Naufrago Voluntario - Alain Bombard
Naufrago Voluntario - Alain Bombard
Naufrago Voluntario - Alain Bombard
1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Caballas 5,8 3,8 5,2 7,2 8,1 2,7 3,5 4,9 1,0 5,4
Arenques 5,5 2,4 4.9 7,1 7,8 2,7 3,4 4,4 0,8 5,0
Sardinas 5,1 4,7 4,6 7,2 8,4 2,8 3,7 4,3 1,0 5,2
Atunes 5,3 5,7 4,7 7,2 8,3 2,8 3,5 4,5 1,0 5,1
Gambas 9,4 2,2 5,3 8,5 8,5 3,4 4,5 4,1 1,0 5,1
ADVERTÍ que, mientras que resultaba muy fácil, alegando cifras, convencer
a los especialistas, los marinos, por su parte, se mostraban mucho más
reticentes. En efecto, aquellos a quienes decía algo de mi trabajo me
respondían invariablemente: «Todo eso está muy bien, pero es pura teoría.
Tal vez funcione cuando se está encerrado en un laboratorio, pero en el mar
es otra cosa; nosotros lo sabemos bien.»
Por lo tanto, había que vencer un factor importante: había que matar esa
desesperación que mata; aquello superaba el marco de la alimentación, pero
si beber es más importante que comer, dar confianza es más importante que
beber. Si la sed mata más deprisa que el hambre, la desesperación gana aún,
en rapidez, a la sed. «Recuerda, hombre, que eres espíritu.» Había que
ocuparse, también, del espíritu.
¿Pero quién naufraga? ¿El sabio o el marino, el médico o el pescador? Y
entonces tuve que abandonar, resueltamente, los senderos trillados: la
educación médica volvía a prevalecer sobre la educación del fisiólogo. Era
preciso que mi hipótesis dejara de ser, sólo, una hipótesis; que sirviera de
algo, y para ello se hacía evidente la necesidad del viaje, de la
experimentación humana.
¿Qué viaje había que hacer? Se trataba de hallar un medio de permanecer
aislado en alta mar durante un tiempo superior a un mes e inferior a tres. Era
preciso hallar un itinerario donde los vientos y las corrientes nos llevaran con
seguridad, donde no encontráramos a nadie —para evitar sucumbir a la
tentación— y donde, finalmente, demostráramos, impresionando las
imaginaciones, que la vida lejos de las costas es posible.
Me sumí entonces en el estudio de las navegaciones «anormales...
esencialmente de la navegación solitaria13. Ese estudio me mostró, con la
mayor evidencia, que para impresionar las imaginaciones era preciso cruzar
un océano, que para permanecer en el mar el tiempo necesario y suficiente,
había que elegir el Atlántico, y que para estar seguro de llegar a alguna parte,
en unos dos meses, sin enfrentarse con la tentación a cada paso, era preciso
seguir la ruta de los alisios, repetir dos de los viajes de Cristóbal Colón, el
segundo y el cuarto: España, las Canarias, pasar a la altura de las islas de
Cabo Verde. Antillas. Evitábamos así las rutas de navegación. En efecto,
éstas pasan más al norte hacia América del Norte y las Antillas y más al sur
hacia América del Sur. Evitábamos también el mar de los Sargazos y la
Región de las Calmas, donde estaríamos perdidos sin beneficio para nadie.
Durante todos esos trabajos, había llevado yo, en Mónaco, una vida muy
activa. Pasaba largas jornadas en la biblioteca, hojeando los ficheros y
extrayendo de ellos, con la ayuda del bibliotecario, el señor Comet.
«alimento» para la semana. Salía casi cada día con uno de los barcos del
museo, o el Pisa o el Eider. Finalmente, exprimía a destajo los más variados
pescados, intentando obtener el mayor rendimiento posible, tanto desde el
punto de vista del sabor como del de la cantidad de agua recogida. Había
comprobado, en efecto, que el mejor modo de obtenerla era exprimir el
pescado en un sencillo exprimidor para fruta.
Poco a poco, trababa conocimiento con mi futura alimentación y, ante los
resultados, adquiría confianza.
En el laboratorio, la teoría parecía confirmarse día tras día.
Milagrosamente, había logrado que corrieran pocos rumores sobre mi
proyecto. Creo, por otra parte, que la sonriente ironía y la benevolente
incredulidad de los más posibilitaban esta tranquilidad. A decir verdad, iba a
saber, incluso, que yo era el único que creía «en ello».
Las fechas que habíamos fijado para nuestra partida fueron retrasadas
poco a poco. La tripulación debía componerse de tres hombres: Van
Hemsbergen, nuestro mecenas y yo. Luego de cinco, más tarde de seis
hombres. Tras haber decidido utilizar una verdadera embarcación de
salvamento, nuestro patrocinador quería hacernos probar un artefacto
heteróclito.
Quisiera contar esa historia, que contribuyó, y no poco, a convertirme en
un «jinete solitario».
Nuestro mecenas había introducido ya una modificación en nuestros
proyectos y, deseando vernos partir en un artefacto más propicio a nuestra
experiencia, había decidido utilizar un catamarán, una especie de balsa
polinesia con dos cascos unidos por un entablado intermedio, en definitiva
una especie de patín de pedales, aunque propulsado a vela.
Nos hizo llegar entonces un artefacto «modelo» muy honrosamente
construido para jugar en la playa, pero sólo para eso, con la misión de
intentar llegar a Córcega y volver.
Tras haber pasado muchos días montando aquel «bote» absurdo —¡Dios
del cielo, cómo se reían los ribereños!—. Van Hemsbergen y yo nos hicimos
remolcar, cierta mañana de finales de noviembre, hasta el exterior del puerto.
A las 11 horas se levanta una leve brisa. El artefacto navegaba a buena
velocidad y regresábamos ya cuando se rompió una de las derivas. Sin
embargo, parecía que todo iba a terminar bien. Debo decir que los dos
flotadores estaban abiertos por la parte superior, para poder sentarse en ellos
como en una canoa. Con el fin de evaluar la estabilidad del artefacto,
habíamos dejado abiertas las barquillas y, a veces, una ola penetraba en el
flotador de sotavento. Ocurrió lo inevitable: de pronto se llena de agua y todo
el aparato vuelca. Nos hallamos entonces en plena bahía de Montecarlo y el
viento nos empuja hacia el cabo Martin. Abordamos allí, hacia las ocho de la
noche; primero yo, a nado, luego Jean, arrastrado por un remolque. Por otro
lado, intervino la policía, pues, habiéndome desgarrado el muslo con las
agudas rocas del cabo, habían denunciado que un hombre desnudo y
ensangrentado había sido visto merodeando por los bosques.
Estaba escrito que, antes de ser un náufrago voluntario, tendría yo que
sufrir varios naufragios involuntarios.
La prueba hubiera debido revelar a nuestro mecenas la inutilidad de
persistir por ese camino. Pero, muy al contrario, hizo elaborar los ambiciosos
planos de un gran catamarán de catorce metros de largo, con camarote y
cocina (!); resultaba evidente que nuestros objetivos y nuestras concepciones
se alejaban cada día más. Ante mis tímidas sugerencias o protestas, se
respondía que era preciso dar a la expedición un carácter internacional, que,
por lo demás, zarparían varias embarcaciones, que quedaba tiempo; que
íbamos a dar, incluso, la vuelta al mundo. Estábamos sumiéndonos en la
utopía. ¿Y qué pintaban, en todo ello, los náufragos?
Poco a poco fue arraigando en mi cabeza la decisión de atenerme a
nuestros anteriores proyectos, de prepararlo todo y poner a mis compañeros
ante el hecho consumado. Me decía que entonces, viéndolo todo listo,
aquellos dubitativos tomarían por fin una decisión y la expedición, en las
primitivas condiciones, podría entonces comenzar realmente. Me hicieron
saber que todo estaría listo en mayo o junio. En el fondo, decidí prepararlo
todo para esa fecha y, una vez dispuesto, partir. Nuestro gran amigo lo
aprobaría entonces.
En aquellos momentos, es decir, a fines de marzo, yo había puesto a
punto, prácticamente, mi experimento y mi teoría. Mi vecino de laboratorio
había sido el doctor S.K. Kon, de la universidad de Reading, que fue a
Mónaco para estudiar los gambarotti14, y me había propuesto presentarme a
unos especialistas que me proporcionarían ciertas informaciones que yo
necesitaba. Fui, pues, a Inglaterra, donde, gracias a él y al doctor Maggee, del
ministerio de Sanidad, hablé con representantes de la Marina y la Aviación,
uno de los cuales, el doctor Wittengham, iba a hacerse amigo mío. Me
indicaron su interés y sus dudas (cuando las tenían). Tras hablar con nuestro
mecenas, el propio Wittengham vino más tarde a Mónaco. Al abandonar
Inglaterra, lamentablemente, habían resultado inútiles mis dos intentos de
hablar con el profesor Mac Canee, el especialista en plancton de Cambridge.
Aquel corto viaje tendría curiosas repercusiones. Al pasar la aduana, en
Calais, un aduanero me dijo:
—Bueno, ¿y la Mancha?
Riendo, respondo:
—¡Oh!, queda muy lejos ya, ahora cruzo el Atlántico.
Incrédulo, se rió de momento, pero luego, reflexionando, se dijo: en el
fondo, por qué no... y avisó a un periódico inglés.
Así, poco a poco, la prensa se apoderó de nuestra historia. Vino a verme
un periodista en mi laboratorio de Mónaco y comenzaron a aparecer artículos
que deformaban, con frecuencia groseramente, la verdad. Sin saberlo, había
puesto en marcha un mecanismo ante el que el asunto del aprendiz de brujo
resultaba pura broma. Comenzó la puja; se hablaba del «primer premio del
conservatorio Bombard», del «profesor Bombard», etc. Todo aquel ruido
hacía el efecto de una publicidad de mal tono y comenzaba a impedirme
trabajar. En cambio, como de todo hay en la viña del Señor, acudían a
montones los voluntarios. No, no corría el peligro de marcharme solo. Puesto
que no pensaba partir sin Van Hemsbergen, faltaba sólo un miembro para
completar la tripulación. Cierto día se presentó en mi hotel un inglés alto y
pelirrojo, flemático y tranquilo, que se ponía, con su sextante y su barco, a mi
disposición. Se trataba de Herbert Muir-Palmer, ciudadano panameño, más
conocido con el nombre de Jack Palmer. Excelente navegante, había
efectuado —ya no me acuerdo cuándo— un viaje de Panamá a El Cairo, a
través del Atlántico; luego, acompañado por su mujer, había vuelto de El
Cairo a Mónaco, a bordo de su pequeño yate de diez metros, el Hermione,
pasando por Chipre, Tobruk y el estrecho de Mesina. Hacía casi un año que
estaba en Mónaco, con poco dinero, como suelen estarlo los viajeros. Le
hablé exactamente de mis proyectos: ponernos, dos o tres, en las mismas
condiciones que los náufragos, con un artefacto improvisado, sin víveres ni
agua, para demostrar al mundo que la supervivencia es posible, a pesar de
todo, en estas condiciones. Me pidió unas horas para pensarlo, pues no
deseaba comprometerse a la ligera. Finalmente, regresó y me dijo
sencillamente:
—Dr. Bombard. I am your man.
Cada día me parecía más encantador y yo me alegraba de aquel
«hallazgo». Pero sólo estábamos en tierra aún. A mi pesar, no podía dejar de
preguntarme continuamente: «¿Qué sucederá cuando tengamos hambre? ¿No
nos lanzaremos los unos contra los otros? Conozco las reacciones de
Hemsbergen, ¿pero y Palmer?» Por esta razón, en vez de partir directamente
de Tánger o Casablanca, decidimos convertir el Mediterráneo en un banco de
pruebas. Ese mar con engañosas apariencias de lago debe servirnos para
probar el material y a los hombres. Cuanto menos clemente sea, más favor
nos hará. Así sabremos lo que nos espera, estaremos dispuestos para afrontar
el Atlántico.
Volviendo a los anteriores proyectos, me había puesto de acuerdo con el
constructor de nuestro Hitch-Hiker para obtener un barco parecido, aunque
más grande. Sin embargo, las conversaciones se demoraban. Recibía, de
todos lados, solicitudes más o menos serias, gente que se ofrecía para
acompañarme. Los periodistas me asaltaban.
Entre las cartas había, a veces, ideas encantadoras o barrocas. Uno me
proponía embarcar con un objetivo puramente culinario: nos autorizaba a
devorarle en caso de que la experiencia fracasara. Otro me confesaba que
había intentado suicidarse tres veces; solicitaba partir con nosotros,
considerando que yo había encontrado uno de los medios más seguros. El
tercero me ofrecía a su suegra, proponiéndome que iniciara mis esfuerzos de
salvamento librando a una pareja del abismo en el que se sumía por culpa de
aquella dulce criatura. ¿Y qué decir, por fin, de aquel que me preguntaba
cómo regar sus flores con agua de mar, puesto que yo afirmaba que calmaba
la sed, y de quienes, sin perder el norte, me ofrecían probar un material más o
menos perfeccionado?...
El 15 de mayo, jueves, recibo una llamada telefónica: era Jean-Luc de
Carbuccia, convertido en amigo fiel, que me proponía editar mi futuro libro y
me ofrecía un contrato gracias al que mi expedición podría bastarse a sí
misma, y mi mujer esperar tranquila.
El sábado 17 di un salto hasta París, donde, tras una entrevista a todo
trapo con el constructor, obtuve el bote que iba a convertirse en el Hereje.
Triunfante, regresé a Mónaco con mi trasatlántico. La expedición podía
zarpar, por fin, precisamente cuando yo comenzaba ya a no creerlo. Envié un
telegrama a Van Hemsbergen y a nuestro mecenas. Éste llegó la víspera de la
partida, diciéndome:
—Es el más hermoso día de mi vida, es mi aniversario y la partida de la
expedición. Van Hemsbergen tiene un compromiso, pero vengo a substituirle.
Tuve que convencerle entonces de que sus 152 kilos complicarían las
cosas en una embarcación tan frágil y que le sería mucho más útil a la
expedición permaneciendo en tierra para preparar la próxima etapa.
Estábamos ahora dispuestos para partir al día siguiente, 24 de mayo.
El constructor, el aeronauta Debroutelle, ponía definitivamente a punto
nuestro bote neumático en el puerto de Mónaco. El bote-balsa neumático
medía 4.60 m por 1.90 m. Reunía las condiciones necesarias para una
expedición como la nuestra: era un cilindro de caucho hinchable, en forma de
herradura muy alargada, cuyos extremos quedaban unidos, por detrás, por un
panel de madera —podíamos así evitar el roce, fatal para una pared
neumática, que habrían ocasionado nuestros sedales de arrastre—. Un
delgado suelo de madera descansaba sobre el fondo de caucho.
La embarcación no contenía ni un solo elemento metálico. Los flotadores
estaban divididos por cuatro tabiques en compartimentos estancos,
individualmente manejables y que podían cerrarse a voluntad. Ya se verá qué
útil fue, durante el viaje, esa disposición. El fondo de la embarcación era
prácticamente plano. Un espinazo central, rígido, la dividía
longitudinalmente, formando así dos curvaturas que, al hacer ventosa,
aumentaban la adherencia con el mar, sin por ello ofrecer resistencia a las
olas. De la propulsión se encargaba una vela cuadrada de unos 3 m². Por
desgracia, tenía el inconveniente de ir fijada a un mástil colocado demasiado
hacia adelante, lo que impedía remontar el viento. Sin embargo, dos derivas
fijadas lateralmente, en la conjunción del tercio medio y el tercio delantero,
aseguraban cierta maniobrabilidad. Aquellas dos planchas sólo debían servir,
de hecho, para llegar a tierra.
Ahora ya sólo quedaba obtener un permiso de navegación. Puede parecer
que era sólo una formalidad. De hecho, fue algo muy distinto y, por unos
instantes, llegué a temer que la expedición no pudiera partir, a falta de esa
autorización. Algunos días antes había tenido yo la sorpresa de saber que se
había dictado, contra mí, en el Norte y en mi ausencia, una condena a dos mil
francos de multa por infracción del reglamento de la circulación en alta mar.
Deseando justificarme, tomé de inmediato un tren para recurrir la sentencia.
¡QUÉ silencio cae, entre Jack y yo, y nos abruma primero! Todo el porvenir
oculto pero inminente gravita sobre nosotros.
No izamos de inmediato la vela. Jack temía que cediera por la influencia
del viento y prefería probar progresivamente su resistencia, y también la del
mástil. Para no ser arrojados hacia Niza, utilizamos entonces, por primera
vez, nuestra ancla flotante15. Dócilmente, el Hereje se plegó a nuestros
deseos y giró, apuntando hacia la costa italiana.
Se levantó entonces el día; disipándose la bruma, la costa se dibujaba,
cercana y peligrosa. Ante todo era preciso alejarse lo más posible hacia alta
mar, para evitar los numerosos cabos que, avanzando hacia el este,
representaban otros tantos escollos en nuestra ruta.
Las trampas tendidas en nuestro camino eran: el cabo Ferrat, el cabo de
Antibes, las islas de Lérins (ante las costas de Cannes). El siguiente
obstáculo: el cabo Camarat, acompañado por la isla de Levante, que los
menos pesimistas augurios habían considerado infranqueable para nuestro
esquife. Pasada la isla de Levante, la costa se alejaba hacia el oeste: ante
nosotros el mar quedaba libre.
El viento disminuyó. Izamos entonces la vela. La operación era muy
complicada, pues era preciso llegar al mástil, a proa. El bote era como una
bañera medio cubierta en su parte anterior y abierta en su parte posterior: el
estrecho espacio de 2 metros por 1,10 m en el que nos apretujábamos. No
podíamos caminar sobre la tienda levantada a proa sin correr el peligro de
reventar el frágil abrigo y era preciso hacer prodigios de equilibrio sobre uno
de los dos flotadores para avanzar. El regreso a la plataforma era más
acrobático aún. Por lo general, me tendía con los brazos hacia delante y,
luego, me arrastraba tirando con las manos.
El Hereje comenzó a moverse entonces. Tenía buen aspecto así: izada la
vela mayor, tensa la escota, trazaba orgullosamente una estela
desproporcionada con respecto a su velocidad, pero sentíamos que
avanzábamos. Se formaba un gran remolino detrás de nosotros. Por aquel
hervor, que parecía seguirnos, íbamos a evaluar primero nuestra velocidad.
Más tarde, tras haber adquirido la costumbre de mi media, la tracción de la
vela en la escota me permitiría apreciar el ritmo de la marcha. De momento,
apenas navegábamos a un nudo y medio, pero avanzábamos.
Sin embargo, hacia las once, el viento nos abandona cuando cruzamos
ante las costas del cabo Ferrat. Decididamente, no es fácil convertirse en
náufrago.
El silencio era impresionante y, a nuestro pesar, debíamos hacer esfuerzos
para romperlo. Cada cual pensaba en lo que acababa de abandonar.
Recuperábamos, por fin, una conciencia normal de los acontecimientos,
nuestros recuerdos y nuestras pesadumbres de hombres-tierra reaparecían.
Los seres queridos a los que habíamos abandonado recuperaban, en nuestros
espíritus, su auténtico lugar. No éramos ya héroes en potencia, volvíamos a
ser los hombres que realmente éramos.
Para reaccionar, mantenemos entonces nuestro primer consejo de estado
mayor, haciendo cada cual un gran esfuerzo para mostrarse ante el otro calmo
y sereno. Tal vez lo más duro sea lograr que nuestras voces mantengan su
timbre habitual, pues tendemos a hablar en voz baja.
Pero era también lo más importante: ambos advertíamos perfectamente
que, si seguíamos murmurando así, el Miedo reaparecería en todas partes
saliendo del mar para escuchar aquella mala plegaria.
Aprovechando el respiro que se nos concedía antes de entregarnos a la
maniobra, ponemos a punto la organización material de nuestra vida a bordo.
Se lanzan primero dos sedales de arrastre, para abastecer nuestras futuras
necesidades, luego decidimos el empleo del tiempo, más minuciosamente de
lo que habíamos podido hacer hasta entonces, a pesar de nuestra larga
preparación en tierra. En primer lugar, cómo organizar las guardias. De día,
uno de nosotros iba a ocuparse del remo-gobernalle y el otro descansaba
entonces, pues pensé que una vida tan anormal exigía la mayor relajación
posible. El gran problema era la noche; en un mar tan frecuentado como el
Mediterráneo, era indispensable que uno de ambos velase constantemente.
Dividimos entonces la noche en dos cuartos o, mejor dicho, en dos guardias:
uno velaría de las 20 horas a la 1 hora de la madrugada; el otro le relevaría de
1 hora a 8 horas.
Cada objeto fue, luego, colocado en una posición que nos permitiera
tomarlo sin tantear, incluso en la mayor obscuridad. Delante, al abrigo de la
tienda, protegidos del agua de mar y de la humedad por bolsas impermeables
y estancas, habíamos colocado todo el material de fotografía, las películas,
los libros de navegación, el sextante, el botiquín, el material de señalización
en caso de peligro, los víveres de socorro verificados antes de la partida y el
material de reparación. El compás fue colocado en su habitáculo, ante el
hombre del timón, que debía mantener los ojos clavados en él.
Nada había mordido aún los anzuelos cuando llegó la hora de la comida.
Substituimos entonces el ancla flotante por una red para plancton que,
prestándonos el mismo servicio, nos filtraba además un alimento útil desde el
punto de vista plástico o cualitativo, si no dinámico o cuantitativo16. Una
hora de arrastre nos proporcionó unas dos cucharadas soperas de un puré de
sabor bastante agradable y substancial, aunque poco atractivo para la vista. Se
trataba, en su mayoría, de zooplancton, copépodos casi exclusivamente, de
ahí su sabor a puré de gambas o de langosta, un auténtico regalo... Debo decir
que Jack me miró con desconfianza mientras yo consumía mi parte. Pero no
quiso parecer temeroso y adelantó, por fin, los labios, como un europeo
extraviado a quien unos indios siux hicieran probar una confitura de babosas.
Con gran sorpresa por su parte, la comida no le pareció de sabor repugnante
y, discretamente, triunfé. Poco a poco la calma volvía a nuestros espíritus y
cuando el sol se puso tras aquella maravillosa jornada de primavera, nuestra
presencia en aquel artefacto herético nos parecía ya normal, y toda nuestra
angustia había desaparecido. Esa progresiva normalización, esa calma que
sucede al hervor, esa cicatrización de la separación iban a acentuarse en el
Atlántico y me hicieron considerar, rápidamente, aquella extraña vida como
una vida normal, una vida completa. Mi teoría se verificaba ya. Bastaba con
doblar el cabo de las primeras horas de adaptación.
Se dice que el agua de mar es laxante. Es posible que el sulfato de calcio
y el sulfato de magnesio que contiene provoquen ese efecto cuando se está en
tierra, en condiciones consideradas normales, pero, tras mi experiencia, niego
en absoluto que lo sea en el mar17.
Jack se había mostrado mucho más desconfiado en la absorción de agua
de mar y, prefiriendo esperar una hipotética presa o una lluvia poco probable
para saciar su sed, se abstuvo de ella, a pesar de mis consejos y mis
observaciones. Era una flagrante prueba del peligro que hace correr una
tradición en exceso arraigada en los espíritus. Ni siquiera mi ejemplo
consiguió convencerle.
En tierra, sin embargo, mi razonamiento le parecía irreprochable y había
aceptado intentar la experiencia. Pero una vez colocado en las condiciones
reales, el «tabú» arrojado desde hace generaciones sobre el agua de mar
seguía reinando, como dueño, en su espíritu. Se encontraban así, en la misma
embarcación de salvamento, el tipo de náufrago clásico, ortodoxo, y el
náufrago moderno, herético. De pronto, la voz de mi compañero me sacó de
esas reflexiones.
—Alain, son las tres. Es la hora en que esperan nuestras emisiones,
podríamos aprovechar la calma18.
—Intentémoslo.
No teníamos ilusión alguna, pues Jean Ferré se había encargado de
quitárnosla al partir. Sabíamos que nuestra emisora, montada como un
«mecano», era un artilugio de laboratorio, que se estropearía a la menor
sacudida. Sabíamos que la humedad iba a comprometer, para siempre, el
aislamiento de los circuitos. Sabíamos que la emisora no funcionaba y no
funcionaría nunca, pero eran las tres...
Desde hacía ya largos minutos, un poco por todas partes alrededor del
Mediterráneo, algunos radioaficionados que nada sabían del ridículo carácter
técnico de nuestro material, registraban las ondas.
—Las tres —repitió Jack.
Pensé en mi mujer, sola en Mónaco, en Radio Genéve, en el bidón de
agua del que habíamos prescindido para embarcar la radio; imaginé las
llamadas telefónicas que, a las cuatro, alertarían a mi mujer: «Hace una hora
que estamos buscándoles.»
¡Y si Jean Ferré se hubiera equivocado! ¡Y si el material, en el fondo,
hubiera sido preparado y puesto a punto para mí, como juraban sus
constructores! ¡Y si pudiéramos conectar con la tierra! Había recuperado
todas mis esperanzas. Aquel conjunto de hilos y lámparas vivía ahora para
mí, iba a animarse. No podían haberse burlado de dos hombres que partían
hacia semejante aventura.
—Jack, icemos la antena.
¡Ah, la antena! ¿Han probado de hacer volar una cometa sin levantarse de
la silla? Los «técnicos» habían previsto que ganáramos esta apuesta: hacer
volar la cometa, soporte de la antena, desde nuestra plataforma de tres metros
de largo.
Debíamos de estar muy ridículos agitándonos de aquel modo, titubeando
a cada ola, para que se produjera el milagro. Finalmente, la cometa cayó
sobre una ola, húmeda, inútil. Nos invadió una sensación de horror. ¿Y si a
pesar de nuestros amigos, en tierra, seguían esperando?
Pronto, Jack, iza la «antena de socorro», una simple caña de pescar.
Nuestro mástil dominaba entonces las aguas desde cinco metros, la altura de
una ola. El hilo que lo prolongaba se hincó en el chasis del emisor.
Cautamente, puse la bombilla testigo, atornillé el amperímetro y le dije a
Jack:
—Hazlo girar.
Entre sus piernas comenzó a roncar el generador. Yo tenía la impresión
de que una misteriosa corriente nos recorría a ambos. Las lámparas se
enrojecieron. Como si disparara el último cartucho, oprimí el pulsador de
morse...
Lo repetí cien veces. Hice girar todos los botones. Comprobé todos los
hilos, puse mis dedos para «probar» los 250 voltios supuestos. Una gota de
agua, un golpe en el cuarzo habían bastado...
Sin que yo le dijera nada. Jack había dejado de hacerlo girar; su mirada
respondía a la mía.
Se acabó, realmente se acabó, lo hemos abandonado todo.
La noche de aquel primer día en el mar cayó en un deslumbramiento
multicolor, y un primer faro se encendió a nuestra derecha: era el de Antibes,
que pudimos reconocer por la descripción que de él da el Libro de los faros19.
Se produjo entonces el fenómeno con el que nosotros contábamos: se
levantó la brisa de tierra y nos llevó mar adentro. Quienes habían apostado
que, antes de doce horas, seríamos arrojados a la costa habían perdido ya. Era
una clara victoria y el hecho de haberla obtenido nos dio valor desde el
primer día. Agradezcámoslo, a fin de cuentas, a quienes dudaron. Sin ellos,
nunca hubiéramos conocido esa alegría.
Comienza la primera noche. El azar me ha designado para velar hasta la 1
de la madrugada. Mañana invertiremos las guardias. Esa combinación se
reveló muy pronto indispensable, la primera guardia, de las 20 horas a la 1 de
la madrugada, resultó incomparablemente más dura que la segunda, más
larga sin embargo.
Si, durante la jornada, nuestras posturas son variadas y azarosas a veces,
por la noche nos instalamos del modo siguiente: el hombre del timón, es decir
yo, se sienta junto al gobernalle, con la espalda apoyada en un chaleco
salvavidas y el compás entre las piernas (una incómoda actitud para que no
corra el riesgo de dormirse). Sus pies tocan el extremo de la tienda que oculta
al durmiente. Con el fin de tener lugar suficiente para tendernos, hemos
colocado el material a lo largo del borde izquierdo de esa bañera. Un espacio
de sesenta centímetros de ancho y un metro ochenta de largo queda así
dispuesto. La tienda sirve de cobertor y las bolsas, de almohada.
Jack duerme ahora. Sin embargo, no soy el único que vela. En cuanto cae
la noche, una intensa actividad comienza a reinar a nuestro alrededor. Los
animales marinos parecen acercarse para examinamos. Los resoplidos de las
marsopas, las zambullidas, los saltos de los peces alrededor del bote pueblan
la noche de extraños fantasmas, temibles al comienzo pero pronto familiares.
El chapoteo de las olas se funde en un murmullo regular del que brotan
algunos gritos, como la voz de un solista acompañada por una orquesta en
sordina. «La mar, la mar repetida siempre», expresándose «en un tumulto
semejante al silencio»20. Eso era, en efecto. La agitación regular del mar
acaba pareciendo tan silenciosa como las serenas cimas de la alta montaña.
¡Oh, qué relativas son las nociones de silencio y de ruido! ¿Recuerdan ese
molinero que despierta cuando se detiene la rueda del molino? Y el silencio
es, a veces, tan expresivo como el ruido. ¿Acaso Bach, ese gran orquestador,
no utilizó un admirable acorde de silencio en la Tocata en re menor? ¡Un
calderón sobre un silencio!
¡Ceuta por fin! Era un día festivo. Nadie trabajaba y el capitán se negó a
seguir adelante para soltarnos en la bahía de Tánger. Se negaba incluso a
escuchar nuestros argumentos. Finalmente, cuando el radio intervino a
nuestro favor, aceptó llevarnos ante Tánger si obteníamos la triple
autorización de la policía, la aduana y el puerto. Eran las 10 h 30; en
principio el barco partía a las 15 horas. Y, a nuestras espaldas, el capitán se
desternillaba ya: «¡Por lo de la autorización, en día de fiesta y, además, en
tres administraciones, estoy tranquilo!». A las 12 h 30, todo había terminado.
Las autoridades españolas habían llevado a cabo las formalidades tras una
simple petición, tanto la policía como la aduana; por lo que al comandante del
puerto se refiere, había hecho constar en el diario de a bordo del Monte-
Biscargui la orden de largarnos ante Tánger.
A las 9 lloras g.m.t, el Monte-Biscargui salió del puerto de Ceuta, y a las
21 h 30 el Hereje, tras haber sido hinchado en cubierta, fue depositado en el
mar. El capitán, muy escéptico sobre la continuación de nuestra experiencia,
reconoció pese a todo que, con semejante tiempo, nunca hubiera podido echar
al agua una ballenera, pues con viento algo fuerte el estrecho se agita y
hierve. El Monte-Biscargui nos saludó por última vez con la sirena. Y henos
ya aquí, dirigiéndonos en la obscuridad hacia las luces de la ciudad
internacional donde yo iba a encontrar amistades activas y eficaces, pero
también temibles enemigos que nos separarían, a mi compañero y a mí.
A medianoche llegamos a Tánger. Atracamos en plena obscuridad en el
Yacht-Club. ¡Ahora el Mediterráneo quedaba a nuestras espaldas! Tánger es
una grande y hermosa ciudad. El prejuicio nacional ha perdido aquí cualquier
significado. Cuando me dirigí al consulado, a la mañana siguiente, para
recoger mi correspondencia, el señor Bergére, el vicecónsul, se puso a mi
disposición para obtenerme un billete de avión hasta Francia, pagadero en
París. Mejor aún, el señor Mougenot me adelantó dinero para pagar dicho
billete. El consulado me había prestado lo bastante para comprar ropa
correcta y alojarme en el hotel.
Error fatal para nuestro equipo, abandoné a Jack el lunes 28 de julio para
dirigirme a París. En efecto, para lanzarnos al Atlántico se hacía
indispensable cambiar el Hereje. No podíamos intentar, por primera vez, una
experiencia de este tipo sin tener a nuestro favor todas las posibilidades.
Ahora bien, nuestro bote neumático no sólo acababa de recorrer más de 1.000
millas por el Mediterráneo sino que, además, antes había servido ya durante
tres años. Nuestro «mecenas» había hecho preparar uno nuevo. Se trataba de
obtenerlo.
Gracias a la amabilidad de los directivos de Air France, aquel mismo día
pude llegar a París.
Allí, el clima se había estropeado más desde mi última estancia. Ni un
céntimo a la vista. Fui a ver a nuestro «mecenas» y le expuse los primeros
resultados; insistí en las razones por las que debía continuar. Al finalizar
nuestra entrevista, me abrió los brazos y me dijo: «Tanto si continúa conmigo
como sin mí, estoy dispuesto a ayudarle.»
Dio la orden de que me entregaran la embarcación. La expedición
proseguía. Nos citamos para cenar. ¿Qué ocurrió entretanto? Sigo
ignorándolo; lo cierto es que, cambiando de nuevo de opinión, se negaba a
concedernos el barco. Quiso impedirnos, a toda costa, proseguir. Conseguí,
entonces, que decidiera ir a Tánger, persuadido de que Jack sabría
convencerle. Antes de la marcha, las conversaciones que habíamos
mantenido con algunos ingenieros hubieran debido demostrarle el interés de
los resultados que yo había obtenido.
En realidad, me pareció mucho más interesado por los problemas que le
preocupaban: saber si los náufragos podrían utilizar un pulverizador o un
destilador de pilas para desalar el agua de mar, o si un motor movido por una
cuerda que rodeara la embarcación podía funcionar. Y yo zarpaba para
demostrar que era posible vivir en el mar... sin víveres ni patentes. Animados
al principio, en apariencia, por el mismo ideal, ahora exponíamos intenciones
que resultaban ser muy distintas. Entonces, tras haber obtenido directamente
de fábrica un bote neumático nuevo, regresé a Tánger con el objeto de mis
sueños. Mi «mecenas» me acompañaba. Aquel día mantuvimos una larga
conversación con Jack. Convirtiéndose en abogado de la teoría oficial,
nuestro «mecenas» quería convencerle de que una embarcación neumática
sólo podía aguantar diez días en el mar. A fin de cuentas, aquello era algo que
no podía decirnos a nosotros, y Jack se indignó. Pensé entonces que
habíamos ganado y que nuestro promotor nos concedería la ayuda que
necesitábamos. Me propuso comprar un receptor de radio, para que
pudiéramos disponer, por lo menos, de una hora segura que nos permitiera
tomar la estrella.
—Es muy caro —le dije.
—¿Cuánto?
—Aquí, en Tánger, de cincuenta a sesenta mil francos.
—¿Y en Francia?
—Casi el doble.
—Se lo regalo.
Nos dirigimos a la tienda, nuestro hombre paga, hace que establezcan la
factura a nombre de: «Dr. Bombard. Museo Oceanográfico, Mónaco.» Al día
siguiente se marchaba... llevándose la radio.
EL ATLÁNTICO
VII
Salida de Tánger
MI primer objetivo era cruzar el estrecho y llegar lo antes posible a alta mar
para encontrar la «corriente de las Canarias». La costa me asustaba, y me
apartaba de ella lo más posible; era un ingenuo. No pensaba en mi soledad,
pues era necesario luchar. Se trataba, ni más ni menos, de pasar de un mundo
a otro. Abandonar el Mediterráneo por el Atlántico no es cosa sencilla. Es
penetrar, en pocas millas, en otro espacio y otro tiempo. La unidad de
referencia iba a pasar del día a la semana, de la milla al centenar de millas.
Pero para llegar al Atlántico era preciso, como los pretendientes de los
cuentos orientales, llevar a cabo una prueba casi imposible. Quien haya visto,
durante una inundación, el agua corriendo a seis o siete nudos, arrastrándolo
todo a su paso, puede hacerse una idea de la fuerza del torrente contra el que
yo tendría que luchar. Para remontar corriente semejante, los grandes
salmones del Norte necesitan esa fuerza nueva, exigente, infatigable que les
da el Amor. Para cruzar el estrecho, yo necesitaré la fuerza de la Aventura, el
gran deseo del campo libre, la llamada del océano —ese océano que se lanza
contra mí como para impedirme responder a ella—. Por fortuna contaba, para
forzar esa barrera, con un aliado, aunque tuviera el tiempo contado: el viento
del este. Corriente de aire contra corriente de mar: asiera la partida que se
jugaba. Aquella primera noche me fue imposible dormir. Cualquier falta de
atención por mi parte me arrojaría, definitivamente, al vertedero
mediterráneo. El viento se mantuvo toda la noche y volé por la superficie de
la corriente. Ciertamente no eran luces lo que faltaba a mi alrededor, pues los
navíos eran muy numerosos. El cabo Espartel se desvanecía. Por la mañana,
en la niebla, al sudeste de mi posición, parecía doblado.
Durante toda aquella jornada, la corriente multiplicará sus esfuerzos
mientras el viento decae. Intento ponerme de través. Lamentablemente, me
acerco al sur pero veo que la tierra avanza. Estoy agotado. Pero «debo pasar o
morir». Sé que pasar es posible. El Espartel, sin embargo, crece a ojos vista.
¡Horror!, cuando lanzo una ojeada al compás, advierto que la aguja indica la
punta del cabo hacia el sudoeste. Ya está, he vuelto al estrecho. El río de
Gibraltar sigue corriendo con grandes torbellinos que mi bote cruza. ¡Qué
vamos a hacerle!, rememorando mi infancia de remero, recuerdo que, contra
una corriente, es más fácil avanzar cerca de la costa. Y el Espartel crece,
crece. ¡Sorpresa!, creo que la gran mansión blanca, a cuya altura estaba yo
hace un rato, ha quedado un poco atrás. Unos minutos angustiosos. ¡Claro
que sí! Ahí está el Espartel, lo doblo y, en el deslumbramiento del ocaso,
aquel jueves para mí memorable, entro en el océano prometido. La contra-
corriente que me ha arrastrado, tallando su curso en el vasto río hostil, me ha
llevado a mi cita con la gran experiencia.
Tras aquella tensión, llegado por fin al océano, siento el primer asalto de
la soledad. Mi enemiga, ya conocida, no ataca bruscamente, pero su
presencia, poco a poco, irá invadiéndome al hilo de aquellos días atlánticos.
Tendrá que aguardar a que yo esté realmente «en el océano»; de momento,
estoy aún «en la costa»; por otra parte, los problemas afluyen y me impiden
fijar el pensamiento sobre la «instalación a bordo de la soledad». Sólo cuando
estos problemas estén resueltos, la soledad se convertirá entonces en el
problema.
De momento, en primer lugar, ¿adonde ir? ¿Casablanca o las Canarias?
Evidentemente, preferiría hacer escala en Casablanca. Pero me pregunto aún
qué efecto habrá producido mi solitaria partida. ¿No me tomarán por un loco
furioso y me confiscarán el material en la primera escala? ¿No será mejor
evitarlo a toda costa? No, a fin de cuentas es preciso que me detenga, pues los
míos deben estar inortalmente inquietos al saberme, ahora, solo. Tomo
entonces conciencia de que en mí se ha introducido un sentimiento turbio: al
fin y al cabo, si me detienen, no será ya culpa mía. ¿No resultaría eso cierto
alivio? No me atrevo a responder afirmativamente, pero me doy cuenta de
que el miedo ha ganado terreno. El problema inmediato que debo resolver es
no embarrancar en la primera playa, algo que los «expertos» deben esperar
desde mi solitaria partida. Con un viento nor-nordeste, pongo rumbo oeste-
sudoeste. Si puedo mantener el rumbo, trazaré la cuerda del arco Tánger-
Casablanca.
Lunes 1 - He pasado una de las noches más duras de todo el viaje, desde
Mónaco, pues hace muy mala mar. Pero, realmente, me siento bien pagado.
Ayer por la noche, al acostarme a la buena de Dios (por la noche, fijo la barra
y duermo), me dije: «Si he navegado bien, tengo que ver la primera isla
mañana por la mañana, a la izquierda», y esta mañana, al levantarme,
descubro a unas veinte millas al sur, a la izquierda, las dos islas de
encantadores nombres: Alegranza y Graciosa. ¡Qué buen presagio! Ahora me
toca no fallar en el aterraje. Pero tengo confianza. Ya gané la primera vez,
ganaré también la segunda.
Martes 2 - Me aterroriza ver qué distancia separa esas islas, unas de otras,
y el espantoso vacío en el que voy a sumirme si no encuentro la costa. Pues
me resulta imposible volver sobre mis pasos. Debo saberlo para el porvenir.
Cuando haya abandonado las Canarias, o si no las encuentro, cualquier
esperanza de regreso me estará prohibida. La distancia más pequeña que
deberé recorrer, entonces, será de más de seis mil kilómetros. Evidentemente,
creo que podré aguantar, ¡pero qué atroz inquietud para todos los míos y qué
triunfo para los que predijeron que nunca llegaría a Las Palmas! Si quiero
convencer, tengo que probar. Dije que llegaría a Gran Canaria, quiero atracar
allí y no derivar. Me hubiera sido fácil abordar las primeras islas divisadas.
Quiero probar que puedo ir a donde quiera. Es primordial para el náufrago
que, como yo, debe poder alcanzar el punto que se ha señalado.
Por la tarde. Mi bote de salvamento, cuyas posibilidades de navegación
todo el mundo había negado, me deja cada día más estupefacto. Debo, cada
mañana hacia las once, deshincharlo un poco para evitar que el aire dilatado
por el sol lo haga estallar. Vuelvo a hincharlo cada noche. Prácticamente no
embarco agua y duermo tranquilamente. Las primeras noches fueron muy
difíciles. Despertaba sobresaltado, a cada instante, con la sensación de que
había ocurrido una catástrofe, pero he adquirido confianza. Puesto que, de
día, el barco no ha volcado, ¿por qué va a volcar de noche? Me es imposible
permanecer día y noche con la barra en la mano. Pues bien, he advertido que
mi bote, cuando el viento sopla de popa, va en línea recta, aunque yo haya
fijado el gobernalle, y me confío rápidamente a la regularidad del viento.
Puedo, pues, dormir tranquilo cuando esté lejos de tierra, ¿pero qué va a
suceder cuando tenga que atracar? No puedo remontar el viento; sólo puedo
navegar con «viento de costado».
Libre, paso allí diez días encantadores, que me ablandan, mientras los
periódicos afirman: «No volverá a partir», y Palmer declara en Tánger:
«¡Proseguir más allá de las Canarias, en esta estación, es una locura, un
suicidio!». Un escepticismo casi general rodea mi proyecto. Sólo el
nacimiento de mi hija despierta el interés. Un rodeo para ver a un amigo
enfermo, en los alrededores de Poitiers, y tomo el avión hacia las Canarias,
vía Casablanca. Hago allí una escala de algunos días para hablar de plancton
con la Oficina científica de la Pesca de Marruecos. Se trata de estudiar las
posibilidades de pesca en las regiones que voy a atravesar.
Quiero intentar obtener, también, un receptor de radio. He renunciado
definitivamente a un emisor, aunque me ofrezcan uno. Mi razonamiento es el
siguiente: en primer lugar estoy solo, pues Jack no vendrá ya conmigo ahora,
y estoy absolutamente decidido a no buscarle sucesor. Me sería, pues,
realmente difícil, si no imposible, hacer funcionar un generador y emitir al
mismo tiempo. Además, soy incapaz de reparar la menor avería; bastaría un
mal contacto para que todo el mundo me creyese muerto. ¡Imaginen el efecto
sobre la moral de mi familia! Nada de emisor, pues, pero un receptor me sería
de gran utilidad. En efecto, la longitud se obtiene con el cálculo de la
diferencia entre la hora solar en el lugar considerado y la hora
correspondiente al meridiano cero elegido arbitrariamente. Actualmente, el
meridiano cero es el meridiano de Greenwich, a partir del cual se determinan
los grados de longitud. Hay cuatro minutos de diferencia con la hora en este
meridiano —cuatro minutos más al este, cuatro minutos menos al oeste—. Lo
que supone una hora cada quince grados35.
Un receptor me permitiría librarme de la servidumbre del cronómetro:
podría cada día saber la hora y comprobar mi reloj, pero necesito algo
resistente. Ahora bien, los fondos escasean: «Sea lo que Dios quiera», espero
que en Casablanca me ayuden. Sin embargo, estaba muy lejos de imaginar
aquel recibimiento: en el aeródromo me esperaba un centenar de personas.
Había incluso una hermosa dama que llevaba un ramo de flores con los
colores de la ciudad de París. Estaba allí también un representante de los
antiguos marineros, que entendía de salvamento y había tomado,
enérgicamente, mi defensa cuando alguien había dicho: «Lo que necesita no
son libros de navegación, sino más bien un libro de oraciones.» Me anunció
que, indignado por la anécdota de los dos gendarmes. Le Petit Marocain
había abierto una subscripción para pagar mi multa. El primer subscriptor
había sido el almirante Sol, que mandaba la Marina en Marruecos. La
subscripción proseguía. Iba a ser, por fin, un hombre con los antecedentes
penales en regla, si no vírgenes. Terminaba así el Entremés cómico36.
¡En marcha, reincidente!
«11 de noviembre - Sé muy bien que el náufrago, cuando divisa por fin una
costa grita: ¡tierra, tierra! Yo, en la jomada del 11 de noviembre, iba a gritar:
¡lluvia, lluvia!»
Había advertido, desde hacía mucho tiempo, en la superficie del mar, que
se hacía una extraña calma, exactamente como cuando se deja manar aceite, y
de pronto exclamé: ¡la lluvia, es la lluvia, ya viene! Me preparé mucho antes,
desnudo, para poder por fin lavar mi cuerpo de toda la sal que lo cubría:
estaba sentado en el borde del bote. Con la tienda extendida sobre mis
rodillas, manteniendo entre mis piernas un gran asiento de caucho hinchable,
que podía servirme de depósito de setenta litros, esperaba. Un estruendo de
diluvio anunció la llegada de la lluvia. Oía a lo lejos, exactamente como sal
crepitando, el ruido del agua que caía en el agua. Aguardé más de veinte
minutos, viendo acercarse poco a poco lo que para mí era un maná celestial.
Las olas dejaron de romper, aplastadas por el agua del cielo. Cuando la nube
me alcanzó por fin, el viento comenzó a soplar con violencia. La nube
avanzaba lentamente, empujada por el alto torbellino vertical que formaba
aquel pequeño ciclón. Luego, la verdadera lluvia tropical comenzó a cubrirme
y a llenar, rápidamente, mi tienda que se doblaba bajo aquel peso, entre mis
rodillas. Probé aquella primera agua dulce. ¡Horror! La arrojé al mar, pues
había captado la sal de la tienda. Una vez lavada, aunque el líquido oliera
espantosamente a caucho, me pareció un verdadero regalo. Lavé mi cuerpo
voluptuosamente. Aquella lluvia tropical fue de corta duración, pero
extremadamente abundante; no sólo me permitió beber aquel día, sino
también conservar, en mi asiento-depósito, más de quince litros de agua. Por
fin tendría a mano una rumorosa almohada —mi reserva de agua que, cada
noche, me daría la sensación de que mi vida del día siguiente estaba
asegurada—. Pues aunque no tuviera qué comer, aunque no pescara, tendría
allí bebida suficiente.
Durante veintiún días había permanecido sin beber una sola gota de agua
dulce, salvo la del pescado exprimido. Pero me hallaba en perfecto estado de
receptividad: sólo había experimentado la maravillosa sensación que produce
un líquido al pasar entre los labios. Mi piel se hallaba en perfecto estado de
conservación, aunque estropeada por la sal. Mis mucosas no se habían
desecado nunca, mis orines habían sido siempre normales, en cantidad, en
olor y en color; por consiguiente, era por completo seguro que durante veinte,
veintiún días (y más tiempo aún, pues podía continuar), los náufragos podían
vivir sin agua dulce. Sin embargo, la Providencia me evitaría la dura prueba
de tener que beber, otra vez, el soso jugo de pescado; a partir de aquel día, y
hasta el fin, tendría bastante agua del cielo para calmar mi sed. Temí varias
veces que mi provisión se agotara, pero la lluvia regresaba justo a tiempo.
Había intentado, en vano, lavar de sal mis ropas y el material para dormir;
lamentablemente, seguiría siendo, hasta el final, «el hombre de agua salada»,
hablando como los polinesios, pues la sal y siempre la sal me impregnaría
hasta el fin del viaje.
Aquel día iba a proporcionarme una alegría y un terror. La alegría fue
encontrar una nueva clase de pájaro, uno de esos hermosos volátiles que los
ingleses llaman white tailed tropic bird, lo que literalmente puede traducirse
por «cola blanca de los trópicos» —y que en Francia se denomina un «paja-
en-el-culo» (faetón, en español)—. Imaginen una paloma blanca de pico
negro, con un copete prolongando la cola. Con aire impertinente, utiliza esa
«paja» como un gobernalle de profundidad. Me lancé sobre el Raft Book, el
manual de los náufragos, que tenía conmigo, y leí que el encuentro con aquel
pájaro no demostraba, forzosamente, que uno se hallara cerca de tierra. Pero
puesto que sólo podía proceder de la costa americana, pues es por completo
desconocido en el viejo continente, era una buena señal. Por primera vez
tenía la certidumbre de haber encontrado un mensajero que venía del
continente hacia el que yo me dirigía.
Iba a ser presa de un indescriptible terror hacia las dos de la tarde. De
pronto, mientras leía apaciblemente mi Esquilo, mi remo-gobernalle recibió
un violento choque: «Caramba, otro tiburón», pensé, y me di la vuelta. Divisé
entonces un pez espada de gran tamaño, que parecía de mal humor. A unos
seis metros, encolerizado, con la aleta dorsal erizada, me seguía y había
golpeado mi gobernalle tintando alrededor de mi barco. ¡Era realmente un
combatiente! Si me limitaba a herirlo, tomaría distancia, volvería a atacarme
y el Hereje habría terminado. Además, mientras preparaba mi arpón a toda
prisa, un movimiento en falso lo hizo caer al mar. Era el último. ¡Estaba
desarmado! Fijando entonces mi navaja a mi fusil submarino, confecciono
una improvisada bayoneta, decidido a vender cara mi vida si el ataque se
produce.
La intolerable angustia iba a durar doce horas. Cuando cayó la noche, los
relámpagos luminosos que dejaban su estela y el ruido que hacía su aleta
dorsal hendiendo las olas me daban la posición del pez espada. Varias veces
su lomo golpeó el fondo del bote pero, de todos modos, parecía temerme.
Nunca se atrevió a acercarse por delante. Corría hacia mí y desviaba
bruscamente su curso al alcanzarme. Advertí que tenía miedo... tal vez tanto
como yo.
Cualquier ser vivo tiene una defensa, y lo que asusta al atacante es
ignorar su naturaleza. Los relámpagos de su estela desaparecieron hacia
medianoche, pero pasé de todos modos una noche en blanco.
Aquel día había tenido otro encuentro, que me pareció también un lejano
mensaje de la tierra. Era una de esas bolas de cristal que sirven para fijar las
redes de los marinos. Absolutamente incrustada de pequeños crustáceos
cirrópodos, percebes y anadies, era evidente que estaba en el agua desde
hacía mucho tiempo, pero era a fin de cuentas un signo de los hombres.
¿Es debido a las emociones, a la fatiga?, lo cierto es que, al finalizar la
jornada del 11 de noviembre, lo veo realmente todo negro. Por la noche,
llueve tanto que temo, por un instante, tener demasiada agua dulce tras
haberme hecho tanta falta, y escribo:
«Sería realmente paradójico ahogarme en agua dulce: y, sin embargo, es
lo que va a sucederme si sigue lloviendo como ha llovido. Tengo agua, por lo
menos, para un mes. ¡Qué chaparrones. Señor! ¡Y, además, un mar
desencadenado! Por la mañana, un sol muy pálido, pero, de vez en cuando,
llueve aún.»
He visto mi primer «sargazo», o al menos eso he creído (en realidad se
trataba de una magnífica medusa con el flotador azul y violeta, llamada por
irrisión Portuguese man of war —«acorazado portugués»—. Sus traidores
filamentos, que se hunden en las profundidades, pueden provocar picaduras
cuyo efecto duradero, extremadamente peligroso, puede llegar a producir
ulceraciones).
Advierto, tras esas noches de insomnio o de forzada vigilia, hasta qué
punto es importante dormir bien: «Cuarenta y ocho horas sin sueño y lo veo
todo negro: comienzo a resentirme, terriblemente, de todas esas pruebas.
Además, la región está infestada de atunes y peces espada; los veo saltar por
todos lados, a mi alrededor. Los pájaros, los atunes, tienen un pase, pero no
me gustan en absoluto los peces espada. En fin, de todos modos avanzo; sin
embargo, aceptaría de buena gana tardar cinco o seis días más a condición de
poder descansar y disfrutar de cierta calma. Nada es más impresionante que
este mar plomizo y rompiente.» En efecto, a mi alrededor el mar parece
haberse puesto de luto; es negro, negro como la tinta, recorrido de vez en
cuando por una cresta blanca a la que la fosforescencia del plancton hace
brillar en la obscuridad. Diríase un vestido de noche marcado, aquí y allá, por
flores blancas —un luto para japonesas—. Ni una sola estrella ya, no hay
modo de ver el cielo, que es bajo, que intenta aplastarme. Ahora comprendo
lo que significa «un tiempo pesado»; en efecto, me pesa sobre los hombros.
A las diecisiete horas, el 12 de noviembre, anoto:
«¡Lluvia, siempre lluvia, basta, basta! Me pregunto, de todos modos, si no
estaré más cerca de la costa de lo que mi estima dice, pues el número de
pájaros aumenta; hay diez a mi alrededor, y mi libro de pájaros dice que si se
ven más de seis a la vez significa que se está entre 100 y 200 millas de la
costa.» No sospecho que apenas estoy un centenar de millas más allá de las
islas de Cabo Verde.
Lunes 24 de noviembre - Ya dicen que nunca hay que vender la piel del
oso antes de cazarlo; la tormenta ha hecho que el viento gire a pleno sur, e
incluso con una deriva me cuesta mucho mantenerme en los 320 de mi
compás, lo que me lleva muy al norte; tengo mucho miedo de ser atrapado
por el Gulf Stream y llevado hacia el norte (no debe olvidarse que, en
aquellos momentos, creía haber llegado a la conjunción de la corriente
ecuatorial norte y el Gulf Stream). Entonces necesitaría aún un mes. Estoy
muy mareado. Si subo al norte de los 23/24 grados, además, voy a helarme,
pues comienza a hacer frío. Es invierno. ¡Si al menos encontrara un barco! El
viento tiene que cambiar. ¡Y pensar que estoy apenas a 90 millas de la
Deseada! ¡Esas cosas sólo pueden pasarme a mí! El alisio no está ya donde
debiera estar. Tengo miedo, un miedo terrible a que esto dure aún días y días.
¡Oh, estaba tan cerca!
15 horas. La misma situación atmosférica, aún, pero la moral mejora; en
efecto, las Instrucciones náuticas explican que acontecimientos de este tipo
son sólo episódicos y que el alisio se restablece muy pronto; sin embargo, eso
me retrasa mucho, pues, ahora, la Guadalupe está a 100 millas. Creo que se
ha acabado, la tierra más cercana que puedo alcanzar es Barbuda53, a 120
millas, y más lejos Puerto Rico, a 400 millas. En fin, más de una semana aún
si el viento se restablece pero, de lo contrario, seis meses más. Mi situación
ha subido, en efecto, 19' al norte, lo que me pone entre Barbuda y Antigua.
¡Ojalá el tiempo cambie! Qué mala suerte, justo al llegar; y si al menos viera
un barco, pero nada, nada, nada.
Por fin había «entrado en una nueva carta». Abandonando la carta general
del Atlántico, fijaba ahora mi posición en la del mar de las Antillas. Es
curioso advertir hasta qué punto una escala mayor da la impresión de recorrer
una mayor distancia.
En honor de este cambio, arrojé al mar un último mensaje en un bote para
plancton. Llevaba estas palabras: «Experiencia con éxito, misión
prácticamente cumplida, se ruega a quien descubra este mensaje que lo envíe,
etc.» Sentía curiosidad por saber si alguno de los mensajes confiados al mar
llegaría a su destinatario.
Me consideraba ya llegado. La jornada del 21 concluyó con la aparición,
en mi estela, de un pez de un metro y medio de largo, aproximadamente, que
mostraba un puntiagudo hocico provisto de impresionantes dientes. Era mi
segunda barracuda. Parecía mirarme con aire goloso. Primero tuve miedo y le
arrojé mi carrete, sujetándolo por el sedal. Era el medio que solía emplear
para asustar a los tiburones, que huían entonces a toda velocidad. La bestia no
se movió y continuó siguiéndome con aire maligno. Fijé entonces mi cuchillo
curvo en el extremo de mi fusil submarino y, tras haberlo herido dos o tres
veces, conseguí clavar profundamente la hoja en su carne. Así conseguí poner
fin a la discusión con aquella bestia, a cuyo valor rindo homenaje, pero cuya
carne, muy indigesta, no aprecié. Cuando, el 22, desperté justo antes de que
saliera el sol, cuál no sería mi sorpresa al advertir que un gran carguero
acababa de adelantarme. Me hallaba justo en su estela. Era imposible que no
me hubiera visto. Decidido a mandar noticias, encendí una bengala en el
amanecer para que volviera atrás y aclarar de una vez las cosas.
Pero el barco seguía alejándose lentamente y, por unos instantes, creí que
no iba a ver mis señales. Tomando entonces la última bengala, la lancé al
aire, donde trazó una larga estela luminosa. El carguero viró y vino hacia mí.
Abordar fue más difícil que con el Arakaka, pues había muy mala mar. Era
un carguero holandés que se dirigía a Port of Spain, en la isla inglesa de
Trinidad, la más al sur de las Antillas. Yo había decidido pedirle, por una
parte, que avisara a la Martinica y a Barbados de mi próxima llegada; por la
otra, que me diera un plato que no fuera pescado para pasar dignamente la
noche de Navidad, si me encontraba aún en alta mar. El capitán me recibió
con mucha amabilidad y me ofreció una taza de café. Me confirmó la
posición; me hallaba en efecto, como había calculado, en los 13° 50' norte y
58° 20' oeste. Luego se inició una conversación inverosímil:
—¿Cómo es posible, capitán —pregunté—, que haya pasado sin verme?
—Pero si le habíamos visto. Nos hemos acercado mucho a su
embarcación, le hemos dado la vuelta y, al no ver señal alguna de vida,
hemos creído que se trataba de un dinghy abandonado y hemos proseguido.
Sólo más tarde nos han hecho regresar sus señales.
—¿Que no había signos de vida, comandante? ¿Y mi vela izada, mi
gobernalle fijo, mi radio con su antena? ¿No llama a eso señales de vida? Por
otra parte, sólo me ha reconocido cuando me he presentado; si hubiera sido
un verdadero náufrago, medio muerto e incapaz de gritar, me hubieran dejado
allí, abandonado a mi infeliz destino, ¿no?
Era evidente que el capitán ni siquiera había pensado en ello y, cosa
inverosímil, no se le había ni siquiera ocurrido hacer sonar su sirena para ver
qué reacción producía.
No crea el lector que se trata de un caso excepcional. Habíamos
comprobado ya, en el Mediterráneo, que, para un transporte de pasajeros, el
horario prevalece ante todo, incluso ante la vida de posibles náufragos. No se
trata ya de navíos, sino de verdaderos «tranvías del mar». Sólo el hecho de
que un pasajero haya advertido algo sospechoso puede producir la
intervención de los responsables de a bordo. Sin ello, es muy posible que el
tranvía pase...
Volví a mi bote y, tras haber señalado mi posición en la carta, advertí que
«era el fin». Me quedaban unas 70 millas que recorrer, en el 232 del compás,
es decir, hacia el sudoeste, para alcanzar la costa norte de Barbados. El viento
soplaba con fuerza, y tras haber calculado aproximadamente mi velocidad,
esperaba divisar el faro de la punta norte (faro blanco de ocultación doble y
10º de período, alcance 20 millas), entre medianoche y las dos de la
madrugada g.m.t.
La jornada fue bastante fatigosa, pues, aun sabiendo que me era imposible
ver nada, no por ello dejaba de escrutar, a mi pesar, el horizonte, esperando
un milagro. Dormí bastante bien la primera parte de la noche y, tras haberme
despertado, comencé mi última guardia. A las doce y media de la noche, el
cielo fue bruscamente desgarrado por un relámpago luminoso, seguido
inmediatamente por otro. Me lancé sobre mi cronómetro: no habían pasado
diez segundos cuando las nubes se iluminaron de nuevo. Por primera vez
desde hacía sesenta y cinco días, había tomado de nuevo contacto con tierra:
aquello era, evidentemente, el efecto de la reflexión de un faro sobre las
nubes. Debía de encontrarme entonces a unas 16 millas de la punta norte de
la isla de Barbados y me quedaban, pues, por lo menos, doce horas antes de
plantearme el problema del aterraje. Habría podido dormir, pero trastornado
por la proximidad de algo en lo que había acabado no creyendo: la tierra —
¡la tierra prometida!—, permanecí allí, estúpidamente sentado en mis
flotadores, contemplando aquellos regulares relámpagos y contando
maquinalmente los segundos, teniendo cada vez la impresión de un renovado
milagro —¿y acaso no lo era?—. Necesité unas dos horas para convencerme
de que no estaba soñando.
Más aún que cualquier otra isla. Barbados es inabordable por la costa este
y para todos los que no la conocen. La parte septentrional de esta costa, en
efecto, sólo ofrece acantilados en los que las olas rompen sin cesar.
Más al sur está rodeada, aproximadamente a una milla, por una barrera de
arrecifes que dejan un canal entre ellos y la isla. Numerosos pasos atraviesan
la barrera, pero sólo pueden utilizarse si se tiene un exacto conocimiento de
los lugares. En esta costa, a comienzos del siglo XVIII, el señor del lugar, el
famoso «Sam Lord» había tendido una trampa.
Plantó dos hileras paralelas de cocoteros, en los que fijó unas luces rojas
y blancas para simular la entrada de un puerto. Los navíos, engañados, se
lanzaban contra los arrecifes. Entonces, Sam Lord soltaba a sus esclavos
negros y acababa con toda la tripulación, procurando no dejar testigo alguno.
Cualquier esclavo que regresara sin llevar, por lo menos, una cabeza, era
inmediatamente ejecutado. Así pues, su ferocidad estaba asegurada y la carga
del navío incrementaba las colecciones del Lord, que no tardó en ser
fabulosamente rico.
Puesto que esa costa me estaba cerrada, me quedaban dos soluciones:
intentar abordar la pequeña porción de costa norte (7 km) o, dejando atrás la
isla, echar el ancla en los bajos fondos situados al oeste y, con la ayuda de mi
heliógrafo, llamar al piloto del puerto de Speightstown. Se levantó el día y
advertí, pasmado, que estaba mucho más cerca de la tierra de lo que creía, a
unas cuatro o cinco millas. Una emoción muy distinta a la que sentí en las
Canarias se apoderó de mí. De hecho, mis posibilidades de doblar la punta
norte y evitar los mortales peligros de la costa eran tan problemáticas como lo
había podido ser mi abordaje del 3 de septiembre.
Por primera vez desde la partida, puse de nuevo mis derivas en el agua
para tomar el viento de lado y doblar el espumeante acantilado en su punto
más al norte.
El almirante Sol me había advertido de que tomara grandes precauciones
al aterrar. Y ésta es una experiencia de la que quisiera, también, que se
aprovecharan los náufragos.
Náufrago, amigo mío, si llegas por fin a la vista de la tierra, todo te parece
terminado; sería realmente muy tonto que, en aquel momento, te matara esa
misma tierra que es tu salvación. Tienes tiempo. Sólo tu impaciencia puede
comprometerlo, aún, todo. Detente, observa y elige. No olvides que «el 90%
de los accidentes se produce al aterrar». Tienes que encontrar el punto donde
el mar rompe menos, donde haya arena y no una roca mortífera. Para ello,
observa cuidadosamente el color del agua: todos los puntos blancos, señales
de rompientes, deben parecerte sospechosos. Ocultan un arrecife. Inténtalo
sólo, siempre, en las grandes extensiones sin remolinos y sin rompientes.
Doblada mi punta norte, comencé a señalar mi paso, con el heliógrafo, a
todas las granjas y fábricas de azúcar que se escalonaban a lo largo de la
costa. En aquel lugar, el mar no rompe ya, sino que se lanza en una
impresionante barra. De pronto, mientras flanqueaba aquella costa norte
aproximadamente a media milla, tuve una terrible emoción: muy cerca de la
tierra, una barca con cinco hombres parecía hacer desesperados esfuerzos.
¿Me habían visto, se habían lanzado realmente a un mar tan agitado para
acudir en mi socorro?
Horror, una ola rompiente la sumergió y, cuando la embarcación
reapareció, los cinco hombres ya no estaban. Me asusté. Tal vez aquella gente
me había creído en peligro e iba ser la causa de varios ahogamientos. Me
acerqué tan deprisa como pude. Cuando estuvieron al alcance de mi voz,
comprobé con sorpresa que se trataba de negros y que no me habían visto en
absoluto. Eran sencillamente pescadores y tenían que afrontar, cada día, aquel
mar furioso a riesgo de su vida.
Bogando sobre clarísimas aguas, en cuanto percibían un gran erizo, se
sumergían, incluso entre las más altas olas, aunque fueran rechazados luego,
a doscientos metros de allí, en la arena de las playas. Allí, a trescientos
metros, decidí fondear: necesité tres horas para cubrir aquella distancia.
Ahora había descubierto una playa de arena y todo el peligro para mi vida
había pasado; había traído, intactos, mi esquife y todo el material que llevaba.
Por lo que a mis inestimables notas se refiere, que tal vez pudieran salvar
centenares de vidas, quería preservarlas hasta el final.
La maniobra era extenuante para un hombre tan agotado como yo lo
estaba. Como todas las barras del África y las Antillas, las olas no rompían
con igual fuerza, sino siguiendo un período creciente y, luego, decreciente
bien definido y propio de cada tipo de barra. La más peligrosa es la séptima
ola, o la decimosexta, y son las que hay que evitar a toda costa. En ese caso,
se trataba de un período de siete olas. Tenía viento de costado y dispuse el
bote de espaldas a la playa. A la tercera ola, me volví para avanzar hacia
tierra. Cuando la quinta llegó a mí, me volví de nuevo para recuperar mi
posición frontal y poder afrontar así el terrible trueno de la séptima ola, que
acudía ya. Poco a poco, avanzando de este modo, iba acercándome a tierra:
cada vez que se anunciaba la séptima ola, que se hacía cada vez más
peligrosa a medida que avanzaba hacia la costa, viraba de bordo para hacerle
frente. Los pescadores, que me habían descubierto, no habían comprendido
aún qué podía tener de extraña mi llegada: no habían advertido que,
empujado hacia su tierra de tan extraño modo, mi esquife sólo podía proceder
de las lejanas costas de sus antepasados. Muy pronto me rodearon tres barcas
y, en un fantasioso inglés, entablamos conversación. Tres negros subieron a
bordo del Hereje: ¡por primera vez, en el Atlántico, tenía tripulación! Por otra
parte, no dejaban de preocuparme, pues lo curioseaban todo, hurgaban por
todas partes, mangando a diestro y siniestro. Uno de ellos me pidió el reloj,
pero cuando comprobó que apenas se oía el tic-tac, lo miró con aire
despectivo. Otro estaba más interesado en mi pastilla de jabón y parecía
querer comérsela. Un tercero intentaba contemplar el horizonte con mis
gemelos poniéndoselos del revés ante los ojos. Cuando le expliqué que
estaban llenos de agua y no podía ver nada, comenzó a sacudirlos como se
hace para vaciar una botella hasta la última gota.
Fuera cual fuese mi alegría al haberlo conseguido, comencé a
preocuparme por dos cosas: mis sedales y, sobre todo, mis víveres de socorro,
que me habría gustado llevar intactos hasta el primer puesto de policía. Pero
estaba demasiado fatigado para vigilarlo todo hasta entonces. Por ello decidí
designar, en cuanto pudiera, dos o tres testigos capaces de comprobar que no
había abierto mis provisiones.
El Hereje seguía a unos veinte metros de la playa que, amarilla al
principio, comenzaba a ponerse negra de tantos curiosos como se apretujaban
en ella. Los pescadores me aconsejaban que esperara la marea baja para
abordar, afirmando que las olas serían menos fuertes. En realidad, querían
sobre todo explorar a fondo todas mis posesiones antes de que los ribereños
pudieran meter en ellas las narices. El deseo de la tierra, de su olor, de la
sensación de la arena caliente, ascendía en mí hasta el punto de que,
conociendo bien mi embarcación y viendo que podía soportar las olas de la
orilla, harto finalmente de la inacción de mi reciente tripulación, me zambullí,
nadé los veinte metros necesarios llevando en la mano el ancla del Hereje y,
ayudado por los centenares de asistentes, me arrastré finalmente hasta tierra.
Era móvil e inestable, pero tierra, y mi alegría fue tal que hizo desaparecer en
un instante los dolores provocados por el hambre.
Ésta es una circunstancia con la que cuento, y mucho, para evitar a los
náufragos una primera comida demasiado rápida y abundante que podría
serles mortal. Acepta, oh hermano, todo el líquido que te presenten, desconfía
de todo lo que sea sólido: tienes en ello un seguro enemigo para tu debilitado
intestino. Has arrancado tu vida al mar, no dejes que la tierra te la arrebate.
Aprende, como yo, que el combate contra el hambre se convierte, en
cuanto has abordado, en una lucha contra la sobrealimentación.
XV
La tierra
La ballena blanca.
Probablemente se trata de un baleinóptero: Balaenoptera physalus, o
rorcual común, al que los balleneros llaman fin o finback. Esta especie ha
sido señalada muchas veces en el Mediterráneo. Se sabe que los
baleinópteros se distinguen de las ballenas francas por la presencia de una
aleta dorsal, que se ve claramente cuando el animal sonda. La forma y
posición de esta aleta, los movimientos de inmersión del espécimen en
cuestión, llevan a creer que se trata, efectivamente, de un rorcual común.
Aunque sólo un examen más completo permitiría una determinación precisa.
En cuanto a su coloración blanca, es absolutamente notable: cuerpo
blanquecino, aleta blanca rodeada de negro en su borde posterior, región
caudal grisácea. Los finbacks suelen presentar una pronunciada asimetría
pigmentaria. Pero los especímenes francamente albinos son muy raros. No se
señalan en los trabajos actualmente publicados. Sin embargo, mi colega N. A.
Mackintosh, director de Investigaciones en el Discovery Committee, me dijo
recientemente (marzo de 1953) que uno de los inspectores balleneros del
Antártico vio cierto día un rorcual blanco entre las capturas del «barco-
factoría» donde realizaba sus funciones. No se consideró útil insistir y el
albino fue despedazado sin más ceremonia, al igual que sus colegas
pigmentados.
Sólo se conoce otro caso de albinismo entre los cetáceos: el cachalote
blanco capturado en 1951 por el Anglo-Norse, en las costas del Perú.
El tiburón.
Las pectorales muy largas, con los extremos blancos; la dorsal
redondeada y también blanca en su extremo; el aspecto del hocico: todo
identifica ese tiburón como un Carcharhinus longimanus (Poey), o White-
tipped shark. Cousteau y Tailliez me enviaron una fotografía de un
espécimen de este tipo, tomada por ellos, en inmersión, en la región de las
islas de Cabo Verde.
Es un tiburón pelágico, más «oceánico», menos costero que sus primos
del mismo género Carcharhinus. Ha sido señalado en el Mediterráneo pero,
sobre todo, en el Atlántico tropical, generalmente lejos de las costas. Nunca
ha sido capturado en las costas de los Estados Unidos y tampoco lo he visto
nunca en la costa de África. Se le ha acusado, vagamente, de atacar al
hombre, aunque sin prueba formal alguna. El mayor espécimen medido con
certeza tenía 3.50 m de largo, pero puede alcanzar los 4 m y más. Es vivíparo
y placentario. Como suele vivir en alta mar, es menos conocido que las
especies litorales.
El pez ballesta.
Los peces ballesta, peces costeros por lo general, rara vez se utilizan en la
alimentación, pues tienen fama de venenosos, de mortales incluso. Su nombre
de Trigger-fish, o pez-gatillo, procede de un dispositivo de fijación de la
primera espina dorsal por medio de la segunda espina, más corta.
En la obra de Jordán y Evermann. The Fishes of North and Middle
America (part. II. 1898, pág. 1898), se lee: According to Dr Day, eating the
flesh of these fishes occasions in places symptoms of most virulent poisoning.
Dr Mennier, at the Mauritius, considers that the poisonous flesh acts
primarily on the nervous tissue of the stomach, occasioning violent spasms of
that organ and shortly afterwards of all the muscles of the body. The frame
becomes racked with spasms, the tongue thickened, the eye fixed, the
breathing laborious, and the patient expires in a paroxysm of extreme
suffering57.
Cuarenta años después.
Nota final del autor
El traje de supervivencia.
Permite luchar eficazmente contra el frío. Me opuse a él mientras no fue
seguro poder encontrar a los náufragos en veinticuatro horas: en efecto, un
hombre que vista su ropa ordinaria consigue sobrevivir con un litro de agua al
día; pero el traje de supervivencia, al aumentar la transpiración, exige de diez
a doce litros de agua por persona y día. Me volví un adepto del traje de
supervivencia cuando apareció la baliza de comunicación por satélite —la
baliza Argos.
La baliza de socorro.
Los navíos están provistos de un transmisor que envía, en caso de
dificultad, una llamada que da su posición exacta a un satélite que remite la
información a un receptor en tierra. Se ponen en marcha inmediatamente
medios aéreos o marítimos y el navío naufragado puede ser socorrido en muy
breve plazo.
lsabelle Autissier fue salvada por la conjunción de dos factores: la baliza
de socorro y su traje de supervivencia. Afortunadamente, permaneció
agarrada a su barco. Si hubiera sido arrancada de allí, la embarcación hubiera
sido, efectivamente, encontrada, pero aunque lsabelle estuviera a unos
cincuenta metros del pecio, no habría podido ser descubierta y salvada. Ha
sucedido ya, lamentablemente (el caso se dio en el último Bock Challenge),
que el navío accidentado sea encontrado sin el navegante, que entonces se
considera desaparecido.