Rerum Novarum León Xiii

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 27

RERUM NOVARUM

CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE LEÓN XIII
SOBRE LA "CONDICIÓN" DE LOS OBREROS

La "cuestión obrera" 
I. SOCIALISMO 
II. LA IGLESIA Y EL PROBLEMA 
III. DEBERES DEL ESTADO 
IV. LAS ASOCIACIONES 
SOLUCIÓN DEFINITIVA: CARIDAD

El ardiente afán de novedades que hace ya tiempo agita a los pueblos,


necesariamente tenía que pasar del orden político al de la economía social, tan
unido a aquél. -La verdad es que las nuevas tendencias de las artes y los nuevos
métodos de las industrias; el cambio de las relaciones entre patronos y obreros; la
acumulación de las riquezas en pocas manos, y la pobreza ampliamente
extendida; la mayor conciencia de su valer en los obreros, y su mutua unión más
íntima; todo ello, junto con la progresiva corrupción de costumbres han hecho
estallar la guerra. Cuán suma gravedad entrañe esa guerra, se colige de la viva
expectación que tiene suspensos los ánimos, y de cómo ocupa los ingenios de los
doctos, las reuniones de los sabios, las asambleas populares, el juicio de los
legisladores, los consejos de los príncipes; de tal manera, que no hay cuestión
alguna, por grande que sea, que más que esta preocupe los ánimos de los
hombres.

La "cuestión obrera"

Por esto, pensando sólo en el bien de la Iglesia y en el bienestar común, así como
otras veces os hemos escrito sobre el Poder político, la Libertad humana, la
Constitución cristiana de los Estados* y otros temas semejantes, cuanto parecía a
propósito para refutar las opiniones engañosas, así ahora y por las mismas
razones creemos deber escribiros algo sobre la cuestión obrera.

Materia esta, que ya otras veces ocasionalmente hemos tocado; mas en esta
Encíclica la conciencia de Nuestro Apostólico oficio nos incita a tratar la cuestión
de propósito y por completo, de modo que aparezcan claros los principios que han
de dar a esta contienda la solución que exigen la verdad y la justicia.

Cuestión tan difícil de resolver como peligrosa. Porque es difícil señalar la medida
justa de los derechos y las obligaciones que regulan las relaciones entre los ricos
y los proletarios, entre los que aportan el capital y los que contribuyen con su
trabajo. Y peligrosa esta contienda, porque hombres turbulentos y maliciosos
frecuentemente la retuercen para pervertir el juicio de la verdad y mover la multitud
a sediciones.

2. Como quiera que sea, vemos claramente, y en esto convienen todos, que es
preciso auxiliar, pronta y oportunamente, a los hombres de la ínfima clase, pues la
mayoría de ellos se resuelve indignamente en una miserable y calamitosa
situación. Pues, destruidos en el pasado siglo los antiguos gremios de obreros, sin
ser sustituidos por nada, y al haberse apartado las naciones y las leyes civiles de
la religión de nuestros padres, poco a poco ha sucedido que los obreros se han
encontrado entregados, solos e indefensos, a la inhumanidad de sus patronos y a
la desenfrenada codicia de los competidores. -A aumentar el mal, vino voraz la
usura, la cual, más de una vez condenada por sentencia de la Iglesia, sigue
siempre, bajo diversas formas, la misma en su ser, ejercida por hombres avaros y
codiciosos. Júntase a esto que los contratos de las obras y el comercio de todas
las cosas están, casi por completo, en manos de unos pocos, de tal suerte que
unos cuantos hombres opulentos y riquísimos han puesto sobre los hombros de la
innumerable multitud de proletarios un yugo casi de esclavos

I. SOCIALISMO 
La propiedad privada 
Los bienes creados 
La propiedad y las leyes 
Familia y Estado 
Comunismo = miseria

I. SOCIALISMO

3. Para remedio de este mal los socialistas, después de excitar en los pobres el
odio a los ricos, pretenden que es preciso acabar con la propiedad privada y
sustituirla por la colectiva, en la que los bienes de cada uno sean comunes a
todos, atendiendo a su conservación y distribución los que rigen el municipio o
tienen el gobierno general del Estado. Pasados así los bienes de manos de los
particulares a las de la comunidad y repartidos, por igual, los bienes y sus
productos, entre todos los ciudadanos, creen ellos que pueden curar radicalmente
el mal hoy día existente.

Pero este su método para resolver la cuestión es tan poco a propósito para ello,
que más bien no hace sino dañar a los mismos obreros; es, además, injusto por
muchos títulos, pues conculca los derechos de los propietarios legítimos, altera la
competencia y misión del Estado y trastorna por completo el orden social.

La propiedad privada

4. Fácil es, en verdad, el comprender que la finalidad del trabajo y su intención


próxima es, en el obrero, el procurarse las cosas que pueda poseer como suyas
propias. Si él emplea sus fuerzas y su actividad en beneficio de otro, lo hace a fin
de procurarse todo lo necesario para su alimentación y su vida; y por ello,
mediante su trabajo, adquiere un verdadero y perfecto derecho no sólo de exigir
su salario, sino también de emplear este luego como quiera. Luego si gastando
poco lograre ahorrar algo y, para mejor guardar lo ahorrado, lo colocare en adquirir
una finca, es indudable que esta finca no es sino el mismo salario bajo otra
especie; y, por lo tanto, la finca, así comprada por el obrero, debe ser tan suya
propia como el salario ganado por su trabajo. Ahora bien: precisamente en esto
consiste, como fácilmente entienden todos, el dominio de los bienes, sean
muebles o inmuebles. Por lo tanto, al hacer común toda propiedad particular, los
socialistas empeoran la condición de los obreros porque, al quitarles la libertad de
emplear sus salarios como quisieren, por ello mismo les quitan el derecho y hasta
la esperanza de aumentar el patrimonio doméstico y de mejorar con sus utilidades
su propio estado.

5. Pero lo más grave es que el remedio por ellos propuesto es una clara injusticia,
porque la propiedad privada es un derecho natural del hombre. -Porque en esto
es, en efecto, muy grande la diferencia entre el hombre y los brutos. Estos no se
gobiernan a sí mismos, sino que les gobiernan y rigen dos instintos naturales: de
una parte, mantienen en ellos despierta la facultad de obrar y desarrollan sus
fuerzas oportunamente; y de otra, provocan y limitan cada uno de sus
movimientos. Con un instinto atienden a su propia conservación, por el otro se
inclinan a conservar la especie. Para conseguir los dos fines perfectamente les
basta el uso de las cosas ya existentes, que están a su alcance; y no podrían ir
más allá, porque se mueven sólo por el sentido y por las sensaciones particulares
de las cosas. -Muy distinta es la naturaleza del hombre. En él se halla la plenitud
de la vida sensitiva, y por ello puede, como los otros animales, gozar los bienes de
la naturaleza material. Pero la naturaleza animal, aun poseída en toda perfección,
dista tanto de circunscribir a la naturaleza humana, que le queda muy inferior y
aun ha nacido para estarle sujeta y obedecerla. Lo que por antonomasia distingue
al hombre, dándole el carácter de tal -y en lo que se diferencia completamente de
los demás animales- es la inteligencia, esto es, la razón. Y precisamente porque el
hombre es animal razonable, necesario es atribuirle no sólo el uso de los bienes
presentes, que es común a todos los animales, sino también el usarlos estable y
perpetuamente, ya se trate de las cosas que se consumen con el uso, ya de las
que permanecen, aunque se usen.

Los bienes creados

6. Y todo esto resulta aún más evidente, cuando se estudia en sí y más


profundamente la naturaleza humana. El hombre, pues, al abarcar con su
inteligencia cosas innumerables, al unir y encadenar también las futuras con las
presentes y al ser dueño de sus acciones, es -él mismo- quien bajo la ley eterna y
bajo la providencia universal de Dios se gobierna a sí mismo con la providencia de
su albedrío: por ello en su poder está el escoger lo que juzgare más conveniente
para su propio bien, no sólo en el momento presente sino también para el futuro.
De donde se exige que en el hombre ha de existir no sólo el dominio de los frutos
de la tierra sino también la propiedad de la misma tierra, pues de su fertilidad ve
cómo se le suministran las cosas necesarias para el porvenir. Las exigencias de
cada hombre tienen, por decirlo así, un sucederse de vueltas perpetuas de tal
modo que, satisfechas hoy, tornan mañana a aparecer imperiosas. Luego la
naturaleza ha tenido que dar al hombre el derecho a bienes estables y perpetuos,
que correspondan a la perpetuidad del socorro que necesita. Y semejantes bienes
únicamente los puede suministrar la tierra con su inagotable fecundidad.

No hay razón alguna para recurrir a la providencia del Estado; porque, siendo el
hombre anterior al Estado, recibió aquél de la naturaleza el derecho de proveer a
sí mismo, aun antes de que se constituyese la sociedad.

7. Pero el hecho de que Dios haya dado la tierra a todo el linaje humano, para
usarla y disfrutarla, no se opone en modo alguno al derecho de la propiedad
privada. Al decir que Dios concedió en común la tierra al linaje humano, no se
quiere significar que todos los hombres tengan indistintamente dicho dominio, sino
que, al no haber señalado a ninguno, en particular, su parte propia, dejó dicha
delimitación a la propia actividad de los hombres y a la legislación de cada pueblo.
-Por lo demás, la tierra, aunque esté dividida entre particulares, continúa sirviendo
al beneficio de todos, pues nadie hay en el mundo que de aquélla no reciba su
sustento. Quienes carecen de capital, lo suplen con su trabajo: y así, puede
afirmarse la verdad de que el medio de proveer de lo necesario se halla en el
trabajo empleado o en trabajar la propia finca o en el ejercicio de alguna actividad,
cuyo salario -en último término- se saca de los múltiples frutos de la tierra o se
permuta por ellos.

De todo esto se deduce, una vez más, que la propiedad privada es


indudablemente conforme a la naturaleza. Porque las cosas necesarias para la
vida y para su perfección son ciertamente producidas por la tierra, con gran
abundancia, pero a condición de que el hombre la cultive y la cuide con todo
empeño. Ahora bien: cuando en preparar estos bienes materiales emplea el
hombre la actividad de su inteligencia y las fuerzas de su cuerpo, por ello mismo
se aplica a sí mismo aquella parte de la naturaleza material que cultivó y en la que
dejó impresa como una figura de su propia persona: y así justamente el hombre
puede reclamarla como suya, sin que en modo alguno pueda nadie violentar su
derecho.

La propiedad y las leyes

8. Es tan clara la fuerza de estos argumentos, que no se entiende cómo hayan


podido contradecirlos quienes, resucitando viejas utopías, conceden ciertamente
al hombre el uso de la tierra y de los frutos tan diversos de los campos; pero le
niegan totalmente el dominio exclusivo del suelo donde haya edificado, o de la
hacienda que haya cultivado. Y no se dan cuenta de que en esta forma defraudan
al hombre de las cosas adquiridas con su trabajo. Porque un campo trabajado por
la mano y la maña de un cultivador ya no es el campo de antes: de silvestre, se
hace fructífero; y de infecundo, feraz. De otra parte, las mejoras de tal modo se
adaptan e identifican con aquel terreno, que la mayor parte de ellas son
inseparables del mismo. Y si esto es así, ¿sería justo que alguien disfrutara
aquello que no ha trabajado, y entrara a gozar sus frutos? Como los efectos
siguen a su causa, así el fruto del trabajo en justicia pertenece a quienes
trabajaron. Con razón, pues, todo el linaje humano, sin cuidarse de unos pocos
contradictores, atento sólo a la ley de la naturaleza, en esta misma ley encuentra
el fundamento de la división de los bienes y solemnemente, por la práctica de
todos los tiempos, consagró la propiedad privada como muy conforme a la
naturaleza humana, así como a la pacífica y tranquila convivencia social. -Y las
leyes civiles que, cuando son justas, derivan de la misma ley natural su propia
facultad y eficacia, confirman tal derecho y lo aseguran con la protección de su
pública autoridad. -Todo ello se halla sancionado por la misma ley divina, que
prohíbe estrictamente aun el simple deseo de lo ajeno: No desearás la mujer de tu
prójimo; ni la casa, ni el campo, ni la sierva, ni el buey, ni el asno, ni otra cosa
cualquiera de todas las que le pertenecen[1].

Familia y Estado

9. El derecho individual adquiere un valor mucho mayor, cuando lo consideramos


en sus relaciones con los deberes humanos dentro de la sociedad doméstica. -No
hay duda de que el hombre es completamente libre al elegir su propio estado: ora
siguiendo el consejo evangélico de la virginidad, ora obligándose por el
matrimonio. El derecho del matrimonio es natural y primario de cada hombre: y no
hay ley humana alguna que en algún modo pueda restringir la finalidad principal
del matrimonio, constituida ya desde el principio por la autoridad del mismo Dios:
Creced y multiplicaos[2]. He aquí ya a la familia, o sociedad doméstica, sociedad
muy pequeña en verdad, pero verdadera sociedad y anterior a la constitución de
toda sociedad civil, y, por lo tanto, con derechos y deberes que de ningún modo
dependen del Estado. Luego aquel derecho que demostramos ser natural, esto es,
el del dominio individual de las cosas, necesariamente deberá aplicarse también al
hombre como cabeza de familia; aún más, tal derecho es tanto mayor y más fuerte
cuanto mayores notas comprende la personalidad humana en la sociedad
doméstica.

10. Ley plenamente inviolable de la naturaleza es que todo padre de familia


defienda, por la alimentación y todos los medios, a los hijos que engendrare; y
asimismo la naturaleza misma le exige el que quiera adquirir y preparar para sus
hijos, pues son imagen del padre y como continuación de su personalidad, los
medios con que puedan defenderse honradamente de todas las miserias en el
difícil curso de la vida. Pero esto no lo puede hacer de ningún otro modo que
transmitiendo en herencia a los hijos la posesión de los bienes fructíferos.

A la manera que la convivencia civil es una sociedad perfecta, también lo es


-según ya dijimos- y del mismo modo la familia, la cual es regida por una potestad
privativa, la paternal. Por lo tanto, respetados en verdad los límites de su propio
fin, la familia tiene al menos iguales derechos que la sociedad civil, cuando se
trata de procurarse y usar los bienes necesarios para su existencia y justa libertad.
Dijimos al menos iguales: porque siendo la familia lógica e históricamente anterior
a la sociedad civil, sus derechos y deberes son necesariamente anteriores y más
naturales. Por lo tanto, si los ciudadanos o las familias, al formar parte de la
sociedad civil, encontraran en el Estado dificultades en vez de auxilio, disminución
de sus derechos en vez de tutela de los mismos, tal sociedad civil sería más de
rechazar que de desear.

11. Es, por lo tanto, error grande y pernicioso pretender que el Estado haya de
intervenir a su arbitrio hasta en lo más íntimo de las familias. -Ciertamente que, si
alguna familia se encontrase tal vez en tan extrema necesidad que por sus propios
medios no pudiera salir de ella, es justa la intervención del poder público ante
necesidad tan grave, porque cada una de las familias es una parte de la sociedad.
Igualmente, si dentro del mismo hogar doméstico se produjera una grave
perturbación de los derechos mutuos, el Estado puede intervenir para atribuir a
cada uno su derecho; pero esto no es usurpar los derechos de los ciudadanos,
sino asegurarlos y defenderlos con una protección justa y obligada. Pero aquí
debe pararse el Estado: la naturaleza no consiente el que vaya más allá. La patria
potestad es de tal naturaleza, que no puede ser extinguida ni absorbida por el
Estado, como derivada que es de la misma fuente que la vida de los hombres. Los
hijos son como algo del padre, una extensión, en cierto modo, de su persona: y, si
queremos hablar con propiedad, los hijos no entran a formar parte de la sociedad
civil por sí mismos, sino a través de la familia, dentro de la cual han nacido. Y por
esta misma razón de que los hijos son naturalmente algo del padre..., antes de
que tengan el uso de su libre albedrío, están bajo los cuidados de los padres[3].
Luego cuando los socialistas sustituyen la providencia de los padres por la del
Estado, van contra la justicia natural, y disuelven la trabazón misma de la sociedad
doméstica.

Comunismo = Miseria

12. Además de la injusticia, se ve con demasiada claridad cuál sería el trastorno y


perturbación en todos los órdenes de la sociedad, y cuán dura y odiosa sería la
consiguiente esclavitud de los ciudadanos, que se seguirían. Abierta estaría ya la
puerta para los odios mutuos, para las calumnias y discordias; quitado todo
estímulo al ingenio y diligencia de cada uno, secaríanse necesariamente las
fuentes mismas de la riqueza; y la dignidad tan soñada en la fantasía no sería otra
cosa que una situación universal de miseria y abyección para todos los hombres
sin distinción alguna.

Todas estas razones hacen ver cómo aquel principio del socialismo, sobre la
comunidad de bienes, repugna plenamente porque daña aun a aquellos mismos a
quienes se quería socorrer; repugna a los derechos por naturaleza privativos de
cada hombre y perturba las funciones del Estado y la tranquilidad común. Por lo
tanto, cuando se plantea el problema de mejorar la condición de las clases
inferiores, se ha de tener como fundamental el principio de que la propiedad
privada ha de reputarse inviolable. Y supuesto ya esto, vamos a exponer dónde ha
de encontrarse el remedio que se intenta buscar.
II. LA IGLESIA Y EL PROBLEMA 
Concordia, no lucha 
Patronos y obreros 
Riquezas, posesión y uso 
Trabajo 
Bienes de naturaleza y de gracia 
Ejemplo de la Iglesia 
Caridad de la Iglesia

II. LA IGLESIA Y EL PROBLEMA SOCIAL

13. Con plena confianza, y por propio derecho Nuestro, entramos a tratar de esta
materia: se trata ciertamente de una cuestión en la que no es aceptable ninguna
solución si no se recurre a la religión y a la Iglesia. Y como quiera que la defensa
de la religión y la administración de los bienes que la Iglesia tiene en su poder se
halla de modo muy principal en Nos, faltaríamos a Nuestro deber si calláramos.
-Problema este tan grande, que ciertamente exige la cooperación y máxima
actividad de otros también: Nos referimos a los gobernantes, a los amos y a los
ricos, pero también a los mismos obreros, de cuya causa se trata; y afirmamos con
toda verdad que serán inútiles todos los esfuerzos futuros que se hagan, si se
prescinde de la Iglesia. De hecho la Iglesia es la que saca del Evangelio las
doctrinas, gracias a las cuales, o ciertamente se resolverá el conflicto, o al menos
podrá lograrse que, limando asperezas, se haga más suave: ella -la Iglesia-
procura con sus enseñanzas no tan sólo iluminar las inteligencias, sino también
regir la vida y costumbres de cada uno con sus preceptos; ella, mediante un gran
número de benéficas instituciones, mejora la condición misma de las clases
proletarias; ella quiere y solicita que los pensamientos y actividad de todas las
clases sociales se unan y conspiren juntos para mejorar en cuanto sea posible la
condición de los obreros; y piensa ella también que, dentro de los debidos límites
en las soluciones y en su aplicación, el Estado mismo ha de dirigir a esta finalidad
sus mismas leyes y toda su autoridad, pero con la debida justicia y moderación.

Concordia, no lucha

14. Como primer principio, pues, debe establecerse que hay que respetar la
condición propia de la humanidad, es decir, que es imposible el quitar, en la
sociedad civil, toda desigualdad. Lo andan intentando, es verdad, los socialistas;
pero toda tentativa contra la misma naturaleza de las cosas resultará inútil. En la
naturaleza de los hombres existe la mayor variedad: no todos poseen el mismo
ingenio, ni la misma actividad, salud o fuerza: y de diferencias tan inevitables
síguense necesariamente las diferencias de las condiciones sociales, sobre todo
en la fortuna. -Y ello es en beneficio así de los particulares como de la misma
sociedad; pues la vida común necesita aptitudes varias y oficios diversos; y es la
misma diferencia de fortuna, en cada uno, la que sobre todo impulsa a los
hombres a ejercitar tales oficios. Y por lo que toca al trabajo corporal, el hombre
en el estado mismo de inocencia no hubiese permanecido inactivo por completo:
la realidad es que entonces su voluntad hubiese deseado como un natural deleite
de su alma aquello que después la necesidad le obligó a cumplir no sin molestia,
para expiación de su culpa: Maldita sea la tierra en tu trabajo, tú comerás de ella
fatigosamente todos los días de tu vida[4]. -Por igual razón en la tierra no habrá fin
para los demás dolores, porque los males consiguientes al pecado son ásperos,
duros y difíciles para sufrirse; y necesariamente acompañarán al hombre hasta el
último momento de su vida. Y, por lo tanto, el sufrir y el padecer es herencia
humana; pues de ningún modo podrán los hombres lograr, cualesquiera que sean
sus experiencias e intentos, el que desaparezcan del mundo tales sufrimientos.
Quienes dicen que lo pueden hacer, quienes a las clases pobres prometen una
vida libre de todo sufrimiento y molestias, y llena de descanso y perpetuas
alegrías, engañan miserablemente al pueblo arrastrándolo a males mayores aún
que los presentes. Lo mejor es enfrentarse con las cosas humanas tal como son; y
al mismo tiempo buscar en otra parte, según dijimos, el remedio de los males.

15. En la presente cuestión, la mayor equivocación es suponer que una clase


social necesariamente sea enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiese
hecho a los ricos y a los proletarios para luchar entre sí con una guerra siempre
incesante. Esto es tan contrario a la verdad y a la razón que más bien es verdad el
hecho de que, así como en el cuerpo humano los diversos miembros se ajustan
entre sí dando como resultado cierta moderada disposición que podríamos llamar
simetría, del mismo modo la naturaleza ha cuidado de que en la sociedad dichas
dos clases hayan de armonizarse concordes entre sí, correspondiéndose
oportunamente para lograr el equilibrio. Una clase tiene absoluta necesidad de la
otra: ni el capital puede existir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. La
concordia engendra la hermosura y el orden de las cosas; por lo contrario, de una
lucha perpetua necesariamente ha de surgir la confusión y la barbarie. Ahora bien:
para acabar con la lucha, cortando hasta sus raíces mismas, el cristianismo tiene
una fuerza exuberante y maravillosa.

Y, en primer lugar, toda la enseñanza cristiana, cuyo intérprete y depositaria es la


Iglesia, puede en alto grado conciliar y poner acordes mutuamente a ricos y
proletarios, recordando a unos y a otros sus mutuos deberes, y ante todo los que
la justicia les impone.

Patronos y obreros

16. Obligaciones de justicia, para el proletario y el obrero, son estas: cumplir


íntegra y fielmente todo lo pactado en libertad y según justicia; no causar daño
alguno al capital, ni dañar a la persona de los amos; en la defensa misma de sus
derechos abstenerse de la violencia, y no transformarla en rebelión; no mezclarse
con hombres malvados, que con todas mañas van ofreciendo cosas exageradas y
grandes promesas, no logrando a la postre sino desengaños inútiles y destrucción
de fortunas.
He aquí, ahora, los deberes de los capitalistas y de los amos: no tener en modo
alguno a los obreros como a esclavos; respetar en ellos la dignidad de la persona
humana, ennoblecida por el carácter cristiano. Ante la razón y ante la fe, el trabajo,
realizado por medio de un salario, no degrada al hombre, antes le ennoblece, pues
lo coloca en situación de llevar una vida honrada mediante él. Pero es
verdaderamente vergonzoso e inhumano el abusar de los hombres, como si no
fuesen más que cosas, exclusivamente para las ganancias, y no estimarlos sino
en tanto cuando valgan sus músculos y sus fuerzas. Asimismo, está mandado que
ha de tenerse buen cuidado de todo cuanto toca a la religión y a los bienes del
alma, en los proletarios. Por lo tanto, a los amos corresponde hacer que el obrero
tenga libre el tiempo necesario para sus deberes religiosos; que no se le haya de
exponer a seducciones corruptoras y a peligros de pecar; que no haya razón
alguna para alejarle del espíritu de familia y del amor al ahorro. De ningún modo
se le impondrán trabajos desproporcionados a sus fuerzas, o que no se avengan
con su sexo y edad.

17. Y el principalísimo entre todos los deberes de los amos es el dar a cada uno lo
que se merezca en justicia. Determinar la medida justa del salario depende de
muchas causas: pero en general, tengan muy presente los ricos y los amos que ni
las leyes divinas ni las humanas les permiten oprimir, en provecho propio, a los
necesitados y desgraciados, buscando la propia ganancia en la miseria de su
prójimo.

Defraudar, además, a alguien el salario que se le debe, es pecado tan enorme que
clama al cielo venganza: Mirad que el salario de los obreros... que defraudasteis,
está gritando: y este grito de ellos ha llegado hasta herir los oídos del Señor de los
ejércitos[5]. Finalmente, deber de los ricos es, y grave, que no dañen en modo
alguno a los ahorros de los obreros, ni por la fuerza, ni por dolo, ni con artificio de
usura: deber tanto más riguroso, cuanto más débil y menos defendido se halla el
obrero, y cuanto más pequeños son dichos ahorros.

18. La obediencia a estas leyes, ¿acaso no podría ser suficiente para mitigar por
sí sola y hacer cesar las causas de esta contienda? Pero la Iglesia, guiada por las
enseñanzas y por el ejemplo de Cristo, aspira a cosas mayores: esto es,
señalando algo más perfecto, busca el aproximar, cuanto posible le sea, a las dos
clases, y aun hacerlas amigas. -En verdad que no podemos comprender y estimar
las cosas temporales, si el alma no se fija plenamente en la otra vida, que es
inmortal; quitada la cual, desaparecería inmediatamente toda idea de bien moral, y
aun toda la creación se convertiría en un misterio inexplicable para el hombre. Así,
pues, lo que conocemos aun por la misma naturaleza es en el cristianismo un
dogma, sobre el cual, como sobre su fundamento principal, reposa todo el edificio
de la religión, es a saber: que la verdadera vida del hombre comienza con la salida
de este mundo. Porque Dios no nos ha creado para estos bienes frágiles y
caducos, sino para los eternos y celestiales; y la tierra nos la dio como lugar de
destierro, no como patria definitiva. Carecer de riquezas y de todos los bienes, o
abundar en ellos, nada importa para la eterna felicidad; lo que importa es el uso
que de ellos se haga. Jesucristo -mediante su copiosa redención- no suprimió en
modo alguno las diversas tribulaciones de que esta vida se halla entretejida, sino
que las convirtió en excitaciones para la virtud y en materia de mérito, y ello de tal
suerte que ningún mortal puede alcanzar los premios eternos, si no camina por las
huellas sangrientas del mismo Jesucristo: Si constantemente sufrimos, también
reinaremos con El[6]. Al tomar El espontáneamente sobre sí los dolores y
sufrimientos, mitigó de modo admirable la fuerza de los mismos, y ello no ya sólo
con el ejemplo, sino también con su gracia y con la esperanza del ofrecido
galardón que hace mucho más fácil el sufrimiento del dolor: Porque lo que al
presente es tribulación nuestra, momentánea y ligera, produce en nosotros de
modo maravilloso un caudal eterno e inconmensurable de gloria[7]. -Sepan, pues,
muy bien los afortunados de este mundo que las riquezas ni libran del dolor, ni
contribuyen en nada a la felicidad eterna, y antes pueden dañarla[8]; que, por lo
tanto, deben temblar los ricos, ante las amenazas extraordinariamente severas de
Jesucristo[9]; y que llegará día en que habrán de dar cuenta muy rigurosa, ante
Dios como juez, del uso que hubieren hecho de las riquezas.

Riquezas, posesión y uso

19. Sobre el uso de las riquezas, tan excelente como muy importante es la
doctrina que, vislumbrada por los filósofos antiguos, ha sido enseñada y
perfeccionada por la Iglesia -la cual, además, hace que no se quede en pura
especulación, sino que descienda al terreno práctico e informe la vida-:
fundamental en tal doctrina es el distinguir ente la posesión legítima y el uso
ilegítimo.

Derecho natural del hombre, como vimos, es la propiedad privada de bienes, pues
que no sólo es lícito sino absolutamente necesario -en especial, en la sociedad- el
ejercicio de aquel derecho. Lícito es -dice Santo Tomás- y aun necesario para la
vida humana que el hombre tenga propiedad de algunos bienes[10]. Mas, si luego
se pregunta por el uso de tales bienes, la Iglesia no duda en responder: Cuanto a
eso, el hombre no ha de tener los bienes externos como propios, sino como
comunes, de suerte que fácilmente los comunique con los demás cuando lo
necesitaren. Y así dice el Apóstol: Manda a los ricos de este mundo que con
facilidad den y comuniquen lo suyo propio[11]. Nadie, es verdad, viene obligado a
auxiliar a los demás con lo que para sí necesitare o para los suyos, aunque fuere
para el conveniente o debido decoro propio, pues nadie puede dejar de vivir como
a su estado convenga[12]; pero, una vez satisfecha la necesidad y la
conveniencia, es un deber el socorrer a los necesitados con lo superfluo: Lo que
sobrare dadlo en limosna[13]. Exceptuados los casos de verdadera y extrema
necesidad, aquí ya no se trata de obligaciones de justicia, sino de caridad
cristiana, cuyo cumplimiento no se puede -ciertamente- exigir jurídicamente. Mas,
por encima de las leyes y de los juicios de los hombres están la ley y el juicio de
Cristo, que de muchos modos inculca la práctica de dar con generosidad, y
enseña que es mejor dar que recibir[14] y que tendrá como hecha o negada a Sí
mismo la caridad hecha o negada a los necesitados: Cuanto hicisteis a uno de
estos pequeños de mis hermanos, a mí me lo hicisteis[15].
En resumen: quienes de la munificencia de Dios han recibido mayor abundancia
de bienes, ya exteriores y corporales, ya internos y espirituales, los han recibido a
fin de servirse de ellos para su perfección, y al mismo tiempo, como
administradores de la divina Providencia, en beneficio de los demás. Por lo tanto,
el que tenga talento cuide no callar; el que abundare en bienes, cuide no ser
demasiado duro en el ejercicio de la misericordia; quien posee un oficio de que
vivir, haga participante de sus ventajas y utilidades a su prójimo[16].

Trabajo

20. A los pobres les enseña la Iglesia que ante Dios la pobreza no es deshonra, ni
sirve de vergüenza el tener que vivir del trabajo propio. Verdad, que Cristo
confirmó en la realidad con su ejemplo; pues, por la salud de los hombres hízose
pobre él que era rico[17] y, siendo Hijo de Dios y Dios mismo, quiso aparecer y ser
tenido como hijo de un artesano, y trabajando pasó la mayor parte de su vida:
Pero ¿no es este el artesano, el hijo de María?[18]. Ante ejemplo tan divino
fácilmente se comprende que la verdadera dignidad y grandeza del hombre sea
toda moral, esto es, puesta en las virtudes; que la virtud sea un patrimonio común
al alcance, por igual, de los grandes y de los pequeños, de los ricos y de los
proletarios: pues sólo a las obras virtuosas, en cualquiera que se encuentren, está
reservado el premio de la eterna bienaventuranza. Más aún: parece que Dios tiene
especial predilección por los infelices. Y así Jesucristo llama bienaventurados a los
pobres[19]. A quienes están en trabajo o aflicción, dulcemente los invita a buscar
consuelo en El[20]; con singular amor abraza a los débiles y a los perseguidos.
Verdades estas de gran eficacia para rebajar a los ricos en su orgullo, para quitar
a los pobres su abatimiento: con ello, las distancias -tan rebuscadas por el orgullo-
se acortan y ya no es difícil que las dos clases, dándose la mano, se vuelvan a la
amistad y unión de voluntades.

Bienes de naturaleza y de gracia

21. Mas, si las dos clases obedecen a los mandatos de Cristo, no les bastará una
simple amistad, querrán darse el abrazo del amor fraterno. Porque habrán
conocido y entenderán cómo todos los hombres tienen el mismo origen común en
Dios padre: que todos se dirigen a Dios, su fin último, el único que puede hacer
felices a los hombres y a los ángeles; que todos han sido igualmente redimidos
por Cristo, y por él llamados a la dignidad de hijos de Dios, de tal suerte, que se
hallan unidos, no sólo entre sí, sino también con Cristo Señor -el primogénito entre
los muchos hermanos- por el vínculo de una santa fraternidad. Conocerán y
comprenderán que los bienes de naturaleza y de gracia son patrimonio común del
linaje humano; y que nadie, a no hacerse indigno, será desheredado de los bienes
celestiales: Si, pues, hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos
de Jesucristo[21].

Tal es el ideal de derechos y deberes que enseña el Evangelio. Si esta doctrina


informara a la sociedad humana, ¿no se acabaría rápidamente toda contienda?
Ejemplo de la Iglesia

22. Ni se contenta la Iglesia con señalar el mal; aplica ella misma, con sus manos,
la medicina. Entregada por completo a formar a los hombres en estas doctrinas,
procura que las aguas saludables de sus enseñanzas lleguen a todos ellos,
valiéndose de la cooperación de los Obispos y del Clero. Al mismo tiempo se
afana por influir en los espíritus e inclinar las voluntades, para que se dejen
gobernar por los divinos preceptos. Y en esta parte, la más importante de todas,
pues de ella depende en realidad todo avance, tan sólo la Iglesia tiene eficacia
verdadera. Porque los instrumentos que emplea para mover los ánimos, le fueron
dados para este fin por Jesucristo, y tienen virtud divina en sí: tan sólo ellos
pueden penetrar hasta lo más íntimo de los corazones y obligar a los hombres a
que obedezcan a la voz de su deber, a que refrenen las pasiones, a que amen con
singular y sumo amor a Dios y al prójimo, y a que con valor se destruyan todos los
obstáculos que se le atraviesan en el camino de la virtud.

Y en esto basta señalar de paso los ejemplos antiguos. Recordamos hechos y


cosas, que se hallan fuera de toda duda: esto es, que gracias al cristianismo fue
plenamente transformada la sociedad humana; que esta transformación fue un
verdadero progreso para la humanidad y hasta una resurrección de la muerte a la
vida moral, así como una perfección nunca vista antes, y que difícilmente se
logrará en el porvenir; finalmente, que Jesucristo es el principio y el fin de estos
beneficios que, como vienen de él, en él han de terminar. Habiendo, en efecto,
conocido el mundo, por la luz del evangelio, el gran misterio de la Encarnación del
Verbo y de la redención humana, la vida de Jesucristo Dios y Hombre penetró en
toda la sociedad civil, que así quedó imbuida con su fe, sus preceptos y sus leyes.

Por lo tanto, si ha de haber algún remedio para los males de la humanidad, esta
no lo encontrará sino en la vuelta a la vida y a las costumbres cristianas. Indudable
verdad es que, para reformar a una sociedad decadente, preciso es conducirla de
nuevo a los principios que le dieron ser. Porque la perfección de toda sociedad
humana consiste en dirigirse y llegar al fin para el que fue instituida, de tal suerte
que el principio regenerador de los movimientos y de los actos sociales sea el
mismo que dio origen a la sociedad. Corrupción es desviarla de su primitiva
finalidad: volverla a ella, es la salvación. Y si esto es verdad de toda sociedad
humana, lo es también de la clase trabajadora, parte la más numerosa de aquélla.

23. Y no se crea que la acción de la Iglesia esté tan íntegra y exclusivamente


centrada en la salvación de las almas, que se olvide de cuanto pertenece a la vida
mortal y terrena. -Concretamente quiere y trabaja para que los proletarios salgan
de su desgraciado estado, y mejoren su situación. Y esto lo hace ella, ante todo,
indirectamente, llamando a los hombres a la virtud y formándolos en ella. Las
costumbres cristianas, cuando son y en verdad se mantienen tales, contribuyen
también de por sí a la felicidad terrenal: porque atraen las bendiciones de Dios,
principio y fuente de todo bien; refrenan el ansia de las cosas y la sed de los
placeres, azotes verdaderos que hacen miserable al hombre aun en la misma
abundancia de todas las cosas[22]: se contentan con una vida frugal y suplen la
escasez del salario con el ahorro, alejándose de los vicios que consumen no sólo
las pequeñas fortunas sino también las grandes, y que arruinan los más ricos
patrimonios.

Caridad de la Iglesia

24. Más aún: la Iglesia contribuye directamente al bien de los proletarios, creando
y promoviendo cuanto pueda aliviarles en algo; y en ello se distinguió tanto que se
atrajo la admiración y alabanza de los mismos enemigos. Ya en el corazón de los
primitivos cristianos era tan poderosa la caridad fraterna, que con frecuencia los
más ricos se despojaban de sus bienes para socorrer a los demás, hasta tal punto
que entre ellos no había ningún necesitado[23]. A los diáconos, instituidos
precisamente para ello, dieron los Apóstoles la misión de ejercitar la beneficencia
cotidiana; y San Pablo, el Apóstol por antonomasia, aun bajo el peso de la
solicitud de todas las Iglesias, no dudó en entregarse a los viajes más peligrosos
para llevar personalmente las colectas a los cristianos más pobres. Depósitos de
piedad llama Tertuliano a estas ofertas, hechas espontáneamente por los fieles en
cada reunión, porque se empleaban en alimentar y sepultar a los pobres, y en
auxiliar a los niños y niñas huérfanos, así como a los ancianos y a los
náufragos[24].

Poco a poco se fue formando así aquel patrimonio, que la Iglesia guardó siempre
religiosamente como herencia propia de los pobres. Y éstos, gracias a nuevos y
determinados socorros, se vieron libres de la vergüenza de pedir. Pues ella, como
madre común de los pobres y de los ricos, excitando doquier la caridad hasta el
heroísmo, creó órdenes religiosas y otras benéficas instituciones que ninguna
clase de miseria dejaron sin socorrer y consolar. Todavía hoy muchos, como antes
los gentiles, hasta censuran a la Iglesia por caridad tan excelente, y determinan
sustituirla por medio de la beneficencia civil. Pero no hay recursos humanos
capaces de suplir la caridad cristiana, cuando se entrega por completo al bien de
los demás. Y no puede ser ella sino una virtud de la Iglesia, porque es virtud que
mana abundante tan sólo del Sacratísimo Corazón de Jesucristo: pero muy lejos
de Cristo anda perdido quien se halla alejado de la Iglesia.

III. DEBERES DEL ESTADO 


La prosperidad nacional 
Gobierno; gobernados 
Intervención del Estado 
La propiedad privada 
Límites del trabajo 
Tutela de lo moral 
Obreros - mujeres - niños 
Justo salario 
Ahorro - propiedad
III. DEBERES DEL ESTADO

25. No hay duda de que, para resolver la cuestión obrera, se necesitan también
los medios humanos. Cuantos en ella están interesados, vienen obligados a
contribuir, cada uno como le corresponda: y esto según el ejemplo del orden
providencial que gobierna al mundo, pues el buen efecto es el producto de la
armoniosa cooperación de todas las causas de las que depende.

Urge ya ahora investigar cuál debe ser el concurso del Estado. -Claro que
hablamos del Estado, no como lo conocemos constituido ahora y como funciona
en esta o en aquella otra nación, sino que pensamos en el Estado según su
verdadero concepto, esto es, en el que toma sus principios de la recta razón, y en
perfecta armonía con las doctrinas católicas, tal como Nos mismos lo hemos
expuesto en la Encíclica sobre la constitución cristiana de los Estados.

La prosperidad nacional

26. Ante todo, los gobernantes vienen obligados a cooperar en forma general con
todo el conjunto de sus leyes e instituciones políticas, ordenando y administrando
el Estado de modo que se promueva tanto la prosperidad privada como la pública.
Tal es de hecho el deber de la prudencia civil, y esta es la misión de los regidores
de los pueblos. Ahora bien; la prosperidad de las naciones se deriva
especialmente de las buenas costumbres, de la recta y ordenada constitución de
las familias, de la guarda de la religión y de la justicia, de la equitativa distribución
de las cargas públicas, del progreso de las industrias y del comercio, del florecer
de la agricultura y de tantas otras cosas que, cuanto mejor fueren promovidas,
más contribuirán a la felicidad de los pueblos. -Ya por todo esto puede el Estado
concurrir en forma extraordinaria al bienestar de las demás clases, y también a la
de los proletarios: y ello, con pleno derecho suyo y sin hacerse sospechoso de
indebidas injerencias, porque proveer al bien común es oficio y competencia del
Estado. Por lo tanto, cuanto mayor sea la suma de las ventajas logradas por esta
tan general previsión, tanto menor será la necesidad de tener que acudir por otros
procedimientos al bienestar de los obreros.

27. Pero ha de considerarse, además, algo que toca aún más al fondo de esta
cuestión: esto es, que el Estado es una armoniosa unidad que abraza por igual a
las clases inferiores y a las altas. Los proletarios son ciudadanos por el mismo
derecho natural que los ricos: son ciudadanos, miembros verdaderos y vivientes
de los que, a través de las familias, se compone el Estado, y aun puede decirse
que son su mayor número. Y, si sería absurdo el proveer a una clase de
ciudadanos a costa de otra, es riguroso deber del Estado el preocuparse, en la
debida forma, del bienestar de los obreros: al no hacerlo, se falta a la justicia que
manda dar a cada uno lo suyo. Pues muy sabiamente advierte Santo Tomás: Así
como la parte y el todo hacen un todo, así cuanto es del todo es también, en algún
modo, de la parte[25]. Por ello, entre los muchos y más graves deberes de los
gobernantes solícitos del bien público, se destaca primero el de proveer por igual a
toda clase de ciudadanos, observando con inviolable imparcialidad la justicia
distributiva.

Aunque todos los ciudadanos vienen obligados, sin excepción alguna, a cooperar
al bienestar común, que luego se refleja en beneficio de los individuos, la
cooperación no puede ser en todos ni igual ni la misma. Cámbiense, y vuelvan a
cambiarse, las formas de gobierno, pero siempre existirá aquella variedad y
diferencia de clases, sin las que no puede existir ni siquiera concebirse la sociedad
humana. Siempre habrá gobernantes, legisladores, jueces -en resumen, hombres
que rijan la nación en la paz, y la defiendan en la guerra-; y claro es que, al ser
ellos la causa próxima y eficaz del bien común, forman la parte principal de la
nación. Los obreros no pueden cooperar al bienestar común en el mismo modo y
con los mismos oficios; pero verdad es que también ellos concurren, muy
eficazmente, con sus servicios. Y cierto es que el bienestar social, pues debe ser
en su consecución un bien que perfeccione a los ciudadanos en cuanto hombres,
tiene que colocarse principalmente en la virtud.

Sin embargo, toda sociedad bien constituida ha de poder procurar una suficiente
abundancia de bienes materiales y externos cuyo uso es necesario para el
ejercicio de la virtud[26]. Y es indudable que para lograr estos bienes es de
necesidad y suma eficacia el trabajo y actividad de los proletarios, ora se dediquen
al trabajo de los campos, ora se ejerciten en los talleres. Suma, hemos dicho, y de
tal suerte, que puede afirmarse, en verdad, que el trabajo de los obreros es el que
logra formar la riqueza nacional. Justo es, por lo tanto, que el gobierno se interese
por los obreros, haciéndoles participar de algún modo en la riqueza que ellos
mismos producen: tengan casa en que morar, vestidos con que cubrirse, de suerte
que puedan pasar la vida con las menos dificultades posibles. Clara es, por lo
tanto, la obligación de proteger cuanto posible todo lo que pueda mejorar la
condición de los obreros: semejante providencia, lejos de dañar a nadie,
aprovechará bien a todos, pues de interés general es que no permanezcan en la
miseria aquellos de quienes tanto provecho viene al mismo Estado.

Gobierno; gobernados

28. No es justo -ya lo hemos dicho- que el ciudadano o la familia sean absorbidos
por el Estado; antes bien, es de justicia que a uno y a otra se les deje tanta
independencia para obrar como posible sea, quedando a salvo el bien común y los
derechos de los demás. Sin embargo, los gobernantes han de defender la
sociedad y sus distintas clases. La sociedad, porque la tutela de esta fue conferida
por la naturaleza a los gobernantes, de tal suerte que el bienestar público no sólo
es la ley suprema sino la única y total causa y razón de la autoridad pública; y
luego también las clases, porque tanto la filosofía como el Evangelio coinciden en
enseñar que la gobernación ha sido instituida, por su propia naturaleza, no para
beneficio de los gobernantes, sino más bien para el de los gobernados. Y puesto
que el poder político viene de Dios y no es sino una cierta participación de la
divina soberanía, ha de administrarse a ejemplo de esta, que con paternal
preocupación provee no sólo a las criaturas en particular, sino a todo el conjunto
del universo. Luego cuando a la sociedad o a alguna de sus clases se le haya
causado un daño o le amenace este, necesaria es la intervención del Estado, si
aquél no se puede reparar o evitar de otro modo.

Intervención del Estado

29. Ahora bien: interesa tanto al bien privado como al público, que se mantenga el
orden y la tranquilidad públicos; que la familia entera se ajuste a los mandatos de
Dios y a los principios de la naturaleza; que sea respetada y practicada la religión;
que florezcan puras las costumbres privadas y las públicas; que sea observada
inviolablemente la justicia; que una clase de ciudadanos no oprima a otra; y que
los ciudadanos se formen sanos y robustos, capaces de ayudar y de defender, si
necesario fuere, a su patria. Por lo tanto, si, por motines o huelgas de los obreros,
alguna vez se temen desórdenes públicos; si se relajaren profundamente las
relaciones naturales de la familia entre los obreros; si la religión es violada en los
obreros, por no dejarles tiempo tranquilo para cumplir sus deberes religiosos; si
por la promiscuidad de los sexos y por otros incentivos de pecado, corre peligro la
integridad de las costumbres en los talleres; si los patronos oprimieren a los
obreros con cargas injustas o mediante contratos contrarios a la personalidad y
dignidad humana; si con un trabajo excesivo o no ajustado a las condiciones de
sexo y edad, se dañare a la salud de los mismos trabajadores: claro es que, en
todos estos casos, es preciso emplear, dentro de los obligados límites, la fuerza y
la autoridad de las leyes. Límites que están determinados por la misma causa o fin
a que se deben las leyes: esto es, que las leyes no deben ir más allá de lo que
requiere el remedio del mal o el modo de evitar el peligro.

Los derechos, de quienquiera que sean, han de ser protegidos religiosamente, y el


poder público tiene obligación de asegurar a cada uno el suyo, impidiendo o
castigando toda violación de la justicia. Claro es que, al defender los derechos de
los particulares, ha de tenerse un cuidado especial con los de la clase ínfima y
pobre. Porque la clase rica, fuerte ya de por sí, necesita menos la defensa pública;
mientras que las clases inferiores, que no cuentan con propia defensa, tienen una
especial necesidad de encontrarla en el patrocinio del mismo Estado. Por lo tanto,
el Estado debe dirigir sus cuidados y su providencia preferentemente hacia los
obreros, que están en el número de los pobres y necesitados.

La propiedad privada

30. Preciso es descender concretamente a algunos casos particulares de la mayor


importancia. -Lo más fundamental es que el gobierno debe asegurar, mediante
prudentes leyes, la propiedad particular. De modo especial, dado el actual
incendio tan grande de codicias desmedidas, preciso es que las muchedumbres
sean contenidas en su deber, porque si la justicia les permite por los debidos
medios mejorar su suerte, ni la justicia ni el bien público permiten que nadie dañe
a su prójimo en aquello que es suyo y que, bajo el color de una pretendida
igualdad de todos, se ataque a la fortuna ajena. Verdad es que la mayor parte de
los obreros querría mejorar su condición mediante honrado trabajo y sin hacer
daño a nadie; pero también hay no pocos, imbuidos en doctrinas falsas y afanosos
de novedades, que por todos medios tratan de excitar tumultos y empujar a los
demás hacia la violencia. Intervenga, pues, la autoridad pública: y, puesto freno a
los agitadores defienda a los obreros buenos de todo peligro de seducción; y a los
dueños legítimos, del de ser robados.

Límites del trabajo

31. El trabajo excesivamente prolongado o agotador, así como el salario que se


juzga insuficiente, dan ocasión con frecuencia a los obreros para,
intencionadamente, declararse en huelga, y entregarse a un voluntario descanso.
A este mal, ya tan frecuente como grave, debe poner buen remedio la autoridad
del Estado, porque las huelgas llevan consigo daños no sólo para los patronos y
para los mismos obreros, sino también para el comercio y los intereses públicos:
añádase que las violencias y los tumultos, a que de ordinario dan lugar las
huelgas, con mucha frecuencia ponen en peligro aun la misma tranquilidad
pública. Y en esto el remedio más eficaz y saludable es adelantarse al mal con la
autoridad de las leyes e impedir que pueda brotar el mal, suprimiendo a tiempo
todas las causas de donde se prevé que puedan surgir conflictos entre obreros y
patronos.

Tutela de lo moral

32. Asimismo, el Estado viene obligado a proteger en el obrero muchas otras


cosas; y, ante todo, los bienes del alma. Pues la vida mortal, aunque tan buena y
deseable, no es de por sí el fin último para el que hemos nacido, sino tan sólo el
camino e instrumento para perfeccionar la vida espiritual mediante el conocimiento
de la verdad y la práctica del bien. El espíritu es el que lleva impreso en sí la
imagen y semejanza de Dios, y en él reside aquel señorío, en virtud del cual se le
mandó al hombre dominar sobre todas las criaturas inferiores y hacer que todas
las tierras y mares sirvieran a su utilidad. Llenad la tierra y sometedla a vosotros,
tened señorío sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todos los
animales que sobre la tierra se mueven[27]. En esto todos los hombres son
iguales, sin diferencia alguna entre ricos y pobres, amos y criados, príncipes y
súbditos; porque el mismo es el Señor de todos[28]. Nadie, por lo tanto, puede
impunemente hacer injusticia a la dignidad del hombre, de la que Dios mismo
dispone con gran reverencia, ni impedirle el camino de la perfección que se le
ordena para conquistar la vida eterna. Y aún más: ni siquiera por su propia libertad
podría el hombre renunciar a ser tratado según su naturaleza, aceptando la
esclavitud de su alma: porque ya no se trata de derechos, en los que haya una
libertad de ejercicio, sino de deberes para con Dios, que deben cumplirse con toda
religiosidad.

Obreros - mujeres - niños

33. Consecuencia es, por lo tanto, la necesidad de descansar de obras y trabajos


en los días de fiesta. Mas nadie entienda con ello el gozar, con exceso, de un
descanso inactivo, y mucho menos aquel reposo que muchos desean para
fomentar los vicios y malgastar el dinero; sino un descanso consagrado por la
religión. Unido a la religión el descanso aparta al hombre de los trabajos y afanes
de la vida cotidiana, para traerle hacia los pensamientos de los bienes celestiales
y hacia el culto que por justicia es debido a la divina majestad. Esta es
principalmente la naturaleza, y este el fin del descanso en los días de fiesta, lo
cual sancionó Dios con una ley especial aun en el Antiguo Testamento: Acuérdate
de santificar el sábado[29]; y lo enseñó además con su mismo ejemplo, en aquel
misterioso descanso que se tomó, luego de haber creado al hombre: Descansó en
el día séptimo de todas las obras que había hecho[30].

34. En lo que toca a la defensa de los bienes corporales y exteriores, lo primero es


librar a los pobres obreros de la crueldad de ambiciosos especuladores, que sólo
por afán de las ganancias y sin moderación alguna abusan de las personas como
si no fueran personas, sino cosas. Ni la justicia ni la humanidad consienten, pues,
el exigir del hombre tanto trabajo que por ello se embote el alma y el cuerpo llegue
a debilitarse. En el hombre toda su naturaleza, así como su actividad, está
determinada por ciertos límites, fuera de los cuales no se puede pasar. Es verdad
que el ejercicio y la práctica afinan la capacidad del trabajo, pero con la condición
de que, de cuando en cuando, se cese en el trabajo y se descanse. El trabajo
cotidiano no puede prolongarse más allá de lo que toleren las fuerzas. Pero el
determinar la duración del reposo depende de la clase de trabajo, de las
circunstancias de tiempo y de lugar, y aun de la misma salud de los obreros. A los
que trabajan en canteras, o en sacar de lo profundo de la tierra las riquezas en ella
escondidas -hierro, cobre y otras cosas semejantes-, porque su trabajo es más
pesado y más dañoso a la salud, deberá compensarse con una duración más
corta. Además, se ha de tener en cuenta las distintas estaciones del año, pues no
pocas veces un mismo trabajo es tolerable en determinada estación, mientras se
torna imposible o muy difícil de realizar en otro tiempo.

35. Finalmente, un trabajo proporcionado a un hombre adulto y robusto, no es


razonable exigirlo ni a una mujer ni a un niño. Y aún más, gran cautela se necesita
para no admitir a los niños en los talleres antes de que se hallen suficientemente
desarrollados, según la edad, en sus fuerzas físicas, intelectuales y morales. Las
fuerzas que afloran en la juventud son como las tiernas hierbas, que pueden
agostarse por un crecimiento prematuro; y entonces se hace imposible aun la
misma educación de los niños. Asimismo, hay determinados trabajos impropios de
la mujer, preparada por la naturaleza para las labores domésticas que, si de una
parte protegen grandemente el decoro propio de la mujer, de otra responden
naturalmente a la educación de los hijos y al bienestar del hogar. Establézcase
como regla general que se ha de conceder a los obreros tanto descanso cuanto
sea necesario para compensar sus fuerzas, consumidas por el trabajo; porque las
fuerzas que afloran en la juventud son restauradas por el descanso. En todo
contrato, que se haga entre patronos y obreros, se ha de establecer siempre,
expresa o tácita, la condición de proveer convenientemente al uno y al otro
descanso: inmoral sería todo pacto contrario, pues a nadie le está permitido exigir
o promover la violación de los deberes que con Dios o consigo mismo le obligan.
Justo salario

36. Ya llegamos ahora a una cuestión de muy gran importancia: precisa


entenderla bien, a fin de no caer en ninguno de los dos extremos opuestos. Dícese
que la cuantía del salario se ha de precisar por el libre consentimiento de las
partes, de tal suerte que el patrono, una vez pagado el salario concertado, ya ha
cumplido su deber, sin venir obligado a nada más. Tan sólo cuando, o el patrono
no pague íntegro el salario, o el obrero no rinda todo el trabajo ajustado, se
comete una injusticia: y tan sólo en estos casos y para tutelar tales derechos, pero
no por otras razones, es lícita la intervención del Estado.

Argumento es este que no aceptará fácil o íntegramente quien juzgare con


equidad, porque no es cabal en todos sus elementos, pues le falta alguna
consideración de gran importancia. El trabajo es la actividad humana ordenada a
proveer a las necesidades de la vida y de modo especial a la propia conservación:
con el sudor de tu frente comerás el pan[31]. Y así, el trabajo en el hombre tiene
como impresos por la naturaleza dos caracteres: el de ser personal, porque la
fuerza con que trabaja es inherente a la persona, y es completamente propia de
quien la ejercita y en provecho de quien fue dada; luego, el de ser necesario,
porque el fruto del trabajo sirve al hombre para mantener su vida -manutención,
que es inexcusable deber impuesto por la misma naturaleza. Por ello, si se atiende
tan sólo al aspecto de la personalidad, cierto es que puede el obrero pactar un
salario que sea inferior al justo, porque, al ofrecer él voluntariamente su trabajo,
por su propia voluntad puede también contentarse con un modesto salario, y hasta
renunciar plenamente a él. Pero muy de otro modo se ha de pensar cuando,
además de la personalidad, se considere la necesidad- dos cosas lógicamente
distintas, pero inseparables en la realidad. La verdad es que el conservarse en la
vida es un deber, al que nadie puede faltar sin culpa suya. Sigue como necesaria
consecuencia el derecho a procurarse los medios para sustentarse, que, de
hecho, en la gente pobre, quedan reducidos al salario del propio trabajo.

Y así, admitiendo que patrono y obrero formen por un consentimiento mutuo un


pacto, y señalen concretamente la cuantía del salario, es cierto que siempre entra
allí un elemento de justicia natural, anterior y superior a la libre voluntad de los
contratantes, esto es, que la cantidad del salario no ha de ser inferior al
mantenimiento del obrero, con tal que sea frugal y de buenas costumbres. Si él,
obligado por la necesidad, o por miedo a lo peor, acepta pactos más duros, que
hayan de ser aceptados -se quiera o no se quiera- como impuestos por el
propietario o el empresario, ello es tanto como someterse a una violencia contra la
que se revuelve la justicia.

Por lo demás, en esta y en otras cuestiones -como la jornada del trabajo en cada
una de las industrias, las precauciones necesarias para garantizar en los talleres
la vida del obrero-, a fin de que la autoridad no se entrometa en demasía,
principalmente porque son tan distintas las circunstancias de las cosas, tiempos y
lugares, será más oportuno reservar dicha solución a las corporaciones de que
más adelante hablaremos, o intentar otro camino en el que se salven, con arreglo
a la justicia, los derechos de los obreros, limitándose el Estado tan sólo a acudir,
cuando el caso lo exija, con su amparo y su auxilio.

Ahorro - propiedad

37. Si el obrero recibiere un salario suficiente para sustentarse a sí mismo, a su


mujer y a sus hijos, fácil le será, por poco prudente que sea, pensar en un
razonable ahorro; y, secundando el impulso de la misma naturaleza, tratará de
emplear lo que le sobrare, después de los gastos necesarios, en formarse poco a
poco un pequeño capital. Ya hemos demostrado cómo no hay solución práctica y
eficaz de la cuestión obrera, si previamente no se establece antes como un
principio indiscutible el de respetar el derecho de la propiedad privada. Derecho, al
que deben favorecer las leyes; y aun hacer todo lo posible para que, entre las
clases del pueblo, haya el mayor número de propietarios.

De ello resultarían dos notables provechos; y, en primer lugar, una repartición de


los bienes ciertamente más conforme a la equidad. Porque la violencia de las
revoluciones ha producido la división de la sociedad como en dos castas de
ciudadanos, separados mutuamente por una inmensa distancia. De una parte, una
clase extrapotente, precisamente por su extraordinaria riqueza; la cual, al ser la
única que tiene en su mano todos los resortes de la producción y del comercio,
disfruta para su propia utilidad y provecho todas las fuentes de la riqueza, y tiene
no escaso poder aun en la misma gobernación del Estado; y enfrente, una
muchedumbre pobre y débil, con el ánimo totalmente llagado y pronto siempre a
revolverse. Ahora bien; si en esta muchedumbre se logra excitar su actividad ante
la esperanza de poder adquirir propiedades estables, poco a poco se aproximará
una clase a la otra, desapareciendo la inmensa distancia existente entre los
extraordinariamente ricos y los excesivamente pobres. Además de ello, la tierra
llegará a producir con mayor abundancia. Cuando los hombres saben que trabajan
un terreno propio, lo hacen con un afán y esmero mayor; y hasta llegan a cobrar
gran afecto al campo trabajado con sus propias manos, y del cual espera para sí y
para su familia no sólo los alimentos, sino hasta cierta holgura abundante.
Entusiasmo por el trabajo, que contribuirá en alto grado a aumentar las
producciones de la tierra y las riquezas de la nación. Y aun habría de añadirse un
tercer provecho: el apego -por parte de todos- a su tierra nativa, con el deseo de
permanecer allí donde nacieron, sin querer cambiar de patria, cuando en la suya
hallaren medios para pasar la vida en forma tolerable. Ventajas estas, que no
pueden lograrse sino tan sólo con la condición de que la propiedad privada no sea
recargada por excesivos tributos e impuestos. Luego si el derecho de la propiedad
privada se debe a la misma naturaleza y no es efecto de leyes humanas, el Estado
no puede abolirlo, sino tan sólo moderar su uso y armonizarlo con el bien común:
el Estado obraría en forma injusta e inhumana, si a título de tributos exigiera de los
particulares mucho más de lo que fuere debido en justicia.

IV. LAS ASOCIACIONES 


El Estado 
Asociaciones religiosas 
Asociaciones obreras 
Invitación a los obreros

IV. LAS ASOCIACIONES

38. Finalmente, son los mismos capitalistas y los obreros quienes pueden hacer
no poco -contribuyendo a la solución de la cuestión obrera-, mediante instituciones
encaminadas a prestar los necesarios auxilios a los indigentes, y que traten de
unir a las dos clases entre sí. Tales son las sociedades de socorros mutuos, los
múltiples sistemas privados para hacer efectivo el seguro -en beneficio del mismo
obrero, o de la orfandad de su mujer e hijos- cuando suceda lo inesperado,
cuando la debilidad fuere extrema, o cuando ocurriere algún accidente; finalmente,
los patronatos fundados para niños, niñas, jóvenes y aun ancianos que necesitan
defensa. Mas ocupan el primer lugar las asociaciones de obreros, que abarcan
casi todas aquellas cosas ya dichas. De máximo provecho fueron, entre nuestros
antepasados, los gremios de artesanos; los cuales, no sólo lograban ventajas
excelentes para los artesanos, sino aun para las mismas artes, según lo
demuestran numerosos documentos. Los progresos de la civilización, las nuevas
costumbres y las siempre crecientes exigencias de la vida reclaman que estas
corporaciones se adapten a las condiciones presentes. Por ello vemos con sumo
placer cómo doquier se fundan dichas asociaciones, ya sólo de obreros, ya mixtas
de obreros y patronos; y es de desear que crezcan tanto en número como en
actividad. Varias veces hemos hablado ya de ellas; pero Nos complace en esta
ocasión mostrar su oportunidad, su legitimidad, su organización y su actividad.

39. La conciencia de la propia debilidad impulsa al hombre y le anima a buscar la


cooperación ajena. Dicen las Sagradas Escrituras: Mejor es que estén dos juntos
que uno solo; porque tienen la ventaja de la compañía. Si cayere el uno, le
sostendrá el otro. ¡Ay de quien está solo, pues no tendrá, si cae, quien lo levante!
[32]. Y en otro lugar: El hermano, ayudado por el hermano, es como una ciudadela
fuerte[33].

Y así como el instinto natural mueve al hombre a juntarse con otros para formar la
sociedad civil, así también le inclina a formar otras sociedades particulares,
pequeñas e imperfectas, pero verdaderas sociedades. Naturalmente que entre
estas y aquélla hay una gran diferencia, a causa de sus diferentes fines próximos.
El fin de la sociedad civil es universal, pues se refiere al bien común, al cual todos
y cada uno de los ciudadanos tienen derechos en la debida proporción. Por eso se
llama pública, puesto que por ella se juntan mutuamente los hombres a fin de
formar un Estado[34]. Por lo contrario, las demás sociedades que surgen en el
seno de aquélla llámanse privadas; y en verdad que lo son, porque su fin próximo
es tan sólo el particular de los socios. Sociedad privada es la que se forma para
ocuparse de negocios privados, como cuando dos o tres forman una sociedad a
fin de comerciar juntos[35].

El Estado
40. Ahora bien; estas sociedades privadas, aunque existan dentro del Estado y
sean como otras tantas partes suyas, sin embargo, en general y absolutamente
hablando, no las puede prohibir el Estado en cuanto a su formación. Porque el
hombre tiene derecho natural a formar tales sociedades, mientras que el Estado
ha sido constituido para la defensa y no para el aniquilamiento del derecho natural;
luego, si tratara de prohibir las asociaciones de los ciudadanos, obraría en
contradicción consigo mismo, pues tanto él como las asociaciones privadas nacen
de un mismo principio, esto es, la natural sociabilidad del hombre.

Cuando ocurra que algunas sociedades tengan un fin contrario a la honradez, a la


justicia, o a la seguridad de la sociedad civil, el Estado tiene derecho de oponerse
a ellas, ora prohibiendo que se formen, ora disolviendo las ya formadas; pero aun
entonces necesario es proceder siempre con suma cautela para no perturbar los
derechos de los ciudadanos y para no realizar el mal so pretexto del bien público.
Porque las leyes no obligan sino en cuanto están conformes con la recta razón, y,
por ello, con la ley eterna de Dios[36].

Asociaciones religiosas

41. Pensamos ahora en las sociedades, asociaciones y órdenes religiosas de toda


clase, a las que ha dado vida la autoridad de la Iglesia y la piedad de los fieles,
con tantas ventajas para el bienestar mismo de la humanidad cuantas muestra la
historia. Dichas sociedades, aun consideradas a la luz sola de la razón, al tener un
fin honesto, por derecho natural son evidentemente legítimas. Si de algún modo se
refieren a la religión, únicamente están sometidas a la autoridad de la Iglesia. No
puede, pues, el Estado atribuirse sobre ellas derecho alguno, ni arrogarse su
administración; antes bien, tiene el deber de respetarlas, conservarlas y, si fuere
necesario, defenderlas.

Pero ¡cuán de otra manera ha sucedido, sobre todo en estos nuestros tiempos! En
muchos lugares y por las maneras más diversas, el Estado ha lesionado los
derechos de tales comunidades, contra toda justicia: las enredó en la trama de las
leyes civiles, las privó de toda personalidad jurídica, las despojó de sus bienes:
bienes, sobre los que tenía su derecho la Iglesia, el suyo cada uno de los
individuos de aquellas comunidades, y el suyo también aquellas personas que los
habían dedicado a cierto fin determinado, así como aquellos a cuya utilidad y
consuelo estaban dedicados.

Nos, pues, no podemos menos de lamentarnos de semejantes despojos tan


injustos como perniciosos; y ello, tanto más cuanto que vemos cómo se prohíben
sociedades católicas, tranquilas y verdaderamente útiles, al mismo tiempo que
solemnemente se proclama por las leyes el derecho de asociación; y en verdad
que tal facultad está concedida con la máxima amplitud a hombres que maquinan
por igual contra la Iglesia y contra el Estado.

Asociaciones obreras
42. Cierto que hoy son mucho más numerosas y diversas las asociaciones,
principalmente de obreros, que en otro tiempo. No corresponde aquí tratar del
origen, finalidad y métodos de muchas de ellas. Pero opinión común, confirmada
por muchos indicios, es que las más de las veces dichas sociedades están
dirigidas por ocultos jefes que les dan una organización contraria totalmente al
espíritu cristiano y al bienestar de los pueblos; y que, adueñándose del monopolio
de las industrias, obligan a pagar con el hambre la pena a los que no quieren
asociarse a ellas. -En tal estado de cosas, los obreros cristianos no tienen sino
dos recursos: O inscribirse en sociedades peligrosas para la religión, o formar
otras propias, uniéndose a ellas, a fin de liberarse valientemente de opresión tan
injusta como intolerable. ¿Quién dudará en escoger la segunda solución, a no ser
que quiera poner en sumo peligro el último fin del hombre?

43. Muy dignos, pues, de alabar son muchos católicos que, conociendo las
exigencias de estos tiempos, ensayan e intentan el método que permita mejorar a
los obreros por medios honrados. Y una vez que han tomado su causa, se afanan
por mejorar su prosperidad, tanto la individual como la familiar, así como también
por mejorar las relaciones mutuas entre patronos y obreros, formando y
confirmando en unos y en otros el recuerdo de sus deberes y la observancia de
los preceptos evangélicos: preceptos que, al prohibir al hombre toda
intemperancia, le hacen ser moderado; a la vez que, en medio de tantas y tan
distintas personas y circunstancias, logran que, dentro de la sociedad, se
mantenga la armonía. Para ese fin vemos cómo se reúnen con frecuencia, en
Congresos, varones los más ilustres que se comunican mutuamente sus consejos,
unen sus fuerzas, se consultan sobre los mejores procedimientos. Otros se
consagran a reunir a los obreros, según sus diversas clases, en oportunas
sociedades: les ayudan con sus consejos y sus medios, les procuran honrado y
fructuoso trabajo. Les animan y patrocinan los Obispos, y bajo su dependencia
muchos miembros de uno y otro clero atienden con singular celo al bien espiritual
de los asociados. Ni siquiera faltan católicos ricos que, como haciendo causa
común con los trabajadores, no perdonan gastos para fundar y difundir
ampliamente asociaciones que le ayuden al obrero, no sólo a proveerse con su
trabajo para las necesidades presentes, sino también a asegurarse un decoroso y
tranquilo descanso en lo por venir. Los grandes beneficios que tantos y tan
denodados esfuerzos han logrado para el bien común, son tan conocidos que
sería inútil querer hablar ahora de ellos. Pero nos dan ocasión de esperar todo lo
mejor para lo futuro, si estas sociedades crecieren sin cesar y se organizaren con
prudencia y moderación. Proteja el Estado semejantes asociaciones jurídicamente
legítimas, pero no se entrometa en lo íntimo de su organización y disciplina;
porque el movimiento vital nace de un principio interior y fácilmente lo sofocan los
impulsos exteriores.

44. Esta sabia organización y disciplina es absolutamente necesaria para que


haya unidad de acción y de voluntades. Por lo tanto, si los ciudadanos tienen
-como lo han hecho- perfecto derecho a unirse en sociedad, también han de tener
un derecho igualmente libre a escoger para sus socios la reglamentación que
consideren más a propósito para sus fines. -No creemos que se pueda definir con
reglas ciertas y precisas cuál deba ser dicha reglamentación: ello depende más
bien de la índole de cada pueblo, de la experiencia y de la práctica, de la cualidad
y de la productividad de los trabajos, del desarrollo comercial, así como de otras
muchas circunstancias, que la prudencia debe tener muy en cuenta. En resumen;
puede establecerse la regla general y constante de que las asociaciones de los
obreros deben ordenarse y gobernarse de tal suerte que suministren los medios
más oportunos y convenientes para la consecución de su fin, el cual consiste en
que cada uno de los asociados reciba de aquéllas el mayor beneficio posible tanto
físico como económico y moral.

Es evidente que ha de tenerse muy en cuenta, como fin principal, la perfección


religiosa y moral; y que a tal perfección debe enderezarse toda la disciplina social.
Pues de otra suerte dichas sociedades degenerarían y se deformarían, y no
tendrían mucha ventaja sobre aquellas otras asociaciones que no quieren
preocuparse para nada de la religión. Por lo demás ¿de qué serviría al obrero
haber podido encontrar en la sociedad una gran abundancia de bienes materiales,
si su alma se pusiera en peligro de perderse por no recibir su propio alimento?
¿De qué sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?[37]. Consigna
es de Cristo Jesús, que señala el carácter que distingue al cristiano del pagano:
Todas esas cosas las van buscando los gentiles..., buscad primero el reino de
Dios y su justicia, y todas esas cosas os serán añadidas[38]. Partiendo, pues, de
Dios como principio, gran importancia se dará a la instrucción religiosa, de suerte
que cada uno conozca sus deberes para con Dios, qué debe creer, qué debe
esperar y qué debe hacer para su eterna salvación; que todo esto lo lleguen a
saber muy bien y que se tenga buen cuidado de fortalecerles y prevenirles contra
los errores corrientes y contra los varios peligros de corrupción. Que el obrero se
anime al culto de Dios y al amor de la piedad, y señaladamente a la observancia
de los días festivos. Aprenda a reverenciar y amar a la Iglesia, madre común de
todos; y asimismo a obedecer sus mandatos y frecuentar los sacramentos, medios
establecidos por Dios para lavar las manchas del alma y para adquirir la santidad.

45. Si el fundamento de los estatutos sociales se coloca en la religión, llano está el


camino para regular las relaciones mutuas de los socios mediante la plena
tranquilidad en su convivencia y el mejor bienestar económico. Distribúyanse los
cargos, atendiendo tan sólo a los intereses comunes; y ello con tal armonía, que la
diversidad no perjudique a la unidad. Conviene, asimismo, muy bien distribuir y
determinar claramente las cargas, y ello de tal suerte que a nadie se lastime en su
derecho. Que los bienes comunes de la sociedad se administren con rectitud, de
tal suerte que los socorros sean distribuidos en razón de la necesidad de cada
uno; y que los derechos y deberes de los patronos se armonicen bien con los
derechos y deberes de los obreros. Si unos u otros se creyeren dañados en algo,
de desear es que se busquen en el seno de la misma corporación hombres
prudentes e íntegros, que como árbitros terminen el pleito con arreglo a los
mismos estatutos sociales. Con suma diligencia habrá de proveerse para que en
ningún tiempo falte trabajo al obrero, y para que haya fondos disponibles con que
acudir a las necesidades de cada uno; y ello, no sólo en las crisis repentinas y
casuales de la industria, sino también cuando la enfermedad, la vejez o los
infortunios pesaren sobre cualquiera de ellos.

Invitación a los obreros

46. Si tales estatutos son aceptados voluntariamente, se habrá provisto lo


bastante al bienestar material y moral de las clases inferiores; y las sociedades
católicas ejercitarán una influencia no pequeña en el próspero progreso de la
misma sociedad civil. Lo pasado nos autoriza no sin razón a prever lo futuro.
Pasan los tiempos, pero las páginas de la historia son muy semejantes, porque
están regidas por la providencia de Dios, la cual gobierna y endereza todos los
acontecimientos y sus consecuencias hacia aquel fin que ella se prefijó al crear el
linaje humano. -Sabemos que en los primeros tiempos de la Iglesia se censuraba
a los cristianos, porque la mayor parte de ellos vivían de limosna o del trabajo. Y,
aun así, pobres y débiles, lograron conciliarse la simpatía de los ricos y el
patrocinio de los poderosos. Se les podía contemplar activos, laboriosos,
pacíficos, ejemplares en la justicia y, sobre todo, en la caridad. Y, ante tal
espectáculo de vida y costumbres, se desvaneció todo prejuicio, enmudeció la
maledicencia de los malvados; y, poco a poco, las mentiras de la inveterada
superstición cedieron su lugar a la verdad cristiana.

47. Mucho se habla ahora de la cuestión obrera, cuya buena o mala solución
interesa grandemente al Estado. Bien la solucionarán los obreros cristianos, si,
unidos en asociaciones y dirigidos con prudencia, siguieren el mismo camino que
con tanto beneficio para sí y la sociedad recorrieron nuestros padres y
antepasados. Porque gran verdad es que, por mucha que sea entre los hombres
la fuerza de los prejuicios y de las pasiones, sin embargo, si la malicia en el querer
no apagare en ellos el sentido de la honestidad, deberá ser mucho mayor la
benevolencia de los ciudadanos hacia aquellos obreros, cuando les vieren activos
y moderados, sobreponiendo la justicia a las ganancias y anteponiendo la
conciencia de su deber a todas las demás cosas. Y de ello se seguirá otra ventaja,
esto es, el ofrecer esperanza y facilidad no pequeña de conversión aun a aquellos
obreros, a quienes falta la fe o una vida según la fe. Estos, no pocas veces,
comprenden que han sido engañados por falsas apariencias, por vanas ilusiones.
Y sienten también cómo amos codiciosos les tratan inhumanamente, y cómo casi
no les estiman sino en poco más de lo que producen con su trabajo; y cómo en las
sociedades, donde se encuentran metidos, en vez de caridad y amor no hay sino
internas discordias compañeras inseparables de la pobreza orgullosa e incrédula.
Desanimados en su espíritu y extenuados en su cuerpo, muchos querrían
liberarse de esclavitud tan abyecta; pero no se atreven, o porque lo impide el
respeto humano o porque tiemblan ante la segura miseria. En modo admirable
aprovecharían a todos éstos para su salvación las asociaciones católicas, si,
allanándoles el camino, les invitaren haciéndoles salir de las dudas; y si, ya
arrepentidos, los acogieren en su patrocinio y su socorro.

SOLUCIÓN DEFINITIVA: CARIDAD


48. Ved, Venerables Hermanos, quiénes y de qué modo han de trabajar en esta
cuestión tan difícil. -Que cada uno cumpla en la parte que le corresponde; y ello
muy pronto, porque la tardanza haría más difícil la cura de un mal ya tan grave.
Cooperen los gobiernos plenamente con buenas leyes y previsoras ordenanzas;
ricos y patronos tengan siempre muy presentes sus deberes; hagan cuanto
puedan, dentro de lo justo, los obreros, porque ellos son los interesados: y puesto
que, según hemos dicho ya desde el principio, el verdadero y radical remedio tan
sólo puede venir de la religión, todos deben persuadirse de cuán necesario es
volver plenamente a la vida cristiana, sin la cual aún los medios más prudentes y
que se consideren los más idóneos en la materia, de muy poco servirán para lo
que se desea.

La Iglesia nunca dejará que falte en modo alguno su acción, tanto más eficaz
cuanto más libre sea; y, sobre todo, deben persuadirse de esto quienes tienen por
misión proveer al bien común de los pueblos. Pongan en ello todo su entusiasmo y
generosidad de celo los Ministros del Santuario; y, guiados por vuestra autoridad y
con vuestro ejemplo, Venerables Hermanos, nunca se cansen de inculcar a todas
las clases de la sociedad las máximas vitales del Evangelio; hagan cuanto puedan
en trabajar por la salvación de los pueblos y sobre todo procuren defender en sí y
encender en los demás, grandes y humildes, la caridad, que es señora y reina de
todas las virtudes. Porque la deseada salvación debe ser principalmente fruto de
una gran efusión de la caridad; queremos decir, de la caridad cristiana que es la
ley en que se compendia todo el Evangelio y que, pronta siempre a sacrificarse
por el prójimo, es el más seguro antídoto contra el orgullo y el egoísmo del mundo;
virtud, cuyos rasgos y perfiles plenamente divinos trazó San Pablo con estas
palabras: La caridad es paciente, es benigna; no busca sus provechos; todo lo
sufre; todo lo sobrelleva[39].

En prenda de los divinos favores y en testimonio de Nuestro amor, a cada uno de


vosotros, Venerables Hermanos, y a vuestro Clero y a vuestro pueblo, con gran
afecto en el Señor, os damos la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 15 de mayo de 1891, año decimocuarto de


Nuestro Pontificado.

[1] Deut. 5, 21. 


[2] Gen. 1, 28. 
[3] S. Th. 2. 2ae., 10, 12. 
[4] Gen. 3, 17. 
[5] Iac. 5, 4. 
[6] 2 Tim. 2, 12. 
[7] 2 Cor. 4, 17. 
[8] Cf. Mat. 19, 23-24. 
[9] Cf. Luc. 6, 24-25. 
[10] 2. 2ae., 66, 2. 
[11] Ibid. 
[12] 2. 2 ae., 32, 6. 
[13] Luc. 11, 41. 
[14] Act. 20, 25. 
[15] Cf. Mat. 25, 40. 
[16] S. Greg. M. In Evang. Hom. 9, n. 7. 
[17] 2 Cor. 8, 9. 
[18] Marc. 6, 3. 
[19] Cf. Mat. 5, 3. 
[20] Cf. Mat. 11, 28. 
[21] Rom. 8, 17. 
[22] Cf. 1 Tim. 6, 10. 
[23] Act. 4, 34. 
[24] Apolog. 2, 39. 
[25] 2. 2 ae., 61, 1 ad 2. 
[26] S. Th. De regimine princ. 1, 15. 
[27] Gen. 1, 28. 
[28] Rom. 10, 12. 
[29] Ex. 20, 8. 
[30] Gen. 2, 2. 
[31] Gen. 3, 19. 
[32] Eccl. 4, 9-12. 
[33] Prov. 18, 19. 
[34] S. Th. Contra impugn. Dei cultum et relig. c. 2. 
[35] Ibid. 
[36] Cf. S. Th. 1. 2 ae., 13, 3. 
[37] Cf. Mat. 16, 26. 
[38] Cf. Mat. 6, 32-33. 
[39] 1 Cor. 13, 4-7.

También podría gustarte