Una Cana de Pescar para El Abuelo - Gao Xingjian PDF
Una Cana de Pescar para El Abuelo - Gao Xingjian PDF
Una Cana de Pescar para El Abuelo - Gao Xingjian PDF
estos relatos, el autor nos engancha a sus sueños más íntimos, sean los
de un niño que se ha hecho mayor, los de un joven casado que ha perdido el
amor, o los de un nadador que se ha perdido en el mar. Sonrisas y lágrimas
atraviesan esta lectura que nos deja el sabor bello y dulce de la emoción. A
través de ellos se aprecia la evolución tanto estilística como temática que el
autor desarrollará en sus obras más representativas: La Montaña del alma y
El libro de un hombre solo. El autor no duda en buscar inspiración en la
novela moderna para dar con el modo de depurar la rima, de desprenderse
de las metáforas, como hace en esta recopilación, uno de sus textos más
bellos.
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Gao Xingjian
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Título original: Gei wo laoye mai yugan
Gao Xingjian, 1986
Traducción: Laureano Ramírez
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Prólogo
Novelista, dramaturgo, pintor y poeta, Gao Xingjian comenzó, ya en los años
ochenta, a explorar nuevas técnicas expresivas a través de la creación teatral.
Traductor de Ionesco, entre otros, introdujo en China el teatro del absurdo. Al mismo
tiempo, la escritura novelística y la investigación del lenguaje han sido siempre sus
centros de interés e inspirado muchos escritos teóricos, uno de los cuales, Primer
ensayo sobre el arte de la novela moderna, desató la polémica entre el modernismo y
el realismo en las artes y la literatura. A partir de 1980 (escribió con abundancia antes
de la llamada revolución cultural, pero quemó todos sus manuscritos) publica
regularmente relatos y novelas en los que intenta aplicar los procedimientos literarios
que desarrolla triunfalmente en La Montaña del Alma.
Más que adoptar el monólogo interior o «caudal de la conciencia» de Joyce o de
Virginia Woolf, Gao Xingjian prefiere referirse a un «caudal del lenguaje» que
devuelve a la lengua toda su preeminencia en la creación literaria: no sólo como mero
instrumento que refleja la realidad, sino como objeto mismo de la investigación del
autor, tanto para evocar lo real como los sueños, los fantasmas como la espiritualidad.
En estos procesos, Gao Xingjian acopia toda la riqueza del chino moderno: la
ausencia de conjugación verbal y la ambigüedad de las categorías gramaticales (las
diferencias entre verbos, adjetivos y sustantivos son mucho menos patentes que en las
lenguas occidentales) dan al autor una paleta muy amplia que emplea con
prodigalidad. Sin embargo, Gao Xingjian rehuye los juegos estériles. Quiere
profundizar en todas las posibilidades que se ofrecen, rechazando los lugares
comunes tradicionales de la literatura clásica: las alusiones, los proverbios y las
expresiones en cuatro caracteres, etc. En este sentido su estilo es absolutamente
moderno y aporta a las letras contemporáneas chinas una verdadera renovación.
A partir de hechos ordinarios de la vida cotidiana (ignoramos si son biográficos)
—la visita a un templo en ruinas, un accidente de tráfico, el calambre que sorprende a
un bañista, una conversación en un parque—, Gao Xingjian afina nuestra mirada,
depura nuestros sentimientos, sin proponer juicio de valor alguno. Cada texto es una
breve evocación que da pábulo al sueño o a la reflexión. En Una caña de pescar para
el abuelo (1986), Gao Xingjian aborda temas muy preciados y que después desarrolla
plenamente en La Montaña del Alma: la búsqueda de la infancia perdida, de la
naturaleza devastada por la modernidad, la nostalgia de una ternura borrada por el
tiempo y que sólo los padres y los abuelos son capaces de prodigar… Gracias al
«caudal del lenguaje», Gao Xingjian nos permite, también en este relato, ver, sentir e
incluso escuchar (por ejemplo, cuando repite sin cesar la palabra «edificios» para
evocar la impresión de la desmesura urbana, o cuando entrecruza el recuerdo de
sentimientos y sueños con la retransmisión de un partido de fútbol). Instantáneas es
más reciente, escrito en 1990, cuando el autor se encuentra ya exiliado en París y ha
concluido La Montaña del Alma. Este texto abre una nueva vía en la obra de Gao
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Xingjian: la trama desaparece por completo para dar paso a sencillas evocaciones de
imágenes que sugieren, con la misma eficacia, el sueño y la reflexión.
NOEL DUTRAIT
1997
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El templo de la Bondad Perfecta
Vivíamos ensimismados en la felicidad, absortos en la pasión, la locura, la ternura
y el cariño vivíamos el viaje de luna de miel que siguió a nuestro casamiento,
indiferentes a la brevedad del medio mes de vacaciones de que disponíamos, los diez
días del permiso de boda y una semana más por motivos personales. El matrimonio es
un gran acontecimiento en la vida de toda persona, y de hecho para nosotros no
existía cosa más importante; ¿cómo no iba a pedir unos días más de vacaciones? Pero
el cicatero de mi jefe, tan minucioso en sus cálculos, es especialista en dejar
insatisfecho a cualquiera que vaya a pedirle permiso. Las dos semanas de permiso por
motivos personales que yo había anotado en mi solicitud fueron reducidas por él a
una, incluido el domingo, y no contento con ello me había dicho:
—Espero que volváis con puntualidad a vuestro trabajo.
—Desde luego, desde luego —le respondí—; el sueldo que tenemos no nos da
para andar remoloneando por ahí.
Sólo entonces estampó de un plumazo la firma que corroboraba el permiso.
Dejé de ser soltero: tenía una familia. La verdad es que Fangfang y yo habíamos
proyectado una y otra vez este viaje. Formábamos una familia, y de allí en adelante se
acabó lo de salir corriendo al restaurante al recibir la paga a principios de mes, o lo de
invitar a los amigos o gastar a mi antojo, y también los apuros de finales de mes, el
no tener para un paquete de cigarrillos o el andar rascándome los bolsillos y
revolviendo los cajones en busca de unas monedas con que salir del paso. Pero no
hablemos más de eso. Decía que yo, nosotros éramos felices. Y la felicidad no
abunda en esta brevísima vida. Fangfang o yo, cualquiera de nosotros, sabemos lo
que es «salir al encuentro de la tempestad y hacer frente al mundo», hemos vivido la
época. Nosotros, nuestras familias, hemos sufrido mucho, padecido las desgracias de
todos esos años de calamidad nacional, y nuestra generación tiene sobrados motivos
para renegar de su suerte. Pero tampoco hablemos de eso. Lo importante es que al fin
éramos felices.
Teníamos nuestro buen medio mes de vacaciones, y aunque sólo hubiésemos
dispuesto de la mitad de ese tiempo, nuestra luna de miel no podía ser más dulce. De
este dulzor tampoco diré más, pues todos sois personas experimentadas, personas que
lo habéis vivido, y además es un dulzor que nos pertenece por entero a nosotros
mismos. De lo que os quiero hablar es del templo de Yuan'en, el templo de la Bondad
Perfecta. El nombre carece de importancia, pues es un templo abandonado, en ruinas,
y no un monumento famoso frecuentado por los turistas. Nadie sabe que existe,
excepto las gentes del lugar, y de éstas son pocas las que lo conocen por su nombre.
Se trata, por decirlo en dos palabras, de un templo en ruinas del que nadie se ocupa,
donde nadie quema incienso ni reza, un templo que descubrimos por casualidad.
Tampoco nosotros habríamos sabido que tenía nombre de no habernos esforzado en
descifrar los caracteres borrosos de la estela que servía de fondo a la pila contigua a
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una bomba de agua. Las gentes del lugar lo conocen simplemente por «el templo
grande». Pero no tiene punto de comparación con el templo del Retiro de las Almas
de Hangzhou o el de las Nubes Azuladas de Pekín. No es más que un edificio viejo
situado en un cerro de los alrededores de una capital de distrito, una construcción en
que sólo destaca el doble tejado de punta curva y el portalón de piedra que aún se
mantiene en pie. El muro que rodea el patio ha desaparecido; sus ladrillos y piedras
fueron aprovechados quién sabe cuándo por los campesinos de los alrededores para
levantar sus casas o el muro de sus porquerizas, y lo único que queda es un cerco de
adobe invadido de maleza.
La verdad es que, viéndolo allá en la lejanía desde la calle principal de la ciudad
del distrito, con sus tejas amarillas esmaltadas resplandecientes a la luz del sol, el
templo del cerro llamaba la atención y no dejaba de tener su encanto. También
habíamos ido a parar por pura casualidad a la capital del distrito. El tren seguía
estacionado junto al andén pasada ya la hora de su salida, esperando quizá la llegada
de algún expreso que venía con retraso. El tráfago de viajeros que subían o bajaban
ya había terminado, la plataforma estaba vacía y los revisores aguardaban charlando
junto a la puerta de los vagones. En el valle, más allá del andén, dormitaban los
tejados grises de las casas; algo más lejos asomaban en sucesión ininterrumpida los
montes cubiertos de fronda. La vieja capital de distrito exhalaba profunda calma y
serenidad.
Una idea iluminó mi mente:
—¿Y si vamos a dar una vuelta por la ciudad?
Fangfang me miraba con ternura sentada frente a mí e hizo un leve gesto
afirmativo con la cabeza. Es una persona que habla con los ojos. Nuestros nervios
simpáticos vibran a la misma longitud de onda. Sin mediar palabra bajamos a toda
prisa las bolsas de la red y corrimos hacia la puerta del vagón; saltamos al andén y
rompimos a reír:
—Nos iremos en el siguiente —dije.
—Y si no nos vamos, no importa —dijo Fangfang.
Cierto, estábamos en viaje de bodas y podíamos ir o quedarnos donde se nos
antojase. La felicidad de los recién casados nos acompañaba en todo momento y a
todas partes. Éramos los más felices del mundo, los más libres. Fangfang me llevaba
del brazo, y yo llevaba en el otro las bolsas de mano. Queríamos dar envidia a los
revisores que aguardaban en el andén y a los innumerables ojos que nos miraban
desde detrás de las ventanillas.
Ya no teníamos necesidad de andar por ahí buscando influencias para ser
trasladados a nuestra ciudad, ni de recurrir a fulano o a mengano, ni de vivir
preocupados por la residencia o el trabajo. Y disponíamos además de nuestra propia
vivienda, pequeña, es verdad, pero arreglada de tal forma que en ella nos sentíamos
muy a gusto. Teníamos por fin nuestro propio hogar, y yo te tenía a ti, y tú a mí. Sé lo
que quieres decir, Fangfang: ¡Bobo! ¿Qué tiene de especial todo esto? Pero queremos
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haceros partícipes de nuestra felicidad. Bastantes preocupaciones hemos tenido unos
y otros, y bastantes molestias os hemos causado, y vosotros os habéis desvivido por
nosotros. ¿Cómo podemos agradecéroslo? ¿Sólo con esos pocos caramelos y
cigarrillos que os ofrecimos en nuestra boda? Os lo agradecemos con nuestra
felicidad. ¿Qué hay de malo en lo que digo?
Así pues, llegamos a la pequeña capital de distrito, a la antigua y pequeña capital
de distrito que dormitaba apaciblemente en medio del valle. En realidad era mucho
menos apacible de lo que nos había parecido desde la ventanilla del tren. Bajo
aquellos tejados grises, los callejones rebosaban animación y eran un hervidero de
gente. Eran justamente las nueve de la mañana y los vendedores de verduras, sandías
y melones o manzanas y peras recién cogidas acababan de llegar al mercado. Los
carros de mulas y caballos y los camiones se agolpaban en las calles ya de por sí poco
anchas de la ciudad, y el clamor incesante de los látigos y las voces que arreaban el
ganado se mezclaba con los bocinazos agudos de los camiones.
Nuestra disposición de ánimo era, en ese momento, muy distinta de la que
teníamos al entrar en una ciudad como ésta en los años en que fuimos enviados a
trabajar al campo. Éramos visitantes de paso, turistas en la pequeña ciudad, y todos
aquellos resquemores y mundos complejos de relaciones pertenecían ya al pasado.
Pero todo, el aliento vital de la pequeña ciudad, el polvo que levantaban los camiones
a su paso, las lavazas arrojadas al costado de los puestos de verdura, las cáscaras de
sandía tiradas por el suelo, las gallinas de alas batientes que sostenían en la mano los
vendedores, el volar de plumas y los cacareos, todo ello nos resultaba familiar. Lo
que nosotros experimentábamos suponía, por así decirlo, todo un lujo para gentes
como las de aquel lugar. Por eso sucumbíamos, sin poder evitarlo, al complejo de
superioridad propio de los habitantes de la gran ciudad que van de visita al campo.
Fangfang me cogía con fuerza del brazo, y yo la apretaba contra mí. Teníamos la
impresión de que todo el mundo nos miraba. Pero no éramos gente del lugar,
veníamos de otro mundo. Pasábamos a su lado, pero nadie cuchicheaba a nuestras
espaldas, sus murmuraciones sólo iban dirigidas a las personas que les eran cercanas.
De esta manera llegamos al extremo de la calle; no había más puestos de verdura,
los peatones eran cada vez más escasos y el barullo y el vocerío del mercado habían
quedado a nuestras espaldas. Miré el reloj: apenas habíamos tardado media hora en
recorrer la calle desde que salimos de la estación, y todavía era pronto. Habría sido
decepcionante volver a la estación para esperar el próximo tren. ¡Y Fangfang estaba
dispuesta a pasar allí la noche!
No decía nada, pero yo la notaba algo desilusionada. De frente se acercaba un
hombre con aspecto de cuadro dirigente; los aires que se daba al andar y la manera
ostentosa de mover los brazos lo delataban como tal.
Perdone; ¿la hospedería del distrito? —pregunté.
Nos examinó por encima y con gran cordialidad me indicó la dirección, cómo ir
de aquí allá, cómo, doblando a la izquierda y marchando hacia el este, veríamos un
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edificio de tres plantas de ladrillo rojo que era justamente la hospedería del comité
del distrito. Me preguntó a quién queríamos ver, con intención quizá de servirnos de
guía. Le explicamos la razón de nuestro viaje, nuestra condición de turistas de paso, y
le preguntamos qué lugares podíamos ver. Se rascó la cabeza, como si lo hubiésemos
puesto en un aprieto, y después de pensarlo un instante dijo:
—Aquí en el distrito no hay nada que ver. Pero allá en el cerro, al oeste, está el
templo grande. Hay que escalar y el camino no es bueno.
—Y bien, a escalar hemos venido —dije.
—Es verdad, no nos importa escalar —añadió enseguida Fangfang.
Nos guió hasta una esquina de la calle y nos mostró el viejo templo de tejas
amarillas esmaltadas relucientes al sol emplazado en la cumbre del cerro que
teníamos enfrente.
—Muy bien, gracias.
Se quedó mirando los zapatos de tacón alto que llevaba Fangfang y dijo:
—Tendréis que meteros en el agua para atravesar el río.
—¿Es profundo? —pregunté.
—No pasa de la rodilla.
Miré a Fangfang.
—No importa, podré cruzar.
Fangfang no quería quitarme la ilusión.
Le dimos las gracias y partimos en la dirección que nos había indicado.
Marchando por el camino polvoriento miré, sin poder evitarlo, los zapatos nuevos de
tacón alto y tirillas de cuero entrecruzadas que llevaba Fangfang y me sentí
apesadumbrado. Pero ella avanzaba llena de resolución, como siempre.
—Estás loca de remate —le dije.
—Todo con tal de estar a tu lado.
¿Te acuerdas, Fangfang? Lo dijiste apretándote contra mí.
Caminamos hacia la orilla del río. Las cañas rectas de maíz de los campos que
nos rodeaban eran más altas que un hombre, y en el sendero que atravesábala cortina
verde de los cultivos no había un alma. Abracé a Fangfang y la besé con ternura. ¿Eh,
y qué? Bueno, no me deja hablar de esas cosas: volvamos al templo de la Bondad
Perfecta. Estaba en lo alto de la vertiente que arrancaba de la orilla opuesta del río.
Podíamos ver con claridad los matojos de hierbas que crecían entre las tejas de
esmalte amarillo.
El agua del río era cristalina. En una mano llevaba los zapatos de tacón alto de
Fangfang y mis sandalias de cuero. Con la otra la guiaba, y ella mantenía la falda
remangada con la que tenía libre. Avanzamos tanteando el fondo con los pies
desnudos. Hacía mucho que no caminaba descalzo, y hasta las piedras lisas del lecho
del río me lastimaban los pies.
—¿Te duele? —pregunté a Fangfang.
—Me gusta —respondiste a media voz. En nuestra luna de miel, hasta el dolor de
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pies se nos antojaba sensación de felicidad. Sentíamos que todas las desgracias del
mundo huían escurriéndose entre nuestros tobillos. Nos sentíamos devueltos a la
infancia, éramos como niños revoltosos que jugaban descalzos en el agua.
Fangfang saltaba de roca en roca y yo la llevaba de la mano y de rato en rato
tarareaba una canción. Después de atravesar el río corrimos hacia el cerro riendo y
gritando. Fangfang se hizo una herida en el pie y yo me apené mucho, pero ella me
tranquilizó, no es nada, se me pasará en cuanto me ponga los zapatos. Dije que era
culpa mía y ella dijo que con tal de verme contento estaba dispuesta a soportar de
buen grado cualquier herida en el pie. De acuerdo, no digo más. Pero sois nuestros
mejores amigos y habéis padecido tanto por nosotros, que tendríamos que compartir
con vosotros nuestra felicidad…
Así pues, al fin subimos hasta lo alto del cerro y llegamos a la puerta de piedra
blanca que se alzaba delante del templo. Más allá del muro derruido discurría un
canalillo de agua cristalina procedente del caño de una estación de bombeo. Entre los
escombros del que fuera en su día patio del templo crecía un huerto de hortalizas.
Contiguo a él había un silo de estiércol. Volvimos a recordar los años en que nos
dedicábamos a vaciar letrinas, la época en que fuimos a trabajar al campo. Aquellos
días difíciles habían ido desapareciendo en un lento goteo; de ellos sólo nos quedaban
algunos recuerdos tristes y a la vez dulces, y también nuestro amor. Bajo el sol claro
y resplandeciente estábamos seguros de que ya nadie podría interponerse en nuestro
amor, de que ya nadie podría hacernos daño.
A las puertas del gran templo, en perenne compañía de las ruinas y guardando su
entrada, había un incensario de hierro que, acaso por su enorme peso y grosor, nadie
había sido capaz de llevarse o romper. La puerta estaba cerrada con candado. Los
listones de madera clavados sobre el enrejado podrido de las ventanas también
estaban medio deshechos. En esos momentos el templo debía de hacer las veces de
granero del equipo de producción.
No había ningún ser humano en los alrededores y la calma era infinita. Podíamos
oír el murmullo de la brisa de montaña en los pocos pinos vetustos que se alzaban
delante del templo. Nadie podía molestarnos, y nos tumbamos a descansar en la
hierba rala que crecía a la sombra de los árboles. La brisa de montaña disipaba el
calor estival y nos llegaba en ráfagas de frescura. Fangfang se había recostado en mi
pecho y contemplábamos el deshilacharse de una nube blanca en el cielo azul. Era
una felicidad inexpresable, y la paz que sentíamos sólo podía ser producto de tal
felicidad.
Habríamos continuado extasiados en esa paz de no ser por el sonido de unos
pasos pesados, unas pisadas que resonaban en sucesión, una tras otra, sobre las losas
de piedra. Me incorporé y miré en esa dirección, y vi a un hombre que cruzaba la
puerta del templo y se dirigía hacia el lugar donde estábamos tumbados. Fangfang
también se sentó. El hombre se acercaba por el camino de losas que había en el
centro; era alto, de edad mediana, pelo desgreñado, barba cerrada sin afeitar y rostro
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sombrío. Una mirada fría y dura nos escrutaba desde debajo de sus cejas espesas.
Avanzaba paso a paso hacia nosotros. La brisa de montaña murmuraba entre los
pinos y teníamos algo de frío. Quizá advirtiera el recelo que traslucían nuestras
miradas, pues, alzando apenas la cabeza, paseó la vista por el templo y al punto se
entretuvo en contemplar, con ojos entornados, las hierbas silvestres agitadas por el
viento en los intersticios de las tejas vidriadas relucientes que se recortaban contra el
cielo azul.
Se detuvo junto al incensario y lo palmeó, arrancando con cada golpe un
zumbido. Los dedos que golpeaban eran de hierro colado, dedos armados de
articulaciones gruesas y prominentes. En la otra mano llevaba una bolsa de tela negra
vieja y raída. No tenía aspecto de ser un comunero que hubiese venido a vigilar el
huerto. Volvió a escrutarnos con la mirada, deteniéndose en los zapatos de tacón alto
que Fangfang había dejado tirados sobre la espesura de la hierba y en las bolsas de
viaje. Fangfang se puso enseguida los zapatos. No esperábamos que el hombre nos
dijera, a modo de saludo:
—¿De paseo por ahí?
Asentí con la cabeza.
—Hace buen tiempo.
Quería entablar conversación. Los ojos que había bajo las cejas espesas ya no
eran tan fríos y duros. Parecía llevar buenas intenciones. Sus zapatos de cuero con
suela de goma de neumático estaban descosidos por varios lugares. Llevaba mojados
los bajos del pantalón, señal evidente de que había cruzado el río, proveniente de la
capital del distrito.
—Aquí hace fresco y el paisaje es bonito —dije, poniéndome de pie.
—Seguid sentados, que yo me voy en un rato.
Había en sus palabras cierta intención de disculpa, que el tono corroboraba. Se
sentó en la hierba, junto al camino enlosado, y abrió la bolsa.
—¿Queréis melón? —dijo, sacando uno de la bolsa.
—No, gracias —respondí enseguida. Pero él tiró el melón hacia nosotros. Lo cogí
e hice ademán de devolvérselo.
—No es nada; aquí llevo media bolsa—dijo.
Levantó hacia mí la pesada bolsa, como para refrendar sus palabras, y sacó otro
melón. Como no era cosa de seguir rechazando el ofrecimiento, yo a mi vez le tendí,
una vez destapado, el pastel envuelto que llevaba en la bolsa:
—Pruebe también nuestro pastel.
Cogió un trozo pequeño y lo colocó sobre su bolsa.
—Con esto me basta. Comed —dijo, presionando entre sus grandes palmas el
melón hasta que éste se partió con un chasquido.
—Están limpios, los he lavado en el río.
Con una mano quitó las semillas y gritó en dirección a la puerta del templo:
—¡Descansa un rato; ven a comer melón!
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—¡Aquí hay un grillo! —dijo una voz infantil desde más allá de la puerta.
En lo alto de la loma apareció un niño que llevaba en la mano una jaula de grillos
de alambre.
—Hay muchos; en un momento los cazo —respondió el hombre.
El niño vino hacia nosotros corriendo y saltando.
—¿Está de vacaciones? —dije, como para retomar la conversación, al tiempo
que, imitando al hombre, partía el melón con las manos.
—Hoy es domingo y lo he sacado a dar una vuelta —respondió.
Ensimismados en nuestra particular fiesta, nos habíamos olvidado hasta del día en
que vivíamos. Fangfang me sonrió mientras hincaba el diente al melón que yo había
abierto. Quería decirme: es un buen hombre. La gente buena aún predomina en el
mundo.
—Come, que es un regalo del tío y la tía —dijo, al ver que el niño miraba el
pastel de crema colocado sobre la bolsa.
Saltaba a la vista que el niño, criado en la capital de distrito, nunca había visto un
pastel igual. Lo cogió enseguida y se puso a comer.
—¿Es su hijo? —pregunté.
En vez de responder, el hombre dijo al niño:
—Coge el melón y vete a jugar, que en un momento te cazo los grillos.
—¡Quiero que caces cinco! —dijo el niño, sosteniendo el melón.
—Bien, cazaré cinco.
El niño se marchó corriendo con la jaula de alambre en la mano. Profundas patas
de gallo surcaban la comisura de los ojos del hombre que lo veía alejarse. Su aspecto
rudo ocultaba el corazón cálido de un padre.
—No es hijo mío —dijo, mientras bajaba la cabeza y sacaba un cigarro. Lo
encendió con una cerilla y aspiró una larga bocanada de humo. Luego, advirtiendo
nuestra sorpresa, añadió:
—Es hijo de mi primo. Quiero adoptarlo como hijo propio, si es que quiere vivir
conmigo.
En un instante comprendimos que en el corazón de aquel hombre rudo bullían en
oleadas los sentimientos.
—¿Y su esposa? —preguntó Fangfang, sin poder refrenarse.
Pero el hombre no respondió; siguió aspirando profundas bocanadas, y al cabo se
levantó y se alejó.
Sentimos la frescura de la brisa. El viento agitaba las hierbas verdes que habían
brotado aquella primavera en la techumbre de tejas amarillas esmaltadas y las viejas
hierbas resecas, tan altas unas como las otras. Sobre un extremo del alero curvo
flotaba, recortada contra el cielo azul, una nube blanca; mirándola, daba la impresión
de que el firmamento estuviese inclinado. En el borde de la techumbre había una teja
vidriada que estaba por caer; quizá llevaba así largos años.
De pie sobre el basamento del muro derruido, el hombre llevaba largo rato
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concentrado en la contemplación del valle que se abría a nuestras espaldas. A lo lejos
descollaba una hilera ininterrumpida de cumbres más altas y abruptas que el cerro en
que nos hallábamos; a su pie no había terrazas de cultivo ni casas.
—No tendrías que haberle preguntado —dije.
—No hablemos de ello —Fangfang parecía apenada.
—¡Aquí hay un grillo! —dijo el niño desde la ladera con voz que sonaba muy
lejana y a la vez muy nítida.
El hombre echó a andar a grandes pasos hacia la ladera. La bolsa de los melones
colgaba pesadamente de la mano balanceante que la sujetaba. Bajó por la pendiente.
Cogí a Fangfang del brazo y la atraje hacia mí.
—No seas así —dijo, apartándose.
—Tienes una hierba en el pelo —le dije, como explicándome, mientras le quitaba
la aguja de pino prendida en su pelo.
—Esa teja se va a caer —dijo Fangfang reparando, ella también, en la teja
vidriada rota, la teja amarilla inclinada que estaba por desprenderse—. Más vale que
se caiga de una vez, pues puede herir a alguien —añadió en un susurro.
—Quizá aguante aún unos años —dije.
Fuimos hasta el basamento donde antes se había detenido el hombre. El valle
estaba moteado de campos de cultivo, densos verdegales de maíz y mijo que
aguardaban la cosecha de otoño. En un rellano de la ladera que se abría a nuestros
pies había unas pocas casas de adobe recién blanqueadas con cal nívea hasta media
altura; por su mismo costado discurría el camino que bajaba hacia el valle. El hombre
caminaba con el niño de la mano por el sendero serpenteante que atravesaba los
cultivos. El niño comenzó de pronto a brincar y a correr como un potro librado del
ronzal: corrió un trecho y volvió caminando, y parecía agitar hacia el hombre la jaula
de alambre que llevaba en la mano.
—¿Crees que le cazará los grillos?
¿Te acuerdas, Fangfang? Fue lo que me preguntaste.
—Seguro que sí —te respondí—. Seguro.
—¡Que cace cinco! —dijiste, traviesa.
Y bien, esto es lo que quería deciros del templo de la Bondad Perfecta al que
fuimos en nuestro viaje de luna de miel.
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El accidente
Así fue como ocurrió.
Eran las cinco de la tarde; en un taller de reparación de aparatos de radio de la
calle Desheng acababan de sonar, tu tu tu tu, tu, las señales horarias de una emisora;
fuera, una ráfaga de viento barría la arena gris amontonada al otro costado de la calle,
a las puertas de la librería Xinhua, que se hallaba en obras; la arena giraba en
semicírculo sobre el pavimento de asfalto, volvía a depositarse sobre el suelo y la
polvareda terminaba por disiparse. Aún no era la época de los vientos cargados de
arena que ocultan el cielo; apenas empezaba a hacer calor; había ciclistas que seguían
llevando el abrigo corto de paño gris, y muchachas en las aceras que vestían
conjuntos de primavera de color azul claro; el tráfago de ciclistas y peatones era
incesante, pero aún no se habían producido las aglomeraciones de tráfico propias de
las horas punta, de la salida del trabajo. Siempre hay quien sale del trabajo antes de
hora y quien se halla disfrutando de permiso, y los ocupados compartían la calle con
los ociosos. La escena era la misma de todos los días a esa hora; los autobuses no
iban ni llenos ni vacíos, todos los asientos estaban ocupados y unos pocos viajeros
permanecían de pie de cara a las ventanillas, aferrados a la barra.
Una bicicleta que llevaba adosado, a modo de sidecar, un cochecito de niño
recubierto de un toldo de cuadros rojos y azules atravesaba en diagonal la calle desde
el otro extremo. Lo conducía un hombre. Un autobús articulado venía de frente a
bastante velocidad, aunque no tanta como la del coche verdoso que estaba a punto de
adelantar a la bicicleta; ninguno de ellos superaba, en todo caso, la velocidad máxima
autorizada en el casco urbano. El hombre pedaleaba con fuerza inclinado hacia
adelante y el coche verde pasó a su costado. El autobús venía de frente por el carril de
este lado. El hombre dudó un instante, pero no apretó el freno; la bicicleta con el
cochecito seguía su marcha oblicua, ni lenta ni rápida, hacia este extremo de la calle.
El autobús tocó el claxon sin disminuir la marcha. La bicicleta cruzó en ese instante
la línea blanca central; la polvareda, recién disipada, no podía impedir la visión al
ciclista, y de hecho no llevaba entornados los ojos. Levantó ligeramente la cabeza;
era un hombre de unos cuarenta años, y la gorra algo caída hacia atrás dejaba al
descubierto una incipiente calvicie. Tuvo que ver el autobús que venía derecho y tuvo
que oír el claxon. Volvió a dudar un instante y pareció como que apretaba los frenos,
pero no debió de apretarlos con fuerza, pues las ruedas apenas se bloquearon y la
bicicleta continuó atravesando la calzada en esta dirección. El autobús se hallaba ya
delante mismo y el claxon sonaba incesantemente. La bicicleta siguió avanzando por
inercia. Sentado bajo el toldo iba un niño de dos o tres años de carrillos colorados. El
ruido estridente del frenazo se mezcló con el del claxon; el estruendo aumentaba a
medida que el autobús recortaba distancias. La rueda delantera de la bicicleta seguía
avanzando en ángulo oblicuo, gradualmente, y el ruido del claxon y los frenos era
cada vez más fuerte, más estridente. El autobús había reducido la marcha, pero su
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parte frontal, chata como un muro, avanzaba irremediablemente. Los dos vehículos
estaban a punto de encontrarse, y una mujer lanzó un grito penetrante desde la acera
de esta parte; peatones y ciclistas observaban paralizados la escena. Cuando la rueda
delantera de la bicicleta rebasó la línea frontal del autobús, el ciclista pedaleó con
todas sus fuerzas, creyendo quizá que aún tenía tiempo, pero llevó la mano que había
dejado libre hacia el cochecito con toldo de cuadros rojos y azules, como queriendo
apartarlo, y del empujón el carrito voló a un costado y su rueda salió rebotando. El
hombre alzó las manos y cayó boca arriba, las piernas trabadas; y en medio del fragor
del claxon y los frenos, los chillidos de la mujer y los gritos mudos de horror que los
testigos no tuvieron tiempo de dar, fue aplastado por las ruedas del autobús. La
bicicleta retorcida fue lanzada a más de diez metros de distancia sobre la superficie
de asfalto.
Los peatones de ambas aceras enmudecieron y los ciclistas echaron pie a tierra.
Todo quedó en el más absoluto silencio. El único sonido era el de la canción tierna y
suave procedente del taller de reparación de aparatos de radio:
Recuerda cuando nos encontramos
bajo el puente en ruinas en mitad de la bruma
El casete de alguna cantante de Hong Kong del estilo de Deng Lijun,
posiblemente.
La rueda delantera del autobús estaba parada sobre un charco oscuro; la sangre
salpicaba la parte frontal y resbalaba gota a gota sobre el cuerpo del hombre muerto.
El conductor bajó de un salto y fue el primero en acercarse al cadáver. Luego llegaron
corriendo los peatones de ambas aceras y algunos formaron corro alrededor del
cochecito, volcado sobre una boca de alcantarilla después de dar varias vueltas y de
resbalar un trecho. Una mujer de mediana edad sacó al niño del cochecito y lo
examinó acunándolo en sus brazos.
—¿Está muerto?
—¡Está muerto!
—¿Está muerto?
Todo eran murmullos y exclamaciones. El niño tenía los ojos cerrados y su piel
tierna y blanca transparentaba las finas, venas azules. No tenía sangre, ni ninguna
herida aparente.
—¡Que no huya!
—¡Llamen enseguida a la policía!
—¡Que nadie toque nada! ¡No se acerquen, dejen todo como está!
Un grupo de personas rodeó estrechamente la parte delantera del autobús. Sólo
uno de los que estaban fuera del corrillo se inclinó con curiosidad sobre la bicicleta
retorcida; la alzó un instante, y el timbre sonó cuando volvió a dejarla como estaba.
—¡Claro que he tocado el claxon y he frenado! Todo el mundo lo ha visto: tenía
que estar loco para lanzarse así contra el autobús. ¿Qué culpa tengo yo?
Era la voz ronca del conductor, que se defendía.
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—¡Son todos testigos, todos lo han visto!
—¡Dejen paso, dejen paso! ¡Dejen todos paso!
La gorra de un policía apareció en medio de la multitud.
—¡Lo más importante es salvar al niño! ¿Puede alguien detener un coche para
llevarlo al hospital? —era una voz masculina.
Un joven de chaqueta de cuero color café levantó el brazo y corrió hasta la línea
central de la calzada. Un Toyota se abrió paso a bocinazos entre la muchedumbre que
abarrotaba la calzada; detrás venía una camioneta Beijing 130, que sí paró. Los
pasajeros del autobús protagonista del siniestro discutían con las cobradoras al otro
lado de las ventanillas. Por detrás llegaba un trolebús: las puertas del autobús se
abrieron, y los pasajeros salieron en tropel y le cortaron el paso. El alboroto era
mayúsculo.
Nunca, nunca lo olvidaré…
El barullo ahogaba el sonido del radiocasete; la sangre seguía goteando en medio
de un fuerte olor.
—Bua…
Sonó un llanto, el golpe de llanto de un niño restablecido del sofoco que lo
paralizaba.
—¡Está bien!
—¡Está vivo!
Por todas partes surgieron exclamaciones de admiración y júbilo. Los sollozos
eran cada vez más fuertes. La gente se animó, como liberada. Luego, los que estaban
a este lado se incorporaron en masa al corrillo que rodeaba el cadáver de la víctima.
—Uia, uia, uia.
Entre destellos de sirena azul llegó un coche de la policía. La gente abrió paso, y
cuatro policías salieron del vehículo. Dos de ellos hicieron recular a la multitud con
su porra de dirigir el tráfico.
La circulación había quedado interrumpida y una larga caravana de vehículos de
toda clase y condición colmaba los dos carriles de la calzada. El tumulto de las voces
había sido reemplazado por el estruendo de las bocinas. Un policía se puso a dirigir el
tráfico en medio de la calle gesticulando con las manos, cubiertas de guantes blancos.
Una de las cobradoras bajó del autobús a requerimiento de la policía. Porfiaba,
como muy poco dispuesta a hacer lo que le pedían, pero al final cogió al niño que la
mujer de mediana edad sostenía en sus brazos y subió a la 130. La camioneta se puso
en marcha dirigida por los guantes blancos y cargada con los lloriqueos espasmódicos
del niño.
Conminados por las voces de los policías que blandían sus porras, los curiosos se
echaron atrás y formaron un cerco rectangular en torno de la bicicleta retorcida.
Con ello quedó a la vista, en este lado de la calle, la figura del conductor que se
limpiaba el sudor con la gorra de tela. Un policía lo interrogaba. Sacó su permiso de
conducir con tapas de plástico rojo y el policía se lo incautó. Hablaba al policía con
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precipitación, narrándole lo sucedido.
—¿Qué tiene que explicar? ¡Lo ha atropellado, y eso es todo! —dijo en voz alta
un joven que empujaba su bicicleta.
—¡Él mismo se lo ha buscado! Tantos bocinazos y frenazos, pero no ha
consentido en ceder el paso y se ha metido derecho debajo del autobús —respondió al
joven una mujer con manguitos, la cobradora de otro autobús, que acababa de
descender de su vehículo.
—¿Cómo no ha podido ver en pleno día a un hombre con un niño en medio de la
calle? —dijo, indignado, alguien de la multitud.
—Para estos conductores, atropellar a cualquiera es bien poca cosa, como luego
no les pasa nada —dijo una voz cáustica.
—¡Pobre! Si no hubiese llevado al niño, le habría dado tiempo a pasar.
—¿Tiene salvación?
—¿Y se le han salido los sesos?
—He oído como un «puf».
—¿Ha oído un ruido?
—Sí, como un «puf».
—¡Cállense de una vez!
—Ah, así es la vida. Cuando uno menos lo piensa, le llega la hora…
—Está llorando.
—¿Quién?
—El conductor.
En cuclillas, la cabeza gacha, el conductor se tapaba los ojos con la gorra.
—Bueno, nadie lo ha hecho a propósito…
—Cuando a uno le cae algo así encima, uno…
—¿Y llevaba a un niño? ¿Y el niño? ¿Y el niño? —preguntaban los recién
llegados.
—Ni una sola herida; es un milagro.
—Por suerte uno se ha salvado.
—¡El hombre ha muerto!
—¿Eran padre e hijo?
—¿A quién se le ocurre llevar un carrito enganchado a la bicicleta? Con este
tráfico nadie se libra de un accidente, aun yendo sólo con la bicicleta.
—Seguramente acababa de recoger al hijo de la guardería.
—¡Mira que también las guarderías, que no aceptan internos!
—Ya podemos darnos por contentos de que los admitan.
—¿Qué tienes tú que mirar ahí? Para que luego cruces la calle corriendo a lo loco.
—Un hombre arrastraba de la mano a un niño que se había deslizado entre la
multitud.
La estrella de la canción de Hong Kong ya no cantaba. Las escaleras del taller de
reparación de aparatos de radio se habían llenado de gente.
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Entre destellos de sirena roja llegó una ambulancia. Los enfermeros de bata
blanca transportaron el cadáver al interior del coche. Los que estaban en las escaleras
del taller se pusieron de puntillas. Del figón que había al lado salió un cocinero
gordo, el delantal a la cintura, para ver lo que pasaba.
—¿Qué pasa? ¿Un accidente? ¿Han atropellado a alguien?
—A un hombre y a su hijo; uno ha muerto.
—¿Quién ha muerto?
—El viejo.
—¿Y el hijo?
—No le ha pasado nada.
—¡Es el colmo! ¿Y no le echó una mano al viejo?
—Fue el padre el que lo empujó a un lado.
—Cada vez salen peores. ¡Criar hijos para esto!
—Es mejor no decir tonterías, si no se sabe bien lo que ha pasado.
—¿Quién dice tonterías?
—Yo con usted no discuto.
—¡Se han llevado al niño!
—¿También había un niño?
Llegaba más gente.
—¡No empujen!
—¿Le he empujado yo?
—Aquí no hay nada que ver. ¡Vamos, circulen!
Desde fuera del corro, unos tiraban del brazo a los que estaban en él. El brazalete
rojo los identificaba como miembros del equipo de propaganda de seguridad vial, y
eran aún más agresivos que los guardias.
El conductor fue empujado al interior del coche de la policía. Se resistía, mirando
atrás, pero al final la puerta se cerró tras él. Unos se alejaron a pie y otros se fueron
en sus bicicletas. El grupo de curiosos comenzaba a disminuir, pero aún había alguno
que paraba su bicicleta o se acercaba desde la acera para informarse de lo ocurrido.
La larga caravana de turismos, minibuses, jeeps y autocares que, encabezada por el
trolebús, se había formado a este lado de la calzada pasó lentamente junto al
cochecito volcado sobre la boca de alcantarilla cubierto con un toldo de cuadros rojos
y azules hecho pedazos. La mayoría de los que estaban de pie en las escaleras del
taller habían entrado en él o se habían marchado. Cuando hubo pasado la caravana,
un policía que se hallaba en medio del grupo menguante de curiosos midió las
distancias con una cinta métrica mientras otro hacía anotaciones en su cuadernillo. El
charco de sangre que había bajo la rueda comenzaba a coagularse y a tornarse oscuro.
Las puertas del autobús seguían abiertas; sentada junto a una de las ventanillas, la
otra cobradora miraba con expresión ausente hacia el carril de este lado. Las caras en
las ventanillas de los trolebuses que venían de frente por el carril opuesto miraban
hacia fuera, y algunos pasajeros sacaban medio cuerpo para ver mejor. El número de
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peatones y ciclistas aumentó con la llegada de la hora de la salida del trabajo, la de
mayor afluencia de tráfico, pero los gritos disuasorios de los policías y los miembros
del equipo de propaganda de seguridad vial impedían toda aglomeración en mitad de
la calzada.
—¿Ha habido un choque?
—¿Ha habido muertos?
—Seguro que sí, con toda esa sangre.
—Anteayer hubo otro accidente en la calle Jiankang; un muchacho de apenas
dieciséis años. Lo llevaron al hospital, pero no pudieron salvarlo; era, decían, hijo
único.
—¿Hay, en estos tiempos, familias que no sean de hijo único?
—¿Y cómo vivirán los padres después de esto?
—Si no solucionan el problema del tráfico, seguirá habiendo accidentes.
—Demasiados hay.
—La angustia que paso todos los días a la salida de clase, cuando mi Zhiming aún
no ha vuelto a casa…
—Y eso que el suyo es varón, pues las hijas dan aún más preocupaciones a los
padres.
—Mira, mira; saquemos una foto.
—Ya es demasiado tarde.
—¿Lo ha atropellado adrede?
—Quién sabe.
No parece haberse enganchado, pues lo ha pillado de lleno.
—Yo acabo de llegar.
Algunos conductores son muy agresivos y si no te apartas, les da igual.
—Y otros se desahogan matando por ahí a la gente; si te topas con ellos,
desgracia segura.
—No se puede hacer nada, es el destino. En mi pueblo había un carpintero muy
bueno, pero muy dado a la bebida, y una noche que volvía borracho como una cuba
de una casa donde estaba haciendo unos arreglos, tropezó y tuvo la mala suerte de
caer de cabeza sobre el filo de una piedra…
—Pues a mí estos días, no sé por qué, me tiemblan los párpados.
—¿De qué ojo?
—Uno no puede andar por la calle absorto en sus cosas; ya te he visto varias
veces…
—No pasa nada.
—Cuando ocurre el accidente, ya no hay nada que hacer. Yo no soportaría…
—¡Cuidado, que la gente nos mira!
Los dos enamorados se miraron y siguieron camino cogidos aún más
estrechamente de la mano.
Habían terminado de fotografiar el lugar del siniestro. El policía que había hecho
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las mediciones esparció arena con una pala sobre la mancha de sangre. El viento
había cesado por completo. Oscurecía. La cobradora que estaba sentada junto a la
ventanilla contaba la recaudación con las luces encendidas. Un policía cargó los
restos de la bicicleta en un coche. Dos de los de brazalete rojo cargaron también el
cochecito volcado sobre la boca de alcantarilla y luego se fueron con los policías.
Debía de ser la hora de la cena. De pie al lado de la puerta, la cobradora, la única
persona que quedaba en el lugar, miraba con impaciencia en todas direcciones a la
espera del conductor enviado desde la terminal para hacerse cargo del vehículo. Sólo
algún que otro transeúnte echaba una mirada al autobús vacío que, quién sabe por qué
razón, permanecía estacionado en medio de la calzada. Era de noche, y ya nadie
prestaba atención a la mancha de sangre invisible bajo la arenal gris que había delante
del autobús.
Más tarde se encendieron las farolas de la calle, y en algún momento el autobús
vacío se fue del lugar. Los coches siguieron circulando sin cesar en una u otra
dirección como si nada hubiera pasado. Sin embargo, al filo de la medianoche,
cuando en la calle apenas quedaban transeúntes, desde el cruce lejano flanqueado de
semáforos refulgentes y el cartel en caracteres blancos sobre fondo azul fijado a una
valla metálica que decía «Por su felicidad y por la de los demás, respete las normas
de tráfico», se acercó con lentitud una camioneta de riego; el vehículo disminuyó la
marcha al llegar al lugar del accidente y, aumentando la presión del chorro de agua,
borró la mancha que quedaba sobre la calzada.
El trabajador de la limpieza ignoraba, probablemente, que en ese mismo lugar
había ocurrido pocas horas antes un accidente en que un desdichado había perdido la
vida.
Pero ¿quién era ese hombre? En esta ciudad de varios millones de habitantes, sólo
los familiares y algunos conocidos debían de saberlo, y si no llevaba encima ningún
documento que lo identificase, es probable que en ese instante ni siquiera tuvieran
noticia de lo ocurrido. Su hijo —pues debía de ser su hijo— quizá pronunciase el
nombre del padre al volver en sí. Y también tendría esposa. En el momento del
suceso el hombre cumplía los deberes propios de una madre hacia su hijo, y por ello
era buen padre y, posiblemente, buen marido; y, puesto que quería a su hijo, también
debía de querer a su mujer. Mas ¿ella lo quería a él? Si lo quería, ¿por qué no cumplía
con todos sus deberes de esposa? Quizá no era feliz; si no, ¿habría obrado tan
atolondradamente? ¿Era quizá la indecisión uno de los puntos flacos de su carácter?
¿Estaba quizá dándole vueltas a algún conflicto irresoluble? En tal caso, estaba
condenado sin remisión a tan gran infortunio. Pero si hubiese salido de casa un poco
más tarde o se hubiese puesto en camino un poco antes, o si hubiese conducido algo
más deprisa o algo más despacio después de recoger al hijo; o si la señora de la
guardería le hubiese dicho un par de palabras más sobre su hijo, o si en el camino se
hubiese encontrado con algún conocido y se hubiese parado a saludarlo, no le habría
ocurrido ninguna desgracia. Ésta no habría sido, en modo alguno, inevitable, y si no
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padecía alguna enfermedad incurable, podría haber esperado tranquilo la muerte.
Nadie puede sustraerse a la muerte, pero sí evitar una muerte prematura. Mas, de no
haber muerto en el accidente, ¿dónde habría muerto? En esta ciudad son inevitables
los accidentes; en realidad, no hay ciudad que haya logrado eliminarlos. La muerte
por accidente de tráfico es una posibilidad presente en todas las ciudades, y aunque
esta posibilidad sea de un uno por millón, en una gran ciudad como esta todos los
días hay algún desdichado que la padece. Él era uno de esos desdichados. ¿Habría
presentido la desgracia? ¿Qué pensó en el momento justo en que le sobrevino? Quizá
no tuvo tiempo de pensar en nada, ni de comprender la inmensa desgracia que se
abatía sobre su cabeza, la peor de las desgracias que podían acontecerle. Aunque sólo
fuese ese uno de entre un millón, un minúsculo grano de arena. Sin embargo, es
evidente que al filo de la muerte pensó en su hijo —demos por hecho que era su hijo
—; ¿no había demostrado gran nobleza con su propio sacrificio? ¿O quizá no fue sólo
cuestión de nobleza y también había intervenido en cierta medida el instinto? El
instinto paterno. Siempre se habla del instinto materno, pero también hay madres que
abandonan a sus hijos. Inmolarse por un hijo es, ciertamente, prueba de nobleza. Pero
podría haber evitado su propia inmolación: si hubiese salido de casa un poco antes o
se hubiese puesto en camino un poco más tarde, si no hubiese estado tan aturdido en
ese momento, si hubiese sido un hombre libre de preocupaciones, si no hubiese sido
una persona indecisa, o incluso si hubiese sido más ágil. La suma de todos estos
factores lo había conducido a la muerte, y su desgracia ha sido inevitable. Ya
volvemos a hablar de filosofía; pero la vida no es filosofía, aunque la filosofía
provenga del conocimiento de la vida. Tampoco habría que incluir en las estadísticas
los accidentes de coche que ocurren en la vida, pues son incumbencia de los
departamentos que gestionan el tráfico o de la policía. Pueden, claro es, convertirse
en noticia en un periódico modesto. O ser utilizados como material literario, un
material que, pasado por el tamiz de la imaginación y retocado aquí y allá, acabe
conformando una historia conmovedora. En tal caso pertenecerían al ámbito de la
creación. Pero lo que aquí aparece descrito es el proceso real de un accidente, un
accidente cualquiera ocurrido a las cinco de la tarde enfrente de un taller de
reparación de aparatos de radio de la calle Desheng.
Pekín, 1983
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El calambre
Un calambre. Le había dado un calambre en el estómago. Pensaba llegar nadando
más lejos, cómo no, pero a cosa de un kilómetro de la orilla había sentido el
calambre. Al principio lo creyó simple dolor de estómago, un dolor que se le pasaría
con el propio movimiento, pero la tensión que sentía en el abdomen iba a más y al
final dejó de avanzar. Se palpó el estómago y al notar el bulto duro en la parte
derecha comprendió que se trataba de una contracción muscular debida al contacto
con el agua fría: no había hecho suficiente ejercicio antes de entrar en el agua.
Después de cenar había ido solo a la playa desde el pequeño edificio blanco que
albergaba la casa de huéspedes. Estaban en otoño, hacía viento y era raro que alguien
se bañase al atardecer, a horas en que la gente conversaba o jugaba a las cartas. De
los hombres y mujeres que abarrotaban la playa tumbados en ella al mediodía sólo
quedaban cinco o seis, entretenidos en jugar al voleibol: una joven de bañador rojo, y
el resto, muchachos de bañadores aún empapados que acababan de salir del agua,
incapaces quizá de soportar el gélido mar de otoño. En toda la costa no había un solo
bañista metido en el agua. Había entrado derecho en el mar, sin echar una mirada
atrás, confiado en que la muchacha lo seguiría con la vista.
Pero ahora ya no puede verlos. Se vuelve y el sol le da de cara, un sol que
desciende más allá de los montes y está por ocultarse detrás de la colina donde se
halla el mirador de la casa de reposo. El fulgor amarillo de los últimos rayos del astro
poniente le hiere la vista, y el continuo vaivén de las aguas o la luz que recibe de
frente le impiden distinguir con claridad cuanto se halla por debajo de la silueta del
mirador en forma de quiosco de lo alto de la colina, las copas borrosas de los árboles
que flanquean el camino costanero o el piso segundo de la casa de reposo, semejante
a un barco. ¿Estarán aún jugando al voleibol?, se pregunta, pataleando en el agua.
Todo a su alrededor es oleaje blanco y rumor profundo de mar verde sombrío; ni
una sola barca de pesca. Se pone boca arriba, sostenido por las olas, y entre las
crestas cenicientas distingue muy a lo lejos un punto negro; mas cada vez que se
hunde en el valle de una ola no ve siquiera la superficie, pues el agua es un talud
negro más brillante que el satén. La contracción muscular es cada vez más intensa.
Flotar boca arriba le permite friccionarse con la mano derecha el bulto duro del
estómago, y el dolor se atenúa. Al frente y por encima de su coronilla, a un costado,
hay una nube como de pelusa; el viento allá arriba debe de soplar con más fuerza.
Pero de nada le sirve flotar a merced del oleaje, suspendido un instante para caer
al siguiente entre las crestas de las olas: ha de nadar hacia la orilla sin perder más
tiempo. Vuelto a la posición normal, lanza las piernas con fuerza y logra superar el
viento y las olas y adquirir cierta velocidad; el estómago, aliviado apenas de su
tensión, le duele de nuevo y esta vez el dolor es tan agudo, que siente la rigidez que le
atenaza toda la parte derecha del abdomen. También siente cómo se hunde. Todo
cuanto ve es el verde sombrío del mar, su extraordinaria nitidez, y la gran calma que
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sólo altera el rosario de burbujas apremiantes que él produce al respirar. Logra sacar
la cabeza, parpadea para quitarse el agua de las pestañas. Aún no ve la línea de la
costa. El sol ya se ha puesto y el cielo resplandece en tintes rosáceos sobre la colina
que sube y baja. ¿Estarán aún jugando al voleibol? Y la muchacha, y aquel bañador
rojo que es el origen de todo. Se hunde de nuevo y el dolor lo obliga a encoger el
estómago. Da de inmediato un par de brazadas y cuando al fin logra tomar aire traga
agua, una bocanada de agua de mar áspera y salada; tose: es como si le clavasen
agujas en el estómago. Tiene que ponerse de nuevo boca arriba, tumbado en el agua
con los brazos y las piernas abiertos, y el dolor se atenúa en cuanto logra relajarse un
poco.
El cielo que lo cubre se ha tornado lóbrego y ceniciento. ¿Estarán aún jugando al
voleibol? Ellos son lo más importante; ¿lo habrá visto la muchacha del bañador rojo
adentrarse en el agua? ¿Estarán oteando el mar? El punto negro situado a su espalda
sobre la superficie negruzca, ¿es una barquita, o algún artilugio flotante que se ha
soltado de sus amarras? Pero ¿a quién puede importarle su paradero? En ese instante
no cuenta más que consigo mismo. Puede gritar, pero frente a él tiene el estruendo
monótono, incesante del oleaje, un estruendo que lo sume en la mayor de las
soledades que ha conocido. Su ánimo se tambalea, pero enseguida recobra el dominio
de sí mismo y al instante una corriente helada lo atraviesa de parte a parte y lo
arrastra irremediablemente. El cuerpo ladeado, bracea con la mano izquierda y se
cubre el estómago con la derecha y en el momento en que, sin dejar de friccionarse,
mueve las piernas, siente aún el dolor, pero ahora es soportable. Comprende que sólo
puede escapar de la corriente fría con la fuerza de sus piernas y que su única
salvación es aguantar como sea, aguantar todo por inaguantable que le parezca. No
debe pensar en la gravedad de su situación, pues por más cabalas que haga lo cierto
es que sufre una contracción de los músculos del abdomen y se halla en aguas
profundas, a un kilómetro de la orilla. En realidad no sabe si se halla o no a un
kilómetro de distancia, pero tiene la sensación de que su deriva es paralela a la línea
de la costa. A fuerza de piernas logra, al fin, contrarrestar el ímpetu de la corriente
fría; mas ahora tiene que luchar por salir de ella si no quiere correr en un instante la
misma suerte que el punto negro flotante sobre las olas, engullido por el lóbrego mar.
Tiene que aguantar el dolor, mantener la calma, mover las piernas con fuerza; no
puede aflojar lo más mínimo y menos aún ponerse nervioso; ha de coordinar a la
perfección el movimiento de piernas con la respiración y las fricciones; no puede
dejarse invadir por ningún otro pensamiento, permitirse el menor atisbo de pánico.
El sol se ha puesto muy deprisa, el mar está sumido en las sombras y ya no
alcanza a ver las luces de la orilla; ni siquiera distingue la costa, la curvatura de la
colina. De pronto, su pie tropieza con algo y con el sobresalto siente una convulsión,
un dolor lacerante en el bajo vientre; mece con suavidad la pierna y advierte la
escocedura en forma de círculo del tobillo: ha tropezado con los tentáculos de una
medusa. Allí está, bajo el agua, la redondez blanca y grisácea de la criatura, como un
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paraguas abierto de bordes labiados ondeantes y membranosos. Podría aferrarla con
la mano, arrancar la boca en que convergen los tentáculos.
En aquellos días había aprendido de los niños de la costa a cazar y a sazonar
medusas. Bajo el alféizar de la ventana de su cuarto de la casa de huéspedes ya había
majado con una piedra siete medusas después de arrancarles la boca y untarlas con
sal; una vez secas, se convertirían en unos pocos pellejos apergaminados. Y ahora él
también corría el riesgo del convertirse en un simple pellejo, un cadáver que ni
siquiera llegaría flotando a la costa. Mejor dejarla vivir en paz.
Crece, con ello, su ansia de vida; ya no volverá a cazar medusas, y si logra llegar
a la costa, tampoco volverá a bañarse en el mar. Mueve las piernas con energía,
apretando el abdomen con la mano derecha; no debe dar rienda suelta a sus
pensamientos, tan sólo ha de concentrarse en el ritmo regular de sus piernas. Ve el
brillo de las estrellas, su resplandor maravilloso, y eso significa que se dirige
justamente en dirección a la costa. El bulto duro del estómago ya ha desaparecido,
pero él con infinita cautela sigue friccionando, aunque con ello demore su avance…
Cuando llega a la orilla y sale del agua, en la playa no hay un alma y la marea
está alta. Es esta marea la que lo ha ayudado, piensa, mientras su cuerpo desnudo
expuesto al viento tiembla con un frío más intenso que el que sentía cuando estaba en
el agua. Se tumba boca abajo en la playa, pero la arena tampoco está tibia. Cuando al
fin se incorpora, echa a correr: tiene prisa por anunciar al mundo que acaba de
escapar de la muerte.
En el vestíbulo de la casa de huéspedes todos juegan aún a las cartas; los mismos
tertulianos de antes siguen escrutando el rostro del adversario o la propia jugada y ni
uno solo hace el menor ademán de levantar la cara para echarle una mirada. Vuelve a
su cuarto, pero su compañero no está; estará de cháchara en alguna de las
habitaciones vecinas. Mientras coge su toalla del reborde de la ventana es consciente
de que las medusas majadas con una piedra y untadas con sal que hay fuera siguen
rezumando agua. Al fin se cambia de ropa, calza los zapatos para llevar los pies
calientes, y vuelve solo a la playa.
El estruendo del oleaje. El viento es más recio, y las olas blancas y grises se
suceden impetuosamente y al restallar en la orilla desparraman sobre la playa sus
aguas negras. Una ola que no logra esquivar a tiempo le empapa los zapatos; alejado
un corto trecho de la orilla echa a andar por la playa sumida en la oscuridad, vacía de
estrellas. Al rato oye voces, voces de hombres y mujeres que hablan, y distingue tres
sombras. Se detiene. Van en dos bicicletas y en la parrilla trasera de una de ellas está
sentada una muchacha de cabello largo. Las ruedas se hunden en la arena y las
sombras que conducen parecen hacer un gran esfuerzo. Los tres no cesan de hablar y
reír; la voz de la muchacha que va sentada en la parrilla es especialmente alegre. Se
detienen delante de él, afirman las bicicletas sobre los caballetes y uno de los jóvenes
entrega a la muchacha la gran bolsa que carga en su parrilla. Los dos jóvenes
empiezan a desvestirse, dejando al descubierto su gran flacura, y una vez desnudos
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agitan los brazos y saltan y gritan sobre la playa.
—¡Qué frío, qué frío! —gritan, mientras la muchacha ríe inconteniblemente,
como si le estuviesen haciendo cosquillas.
—¿Queréis beber ahora? —pregunta la sombra de ella desde el costado de las
bicicletas.
Vuelven, cogen la botella de licor que ella tiene en sus manos, beben a morro por
turnos, la devuelven y corren hacia el mar.
—Aaah, aaah…
—Aaah…
Restalla el oleaje, la marea sigue creciendo.
—¡Volved pronto! —grita la muchacha con voz aguda: la única respuesta es el
embate de las olas.
El débil reflejo del agua que fluye sobre la playa le permite ver el par de muletas
en que se apoya la muchacha erguida al costado de las bicicletas.
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En el parque
Hace mucho que no vengo a pasear por el parque. No he tenido tiempo, ni ganas.
—Suele pasar: terminas de trabajar, y a casa; la vida ajetreada que llevamos.
—Me acuerdo que de niño me gustaba mucho venir a este parque a revolearme
por la hierba.
—Tus padres te traían.
—Sobre todo cuando venía con mis compañeros.
—Sí, claro.
—Sobre todo cuando tú estabas.
—Me acuerdo.
—Llevabas dos coletitas.
—Y tú siempre llevabas un peto y eras muy presumido.
—Y tú siempre tan inabordable, tan orgullosa.
—¿Sí?
—Sí, nadie se atrevía a acercarse.
—No me acuerdo; pero me gustaba mucho jugar contigo, darle patadas a aquella
pelota de goma.
—¿Tú, jugar a la pelota? Llevabas zapatos blancos y siempre tenías miedo de
manchártelos.
—Es verdad; cuando era pequeña, me encantaban las zapatillas de deporte
blancas.
—Parecías una princesa.
—Eso, una princesa con zapatillas de deporte.
—Luego te fuiste a vivir a otra parte.
—Sí.
—Al principio venías mucho los domingos por casa, pero luego cada vez menos.
—Me hice mayor.
—Mi madre te adoraba.
—Ya lo sé.
—Mis padres no tuvieron ninguna hija.
—Todos decían que nos parecíamos, que yo era como tu hermana mayor.
—No olvides que nacimos el mismo año y que yo soy dos meses mayor que tú.
—Pero yo parecía mayor, te sacaba un puño de alto y era como tu hermana
mayor.
—Las niñas crecen más deprisa a esas edades. Bueno, hablemos de otra cosa.
—¿De qué?
Un seto de cipreses recorría la avenida bajo los árboles que la bordeaban; una
muchacha con vestido de una pieza y bolso rojo se sentó en uno de los bancos de
piedra que había en la cuesta situada más allá del seto.
—Sentémonos también un momento.
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—Bueno.
—El sol está por ponerse.
—Sí, es muy bello.
—No me gusta la belleza de este paisaje artificial.
—¿No decías que te gustaba mucho venir al parque?
—Cuando era pequeño. En el monte trabajé siete años de leñador en los bosques
vírgenes.
—Pudiste aguantarlo.
—El bosque es duro.
La muchacha del bolso rojo se levantó del banco de piedra y se quedó mirando
hacia el extremo de la avenida que discurría más allá del seto de cipreses
primorosamente recortados. Algunas personas venían de ese lado; entre ellas, un
joven muy alto de largas patillas. El ocre esplendoroso del crepúsculo se tornaba
violeta entre las copas de los árboles y detrás del muro del recinto y se propagaba en
forma de hilachas de nubes onduladas sobre nuestras cabezas.
—Hacía mucho que no veía un atardecer tan bello; es como si el cielo estuviese
ardiendo.
—Como un incendio.
—¿Como qué?
—Como un incendio en el bosque…
—Di, continúa.
—Cuando ardía el bosque, el cielo era así; el fuego se propagaba con tanta
velocidad y violencia que no teníamos tiempo de abrir cortafuegos. Era terrible; los
árboles talados se elevaban por los aires y de lejos parecían pajas de arroz danzando
en medio del fuego. Los leopardos huían como locos y se lanzaban al río y nadaban
hacia nosotros…
—¿Los leopardos no os atacaban?
—Ni caso nos hacían.
—¿No les disparabais?
—Nosotros también estábamos espantados, mirando como atontados desde la
orilla.
—¿No podíais hacer nada para salvaros?
—El río no era obstáculo para el fuego: los árboles de esta orilla también estaban
chamuscados y restallaban y de golpe se ponían a arder con un rugido. En varios
kilómetros a la redonda había tanto humo y fuego que el aire era irrespirable. Lo
único que podíamos hacer era esperar a que el viento cambiase de dirección, o confiar
en que el río detuviese el avance del fuego y que éste se fuese apagando por sí
mismo.
La muchacha volvió a sentarse en el banco y dejó a su lado el bolso rojo.
—Cuéntame algo más de lo que te ha pasado en estos años.
—No hay mucho que contar.
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—¿Cómo que no hay mucho que contar? Lo que acabas de contar es
impresionante.
—Contarlo ahora no produce ninguna impresión. Háblame tú de lo que has hecho
estos años.
—¿Yo?
—Sí, tú.
—Tengo una hija.
—¿De cuántos años?
—De seis.
—¿Se parece a ti?
—Sí, todos dicen que se parece mucho.
—¿Se parece a ti cuando eras niña? ¿También lleva zapatillas de deporte blancas?
—No, le gustan los zapatos. Su padre le ha comprado pares y pares.
—Ya veo que eres muy feliz. ¿Él es bueno?
—Conmigo sí lo es. Pero no sé si soy o no feliz.
—¿No estás contenta con tu trabajo?
—Sí, comparado con el que tienen muchos de mi edad, no está mal: sentada en
una oficina, atendiendo el teléfono o mandando documentos a la dirección.
—¿Eres secretaria?
—Archivista.
—Además, es un trabajo confidencial, un trabajo de confianza.
—Es mejor que ser obrera. ¿No has luchado tú también para salir adelante? Has
ido a la universidad; ¿ya serás ingeniero?
—Sí, todo con mi propio esfuerzo.
El arrebol menguante del crepúsculo se había tornado rojo oscuro y en el
horizonte pegado a las copas de los árboles sólo asomaba una línea de claridad
anaranjada coronada de nubes negruzcas. Entre los árboles de la cuesta reinaba la
penumbra. La muchacha estaba sentada con la cabeza gacha; miró, al parecer, el reloj
y se levantó con el bolso, pero al punto volvió a dejarlo en el banco y observó la
avenida que discurría más allá del seto, como atraída por el fulgor de la luna entre las
nubes. Luego volvió la cara y comenzó a pasear con la cabeza baja, midiendo cada
uno de sus pasos.
—Está esperando a alguien.
—Esperar a alguien es un fastidio. Ahora son los chicos los que te dan plantón.
—¿Hay muchas muchachas en la ciudad?
—Los chicos abundan, pero hay pocos que sean buen partido.
—Pues esa muchacha está muy bien.
—La mujer que se enamora primero es siempre la desgraciada.
—¿Vendrá él?
—Quién sabe. Es algo que te pone histérica.
—Suerte que ya hemos pasado esa edad. ¿Te ha tocado esperar a muchos?
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—Siempre era mi marido el que esperaba. Y tú, ¿has hecho esperar a muchas?
—Nunca he faltado a una cita.
—¿Tienes una amiga?
—Creo que sí.
—¿Y por qué no te casas?
—Quizá lo haga.
—Parece como si ella no te gustara.
—Le tengo lástima.
—La lástima no es amor. Si no la quieres, no le mientas así.
—Sólo me miento a mí mismo.
—Pero también mientes al otro.
—No hablemos de eso.
—Como quieras.
La muchacha se sentó. Pero se levantó al instante mirando hacia la avenida
borrosa: la última mancha rojiza del horizonte también era casi imperceptible. Volvió
a sentarse. Notando, al parecer, que alguien la observaba, bajó la cabeza e hizo como
que se arreglaba el vestido sobre las rodillas.
—¿Crees que vendrá?
—No lo sé.
—No deberías hacerle esto.
—Hay muchas cosas que no deberían hacerse.
—¿Es guapa tu amiga?
—Es digna de compasión.
—¡No hables así! Si no la quieres, no le mientas; búscate una mujer que te guste
de verdad, una muchacha joven y bonita.
—Una muchacha bonita no puede fijarse en mí.
—¿Por qué?
—Porque no tengo un padre importante.
—No quiero oírte decir esas palabras.
—Pues no las escuches. Deberíamos irnos ya.
—¿Vienes a mi casa?
—Tendría que llevarle algún regalo a tu hija. Que sirva también para felicitarte a
ti.
—No hables así.
—¿Qué tiene de malo?
—No paras de soltar indirectas.
—No es mi intención.
—Deseo que seas feliz.
—No quiero oír esa palabra.
—¿Es que eres infeliz?
—No quiero hablar más de ello. No ha sido nada fácil que nos volvamos a ver
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después de tantos años; no hablemos de cosas deprimentes.
—Bueno, hablemos de otra cosa.
La muchacha se levantó de pronto; la sombra de una persona se acercaba con
paso ligero desde el otro extremo de la avenida.
—Al fin llegó.
El joven cargado con la cartera de lona pasó por delante sin detenerse. La
muchacha se volvió.
—No es el que ella espera. Como tantas veces ocurre en la vida; ¡hay que ver!
—Está llorando.
—¿Quién?
La muchacha se sentó cubriéndose el rostro; al menos las manos alzadas le
ocultaban el rostro, o eso parecía, pues la oscuridad reinante en el bosquecillo de la
cuesta no permitía apreciarlo con claridad. Los pájaros piaban.
—¿Aún quedan pájaros?
—No sólo hay pájaros en los bosques.
—Por aquí aún quedan gorriones.
—Te has vuelto arrogante.
—Así he podido salir adelante. Si no hubiera conservado un mínimo de
arrogancia, hoy no estaría aquí.
—No estés tan hastiado del mundo, no eres el único que ha sufrido: todos hemos
pasado por la experiencia del campo. Deberías comprender que una chica que se
encuentra en el campo sin parientes ni conocidos pasa muchas más dificultades que
vosotros los hombres. Si me he casado con él ha sido porque no tenía una opción
mejor. Fueron sus padres los que arreglaron todo para conseguir mi traslado a la
ciudad.
—No te culpo de nada.
—No tienes derecho a culparme.
—Nadie tiene derecho a culpar a nadie.
Las farolas se encendieron y su luz pálida se proyectó a través de las hojas verdes
de los árboles. El cielo nocturno estaba nublado y costaba ver las estrellas sobre la
ciudad; las farolas parecían refulgir con brillo inusitado en medio de la arboleda.
—Creo que deberíamos irnos.
—Sí, no tendríamos que haber venido a este lugar.
—La gente puede pensar que somos un par de enamorados. Si tu marido lo sabe,
no se imaginará cosas raras, ¿verdad?
—No es de esa clase de personas.
—Es un buen hombre, entonces.
—Podrías pasarte por nuestra casa.
—Si él me invita.
—¿Si yo te invito no es lo mismo?
—Es una pena que no supiese tu dirección: por eso he ido a buscarte al trabajo. Si
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no, habría ido directamente a tu casa, de visita formal.
—Deja ya esa actitud.
—Dejemos ya de llevarnos la contraria.
—Eres tú el que habla con segundas.
—Bueno, perdona, no lo he hecho adrede.
—Hablemos de otra cosa, pues.
—Bien.
El bosquecillo estaba sumido en la oscuridad y ya no se distinguía la silueta de la
muchacha. Iluminadas por el brillo de las farolas, las hojas de los álamos blancos
verdeaban como si fuesen de jade, como fosforescentes. Había algo de brisa. Las
hojas de los álamos temblaban tenuemente y brillaban con la tersura del satén.
—Parece que aún no se ha ido.
—No, está apoyada en un árbol.
A pocos pasos del banco vacío había un árbol de tronco grueso y, reclinada en él,
la sombra de una persona.
—¿Qué le pasa?
—Llora.
—No vale la pena.
—¿Por qué?
—No vale la pena que llore por él. Seguro que puede encontrar a un buen
muchacho que la quiera, alguien que merezca más su amor. Tendría que irse.
—Aún tiene esperanzas.
—Después de todo, la vida tiene muchos caminos y ella podría encontrar el suyo
propio.
—Tú crees comprenderlo todo, pero no entiendes en absoluto lo que hay en el
corazón de una mujer. Nada más fácil para un hombre que herir a una mujer. Las
mujeres somos débiles.
—Si tenéis la certeza de ser débiles, ¿por qué no hacéis nada por ser un poco más
fuertes?
—Bellas palabras.
—Son ganas de complicarse la vida, como si la vida ya de por sí no fuese lo
bastante complicada. No hay que tomarse las cosas tan a pecho.
—Hay tantas cosas que no hay que hacer.
—Quiero decir que la gente sólo tiene que hacer lo que tiene que hacer.
—Eso es hablar por hablar.
—Así es, no tendría que haber venido a verte.
—Esto también es hablar por hablar.
—Sí, tenemos que irnos. Te invito a comer en algún sitio.
—No me apetece comer nada. ¿No podríamos hablar de otra cosa?
—¿Hablar de qué?
—Hablemos de ti.
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—Hablemos mejor de los pequeños. ¿Cómo se llama tu hija?
—Yo quería tener un hijo.
—Una hija es lo mismo.
—No, los hijos de mayores no sufren tanto como las hijas.
—La gente no sufrirá tanto en el futuro, pues nosotros ya hemos pagado por ellos.
—Está llorando.
El único sonido es el del murmullo de la brisa entre las hojas de los árboles, pero
en el mismo murmullo se oyen como sollozos procedentes del banco de piedra y de la
parte trasera del árbol.
—Tendríamos que consolarla.
—Para ese mal no hay consuelo.
—Consolarla un poco, al menos.
—Ve, pues.
—Para estos casos sólo sirve una mujer.
—No es ése el consuelo que necesita.
—No entiendo.
—No entiendes nada de nada.
—Mejor no entender nada.
—Entender demasiado es una carga.
—En tal caso, ¿para qué quieres consolarla? Harías mejor en consolarte a ti
mismo.
—¿Qué quieres decir?
—Tú no comprendes los sentimientos de la gente. Si crees que los sentimientos
también son una carga, más vale que sigas así, sin entender nada.
—Vámonos, pues.
—¿A mi casa?
—Es inútil.
—¿Vamos a despedirnos así?
—Ya te he invitado a comer mañana en nuestra casa. Él también estará.
—Creo que es mejor que no vaya. ¿Qué dices?
—Como tú quieras.
Los sollozos eran más nítidos en la oscuridad. El lloro contenido llegaba a ráfagas
con el susurro de la brisa nocturna entre las hojas.
—Te escribiré cuando me case.
—Mejor no escribas nada.
—Más adelante quizá venga a verte, si paso por aquí por cuestiones de trabajo.
—Mejor no vengas más.
—Sí, ha sido un error.
—¿Qué error?
—No tendría que haber venido a verte.
—No, no ha sido un error.
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—Vosotros no tenéis la culpa, son aquellos años. Pero ya todo forma parte del
pasado; tenemos que aprender a olvidar.
—Para mí es muy difícil olvidar todo.
—Quizá con el tiempo…
—Vete ya.
—¿No quieres que te acompañe hasta el autobús?
Se levantaron. El sonido ahogado, incontenible, venía del lugar donde asomaba
borroso el banco vacío, de detrás del tronco negruzco; pero la sombra humana era
indistinguible.
—Quizá deberíamos aconsejarle que se vaya.
Lustrosas como el satén, las hojas nuevas de los álamos blancos relucían
tenuemente a la luz de las farolas.
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Una caña de pescar para el abuelo
He ido a una tienda de artículos de pesca que acaban de abrir, había toda clase de
cañas de pescar y pensé en el abuelo, en comprarle una caña, había una de fibra de
vidrio de diez tramos muy anunciada por ser de importación, no sé si lo importado
era la caña o la fibra de vidrio ni tampoco por qué esa caña importada era mejor que
las otras ni estaba seguro si había que encajar entre sí uno por uno los diez tramos,
quizá estaban todos replegados en el último tubo de color negro, en un extremo del
tubo había un mango en forma de culata y sobre el mango un carrete con el sedal, lo
más parecido a un revólver de cañón largo. O quizá a un radiante máuser, el abuelo
nunca ha visto un máuser ni en sueños podría imaginar que existe una caña de pescar
como ésta, todas las suyas son de bambú y además nunca ha comprado una caña, se
procura quién sabe dónde cañas torcidas de bambú y las calienta al fuego
volteándolas y cuando ya le hierve el sudor de las manos la caña está recta y ha
adquirido un tono amarillento ahumado como el de esas viejas cañas de pescar usadas
durante varias generaciones que se transmiten de padres a hijos.
El abuelo también trenza sus propias redes, una simple redecilla consta de miles,
decenas de miles de nudos y él se pasa el día y la noche haciendo nudos sin parar,
moviendo pausadamente los labios no sé si para llevar la cuenta o porque recita
encantamientos, trabaja más que mi madre haciendo jerséis pero no recuerdo si ha
pescado alguna vez algún pez digno de tal nombre, a lo más alguna menudencia
buena tan sólo para dar de comer a los gatos.
Recuerdo que cuando yo era pequeño —recuerdo todo lo que me ocurría de
pequeño— el abuelo iba a ver sin falta a todo aquel que según sus noticias estaba por
ir a la capital para pedirle que le trajese anzuelos, como si los peces sólo picasen en
los anzuelos comprados en la ciudad, recuerdo oírlo mascullar más de una vez que las
cañas de pescar que vendían en la ciudad llevaban carrete y que después de lanzar el
anzuelo uno podía fumarse relajadamente un cigarro esperando que la campanilla del
extremo sonase, tenía la esperanza de tener una caña así para poder plantarla en tierra
y quedarse con las manos libres para liar un cigarro de hojas de tabaco, el abuelo
nunca fuma cigarrillos ya hechos, desprecia los cigarrillos, dice que son cigarros de
papel rellenos en su mayor parte de paja y que no saben a tabaco. Aún veo cómo sus
dedos como patas de gallo viejo restriegan sobre la palma de la mano la hoja seca de
tabaco hasta hacerla trizas, cómo enrolla con la punta de sus dedos un trozo de
periódico viejo y cómo lo moja apenas con saliva y ya está, es lo que él llama «liarse
un petardazo», el sabor de las hojas de tabaco debe de ser muy fuerte pues el abuelo
siempre está tosiendo pero él sigue liando sus cigarros y pasándole a mi abuela los
cigarrillos que le regalan.
Recuerdo que fui yo el que en una caída le rompió al abuelo la joya de todas sus
cañas, salió a pescar y yo me ofrecí a llevársela, cargándola al hombro corría y corría
delante de él cuando en un descuido, ¡plaf!, me caí y la caña se metió por la ventana
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de una casa, el abuelo casi llora de pena, acariciaba la caña rota de la misma manera
que mi abuela acariciaba la estera rota, la estera de tiras finas de bambú trenzado
sobre la que se dormía en casa desde hace quién sabe cuántos años era igual que la
caña de pescar, rojo oscuro como el ágata, mi abuela no me dejaba dormir encima,
decía que se me podía soltar el vientre aunque ella bien que dormía y además decía
que la estera era plegable, yo lo intenté a escondidas pero se quebró en cuanto
empecé a plegarla, por supuesto no me atreví a contárselo, tan sólo seguí diciendo
que no creía que una estera pudiera plegarse pero mi abuela se empeñaba en decir que
era una estera de corteza verde de bambú y que las esteras de corteza verde de bambú
podían plegarse, yo no quería discutir con ella, era vieja y digna de compasión y si
decía que se podía plegar, se podía plegar aunque estuviese rota por donde yo había
intentado plegarla, la rajadura crecía cada verano y ella siempre aguardaba la llegada
del zurcidor de esteras, llevaba ya esperando muchos años pero el zurcidor no
aparecía, yo le decía que ese oficio ya no existía y que era mejor comprar una nueva
en vez de quedarse allí esperando y esperando pero ella no era de mi opinión y decía
que las esteras cuanto más viejas, mejores, lo mismo que pasaba con ella, más buena
cuanto más vieja, más dicharachera cuanto más vieja, repitiendo siempre la misma
cosa, al contrario que el abuelo, más parco en palabras cuanto más viejo, cada vez
más flaco, más parecido a una sombra que deambulaba de aquí para allá sin un ruido
de no ser por las toses nocturnas, la tos que empezaba y no tenía fin, yo tenía miedo
que un día cualquiera comenzase a toser y no recuperara más el aliento pero él seguía
como siempre fumando sus hojas trituradas de tabaco, de tanto fumar su cara y sus
uñas habían adquirido el mismo color de las hojas y él mismo parecía una hoja seca
de tabaco fina y frágil que podía deshacerse si alguien por descuido la tocaba.
Pero no era sólo la pesca, pues también se interesaba por la caza, tenía incluso
una escopeta pringada de aceite que alguien le había hecho con un tubo de acero sin
costura, era un gran favor el que pedía y había tardado al menos medio año en
encontrar al que se lo hiciera, pero yo sólo recuerdo que trajera a casa una liebre,
cuando entró arrojó al suelo de la cocina la enorme liebre amarilla y se quitó los
zapatos y le pidió a la abuela que calentase agua para poner los pies en remojo y se
puso a desmigajar los trozos de hoja de tabaco que llevaba en la petaca, yo y Negrito,
el perro guardián de la casa, rodeábamos la liebre muerta exaltados a más no poder en
el momento en que mi madre entró gritando, ya se está llevando de aquí este conejo
muerto, a quién se le ocurre comprar esto, el abuelo apenas murmuró unas palabras y
mi madre enfiló hacia él, si quiere comer conejo vaya a que se lo despellejen los
conejeros de la calle, a partir de entonces tuve la sensación de que el abuelo era viejo
de verdad, cuando mi madre no estaba me hablaba de lo bueno que era el acero
alemán, si tuviese una escopeta hecha con un tubo de acero alemán cazaría a buen
seguro animales de verdad y no sólo conejos.
El abuelo decía que antes había lobos en los cerros de las cercanías de la ciudad,
hambrientos después de aguantar todo el invierno iban a los pueblos cuando la hierba
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empezaba a brotar a principios de primavera y se llevaban los cerdos o devoraban las
vacas, en una ocasión habían llegado a devorar a la hijita de un pastor, se comieron al
bebé y de ella sólo quedaron las dos coletitas, si entonces hubiese tenido una escopeta
alemana las cosas no habrían ocurrido así, pero ni siquiera le habían dejado la
escopeta tosca que alguien le había hecho con un tubo de acero, cuando la quema de
libros durante la revolución dijeron que era un arma mortífera y la confiscaron,
sentado en una banqueta él los vio actuar sin poder hacer nada, sin decir una palabra,
cada vez que me acuerdo siento mucha lástima del abuelo, yo quería de verdad
comprarle una auténtica escopeta de caza alemana pero no hay por ninguna parte,
sólo una vez vi una de dos cañones en una tienda de artículos de deportes pero me
dijeron que era una muestra y que sólo me la vendían si llevaba una carta de
recomendación de la comisión provincial de cultura física y deportes y un certificado
de la policía, de modo que al final me he visto abocado a comprarle tan sólo una caña
de pescar aun sabiendo que con esta caña importada de fibra de vidrio de diez tramos
tampoco podrá pescar nada, pues ya hace muchos años que nuestra ciudad se ha
convertido en un arenal.
Había un lago no lejos de casa, vivíamos, recuerdo, en la calle Sur del Lago. En
mis tiempos de primaria pasaba todos los días una y otra vez por su orilla pero
cuando acabé la primaria y empecé la secundaria no sé por qué, el lago se convirtió
en un estanque de agua pútrida en que sólo había mosquitos y ningún pez, una balsa
de aguas pestilentes que fue definitivamente terraplenada y cegada durante no sé qué
movimiento a favor de la higiene.
También me acuerdo, por supuesto, que en la región había un río, mi impresión
ahora es que se hallaba muy lejos de la ciudad, en un paraje desolado, me acuerdo
que en toda mi infancia habré ido una o dos veces, pero cuando el abuelo vino me
dijo que habían construido una presa en la parte alta y que el río se había secado, yo a
pesar de todo quería comprarle una caña de pescar al abuelo, no sé bien por qué ni
quiero saberlo, era un deseo, como si la caña fuese mi abuelo o mi abuelo fuese la
caña.
Cargado con la caña al hombro salí a la calle, con la caña de tramos de fibra de
vidrio armada en toda su largura tenía la impresión de que todo el mundo me miraba,
a mí que no me gusta lucirme, quise subir al autobús para no hacer el ridículo por la
calle pero no fui capaz de plegar la larga caña armada en sus diez tramos, tengo
miedo de que la gente se fije en mí, desde niño padezco una timidez exagerada, sobre
todo no me acostumbro a llevar ropa nueva, cuando voy arreglado me siento como un
maniquí expuesto en un escaparate, incómodo de la cabeza a los pies, inútil decir
cómo me sentía cargado con una larguísima caña de pescar negra brillante que se
balanceaba sobre mi hombro. Aligeré el paso pero la caña se balanceaba aún más y al
final no tuve más remedio que seguir andando muy despacio, como pavoneándome
en plena calle con la caña al hombro, violento como si llevase el pantalón descosido
por la entrepierna o como si se me hubiese abierto la bragueta.
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Sé, claro es, que no son peces lo que buscan los pescadores de ciudad, los que en
el parque compran un billete para pescar buscan ocio y libertad, aprovechan para
escapar de casa, alejarse de la mujer y los niños, reflexionar un rato en paz y
tranquilidad y también sé, claro es, que la pesca es hoy día una actividad deportiva,
hay concursos, los periódicos de la tarde anuncian formalmente los resultados de las
competiciones celebradas por toda clase de asociaciones de pesca, el lugar se fija de
antemano pero cuando uno va allí después del concurso no ve ni la sombra de un pez,
no es extraño que la gente bromee y diga que la noche anterior los organizadores se
dedican a descargar redes enteras llenas de peces vivos para que los participantes
tengan algo que pescar y llevar a la bolsa, los que me veían cargado con la flamante
caña de pescar debían de pensar que yo también soy uno de esos maniáticos de los
concursos pero yo sé lo que significa tener una caña así en mi ciudad, ya veo al
abuelo cheposo levantarse recto con su cubillo herrumbroso lleno de lombrices por el
que hasta se escapa la tierra, quiero aprovechar la ocasión para volver a mi ciudad a
echar una mirada, para ahuyentar la nostalgia.
Pero antes debo buscar un sitio donde guardar la caña, si mi hijo pequeño la ve
querrá jugar con ella y la romperá, ¿por qué has comprado eso?, ¿dónde vas a
ponerlo, con lo pequeña que es nuestra casa?, oigo las voces de mi mujer, la única
solución es dejarla en el váter encima de la cisterna, mi hijo no podrá alcanzarla si no
se sube a un taburete, digan lo que digan he de volver a mi ciudad para echar un
vistazo, para librarme de esta nostalgia de la que tan difícil es librarse una vez
instalada en el recuerdo, luego oyes un golpe, creo que es el que hace mi mujer en la
cocina al picar la carne, pero enseguida oyes sus gritos, ¡y no vienes a ver!, y
enseguida los lloros de mi hijo en el váter y comprendes que la caña es la próxima
víctima y terminas de decidirte, sea como sea tienes que llevar la caña a tu ciudad.
Pero la ciudad ha cambiado tanto que ya no la reconoces, el camino de tierra que
tanto polvo levantaba ha sido asfaltado, las casas de pisos construidas con elementos
prefabricados son todas idénticas, las mujeres jóvenes o viejas que van por la calle
llevan todas sostén y vestidos tan finos que parecen empeñadas en mostrar la ropa
interior, en todos los tejados hay antenas reveladoras de que los inquilinos tienen su
televisión y las casas que carecen de ella parecen afectadas de un defecto congénito,
de hecho todo el mundo verá los mismos programas, informativo nacional de siete a
siete y media, informativo internacional de siete y media a ocho, documental y
anuncios de ocho y media a nueve, información del tiempo de nueve a nueve y
cuarto, vida deportiva de nueve y cuarto a diez menos cuarto, anuncios y algún
programa musical de diez menos cuarto a diez, alguna película pasada de moda de
diez a once, claro que no todos los días pasan una película, para ser exactos los lunes,
miércoles y viernes ponen una serie y los martes, jueves y sábados una película, sólo
el programa de vida cultural de los fines de semana llega hasta la medianoche, el más
grandioso espectáculo lo ofrecen estas antenas de televisión que crecen en los tejados
de las casas como bosquecillos de árboles de tronco y ramas desnudas tras el embate
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del viento frío, un bosque en que te has perdido, buscas aquí y allá pero en realidad
no reconoces tu antigua ciudad.
Recuerdo que para ir a la escuela todos los días debía atravesar un puente de
piedra y que a la izquierda del puente estaba el lago siempre surcado de olas aun en
los días en que no soplaba viento, yo creía por ello que las olas eran el lomo de los
peces, nunca hubiese imaginado que todos esos peces que lo colmaban morirían
algún día ni que las aguas relucientes apestarían ni que la balsa de aguas pestilentes
sería cegada ni que yo no pudiese encontrar el camino de casa.
Pregunto dónde está la calle Sur del Lago pero la gente te mira extrañada como si
no te comprendiera, yo aún hablo el dialecto local y basta que esté con alguien del
lugar para adoptar el acento, en mi ciudad es costumbre llamar «señor» al abuelo
paterno y el «mi» de «mi abuelo» se articula entre la zona interna del paladar y la
garganta, igual que la palabra «ganso», de modo que los forasteros creen oír «señor
ganso» cuando uno dice «mi abuelo», al preguntar el camino yo pongo buen cuidado
en articular el sonido entre la zona interna del paladar y la garganta pero nada en sus
miradas refleja el calor propio de un paisano, pregunto a un par de muchachas el
camino para ir a casa de señor ganso pero sólo consigo que se rían, no comprendo de
qué se ríen, ríen tanto que son incapaces de responderme, las caras adquieren el
mismo tinte de un corte de tela roja pero debo decir que si se ruborizan no es porque
lleven sostén sino porque yo he articulado la palabra «sur» de Sur del Lago entre la
zona interna del paladar y la garganta, luego pregunto a un hombre entrado en años
dónde estaba antes el lago, pues si encuentro el lago podré encontrar el puente de
piedra y si encuentro el puente de piedra podré encontrar la calle Sur del Lago y si
encuentro la calle Sur del Lago hasta a tientas seré capaz de encontrar mi casa.
¿El lago?, ¿qué lago?, el lago cegado, ah, ese lago, el lago cegado, aquí mismo
está, golpea el suelo con la punta del pie, aquí había un lago, estamos justo en su
lecho, ¿y no había por aquí cerca un puente de piedra?, ¿no has visto la carretera
asfaltada?, el puente de piedra fue demolido y el nuevo es de hormigón armado,
comprendo, comprendo todo, imposible encontrar algo en su estado original, de nada
sirve que preguntes por el nombre y el número de la calle antigua, tu único recurso es
la memoria.
Recuerdo que era un patio de estilo antiguo, elegante, protegido por un muro
cancel con ladrillos esculpidos en relieve con los caracteres «felicidad», «riqueza»,
«longevidad» y «alegría», con un dios de la longevidad al que le faltaba media cara
apoyado en un bastón con empuñadura en forma de cabeza de dragón, una cabeza de
dragón tan desgastada que resultaba irreconocible aunque nosotros de pequeños
sabíamos, eso no se desgastaba, que el bastón del dios de la longevidad se llamaba
bastón de la cabeza del dragón, y también con un ciervo manchado al que apenas le
quedaban manchas o cuyas manchas eran quizá las rugosidades que tapizaban su
cuerpo, cada vez que entrábamos o salíamos nos gustaba tocarle los cuernos,
brillantes y lustrosos de nuestras sobaduras, el patio estaba dividido en dos grupos de
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casas, en las de atrás vivían los propietarios, gente venida a menos, tenían una hija
llamada Zaowa que miraba a la gente con ojos muy redondos en los que había algo de
excentricidad y también algo de encanto.
En todo caso, tan cierto es que el patio existió como lo es la existencia en él de los
muchos azufaifos que mi abuelo había plantado y la de las jaulas colgadas bajo el
alero en que tenía sus pájaros, tenía un tordo y había tenido un mirlo, mi madre decía
que el mirlo molestaba a la gente con su ruido y el abuelo lo había vendido y
sustituido por un paro de cara colorada que murió de enfado al poco tiempo pues los
paros son muy enfadadizos y no deben ser encerrados en jaulas, el abuelo decía que
le había llamado la atención la carita colorada del paro y la abuela le respondía que
para cara y dura la suya, me acuerdo de todo, el patio estaba en el número diez de la
calle Sur del Lago y por mucho que el nombre y el número de la calle hayan
cambiado la gente no puede haber cegado un patio tan maravilloso de la misma
manera que ha cegado la balsa de aguas malolientes, pero pregunto y busco aquí y
allá, calle por calle, callejón por callejón y es como no encontrar algo en los bolsillos
después de volverlos de dentro afuera y sacudir de ellos hasta la última pelusa,
sumido en la desesperación arrastro las piernas cansadas sin saber ya con certeza si
forman parte de mi cuerpo.
De repente me viene a la memoria el templo del Dios de la Guerra, cuando mi
madre me llevaba al cine por el mismo camino de la escuela, pero en dirección
contraria, teníamos que pasar por el callejón del templo del Dios de la Guerra, si
encuentro el templo podré ubicar sin dificultad mi casa y por ello pregunto a alguien
cómo se va al templo del Dios de la Guerra.
Ah, ¿busca el templo del Dios de la Guerra?, ¿a qué número va?, la respuesta
confirma que el templo existe y además he topado con un hombre amable que se
interesa incluso por el número al que voy pero soy incapaz de reaccionar pues acabo
de olvidarme del número, respondo evasivamente que sólo pregunto si el lugar aún
existe, ¿pregunta cómo se va y no sabe si existe?, ¿a quién busca?, ¿a qué familia?,
las preguntas son cada vez más precisas, ¿me habrá tomado por un chino de ultramar
que vuelve al país en busca de sus raíces?, ¿o por un hijo pródigo desarraigado de su
tierra natal?, no tengo más remedio que alargarme en explicaciones, la casa en que
vivía mi familia era alquilada y no propiedad de mis antepasados, y ¿cómo se llamaba
el propietario?, lo único que sé es que el propietario tenía una hija llamada Zaowa y
está claro que no puedo decir las cosas así pues el hombre empieza a poner mala cara
al ver que me salgo por la tangente, el calor de su mirada se trueca en un instante en
frío glacial y me mide de arriba abajo preguntándose acaso si debe avisar a la policía.
Si busca el número uno, vaya recto y entre por el primer callejón a mano derecha
y en el lado sur lo encontrará, y si busca el número treinta y siete, siga por allí y a
cien pasos entre por el segundo callejón y después de pasar otra bocacalle continúe
derecho y dará con él en el lado norte, el de la izquierda, yo le doy las gracias una y
otra vez y me marcho sintiendo en la espalda la punta aguda de su mirada.
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Sigo recto y diviso el primer callejón a mano derecha y ya antes de entrar en él
veo el nuevo letrero azul de la calle colocado al lado de la placa roja del retrete para
hombres de los urinarios públicos, sé que la calle que figura en él es sin duda la del
templo del Dios de la Guerra aunque el lugar no se parece apenas al que yo recuerdo
de mi niñez, entro por el callejón para demostrar que vengo de verdad a ver mi
antigua casa y no con otras intenciones pero no tengo necesidad de ir mirando los
números del uno hasta el treinta y siete pues con una sola mirada abarco el callejón
de un extremo a otro, no se parece en nada a aquel callejón largo y tortuoso que me
viene a la memoria al evocar mi infancia ni tampoco recuerdo bien ahora si entonces
había aquí un templo, es un callejón en que no hay edificios altos, la única que
sobresale por encima de los patios vetustos es una casa de ladrillos rojos de tres pisos,
una construcción muy simple que parece aún más endeble que las de los patios, de
golpe me acuerdo que sí hubo en su día un templo del Dios de la Guerra reducido a
cenizas por un rayo antes de que yo tuviera edad de recordar las cosas, también lo
contó el abuelo, decía que el lugar atraía al rayo, que las emanaciones de la tierra eran
negativas y el templo había sido construido Justamente para expulsar a los espíritus y
eliminar los influjos nefastos pero que al final había sido presa del rayo, lo que
demostraba a las claras que no era lugar propicio para el asentamiento humano,
nuestra casa no se encontraba en el templo del Dios de la Guerra sino enfrente de él,
pero pretender yo ahora volver a los años de mi niñez, por más que tenga un hijo,
para rememorar la calle por la que mi madre me llevaba de la mano es casi un
imposible, también sé que seguir preguntando es inútil, hasta ahora no he hecho otra
cosa que vagar por el interior del lago, el exterior del lago, el centro del lago, la orilla
del lago, qué no habrán hecho con el pequeño lago si hasta el océano son capaces hoy
día de transformar en campos de moreras, adivino que en lo más profundo de este
bosque de antenas plantadas en los edificios viejos, los edificios nuevos y los austeros
edificios seminuevos y semiviejos se oculta la casa de mi infancia, pero no lograrás
verla por más vueltas y revueltas que des y sólo podrás imaginarla en el recuerdo,
quizá esté detrás mismo de este muro protector y sirva de vivienda a los empleados
de una estación municipal cualquiera de protección del medio ambiente o de almacén
de una fábrica vecinal de botones de plástico, habrán instalado una puerta de hierro y
una portería y si eres incapaz de aducir algún motivo profesional no pienses que van a
dejarte entrar, el único consuelo es pensar que el hombre no puede ser tan cruel como
para querer destruir sin dejar rastro y sin razón alguna un muro cancel con ladrillos en
relieve, el hombre es malo por naturaleza y la maldad es más profunda que la bondad,
santos y sabios de todas las épocas y todos los lugares así lo afirman pero tú te
inclinas a creer en la bondad del corazón humano, por saciar su voracidad los
hombres no pueden haber pisoteado deliberadamente tus recuerdos de infancia pues
también ellos habrán tenido una infancia que valga la pena recordar, es algo tan claro
como que uno y uno no son tres, uno más uno implica un cambio cuantitativo que
acaso pueda convertirse en cualitativo, transformarse en alguna cosa diferente y
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extraña pero nunca será igual a tres, si quieres librarte de las ataduras de tu
obstinación tienes que abandonar de una vez estas calles asfaltadas repetitivas y
monótonas y estos edificios y edificios y edificios y edificios nuevos, viejos,
seminuevos y semiviejos, casi viejos y más o menos viejos, austeros, semiausteros y
nada austeros y estos edificios y edificios cubiertos de bosques de antenas de
televisión y estas extensiones y extensiones de edificios y edificios y edificios y
edificios plantados de árboles de hojas caídas de los que sólo quedan el tronco y las
ramas, edificios, edificios y edificios, edificios y edificios…
Iré a las afueras, a la orilla del río de las afueras al que el abuelo me llevó a…
¿pescar?, recuerdo que el abuelo me llevó al río, no me acuerdo con claridad si
pescamos algo pero recuerdo que tenía un abuelo y una infancia y que en esos años
de infancia me sentía muy mal cuando mi madre me bañaba desnudo en el patio, he
buscado la casa en que viví cuando era pequeño, también me acuerdo que una vez me
levanté en mitad de la noche para ir a cazar con alguien que no era el abuelo,
caminamos todo el día y matamos un gato montés que confundimos con un zorro, me
viene a la memoria un poema cuyo protagonista lleva el cuerpo cubierto de cuchillos
de caza tintineantes, una libélula sin cola revolotea sobre el lugar, los críticos tienen
padrastros en los ojos y el mentón ancho, quiero escribir una novela profunda, tan
profunda que las moscas perezcan ahogadas en ella, y luego veo la espalda del abuelo
sentado en cuclillas sobre un taburete fumando encorvado una pipa, abuelo, lo llamo
pero no oye, me llego a su lado y lo llamo de nuevo, abuelo, y esta vez se vuelve pero
no sujeta en su mano ninguna pipa, lágrimas viejas le surcan el rostro e hilillos de
sangre le inundan los ojos como irritados del humo, bien que gustaba de echarle lena
y paja a la estufa para calentarse en invierno sentado en cuclillas al lado de su boca,
¿por qué lloras, abuelo?, pregunto y se suena con los dedos y lanza un suspiro y se
limpia la mano en un costado de las alpargatas sin dejar la menor huella, las
alpargatas de suela bien gruesa que le ha hecho la abuela, me contempla con sus ojos
rojos sin decir una palabra, te he comprado una caña de pescar con carrete, le digo, él
carraspea desde lo más profundo de su garganta sin mostrar el menor entusiasmo, de
este modo llego al fin a la playa del río, el crujir de la arena bajo mis pies parece
suspiros de la abuela, la abuela andaba farfullando todo el día pero no decía una sola
frase inteligible, y si le preguntabas adrede ¿qué dices, abuela?, levantaba perpleja la
cabeza y al cabo de un buen rato decía ah, ¿ya has vuelto de la escuela?, o ¿tienes
hambre?, en la cestilla de la cocina hay boniatos cocidos al vapor, cuando estaba
enfrascada en sus monólogos era mejor no interrumpirla, hablaba de las cosas que le
pasaban de mocita, pero si la escuchabas a escondidas desde detrás del respaldo de
una silla parecía decir siempre lo mismo, está cubierto, cubierto, cubierto, cubierto,
cubierto, algo así como que todo está cubierto, todos estos recuerdos resuenan bajo la
arena que,hay bajo tus pies.
Es un río seco en que no hay más que piedras, pisas los cantos redondeados por la
fuerza del agua, saltas de uno a otro, puedes imaginar el fluir borboteante del agua
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cristalina, aunque en las crecidas el río se convertía en una extensión ilimitada de
agua turbia que llegaba hasta la ciudad, había que remangarse el pantalón hasta los
muslos para cruzar la calle y la gente tenía que abrirse paso braceando en el aguazal
amarillo en que flotaban zapatos rotos y pedazos de papel, cuando el agua se retiraba
dejaba en todos los rincones una huella de barro que a los pocos días el calor del sol
transformaba en costra, una costra que se desprendía trozo a trozo como las escamas
de un pez, así era el río al que mi abuelo me llevaba a pescar, pero ahora no queda
una gota de agua ni en los intersticios de las rocas y las grandes piedras inmóviles
que ocupan el centro del lecho parecen ovejas simplonas apretadas unas contra otras
para que nadie se las lleve, luego llegas a una duna donde antes aún quedaban
algunas raíces nervudas de sauce, los sauces que la gente había serrado a escondidas
para hacerse muebles, pero donde luego ya no creció ni la menor brizna de hierba,
mientras estás de pie en ella comienzas a hundirte, te hundes hasta los tobillos y
tienes que sacar las piernas y marcharte a toda prisa para no hundirte hasta las
pantorrillas, hasta las rodillas, hasta los muslos, puedes quedar enterrado en la duna,
la duna es una gran tumba y la arena amenaza con su cuchicheo, dice que va a
sepultar todo, ya ha sepultado las márgenes del río, va a sepultar la ciudad, sepultar
mis recuerdos de infancia, alberga malas intenciones, no comprendo por qué el
abuelo sigue en cuclillas ahí y no corre, yo creo que debemos alejarnos enseguida,
sobre la duna henchida que tengo delante y bajo el sol ardiente veo aparecer a un niño
con el culo al aire que es mi yo de entonces, el abuelo se levanta, las arrugas del
rostro le han desaparecido, coge del puñito al niño desnudo que soy yo de pequeño, el
abuelo lleva unos calzones bombachos plegados a la cintura y mi yo desnudo va con
él saltando y brincando.
¿Hay liebres?
Um.
¿Negrito viene con nosotros?
Um.
¿Negrito sabe perseguir liebres?
Um.
Poco tiempo después de desaparecer Negrito, nuestro perro de siempre, alguien
dijo al abuelo que había visto su piel puesta a secar en el patio de una familia, mi
abuelo fue a buscarlo pero le dijeron que Negrito les había matado los pollos,
mentira, no había ser más civilizado que Negrito, sólo una vez le arrancó jugando
unas cuantas plumas al gallo de casa y la abuela bien que lo escarmentó con el palo
del escobón, pidiendo clemencia aullaba arrastrándose con las patas delanteras y al
abuelo se le puso tan mala cara que parecía ser él el que recibía los palos, «para ella
los pollos eran un tesoro preciado y para él el perro era un compañero estimado»,
pero después de aquello Negrito no volvió a jugar con los pollos pues, como dicen, el
hombre educado nunca discute con mujeres.
¿Encontraremos un lobo?
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Um.
¿Encontraremos un oso negro?
Um.
Abuelo, ¿has matado algún oso negro?
El abuelo gruñe más fuerte pero tú no puedes oír si ha matado o no un oso negro,
cuando yo era pequeño veneraba al abuelo porque tenía una escopeta hecha con un
tubo de acero, lo que más me impresionaba era cuando llenaba los casquillos viejos
de pólvora, daba vueltas y más vueltas alrededor de él hasta que se enfadaba, el
abuelo raras veces se enfadaba, la única vez que se enfadó conmigo repetía sin cesar
¡vete, vete! al tiempo que pataleaba con todas sus fuerzas, yo entré en la casa y en ese
instante oí fuera una explosión, del susto casi me meto debajo de la cama pero miré a
escondidas pegado a la puerta y vi que el abuelo tenía una mano llena de sangre y que
con la otra se restregaba de cualquier manera pólvora negra encima y que no lloraba a
pesar del dolor.
Abuelo, ¿también sabes cazar tigres?
Hablas demasiado.
Cuando me hice más mayor comprendí que el verdadero cazador es persona de
pocas palabras y que si los compañeros de caza del abuelo nunca cazaban nada era a
lo mejor porque cuando estaban juntos no hacían más que hablar, logrando con ello
que un hombre de pocas palabras como él tampoco cazase nada, pero cuando el
abuelo era joven se encontró de verdad con un tigre, un tigre de monte y no de
zoológico, según él fue en su región natal, es decir en la región natal de mi padre y a
fin de cuentas en la mía propia, en esos tiempos el bosque todavía era denso, no como
cuando yo pasé por allí en coche por motivos de trabajo que sólo vi laderas ocres
peladas y terrazas de cultivo abiertas hasta en las mismas cumbres, y fue en lo
profundo del bosque denso ocupado ahora por terrazas de cultivo donde el tigre se
quedó mirando a mi abuelo y luego se fue, en la televisión dicen que el tigre de la
China meridional ha desaparecido sin dejar rastro y que aparte de los que hay en los
zoológicos nadie ha visto y menos cazado alguno desde hace más de diez años, sólo
queda el tigre del nordeste, un centenar como mucho según los especialistas, pero no
saben en qué montes se esconden y sería una verdadera casualidad que alguien
tropezase con uno de ellos.
Abuelo, ¿tuviste miedo cuando te encontraste con el tigre?
No me dan miedo los tigres sino los hombres malos.
Abuelo, ¿te has encontrado con hombres malos?
Hay más hombres malos que tigres pero no puedes cazarlos con la escopeta.
Pero son malos.
Antes de tiempo no puedes saber si son buenos o malos.
¿Y si lo supieras podrías matarlos con la escopeta?
Matar a un hombre va contra la ley.
¿Y los hombres malos no van contra la ley?
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La ley no puede ocuparse de los hombres malos porque la maldad está en el
corazón.
Pero han hecho cosas malas.
No es tan fácil saberlo.
Abuelo, ¿tenemos que andar mucho?
Um.
Abuelo, ya no puedo más.
Si no puedes más, aprieta los dientes y sigue.
Abuelo, se me han caído los dientes.
¡Arriba, granuja!
El abuelo se pone en cuclillas y la criaturilla desnuda se aferra a su espalda,
renqueante camina el abuelo paso a paso sobre la arena con sus pies abiertos en forma
de V llevando a cuestas al niño del culo al aire y el niño lo jalea y arrea y aguija con
las piernas y cabalga a lomos del abuelo fustigándolo como si fustigase un caballo
viejo, durante mucho, mucho tiempo contemplas cómo la silueta del abuelo se aleja
poco a poco en la distancia y se hunde detrás de la duna y tú te quedas a este lado
solo con el viento, el número dos Voeller está defendido por tres jugadores su cuerpo
es una verdadera barrera natural no es fácil quitarle el balón, del reborde de la duna se
eleva una humareda amarilla que la acaricia como una mano informe y la caricia
transforma la duna inmensa en un lienzo desplegado de seda tersa, llegas al desierto,
un mar seco sin límites que el calor vuelve rojo y enrojece al mismo calor, un silencio
de muerte como el del desierto de Taklamakan que sobrevuela el avión, cadenas de
elevaciones como raspas de pescado cuyos picos más altos deben de yacer sepultados
en el mar seco y ardiente, aunque el Taklamakan es muy frío en marzo, los círculos
azules del mar seco y rojo han de ser lagos congelados y los bordes blancos las playas
y los puntos verdinegros los lugares más profundos y todo vuelve a parecer un
pescado, los ojos de un pescado muerto, está claro que Alemania Federal ha
imprimido más fuerza al ataque en el segundo tiempo presiona más arriba la defensa
argentina tiene que mantenerse firme hay que aprovechar los espacios vacíos detrás
de los zagueros para lanzar el contragolpe el pase ha sido bueno el número once
Valdano se hace con el esférico tira a puerta, no hay viento, sólo la leve vibración del
motor, el horizonte desaparece más allá de la ventanilla y el Taklamakan se inclina
hacia la vertical y en el desplazamiento aparece una línea recta como trazada con el
tiralíneas, la línea recta larga infinita corta la ventanilla y en la visual de la dirección
del avión se mueve en el sentido de las agujas del reloj, de las doce y cinco a las doce
y doce o trece, la línea se reduce y en el extremo de la aguja surge una ciudad muerta,
¿la antigua Loulan?, ¿o el espejismo de la antigua Loulan?, las ruinas están a tus
mismos pies, tan próximas que llegas a distinguir las murallas derruidas, palacios sin
cúpula o acaso grandes mansiones sin tejado, antigua cultura persa o acaso han o
acaso la fusión de ambas pero todo sepultado en la inmensidad del desierto, en la
repetición se ve que la defensa alemana no ha podido neutralizar el rápido
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contragolpe del equipo argentino un contragolpe que ha acabado en gol en los
cincuenta y un partidos hasta ahora disputados se han marcado ciento veintisiete
goles ciento cuarenta y ocho si contamos los marcados en las rondas de penaltis hoy
se han marcado los que hacen el número ciento veintiocho y ciento veintinueve sin
contar los de penalti ahora es Maradona el que lleva el balón, la arena inestable y el
balón, la arena amarilla se desliza con el ulular del viento y crece en montículos al
detenerse y resbala de ellos y se convierte en olas, olas y olas que se elevan y
fluctúan y en vez de silbar cuchichean como cantando, alguien canta bajo la arena
inestable, un cuchicheo mezclado con sollozos, quieres sacar de la arena el sonido
que está bajo tus pies, quieres abrir un hoyo para liberar la voz reprimida pero la voz
se hunde más en cuanto la tocas y no quiere salir, es como una anguila, intentas
atraparla pero siempre topas con algún extremo resbaladizo y no logras sujetarla,
cavas y cavas y vas apartando la arena con las manos, allí en la orilla bastaría excavar
un par de palmos para que empezase a manar el agua, agua de río filtrada fresca y
cristalina, pero ahora sólo hay guijarros helados, hundes la mano hasta el fondo con
cierto deleite y tropiezas con algo afilado y te cortas en un dedo aunque no te haces
sangre, tienes que saber qué es lo que en lo profundo de la arena te ha herido y sigues
cavando y al final encuentras un pez muerto con la cabeza enterrada en el fondo, la
cola dura y cortante es la que te ha herido, es un pez rígido y seco como el río y tiene
la boca como soldada al cuerpo apergaminado y los ojos sin pupilas también resecos,
lo pinchas aplastas retuerces pisas arrojas pero sobre la arena no produce ningún
sonido, es la arena y no el pez la que produce los sonidos o ambos los que se burlan
de ti con sus cuchicheos, tú no miras el pez de cola seca y ahorquillada que yace al
sol sobre la arena pero él te observa fijamente con sus ojos duros redondos, te vas sin
más pensando que cuando el viento y la arena lo entierren de nuevo no serás tú el que
vuelva a desenterrarlo, condenándolo a quedarse en lo más hondo de la tierra sin ver
la luz del día, fuera de juego del número diez Burruchaga ha desaprovechado una
magnífica ocasión el balón del defensa sale por la línea de fondo tercer córner contra
Argentina en el segundo tiempo saca Alemania Federal tira a puerta gol el tiro de
Rummenigge ha impactado en Maradona estamos en el minuto veintisiete de juego y
el marcador es de uno a dos Maradona avanza con el balón…
Abuelo, ¿tú también juegas al fútbol?
El fútbol juega a tu abuelo.
¿Con quién hablas?
Tú contigo mismo, con tu tú cuando era niño.
¿Con ese niño desnudo?
Con esa alma desnuda.
¿Tienes alma?
Ojalá, si no estaría demasiado solo en este mundo.
¿Estás solo?
Creo que sí, en este mundo.
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¿En qué mundo?
En ese mundo interior tuyo que la gente desconoce.
¿También tienes tu mundo interior?
Ojalá tenga un mundo así, sólo en ese mundo te sientes libre.
Maradona Maradona supera al contrario tira a puerta ¿de quién? el resultado por
ahora es de empate a dos igualdad en el marcador por primera vez la paloma de la paz
vuela por el interior del estadio aún quedan diecisiete minutos, para el final diecisiete
minutos en los que puede hacerse realidad un sueño, dicen que basta un instante para
que se cumpla un sueño, los sueños también se pueden compactar, como las galletas
de campaña que llevan los soldados, ¿has comido galletas de campaña?, yo he
comido pescado seco, pescado seco envasado en plástico, pescado sin escamas, sin
ojos, sin una cola dura y afilada que corte los dedos de la gente, explorar Loulan es
algo que jamás podrás hacer en la vida y has de contentarte con revolotear sobre la
ciudad bebiéndote la cerveza que te ha traído la azafata, la música resuena en los
oídos, uno dos tres cuatro cinco seis siete ocho canales diferentes en el extremo del
brazo del asiento, un rock estridente, bailemos todos juntos, bailemos como locos, I
love you, I love you maúlla una voz ronca de mezzosoprano, contemplas desde lo alto
los restos de la antigua Loulan y sin darte cuenta te tumbas en la playa del mar, la
arena fina escapa entre tus dedos y forma una duna y al pie de la duna está enterrado
el pez muerto que te ha herido el dedo sin hacerte sangre, los peces también tienen
sangre, la sangre de los peces huele igual que la humana pero los peces
apergaminados no sangran y tú te desentiendes del dolor del dedo y sigues cavando
con todas tus fuerzas y desentierras un muro en ruinas y sabes que es el muro que
cercaba el patio de tu niñez y recuerdas que detrás de él había un azufaifo, las veces
que cogías a escondidas la caña de pescar del abuelo para varear las azufaifas que
compartías con ella, y ella surge de pronto de las ruinas y la persigues, quieres saber
si es ella de verdad pero sólo puedes ver su sombra, impulsivamente la persigues y
ella camina con paso ni lento ni rápido como un soplo de viento y nunca logras
alcanzarla, Maradona Maradona busca un camino —es un camino sin camino—
sometido al férreo control del equipo contrario resbala y cae —pero su conciencia
sigue adelante—… tira a puerta gol, das un grito y ella al fin vuelve la cara, una cara
de mujer que te niegas a reconocer al ver las arrugas que surcan las mejillas, la
comisura de los ojos, la frente, atónito frente al rostro viejo flácido deforme lívido
apenas tienes valor para mirar otra vez ni sabes si has de esbozar una sonrisa que
pueda parecer burla, sencillamente haces una mueca, tú tampoco tienes por qué ser
bello, al final te quedas solo en las ruinas de la antigua Loulan, miras a tu alrededor y
reconoces el montón de ladrillos del muro cancel con los relieves de los caracteres
«felicidad», «riqueza», «longevidad» y «alegría», dónde está la caseta de Negrito,
dónde el rincón donde el abuelo ponía el cubillo de hierro con las lombrices, dónde el
cuarto del abuelo, éste es el muro en que el abuelo colgaba la escopeta de caza
cuando no estaba en ruinas y aquél debe de ser el pasaje por el que se iba al patio
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trasero, a la casa de Zaowa, el patio trasero y su muro en que hay un hueco de
ventana derruida donde se agazapa un lobo, el lobo tiene la mirada clavada en mí
pero no siento miedo, sé que en el desierto lo normal es que sólo haya lobos y
ninguna presencia humana aunque ahora están de pronto sobre las murallas y las
paredes destruidas que me rodean por todas partes, las ruinas de la ciudad son su
guarida, no hay que mirar atrás, el abuelo dice que si notas unas patas en los hombros
cuando estás en un descampado nunca debes volver la cara porque si no «el que te
dije» te tronchará la garganta de un mordisco, si mi expresión refleja la más mínima
señal de alarma los que te dije saltarán sobre mí, no puedo mostrar la menor
debilidad, las bestias se mantienen erguidas como personas al lado de las ventanas y
me miran de soslayo con el ojo izquierdo y la cabeza apoyada en la pata delantera
derecha, oigo a mi alrededor el relamerse impaciente de las lenguas largas y me viene
a la memoria la imagen del abuelo frente al tigre en las terrazas de cultivo de su
región natal cuando era joven, si en ese instante le hubiese faltado aguante y sale por
pies el tigre lo habría atacado y devorado, imposible volver atrás y también avanzar,
mi única salida es agacharme con disimulo para buscar a tientas por el suelo la
escopeta de caza del abuelo que estaba colgada del muro derruido, levanto la
escopeta como haciéndome el desentendido y apunto lentamente al lobo viejo que
tengo delante, tenso el gatillo, debo dispararles uno a uno en sucesión para ponerlos
patas arriba antes de que tengan el más mínimo margen de reflexión, como un buen
tirador cuando dispara con la ametralladora, saber bien dónde pongo los pies,
empezaré por el lobo viejo que está en el hueco de la ventana y seguiré girando en
círculo hacia la izquierda, debo tener calculados mis movimientos entre tiro y tiro, no
permitirme la menor vacilación ni el menor descuido, señores telespectadores en todo
el mundial se han marcado ciento treinta y dos goles el partido concluye con la
victoria de Argentina sobre Alemania Federal por tres a dos el equipo argentino se
proclama campeón de la decimotercera copa del mundo, disparo pero el gatillo se
parte, como el de la escopeta que el abuelo me hizo con una caña de maíz, los lobos
estallan en carcajadas, kah kah kah kah kah kah kah kah, los vítores inundan en
oleadas cada vez mayores el estadio Azteca de México, siento mucha vergüenza pero
al mismo tiempo sé que ya no hay peligro, los que te dije no son reales, ellos sólo van
maquillados y vestidos con pieles de lobo y también representan una obra de teatro,
señores telespectadores la multitud rodea a los jugadores como a auténticos héroes y
los lleva a hombros Maradona es protegido del acoso Maradona ha dicho mando un
beso a todos los niños del mundo, y también oigo hablar a mi mujer y oigo hablar a
una tía de mi mujer y a su marido venidos de muy lejos y recuerdo que el partido
estaba siendo retransmitido en directo de madrugada, pero la emisión ya ha acabado y
tengo que levantarme para ver si la caña de pescar de diez tramos de fibra de vidrio
que le he comprado al abuelo difunto sigue encima de la cisterna del váter.
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Instante
Está tumbado solo en la playa en una tumbona de lona de espaldas al mar. El
viento es muy fuerte. En el cielo límpido no hay una nube, el agua refleja el brillo
deslumbrante del sol, no se distingue el rostro.
Un portón enorme de hierro mojado y herrumbroso, el agua resbala sin cesar
desde la parte más alta, oculta a la vista. Las dos hojas gruesas y pesadas se abren con
lentitud, el hueco que hay entre ellas se ensancha, de la calle llega el sonido de las
sirenas de los coches de la policía. Hileras de rascacielos que ocultan la luz del sol
más allá de la abertura de la puerta. Las sirenas no cesan de sonar.
La silueta de una mujer que se aleja por el pasillo oscuro hacia el vestíbulo, no ha
encendido la luz, se pone el abrigo, duda un instante, sujeta el pomo de la puerta, la
entreabre con sigilo, sale. El pomo gira lentamente hacia su posición original, la
puerta se cierra con un clac.
El sol tibio invita al sueño. Él cierra el libro, se recuesta en el respaldo, se pone
las gafas negras, dos cristales redondos y pequeños le ocultan los ojos. Levanta del
suelo el sombrero negro de copa y se tapa la cara, sólo se oye el oleaje.
Las olas rompen contra la playa y antes de retirarse son absorbidas por la arena
con un bisbiseo y dejan una marca ocre de espuma.
El brazo que cuelga pica, vienen trepando las hormigas, primero es una y luego
una tras otra las que trepan por el brazo.
Dice que se excita mucho cuando hace el amor con dos hombres delante de la
chimenea. Está atravesada en la cama con la cabeza apoyada en el reborde y los ojos
cerrados, fuera del círculo de luz, la lámpara sólo alumbra la cabellera colgante y la
ropa interior y los leotardos tirados por el suelo.
Él tiene la sensación de que la marea está subiendo, el agua llega hasta los pies de
la silla, remolonea, vuelve. Una vieja melodía flota en el aire, bella y triste como el
lamento fúnebre de una campesina, como el son quejumbroso de un lusheng.
Se ha deshecho de los zapatos con un giro brusco de tobillo, inclinada se pone
otro par, uno de ellos tiene el talón gastado y deshilachado y acaba arrojado a un lado
del pasillo.
Un cartel publicitario en blanco y negro con la mitad inferior del cuerpo de una
mujer de puntillas que se levanta la falda larga dejando al descubierto unos bellos
muslos, el anuncio de unos zapatos fijado a la pared del andén de una estación de
metro. En la plataforma, una vieja con un bolso grande vacío y un hombre de edad
mediana que lee el periódico sentado. Llega el metro, unas puertas se abren y otras
no, los que se apean se dirigen a la salida, ni uno solo alza siquiera la cabeza para
mirar el anuncio. Sobre el andén sola la figura de él, llega más gente, la figura se
aleja.
El agua ondulante cubre ya las cuatro patas de la silla, sigue subiendo la marea. Y
la misma melodía triste, ahora más vaga e imprecisa, más parecida a la de un lusheng.
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Dice que quiere sentirse aplastada bajo el cuerpo de un hombre que la doble en
peso. Está tumbada en la penumbra de la cama con los ojos muy abiertos. Sentado a
la mesa con la espalda desnuda, él pregunta sin volver la cara si sería capaz de
aguantarlo. Ella dice que le gustaría ser aplastada hasta quedarse sin respiración y ríe.
Tuu, la señal del ordenador.
La melodía cada vez más fuerte, cada vez más vaga e imprecisa, como el soplar
del viento a través del papel roto de la ventana mezclado con un roce de granos de
arena, cada vez más indistinta, pero aún penetrante. El agua llega ya al asiento de la
silla, la mece.
Sentado delante del ordenador con un pitillo en la boca. En la pantalla aparece
una larga frase: «Qué no comprender y qué comprender o no comprender y no
comprender qué y qué comprender y no comprender qué es comprender y qué no
comprender y qué es es y qué es no es y no es y no comprender es no querer
comprender o sencillamente no comprender y qué y por qué querer hacer comprender
y no hacerlo comprender y tampoco comprender si es no comprender de verdad o es
no hacerlo comprender o es comprender de verdad y no comprender de mentira o no
hacer por comprender o simular querer comprender y querer adrede hacerlo
comprender pero no hacerlo comprender o absolutamente hacerlo y no hacerlo
comprender y no comprender pues no comprender y más vale no comprender en
principio por qué querer comprender…»
Un payaso de nariz blanca toca el acordeón en el circo, el fuelle se extiende una
vez y se pliega otra, se extiende y se pliega y se pliega y se extiende y aún quiere
desplegarse más cuando está tendido al máximo, el fuelle se rompe, la música cesa al
instante.
Sólo en el aire el resonar del viento y el oleaje, el brillo intenso del sol
deslumbrante.
Tira en el cenicero la ceniza que está por caer, vuelve atrás y pulsa una y otra vez
la tecla hasta borrar cada una de las letras de la frase inacabada de la pantalla.
Baraja con ambas manos el montón de fichas de mahjong, coge una, la acaricia,
aparece un «dragón rojo», luego saca un «dragón verde» y un «dragón blanco», las
pone en orden, «dragón rojo», «dragón verde» y «dragón blanco», sigue sacando,
«dragón verde», «dragón rojo», «dragón blanco», «dragón verde», «dragón rojo»,
«dragón blanco», «este», «dragón verde», «dragón rojo», «viento», «norte», «este»,
«sur», «viento», «oeste», «norte», «dos de bambúes», vuelca las fichas y baraja de
nuevo.
«Cuéntame una historia.» Él se vuelve, la luz de la lámpara de mesa le ilumina la
nuca, sobre la cama en penumbra ve el cuerpo desnudo de ella acurrucado como una
pescadilla.
Una silla vacía flota derecha en la superficie, ondea el reflejo del agua. No se oye
el rumor de las olas, sólo un sonido largo conmueve el aire, continuo y monótono.
Un niño llora a lágrima viva en un rincón del muro, pero no hace ruido. La hiedra
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tapiza el muro pétreo, el sol por la mitad lo ilumina.
El hombre de edad avanzada con pantalón de tirantes y camisa blanca de cuello
desabrochado tira de una cuerda sobre el césped esmeralda recién cortado, hace cierto
esfuerzo pero se le ve tranquilo y poco apurado.
Parado en la calle delante de un escaparate, al principio no parece interesado pero
luego comienza a leer con mucha atención, palabra por palabra, lo que hay escrito en
el interior. La calle está desierta con excepción de uno o dos transeúntes.
Ella de pie en el cruce, flujo incesante de coches. Cruza con el semáforo aún en
rojo. Se acerca veloz un coche, vuelve con paso rápido a la línea blanca de mitad de
la calzada, mira hacia el lado del que viene el tráfico, echa una carrerita cuando acaba
de pasar un turismo, llega a la acera, sube las escaleras, cavila un instante, pulsa unos
números en el portero automático, un zumbido, empuja la puerta, entra. Mientras la
puerta se cierra con lentitud gira apenas la cabeza, pero en la penumbra del interior
no se distingue el rostro.
Ya no hay silla en la superficie del agua, sólo espuma. El sonido largo llega por
rachas, pero persevera en el aire, nunca se interrumpe limpiamente, siempre queda un
rastro tenue.
Las gotas de lluvia resbalan por el vidrio del escaparate, él se aleja. El interior
está lleno de anuncios de ventas de casas, todas con su precio. En algunos figuran las
fotos, son en su mayor parte casas rurales. Unas cuantas son de alquiler, pero en los
anuncios de las más baratas han escrito «alquilada» con letra roja y florida.
Llega otro hombre para tirar de la cuerda, bien vestido y con pajarita, saluda al
hombre de edad del pantalón de tirantes, empuña la cuerda y se entrega sin prisas a la
misma ocupación, hablando y riendo. De algún lugar no muy lejano llega el ruido
sordo de una colisión, el hombre que acaba de llegar frunce apenas el ceño.
Una botella vacía de agua mineral flota en el mar al ritmo de las olas. Luce
siempre un sol espléndido y el cielo es tan límpido que parece irreal; tanta nitidez,
tanta luz, tanto espacio son quizá los causantes de que la botella de plástico vacía y ya
lejana se torne gris negruzco cuando las olas devuelven el reflejo cegador del sol,
como un ave acuática o cualquier objeto flotante. El sonido largo intermitente ha
desaparecido en algún momento como un hilo de araña llevado por el viento.
«Aquí a la orilla llegó una pareja de cisnes y luego quedó uno sólo y se marchó al
poco tiempo, al otro quizá lo mataron para disecarlo.» La voz de mujer se dirige al
parecer a un hombre, mientras habla el objeto flotante cada vez más lejano es la viva
imagen de un ave.
Uno de gafas también viene a mirar cómo tiran de la cuerda. Observa atentamente
desde detrás de los cristales y se quita las gafas y las limpia y como si no viese con
claridad o no supiese si ve o no con claridad o no le importase si ve o no con claridad
guarda las gafas en el bolsillo de la chaqueta y se suma a la fila de los que tiran de la
cuerda.
Él en medio de un callejón vacío y silencioso, el empedrado se alarga en ascenso
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hacia el extremo de la cuesta, casas viejas de piedra a ambos lados, tiendas de puertas
mal ajustadas con el cierre metálico echado. Con la nuca encogida eleva la mirada a
uno y otro costado, ventanas con cortinas corridas y todo sombreado y fresco contra
la franja larga y estrecha de cielo azul intenso. El punto en que la calle y el cielo se
unen suscita la irresistible creencia de que allí está el mar.
Las gaviotas revolotean en el cielo y chillan quién sabe si porque buscan comida
o de alegría, hablan un lenguaje que el género humano no entiende pero entenderlo o
no no importa, lo importante es que las aves vuelan impetuosas en el cielo azul y
chillan.
La cara está vuelta hacia la franja larga de cielo azul intenso tallada por las casas
de los costados, su figura desde atrás es una silueta de papel recortado, la corbata
ondea al viento, la única cosa viva que se mueve en medio de la calle sombría.
¡Dice que no sabe lo que quiere hacer! La voz de ella está transida de emoción.
La de él por el contrario es indiferente cuando dice que él sí sabe lo que quiere hacer
pero no puede hacerlo. Ella anda a gatas sobre la cama sumida en la penumbra,
levanta los pies, los choca entre sí. Sentado delante de la lámpara de mesa él pulsa las
teclas y en la pantalla aparece:?! # ® ~ ÙÚ I I UU ® ¬ / / E:: V ± § ¢ = § = ‹t * j
De la figura sólo se ve por detrás la corbata ondulante al viento, pero de frente es
una chaqueta larga ajustada a un maniquí sin rostro cuyos faldones también se agitan
a merced del viento. El pedestal del maniquí reposa sobre la acera, en la calle no hay
un solo transeúnte y tampoco coches, todos los comercios tienen los cierres echados.
Una gaviota grazna, se lanza en picado y se zambulle en el agua. Pero casi todas
reposan sobre las olas. En la superficie lejana surgen en sucesión olas de espuma
inmaculada. El estruendo del mar llega confuso y amortiguado, lento, más lento que
las olas.
Cuando el estruendo del mar se vuelve fragor embravecido, las gaviotas de la
superficie remontan el vuelo con el cuello estirado y los ojos muy abiertos y las alas
indistintas.
Una manzana nítida redonda roja brillante como la cera con vetas verdes oscuras
gira con lentitud, los dedos finos y esbeltos de la mujer que la contempla y da vueltas
en la palma de la mano la sueltan.
El vino de las copas de cristal tallado que hay sobre el mantel blanco es rojo
oscuro como la sangre, los cuchillos y los tenedores tintinean. Detrás de las copas,
hombres ilusorios con trajes de etiqueta y corbatas y pajaritas y también la ilusión de
mujeres ilusorias de hombros desnudos y cuellos desnudos cubiertos de collares. Los
hombres hablan, no se escucha bien lo que dicen, pero el tono es distendido y alegre.
La mano de la mujer vuelve a rotar con lentitud la manzana, las conversaciones
en torno a la mesa se tornan más inteligibles: muy amable… Bárbara… muy
interesante… que tal unos dulces… Lili comes muy poco… gracias… qué gracioso…
él qué dice… perdón… en verano… un anticuario… un verdadero genio… a Hong
Kong… no entiende nada de guerra… homosexual… se da como una tensión…
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claro… encantador… los titulares de las noticias… especial para dar masajes en los
pies… darse un baño de vapor… menos elegante que él… por qué… no es fácil
hablar de ello… pruebe a decirlo… ayer por la tarde… está loca… ha quedado
inservible… mi gatito… qué pena… quizá es verdad… el gobierno… cómo se
llama… una cerveza negra… descubierto… un completo idiota.
Un buda Amitãbha con el gran kasãya rojo bordado con filigrana de oro abierto, y
el cuerpo repleto de esvásticas y otras señales propicias, y la papada, y la enorme
barriga redonda sujeta con las manos está sentado muy derecho sobre la repisa de
mármol negro de la chimenea, y gozoso y satisfecho ríe abiertamente. Pero de cerca
parece que bosteza, y mejor observado, que dormita con los ojos entrecerrados, y
mirado aún con mayor atención, que tiene los ojos en blanco, una imagen
indescriptible.
Entra en el bar y se sienta en un taburete, las dos copas grandes de cerveza que el
camarero ha traído están en la barra delante de él. La luz fosforescente revela que no
hay ni poca ni mucha gente, cada cual absorto en su propio trago, los rostros no se
distinguen pero sí el piano iluminado del pequeño escenario delantero que toca una
mujer negra. Un blues cargado de melancolía. Ella es vieja y fea, la viva imagen de
un sapo, y entre pausa y pausa pulsa las teclas con infinito cuidado y amor, como si
acariciara al amante. El hombre negro que está a su lado es tan terriblemente viejo
como ella y su pelo crespo y entrecano parece un adorno de encaje ceñido a la
cabeza. Toca los muchos tambores de todo porte que lo rodean y a veces se acerca al
micrófono y canta una o dos estrofas.
El fuego centellea en la chimenea, la leña crepita mansamente y en el hogar ulula
el aire del tiro. Ni una mota de polvo en el ribete de mármol negro que la rodea,
delante una alfombra de algodón de pelo largo.
Llega el cuarto, viste chaqueta de cuero, sin una palabra comienza también a tirar
de la cuerda. Trabajan a conciencia, impertérritos, la cuerda se tensa. Palmo a palmo
halan de ella con ardor perseverante, grande es su esfuerzo.
«Ay chinita…», el negro viejo canta en inglés sin echarle una mirada. La negra
vieja ensarta un rosario de notas veloces recostada sobre el piano, sumida en la
música balancea el cuerpo como borracha o enajenada, tampoco lo mira. Él bebe su
cerveza indiferente al mundo. En la luz azulina del bar nadie mira a nadie, atrapados
por la música son como marionetas que asienten sin cesar con la cabeza.
El caballo encabritado levanta las pezuñas delanteras, las manos peludas.
«Vagabundo del propio mundo…», canta el negro viejo.
La negra vieja pulsa un manojo de teclas, tum, el suelo retumba bajo los cascos de
los caballos. «Vagabundo del propio mundo, vagabundo del propio mundo…», el
negro viejo canta y toca los tambores, la gente asiente una y otra vez siguiendo el
ritmo.
La cuerda se acorta palmo a palmo entre las manos, bajo ella y sobre el suelo de
hierba los pies calzados con zapatos de cuero se apuntalan unos a otros en el forcejeo.
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La espuma salpica las alturas, las olas embisten contra el malecón. El mar se
encrespa al pie del muro, la playa ha desaparecido. El sol es igual de brillante, pero el
cielo y el mar parecen más azules…
Al fin aparece el cabo de la cuerda, el pez muerto enorme enganchado al anzuelo
laqueado de rojo es arrastrado hasta el césped. Los labios prendidos al anzuelo están
muy abiertos, como jadeantes, sólo que ya no respiran. Los ojos redondos han
perdido el brillo, pero el pez aún conserva la expresión de terror.
El agua rebasa el malecón, resbala sobre la superficie mojada. El cielo se ha
vuelto azul oscuro y la luz del sol parece aún más increíblemente diáfana.
Una cucaracha grande de alas relucientes y antenas vibrantes trepa por la
alfombra de pelo largo blanca como la leche, y se arrastra sobre los hilos de algodón
trenzado. El cerco de luz de la lámpara colgante que hay sobre la alfombra alumbra
los cuartos traseros de un caballo de caoba, las nalgas redondas y lisas, las patas
traseras, los cascos recubiertos de una lámina de cobre sujeta con clavitos rojos
finamente tallados.
«Vagabun… do del propio mundo, vagabun… do del propio mun… do», cantan
las teclas bajo las manos negras de piel vieja surcada de arrugas. Él mueve la cabeza
al ritmo de la música, delante en el mostrador hay tres copas vacías de cerveza, en la
mano sostiene otra medio llena. Una mujer blanca asienta el trasero en el taburete de
al lado, las nalgas prietas bajo la falda corta de cuero negro son tan redondas y lisas
como las del caballo.
El manto de satén negro del agua cubre el malecón, un pez muerto yace en la
superficie del mar al pie del muro. No hay el menor ruido, el viento y la marea han
cesado de golpe. También el tiempo parece haberse detenido/sólo el manto
desplegado de satén negro fluye pero no se agita, o quizá tampoco se mueve y su fluir
no es más que una impresión, una simple sensación, una imagen visual que se siente.
Una cucaracha huye por la encimera de la cocina eléctrica, él la aplasta de un
manotazo. Abre el grifo pero no se lava, sólo mira el chorro abundante de agua.
«¿Quieres marihuana?», la voz es tan tenue que le parece una respiración o, en
medio de la música fuerte de las manos negras llenas de pliegues y arrugas que corren
veloces sobre el teclado, el estribillo apagado de una canción. Pero el negro viejo no
canta, sólo mece la cabeza gacha entregado a sus tambores.
La bala de cobre amarillo cuelga reluciente del lóbulo carnoso de la oreja de la
mujer blanca y oscila pesadamente.
Las cucarachas corren por los azulejos polícromos de la pared contigua al
fregadero, corren por la tapa de la olla de acero esmaltado, corren por la funda del
transistor, corren por el aparador, corren por el quicio de la puerta de la cocina, él se
pone un guante de goma.
Una mano grande surcada de venas azules sobre la pierna de la mujer y bajo la
falda de cuero negro, no sabe bien de quién, ni dónde está, ni si el negro viejo aún
toca los tambores, ni si el piano aún suena, ni de dónde procede ese repiqueteo, en
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suma como si todo se tambalease.
Un ojo, el ojo apergaminado y muerto de un pez, redondo, apagado.
Una mano agarra las tenacillas puntiagudas y arranca un diente, en la raíz queda
una mancha pálida de sangre, la nariz se acerca y huele, cierto mal olor, el diente sale
lanzado por los aires.
Suben todos por el monte con emulante ardor, como si echasen una carrera. Hay
hombres y mujeres, los hay que llevan pantalón corto o la mochila a la espalda, hay
viejos y jóvenes, los hay que llevan bastón o halan de un niño, hay muchachos y
muchachas de la mano y bien visto no parece tratarse de una competición. Marchan
todos juntos, ¿una colonia de vacaciones?, ¿las gentes de un poblado?, una actividad
a la medida de todos, hombres mujeres viejos y jóvenes, ¿un ejercicio tonificante de
moda?
Las cucarachas corren por el suelo en todas las direcciones, los guantes que lleva
están manchados de cucarachas muertas, agachado las aplasta desesperadamente.
Las piernas rematadas en zapatos puntiagudos suben y bajan en el aire, el payaso
de nariz blanca haciendo el pino, con las manos camina sobre el escenario siguiendo
el ritmo del acordeón desinflado que sólo resopla y no produce música.
Todos jadean y tienen la frente perlada de sudor, sacan las mismas botellas
etiquetadas con la misma marca de agua mineral, las caras orondas y peripatéticas
muestran la misma sonrisa de felicidad.
Un sombrero de copa gira en silencio absoluto sobre un bastón.
El viento resopla y levanta filas y filas de olas blancas resplandecientes en el mar
inabarcable con la vista. El sol siempre espléndido, el cielo siempre azul intenso, las
gaviotas lanzan gritos estridentes.
Una hilera de hombres camina por la cresta del monte, el que va en cabeza
enarbola una bandera hecha jirones que ondea sin cesar, a pesar de la lejanía se oye
su restallar en el fuerte viento.
El agua llega a las escaleras que hay delante de la puerta, el mar inmenso fluctúa
infinito.
Las cucarachas se hacinan en el suelo. Se levanta y mira a su alrededor, ya no
sabe qué hacer, impotente se quita los guantes manchados de cucarachas muertas.
El agua rebasa el umbral y entra en silencio en la casa, las cucarachas se
dispersan en todas las direcciones y trepan por las paredes, las que no tienen tiempo
son atrapadas por el flujo creciente y flotan juntas o se ponen boca arriba sobre la
superficie haciéndose las muertas. Él se inclina para mirar, remueve un poco aquí y
allá, tira los guantes al agua, se endereza, allá ellas. Los pies de las mesas y las sillas
están sumergidos en el agua y algunas cucarachas han logrado subirse a ellas.
La fila de hombres que sigue a la bandera se acerca por el declive suave de la
loma, el que marcha en cabeza sostiene alto el mástil, la bandera que restalla al viento
es en realidad una ristra de sostenes, sostenes de seda blanca, de raso rojo oscuro, de
encaje color carne atados con una media negra de nailon, un sostén pequeño de cuero
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negro se agita arriba y abajo entre ellos como un pajarito que pugna por liberarse.
Gran parte del techo de hormigón rezuma humedad, el agua acumulada se
condensa en perlas y comienza a gotear.
Alguien está tumbado boca arriba en el sótano sobre un colchón raído flor de
basurero con la cara cubierta por un sombrero de copa negro y el cuerpo tapado con
una sábana blanca, el colchón yace en el centro justo de las cuatro paredes que acotan
el techo de hormigón rezumante de humedad. Las gotas de agua caen de una en una
tic tic tic tic sobre la sábana y la van mojando.
La panza abultada y desnuda erizada de ventosas de bambú, la sábana blanca
cubre desde el bajo vientre.
El zapatero sentado en la banqueta, sombrero viejo de fieltro, coge la puntilla que
tiene entre los dientes, la aprieta con el dedo en el tacón del zapato de piel de tacón
alto encajado en la horma que sujeta entre las piernas, la clava de un martillazo.
El agua negra y tenebrosa del mar resbala por los peldaños de piedra sin proferir
el más leve sonido, se limita a dejarse caer de escalón en escalón.
Sube por la escalera desmoronada y alza la vista hacia el castillo en ruinas que
corona el risco, va por la sombra y el castillo está al sol y revela con nitidez
extraordinaria las líneas y contornos de cada una de sus piedras.
Se adentra por la negrura del pasillo contiguo a la puerta y de pronto oye el
golpear de un punzón en la roca. Se para y el sonido desaparece. Sigue adelante y el
sonido resuena al compás de sus pasos. Se detiene y el sonido desaparece. Pisa con
fuerza el suelo y el punzón resuena con su voz metálica. Al fin echa a correr y el
sonido desaparece.
Un pasaje largo y tenebroso. Camina despacio, a tientas, aparece un hilo de luz,
poco a poco se perfila la salida, el sol más allá es deslumbrante, oye con claridad el
percutir del punzón. Llega en silencio a la salida y ve en la sombra a un hombre con
un martillo. Se acerca y se queda de pie detrás de él. El hombre se vuelve, la cara
vieja y reseca surcada de pliegues profundos, amarillenta y oscura, y los pocos
dientes ennegrecidos del humo del tabaco, un campesino de alguna región montañosa
de China, la luz del sol lo obliga a entornar los párpados y los ojos inexpresivos que
asoman por las ranuras miran en otra dirección. El rumor vago de las olas torna y al
punto desaparece.
El agua negra y tenebrosa del mar mana silenciosa de la parte superior izquierda
de los escalones de piedra, por la puerta entreabierta en lo alto de la escalera se filtra
un hilo de luz, su reflejo indica que el agua fluye con fuerza.
Pedalea, las ruedas giran ni lentas ni rápidas. Montado en la bicicleta vieja de
manillar amplio circula por la angosta carretera rural. En un extenso prado en ligera
pendiente situado a lo lejos a mano derecha hay cuatro hombres en fila que tiran con
ímpetu de algo, las espaldas agobiadas del esfuerzo, pero no se sabe bien qué
arrastran, un objeto pesado y voluminoso, acaso una barca o quizá un ataúd, algo que
deja en la hierba una huella larga. Avanzan paso a paso, lentamente, con dificultad.
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En el aire flota el llanto de una mujer, como un canto o una queja, como el plañido
fúnebre de una mujer del campo chino.
Deslumbra el reflejo del sol en el timbre del manillar, el lloro se parece cada vez
más a una melopeya o a un canto de sirgadores. Las ruedas giran sobre el camino
asfaltado recto como un pincel.
Cuatro hombres cimbreños de cara cobriza bañados en sudor, el torso descubierto
o la espalda desnuda, la faja ancha, las sandalias de cáñamo, la mirada sigue la cuerda
tensa, crac, un chasquido.
Un coche adelanta a la bicicleta como una exhalación. Mira a un costado, lo
deslumbra el sol emplazado encima mismo del prado que hay a la izquierda. Ni un
alma aquí y allá en el espacio vacío, los sones lejanos de la melopeya son ya casi un
zumbar de insectos o quizá de oídos.
El colchón del sótano embebido en el agua negra, la sábana empapada, el cuerpo
cuya cara cubre el sombrero de copa negro rígido aún como un cadáver. El techo
gotea sin cesar, el ruido es como de borbolleo.
Tumbado sobre el costado a la sombra de un árbol, la bicicleta a un lado,
contempla el manzanar inculto, las ramas adornadas de manzanas rojas que aún no
han recogido. Ni lejos ni cerca, el murmullo de un arroyo.
Entre los primeros manzanos aparece una muchachita descalza que acarrea un
balde de agua con mucho trabajo. Lleva chaquetilla rojo púrpura cerrada a un
costado, pantalón de tela estampada sobre fondo azul remangado por debajo de las
rodillas y dos trenzas muy largas, y los ojos negros y luminosos parecen demasiado
grandes para el tamaño de su carita. Está como desconcertada, como dudando si
seguir adelante. De pronto todo queda en silencio.
Un arbolito se tambalea en medio del viento y el espacio, la tierra salta por los
aires, el cielo se cubre de humo denso negro y polvo. Sólo después se oyen los
aviones, el ruido de las ametralladoras y las bombas, el llanto de los recién nacidos, el
grito desgarrado de las mujeres.
Sentados en cuclillas en torno a la pala, los niños la ven hundirse en la tierra
empujada por un pie. Una palada, un golpe con el lomo para deshacerla: palada y
golpe, palada y golpe. El niño grande recoge de la tierra deshecha una bala de
ametralladora, la frota en la ropa para limpiarla y la guarda en un bolsillo del
pantalón. Coge otra vez la pala y se va a cavar al agujero de al lado. Uno de los niños
que lo rodean vuelve la cara y mira la hilera de agujeros que surca el suelo.
El gorgoteo del agua, el agua negra y tenebrosa del mar que resbala por toda la
escalera, imparable.
La cerilla se enciende en la oscuridad y prende la fotografía vieja amarillenta y
algo descolorida, un retrato de familia en que aparece un joven con traje occidental y
corbata, una joven vestida con el qipao tradicional y un niño de dos o tres años, los
dos adultos están hombro con hombro y sonríen con la típica sonrisa inducida por el
fotógrafo y el niño encajado entre los padres tiene los ojos muy abiertos y cara de
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sorprendido. La llama se propaga desde el borde hasta la imagen de los padres y la
foto se encoge y abarquilla y con un súbito fogonazo se pone toda a arder, los padres
se queman y el niño comienza a chamuscarse.
La pompa de jabón crece más cuanto más aire recibe, el agua jabonosa de la
superficie se desplaza con mayor velocidad, el reflejo multicolor del sol brilla con
mayor intensidad, mayor irisación, mayor luminosidad, y cuando la pompa llega al
punto en que ya nada en ella puede ser mayor, revienta en silencio dejando al
descubierto la cara de extrañeza del niño que soplaba.
El colchón empieza a elevarse con lentitud en el agua negra, está algo ladeado,
oscila una vez, vuelve a su posición original, oscila dos o tres veces y así varias veces
más hasta quedar horizontal y ponerse a flotar.
El agua gotea por todas partes. Contempla la lluvia que cae por el alero, los
arados y piezas de maquinaria agrícola inservibles arrumbados en el patio. Dos perros
se abalanzan hacia él enseñando los dientes. Se refugia en la casa, el techo es muy
alto y hay pilas y pilas de haces de paja. En torno de la mesa larga situada en medio
del granero están sentadas unas muchachas, las caras tiznadas aquí y allá y en mayor
o menor proporción de harina, los ojos, la punta de la nariz, las cejas, las mejillas, la
comisura de las bocas o las orejas, todas amasan y canturrean sumidas en una gran
melancolía. Una joven de trenza larga se sienta detrás de un quinqué de cara a un
espejo, la compañera que tiene a su espalda le desata la trenza y la peina. Él se acerca
sin darse cuenta al espejo y ve las tijeras cortar los largos cabellos y al instante oye el
ladrido de los perros.
Día de lluvia en un callejón vacío del pueblo, tanto silencio que el chispear del
agua apenas se oye. Ventanas viejas de madera talladas en las paredes de piedra con
los postigos cerrados. A la altura de un hombre o poco más en la pared que arranca de
la calle enlosada hay una portezuela de madera de una sola hoja guarnecida de
tirantes de hierro, de vetas gruesas y prominentes por la acción de los elementos. Por
el resquicio de la portezuela cerrada se escapa difusamente como un canto triste de
despedida de soltera. Pero las cosas se desdibujan a medida que uno se acerca a la
puerta.
La mano abre lenta el portón macizo de la iglesia, el eco ondulante de los pasos
sobre las losas de piedra desplaza hacia atrás las filas de bancos vacíos. En un muro
sobrevive un fresco de la Edad Media, los trazos son toscos, los colores lóbregos, las
caras estropeadas de los discípulos apenas se distinguen.
Un arroyo, cantos redondeados, aguas impetuosas. En dirección opuesta, frente a
la ladera de la montaña y bajo el cielo lluvioso y sombrío, una aldea hilvanada con
escalones de piedra, en medio descuella el campanario de la iglesia, la lluvia cae con
más fuerza.
Camina por una carretera rural con la ropa empapada, el agua del pelo le gotea
por la nuca. Un coche pasa a su lado, él hace un gesto con la mano, el coche se
detiene a una docena de pasos. Corre hacia él, la puerta se abre.
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Conduce una mujer, él la ve de perfil por el retrovisor, tiene arrugas en la
comisura de los ojos. Ella le pregunta algo, él le responde algo. La mujer ladea la cara
y lo mira, está bien maquillada, en su justa medida. La mujer le pregunta de nuevo y
él responde de nuevo. La mujer vuelve a mirar al frente y la boca en el retrovisor
sonríe levemente, el agua chorrea por el cristal que acaba de barrer el
limpiaparabrisas.
El agua negra y tenebrosa del mar sube por los escalones que hay detrás de la
puerta y sigue fluyendo sin cesar, lo que el reflejo del hilo de luz de la puerta revela
se parece cada vez más a una banda de satén negro que cae desde su rollo hasta no se
sabe dónde.
Desde lo alto se ve a un hombre y a una mujer desnudos enredados en un abrazo
sobre la mesa larga de madera, suben y bajan y se vuelven y revuelven, la pasta de
harina blanca como la leche cae gota a gota sobre la mesa y sobre sus cuerpos con un
repiquetear de lluvia. Por los haces de paja de trigo que los rodean podrían estar en un
granero, pero los resoplidos continuos también hacen pensar en un establo.
Sentado a una antigua mesa redonda de madera con un albornoz azul oscuro, las
manos sobre la superficie veteada dura y brillante, una de ellas sostiene y hace girar
media copa de vino tinto. La lámpara colgante guarnecida con pantalla de metal
arroja sobre la mesa un halo de luz amarilla que ilumina justamente sus manos. En él
también hay una bola de piedra muy pulida que proyecta su sombra de contornos
nítidos sobre la mesa. La mano que sostiene la copa sale del halo de luz y la otra
empuja la bola de piedra, cuya sombra se alarga. Empieza a sonar una música, como
un blues, el sonido llega a rachas, a veces trepidante y a veces apagado, fuerte y
débil, lejano y próximo, deteniéndose de repente para luego quedar suspendido en el
aire… Él se levanta y rodea la mesa observando las infinitas combinaciones de la
bola de piedra con la sombra que en el halo de luz proyecta.
Iluminada por un aplique cuelga en la pared la talla de una cabeza de mujer al
lado de las cortinas blancas de la ventana, labios oscuros, tez blanca, moño negro
alto; tiene los ojos y la cara inclinados hacia abajo y los labios entreabiertos, como
adormilada. Mirada con cuidado de frente, tiene un ojo abierto y el otro cerrado, y
desde algo más atrás, un ojo más alto que el otro. De soslayo, el labio inferior es
grueso. De perfil, los dos labios son prominentes. Desde abajo, entre los labios
oscuros entreabiertos parece salir la lengua. A contraluz se descubren las marcas de
cuchillo verticales y horizontales que surcan las mejillas, una bruja de aspecto
horripilante. Pero mirada con los ojos muy entornados, el rostro recupera el atractivo
sensual. Clic, la luz se apaga.
El gorgoteo, el agua que fluye por los escalones de piedra, aquí y allá y un
momento sí y otro no y durante uno o dos instantes la luz oscura centellea.
El sonido de la cortina al ser descorrida. La espalda de una mujer desnuda se
recorta contra la ventana. La abre, fuera aparecen los tejados lóbregos y algo más
lejos el rosario de balcones y buhardillas de las casas viejas, la extraordinaria
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limpidez del cielo azul oscuro, aunque no se distingue si es el amanecer o el
atardecer. La mujer da la vuelta y se recuesta en la barandilla de hierro trenzado con
actitud indolente, el cuerpo y el rostro no se ven con claridad pero los ojos brillan
lustrosos como los ojos de un gato en la oscuridad. También reluce el brazalete que
lleva en la muñeca apoyada en la barandilla. Pasa un coche y su ruido es como el de
la marea rugiente.
Las gaviotas revolotean en bandada sobre el mar, graznan como si hubieran
descubierto algo y bajan y suben siguiendo las olas. El oleaje es muy fuerte y el mar
entre las crestas es una superficie azul lisa y oscura.
Los tallos agostados se agitan en el viento poderoso en torno a sus pies, pero no
hay un solo ruido. Camina por la ladera del monte, rodea un muro en ruinas, lo
esperan varios jóvenes. Uno, muy miope, lleva gafas con cristales casi esféricos como
ojos de pez de colores y una muchacha de pelo corto y piel morena come pipas, las
cascaras que escupe vuelan por los aires antes de caer entre las hierbas. No dicen
nada, esperan que llegue donde ellos y juntos bajan por la ladera, a sus pies descuella
un cerco de casas y un campanario y un campo de fútbol.
El colchón empapado flota apacible en el agua negra del mar que inunda el
sótano, el bramar difuso de los coches que pasan se parece al viento.
Unos muchachos entran en una galería larga, las columnas recortan trechos de sol
deslumbrante. Las aulas tienen las puertas y ventanas abiertas y están repletas de
pupitres y sillas, pero en ellas no hay nadie, una a una desfilan en sucesión a un
costado y el sonido de los pasos llega después de un instante.
En un extremo de la galería, una puerta cerrada con un rótulo. Se detienen y
miran el rótulo en que no hay nada escrito, dudan, deliberan y al fin llaman. La puerta
se abre sola sin un ruido, en cada pupitre del interior hay sentado un profesor
enfrascado en corregir sus deberes como cualquier alumno. Los muchachos no saben
si deben preguntar y aparece por detrás la maestra, tan joven como entonces de no ser
por la palidez de su cara, la palidez de una figura de cera. Parece cansada, tiene los
ojos algo hinchados, algo grisáceos. Dice que va a llevarlos a todos a saludar al
director y dice estar muy contenta de que vengan a visitar la escuela en que han
estudiado hace ya tantos años. Dice que se acuerda de este grupo, ellos todavía eran
niños, pero muy traviesos, y su voz y su risa parecen provenir de un monigote de
papel. Se acuerda, claro está, del gran alboroto de aquella vez, fue justamente en
estos mismos pupitres, alguno empezó golpeando el suyo y luego los demás le
siguieron el juego y todos acabaron pateando los pupitres. Ella se subió a la tarima
con el libro de texto bajo el brazo y escrutó toda la clase sin encontrar a los
cabecillas, al principio no supo qué hacer pero al fin tiró el libro y salió de clase
corriendo y llorando. Todos se quedaron petrificados y era tanto el silencio que ni una
mosca se oía.
En el pasillo ella les señala con el dedo la ventanilla de la enfermería cuya puerta
luce una cruz roja, en el cuartillo oscuro se amontonan toda suerte de cosas y también
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algunos instrumentos de música, algunos erhu, pipa, tambores y platillos, todos
cubiertos de polvo. Él sabe que allí eran encerrados para hacer los deberes los
alumnos castigados por no haberlos hecho, cuantos pasan por delante de la ventanilla
pueden ver el pobre pupitre lleno de rajaduras de cortaplumas, manchas de tinta y
huellas de lápiz.
Él se queda contemplando el pupitre largo, en el espacio que abarca la vista
aparece con claridad un hombrecito y una casita ladeada dibujados a lápiz
entreverados con caracteres cincelados con el cortaplumas, algunos retocados con el
pincel, y también hay huellas de antiguas marcas de tinta imborrables sobre las que se
han hecho nuevos dibujos a lápiz o nuevas entalladuras, todo un cuadro caótico que a
la vez invita al ensueño.
El agua gotea, gotea en el sótano inundado de mar, gotea sobre el colchón
flotante, gotea sobre la sábana empapada, el agua negra como la tinta sigue subiendo
quedamente. El colchón va a la deriva y tropieza en la pared rezumante, rebota
apenas y cambia su curso.
El director, cara amoratada, nuez prominente, hablar cavernoso, les relata la
historia de la escuela, la voz ronca y resonante retumba en el espacio en la sala de
actos colmada de bancos alineados, entre las vigas, columnas y jácenas de madera
que sustentan un techo igual que el de un templo. Suena un reloj, los gorriones alzan
el vuelo.
Bajo el techo, unos sacerdotes taoístas con túnicas largas de paño gris, el cabello
atado, la cabeza baja, las manos juntas ante el pecho, siguen a uno que agita unos
zorros y salmodian sus escrituras en torno a un ataúd.
La tapa está abierta y él conjetura que el muerto yaciente en el ataúd con la cara
cubierta por un sudario puede ser él, parece haber perdido algo pero al volver la
cabeza para mirar no sabe lo que busca, lo único que ve a sus espaldas es el portón
oscuro de dos hojas entreabierto y más allá el pozalillo de madera desconchada
colocado al sol sobre las escaleras y la lagartija que a su lado trepa por los escalones
resquebrajados.
Sale de la sala de actos o acaso templo transformado en sala de actos de una
escuela o acaso salón de ceremonias, en la penumbra de un pasaje entre las casitas
circundantes hay una estela manca de un trozo con una inscripción en caligrafía
errática semejante a la de Mi Fu, aunque la fecha está escrita con caracteres
perfectamente regulares: Escrito la primera luna del año dingmao de la era Yuanyou
de la gran dinastía Song, los muchos calcos que de ella se han hecho a lo largo de los
años han erosionado la leyenda original hasta dejarla en un estado lamentable,
imposible descifrarla por más cuidado que se ponga en ello.
Camina hasta donde hay sol, un niño con camiseta y pantalón corto pasa a su lado
en una bicicleta infantil nueva de color añil. Pregunta al niño, el niño se detiene y
planta el pie en la hierba y señala al frente y sigue camino a toda prisa.
Marcha de frente, atraviesa un césped muy bien cortado. Entre las malas hierbas
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que proliferan más allá del césped destella el manillar de una bicicleta. Dirige sus
pasos hacia ese lugar y ve el cuadro de una bicicleta de color añil tirado en una zanja
cubierta de maleza.
A grandes pasos llega a la pendiente, poco a poco comienza a correr, corre cada
vez más rápido, jadea incesantemente pero en su fuero interno parece comprender
cada vez más, ¿no está persiguiéndose a sí mismo cuando era niño? En lo alto de la
pendiente hay un azufaifo silvestre de poca altura, sus hojas menudas se agitan al
viento.
El niño viene al fin corriendo de frente por la otra pendiente, se detiene delante
del azufaifo y pasea la vista alrededor, está un poco desconcertado, quizá haya
descubierto algo, enseguida corre veloz en una dirección. No lejos de lo alto de la
pendiente hay un bosquecillo ralo, y entre dos arbolitos una sábana blanca puesta a
secar, y detrás de ella como algo que se mueve. El niño embiste de cabeza contra la
sábana, pero se enreda en ella, no tiene manera de liberarse.
El viento del monte juega con la sábana, el niño jadea y con mucho esfuerzo logra
al fin levantarla y salir de ella, pero descubre otra sábana que ondea al viento colgada
también entre dos arbolitos.
El niño la mira fijamente un instante y se acerca con sigilo a ella. Detrás de la
sábana se adivinan las formas de una persona, esta vez el niño actúa con muchísimo
cuidado, levanta despacio uno de los picos pero detrás no hay nada, aunque cerca a su
izquierda ve otra sábana colgada entre dos árboles. Por instinto vuelve la cara y mira
a su alrededor.
A derecha e izquierda y delante y detrás las sábanas blancas flotan al viento.
Sobre la que tiene delante se insinúa el contorno de unas piernas de mujer. Observa,
conteniendo el aliento, y ve la forma de un seno grande e inmaculado rematado en un
pezón prominente. Aparta la sábana con brusquedad y se encuentra cara a cara con el
niño que está de pie en medio de las colgaduras, mira al niño con ojos de terror y
lanza un gran grito que parece un canto de suona y se cubre la cara con las manos.
El niño se levanta ante el ataúd cercado de pendones de papel blanco, llora y grita
y echa a correr, el lamento largo de la suona responde a su lloro mudo. Cuando el
niño y el sonido de la suona se disipan, en torno al ataúd abierto sólo hay colgaduras
blancas y pendones de papel que se balancean al viento.
El agua negra y tenebrosa del mar sube incesante, el colchón empapado flota a
medias en ella. El sombrero de copa negro que oculta el rostro está cada vez más
cerca del techo.
Él salta fuera del ataúd que circundan ondeantes rosarios largos de pendones de
papel con la mortaja a rastras. Dando tumbos huye de la pendiente cubierta de
colgaduras y pendones, corre hacia el lago de aguas verdes profundas que se abre en
el valle, vadea la orilla y se lanza en él pero se enreda en las hierbas acuáticas,
forcejea sin fin. Desde muy lejos se ven los pliegues de agua que se expanden en
círculos concéntricos, pero no se distingue bien si él se está ahogando o si nada hacia
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el centro del lago.
El agua del mar llega al techo y su borboteo es como el tragar agua del que se está
ahogando o como el de un desagüe obstruido del que salen burbujas.
El camino de las aguas cada vez más oscuras y azules desemboca en el puerto, las
olas brillan con luz cristalina, el cielo y el mar casi tienen el mismo color a lo lejos.
Entre las olas sube y baja un objeto flotante negruzco. En la pendiente de una ola
que avanza con la marea se divisa a un hombre desnudo tumbado en un colchón
rezumante de agua que está a punto de hundirse.
Del mar profundo azul fuliginoso brotan olas y olas de blancura resplandeciente,
y el cielo igual de luminoso, la brisa igual de fuerte.
Un espacio llano de mar se alza de repente y en el valle de una ola aparece el
cuerpo desnudo sobre el colchón que está a punto de ser tragado por las aguas, sólo
lleva una corbata fina de cuero negro anudada al cuello, con una mano levanta el
sombrero de copa negro que le cubre la cara y con la otra quiere recoger las gafas
negras, en el mismo instante en que el mar se vuelca sobre él tiene ojos de pez muerto
y la cara congelada en una sonrisa casi imperceptible.
Por la ventana a contraluz parece distinguirse a lo lejos, en la playa solitaria, al
hombre sentado en una tumbona de espaldas al mar con una toalla de baño sobre los
hombros que con una mano se aparta el sombrero de la cara y con la otra coge de la
arena un libro y se pone a leer.
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Glosario básico
Amitãbha ([A]mituo fo): El buda de la «luz infinita», también conocido como
Amita (el buda «infinito» o de las «infinitas cualidades») y Amitãyus (id. de la «edad
infinita») y, entre las sectas esotéricas, como Amrta («[príncipe de la] ambrosía»),
figura principal del Mahãyãna y, en particular, de la secta de la Tierra Pura. Señor de
Sukhãvati, la Tierra Pura de Occidente, acoge en ella y otorga infinita felicidad a
cuantos invocan su nombre.
Deng Lijun: Célebre cantante taiwanesa que estuvo de moda en China en la
década de 1980.
Dingmao: Año de la era Yuanyou de la gran dinastía Song =1087.
Dios de la Guerra (Guandi, lit. «emperador Guan»): Título otorgado en el
siglo XVI a Guan Yu (219), famoso general de la dinastía Han Posterior. Una de las
divinidades chinas más populares, patrón también de la literatura y del comercio, al
que se rinde culto el día quince del segundo mes lunar y el trece del quinto.
«el que te dije» Zhang san Zhang san Li si, lit. «Zhang el Tercero o Li el
Cuarto = «fulano o mengano»): Eufemismo por «lobo» en algunas regiones chinas.
erhu: Violín de dos cuerdas.
Kasãya (jiasha): Vestido talar del monje budista.
Loulan: Nombre chino del antiguo reino de Kroraina (Kr'wr'n), situado al NO de
Lop Nor, en el extremo oriental del desierto de Taklamakan, cuyas ruinas fueron
descubiertas a principios del siglo xx.
Lusheng: Instrumento de viento compuesto de tubos de caña de diferente
longitud dispuestos en forma circular con una sola embocadura.
mahjong (majiang): Juego chino de fichas semejantes a las del dominó,
compuesto en su versión más común por tres variedades de «fichas cardinales»:
dragón rojo (zhong), dragón verde (fa), dragón blanco (bai), cuatro variedades de
«fichas direccionales»: este (dong), sur (nan), oeste (xi, norte (bei), nueve variedades
de «fichas canulares»: un bambú (yi tiao)… nueve bambúes (jiu tiao), nueve
variedades de «fichas numéricas»: diez mil (yi wan)… noventa mil (jiu wan), nueve
variedades de «fichas tubulares»: un tubo (yi tong)… nueve tubos (jiu tong), y una o
dos variedades de «fichas florales», a razón de cuatro fichas por cada variedad:
primavera (chun), verano (xia), otoño (qiu), invierno (dong), o bien viento (feng), flor
(hua), nieve (xue), luna (yue), o bien otras variedades según las diferentes
modalidades.
Mi Fu (1051—1107): Célebre pintor y calígrafo de la dinastía Song del Norte,
conocido sobre todo por sus composiciones en estilo «pajizo» (cao shu) o errático.
Nubes Azuladas, templo (Biyun si): Templo budista situado en el monte de la
Fragancia del municipio de Pekín, cuyo origen se remonta a 1366.
pipa: Instrumento de cuatro cuerdas parecido al laúd.
qipao: Vestido femenino chino de origen manchú con cuello cerrado y aberturas
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laterales hasta medio muslo.
Retiro de las Almas, templo (Lingyin si): Templo budista situado en la colina
del mismo nombre de Hangzhou (Zhejiang), cuyo origen se remonta al año 326.
sirgadores: Jornaleros encargados de sirgar o remolcar con maromas o sirgas las
embarcaciones desde la orilla de los ríos en los tramos difíciles. Famosos por sus
cantos y su espíritu de sacrificio eran los del río Yang—tsé.
suona: Instrumento de viento parecido a la dulzaina.
Taklamakan (Takelamagan): Desierto situado al sur de la Región Autónoma de
Xinjiang, en la cuenca del Tarim. Ocupa una extensión de 324.000 kilómetros
cuadrados y su nombre en lengua uigur significa «el que entra no sale».
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XINGJIAN GAO (Ganzhou, China, 1940.
Estudió Lengua Francesa en el Instituto de Lenguas Extranjeras de la Universidad de
Pekín. Durante la Revolución Cultural, fue enviado seis años a trabajar como
agricultor con el fin de ser “reeducado”, por haberse dedicado a la escritura. Tras ese
periodo, trabajó en la Asociación de Escritores Chinos como traductor de francés,
publicando su primera novela en 1978. En 1982, trabajó como guionista en el Teatro
Popular de las Artes de Pekín donde en 1982 se representó su primera obra, La señal
de alarma, escrita en colaboración con Liu Huiyuan. Su segunda obra, La estación de
autobuses se estrenó en 1983 y tras su publicación comenzó a tener problemas con la
censura que se concretaron en la prohibición de publicar. Aprovechando un viaje a
Francia en 1987, decidió fijar residencia en París, adquiriendo años después la
nacionalidad francesa. En Francia acaba su obra maestra, la novela La montaña del
alma (1990), además de dedicarse a la traducción y a la pintura y modelado. Fue
nombrado Caballero de la Orden de las Artes y las Letras y en el año 2000 se le
concedió el Premio Nobel de Literatura.
La noticia fue recibida con indignación por parte de las autoridades chinas, y los
medios de comunicación de la China continental no informaron sobre la concesión
del premio.
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