Doña Francisca Bazán de Laguna
Doña Francisca Bazán de Laguna
Doña Francisca Bazán de Laguna
03.07.2017
El 9 de julio de 1816, el Congreso de Tucumán, con la presidencia del
diputado sanjuanino Francisco Narciso de Laprida, se reúne para
sesionar en la casa cedida por doña Francisca Bazán de Laguna,
ubicada sobre la vereda norte de la Calle del Rey –a la que el propio
concilio ha rebautizado con el nombre actual, Congreso– en pleno
centro de San Miguel. Acaso sin proponérselo del todo, esos hombres
van a dar un paso trascendental: la declaración de la Independencia
de las Provincias Unidas de la América del Sud de la dominación de
los Reyes de España y su Metrópoli. Qué papel cupo a aquella
tucumana dueña de la Histórica Casa es todavía hoy casi un misterio.
Es un martes –no un domingo– y no llueve: aquél es un día claro y soleado, muy distinto,
como y desde dónde se lo mire, del desapacible 25 de mayo de 1810. Los hombres
son otros. Los motivos son otros. La idea central e indiscutida es –como no lo era en la
Revolución de Mayo– declarar la libertad e independencia del país naciente que luego
será la Argentina.
El lugar es la casa céntrica, hacienda de doña Francisca Bazán de Laguna, cuyo
salón principal se ha llenado por una muchedumbre numerosa de vecinos notables que se
continúa en las galerías laterales.
La singular fachada barroca, en el sentido ibérico de la palabra, de aberturas coronadas
por arcos rebajados y puertas enmarcadas por columnas salomónicas impostadas que
flanquean al zaguán, es mandada a alzar para el futuro matrimonio Laguna
Bazán hacia 1760.
La vivienda heredada de los padres de Francisca, en la que llegarían a convivir más de
15 personas –descontados los criados y la servidumbre– ahora transformada en sede
del Congreso, tiene un frente por lo demás sobrio y despojado que esconde dos
estancias precedentes a los 3 patios de la vivienda, que cuenta además con 3 salones
principales y variadas dependencias.
Fresca y apacible en la canícula tucumana, cálida durante los destemplados inviernos,
tiene una techumbre de paja recubierta de tejas coloradas, a la usanza colonial.
La opinión generalizada es que el tamaño y la disposición son los óptimos para alojar a
los 33 diputados venidos desde confines dispares a Tucumán, lejos del influjo de
José Gervasio de Artigas.
En 1816, la casa aún majestuosa que se alza a la vera de la calle matriz es una de las
más antiguas de San Miguel; han pasado 10 años desde la muerte de don Miguel Laguna,
y quizás Francisca siente que el Congreso le devuelve algo de vida a la construcción
erigida por su padre más de 50 años antes –que algunos dicen son más de 100, porque el
propietario original habría sido el alcalde Diego Bazán y Figueroa quien la mandó
levantar sobre fines del siglo 17, luego del traslado de la ciudad desde el paraje Ibatín, a
su emplazamiento actual– y la embarga mucho de orgullo rancio.
Acaso por influjo de su hijo Nicolás, doña Francisca siente un aprecio particular por
Belgrano y espera con ansia encontrarse con él, expresarle su cariño, recibirlo en la
galería de la casa que –no sabe– ya han ocupado tiempo atrás las tropas del
General. Para eso apremia a la servidumbre, porque no es bien visto que se
improvise con las visitas, y menos si se trata de un huésped ilustre.
Es verdad que la casa está un poco malograda, claro que eso se debe en realidad
primero al descuido y falta de recato de los hombres de Belgrano (que desde 1812
trasiegan los patios ornados con arreglos de naranjos y de helechos), y luego a los
acomodos del gobernador Aráoz que instala allí la Aduana y los almacenes de
guerra. Pero la dama ignora estos detalles.
Cae la tarde.
El 9 de julio languidece en una calma temblorosa de viento frío que baja desde el Cerro.
Más tarde, el gobernador Bernabé Aráoz ofrece su casa para un baile fastuoso y en una
breve sesión se nombra a Pueyrredón brigadier y a Belgrano general en jefe del Ejército
en lugar de Rondeau.
En el tumulto de flores, faldas, voces, acordes “de fortepiano y violín”, luces, guirnaldas,
botas y sombreros, nadie nota la ausencia, como es probable que tampoco se percibiera
la presencia dócil de doña Francisca Bazán de Laguna –no ha quedado ni un retrato de
ella– que tal vez ya ha partido y no lo siente.