Duarte, Eva - Mi - Mensaje-Evita PDF

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MI MENSAJE

de Eva Perón
Con prólogos de
José Pablo Feinmann y Javier Trímboli
Homenaje de la Diputada Nacional
Celia Arena
en el 60° aniversario del fallecimiento de Evita
Grupo de trabajo:
Gabriela Cardozo, Soledad Senn, Marianela Cantatore, Marianela Blagini, Nora
Cingolani, Juan Laxagueborde, Ana L. Rivara, Milagros Barbieri, Ignacio Fittipaldi,
Federico Beer, Amor Perdia, Estela Cervera, Lara Imhoff,
Cecilia Sánchez y María Eugenia Bertone.
Realización y diseño gráfico:
María Eugenia Bertone.
Imagen de tapa:
“Altarcito” – Óleo, dorado a la hoja y objetos, 40 por 70 cm, 2011, de Daniel Santoro.
Fotografías interiores y contratapa:
Base de datos fotográficos Florian Paucke Sistema provincial de archivos
del Gobierno de la Provincia de Santa Fe
Agradecimiento especial
a la Dirección de Cultura de la Honorable Cámara de Senadores de la Nación y a la
Secretaría Parlamentaria de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación.
Imprenta del Congreso de la Nación.
PRESIDENTE
D. JULIÁN ANDRÉS DOMÍNGUEZ
Diputado por Buenos Aires

VICEPRESIDENTA 1ª
Prof. NORMA AMANDA ABDALA DE MATARAZZO
Diputada por Santiago del Estero

VICEPRESIDENTE 2°
Dr. MARIO RAÚL NEGRI
Diputado por Córdoba

VICEPRESIDENTA 3ª
CPN. ALICIA MABEL CICILIANI
Diputada por Santa Fe

SECRETARIO PARLAMENTARIO
Lic. GERVASIO BOZZANO
SECRETARIO ADMINISTRATIVO
RICARDO HUGO ANGELUCCI
SECRETARIO DE COORDINACIÓN OPERATIVA
Ing. RICARDO ANCELL PATTERSON
PROSECRETARIA PARLAMENTARIA
Da. MARTA ALICIA LUCHETTA
PROSECRETARIO ADMINISTRATIVO
CPN. GABRIEL ALFREDO BRUNO
PROSECRETARIO DE COORDINACIÓN
D. CARLOS URLICH
Presentación a esta edición por Celia Arena. . . . . . . . . . . . . . . . 7
Prólogo de José Pablo Feinmann. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
Prólogo de Javier Trímboli . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15

Mi mensaje de Eva Duarte de Perón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21


1. Mi mensaje . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
2. Tenía que volar con él . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25
3. Mi Coronel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27
4. Las primeras sombras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 28
5. Los enemigos del pueblo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29
6. Los fanáticos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30
7. Ni fieles ni rebeldes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31
8. Caiga quien caiga . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 32
9. Los imperialismos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33
10. Los que se entregan . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 42
11. Por cualquier medio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43
12. El hambre y los intereses . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 44
13. El odio y el amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45
14. Los altos círculos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47
15. El pueblo es la única fuerza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49
16. Servir al pueblo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 50
17. La grandeza o la felicidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51
18. Somos más fuertes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 52
19. Vivir con el pueblo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53
20. Las jerarquías clericales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 54
21. La religión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55
22. Las formas y los principios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57
23. Los pueblos y Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 58
24. Los ambiciosos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59
25. No quisiera morirme… ........................ 61
26. ¿Sabrán mis… ................................ 61
27. Si alguien me… ............................... 61
28. El gran delito . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 62
29. Mi voluntad suprema . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 64
30. Una sola clase . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67
Presentación a esta edición
Celia Arena – Diputada Nacional

Este año 2012 se cumplen 60 años de la muerte de Evita. Con motivo de


este aniversario nació la decisión de reeditar su último y más polémico
texto: Mi mensaje. Durante décadas hubo quienes dudaron tanto de la
existencia de estas palabras escritas como de su autenticidad, sin em-
bargo, el 20 de octubre del año 2007, el juez a cargo del Juzgado Nacio-
nal en lo Civil 101 emitió un dictamen en el que estableció que el escrito
no era apócrifo sino perteneciente a Eva Duarte de Perón.
Cuando ocurrió el golpe de 1955 el Escribano de la Nación Jorge
Garrido pensó que los militares destruirían el original y lo puso a res-
guardo. El texto, compuesto por 79 páginas mecanografiadas, con unas
pocas correcciones hechas a mano y rubricadas con letras EP al pie,
reapareció recién en septiembre de 1967 cuando, a través de un aviso
publicado en un matutino porteño, se anunció su remate, solicitándole
a Fermín Chávez que testimoniara su autenticidad. El historiador corro-
boró la autoría de Evita y a partir de ello realizó la primera publicación.
Mi mensaje es un documento histórico y controversial. Eva escribe
con sólo 33 años y sabiendo que va a morir. Lo hizo “durante las horas
de su enfermedad”, porque tenía la convicción de que en La razón de
mi vida no había alcanzado a decir todo lo que sentía y pensaba. Y se
dirige en él, por última vez, a aquella humanidad sin sol y sin cielo: a los
descamisados, a las mujeres, a los trabajadores, para “incendiarlos con
el fuego de su corazón”.
Es un texto prácticamente desconocido porque, a pesar del dicta-
men judicial que acredita su veracidad, fue muy pocas veces publicado
y precisamente esa reducida difusión es una de las principales razones
de esta reimpresión. Se vuelve imprescindible dar a conocer, debatir y
dialogar con las palabras de la mujer que, poniendo en juego su propia
vida, colocó las necesidades colectivas por sobre las urgencias indivi-
duales. Eva Perón supo escuchar, como sólo puede hacerlo un semejan-
te, a los sectores más vulnerables de la sociedad y no escatimó esfuerzo
en generar respuestas. Dignificó a los trabajadores de su patria y abrió
caminos a tantas mujeres que pugnaban por ingresar a la militancia y a
7
la vida política del país. Es por eso que el diálogo que la Argentina actual
se debe con ella, ha de basarse en una figura histórica más completa y
veraz. La Evita que reciban las nuevas generaciones nunca podrá ser
parcial, silenciada, maquillada o proscripta.
Una lectura de nuestra historia insiste en empujar hacia el olvido al-
gunos acontecimientos y documentos, pero los militantes y los hombres
y mujeres del pueblo, con la misma insistencia los atesoran y los man-
tienen vivos en su memoria. Porque no es bajo las sombras y el oculta-
miento, donde se actualiza y resignifica un legado. Para construir un
futuro nuevo, aun más inclusivo, con más justicia social y con originales
versiones de nuestra historia, se necesita de un pasado donde se alum-
bren los documentos históricos y se rescaten las palabras pronunciadas,
aun aquellas que se susurran en los momentos más difíciles e inciertos.
Éste es un testamento político. Quien trabajó con una fuerza formi-
dable a favor de la justicia social, arremete sin miedo contra quienes
cree que, por egoísmo, por vanidad, por soberbia o por interés propio,
se alejan de las necesidades de los más desposeídos.
Y sin duda ésta también es una última carta de amor. Una carta que
escribe y dicta una muchacha de sólo 33 años que sabe que va a morir
y que se da cuenta de que en poco tiempo más ya no estará junto a su
compañero y a sus descamisados. En muchos párrafos podemos ver a
“la pequeña giovinota” que fue capaz de alzar su vuelo para cuidar al
gran cóndor, en muchos otros está la mujer que después de haber reci-
bido los honores de todos los países del mundo, posee un corazón que
vive junto al del pueblo.
Por muchas razones no es posible ignorar el papel trascendental que
Eva Perón tiene en la historia del país. Tampoco es ningún secreto que
su figura fue y es, al mismo tiempo, una de las más polémicas. Admira-
da y despreciada. Venerada y resistida. Amada y rechazada a la vez. A
sabiendas de ambas caras, me atrevo a asegurar que la difusión y lectura
de estas palabras, aun 60 años después de escritas, generarán nuevas
discusiones y abrirán otras tantas polémicas. Es improbable que sea
de manera diferente tratándose de Evita. Aunque también, indefecti-
blemente, tiene que ser así porque los documentos históricos, sean del
autor que sean, no tienen nunca lecturas definitivas. Su interpretación,
con el tiempo, evoluciona de generación en generación, remarcando,
así, su vigencia y relevancia.
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Agradezco muy especialmente la generosidad de Daniel Santoro de
permitirnos utilizar la belleza de la imagen de su obra para la tapa de
este libro. Las fotografías que se publican en esta oportunidad son otros
registros históricos prácticamente inéditos, imágenes de visitas que Eva
realizó en distintas oportunidades a mi provincia de Santa Fe y que se
conservan en el Archivo Provincial.
Por último, un profundo agradecimiento a José Pablo Feinmann
y Javier Trímboli que escribieron sus textos especialmente para esta
edición. Sin duda sus conceptos nos ayudan a contextualizar, ampliar
y analizar estas palabras que durante mucho tiempo fueron negadas
y silenciadas. A 60 años de su muerte, es para mí, una militante pro-
fundamente peronista, un enorme orgullo poder reimprimir el último
testimonio escrito de la argentina más importante del siglo XX. Evita
encarnó la política como herramienta de transformación de la realidad.
Ése fue y es su legado, inmortal y más preciado, el que la trasciende,
nos trasciende y debe ser honrado por todos los hombres y mujeres del
pueblo argentino con trabajo, pasión, entrega y dignidad.
Aquí está su texto más visceral. Aquí está su fuerza. Su sencillez. Su
esperanza y su dolor.

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Prólogo a Mi mensaje
por José Pablo Feinmann

Mi mensaje es la contracara de La razón de mi vida. Si uno (La razón de


mi vida) fue escrito para la luz pública, como biografía oficial de Evita,
como libro de texto para los colegios, como imagen de la Evita santa, vir-
gen, buena, sin contradicciones, sin pasiones extremas, sin amores ex-
cesivos, salvo los que tenía por Perón y por los pobres, sin resentimien-
tos ni odios, ni siquiera por las clases dominantes, por esa oligarquía
que tanto la atacó, la injurió y habría de festejar su muerte. El otro (Mi
mensaje) era la voz verdadera y ya exangüe de una mujer que se moría
entre dolores sin nombre, que estaba lejos de ignorar (algo que habría
adormecido esos dolores) que sus días estaban contados, que dictaba sus
ideas, sus furias, a un par de escribas que acaso se espantaran ante tanta
lucidez, tanto descarnamiento. Mi mensaje era un texto último y secreto.
Se escribió con el último aliento, de cara a la Muerte, hecho, el de mo-
rirse, que Eva no aceptaba con resignación sino con ira, arrojando esa
ira no sólo contra su injusto destino, sino contra todos los que la habían
odiado y ella odiaba, más aún en ese momento, en ese instante final,
cuando ya no caben los buenos modales ni las falsedades de protocolo.
Mi mensaje es el texto verdadero de Eva. La razón de mi vida fue es-
crito por el periodista español republicano Manuel Penella de Silva, que
fuera embajador en Berlín y, a la vez, enemigo de Hitler, sobre quien
escribió un par de textos hirientes, verdaderos, tuvo que huir y recaló en
Buenos Aires, conoció a Eva y le escribió una “autobiografía” que luego
fue derivada a manos cortesanas, de alcahuetes y adulones que altera-
ron su texto, que Evita había aprobado, por otro tolerable, inofensivo.
Nada hay entre Evita y Mi mensaje. No hay mediación alguna. Es, des-
carnadamente, ella, con las últimas fuerzas de un pequeño cuerpo que
apenas llegaba a los treinta y tres kilos. De aquí que sea agresivo, ofen-
sivo. Intolerable, no sólo para Perón, sino para la corte que lo rodeaba y
quería conservar a la Eva santa, a la santa Evita de los trabajadores, que
desbordaba bondad, pureza, jamás odio ni resentimiento. Ella había pe-
dido que fuera leído al pueblo desde los balcones de la Casa de Gobierno
el próximo 17 de octubre. No fue así. Quedó en el secreto de los tex-
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tos malditos. Era, sin más, el Plan de Operaciones de Mariano Moreno
prolongándose en la voz débil pero implacable de una jacobina de un
gobierno nacional y popular, de una jacobina que no sabía que lo era ni
le hubiera importado, porque era algo más: una amiga de los humildes,
alguien que se acercaba a ellos más allá o más acá de la ideología pero
con una pasión ilimitada, una bastarda que encontraba en los pobres su
auténtico linaje, sus compañeros en la lucha contra los poderosos, sus
hermanos, los hijos y las hijas que nunca pudo tener, no sólo por falta
de tiempo, sino por convicción. Sus hijos eran los humildes y ellos eran
su causa, el sentido militante de su vida.
La Eva de Mi mensaje denuncia a sus enemigos. Dice que siguió la
farsa de los salones, que se vistió como los poderosos para conocerlos
mejor. Concluye: “Ahora conozco todas las verdades y todas las menti-
ras del mundo”. Al seguir la farsa, al estar junto a ellos, se dio “el gusto
de insultarlos de frente”. Son los enemigos del pueblo y ahora ha llegado
el momento de “denunciarlos definitivamente”. Si esa voz de denuncia
tiene la fuerza de mil cañones, si sus últimos suspiros habrán de gol-
pear donde más duele, es porque esta pequeña mujer cree y ha creído
siempre en el fanatismo. El fanatismo, dice, “es el único camino que
tiene la vida para vencer a la muerte”. ¿Tendría aún alguna esperanza
basada en la santa iracundia de su texto? ¿Podría este fanatismo que en
él se expresaba salvarla del suspiro último? Difícil saber algo tan hondo,
algo que habita en el recoveco más inaccesible del alma de una mori-
bunda. Pero ese fanatismo (que quiere para ella, para los pueblos, para
los mártires y los héroes) lo ha encontrado antes en el profeta de Naza-
reth. Escribe: “El mundo será de los pueblos si los pueblos decidimos
enardecernos en el fuego sagrado del fanatismo. Quemarnos para poder
quemar, sin escuchar la sirena de los mediocres y de los imbéciles que
nos hablan de prudencia (…) ¡Fuego he venido a traer sobre la tierra y
qué más quiero sino que arda!” Esta cita de los Evangelios merece que
se le dedique un comentario.
Conocí el original de Mi mensaje en casa de Fermín Chávez. Ha-
bía ido a verlo para consultarlo sobre un par de puntos que no tenía
claros para mi guión cinematográfico de Ay Juancito. Cuando Fermín
me mostró Mi mensaje la visita se prolongó y hablamos sin medir el
tiempo. Eran unas páginas amarillentas y al pie, en cada una de ellas,
Evita había colocado como un sello de fuego su firma. Cuando leímos
la cita bíblica, Fermín me dijo que no importaban las incorrecciones de
12
Evita. Que, en su boca, ella las hacía propias y las modificaba según lo
necesitara o no. Sin embargo, tiempo después, al revisar de nuevo los
Evangelios de Mateo y Lucas, comprobé que Evita había citado bien,
con impecable corrección. Jesús, en Lucas 12.49, dice: “He venido a
arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya hubiera pren-
dido!” (Biblia de Jerusalén). Luego, en 12.51, insiste: “¿Creéis que estoy
aquí para poner paz en la tierra? No, os lo aseguro, sino división”. Son
textos que han asombrado a los teólogos porque contradicen el mensaje
central del profeta de Nazareth: el del amor, el de poner la otra mejilla.
De aquí que, en San Mateo, el texto que Evita menciona sea antecedido
por el título: Jesús, señal de contradicción. Y dice: “No penséis que he
venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada”
(Mateo, 10.34.). Hay una explicación. El confesor de Eva durante sus
largos últimos días fue el padre Hernán Benítez. Es (muy) posible que
él le hiciera conocer esas citas tan cuidadosamente escogidas y que ocu-
pan un escueto espacio en los Evangelios. Para Eva eran formidables.
También y sobre todo Jesús había sido un fanático, “la única fuerza que
Dios le dejó al corazón para ganar sus batallas”. Los fanáticos traen fue-
go, lo arrojan a la lucha y hasta se queman en él. En su propio fuego.
Luchan con el corazón porque sólo saben seguir las razones de ese arre-
bato que los hace ser lo que siempre han sido y serán: seres ardientes,
que no conocen límites. Los otros, en cambio, los tibios, los blandos, los
indiferentes, desconocen el fuego. Escribe: “Si alguna cosa tengo que
reprocharles a las altas jerarquías militares y clericales es precisamente
su frialdad y su indiferencia frente al drama de mi pueblo”.
Orgullosa, dice: “Yo no me dejé arrancar el alma que traje de la ca-
lle”. Evita nació pobre, bastarda, y siempre estuvo junto a los pobres, y
a los pobres les gustaba verla hermosa, aun con sus vestidos Dior. Pero
luego elige su traje militante, el rodete como un puño, el traje sastre
seco, los pómulos como rocas, tallados con minuciosidad incontenible
por el cáncer. La furia de la combatiente moribunda cae sobre los pe-
ronistas burócratas, los que se han servido de sus cargos en lugar de
servirlos, traicionando al pueblo. Le teme más a la oligarquía que nace
en los corazones de los dirigentes peronistas que a la que vencieron el
17 de octubre. Y un rencor, un desdén, un odio sin matices (porque es
la certeza de su espíritu hecho de fuego y de su fanatismo inclaudicable
por la causa de los oprimidos) deja caer sobre las oligarquías, sobre los
dueños de la tierra, sobre los clérigos y sobre los militares, siempre uni-
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dos contra los pobres, siempre al servicio de la riqueza, de la opulencia
que todo lo compra, cuya gula jamás se contiene. Con ellos, afirma, nun-
ca nos entenderemos.
Hacia el final surge alguna luz. Pero no la resignación. “Predicar la
resignación” (dice) “es predicar la esclavitud”. Poco nombra a Perón en
este texto. Lo elogia y alaba menos que en La razón de mi vida. Aunque,
esto hay que analizarlo con precisión, las alabanzas de Evita a su general
servían para exigirlo, para comprometerlo. Era como si le susurrara:
“Si tanto te quiero, si digo que sos Dios, te vas a tener que portar así,
sin aflojadas, encarnando siempre, antes que al milico, al líder obre-
ro”. Imagina un futuro en que “todos vivan del propio trabajo y no del
trabajo ajeno”. Pero, a pocos pasos de la tumba, termina mostrando los
dientes, bramando a toda voz: “Lo fundamental es que los hombres del
pueblo, los de la clase que trabaja, no se entreguen a la raza oligarca de
los explotadores. Todo explotador es enemigo del pueblo. ¡La justicia
exige que sea derrotado!”
Se dice que el Plan de Operaciones de Moreno es falso. Si lo es, la
Revolución de Mayo pierde espesor, densidad. Se dice que Mi mensaje
es falso. Si lo es, no se puede entender a Eva Perón. Si no se puede en-
tender a Eva, que nadie pretenda entender al peronismo. Porque ella
sigue siendo su abanderada. Su figura más pura y trágica. ¿Y qué es el
peronismo sino una larga narración de la lucha entre el bien y el mal,
una lucha en que los dos se confunden, una historia que va más allá que
todos sus protagonistas, irresuelta, trágica?

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Prólogo a Mi mensaje
por Javier Trímboli

De ser posible, por un instante dejemos al mito de lado. Su refutación, es


evidente, no nos interesa; se trata más bien de acallar, sólo de momento
y que no haya dudas, las apropiaciones enfrentadas y de tan distinto va-
lor que han hecho de Eva Perón una enorme leyenda, a veces bellísima
y justa, pero que suele obstaculizar la posibilidad de escuchar y leer en
sus palabras lo mucho que hay de significativo para nuestra experien-
cia en tanto nación. Mi mensaje llega hasta nosotros después de haber
despuntado en más de una oportunidad, para casi de inmediato caer en
las tinieblas de lo equívoco e incierto. La chance de que esta vez sí per-
manezca, de que no sea postergado una vez más, probablemente precise
de una nueva atención. El sucinto ejercicio que en esta introducción nos
proponemos desarrollar pretende contribuir en esta dirección. Quizás se
vuelve posible, en lo que tenga de valioso, porque nos situamos en una
coyuntura política que no tiene por qué temerle a este texto ni sentirse
avergonzada por él. Al mismo tiempo, porque a partir de 2001 como po-
cas veces ha quedado en claro el fracaso, en tanto clases dirigentes del
conjunto nacional, de las minorías sociales que hicieron de la injuria a
Eva Perón una forma de profundizar su relación con la Argentina. Que
hoy estén incluso inhibidas de repetir esas agresiones, aunque no de lan-
zarlas sobre otras figuras y realidades políticas que les son adversas, nos
concede un tiempo político e intelectual precioso en el que revisar y reci-
bir de otra manera estas páginas, para alojarlas definitivamente.
Aquello que en primera instancia llama la atención en Mi mensaje
es la presencia sostenida de dos palabras que, por su importancia, se
transforman en las fuerzas mayores que lo vertebran: amor y odio. De
los treinta breves capítulos que lo conforman, no hay prácticamente uno
que no cobre aliento gracias a ellas, al punto de que si un editor cuida-
doso buscara evitar su reiteración, desvirtuaría al texto hasta hacerlo
correr el riesgo de desaparecer. Aunque se sepan, al menos se sospe-
chen, tracemos las principales líneas que dibujan esas fuerzas. Amor:
de Eva hacia los trabajadores, las mujeres, los descamisados, los pobres
y humildes que forman nuestro pueblo. Pero también hacia “todos los
pueblos del mundo, explotados y condenados a muerte por los impe-
rialismos y por los privilegiados de la tierra”. Sin la misma estridencia,
15
también éste es el amor de Perón. Por supuesto, amor de ella y de los
descamisados hacia él. Odio: de la oligarquía para con Eva y Perón; aun-
que disimulado por la hipocresía, vuelto indiferencia, también hacia al
pueblo. En el revés, odio de ella, sobre todo de ella, a la oligarquía. De
tan exuberante e inescindible que es esta presencia, Eva Perón duda de
cuál de ellas es la fundamental en su propio obrar, por lo tanto, la que
ordena su accionar político. “Me rebelo indignada con todo el veneno
de mi odio o con todo el incendio de mi amor, no lo sé todavía.” Ade-
más de su nombre y el de Perón; además de las clases sociales a las que
prefiere llamar razas –la raza de los explotadores, la de los pueblos–,
conviene notar los dos sustantivos fundamentales a los que amor y odio
quedan férreamente anudados: el corazón y el fuego. “Quiero rebelar a
los pueblos. Quiero incendiarlos con el fuego de mi corazón.” Del co-
razón nacen el amor y el odio, y el fuego es también, tras la referencia
bíblica, azote contra los poderosos. “¡Fuego he venido a traer sobre la
tierra y que más quiero sino que arda!” La enorme sencillez de este tex-
to, también su contundencia, reside en el hecho de que está tomado,
prácticamente por entero, por fuerzas primarias, casi tentados de decir
naturales, de ésas que se podrían hacer presentes tanto en 1952 como en
1812, en 1553 o en el principio de los tiempos.
Aunque sea imposible olvidarlo, vale reparar en que es un texto polí-
tico –de la máxima intensidad política–, el que se encuentra agitado por
fuerzas primarias, que le dan en definitiva su carácter propio. Dejémo-
nos ganar, también de momento, por una inquietud: ¿cómo se conjugan
esas fuerzas, si se quiere, cómo se conjugan las pasiones con la política?
Toda respuesta a un interrogante de este tipo no puede sino estar situa-
da. En 1945, por ejemplo, en Buenos Aires se publica la primera edición
de un libro de María Zambrano, La agonía de Europa. Esta exiliada
española que, por su trayectoria vital, se encuentra en un cuadrante dis-
tante del que ocupa la mujer que por ese entonces empieza a ser amada
y odiada, recoge en sus páginas signos de esa agonía. Uno de ellos preci-
samente tiene que ver con el retorno a un primer plano de esas fuerzas
primarias. Porque, nos dice, Europa –y quizás hoy a nosotros, aunque
por otros motivos, se nos ocurra más pertinente nombrar de esta forma
y no con el neutro “la modernidad”– fue tal por la decisión de, a través
del logos, gobernar la enjundia de los elementos desatados. Calmar las
fuerzas primarias gracias a los conceptos y a la política. No obstante
huela a manual, interesa sostener que nuestro liberalismo decimonóni-
co –las ideas y las prácticas que alentaron la incorporación de estas tie-
16
rras y sus habitantes en esa experiencia, por lo menos hasta las primeras
décadas del nuevo siglo–, pretendió, si no su expulsión, colocar a las pa-
siones en un lugar retirado, a salvo la vida en común de sus desmadres.
Por fuera entonces de la política, incluso como su verdadero contrario.
Después de la caída del muro de Berlín y del derrumbe de los llamados
socialismos reales, cuando se convirtió en poco menos que una verdad
que la política era sinónimo de gestión y que no necesitaba de la partici-
pación entusiasta de las multitudes, el anhelo más o menos explicitado
de que retornaran a escena tuvo no poco de lamento por la intensidad
y el calor perdido. La voluntad se llamó, al desnudo, uno de los libros
más importantes del período. Mi mensaje es también una exaltación de
esa fuerza, aunque atada a un sujeto: “Hay una sola cosa invencible en la
tierra: la voluntad de los pueblos (…) ‘No podemos hacer nada’ es lo que
dicen todos los gobiernos cobardes de las naciones sometidas”.
En 1952, Mi mensaje parece ubicarse en un destiempo, tanto con
un orden de cosas que ya no volverá a ser el del predominio de Europa
ni el de la ilusión del logos que se sobrepone a los elementos –pero que
también ha escapado de las catástrofes que lo aquejaron por más de
treinta años–, así como con una situación argentina en la que los de-
rechos y el consumo se extienden de manera inédita, incluyendo a las
mayorías sociales. Desde hace unos años se ha echado a rodar con gran
acierto, para dar nombre a ese momento, la figura de “la patria de la
felicidad”. Destemplado también ante esa imagen es Mi mensaje, donde
por ejemplo “el dolor” del pueblo, de Eva, lejos de recortarse como una
situación de un pasado definitivamente cercado, parece prolongarse en
el presente. (“¿Por qué has venido a estorbarnos?” es la pregunta que
le enrostra una y otra vez el Gran Inquisidor, que busca preservar la
felicidad de los muchos, a un reaparecido Cristo en una de las lecturas
predilectas de Roberto Arlt, Dostoievski.) Es cierto –¿cómo pasarlo por
alto?– que a fines de septiembre de 1951 se descubre el primer intento
efectivo que busca derrocar a Perón. Y Eva inicia gestiones para la com-
pra de armas, con el objetivo de que sean distribuidas entre milicianos
obreros que defiendan al líder y a las conquistas sociales. Las milicias no
serán tales, motivo de conversaciones acaloradas durante los primeros
años setenta, cuando la moderación de Perón de 1955 daba la impresión
de estar trocando en otra cosa. Si en Mi mensaje hay algo que se acer-
que a lo que se llamaba táctica política, se encuentra en esta afirmación:
“Hay mil procedimientos eficaces para vencer: con armas o sin armas,
de frente o por la espalda, a la luz del día o a la sombra de la noche, con
17
un gesto de rabia o con una sonrisa, llorando o cantando, por los medios
legales o por los medios ilícitos que los mismos imperialismos utilizan
en contra de los pueblos”. Lo demás (¿lo demás?) es el ardor dictándole
qué hacer a la política.
Ahora bien, aunque en estas páginas se puedan detectar huellas de
esa crisis civilizatoria que afectó, con una profundidad o con otra, a to-
das las naciones que tomaron impulso de la aventura moderna, un texto
como Mi mensaje está inscripto indisolublemente en la experiencia ar-
gentina, en sus dramas y dilemas de larga data que, aunque ligados a lo
moderno, nunca fueron los mismos que los de Europa. Tomemos, para
poner a prueba esto, a Sarmiento. Entre paréntesis: Sarmiento, un ex-
ponente del liberalismo domador de pasiones que, quizás sólo como Eva
Perón, le dio lugar en su escritura, desde las primeras hasta las últimas
de sus obras, al odio. Apretada en pocas páginas, brinda en Facundo una
variación acerca del estado de la sociedad en la Argentina de 1845 que
él quiere ver república. Empieza diciendo que fuera del estrecho ámbito
de las ciudades no hay sociedad; luego, que en ese extenso territorio
que, galicismo mediante, llama campaña, lo que hay es una “asociación
monstruosa”; más tarde, que en relación con la ciudad, la sociedad que
allí se levanta no sólo es distinta, sino impermeable a su ejemplo y con-
tagio, en tanto que la desprecia. A un diagnóstico similar a éste se podría
llegar de la revisión de esa ristra de libros que Martínez Estrada define
para leer con miedo, algunos de ellos opuestos en ideología y afectos al
de Sarmiento, por ejemplo, el Martín Fierro o los folletines de Eduardo
Gutiérrez. Incluso del ¿Qué es esto? del mismo Martínez Estrada, en
donde, a través de la escritura, hace todo un surco la violencia humillan-
te contra Eva Perón y las multitudes que la adoran. Es decir, la sospe-
cha bien asistida pero cuantitativamente incomprobable de que no hay
sociedad entre nosotros, de que nunca ha habido comunidad. Ciudad,
dice María Zambrano, mundo compartido por unos y otros, que nació
del dominio de las fuerzas elementales, de la necesaria objetivación que
Europa había alcanzado y se derrumba recién, con gran estrépito, en esa
coyuntura. Probablemente disonaría en su libro introducir al Leviatán
efectivamente implantado o, aunque más no sea, hacer mención a las
monarquías absolutistas y a la huella que estamparon en Europa.
Por lo tanto, la ausencia de mundo común que resuena en el texto
de Eva no sería efecto de esa crisis última, sino de esta condición que es
nuestra desde un vamos. Con otro acento: la supremacía de las fuerzas
primarias por sobre los conceptos y la razón, también sobre la “ética de
18
la responsabilidad”, ¿es expresión de la lucha de clases o de esa ausencia
de “sociedad”? Evidentemente el socialismo de Juan B. Justo nada les
dijo a las pasiones de esta mujer que tan presta se mostró para asumir el
combate político a favor de los desheredados. En ese diálogo imposible
se puede ver el fracaso de una variante última del liberalismo ilustrado,
pero también la ausencia de res publica efectiva al decir de Sarmiento,
las dos sociedades que se dan la espalda. Sin dudas es legítimo acentuar
la incapacidad o el desinterés de Sarmiento y el socialismo –pero, más
aún, de las clases dominantes– para producir sociedad; quizás también
sea la suerte a la que es condenado todo país semicolonial, la raíz de su
sometimiento. Forjadas las palabras de Mi mensaje por un tempera-
mento contrario al del socialismo reformista, a su optimismo pausado,
se vuelve revelador, quizás por lo fallido, cuando busca tomar distan-
cia de los comunistas: “Yo no auspicio la lucha de clases pero el dilema
nuestro es muy claro: la oligarquía que nos explotó miles de años en el
mundo tratará siempre de vencernos”. Y no bastaría con “matar a todos
los oligarcas del mundo”, porque volverían a crecer en las propias filas,
entre aquellos que, por ambición, de dirigentes sindicales se conviertan
en poderosos. Transformarlos, convertirlos –¿de una raza a otra?– es el
camino que, sin embargo, ningún otro momento del texto desbroza. En-
tonces no es el humanismo cristiano, ni la practicidad del gobernante,
lo que la diferencia de los seguidores de Lenin, sino la impresión segura
de que esa batalla primera está destinada a renacer.
Eva Perón escribe Mi mensaje, así nos lo dice, durante las horas de
su enfermedad, pero el desacople respecto de “la patria de la felicidad”
probablemente radique en que se trata también de un texto sobre la
pérdida de la inocencia. Eva puede decir lo que dice “porque nadie fue
capaz de seguir la farsa como yo, para saber toda la verdad. Porque to-
dos los que salieron del pueblo para recorrer mi camino no regresaron
nunca”. En relación con Perón, hay un desplazamiento respecto de La
razón de mi vida que, aunque quizás menor, vale subrayar. Perón es
nuevamente el cóndor pero ella ya no sólo es su sombra, ni el “ramo de
flores” para adornar su trabajosa cotidianidad; es el cóndor y por eso
mismo está indefenso, no tiene entera conciencia de lo que son capaces
quienes lo rodean, los enemigos confesos y los que se llaman amigos
pero son traidores. “Vi a Perón demasiado solo, excesivamente confiado
en el poder vencedor de sus ideales, creyendo en la primera palabra de
todos los hombres como si fuese su propia palabra.” Eva, entonces, es su
escudo, porque en ella no queda ingenuidad, no se saca de entre los ojos
19
a los enemigos. Y, también digamos, es quien anuncia tiempos procelo-
sos e incendios por venir que, a decir verdad, están siempre entre no-
sotros. Entregada a las fuerzas primarias, la postergación de la política,
como consenso y progreso, va de la mano de la pérdida de la inocencia.
Aunque algo se mantiene sin rasgar: la fascinación con el pueblo, con
los pobres que no son mordidos por la ambición, que es ilusión también
por su poderío.
Llegados a este punto quizás se pueda filiar este texto en alguna de
las vetas de lo que suele llamarse nuestra historia de las ideas. Faltaba
añadir: no hay historia en estas páginas firmadas por Eva Perón, a lo
sumo pasado pero siempre igual, escenario de la eterna lucha entre la
raza de explotadores y la de los pueblos. O con la excepción de los gran-
des hombres, aprendidos en Plutarco y con Perón. Aunque sea difícil
sospechar la lectura de un texto anarquista, entiendo que Mi mensaje
podría ser entroncado en esa tradición ideológica. Ahora bien, como ha
escrito hace poco Alejandro Kaufman, en estas playas los discursos pa-
recen afinar demasiado seguido con el anarquismo, quizás una marca
más de esta ausencia primera de sociedad y de mundo compartido. Pero
lo de Eva Perón es algo más. La crítica al poder por las tentaciones que
despierta incluso entre los trabajadores; el juicio lapidario a los explota-
dores que, por momentos, es más moral que político o económico. Tam-
bién esa ausencia de historia sobre la que recién advertíamos. Y el ideal,
que no pertenece a tradición de los colorados, como escribiría Juan José
Sebreli por esos años, y que ella conjuga lo más alejado posible del libe-
ralismo, como los anarquistas. Como sea, lo resaltable es que al menos
son fragmentos de similar radicalidad que, aunque no se reconozcan
emparentados, se dicen o escriben desde la Casa de Gobierno, desde
el Ministerio de Trabajo que se sigue llamando la “Secretaría”, desde
la residencia presidencial que será demolida. Dichos, escritos, practi-
cados, se montan sobre la experiencia previa de las clases populares y
en su nueva condición dejan una impronta perdurable en nuestra cul-
tura. “Tenemos que convencernos para siempre: el mundo será de los
pueblos si los pueblos decidimos enardecernos en el fuego sagrado del
fanatismo. Quemarnos para poder quemar, sin escuchar la sirena de los
mediocres y de los imbéciles que nos hablan de prudencia.”
En Mi mensaje se palpa el dolor que la inscripción social produce
cuando no hay mundo común. Cuando la explotación y la humillación
ni siquiera conocen el reparo del mundo compartido. Como si nunca lo
hubiera habido.
20
Mi mensaje
Eva Perón

21
1. Mi mensaje

En estos últimos tiempos, durante las horas de mi enfermedad, he pen-


sado muchas veces en este mensaje de mi corazón.
Quizás porque en La razón de mi vida no alcancé a decir todo lo que
siento y lo que pienso, tengo que escribir otra vez...
He dejado demasiadas entrelíneas que debo llenar; y esta vez no por-
que yo lo necesite.
No. Mejor sería acaso para mí que callase, que no dijese ninguna de
las cosas que voy a decir, que quedase para todos, como una palabra de-
finitiva, todo lo que dije en el primero de mis libros. Pero mi amor y mi
dolor no se conforman con aquella mezcla desordenada de sentimientos
y de pensamientos que dejé en las páginas de La razón de mi vida.
Quiero demasiado a los descamisados, a las mujeres, a los trabajado-
res de mi pueblo, y por extensión quiero demasiado a todos los pueblos
del mundo, explotados y condenados a muerte por los imperialismos y
los privilegiados de la tierra...
Me duele demasiado el dolor de los pobres, de los humildes, el gran
dolor de tanta humanidad sin sol y sin cielo como para que pueda callar.
¡Sí, todavía quedan sombras y nubes queriendo tapar el cielo y el sol
de nuestra tierra, si todavía queda tanto dolor que mitigar y heridas que
restañar...! ¡Cómo será donde nadie ha visto la luz ni ha tomado en sus
manos la bandera de los pueblos que marchan en silencio, ya sin lágri-
mas y sin suspiros, sangrando bajo la noche de la esclavitud! ¡Y cómo
será donde ya se ve la luz, pero demasiado lejos, y entonces la esperanza
es un inmenso dolor que se rebela y que quema en la carne y el alma de
los pueblos sedientos de libertad y justicia!
Para ellos, para mi pueblo y para todos los pueblos de la humanidad
es Mi mensaje.
Ya no quiero explicarles nada de mi vida ni de mis obras.
No quiero recibir ya ningún elogio. Me tienen sin cuidado los odios y
las alabanzas de los hombres que pertenecen a la raza de los explotadores.
Quiero rebelar a los pueblos. Quiero incendiarlos con el fuego de mi
corazón. Quiero decirles la verdad que una humilde mujer del pueblo
–¡la primera mujer del pueblo que no se dejó deslumbrar por el poder
ni por la gloria!– aprendió en el mundo de los que mandan y gobiernan
a los pueblos de la humanidad.
23
Quiero decirles la verdad que nunca fue dicha por nadie, porque
nadie fue capaz de seguir la farsa como yo, para saber toda la verdad.
Porque todos los que salieron del pueblo para recorrer mi camino no
regresaron nunca. Se dejaron deslumbrar por la fantasía maravillosa de
las alturas y se quedaron para gozar de la mentira.
Yo me vestí también con todos los honores de la gloria, de la vanidad
y del poder. Me dejé engalanar con las mejores joyas de la tierra. Todos
los países del mundo me rindieron sus homenajes, de alguna manera.
Todo lo que me quiso brindar el círculo de los hombres en que me toca
vivir, como mujer de un presidente extraordinario, lo acepté sonriendo,
"prestando mi cara" para guardar mi corazón. Sonriendo, en medio de
la farsa, conocí la verdad de todas sus mentiras.
Yo puedo decir ahora lo mucho que se miente, todo lo que se engaña
y todo lo que se finge, porque conozco a los hombres en sus grandezas
y en sus miserias.
Muchas veces he tenido ante mis ojos, al mismo tiempo, como para
compararlas frente a frente, la miseria de las grandezas y las grandezas
de la miseria.
Yo no me dejé arrancar el alma que traje de la calle, por eso no me
deslumbró jamás la grandeza del poder y pude ver sus miserias. Por eso
nunca me olvidé de las miserias de mi pueblo y pude ver sus grandezas
Ahora conozco todas las verdades y todas las mentiras del mundo.
Tengo que decirlas al pueblo de donde vine. Y tengo que decirlas a
todos los pueblos engañados de la humanidad.
A los trabajadores, a las mujeres, a los humildes descamisados de mi
Patria y a todos los descamisados de la tierra y a la infinita raza de los
pueblos como un mensaje de mi corazón.

24
2. Tenía que volar con él

En La razón de mi vida dije con mis pobres palabras cómo un día ma-
ravilloso de mi existencia me encontré con Perón.
El ya estaba en la lucha.
Lo recuerdo como si lo viese, con la mirada llena de brillo, con la
frente levantada, con su limpia sonrisa, con su palabra encendida por el
fuego de su corazón.
Vi desde el primer momento la sombra de sus enemigos, acechando
como buitres desde la altura o como víboras pegajosas desde la tierra
vencida.
Vi a Perón demasiado solo, excesivamente confiado en el poder
vencedor de sus ideales, creyendo en la primera palabra de todos los
hombres como si fuese su propia palabra, limpia y generosa, sincera y
honrada.
No me atrajeron ni su figura ni los honores de su cargo y, menos, sus
galones de militar.
Desde el primer momento yo vi su corazón, y sobre el pedestal de su
corazón, el mástil de sus ideales sosteniendo cerca del cielo la bandera
de su Patria y de su Pueblo.
Vi su inmensa soledad, una soledad como la de los cóndores, como la
de las altas cumbres, como la soledad de las estrellas en la inmensidad
del infinito.
Y a pesar de mi pequeñez, decidí acompañarlo.
Por seguirlo, por estar con él, hubiese sido y hubiese hecho cualquier
cosa menos torcer la ruta de su destino!
Fue cuando le dije un día: “Estoy dispuesta a seguirlo, donde quiera
que vaya”.
Poco a poco yo entré también en sus batallas.
A veces porque me provocaron sus enemigos.
Otras, porque me indignaron sus traiciones y sus mentiras.
Había decidido seguirlo a Perón, pero no me resignaba a seguirlo de
lejos, sabiéndolo rodeado de enemigos y ambiciosos que se disfrazaban
con palabras amistosas... y de amigos que no sentían ni el calor de la
sombra de sus ideales.
25
Yo quería estar con él los días y las noches de su vida, en la paz de sus
descansos y en las batallas de su lucha.
Yo ya sabía que él, como los cóndores, volaba alto y solo. ¡Y sin em-
bargo yo tenía que volar con él!
Confieso que no medí desde el principio toda la magnitud de mi de-
cisión... Yo creí que podía ayudar a Perón con mi cariño de mujer; con
la compañía de mi corazón enamorado de su persona y de su causa...
pero nada más. Pensé que mi tarea, junto a su soledad, era llenarla con
la alegría y con los entusiasmos de mi juventud.

26
3. Mi Coronel

Y así emprendimos el camino: alegres y felices en medio de la lucha.


Un día me confesó que yo, su pequeña “giovinota” como solía lla-
marme, era la única compañía sincera y leal de su existencia.
¡Nunca como ese día me dolió tanto mi pequeñez! ¡Ese día decidí
hacer lo imposible para acompañarlo mejor!
Recuerdo que le pedí que fuese mi maestro y él, en las treguas de su
lucha, me enseñó un poco de todo cuanto pude aprender.
Me gustaba leer a su lado. Empezamos por Las vidas paralelas de
Plutarco y seguimos después con las Cartas completas de Lord Ches-
terfield a su hijo Stanhope. En un tiempo me enseñó un poco de los
idiomas que él sabia: inglés, italiano y francés.
Sin que yo lo advirtiese, fui aprendiendo también a través de sus
conversaciones la historia de Napoleón, de Alejandro y de todos los
grandes de la historia.
Y así fue que me enseñó también a ver de una manera distinta nues-
tra propia historia.
Con él aprendí a leer en el panorama de las cuestiones políticas in-
ternas e internacionales.
Muchas veces me hablaba de sus sueños y de sus esperanzas, de sus
grandes ideales.
Metida en un rincón de la vida de “mi Coronel”, se me ocurre que yo
era algo así como un ramo de flores en su casa...
¡Nunca pretendí ser más que eso!
Sin embargo... la lucha que se libraba en torno de Perón era dema-
siado dura, muy grandes sus enemigos, casi infinita su soledad y dema-
siado grande mi amor para que yo pudiese conformarme con ser nada
más que un poco de alegría en el camino de “mi Coronel”.

27
4. Las primeras sombras

La mayoría de los hombres que rodeaban entonces a Perón creyeron


que yo no era más que una simple aventurera.
Mediocres al fin... ellos no habían sabido sentir como yo quemando
mi alma, el fuego de Perón, de su grandeza y de su bondad, de sus sue-
ños y de sus ideales.
Ellos creyeron que yo “calculaba” con Perón, porque medían mi vida
con la vara pequeña de sus almas.
Yo los conocí de cerca, uno por uno. Después, casi todos lo traicio-
naron a Perón. Algunos en octubre de 1945; otros más tarde... y me di
el gusto de insultarlos de frente, gritándoles en la cara la deslealtad y el
deshonor con que procedían o combatiéndolos hasta probar la falsía de
sus procedimientos y de sus intenciones.
Yo me quedé sola junto a “mi Coronel” hasta que se lo llevaron pri-
sionero.
Desde aquellos días desconfié de los amigos encumbrados y de los
hombres de honor. Y me aferré ciegamente a los hombres y mujeres
humildes de mi pueblo que sin tanto “honor”, sin tantos “títulos” ni “pri-
vilegios” saben jugarse la vida por un hombre, por una causa, por un
ideal... ¡O por un simple sentimiento del corazón!
Aquellas primeras grandes desilusiones me hicieron ver con claridad
el camino.
Pero no podía creer en nada ni en nadie que no fuese su pueblo.
Desde entonces se lo he dicho infinitas veces en todos los tonos de
voz como para que nunca se le olvide, en medio de tantas palabras con
que mienten su honor y lealtad los hombres que rodean por lo general
a un presidente.
Los pueblos de la tierra no sólo deben elegir al hombre que los con-
duzca. Deben saber cuidarlo de los enemigos que tienen en las antesalas
de todos los gobiernos.
Yo cuidé por mi pueblo a Perón y los eché de sus antesalas, a veces
con una sonrisa, y a veces también con las duras palabras de la verdad
que dije de frente con toda la indignación de mi rebeldía.

28
5. Los enemigos del pueblo

Los enemigos del pueblo fueron y siguen siendo los enemigos de Perón.
Yo los he visto llegar hasta él con todas las formas de la maldad y de
la mentira.
Quiero denunciarlos definitivamente.
Porque serán enemigos eternos de Perón y del pueblo aquí y en cual-
quier parte del mundo donde se levante la bandera de la justicia y la libertad.
Nosotros los hemos vencido, pero ellos pertenecen a una raza que
nunca morirá definitivamente.
Todos llevamos en la sangre la semilla del egoísmo que nos puede
hacer enemigos del pueblo y de su causa.
Es necesario aplastarla donde quiera que brote si queremos que al-
guna vez el mundo alcance el mediodía brillante de los pueblos, si no
queremos que vuelva a caer la noche sobre su victoria.
A los enemigos de Perón... yo los he conocido de cerca y de frente.
Yo no me quedé jamás en la retaguardia de sus luchas.
Estuve en la primera línea de combate; peleando los días cortos y las
noches largas de mi afán, infinito como la sed de mi corazón, y cumplí
dos tareas... ¡No sé cuál fue más digna de una vida pequeña como la mía,
pero mi vida al fin! Una, pelear por los derechos de mi pueblo. La otra,
cuidar las espaldas de Perón.
En esa doble tarea, inmensa para mí, que no tenía más armas que
mi corazón enardecido, conocí a los enemigos de Perón y de mi pueblo.
Son los mismos. ¡Sí!
Nunca vi a nadie de nuestra raza y la raza de los pueblos! peleando
contra Perón.
A los otros en cambio, sí... A veces los he visto fríos e insensibles. Decla-
ro con toda la fuerza de mi fanatismo que siempre me repugnaron. Les he
sentido frío de sapos o de culebras. Lo único que los mueve es la envidia.
No hay que tenerles miedo: la envidia de los sapos nunca pudo ta-
par el canto de los ruiseñores. Pero hay que apartarlos del camino. No
pueden estar cerca del pueblo ni de los hombres que el pueblo elige para
conducirlos. Y menos, pueden ser dirigentes del pueblo. Los dirigentes
del pueblo tienen que ser fanáticos del pueblo. Si no, se marean en la al-
tura y no regresan. Yo los he visto también con el mareo de las cumbres.

29
6. Los fanáticos

Solamente los fanáticos –que son idealistas y son sectarios– no se en-


tregan. Los fríos, los indiferentes, no deben servir al pueblo. No pueden
servirlo aunque quieran.
Para servir al pueblo hay que estar dispuestos a todo, incluso a morir.
Los fríos no mueren por una causa, sino de casualidad. Los fanáticos sí.
Me gustan los fanáticos y todos los fanatismos de la historia. Me gus-
tan los héroes y los santos. Me gustan los mártires, cualquiera sea la
causa y la razón de su fanatismo.
El fanatismo que convierte a la vida en un morir permanente y heroi-
co es el único camino que tiene la vida para vencer a la muerte.
Por eso soy fanática. Daría mi vida por Perón y por el pueblo. Porque
estoy segura de que solamente dándola me ganaré el derecho de vivir
con ellos por toda la eternidad.
Así, fanáticas quiero que sean las mujeres de mi pueblo. Así, fanáti-
cos quiero que sean los trabajadores y los descamisados.
El fanatismo es la única fuerza que Dios le dejó al corazón para ganar
sus batallas.
Es la gran fuerza de los pueblos: la única que no poseen sus enemigos,
porque ellos han suprimido del mundo todo lo que suene a corazón.
Por eso los venceremos. Porque aunque tengan dinero, privilegios,
jerarquías, poder y riquezas no podrán ser nunca fanáticos. Porque no
tienen corazón. Nosotros sí.
Ellos no pueden ser idealistas, porque las ideas tienen su raíz en la
inteligencia, pero los ideales tienen su pedestal en el corazón. No pueden
ser fanáticos porque las sombras no pueden mirarse en el espejo del sol.
Frente a frente, ellos y nosotros, ellos con todas las fuerzas del mundo
y nosotros con nuestro fanatismo, siempre venceremos nosotros. Tene-
mos que convencernos para siempre: el mundo será de los pueblos si
los pueblos decidimos enardecernos en el fuego sagrado del fanatismo.
Quemarnos para poder quemar, sin escuchar la sirena de los mediocres
y de los imbéciles que nos hablan de prudencia.
Ellos, que hablan de la dulzura y del amor, se olvidan que Cristo
dijo: “¡Fuego he venido a traer sobre la tierra y que más quiero sino que
arda!” Cristo nos dio un ejemplo divino de fanatismo.
¿Qué son a su lado los eternos predicadores de la mediocridad?

30
7. Ni fieles ni rebeldes

Yo he medido con la vara de mi corazón la frialdad y el fanatismo de los


hombres.
Los dos extremos han desfilado permanentemente ante mis ojos...
El paisaje de estos años de mi vida es un inmenso contraste de luces y
sombras. En todos los momentos de esta vida mía me es dado contem-
plar y sufrir ese tremendo encuentro del fanatismo y de la indiferencia.
Confieso que no me duele tanto el odio de sus enemigos como la
frialdad y la indiferencia de los que debieron ser amigos de la causa
maravillosa de Perón.
Comprendo más y casi diría que perdono más el odio de la oligarquía
que la frialdad de algún hijo bastardo del pueblo que no lo siente ni lo
comprende a Perón.
Si alguna cosa tengo que reprocharle a las altas jerarquías militares
y clericales es precisamente su frialdad y su indiferencia frente al drama
de mi pueblo. Sí. No exagero. Lo que sucede en nuestro pueblo es dra-
ma, auténtico y extraordinario drama por la posesión de la vida... de la
felicidad... del simple y sencillo bienestar que mi pueblo venía soñando
desde el principio de su historia.
El 17 de octubre fue el encuentro del Pueblo con Perón... Aquella noche
inolvidable se selló el destino de los dos; y así empezó el inmenso drama...
Frente a un mundo de pueblos sometidos, Perón levantó la bandera
de nuestra liberación. Frente a un mundo de pueblos explotados, Perón
levantó la bandera de la justicia.
Yo le sumé mi corazón y entrelacé las dos banderas de la justicia y de
la libertad con un poco de amor... pero todo esto –la libertad, la justicia
y el amor, Perón y su pueblo– todo esto es demasiado para que pueda
mirarse con indiferencia o con frialdad. Todo esto merece odio o merece
amor. Los tibios, los indiferentes, las reservas mentales, los peronistas a
medias me dan asco. Me repugnan porque no tienen olor ni sabor.
Frente al avance permanente e inexorable del día maravilloso de los
pueblos también los hombres se dividen en los tres campos eternos del
odio, de la indiferencia y del amor.
Hay fanáticos del pueblo. Hay enemigos del pueblo. Y hay... indife-
rentes... Estos pertenecen a la clase de hombre que Dante señaló ya en
las puertas del infierno... Nunca se juegan por nada.
Son como “los ángeles que no fueron ni fieles ni rebeldes”.
31
8. Caiga quien caiga

Yo he visto a Perón peleando incansablemente por su pueblo frente a las


fuerzas dominantes de la humanidad.
Este capítulo está dedicado a ellas.
No puedo callar porque sería mentirle a mi pueblo y a todos los pue-
blos de la tierra que han sufrido y sufren la despiadada prepotencia de
los imperialismos.
Es hora de decir la verdad, cueste lo que cueste y caiga quien caiga.
Existen en el mundo naciones explotadoras y naciones explotadas.
Yo no diría nada si se tratase solamente de naciones, pero es que
detrás de cada nación que someten los imperialismos hay un pueblo de
esclavos, de hombres y mujeres explotados.
Y aun las mismas naciones imperialistas esconden siempre detrás de
sus grandezas y de sus oropeles la realidad amarga y dura de un pueblo
sometido.
Los imperialismos han sido y son la causa de las más grandes des-
gracias de la humanidad. ¡De una humanidad que se encarna en los
pueblos!
Ésta es la hora de los pueblos, que es como decir la hora de la hu-
manidad.
Todos los enemigos de la humanidad tienen las horas contadas.
¡También los imperialismos!
En la hora de los pueblos lo único compatible con la felicidad de los
hombres será la existencia de naciones justas, soberanas y libres, como
quiere la doctrina de Perón. Y esto sucederá en este siglo. Aunque parez-
ca ya una letanía de mi fanatismo sucederá, “caiga quien caiga y cueste
lo que cueste”.

32
9. Los imperialismos

¡Los imperialismos!
A Perón y a nuestro pueblo les ha tocado la desgracia del imperialis-
mo capitalista.
Yo lo he visto de cerca en sus miserias y en sus crímenes.
Se dice defensor de la justicia mientras extiende las garras de su ra-
piña sobre los bienes de todos los pueblos sometidos a su omnipotencia.
Se proclama defensor de la libertad mientras va encadenando a to-
dos los pueblos que de buena o de mala fe tienen que aceptar sus inape-
lables exigencias.

33
Recepción en la estación de trenes de la ciudad de Santa Fe. Octubre 1946

Eva Perón y Juan Domingo Perón partiendo desde el puerto de la ciudad de Santa Fe,
hacia La Paz, Entre Ríos. Octubre 1946

34
Visita a Rosario. Enero 1947

35
Visita a Rosario. Enero 1947

Visita a Rosario. Enero 1947

36
Visita a Rosario. Enero 1947

Agasajo en el sindicato de Ferroviarios de Rosario. Enero 1947

37
Casa de Gobierno de Santa Fe. Diciembre 1947

38
Recepción en Casa de Gobierno de Santa Fe. Diciembre 1947

Agasajo en Casa de Gobierno de Santa Fe. Diciembre 1947

39
Plaza enfrente de la Casa de Gobierno de Santa Fe.
Movilización con motivo de la visita de Eva. Diciembre 1947

Eva saludando a los manifestantes desde un balcón de la Casa de Gobierno de Santa Fe.
A su lado, el gobernador Waldino Suárez. Diciembre 1947

40
Eva recibiendo obsequios de manifestantes de la ciudad de Santa Fe. Diciembre 1947

Dando el puntapié inicial a un partido entre Colón y Unión. Diciembre 1947

41
10. Los que se entregan

Pero más abominable aún que los imperialistas son los hombres de las
oligarquías nacionales que se entregan vendiendo y a veces regalando
por monedas o por sonrisas la felicidad de sus pueblos.
Yo los he conocido también de cerca...
Frente a los imperialismos no sentí otra cosa que la indignación del
odio, pero frente a los entregadores de sus pueblos, a ella sumé la infini-
ta indignación de mi desprecio.
Muchas veces los he oído disculparse ante mi agresividad irónica y
mordaz.
“No podemos hacer nada”, decían. Lo he oído muchas veces; en to-
dos los tonos de la mentira. ¡Mentira! ¡Sí! ¡Mil veces mentira...!
Hay una sola cosa invencible en la tierra: la voluntad de los pueblos.
No hay ningún pueblo de la tierra que no pueda ser justo, libre y sobe-
rano.
“No podemos hacer nada” es lo que dicen todos los gobiernos cobar-
des de las naciones sometidas.
No lo dicen por convencimiento sino por conveniencias.

42
11. Por cualquier medio

Nosotros somos un pequeño pueblo de la tierra... y sin embargo con no-


sotros Perón decidió ganar, frente al imperialismo capitalista, nuestra
propia justicia y nuestra propia libertad.
Y somos justos y libres.
Podrá costar más o menos sacrificio ¡pero siempre se puede!
No hay nada que sea más fuerte que un pueblo. Lo único que se ne-
cesita es decidirlo a ser justo, libre y soberano.
¿Los procedimientos? Hay mil procedimientos eficaces para vencer:
con armas o sin armas, de frente o por la espalda, a la luz del día o a la
sombra de la noche, con un gesto de rabia o con una sonrisa, llorando
o cantando, por los medios legales o por los medios ilícitos que los mis-
mos imperialismos utilizan en contra de los pueblos.
Yo me pregunto: ¿qué pueden hacer un millón de acorazados, un
millón de aviones y un millón de bombas atómicas contra un pueblo
que decide sabotear a sus amos hasta conseguir la libertad y la justicia?
Frente a la explotación inicua y execrable, todo es poco. Y cualquier
cosa es importante para vencer.

43
12. El hambre y los intereses

El arma de los imperialismos es el hambre. Nosotros, los pueblos, sabe-


mos lo que es morir de hambre.
El talón de Aquiles del imperialismo son sus intereses. Donde esos
intereses del imperialismo se llamen “petróleo” basta, para vencerlos,
con echar una piedra en cada pozo.
Donde se llame cobre o estaño basta con que se rompan las máqui-
nas que los extraen de la tierra o que se crucen de brazos los trabajado-
res explotados...
¡No pueden vencernos!
Basta con que nos decidamos.
Así quiso que fuese Perón entre nosotros y vencimos.
Ya no podrán jamás arrebatarnos nuestra justicia, nuestra libertad
y nuestra soberanía.
Tendrían que matarnos uno por uno a todos los argentinos. Y eso ya
no podrán hacerlo jamás.

44
13. El odio y el amor

En años de lucha he aprendido cómo juegan su papel en el gobierno de


los pueblos las fuerzas políticas nacionales e internacionales, las fuerzas
económicas y espirituales de la tierra, y cómo se disfrazan las ambicio-
nes de los hombres.
Yo lo he visto a Perón enfrentándolos de pie, sereno e imperturbable,
mirando siempre más allá de su vida y de su tiempo, con los ojos puestos
exclusivamente en la felicidad de su pueblo y en la grandeza de su Patria.
Nada ni nadie pudo ni podrá apartarlo de su camino.
Yo recuerdo cómo, en los primeros tiempos de su lucha, debió en-
frentar la calumnia que intentaba separarlo de sus descamisados: de-
cían que él era un peligro para el pueblo porque era militar.
Algunos años después, como la calumnia no prosperó, sus enemigos
trataron de enfrentarlo con las fuerzas armadas.
Decían que Perón intentaba crear una fuerza en los trabajadores
para sustituir el influjo militar en el Gobierno de la República.
Sobre todas estas cosas quiero decir la verdad ¡mi auténtica verdad!
y espero que alguna vez se imponga sobre tanta mentira, o por lo menos
–aunque no me crean– sirva para algo a los pueblos del mundo en sus
luchas por la justicia y por la libertad.
Yo declaro que pertenezco ineludiblemente y para siempre a la “ig-
nominiosa raza de los pueblos”.
De mí no se dirá jamás que traicioné a mi pueblo, mareada por las
alturas del poder y de la gloria. Eso lo saben todos los pobres y todos los
ricos de mi tierra, por eso me quieren los descamisados y los otros me
odian y me calumnian.
Nadie niega en mi Patria que, para bien o para mal, yo no me dejé
arrancar el alma que traje de la calle. Por eso, porque sigo pensando y
sintiendo como pueblo, no he podido vencer todavía nuestro “resenti-
miento” con la oligarquía que nos explotó.
¡Ni quiero vencerlo! Lo digo todos los días con mi vieja indignación
descamisada, dura y torpe, pero sincera como la luz que no sabe cuándo
alumbra y cuándo quema. Como el viento que no distingue entre borrar
las nubes del cielo y sembrar la desolación en su camino.

45
No entiendo los términos medios ni las cosas equilibradas. Sólo re-
conozco dos palabras como hijas predilectas de mi corazón: el odio y el
amor.
Nunca sé cuándo odio ni cuándo estoy amando, y en este encuentro
confuso del odio y del amor frente a la oligarquía de mi tierra –y frente
a todas las oligarquías del mundo– no he podido encontrar el equilibrio
que me reconcilie con las fuerzas que sirvieron antaño entre nosotros a
la raza maldita de los explotadores.

46
14. Los altos círculos

Me rebelo indignada con todo el veneno de mi odio, o con todo el incen-


dio de mi amor –no lo sé todavía–, en contra del privilegio que constitu-
yen todavía los altos círculos de las fuerzas armadas y clericales.
Tengo plena conciencia de lo que escribo.
Yo sé lo que sienten y lo que piensan de esos círculos los hombres
y mujeres humildes que constituyen el pueblo. Todos los pueblos de la
humanidad. Yo no los condeno personalmente.
Aunque personalmente me combatieron y me combaten como ene-
miga declarada de sus propósitos y de sus intenciones.
En el fondo de mi corazón, yo no deseo otra cosa que salvarlos con
mi acusación, señalándoles el camino del pueblo por donde llega el por-
venir de la humanidad.
Yo sé que la religión es el alma de los pueblos y que a los pueblos
les gusta ver en sus ejércitos la fuerza pujante de sus muchachos como
garantía de su libertad y expresión de la grandeza de su Patria.
Pero sé también que a los pueblos les repugna la prepotencia militar
que se atribuye el monopolio de la Patria, y que no se concilian la hu-
mildad y la pobreza de Cristo con la fastuosa soberbia de los dignatarios
eclesiásticos que se atribuyen el monopolio absoluto de la religión.
La Patria es del pueblo, lo mismo que la Religión. No soy antimilita-
rista ni anticlerical en el sentido en que quieren hacerme aparecer mis
enemigos.
Lo saben los humildes sacerdotes del pueblo que me comprenden a
despecho de algunos altos dignatarios del clero rodeados y cegados por
la oligarquía.
Lo saben los hombres honrados que en las fuerzas armadas no han
perdido contacto con el pueblo. Los que no quieren comprenderme son
los enemigos del pueblo metidos a militares. Ellos desprecian al pueblo
y por eso desprecian a Perón, que siendo militar abrazó la causa del
pueblo aun a costa de abandonar en cierto momento su carrera militar.
Yo veo no sólo el panorama de mi propia tierra. Veo el panorama del
mundo y en todas partes hay pueblos sometidos por gobiernos que ex-
47
plotan a sus pueblos en beneficio propio o de lejanos intereses. Y detrás
de cada gobierno impopular he aprendido a ver ya la presencia militar,
solapada y encubierta o descarada y prepotente.
En este mensaje de mis verdades, no puedo callar esta verdad irrefu-
table que se cierne como la más grande sombra cubriendo los horizon-
tes de la humanidad. Es necesario que los pueblos destruyan los altos
círculos de sus fuerzas militares gobernando a las naciones.
¿Cómo? Abriendo al pueblo sus cuadros dirigentes.
Los ejércitos deben ser del pueblo y servirlo. Deben servir a la causa
de la justicia y de la libertad.
Es necesario convencerlos de que la Patria no es una geografía de
fronteras más o menos dilatadas sino que es el pueblo.
La Patria sufre o es feliz en el pueblo que la forma.
En la hora de nuestra raza, en la hora de los pueblos, la Patria alcan-
zará su más alta verdad.
Es necesario que los ejércitos del mundo defiendan a sus pueblos sir-
viendo la causa de la justicia y de la libertad. Solamente así se salvarán
los pueblos de caer en el odio contra “eso” que antes se llamaba Patria...
Y que era una mentira más, ¡una bella mentira que inventó la oligarquía
cuando empezó a vender la dignidad del pueblo!...
¡Es decir la dignidad augusta y maravillosa de la Patria!

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15. El pueblo es la única fuerza

Yo no sé si no será posible que alguna vez el mundo cancele todo cuanto


signifique una fuerza de agresión y desaparezca la necesidad de sostener
ejércitos para la defensa, pero mientras eso –que sería lo ideal, acaso lo
sobrenatural o lo imposible– no suceda, los pueblos del mundo deben
cuidar que sus fuerzas militares no se conviertan en cadenas o instru-
mentos de su propia opresión.
El ejército de mi Patria custodió en 1946 las elecciones que consa-
graron a Perón presidente de los argentinos.
En aquella ocasión, fueron sus militares una garantía para el pueblo.
A pesar de eso, yo considero que la función militar no debe ser en
ningún caso garantía cívica de la justicia y la libertad. Porque la fuerza
suele tentar a los hombres, lo mismo que el dinero.
La garantía de la voluntad soberana del pueblo debe estar en el pro-
pio pueblo. Sacarla de sus manos es reconocerle una debilidad que no
existe, porque los pueblos constituimos por nosotros mismos la fuerza
más poderosa que poseen las naciones.
Lo único que debemos hacer es adquirir plena conciencia del poder
que poseemos y no olvidarnos de que nadie puede hacer nada sin el
pueblo, que nadie puede hacer tampoco nada que no quiera el pueblo.
¡Sólo basta que los pueblos nos decidamos a ser dueños de nuestros
propios destinos!
Todo lo demás es cuestión de enfrentar al destino.
¡Basta eso para vencer!
¡Y si no que lo diga nuestro pueblo!

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16. Servir al pueblo

En estos momentos el mundo es una inmensa fortaleza.


Todos los gobiernos han sido dominados por los altos círculos de sus
fuerzas armadas.
Así como la Edad Media fue clerical y la iglesia gobernó sobre los
pueblos por medio de los reyes y los reyes dominaron a los pueblos va-
liéndose del clero, así en la Edad de nuestro siglo las fuerzas armadas
mandan sobre los pueblos infiltradas en los gobiernos de las naciones
y los gobiernos oprimen y sojuzgan y explotan a los pueblos valiéndose
del instrumento colosal de sus ejércitos.
Todo es militar en este mundo nuestro. Yo no diría una sola pala-
bra si las fuerzas armadas fuesen instrumentos fieles al pueblo... son
casi siempre carne de oligarquía... o porque la oligarquía copó los altos
círculos de la oficialidad, o porque los oficiales a los que el pueblo dio
a sus fuerzas armadas se entregaron... olvidándose del pueblo, de sus
dolores, y de su inmenso dolor.
Nosotros, el pueblo, tenemos que ganar las altas jerarquías de las
fuerzas armadas de las naciones.
No se trata de destruirlas, aunque yo pienso que alguna vez serán
inútiles...
Se trata de convertirlas al pueblo y después, cuando todos sus diri-
gentes –sus oficiales– sean carne y alma del pueblo, habrá que perma-
necer alertas, vigilándolas para que no se entreguen otra vez...
Yo no creo que la solución sea la que adoptaron los espartanos en
los años de su decadencia y que los generales tengan que ser elegidos
por el pueblo...
El pueblo sólo tiene que elegir a sus gobernantes para que ellos ha-
gan lo que el pueblo quiere... y los generales deben servir al gobierno del
pueblo con plena y absoluta conciencia de que nada en la Nación puede
sobreponerse ni oponerse a la voluntad del pueblo.

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17. La grandeza o la felicidad

La Patria no es patrimonio de ninguna fuerza. La Patria es el pueblo y


nada puede sobreponerse al pueblo sin que corran peligro la libertad y
la justicia.
Las fuerzas armadas sirven a la patria sirviendo al pueblo.
El gran error de algunas fuerzas armadas consiste en creer que servir
a la patria es una cosa distinta... y entonces, en aras de lo que ellos creen
que es la Patria, no les importa sacrificar al pueblo, sometiéndolo a las
reglas de la prepotencia militar.
En todos los siglos de la historia ha sucedido lo mismo.
El espíritu militar ha considerado que el gran ideal de su existencia
consistía en alcanzar la grandeza de la Nación y que, ante ese objetivo
supremo se justificaba todo, incluso sacrificar la felicidad del pueblo.
Perón nos ha enseñado que la felicidad del pueblo es lo primero; que
no se puede hacer la grandeza de un país con un pueblo que no tiene
bienestar.
Las fuerzas armadas del mundo deben convencerse de esta absoluta
verdad del peronismo.
Si no... los pueblos mismos, por su propia mano, con la conciencia
plena de nuestro poderío insuperable, las iremos borrando de la historia
de la humanidad.

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18. Somos más fuertes

Todas estas ideas y razones me llevan a decirle a mi pueblo y a todos los


pueblos del mundo en este mensaje de mis verdades: nadie puede más
que nosotros.
Somos más fuertes que todas las fuerzas armadas de todas las na-
ciones juntas.
Si nosotros no queremos que la fuerza bruta de las armas nos domi-
ne, no podrá dominarnos. Con las armas pueden matarnos, pero morir de
hambre es más doloroso, ¡y nosotros sabemos lo que es morir por hambre!
Pero no podrán matarnos. Los soldados son hijos nuestros y no se
atreverán a tirar sobre sus madres aunque los manden miles y miles de
oficiales entregados y vendidos a la oligarquía.
Podrán vencernos un día, en la noche o de sorpresa, pero si al día si-
guiente nos largamos a la calle, o nos negamos a trabajar, o saboteamos
todo cuanto ellos quieran mandar, tendrán que resignarse a devolver-
nos la libertad y la justicia.
Si toda esta resistencia puede organizarse, mejor; si no, lo mismo
venceremos con tal de que tengamos plena conciencia de nuestro pode-
río soberano.
Debemos convencernos definitivamente de una sola cosa: de que el
gobierno debe ser del pueblo y que nadie sino el pueblo puede ocuparlo,
porque, si no, no será tampoco para el pueblo.
La hora de los pueblos no será alcanzada por nuestro siglo si no exi-
gimos participación activa en el gobierno de las naciones. Pero ¿cómo?
Como nosotros lo hemos hecho en nuestra tierra, gracias a Perón.
Llevando a los obreros y a las mujeres del pueblo a los más altos car-
gos y responsabilidades del Estado. Y cuidando después que los dirigen-
tes políticos del pueblo y los dirigentes sindicales no pierdan contacto
con las masas que representan.
Los gobernantes del pueblo deben seguir viviendo con el pueblo. Es
una condición fundamental para que los pueblos no empiecen a sentir-
se traicionados. Y para gobernar con sentido real de lo auténticamente
popular.

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19. Vivir con el pueblo

Es lindo vivir con el pueblo. Sentirlo de cerca, sufrir con sus dolores y
gozar con la simple alegría de su corazón.
Pero nada de todo eso se puede si previamente no se ha decidido
definitivamente encarnarse en el pueblo, hacerse una sola carne con él
para que todo dolor y toda tristeza y angustia y toda alegría del pueblo
sea lo mismo que si fuese nuestra.
Eso es lo que yo hice, poco a poco en mi vida...
Por eso el pueblo me alegra y me duele.
Me alegra cuando lo veo feliz y cuando yo puedo añadir un poco de
mi vida a su felicidad. Me duele cuando sufre.
Cuando los hombres del pueblo o quienes tienen obligación de ser-
virlo en vez de buscar la felicidad del pueblo lo traicionan.
También tengo para ellos una palabra dura y amarga en este mensa-
je de mis verdades.
Yo los he visto marearse por las alturas. Dirigentes obreros entrega-
dos a los amos de la oligarquía por una sonrisa, por un banquete o por
unas monedas.
Los denuncio como traidores entre la inmensa masa de trabajadores
de mi pueblo y de todos los pueblos.
Hay que cuidarse de ellos: son los peores enemigos del pueblo por-
que han renegado de nuestra raza.
Sufrieron con nosotros pero se olvidaron de nuestro dolor para go-
zar la vida sonriente que nosotros les dimos otorgándoles una jerarquía
sindical.
Conocieron el mundo de la mentira, de la riqueza, de la vanidad, y en
vez de pelear ante ellos por nosotros, por nuestra dura y amarga verdad,
se entregaron.
No volverán jamás, pero si alguna vez volviesen habría que sellarles
la frente con el signo infamante de la traición.

53
20. Las jerarquías clericales

Entre los hombres fríos de mi tiempo señalo a las jerarquías clericales


cuya inmensa mayoría padece de una inconcebible indiferencia frente a
la realidad sufriente de los pueblos.
Declaro con absoluta sinceridad que me duelen como un desengaño
estas palabras de mi dura verdad.
Yo no he visto sino por excepción entre los altos dignatarios del clero
generosidad y amor... como se merecía de ellos la doctrina de Cristo que
inspiró la doctrina de Perón.
En ellos simplemente he visto mezquinos y egoístas intereses y una
sórdida ambición de privilegio. Yo los acuso desde mi indignidad, no
para el mal sino para el bien.
No les reprocho haberlo combatido sordamente a Perón desde sus con-
ciliábulos con la oligarquía. No les reprocho haber sido ingratos con Perón,
que les dio de su corazón cristiano lo mejor de su buena voluntad y de su fe.
Les reprocho haber abandonado a los pobres, a los humildes, a los
descamisados, a los enfermos, y haber preferido en cambio la gloria y
los honores de la oligarquía. Les reprocho haber traicionado a Cristo,
que tuvo misericordia de las turbas. Les reprocho olvidarse del pueblo
y haber hecho todo lo posible por ocultar el nombre y la figura de Cristo
tras la cortina de humo con que lo inciensan.
Yo soy y me siento cristiana. Soy católica, pero no comprendo que la
religión de Cristo sea compatible con la oligarquía y el privilegio. Esto
no lo entenderé jamás. Como no lo entiende el pueblo.
El clero de los nuevos tiempos, si quiere salvar al mundo de la des-
trucción espiritual, tiene que convertirse al cristianismo. Empezar por
descender al pueblo.
Como Cristo, vivir con el pueblo, sufrir con el pueblo, sentir con el
pueblo. Porque no viven ni sufren ni sienten ni piensan con el pueblo,
estos años de Perón están pesando sobre sus corazones sin despertar
una sola resonancia.
Tienen el corazón cerrado y frío. ¡Ah! ¡Si supieran qué lindo es el
pueblo se lanzarían a conquistarlo para Cristo, que hoy, como hace dos
mil años, tiene misericordia de las turbas!
54
21. La religión

Cristo les pidió que evangelizasen a los pobres y ellos no debieron ja-
más abandonar al pueblo donde está la inmensa masa oprimida de los
pobres.
Los políticos clericales de todos los tiempos y en todos los países
quieren ejercer el dominio y aun la explotación del pueblo por medio de
la iglesia y la religión.
Muchas veces, para desgracia de la fe, el clero ha servido a los políti-
cos enemigos del pueblo predicando una estúpida resignación... que no
sé todavía cómo puede conciliarse con la dignidad humana ni con la sed
de justicia cuya bienaventuranza se canta en el Evangelio.
También el clero político pretende ejercer en todos los países el do-
minio y aun la explotación del pueblo por medio del gobierno, lo que
también es peligroso para la felicidad del pueblo.
Los dos caminos del clericalismo político y de la política clerical deben
ser evitados por los pueblos del mundo si quieren ser alguna vez felices. Yo
no creo, como Lenin, que la religión sea el opio de los pueblos.
La religión debe ser, en cambio, la liberación de los pueblos; porque
cuando el hombre se enfrenta con Dios alcanza las alturas de su extraor-
dinaria dignidad.
Si no hubiese Dios, si no estuviésemos destinados a Dios, si no exis-
tiese religión, el hombre sería un poco de polvo derramado en el abismo
de la eternidad. Pero Dios existe y por El somos dignos, y por El todos
somos iguales, y ante El nadie tiene privilegios sobre nadie. ¡Todos so-
mos iguales!
Yo no comprendo entonces por qué, en nombre de la religión y en
nombre de Dios, puede predicarse la resignación frente a la injusticia.
Ni por qué no pueden en cambio reclamarse, en nombre de Dios y en
nombre de la religión, esos supremos derechos de todos a la justicia y a
la libertad.
La religión no ha de ser jamás instrumento de opresión para los pue-
blos. Tiene que ser bandera de rebeldía. La religión está en el alma de
los pueblos porque los pueblos viven cerca de Dios, en contacto con el
aire puro de la inmensidad. Nadie puede impedir que los pueblos ten-
gan fe. Si la perdiesen, toda la humanidad estaría perdida para siempre.
55
Yo me rebelo contra las “religiones” que hacen agachar la frente de
los hombres y el alma de los pueblos. Eso no puede ser religión. La reli-
gión debe levantar la cabeza de los hombres.
Yo admiro a la religión que puede hacerle decir a un humilde des-
camisado frente a un emperador: “¡Yo soy lo mismo que usted, hijo de
Dios!”.
La religión volverá a tener su prestigio entre los pueblos si sus predi-
cadores la enseñan así: como fuerza de rebeldía y de igualdad, no como
instrumento de opresión. Predicar la resignación es predicar la esclavi-
tud. Es necesario, en cambio, predicar la libertad y la justicia.
¡Es el amor el único camino por el que la religión podrá llegar a ver
el día de los pueblos!

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22. Las formas y los principios

Yo vivo con mi corazón pegado al corazón de mi pueblo y conozco por


eso todos sus latidos.
Yo sé cómo siente, cómo piensa y cómo sufre. No se me escapa que
muchas veces ha sido engañado y que en materia religiosa tiene dema-
siados prejuicios y acepta numerosos errores.
Yo no me siento autorizada para juzgar sobre este trascendente
tema. Mi mensaje está destinado a despertar el alma de los pueblos de
su modorra frente a las infinitas formas de la opresión.
Y una de esas formas es la que utiliza el profundo sentido religioso
de los pueblos como instrumento de esclavitud.
El sentimiento religioso debe ser defendido por los pueblos y por
eso todas sus deformaciones reclaman una condenación imperdonable.
Yo creo que tanto mal han hecho a la humanidad los que creen que la
religión es una simple colección de formalidades exteriores como aque-
llos que no ven otra cosa que principios de absoluta rigidez.
La religión es para el hombre y no el hombre para la religión, y por
eso la religión ha de ser profundamente humana, profundamente popu-
lar. Y para que la religión sea así, profundamente popular, debe volver
a ser como antes.
Ha de volver a hablar en el lenguaje del corazón que es el lenguaje
del pueblo, olvidándose de los ritos excesivos y de las complicaciones
teológicas también excesivas.
Cuando al pueblo se le habla con sencillez y con amor, acepta la ver-
dad que se le ofrece. Y con más fe todavía si se le predica con el ejemplo.
Desgraciadamente nuestro pueblo, y acaso todos los pueblos de la
tierra, sólo han visto demasiado interés en los predicadores de la fe y
acaso por eso mismo, les han cerrado el corazón.

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23. Los pueblos y Dios

Muchas veces, en estos años de mi vida, he pensado qué lejos estaban


ciertos predicadores y apóstoles de la religión del corazón del pueblo...
porque la frialdad y el egoísmo de sus almas no podía contagiar a nadie
ni sembrar en las almas el ardor de la fe, que es fuego ardiente.
Yo sé –y lo declaro con todas las fuerzas de mi espíritu– que los pue-
blos tienen sed de Dios. Y sé también cómo trabajan sacerdotes humil-
des en apagar aquella sed.
Mi acusación no va dirigida contra éstos, sino contra quienes por
egoísmo, por vanidad, por soberbia, por interés o por cualquier otra ra-
zón indigna a la causa que dicen defender alejan a los pueblos de la
verdad, cerrándoles el camino de Dios.
Dios les exigirá algún día la cuenta precisa y meticulosa de sus trai-
ciones con mucha más severidad que a quienes, con menos teología,
pero con más amor, nos decidimos a darlo todo por el pueblo. Con toda
el alma, ¡con todo el corazón!

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24. Los ambiciosos

Enemigos del pueblo son también los ambiciosos.


Muchas veces los he visto llegar hasta Perón, primero como amigos
mansos y leales, y yo misma me engañé con ellos, que proclamaban una
lealtad que después tuve que desmentir.
Los ambiciosos son fríos como culebras pero saben disimular dema-
siado bien. Son enemigos del pueblo porque ellos no servirán jamás sino
a sus intereses personales.
Yo los he perseguido en el movimiento peronista y los seguiré persi-
guiendo implacablemente en defensa del pueblo. Son los caudillos. Tie-
nen el alma cerrada a todo lo que no sean ellos. No trabajan para una
doctrina ni les interesa el ideal. La doctrina y el ideal son ellos.
La hora de los pueblos no llegará con ningún caudillo porque los
caudillos mueren y los pueblos son eternos.
Por eso es grande Perón, porque no tiene otra ambición que la feli-
cidad de su pueblo y la grandeza de su Patria. Y porque ha creado una
doctrina –una doctrina es un ideal– para que su pueblo siga su doctrina
y no su nombre.
Yo pienso, en cambio, que los pueblos cuando encuentran un hom-
bre digno de ellos, no siguen su doctrina, sino su nombre. Porque en el
hombre y en el nombre ven encarnarse a la doctrina misma y no pueden
concebir la doctrina sin su creador.
Por eso yo no puedo concebir al justicialismo sin Perón, y por eso he
declarado tantas veces que yo soy peronista, no justicialista. Porque el
justicialismo es la doctrina, en cambio el peronismo es Perón y la doctri-
na. ¡La realidad viva que nos hizo y que nos hace felices!
Los caudillos en cambio, los ambiciosos, no tienen doctrina porque
no tienen otra conducta que su egoísmo. Hay que buscarlos y marcarlos
a fuego para que nunca se conviertan en dueños de la vida y las hacien-
das del pueblo.
Yo los he conocido de cerca y de frente, y algunas veces incluso me
han engañado, por lo menos momentáneamente. Hay que identificarlos
y hay que destruirlos.
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La causa del pueblo exige nada más que hombres del pueblo que
trabajen para el pueblo, no para ellos. En esto se distinguen los ambicio-
sos: en que trabajan para ellos, nada más que para ellos.
Nunca buscan la felicidad del pueblo, siempre buscan más bien su
propia vanidad y enriquecerse pronto. El dinero, el poder y los honores
son las tres grandes “causas”, los tres “ideales” de todos los ambiciosos.
No he conocido ningún ambicioso que no buscase alguna de estas tres
cosas o las tres al mismo tiempo.
Los pueblos deben cuidar a los hombres que eligen para regir sus
destinos. Y deben rechazarlos y destruirlos cuando los vean sedientos
de riqueza, de poder o de honores.
La sed de riquezas es fácil de ver. Es lo primero que aparece a la
vista de todos. Sobre todo a los dirigentes sindicales hay que cuidarlos
mucho. Se marean también ellos y no hay que olvidar que cuando un
político se deja dominar por la ambición es nada más que un ambicioso;
pero cuando un dirigente sindical se entrega al deseo de dinero, de po-
der o de honores es un traidor y merece ser castigado como un traidor.
El poder y los honores seducen también intensamente a los hombres
y los hacen ambiciosos. Empiezan a trabajar para ellos y se olvidan del
pueblo. Esta es la única manera de identificarlos.
El pueblo tiene que conocerlos y destruirlos. Solamente así, los pue-
blos serán libres. Porque todo ambicioso es un prepotente capaz de con-
vertirse en un tirano. ¡Hay que cuidarse de ellos como del diablo!

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25. No quisiera morirme, por Perón y por mis descamisados. No por
mí, que he vivido todo lo que tenía que vivir. Perón y los pobres me
necesitan.

26. ¿Sabrán mis “grasitas” todo lo que yo los quiero?

27. Si alguien me preguntase, en estos momentos difíciles y amargos


de mi vida, cuál es mi deseo más ferviente y cuál mi voluntad más abso-
luta, yo les diría: vivir eternamente con Perón y con mi pueblo. Muchas
veces, en las horas largas y duras de mi enfermedad, he deseado vivir
no por mí, que ya he recibido de la vida todo cuanto podía pedir y más
todavía, sino por Perón y por mis “grasitas”, por mis descamisados. La
enfermedad y el dolor me han acercado a Dios y he aprendido que no es
injusto todo esto que me está sucediendo y que me hace sufrir. Yo tenía
todas las posibilidades de tomar, cuando me casé con Perón, el camino
equivocado que conduce al mareo de las altas cumbres. En cambio Dios
me llevó por los caminos de mi pueblo y por haberlo seguido he llegado
a recibir como nadie el cariño de los hombres, de las mujeres, de los ni-
ños y de los ancianos. Pero le pido a Dios que me dé algunas vacaciones
en mi sufrimiento.

61
28. El gran delito

Muchas veces, sobre todo en los años de la revolución, oía cómo los altos
jefes militares trataban de disuadir al Coronel de su amor por el pueblo.
Ellos no concebían que un oficial superior pudiese entregarse así a “la
chusma”.
Al principio creían que el Coronel hacía demagogia para conquistar
el poder. Fue entonces cuando, envidiosos del éxito de Perón, le hicie-
ron la primera revolución, le exigieron su renuncia y lo encarcelaron en
Martín García.
Pero felizmente el pueblo ya lo había conocido a Perón, y ya no veía
en él al jefe militar con vocación de dictador; sino al compañero cuyo
corazón había sentido el dolor de nuestra raza.
Y el pueblo se lanzó a la calle dispuesto a todo. Los jefes militares de
la reacción huyeron asustados y la oligarquía se escondió con ellos. Fue
el 17 de octubre de 1945.
Después, las cosas cambiaron. El Coronel, ya Presidente, siguió fiel a
sus descamisados. Ya no podía ser que fuese demagogo, como decían.
Era cierto entonces aquello de que Perón, un jefe militar, concedía
importancia fundamental a los trabajadores de su pueblo.
Y a medida que los trabajadores se organizaban constituyendo la
más poderosa fuerza del país, la oligarquía infiltrada también en las
fuerzas armadas preparaba la reacción.
Yo he presenciado la dura batalla de Perón con el privilegio de la fuerza,
tan dura como las luchas contra el privilegio del dinero o de la sangre.
Yo sé lo que ha sufrido, aunque he tenido el raro y maravilloso pri-
vilegio de ser algo así como el escudo donde se estrellaron siempre los
ataques de sus enemigos.
Ellos, cobardes como todos los traidores, nunca lo atacaron de fren-
te, lo atacaron por mí... ¡Yo fui el gran pretexto! Cumplí mi tarea gozosa
y feliz, parando los golpes que iban dirigidos a Perón.
Sin embargo los que no me querían a mí, siempre terminaron por ale-
jarse de Perón. De alguna manera se fueron... ¡Y muchos lo traicionaron!
La verdad, la auténtica y pura verdad, es que la gran mayoría de los
que no quisieron a Perón por mí, tampoco lo quieren sin mí.
62
En cambio el pueblo, los descamisados, los obreros, las mujeres,
que me quieren a mí más de lo que merezco, son fanáticos de Perón
hasta la muerte. En el pueblo reside la fuerza de Perón, no en el ejérci-
to. Solamente el pueblo lo quiere a Perón con fanatismo y sinceridad. Y
cuando en los últimos tiempos algunos oficiales de las fuerzas armadas
quisieron terminar con Perón, tuvieron que enfrentarse con el pueblo
que rodeó a su Líder; oponiendo a los traidores el pecho descubierto, la
fuerza infinita del corazón.
Aún en el ejército, los hombres leales, aún las que cayeron en defen-
sa de Perón, fueron hombres del pueblo, humildes pero nobles y fieles
ante la defección traidora de la oligarquía.
Aquel día, el 28 de septiembre, yo me alegré profundamente de ha-
ber renunciado a la vicepresidencia de la República el 22 y el 31 de
agosto. Si no, yo hubiese sido otra vez el gran pretexto.
En cambio, la revolución vino a probar que la reacción militar era
contra Perón, contra el infame delito cometido por Perón al “entregar-
se” a la voluntad del pueblo, luchando y trabajando por la felicidad de
los humildes y en contra de la prepotencia y de la confabulación de
todos los privilegios con todas las fuerzas de la antipatria. ¡Este es el
gran delito de Perón! El gran delito que yo bendigo desde el fondo de
mi corazón descamisado.
En mí, no tiene importancia ni tiene valor todo lo que yo siento de
amor y de cariño por mi pueblo, porque yo vine del pueblo, yo sufrí con
el pueblo.
En cambio, el amor de Perón por los descamisados vale infinita-
mente más, porque dada su condición de coronel, el camino más fácil
de su vida era el de la oligarquía y sus privilegios.
En cambio se decidió por el pueblo, contra toda probabilidad, ven-
ciendo las resistencias de muchos compañeros y abrazó nuestra causa
definitivamente. ¡Cometió el gran delito!
Pienso que, cometiéndolo, salvó él sólo a las fuerzas armadas de mi
Patria del descrédito y del deshonor. Si Perón no fuese militar, nuestro
pueblo estaría convencido de que las fuerzas armadas son un reducto
de la oligarquía.
Los militares tienen, en este año de Perón, la gran oportunidad de ase-
gurarse el porvenir ayudándolo en su tarea de servir al pueblo, partiendo
de la base fundamental de que eso no es delito: es servir a la Patria.
63
29. Mi voluntad suprema

Quiero vivir eternamente con Perón y con mi Pueblo.


Esta es mi voluntad absoluta y permanente y será también por lo
tanto cuando llegue mi hora, la última voluntad de mi corazón.
Donde esté Perón y donde estén mis descamisados allí estará siem-
pre mi corazón para quererlos con todas las fuerzas de mi vida y con
todo el fanatismo de mi alma.
Si Dios llevase del mundo a Perón antes que a mí, yo me iría con él
porque no sería capaz de sobrevivir sin él, pero mi corazón se quedaría
con mis descamisados, con mis mujeres, con mis obreros, con mis an-
cianos, con mis niños para ayudarlos a vivir con el cariño de mi amor;
para ayudarlos a luchar con el fuego de mi fanatismo y para ayudarlos a
sufrir con un poco de mis propios dolores.
He sufrido mucho, pero mi dolor valía la felicidad de mi pueblo y
yo no quise negarme -no quiero negarme-, acepto sufrir hasta el último
día de mi vida si eso sirve para restañar alguna herida o enjugar alguna
lágrima.
Pero si Dios me llevase del mundo antes que a Perón, yo quiero que-
darme con él y con mi pueblo, y mi corazón y mi cariño y mi alma y mi
fanatismo seguirán en ellos, seguirán viviendo en ellos, haciendo todo
el bien que falta, dándoles todo el amor que no les pude dar en los años
de mi vida, y encendiendo en sus almas todos los días el fuego de mi fa-
natismo que me quema y me consume como una sed amarga e infinita.
Yo estaré con ellos para que sigan adelante por el camino abierto
de la justicia y de la libertad hasta que llegue el día maravilloso de los
pueblos.
Yo estaré con ellos peleando en contra de todo lo que no sea pueblo
puro, en contra de todo lo que no sea la “ignominiosa” raza de los pue-
blos.
Yo estaré con ellos, con Perón y con mi Pueblo, para pelear contra la
oligarquía vendepatria y farsante, contra la raza maldita de los explota-
dores y de los mercaderes de los pueblos.
Dios es testigo de mi sinceridad. El sabe que me consume el amor de
mi raza, que es el pueblo.

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Todo lo que se opone al pueblo me indigna hasta los límites extre-
mos de mi rebeldía y de mis odios, pero Dios sabe también que nunca
he odiado a nadie por si mismo, ni he combatido a nadie con maldad,
sino por defender a mi pueblo, a mis obreros, a mis mujeres, a mis po-
bres “grasitas” a quienes nadie defendió jamás con más sinceridad que
Perón y con más ardor que “Evita”. Pero es más grande el amor de Perón
por el pueblo que mi amor; porque él, desde su privilegio militar supo
encontrarse con el pueblo, supo subir hasta su pueblo, rompiendo todas
las cadenas de su casta.
Yo, en cambio, nací en el pueblo y sufrí en el pueblo. Tengo carne y
alma y sangre del pueblo. No podía hacer otra cosa que entregarme a mi
pueblo. Si muriese antes que Perón, quisiera que esta voluntad mía, la
última y definitiva de mi vida, sea leída en acto público en la Plaza de
Mayo, en la Plaza del 17 de Octubre, ante mis queridos descamisados.
Quiero que sepan, en ese momento, que quise y que quiero a Perón
con toda mi alma y que Perón es mi sol y mi cielo. Dios no me permitirá
que mienta si yo repito en este momento una vez más, como León Bloy,
que “no concibo el cielo sin Perón”.
Pido a todos los obreros, a todos los humildes, a todos los descami-
sados, a todas las mujeres, a todos los pibes y a todos los ancianos de mi
Patria que lo cuiden y lo acompañen a Perón como si fuese yo misma.
Quiero que todos mis bienes queden a disposición de Perón como re-
presentante soberano y único del pueblo. Que todos mis bienes, que con-
sidero en gran parte patrimonio del pueblo y del movimiento peronista,
que es del pueblo, y que todo lo que dé La razón de mi vida y Mi mensaje,
sea considerado como propiedad absoluta de Perón y del pueblo argentino.
Mientras viva Perón, él podrá hacer lo que quiera de todos mis bie-
nes: venderlos, regalarlos e incluso quemarlos si quisiera, porque todo
en mi vida le pertenece, todo es de él, empezando por mi propia vida que
yo le entregué por amor y para siempre, de una manera absoluta. Pero
después de Perón, el único heredero de mis bienes debe ser el pueblo
y pido a los trabajadores y a las mujeres de mi pueblo que exijan por
cualquier medio el cumplimiento inexorable de esta voluntad suprema
de mi corazón que tanto los quiso.
Todos los bienes que he mencionado y aún los que hubiese omitido
deberán servir al pueblo, de una o de otra manera. El dinero de La razón
de mi vida y de Mi mensaje, lo mismo que la venta o el producido de mis
propiedades, deberá ser destinado a mis descamisados.

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Quisiera que se constituya con todos esos bienes un fondo perma-
nente de ayuda social para los casos de desgracias colectivas que afecten
a los pobres y quisiera que ellos lo aceptasen como una prueba más de
mi cariño. Deseo que en estos casos, por ejemplo, se entregue a cada
familia un subsidio equivalente a los sueldos y salarios de un año, por
lo menos.
También deseo que, con ese fondo permanente de Evita, se insti-
tuyan becas para que estudien los hijos de los trabajadores y sean así
los defensores de la doctrina de Perón, por cuya causa gustosa daría mi
vida.
Mis joyas no me pertenecen. La mayor parte fueron regalos de mi
pueblo. Pero aún las que recibí de mis amigos o de países extranjeros, o
del General, quiero que vuelvan al pueblo. No quiero que caigan jamás
en manos de la oligarquía y por eso deseo que constituyan, en el Museo
del Peronismo, un valor permanente que sólo podrá ser utilizado en be-
neficio directo del pueblo.
Que así como el oro respalda la moneda de algunos países, mis joyas
sean el respaldo de un crédito permanente que abrirán los bancos del
país en beneficio del pueblo, a fin de que se construyan viviendas para
los trabajadores de mi Patria.
Desearía también que los pobres, los ancianos, los niños, mis des-
camisados, sigan escribiéndome como lo hacen en estos tiempos de mi
vida y que el monumento que quiso levantar para mí el Congreso de mi
Pueblo recoja las esperanzas de todos y las convierta en realidad por
medio de mi Fundación, a la que quiero siempre pura como la concebí
para mis descamisados.
Así yo me sentiré siempre cerca de mi pueblo y seguiré siendo el
puente de amor tendido entre los descamisados y Perón.
Por fin, quiero que todos sepan que si he cometido errores los he
cometido por amor y espero que Dios, que ha visto siempre mi corazón,
me juzgue no por mis errores ni mis defectos, ni mis culpas, que fueron
muchas, sino por el amor que consume mi vida.
Mis últimas palabras son las mismas del principio: quiero vivir eter-
namente con Perón y con mi Pueblo.
Dios me perdonará que yo prefiera quedarme con ellos, porque él
también está con los humildes y yo siempre he visto en cada descamisa-
do un poco de Dios que me pedía un poco de amor que nunca le negué.
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30. Una sola clase

Es necesario que los hombres y mujeres del pueblo sean siempre secta-
rios y fanáticos y no se entreguen jamás a la oligarquía. No puede haber,
como dice la doctrina de Perón, más que una sola clase: los que trabajan.
Es necesario que los pueblos impongan en el mundo entero esta ver-
dad peronista. Los dirigentes sindicales y las mujeres que son pueblo
puro no pueden, no deben entregarse jamás a la oligarquía.
Yo no hago cuestión de clases. Yo no auspicio la lucha de clases, pero
el dilema nuestro es muy claro: la oligarquía que nos explotó miles de
años en el mundo tratará siempre de vencernos. Con ellos no nos en-
tenderemos nunca, porque lo único que ellos quieren es lo único que
nosotros no podremos darle jamás: nuestra libertad.
Para que no haya luchas de clases, yo no creo, como los comunistas,
que sea necesario matar a todos los oligarcas del mundo. No, porque se-
ría cosa de no acabar jamás, ya que una vez desaparecidos los de ahora
tendríamos que empezar con nuestros hombres convertidos en oligar-
cas, en virtud de la ambición, de los honores, del dinero o del poder.
El camino es convertir a todos los oligarcas del mundo: hacerlos
pueblo, de nuestra clase y de nuestra raza. ¿Cómo? Haciéndolos traba-
jar para que integren la única clase que reconoce Perón: la de los hom-
bres que trabajan.
El trabajo es la gran tarea de los hombres, pero es la gran virtud.
Cuando todos sean trabajadores, cuando todos vivan del propio trabajo
y no del trabajo ajeno, seremos todos más buenos, más hermanos, y la
oligarquía será un recuerdo amargo y doloroso para la humanidad.
Pero, mientras tanto, lo fundamental es que los hombres del pue-
blo, los de la clase que trabaja, no se entreguen a la raza oligarca de los
explotadores. Todo explotador es enemigo del pueblo. ¡La justicia exige
que sea derrotado!

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