Partidos Politicos y Democracia
Partidos Politicos y Democracia
Partidos Politicos y Democracia
Presentación
En términos históricos los partidos políticos tienen una reciente vinculación con la
democracia. En sus inicios, la democracia moderna tuvo sus primeras experiencias sin la
presencia de partidos tal y como hoy los conocemos. No obstante, una vez que los partidos
surgieron y se consolidaron, adquirieron una vinculación íntima con la democracia
representativa, a grado tal que hoy no se concibe ésta sin la existencia y la actuación de los
partidos políticos.
En las sociedades modernas y democráticas los partidos políticos juegan una serie de
relevantes funciones para la sociedad y el Estado. Baste referirse a su importante
contribución a los procesos electorales y a la integración de las instituciones de
representación y de gobierno, en que los partidos son actores fundamentales; a la
socialización política, a la formación de la opinión pública, o a la dinámica del sistema de
partidos que ofrece a la ciudadanía diversas opciones de proyectos y programas políticos,
al tiempo que permite un juego institucional de pesos y contrapesos necesario a la vida
democrática.
Por estas razones, el tema que el doctor Jaime F. Cárdenas Gracia aborda en este trabajo
resulta imprescindible para la colección de los Cuadernos de Divulgación de la Cultura
Democrática que publica el Instituto Federal Electoral.
En este cuaderno, el autor nos presenta una exposición amplia y clara del origen, las
funciones y los retos actuales de los partidos desde una perspectiva general. El doctor
Cárdenas no se limita a la descripción, sino que presenta una serie de sugerencias, que en
su opinión podrían contribuir al enriquecimiento de las tareas de los partidos en las
sociedades contemporáneas.
Introducción
El propósito de este trabajo es explicar qué son los partidos políticos, cuáles son sus tareas
en una democracia, qué diferencias presentan respecto de otras organizaciones, cuál ha
sido su evolución histórica, por qué son tan importantes en la vida política moderna, cómo
son reconocidos jurídicamente, cómo se clasifican y cuál es su futuro.
Los partidos son actores quizás irremplazables del escenario político. En las democracias
desempeñan importantísimas tareas, y en los Estados no democráticos tienen también
ciertas finalidades. Se ha dicho, no sin razón, que el Estado moderno es un Estado de
partidos por el lugar central que ocupan no sólo en la integración de los órganos de
representación y de gobierno, sino también por sus funciones de intermediación entre el
Estado y la sociedad civil.
Por su importancia, los partidos son organizaciones que crean y sustentan muchas de las
instituciones del Estado. Desempeñan funciones sociales y políticas imprescindibles en una
democracia, al grado de que no hay en este momento entidades capaces de sustituirlos. Sin
embargo, cuando no existen los suficientes controles democráticos, algunos partidos
pueden apoderarse de las instituciones y constituirse en medios perversos y degenerativos.
Al vicio consistente en la desviación de las actividades normales y ordinarias de los
partidos en una democracia se le llama partidocracia; esto ocurre cuando los partidos
fomentan prácticas clientelares, destinan los recursos de los ciudadanos que reciben del
erario a finalidades distintas de las previstas y pueden, en casos extremos, llegar a aliarse
con sectores contrarios a los principios democráticos y encabezar la construcción de
regímenes violatorios de los derechos humanos.
Pero en lo fundamental, los partidos son los constructores de los regímenes democráticos.
Son actores distinguidos en los procesos de transición a la democracia y pueden ser los
principales garantes de la profundización y consolidación de la misma. En las democracias
modernas son indispensables, aun cuando en fechas recientes se plantee el tema de su
actualización ante problemáticas y desafíos tecnológicos, sociales y económicos
anteriormente desconocidos.
Este trabajo, además de destacar la importancia de los partidos y los sistemas de partidos
para la democracia, señala sus posibles deficiencias y se propone en términos generales
vías para superarlas, que siempre deben tener en cuenta la historia y las condiciones de
cada país. Estas vías son, a nuestro juicio, la democracia interna y la capacidad de
adaptación a los cambios que imponen las sociedades modernas. Si los partidos
desarrollan ambas, seguramente se robustecerán y con ellos la vida democrática en su
conjunto. Si, por el contrario, no son sensibles a los cambios sociales y no profundizan la
democracia en su vida interna, probablemente serán afectados e influirán negativamente en
el tejido social e institucional.
Es difícil hablar de democracia en los tiempos que corren sin considerar a los partidos
políticos, pues ellos son los principales articuladores y aglutinadores de los intereses
sociales. Para precisar su origen podemos distinguir dos acepciones. Una concepción
amplia de partido nos dice que éste es cualquier grupo de personas unidas por un mismo
interés, y en tal sentido el origen de los partidos se remonta a los comienzos de la sociedad
políticamente organizada. En Grecia encontramos grupos integrados para obtener fines
políticos, mientras en Roma la historia de los hermanos Graco y la guerra civil entre Mario y
Sila son ejemplos de este tipo de ''partidos''.
Una de las opiniones con mayor aceptación en la teoría afirma que los partidos modernos
tuvieron su origen remoto en el siglo XVII, evolucionaron durante el XVIII y se organizan, en
el pleno sentido del término, a partir del XIX y, concretamente, después de las sucesivas
reformas electorales y parlamentarias iniciadas en Gran Bretaña en 1832. Los partidos
modernos, aunque son producto de la peculiar relación de los grupos políticos con el
parlamento, fueron condicionados por los procesos de formación de los Estados nacionales
y por los de modernización, que ocurrieron en el mundo occidental durante los siglos XVIII y
XIX.
La sociedad libre que surgió después de la quiebra de los estamentos y las corporaciones
precisaba de organizaciones que fueran funcionales en el nuevo estado de cosas. La
división entre la sociedad civil como ámbito de la libertad de la persona – dotada de
derechos inherentes - y la sociedad política o Estado exigía canales de comunicación que
articularan intereses entre una y otra. Los cauces de intercambio fueron el parlamento, los
partidos políticos y la opinión pública.
Los partidos fueron y son los articuladores de la relación entre la sociedad civil y el Estado,
aunque su estatus siempre ha estado en discusión por las críticas que desde la antigüedad
lanzan contra ellos sus detractores. Los partidos permiten que se expresen tanto intereses
nacionales como particulares pero, al existir en pluralidad, impiden que los intereses
particulares dominen por entero los nacionales. Su función es por tanto ambigua, pero
indispensable en una sociedad plural en la que los distintos grupos e intereses requieren de
participación y representación. Lo condenable siempre es el partido único, que generaliza
artificialmente intereses particulares. Por el contrario, los partidos políticos en plural y en
condiciones de una lucha política en igualdad de oportunidades son los mejores
catalizadores, propiciadores y garantes de la democracia.
Por su carácter ambiguo, en suma, los partidos políticos no siempre han sido bien
aceptados, y diríamos que su inclusión en el pensamiento político se dio lentamente.
En el término facción predomina el sentido peyorativo. La palabra deriva del verbo latino
facere (hacer, actuar). La palabra factio indicó, para los autores que escribían en latín, un
grupo político dedicado a un facere perturbador y nocivo, a "actos siniestros". El término
partido deriva también del latín, del verbo partire, que significa dividir; sin embargo, no
entró en el vocabulario de la política sino hasta el siglo XVII. La palabra partido tuvo, casi
desde su ingreso al lenguaje político, una connotación más suave y menos peyorativa que
facción, aunque autores como David Hume utilizaron indistintamente ambos términos. Para
Hume, los partidos o las facciones subvierten el gobierno, hacen impotentes las leyes y
suscitan la más fiera animosidad entre los hombres de una misma nación, que por el
contrario debieran prestarse asistencia y protección mutuas.
La distinción entre partido y facción se establece con Bolingbroke (1678-1751), y con mayor
claridad con Edmund Burke (1729-1797). Para el primero, los partidos reflejan una diferencia
de principios y proyectos más allá de una facción, es decir, de los intereses personales de
sus miembros. Burke, por su parte, define el partido como un conjunto de hombres unidos
para promover, mediante su labor conjunta, el interés nacional sobre la base de algún
principio particular acerca del cual todos están de acuerdo; al igual que Bolingbroke,
distingue el partido de la facción al considerarlo como una organización con fines
superiores a los puros intereses mezquinos por obtener puestos y emolumentos, pero a
diferencia de aquél, Burke concibe al partido como una partición que ya no se produce entre
súbditos y soberano, sino entre soberanos.
No obstante la importante defensa de Burke, a los partidos se les siguió viendo durante
mucho tiempo con desconfianza. Los revolucionarios franceses los rechazaron apoyados
en la incompatibilidad de los partidos con la teoría rousseauniana de la voluntad general, o
con la nueva idea de la soberanía nacional, según la cual cada diputado representa
directamente y sin mediación alguna a la totalidad de la nación. En Estados Unidos de
Norteamérica, los Padres Fundadores como Madison o el propio Washington condenaron a
los partidos por considerarlos facciones. No fue sino hasta bien entrado el siglo XIX cuando
los partidos fueron aceptados positivamente, y sólo después de la Segunda Guerra Mundial,
luego de grandes debates teóricos y políticos, cuando comenzó su proceso de
constitucionalización en el mundo entero. En la actualidad ya no son catalogados como
facciones, sino considerados instrumentos para lograr beneficios colectivos y no el mero
provecho particular de sus miembros.
La polémica en los siglos XVII, XVIII y XIX fue sobre silos partidos debían ser considerados
como facciones; en el XX, en cambio, giró sobre su equiparación con los grupos de interés.
El desplazamiento no es inocente: pretende minimizar los elementos ideológicos de los
partidos. En 1912. H. Rehm señaló que estos últimos son grupos de interés encubiertos".
Desde Max Weber existe la intención de distinguir entre ambas categorías. La distinción
weberiana y las posteriores de corte sociológico son funcionales: se dice que los grupos de
interés tienen la función de articular intereses y los partidos la de su agregación. Tal vez
esta distinción no sirva a nuestros propósitos; por ello, una diferenciación asequible de tipo
político nos señala que los partidos, a diferencia de los grupos de interés y de otros grupos
de presión, participan en las elecciones y pretenden conquistar cargos públicos. La
distinción insiste en la orientación competitiva de los partidos, que los grupos de interés o
de presión por sí solos no tienen.
Además, los partidos tienen importantes cometidos en los Estados modernos: proponer
programas e ideologías a los ciudadanos, articular y aglutinar intereses sociales con
finalidades estrictamente políticas, movilizar y socializar a los ciudadanos y, principalmente,
reclutar élites y formar gobiernos, función que sólo ellos pueden realizar.
Los partidos se diferencian de las facciones y los grupos de interés o de presión, pero
también de los movimientos sociales. Estos últimos son corrientes fundadas en un conjunto
de valores compartidos para redefinir las formas de la acción social e influir en sus
consecuencias. Los movimientos sociales permanecen en la esfera de la sociedad civil
reivindicando u oponiéndose a decisiones políticas; son organizaciones informales
reivindicativas, en ocasiones radicales. Los partidos, en cambio, aun originándose en la
sociedad civil, actúan fundamentalmente en la esfera política a través de una organización
formal y con la intención de llegar al poder a través de la competencia política y las
elecciones. Los movimientos sociales, al institucionalizarse, pueden llegar a ser partidos
políticos si se organizan formalmente, adoptan una estructura y participan en las contiendas
electorales.
Entre los contenidos de los nuevos movimientos sociales destacan: el interés por un
territorio, un espacio de actividades o "mundo de vida", como el cuerpo, la salud y la
identidad sexual; la vecindad, la ciudad y el entorno físico; la herencia y la identidad
cultural, étnica, nacional y lingüística; las condiciones físicas de vida y la supervivencia de
la humanidad en general. Los valores predominantes de los movimientos sociales son la
autonomía y la identidad, y sus correlatos organizativos, tales como la descentralización, el
autogobierno y la independencia, en oposición a lo que algunos consideran que existe en
los partidos: manipulación, control, dependencia, burocratización, regulación.
Los movimientos sociales, por tanto, carecen de las propiedades de las entidades formales,
sobre todo de la vigencia interna de las decisiones de sus representantes, gracias a la cual
dichas entidades pueden asegurar en cierta medida el cumplimiento de los acuerdos de una
negociación política. Además, los movimientos sociales rechazan en general su
identificación con un código político establecido (izquierda, derecha, liberalismo,
conservadurismo), así como los códigos socioeconómicos (clase obrera, clase media,
pobres, ricos, etc.), y prefieren utilizar códigos políticos provenientes de los planteamientos
del movimiento, con categorías tales como sexo, edad, lugar y género, aunque ello no
significa, ni por asomo, que los movimientos sociales sean entidades amorfas y
heterogéneas en términos de clase e ideología.
En el Estado liberal o decimonónico. la relación entre los ciudadanos con derecho al voto y
los gobernantes era directa. Por lo tanto, el control que los ciudadanos ejercían sobre sus
mandatarios se agotaba en el momento electoral. En dicho Estado los partidos tenían
escasa importancia, no existía aún el sufragio universal, sino el censitario, donde sólo unos
cuantos podían votar, por lo que no había necesidad de grandes organizaciones que
articularan y aglutinaran intereses con fines político-electorales. El Estado liberal se
caracterizaba por la contraposición tajante entre Estado y sociedad, por el individualismo y
la atomización del poder, y sobre todo por la idea, hoy puesta de nuevo en circulación, del
Estado mínimo o gendarme, encargado de vigilar el respeto de las reglas del intercambio de
la propiedad y de dotar de seguridad jurídica a tales intercambios.
Kelsen entendió que en el Estado de partidos la voluntad general o del Estado se mueve en
la línea de conciliación entre los intereses de los distintos partidos; los partidos son
órganos del Estado que exigen su constitucionalización para promover su democracia
interna y rechazar toda tendencia oligárquica que se produzca en el interior de la
organización partidaria. Para Radbruch, la democracia real no se compone de individuos,
sino de partidos, y de ellos emanan los demás órganos del Estado. Según él, el rechazo al
Estado de partidos viene dado más por la defensa del autoritarismo que por el
individualismo a ultranza del Estado liberal. El Estado de partidos dice, es la forma de
Estado democrático de nuestro tiempo, y sin la mediación de organización de los partidos
sería imposible la formación de la opinión y la voluntad colectivas.
Sobre los detractores debemos mencionar que, para autores como Schmitt, el Estado de
partidos implica que las principales decisiones políticas no son tomadas en el parlamento
mediante el ejercicio de la razón y el debate de las ideas, sino por los dirigentes del partido,
que obligan a sus diputados y demás funcionarios de elección popular a seguir los
mandatos de éste. Las condiciones del actual Estado de partidos llevaron a Robert Michels
a elaborar su famosa ley de hierro de la oligarquía, que alude a la burocratización del partido
y a la ausencia de democracia interna en su seno, lo que constituye, entre otras cosas, una
de las razones del descrédito moderno de los partidos y de la llamada crisis de éstos.
4. Tipologías de partidos
La Palombara y Weiner proponen una clasificación que divide los sistemas políticos en
competitivos y no competitivos. Entre los primeros distinguen cuatro tipos: alternante
ideológico, alternante pragmático, hegemónico ideológico y Hegemónico pragmático. La
distinción trata de dar cuenta del hecho de que los fenómenos políticos, a veces, son
provocados por razones doctrinales y, en otras, de praxis política. Los sistemas no
competitivos son divididos en: unipartidista autoritario, unipartidista pluralista y
unipartidista totalitario. La clasificación está obviamente influida por la distinción tipológica
que Juan Linz hace de los regímenes no democráticos: totalitarios, postotalitarios,
autoritarios y sultanistas. La deficiencia de esta tipología radica en su carácter estático: los
sistemas de partidos aparecen definidos de una vez por todas, sin que se haya pensado en
los mecanismos de transformación que modifican tales sistemas y hacen que evolucionen
de una forma u otra.
Las anteriores tipologías, como cualquier clasificación, no son perfectas y dan paso a otras
distintas. Lo importante es saber que el sistema de partidos está en íntima relación con la
naturaleza y las características del sistema político. Los partidos forman un subsistema de
ese gran conjunto de instituciones y elementos que conforman un régimen político, en el
que las distintas partes se influyen recíprocamente. Las leyes electorales tienen relación
directa con el sistema de partidos, y el tipo de régimen político por ejemplo, si es
presidencial o parlamentario- también influye en el número y la composición de éstos.
Las funciones sociales son aquellas que tienen los partidos como organizaciones que
nacen del cuerpo social, ante el cual tienen ciertas responsabilidades. Entre éstas podemos
destacar la socialización política, la movilización de la opinión pública, la representación de
intereses y la legitimación del sistema político.
Los primeros partidos de masas, que fueron de carácter obrero, estaban encargados de
afirmar una identidad de clase y de preservar y transmitir pautas de comportamiento y
valores que configuraban la cultura de la clase obrera. Los partidos modernos, de acuerdo
con algunas leyes de partidos o electorales, siguen teniendo la obligación de promover los
valores democráticos, el respeto de los derechos humanos, la práctica de la tolerancia y el
derecho al disenso, así como también la de capacitar a sus miembros en los principios
ideológicos del partido y difundir éstos entre los ciudadanos. Los partidos modernos, para
realizar tales tareas, suelen contar con medios de difusión, publicaciones, escuelas de
cuadros y, en general, centros de transmisión de sus ideas, no sólo a sus militantes, sino a
todos los ciudadanos.
Con la crisis del parlamento, que en la tesis clásica de la democracia liberal era el lugar
idóneo para que un público razonador e informado (los diputados) discutiera los asuntos
públicos, los partidos, por lo menos en el inicio de este siglo, fueron los espacios para
canalizar la opinión pública. En efecto, corresponde a ellos permitir que se expresen las
opiniones, pareceres y criterios de la sociedad civil y posteriormente dirigirlos a una
concreción eficaz. Los partidos, al disponer de los medios materiales y las garantías de
permanencia y continuidad, pueden asegurar la generación de movimientos de opinión.
No obstante, algunos críticos de los partidos han señalado que éstos han sido rebasados
por los movimientos sociales en cuanto a su aptitud para movilizar la opinión pública. Tal
censura debe ser vista con objetividad. Seguramente, algunos partidos han perdido
capacidades para articular las demandas de la comunidad, y ante ciertas reivindicaciones de
los movimientos sociales no actúan con la celeridad que se requiere. Otros, en cambio,
actualizan y reformulan sus estrategias y logran conformar mejores ofertas políticas frente a
sus miembros y al resto de la sociedad en los órdenes privado y público, frecuentados por
las nuevas organizaciones sociales.
La última de las funciones sociales de los partidos es su papel como legitimadores del
sistema político.
Los criterios para medir la legitimidad de un sistema son múltiples, y van desde su
capacidad para mantenerse estable, ser eficaz y gozar de la aceptación de los ciudadanos,
hasta la de respetar los derechos humanos en todas las esferas del poder. Uno de los
criterios más aceptados en una democracia para medir la legitimidad del sistema alude a su
capacidad para promover en su conjunto los procedimientos y las instituciones
democráticos y para garantizar y respetar los derechos fundamentales de los ciudadanos.
Los partidos desempeñan una importante labor en esta función legitimadora, pues, por una
parte, tienen un papel fundamental en la conformación de los órganos del Estado mediante
las elecciones y, por otra, son focos de discusión y debate, además de que cuando llegan al
poder por la vía electoral tienen frente a los ciudadanos la señalada obligación de no
cancelar los procedimientos y las instituciones democráticos, así como la de velar por el
respeto de los derechos fundamentales.
Los partidos hacen posible la democracia, es decir, hacen viables las decisiones
mayoritarias e impiden excluir de los derechos a las minorías, permiten el consenso pero
también el disenso y, por tanto, la tolerancia y el libre debate de las ideas, programas
políticos y leyes. Esta función es la más importante de los partidos y refuerza la necesidad
que tienen las democracias de conservarlos y perfeccionarlos.
5.2. LAS FUNCIONES INSTITUCIONALES
Una de las consecuencias más nefastas que trae consigo esta función, cuando no se realiza
utilizando métodos y procedimientos democráticos internos, es la tendencia al
funcionamiento oligárquico de los partidos. Tal riesgo, advertido, como ya se mencionó, en
la obra de Robert Michels, sigue siendo el desafío más grande que enfrentan los partidos. La
organización formal que requiere el partido para desarrollarse lleva en ocasiones a que los
dirigentes adopten decisiones por encima de los intereses y deseos de la base. No obstante
este lado oscuro, el reclutamiento de gobernantes, tiene efectos positivos en el sistema en
su conjunto: contribuye a darle estabilidad, a profesionalizar la política y a alentar
liderazgos que suelen ser determinantes en la vida de los Estados.
Sobre el resto de los órganos del Estado, los partidos tienen también la función de
organizarlos e integrarlos, influyendo en la designación o el veto de sus miembros y
aprobando, por la vía legislativa, la estructura de los distintos cuerpos de autoridad. Esa es
la razón por la que se ha sostenido que el Estado moderno es un Estado de partidos, y
cuando degenera en corrupción y clientelismo deriva en partidocracia.
En los regímenes no democráticos los partidos no articulan intereses, como lo hacen en los
democráticos, pues pretenden uniformar las conciencias o las ideologías, de ser posible en
una sola clase, categoría o interés: el partido reproduce el interés de la clase dominante, y
éste puede ir desde el interés de la dictadura del proletariado hasta el de una oligarquía o
grupo en el poder, verbigracia, la "clase trabajadora" o la falange.
En cuanto a las funciones institucionales de los partidos en este tipo de regímenes, es claro
que los aparatos del Estado se integran, estructuran y componen no a través de una
pluralidad de partidos, pues no la hay, sino por medio del partido único, es decir, el partido
monopoliza la organización del Estado y se confunde con él. Aquí el partido no está situado
en el plano de la sociedad civil ni en un plano intermedio entre lo público y lo privado, sino
totalmente incrustado en la esfera de lo estatal, es decir, no goza de autonomía frente a los
órganos del Estado, pues las instituciones estatales y el partido son una sola cosa.
No siempre ha existido un estatuto jurídico de los partidos. Éstos son realidades sociales a
las que lentamente la teoría fue prestando atención, y más lentamente aún el derecho. El
ordenamiento jurídico ha tenido, a grandes rasgos, las siguientes actitudes frente a los
partidos. Primero, una fase de oposición, propia del Estado liberal surgido de la Revolución
Francesa, en la que se condena totalmente a los partidos, tal como en la famosa Ley
Chapelier de 1791, que rechazaba todo tipo de asociacionismo. Posteriormente, y casi
durante todo el siglo XIX. predomina una actitud de desconocimiento e indiferencia jurídica
hacia los partidos, pues a pesar de que se admite su existencia sociológica, se niega
cualquier regulación, seguramente por el influjo de la separación entre el Estado y la
sociedad civil. La tercera etapa corresponde a los finales del siglo XIX y principios del XX;
aquí, los partidos son reconocidos jurídicamente en las leyes electorales y en los
reglamentos de las cámaras. La última etapa es posterior a la Segunda Guerra Mundial y
refleja el movimiento a favor de su constitucionalización y, en algunos casos, su regulación
jurídica exhaustiva.
La fase de constitucionalización se ha dado en casi todos los países del mundo. Son
famosos los preceptos de constituciones como la italiana. francesa, alemana, griega o
española. que constitucionalizan los partidos y en algunos casos cuentan con leyes para su
desarrollo. La constitucionalización de los partidos en el mundo entero significa varias
cosas. La primera de ellas es una repulsa a los Estados autoritarios y totalitarios, y la
afirmación de que la democracia pluralista sólo es realizable con el concurso de varios
partidos. Pero al mismo tiempo, como los partidos se encuentran en la base misma de todo
el sistema democrático, algunos sostienen la necesidad de fórmulas de constitucionalidad
en el sentido de sistemas de control, para que los partidos ajusten su actividad a los
principios democráticos, es decir, utilizando una frase canónica, para "atraparlos en las
redes del derecho".
Para realizar la juridización de los partidos es preciso tener en cuenta dos ámbitos o
esferas: el externo y el interno. El externo está conformado por los derechos y deberes de
los partidos frente al Estado, sobresaliendo entre los derechos el de libertad de formación y
acción de los partidos, y entre las obligaciones la de no establecer partidos que persigan
fines o motivos ilícitos o contrarios a los principios constitucionales. El ámbito interno se
constituye con los derechos y deberes dentro del partido, entendiéndose en primer lugar
que la garantía de la libertad interna por medio de la Constitución y de la ley puede
considerarse como un requisito funcional para la efectividad del sistema democrático; sin
embargo, la libertad que tiene el partido para organizarse internamente no puede llevarse al
grado de afectar los derechos fundamentales de los militantes. La democracia en su seno y
la prerrogativa de autonomía de los partidos en su funcionamiento constituyen las dos
piezas fundamentales de su regulación interna.
Los partidos, además de ser reconocidos por la Constitución, suelen estar regulados por
leyes secundarias, dependiendo de la tradición jurídica de la que forme parte el Estado
concreto de que se trate y de su contexto histórico particular. En los Estados anglosajones
y nórdicos hay una escasa regulación de las actividades de los partidos. En cambio, en la
Europa continental y en América Latina la intención es contar con una normatividad
abundante. La regulación, en el caso de América Latina, por ejemplo, se hace en las leyes
electorales o, siguiendo una tendencia predominante en Europa, se elaboran leyes
especificas para los partidos.
En la legislación de los partidos se suele admitir los dos ámbitos de regulación, a los que se
aludió anteriormente, esto es, el externo y el interno. Las materias reguladas comprenden
desde proporcionar un concepto o definición de partido hasta temas tan complicados como
el de los órganos de control o fiscalizadores de la actividad de los partidos, pasando por los
requisitos de su constitución y registro, sus derechos y obligaciones, su democracia interna
y su financiamiento, así como la regulación de figuras semejantes o próximas, tales como
los frentes, las asociaciones políticas y las coaliciones.
Algunas leyes de partidos definen lo que es un partido político. Así, la alemana dice en su
artículo 2o. que los partidos son "asociaciones de ciudadanos que, de modo permanente a
largo plazo, ejercen influencia en e ámbito de la Federación o de un Estado regional sobre la
formación de 1 voluntad política y se proponen cooperar en la representación del pueblo en
el seno de la Dieta Federal o de un Parlamento Regional, siempre que, de acuerdo con el
cuadro general de las circunstancias fácticas, y en especial de acuerdo con la extensión y la
firmeza de su organización el número de sus miembros y su presencia en la vida pública
ofrezcan una garantía suficiente de seriedad de esos objetivos. Sólo las personas físicas
pueden ser miembros de un partido". Para el orden jurídico, definir lo que es un partido
tiene consecuencias positivas, pues a partir de la conceptualización se extraen los criterios
generales de interpretación de las normas que regulan su funcionamiento. Además, la
definición brinda elementos que con certeza indican lo que es un partido y lo distinguen de
cualquier otra organización. Sin embargo, la mayoría de las leyes electorales o de partidos
no definen lo que son. La Constitución mexicana sí lo hace -en su artículo 41o.- y destaca su
carácter de entidades de interés público.
Para gran parte de la doctrina jurídica y de la ciencia política, los derechos fundamentales y
la misma estructura democrático-formal no se dan de igual forma en los partidos que en el
Estado. En los partidos, según algunos autores, la defensa y garantía de los derechos
fundamentales aparece de manera más restringida, y en todo caso limitada a un contenido
exiguo, basado en algunos de los principios democráticos del texto constitucional o del
programa de cada partido, o bien, delimitando la democracia interna exclusivamente a una
democracia procedimental o de reglas mínimas, sin tomar en consideración la cuestión de
los derechos fundamentales de los militantes. Se dice, así que en el Estado los ciudadanos
pueden manifestar libremente sus opiniones, pero que en el partido tiene escaso sentido
sostener opiniones contrarias, pues lo que se busca es la unidad. También se afirma que es
imposible que en los partidos exista un juego político democrático intenso, toda vez que las
decisiones tienen que adoptarse velozmente.
¿Qué derechos debe reconocer y proteger a sus militantes o afiliados un partido político?
La respuesta a esta pregunta no es simple pues depende del contexto histórico, del texto
constitucional y de la tradición jurídica de cada país.
Algunos de los derechos que se suelen garantizar a los militantes son: la participación
directa o mediante representantes en las asambleas generales; la calidad de elector tanto
activo como pasivo para todos los cargos del partido; la periodicidad en los cargos y en los
órganos directivos; la responsabilidad en los mismos; la revocabilidad de los cargos; el
carácter colegiado de los órganos de decisión; la vigencia del principio mayoritario en los
órganos del partido; la libertad de expresión en el seno interno; la posibilidad de abandonar
el partido en cualquier momento; el acceso a la afiliación; el ser oído por los órganos
arbitrales internos antes de la imposición de cualquier sanción; el acceso a la información
sobre cualquier asunto; el libre debate de las ideas y de las decisiones principales: la
seguridad jurídica; la formación de corrientes de opinión y, en algunos casos, la existencia
de mecanismos de democracia directa en el interior del partido, tales como el referéndum o
el derecho de iniciativa para reformar normas o instituciones partidarias, etcétera.
Además de la amplitud de los derechos de los militantes, existen otras cuestiones que
afectan la democracia interna y las prerrogativas de los afiliados. Estas tienen que ver con el
problema de la titularidad de los escaños; la exigencia de la dimisión sin fecha y otras
sanciones que algunos partidos imponen a sus legisladores; la cuestión del abandono del
partido por parte del legislador, y las dificultades que plantea la escisión del partido durante
una legislatura. Cada uno de los problemas mencionados puede ser resuelto de distinta
forma y dependiendo de la legislación de cada país.
Muchos politólogos tienden a desacreditar las corrientes internas y las consideran un mal
inevitable. Se les culpa de fraccionar a los partidos y atomizar la vida política, ocasionando
que éstos no cumplan con uno de sus cometidos principales: articular y aglutinar las
demandas sociales.
A esta argumentación teórica podría responderse que los partidos, por su trascendencia, no
son como el resto de las organizaciones de la sociedad civil, y que los órganos
jurisdiccionales en un Estado de derecho democrático suelen funcionar con gran
independencia respecto del gobierno, por lo que en este preciso caso es infundado el temor
a un control gubernamental que no podría darse en el Estado de derecho, ni siquiera de
manera indirecta. Además, en las democracias los partidos son el origen de las
instituciones del Estado y del derecho, por lo que sería muy conveniente que un órgano
imparcial e independiente del propio Estado conociera de las posibles irregularidades que
se pudieran cometer dentro de ellos, ya sea por violación de los estatutos o por afectar los
derechos fundamentales de los militantes.
6.5. EL FINANCIAMIENTO
Los partidos modernos no recurren para su propaganda a métodos tradicionales, sino que
hacen uso de los medios masivos de comunicación, cuyas tarifas suelen ser muy elevadas.
Además, tienen gastos ordinarios derivados de sus funciones: capacitar cuadros, penetrar
en la sociedad, divulgar sus documentos básicos, apoyar a sus representantes en el poder
legislativo o en el gobierno, etc., todo lo cual demanda recursos económicos.
Los fondos de los partidos provienen generalmente de dos vías: financiamiento privado y
financiamiento público. El privado deriva de los recursos de los particulares, militantes o
simpatizantes, y reviste varias formas: cuotas de los afiliados, donativos, préstamos y
créditos, y administración de empresas propias, principalmente de carácter editorial. El
financiamiento público puede ser directo, como las subvenciones que el Estado otorga a los
partidos, generalmente en proporción a su cuota electoral, e indirecto, como la cesión de
tiempo en los medios públicos de comunicación, la exención de impuestos y las franquicias
telegráficas y postales.
Uno de los problemas más preocupantes en el Estado de partidos es el uso inadecuado que
en ocasiones se da a los recursos. La desconfianza se alimenta por la frecuencia de las
infracciones y porque ocurren en casi todo el mundo, incluso en las democracias más
consolidadas, así como por el manejo publicitario de tales hechos. La gravedad del asunto
se manifiesta en el cuestionamiento de las tareas de los partidos y, a veces -que es lo más
preocupante-, en una actitud de duda o desilusión sobre las democracias representativas,
sin que se proponga otro tipo de régimen alternativo y superior.
Uno de los rubros importantes en cualquier regulación jurídica de los partidos es el relativo
a las figuras próximas, como son las asociaciones políticas. Para la democracia, la
conveniencia de regular este campo estriba en la posibilidad de alimentar y fomentar
organizaciones que pueden en un futuro convertirse en partidos y con ello enriquecer la
vida política de un país, impidiendo su esclerosis o inmovilismo.
Los profundos cambios sociales, económicos, tecnológicos y políticos que se viven en las
postrimerías del siglo XX han transformado a los partidos políticos. Los partidos de
masas ideologizados se han vuelto partidos de corte más pragmático, en búsqueda
permanente -casi todos ellos- del llamado centro político. Los modelos racionales de
política han provocado en muchas sociedades un menor interés por los temas políticos, y
quienes se interesan por la participación lo hacen sobre temas concretos e identificables. M
no existir ya las grandes ideologías que buscaban explicarlo todo, la política y los partidos
han perdido capacidad de atracción, y ello hace a algunos pensar que los partidos pudiesen
ser desplazados por los movimientos sociales.
Las consideraciones anteriores, junto con los antiguos problemas de los partidos, han
hecho que sus críticos presenten un cuadro alarmante, dando a entender que asistimos a
los últimos momentos de esas organizaciones. Sin embargo, si prescindimos de los
partidos para organizar la vida política ¿qué sustitutos tenemos con mejores garantías para
la vida democrática y su desarrollo? En las actuales circunstancias no contamos con
organizaciones de reemplazo que continúen realizando las funciones de los partidos.
Probablemente algunos de ellos sean obsoletos, pero sin partidos que organicen y
estructuren en alguna medida la competencia por el poder en todos los niveles del gobierno,
la democracia, especialmente en las grandes sociedades urbanas, será imposible.
¿Podrán los partidos sortear su crisis y, de ser así, cuál es su futuro? La respuesta no
puede ser única y definitiva; se trata necesariamente de un planteamiento múltiple con
diversas derivaciones. En principio, debemos situar el problema en el contexto del futuro de
la democracia. Además, una respuesta así debe ser capaz de distinguir a los regímenes,
pues no todos tienen el mismo grado de desarrollo y características, en tanto que algunos
son democráticos y otros no.
En países democráticos con sociedades homogéneas, la respuesta tiene que ver con el
desarrollo de la democracia y la profundización en ella. Los partidos tienen que cambiar de
estrategia de acuerdo con las pautas que presenta la nueva sociedad tecnológica e
informática; su apuesta está en fomentar alianzas con los movimientos sociales, ser
capaces de avanzar en las propuestas de estas organizaciones y mejorar sus mecanismos
de democracia interna. En especial, el cuidado debe residir en la renovación constante de
sus élites dirigentes y en mantener frente a la sociedad una gran transparencia en sus líneas
políticas y en el uso de sus recursos.
Para que no pierda legitimidad el proceso democrático, los dirigentes de los partidos están
obligados, tanto frente a sus afiliados como a sus votantes, a informar sobre el origen y
destino de los recursos. Igualmente, hay que explicar al público que sin dinero no puede
haber partidos, elecciones ni campañas para llegar al poder, y que es responsabilidad de los
ciudadanos contribuir en este rubro al proceso democrático.
Bibliografía básica
Burgoa, Ignacio y otros, El régimen constitucional de los partidos políticos, UNAM, Instituto
de Investigaciones Jurídicas, México, 1975.
Duverger, Maurice, Los partidos políticos, Fondo de Cultura Económica, México, 8a. reimp.
en España, 1981.
López, Mario Justo, Partidos políticos. Teoría general y régimen legal, 4a. ed., De Palma,
Buenos Aires, 1983.
Varios autores, "La financiación de los partidos políticos", debate celebrado en el Centro de
Estudios Constitucionales, Madrid, 23 de noviembre de 1993, en Cuadernos y Debates, núm.
47, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1994.