortiguaban en la selva que rodeaba las casas, en el río perezoso que lavaba todas las culpas. De
día, después de las diez de la mañana, empezaba a ser un pueblo casi como todos, pero era un pueblo
de mujeres. En la comarca apenas había murmuraciones de lo que allí existía, aunque el padre
Filemón había obtenido que el Obispo hablara con el Presidente del Estado sobre aquel horrendo
lugar de perdición, y el Presidente llamó a Lengerke a pedirle explicaciones. La contestación del
alemán fue directa: no tendremos camino si los doscientos hombres no tienen mujeres cerca. Al
principio algunos las trajeron consigo, pero era tal la codicia de los otros que ocurrieron varios
asesinatos. Fuera de las fiebres, de la disentería, del veneno de la selva, no era posible un veneno
más, el hambre sexual. En cambio, desde que Puerto Infantas (“La Tempestuosa”, como algunos la
llamaban), funcionaba como un gran burdel en la región salvaje, el camino avanzaba y entraban en la
parte más dura de las tierras de los indios, donde todo iba a ser difícil. El pueblo daría hasta la
conclusión del camino.
Las mujeres, guiadas por un instinto misterioso, afluían cada vez más. Las había de todas las
categorías, incluso algunas ricas que seleccionaban su personal entre los capataces. En las afueras se
construyó por una de ellas una posada donde los viajeros podían hallar sosiego y descanso. Era el
único sitio de la región donde se encontraban algunas comodidades de la vida civilizada, empezando
por el brandy francés. Lechos con almohadas, cartas de naipe, la necesaria creolina que remediaba
todo, y la fresca agua de Florida de Lanman & Murray. El camino era la sola preocupación de las
gentes; se pagaban salarios aceptables, y muchos jóvenes campesinos empezaban a ser atraídos por
la fabulosa empresa que en un principio nadie había creído posible, y que iba adelantando, iba
creciendo; el camino se movía hacia el Magdalena como una serpiente gigantesca. A veces algunas
mujeres dejaban el pueblo atraídas por algún hombre, e iban a pasar días o semanas en el sitio de la
trocha, donde las serpientes y los tigres, las flechas de los indios y la fiebre amarilla sembraban la
región de muerte. Algún día iban a llegar, decían cuando aparecía la cabalgata del Príncipe,
acompañado de funcionarios del gobierno, de mujeres olorosas a perfume que se quedaban en la casa
cerrada mientras los hombres recorrían los trabajos hasta la punta de la trocha, desde donde la
serranía de la Paz se veía a lo lejos como una masa azulina.
Clodomiro Sánchez, el capataz de confianza, recorría incansablemente el camino, estimulando y
maldiciendo, despidiendo a los cansados, ayudándole a los esforzados. Clodomiro era el camino. Sin
él las fuerzas se habrían disgregado, sin él en el pueblo ya habría habido siete matanzas entre las
mujeres. Quería llegar a la bendición del río, ver las recuas de mulas cargadas llegando a Barranca,
ver los hombres estibando los buques que iban hacia la costa, recibiendo las mercancías que
llegaban para ir hacia el Socorro.
Sin Clodomiro la rebelión habría acabado con el camino y con la esperanza. Diez hombres
descontentos empezaron un día a regar la rabia y la indignación. Nos tienen como esclavos, no
tenemos diferencia con los presos que trabajan con nosotros, nos pagan miserablemente, vamos a
morir en manos de los indios. Los diez estaban en la punta de la trocha, le gritaban a los otros que
debían rebelarse, que debían luchar contra la tiranía. Lengerke había pasado con su cortejo, había
regresado a Montebello. La indignación y la revuelta corrieron. Dos capataces trataron de imponer el
orden y quedaron muertos a la orilla del camino. Los hombres se juntaron: nos vamos. Y empezaron a
retroceder. Sánchez estaba en el pueblo, en casa de la bogotana Filomena, cuando le llegó la voz de
la insurrección. Tomó el caballo y enrumbó hacia la trocha. A media hora de allí encontró a los
hombres que enarbolaban los machetes, que esgrimían pistolas y fusiles. Detuvo el caballo. Sin
desfundar el revólver se enfrentó con ellos.
—No hay entre ustedes un solo hombre. Son todos unos cobardes. Se dejan asustar por una
manada de pendejos. Si ustedes se van, seguiremos haciendo el camino con las putas. ¡A ver cuál de
ustedes quiere pelear conmigo! Ninguno tiene cojones para seguir trabajando. Aquí necesitamos
machos.
Los hombres vacilaron.
—¿Qué van a hacer ustedes? Lo que necesitamos es trabajo, y no va a haber trabajo si no se
abre el camino. Voy a trabajar yo mismo en la trocha. Síganme los que quieran—. Pasó por entre los
hombres y enrumbó hacia el sitio de los trabajos. Alguno dijo:
—¡Nos jodió el jijuepuerca!— y lo siguió. Entre maldiciones que poco a poco se volvieron
risas, todos fueron tras él. Al tomar Sánchez el pico para seguir abriendo la trocha, todos hicieron lo
mismo. El alzó la voz y les dijo:
—Esta noche tendremos fiesta en el pueblo—. Y así siguió el camino hacia el río.
Aquella noche las infantas recibieron con el pueblo lleno de farolillos de colores; música, tiros
al aire, parejas enamoradas en el suelo. La gloria de Lengerke llenaba la selva, la serpiente del
camino seguía adelante empujada por los hombres machos.
XI
La otra dificultad de los caminos era la de los presos. En los contratos con el Estado soberano,
Lengerke había logrado incorporar la prerrogativa de utilizar el trabajo esclavo de los presos, a
condición de tenerlos debidamente guardados bajo su responsabilidad. Clodomiro Sánchez y
Holofernes Contreras organizaron el sistema. Dentro de cada campamento se había construido una
desolada barraca, en la cual montaban vigilancia los guardas, y de ella salían al amanecer los
convictos a trabajar de sol a sol en la apertura del camino. De vez en cuando ocurrían azarosos
motines en que “como moros sin señor”, —se decía—, trataban de alcanzar una libertad tan mezclada
a la muerte que no se sabía si perseguían la una o la otra.
Algunos se habían escapado, y se decía que el propio Holofornes Contreras había empezado a
trabajar con Lengerke como preso. Pero de aquellos que se habían escapado, solamente se recordaba
(y eran diez por lo menos), un caso, el de un Juan Aranda, que logró llegar al Magdalena, pero que
acorralado por el hambre y la soledad y por la siniestra fiebre, por el paludismo asesino, había caído
preso de los indios, entre los cuales se convirtió en un súcubo al cual muchos habían visto con
atuendo de plumas, taparrabo y ajorcas, en las expediciones contra los blancos, manejando la flecha
con una destreza sin precedentes. Juan Aranda se había casado con una india a la cual le había hecho
un hijo, y al poco tiempo había caído en una escaramuza en las inmediaciones de la serranía de Los
Cobardes, en cuyos refugios inaccesibles había habitado con los suyos.
Moros sin señor, se repetía el abuelo viendo pasar la caravana encadenada, detrás de los libres.
La libertad, pensaba, toma formas extrañas, la mujer es una de ellas, tal vez la definitiva. Muchos de
esos hombres mataron por eso, y por eso la perdieron. La selva, pensaba, es otra forma de libertad,
letal como la mujer. Pero tal vez el peor destino de estos hombres, su máxima condena, es la de
trabajar amarrados, encadenados en el camino, que es la expresión de la libertad, la manera que tiene
el hombre de arrancarse de lo que lo sujeta y lo asfixia. Cuando los globos aerostáticos se hayan
perfeccionado y permitan, como lo cuenta Julio Verne, descubrir nuestras fuentes del Nilo, el mundo
cambiará más todavía, porque el hombre tendrá maneras aún mayores de ejercer la libertad.
No sé si Lengerke haya hecho bien en conseguir el trabajo de los presos; de todas maneras, peor
era verlos desyerbando las calles de los pueblos, o en la ociosidad forzada de la reclusión. Habría
muchos que merecían más que ellos las cadenas, el cautiverio, el vejamen permanente, y esa sombría
situación que no deja horizonte. Un preso con el guarda al lado, en una extensión como esta, viendo
los cerros distantes, la lejanía, el cielo azul, está más preso, su privación de la libertad es más cruel.
Terminarán el camino, como tantos otros, los hombres libres volverán a su trabajo, y estos regresarán
a su cárcel, a esperar, siempre, un día siguiente igual.
En un principio, la comitiva de presos no había tenido acceso a las infantas del puerto, y esto
había costado la muerte de un trabajador libre que se permitió hacer una broma. Desde entonces,
muerto el hombre, y muerto por los centinelas el victimario, se estableció un régimen especial, de
segundo turno, en el cual los presos hambrientos llegaban a recoger lo que los otros habían dejado.
Las barracas se mantenían, y tras ellas permanecían enjaulados en la noche ladrones, asesinos,
violadores. Durante el día, aunque se mantenía la vigilancia, los presos trabajaban tanto como los
otros, y se iban mezclando con ellos, hasta que, en un alarde pedagógico digno de Jeremías Bentham,
al mediodía solamente una persona que les conociese adecuadamente podría haber dicho quiénes
eran presos y quiénes hombres libres. La fuga que algunos habían intentado estaba en las
inmediaciones de la muerte.
El amigo de Juan Aranda, Mateo Paredes, había permanecido en su cautiverio ambulante,
ganándose a pico y pala el mísero jornal que recibían los presos, que habrían debido trabajar
meramente por la comida, pero a quienes Lengerke ordenó pagar algo que les permitiese comprar
infantas. Mateo era un hombre diestro y difícil de cansar. Estaba preso porque una tarde, en su pueblo
de García Rovira, salió hacia su parcela en compañía de un compadre a quien tenía alguna cuenta
que ajustar. A medio camino, dijo Mateo Paredes, el otro compadre perdió pie cuando caminaban por
una delgada cuchilla sobre un abismo pavoroso. Y Mateo no pudo detenerlo. Cuando se ventiló el
juicio, se encontró que la explicación era débil, y lo condenaron a diez años. Así, piensa el abuelo,
fue la primera historia, la de Caín y Abel. Paredes no estaba inconforme con su condena. Diez años
pasan. Nadie sabrá nunca exactamente lo que pasó. Como nunca sabrá nadie cómo fue la muerte de
Abel. Este pudo ser el culpable, pudo ser él quien provocó la reyerta; Caín pudo estar hastiado de
que Abel fuese siempre el triunfador, el elegido. Las condenas siempre son imprecisas, discutibles.
¿Cuántos de estos hombres no estarán condenados injustamente? ¿Cuántos no habrá víctimas de la
guerra? El abuelo mira avanzar a Lengerke. Tuvo más suerte, logró salir del sitio donde la prisión le
amenazaba. ¿No es Geo, en el fondo, un convicto más? por eso, tal vez, es humanitario. No solo por
haber leído al Marqués de Beccaría, o haber sabido cómo pensaba Bentham. En la tarde azulina,
cernida por el humo de verano, el abuelo mira hacia la senda construida. El camino real, esa
concepción maravillosa del camino que dejaron impresa los españoles, y que en todas partes se
repite: los árboles, la posada, la senda que se estrecha en el llano y en las alturas se ensancha y se
retuerce para seguir sabiamente las anfractuosidades del terreno, y todo ese conjunto como punto de
reunión, de conversación, de separación y de encuentro, como la vida provinciana, en el mercado, la
iglesia, la casa de hacienda. La tierra hace el camino, y los hombres se parecen a la tierra. Allá van
en fila, sumisos, ilusos de su segundo turno, de su momento de libertad. Libertad y muerte, libertad y
sexo, tan íntimamente mezcladas que no se sabe bien dónde comienza una y termina la otra. Son, más
bien, una sola. Los presos y las infantas, son la misma especie. Desechos de la sociedad,
monstruosidades de ella. Sospecha el abuelo, mordiéndose el bigote, que los segundos turnos deben
ser mejores. Su sonrisa burlona se esconde bajo el mostacho. Porque, al fin y al cabo, son congéneres
de desventura. Ellas están tan presas de su suerte como ellos del Estado. Lengerke debe haberlo
pensado, quien sabe qué más cosas habrá calculado este alemán. Es mucho empresario; si no fuera
tan honrado diría mucho bandido. El abuelo se vuelve a mirar las calles de Puerto Infantas. A las
cuatro de la tarde empezará el movimiento, pero la tierra trepidará solamente en el segundo turno.
Hay movimiento en la casa aislada de Lengerke; no tardará en aparecer la cabalgata. El plácido color
de la tarde gusta al abuelo. La brisa discreta desvanece el humo de verano. Libertad, amor y muerte,
son la misma vaina.
Lengerke le tomó especial simpatía a Mateo Paredes. Escuchaba sus largos relatos nocturnos, le
oía rascar el tiple y proferir coplas de dudosa perfidia. Durante casi un año, Mateo había estado
trabajando en el camino, alcanzando poco a poco concesiones de sus eventuales carceleros; cuando
llegaba Lengerke, se lo destacaban como peón de estribo, lo cual le sirvió especialmente en una
ocasión, atravesando una trocha recién abierta, sobre la cual se cernía un árbol poderoso, cuyo
tronco semidestruido, justamente cuando pasaba Lengerke crujió y se derrumbó en el camino. Mateo
a su lado, en vez de hurtar el cuerpo alcanzó a desviar la mula con las manos, haciendo un hercúleo
esfuerzo que impidió que el árbol cayera sobre la cabeza del alemán. Tuvo casi que alzar la mula.
Las manos de Paredes quedaron ensangrentadas. Se había parado sobre un hormiguero, y en un
instante quedó cubierto de feroces hormigas arrieras. Corrió enloquecido hasta una pequeña fuente,
en la cual se sumergió.
Fue aquel uno de los mayores momentos del Príncipe. Hizo venir a Mateo, y le dijo
magníficamente:
—Me has salvado, desde este momento te pongo en libertad—. A nadie se le ocurrió por un
momento dudar de los poderes jurídicos del alemán para tomar tal decisión, que todos aplaudieron y
que implicó para Mateo aumento de paga y acceso al primer turno de hembras de Puerto Infantas.
Los demás seguían, los forzados de la cadena, horadando la tierra del camino, de un sol a otro,
bajo las lluvias y el hielo nocturno. De vez en cuando, alguno quedaba ensartado en las flechas de
uno de los indios de Juan Aranda o de Carlos. Otro era llevado en guando hasta el poblado, a
morirse de fiebre amarilla, de tifo, de disentería. El suelo virgen tomaba sus altos impuestos de los
que lo profanaban. La mayoría continuaba el penoso avance, antes que tomar el riesgo siniestro de la
selva. Unos se iban ya libertados, otros a morirse en las cárceles. Otros seguían indefinidamente la
caravana de días de pico y pala y noches de barraca. Cuando ya el camino se aproximaba al río, y
Puerto Infantas empezaba a estar lejos, comenzó el éxodo de las putas que se encaminaban hacia los
pueblos con el emblema trágico del vestido de raso enarbolado sobre el cuerpo, algunas con el
vientre rebosando de una preñez anónima, y los presos, desde las barracas, miraron partir la única
seña de libertad que les quedaba en el camino desolado. Se decía que iba a volver el padre Filemón,
con las alforjas llenas de excomuniones, pero no vino: llegó, en cambio, la noticia de que cuando ya
venía de viaje desde Bucaramanga, lo mató traicioneramente un «cólico miserere» contraído (se
decía), en una posada.
XII
Cuando el camino se interrumpe ante el río, parece que la tierra realizara el esfuerzo de
tenderlo, de pasarlo sobre el puente hasta llegar a la otra —máxima— orilla, desde donde nace otra
vez; pero el camino tirado en la tierra no es camino, verdaderamente, sino ante el primer hombre que
lo pise que pase conduciendo la recua o el grupo humano de cargadores.
La vía desde el Socorro es necesaria para acortar el largo peregrinaje de la carga de
exportación, y su posible solución sería la de franquear el camino que lleva a Barichara y después a
Zapatoca, desde donde continuará al Magdalena. Pasada la aldea minúscula de Guane, está el río
Suárez, con sus aguas violentas, que cortan el legendario camino español.
Este camino por entre las montañas, confirma el abuelo, sería bueno si no fuese por la cabuya
que es necesario pasar para atravesar las cien varas de anchura del río turbulento. El rito de la
cabuya es complejo y misterioso.
El abuelo contempla cómo se desenvuelven los hilos del transportador indígena, siente la
tensión de los cables cuando la silla, la puerta, se desliza por ellos con su carga humana hacia el otro
lado, de árbol a árbol de las orillas, deteniéndose a veces, peligrosamente suspendida entre el cielo
y el agua; van esta vez dos viajeros, con sus amplias petacas de cuero. La puerta se detiene
balanceándose en la mitad del río. Los cabuyeros que la hacen remontar la cuesta del cable no logran
moverla, hay algún obstáculo; de pronto empieza a subir lentamente, halada por los operarios, hasta
atracar en la otra orilla. Si el cable se hubiera reventado, los pasajeros habrían ido de cabeza a las
aguas revueltas que se estrellan contra las piedras.
Recuerda el abuelo que Lengerke, cuando tuvo oportunidad de conocer la cabuya, permaneció
allí largo tiempo fascinado, mirándola trabajar. Atravesó tres veces el río «pidiendo puerta». Y otras
dos «pidiendo gancho», el método de los pobres, en el cual el pasajero afianzaba en el cable un largo
gancho de madera del cual pendían cuatro aros para pies y brazos, y el viajero así suspendido como
un ángel portátil, salía disparado cabeza abajo hasta el centro del río, desde donde tenía
prácticamente que trepar con brazadas de araña, sin la ayuda de los cabuyeros risueños que
observaban las contorsiones angustiadas del angélico petate. Ese día, Lengerke tomó una serie de
medidas, y esbozó esquemas de un posible puente. Era, entonces 1857, el año en que debió llegar el
piano, y Lengerke maduró su proyecto. El puente correspondía al Distrito de Guane, pero como
beneficiaba a Zapatoca, Barichara y otras poblaciones, el asunto fue materia de larga negociación de
los Ayuntamientos; la idea era que, abierto el camino de Zapatoca, los pueblos cercanos dispusieran
de las mejores oportunidades de comercio, con acceso casi directo al Magdalena. La invitación se
hizo en junio de 1865, con publicidad en el periódico del Estado, la Gaceta de Santander.
En el mismo año, en septiembre, la asamblea del Estado pasó una ley de autorizaciones para
construir el puente, el cual pondría en comunicación Guane y Zapatoca, los directamente
involucrados, por el «Paso de los Ruedas».
Debía ser de cables de alambre, y su construcción se haría a cargo del proponente, que recibiría
en compensación un privilegio de veinte años para explotarlo. Nada ocurrió entonces, hasta 1867.
La adjudicación se hizo en 1868, y desde entonces, ha venido trabajando Lengerke en el puente.
Las avenidas del río, las guerras, han demorado la construcción. Para vigilar la obra, ha comprado
unas tierras sobre el río, en las cuales se pasa semanas mirando la construcción de los estribos. Los
domingos vienen alegres cabalgatas, que llegan al caserón improvisado, y se inicia la celebración
con grandes recipientes llenos de licores, con suculentos cabritos, yuca, plátano, todo lo que hace
parte de la comida frugal de Santander. Las señoras de Zapatoca ven con malos ojos los convites,
pues hasta el cura en el pulpito se ha pronunciado contra ellos. Lengerke invita a los maridos a
emborracharse durante largos días, y a ejercer en su compañía el derecho de pernada sobre las
campesinas comarcanas. En los amplios remansos del río se forma una profusión de bañistas —
hombres y mujeres— desnudos como en un rito pagano a la naturaleza. Rito Sarmiento, según se dice,
murió de apoplejía en uno de estos paseos; no se sabe bien si por haberse bañado después de comer,
o por haberse acostado ebrio y después del banquete, con una hermosa muchacha. Desde entonces se
murmura entre las damas que bautizar Rito a un recién nacido es poner sobre su frente el augurio de
las pantagruélicas orgías.
Toda la gente, salvo tal vez el cura, está dispuesta a perdonarle a Lengerke sus resonantes
francachelas con tal de que esté pronto el puente, que constituye otro empalme real para el
prodigioso camino del Magdalena. En el atrio de la iglesia de Zapatoca, los señores especulan sobre
la importancia de los puentes. Algunos muy viajados hablan de los grandes puentes de Norteamérica,
que permiten el paso de los ferrocarriles y de las manadas de bisontes por todo el continente; de los
puentes que adornan a Londres, a París, a San Petersburgo, a Florencia, y toman el puente como
símbolo de progreso. La resistencia de los cables de acero permitirá que pasen por él grandes
cargamentos con destino a los codiciados mercados europeos. En las gentes existe una cierta
conciencia de la importancia de Santander en el progreso industrial del país, del significativo papel
que podrá desempeñar. Y todos tienen ansiedad de que se aproveche esa oportunidad, y se cumplan
esos requerimientos del porvenir.
Lengerke piensa en todo esto, pero además piensa en Montebello. Al adicionar el tráfico
comercial a través de este puente, el castillo adquirirá todavía más importancia. Hay, tras esta idea,
una forma o sentido del poder que no se ha definido completamente, pero que sin duda obra en el
fondo de la conciencia del alemán para empeñarse en vencer los obstáculos. El primero de ellos, fue
la construcción de los estribos. El río pasaba llevándose todo como un juerguista trasnochado, y era
necesario empezar otra vez. Luego, el esfuerzo tenaz de tender el puente colgante, la trabazón de
trabajadores y acémilas, la tensión de los cables, la larga labor descorazonados en que parecía que
todo podía hundirse; y finalmente, ver la línea flexible colgante entre los dos estribos, esperar
nerviosamente a caballo, entre trago y trago de brandy, la comitiva del general Solón Wilches, que
pernoctó en Barichara y viene para la inauguración, tocado de amplio sombrero jipa, ruana blanca y
polainas sobre los breeches ingleses inmaculados, cambiados en la última vuelta del camino para
llegar irreprochable.
El general, solemnemente, entra al puente caballero en su mula; jubilosamente nota el ligero
balanceo, el ruido de los cascos sobre las tablas. Del lado de Guane queda la gran comitiva de
trescientas personas, que lo acompañó desde el Socorro. Al otro lado espera la cabalgata venida de
Zapatoca, en la cual, por primera vez, aparecen varias señoras, dando así la absolución al puente del
diablo. Al llegar a la mitad del puente, se detiene Wilches y extrae su enorme pistolón, y dirigiéndolo
al cielo dispara los seis tiros. De las dos orillas contesta un tiroteo nutrido que hace encabritarse los
animales, y que se alcanza a escuchar en Guane, donde los ancianos y las mujeres que no pudieron
asistir, se santiguan y murmuran:
—Mataron al Presidente del Estado. ¡Otra vez la balacera, otra vez la guerra civil!
La chicha, el aguardiente, el guarapo, circulan vergonzantemente, mientras los invitados de
honor consumen magníficos brandys. Lengerke, en su vaso de plata, brinda con el general Solón
Wilches; riendo los dos, escuchan el relato de la piedra milagrosa con la imagen de la Virgen, que
descubrió un campesino de Barichara recién fundada, al comenzar el siglo XVIII, y que a pesar de
visitadores y curas fue objeto de culto y veneración y en 1830 causó casi una guerra cuando el
arzobispo la mandó destruir a martillazos para evitar la idolatría que se estaba formando.
El propio Presidente del Estado, en su discurso, hace a Lengerke un homenaje que algunos
critican, al disponer que el puente se llame puente de Lengerke. Wilches le entrega la patente del
privilegio.
Cae ya la tarde, y el Presidente Wilches se prepara a regresar. Lengerke, ya con los humos de
algunos brandys, se empeña en que la fiesta continúe, 1872, la república en paz, el Estado en
progreso, Lengerke dueño de vastas extensiones, de su castillo de Montebello…
—Lengerke, lo veré pronto. Algún día deberá invitarme a visitar Montebello—, dijo Wilches.
—Sí, General Presidente. Pero usted sabe que esa es su casa.
—Antes de irme, quiero extender a usted una invitación a un baile que daré en honor suyo en el
Socorro, en la Casa de Gobierno, el día siete de marzo de este año, o sea dentro de un mes. Quiero
expresarle nuestro reconocimiento por esta nueva obra progresista. Transmitirá usted mi invitación a
todos sus acompañantes, pero ha de darme sus nombres para invitarlos por escrito. Invitaré también a
amigos suyos de Bucaramanga.
Lengerke esboza una reverencia.
—Me abruma usted, señor General. No se imagina qué hermoso es sentir esa gratitud de la
patria adoptiva—. Wilches le estrecha la mano, y parte con los suyos hacia Barichara.
Ya muchos invitados de Zapatoca habían partido. Sin embargo, aún quedaban varios de los más
amigos, y se veían ya también las polleras de algunas mozas que venían atraídas por la luz de la
fiesta, a quemarse las alas. Lengerke ordenó encender antorchas en la entrada del puente hacia
Zapatoca. A poco rato bullía la fiesta, la música permanecía, y lentamente la celebración iba
tomando los caracteres misteriosos de la orgía. Alguien mencionó a Lord Byron. Los ojos burlones
de Lengerke lo miraron.
—Byron, y tanto más de la tradición festiva y olvidosa, a la vez que melancólica y
grandilocuente—. Se encogió de hombros, y apuró su copa. Esperar. Esperarían.
La noche lunada cayó sobre el camino con el paso seguro de las mulas. Todos avanzaban hacia
Zapatoca. Las muchachas quedaban, dormidas mariposas quemadas, sobre los restos del festín.
Lengerke, de buen humor, encabezaba la marcha. El abuelo lo miraba de lejos. Esta vez,
curiosamente, no iba a caballo, sino que se erguía sobre una alta roca de lo más empinado del
camino.
Desde allí dominaba la inmensidad, se veía a la luz de la luna la sombra del puente, y en la
sombra un concierto de fantasmas, de presagios de riesgos por venir, de otros que se querían evitar,
la sombra de una mujer, una mujer distante, con un vigoroso porte, con una dulzura casi infantil en el
rostro.
El abuelo sigue mirándola cuando, un mes más tarde, abren las puertas de la Casa Presidencial
en el Socorro, y el General Wilches y su señora reciben a los invitados en compañía del huésped de
honor, el señor Geo von Lengerke. El General aparece en uniforme de gala, Lengerke viste de frac,
elegante y mundano. Van entrando los invitados de Zapatoca, de Barichara, de Bucaramanga. La
orquesta —traída desde Bogotá— preludia un valse con sus atildados violines. Cuando entran los
invitados de Bucaramanga, Lengerke clava los ojos en la encantadora faz. Dieciséis años apenas
tendrá, piensa, cuando ella esboza el saludo. Lengerke se inclina y deliberadamente, a pesar de ser
una muchacha soltera, la besa en la mano. La madre frunce el ceño ante la inconveniencia, pero la
reverencia es tan correcta, tan aplomado el gesto, que descarta el enojo, pensando que tal vez las
costumbres sean distintas en Alemania.
Lengerke pide una danza a la muchacha —Manuela se llama— y ella la anota en su carnet de
baile, y al poco tiempo se encuentran bailando, una vez que Lengerke ha cumplido el compromiso de
bailar con la presidenta. El baile se extiende, se hace gigantesco; pecheras de frac, ríos gigantes de
sedas y de tules, la secreta murmuración compartida, la angustia del minuto de la cita. El vals
ceremonioso hace girar el alma, la sonrisa de Manuela es todavía virgen, lo será siempre para mí,
Lengerke habla con ella, la ve, la siente distante, remota, angustiosamente lejana. Y sin embargo, aquí
está en sus brazos, en el torbellino de la fiesta. El patio inmenso de la casa presidencial, lleno de
arbustos, de rosales, de enredaderas, se ve partido por las pecheras de los fraques, parece ahora que
en un extremo del puente está Lengerke recibiendo toda la adulación y la gratitud y el desagrado que
implica ser un héroe del Progreso, y en el otro extremo la volátil Manuela, tan leve como el suspiro
que lanza confusa, porque la asiduidad del gran pelirrojo ha desterrado a los acongojados corredores
a un mozalbete vestido con un frac excesivamente grande, que la mira ir lejos, con el desconsuelo
con que se busca la ciudad perdida.
Lengerke, mientras hace girar a Manuela en las vueltas arrogantes del vals, baila con ella en la
mitad del puente, pero ya el puente no une los dos extremos de Santander, los une a él y a ella, une
por un momento sus dos vidas que luego van a estar distantes, otra vez ella, los ojos verdes claros, la
cabellera negra, otra vez cerca a mí, cerca a ti, protegida, como el estado soberano por las alas
blancas de los Ángeles de Víctor Hugo para los cuales se escribió la Constitución de 1863.
Manuela tiene un hermoso cuerpo, un flexible cuerpo, sobre cuya cintura tiembla un tanto la
mano docta de Lengerke. Se han agotado los valses anotados en el carnet, en el cual, en todos los
demás espacios, figura el joven inexperto del frac demasiado grande. Acaba de agonizar el vals y
sobre su cadáver de maniquí Lengerke da el brazo a Manuela y la conduce al sitio donde estaba,
donde ya la espera anhelante el joven espantapájaros. La ve alejarse hasta el otro extremo del puente,
después de que por un momento sus manos y sus vidas estuvieron agrupadas, unidas. Pero él también
se siente, se ve en la otra orilla, en el otro extremo del puente. Sea cual sea, puente sobre el Arno,
puente de los Suspiros o Pont Neuf, o camino de Trastévere, o puente sobre el Neva, están lejos; sus
dos vidas, misteriosamente, se han separado. Lengerke guarda discretamente en su corazón las
palabras, las sonrisas de Manuela, junto con la certidumbre de que ya la perdió, al otro extremo; de
que bailó con ella sobre el puente, de que por un segundo en que se encontraban sus ojos, todo era
distinto. Pero era fatal, era inevitable que cada uno se fuese al extremo propio del puente, por el cual
jamás volverán a pasar juntos.
Cuando al amanecer, después de los agradecimientos de rigor, de la noche exhausta, ella está
desnuda ante el espejo, Lengerke camina hacia la posada, y siente de nuevo que está caminando por
ese puente que unió un momento sus dos vidas y ahora empieza a separarlas para siempre, cuando
algo en su fondo empieza a decirle que tal vez él la necesita.
XIII
XIV
El abuelo miraba desde su mula la senda abierta. Para los indios, el camino era la desgracia, la
total destrucción de su mundo. Vigilaban continuamente. Sus flechas diezmaban, pero la respuesta era
todavía más cruel. Los arrieros armados no se aventuraban sino en grandes grupos y los combates
eran mortales; los trabajadores debían estar rodeados de una drástica protección, o se negaban a
salir.
Ajenos a la guerra civil, los indios creaban su propia guerra. Con la ofensiva propiciada por la
muerte de Guádaga, Carlos había adquirido mucho más poder, su gente le rodeaba, el campamento
del Oponcito había crecido. Los indios habían aprendido a usar armas de fuego.
El abuelo recordaba que Carlos era el niño de siete años que en 1850 había quedado en manos
de las tropas nacionales mandadas por el Capitán Lorenzo Sarria, cuando la administración
Villamizar resolvió adelantar la gigantesca ofensiva contra los indios, para contener sus agresiones y
proteger las fundaciones agrícolas. Nadie pensaba que no hubiera todo el derecho de adelantar esa
inmensa operación guerrera; que esas haciendas se estaban fundando en tierras de los indios, y que
para ellos eran los blancos los perturbadores. Y se emprendió entonces la guerra.
La misión que se ensayó, seguía recordando el abuelo, fracasó porque los misioneros intentaron
reducir a servidumbre a aquellos indios, insaciablemente rebeldes; las depredaciones que causaban
eran, acaso, menores que antes, pero el temor y la tensión las agigantaban. Robaban herramientas de
labranza; no eran nómadas sino sedentarios, y temerariamente arrojados en sus ataques a las partidas
de cuatro, de cinco hombres, a plantaciones a las cuales se acercaban sigilosamente con sus pasos
descalzos. Pero defendían algo a lo cual tenían derecho: su tierra. En medio de la quietud del campo,
en los claros abiertos en la selva por la colonización, bastaba encontrar la huella de un pie desnudo
para suscitar la inquietud y la ansiedad. Cuanto más se adentraban los colonos en las profundidades
de la selva, era mayor el riesgo. En ocasiones, un plantador y toda su familia desaparecían para
siempre, clavados como inútiles mariposas por las celosas flechas.
Los combates más crueles se trababan entre los indios y la tropa. Los indios emboscaban a los
soldados, y generalmente lograban matarlos y despojarlos en medio del desconcierto. Al Socorro
llegaban los informes de las provincias: que los indígenas habían llegado en la noche a las bodegas
del puerto de Peña del Oro, que habían amenazado a las mujeres de Infantas, que habían dispersado
una caravana de arrieros.
Un agente de Lengerke y traficante de cacao, llamado Modesto Uribe, y su ayudante Lopera,
acompañados por la amante del primero, una muchacha de nombre Sagrario, navegaban por el
Sogamoso, cuando cayó sobre la embarcación un largo tronco, con un gancho de abordaje en la punta.
Los indios de Carlos se lanzaron sobre la canoa, y los tres blancos se sumergieron en el río. Los
indios les persiguieron en su propia canoa, disparándoles una tempestad de flechas. Uribe y la mujer
lograron salir a nado a la otra orilla, en tanto que Lopera pereció, según contaba el propio Uribe,
atravesado por un lanzazo indígena. Uribe y su amante comenzaron el viaje alucinado por la selva,
acosados por el tigre, por la culebra, por el cerdo salvaje. Mientras andaban, en un momento dado
soñaban despiertos que comían suculentos manjares, y se mordían los brazos, y se mordían entre sí.
Quince días y quince noches caminaron entre los gritos de las guacamayas y las aves de presa, con el
resbalar de las serpientes y el siniestro rugido del jaguar. Dijo Uribe que la mujer un día se
desplomó, y que en ese momento se lanzó sobre ellos un jaguar oculto en la espesura, del cual él
logró huir, pero ella, agotada, no pudo, y fue muerta. Años después, encontraron el esqueleto en el
sitio que indicó. Uribe mostró sus brazos llenos de rasguños para señalar la huella del jaguar, aunque
muchos dijeron que eran las huellas de Sagrario, y que él, en feroz ataque del hambre, había
devorado a su amante para sobrevivir. Nadie creyó nunca otra cosa; el hombre se salvó, gracias a la
carne de su amada, y sin saber cómo, las pequeñas corrientes que encontraba a su paso le llevaron
nuevamente al río, y siguiendo por la orilla llegó al fin al puerto un fantasma medio desnudo al cual
le dispararon los pobladores. Logró llegar y explicar entrecortadamente su desastre, en medio de la
fiebre, en la cual intercalaba el relato de las monstruosas alimañas que le habían perseguido, y él era
a veces el jaguar que había devorado a la mujer, y contaba de los barcos de guerra que le habían
dejado abandonado o le habían disparado los cañones. Al pasarle la fiebre se vio que ese relato era
cuanto había podido hacer después de su odisea, porque quedó físicamente idiotizado, un viejecito
de pelo blanco, trémulo y huidizo, asustado de todo a los treinta y dos años de su edad.
Recordaba el abuelo que quien los había visto en uno de sus asaltos, los describía en acción de
guerra, desnudos, con plumas en la cabeza, cuerpos fornidos y ademanes elásticos. El jefe, el más
alto, el indio Carlos, llevaba diadema de plumas, y a guisa de manto la piel de un jaguar. El abuelo lo
veía como una especie de animal indómito, saltando entre los troncos, subido sobre las piedras altas,
oteando el horizonte en busca del blanco enemigo, del conquistador.
XV
Nadie sabía los años que llevaba Elisenda Zambalamberri en la región de Chucurí. Había
llegado hacía mucho tiempo, y por lo menos de veinte años, pero lo que sorprendía y aterraba a
quienes la veían era que ahora, innúmeros años después, era igual de buena moza, con el mismo furor
aguerrido, con la misma altivez despreciativa.
Se la reputaba bruja muy acertada en cuentas de amor. Sobre muchos seres ejerció su ministerio
con éxito notable, y en muchos, también, lo practicó para su propia ventaja. Quienes se enamoraron
de ella y fueron correspondidos, desaparecieron durante largo tiempo, meses tal vez o años, y un
buen día regresaron escurridos, flacos, macilentos, sin querer hablar nada de su tremenda
experiencia, y en general, los que no quedaron idiotizados murieron rápidamente, sin romper el
silencio. Otros no regresaron jamás.
Algún cura español que pasó una vez salió como alma que lleva el diablo al saber el nombre de
la mujer, que a su decir la emparentaba con las brujas de Zugarramurdi, las más temibles de España.
Amenazó con escribir una información erudita sobre el caso, la cual nunca se supo bien si se editó.
Bajaba al pueblo cada vez revestida de carne distinta, pero siempre como una mujer atractiva y
mañosa. Nunca se iba sin alguno, decían. Uno decía que la había encontrado en una ocasión enredada
entre las putas de Puerto Infantas, a todas las cuales manejaba como si fuesen autómatas. Pero, decía,
lo peor es con los hombres que enamora; todos se vuelven «cucuriacos», y basta con halar una
cuerdecilla para hacerlos moverse. Pero como es ella la que tiene la cuerdecita del muñeco, y nadie
más la sabe, cuando ella se va el hombre queda desgonzado para siempre.
Se la responsabilizaba de tener su casa en el cerro de «La Peña de la Vieja», en el cual hay una
puertecilla que se abre solamente el viernes santo a las tres. Cuando el viernes santo los campesinos
ponían al descampado las jofainas llenas de agua para ver en ellas a las tres al diablo que huía,
muchos habían visto que a la grupa del diablo iba montada la propia Elisenda. Algunos sabían que
Elisenda era doña Libertad, la tercera esposa de Carlos, y corrían sangrientas historias por ella
ocasionadas. Todos conocían a Elisenda; eran capaces de identificarla aunque ninguno la hubiera
visto antes.
Cuando avanzaba el camino, la presencia de Elisenda se hizo más notoria. Mucha gente la vela;
varios trabajadores de Lengerke la vieron, estuvieron con ella, desaparecieron cuando se fueron
persiguiéndola, evidentemente, cuando estuvo en Puerto Infantas, antes de la invasión de las mujeres
al pueblo, y muchos la acusaban de haberla promovido.
Bajaba desde la cordillera a la selva; iba encabezando los desmontes, y seleccionaba al macho
más poderoso. Todos se estremecían de temor, pero al ser escogidos caían en sus brazos, porque en
ese momento nadie sabía que era ella; únicamente lo sabían los compañeros cuando desaparecía el
favorecido. En un mes desaparecieron tres. Lengerke, en una de sus visitas comprobó las bajas, dos
de jornaleros, y una de presos. Nadie, en un principio, quería decirlo, pero finalmente Clodomiro
Sánchez le refirió la historia, temiendo el estallido de risa del alemán. Sin embargo, éste escuchó con
seriedad y preguntó minuciosamente los detalles, hasta que quedó ampliamente informado. Movió la
cabeza pensativamente.
—Clodomiro, no sé qué sea, pero pienso que estas cosas deben tratarse seriamente. A los
trabajadores hay que tranquilizarlos, y no decir nada que dé pábulo a los temores. Yo no creo en nada
sobrenatural, pero detrás de esto hay alguien que trae peligro, o algo que lo encierra.
En aquella ocasión, Lengerke se demoró más en el campamento. Andaba mucho por las trochas,
recorría el terreno por donde debían ir al camino. Lo hacía sin escolta, hasta el punto de que
Clodomiro le habló para advertirle el peligro. Como Lengerke no le hizo caso, destinó a dos
trabajadores conocedores de la región para seguirle armados a distancia.
Un día se aventuró, al paso cansado de la mula, hacia la serranía. Sabía que había indios cerca
que podrían atacarle. Llevaba el Winchester montado, suspendido del arzón de la silla, y los
revólveres colgados de la cintura. Algo le atraía en aquella dirección. En un momento dado, la mula
tropezó y empezó a cojear: una espina. Calmadamente, se bajó y empezó a examinar los cascos para
extraerla.
—Es en la pata delantera derecha—. La voz grave y femenina irrumpió de pronto sobre el
hombre sorprendido, que echó mano de los revólveres.
—Cálmese, don Geo; no corre peligro, estoy sola. El la miró. Era verdaderamente, una real
hembra. Un lejano acento español repercutía en su habla; tenía un hermoso rostro. Vestida de jirones,
con adornos indios, era sorprendente, aun en esta región. Lengerke, de pie junto a su cabalgadura, la
contemplaba, incierto de cómo proceder. Al preguntarle cómo se llamaba, ella le contestó:
—Me llamo, y usted ya lo sabe, Elisenda Zambalamberri. Vivo en el monte desde que tenía
quince años. Mi padre era vasco y se quedó a colonizar aquí. Los indios nos atacaron, los mataron a
él y a mi madre, y sólo quedé yo. Me tuvieron con ellos. El cacique Carlos me tomó, y me protege
siempre.
—¿Qué hiciste con mis hombres?— preguntó Lengerke.
—Yo, nada. Me querían y quisieron llevarme, pero Carlos no lo permitió. Finalmente los fueron
matando.
—¿Qué hacías hoy aquí?
—Quería verlo. Sabía que tiene el pelo rojo. Nunca había visto a un pelirrojo—. Se le acercó,
hasta que los senos desnudos le rozaron el pecho. Alzó la mano, y acarició el cabello del alemán.
—Me gusta. Camina conmigo.
—Me harás matar después…
—No, porque yo soy quien te invita. Yo te protejo.
—No podré demorarme.
—No te detendré. Sé que volverás.
La siguió lentamente por la trocha. Llegaron por fin a un claro en la espesura, donde ella le
pidió que se sentara. Geo ató la bestia a un árbol, y se sentó cerca a ella, que se le aproximó, y con la
presteza de un animal salvaje lo besó en la boca. Las manos de Lengerke reposaban sobre los
amplios y fuertes muslos desnudos. Elisenda no opuso la menor resistencia cuando el alemán se echó
sobre ella y la poseyó.
En el bosque la oscuridad descendía. Los pedazos de cielo que veían los dos, extendidos en el
suelo, eran de crepúsculo.
—Me debo ir, —exclamó Lengerke.
Ella, obediente, se incorporó.
—Sígueme, porque vas a ver muy poco.
Sorteando los troncos caídos, las lianas enredadas, los animales fugitivos, fueron
aproximándose al camino.
—¿Cuándo te vuelvo a ver, padre mío?
La expresión sonó extraña a Lengerke, quien buscó en el rostro de ella y no halló ninguna señal
de burla.
—¿No me detienes?
Ella sonrió. —A los otros no los detuve. Ellos quisieron quedarse.
—¿Dime, Elisenda, vas a continuar perdiendo a mis hombres?
—No, porque ya te tuve, y espero seguir teniéndote—. Se acercó al hombre y lo besó.
—Mañana me hallarás aquí—. Extendió la mano señalando una dirección. Por allá llegas al
campamento en media hora. Yo cuidaré de que los indios no te ataquen.
Lengerke le acarició la barbilla.
—Vendré mañana—. Y se entró en la noche por el angosto sendero.
Al llegar al campamento, Lengerke ya ha estudiado la situación, y se ha encontrado con que ha
cometido el peor de los absurdos al caer en los brazos de la mujer. Bruja o no bruja, el caso es que
me envolvió. ¡Acostarme yo con la responsable de los trabajadores muertos! He debido matarla de
un balazo. Se paseaba furioso de un extremo a otro de la habitación. Así estuvo hasta bien entrada la
noche, sin darse cuenta de que desde la espesura lo observaban dos ansiosos ojos oscuros.
Al día siguiente, mezclado entre los trabajadores, Lengerke tuvo la sensación de que sabían y se
burlaban de él benignamente. No volvería a pasarle, pensó. Esta tarde, cuando la viera... No. No
debo ir a verla. No es prudente ni es justo con los míos. Trabajaba furiosamente en el oficio de
cualquier peón; pero, cuando ya mediaba la tarde, fue a buscar sombra, y al unírsele Clodomiro
Sánchez, le murmuró, casi con vergüenza:
—Voy a dar un paseo—. Y se encaminó lentamente al sitio donde debía esperarle la mujer.
Dificultosamente llegó al claro del bosque. Cuando apartaba las últimas ramas para conseguir paso,
se quedó inmóvil, mirando un cuerpo tendido en el suelo.
Era el cuerpo desnudo de Elisenda. El cacique Carlos no le había perdonado la infidelidad, y la
había convertido, a la vez, en siniestro mensaje. Lengerke permaneció inmóvil mirando las hermosas
formas. Por fin se dio cuenta del riesgo que corría, y se volvió en busca de cobijo. De entre la
espesura salió una figurita menuda, un niño con la cara pintada. Hizo el gesto de salutación de los
indios, y dijo su discurso en español.
—Carlos te dice que es tu enemigo, que no permitirá que abras el camino al gran río. Que la
piel del tigre tiene muchas manchas, pero el hombre no puede agregarle ninguna. Que las extensiones
de la quina no serán tuyas, y que sufrirás.
Lengerke pensó vagamente que la cara morena del niño se parecía a la de Elisenda. Como si
fuese ella misma quien hablaba. El aire se estremeció, y una flecha se clavó delante de él. Otro
mensaje del cacique Carlos.
Regresó al campamento, entre avergonzado y dolorido. No quiso que nadie supiera nada, con
excepción de Clodomiro. Los trabajos seguían. Aquella noche, tendido en la hamaca, Lengerke pensó
largamente en el extraño destino de Elisenda. Ella tenía los cuerpos de sus padres enterrados en la
selva. ¿Pero qué sería de él, si muriera en uno de estos sitios? No habría otro cuerpo para hacerle
compañía. No podrían llevar su cadáver de regreso a Alemania, y cuando se tratase de llevar sus
cenizas, a nadie le interesaría. Ya estaría todo olvidado, empezando por él mismo. Verdaderamente,
apenas muriese su madre él moriría. Solo. Las sonrisas de mujer que pasaban por su vida... Habría
que verlas en el momento de los achaques, de las calenturas de la vejez. Nadie estaría allí. Oyó a lo
lejos el rugido del tigre en la selva. El hombre no puede agregarle rayas. Pero si las agrega, ¿tendrá
eso importancia?
La hamaca oscilaba blandamente a la luz de la luna. El punto rojo del cigarro ondulaba como
una luciérnaga. A quinientos metros, los indios sigilosos retiraban el cuerpo desnudo y muerto de
Elisenda, doña Libertad.
La luna iba ya alta entre los árboles, sobre los lomos de los jaguares, sobre la esperanza
postrada en la selva. El abuelo, en la sombra recorría la trocha abandonada, hasta llegar al sitio
donde había estado el cadáver de la bruja. Brujas, mujeres que tienen un encanto propio tan especial
como el de esta mujer salvaje y sola. Los indios no debían entenderlo tan bien, porque ella era una
salvaje, con un encanto civilizado que seguramente alcanzó a aprender en los catorce años que vivió
con su madre, antes de la primera masacre. Bruja. Brujas verdaderas las he visto escondidas entre
las sombras de las iglesias, hurtando la cera para hacer muñequitos, o entre la penumbra de los
cementerios, robando los ingredientes de sus inmundas salsas. La aureola es lo que sirve, para bien o
para mal; para que la condenen o para que triunfe sobre los otros. El macho cabrío en la noche, las
escobas volantes, los animales siniestros, todo lo que las acompaña no vale tanto como ese
ingrediente inspirado en la palabra. La bruja. Esa es. La bruja. Aquella de quien, por algo, se dice...
El abuelo menea la cabeza, y sigue caminando sin temor bajo la luna.
XVI
“…Como el Gobierno por su parte no ha cumplido con el deber que ha tenido de darme
garantías y seguridades, para el sostenimiento del camino que conduce al Puerto de Santander, hoy
me veo en la imprescindible necesidad de renunciar, como formalmente renuncio, el privilegio que
tengo en el camino ya dicho, y de cuyo privilegio, con perjuicio a mis intereses actualmente no me
encuentro en posesión, por las razones ya apuntadas”.
Renuncio. Ellos conocen mi palabra, y saben que voy en serio. No pueden responsabilizarme a
mí de esta infame situación de los indios, que los ha llevado a hacer esta guerra. Me duele renunciar,
porque amo todo esto, y así el camino nunca va a ser lo que quiero. Pero tal vez haya alguien sensato.
También el gobierno, es cierto, ha estado amenazado permanentemente por la guerra civil, y la ha
tenido que librar. La guerra es mala, porque endurece, rebaja la estima de la vida, incluso la propia.
Todo está nublado y oscuro. Pero a la vez, todo es comprensible y claro. ¿Qué se puede hacer? El
Gobierno tiene suficiente con los problemas del Estado. Seguramente se supone que la defensa de la
propiedad la debe hacer cada uno; es cierto, y lo vamos a seguir haciendo. Pero siempre que no
intente responsabilizarme a mí de los deberes propios de los gobernantes.
Continúa escribiendo: “…Si el Gobierno de Santander hubiese considerado importante el
camino del Puerto de Santander, habría sido acucioso en darle garantías al contratista, y este no
habría sido tan indolente para mirar con indiferencia un negocio que le reportaba grandes ventajas a
sus intereses. Mas hoy el gobierno, sin cumplir por su parte los deberes que tiene, quiere obligarme
bajo el apremio de $2.000, si dentro de quince días no emprendo los trabajos del camino, atendiendo
a los clamores de los vecinos de Zapatoca, obligándome así a que haga descender del cielo ángeles,
únicos seres invulnerables a las flechas de los indios. Si el gobierno de Santander le da civilizados
aquellos o fuerza armada bastante para repelerlos. Geo von Lengerke, cumplido caballero, no
necesita el apremio de multa ni aún documentos para el cumplimiento de sus deberes. Como el
infrascrito no tiene poder sobre los espíritus ni los fondos bastantes para sostener tres o
cuatrocientos hombres para ahuyentar a los salvajes, ni se cree en la obligación de cumplir con lo
que se le exige, tiene la pena de dar término a esta nota, diciendo al señor Secretario que no pagará
la multa de $ 2.000, ni emprenderá los trabajos del camino de Puerto Santander hasta tanto que el
Gobierno del Estado no cumpla con su deber, reduciendo los salvajes que pueblan los bosques que
atraviesa el camino”.
Estos pobres cabildantes de Zapatoca, piensa Lengerke, pretenden lo imposible. Está bien
dicho: sólo los ángeles son invulnerables a las flechas de los yariguíes. Había que puntualizar que mi
condición de caballero me hace entender cuales son mis deberes. Y que no puede exigirse su
cumplimiento en un país en guerra. Los condenados indios la están haciendo casi como los
revolucionarios. Es una verdadera guerra civil; aunque me imagino que todavía hay gentes que se
resisten a creer que los indios tienen alma, y siguen considerándolos como rebaños de propiedad de
dos o tres personas. Para ellos, como para muchos teólogos del descubrimiento, no tienen alma; eso
evita, claro está, el trabajo de convertirlos.
Para poderme exigir tienen ellos que cumplir, acabando con los salvajes o domesticándolos.
Veamos cómo seguir, y cómo terminar esta carta: “…De los hechos atroces cometidos por aquellos
salvajes tiene conocimiento el Gobierno del Estado, tanto por informes dirigidos por mí, como por
los que ha dirigido el Jefe Departamental de Guanentá, y el Gobierno ha mirado uno y otro informe
con indiferencia o desdén, debido seguramente a la situación anormal que acabamos de pasar. Los
vecinos de Zapatoca están sufriendo perjuicios en sus intereses, yo los he sufrido en oportunidad, por
cuanto que el Gobierno del Estado no ha cumplido con el deber que contrajo de darme seguridad
para trabajar en los bosques poblados por los salvajes, y por los que atraviesa el camino de
Santander…”.
Cuando Lengerke revisa la carta una vez más, mueve aprobatoriamente la cabeza. El estilo está
correcto, a la altura de las engoladas cartas que le produce Holofernes Contreras, y sin tanto
rebuscamiento. Ahora basta que Holofernes le dé una simple pasada de gramática, y quedará lista. Se
queda pensando en que hay una discrepancia, al hablar al final de pérdidas de $ 150.000, cuando se
dijo antes que se han perdido $ 200.000. Pero eso, en el fondo, le da un cierto aire de magnanimidad,
de despreocupación por la moneda. Sigue recorriendo la carta: «En tales términos queda contestada
su estimable nota, a la que espero se le dé publicidad en el periódico oficial del Estado. Aprovecho
esta oportunidad para asegurarle al señor secretario, que me honro en suscribirme su atento y
obsecuente servidor,
XVII
David Puyana es un hombre alto y enjuto. Su fuerte rostro rubicundo dice de la mezcla inopinada
de irlandés y judío. Su cabello empieza a blanquear a pesar de su juventud. La sangre irlandesa le
viene por un abuelo suyo, que en Colombia cambió el apellido de origen, O’Farril, por el Puyana de
la persona que siendo niño le trajo a tierras de América. Desde que vio a Lengerke por primera vez
en Bucaramanga, lo detestó y fue cordialmente correspondido. Después de años de tráfico comercial
a Curazao, donde hallaba el apoyo de la familia Figueroa, los judíos parientes de su madre, después
de un desastroso naufragio en el que perdió todo, rehízo trabajosamente su fortuna, y regresó a
Bucaramanga, donde obtuvo la renta de los aguardientes, de la cual consiguió notorios beneficios.
Lengerke le iluminó el primer camino, el del tráfico comercial, y ahora se sienta también a competir
con el alemán en el segundo, la agricultura. Su fortuna, hecha con rápida destreza, le permite fundar
su primera hacienda, construir la gran casona de la Cabecera del Llano, en los altos de Bucaramanga,
desde donde se divisan el Cerro de Palonegro y el Alto de Girón, y la Mesa de las Tempestades,
Ruitoque. Detrás, las cumbres de Santa Rita y Ceilán se envuelven en las brumas. Don David tiene
pacto con el Diablo. La conseja se repite en todas partes; en Bucaramanga hay amigos suyos que la
creen y le dicen a Lengerke que es peligroso enfrentarse con él. Sus trabajadores se estremecen
cuando él les adivina que no han trabajado, que han pasado la tarde holgando con alguna moza entre
los arbustos, o que se han ido a tomar aguardiente a la fonda de Crisóstomo Wandurraga. Es seguro
que el hombre tiene pacto diabólico, lo murmuran, cuentan que lo ven subir de noche en un caballo
negro y que llega por la mañana con las alforjas repletas de oro. Lo aseguran, porque saben que no
hay campesina que se le resista, y se dice que las preña pero nunca hay un hijo, todos son abortos
diabólicos. Se murmura que una vez al año va hasta la Mesa de Ruitoque, solo en su caballo negro, a
recibir instrucciones de Buziraco. Cuentan que los viajes a Curazao, de los que regresaba con
cargamentos gigantescos, eran viajes al infierno, que había una posada y de allí desaparecía, y que se
presentaba siempre allí para su regreso, tiempo después. Nadie lo vio nunca más allá, y aseguran
muchos que jamás salió de las tierras de Santander. Los que lo defienden cuentan que trajo de
Curazao un potente catalejo marino, con el cual desde la cabecera vigila a los peones, y sabe por ello
qué hacen. Sin embargo, otros citan los argumentos en favor de su tesis: don David nunca pierde en el
juego; si mira fijamente con los tajantes ojos negros, la gente se enferma, el ganado se engusana. Y
sigue comprando haciendas, y tiene que ser con la plata del diablo: en Bucarica sembró caña de
azúcar y hace panela con trapiches de bueyes. Las noches de molienda allá son extrañas, cobijadas
con el hálito infernal; apenas él llega a ver la molienda la luna se oculta, aumenta el chorro de miel,
los bueyes se estremecen, las mulas cocean. Hay quienes no le tienen miedo, y trabajan con él y se
enriquecen, como Daniel D’Costa y Pedro Martínez. En Báchiga hizo una fundación con grandes
potreros; es cerca de Matanza, y allí tiene en las siembras un capataz veleño, Carmelo Benavides,
que toca guitarra y canta coplas mientras los peones trabajan, y los tiene hechizados como si fueran
culebras y gracias a eso el trabajo crece y los peones luego quedan exhaustos. Si se sometiera al tan
temido sufragio popular la pregunta de si tiene o no pacto con el diablo, don David Puyana
seguramente quedaría endemoniado, especialmente si tenemos en cuenta que posee lo que es la mejor
prueba, el oro del diablo.
Con la ayuda de Dios o del Diablo, don David hizo una tercera fundación, la de la inmensa
hacienda de Cañaverales, en Río Negro; «El Tambor» se llamaba la casa, por la voluntad de algún
capitán de guerra civil, o acaso del mismo don David. Las inmensas extensiones de pastos, llenas de
opulentos ganados, eran la mejor justificación del pacto con el diablo, y así lo entendieron todos.
Allí, por la topografía, el catalejo no servía; sin embargo Puyana continuó con el mismo don, siguió
sabiendo lo que hacían sus trabajadores. Cuando llegó allí, pasaba Lengerke con su camino por zonas
cercanas. Un día ordenó don Geo a los peones que tumbaran una cerca de la hacienda de Puyana.
Cuando ya los hombres ejecutaban la orden, apareció David a la cabeza de un grupo de jinetes.
—Quietos —les dijo a los peones—, ésta es una propiedad privada—. Y desenfundó el
revólver. Lengerke hizo lo propio:
—Este es un camino del gobierno, y va a pasar por aquí—. El otro, a pesar del beneficio que
recibía la hacienda, se empecinó:
—Pasa si yo estoy muerto —dijo.
—Resolvámoslo ya —dijo el pelirrojo a quien el acento alemán se le marcaba más con la ira.
—¿Quiere que sean todos contra todos, o los dos?
—Los dos—. Se apartaron ambos, caballeros en sus mulas. A tres tiros. Los dos primeros no
hicieron blanco. El tercero de Puyana le tumbó el sombrero al alemán, y el tiro de Lengerke le mató
la mula al otro. Sus peones contaron que por intervención del diablo el tiro se había desviado y no
había matado a Puyana.
—¿Quiere que sigamos, o quedan así las cosas?
—Muéstreme la orden del gobierno —contestó. Lengerke le enseñó el papel, que contenía la
promesa de indemnización de los daños, firmada por el Presidente del Estado. Puyana lo miró con
dureza.
—Pasen, que tendremos tiempo de encontrarnos un día.
Y se encontraron, varias veces. Lengerke quiso hacerle la corte a Manuela Martínez, aquella
muchacha a quien conoció en la memorable noche del baile del Presidente en el Socorro, cuando la
inauguración del puente. A veces en los refrescos, en los paseos a Río de Oro, se encontraban. Ella,
esquiva, se sonrojaba y el alemán desaparecía. Un día llegó de visita a casa de la viuda, doña Juana.
En el momento en que tocaba a la puerta, se abrió ésta y salió Puyana. Doña Juana, tras él, se
conturbó de ver el encuentro entre los dos hombres; no se saludaron, ni el uno cedió el paso al otro,
hasta que doña Juana se interpuso, e hizo seguir a Lengerke. Ese día, en la conversación, antes de que
Manuela apareciese, la viuda insinuó que ya había un compromiso matrimonial de Manuela con
Puyana. Lengerke le preguntó si podía hablar con ella. Sí, delante de la madre. Los monosílabos no le
dijeron nada; salió, entonces, convencido de que también en esto el diablo había intervenido.
El abuelo paseaba por el parque de San Laureano, cuando pasó Lengerke ensimismado. Malas
noticias, pensó. Ese encaprichamiento por la muchacha Martínez a nada bueno va a conducirle. Será
una desilusión que le puede frustrar en sus empresas. Puyana se la quitó, no hay remedio. Qué bueno
sería poder investigar de verdad cómo es esto del diablo. Curiosamente, de Lengerke no lo han
dicho. Depende, sospecho, de la manera de ser de la persona, de su distancia, de su dureza o de su
simpatía. Serían en ese momento las cuatro y media de la tarde, el crepúsculo comenzaba a formar
los dramáticos arreboles de la muerte del sol. Las calles solitarias, uno que otro peatón
descaminado, la serenidad de Bucaramanga, confiada en su torre a la hora del Ángelus, confiada en
el poder de sus hombres, en algo que, sin saberse bien cómo, denominaban el futuro. Bucaramanga,
como dormida al lado del camino, fuera del tiempo, con todos los interrogantes del progreso tirados
por los suelos, en la soberbia indiferencia de los hijosdalgo castellanos que parecían sobrevivir en
sus lejanos descendientes.
XVIII
Todavía escuchaba la leve voz quebrarse en el respetuoso silencio de los oyentes, para alzarse
después en una blanda melodía:
Oía los unánimes aplausos que se elevaban en el salón, sus propias manos concluían,
deslizándose sobre el teclado, sobre la cascada de las notas. Todos les rodeaban a él y a Manuela, a
su frágil, discutible timidez. El alemán la miraba. Recordó cómo en ese momento le había cruzado la
sombra del demonio que cobijaba con sus alas a Puyana, mientras Valenzuela, como un diablillo
tonto, aseguraba, en el mismo tono sostenido de la canción, que Manuela había cantado como una
enamorada, y ella disipaba, con un movimiento del abanico, el halo de santo que todos creían ver
formarse sobre la cabeza del gran pianista Lengerke. José María, los castos nombres del dandy
provinciano, daban la sensación de un remoto conjuro en los labios de Manuela, el salón parecía
llenarse de voces que repetían cantó como una enamorada, reían, el ejército de los acólitos del
Pacto, José María no lance juicios temerarios, decía Manuela empuñando el abanico sobre las ondas
de la concurrencia, era el mismo demonio el que no le permitía entrar en la charla banal, el que le
hacía callar y sentirse ahogado en la tontería. La tomó del brazo para evadirse de las gentes que les
impedían hablar; se sentía ya vencido y al hablar con ella en el patio-jardín de los helechos y las
flores luchaba por la causa perdida, seguro de su derrota honorable; cuando al salir del salón se
encontró a Puyana que lo miraba desafiante, Ricardo Valderrama que se apercibió del lance contuvo
al endiablado y le dijo lo que él alcanzó a oír:
—Es una necedad, tú sabes que Manuela no le quiere, es simple cuestión de cortesía—.
Lengerke sabía que era cierto, que apenas tenía que cumplir con un paso obligado; la canción en los
labios de ella le había conmovido, acaso también el poeta colombiano que la escribió era gente del
diablo; se veía hablando con Manuela entre las flores nocturnas y se sentía derrotándose a sí mismo,
tratando de hilar de nuevo la conversación que naufragaba en el vacío, yo soy muchos años mayor
que usted, yo no lo quiero, Geo, mi madre, en fin, un hombre extraordinario, una mujer que valga
más, David pidió mi mano cuando me vio pasar por el parque, usted es un hombre admirable, tanta
diferencia de edad, encontrará otro amor, al tomarle la mano buenos amigos, ella la retira, pacto con
el diablo, es Manuela quien está embrujada, es ella que huye al oír tocar una danza, ella que huye
desde el jardín nocturno en los brazos del demonio que danza ceremoniosamente, ligeramente
sofocada, alucinada por el embrujo, lejos, huye de Lengerke, crucificado como un incongruente
fantasma de frac, entre jazmines el diablo danza con Manuela las notas de mis músicas alemanas,
Manuela baila con Puyana el novio del diablo, mostrarme brillante, mostrarme indiferente,
mostrarme...
Cuando volvió al salón, las notas de las músicas alemanas traídas por él llenaban la sala. Vio a
Manuela bailando con el diablo Puyana, se encogió de hombros sin poder evitar sentirse
desgraciado. Pasó de grupo en grupo, brindando con todos, haciendo el honroso esfuerzo que
correspondía ante sí mismo, ante el meritorio burgués a quien el diablo acababa de derrotar. Se sentó
en una mesa en el extremo del salón, en la cual estaban Ordóñez y Mutis. Entre los que rodeaban la
mesa estaba sentada una extraña señora, con un obvio embarazo bastante próspero, y un hombre que
debía ser el marido. Los presentaron sin que él pudiera oír los nombres. Vino la conversación
intrascendente. Lengerke notó que la señora grávida hablaba insistentemente con su marido, y por las
miradas parecía que se refirieran a él. Ella insistía en algo, y él se negaba. Por fin, ella dijo a su
marido, en voz que él alcanzó a oír:
—Le dices tú, o se lo digo yo.
El hombre vaciló, pero no tuvo remedio. Sentándose junto a Lengerke, le dijo, con voz
avergonzada:
—Señor Lengerke, le pido mil perdones; habrá observado usted que mi esposa está en estado de
gravidez, y usted sabe que esto torna a las mujeres caprichosas y difíciles. Son muchos los antojos
que he tenido que soportar, pero el más terrible es el que le ha dado, ahora que lo ha conocido a
usted.
Lengerke le miró, con una interrogación cortés y ligeramente alarmada.
—Sí, señor; su complexión germánica hace que tenga usted un cuello vigoroso y sonrosado. Mi
mujer (por Dios, no se figure usted cosas demasiado graves), tiene el antojo de dar a usted un beso en
la nuca.
Lengerke le miró desconcertado.
—No se ofenda usted —siguió el otro—, se trata de un simple capricho de embarazo.
—No señor, no me ofendo; al contrario, es muy lisonjero para mí. Me avergüenzo con usted.
—¡No, por Dios!, yo comprendo el problema, y por eso se lo explico, y le pido, rogándole que
acepte mis disculpas, que permita que mi esposa lo bese en la nuca.
Lengerke sonrió.
—Muy honrado, señor. Con sumo agrado. ¿Pero cómo haremos? Yo soy bastante más alto que su
señora...
—No —contestó el marido— no es problema. Si usted permanece sentado, ella vendrá y lo
besará, y habrá pasado todo, seguramente sin que se dé cuenta mucha gente.
—Como usted quiera —replicó Lengerke pacientemente.
El infortunado marido la llamó:
—Ven, Angelina.
Ella se puso de pie, y se pudo ver claramente su arrogante belleza, a la que el embarazo
agregaba un encanto prohibido. Se acercó a Lengerke, incómodo en su silla.
—El señor Lengerke no tiene inconveniente en darte gusto.
Ella sonrió al alemán, y se aproximó. El la vio fruncir golosamente los labios hermosos, y se
preparó a sentir la húmeda presión sobre su nuca. La sintió por un momento, pero Angelina, viendo
cerca la nuca vigorosa, la carne sonrosada, semicubierta con el cabello, no pudo resistir la tentación,
y clavó sus dientes, mordió con todas sus fuerzas. Lengerke saltó ante el dolor del mordisco,
lanzando un quejido involuntario, y se puso en pie, llevándose la mano al cuello. La retiró llena de
sangre, la cual le manchaba ya la camisa del frac. Mordisco de vampiro. Con un pañuelo intentó
restañarla, mientras todos le rodeaban, y él trataba de dar explicaciones absurdas. Entretanto,
Angelina salía del salón sollozando, llevada casi en brazos por su paciente marido.
Geo se encontró frente a Manuela, que lo miraba con su galán al lado.
Puyana se llevó la mano, amenazadoramente, a la cintura.
—No fue nada —le dijo el alemán a la muchacha, y le pareció ver en la sonrisa de ella el pesar,
la nostalgia, el regret de haber perdido algo muy hermoso. Geo miró impasible a Puyana, y le sonrió
irónicamente. Quedamos en paz, pensó.
Luego recapacitó, más dolorido en su madura alma que en la nuca. Me estoy haciendo ilusiones
inútiles. El pacto con el diablo siempre triunfa.
Con el mordisco, el baile tocaba a su fin. Cuando salía, Lengerke alcanzó a ver a dos hombres
de frac que se golpeaban frente a dos mujeres consternadas, Angelina y Manuela. Los hombres eran
Puyana, que gritaba «Cabrón» y el marido de Angelina, mientras el cuerpo abultado de ella, envuelta
en un vestido blanco, se perfilaba contra la noche.
El mordisco del vampiro, pensó otra vez. ¿Cómo ese pobre hombre soporta una mujer tan
tiránica? La reacción de Puyana era comprensible. Estaba vengándose de la sonrisa superior con que
Lengerke le había mirado, después de la expresión solícita, casi tierna, de Manuela. ¿Pero de qué
sirve todo esto —murmuró encaminándose hacia su casa en el albor de la madrugada—, si de todas
maneras él ganó?
Pactos con el diablo; es cómodo para explicar mi derrota. Pero si fuera cierto, el diablo se lo
lleve.
Comienza a amanecer cuando el abuelo, paseándose entre los mangos, aspirando su fragancia,
ve salir las últimas figuras de la fiesta, y ve cerrarse la puerta de la casa del alemán.
CINCO
Cuando amanecían las guerras, pensaba el abuelo, ya las gentes estaban prevenidas, en espera
de lo que habría de pasar, como se espera una tempestad anunciada por la lívida luz del relámpago y
el fragor torpe y desacompasado del trueno. Un buen día el amanecer se enrojecía, la luz se diluía en
las aguas de los ríos, que aparecían manchados como cortadas dolorosas. El fuego del sol se
comunicaba a los árboles, se incendiaban las espesuras de la selva, se multiplicaba al infinito el
ruido de los disparos, como otra vasta tempestad. Era el «pronunciamiento», el preámbulo de la
guerra, el jefe provinciano que decretaba su desconocimiento del gobierno y de las instituciones y se
lanzaba a recorrer el país con cincuenta macheteros. Se pronunció el general Wilches, se pronunció
don Pablo Emilio Serrano, se pronunció el coronel Cantor. El «pronunciamiento» era la institución
jurídica de la guerra civil, a manera de declaración que ponía en movimiento los cansados
engranajes, el sistema óseo del país, sobre el cual se abatía, cayendo como un látigo sobre las
heredades.
(Un pueblo blanco se incendia de pronto, las llamas se hacen lívidas bajo la luz del sol, al
atardecer el rescoldo rojizo será luz suficiente para que las mujeres se inclinen a contar sus muertos.
Los caminos se convierten en senderos de odio, cruzan por ellos tropas en derrota, fugitivos
apresurados, caballeros vencedores que asuelan todo a su paso.)
El abuelo recordaba, viendo los puntos de la guerra, los heridos, la sangre silenciosa de las
tardes y la tumultuosa de los amaneceres, aquellas legendarias peleas de tigres y mastines que
ocurrían en la conquista, después de que los blancos dejaban consumada la destrucción en asaltos en
que se combinaban la orgía y la masacre, cuando sobre los muertos pasaban por las calles las jaurías
de mastines y de pronto se abrían las puertas de la selva y entraban los tigres, y se trenzaban canes y
felinos en ese combate sobrehumano, rubricado por las cadenas y las espadas de los soldados ebrios.
Por los caminos los tigres famélicos, los mastines sedientos, sembraban el horror más allá de la
muerte.
Las banderas templadas por el viendo se abatían entre la selva. Una desolación maravillosa
cubría las comarcas como un sudario, hasta que de nuevo, a lo lejos, se encendían en otro pueblo las
luces espectrales de la guerra.
(Caravanas de soldados descalzos, como dantescos ejércitos de mendigos, con fusiles sin balas,
con bayonetas rotas. Ha llegado la guerra, los hombres entigrecidos recorren los caminos
sembrándolos de muerte. La guerra de la charanga militar, la de los tambores y caballos y cornetas,
la de las largas compañas a sol y lluvia, la de las ciudades vencidas, la de los emboscados y las
calaveras blanqueadas junto al camino).
—Allá van, —veía el abuelo— los ejércitos enemigos, a coincidir en el cruce del combate. El
ejército invasor sin dinero emite su propia moneda, con troqueles que alimenta con los cascarones
vacíos de las balas; se pregunta quien quiere ser héroe, los oficiales tienen ademanes de gallardos y
guerreras destrozadas, detrás del ejército van las mujeres afanosas, con el aguardiente para los
heridos y las viandas precarias para los combatientes. Se lucha a tiros, al arma blanca, un general
aguerrido conoce la sombra del triunfo. Los ejércitos andan como milagrosas caravanas que
dispensan la muerte y la pobreza, los presidentes se tambalean en su solio, las familias se refugian
atemorizadas en los últimos cuartos de la casa mientras en las calles se lucha. Se acabaron las
municiones, se pelea toda la noche al arma blanca, con los machetes en cuyas hojas se refleja la luna.
Luchas silenciosas sin un tiro, en que los cuerpos de los hombres caen como árboles abatidos.
—El amanecer siguiente a la guerra, la victoria trasnochada que no es sino un aplazamiento en
que el vencido agazapado espera que las horas pasen hasta que llegue el momento, otra vez, del
pronunciamiento, de la nueva guerra engarzada en los jirones de la anterior. Una, dos, tres, cuatro,
cinco, las guerras iguales, la misma guerra.
II
En el Club de Soto están todos reunidos. Hay noticias de Bogotá. La marea no llega todavía a
Bucaramanga pero no tardaremos en sentirla. Según parece hace ocho días el General Melo dio
golpe de estado, redujo a prisión al Presidente Obando, se tomó el poder. Ha despachado propios a
todas partes, y ya están llegando. Se dice que con la división del partido liberal entre gólgotas y
draconianos, solamente lo apoyan éstos, y que los gólgotas aliados con los conservadores están
tratando de reunir a todos los grandes generales para hundirlo; se dice también que el Presidente
Obando se dejó poner preso, los cual yo no creo porque él es un hombre valeroso; pero sí la política,
poco a poco, le iba haciendo imposible gobernar. Desde la muerte del General Santander no marchan
las cosas y el partido ha ido volviéndose pedazos. Pero dicen también que el Vicepresidente Obaldía
no quiso entrar en el complot y ahora está refugiado en la Legación americana esperando el momento
de salir a tomar posesión de la Presidencia. Dicen también que los únicos que apoyan resueltamente
al gobierno son los democráticos, pero que don Lorenzo María Lleras mandó una carta a Melo
apartándose de su actividad, que lo desilusiona. Y dicen también que Mosquera tomará el mando del
ejército del Norte, y que el general José Hilario López está mandando el del Sur; que el designado
Tomás Herrera va a establecer su gobierno en Ibagué, y que todos están dispuestos a pelear sin
cuartel. Esto se veía venir aquí, desde hace ya algún tiempo. La división iba empeorando y se veía
que Obando no podría gobernar. Murillo Toro y Florentino González están también en contra de
Melo; y el general Julio Arboleda, y una mezcolanza de liberales y godos, y todos los gólgotas, se
han puesto de acuerdo para combatirlo. Pero el gobierno de Melo tiene todo el apoyo de los
artesanos, de las ligas democráticas, y aunque los ricos no lo quieran va a ser difícil lograr que se
caiga. Va a correr mucha sangre. Aquí en Bucaramanga somos casi todos gólgotas. Hay algunos
godos tranquilos. Pero ya sabemos cómo van a ser las cosas cuando llegue de un lado el ejército
constitucional y del otro el de la revolución. En Santander las cosas se han vuelto muy duras, hemos
sido muy apaleados; como llamaron al gobernador Domingo Mutis, que era primer designado a la
Presidencia del Estado, acaba de llegar a marchas forzadas el segundo designado, el doctor Alipio
Mantilla. Ayer se encargó de la gobernación y dictó un decreto declarando la provincia en Asamblea,
en estado de guerra. Ordenó la formación de los cuerpos de la guardia nacional, y nombró al general
Martiniano Collazos comandante, y lo puso a la cabeza de la fuerza.
El viejo Collazos es un hombrón. Su carrera militar empezó de soldado, y todos sus ascensos, o
casi todos, los ganó en la guerra de independencia. Es muy pobre y vive de su pensión de retiro, que
a veces no le llega; es decir, vive de los agiotistas. Siempre se queja de los ricos que nunca le
agradecieron los esfuerzos que les hicieron tener dinero. A veces aquí en el club viene a tomar
brandy con los amigos. Le gusta mucho el brandy: peligroso en un militar. No se entiende bien con
los gólgotas, porque le parece que por ser ricos le están en deuda. Además, está envejeciendo y se ha
vuelto necio. No parece un buen nombramiento, en verdad; hay temor, porque el doctor Mantilla se
precipitó a hacerlo cabeza de la resistencia contra el golpe.
Todos estaban de acuerdo, hasta el punto de que mandaron una comisión para alertar al
gobernador Mantilla. El señor Geo von Lengerke, alemán llegado dos años atrás, estaba en la
reunión, escuchando sin opinar. Todos le insistían en la necesidad de que ayudase. Él callaba,
prudentemente, en su condición de extranjero, aun cuando le referían que los extranjeros en Bogotá se
habían organizado para defender a sus representantes diplomáticos, ya que había temores de que los
asaltaran los democráticos enfurecidos.
Al terminar la reunión, Lengerke se dirigió a su casa, que quedaba cerca de la del general
Collazos. Al llegar vio mucha gente que entraba, y resolvió hacerlo también, para presentar sus
respetos al nuevo comandante de armas.
En la modesta salita, el viejo general, en mangas de camisa, oía a sus visitantes. Había entre
ellos varios reputados como draconianos, amigos del golpe de Melo. Otros, gólgotas, iban a festejar
el nombramiento. El general callaba, gruñía de vez en cuando, contemplaba a los que entraban y
salían. Cuando llegó Lengerke se incorporó a saludarlo, y lo llevó aparte, a otra habitación en la cual
estaban unas señoras, a las cuales ahuyentó con un ademán.
—Usted, Lengerke, ha sido militar, y puede comprenderme. Yo soy un veterano, y acepté el
nombramiento dispuesto a servir a mi patria como tantas veces lo he hecho. No me gusta nada de
esto, no lo comprendo bien. Pienso que el General Melo debió tener sus razones para dar el golpe.
Pero hizo mal, porque se acababa de aprobar una Constitución, y los militares tenemos que
defenderla. Yo de todos modos tengo que esperar hasta ver claro; pero seguiré adelante. Ese mozo
Mantilla, el gobernador, mató el tigre y se asustó con el cuero. Ahora, acabando de nombrarme, me
quiere alejar y me ha dado la orden de irme al Socorro, donde no tengo nada qué hacer. Mi misión es
quedarme aquí y organizar las fuerzas de la provincia, y aquí me quedaré. El verá si me destituye. Ya
di órdenes para empezar el reclutamiento: desde ayer está marchando. Hay revolución, y los
militares somos quienes sabemos cómo manejar estas cosas. Si Mantilla quiere, que me destituya,
pero yo no voy a cometer la pendejada de irme al Socorro para que luego me traten de desertor.
—¿General, usted le hizo saber esto al doctor Mantilla?
—Sí, don Geo. Él ya lo sabe, y está más nervioso todavía. Pero me ordenó organizar las
fuerzas, y voy a hacerlo.
—¿Puedo explicarle? ¿Me autoriza? Lo haré como amigo suyo, porque como extranjero no debo
intervenir.
—Sí, si quiere explíquele. Él lo sabe, y es terco. Incluso ya pidió ayuda al socorro, y sé que me
mandaron con tropa a Cándido Rincón.
Al salir a la noche fresca, Lengerke no entró en su casa. Se dirigió a la casa del gobernador,
llena también de gente, y halló una breve oportunidad para explicarle. Entendía a Collazos. La
vecindad les había hechos buenos amigos, y sabía que era hombre de una pieza. El gobernador no le
dio importancia a lo que decía el alemán, ni a sus pronósticos sobre que si no se manejaba
debidamente a Collazos habría dificultades. Al salir, caminando despacio por las calles solitarias,
Lengerke recordaba lo que le había dicho en Bogotá, recién llegado, el señor Elbers:
—Frecuentemente verá usted que se presentan golpes, revoluciones, todas las cosas propias de
una nación que apenas comienza. Todo eso hay que asumirlo con calma y filosofía. Seguramente va a
pasarle como a mí, que cuando se presentan estos casos nunca los entiendo ompletamente porque me
parece que ambos bandos pelean por lo mismo. Aunque verdaderamente no parecería así, dados los
extremos a que llegan. Mi consejo en relación con esto, es que no se mezcle, que mantenga su
condición de extranjero; igual con todos, de todos amigos. De lo contrario, pueden venirle muchos
dolores de cabeza—
Elbers tenía razón. Sin embargo, qué difícil hacerlo; cuando se ven los errores que van a
cometerse. Un país en que está todo por hacer, dedicado a esta zarabanda de las revoluciones. Son
románticos, pensó. Es el exceso, la falta de medida. Sin embargo, todo esto es hermoso, y no parece
que pudiera hacerse de otra manera.
La ciudad dormida tenía una tranquilidad aparente, salvo en las dos casas que había visitado.
Pero la guerra estaba ya en las puertas. ¿Qué hacer, pensó, cuando la guerra llegue? Volvió a oír a
Elbers.
—Si usted no se mezcla, lo dejarán tranquilo. Podrá seguir con su comercio. De pronto el
Magdalena estará cerrado por un tiempo, pero eso pasará. Si usted no es combatiente no van a
molestarle. Aquí guerrean con honestidad. Es paradójico, pero la guerra civil exagera aquí el respeto
a la población civil. Pueden ocurrir arbitrariedades, y entonces todos protestan. Y la vida sigue,
Lengerke.
III
Se nos vino encima la guerra. Los últimos días están llenos de caballos jadeantes, de mulas
estropeadas, de zamuros que voltean amenazadores sobre el botín vivo todavía. Por la angosta cuesta
de Sube vienen las tropas desde el Socorro. El comandante Cándido Rincón está hace días instalado
en Piedecuesta, presionando sobre Collazos para que defina su actitud. Se dice que cuando le
preguntó si defendía la causa del gobierno, el viejo militar le contestó, con un acento de Víctor Hugo:
—Defiendo la causa de la humanidad—. Por los hirvientes caminos del Chicamocha trepan
como gatos monteses los soldados constitucionales. Ya se posesionó Antonio María Pradilla de la
gobernación del Socorro; vienen con él Ricardo de la Parra, los hermanos Pereira Gamba,
Nepomuceno y Vicente Herrera. Tuvieron que venir en barco a Ocaña, y luego pasar por
Bucaramanga, donde el general Collazos les ayudó a seguir. Sin embargo, trató de sorprender en
Piedecuesta al comandante Rincón, y se enfrentaron. Hubo casi un combate y el parlamento fue
dirigido por Nicolás Pereira. Uno de los parlamentarios era el hijo del general, que está con los
constitucionales. Al fin, después de horas de ir y venir, de propuestas y amenazas, se suscribió un
acta en la cual Collazos se comprometía a defender la Constitución, pero el viejo astuto no la firmó:
dejó que su hijo lo hiciera por él. En el Socorro bullía la agitación. El mes de junio había sido el de
la Revolución para Santander.
Como el comandante Girón, de los revolucionarios, se aproximaba, aparentemente a unirse con
Collazos, cuya ambigüedad no se despejaba, mandó su vanguardia por el paso de Sube; el
comandante Díaz, del batallón del Socorro, decidió atacar, y mandó hombres a Rincón. El 10 de julio
por la noche, después de apresar a un correo cuyos mensajes indicaban el entendimiento entre Girón
y Collazos, marchó Rincón sobre Bucaramanga.
A la madrugada, antes de despuntar el alba, atacaron los constitucionales. Collazos se atrincheró
en el cuartel y la iglesia. En medio del fuego vino, como emisario del comandante Díaz, Nicolás
Pereira Gamba, quien logró llegar ileso a la puerta del cuartel, para tratar de persuadir a Collazos de
que no combatiera, todavía sobre la base de que era leal a los constitucionales. El diálogo angustioso
podía oírse de lejos con el silencio de los fusiles. Y así se oyó la voz atronadora de Collazos que
decía:
—¿Piensa usted que soy un cobarde? ¿Cree que pueda rendirme? Dejemos las diplomacias.
Estoy de acuerdo con el General Melo, y sostengo la causa santa de la revolución.
¡Reconquistaremos los derechos que nos quita la Constitución de los descamisados! Si tienen fuerzas
superiores, no pierdan el tiempo.
Collazos ordenó disparar, y Pereira se salvó de milagro. Se intentó el asalto. El viejo Collazos,
desafiante, se asomó al balcón a asegurar la bandera: los atacantes quisieron incendiar el cuartel, y
los soldados de Collazos comenzaron a tirar las armas. Una ventana rota a balazos sirvió para que un
capitán Polanco entrara, por entre la tropa revolucionaria, y abriera la puerta. El viejo tigre se
defendió desesperadamente, con la pistola y luego con la espada, hasta que un tiro le rompió la
frente, y se desplomó moribundo. Un soldado le remató de un lanzazo, y todos empezaron a
entregarse, entre el humo del incendio, los gemidos de los heridos y los relinchos de los caballos
amarrados.
Durante el combate, un grupo de gólgotas había permanecido con Lengerke en el Club de Soto.
Las puertas estaban prudentemente cerradas, pero la información venía rápidamente. Los tiros, la
gritería, fueron disminuyendo. El humo del incendio desapareció. La Constitución había ganado su
batalla.
Alguien, ante el último mensaje, murmuró aliviado:
—Por fin terminó toda esa farándula—.
Lengerke le miró con pesar. Quería decir mucho, pero recordó el sabio consejo de Elbers, y
apenas dijo:
—Collazos era un hombre cojonudo.
Levantó la copa y brindó sonriente. Los otros lo siguieron a regañadientes.
IV
El abuelo los ve: son los jinetes de la guerra, saltando los picos afilados de la montaña; son las
mujeres de la guerra, las soldaderas, las “Juanas”, agarradas de sus hombres, en pos de los cascos de
los caballos, siguiendo las pesarosas huellas de la destrucción, del incendio, de la muerte. Son los
huesos de hombres al sol y a la lluvia, blanqueando día a día al lado de las osamentas de los
caballos derrumbados. Son los uniformes de botones dorados, llenos de carne muerta de los que
fueron un día marciales caballeros. Es la destrucción del maizal, la carneada de la vaca de la granja
humilde, y el fusil escondido bajo el camastro, que acaso servirá para una batalla, o mejor para una
venganza; son los veteranos de las guerras viejas que piensan que no entienden las guerras nuevas, y
en verdad seguramente nos las comprenden y son para ellos más duras y más crueles; es la aldea de
paredes blancas, de calles de fino empedrado, que permanece en silencio al mediodía esperando la
hora de la llegada del invasor; son las mujeres que rezan y asechan, y llevan escondidos los
pertrechos bajo las faldas y en el seno las pistolas definitivas; son los arroyos que se tiñen de sangre,
las botas de montar que salen de la espesura en un ángulo desesperado, la bayoneta inútilmente
enterrada en la arena; es la capitulación en un fuerte, en un barco, en una muralla, y es la estela de
muertes que seguirá tras ella mientras llega el heraldo a llevarla a las espesuras, a los desiertos, a
los anchos ríos, a las praderas ilimitadas. Es la guerra, en fin, dirigida contra las tierras prósperas,
contra las ciudades y los campos donde hay esperanza de civilización para el hombre, la guerra que
no se dirige contra las extensiones inhóspitas ni contra las fronteras lejanas, la guerra que se
encarniza contra el sembrado, la que enciende en hoguera la choza campesina, y ahúma y mancha de
sangre las calles de los pueblos, la guerra que consiste en el encuentro de dos hombres con
escarapelas enemigas al borde del agua de un riachuelo, en el cambio de tiros o de machetazos, y el
silencio sobre los cadáveres tibios; la guerra vistosa del vencedor de brillante uniforme que entra al
pueblo entre el escándalo de la fanfarria, la guerra de las muchachas en la ventana, que rinden el
homenaje de las flores, y por la noche, temblorosas de miedo o de esperanza, oirán llegar al ejército
violador; la guerra de las campanas al vuelo en la tarde triunfal, y del centinela de fusil al hombro
cuya silueta se recorta contra los arreboles rojos del crepúsculo. Es la guerra civil, la guerra
doméstica, la guerra de familias una contra otra, de hermanos entre sí, de regiones enemigas, es el
desgarramiento del vientre nacional, es la purificación y el enlodamiento de la vida diaria.
Corren consejas: el ejército conservador viene mañana. Todos los pueblos han sido incendiados
por los liberales. La caravana de refugiados se desliza como una torva línea, entre día y noche, las
familias se agarran a las últimas inútiles pertenencias, el cañón retumba a lo lejos y su estampido se
golpea con el argentado sonido de las campanas que anuncian la victoria o tocan a rebato, por el
incendio, por la muerte. Desde la montaña, a las siete de la noche, se ve el valle incendiado, rozas de
pueblos, de sembrados que se van iluminando, marcando el itinerario de la muerte. En la noche, los
ejércitos siguen avanzando, ejércitos de fantasmas, caballeros fantasmas, infantes fantasmas, mujeres
doloridas esperando que asomen el abanderado, el corneta de órdenes, para precipitar la carga
siniestra. Uno a uno, los campesinos desfilan, la parcela se pierde, ellos pelearán en uno cualquiera
de los ejércitos, en el que les haya tocado en suerte, y en la batalla en que queden malheridos, si bien
les va, podrán levantarse y huir al amparo de la noche para buscar a sus gentes refugiadas en el
bosque mientras la soldadesca pasa hasta el próximo combate.
VI
Cuando Lengerke vio la columna de la tropa revolucionaria que remontaba la cuesta de Sube,
era tarde y peligroso esconderse; no tuvo más remedio que acortar el paso y esperar a que le dieran
alcance. Sabía que su generosidad con la revolución conservadora era bien conocida, y no tenía
temor. Su inquietud estaba en el riesgo de llegar a Bucaramanga entre las huestes conservadoras,
porque además de saberse allá de su apoyo económico iban ahora a pensar que se había lanzado a
militar con ellos, cuando en verdad lo único que le interesaba era llegar a Bucaramanga y recorrer
sus concesiones y sus propiedades. Pensaba también en el peligro que podría tener para sus dominios
la parcialización con un bando, siendo extranjero.
Llegó la tropa y rodearon su grupo. Un suboficial le reconoció y se aproximó a saludarle. En
seguida aparecieron los líderes, los capitanes, los coroneles. Entre ellos vio un rostro más conocido.
Era el coronel Obdulio Estévez, quien militaba con la revolución. Rodeado Lengerke de la
cordialidad y el agradecimiento de todos por un respaldo económico tan oportuno, siguieron
trepando hacia la Mesa de los Santos. Cuando trasmontaron el contrafuerte de la meseta caía ya la
tarde, y el ejército cansado se preparó a acampar. A Lengerke le halagaba poco la noche en el vivac,
así que convenció a Estévez de que se adelantaran hacia una de las haciendas. Lengerke pasaba
siempre muy de largo, a detenerse en la posada de Piedecuesta; Estévez conocía más el terreno, y le
indicó a Lengerke que podían entrar a pedir posada en una de las casas de hacienda de la meseta.
En medio de un crepúsculo lila de luz asordinada, pasaron frente a la portada de «El Roble».
Estévez meneó la cabeza: seguramente ya no estaban allí los Mantillas. Debían haber buscado refugio
en Piedecuesta; en cambio, señaló, a la izquierda exactamente estaba la casa de «La Granja».
Entraron por el camellón polvoriento al patio empedrado. Un hombre anciano, temeroso, se acercó:
—¡Si es don Obdulio! —exclamó con alivio.
—Sí, no hay temor, José. El ejército viene atrás, y saben que venimos para acá. Nos protegerán.
¿Están las señoritas?
—Sí, señor—. Echaron pie a tierra; José llevaba las bestias al potrero; Lengerke caminaba,
entumecido. Los arrieros entraban con las mulas, se formaba la tremolina cordial de la llegada. «La
Granja» era una hermosa y vieja casona rodeada de altos árboles, con pozo de brocal de piedra, con
atardeceres como el de hoy, en el cual se respira la bienaventuranza, y parece que la guerra civil
estuviese tan lejos como Europa, en esta casa de hacienda en cuyo corredor se detienen los dos
viajeros mirando hacia las flores del jardín, hacia la carretera recostada a lo lejos, hacia los
caballos que pastan en el prado, un prado extrañamente uniforme y discreto. El mayordomo vuelve
con dos grandes jarros de limonada endulzada con panela. Las señoritas ya comieron, y él les servirá
a los señores mientras se preparan los cuartos. Las señoritas los acompañarán a comer, es un poco
tarde, pero ellas desean oír sus noticias sobre la guerra que las tiene preocupadas por sus familiares
de Bucaramanga. Estévez murmura la historia de las señoritas Arenas, al oído del alemán: el padre
era un hombre muy rico, a quien negocios de diversa índole (tejerías en el Socorro, caña de azúcar
en Piedecuesta), le habían dado muy buen pasar, hasta que viajó a Europa, con su señora y sus tres
hijas casaderas; vivieron en París cinco años, y el padre empezó a tomar afición al juego y a las
bailarinas, con el resultado desastroso de que en un momento dado tuvieron que enrumbar hacia
Colombia con sus haberes dramáticamente reducidos, y sin que los pretendientes franceses hicieran
honor a su palabra cuando de ello se trató en medio de la ruina. Se embarcaron y el padre murió en
alta mar, y fue allí mismo sepultado en las olas; al llegar a puerto, la madre murió de tristeza. Las tres
hijas vistieron de negro, un luto que nunca más abandonarían. Llegaron a Bucaramanga, y vendieron
su casa; conservaron solamente la granja, donde viven desde hace muchos años, entre las memorias
muertas de su vida pasada, y los atardeceres que a veces enrojece la guerra civil.
Se abrieron las puertas del comedor. Flacas, desgarbadas, vestidas de negro, las tres hermanas
les esperaban. En sus pálidos rostros aparecía la leve mueca de una sonrisa. Los dos hombres se
sentaron para iniciar una larga cena, alumbrada por dos candelabros de plata. Las finas copas de
baccarat resplandecían cuando cayó en ellas el borgoña. Las preguntas eran secas y tristes: la
evolución de los ejércitos del gobierno, cómo había reaccionado el pueblo de Santander, si se
esperaba algún combate cerca. La menor era la que interrogaba mientras las otras dos bajaban
discretamente los ojos. Aclaradas las perspectivas pesarosas de la guerra, con la sombra de la
derrota conservadora gravitando lúgubremente sobre el ambiente, la conversación pasó a otros
temas. Se habló de Europa. Lengerke, silencioso hasta entonces, debió reunir sus últimas memorias
para beneficio de las solteronas sedientas. Los últimos recuerdos de París, las memorias de los
Castillos del Rin, las nostalgias de la Italia inolvidable. Cómo habían sido los horrores de la
Revolución de 1848. Qué era eso del socialismo. Una danza de temas, de preguntas, de soledades,
todo junto bajo las luces vacilantes de las velas. A la luz pálida, los rostros de las tres mujeres
parecían rejuvenecerse, abrían su propia luz a determinadas memorias.
—¿Recuerdas, Elisa, a Monsieur de Nevin?
—¡Sí eran tan amigos con Gastón!—. Lengerke creía ver toda la tragedia de frustración, de
pesares compartidos, de nostalgias que se vivían ausentes de la guerra que llegaba hasta las puertas
de la hacienda. Pero las tres damas eran fuertes. Pese a sus comentarios melancólicos, ninguna cedió
hasta el punto de intercalar una angustia; todo estaba correcto. Las tres seguían consumiéndose solas
como las bujías del comedor, la guerra pasaría junto a ellas, acaso las despojaría, pero no doblegaría
los espíritus solitarios, que seguirían viviendo de ese pasado, de sus melancolías, de sus amores
frustrados. Parecía como que fueran a ser eternas; como si de pronto una de ellas, al desaparecer,
fuera remplazada por otra que vendría sin saberse de dónde; y luego, las otras también, pero siempre
habría una mayor, más antigua, a punto de irse, y una menor, más reciente, y todas seguirían siendo
iguales, y los remplazos no se notarían. Seguirían siendo las mismas tres: ahora abrían la caja de
música, mientras ellos en el salón fumaban y tomaban oporto, mirando distraídamente los títulos
dorados de los libros. Y siempre sería la canción, Three O’clock in the Morning, desde antes de que
fuera compuesta, tocada primero por la caja de música, luego por la cansada pianola, después por el
fonógrafo, mientras afuera seguía la guerra, se combatía con furia, cruzaban los disparos o se
atacaban con arma blanca bajo noches lunadas como ésta, pasaban caballos en huida, infantes
desorientados, artilleros sin cañón, todos con hambre, unos en la huida, otros en la ensañada
persecución al vencido. Y todo, todo seguiría igual, como en esta noche que ahora se situaba al borde
de las noches desaparecidas mientras sonaban las notas dolientes de Three O'clock in the Morning.
VII
No valen todas las oraciones del Padre Francisco Romero. Valieron cuando confesaba a los
campesinos y les ponía la penitencia en siembra de matas de café. Pero ahora se mantiene muy
discreto y sin intervenir, lo que justifica su fama de hombre santo, porque bien fácil le quedaría poner
penitencia en rojos muertos, o en rojas sacrificadas. Pero no lo hace, y por ello algunos lo tachan de
radical. Pero es, nada más, un hombre bueno, decente y tranquilo, que sabe que la paz es mejor que la
guerra, y trata de propiciarla, aunque con poco éxito.
El Padre Romero tuvo una actitud que todos le han admirado. Don Pablo, el joven hacendado de
Zapatoca, estaba en Bucaramanga clandestinamente, buscando por las fuerzas conservadoras luego de
la derrota que les infirió en San Vicente; se sabe que Lengerke le escondió durante un mes en el
refugio secreto de las cavas en su casa de Montebello, pero el pobre don Pablo, joven y enamorado,
tenía algún “problema” o compromiso o esperanza de faldas, y al fin, a pesar de todas las
prevenciones que le hizo Lengerke, tomó un caballo y se fue de Bucaramanga. Atravesó por las líneas
conservadoras en el frete de Zapatoca, y llegó a ver a la dama el día en que ello tocaba. Pero parece
ser que en ese momento, en que Bucaramanga estaba controlada por los conservadores, un pariente
de la dama que la perseguía infructuosamente dio noticia a las tropas godas, que fueron a buscar a
don Pablo; y aunque le encontraron como el General Santander a don José Ignacio de Márquez en
memorable ocasión y sitio con notoria ligereza de ropas, don Pablo se defendió valientemente hasta
que acosado de muy cerca resolvió saltar las tapias y llegar así, de solar en solar, hasta la iglesia,
donde el padre Romero le acogió, y cuando llegaron los soldados perseguidores los recibió con una
pistola en la mano y en la otra el hisopo de agua bendita, y fue luego a quejarse al comandante Luján,
mientras don Pablo descansaba a pierna suelta en la sacristía. Tan humano era en su conducta el
padre Romero, que no puso obstáculo a que la dama visitase a don Pablo varias veces; éste estaba a
cuerpo de rey, pero consideró que era necesario no dejarse dominar por la molicie, y que por el
contrario debía recobrar el rumbo de la guerra. Era esperado por las tropas liberales, y hubiera sido
mal mirado no volver al combate lo más pronto posible.
El padre Romero aceptó ayudarle, y para ello entró en contacto con Lengerke, su amigo alemán,
de quien él sospechaba que tenía simpatía por la causa liberal; Geo aceptó gustosamente ayudar a
don Pablo por segunda vez, y le rogó al cura que le dejase obrar. Fue así como le mandó un paquete
de ropa, para que don Pablo se disfrazara y esperara un aviso que le vendría a través de la casa
cural. A las cinco de la mañana llegó el aviso, traído por un muchacho que vino saltando tapias, a
quedarse en remplazo de don Pablo, quien debía salir por su mismo camino, alerta a los tiros
rasantes y a las vigilancias apostadas en las casas cercanas. Después caminaría hasta tres cuadras
más abajo, donde estaba Lengerke con su comitiva, para viajar a Montebello. Irían juntos hasta San
Vicente, donde había fuerzas liberales. Todo iba saliendo bien, salvo que don Pablo desoyó la última
advertencia de no pasar por la casa de su dama, y no logró resistir la tentación, demorando veinte
minutos justos todo el ajetreo, y estando casi a punto de ser atrapado por una patrulla. Cuando
apareció, avergonzado, ante Lengerke, éste se rió y le dijo:
—Estaba presupuestado todo; lo único que no, era lo de la patrulla—. Y dio la orden de partir.
Enrumbaron por Girón. Don Pablo tuvo que andar buen trecho a pie, pues el ejército conservador
habría preguntado qué hacía ese arriero de jinete; sin embargo, ya lejos, pudo cabalgar sobre la
enjalma de una de las mulas de carga. Lengerke sonreía filosóficamente mientras pasaban las vegas
de Girón y entraban al camino riesgoso, por entre el llano de cujíes. Hablaron. Lengerke le expuso su
opinión sobre esta revolución, la segunda desde su llegada al país.
—Se mueven ustedes por principios románticos, por sueños. Eso fue lo que quisimos en Europa,
y por eso estoy aquí. El mundo acaba traicionando siempre el idealismo. Si proyectamos aquí la
mejor de las sociedades, se encargarán de destruirla los mismos destinados a habitar en ella—. En
ese momento, don Pablo, a viva fuerza, lo tumbó de la mula. Una serie de disparos caía sobre ellos.
Don Pablo tomó la carabina de Lengerke, y se deslizó entre las piedras del desfiladero. Poco
después, oyeron tres disparos. Don Pablo apareció, bruñendo cuidadosamente el cañón del arma.
—Salteadores, no eran soldados—, explicó lacónicamente. Pero Lengerke no las tuvo todas
consigo. Se detuvo ante el sitio donde estaban los cadáveres, y se acercó mientras los arrieros
recogían las armas y las municiones. Eran tres muchachos hijos de familias de Bucaramanga.
—No han hecho más que depredar —explicó—. En Bucaramanga tenían fama. Nosotros —miró
a don Pablo—, no los hemos visto—. A una orden suya, los arrieros cavaron una sepultura suficiente,
en medio del lecho de la quebrada que bajaba serpenteando.
—El agua —dijo uno de los peones— les va a destapar la cara—. El alemán asintió
filosóficamente, y agregó un ademán, como preguntando qué podía hacerse.
VIII
No fueron pocas —recuerda el abuelo— las ocasiones en que Lengerke arriesgó su libertad y su
tranquilidad personal para proteger a un revolucionario, como en el caso de los hermanos Borda, o
en el de don Pablo. Su inhibición para participar directamente le dejaba únicamente la posibilidad de
ayudar a los gestores de la guerra. «Gestor», piensa el abuelo, era palabra de la cual gustaba
Lengerke, porque la ubicaba como derivada, en su sentido original, de «gesta».
Otra de estas intervenciones suyas fue la del caso de los dos Ordóñez, Jesús y Francisco;
inquietó a los vecinos que ahora sí sintieron pasar la guerra por entre ellos. Se combatía duramente
en Piedecuesta, primero toda la noche a machete, después, a la llegada de refuerzos, con fusil y lanza.
Francisco Ordóñez era teniente del ejército liberal, y durante todo el combate, a caballo, con una
pistola y un sable, causó bajas y desconcierto entre los otros. Por fin, uno de los soldados
conservadores afinó la puntería desde el tronco tras del cual se hallaba, y le acertó al elegante oficial
que se desplomó de su montura. Fue arrastrado luego al hospital de sangre improvisado en la iglesia,
donde empezó a debatirse entre la vida y la muerte, mientras el caballo sin guía huía en dirección a
Bucaramanga, a paso de desboque y derrota. Horas después, el animal entró, llevando todavía la
silla puesta, al patio de la casa de Ricardo Ordóñez, el padre del oficial. La madre lo vio venir. En
el arzón de la montura colgaba todavía la vaina del sable. Poco después, un mensaje enviado desde
el frente llegaba a la casa, anunciando la desesperada situación del oficial. Jesús, el hermano menor,
se ofreció a ir; era peligroso, pues el único liberal de la familia era Francisco, y tendría que pasar
por entre las filas liberales para llegar al hospital conservador. Dijo sin embargo que iba, y partió
disfrazado de arriero, llevando bestias que le prestó Lengerke, a cruzar las filas liberales; luego se
pudo identificar entre los conservadores que mantenían preso a Francisco en el hospital. Logró que
se lo entregaran porque pensaban que le quedaban pocas horas de vida. Y por entre las líneas
liberales emprendió el regreso con el cuerpo de su hermano atravesado sobre la mula, con tal
cantidad de sufrimiento que cada vez que recobraba el sentido volvía a perderlo con un gemido de
dolor. Las patrullas pensaban que llevaba un cadáver, y le dejaban pasar con indiferencia. Había
tenido el cuidado de quitarse la guerrera, de modo que no le identificaban los conservadores. Cuando
pasaba entre los liberales se ponía él la guerrera, y los soldados se cuadraban ante su paso vacilante.
Fue largo, fue horrible aquel viaje. En las últimas horas ya no sabía si llevaba al hermano vivo
o lo conducía muerto. La noche asechaba, cargada de ojos, de tragedias, de espías. El camino se
angostaba cuando subía sobre la montaña, se oía a veces el rugido del jaguar en acecho, o el
cascabel de la serpiente. Cuando amanecía, Jesús vio la cara del hermano. Le angustió la lividez.
Había perdido mucha sangre, se veía en los rastros que quedaban sobre la mula.
Le contó alguna vez a Lengerke del medroso encuentro que tuvo, antes de amanecer, cuando
pasaba por La Pedregosa. En la oscuridad, extenuado, llevaba delante la carga que a veces pensaba
que era un cadáver; de pronto. Un jinete en un caballo negro surgió de la oscuridad. Extendió una
mano fina, una mano femenina adornada con una sortija, y habló con melodiosa voz de mujer.
—¿Puedo ayudarles?
Jesús no supo contestar. La mujer descendió del caballo y se acercó a la mula que llevaba a
Francisco. Le tocó la frente.
—Todavía tiene vida— dijo subiéndose al caballo, y volviéndose hacia Jesús, sonrió. Él le vio
el rostro por primera vez, y el rostro de la dama era una fina calavera, de amplia sonrisa.
Así, vacilando entre la angustia y la fiebre, entre la urgente necesidad de dormirse y el hambre,
siguió adelante, y con el amanecer alcanzó las primeras casas de Bucaramanga; se dio cuenta de que
llevaba puesta la peligrosa guerrera roja, la dobló y la puso en la alforja. A paso lento, se fue
acercando a la casa, con deseos de llorar a gritos, de tomar un arma y matar. Le aterraba pensar en la
cara de su madre cuando le viera entrar; pasaba frente a la casa de Lengerke, y pidió auxilio. El
alemán salió, en traje de montar. El muchacho no pudo hablar. Le señaló el cuerpo del hermano.
Lengerke llamó a grandes voces, y acudieron los criados. Bajaron el cuerpo, lo acostaron, y en
minutos estaba el médico examinándolo. Cuando Jesús oyó decir que estaba vivo, cerró los ojos y se
quedó profundamente dormido. No pudo oír al alemán felicitar a don Ricardo por la hazaña del hijo.
Había empezado a dormir veinticuatro horas, mientras el abuelo recorría a pasos lentos el luminoso
patio de los helechos verdes.
IX
El combate empezó al amanecer, bajando de la Mesa hacia Piedecuesta. Los liberales se habían
fortificado en unas lomas amparadas por árboles. El fuego de fusilería se abrió rotundo contra el
ejército que bajaba. El coronel Obdulio Estévez empezó a dar órdenes angustiadas para cohesionar
la defensa; dos escuadrones salieron por los lados a envolver al enemigo con fuego cruzado. En el
centro, se ordenó una carga suicida de caballería, que fue recibida por el grueso de la fusilería
liberal. Lengerke, inmovilizado junto al coronel, ardiendo de deseos de combatir, sin saber por cuál
causa, porque para él eran iguales unos y otros, permaneció, sin embargo, a retaguardia, frenado por
la advertencia de Estévez:
—Tú eres extranjero—. Después de la hora de fragor inicial, la fuerza del combate pareció
disminuir. Los oficiales conservadores fueron a refugiarse en una casucha abandonada desde donde
seguían las operaciones con sus catalejos. Pasaron dos horas, y de pronto empezó a observarse
movimiento enemigo: les llegaban refuerzos. Lengerke le dijo a Estévez:
—Hagan vigilar la retaguardia—. Y evidentemente, un pequeño pelotón de jinetes se
precipitaba bajando por la colina. Todo fue confusión y desconcierto. Las órdenes inciertas se
mezclaban con los tiros, con los gemidos de los heridos y los estertores de los agonizantes. Hay que
retirarse, exclamó el coronel cuando vio una gruesa columna que se acercaba por la derecha. Estaban
atrapados. Montaron a caballo mientras el corneta tocaba a retirada. Lengerke, en la confusión, vio
caer al coronel. Puso cerca su cabalgadura, le ayudó a subir, y pusieron los caballos al mismo paso.
El combate seguía; todo era fuego de fusilería y brillo de machetes. Los dos cortaron a campo
traviesa, y en el extremo del pequeño llano volvieron a encontrar refugio entre los árboles. La choza
donde habían estado al principio ardía; se oían disparos sueltos, se veían jinetes que cruzaban,
infantes que huían. La ceniza de la derrota caía sobre la tarde dramática. Los dos permanecieron
agazapados, con las bestias escondidas. Era tal la confusión que nadie buscaba ni exploraba. Otra
vez el sol se hundía sobre los muertos, el horizonte se iba borrando, mientras los dos, mudos,
empezaban su marcha cabizbajos, hacia Piedecuesta. Lengerke sentía el amargo sabor de la
destrucción y de la muerte, la impotencia de no comprender qué pasaba, por qué se mataba y por qué
se moría.
El abuelo contempla la curiosa pareja del coronel y el alemán. Se sabe que Lengerke en varias
ocasiones ha hecho público su desacuerdo con hechos de Estévez: Monagas, Lorenzo Castillo... Se
dice también que el alemán apenas lo tolera; pero es puntilloso en la cortesía que protege sus
negocios. Al fin y al cabo, ¿le importarán estas cosas? Sin embargo, el abuelo sabe que en el fondo
hay una extraña cordialidad entre el alemán y Estévez. Este es cruel, pero no bárbaro. Parece ser
culto, y lo que más puede inquietar a Lengerke son sus ideas. Acaso al alemán, por afinidad, le gustan
los hombres duros, y tiende a aceptar cosas que los demás no entienden.
El abuelo, sin embargo, no acaba de entender esa extraña asociación, que coincide con otro
hecho que desaprueba en Lengerke, el apoyo económico a los conservadores, cuando hasta hace
relativamente poco apoyaba a los liberales. Filosóficamente medita en que ese cambio puede
eventualmente deberse a que Lengerke se ha ido alcoholizando en estos últimos años.
Entrada la noche llegaron a Piedecuesta. La ciudad estaba extrañamente sola, sin vigilancia
aparente. Sin embargo, al llegar a la plaza se encontraron de pronto rodeados de tropas. Estévez se
hizo reconocer, y pidió que les llevaran a casa de los Mantillas. Trino salió a recibirles, y a
brindarles alojamiento. Al tener la noticia del triunfo liberal se ensombreció y salió a dar las
órdenes.
Lengerke y Estévez cayeron en sus lechos abrumados de fatiga y de tragedia. A la mañana
siguiente, montaron a caballo para seguir a Bucaramanga; el abuelo veía cómo la guerra se extendía
sobre los sembrados, sobre las casas campesinas, sobre las cimas y sobre los abismos. Era la misma
guerra que ni un momento se había dejado de vivir. Sólo que en ocasiones aparecía extrañamente
lejos, y al día siguiente renacía muy cerca su cara desalmada.
X
La lluvia caía a chorros sobre el río Magdalena, sobre el día, sobre la selva. La orden del
general había sido la de ceñir el uniforme más brillante. Por eso don Pablo se empapaba hasta los
huesos vestido con su guerrera roja. A través de la lluvia se cambiaron los primeros disparos entre
las fuerzas del gobierno, atrincheradas en los grandes fosos abiertos en la orilla, y el batallón
«Radicales». Don Pablo afirmó la puntería: uno, dos disparos. Los enemigos apenas surgían de la
trinchera. Oyó las maldiciones de los soldados. Los rifles vendidos por los mercaderes
internacionales se encasquillaban, se trababan, no funcionaban, a cien metros del enemigo. Sintió que
la ira se le agolpaba, y saltó hacia adelante. ¡Síganme! El primer balazo le arrancó del hombro
izquierdo la insignia de teniente. Hijos de puta. Avanzó corriendo, y con él sus soldados con los
fusiles inútiles en las manos. Caían unos, otros, pero el grueso del pelotón seguía. Corran más
rápido. Así reducían el riesgo mientras los enemigos recalzaban las armas. Como un demonio rojo,
llegó al borde de la trinchera. Los soldados del gobierno le encañonaron. Un balazo le tumbó el
sombrero; tiro de «cachaco». El veterano dispara al vientre. Alzó el pesado rifle y lo dejó caer sobre
la cabeza de un soldado: la nuez se abrió. Todos sus compañeros hicieron lo mismo; no se oían ya
disparos, se oían solamente los golpes y los crujidos de huesos. Veinte, treinta hombres se tomaban la
trinchera; el estupor de los gobiernistas los paralizaba, no lograban cargar las armas, iban cayendo
uno a uno. Bayonetas y culatas se mezclaban, chocaban. Las caras barbudas de los atrincherados
palidecían de odio, de miedo, de muerte. En pocos momentos tomaron la trinchera, en una zarabanda
de alucinación. Miró hacia los lados: todos los rojos hacían lo mismo. El tiro a ras de tierra
circulaba y los hombres caían. Dio una orden y todos empezaron a empujar la tierra removida sobre
los fosos, sobre los heridos y los cadáveres amigos y enemigos. Las trincheras se volvían tumbas, y
el ruido de la batalla crecía de nuevo. Los hombres caían como moscas, se agotaban los pertrechos la
lucha al arma blanca prolongaba la agonía. A la lluvia torrencial seguía el sol, el sol alucinante. Don
Pablo se sentó sobre un tronco, y vio algo que le dejó suspenso: por entre los tiros sueltos, por entre
los machetazos, venían las hembras del ejército, las soldaderas, cada una con su sombrero blanco
lleno de agua. Se detenían ante los heridos, ante los combatientes, les daban de beber a amigos y
enemigos. Los ojos asustados buscaban a sus hombres, pero a la vez todos eran sus hombres para
calmarles la sed.
Don Pablo ve cruzar al General Vargas, con el rostro enrojecido, teniéndose apenas sobre el
caballo. Se le ve la cara de muerto; le grita que se baje. No le oye. Don Pablo se lanza sobre el
caballo que corre de un lado a otro, no logra detenerlo, el general agonizante galopa a lo largo y lo
ancho del precario campo de batalla, diez minutos, una hora, nadie lo puede detener, hasta que al fin,
al pasar cerca logra don Pablo agarrar las riendas. Los soldados lo bajan a la fuerza del caballo, y el
general muere al pisar tierra. No tiene heridas, lo ha matado el sol.
Pasa de pronto, como un rayo, otro general de casaca roja. Se dirige a galope hacia el enemigo,
seguido de un grupo de soldados. Detiene el caballo y alza los brazos. ¡Viva el partido liberal! Una
descarga cerrada lo derriba y el griterío de los soldados sofoca los disparos. Murió el general, huyen
sin conciencia, desesperados. Los oficiales tratan de detenerlos a cintarazos, y se ven arrollados
hasta que un oficial, jinete en una mula gigantesca, empieza a disparar sobre sus soldados que huyen.
Los tiros los detienen y mansamente vuelven al combate. Como se ha ordenado que los
revolucionarios lleven como divisa ramas en el sombrero, y alguien del otro bando ha tenido la
misma idea, los tiros se confunden, el combate se vuelve de todos contra todos. Sólo se distinguen
los oficiales, con sus casacas rojas o azules. Llega la noticia de que el general en jefe del gobierno
ha huido en uno de los barcos que pasaron hace pocas horas río arriba; pero en ese momento los
barcos liberales logran llegar a la orilla, y ametrallar a los soldados gobiernistas. El vapor “Voluntad
del Pueblo” se aproxima a la orilla y dispara sin piedad. Los hombres huyen, los rebeldes toman
prisioneros. Los combatientes ven cómo el “Voluntad del Pueblo” ataca frontalmente, y al llegar a la
playa sigue navegando sobre la tierra al impulso de sus ruedas enormes, tumbando árboles y pasando
por encima de los soldados empavorecidos. El castillo que anda, gritan; el “Voluntad del Pueblo”,
como un inmenso castillo, se moviliza sobre la tierra aplastándolo todo. A varios les caen encima los
árboles que va tumbando.
El abuelo, de pie cerca a la orilla del río, ve que es cierto, que los soldados heridos no deliran,
que el barco avanza por tierra como un inmenso monstruo, rompiendo árboles y huesos. El castillo,
sí. Ve y oye la algazara delirante hasta que el barco se aquieta y vuelve a sumergirse en el río.
En la cámara de popa reposa entre cirios el cadáver del teniente Luis Beltrán, profesor de
ciencias naturales, a quien encontraron tendido sobre un cañón que tomó a sable, y a su lado el
cadáver del oficial enemigo, todavía con el arma con que lo mató agarrada en la mano. Llevaron su
cuerpo y lo depositaron en cámara ardiente en el «Voluntad del Pueblo»; en medio del combate
desfilaron sus antiguos alumnos a rendirle homenaje. El abuelo desfiló y miró el pálido rostro, con el
orificio del balazo en la frente. Luego salió del barco, y regresó a su sitio en la playa. De pronto ve
que se alzan del barco gigantescas llamas. Se ha incendiado el petróleo de las lámparas, rotas a tiros
en el combate. Las llamas, cada vez más altas, devoran la pesada nave, la consumen para que el
científico combatiente reciba un majestuoso entierro de viking. De pronto, una explosión enorme: ha
estallado la santabárbara del barco incendiado, y la explosión riega metralla, maderos, pedazos de
hierro retorcido, matando, hiriendo y destrozando. El profesor teniente, los muertos de la orilla,
mueren otra vez.
Al atardecer otro de los generales, a caballo, defendiéndose con su espada del ataque, domina a
treinta soldados enemigos; el cadáver de su caballo queda cosido de bayonetazos. Le oyen gritar:
—Se rinden, o acabo con todos—. Mientras limpia la hoja del sable ensangrentado, otra bala de
cachaco le atraviesa la frente.
Todavía arde el incendio cuando hay que recoger los heridos en medio de la noche, con
linternas. El barco incendiado es un barco fantasma, el mismo que navegó por la tierra tumbando
árboles y destruyéndolo todo. Los faroles de las patrullas que recogen heridos, se mueven como
luciérnagas. Son más los muertos que los heridos en esta batalla demoníaca. Encuentran de pronto
dos heridos que no pueden tenerse en pie combatiendo a bayonetazos entre las ortigas ardientes,
aguijoneados por los mordiscos de las hormigas. Se oyen los gritos:
—¡Heridos de Santander! ¡Heridos de Bogotá! ¡Heridos de Antioquia!
Un soldado grita con rabia:
—¡Muertos de mierda! ¡Muertos de todas partes!
El abuelo ve llegar a don Pablo, que se desploma a la orilla del rio, muerto de fatiga. ¿Quiénes
ganaron?, se pregunta. Los del gobierno se han retirado, navegan hacia el sur. Llegarán primero con
la noticia. En ocasiones, llegar primero es la única victoria.
XI
Remontando el cerro, más allá de la posada de La Palmita, bordeando el abismo, viene don
Pablo, cuya silueta se ve pequeñísima entre las grandes arrugas de las montañas violetas. Viene
desde el Socorro, a donde llegó después de la batalla grande del río; le tocó la escaramuza cerca de
Barichara, donde quedaron ocho muertos metidos en el Suárez, en el punto del Paso de los Ruedas.
Viene don Pablo en la mula negra, que trepa bravamente. Viste la casaca roja del uniforme,
agujereada por la bala. Lleva dos días viajando, subiendo y bajando las vueltas del camino. Son tres
días de viaje; don Pablo viene quieto sobre la silla, no contesta los saludos de los que se cruzan con
él. Ha pasado en la mula por frente a la posada, donde los arrieros estaban en el patio, acompañando
a un matrimonio que viajaba desde Zapatoca, y dos arrieros que vienen tras él con una recua de carga
para Lengerke no han podido alcanzarle, porque viaja a buen paso, y la mula conoce todas las aristas
del camino. Si sigue así de aprisa, llegará pronto a la casa de su hacienda; ya son ahora las cinco de
la tarde, se cruza con un grupo de campesinos que van a descansar. Los sombreros se levantan en
saludo respetuoso que don Pablo no contesta ni contestará nunca. La mula sigue contoneándose por
los sospechosos vericuetos del camino ascendente. Como don Pablo tiene amigos y tiene parientes,
pasará ahora por sus haciendas, rápidamente, para dar noticia de la guerra y seguirá imperturbable,
porque don Pablo viene muerto, muerto de un tiro de fusil en el pecho, un tiro que le descerrajó en el
combate un soldado. Y don Pablo va recto, rígido sobre la mula negra que trepa y desciende por las
curvas del camino, amarrado sobre la silla, con el sombrero encasquetado sobre la considerable
cabeza, y se cruza con las mujeres que vuelven de lavar en la quebrada, quienes lo saludan y reciben
una contestación tácita del jinete, y ha pasado junto a un grupo de soldados fugitivos que le hicieron
un respetuoso saludo militar; y se encontró con otro jinete que le saludó sin detenerse, uno de los
empleados de Lengerke que va afanosamente a cumplir una comisión en el Socorro, y nadie ha
soñado con detenerle en el camino español; le han visto cruzar ríos, trepar montañas y descender
abismos, don Pablo siempre imperturbable y ortodoxo, sin que la casaca del uniforme tenga una sola
arruga, ni mancha o desperfecto, salvo el pequeño hueco por donde se le salió la vida; pero sobre la
guerrera roja la huella de la sangre es apenas otra mancha más oscura. Nadie se atreve a detenerle,
porque saben que es un oficial rebelde. Los arrieros que van tras él por el camino, siguen su huella y
se sienten protegidos por su presencia. Para todos es normal que don Pablo regrese después del
combate, gran muñeco fantasma, caballero en su mula negra, y por eso lo acompañan a trechos, y los
de la posada le vieron pasar y pensaron, ah, si es don Pablo que regresa. Como saben que no puede
tenerse no les parece extraño que vaya amarrado sobre la silla, ni que la mula vaya corriendo
infatigable todos los recodos del camino real. El ordenanza, al verlo muerto, lo amarró a la silla y lo
mandó, en medio del combate, en su mula concienzuda, de regreso a los suyos, a darles la noticia de
su propia muerte. Quienes se encuentran con él en el camino, lo acompañan silenciosamente, y
además no permitirían que nadie tratara de detenerlo. Solamente cuando cae la noche, los caminantes
retardados que se cruzan con él se esconden medrosamente, porque cuando está atardeciendo les
parece que le brillan los ojos y que le sale un hálito de fuego por boca y nariz. Nadie sabe dónde
pasan la noche don Pablo y su mula; acaba de aparecer ahora, a buen paso, frente a la posada, y tiene
tiempo de completar su camino. A las cinco de la tarde llega a la casa de su hacienda, cercana a
Zapatoca, y la mula se detiene en el patio; la madre y el padre, que ya saben que algo le ha pasado, le
reciben, le amortajan y le velan toda la noche, pero mientras tanto don Pablo sigue, y seguirá jinete
en su mula negra, recorriendo el camino de guerra, recibiendo sin contestar los saludos de los
soldados y los caminantes y sin que nadie sepa dónde pasan la noche él y su bestia, posiblemente en
un vivac en compañía de todos los que han muerto en esta guerra y que no se resignan a verse
derrotados.
XII
El abuelo cierra los ojos y se ve, niño pequeño, a hombros de un peón carguero, recorriendo en
medio de la noche el camino de Zapatoca a Betulia. A su lado cabalgan el padre y la madre; atrás los
hermanos mayores en un adusto silencio. La tierra pone un trágico sabor en la huida amarga. La
ciudad está siendo invadida por las tropas conservadoras; a lo lejos alcanza a divisarse el
resplandor de los incendios, y se oyen disparos lejanos. Se combate en la plaza, se combate en la
iglesia. El niño recuerda que en la última clase les habló la maestra sobre la huida a Egipto. Era lo
mismo, el destierro, los espinos acumulados, los romanos en busca de los inocentes. La luz de la luna
proyecta sombras gigantescas sobre el niño aterrado. Van a venir los soldados conservadores, los
uniformes del gobierno, nos van a fusilar como quisieron fusilar a papá. Recuerda el sonido de las
espuelas del tío Francisco cuando dos días atrás se paseaba por los corredores de la casa antes de
salir al alba a incorporarse al ejército liberal. Piensa que las tropas del gobierno acamparon en «Los
Pantanos», mataron las novillas, incendiaron la casa, colgaron del pescuezo al mayordomo. Ayer
tarde, antes de salir, entró al cuarto de la biblioteca y encontró al padre revisando la carga del Smith
& Wesson de blanca culata de concha, el mismo que una vez le dejó tocar por un momento. Todo está
confundido, brumoso a la luz de la luna. El peón que le lleva camina a paso regular, y ahora está el
abuelo, con uniforme liberal, cabalgando en su caballo negro, por las breñas del Suárez, tratando de
evadir la partida de guerrilleros conservadores después de la derrota de Oratorio. Todo está en
desconcierto, no se sabe si son rozas de los potreros o incendio de los depredadores, todo ese humo
asfixiante que se levanta a los lados del camino. Entre las osamentas de mulas muertas hay cuerpos
tendidos abandonados en la huida; aquel memorable cañón hecho por el dentista de Zapatoca con el
tubo de la vulcanizadora que le servía para preparar los paladares artificiales, yace mirando a la
distancia como un telescopio gigante, sobre la espalda de la osamenta del buey que lo portó. El
abuelo piensa cómo las torres de las iglesias se han transformado en torres de fuertes, piensa en la
venganza del hombre que encontró a su mujer colgando de los senos en la rama de una ceiba. Piensa
en que la vida, a pesar de ser corta, parece muy larga después de que se ven cosas como ésta. Piensa
en la batalla del río en que los cadáveres fueron navegando lentamente hacia la desembocadura en el
Magdalena, hinchados, desarrapados, elocuentes; al lado del camino se ven nuevamente las ruinas,
las mismas ruinas, muertos parecidos, abuelos, hijos, nietos del camino de sangre. Este será
conservador, rojo maldito. Sudor, excrementos, sangre, mierda, nos han matado, cuando el cañón
explota casi a boca de jarro sobre la patrulla suicida. Casacas azules, grises, rojas, sables
esplendorosos al sol, machetes infatigables bajo la luna, campos de batalla que al caer la noche se
convierten en grandes cementerios. Recuerda haber oído a Lengerke decir mirando el frasco de
alcohol donde el abuelo guardaba el feto del hijo, éste se salvó de la guerra. El alemán le decía esas
palabras cuando él estaba a punto de marchar a incorporarse al ejército, mientras Antonia iba como
una sombra por los corredores de la casa, aguantando las lágrimas. Recuerda que Lengerke también a
él lo refugió en Montebello cuando le perseguía un destacamento del ejército, y se enfrentó con dos
revólveres a la soldadesca que intentaba invadirle la hacienda. El abuelo se siente cansado, han
pasado ochenta años de guerras civiles como en una pintura sin principio ni fin, de la cual se puede
cortar el lienzo que se quiera, como aquel pintor de Bogotá de quien se dice que compraba grandes
rollos de lienzo y sin cortarlos fijaba el rollo vertical sobre una estaca, para que fuera girando
lentamente, y él, sobre un caballete especial, iba pintando, en un perpetuo acto de pintura, un paisaje
continuo, en el cual aparecían montes, ríos, colinas, chozas, nevados, potreros con sementales
pastando, vacadas mansas, y a lo largo del paisaje continuo había amanecer, mediodía, tarde,
arreboles de crepúsculo, noches de luna y otra vez el alba, y a medida que el lienzo se iba secando lo
iba enrollando en otra estaca, de modo que pintaba siempre como en un inmenso bastidor. En cien
metros de pintura podría haber, y el abuelo los había visto, combates de guerra civil, heroicos
soldados, liberales, conservadores; y luego la paz venía sobre las ruinas, y el pintor guardaba su
rollo, cien metros de cuadro, de ciclorama, y luego cuando venían a comprarle preguntaba si en el
paisaje se querían vacas, o caballos, o soldados en guerra, de día, de tarde, de noche; y cortaba el
pedazo elegido por el cliente. Pero en el acto de creación estaba pintando siempre un solo cuadro, el
cuadro de su vida, un cuadro continuo como el espejo de Stendhal, la novela puesta sobre un camino,
así mismo, por años y años, seguramente su familia sabe cuántos metros de cuadro pintó, lo que
ocurre es que no podrá hacerse una exposición que tendría que ser la exposición de un solo cuadro
reuniendo los pedazos.
Pero así es la guerra, piensa el abuelo en el vivac de campaña, aprestándose a dormir envuelto
en el capote con la cabeza en la silla de montar, el fusil y el revólver al alcance de la mano, la
espada acostada a su lado como una querida. Así es la guerra, piensa, recuerda su amor por las
armas, su embeleso con los nuevos revólveres, con su frío metal azulado y la blanca voluptuosidad
de las cachas. Se las ama porque son una forma de poder, porque en ellas se tienen encerradas tantas
vidas como balas. Pero disparan; la primera vez que disparé en combate me implicó la revisión total
de los conceptos humanísticos. Y es una revisión que hace el hombre al oprimir un gatillo, nada más;
eso es todo, y se abre un abismo en el cual la vida humana, ajena o propia, no vale un carajo, vale
más el arma al lado en el momento oportuno. Pero el desvirgue verdadero, piensa volteándose y
buscando mejor apoyo en la montura, está precisamente en el momento en que por vez primera silba
al lado nuestro una bala de fusil, ése es el momento de la proximidad a la muerte, por un instante se
siente la vida terminada y el abismo que sigue. Como el lienzo interminable del pintor, piensa el
abuelo. Así es la guerra. Cuántas acciones se repiten, cuántas muertes se duplican, iguales, cuánta
sangre fluye lo mismo; la diferencia está en el páramo, en la tierra caliente, en la costa. Pero se
repiten, se doblan iguales. Una vez yo vi entre los muertos de una aldea una mujer muerta, con el
pecho desnudo, y sobre ella el niño que buscaba afanosamente el pezón. Después leyendo a Defoe
encontré en el Diario del Año de la Peste la misma mujer muerta, pero no de bala, sino de peste,
amamantando su criatura. Lengerke la vio en Barichara. La humanidad repite los gestos, las tragedias,
las sonrisas. El general que recibe la espada del vencido está repitiendo el mismo gesto inmemorial.
Pero las muertes son, pese a todo, individuales. El abuelo cierra los ojos, y respira tranquilo. A lo
lejos se oye el quién vive de un centinela, y un tiro solitario en la noche. La guerra civil ha pasado
por encima de los montes, ha encendido hogueras, ha fecundado las muertes, ha dejado agotados los
corazones; los hombres la sienten necesaria, nadie sabe por qué. Seguirá, seguirá; se mantendrá
agazapada, y luego se incorporará como si acabara de nacer. Y volverá a crecer, a ser gigantesca, a
coronar de fuego las montañas, a encresparse en las aguas de los ríos, en las playas marinas como
una formación espontánea de coral. La guerra. El abuelo, entre sueños, ve que los indios perdidos,
refugiados en sus selvas oscuras, hambrientos y doloridos, con la mano sobre la flecha, ven la guerra
y saben que los que se enfrentan continúan lo que ellos hicieron con los españoles, que son sus
descendientes que prolongan la lucha contra el blanco; pero se quedan silenciosos porque no saben
cuáles son los suyos para acompañarlos en la gran batalla, tienen que esperar a que un día la
revelación se haga y se reconozcan, hijos del mismo padre, enemigos del mismo enemigo, a pelear
otra vez la guerra sagrada que seguramente es la misma que creen pelear los campesinos vestidos de
soldados, allá arriba en los montes, o abajo en los raudales tormentosos. La misma guerra, piensa el
abuelo, los indios están hace siglos en guerra con nosotros, intuyen que entre nosotros hay alguien
que tenga la razón por ellos. La caravana de monjas que pasaba, a pie por el camino, a riesgo de
violación y de hambre, pelea también su propia guerra. No logra el abuelo olvidar el rostro de la
superiora, su silueta imprevista montada a horcajadas en la mula tordilla. Sacadas del convento,
mandadas hacia la costa a buscar tierras de paz, monjas que venían unas desde Culatas o Confines,
otras del Norte, de Brotaré, otras de Crecenoche, todas juntas, de hábitos oscuros, unas contristadas,
otras alegres, todas reuniendo fuerzas, estremecidas y temerosas, anhelantes y desconcertadas. El
abuelo de veinte años recuerda los ojos de una de ellas, su pálido rostro, su mansa actitud, y la forma
como empuñó una pistola ante los avances de un soldado borracho. El hombre se quedó quieto; ellas
montaron en sus mulas, y siguió la extraña caravana, encabezada por la superiora, la de rostro de
fuego, una mujer a quien le trascendían al rostro las violentas pasiones. El abuelo recuerda, sin saber
por qué, a don Pablo, su aventura de vivo y su aventura de muerto, recorriendo el largo lienzo de la
guerra por años y años sin detenerse nunca. La guerra viene de atrás, la guerra sigue, la guerra
seguirá como una parte de la misma vida. La mano del abuelo se posa sobre la empuñadura del sable,
y la acaricia como si fuese su querida.
SEIS
El abuelo mira cerrarse las elecciones en Bucaramanga. Un grupo de artesanos, de ruana blanca,
se pasea vigilando las urnas; son los «Guaches» de la Culebra Pico de Oro, que resolvieron
ganárselas al grupo de Comercio y los alemanes. Y lo que son las paradojas de la vida, reflexiona el
abuelo; en la lista de candidatos al cabildo de los artesanos figuraba el pomposo coronel Obdulio
Estévez; no figuraban, claro está, los nombres de Monagas y Lorenzo Castillo. El abuelo contempla
la calle empedrada, que parece ir a perderse en la lejanía del occidente y se mete entre la tarde clara.
Elecciones... ¿cuántos sabrán que el Presidente de la Unión va a ser Rafael Núñez?
Desde muchos años atrás funcionaba la Culebra, heredera de la tradición de José Hilario López.
¿Por qué le pondrían ese mote reluciente? En Bogotá don Mariano Ospina patrocina otra de estas
sociedades, formada por las señoras conservadoras, La Liga del Niño Jesús, no tan ajena a la
política como su angelical denominación pregona. Los anillos de la Culebra, han envuelto a
Bucaramanga: el alcalde Pedro Collazos, Juan de la Cruz Ruilova, el alcaide de la prisión, y el
capitán, que es Cecilio Sánchez, el hermano de Clodomiro, el capataz de Lengerke.
Los artesanos son puritanos, no creen en Dios, pero si en las costumbres recatadas. La llegada
de los nuevos conquistadores, los alemanes de barba rubia, les perturba el seso, los atosiga, los
enfurece; esas iras se extienden como manchas de aceite. El brandy, las mujeres descocadas, las
orgías que se cuentan en voz baja, el libertinaje sexual, las pinturas de mujeres desnudas (los
alemanes dicen «mújeres»), y ese extraño poder de producir oro, han ido formando una siniestra
conciencia. El abuelo despliega la hoja de El Amigo del Pobre, que viene del Socorro. Y le parece
que quien escribe es Robespierre, el abogadillo de Arras: «...por ese odio tan justo que el pueblo
honrado le ha profesado a los corrompidos alemanes y su secuaz el Comercio, ellos nos han
apostrofado llamándonos «guaches», canallas, plebe; y tratando de ocultar la verdadera causa de
nuestra división, la imputan a envidia por ser ellos ricos, nobles, caballeros, gente decente (por lo
menos ellos mismos se titulan así), cantarela que menudea particularmente en tiempos de
elecciones.»
Bogotá está muy lejos. Lo que importaba era ganar esta batalla, controlar el cabildo para purgar
la ciudad, para castigar a los licenciosos, para moralizar el comercio. Muchas veces se han
preguntado los de la Culebra por qué todos los productos de Santander se van a Europa, por qué el
grupo de Lengerke domina sobre el tabaco, sobre los sombreros, sobre el café. Por qué le regalan
inmensas concesiones de caminos y puentes, por qué el gobierno permite la explotación de los
pobres.
Hace días corren vientos peligrosos. Cuando llega la hoja de El Amigo del Pobre, los ceños se
fruncen, los dedos muestran hacia las casas de maldición, las lenguas cuentan las perversidades, tan
misteriosas, tan complicadas que más de uno en el secreto del lecho conyugal no ha logrado
materializarlas. A veces cruzan las calles las redondas mujeres traídas de otras partes, rodeadas del
nimbo del pecado, rebosantes de celestiales lujurias. Son las mismas que están pintadas en los
cuadros; los eruditos presienten que las formas son debidas a las complicadas maneras de practicar
el amor. El Amigo del Pobre contiene en cada hoja la imagen del Leviatán monstruoso: «Muchos de
estos alemanes se han señalado por una vida sobria y moderada en punto a liviandad, es cierto; pero
en cuanto a embriaguez no se ha podido hacer excepción; algunos de los más morigerados han muerto
de combustión espontánea y otros degollados por sus propias manos». Algún timorato pregunta por
qué en vez de organizarse contra ellos no se les deja a su propia suerte, ardiendo en su propio
infierno, tal como el evangelio del pueblo lo describe.
El hermano de Clodomiro, Cecilio Sánchez, subteniente y abanderado de las guerras, trabaja
ahora en Bucaramanga, y maneja el peligroso juego de la culebra contra el pulpo alemán, que devora
a los pobres. Desde su puesto secundario en la alcaldía ha venido tejiendo la red; se dice que es
casto, porque la preocupación política de su puritanismo no le da tiempo para las mujeres que lo
codician. Es un monje laico que lucha contra la corrupción, en medio de sus artesanos que lo oyen
hablar incansablemente, con veneración. Ninguno como él es capaz de describir con los más vividos
colores las paredes de las casas de los alemanes, llenas de pinturas lujuriosas de mujeres desnudas,
de cópulas interminables, para ser miradas al calor de la botella de brandy que se multiplica en
salones y en casas de comercio. A cualquier hora la luz del brandy los ilumina: los negocios se hacen
con alcohol, la vida con mujeres licenciosas. El escándalo corre de casa en casa, haciendo florecer
la indignación como las rosas de los papeles que cubren las paredes de los salones. Son éstos los
que usan los principios ilustres del libre cambio para sangrar nuestra tierra: recordemos que los
cultivos, los ganados, las minas son de Santander. Acabemos con los demonios rubios que se
apoderan de todo y nos están anegando en corrupción. Son peores que los españoles; gracias a ellos
somos más pobres cada día. Nadie sabe cómo el hermano de Cecilio puede trabajar con Lengerke,
abrirle sus caminos, acrecentarle sus haciendas.
Ahora Cecilio se ha dedicado a la política y ha ganado las elecciones; hasta convenció al
coronel Estévez de que figurara en la lista, y han ganado. El cabildo purificará a Bucaramanga, se
acabará la hipoteca del capital extranjero.
A la luz de la tarde que desciende, los artesanos celebraban el triunfo electoral, se regocijaban
de haber derrotado al nefasto grupo de «El Comercio». Alguien recuerda que hace un mes hubo una
pelea violenta entre el coronel Pedro Rodríguez, que es el jefe departamental de Soto, y Alberto
Fritsch, el alemán del Banco de Santander. En esta pelea se vio lo que va a ser de Santander si los
dejamos. Desde entonces todos han estado en acecho. Se temió que los del Comercio trataran de
frustrar las elecciones, pero a pesar de las peleas y los desafíos, en que centellearon muchas veces
los ocultos cuchillos, nada grave ha pasado.
Pero acaba de pasar; los artesanos de la Culebra han brindado las primeras copas cuando uno
de ellos llega jadeante a la plaza. Alguien, no se sabe quién, ha matado de un tiro en el pecho al
coronel Obdulio Estévez, en el atrio de San Laureano. Los del Comercio han tomado la cosa contra
ellos, y ya empiezan a acusar a la Culebra. Dice que fue el alcaide Juan de la Cruz Ruilova,
acompañado de un artesano, Justiniano Franco. Los dos están allí, frente a Cecilio, atónitos,
inocentes. Están tratando de dañar el triunfo en las elecciones, porque no pudieron robarse las urnas
ni romperlas. En ese momento, alguien trae la noticia de que poco después de muerto Estévez alguien
hirió a otro de los de la Culebra, el artesano Vicente Matos, que se había demorado en llegar a la
reunión. Cecilio los calma. Aconseja prudencia contra los que quieren perjudicarlos. Tenemos que ir
al velorio de don Obdulio, pero vamos armados. Luego iremos al baile.
Y así van llegando en grupos al velorio del elegido muerto. Nadie recuerda sus memorables
campañas, no aparecen el fantasma de Monagas ni la sombra de Lorenzo Castillo. Frente a frente con
los señores del Comercio, con los alemanes de traje blanco, los hombres de la Culebra practican, a
la luz amarillenta de los cirios, el respeto a la muerte del candidato, dos veces elegido en este día.
Pasan las horas en silencio, en el pesado ambiente de la muerte que se agrava con las amenazas
mudas que permanecen en la sala, mientras pasan sobre ellas los sollozos de los dolientes. El velorio
toma tintes de peligrosa vela de armas; ya avanzada la noche, los señores del Comercio ven que los
grupos de artesanos van abandonando la casa. El abuelo los ve salir, cargados de presagios, con
todos los rencores que se les trepan en los hombros como aves agoreras. Estévez ha tenido la más
extraña muerte.
Van saliendo de la ciudad, a caballo, a pie, con sus mujeres, al baile popular que se ha
convocado en la cantina de Tobías. Las elecciones se ensangrentaron. El baile reviste un sudario de
duelo, y solamente el alcohol, el mismo alcohol de los alemanes, logra prolongarlo, disfrazarlo de
una difícil alegría, hasta que el alba empieza a entrar, pálida y desolada, por las ventanas. Nadie
dormirá hoy, es el entierro de Obdulio Estévez, y la Culebra Pico de oro asistirá.
El abuelo ha visto a Lengerke, ceñudo, en el velorio de Estévez, en compañía de un grupo de
alemanes y señores de El Comercio. Lengerke se dirige luego a la casa de su primo, el cónsul Rafael
Lorent, y al amparo de la pecaminosa botella de brandy los dos conversan sobre la situación en el
patio sombreado de arbustos y helechos. Mientras los hombres hablan, el abuelo se pasea,
recogiendo la fragancia vegetal y la frescura de la noche clara. Patios como islas de sosiego, patios
situados fuera del mundo, patios de las palomas, de más allá del tiempo, patios de los pájaros
fugitivos, que suben directamente al cielo azul por entre el marco de las tejas rojizas. Patios,
cuadriláteros de blandas sugerencias, con pila de agua para que gravite el centro, y de los cuales
están muy lejos las furias y los duelos de los hombres. El abuelo oye las voces. Lorent ve muy grave
la situación para los alemanes, nos responsabilizan de todo. La voz de Lengerke contesta, en el final
de un largo período:
—…esta gente nos mira como nuevos conquistadores, como reyes extranjeros, y no espera nada
de nosotros: nos acostamos con sus mujeres, tomamos brandy, hacemos una vida menos dura, porque
sabemos lo que ellos ignoran; cómo utilizar el dinero que ganamos. Pero tienen razón, nos quedamos
con sus tierras, nos llevamos lo que producen. Esto tenía que hacer crisis. A veces me arrepiento de
haber traído toda esta gente, sin trazar un plan que permitiera con razones, ganar la voluntad del
pueblo. Estamos cosechando los frutos de nuestra avidez, por intervenir en política del lado que
sabemos que es el retardatario, pero que protege nuestra inversión, no actuamos en favor de los
otros. Y este conflicto es eso: la diferencia de clases, y estamos del lado de los ricos.
Lorent protesta débilmente:
—Al fin y al cabo damos trabajo, creamos industria, hacemos labor económica…
—Sí, dice Lengerke poniéndose de pie. Pero no nos olvidemos del hambre de los pobres. Las
nuevas maneras de trabajar que creamos, el impulso del comercio, a la importación, empobrecen a la
gente dedicada a la agricultura. Antes vivían con casi nada, ahora empiezan a saber que necesitan
más…
A pesar de que Lorent insiste en que se quede, Lengerke sale solo por la calle real hacia su
casa. Su sombra se ve en medio de la clara noche. El abuelo sigue detrás, por la ciudad solitaria.
II
III
A las dos de la tarde comienzan los dobles de campana. La gente desfila hacia la iglesia, los
elegantes del Comercio de riguroso vestido blanco, los de la Culebra son su traje de faena artesanal.
Se van llenando las naves de San Laureano, y llega el cortejo con el cadáver del Coronel Obdulio
Estévez en una simple caja de madera.
Comienza el oficio de difuntos. El humo profuso del incienso azula la penumbra de la iglesia,
hace descender irreales saetas de luz sobre el altar donde palidecen los cirios de la muerte.
Comienzan los cantos agonizantes; los trágicos latines a los cuales se mezclan los sollozos de la
viuda que ha seguido, desusadamente, el cadáver de su hombre. La gente desborda hasta el atrio; se
ve, también, irreal en la penumbra tensa, entre los rumores del coro y las alas de ángeles en peligro
que parecen flotar sobre la misa.
Don José María Valenzuela, representante por excelencia del grupo del Comercio, está en el
centro de la nave, conspicuamente asistido de sus amigos alemanes; cerca de él se ve la cabeza rojiza
de Lengerke; alemanes luteranos en la fiesta católica del entierro. De un lado a otro de la iglesia se
cruzan genuflexiones mundanas, sugerencias, desafíos, el mundo superpuesto al cielo puritano que
batalla contra el esplendor pagano de la burguesía.
Silenciosamente entran en la iglesia Cecilio Sánchez y otros de la sociedad democrática, y se
detienen en la nave central, cerca del grupo de Valenzuela. Cecilio no le ve al principio, cegado por
la oscuridad; algo le molesta en el pie y se inclina a arreglarse el zapato.
Samuel D’Costa, viendo el movimiento de Sánchez empuja a Valenzuela gritando:
—¡José María, lo mata Cecilio!
La alarma retumba en el templo, el grito se multiplica en una ola que recorre las naves. Cecilio
Sánchez no acaba de incorporarse, no se ha dado cuenta de que el grito lo acusa, cuando Valenzuela,
con el rostro lívido, levanta el revólver y lo dispara contra él. Sánchez saca del cinto un puñal,
avanza sobre el atacante y trastabilla; casi a tientas, entre el tumulto de gente que lo rodea como un
agua espesa, comienza a buscar a los suyos. Trata de nadar hacia la puerta. Al llegar a ésta, entre la
masa líquida de gente, siente voces enemigas tras él Alguien dispara, Cecilio tiene dos balazos en la
espalda. Entre el tumulto se acercan los suyos, esgrimen las armas El alcaide Ruilova trata de
levantarlo, Cecilio va a hablar y las palabras “Me mataron”, salen entre una evidente bocanada de
sangre.
El remolino de gentes se ahueca donde yace el cuerpo sangrante. Todos quieren salir, suenan
más disparos dentro de la iglesia. El padre Salazar, revestido de sus ornamentos, se encuentra ya
refugiado en una casa cercana. Ruilova permanece junto a Cecilio. Llegan otros fieles de la
“Culebra” y entre todos transportan al herido a sitio seguro, a través del atrio desierto, cruzado por
las balas perdidas.
IV
Sobre la calle que remonta al oriente sigue el combate. Los del grupo del Comercio se refugian
en las casas cercanas, cazados por los furiosos democráticos; los menos aguerridos del Comercio
saltan las tapias de los solares en procura de seguridad. Por todas partes andan gentes armadas, que
de pronto se detienen a disparar. Así han herido al alemán Ernesto Müller, así dos del Comercio,
Joaquín Peña y José Vicente Mutis, combaten defendiendo la casa de don Alberto Fristch, héroe de la
primera pelea; las mujeres, refugiadas en los aposentos, oran; de pronto irrumpe algún fugitivo, y
ellas lo esconden tras las cortinas, bajo los lechos, en los baúles olorosos a vetiver.
Desde una ventana, alguien atrincherado acaba de desocuparle la carga del revólver al alcaide
Ruilova; momentos después, él y su compañero ven salir al hombre que huye. Ruilova, que lleva un
Remington en la mano, le dispara; el hombre cae. Las puertas de las casas se cierran, y las ventanas
ansiosas se abren en espera de los que no llegan. La ciudad desorientada, víctima del temor, aguarda
sin saber qué pasará; corre la voz de que tres señoras están abortando al unísono, con la comadrona
yendo de una a otra casa en medio de las balas.
Se han visto varias huidas memorables, de hombres que incluso han dejado atrás a sus familias;
don Tadeo Cruz Duarte va rumbo a Charalá; otros hay que van llegando a San Gil, algunos al
Socorro. El abuelo ve cómo las balas rasantes van limpiando la ciudad, dejándola sola, con el miedo
encerrado en los zaguanes. Lengerke está atrincherado en su almacén, acompañado de Strauch,
Müller y Manuel Otero. En la zarabanda de la iglesia, salió al atrio al oír los primeros disparos; sin
apresurarse les dijo a los demás alemanes que hicieran otro tanto; le parecía una locura combatir
dentro de la iglesia, entre gritos de mujeres y revuelos de faldas. En el atrio, le atacaron tres mozos
desconocidos, dos tiros le rozaron la cabeza roja. Alzó la mano y fríamente los puso fuera de
combate, cada uno con una bala en el cuerpo. Alcanzó luego a evitar dos o tres desmanes de los
democráticos; vio luego cómo ante la huida de los del Comercio, la pelea se desplazaba hacia las
casas cercanas, y resolvió organizar un contraataque eficaz. Con sus dos compañeros cabalgó por las
calles aterrorizadas, y se atrincheraron en el almacén.
Cuando el alcalde Collazos llegó al atrio de la iglesia en mitad del tiroteo, y encontró allí
agonizante a Cecilio Sánchez, ordenó a su escolta aprisionar a Valenzuela, pero éste, rodeado de
alemanes y amigos del Comercio, los encañonó. Mientras el alcalde buscaba refuerzos, Valenzuela,
con los alemanes, se hizo fuerte en la casa de Alberto Fristch, defendida por Peña y Mutis. Fue éste
el mayor combate; fuego violento cruzado entre los dos bandos, insensatos ataques a la puerta. Peña y
Mutis se encarnizaron en la defensa y dejaron tiempo a la huida de los otros. Mientras tanto, por las
calles comenzaron a pasear en triunfo a algunos alemanes presos a quienes llevaban a la cárcel.
El abuelo veía las calles cruzadas de ocio, el tremendo espectáculo de la arbitrariedad
desconcertada. En la ciudad, pensó, no había ninguna autoridad que dominara; la autoridad se había
convertido en un bando parcial. Terrible el desmande de los odios, pensó el abuelo. Sobre todo,
porque unas horas así dejan una huella de años Mientras el abuelo recorre la plaza, ve como en una
alucinación, lo que ocurre frente a la casa de Fritsch. Hace un momento han pasado por aquí
Christian Goelkel y Hermann Hederich, que vuelan a ayudar a los sitiados, sin saber que ya estos han
huido y están saliendo de Bucaramanga. Cuando llegan a la casa, los recibe una descarga cerrada
desde la otra esquina. Los alemanes responden, pero solo tienen tiempo de disparar una vez, porque
mientras Hederich cae abatido por el fuego de los que los enfrentan, una bala traidora asesina por la
espalda a Christian Goelkel, que se desploma con los ojos abiertos mirando la torre de la iglesia.
Las paradojas de la vida, piensa el abuelo. El azar que tentó a estos alemanes que yacen
ensangrentados, fue el de la fortuna del Dorado, el encanto de las tierras exóticas. Goelkel, en plena
juventud, ha quedado tendido sobre las piedras, inútilmente, traicionado. Le recuerdo recién llegado,
cuando Lengerke le daba las primeras informaciones; es injusta esta muerte, como la de Hederich.
¿Qué es lo que ha hecho nacer semejante odio? En ese momento, el abuelo presencia otra escena.
Viene corriendo un hombre joven, y el alcalde Collazos le dispara. Los democráticos se acercan a
verlo, tendido; dicen que se llama Samuel Gómez Pradilla, amigo de la “Culebra”; el alcalde le
disparó, pensando que era un alemán que huía.
Cae la noche, cruzada a veces por tiros solitarios; Cecilio Sánchez agoniza, los cuerpos de los
últimos muertos se enfrían en la calle, hasta que llegan las mujeres valerosas y los recogen para
velarlos; hay heridos en toda la ciudad, la Culebra Pico de Oro está sedienta de venganza. Los del
Comercio, atrincherados o refugiados, no podrán asistir a velar a sus muertos. La ira y el miedo se
abaten sobre Bucaramanga; brigadas oscuras comienzan, en la sombra, los ataques y el saqueo sobre
las aterrorizadas familias de los alemanes y sus amigos. Son muchas las casas saqueadas, los cuadros
y las estatuas de mujeres desnudas rotos en medio de las ruinas, con esa incongruencia grotesca entre
la desnudez y la catástrofe. Parece que hubo quienes apedrearon el Consulado alemán, al pasar en la
noche; hoy nadie duerme, todos están en vela, acompañando desde las casas a los muertos, esperando
la hora del nuevo ataque o de la represalia. Cuando los grupos pasan ante las casas, o ante los
almacenes de los alemanes, llueve torrencialmente la copiosa agresión de la piedra, reiterada y
violenta, hasta que desde otra calle viene el ruido de un tiro que contesta el ataque. La ciudad está en
guerra; no hay autoridad que domine los bandos. Hasta esta hora, en que muere desangrado Cecilio
Sánchez con la cabeza en el regazo virgen de Francisca; tan solo la Culebra triunfa, rabiosa y
dolorida, cuando muere su cabeza. La mujer llorosa que le recogió entre las balas y le llevó a
refugio, hace con sus manos la cruz que se pondrá sobre su tumba.
Por las calles oscuras, por la hierba que crece entre los empedrados, por las grietas de las
paredes de las casas humildes, por los ramajes de los mangos de la plaza, en las salidas de los
caminos solitarios hacia Girón, hacia Piedecuesta, hacia Rionegro, pasa la voz que anuncia que
Cecilio Sánchez ha muerto asesinado por los alemanes y sus amigos del grupo del Comercio. El
perro rabioso de la ira recorre las calles que señorea la Culebra. Con la primera luz del amanecer
vienen los últimos ataques, se vuelven a morir los muertos; en una de las casas del Comercio, entra
la voz de la muerte de Cecilio, y un hombre, inclinado sobre el fusil dispuesto, murmura
sentenciosamente que la Culebra se muere a pedazos, como se mueren siempre las culebras.
VI
Dijo después Lengerke que había organizado un grupo armado para dominar la situación. El día
siguiente transcurrió en silencio, sin un disparo; la milicia civil patrullaba las calles, y con los
fusiles listos se cruzaba con los grupos de artesanos silenciosos que venían del entierro de Cecilio, a
quien tuvieron que sepultar de madrugada, sin solemnidades; los democráticos ceñudos acompañaron
a Francisca en el entierro de su novio.
En la tarde del tercer día, la milicia cívica salió a recibir las tropas enviadas del Socorro.
Detrás venía, a marchas forzadas, el Presidente del Estado, el general Solón Wilches; el coronel
Pedro Rodríguez que había tenido la pelea inicial con Alberto Fritsch, y que era jefe departamental,
regresó de Tona donde había estado en un suculento matrimonio que, para bien o para mal, le había
impedido estar presente en los sucesos. Cuando el coronel llegó a encontrar la confusión de la ciudad
en guerra, apenas tuvo tiempo de enterarse y de ir a esperar la llegada del general en la casa de la
Jefatura.
La entrada de los militares fue seguida de arrestos, delaciones, represalias; el alcalde Collazos
quedó preso; Ruilova pudo huir con algunos más, pero fue traicionado y entregado. La ciudad parecía
respirar tranquila, pero por debajo de las puertas seguía, cada noche, entrándose el temor.
Dijo Lengerke que cuando el general Wilches echó pie a tierra y puso los zamarros en la grupa
de la mula veleña, el coronel Pedro Rodríguez se adelantó a saludarle desde la puerta de su Jefatura.
—Señor general... —empezó diciendo.
—Coronel, lo saludo. Hágame el favor de hacer entrega del despacho a su sucesor, cuyo nombre
le informará mi ordenanza.
—Pero, mi general...
—No discuto con usted, coronel. Buenas tardes.
Presionado el nuevo jefe, designado nuevo alcalde, la prisión lista para el alcaide Ruilova, esta
vez como huésped, y guardado en ella Collazos, enfermo, Wilches arregló en tres días la situación,
formó una guardia provisional para mantener el orden, apresuró las capturas de los dirigentes de la
Culebra, y los notables del Comercio —«Valenzuela & Company», como les llamaban en las hojas
volantes—, pudieron reunirse en el atrio de San Laureano, a recorrerlo a pasos mesurados,
comentando la situación política, evaluando las alternativas de la quina y del tabaco.
El abuelo estaba en el parque frente a la jefatura, mirando al general despedirse para regresar al
Socorro. Vio a Lengerke acercarse a agradecerle, y le oyó decirle:
—Ojalá, general, esto dure; me inquieta saber que ya hay varios compatriotas que quieren
marcharse.
El abuelo pensó quién tenía razón: Ellos, o los otros porque quedaban postergados y además les
cambiaba la vida. Siempre son así las confrontaciones, reflexionó, y nunca hay uno solo que posea la
razón. Generalmente la tienen todos contra todos; y es en ese momento cuando se piensa que el
mundo no es suficientemente grande. El abuelo comenzó a andar por la calle empedrada; la
tranquilidad volvería dentro de poco, el chocolate de las tres de la tarde humearía en los tazones en
todos los hogares; mientras en San Gil se iniciaría el proceso contra los culpables del pueblo. El
abuelo caminó por el largo empedrado. No parecía ya que en aquel mismo sitio hubieran caído
hombres muertos; la sangre había sido lavada. La tarde tranquila y amistosa resplandecía de
bienaventuranza. Pero el abuelo se detuvo; de la casa de Christian Goelkel salía una silueta femenina
enlutada, que tomaba el camino del cementerio. Poco después pasó, también enlutada, otra sombra de
mujer; el abuelo pensó reconocer a Francisca. En la larga vía del cementerio, las dos sombras se
veían más próximas a medida que la distancia aumentaba. El abuelo movió la cabeza; los malos
momentos sí habían existido. La torre de la iglesia emitió las dos campanadas.
VII
VIII
La novia viuda de Cecilio Sánchez anda por las calles de Bucaramanga. Por uno de los criados
del Club del Comercio se enteró del pacto de desagravio a la bandera. Ha pasado varias veces ante
el consulado alemán, contemplando el escudo, que ostenta una ligera abolladura. Después buscó, uno
a uno, a los artesanos que quedan en el pueblo. La situación para ellos no es fácil: los del Comercio
los amenazan y los responsabilizan de toda cosa que pueda ocurrir. Pero ella sabe que salvo los del
Comercio, toda la gente de Bucaramanga está con la Culebra. Por eso ha decidido hacer lo que
Cecilio hubiera hecho: tratar de que la gente luche, que evite el oprobio. Con los ojos llenos de
lágrimas de ira, va contando lo que se prepara, pidiéndole a la gente que esté pronta. Recorre las
calles: el sastre, los zapateros, los tejedores, el platero; uno a uno los busca, todos hablan en voz
baja y mueven la cabeza.
Al segundo día llega a la cantina de Tobías; se siente derrotada. Son las diez de la mañana, entre
los anacos, y el rumor del cañal llega dulcemente; el lago de Florida, al frente, ondula con la brisa.
A pesar de estar en pleno campo, Tobías habla en voz baja:
—Mire, señorita Francisca, no vamos a poder hacer nada. El ejército ya viene del Socorro, y
nos matarían a bala si tratásemos de impedirlo: es inútil. Nos va a tocar aguantar y mirar cómo izan
la bandera y le hacen reverencias.
Francisca se queda callada, pero de pronto exclama:
—Ahí está, Tobías: si no podemos hacer nada para evitarlo, que ninguno de nosotros lo mire.
Que nadie salga el nueve a la calle. ¡Ayúdeme, hagámoslo!
Tobías la miró con respeto.
—Sí, señorita, le voy a ayudar. Al finado Cecilio le habría gustado.
Francisca se levanta. Es hora de empezar otra vez el recorrido, para alertarlos a todos. Cuando
emprende el regreso, aparece una cabalgata, encabezada por un jinete de pelo rojizo como el de su
caballo, que lleva en la mano el sombrero blanco. Es Lengerke, ella lo reconoce con un impulso
inicial de rencor; pero recuerda las palabras del criado cuando refería que en el Club, Lengerke no
había estado de acuerdo con los demás del Comercio. Le ve venir, vigoroso y apuesto a pesar de su
edad, y le clava los ojos. Él la mira, y al pasar se vuelve en la silla para seguirla contemplando. Uno
de los del séquito le dice:
—Era la novia de Cecilio Sánchez—. Lengerke pica espuelas hacia San Gil.
Hasta bien entrada la noche continúa Francisca su peregrinación. Todos van comprometiéndose
a no salir el nueve, y a pasar el mensaje a sus amigos. Cuando llega extenuada a su casa, se derrumba
en el lecho, llorando, sin saber si de dolor o de rabia, por la afrenta que se quiere hacer a la ciudad.
De pronto, pasa por su recuerdo la silueta del pelirrojo. Francisca se queda dormida.
IX
La indignación crece. Incluso hay gentes del Comercio encolerizadas de pensar que el Imperio
Alemán humille así a la ciudad. El Cónsul Lorent no sale de la casa; tiene temor de ser atacado; no
sabe qué pueda pasar, y lleva sobre sí no solamente el peso de su patrimonio y su familia, sino el de
la representación del Imperio en su menester consular, y lo que para el caso es peor, en la odiada
ceremonia. Furtivamente aparecen sus amigos a visitarlo, todos preocupados con la perspectiva del
día convenido. Varios de ellos han recibido ya los oficios del Jefe Departamental, designándoles
como testigos, y todos han desempolvado los pretextos más fútiles para excusarse. Alguno comenta
que no les quedaría difícil dar el mismo pretexto que usaron algunos memorables senadores para
desintegrar el quorum del congreso, mediante certificados médicos de indisposiciones estomacales.
Nadie acepta; el Jefe Departamental insiste, preocupado por llenar su cometido, hasta que por fin
Valenzuela le dice:
—Yo que usted, no asistiría. Usted no sabe si está porfiando por llevar a alguien a la muerte
Más bien trate después de conseguir unas firmas.
Tampoco la banda de Bucaramanga está dispuesta; se le solicitó que toque piezas funerarias y el
himno alemán, con partitura suministrada por el Cónsul; la respuesta fue que tienen muy poco tiempo
para ensayar, y que resultaría desafinado. El Jefe llevó al Cónsul al ensayo, y éste tuvo que convenir
en que era mejor que el himno no sonara así.
Pero ya es la víspera, y hay que prepararlo todo. Con un suspiro, el Cónsul Lorent acepta que no
haya testigos ni música. Llega a sus manos una hoja volante que reparten secretamente los de la
Culebra, encabezados por Francisca: la Patria ante todo. Si se nos impone la humillación, que sea
por la fuerza. Nadie debe salir; ese día las calles son de los traidores.
A las once del día instalan los dos cañones traídos del Socorro, que tuvieron que sacarse de allá
a hurtadillas, pues los ciudadanos estaban resueltos a impedir su salida. A la misma hora, cuando se
acerca el momento de la humillación, empiezan a cerrarse los portones y las ventanas; las tiendas
cierran sus puertas, la gente desaparece. En el Club, los señores reunidos, algunos de los cuales
pensaban en ir al espectáculo, se dejan convencer de la opinión de los demás, que aún en su calidad
de amigos de los alemanes consideran un exceso la reparación. Y los demás, con miedo a la Culebra
vigilante, se quedan también en sus casas.
El pelotón que encabezado por el Jefe Departamental y el Cónsul del Imperio recorre las calles,
ve una ciudad desierta, deshabitada. Nadie en las puertas, nadie en las ventanas. Todo en el absoluto
silencio de la ciudad humillada, que lava así la afrenta que se le infiere.
El Cónsul vuelve a mirar al viejo Jefe Departamental, y sorprende una lágrima que rueda por la
mejilla del hombre, hasta enredarse en sus bigotes grises. El sol cae en ángulo recto sobre la plaza, y
brilla sobre los cañones pulidos. El cielo azul de las doce del día; pero en San Laureano no suenan
las campanadas. El campanero no vino, y el padre Custodio se pasea en la recámaras de la casa
cural.
Los ojos del cónsul recorren la plaza; Geo tenía razón. No vinieron ni siquiera sus amigos
alemanes a presenciar el desagravio a la majestuosa bandera del Imperio. Nadie en las calles; nadie
en las ventanas; la soledad total. Nadie sabrá lo que ha pasado allí; no se escuchará la música
triunfal del himno imperial. Tendrán que izar la bandera en el desierto. Detrás del jefe está, ceñudo,
el secretario. El capitán de la tropa da las voces de mando. El cónsul se adelanta, izan la bandera.
Cuando la ve subir, el águila negra rampante sobre los tres colores, negro, blanco, rojo, piensa con
alivio que fue mejor haber guardado la bandera de guerra, la blanca con la gran cruz negra, con el
águila y los tres colores en el extremo izquierdo superior, porque acaso alguien habría podido saber
que se trataba de la bandera de guerra, como le habían exigido en las comunicaciones de la Legación;
y resuelve no decir nada, ni informar sobre cuál han usado, y piensa que el desagravio ha sido peor,
más grave, más duro, que todos los vecinos de la ciudad se han reunido para ofenderla. Y se jura
íntimamente que su informe al Ministerio nada dirá de esto. Al contrario, ponderará la pompa
inusitada de la ceremonia, que queda reducida al saludo por la tropa y al estampido de veintiún
cañonazos, que retumban en la ciudad, tan desierta como si el sol hubiese salido a medianoche. El
cónsul siente que un estremecimiento le sube por la columna vertebral, y muy a su pesar le eriza la
piel. Una ciudad capaz de hacer esto es temible. Le parece, de pronto, como un inmenso cementerio;
palpa en el aire la indignación que es lo único que recorre las calles abandonadas, como en una
ciudad muerta por años. Allí no puede existir vida, y sin embargo él siente la ira desbordante que
calienta como el sol.
Terminan los cañonazos. La tropa baja los fusiles. Parece más bien la ceremonia de un
fusilamiento a la bandera. El cónsul se siente desazonado, avergonzado, ultrajado, con la clara
impresión de la derrota. La ciudad ha ganado su batalla; Lengerke tenía razón.
Cabizbajo, enfundado en su levita asfixiante, sigue los pasos del jefe departamental, y abandona
la plaza llevando en los brazos, amorosamente plegada, la derrotada bandera del Imperio. El compás
de los pasos de la guardia retumba en las calles solas y se va alejando. Cuando el último eco se
desvanece, el abuelo se aproxima a la ventana, levanta el visillo y con los ojos nublados y una leve
sonrisa bajo el mostacho, contempla la plaza vacía en la ciudad triunfante, y sigue mirándola hasta
que de pronto, un chiquillo con una espada de madera y un gorro de papel, irrumpe con paso militar,
único habitante de la ciudad, y empieza a andar en círculos en torno al asta desolada.
SIETE
Las noticias demoraban meses en recorrer el territorio. De los pocos sitios con telégrafo, nunca
salían porque el gobierno de la Unión las filtraba. Cuando se dieron cuenta en el Socorro el general
Wilches y los suyos, la gente de Cortissoz se había extendido como una plaga por las faldas de la
Serranía de la Paz y hasta el Magdalena, recolectando quina en toda la concesión de Lengerke. Las
cosas coincidían: se había sabido por infidencias que Emil Lengerke había llevado las muestras de
cortezas de quina a examinar en Alemania, por encargo de Pablo Lorent, y sobre todo, se supo el
resultado, y de allí surgió la fiebre, como fiebre del oro; la quina anaranjada, la quina roja, giraban
en la mente de los cazadores de fortunas. Se inició la odisea, la afluencia, los bosques de Santander
empezaron a ser violentados por los machetes sedientos de oro. Los hombres morían, las flechas de
los indios los sacrificaban, ellos mataban a los indios, los cadáveres quedaban pudriéndose en la
selva hasta la refinada blancura de los esqueletos desnudos. La fiebre corría, la quina paradójica la
encendía; el fantasma de la condesa de Chinchón que se curaba sus tercianas con agua de quina,
Chinchona Officinalis, el secreto extraído penosamente a la criada india a través de la cuestión de
tormento, ocupaba las mentes calenturientas: el abolengo venía del rico Perú de los Virreyes. Había
incluso quienes sabían que el sabio José Celestino Mutis había escrito un libro de alquimista
denominado Arcano de la Quina, donde empujado por Linneo daba las siete proposiciones del árbol
de la quina que él denominaba «árbol de la vida». Se sabían las proposiciones, todas las
propiedades febrífugas, astringentes, amargas y profilácticas del vientre, según la gama de colores,
dorada, amarilla, roja, blanca.
Como todo lo que produce oro, el árbol de la quina se transformaba en árbol de la muerte; su
amable sombra se convertía en escondrijo de la codicia. Los quineros llegaban a los pueblos después
de cambiar por monedas el producto de sus exploraciones, y el dinero se les iba de las manos como
había llegado; y volvían a las quinianzas como luego habrían de volver a las caucherías y al petróleo.
Después de largos años en que la riqueza quedaba dormida, ahora despertaba por influjo maléfico, y
hacía fortunas como con el toque de Midas. Las gentes abandonaban sus tareas cotidianas, retomaban
los senderos de los cascarilleros de otros siglos, seguían los rastros de los sabios de la Expedición
Botánica, dejaban el fruto de largos años de trabajo para lanzarse en el efímero torbellino.
El secreto de la explotación, la habilidad del manejo, las grandes extensiones concedidas por el
Estado de Santander, eran de Lengerke & Cía. Parecía en aquel momento que todo el poder estaba
reunido en manos del alemán, que desde Montebello manejaba el imperio. Pero la política
conspiraba. Como en los años del virreinato, se mezclaba con la corteza febrífuga: el poder central,
desdeñoso y desconfiado de la soberanía de los Estados, daba sus pasos para asegurar sus fines. Un
buen día, meses después de ocurrido el hecho, se supo en el Socorro que el gobierno de Núñez ya
había entregado la inmensa concesión de treinta mil hectáreas a la compañía formada de la noche a la
mañana por Manuel Cortissoz, venezolano de nacionalidad y judío curazaleño o portugués, venido
tiempo atrás a las tierras de Venezuela, y ahora afianzado en Colombia con brillantes conexiones en
la Secretaría de Hacienda de la Unión.
III
—¡Venir a hablarme a mí de Holofernes Contreras, cuando lo conozco desde chiquito! Entonces
no era el gran cacao que se imagina ser ahora; Holofernes Contreras no fue bautizado. No pudo serlo,
porque el mismo cura de Zapatoca, a pesar de haber sido el único que casó gente divorciada cuando
la ley lo permitía (y se mereció por eso una maltratada del obispo), no quiso olearlo con ese nombre.
Y como el viejo Pompilio, su padre, era un hombre terco, radical y hasta masón, lo dejó sin
cristianar, y así vivió los años de su vida en este pueblo, dándoselas de gran intelecto, enamorando
las muchachas con versos rebuscados y siempre jodido de plata, pero siempre también con la suerte
de que haya quien le preste cuando le falta. Y así logra vivir, y sigue amontonando versos que nadie
le publicará nunca y que él califica de superiores a su tiempo. Ahora que Lengerke, que lo conocía
bien, lo contrató para que le ayude a la concesión de la quina, Holofernes está ganando plata, y tal
vez por eso escribe menos y enamora más. Le ha mareado terriblemente la cabeza la idea del
Príncipe extranjero venido a redimirnos; para él, Lengerke no es otra cosa, y lo venera como si lo
fuese. Hay que verlo, sosteniendo el estribo cuando el pelirrojo monta a caballo, o seleccionándole
las muchachas para la fiesta de Montebello.
Es mezcla bien curiosa de bárbaro e intelectual. Se ha pasado la mitad de la vida tratando de
destruir lo que hace en la otra mitad. Con la concesión de la quina le han tocado cosas bien duras,
pero bastante experiencia de quinero tenía. Tuvo que pelearse años con los indios; y tiene unas
buenas cicatrices de flechas. Dice orgulloso que ninguna en la espalda, pero hay una muchacha que
cuenta que sí tiene una en las nalgas; las demás sí parece que son por delante. Aunque tal vez peores
que los indios han sido los combates con los peones de Cortissoz. No muy lejos de San Vicente, por
el camino al Magdalena, iba Holofernes a encontrarse con Sánchez, el mayordomo de Lengerke. No
llevaba sino dos peones. Los otros lo puestearon y llovió bala. Holofernes logró esconderse entre
unas piedras al borde del camino, y estrenó su Winchester. Parece que tiene buena puntería, porque el
tipo patasarribó a tres hijos de puta. Ahí se quedaron para que se los comieran los gallinazos. El
combate duró desde bien por la mañana hasta que cayó el sol. Y Holofernes, en vez de volverse a
San Vicente, siguió hasta encontrarse con Sánhez, que lo esperaba en Infantas, lugar que llamaban el
pueblo de las putas, que Holofernes conoció bien cuando era presidiario y Lengerke lo libertó.
Cuando está en Zapatoca, Holofernes cambia; sin quitarse las botas de montar, se pone su
chaleco de terciopelo verde, su levita negra verduzca, y su sombrerón de pelo que le hace sombra a
los bigotes feroces. Y se sienta en la puerta de la botica, a ver pasar a las mujeres, a aguijonearlas
con un piropo procaz, mientras cuenta historias fabulosas de su otra vida, de su primera juventud,
cuando salió al Magdalena y tomó un champán que lo llevó hasta el mar, y vivió tres meses en Santa
Marta, donde al fin un barco lo enroló de grumete y lo llevó a Cuba, donde, dice, poseyó una
plantación de caña, pero los españoles, que lo sospechaban de revolucionario, quisieron
encarcelarlo y él tuvo que huir en una canoa, hasta que un barco lo recogió y lo dejó en Panamá.
Cuenta que se casó una vez en Cuba y otra en Panamá, pero las dos mujeres se quedaron, y
afortunadamente no saben dónde está.
Es un curioso poeta, y un hombre de cojones bien puestos. Da la impresión de que llevara dos
vidas: la del pueblo, en donde vive en una casumba llena de libros y papelotes, en la cual hay en la
sala una estatua de yeso que le regaló Lengerke y que representa a una mujer desnuda, llamada Venus,
según parece; y la otra, cuando se enfunda los zamarros y se va a la aventura, a pelear con los indios
o con los hombres de Cortissoz, allá en las soledades de la quina.
Después de haber descreído de todo, de los españoles, de la República, de Bolívar y Santander,
de los curas, le queda una fe: Mejor dicho, dos. La fe en Lengerke y en el dinero, que para él son una
sola; y la fe en que un día será un poeta conocido en el mundo.
Holofernes Contreras es un individuo misterioso. Después de la larga temporada de su exilio,
cuando regresó instaló su casa en el pueblo. Un buen día desapareció, y contaron que estaba preso
porque en San Vicente, una noche de juerga, mató a un tipo que le importunaba; estando preso,
empezó Lengerke a trabajar el camino a Barracabermeja, y cuando decidió utilizar el trabajo de los
reos apareció Holofernes en el primer contingente; como los grupos de presos cambiaban con
relativa rapidez, nadie podía asegurarlo a ciencia cierta pero es evidente que Holofernes ganó la
amistad de Lengerke y su libertad, como la ganó también el otro prisionero, Mateo Paredes; cuando
un buen día desaparecieron, nadie supo hacia dónde habían partido, pero luego, por un quinero
enfermo que llegó a pedir curación a San Vicente, se logró averiguar que se habían adentrado por los
vericuetos de la serranía de La Paz, en busca de corteza de quina, y que de vez en cuando aparecían
en los pueblos a venderla, y a gastarse en juergas los pesos que ganaban. A Mateo lo mataron los
indios en un feroz ataque de cual Holofernes se salvó sin saberse cómo, después de un combate
inhumano. La quina le atraía, sin embargo; la soledad selvática, el cielo limpio sobre las serranías,
las tardes misteriosas y los amaneceres crueles del quinero, toda esa vida tan cercana a la de las
fieras. Eso fue endureciendo a Contreras, que siempre venía con dinero y lo dilapidaba para volver,
dándose gusto con las mujeres escandalosas, parientas de las que conociera en Las Infantas. Un buen
día lo agarró un paludismo que lo tuvo en el hospital dando diente con diente. Y cuando salió, flaco y
descaecido, a la plaza de Zapatoca, se encontró allí a Lengerke, quien sin preguntar mucho le
contrató de nuevo; en lo único en que insistió fue en su experiencia de quinero. Y claro que la tenía;
sentado con él en la botica de don Anselmo, Contreras se explayó largamente sobre la vida peligrosa
de las quinas, sobre las brigadas de bandidos que la compañía de Cortissoz soltaba en los terrenos
de la concesión, sobre los precios míseros que pagaban por la quina, sobre los muertos que quedaban
muchas veces perdidos en el bosque, defendiendo la carga que les costaba la vida. Lengerke
preguntaba, volvía al mismo tema; Contreras le recordó la muerte de Mateo Paredes por los indios; y
añadió algo que no se sabía; que él, al huir de los indios después del largo combate, se encontró con
los hombres de Cortissoz que lo tomaron preso, porque ya no tenía municiones para defenderse; que
cuando se dieron cuenta de que era un quinero solitario, le preguntaron muchos detalles sobre
Lengerke y su sistema de explotación, los cuales no conocía Holofernes. Finalmente le pusieron en el
camino a San Vicente, temblando de fiebre, y ellos desaparecieron en la selva. Dijo Contreras que le
habían parecido una brigada de desalmados, y que la paga regular que recibían era irrisoria, pero
que tenían una participación en la quina, ya fuese explotada o robada, lo cual constituía un eficaz
aliciente para multiplicar sus trabajos Habló de las soledades de los montes, le refirió a Lengerke de
una ocasión en que estuvo solo durante un mes, y acumuló tanta corteza que después no pudo
transportarla solo. Hay, decía, un atractivo especial en andar por entre una tierra de Dios o del
Estado, con la cual no hay un vínculo de propiedad, que acaba por parecerle a uno toda propia.
Holofernes hablaba de las noches bajo las estrellas, en que el oro nocturno daba una increíble
sensación de riqueza y poder. En aquellas noches, decía, no se siente soledad, la soledad se toca
verdaderamente en aquellos días oscuros en que la lluvia es interminable. Pero lo más peligroso de
estar solo es la vaga sensación, que casi nunca desaparece, de que alguien lo está observando a uno,
de que alguien, siempre, está mirándolo fijamente. Por eso la noche es menos grave, pues en la
oscuridad a veces parece que ese alguien sospechoso está dormido.
Holofernes contó del hambre y de la sed, de la angustia que acomete al hombre errante cuando
de pronto se da cuenta de que está perdido. De esas horas alucinantes, esos días, esas noches en que
se vaga sin derrotero, en que la luz del sol desorienta, en que las estrellas confunden los rumbos. Le
dijo también a Lengerke cómo en las soledades remotas había de pronto comenzado a sentir que la
aventura de la quina cambiaba, cómo antes de saberlo había sentido que la quina se había vuelto
voraz, que ahora los quineros solitarios no estaban solamente amenazados por la naturaleza sino por
el choque de las grandes compañías que se disputaban la corteza; y cómo un día había llegado a San
Vicente tiritando de fiebre, y ese día había sabido que su temor era cierto, que ahora no dependía de
sus propias fuerzas, porque éstas no le bastaban para contrarrestar el poder de las compañías y sus
patrullas armadas que cazaban la quina, que cazaban a los quineros errantes. Le habló de la soledad
sin mujeres, de la voraz angustia de compañía femenina, del impulso violento que hacía recorrer
leguas y leguas hasta llegar a los parajes de las dadivosas, de las leyendas de los indios en que
aparecían siniestras mujeres de vulva dentada para acabar a los hombres; le contó que en noches sin
sueño había oído el canto siniestro de la llorona, el ulular salvaje de la madremonte; cómo los
horrores de la soledad selvática no detenían el ansia del quinero, su vagabundeo interminable; cómo
una vez que se había probado esa existencia grandiosa y miserable, era imposible volver a la
labranza, o al pastoreo del ganado, y cómo la única actividad que podría redimir al hombre de la
quinería era la guerra civil, era andar por las mismas soledades a caza de la muerte.
Lengerke le escuchó absorto. De vez en cuando preguntaba algo, y finalmente Holofernes quedó
contratado como capataz de los quineros de Lengerke. Cuando se fue a dormir esa noche, para iniciar
de madrugada su trabajo, Contreras supo claramente que Lengerke estaba tocado del mismo mal de
los quineros, que la aventura de la quina no tendría límites para él.
IV
En Bogotá poco se podía hacer; el gobierno de Núñez parecía determinado a crear una fuerza
contra el Estado Soberano, contra Wilches. Reventando caballos, llegó Lengerke a Bogotá, a tratar el
problema con las autoridades. Sus viejos amigos le acogieron, intentaron ayudarle; el ministro
alemán elaboró un largo informe para su cancillería y le ofreció protección. Gracias a él, el
secretario de Hacienda le concedió una audiencia, que duró exactamente un cuarto de hora, en la que
el funcionario hizo una exposición en defensa de los derechos del poder central contra la codicia de
los Estados Soberanos. Lengerke se incorporó y salió sin despedirse.
Las murmuraciones capitalinas señalaban la existencia de un gran negocio sobre la quina. Era
seguro que el secretario no echaría atrás su decisión. Con amargura se dio cuenta Lengerke del error
que había cometido: su defensa estaba en el Socorro, en el general Wilches, que seguía plantado en
sus trece, determinado a no ceder en la defensa del patrimonio del Estado. La noche anterior a su
regreso, consumiendo el brandy francés del cual había logrado adquirir varias cajas, y hablando con
el cónsul alemán, dio rienda suelta a su ira. La bruma del alcohol le presentaba la guerra de la quina
como la batalla mítica. Lo que estaba en peligro era justamente su dominio, su fuerza, el poder feudal
de su castillo. Casi treinta años de lucha, de vida, envueltos ahora en el dudoso torbellino de las
intrigas políticas de la lucha por el poder.
El cónsul lo miraba pensativo.
—Lengerke, no debe usted excederse en el alcohol. Va a necesitar ahora todas sus facultades
para superar los obstáculos. Si tiene la cabeza firme ganará. Tiene usted un poder económico que
sabe usar con destreza; pero si pierde su autodominio lo derrotarán.
El alemán consumió la copa de brandy.
—Sí, es cierto. Todo lo que usted dice es verdad. Pero me pregunto si vale la pena todo este
esfuerzo. Me siento viejo, y pienso que lo que hago se está desmoronando. He tratado de crear
empresas, de cambiar una región, pero todo lo que he hecho puede destruirse conmigo. Y si son cosas
que no van a perdurar, no sé hasta dónde valdrá la pena de luchar para conservarlas un poco más,
unos días, unos años...
Las mujeres que los rodeaban protestaron por el olvido en que las tenían, exigieron atención.
Lengerke se apoderó de la cintura de una hermosa morena.
—Voy a acostarme contigo. Este momento no me lo quitará nadie.
A la mañana siguiente, mientras luchaba con el tremendo malestar de la fiesta, se quedó mirando
el cuerpo desnudo y joven de la mujer dormida. Sí. Es lo que no le quitan a uno. Y sobreponiéndose
al dolor de cabeza, se echó encima de la mujer, y la poseyó.
Fue arduo el viaje de regreso. La botella de brandy en la alforja era una medicina para el dolor
que le incomodaba en el costado derecho. Se sucedían los montes violetas; los descensos
verdeoscuros, los crepúsculos imperturbables, las vueltas del camino, el infamante sol del mediodía.
Cabalgando sobre la reflexiva mula, tuvo Lengerke la sensación de ir viajando hacia su propio final,
el ocaso del imperio, de ver su castillo en ruinas, de ver la tierra de Santander, tierra para sus
huesos, asolada por la codicia, sus gentes consumidas en la pobreza. Recordó de pronto el contrato
para el ferrocarril del Magdalena, firmado poco antes por él con Solón Wilches. No podré ya
hacerlo, pensó tomando de la alforja la botella para calmar el inconfortable dolor con un nuevo trago
de brandy. La mula pasaba por entre un ralo bosque de cujíes. A lo lejos los montes ondulaban su
piel violeta. La naturaleza ancha y sabia le situaba fácilmente a la distancia, mientras el tiempo
corría vanamente. El tiempo. La primera vez en que lo había sentido físicamente deslizarse de sus
manos, había sido en el último viaje a Europa. Tal vez por eso había palpado tan íntimamente la
felicidad, porque lo que le da ese sabor inimitable a la vida, es la conciencia de su fugacidad. Y él
hasta entonces había sentido que era eterno. No sólo eso comprendía ahora, sino también la aleatoria
condición de la riqueza.
VI
El General Solón Wilches, presidente del Estado Soberano de Santander, resplandece de ira.
Sus extremidades calzadas en altas botas de montar, miden de un lado a otro la vasta recámara que es
hoy despacho presidencial del Estado. Varias veces ha encontrado a Lengerke en el curso de su vida
política, pero nunca como ahora, cuando el alemán, luego de exhibir los documentos de su ancha
concesión, le confirma cómo es el negociado de Cortissoz, y cómo la tolerancia del Secretario de
Hacienda de la Unión hace pensar en designios muy nítidos del señor Núñez.
—El presidente, —dice Lengerke en castellano tajante—, es enemigo de la soberanía de los
estados. Con esto simplemente ha dado un paso mortal contra Santander—
Los ojillos oscuros del general le miraron.
—Es verdad, Lengerke. Yo se lo había anunciado. Pero no voy a aceptar esta iniquidad. Llegaré,
si toca, hasta hacer la guerra a la Unión.
Lengerke desplegó un gran mapa de la región, en el cual aparecía el área del problema: la
concesión de doce mil hectáreas que le había sido otorgada en 1863, hacía diecisiete años, con
tierras que atravesaba casi por mitad el camino a Barrancabermeja que él había concluido. Y la
concesión hecha por el gobierno de la Unión a Manuel Cortissoz, a Miguel Díaz Granados y a
Nepomuceno González, de veinte mil hectáreas que en buena parte se superponían a la tierra de
Lengerke.
El general Wilches bufó:
—Mire, Lengerke, esta es una farsa infame. El Estado de Santander fue creado por la Ley del 13
de mayo de 1857. —Tomó un libro de pasta roja—. Mire lo que dice el artículo 6°: que el nuevo
estado “tiene derecho a las tierras baldías que, conforme a las leyes vigentes corresponden a los
pueblos que lo forman”. Y la ley nacional de mayo 19 de 1865 señaló las tierras baldías que
correspondían a los estados, incluyendo en ellas las que eran de las provincias. Como las
legislaturas de los estados quedaron autorizadas para señalarlas, la de Santander lo hizo, señalando
las del occidente hacia el Magdalena, en Soto, Guanentá y el Socorro. Eso es lo mismo que le
adjudican a ese bandido…
—General, vine a solicitar su amparo, y sé que lo tendré.
—Claro que sí. Si a usted le parece, hacemos ya un contrato de sociedad industrial, entre el
gobierno del Estado y su empresa. Usted pagará los jornales, y explotará su tierra y la del gobierno,
en Guanentá y el Socorro. Pero tiene que estar resuelto a hacer una explotación en grande. Usted se
compromete a eso; yo, como Presidente del Estado, me comprometo a defenderlo con las armas, y a
hacer respetar las leyes. Yo no sé qué haya en ese contrato de Cortissoz, pero es sospechosa la
rapidez con que se lo adjudican: ni siquiera se pararon a estudiar en qué tierras lo acomodarían.
Lengerke sonrió:
—No, general presidente, porque les interesaban las tierras que ya Cortissoz había estudiado, es
decir, las mías, que además son las que tienen la facilidad del camino.
José Domingo Reyes agregó:
—Es tan cierto, que con el apoyo del secretario de Hacienda, Cortissoz entró a ocupar de hecho
la zona. El habría podido ser un quinero libre, como los que pululan por todas partes. Pero lo que ha
querido es crear el monopolio, sacarnos de todo.
—Está bien —dijo el general Wilches mirando por la ventana hacia la plaza solitaria—.
Procedamos a hacer la sociedad. Declararemos invasor a Cortissoz y tendrá que enfrentarse con la
tropa del Gobierno.
—General —le dijo Lengerke—. Ya están metidos en toda la zona. Va a ser una tarea difícil. Y
el Gobierno de la Unión los apoyará.
El general se paró frente a él y apoyó la mano en el hombro del alemán.
—Mi querido Geo, todo eso puede ser cierto, pero en estas montañas el que gana es el que
conoce las trochas y la gente. Están provocando al Gobierno del Estado. Quieren obligarme a
declarar el territorio en guerra. A mí me gusta que todo esté en paz, pero si hay esa provocación
también estoy dispuesto a guerrear. Ha sido mi oficio, antes de esta desastrosa afición a la política.
—Se rió complacido bajo el cobijo de los bigotazos—. Con ese Núñez son varias las que he tenido.
Lo que pasa es que como buen costeño mide largas sus jugadas. Tiene miedo de que yo sea candidato
a la presidencia de la Unión, y le haga difícil la reelección. ¡Y se la voy a hacer!
—General —le dijo Reyes—, con todo respeto le quiero decir que es urgente disponer
operaciones militares, porque los trabajadores que Cortissoz ha enganchado son mucho más militares
que otra cosa. Podemos tener una sorpresa. —Wilches sonrió—: Ya hay órdenes dadas. Ayer
desarmamos a cincuenta hombres de Cortissoz. El armamento y los pertrechos pasarán a la Sociedad
Industrial. Señores, mañana por la tarde firmaremos el contrato, y desde ahora me encargaré de
ordenar la conveniente publicidad.
Se despidieron los hombres, y el general se quedó solo. Se sentó en su escritorio, donde al lado
de sus pistolas reposaba un tintero de cristal, esférico, cuya transparencia se tornasoleaba con la luz.
Se quedó abstraído mirando los cambios luminosos. Metió la mano en un profundo bolsillo de la
guerrera, y sacó una pequeña miniatura que contempló pensativamente.
VII
El abuelo contempla con sospecha el grupo de campesinos reunidos. La campana dominical los
ha congregado en esta especie de ceremonia pagana que todos los domingos oficia el barón Lengerke
en la explanada de la corraleja. Él mismo carga con pólvora el obús de Sedán, y le acerca el fuego al
oído. La detonación retumba en las serranías, acordes con su impotencia. Los grupos silenciosos
miran, las mujeres y los niños se estremecen, los hombres erizan de satisfacción los selváticos
bigotes. Más ahora, cuando la guerra mítica de la quina está declarada.
El abuelo mueve la cabeza, pensando que ahora si tienen los campesinos una guerra con
significado, una guerra que entienden abundantemente, porque se trata en ella de la tierra que pisan y
de los árboles que cortan. Asciende en ese momento por el asta la bandera negra y roja del Imperio,
abre las alas el águila bicéfala. El abuelo sonríe escépticamente. Después de la reacción de Lengerke
cuando el 7 y 8, después de todo su realismo, ¿cuál es la razón de que se empeñe en repetir los
domingos en Montebello esta absurda ceremonia? El abuelo la sabe: piensa que Lengerke tiene finas
dotes de político y que ahora que está empeñado en su guerra de la quina con Cortissoz ha optado por
utilizar su propio mito, blandir su propia amenaza. Agitar las alas del Imperio sobre las serranías,
para que si él y el general Wilches son derrotados por Cortissoz y el Gobierno de la Unión, éstos
tengan presente que vendrán nuevas indemnizaciones y desagravios a proteger al súbdito alemán.
También debe haber algo de respuesta a la mitología: cuando Lengerke salió de Bremen, el Imperio
estaba apenas en gestación. Pero el Reich alemán debe apelar, confusamente, a sentimientos
escondidos del pelirrojo; a cosas que en cierto modo el antiguo revolucionario debe considerar
inconfesables.
El abuelo mira cómo se extiende la guerra de la quina, cómo se acuchillan los peones en los
quebraderos del camino, cómo la corteza diabólica va cobrando vidas con su seducción; de la guerra
de las facciones, de los secuestros y robos de los cargamentos, de las guerrillas agresivas, pronto se
pasará a la guerra del Estado, llegarán las tropas de la Unión, Núñez podrá sacrificar a Santander. En
los mercados europeos sube el precio de la corteza misteriosa; los cultivos quedan abandonados, los
ganados errantes, porque todos se van tras el árbol maléfico. Los indios andan en son de guerra,
matan colonos, tienden emboscadas, saben que los blancos están peleando, se están destrozando por
algo que pertenece a sus tribus y que a ellas les roban.
Como una continuación del zanjón de la guerra, se extiende ahora el terreno inmenso de las
concesiones. El abuelo mira el grupo de jinetes que asciende por la cuesta, en busca del camino
hacia el Socorro. Monta a caballo en su mula tordilla, y del bolsillo inmenso de los zamarros extrae
un pequeño libro encuadernado en piel. Lo abre en la página marcada, y apoyándolo sobre la cabeza
de la silla, se absorbe en la lectura, mientras la mula sube las cimas, baja las hondonadas, a las tres,
a las cuatro de la tarde soleada. El abuelo de vez en cuando levanta la cabeza para mirar a lo lejos, y
luego vuelve la vista a las páginas del libro, y continúa el rito sagrado de su lectura.
VIII
IX
El alemán no había vuelto en muchos meses a Bucaramanga, y ahora prolongó hasta allá su
viaje. Llegó al final de la tarde, otra vez por las vegas esplendorosas de Girón. No tenía ideas de
cómo estaría el ambiente en la ciudad, pero no demoraría mucho en saberlo. Apenas bañado y
afeitado, se dirigió hacia el Club de Soto; jamás se acostumbraría a llamarlo Club del Comercio. El
grupo de señores que estaba reunido en el salón principal, se movilizó hacia él con grandes muestras
de cordialidad, y como si desearan que no siguiera adelante. Cuando intentó avanzar, el doctor
Mantilla, con grandes ademanes, le detuvo, y le dijo en voz baja:
—Allí está Cortissoz.
Lengerke no se inmutó, y siguió adelante hasta cerca de una mesa donde se sentaban tres
caballeros. Su mirada analizó con calma al que no conocía, las facciones semíticas, la huidiza
mirada. El silencio se había hecho total en el Club. Lengerke no se movió. El otro, desde su asiento,
pálido, exclamó:
—¡Me quiere asesinar!
Lengerke replicó, sin levantar la voz:
—Más bien usted cree que yo debería asesinarlo. Pero no lo voy a hacer. Mañana recibirá usted
mis padrinos.
Samuel D’Costa y Lorent fueron encargados de apadrinarle para el duelo. Cuando fueron a
buscar a Cortissoz, éste había salido de Bucaramanga dejándoles recado de que un urgentísimo
llamado de negocios le llevaba a San Gil. Cuando le contaron a Lengerke, éste sonrió
despreciativamente. No le sorprendía. Casi lo hubiera podido predecir ventajosamente. Se sentó,
pidió recado de escribir, y trazó una calmada carta:
Sonriendo, llamó a su secretario, y le pidió que antes de enviar la carta a casa de Cortissoz,
sacase varias copias de ella. Les dio dos a los padrinos, y les pidió el favor de enseñarlas en el
Club, informando el pesar del socio Lengerke de que el señor Cortissoz hubiese eludido la asistencia
a una cita de honor.
Aquella noche, cuando ya Lengerke se retiraba a sus habitaciones, se oyó ruido de caballos. Se
abrieron las puertas, y entró Francisca, quien venía en su busca. Su belleza quemada, sus cabellos
ligeramente rubios, la boca sensual, daban en el desaliño del traje de montar, una impresión hermosa
y rotunda. Lengerke le hizo entrar, y la tomó en sus brazos. Mientras ella le acariciaba con diestra
ternura, la fue desnudando poco a poco. El cuerpo glorioso de la mujer hundida en la cama, le
llamaba imperiosamente. Se acercó a ella, y empezó a besar el cuerpo tendido. Hundió el rostro en la
mariposa oscura del sexo. La mujer respondió con violencia, los cuerpos se trenzaron sobre la
amplia cama nupcial. Aquella noche fueron nuevamente las bodas de Lengerke.
Cuando insomne y desnudo, al lado del cuerpo dormido de ella, meditaba en la guerra de la
quina, en las torvas complicaciones de la ruda batalla en la montaña, se presentó de pronto la sombra
ajena de Manuela, distante, inaccesible, que punzaba íntimamente el alma. Nunca me daría una noche
de placer como ésta, pensó Lengerke, y su mano inició una caricia en el cuerpo de la mujer tendida
que en un momento vibró de nuevo y le cubrió con sus alas poderosas.
A las nueve de la mañana del domingo, las campanas se esparcen por Zapatoca, bajo el cielo
azul. Las calles están solas, el verdín trepa por las piedras, el musgo se anida en los rincones
recónditos como si fueran de cuerpos femeninos. Pero la plaza grande está llena de los toldos
blancos, llena de la gente que viene de los pueblos cercanos, los chalanes cruzan con galopes de
herraduras nuevas o de cascos finos; botas de cuero, zamarros, sombreros blancos de jipijapa, frutas
y víveres, todo rodeado por la majestad de la misa de nueve.
En los extremos, las transacciones, mulas y caballos, monedas de oro y plata, frenos de Suesca,
sillas de montar socorranas, hechas con el primor de las manos ágiles de los talabarteros. Las tiendas
—zarazas, percales, collares, abalorios, ruanas, machetes— permanecen abiertas con los ojos
vigilantes. De pronto pasa una campesina rubia de ojos azules, joven y bonita, huella de los
alemanes. El alcalde se pavonea en el atrio; no asiste a misa porque es un radical; los señores del
pueblo enfundados en sus largas levitas de paño, con sombreros de copa importados de Londres,
concurren a la tertulia que se desarrolla en el atrio hasta las once de la mañana, hora del almuerzo.
En su caballo alazán despunta Lengerke por la calle real, con el traje de montar embarrado,
seguido de Sánchez y Holofernes Contreras. Vienen de lejos, de la concesión de la quina. Cuando se
detiene a hablar con los señores, corre un rumor por la plaza: ha llegado el Príncipe. Está contando
los últimos combates con la gente de Cortissoz que persiste en el enfrentamiento. Cerca de La Paz,
donde están ahora beneficiando, hubo hace dos días un violento combate en que murieron tres de
ellos y dos de Lengerke. Pero después los hombres de Cortissoz se perdieron, y los yariguíes los
acabaron. La figura de Lengerke se destaca en el atrio, inclinado sobre el pescuezo del caballo que
piafa y se mueve impaciente. El alcalde se acerca a dialogar con él, y en ese momento se oye el
estampido de un disparo. Hay un silencio al que sucede violenta algarabía. Lengerke saca un pañuelo
y se lo pasa por un rasguño sangrante en la frente: no ha sido nada, un raspón muy leve, los hombres
de Cortissoz. El alcalde llama a sus hombres, organiza la búsqueda. ¿Pero dónde encontrarlos? De
pronto se acerca al grupo don Ambrosio el comerciante, cuyo almacén queda al costado de la plaza,
frente al atrio. —El disparo salió de la torre de la iglesia. Allí se vio el humo—. Discretamente,
aunque la misa ha quedado en suspenso, entran a la iglesia, y suben la escalera de la torre. Una
cápsula vacía y un viejo fusil es todo lo que encuentran. El asesino debe estar rezando, y debió entrar
muy temprano, con el arma escondida bajo la ruana blanca. Debía saber que Lengerke llegaba y
estuvo puesteándolo allí. ¿Pero puede demostrarse que fueron los de Cortissoz? Y aun así, ¿qué
puede hacerse? El alcalde anuncia que escribirá al jefe departamental y al Presidente del Estado.
Hay quienes ofrecen sus testimonios. Lengerke sonríe, oprimiendo el pañuelo de lino contra la herida
de la frente. No ha sido nada, esto se cura con brandy. Lentamente, el grupo lo sigue. El alemán no se
ha bajado del caballo, y sólo desciende en la puerta de su casa, donde se lo entrega al palafrenero.
Llega un muchacho que ha encontrado en el suelo el plomo de la bala, que Lengerke le cambia por
una moneda de oro, y lo guarda en el bolsillo del chaleco.
—Es una de mis muertes —explica.
El vaivén del mercado se reanuda, sigue igual, pero queda flotando una tensión inquisitiva, que
frena la alegría. El atentado; hacía mucho que no se oía un disparo en esta plaza. Y en veinte años no
hubo un muerto en ella, a pesar de las guerras civiles. Algo se ha roto en la quietud del pueblo, algo
que les avisa un peligro extraño. Y hay entre las gentes algunos que piensan que fue una lástima que
la bala no tumbara al Príncipe alemán.
En la sala de la casa de Lengerke, la tertulia se anima al calor del brandy. Lengerke, con voz
velada por el alcohol, cuenta las últimas peripecias de la contienda con Cortissoz. Don Ambrosio se
pavonea, orgulloso de su serenidad para localizar el sitio del tiro. Desde su tienda se ve claramente
la torre. Don Ambrosio está en su almacén todos los días desde las siete de la mañana. Aquel día,
como era apenas natural, el almacén misceláneo vendió todavía más que de costumbre porque la
gente pensaba que se necesitaba un tipo muy listo y muy valiente para descubrir desde dónde se había
intentado el asesinato, y sobre todo, denunciarlo. Porque muchos quedaron convencidos de que el
atentado tenía algo que ver con el clero, por la condición de protestante o ateo del señor Lengerke.
Nadie se molestó en averiguar las creencias de Cortissoz, nadie recordó el pacto con el diablo de
Puyana.
XI
Insistentemente, por meses y kilómetros, por días y hectáreas, la fiebre paradójica de la quina
sigue asolando las extensiones de la selva. Metro a metro, pulgada a pulgada, Lengerke al frente de
sus hombres va corriendo poco a poco las líneas de Cortissoz, dominando el bandidaje, hasta
restablecer el tránsito por el camino de Barranca, a pesar de que las azarosas circunstancias siguen
reiterando los mismos hechos, los mismos asaltos, las mismas situaciones. Gran cantidad de quina se
ha perdido, en manos de Cortissoz y Cía.; no obstante, a fuerza de vidas y penurias se ha mantenido
el flujo hacia la costa. Lengerke en Montebello revisa un día la correspondencia con el exterior, y
encuentra que hace meses sus clientes no le han escrito. Lo único que encuentra es una carta de su
madre, que le dice en un párrafo:
«Estoy muy inquieta porque Schnitzer me ha dicho, la última vez que vino a visitarme, que la
quina es muy peligrosa, y habló algo de las Indias Holandesas. Mejor no pongas tanto entusiasmo ni
tanto fervor y dinero en esto...»
Lengerke sonríe. A buena hora, con la inversión que ya ha hecho. Si fracasa la empresa de la
quina, su situación económica se verá muy deteriorada. Sobre todo, porque Cortissoz ha reducido las
ganancias verticalmente. Como también le ha pasado a él, porque por fortuna también mis hombres
han logrado contrarrestarlo, y causarle análogo daño. ¿Pero tiene eso alguna utilidad?
Las manos de Francisca le tapan los ojos. La besa y mueve la cabeza.
—Perdóname, ahora no. Estoy ocupado.
La mujer se retira mansamente. Se vuelve a contemplarlo desde la puerta: Geo. En los últimos
meses la mirada y el pelo rojo perdieron el brillo vigoroso. Cuando raramente se queda
descansando, le aparece tan ausente que se llena de angustia. A ella no le importa ese dinero que le
afana a él de tal modo, pero lo ve angustiado, sufriendo en silencio, viendo cómo se le diluye el
imperio. Francisca se pierde en la fresca sombra de las alcobas, saboreando su propia angustia.
Entra el sirviente vestido de blanco llevando una bandeja de sobres.
—El correo, señor; acaba de llegar de Zapatoca, le mandaron todas las cartas que habían
llegado, de acuerdo con sus instrucciones.
Ningún temblor de las manos de dorso cubierto de vello rojizo y de manchas de vejez traiciona
la profunda impresión de este segundo, la tensión del hombre acosado. Irrazonablemente piensa que
en una de esas cartas saldrá el diablo del pacto de Puyana, a quien no ha visto en el tiempo del
combate, pero siente su cara, sabe que continúan enfrentados. Con la plegadera de marfil del
escritorio va rompiendo los sobres de tres, cuatro meses atrás.
Abre una carta de Londres, en la cual sus agentes Robinson & Son, le informan de las
operaciones de meses anteriores; “…La tendencia del mercado de la quina, en especial de la
variedad cuprea que es la que exporta Usted, es bastante desfavorable. En efecto, hace varios meses
ha venido marcándose una fuerte baja de precios. Recordará Usted que el año pasado el precio era,
en New York, de $0.50 por cada 1% de quinina cristalizable. El precio mejor que actualmente puede
obtenerse allí es de $0.15 por cada 1%. Por otra parte la situación se hace muy grave, porque
Ustedes, los exportadores colombianos, tienen aquí acumulada una existencia de más de cuarenta mil
bultos, (de los cuales casi un cincuenta por ciento es de Usted), que tendrá que venderse a precios
mucho más bajos.
“Ya en oportunidades anteriores informamos a Usted sobe el comportamiento del mercado,
atribuible a la producción intensiva con mejoramiento de calidades en las variedades de quina que se
cultivan en las Indias Orientales, tanto inglesas como holandesas. La extraordinaria calidad le ha
dado un precio muy superior que el de la de Colombia (el doble), desde hace ya más de dos años.
Por otra parte, la concurrencia de nuevos centros productores, además de la gran abundancia de
oferta, han contribuido a la baja vertical de los precios, de 3 chelines 6 peniques hace seis meses, a 1
chelín seis peniques en el mes de julio de este año, aún más drástico que el descenso de los precios
americanos ya comentado”.
Lengerke plegó la carta. El desastre era completo. Consultó el almanaque: fines de septiembre.
El precio estaría aún más bajo. A esta calamidad, se agregaba el alza vertical de los derechos de
aduana del Imperio Alemán, que había afectado fuertemente, y seguiría afectándolo, el tabaco. Se
acordó en ese momento de la sentencia de Lutero que cuando era pequeño le enseñaban: “Aunque el
final del mundo sea mañana, hoy plantaré manzanos en el huerto”. Era necesario pensar en salir
adelante; y primero que todo, saber exactamente cuánto dinero estaba perdiendo. Se asomó a la
puerta, y con voz fuerte llamó para dar instrucciones sobre el licenciamento de personal. Sería
necesario prevenir una reacción colectiva, un nuevo problema. Los que puedan emplearse en el
mantenimiento de la hacienda deben quedarse, Clodomiro. A los otros hay que darles dos semanas de
sueldo para que tengan con que viajar, y se vayan pronto. De los que viven en el pueblo, que no se
vaya nadie. Ya les encontraremos trabajo. Hay que reforzar en este tiempo la vigilancia de la
hacienda, porque van a empezar los robos. Y tener el ojo abierto sobre los bandidos de Cortissoz.
Cuando empiecen a despedirlos, que no tardan, se nos vendrán encima. Clodomiro lo interrumpió.
—Ayer hubo cerca de Los Cobardes un combate entre los nuestros y los de Cortissoz. Los cinco
de Cortissoz murieron, y tres nuestros. Los otros dos los enterraron.
—Clodomiro, que permanezcan vigilantes pero a la defensiva. Claro que si nos invaden deben
disparar. Esto ya no durará mucho—. Se volvió a mirar el resto de las cartas sin abrir. Todas las
noticias deberían ser iguales, o peores. En la mala racha se juntan las desgracias. Mejor esperar a
mañana para verlas. Súbitamente, recordó que era domingo. El pueblo esperaba la ceremonia del
obús, y ya eran casi las doce. Lentamente salió a la esplanada y se dirigió al cañón. Ya el sirviente lo
había preparado, cargándolo de pólvora. Lengerke tomó la antorcha ardiente, y esperó que
ascendiera la bandera del Imperio.
—En homenaje al alza de la aduana— murmuró entre dientes. Los peones ya habían recibido su
paga, y se reunían en la corraleja.
Solemnemente, Lengerke aplicó la antorcha al oído del cañón. Salió el disparo, y las gentes
aterradas vieron salir de la boca negra un proyectil aullante. La perra “dachshund” que había traído
en su último viaje, se había dormido dentro del ánima del arma.
Avanzó hasta el cadáver del animal. Miró luego a los peones que lo rodeaban, mudos, y se
dirigió hacia la casa.
No habló una sola palabra en todo el día. Consumió, una tras otra, varias botellas de brandy,
mirando fijamente hacia adelante, al vacío. Cuando caía la noche, se asomó, trastabillando, a mirar el
crepúsculo. A lo lejos, la selva ardía. Se sentó en la escalera, y se quedó dormido en el estupor del
alcohol. La guerra de las quinianzas había terminado, con el sol de ese día. El lomo rayado del tigre
iba desapareciendo en la noche.
OCHO
Lo han traído desde Montebello en una parihuela de guadua, en busca del clima benigno de
Zapatoca. Es el final del viaje regresivo, en busca de etapas anteriores del mundo, que hacían los
europeos al venir a América; para él fue el viaje fabuloso a la construcción de la ciudad gótica, de la
fortaleza, del feudo con castillo e iglesia, del cual emanan los caminos y los puentes; América gótica,
América romántica, el imperio sobre la selva, el regreso a los orígenes, el mundo fabuloso de los
animales extraños donde coexisten el jabalí y el caimán, la garza feudal y el loro. Es una
transposición del gótico solamente concebible en el romanticismo, en una persona formada, como él,
en la huella romántica de Europa.
Al llegar Lengerke a su casa de Zapatoca, están allí todos: don Anselmo, don Juan de Dios, don
Ambrosio el comerciante, el padre de Alameda; Lengerke, al verlos, se incorpora, aparta los brazos
de los sirvientes que quieren detenerlo, y saluda a sus amigos a grandes voces.
Poco después están en la frescura amable del patio, entre los helechos y las enredaderas,
consumiendo el licor que les ofrece el alemán. Don Anselmo, apelando a su calidad de médico,
intenta convencerlo de que no beba, de que el alcohol está matándolo, de que debe cuidarse. El
alemán ríe, pero su risa suena falsa, suena a muerto, suena a doble de campana. Los otros se
estremecen mirándolo, y don Anselmo, vencido, le permite beber. Todos beben también uno, dos, tres
tragos de brandy. Lengerke los apura rápidamente, y sin transición empieza a hablar, soñando que
está en Montebello, entre los árboles, al borde del estanque, o pulsando el piano o bruñendo el acero
del cañón de Sedán, o acariciando los senos de las gigantescas estatuas del salón, o mirando la
lejanía del Magdalena. Los amigos, aterrados, comprenden: Lengerke está muriendo en Montebello,
pero su lucha por la muerte se complica, empieza de pronto a morir en el barco que remonta por
primera vez el Magdalena, habla de una francesa con medio cuerpo sumergido en la arena, y los
mosquitos, la fiebre y el jaguar; pero súbitamente está muriendo en el barco que viene de Alemania, y
en un momento, mientras agoniza, el barco vuelve la proa hacia Europa, y Lengerke sigue ahora
muriendo en el Hotel de París entre los brazos desnudos de Francisca, la llama a grandes voces, ella
surge de las tinieblas de la casa, con el hijo pequeño a su lado, y otro pelirrojo hijo de Lengerke
mariposea sin comprender bien lo que pasa y Geo von Lengerke empieza a morir en Viena, postrado
en las escalinatas del palacio de Schonbrünn, y sigue agonizando en la Plaza de San Wenceslao en
Praga, y se sumerge en el Vltava, y está desdoblándose en la calle de los Alquimistas donde la gente
huye al verle, y vuelve a morir en el barco que remonta el Magdalena pero es un alucinante naufragio
en alta mar de invierno, y los amigos que lo rodean comprenden que su muerte serán todas esas
muertes que van a reunirse en la cama dura y ancha a donde a duras penas lo transportan entre los
sollozos de Francisca y el De Profundis que murmura el padre Alameda, pero ninguno sabe
exactamente dónde está muriendo Lengerke, si en el camino al Magdalena o en los campos de la
quina, si a los pies del Señor de los Milagros en Girón o devorado por el caimán de Montebello, o
mordido por todas las mujeres que poseyó sobre la tierra de Santander, o perseguido por los hijos sin
dueño que abandona; la muerte de Lengerke comienza a las seis de la tarde, y recomienza toda la
danza de su vida, interrumpida sólo por los tragos de brandy que le da Anselmo, que comprende que
ya nada hay que hacer; las personas danzan, danzan los lugares remotos, el oficial vestido de
uniforme, el fugitivo de Praga, el amante de la señora Nodier y de la Estrella del Norte, el jinete
incansable de los caminos de herradura y de las posadas misteriosas, el que se embelesaba con los
campos de espinos y con las rocas áridas, con las cabras rebeldes subiendo por la vertical, y con el
cielo surcado de pájaros extraños, el que veía la cinta del Magdalena como un camino de oro; y la
agonía traspasa la noche y Francisca y sus amigos lo acompañan, y ven surgir de las sombras a la
madre, al padre, a los amigos alemanes, a los enemigos de todas partes, a las mujeres todas
acostadas con él y en él.
Lengerke se ha venido muriendo desde ayer a la tarde, caminando vacilante por los corredores,
por los patios, por las habitaciones, cayendo desplomado en la cama, o en un sillón, o en su propia
vida, y ha llegado de nuevo hasta las cinco y media de la tarde, y de ayer a hoy, como en un inmenso
fresco, ha reunido toda su vida, y llega a morir ahora por última vez, de una vez por todas, bajo el sol
que se hunde, cuyos rojos arreboles pintan de desesperación el azul impecable, y Lengerke se muere
con el sol, con el mismo sol cuyo último fuego vuelve a encender, lejos, a Montebello, y pone un
sombrero de llamas sobre la casta ciudad escandalizada con el espectáculo de su muerte. Cierra los
ojos y muere, y el sol se hunde definitivamente, y esa noche hay miedo en la ciudad, y miedo en
Montebello. Geo von Lengerke ha muerto en ambos sitios.
II
El sol subió hasta el centro del cielo, y ya va en su camino de descenso, pero son apenas las dos
de la tarde. Todavía regará a puñados las montañas, mientras el cortejo va poco a poco remontando
el sendero hacia el cementerio increíble, hecho sobre la punta de la loma como para que los muertos
puedan divisar a lo lejos cómo se desparrama la cordillera de Santander hasta llegar al Magdalena.
Fuera del sagrado de las tapias blancas, la pequeña procesión que lleva en andas el féretro se
detiene frente a la fosa abierta.
Francisca cierra un momento los ojos sobre las lágrimas. Empieza a recorrer el camino desde la
salida de Bucaramanga. Y al fin, tuve que someterme. Él sometía, él dominaba. Pero qué tierno, qué
amoroso fue, cómo supo hacerme olvidar las cosas amargas. Yo fui reina en Montebello, los que
trabajaban con él lo sabían, lo entendían los que llegaban a buscarlo. ¡Cómo era de grata la casa bajo
las ceibas! Y cómo era de hermoso recorrer a las cinco de la tarde el camino, viendo por los huecos
de los árboles el cielo azul. Han sido pocos años. Él quería que el niño fuera su heredero; confiaba
más en lo que iba a ser que en el destino de los otros.
Me quería. Sí, me quería. Me llevó a Alemania, en ese último viaje. Me cubrió de sedas, de
joyas. Todavía podía hacerlo entonces; pero parecía que tendría que ser la última vez, porque ya los
tropiezos de la quina empezaban a afectarlo, iban minando su patrimonio como minaron
definitivamente su vida.
No fueron muchos años los que pasamos. Pero yo aprendí a quererlo, y él a mí. Y supo
despertar mi sexo. Yo lo deseaba, lo gozaba, ¡mis noches con él fueron tan hermosas! Parecía
infatigable, él, risueño y pelirrojo, cuando yo me desplomaba, ya sin fuerzas, al alba. Todavía era así
en los últimos tiempos, cuando ya el alcohol lo dominaba; y desde la primera vez, en el camino,
cuando él volvió a Bucaramanga a buscarme. Yo era virgen, Cecilio Sánchez no pudo tenerme. Y esa
primera noche en la posada, en el único cuarto separado, me arrancó las ropas. Recuerdo mi
impresión cuando lo vi desnudo, con el miembro arrogante erguido, avanzando sobre mí. Y luego mi
dolor, las gotas de sangre, y sobre ese mismo dolor, todo el placer del primer espasmo.
Cuando me trajo a Montebello, vino el problema de la quina. Él luchó mucho. Viajaba
continuamente a Bucaramanga, al Socorro, a Bogotá. A mí me dolían esos viajes, porque sabía que
donde encontrara una mujer se acostaba. Eso era más fuerte que él. Los viajes fueron inútiles; la
quiebra se fue acercando. En un momento pensó en que nos fuéramos ¿pero de qué le servía? Él
quería ya esto; no era fácil que se arraigara en otra parte. Yo no sé si rematarán Montebello. Me
saldré con mi hijo, a esperar… a esperar no sé qué, porque todo se queda muerto.
Empezaron a caer en el hueco paletadas de tierra. Las gentes se miraban. Ella estaba atrás,
todos sabían que era la nueva moza de Lengerke; aunque el cura no estaba allí para condenarla, desde
la casa cural en la cual se paseaba como un león de remordimiento, debía estar maldiciéndola.
Francisca, Francisca, todavía con aroma de cama y tentación.
Al llegar a Hamburgo, en la más costosa de las posadas, la había llevado a rodearle el cuerpo
desnudo con las telas magníficas, con las sedas francesas, con los encajes de Malinas, mientras diez
o veinte dependientes le ensayaban las botinas inglesas. En el París derrotado, después de Sedán,
ella había aprendido de sus labios lo que eran las lorettes, y una noche con él, había presenciado la
exhibición de un grupo al natural, de loretas desnudas, haciendo el amor para recreo del alemán y de
su compañera. En París habían recorrido los sitios del gran mundo, al lado de los del demi-monde.
Todavía con los rastros del segundo Imperio, de la Comuna, de la humillación de Sedán, la ciudad
seguía resplandeciente, inolvidable.
Aquella primavera romana, donde todo se había olvidado, entre los fantasmas de los
carbonarios y las glorias de las cantantes operáticas. Francisca suspiró, recordó que también todo
aquello se le había alejado, se le había ido de las manos. Lengerke, a pesar de estar a sus anchas en
ese mundo, de llevarla de la mano para evitarle cualquier tropiezo, había estado siempre en aquellos
seis meses echando de menos el calor de Montebello, el caimán del estanque, el piano vacilante para
el cual, donde podía, consumía nuevas partituras. Todo aquello, volvió a pensar Francisca, tras de
los ojos nublados. Los jardines de Villa Borghèse, las casuchas malolientes del Trastévere, las
italianas arrogantes, los italianos conmovidos, con la sombra guerrillera a las espaldas. El recorrido
a Florencia en el coche, en el cual Geo había resuelto hacer el amor atravesando la campiña italiana,
con el resultado de que llegaron al clímax cuando el coche se detenía en un pueblecillo para esperar
que incorporaran un carro volteado, y como para ver el campo no habían bajado las cortinillas,
habían tenido que terminar su ceremonia ante los ojos asombrados de signoras y truhanes, mientras
él, enfurecido, golpeaba el techo para que el postillón continuara, y ella trataba de bajar a su sitio los
metros de faldas recogidas. En aquel viaje, él había hablado mucho. Poco a poco, en el lento
recorrido del Weser, había surgido su infancia: el castillo del príncipe se había convertido en una
fuerte casona campesina sobre el río, los cotos de caza eran los prados y bosques comunales. Geo no
había querido ver a ningún pariente; sólo a la madre, en una visita a la cual Francisca no asistió.
Quedaban, en el recuerdo, el mocetón arrogante, que buscaba un camino en la vida por entre las
mujeres, y en las sombras de las tabernas; el hombre joven a quien sofocaban los oropeles del
absolutismo, la disciplina férrea, que todavía recordaba las palabras del viejo Humboldt, a quien
había visitado un día en Berlín, un año antes de su partida a América, con la curiosidad de conocer
una estantigua, para hallar un viejo sólido y aislado, cortesano burlón de un rey tocado de locura,
escarmentando un pasado con el mundo en las manos, hablándole de libertad y de revolución
francesa, contándole que los países de América estaban destinados a realizar la libertad, a crear
otras formas de Estado, y que todo ese continente era verde, de un verde indecible, de un verde
inimaginado. Cuando había muerto el viejo, rodeado de su nimbo de superhombre homosexual, hacía
tiempo que Lengerke estaba en América, descubriendo dos cosas: que el verde del continente era en
verdad increíble, y que los principios liberales seguían siendo todavía la más hermosa de las
quimeras, aunque ya hacían vivir esos nuevos países.
Francisca recordó el viaje a Nápoles, el misterio de la ciudad apiñada bajo el Vesubio
humeante, las excursiones a Pompeya y a la gruta azul de Capri; la roca del resentimiento de Tiberio,
la magia de los pueblecitos costeros. Y luego el mágico regreso hacia Alemania, la paz sedante de la
Umbría, el seco orgullo de Ravenna, la húmeda majestad veneciana. Al llegar a Milán, —todo el
viaje en una Italia intranquila— habían decidido detenerse a descansar. Había dos memorias que
embellecían todo aquel recorrido esplendoroso: la una, en la visita de San Pedro en Roma, cuando
subieron a la terraza de la Catedral. Toda la gloria de los emperadores romanos, del Renacimiento,
de la Italia romántica, se encontraba a su frente, a las once de una mañana triunfal. Estaban a los pies
de un inmenso apóstol alado, gigantesco pájaro de piedra, y por la vasta terraza circulaban oleadas
de visitantes. Sin embargo, Lengerke la tomó, le levantó la falda y la poseyó bajo las alas del apóstol
San Lucas, bajo el cielo glorioso y ante la ciudad ilustre. Francisca no sabía si les habían visto; lo
que solo recordaba, era su temor inicial, y luego el placer inmenso que nada podía detener.
La otra, recorriendo en Milán las ruinas del Castillo Sforzesco en una tarde transparente, de aire
rosado que parecía desprenderse de las piedras góticas. Iban caminando por entre las ruinas. Parejas
se perdían entre los jardines. A veces alguien los miraba, al hombre maduro y la mujer joven. Como
hablaban de tiempo viejos, y él le relataba historias de sus últimos años de vida alemana, todavía
con la embriaguez del vino de Orvieto, ella le escuchaba y le preguntaba con curiosidad infantil. De
pronto él se detuvo, le tomó la cara en las manos y la besó.
—Tú me has dado lo que yo perseguía.
Siguieron caminando en silencio, y ella sintió esa plenitud que ahora, a su pesar, la invade
también ante el féretro.
Ahora empieza la soledad. Irse a otra parte, viuda sin boda. Nada la retenía ya. En el momento
en que el cuerpo de Geo desapareciera en la tierra, nada más tendría que hacer allí. El día anterior,
la llamó para pedirle agua; la sed era su fantasma cruel. Ella le miró en el lecho, el fuerte cuerpo
derrumbado, los escombros del hombre. Allí quedaba lo que había hecho él: los puentes, los
caminos, el castillo de Montebello, extrañamente parecido a la casa de la orilla del Weser.
Quedaban, esparcidas por la región, las casas de sus colonos, que ahora se apretaban en torno al
ataúd. Francisca se apoyó contra la pared del cementerio. Ni siquiera tierra bendita; el cura no lo
había permitido. Pensó a dónde iría esa tarde. No volvería a la casa. Uno de los alemanes leía en su
idioma extranjero, unas plegarias, mientras el ataúd descendía a la fosa. Todavía el sol duro caía con
violencia sobre las cabezas inclinadas.
III
IV
Luitpold Faudel cerró el libro de oraciones, que por primera vez había salido de su baúl ese
día, desde que viniera de Alemania quince años atrás. Miró el ataúd, que iban recubriendo
lentamente las paletadas de tierra, Lengerke. Recordó entonces cómo él había llegado al pueblo con
su padre, cuando tenía dieciséis años; los primeros días se alojaron en la casa de geo, mientras el
padre de Luitpold iniciaba su trabajo. Luego vino el aprendizaje de español, mientras estaban en
condiciones de trabajar. Una mujer joven fue quien aceptó darle las lecciones; María Rosa, que fue
su profesora de español. Faudel recordó cómo los cinco años que ella le aventajaba no fueron
obstáculo para que comenzara una tremenda pasión. Ella era virgen y celosa de su virginidad, que
conservaba para un eventual matrimonio; pero esto no impidió que la pasión fuese grande, y que
María Rosa fuese además profesora de erotismo del joven alemán. Faudel recordaba las horas de
caricias interminables, acostados uno al lado del otro, con la espada del honor al medio. Recordaba
la amplia casa, los oscuros salones, la soledad de los patios, el solar lleno de árboles donde se
refugiaban; las piedras recubiertas de musgo, el sol brillante de las cuatro de la tarde, el mismo sol
de ahora. Recordaba los días de campo, aquel en que atraparon vivo un conejo, y María Rosa
empezó a tocar el sexo del animal para saber si era macho o hembra, después de acariciarlo a él lo
mismo, y le tomó las manos y se las llevó sobre el sexo palpitante del conejo y luego lo hizo tocarla
a ella, y tomó al conejo trémulo por las patas y le estrelló la cabeza en una piedra. Aquel día,
recordó Faudel, Lengerke se fijó en ella por primera vez; con la misma punzada de celos recordó
cómo la miraba el pelirrojo; y María Rosa seguía siendo virgen y no se le entregaba a él, y recordó
el día de aquel paseo en que llegaron a caballo hasta el río, y se desnudaron y se bañaron, y luego se
acostaron a acariciarse agotadoramente, y finalmente hicieron un bulto con las ropas, y montaron
desnudos a caballo, y recordaba cómo ella le había dicho qué excitante era la caricia del pelo del
animal en su sexo desnudo; y regresaron al río, y se bañaron otra vez, y se vistieron y regresaron a la
casa de la hacienda. Los padres de ella no habían llegado, pero estaba Lengerke. Luitpold se durmió
de cansancio, y cuando despertó oyó en el cuarto de al lado risa y besos sofocados, y al mirar por el
ojo de la cerradura descubrió que eran María rosa y Lengerke acostados; y después se dio cuenta de
que el pelirrojo sí había tenido la virginidad de ella. Desde entonces nunca lo quiso, lo odió
calladamente, y quiso dejar a María Rosa pero la deseaba tanto que acabó casándose con ella y
entonces sí la tuvo cuanto quiso, pero cada vez que llegaba Lengerke a Zapatoca, Luitpold tenía el
temor de que ella fuese a ponerse bajo su espuela, a pesar de todo lo que él, como marido, hacía para
satisfacerla. Nunca pudo dominar su desconfianza, y el mal sabor que le daba verlo llegar,
espléndido y seguro, por las calles del pueblo. Y ayer que supo de la muerte pensó que por fin había
descansado, y con una salvaje alegría se ofreció para leer el oficio de difuntos, cuando el cura no
aceptó enterrarlo. Luitpold levanta los ojos del libro en que ha leído, en voz monótona, las palabras
en alemán. Continúa la lectura. Al fin estás ahí; a pesar de que eras ya viejo, ella seguía esperándote,
te necesitaba. Todo el mal que me has hecho, todo lo que me has causado de infelicidad está saldado,
Geo von Lengerke, en nombre del Creador vuelves a la tierra, y dejarás en paz a María Rosa, que
ahora sí queda para mí solo, y un día estrellará contra las piedras mi cabeza de conejo.
El momento en que la patria tiene más importancia, más sentido, pensaba Robert Werham,
Director-Inspector de Caminos de Santander, es este del entierro. A mí seguramente va a pasarme
como a Lengerke, voy a morirme en tierras extranjeras sin tener siquiera una piedra de mi ciudad que
me sirva para apoyar la cabeza. Con algo peor: que por haberle aceptado al General Wilches esta
Dirección de Caminos, no voy a tener tampoco tres varas de tierra extranjera para ser enterrado.
Demasiado concentrado en la vida para pensar en el más allá. Pienso que para él la vida se
acabó con el último acto vital, este de la muerte; así vivió, y así será juzgado. Se medirá su poderosa
capacidad de hacer dinero, su honradez en la acción; creo que Lengerke no cometió traiciones, al
menos mientras yo lo conocí, y si descontamos los líos de faldas. Demasiado impetuoso; pero pienso
que el que en estas tierras no lo sea no podrá abrirse camino. Buena parte de mi tarea ha sido la de
inspeccionarlo a él, la de pasearme por la red que se desprende de Montebello. Era curiosa su
concepción del camino, toda la teoría humana en que apoyaba su trabajo, su desarrollo; cuando le
argumenté yo que su idea de las vías era medioeval, y contradictoria con sus convicciones liberales,
como lo fue a veces su conducta en las guerras, me contestó:
—Sí, es un procedimiento feudal, que sustituye al colonialista. Esta tierra que acaba de
independizarse no soportaría un colonialismo abierto como hacen los ingleses. En cambio, el
feudalismo nace del país, de la tierra, y a través de ese feudalismo lo estoy llevando a progresar.
Verás, agregó en broma, cómo dentro de cincuenta años o de cien van a reconocernos el espíritu
progresista. Si no nos apoyamos en el feudo, no vamos a lograr sacarlos de la edad media. Además,
agregaba, tener castillo y vida feudal me satisface. Lo oigo reírse como en muchas madrugadas de
alcohol. Sospecho que era consciente de que se destruía, con un suicidio inconfeso, porque él mismo
sabía que su imperio estaba limitado; el Rey Extranjero. Ser extranjero es una actitud propia, que
Lengerke no tenía. Y la actitud de los santandereanos no era la de considerarlo extranjero; lo
consideraban equiparándolo a alguien excepcional, por ello le llamaban Príncipe. Pero estaba solo
en lo más íntimo; otra cosa es que eso lo complaciera. Solo en el caserón de Montebello, solo en
medio de sus cuadros y sus estatuas; solo con sus propios recuerdos y con su guerra permanente, las
quinas y la guerra civil; guerra por su revolución, el comercio en su exacto sentido de guerra. Por eso
supo adoctrinarnos a los alemanes que vinimos y que fuimos siempre un grupo compacto. A la vez,
nos daba su lección humana de fraternizar con los de aquí. Y creo que hemos sabido seguirla.
Todo eso derivaba Geo de su concepción humanística del camino; sólo que esta tarde todos sus
amigos hemos venido a saber que el punto final de los caminos no era Montebello sino su propia
tumba.
En la forma de manejar a los presos cuando los utilizaba en la construcción, se notaba cómo
concebía el camino, y cómo valoraba el trabajo humano. El pueblo de Infantas vino a ser una
comprobación: el hombre debe ser completamente hombre para que dé todo su trabajo. Yo he visto
todos los caminos de Lengerke; he pasado por sobre los inmensos peldaños de piedra, he medido
cómo se iba adosando a las depresiones naturales, cómo contorneaba las montañas. He visto las
arriesgadas pendientes que emprendía, barridas por el viento y el agua de invierno. Cuando se mira
uno de esos caminos desde la cima de las montañas, se ve la gran concepción de utilización de la
naturaleza, tomada con hábil maestría de los caminos españoles, rectificada a veces, corregida en
otras. Y andando el camino, recorriendo las posadas que conservan el lejano sabor español,
recorriendo los tambos, encontrando las caravanas de carga, las cabalgatas de viajeros que llevan
todos los especímenes de la vida humana, se entiende por qué los caminos para Lengerke eran parte
del hombre. Recuerdo haberle oído muchas veces escandalosas aventuras, humoradas, nostalgias,
que referían cómo el mundo se comentaba y se repetía en la posada. Alguna vez me relató la noche de
bodas de un galán de Piedecuesta, en una posada de la Mesa de los Santos, en la cual, gracias a su
estado, consiguió el único cuarto con puerta; pero como la puerta era mal ajustada y de delgada
madera, todo el pasaje que demoraba en la posada participó gozosamente de la toma de posesión de
la novia, de sus gemidos y su sacrificio. Quedó, me decía Geo, mucho más casada que todas.
Recordaba los encuentros con hombres políticos, con militares y con curas. Me decía que nunca
había una posada en que no se encontrase con un cura. En la posada del camino a Pamplona, había
encontrado una biblioteca de libros en inglés y en francés, sujeta al polvo y la intemperie, y en la
cual se encontraban las obras del Vizconde de Chateaubriand, de Víctor Hugo, el “Rojo y Negro” de
Stendhal, el “Contrato Social” de Rousseau, Shakespeare, Milton y Swift. No supieron decir quien
había sido el dueño de la biblioteca; las informaciones se dividían entre un obispo que había pasado
hacia el destierro, y que viéndose obligado a seguir su camino solamente había podido llevarse su
breviario y un libro encuadernado también en piel negra, denominado La Philosophie dans le
Boudoir, de un Marqués revolucionario, Monsieur Sade o de Sade, y la otra información era que se
había recibido en depósito de un sabio inglés que se dirigía en viaje de exploración a la región de
los motilones, y había consignado los libros mientras volvía, pero ni siquiera había regresado de
cuerpo presente. Contaba también que en una ocasión, en una de las posadas se había encontrado con
la mujer-soldado, la coronela Clemencia Celis, que solamente aparecía en las guerras civiles y
después, herida y maltrecha, desaparecía; en aquella ocasión iba a reunirse en Pamplona con su
ejército, pálida coronela vestida de uniforme, más hombre que mujer hasta caída la noche, cuando
todos oyeron el amoroso rumor de su boda transitoria con el sargento que la acompañaba. Por la
mañana Lengerke pudo escuchar sus portentosos relatos de hechos de armas y su silencio desdeñoso
cuando le preguntó qué hacía en época de paz.
Aquí donde tuvo sus amigos, sabía que moriría. Si un hombre sabe dónde va a morir, se arraiga
más a la tierra. Y él lo supo en el momento en que después de su último viaje vio cómo el imperio se
le derrumbaba, cómo poco a poco las piezas del engranaje cobraban independencia unas de otras,
cómo todo empezaba a cambiar en lo político, aproximándose a la derecha, saturándose de fragancia
clerical, rompiendo la idílica quietud de las tierras con estremecimientos de sujeción y de barbarie.
Cuando ya se le había derrumbado el imperio le vi varias veces. No había cambiado su actitud
arrogante. Andaba como un gran señor desposeído, refugiado más frecuentemente que antes en la
bruma azulada del alcohol. Más que de enfermedad se murió de fracaso, de frustración, de
desencanto; se murió del mismo deterioro que empezó a roer pacientemente los muros del castillo.
VI
La gente congregada en torno a la fosa abierta, pensó el padre Alameda, está tan quieta como las
casas de la ciudad en torno al cerro donde está el cementerio, desde donde se ven allá abajo, mansas
y juntas, ahora que el sol a la distancia perfila las lomas calvas.
Pensó que hacía casi treinta años había salido huyendo de Bogotá, cuando el congreso de
mayoría gólgota renunció al patronato. Fueron aquellos días de hermosa política, como la amaban los
radicales, con complicaciones y aleteo de sotanas. Nada más curioso que la ingenua exclamación del
presidente Obando en su posesión, previniendo al país contra el peligro de abandonar el patronato:
“¿No habrá peligro en entregar desamparada a la iglesia granadina cuyas libertades deben sernos
caras, puesto que a ella pertenecemos, a los dictados más o menos caprichosos de la Curia romana?”
Esta expresión, que se reputaba de sincera preocupación, causó el retiro indignado del Legado
apostólico Barilli, y la natural confusión entre los curas, que fue transmitiéndose, como con las
señales de humo de los indios, por todas las latitudes habitadas del país.
Aplaudió con vehemencia, y su reacción contra Roma había llegado a oídos sagrados. La
respuesta fue rápida, alguien le mencionó que tal vez en ese momento los aires de la región le eran
poco saludables, y el cura pasó algún tiempo de parroquia en parroquia, hasta que un buen día supo
dónde estaba Lengerke, y vino a visitarlo en Corregidor luego de años de errar de nuevo, hacía tres
años había llegado a Montebello. En su primera visita a Corregidor, había tenido el privilegio de
iniciar el santuario del “Señor del Barzal”, que dignificó la palabra. El “barzal” era para Lengerke el
monte, el objeto de su conquista, y le asociaba con el Señor de los Milagros que le había salvador de
su naufragio, a pesar de que en la jerga de los contrabandistas y destiladores clandestinos, el
“barzalero” era el aguardiente ilegítimo.
Curado de espantos, su paternidad don Jerónimo Eudoxio Alameda se sentía harto aliviado de
no tener que oírle en confesión. Bajo la influencia del Bordeaux o del Bourgogne, las opiniones
volterianas del abate, reo confeso de enemistad con la curia, hacían reír a Lengerke:
—Bueno, padre, ¡consígame diez como usted y me vuelvo católico y hasta tomo la sotana!
De todas maneras, decía el alemán, era conveniente tener cerca un hombre de religión; eso daba
respeto y era grato si se trataba de un inteligente, como el padre Alameda. La virtud que tenía el cura
de desaparecer a tiempo, la consideraba impagable el alemán, que en las primeras épocas (y todavía
se acordaba de la Nodier), había tenido graves embarazos con el ensotanado. Pero el hombre era
discreto, filosóficamente paciente. Durante la guerra de 1854, poco antes de aparecer en los predios
de Lengerke, hizo el cura un azaroso viaje desde Tunja, para traer un mensaje de los gólgotas de allá
al ejército que se formaba en conexión con el general Collazos. Estuvo a punto de que lo mataran
varias veces, en emboscadas y combates. Llegó, nadie sabía por qué, acompañando a una viuda que
con sus dos hijos venía huyendo de la guerra y buscando segundo marido. Justo es decir que aunque
el padre Alameda era hombre maduro, de grandes energías, nadie quiso pensar mal a pesar de
tratarse de tiempos de guerra.
Mientras recorría los rostros presentes, el padre se vio en lejanas épocas, diciendo su misa y
consumiendo lecturas que le aportaban memorias de la amada Europa. Dentro de su buena biblioteca,
parte en francés (que aprendió en dos años pasados en Francia y Bélgica, en la universidad antes que
en el seminario), figuraban los autores prohibidos: Sue, Dumas, Víctor Hugo. Había capítulos que
conocía de memoria, como aquel de “Un corazón bajo una piedra”, de “Los Miserables”; pero sabía
igualmente el capítulo de Waterloo en la parte de la ilustre exclamación del Cambronne: “Mierda, la
guardia muere pero no se rinde”. Gozaba cuando en reuniones discretas podía declamar la frase. En
Montebello, en uno de los paseos en que acompañaba a Lengerke, estuvo a punto de ser alcanzado
por la flecha que un indio disparó en la espesura, y antes que el alemán, que no era torpe, atrapara al
salvaje, ya el cura lo tenía dominado. Pero pensó siempre que no tenía disposiciones ni arrestos de
aventurero, que prefería quedarse tranquilo y cuanta más paz le dejasen mejor, para gozar de sus
libros y llevar una vida apacible, a la cual Lengerke contribuía discretamente. Entre los dos había
nacido una amistad de solitarios que se respetaban. Lengerke, por más mujeres que sedujese y
llevase a su lecho, era solitario de su poder, codicioso de él. En su compañía se podía estar solo,
como el padre Alameda también podía perderse en su aislamiento, y allí tampoco Lengerke debía
fastidiarle. En ese respeto estribaba el secreto de su amistad.
Ahora, el padre Alameda recuerda nítidamente cuando conoció al alemán, a bordo del vapor
“Honda”, a su regreso de Europa, con la presentación de las señoritas Santa Cruz. Recuerda a
Madame Nodier, el escándalo de sus atenciones a Lengerke y su viaje con él en el champán. En sus
regresos encontraba al alemán siempre cordial y afectuoso, casi como si no hubiese sotana
interpuesta entre los dos. En el tiempo en que por la situación de los clérigos Alameda tuvo que
andar vestido de seglar, Lengerke le ayudó especialmente. El padre pensó que él era una de las pocas
personas que habían habitado el escondite que en Montebello existía para los fugitivos políticos. En
una ocasión debió pasar en él un mes, a cuerpo de obispo, entre buenos vinos, mejores libros, lecho
mullido y provisiones que jamás faltaban. El padre sabía cómo abrir la entrada, apretando un botón y
deslizando un pesado armario de caoba; la puerta daba a una escalera hasta una estancia escondida
en el sótano de la casona, al lado de las cavas. Siempre sospechó que Lengerke utilizaba también el
refugio para prisioneras enigmáticas, a las cuales quería tener lejos de los intrigados ojos de la
servidumbre. En ocasiones vio por un momento nada más hermosas mujeres que desparecieron sin
dejar rastro, para reaparecer días después.
El padre Alameda pensó en los caminos; pensó con tristeza en el de Barranca, prácticamente
cerrado por los indios. En su amistad con Lengerke él había sido un buen testigo de la manera como
el alemán concebía y desarrollaba cada camino. Una vez le dijo a Lengerke:
—Barón, usted contempla sus caminos como si fueran seres humanos.
Y él contestó:
—Sí padre, es cierto; puede parecer monstruoso, pero yo lo siento así; sé cuándo cobran vida,
cómo van, poco a poco, independizándose del que los crea, y sobre todo, cómo van incorporando en
ellos mismos todo el sufrimiento, toda la esperanza, toda la incertidumbre que llevan quienes los
transitan—. Pero además, pensó el padre, eran obsesiones que iban creciendo dentro de él. Se le
volvían imperativos de conciencia, luchaba ferozmente para realizarlos.
Continuó maquinalmente el rosario, mientras la tierra continuaba cayendo. Miró hacia abajo.
Está bien concebido este cementerio, aquí no se desciende, se asciende a la última morada, al
camposanto. Cuando empezó la catástrofe de la quina y el barón aumentó su destructor consumo de
alcohol, traté de apartarlo de su tragedia. Pude hablar mucho con él, más que antes.
En esos días me mostró aquel comienzo de Memorias, unas pocas páginas. Cuando las leí le
dije:
—¿Barón, usted tiene el propósito de dejar siempre viva la ambigüedad de su vida? Tal como
va ese escrito, nadie va a saber por fin cómo fue su venida, cuál fue la causa de su viaje—. Él se rió,
y me dijo:
—¿Padre, no cree usted que es más hermoso que siga floreciendo la leyenda? Unos dirán una
cosa, otros otra; y seguramente todos tendrán razón. Yo vi que se moría; que buscaba la aniquilación
del alcohol. Sus últimos meses fueron crueles y desesperados; trataba de vivir como había vivido
siempre, sin lograrlo. Pero luchó hasta el último momento. Luchó contra su ruina, en defensa del
imperio que iba haciéndose pedazos en sus manos. Luchó contra Cortissoz, contra el gobierno de la
Unión, como había luchado contra los indios, contra los enemigos económicos, contra sus propios
recuerdos.
El padre Alameda pronunció el amén, y guardó su rosario. Hizo un breve signo de la cruz sobre
la tumba fresca, y con la cabeza baja se dirigió hacia la plaza, se sentó en uno de los bancos a la
sombra del caobo, y extrajo un papel de su faltriquera:
“Un dolor, un leve dolor en el costado derecho, que se engrandece, que se multiplica hacia el
norte y el sur, que procede gritando por los caminos y se extravía en el manso verde de la abundante
selva. Aquí, en la ventana de Montebello, desde donde en una época pude cazar los tigres que ahora
veo pasar, tigres enemigos, entre la multiplicación de los pesares, la turbia ola de las angustias
obsecuentes. Como un mar de lodo, crece el futuro; los odios están sueltos, no los he dominado. Miro
hacia atrás todo lo que he querido hacer. Todo está aquí, hay cosas que no podrán borrarse, que ni los
gobiernos ni las mesnadas de serviles ni las arrogantes mujeres olvidadas, ni las que se tienen o se
recuerdan, podrán acabar. El tiempo reduciría a ruinas esta casa; pero la gente seguirá andando los
caminos, puliendo las piedras, hasta que un día no habrá memoria de mi nombre, y el camino seguirá,
se transformará, será otra cosa que yo he hecho nacer.
“Hay épocas de la vida en que no andamos, en que nos arrastramos como se arrastra mi mano
sobre el papel miserable, con el irrefrenable impulso de delatarme. No sé para qué escribo. Y, lo que
es todavía más grave, no sé para quién estoy escribiendo. Tal vez alguien un día lea esta memoria,
para que se dé cuenta de que en mi vida reposan cosas que viví solamente para mí. Cada hombre es
un cementerio de recuerdos. Si se pudiera saber bien cuáles son, ellos lo identificarían de manera
implacable. Seguramente por eso he sido siempre tan cuidadoso de no traslucir lo que había dentro
de mí, para que mis enemigos no tomaran esa ventaja.
“Treinta años en Colombia. Salí de Alemania en 1852. Los motivos secretos de mi evasión
fueron afortunados. Una mujer y unas convicciones políticas. Irina; su ancestro era ruso, pero su
familia era de Bremen. Se había casado muy joven. Su relación conmigo fue, sin duda, su primer
adulterio. No podría yo decir otro tanto, pero sí debo puntualizar que la pasión llegó a profundidades
desconocidas. Parece ser que hay un momento de la vida —los poetas lo llamarían el éxtasis— en
que el amor por la mujer (concentrado en una mujer determinada), rebasa todas las posibilidades del
control del hombre, y lo hace incurrir en errores (yo no los llamaría líricos, sino épicos). Porque la
deslealtad es un error. Y aceptar la deslealtad como base de una relación es un error aún más
considerable.
“Con la pasión amorosa se mezclaba de manera entrañable la pasión política. Cuando llegaron a
Alemania los vientos del 48, la onda liberal (que es sin duda la que coincide más hermosamente con
la onda amorosa, por la desmesura de la generosidad), yo era, a un tiempo mismo, el enamorado que
se jugaba una vida que tenía en poco aprecio, y el conspirador que buscaba una Alemania mejor.
¿Acaso nuestro amor fue descubierto? No lo sé; pero una noche, en que me encontraba bebiendo en
una taberna de Bremen, irrumpió el marido burlado, que a la vez ocupaba un cargo importante en el
gobierno de la ciudad, y era un doloroso monarquista. Sospecho (y en ello coincidieron mis amigos),
que el descubrimiento de nuestros amores, si lo hubo, obedeció a la sospechosa vigilancia de la
policía secreta contra el grupo de conspiradores, o que, en realidad, el amor no se descubrió, y
simplemente fui una engañosa víctima política. No lo supe nunca, jamás he llegado a saber cuál de
las dos circunstancias fue la determinante de mi exilio. Me provocó a duelo, que yo acepté sin pedir
explicaciones, asumiendo la razón eventual, cualquiera que fuese, y aquella madrugada quedó
tendido en el gran bosque de pinos sobre el Weser.
“Curiosamente, al llegar a la ciudad supe ya que se me perseguía, cuando aún se ignoraba la
muerte del marido, celoso de un hombre o de sus ideas. Mi padre, que tenía el gran mérito de no
titubear en esos casos, organizó la fuga. Era imposible embarcarme en Bremen, porque la vigilancia
era estricta. Tampoco pude despedirme de Irina sino con una carta desgarrada. Una bolsa de monedas
de oro, unas lujosas cartas de crédito preparadas por los banqueros amigos de mi padre, fueron el
equipaje inicial del hidalgo de Dohnsen-an-der-Weser. Para huir tomé el camino del Sur, que a través
de los románticos principados y las cortes de juguete me llevó hasta Praga. Son hermosos mis
recuerdos de Bohemia, tanto que demoraron mi partida. Yo aún no sabía entonces a dónde ir;
finalmente, recordé una lejana conversación con el Barón de Humboldt, sobre los países que había
visitado. Por eso tomé el rumbo de la Nueva Granada. Aquí llegué sin amigos pero con dinero, y
empecé a buscar el sitio para trabajar. Hice viajes penosos por el río, por los caminos de los
españoles, hasta llegar por fin a Santander. Las mismas montañas que aprendí a conocer
estrechamente me abrieron los ojos sobre los caminos. Y despertaron el sueño de mi conciencia
dormida; Santander. En uno de estos montes ha surgido el castillo”.
El cura levantó los ojos. Luego recorrió la nota final: “Padre Alameda: Escribí esto sin saber si
alguien lo leería. Pienso que usted lo comprenderá. Es curioso, pero no sé decir más sobre mi propia
vida. Su amigo, Lengerke”.
El cura movió la cabeza. La gente del entierro venía desfilando lentamente hacia la plaza. Las
pocas palabras de la confesión cerraban definitivamente la puerta. La misma contención de lo que
decía las hacía extrañamente patéticas. Lengerke había muerto sin revelar el enigma, dejando un
castillo, una mujer sollozante, un imperio que se iba por los mismos caminos que confluían a él.
El padre siguió, devanando sus recuerdos confusos, sin épocas precisas, a veces sin sentido.
Pero la imagen se presentaba, nítida. Recordó la historia del puente: llegaba la expiración del
contrato del paso de los Ruedas, y Lengerke tenía el temor de que la Asamblea del Estado no lo
prorrogase, a pesar de la actitud favorable del gobierno. Si esto sucedía, se perdería por muy pocos
días el contrato. Era cuestión de orgullo. El alemán hizo traer entonces diez barriles de aguardiente, y
una semana antes, cuando todo parecía perdido, invitó a una gran fiesta a los trabajadores del puente
y de todas las haciendas y aldeas cercanas. Vinieron también muchos señores de Zapatoca. Los
emborrachó a todos, y se emborrachó él mismo. Y en un esfuerzo gigantesco, todos los convidados
duraron tres días poniendo tablones, martillando, sudando, sosteniéndose sólo con aguardiente.
Cuando cayeron exhaustos, el puente estaba terminado, y Lengerke lo recorrió con un inmenso
martillo, remachando los clavos. Asegurado el último, durmieron hasta el día siguiente, en que el
alemán cabalgó hasta el Socorro, para dar la noticia del puente concluido tres días antes de expirar
el contrato. Regresó a prepararlo todo para la inauguración. La vida de Lengerke no es solamente lo
que hizo, piensa el padre Alameda, sino lo que era capaz de hacer. Podría haber sido una de esas
estantiguas que en las catedrales góticas recuerdan a los que las construyeron. Y seguramente fue
constructor de catedrales. Eso tampoco lo hemos descubierto.
El barón Lengerke. Nunca dejé de darle ese título, nuca fui capaz de desconocerle la nobleza
que ante todo provenía de la calidad de sus cojones rayados como piel de tigre. Él mismo no tenía
clara conciencia de su propósito cuando llegó a América. Lo vino a saber después, con el toque de
las adversidades. Dicen muchos que fue simplemente un aventurero más, ansioso de poder; para mí
fue mucho más que eso. Un liberal perdido en la selva tiene siempre, como todo humano, el riesgo de
derivar hacia cualquier centro de poder que le proporcione subsistencia, pero si busco en sus actos
cuáles fueron sus propósitos, hay algo que no logró cuajar, algo que no logró reducir a existencia
material: Lengerke fue un utopista. Se me antoja que la creación de la comuna de Montebello, la
importación de alemanes, tenía algo de hermosa utopía que él quiso ver brillar. En los trabajos, en
los esfuerzos, en la diaria lucha de abrir paso, los deleites utópicos puros y vírgenes se mezclan con
la tentación lasciva del poder feudal. En la misma forma como ninguno de los grandes prohombres
granadinos de este siglo XIX ha sido el exponente puro de la doctrina liberal, salvo (¿tal vez?)
Murillo Toro; los que menos, pecaron en su momento de proteccionistas. Al fin y al cabo, los
sistemas, según donde se apliquen, adquieren el sello inconfundible del lugar.
Lengerke fue utopista, como fue carbonario en Alemania y masón en Colombia. Propagador de
la luz, Caballero innumerable, en su momento debió tener las riendas secretas de la masonería,
aunque no se sabe por qué no hubo mandiles en su entierro. Y como lo era todo, y de todo, porque el
medio salvaje así lo reclamaba, fue tahúr. Todavía se recuerda cuántas veces jugó mujeres a las
cartas, para devolverlas después, o para regalarles a ellas mismas su propia libertad.
Para mí, Lengerke por sus características humanas viene a ser una encarnación del siglo
colombiano, más que del alemán, por todo lo que trajo, y cuanto asimiló. En sus juergas de
Montebello, en las largas noches del Club de Soto, nadie habría podido sostener que era un
extranjero. Tenía de Alemania todo aquello que absorbían ávidamente los colombianos, y tenía a la
vez, adquirido en el barro, en el sembrado, en el camino, aquello que más distinguía lo que era una
nacionalidad en formación. Me sorprende que no hubiera peleado en las guerras; o mejor dicho, que
no lo hubiera hecho abiertamente. Porque vivía felizmente todas aquellas cosas que eran el motivo o
la explicación racional de los pronunciamientos.
Este siglo ha representado para Colombia cosas contradictorias: la independencia de sus clases
altas, que paradójicamente se traduce en la consolidación de la vida feudal. Un hombre como
Lengerke puede ser progresista y feudal a la vez, porque en Colombia la edad media quedó larvada,
y por encima de ella se fabricó la catedral gótica de los derechos humanos, de la santa república.
Ellos mismos, los pensadores, los escritores, los que hacen las constituciones, se dan cuenta de eso.
Pero es un país aparentemente libre y reconocido, al cual de vez en cuando golpean leve o
bruscamente los grandes imperios.
Y Lengerke siguió con su utopía. Montebello es como Icaria, como la isla de Tomás Moro,
colinda con el falansterio. Montebello ha muerto con Lengerke, porque era su fuerza, su deseo de
creer lo que lo sostenía. Un día se hundirá entre las llamas del poniente, y todo quedará como si
jamás hubiese existido. “Ese lugar no existe”. Utopía. Pero quedarán vivos, como arterias, como
rayas de la piel del tigre, los caminos que llevaron a él.
VII
La caja de música que un niño hace sonar a destiempo, a las doce del día, parece tocar
confusamente la música de “Golondrinas de Austria”. Sobre el atrio de San Laureano se derrama el
sol riguroso, idéntico al trabajoso “sol de justicia” de los lejanos españoles. El pregonero,
circundado de los magros atambores, se detiene solemnemente, de cara al mango de la plaza. Algunas
personas se acercan, otras miran desde lejos sin alcanzar a oír el bando ordenado para la lectura del
decreto del presidente del Estado Soberano, que fue enviado a Bucaramanga por un propio que llegó
a matacaballo, y debe estar leyéndose ahora mismo en Zapatoca y en Girón.
A grandes pasos que medían el viejo salón de la casa de gobierno del Socorro, el general
Wilches dictaba el decreto a un amanuense:
“El Presidente del Estado Soberano de Santander, Considerando:…”. En la consideración del
decreto van quedando envueltos treinta años de penalidades, de caminos, de bultos de exportación
trepados por las mulas baquianas, descendidos al puerto, los fragantes bultos de tabaco, los castos
arrumes de sombreros vírgenes. Toda la caravana pasa por en medio de los fusiles de la guerra, por
las trampas del odio, por la dura morada de los colonizadores y la tensa emboscada de los indios. El
amanuense se queda mirando por la ventana hacia la plaza, y el general tiene que repetir: “…Que es
un deber de los gobiernos tributar el homenaje de su reconocimiento a los obreros del progreso y
del engrandecimiento de los pueblos”. Cuando el general ha dicho “obreros del progreso”, se ha
quedado pensando en la nublosa Inglaterra, en una urdimbre de telares que se mueven pacientes en
las fábricas de Manchester, todos al mismo tiempo, que llenan la ciudad y de los cuales surgen las
interminables telas que se tienden como caminos sobre el mar, sobre las selvas. “Rule Britannia”: el
general, con malestar, piensa después en Bismarck, el “canciller de hierro”, piensa en la negra águila
bicéfala del Imperio Alemán que ha tenido la minuciosidad de querer doblegar a una pequeña
comunidad de América hispana. Entre tanto, el amanuense ha vuelto a clavar los ojos sobre el papel,
a recordar todo lo que le contaron de la magnífica muerte de don Geo el día anterior; se lo oyó en un
corro en la plaza a un hombre dolorido, que parecía ser su empleado, y que había traído la noticia a
la presidencia: Clodomiro Sánchez decían que se llamaba. Y qué haremos ahora, había dicho, con un
alemán incierto, con una apagada tristeza en la voz, que habían impresionado al escribiente. Qué
haremos ahora, repetía mentalmente el muchacho, con la pluma lista a recibir el dictado. La voz
militar ordenó:
“Que el caballero alemán Geo von Lengerke fue en los treinta y dos años de su mansión en
Santander, activo y perseverante sustentador de varias obras de importancia para el progreso
material del Estado, debiéndole las ciudades de Bucaramanga y Zapatoca, donde fijó su
residencia, gran parte de su mejora local y el notable desarrollo que ha alcanzado el comercio de
aquellas secciones del Estado…” El caballero alemán. Los bigotes del General Wilches apuntaron
hacia el horizonte, por encima de los rojos tejados de la plaza. El mejor atributo de Lengerke era su
hombría, su honradez de campo abierto. Otra vez se volvió a preguntar cuál sería la historia anterior
de Lengerke, qué lo había conducido a los remotos parajes de Santander. Siempre que había querido
interrogarlo (aún bajo la presión de unas copas), el alemán se había sonreído misteriosamente. Algo
dejaba entrever siempre, sin completar jamás la historia. General, el secreteo de mi fuerza puede
estar en que mi vida de antes sólo se sepa a medias; tal vez no haya en ella nada trascendental, pero
la gente, siempre, seguirá preguntándose. Sé que me han tildado de aventurero, pero luego han podido
darse cuenta de que no lo soy… El general siguió pensando. “DECRETA”. En las últimas ocasiones
vio a Lengerke derrumbado, envejecido, le pareció como si hubiera perdido su interés en todo.
“DECRETA”: Titubeó. Recordó la historia del baile del Socorro, la larga conseja de los desdenes de
Manuela Martínez; no podía creer que un hombre tan vigoroso, tan fuerte intelectualmente, se viera
doblegado por el desdén de una muchacha. Sin embargo, aparentemente era así. En su último
encuentro habían hablado largamente; pero Lengerke no estaba en sus cabales, los ojos brillantes, el
sabor pastoso de la conversación indicaban el alcohol que había ingerido. El general tenía de esa
conversación un recuerdo especial: una muchacha grácil había pasado frente a ellos. Lengerke se
había llevado la mano al ala del sombrero. Ella pasó y saludó al general, y miró a Lengerke sin
reconocerlo. Este, a modo de disculpa, murmuró:
—La confundí con Manuela, la que se casó con Puyana”. Nada más. Sin embargo, el General
Wilches alcanzó a entrever la hondura del impacto. Se quedó pensando con los ojos en la lejanía
azul. —Ella se fue como un ave de oro—, murmuró, sobresaltando al amanuense distraído. Luego,
con la voz fuerte, siguió: “Artículo primero. —Siendo motivo de justa condolencia, el fallecimiento
del señor Geo von Lengerke, acaecido en la ciudad de Zapatoca, la tarde de ayer, el Gobierno
recomienda a la gratitud de los pueblos su memoria, por haber sido entre los hijos del viejo
mundo, venidos a este país, el primero entre ellos que consagró su capital y poderoso espíritu
progresista al más alto desarrollo del comercio, de la agricultura y de varias mejoras
materiales…”
Lengerke fue excepcional. Lo habría sido seguramente en cualquier parte, pero es más difícil
serlo aquí, donde todo está siempre al borde de la frustración. Lengerke adelantó sus empresas en
medio de las guerras civiles, de las dificultades de la naturaleza, de su propia condición de
extranjero. Wilches lo recordaba, cuando llegaba al Socorro en su soberbio caballo, seguido del
numeroso séquito en el cual generalmente aparecía por lo menos una mujer hermosa. Se sonrió bajo
los bigotes. ¿No sería más bien por eso que el cura le había negado la sepultura en sagrado? Cuando
la batalla de la Donjuana, recordó el general, hace de esto ya cinco años, lo encontré aquí, al
regresar, cuando me preparaba para ir a Málaga a ayudarle a Vargas Santos. Parra me había hablado
de él, lo tenían bien engañado y sin embargo lo estimaba. Se ha muerto Lengerke. Sus intervenciones
en la vida política fueron moderadas, nunca con odio. Ni siquiera a los curas, que a veces lo jodieron
tanto. Esa última vez me dijo: me preocupa cómo están de díscolos sus copartidarios. Van a dar al
traste con todo. Hace muy poco, con la catástrofe de la quina, lo vi todavía más maltrecho. Sin
embargo, vino a decirme lo que veía. Comprendió claramente cómo no haber apoyado el golpe
contra el costeño Núñez me costaría la presidencia de la república. Por eso los liberales se fueron
con Zaldúa, a pesar de Diógenes Arrieta y el “Indio” Uribe. Pero el consejo de Lengerke fue
decisivo para que no me derrocaran de la presidencia del Estado Soberano: sea firme, general, como
en lo de la quina; mantenga su ejército. Núñez no logró lo que perseguía. Buscó en su bolsillo la
miniatura que consultaba siempre, como si fuese su reloj. La miró un momento, y volvió a su dictado:
“Artículo Segundo. —Las bandas de la fuerza pública del Estado ejecutarán una retreta fúnebre
en la plaza principal de esta ciudad, el jueves próximo, en honor a la memoria del señor
Lengerke”.
Pero Geo tenía razón. Corren vientos malos, que presagian destrucción y muerte. ¡Lástima no
tenerlo para hacer el ferrocarril! Él sí lo lograría. Y eso volvería a Santander a trabajar… La
retreta… ¿Cómo se podría lograr que la banda escogiera un programa de música que le hubiera
gustado a Lengerke? ¿quién podría darlo? Tal vez alguno de sus amigos de Zapatoca, que le oían
tocar el piano; o en Bucaramanga. Pero si alguien lo sabe en Bucaramanga, es Manuela, y no sería
del caso preguntarle. Vamos a terminar tocando música marcial, que es lo que sabe esta gente. Cerró
un momento los ojos, y vio el desfile de las tropas con atavíos de parada, el caracoleo de los
caballos, el fulgor de las espadas, las sonrisas de las mujeres en los balcones. Lo había visto él.
Alguna vez Lengerke le decía, general, usted goza entrando a una ciudad con ejército. Sí, Lengerke, le
había respondido, gozo como si fuera a la cabeza del ejército libertador. Es el único momento en que
el ejército tiene la plenitud de la gloria en la mano, salvo cuando queda registrado en los libros de
historia El ejército del Estado Soberano contra el ejército de los Estados Unidos de Colombia…
¿Cuántas veces la tentación había pasado por su frente ceñuda? Para apartar el pensamiento
recurrente, siguió dictando: “Artículo tercero. —Dos autógrafos de este Decreto se remitirán, uno
al Ministro residente del Imperio Alemán en Bogotá, para que sirva hacerlo conocer a la familia
del finado, y otro al señor Cónsul de la misma Nación en Bucaramanga. —Publíquese y ejecútese
—. Dado en el Socorro a 5 de julio de 1882. —Solón Wilches—. El secretario de Gobierno,
Ignacio B. Caicedo”. Déjemelo revisar. Lo recorrió rápidamente, y firmó. Hay que sacar varias
copias, pero que antes lo firme Caicedo, en el original, y en todas para mandárselo al ministro
alemán. Él se lo hará llegar a la madre de Lengerke. Para ella va a ser muy duro. Ya no vivía sino
para esperarlo. Y ha tenido que soportar toda esta ausencia. Emil se murió, me dijeron. No logró
adaptarse, se desesperó aquí, y poca ayuda fue para Lengerke, con todos los problemas que le trajo.
Los hijos naturales andan por ahí, el pequeño estará con Francisca; ella es mujer valerosa. Lengerke
ha debido casarse con ella Lo merecía. No he visto una mujer que quiera con más desinterés. Y en
medio de todo, fue feliz. Menos mal, carajo.
El pregonero está terminando de leer el bando, ante una reunión de veinte personas. En el Club
del Comercio se comenta la muerte de Lengerke. A lo lejos, las cumbres de Santa Rita y de Ceilán
toman su misterioso ropaje gris; Ruitoque preludia una lejana tempestad. El niño cierra la caja de
música, sobre las cumbres se aglomeran los nubarrones de los cielos políticos de donde el rayo
vendrá a romper la calma. En Bogotá, el ejército entra en línea rigurosa , con dorados alamares y
casacas azules, ejecutando el ballet que preludia los combates de la nueva guerra que ya se cierne,
los hombres de la quina se mueren de hambre, añoran la guerra que casi se desata para conseguir el
triunfo pírrico de la sentencia de la Corte Suprema que declaró la legalidad del peaje de la quina,
anulado después por la más pírrica ley del Congreso de 1881 que acabó los derechos, cuando ya la
quina se derrumbaba en el mundo. En los caminos de Lengerke, los arrieros cansados encaminan las
famélicas recuas de las mulas. Al son de la charanga entran las tropas brillantes, entre las nubes flota
el balcón del 86 que contiene ya la declaración de Núñez: “La Constitución de Rionegro ha dejado
de existir”. Como los discípulos de la “Lección de Anatomía” se inclinan los delegatarios sobre el
cuerpo muerto de la Constitución y fabrican, pieza a pieza, un nuevo cuerpo dentro del cual están
contenidas las guerras, los gérmenes de la destrucción, las olas de paz y de conflictos. Los discípulos
asisten a un trabajoso parto, los quineros hambrientos no saben pensar en el estatuto constitucional,
en las regiones selváticas que van hasta el Magdalena no rige sino la ley del más fuerte; el tabaco, el
añil, la quina triste son el hambre del pueblo, las guerras pasan por los caminos mientras en las
soledades selváticas sigue la misma guerra de siglos, la guerra del hombre contra el hombre. El
abuelo, desde la cima de Montebello coronada de nuevo por el sol, ve cómo empieza a desbaratarse
el imperio, cómo ya crece la hierba en los corredores desiertos, las cerraduras empiezan a trabarse,
las maderas de las puertas se rajan, los aperos de montar se ven devorados por el moho, en la cava
fresca los vinos empiezan a adquirir melancólicos sabores de vinagrillo, las estatuas del salón se
cubren con el musgo de la soledad, una de ellas yacerá en el jardín, sin que nadie la haya
transportado, como si alguien la hubiese derribado para besar allí lujuriosamente los magníficos
labios eternos, o como si en medio de la angustia hubiese huido y las fuerzas le hubiesen alcanzado
solamente para caer entre la hierba, que cubrirá un poco de su desnudez espléndida, dejando surgir
sólo la cara hacia el cielo, los senos helénicos simétricamente erguidos, el triángulo del sexo
acariciado por una rama reverente; el piano muerto desfallece sin música cerca de la ventana abierta
hacia la lejanía del Magdalena, en la casa las sombras de otro tiempo adquieren perfiles fantasmales,
los espejos se prolongan hacia el pasado, surgen en ellos las noches venturosas, los días blancos: en
las caballerizas los potros se estremecen sin dueño, el pueblo de Montebello empieza a morir, otros
como él empiezan a dejarlo, todavía esperan ver en las calles la silueta del gran pelirrojo, aún el
barón Lengerke no ha acabado de morir, en el balcón de la Constitución un hombre sombrío ve que a
lo lejos desfilan los ejércitos derrotados, la osamenta del piano blanqueará en la casa como blanquea
en el playón del Magdalena el esqueleto del dios caimán vencido, como se morirá otra vez sin agua a
la orilla del estanque de Montebello. Los soldados circundan la plaza con sus uniformes de parada.
Los tambores a la funerala por la Constitución de 1863 disturban las alas de los ángeles que puso
Víctor Hugo a custodiarla, el romanticismo ha muerto, ha sido derrotado en el balcón en esta tarde
lluviosa de Bogotá, mientras en la plaza de Zapatoca, en la del Socorro, en la de Bucaramanga, se
oyen los ecos del decreto de honores al caballero alemán, al ciudadano Geo von Lengerke, y el niño
que jugaba con la caja de música la pone a andar de nuevo sobre el silencio afelpado de la tarde que
empieza en la casa de su padre muerto, en el salón de paredes vestidas de papel de colgadura de
tonos opacos, en que las flores granate parecen crecer como en una pesadilla sobre el sombrío verde
oscuro, y flota un leve olor de brandy cerca a las pinturas de las diosas desnudas; en Montebello, la
corona de llamas se apaga sobre la casa vacía, y por última vez, se pone el sol.
VIII
Las zarzas y los arbustos han reducido el ancho camino real (y hablo de camino real porque así
quiso Lengerke el camino a Montebello), a la dimensión trabajosa de un sendero que trepa entre
piedras y espinos la parada cuesta de la montaña. Al final de la subida aún se ve majestuosa la
casona. El abuelo va ascendiendo poco a poco al paso lento de la mula, mirando los sitios
conocidos, saboreando las memorias. La vasta extensión de la caña, el límite de la quina que se
perdía a lo lejos hacia el Magdalena, han desaparecido, cubiertos por una espesa vegetación de
abandono y soledad. El camino al Magdalena, sigue, allá abajo, pero este camino a la hacienda se ha
ido tupiendo, se ha ido cerrando, hay lugares en que las zarzas obstruyen resueltamente el paso y sólo
la hoja del machete permite abrirlo.
El abuelo llega a la explanada fronteriza, a la casa. La hierba ha ido cubriendo, poco a poco, el
empedrado liso y redondo. Las casas del pueblo de Montebello siguen en pie, pobladas de puertas y
ventanas desvencijadas, de cacharros tirados en el suelo, de techos hundidos y de culebras fugitivas.
De vez en cuando un búho —un zurrucluco— revolotea asustado cuando siente el paso del abuelo
que ha descendido de la mula y entra a las casas, a la capilla, como intentando demorar la
confrontación definitiva con la máxima ruina del castillo. Al asomarse a la capilla (pedazos de altar
en el suelo, junto a la campana partida), un murciélago sorprendido por la temprana incursión —
cinco de la tarde— roza su cabeza con el ala sedosa.
Por fin el abuelo se dirige a la casona. Un ala de la puerta principal, con los herrajes
herrumbrosos, la cerradura desvencijada, cuelga de un solo gozne, mientras la otra está en el suelo.
La entrada es penosa; la vegetación ha invadido las habitaciones, en la sala queda todavía un espejo
partido, el piano ha desaparecido (se ha ido, murmura el abuelo). Cierra un instante los ojos y evoca
el cansado trajín de la fiesta, los trajes undívagos del baile, las salidas discretas a los salones, el
atareado discurrir de las gentes cuya vida giró alrededor de la casa. Una de las ventanas, rota como
una herida, deja entrar el caudal del poniente. A lo lejos, el sol va a hundirse una vez más en el
Magdalena. Desde la distancia todavía debe verse a Montebello vivir, incendiado. Una de las
estatuas yace medio enterrada en el jardín; ya el abuelo lo sabía; de la otra, queda un mustio brazo en
el piso del salón. El abuelo se aproxima a la ventana, y mira hacia donde estaba emplazado el obús
de Sedán. Alguien se lo llevó, no queda sino la base de piedra, cerca al estanque del caimán, seco y
vacío, en cuyo fondo está la patética calavera del saurio. Y en ese momento, el abuelo oye.
Un rumor casi inaudible sale de una de las alcobas. El abuelo se acerca, y alcanza a escuchar un
monótono sollozo, que se eleva y desciende. Por la puerta entreabierta alcanza a distinguir la silueta
de un anciano, que llora interminablemente como si el sollozo fuera su respiración. El abuelo se
pregunta:
—¿No es, acaso, Holofernes Contreras? —. El hombre levanta la cara que se ilumina con el
resplandor, la vieja cara del que en otro tiempo fue el arrogante mercenario de Lengerke. Holofernes
Contreras; el hombre le habla a la sombra. Desde que murió Lengerke yo traté de mantener la casa,
de defenderla contra los ladrones, contra las tropas en guerra, contra la maleza. Aquí se murió mi
mujer, aquí violaron a mis dos hijas, que por fortuna salvaron la vida; pero vino el ejército, otra vez
el ejército de Luján, y lo arrasó todo, rompió las últimas cosas que quedaban, se llevó el cañón.
Entonces se murió de verdad el señor Lengerke, porque yo antes lo sentía andar por los corredores, y
a veces me daba miedo que fuera a abusar de mis hijas, pero no fue él, fueron los soldados, que se
llevaron presos a los pocos que todavía vivían aquí. A mí me dejaron por enfermo. Yo sabía que ésta
era mi casa, que podía vivir aquí, que la estaba cuidando para el señor Lengerke, para la señora
Francisca, para el niño. El niño se murió de fiebre amarilla, la señora desapareció enloquecida.
Todo se ha ido muriendo, ya no queda nada, yo me he hecho más viejo, ya no tengo a dónde ir, no
puedo trabajar, nadie sabe ya que existo. Toca morirse, toca... Y reanudó sus inmensos sollozos. Bajó
de nuevo la cabeza, escondió los ojos que no miraban.
Los árboles se mecían todavía. Yo seguí caminando por la casa, con el alma encogida. Me
parecía horrible tomar notas allí; no habría sido capaz de escribir. Afuera, por el camino de
Barranca, andaba la guerra. Oía, todavía, la voz de mi padre, que describía cómo había sido
Montebello, cómo le había oído contarlo al abuelo. El padre decía: poco a poco, de la casa no fue
quedando nada. El castillo se derrumbó. Se acabó la constitución federal, y el país se volvió una
república unitaria, tiránicamente gobernada por una sola mano. Volvieron las guerras, tuvimos que
huir muchas veces, combatir otras, esperar siempre. Las gentes decían que en Montebello espantaban.
En una época se vieron volar por lo alto los zamuros. A veces llegaban al castillo quineros
empobrecidos, hambrientos, en busca de trabajo para encontrar, a poco, reclutamiento. Pero los
caminos siguieron. Yo tengo, decía mi padre, que escribir esa novela; es una novela donde recogeré
lo que fue Santander, lo que fue mi padre, todo lo que a él le oí de Lengerke. El padre no pudo
escribirla, la vida no le dejó, la muerte se encargó de impedírselo para siempre. Yo he comenzado a
escribir la novela heredada, he luchado para llevarla a término.
Muchos me ayudaron a hacerlo; los primeros, el abuelo y el padre. En mi búsqueda, Horacio
Rodríguez Plata me contó la historia de los alemanes, en su libro La inmigración alemana al Estado
Soberano de Santander. Me dio allí los documentos oficiales, su criterio de historiador recto, su
interpretación de Lengerke, y las pistas para seguir el viaje en los libros de Martiniano Valbuena, de
Gustavo Otero Muñoz, de José Joaquín García, de Luis Serrano Gómez, en los estudios de Francisco
Andrade, Eduardo Rueda Rueda, Carlos Martínez Silva. La huella de las guerras, que recibí del
abuelo a través del padre, vino también con Venancio Ortiz, Francisco de Paula Borda, J. M.
Cordovez Moure, quien me dio, con Manuel Ancívar, el mejor paisaje de la vida social del XIX. Los
recuerdos de otros amigos del lector, Salvador Camacho Roldán, Marco Fidel Suárez, Adolfo
Harker, Carlos Arturo Díaz y Adolfo Hettner, me aportaron nuevas relaciones con Lengerke y su
mundo.
El maestro Stendhal me dijo: “Señor, una novela es un espejo que se pasea sobre un gran
camino. A veces refleja ante sus ojos el azul de los cielos, y otras el fango de los pantanos de la
senda. ¡Y el hombre que lleva el espejo en el arzón será acusado por usted de ser inmoral! ¡Su espejo
muestra el fango, y usted acusa al espejo! Acuse más bien al gran camino donde está el pantano, y
más aún, al inspector de rutas que deja que el agua se corrompa y el fangal se forme”.
Baltazar Gracián me dijo, cuando yo leía “El Criticón”, o tal vez cuando hablaba con el padre
Alameda: “En vano la superior atención separó las naciones con los montes y los mares, si la
audacia de los hombres halló puentes para trasegar su malicia”.
El refranero me recordó, pensando en Lengerke, que “al buen varón tierras ajenas patria le son”.
Y Lezama Lima me refirió que “cuando despertaba tenía la sensación de una colección indefinida de
silencios, como esas cacerías consistentes en no alterar la gama de silencios que rodean a un tigre”.
Mi hijo Pedro Alejo Gómez Vila me anotó a su vez: “El acto pasado es destino. El destino sólo
está en el pasado. El destino es la conciencia del pasado”. El abuelo seguramente habría aprobado
esta afirmación, que traza precisamente la relación (y el camino) de abuelo a bisnieto.
Yo vi el entierro de Lengerke. El abuelo y la abuela seguían el cortejo. Vi cómo el cura párroco
hizo cerrar las puertas de la iglesia para que prevalecieran contra el infiel. Vi cómo la gente tomó en
andas el ataúd, y lo llevó a dar por tres veces la vuelta a la plaza, para castigar la mezquindad del
sacerdote. Lo vi salir hoy, por las calles arriscadas que conducen al cementerio de Zapatoca. Estuve
junto al padre Alameda que seguía el féretro, rezando en voz baja y airada, al lado de don Anselmo,
y don Ambrosio, en pos del abuelo. Vi la desordenada y magnífica comitiva que rindió el último
homenaje. Hice parte de ella. Hago parte de ella ahora que escribo. Con él se enterraban treinta años
y la vida de la Federación. Quedaba el rastro de sus caminos, y una tumba que recuerda las hazañas;
en el cementerio parroquial de Zapatoca, en lo alto de la loma, mirando hacia las lejanas hondonadas
en que discurrieron los caminos, separada del resto de las tumbas por la luterana reja de hierro, está
la tumba de Lengerke, el mausoleo de mármol que su madre envió desde Europa. Sobre la piedra
pulida se acumulan las inscripciones anónimas de la incontenible veneración al poder, que le piden
ayuda a Lengerke para hacer dinero, para ser vigoroso y triunfal en el amor, para vencer en la vida.
Mañana, cuando esté allá de nuevo, escribiré también mi propio voto: ayúdame a terminar de
escribir tu novela, a relatar tu leyenda, y que aquello que escriba refleje tu silueta de hombre.
Cuando levanté los ojos, las primeras sombras caían sobre Montebello, para fundirse con la
sombra del alemán Geo von Lengerke, santo de la religión cándida del progreso, santandereano por
mandato de la primera constitución del Estado Soberano de Santander. En la oscuridad ruinosa
quedaba el imperio. Alrededor crecía en la noche Santander, en el camino se amontonaban las recuas
cargadas para tomar el camino de Barranca, en la sombra resplandecían las lejanas luces de la
colonización, las fogatas guerrilleras, toda la larga historia de guerras civiles y de frustraciones, la
magnífica historia de cada día de los ingenuos burgueses liberales, los gobiernos discípulos de la
Inglaterra manchesteriana, las sombras de los hombres cojonudos que hicieron las guerras e hicieron
la paz, que mecieron sus vidas entre el sueño de Europa y la disciplina del vivac. Todos ellos
estaban allí, estaban las mujeres que amaron, vigorosas y templadas como ellos, reales hembras y
madres perdurables. De cien, de doscientos años atrás venia la vida, hecha día por día, dominando la
naturaleza, intuyendo el petróleo triste, la quina trágica, el café tornadizo, la erosión infatigable. Por
encima de los altos estaba Bucaramanga, populosa y nueva, gastando día a día su tierra, estaban las
bocas del Lebrija, al otro lado el Sogamoso, detrás el Carare. Todo ello era la misma tierra áspera,
avara y soberbia, la que el alemán Lengerke, el inmigrante conquistador, había logrado incorporar a
una empresa desmesurada que partiera de ese castillo en ruinas.
Con la última luz pasé la puerta derrumbada del castillo de Montebello. Bajo la noche primeriza
me esperaba en el camino real la sombra del abuelo a caballo. Monté, y seguí a su lado; y
empezamos así, el abuelo y yo, a contar el mito de Lengerke.