Cervantes

Descargar como odt, pdf o txt
Descargar como odt, pdf o txt
Está en la página 1de 15

Vida y literatura: Cervantes en el Quijote

En busca de un perfil perdido

Tantas experiencias biográficas, intelectuales y literarias del autor vienen a confluir, de un modo u otro,
en las ficciones cervantinas. A quien sabe leer entre líneas el Quijote se le aparece impregnado del
sentir del que lo compuso. Las reservas de Cervantes ante la forma que cobra la confesión del pícaro
se perfilan en el capítulo 22 de la Primera parte de su novela.
Hay, a lo largo de su obra, textos clave en que parece asumir su identidad, hablando en primera
persona. En primer lugar, los dos prólogos al Quijote, separados por diez años cabales, igual que las
dos partes del mismo; luego, compuestos en el fecundo crepúsculo de su vida, otros textos liminares,
como los respectivos prólogos a las Novelas ejemplares y a las Comedias y entremeses, el prólogo
al Persiles o la conmovedora dedicatoria al Conde de Lemos, fragmentos dispersos de un retrato de
artista cuya verdad no exige verificación. Varias razones explican el interés que, para nosotros, ofrecen
estos fragmentos; pero más que nada, quizá, el ser el retratado un hombre cuya existencia histórica
apenas se conoce. Debido al silencio de los archivos, ignoramos, en efecto, casi todo de los años de
infancia y adolescencia de nuestro escritor. Podemos afirmar, a ciencia cierta, que nació en 1547 en
Alcalá de Henares, de padre cirujano; pero no se sabe en qué fecha exacta, y la supuesta ascendencia
conversa que se le atribuye sigue siendo tema controvertido. Tal vez empezara a estudiar en Sevilla,
viendo representar allí a Lope de Rueda; pero su traslado a Madrid no queda documentado. Hace falta
esperar al año de 1569 para ver comprobada su presencia en la Villa y Corte, la cual se infiere de su
contribución a las Exequias publicadas por su maestro López de Hoyos con motivo de la muerte de
Isabel de Valois, tercera esposa de Felipe II.
Mejor conocimiento tenemos de los años heroicos que median entre 1571 y 1580: el contacto de
Cervantes con la «vida libre de Italia», primero en Roma, en el séquito del cardenal Acquaviva, luego
como soldado, a las órdenes de Diego de Urbina; las heridas recibidas en Lepanto, el 7 de octubre de
1571, donde, a bordo de La Marquesa, pelea «muy valientemente» y pierde de un arcabuzazo el uso
de la mano izquierda; en 1575, la captura por corsarios turcos, al volver a España en la galera Sol; por
fin, los cinco años del cautiverio argelino, dolorosa experiencia marcada por cuatro intentos frustrados
de evasión y concluida con un inesperado rescate, conseguido por obra de los padres trinitarios.
La falta casi completa de escritos íntimos no nos permite concretar el cómo y el porqué de estas
peripecias: así la partida a Italia, quizás a consecuencia de un misterioso duelo; la vida ancilar llevada
durante unos meses en Roma; el alistamiento en los tercios; la vuelta proyectada a la madre patria; y
en Argel, a pesar de reiteradas tentativas de fuga, la extraña clemencia del rey Hazán.
Otro tanto puede decirse de los acontecimientos consecutivos al regreso de Miguel a Madrid, una vez
rescatado. Tras una breve misión desempeñada en Orán, se inicia entonces su carrera de escritor:
hace representar varias comedias, «sin silbos, gritos ni barahúnda», en tanto que, en 1585, publica  La
Galatea, novela pastoril al estilo de La Diana de Montemayor. Pero no se explica la pérdida casi
completa de sus primeras piezas (exceptuando El trato de Argel y La Numancia, conservadas en
copias del siglo XVIII); tampoco se ha aclarado el misterio que envuelve el nacimiento de su hija natural,
Isabel, habida de Ana Franca de Rojas, esposa de un tabernero; apenas se conocen las circunstancias
de su matrimonio, en 1584, en Esquivias, con Catalina de Salazar, dieciocho años menor que él;
menos aún las razones exactas de su partida del hogar, en 1587, hacia Sevilla («tuve otras cosas en
que ocuparme», nos dice en el prólogo a Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, f. 3); por no decir
nada de los motivos de un silencio de casi veinte años, durante los cuales Cervantes recorre
Andalucía, primero como proveedor de la Armada Invencible y luego desempeñando varias comisiones
para la hacienda pública.
Tan solo adivinamos una vida de dificultades y molestias: en 1590 solicita del rey un oficio en las Indias
que le es negado; en 1597, tras haber sido excomulgado, es encarcelado en Sevilla por retrasos y
quiebras de sus aseguradores. Hay que esperar a 1604 para verle reaparecer en el campo de las
letras, establecido con su familia en Valladolid, donde Felipe III acaba de trasladar la sede de la corte.
Allí, en este mismo año, concluye la Primera parte del Quijote, publicada en diciembre ya con fecha de
1605.
Cervantes en primera persona

Se comprenderá, entonces, lo que viene a representar, en nuestra búsqueda de la vivencia cervantina,


el prólogo con que se abre esta Primera parte; pero no debe engañarnos aquel  yo que, de entrada,
dirige la palabra al «desocupado lector».
Este primer prólogo ha llamado la atención de los cervantistas, preocupados por desentrañar lo que se
nos sugiere, al parecer, de la génesis del Quijote mediante una fugaz e incierta alusión a la cárcel en
que hubo de ser engendrado el libro. Pero, a decir verdad, no es su contenido informativo, sino su
misma estructura la que fundamenta el interés y la radical novedad de este texto. En efecto, aunque
parece, a primera vista, conformarlo con el género prologal, el yo cervantino va alterando poco a poco
sus protocolos, hasta llegar finalmente a subvertirlos: primero, interpelando, tras veinte años de
silencio, a aquel «desocupado lector» que se habrá olvidado de sus obras de mocedad; luego,
manifestando un aparente desprecio por el libro prologado, nuevo «hijo de su entendimiento», por
cierto, pero «seco, avellanado, antojadizo» (I, Pról., 9), y del que declara renegar como «padrastro»,
antes de cambiar repentinamente de tono y asumir su paternidad.
Así, Cervantes decide salir en persona a las tablas, bosquejando su perfil de escritor: «suspenso, con
el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que
diría…» (I, Pról., 10-11).
En esta circunstancia es cuando introduce a un primer alter ego: un supuesto amigo con el cual el
prologuista empieza a debatir de lo que habrá de ser el prólogo que se empeña en escribir. Así va
surgiendo un prólogo del prólogo, que brota de las reticencias de Cervantes ante los adornos del
exordio canónico: en especial, unas poesías liminares que se niega a pedir a otros ingenios, fingiendo
encargarlas a figuras poéticas o novelescas.
Parece ser la primera indirecta de Cervantes contra un Lope de Vega que hacía un uso poco discreto
de estos adornos, y del que se conserva una carta, nada amena, en la que se refiere a las dificultades
que conoció su rival en la búsqueda de plumas dispuestas a encomiar su libro. El propósito que anima
al escritor es componer «una invectiva contra los libros de caballerías, con miras a «deshacer la
autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen» sus «fabulosos disparates» (I, Pról., 17-18).
Por si no viéramos hasta dónde nos puede llevar semejante «invectiva» al revestir la forma de una
parodia de estos libros. Al procurar que, leyendo su historia, «el melancólico se mueva a risa, el
risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la
desprecie, ni el prudente deje de alabarla» (I, Pról., 18).
Lo que ocurre, en realidad, es que cambian y se diversifican, a la vez, las formas de su intromisión.
Cabe observar, ante todo, que este mismo yo vuelve a aparecer como tal dos veces en el texto. Asoma
acto seguido en la primera frase del capítulo primero, cuando el narrador se niega a concretar aquel
lugar de la Mancha donde Alonso Quijano pasó su vida antes de salir en busca de aventuras: un lugar,
nos dice, «de cuyo nombre no quiero acordarme».
El que expresa esta negativa es un ser fantasmal (y, de creer a Rodríguez Marín, engastado, además,
en un verso de romance); pero, para nosotros, la pluma que ostenta tiene que ser la del prologuista, en
un momento en que no se han introducido, todavía, los varios autores «que deste caso escriben» (I, 1,
37). Más adelante, en el capítulo octavo, se prepara su reaparición: tras suspenderse el combate de
don Quijote con el colérico escudero vizcaíno, se introduce improvisadamente la idea de que el relato
es obra de dos autores. Nunca se nos dirá quién es el segundo autor, nacido de la voluntad de
parodiar un recurso de los libros de caballerías.
En una conexión menos azarosa, otras ocurrencias, esparcidas a lo largo de las dos partes de la
novela, remiten, de forma más bien velada, a la gravitación del escritor, a su vida privada, a su
formación intelectual o a los varios ambientes que llegó a conocer. Esta contaminación del relato por el
vivir cervantino puede observarse, a veces, en dichos que son reveladores, con toda probabilidad, de
una actitud personal no siempre de abierta disconformidad, pero sí, al menos, de marcada reserva
frente al tono medio de la España filipina. Suele citarse, entre numerosos ejemplos, una conocida frase
de Sancho, a veces aducida en el debate sobre la supuesta «raza» de Cervantes: «Dos linajes solos
hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener» (II, 20, 799). También
cabe mencionar, más allá de su posible relación con tal o cual fuente, oral o escrita, varias sentencias
de don Quijote sobre la virtud, que «vale por sí sola lo que la sangre no vale» (II, 42, 971), o sobre si el
juez ha de ser riguroso o compasivo (II, 42, 971).
El rostro del escritor
Este autobiografismo decantado por un propósito artístico, una constante voluntad de estilo, viene a
cobrar nuevo interés en cuanto nos descubre la otra cara del manco de Lepanto: ya no el cautivo de
los baños argelinos, protagonista de un episodio concluso y rememorado por un alter ego de papel,
sino el «raro inventor» que se insinúa en su propia creación, en una reconstrucción que llega a
confundirse con el mismo proceso narrativo. Aquel Cervantes creador, que asomó por primera vez en
el prólogo a la Primera parte, reaparece en el capítulo sexto de la misma, aprovechando el forzoso
descanso de don Quijote al volver de su primera salida. El motivo de su intromisión no es otro que el
famoso escrutinio de la biblioteca del hidalgo. Un escrutinio en el cual, dicho sea con perdón de don
Miguel de Unamuno, no solo se trata de libros, sino también de vida, ya que en las lecturas de don
Quijote y en los juicios críticos que estas merecen, algo se trasluce de las preferencias estéticas del
escritor.

 Cervantes: pensamiento, personalidad, cultura


Es evidente, en pocas páginas, una imagen de la personalidad, el pensamiento y la cultura de Miguel
de Cervantes. En primer lugar, tal designio se enfrenta con las numerosas etapas oscuras en su
currículum, que nos impiden conocer con suficiente detalle sus estudios, lecturas y relaciones literarias;
la falta de testimonios íntimos y directos de su ideario y personalidad.
De todas las obras cervantinas, el Quijote es la que más claramente deja constancia de haber sido
compuesta con espíritu de compromiso personal: la Primera parte es un apasionado credo estético,
cuyas implicaciones rebasan con mucho el marco caballeresco; la Segunda constituye un homenaje
lúdico pero sentido al triunfo popular de los dos héroes, y, por extensión, a la genialidad de su
concepción. Incurriríamos, pues, en un anacronismo perverso si renunciáramos a ver al hombre tras su
obra, ya que está instalado de modo manifiesto dentro de ella.
Cervantes fue alumno destacado del Estudio de la Villa de Madrid, regentado por el maestro López de
Hoyos, quien, en un libro compuesto para conmemorar la muerte y exequias de la tercera esposa de
Felipe II, le califica de «nuestro caro y amado discípulo». Desconocemos el programa de estudios
preuniversitarios que se impartían en esa institución o en otras escuelas a las que Cervantes asistiera
antes. Pero cabría suponer que no difería mucho de la ratio studiorum de los jesuitas, cuya escuela
sevillana es calurosamente elogiada en el Coloquio de los perros. El programa incluía el estudio
intensivo de la gramática latina, prolongado durante años, junto al examen de autores y textos: las
cartas de Cicerón, las comedias de Terencio, las églogas de Virgilio, las Epistolae ex Ponto y
los Tristia de Ovidio, fragmentos de Séneca y de Salustio. El último año se dedicaba a la enseñanza de
la composición latina, la poética y la retórica, basada en el De copia y De conscribendis epistolis de
Erasmo, el Ars poetica de Horacio, las oraciones y las Tusculanae disputationes de Cicerón,
la Retorica ad Herennium y partes de la Institutio oratoria de Quintiliano. El aprendizaje de Cervantes
en las lenguas clásicas no sería desaprovechado posteriormente: se manifiesta en el sesgo académico
de su teoría literaria y en su gusto por el estilo característico de los prosistas más destacados de la
segunda mitad del siglo XVI, con la tendencia a reproducir la ampulosidad, sonoridad y simetría de la
oratoria ciceroniana. Tal estilo es típico sobre todo de La Galatea y de la Primera parte
del Quijote (discurso de las armas y las letras, de la Edad de Oro, etc.)
Entre los nombres de autores, conviene destacar dos, ya que Cervantes parece distanciarse de ellos:
Lope de Vega y Mateo Alemán. La enemistad literaria entre Cervantes y Lope por un lado, y entre
Cervantes y Alemán por otro, ha sido comentada a menudo, y a mi ver exagerada. El ejemplo de Lope
no solo induce a Cervantes a plegarse a las normas de la comedia nueva en sus  Ocho comedias —
pese a la censura severa a los desmanes artísticos del lopismo puesta en boca del cura (Quijote, I, 48)
—, sino que le brinda una fuente fecunda de situaciones y personajes para sus novelas románticas,
que pudieran calificarse, modificando ligeramente una frase de Avellaneda, de «comedias de capa y
espada en prosa» (en el prólogo a la continuación espuria del Quijote se lee: «Conténtese con
su Galatea y comedias en prosa, que eso son las más de sus novelas»).
La formación de Cervantes consistiría en una educación humanística a nivel preuniversitario, a la cual
se vendría a añadir un autodidactismo gracias al cual adquirió un conocimiento íntimo de la literatura
española e italiana: poesía, ficción, teatro, historia, preceptiva literaria, obras didácticas.
El autor del Quijote acoge en su libro, con indulgencia irónica, un amplio abanico de registros y
sociolectos que desborda el marco de lo estrictamente literario: la germanía, chistes y cuentecillos, los
lugares comunes del habla cotidiana, satirizados por Quevedo en su Cuento de cuentos, el lenguaje
notarial, comercial, litúrgico, términos del juego, juramentos e imprecaciones, el refranero, fórmulas
epistolares, el lenguaje rústico. Esta actitud corresponde a la tendencia, fundamental en el  Quijote, y
anunciada desde su primera página, a contraponer a las quimeras exaltadas del protagonista, de
inspiración arcaizante y libresca, un nivel de vida prosaico, casero y actual. Corresponde asimismo al
empeño constante de Cervantes como creador: escribir literatura de entretenimiento asequible a todos,
sin menoscabo de las reglas del arte y las exigencias del buen gusto. Por lo tanto, la cultura de
Cervantes —y concretamente, la que cristaliza en su obra maestra— no se limita a las manifestaciones
literarias, sino que incluye también las orales y folclóricas, además de todo tipo de prácticas sociales y
usos cotidianos. Por su deslumbrante poder de asimilación y de síntesis, el Quijote puede equipararse
con la obra de Shakespeare.
En un notable ensayo, Américo Castro llamó la atención sobre la «literariedad» de la obra maestra de
Cervantes, es decir, el hecho de que casi todos sus personajes se muestren obsesionados con la
palabra escrita, creándola, consumiéndola, criticándola y, como el protagonista, convirtiéndola en
núcleo de sus vivencias. Ya lo habríamos adivinado si no lo hubiera confesado el mismo Cervantes:
«como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural
inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía y vile con caracteres que conocí ser
arábigos».
Volvamos a la espinosa tarea de precisar las particularidades del pensamiento de Cervantes. Para
tratarla, conviene tomar La Galatea como punto de partida, ya que en este libro Cervantes desarrolla
una serie de ideas destinadas a fundamentar su pensamiento ético en general. Como las demás
novelas pastoriles españolas, esta versa sobre el tema del amor y, en especial, sobre la cuestión de la
licitud del amor cortés —la relación amorosa del cortesano con su dama—, que se remonta hasta La
Celestina y los cancioneros del siglo XV, pasando por la lírica de Garcilaso y La Diana, de Montemayor.
Puesto que tal código pretendía emanciparse del yugo matrimonial, constituía, de entrada, una
flagrante infracción contra la moral cristiana y las convenciones sociales y, por consiguiente, suscitaba
una previsible condena dirigida a la literatura y las prácticas sociales que lo glorificaban. Desde La
Galatea hasta el Persiles y Sigismunda, Cervantes se mantiene fiel a la visión idealizada del buen
amor como servicio puro y ardiente de la amada, servicio que, sin desacato a su honestidad y libre
albedrío, aspira al matrimonio. Este ideal fundamenta su concepción de la relación entre los sexos en
la medida en que no solo los amantes nobles (Elicio y Galatea, etc.), sino también los degradados o
paródicos (don Quijote y Dulcinea, etc.), están ideados en función del mismo. Además —y es esto lo
que importa subrayar— demuestra la creencia de Cervantes en el potencial noble del ser humano si se
ajusta a la providencia divina, la razón, la naturaleza bien concertada, la experiencia y los usos
sociales, excluidos aquellos que contravienen las normas anteriores.
Un aspecto fundamental de su concepto de la condición humana es el reconocimiento de los estragos
causados por el pecado original. En el Coloquio de los perros, la obra en que más claramente se acusa
la influencia del Guzmán de Alfarache, lo expresa en tonos amargos que recuerdan los pasajes donde
el pícaro pondera la bestialidad y malicia de sus prójimos. En el Persiles impera la visión de la vida
como peregrinación dolorosa a través de un mar inseguro en busca de bienes forjados por el engaño.
Las Ocho comedias, si bien con una tonalidad más risueña, complementan esta actitud presentando la
mente humana como una especie de cueva de Montesinos donde acechan monstruos engendrados
por el sueño de la razón. No obstante, si Cervantes suele burlarse de esos monstruos en vez de
tratarlos como motivo de tragedia, ello se debe a que suelen presentársele bajo el aspecto de
imprudencia, irracionalidad o ignorancia en que el ser humano incurre por ceguera propia.
Pero dicha postura obedece también a un impulso a la vez complementario y contrario al anterior, que
lleva a Cervantes a compartir hasta cierto punto, y por ende a comprender, las fantasías extravagantes
de su personaje más famoso. El pasaje siguiente, en el primer capítulo del mismo poema (vv.  94-
102, f. 3), es esencial para la comprensión de la mentalidad cervantina; fundamento del retrato que de
sí mismo ofrece en el Viaje, está destinado a explicar por qué, a pesar de todos los inconvenientes de
la empresa, ha decidido viajar al monte Parnaso en busca de la gracia poética que no quiso darle el
cielo.
Claro está, el yo de Cervantes, tal como se presenta en el Viaje del Parnaso, es un personaje ficticio,
que no puede identificarse sin más ni más con el autor de carne y hueso. En cuanto al pasaje citado,
debemos descartar como broma la manera irónica en que rebaja su propio talento poético. Sin
embargo, el ensimismamiento, el impulso fantaseador y la vanagloria son rasgos tan insistentes de
este yo, y concuerdan con un tipo de personaje tan recurrente en las obras de Cervantes, que no
puedo menos de inferir que se basan en el conocimiento de sí mismo.
El providencialismo manifestado en este pasaje, intrínseco a la actitud vital de Cervantes, comporta la
premisa de que los altibajos de la fortuna, por arbitrarios que parezcan a primera vista, están
diseñados para poner a prueba el temple moral de los mortales y desembocan, a la larga, en el castigo
de los culpables y el triunfo de los virtuosos. Por lo tanto, don Quijote y Apolo están conformes en que
cada uno es artífice de su ventura» (Quijote, II, 66, 1168). El providencialismo cervantino incluye,
además, una actitud racionalista que halla la virtud en un término medio entre el exceso y la
deficiencia, fijado asimismo por la naturaleza. El pastor Damón, puesto a juzgar cuál de las desgracias
lamentadas por cuatro pastores es más digna de compasión, niega su voto al pastor Orompo, que llora
la muerte de su pastora. Damón se funda en que «la causa es que no cabe en razón natural que las
cosas que están imposibilitadas de alcanzarse puedan por largo tiempo apremiar la voluntad a
quererlas ni fatigar al deseo por alcanzarlas» (La Galatea, libro III, ff. 162-162v). Y añade, con ecos de
Garcilaso, que si bien el no llorar la pérdida de un ser amado sería inhumano y bestial, el entregarse
indefinidamente al dolor supondría carecer de juicio, puesto que el discurso del tiempo cura esta
dolencia, la razón la mitiga, y las nuevas ocasiones tienen mucha parte para borrarla de la memoria. La
misma fe en la prudente moderación se demuestra en la yuxtaposición de don Quijote con Sancho: la
temeridad y abstinencia delirantes por un lado, y la glotonería, cobardía y pereza por otro, se ironizan
mutuamente y apuntan al valor de la aurea mediocritas. Dada esta exaltación de la prudencia
aristotélica, hay algo de paradójico en la fascinación cervantina por los chiflados y marginados de la
fauna humana.
El racionalismo ético de Cervantes, junto con su repudio instintivo de la injusticia y la crueldad, le llevan
a condenar la barbarie del precepto que reza: «la mancha del honor solo con sangre del que ofendió
se lava», y, en general, todo tipo de venganza impulsiva. A diferencia de la mayor parte de los
dramaturgos y novelistas españoles del siglo XVII, Cervantes, al tratar el tema del adulterio, hace que
los maridos ultrajados acaben perdonando a sus esposas y reconociendo que ellos mismos cargan con
parte de la culpa. No hay duda de que el autor del segundo Quijote se nos dirige con un acento más
moderado y benigno del que adoptó en la Primera parte, donde dividía el mundo —sobre todo el
literario— entre los buenos y los malos y manifestaba sus discrepancias con una agresividad a veces
teñida de malicia personal.  
Aunque, en comparación con la Primera parte, la Segunda está en principio mucho más orientada
hacia la realidad social y pinta a numerosos personajes (Roque Guinart, el morisco Ricote, los
duques…) que parecen surgir de un tupido contexto histórico, la manera en que Cervantes los
presenta suele escamotear este contexto, ya sea por el escenario estilizado, teatral, indeterminado o
evasionista en que los coloca, ya porque su punto de mira está centrado en el caso o idiosincrasia
individual, más bien que en el problema colectivo. Creo que la falta de precisión es deliberada. Si
comparamos a Cervantes con Alemán y Quevedo, observamos en el primero una actitud de
abstencionismo político que se manifiesta en la negativa a declararse sobre temas polémicos y a
meterse con las clases gobernantes. Así, en el Coloquio de los perros, la obra que ofrece la versión
más completa —ya que no la más clara y explícita— de su ideario social, las críticas asestadas a
distintos grupos van casi siempre acompañadas de comentarios destinados a suavizar y moderar su
impacto. Además, las denuncias más severas apuntan a grupos parasitarios o marginados cuya
maldad está a la vista y constituye un escándalo para cualquier ciudadano honrado y prudente: la
plaga de buhoneros, titereros, mendigos («gente vagamunda, inútil y sin provecho; esponjas del vino y
gorgojos del pan»), los gitanos, los moriscos, las brujas.
Para conocer la personalidad de Cervantes disponemos de una serie de preciosos autorretratos: los
prólogos y un dilatado poema en tercetos, el Viaje del Parnaso, mezcla de fantasía mitológica, de
alegoría y de sátira. Los prólogos contienen importantes declaraciones sobre sus principios y
motivaciones artísticas; el Viaje del Parnaso, entre otras cosas, recapacita sobre una de esas
motivaciones, la pesadumbre producida por su falta de éxito como poeta dramático y por no haber
obtenido los premios y el prestigio correspondientes a su valía.
El prólogo al Persiles, escrito cuando estaba en su lecho de muerte y que Sánchez Ferlosio, según
confesión propia, no podía leer sin lágrimas, deja constancia de la importancia capital que para
Cervantes tenían la risa y la amistad. La primacía que les otorgaba se infiere del hecho de que les
rinda tributo al final del texto, que es, efectivamente, su epitafio literario: «¡Adiós, gracias; adiós,
donaires; adiós, regocijados amigos, que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en
la otra vida!» (Persiles y Sigismunda, I, f. 4v). La imagen que de sí mismo proyecta en este y otros
prólogos —alegre, chistoso, de condición apacible, aficionado a charlar con sus amigos— es en parte
una estrategia retórica para ganarse la simpatía del lector, y, en el Quijote, atenuar el impacto de la
sátira. No obstante, creo que el recurso retórico y la personalidad subyacente son una y la misma
cosa, puesto que los pasajes de los prólogos en que Cervantes se retrata de tal manera corresponden
a un tipo de escena reiterado en sus obras de ficción. La misma insistencia en el tema me hace
sospechar otra vez que la literatura es prolongación de la vida.  Cervantes apreciaba y necesitaba la
amistad; dentro del Quijote, ella y la risa están íntimamente vinculadas; gracias a esa obra, se había
ganado la amistad de toda España.
A juzgar por la frecuencia y el orgullo con que recuerda Lepanto y el cautiverio, y por el silencio en que
deja sumido el desempeño de los cargos de alcabalero y de requisidor de provisiones en Andalucía, la
posteridad acierta al suponer que el primer período fue, para él, un episodio glorioso, y el segundo, una
fuente de decepción. Compárese el laconismo de esta referencia a sus experiencias andaluzas: «tuve
otras cosas en que ocuparme, dejé la pluma y las comedias, y entró luego el monstruo de naturaleza,
el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía cómica» (prólogo a las  Ocho comedias, I, f. 3) con el
tono triunfante de su alusión, en el prólogo a las Novelas ejemplares, a sus proezas militares y logros
literarios.
La modestia no es, por cierto, una de las virtudes de don Miguel. El orgullo de Cervantes, y su exceso
de preocupación por su imagen pública, deben tenerse en cuenta para comprender el estado de ánimo
en que escribió el primer Quijote. El género de ficción al que se sentía naturalmente atraído era el de
las novelas de aventuras, de tipo romántico, como los episodios intercalados en el Quijote y
el Persiles. Pero las circunstancias decepcionantes a las que he hecho referencia le hicieron suponer
que todo intento en el campo novelístico resultaría vano dado que el público se aficionaba al mismo
tipo de chabacanerías —en este caso, la lectura de libros de caballerías— que habían frustrado sus
ambiciones teatrales. Era inútil proseguir, pues, mientras no se hubiera llevado a cabo una operación
masiva de purga. Es por esta razón por la que Cervantes equipara los desmanes artísticos del género
caballeresco con los de la comedia nueva (Quijote, I, 47-48), arremetiendo contra ellos —y contra un
amplio abanico de aberraciones literarias— con furia quijotesca.
Con estas reflexiones sobre los móviles que inspiraron la composición del Quijote no subestimo la
seriedad de los principios literarios de Cervantes. Solo quisiera hacer ver que este dios literario era un
ser humano, sometido al mismo tipo de flaquezas, ambiciones y decepciones que los demás. Además,
fue un gran hombre, que al final de su vida fue capaz de hacer balance de sus logros y fracasos,
reconocer objetivamente sus flaquezas y asumir su destino con irónica serenidad.

La España del Quijote
Hoy se habla de corrientemente de «la España del Quijote», título adoptado, entre otras obras
dedicadas a la cultura de nuestro Siglo de Oro, por los dos volúmenes de la gran historia de España
que patrocinó Menéndez Pidal. La España del Quijote y la España de Cervantes son expresiones
sustancialmente idénticas, pues si bien la composición de la inmortal novela coincide con la década
final de la vida del escritor, no es menos cierto que en ella vertió las experiencias de toda una vida.
El Quijote apareció a comienzos del siglo XVII, durante el reinando Felipe III, pero Cervantes fue un
hombre del XVI: su «circunstancia» fue la España de Felipe II, aunque viviera lo suficiente para
contemplar el tránsito de un siglo a otro, de un reinado a otro, con todos los cambios que comportaba
ese tránsito.
Ambos sentimientos se mezclaban en el sentir de los españoles en aquellas fechas; en 1598, al
recibirse la nueva del fallecimiento del solitario del Escorial, España no podía desvanecer los
sentimientos penosos que se habían acumulado en los últimos años del reinado del viejo monarca: las
guerras incesantes, las demandas de hombres y dinero, el carácter poco accesible de un soberano
que dirigía el mundo más bien a través de papeles que de contactos humanos habían engendrado en
Castilla un temor reverencial y un mal solapado disgusto entre sus súbditos, que, al conocer su
desaparición, se sintieron a la vez apesadumbrados y ligeros, como los escolares tras la ausencia del
severo dómine. Por desgracia, el caudal de confianza que se otorgaba a cada nuevo soberano se
agotó pronto, al comprobar la inoperancia del tercer Felipe, su total entrega a don Francisco Gómez de
Sandoval, marqués de Denia, pronto decorado con el título de duque de Lerma, la inmoralidad y avidez
del favorito y de la cohorte de familiares y amigos que lo acompañaba.
Los hechos demostraron que, en el fondo, la política del gabinete de Madrid permanecía inmutable.
Quería la paz, pero no a cualquier precio; no al precio del triunfo del protestantismo sobre el
catolicismo y la humillación de la casa de Austria; por eso, cuando la rama austríaca de los Habsburgo
se vio acosada, el hermano mayor, o sea, la rama española, entró con todo su poder, con el oro de
América y los soldados de los tercios, nuevamente en liza.
En lo sustancial, pues, no hubo cambio en la política de España. Se cuestiona que los Reyes Católicos
fundaran un verdadero Estado, que los habitantes de la Península se sintieran solidarios, aunque el
concepto España estaba entonces lleno de ambigüedad. De un lado, lo desbordaba una entidad más
vasta, el Imperio, o, como entonces se decía, la Monarquía; de otro, se descomponía en una serie de
unidades diversas y mal engarzadas: Castilla de una parte y los reinos integrantes de la Corona de
Aragón de otra tenían sus leyes, instituciones, monedas, fronteras aduaneras, como también las tenía
Navarra y, a mayor abundamiento. Y dentro de cada una de estas partes, la autoridad real tenía más o
menos fuerza, mayores o menores atribuciones. Especialísima era la situación de Canarias y más aun
la de las tres provincias vascongadas, a pesar de que en muchos aspectos se consideraban incluidas
dentro de la Corona de Castilla.
No era esta una situación peculiar de España. Es poco exacto dividir la España del siglo XVI en países
forales y no forales, porque fueros y privilegios tenían todos. La diferencia consistía en que en unos se
trataba de una realidad viva, con la que había que contar, mientras que en Castilla, después del
fracaso de las Comunidades, la balanza del poder se había desequilibrado de modo irreversible en
favor del poder real y, entonces, la solemne jura de los privilegios de una ciudad de un reino, como
hizo Felipe II al entrar en Sevilla el año 1570, era una mera ceremonia que no le comprometía a nada,
mientras que la jura de los fueros de Aragón sí tenía un hondo significado; tan hondo y tan anclado en
el corazón de los aragoneses que, aún después de los gravísimos sucesos de 1591, el monarca solo
se atrevió a introducir leves modificaciones en un sistema ya totalmente anquilosado.  
La diversidad de los pueblos que componían España se manifestaba también de modo espontáneo en
las naciones o bandos que se formaban en las universidades, en los colegios, en ciertas órdenes
religiosas y que no eran formaciones sólidas, institucionales, sino agrupaciones ocasionales que
delataban afinidades y preferencias; así ocurría que con la nación vasca se agrupaban otras gentes del
norte, y con la andaluza, los extremeños y murcianos, y en los castellanos puros se decantaban a
veces los manchegos de un lado y los campesinos, o sea, los de la Tierra de Campos, por otro. No
llegaron estos bandos a tener la virulencia que en América tuvieron las divisiones entre peninsulares y
criollos, que preocuparon seriamente a las autoridades de las órdenes religiosas y obligaron a
establecer la alternativa, o sea, un turno en la provisión de cargos; algo de eso hubo aquí en los
capítulos benedictinos, mas, por lo regular, las peleas de las naciones, como en la Universidad de
Salamanca, solo traducían afinidades innatas sin contenido político.
Razones religiosas, políticas y humanas se mezclaban en dosis variables en los sentimientos de los
viajeros extranjeros en España y en los españoles, tan numerosos, que salían fuera del recinto de su
patria. Al alejarse de España, aquellas diferencias regionales se difuminaban; el viajero no se
declaraba extremeño o aragonés, sino español. Percibía en los países extraños una gradación, unas
sensaciones diversas de alejamiento o cercanía: el país más cercano, Italia, por razones evidentes.
Cervantes, como tantos de sus compatriotas, se sentía allí como en su casa. El talante personal de
Felipe II dejó una profunda huella; por ejemplo, él fue responsable del ensoberbecimiento del tribunal
de la Inquisición hasta límites increíbles; los gobernantes del siglo XVII tuvieron que aplicarse, con
paciencia, a limar las garras de aquel monstruo que se había hecho temible no solo a los herejes, sino
a todos los organismos e instituciones.
Unidad y variedad eran también las características de la sociedad española de la época.
La época en que vivió y escribió Cervantes sin duda fue crítica, aunque los cambios se espaciaron lo
suficiente como para no dar la sensación de estar ante una época revolucionaria. Aquellos hombres se
daban cuenta, por ejemplo, de que la moneda perdía valor adquisitivo; el ritmo de inflación era muy
modesto; un uno o dos por ciento anual, que hoy haría las delicias de cualquier ministro de economía,
pero que, por el efecto acumulativo, acababa por hacer insuficientes sueldos y dotaciones que veinte o
treinta años antes se consideraban suficientes; de ahí las frecuentes peticiones de aumento de
salarios, de reducciones del número de misas a que obligaba la fundación de una capellanía, de
quejas de los que vivían de rentas fijas, etc. Causa importante, aunque no única, de esta inflación era
la gran cantidad de plata americana que se acuñaba en las Casas de Moneda y cuya abundancia
disminuía su valor; pero los contemporáneos reaccionaban como nosotros y, en vez de hablar de
pérdida del valor de la moneda, se referían obsesivamente a la «carestía general».  
Era este uno de los factores del choque entre dos sistemas económicos, con repercusiones de todo
género, incluso morales: la economía dineraria sustituía parcialmente a la economía cerrada, con gran
proporción de autoconsumo y de pagos en especie. La economía urbana era de preferencia monetaria
y la rural se atenía más a los moldes tradicionales, pero hay que tener cuidado ante engañosas
simplificaciones. La misma relación entre don Quijote y Sancho expresa esta ambigüedad: Sancho
aspiraba a una relación laboral, un salario, idea rechazada con indignación por don Quijote, que solo
concebía entre caballero y escudero una relación vasallática, premiada con mercedes (véanse los
primeros capítulos de la Segunda parte del Quijote, esenciales para el conocimiento de este y otros
aspectos de la sociedad española coetánea).
Cervantes, por lo tanto, no presenció el tránsito; las huellas erasmianas detectables en su obra las
recibió a través de una difusa tradición, no de vivencias personales. El lenguaje críptico que suele ser
la respuesta a un clima intelectual enrarecido impide saber con seguridad si ciertas frases, como la
famosa «con la Iglesia hemos dado, Sancho» (II, 9, 696), tenían un doble sentido o pecamos por
exceso de suspicacia al atribuírselo. En todo caso, hay que hacer constar que la Inquisición solo borró
en el Quijote una corta frase relativa al valor de las buenas obras y dejó indemnes párrafos de
indudable sabor anticlerical, como la pintura del «religioso grave» que amonestó al caballero y al
escudero por sus locuras (II, 31).
En el ámbito político-social es importante destacar también la contraposición entre los dos reinados: en
el de Carlos V aún tenían los magnates suficiente fuerza e independencia para oponerse con éxito a
las propuestas del emperador en las Cortes de Toledo de 1538. Frente a Felipe II aparecen totalmente
sometidos; su máxima aspiración era ser admitidos en el estrecho círculo que rodeaba al monarca y
formar parte de su servidumbre: organizar su casa, vestirle la camisa, servirle los platos, acompañarlo
en sus cacerías, autorizar su Corte, serían las máximas aspiraciones de los hijos y nietos de quienes,
no mucho tiempo antes, habían hecho temblar a los reyes.
Los nuevos ricos, encumbrados por los tratos, por la usura, que aunque prohibida, era frecuentísima,
sobre todo en el ámbito rural; eran los que especulaban con los granos, acumulándolos en las épocas
de baratura y vendiéndolos en las de escasez a precios muy superiores a la tasa. Una tasa de granos
esporádica en la Edad Media que en el siglo XVI se hizo general sin grandes resultados. La Corona
favoreció indirectamente la ambición de estos parvenus con las ventas de cargos, de tierras, de oficios,
de pueblos, títulos y señoríos.
Los que no tenían dinero utilizaban el ascenso por los cauces eclesiásticos, porque la Iglesia admitía a
todos y en ella podían hacerse carreras magníficas.
El segundo término, Mar, es ambiguo: lo mismo puede indicar la alta mercadería, que incluía tanto a
los cargadores a Indias, en primer lugar, como a los armadores de buques, mercantes o de guerra (las
naos bien construidas servían para ambas cosas) y a los altos cargos de las flotas y galeones.
El tercer término, Casa Real, puede indicar a los que desempeñaban oficios palatinos: el mayordomo
mayor, el caballerizo mayor, los gentiles hombres y otros miembros de la servidumbre regia tenían
buenos sueldos y facilidades para obtener hábitos de Órdenes Militares y otras prebendas. Pero en la
selección de estas personas se hilaba delgado. No era un medio para introducirse en la nobleza, sino
un cauce para los que ya la disfrutaban. La verdadera vía de promoción era la del alto funcionariado:
secretarios reales, magistrados, consejeros.
El desarrollo de la burocracia estatal estaba en todo su apogeo en la época cervantina, y en la obra del
Príncipe de los Ingenios hay multitud de alusiones a esta realidad. A pesar del estruendo de las
incesantes guerras, declinaba en España la vocación militar y se multiplicaban las vocaciones hacia la
carrera de las letras. Nuestro Siglo de Oro provenía de una sociedad violenta, militar, fruto de unas
condiciones especiales: el permanente estado de guerra en la frontera granadina, los bandos urbanos,
la ausencia de una fuerza de orden público, todo se conjuraba para que cada señor tuviera necesidad
de poseer una fortaleza, una armería y una hueste. Después de la pacificación interna operada por los
Reyes Católicos la situación cambió de modo radical.
Desaparecieron paulatinamente las milicias privadas de los señores y aquellos contingentes en paro
forzoso integraron, en buena parte, las huestes que conquistaron el Nuevo Mundo y los tercios que
combatieron en todos los campos de batalla de Europa. Era un medio de ganarse la vida, de
enriquecerse si había suerte y también de correr mundo y vivir aventuras.
Todo este mundo estaba en crisis al finalizar el siglo XVI y por eso Felipe II instituyó una Milicia General,
porque la nación que fuera de sus fronteras ostentaba la primacía militar, en su propio territorio estaba
casi indefensa
Las letras eran los estudios superiores, universitarios, centrados en el conocimiento utriusque iuris, el
Derecho Canónico y el Derecho Civil. El primero abría la puerta a las prelacías, el segundo, a la
Magistratura, los Tribunales, los Consejos, el gobierno de la Monarquía. Formaban los togados,
los garnachas, un enorme grupo de presión, muy corporativista, con sus raíces bien afincadas en los
colegios mayores. La inexistencia de una separación de poderes permitió que una casta de juristas sin
especial preparación para los aspectos técnicos del gobierno llegara casi a copar los altos puestos,
con gran disgusto de la clase militar, a la que se identificaba, sin mucha razón, con la clase noble. En
teoría, las armas disponían de más premios que las letras, porque les pertenecían importantes
corregimientos y la totalidad de los hábitos y encomiendas de las Órdenes Militares. En la práctica, la
alta burocracia cobraba puntualmente sus sueldos, tenía muchas posibilidades de enriquecimiento y
ascenso social y fue acaparando las prebendas de las Órdenes. Todavía en los tiempos en que
escribía Cervantes no se había llegado a los abusos de la época de Olivares, cuando los hábitos se
dieron a mercaderes enriquecidos y las más sustanciosas encomiendas se atribuían a los burócratas,
a sus mujeres y a sus hijos. Eran muy dadivosos los españoles de la época y no solo los naturales sino
muchos extranjeros se beneficiaban de su generosidad. Los abusos, la infinidad de falsos pobres
produjo disputas (Vives, Medina, Pérez de Herrera) acerca de las medidas que sería prudente adoptar
en relación con el problema de la mendicidad. España era entonces el único país de la Europa
occidental con elevado número de esclavos; sus fuentes, la trata de negros y las luchas contra turcos y
berberiscos. Eran frecuentes los casos de manumisión, pero, como ocurría en la antigua Roma, el
liberto sufría limitaciones y restricciones no menos duras por el hecho de no ser legales. Había también
oficios viles, que no hay que confundir con los oficios mecánicos.
La picaresca no estaba legalmente definida; sus contornos eran tan vagos que resulta difícil indicar si
estaba dentro de los límites tolerables o se situaba fuera del sistema admitido. Cervantes, que conocía
a la perfección aquel ambiente, no lo incluyó en el Quijote, y la razón es clara: la picaresca era un
fenómeno urbano, crecía en los bajos fondos de ciudades cosmopolitas, mal gobernadas, con una
policía deficiente. No tenía lugar en el Quijote, cuyo escenario es puramente rural.

Los libros de caballerías


«Libros de caballerías: los que tratan de hazañas de caballeros andantes, ficciones gustosas y
artificiosas de mucho entretenimiento y poco provecho, como los libros de Amadís, de don Galaor, del
Caballero de Febo y de los demás.» Publicada entre la Primera y la Segunda parte del  Quijote, sus
pocas líneas expresan bien el ambivalente modo de sentir del público de aquellos años frente al
género caballeresco; y bien concuerdan, en lo esencial, con las muchas páginas de la historia del
ingenioso hidalgo que versan sobre los libros de caballerías: esas páginas en que, puestos a discutir
de sus lecturas, los personajes cervantinos se lanzan a enjuiciar a la caballeresca prodigándole
alternadamente alabanzas y críticas, encomios y vituperios, aprobaciones benevolentes y desdeñosas
condenas; y que culminan con los dos capítulos (I, 47 y 48) donde cura y canónigo discurren amplia y
detalladamente de los méritos y las tachas del género, mientras el autor va tomando nota de las
observaciones de ambos con sonriente neutralidad.
Una neutralidad que, al revés de la simple y concisa frase del Tesoro, tiene más vueltas de lo que
parece, pues no impide que, por detrás de sus personajes, Cervantes, lector atento y buen conocedor
de la narrativa caballeresca, exprese con típica ambigüedad sus propias y complejas opiniones con
respecto a ella. Ora le muestra innegable afición, ensalzando liberalmente sus libros de caballerías
predilectos; ora se burla oblicuamente de ella o la ataca frontalmente, manifestándole marcada
hostilidad. Buen ejemplo de lo último son las flechas que le dispara tanto al principio como al final de la
biografía de Alonso Quijano. La burla encubierta viene primero en aquellos altisonantes sonetos
preliminares que, con afectada solemnidad, celebran el advenimiento del heroico manchego por boca
de cuatro conocidas figuras de la caballería literaria, tres hispánicas —Amadís de Gaula, Belianís de
Grecia y el Caballero del Febo— y una italiana, el Orlando furioso de Ariosto. La hostilidad aparece en
las célebres advertencias que enmarcan, a modo de aviso preliminar y de proclama retrospectiva, las
dos partes del Quijote: en el Prólogo de 1605, la declaración del bien entendido amigo por boca de
quien Cervantes nos informa de que su obra es toda ella «una invectiva contra los libros de
caballerías», pues «no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo
tienen» sus «fabulosos disparates» (I, Pról., 17-18); y en el capítulo conclusivo de 1615, las postreras
palabras del apócrifo autor Cide Hamete Benengeli, allí donde afirma que no ha sido otro su deseo
«que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas historias de los libros de caballerías, que por
las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando y han de caer del todo sin duda alguna».
Hace mucho ya que se ha cumplido esta orgullosa profecía cervantina. Los libros de caballerías fueron
ante todo lectura de la aristocracia, que en ellos hallaba representados sus refinamientos amorosos,
sus acciones heroicas y sus ocupaciones cortesanas. No cabe duda, eso sí, de que en la literatura
caballeresca renacentista, nacida a la sombra y al arrimo de la antigua narrativa medieval, se ofrece la
expresión nostálgica y la celebración casi exclusiva de un mundo nobiliario arcaico, habitado por
figuras masculinas y femeninas de encumbradísima posición social —emperadores, reyes, príncipes,
infantas, duques, condes y algún que otro caballero o escudero de menor cuantía—, en cuyas vidas
solo hay lugar para las hazañas guerreras y las intrigas sentimentales, y a cuyo lado apenas si se
perfilan, de tarde en tarde, las siluetas borrosas de un mercader o un rústico de plebeya extracción.
Pero también es obvio que la pintura de ese mundo, lleno de ferocidad y cortesía, de peligros y
prodigios, de amantes desdichados y parejas felices, consiguió granjearse el favor de una multitud de
lectores: no solamente miembros de la nobleza y la hidalguía sino burgueses acomodados,
campesinos opulentos, humildes jornaleros (y venteros socarrones como el que alberga a don Quijote
y Sancho).
Estos libros de caballerias comprenden las viejas narraciones francesas —los romans— escritas en
verso a fines del siglo XII y prosificadas en el siglo siguiente, que a su vez se subdividen en tres
categorías: las de tema «clásico», cuyo fondo enlaza con las fábulas heredadas de la Antigüedad y en
particular con los legendarios sucesos de la fundación y destrucción de Troya; las de ambiente artúrico,
en el que evolucionan, en torno a la mítica figura del rey Artús de Gran Bretaña.
Entre los libros «exóticos» y los «indígenas» hay estrecha relación, pues los escritores hispánicos
mantuvieron con extraordinario conservadurismo la tradición narrativa instaurada por sus predecesores
franceses. Desde la eclosión del género hasta su extinción perduró en la Península la influencia de
los romans medievales, que transmitieron a la primitiva novelística española, en particular
al Amadís, su contenido y su forma, pasando estos luego del Amadís a toda la novelística posterior. En
ese contenido predominaban las actividades militares propias de los caballeros: por un lado, las
guerras, los retos, los combates singulares a ultranza, emprendidos por necesidad u obligación; y, por
otro, las competiciones organizadas por gusto y ostentación, pasos de armas, justas y torneos, merced
a los cuales la aristocracia feudal se ofrecía a sí misma, en la vida real como en los libros, la
confirmación de su arrojo y gallardía. Amor, el ‘amor cortés’ o ‘amor fino’ (fin amors lo habían
denominado los trovadores provenzales del sur de Francia, imitados después por los poetas catalanes,
gallego-portugueses y castellanos de los siglos XIII y XIV), aquella relación amorosa en que el caballero
prendado de una dama noble se le entrega por entero, sometiéndose a su voluntad, dedicándose a
servirla y obligándose a observar estrictas reglas de conducta erótica —discreción absoluta, paciencia
ilimitada, rigurosa fidelidad—; turbado cuando ve a su señora, suplicante cuando le habla, triste al
alejarse de ella, dolorido si la descontenta, pero deslumbrado si obtiene sus favores y logra hacerla
suya en apasionada unión de cuerpo y alma. Otro tópico fundamental de la narrativa ultrapirenaica fue
el que sus personajes se movieran dentro de un marco geográfico de fantasía, una Europa y un mundo
asiático poblados de islas y comarcas imaginarias donde a cada paso podían aparecer castillos
fantásticos, surgir seres monstruosos y temibles gigantes, y verificarse toda suerte de prodigios
funestos o benéficos.
En el Amadís es manifiesta la impronta de dos grandes modelos, el Tristán en prosa y
el Lanzarote, cuyo prestigio se había impuesto a toda Europa; como la historia de Tristán, «los cuatro
libros del valeroso y virtuoso caballero Amadís de Gaula, fijo del rey Perión y de la reina Elisera»,
comienzan con una evocación de los padres del héroe y sus amores; y como Lanzarote, el héroe
español es un príncipe que desconoce sus orígenes y se cría lejos de su familia en la corte de un rey
de Gran Bretaña, llegando a convertirse, gracias a sus dotes excepcionales, en «el mejor caballero del
mundo». También perdura en el texto amadisiano, incluso en la versión modernizada por Montalvo a
fines del siglo XV, el empleo de un léxico arcaico que permite situar la acción, supuestamente
desarrollada «no muchos años después de la pasión de nuestro Salvador Jesucristo», en una época
venerable y atribuirles a los personajes la indumentaria, las armas y a veces hasta el lenguaje propios
de sus antecesores artúricos del siglo XIII, anacronismo obstinadamente cultivado por los autores de
libros caballerescos posteriores al Amadís y sabrosamente parodiado a lo largo del Quijote.
Del Amadís y sus primeras continuaciones, como también del Palmerín de Oliva y las suyas, es, en
realidad, de donde deriva en su mayor parte la caballeresca española. El libro de caballerías
peninsular excluye el amor adúltero —aquel que había unido a Lanzarote con Ginebra, esposa de
Artús, y a Tristán con Iseo, mujer del rey Marco— y solo admite los amores ilícitos con tal de que los
santifique, como en el caso de Amadís y su dama Oriana, un matrimonio secreto, confirmado después
de algún tiempo por bodas públicas y solemnes. También ignora aquellos epílogos patéticos de las
narraciones francesas, en que perecen los amantes y se derrumba, en torno a ellos, el mundo heroico
que los rodeaba; superados los peligros y sinsabores de la juventud, sus protagonistas viven felices sin
envejecer y a veces sin morir siquiera, gozando de inusitada longevidad, mientras su descendencia,
hijos, nietos y demás allegados, perpetúa interminablemente su historia.
Compuestos por individuos de condición y cultura muy diversas —nobles palaciegos, hidalgos
provincianos, profesores de universidad, jurisconsultos, oscuros medicastros y mujeres letradas—, los
libros de caballerías reflejan la personalidad de sus autores, sus gustos literarios, sus aficiones
científicas y a veces hasta sus experiencias personales.
En los libros de caballerías los hombres y las mujeres del Siglo de Oro pudieron contemplar, como en
un espejo lejano, la imagen de un mundo muy diferente y a la vez bastante próximo de aquel en que
vivían: un mundo más primitivo, más heroico, más incómodo, pero que, por haber perdido su vigencia,
les parecía más atrayente que la conflictiva edad en que les había tocado nacer. Mundo ilusorio y
ficticio por cierto, pero que les daba la posibilidad de evadirse del suyo sin desprenderse totalmente de
él. De hecho, en las lecturas caballerescas de Cervantes se da una mezcla singular de atención
escrupulosa a ciertas obras y de desenfadada distracción por lo que respecta a las demás. Ejemplos
de lectura cuidadosa y memoriosa son la del Amadís de Gaula y la de Tirante el Blanco. El Amadís no
solamente es el libro de caballerías más frecuentemente aludido en el Quijote (donde se le menciona
de treinta a cuarenta veces), sino que es evidente que Cervantes lo tenía muy en la uña: por boca de
don Quijote señala que hay en el libro una figura —la de Gasabal, el nebuloso escudero de Galaor—
cuyo nombre aparece una vez sola, indicación tanto más meritoria cuanto que la obra encierra a más
de doscientos cincuenta personajes diferentes, siendo, por lo demás, esta densidad de población una
característica fundamental de las tierras caballerescas y una de las causas que hoy en día más
desalienta al turista-lector que se anima a visitarlas. También en el Tirante, donde los personajes son
casi trescientos, recuerda Cervantes, junto con varios incidentes que le han caído en gracia, a un
insignificante caballero, llamado Fonseca, que sólo fugazmente y de manera marginal surge entre las
páginas de la novela catalana.
Cuatro obras más ocupan en el Quijote un lugar preferente: el Palmerín de Inglaterra, puesto sobre las
nubes por el cura en el capítulo del «escrutinio»; el Caballero de Febo y el Belianís de Grecia, cuyos
protagonistas, además de vitorear al ingenioso hidalgo en los sonetos preliminares, vuelven a
mencionarse varias veces a lo largo de su historia, pareciéndole admirables a maese Nicolás el
barbero las hazañas del Caballero de Febo y problemáticas a Alonso Quijano las heridas de don
Belianís; y el Carlomagno, repetidamente aludido en las páginas cervantinas, donde ha dejado
inolvidable huella uno de sus personajes, el gigante Fierabrás, detentor del salutífero bálsamo
codiciado por Sancho Panza.

Cervantes: teoría literaria


Cervantes fue un escritor-crìtico. No escribió ningún tratado o discurso sobre la poesía, ningún arte
poética en verso. Su obra literaria embebe un sustancioso compendio de teoría y crítica literaria: se
encuentra en los diálogos entre los personajes y en las observaciones del narrador, sobre todo en
el Quijote, el Viaje del Parnaso.
En cuanto escritor deseoso de expresar sus ideas sobre el arte que practica, Cervantes no se distingue
esencialmente de otros de su siglo. Pero se diferencia, si no totalmente, al menos en gran medida, por
la manera en que llega a incluir en sus consideraciones la misma obra que las contiene. El ejemplo
más destacado de tal autocrítica es, por supuesto, el Quijote. En cierto sentido, toda obra literaria es
producto de un proceso autocrítico, pues no se puede componer sin tener en cuenta ciertos criterios y
convenciones. No es obligado ni necesario, sin embargo, hacer que estos se transparenten ni se
comenten. La autocrítica que encontramos en el Quijote representa un acto de reflexión en el que
vienen a prolongarse las consideraciones sobre la prosa de ficción integradas con toda naturalidad en
el asunto principal de la historia narrada.
Es muy posible que Cervantes empezara a familiarizarse con la teoría italiana durante los años de su
estancia en Italia entre 1570 y 1575. Sin embargo, varios de los tratados que más probablemente
conocía son de fechas posteriores. Y aunque el aristotelismo no esté ausente de La Galatea, es
incomparablemente más acusada su presencia en el Quijote de 1605.
Las cuestiones teórico-críticas están ensambladas en el Quijote de tres maneras: directamente (como
tema de diálogo o discurso, como núcleo de la locura del héroe y como móvil de su conducta), y en su
aplicación directa o indirecta a la misma novela de Cervantes.
Las grandes discusiones se encuentran fundamentalmente en la Primera parte. Se inician con el
escrutinio de la biblioteca de don Quijote, en el que se enjuician obras en su mayoría individuales:
libros de caballerías, romances pastoriles y obras de poesía, épica y lírica (I, 6). Los juicios se hacen
progresivamente menos severos al repasar estos géneros. Luego vienen las opiniones expresadas por
el cura y el ventero, en particular sobre los libros de caballerías que hay en la venta (I, 32). En tercer
lugar, los diálogos del canónigo de Toledo con el cura sobre los libros caballerescos y las comedias, y
del canónigo con don Quijote otra vez sobre aquellos (I, 47-50). Es aquí donde más se profundiza en
los problemas literarios.
En la Segunda parte del Quijote el tema reaparece, pero con menor frecuencia y extensión. La
discusión más importante es la de don Quijote y Sancho Panza con el bachiller Sansón Carrasco (II, 3-
4). Con un cambio de dirección extraordinario, se centra ahora en la Primera parte de la propia novela.
Más tarde se lee el discurso de don Quijote sobre la poesía (II, 16). Finalmente, el tema literario surge
con brevedad en pocas ocasiones, como por ejemplo al comienzo del capítulo 44, sobre la unidad de
la obra.
Como es natural, tales discusiones implican diferentes voces y distintas opiniones según los
personajes que dialogan. Hay que tomar en cuenta incluso las de Maritornes y la hija del ventero, sin
olvidar las del mismo don Quijote. Cervantes tenía preferencia por el diálogo como modo de teorizar.
Incluso en el primer prólogo parece que se le ocurre inventar un «amigo» con quien dialogar. Es
probable que ello refleje una inclinación o necesidad temperamental —expresada también con su
equívoca ironía— a ver las distintas caras de las cosas.
Sería natural identificar la voz de algún personaje discreto, como el canónigo o el cura, con la del
propio Cervantes, pero en muchas ocasiones resulta dudoso que así deba ser. Ciertos principios (la
credibilidad, por ejemplo) se reiteran con bastante insistencia a través de las obras cervantinas,
persisten ciertos puntos de vista y, a veces, el contexto ayuda a determinar la categoría de una
afirmación. Indudablemente, Cervantes aceptaba gran parte de la teoría del siglo XVI. Pero al mismo
tiempo propone o insinúa razonamientos contrarios o subversivos. Así, coexisten en la obra opiniones
aristotélicas y antiaristotélicas, por ejemplo.
Más extraordinario que la discusión de cuestiones de crítica literaria es que estas formen una parte
sustancial de la caracterización del héroe y, por ende, del argumento de la novela. Se trata de un
hombre tan obsesionado por los libros de caballerías, que llega a perder el juicio. El irreductible y
verificable punto de partida de su locura consiste en tomar al pie de la letra, como historias verídicas,
las fabulosas invenciones que narran.
A raíz de esta locura, el protagonista se decide a imitar a los fingidos héroes caballerescos, armarse
caballero y salir al mundo en busca de aventuras, como si la España de alrededor del año 1600 fuera
en realidad el mundo extraordinario representado en aquellos libros. La imitación quijotesca resulta ser
una parodia cómica. A diferencia de sus héroes, no es un superhombre vencedor de ejércitos enteros,
matador de gigantes malévolos, enemigo formidable de encantadores malignos, sino un pobre hidalgo
«de apacible condición» que ya va para viejo. Importaba poco que la figura ejemplar fuese histórica o
imaginada; en el siglo XV no pocos caballeros españoles, franceses e ingleses se dedicaron a imitar a
los héroes de los romances.
Vale la pena notar que el parodista aquí no es Cervantes directamente, sino don Quijote, por querer
convertir la vida vivida en una vida fantástica.
En el Quijote un tipo de literatura romántica se compara con la vida real representada mediante las
acciones de un «héroe» incapaz de diferenciar uno y otra. En este sentido puede decirse que la novela
de Cervantes es, también, una obra de crítica literaria. Al final de la Primera parte el autor pide a sus
lectores «que le den el mesmo crédito que suelen dar los discretos a los libros de caballerías, que tan
validos andan en el mundo» (I, 52, 591).
Ciertamente, todo esto es una especie de juego literario para hacer sonreír al lector discreto. Pero en
el fondo, se encuentran aquí los problemas teóricos que surgen de la interacción de la historia verídica
con la ficción inventada.
No hay duda alguna de que Cervantes había meditado acerca de los romances de caballerías. El
canónigo de Toledo, quizá actuando de sustituto del autor, dedica una parte de su discurso sobre esos
libros a la censura de sus defectos, y otra parte a la exposición de sus buenas potencialidades. Estas
se concentran especialmente en la ejemplaridad y la variedad. En cambio, su mayor defecto, según el
canónigo y el cura y, sin duda, el propio Cervantes, el rasgo más comentado y puesto en ridículo es su
incredibilidad. En su gran diálogo con el canónigo, el ingenioso hidalgo hace hincapié en el puro placer
que le proporciona leer los romances caballerescos, cosa que pasa a demostrar, en seguida, de la
manera más práctica. Inventa y cuenta en el acto el episodio fantástico del caballero que se zambulle
en el lago encantado, magistral parodia de un trozo de libro de caballerías. ¿Cómo confutar esa
demostración con discursos razonables? En efecto, el canónigo de Toledo no sale muy bien de la
contienda. Don Quijote hace una mezcla indiscriminada de ejemplos ficticios e históricos en defensa de
la literatura caballeresca. A él no le importa un comino que sus héroes hayan existido o no: todo sería
igual a los ojos del imitador (sobre este punto opinaba lo mismo la preceptiva). En cambio, el canónigo
se esfuerza por distinguir lo fabuloso de la verdad y la media verdad. Pero frente a la certidumbre
quijotesca resulta poco convincente. De hecho, en pro de las razones de don Quijote, la ejemplaridad
no depende de la historicidad ni el placer de la lectura depende de la verosimilitud sino para quien se
niegue a despojarse de los criterios empiristas. El buen canónigo habla como hombre moderno,
razonable, ilustrado, y es difícil no aprobar sus razones. Don Quijote habla como hombre medieval más
bien, para no decir como loco. Pero no por ello está desprovisto de intuiciones acertadas.
Cervantes llena las páginas de los romances pastoriles, a los que siempre fue tan aficionado, e
incontables páginas suyas desde el primer capítulo de La Galatea hasta el último del Persiles. Pero
también este idealismo despierta a Cervantes algunos recelos.
En su nueva novela, que representa la fingida historia de la vida, exterior o interior, de un hombre que
quiere vivir un romance de caballerías, descubre la interacción misteriosa de esos componentes. En tal
incorporación creadora de unos principios críticos, derivados en su mayor parte del clasicismo de la
época a la historia de don Quijote, consiste la mayor originalidad de la teoría literaria de Cervantes.

El Quijote es nada más que una sucesión de estructuras históricas, sin esencia estable. Sin embargo,
tal escepticismo, aunque muy a tono con algunos de los sistemas teóricos de moda, sería injustificado.
Por paradójico que resulte afirmarlo, la comprensión de ciertos aspectos esenciales del Quijote no ha
variado en cuatrocientos años. Un solo ejemplo basta para confirmarlo: Vicente de los Ríos (1780), con
su tesis acerca de las dos perspectivas que fundamentan la acción del Quijote. Como hemos visto,
Américo Castro, un siglo y medio después, sostiene una tesis parecida. Ahora bien, por muy grande
que sea la distancia entre los supuestos intelectuales de ambos críticos, y también entre los sistemas
de interpretación dentro de los cuales se encuadran las tesis respectivas, es evidente que los dos se
están refiriendo al mismo fenómeno. Por eso mismo, cabe hablar, sin caer en el ridículo, de la
posibilidad de diálogo entre interpretaciones discrepantes, de rectificación de interpretaciones torpes o
equivocadas, de progreso en la comprensión del texto. Dicho de otro modo, los yelmos remiten a las
bacías.

La composición del Quijote
Toda especulación sobre la fecha en que Cervantes tomó la pluma para iniciar lo que, andando el
tiempo, sería El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. El Quijote se ideó, e incluso empezó a
escribirse, mientras Cervantes permanecía recluido en una prisión. La presunción de que cárcel pueda
tener un sentido figurado (‘el mundo’, ‘el alma del escritor’), como creyeron Nicolás Díaz de Benjumea,
Américo Castro y Salvador de Madariaga. Los datos conocidos sobre la biografía de Cervantes ofrecen
dos momentos como máximos candidatos a la identificación: otoño de 1592, fecha de su estancia
forzosa en Castro del Río (Córdoba), y los últimos meses de 1597, cuando fue encarcelado en la
prisión de Sevilla. Sin embargo, nada hay en las palabras del Prólogo que obligue a creer, con
Rodríguez Marín, que Cervantes escribió en la cárcel parte de la historia. En el Quijote, el verbo
engendrar se asimila menos a ‘redactar’ que a ‘imaginar’, como demuestran algunos paralelos: en el
prefacio a la Segunda parte leemos que la continuación de Avellaneda «se engendró en Tordesillas y
nació en Tarragona» (II, Pról., 617); en la conversación sobre poesía entre don Quijote y don Diego de
Miranda, aquel afirma que «la pluma es lengua del alma: cuales fueren los conceptos que en ella se
engendraren, tales serán sus escritos» (II, 16, 759); por último, la duquesa le recuerda a don Quijote
que, según la Primera parte, «nunca vuesa merced ha visto a la señora Dulcinea, y que esta tal señora
no es en el mundo, sino que es dama fantástica, que vuesa merced la engendró y parió en su
entendimiento, y la pintó con todas aquellas gracias y perfeciones que quiso» (II, 32, 897). De este
modo, la mención del Prólogo, aun tomada en su sentido literal, parece autorizarnos a suponer
únicamente que el primer aliento de la historia, la percepción de su contenido, le sobrevino a
Cervantes mientras permanecía en prisión.  
Al margen de este pasaje, hay algún otro indicio en la obra que puede arrojar luz sobre su cronología.
Los libros pastoriles y composiciones épicas que se citan al final del capítulo 6 se publicaron en el
decenio de 1580, especialmente en su segunda mitad. Vemos que el mismo narrador se hace eco de
la modernidad del relato: «me parecía que, pues entre sus libros se habían hallado tan modernos
como Desengaño de celos y Ninfas y pastores de Henares [de 1586 y 1585], que también su historia
debía de ser moderna» (I, 9, 106). Todo ello induce a pensar que el episodio del escrutinio estaba
escrito en una fecha comprendida entre 1591 y 1595. Sin embargo, esta hipótesis también plantea
problemas, como los que se desprenden de la referencia a Luis Barahona de Soto, «porque … fue uno
de los famosos poetas del mundo, no solo de España, y fue felicísimo en la tradución de algunas
fábulas de Ovidio» (I, 6, 87). El uso del pasado parece indicar que el escritor había fallecido cuando
Cervantes escribió el elogio. Si se entiende así, habría que trasladar la fecha por lo menos a 1595, año
de la muerte de Barahona de Soto. Por otra parte, en la conversación entre el cura y el canónigo de
Toledo, este recuerda tres tragedias de Lupercio Leonardo de Argensola (La Isabela, La Filis y La
Alejandra) que «ha pocos años que se representaron en España» (I, 48, 552). Las fechas de
composición de las tres piezas teatrales se han establecido en el lapso 1581-1585. Al mismo tiempo,
es sabido que la reflexión teórica de los capítulos finales de la Primera parte presenta la influencia de
la Philosophía antigua poética de Alonso López Pinciano, publicada en 1596: así, pocos años podría
significar en este caso ‘quince o veinte años’, lo que restaría todo alcance a la expresión, y, de paso, a
la modernidad mencionada en el capítulo 9.
La principal hipótesis externa sobre la fecha inicial de la novela se basa en argumentos no menos
problemáticos. El punto de partida fue la insistencia, por parte de Ramón Menéndez Pidal, en señalar
una posible fuente de las locuras de don Quijote de los capítulos 4 y 5: el  Entremés de los
romances, pieza breve en que el labrador Bartolo enloquece por la lectura de romances heroicos hasta
creerse personaje de ellos.
Que la fecha inaugural más probable sea 1592 (o incluso 1597, momento en que, según Edward C.
Riley y Luis Andrés Murillo, Cervantes se habría concentrado en la elaboración de la novela) no
significa que el Quijote no contenga secciones escritas con anterioridad. Es el caso de la historia del
Capitán cautivo, verosímilmente compuesta de forma independiente a El ingenioso hidalgo e integrada
en la novela en una fase tardía de composición. El relato se escribió en vida de Felipe II, como
demuestran las siguientes palabras: «venía por general desta liga el serenísimo don Juan de Austria,
hermano natural de nuestro buen rey don Felipe» (I, 39, 453); el que no se añada otra cosa significa a
todas luces que el monarca reinaba en el momento en que transcurre la acción. Ahora bien, ¿cuándo
suceden los hechos que narra la novela intercalada? Al iniciar el relato de sus fortunas, Ruy Pérez de
Viedma recuerda: «Este hará veinte y dos años que salí de casa de mi padre» (I, 39, 452). Dado que
ese acontecimiento tuvo lugar en 1567, hay que situar el presente de la acción (la llegada del cautivo y
Zoraida a la venta) en torno a 1589. Este dato entra en conflicto con la tenue cronología del resto de la
novela: sabemos, por el escrutinio de la librería, que ya ha transcurrido el año 1591. Como suele
suceder en la ficción cervantina, lo más probable es que la fecha de la acción coincida con la del
momento de creación, y que el relato sea de 1589-1590. Como quiera que fuese, parece seguro que
Cervantes, antes de que se engendrara la historia del hidalgo, había escrito un relato independiente,
de notorio carácter biográfico en su primera parte, que luego decidió incorporar a la novela de 1605.
Resulta evidente que, en última instancia, el problema de la cronología temprana del Quijote es el
problema de su composición. Pocas obras muestran de un modo tan evidente las huellas del proceso
de elaboración que las recorrió, desde la primera intuición de la historia hasta la novela completada en
1604. Cervantes escribió la Primera parte del Quijote a lo largo de un período de tiempo bastante
dilatado, durante el cual su concepción de la obra fue creciendo y cambiando. Según parece, los
capítulos 1 a 18 se escribieron como texto seguido, sin divisiones internas y, por consiguiente, sin
epígrafes. Es posible que Cervantes abandonara la historia durante un tiempo, mientras se dedicaba a
otros proyectos, y que al regresar a ella decidiera desarrollarla y dividirla en capítulos: tal decisión se
produjo en la linde del actual capítulo 19. Los cambios pudieron deberse a la voluntad de interpolar
nuevos materiales en lo que ya había escrito; así, la nueva y más elaborada parodia de las novelas de
caballerías que Cervantes tenía en mente implicaba una división retrospectiva del texto.
Mientras iba conformándose la idea del Quijote como parodia de los libros de caballerías, Cervantes
tuvo que introducir cambios en pasajes preexistentes y añadir episodios completos que concentraran o
amplificaran ese foco paródico. Según Stagg, la más célebre de esas interpolaciones tempranas fue
probablemente el escrutinio de la librería. El episodio está entre dos capítulos (5 y 7) en los que
Cervantes, acaso por imitación del Entremés de los romances, presenta a su protagonista declamando
versos del romancero, en lugar de frases tomadas de los libros de caballerías. La interpolación del
capítulo 6 parece demostrarse asimismo porque el episodio entraña una contradicción: el ama de don
Quijote quema sus libros mientras este duerme; sin embargo, en el párrafo siguiente, el cura y el
barbero deciden que «le murasen y tapiasen el aposento de los libros, porque cuando se levantase no
los hallase»
Una característica fundamental de los métodos de redacción y revisión de la Primera parte
del Quijote es la tensión entre el desarrollo de la trama principal y la elaboración de episodios
individuales e historias intercaladas. Parte de la crítica piensa que la imagen mental que Cervantes
tenía de su historia progresaba unidad a unidad, episodio a episodio, sobre todo a partir del capítulo 9.
José Manuel Martín Morán ha sostenido que Cervantes era materialmente incapaz de imaginar como
un todo coherente una trama tan extensa: mediante formas de composición oral, habría empleado un
método próximo al collage, yuxtaposición suelta de episodios e historias, con los que habría
conformado una narración continua. La imaginación cervantina prefería como unidad básica de
composición el episodio en lugar de la trama unificada; ello contribuiría a explicar la proliferación, a lo
largo de la Primera parte, de historias intercaladas, conectadas de forma muy leve con las aventuras
de don Quijote. Del mismo modo, esta hipótesis permite dar cuenta de la descuidada revisión
cervantina: sencillamente, cuando el escritor se concentraba en la escritura o corrección de un capítulo
concreto no era capaz de retener una imagen coherente y detallada de toda la historia.  
El escritor halló en ese libro una exhortación a variar la historia y a capturar la atención del lector
mediante la inclusión de episodios que fueran tan interesantes que pudieran separarse de la narración
principal y disfrutarse por sí mismos. A partir del capítulo 22 de la versión impresa, el número de
episodios de este tipo se multiplica. En el esquema primitivo, los veintidós primeros capítulos se
centraban en las aventuras de don Quijote y Sancho; los demás, escritos bajo la influencia de la
reciente lectura del Pinciano, se decantaron por las historias intercaladas.
La tradición cervantista ha tendido a pensar que la redacción de la Segunda parte no comenzó
inmediatamente después de la publicación de la Primera, sino que transcurrió cierto tiempo antes de
que Cervantes se decidiera a escribir la continuación.
En suma, la Segunda parte del Quijote, frente a la Primera, trasluce un proceso de elaboración menos
atormentado. Cervantes compuso la novela a lo largo de un período de tiempo extenso, entre siete y
diez años, a la vez que escribía y revisaba otras obras (las Novelas ejemplares, el Viaje del
Parnaso, el Persiles, los libros que aún promete en su lecho de muerte), y es posible que detuviera la
redacción para concentrarse en alguno de los proyectos que acometió en sus años finales, ricos en
actividad creativa y editorial. Según parece, estas circunstancias no implicaron cambios considerables
en la concepción de la obra, que manifiesta un pulso sostenido. La estructura accidentada
del Quijote de 1605 pone de manifiesto que Cervantes desarrolló y perfeccionó su libro a medida que
lo rescribía: las renuncias, los arrepentimientos y las incoherencias del texto permiten evocar un
apasionante proceso de arquitectura novelística. La obra de 1615 nace de los resultados de esa
experiencia: a partir de la novela precedente y de los juicios de los lectores, a cuya opinión siempre fue
sensible, Cervantes planea una ficción que completa —y, en cierto sentido, rectifica— las posibilidades
de su antecesora. No hay señales de una revisión profunda, sino vislumbres de la forma en que pudo
llevarse a cabo la composición de algún pasaje suelto, sin que se deduzcan de ello fases de redacción
nítidas. Solo un imprevisto, la osadía de Avellaneda, pudo desafiar al diseño original; el ardor de ese
último combate atraviesa la conclusión de la novela, prólogo incluido. Jamás sabremos cuántas
páginas tuvo que desechar o modificar Cervantes para que el texto en construcción se adaptara a las
nuevas circunstancias provocadas por la irrupción del apócrifo. Como sucede con Las semanas del
jardín y la segunda parte de La Galatea, las aventuras zaragozanas del verdadero don Quijote, que
quizá existieron algún día, serán para siempre la quimera de imaginaciones literarias.

También podría gustarte