Duarte, Eva - Mi - Mensaje-Evita PDF
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de Eva Perón
Con prólogos de
José Pablo Feinmann y Javier Trímboli
Homenaje de la Diputada Nacional
Celia Arena
en el 60° aniversario del fallecimiento de Evita
Grupo de trabajo:
Gabriela Cardozo, Soledad Senn, Marianela Cantatore, Marianela Blagini, Nora
Cingolani, Juan Laxagueborde, Ana L. Rivara, Milagros Barbieri, Ignacio Fittipaldi,
Federico Beer, Amor Perdia, Estela Cervera, Lara Imhoff,
Cecilia Sánchez y María Eugenia Bertone.
Realización y diseño gráfico:
María Eugenia Bertone.
Imagen de tapa:
“Altarcito” – Óleo, dorado a la hoja y objetos, 40 por 70 cm, 2011, de Daniel Santoro.
Fotografías interiores y contratapa:
Base de datos fotográficos Florian Paucke Sistema provincial de archivos
del Gobierno de la Provincia de Santa Fe
Agradecimiento especial
a la Dirección de Cultura de la Honorable Cámara de Senadores de la Nación y a la
Secretaría Parlamentaria de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación.
Imprenta del Congreso de la Nación.
PRESIDENTE
D. JULIÁN ANDRÉS DOMÍNGUEZ
Diputado por Buenos Aires
VICEPRESIDENTA 1ª
Prof. NORMA AMANDA ABDALA DE MATARAZZO
Diputada por Santiago del Estero
VICEPRESIDENTE 2°
Dr. MARIO RAÚL NEGRI
Diputado por Córdoba
VICEPRESIDENTA 3ª
CPN. ALICIA MABEL CICILIANI
Diputada por Santa Fe
SECRETARIO PARLAMENTARIO
Lic. GERVASIO BOZZANO
SECRETARIO ADMINISTRATIVO
RICARDO HUGO ANGELUCCI
SECRETARIO DE COORDINACIÓN OPERATIVA
Ing. RICARDO ANCELL PATTERSON
PROSECRETARIA PARLAMENTARIA
Da. MARTA ALICIA LUCHETTA
PROSECRETARIO ADMINISTRATIVO
CPN. GABRIEL ALFREDO BRUNO
PROSECRETARIO DE COORDINACIÓN
D. CARLOS URLICH
Presentación a esta edición por Celia Arena. . . . . . . . . . . . . . . . 7
Prólogo de José Pablo Feinmann. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
Prólogo de Javier Trímboli . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
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Prólogo a Mi mensaje
por José Pablo Feinmann
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Prólogo a Mi mensaje
por Javier Trímboli
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1. Mi mensaje
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2. Tenía que volar con él
En La razón de mi vida dije con mis pobres palabras cómo un día ma-
ravilloso de mi existencia me encontré con Perón.
El ya estaba en la lucha.
Lo recuerdo como si lo viese, con la mirada llena de brillo, con la
frente levantada, con su limpia sonrisa, con su palabra encendida por el
fuego de su corazón.
Vi desde el primer momento la sombra de sus enemigos, acechando
como buitres desde la altura o como víboras pegajosas desde la tierra
vencida.
Vi a Perón demasiado solo, excesivamente confiado en el poder
vencedor de sus ideales, creyendo en la primera palabra de todos los
hombres como si fuese su propia palabra, limpia y generosa, sincera y
honrada.
No me atrajeron ni su figura ni los honores de su cargo y, menos, sus
galones de militar.
Desde el primer momento yo vi su corazón, y sobre el pedestal de su
corazón, el mástil de sus ideales sosteniendo cerca del cielo la bandera
de su Patria y de su Pueblo.
Vi su inmensa soledad, una soledad como la de los cóndores, como la
de las altas cumbres, como la soledad de las estrellas en la inmensidad
del infinito.
Y a pesar de mi pequeñez, decidí acompañarlo.
Por seguirlo, por estar con él, hubiese sido y hubiese hecho cualquier
cosa menos torcer la ruta de su destino!
Fue cuando le dije un día: “Estoy dispuesta a seguirlo, donde quiera
que vaya”.
Poco a poco yo entré también en sus batallas.
A veces porque me provocaron sus enemigos.
Otras, porque me indignaron sus traiciones y sus mentiras.
Había decidido seguirlo a Perón, pero no me resignaba a seguirlo de
lejos, sabiéndolo rodeado de enemigos y ambiciosos que se disfrazaban
con palabras amistosas... y de amigos que no sentían ni el calor de la
sombra de sus ideales.
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Yo quería estar con él los días y las noches de su vida, en la paz de sus
descansos y en las batallas de su lucha.
Yo ya sabía que él, como los cóndores, volaba alto y solo. ¡Y sin em-
bargo yo tenía que volar con él!
Confieso que no medí desde el principio toda la magnitud de mi de-
cisión... Yo creí que podía ayudar a Perón con mi cariño de mujer; con
la compañía de mi corazón enamorado de su persona y de su causa...
pero nada más. Pensé que mi tarea, junto a su soledad, era llenarla con
la alegría y con los entusiasmos de mi juventud.
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3. Mi Coronel
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4. Las primeras sombras
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5. Los enemigos del pueblo
Los enemigos del pueblo fueron y siguen siendo los enemigos de Perón.
Yo los he visto llegar hasta él con todas las formas de la maldad y de
la mentira.
Quiero denunciarlos definitivamente.
Porque serán enemigos eternos de Perón y del pueblo aquí y en cual-
quier parte del mundo donde se levante la bandera de la justicia y la libertad.
Nosotros los hemos vencido, pero ellos pertenecen a una raza que
nunca morirá definitivamente.
Todos llevamos en la sangre la semilla del egoísmo que nos puede
hacer enemigos del pueblo y de su causa.
Es necesario aplastarla donde quiera que brote si queremos que al-
guna vez el mundo alcance el mediodía brillante de los pueblos, si no
queremos que vuelva a caer la noche sobre su victoria.
A los enemigos de Perón... yo los he conocido de cerca y de frente.
Yo no me quedé jamás en la retaguardia de sus luchas.
Estuve en la primera línea de combate; peleando los días cortos y las
noches largas de mi afán, infinito como la sed de mi corazón, y cumplí
dos tareas... ¡No sé cuál fue más digna de una vida pequeña como la mía,
pero mi vida al fin! Una, pelear por los derechos de mi pueblo. La otra,
cuidar las espaldas de Perón.
En esa doble tarea, inmensa para mí, que no tenía más armas que
mi corazón enardecido, conocí a los enemigos de Perón y de mi pueblo.
Son los mismos. ¡Sí!
Nunca vi a nadie de nuestra raza y la raza de los pueblos! peleando
contra Perón.
A los otros en cambio, sí... A veces los he visto fríos e insensibles. Decla-
ro con toda la fuerza de mi fanatismo que siempre me repugnaron. Les he
sentido frío de sapos o de culebras. Lo único que los mueve es la envidia.
No hay que tenerles miedo: la envidia de los sapos nunca pudo ta-
par el canto de los ruiseñores. Pero hay que apartarlos del camino. No
pueden estar cerca del pueblo ni de los hombres que el pueblo elige para
conducirlos. Y menos, pueden ser dirigentes del pueblo. Los dirigentes
del pueblo tienen que ser fanáticos del pueblo. Si no, se marean en la al-
tura y no regresan. Yo los he visto también con el mareo de las cumbres.
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6. Los fanáticos
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7. Ni fieles ni rebeldes
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9. Los imperialismos
¡Los imperialismos!
A Perón y a nuestro pueblo les ha tocado la desgracia del imperialis-
mo capitalista.
Yo lo he visto de cerca en sus miserias y en sus crímenes.
Se dice defensor de la justicia mientras extiende las garras de su ra-
piña sobre los bienes de todos los pueblos sometidos a su omnipotencia.
Se proclama defensor de la libertad mientras va encadenando a to-
dos los pueblos que de buena o de mala fe tienen que aceptar sus inape-
lables exigencias.
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Recepción en la estación de trenes de la ciudad de Santa Fe. Octubre 1946
Eva Perón y Juan Domingo Perón partiendo desde el puerto de la ciudad de Santa Fe,
hacia La Paz, Entre Ríos. Octubre 1946
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Visita a Rosario. Enero 1947
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Visita a Rosario. Enero 1947
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Visita a Rosario. Enero 1947
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Casa de Gobierno de Santa Fe. Diciembre 1947
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Recepción en Casa de Gobierno de Santa Fe. Diciembre 1947
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Plaza enfrente de la Casa de Gobierno de Santa Fe.
Movilización con motivo de la visita de Eva. Diciembre 1947
Eva saludando a los manifestantes desde un balcón de la Casa de Gobierno de Santa Fe.
A su lado, el gobernador Waldino Suárez. Diciembre 1947
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Eva recibiendo obsequios de manifestantes de la ciudad de Santa Fe. Diciembre 1947
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10. Los que se entregan
Pero más abominable aún que los imperialistas son los hombres de las
oligarquías nacionales que se entregan vendiendo y a veces regalando
por monedas o por sonrisas la felicidad de sus pueblos.
Yo los he conocido también de cerca...
Frente a los imperialismos no sentí otra cosa que la indignación del
odio, pero frente a los entregadores de sus pueblos, a ella sumé la infini-
ta indignación de mi desprecio.
Muchas veces los he oído disculparse ante mi agresividad irónica y
mordaz.
“No podemos hacer nada”, decían. Lo he oído muchas veces; en to-
dos los tonos de la mentira. ¡Mentira! ¡Sí! ¡Mil veces mentira...!
Hay una sola cosa invencible en la tierra: la voluntad de los pueblos.
No hay ningún pueblo de la tierra que no pueda ser justo, libre y sobe-
rano.
“No podemos hacer nada” es lo que dicen todos los gobiernos cobar-
des de las naciones sometidas.
No lo dicen por convencimiento sino por conveniencias.
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11. Por cualquier medio
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12. El hambre y los intereses
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13. El odio y el amor
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No entiendo los términos medios ni las cosas equilibradas. Sólo re-
conozco dos palabras como hijas predilectas de mi corazón: el odio y el
amor.
Nunca sé cuándo odio ni cuándo estoy amando, y en este encuentro
confuso del odio y del amor frente a la oligarquía de mi tierra –y frente
a todas las oligarquías del mundo– no he podido encontrar el equilibrio
que me reconcilie con las fuerzas que sirvieron antaño entre nosotros a
la raza maldita de los explotadores.
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14. Los altos círculos
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15. El pueblo es la única fuerza
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16. Servir al pueblo
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17. La grandeza o la felicidad
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18. Somos más fuertes
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19. Vivir con el pueblo
Es lindo vivir con el pueblo. Sentirlo de cerca, sufrir con sus dolores y
gozar con la simple alegría de su corazón.
Pero nada de todo eso se puede si previamente no se ha decidido
definitivamente encarnarse en el pueblo, hacerse una sola carne con él
para que todo dolor y toda tristeza y angustia y toda alegría del pueblo
sea lo mismo que si fuese nuestra.
Eso es lo que yo hice, poco a poco en mi vida...
Por eso el pueblo me alegra y me duele.
Me alegra cuando lo veo feliz y cuando yo puedo añadir un poco de
mi vida a su felicidad. Me duele cuando sufre.
Cuando los hombres del pueblo o quienes tienen obligación de ser-
virlo en vez de buscar la felicidad del pueblo lo traicionan.
También tengo para ellos una palabra dura y amarga en este mensa-
je de mis verdades.
Yo los he visto marearse por las alturas. Dirigentes obreros entrega-
dos a los amos de la oligarquía por una sonrisa, por un banquete o por
unas monedas.
Los denuncio como traidores entre la inmensa masa de trabajadores
de mi pueblo y de todos los pueblos.
Hay que cuidarse de ellos: son los peores enemigos del pueblo por-
que han renegado de nuestra raza.
Sufrieron con nosotros pero se olvidaron de nuestro dolor para go-
zar la vida sonriente que nosotros les dimos otorgándoles una jerarquía
sindical.
Conocieron el mundo de la mentira, de la riqueza, de la vanidad, y en
vez de pelear ante ellos por nosotros, por nuestra dura y amarga verdad,
se entregaron.
No volverán jamás, pero si alguna vez volviesen habría que sellarles
la frente con el signo infamante de la traición.
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20. Las jerarquías clericales
Cristo les pidió que evangelizasen a los pobres y ellos no debieron ja-
más abandonar al pueblo donde está la inmensa masa oprimida de los
pobres.
Los políticos clericales de todos los tiempos y en todos los países
quieren ejercer el dominio y aun la explotación del pueblo por medio de
la iglesia y la religión.
Muchas veces, para desgracia de la fe, el clero ha servido a los políti-
cos enemigos del pueblo predicando una estúpida resignación... que no
sé todavía cómo puede conciliarse con la dignidad humana ni con la sed
de justicia cuya bienaventuranza se canta en el Evangelio.
También el clero político pretende ejercer en todos los países el do-
minio y aun la explotación del pueblo por medio del gobierno, lo que
también es peligroso para la felicidad del pueblo.
Los dos caminos del clericalismo político y de la política clerical deben
ser evitados por los pueblos del mundo si quieren ser alguna vez felices. Yo
no creo, como Lenin, que la religión sea el opio de los pueblos.
La religión debe ser, en cambio, la liberación de los pueblos; porque
cuando el hombre se enfrenta con Dios alcanza las alturas de su extraor-
dinaria dignidad.
Si no hubiese Dios, si no estuviésemos destinados a Dios, si no exis-
tiese religión, el hombre sería un poco de polvo derramado en el abismo
de la eternidad. Pero Dios existe y por El somos dignos, y por El todos
somos iguales, y ante El nadie tiene privilegios sobre nadie. ¡Todos so-
mos iguales!
Yo no comprendo entonces por qué, en nombre de la religión y en
nombre de Dios, puede predicarse la resignación frente a la injusticia.
Ni por qué no pueden en cambio reclamarse, en nombre de Dios y en
nombre de la religión, esos supremos derechos de todos a la justicia y a
la libertad.
La religión no ha de ser jamás instrumento de opresión para los pue-
blos. Tiene que ser bandera de rebeldía. La religión está en el alma de
los pueblos porque los pueblos viven cerca de Dios, en contacto con el
aire puro de la inmensidad. Nadie puede impedir que los pueblos ten-
gan fe. Si la perdiesen, toda la humanidad estaría perdida para siempre.
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Yo me rebelo contra las “religiones” que hacen agachar la frente de
los hombres y el alma de los pueblos. Eso no puede ser religión. La reli-
gión debe levantar la cabeza de los hombres.
Yo admiro a la religión que puede hacerle decir a un humilde des-
camisado frente a un emperador: “¡Yo soy lo mismo que usted, hijo de
Dios!”.
La religión volverá a tener su prestigio entre los pueblos si sus predi-
cadores la enseñan así: como fuerza de rebeldía y de igualdad, no como
instrumento de opresión. Predicar la resignación es predicar la esclavi-
tud. Es necesario, en cambio, predicar la libertad y la justicia.
¡Es el amor el único camino por el que la religión podrá llegar a ver
el día de los pueblos!
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22. Las formas y los principios
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23. Los pueblos y Dios
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24. Los ambiciosos
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25. No quisiera morirme, por Perón y por mis descamisados. No por
mí, que he vivido todo lo que tenía que vivir. Perón y los pobres me
necesitan.
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28. El gran delito
Muchas veces, sobre todo en los años de la revolución, oía cómo los altos
jefes militares trataban de disuadir al Coronel de su amor por el pueblo.
Ellos no concebían que un oficial superior pudiese entregarse así a “la
chusma”.
Al principio creían que el Coronel hacía demagogia para conquistar
el poder. Fue entonces cuando, envidiosos del éxito de Perón, le hicie-
ron la primera revolución, le exigieron su renuncia y lo encarcelaron en
Martín García.
Pero felizmente el pueblo ya lo había conocido a Perón, y ya no veía
en él al jefe militar con vocación de dictador; sino al compañero cuyo
corazón había sentido el dolor de nuestra raza.
Y el pueblo se lanzó a la calle dispuesto a todo. Los jefes militares de
la reacción huyeron asustados y la oligarquía se escondió con ellos. Fue
el 17 de octubre de 1945.
Después, las cosas cambiaron. El Coronel, ya Presidente, siguió fiel a
sus descamisados. Ya no podía ser que fuese demagogo, como decían.
Era cierto entonces aquello de que Perón, un jefe militar, concedía
importancia fundamental a los trabajadores de su pueblo.
Y a medida que los trabajadores se organizaban constituyendo la
más poderosa fuerza del país, la oligarquía infiltrada también en las
fuerzas armadas preparaba la reacción.
Yo he presenciado la dura batalla de Perón con el privilegio de la fuerza,
tan dura como las luchas contra el privilegio del dinero o de la sangre.
Yo sé lo que ha sufrido, aunque he tenido el raro y maravilloso pri-
vilegio de ser algo así como el escudo donde se estrellaron siempre los
ataques de sus enemigos.
Ellos, cobardes como todos los traidores, nunca lo atacaron de fren-
te, lo atacaron por mí... ¡Yo fui el gran pretexto! Cumplí mi tarea gozosa
y feliz, parando los golpes que iban dirigidos a Perón.
Sin embargo los que no me querían a mí, siempre terminaron por ale-
jarse de Perón. De alguna manera se fueron... ¡Y muchos lo traicionaron!
La verdad, la auténtica y pura verdad, es que la gran mayoría de los
que no quisieron a Perón por mí, tampoco lo quieren sin mí.
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En cambio el pueblo, los descamisados, los obreros, las mujeres,
que me quieren a mí más de lo que merezco, son fanáticos de Perón
hasta la muerte. En el pueblo reside la fuerza de Perón, no en el ejérci-
to. Solamente el pueblo lo quiere a Perón con fanatismo y sinceridad. Y
cuando en los últimos tiempos algunos oficiales de las fuerzas armadas
quisieron terminar con Perón, tuvieron que enfrentarse con el pueblo
que rodeó a su Líder; oponiendo a los traidores el pecho descubierto, la
fuerza infinita del corazón.
Aún en el ejército, los hombres leales, aún las que cayeron en defen-
sa de Perón, fueron hombres del pueblo, humildes pero nobles y fieles
ante la defección traidora de la oligarquía.
Aquel día, el 28 de septiembre, yo me alegré profundamente de ha-
ber renunciado a la vicepresidencia de la República el 22 y el 31 de
agosto. Si no, yo hubiese sido otra vez el gran pretexto.
En cambio, la revolución vino a probar que la reacción militar era
contra Perón, contra el infame delito cometido por Perón al “entregar-
se” a la voluntad del pueblo, luchando y trabajando por la felicidad de
los humildes y en contra de la prepotencia y de la confabulación de
todos los privilegios con todas las fuerzas de la antipatria. ¡Este es el
gran delito de Perón! El gran delito que yo bendigo desde el fondo de
mi corazón descamisado.
En mí, no tiene importancia ni tiene valor todo lo que yo siento de
amor y de cariño por mi pueblo, porque yo vine del pueblo, yo sufrí con
el pueblo.
En cambio, el amor de Perón por los descamisados vale infinita-
mente más, porque dada su condición de coronel, el camino más fácil
de su vida era el de la oligarquía y sus privilegios.
En cambio se decidió por el pueblo, contra toda probabilidad, ven-
ciendo las resistencias de muchos compañeros y abrazó nuestra causa
definitivamente. ¡Cometió el gran delito!
Pienso que, cometiéndolo, salvó él sólo a las fuerzas armadas de mi
Patria del descrédito y del deshonor. Si Perón no fuese militar, nuestro
pueblo estaría convencido de que las fuerzas armadas son un reducto
de la oligarquía.
Los militares tienen, en este año de Perón, la gran oportunidad de ase-
gurarse el porvenir ayudándolo en su tarea de servir al pueblo, partiendo
de la base fundamental de que eso no es delito: es servir a la Patria.
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29. Mi voluntad suprema
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Todo lo que se opone al pueblo me indigna hasta los límites extre-
mos de mi rebeldía y de mis odios, pero Dios sabe también que nunca
he odiado a nadie por si mismo, ni he combatido a nadie con maldad,
sino por defender a mi pueblo, a mis obreros, a mis mujeres, a mis po-
bres “grasitas” a quienes nadie defendió jamás con más sinceridad que
Perón y con más ardor que “Evita”. Pero es más grande el amor de Perón
por el pueblo que mi amor; porque él, desde su privilegio militar supo
encontrarse con el pueblo, supo subir hasta su pueblo, rompiendo todas
las cadenas de su casta.
Yo, en cambio, nací en el pueblo y sufrí en el pueblo. Tengo carne y
alma y sangre del pueblo. No podía hacer otra cosa que entregarme a mi
pueblo. Si muriese antes que Perón, quisiera que esta voluntad mía, la
última y definitiva de mi vida, sea leída en acto público en la Plaza de
Mayo, en la Plaza del 17 de Octubre, ante mis queridos descamisados.
Quiero que sepan, en ese momento, que quise y que quiero a Perón
con toda mi alma y que Perón es mi sol y mi cielo. Dios no me permitirá
que mienta si yo repito en este momento una vez más, como León Bloy,
que “no concibo el cielo sin Perón”.
Pido a todos los obreros, a todos los humildes, a todos los descami-
sados, a todas las mujeres, a todos los pibes y a todos los ancianos de mi
Patria que lo cuiden y lo acompañen a Perón como si fuese yo misma.
Quiero que todos mis bienes queden a disposición de Perón como re-
presentante soberano y único del pueblo. Que todos mis bienes, que con-
sidero en gran parte patrimonio del pueblo y del movimiento peronista,
que es del pueblo, y que todo lo que dé La razón de mi vida y Mi mensaje,
sea considerado como propiedad absoluta de Perón y del pueblo argentino.
Mientras viva Perón, él podrá hacer lo que quiera de todos mis bie-
nes: venderlos, regalarlos e incluso quemarlos si quisiera, porque todo
en mi vida le pertenece, todo es de él, empezando por mi propia vida que
yo le entregué por amor y para siempre, de una manera absoluta. Pero
después de Perón, el único heredero de mis bienes debe ser el pueblo
y pido a los trabajadores y a las mujeres de mi pueblo que exijan por
cualquier medio el cumplimiento inexorable de esta voluntad suprema
de mi corazón que tanto los quiso.
Todos los bienes que he mencionado y aún los que hubiese omitido
deberán servir al pueblo, de una o de otra manera. El dinero de La razón
de mi vida y de Mi mensaje, lo mismo que la venta o el producido de mis
propiedades, deberá ser destinado a mis descamisados.
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Quisiera que se constituya con todos esos bienes un fondo perma-
nente de ayuda social para los casos de desgracias colectivas que afecten
a los pobres y quisiera que ellos lo aceptasen como una prueba más de
mi cariño. Deseo que en estos casos, por ejemplo, se entregue a cada
familia un subsidio equivalente a los sueldos y salarios de un año, por
lo menos.
También deseo que, con ese fondo permanente de Evita, se insti-
tuyan becas para que estudien los hijos de los trabajadores y sean así
los defensores de la doctrina de Perón, por cuya causa gustosa daría mi
vida.
Mis joyas no me pertenecen. La mayor parte fueron regalos de mi
pueblo. Pero aún las que recibí de mis amigos o de países extranjeros, o
del General, quiero que vuelvan al pueblo. No quiero que caigan jamás
en manos de la oligarquía y por eso deseo que constituyan, en el Museo
del Peronismo, un valor permanente que sólo podrá ser utilizado en be-
neficio directo del pueblo.
Que así como el oro respalda la moneda de algunos países, mis joyas
sean el respaldo de un crédito permanente que abrirán los bancos del
país en beneficio del pueblo, a fin de que se construyan viviendas para
los trabajadores de mi Patria.
Desearía también que los pobres, los ancianos, los niños, mis des-
camisados, sigan escribiéndome como lo hacen en estos tiempos de mi
vida y que el monumento que quiso levantar para mí el Congreso de mi
Pueblo recoja las esperanzas de todos y las convierta en realidad por
medio de mi Fundación, a la que quiero siempre pura como la concebí
para mis descamisados.
Así yo me sentiré siempre cerca de mi pueblo y seguiré siendo el
puente de amor tendido entre los descamisados y Perón.
Por fin, quiero que todos sepan que si he cometido errores los he
cometido por amor y espero que Dios, que ha visto siempre mi corazón,
me juzgue no por mis errores ni mis defectos, ni mis culpas, que fueron
muchas, sino por el amor que consume mi vida.
Mis últimas palabras son las mismas del principio: quiero vivir eter-
namente con Perón y con mi Pueblo.
Dios me perdonará que yo prefiera quedarme con ellos, porque él
también está con los humildes y yo siempre he visto en cada descamisa-
do un poco de Dios que me pedía un poco de amor que nunca le negué.
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30. Una sola clase
Es necesario que los hombres y mujeres del pueblo sean siempre secta-
rios y fanáticos y no se entreguen jamás a la oligarquía. No puede haber,
como dice la doctrina de Perón, más que una sola clase: los que trabajan.
Es necesario que los pueblos impongan en el mundo entero esta ver-
dad peronista. Los dirigentes sindicales y las mujeres que son pueblo
puro no pueden, no deben entregarse jamás a la oligarquía.
Yo no hago cuestión de clases. Yo no auspicio la lucha de clases, pero
el dilema nuestro es muy claro: la oligarquía que nos explotó miles de
años en el mundo tratará siempre de vencernos. Con ellos no nos en-
tenderemos nunca, porque lo único que ellos quieren es lo único que
nosotros no podremos darle jamás: nuestra libertad.
Para que no haya luchas de clases, yo no creo, como los comunistas,
que sea necesario matar a todos los oligarcas del mundo. No, porque se-
ría cosa de no acabar jamás, ya que una vez desaparecidos los de ahora
tendríamos que empezar con nuestros hombres convertidos en oligar-
cas, en virtud de la ambición, de los honores, del dinero o del poder.
El camino es convertir a todos los oligarcas del mundo: hacerlos
pueblo, de nuestra clase y de nuestra raza. ¿Cómo? Haciéndolos traba-
jar para que integren la única clase que reconoce Perón: la de los hom-
bres que trabajan.
El trabajo es la gran tarea de los hombres, pero es la gran virtud.
Cuando todos sean trabajadores, cuando todos vivan del propio trabajo
y no del trabajo ajeno, seremos todos más buenos, más hermanos, y la
oligarquía será un recuerdo amargo y doloroso para la humanidad.
Pero, mientras tanto, lo fundamental es que los hombres del pue-
blo, los de la clase que trabaja, no se entreguen a la raza oligarca de los
explotadores. Todo explotador es enemigo del pueblo. ¡La justicia exige
que sea derrotado!
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