El Caso Lucas Levi.

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“El caso Lucas”-Levi-

Lucas tiene 18 años aunque parece menor. Está en tratamiento desde hace algunos meses y
concurre a sus sesiones con cierta irregularidad, aunque se muestra muy conectado: nunca
deja de llamar.
Las causas más frecuentes de sus ausencias tienen relación con los motivos de consulta. A la
primera entrevista concurrió sólo, tenía 17 años, y me relató toda la heterogénea serie de
malestares físicos que lo aquejan en forma intermitente pero frecuente: tics, taquicardias,
arritmias, procesos virósicos varios, fotosensibilidad, pérdida de memoria, dolores de cabeza
o estómago, baja presión, adormecimiento de los brazos, sensaciones de angustia en la
garganta, estados de nervios, crisis de rabia, etc. Suele obsesionarse con preocupaciones
acerca de su corazón, de tener colesterol alto y otras.
Vive con su madre y una hermanita de 4 años, hija del segundo marido, del cual ella está
“media separada” desde hace seis meses. La relación de Lucas con su mamá ha empeorado
desde entonces, y en cambio, ha mejorado con su padre, que también se había separado hacía
unos 6 meses de su segunda mujer, con la que Lucas no se llevaba bien. La relación siguió
siendo buena con el ex marido de la mamá (segundo), pese a la separación, con quien había
convivido desde los 3 años (lo había adoptado afectivamente como hijo. Lucas le decía mi
papá).
El padre, que concurrió a mi pedido, se definió como un ex drogadicto de muchos años,
aunque había dejado de consumir y como un padre ausente o semi-ausente.
La madre me expresó su preocupación por ver a Lucas “como un tiro al aire”, muy
irresponsable con sus cosas y con dificultades de concentrarse y muy agresivo con ella.
Manifestó además, un temor impreciso referido a las drogas, a que él pudiera probar o a que
ya lo hubiera hecho.
Lucas, por su parte, se queja de sentirse acosado por su madre; ella se entromete en su
habitación con cualquier pretexto, y cuándo está en lo de su padrastro, su madre suele
llamarlo varias veces con cualquier excusa (Lucas piensa que lo hace para controlar a su ex
marido). Esto lo saca de quicio.
En sus sesiones se muestra en general despreocupado y alegre. Es habitual que juguemos a
las cartas o a la monedita. Está bastante atrasado con su escolaridad, y cursa un instituto para
terminar el secundario, sin mucho entusiasmo. Lucas tiene un interés casi exclusivo, que al
comienzo compartía con el padre: el aeromodelismo. A eso se dedica con sumo entusiasmo.
Al comenzar una sesión un día martes, me informó que ese viernes de iba a ir de viaje por
una semana, a Europa. Iba a viajar sólo y allí lo esperaría su padrastro. Se manifestó contento
por el viaje. Con el correr de la sesión, comenzó a mostrarse preocupado. Me preguntó si era
posible dormir en el avión. Le señalé que parecía asustado, quizá inseguro por el avión,
¿tendría tal vez el temor de que se cayese como ocurría con sus aviones? Lucas rechazó mis
suposiciones: sólo tenía miedo de no poder dormir. El ritmo de la sesión se fue acelerando, y
comenzó a desplegar en rápida secuencia toda una serie de fantasías: a veces se sentía
encerrado en su cuerpo: extendía sus brazos (como las alas de un avión), y le parecía
increíble que él estuviera ahí adentro; entonces le ocurría que se sentía desdoblado, como si
su cabeza se saliera de su cuerpo hacia arriba, y él se observaba entonces a sí mismo desde
esa exterioridad.
En la sesión siguiente, el jueves, día anterior a su viaje, apareció con una caja de cartón y una
bolsa de polietileno. Ni bien se sentó, me comentó mientras abría la caja, que acababa de
comprar un hamster de regalo para su hermanita, y también comida y aserrín para hacerle una
cama. Mientras hablábamos se dedicó a jugar con el animalito, lo provocaba y hostigaba. ¿Se
sentiría él así, acosado por su madre? Me contó que cuando él era chico tuvo un hámster, que
solía andar suelto por la casa, pero que un día se metió en el baño mientras la madre se
bañaba y cuando ésta salió de la bañadera, lo pisó. Se complació en relatarme cómo había
quedado el pobre animal. Luego empezó a imaginar, divertido con la idea, que podía poner al
hámster en la cabina de uno de sus aviones y hacerlo volar como si fuera piloto. Le dije que
quizá él querría desdoblarse, tal como había relatado en la sesión anterior, y hacer volar al
hámster como si fuera una parte suya, en tanto él se quedaba aquí, ya que el viaje parecía
darle muchas ganas pero también mucho temor. Empezó entonces a jugar a inclinar la caja
hasta dejar al hámster a punto de caer. Finalmente el animal terminó cayendo sobre el
escritorio, y nos encontramos embarcados en un juego parecido al de la monedita, pero con el
hámster, para evitar que cayera al piso, cosa que, obviamente, terminó ocurriendo. Lucas se
sentó en el piso y continuó jugando con el hámster.
Finalmente decidió dejarlo un rato en paz, y se sentó para seguir conversando conmigo acerca
de su viaje. Unos minutos antes de finalizar me dijo que lo iría a guardar, pero se encontró
con que el animalito se había metido en el pequeño pero profundo recoveco que hay entre el
zócalo y una biblioteca fijada a la pared. Lucas no parecía preocupado, al contrario,
tranquilamente me dijo que me dejaba la comida y el aserrín para atender al hámster si es que
salía, aunque también podía ocurrir que se muriera allí dentro, y que en todo caso lo llamara.
La sesión terminó y Lucas se fue.
Afortunadamente, el animalito hambriento apareció el día sábado. Lo cuidé el fin de semana
y el lunes llamé a la mamá de Lucas, que ignoraba todo el episodio, para que lo viniera a
buscar.
Lucas volvió dos semanas después. Pude enterarme que le había ido bien en el viaje, y no
había tenido demasiados problemas para dormir. El único percance que se le presentó fue
que, al llegar a Europa, el padrastro no lo estaba esperado, sólo se encontraron unas horas
más tardes, y eso sólo lo asustó un poco. Él se había enterado de la aparición del hámster,
pero no alcanzó a verlo ya que el animal se escapó.

Es posible caracterizar a la adolescencia como un período de cambio, de transición, a lo


largo del cual un sujeto ubicado al comienzo en posición infantil, de niño, elaborará las
coordenadas que le permitirán devenir sujeto adulto. Su transcurso no puede concebirse
como un despliegue lineal y continuo, un desarrollo, sino como un desprendimiento, una
caída de los referentes subjetivos que sostenían la posición infantil. El niño, en tanto sujeto
humano, está antes de la pubertad incluido en la trama simbólica a la cual arribó y en la cual
tiene un lugar asignado aún antes de nacer.
En su condición de sujeto historizado, es parte de un universo de significaciones que lo
preceden, lo exceden y lo atraviesan: la historia familiar. En esa historia él no es sujeto, sino
objeto, objeto significado y relatado por los padres. Forma parte del nosotros familiar. La
función mediatizadora de la historia, que despeja al aparato psíquico del peso de lo actual, la
cumple para el niño esa historia familiar, horizonte de valor, de significados y garantía de la
estabilidad de su mundo. Ella le permite organizar y articular lo previo a la palabra, lo que le
es imprescindible para incluirse en el sistema de parentesco, en el orden generacional, y para
encontrar su lugar en el deseo parental, pare reconocerse como producto de ese deseo y
poder, desde allí, llegar a ser sujeto de sus propios deseos.
Entre el pasado así constituido, puesto a distancia en el mítico “cuando era chico”, y el futuro
indefinido del “cuando sea grande”, tiempo sostenido en la credibilidad otorgada a la palabra
de los adultos, depósito de todas las promesas y fantasías ajenas y propias, se libera un
tiempo presente abierto al enorme caudal de experiencias y adquisiciones de la infancia.
Por supuesto que la historia familiar no lo incluye todo. Lo excluido (silenciado, ocultado,
negado, distorsionado, etc.) puede organizarse en otras “historias”, de un carácter más
subjetivo (teorías sexuales infantiles, la novela familiar, las fantasías) o sostenerse en la
penumbra de lo que no llega a adquirir plena existencia simbólica.
En la escena del mundo infantil, estas dimensiones parecen en cierto modo coexistir en
paralelo. La escena del mundo adulto en cambio presenta, o debería presentar, un panorama
distinto: se trata de un sujeto que ya no es más un niño, y que ha conseguido hacerse un lugar
fuera del restringido universo familiar. Eso significa haber reorganizado las coordenadas
simbólicas de su subjetividad y su dimensión temporal. Esto implica una reescritura de la
historia, un proceso permanente “jamás terminado, siempre a ser retomado para y por todos
nosotros” (Aulagnier, P.).
Ser adulto es haber salido del lugar infantil, por lo tanto, de la dominante inmersión en la
historia familiar, y haber accedido a ser, en primera persona, sujeto de la propia historia. Sin
cortar radicalmente con la historia a la que adivino, ya que necesita conservar de ella los
reparos identificatorios que le permitan reconocerse en la continuidad de su experiencia, pero
sin que tampoco sea una simple repetición o reedición de la misma.
El sujeto se apropia así de su pasado, despejando un presente en el cual se moverá en función
de una proyección futura en la cual ya no caben todas las promesas, todas las fantasías.
En el medio está la adolescencia, signada por “ese trabajo de poner en memoria, y de poner
en historia gracias al cual un tiempo pasado, como tal definitivamente perdido, puede
continuar existiendo psíquicamente en y para esa autobiografía" (Íbid).
Limitada entre los espacios esencialmente negativos del “ya no” de la infancia” y el “todavía
no” de la inserción adulta, la temporalidad adolescente tiende a replegarse sobre la
inmediatez, el presente. El aparato se ve inundado de actualidad. Por una parte, los cambios
corporales puberales y las nuevas demandas sociales, que son inéditas, por otra, la caducidad
de esa misma historia, de los referentes significantes que la organizaban y de los significados
producidos por ellos, debido a la salida del sujeto de su lugar de niño y a la crisis de la
credibilidad otorgada a la palabra adulta, devuelve su actualidad en marcas. Perdida la
distancia simbólica que las constituía en efectivamente pasadas, en lugar de emerger en el
síntoma, tenderán a emerger en lo actual, en lo inmediato, en la acción.
El adolescente se ve confrontado con el problema de tener que producir y sostener alguna
escena que aporte sentido a la actualidad.
El tránsito por la adolescencia tiene por estructura el pasaje al acto, la posibilidad cierta de no
llegar nunca a la tierra prometida de la adultez (desde los accidentes de todo tipo y los
suicidios, pasando por las drogas y las fugas, hasta las rupturas psicóticas), el problema de lo
actual caracteriza la mayoría de las manifestaciones propias de la adolescencia. Ya que
incluso la escena que el adolescente logre configurar tendrá también las características de lo
inmediato: más puesta que relato, más mostración que narración, se brindará más a la mirada
que a la escuela y aparecerá más en el plano del acting-out que en el de la asociación libre. Su
tiempo propio es el despliegue sincrónico de la imagen, instantánea, fugaz, y por eso mismo
inestable, desplegado no ya en el tiempo, sino en el espacio.
“Sólo un recuerdo por vez puede entrar en la conciencia del Yo. Toda la masa de material
psicogénico, es hecha pasar a través de una estrecha rendija, arribando a la consciencia
cortada, de algún modo, en trozos o tiras. Es tarea del psicoterapeuta volver a junta esas
piezas en la organización que él presume ha existido”.
Ambas modalidades pueden observarse en Lucas. Una de ellas, frustra; la otra, desplegada en
su plenitud. La irrupción de la novedad del viaje, verdadera metáfora de su adolescencia,
actualiza para él, de manera imperiosa e inquietante, el conjunto de sus dificultades, de sus
preocupaciones y de sus incertidumbres. En la primera de las sesiones relatadas, se lo ve de
un modo nada habitual en Lucas, verbalizado sus temores concentrados en un interrogante
angustioso: ¿podré dormir? Ya lanzado a asociar libremente, comienza a desplegar
narrativamente sus fantasías.
Es evidente que este desarrollo queda trunco: su ansiedad, en la sesión, no cede y va en
aumento; no puede escucharse ni escucharme, arribar alguna coherencia o a alguna solución.
Y el tiempo apremia, ya que, ante el viaje, como ante la adolescencia, el tiempo es la
actualidad, y no hay espera posible.
La segunda sesión es diferente. No hay interrogantes, preocupaciones ni relato; hay, en
cambio, acción. El tiempo puesto en juego es el necesario para desplegar la plenitud de la
escena, jugada en el espacio real del consultorio, principalmente ante mi vista, pero también
fuera de ella. Las habituales angustias de Lucas, lejos de inquietarlo, sirven aquí a la
realización de deseos: la solución es irse y también quedarse. Y la escena del acting, cuyo
despliegue ocupa toda la sesión, presenta ese deseo realizado, puesto en acto, el problema ya
resuelto: Lucas se va y también se queda. No debería sorprender que después de esta sesión
Lucas pueda irse de viaje muy tranquilo, ya que al mismo tiempo que se va, también se queda
a mi cuidado.
Su preocupación principal se va apaciguada: puede seguir durmiendo por ahora.
Lucas puede, en lo real, irse de viaje, pese a sus temores; y la experiencia parece tener
globalmente un saldo favorable. Por otra parte, se pone de manifiesto una adecuada
percepción de los problemas que enfrenta, de los personajes que lo rodean, de aquello con lo
que cuenta y aquello de lo que no está seguro de disponer.
De este modo, el acting out de Lucas condensa y organiza, en una escena fugaz aunque plena
de sentido, los acuciantes problemas con los que la adolescencia lo confronta, y a los que
deberá a su tiempo dar solución más allá de lo inmediato.
¿Cómo satisfacer al mismo tiempo el anhelo y el temor de aventurarse a lo desconocido, el
deseo y la repulsa de quedarse resguardado en el ámbito conocido, con casa, cama y comida
aseguradas? ¿Levantar vuelo o ser un tiro al aire? ¿Arriesgarse a quedarse y ser aplastado, o a
partir y quizá perderse por el camino? Su cuerpo, ahora adulto y sexuado como el paterno, de
quien lo ha tomado identificatoriamente, no parece brindarle, como el avión, suficientes
garantías ¿no vive Lucas quejándose de los problemas de diseño, de funcionamiento y de
conducción que su cuerpo tiene para él, ese cuerpo dentro del cual -para colmo- ni siquiera se
siente cómodamente instalado? ¿Lo sostendrá en su aventura o lo condenará a quedar al
cuidado de esa madre, que aparece como invasora y seductora?
Todo esto permite dar cuenta de los problemas técnicos que el abordaje de la adolescencia
plantea al psicoanálisis, cuyo principal recurso metodológico, la libre asociación, se
encuentra limitado. Por los mismos motivos no autoriza a extraer conclusiones
psicopatológicas apresuradas, que implican el riesgo de que la oposición
normalidad/enfermedad induzca a hablar de la enfermedad/adolescencia; entre otras razones,
porque no sólo la acción plantea tantos problemas técnicos y clínicos, sino que también su
ausencia lo hace. Es el caso de las latencias prolongadas (en las que el sujeto, sin afrontar los
riesgos e incertidumbres de ese tiempo de apertura y presentificación, persiste sin ruptura y
sin conflicto –y sin acción- en el mismo universo de significados en que siempre lo ha
hecho), y hacia el otro extremo, la adolescencia prolongada (destaca los problemas de la
persistencia indefinida en la acción –equivalente en cierto aspecto a la inacción-, la dificultad
del cierre y del advenimiento de otro tiempo, más estable y organizado).
Tantas dificultades, ¿vuelven inválido el abordaje psicoanalítico de la adolescencia? No lo
creo. En principio, porque el objetivo psicoanalítico de historizar lo actual, aunque sea tal vez
algo más imposible que en otros momentos, sigue tan vigente como en cualquier otro período
de la vida, o quizá aún más. La dimensión histórica en la adolescencia no puede darse por ya
constituida, sino que es básicamente un objetivo. Es la etapa preliminar, característica de los
análisis en la adolescencia. No cabe por lo tanto esperar que se desplieguen con facilidad
rememoraciones, libre asociación. Intentarlo o presionarlos para que lo hagan sería o bien
reenviar forzadamente al adolescente a su historia infantil, de la cual está saliendo, o bien
suplirla con una historia protésica, construida por el analista sobre la base de sus intuiciones o
de su teoría. Esto sólo produciría rechazo o más acción.
Nada sería más sencillo y tentador –ni a mi juicio, más erróneo- que apresurarse a extraer
todas las significaciones, ya que de esta forma seguiría faltando aún el elemento principal: el
propio sujeto (Lucas en este caso) en tanto historiador. La historia, los recuerdos,
correspondientes a su nueva subjetividad, deben construirse, en primera persona.
Por otra parte, la escena configurada por el adolescente, aunque se despliegue en lo actual, en
la acción y no en el relato, no por ello está fuera de la transferencia. Al contrario: el acting-
out es transferencia “es el amago de la transferencia, es la transferencia salvaje” (Lacan, J.,
1963), a la que se debe ofrecer la palestra de la relación transferencial (Freud, S., 1914) para
domesticarla (Lacan, j., 1963), ponerle las riendas (Freud, S., 1914), ponerla a trabajar.
Esa escena no se brinda a la escucha sino a la mirada. A ese lugar es convocado el analista, al
lugar de la mirada desde donde se sostiene la escena en la que se sostiene el sujeto; o muchas
veces, sostener a los padres para que sostengan.
Bordeando el peligro de la caída en el pasaje al acto y sosteniéndose en la escena del acting-
out, lo presentificado en la dimensión repetitiva de la acción podrá así dar lugar al acto de
rememorar, de historizar (Allouch, J.).
Conducirlo y acompañarlo es la apuesta terapéutica crucial en la adolescencia.
La escenografía rápidamente cambiante, en la que el terapeuta es convocado cada vez a otro
lugar, la incertidumbre la inconsistencia, la no comprensión, seguramente demandarán del
analista ser paciente y disponer de una agilidad bastante adolescente.

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