Cervantes
Cervantes
Cervantes
Tantas experiencias biográficas, intelectuales y literarias del autor vienen a confluir, de un modo u otro,
en las ficciones cervantinas. A quien sabe leer entre líneas el Quijote se le aparece impregnado del
sentir del que lo compuso. Las reservas de Cervantes ante la forma que cobra la confesión del pícaro
se perfilan en el capítulo 22 de la Primera parte de su novela.
Hay, a lo largo de su obra, textos clave en que parece asumir su identidad, hablando en primera
persona. En primer lugar, los dos prólogos al Quijote, separados por diez años cabales, igual que las
dos partes del mismo; luego, compuestos en el fecundo crepúsculo de su vida, otros textos liminares,
como los respectivos prólogos a las Novelas ejemplares y a las Comedias y entremeses, el prólogo
al Persiles o la conmovedora dedicatoria al Conde de Lemos, fragmentos dispersos de un retrato de
artista cuya verdad no exige verificación. Varias razones explican el interés que, para nosotros, ofrecen
estos fragmentos; pero más que nada, quizá, el ser el retratado un hombre cuya existencia histórica
apenas se conoce. Debido al silencio de los archivos, ignoramos, en efecto, casi todo de los años de
infancia y adolescencia de nuestro escritor. Podemos afirmar, a ciencia cierta, que nació en 1547 en
Alcalá de Henares, de padre cirujano; pero no se sabe en qué fecha exacta, y la supuesta ascendencia
conversa que se le atribuye sigue siendo tema controvertido. Tal vez empezara a estudiar en Sevilla,
viendo representar allí a Lope de Rueda; pero su traslado a Madrid no queda documentado. Hace falta
esperar al año de 1569 para ver comprobada su presencia en la Villa y Corte, la cual se infiere de su
contribución a las Exequias publicadas por su maestro López de Hoyos con motivo de la muerte de
Isabel de Valois, tercera esposa de Felipe II.
Mejor conocimiento tenemos de los años heroicos que median entre 1571 y 1580: el contacto de
Cervantes con la «vida libre de Italia», primero en Roma, en el séquito del cardenal Acquaviva, luego
como soldado, a las órdenes de Diego de Urbina; las heridas recibidas en Lepanto, el 7 de octubre de
1571, donde, a bordo de La Marquesa, pelea «muy valientemente» y pierde de un arcabuzazo el uso
de la mano izquierda; en 1575, la captura por corsarios turcos, al volver a España en la galera Sol; por
fin, los cinco años del cautiverio argelino, dolorosa experiencia marcada por cuatro intentos frustrados
de evasión y concluida con un inesperado rescate, conseguido por obra de los padres trinitarios.
La falta casi completa de escritos íntimos no nos permite concretar el cómo y el porqué de estas
peripecias: así la partida a Italia, quizás a consecuencia de un misterioso duelo; la vida ancilar llevada
durante unos meses en Roma; el alistamiento en los tercios; la vuelta proyectada a la madre patria; y
en Argel, a pesar de reiteradas tentativas de fuga, la extraña clemencia del rey Hazán.
Otro tanto puede decirse de los acontecimientos consecutivos al regreso de Miguel a Madrid, una vez
rescatado. Tras una breve misión desempeñada en Orán, se inicia entonces su carrera de escritor:
hace representar varias comedias, «sin silbos, gritos ni barahúnda», en tanto que, en 1585, publica La
Galatea, novela pastoril al estilo de La Diana de Montemayor. Pero no se explica la pérdida casi
completa de sus primeras piezas (exceptuando El trato de Argel y La Numancia, conservadas en
copias del siglo XVIII); tampoco se ha aclarado el misterio que envuelve el nacimiento de su hija natural,
Isabel, habida de Ana Franca de Rojas, esposa de un tabernero; apenas se conocen las circunstancias
de su matrimonio, en 1584, en Esquivias, con Catalina de Salazar, dieciocho años menor que él;
menos aún las razones exactas de su partida del hogar, en 1587, hacia Sevilla («tuve otras cosas en
que ocuparme», nos dice en el prólogo a Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, f. 3); por no decir
nada de los motivos de un silencio de casi veinte años, durante los cuales Cervantes recorre
Andalucía, primero como proveedor de la Armada Invencible y luego desempeñando varias comisiones
para la hacienda pública.
Tan solo adivinamos una vida de dificultades y molestias: en 1590 solicita del rey un oficio en las Indias
que le es negado; en 1597, tras haber sido excomulgado, es encarcelado en Sevilla por retrasos y
quiebras de sus aseguradores. Hay que esperar a 1604 para verle reaparecer en el campo de las
letras, establecido con su familia en Valladolid, donde Felipe III acaba de trasladar la sede de la corte.
Allí, en este mismo año, concluye la Primera parte del Quijote, publicada en diciembre ya con fecha de
1605.
Cervantes en primera persona
La España del Quijote
Hoy se habla de corrientemente de «la España del Quijote», título adoptado, entre otras obras
dedicadas a la cultura de nuestro Siglo de Oro, por los dos volúmenes de la gran historia de España
que patrocinó Menéndez Pidal. La España del Quijote y la España de Cervantes son expresiones
sustancialmente idénticas, pues si bien la composición de la inmortal novela coincide con la década
final de la vida del escritor, no es menos cierto que en ella vertió las experiencias de toda una vida.
El Quijote apareció a comienzos del siglo XVII, durante el reinando Felipe III, pero Cervantes fue un
hombre del XVI: su «circunstancia» fue la España de Felipe II, aunque viviera lo suficiente para
contemplar el tránsito de un siglo a otro, de un reinado a otro, con todos los cambios que comportaba
ese tránsito.
Ambos sentimientos se mezclaban en el sentir de los españoles en aquellas fechas; en 1598, al
recibirse la nueva del fallecimiento del solitario del Escorial, España no podía desvanecer los
sentimientos penosos que se habían acumulado en los últimos años del reinado del viejo monarca: las
guerras incesantes, las demandas de hombres y dinero, el carácter poco accesible de un soberano
que dirigía el mundo más bien a través de papeles que de contactos humanos habían engendrado en
Castilla un temor reverencial y un mal solapado disgusto entre sus súbditos, que, al conocer su
desaparición, se sintieron a la vez apesadumbrados y ligeros, como los escolares tras la ausencia del
severo dómine. Por desgracia, el caudal de confianza que se otorgaba a cada nuevo soberano se
agotó pronto, al comprobar la inoperancia del tercer Felipe, su total entrega a don Francisco Gómez de
Sandoval, marqués de Denia, pronto decorado con el título de duque de Lerma, la inmoralidad y avidez
del favorito y de la cohorte de familiares y amigos que lo acompañaba.
Los hechos demostraron que, en el fondo, la política del gabinete de Madrid permanecía inmutable.
Quería la paz, pero no a cualquier precio; no al precio del triunfo del protestantismo sobre el
catolicismo y la humillación de la casa de Austria; por eso, cuando la rama austríaca de los Habsburgo
se vio acosada, el hermano mayor, o sea, la rama española, entró con todo su poder, con el oro de
América y los soldados de los tercios, nuevamente en liza.
En lo sustancial, pues, no hubo cambio en la política de España. Se cuestiona que los Reyes Católicos
fundaran un verdadero Estado, que los habitantes de la Península se sintieran solidarios, aunque el
concepto España estaba entonces lleno de ambigüedad. De un lado, lo desbordaba una entidad más
vasta, el Imperio, o, como entonces se decía, la Monarquía; de otro, se descomponía en una serie de
unidades diversas y mal engarzadas: Castilla de una parte y los reinos integrantes de la Corona de
Aragón de otra tenían sus leyes, instituciones, monedas, fronteras aduaneras, como también las tenía
Navarra y, a mayor abundamiento. Y dentro de cada una de estas partes, la autoridad real tenía más o
menos fuerza, mayores o menores atribuciones. Especialísima era la situación de Canarias y más aun
la de las tres provincias vascongadas, a pesar de que en muchos aspectos se consideraban incluidas
dentro de la Corona de Castilla.
No era esta una situación peculiar de España. Es poco exacto dividir la España del siglo XVI en países
forales y no forales, porque fueros y privilegios tenían todos. La diferencia consistía en que en unos se
trataba de una realidad viva, con la que había que contar, mientras que en Castilla, después del
fracaso de las Comunidades, la balanza del poder se había desequilibrado de modo irreversible en
favor del poder real y, entonces, la solemne jura de los privilegios de una ciudad de un reino, como
hizo Felipe II al entrar en Sevilla el año 1570, era una mera ceremonia que no le comprometía a nada,
mientras que la jura de los fueros de Aragón sí tenía un hondo significado; tan hondo y tan anclado en
el corazón de los aragoneses que, aún después de los gravísimos sucesos de 1591, el monarca solo
se atrevió a introducir leves modificaciones en un sistema ya totalmente anquilosado.
La diversidad de los pueblos que componían España se manifestaba también de modo espontáneo en
las naciones o bandos que se formaban en las universidades, en los colegios, en ciertas órdenes
religiosas y que no eran formaciones sólidas, institucionales, sino agrupaciones ocasionales que
delataban afinidades y preferencias; así ocurría que con la nación vasca se agrupaban otras gentes del
norte, y con la andaluza, los extremeños y murcianos, y en los castellanos puros se decantaban a
veces los manchegos de un lado y los campesinos, o sea, los de la Tierra de Campos, por otro. No
llegaron estos bandos a tener la virulencia que en América tuvieron las divisiones entre peninsulares y
criollos, que preocuparon seriamente a las autoridades de las órdenes religiosas y obligaron a
establecer la alternativa, o sea, un turno en la provisión de cargos; algo de eso hubo aquí en los
capítulos benedictinos, mas, por lo regular, las peleas de las naciones, como en la Universidad de
Salamanca, solo traducían afinidades innatas sin contenido político.
Razones religiosas, políticas y humanas se mezclaban en dosis variables en los sentimientos de los
viajeros extranjeros en España y en los españoles, tan numerosos, que salían fuera del recinto de su
patria. Al alejarse de España, aquellas diferencias regionales se difuminaban; el viajero no se
declaraba extremeño o aragonés, sino español. Percibía en los países extraños una gradación, unas
sensaciones diversas de alejamiento o cercanía: el país más cercano, Italia, por razones evidentes.
Cervantes, como tantos de sus compatriotas, se sentía allí como en su casa. El talante personal de
Felipe II dejó una profunda huella; por ejemplo, él fue responsable del ensoberbecimiento del tribunal
de la Inquisición hasta límites increíbles; los gobernantes del siglo XVII tuvieron que aplicarse, con
paciencia, a limar las garras de aquel monstruo que se había hecho temible no solo a los herejes, sino
a todos los organismos e instituciones.
Unidad y variedad eran también las características de la sociedad española de la época.
La época en que vivió y escribió Cervantes sin duda fue crítica, aunque los cambios se espaciaron lo
suficiente como para no dar la sensación de estar ante una época revolucionaria. Aquellos hombres se
daban cuenta, por ejemplo, de que la moneda perdía valor adquisitivo; el ritmo de inflación era muy
modesto; un uno o dos por ciento anual, que hoy haría las delicias de cualquier ministro de economía,
pero que, por el efecto acumulativo, acababa por hacer insuficientes sueldos y dotaciones que veinte o
treinta años antes se consideraban suficientes; de ahí las frecuentes peticiones de aumento de
salarios, de reducciones del número de misas a que obligaba la fundación de una capellanía, de
quejas de los que vivían de rentas fijas, etc. Causa importante, aunque no única, de esta inflación era
la gran cantidad de plata americana que se acuñaba en las Casas de Moneda y cuya abundancia
disminuía su valor; pero los contemporáneos reaccionaban como nosotros y, en vez de hablar de
pérdida del valor de la moneda, se referían obsesivamente a la «carestía general».
Era este uno de los factores del choque entre dos sistemas económicos, con repercusiones de todo
género, incluso morales: la economía dineraria sustituía parcialmente a la economía cerrada, con gran
proporción de autoconsumo y de pagos en especie. La economía urbana era de preferencia monetaria
y la rural se atenía más a los moldes tradicionales, pero hay que tener cuidado ante engañosas
simplificaciones. La misma relación entre don Quijote y Sancho expresa esta ambigüedad: Sancho
aspiraba a una relación laboral, un salario, idea rechazada con indignación por don Quijote, que solo
concebía entre caballero y escudero una relación vasallática, premiada con mercedes (véanse los
primeros capítulos de la Segunda parte del Quijote, esenciales para el conocimiento de este y otros
aspectos de la sociedad española coetánea).
Cervantes, por lo tanto, no presenció el tránsito; las huellas erasmianas detectables en su obra las
recibió a través de una difusa tradición, no de vivencias personales. El lenguaje críptico que suele ser
la respuesta a un clima intelectual enrarecido impide saber con seguridad si ciertas frases, como la
famosa «con la Iglesia hemos dado, Sancho» (II, 9, 696), tenían un doble sentido o pecamos por
exceso de suspicacia al atribuírselo. En todo caso, hay que hacer constar que la Inquisición solo borró
en el Quijote una corta frase relativa al valor de las buenas obras y dejó indemnes párrafos de
indudable sabor anticlerical, como la pintura del «religioso grave» que amonestó al caballero y al
escudero por sus locuras (II, 31).
En el ámbito político-social es importante destacar también la contraposición entre los dos reinados: en
el de Carlos V aún tenían los magnates suficiente fuerza e independencia para oponerse con éxito a
las propuestas del emperador en las Cortes de Toledo de 1538. Frente a Felipe II aparecen totalmente
sometidos; su máxima aspiración era ser admitidos en el estrecho círculo que rodeaba al monarca y
formar parte de su servidumbre: organizar su casa, vestirle la camisa, servirle los platos, acompañarlo
en sus cacerías, autorizar su Corte, serían las máximas aspiraciones de los hijos y nietos de quienes,
no mucho tiempo antes, habían hecho temblar a los reyes.
Los nuevos ricos, encumbrados por los tratos, por la usura, que aunque prohibida, era frecuentísima,
sobre todo en el ámbito rural; eran los que especulaban con los granos, acumulándolos en las épocas
de baratura y vendiéndolos en las de escasez a precios muy superiores a la tasa. Una tasa de granos
esporádica en la Edad Media que en el siglo XVI se hizo general sin grandes resultados. La Corona
favoreció indirectamente la ambición de estos parvenus con las ventas de cargos, de tierras, de oficios,
de pueblos, títulos y señoríos.
Los que no tenían dinero utilizaban el ascenso por los cauces eclesiásticos, porque la Iglesia admitía a
todos y en ella podían hacerse carreras magníficas.
El segundo término, Mar, es ambiguo: lo mismo puede indicar la alta mercadería, que incluía tanto a
los cargadores a Indias, en primer lugar, como a los armadores de buques, mercantes o de guerra (las
naos bien construidas servían para ambas cosas) y a los altos cargos de las flotas y galeones.
El tercer término, Casa Real, puede indicar a los que desempeñaban oficios palatinos: el mayordomo
mayor, el caballerizo mayor, los gentiles hombres y otros miembros de la servidumbre regia tenían
buenos sueldos y facilidades para obtener hábitos de Órdenes Militares y otras prebendas. Pero en la
selección de estas personas se hilaba delgado. No era un medio para introducirse en la nobleza, sino
un cauce para los que ya la disfrutaban. La verdadera vía de promoción era la del alto funcionariado:
secretarios reales, magistrados, consejeros.
El desarrollo de la burocracia estatal estaba en todo su apogeo en la época cervantina, y en la obra del
Príncipe de los Ingenios hay multitud de alusiones a esta realidad. A pesar del estruendo de las
incesantes guerras, declinaba en España la vocación militar y se multiplicaban las vocaciones hacia la
carrera de las letras. Nuestro Siglo de Oro provenía de una sociedad violenta, militar, fruto de unas
condiciones especiales: el permanente estado de guerra en la frontera granadina, los bandos urbanos,
la ausencia de una fuerza de orden público, todo se conjuraba para que cada señor tuviera necesidad
de poseer una fortaleza, una armería y una hueste. Después de la pacificación interna operada por los
Reyes Católicos la situación cambió de modo radical.
Desaparecieron paulatinamente las milicias privadas de los señores y aquellos contingentes en paro
forzoso integraron, en buena parte, las huestes que conquistaron el Nuevo Mundo y los tercios que
combatieron en todos los campos de batalla de Europa. Era un medio de ganarse la vida, de
enriquecerse si había suerte y también de correr mundo y vivir aventuras.
Todo este mundo estaba en crisis al finalizar el siglo XVI y por eso Felipe II instituyó una Milicia General,
porque la nación que fuera de sus fronteras ostentaba la primacía militar, en su propio territorio estaba
casi indefensa
Las letras eran los estudios superiores, universitarios, centrados en el conocimiento utriusque iuris, el
Derecho Canónico y el Derecho Civil. El primero abría la puerta a las prelacías, el segundo, a la
Magistratura, los Tribunales, los Consejos, el gobierno de la Monarquía. Formaban los togados,
los garnachas, un enorme grupo de presión, muy corporativista, con sus raíces bien afincadas en los
colegios mayores. La inexistencia de una separación de poderes permitió que una casta de juristas sin
especial preparación para los aspectos técnicos del gobierno llegara casi a copar los altos puestos,
con gran disgusto de la clase militar, a la que se identificaba, sin mucha razón, con la clase noble. En
teoría, las armas disponían de más premios que las letras, porque les pertenecían importantes
corregimientos y la totalidad de los hábitos y encomiendas de las Órdenes Militares. En la práctica, la
alta burocracia cobraba puntualmente sus sueldos, tenía muchas posibilidades de enriquecimiento y
ascenso social y fue acaparando las prebendas de las Órdenes. Todavía en los tiempos en que
escribía Cervantes no se había llegado a los abusos de la época de Olivares, cuando los hábitos se
dieron a mercaderes enriquecidos y las más sustanciosas encomiendas se atribuían a los burócratas,
a sus mujeres y a sus hijos. Eran muy dadivosos los españoles de la época y no solo los naturales sino
muchos extranjeros se beneficiaban de su generosidad. Los abusos, la infinidad de falsos pobres
produjo disputas (Vives, Medina, Pérez de Herrera) acerca de las medidas que sería prudente adoptar
en relación con el problema de la mendicidad. España era entonces el único país de la Europa
occidental con elevado número de esclavos; sus fuentes, la trata de negros y las luchas contra turcos y
berberiscos. Eran frecuentes los casos de manumisión, pero, como ocurría en la antigua Roma, el
liberto sufría limitaciones y restricciones no menos duras por el hecho de no ser legales. Había también
oficios viles, que no hay que confundir con los oficios mecánicos.
La picaresca no estaba legalmente definida; sus contornos eran tan vagos que resulta difícil indicar si
estaba dentro de los límites tolerables o se situaba fuera del sistema admitido. Cervantes, que conocía
a la perfección aquel ambiente, no lo incluyó en el Quijote, y la razón es clara: la picaresca era un
fenómeno urbano, crecía en los bajos fondos de ciudades cosmopolitas, mal gobernadas, con una
policía deficiente. No tenía lugar en el Quijote, cuyo escenario es puramente rural.
El Quijote es nada más que una sucesión de estructuras históricas, sin esencia estable. Sin embargo,
tal escepticismo, aunque muy a tono con algunos de los sistemas teóricos de moda, sería injustificado.
Por paradójico que resulte afirmarlo, la comprensión de ciertos aspectos esenciales del Quijote no ha
variado en cuatrocientos años. Un solo ejemplo basta para confirmarlo: Vicente de los Ríos (1780), con
su tesis acerca de las dos perspectivas que fundamentan la acción del Quijote. Como hemos visto,
Américo Castro, un siglo y medio después, sostiene una tesis parecida. Ahora bien, por muy grande
que sea la distancia entre los supuestos intelectuales de ambos críticos, y también entre los sistemas
de interpretación dentro de los cuales se encuadran las tesis respectivas, es evidente que los dos se
están refiriendo al mismo fenómeno. Por eso mismo, cabe hablar, sin caer en el ridículo, de la
posibilidad de diálogo entre interpretaciones discrepantes, de rectificación de interpretaciones torpes o
equivocadas, de progreso en la comprensión del texto. Dicho de otro modo, los yelmos remiten a las
bacías.
La composición del Quijote
Toda especulación sobre la fecha en que Cervantes tomó la pluma para iniciar lo que, andando el
tiempo, sería El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. El Quijote se ideó, e incluso empezó a
escribirse, mientras Cervantes permanecía recluido en una prisión. La presunción de que cárcel pueda
tener un sentido figurado (‘el mundo’, ‘el alma del escritor’), como creyeron Nicolás Díaz de Benjumea,
Américo Castro y Salvador de Madariaga. Los datos conocidos sobre la biografía de Cervantes ofrecen
dos momentos como máximos candidatos a la identificación: otoño de 1592, fecha de su estancia
forzosa en Castro del Río (Córdoba), y los últimos meses de 1597, cuando fue encarcelado en la
prisión de Sevilla. Sin embargo, nada hay en las palabras del Prólogo que obligue a creer, con
Rodríguez Marín, que Cervantes escribió en la cárcel parte de la historia. En el Quijote, el verbo
engendrar se asimila menos a ‘redactar’ que a ‘imaginar’, como demuestran algunos paralelos: en el
prefacio a la Segunda parte leemos que la continuación de Avellaneda «se engendró en Tordesillas y
nació en Tarragona» (II, Pról., 617); en la conversación sobre poesía entre don Quijote y don Diego de
Miranda, aquel afirma que «la pluma es lengua del alma: cuales fueren los conceptos que en ella se
engendraren, tales serán sus escritos» (II, 16, 759); por último, la duquesa le recuerda a don Quijote
que, según la Primera parte, «nunca vuesa merced ha visto a la señora Dulcinea, y que esta tal señora
no es en el mundo, sino que es dama fantástica, que vuesa merced la engendró y parió en su
entendimiento, y la pintó con todas aquellas gracias y perfeciones que quiso» (II, 32, 897). De este
modo, la mención del Prólogo, aun tomada en su sentido literal, parece autorizarnos a suponer
únicamente que el primer aliento de la historia, la percepción de su contenido, le sobrevino a
Cervantes mientras permanecía en prisión.
Al margen de este pasaje, hay algún otro indicio en la obra que puede arrojar luz sobre su cronología.
Los libros pastoriles y composiciones épicas que se citan al final del capítulo 6 se publicaron en el
decenio de 1580, especialmente en su segunda mitad. Vemos que el mismo narrador se hace eco de
la modernidad del relato: «me parecía que, pues entre sus libros se habían hallado tan modernos
como Desengaño de celos y Ninfas y pastores de Henares [de 1586 y 1585], que también su historia
debía de ser moderna» (I, 9, 106). Todo ello induce a pensar que el episodio del escrutinio estaba
escrito en una fecha comprendida entre 1591 y 1595. Sin embargo, esta hipótesis también plantea
problemas, como los que se desprenden de la referencia a Luis Barahona de Soto, «porque … fue uno
de los famosos poetas del mundo, no solo de España, y fue felicísimo en la tradución de algunas
fábulas de Ovidio» (I, 6, 87). El uso del pasado parece indicar que el escritor había fallecido cuando
Cervantes escribió el elogio. Si se entiende así, habría que trasladar la fecha por lo menos a 1595, año
de la muerte de Barahona de Soto. Por otra parte, en la conversación entre el cura y el canónigo de
Toledo, este recuerda tres tragedias de Lupercio Leonardo de Argensola (La Isabela, La Filis y La
Alejandra) que «ha pocos años que se representaron en España» (I, 48, 552). Las fechas de
composición de las tres piezas teatrales se han establecido en el lapso 1581-1585. Al mismo tiempo,
es sabido que la reflexión teórica de los capítulos finales de la Primera parte presenta la influencia de
la Philosophía antigua poética de Alonso López Pinciano, publicada en 1596: así, pocos años podría
significar en este caso ‘quince o veinte años’, lo que restaría todo alcance a la expresión, y, de paso, a
la modernidad mencionada en el capítulo 9.
La principal hipótesis externa sobre la fecha inicial de la novela se basa en argumentos no menos
problemáticos. El punto de partida fue la insistencia, por parte de Ramón Menéndez Pidal, en señalar
una posible fuente de las locuras de don Quijote de los capítulos 4 y 5: el Entremés de los
romances, pieza breve en que el labrador Bartolo enloquece por la lectura de romances heroicos hasta
creerse personaje de ellos.
Que la fecha inaugural más probable sea 1592 (o incluso 1597, momento en que, según Edward C.
Riley y Luis Andrés Murillo, Cervantes se habría concentrado en la elaboración de la novela) no
significa que el Quijote no contenga secciones escritas con anterioridad. Es el caso de la historia del
Capitán cautivo, verosímilmente compuesta de forma independiente a El ingenioso hidalgo e integrada
en la novela en una fase tardía de composición. El relato se escribió en vida de Felipe II, como
demuestran las siguientes palabras: «venía por general desta liga el serenísimo don Juan de Austria,
hermano natural de nuestro buen rey don Felipe» (I, 39, 453); el que no se añada otra cosa significa a
todas luces que el monarca reinaba en el momento en que transcurre la acción. Ahora bien, ¿cuándo
suceden los hechos que narra la novela intercalada? Al iniciar el relato de sus fortunas, Ruy Pérez de
Viedma recuerda: «Este hará veinte y dos años que salí de casa de mi padre» (I, 39, 452). Dado que
ese acontecimiento tuvo lugar en 1567, hay que situar el presente de la acción (la llegada del cautivo y
Zoraida a la venta) en torno a 1589. Este dato entra en conflicto con la tenue cronología del resto de la
novela: sabemos, por el escrutinio de la librería, que ya ha transcurrido el año 1591. Como suele
suceder en la ficción cervantina, lo más probable es que la fecha de la acción coincida con la del
momento de creación, y que el relato sea de 1589-1590. Como quiera que fuese, parece seguro que
Cervantes, antes de que se engendrara la historia del hidalgo, había escrito un relato independiente,
de notorio carácter biográfico en su primera parte, que luego decidió incorporar a la novela de 1605.
Resulta evidente que, en última instancia, el problema de la cronología temprana del Quijote es el
problema de su composición. Pocas obras muestran de un modo tan evidente las huellas del proceso
de elaboración que las recorrió, desde la primera intuición de la historia hasta la novela completada en
1604. Cervantes escribió la Primera parte del Quijote a lo largo de un período de tiempo bastante
dilatado, durante el cual su concepción de la obra fue creciendo y cambiando. Según parece, los
capítulos 1 a 18 se escribieron como texto seguido, sin divisiones internas y, por consiguiente, sin
epígrafes. Es posible que Cervantes abandonara la historia durante un tiempo, mientras se dedicaba a
otros proyectos, y que al regresar a ella decidiera desarrollarla y dividirla en capítulos: tal decisión se
produjo en la linde del actual capítulo 19. Los cambios pudieron deberse a la voluntad de interpolar
nuevos materiales en lo que ya había escrito; así, la nueva y más elaborada parodia de las novelas de
caballerías que Cervantes tenía en mente implicaba una división retrospectiva del texto.
Mientras iba conformándose la idea del Quijote como parodia de los libros de caballerías, Cervantes
tuvo que introducir cambios en pasajes preexistentes y añadir episodios completos que concentraran o
amplificaran ese foco paródico. Según Stagg, la más célebre de esas interpolaciones tempranas fue
probablemente el escrutinio de la librería. El episodio está entre dos capítulos (5 y 7) en los que
Cervantes, acaso por imitación del Entremés de los romances, presenta a su protagonista declamando
versos del romancero, en lugar de frases tomadas de los libros de caballerías. La interpolación del
capítulo 6 parece demostrarse asimismo porque el episodio entraña una contradicción: el ama de don
Quijote quema sus libros mientras este duerme; sin embargo, en el párrafo siguiente, el cura y el
barbero deciden que «le murasen y tapiasen el aposento de los libros, porque cuando se levantase no
los hallase»
Una característica fundamental de los métodos de redacción y revisión de la Primera parte
del Quijote es la tensión entre el desarrollo de la trama principal y la elaboración de episodios
individuales e historias intercaladas. Parte de la crítica piensa que la imagen mental que Cervantes
tenía de su historia progresaba unidad a unidad, episodio a episodio, sobre todo a partir del capítulo 9.
José Manuel Martín Morán ha sostenido que Cervantes era materialmente incapaz de imaginar como
un todo coherente una trama tan extensa: mediante formas de composición oral, habría empleado un
método próximo al collage, yuxtaposición suelta de episodios e historias, con los que habría
conformado una narración continua. La imaginación cervantina prefería como unidad básica de
composición el episodio en lugar de la trama unificada; ello contribuiría a explicar la proliferación, a lo
largo de la Primera parte, de historias intercaladas, conectadas de forma muy leve con las aventuras
de don Quijote. Del mismo modo, esta hipótesis permite dar cuenta de la descuidada revisión
cervantina: sencillamente, cuando el escritor se concentraba en la escritura o corrección de un capítulo
concreto no era capaz de retener una imagen coherente y detallada de toda la historia.
El escritor halló en ese libro una exhortación a variar la historia y a capturar la atención del lector
mediante la inclusión de episodios que fueran tan interesantes que pudieran separarse de la narración
principal y disfrutarse por sí mismos. A partir del capítulo 22 de la versión impresa, el número de
episodios de este tipo se multiplica. En el esquema primitivo, los veintidós primeros capítulos se
centraban en las aventuras de don Quijote y Sancho; los demás, escritos bajo la influencia de la
reciente lectura del Pinciano, se decantaron por las historias intercaladas.
La tradición cervantista ha tendido a pensar que la redacción de la Segunda parte no comenzó
inmediatamente después de la publicación de la Primera, sino que transcurrió cierto tiempo antes de
que Cervantes se decidiera a escribir la continuación.
En suma, la Segunda parte del Quijote, frente a la Primera, trasluce un proceso de elaboración menos
atormentado. Cervantes compuso la novela a lo largo de un período de tiempo extenso, entre siete y
diez años, a la vez que escribía y revisaba otras obras (las Novelas ejemplares, el Viaje del
Parnaso, el Persiles, los libros que aún promete en su lecho de muerte), y es posible que detuviera la
redacción para concentrarse en alguno de los proyectos que acometió en sus años finales, ricos en
actividad creativa y editorial. Según parece, estas circunstancias no implicaron cambios considerables
en la concepción de la obra, que manifiesta un pulso sostenido. La estructura accidentada
del Quijote de 1605 pone de manifiesto que Cervantes desarrolló y perfeccionó su libro a medida que
lo rescribía: las renuncias, los arrepentimientos y las incoherencias del texto permiten evocar un
apasionante proceso de arquitectura novelística. La obra de 1615 nace de los resultados de esa
experiencia: a partir de la novela precedente y de los juicios de los lectores, a cuya opinión siempre fue
sensible, Cervantes planea una ficción que completa —y, en cierto sentido, rectifica— las posibilidades
de su antecesora. No hay señales de una revisión profunda, sino vislumbres de la forma en que pudo
llevarse a cabo la composición de algún pasaje suelto, sin que se deduzcan de ello fases de redacción
nítidas. Solo un imprevisto, la osadía de Avellaneda, pudo desafiar al diseño original; el ardor de ese
último combate atraviesa la conclusión de la novela, prólogo incluido. Jamás sabremos cuántas
páginas tuvo que desechar o modificar Cervantes para que el texto en construcción se adaptara a las
nuevas circunstancias provocadas por la irrupción del apócrifo. Como sucede con Las semanas del
jardín y la segunda parte de La Galatea, las aventuras zaragozanas del verdadero don Quijote, que
quizá existieron algún día, serán para siempre la quimera de imaginaciones literarias.