El Llamado A La Sanidad

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El llamado a la Santidad

Título: El llamado a la Santidad

Texto: 1 Corintios 1: 1-3


«A la iglesia de Dios que está en Corinto, a los que han sido
santificados en Cristo Jesús y llamados a ser su santo pueblo, junto
con todos los que en todas partes invocan el nombre de nuestro Señor
Jesucristo, Señor de ellos y de nosotros»*

Introducción:
En esta noche queremos hablar sobre el tema de cómo parecernos
más a Dios, y eso es por medio de la SANTIFICACIÓN. Trataremos de
hablar sobre los siguientes puntos:

(1)    El llamado a la Santificación.


(2)    El Santificador.
(3)    El Creyente y la Santificación gradual.
(4)    Los Frutos de la Santificación.

Bosquejo

1.    El llamado a la Santificación. — El llamado de Dios a la


Salvación no es un llamado intelectual, o místico; es un llamado a ser
parte de la Familia de Dios por medio del Nuevo Nacimiento como ya
hemos enseñado.

a.    Santificación en el Texto Original se refiere a algo que ha sido


SEPARADO, o CONSAGRADO a Dios. ¿Separado de qué? Separado del
pecado para SERVIR a JESUCRISTO.

b.    JESUCRISTO en Su Oración Intercesora antes de ir a la Cruz del


Calvario, ora al Padre por NUESTRA Santificación, a través de Su
Sacrificio en la Cruz. Juan 17:17-19 dice:

i.    «Santifícalos en la verdad; tu palabra es la verdad.18 Como tú me


enviaste al mundo, yo los envío también al mundo.19 Y por ellos me
santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la
verdad.»
c.    Sigamos con nuestro segundo punto.

2.    El Santificador. — (2 Tesalonicenses 2:13) «Nosotros, en


cambio, siempre debemos dar gracias a Dios por ustedes, hermanos
amados por el Señor, porque desde el principio Dios los escogió para
ser salvos, mediante la obra santificadora del Espíritu y la fe que tienen
en la verdad.»

a.    Como podemos ver, el Santificador es El Espíritu Santo, quien


primeramente nos hace nacer de Nuevo, y nos SANTIFICA
Instantáneamente, limpiando nuestras vidas con la Sangre de
JESUCRISTO. Eso es una obra Instantánea que solamente DIOS puede
hacer, porque nadie puede limpiarse así mismo de sus pecados. Ahora
veamos algunos aspectos sobre la Obra de la Santificación por medio
del Espíritu Santo.

i.    La Santidad es Instantánea.  — La Santificación es la posición del


creyente que ha sido SEPARADO de la esclavitud del pecado, para
SERVIR a JESUCRISTO.

(1)    De ahí que el apóstol Pablo en sus Epístolas, cuando se dirigía a


los miembros de una iglesia local, les saludaba llamándoles SANTOS.
Eso no lo hacía porque habían alcanzado la perfección, sino porque
habían sido lavados en la SANGRE de JESUCRISTO El Hijo de Dios. 2
Corintios 1:1 dice:

(a)    «Pablo, apóstol de Cristo Jesús por la voluntad de Dios, y


Timoteo nuestro hermano, a la iglesia de Dios que está en Corinto y a
todos los santos en toda la región de Acaya,»

(2)    Como podemos ver, todo creyente es considerado como parte


del grupo de los “SANTOS”, no porque haya alcanzado la perfección,
porque solamente DIOS es PERFECTO, sino porque ha sido SEPARADO
del pecado para servir a JESUCRISTO nuestro Salvador.

ii.    La Santidad también es Progresiva o gradual. — (2 Corintios 7:1)


«Como tenemos estas promesas, queridos hermanos, purifiquémonos
de todo lo que contamina el cuerpo y el espíritu, para completar en el
temor de Dios la obra de nuestra santificación.»
(1)    Esta etapa de la vida del cristiano se conoce como Santificación
Progresiva, o gradual, porque el creyente siempre está en un proceso
donde necesita a Dios TODO el tiempo.

(2)    Y eso nos lleva al siguiente punto.

3.    El Creyente y la Santificación gradual. — Veamos algunas


cosas sobre este punto:

a.    El primero es que como hemos dicho ya, es Dios quien hace la
obra en nosotros.

b.    El segundo es que nosotros también tenemos una parte en la


santificación, y es que está en nosotros el desear la santificación por
parte de Dios, haciendo decisiones de apartarnos del pecado, y
acercarnos a Dios. Veamos 1 Pedro 1:13-22:

i.    «Por eso, dispónganse para actuar con inteligencia; tengan


dominio propio; pongan su esperanza completamente en la gracia que
se les dará cuando se revele Jesucristo.14 Como hijos obedientes, no
se amolden a los malos deseos que tenían antes, cuando vivían en la
ignorancia.15 Más bien, sean ustedes santos en todo lo que hagan,
como también es santo quien los llamó; 16 pues está escrito: «Sean
santos, porque yo soy santo.»17 Ya que invocan como Padre al que
juzga con imparcialidad las obras de cada uno, vivan con temor
reverente mientras sean peregrinos en este mundo.18 Como bien
saben, ustedes fueron rescatados de la vida absurda que heredaron de
sus antepasados. El precio de su rescate no se pagó con cosas
perecederas, como el oro o la plata, 19 sino con la preciosa sangre de
Cristo, como de un cordero sin mancha y sin defecto.20 Cristo, a quien
Dios escogió antes de la creación del mundo, se ha manifestado en
estos últimos tiempos en beneficio de ustedes.21 Por medio de él
ustedes creen en Dios, que lo resucitó y glorificó, de modo que su fe y
su esperanza están puestas en Dios. 22 Ahora que se han purificado
obedeciendo a la verdad y tienen un amor sincero por sus hermanos,
ámense de todo corazón los unos a los otros.»
c.    ¿Cuál es el método de la santificación? Como podemos ver, nos
purificamos o santificamos, obedeciendo a la Verdad, que es la Palabra
de Dios.

i.    «¿Cómo puede el joven llevar una vida íntegra? Viviendo conforme
a tu palabra.10 Yo te busco con todo el corazón; no dejes que me
desvíe de tus mandamientos.11 En mi corazón atesoro tus dichos 
para no pecar contra ti.» (Salmo 119:9-11)

ii.    Y ahora concluimos con nuestro último punto.

4.    Los Frutos de la Santificación. — La Santificación es el


resultado del Nuevo Nacimiento. El cambio interior por la regeneración
en nuestras vidas por medio del Espíritu Santo, produce un cambio real
en la vida del creyente. Veamos algunas cosas sobre esto:

a.    Debe de haber un deseo de cuidar nuestras vidas de las


consecuencias del pecado. Esto es en cuanto a lo que uno ve, escucha
o dice. El Texto Sagrado nos amonesta a abstenernos de las cosas que
nos llevan al pecado, y más bien a buscar el Ser LLENOS del ESPÍRITU
SANTO.  Efesios 5:15-19 dice:

i.    «Así que tengan cuidado de su manera de vivir. No vivan como


necios sino como sabios, 16 aprovechando al máximo cada momento
oportuno, porque los días son malos.17 Por tanto, no sean insensatos,
sino entiendan cuál es la voluntad del Señor.18 No se emborrachen
con vino, que lleva al desenfreno. Al contrario, sean llenos del
Espíritu.19 Anímense unos a otros con salmos, himnos y canciones
espirituales. Canten y alaben al Señor con el corazón, 20 dando
siempre gracias a Dios el Padre por todo, en el nombre de nuestro
Señor Jesucristo.»

ii.    El Himno antiguo: Te necesito a toda hora, decía que las


tentaciones pierden su poder cuando Dios está cerca. Hablando de la
importancia de estar cerca de Dios. Por eso el título de “Te necesito a
toda hora”.

iii.    Ese himno dice la realidad de la necesidad de TODO creyente de


estar cerca de Dios, y eso es el resultado de la SANTIFICACIÓN.
b.    Recordemos el Título de esta Lección y es que Dios nos ha
llamado a ser Santos. Veamos 1 Tesalonicenses 4:7:

i.    «Dios no nos llamó a la impureza sino a la santidad»

c.    Y para concluir, terminamos con las Palabras encontradas en 1


Tesalonicenses 5:23:

i.    «Que Dios mismo, el Dios de paz, los santifique por completo, y
conserve todo su ser —espíritu, alma y cuerpo— irreprochable para la
venida de nuestro Señor Jesucristo.»

Conclusión:
Oremos.

*Toda referencia Bíblica es tomada de la Biblia, Nueva Versión


Internacional.

El reto de la santidad N° 2
Levítico: 19:

Santidad es algo que el SEÑOR nos pide en su palabra. La santidad es


el requisito para poder ver al SEÑOR. En Hebreos 12:14 dice “Seguid la
paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor”.

A través de la palabra se describe al SEÑOR como santo y como tal


debe serlo su pueblo, es un mandato de Dios, que nos mantengamos
alejados del pecado, y que seamos santos como Él lo es. Levítico 19:2
“Habla a toda la congregación de los hijos de Israel, y diles: Santos
seréis, porque santo soy yo Jehová vuestro Dios”. 1Pedro 1:16 “porque
escrito está: Sed santos, porque yo soy santo”.

Como pueblo escogido por DIOS debemos ser santos, puros y sin
manchas. Una manera de honrar ese llamado de DIOS es viviendo en
santidad. En su palabra el SEÑOR nos dice Levíticos 7:6 “Porque tú
eres pueblo santo para Jehová tu Dios; Jehová tu Dios te ha escogido
para serle un pueblo especial, más que todos los pueblos que están
sobre la tierra”.

El reto de la santidad no es fácil, es para valientes, para corazones


dispuestos y entregados al SEÑOR, para personas que su único interés,
es agradar al SEÑOR con todo su ser. 1Pedro1:15 “sino, como aquel
que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra
manera de vivir”. Que quiere decir en toda nuestra manera de vivir?

Pero ¿CÓMO ALCANZAMOS LA SANTIDAD?

Una manera de alcanzar la santidad es evitando el pecado, no


haciendo las cosas que desagradan al SEÑOR. Veamos unos ejemplos
de esas cosas que el SEÑOR no quiere que hagamos. Romanos 1:29-
31 “estando atestados de toda injusticia, fornicación, perversidad,
avaricia, maldad; llenos de envidia, homicidios, contiendas, engaños y
malignidades; 1:30 murmuradores, detractores, aborrecedores de
Dios, injuriosos, soberbios, altivos, inventores de males, desobedientes
a los padres, 1:31 necios, desleales, sin afecto natural, implacables, sin
misericordia”.

Proverbios 6:16-19 “Seis cosas aborrece Jehová, Y aun siete abomina


su alma: 6:17 Los ojos altivos, la lengua mentirosa, Las manos
derramadoras de sangre inocente, 6:18 El corazón que maquina
pensamientos inicuos, Los pies presurosos para correr al mal, 6:19 El
testigo falso que habla mentiras, Y el que siembra discordia entre
hermanos”.

El SEÑOR en su palabra nos da las instrucciones precisas y claras de


cómo vivir una vida en santidad. A través de la Biblia encontramos
pasajes que nos enseñan este modo santo de vivir, veamos dos
ejemplos en Romanos: 12:14 y Hebreos 13:1 DEBERES CRISTIANOS:

Romanos 12:14-21
v.14 Bendecid a los que os persiguen; bendecid, y no maldigáis. v.15
Gozaos con los que se gozan; llorad con los que lloran. v.16 Unánimes
entre vosotros; no altivos, sino asociándoos con los humildes. No seáis
sabios en vuestra propia opinión. v.17 No paguéis a nadie mal por mal;
procurad lo bueno delante de todos los hombres. v.18 Si es posible, en
cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres. v.19
No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la
ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el
Señor. v.20 Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si
tuviere sed, dale de beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego
amontonarás sobre su cabeza. v.21 No seas vencido de lo malo, sino
vence con el bien el mal.

La oración diaria (de arrepentimiento) y el escudriñar las escrituras son


dos maneras más de lograr esa santidad que el SEÑOR nos pide. El
orar es el medio que el SEÑOR nos dejó para que nos comuniquemos
con El. A través de la oración diaria fortalecemos nuestra relación con
DIOS, durante la oración el SEÑOR en su misericordia inclina su oído a
nuestro clamor y en su tiempo y voluntad nos responde. Salmo 5:2
“Está atento a la voz de mi clamor, Rey mío y Dios mío, Porque a ti
oraré. 5:3 Oh Jehová, de mañana oirás mi voz; De mañana me
presentaré delante de ti, y esperaré”.

El estudiar o escudriñar las escrituras a diario nos enseña a conocer la


voluntad de DIOS para nuestras vidas. Efesios 5:17 “Por tanto, no
seáis insensatos, sino entendidos de cuál sea la voluntad del Señor.
¿Conoce Ud. cuál es la voluntad de DIOS para su vida?

El caminar en santidad el SEÑOR sabe que no es fácil para nosotros,


que aunque no somos del mundo, vivimos en el. Por eso en su infinita
misericordia el SEÑOR nos dejó al ESPIRITU SANTO para que nos
exhorte a continuar perseverando en el caminar diario con El.
Asimismo el Espíritu Santo fue enviado por el SEÑOR para que nos
guíe a todo conocimiento y sabiduría de DIOS y nos redarguya de
nuestros pecados. Es importante que como cristianos invitemos al
Espíritu Santo a morar con nosotros, en todo lugar y en todo tiempo,
especialmente cuando nos movemos en el mundo.

Juan 14:16 “Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que


esté con vosotros para siempre: 14:17 el Espíritu de verdad, al cual el
mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros
le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros”.

Romanos 8:14 “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de
Dios, éstos son hijos de Dios”.
Vivir en santidad es un mandato del SEÑOR, es el requisito que él nos
pide para verlo cara a cara. Vivir en santidad es también esforzarnos
cada día en agradarle al SEÑOR, y solo a Él. Vivir en santidad es
igualmente ser agradecidos con el sacrificio que JESUS hizo en la cruz
por nuestros pecados.

La santidad es un escudo que nos guarda de las acechanzas del


enemigo, es vivir en el mundo pero no hacer parte de él. Cuando
caminamos en santidad le estamos cerrando la puerta al pecado que
nos hace perder la comunión con el SEÑOR. Andando en santidad nos
hace sensibles a la voz del Espíritu Santo que está ahí para guiarnos en
el caminar con CRISTO.

Vivir en santidad nos hace mejor esposos, hijos, padres, madres y


cristianos en esta tierra. Pero la recompensa más grande es que
seremos dignos de ver al SEÑOR cara a cara como él lo promete en su
palabra.

En hebreos 12:14 dice “Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la


cual nadie verá al Señor”.

Amen

Abandonando el pecado surge la santidad


No importa qué hayamos logrado u obtenido en la vida. Si no tenemos
la santidad, hemos perdido lo fundamental. Para desarrollar el tema de
la santidad el autor parte del imperativo de Pablo en Colosenses 3 de
«desvestirse» y «vestirse». Por último destaca cuatro conceptos de 2
Corintios 7.1 de cómo el creyente llega a la santidad.
Tratar el tema de la santidad es como caminar por un campo minado:
debe hacerse con mucha cautela. Pues, al tocar el tema, nos
acercamos a uno de los nervios principales y más sensibles del cuerpo
cristiano.

Todos sabemos cuál es el principal mandamiento de Dios, aquel que


dirige todo lo que Dios demanda de nosotros. Fue declarado
directamente por nuestro Señor Jesucristo: «Ama al Señor tu Dios con
todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus
fuerzas.» (Mr 12.30) En la misma oportunidad, pronunció el segundo
gran mandamiento en escala de importancia: «Ama a tu prójimo como
a ti mismo.» (Mr 12.31)

Con estos dos mandamientos, se enmarca la mayor parte de la vida


cristiana. Pero, quisiera sugerir uno en el tercer lugar de importancia:
«Sean ustedes santos, porque yo soy santo.» (1 Pe 1.16)

No es una «sugerencia», y no hay alternativa. Dios demanda nuestra


santidad. Y para acentuar la importancia que tiene la santidad en
nuestra vida, el autor de hebreos afirma categóricamente: «Pues sin la
santidad, nadie podrá ver al Señor.» (He 12.14)

Este último versículo debe encender una luz roja de advertencia en


nuestra mente. Sin ninguna duda los temas de actualidad en nuestras
iglesias son importantes: la alabanza, la evan-gelización, el estudio, la
liberación, la oración, etcétera. Pero a pesar de la importancia de los
muchos temas que manejamos, la realidad es que «sin la santidad,
nadie podrá ver a Dios». Si descuidamos esta dimensión de la vida
cristiana, ninguna de las otras tiene valor.

Cinco aclaraciones

Desde el inicio del desarrollo de este tema, es necesario hacer varias


aclaraciones.
Primero, somos santos, pero no lo somos. Es decir, la Biblia dice que
ya somos santos, sin embargo, también deja claro que todavía no lo
somos en su sentido pleno.

El significado principal de la palabra «santo» es simplemente


«separado». Una cosa o persona «santa» es aquella que ha sido
separada para Dios. El cristiano es «santo» porque ya no es «hijo de
Satanás» sino hijo de Dios. Ha sido apartado de la «humanidad» para
participar en un reino diferente, para participar en y con un pueblo
diferente. Es por esta razón que Pablo llama «santos» a «todos los que
en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo.» (1
Co 1.2) Si soy de Cristo, soy santo.

Pero ser santo como Dios es santo es otro tema. Ya no está hablando
de nuestra posición en Cristo, sino de nuestra calidad de vida. Uno
puede ser hijo de Dios, pero, aun así, puede estar siguiendo un estilo
de vida que está lejos de ser santo. Seguramente todos conocemos a
muchos hermanos que son capaces, inteligentes y cono-cedores de la
Palabra. Pero también, seguramente, hemos de conocer a pocos
santos.

Segundo, la santificación no es un evento, es un proceso. Es tentador


pensar que la conversión, u otra experiencia cristiana, incluyera la
santificación como un hecho acabado definitivamente. Pero, es una
ilusión.

Siempre ha habido quienes piensen que esto sí es posible,


especialmente en el siglo pasado. El planteamiento de esta gente es
que un cristiano puede experimentar una «consagración», un
«bautismo», una «unción» u otra clase de experiencia que lo deja libre
de pecado.

Pero el apóstol Juan enseña que esta pretensión es mentira. La


persona que piensa que ha superado al pecado se engaña a sí misma
(1 Jn 1.8). Una buena parte del Nuevo Testamento es exhortación a
apartar de nuestra vida ciertas actitudes y prácticas, y a agregar a ella
otras. Si fuera posible reducir el proceso a una «experiencia», buena
parte del Nuevo Testamento no sería necesaria.
Tercero, la santificación es inal-canzable. Una multitud frente al trono
de Dios en el cielo nos afirma la verdad: «Pues solamente tú eres
santo» (Ap 15.4). Toda santidad humana o angélica es una pálida
reflexión de la santidad de Dios. Al lado de él todo blanco parece gris y
toda luz, amarillenta.

La persona que piensa que ya ha alcanzado la santidad simplemente


tiene un dios enano. Al contrario, nuestra actitud debe ser igual a la de
Pablo cuando dijo: «No quiero decir que ya lo haya conseguido todo, ni
que ya sea perfecto; pero sigo adelante con la esperanza de
alcanzarlo.» (Fil 3.13)

Felizmente, nuestro Dios es muy grande, así que siempre estaremos


lejos de ser como él, y siempre tendremos abundante espacio para
crecer.

Cuarto, la santidad no es para una minoría elegida. A veces pensamos


que es para personas como la madre Teresa de Calcuta, o Billy
Graham, y con eso, nos disculpamos. Pero la exhortación está dirigida
a toda la iglesia: «Porque ya sabéis qué instrucciones os dimos por el
Señor Jesús; pues la voluntad de Dios es vuestra santificación.» (1 Ts
4.2,3)

La voluntad de Dios para nosotros no es que seamos felices, ni


«realizados», ni prósperos, sino santos. No importa cuánto éxito
tengamos en la vida y en la iglesia, si perdemos en este aspecto, a los
ojos de Dios, habremos fallado en lo principal.

Quinto, la santificación nada tiene que ver con aislarse del mundo. Tal
como el pecado tiene sus raíces profundas dentro de nosotros (Mr
7.20-23), así también la santidad se genera desde muy adentro. Afecta
nuestras actitudes y conducta, pero trasciende a ellas. En términos
bíblicos, tiene que ver con el «corazón», con ese núcleo muy interno
que controla todo lo que somos.

La santidad nada tiene que ver con las circunstancias que nos rodean.
Una persona puede ser santa en el negocio, aula o cocina. Pero a la
vez puede ser un diablo en el monasterio.
El movimiento monástico nació, en parte, a raíz de esa búsqueda. «Si
uno se aparta de la ciudad, busca la soledad de las montañas o del
desierto, allí puede encontrarse con Dios, allí puede encontrar la
santificación.» Pero no es así, porque llevamos el mal en nosotros
dondequiera que vayamos.

El Señor Jesús es el mejor ejemplo de esto. Lo criticaron porque no se


apartó de los pecadores; peor, frecuentaba los lugares «mundanos».
La gente religiosa lo condenó fuertamente por esa causa (Lc 7.34).

Pero sabemos bien que la gente y los lugares «mundanos» no conta-


minaron de ninguna manera al Señor, porque es el único hombre
verdaderamente santo que ha cami-nado sobre esta tierra. Ilustro este
principio con la siguiente analogía:

La santidad en nada se parece al termómetro. Porque el termómetro


se somete al ambiente donde está. Si hace calor, sube; si hace frío,
baja. Pero sí es parecida al termostato, porque el termostato afecta
directamente el ambiente donde está. Si uno sube el termostato, la
temperatura sube; si lo baja, la temperatura baja.

Una aplicación muy práctica de este principio es la pregunta que


escuchamos a menudo: «¿Puede el joven ir al baile?» Y la respuesta
tiene que ser «sí»... y «no».

«Sí», porque el joven santo podría ir al baile y no dejarse moldear por


el ambiente, ni por la música, ni por el «aroma sexual». Podría entrar,
establecer una relación amistosa con otros jóvenes, y ser un verdadero
«termostato» en ese ambiente.

Pero normalmente la respuesta tiene que ser «no», porque como bien
sabemos, muy pocos de nuestros jóvenes pueden recibir la calificación
de «santo». No podrían ir sin absor-ver el ambiente, y en alguna
medida, sin hacerse daño.

Ser y no ser

¿Cómo llegamos a la santidad? Pues, en la práctica, es como una


moneda, tiene dos caras. Por un lado, las Escrituras nos exhortan a
ser, pero por el otro, nos instan a no ser. O, para utilizar la figura de
Pablo en Colosenses, es «desvestirnos» de una forma de vida y
«vestirnos» de otra (Col 3).

Ser santo es «sencillamente» ser más parecido a Dios. Nada tiene que
ver con conocimiento, capacidad, dones, carismas, etcétera. Todos
estos aspectos son importantes, pero ningu-no es necesariamente
evidencia de la santidad. Porque la santidad nada tiene que ver con
presencia, sino con esencia. No tiene que ver con aparien-cia o
características personales, sino con lo más profundo del ser humano.

Insisto en esto, porque es tan fácil confundir la imagen con la realidad.


Hoy día la industria cinematográfica puede producir imágenes que,
aparentemente, no distan de ninguna manera de la realidad. Nos
convencen totalmente. Sin embargo, son imágenes, apariencias.

El problema es que lo mismo puede fácilmente ocurrir en la iglesia.


Aprendemos a representar excelente-mente el «papel» de buen
creyente. Sabemos cómo vestirnos, cómo cantar y orar, cómo
relacionarnos con los demás hermanos. Son aspectos sociales y visibles
de la vida cristiana que aprendemos, esencialmente, por imitación.

Pero el verdadero peligro se presenta cuando confundimos estos


buenos hábitos evangélicos con la espiritualidad. Lamentablemente,
uno no se hace santo simplemente porque ha aprendido a ajustarse
conve-nientemente al molde que suponemos es la santidad.

A primera vista, el santo es una persona común y corriente. No


presenta una cara más piadosa, ni tampoco una aureola. Es cuando
comenzamos a conocerlo que descu-brimos que tiene otra dimensión,
que tiene una realidad y profundidad espirituales más allá de lo
común. Es cuando comenzamos a conocerlo que descubrimos a Dios
en su vida.

Así era el Señor Jesús. Isaías 53.2 sugiere que no tenía un aspecto
atrayente. Era un barbudo entre muchos barbudos. Aun sus propios
discípulos se confundieron y se preguntaron «¿quién es este hombre?»
Creían, pero no lo entendían, porque Jesús era realmente un hombre,
pero a la vez, más que un hombre.
Sí, ser santo es «sencillamente» ser cada vez más parecido a Dios. Es
una transformación y renovación de nuestra personalidad,
cosmovisión, emociones, de todas esas dimensiones profundas de
nuestro ser.

Pero la moneda tiene otra cara, «no ser». La mayoría de nosotros no


somos santos porque mantenemos factores en nuestra vida que lo
impiden. Por esta misma razón las Escrituras abundan en
exhortaciones a evitar, poner de lado, huir, despojarse, rechazar,
etcétera.

No hay un camino mágico hacia la santidad. No se basa simplemente


en una decisión o una experiencia. El santo se forja en medio de la
lucha, y muy a menudo a través del sufrimiento. Es aquella persona
que elige el camino estrecho, que nada contra la corriente.

El enclave principal de la lucha se llama «pureza».

La pureza es, en su esencia, la ausencia de contaminantes. Aquello


que es puro no tiene mezclas, en él no existe pizca de material
extraño. Es aquella persona que en su vida ha hecho desaparecer las
distorsiones comunes del pecado.

Por supuesto, nunca debemos confundir la pureza humana con la de


Dios. Aun con los medios científicos más sofisticados es difícil crear
una sustancia perfec-tamente pura. Con la sola presencia de un átomo
ajeno, se pierde la pureza.

De la misma manera, nosotros solamente podemos aproximarnos a la


pureza de Dios. Aquí también interviene un factor de relatividad, factor
debido a nuestra humanidad. Lo ilustro de esta manera: Si tomamos
un litro de agua de la cloaca, y sacamos ochenta por ciento de las
impurezas, el agua ha progresado mucho en su procesamiento hacia la
pureza. Sin embargo, ¿quién se atrevería tomar un vaso de esa agua?

Pero por otro lado, si tomamos un litro de agua de un manantial y


sacamos ochenta por ciento de sus impurezas, también es un logro
importante, sin embargo, hay poca diferencia entre el agua original y
el agua «purificada».
Así es también con la pureza espiritual humana. Hay personas que
comienzan su vida cristiana saliendo del pozo más profundo de
degradación humana. Puede ser que en su lucha hacia la santidad
tengan grandes logros, con cambios obvios para el observador
externo..., aunque el resultado todavía pudiera parecer muy lejano de
lo ideal.

Pero por otro lado, otros comienzan como el joven rico (Mr 10.20),
relativamente sanos y sin mayores distorsiones morales. Ellos también
tienen sus luchas en el camino de la santidad, pero para el observador
externo, sus grandes logros son apenas perceptibles.

La conclusión es sencilla: nunca podremos medirnos teniendo como


referencia a otras personas. Es despreciable y peligroso pensar «no
soy tan santo como Fulano, pero felizmente estoy mejor que
Mengano». Pablo habla de los que «cometen una tontería al medirse
con su propia medida y al compararse unos con otros.» (2 Co 10.12)

En la práctica, tenemos que mirar en dos direcciones. Hacia adelante,


para fijarnos en el modelo que tenemos, el Señor Jesucristo;
solamente podemos compararnos con él. Pero a la vez, debemos mirar
hacia atrás con frecuencia y preguntarnos: «¿Estoy avanzando en el
camino? ¿Soy igual hoy que hace seis meses, un año, dos años?» Lo
importante no es dónde estemos en el camino hacia la santidad, sino
cuánto hemos avanzado.

Pero la lucha para lograr la santidad es mucho más que «evitar» o


«resistir» el pecado. El santo odia el pecado (Pr 8.13; Am 5.15; Ro
12.9).

El pecado es muy dañino, extremadamente odioso para el santo, de tal


manera que estará dispuesto a tomar cualquier medida para eliminarlo
de su vida.

Es la actitud que tira esa revista a la basura porque sabe que le hace
daño. Es esa actitud que apaga la televisión porque dicho programa
inunda la casa y la mente con actitudes dañinas, o que sale de la sala
cinematográfica antes de que termine la película, porque esta lo
corrompe.
La regla es sencilla: si alimentamos nuestra mente con basura, se hace
imposible tener una mente pura. No pensemos que podemos
surmergirnos en la cultura mundana y salir sin mancha.

Pablo subraya el papel decisivo de nuestras mentes con estas


palabras: «Por último, hermanos, piensen en todo lo verdadero, en
todo lo que es digno de respeto, en todo lo recto, en todo lo puro, en
todo lo agradable, en todo lo que tiene buena fama. Piensen en todo lo
que es bueno y merece alabanza. Pongan en práctica lo que les
enseñé y las instrucciones que les di, lo que me oyeron decir y lo que
me vieron hacer: háganlo así y el Dios de paz estará con ustedes.» (Fi
4.8,9)

La pureza es una de las claves de la santidad, pero también es su


eslabón débil. Ya escucho las reacciones: «¿De qué planeta vienes?
Vivimos en un mundo real. Si hablamos de pureza, se mueren de risa.
Si tratamos de vivir en pureza, ¡nos comen vivos!»

Sí, es un tema «extraterrestre». Sí, hablar y vivir la santidad implica


luchar, y a veces, contra fuerzas crueles. Es justamente por esta razón
que hay escasez de santos entre nosotros.

Pero, ¿qué alternativa tenemos? «Pues sin la santidad, nadie podrá ver
al Señor».

¿Cómo llegamos a ser santos?

Un versículo clave es 2 Corintios 7.1, y quisiera destacar cuatro de sus


conceptos.

A la luz de estas promesas que tenemos

¿Cuáles promesas? Pues, tenemos que considerar el contexto, porque


este versículo es la conclusión, la aplicación de lo que Pablo acaba de
afirmar.

Somos, dice Pablo, templo del Espíritu Santo (6.16). La iglesia,


nosotros, formamos la casa donde el Espíritu ha venido a residir. En
cumplimiento a sus promesas, Dios vive entre nosotros, anda entre
nosotros (v. 6). Esta idea nos hace recordar a Juan 14.23: «El que me
ama, hace caso de mi palabra; y mi Padre lo amará, y mi Padre y yo
vendremos a vivir con él.» Pero no sólo habla de la habitación de Dios
con nosotros, sino que también el Señor Jesús habla de una relación
Padre hijo, una relación íntima, cálida.

Las promesas son la presencia real, cercana, íntima de Dios en nuestra


vida. Sin embargo, en la práctica, aunque cantamos «Dios está aquí»,
con toda pasión, nos quedamos muy lejos de Dios.

¿Por qué? Porque pensamos, hablamos y actuamos como si él no


estuviera presente. En la práctica, nuestra regla es «nadie verá, nadie
sabrá, nadie se preocupará». Hemos olvidado completamente que:
«Nada de lo que Dios ha creado puede esconderse de él; todo está
claramente expuesto ante aquel a quien tenemos que rendir cuentas.»
(He 4.13)

Seguramente, si pudiéramos verlo físicamente a nuestro lado, nuestra


vida sería muy diferente. Pero vivimos por fe... y, lamentablemente,
muy poca fe.

Un factor esencial para crecer en la santidad es estar consciente de la


constante presencia de Dios. Es vivir como dicen las Escrituras que lo
hacía Moisés, «como si viera al Dios invisible» (He 11.27).

En este sentido, la santidad es contagiosa. La «absorbemos» cuando


conscientemente andamos y conversamos con nuestro Padre.

En el temor de Dios

El salmista nos dice que temer a Dios es el comienzo de la sabiduría


(Pr 9.10). Este pasaje indica que también nos inicia en el camino de la
santidad.

Pero esta es una dimensión de nuestra fe evangélica que casi se ha


perdido. Concebimos a Dios muy pequeño, muy «domesticado».
Reducimos el valor de su existencia solamente para el alivio de
nuestras necesidades.

Entiendo a los hermanos que oran al «papito Dios», pero veo en las
Escrituras que las personas que tuvieron un encuentro cercano con
Dios reaccionaron de una manera muy diferente. Juan, por ejem-plo,
era el discípulo más íntimo de Jesús, es del único que se dice
específicamente que Jesús lo amaba (Jn 19.26, 21.20). Sin embargo,
cuando vio a Jesús glorificado, cayó a sus pies como muerto (Ap 1.17).
Por tener un concepto pobre de Dios, no sabemos qué es «temer» a
Dios.

La palabra griega traducida «temer» aquí (2 Co 7.1), muchas veces se


traduce por «miedo». El temor casi llega al miedo. Seguramente, como
hijos, no debemos sentir miedo a Dios... la gente de afuera, sí, pero
nosotros, no. Juan afirma que el amor echa fuera el miedo (1 Jn 4.18).

Pero el temor y el miedo son muy parecidos. El temor es lo que


sentimos cuando estamos frente a algo muy grande, sumamente
poderoso... y algo misterioso. Lo ilustro con tres parábolas:

El temor de Dios es parecido al astronauta que está en camino hacia la


luna. Mira hacia atrás, y la tierra se ha reducido a una bola azulada.
Los hombres son menos que piojos, y sus glorias ya no son visibles.
Mira al espacio, y se da cuenta que ni con 1.000 vidas podría llegar a
la estrella más cercana. Está solo en la inmensidad del universo,
protegido por una cajita frágil de metal, y se da cuenta cuán pequeño
es...

O, el temor de Dios es como el oficial entrenado en la desactivación de


bombas. Recibe un llamado para investigar un paquete en un edificio.
Se pone su chaleco protector y su casco especial. Prepara sus
herramientas y se acerca al paquete. Sabe bien su tarea, y lo comienza
a abrir, pero lo hace con mucho, pero, mucho cuidado.

O, el temor a Dios es como el ratoncito del jardín zoológico, cuyo


mejor amigo es un elefante. Él siempre lleva manís y otros manjares
para su amigo gigante, y el elefante no les permite a los gatos aun ni
siquera, acercarse a la zona. El ratoncito sabe que su amigo lo ama,
sin embargo, también sabe que con un solo error de su parte, llegaría
a ser nada más que una manchita de sangre en el piso.

Señalando la actitud que debemos tener frente a Dios, el autor de


Hebreos nos exhorta a que «sirvamos a Dios agradándole con temor y
reverencia; porque nuestro Dios es fuego consumidor.» (He 12.28b,
29)

El que teme a Dios esta consciente de que está constantemente en la


presencia de aquel que sabe todo lo que uno es y lo que uno piensa;
en la presencia del Ser que hizo todo el universo con su palabra, del
Ser a quien nadie ha visto, ni puede ver (1 Ti 6.16). No podemos jugar
«juegos religiosos» con él.

Limpiarnos de toda contaminación

¿Quién es el verdadero responsable para lorgar nuestra santificación?


Pues, en un sentido, soy yo. Es cierto que la obra de santificación es
de Dios, pero depende de mí, depende de cuánto estoy dispuesto,
realmente, a pagar el precio.

La traducción de esta frase en la Versión Popular («mantenernos


limpios») despista. Porque no es una actitud pasiva, sino activa. No es
meramente mantener lo que ya he logrado, sino ir a la ofensiva,
conquistar terreno nuevo.

Pero si soy el responsable en el proceso de mi santificación, también


soy el problema principal. El obstáculo mayor no es algo que anda por
ahí en el mundo, sino lo que está aquí, bien dentro de mí. Bien dijo el
Señor que aquí adentro está el egoísmo, la falta de paciencia, los
deseos innecesarios.

Muchas veces echamos la culpa de nuestros fracasos espirituales a las


circunstancias. Los «culpables» son mis padres y la manera en que me
criaron, o mi esposa y su falta de comprensión, o la situación
económica que me tiene atado. Pero esas cosas llegan a ser un
problema porque yo estoy mal. La gente que me rodea no debe
afectar mi estado de ánimo. La situación económica no tiene nada que
ver con mi vida real.

O también echamos la culpa a nuestro carácter. «Soy así, y no voy a


cambiar a esta altura de mi vida...» Pero afirmar que hay una falla de
nuestro carácter que Dios no puede cambiar es negar todo lo que Dios
dice. Porque, justamente, son esas fallas personales lo que Dios se
propone cambiar, «...el que está unido a Cristo es una nueva persona»
(2 Co 5.17). Esas fallas personales —enojo, impaciencia, etcétera —
son fruto del pecado, y Dios quiere que llevemos fruto del Espíritu.

El pasaje dice que debemos limpiarnos de lo que puede manchar tanto


el cuerpo como el espíritu. Es decir, la tarea no se limita a ejercicios
religiosos y mentales. Tiene que ver también con lo que hacemos con
las manos y los pies, qué tocamos, a dónde vamos. Y en nuestra
cultura, se refiere al sexo. Pablo en 1 Corintios 6.20 dice que debemos
glorificar a Dios con nuestro cuerpo; en este contexto la frase tiene
que ver con el abuso del sexo. Es un tema amplio a causa de sus
distorsiones culturales, y por su exaltación en los medios de
comunicación. Pero Dios quiere que también nos limpiemos en esta
área de nuestra vida.

Perfeccionando la santidad

La palabra «perfeccionar» en este pasaje significa completar, lograr,


llevar a su término. Subraya de nuevo el hecho de que la santificación
es un proceso. Siempre estamos en camino; siempre tenemos nuevas
alturas para escalar en el horizonte.

El llamado de Pablo es un llamado a la persistencia, a la disciplina. Es


el mismo llamado que escuchamos por todas las Escrituras: «Ama al
Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu alma, con toda tu
mente y con todas tus fuerzas.» (Mr 12.30)

Una buena ilustración es la parábola del Señor acerca de las dos casas
(Lc 6.46-49). Siempre la utilizamos en la evangelización, pero también
es una certera ilustración de este tema.

Porque uno puede forjar una vida que, aparentemente, es un éxito en


todo aspecto. Un buen trabajo, una linda familia, hasta una parti-
cipación activa en la iglesia. Pero frente a las demandas de Dios, todo
se derrumba.

Es posible tener todo... sin embargo, no tener nada.


Porque Dios nos exige que seamos santos, como él es santo. No
importa qué hayamos logrado u obtenido en la vida. Si no tenemos la
santidad, hemos perdido el partido,...pues sin la santidad, nadie podrá
ver al Señor.

El autor reside en Argentina; es escritor, maestro, pastor y director de


Ediciones Crecimiento Cristiano.

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