El Cuarto Oscuro - Rachel Seiffert

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El cuarto oscuro cuenta la historia

de tres alemanes corrientes del siglo


XX: la de Helmut, un joven fotógrafo
que, en el Berlín de los años treinta,
utiliza su oficio para expresar su
fervor patriótico; la de Lore, una
muchacha de doce años que en
1945 tiene que conducir a sus
hermanos pequeños por toda
Alemania después de que los
Aliados encarcelaran a sus padres
nazis; y, cincuenta años después, la
de Micha, un joven profesor
obsesionado por lo que su abuelo
hizo durante la guerra, que lucha por
hacer frente al pasado de su familia
y al de su país.
Rachel Seiffert

El cuarto oscuro
ePub r1.0
minicaja 19.03.14
Título original: The Dark Room
Rachel Seiffert, 2001
Traducción: Antoni Puigrós

Editor digital: minicaja


ePub base r1.0
HELMUT

Berlín, abril de 1921

Nacimiento. La madre abraza al niño y


lo acuna, le da su primer alimento. Feliz
al tener entre sus brazos esta vida que ha
llevado dentro de sí todos estos meses.
Aunque ha sido algo prematuro, no es
demasiado pequeño, y sus puños
diminutos se apresuran a agarrarle con
fuerza los dedos. Ella ya lo ha visto y lo
quiere. Cuando su marido vuelve a casa,
después del trabajo, la comadrona se lo
lleva aparte. Le intercepta el paso antes
de que llegue a la puerta del dormitorio.
A diferencia de su esposa, él nunca
podrá mirar a su hijo y sentir que es
perfecto, quererlo antes de conocer su
defecto.
En la clínica hay mucha actividad.
El médico se muestra expeditivo, pero
simpático; recomendado por la
comadrona. A los nuevos padres les
dice que se trata de una malformación
congénita, aunque nada grave. Para
exponerlo con sencillez, a su hijo le
falta un músculo en el pecho. Siempre
que se le someta con regularidad a
fisioterapia, no cabe la menor duda de
que podrá escribir y realizar todas las
tareas que requiere la vida cotidiana.
Por supuesto, nunca podrá hacer un uso
completo del brazo derecho y tampoco
realizar trabajos que requieran mucha
fuerza, pero la ausencia de un músculo
pectoral no tiene por qué ser un
impedimento. Con el tiempo, quizá
consiga practicar algún deporte; pero no
deben hacerse muchas ilusiones.
En casa observan al niño con
atención mientras gorjea y da pataditas
dentro de la cuna de madera. Sus piernas
arqueadas y los largos dedos de los
pies, las arrugas en su tierna piel. Es un
niño hermoso, y los nuevos padres se
sonríen uno al otro, cada uno dispuesto a
reír si el otro lo hace. Le quitan la
camisita, y cuando se mueve le examinan
el pecho y la axila derecha. Tiene un
lado más delgado que el otro, de esto no
cabe la menor duda. Pero al darle de
comer o al hacerle cosquillas mueve los
dos brazos con idéntico vigor, y se le ve
robusto y espabilado.
¡No tiene nada malo!, exclama Mutti.
[1] Papi[2] la rodea con sus brazos, la

mirada fija todavía en su hijo. Durante


largo rato, permanecen sentados juntos
en la cama, sin decir nada, mientras el
bebé duerme. Al pequeño le ponen por
nombre Helmut, espabilado, porque así
es como le ven. Resulta bastante
adecuado y con eso les vale.

La vida de entreguerras es dura:


alimentación austera, lujos escasos,
espacio reducido para vivir.
El padre de Helmut es un veterano y
todavía tose por las noches, y también
en otoño, cuando el tiempo es húmedo.
Es mayor que su esposa y se siente
agradecido por esta posibilidad de
disfrutar de la felicidad. Así que todas
las mañanas sale temprano de casa para
ir en busca de algún trabajo, día tras día.
El piso donde viven siempre está
limpio, al menos un par de habitaciones
conservan el calor. Y como la madre de
Helmut es un ama de casa muy apañada,
siempre hay algo para poner en la mesa.
La pareja se siente muy feliz con su
único hijo, y toman precauciones para
no tener más, volcando todo su amor en
Helmut, un niño que ríe con mayor
frecuencia que la que llora. El colchón
que comparten los tres es ancho y cálido
y, aunque el niño ya habla y camina, una
cama para él solo les parece algo
extravagante, innecesario; una
vergüenza. Mutti cultiva hierbas en la
repisa de la ventana, y flores, y deja que
su hijo las cuide. Y si Papi no está
demasiado cansado cuando vuelve a
casa, le canta un par de nanas al
muchacho. Los ejercicios de la mañana
y de la tarde son para Helmut un juego
que realiza con sus padres, y cree que
todos los niños hacen lo mismo, para
estar fuertes como sus padres. Que todas
las familias son tan felices como la suya.
Durante los calurosos veranos de la
primera infancia de Helmut, Mutti le
lleva a un largo viaje hacia el norte, a la
costa, mientras su padre se queda en la
ciudad, trabajando en lo que encuentra.
Con sólo una semana, Helmut adquiere
el color tostado de una almendra y el
cabello se vuelve rubio por los efectos
del sol. Juega desnudo con otros niños
allí donde el agua no les cubre, y Mutti
hace amistad con otras madres en la
playa. Ella nunca hace referencia al
pecho de su hijo, a su brazo, y como las
otras mujeres no comentan nada al
respecto, Mutti se siente con mayor
libertad para charlar, se relaja, se tumba
de espaldas y disfruta de la compañía y
del sol.
En las habitaciones del albergue, las
noches de verano están llenas de madres
que susurran. Cuentos nocturnos para
niños insomnes, confidencias y
cigarrillos compartidos junto a una
ventana abierta al cielo caluroso y
oscuro.
Helmut advierte que su madre se
mete en la cama, huele el humo reciente
en su pelo. Luego vuelve a cerrar los
ojos y se queda dormido otra vez: con el
pulgar en la boca, arena bajo las uñas,
sabor a sal de la playa en su piel.

El padre de Helmut ha encontrado un


empleo estable con Herr Gladigau,
dueño del estudio fotográfico que hay en
la estación. Tres o cuatro días de
ingresos asegurados a la semana. Papi
limpia el cuarto oscuro, cambia los
productos químicos y cuida de la tienda
cuando Herr Gladigau tiene que acudir a
alguna cita. A éste le gusta el nuevo
empleado, confía en él. Gladigau no
tiene hijos, es viudo, y disfruta con las
relaciones que ha entablado con esta
familia joven y feliz. No puede
permitirse pagarle tanto como quisiera,
tanto como la familia de Helmut
necesita. A fin de compensarle, se
ofrece para crear un archivo fotográfico
de la vida de la familia. El acuerdo
inicial consiste en una sesión fotográfica
para hacerles un retrato cada seis meses:
mientras el muchacho es joven y crece
con celeridad. Mutti se siente
emocionada, Papi se siente algo
avergonzado, aunque también
complacido. Acuerdan la primera sesión
para la semana siguiente.
En la copia que Papi elige, Helmut
está de pie sobre la rodilla de su padre,
señalando con la mano derecha las
decorativas palmeras de Herr Gladigau,
que están en la parte izquierda de la
foto, junto a su madre. Tanto su padre
como su madre lo miran y sonríen: un
muchachito rubio a punto de abandonar
la niñez, el brazo derecho extendido al
máximo, a la altura del hombro, tal vez
algo más. Una postura normal para un
niño curioso y activo, aunque poco
convencional para un retrato.
Gladigau prefiere las fotos más
sosegadas que tomó al comienzo de la
sesión, en donde los modelos están de
cara a la cámara, con las manos
abandonadas en el regazo. Pero su
empleado se muestra inflexible y
Gladigau no encuentra motivos para
negarse a su petición. Elige un marco
sencillo, perteneciente a la gama de
precio medio, y envuelve el retrato con
elegancia.

A Gladigau le resulta doloroso mirar las


prendas meticulosamente remendadas y
los pómulos salientes de este retrato, así
como de los posteriores. Papi está con
él casi a diario, con la misma cara, la
misma chaqueta y los mismos zapatos.
Pero cuando mira estas fotos, a solas en
el cuarto oscuro, todo resulta sencillo,
claro, evidente: la dieta de col y patatas,
la vida de ropas usadas y remendadas
que llevan aquel hombre, su esposa y el
hijo del brazo torcido. Tan pronto como
puede, Gladigau le ofrece a Papi un
trabajo a tiempo completo.
Disponen ahora de suficiente dinero
para cambiarse a un piso que esté mejor.
Los apartamentos que hay cerca de la
estación están bien conservados, son
luminosos y limpios, y Helmut,
demasiado crecido para seguir en la
cama de sus padres, puede disponer de
una pequeña habitación. Sus nuevos
vecinos son gente amigable y hogareña,
y hay muchos niños con los que Helmut
puede jugar. Al principio se muestra
tímido, prefiere observar cómo los
trenes entran y salen de la estación. Pasa
mañanas interminables mirando por la
ventana de la cocina, mientras su madre
canta a sus espaldas al tiempo que
cocina o limpia la casa. Sin embargo, no
tarda en aficionarse a observar los
trenes desde el rellano, y luego desde la
escalera de atrás. Pero pronto se olvida
de los trenes y corre por el patio trasero
con los demás muchachos, intercalando
juegos ruidosos con otros más
tranquilos, variantes del juego del
escondite.
Mutti busca a su hijo por el piso, en
el rellano, en la escalera de atrás, le ve
correr con los otros. Pasa una tarde
entera ante la ventana de la cocina,
observando cómo juega. Mutti ve que su
hijo, al correr, deja algo rezagado el
brazo derecho. Que el hombro derecho
le queda un poco más bajo, y que de vez
en cuando incorpora un pequeño brinco
a sus andares para ayudar a que el lado
derecho se ponga a la misma altura que
el resto de su frágil esqueleto. También
se da cuenta de que Helmut no es
consciente de esto. Entonces dirige su
atención a los otros chicos y ve que los
pequeños pies sin zapatos cojean al
correr por el suelo desigual. En ellos ve
la misma tez pálida y las ojeras
producidas por la desnutrición, las uñas
mordidas y las greñas despeinadas.
Claro que pueden comprar unos zapatos,
y también comida. Los malos hábitos se
pueden desterrar y el cabello se puede
peinar. Pero a Helmut no puede curarlo
la prosperidad, ni la alimentación, ni la
disciplina. Aun así, ninguno de los
muchachos del vecindario se burla de él
ni se le queda mirando extrañado. A
pesar de que Mutti no abandona esta
costumbre de observarle, de vigilarle,
se permite el lujo de sentirse aliviada.

Sin embargo, con la escuela se produce


un cambio. El profesor de educación
física ordena una exploración a fondo de
los nuevos alumnos. Sin la camiseta
puesta, aguardan en posición de firmes
por orden de altura. A los que
consideran que necesitan un tratamiento
especial, los sacan de la fila y juntan,
formando un grupo desordenado, en un
rincón del patio escolar. A Helmut lo
incluyen entre los muchachos obesos y
los débiles con mala dentadura, y no
entiende por qué razón. Una vez queda
establecido, ante la mirada silenciosa
del resto de la clase, que, a diferencia
de los demás, no puede levantar el brazo
derecho más arriba del hombro, Helmut
comprende que hay algo que no funciona
como es debido.

En casa, Mutti se echa a llorar, y más


tarde Papi se enfurece. Al día siguiente
acude con Helmut a la escuela y exige
que permitan a su hijo practicar deporte
con los demás chicos saludables. En el
patio de casa nunca ha tenido problemas
con los niños del vecindario; ni en la
playa, durante el verano.
A Papi le piden que aguarde en el
amplio vestíbulo. No hay sillas donde
sentarse, de modo que se queda junto a
la puerta, en un extremo del parquet,
reluciente por el continuo encerado.
Concluye una clase y empieza otra, y a
Papi se le hace tarde para ir al trabajo.
En medio del silencio, se acuerda del
nacimiento de Helmut. De la clínica
adonde lo llevaron, con los mismos
pasillos, las mismas puertas, enormes y
giratorias, el mismo sentimiento
reprimido de vergüenza por su hijo. Se
siente agraviado por la comadrona, por
el médico al que aquélla le envió. Los
culpa por interponerse entre él y su hijo.
También se siente agraviado por el
director del colegio, aunque no protesta
cuando por fin le avisa que puede pasar.
El colegio no cambiará su dictamen.
Helmut hará gimnasia para
complementar la fisioterapia diaria,
pero no participará en deportes de
equipo mientras su salud no mejore.
Papi lee la nota, recoge el sombrero y el
abrigo y se va.
Esa tarde, en casa, este padre lo
sienta sobre su rodilla. Él es un
hombrecito fuerte, al que Mutti y Papi
adoran, y trabajará con ahínco para
demostrar sus cualidades en el
colegio… Los tres se esforzarán por
conseguirlo. La fuerza de la familia
prevalecerá.
Pero Helmut sigue alineado con los
muchachos gordos y los muchachos
débiles de dientes cariados, incapaz
todavía de atrapar cualquier pelota que
le tiren por encima del hombro. En casa,
los ejercicios que repite dos veces al
día se vuelven más enérgicos, menos
divertidos, sobre todo cuando los dirige
su padre. En el retrete que hay al fondo
del pasillo examina con detenimiento la
tenue torsión del músculo por debajo de
la clavícula derecha. En el amplio y
lustroso escaparate de la panadería
observa cómo le cuelga el brazo
derecho: más bajo y curvado que el otro,
embutido en el estrecho pecho.

Helmut sigue jugando con los chicos del


vecindario en el patio de atrás, pero
Mutti le descubre a menudo de pie ante
la alta valla situada al otro lado del
bloque de viviendas modestas,
atisbando entre las tablas las llegadas y
salidas de los trenes de la estación. No
es una estación muy grande, pero todos
los días llegan un par o dos de trenes de
viajeros, procedentes de otras ciudades,
con destino a sitios lejanos. Dresde,
Leipzig, Stuttgart, Munich.
A Helmut no le interesan los
números de las locomotoras o los tipos
de vagones. Lo que le gusta son los
horarios y los destinos, las llegadas y
las salidas. Le gusta observar a las
personas, tanto si van solas como en
grupo, empujando carretillas atestadas
de maletas o sin equipaje. A juzgar por
sus andares o su indumentaria, le gusta
adivinar si alguien ha estado alguna vez
en Berlín.
Helmut no siempre está solo frente a
la alta valla. Sus conocimientos
enciclopédicos de los horarios de los
trenes impresionan a muchos de los
otros niños. También hace amistad con
los vigilantes. Les interroga acerca de
las llegadas, o de las distancias, entre
las barras de los torniquetes. Pronto le
permiten pasar al andén, donde recoge
los billetes taladrados que los viajeros
entregan al salir. Aquellos que advierten
la curvatura de su brazo y los
meticulosos remiendos en sus ropas a
veces depositan un groschen en su mano.
Helmut se siente algo turbado ante estos
gestos, está convencido de que sus
padres lo desaprobarían, pero no tiene
claro por qué. Pero nunca rechaza los
regalos de los desconocidos: la
posibilidad de comprar golosinas es un
arma muy poderosa en la guerra para
hacer amigos. Se aprovecha tanto de la
posibilidad de acceder al andén como
de las pequeñas bolsas de regaliz.
Mientras dispensa favores, no precisa
suplicar que lo acepten. Los niños del
vecindario a menudo acuden en su
busca, le siguen con pasos sonoros por
las escaleras y, a través del patio
trasero, hacia las vías.

Las fotos de la familia muestran a un


muchacho saludable, ya bastante alto, de
pie entre sus padres, ambos sentados un
poco más adelante que él. Luce un traje
de marinerito, el uniforme habitual de
los muchachos para los domingos y días
de fiesta. Apoya el brazo derecho
encima del hombro de su madre y está
colocado de manera que el lado
izquierdo apunta ligeramente hacia la
cámara. El efecto de ambas cosas
consigue minimizar la forma arqueada
del pecho, enmascarar la curvatura del
brazo caído. Durante tres o cuatro años,
la familia adopta una postura similar:
las variaciones estriban en la
indumentaria, en la estatura de Helmut y
en el encanecimiento gradual de la barba
del padre. La familia parece contenta,
saludable, con las mejillas más rollizas
que en años anteriores. A pesar del hábil
enmascaramiento de la minusvalía de su
hijo, se los ve relajados. Aún
orgullosos, unidos todavía, cada vez
más inmersos en una especie de
prosperidad.

La pubertad y el III Reich llegan al


mismo tiempo. Para la vergüenza de
Helmut, no sólo le salen pelos por todo
el cuerpo, sino que la pelusa que
debería tener bajo la axila derecha le
crece más arriba y se hace más visible
bajo la clavícula. La extraña torsión del
tendón bajo la piel que cubre su pecho
se hace más pronunciada y los músculos
más definidos.
En el colegio, todos los niños hacen
gimnasia ahora, pero esto sólo sirve
para que el movimiento limitado del
brazo de Helmut resulte más notorio.
Lleva camiseta de manga larga, no la de
tirantes como los demás. Algunos se
limitan a mirarle cuando se cambian,
pero otros le dan empujones al pasar por
los largos pasillos del colegio. La
mayoría de las veces, es un tema del que
no se habla.
Helmut es bueno en los estudios, y
tiene algunos amigos en la escuela. En
casa todavía pasa muchas tardes en la
estación; a solas, por lo general.
Algunas tardes, de regreso a casa,
encuentra a los chicos del vecindario en
el patio trasero. Se queda un rato con
ellos mientras se entretienen luchando y
bromeando. Le preguntan por los trenes,
pero apenas escuchan sus respuestas. Se
han unido a grupos a los que Helmut no
ha sido invitado, más interesados por las
pandillas y las peleas callejeras, y las
pastillas de regaliz ya no les atraen
como antes. De vez en cuando, alguna de
las chicas del vecindario se le une en el
andén. Edda Biene, de pie junto a las
sacas de correos, se chupa las trenzas
mientras observa a Helmut saludar a los
viajeros que bajan de los trenes, recoger
los billetes usados. La curvatura del
brazo de Helmut se ha hecho más
pronunciada con la pubertad, y la
prosperidad, cada vez mayor, hace que
los viajeros se muestren más generosos.
Helmut es consciente de que si ahorra
unos días y lleva a Edda a tomar un
helado en la tienda que hay al lado del
estudio de Gladigau, entonces tal vez
ella le permita cogerla de la mano o
incluso enseñarle los muslos en la
escalera, de regreso a casa.
Él sabe que está sano, siente que
tiene un corazón fuerte, buenos pulmones
y piernas veloces que ofrecer a su país.
También sabe que no es perfecto.

Ahora, Helmut ha dejado la escuela.


Otros chicos trabajan, aprenden un
oficio, pero Mutti convence a Papi para
que permita que su hijo se quede en
casa. Sólo durante algún tiempo.
Todavía no está preparado, sólo es un
muchacho. Papi suspira y consiente.
Ahora Mutti trae ropa a casa para
lavar. Helmut la ayuda a doblarla y se
encarga del reparto, pero durante más o
menos un par de años su jornada
transcurre en gran medida entre la
estación y su casa. Callado y satisfecho,
la cabeza llena de horarios. Mientras
sentado a la mesa consume los
almuerzos calientes que Mutti le
prepara, a través de la ventana de la
cocina mira a lo lejos, con ojos
ensoñadores.
A Papi le irrita esta actitud ociosa
de su hijo. En el estudio de Gladigau, el
negocio va bien. Tiene cámaras nuevas,
un mejor surtido de películas, y necesita
un par de manos que le ayuden. Papi lo
sabe, así que coge a su hijo aparte y le
sugiere que haga algo útil. Helmut está
ansioso por complacer a su padre, y
cuando llega el otoño aprovecha la
oportunidad. Antes del desayuno, sale a
recibir al primer tren y se encuentra con
el pavimento brillante a causa de la
gruesa capa de hielo que ha dejado la
helada. La gente mañanera sortea con
cautela las placas de hielo al dirigirse a
las puertas de la estación, después de
pasar ante la tienda de Gladigau, que
aún no ha retirado las protecciones del
escaparate, pero que permanece allí de
pie, con la mirada perdida, pálido bajo
la luz de noviembre. Helmut coge sus
llaves, encuentra una escoba y, sin
pronunciar palabra, empieza a barrer.
Gladigau aprecia ese gesto. El
muchacho es a partir de ahora el
candidato preferido.
Papi convence a Mutti esta vez y ella
se ablanda. El muchacho podrá trabajar
las tardes de los lunes, miércoles y
viernes, y también los sábados, si hay
algún recado. Patrón, padre e hijo
trabajan uno al lado del otro, en
silencio, ajetreados, eficientes. A
Gladigau le gusta el muchacho y lo trata
bien. Le enseña, lo alimenta, pero nunca
se muestra condescendiente con él.

A Helmut le gusta el cuarto oscuro. El


relajante sonido del agua que sale poco
a poco del grifo y el olor alcalino de los
productos químicos. Sólo enciende la
luz normal cuando limpia; le encanta
mezclar los líquidos y cargar la cámara
bajo la luz roja de seguridad o en la
oscuridad más intensa y luminosa. Los
retratos que realizan con la cámara
grande del estudio constituyen el punto
fuerte de Gladigau, y ni a Papi ni a
Helmut les está permitido tocar las
placas una vez han sido expuestas. Sin
embargo, Gladigau también experimenta
con cámaras nuevas y con los largos
carretes de película, y como Helmut se
muestra concienzudo y metódico en su
trabajo, le permite procesar estos
negativos. Desenrolla con paciencia los
largos carretes, y sus dedos trabajan
ágiles sin ayuda de los ojos. Después de
discutir con Gladigau la exposición de
los negativos, también calcula el tiempo
de los baños, y el anciano se muestra
complacido y orgulloso de cómo su
aprendiz va asimilando el oficio.
Aunque el patrón se encarga siempre del
tiraje, permite que Helmut experimente
por su cuenta con los productos
químicos sobrantes y los negativos
desechados. En las tardes que escasea la
actividad, cuando el cuarto oscuro está
libre, Helmut aprende por su cuenta a
realizar copias con las sobras de grueso
papel fotográfico que encuentra por los
estantes y los cajones del cuarto oscuro.
En el armario del pequeño baño que
hay en la parte de atrás, bajo las botellas
de los líquidos para revelar y fijar,
Helmut descubre las revistas
estadounidenses que Gladigau guarda
pulcramente envueltas en papel marrón.
Al cerrojo le falta un tornillo, así que
Helmut se sienta en el inodoro haciendo
cuña con una bota contra la puerta. Hay
fotos en blanco y negro, de mujeres
cubiertas con velos, a media luz. Helmut
no entiende el inglés, pero sí las
referencias a los artículos, a los grados
de abertura del diafragma, a las cámaras
y a los objetivos. Sabe que la película y
las cámaras alemanas son mejores, pero
esas mujeres americanas también están
muy bien. Vientres redondeados, pechos
pequeños, muslos largos y generosos.
Algunas de las fotos se tomaron en
exteriores, y las mujeres aparecen
nadando, sus cuerpos en medio de ondas
de agua y de luz.
Cuando no trabaja, Helmut sueña
despierto. La luz amortiguada, el agua
que fluye, la rigidez de su pierna
derecha. La pálida piel de las mujeres
estadounidenses y el cerrojo suelto en la
puerta del baño. Por la noche evoca
todas estas imágenes contra el techo del
dormitorio, mientras los largos y lentos
trenes de mercancías traquetean abajo, a
un ritmo tranquilizante para el sueño.

Hacia el este se descubren nuevas


tierras; tierras viejas descubiertas otra
vez. De modo que ahora muchas cosas
son mejores: más brillantes, saludables
y limpias. Helmut lo nota en el rostro de
sus padres, sabe que la ley lo ampara.
Lo siente en sus piernas cuando se dirige
a la estación; el frescor de la primavera
y la promesa del verano se lo dicen: más
grande, más ancho, más fuerte.
Podría sentirse llamado y
transportado por esto, tal vez incluso
curado.

A los dieciocho años, Helmut se dirige


con tres muchachos del vecindario a la
oficina de reclutamiento. Todos tienen el
rostro tenso, les brillan los ojos por la
aventura que les aguarda. A pesar del
rubor de sus mejillas, Helmut
experimenta una especie de nube en el
estómago que no puede apartar de sí. El
médico se muestra considerado y
Helmut se alegra de la privacidad del
gabinete, de los dos minutos de gracia
que el hombre le concede para que
pueda disimular sus lágrimas de
muchacho. Los otros chicos le dan
fuertes palmadas en la espalda, le dicen
que se unirá a ellos en la siguiente
convocatoria. Perfecto material militar.
Pero no le piden que les acompañe a
compartir una copa de aguardiente.
Regresa andando a casa, a paso
rápido y por calles poco transitadas.
Imagina que todos los hombres con que
se cruza se dirigen al frente mientras él
regresa a casa con su madre. Allí se
encierra en su caja dormitorio y mira a
través de la ventana, más allá del cielo
de Berlín. No debe llorar; esto
supondría una humillación todavía
mayor. Sabe que Mutti está sentada,
tensa e inmóvil, en la habitación de al
lado, escuchando, intuyendo. Mantiene
los puños apretados en torno a la manta,
y el cristal de la ventana fluctúa con
ondulantes formas ante sus ojos.

Su padre permanece en silencio durante


largo rato. Helmut escucha tras la puerta
y no oye sonido alguno de sus padres,
las manos húmedas en la oscuridad.
Cuando por fin Papi habla, es un alivio.
Basta de perder el tiempo en la estación,
con ensoñaciones. Ya no es un niño
pequeño, tampoco una niña; es necesario
que empiece a ganarse un lugar en el
mundo. Hace un par de años que el
padre de Helmut dejó de hacer
ejercicios con su hijo y ahora le dice a
su esposa que deje de hacerlos también.
El ritual se ha vuelto incómodo tanto
para la madre como para el hijo.
Demasiado físico y excesivamente
inútil. Mutti siente la pérdida de la
proximidad diaria, pero no deja de
repetirse que será lo mejor, hasta lo
llega a creer.
Los padres de Helmut se afilian al
Partido. El retrato del Führer se une a
los de la familia que cuelgan de la
pared, encima del sofá. Durante los
primeros días de la guerra, el padre de
Helmut encuentra un trabajo muy bien
remunerado para dirigir una nueva
fábrica en las afueras de Berlín, y
Helmut consigue un empleo a jornada
completa con Gladigau.

Toman los últimos retratos de la familia.


A fin de cuentas, Helmut es ahora un
adulto. Gladigau bromea con Mutti
mientras prepara la cámara: las
próximas fotos serán las de una boda y
de los bautizos que seguirán. Mutti se
ruboriza, Papi no dice nada, Helmut se
ocupa de cerrar la tienda y hace oídos
sordos. El momento ha pasado.
Para esta última foto, los dos
hombres —padre e hijo— están de pie,
mientras la esposa y madre permanece
sentada, orgullosa delante de los dos.
Ambos apoyan una mano en los hombros
de ella y Helmut rodea con el brazo
izquierdo la espalda de su padre. La
envolvente afectuosidad de la familia.
Dado que éste será el último retrato
de los tres, Gladigau le toma también
una foto individual a Helmut. Lo
encuadra del pecho para arriba, el
hombro izquierdo hacia la cámara, la
mirada hacia arriba, a la derecha del
encuadre, fija en el dedo extendido de su
patrón. Helmut exhibe la sombra de una
sonrisa en torno a los delgados labios y
la ligera inclinación hacia abajo de la
barbilla le hace parecer más tímido,
aniñado. Aunque ahora lleva el cabello
peinado, alisado con agua y la
brillantina de su padre, todavía muestra
algunos rizos infantiles.
Gladigau está satisfecho con este
retrato individual. Se apoya en la caja
registradora mientras toma su copa de
final de jornada. Examina las cejas
pobladas y los pálidos ojos, hundidos en
sus cuencas, y, al acordarse del
muchacho de pómulos salientes y
frágiles muñecas, aprueba al jovencito
que tiene ante sí. Gladigau elige un
marco sencillo, aunque de los caros, y
envuelve el retrato de Helmut, listo para
que la madre pase a recogerlo.
Mutti se sienta en la cama y sostiene
la foto sobre su regazo. Se queda así
quieta hasta el atardecer, el corazón
latiéndole con repentina celeridad.
Entonces cubre el ojo derecho de su hijo
y examina sólo el izquierdo, el que está
más cerca de la cámara, y descubre allí
la raíz de su incertidumbre. Piensa que
tal vez sean los músculos del párpado
inferior que se tensaron un poco en el
momento de la exposición. O quizá se
deba sólo a un efecto de la luz: los dos
puntos en el ojo, blancos y nítidos, como
puntas de alfiler, que crean la sensación
de dolor. Un examen más detallado del
retrato de la familia no revela esta
información, así que es muy posible que
su hijo —un muchacho tímido— se
pusiera nervioso al posar a solas para su
patrón. Un regalo generoso, sin duda, e
inesperado. Y además con marco.
La madre no expone el retrato en la
salita de estar, donde las visitas puedan
verlo. Primero lo tiene en su mesita de
noche, y más adelante lo guarda con
cuidado en un cajón.

La guerra mantiene a todos muy ligados


a sus objetivos. La madre y el padre de
Helmut pasan largas veladas hablando
en el descansillo con los vecinos. Café y
copa, apoyados en el quicio de la
puerta. El tono de las voces sube y
vuelve a bajar, se dan opiniones. Lo que
se avecina, lo que puede ocurrir.
Para Helmut, ésta es una época
solitaria. Todavía no son muchos los
jóvenes que se han marchado, pero sigue
sintiendo la vergüenza de permanecer en
casa. Procura mantenerse apartado de la
vista de los vecinos cuyos hijos están
combatiendo, se encierra en sí mismo
cada vez más, y tanto su madre como su
padre le consienten su silencio y su
soledad.
Sigue acudiendo a la estación, antes
y después de la jornada laboral, y a
veces también a la hora del almuerzo,
pero ya no recoge los billetes usados. La
caridad de los viajeros le resulta
humillante y demasiado grande el riesgo
de aprovecharse de ellos. Helmut
disimula el brazo lo mejor que puede,
doblándolo sobre el pecho o apoyando
el lado derecho contra una columna. En
vez de recoger billetes, anota horarios,
destinos, llegadas, salidas. Tiene un
pequeño librito encuadernado en piel de
los que Gladigau utiliza para apuntar los
datos técnicos de sus fotografías. Los
horarios han cambiado varias veces
desde que empezó la guerra y Helmut
utiliza su librito para llevar el control.
En casa, en el trastero que le sirve de
dormitorio, pega en un álbum su
colección de billetes y anota de
memoria los horarios que los trenes
tenían antes de que empezara la guerra.

Gladigau no ha utilizado nunca película


en color, pero uno de los clientes
habituales le ha convencido de que la
utilice con motivo del próximo enlace
matrimonial de su hija, y las primeras
muestras llegan con el correo de primera
hora de la mañana. Frente a una taza de
café matutino, patrón y aprendiz
examinan los folletos que las
acompañan.
Una hora más tarde, Gladigau entra
en el cuarto oscuro, le anuncia que
cerrará la tienda a la hora del almuerzo
y le invita a salir con él para probar la
nueva mercancía.
Se suben a un tranvía que efectúa el
trayecto al centro de la ciudad. Helmut
tiene que sujetar el trípode entre las
piernas cada vez que doblan una esquina
y Gladigau atisba por las ventanillas en
busca de la calle con mayor colorido. Es
un claro día de otoño, fresco y
vigorizante. Helmut observa el contraste
de sol y sombra en los edificios que van
pasando, y piensa que las fotos sin duda
saldrán muy bien con una luz tan potente
y buena.
Una vez en el centro, bajan y pasean
hasta dar con una calle ancha,
flanqueada por estandartes rojos. Ésta
es. Gladigau está convencido ahora y
Helmut no puede hacer otra cosa que
darle la razón. Sonriente. No deja de
sonreír. Mira arriba y a su entorno:
nunca se ha alejado tanto de casa y
nunca ha estado en una calle tan ancha,
tan luminosa y tan larga. El frío viento le
ha entumecido los dedos y montar la
cámara le lleva más tiempo del habitual,
Gladigau está emocionado, fusionado
con el fotómetro. Los estandartes ondean
como velas por encima de sus cabezas,
hacia el horizonte, y Helmut siente
vértigo con la luz, el frío, el color y la
alegría.
Las diapositivas les llegan del
laboratorio con unos pequeños marcos
de cartón. A solas en la tienda, Helmut
sostiene frente a la ventana la última y la
mejor. La luminosa calle, sujeta entre el
índice y el pulgar. Unas brillantes
esvásticas arden contra el cielo y el
viento semeja atrapado entre los
pliegues de color escarlata de la foto.
Un examen más minucioso de sus
libritos de anotaciones confirma a
Helmut sus sospechas. La estación se
utiliza con mayor asiduidad. Imagina a
todo el país en movimiento: personas,
efectos personales, lugares. Al mismo
tiempo, siente que Berlín se está
quedando vacío y lo teme. Desde que
empezó a trabajar, no ha visto a ninguno
de los chicos del vecindario, así que los
imagina en el frente. Una repentina
oleada de muertes y de gente que se
marcha conmociona a su madre hasta
sumergirla en un lívido silencio, y su
hijo se contagia de su estado de ánimo.
Frau Biene, del piso de al lado, ha
perdido a sus dos hijos en Polonia y se
traslada a Bremen, llevándose consigo a
Edda, la antigua compañera de Helmut
en el rellano. Herr Maas, del piso de
abajo, parte para el frente, y su esposa
se lleva a los niños al sur, con sus
hermanas. Dos semanas después, otro
vecino, otro soldado, cae abatido, y otra
de las tiendas próximas al estudio de
Gladigau aparece sellada con tablas: los
dueños se han marchado sin avisar.
El negocio de Gladigau ya no es tan
boyante. Algunos de los clientes
habituales se han vuelto esporádicos y
cada vez recibe menos encargos
excepcionales. Hay suficiente trabajo
para mantener ocupado a Gladigau, pero
Helmut dispone de más tiempo libre
para sí. Mientras el patrón está
trabajando, repasa los libros de los
encargos, hace listas de personas a las
que lleva más de cuatro semanas sin ver
y vuelve a tacharlas si regresan al
estudio. Todas las semanas añade
nuevos nombres a la lista. Helmut está
preocupado. Decide llevar un control
aproximado de las salidas y llegadas en
la estación. Para hacer un seguimiento
de la gente que viene y de la que se va,
lleva un control del lento drenaje de los
que abandonan Berlín.
De noche en la estación. Helmut está con
el librito de anotaciones y un grupo de
soldados pasa por su lado en el andén,
una repentina estela de color gris. Casi
todos son mayores que él. Sin embargo,
Helmut es en extremo consciente de
cada uno de los soldados, de los jóvenes
rostros que no se fijan en el suyo.
Retrocede tres pasos, cuatro, y apoya el
hombro débil contra la pared alicatada
de la estación. Avergonzado por no
llevar uniforme, avergonzado de no
hacer nada, de no ir a ninguna parte, se
esconde en su libreta de apuntes y
garabatea números que no significan
nada, nombres de ciudades sin relación
con los trenes.
Le arrebatan la libreta, el brazo
inmovilizado contra la pared. Le
interrogan, pero sólo ve el uniforme que
a él le falta. La voz y la conmoción se
funden con el abrigo gris del soldado y
Helmut se queda desconcertado. Los
viajeros miran en silencio y él piensa
que quizá deba quedarse quieto también.
Desvía la mirada de la cara que le grita,
hacia las losetas de la pared en la que se
apoya, contra la cual vuelven a
empujarle.
Acude el vigilante de la estación.
Los gritos se interrumpen. Le está
explicando al soldado la afición de
Helmut y el militar afloja la presión que
ejerce sobre su brazo.
Helmut pide disculpas, aunque no
sabe muy bien por qué. El militar le
suelta, pero conserva en su poder la
libreta de apuntes y él mantiene la
mejilla pegada a las frías losetas de la
pared. El vigilante susurra algo al
militar mientras se aleja, al tiempo que
señala a Helmut. El oficial se detiene,
regresa a su lado y le explica, en tono
fuerte y pausado, que sus notas podrían
ser peligrosas si cayeran en malas
manos. Mientras, los viajeros observan
la escena. Algunos se alejan ahora que
el oficial ha dejado de gritar, pero
Helmut siente sus ojos todavía fijos en
él, combinados con la mirada colérica
del militar. En el silencio que sigue, se
prepara para recibir el bofetón, la
patada, el puñetazo que nunca llega. El
oficial se marcha por el andén con la
libreta de notas en el bolsillo del
uniforme. El vigilante da unas
palmaditas amables en el brazo torcido
de Helmut, que todavía le duele por la
presión del militar. Los viajeros se han
dispersado con el mismo silencio que
antes guardaron al mirarle. Helmut
regresa a casa a través del patio trasero,
sigue por el callejón, sube las escaleras
y, antes de que sea demasiado tarde,
escribe en un álbum de recortes todo
cuanto puede recordar de sus
anotaciones.

Después de este incidente, procura


trabajar de memoria. No le resulta
difícil tomar notas mentalmente de los
horarios de los trenes, de las llegadas y
salidas. Conoce tan bien las pautas de
los itinerarios que las alteraciones son
fáciles de recordar. La dificultad estriba
en llevar la cuenta de las personas. Sabe
que nunca conseguirá las cifras exactas,
pero hasta las cifras aproximadas son
imposibles de obtener sin tomar notas.
Empieza por llevar un trozo de papel en
la manga y un resto de lápiz oculto en la
palma de la mano. Puede tomar apuntes
con rapidez, escondido detrás de los
sacos o incluso deslizándose en los
lavabos entre la llegada de un tren y el
siguiente para añadir garabatos a sus
columnas. El problema con estas notas
apresuradas estriba en la precisión.
Helmut no confía en ellas. Las cifras
revelan un posible aumento en la
cantidad de gente que llega a Berlín.
Razona que tal vez algunas de estas
personas se limiten a trasladarse de una
estación a otra, o que sólo estén de
visita, pero, aun así, esto no concuerda
con la impresión de Helmut respecto a
que la ciudad está cada vez más vacía.
Ahora Frau Steglitz y Frau Dorn tienen
ambas al marido y los hijos en el
ejército. Como sus pisos están vacíos,
solitarios, han abandonado la ciudad y
se han ido a vivir cerca de las fábricas
de municiones, donde por lo menos hay
trabajo. El abogado que se encargaba de
las facturas impagadas de Gladigau
también se ha marchado sin dejar una
dirección donde contactar con él.

La primera primavera en tiempos de


guerra. El cumpleaños de Helmut ha
llegado y se ha vuelto a marchar, con un
beso y un bizcocho de Mutti, después de
que Papi saliera para el trabajo. Helmut
no ha vuelto a la oficina de
reclutamiento y tampoco ha recibido
carta alguna pidiéndole que vuelva a
presentarse. Su padre examina cualquier
tipo de correspondencia que pueda
llegar por la mañana y Helmut siempre
experimenta un pinchazo de
remordimiento al ver que no hay nada
para él. Todos los hijos de los bloques
de viviendas cercanos ya se han
marchado o se preparan para hacerlo. Y
los padres también, si son lo bastante
jóvenes y no desempeñan un trabajo
especial. Helmut empieza de nuevo a
realizar ejercicios físicos.
A solas en su trastero, levanta el
brazo frente a él, lo más alto posible:
ahora justo por debajo del hombro.
Avanza un paso y apoya la mano contra
la pared. Vuelve a intentarlo, empujando
hacia arriba la mano de la pared con el
brazo sano, y así una y otra vez,
forzando el brazo por encima del
hombro. Los ligamentos del codo y del
hombro se tensan y la piel que rodea el
hombro le quema. Todo se resiste. Sin la
pared y sin el brazo bueno, no consigue
elevar el otro más arriba del hombro.
No siente dolor, tan sólo como si el aire
fuera demasiado denso.
Helmut coge piedras del patio
trasero y las mete en una bolsa de lona
que cuelga del brazo extendido. Cada
día una piedra más, cada día una vuelta
del reloj de arena, luego dos, tres,
cuatro vueltas. A pesar de todo, el aire
sigue siendo demasiado denso. Todavía
no se atreve a regresar a la oficina de
reclutamiento. Todavía no se atreve a
mirar a su padre a los ojos.

Papi trae vino a casa. Tiene que darles


una sorpresa. Una promoción, más
responsabilidad, mejor paga. Después
de cenar llena la pipa, explica las
novedades a su esposa y a su hijo. La
expansión hacia el este, les dice, será
muy rápida. Helmut observa el humo que
asciende por encima de sus cabezas,
aguarda el suave olor azulado y oye a su
padre hablar de los nuevos trabajadores
que llegan a la fábrica de toda Europa.
Papi disfrutará de una semana de
vacaciones antes de empezar en su
nuevo cargo. Helmut le pedirá permiso a
Gladigau. Van a ir a la costa como una
verdadera familia; por primera vez en su
vida.
En la playa, Helmut se niega a
quitarse la camisa. A lo máximo que
accede es a enrollarse las perneras de
los pantalones y caminar por donde el
agua no le llega hasta las rodillas. Ha
engordado. Está fofo y pálido. El brazo
y el hombro derechos se han fortalecido
con los ejercicios, pero sabe que el
resto del cuerpo está débil. Las capas de
carne suplementarias no han llenado su
pecho sino que, vergonzosamente, le
cuelgan formando profundas arrugas en
torno a la axila, sin musculatura que les
dé forma.
La primavera es calurosa y el sudor
le brilla en el nacimiento del cabello,
sobre los párpados y el cuello. Siempre
está acalorado y el sudor no tarda en
volvérsele rancio en el sobaco de las
camisas. Su madre se las lava todas las
noches, pero el olor impregna de tal
modo la tela y las costuras que Helmut
siente vergüenza.
Gladigau le ha prestado una de las
nuevas cámaras plegables. Ha llegado la
hora, le dijo a Papi, de que el muchacho
aprenda a hacer fotografías. En privado,
mientras toma la copita de la noche,
Gladigau imagina a Helmut como el
heredero idóneo de su modesto imperio
comercial. Sin embargo, a la luz del día,
no alberga tales intenciones; aun así, ha
prestado la cámara al muchacho, y con
eso le salva las vacaciones. Sus padres
se dedican a pasear y él les sigue a
cierta distancia, caluroso y empapado.
Hacer fotos le proporciona una buena
excusa para detenerse y descansar. Esto
le abstrae y le entretiene. Calcula las
exposiciones con el fotómetro y también
por instinto. Paisajes, hierbas y conchas.
Prueba encuadres alternativos, mantiene
el sol a sus espaldas y siempre procura
maximizar la profundidad de campo.
Helmut es feliz, las vacaciones son
un éxito y la preocupación de sus padres
por su posible utilidad se han atenuado:
puede trabajar como fotógrafo, igual que
su patrón.
A su regreso, Helmut se encuentra con la
noticia de que van a reformar la
estación. Gladigau se muestra
complacido con las fotos que su
aprendiz ha hecho durante las
vacaciones y le encarga la tarea de
plasmar los trabajos de remodelación,
pues confía en poder vender estas fotos
como postales.
Helmut está nervioso ante la
responsabilidad de este primer encargo
y se siente demasiado expuesto a la
curiosidad ajena mientras coloca el
trípode en el rincón opuesto a las
puertas de la estación. Los tranvías
pasan traqueteantes e imagina los ojos
de los viajeros clavados en él. Parece
como si los transeúntes se rezagaran,
dirigiendo la mirada en la misma
dirección que su objetivo. Helmut se
camufla en la actividad, se sumerge en
los cálculos y ajustes de la exposición,
frunce las cejas y entorna los ojos tal
como tantas veces le ha visto hacer a
Gladigau. Con la mano izquierda
sostiene en alto el fotómetro, la derecha
apoyada en la cadera para evitar que
cuelgue por delante del pecho.
Los nervios le inducen a cálculos
erróneos y la primera serie de fotos
profesionales adolece de
infraexposición. No es una gran
tragedia, consuela Gladigau a su
protegido. Una sobreexposición sería
peor. Podrán resaltar los detalles en el
momento del tiraje. Le enseñará cómo
hacerlo. Sin embargo, Helmut se
estremece al ver el granulado y le
suplica a su jefe que le permita
intentarlo de nuevo. A Gladigau le
complace su entusiasmo y le autoriza a
que dedique una hora de su tiempo a
hacer fotos, dos tardes a la semana,
hasta que terminen los trabajos de la
nueva estación.
Los progresos son rápidos, y hacia
la mitad del verano han añadido un
nuevo andén y ya han empezado la
ampliación de las dependencias. Helmut
se vuelve cada vez más osado, toma
fotos abiertamente, y con una variedad
de cámaras y accesorios. También
empieza a sacar fotografías del interior
de la estación. Al principio el vigilante
refunfuña, le recuerda la irritación del
oficial, pero Helmut promete que no
sacará fotos de los trenes; sólo de las
labores de construcción y de la gente.
Empieza a explicarle el proyecto, pero
el guardián pronto pierde interés.
Helmut no le cuenta toda la historia; se
la guarda para él. Con las fotos no sólo
está documentando la expansión de la
estación ferroviaria, sino también el
seguimiento del éxodo. Su método es
muy sencillo: recuerda la sucesión de
los trenes en una tarde y memoriza
cuántas fotos ha tomado de cada llegada
y cada salida. Luego cuenta las personas
que figuran en las fotos. Las
complicadas ecuaciones que efectúa en
su dormitorio por la noche confirman
sus recelos más arraigados. De manera
gradual, Berlín va perdiendo habitantes.

En el vecindario de Helmut y zonas


limítrofes, el ejército recluta a fondo.
Hay por allí multitud de jóvenes, todos
dispuestos a morir por el Führer y por la
Madre Patria, al servicio de los
próximos mil años. Helmut aún se
cuenta entre ellos. Se muere de ganas
por llevar el uniforme, por el servicio
activo, por estar entre camaradas. Pero
se da cuenta: sabe que debido al brazo,
a su tara, a su estigma, le dejan en la
retaguardia mientras los demás penetran
en el Lebensraum, en el espacio vital de
la expansión.
Entonces se repliega sobre sí mismo,
cada vez habla menos. Gladigau confía
en ese muchacho tranquilo y callado,
acepta más trabajos fuera y deja a
Helmut al cuidado de la tienda durante
largos períodos de tiempo.
París cae y el Führer regresa triunfal
a Berlín. Los padres de Helmut acuden
al centro para verlo, sin pedirle al hijo
que los acompañe; le dejan atrás. Pasa
la tarde en la estación, observando a la
gente que llega, que baja de los trenes y
sube a los tranvías que conducen al
centro de la ciudad. Unas horas después,
que ha pasado a solas y en silencio, la
gente vuelve a hacer acto de presencia,
animada y satisfecha, hacia los barrios
residenciales y las poblaciones de la
periferia de Berlín. Helmut aguarda
junto a las puertas de la estación hasta
que Mutti y Papi bajan del tranvía y se
dirigen a recogerle. Los dos vienen
sonrientes, cansados pero dichosos,
como el resto de la gente. Cogidos del
brazo, la familia regresa a casa, Helmut
en el centro, Papi en el lado bueno y
Mutti en el lado malo.
Percibe el orgullo que los embarga,
sabe que él no forma parte de este
orgullo y aparta la vista de sus miradas
ausentes.

Las primeras bombas caen sobre Berlín.


Es un solo ataque. Para Helmut la
novedad es aterradora, pero
emocionante. Después de que el
golpeteo amortiguado y lejano sobre la
tierra se apacigüe, hacia el sur el cielo
se ilumina con un brillante color
anaranjado. La cama de Helmut
matraquea ligeramente con las
explosiones, pero mucho menos que al
pasar los trenes. Sus padres lo
despiertan. Berlín arde en el horizonte,
los fuegos se ven con claridad desde la
ventana del dormitorio de Helmut. Mutti
y Papi se sientan con él en la cama y lo
contemplan. Mutti le pregunta si tiene
miedo, pero Helmut niega con un
movimiento de la cabeza, agradecido
por aquella silenciosa compañía, por el
calor de las piernas de su padre, tan
próximas a su helado pie.

A Gladigau le disgusta la cantidad de


película que Helmut utiliza en el
proyecto de la estación. Le dice que se
concentre en las labores de la
construcción y deje de tomar tantas fotos
a la gente. Helmut empieza a sustraer
algún que otro carrete de película y saca
del estudio dos cámaras a la vez. Las
temperaturas han bajado más y Helmut
vuelve a llevar el viejo abrigo. Una
comprobación en el espejo del cuartito
del fondo le confirma que puede llevar
una segunda cámara oculta con sólo
colocársela en el lado derecho. La
inercia del brazo disimula el leve bulto
del objetivo, pero tiene que mantener el
hombro derecho más rígido de lo normal
para impedir que el brazo se balancee
demasiado. Sin embargo, en el cuartito
del fondo y en el callejón que conduce
hasta su casa, Helmut practica
caminando con el brazo en ese ángulo,
hasta que desarrolla unos andares más
naturales.
En los días fríos y grises de finales
de invierno, por fin concluyen las obras
de la estación. La pequeña hilera de
tiendas, incluida la de Gladigau, se
engalana para la gran reapertura. En las
dos tiendas abandonadas han arrancado
las tablas, han restaurado los
escaparates y han expuesto nuevas
mercancías. Helmut pasa la tarde
ayudando a los demás aprendices que
los falsos escaparates resulten más
presentables. En los meses transcurridos
desde que los dueños se marcharon,
nadie les ha prestado la más ligera
atención. A Helmut no le gustan los
interiores húmedos y oscuros, las
pintadas negras ni los cristales rotos que
rechinan bajo sus pies. Pero no se queja,
porque Gladigau le ha confiado su
primer trabajo importante: fotografiar la
inauguración.
La luz no es tan espectacular como
la del día en que fotografiaron los
estandartes en el amplio bulevar de la
ciudad. Pero es un día luminoso para esa
época del año, y Helmut confía en sus
encuadres y exposiciones. Llegan los
dignatarios y pronuncian sus discursos
en medio de una gran animación, y
Helmut encuentra un sitio excelente entre
la multitud para la apertura de las rejas
de la nueva estación.
La verdad es que la última serie de
fotografías es muy buena y tanto él como
Gladigau se sienten satisfechos. Aunque
la fachada es bastante cuadrada y lisa,
en las fotos de Helmut se ve casi
elegante y llena de energía con la gente
que hace oscilar las banderas. El jefe de
la estación les encarga que hagan
postales y las exhibe en el quiosco de la
estación. Gladigau recibe un porcentaje
sobre las ventas y Helmut un modesto
aumento de sueldo y la promesa de más
encargos. En su cumpleaños, Gladigau
le regala una cámara y sus padres le
compran a su jefe película y productos
químicos a precio de coste. Helmut tiene
ahora su propio estante en el armario del
cuarto oscuro. Los cuatro brindan por su
futuro profesional tomando helado en el
café de la estación, con nata y nueces
picadas, a pesar de que es cada vez más
caro a medida que transcurren las
semanas.
Poco habituado a conversar, Helmut
se siente agotado con la compañía de
esta tarde y contesta casi con
monosílabos en cuanto llegan los
helados. Gladigau está acostumbrado al
cómodo silencio de su aprendiz y no
toma en consideración el
comportamiento de Helmut. Sin
embargo, sus padres sienten vergüenza
por lo que consideran una grosería: la
madre por su falta de modales en la
mesa, el padre por el gran estómago y
las pálidas mejillas de su hijo.
Gladigau sugiere sacar una foto de la
comida de cumpleaños. Prepara la
cámara, da instrucciones al camarero y
se sienta junto a Helmut, a la izquierda
del encuadre; sus padres están a la
derecha. Cuando Mutti encuentre un sitio
en la pared para colgarla, descubrirá
que es la primera foto familiar en la que
Helmut no posa en medio de sus padres.
Gladigau se ve alegre, Papi aparece un
poco cansado y serio, y Mutti piensa que
a ella se la ve tímida; algo turbada, tal
vez. Helmut todavía sostiene la cuchara
con la mano, la servilleta metida en el
cuello. Resulta difícil asegurarlo por la
redondez de sus mejillas, pero en la
expresión de su hijo hay algo que
sugiere que todavía no ha tragado el
último bocado de helado.

No hace siquiera dos años que empezó


la guerra, pero ya influye en todos los
aspectos de la vida diaria. La gente
procura no desperdiciar la comida, y las
extravagancias provocan un fruncimiento
de cejas; por el bien de todos, hay que
conservar lo que uno tiene. En los
retratos familiares que Helmut enmarca
y envuelve, a menudo figura una mujer
de luto. Y en las fotografías de boda, el
novio suele ir de uniforme. Al estudio
traen recién nacidos para fotografiarlos
y enviar las fotos al padre, que está en el
frente. Y los soldados acuden a
retratarse para que sus madres,
hermanas o novias se alegren al verlos.

Helmut visita más zonas de Berlín


cuando sale a hacer los recados de
Gladigau. Aún sigue acudiendo
diariamente a la estación para contar los
trenes y vigilar las llegadas y partidas,
pero en su tiempo libre también se
aventura a ir más lejos con su cámara.
En 1941, los últimos días de
primavera son fríos y grises en su mayor
parte. No hace un tiempo muy bueno
para un fotógrafo, pero Helmut está
ansioso por mejorar sus habilidades.
Ahorra cuanto puede de su salario y
logra que le baste para un carrete de
película a la semana. Gladigau le
permite largas pausas a la hora del
almuerzo y algún que otro medio día
libre, si ha terminado sus tareas. Y los
domingos, con su jefe en el cuarto
oscuro para guiarle, Helmut pasa horas
realizando el tiraje de sus preciosas
películas. Hileras y más hileras de
diminutos experimentos sobre los
recortes de papel de Gladigau: todo
tiras y trozos irregulares.
En casi todas las fotos sale gente, en
cantidades considerables, por lo
general. Helmut tiene cierta debilidad
por las multitudes, por las calles con
mucho ajetreo; disfruta fotografiando las
masas en movimiento, arremolinándose.
Gladigau admira esas fotos, frunce los
ojos y asiente a medida que cuelgan las
copias en los cordeles del cuarto oscuro
para que se sequen. Esto es Berlín, dice.
Toda esta vida. Destaca la sensación de
movimiento en las fotos, luego carraspea
y le asegura a Helmut que tiene muy
buen ojo para la fotografía.
El cumplido es sincero, con algo de
celos y expresado no sin dificultad.
Gladigau nota cierta tensión en el pecho
en medio de la oscuridad que exigen los
productos químicos. En cambio, el
aprendiz no reacciona al oír el elogio:
de pie a su lado, guarda silencio y
desliza su pálida y crítica mirada por
encima de las fotografías, al tiempo que
frunce las cejas.
Más tarde, cuando Gladigau se ha
marchado a casa y él ha terminado de
limpiar, despliega las copias ya secas
encima del mostrador y las examina otra
vez. A su lado tiene otra libreta de notas,
que empezó seis semanas atrás, casi
llena con su apretada escritura.
El proyecto de Helmut se ha
trasladado de la estación a más allá en
la ciudad: no sólo por lo que respecta a
la fotografía, sino también a contar,
catalogar, controlar… En una columna
anota las calles en donde no hay nadie;
en otra anota las calles donde hay entre
una y diez personas; en una tercera
indica las que hay entre once y veinte
personas. Fotografía las calles con más
de veinte y después cuenta en la foto las
personas que figuran en ella.
Semana tras semana, la columna de
las calles vacías va creciendo, al tiempo
que la columna de las más concurridas
va menguando. Cada vez que sale,
Helmut encuentra menos calles con gente
para fotografiar y pasa más tiempo
haciendo fotos de las calles más
frecuentadas. La composición, el detalle
y el contenido han ido cobrando mayor
importancia; las fotografías ya no son
simples documentos. Helmut prefiere las
fotos, ya no disfruta con los libritos de
anotaciones; los encuentra extraños,
sobrenaturales.
Esto es Berlín, se dice, con la mano
apoyada en el librito. Pero mantiene fija
la mirada en las fotografías. Puede ver
la guerra en las colas delante de las
tiendas, en las figuras de uniforme
siempre presentes. Pero esta noche
consigue ver también las fotos a través
de los ojos de Gladigau. Una ciudad
corriente, ajetreada. Viva y llena de
gente. Disfruta de ella tal como lo hace
su jefe: las caras, los brazos, las
piernas, múltiples sombreros sobre
múltiples cabezas. Duda de sus
anotaciones y disfruta con esto también.
De nuevo se siente seguro en su ciudad.
En su Berlín. Su hogar…

A mediados de verano, Helmut ha


logrado juntar una carpeta considerable.
Una mañana, cuando llega al trabajo, se
encuentra con Gladigau sonriendo en el
estudio y sus fotos de Berlín alineadas
en la ancha mesa contra la pared del
fondo. Su jefe ha recortado pulcramente
los retazos de papel, ha seleccionado
sus favoritas y las ha desplegado por
orden cronológico. Con la mano sobre el
hombro de Helmut, conduce a su
protegido a lo largo de la mesa y señala
el perfeccionamiento gradual de sus
habilidades fotográficas. Cada vez
mejor, semana tras semana. Cierran la
tienda y se pasan la mañana
conversando. Gladigau se siente
orgulloso, y Helmut también. Sobre todo
cuando Gladigau selecciona su foto
favorita y le pide que haga una nueva
copia para exponerla en el escaparate.
Inspirado, Helmut empieza a pensar en
la profundidad de campo; en el primer
plano y en el fondo; en el enfoque
planeado; en la dirección del objetivo.
Experimenta utilizando exposiciones
más largas para obtener mayor
sensación de actividad, siluetas
borrosas en el apresuramiento hacia su
jornada laboral. Durante las semanas
siguientes, Helmut también se vuelve
más osado con sus ángulos y
elevaciones. Cuando llega septiembre
no piensa más que en sacar fotografías
desde lo alto de los edificios, de las
farolas, tendido en el suelo o a través de
las ventanillas de los tranvías en
marcha.
Es una espléndida mañana de otoño
y Gladigau tiene que realizar el
reportaje de una boda. Cuando se va,
deposita un carrete de película en la
mano de Helmut. Sal un par de horas, le
dice, y utilízalo todo. Es una pena
malgastar un día como hoy.
La magnética atracción que ejerce la
gente en Helmut le lleva a los mercados,
a los patios de las escuelas, a las
concurridas calles comerciales. Toma un
par de fotos, se traslada a otro sitio
olvidándose del estudio, la luz tan
hermosa que le empuja a ir más lejos.
Deambula por una serie de callejuelas,
la mayoría desiertas, y luego capta
sonidos de voces y se dirige hacia allí.
Se pierde por los callejones, entre unos
bloques de viviendas modestas, y por fin
localiza la procedencia del vocerío, que
le atrae hacia un descampado.
Allí encuentra camiones y hombres
uniformados que gritan y empujan.
También hay un centenar de personas, tal
vez ciento cincuenta, algunas formando
remolinos, otras caminando a grandes
zancadas, otras completamente quietas.
Helmut se agazapa detrás de un muro
bajo y empieza a tomar fotografías. A
través del objetivo ve cómo
desparraman sus pertenencias, ropas,
cacharros, sacos, cómo les dan patadas
por el suelo de tierra. Un oficial, de pie
junto a un jeep, imparte órdenes a gritos.
Su voz cortante asusta de tal modo a
Helmut que se esconde todavía más
detrás del muro. Se seca el sudor de las
manos en los pantalones, siente débiles
los dedos, apoya la cámara sobre los
ladrillos y mira con celeridad a su
alrededor.
Hay más gente mirando. Reunida en
la entrada de un edificio de
apartamentos, al otro lado del
descampado. Esa gente está situada
mucho más cerca de lo que ocurre que
Helmut, pero teme pasar entre las
órdenes y los empujones para reunirse
con ella. Los gritos se hacen más
estridentes, el motor del camión se ha
puesto en marcha. Helmut coge su
cámara, asustado, pero también
temiendo que la escena se le escape.
Separan a los gitanos y les obligan a
subir a los camiones. Replican con
gritos a los hombres uniformados,
enseñándoles los dientes de oro. Los
niños lloran apoyados en la cadera de
sus madres o se esconden entre los
pliegues de sus vistosas faldas. Las
muchachas muerden las manos de los
soldados que les arrancan las joyas de
las orejas y del cabello. Los hombres
dan patadas a quienes se las dan a ellos,
y vuelven a recibir más patadas. Las
mujeres apartan las manos que las
empujan y una se escapa, pero no llega
muy lejos: no tardan en dejarla
inconsciente y la meten en el camión con
el resto de su familia.
Helmut está asustado,
conmocionado. Las manos le sudan y le
tiemblan. Aprieta el obturador, pasa la
película y vuelve a disparar
fotografiando con la máxima celeridad
que le permite la cámara, aunque no con
la que él querría. Vuelve a cargar,
maldice sus dedos, débiles y húmedos,
que hurgan y forcejean con el objetivo.
A través del visor, sus ojos
coinciden con los de un gitano que grita
y apunta hacia él. Otros se vuelven a
mirarlo: rostros asustados, coléricos,
con pañuelos en la cabeza, sombreros, y
también con uniforme. A Helmut el
corazón le da un vuelco. Se acuerda del
oficial de la estación y oculta la cara
entre sus manos. Oye que le ordenan a
gritos que se detenga, que se ponga en
pie, pero no puede; sólo puede dar
media vuelta y echar a correr.
La cámara cae sobre su pecho y el
objetivo golpea las costillas, y cuando
se da vuelta para alejarse de las miradas
y las voces coléricas, la correa se clava
en el cuello. El suelo donde apoya los
pies está destrozado, las rodillas ceden
y Helmut tropieza, se precipita hacia
adelante, sacude un brazo con fuerza, el
otro le cuelga suelto, inútil y pesado,
tirando del hombro derecho hacia el
empedrado suelo. Para proteger la
cámara, la levanta lejos del cuerpo.
La caída es tan veloz como el corte
de una navaja y tiene la misma intensa
sacudida, luego viene el dolor. Helmut
vuelve a levantarse y echa a correr, no
se atreve a mirar hacia atrás. Ha vuelto
a los mismos callejones casi vacíos, por
las callejuelas y la plaza del mercado.
Corre hacia la tienda de Gladigau,
demasiado asustado para detenerse en
una parada y aguardar la llegada de un
tranvía.
Los adoquines se mueven bajo sus
pies, las paredes y las ventanas giran a
lo lejos. Aterrorizado, vomita, y las
sacudidas le obligan a detenerse.
Vomita, tose, lucha por introducir aire en
los pulmones. Nadie grita a sus
espaldas, nadie le sigue, pero Helmut
tiene detrás de los ojos las imágenes de
los dedos señalándole, los empujones y
los gritos, y el pánico le impulsa a
seguir. De nuevo en terreno familiar,
detrás de la estación, por el callejón, el
brazo latiéndole con fuerza, la cámara
debajo del abrigo, golpeándole la grasa
del pálido y fofo estómago con la fuerza
de cada paso que da.
De vuelta en la tienda, nadie golpea
a la puerta ni quería interrogarle. Sólo
cámaras, marcos, el cuarto oscuro, la
caja registradora. Seguro y familiar,
todo sigue allí. El sudor se enfría y poco
a poco se seca en la espalda y las
piernas, al tiempo que el vómito va
formando escamas en el abrigo y en la
barbilla. Se queda inmóvil y en silencio
detrás del mostrador hasta que Gladigau
regresa. En la semioscuridad, el jefe le
reprende por haber dejado puesto el
letrero de cerrado toda la tarde.
Trabajan juntos en silencio hasta
muy tarde, rebobinan las cámaras,
limpian, revelan las películas y hacen
positivos. A pesar de que todavía le
duele el brazo, las manos han dejado de
temblarle. Revela las fotos que ha
tomado, pero no hace copias mientras
Gladigau está allí. Comparten una copa
de aguardiente y, cuando el jefe se
marcha a casa, Helmut se queda hasta
que se hace de noche, para positivar la
película y hacer copias.

Al principio sólo es capaz de llorar.


Lágrimas de ira: el pánico del día se ha
transformado en rabia y la dirige contra
las fotos, contra sí mismo por su fracaso
en captar la escena.
Luego reflexiona. Enciende la luz y
extiende las fotografías por el suelo del
cuarto oscuro. Se agacha y vuelve a
examinarlas, imagina que Gladigau está
con él, la mano sobre su hombro,
susurrándole indicaciones al oído.
Helmut recuerda la escena, pero, con
los ojos de Gladigau, ve que las fotos
son poco claras, que con facilidad
podrían pasar por las de unas cuantas
personas moviéndose en círculos por un
descampado. Que no transmiten nada del
caos y la crueldad que le provocaron
sudor y temblores en las manos, que le
impulsaron a gastar casi dos carretes.
Helmut se dice que no está
acostumbrado a fotografiar una situación
tan conmovedora como aquélla. Las
calles llenas de gente, la inauguración
de una estación, en cosas así es bueno
porque puede tomarse su tiempo,
encontrar el sitio adecuado para la
cámara y realizar múltiples
exposiciones de composiciones
similares. También llega a la conclusión
de que la película en blanco y negro no
era en realidad la más adecuada para el
tema. Las vistosas faldas de las gitanas
son sólo harapos en sus fotos; no giran
ni salen disparadas como hicieron por la
tarde. Los uniformes oscuros de los SS
se mezclan con los muros tiznados de
hollín de los edificios hasta el punto de
hacerlos casi invisibles. Helmut
comprende que estaba demasiado lejos
para captar los detalles. Amplía la
imagen, pero el grano iguala las arrugas
airadas del rostro del oficial que
vociferaba órdenes junto al jeep, y
apenas parece que estuviera gritando.
Helmut recuerda las personas que
llamaban a gritos a los que estaban
dentro de los camiones, quienes a su vez
llamaban a gritos a los de fuera. En la
foto se ve a un grupo de personas
inmóviles y en silencio, extrañamente
tranquilas, y el brazo que salía por la
ventanilla del camión no es más que una
pequeña mancha, identificable como un
brazo sólo cuando examina el negativo
sin ampliar. Y la mujer a la que
golpearon hasta dejar inconsciente casi
no da la sensación de que esté corriendo
en la foto que le hizo cuando intentaba
huir. Además, en su apresuramiento por
impedir que le dispararan, ni siquiera
logró incluir en el encuadre al soldado
que iba tras ella. Piensa que debía de
estar recargando la cámara cuando la
llevaron a rastras de regreso al camión,
y la foto de cuando la empujaron al
interior del vehículo está tan
desenfocada, que resulta indescifrable.
Helmut busca una y otra vez, pero la
foto del gitano que mantenía fija la
mirada en su objetivo, al tiempo que le
señalaba con el dedo y le gritaba, que le
asustó hasta el punto de obligarle a huir,
no figura entre ellas. Y tampoco entre
los negativos que aún no ha cortado. No
lo entiende. Vuelve a enfurecerse y lanza
al suelo las tiras de película, luego
vuelve a recogerlas y las examina una
tercera vez, y después una cuarta. Al
final reflexiona: sin duda se había
acabado el carrete y ni siquiera se
enteró. Dominado por el pánico, huyó
antes de soltar el obturador. Cobarde.
Helmut embute las fotos y los
negativos en una bolsa de papel sin
importarle que se arruguen o se rayen,
sólo ansia volver a casa. Sabe que
debería guardar las fotografías para
Gladigau, para enseñarle cómo utiliza el
tiempo, pero siente vergüenza. Medita
un instante y toma la decisión. Un error
en el revelado. Mentirá, dirá que el
carrete se veló. Lo pagará con su
salario, lo compensará con otras fotos
en otra ocasión.
De regreso a casa, en el patio
trasero, aprovechando la oscuridad,
Helmut tira la bolsa, con su odioso
contenido, al cubo de la basura.

El ejército avanza victorioso. Una y otra


vez: más allá de Polonia ahora,
extendiéndose hacia el sur e incluso más
hacia el este. Reclama el suelo fértil y
oscuro de Ucrania, el petróleo del
Caspio, las vastas extensiones de la
estepa.
Gladigau compra una radio y los dos
escuchan las emisiones triunfales
mientras revelan, fijan y limpian. Helmut
sonríe junto a su jefe bajo la luz roja del
cuarto oscuro, la mirada fija en la labor,
los oídos saturados de noticias, las
voces que gritan, los discursos y los
tambores. Pero cuando está solo nunca
pone la radio.
Helmut hace fotos. Llena los meses
de primavera y verano con
experimentos, ajustes y mejoras.
Complace a su jefe, disfruta con las
alabanzas viendo con sus propios ojos
cómo las fotografías mejoran cada vez
más.
En casa se levanta de la mesa tan
pronto como el plato está vacío. A veces
sus padres salen, a los pisos de los
vecinos, a reuniones, pero la mayoría de
las noches se quedan en casa, Mutti
haciendo punto, Papi fumando, leyendo
en voz alta el periódico o la revista del
Partido. Helmut se acuesta cuando el
cielo oscurece, deja las cortinas
descorridas y observa cómo la noche se
extiende por la ciudad, esperando en
silencio a que llegue el sueño. Tras la
puerta del dormitorio, Helmut puede
percibir palabras, sólo el tono agudo e
insistente de la voz de su padre. Calcula
el tiempo mediante los trenes que pasan,
alejándose con el traqueteo familiar, y
suele dormirse antes de que Mutti entre
y extienda una manta extra sobre su hijo.
Por la mañana, Helmut se levanta
temprano, a menudo antes del amanecer.
A solas toma apresurado el desayuno
junto a la ventana de la cocina, de
espaldas a la estancia. Evita los ojos de
su padre, las conversaciones de sus
padres, los apresurados saludos de los
vecinos en la escalera.
Con Gladigau se siente seguro.
Incluso cuando las conversaciones de
sus padres se convierten en susurros,
cuando los vecinos responden a sus
silencios con miradas iracundas. Incluso
cuando el frío del otoño se hace más
intenso y la palabra Stalingrado ya no se
pronuncia con orgullo, sino en voz baja,
con desconcertado temor. Incluso
durante estos meses interminables y
extraños, Helmut aprende a disfrutar de
las tardes con Gladigau, acompañados
por las voces de la radio. La seguridad
en la victoria, la comodidad de la rutina.
En cuanto empieza el nuevo año, en
pleno invierno, una rendición lo cambia
todo.

Llega la primavera y a Helmut no le


sorprende ver que la gente se marcha sin
disimulos, pues hace tiempo que ha
advertido el éxodo. Sin embargo, le
asombran las cifras: el lento goteo se
convierte en hemorragia, las multitudes
en la estación, unos rostros cada vez
más familiares que se marchan día tras
día. Durante la cena, sentados a la mesa,
Mutti informa de las despedidas de los
vecinos que han marchado y Papi asiente
con firmeza, dice que está bien que se
vayan las mujeres y los niños, que hay
que mantenerlos a salvo, y que los que
se quedan deben ser valientes. El
vecindario se vacía poco a poco de
niños, y en el patio trasero hay un
silencio inusual en los meses de verano.
Las jóvenes familias se han marchado
antes de que las bombas empiecen a
caer en serio, y una sombría mañana de
otoño Gladigau lee en voz alta, del
periódico, que más de un millón de
personas han abandonado la ciudad.
Cuando la gente habla de irse, las
opiniones están divididas. Helmut
escucha las conversaciones mientras
hace fotos en el andén de la estación, en
las calles comerciales cada vez más
desiertas. Hay quienes se muestran
vivamente leales a Berlín, y Helmut
disfruta con su retórica. Otros temen por
su vida, por el futuro de sus hijos: voces
tensas y quedas, los ojos pendientes de
quienes puedan escuchar, pronostican
entre susurros los horrores que se
avecinan. Irse. Helmut les oye de
manera fragmentaria. Lo más lejos
posible de la capital, sobre todo del
Ruhr, lejos de cualquier ciudad.
Guardan un breve silencio cuando pasa
por su lado. Toda Alemania es un
objetivo. De los británicos, y también
de los norteamericanos. Helmut
escucha que susurran nombres de sitios
bombardeados que sin duda pronto lo
serán. Aquisgrán, Krefeld, Duisburg,
Oberhausen, Regensburg, Dortmund,
Gelsenkirchen, Mülheim, Essen,
Wuppertal, Jena, Münster, Colonia,
Kiel, Rostock, Kassel. Apretando los
dedos sobre los pálidos labios, la gente
musita que la muerte está ya en
Hamburgo, incendios y bombas… Con
los ojos cerrados, inhalan sus temores.
Todo el mundo se ha ido. Helmut
escucha. La próxima vez será peor. No
les cree. Leipzig o Dresde. Tienen que
estar equivocados. Los bombarderos
vendrán por Berlín.

Gladigau regresa tarde de ver a Herr


Friedrich, un cliente habitual. Entra en el
cuarto oscuro, donde Helmut está
mezclando los productos químicos para
los baños, y se sienta en uno de los altos
taburetes. Gladigau observa durante un
rato cómo trabaja su aprendiz y Helmut
se turba y cohíbe ante la mirada de su
patrón. Derrama parte del producto
sobre la limpia superficie de trabajo y
tiene que medirlo todo dos veces. Se
siente aliviado cuando Gladigau decide
por fin hablar.
Los hijos de Herr Friedrich cayeron
abatidos en Rusia a principios de año.
Gladigau los conocía a los dos, les
había visto crecer delante de sus
objetivos. Las nueras de Friedrich han
abandonado Berlín ahora, en compañía
de sus nietos. A Mecklemburgo, de
momento; puede que dentro de poco
bajen hasta la Selva Negra. En cualquier
caso, Friedrich tiene intención de
reunirse con ellos. Gladigau le cuenta la
historia y, ensimismado, habla de cerrar
la tienda antes de que el invierno se
instale en la ciudad. Hay poco negocio.
A los clientes que todavía quedan en
Berlín les preocupan otras cosas.
Gladigau hace planes en voz alta,
mientras Helmut seca las superficies, a
punto de empezar el tiraje. Por supuesto,
en cuanto las cosas mejoren, podrá
contar de nuevo con el empleo. ¿Acaso
no ha hablado su padre de enviar a la
esposa y al hijo a un sitio más seguro
durante algún tiempo?
Helmut deja de trabajar y mira
fijamente a su patrón. Éste se queda
mudo ante la firmeza de la mirada, pero,
aun así, Helmut no baja los ojos:
insultado, avergonzado ante el hecho de
que su patrón sugiera semejante
cobardía. Él no es un niño y tampoco
una mujer. No quiere protección ni la
necesita. Helmut devuelve el insulto
expresando sus dudas respecto a la
lealtad de Gladigau hacia el Führer.
Luego los dos se quedan bajo la
bombilla roja, inmersos en el olor a
azufre, y, sin intercambiar palabra, se
dedican a positivar las fotografías del
día.

Helmut está acostado cuando empieza la


segunda oleada de bombardeos.
Sus padres van a salir esta noche.
Mutti entra para darle un beso de
despedida pero no le dice adónde van, y
él tampoco se lo pregunta. Observa a su
padre a través de la puerta entreabierta
del dormitorio, de pie, con medio
cuerpo dentro del piso y la otra mitad en
el hueco de la escalera, impaciente por
marchar. Su madre cierra la puerta tras
ella al salir y, a pesar de que todavía es
temprano, Helmut apaga la luz.
Dormita un par de horas, luego yace
despierto y aguarda el traqueteo de un
tren de mercancías que vuelve a
transportarle al sueño. En cambio, lo
que escucha es el débil inicio de un
ruido que no logra identificar. Lejano,
persistente y que, ahora que lo ha oído,
no consigne apartar de su mente. Sin
saber qué es lo que produce ese
zumbido, Helmut yace inmóvil y escucha
los centenares de Lancasters que llevan
su carga letal por los cielos de Berlín.
Instantes después de que suenen las
sirenas, el edificio vuelve a la vida. Las
madres arropan a sus hijos para sacarlos
de la cama y los viejos se ponen
calcetines gruesos. La escalera está
llena de gente. Helmut les oye bajar
corriendo al sótano: voces agudas,
pasos apresurados. Sabe que tendría que
ir con ellos, pero no quiere estar cerca
de su miedo y de sus prisas, así que se
queda en la cama. Ha oído la
descripción que la gente hace de las
bombas incendiarias, árboles de
Navidad cayendo del cielo iluminando
la ruta de los bombarderos hacia su
objetivo. Observa desde la ventana,
pero no hay nada que ver todavía, sólo
un cielo negro en lo alto y un Berlín a
oscuras debajo. El vigilante del bloque
de viviendas llama a su puerta, pero
Helmut no contesta, pues oye el estrépito
de las botas del ayudante de la defensa
antiaérea al subir por las escaleras. El
muchacho tiene sólo catorce años y sin
embargo colabora con los artilleros en
la azotea del edificio. Ambos aporrean
la puerta y llaman, pero Helmut no
quiere sufrir la humillación de que un
muchacho de catorce años le dé órdenes.
Tensa las mantas alrededor de las
piernas, y cuando está seguro de que el
vigilante y el muchacho se han ido, se
pone los zapatos y el abrigo y se
aventura a salir a la escalera.
Por debajo del aullido de la sirena,
Helmut percibe el ronroneo, que se hace
más intenso, como un rugido. Mantiene
la mano en el bolsillo, los dedos
firmemente apretados en torno a la
cámara, y con extremo cuidado empieza
a bajar la desierta escalera.
Cuando llega al segundo piso,
estallan las primeras bombas. No parece
que hayan caído muy cerca, pero los
impactos tiran de sus piernas. El
edificio se estremece y Helmut siente
que le empujan hasta el punto de hacerle
perder el equilibrio. Del techo caen
fragmentos de yeso y polvo, y en su
imaginación siente que un millar de
cazos y sartenes ruedan escaleras abajo
hasta enterrarle, mientras en todos los
pisos los armarios de la cocina vacían
su contenido por el suelo.
Conmoción y dolor. Todo se mueve
muy rápido ahora y Helmut no puede
seguir su ritmo. No corre hacia el
sótano, sino que las piernas le llevan a
la calle. Los primeros incendios estallan
en los barrios más próximos, y Helmut
huye del calor y la luz. Pero no con la
suficiente rapidez. Lo sabe porque los
bombarderos ya están aquí. Oye el
rugido justo encima de su cabeza. Pasan
rozando las azoteas de los edificios de
apartamentos, enormes y
aterradoramente cercanos, y persiguen la
oscilante cabeza sin sombrero de
Helmut mientras corre.
Para escapar de ellos efectúa un
recorrido en zigzag por las calles a
oscuras, es consciente de que está
gritando, pero ni siquiera se oye por el
estampido del fuego, las bombas y los
aviones.
Los impactos resurgen del profundo
subsuelo como si le patearan en las
caderas, en la espina dorsal… Llueven
tejas, ladrillos y hierba, y Helmut no
puede ver hacia donde corre, el continuo
tableteo de la artillería antiaérea en sus
oídos, el ruido nublándole la vista. Está
ciego, pero no sin aliento. La garganta
está en carne viva y el rostro húmedo, y
corre en medio de la oscuridad mientras
la calle se estremece bajo sus pies, los
edificios se tambalean, cada pisada tan
sonora como una bomba.
Una persona corre allí delante, una
silueta negra que se dirige hacia él.
Helmut oye las maldiciones, siente que
las manos le agarran el abrigo, el aliento
del hombre en su oído. Algo le aparta de
su rumbo, le hace girar sobre sus pies.
Una bomba. Dos brazos. La presa de la
mano. Helmut gira, chilla, es arrastrado
hacia el subsuelo. De la oscuridad de
fuera a la de dentro, pero igualmente
ruidosa.
Pasa el resto del ataque aéreo en un
sótano repleto de desconocidos. Todos
guardan silencio, inmóviles, mientras él
yace en el suelo y llora. La adrenalina le
hace temblar, se estremece sin querer, no
puede controlarse, siente miedo y
vergüenza, tiene la sensación de que la
gente lo está mirando.
Cuando el ruido cesa, todos tienen
frío. El hombre que tiró de él le dice que
eso es bueno. Significa que al menos los
incendios no han llegado a esta parte de
Berlín. Luego vuelven a guardar
silencio. Ojos húmedos, pequeños
movimientos en la oscuridad. Helmut
abandona el sótano sin despedirse. En su
huida ha recorrido un largo camino
desde su casa, como mínimo unos cuatro
o cinco kilómetros. No sabe dónde se
encuentra y todo le parece distinto. Hay
ladrillos donde no debería haberlos,
huecos donde tendría que haber paredes.
Helmut sigue a ciegas por la primera
calle, por la primera esquina, hasta que
encuentra la ruta bloqueada por sillas,
cristales y marcos de ventanas, una cama
vacía, sin hacer. Prosigue su camino
soslayando los escombros y de nuevo
por calles adoquinadas hacia donde
supone que está su casa. Necesita algún
tiempo para encontrar el camino de
vuelta. Las calles están desiertas y
mortalmente silenciosas. Sus ojos se han
acostumbrado a la oscuridad, pero el
silencio le resulta turbador; se siente
mareado y enfermo. El eco de sus pasos
resuena con fuerza contra las paredes de
los edificios de apartamentos modestos
y lamenta haber abandonado la
silenciosa compañía del sótano.
Poco a poco la gente va emergiendo,
diminutas siluetas grises sobre la
oscuridad. Personas que huyen de los
edificios destrozados, perdidas o que
buscan en la oscuridad, nuevas montañas
de piedra. Arriba, el cielo de los tejados
brilla con el fuego, y las calles son cada
vez más luminosas a medida que Helmut
se aproxima a su casa. Oye el estrépito
de las campanas de los bomberos y
avanza por calles llenas de personas
desorientadas, la ropa rasgada y a veces
chamuscada, muchas de las cuales
caminan descalzas a través de los
cascotes. Con independencia de hacia
dónde se vuelva, Helmut no consigue
escapar del ruido que produce el llanto
de los niños. Está sudando debajo del
pijama y del abrigo; parpadea contra el
aire caliente y el hollín pensando que
Berlín vuelve a estar lleno. Lleno de
niños.
El edificio donde está su casa sigue
en pie pero envuelto en llamas. Durante
más o menos una hora observa cómo
trabajan los bomberos, esperando. No
hay señales de Mutti ni de Papi. La piel
de las mejillas y de los lóbulos de las
orejas le pica, le hormiguea a causa del
calor. No ve ni un solo rostro que le
resulte familiar.
Espera, no sabe cuánto tiempo pasa,
pero sus padres siguen sin volver. Teme
preguntar, se queda completamente
quieto, fija la mirada en su antigua casa
y sólo se mueve cuando le empujan para
que se aparte. No le permiten entrar en
el patio trasero para comprobar si su
dormitorio está ardiendo, de modo que
se dirige al estudio de Gladigau.
En todas las tiendas los escaparates
están rotos y hay gente que sale
corriendo del colmado de la esquina, los
brazos llenos, abultados los bolsillos de
los abrigos. La tienda de Gladigau está
en completo desorden y las luces no
funcionan, de modo que Helmut busca
unas velas y asegura lo mejor que puede
el escaparate con trozos de madera y
cartón. Examina el contenido de los
cajones esparcidos por el suelo y
descubre que no falta gran cosa. La
cámara que Gladigau tenía expuesta ha
desaparecido del escaparate y también
se han llevado casi todas las existencias
de marcos para fotografías. Pero los
saqueadores no han tenido éxito con la
sólida puerta del cuarto oscuro, a pesar
de que la han golpeado con la magnífica
silla de su patrón. La silla está hecha
astillas por el suelo, pero en la puerta
apenas hay abolladuras. Helmut tiene las
llaves en el bolsillo del abrigo, así que
entra en el cuarto oscuro y se prepara
una cama con las revistas de Gladigau y
la bata blanca del laboratorio. Apaga las
velas y se tiende sobre las mujeres
americanas de sus fantasías
adolescentes: sus pálidos muslos y
pechos pequeños estrujados durante su
sueño insomne. El cuarto oscuro es
negro y silencioso como la noche, y
Helmut duerme hasta muy tarde al día
siguiente.

Se sorprende al ver que Gladigau no se


presenta para abrir la tienda como de
costumbre. Sus ropas apestan a humo y
la piel de la cara le escuece. Bebe un
poco de agua del grifo del cuarto oscuro
y sale a la calle, todavía en pijama y el
abrigo abrochado contra el frío. Afuera
la gente pasa con bultos y carretillas de
mano cargadas a tope con sus
pertenencias. El edificio de la estación
ha quedado muy estropeado, pero los
bombarderos no han causado daños en
las vías. La gente se concentra en los
andenes a la espera de algún tren que les
saque de la ciudad. Helmut mira y
escucha, pero no encuentra a nadie que
conozca.
Los humeantes y mojados esqueletos
de los edificios todavía están calientes
cuando pasa por su lado, las paredes
que quedan en pie desprenden vapor
ahora y su antiguo hogar chorrea agua
negra completamente vacío por dentro.
Helmut llora. Por todas partes hay gente
llorando. Sin embargo, a él todavía le da
vergüenza. Las lágrimas brotan de sus
ojos y le escuecen al resbalar por su
piel magullada. Se cubre el rostro con
las manos y mira a través de los dedos
renegridos. Sin su Mutti y sin su Papi,
Helmut se siente solo.
No puede permitir que lo encuentren
llorando, tiene que ser valiente. Intenta
reprimir las lágrimas, pero éstas siguen
brotando, ruedan por las mejillas hasta
entrar en la boca, amargas sobre su
lengua. Helmut espera, vigila por si
regresan sus padres, camina por el
vecindario, y regresa una y otra vez a la
tienda, a la estación, al sitio vacío
donde antes estaba su casa. Busca el
rostro de su madre entre la gente que
pasa, ve el de su padre y oculta sus
lágrimas cobardes. Se limpia los ojos
con la manga, mantiene el ánimo y
vuelve a mirar, pero el rostro ha
desaparecido. Sustituido por otro y
luego por otro más. Barbas grises, ojos
cansados, mejillas hundidas. Ninguno de
ellos es el de su padre.
A última hora de la tarde, Helmut llega
al barrio donde vive Gladigau. Allí los
edificios están intactos. Las sólidas y
nítidas hileras de mampostería clara son
impresionantes, unas casas mucho más
grandes que las de su barrio. Helmut se
sorprende ante las enormes y lisas
cristaleras de las ventanas, ante la
blancura de los visillos. Donde vive él,
todo está roto y gastado, cubierto con
capas de humo, hollín y polvo. En la
escalera del edificio de Gladigau no hay
humedades ni ruido, la oscura madera
del pasamanos reluce y la suave luz del
día penetra por la claraboya de arriba.
Helmut llama a la puerta de Gladigau,
jadeante por el esfuerzo de la subida. Se
queda ante la casa toda la tarde, por si
su jefe regresa, pero nadie entra ni sale
del edificio, y no hay olores de comida
ni radios, ni pasos que resuenen por los
pasillos, ni niños que lloren.
Hacia la medianoche, Helmut se
marcha, asustado por el silencio,
temiendo que se produzca otro ataque
aéreo, y pasa otra noche a solas en el
suelo del cuarto oscuro. Desorientado en
aquella oscuridad impenetrable, no sabe
muy bien si tiene los ojos abiertos o
cerrados. Helmut yace en la frontera del
sueño y la vigilia, camina a través de
muros destrozados y encuentra a sus
padres cogidos de la mano. Con los
brazos tendidos, avanza corriendo hacia
ellos, pero las paredes se derrumban y
los pierde de nuevo.
Helmut sueña con objetivos que
estallan al apretar el obturador. Con
fotografías de cristales fragmentados,
trozos de retratos, imágenes vistas de
reojo. Los dedos de Papi, los ojos de
Mutti, sus brazos. Helmut intenta coger
unos negativos que se desmenuzan entre
sus dedos, brillo de polvo negro
adherido a la palma de la mano.
Agotado, se arrastra hasta que
encuentra la puerta del cuarto oscuro.
Vuelve a ser por la mañana y, confortado
por la luz, Helmut se queda dormido
debajo del mostrador de la tienda
abandonada.

Pasan los días, sin noticias de nadie,


fríos. En la destrozada terminal de los
tranvías instalan un comedor de
beneficencia donde reparten ropa de
invierno, botas nuevas y abrigos. Helmut
lava la mugre y el sudor del pijama en el
lavabo del cuarto oscuro, limpia la
tienda y la asegura contra los
saqueadores, encerrando bajo llave en
el cuarto oscuro todo lo que encuentra
de valor. El libro mayor, la caja
registradora, las libretas de pedidos, los
marcos que no se han llevado. Helmut
cierra la tienda y en la puerta cuelga un
letrero pidiendo disculpas a los clientes.
Escrito a mano, con carbón encima de un
trozo de cartón que se ablanda y se
embadurna con la lluvia de otoño.
No hace fotos ese invierno. La
cámara, las películas, los productos
químicos, el papel fotográfico, todo a
salvo tras la puerta del cuarto oscuro.
Helmut sabe que están allí, una
presencia pequeña, reconfortante en
medio de tantas pérdidas. Llora su
desaparición. A solas, las semanas más
frías van pasando. Sirenas, bombas,
incendios y hambre. Helmut ve que
sacan cadáveres de entre los escombros
y huye. De noche, los sueños le traen
confusión, y por la mañana despierta
esperando a Mutti, la rutina, Gladigau,
el calor, el humo de la pipa de su
padre… Empieza cada día de invierno
llorando, enterrando el rostro entre sus
manos.
Húmedo el aliento, húmedas las
mejillas, húmeda la palma de las manos,
las lágrimas siguen brotando.
La luz del día hace que todo cobre
más sentido. Observa el cambio en la
ciudad. Las calles bloqueadas, los
edificios que han desaparecido. Hay
cráteres y montañas donde antes había
llanos. Helmut percibe la diferencia
entre el antes y el ahora: la estructura de
la ciudad se hace añicos cada noche y
los cambios forman parte de cada nuevo
día. Observa a la gente, cómo marcan
con tiza los nombres de las calles y los
letreros de las tiendas en las paredes
que quedan en pie, cómo caminan por
encima, por debajo y a través… Su lento
avance sobre los cascotes: tobillos
torcidos, pies que resbalan, piernas que
se hunden hasta la rodilla. Y aun así
siguen adelante.
Se abren nuevos caminos, se
abandonan viejas rutinas. Después de
que bombardearan la panadería, el pan
llega en camiones.

Puesto que prefiere quedarse en calles


que le son familiares, Helmut encuentra
un sótano donde instalarse. Lo considera
un sitio bastante seguro, disimulado en
un diminuto patio trasero, donde los
edificios de los alrededores están
vacíos, en ruinas. Entre los escombros
descubre un pequeño fogón y lo instala
encima de unos ladrillos, junto a los
peldaños del sótano. Coge el sólido
cerrojo superior de la puerta del cuarto
oscuro y con él hace más seguro su
nuevo hogar.
De noche, cuando caen las bombas,
Helmut yace despierto en su sótano y
escucha. Si los impactos se producen
muy cerca, grita aprovechando el ruido,
tal como hizo la noche en que huyó de
los bombarderos. Siente que la garganta
le escuece con los gritos, y no oye nada
más que las explosiones, el aire repleto
de aviones y de fuego antiaéreo.
Calentado por el miedo y luego enfriado
por el sudor, al amanecer enciende fuego
en el fogón y duerme bajo la apacible
luz de las primeras horas de la mañana.
Si las bombas caen lejos, Helmut
encuentra casi reconfortantes los
silbidos y el lejano golpeteo, como los
trenes de mercancías que acompañaban
sus sueños de adolescente.
Este ruido lejano es preferible al
silencio. Por las noches en que la ciudad
duerme tranquila, a Helmut le invade el
mismo sueño de aquella noche en el
cuarto oscuro, agudizado por el hambre
y el frío: la escarcha se acumula en las
ventanas destrozadas y a través de los
cristales rotos descubre a su padre, la
mano sobre el hombro de Mutti, sentada
frente a él. Entonces el hielo se funde, la
imagen se hace más nítida con el calor
de la respiración de Helmut contra el
cristal, pero de inmediato vuelve a
empañarse. Nebulosa, velada al tender
hacia ella los dedos. Se esfuma.
Sin trabajo y sin poder hacer
fotografías, los días son interminables y
vacíos para Helmut, y las horas más
largas debido a la escasez de comida.
Intenta dormir, pero las pesadillas lo
sacan del sótano y lo llevan a la calle, y
las frías piernas le conducen a la
estación. Hay un nuevo vigilante y
Helmut se dedica a hacer amistad con él,
le habla de los trenes, tal como hiciera
con el antiguo guardia cuando era niño.
Al nuevo no le gusta Helmut, su
insistencia, su brazo deforme, el sucio
abrigo. Pero cuando éste le señala las
ruinas donde antes estaba su casa, el
vigilante se compadece de él, lo escucha
con mayor atención y le permite entrar
en la estación para observar los trenes.
En los días fríos, a veces lleva una taza
de caldo aguado al extraño joven que
permanece apostado junto a las vías. Le
pregunta por su familia y asiente
comprensivo al hablarle Helmut de un
padre trabajador, una madre abnegada y
un hijo respetuoso. Mientras habla,
Helmut observa cómo los trenes van y
vienen, deja que su voz planee por allí y
bebe su caldo sin mirar al vigilante a los
ojos. Y como éste sospecha que los
padres del muchacho no han sido
evacuados, sino que han muerto, también
le proporciona un trabajo regular, barrer
los andenes. A cambio no recibe un
salario, pero sí una comida en la cantina
de la estación y una chaqueta con la
insignia de la compañía ferroviaria en el
bolsillo delantero.
Los despojos de la guerra empiezan
a regresar del frente oriental, llenos de
cicatrices y cubiertos de harapos,
después de haber perdido algún
miembro. A veces mendigan por los
andenes, sentados sobre una manta hecha
jirones, exhibiendo en silencio sus
heridas, y Helmut siempre informa de
ellos al vigilante. Es ilegal y
vergonzoso; le enfurece que mancillen
de esa manera el uniforme. El grueso
acolchado de la chaqueta de uniforme
disimula bastante sus hombros torcidos
y mete la mano derecha dentro del
profundo bolsillo delantero, con lo cual
se ha vuelto un experto en barrer con la
izquierda. Se concentra en su trabajo,
hace pases breves y completos con la
escoba, y el vigilante elogia sus andenes
inmaculados. Helmut es orgulloso,
escrupuloso, y todas las noches
devuelve sin excesivo entusiasmo el
uniforme cuando el vigilante cierra las
puertas de la estación.
En febrero los británicos dejan de
bombardear Berlín, y los
estadounidenses toman el relevo.
Después de algunos ataques por
sorpresa, los trenes dejan de circular
durante un par de días hasta que las vías
han sido reparadas. Incluso en esos días,
Helmut sigue acudiendo a la estación y
con su uniforme se sienta en el andén. El
frío, el hambre y las noches que ha
pasado gritando, a menudo le dejan
exhausto y desorientado. En el silencio
que reina bajo los cristales destrozados
del techo de la estación, entra y sale del
sueño, soñando con trenes repletos de
gente silenciosa, todos abandonando
Berlín en manada, siempre en dirección
al este. Estos sueños no son tan
violentos como los que padece por las
noches, pero le inquietan de tal modo
que empieza a recorrer los andenes
vacíos a fin de eludir el sueño, al menos
mientras se lo permiten las famélicas
piernas.
El verano de 1944 trae un breve
respiro a los bombardeos, mientras los
aliados se concentran y reconquistan
Francia. Durante esta calma, aumenta la
colaboración de Helmut en la estación,
limpia las oficinas además de los
andenes. El vigilante le da avena o
patatas para llevar a casa, y Helmut pide
prestado un cazo y un cuenco en la
cantina de la estación y aprende a
cocinar. Las noches son más corras y
más suaves, y las pesadillas menos
intensas, hasta el punto de llegar a
interrumpirse por completo durante
varias semanas seguidas. Ahora no se
siente tan cansado, puede desarrollar
más actividades y de nuevo empieza a
hacer fotografías.
Los días son cálidos, y las mañanas
y los atardeceres de verano
proporcionan una luz espectacular, que
inspira a Helmut y a su ojo de fotógrafo.
Al bajar el sol, la luz se extiende dorada
sobre los muros de piedra y los
cascotes, y proyecta largas sombras
irregulares entre las ruinas, por las
calles y plazas salpicadas de agujeros.
Se levanta temprano, abandona el sótano
antes de que amanezca y todas las
mañanas sigue el mismo ritual. Abre el
cuarto oscuro, selecciona una cámara,
estipula una ración de película y luego
sale para fotografiar los cielos potentes
y amplios, con la ciudad de Berlín en
ruinas. La solitaria torre del reloj de la
iglesia del Kaiser Guillermo y las ruinas
del cercano Jardín Zoológico. Los
grandes hoteles de Unter den Linden que
han quedado reducidos a puro armazón,
las arañas que relucen entre los
escombros y los tapices que cuelgan
sueltos y desgarrados. Helmut contempla
la posibilidad de llevárselos para
adornar el sótano donde ahora está su
hogar, pero después de las lluvias de
primavera están empapados, pesan
mucho y apestan.
A cambio del papel fotográfico y de
los productos químicos de Gladigau
consigue comida y más película.
Almacena los negativos en los estantes
de piedra del sótano, pulcramente
marcados y ordenados en hileras.
Mediante cortinas aísla una zona detrás
de los sacos y harapos que constituyen
su cama y pasa las noches revelando los
carretes. Helmut enumera y cataloga los
negativos en el mismo librito
encuadernado en piel que utilizaba para
llevar el control de Berlín. Forma
columnas, con una letra tan clara y
pequeña como le resulta posible, ahorra
espacio y ahorra papel, mantiene su
sistema lo más escueto e inteligible
posible. Todo a punto para la victoria,
para la paz y para el tiraje de sus
fotografías.
Su vida es solitaria y en sus fotos ya
no hay gente, pero Helmut no se siente
desgraciado. Berlín, ahora desierto, ha
dejado de preocuparle. Pasea por todas
partes, cubriendo grandes extensiones de
la ciudad con sus fotografías
cuidadosamente racionadas, hasta el
punto de salir hasta Postdam y
Brandeburgo durante los días de pleno
verano. Si ha llegado demasiado lejos
para regresar andando a casa antes de
que se ponga el sol, duerme en edificios
bombardeados. Traza sus rutas en torno
a los comedores de beneficencia;
siempre que es posible evita pasar
hambre. A veces pasan algunos días sin
que se lo vea por la estación, pero el
vigilante ha aprendido a no preocuparse
por él. Helmut no le ha hablado de las
fotos, sin embargo, al cabo de un tiempo
el vigilante comprende que el muchacho
no se presentará si los amaneceres son
luminosos, y que reaparecerá en cuanto
los días sean sombríos. Además,
siempre cumple con su trabajo.

Helmut se ha enamorado de su casa


subterránea, disfruta con las
expediciones a la ciudad que hay más
allá, pero siempre se alegra de regresar.
De cada carrete dedica una foto a su
sótano, y crea una carpeta con el
reluciente fogón, el cuarteado y
centelleante cristal de la ventana, la
acogedora cama hecha con harapos y
mantas. En una foto hay un cordel para
tender la colada, con todas sus prendas,
que gotean formando pequeños charcos
sobre las rotas losas del patio trasero en
ruinas. Helmut examina sus negativos,
los levanta contra el sol, reconoce el
pijama que llevaba puesto la noche que
llegaron los bombarderos y sus padres
se ausentaron. Entrena su visión. Ahora
sabe si una foto es buena con sólo mirar
el negativo, a juzgar por la forma, la
composición, las sombras. Aprende a
invertir lo que ve. Lo blanco, negro; lo
gris oscuro, gris pálido. Mutti y Papi
aparecen cada vez más desenfocados a
medida que permite que los recuerdos
disminuyan, que los bordes se
difuminen. Piensa en Gladigau. Enumera
sus mejores fotos, ansioso por enseñarle
las copias.

Cuando los días se hacen más cortos y


vuelven a reanudar los bombardeos,
Helmut regresa a sus hábitos del
invierno anterior. El cuarto oscuro
cerrado con llave y las películas que le
quedan sin tocar, aguardando a que
llegue la primavera. Hiberna con ellas
hasta que los últimos días agonizantes
de invierno hacen acto de presencia.
Entonces reciben la orden de que el
pueblo alemán debe oponer resistencia,
y a Helmut le llega por fin su
oportunidad. Corre a decírselo al
vigilante, que le agarra del hombro sano
y le susurra que pronto todo se habrá
acabado. Helmut se sorprende al
coincidir con esta opinión. Todo cuanto
puede recordar ahora es la guerra.
No consigue que le den un uniforme,
pero sí un andrajoso gabán, un brazalete
y una pala, para que los use y los
conserve. Las pocas armas que reparten
se las dan a los más jóvenes y los
mandan a los edificios más altos que
quedan en pie. Los juveniles
francotiradores practican disparando a
botellas rotas, gatos y ratas que pululan
por las ruinas.
Helmut va en busca de su cámara al
cuarto oscuro y nunca sale sin ella,
dispuesto a fotografiar el máximo de
cosas. Quiere recordarlo todo, la mejor
época de su vida. Zhukov, con su gran
ejército, ya está en camino, y tras él las
hordas mongolas procedentes de la
estepa. Van a sitiar Berlín, aislarán la
ciudad tal como han aislado y
aniquilado todos los puestos avanzados
alemanes desde Stalingrado, siempre
hacia el oeste. Sin embargo, Helmut está
convencido de la victoria, no puede ver
nada que no sea el triunfo glorioso, en el
que tomará parte, y se compromete a
fotografiarlo.
De vez en cuando, por la estación
pasa un tren: siempre abarrotado,
atestado de refugiados. En el techo,
sobresaliendo de las puertas y las
ventanas. Mientras, en los andenes, la
gente corre paralela a los vagones, salta,
se aferra al hueco de las ventanillas, a
las barras para apoyarse, a cualquier
sitio. Los demás pasajeros están
demasiado débiles o se han vuelto
demasiado apáticos para echarles una
mano. Los trenes nunca se detienen,
chirrían a marcha lenta, avanzan poco a
poco, a veces con tal morosidad que
parecen pararse, pero Helmut se fija en
las ruedas y ve que siempre están en
movimiento.
Las obligaciones de Helmut son
imprecisas, esporádicas. Todos los días
se reúne con sus camaradas de la
defensa de Berlín para llevar a cabo
tareas muy variables. Hacer que las
carreteras sean intransitables, apilar
escombros, cavar hoyos… Están
entrenados para luchar con lo que tengan
a mano. Los ancianos, tocados con su
mejor sombrero, sostienen con mano
decidida sus improvisadas armas.
Recogen munición y se la pasan a los
francotiradores, aunque la mayoría es
inadecuada para las armas de los
muchachos.
Cuando no tiene órdenes que
cumplir, Helmut acude a la estación y
observa cómo pasan los trenes de
refugiados. Sentado sobre su pila de
sacos, medio ausente, los años
mezclándose unos con otros, a veces se
pregunta si debería poner a prueba su
suerte a cambio de una bolsita de
regaliz. Si la luz es buena cuando los
trenes pasan por la mañana, les saca
fotografías. Si pasan a última hora de la
tarde, o el día es demasiado oscuro,
entonces camina paralelo al tren,
exhibiendo su brazalete tal como antes
enseñaba su brazo. Repite la retórica del
Führer a través de las portezuelas de los
vagones o de las ventanillas: el destino,
el valor y la gloria del
Götterdämmerung[3] avanzando a
grandes pasos junto a los refugiados.
Algunos le escupen, otros le maldicen o
lloran, hay quienes le dan la razón e
incluso otros que se unen a él. Pero la
mayoría no le hace caso. Con sus ojos
sin brillo, doloridos, miran más allá de
los cristales de las ventanas del vagón,
más allá de Helmut.
Las masas de refugiados también
llegan caminando a Berlín. Llevan los
pies cubiertos de barro, las mejillas
hundidas mientras caminan. Helmut los
fotografía y les da la bienvenida a casa,
pero, al igual que los de los trenes,
tampoco se quedan. Por una noche
descansan en los huecos de los edificios
bombardeados, puede que durante un día
o quizá dos, aunque no más.
Desfallecidos, pero empujados por la
amenaza que se aproxima del este.
Describen a un ejército del tamaño de un
continente, colérico, brutal,
despiadado… Estas personas hablan de
castigo y traen consigo la débil
sensación de que son merecedores de
este castigo. Al pasar por la ciudad
cuentan historias de escualidez y de
cenizas, de humo que apesta y de fosas
llenas de cadáveres. Algunos aseguran
que han visto todo esto, otros lo rebaten.
Sus voces suenan desalentadas,
realistas. Confusas, famélicas, débiles.

Berlín, abril de 1945

Helmut coloca a su patrulla en lo alto de


los cascotes que han estado apilando
toda la tarde: en su heroica barricada, la
espina dorsal del Reich. El sol está bajo
ahora y la luz es la adecuada. Les toma
una foto. Luego uno del grupo ocupa su
lugar detrás de la cámara, de modo que
en la siguiente fotografía, Helmut forma
parte del grupo: alineado con los
muchachos gordos y los muchachos
débiles de dientes cariados, con los
ancianos y los que han sufrido alguna
amputación. En la mano izquierda,
Helmut sostiene una pala. El brazo
derecho le cuelga fláccido y torcido,
embutido en el pecho, que se le ha
vuelto a encoger a consecuencia del
hambre padecida al final de la guerra.
Todo el grupo parece cansado, la
mayoría tiene expresión seria. Pero los
tres o cuatro que miran a Helmut —su
fotógrafo haciendo que le saquen una
foto— están sonriendo.
Helmut posa en medio del grupo,
relajado, encorvados los hombros, el
rostro vuelto hacia arriba, orgulloso. La
ciudad que tiene tras él está en ruinas y
no tardará en dividirse. En cuestión de
días, un suicidio acelerará la invasión
soviética: el pequeño montículo de
restos de edificios que tiene bajo sus
pies marcará la frontera entre lo que
será el sector británico y el sector
francés, y Helmut ya no reconocerá lo
que fue el hogar de su infancia en el
Berlín que se avecina. Pero en esta foto
hace algo que nunca hizo en las
múltiples fotografías encantadoras que
Gladigau le tomó cuando era pequeño:
Helmut, de pie en lo alto de su montaña
de escombros, sobre la cual los tanques
soviéticos pronto pasarán sin ningún
impedimento, sonríe.
LORE

Baviera, principios de 1945

En el dormitorio, a oscuras, Lore yace


en las fronteras del sueño. Hace algún
rato percibió un ruido, volvió a
dormirse y de nuevo se despertó.
Inmóvil, con la noche enroscándose
silenciosa a su alrededor, las flores de
la escarcha se abren al otro lado del
cristal de la ventana. Siente calor y
pesadez en las piernas. No está muy
segura de no haberlo imaginado, de no
haber visto cómo las paredes, la ventana
y el techo se separaban y, más allá,
surgía el espacio de los sueños.
Una puerta se cierra de golpe y las
paredes regresan a su sitio, sólidas a lo
largo del borde de la cama. Con los ojos
cerrados, Lore presta atención. Oye la
respiración de su hermana pequeña.
Susurra:
—¿Liesel? ¿Anneliese?
No obtiene respuesta; sólo los
profundos suspiros del sueño. Lore flota
suavemente. Un minuto, dos minutos,
diez. No sabe cuánto tiempo transcurre
antes de que vuelva a escuchar el ruido.
Puertas y voces. Lore está segura
ahora, abiertos los ojos, a la espera de
que aparezca la rendija de luz
procedente del pasillo. La casa sigue a
oscuras; los murmullos proceden de
abajo. Salta de la cama para escuchar
mejor.
—¿Qué ocurre ahora?
—No pasará nada. Pronto acabará.
Ya lo verás.
Vati[4] está aquí. De uniforme y al
pie de la escalera. Mutti lo rodea con
sus brazos, un soldado aguarda en
posición de firmes frente a la puerta
abierta de la entrada, y tras él Lore
distingue un camión aparcado en el
camino. El frío de la noche traspasa el
umbral y, a través de los barrotes de la
barandilla, se instala sobre sus pies
descalzos. Su madre se agarra con
fuerza a las mangas de Vati, que le dice
su Asta, meine Astalie, le acaricia el
cabello y ella llora sin lágrimas: la boca
abierta, curvados los labios contra la
pequeña y tensa nariz.
—¡Vati!
—Lore. Mi Hannelore. Ha vuelto a
crecer.
Apretada la frente contra el hombro
de su padre, éste se ríe y Mutti desliza
nerviosa la mano por la cara de Lore.
Trabajan con celeridad: Vati
vaciando cajones, Mutti llenando bolsas,
el soldado cargando el camión. Lore
está de pie junto a la puerta de entrada,
con Liesel. Soñolienta y voluminosa; el
vestido abrochado sobre la camisa de
dormir y encima lleva el abrigo. Está
oscuro, resulta difícil ver, pero sus
padres no encienden las luces. El
pequeño se despierta. Vati lo coge en
brazos y le canta, Mutti los contempla un
momento, pero luego sube a despertar a
los gemelos.
La hermana de Lore, cogida de su
mano, mira primero a su padre y luego a
su hermano pequeño.
—Le hemos llamado Peter. Como tú,
Vati.
—Lo sé, Lieschen.
Su padre sonríe. Lore también lo
mira. Sigue siendo Vati, aunque algo
cambiado. Distinto del de las fotos. De
la última vez. No en estas Navidades,
sino en las otras. Sus ojos coinciden
con los de Lore.
—Vamos. Voy a coger unas mantas.
Os haremos un sitio cómodo en el
camión.
A Lore le parece que viajan durante
horas. Salen de la aldea y se internan en
el valle. Mutti, callada, con Vati al
frente, y Peter dormido en su regazo. No
han encendido los faros. Avanzan
envueltos por la oscuridad y el ruido del
motor.
Lore va sentada en la parte de atrás,
con su hermana y sus hermanos, encima
de todos los bultos. Liesel duerme con
la boca abierta, pero los gemelos
mantienen fija la mirada en la nuca de su
padre. Guardan silencio, sentados
hombro con hombro, pierna con pierna.
Sus cabezas se balancean con el
movimiento de la carretera, los ojos
vidriosos por el sueño y la sorpresa.
Lore musita:
—Es Vati.
Y los dos asienten.
Se detienen en un patio que reluce a
consecuencia de la helada. Hay gente
con fanales, y dos camas en una extraña
habitación que huele a barro y a paja.
Cuando Mutti apaga las luces ya no es
oscuro afuera. En la pared del fondo hay
una gran ventana y Lore puede ver a su
padre, sus hombros, una silueta negra y
encorvada contra el gris amanecer. En la
cama, con Liesel al lado, tiene frío. Vati
le trae una manta extra, la arropa con
ella, y cuando la besa para darle las
buenas noches, puede oler su sudor,
siente los pinchos de la barba que le
cubre el mentón.
—¿Dónde estamos?
—En una granja. En un sitio seguro.
La voz de su padre es un susurro y
Lore se adormece.
—Un buen sitio para resistir estas
últimas semanas.
Cuando vuelve a despertar, la luz ha
llenado la extraña habitación y él se ha
marchado.

Entre la guerra y la paz es como si el


tiempo no existiera. Como pisar sobre
agua. O como contener la respiración
hasta que un pájaro huye volando. Pasan
las semanas, llega la primavera, ventosa
y azul, y para Lore los días son eternos e
informes.
La granja está a orillas de un arroyo
de aguas pausadas, embutida al pie de
una colina. En lo más hondo del verde
valle. Lore sabe que hay unos ejércitos
avanzando. Los rusos por un lado, los
norteamericanos por el otro. En
Hamburgo tenían el apartamento con un
jardín alargado y una sirvienta. Incluso
en el pueblo, después de la evacuación,
disponían de una casa completa. Ahora
están aquí y son seis en una única
habitación. Empujan las camas contra la
pared por la mañana y vuelven a
sacarlas por la noche.
Lore observa las sombras de las
nubes que recorren la ladera de la
montaña y recuerda de manera
fragmentada, igual que en un sueño, la
visita de su padre a medianoche. Pronto
acabará. Ya lo verás. Pero los meses
pasan y nada cambia. Ella sigue con sus
tareas, se amolda a la espera, la guerra
pronto se va a ganar. Sólo es cuestión de
tiempo.
Hace un tiempo espléndido. Liesel y
los gemelos pasan los días fuera, al
principio en el patio, pero éste no tarda
en aburrirles y se aventuran por los
campos que hay más allá. Mutti se
intranquiliza cuando no puede verlos:
pasea arriba y abajo por la estancia y
luego les grita cuando al final regresan a
casa.
La mayoría de los días, la mujer del
granjero les trae comida. Pan, pastelitos
de masa rellena con carne picada,
chucrut, huevos y leche. A veces incluye
bacon, o pequeñas manzanas marchitas
de finales de otoño. Se queda de pie
tapando la entrada y sólo dedica sus
sonrisas al pequeño y a los gemelos.
Por las tardes, Peter duerme, Mutti y
Liesel zurcen los agujeros de sus
calcetines y los gemelos juegan debajo
de la mesa. Incapaces de reprimirse,
llenan la estancia con los cuchicheos de
sus juegos.
En los días despejados, Lore divisa
un pequeño pueblo en el lejano pliegue
de las colinas: el humo de las chimeneas
que evoca unos trazos hechos a lápiz, la
oscura mancha de un campanario…
Presta atención por si se oyen disparos
de artillería en el otro extremo del valle.
A veces abre un poco la ventana, por
temor a que el ruido de la batalla sea
demasiado débil para atravesar el
cristal. En el cielo sin nubes, sus ojos
buscan la presencia de la Luftwaffe e
imagina que caen bombas en el valle,
fuego y muerte. Pero sólo escucha el
canto de los pájaros.
De noche, después de que Mutti
apague los fanales, Lore descorre el
borde de la cortina que cubre la ventana,
y por la mañana abre los ojos frente al
resquicio de cielo azul que hay sobre su
cabeza. Todos los días, su primer
pensamiento y el último son para Vati,
fuerte y recién afeitado, y para el final
de la guerra. En la silenciosa oscuridad
del amanecer protegido por la cortina,
Lore imagina el valle transformado con
la victoria. Desde lo alto de la montaña
contempla el desfile por las aldeas, los
campos cubiertos de flores, las laderas
repletas de gente, el sol brillando en sus
ojos, unas manos cogidas a las suyas,
voces entonando una canción.
Anochece y Lore ayuda a Mutti a acostar
a los niños. A través de la ventana ve
que se acerca el granjero y, tras él, su
hijo. Mutti se pone el abrigo y Lore se
dirige hacia la puerta, pero su madre
niega con un movimiento de cabeza.
—Quédate aquí. Vuelvo enseguida.
Su madre sale y Lore cierra la puerta
tras ella, dejando una rendija para
observar las tres figuras de pie en el
patio. El granjero les ha traído bacon y
un pequeño saquito de avena, pero
también quiere hablar. Lore no puede oír
lo que dice, aunque observa que su boca
forma la misma línea despectiva que la
de su mujer. Señala hacia el fondo del
valle y Mutti levanta los dedos hacia la
boca. El hijo del granjero aparta la
mirada rotunda y dura del rostro de
Mutti y escupe en el suelo. Cuando
vuelve a levantar los ojos, Lore siente
que los fija en ella y se aparta de la
rendija.
—¿Dónde ha ido Mutti?
Liesel se ha levantado y está de pie
junto a la puerta. Apoya en Lore su
cuerpo todavía caliente de la cama y la
empuja a un lado. Tiende la mano hacia
el pomo, pero Lore le agarra el brazo.
—Dijo que nos quedáramos aquí
dentro.
—¿Por qué?
Liesel se retuerce al intentar
separarse de su hermana, con lo cual
Lore le hunde las uñas en la piel.
—¡Ay!
—Si te estuvieras quieta no te habría
hecho daño, tonta.
Liesel empieza a llorar. Los gemelos
se incorporan en la cama y observan la
pelea de las dos hermanas junto a la
puerta.
—Ahora vas a ver, Lore.
—No veré nada. Si te hubieses
estado quieta, Liesel, no te habría
pellizcado tan fuerte.
—Mutti te va a regañar.
—Cállate, Jochen. Duérmete otra
vez.
—Ya no estamos cansados.
Lore intenta apaciguar a Liesel, pero
ésta se niega a mirarla. Sigue llorando y
tironeando del brazo.
—Lieschen, por favor. Anneliese. Si
dejas de llorar, te daré una cosa.
Lore se sube a una silla y baja el
tarro de azúcar del estante superior que
hay en el rincón, donde Mutti lo
mantiene fuera de su alcance. Liesel
deja de llorar al instante, se lame un
dedo y lo introduce dentro del tarro. Lo
chupa, vuelve a meterlo, chupa de nuevo
y deja que su hermana le seque las
mejillas, borrando así las pruebas de su
forcejeo. Los gemelos las han estado
observando en silencio, pero ahora
Jochen se levanta y cruza la habitación,
acercándose a sus hermanas. Jürgen le
sigue, arrastrando tras él las mantas de
la cama. Ambos se lamen el dedo,
dispuestos a hundirlo en el tarro.
—No. Sólo faltaría que vosotros
también.
—¿Por qué no, Lore?
—Vuelve a la cama, Jochen. Y tú
también, Jüri, haced el favor.
—Le diremos a Mutti que has
pellizcado a Liesel.
—Y que le has dado azúcar.
Lore deja escapar un suspiro y les
tiende el tarro, pero Liesel lo aparta de
las manos tendidas de los gemelos.
—No, Lore, es sólo para mí.
Jochen la empuja irritado. Jürgen
deja caer las mantas y avanza un paso
para colocarse junto a su hermano.
—Tú cállate, Liesel.
—No, tú no puedes, Jüri.
—Y tú no eres nadie para decirnos
lo que tenemos que hacer.
—Soy mayor que tú.
—Lore ha dicho que podemos y ella
es mayor que tú.
Mutti está a sus espaldas, con la
puerta abierta.
Lore siente que el estómago le da un
vuelco.
Mutti deja sobre la mesa la comida
del granjero, coge una taza y la tira
contra el suelo.
Todos guardan silencio ahora.
Excepto Peter, que llora. Mutti lo coge y
se lo lleva a la silla que hay junto a la
pared del fondo. Se sienta de espaldas a
ellos.
—Iros a la cama. Tú también, Lore.
A dormir.
Mutti deja el fanal encendido, y se
queda en la silla hasta mucho después de
que Peter deje de llorar. Lore está
acostada junto a Liesel y finge dormir. A
través de las pestañas observa a su
madre, la sonrisa en su boca,
murmurándole cosas al pequeño,
mientras sus ojos recorren nerviosos la
estancia.
Lore recuerda cómo Mutti lloraba,
secos los ojos, cuando estaba con Vati
de pie en el pasillo. Piensa. Se está
acercando. El fin de la espera.

Es de mañana y, por encima del alféizar


de la ventana, el sol penetra al interior
de la estancia. Mutti permanece sentada
en la sombra, frente a la mesa,
clasificando sus cosas, decidiendo lo
que hay que conservar y lo que debe
quemar.
—¿Por qué? ¿Es que viene Vati?
¿Nos volvemos a mudar?
Lore no obtiene respuesta. Lava los
utensilios del desayuno, el cubo bajo el
rayo de sol junto a la ventana, de
espaldas a su madre. Distingue a los
gemelos, jugando alrededor de la bomba
del agua en el patio, pero no les oye a
través del cristal. Liesel está sentada
afuera, junto a la ventana, tejiendo unos
calcetines al tiempo que mece a Peter en
su cochecito. El cristal es antiguo, más
grueso en la parte inferior que arriba.
Las manos de su hermana forman
ondulaciones a medida que trabaja la
lana.
A sus espaldas, los dedos de Mutti
aletean registrando bolsillos y carteras
escolares. Libros, insignias y uniformes,
todo apilado sobre la mesa. La madera
verde crepita en la estufa. Afuera sopla
el viento y los niños juegan sin
abrigarse. Dentro hace calor.
Lore va cargando el fuego con las
pilas de cosas que hay sobre la mesa y
observa cómo su madre repasa las
páginas del álbum de fotos. Saca las que
son demasiado preciosas para perderlas,
tira de ellas con cuidado para liberarlas
de las fijaciones blancas de las esquinas
y las alinea sobre el edredón que tiene
al lado. Luego las envuelve en un trapo
limpio y las deposita en un cajón,
mientras añade el álbum a las pilas de
encima de la mesa. Lore trabaja toda la
mañana, observando cómo arden sus
prendas y papeles, colocando troncos en
torno al tubo de la chimenea a fin de que
estén secos para después.
Al principio el álbum de fotos arde
mal, es demasiado grueso y tupido para
que prenda. El forro azul se vuelve
marrón y se curva, y a Lore se le secan
los ojos por el calor que sale a través de
la portezuela abierta de la estufa. Liesel
llorará cuando sepa que su uniforme ha
desaparecido y los gemelos preguntarán
por sus libros. Mutti contempla la
superficie de la mesa vacía, entreabierta
la boca, un cigarrillo quemando entre
sus dedos. Lore cierra la portezuela de
la estufa y abre las rejillas de
ventilación: las páginas del álbum
prenden y el trabajo se acaba.

Más tarde, con la cucharita del azúcar,


Mutti extrae las insignias de entre las
cenizas y las envuelve en un pañuelo.
Indica a los niños que se queden dentro
de la casa y le pide a Lore que salga. Le
dice que se lleve a Peter con ella y se
aleje por lo menos un kilómetro
siguiendo el arroyo, que busque un sitio
lo bastante ancho, donde la corriente sea
fuerte.
—Sitúate al borde del agua, lejos de
la carretera. Y hazlo rápido. Te estaré
esperando.
Lore avanza junto al arroyo, con
Peter apoyado en la cadera, al tiempo
que le habla:
—Nos quedaremos aquí. Hasta el
final.
El enemigo no tardará en llegar, pero
no tendrá miedo. Será paciente y
valerosa, convencida de la victoria
final. Vati lo dijo. Pronto acabará. Todo
será nuevo otra vez y ella estará
preparada. Los ejércitos se
desperdigarán por las montañas, el valle
se llenará de estruendo y muerte, y poco
después llegará la victoria.
Deposita a Peter en la orilla y lanza
al agua el puñado de metal. Las
insignias se hunden, pero demasiado
cerca de la orilla para que la corriente
se las lleve. Con sus dedos húmedos y
regordetes, Peter señala la más cercana.
Los colores del esmalte ya no brillan y
el metal está curvado por efecto del
fuego de la estufa, pero aun así Lore
distingue el símbolo del partido. Se
quita los zapatos y los calcetines y se
mete en la fría agua para recuperarlas.
Se alejan un poco más, solitarios en
los humedales, con Peter cada vez más
pesado en la cadera de Lore,
canturreando al ritmo de los pasos de
ella. Vacía el contenido del pañuelo
entre las zarzas de la divisoria con la
granja del vecino. Una par de las
renegridas insignias rebotan contra las
ramas y, a patadas, vuelve a ocultarlas
entre la maleza, luego les tira tierra y
hierbajos por encima. Se lava las manos
en el arroyo y mete los pies de Peter en
el rompiente del agua para hacerle reír.
El sol les calienta el cabello y las
colinas acunan sus voces.
Lore piensa en Mutti, que les está
esperando, vigilando. De regreso a la
granja, ataja a través de los terrenos
amplios y desiertos, con Peter dormido
en su brazo, y le susurra:
—Antes de la victoria habrá dolor.
Se prepara para enfrentarse a la
sangre y al fuego.

Cuando se presentan los americanos,


Lore está restregando patatas ante la
ventana.
Los gemelos han vuelto a escaparse
del patio, Liesel les ha seguido y Mutti
ha salido para llamarlos desde la verja.
Lore sabe que su madre ha visto el jeep,
pero aun así da unos golpecitos en el
cristal, dejando en él un rastro de barro
de las patatas. Mutti no se vuelve a
mirarla. Estaba llamando a los niños,
pero ahora ha callado y observa el jeep
que avanza lentamente hacia el patio a
través de los pastos.
Cuando los americanos se detienen
para abrir la verja de arriba, Mutti da
media vuelta y entra.
—Sigue con lo que estás haciendo
—le dice a Lore.
Se enjuaga las manos y se las pasa
por el cabello, busca en el bolsillo el
lápiz de labios y se pone el sombrero y
el abrigo.
Lore observa a su madre, pero, si
está asustada, lo disimula muy bien. Sale
de nuevo y Lore continúa con su tarea:
saca del agua marrón las patatas sucias
de barro y las deposita dentro del agua
clara. Tiene las manos sonrosadas y la
sangre le zumba en los oídos. Se
concentra en el olor a tierra mojada y en
el frío de sus dedos. El pulso le
martillea en la garganta.
Cuando los soldados se detienen
frente al patio, su madre sale a su
encuentro. Dejan el motor en marcha
mientras hablan. Mutti permanece
erguida, con las manos a ambos lados
del cuerpo. Uno de los soldados
sostiene una tablilla con unos papeles
sujetos mediante una pinza y los va
hojeando a medida que Mutti contesta.
Otro, apoyado en el jeep, formula las
preguntas. El soldado de la tablilla
anota algo y luego entrega a Mutti una
hoja de papel que ella aproxima a los
ojos para leer. Lore deja de restregar
patatas. El grupo de afuera guarda
silencio, pero el motor sigue en marcha.
Mutti le da la vuelta al papel para leer
la otra cara y el americano de la tablilla
da una patadita en el suelo. Mutti le dice
algo. Se pasa una mano por la frente y
señala hacia la casa. El soldado
apoyado en el jeep se yergue y mira
hacia Lore, tras la ventana. El de la
tablilla levanta cuatro dedos, pero Mutti
niega con la cabeza y levanta cinco.
También esto lo anota en la tablilla. Los
dos soldados firman los documentos,
luego arrancan una copia, la doblan y la
sellan dentro de un sobre, que Mutti
sostiene con ambas manos ante sí
mientras los americanos abandonan el
patio sin cerrar la verja al salir.
A pesar de que los críos regresan
tarde, Mutti no les regaña. Separan la
mesa de la pared y comen juntos, como
de costumbre. Alborotados por un
sentimiento de culpa y el consiguiente
alivio. Liesel suelta risitas y los
gemelos no paran de darse patadas por
debajo de la mesa. Mutti no comenta
nada de los americanos y Lore
comprende que se trata de un secreto
compartido entre las dos.
Permanece acostada en la cama
pequeña con Liesel, cerrados los ojos
mientras escucha a Mutti acostarse en la
cama grande con Peter y los gemelos y
luego apagar la luz. Los americanos son
mejores que los rusos. Éstos roban,
incendian y hacen daño a las mujeres, la
deshonra para todos ellos. En cambio,
los americanos han venido con papeles y
ni siquiera han registrado la casa.
Lore abre los ojos, reflexiona: el
combate podría producirse ahora, en
plena noche, como ocurre siempre con
los bombardeos.
Se acuerda de las insignias entre las
zarzas. Debería haberlas tirado en aguas
más profundas, enterrado bajo piedras
en el fondo del arroyo.
Lore permanece quieta y escucha,
pero no oye disparos, sólo la
respiración de su madre. Hasta que ésta
no le llega más profunda y prolongada,
no se abandona al sueño también.
Mutti dice que está enferma y duerme de
cara a la pared. Los niños se quedan
sentados en silencio, hambrientos,
mientras Lore registra los bolsillos de
su madre en busca de algunas monedas.
Les dice a los gemelos que se queden
dentro y se lleva a Liesel y a Peter a
través del patio, y luego suben el corto
sendero para comprar comida al
granjero.
La esposa coge el dinero que Lore le
entrega y les dice que esperen en la
puerta. Liesel echa una ojeada furtiva al
interior de la casa, aprovechando que la
mujer está fuera, y entre susurros habla a
su hermana acerca de la estufa enorme y
de la bañera de hojalata empotrada en la
pared. Mientras Lore observa a la mujer
del granjero que regresa del establo, se
acuerda de la disposición de su casa en
la aldea y, con anterioridad, de la casa
familiar en Hamburgo, antes de los
bombardeos. Dormitorios empapelados
y agua caliente saliendo del grifo. Liesel
cuenta que la cocina de los granjeros es
agradable, con cebollas y tocino
ahumado, y cinco hogazas de pan a
punto, junto a la puerta del horno.
—¿Sigue tu madre allí?
—Sí, claro.
—Bien, ¿podrías decirle que mi
marido quiere hablar con ella, por
favor?
—Claro.
Liesel se debate con Peter en la
cadera, de modo que Lore se lo cambia
por la cesta de los huevos.
—¿Qué ha querido decir, Lore?
—Nada. Procura que no se te caigan,
Lieschen.
—Esa mujer pensaba que Mutti se
había ido.
—No es verdad. Y ten cuidado con
los huevos. Sujeta la cesta más alto, de
lo contrario vas a dar con ella en el
suelo.
Mutti aguarda de pie en el umbral,
con el camisón puesto. Tiene fruncidos
los ojos y el cabello lacio y sin brillo.
De un manotazo le coge a Lore la cesta
con los huevos y los críos aprovechan
para escapar al patio.
—Los niños tenían hambre.
—Han comido pan esta mañana.
—Pero ya no quedaba nada.
Mutti vuelve a acostarse y fuma el
último de los cigarrillos que ha estado
racionando desde que se mudaron. Las
fotos que quedan de Vati están alienadas
frente a ella, encima del edredón. Peter
dormita y Lore se sienta ante la mesa y
llora.
—¿Cuánto tiempo más tendremos
que quedarnos aquí?
Se acuerda de las mujeres de la
aldea: de las colas delante de las tiendas
que parecían grupos que asistieran a un
funeral, del tinte que formaba charquitos
negros al gotear sus faldas bajo la lluvia
de invierno. Dentro de la habitación, el
aire es cálido y seco. Denso a causa del
humo de los cigarrillos y la enfermedad
de Mutti. En Hamburgo, Vati se sentaba
en los escalones de la entrada con Lore
y retorcía las puntas de los pies dentro
de los gruesos calcetines de lana.
Llevaba tirantes debajo del uniforme.
Los gemelos solían caminar tras él en el
jardín, riéndose, observando sus reflejos
en las altas botas negras. La guerra
pronto acabará. Lore cierra los ojos y
desea que llegue el ejército, que
empiece el combate final. Contempla el
valle a través de su imaginación. Ve las
hierbas en los bordes a lo largo de la
carretera, la cabeza de las semillas
bamboleándose en la brisa. Un pájaro
canta por allí cerca. Lo oye, alto y claro,
a través del cristal de la ventana.
La piel de Mutti está caliente al
tacto, tiene mojado el cabello y las
sienes. Levanta el edredón e indica a
Lore que entre en la cama. Las
fotografías resbalan y caen al suelo.
Lore se siente más segura en la
cama, abrigada, protegida. Las lágrimas
de Mutti le cosquillean sobre el cuero
cabelludo, la húmeda mejilla apretada
contra su oreja. Ella mueve los labios,
susurra algo, pero no la entiende. Tira
del edredón más arriba, sobre los brazos
de su madre, que la rodean. Está casi tan
delgada como en las fotos de su
compromiso, que yacen desperdigadas
por el suelo junto a la cama. Lore las
mira mientras su madre duerme. Mutti,
Vati y Oma[5] en Hamburgo. Frente a la
barandilla del Jungfernstieg, con el lago
a sus espaldas. Antes de que yo naciera.
Sus caras le son familiares, aunque
también extrañas. Los tres están
sonriendo, sujetándose el sombrero, y el
viento tira rígidamente de sus abrigos
hacia la derecha.

Mutti sale para el pueblo al amanecer,


prometiéndoles pan recién horneado
para desayunar, pero no regresa hasta
mediodía. Lore se lleva a Liesel y a
Peter por el sendero que sale de la verja
de arriba para salir a su encuentro. Trae
la cesta vacía y lleva abierto el abrigo,
que aletea al impulso del viento. Peter
llama a su madre, se retuerce en brazos
de Lore, pero Mutti no lo coge. Las dos
se quedan inmóviles, con los ojos
entornados bajo la luz del sol. A su
madre el cabello le revolotea frente a la
cara y Lore no puede verle los ojos.
Informa a sus hijas que la guerra ha
terminado. Nuestro Führer ha muerto…
Liesel llora y Mutti le acaricia la
mejilla.
—Piensa sólo en lo que luchó por
nosotros, Lieschen. Fue un valiente.
Liesel asiente y se frota las lágrimas
con ambas manos. Lore oculta el rubor
de sus mejillas. Ya no habrá batalla en
el valle. No habrá sufrimiento ni
sacrificio. Frente a la sensación de
alivio que la embarga, experimenta
asombro y vergüenza. Respira hondo
para combatir su cobardía, para
recordar esto eternamente. Este campo,
la forma en que están una frente a la
otra, en cómo Peter tiende sus manos y
Mutti lo coge, lo levanta hacia el cielo y
el pequeño sonríe.

Mutti vuelve a ir al pueblo por la


mañana y de nuevo regresa sin comida.
Se mete en la cama y allí se queda. Los
niños están hambrientos y nerviosos y
Lore los manda fuera, pero juegan sin
entusiasmo y no tardan en entrar otra
vez. A media tarde, Lore registra una
vez más los bolsillos de su madre y se
lleva a Peter y a Jürgen a comprar
comida, esta vez a la granja vecina.
Consigue pan y chucrut y un huevo para
cada uno que Lore lleva dentro de los
bolsillos. Carga a Peter sobre los
hombros, pero es demasiado alto para el
pequeño, que se agarra a sus orejas a fin
de no dar bandazos. Jürgen camina
delante y los dos cantan bajo la luz del
atardecer, mientras regresan a casa a lo
largo del arroyo. Lore observa a su
hermano marchar delante de ella. Visto
desde atrás, su cabeza es la versión en
miniatura de la de su padre, más suave,
con el mismo remolino de cabello en la
coronilla. Entonces se vuelve hacia ella
y durante un rato camina hacia atrás,
dando brincos para no tropezar.
—¿Cuándo se irán los americanos?
—No lo sé, Jüri. Pronto.
Empieza una nueva canción y su
hermano da media vuelta, de cara al
frente, y al ritmo de la melodía pisotea
la alta hierba ribereña. Lore observa el
reflejo de los tres en las oscuras aguas.
Se ve como una giganta, con la cabeza
llena de bultos. Peter se ha quedado
dormido sobre sus hombros y ha caído
hacia delante, apoyada la mejilla sobre
la oreja de ella.
El hijo del granjero está en la verja
de abajo, aguardándoles. Bajo la escasa
luz, Lore no logra ver su expresión. Le
dice a Jüri que se adelante con Peter y
que la espere en la verja de arriba. El
hijo del granjero se queda dando
pataditas en la cerca con la punta de la
bota hasta que los niños han pasado y no
le pueden oír. Luego se inclina hacia
Lore:
—Los americanos van a meter a tu
madre en la cárcel.
—No es verdad. Ya vinieron y ni
siquiera entraron en casa.
—Ella ha recorrido el pueblo
pidiéndole a la gente que os acoja. Pero
nadie ha querido.
—Mentira. No eres más que un
pequeño granjero que no sabe nada de
nada.
—Nadie os quiere por aquí.
Volveremos a recuperar la casa donde
estáis, ya lo verás. Tan pronto como
metan a la puta nazi de tu madre en
prisión.
Lore le da un empujón, pero él ni
siquiera se tambalea. En cambio, al
devolverle el empujón lo hace con tal
fuerza que Lore cae sobre su costado y
dos de los huevos crujen bajo el peso de
su cadera. Ambos se quedan inmóviles
unos instantes, luego el hijo del granjero
se adelanta un paso tendiéndole la mano
para ayudarla a levantarse. Sin embargo,
en ese momento se oye un fuerte golpe y
el muchacho suelta una exclamación, al
tiempo que se aparta con brusquedad.
Algo ha caído sobre la hierba, cerca de
Lore. Otra cosa pasa volando junto a su
cabeza y golpea contra la pierna del
muchacho, que vuelve a soltar una
imprecación. Entonces se vuelve hacia
los pastizales y descubre a Jochen en la
penumbra, haciendo puntería con una
tercera piedra. Jüri está de pie a su lado.
—¡Deja en paz a nuestra hermana!
El hijo del granjero se seca la sangre
de la oreja con la manga. Lore se
levanta y corre a través de la verja hacia
los gemelos. Jochen lanza su piedra y
acto seguido los tres suben corriendo
por los pastizales en busca de Peter que,
sentado junto a la verja de arriba,
lloriquea y succiona la costra de pan que
Jüri ha arrancado de la hogaza para él.
Lore lo recoge del suelo y carga con una
hogaza debajo del brazo libre. Jüri lleva
el resto del pan y Jochen el repollo.
—¿Por qué te dio el empujón, Lore?
—¿Cómo quieres que lo sepa, Jüri?
No es más que un estúpido.
En medio de la oscuridad, avanzan a
trompicones por el terreno irregular. Los
huevos rotos han traspasado el vestido
de Lore y nota su frialdad contra la
pierna.
—Se han chafado un par de huevos
al caer. Le diremos a Mutti que he
tropezado en la oscuridad, ¿vale?
—¿Por qué no podemos contarle lo
del hijo del granjero?
—Porque lo digo yo, Jochen.
Están ya cerca de la casa y discuten
entre susurros. Jüri empuja a su hermano
y los dos echan a correr a través del
corral. Ella deposita a Peter en el suelo,
junto a la bomba del agua, y antes de
entrar limpia lo más aparatoso del
estropicio de los huevos.
—Tengo que irme, Lore.
Mutti ha hecho salir a los niños y se
está abrochando el abrigo. De debajo de
la cama saca una pequeña bolsa en la
que ya ha metido sus cosas.
—Tendrás que llevar a los niños a
Hamburgo. Aquí tienes la dirección de
Oma. En Rosenstrasse. Reconocerás la
calle en cuanto la veas, estoy segura.
Le ha trazado un plano.
—La línea 28 a Mittelweg por el
puente. ¿Recuerdas la parada? A la
izquierda en cuanto bajes y luego la
primera a la derecha. ¿La casa grande y
blanca, con azulejos en la escalera?
Hace sólo dos años. Puedes preguntar al
conductor del tranvía si no estás segura.
En el plano marca una cruz donde
vive Oma.
—Aquí tienes algo de dinero y unas
pocas joyas. Utilízalo para coger el tren.
Tan pronto como podáis. ¿Entendido?
Su madre se está quitando el anillo
de boda.
—Usa primero el dinero. No podrás
escribirme, al menos por ahora. Ya os
escribiré yo a Hamburgo. En cuanto me
sea posible.
Lore asiente, aunque las palabras de
su madre carecen de sentido para ella.
—Todos tenemos que ser muy
valientes ahora.
Se quedan de pie, con el trozo de
papel entre las dos, sobre la ancha mesa.
—¿Irás a la cárcel?
—No debes preocuparte.
—No quiero que vayas.
—Es un campo de refugiados.
—Ya lo sé.
—No es una cárcel. Las cárceles son
para los delincuentes.
—Sí.
—Todo está cambiando.
Mutti da un beso a Peter, que duerme
tendido en la cama grande. Después
besa a Lore, y su piel huele a jabón.
Abre la puerta y el olor a sol de afuera
entra cuando ella se va.
Lore se queda a solas durante casi
una hora mientras Peter duerme. Cuenta
el dinero y mira los billetes que tiene
ante sí, sobre la mesa. Todo está
cambiando, piensa, y calcula cuántos
huevos podría comprar con el dinero,
cuántas hogazas de pan. Intenta calcular
cuánto les llevará llegar a Hamburgo.
Veinte minutos para ir de la aldea a la
escuela, y eso eran cuatro kilómetros.
Cuarenta minutos para el mercado del
pueblo vecino. Nueve kilómetros. Pero
Lore sabe que los grandes trenes son
más rápidos. Piensa en el viaje hacia el
sur desde Hamburgo. Entonces era muy
pequeña, no consigue recordarlo. Un
día, dos. Probablemente tres. Peter se
despierta y le da una costra de pan y
agua. Es hora de preparar la cena para
los niños; pronto oscurecerá y volverán
a casa hambrientos. Cuando Peter llora,
le mete los deditos en el azúcar y luego
en la boca.

Por la noche juntan las camas, a fin de


poder estar todos cerca en la oscuridad.
Los gemelos no se acuerdan de la
abuela. Lore enciende unas velas y les
enseña unas fotos que Mutti no quemó:
una de Oma sosteniendo una taza de café
en la mano, en la galería; y otra de hace
mucho tiempo, de joven, con Opa,[6] que
murió en otra guerra. Lore les describe
la casa, las habitaciones separadas que
conducen a unos pasillos largos y
frescos, con amplios suelos de oscura
madera. Les habla mediante susurros,
hasta muy tarde por la noche.
No le preguntan por el campo de
refugiados, no parece preocuparles en
absoluto. Y sólo Peter llora. Lore le
acuna en la oscuridad y piensa que quizá
todo tenga sentido. La guerra se ha
perdido. Los americanos tienen campos
de refugiados, no cárceles. Para gente
como Mutti, que no ha cometido ningún
delito.
Piensa en su padre, se pregunta qué
estará haciendo ahora que la contienda
ha terminado. Peter dormita apoyado
contra su pecho y Lore vuelve a
examinar las fotos. Quiere ver una de
Vati antes de dormirse. Pero las que
encuentra le provocan más desasosiego
que tranquilidad. Todas son de hace
muchos años, de mucho antes de la
guerra. En ellas no semeja su padre, sino
más bien un hermano mayor, un joven
anónimo, vestido de paisano. Lore está
cansada, los párpados le pesan, vuelve a
tener hambre.
Los niños duermen y ella sueña que
los americanos regresan y registran los
matorrales junto al arroyo, las cenizas
de la estufa… Le arrebatan a Peter, lo
meten en la parte trasera del jeep y se
alejan veloces por los campos
sembrados.

El granjero viene temprano, esta vez con


su mujer. Los niños se quedan en la
puerta, detrás de Lore. La esposa es la
primera en hablar:
—¿Tenéis algún sitio a donde ir?
—Ellos no pueden quedarse aquí.
—Nos vamos a Hamburgo.
—¿A Hamburgo?
—Con nuestra Oma. Mutti le avisó
que iríamos.
—Ellos no se pueden quedar aquí.
—¿Sabe ella que vais a ir?
—Mutti le escribió.
—Pero si no hay correo, criatura.
—Ella nos está esperando.
—¿Y cómo pensáis llegar allí?
—En tren.
—Quieren irse a Hamburgo. Déjalos
que se vayan.
—Pero no hay trenes, Sepp. No hay
correo ni trenes, criatura.
—¿Acaso quieres que se queden
aquí?
—Ya hemos empezado a hacer el
equipaje.

Lore deja a los niños a cargo de Peter.


Camina hasta la carretera donde
consigue que un granjero la lleve hasta
el pueblo. La deja en la estación de
trenes, pero le advierte que no hay
trenes.

—¿Cómo podemos entonces llegar a


Hamburgo?
El hombre de la estación le dice que
debe obtener permiso de los
americanos; que el último transporte
oficial pasó por allí hace dos semanas.
Lore empuja el torniquete que da paso al
andén. La estación está desierta. Se
agacha cerca de las vías y mira a lo
largo de la línea férrea, más allá de la
larga curva de la estación, hacia el
norte, lejos del pueblo. Ignora lo que
hay a continuación. Otro valle.
Posiblemente una ciudad. Los hierbajos
ya han crecido altos entre las traviesas.
Desde la ventana de la estación
divisa un tanque aparcado más adelante
en la calle. Hay soldados que llevan sus
armas colgadas del hombro, de pie,
fumando y hablando bajo el sol. A Lore
le pica el cuero cabelludo. No quiere
pedir permisos. Mutti sólo les dijo que
debían marchar a Hamburgo. No
comentó nada de pedir permiso a los
americanos.
De la pared cuelga un mapa de
Alemania y Lore traza con el dedo una
línea hacia el norte, que va de Ingolstadt
a Nuremberg y luego sigue por Kassel,
Gotinga y Hannover. Después de esto
está Hamburgo… Memoriza el nombre
de algunos pueblos y ciudades
intermedias. Luego se aparta del mapa y
recita en silencio para sí: Ingolstadt,
Nuremberg, después de Frankfurt a
Kassel, Gotinga, a continuación
Hannover. Y luego Hamburgo.
Entra en el pueblo en busca de
comida, pero las tiendas están cerradas:
se han agotado ya las existencias para
ese día. Busca el camino de vuelta a la
carretera y reinicia la larga caminata de
regreso a la granja.

Lore vuelve al pueblo por la mañana.


Sale temprano para llegar a la panadería
antes de que se acabe el pan. Hace cola
en silencio con las mujeres y compra
cuanto puede. Luego recorre las granjas
de los alrededores, tras salir del pueblo
por el sendero que pasa por detrás del
molino, a fin de evitar a los soldados.
Antes de llamar a las puertas, esconde
las bolsas de comida entre los setos. No
hay carne ni tocino pero consigue otras
dos hogazas de pan, cuatro huevos y una
botella de leche, un saquito de grano
molido, y también una bolsa de
zanahorias y otra de manzanas.
Ya de regreso en la granja, prepara
una bolsa para cada uno de sus
hermanos y coloca las cosas de Peter en
el cochecito. Una manta por cabeza,
además de calcetines y medias, zapatos,
ropa interior, una muda de ropa y tres
pañuelos. Llevarán puestas las botas, así
como los abrigos de verano, y tienen los
impermeables, por si llueve. Divide las
piezas de ajedrez de los gemelos y las
distribuye en las bolsas que llevarán los
dos. Para Liesel coge una muñeca y para
ella escoge un libro. También incluye el
fajo de fotos que hay en el cajón y lo
mete dentro de su bolsa. Ha envuelto
dinero, el plano y las joyas que Mutti le
dio con otros pañuelos, los lleva
cosidos bajo el dobladillo del delantal.
Hacia mediodía, los niños regresan
hambrientos, y Lore les hace sopesar a
cada uno su bolsa para probar si pueden
con el peso. Todos están emocionados.
Brincan por el corral con sus carteras
escolares y sus mochilas, bailan sobre la
cama, impacientes por partir. Lore ve
que las bolsas pesan demasiado, así que
saca los zapatos y los ata en el lateral
del cochecito de Peter. Mientras comen,
Lore se da cuenta de que hay que llevar
cuchillos, platos y tazas. Mete vajilla y
cubiertos dentro de una funda de
almohada limpia y también la anuda al
manillar del cochecito.
—¿Qué vamos a decir, si los
americanos nos preguntan?
—Que nos dirigimos a Hamburgo.
—¿Y quién vive en Hamburgo?
—¡Mutti y Oma!
Los niños están sentados en la cama
grande mientras Lore los pone a prueba.
Responden a coro felices, mientras se
comen las manzanas que supuestamente
debían guardar para el viaje.
—¿Tenemos que decir algo sobre el
campo de prisioneros?
—No.
—¿Por qué?
—Porque los americanos nos
meterían en la cárcel.
—Bien.
Liesel frunce las cejas, al tiempo se
hace nudos con las coletas debajo de la
barbilla.
—¿Entonces no vamos a ir con
Mutti, Lore?
—Mutti está en un campo de
prisioneros, tonta.
Jochen la pincha con el dedo y Jüri
se ríe.
—Los americanos tienen unas
cárceles especiales para niños, unos
sitios horribles.
—Yo no quiero ir a la cárcel, Lore.
—No irás…, si eres buena.

Todos tienen calor con sus abrigos y las


bolsas resultan demasiado pesadas. Los
zapatos bailan como locos en el
cochecito de Peter y los platos
entrechocan ruidosos dentro de la funda
de almohada cada vez que el cochecito
pasa por encima de una piedra. Lore
está aturdida, poco preparada y muerta
de calor. El cabello se le pega a la cara.
Conduce a los niños campo a través, por
senderos de tierra, por lo alto de una
colina y luego por el valle. Se está
haciendo tarde y comprende que no
podrán ir muy lejos antes de que
anochezca, pero quiere poner la mayor
distancia posible entre ellos y la granja.
Alejarse de los americanos, del arroyo y
de las insignias ocultas entre las zarzas.
A Peter no le gusta tanto traqueteo y
tanto alboroto. Mira irritado a Lore,
sujeto con sus rechonchos dedos a los
laterales del cochecito. Frunce la cara.
Lore grita a los niños que se detengan.
Peter empieza a llorar y ella les quita
los abrigos, vuelve a empacar las
bolsas. Empezar otra vez.
Lore y Liesel se turnan ahora en
llevar a Peter en brazos y el niño no
para de balbucear cosas a sus hermanas
mientras caminan. Los muchachos
empujan el cochecito, cargado ahora con
las bolsas. Lore empieza una canción y
Liesel la acompaña. Los gemelos
marchan delante y sus voces viajan
hacia atrás por el aire caliente. Pasan
ante otra granja, luego ante una serie de
edificios anexos y más adelante frente a
un pequeño granero, a cuya sombra
descansan un rato. Cuando vuelven a
ponerse en marcha, Lore promete a los
niños que al llegar a la carretera pedirán
a alguien que los lleve.
Observa a los gemelos, que ríen y
jadean mientras suben por una cuesta en
el camino. Lore sabe que la pendiente de
bajada será mucho más empinada y larga
que la de subida. Cuando ella y Liesel
están a mitad de la cuesta, los gemelos
inician ya la bajada. Dan un empujón al
cochecito y echan a correr. El cochecito
rebota sobre las piedras y los platos
traquetean. Lore les grita que frenen
pero ellos no le hacen caso. Le da el
niño a Liesel y trota hacia lo alto de la
cuesta. Oye cómo los platos chocan unos
con otros. Vuelve a llamar a los
gemelos. Jüri se da vuelta, la saluda con
la mano y sigue corriendo con su
hermano. Uno de los zapatos que se
bambolean queda atrapado en la rueda y
el cochecito se desvía hacia la
izquierda. Jüri pierde el equilibrio. Las
piernas le fallan y, para no caer, intenta
aferrarse a Jochen, que todavía se sujeta
al cochecito. Sin embargo, con el tirón
de su hermano, Jochen cae al suelo, el
cochecito vuelca y todo su contenido se
desparrama y sale rodando pendiente
abajo, hasta perderse entre los
sembrados.
Liesel ha llegado ahora a lo alto del
promontorio y se ríe al ver a sus
hermanos caídos de bruces en el camino.
Peter suelta risitas entrecortadas y se
agarra a las mejillas de su hermana.
Lore corre por la pendiente en dirección
a los gemelos. El cochecito está volcado
sobre un lateral, las ruedas todavía
girando. Jüri se ha torcido un tobillo y
llora. Jochen está recogiendo las cosas.
El saquito de grano molido ha estallado
y su contenido se ha desperdigado por
encima de las piedras y el polvo.
Lore endereza el cochecito y saca su
zapato de entre los radios. La piel se ha
roto y la rueda combado. Lanza con
fuerza el zapato contra los gemelos pero
el lanzamiento se queda corto. Lo recoge
y pega a los chicos en los brazos. El sol
calienta y ella está sudando. Jüri vuelve
a llorar ahora y Lore pega a Jochen en
las piernas hasta que empieza a chillar.
Les grita a ambos que se callen, y Jüri
se queda tendido sobre el polvo,
llamando a Mutti entre sollozos. Lore se
despoja del abrigo y tiene que hacer
grandes esfuerzos para reprimir las
lágrimas.
Liesel le canta a Peter, rojas las
mejillas y negros y húmedos los ojos.
Lore se seca la cara con el delantal y
remueve dentro de la bolsa de Jüri.
Rasga una de las camisetas de su
hermano para hacer tiras y, con extremo
cuidado, le desata los cordones y le saca
la bota. Tiene el tobillo hinchado, pero
no parece muy grave. Lore se lo venda
con fuerza y el chiquillo camina
renqueante arriba y abajo frente a ella
para probar. Dice que cree que podrá
andar, pero Lore le contesta que eso no
importa, que van a retroceder hasta el
granero y pasarán allí la noche. Jüri se
sienta a su lado. Ella le atrae hacia sí y
él oculta el rostro entre sus manos.

Lore lleva a Jüri a cuestas por la


carretera. Comen el resto de las
manzanas bajo el aire frío de primera
hora de la mañana y el chiquillo mastica
sonoramente junto al oído de Lore. Ésta
tiene las mejillas irritadas por el frío de
la noche. Todos han dormido mal bajo
los abrigos y los impermeables,
demasiado conscientes de los ruidos
nocturnos a su alrededor. Lore sabe que
no llegarán muy lejos si hoy siguen
caminando. Descubre una carreta
delante y les dice a los niños que
esperen mientras corre a preguntar si
pueden llevarlos.
El anciano se niega a que le pague
algo a cambio y hace señas airadas a su
mujer.
—¡Pero si ella accede a darnos su
dinero!
La joven esposa va sentada encima
de unos baúles y cajas de embalaje y se
ríe al mirar a Lore.
—Vosotros sois del norte, ¿verdad?
Lore le sonríe por educación. La
mujer también le sonríe, pero sus ojos
son penetrantes, escrutadores.
—Lo he reconocido por tu voz.
¿Dónde están vuestros padres? ¿Tu Vati
está en el ejército?
Lore asiente, evitando la mirada
inquisitiva de la mujer mientras
aguardan a que los niños los alcancen.
Jochen saluda al anciano cuando llega
junto a la carreta y la esposa vuelve a
reírse. Con más fuerza y estridencia esta
vez. Lore da un respingo y la joven se
vuelve hacia su marido.
—Son niños nazis del norte.
El marido se encoge de hombros.
Jochen frunce las cejas, confuso ante la
risa burlona. Se vuelve a mirar a Lore,
pero ésta no le hace caso. Sabe que la
mujer la está observando mientras
apilan sus cosas en la carreta.
—¿Y dónde está tu madre, pues?
Lore contesta que en Hamburgo
pero, convencida de que la mujer no la
ha creído, se entretiene con Peter, que
está llorando en el cochecito.
—Bueno, todos no cabéis. Tendréis
que subir por turnos, como hacemos
nosotros.
Lore se siente incómoda, azorada
con las atenciones de la joven, y el
ardor le sube a las mejillas. Hace
espacio para Jüri cambiando de sitio un
grueso fardo de ropa y le ayuda a subir a
la carreta procurando no lastimarle el
tobillo.
El anciano camina junto al buey, de
cara a la carretera que tiene al frente, y
la joven esposa se sienta encima de sus
pertenencias, de espaldas a ellos. Liesel
va en la carreta con Jüri y Peter. Lore
camina con Jochen, empujando el
cochecito. Éste se desliza de forma
asimétrica sobre la rueda combada
dando tumbos al ritmo de los cascos del
buey. Al cabo de un par de horas, Jochen
empieza a dar muestras de cansancio,
pero Lore no se atreve a pedir el cambio
de sitio con los niños que van en la
carreta. Prefiere evitar cualquier tipo de
conversación.
El valle se ensancha y se vuelve más
llano, y las granjas aparecen
desperdigadas por el campo. Lore llena
uno de los tazones que les quedan en una
fuente que hay junto a la carretera. Los
niños comparten el agua y Jochen corre
para llenar el tazón otra vez y así poder
beber más adelante. Camina rápido
hasta darles alcance, presionando con la
mano encima del recipiente, y lo entrega
a su hermano para que lo cuide.
Después de mediodía, el anciano
detiene la carreta y deja que el buey
paste a un lado de la carretera. La mujer
saca de los bolsillos pan y huevos
duros. Observa a Lore mientras ésta
reparte la comida entre los niños.
—¿Lo habéis robado?
Lore niega con la cabeza; le zumban
los oídos. Ablanda un trozo de pan con
el resto del agua para dárselo a Peter.
Los niños frotan la tierra de las
zanahorias con unos puñados de hierba,
y entre todos se comen una hogaza
entera. Han consumido ya casi la mitad
de las provisiones.
A última hora de la tarde, adelantan
a otros pequeños grupos de gente en la
carretera. Lore va sentada en la carreta y
los observa al pasar. Hay quienes
empujan carretillas de madera con sus
pertenencias apiladas, pero la mayoría
cargan grandes bultos atados a la
espalda. Otros, procedentes del campo,
se van sumando a los de la carretera. La
gente no se saluda. Mantienen los ojos
bajos y mirando al frente mientras
caminan y se apartan en silencio para
dejar paso a la carreta tirada por el
buey. Jochen duerme apoyado en las
piernas de Lore y Peter sobre su pecho.
Liesel lleva a Jüri a cuestas para que
descanse el tobillo. La presencia de las
casas es cada vez más frecuente a ambos
lados de la carretera.
En las afueras del pueblo, la mujer
conduce la carreta hacia un arroyo para
que el animal pueda beber. Lore y
Jochen cambian su sitio con Liesel y
Jüri y siguen andando, la cara de Jochen
todavía inexpresiva a causa del sueño.
Al llegar a un cruce de caminos, la
mujer detiene la carreta.
—Bajaros. Hay aquí un comedor de
beneficencia y sitio para dormir.
Nosotros pensamos seguir de noche, así
que será mejor que entréis en el pueblo.
Observa al grupo mientras Lore baja
los bultos de la carreta y los entrega a
los gemelos.
—¿Tenéis mantas?
Lore asiente. La mujer abre sus
carteras y extiende dos mantas en el
suelo. A continuación vacía el contenido
de las bolsas encima de las mantas y le
dice a Liesel que se agache. Le enseña a
Lore cómo atar la manta alrededor de
los hombros de su hermana para formar
un atado.
—Así es mucho más fácil de
transportar. Y además podréis taparlo
con los impermeables si llueve.
La mujer sonríe mientras habla, pero
Lore tiene la sensación de que se está
burlando. El anciano lanza las bolsas
vacías de los gemelos a la carreta y a
continuación su joven esposa sube
llevándose la bolsa de Liesel. Los niños
les observan marchar, mientras Lore se
ata a la espalda el segundo bulto.
—Creo que será mejor no hablarle a
nadie de Mutti y Vati.
—¿A nadie?
—¿Ni siquiera a los que no son
americanos?
—A nadie.
—¿Por qué?
—Porque de esta manera estaremos
más seguros, Jochen.
Hay más gente cargada con bultos y
carretillas que se encamina hacia el
pueblo. El sol del atardecer proyecta en
la carretera sus largas sombras a sus
espaldas. Lore se alegra de alejarse de
la mirada crítica de aquella mujer.
Busca razones más convincentes para
mentir acerca de Mutti y Vati, pero los
niños no se las piden. Jüri avanza
cojeando, Peter bosteza en brazos de
Liesel y Jochen camina dando brincos
delante del grupo. Lore se relaja; confía
en el silencio de sus hermanos.
Lore está desorientada pero no quiere
preguntar si van por buen camino; le
preocupa que eso invite a hacer
preguntas. Sin embargo, también le
preocupa ir en una dirección
equivocada. En sólo tres días se han
quedado sin comida y el cuarto día
emprenden el camino sin haber
desayunado. A primera hora de la tarde,
el hambre silenciosa obliga a Lore a
buscar puertas donde llamar.
Mientras compra leche y pan, le
pregunta a la mujer por la carretera que
se dirige al norte. La mujer ve las
monedas de mayor valor y, en vez de
devolverle el cambio, le da un trozo de
tocino del tamaño de un puño. Lore no
se lo discute.
—¿A qué parte del norte queréis ir?
—No muy lejos.
—¿Y bien? ¿Nuremberg? ¿Frankfurt?
¿Berlín?
—Cerca de Nuremberg. No muy
lejos.
—Bueno, esto es bastante lejos.
¿Vais en carreta?
—No.
—¿Andando?
Lore asiente.
—En fin… Pues seguís una
dirección equivocada. Por esta carretera
llegaríais a Stuttgart. Hasta los
franceses, si fuerais más lejos.
Lore vuelve a asentir.
—Al otro lado de ese campo, el
segundo, tenéis que seguir el arroyo. Ya
veréis las vías del tren. Al cabo de un
rato, éstas cruzan una carretera que se
dirige al norte. Allí volveréis a estar en
dirección a Nuremberg… Y procura dar
la leche al pequeño.
Lore reparte la comida y ésta se
agota en cuestión de unos minutos.
Avanzan con esfuerzo campo a través,
empujando el cochecito. A última hora
de la tarde llegan a las vías del tren y
vuelven a tener hambre. No hay ninguna
casa a la vista.

Lore no logra dormir. Yace junto a los


niños, acurrucados bajo los
impermeables. La noche es oscura e
interminable, fría, y nota el suelo duro
bajo las caderas, contra los omóplatos.
Peter llora. Los otros se mueven, se
sientan, Jochen se pone en pie, envuelto
en abrigos y mantas, los dientes le
castañean. También está llorando.
No esperan hasta la mañana.
Empiezan a caminar antes de que
amanezca.
Entran juntos en el pueblo, pero los
niños están cansados y avanzan con
lentitud, de modo que Lore los deja
junto a la desierta estación de
ferrocarriles y les promete que regresará
con comida. Le duelen los hombros de
tanto empujar el cochecito y el estómago
la martiriza. Peter lleva horas llorando y
Lore experimenta cierto alivio al
alejarse de su llanto. La mañana es
calurosa, y al llegar al centro del pueblo
nota seca la garganta.
Bebe de la fuente que hay en la plaza
mayor, se detiene a la sombra de un
árbol y observa en busca de un sitio
donde comprar comida. Ninguna de las
tiendas está abierta, pero un grupo de
personas se ha reunido junto a otro
árbol, situado a unos veinte metros de
ella. Lore las observa a través de la
reverberación de las losas. Permanecen
quietas unos instantes y luego se
desplazan, mientras llegan otras
personas que ocupan su lugar. Sobre el
nuevo grupo se cierne el silencio, denso
como el aire, caliente que la impulsa a
cruzar la luminosa plaza. Dos ancianas
vestidas de luto están a la izquierda, en
la parte más cercana al árbol, y Lore se
desliza en el espacio que hay entre las
dos.
En una larga tabla clavada al árbol
han pegado unas fotografías grandes,
algo borrosas. El grupo permanece en
silencio a un paso de las fotos, como si
mantuviera una distancia sistemática.
Lore divisa al frente la foto de un
montón de basura, o puede que sean
cenizas. Se inclina para verla de cerca y
piensa que quizá sean zapatos. Debajo
de cada fotografía aparece el nombre de
un lugar. Uno de esos nombres suena a
alemán, pero los otros dos, no. Todos
desconocidos. Bajo las fotos, la cola
todavía está húmeda, el papel se ha
arrugado y las imágenes se ven
borrosas. Lore las mira frunciendo los
ojos, frustrada, acalorada en medio de la
silenciosa aglomeración. Se adelanta
frente al grupo y con la palma de las
manos alisa las húmedas arrugas. A sus
espaldas se inicia un cuchicheo que se
extiende por todo el grupo.
Lo de las fotos eran esqueletos. Lore
lo descubre al apartar las manos y tirar
de las mangas sobre las palmas húmedas
por la cola. Hay centenares de
esqueletos: caderas, brazos y cráneos
entremezclados. Algunos tendidos en un
vagón de tren abierto, otros en un hoyo
poco profundo excavado en el suelo.
Lore contiene el aliento, aparta la vista y
descubre la siguiente fotografía:
cabellos y piel, pechos desnudos.
Retrocede un paso, atrapada por el muro
de gente.
Personas. Tendidas desnudas en
hileras. La piel tan delgada como el
papel les cubre los huesos. Montones de
gente muerta, sin que les cubra prenda
alguna.
Junto a Lore, un anciano carraspea.
El grupo se desplaza y la va empujando
de lado, junto con las demás personas
allí concentradas. Encerrada en medio
de espaldas calientes, mangas y
hombros, con olor a cigarrillos y a lana.
Las dos ancianas han vuelto a
colocarse a su lado. Una leve presión
bajo los brazos, empujándola a lo largo
de la hilera de fotos, hasta el borde del
grupo. La última foto es más nítida: un
hombre caído contra una alambrada de
púas. Lleva un pijama con la chaqueta
abierta y Lore puede verle las costillas.
Los pantalones se le arrugan al atárselos
alrededor de la estrecha cintura y sus
tobillos semejan unos enormes puños de
hueso al final de unas piernas sin carne.
Los ojos del hombre son unas sombras
negras. Mantiene la boca abierta y las
mejillas se le hunden porque le faltan
los dientes.
Las ancianas siguen avanzando,
empujando con suavidad a Lore lejos de
las fotos, lejos del árbol. Una a cada
lado, la cogen de los brazos y la invitan
a seguir, a salir de la plaza, de vuelta a
la carretera. Tras ellas, el grupo vuelve
a distribuirse en silencio, cerrando el
hueco que acaban de dejar. Lore mira a
su alrededor, pero nadie las está
mirando. La gente ha vuelto su muda
atención a las fotos pegadas en la tabla.
La anciana situada a la derecha de
Lore mantiene un pañuelo apretado
contra la boca y no dice nada. La otra la
insta a seguir hacia la carretera.
También ella está muy delgada. Sus
manos huesudas sueltan el codo de Lore
y le da unas suaves palmaditas en el
brazo.
—Vuelve a casa, criatura. Vete
enseguida. Aquí no hay nada que debas
ver.
Lore sigue caminando, no mira hacia
atrás. Tiene calor, se siente débil, no ha
comido nada desde el día anterior y ya
casi es por la tarde. Se sienta en el
lateral de la carretera y piensa que tiene
que conseguir algo de pan, ir en busca
de los niños, seguir caminando. Algo
para comer. Reposa la frente sobre las
rodillas, cierra los ojos con fuerza. Tras
los párpados ve las fotografías del
árbol. Es posible que aquella gente no
tuviera comida y se hubiese muerto de
hambre. No logra recordar los nombres
de los sitios anotados debajo de las
fotos, ni siquiera conoce el nombre del
pueblo donde está ahora. Lore repite de
nuevo la ruta hacia el norte, cerrados los
ojos, la cara inclinada hacia el cielo. El
sol quema sus mejillas mientras intenta
recordar si el hombre de la última foto
tenía los ojos abiertos o cerrados. Se
pregunta si estaría muerto; si es posible
morir con los ojos abiertos. Recita para
sí, de Ingolstadt a Nuremberg, luego,
pasado Frankfurt, a Kassel, Gotinga y,
más adelante, Hannover hasta
Hamburgo. La foto de aquel hombre fue
tomada en algún lugar de Alemania.
—Ten, bebe.
De pie ante ella hay una mujer joven,
con un vasito de leche.
—¿Cuándo fue la última vez que
comiste? Bébetelo, criatura.
Lore coge el vaso y bebe. La mujer
le mete un trozo de pan viejo en la mano,
le coge el vaso vacío y vuelve a entrar
en su casa. Lore come, tragando la
costra mediante dolorosos bocados, y
permanece sentada, con los ojos
cerrados, hasta que el dolor de estómago
desaparece. Piensa en los niños, no sabe
cuánto tiempo ha transcurrido desde que
se fue y llama a la puerta de la mujer.
—Necesito un poco de comida. Para
mis hermanos y hermanas… Uno es casi
un bebé.
—No tengo nada más.
—Por favor, estamos hambrientos y
no tenemos donde dormir.
La mujer parece asustada. Lore teme
que vaya a cerrarle la puerta.
—Podemos pagar.
Le ofrece una moneda y la mujer
vacila. Cuando por fin contesta, el rubor
le cubre la cara.
—¿No tienes alguna otra cosa? Que
no sea dinero.
Lore abre un poco la bolsa del
pañuelo cosido en el delantal y le tiende
un puñado de las pertenencias de Mutti.
La mujer las mira fijamente, luego
remueve las joyas con dedos ansiosos.
Da un golpecito al broche de Mutti, a los
pendientes de perlas, y al final elige el
anillo.
—Con esto puedo comprarte algo de
comida.
Lore se estremece.
—¿No prefiere los pendientes?
La mujer niega con la cabeza. La
mira de reojo.
—Si compartes la comida conmigo,
dejaré que os quedéis.

Cuando Lore llega con los niños, la


mujer les está esperando. Aguarda de
pie ante la puerta y les sonríe a todos.
Su hijo pequeño se esconde detrás de la
falda de su madre.
La mujer les ofrece un cuenco del
agua humeante que calienta sobre la
estufa y trapos limpios para que se
laven. Se disculpa por no tener jabón.
Lore restriega el cuello de los gemelos y
peina el cabello a Liesel. La mujer hace
mimos a Peter y lo baña con su hijo.
Cuando oscurece les pide prestado el
cochecito y les dice que estará de
regreso más o menos dentro de una hora.
—Aquí hay toque de queda, ¿sabes?
Debéis quedaros dentro de la casa.
Los gemelos todavía están enfadados
porque su hermana les haya dejado solos
tanto tiempo. La miran con severidad y
Liesel se acerca, tironeando del extremo
de sus trenzas, al tiempo que susurra:
—¿Por qué no podemos ir y
quedarnos con Mutti en el campo de
refugiados?
El hijo pequeño de la mujer les está
mirando, tímido, en silencio. Lore se
enfurece con Liesel, piensa que tal vez
la haya oído. Tira de su hermana hacia
la ventana y le sisea, casi rozándole la
cara:
—No debes hablar de esto y tú lo
sabes. Como vuelvas a hacerlo te las
verás conmigo, ¿entendido?
Liesel frunce la cara y Peter empieza
a llorar cuando Lore lo coge en brazos.
La mujer regresa con algunos
víveres ocultos dentro del cochecito de
Peter. Lore no cree que traiga gran cosa,
dado que todo cabe debajo del colchón.
Se le hace un nudo en el estómago.
La mujer se encoge de hombros,
pero al cabo de un rato le dice a Lore
que lo lamenta. Luego prepara la cena y
comen todos juntos. Su hijo observa en
silencio a Lore y a los gemelos mientras
mastica. Cuando termina su ración, la
mujer le da la sopa que a ella le
quedaba en el plato. Y cuando se la
termina, lo sienta en su regazo. Luego
canturrea bajito para sí, mientras
observa cómo el muchachito reclina la
cabeza contra su brazo.
Lore está cansada. Cierra los ojos y
come poco a poco, reteniendo la comida
sobre la lengua antes de tragar. Le
gustaría preguntar por las fotografías
expuestas en el árbol. Si la mujer sabe
dónde conseguir comida, quizá sepa
también qué les ha ocurrido a todas
aquellas personas. Pero cuando habla, la
mujer coloca el índice sobre los labios y
señala a su hijo, que se ha quedado
dormido.
Lore limpia la mesa y la mujer
tiende unas mantas en el suelo de la
cocina, coge en brazos a su hijo y sale
de la estancia. Al ver que no regresa,
Lore da por sentado que se ha ido a la
cama y dice a sus hermanos que se
acuesten también.
Lore junta los víveres formando dos
montones sobre la mesa de la cocina.
Coloca aparte media hogaza de pan para
la mañana y elige la bolsa de harina
para dejársela a la mujer. Luego
reflexiona un momento y decide dejar un
poco de carne también. La mujer ha sido
amable, no ha hecho preguntas y le dio
la leche que debía de guardar para su
hijo. Divide lo que queda entre los
bultos de los demás y, mientras los niños
duermen, se sienta a la mesa y calcula lo
que debe ser una ración. Si es estricta en
el reparto, la comida puede durarles tres
días.
Apaga la vela y apoya la cabeza
sobre la mesa. Vuelve a soñar con los
americanos. Los soldados se comen todo
el pan y lanzan el resto de comida dentro
del jeep. Esta vez le dejan a Peter, pero
nada con que alimentarlo. Lo siente
delgado y leve entre sus brazos. Lo
deposita con suavidad en el suelo, junto
a los otros niños. Todos están desnudos.
Sus huesos tan frágiles como las alas de
un pájaro.
Los niños están cansados, como
apagados. Lore tiene que decidir cada
mañana en qué dirección hay que
caminar, qué bifurcación elegir en la
carretera, dónde detenerse para pasar la
noche, cuándo comer. Todos aguardan en
silencio mientras toma las decisiones.
Se ponen en marcha cuando se lo indica
y se paran cuando se lo dice. Sólo Peter
llora o ríe a voluntad.
Duermen en establos, pajares,
cobertizos. A veces con autorización,
pero casi siempre sin ella. Lore procura
mantener limpios a los niños, les frota la
tierra de los zapatos con puñados de
hierba, restriega sus ropas en los fríos
arroyos, aunque sin jabón. Les pincha
las ampollas de los pies, les acolcha las
botas con hojas y les alivia el dolor con
canciones de marcha. Rehace los bultos
cada vez que se detienen,
redistribuyendo el peso, las ropas, las
pertenencias. Comprueba la bolsa
cosida en el delantal mientras camina,
tanteando los lisos pliegues de los
billetes, las duras monedas, el broche de
su madre, sin el anillo…

Atardece y los gemelos han estado todo


el día preguntando por la guerra. ¿De
veras se ha terminado? ¿La han perdido?
¿Por qué? Intenta explicárselo, pero las
medias respuestas sólo conducen a más
preguntas, y Lore está agotada ahora, les
grita que se callen. Liesel llora, Jochen
frunce las cejas y Jüri bosteza, los dos
están muy cansados.
—¿Queda algo para comer, Lore?
Tenemos hambre.
—Hay pan, pero es para comerlo
por la mañana.
—Por favor.
—No.
Liesel pregunta dónde está Vati
ahora y Lore le contesta que está camino
de Hamburgo, que lo encontrarán con
Oma cuando lleguen. La mentira le ha
salido antes de que pudiera darse cuenta
y se escandaliza por lo que acaba de
decir. Los muchachos se meten bajo las
mantas para dormir, pero Liesel está
demasiado excitada ahora.
Ha sustituido las lágrimas por
sonrisas y tiene más preguntas sobre
Vati.
—Acuéstate, Liesel.
—¡Lore!
—Estoy cansada, Liesel. Lo digo en
serio.
Lore no hace caso de las lágrimas de
su hermana. Ésta se acuesta con la
cabeza bajo la manta, los muchachos se
acurrucan juntos dentro de sus abrigos y
Peter está tranquilo en su cochecito.
A Lore le despierta un sueño sobre
Mutti. El anillo de boda está en el fondo
del arroyo y su madre se niega a mirarla
a la cara. Llorando, se abrocha el abrigo
y sale cerrando de un portazo. Lore se
hunde todavía más dentro del rígido
impermeable, pero los ojos se niegan a
cerrarse, el sueño no llega y el estómago
se le hiela. No puede mantener el ritmo
de las preguntas, no puede llevar un
control de sus mentiras.

Liesel vomita tres veces por la tarde. Se


detienen a descansar cada vez, buscan
agua que pueda beber. Avanzan con
mucha lentitud, pasan de largo por un
pueblo y poco a poco lo van dejando
atrás, aunque la punta del campanario
todavía es visible por encima de los
hombros de Lore. Liesel tirita y se queja
del frío a pesar del sol de la tarde. Hay
un bosque al frente. Lore decide
detenerse allí.
Los gemelos encuentran un claro no
demasiado lejos entre los árboles.
Extienden sus impermeables e intentan
encender una hoguera, mientras Lore
envuelve a Liesel con mantas y la niña
se duerme. Los muchachos van en busca
de más leña para el fuego, pero no
consiguen encontrarla seca. Lore reparte
la última de las manzanas de la mañana,
pero restriegan las patatas para
limpiarlas y se las comen crudas. Liesel
se despierta cuando oscurece y llora
porque no quiere pasar la noche en el
bosque. Peter también llora, rechaza los
trozos de patata que Lore ha masticado
para él. Jochen la mira en medio de la
penumbra.
—Podríamos regresar a ese pueblo.
—¿Y alojarnos en un hotel?
—Podemos preguntar. Podríamos
llamar a las casas y pedir que nos dejen
dormir allí.
—En el delantal llevas dinero, Lore.
—Lo necesitamos para comida.
—Pero tú dijiste que Mutti nos dejó
dinero para ir en tren. Seguro que hemos
ahorrado dinero al ir andando.
—Está a una hora por la carretera,
puede que más. Esto significaría
retroceder. Es una estupidez.
—Por favor, Lore.
Los dos cuchichean bajo la luz
azulada. Peter llora. Los árboles se
alzan tupidos y silenciosos a su
alrededor. Con ayuda de los gemelos,
Lore dobla los impermeables y vuelven
a cargar el cochecito.
En el pueblo, las calles están vacías.
En todas las casas que han llamado les
han rechazado. Demasiadas personas,
demasiadas bocas. Un anciano les da
leche cortada y les cambia las patatas
por huevos. En la plaza mayor, junto a la
iglesia, Liesel vuelve a vomitar. Jüri
llena uno de los tazones en la fuente y
Jochen encuentra la puerta de la iglesia
abierta de par en par.
El interior es inmenso y sombrío, y
huele a polvo y humedad. Los gemelos
exploran en busca de algún sitio donde
dormir, mientras Lore descarga el
cochecito.
—Sólo hay bancos duros.
—Y son demasiado estrechos.
Lore empuja el cochecito a lo largo
de los bancos hasta que da con una
capilla. Un par de velas queman
débilmente sobre un estante lleno de
oscuros chorretones de cera. Encima hay
una estatua cubierta con una túnica. Los
gemelos ayudan a Lore a extender los
impermeables en el suelo y van en busca
de las almohadillas de los bancos para
apoyar la cabeza. Liesel se sienta con
Peter al pie de la estatua y bosteza. No
hablan entre sí, pero cada movimiento
provoca ecos de siseos bajo el alto
techo de piedra. Lore pone la mitad de
la leche en una taza para Peter y entrega
la botella a Liesel. Ella y los gemelos se
comen un huevo cada uno. Crudo. Los
niños ríen tontamente mientras la clara
les resbala viscosa por la barbilla.
Peter se niega a dormir en el
cochecito, de modo que Lore lo acuesta
encima de una de las almohadillas.
Liesel duerme y los gemelos cuchichean
entre sí mientras Lore vuelve a
reorganizar los fardos. Después de
doblar la ropa, los ata con esmero y los
alinea cerca de ella, a punto para la
mañana siguiente. Apaga las velas y se
duerme.
Liesel vomita una vez más durante la
noche y ayuda a Lore a limpiar la
porquería con su blusa. Dice que se
encuentra mucho mejor. Lore acaricia el
cabello de su hermana pequeña y le dice
que es muy valiente. Por una vez, no le
pregunta por Mutti, y Lore se lo
agradece, consciente de lo duro que ha
tenido que ser para ella. Duermen hasta
muy tarde por la mañana. Cuando se
despiertan, el cochecito de Peter ha
desaparecido, con sus zapatos de
repuesto atados en los laterales.

Siguen caminando unos días más, a


veces con otra gente, pero Lore prefiere
ir a solas con sus hermanos. No piden
que les lleven en sus carros y descansan
a menudo, evitando los pueblos. Lore
compra mantequilla para que todos
puedan untarse los labios agrietados.
Desentierran nabos de los huertos y
compran pan en las casas de campo, o si
no en los pueblos que cruzan a lo largo
del camino. A Lore, la bolsa de monedas
cada vez le pesa menos.
Sin el cochecito, pueden transportar
menos cosas, y Lore cambia la muñeca
de Liesel por una botella vacía con tapa
de rosca. Nadie quiere las piezas de
ajedrez de los gemelos, así que las tiran.
Cada uno lleva puesto dos conjuntos de
ropa a pesar de que todavía hace mucho
calor. El abrigo de Lore les proporciona
una noche en una cama y la falda de
repuesto de Liesel les permite lavarse
con agua caliente por la mañana.
Distribuye lo que les queda en una bolsa
y en un bulto, y se turnan en llevarlos.
Al cabo de una semana llegan a
Nuremberg.

Cuando llegan la escuela está atestada


de gente. El anciano de la entrada le da
a Lore dos colchonetas de paja y se
hacen una cama casi en el centro de la
sala. Lore habría preferido junto a la
pared, o mejor todavía en un rincón,
pero todos los sitios en los bordes de la
sala ya están ocupados. Madres con
hijos, ancianas. A los hombres no se les
permite entrar, aunque algunos acuden a
la puerta para preguntar. Afuera está
oscuro y dos lámparas arden junto al
ventanal. Lore extiende las mantas sobre
las delgadas colchonetas y los niños
colocan encima los abrigos. Corta una
rebanada de pan para cada uno y los
gemelos van a llenar la botella con agua
del bidón que hay fuera, junto a la
puerta. Lore les indica que mastiquen
poco a poco y beban a pequeños sorbos.
Todos permanecen muy callados.
Mientras comen va llegando más
gente, y poco a poco el suelo de la sala
se llena. Ya no quedan colchonetas, de
modo que la gente tiene que
arreglárselas tendiendo los abrigos y las
bolsas por el suelo. Lore coloca a Peter
en medio de su nido, con los gemelos
uno a cada lado, mientras ella y Liesel
ocupan los otros dos. Lore saca las
botas a los gemelos, pero les deja
puestos los calcetines. Los dos se
mueven inquietos bajo las mantas y los
abrigos mientras Lore esconde sus
zapatos. Luego, aunque no tiene sueño,
se acuesta con ellos y coloca la bolsa
debajo de la cabeza para no perderla de
vista.
Incluso después de que apaguen las
lámparas, va llegando más gente, negras
siluetas que arrastran los pies en la
oscuridad. Lore mantiene cerrados los
ojos la mayor parte del tiempo y confía
en que los niños estén dormidos. La paja
huele a gato, pero a través de ella no
nota la dureza del suelo, y está caliente.
Los lloriqueos de Peter la
despiertan. Jüri se lo pasa y luego se
acerca a Jochen, ocupando el cálido
centro de la cama. Peter tiene hambre y
Lore también. Oye que las personas de
su entorno se mueven, irritadas por el
ruido. Busca en los bolsillos de Liesel
el resto de una hogaza de pan y arranca
un trocito para que Peter lo mastique.
Casi de inmediato, el niño deja de
gimotear y Lore se sienta con él mientras
el pequeño se come la ración extra.
Todo el suelo del salón de la escuela
está cubierto de siluetas durmientes.
Lore tiene sed, sin embargo, en medio
de la oscuridad no hay manera de
encontrar un caminito entre los cuerpos
desperdigados por el suelo, así que
decide esperar hasta la mañana.
Peter se ha terminado el pan y
vuelve a gimotear. Con los puños
apretados se frota las mejillas y los
labios en carne viva. Lore lo tiende
sobre la colchoneta y le frota los pies y
la barriga para distraerle. La mujer que
hay acostada junto a ellos mantiene
abiertos los ojos. Lore puede verlos,
húmedos y parpadeantes, entre un oscuro
bulto de prendas de abrigo. Se acuesta y
acerca a Peter bajo las mantas. Éste se
ha vuelto a dormir. La mujer sigue
mirándola. Musita en la oscuridad:
—Mi casa ha desaparecido. Es un
montón de escombros. Cada noche me
veo obligada a dormir con
desconocidos.
Lore asiente y cierra los ojos.
—Él nos ha traicionado. Como un
cobarde. Envió a nuestros hombres a
morir y nos ha abandonado.
La gente que hay a su alrededor
sisea con murmullos ofendidos. Lore
mantiene los ojos fuertemente cerrados y
no responde. Confía en que la mujer no
crea que lo hace por descortesía, que se
duerma pronto y deje de mirarla.
Durante un rato, las dos permanecen en
silencio. Lore oye suspirar a la mujer.
Se está caliente debajo de los abrigos y
las mantas, y Lore tira de ellas para
taparse los oídos. Está cansada, ahora
no quiere pensar. La mujer vuelve a
despertarla al cabo de un rato, murmura
algo, pero Lore está demasiado
soñolienta para entender lo que dice.
Otra mujer, en algún lugar a los pies de
Lore, la amenaza si no guarda silencio.
Se turnan para hacer cola. De pie, en una
fila de gente que murmura mientras
avanza con lentitud. Sentados en el
murete del otro lado de la carretera,
delante de la tienda, vigilan los bultos.
Relevan al que está en la cola cada vez
que el reloj del campanario marca los
cuartos de hora. Sin embargo, cuando
los gemelos no hacen cola, desde la
carretera lanzan piedras al río que hay
más abajo, o se desafían a correr por
encima del murete. La mujer que va
detrás de Lore le da a Peter un par de
pasas de su ración, y el pequeño tiende
la mano para que le dé más. Lore se la
retira y da las gracias, avergonzada,
pero la mujer le sonríe.
A mediodía consiguen entrar en la
tienda.
—¿Cupones de Nuremberg?
De la bolsa del delantal, Lore saca
una moneda.
—No aceptamos dinero aquí. Sólo
cupones.
—Pero llevamos toda la mañana
haciendo cola.
Liesel no se ha podido contener y
Lore le da un golpe seco en la espalda.
La mujer de las pasas se adelanta un
paso.
—Deles algo de comer a estas
criaturas. Son cinco. Y además con un
niño pequeño.
—No tienen cupones, Frau Holz.
—Mire qué delgados están.
Los gemelos entran en la tienda y se
aproximan al mostrador, cerca de Lore.
Un anciano gruñe desde la puerta:
—¿Por qué no compartes tu ración
con ellos, pues?
—Sabéis que yo también tengo hijos.
El tendero levanta la voz por encima
de ellos.
—Aquí yo no regento un mercado
negro. Sólo cupones de Nuremberg.
—¿Por qué no deja que se esperen?
Tal vez al final pueda darles algo de lo
que sobre.
—¿Y qué cree qué dirían de esto los
americanos, Frau Holz?
—Puedo sugerirle que no se lo
cuente, Herr Roeding.
Antes de marcharse, Frau Holz les
da un trozo de pan. Y el viejo gruñón le
regala a Liesel un huevo. Lore no sabe
con certeza si el tendero les venderá
algo o no, pero aguardan en silencio
junto al mostrador y la gente evita
mirarles a los ojos mientras recoge su
racionamiento. Lore reparte el trozo de
pan: un mordisco para cada uno. Afuera,
la calle se sumerge en la sombra a
medida que el sol se desplaza en lo alto.
Peter llora y Liesel lo pasea arriba y
abajo en la acera hasta que se queda
dormido. Los gemelos cuchichean entre
sí durante un rato, pero luego se hunden
en un inquietante silencio: parados
delante del escaparate, sentados encima
de los bultos.
La cola va menguando, se termina.
Lore mantiene fija la mirada en el
tendero mientras éste limpia el
mostrador y barre el suelo. Se pregunta
si debería llamar a Liesel para que entre
con Peter. Como mínimo todavía queda
una hogaza de pan y también algo de
mantequilla. Y azúcar. Se acerca al
mostrador.
—Te despacharé lo que ha quedado,
pero ni una palabra a nadie. ¿Entendido?
Lore asiente. Envía a los gemelos
afuera para que esperen junto al murete
con Liesel y desata el fardo, dispuesta a
meter en él los alimentos. Detrás del
mostrador, de espaldas a la puerta, el
tendero le envuelve dos hogazas de pan,
mantequilla y un huevo. Entonces se
abre la puerta. El tendero gira en
redondo y con su cuerpo oculta el
paquete.
—¿En qué puedo servirle?
El joven no contesta hasta que llega
frente al mostrador. Pasa las yemas de
los dedos sobre la lisa superficie de
madera.
—Si le sobran algunas raciones, le
estaría muy agradecido.
—¿Tiene cupones?
—No soy de Nuremberg. Sólo he
pensado que si le sobraba algo…
El tendero regresa a lo que estaba
haciendo y señala a Lore.
—Esta señorita es mi última clienta
hoy.
El joven se vuelve a mirarla.
Desprende un fuerte olor a rancio, las
muñecas, largas y delgadas, sobresalen
de las negras mangas.
—Tengo a mis hermanos y a mi
hermana.
Lore señala a través del escaparate.
Los niños están alineados delante del
murete, observando, a la espera de la
comida. El joven asiente, sonríe y sale
de la tienda.

Lore pide un poco de agua y la anciana


les ofrece una habitación para pasar la
noche. Hay un catre con un edredón que
Lore deja para Liesel y Peter. Ella y los
gemelos construyen una especie de nido
en el suelo con los bultos y las mantas.
Lore junta su comida con la de la
anciana y deja que ella prepare un guiso
aguado. Comen en la diminuta cocina,
apiñados en torno a la combada mesa,
de pie porque no hay sillas. La casa es
fría y húmeda. Tienen que dormir con la
ropa puesta.
La anciana despierta a Lore en mitad
de la noche. En la mano lleva encendida
una vela y mantiene la manga bajada
para protegerse de la cera.
—Necesito que me des algo a
cambio de esto. ¿Podrías pagarme
ahora, por favor?
Lore se queda mirando los pálidos
ojos, los párpados amarillentos.
—¿Tienes algo con que pagar? Los
rusos mataron a mis hijos. No me queda
nada.
La anciana le tira del cuello del
vestido y la cera chisporrotea al caer
sobre el suelo de madera. Tiene la boca
lisa, los labios tensos sobre los dientes.
Unas lágrimas de rabia se acumulan
sobre sus escasas pestañas. Lore tantea
debajo de las mantas en busca de la
bolsa cosida en el delantal y le entrega
dos monedas. La anciana frunce la nariz
al ver el dinero.
—¿No tienes otra cosa? ¿Una
cucharita de plata, quizá?
La mujer aguarda y Lore mira por
encima de su hombro hacia la negra
estancia. Con el puño cerrado aprieta la
esquina del delantal, donde lleva
cosidas las joyas de Mutti. No le dará
nada más. La anciana apaga la vela y se
va.
Por la mañana, Peter no para de
llorar y tironea de sus ropas. No deja
que lo levanten ni lo toquen. Liesel se
sienta a su lado en el catre y se rasca en
los costados, en las piernas. Por debajo
de los calcetines, los tobillos están en
carne viva. Se levanta la blusa y le
enseña a Lore la piel, roja de las
picaduras sobre las costillas. Todavía
hace frío en la casa. Lore saca a Peter al
sol y le quita la ropa. El pequeño no
para de chillar, se atraganta. La anciana
está en el jardín.
—Piojos. Tendrás que quemar sus
ropas. Y también lavarle con parafina.
Con esto los matarás, creo. Tienes que
eliminarlos.
La anciana señala el cuello de Peter,
le tira de la barbilla, no puede mantener
quietos los dedos.
—Yo tengo algo de parafina. Lava
con ella al pequeño y a la niña. Yo
quemaré sus ropas.
Trae un barreño con la parafina y les
restriega el cabello con sus huesudos
dedos. Lore se estremece al verla rascar
con sus uñas rotas el cuero cabelludo
del pequeño.
—Tú y los muchachos estáis
limpios, pero deberías empapar con
parafina vuestra ropa también. Y
deberíais lavaros. Todos.
—Sí. Muchas gracias.
—Pero necesito que me des algo a
cambio.
La anciana sujeta las botellas contra
su pecho. Lore siente deseos de llorar.
Peter chilla y se retuerce en brazos de
Liesel.
—Lo siento, pero no os la puedo
regalar. ¿Tienes algo?
Lore le vuelve la espalda y levanta
el delantal. Agranda un poco el agujero
de la bolsa del pañuelo y saca la cadena
de plata de Mutti.
—Pero esto vale más que la
parafina.
La mujer le contesta que no tiene
nada más para darles, pero que a cambio
se pueden quedar otra noche.
Se desvisten en la parte trasera de la
casa donde no puedan verles desde la
carretera, junto a los árboles. La anciana
recoge las ropas de Peter y de Liesel
con un palo, las lleva dentro de la casa y
las mete en la estufa. Lore empapa el
resto de sus ropas con la parafina del
barreño y se muerde los labios para
contener las lágrimas. Liesel sostiene a
Peter, agachada en el suelo. Los
muchachos guardan silencio. Lore
restriega parafina en las extremidades
de sus hermanos, en el pecho y en el
pelo. Peter vuelve a chillar, tiene todo el
cuerpo enrojecido. A Lore el líquido le
escuece en torno a las uñas, donde le ha
saltado la piel, y en las grietas alrededor
de la nariz y de la boca.
Los gemelos lavan la ropa, pero sin
jabón, de modo que la parafina no
desaparece del todo. La mujer calienta
agua para ellos y la va sacando a cubos
de la cocina. También les trae unas
tijeras que deposita en la hierba junto a
Lore. Desvía la mirada para decírselo.
—Deberías cortarle el cabello a la
niña. Y también al bebé.
—Pero usted dijo que la parafina
mataría a los bichos…
La anciana se encoge de hombros, la
cadena de Mutti en torno a su cuello.
Lore también desvía la mirada ahora y
la mujer vuelve a entrar en la casa.
Liesel coge las tijeras y se corta las
trenzas. Luego se sienta delante de su
hermana y promete que no llorará. Los
gemelos se quedan junto a la pared,
observando cómo las tijeras sin punta
cortan cada vez más cerca del cuero
cabelludo de Liesel.
Los rizos de Peter son largos y
suaves. Las cuchillas parecen enormes
junto a su cara y no hay forma de que
mantenga quieta la cabeza. A Lore le
gustaría conservar su cabello.
Enviárselo a Mutti. Pero no sabe dónde
está su madre. Llora en silencio mientras
barre el cabello de Peter y forma un
montoncito con el de Liesel, a
continuación lo mete dentro de la estufa
y su olor corrosivo invade toda la casa
de la anciana. Afuera, frota los cortos
pelos del cráneo de su hermana con lo
que queda de parafina.
Los gemelos dejan los calzoncillos,
las camisas y las camisetas tendidos al
sol para que se sequen. Lore se pone un
vestido todavía húmedo y se dirige al
pueblo en busca de comida y algo para
que Liesel y Peter puedan vestirse. Si ya
nadie quiere el dinero de Mutti, no sabe
cómo conseguir que las joyas de su
madre les duren. Está furiosa, asustada.
Un carro la adelanta por la carretera
y al pasar el granjero la saluda
levantándose el sombrero. En la parte de
atrás va gente sentada sobre sus bártulos
y entre esta gente está el joven del traje
negro, con las piernas balanceándose en
la parte posterior del carro. Las botas
sujetas con harapos, retorcidos nudos de
tela, enormes al final de unas piernas
muy delgadas. Sus ojos coinciden con
los de Lore. Da un respingo al
reconocerla y levanta las manos para
cubrirse la cara. También ella aparta la
mirada, sacudida como si un cepo se le
hubiera cerrado en las entrañas.
Después de que el carro pase,
vuelve a mirar. El joven la está
observando. Levanta ligeramente una
mano para saludarla. Lore le devuelve
el saludo, acelera el paso. Ruborizada
bajo sus prendas húmedas, apestando a
parafina.

Al atardecer del día siguiente, Jüri le


señala al joven, que aguarda tras ellos
en la cola de un comedor de
beneficencia.
—Es el que quería que le dieran
comida en la tienda, ¿verdad?
—Sí, pero no hables tan alto.
—¿Por qué nos la dio a nosotros el
tendero?
—Porque llegamos primero.
El joven también les ha visto. Lore
puede sentir sus ojos clavados en ella
mientras pide una ración extra para
Peter. Para comer se ponen en cuclillas
en un extremo de la plaza. La sopa está
sosa, pero hay trocitos de carne en el
fondo. Lore saca un par del humeante
líquido y sopla para enfriarlos a fin de
que Peter los pueda masticar. La comida
caliente le provoca un fuerte dolor en
las encías. Con los dedos untan sobre el
pan la grasa de la carne. El joven se
sienta en el centro de la plaza con la
espalda apoyada en los sacos de arena
que hay alrededor de la estatua, de cara
a los niños, mientras sorbe la sopa
directamente del cuenco. Come con
voracidad, famélico. Lore siente que les
está mirando. Frota el pringue de la
grasa en las llagas que han surgido en
las comisuras de la boca de Peter, pero
el pequeño se la lame de inmediato.
Jüri se sirve más pan y Lore no se lo
impide; coge otro trozo para ella.
Entonces su hermano se levanta y cruza
la plaza sosteniendo frente a sí el trozo
de pan pringado con grasa. Se detiene
frente al joven y le ofrece el alimento.
Lore observa que el joven lo coge y se
lo mete de inmediato en la boca. Jüri
aguarda un segundo, observándole,
luego corre a través de la plaza de
regreso junto a su hermana. Se agacha
con celeridad, como si quisiera
ocultarse de alguien, y murmura:
—Lo ha cogido.
Jüri mira a Lore, tendidas las manos
vacías, cubiertas de grasa. Tiene
húmedos y enrojecidos los ojos,
sorprendido.
—No me ha dicho nada.
Se frota los ojos con la manga.
—No importa.
Lore divide lo que queda del pan
entre todos. Jüri entrega su parte a
Jochen. Lore mira hacia la fuente, pero
el joven se aleja de ellos en dirección al
otro lado de la plaza, donde no puedan
verle.

Avanzan por un camino largo y recto de


arcilla pegajosa y un pálido color
amarillo amarronado, con campos
mojados a ambos lados. El camino
transcurre por un promontorio no
demasiado alto, pero que a Lore le
permite ver a una distancia de varios
kilómetros: el largo camino al frente y el
joven a sus espaldas. Ha estado allí
desde el amanecer, la cabeza baja,
avanzando al mismo paso que ellos.
Lore acarrea a Peter y un bulto y
mantiene a los niños caminando delante
de ella: los gemelos al frente y Liesel en
medio, con la bolsa. Los muchachos han
pasado gran parte de la mañana
cuchicheando entre sí pero ahora
guardan silencio. Hace casi una hora que
empezó a llover, una fina llovizna que
les moja las manos y la cara hasta que se
abre paso a través de los calcetines.
Lore envuelve a Peter con un
impermeable y confía en que no se
resfríe. A intervalos de pocos minutos le
va secando la cara con un pañuelo y él
le sonríe cada vez. Está sedienta, pero
los niños no se quejan. Calcula que
llevan alrededor de tres horas
caminando y no se detendrán hasta
dentro de otra hora, o dos. Descubre un
árbol en el horizonte y decide que tienen
que pasarlo antes de la hora del
almuerzo. Ya no les queda más comida.
Entonces Lore oye una especie de
zumbido. Algo procedente de la
izquierda, o de la derecha. No está
segura. Nota los pies calientes y
húmedos dentro de las botas y Peter
sonríe cada vez que le seca la cara.
¿Cuánto hace que se oye ese ruido? Mira
hacia atrás a lo largo del camino, pero
no ve nada por allí aparte del joven.
Delante de ellos está el árbol, su
objetivo, y el bulto de la bolsa atada a la
estrecha espalda de Liesel. La mañana
está señalizada así: el árbol, los
gemelos, Liesel, el sonriente Peter y
luego Lore, y detrás de ellos marcha el
joven. El zumbido continúa aún.
Ahora consigue ver algo, una silueta
plana y negra que avanza paralela al
horizonte, por lo visto campo a través, a
la izquierda del camino. Un jeep,
probablemente. Las ruedas quedan
ocultas detrás de una ondulación del
terreno. Todavía está lejos. A medio
kilómetro. Puede que no tanto. Lore seca
la cara a Peter, pero el pequeño está
dormido y no obtiene de él una sonrisa.
Se vuelve hacia atrás y comprueba que
el joven todavía sigue allí, ni más cerca
ni más lejos. Mira al frente y ve que el
árbol sigue todavía en el horizonte: la
señalización de un almuerzo sin comida.
El jeep es un elemento veloz en medio
de un paisaje que avanza con dificultad
y va ganando terreno. Peter duerme.
Quizá debiéramos echar a correr.
Lore ignora dónde están. Y tampoco
sabe a quién pertenecen aquellos
campos. Es muy posible que no estén en
Alemania siquiera. Tenemos que
largarnos.
—Vamos a cruzar campo a través.
Desata el bulto, se retuerce para
quitárselo de los hombros, cambia a
Peter de un brazo al otro, lo sacude con
brusquedad, pero el pequeño no se
despierta. Las mantas resbalan sobre las
piernas del pequeño y se mojan. Lore
las recoge a puñados y las apretuja
debajo del impermeable.
—Campo a través. Por ahí.
Peter sigue dormido. Los niños
observan cómo su hermana forcejea con
las mantas del pequeño, algo pasmados
y en silencio después de haber pasado
tantas horas caminando.
Lore se vuelve a mirar hacia atrás
para comprobar qué hace el joven.
También él ha descubierto el jeep y
camina más rápido, la cabeza erguida, la
pálida mancha de su rostro bajo un
sombrero negro. Tiene el brazo
levantado, como si señalara algo en el
cielo, pero mira al frente, hacia ellos,
acercándose, medio caminando, medio
al trote.
Peter cuelga dormido del cuello de
Lore, un peso muerto. No desprende
calor alguno a través del impermeable.
Como un saco de arena entre sus brazos.
—Coge el fardo, Jochen. Tenemos
que correr.
—¿Ahora?
Lore puede ver el jeep por el rabillo
del ojo, comprende que es demasiado
tarde. No quiere mirar al joven. Lo ha
interpretado mal, todo está demasiado
cerca ahora.
—Sí. Vamos.
Empuja a Liesel hacia la cuneta que
separa el campo y el camino. Jochen
coge el fardo, pero no se mueve. Jüri se
desliza sobre el trasero por la pendiente
cubierta de hierba. Liesel le tiende los
brazos para coger a Peter y el jeep se
detiene a su lado. El humo acre del tubo
de escape impregna el aire húmedo.
Lore vuelve la cabeza en dirección
al camino, hacia el joven. Está a punto
de darles alcance, se halla tan sólo a un
centenar de metros, todavía caminando,
trotando.
El soldado les habla. En alemán,
quizá. Ella no logra entenderle. Hay
otros dos. El soldado habla hacia la
ventanilla, a otro par de ojos en el
asiento del conductor. Lore mira hacia el
camino, al joven. Éste sigue
acercándose, todavía con el brazo
alzado. Está diciendo algo. Debería
gritar, si quiere que le oigamos.
El soldado habla otra vez. Es
americano, pero habla alemán, con un
acento difícil de entender.
—¿Adónde vais?
El otro soldado le susurra algo. El
joven todavía sigue allí, cada vez más
cerca. Lore puede ver el barro adherido
a la vuelta de sus pantalones. Amarillo
sobre lana negra. Lleva la cara mojada,
como ella, como Peter.
—¿Dónde están vuestros padres?
—No sé quién es ése.
Lore señala al joven que se
aproxima al jeep.
—¿Cómo?
—Se refiere a ese otro.
—Que no lo conozco.
Lore comprende que no la entienden,
pero al menos los dos soldados han
dirigido su atención hacia el joven
ahora.
Tiene el cuello largo y delgado, y la
cabeza es sólo hueso. Todo dientes y
huecos donde debería haber otros
dientes. No para de mover la mandíbula.
Habla muy tranquilo y la nuez de la
garganta da sacudidas en medio de los
rígidos tendones del cuello. Avanza más
despacio y, a medida que se aproxima al
grupo, va bajando el brazo, con extremo
cuidado, hacia un lateral del cuerpo.
—¿Tenéis la documentación?
El otro soldado se lo pregunta a
Lore. Su acento es más inteligible. El
joven está a punto de llegar junto al
jeep. Aminora el paso y respira hondo
antes de hablar.
—La hemos perdido.
—Vamos a ver a Oma.
Jochen deposita el fardo en el suelo
al contestar. Lore observa detenidamente
al soldado, para ver su reacción.
—No vive muy lejos. Ya casi hemos
llegado. Nos está esperando.
El joven se detiene cerca de ella.
Demasiado cerca. Lore se aparta a un
lado y Peter se remueve entre sus
brazos. El joven extiende la mano hasta
tocar la puerta del jeep. Tiene las uñas
anchas y pálidas, húmedos los dedos.
—Yo sí tengo documentación. Aquí
tengo los papeles, mire. Necesitamos
que nos lleven, si disponen de sitio. Ya
estamos cerca de casa. Tenemos familia
que nos espera.
No para de arrastrar los pies sobre
el amarillento barro y prosigue con su
monólogo lento e insistente, las manos
registrando los bolsillos de su oscuro
traje. Lore no puede mirar al soldado,
necesita mantener los ojos fijos en el
joven. Se interpone entre él y los niños
sujetando a Peter contra su pecho, como
una voluminosa barrera.
—Yo tengo papeles. ¿Adónde se
dirigen? Si pudiéramos ir hasta Fulda
con ustedes, nos sería de gran ayuda.
Dejen que los encuentre… Perdimos la
otra documentación, ya saben cómo es
eso, pero yo conservo la mía. Aquí
tiene.
El joven lleva la tarjeta de identidad
envuelta en una hoja de papel gris,
gruesa y empapada. Se sube las mangas
y entrega el documento a los soldados.
Apoya los brazos, pálidos y delgados,
encima del jeep, al tiempo que prosigue
con su cháchara en voz baja mientras los
otros consultan entre sí.
—Cuanto más nos pudieran acercar,
mejor. Llevamos andando mucho tiempo,
ya saben. Así que si disponen de sitio…
Los chiquillos están cansados, como
pueden ver. Es lógico. No son muy
fuertes.
Se vuelve hacia Lore, sonríe y
asiente. Sus ojos son amistosos. Pálidos.
Lore advierte que los niños se acercan
un poco más a ella.
—¿De dónde venís?
El soldado se dirige al joven y él
extiende su brazo largo y desnudo,
señalando sus húmedos documentos.
—De Buchenwald. ¿Se dan cuenta?
Nos trasladaron a Buchenwald y
estuvimos allí hasta la liberación.
¿Comprenden?
—Sí, pero, ¿de dónde venís hoy, y
ayer, y el día anterior?
—Esta última semana hemos estado
viajando desde Nuremberg.
—Los cambios de domicilio están
terminantemente prohibidos. ¿No los
sabíais?
—No, no lo sabíamos. Lo sentimos.
—¿Dónde decís que tenéis una
abuela?
—En Hamburgo.
Jochen otra vez.
—Sí, en Hamburgo, pero también en
Hemmen. Ahora nos dirigimos a Fulda,
que no está lejos de Hemmen, como
puede deciros mi hermana.
—¿Sois todos hermanos?
—Sí.
—¿Y dónde están vuestros padres?
—Han muerto.
El joven señala la tarjeta que el
soldado retiene entre sus manos.
—Lo entiende usted, ¿verdad? Ése
es el motivo de que tengamos que ir con
Oma.
De su boca no paran de salir
mentiras. A Lore se le aceleran los
latidos del corazón. Los niños guardan
silencio, la observan. Los soldados
consultan entre sí. El joven no ha vuelto
a mirarla. Ahora ha dejado de hablar,
pero todavía está agitado, respira por la
boca. La lluvia cae con más fuerza,
golpetea contra la lona del techo del
jeep. Jochen se calienta las manos en el
metal mojado y caliente del capó.
Los soldados devuelven el trozo
cuadrado de papel gris. Uno de ellos
baja y, en la parte trasera, levanta la
lona. Les indica que suban y el joven
empieza de nuevo su monólogo.
—Muchas gracias, son ustedes muy
amables. Estamos cansados, ya lo ve.
Vamos, chicos.
El soldado ayuda a Liesel a salir de
la cuneta y llama por señas a Jüri al otro
lado del campo. Lore es consciente de
que los niños quieren subir al jeep. El
joven de Nuremberg aguarda de
puntillas apremiándoles para que suban.
Intenta captar la mirada de Lore. A ella
le duelen los brazos con el peso de
Peter. Él sabe donde nos encontramos
ahora. Fulda conduce a Kassel, de ahí a
Gotinga y después viene Hannover, que
está en la dirección de Hamburgo. No
confía en ese joven. No quiere continuar
con la comedia de que es hermano suyo.
Las mentiras conducen a otras mentiras.
Es difícil seguirles la pista. Se siente
cansada. Él no puede hacernos nada
mientras los americanos estén aquí.
Lore ayuda a Liesel a subir al jeep y
le entrega a Peter. Luego empuja a Jüri
bajo la lona y ella sube detrás de
Jochen. El joven le tiende la bolsa y el
fardo, después sube de un salto y se
sienta en el suelo. El soldado ata la lona
y todos quedan protegidos de la lluvia,
envueltos en la oscuridad y de nuevo en
movimiento.

El joven camina delante, en la


oscuridad, y los niños le siguen. A Lore
le duelen los brazos de acarrear a Peter.
Sus pasos resuenan sobre la ancha
carretera cubierta de gravilla. Caminan
durante una hora, tal vez un poco más,
luego abandonan la carretera y entran en
otra más estrecha, de superficie más
tosca. Desde que a Lore se le han
secado las botas, le comprimen los pies.
Además, han comido chocolate
estadounidense por la tarde y el
estómago le duele, las rodillas se le
doblan. Si nos detenemos, es posible
que él siga su camino. Por un momento
imagina que el joven desaparece en la
oscuridad, sin embargo, en vez de
calmarla esto la intranquiliza. Ha
mirado el mapa de los americanos, así
que sabe donde nos encontramos. Lore
necesita acostarse un rato.
—Tenemos que parar.
El joven se vuelve con brusquedad,
como si se le hubiese olvidado que iban
detrás. Se queda de pie y la mira
brevemente de soslayo, luego sube la
pendiente para salir de la carretera y
penetra en el campo. Los niños le siguen
y se quedan quietos, sin decir nada,
mientras el joven se envuelve con la
chaqueta apretada y se tiende para
dormir entre los arbustos. Lore se
balancea con Peter dormido en brazos.
Liesel se sienta en el suelo y empieza a
llorar. Tiene hambre. Lore le ordena que
calle. Los gemelos le preguntan cuánto
tardarán en llegar a Hamburgo. ¿Será
ésta la última noche que pasen al raso?
También les ordena que se callen. Nota
sudor en el labio superior, en el cuero
cabelludo, dolor en los omóplatos.
Necesita descansar.
Mientras extienden los
impermeables, en voz baja vuelve a
contar a los gemelos cosas de la casa de
Oma. De los castaños en el jardín, de
los curvados herrajes negros en la verja.
Lore siente que la sangre se acumula en
su cabeza, que le nubla y calienta los
ojos. No puede acordarse de los
nombres de las criadas de Oma, sólo de
las tartas que hacían. Le pide a Liesel
que continúe pero ésta calla mientras
desliza los dedos sobre la superficie
irregular del inicio de cabello en lo alto
de la cabeza. El joven permanece
tendido entre los arbustos, pero Lore
sabe que no duerme, que los está
escuchando.
Peter llora cuando lo deposita en el
suelo y se niega a callar. Los brazos le
pesan como plomo, las muñecas y los
dedos le arden. Deja que el pequeño
llore. Más tarde se despierta y a su lado
descubre a Liesel acunándolo. Vuelve a
dormirse, nota el suelo debajo de su
cuerpo: frío e irregular, una presión
angulosa en las costillas.

Amanece. Lore vuelve a cerrar los ojos


ante el bajo sol. El joven se agacha a su
lado, el cerco negro del sombrero y la
cara en sombras. Le dice que va en
busca de comida para ellos. A Lore le
duele la cabeza. Mantiene los párpados
cerrados y le contesta que no les queda
dinero. Nota que Liesel se vuelve a
mirarla, pero su hermana guarda
silencio. El joven dice que sería de gran
ayuda si pudiera llevarse a Peter. Lore
se levanta, arrastra consigo las mantas,
coge al pequeño de entre los brazos de
Liesel y vuelve a acostarse. Peter llora y
da pataditas junto a ella, furioso y
hambriento. Lore observa cómo el joven
se aleja y vuelve a dormirse. El corazón
le late con fuerza, le duele contra las
paredes del pecho.
Cuando se despierta, Peter ha
desaparecido y también los gemelos.
Liesel está sentada a unos metros de
distancia, vigilando la carretera.
—Fue idea de Jochen. Lo cogieron y
se marcharon para dar alcance al joven.
Lore se levanta, tambaleante. La
carretera está vacía y el sol ya alto en el
cielo. El aire le enfría el sudor en el
cabello, en la espalda; un agudo latido
en el cráneo. Golpea a Liesel y ésta le
da un empujón. Lore cae de espaldas y
Liesel la patea en las piernas. El tacón
de la bota es muy duro contra sus
espinillas.
—La gente siempre da comida para
Peter.
—Nos lo va a quitar.
—¿Por qué no le entregaste las joyas
de Mutti?
—No habría vuelto. Las hubiese
robado. Ahora se llevará a Peter.
—Los gemelos no se lo consentirían.
—¿Y ellos qué podrían hacer para
impedirlo?
Lore le grita a su hermana. También
Liesel le grita. Luego Lore se queda un
rato vigilando la carretera, pero se ve
obligada a tumbarse de nuevo. La hierba
contra las orejas, el paisaje fluctuante.
Se despierta de nuevo. Y al cabo de
un rato se despierta otra vez. Pero ellos
siguen sin regresar. Liesel está pendiente
de la carretera; Lore suda y tirita bajo
las mantas.

A última hora de la tarde, Jochen le da


unas gachas de avena envueltas en un
trapo limpio y ella come. De los
americanos han conseguido unas latas de
carne, pan y unos tarros de leche
condensada. Peter ha comido y está
sentado al lado de Lore, sonriente. La
piel de sus mejillas sigue roja y
cuarteada. El joven abre una lata con
una piedra. Los gemelos le llaman
Thomas. Dice que han encontrado un
sitio para quedarse, no lejos de allí.

Cierran los postigos del pajar y obtienen


la oscuridad suficiente que les permita
dormir. Peter gimotea sobre la paja y
Liesel aplasta un poco de pan, formando
una bola para que pueda chuparla. Entre
las tablas del techo brillan estrechas
franjas de luz y sombra a medida que el
pálido cielo oscurece.
Los gemelos comparten una manta,
Lore yace debajo de otra, con Peter y
Liesel a su lado, mientras un dolor
ardiente se concentra detrás de sus ojos.
Thomas se encuentra apartado del grupo,
cerca de la pared. Descansa la cabeza
contra una viga, pero Lore sabe que no
está durmiendo. Le vigila manteniendo
los ojos abiertos mientras puede. El
pajar da brincos y fluctúa ante ella, y
entonces se duerme.
Es de noche, Thomas enciende
cerillas en su rincón, junto a la pared.
Las mantiene encendidas un breve
momento y Lore le observa. Es una
sombra contra las vigas. Las manos
curvadas en torno a la llama, rígidos el
cuello y los hombros. No mira a su
alrededor. La tercera vez, Jüri llama a
Mutti. Thomas apaga la cerilla y se
acuesta. Nadie habla. Lore vuelve a
dormirse y al cabo de poco Thomas
enciende otra cerilla. Esta pauta
continúa hasta que el cielo muestra su
luz a través de las tablas del techo.
Entonces Lore se sienta y Thomas se
tumba a dormir.

El sol calienta el cabello y los brazos de


Lore. El dolor de cabeza aún persiste,
pero no con tanta intensidad y ella ha
salido, de nuevo, a la carga.
Liesel no quiere quitarse los
calcetines. Las ampollas le han estallado
y la sangre se ha endurecido. Lore
despega la negra lana de la piel
levantada, pero las llagas se abren.
Liesel grita y Lore la obliga a mojarse
los pies en el arroyo. El agua ablanda la
sangre seca y los calcetines se separan
con mayor facilidad. Liesel tiene los
pies en carne viva y los dedos
hinchados, pero su hermana los lava
suavemente, con agua fría. Luego la
pequeña se tumba de espaldas y
mantiene los pies limpios en alto para
que les dé el sol. Dice que eso ayudará a
que curen más rápido y Lore se ríe.
Peter duerme en la hierba junto a la
orilla y Lore camina dentro del agua. Se
agacha en la corriente poco profunda y
disfruta con el roce del líquido sobre su
reseca piel. Se quita la ropa debajo del
agua y limpia el sudor y la enfermedad
del vestido. Se siente como atontada,
todavía un poco débil. Hambrienta. Echa
un vistazo al granero, al grupo de
árboles que hay allí cerca. Puede ver a
los gemelos, se persiguen alrededor del
edificio. Thomas está entre los árboles,
de espaldas a ellas, recogiendo leña.
Lore sale del agua, desnuda, y se pone
las prendas mojadas. Se las abrocha con
rapidez, vuelta de espaldas al granero.
Sale a la orilla, cuelga la ropa interior
de los arbustos y empieza el resto de la
colada. Liesel se pone en cuclillas a su
lado, junto al rompiente del agua.
—Thomas asegura que es peligroso
hablar de Hamburgo.
—¿Cuándo ha dicho eso?
—Ayer, mientras dormías.
—¿Y cómo sabe él lo de Hamburgo?
—Le dije que Mutti y Vati nos
esperan allí y él me dijo que no
debíamos hablarle a la gente de
Hamburgo, porque no nos está permitido
cruzar la frontera.
—¿Qué frontera?
—La de la zona británica. Hamburgo
se encuentra allí. Ahora estamos en la
zona de los norteamericanos. Y también
hay una zona rusa y otra francesa.
—Eso ya lo sé, tonta. No le
contarías nada de lo del campo de
refugiados, ¿verdad?
—¡No! Le dije que Mutti estaba en
Hamburgo. No soy una estúpida, Lore.
—Restriega más fuerte, Liesel. Mira
cómo lo hago yo. Ves, todavía está
sucio.
—De todos modos, eso es una
mentira. Y Mutti siempre dice que no
debemos mentir.
—Ahora las cosas han cambiado,
Liesel. Así de sencillo… Todo ha
cambiado.
El dolor vuelve a hacer acto de
presencia detrás de sus ojos.
—Pero Thomas es alemán. ¿Por qué
debemos mentir a los alemanes también?
—No le conocemos. Sólo hay que
hablar con gente a la que conozcamos.
—Yo le conozco. Pienso que es
bueno. Nos está ayudando… Nos trajo
comida cuando estabas enferma en el
granero. Y asegura que puede ayudarnos
a llegar a la frontera. Dice que es
peligroso que vayamos solos.
—¿Y él qué sabrá? Mutti no nos
habría ordenado que viajáramos a
Hamburgo si fuese peligroso, ¿no crees?
Es de tontos decir estas cosas.
Acércame tus calcetines. Hay que
lavarlos también.
Liesel camina con movimientos
estrafalarios apoyándose sobre los
laterales de la planta de los pies para
proteger las ampollas.
—Thomas dice que los rusos nos
odian. Que todos los enemigos nos
odian. Que no confían en nosotros y que
por eso no existe ninguna Alemania
ahora. Sólo zonas. ¿Es eso cierto, Lore?
—No quiero seguir escuchándote,
Liesel. Así que puedes callarte ya.
Los destellos del agua le producen
escozor en los ojos.
—También dice que castigarán a
todo el mundo. Sobre todo a los
hombres. ¿A Vati lo van a castigar?
—¿Qué le has contado de Vati?
—Nada.
—¿Anneliese?
—Le dije que estaba en Hamburgo,
con Oma. Es lo que tú me aseguraste.
—¿Seguro que no le has dicho nada
más?
Lore pellizca con fuerza la piel del
dorso de la mano de su hermana hasta
que la zona adquiere una tonalidad azul.
—¡Ay! ¡Lore! ¡Yo no he hecho nada
malo! Thomas quiso saber dónde
estaban Mutti y Vati y yo le respondí que
en Hamburgo. Que íbamos a quedarnos
en casa de Oma, tal como tú nos dijiste.
No le he contado nada más.
Lore suelta la mano de Liesel y
aparta el sudor de sus ojos.
—No le harán daño a Vati, ¿verdad?
—No, claro que no. Vati está a
salvo. Y ya basta. No volveremos a
hablar de esto nunca más.
Cada una lava la sangre de un
calcetín y luego los tienden para que se
sequen.

Thomas insiste en que no deben


continuar el viaje hasta que Lore se
encuentre del todo bien. Los niños
disfrutan de los dos días de descanso y
nadan en el arroyo, pero Lore está
intranquila. Vigila a Thomas todo el
tiempo y se pregunta qué sabrá él de las
represalias. Espera las preguntas sobre
Mutti, Oma, Hamburgo o Vati, pero las
preguntas no llegan. Thomas se da
cuenta de que ella le observa, asiente
con una inclinación de cabeza, medio
sonríe, y Lore no consigue ver la
expresión de sus ojos.
Al tercer día, poco después del
amanecer, Lore comprueba que Thomas
está durmiendo, a continuación saca las
fotografías de Vati de la bolsa y se
interna entre los árboles, detrás del
granero. Con las manos excava un hoyo
y las entierra tan hondo como puede.
Aprieta firmemente la dura tierra con el
tacón y disimula el sitio mediante
ramitas y hojas. Después corre entre los
árboles para confundir sus huellas, y
antes de regresar al granero toma la
precaución de lavarse las manos en el
arroyo.
Thomas todavía duerme en su
rincón, de espaldas a la pared. Lore
vuelve a acostarse junto a sus hermanos
y tira de la manta para cubrirse los
brazos. Ha adquirido la seguridad de
que nadie podrá encontrar las
fotografías, pero aun así no consigue que
se le cierren los ojos.
Hace media hora que han cambiado de
dirección, tan pronto como el río surgió
ante sus ojos. Todavía se dirigen hacia
allí, pero ya no en línea recta. Se
aproximan a la ancha corriente de agua
en diagonal. Caminan a lo largo del río
al mismo tiempo que hacia él,
retrasando la necesidad de cruzarlo. Las
hierbas están crecidas y el suelo es
irregular; caminan como si ya lo
estuvieran vadeando.
Allí al frente, a medio kilómetro, hay
un puente. Los pilares de piedra todavía
sobresalen del lento curso del río, pero
no hay nada que los conecte. Lo
dinamitaron y los restos fueron
arrastrados por la corriente. Al otro
lado del río se divisa un cráter lleno de
agua y la carretera aparece cuarteada,
llena de agujeros también. Una
excavadora ha dejado profundas huellas
en el barro de la orilla, que ha adquirido
la misma dureza que la piedra al secarse
con el calor del verano.
Caminan en silencio a lo largo del
río, por debajo del muro de protección
contra las inundaciones, casi a nivel del
agua. Las protecciones del río han
sufrido daños con la guerra y el terreno
se ha vuelto cenagoso. El agua se filtra a
través de los agujeros de las botas.
Thomas acarrea la bolsa, Liesel lleva a
Peter y Lore el fardo atado a la espalda.
Los gemelos caminan tras ella. Escucha
el chapoteo de sus botas marcando el
compás al mismo ritmo que ella.
Salen a la carretera, que sube
empinada hacia el puente. Los gemelos
corren hasta lo alto y se detienen al
borde, donde la vía se interrumpe con
brusquedad. Unos retorcidos dedos de
metal sobresalen de la piedra
bombardeada. Los muchachos se tienden
boca abajo, la cabeza colgando por el
borde, y gritan contra el agua. Sus risas
resuenan al chocar contra los pilares de
piedra. Thomas se detiene también.
Regresa junto a Lore y al pasar cerca de
Liesel le coge al pequeño. La chiquilla
trota para reunirse con sus hermanos.
—Si han bombardeado este puente,
significa que habrán derribado otros
muchos. Imagino que todos los que
podamos encontrar en un día o dos de
marcha.
Lore le coge a Peter y los gemelos
corren carretera abajo.
—¿Habrá que cruzarlo a nado,
Thomas? Desde arriba se puede ver el
fondo.
—No es muy profundo.
—¿Habéis visto el fondo?
Thomas baja hasta la orilla. Lore se
pone en cuclillas para aliviar la espalda
y sienta a Peter frente a ella. El río es
bastante ancho. Unos cuarenta metros.
—No quiero nadar al otro lado,
Lore.
—Lo sé, Liesel.
—No es muy hondo. Díselo, Lore.
Desde arriba, en la carretera, se podía
ver el fondo.
—Aun así, no quiero.
Thomas los llama para que bajen.
Lore puede ver el fondo del río, el agua
por lo menos llegará hasta el pecho. Por
encima de la cabeza a los gemelos. Cada
pilar tiene una base ancha que forma una
repisa a un metro por debajo del agua.
Thomas le indica por señas a Lore que
se acerque a la orilla.
—Podemos nadar entre un pilar y el
siguiente, y descansar en las repisas.
—Es demasiado profundo.
—Podríamos hacerlo por etapas.
—No quiero, Lore.
—Sólo hay unos cuatro metros entre
los pilares.
—¡Es muy fácil! ¡Sólo cuatro
metros!
—Cállate, Jochen.
Thomas se aproxima a Lore y ésta
saca pecho.
—Se mojarán nuestras cosas.
—Pero hace calor. Al llegar al otro
lado podemos secarlas. Encenderemos
un fuego y acamparemos allí para pasar
la noche.
—Los bultos pesan demasiado.
Lore vuelve a ponerse en cuclillas,
cambia el peso del fardo sobre los
hombros. Thomas empieza a caminar
por el borde del río recogiendo restos
de madera que el agua ha arrojado a la
orilla. Los muchachos se le unen.
—Sólo trozos grandes, dos veces el
tamaño de éste… Tendríamos que
caminar muchos kilómetros para
encontrar otro puente. Y, en caso de
encontrar alguno, lo más probable es
que estuviera como ése. Podríamos
perder un día o dos, incluso puede que
más.
—¿Y una barca?
—¿Qué barca? Sin duda
perderíamos más tiempo esperando a
que aparezca una barca.
Junto a Lore, contrariada, Liesel da
una patada en el suelo.
—¿Y cómo vamos a pasar a Peter?
—Lo llevaré yo. Me lo atáis a la
espalda y yo nado con él. Es muy
sencillo.
—No.
Thomas junta varios trozos de
madera y los ata para formar una
especie de armazón. Una esquina con un
pañuelo, otra con su camisa, la tercera
con la camiseta de Jochen. Luego saca
una de las medias de Liesel de la bolsa
y ata la última esquina. Coloca la bolsa
en el centro y deposita el armazón sobre
el agua. Flota. La bolsa se comba en el
centro, y en uno de los extremos es más
pesada que en el otro, pero consigue
mantenerse en la superficie. Thomas ata
el extremo de la otra media de Liesel en
una de las esquinas.
—Así podré tirar de la balsa, ¿veis?
Primero llevaremos esta bolsa al otro
lado, luego yo vuelvo y me llevo el
fardo.
Lore no le mira. Observa cómo la
carretera se aleja serpenteando al otro
lado del río.
—Esto nos llevará media hora.
Podremos secar nuestras ropas y
caminar un poco al atardecer.
Lore tira del nudo con que sujeta el
fardo a su espalda.
—O quedarnos allí a pasar la noche.
—A Peter lo llevo yo, no tú.
—Como quieras.
Thomas se quita las botas y ata
juntos los cordones. Luego se las cuelga
del cuello, se abrocha la chaqueta y se
mete en el agua junto con su armazón
flotante. Cuando el agua le llega a la
cintura empieza a nadar y, sujetando la
media entre los dientes, tira de la bolsa
hasta el primer pilar. Al llegar allí se
pone en pie sobre la repisa,
sobresaliendo del agua, tira del
armazón. Se vuelve hacia ellos y les
saluda con la mano. La manga chorrea
agua formando un arco y los gemelos
estallan en risotadas al tiempo que le
devuelven el saludo. Acto seguido echan
a correr hacia el agua, pero Lore les
ordena que regresen.
—Sí, esperad. Voy a cruzar yo
primero y luego vuelvo para ayudaros.
Dicho esto, Thomas baja del pilar,
se sumerge en el agua y nada hasta la
siguiente repisa. Los muchachos se
sientan en cuclillas al borde del río,
atentos, y se atan los cordones de las
botas, tal como le han visto hacer a
Thomas. Lore aprieta la mano de Liesel
y le indica que se quite las botas
también.
Thomas ha superado ya más de la
mitad del río. Todavía está nadando. No
ha vuelto a mirar hacia atrás y Lore se
pregunta distraída si regresará para
ayudarles. Calcula lo que hay en la
bolsa. Comida y ropa. La última lata de
carne. Pero no hay dinero ni nada de
valor. No será una gran pérdida. Al
llegar a la otra orilla, Thomas sale del
agua y arrastra la bolsa tras él. No se
vuelve a mirar hacia atrás y tampoco
saluda. Sigue subiendo hasta la carretera
y desaparece de la vista. Los gemelos se
levantan y se vuelven hacia Lore. Ella se
encoge de hombros y mentalmente
efectúa una lista. La lata de carne, media
hogaza de pan, tres mantas y el abrigo de
Liesel. Todavía conserva los
impermeables, dos mantas, los abrigos
de los gemelos, la chaqueta de Peter, el
broche de Mutti, el dinero… Nada de
comida.
Thomas vuelve a bajar desde la
carretera y se interna en el río. Lleva
consigo el armazón, pero no la bolsa ni
su chaqueta. El pecho le brilla pálido
contra el color marrón de la orilla del
río. Les saluda y empieza a nadar, y en
la travesía de regreso tan sólo se detiene
en el pilar de en medio. Empuja la balsa
ante sí sobre el agua y, a pesar de que no
pueden oírle, les habla mientras nada.
Su piel reluce en las lóbregas aguas y
mueve los omóplatos como si fueran
alas puntiagudas.
—Hay un buen sitio para encender
una hoguera no lejos de la orilla. De
todos modos, he tendido las mantas y
demás cosas en los arbustos para que se
sequen. No será difícil con este sol. No
se han mojado demasiado. Además, hay
mucha leña por allí.
Llega jadeante, la piel verdosa. Se
acuclilla en la orilla y respira hondo
mientras Lore y Liesel envuelven el
fardo con los impermeables. Los
gemelos se quitan la camisa y la
embuten dentro de los calzoncillos. Las
botas les bambolean ya del cuello. Lore
coge la manta más delgada y la rasga en
dos. Sostiene a Peter contra el pecho y
Liesel ata la manta alrededor de los dos.
Thomas se pone en pie.
—Deberías atártelo a la espalda, así
estará fuera del agua cuando nades.
—Nadaré de espaldas.
Lore ata la otra mitad de la manta en
torno a sí y la anuda con fuerza
alrededor del pecho de Peter. Los
brazos del pequeño quedan
inmovilizados debajo de la manta y
mientras bajan a la orilla no para de
protestar y patalear. Los gemelos
colocan el fardo en el centro del
armazón. Thomas comprueba los nudos
y dice a los muchachos que lo arrastren
entre los dos. Que él ayudará a Lore y a
Peter. Pero ésta le contesta que mejor
ayude a Liesel.
Los gemelos son los primeros en
iniciar la travesía. Nadan seguros y
serios hasta el primer pilar. Al llegar
allí, Jüri sube sobre la repisa y les
saluda. Jochen patalea dentro del agua y
ríe. Lore les devuelve el saludo y
Thomas aplaude. Parten hacia el
siguiente pilar.
Liesel permite que Thomas la coja
de la mano y la ayude a entrar en el río.
Se vuelve a mirar a Lore, pero continúa
andando hasta que el agua le llega a la
cintura.
—¡Está fría, Lore!
—No pasa nada.
La niña se desliza sobre el agua y
nada, chillando y chapoteando. Thomas
nada a su lado y las brazadas de ella se
apaciguan. Saluda con la mano cuando
llega al primer pilar. Lore observa que
está sonriendo.
Los gemelos todavía están cruzando,
aunque han superado ya la mitad del río,
deteniéndose en cada pilar. Encorvan
los hombros por encima de las orejas a
causa del frío pero vuelven a saltar al
agua, tirando del fardo entre los dos.
Lore se ata las botas alrededor de la
cintura y entra en el río. Thomas ayuda a
Liesel a subir a la repisa del segundo
pilar y él se mantiene en el agua.
—¡Retrocede y espérame! Vendré
por vosotros en cuanto termine con los
demás.
Lore no le hace caso y sigue
internándose en el agua. Peter se
revuelve sobre su estómago, incómodo
con las ataduras de la manta. Intenta
mirarla a la cara y la suave cabeza
presiona contra la barbilla de ella.
Respira jadeante. Lore le estrecha entre
sus brazos temiendo que se le vaya a
escurrir a pesar de haberle atado
fuertemente. El lecho del río pasa de los
agudos guijarros al blando lodo, sedoso
contra sus pies, y caliente si lo compara
con el agua. Lore se hunde en el limo
hasta los tobillos. Nota el agua densa
alrededor de los muslos y con pasos
rápidos se interna todavía más.
Nota el agua más fría, ahora que ha
salido de la parte menos profunda. Los
huesos de los tobillos le duelen y el
estómago se le encoge, se contrae como
si quisiera apartarse del agua. El suave
tirón de la corriente le dobla las
rodillas. Cuando los pies de Peter rozan
el agua, el pequeño chilla y patalea.
Salpicaduras heladas brillan contra el
sol. Lore ve que Thomas nada hacia
ellos. Ha dejado a Liesel en el pilar y le
grita que regrese a la orilla. Lore se
vuelve de espaldas a él y se tiende sobre
el agua, manteniendo los brazos
alrededor de Peter mientras se da
impulso con las piernas.
De repente, el frío del agua le vacía
de aire los pulmones. Las botas, muchos
más pesadas al llenarse de agua, la
arrastran de la cintura. Extiende los
brazos para mantener el torso a flote,
pero ya es demasiado tarde, y arrastra
consigo a Peter bajo el agua.
Cuando vuelven a salir a la
superficie, el pequeño está chillando,
rígido contra su pecho, tensando los
bracitos para liberarse de las mantas.
Lore percibe el sabor de la arenilla del
río en la boca. No toca el fondo. La
cabeza de Peter vuelve a estar bajo el
agua. Lore patalea, empuja los brazos
para recuperar el equilibrio, tose y se
tiende de espaldas sobre el agua. Oye
los chillidos de Peter a través del muro
de agua, como hielo en torno al cuello.
Las botas le golpean fuertemente los
muslos al impulsar las piernas contra la
corriente. Peter tiene la cabeza fuera del
agua, pero su cuerpo sigue dentro del
frío río, atado al de ella. Entonces el
agua penetra de nuevo en la boca de
Lore y se hunde otra vez.
Thomas nada por debajo de los dos,
introduce ambos brazos bajo las axilas
de la muchacha y tira de ella fuera del
agua, junto con Peter. Lore sufre varias
arcadas, quiere gritar. Thomas la empuja
sobre la repisa y sus fríos huesos
entrechocan con las piedras. Se pone en
pie fuera del agua y Thomas desata las
tiras de manta. No está enfadado, como
temía ella. Peter continúa chillando,
pero ahora con lágrimas en los ojos, y
ya no está tan rígido. En cuanto le
sueltan los brazos, se iza sobre el pecho
de Lore y entierra la cara en su cuello.
Liesel aguarda de pie sobre el siguiente
pilar, observándoles, rodeando la
columna con ambos brazos. Los
muchachos han llegado ya al otro lado
del río y les están mirando. Thomas les
grita que enciendan una hoguera y a
Liesel que espere a que lleguen a su
lado. La niña asiente, temblorosa y en
silencio.
Thomas aparta a Peter del pecho de
su hermana y el pequeño estalla de
nuevo en chillidos, los puños y los pies
atacando al aire con furia. Pero Thomas
vuelve a colocarlo sobre los hombros de
Lore, en lo alto, de modo que pueda
aferrarse con las manos al cuello. A
continuación retuerce las chorreantes
mantas dentro del río y las ata en torno
al pequeño y al pecho de Lore. Al
tensarlas, Peter protesta, pero ella no
dice nada. Después de comprobar los
nudos, se cuelga las botas de Lore en
torno al cuello y vuelve a deslizarse
dentro del agua. Tiende las manos hacia
ellos.
—¿Listos?
Lore vacila, fija la mirada en el
brazo tendido, en la mancha azulada
bajo la pálida piel: el tatuaje a medio
camino entre la muñeca y el codo.
Números. Borrosos. Como si el agua del
río se hubiera filtrado bajo la piel y la
tinta se hubiera corrido. Thomas la coge
de la mano y Lore se sienta obediente en
la repisa, dentro del agua. Peter se le
agarra al cuello, pero se muestra
tranquilo. Thomas la suelta para que ella
se deslice dentro del río y nada con ella
hasta el siguiente pilar. Peter respira
jadeante junto al oído de su hermana.
Thomas les sonríe para darles ánimos.
Liesel la ayuda a subir a la repisa y
descansan unos minutos en silencio,
mientras Thomas patalea en el agua a su
lado. Luego nadan todos juntos. Cuando
llegan al último pilar, saludan con la
mano a Jüri, que les aguarda en la orilla.
—¡Hemos encendido una hoguera!
Señala con gestos hacia lo alto de la
pendiente. Antes de llegar a la orilla,
Peter empieza a llorar otra vez, pero ya
no está irritado; llora de frío. Salen del
agua. Liesel tiene los labios perfilados
de azul y Lore nota las piedras debajo
de los pies. Ninguno de ellos puede
desatar los nudos de las mantas de Peter.
Hasta Jüri tiene los dedos debilitados
por el frío. Suben todos juntos la
pendiente hasta la carretera. Al otro
lado, en una hondonada, sus mantas y sus
prendas están tendidas encima de los
arbustos para que se sequen y Jochen
está en el centro, alimentando el fuego.
A golpes, con una piedra afilada, ha
abierto la última lata y ha cortado la
hogaza a rebanadas, que tuesta sobre
unas piedras planas alrededor de la
hoguera.
—El pan se humedeció en la bolsa.

A Lore la despiertan los murmullos de


los gemelos al otro lado del fuego.
Liesel y Peter duermen junto a ella, y
siente que el brillo de las ascuas le
calienta las mejillas. Permanece tendida
en silencio, escuchando a sus hermanos,
identificando sus voces. Los murmullos
de Jüri tienen un tono agudo, contenido;
los de Jochen son más audaces. La
tercera voz, queda, contenida, pertenece
a Thomas.
—Estuve por el este antes, cuando
ellos todavía combatían.
—¿Quiénes? ¿Los yanquis o los
rusos?
—Los rusos. Hacia el este pasé por
un bosque que estaba atestado de
soldados rusos.
Thomas señala el oscuro horizonte,
su brazo una sombra irregular contra la
noche azulada.
—¿Y les disparaste?
—No, no tenía armas.
—Yo tendré una, cuando sea
soldado.
—¿Pero luchaste con ellos?
—Iban armados, así que tuve que
esconderme para que no me vieran.
—¿Y te encontraron?
—No… Los rusos robaban montones
de cosas en las aldeas, pero luego las
tiraban. En aquel bosque conseguí este
traje.
—¿Y qué hiciste después?
—Por la noche, cuando dejaron de
disparar, huí de nuevo a la zona
americana.
—¿Por qué huiste? Yo les habría
robado un fusil mientras dormían.
—Es mejor mantenerse alejado de
los rusos… Además, cuando llegué a la
zona americana me dijeron que la guerra
se había acabado. Yo ya lo sabía. Desde
hacía varias semanas. Cuando llegaron
los rusos, todo se acabó.
Lore ordena a los gemelos que se
duerman. Los muchachos permanecen
acostados en silencio, pero Thomas se
tapa con la manta y no para de moverse.
Lore cierra los ojos y escucha los
movimientos del joven. Al cabo de unos
minutos, éste se incorpora y pone más
leña sobre las ascuas, luego sopla para
que prendan las llamas. Después se
aparta de los gemelos y apoya la
espalda contra el tronco de un árbol, a
poco más de un metro de donde yace
Lore.
Ésta se despierta en cuanto los
pájaros empiezan a cantar. El cielo
todavía está oscuro, pero el fuego se ha
apagado. Thomas está despierto, junto al
árbol.
Cuando Lore vuelve a despertar,
tiene el cabello mojado por el rocío y
Peter está temblando. Hay luz en el
lejano horizonte. Mira hacia el árbol y
descubre que Thomas se ha dormido. Ha
resbalado hasta el suelo y el brazo,
tendido sobre la húmeda hierba,
próximo a su cuerpo, sobresale pálido y
delgado de la manga. Lore distingue otra
vez el tatuaje, así como las prominentes
venas que bajan desde el codo hasta la
muñeca. Rueda en silencio sobre sí
misma, fuera del impermeable y por
encima del frío suelo, en dirección al
brazo extendido. No demasiado cerca;
no quiere despertar a Thomas. Sólo lo
necesario para examinar los oscuros
números marcados bajo su pálida piel.
Líneas azul verdosas, algunas perfiladas
por un rosa pálido. Pequeñas escamas
de piel muerta se separan de las
cicatrices que acaban de sanar. Lore
contiene la respiración mientras observa
a Thomas, temerosa de que cualquier
pequeño movimiento pueda despertarle.
Pero él sigue durmiendo, los ojos
bailándole debajo de los párpados,
mientras el amanecer se levanta poco a
poco.
Lore regresa rodando sobre el
impermeable y se queda tendida de
espaldas, cerca de Peter. El cielo
aparece dorado en los bordes y azul en
lo alto. La niebla se extiende como leche
sobre los campos.
En el pueblo, la gente les informa que
sin papeles nadie pasa al otro lado.
Tanto los británicos como los
americanos recorren en jeep la frontera
arriba y abajo. Si no tenéis papeles, os
obligarán a retroceder, les dicen. Si no
tenéis los papeles en regla os llevarán
de regreso al sitio de donde salisteis y
os meterán en la cárcel. Thomas
pregunta en qué consiste eso de no tener
los papeles en regla, pero nadie sabe
decírselo con seguridad; sólo cuentan lo
que ven.
Lore mendiga unas patatas. Thomas
enciende una hoguera junto al camino y
las entierra entre las ascuas. Esperan en
silencio, fija la mirada en las llamas.
Todavía es temprano, un gris amanecer,
y les aguarda la larga caminata de cada
día. Lore arranca con los dedos un trozo
de patata caliente para Peter y se quema.
Sopla para enfriar el tubérculo. Thomas
se come las pieles chamuscadas de su
ración y los gemelos le imitan,
tiznándose la cara con la ceniza caliente.
A Liesel vuelve a sangrarle la boca y no
quiere comer nada. Se frota las encías,
enseña a Lore los dedos húmedos y
rojos y se echa a llorar. Lore le da un
trozo de patata chamuscada y le dice que
coma; le promete que en el siguiente
pueblo conseguirán un poco de sal para
que se frote las heridas. También ella
tiene una úlcera en el labio inferior y se
la irrita frotándosela con la lengua, harta
de las quejas de su hermana.

Dentro de la barcaza está oscuro y, a


pesar de que el golpeteo del motor se ve
amortiguado por el carbón, sienten sus
vibraciones contra las piernas. El
barquero les proporciona unos sacos
deshilachados, para que se oculten en
caso de que lo registren en la frontera.
Se muestra inquieto por tener que llevar
a Peter, temeroso de que le dé por llorar.
Lore intuye que está cambiando de idea.
Thomas le habla con voz queda,
persistente, al tiempo que aprieta dentro
de su mano el broche de Mutti. El
barquero asiente, evita mirarle a los
ojos forzándose a mirar corriente arriba.
Luego les empuja abajo, a la bodega,
con las toscas manos que dejan manchas
de carbonilla sobre sus hombros.
La bodega está llena, la carga baja
en pendiente por los laterales y la proa.
Se arrastran a lo largo de las paredes de
la barcaza hasta donde no puedan verles
desde la escotilla. Lore abre la marcha,
con los cantos del carbón clavándosele
en las rodillas, y Liesel cogida de la
manga de su vestido, atemorizada por la
oscuridad y el ruido de la bodega.
Los gemelos se acuclillan al pie de
la pila, con Liesel agachada a su lado.
Lore se queda junto a Thomas, sujetando
a Peter sobre el estómago. Con la
escotilla cerrada están totalmente a
oscuras. No se filtra la más mínima luz.
Lore mira hacia la oscuridad abriendo
los ojos de par en par, pero no consigue
ver nada. De modo que se concentra en
escuchar a los otros en medio del ruido
ensordecedor. El movimiento de las
pequeñas botas de los gemelos sobre el
carbón, la jadeante respiración de
Liesel. Peter lloriquea un rato y luego se
queda callado, un peso tranquilizador
sobre el pecho de Lore. Percibe el brazo
de Thomas contra el suyo, la tosca lana
de la manga de su chaqueta le roza la
piel con cada respiración. Vuelve la
cara hacia él, pero sólo consigue ver la
negrura. El aliento del joven choca
cálido contra su barbilla. Húmedo, con
un leve olor a acidez. Con suavidad,
aproxima un poco más la cabeza hacia
él. Thomas contiene la respiración. Lore
se queda inmóvil y él empieza de nuevo
a respirar.
El barquero insiste en que no puede
correr riesgos y les pide que se vayan.
Se disculpa una y otra vez, desata el
pañuelo con que había envuelto el
broche de Mutti. Dice que al menos
ahora están más cerca, sólo a media
hora de la frontera. No para de hablar,
de moverse; les da unas rebanadas del
pan que ha hecho su mujer, carbón para
que hagan fuego.
Los niños parpadean bajo el sol de
media tarde, soñolientos por las horas
que han pasado en la oscuridad,
sacudiéndose el polvo negro de las
manos y las rodillas. Peter llora y tose y
ellos se despiden. Lore lo lleva en
brazos y encabeza el grupo, furiosa,
pateando el suelo al andar. El día se ha
echado a perder, las horas de oscuridad
han sido enervantes. Thomas avanza
encorvado y sucio bajo la luz del
atardecer. Evita mirarle a la cara; no le
gusta pensar en que haya estado
recostada tan cerca de él. Pronto tendrán
que acampar, pero primero quiere
acercarse todo lo posible a casa.
Camina paralela al río, siguiendo las
instrucciones del barquero, apresurando
el paso siempre hacia el norte.

—Nuestra madre está con los


americanos.
Thomas asiente. Los niños se han
quedado rezagados. Lore nota las
piedras a través de la suela de las botas.
—En un campo de refugiados.
Dirigido por los americanos.
—Ya.
—No es una cárcel para criminales.
—Claro que no.
—No se lo digas a nadie, por favor.
Por si acaso…
Thomas asiente de nuevo. Pasan por
dos aldeas. Piden un poco de comida;
les dan leche para Peter y agua caliente
para que se laven. Lore encuentra un
trapo de colores vivos con el que Liesel
se envuelva la cabeza y Thomas se
afeita. Él y Lore vuelven a ir a la
cabeza.
—Yo estuve en la cárcel.
—¿Cuándo?
—Durante una buena temporada.
—¿Crees que a Mutti la retendrán
mucho tiempo?
—No lo sé. No conozco las cárceles
de los americanos.
—No es una cárcel, es un campo de
refugiados.
Descansan brevemente en la tercera
aldea, beben agua del pozo. A Jochen se
le ha despegado la suela de una de las
botas y, con cada paso, le suelta una
sacudida. Lore desgarra uno de los
pañales para hacer tiras de tela con las
que atársela. Luego prosiguen su
camino.
—¿Era rusa la cárcel donde
estuviste?
—No, alemana. Pero me fueron
trasladando. Estuve en distintas
cárceles, lugares a los que nos llevaban
para que hiciéramos trabajos forzados.
—¿En nuestras cárceles?
—Sí. Hasta que llegaron los
americanos.
De nuevo hace calor. Guardan
silencio durante un rato, cada uno
reflexionando acerca de lo que ha dicho
el otro. A Lore el sudor le resbala por la
espalda, por debajo del atado. Thomas
continúa con la chaqueta puesta. Tiene la
cara húmeda debajo del sombrero.
—¿Eres un delincuente?
Thomas ladea la cabeza, pero no
contesta.
—¿Qué fue lo que hiciste?
Sus mandíbulas se mueven para
formar lo que parece una sonrisa.
—¿Antes de ir a la cárcel?
Lore se encoge de hombros. Ahora
no quiere saberlo. Se vuelve hacia los
niños, que les siguen a cierta distancia,
consciente de que ha hablado
demasiado.
—Robaba a la gente. Dinero. Y
también el nombre.
Lore avanza al mismo paso que
Thomas, pero no hace ningún
comentario. Confía en que él no le
cuente nada más.
—¿Y qué ha sido de tu padre?
Lore se rezaga. Thomas continúa
caminando, no se vuelve a mirar hacia
atrás, pero también afloja la marcha. Los
pasos de los chicos suenan más fuerte,
más cerca, y Lore aguanta la cháchara de
Peter. Sigue los pasos de Thomas, fija la
mirada en sus tacones, manteniendo un
espacio vacío entre él y sus hermanos
mientras avanzan.

—Si os mando llamar, no digáis nada.


Dejad que hable yo. Seré vuestro
hermano. Nuestros padres están muertos.
Tanto nuestra madre como nuestro padre.
Sólo tenéis que darme la razón. Esta vez
podemos decir que nos dirigimos a
Hamburgo, pero es mejor que hable yo.
Si os preguntan algo, haced como que no
lo entendéis. Ya contestaré yo. Soy
vuestro hermano, recordadlo.
Thomas se adelanta hacia el control
de la frontera. Ellos se detienen y
esperan, ven que habla, gesticula,
vacila, habla otra vez. Saca los
documentos del bolsillo, se sube la
manga. Los soldados les observan a
ellos mientras Thomas habla, señala, se
encoge de hombros. Le devuelven los
documentos y él regresa a su lado. Mira
a Lore, niega con un movimiento de
cabeza, se disculpa. Les lleva de nuevo
a la carretera por el mismo camino que
han llegado. Una vez fuera del punto de
mira del control, atajan campo a través,
paralelos a la frontera.
Continúan caminando durante el
anochecer siguiendo el lindero de un
bosque. Cuando sale la luna, Thomas los
conduce entre los árboles. Parece que no
tenga la intención de detenerse. Hay un
momento en que Lore lo pierde de vista,
su traje negro se funde con la densa
oscuridad que les precede. Le llama,
acelera el paso. Los niños están
demasiado cansados para seguir su
marcha. Lore frunce los ojos en busca de
algún movimiento entre los arbustos, se
detiene, vuelve a llamar a Thomas. Se
queda inmóvil, percibe el ruido de
ramitas al quebrarse, de hojas que se
mueven bajo unas pisadas.
Lore llama de nuevo a Thomas y éste
le contesta. Se encuentran entre los
árboles.
Regresan juntos en busca de los
niños y deciden detenerse allí a pasar la
noche. Peter llora bajito hasta quedarse
dormido y Lore lo deja tranquilo.
Al otro lado del bosque se encuentran
con las vías del ferrocarril y siguen
caminando por los raíles. En todo el día
no se cruzan con ningún tren, pero a
última hora de la tarde llegan a una
pequeña estación que muestra los
estragos de un bombardeo. Los conejos
corren a sus anchas por los cráteres de
las bombas y de las dependencias sólo
queda el armazón, pero han reparado las
vías.
Hay varios grupos de hombres
reunidos en el andén. Todos son
delgados, como Thomas. Lore los
observa mientras éste habla con ellos. A
la mayoría les faltan algunos dientes y
tienen las mejillas hundidas; muñecas y
tobillos abultados al final de unas
extremidades largas y poco
desarrolladas. Unos dicen que esperarán
a que pase un tren. Otros comentan que
intentarán cruzar la frontera. Unos pocos
lo han intentado ya. Aseguran que la
mayoría de las veces les obligan a
retroceder, pero que puedes tener
suerte… Que mientras sigas por la
carretera no te dispararán. Peter se
despierta y empieza a llorar. Lore deja
de escuchar y acude a sentarse con los
niños. Ayuda a Jochen a anudarse las
tiras de tela en torno a la suela de la
bota.
Thomas se acerca presuroso,
alterado.
—Hemos entrado en la zona rusa.
Estamos al otro lado de la frontera.
Debimos de cruzarla en el bosque. Tal
vez durante la noche.
Agarra con fuerza el brazo de Lore.
—Hay que regresar al bosque.
Ahora mismo. Tenemos que seguir
caminando. Podremos dormir cuando se
haga de día y caminar de nuevo mañana
por la noche.
—Ahora no podemos seguir. Hemos
estado caminando todo el día. ¿Por qué
no nos quedamos a dormir aquí?
Thomas, por favor… No quiero dormir
otra noche al raso.
Thomas se lleva a Lore donde los
niños no puedan oírle. Le habla en
susurros. Está tan cerca de ella que el
ala de su sombrero le roza la cabeza.
Pero sus ojos miran en otra dirección:
hacia los hombres del andén, hacia los
árboles.
—Es más seguro caminar de noche.
Mucho más seguro.
—¿Por qué no esperamos a que
llegue un tren?
—A través del bosque podremos
llegar a la zona británica. Alejarnos de
los soldados.
—Pero estos hombres han dicho que
te disparan si te apartas de la carretera.
—Se referían sólo a si sales
corriendo de la carretera en el momento
en que te dispones a cruzar. Bastará con
que nos mantengamos alejados de los
soldados, de los rusos.
—Pero ¿no están apostados por
todos lados?
—No. Será suficiente con que
vayamos con cuidado.
—Creo que sería mejor esperar el
tren, Thomas.
—Vosotros no tenéis papeles. Sólo
yo llevo documentación y con eso no
basta. En el bosque hay sitios donde
esconderse, en la carretera, no.
Thomas observa a los hombres del
andén. Lore le mira las pestañas, la
palpitación intermitente bajo la piel.
—¿Son rusos esos hombres?
—No, son alemanes. La mayoría.
—¿Y por qué tienen este aspecto?
—Porque han estado prisioneros.
Alrededor de los ojos de Thomas la
piel es muy fina, casi azulada.
—¿En la misma cárcel que tú?
—No. Ellos eran soldados.
Los ojos de Thomas le examinan
fugazmente la cara, pero acto seguido se
vuelven hacia el bosque.
—Ni una palabra sobre esto,
¿entendido?
Lore asiente.
—Ya casi oscurece.
Thomas le suelta el brazo y Lore
llama a los niños, se coloca el fardo más
arriba, sobre los hombros. Caminan a lo
largo de las vías y en el trayecto de
regreso al bosque pasan por en medio de
la estación. Aquellos hombres se han
tendido en el andén dispuestos a dormir
bajo lo que queda del antiguo techo.
Sueltan unos ruidos agudos, jadeantes al
respirar, la boca abierta al aire de la
noche. Lore les observa por encima de
la oscura sombra del hombro de
Thomas. Fija la mirada en el hombre
que tiene más próximo en el andén: su
enorme cabeza está llena de cavidades y
la piel le cuelga floja. El techo de la
estación le protege de la luz de la luna y
Lore no consigue ver si tiene los ojos
abiertos o cerrados.
Cuando Thomas les permite
acostarse, llevan ya mucho rato
internados en el bosque. En los árboles,
Lore ve esqueletos de personas: las
raíces son las piernas, medio enterradas
en el suelo; las ramas son dedos que se
enredan en su pelo. Contempla la luna en
lo alto, a través de las negras hojas, y
siente la humedad de sus lágrimas en las
orejas. Estrecha a Peter contra su pecho
y presiona las frías manos contra la
cálida espalda del pequeño. Éste se
agita, pero no se despierta, y ella vuelve
a dormirse.
Llega un tren que debe llevarlos al
otro lado de la frontera. Guardan los
billetes en las carteras escolares, pero
los han doblado y vuelto a doblar tantas
veces que están muy gastados y se
rompen con facilidad. Lore los entrega
al revisor, que les obliga a tumbarse en
el suelo del vagón. A las personas que
iban tras ellos en la cola las obligan a
tumbarse encima. Lore siente la
osamenta de esta gente contra su piel.
Thomas les hace levantar antes de que
amanezca y vuelven a detenerse cuando
hay excesiva luz. La zona británica tiene
que estar en algún punto situado al
frente, más allá de los árboles. Thomas
está convencido de esto y continúa
tranquilizándoles mientras extiende los
impermeables para que se sienten. Ha
encontrado un pequeño barranco lleno
de arbustos, un sitio para ocultarse hasta
que oscurezca. Les indica que deben
sentarse separados unos de otros,
ocultos por la maleza, y luego camina
por la parte alta de la torrentera, para
comprobar si se les puede ver. A Liesel
le quita el pañuelo que lleva en la
cabeza, porque el color rojo resulta
demasiado visible entre las hojas.
Hay que estar muy quietos durante el
día, les dice Thomas. Tienen que
descansar, prepararse para la noche.
Lore escucha sus murmullos atenta a los
pequeños movimientos que se producen
entre la oscuridad de los arbustos
mientras Thomas habla. No consigue ver
a Liesel ni a los gemelos, ocultos por la
densa maleza que crece a su alrededor.
Los abedules están cubiertos de follaje,
un verde pálido que aletea a la más leve
brisa. El suelo del bosque está cubierto
de musgo blando y húmedo. Peter no
para de dormir apoyado contra el
hombro de Lore. Tiene hinchados los
párpados, de un color amarillo grisáceo,
y las venitas se transparentan azules a
través de la piel de las sienes. Con el
dedo, Lore le sigue la fina línea de los
pómulos, le acaricia la cabeza, nota su
cráneo tenso y duro bajo las yemas de
los dedos. Intenta recordar cuánto hace
que le dio de comer por última vez y
cierra los ojos contra la luz del día. Los
pájaros cantan, se concentran en lo alto
de los árboles. Está soñolienta. Fría y
paralizada. La falda se empapa con la
húmeda tierra. Y entonces, a través de
los árboles, un olor a guiso llega hasta
ellos.
Liesel y los gemelos susurran
imaginando lo que puede ser. Todos
coinciden en que se trata de carne. Lore
les dice que se callen, que sigan
durmiendo: con retortijones en el
estómago, la saliva fluyendo dolorosa en
sus mejillas. Jochen se acerca
arrastrándose entre los arbustos y con
dedos famélicos le tira de la ropa.
Thomas también ha olido la comida.
Se inclina hacia delante y su cabeza
emerge entre las hojas. Vuelve la cara
hacia el olor, localiza su procedencia:
se retira un poco cuando el viento
desvía el rastro aromático y aguarda a
que regrese. Sale, pasa ante Lore y sube
la pendiente para salir del barranco. Les
susurra que se queden donde están y que
guarden silencio. Hay que esperar. Ella
piensa y confía: ahora la comida es más
importante que la frontera. Presta
atención a las pisadas del joven, al
chasquido de las ramitas. Levanta a
Peter sobre sus hombros y sale del
barranco en pos de Thomas, hacia la
comida. Liesel y los gemelos están muy
cerca, detrás de ella. No logra ver al
joven. Se detiene, mira a su alrededor.
Al otro lado de un claro hay una
casa entre los árboles. Lore no ve a
nadie pero de la chimenea sale humo. El
claro tendrá un centenar de metros de
diámetro. La hierba crece formando
largas aglomeraciones y los arbustos de
bayas están cubiertos de frutos
diminutos, todavía verdes. Thomas es
una silueta negra metida en medio del
bosque que avanza en dirección a la
casa.
—¡Ahí está!
Jochen lo señala y su voz llega muy
lejos en la silenciosa mañana. Lore le
sisea que calle dando un manotazo sobre
su dedo. Pero el muchacho ya no está: ha
salido disparado por el bosque; su
camisa centellea, gris y blanca, cuando
el sol la ilumina a través de las hojas.
Lore se sienta en el suelo cubierto
de musgo junto con Liesel y Jüri, el
pulso aporreándole los oídos. Thomas
se va a enfadar. Los minutos pasan y el
frío se extingue. Los pájaros cantan en lo
alto. Peter todavía duerme en su regazo.
Liesel se cambia a su lado, se tumba en
el suelo. Lore se queda medio dormida.
Desde el otro lado del claro, Jochen
grita, y a continuación lo hace Thomas.
Jüri se levanta. Lore oye ruidos de botas
y de metal entrechocando, carreras y
ramitas que se rompen. Liesel levanta la
cabeza, los párpados todavía pesados
por el sueño. Lore mira a través de los
arbustos y ve a Jochen que corre hacia
ellos a través del claro. Percibe el aire
que sale de sus pulmones igual que un
hipo. Alguien dispara un arma, tres,
cuatro veces.
Los pájaros de los árboles levantan
vuelo, pero Lore no oye nada. Se agacha
rápidamente y golpea con la barbilla
contra la raíz de un árbol. Los dientes le
castañetean en los oídos. Tiene húmedos
los ojos, el suelo está frío, las hojas
mojadas, y el ruido se repite. Jüri grita a
su hermano. Más disparos. Lore tira de
Jüri encima de ella, pegada contra el
suelo.
—Se ha caído, Lore.
Jüri intenta levantarse de nuevo,
pero ella lo retiene, los dedos
sujetándole del pelo, mientras busca a
Liesel. Las ramitas le pinchan los
párpados y Jüri se retuerce bajo su
garra.
—¿Dónde está?
Lore descubre la camisa de Jochen
en medio de la alta hierba; un pequeño
aleteo gris. Liesel está detrás de ella, en
el suelo. Percibe su respiración, breve y
sonora. De nuevo disparan el arma. Dos
soldados rusos salen arrastrándose de
entre los árboles. Avanzan rápidos sobre
su vientre, a través de la hierba, en
dirección a la camisa de su hermano.
—¡Jochen!
El grito de Jüri suena estridente al
oído de Lore. Los soldados se pegan
contra la hierba. Dos breves chasquidos
metálicos y luego disparos entre los
árboles. Las hojas tiemblan. Liesel
jadea en el suelo junto a Lore. Peter
llora sólo un instante. Luego todo es
silencio.
Lore observa a los rusos que
vuelven a avanzar a rastras. Cuando el
primero llega junto a la camisa de
Jochen, grita algo. El segundo sigue
arrastrándose entre las hierbas. El
primero despliega la camisa de Jochen
hacia el otro. El aleteo gris desaparece
en la alta hierba. Los dos soldados
gritan: voces coléricas como latigazos.
Lore rodea con sus brazos a Jüri y a
Peter y aguarda nuevos disparos.
En medio de los gritos de los rusos
llegan hasta ellos ruidos de pisadas, de
ramitas al romperse, y también regresa
el olor a comida. Thomas les obliga a
levantarse.
—¡Rápido! Tenemos que largarnos
ahora mismo. ¡Rápido!
Con una mano agarra la muñeca de
Lore, le retuerce la piel. Ella se resiste,
haciéndose más pesada. Entonces él la
suelta, tira de Jüri para que se levante y
lo empuja entre los árboles, lejos del
claro.
—¡Vamos! ¡Rápido!
Está rabioso, los ojos muy abiertos.
El cuello tenso como un cordel. Todos
huyen entre los árboles.
La comida todavía está caliente.
Thomas es el primero en comer. Se mete
el pan en la boca y acto seguido puñados
de estofado. Ordena a los demás que
sigan vigilando y la comida le sale de la
boca, chorreándole por la barbilla.
Vuelve a introducirla con los dedos,
mastica sonoramente, traga con rapidez,
con dificultad. Luego pasa la cazuela a
Lore y se levanta para vigilar. Lore coge
un puñado de carne caliente y come,
Liesel también come y llora. Jüri
arranca trozos de la hogaza de pan y se
los embute hasta hinchar las mejillas.
Lore coge pellizcos de miga de pan y de
estofado y se los mete a Peter en la
boca. Éste se despierta, mastica con
lentitud. Lore le aprieta los labios
animándole a que trague. Jüri y Liesel
rebañan las paredes de la cazuela con lo
que les queda de pan. Entonces Thomas
tira la cazuela entre los arbustos y
prosiguen la huida.

Las huellas de los animales les guían a


través de los altos helechos. Siguen
agachados, inclinados hacia delante,
arrastrándose. Peter vomita la comida,
pero no llora. Lore lo sujeta con fuerza
contra el costado procurando no
sacudirlo demasiado mientras se abre
paso entre la maleza.
No se despega de la espalda de
Thomas y de vez en cuando se vuelve
hacia atrás, en busca de Jüri y de Liesel.
Y también de Jochen. Los helechos
esparcen sus lágrimas por la cara y el
cuello hasta introducirlas entre los
cabellos.
Se encuentran con una zanja arenosa,
alambre espinoso y, algo más allá, un
poste metálico. Según Thomas, piensa
que están en zona británica. Respira
jadeante a través de la boca, el cuello
reluciente por el sudor. Lore sigue
llorando. Tiene fría la garganta y rígidos
los pulmones, en carne viva. No logra
absorber suficiente aire para llenarlos.
Thomas les dice que hay que seguir
caminando, que no es bastante seguro
todavía. Jüri pregunta si pueden esperar
a que Jochen les alcance. Thomas se le
queda mirando. Jüri se acerca a Lore,
pero ésta quiere que sea Thomas quien
se lo diga. Las lágrimas le resbalan por
la barbilla, pero no se las puede secar
porque tiene los brazos ocupados con
Peter. La cabeza del pequeño cae pesada
sobre su codo, entreabierta la boca.
Lore se sienta en el suelo, traslada el
peso dormido sobre su pecho y aguarda
a que Thomas diga algo. Liesel se
acuclilla a su lado y se frota las encías.
Thomas no aparta los ojos de Jüri.
—Le han matado.
Lore se recuesta con Peter entre las
piedras y llora. Jüri permanece inmóvil,
diminuto.
Thomas se pone a gritar.
—¡Huyó por donde no debía! Tenía
que haberse quedado entre los árboles.
Debió quedarse en el barranco. ¡Todos
vosotros! ¡Tal como os dije que
hicierais!
Liesel se aprieta las rodillas contra
el pecho. Lore intuye que Jüri la está
mirando, pero no pude dejar de llorar.
Los pájaros cantan entre los helechos,
vuelan alto sobre sus cabezas. Peter
duerme mientras ella llora bajo el
pálido cielo.
Thomas les dice que si no continúan
ahora, se irá sin ellos. Se pone en
marcha y Jüri le sigue por el polvoriento
sendero.

El heno desprende un olor dulzón. Lore


yace despierta, acalorada, y escucha a
los demás en la oscuridad. Los cuenta.
Uno menos. Ahora no llora, pero
tampoco puede dormir. El lecho es
blando, siente seca la garganta y su
hermano está muerto, lejos de allí.
Thomas se desliza poco a poco y en
silencio acercándose a la escalera de
mano. Lore le pregunta adónde va.
Liesel y Jüri se yerguen. Thomas vuelve
a tumbarse en el heno.

Thomas se dirige con Lore al pueblo


para pedir comida. Dejan a Liesel y a
Jüri en el granero, les indican que se
queden en el pajar, que no se muevan.
Thomas no quiere ir con ellos a
Hamburgo. Lore marcha a su lado, le
suplica:
—Tienes que venir con nosotros. Yo
no sabría qué hacer.
—Ya no hay que cruzar más
fronteras. Ahora podéis llegar a
Hamburgo vosotros solos.
—Por favor, no nos dejes.
Thomas niega con un movimiento de
cabeza. Al respirar produce un sonido
agudo entre los labios, que ha tensado
sobre los dientes. Camina con paso
rápido. Lore tiene que dar saltitos para
ponerse a su altura. Peter llora,
incómodo sobre la cadera de su
hermana. Lore grita por encima del
llanto del pequeño hacia el rostro
impasible de Thomas:
—¡Pero Mutti y Vati no estarán allí!
—Lo sé, ya me lo dijiste. Tu madre
se encuentra en un campo de refugiados.
—No sabré qué hacer.
—Ir a Hamburgo. Encontrar a Oma.
—Pero les dije a los niños que Vati
estaría allí.
—Lo sé.
—¡Thomas!
Jüri les llama desde el final del
sendero, aguardándoles. Les saluda con
la mano, y Thomas y Lore bajan la voz
hasta convertirla en un susurro.
—¿Qué voy a decirles cuando
lleguemos a casa de Oma y descubran
que Vati no está?
—En eso no puedo ayudarte.
Thomas se detiene con brusquedad,
separa su parte de comida y se la mete
en los bolsillos. A Lore le entra el
pánico.
—Podrías vivir con nosotros y con
Oma. Tiene una casa muy grande.
Thomas se echa a reír, pero Lore
sabe que no le hace gracia.
—Oma podría ayudarte a encontrar
un sitio donde vivir y un empleo.
Él niega con la cabeza. Peter llora
apretándose el vientre con las manos.
Thomas saca su pan del bolsillo y
arranca un trozo para el pequeño.
—Llevémosles la comida ahora.
Deja que la cargue yo.
Thomas se endereza y Jüri corre
hacia ellos. Se precipita contra el joven
golpeándole el vientre con la cabeza.
Thomas levanta ambos brazos, rígidos el
cuello y los hombros por la sorpresa. Se
aparta de Jüri y reinicia la marcha. El
chiquillo se pega a su brazo, camina a su
lado agarrándole de la mano. Lore
observa cómo su hermano aprieta los
largos y pálidos dedos del joven, que
poco a poco se va soltando a medida
que avanzan.
La multitud se concentra alrededor de la
estación de ferrocarril. Los ancianos
permanecen sentados sobre los fardos y
los chiquillos lloran. El aire es
agobiantemente caluroso. Las mujeres
acarrean bolsas y niños pequeños entre
sus brazos y siguen a los soldados para
pedirles cosas. Thomas se coloca en la
larga cola, frente a la taquilla. Lore teme
perderlo de vista. Se sienta en la plaza
con los niños y le vigila. Liesel duerme,
Peter dormita y tose, las nubes se
acumulan en el cielo. Thomas se sienta
en cuclillas, se seca el sudor de la cara.
Cuando la cola avanza, Jüri se levanta y
acude al lado del joven. Se acuclilla a
su lado; con los dedos sigue las
hendiduras de separación entre los
adoquines. Lore observa que sus
cabezas se van juntando poco a poco
como si estuvieran hablando entre
susurros. Pero se encuentra demasiado
lejos para ver si mueven los labios.
Mucho antes de que Thomas y Jüri
lleguen a la cabeza de la cola, cierran la
ventanilla para la expedición de billetes.
Los soldados intentan que la gente se
disperse, entonan las mismas frases una
y otra vez: los traslados están
prohibidos sin permiso, no habrá más
transportes hasta nuevo aviso. Thomas
se lleva a los niños aparte y los precede
carretera abajo, pegados a la pared del
edificio de la estación. Liesel le
pregunta si tendrán billetes para el
siguiente tren, pero el joven no le
contesta.
A sus espaldas, el tren empieza a
entrar en la estación. Thomas les indica
que apresuren el paso, que sigan por la
carretera pegados a la pared. Al doblar
la esquina, el muro baja con brusquedad,
para luego seguir nivelado. Thomas
ayuda a los niños a saltarlo. Un poco
más lejos hay otras personas escalando
el muro, y desde la plaza acude más
gente. Thomas lanza los bultos por
encima del muro, sube tras ellos y
aterriza torpemente al otro lado. Jüri ha
cruzado ya la verja y se encuentra en las
vías.
Corren sobre las traviesas de nuevo
en dirección a la estación. El andén está
a rebosar de cuerpos que se tensan para
avanzar paralelos al tren. La gente se
llama a voces emitiendo sonidos
estridentes mientras se empujan unos a
otros para acercarse a los vagones. Los
niños pequeños resbalan por el borde
del andén, caen entre las ruedas y las
madres los aúpan de nuevo en medio del
aplastamiento general. En el puño
apretado enarbolan billetes y
documentación, los agitan por encima de
la cabeza. Los soldados les ordenan que
formen colas ante las puertas, pero nadie
les hace caso.
Thomas les conduce al otro lado y
caminan pegados a los vagones, van
golpeando las ventanillas hasta que
encuentran una que cede.
—Lo mismo que antes, hermanos y
hermanas. Lo mismo que antes.
Agarra a Jüri por debajo de los
brazos y lo empuja al interior del vagón.
El niño sacude las piernas y una de sus
botas golpea a Thomas en la mandíbula.
La gente del vagón protesta, empuja a
Jüri y luego a Liesel, mientras Thomas
intenta embutirlos dentro del tren. De
entre los arbustos, en el extremo más
alejado de las vías, sale arrastrándose
más gente que corre presurosa hacia los
vagones. Lore descubre a un hombre que
enarbola un ladrillo, la mano envuelta en
un trapo, y hace añicos el cristal de una
ventanilla. Luego mete la mano en el
boquete y abre la puerta, pero la gente
del interior le expulsa a patadas y
estalla una pelea.
Liesel saca los brazos por la
ventanilla para coger a Peter. La gente
del compartimento les empuja contra el
cristal y les grita que salgan. Lore
distingue a Jüri a través de las
ventanillas. El muchacho le grita, frunce
la cara mientras se tapa los oídos con
ambas manos. El hombre del ladrillo
corre hacia ellos seguido por un soldado
que empuña un arma.
Thomas le coge el pequeño a Lore.
—Mantén la calma. Lo mismo que
antes.
Entrega el niño a Liesel y se vuelve
hacia el soldado, camina hacia él con
las manos abiertas, hablándole. Se quita
el sombrero y lo sujeta contra el pecho.
Por encima de las orejas, el cabello se
le ha quedado pegado al cráneo por un
círculo de humedad. El soldado escucha,
mira a Thomas de reojo con expresión
concentrada mientras el joven se
explica. A través del aire cargado de
humedad, el ritmo de su voz se arrastra
hasta Lore, pero no sus palabras. El
hombre del ladrillo clava sus ojos en
Thomas, luego se vuelve hacia Lore. El
brazo le sangra por un corte situado más
arriba del trapo que lleva alrededor del
puño. Lore mira hacia otro lado.
Thomas abre el billetero y saca sus
documentos, blandos y gastados. Se los
entrega al soldado, que los coge y los
lee. Se quedan lacios sobre la palma de
su mano. El hombre del ladrillo
interviene para decir algo, da una patada
en el suelo junto al pie de Thomas. Éste
no le hace caso, se acerca al soldado, se
arremanga y le enseña los pálidos
antebrazos. El soldado le formula una
pregunta. Thomas asiente. Entonces el
hombre del ladrillo le escupe y la
blanca saliva se adhiere al oscuro cuello
del joven.
El soldado grita, le apunta con el
arma y el hombre del ladrillo retrocede,
las manos en alto. El soldado le grita
otra vez. Devuelve la documentación a
Thomas, se saca un pañuelo del bolsillo
y lo deposita en la mano del joven.
Thomas se apresura a regresar junto
a Lore al tiempo que se limpia el
escupitajo y se mete el billetero en el
bolsillo. Le sonríe y luego la aúpa a
través de la ventanilla. La gente del
interior del vagón todavía está irritada,
todavía grita. Thomas susurra:
—No pasa nada, no pasa nada. Todo
listo, ya podéis marchar.
Lore se contorsiona para apartarse
de la ventanilla, pero él la empuja más
hacia arriba.
—No, Thomas. Por favor. Tú
también. Tú también.
Le suplica, patalea. Él la empuja
hacia el interior del vagón. Jüri grita,
saca los brazos por la ventanilla, más
allá de donde se debate Lore, en
dirección a Thomas.
—¡Tienes que venir! ¡Hermanos y
hermanas! ¡Tienes que venir con
nosotros también!
Curva los dedos en torno a la
chaqueta de Thomas y éste levanta los
brazos. El rostro se le contrae, se aparta
de la furia del muchachito, pero Jüri
sigue gritando hasta que Thomas salta al
interior del tren.

Durante horas permanecen sentados en


el suelo del vagón. Han encontrado sitio
en el pasillo, junto a la puerta. Encima
de las ruedas, que chirrían
pausadamente sobre los raíles. Cuando
el tren se para, nadie baja. Los soldados
saltan del techo de los vagones y se
ponen firmes en el andén. Sus uniformes
son menos oscuros y sus movimientos
menos ostentosos, pero siguen
empuñando un arma, dispuestos a
disparar contra cualquiera que intente
huir. Lore se alegra de que estén allí.
Thomas se halla sentado frente a ella,
pero evita mirarla a los ojos.
Cuando oscurece, Jüri se arrastra
sobre el regazo de Thomas y se duerme
con la cabeza apoyada contra su pecho.
El joven tiene los ojos cerrados y no
aparta a Jüri, pero Lore sabe que no está
dormido. Ella va dando cabezaditas.
Liesel se apoya en su hombro y Peter
duerme entre sus piernas, encima del
fardo.
Se despierta con los pies
entumecidos y unas punzadas de dolor
en los muslos. Thomas se ha movido un
poco de sitio, pero Jüri continúa
dormido en su regazo. Lore se quita las
botas y se masajea los pies, evitando
tocar las llagas y las ampollas. El tren
oscila y traquetea. Los dedos de los pies
le hormiguean, por la circulación de la
sangre, pero no consigue aliviar el dolor
de las piernas. Se queda quieta hasta que
los pinchazos y el hormigueo
desaparecen, luego camina a lo largo del
tren. Por encima de los cuerpos
acostados, con los brazos estirados, las
manos apoyadas en las paredes para
mantener el equilibrio, Lore avanza a
sacudidas por el pasillo y a través de la
puerta contigua que da paso al siguiente
vagón. La ventanilla está abierta. Lore
se detiene frente a ella, deja que el
viento le sacuda el cabello. Se inclina
hacia afuera y, en medio de la oscuridad,
busca las estridentes ruedas de abajo, el
borde de la ventanilla presionando
contra sus caderas. Pasan por una zona
de campos llanos y despejados con las
siluetas oscuras e indiferentes de los
árboles. La noche es húmeda y el aire
huele a verdor y a saturación.
En el compartimento situado a sus
espaldas, alguien mantiene una
conversación. Se separa de la ventana,
pero sigue de espaldas a ellos,
prestando atención a lo que dicen.
—Cuando has visto muchas
fotografías de éstas, te das cuenta de que
todas son del mismo sitio.
—Pero el periódico asegura que
había muchos de estos campos de
concentración, puede que cientos.
—Yo no digo que no existieran. A
fin de cuentas, cada país tiene su propio
sistema de prisiones. Sólo digo que no
mataban a la gente.
—¿Y las fotos de los cadáveres?
—Todas un montaje. ¿No te has
fijado que siempre están desenfocadas?
Son oscuras o granulosas; cualquier
cosa con tal de que no se vean con
claridad. Y los que salen en esas fotos
son actores. Los americanos lo han
falseado todo y es muy posible que los
rusos también les hayan ayudado. Vete a
saber.
—¿Y a ti quién te ha contado esto?
—Fahning, por ejemplo, y Mohn.
Torsten y su hermano también lo han
oído decir.
—¿Lo han leído en los periódicos?
—Oye, yo he visto esas fotos. Las
mismas que no paran de enseñar en
todas partes… La misma escena tomada
desde ángulos distintos. Cualquier
estúpido se da cuenta.
Por el rabillo del ojo, Lore observa
a los dos muchachos. No son mucho
mayores que ella. Tienen la cara tersa y
delgada y les brillan los ojos. Están
sentados encima de sus bártulos, en la
puerta del compartimento, fumando. En
medio de ellos, fijado al suelo, arde el
cabo de una vela, cuya llama aletea al
impulso de la corriente de aire que entra
por la ventanilla abierta. A uno le falta
un brazo. Lleva la manga prendida del
hombro con un imperdible, de modo que
se le mueve con un ligero vaivén cuando
habla. El muchacho descubre que Lore
le mira y levanta el pliegue vacío de la
tela.
—Una granada.
Le sonríe al hablar. Lore siente que
se le colorean las mejillas y se alegra de
la oscuridad reinante.
—Yo también he visto esas fotos.
—¿Te das cuenta? Todo el mundo las
ha visto. Y todas las personas que había
en ellas eran delgadas y estaban
tendidas en el suelo, ¿verdad?
—A mí me pareció que estaban
muertas.
—Son actores. Americanos. Algunos
son maniquíes, modelos… Los que más
se asemejan a un cadáver.
Su amigo apaga la vela.
—Yo me tumbo a dormir.
No le ha hecho el menor caso a
Lore. En cambio, el joven manco le
guiña un ojo en la oscuridad. La punta
del cigarrillo brilla entre sus labios y
Lore siente que las mejillas le arden en
la penumbra. Cierra la ventanilla y se
aleja pasillo abajo. Cuando abre la
puerta del vagón, el estrépito de las
ruedas invade sus oídos.
Se despiertan cuando el tren se detiene.
Los soldados abren las puertas, llaman a
las ventanillas, ordenan a todo el mundo
que baje y espere en el andén. Thomas
junta los bártulos, levanta a Jüri y lo
ayuda a bajar. La estación está a
oscuras, unas cuantas farolas extienden
un tenue resplandor en torno al enorme
edificio. Está lleno de ruidos. Niños que
lloran, gente que grita, puertas que se
cierran con estrépito en los vagones. Los
hombres se quedan junto a las paredes
formando grupos malhumorados. Huelen
a comida que no les es familiar,
murmuran palabras que les son
desconocidas.
El siguiente tren saldrá al amanecer.
Jüri se agarra a los bajos de la chaqueta
de Thomas. Liesel se recuesta contra los
bártulos, con un brazo se cubre los ojos
y con el otro el cabello. Peter llora en
brazos de Lore. Ella pregunta a la gente
de su entorno si les queda algo de
comida, pero no le responden; se limitan
a mirar hacia otro lado.
Peter tiene los puños morados. Lore
se los frota, le tira el aliento sobre los
dedos. Mira hacia arriba y descubre que
no hay techo, sólo un agujero de bordes
angulosos y el oscuro cielo.
Esperan la llegada de algún tren, pero al
ver que no llega ninguno prosiguen a
pie. Caminan hasta el siguiente pueblo y
luego al otro, hasta que cambia su suerte
y encuentran una estación y un comedor
de beneficencia. Thomas mantiene una
larga charla con un soldado, mientras
los niños comen la aguada sopa. El
soldado llama a la ventanilla antes de
que el tren se ponga en marcha y le
entrega un huevo. Thomas le da las
gracias y cuando el tren arranca se
estrechan la mano a través de la
ventanilla abierta. Luego le tiende el
huevo a Lore.
—Para Peter, que está muy delgado.

Un granjero accede a llevarlos hasta el


Elba. Les deja junto al río, a un día de
casa. Las orillas del río están
flanqueadas de huertos, pero no
encuentran ninguna fruta madura.
Thomas les dice que les conseguirá
transporte hasta Hamburgo. Sube a Jüri
sobre sus hombros y promete que
regresará pronto, que no tendrán que
andar. Lore se queda con Liesel y Peter,
y ante el edificio de la Cruz Roja hacen
cola para conseguir comida. Esperan a
Thomas y a Jüri bajo el reloj hecho
añicos. En los soportales se apretujan
unos niños que venden manzanas verdes
y peras duras y diminutas, de unas
bolsas que llevan atadas con un cordel
en la cintura, y que emprenden la huida
en cuanto atisban un uniforme.
Lore alimenta a Peter con el
harinoso pan y luego entrega el niño a
Liesel. Está nerviosa y no consigue
tranquilizarse hasta que Thomas regresa
con un famélico Jüri y noticias de que
hay una barca.

Hamburgo aparece en el horizonte, una


silueta negra como arrancada del cielo a
última hora de la tarde. Es un atardecer
frío y húmedo, neblinoso después del
calor que ha hecho durante el día. El
agua chapotea contra los laterales de la
embarcación y los pasajeros guardan
silencio mientras observan que la ciudad
está cada vez más cerca. Lore junta los
bultos, nerviosa ante la enormidad del
puerto y el perfil puntiagudo de la
ciudad que se alza al frente, en la lejana
orilla. No hay luces en las ventanas ni
más embarcaciones en el agua, ni ruidos
de gente trabajando o jugando. Lore
cierra los ojos, se concentra en las
tareas que le aguardan.
Se imagina el viaje en tranvía hasta
la casa de Oma, las frondosas calles de
fin de semana con sus blancas casas;
todavía con los zapatos buenos, sentada
en el exterior soleado de la casa fresca
por dentro. Pero no logra encajar estas
imágenes con la oscura ciudad que se
apiña en la orilla. Thomas permanece
acuclillado cerca de ella. La mira y, en
la semipenumbra, Lore percibe su
sonrisa, las arrugas en su mejilla.
—¿Preparada?
El sol se hunde tras el horizonte
mientras aguardan con sus bultos al lado
del Ayuntamiento. Nadie espera con
ellos en la parada del tranvía.
—Sin duda habrá toque de queda.
No deberíamos quedarnos en la calle
hasta muy tarde.
Los pasos de Thomas resuenan a
través de la desierta plaza del mercado.
—¿Está muy lejos la casa para ir a
pie?
Lore no lo recuerda, responde que
será mejor que esperen unos minutos.
Thomas frunce las cejas y Jüri se coge
de su mano.
—No me gustan estos edificios.
Las calles entre el río y la plaza
mayor son oscuras y no transita nadie
por allí. Lore mantiene la mirada fija en
Peter, lejos de las paredes chamuscadas.
—¿Cuánto se tarda en tranvía?
—Media hora, creo.
—Eso es muy lejos para ir andando,
Lore. Al menos esta noche.
—¿Y adónde podemos ir?
—Ya encontraremos algo. Algún
edificio abandonado.
—Que no sea como éstos, Thomas.
—No, Jüri. Saldremos del centro.
Ya encontraré algo.
Caminan hacia el norte siguiendo la
orilla del lago. La niebla se arrastra por
el agua trayendo consigo olores a sal y a
herrumbre. Oculta el perfil de los
edificios que quedan en pie, llena los
espacios vacíos como una sucia manta
gris encima de los escombros.
Buscan refugio entre los restos de
una casa. Lo que en otro tiempo fue un
piso es ahora un techo que les aísla por
completo de la noche. Los pájaros saltan
por las vigas de arriba y el agua rezuma
a través de los ladrillos. Procuran
hacerse pequeños en un rincón lejos de
las paredes agrietadas. Después de que
los niños se hayan dormido, Thomas
habla en voz baja con Lore.
—¿Sabes si han bombardeado la
casa de Oma?
—No lo sé. Es posible. No creo…
Lore está acostada a su lado, sin
rozarse, pero lo bastante cerca para
advertir que se mueve. Cierra los ojos y
ve piedras donde antaño estaba la casa
de su abuela. No ve a Oma ni tampoco a
Vati.
Jüri llora en sueños. Lore le coge la
mano y la aprieta contra su mejilla. El
silencio de las ruinas se abate sobre el
frío suelo en torno a ella. Los escombros
son huesos y carne, y la camisa de
Jochen se pierde entre los miembros
desperdigados.

El sol brilla de nuevo por la mañana y


disipa la niebla mientras empaquetan sus
cosas y las esconden bajo los cascotes.
Thomas les trae sopa enriquecida con
trozos de salchicha. La comida sabe a
carne y a lágrimas en el bosque. Jüri
vuelve a echarse a llorar y Lore oculta
el rostro en el pecho de su hermano
pequeño. Si Jochen está muerto,
también puede estarlo Oma. Peter
protesta y la golpea con los puños en las
mejillas. Thomas le susurra algo a Jüri,
Liesel permanece sentada y come, y
Lore se alegra de que no la miren.
—Lore encontrará a Oma.
—Y a Vati.
—Es posible que lleve algún
tiempo, Liesel, así que debemos tener
paciencia.
—¿Cuánto tiempo?
—Bueno, unos cuantos días, tal vez.
No lo sé… Las calles estarán
bloqueadas y puede que hayan cambiado
de residencia. Habrá que verlo.
Parece como si Thomas se sintiera
incómodo, el cuello se le ha puesto
colorado. Lore le sonríe, pero él no la
está mirando. Acuerdan encontrarse
frente al negro campanario de la iglesia
antes de que el sol se ponga y él sube
por el montón de cascotes a la calle,
seguido de Liesel y Jüri.
La ciudad vuelve a estar llena de
gente, animada. La gente camina y habla
sin prestar atención a los negros
edificios destrozados que hay a su
alrededor. Llevan sombrero y se lo
levantan ligeramente para saludarse. Los
coches circulan por las calles
destrozadas y reducen la marcha cuando
topan con las montañas de escombros,
sorteándolas siempre que pueden. El
humo sale por las chimeneas de los
edificios de apartamentos medio en
ruinas y los olores a comida salen de
entre las ruinas de las casas, aunque a
Lore le cuesta pensar que haya cocina
alguna allí dentro.
Camina pasmada ante las paredes
derrumbadas, los espacios abiertos de
repente. Peter se pasa toda la mañana
llorando. Es un sonido quedo, terrible.
La gente la mira por encima, evita el
contacto visual. Lore escudriña los
rostros en las colas, reconoce el hambre
y también desvía la mirada.
Se dirige hacia el río Alster y luego
prosigue por la orilla del lago hasta
donde le resulta posible, pero los
caminos bloqueados la obligan a
alejarse del agua cada vez más. Y en
cuanto no consigue ver el lago se pierde.
Continúa avanzando un poco más, pero
le resulta imposible distinguir entre lo
que era una calle y ya no lo es. Para
orientarse pregunta a una mujer que la
encamina en dirección contraria a la que
ha venido siguiendo, si bien tampoco se
muestra muy segura. Vuelve a preguntar
y, después de que la orienten, las casas
le resultan ya más familiares. Las calles
son anchas y gran parte de los árboles
siguen en pie, relucientes con el nuevo
follaje que nace de las astilladas ramas.
Oma debe de estar viva. Lore deambula
por la misma calle durante un rato,
arriba y abajo, convencida de que ha
encontrado la dirección que estaba
buscando.
Todas las casas están quemadas o en
ruinas, de modo que tiene que basarse en
sus recuerdos: el jardín sembrado de
nogales, la sala de estar con sus jarrones
y las sillas macizas, tapizadas. Se
detiene ante las verjas y examina las
casas con atención. Algunas han sufrido
daños, otras están enteras, pero ninguna
concuerda con la imagen que conserva
en su imaginación. Sigue caminando y de
nuevo se encuentra con el agua.
En la calle se encuentra con una pila
de patatas. El hombre le mete varias en
el delantal y le ordena que se vaya. Más
adelante consigue que le den leche en
polvo y en la palma de la mano la
mezcla con agua de un depósito para
formar una espesa papilla. Peter no deja
de mirarla fijamente a la cara mientras
le da de comer. La masa blanca le
chorrea por la barbilla y las mejillas,
pero al menos logra que una parte se
deslice sobre su lengua. Peter para de
llorar y se duerme, y Lore se queda
sentada con él bajo el sol de última hora
de la tarde. Mientras mira a través del
ancho lago le susurra:
—En verano cogíamos el
transbordador para regresar a casa y al
llegar al otro lado Vati siempre estaba
allí, esperándonos.
Se acuerda de la embarcación, del
embarcadero y del coche, pero el rostro
de su padre aparece difuso. Le dice a
Peter que las casas todavía siguen en
pie, que Oma tiene que estar por allí
cerca. Está convencida, animada y a la
vez inquieta, mientras observa cómo su
hermano dormita pálido y diminuto en su
regazo. El sol no tardará en ponerse y
Lore sabe que debería acudir en busca
de los otros, pero los pensamientos de
encontrar a su abuela ocupan su mente.
Si Oma está viva preguntará por
jochen. Los chicos querrán saber dónde
está Vati. Y Oma también querrá saber
quién es Thomas.
Todo ha cambiado. Tendrá que
volver a mentir. Han ocurrido
demasiadas cosas para poderlas
explicar.
Cerca del lago ha refrescado y Peter
se despierta. Lore se levanta sujetando
con fuerza al niño entre sus brazos. En el
perfil de la ciudad descubre el negro
campanario de la iglesia y se aleja de la
orilla. Peter pestañea mirando a su
hermana, negros los ojos en su enjuto
rostro.

A Lore la despiertan unos ruidos en la


oscuridad. Una voz masculina que habla
en inglés, susurrando, y una mujer
alemana que habla con voz insinuante.
Movimiento de cascotes, no más
palabras, sólo su respiración.
Lore sabe que Thomas también está
despierto. Se siente incómoda bajo las
mantas, mueve la espalda contra la fría
arenisca de los ladrillos que tiene
debajo. No quiere oír lo que aquella
pareja está haciendo al amparo de las
paredes en ruinas. Para bloquearlo
cuenta las vigas del suelo que hay
arriba, pero su mente sigue formando
imágenes. Liesel se remueve a su lado y
Lore lucha contra el deseo de tapar los
oídos a su hermana.
Luego se oyen unos murmullos y,
después de esto, pasos.
Más tarde Lore vuelve a despertarse
al oír nuevos ruidos: una respiración
entrecortada y sollozos. Se debate
contra lo que captan sus oídos, ansiosa
por dormirse otra vez. Los ruidos se
oyen muy cerca, amortiguados por las
mantas, no por los muros de cascotes. Al
final consiente en escuchar a su
alrededor. Thomas está llorando, con la
chaqueta sobre la cara y los brazos
doblados encima para mantener el ruido
debajo. Aspira grandes bocanadas de
aire, su cuerpo es una sombra abultada
contra la pared de enfrente. Lore no
desea verlo ni oírlo. Querría poder
llorar, sólo que las lágrimas de él se le
han adelantado. Yace despierta y
contrariada, hasta que la luz del día se
filtra a través de las grietas del
embaldosado sobre su cabeza.
Por la mañana, en la parte abierta de
su refugio, Thomas levanta una barrera
de sillas rotas y alambre robado. Coge
un trozo de carbón del fogón y escribe
un letrero que Jüri cuelga encima de la
barricada: PRIVADO. En voz baja,
Thomas le dice a Lore:
—Si esos individuos vuelven, los
echaré de aquí a patadas.
Lore decide perdonarle sus
lágrimas.

—¡Hannelore! ¡Hannelore Dressler!


Una joven la llama desde el otro
lado de la calle. Lore contiene la
respiración, los ojos fijos en las vías del
tranvía bajo sus pies. La joven vuelve a
saludarla con la mano. Viste un largo
abrigo negro y botas recias.
—¿No te acuerdas de mí? Soy
Wiebke. Wiebke Nadel. La sirvienta de
Oma. ¡Tienes que acordarte, no ha
pasado tanto tiempo!
Wiebke Nadel cruza la calle, coge a
Lore de la mano.
—Estás muy delgada. ¿Habéis
vuelto del sur? ¿Dónde está vuestra
encantadora madre?
La joven la sujeta con fuerza de la
mano, y llora y ríe mientras habla. Lore
se acuerda de la cocina de Oma y de
Wiebke desgranando guisantes con ella
en los escalones de la parte de atrás de
la casa. De eso hace mucho tiempo,
cuando los gemelos eran unos bebés y
Peter aún no había nacido. ¿De veras
tenía ella ese aspecto? Lore examina la
pecosa cara que le sonríe. La casa está
llena de polvo, pero Wiebke es una
persona muy leal. Esto era lo que Oma
siempre decía.
—¡Se alegrará tanto de veros!
—¿Oma?
—¡Sí, sí! Cuando bombardearon
estábamos en el refugio, con los
vecinos.
Wiebke tira de ella para cruzar la
calle, casi corriendo.
—Las bombas alcanzaron la casa,
pero no se incendió. Ven. Oma está en
casa. Será tan feliz…
La verja de hierro negra es la misma
y también el oscuro seto de tuyas, pero
la casa ha cambiado por completo. Los
pisos de arriba han desaparecido y
también gran parte de la planta baja. Al
fondo destaca el respiradero de una
chimenea con las losetas todavía
pegadas en la base. Las ventanas que
quedan están destrozadas y las paredes
renegridas, pero Lore reconoce el
vestíbulo. El sol penetra más allá de lo
que antes alcanzaba, iluminando los
dibujos de las agrietadas baldosas, el
amplio y oscuro suelo de madera.
Wiebke le dice a Lore que aguarde
ante la puerta de fuera que antes había
sido una puerta interior y ahora está
deteriorada por la intemperie. Con voz
cantarina, llama a Oma al entrar. Le
contesta una voz de anciana, tranquila al
principio, luego estridente. Lore se
arregla las medias y Oma surge en el
umbral, extendidos los dedos hacia ella
para acariciarle el cabello.
—Hannelore, criatura. ¿De dónde
vienes?
—De Baviera, Oma.
—¿Y dónde está mi Asta?
¿Hannelore? ¿Dónde está tu Mutti?
Sólo hay una silla en la habitación,
pero ellas insisten en que Lore se siente.
La ropa cuelga de unos clavos en la
pared. También hay una estufa, unas
camas con colchones y sábanas y un
armario pequeño sin estantes. Sus voces
se comprimen en la pequeña estancia.
Lore no consigue identificar qué
habitación era ésta antes del bombardeo.
Wiebke cierra la puerta y aparta un poco
la cortina de la ventana para que entre el
aire. Le da a Lore una rebanada de pan
con unas rodajas de manzana por
encima.
—Hoy he conseguido algo de fruta.
Tienes que comerla.
Toda la comida de que disponen está
dentro de una pequeña caja de madera
en el suelo. Las dos guardan silencio
mientras Lore come. La manzana es
dulce y ácida, le provoca escozor en las
encías, en los bordes descarnados de la
lengua. Oma comenta que ha crecido,
que se ha convertido en una jovencita.
Wiebke saca un cepillo del armario y le
afloja las trenzas. El cabello crepita a
causa de la electricidad estática, le sale
disparado alrededor de la cabeza. Lore
nota su ligero roce en las mejillas, la
cálida flojedad de sentirse atendida. Los
dedos de Wiebke le acarician el cuero
cabelludo al dividir el cabello en
secciones. Oma permanece de pie junto
a la abierta ventana.
—Mutti está con los americanos,
¿verdad, criatura?
Lore asiente.
—Lo sabía. Lo he imaginado nada
más verte.
Los dedos de Wiebke se mueven
recios y seguros sobre el cabello de
Lore.
—¿Y Vati? ¿También le han
detenido?
—No lo sé.
—¿Tienes la dirección de Mutti?
—No, Oma.
—¿Entonces no sabe que estáis aquí
ahora?
—No, pero nos dijo que viniésemos.
Guardan silencio unos instantes. Los
dedos de Wiebke le rozan el cuello
mientras le hace las trenzas. Lore
escucha la suave y ronca respiración de
su abuela, percibe el olor del sol de
finales de verano sobre las piedras de
afuera, la humedad de las frías paredes
del interior… Tiene la garganta
demasiado velada por la emoción para
hablar. Hay demasiadas cosas por
contar.
Oma cruza la estancia, tira de Lore
para ponerla en pie y la rodea con sus
brazos. Lore tiene que mover los pies
para conservar el equilibrio, empuja el
asiento con la parte posterior de las
rodillas y las patas de la silla chirrían
contra el suelo desnudo. Posa las manos
en la espalda de la anciana: debajo de
su blusa nota el perfil de su columna
vertebral.
—No tienes que sentir vergüenza.
No tienes que avergonzarte de ellos.
La anciana la aprieta con rabia y
Lore tiene que respirar hondo contra el
férreo círculo de sus brazos. Oma se
aparta, la sujeta a un paso de distancia.
El cabello de la anciana tiene el color
del polvo, lo mismo que su piel. Los
ojos son grises, acuosos, y escudriñan el
rostro de Lore. Esta nota que el rubor se
le extiende por el cuello, abrasador,
urticante, Wiebke se sienta en la silla
con su cepillo.
—Los encontraremos. La Cruz Roja
tendrá los datos de sus destinos. Mutti y
Vati van a volver. Sólo estarán fuera
durante algún tiempo.
Lore es incapaz de mirar a Oma a la
cara. En cambio, observa sus mejillas,
los suaves pliegues de la piel en el
cuello. La vieja voz se resquebraja al
hablar.
—Ahora todo ha parado. Se ha
acabado.
A Lore el sudor le hace cosquillas
en las axilas. Los dedos de Oma la
agarran con celeridad, presionando
sobre sus hombros.
—Algunos de ellos se
extralimitaron, pequeña, pero no creas
que todo fue tan malo.

Lore restriega la cara y los dedos de


Jüri y coloca con esmero el trapo rojo
en torno a la cabeza de Liesel.
—Oma viene a buscarnos, así que
hay que estar presentables.
—¿Viene Vati también?
—Vati no está allí.
Lore procura que su voz suene lo
más natural posible, como si fuera lo
que han estado esperando todo ese
tiempo. Mira a su alrededor para
comprobar si Thomas la está mirando,
pero él les da la espalda dedicado a
empacar todas sus cosas. Los ojos de
Jüri carecen de expresión. Liesel llora y
luego grita. Golpea con los puños los
brazos de Lore.
—¡Nos has mentido!
Los puñetazos de su hermana le
entumecen los brazos, pero Lore no se
defiende. Deja que Liesel llore. No dice
nada: no se le ocurre nada que decir.
Con unas tiras de tela limpias sujeta las
trenzas en su sitio. Se frota las botas
para limpiarlas y con el dobladillo del
pañal de Peter hace unos cordones
nuevos. Inspecciona al silencioso Jüri y
a la lloriqueante Liesel y decide lavar
sus camisas, o al menos enjuagar lo peor
de la suciedad antes de que llegue Oma.
Thomas va en busca de agua para
Lore y se sienta con ella mientras limpia
las prendas de los niños.
—No le he hablado de ti a Oma.
—¿No? Bueno, así es mejor.
—No me refiero a la cárcel. Quiero
decir que no le he contado nada. No
sabe que estás con nosotros.
—Sí, ya te he entendido.
—No sé qué pensaría. No tuve valor
para decírselo. Todavía no.
—No, está bien. He dicho a los
críos que soy una especie de hermano
secreto. Por ahora.
—Ya.
—A ella le cuentas lo de Jochen, con
eso bastará.
Thomas apoya los dedos en el borde
del cubo. Lore aguarda, pero él no la
toca.

Wiebke escala el montículo de cascotes


para conducirlos junto a Oma. Lore ve
que cuenta a los niños.
—Jochen no está aquí.
Jüri se rezaga entre los muros en
ruinas. No se acuerda de Wiebke.
—¿Y dónde está?
—Muerto. En Rusia.
Wiebke se vuelve a mirar a Lore.
—En la zona rusa. Le dispararon en
la frontera.
Ninguna otra palabra saldrá de su
boca.
Wiebke les precede al trepar por los
escombros. Ya en la calle, susurra algo
al oído de Oma, mientras Lore arregla a
los niños, los coloca en hilera, les tensa
las prendas todavía húmedas. Oma los
examina con detenimiento, apoya la
mano en la cabeza de cada uno. Lore
espera sus preguntas, intrigada por si
Thomas está escondido por allí cerca.
Mientras vigila las ruinas, se percate de
que los pensamientos se agolpan en su
mente. Las cosas que debe decir y las
que no debe decir, el esfuerzo de tener
que dar explicaciones. Lore se pregunta
si Thomas se sorprenderá de que Oma
no pregunte por Jochen. Tal vez desde su
escondite vea asentir a Oma, pero está
demasiado lejos para ver los ojos
empañados de la anciana. Los puntos
algo subidos de color en la mejilla
cuando la abuela se la ofrece para que la
bese.
Liesel vuelve a echarse a llorar en
cuanto llegan a casa de Oma. Dice que
Lore le prometió que Vati estaría allí.
Oma se muestra sorprendida, irritada al
principio, fruncidas las cejas mientras
desempaqueta sus míseras pertenencias.
Después de doblar las mantas y cerrar la
puerta del armario, explica amablemente
a Liesel y a Jüri que lo más probable es
que Vati esté con los americanos. Liesel
deja de llorar, se seca las pálidas
mejillas y pregunta con un hilo de voz:
—¿Van a castigarle?
Oma pestañea ante la pregunta de su
nieta y todos guardan silencio mientras
Wiebke rebana una hogaza de pan para
que coman.

La primera noche duermen con Oma y


Wiebke en la misma habitación. Cuelgan
unas cortinas de unos ganchos en el
techo para dividir la pequeña estancia
en otras secciones todavía más
pequeñas. Oma y Wiebke tienen una
cama cada una con una tela que hace de
pared entre las dos. Wiebke insiste en
que Lore y Liesel cojan su cama, y para
Jüri prepara junto a ellas un colchón en
el suelo. Luego se acuesta encima de las
mantas que ellos han traído y con un
viejo cajón hace una cuna para Peter.
Oma les da las buenas noches a todos y
a continuación corre la gruesa cortina en
torno a su lecho.
Lore se queda mirando los oscuros
pliegues e intenta escuchar si Oma está
llorando. Por Jochen, por Mutti, por
Vati. Ningún sonido traspasa la
separación. Estamos en casa, intenta
susurrarle a Liesel, pero su hermana
permanece de espaldas a ella y se niega
a contestar. Con Oma. Lore repite las
palabras para sí. La cama es blanda y
caliente. La habitación está en silencio.
Mutti se encuentra con los americanos y
es muy posible que Vati también.
Thomas se oculta en las ruinas y Jochen
está muerto. Lore llora. Incapaz de
contenerse, se introduce la sábana en la
boca. Jüri se desliza a su lado en la
oscuridad. Con gestos torpes le acaricia
el cabello y le seca los ojos con la
manga.
—Yo ya sabía que Vati no estaba
aquí, Lore.
—¿Cómo podías saberlo?
—Me lo dijo Thomas.
—Vaya, ¿y por qué no me dijiste
nada?
Jüri se encoge de hombros.
—Me explicó que a los hombres los
encierran en la cárcel después de las
guerras. Ahora hay un montón de padres
en la cárcel, Lore. Pienso que en
realidad no debe de ser tan malo…
Lore rodea con los brazos a su
hermano y éste sube a la cama a su lado.
—¿Se encontrará solo Thomas
ahora?
—Creo que sí, Jüri. Es muy
probable.
—¿Y estará triste?
—No lo sé. Quizá. ¿Cuándo te contó
eso de los padres?
—Hace mucho. No lo recuerdo.
Thomas dijo que si volvíamos, le
encontraríamos junto al campanario de
la iglesia. ¿Vamos a volver?
—Sí, claro.
—¿Mañana?
Lore no recuerda qué le dijo a
Thomas sobre Vati, si es que le dijo
algo. Piensa en todos los padres
encarcelados y repite para sí: En
realidad no debe de ser tan malo…,
pero le cuesta creerlo.
Sin embargo, se alegra de tener a
Jüri caliente en la cama, a su lado. Y
también de que ni él ni Liesel le hayan
hablado a Oma de Thomas. Una mentira
sigue intacta, se mantiene un hermano en
secreto. Besa a Jüri en la cabeza.
—Hoy habéis sido muy buenos.
Wiebke está sentada con Lore en el
pasillo del hospital mientras pesan y
miden a Peter.
—Tu Oma es una mujer orgullosa,
pero ahora todo es muy distinto para
ella. No le queda nada. Sólo yo.
Se ríe. Wiebke tiene pecas y finas
arrugas en torno a los ojos. Apoya su
mano, fría y suave, encima de la de
Lore.
—Ahora, con vosotros, conseguirá
tarjetas de racionamiento extra. Tendréis
comida todos los días, doble ración para
Peter y también ropa. Ella se encargará
de eso.
Lore se apoya con suavidad en el
hombro de Wiebke, nota el ligero
zumbido de su voz a través de la piel.
—También se acostumbrará a
teneros a todos otra vez. Tu Mutti dejó
de escribir incluso antes de que todo
acabara… Oma estaba muy preocupada.
Lo sé con certeza.
Lore llena su cabeza con el tacto de
la mano de Wiebke, y la calma que ésta
le transmite perdura hasta el anochecer.

Jüri está entusiasmado y abre la marcha.


Trepan por las montañas de escombros.
Lore carga con Peter a la espalda y el
pequeño se agarra con fuerza a su cuello
cuando las botas de ella resbalan encima
de los restos de paredes empapeladas de
las casas. Descienden al interior de un
pequeño patio cuyo embaldosado se
halla cuarteado y hundido en algunos
puntos, pero el patio es soleado y está
lleno de colorido: entre las grietas de
las baldosas y a lo largo de las paredes,
las hierbas silvestres asoman con sus
flores de color amarillo y púrpura.
Al otro lado del patio, una puerta
cuelga de sus bisagras. Jüri la abre de
un tirón y se adelanta a Lore para bajar
al oscuro recinto. Allí dentro les
aguarda Thomas, que enciende una vela
y les sonríe. Su delgado rostro se llena
de arrugas y la lengua asoma rosada
entre los boquetes de los dientes. Jüri
baja saltando los peldaños que conducen
al sótano.
—Thomas ha dicho que va a
quedarse aquí. ¿No es cierto? ¿Verdad
que lo dijiste?
Thomas sigue mirando a Lore sin
dejar de sonreír. A ella los dedos le
hormiguean.
—Lo he limpiado de escombros. Voy
a construir un fogón, así esto estará más
caliente y podré cocinar.
—Vivirá aquí y podremos visitarle.
Jüri corre por el patio alborotando,
mientras Thomas recoge tablas de suelos
de madera y marcos de ventana entre los
cascotes. Afuera enciende una hoguera y
Lore asa unas patatas al tiempo que
calienta unos ladrillos para Thomas.
Algo que mantenga alejado el frío de la
noche en el sótano cuando Jüri, Peter y
ella hayan regresado con Liesel, Oma y
Wiebke, y Thomas se encuentre a solas.

Lo que queda en pie de la casa de Oma


es incluso más pequeño que la
habitación que tenían en la granja, pero
las casas del otro lado de la calle no han
sufrido tantos desperfectos y Oma
encuentra una habitación donde puedan
dormir sus nietos. La casa pertenece a
unos vecinos, los Meyer, que recuerdan
a Lore y a Liesel de cuando eran
pequeñas, y tienen un jardín con
manzanos que llega casi hasta el lago.
Oma establece la rutina de todos los
días. Cada noche comen con ella y
Wiebke, y después los acompaña al otro
lado de la calle para que se acuesten.
Por la mañana acude en su busca para
desayunar e intercambia algunos
comentarios amables con los Meyer
mientras Lore apresura a sus hermanos
escaleras abajo. Wiebke extiende el
mantel y pone los cubiertos para las
comidas. Es la encargada de dividir
escrupulosamente las raciones bajo la
supervisión de Oma y comen todos
juntos tres veces al día. Oma corta su
ración de pan con tenedor y cuchillo e
indica a los niños que coman despacio,
pero la comida siempre se acaba
demasiado pronto y siempre se levantan
de la mesa con hambre.
El verano se acaba, pero todavía
hace buen tiempo. Liesel sigue enfadada
con Lore. Pasa el día ayudando a
Wiebke, tendiendo la colada en el jardín
lleno de hierbajos, limpiando,
acompañándola en las largas horas que
pasan haciendo cola en las tiendas. Oma
se sienta a la mesa frente a la ventana y
escribe cartas. Pasa mañanas enteras en
la Cruz Roja y por las tardes descansa
tras la cortina que rodea su cama.
Lore cuida de Peter y Jüri la sigue a
cierta distancia. No para de murmurar
para sí mientras va dando patadas a las
piedras del camino y Lore bloquea sus
oídos. Piensa que habla con Jochen y no
quiere oír lo que dice. Siempre que
pueden, acuden al sótano. Visitas
fugaces a su hermano secreto durante las
horas tranquilas en que Oma duerme y
Wiebke se sienta con Liesel para hacer
punto o zurcir los desgarrones en sus
prendas.
Thomas siempre se alegra al verlos
y sonríe en silencio. Lore cree que les
está esperando. Que aguarda sus
resbaladizos pasos por los escombros
de los alrededores del sótano que ahora
le sirve de casa, y se siente solo los días
en que ellos no acuden a verle. Y todas
las veces ella se asombra de lo delgado
que está. De los boquetes en su
dentadura, de los trapos que se ata en
los pies. Entre visita y visita le recuerda
distinto y siempre necesita un tiempo
para adaptarse a esta desagradable
realidad, a su prominente osamenta. Le
mira escrutadora: sus prendas, su piel,
incluso sus pestañas, cubiertas por el
polvo de las paredes del sótano que se
desmoronan.

Herr Meyer es el encargado de


manipular la cámara. Sus viejos dedos
se mueven incómodos para efectuar los
ajustes, sus viejos ojos desconfiados
respecto a la luz. Coloca a los niños
junto a la verja, frente al seto, desde
donde no se ve la parte derrumbada de
la casa.
—Tendríamos que haber empezado
más temprano. Antes del almuerzo.
Ahora no puedo garantizaros nada. La
verdad es que podríamos malgastar la
película y, aun así, Herr Paulsen nos
cobraría la foto. Deberíamos haber
esperado a mañana.
La foto es para Mutti. Oma ha
averiguado en qué campo de refugiados
se encuentra y se la puede enviar. Eso la
animará, dice. Oma ha pedido ropas
prestadas para que ellos se las pongan
para la foto. Peter no para de tironear
del gorrito de marinero que lleva en la
cabeza, pero Liesel se muestra feliz con
la pañoleta de seda azul que le tapa el
erizado cabello.
Oma ha escrito una carta a Mutti en
nombre de ellos. A pesar de no haberla
leído, todos han firmado al pie. Lore no
quiere saber qué le dice. Se alegra de
que Oma no le haya pedido que la
escriba ella. Ayuda a Wiebke a preparar
a los niños. Hace frío. Jüri se frota las
manos y las rodillas, y a Liesel le
castañetean los dientes.
Herr Meyer les trae la foto al
anochecer. Un grupo muy serio de ojos
grandes que posa de pie sobre los
adoquines resquebrajados. Lore se ve
alta, Liesel posa a su lado, luego Jüri y
por último Peter, de pie al frente,
sujetándose de la pierna de Jüri. A
Liesel los zapatos le van demasiado
grandes y a Jüri las orejas le sobresalen
en su estrecha cabeza. A pesar de los
esfuerzos de Wiebke, Lore lleva la raya
del pelo torcida y tiene los ojos medio
cerrados. Todos están muy delgados.
Pómulos y muñecas prominentes,
grandes rodillas y ropas prestadas,
fláccidas sobre sus esqueletos. Lore
tiene la impresión de que contempla a
unos desconocidos, a unas personas a
las que conoció hace mucho tiempo.
Meten la foto en el sobre junto con
la carta. Lore siente que el estómago se
le encoge mientras Oma escribe la
dirección. Mutti descubrirá que Jochen
ya no está.

Mientras aguardan la respuesta, los días


son cada vez más fríos. Peter ya no llora
tanto, de nuevo ha empezado a sonreír y
su cara se redondea poco a poco. De pie
al lado de Lore, decidido a empezar a
andar, le habla con su jerga de medias
palabras. En vez de llevarlo en brazos,
le permite que la coja de la mano; sin
embargo, esto no es un paliativo del
peso tranquilizador que suponía llevarlo
en brazos. Está de acuerdo con Thomas:
el momento no es todavía el adecuado.
Jüri y Liesel se atienen al pacto, su
hermano secreto sigue siendo un secreto.
Aun así, Lore se arriesga a acudir al
sótano cada vez con mayor asiduidad.
Mientras ella juega con Peter bajo el
sol otoñal, observa a Jüri que no se
aparta de Thomas. Su hermano le sigue
por el patio recogiendo la leña que
Thomas ha sacado del lago y que
extiende allí afuera para que se seque.
Thomas guarda silencio y Jüri charla sin
parar, ríe con fuerza y profusión bajo el
aire apacible de la tarde. Thomas tiende
la mano a Jüri y su hermano curva la
palma de la mano en torno al índice del
joven hasta formar un apretado puño.
El novio de Wiebke ha escamoteado
una radio del cuartel y ella la trae para
enseñársela a Lore. Por la noche, ambas
escuchan juntas un programa de música
de jazz y Wiebke le enseña a bailar tal
como hacen en las películas
estadounidenses que su novio americano
la invita a ver. Cuando Lore empieza a
llorar, Wiebke la rodea entre sus brazos
y la mece suavemente al ritmo de la
música. Le dice que Mutti volverá a
casa y todo cambiará. Lore disfruta del
suave abrazo protegiéndose la cara con
los brazos. No le dice a Wiebke que es a
Thomas a quien echa de menos.

En casa de Oma llega una carta dirigida


a Lore. Un sobre escrito con la letra de
Mutti. Lore se queda junto a la ventana y
lee las escuetas noticias.
Su madre cuenta que Vati está vivo y
que les mandará una dirección tan
pronto como le sea posible. Que a través
de los americanos le ha enviado una
nota y ya está enterado de que ellos se
encuentran en casa, en Hamburgo. Lore y
los chicos deberían escribirle también
porque es posible que esté separado de
ellos durante mucho tiempo. Pronto las
escuelas volverán a abrir. Tienen que
estudiar mucho y pensar en el mañana,
en todo lo que les deparará. Le pide a
Lore que dé un beso a Jüri y a Liesel de
su parte y que se asegure de que Peter
tenga suficiente comida. Lore lee la
carta en voz alta para Oma, fijándose en
los lazos de tinta que forman su nombre.
En la carta no dice nada del campo de
refugiados, ni de la cama donde duerme,
ni de lo que come, ni de lo que ve desde
la ventana… Tampoco dice nada de
Jochen.
Luego lee la carta a sus hermanos.
Éstos le piden que se la vuelva a leer y
Jüri, entre risas, exige que le dé el beso
que le envía Mutti. Liesel quiere saber
cosas de Vati. No para de preguntarle a
Oma cuándo tendrán una dirección
donde poder escribirle. Se acuestan
juntos en la cama de la habitación
alquilada y charlan. Lore no dice nada
de Jochen ni de Thomas, y tampoco Jüri
y Liesel los mencionan.

Es una luminosa mañana de otoño y las


sombras discontinuas caen sobre la
acera antes de rozar la calle. Oma se ha
llevado a Liesel a hacer cola para
comprar zapatos y Wiebke se ha llevado
a Jüri en busca de carbón, así que Lore
dispone de toda la mañana para visitar a
Thomas. Ha ahorrado unas cuantas
cucharadas de azúcar para llevarle y de
camino al sótano le va dando un poco a
Peter. Luego se lame los dedos para
limpiarlos de los granitos que su
hermano va dejando, pequeños
estallidos dulces dentro de su boca.
Peter se niega a que lo lleve en brazos.
Se mece con aire solemne al andar y
mantiene el equilibrio apoyándose
contra las piernas de Lore, el puño
agarrado con fuerza a su falda. Caminan
por la parte soleada junto a las vías del
tranvía y hacia el centro de la calle,
lejos de las inclinadas paredes de los
edificios bombardeados.
Lore oye un sonido como de
cascabeles a sus espaldas, una especie
de tintineo metálico. Se vuelve y
descubre un tranvía que sube la cuesta
en la misma dirección que sigue ella.
Viene atestado de pasajeros que por
señas le indican alegremente que se
aparte de la vía. Se inclina para coger a
Peter en brazos y echa a correr cuando
el tranvía pasa por su lado. Los
pasajeros ríen y saludan, y Peter les
devuelve el saludo. Algunos tienden los
brazos hacia Lore y la levantan del
suelo. Sus piernas se quedan colgando
en el aire mientras sujeta con fuerza a
Peter, luego sonríe y respira jadeante,
rodeada por semblantes felices,
embutida en medio de espaldas, pechos
y brazos, meciéndose al ritmo de los
movimientos del tranvía.
Un joven le deja su sitio en la parte
de atrás y Lore se sienta con Peter junto
a dos mujeres jóvenes. Una es rubia, la
otra tiene el cabello oscuro. Llevan
abrigos remendados y zapatos viejos y
cuarteados, pero lucen carmín en los
labios y se sientan de lado, las piernas
cruzadas con elegancia. Lore se tensa el
cabello detrás de las orejas, tira de los
hilos sueltos de la falda.
Las jóvenes comparten un periódico.
Murmuran y señalan, sacuden la cabeza
mientras leen. La del cabello oscuro, al
ver que Lore está mirando, sostiene el
periódico para que pueda verlo y le
sonríe animándola a hacerlo. El tranvía
avanza a sacudidas dando brincos y
Peter está de pie en su regazo,
farfullando en su oído. Lore desliza la
mirada por el texto y en las columnas de
noticias encuentra una y otra vez las
mismas palabras: campos de prisioneros
y campos de trabajo, crímenes y
procesos. La mujer pasa la página y allí
publican unas fotos. Oscuras y tiznadas
sobre el tenue papel, y también
familiares. Gente esquelética.
Alambradas y rostros demacrados y
pilas de huesos, zapatos y gafas.
—Son actores norteamericanos,
¿verdad?
Lore señala las fotos. La mujer del
cabello oscuro se ríe. La rubia le replica
diciendo que eso no es para reírse.
—No, no son actores. Son judíos.
Lore se ruboriza. La mujer morena
se muestra irritada.
—Míralos bien. No son actores que
estén actuando, sino personas muertas.
La mujer pasa la página y Lore ve
cuellos negros con destellos luminosos
que le resultan familiares. Fotografías
de hombres de uniforme. Retratos
nítidos: SS, SA, Gestapo. La mujer del
cabello oscuro se los señala.
—Y éstos son los que las mataron.
Con gas y con balas.
—¡Heide! Es sólo una cría.
—Bueno, pues que lo lea por sí
misma.
Lore observa el rojo perfecto de sus
labios y el corazón le da un vuelco. El
tranvía oscila con una sacudida, avanza
un poco más y por último se detiene. La
mujer de cabello oscuro se levanta y le
entrega el periódico a Lore. Su amiga
rubia también se levanta.
—Por favor, no le enseñes nada más.
Ya es suficiente.
—Los americanos dicen que
deberían enseñarles esto en las escuelas.
Y los británicos quieren enseñar
democracia.
—¡Oh, por favor! Basta ya de
cháchara política.
La rubia se vuelve hacia Lore.
—Hazme caso. Éstos eran hombres
malos y ahora están en la cárcel, que es
donde tienen que estar los hombres
malos. Eso es todo.
Las jóvenes bajan del tranvía y Lore
se vuelve hacia los demás pasajeros que
hay a su alrededor, todavía apiñados y
charlando. Nadie la está mirando y el
tranvía prosigue su marcha. Se corre al
extremo del banco con el periódico y
sienta a Peter a su lado junto a la
ventana. Pasa presurosa las páginas,
después de las fotos de personas que
parecen esqueletos hasta llegar a los
retratos. Examina con detenimiento su
indumentaria, los ojos, la nariz, la
mandíbula. Algunos llevan el mismo
uniforme que Vati, pero ninguno tiene la
cara de Vati.

—¿Has visto las fotos, Thomas?


—¿Qué fotos?
Thomas pestañea bajo la luz del sol,
delante de la puerta del sótano.
—Las de esas personas que parecen
esqueletos. De los muertos.
—Ah.
Lore siente que se le retuerce el
estómago Está de pie frente a la puerta
del sótano, sosteniendo a Peter, que se
debate contra sus brazos, estirando los
suyos hacia el bolsillo del delantal
donde guarda el pañuelito anudado con
el azúcar. Thomas no contesta a su
pregunta. Con su huesuda mano se
protege los ojos del sol.
—Ya han empezado a castigarlos.
Me refiero a los que mataban a esa
gente.
A Lore el pecho se le tensa en torno
al corazón. Thomas asiente, se frota la
frente, la pálida piel se tensa encima del
hueso.
—Tú le dijiste a Liesel que lo
harían.
—Lo sé. ¿Han empezado ya?
—Sí, lo he leído en el periódico.
Los ojos de Thomas son más pálidos
que de costumbre. El joven da media
vuelta y baja los peldaños que penetran
en la oscuridad del sótano estirando un
brazo como si precisara mantener el
equilibrio, rozando con los dedos el
muro que se desmenuza. Los fragmentos
de la argamasa resuenan al chocar
contra el suelo.
—¿Thomas?
Lore le sigue con cautela hacia la
fría oscuridad cegada por el azul del
cielo y el resplandor del mediodía.
—La mujer del tranvía dijo que eran
personas de verdad.
—¿Sí?
—Que eran judíos. Eso dijo.
Los ojos de Lore, adaptados a la
oscuridad, distinguen a Thomas.
Permanece de espaldas a ella, los
hombros rígidos como una pared. Aun
así, necesita formularle la pregunta.
—Thomas…, ¿te acuerdas que le
dijiste a Jüri que todos los padres están
en la cárcel?
—¿El qué?
Thomas se vuelve ligeramente y sus
labios se separan, enseñando los dientes
que le quedan.
—¿Qué pretendes de mí?
A Lore el estómago le da un vuelco.
La respiración de él llena toda la
estancia.

Durante una semana, Lore no regresa al


sótano. Por las tardes sale a despedir a
Jüri cuando éste se marcha solo calle
abajo. Él la mira con expresión de
reproche durante las comidas y en la
oscuridad del dormitorio le habla entre
susurros. Le dice que Thomas pregunta
por ella, que sabe por qué no va a verle.
Permanece despierta mientras los
chiquillos duermen y conserva
encendida la lámpara junto a la cama.
Lucha contra los párpados que se le
cierran, temerosa de las fotografías que
se despliegan en el fondo de sus ojos, de
los hilos que se enmarañan en la
oscuridad.
Durante el día dormita: en el tranvía,
con Peter; en las colas, con Liesel y
Wiebke; sentada a la mesa con Oma,
junto a la ventana.
Mutti, Vati y Thomas no paran de dar
vueltas en sus pensamientos y los aparta
a un lado, pero siempre regresan.

Falta poco para que anochezca y Jüri


todavía no ha regresado. Oma está
despierta y ha preguntado ya por él en
dos ocasiones, preocupada de que pueda
estar jugando entre las ruinas.
—Son peligrosas, Hannelore. Le
advertí que se mantuviese apartado de
estos sitios.
Lore va al final de la calle para ver
si regresa su hermano. Espera veinte
minutos, media hora, pero Jüri sigue sin
dar señales de vida. Se vuelve a mirar
hacia la casa y ve a Oma de pie con su
abrigo vigilando desde la verja de
hierro al final del caminito de la
entrada. Lore la saluda con la mano,
intranquila. Le dice a gritos que no se
preocupe, que irá en su busca y que no
tardará.
Desde el tranvía, Lore vigila por si
le ve. Luego camina rápido por las
calles. No desea ver a Thomas, sólo
quiere encontrar a Jüri y regresar de
inmediato a casa. Va llamando a su
hermano, pero él no le contesta y Lore
se encuentra cada vez más cerca del
sótano. Aguarda unos instantes en la
esquina, pero ya es muy tarde. Sube
gateando la montaña de cascotes, el
corazón invadido por el recelo, la mente
obsesionada por la expresión de odio en
el rostro de Thomas. Pero cuando se
desliza al interior del patio, descubre a
Jüri acuclillado junto a la puerta del
sótano, a solas.
La estufa está volcada boca abajo,
los ladrillos sueltos han sido arrancados
de las paredes y la puerta cuelga sobre
las bisagras. Jüri está pálido y
desconsolado, los ojos rodeados por
círculos oscuros como cardenales. Lore
se sienta a su lado y él la aprieta con los
dedos hasta clavárselos en la piel.
—¿Qué ha pasado?
—Thomas se ha marchado.
—¿Dónde?
—No lo sé.
—¿Qué ha ocurrido?
—Salimos a buscar leña. Me dijo
que esperase en la esquina de la
estación, que iría en busca de algo de
sopa. Yo estuve esperando, pero no
volvió.
—¿Cuánto hace que esperas?
—Unas dos horas.
—Es posible que haya tenido que
hacer mucha cola.
—Pero ha roto la puerta, Lore. Mira
lo que ha hecho. Seguro que ha sido él.
—¿Os habéis peleado, Jüri? ¿Te ha
pegado?
—No. Se ha largado… Estuvo
buscando sus cosas, pero yo se las había
escondido.
—¿Qué cosas?
—Dijo que tú lo sabías, Lore. Me
aseguró que ya lo sabías… Le dije que
nunca se lo contarías a nadie, pero él no
me creyó porque no habías vuelto a
verle. Y ahora se ha marchado.
Jüri solloza agarrado al brazo de su
hermana. Tiene el rostro húmedo por los
mocos y las lágrimas. No para de hablar,
pero ella no consigue entenderle.
—No debes contárselo a nadie. Ni
siquiera a Liesel… Ni a Peter. Nunca.
—Jüri.
—¿Me lo prometes? Por favor,
prométeme que no se lo dirás.
—¿Qué es lo que escondiste?
Lore le ayuda a levantar la losa del
adoquinado. Unas cochinillas de
humedad se curvan sobre sí mismas y
corren a refugiarse entre los escombros
y el billetero de Thomas aparece oculto
en un hueco situado al pie de la pared.
Pequeño y de color marrón con la piel
gastada, cuarteada.
—Yo sólo lo hice para que no se
marchara. No quería que se enfadase.
¿Estará enfadado conmigo, Lore?
Jüri todavía está llorando. Lore saca
el billetero de su escondite, lo abre con
dedos rígidos, torpes, y el contenido cae
al suelo. A sus pies descubre un trozo de
tela con una estrella amarilla cosida a un
lado y debajo otro trozo de la misma
tela, también deshilachada y con una
serie de números que le resultan
familiares, escritos a través de las
sucias rayas. Dentro del billetero
todavía está la cartulina gris, doblada
por la mitad, y dentro de ésta un trozo de
papel con una fotografía y un enorme
cuño negro estampado. Jüri observa que
Lore levanta la fotografía para que le dé
la luz.
—¿No lo sabías?
—¿El qué?
—¿Que no es él?
La foto de la ficha pertenece a un
hombre de cabello negro y ojos
hundidos. Borrosa, gastada y arrugada.
Lore piensa que a simple vista podría
ser Thomas. Incluso cuando la mira con
mayor detenimiento ve sus mejillas
romas, el perfil de su mandíbula.
Extiende con extremo cuidado los
papeles y la tela sobre el agrietado
suelo. Siente debilidad en las muñecas;
el papel es muy quebradizo. El rostro de
la fotografía tiene una boca suave. Es
posible que no sea Thomas; tal vez Jüri
esté en lo cierto.
—Él los cogió. Tuvo que hacerlo.
Para cuando los americanos los soltaran
a todos.
—¿Thomas robó estos documentos?
—No debes contárselo a nadie,
Lore. Thomas dijo que no tenía
importancia. Que el hombre era un
judío, ya sabes… Que ya estaba muerto.
Lore no ha dejado de estudiar el
rostro de la fotografía: sus rasgos
enjutos, los finos labios separados, los
ojos bajos, los párpados medio
cerrados. Ya estaba muerto. Lore
examina el documento, pero el nombre
ha desaparecido en medio del pliegue,
perdido en el nervioso gesto de doblar y
desdoblar el papel.
—Thomas dijo que los americanos
sienten simpatía por los judíos, de modo
que utilizó estos papeles para fingir.
—¿Te explicó él todo esto?
—Dijo que tú ya lo sabías.
Jüri se agacha a su lado, las
huesudas rodillas pegadas al pecho,
observando la reacción de su hermana.
¿Qué pretendes de mí? A Lore se le
tensa el estómago y de nuevo le da un
vuelco, la saliva se le vuelve ácida en la
lengua. Escupe, se sienta con la cabeza
entre las rodillas y Jüri se estremece a
su lado.
—Thomas dijo que la gente está
irritada, de modo que era mucho más
seguro fingir que era una persona
distinta. Que podía entrar en nuestra
familia y luego nadie sabría que era él.
Jüri tiene enrojecidos los ojos y la
mandíbula tensa. Lore no puede seguir
escuchándole.
—Hay que quemar todo esto.
—Dijo que era mi hermano, Lore.
—Lo sé. Ya lo sé. Vamos a quemar
todo esto y luego nos iremos a casa.
Lore enciende un fuego entre los
cascotes con trozos de leña que han
caído de la estufa rota. Coloca encima
las pertenencias del hombre muerto, el
billetero y la foto, el pliegue donde
estaba su nombre y los últimos retazos
de sus prendas. Las llamas lamen los
bordes de la tela y el tejido a rayas
primero se vuelve negro y después se
pone al rojo vivo. El papel continúa
intacto entre las llamas, pero al final
empieza a rizarse. Los bordes
chamuscados se doblan sobre el
demacrado rostro de la foto y, cuando se
desprenden, el hombre muerto ha
desaparecido para siempre.
El patio se vuelve cada vez más
oscuro en torno a la pequeña hoguera.
Jüri aún está temblando, pero Lore
empieza a sudar con el calor del fuego.
Se sienta algo apartada, embutida en una
grieta de la pared. ¿Qué pretendes de
mí? Intenta desenredar la maraña de
Thomas, cárceles y personas
esqueléticas, mentiras y fotografías,
judíos y tumbas, tatuajes, periódicos y
cosas que no eran tan malas como dice
la gente. Y en medio de todo esto
aparecen Mutti y Vati, las insignias entre
las zarzas, las cenizas en la estufa y la
mareante sensación de que Thomas tenía
razón y no la tenía, de que era bueno y
era malo, las dos cosas a la vez.

Tan pronto como el sol asoma por


encima de los árboles del jardín de los
Meyer, Lore se pone las botas. Jüri ha
estado medio despierto durante un par
de horas, los ojos cerrados, hinchados
por las lágrimas. Liesel se incorpora en
la cama, pero Lore le dice que todavía
es temprano para desayunar, que cuando
sea la hora vendrá a despertarles. Su
respiración se hace visible en el
vestíbulo de los Meyer, y tras sus pasos
deja huellas al pisar la escarcha en el
sendero de la entrada en casa de Oma.
Wiebke acude a abrirle, todavía con el
sueño pegado a los ojos, y hace un poco
de café de bellotas tostadas que Lore
bebe mientras Oma se viste. La luz es
aún escasa cuando abuela y nieta bajan
caminando hasta el lago.
Mientras aguardan en el
embarcadero, la helada arena cruje bajo
sus zapatos.
—Oma, ¿por qué Mutti y Vati están
en la cárcel?
—No han hecho nada malo.
Su respuesta no es precipitada, pero
tampoco le contesta con retraso. La
contestación no deja traslucir nada. Lore
examina los ojos de Oma, grises y
apacibles. No hay irritabilidad en ellos,
ninguna pregunta acerca de la noche
anterior. Ella y Jüri regresaron mucho
después de que se hiciera de noche
cubiertos con el polvo de los escombros
y apestando a humo. A Lore el secreto le
presiona en los labios, pero Oma deja
que ese instante pase en silencio.
—Ya te lo dije en otra ocasión. ¿Me
oyes Hannelore? Te lo dije y debes
tenerlo siempre presente.
Oma la coge de la mano y Lore
siente la suavidad del guante al
deslizarse sobre su piel. El secreto
pertenece a Jüri también. Y a Thomas.
—Todo ha cambiado, Lore… Pero tu
padre sigue siendo un buen hombre.

Los días son cada vez más fríos.


Liesel aprende algunas palabras en
inglés de los soldados: butterscotch
(caramelo), chocolate y, la mejor de
todas, humbug (tonterías), que le hace
mucha gracia porque suena a Hamburgo.
Al cabo de poco tiempo, Jüri hace
nuevos amigos, muchachos de su edad
con los que juega ruidosamente entre las
ruinas a pesar de que Oma se lo tiene
prohibido. Lore lo descubre en el
descampado del otro lado de la calle, ve
que sale corriendo de la protección de
las ruinas, se tira al suelo y se queda
quieto mientras cuenta con los dedos de
una mano los segundos que faltan.
Lore regresa al sótano una sola vez.
Busca huellas en las cenizas y en las
cajas tiradas por el suelo. No encuentra
nada, sólo las mantas en el rincón donde
Thomas duerme por la noche. Luego
baja a la calle, llena el cubo en el
depósito de agua y lava la ropa de cama
en el patio. Llora, la mente llena de
insignias y de fotos, sintiéndose enferma
y sola.
Pasa un tranvía, el ruido se aleja y
las ruinas vuelven a quedar en silencio.
Lore cierra los ojos, con los brazos
hundidos dentro del cubo y la frente
apoyada contra el frío borde de metal.
Vacía el agua fría por encima de las
baldosas, saca cascotes de la montaña
de escombros que tiene a su lado y
entierra las húmedas mantas bajo las
piedras.
Mutti les ha enviado una dirección
para que escriban a Vati, así como una
foto de ella sentada en un banco en el
exterior de algún lugar. Tiene las manos
hinchadas, unidas encima de su regazo.
El rostro más redondo, el cabello muy
corto y las prendas que lleva son
extrañas. Lore apoya la foto contra la
pared en su pequeño dormitorio, y Jüri y
Liesel se apretujan a su lado para
contemplar a su madre, estudiándola en
silencio.
—El año que viene la trasladarán al
campo de refugiados británico.
—¿Y podremos visitarla entonces?
—Es posible. Supongo que sí.
—¿Y tendrá ese mismo aspecto?
—Claro.
—¿Y Vati qué aspecto tiene, Lore?
—¿No te acuerdas de él?
Jüri niega con la cabeza y bosteza.
Lore no se permite pensar en ello
demasiado.
—Debe de tener más o menos esta
altura, y su cabello es del mismo color
que el tuyo.
—Pero el mío cambia de color. Es
rubio en verano.
—Y el de Vati también. Oscuro en
invierno, justo como el tuyo.
Al principio es Jüri quien hace las
preguntas, pero no tarda en quedarse
dormido. Liesel va escuchando a Lore y
le sonríe por vez primera en varias
semanas. Lore contiene la respiración,
el corazón no para de latirle con fuerza.
Mientras se desviste, describe a un
hombre, alguien que encaje con la nueva
madre más llenita, y que sustituya al que
han quemado, enterrado y bombardeado.
Pero el rostro que ve entre las
llamas es el de Thomas. Un rostro que
se contorsiona en medio de cortinas de
ceniza negra y luego se esfuma.

Están ya en invierno y ha transcurrido


más de medio año desde que finalizó la
guerra. Llega el cumpleaños de Lore:
cinco semanas después de que Thomas
desapareciera; dos meses desde que
llegó la primera carta de Mutti; más de
cuatro meses desde que Jochen murió.
Jüri y Peter le regalan cada uno una
cinta para el pelo, aunque Lore sabe que
la señora Meyer las ha cortado de sus
cortinas. Liesel le está haciendo un
bizcocho con ayuda de Wiebke para el
cual ha estado ahorrando azúcar durante
semanas. Oma le promete un par de
zapatos tan pronto como sean asequibles
y le ha comprado como regalo unos
pasajes para el transbordador.
—Uno para ti y otro para Jüri,
tesoro. Peter puede viajar gratis.
Oma les acompaña hasta la parada
del tranvía y les dice adiós con la mano
cuando se internan en la ciudad. Pasan
ante la parada del sótano y Lore se
vuelve hacia Jüri, pero éste no le
devuelve la mirada. Continúan con el
tranvía hasta la Estación Central, y luego
siguen a pie atravesando las calles de la
ciudad. El cielo es de color ceniciento,
homogéneo y bajo. El frío penetra a
través de sus ropas. Lore guía a sus
hermanos por los canales de aguas
tranquilas que recorren el centro,
después cambian de dirección y se
encaminan al lago. Pero tienen que
volver sobre sus pasos cuando
descubren que han hundido los puentes,
y siguen los atajos que han posibilitado
los bombardeos.
—Antes había casas por aquí, Jüri.
Entre el canal y el lago, estaba todo
lleno de edificios… ¿Lo ves? Aún se
distinguen los cuadrados que forman las
ruinas.
—¿Y cuándo era eso?
—Antes de los bombardeos.
—¿Qué edad tenías entonces?
—La misma que tienes tú ahora.
—¿Y yo qué edad tenía?
—La misma que Peter.
El viento sopla desapacible a través
del lago y Lore envuelve a Peter dentro
de su abrigo. Dan la espalda a las
oscuras aguas mientras esperan en el
Jungfernstieg a que llegue el
transbordador que les llevará de regreso
a casa. Ante ellos, el centro de la ciudad
aparece allanado, renegrido y
destrozado, hormigueante de vida. Todo
está cambiando, lo viejo es enterrado
otra vez por lo nuevo. Lore sienta a
Peter en el banco y le señala a Jüri los
montones de escombros del otro lado.
—Allí van a construir casas nuevas.
Encima de donde están las ruinas ahora.
—¿Para qué?
—Para que la gente pueda vivir en
ellas.
—¿Viviremos nosotros en una casa
nueva?
—Sí, claro.
—¿Con Mutti?
—Sí, y con Vati.
—¿Vati está en la cárcel?
—Sí, pero cuando vuelva viviremos
todos juntos otra vez.
Suben al transbordador y se sientan
en la parte de atrás, fuera del embate del
viento, que tira con fuerza de la lona por
debajo de la barandilla.
—¿Y dónde está Thomas ahora,
Lore?
—No lo sé.
Lore se queda mirando la lona, las
cuerdas que restallan contra la tela
tensada.
—¿Crees que estará pensando en
nosotros?
—No lo sé.
—¿Cuántos años tendré cuando
vayamos a vivir a la nueva casa?
Lore se encoge de hombros. Las
preguntas de su hermano la están
exasperando. Se fija en los demás
pasajeros que hay al frente,
protegiéndose del viento, pero a sus
espaldas la cubierta de proa está vacía.
—¿La que tienes tú ahora?
—No sé cuánto tardaremos, Jüri.
Lore se inclina hacia delante y el
viento la golpea en pleno rostro. El aire
le enfría los dientes cuando habla, tira
de su cabello.
—¿Serás mayor que Thomas
entonces?
—No, tonto, porque Thomas siempre
será mayor que yo.
Jüri se ríe y Lore se pone en pie. Su
hermano la imita, pero ella le dice que
vuelva a sentarse con Peter. Se acerca
donde sopla el viento. El aire atraviesa
veloz la cubierta y se enrosca entre sus
piernas, hasta el punto de hacer que la
piel se le encoja y se aparte del tacto
con la ropa. Se agarra a la barandilla
para mantener el equilibrio. El agua es
oscura allí abajo y bate suavemente
contra el casco de la embarcación. Lore
levanta la cabeza para apartarse de
aquella oscuridad y mantiene alta la cara
contra las rachas del viento, nota las
corrientes de aire que se retuercen entre
sus piernas y tiran de ellas.
Avanza a lo largo de la barandilla,
más allá de la cabina, lejos de Jüri y de
sus preguntas, lejos de Peter y de los
demás pasajeros, hasta llegar a la proa,
donde nadie pueda verla.
A solas, se abandona a la fuerza
absoluta del viento. Suelta primero una
mano de la barandilla y luego la otra, y
aguanta firme, de cara a la orilla.
Lore anhela el silencio de la casa de
Oma, las sonrisas de Wiebke, el
bizcocho de Liesel. Espera ansiosa el
momento en que ya no haya más ruinas,
tan sólo casas nuevas, y ya no se
acuerde de cómo era antes.
Se afianza con fuerza y el viento le
da zarpazos en la piel, la desgarra a
través de la ropa. Lore no mira hacia
abajo, hacia el agua, sino hacia la orilla
que tiene delante. Se desabrocha el
abrigo y deja que el viento se lo abra de
golpe, que resuene en sus oídos. Tensa
la boca para abrirla al máximo, permite
que el invierno penetre en ella y
atraviese los pulmones, llenándola con
su amarga frialdad.
Lore sólo percibe el sonido, el sabor
y la sensación del aire. Mantiene
cerrados los ojos, no ve nada, pero de
ellos brotan lágrimas que se desintegran
al instante.
MICHA

En casa, otoño de 1997

Hay un largo trayecto desde el


aparcamiento hasta la residencia de su
abuela y al joven se le empapan los
pies. El rascacielos, con su blanca mole,
se alza sobre el verdor del césped
ajardinado. Cuando brilla el sol, los
residentes suelen pasear con paso lento,
formando parejas, por los amarillentos
caminitos de grava, y su Oma se sienta
en el balcón, doce pisos más arriba. En
días así, el joven suele detenerse en el
césped y, después de contar ocho
ventanas hacia abajo y tres de lado,
saluda con la mano y aguarda la
respuesta de la pequeña mancha en
movimiento. Pero hoy llueve y el joven
avanza sin detenerse.
El joven es Michael. Su Oma se
llama Kaethe y estuvo casada con
Askan.
Oma Kaethe. Opa Askan.
Cuando firma en el registro de
entrada, la enfermera que está en
recepción le sonríe al reconocerle. Las
gafas se le empañan con el calor del
vestíbulo y el agua le chorrea por el
cabello, deslizándose por el cuello
mientras aguarda a que llegue el
ascensor.
Últimamente, Michael se dedica a
reconstruir un mapa de su familia. En las
colas, en los trenes, en los momentos en
que no tiene nada más que hacer, los va
desplegando dentro de su mente: capas
de tiempo y de geografía, un entramado
más o menos exacto de fechas y
conexiones con las que trabajar, con las
que llenar los espacios vacíos.
Oma Kaethe y Opa Askan. Casados,
en Kiel, 1938. Dos hijos. Mutti, Karin,
en Kiel. 1941. Y luego Onkel Bernd. En
Hannover, después de la guerra.
Después de que Opa volviera a casa.
Cuando Michael sale del ascensor,
Oma le está aguardando en la puerta del
piso. Le saluda con la mano desde el
otro extremo del pasillo. Te vi venir, le
dirá. Caminando bajo la lluvia. Michael
se quita las gafas y Oma las limpia con
su delantal. Busca una toalla para que se
seque el cabello y otra para los pies. Ha
dejado los zapatos junto a la puerta de la
entrada y los calcetines cuelgan del
radiador.
Michael es alto y Oma Kaethe es
cada vez más pequeña: con la parte
superior de la cabeza ahora le llega tan
sólo por debajo del hombro. Mientras la
anciana llena la jarrita de la crema y
ordena las pastas en los platos, Michael
asimila la sorpresa habitual de todos los
domingos, la de que Oma es cada vez
más vieja. Nacida en 1917, cincuenta
años antes que yo. Veinticuatro antes
que Mutti, su hija. Y cinco después que
Opa. Hoy, mientras Oma habla, los
largos dedos le tiemblan. Michael se los
aprieta con ambas manos, frías por la
lluvia, y su abuela le sonríe.
Durante la semana, Michael recorta
artículos de los periódicos para ella y
los guarda para dárselos cuando la
visita. Los despliega encima de la mesa
cubierta con el mantel impermeable de
color rojo que todavía huele a la antigua
casa de Oma. Su abuela sigue con dedos
temblorosos las líneas impresas
mientras Michael come: pastas con
frutas escarchadas y mazapán, a pesar de
que aún faltan varias semanas para la
Navidad. Delante de Michael, a lo largo
de la pared, están los retratos de los tíos
de Oma que murieron cuando ella era
una niña. Oscuros retratos al óleo de
unos muchachos vestidos de uniforme.
Los tíos abuelos de Mutti. Mis bistíos.
Im Krieg gefallen: muertos en la
guerra. No en la de Opa, sino en otra
anterior.
La lluvia resbala por las ventanas y
Michael recorre el pequeño apartamento
encendiendo las luces. Si hiciera un día
despejado, ahora Oma le habría llevado
al balcón para que disfrutara de la vista
de la ciudad. Stadtwald, Wolkenkratzer
und Main. Desde mi nido de águilas lo
puedo ver todo, le diría. Y Michael
miraría más allá del bosque y del río,
hacia los rascacielos, y asentiría.
En cambio, hoy juegan una larga
partida de cartas, que Oma gana, y luego
concluye la tarde. Oma se mete las
llaves en el bolsillo y acompaña a
Michael en el ascensor. Se sonríen al
notar la presión en los oídos.
—No nos diseñaron para vivir tan
alto —le dice la abuela.
—Pero piensa en todas las cosas que
no veríamos —le contesta Michael, y
luego ella se ríe.
Tonstrasse, Wiener Strasse,
Steinweg, Kirchenweg, Kastanienalle.
Michael hace una lista de las
direcciones de Oma mientras se aleja.
Kiel, Kiel, Hannover, aquí, aquí. Las
tres del centro con Opa. La primera y
la última sin él.
A medio camino del aparcamiento se
vuelve y la abuela le dice adiós
ondeando la mano desde la entrada.
Todavía le mira cuando sube al coche de
su madre. Baja el cristal de la ventanilla
y le devuelve el saludo al marchar.
Cuando Michael llega a casa, Mina
le espera en el umbral con la puerta
abierta, mientras él sube las escaleras.
El último tramo lo recorre poco a poco,
observándola. Se sonríen.
—Te vi llegar.
El aliento le huele a alcohol.
Michael sabe que el suyo debe de oler a
cigarrillos.
—Hemos descorchado una botella
de vino.
—¿Hemos?
—Luise. Luise y Yo.
Mi hermana. Doctora. Tres años
mayor que yo. La única nieta. Luise le
grita desde la cocina mientras él se quita
el abrigo.
—Me ha dicho Mina que llevaste a
Mutti y a Vati a almorzar la semana
pasada. Me parece muy bien, Micha.
Pero, ¿sabes una cosa? Me pregunto
cómo se te olvidó invitarme a mí.
Lo dice riendo, pero Michael sabe
que está dolida. Y que tampoco espera
una respuesta; sólo pretende que él lo
sepa. Se encoge de hombros y sonríe.
Mierda. Mina le sirve un poco de vino y
regresa al lado de Luise. Ambas están
sentadas en la repisa de la ventana, junto
al radiador, el cristal empañado contra
el cielo del atardecer. Está oscuro, casi,
pero no han encendido las luces.
Michael se queda junto al frigorífico, al
otro lado de la sala.
—Por cierto, Luise, ¿qué tal estás?
—Muy bien, Michael. Gracias. ¿Y
tú?
—No estoy mal. Bien.
—¿Qué tal en la escuela? ¿Algún
cotilleo de la sala de profesores?
—No, por Dios. Sólo las habituales
batallas por el poder durante la pausa
de media mañana.
—Bueno, Herr Lehner, me muero de
hambre y Mina dijo que hoy te tocaba
cocinar a ti.
Luise vuelve a reír y Mina sonríe a
Michael desde el otro extremo de la
habitación.
—No es cierto. Sólo le dije que
debíamos esperar a que volvieras a
casa.
Levanta el vaso hacia él en un
brindis. Luise también lo hace con una
sonrisa que a Michael le resulta
imposible descifrar. Luise, Luise, Luise.
Jesús.
—¿Así que tienes intención de
quedarte a cenar?
—¡Vaya! Oye Mina, ¿contigo es así
de desagradable?
—Ya basta por ahora. Vamos a
cocinar.
Mina cruza hasta la cocina, abre la
nevera y la luz se desparrama por el
suelo. La etiqueta del jersey le sale por
encima del cuello y Micha estira la
mano para colocársela bien.
—Creo que iré a casa de Mutti y
Vati, a devolverles el coche. No
tardaré.
Luise se levanta y se sirve más vino.
—¿Has ido con el coche de mamá?
¿Y has vuelto a fumar en su coche?
Desde aquí puedo oler tus ropas, Micha.
Ella nunca te lo ha reprochado, pero le
molesta que lo hagas, y tú lo sabes.
Michael no contesta a su hermana, se
limita a sonreír y asiente. Mina le hace
un guiño, acuclillada en el suelo a su
lado, al tiempo que apoya una mano en
su pantorrilla.
—¿Querrás comprar pan? Nos hará
falta.
Michael vacía el cenicero y durante
los primeros minutos conduce con la
ventanilla bajada. Mutti y Vati, Karin y
Paul. Dos hijos, ningún nieto, treinta y
tres años de matrimonio, en su casa de
las afueras. Doce kilómetros, media
hora si cojo el tren; no más de veinte
minutos en coche. Empieza a anochecer,
la circulación es fluida y hay poco
tráfico en la autopista. Un cuarto de
hora. Su madre le ha puesto un plato en
la mesa.
—¿Quieres un poco, Micha? Sólo un
bocado antes de que te vayas.
La madre de Michael se acogió a la
jubilación anticipada. De esto hace tan
sólo medio año y aún no se ha
acostumbrado a la nueva situación. Soy
una mujer joven, le dice. Tendría que
estar trabajando. Todas las semanas
tiene un nuevo pasatiempo. Michael
llama a Mina. Se quedará a cenar.
Luego su padre le acompaña en
coche a casa.
—Tu madre está loca desde que se
jubiló. Y me está volviendo loco a mí.
—Pronto llegará tu turno.
—Es ella la que debería estar
trabajando y yo dedicarme a la
jardinería, a aprender español, yoga,
astronomía…
—Estás celoso, Vati. Eso es lo que
te ocurre.
—¿Celoso yo? No, hijo, es algo
mucho peor que eso. Tu madre hace que
me sienta un ser aburrido.
Michael se ríe. Al otro lado del
cristal, el limpiaparabrisas embadurna
las luces de la ciudad. Vati, nacido en
1934, y Mutti en 1941: uno al principio
de todo aquello, la otra a la mitad. Su
padre se muestra más calmado. Le
pregunta por la escuela, por Mina, pero
el foco de atención cambia en su mirada:
del domingo al lunes, de la casa a la
oficina, del hijo al trabajo. Michael le
dice que vaya a verles durante la
semana, que traiga a Mutti y una botella
de vino. Su padre sonríe, la ventanilla
automática zumba al cerrarse y el
hombre se marcha, la atención centrada
en el día que le espera.
Por la mañana, antes de salir al
trabajo, Mina despierta a Michael.
Todavía está oscuro. A ella el aliento le
huele a café, a él la boca le sabe a
tabaco. Otra vez. Mantiene los labios
cerrados cuando ella le besa.
—Esta noche es el cumpleaños de
Cem, ¿te acuerdas? Yo voy a ir
directamente desde el trabajo.
Antes de que Micha se haya vestido,
la ve marchar por el camino montada en
su bicicleta.
Yasemin Devrim. Mina.
Fisioterapeuta. El amor de mi vida.
Micha hace café. Come un panecillo
con miel. Luise y Yo, Vati y Mutti, Oma
y Opa. Opa, Opa, siempre Opa. Frente a
la ventana, medio dormido, Micha teje
una y otra vez los hilos de su familia:
recita, hace listas, trabaja en ello sin
parar.
Opa Askan. Opa Askan. Opa Askan
Boell.
A pesar de que se trata de algo
automático, interno, la verdad es que esa
inconsciencia es sólo parcial. Porque
Michael es demasiado consciente de los
mapas que raza con su ojo mental.
Demasiado consciente de adónde le
dirigen.
Es el primer día de las vacaciones
de otoño. Michael debería poner notas,
preparar las clases, comprar el regalo
de cumpleaños para el hermano de
Mina. En cambio, se dirige a la
universidad en bicicleta bajo la lluvia.
Entra en la biblioteca. Se sienta en la
zona de los ordenadores y abre el
catálogo. Teclea Holocausto, hace una
lista con los números de clasificación y
los busca en los estantes. Hoy Micha se
limita a leer los lomos. Inscripciones en
negro, dorado y rojo. Verde, marrón y
azul en las tapas. Metros y más metros
de estanterías.

¿Por qué ahora?


Michael no para de formularse esta
pregunta.
Nos enteramos del Holocausto en la
escuela. Nos llevaron a ver el campo de
concentración más próximo a la
ciudad, vimos documentales,
escribimos redacciones. Recuerdo que
nuestro profesor lloró. Eso fue en el
campo. Salió afuera un rato mientras
comíamos en la cantina. Pensábamos
que habría salido para fumarse un
cigarrillo, pero cuando regresó tenía
los ojos enrojecidos.
Micha no recuerda haber llorado. No
creo que llorase.
Hace poco fue el cumpleaños de su
tío, el hermano menor de Mutti. La
familia se reunió para celebrarlo con
una comida. Nadie habló de la guerra,
del Holocausto; ni siquiera hablaron del
pasado. Sólo de acontecimientos
memorables de la familia: nacimientos,
bodas, defunciones… Fue la diferencia
de edad lo que llamó la atención de
Micha: entre Mutti y Bernd habían
pasado catorce años. Una hija antes de
la guerra y un hijo después. La verdad
era que antes no había reflexionado
mucho al respecto: Bernd siempre había
sido sólo Bernd, una especie de tío y
primo a la vez.
Madre y tío. Ambos eran capaces de
interpretar el estado de ánimo del otro,
de concluir las frases del otro. Hermano
y hermana. Micha es consciente del
enorme contraste que hay entre él y
Luise. La guerra se puso de por medio.
Esto es lo que Oma siempre dice. La
guerra se puso de por medio pero, aun
así, ellos se encontraron. Es el brindis
habitual que ella hace por sus hijos. Por
la felicidad que le han dado.
—Pero la guerra sólo duró seis
años.
Es el comentario que Micha le hizo a
Oma en su nido de águilas, el domingo
siguiente.
—No catorce.
Estaba fuera con ella, en el balcón.
De modo que percibía claramente el
olor de las hojas otoñales en el aire.
—Opa no regresó hasta Año Nuevo
de 1954. Pertenecía a las Waffen SS,
¿comprendes?
Lo soltó como si Michael ya lo
supiera.
—Se marchó en el cuarenta y uno,
los rusos le hicieron prisionero y
pasaron trece años antes de que volviera
a verle.
En las SS. Hasta ese momento, nunca
nadie se lo había mencionado. Estaba
con Oma al sol, contemplando los tonos
verdes y dorados del parque de abajo.
¿Por qué los rusos retuvieron a Opa
durante tanto tiempo?
Nunca se le había ocurrido
preguntarlo.

Una semana después del cumpleaños de


Cem, Michael regresa a la biblioteca.
Termina las clases a media tarde y se
dirige al centro. El distrito universitario
se ve desierto, las calles adoquinadas
están muy limpias. Está oscureciendo, y
el ambiente es seco y frío. Huele a
nieve.
En la biblioteca, la gente trabaja en
silencio frente a los ordenadores.
Michael sabe dónde están los libros,
pero vuelve a consultar el catálogo.
Nazi. De 1547 entradas se despliegan de
la 1 a la 12. Se ha traído café y una
pasta de la cafetería. No sabe por dónde
empezar.
Michael camina arriba y abajo por
los pasillos entre las estanterías. Es el
único que consulta en la sección. Al otro
lado de la sala, una bibliotecaria está
colocando las devoluciones en los
estantes. Michael avanza siguiendo los
lomos de los libros. La hilera de
encima, luego la del centro y por último
la de abajo. Saca cualquier volumen de
generalidades, cualquier compendio.
Los brazos empiezan a dolerle. Deposita
la pila de libros en el suelo, a sus pies, y
continúa a lo largo de los estantes. Lee
en las contracubiertas las biografías de
los autores: estudiosos, historiadores,
niños supervivientes; israelíes,
estadounidenses, algunos alemanes. La
mayoría de los libros están editados en
inglés. A su lado, la pila es cada vez
más alta.
Abre los libros y lee las
dedicatorias. Nombres breves, solitarios
en la página en blanco. A menudo son
para los padres, para los abuelos.
Michael se da cuenta de que todos están
muertos. De que los mataron.
En otro estante están los diarios
íntimos: de militares estadounidenses,
de periodistas, de una mujer alemana.
De la misma ciudad que Oma. Nacida
el mismo año, además.
Michael se lleva los libros a una
mesa, junto a la ventana. Tiene que hacer
tres viajes desde las estanterías a la
mesa. La bibliotecaria ha efectuado su
recorrido por toda la sala. El carrito
casi está vacío. Afuera la oscuridad
aparece veteada con luces blanco-
amarillentas. Michael baja para
telefonear a Mina, pero salta el
contestador automático. Le dice:
Regresaré tarde. Cena. No me esperes.
Fuma rápido un cigarrillo en el
vestíbulo.
La bibliotecaria está inclinada
encima de los libros de Michael y se
sorprende al verle.
—Ha vuelto…
La mujer le sonríe brevemente, no de
forma amistosa, y se aleja a lo largo de
las estanterías. Michael se siente
incómodo y se pregunta si se habrá dado
cuenta de los títulos. Sacude la cabeza
para sí: ¿Qué otra cosa puede leer aquí
la gente? Aun así, vuelve los lomos
hacia la pared.
Dispone de tres horas. Michael
empieza a leer desde lo alto del montón
al tiempo que va tomando notas. Un
diario, entremezclado con recortes de
periódicos. De un periodista
norteamericano. Estuvo en Berlín antes
de la guerra y regresó después. Habla de
adoctrinamiento, de obediencia, de
violencia callejera: antisemitismo en las
aulas de la escuela, en los carteles y en
los abarrotados tranvías de la ciudad.
Michael lee, consternado; vuelve a leer,
toma notas.
Todos los asientos ocupados, sube
una anciana. Bolsas pesadas, nadie la
ayuda. El periodista se indigna y se
levanta para cederle el asiento, pero la
anciana no se sienta. Procura no
hacerle caso. Otro hombre le dice al
periodista que no se preocupe. Con la
punta del paraguas dibuja una J en el
suelo a los pies de la mujer. Ella se
queda junto a la puerta y no dice nada.
¿Furiosa? El tranvía se detiene, ella
baja y echa a andar. El hombre del
paraguas se ríe. Escupe a la mujer a
través de la ventanilla.
Mientras coge el siguiente libro de
la pila, Michael echa un vistazo a lo que
ha escrito. Se detiene con brusquedad,
horrorizado. Sus notas son
desapasionadas: palabras sobre una hoja
de papel. Vuelve a escribir, de manera
más visible, vulnerable, estrujando la
pluma. Lo subraya: escupe y ríe. Sin
embargo, a pesar del énfasis, sigue
siendo débil; todo está mal. Michael
piensa que sus notas deberían decir algo
más que los libros, no menos. Que
deberían traslucir algo de sí mismo.
Pero, aparte del malestar, no tiene nada
que enseñar, ninguna respuesta
disponible.
Micha piensa: Ella era judía. Pero
cuando lo plasma utilizando palabras,
éstas le parecen frías e indiferentes y
rápidamente pasa la página.
Michael está asustado. Por el
silencio de la biblioteca, por el frío
distanciamiento de sus notas. Decide
marcharse a casa.
Cuando llega, Mina habla por
teléfono riéndose con una amiga.
Michael está hambriento y busca en la
nevera algo para comer. Lleva el plato
al pasillo y mientras come observa a
Mina que sigue hablando al tiempo que
hace garabatos; tiene tinta en las yemas
de los dedos, en el dorso de la mano.
Habla en turco, después en alemán y otra
vez en turco. Más tarde, cuando Micha
se baña, ella se mete también en la
bañera. Micha piensa hablarle de sus
notas y de cómo le han asustado, pero
Mina le cuenta cotilleos de sus amigos,
planes para el fin de semana. Él escucha
y le lava los restos de bolígrafo que
quedan en su piel. Es posible que no
encuentre nada, se dice. Que no haya
nada que explicar. El día siguiente es
sábado y mientras se tiende dentro del
agua caliente, los brazos en torno a
Mina, siente el alivio de las horas que
podrán pasar juntos.

Cuando Micha recuerda a su Opa,


piensa primero en las cosas buenas.
Yo era su único nieto varón. Opa
hizo dibujos para mí cuando nací;
pájaros, caballos y una ardilla. Los
hizo con bolígrafo azul, sobre papel de
cartas del hospital, mientras me
hablaba en la cuna.
Michael ha oído tan a menudo esta
historia que parece más un recuerdo.
Conserva los dibujos en una caja dentro
del armario, en el estante situado encima
de sus zapatos. Son dibujos hermosos,
meticulosos, delicados. La ardilla sujeta
una nuez entre las patas y tiene diminutas
manchas de tinta azul en la cola, que con
el paso de los años se han vuelto
borrosas.

Michael también conserva dos fotos


suyas con Opa.
La primera es en blanco y negro, se
la hicieron cuando él era un bebé. Opa
luce un traje negro y Michael lleva el
vestido de bautizo. Opa está de pie, con
Michael en brazos que le mira
sorprendido. Michael tiene una manita
en alto, hacia el rostro de su abuelo, y
Opa le sonríe levantando las cejas. Se
suponía que tenía que ser un retrato
formal, pero Opa se ha olvidado del
fotógrafo.
—Eso es lo que me gusta de esta
foto.
Fue lo que le dijo a Mina la primera
vez que se la enseñó.
—El hecho de que él no mira al
frente, como sería lo lógico. ¿Te das
cuenta? Sólo tiene ojos para mí.
Se sonrojó al decirlo y Mina se echó
a reír, aunque podía comprobar que era
cierto. Michael sonrió a pesar de su
sonrojo, porque también él lo veía.
La segunda foto se la tomaron justo
antes de que Michael empezara en la
escuela. Poco antes de que Opa
falleciera. Ésta es en color, durante una
comida familiar, con Opa en mangas de
camisa y Michael en pijama: naranja y
azul.
—Era la hora de acostarse. Me
enviaron abajo para que diera las
buenas noches y Opa dejó que me
quedara.
En esta fotografía, Michael aparece
sentado en el regazo de Opa con las
piernas colgando, sonriendo al objetivo.
Detrás, de cara a la cámara, tío Bernd se
está riendo con un vaso de vino en alto.
Opa mantiene las manos entrelazadas
sobre la barriga de Michael y también
está sonriendo, pero no al objetivo.
Mira tan sólo al niño que está sentado en
su regazo, olvidados el vino y la comida
sobre la mesa, de nuevo sin hacer caso
del fotógrafo.

¿Por qué no antes?


Otra pregunta que ronda por la mente
de Michael.
Debería haber sido importante en
todo momento.

El sábado por la tarde, Micha y Mina


van a ver a los padres de ella. No viven
muy lejos pero hace frío, así que cogen
el autobús. Mina ha comprado bizcochos
por la mañana y la bolsa de papel
desprende un olor intenso y dulzón en el
regazo de Micha. A la madre de Mina le
encantan los bizcochos; el padre asegura
que le gustan demasiado.
Hace treinta años que él vino aquí,
trabajó duro y ahorró algo de dinero
para poder traer a su mujer y a sus
hijos. Tiene una familia, toda una
historia lejos, pero su negocio, su
comunidad y sus nietos están todos en
Alemania, a veinte minutos de casa en
coche.
El padre de Mina le dice: «Yo soy
turco; eso no cambia; Alemania es
racista; eso no cambia». Sin embargo, su
actitud no es beligerante. No dice esto
para que yo me sienta incómodo.
Michael se tranquiliza, pero sigue sin
saber dónde está su sitio. Entre el padre
de Mina, la nevera y la pared, con un
zumo de manzana en una mano y un
bizcocho en la otra. El padre de Mina
alza la vista y sonríe.
—Micha, hijo mío, este país en
donde vivimos es bueno y es malo a la
vez.
Los padres de Mina me aprecian.
Aprecian a mi familia. Les gustaría que
nos casáramos. Su madre me lo dijo.
Me dijo que se lo pidiera a Mina, pero
ella contestó que no.
Michael vuelve a pedírselo esta
noche cuando regresan andando a casa
por el parque.
—No.
Ella sonríe y le coge de la mano.
—No quiero casarme y tú lo sabes.
Michael se lo pide a menudo y ella
siempre le contesta que no. No obstante,
eso ya no le preocupa tanto como antes.
—Mina, ¿tú eres turca o alemana?
—¡Oh, Dios, mi papá! ¿Era eso lo
que te decía en la cocina? Ya me lo
imaginaba.
—De todos modos, me interesa.
¿Dirías que eres alemana o turca?
—¿Según el gobierno o según yo?
—Según tú, por supuesto. Olvídate
del gobierno.
—Ambas cosas. Turca y alemana.
Las dos cosas.
Mina se ríe.
—Pero ¿cuál de las dos primero?
¿Alemana o turca?
Mina se le queda mirando. Está
oscuro bajo los árboles, pero Micha se
da cuenta de que sonríe.
—¿Prometes no decírselo a mi
padre? ¿Ni a mis hermanos?
—Prometido.
—Alemana. Alemanoturca.
Mina vuelve a reír.
—¿Te imaginas la cara de papá si
oyera esto? De vuelta al pueblo con el
primer avión y casada con el primo
disponible que tuviera más a mano.
—¡Oh, vamos!
—Sí, ya lo sé, pero no le gustaría.
—¿No?
—¿Y tú qué crees que soy?
—Alemanoturca.
Ella asiente satisfecha. Micha
también asiente, pero piensa:
turcoalemana, y eso le preocupa.
Incluso a la mañana siguiente, en el tren,
le sigue preocupando.
Durante las dos semanas que siguen,
después de las clases, Michael acude
todos los días a la biblioteca para leer.
Le dice a Mina que está preparando
nuevas clases para el semestre siguiente.
Teme contarle lo que está haciendo en
realidad. Por si encuentra a Opa Askan
en uno de los libros o por si lo deja todo
antes de encontrarlo. Por una cosa u
otra… Por las dos.
Waffen SS. Soldado de élite. Héroe
del frente de batalla. Michael posee
ahora una lista de sus triunfos:
Demyansk, Kharkov, Kursk. Más
nombres, más fechas y conexiones
atraviesan las páginas de los mapas que
traza en su cabeza. Pero con ellos
también surge la lista de sus crímenes.
Oradour-sur-Glane, Le Paradis y luego
también la destrucción del gueto de
Varsovia.
Ahora sus lecturas no son aleatorias,
sino más calculadas. Con los libros
trabaja igual que con sus mapas
imaginarios: lee las notas a pie de
página, encuentra referencias a otros
libros, a otros artículos. Los busca
después en el catálogo. Si están allí, los
lee. Si no, los añade a la lista de otras
bibliotecas para otras ocasiones. Ya
tiene un montón de notas.
Las fotografías le resultan más
difíciles, dolorosas, pero aun así Micha
las busca. La oscura línea de las
evidencias en el centro del libro
encuadernado con firmeza en medio del
lomo. Las descripciones, las
interpretaciones, resultan muy débiles al
lado de lo que revelan estas fotografías.

pómulos
nariz
frente
la forma con que sostienen los
cigarrillos (vueltos hacia el interior de
la palma de la mano)

Micha no encuentra el rostro de Opa.


El joven Askan Boell. Todos los jóvenes
alemanes, con sus armas y sus judíos, se
le parecen, y a la vez ninguno se le
parece.

Luise es mayor. Ella recuerda a Opa


mejor que yo.
—Era un borracho. Gritaba,
destrozaba ventanas, defecaba en la
cama.
—¿Te acuerdas de todo eso?
—No, pero tía Inge sí. Bernd se lo
contó a ella e Inge me lo contó a mí. Opa
era encantador con nosotros… Nos
hacía dibujos. Bailaba conmigo, me
enseñó a bailar el vals. Yo creía que era
maravilloso, le adoraba.
—Yo también.
—Oma todavía lo adora.

Un par de días después de haber


hablado con Luise, camino de regreso a
casa desde el trabajo, Michael se
acuerda de una mañana, más de dos
décadas atrás.
Opa estaba en el pasillo, con el
chaleco desabrochado. Yo debía de
tener unos cinco o seis años. Durante
un desayuno con la familia. Todo el
mundo estaba en la mesa, charlando,
esperando a que Opa bajase.
Él se encontraba en el pasillo, de
pie, asintiendo con la cabeza. Yo estaba
en la puerta de la cocina y pensé que
asentía hacia mí, pero no era eso. No
me vio hasta después de unos instantes.
Recuerdo que yo sostenía en la mano
un panecillo caliente y Opa tendió la
mano hacia mí, temblorosa como su
cabeza, y me dijo:
—Ve a sentarte, muchacho, y come.
Opa me siguió al comedor y se
sentó frente a mí. La familia seguía
charlando y sus voces subieron de tono
cuando él alzó el vaso. También yo
levanté el mío con el zumo, pero
descubrí que mi mano no temblaba y
que mi cabeza no se balanceaba; no
como le sucedía a mi abuelo… Su vaso
doblaba el tamaño del mío, pero aun
así lo vació antes de que yo tuviera
tiempo de probar mi zumo.
Mutti me había cortado el panecillo
por la mitad y me dediqué a sacarle la
miga. Estaba caliente y yo la apretaba
para hacer bolitas. Opa permanecía
sentado, inmóvil, y al cabo de un rato
la cabeza dejó de temblarle. Levantó
ambas manos, las mantuvo estables por
encima del plato y acto seguido Oma
empezó a extenderle la mantequilla
sobre su panecillo mientras él se
abrochaba el chaleco.

Micha lleva consigo a Mina para visitar


a Oma.
—Ella disfruta viéndonos juntos,
ya lo sabes.
—No pasa nada, Micha, de veras.
Me gusta tu Oma.
Mina trabaja todo el tiempo con
ancianos en la clínica y a Micha le gusta
el tono de voz que emplea con ellos: de
conspiración, como si los conociera
desde hace años. Amigos que charlan
mientras ella les obliga a ejercitar sus
extremidades. Y disfruta viendo cómo
Oma le responde: suave, tranquila,
pasándoselo en grande.
Micha les sigue mientras Oma
acompaña a Mina a lo largo de la pared
enseñándole los dibujos de Opa. Los
tiene enmarcados y alineados tal como
estaban en la vieja casa. Exactamente
como estaban la última vez que Mina
vino a visitarla también. Pero Mina
habla como si todo fuera nuevo para ella
y también como si conociera al abuelo
de Micha.
—Askan dibujaba muy bien,
¿verdad?
—Sí, le encantaba hacer apuntes.
Árboles y agua. Era bueno con la luz;
muy bueno. La luz sobre el agua, a
través de los árboles. Mira.
—Éste es mi favorito.
—¿Los abedules? ¿También es el
tuyo, tesoro? ¿Micha?
—Sí.
Oma le coge una mano a Mina, y
también a Micha.
—Éste lo hizo durante la luna de
miel. Un sitio precioso. Yo nadaba y
Askan dibujaba y hacía fotos…
—¿Podemos verlas?
A Micha le da la sensación de que
ha formulado la pregunta con excesiva
celeridad, de forma demasiado obvia,
pero Mina y Oma se limitan a sonreír y
su abuela consiente. Oma saca el álbum
de la mesita de noche y lo coloca
abierto sobre la mesa para ellos, en la
página de la luna de miel. Bosques de
abedules y arroyos, paisajes con mucha
agua. Oma, regordeta y de cutis suave,
en bañador; el cabello todavía húmedo
al salir del lago.
—¡Oh, mirad! Entonces llevaba los
labios pintados. ¿Os dais cuenta?
—Estabas hermosa, Kaethe.
—Sí, no estaba mal.
Oma y Mina se ríen y Micha estudia
a Opa en su juventud. Más joven que yo.
En su luna de miel; de pie en mangas de
camisa; sujetando la bicicleta; fumando
un cigarrillo; frente al lago. Su aspecto
es el mismo. Más delgado. Pero la
verdad es que cambiaría demasiado
después.
En el tren, de regreso a casa, Micha
saca la foto del bolsillo. Mina alza la
mirada del libro.
—¿Te la ha dado Oma?
—No, la he cogido yo.
—¿Qué? ¿Ahora, Micha?
—Sí.
Mina le mira frunciendo las cejas.
—Tendrías que habérsela pedido.
Quiero decir que ella te la habría dado,
estoy segura.
—No quería que supiera que la
tengo.
—Pero verá que ha desaparecido.
—Haré una copia y la devolveré a
su sitio. Ella nunca lo sabrá.
—Aun así, es muy desconsiderado
por tu parte, Micha. Se trata de su
marido, de sus recuerdos, ¿te das
cuenta?
Ahora Mina se ha enfadado y Micha
también. Y piensa que ella no tiene
razón al enfadarse.
—Ni lo va a notar.
—No es ésta la cuestión y tú lo
sabes, Michael.
—Mis abuelos eran unos nazis.
—¡Dios! ¿Y quién no lo era?
—No, Opa Askan pertenecía a las
Waffen SS. No sólo estaba afiliado al
Partido.
Micha se la queda mirando. Lo ha
dicho para escandalizarla y ella se ha
quedado perpleja.
—Quiero saber si Opa hizo algo. Si
mató a gente.
—¿Te refieres a los judíos?
—A cualquiera. A los judíos. Sí.
Mina pestañea.
—Por eso necesito la foto.
—Ya.
Micha ve que ella aprieta con fuerza
la mandíbula y nota el dolor en sus
propios dientes apretados.
—¿Has averiguado algo?
—No. Todavía no.
—Ya.
El tren se detiene y la gente entra.
Guardan silencio durante una parada.
Dos. Luego Mina le coge una mano y él
siente que el estómago se le relaja.
Oma era una nazi. Y Opa también.
Eso todavía no es real para él,
todavía lo mantiene a cierta distancia,
pero, aun así, puede verlo.
Micha cierra los ojos. Aprieta la
mano de Mina. Siente cuán extraño es el
hecho de alegrarse de que ella lo sepa.
En la universidad hay también una
colección de vídeos. Durante las
vacaciones de Navidad, Micha repasa
dos estantes repletos de documentales.
Estos días la biblioteca está casi vacía.
No hay nadie más en las cabinas de
vídeo, pero aun así los revisa con los
auriculares puestos.
Hace frío. Afuera la nieve se ha
helado, se ha endurecido sobre las losas
de la acera y la gente mayor avanza
dando pasitos cortos, cautelosos, para
no caerse. En la biblioteca la
calefacción está baja y Michael lleva
puesto el abrigo.
Después de almorzar en la cantina,
se queda adormecido. Está rebobinando
cintas, tomando notas, y en la sala hace
frío. Poco a poco va resbalando en la
silla y decide apoyar un rato la mejilla
contra la palma de la mano. El vídeo
ronronea, más silencioso a medida que
él se va durmiendo. Cuando se
despierta, en el monitor se está
proyectando la cinta: Heinrich Himmler
pasa revista a sus filas de SS en actitud
de saludo, la barbilla remetida en el
delgado cuello, el abrigo abrochado muy
alto sobre el pecho. Los auriculares se
han salido del enchufe y son unas
silenciosas almohadillas sobre las
orejas de Micha. Oye su propia
respiración, fuerte y prolongada, ligada
aún a las pautas del sueño. Su memoria
rastrea los datos de Himmler. Maestro
de escuela. Poseía ejemplares de Mein
Kampf encuadernados con piel
humana. Declaró que los SS eran
asesinos honestos; que tenían razón al
matar judíos. Que las grandes naciones
deben avanzar sobre miles de
cadáveres. Algo por el estilo.
Himmler se suicidó, y un operador
lo filmó tal como lo encontraron. Micha
lo observa ahora. Himmler yace muerto
sobre el suelo de madera, la manta
apretada entre sus pequeños puños, bajo
la barbilla. Sobre los ojos cerrados aún
lleva puestas las gafas de montura de
alambre y cristales redondos. Tiene los
labios tensos, la boca torcida por el
veneno, oscuras manchas de sangre
sobre su fino bigote. La habitación que
ha elegido está llena de sillas. Como en
un aula. La ventana y el suelo de
madera. Así se ha evitado el juicio. Una
muerte miserable al final de un pasillo.
Micha saca la cinta y regresa a casa
furioso, en autobús. Sus pasos crujen
con fuerza sobre la nieve quebradiza.
—Es posible que Opa le admirase,
¿te das cuenta?
Está tendido en la cama con Mina
charlando en la oscuridad.
—Es posible que le conociera,
incluso que lo tocara. Tal vez Himmler
le sirviera de ejemplo.
—¿Y qué?
—¿Te imaginas, admirar a
Himmler?
—No, pero sé lo que hizo. Me
resulta repulsivo porque era un nazi.
—Sin embargo, a mí Opa no me
parecía repulsivo.
—Eso es algo muy distinto.
—¿En qué?
—Simplemente lo es. Askan era tu
abuelo. Si Himmler hubiese sido tu Opa,
no te habría resultado repulsivo. Verle
muerto te habría entristecido, no
enfurecido.
—¿Crees que Opa era repulsivo?
—Yo no conocí a Opa Askan.
—¿Pero ahora, al mirar las fotos
en casa de Oma?
—¿Las que robaste?
—Sólo fotos. De cualquier tipo. ¿Si
te hablo de él?
—En mi mente, él no es un nazi.
—¿Entonces qué es?
—Tu Opa, el marido de Kaethe, el
padre de Karin. No sé. Todas estas
cosas.
Micha se vuelve a mirarla, pero
Mina tiene los ojos cerrados. No los
abre para formularle la pregunta.
—¿Qué es él, en tu interior?
—Mi Opa, sobre todo. Pero ahora a
veces es un nazi.
—¿Y no te parece repulsivo?
—No.
—¿Ni siquiera como nazi?
—No.
—¿Piensas que debería parecértelo?
—Sí.
Mina deja escapar un suspiro. Sigue
teniendo los ojos cerrados. Tira de la
manta por encima del pecho y mantiene
los puños bajo la barbilla. Micha se
estremece.
—¿Cuándo ves la diferencia,
entonces? ¿Cuándo es Opa para ti y
cuándo es un nazi?
—No lo sé. Siento algo distinto.
Frío.
—¿Frío?
Micha pasa el brazo por encima de
ella y suelta la manta de los puños de
Mina. Ella abre los ojos y frunce las
cejas.
—Perdona. Es sólo que tenías un
aspecto muy extraño. Me refiero a
como sujetabas la manta.

Mina trae una cinta de vídeo casero del


trabajo.
—Pensé que podría interesarte. La
trajo Sabine. Dice que es muy buena. La
hizo un amigo suyo. Viajó a Israel el año
pasado y lo filmó.
—¿Le has hablado de Opa a
Sabine?
Michael se pone a la defensiva
mientras fuma junto a la mesa de la
cocina. Mina también se sienta.
—No, Micha, claro que no. Tan sólo
estábamos hablando, ya sabes. Salió por
casualidad… ¿Quieres que lo veamos?
Parece bastante interesante.
Bajo el sol del desierto, un anciano
se acuerda de que su escuela estaba en
un sitio muy frío. Su familia era alemana
en aquel entonces, explica. Alemanes
que eran judíos, judíos que eran
alemanes. Sin guión de separación,
ninguna barra entre los dos; no había
inicio de uno y final del otro en el
centro.
Una anciana está sentada en un
amplio sofá, en compañía del director
de la película. Él ha encontrado una
fotografía de la casa en donde nació la
mujer. De Berlín a Tel Aviv. Ella la coge
y se la queda mirando. Los dos guardan
silencio unos instantes. El director le
pregunta: ¿Qué siente usted cuando
contempla esta foto? Nada, le contesta la
anciana. En alemán: Gar nichts. Nada.
Cuando concluye la entrevista, la mujer
se aferra a la foto. ¿Puedo conservarla?
¿Puedo quedármela? Sí, claro. Es para
usted.
Mina llora por la anciana y su
antiguo hogar, y Michael se acerca
desde el otro lado del sofá y la estrecha
entre sus brazos.
—Es asombroso. Todavía ama ese
lugar, ese trozo de Alemania. Después
de todo lo que le hicieron, después de
todo aquello.
Micha se sorprende. ¿Llora por eso?
Según él, la anciana está indignada. Gar
nichts. Eso es lo que le incita a él a
llorar. Que ella esté indignada y el
hecho de pensar que tiene derecho a
estarlo; el hecho de no saber con quién
está indignada ella. ¿Con Hitler, con
Eichmann, con los guardias de Bergen-
Belsen, con los vecinos que corrieron
las cortinas cuando llegó la policía?
¿Con Opa? ¿Con él?
—¿No crees que está indignada?
—Sí, pero también feliz de ver su
casa otra vez. Está muy claro.
Mina le da un beso, apaga el vídeo y
enciende la luz. Michael sigue en su
sitio, incluso después de que ella haya
abandonado la habitación.
Es de tontos sentirse culpable por
cosas que sucedieron antes de que yo
naciera.

El anuncio colgado en la biblioteca está


muy estropeado. Alguien ha dibujado
encima una esvástica, con la palabra
judío debajo, escrita en rojo. Alguien
más ha garabateado encima, en negro. Es
una nota sencilla hecha con un
procesador de textos. El anuncio de una
base de datos con los supervivientes y
sus testimonios, publicados e inéditos.
Una base de datos con los criminales;
desde los juicios de Nuremberg hasta el
presente. Micha anota el número, pero
transcurre casi una semana antes de que
se decida a telefonear.
Para hacerlo espera a que Mina esté
en el sótano, en el cuarto de la
lavandería. Se ha llevado un libro.
Después de cinco llamadas, le contesta
una voz de hombre. Suena como si
jadeara. Micha le informa que ha
telefoneado por la base de datos.
—¿De los supervivientes?
—No, de los criminales.
—Ya.
El hombre le dice que aguarde.
Micha oye su respiración al otro lado
del teléfono, así como el clic y el pitido
de un ordenador al ponerlo en marcha.
De repente, Micha siente que se ha
comportado con sequedad. Se presenta,
pide disculpas y el hombre se ríe, pero
no con hostilidad. También él le dice su
nombre y le da las buenas tardes. Ha
recuperado el aliento ya.
—¿Nombre? Me refiero al nombre
de la persona que está buscando.
—Askan Boell. B-O-E-L-L.
—Boell. Askan.
El hombre teclea mientras habla. Se
oye el zumbido del ventilador del
ordenador.
—Lo está buscando. Tardará unos
instantes.
Es Micha quien rompe el silencio.
—Era mi abuelo.
—Ajá.
La voz del hombre no demuestra
ninguna sorpresa. Los dos vuelven a
guardar silencio y Micha espera. Le
hubiese gustado que el hombre se
sorprendiera, incluso quizá que pensara
que era muy valiente. Empieza a
preguntarse si lo suyo será osadía.
—No. No hay ninguna entrada con
este nombre. ¿Algún nombre intermedio,
algún sobrenombre?
—No.
—Entiendo.
Micha no esperaba eso. Que fuera
tan rápido, con tan pocas preguntas.
Sólo un nombre y luego nada.
—Era de las Waffen SS. Estuvo en
el frente oriental.
—Ya.
El hombre del otro lado del teléfono
no necesita esa información. Micha sólo
quiere que lo sepa. Que sepa que él está
enterado.
—Los rusos lo apresaron. Le
mantuvieron prisionero después de la
guerra. Durante nueve años.
—¿Y?
—¿No es posible que exista un
expediente suyo en algún lugar?
—Los rusos todavía mantienen el
secreto sobre sus asuntos. Sabemos muy
poco de lo que conservan y por qué.
—¿De veras?
—Eso era bastante habitual. Me
refiero al hecho de que los rusos
retuvieran a los soldados alemanes
durante tanto tiempo. Algunos no
regresaron hasta finales de los
cincuenta.
—¿Sí?
—Los tenían como trabajadores
forzados.
—¿De veras? ¿No como
criminales?
—No. Esto último es poco
probable… Ni hubo juicios contra ellos,
que sepamos. O que ellos sepan,
incluso.
El hombre se muestra considerado.
A Micha le gustaría quedarse al teléfono
con él, con su voz pausada. Se siente
reconfortado. Le gustaría decirle que ha
logrado que se sienta mejor. Oye que
desconectan el ordenador. El zumbido
del ventilador se interrumpe con
brusquedad.
—En fin, siento no haber podido
ayudarle.
—Muchísimas gracias.
—De nada.
El hombre cuelga. Micha baja para
ayudar a Mina a doblar la ropa. Le
cuenta lo del hombre del teléfono y lo
que le ha dicho.
—¿Todo normal, pues?
—Sí.
—Eso es bueno, ¿no?
—Sí.
Sin embargo, Micha no percibe que
sea tan bueno. Siente como si hubiese
llegado a un callejón sin salida.
—¿Y ahora qué?
—No lo sé. Encontrar a otro que
tenga otra lista.
Micha se ríe y Mina se vuelve a
mirarle.
—Una lista más extensa.
—¿Cuán grande era ésta?
—Unos veinte mil, creo.
—Dios mío. ¿Y todavía hay listas
mayores?
—Sí. He leído de un tipo que tiene
setenta mil nombres.
Mina deja escapar un silbido.
—¿Tantos?
—Sí, claro. Ya sabes a cuántas
personas mataron, ¿no?
—Está bien, Michael.
Sin darse cuenta, ha ido levantando
la voz. El sótano parece ahora muy
silencioso, pequeño. Demasiado
pequeño para ruidos tan estridentes.
—Hacen falta muchos criminales
para tanta gente.
Mina dobla la ropa.
—He dicho que ya está bien.
Mina tiene la impresión de que la
regañan y Michael siente vergüenza.
¿Cuándo he sido yo tan escrupuloso?
Sube la ropa ya lavada y le dice a Mina
que la llevará a cenar.

Por lo general, Micha la visita los


domingos. Hoy es miércoles. Sus clases
terminan temprano y quiere ver a Oma,
formularle algunas preguntas. Ella se
sorprenderá al verle, alegará que no
tiene nada para ofrecerle, así que Micha
compra unos bizcochos camino del nido
de águilas.
La enfermera de recepción telefonea
a Oma y Micha entra en el ascensor. La
mujer tiene que repetírselo un par de
veces. Oma está ya a mitad del pasillo
cuando él llega a su planta, el rostro
fruncido por la preocupación.
—¿Qué sucede, tesoro? ¿Micha?
¿Ha ocurrido algo?
—Nada, Oma. Sólo he venido a
hacerte una visita.
—¿De verdad?
La anciana le sujeta del brazo; no
puede creerlo.
—Hoy termino las clases temprano.
He traído bizcochos, mira.
—¿Mina se encuentra bien?
—Sí, Oma, sí. Todos están bien.
Anda, voy a preparar café.
Micha se siente un intruso en la
pequeña cocina de su abuela. Ella se
queda en el umbral observándole
mientras coloca los bizcochos en los
platos. Ha trastornado su rutina. Oma es
una anciana ya.
—¿No trabajas los miércoles?
—Termino más temprano.
—Ah, sí. Ya me lo has dicho.
Micha lleva los platos a la salita.
Oma le sigue.
—Los miércoles por la mañana
tengo fisioterapeuta.
—Sí. ¿Ya vino esta mañana? Me
refiero a la fisio.
—Sí. Ya vino.
Oma se sienta en su sillón, más
tranquila, de nuevo centrada en su
semana.
—¿Traes recortes para mí?
—Claro.
Micha despliega los artículos de
periódico para su abuela y come
mientras ella lee. La anciana le formula
preguntas acerca de los temas en
cuestión y él las contesta. Es casi como
una visita normal, aunque no del todo.
Para Micha es como si los dos
estuvieran sentados a la mesa con el
hule rojo, ambos fingiendo que se trata
de una visita normal.
Observa a Oma. La anciana mira los
recortes de periódico, pero ya no los
lee. Sus dedos deambulan sobre el
papel, las muñecas le tiemblan
ligeramente, como si las manos le
pesaran demasiado para sostenerlas. Su
abuela no ve que la está mirando. Micha
contiene la respiración.
—Oma… ¿Dónde sirvió Opa
durante la guerra?
—En el este, tesoro.
Ni la mínima señal de sorpresa ante
la pregunta, ninguna vacilación. Sólo
geografía. Micha decide continuar.
—¿En qué parte del este?
—Estuvo tres años luchando, tal vez
un poco más. En Ucrania. Rusia.
Bielorrusia. Entonces eran de la Unión
Soviética.
Oma sonríe, suspira con brevedad y
asiente.
—Sí, en Bielorrusia. La Rusia
Blanca. Fue su destino el último año. Se
quedó allí hasta el final.
La anciana corta un bizcocho por la
mitad y lo divide entre los dos.
—Es demasiado para mí. Tendrás
que ayudarme.
Micha estudia la expresión de Oma,
pero no la ve preocupada en absoluto.
Así que se permite formularle otra
pregunta.
—¿Sabes en qué parte de
Bielorrusia?
Oma da un bocado al bizcocho y la
mano se le queda en el aire, colgando
flácida de la frágil muñeca.
—En el sur, creo. Por aquí hay un
atlas. Espera, que te lo traigo. Aguarda.
Al pasar empuja a Micha para que
vuelva a sentarse y se dirige hacia la
librería. Oma busca en el índice y luego
abre el atlas sobre la mesa, la mirada
fija todo el rato en el mapa.
—Espera, que te lo busco. Todas las
fronteras son distintas. Han cambiado.
Micha aguarda. El bizcocho le
absorbe toda la humedad de la boca.
Para ayudarse a tragarlo, da un sorbo
del café abrasador.
—Entonces me escribía. A veces
cada semana. La dirección figuraba en la
parte superior del sobre. ¡Ahí está!
Señala en el mapa y el dedo le
tiembla. Lo presiona sobre la página
para que se quede quieto. Micha ve el
nombre de la pequeña aldea en el mapa.
Rosa borroso encima de verde y gris.
Oma le tira del brazo.
—La que empieza por S, no lejos
del río. Me escribía hablándome del río
y de los pantanos. Me acuerdo de eso.
¿La ves?
—Sí.
—Ésa, pues. Debió de ser allá por
1943. Después de que los rusos
retrocedieran de nuevo hacia el oeste.
—¿Recuerdas en qué época del
año?
—En verano. Otoño. Estuvo algún
tiempo por esa zona. Y a finales del
cuarenta y tres regresó a combatir por
allí cerca. Los trasladaban, iban donde
se combatía, por supuesto. Pero el
último año todas sus cartas procedían de
ahí.
Micha aparta la vista del atlas y
vuelve a mirar a su abuela. Se la ve
emocionada.
—Sí, su última carta llegó de ahí en
mayo. Al cabo de poco lo capturaron.
Se queda mirando el mapa largo
rato, absorta en sus pensamientos,
apretados los dedos sobre sus blandas
mejillas. Piensa en su marido. Micha
bebe otro sorbo de café, le concede un
poco de tiempo antes de formular la
siguiente pregunta. Se promete que será
la última.
—¿Todavía conservas las cartas de
Opa?
—No, tesoro, no. Las quemó todas
cuando volvió.
La expresión de Oma no revela
nada. Micha se esfuerza por permanecer
sentado en silencio ante la mesa
mientras ella devuelve el atlas a la
estantería. Luego se excusa y se dirige al
baño. Las manos le tiemblan como las
de Oma, por lo que se ve incapaz de
correr el pestillo de la puerta. Se sienta
en el borde de la bañera y se seca el
sudor de las manos frotándolas contra la
pernera del pantalón. Intenta imaginar a
su abuelo quemando las cartas. ¿Dónde
las guardaría Oma entonces? ¿Se
enfadó él cuando las encontró? ¿Las
metería dentro de la estufa? ¿Hizo una
hoguera en el jardín? ¿Volvió a leerlas
antes de destruirlas?
¿Qué había escrito en ellas para
querer destruirlas?
Micha no puede preguntarle eso a
Oma. Está demasiado asustado.

El viernes, Mutti y Vati acuden a cenar


con ellos. Micha les oye reír al subir las
escaleras. Besan a Mina en la puerta,
bromean en el vestíbulo mientras ella
recoge sus abrigos. Entran en la cocina
donde él está cocinando, curiosean
dentro de los cazos que hay sobre los
fogones. Consigo traen sonrisas y ruido,
y Micha se alegra de tenerlos allí.
—Luise vendrá en cuanto termine su
turno. Dijo que no la esperásemos.
Mutti ha traído flores y vino, y
ensalada de frutas.
—Ya os advertimos que nosotros
haríamos la comida.
Mina la regaña mientras registra el
armario en busca de un jarro.
—Lo sé, pero esta tarde estaba
aburrida.
—¿Aburrida? Yo estoy agotado y mi
mujer aburrida. Aquí hay algo que no
tiene sentido.
Vati ha venido directamente del
trabajo. Se sienta con pesadez a la mesa,
se quita la corbata y suspira. Micha sabe
que está exagerando para potenciar el
efecto, pero su aspecto es de cansancio.
Mina se coloca detrás de la silla de Vati
y le masajea los hombros.
—Deberías levantarte y caminar por
allí al menos una vez cada hora. Hacer
ejercicios de cuello. Así.
Mina se sitúa frente a él y, para
demostrárselo, avanza la cabeza hacia
delante, luego hacia los lados. Vati la
imita, después se ríe de sí mismo. Micha
está con Mutti junto a los fogones.
—Está bien que visites a Oma con
regularidad, Micha.
—Me gusta ir a verla.
—Lo sé, lo sé.
—Esto es una especie de
preámbulo, ¿verdad? ¿Pretendes llegar
a otra parte?
—Sí, la verdad es que quiero llegar
a otra parte.
Micha estaba bromeando, pero Mutti
se ha sonrojado. Se pregunta si Oma le
habrá hablado de las preguntas que él le
hizo. Se pregunta si habrán inquietado a
Oma. Deja de bromear y remueve la
salsa que no necesita remover. Las
manos vuelven a sudarle.
—Creo que la dejaste algo confusa.
—¿De veras?
—Pienso que deberíamos limitarnos
a su rutina. Regular las visitas.
—Oh, ya entiendo.
—El jueves se olvidó de la cita con
el médico. Cuando llegó la enfermera,
se enfadó con ella. No paraba de insistir
que era lunes, porque su nieto la había
visitado el día anterior. Ahora está
bastante turbada por eso.
—No me dijiste que habías ido a ver
a Oma.
Mina ha estado escuchando desde la
mesa y Vati también. Micha se vuelve y
se encuentra con que los dos le están
mirando.
—No había nada que decir.
Se vuelve otra vez a la cazuela.
Mentiroso.
—Oma es una anciana.
—Lo sé, Mutti. Ya lo sé.
—Pues creo que a veces lo
olvidamos.
—Yo no lo olvido. El miércoles
terminé temprano, eso es todo, lo
siento.
—Está bien. No pasa nada.
Micha sirve los platos y Mutti los
lleva a la mesa. Siente como si le
hubieran desenmascarado. Ve platos
rotos, restos de comida en el suelo y en
las paredes. Se prepara para la bomba.
Opa, asesinato, familia, yo… Mutti aún
sigue hablando.
—Estuvo bien, lo digo en serio.
Hacía años que no hablaba con ella de
papá, de Opa Askan. Y hoy hemos
estado toda la mañana hablando de él.
—Vaya.
—Tú también le hablaste de él,
¿verdad?
—Un poco.
—¿Y qué te contó?
Mina se lo pregunta a Mutti, no a él,
y Micha se lo agradece. Está
distrayendo a Mutti. Para ayudarle. Y él
se da cuenta. Toma un sorbo de vino.
—Hablamos de cuando Bernd era
pequeño. De la familia. De épocas
felices que yo había olvidado. De la
casa de Steinweg, cuando nos mudamos.
De Opa pintando las paredes de nuestros
dormitorios. Unos dibujos preciosos. Un
océano para mí y un bosque para Bernd.
Junto a nuestras camas. Me había
olvidado de todo eso. Oma me contó que
se lo encontró llorando en la habitación
de Bernd cuando nos mudamos.
Micha se sienta a la mesa, y cuando
Mutti le sonríe, le devuelve la sonrisa.
—Pienso que ha disfrutado
recordando. También disfrutó hablando
contigo, Michael. Me lo ha dicho.
Sirve más vino. No quiere decir
nada que pueda prolongar la
conversación. Sabe que se está
comportando de manera desconsiderada,
pero no quiere pensar en Opa y en las
cartas que quemó; al menos no esta
noche. Se produce un silencio y luego
Mina cambia de tema por él.

Existen algunas filmaciones de Hitler


que inquietan a Micha más que la
mayoría de las imágenes de aquella
época.
Una fiesta de Navidad,
probablemente a comienzos de la guerra,
en la casa que Hitler tenía en la
montaña. Allí estaban todos: Goering,
Speer, Bormann, junto con sus esposas e
hijos. La filmación es en blanco y negro,
efectuada en interiores, pero está
moteada de polvo que parece nieve.
Adolf Hitler se halla sentado en medio
de los niños, quienes vuelven la cabeza
hacia la cámara y sonríen. Su edad
oscila entre los cuatro, cinco y seis
años; tímidos e inseguros, vestidos con
pantalones cortos de cuero y trajes
tiroleses. Sin embargo, también le
sonríen a él, a Hitler, y le hablan. Es una
película muda, de manera que Micha no
sabe qué dicen los niños, pero se da
cuenta de que no están asustados. Le
quieren. Una niña entra corriendo en el
encuadre para decirle algo y Hitler
enarca las cejas con expresión franca,
todo oídos mientras ella le habla.
Padrino y tío favorito, de mirada dulce y
sonrisa presta. Que no mira hacia la
cámara sino tan sólo a la niña.
—¡Oh, no!
Mina se estremece cuando se lo
enseña.
Horas más tarde, al asomar las
primeras luces, ella entra en la cocina y
se lo encuentra allí.
—Puedo traerte unos somníferos de
la clínica. Sabine me los recetará, estoy
segura.
—No pasa nada.
Mina bosteza y se despereza, le
prepara té y le da un masaje en la
cabeza; Micha la ama por eso. Porque
sabe que ella no entiende que un
fragmento de película sobre Hitler le
provoque pesadillas y en cambio no se
las provoquen las fotografías de Belsen,
Dachau o Auschwitz. Le inducen al
llanto, ella lo ha visto, pero no le
despiertan en mitad de la noche, no le
dejan con la boca seca ni provocan que
el amanecer le encuentre fumando en la
mesa de la cocina.
No es correcto.
Si Micha pudiera elegir lo que le
aflige, no sería esto.

Micha sabe que Mina no se sentirá feliz


cuando le anuncie sus planes. Tenían
intención de ir de acampada, caminar.
Viajar hacia el sur rumbo al sol.
—He reservado fecha para las
vacaciones, Michael. He ahorrado el
dinero…
—Lo siento, lo siento de veras. Ya
lo haremos más adelante.
—¿Cuándo?
—En verano. Cancela estas
pequeñas vacaciones y en verano las
haremos más largas. Iremos a Turquía.
Lo dice porque sabe que es lo que
ella quiere. Micha en Turquía, con su
familia. Mina puede leer en él.
—Está bien, está bien.
Más tarde se la encuentra leyendo
una guía de viajes.
—¿Adónde piensas ir esta vez? ¿A
Minsk y luego adónde?
—Al sureste. No lejos de los
pantanos del Pripet.
—¿Estuvo Opa Askan por allí?
—Sí, eso creo. Parece que estuvo
por allí.
Micha se sienta en la cama a su lado.
Mina sigue leyendo, hojea las páginas en
busca de fotos.
—¿Estás nervioso?
No lo mira al preguntárselo. Micha
se encoge de hombros. Ella no vuelve a
formularle la pregunta.
Bielorrusia, Pascua de 1998

Micha aguarda en la puerta principal de


la estación. Mina dijo que se tomaría
medio día libre y ha venido a
despedirle. La descubre montada en su
bicicleta sorteando el tráfico. Es la
última hora de la tarde y las sombras
son alargadas. En la zona de las
taquillas, Mina encuentra la cola
adecuada para que Micha compre el
pasaje, espera un rato con él, pero luego
se marcha a dar una vuelta.
La encuentra en el vestíbulo
principal, examinando el panel de
salidas.
—Ya he conseguido los billetes.
—Y yo he localizado tu tren. Es por
allí.
Las palomas vuelan debajo de la
techumbre, sobre sus cabezas. La
estación huele a pan y a café, pero
también a orines. Encuentran el andén y
el tren ya está en la vía, de manera que
Micha sube en busca de su asiento. Mina
comprueba que las cosas están en su
sitio y le saluda a través de la
ventanilla. Micha es consciente de que
ella quiere acabar con la espera, que no
se le ocurre nada que decir. Así que
regresa a la puerta y le dice que se vaya.
—Vete a nadar. Telefonea a tus
amigas, tomad una sauna.
Mina sube a la entrada del vagón y
le rodea con sus brazos. Le besa.
—Ten, tus favoritos.
Micha coge la bolsa de pretzels que
ella le da. Todavía están calientes,
huelen de maravilla. La observa
marchar. Mina se despide con la mano al
llegar a las escaleras al final del andén,
luego sube los peldaños de dos en dos.

En Berlín, la Estación del Este está


atestada de gente, pero en el nuevo tren
su compartimento está vacío. Micha lee
el periódico y luego duerme un rato,
aunque todavía es temprano. Cuando se
despierta anochece ya, y se encuentran
en la frontera de Alemania. Hay otro
hombre en el compartimento. Mayor que
él, con gruesas gafas de montura
cuadrada y rostro también cuadrado.
Micha le sonríe y el hombre le
corresponde con una inclinación de
cabeza. Les revisan el pasaporte junto
con el billete y el tren vuelve a ponerse
en marcha, renqueante, para luego, de
manera progresiva, ir ganando
velocidad. Se encuentran en Polonia,
pero el paisaje no cambia. A Micha le
cuesta creer que esté haciendo esto. No
tiene ni idea de qué hará cuando llegue
allí. Se come una de las rosquillas de
Mina y vuelve a dormirse.

En Minsk hace un tiempo húmedo y


pegajoso. Una Pascua caliente, le
comenta el taxista. Algo fuera de lo
habitual. Al principio Micha le habla en
inglés, prueba un poco en alemán y
después regresa al inglés. Le dice que se
dirige al sur, pero el chófer no le
contesta. Unas pocas calles más
adelante, el taxista le señala un buen
restaurante. No vuelven a hablar.
En el hotel, todo está en calma. Una
joven le atiende en el amplio mostrador
del estrecho vestíbulo. Lleva una gruesa
capa de maquillaje, grasiento por el
calor. La habitación que le da es grande
y sin adornos. Una cama y un televisor, y
una ducha que gotea en el baño, al final
del pasillo. Abre la ventana después de
que la joven se haya marchado, se tumba
en la cama y cierra los ojos. Falta aire
allí. Las sábanas huelen ligeramente a
humo. El ruido de un televisor se filtra a
través de las paredes. Música y chirriar
de neumáticos, y a continuación el
ronroneo de unas voces.
Cuando se despierta ha oscurecido y
hace frío. Enciende el televisor y luego
se ducha. Se tumba en la cama y deja
que el cuerpo se seque mientras ve las
noticias de la noche, a pesar de que no
entiende lo que dicen. En los titulares
sale Alemania. Imágenes de Frankfurt, el
canciller saludando a la jauría de la
prensa. Apaga el televisor y se viste.
Micha está hambriento. Sale y busca
el restaurante que el taxista le
recomendó. Pero cuando llega allí no
entra. Se dice que lo que busca es un
bar; sin embargo, cuando encuentra uno
tampoco entra. Tiene la impresión de
que su presencia es demasiado visible.
Regresa al hotel, encarga unos
panqueques a través del servicio de
habitaciones y se los come viendo un
partido de fútbol. Después pide que le
suban una cerveza, y mucho más tarde
vuelve a dormirse.

Micha pasa una larga jornada en Minsk.


Se dice que está haciendo turismo, pero
sabe que sólo retrasa el momento de
partir. Está cansado, desorientado. La
ciudad es muy extensa, desoladas
avenidas bajo un espeso cielo gris.
Encuentra el río y sigue su curso,
manteniéndose alejado de las calles y
circulando por los parques mientras le
sea posible. Por encima de los árboles
descubre unas cúpulas en forma de
cebolla y entonces comprende que ha
llegado al este.
Para almorzar, Micha entra en un
restaurante abarrotado de gente y
encarga la comida señalando los platos
de la mesa de al lado. Empanadillas
rellenas de champiñones. Auténtica
comida bielorrusa consumida por un
auténtico turista alemán. La camarera
aprueba su elección. En la plaza mayor
toma unas fotos. Sólo en esta ocasión
mantiene escondida la cámara en la
bolsa. Aún se siente demasiado
conspicuo. En un quiosco compra una
guía de la ciudad en inglés en cuyas
páginas centrales hay un plano de Minsk
y la zona de los alrededores. El plano
está salpicado de puntos rojos que
Micha consulta en el índice. Son sitios
donde los nazis cometieron atrocidades,
guetos que quitaron de en medio, aldeas
que arrasaron, poblaciones enteras
ejecutadas. Deja de caminar y por un
momento se queda indeciso en plena
calle. Entonces recuerda el motivo por
el cual está aquí.

Ahora dos ciudades donde estuvo Opa.


Ocho aldeas. La plaza fuerte alemana
situada al norte de los pantanos, donde
su último año de lucha llegó a su fin.
Micha llega al anochecer después de
coger dos trenes y un autobús desde que
salió de Minsk. El sol se está poniendo
y él necesita un lugar donde hospedarse.
El pueblo es demasiado pequeño; no hay
estación de autobuses, sólo una parada.
Se sienta al borde de la carretera y come
el último de los pretzels de Mina. Ya
está rancio, pero tiene hambre. Hace
frío, el aire es denso y huele a humedad.
Micha saca un chaleco de lana extra
antes de empezar la búsqueda de un sitio
donde quedarse.
Se encuentra en la carretera
principal, asfaltada y lo bastante ancha
para que pasen dos automóviles a la vez.
Los bordes están pavimentados con
losas de cemento y los estrechos
caminos que salen de ella también están
pavimentados con cemento. De estos
caminos parten unos senderos sin
pavimentar: de tierra batida, tan dura
como el cemento cuando está seca, pero
con grandes baches llenos de barro
debido a la lluvia. Las farolas de la
carretera principal se iluminan en el
momento que llega a las afueras del
pueblo. Micha piensa que allí no hay
hoteles. Este sitio es demasiado
pequeño para eso.
Da media vuelta y retrocede hasta la
parada del autobús e incluso va más
allá, aunque tampoco recuerda haber
visto ningún hotel al llegar. La calle
principal está desierta; no hay nadie a
quien preguntar. Las ventanas de las
casas aparecen iluminadas con luces
amarillas y blancas. Rumbo a la ciudad
pasa un camión cuyos faros proyectan
sobre el pavimento la sombra de Micha,
muy alargada frente a él. En una de las
travesías, un generador eléctrico
aporrea sin parar: un mecánico que
trabaja hasta tarde. Del capó del coche
en el que trabaja cuelga una bombilla
desnuda y el hombre se inclina en una
postura forzada sobre el motor.
Micha golpea suavemente con los
nudillos sobre el panel del vehículo. El
mecánico le sonríe en señal de saludo,
no habla alemán ni inglés y aguarda
paciente mientras Micha se abre paso a
través de la fonética de su librito de
frases esenciales. El mecánico vuelve a
sonreírle e imita el gesto de dormir:
cierra los ojos y apoya la cabeza en la
palma de la mano sucia de grasa.
Cuando Micha asiente, el mecánico le
estrecha la mano y le coge la bolsa.
La habitación es pequeña pero a
Micha le gusta. Un catre, paredes
revestidas con paneles de madera
pintados de color verde pálido, una
ventana con polvorientas cortinas de
percal, una silla, una mesa pequeña y un
ropero enorme. Se encuentra al fondo de
la casa de cara a un jardín cubierto de
hierbajos y el oscuro cielo de la noche.
El mecánico se muestra complacido
cuando Micha asiente. Escribe una cifra
en un trozo de papel y Micha le paga
tres noches.
En la cocina, el mecánico hace
sentar a Micha frente a un vaso de vodka
y sale veloz por la puerta. Al cabo de un
par de minutos regresa con una anciana y
un grueso libro. Mientras la mujer junta
unos platos y corta rebanas de pan, el
mecánico pasa las hojas del libro en
busca del mapa de Europa. Lo empuja
por encima de la mesa y señala a Micha,
luego señala el mapa y otra vez a Micha.
Éste señala Alemania y el mecánico
asiente con vigor, intercambia unas
palabras con la anciana, que está frente
a los fogones. Micha se los queda
mirando, pero ellos siguen sonriendo.
Entonces se da cuenta de que esperaba
una reacción negativa. La anciana
deposita un plato de sopa y el pan sobre
la mesa frente a él. Le da unas
palmaditas en la espalda y coloca el
vaso de vodka junto al plato.
El mecánico apoya la mano plana
sobre su pecho.
—Andrej.
—Michael. Micha.
Le tiende la mano por encima del
plato de sopa y Andrej se la estrecha.
Ambos sonríen, medio levantados de sus
asientos. Andrej le presenta a la anciana
como su madre, o tal vez su abuela,
Micha no lo entiende muy bien. Le
tiende también la mano, pero ella la
rechaza con un gesto, sonriendo, y le
indica la sopa. Micha come y ellos
miran al tiempo que hablan entre sí.
Micha sabe que están hablando de él,
pero eso no hace que se sienta
incómodo, disfruta con el suave susurro
de sus palabras. Andrej levanta la mano,
extiende los cinco dedos y vuelve a
salir. La anciana le sonríe desde el otro
lado de la mesa; le habla en bielorruso,
o tal vez en ruso. No lo sabe. Le
devuelve la sonrisa y come el pan que
ella le ha cortado.
Andrej regresa con otro joven. Éste
también lleva un grasiento mono de
mecánico, medias lunas negras bajo las
anchas uñas de las manos. Habla un
poco de alemán y traduce para Andrej y
su madre, o su abuela.
—Quieren saber para qué ha venido
a nuestro pueblo. Desde Alemania.
Micha ve que el joven se sonroja,
consciente de los titubeos en su
traducción. No puedo hablarles de Opa
ahora. Se está demasiado bien en esta
cocina, esta noche. Les dice que está de
vacaciones. Soy un turista. Y ellos se
ríen. Cuando Andrej habla, el otro
traduce.
—Hemos tenido gente de la prensa
por aquí. Por lo de Chernobyl. El Pripet
está contaminado con radiación y
vinieron aquí de paso hacia el río. No se
encuentra muy lejos.
—Yo no soy periodista.
—¿No? Bien. Ellos están contentos
de tener un turista en casa. Me refiero a
Andrej y su madre.
Micha bebe vodka con Andrej, la
madre de éste y su amigo, todos
sonrientes en torno a la mesa de la
cocina. Andrej empieza a formular más
preguntas, pero su madre le da un
manotazo en el brazo. Luego él parece
pedirle disculpas, repite otra vez la
breve pantomima del sueño y Micha
asiente. Todos se levantan cuando él lo
hace y Andrej le acompaña de nuevo a
la habitación. Le enseña cómo funcionan
las luces, dónde está el baño y acto
seguido se dan las buenas noches.
Micha les oye hablar en la cocina
mientras se lava los dientes, y a
continuación se acuesta.
Ahora que ya está aquí, no sabe qué
hacer. Debería buscar a la gente,
interrogarla, aprovechar el tiempo.
Tiene la foto robada que todavía falta
del álbum que Oma guarda junto a la
cama: Opa en su luna de miel, de pie en
mangas de camisa, frente al lago. No es
muy anterior a la época que estuvo por
aquí. Sólo pasarían unos pocos años
antes de que viniera.
Micha dispone de cuatro días, y
tiene miedo.
Andrej le presta una bicicleta y un
mapa de la zona. Le enseña los sitios
más bonitos para visitar y su madre le
mete comida en una bolsa. Micha circula
por allí en bicicleta, almuerza y
prosigue su recorrido.
Al atardecer le escribe a Mina.
Tiene la foto de Opa apoyada en su
rodilla e intenta imaginárselo de
uniforme. Con su arma en la puerta de la
cocina de Andrej, de pie en el cruce de
caminos a la salida del pueblo. El
hombre se ha infiltrado dentro de la
cabeza: con su insignia de las SS, el
Opa nazi. El hombre de la fotografía es
sólo Opa. Antes de que él llegara a
conocerle, pero a fin de cuentas su
abuelo.
Le cuenta a Mina que no ha
conseguido gran cosa. Tacha esto y
empieza de nuevo. No me he esforzado
lo bastante… Pero tacha esto también.
En una hoja nueva, Micha escribe lo que
piensa en realidad. Soy un cobarde. No
sé qué hacer.
Andrej acompaña a Micha con la
camioneta. Éste disfruta con las amables
bromas que el mecánico gasta a los
clientes, a pesar de que no entiende
nada, aparte de las sonrisas y de los
serios apretones de mano. Pasea por las
aldeas delante de los ancianos que,
sentados en los porches, aprovechan la
cálida mañana de Pascua. Piensa en la
posibilidad de enseñarles la foto y
decirles el nombre de Opa, pero sigue
su camino.
Podrían contarme cualquier cosa.
Mató a tiros a mi hermano y a otros
veinte hombres. Persiguió a los judíos
por estos bosques. Mire, ahí mismo,
justo detrás de mi casa. Los odiaba,
¿sabe? Quería verles muertos.
Micha trata de imaginar una voz
diciéndole esto, un rostro. Intenta
imaginar cómo se sentiría si oyera eso.
Andrej le habla en bielorruso, Micha
lo hace en alemán y ambos se entienden
bien. A la hora del almuerzo beben un té
abrasador y comen pan de miga densa
con mantequilla y mermelada. Una
marca alemana. Sentados en el borde de
la carretera, un fresco día de primavera.
Los coches tocan el claxon al pasar y
Andrej levanta el brazo para saludarlos.
De regreso a la casa, Micha compra
cerveza. Para compartirla con Andrej y
su madre. Los tres se sientan juntos por
la noche a mirar la televisión en la
cocina. Andrej y su madre se ríen y
Micha también.
Necesito un intérprete.
Se marcha a la cama, pero no
consigue dormir.
Micha se levanta temprano y, antes
de desayunar, sale en busca del amigo
de Andrej; el que habla alemán. Los
libros de la biblioteca están escritos en
bielorruso, le dice éste, divertido ante el
hecho de que Micha pretenda leerlos.
Los libros escritos en inglés o en alemán
están en Minsk. No aquí.
—Sin embargo, necesito hacer unas
averiguaciones acerca de este sitio.
Quizá la gente de los alrededores sepa
algo.
El amigo traslada el peso de su
cuerpo sobre el otro pie. Micha no
pronuncia el nombre de Opa, sólo dice
guerra, ocupación, nazis, y mientras
habla examina el cuello del amigo, su
oreja. Micha quisiera pedírselo a él: que
le ayude a encontrar gente, que le haga
de intérprete. Pero todo suena
demasiado vago y extraño. Incluso en lo
más profundo de la mente de Micha.
El amigo de Andrej se siente
azorado ante su petición y Micha lo
sabe.
Hay un museo, le dice el otro. No en
su pueblo, sino en el vecino. Le
acompaña hasta la carretera, hace
señales a un coche para que pare, se
inclina a través de la ventanilla abierta y
le indica al chófer adónde quiere ir
Micha. Los dos se vuelven a mirarle un
instante, luego el conductor sonríe y
abre la puerta del acompañante. El
amigo de Andrej se despide de Micha
con un apretón de manos.
—El pueblo es pequeño, pero tiene
un buen museo.

Al lado del viejo ayuntamiento, Micha


encuentra un edificio de madera con el
piso de cemento. A lo largo de las
paredes se exhiben fotografías y objetos
ordenados con mucho cuidado. Etiquetas
primorosamente caligrafiadas. Una
cuerda delgada que cuelga de unos
soportes de hierro con el extremo
curvado a mano para mantener a los
visitantes a una distancia prudencial.
Ante la puerta hay una joven sentada en
una silla de lona. Micha deja caer unas
monedas en la caja que ella tiene a sus
pies. La joven le sonríe y vuelve a la
lectura de su libro.
En un lateral se exhiben antiguas
pinturas y fotografías del pueblo a
principios del siglo XX. La calle mayor,
polvorienta y muy concurrida en 1925,
destaca por el asfalto y los dos coches
del año anterior. El pueblo era más
grande entonces, antes de la guerra.
Próspero. Casas, gente, un mercado.
Afuera sopla el viento. Micha puede
oírlo entre los árboles. Las ramas
golpean contra la claraboya del techo
del museo.
Ha llegado a la primera esquina de
la sala. Delante de Micha, en la segunda,
hay tres maniquíes de sastre vestidos de
uniforme. De las SS, de la Wehrmacht y
un tercero que no logra identificar. Las
mangas vacías cuelgan fláccidas y
delgadas a cada lado del busto relleno.
No se apresura a acercarse. Se vuelve a
mirar pero la joven no está pendiente de
él. Continúa leyendo.
Entre Micha y los uniformes hay
objetos y fotos de las comunidades
judías que vivieron en el pueblo antes
de la guerra. Una escuela pequeña y un
libro escrito en yiddish. Un cementerio
del que robaron las lápidas para
adoquinar las calles. Micha parpadea,
prosigue hacia los uniformes.
Están ajados, deshilachados.
Usados. Dos son alemanes y el tercero
es ruso: el que no le era familiar.
Micha ve que a la gruesa chaqueta del
SS le falta un botón. Arrancado,
cortado, caído, desaparecido. El
uniforme es auténtico, no una copia.
Alguien desvistió un cadáver y
conservó el trofeo. O alguien lo tiró y
salió huyendo en cuanto llegó el
Ejército Rojo. O alguien lo encontró y
se lo puso, puede que incluso se
sintiera satisfecho con él a pesar de ser
alemán, porque era de lana y
calentaba, y estaban en invierno y
padecían frío.
A lo largo de la última pared hay
fotos tomadas durante la guerra. Micha
las ve por el rabillo del ojo cuando aún
está con los uniformes. Se prepara para
mirarlas de cerca; se dice lo que van a
mostrar. Ejecuciones públicas,
alemanes sonriendo, entierros
colectivos, fusilamientos en masa. No
se equivoca. Las cabezas caen inertes,
los cuerpos cuelgan alargados de los
árboles. Unos jóvenes apuntan con sus
fusiles a unos niños arrodillados.
Soldados de pie, fumando al sol, y tras
ellos yacen los muertos, pálidos y
desnudos, en hileras.
Micha los examina de cerca. Mira
con atención los rostros de los soldados,
los inspecciona en busca de los pómulos
de Opa, su frente despejada, sus ojos
hundidos. Un cigarrillo sujeto con las
yemas de los dedos vuelto hacia el
interior de la palma de la mano. Micha
está sudando. No lo encuentra.
Retrocede a lo largo de la pared, vuelve
a mirar, pero sigue sin encontrarlo.
Ahora la joven está mirando a
Micha. Los ojos de él coinciden con su
mirada y ella vuelve rápidamente la
vista hacia otro lado. Micha intenta
imaginar qué aspecto debe de tener
escudriñando con tanta intensidad esas
imágenes terribles. Se pregunta si
debería apresurarse, o distanciarse un
poco más, o ponerse a llorar. No sabe
qué hacer. Aunque tampoco le importa;
intenta con todas sus fuerzas no ser un
cobarde. Llama a la joven a través de la
sala:
—¿Habla usted alemán?
Ella levanta la vista, frunce las
cejas, no le ha entendido. Le contesta
algo. Micha piensa que suena a disculpa.
—¿Habla usted inglés?
—Sí, un poco. Lo siento.
—Quizá pueda ayudarme. ¿Sabe si
estas fotos las tomaron aquí? ¿En este
pueblo?
—Oh. ¿Las fotos de esta pared? ¿Las
de la ocupación?
—Sí.
—Creo que sí, pero no estoy segura.
Espere.
La joven deja el libro y acude con
paso rápido; sus gruesos zapatos
resuenan con fuerza en la pequeña
estancia. Micha se mantiene un poco
apartado mientras ella avanza a lo largo
de las fotografías para leer las
inscripciones, los nombres, las fechas…
—Éstas sí.
Se las va señalando.
—Las de este panel. Los otras las
tomaron en Bielorrusia también, pero
más al norte y al oeste. Las pusieron ahí
para indicar que estas cosas ocurrieron
por todo el país, ¿entiende?
—Sí. Muchas gracias. ¿Sabe qué
divisiones de las SS estuvieron por
aquí? ¿Las Waffen SS?
—Creo que están anotadas ahí.
La joven se dirige a los estantes del
rincón, junto a la puerta, y trae un libro
escrito a mano. Micha piensa que a ella
le estimula notar que puede serle de
ayuda. Se comporta con espontaneidad.
En cambio, él sigue sudando: el cuero
cabelludo, las manos, los pies.
—Sí, mire. Aquí, en esta página.
Hay una larga lista: la Wehrmacht,
las SS, la policía, pero Micha no
encuentra la división de Opa. Piensa que
debe de haberlo exteriorizado en su
rostro, porque la joven evita el contacto
visual cuando él alza la mirada.
—Muchísimas gracias.
—De nada.
La joven sonríe turbada y, todavía
sin mirarle, regresa a su silla y a su
libro junto a la entrada. Micha se queda
un rato más junto a las fotos, sin
mirarlas, y agradece que la joven no le
esté mirando.
Esto no es tan malo. Micha habla
para sí. Muy bajito, pero le sirve para
oír una voz. He venido aquí para ver
esto; para ver que Opa estuvo por aquí.
Estaba preparado para esto. Se
sorprende al ver que está tan tranquilo.
Luego firma en el libro de visitantes.
Pone el nombre completo y la dirección
completa. Yo estuve aquí; tal como lo
estuvo él.
—¿Sabe si hay alguien con quien
pudiera hablar? Acerca de la
ocupación.
—¿Un historiador?
La joven se muestra sorprendida, el
libro abierto en el aire.
—O quizá alguien que lo recuerde.
Que viviera aquí en aquel entonces.
—No sé. Tendría que pensarlo.
—Puedo volver mañana.
—¿Le interesa hablar con alguien
mañana?
—Si se acuerda usted de alguna
persona… Incluso hoy.
—Bueno, mañana quizá.
—¿De veras?
—Creo que tal vez mi abuelo pueda
ayudarle.
—¿Hablaría conmigo?
—Bueno, no lo sé. Pero es posible
que conozca a alguien.
No parece muy convencida. Micha
le dice que regresará por la mañana, que
le estará muy agradecido si le pregunta a
su abuelo.
Ella asiente y le estrecha la mano
cuando Micha se la ofrece, de nuevo
azorada.

Por la mañana, el abuelo está allí, pero


se niega a hablar. Ha venido para
echarle un vistazo, le comenta la joven.
Hace años que no ve a un alemán. La
muchacha se sonroja mientras habla,
oculta con la mano sus sonrisas.
—Dice que en la aldea de al lado
hay un hombre con quien debería usted
hablar. Se llama Jozef Kolesnik. Él se
acordará de los alemanes. Tendría que ir
a verle esta tarde. El abuelo le avisará
de su visita.
—¿A qué hora? ¿Después de
almorzar? ¿Tengo que esperar hasta
después del almuerzo?
Micha intenta mirar al anciano a los
ojos, pero él se limita a morderse el
labio inferior y asiente en dirección a la
nieta. Luego se marcha, sin dignarse a
mirarle otra vez.

La aldea no está muy lejos; quizá a unos


tres o cuatro kilómetros. Cuando Micha
llega, el reloj que cuelga de la panadería
señala las dos menos cuarto, y no tarda
más de cinco minutos en encontrar la
casa de Jozef Kolesnik. No han
concertado una hora fija, tan sólo por la
tarde, después del almuerzo, pero a
Micha le preocupa que nadie responda
en la casa.
Comprueba de nuevo la dirección,
llama a la puerta una vez más y luego no
sabe qué hacer, de modo que se sienta a
esperar.
La casa es verde. De madera y
pintada de un color verde azulado.
Micha se sienta en los escalones del
estrecho porche que se extiende a lo
largo del edificio. Hay más escalones al
final que conducen a un pequeño jardín y
a un sendero cubierto de barro. Dos
ventanas bajas dan a la calle, y al cabo
de media hora Micha se levanta y da
unos golpecitos en el cristal. No hay
respuesta. Lo intenta otra vez, apoya los
dedos en la ventana de al lado, curva las
manos en torno a los ojos y atisba el
interior. No hay ruidos ni movimiento,
nadie en la casa.
—¿Hola?
Su aliento empaña el cristal y se
apresura a limpiarlo con la manga. La
casa sigue en silencio, tranquila.
La llamada de Micha perdura en sus
oídos: una voz potente en la silenciosa
tarde. En el porche descubre que le
tiemblan las manos y cómo después,
poco a poco, vuelven a estabilizarse. Se
queda allí un rato, nervioso, en los
escalones de la silenciosa casa, después
empuja la bicicleta al otro lado de la
carretera y se sienta en el muro bajo de
enfrente. A una distancia segura, con las
manos en los bolsillos, la palma de la
mano apoyada sobre la fotografía de
Opa.
Si él se acuerda de Opa…
Quiero que se acuerde de él, pero al
mismo tiempo no quiero.
Micha se levanta y camina, deja la
bicicleta y pasea. Primero hasta un
extremo de la calle, después al otro.
Pasan los minutos, unas cuantas
personas, unos pocos coches, pero
ninguno se detiene ante la casa. Se sienta
otra vez.
No se le había ocurrido pensar en
esto.
Es tarde ya; por la calle las sombras
se alargan hacia donde se encuentra él.
De lejos, con la carretera de por medio,
la casa se ve distinta. No tan vacía, tal
vez. Micha imagina que se enciende una
luz detrás de una cortina y la idea no le
resulta demasiado extraña. Aquí, en esta
parte de la calle, imagina que habrá
alguien en la casa. Detrás de la puerta o
debajo de una ventana, esperando
inmóvil y en silencio mientras el
extranjero llama con insistencia a través
del cristal.
No tiene reloj, ignora cuánto tiempo
lleva esperando. Dos horas. Tres. Puede
que más.
El sol no calienta ya, pero no se
pone todavía, así que aún no es hora de
marchar. Nota las piernas entumecidas
de tanto estar sentado. Se levanta y
camina arriba y abajo hasta que las
agujetas y los pinchazos aparecen, luego
se desata las botas y se frota los pies.
Cuando levanta la vista, descubre que no
está solo.
En el porche hay un anciano y a su
lado una anciana, mirándole los dos.
—¿Jozef Kolesnik?
Micha recoge su bicicleta y vuelve a
cruzar la carretera. No les ha visto
llegar. Deben de haber venido por el
jardín. Desde la vereda. El anciano
sostiene en la mano una bolsa de la
compra y Micha piensa: Bien, ha estado
comprando, no escondiéndose de mí.
—¿Jozef Kolesnik? ¿Habla usted
alemán?
—Sí.
—¿Es usted Jozef Kolesnik?
El otro no responde. Micha se
detiene.
—¿Alguien le ha avisado? Una
persona me dijo que le avisaría.
—Sí.
Micha se adelanta. No sabe qué
decir. Ha estado tres horas esperando.
El sol está muy bajo y él no ha
abandonado la calle en ningún momento
por temor a que le pasara por alto.
Temeroso de que fuera a venir y a la vez
temiendo que no viniera. Y ahora lo
tiene aquí.
—¿Podría hacerle unas cuantas
preguntas? Sólo unas pocas. ¿Sería
posible?
—¿Acerca de qué?
El anciano está en el porche, tres
peldaños más arriba, y tras él aguarda la
esposa. Micha introduce la mano en el
bolsillo, roza la foto con los dedos, los
apoya sobre la brillante superficie, deja
las huellas en el brillo.
—Me llamo Micha.
Saca la mano. La sostiene abierta,
indeciso, pero la fotografía sigue
escondida. El anciano cambia de mano
la bolsa con las compras, pero no
contesta.
—Soy Michael Lehner.
—¿Es usted alemán?
—Sí.
El anciano se vuelve hacia su
esposa, ésta le coge del brazo y le dice
algo. Micha piensa que le está pidiendo
que se vaya. Le pide al anciano que le
diga a él que se vaya.
—Estuve en el museo y me dijeron
que tal vez pueda usted recordar.
La mujer le dice algo a su marido.
Éste le contesta y ella exhala el aire con
fuerza, un profundo suspiro. Micha
espera a que le digan algo, pero no
hablan. Se limitan a mirarle y él les mira
a ellos. Está aterrorizado por lo que se
dispone a hacer. Por la reacción que
esto pueda producir.
No.
Le cuesta demasiado. Nota ya el
sabor a sal. El pánico en lo más
profundo de la garganta.
Si se acuerda de Opa, ¿recordará
cosas buenas? ¿Habrá cosas buenas
para recordar, o sólo malas?
Las lágrimas se acumulan, puede
sentirlas. En el pecho ahora, pero en
dirección a los ojos. El hombre le está
hablando.
—¿Recordar qué?
Micha no contesta. Permanece en
silencio.
Si se la muestro, entonces dirá que
sí, que le conoció. O que no, que no le
conoció. Será algo. Al menos ya será
algo.
Nota el sudor en la espalda y el
cabello.
—Un momento.
Pero le cuesta demasiado. Las
palabras no llegan, sólo las lágrimas.
—Lo siento.
Micha siente la boca seca, los ojos
llenos.
—Lo siento.
Se apoya en la bicicleta de Andrej y
oculta la cara con el brazo. Hay
oscuridad detrás de la manga.
—Es sólo un momento.
La anciana baja del porche. Lleva
papel higiénico en la bolsa de la compra
y arranca varios trozos. Micha se limpia
la cara, se suena la nariz, y la anciana
arranca unos trozos más. Jozef Kolesnik
baja la mirada. Su esposa coge la
bicicleta de Andrej y la apoya contra la
cerca, luego entra en la casa.
El anciano está desconcertado. Un
muchacho alemán que llora delante de su
casa. Micha piensa que también está
irritado, pero no dice nada. Luego se
sienta en los escalones del porche y
Micha ansía con todas sus fuerzas
sentarse con él, apoyarse contra la lisa
madera de la balaustrada. La esposa le
trae vodka y un pañuelo, pero no se
muestra amistosa. Micha sabe que
quiere que se marche y su esposo
también. Para ya de llorar y lárgate.
—Jozef Kolesnik.
El anciano apoya la mano sobre su
pecho.
—Elena Kolesnik, mi esposa.
La anciana hace una inclinación de
cabeza y luego se yergue.
—Váyase, por favor.
El hombre da un paso hacia Micha,
hablando con calma, un paso para bajar
del porche.
—Han pasado muchos años. Fueron
unos tiempos muy malos. Soy un viejo
ya. Márchese, por favor.
Suena muy extraño que le suplique.
Pero es algo deliberado, una
consideración. Le tiende la mano; un
gesto para ayudar a Micha a que se aleje
de su casa.
Micha se encuentra lo bastante cerca
para mirarle a los ojos, pero no lo hace.
Aún puede mostrarle la foto de Opa y
tampoco lo hace. Está anocheciendo y es
demasiado tarde. Coge la bicicleta de
Andrej y se va.
Cuando regresa a la casa de Andrej,
ésta se halla a oscuras; no hay nadie.
Micha se lava, se afeita y se acuesta.
Deja la luz apagada y se queda con la
mirada fija en la pared. El día se
acumula como una jaqueca detrás de sus
ojos.
Más tarde, Andrej llama a su puerta.
Le trae una bandeja con la cena.
Micha le ofrece su vaso de cerveza y
él bebe directamente de la botella.
Andrej se queda sentado en silencio
mientras Micha come. Todavía tiene los
ojos hinchados por las lágrimas y piensa
que Andrej debe de haberlo notado. Se
queda a su lado y Micha se lo agradece.
Dos días y estaré de nuevo con
Mina.
Micha vuelve a echarse a llorar y
Andrej retira la bandeja de su regazo. Le
tapa las piernas con la manta, luego
apaga la luz y, antes de salir, le susurra
algo en la oscuridad. Micha no sabe qué
decir, pero es bueno sentir a alguien.
Una voz antes de dormirse.

En casa, primavera de 1998

Ha llegado el momento de hacer las


cosas habituales de finales de
primavera. Ir en bicicleta a la escuela
ahora que hace buen tiempo, abordar a
Shakespeare con la clase del último año,
dar lentos paseos con Oma por el
parque.
Sin embargo, Micha acarrea consigo
los hábitos del invierno, y la mayoría de
días acude a la biblioteca después de las
clases. A veces para leer, pero a menudo
sólo para quedarse allí sentado: un
silencioso amortiguador entre el trabajo
y el hogar. No está muy seguro de por
qué acude allí, de manera que no se lo
comenta a nadie; siempre regresa a
tiempo y prepara la cena antes de que
Mina llegue.
No está preparado para esto, pero la
vida sigue.

Michael está sentado en el borde de la


bañera y Mina en la tapa del inodoro.
—¿Tienes la sensación de estar
embarazada?
—Espera.
Mina coge la muñeca de Michael y
le da la vuelta para poder ver los
movimientos del segundero.
—¿Esta prueba es de fiar?
—Más que la del médico, según
Sabine.
—¿Entonces por qué no la usan los
médicos?
Mina se encoge de hombros.
—Ten. ¿Hay o no hay una raya azul?
Le entrega el bastoncito blanco y
Micha rompe la parte de arriba tal como
indica el folleto que hay en el suelo del
baño.
—Sí.
—Bien.
Micha no puede dejar de sonreír.
Deja ya de sonreír.
—¿Tú qué piensas?
—Que es una raya azul.
—No, me refiero a si te gustaría
tener un crío.
—Estoy embarazada. Voy a tenerlo.
—¿De veras? Quiero decir, ¿eres
feliz?
Por favor, di que sí. Mina se tapa la
cara con las manos. La voz le sale
ahogada por la presión de las palmas.
—¿Eres feliz?
—Sí, lo soy. Al menos eso creo.
—¿Crees?
Mina se ríe. Micha piensa que debe
de sentirse feliz.
—Soy feliz. Será fantástico. Me
siento feliz.
Se levanta y tira de Micha para que
se levante de la bañera, le rodea con sus
brazos y él se alegra de estar en casa, de
sentirse tan feliz por estar aquí con ella.

La carta que Micha le escribió desde


Bielorrusia llega mucho después que él.
Más de un mes. Mina llora al leerla.
—No fuiste un cobarde. Fuiste muy
valiente al ir allí y hacer lo que hiciste.
Lo dice como si todo hubiese
acabado. Micha no responde. Ella no
sabe nada de Jozef Kolesnik, de las
lágrimas ni de la foto que llevó consigo
todo el tiempo en Bielorrusia y que no
llegó a enseñar.
Micha no puede mirar la foto de
Opa.
Le gustaría poder desprenderse de
ella.
El domingo, Oma hace café y Micha
despliega los recortes de periódico para
que ella los lea. Tiene la foto en el
bolsillo a la espera del momento
adecuado, de pie ante la ventana hasta
que Oma se sienta. La anciana se corta
un trozo de bizcocho y Micha entra a
hurtadillas en el dormitorio.
Ponla de nuevo en su sitio, luego
siéntate y tómate el café.
Eso es lo que tenía intención de
hacer, pero en cambio se queda allí
sentado, en la blanda cama individual de
Oma, con el álbum abierto sobre las
rodillas.
Ahí está Opa de recién casado en su
luna de miel. Askan en mangas de
camisa junto al lago; de nuevo embutido
en su ranura de la página perteneciente
al año 1938. Micha pasa la hoja,
diecisiete años después, dorso contra
dorso: Opa como Papá. Opa con la
joven Karin, cogidos de la mano. Askan
de traje oscuro, inclinado hacia delante
y sonriéndole a la cuna donde está su
hijo recién nacido.
Micha pasa páginas atrás y adelante,
atrás y adelante. 1955. Opa con menos
cabello, más arrugas; tiene la cintura
más ancha, los brazos más delgados. ¿Y
en medio? Dos hijos, casi dos décadas
de fiel matrimonio. Han pasado
diecisiete años, pero si Micha no lo
supiera, nunca imaginaría que ha habido
una guerra de por medio, y también la
cárcel.
Micha cierra el álbum, se dice: era
un soldado, pero mentalmente intercala
las fotografías del museo. Páginas
abarrotadas, todo un álbum de
atrocidades entre la luna de miel y el
nacimiento del muchacho.
—Tráetelo aquí, tesoro. Siéntate
conmigo. Te veo en tan contadas
ocasiones…
Oma está en la puerta. La cabeza le
tiembla un poco con la edad. Y también
es más pequeña, como si los huesos se
doblaran sobre sí mismos, la cabeza por
debajo del hombro de Micha cuando se
pone en pie.
Fui a Bielorrusia y volví.
Un museo y un anciano. Unos días
perdidos. Nada más. No le costaría
echarse a llorar otra vez. Aquí y ahora,
en el nido de águilas, en la cama de
Oma. Le enfurece pensar en aquellos
días. En haberlos dejado pasar de
aquella manera.
—Vamos a tener un hijo. Mina y yo.
Necesita que Oma le sonría ahora,
ser feliz. Algo que le obligue a dejar de
sentirse irritado.
—¡Micha! ¡Estoy oyendo cosas
raras! ¡Repítelo otra vez!
Ella le tiende las manos. Micha sabe
que debería cogérselas, sin embargo no
puede.
—Pero no debes decírselo a nadie,
Oma. Por favor. Es un secreto aún,
¿entiendes?
—Sí, sí, claro, tesoro. Lo entiendo.
¡Un bebé!
La anciana posa las manos sobre su
cara y le besa. Ahora Micha ya puede
llorar y lo hace, porque no tiene que dar
explicaciones. Oma le trae pañuelos de
papel, bizcocho y sonrisas. Y libros
infantiles del cajón donde los tenía
guardados.
—Por si acaso. Siempre había
confiado en esto, ¿sabes? Para ti y la
encantadora Yasemin.
Mi Oma.
El mapa familiar de Micha. El que
conduce a Opa siempre se interrumpe
con ella.
Micha lleva siempre la foto de la luna
de miel de Opa, en los trenes y en los
autobuses, en la escuela, el
supermercado, el cine y los bares. Se
arruga y compra una funda de plástico
para evitar que se rompa a lo largo del
profundo pliegue que atraviesa las
piernas de Opa.
En la escuela conmemoran la
liberación de los campos de
concentración y los alumnos hacen
discursos. Muchos de ellos lloran. El
profesor de historia explica este período
al silencioso salón, abarrotado de
padres, hermanos y hermanas, tanto
mayores como menores. Michael se
halla sentado al fondo, con el claustro
de profesores, a solas con su vergüenza
y su rabia.
Mina se incorpora en la cama.
Michael fuma en el umbral, no muy
convencido de que sea capaz de
describírselo a ella: su rabia, tal como
ha visto este día…
—Todos los años la misma
jodienda. Los alumnos leen relatos de
supervivientes. Todo el mundo derrama
esas lagrimitas de «nosotros no
hicimos una cosa así». Luego se
otorgan las notas a los trabajos
presentados, se desmonta la exposición
y, convenientemente, pasamos al
siguiente proyecto.
—¿Por qué no les dices algo, pues?
—No puedo hablar con los otros
profesores.
—¿Por qué no?
—Muy sencillo, porque no querrían
escucharlo.
Micha piensa que Mina tampoco
quiere escucharlo. Pero continúa:
—Es un tema tabú, intocable. Todo
esto implica que nuestra escuela es
abierta, que es buena.
—Yo pienso que lo es. Pienso que es
bueno. Los alumnos tienen que saber
cosas sobre este período.
—Pero es perverso, Mina. Hace
que se identifiquen con los
supervivientes, con las víctimas.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque ésas son las palabras que
les han enseñado… Las palabras por
las que lloran.
—¿Y no deberían llorar?
—¡Sí, claro que deberían llorar!
Pero deberían llorar porque fuimos
nosotros los que hicimos esto. No
fueron los demás los que nos lo
hicieron a nosotros.
Mina deja escapar un suspiro y
golpea la almohada para devolverle la
forma.
—No deberían llorar por las cosas
que ocurrieron, sino porque nosotros
hicimos que ocurrieran.
Micha intenta conservar la calma. A
Mina no le gusta cuando grita y
últimamente grita demasiado.
—¿Entiendes lo que quiero decir?
—Creo que sí, Michael. Sí. Pero no
fuimos «nosotros» quienes lo hicimos.
Fue otra generación.
—Pero estamos emparentados con
ellos. Todavía somos nosotros. Me
refiero a que no puede haber sólo uno.
Todos los años, entre ese público, tiene
que haber otros que tengan un abuelo
como el mío.
—No todos. Algunos de tus alumnos
son turcos, ¿no? ¿Griegos? ¿Iraníes?
—Está bien, me refiero a los que
tienen padres alemanes, abuelos
alemanes.
—Pero no fueron ellos quienes lo
hicieron, Michael. No fueron los niños,
tus alumnos, los que hicieron aquello. Ni
siquiera los más puros de entre los
alemanes más puros.
Mina se interrumpe. Ha levantado
las cejas, irritada.
—Se les enseña que no son los
causantes, sólo las víctimas. Se les
enseña como si hubiera ocurrido sin
más ni más, ya sabes, como si la gente
hubiera surgido de la nada, lo hubiera
hecho y a continuación hubiese
desaparecido. Como si no fueran las
mismas personas que después de la
guerra siguieron viviendo en las
mismas ciudades, desempeñaron los
mismos trabajos y tuvieron hijos y
nietos.
—No creo que sea así.
—Lo es, Mina. Yo nunca lo había
relacionado antes, y sin embargo
ocurría en mi propia casa. Él hacía
dibujos, me sentaba en su regazo…
—¡Pero si ni siquiera sabes que
hiciera algo!
Mina se ha tapado la cara con ambas
manos. También Micha se cubre los
ojos.
—No. Tienes razón. Pero pienso
que deberían leer cosas sobre la gente
que lo hizo, también. La gente de
verdad, la de todos los días, ya sabes.
No sólo sobre Hitler y Eichmann y
todos ésos. Me refiero a los
subalternos. Los alumnos deberían
estudiar sus vidas, las de quienes
cometieron los asesinatos.
—Ahora eres tú el perverso.
—Lo digo en serio.
—Michael, eres un jodido mojigato
y un obseso. Por favor, ¿podemos hablar
de otra cosa, o si no ponernos a dormir?
Micha sabe que ella está
aguardando, pero no se le ocurre nada
que decir. Mina apaga la luz y él termina
de fumar el cigarrillo en la oscuridad.
Cuando se mete en la cama, le da la
espalda; cierra los oídos a su
respiración. Intenta aislarse, pero la
rabia y la vergüenza subsisten.
Ha sido Mina quien lo ha dicho.
Aquí no hay sitio para la mojigatería.

El tío de Micha se sorprende al verle.


Le dice a su secretaria que no tardará. A
continuación se queda mirando a su
sobrino, algo turbado, y carraspea.
—Podemos estar todo el tiempo que
quieras, Michael. Por supuesto.
Le dice que le invita a almorzar.
Micha no sabe por dónde empezar, y
hasta que no llega la comida se
producen embarazosos silencios. Pero
Bernd se relaja cuando Micha le plantea
sus preguntas.
—Claro que él bebía. Pienso que es
probable que bebiera durante toda mi
vida, pero sólo recuerdo haberle visto
borracho en dos o tres ocasiones.
—¿Por qué crees que Opa bebía?
—No lo sé, Michael. Tal vez en
Rusia, en la cárcel. Puede que fuera allí
donde empezó.
—¿No antes?
—¿Antes de casarse?
—No, antes de la guerra.
—Ah.
Bernd toma un bocado y Micha
piensa que lo hace para ganar un poco
de tiempo.
—Me refiero a si sabes que pudiera
haberle ocurrido algo. O a si hizo algo
en la guerra que le impulsara a beber.
—Es posible. Es posible.
Puede que simplemente no lo sepa.
—Él bebía, y recuerdo que en
ocasiones estaba tan borracho y furioso
que teníamos que salir de casa. Mutti, tu
Oma, nos llevaba a Karin y a mí afuera,
al parque, donde aguardábamos a que
todo hubiese pasado.
—En una ocasión rompió una
ventana, ¿no?
—Sí. ¿Te lo ha contado tu madre?
Así fue.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Lo ignoro. Porque
estaba enfadado, porque se le presentó
la ocasión.
—¿Qué sucedió?
—Que de un puñetazo hizo añicos la
ventana de la cocina y Mutti nos llevó
afuera. Pero no es así como le recuerdo,
¿sabes? La verdad es que no le recuerdo
así.
—¿Cómo le recuerdas, pues?
—Era un padre muy bueno.
Bernd se ruboriza. Micha sonríe sin
pretenderlo; le encanta oír esto,
descubrir el amor de su tío.
—Era muy amable. Los padres de
mis compañeros del colegio tenían sus
reglas estrictas, ver y callar, etcétera,
pero papá no era así. Nos permitía
correr por la casa y cantar, revolverlo
todo. Eso le gustaba. La verdad es que
creo que disfrutaba con ello.
—¿Entonces se transformaba en un
hombre distinto cuando bebía, cuando
estaba borracho?
—No lo sé. Supongo. Puede que sea
una manera de verlo.
—Pero ¿tú no lo veías así?
—No. No lo sé. Nunca se me
ocurrió pensar en ello, Micha.
—¿Crees que siempre pudo haber
estado dentro de él?
—¿El qué? ¿El alcoholismo?
—La violencia.
—Él no era un hombre violento.
—Pero destrozó una ventana.
Teníais que salir de casa. Quiero decir
que estaríais asustados; Oma debía de
asustarse.
—Mira, Michael. Esto ocurrió en
tres ocasiones, máximo cuatro, en un
período de… No sé; años. Se
emborrachó, se puso furioso y nosotros
estábamos allí para desfogarse. Eso es
todo. Fue una conmoción, como ya te he
dicho, pero no pasó de ahí.
Bernd sonríe, contrariado. Se
quedan allí sentados, comiendo, y Micha
piensa:
Puede que tenga razón.
Estoy encontrando relaciones
porque las busco, no porque existan.
Opa bebía porque mató a gente.
Opa mató porque bebía. Opa bebía
porque había perdido la guerra, porque
se había equivocado, porque estuvo
prisionero durante mucho tiempo. Opa
bebía.
—¿Crees que Opa mató a alguien?
Su tío se le queda mirando. Micha
toma un bocado. Se le ocurre que Bernd
podría hacer lo mismo y ambos fingir
que nunca ha formulado esta pregunta.
Pero su tío le contesta:
—Era un soldado.
—Estaba en las SS.
—En las Waffen SS, Micha. Era un
militar.
Micha aguarda un poco más, pero
sabe que es la única respuesta que va a
obtener y no se atreve a seguir
preguntando.

Es fin de semana. Un primer día


veraniego, con las hojas de un intenso
color verde. Mina compra pan para el
desayuno y dice que deberían salir de la
ciudad, pasar la noche en alguna parte.
—No he tenido náuseas esta mañana.
Ni siquiera la sensación de que fuera a
tenerlas.
Sonríe, se prepara otra tostada, se
sirve otro vaso de zumo, apoya los pies
en el regazo de Micha.
—¿Por los montes Taunus?
Micha piensa en lo bonito que sería
observar a Mina disfrutar de un
almuerzo campestre.
—¿Y por los Vogelsberg? Podríamos
pedirle a Cem que nos preste el coche.
Buscar un hotel y regresar mañana por la
noche.
—Vayamos de acampada.
Tendríamos que acampar un poco antes
de que éste nazca.
Micha apoya la mano sobre el
estómago todavía plano de Mina, y ella
sonríe.
—Si te apetece…
—Bien, perfecto. Voy a sacar la
tienda del sótano.
Cuando Micha vuelve a subir, Mina
le dice:
—Esto está bien. ¿Verdad que está
bien?
—Sí, claro.
La besa. Sabe a qué se refiere. A
dejar a Opa Askan en casa.
Durante todo el fin de semana,
Micha no habla de él. Se ríe y sonríe.
También se siente afortunado y feliz con
Mina y el bebé. Pero no deja a Askan en
casa. Incluso mientras Mina prepara una
hoguera de campamento y Micha le lee
una lista de nombres para la criatura,
Opa permanece sentado a su lado, sobre
la hierba, en el frío anochecer.

Suena el teléfono y Mina coge a Micha


de la mano, tira de él para que se vuelva
a sentar en el sofá.
—Son más de las diez. Los días
laborables, nadie debería telefonear
después de las diez.
Micha curva los dedos en torno a las
manos de Mina. La voz de Luise se oye
potente a través del contestador.
—Oye, hermano, no sé qué
pretendes, pero me gustaría que tuvieras
más cuidado; sólo un poco más de
cuidado, ¿entiendes? Y será mejor que
no hagas a Oma las mismas preguntas
estúpidas que le hiciste a Bernd; de lo
contrario serías más despiadado incluso
de lo que yo creía. Y si escuchas esto, y
apostaría a que lo estás oyendo,
entonces es que eres un maldito cobarde
también.
Su hermana respira un par de veces
y luego cuelga.
—¡Dios mío, Michael! ¿Qué has
hecho?

En la cocina, Micha ayuda a su madre


con la comida. Está nervioso. Su madre
se aparta el cabello de la cara y él
advierte cuán tensa está. Se exterioriza
en su piel, en torno a los ojos.
Bernd se lo habrá contado a Inge,
quien se lo habrá contado a Luise y
probablemente también a Mutti, porque
Mutti lo sabe.
Micha no está seguro de si debería
comentárselo.
—¿Michael?
Deja de trocear y la mira. Su madre
le sostiene la mirada, luego se da la
vuelta y abre la puerta del horno.
—Sólo quería saber por qué estuvo
él tanto tiempo fuera. ¿Por qué lo
retuvieron los rusos?
—Muchos hombres estuvieron fuera
mucho tiempo. Era lo normal. Casi todos
los padres de mis amigas de la escuela,
si no estaban muertos eran prisioneros
de guerra.
—Lo sé. Pero quizá no todos fueran
prisioneros de guerra. Me refiero a
prisioneros normales.
Su madre cierra la puerta del horno.
—Él no hizo nada malo, Michael.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
—¿Alguna vez intentaste
averiguarlo?
—No, por supuesto que no.
—¿Se lo preguntaste alguna vez?
—No tenía por qué hacerlo.
—Entonces ¿cómo puedes estar
segura?
—Porque conocía a mi padre. Tú
nunca le conociste de verdad, Michael.
Eras demasiado pequeño.
—¿Así de sencillo?
—Sí.
—Sí, claro que sí. Porque eso no te
lo puedo rebatir, ¿verdad? No puedo
conocerle como le conociste tú,
¿verdad?
Siente las palpitaciones en la
garganta. Antes no habían hablado nunca
de esta manera. Su madre frunce el
entrecejo.
—No, no puedes.
—Tenías trece años cuando él
regresó.
—Doce.
—Entonces tampoco le conocías.
Había estado lejos toda tu vida.
—Pero era mi papá. El Askan de
siempre. Como siempre había sido. —
Alterada, levanta la voz. También
levanta la mano—. No habría sido
capaz, Michael.
—Sin embargo, todo el mundo diría
eso mismo de su padre, ¿no crees?
Nadie pensaría de su padre que podía
haber matado a alguien.
—Eso es algo que no sé, Michael.
Quizá debieras preguntárselo a alguien
cuyo padre sea un asesino.
—No puedes estar segura. Si nunca
se lo preguntaste, no puedes estar
segura.
—Él no hizo nada.
Su madre lleva las bandejas al
comedor y él la sigue con la ensalada.
Su padre ha descorchado la botella de
vino y se halla sentado a la mesa, con
las manos en el regazo. Ha estado
escuchando. No mira a Micha y tampoco
dice nada. Mina está sentada frente a él.
Levanta la mirada hacia Micha cuando
éste entra en la sala. Abochornada,
furiosa. Lo puede ver, puede leerlo en su
expresión. Tiene la mirada sombría y los
labios tensos. Todos comen en silencio.
Pero Micha está furioso. Se mete la
comida en la boca y mastica una y otra
vez. Se traga la comida y deja a un lado
el cuchillo y el tenedor.
—¿Te gustaría saberlo?
Su madre le mira.
Quiere que me calle. Pero él no
quiere.
Su padre se yergue.
—¿Quieres que te lo diga, si
averiguo algo?
—¡Cállate ya!
El grito es de su padre, y su madre
desvía la mirada hacia otro lado. Micha
piensa que ella está al borde del llanto,
pero aun así no puede parar.
—¿Querrías saberlo?
Mina se levanta y sale de la
estancia. El padre de Micha deja con un
fuerte golpe la botella de vino sobre la
mesa y unas manchas oscuras impregnan
el mantel de color azul. Micha se
interrumpe de golpe. Su padre apoya la
palma de ambas manos sobre el tapete;
respira profunda y sonoramente. Micha
ve que intenta decir algo pero está
demasiado alterado. Su madre sigue sin
contestar.
Micha sale del comedor y encuentra
a Mina en la cocina. Está de pie ante el
fregadero, con un vaso de agua.
—Debemos irnos.
—Perfecto.
Mina pasa a su lado, coge el abrigo
de la silla en el vestíbulo y entra en el
comedor. Micha no oye lo que ella dice
allí dentro. Al salir está llorando. Le
sostiene la puerta y ella sale sin mirarle.
Camina por delante de él a lo largo de la
calle.
Micha no sube con ella al tren. Se
queda en la estación, bebe un café y
come una pasta. Demasiado dulce y
pegajosa para su paladar. Se queda
sentado a solas y en silencio durante un
rato, sin pensar en lo que acaba de
hacer.
Cuando llega a casa, Mina no está
allí. Su bañador ha desaparecido del
colgador del cuarto de baño. Micha
telefonea a sus padres, pero le responde
el contestador. Dice: Hola, soy yo.
Llamaba para ver si estabais bien. No
añade que lo lamenta.

—Pensarás que he venido para echarte


una bronca, pero te equivocas.
La voz de Luise a través del
interfono. Arrastra la bicicleta por la
escalera, sudor en el labio superior. Se
enjuaga la cara en el fregadero de la
cocina, se la deja mojada y se sienta a la
mesa para recuperar el aliento. Micha
aguarda junto a la nevera a la espera de
que ella diga algo.
—No tenías que haberles contado lo
que estás haciendo.
—Creía que no habías venido a
echarme una bronca.
—Perdona, lo siento.
Luise trae una botella de vino en el
bolso. La saca, la deposita sobre la
mesa.
—Es demasiado temprano para mí,
Luise.
—¿De veras?
Ella se queda mirando la botella, la
empuja lejos de sí.
—También yo intenté averiguar
cosas acerca de Opa.
A Micha la sangre se le agolpa en
las orejas. Percibe su zumbido
estridente por encima del ronroneo del
frigorífico. Ambos guardan silencio
unos instantes. Luise aparta las manos de
la cara. Da la sensación de que fuera a
echarse a llorar. No, no llores. A Micha
el sudor le produce cosquillas en la piel
de la espalda.
—¿Cuándo?
—Cuando estudiaba en Londres.
Hay allí una biblioteca, fundada por un
judío alemán. Huyó en el treinta y tres,
creo. Tanto da. Tienen allí gran cantidad
de información. Sobre los campos, los
supervivientes. Sobre los nazis. Se
mostraron muy cooperadores, muy
amables. Solía ir allí todas las semanas.
Hacía que me sintiera mejor.
Ahora está llorando. Le cuesta
hablar. Como si empujara la voz fuera
de la garganta.
—¿Mejor?
—Sí. Como si me encontrara bien.
No, no bien. No sé cómo decirlo. Me
ayudaba.
Luise sonríe, se limpia la cara con
las manos.
—¿Y?
—¿Y qué?
—¿Qué averiguaste sobre Opa?
—Oh. Nada.
—¿Nada?
A Micha le cuesta creerla.
—No figuraba en ninguna lista.
Había un par de lectores en la
biblioteca, gente que poseía listas de
criminales de guerra, de oficiales nazis.
Opa no aparecía en ellas.
—Yo también consulté una de estas
bases de datos.
—¿En Londres?
—No, aquí.
—¿De veras? ¿Y qué?
—Nada.
Luise asiente. Nada.
—¿Crees que eso significa que él no
hizo nada?
Luise exhala con fuerza.
—Mutti y Vati no necesitan saberlo.
—Es tu opinión.
—Sí, es mi opinión.
Luise se levanta, recoge la chaqueta
y el bolso.
—Esta conversación lo zanja todo,
¿verdad? ¿Sólo porque tú lo dices?
—Son ellos quienes deben
decidirlo, Michael. No puedes forzarlos.
—Elegirían no saberlo.
—¿Y qué hay de malo en eso? ¿En
qué puede ayudarles saberlo?
—¿Por qué tendríamos que
protegerlos de lo que hizo él?
—No sabemos lo que hizo, Michael.
Si es que hizo algo.
—Pero crees que hizo algo.
—¡No lo sé! ¡Yo no lo sé ni tú
tampoco!
Luise le grita, le apunta el pecho con
su afilado dedo. Está a menos de un
metro de distancia. Le dirá a Mina que
ni siquiera pestañeé cuando me gritó.
Micha adopta una expresión de
seriedad. No quiere mostrarle sus
sentimientos. No quiere verse en la
obligación de enseñárselos.
—¿Sabías que muchos de los
tratamientos que utilizamos hoy en día
están basados en las investigaciones que
se llevaron a cabo en los hospitales de
los campos de concentración?
—No, no lo sabía.
—Pues lo están. Antes me ponía
enferma sólo de pensarlo. Me enfermaba
al pensar en los médicos de los campos
de concentración.
—¿Y ahora?
—¡Por Dios, Michael! ¡Todavía me
pone enferma!
Micha se pregunta cuánto tiempo
llevan así. Tiene la sensación de que han
pasado siglos. Tiempo suficiente para
que Mina regrese a casa. Así hablaría
con Luise y yo podría irme a la cama.
Micha se avergüenza de estos
pensamientos, pero aun así desearía que
su hermana se fuera.
—¿Quieres que descorchemos la
botella de vino?
—No. La guardaré para cuando
vuelvas.
—Quieres que me vaya, ¿verdad?
Micha se encoge de hombros. Es
consciente de que se comporta de una
manera cruel. Luise aguarda un par de
segundos, luego le sonríe y Micha le
devuelve la sonrisa. Está triste. Y yo
también. Micha no se lo dice, pero
confía en que ella lo note.
—Si averiguas algo me lo dirás,
¿verdad?
—¿Sobre Opa?
—Sí.
—¿Quieres saberlo?
—Por supuesto. ¿Crees acaso que
tienes el monopolio de la honestidad,
Michael?
—No.
—Sí que lo piensas.
Están en el recibidor. Michael sujeta
la puerta mientras ella saca la bicicleta.
—No creo que Mutti y Vati necesiten
saberlo, eso es todo. Es lo que te quería
decir.
—Está bien. Ya lo has dicho.
Luise carga con la bicicleta y
empieza a bajar las escaleras. Micha se
queda en el descansillo, pero ella no se
vuelve a mirarle.
—Saluda a Mina de mi parte.
—Lo haré.
—Y dile también que pienso que mi
hermano es un estúpido arrogante.
—Se lo diré.
Oye cómo ella se suena la nariz al
llegar al pie de las escaleras. Luego
cierra la puerta.

Mi hermana y yo nos peleábamos muy


a menudo cuando éramos pequeños.
Con saña, a patadas y arañazos, y a
veces hasta nos hacíamos sangre.
Recuerdo una pelea en casa de Oma
y Opa. Me cabreé de verdad. Nos
hallábamos en lo alto de las escaleras
y yo estaba tumbado en el suelo.
Gritando, hipando, todas esas cosas.
Intentaba darle patadas, pero Luise
estaba fuera de mi alcance. Se
encontraba un peldaño más arriba
llorando también, con la boca abierta
de par en par. Tenía el labio partido y
los dientes manchados de rojo. Sin
duda yo debía de haberle hecho
aquello.
Y de repente apareció Opa, estaba
conmigo en el rellano, sujetándome con
el brazo contra su pecho y apretando
su mejilla contra mi cabello. Recuerdo
su olor a jabón y a tabaco.
Con el otro brazo sujetaba a Luise.
Me acuerdo que apretaba su otra
mejilla contra su pelo también, pero
que eso no me importaba. Más tarde
sentiría celos, tal vez, pero no en
aquellos instantes. Opa estaba allí y no
podías sentirte furioso. Cuando Opa
estaba allí te sentías estupendamente.

Micha regresa en bicicleta a casa desde


la escuela y está lloviendo. Llueve con
tal intensidad que se ve obligado a
quitarse las gafas y a entornar los ojos
para ver la calzada. Los coches pasan
ruidosos por su lado entre salpicaduras.
Está tan empapado que al llegar a casa
se desviste y se mete en la cama. Tarda
mucho en dormirse, se limita a
permanecer allí acostado, observando
cómo la luz abandona el día. Está
hambriento y Mina todavía no ha
llegado; no consigue entrar en calor.
Piensa en la fotografía de Opa Askan: en
su bolsillo, en los pantalones mojados
con las demás prendas mojadas en el
suelo del baño.
El piso está a oscuras cuando le
despierta el teléfono. Ha estado
dormitando, no está muy seguro de qué
hora es y el timbre suena muy fuerte en
el silencio de la sala.
—¿Qué es lo que quiere?
La pregunta ha surgido antes incluso
de que pueda decir su nombre.
—¿Qué es lo que quería saber?
—Disculpe. ¿Quién llama?
Pero Micha sabe de quién se trata y
las manos le tiemblan ya. Incluso antes
de que pueda pensar, antes de que pueda
hablar. No.
—Soy Jozef Kolesnik. Le llamo
desde Bielorrusia. Quiero saber qué
preguntas pretendía hacerme.
Se produce un silencio en la línea y
a continuación una respiración muy
profunda. ¿Aspira o espira? Micha
recuerda que aquel hombre era amable.
Educado. Pero ahora está irritado.
—Lo siento, señor Kolesnik, tendrá
que perdonarme. Estaba dormido y he
perdido la noción del tiempo…
—¿Es usted periodista?
—No.
—¿Quiere saber cosas de mí?
—No.
—¿No?
—No soy un periodista.
—¿Quién es usted, pues?
—Michael Lehner.
—Eso ya me lo dijo.
—Soy profesor.
—¿Y qué quiere de mí?
Micha no encuentra una respuesta.
Al menos ninguna que no incluya a Opa,
y él no quiere sacarlo a relucir.
—¿Qué quiere de mí, señor Lehner?
—Usted conserva el recuerdo de
los alemanes, de la ocupación. O al
menos eso me dijeron.
No hay respuesta, sólo la misma
respiración de antes: laboriosa,
atemorizada; una profunda inhalación.
—Quería hablar con alguien de lo
que pasó. En su pueblo. Cuando
llegaron los alemanes.
—Es usted judío.
No lo ha dicho como si se tratara de
una pregunta.
—No, tío. Soy alemán. Quiero decir
que no soy judío.
—¿Entonces qué quería saber?
—Señor Kolesnik, no estoy muy
seguro de que por teléfono…
—¿Qué quería saber?
El grito surge ronco. Su voz le
desgarra el tímpano.
Micha cuelga el teléfono.

Está consternado por la llamada


telefónica y por la rabia de Kolesnik,
pero ruega para que vuelva a llamarle.

Micha se toma unos días libres. Después


de que Mina salga para la clínica,
telefonea a la escuela diciendo que está
enfermo, luego se sienta en la cocina,
junto al teléfono.
Después de cuatro días de silencio,
regresa al trabajo. Y el quinto día, al
llegar a casa, se encuentra con una carta.

Herr Lehner:

Le ruego acepte mis


disculpas. No tuve más remedio
que vivir aquí y supongo sabrá
que aquélla fue una época
terrible.
Por favor, compréndalo. No
creo que pueda responder a sus
preguntas. Resulta doloroso
recordar aquellos años. Prefiero
no hablar acerca de ellos.

Jozef Kolesnik

Michael lee una y otra vez las frases


precisas, cautelosas. La caligrafía
inclinada, pulcra.

—¿Por qué no me hablaste de él?


—Porque me eché a llorar, Mina, y
ni siquiera fui capaz de enseñarle la
foto.
—¿Por qué no me dijiste que había
llamado?
—Por idénticos motivos. Le colgué,
escapé. No lo sé.
Mina suspira y a Micha la sangre se
le agolpa en la cara. Ella aparta de sí la
carta y la empuja sobre la mesa, luego
se inclina hacia delante y con el puño se
aprieta la parte baja de la espalda. El
peso del bebé altera ya su forma de
caminar o de permanecer de pie.
—¿Qué le dijiste, entonces? Me
refiero a cuando estuviste en
Bielorrusia.
—Nada. Tenía intención de
interrogarle, pero me faltó valor. Y él
me dijo que me fuera. De hecho me lo
pidió.
—¿Es judío?
Micha niega con un movimiento de
cabeza.
—A los judíos los mataron.
—No sigas, Michael. No puedo
seguir bregando con esto. —Mina
sacude la cabeza, abre la boca para
añadir algo, pero Micha la interrumpe.
—Creo que voy a volver.
—¿Qué?
—A Bielorrusia, para hablar con
él.
—Pero si dice que quiere que le
dejen en paz.
—Y le dejaré en paz. Sólo quiero
saber cosas de Opa. No voy a
preguntarle nada que le incumba a él.
En las próximas vacaciones, el mes que
viene.
—Vete a la mierda, Michael.
Mina se levanta y cruza la estancia.
Le da la espalda y se apoya en el quicio
de la puerta.
—Mina.
—No puedo soportarlo más. Es
repugnante, Michael. No quiero vivir
con esto en mi casa.
—Lo siento, Yasemin. De veras.
Pero no es necesario seguir hablando
de ello. Me limitaré a ir a verle y luego
lo sabré.
—¿Y por qué tienes que saberlo? No
lo entiendo. De verdad. ¿Por qué tienes
que saberlo?
Micha se encoge de hombros. Ella le
da la espalda, no puede verlo.
—Lo necesito.
—¿Qué bien te hará saberlo?
—Me cuesta creer que puedas verlo
de esta manera, Mina.
—Pues así es como lo veo. Y pienso
que tú también deberías. Ya sabes, verlo
desde la perspectiva de otra persona. La
mía, la de tu madre, la del señor
Kolesnik… Piensa en los demás.
—Ya lo hago.
—Mentira.
Micha se queda mirando la espalda
de Mina, furioso, consciente de que ella
tiene razón.
—Éste es mi abuelo. ¿Recuerda si
estuvo en su pueblo asesinando judíos?
—Vete a la mierda, Mina.
—¿Qué pasa? Es tu pregunta. Es lo
que quieres saber, ¿no?
Mina da una patada a la puerta y
vuelve a meter el puño en la parte baja
de la espalda. Michael se sienta a la
mesa y empieza a llorar.
—Estoy embarazada y tú quieres
largarte a Bielorrusia para hablar con un
viejo que no quiere volver a verte, sobre
algo que no quiere recordar. Esto es lo
que hay, Micha. ¿Te das cuenta?
No contesta, no confía en sí mismo.
Desearía que Mina se acercara y le
rodease con sus brazos, pero comprende
que no puede. Lo ve en sus puños, en sus
hombros.
Micha llora porque sabe que ella
tiene razón. No es justo dejarla sola y
embarazada. Le está haciendo daño a
ella y también a su madre, a su padre, a
su tío, a su hermana, a Kolesnik y a
Oma.
Pero también llora por sí mismo.
Éste es mi Opa. ¿Recuerda si estuvo
en su pueblo asesinando judíos?
Mina ha formulado la pregunta, pero
él apenas se atreve a repetirla en su
interior.

Micha escribe a Kolesnik y él le


contesta.
El anciano repite que no se siente
capaz de ayudarle, pero su carta también
es atenta, y en la esquina superior, con la
dirección, figura claramente un número
de teléfono.
Micha vuelve a doblar la carta con
cuidado y la esconde antes de que Mina
regrese del trabajo.
Micha piensa en llamar, pero al final
vuelve a escribirle. Es más sencillo. De
esta manera consigue conservar la
calma, formular la petición con mayor
serenidad. Así puede mentir.

Se trata de un proyecto de
investigación acerca de la
ocupación alemana en
Bielorrusia, para utilizarlo en
materiales docentes que
abarcan la guerra y el
Holocausto. Con el fin de
completarlo, necesito detalles
acerca de la vida cotidiana de
los soldados y los policías
alemanes destinados a la zona.
Creo poder entender lo que
siente respecto a esa época,
señor Kolesnik, pero pienso que
puede serme de gran ayuda y tal
vez ayudar a las generaciones
futuras para evitar repetir los
errores del pasado. Por tanto, le
estaría muy agradecido si
pudiera dedicarme un poco de
su tiempo.
Micha no le dice nada de Opa. Otra
mentira. Indirecta, por omisión, pero aun
así una mentira. Y, si tiene que ser
honesto, sabe que si va allí no será para
proteger al anciano, sino para protegerse
a sí mismo.
Le promete a Kolesnik que no le
hará preguntas, que no inquirirá detalles
sobre su propia vida.

Cualquier cosa que usted no


quiera contestar, bastará con
que lo diga y a mí me parecerá
bien. Si quiere interrumpir la
entrevista en cualquier
momento, entonces me
marcharé.

Micha se dice que esto compensará en


cierto modo sus mentiras.
—¿Has pensado en lo que puede
suceder aquí si te vas?
—¿El qué?
—No lo has pensado, ¿verdad?
Mina corta una rebanada de pan y
observa unos instantes a Micha mientras
cocina.
—Me refiero a tu familia, Michael.
—Lo sé.
—No, no lo sabes. No sabes lo que
estás haciendo.
Mina aplasta el pan con los dedos,
apoyada en la nevera. Micha se pregunta
con quién habrá estado hablando. Con
Mutti, con Luise. En lo que se habrán
dicho. Debería preguntárselo. Percibe
que Mina está esperando. Tendría que
saberlo.
—¿Crees acaso que tu Opa bebía
porque se sentía culpable?
—Es posible.
—Podría hacerlo tan sólo por el
hecho de haber estado en un campo de
prisioneros o en la cárcel, o donde fuera
que los rusos lo tuvieron internado.
—Mina, por favor, no intentes
convencerme de que no vaya.
—Pienso que un campo de
prisioneros habría sido suficiente para
mí.
Mina se interrumpe, come un poco
del pan aplastado. Micha querría que
ella le mirase, pero no lo hace.
—No sé qué les harían a los
prisioneros alemanes, pero sin duda
eran unos sitios terribles, Michael.
Micha la observa mientras ella come
otro trocito de pan.
—Traté a un anciano que estuvo en
el Gulag.
—Nunca me lo habías dicho.
—Fue antes de que te conociera.
Habían transcurrido veinte años desde
que estuvo allí, pero su cuerpo todavía
se veía afectado. Malnutrición,
palizas… Estaba alcoholizado.
Mina se come el resto del pan y
luego remueve lo que se está cocinando.
Se encuentra muy cerca de él, pero
Micha presiente que no desea que la
toque.
—Pero yo vi las fotos de lo que
ellos hicieron allí, Mina. Donde Opa
estuvo destinado.
Mina sigue removiendo la cocción.
—Tengo que averiguar si él
también lo hizo.
—¿Por qué?
—Porque sí.
—Eso a mí no me sirve, Michael.
Sin embargo, Mina no está enfadada.
Esta vez es ella la que llora. Micha está
de su lado. Intenta explicárselo, pero
sigue sin poder.
—Yo quiero a mi Opa, Mina. No sé
qué más puedo decir. Es posible que él
hiciera algo terrible. Aun así, para mí
es muy importante saberlo.
—¿Seguirías queriéndole si hubiese
matado a otras personas?
—No lo sé.
Ella se le queda mirando. Ya he
pensado en eso, Mina, y de veras que
no lo sé.
—Es posible que ese Kolesnik no lo
recuerde. Podría no saberlo, Michael.
Tal vez nunca llegues a saberlo.
Micha tiende la mano hacia ella, la
apoya en la parte baja de su espalda.
Mina se vuelve y le rodea con sus
brazos. Está llorando. El bebé es un
bulto pequeño, hinchado, entre los dos.
Micha sumerge la cara en el cuello de
Mina.

Herr Lehner:

He reflexionado un poco
sobre su petición y, en vista de
sus garantías, pienso que puedo
ofrecerle mi ayuda.

Kolesnik

—Pensé que podías traducírmela y


luego yo copiarla.
Una amiga de una amiga de Mina se
muestra divertida ante la petición de
Micha. Le ofrece un cigarrillo y estira el
brazo para coger el cenicero de la mesa
de al lado.
—Por cierto, ¿quién es ése a quien
le escribes?
—¿Andrej? Un amigo.
—¿No hablas bielorruso? ¿Y
tampoco ruso?
—No.
—¿Y tienes un amigo bielorruso que
no habla alemán?
—Sí. Me alojo en su casa.
—Entiendo.
A pesar de las sonrisas de la mujer,
Micha aún está nervioso.
—¿Café? ¿Tarta?
—Un café me irá de perlas.
Deja la carta con ella en la mesa y
se dirige a la barra en busca de las
consumiciones. Cuando regresa, ella ya
no sonríe.
—¿Quieres decirle a ese amigo que
tu abuelo era uno de los nazis enviados a
su país?
—Sí.
—¿Ya sabes que por allí mataron a
un millón y medio de personas? ¿Tal vez
dos millones?
—Sí.
Micha asiente, pero no lo sabía.
¿Por qué no sabía yo eso?
—Murió toda una generación en mi
familia.
—¿Y fueron los nazis?
—Los nazis.
Le tiende la carta, pero él no la
coge. Piensa: Y sin embargo está
casada con un alemán. Esto le deja
atónito.
—¿Y estás casada con un alemán?
—Sí.
Ninguna explicación. ¿Por qué iba a
explicármelo? Ella vuelve a leer la
carta.
—Confío en que tu amigo sea una
persona comprensiva.
—Tengo que explicarle lo referente
a Jozef Kolanski. Se trata de un pueblo
pequeño. De todos modos averiguaría
que estoy hablando con él, y prefiero
que lo sepa por mí.
—Está bien. Si tú lo dices.
La mujer escribe un rato, luego se
interrumpe.
—¿No le conoces a fondo?
—No.
—¿Y no sabes nada de su familia?
—No, pero está enterado de que
soy alemán. Se mostró muy
hospitalario. Y su madre también.
Ella se encoge de hombros y sigue
traduciendo la carta. Micha se siente
intranquilo, menos seguro.
—Oye, puedes enviarla como
quieras, pero, si cambias de opinión,
bastará con que taches estos fragmentos.
Rodea cinco frases con un círculo.
—Son los que hacen referencia a tu
abuelo. La decisión es tuya, y la carta
seguiría teniendo sentido sin ellos.

Micha va con retraso. Ha llegado a la


estación con tiempo de sobras, pero
primero hay un tren que no viene, y
luego otro.
Las personas del andén se miran
unas a otras y murmuran, ocupando ese
tiempo imprevisto. Micha piensa en su
padre, que siempre se presenta antes de
hora, y en que le estará esperando.
Piensa: ¿Por qué hoy? ¿Por qué los
trenes van mal precisamente hoy?
—Lo siento. La reunión se alargó
más de la cuenta.
El padre de Micha se encoge de
hombros, le invita a un café. Están en el
quiosco de la estación y en torno a ellos
los pasajeros de los trenes de cercanías
se apresuran a engullir sus bocadillos.
Micha no tenía planeado mentir. Podría
haberle dicho lo de los trenes. Pero le
ha salido así. No obstante, suena a
frivolidad; igual que una mentira sin
sentido.
Piensa que he llegado tarde sólo
para herirle.
Pero Micha ha herido a su padre
incluso antes de que abriera la boca.
—No pretendo decir gran cosa,
Michael. Seré breve.
Mira a su alrededor, por el vestíbulo
de la estación.
—Mi padre era un soldado. Murió
en Stalingrado y yo nunca le conocí,
pero sé que luchaba contra otros
soldados, no contra civiles, y eso es
algo que puedo aceptar. Era una guerra.
Lo comprendo. Askan estaba en las SS.
En las Waffen SS, pero SS al fin y al
cabo, y estuvo destinado en el este. Eso
ya es otra cosa. Al menos para mí.
Significa que siempre existe la
posibilidad de que tú tengas razón.
Micha permanece callado. Es él
quien lo ha dicho.
Se queda mirando a su padre, ve
cómo sacude la cabeza. Vati tose y luego
prosigue:
—Traté a Askan durante muchos
años. Unos diez. Le quería, quiero a tu
madre, y ella le quería mucho. ¿Sabes
una cosa? En el fondo de mi corazón no
puedo creer que él matara a nadie. En el
campo de batalla, sí, pero no como tú
piensas. No como un asesino.
—Himmler dijo que aquello era
una batalla. Una guerra contra los
judíos.
—Michael, deja que termine.
Micha asiente. Lamenta la
interrupción. Deja que su padre elija sus
propias palabras.
—Por mucho que sienta que él no
pudo hacer una cosa así, y lo siento de
veras, siempre existirá esta posibilidad.
Micha aparta la mirada del rostro de
su padre, la baja hacia la taza, con lo
cual le permite continuar sin los ojos de
su hijo pendientes de él.
—A tu madre nunca le he dicho que
pensara eso y nunca lo haré. Si te lo
digo es sólo porque quiero que lo sepas.
Me hubiese gustado poner fin a esto con
nuestra generación. ¿Entiendes? Bernd,
tu tío, ya nació después de la guerra. ¿Te
das cuenta? Me hubiese gustado que ni
tú ni Luise os vierais salpicados por
esto… Askan os quería a los dos y ésa
es la parte de él que yo quería que
conservarais.
Vati recoge su maletín y la
gabardina. Micha no se atreve a levantar
los ojos, de modo que no sabe que su
padre le está mirando.
Mina tiene razón. No soy
consciente de lo que he hecho.

Bielorrusia, verano de 1998

Le resulta embarazoso estar otra vez


aquí. Micha no había esperado eso. La
última vez que vio a Elena Kolesnik, él
lloraba delante de su casa, y ella le
ofreció vodka y le pidió que se
marchara.
Ahora ella ha cocinado, ha hecho un
excelente pan de miga espesa, y,
mientras pone la mesa, Micha se
entretiene mirando las fotos que hay
sobre la repisa de la ventana. En una
aparecen Kolesnik y su esposa cuando
eran más jóvenes, de mediana edad.
Ambos llevan abrigo abrochado hasta
arriba para protegerse del frío. Los
hombros encorvados, de pie sobre unos
escalones de piedra cubiertos de nieve.
Con los brazos entrelazados, las manos
ocultas por unos mitones, la esposa de
Kolesnik sujeta sobre el pecho un ramito
de flores. Los dos miran más allá de la
cámara, al suelo. Ambos sonríen, si bien
con cierta timidez. Cuando Micha
levanta la vista, descubre a Kolesnik de
pie en el umbral.
—¿Son ustedes esos dos?
—Sí, el día de nuestra boda. Como
ve, ya éramos bastante mayores cuando
nos casamos.
—La verdad es que no parecen tan
viejos.
—Sí, lo éramos. Fue una suerte que
nos encontrásemos el uno al otro.
El anciano sonríe. Se lo ha dicho a
su esposa y ésta sonríe también. A
Micha. Luego le dice algo a su marido.
—Elena comenta que es la única
foto que tenemos juntos. Y es verdad.
Su esposa vuelve a decirle algo y
Kolesnik asiente.
—Nos conocemos casi de toda la
vida y sólo tenemos una foto.
—Por favor, dígale a su esposa que
yo les haré una foto antes de marchar.
Se la enviaré desde Alemania.
Kolesnik traduce y su esposa
asiente. Se ruboriza, complacida. Micha
también se siente satisfecho.
Observa a Kolesnik mientras comen.
El anciano tiene las manos anchas y
fuertes. La piel gruesa sobre unos huesos
grandes; dedos llenos de arrugas,
nudillos abultados y uñas anchas y
planas. Mueve esas manos con lentitud,
del plato a la boca. Las apoya sobre la
mesa mientras mastica. Micha le mira a
la cara, luego desvía la mirada. También
el anciano mantenía los ojos fijos en él,
observando cómo Micha le observaba.
Después de haber comido, ambos
beben vodka en la cocina. El anciano
atento a sus movimientos mientras él
prepara la grabadora, carga las pilas,
ajusta los niveles. Micha le había
escrito ya al respecto, le había dicho
que quería grabar las conversaciones,
pero ve que Kolesnik no esperaba esto
hoy. Mierda. No el primer día.
—He pensado que podríamos
acostumbrarnos a charlar juntos. ¿Le
parece bien que ponga la grabadora?
—Sí. Está bien. Es una buena idea.
Micha detiene la grabadora,
rebobina y pulsa la tecla para reproducir
la grabación. La «buena idea» de
Kolesnik, metálica y clara, vuelve a
vibrar en la cocina. El anciano sonríe,
pero aparta veloz los ojos de Micha.
Asombrado ante el sonido de su voz.
Permanecen juntos en la cocina,
entre ollas, sartenes y platos, y la
grabadora gira grabando el silencio. En
el horno hay una nueva hogaza de pan, y
cebollas dentro de una caja en el suelo.
Todo está en su sitio: gruesas botas junto
a la puerta, mitones de piel colgando de
un estante pintado con el mismo color
que las paredes. Elena Kolesnik cruza
por allí de vez en cuando al trasladarse
de la cocina al jardín, sin hacer caso de
Micha ni de la grabadora, moviéndose a
su alrededor como si él no estuviera
presente.
—Vamos a ceñirnos a nuestro
acuerdo.
—Claro.
A pesar de que no se trataba de una
pregunta, Micha ha contestado. Kolesnik
asiente. Alrededor de sus ojos, en un
punto intermedio entre una sonrisa y un
fruncimiento de cejas, la piel se le
cuartea. Micha lo capta como una
advertencia. El anciano está trazando
una línea que ambos puedan ver.
Antes de acostarse, Micha pone las
pilas a cargar; la lucecita roja brilla en
la negrura de la noche. Mentalmente
toma nota de darle a Andrej un dinero
extra antes de volver a casa, por la
electricidad.

—¿Podría hablarme de lo que pasó


mientras los alemanes estaban por
aquí?
Kolesnik frunce las cejas e inclina
un poco la cabeza.
—Ocurrieron tantas cosas por
aquí…
Micha piensa en la posibilidad de
que se esté burlando de él.
—Sí, ya lo sé. Pero, por favor,
¿podría contarme qué hicieron en esta
zona?
Micha cierra los ojos por un breve
instante. Sabe muy bien lo que hicieron:
asesinaron. Su petición suena ingenua.
Y sabe que sonará todavía más ingenua
cuando vuelva a escuchar la cinta esta
noche.
—¿Podría empezar… digamos que
a partir del momento en que llegaron
los alemanes?
—Sí.
El anciano carraspea.
—Bien… ¿Desde que llegó el
ejército?
—¿Fueron los primeros en llegar?
—Sí.
El anciano no mantiene los hombros
tan erguidos y acepta el cigarrillo que
Micha le ofrece. Kolesnik se le queda
mirando: el anciano al joven. Tiene la
misma piel gruesa en la cara, gruesos
pliegues le cuelgan entre el pómulo y la
mandíbula. Aunque es más pálida y más
fina en torno a los ojos, y se le arruga
cuando fuma.
—En el verano de 1941. Primero
vimos los aviones y luego llegó el
ejército. Después vinieron las SS y la
policía, y se quedaron… Nosotros
teníamos un puesto de policía y unos
cuarteles, y en ellos instalaron a los
nuevos mandos. Antes lo habían hecho
los comunistas, ¿sabe? De modo que los
alemanes buscaron a otra gente y
nombraron nuevas autoridades.
—¿Alemanes?
—Bielorrusos y alemanes… Los
alemanes estaban al mando, pero
contaban con los bielorrusos que
trabajaban para ellos, como es lógico.
Con la policía ocurrió lo mismo.
—¿Y después de esto?
—Vinieron los toques de queda,
nuevas leyes. Lo cambiaron todo.
Escuelas, carreteras, granjas… Ya no
disponíamos de las antiguas
colectividades. En cambio, los granjeros
tenían que trabajar para los alemanes.
Para alimentar al ejército del este. Ese
tipo de cosas, ya sabe. De manera que lo
alteraron todo.
Micha vuelve a esperar, pero no
cree que Kolesnik añada nada más por
su cuenta.
—¿Y luego?
—¿Qué quiere saber?
—¿Vivían judíos aquí?
—Sí, claro.
—¿Qué fue de ellos?
—Los mataron.
La expresión de Kolesnik es
indescifrable. Mira fijamente a Micha
mientras habla.
—¿Podría decirme quién se
encargaba de exterminarlos?
—Depende de quién estuviera allí.
A veces era sólo la policía, otras la
policía, las SS, el ejército…
—¿Las Waffen SS?
—Todos.
—¿Alemanes?
—Alemanes, bielorrusos, lituanos,
ucranianos, pero sobre todo alemanes.
—¿Podría hablarme de ellos?
—¿Qué quiere saber?
—¿Quiénes eran? ¿Qué hacían?
El anciano no aparta los ojos de su
rostro.
—Sólo quiero saber qué clase de
personas eran, lo que hacían.
Kolesnik asiente. Fuma.
—No tiene que decírmelo, si no
quiere.
—Sí, eso ya lo sé.
El tono de sus palabras es duro, pero
no la expresión de su rostro. Ya no le
mira con tanta indiferencia.
—Sólo quiero saber cosas de los
alemanes.
—Sí, ya lo dijo. Lo que los
alemanes les hicieron a los judíos.
—No los detalles. Sólo las
personas. Los acontecimientos.
Micha deja que el anciano reflexione
acerca de lo que puede contar. Estira los
dedos, se frota las medias lunas azul-
rojizas que las uñas le han dejado en la
palma de las manos.
—Primero construyeron un gueto.
Fue lo primero que hicieron. Luego
prohibieron a los judíos ir a la escuela;
tampoco les permitían trabajar. No
estaban autorizados a trabajar por su
cuenta, ya sabe. Pero es posible que esto
fuera lo primero.
Kolesnik se remueve en la silla.
Micha espera a que el anciano continúe.
—Al poco de llegar, mataron a todos
los hombres, o a casi todos. A los
ancianos, a los enfermos, a los niños.
Dejaron sólo a los imprescindibles para
mantener la mano de obra. En el
aserradero, en otros sitios. A los demás
los mataron a tiros.
—¿A tiros?
—De noche los detenían por el
pueblo y a la mañana siguiente los
fusilaban… Pensaban que aquellos
hombres podían oponerles resistencia,
ya sabe.
Kolesnik tose, brevemente: se tapa
la boca con la ancha mano.
—En primavera mataron a más
judíos, y luego trajeron judíos de todas
partes, de todas las aldeas, y los
metieron en el gueto. Utilizaban algunos
como mano de obra, pero a los demás
los mataban. Y así continuó la cosa,
¿entiende?
—¿Durante cuánto tiempo?
¿Cuánto duró esta situación?
—Los últimos fusilamientos fueron
en 1943.
—¿Y quién se encargó de matarlos
entonces?
El anciano frunce las cejas, molesto.
—Como ya le dije, la policía, las
SS, todos.
—¿Las Waffen SS?
—No me acuerdo. Es probable. Fue
en el bosque, hacia el sur, al otro lado
del río. Los enterraron allí.
—¿En qué época del cuarenta y
tres?
—A finales de verano.
—¿A finales de verano?
Kolesnik hace una pausa y Micha
piensa: Opa estuvo aquí. En esta misma
época, en el mismo lugar.
—No, fue a principios de otoño.
Había ya pajares en el campo.
Micha alza los ojos. El anciano está
mirando por la ventana.
Una extraña forma de recordar.
Matanzas y pajares. Ellos asesinaban y
las estaciones seguían cambiando.
—Después de esto, los judíos que
quedaban fueron a esconderse por las
aldeas, por los pantanos, con los
partisanos. Y los alemanes iban allí en
su busca.
Micha contempla al anciano que
tiene ante sí. Y él fue testigo de todo
esto… Lo recuerda. Asesinatos, verano,
otoño, invierno, primavera. Vaciaban el
gueto, lo llenaban de nuevo y volvían a
vaciarlo.
Abre el cuaderno de notas que tiene
ante sí. Se trata de un acto reflejo, por
hacer algo.
—¿Qué está escribiendo?
—Nada.
—¿Anotará cosas mientras
hablamos?
—No lo sé, podría hacerlo. ¿Le
importaría?
Kolesnik pestañea.
—No. No.
Los dos guardan silencio. El anciano
espera respetuoso a que Micha diga
algo.
Pero éste no puede hablar, sólo
pensar: En la misma época y en el
mismo lugar. Verano y otoño de 1943.
Lo recuerda todo.
Micha vuelve a cerrar su cuaderno
de notas.
—Lo siento. ¿Le importa si lo
dejamos? Creo que no estoy en
condiciones de continuar hoy.

Al atardecer, Micha cruza las diversas


aldeas montado en bicicleta. Al
principio va rápido, pero después
aminora la marcha.
Cuando llega a casa de Andrej, saca
la fotografía de Opa y la deja sobre la
mesita, frente a él.
Es consciente de que al día siguiente
podría llevar consigo esta foto a casa de
Kolesnik y enseñársela, ir directo al
grano.
Éste es mi Opa. ¿Recuerda si estuvo
en su pueblo asesinando judíos?
Micha vuelve a escuchar la
grabación. En la misma época y en el
mismo lugar. Intenta negociar consigo
mismo:
Ni siquiera necesito decírselo.
Kolesnik no necesita saberlo. No tengo
por qué pronunciar la palabra Opa.
Basta con que diga Askan Boell.
Sin embargo, ya en la cama, piensa
en Kolesnik. En las manos anchas y
pausadas del anciano, en la delgada piel
en torno a sus ojos. En la brusquedad de
sus respuestas. Micha aún está
demasiado asustado.

—¿Se acuerda usted de algunos


alemanes?
—Sí.
—¿Podría hablarme de ellos?
—¿Qué quiere usted saber?
—Nada en especial. Cualquier
cosa. Lo que pueda recordar.
Kolesnik se muestra inseguro. Micha
piensa que parece algo turbado, como si
forcejeara con las palabras.
—Cualquier cosa. Empiece por
donde quiera. Por favor.
—Me acuerdo de uno.
—¿Cómo se llamaba?
—Tillman. Era un médico de la
policía. Les daba lecciones. Les
enseñaba cómo matar a la gente. De la
manera más limpia, ya sabe. Pero a
usted no le interesan los detalles.
—No.
Kolesnik parece aliviado. Y Micha
también se siente aliviado. Ambos
vuelven a quedarse en silencio.
—Si pudiera usted recordar
nombres de alemanes. Pienso que
podría decírmelos.
El anciano recuerda algunos.
Bastantes, de hecho. Los nombra con
voz pausada y Micha escucha, los anota,
aguarda. Apellidos y también algunos
nombres de pila. Sin embargo, ni Askan
ni Boell figuran en la lista.
—Pero habría más, aparte de éstos,
¿verdad? Tenía que haber muchos más.
—Ha pasado mucho tiempo.
—Sí.
Mientras la grabadora zumba, Micha
piensa: Dos días más. Decide
concederse dos días más antes de
enseñarle la foto.
—Recuerdo uno que se pegó un tiro.
Opa no.
—¿Se suicidó?
—Detrás de los cuarteles. Después
de uno de los fusilamientos.
—¿Pensaría que estaba mal hecho?
—Sí, supongo. Recuerdo que habían
matado a los niños judíos, y al día
siguiente él se mató.
—Sin embargo, a pesar de todo lo
hizo, ¿no? Me refiero a fusilar a los
niños.
—Sí, por supuesto.
Transcurren unos segundos
interminables, vacíos, en los que Micha
no sabe qué decir. Kolesnik le está
observando y él lo sabe.
Al cabo de un rato, el anciano se
levanta. Sirve unos tragos de vodka, uno
para cada uno, y deposita un vaso
pequeño, lleno hasta los topes, encima
de la mesa, delante de Micha. Le
tiembla la mano. Micha le mira a los
ojos.
—Lo siento.
Kolesnik asiente. Espera a que
Micha beba y luego bebe él también.
—Pienso que es mejor sin entrar en
detalles. Así le facilitaría más las
cosas, ¿verdad?
Kolesnik vuelve a asentir. Micha
cree en la posibilidad de que el anciano
añada algo y espera, pero el momento
pasa sin que reaccione.
Kolesnik señala la grabadora y, a
pesar de que se muestra más decidido,
incluso más efusivo a causa del vodka,
Micha se atiene a la palabra dada y
apaga el aparato.

A última hora de la tarde, Andrej juega a


las cartas con Micha. Las reglas del
juego se han dilucidado mediante un
acuerdo basado en la mímica. Dar y
tomar: algunas variantes alemanas, otras
bielorrusas, un poco de confusión y
también algunas risas.
Beben vodka y a Micha le arde el
estómago. Piensa en el párrafo
eliminado de su carta y aún no está muy
seguro de si se trató de cobardía o de
sentido común que no escribiera
aquellas frases. Observa a Andrej
mientras calienta la sopa en el fogón y
corta el pan. ¿Cómo explicárselo
ahora? ¿Por dónde empezar?
Tenía intención de llamar a Mina
esta noche. Ir hasta la cabina de
teléfonos de la plaza mayor y hablar con
ella. En cambio, cena, se lava los
dientes y se acuesta.

Cuando Micha dobla la esquina montado


en la bicicleta de Andrej, Kolesnik está
de pie en el porche. El anciano levanta
la mano y saluda al ver que se aproxima
a la casa. También Micha agita la mano.
Es un saludo silencioso.
Kolesnik baja los escalones en el
instante en que Micha se dispone a
desatar su bolsa del manillar.
—Oiga, señor Lehner, he estado
pensando…
Micha se interrumpe. Vuelve la
mirada hacia el anciano.
—¿Quiere que me vaya?
Kolesnik parece cansado. En su
rostro se distinguen las profundas
arrugas del insomnio.
—¡No, no! Sólo que pensaba en si
podría preguntarle algo…
—Sí, claro.
Micha apoya la bicicleta contra la
casa, le mira de frente, sonríe.
—Ellos no le contaron nada de mí,
¿verdad? Me refiero a la gente del
museo.
—Sólo me dijeron que usted
recordaría cosas de los alemanes.
—Sí, pero… ¿no le dijeron qué hice
yo cuando los alemanes estaban por
aquí?
—No.
—Vaya… Pensé que se lo habían
contado, ¿sabe? Cuando vino la otra vez.
Por sus preguntas… Y empecé a
preocuparme.
Kolesnik está muy cerca de él y
habla con voz suave. Micha contiene la
respiración. El anciano está tan cerca
que es como si fuera a tocarle.
—Creo que debería contárselo.
—¿Seguro?
—Sí.
—¿Pongo en marcha la grabadora,
pues?
—No, no. Sólo se lo voy a decir.
Micha se siente desconcertado. El
anciano está demasiado cerca y Micha
tiende la mano hacia el cuadro de la
bicicleta. Le invaden unos fuertes
deseos de dar media vuelta.
—Mi padre era maestro y me enseñó
idiomas. Polaco y alemán. De modo que
cuando llegaron los alemanes, trabajé
para ellos. Fui un colaboracionista…
Ésa es la palabra que se utiliza,
¿verdad?
—Sí.
Micha procura que en su rostro no se
exteriorice el asombro que le produce
esta revelación. Pero él se ha dado
cuenta. Kolesnik asiente y luego
prosigue:
—Todo el mundo lo sabe por aquí,
por estos pueblos. Pensé que era el
motivo de que acudiese a mí.
—Ya. Entiendo.
Colaboracionista. En ningún
momento se le ocurrió pensar que
pudiera haber sido así.
—Yo sabía alemán, de manera que
les hice de intérprete. Durante un año y
medio, casi dos. El trabajo no era
regular, pero hice de intérprete para las
SS, para la policía… Así que estaba
enterado de lo que hacían, ¿comprende?
El anciano asiente para sí,
brevemente.
—Y luego empecé a fusilar judíos.
También a otro tipo de gente. Partisanos.
Pero sobre todo judíos.
—Comprendo.
—Ya sé lo que acordamos. Le dije
que no quería hablar de mí, pero era
porque creía que usted estaba
enterado… Sin embargo, me he dado
cuenta de que es imposible hablar de
aquellos tiempos a menos que usted sepa
lo que hice. Por eso he pensado que
podría ponerle al corriente y luego
proseguir.
Micha asiente. Desata la bolsa del
manillar, sus dedos forcejean con los
nudos. No puede estarse quieto. Se
entretiene con las hebillas y las correas
de la bicicleta, luego sube los cinco
peldaños hasta la puerta de la casa.
Sigamos con ello. Por otra parte,
necesita poner un poco de distancia
entre él y el anciano.
Micha está trastornado.
Yo no quería saberlo, piensa. Pero
ya es demasiado tarde.

—¿Le estuviste entrevistando hoy?


Es la primera llamada telefónica de
Micha a casa, y Mina parece feliz de
tener noticias suyas.
—Más o menos. La verdad es que
no he podido avanzar mucho.
—¿Se niega a contestar a tus
preguntas?
—No, se trata de mí. Es que no
puedo con esto. Lo dejo al cabo de diez
minutos y luego me voy por ahí a dar
vueltas con la bicicleta.
Mina guarda silencio unos instantes.
Micha se sienta en cuclillas en el suelo,
la espalda apoyada contra la cabina
telefónica.
—¿Se acuerda de Opa?
—Todavía no se lo he preguntado.
—Ah.
—Asesinó a judíos.
Escucha atentamente a la espera de
la reacción de ella. Nada.
—Me refiero a Kolesnik, no a Opa.
Es posible que Opa también. Es muy
probable, Mina. Me lo contó hoy.
Después de eso, no podía quedarme. No
podía hablar con él ni mirarle a la
cara.
—¿Te encuentras bien?
—No.
—¡Micha!
—No pasa nada, Mina. Lo siento.
No pasa nada, pero no estoy bien.
—¿Por qué no vuelves a casa?
Es consciente de que puede hacerlo.
Cuando llamó por teléfono pensó que tal
vez podría, pero ahora que Mina lo ha
dicho ya no está tan seguro. Guarda
silencio. Oye que ella suspira.
—¿Y qué me cuentas de ti? ¿Estás
bien?
—Sí, me encuentro bien.
—¿Alguna novedad?
—Me he inscrito en un cursillo
prenatal.
—¿De veras? ¿Y cuándo empieza?
—La semana que viene. El
miércoles por la noche. Es para las
madres y sus parejas. ¿Me
acompañarás?
—¿El próximo miércoles? No lo sé.
Pero sí el siguiente. Continuará hasta
el parto, ¿no?
—Sí.
Micha se pone en pie, mete más
monedas en la ranura del teléfono.
—Oye, Micha, creo que debería
colgar. Tengo que levantarme temprano.
—Vaya.
—Si estás bien…
—Sí, estoy bien.
Micha escucha los ruidos de fondo a
través del teléfono e intenta imaginar en
qué parte de la casa está Mina. No se
oye el zumbido de la nevera, ni la
circulación, y tampoco el televisor. En
la sala, tendida en el suelo, con las
piernas levantadas contra la pared. Sin
zapatillas, sólo con calcetines.
—Oye, regresaría para esa clase,
pero eso implica que tendría que salir
mañana con toda probabilidad. Debido
a las conexiones de los trenes. Y es
demasiado pronto, ¿entiendes?
—Sí, lo sé. Bueno, ya estaremos en
contacto.
—Sí.
—No tienes por qué volver a ver a
ese hombre, si no quieres.
—Ya lo sé.
—Si eso te incomoda, quiero decir.
—Sí, ya lo sé. Sólo que estoy muy
cerca de averiguar algo.
Es él quien lo dice. Quien lo sabe.
Lo que ha sabido hoy no cambia nada; la
pregunta sigue todavía pendiente.
—Debe de haber otros medios.
Otras personas a quienes preguntar.
—No lo sé. He estado pensando en
eso, en lo que hizo. Me refiero a que se
trata de algo terrible, pero también es
probable que le convierta en la persona
más adecuada para interrogar.
Mina no dice nada al principio,
luego suspira.
—Sí, es probable.
Micha oye que ella da golpecitos
sobre el teléfono. Con las uñas o con un
lápiz. Se pregunta si se estará haciendo
dibujos en las manos.
—Bueno, en fin… Si tú estás
bien…, entonces será mejor que nos
despidamos.
Micha guarda silencio. No quiere
que ella cuelgue.
—Adiós, Michael.
—Adiós, pues.
—Adiós.

A veces el anciano habla hacia el


micrófono y otras hacia Micha. Hoy se
le ve nervioso. Es el primer día que han
vuelto a la cocina. A Micha le resulta
difícil mirarle a la cara.
—Ahora vivo en esta aldea, pero
nací en el pueblo de al lado, y me crié
allí en la primera época comunista, antes
de que vinieran los nazis.
Kolesnik enciende otro cigarrillo.
—Tenía diecinueve años cuando
llegaron los alemanes. Les hice de
intérprete, y cuando cumplí los veintiuno
me alisté en la policía.
Micha observa la grabadora, la
mirada al frente.
—Y después de eso, al volver los
comunistas, estuve en la cárcel.
—¿Aquí?
—En Rusia. Diecisiete años.
Ocho más que Opa.
Se produce un silencio.
—Podemos interrumpirlo aquí.
El anciano pestañea. Afuera pasa un
coche.
—Tal vez mañana sea más fácil.
Otro día para acostumbrarse. Podría
usted pensar en algunas preguntas, en lo
que quiere que le cuente. Escríbalas y
así mañana podrá preguntármelas.

Micha tiene la ventana abierta porque


por la noche hace calor. Yace encima de
la manta, y la lana le araña la espalda y
la parte posterior de las rodillas. Los
insectos chocan contra la lámpara,
revolotean por la zona de luz que se
refleja en la pared.
No puede dormir. La oscuridad es
demasiado profunda, demasiado densa;
no consigue descansar. Cierra los ojos,
pero todo sigue allí. Micha se alegra de
que por fin amanezca.
—El hombre que se suicidó, el
alemán… He estado pensado en que
dijo usted que había ordenado la
muerte de aquellos niños.
—Así es.
—¿Qué sucedía si uno
desobedecía? Quiero decir, ¿podría
haberse negado a cumplir las órdenes?
—Sí.
—¿De veras?
Esta mañana Kolesnik estaba
preparado ya, esperándole. Cigarrillos
encima de la mesa, el vodka en dos
vasitos. No había señales de la
presencia de Elena.
El anciano adelanta la silla. Unos
centímetros más cerca de la mesa. Se
queda pensativo unos instantes.
—Nos impartían órdenes, pero
también éramos voluntarios.
—¿Les ordenaban que se
presentaran voluntarios?
—En cierto modo. Sí.
—¿En qué modo?
Micha se muestra impaciente. Y se
atreve a exteriorizarlo porque sabe que,
aun así, el anciano va a contestar.
—Podías decir que no querías. Y, si
no querías, no tenías por qué hacerlo.
—¿No sufrían ningún castigo?
—No.
—¿Piensa entonces que aquel
hombre quería matar a los niños?
—No, creo que no.
—¿No?
—No.
—Entonces, si no quería hacerlo y
no tenía que hacerlo, ¿por qué lo hizo?
Kolesnik no contesta. Micha coge un
cigarrillo, lo desliza por encima de la
mesa hacia el anciano. Éste lo enciende
utilizando la punta del que acaba de
fumar.
—Podría incluso haber disparado
hacia un lateral. Fingir que les
disparaba, pero fallar.
El otro se encoge de hombros.
Micha piensa: ¿Y tú, Kolesnik?
¿Apuntabas a matar o a fallar?
—Siempre había otro que era el
responsable.
Micha contempla al anciano desde el
otro lado de la ancha mesa de la cocina
y Kolesnik vuelve a encogerse de
hombros. No es un gesto despectivo,
sino de derrota. Micha piensa:
Apuntabas a matar.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Que siempre había otro que nos
decía lo que debíamos hacer. Incluso
aunque no te lo ordenaran, al menos de
manera expresa, daban a entender lo que
había que hacer… De este modo no eras
el responsable. ¿Se da cuenta? Así que
lo hacías, aunque no te lo hubiesen
ordenado. Lo hacías voluntariamente.
Con este sistema, los que impartían las
órdenes tampoco se sentían
responsables.
Kolesnik va dibujando el círculo y
Micha lo sigue, dando vueltas sin parar.
Luego se limita a permanecer allí
sentado.
Después, al cabo de un rato,
Kolesnik empieza a hablar de nuevo:
—Para mí es difícil contárselo.
Nunca podría explicárselo, y usted
tampoco podría entenderlo.
Precisamente hoy pensaba en que eso es
bueno. Es bueno que no pueda saber lo
que me ronda por la cabeza. Es usted
demasiado diferente.
Y Micha piensa: Eso es demasiado
fácil. Resulta demasiado fácil decirlo.
—¿Es usted distinto entonces?
—Es posible, es posible. La verdad
es que no lo sé… No soy yo quien debe
decirlo.
—Lo que hizo…, ¿todavía tiene
sentido para usted?
—No. No. Pero recuerdo que
entonces sí lo tenía.

Micha escribe a Mina. No puede


llamarla y decirle lo que quisiera. Teme
pronunciarlo en voz alta. Por miedo a
convertirlo en realidad. Sabe que esto la
disgustará. Incluso es posible que no lo
lea, pero al menos él lo habrá plasmado
por escrito.
Es posible que fuera así de fácil.
Entrar en el círculo, tal como dijo
Kolesnik.
Micha piensa en Opa. Empuñando
una pistola. Una zanja frente a él con
los árboles verdinegros al fondo.
¿Apuntaba con intención de fallar?
Si lo hizo, aunque fuera una sola vez,
¿le convertiría eso en alguien distinto?
¿Menos malo? ¿Por qué?
En la misma época y en el mismo
lugar. Ellos vinieron para matar. Por
eso estaba él aquí.
Micha mete la carta en el sobre y lo
cierra. Se siente mareado; necesita
tumbarse. Lleva consigo la carta al
retrete, la hace pedazos, los echa al
inodoro y tira de la cadena.

Durante dos días, Micha no regresa a


casa de Kolesnik. No tenía planeado
hacerlo así, pero el primer día pasa, y
luego otro.

La conexión no es buena y la voz de


Mina suena débil en medio del ruido.
Mutti ha vuelto a llamarla. Micha sabe
que Mina está enfadada con él, pero no
puede dejar de pedirle que hable más
fuerte. La interrumpe sin pretenderlo y
en el momento más inoportuno. Sus
palabras se superponen a las de ella.
Cada vez lo hace peor.
—Creerá que no te doy los recados.
—No, sólo pensará que soy un
vago. Un mal hijo.
—¿Por qué no la llamas por teléfono
desde ahí?
—No puedo.
—¿Por qué, Michael?
—¿Cómo dices?
—¡He dicho que por qué!
—Descubriría que llamo de larga
distancia; tendría que mentirle.
—Pero así me obligas a que mienta
yo. Y yo no quiero mentirle a tu madre.
—¿Y mi padre? ¿Ha telefoneado
también?
—Hablé con él la semana pasada, ya
te lo dije.
—Sí, es cierto.
—¿Cuánto tiempo más piensas
quedarte?
—Mina, no te oigo.
—¿Que cuánto tiempo más?
—Unos cuantos días, tal vez. Puedo
coger un tren a finales de semana.
—Unos cuantos días…
—Sí. Tú estás bien, ¿verdad? ¿Y el
bebé? ¿También está bien?
—Jodidamente bien, Michael.
Todavía estoy embarazada, bien jodida.
A continuación ella calla. Y Micha
también. Deja que vuelva la calma.
—Voy a dejar puesto el contestador.
Y si tus padres llaman, no pienso
descolgar.
—¿Y cuando llame yo?
—Tú vas a volver pronto. No hace
falta que llames otra vez.
Micha contiene la respiración.
Cuando quiere, Mina puede ser muy
cruel. Y él también.
—Me estoy quedando sin dinero.
En el estante, junto a los dedos de
Micha, la pila de monedas está algo
torcida. Dirige la mirada más allá del
dinero, fingiendo que no está allí.
—Sí. Está bien. Hasta pronto.
—Hasta pronto.
Esperan en silencio a que se
interrumpa la comunicación. Mina es la
primera, cuelga antes de oír el clic y el
zumbido.

Kolesnik se recuesta en el respaldo del


sillón. El cenicero y las cerillas están a
punto sobre el lustroso brazo de madera.
Micha le entrega los cigarrillos del día y
el anciano fuma.
—¿Odiaba usted a los judíos?
—Sí y no.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Pues que encontré a alguien a
quien odiar.
—Ah, ¿sí?
—Estaba furioso. Por mi padre, por
las aldeas, por las granjas, por el
hambre. Por los comunistas…
—¿Qué pasó con su padre?
—Lo mataron.
—¿Los comunistas?
—Sí. Recuerdo que se lo llevaron
con otros cinco hombres.
—¿Para qué?
—Era maestro. No enseñaba lo que
ellos le habían ordenado. Ya se lo
habían llevado en otras ocasiones, pero
esta vez no regresó.
Micha observa al anciano. No hay
lágrimas en su rostro, su voz no deja
traslucir la tristeza, tan sólo permanece
en su silla al otro lado de la mesa de la
cocina, frente a Micha.
—¿Y odiaba a los judíos por eso?
¿Por su padre?
—Sí, podríamos decirlo de esta
manera.
—¿Eran judíos los que se llevaron
a su padre?
—No, no eran judíos. Los
comunistas que se lo llevaron no eran
judíos.
Kolesnik levanta una mano, abierta
la ancha palma para dar más énfasis a
sus palabras.
—¿Entonces por qué no odiaba a
los comunistas?
—También los odiaba, pero ellos se
largaron antes de que llegaran los
alemanes. Y sin recibir el castigo por lo
que habían hecho.
—¿Hubiese querido castigar a
alguien en particular?
Kolesnik se encoge de hombros.
Derrotado otra vez.
—¿Necesitaba castigar a alguien
por lo que los comunistas habían
hecho, y como los judíos estaban a
mano decidió castigarlos a ellos?
—Lo siento. Sé que no parece justo.
Soy consciente de que no estuvo bien,
¿comprende? Pero no puedo explicarlo
mejor.
Mentalmente, Micha repite: Soy
consciente de que no estuvo bien. A
causa del humo, la estancia está
impregnada de una tonalidad azulada.
—¿Era consciente entonces de que
no estuvo bien?
Kolesnik asiente.
—¿Por qué lo hizo, pues?
El anciano guarda silencio, fija la
mirada en el suelo. No responde
siquiera después de que vuelva a
repetirle la pregunta. Micha apaga la
grabadora, sale afuera y se queda bajo
la brisa veraniega. Cuando entra otra
vez, Kolesnik sigue inmóvil en su silla.

—¿Está usted grabando?


—Sí.
—Me habían quitado a mi padre.
Estaba furioso y hambriento; toda mi
familia. Después llegaron los alemanes
y me dijeron que los culpables de todo
eran los judíos. Se lo decían a todo el
mundo, ¿sabe? Que todos los judíos eran
comunistas. Lo cual no era cierto.
—¿No?
—No. Había por aquí algunos judíos
que eran comunistas, pero algunos
bielorrusos también lo eran.
—Es decir, que era una mentira…
—Sí.
—¿Y usted la creyó?
—No.
—¿Se dio cuenta de que se trataba
de una mentira?
—Sí. Pero era una mentira que tenía
sentido.
—¿Qué quiere decir con esto?
¿Podría explicármelo?
—Sé que no está bien decir una cosa
así. Que es algo malo. Incluso entonces
ya lo sabía.
Kolesnik observa a Micha, pero éste
mira más allá del anciano. No le
interesa oír lo que le dice. No necesito
saberlo. No lo suyo. Sino lo de Opa.
Pregúntale por Askan Boell.
—Las primeras masacres fueron en
1941.
—Sí.
—Y entonces usted hacía de
intérprete. Para los alemanes.
—Sí, pero lo veía todo.
—¿Vio también lo que hicieron los
alemanes en 1943?
—Sí, yo también maté.
Micha percibe que el anciano le está
mirando, que busca el contacto visual.
Piensa en la pregunta que va a
formularle a continuación, pero el
anciano se le adelanta.
—La decisión fue mía. Durante casi
dos años estuve viendo cómo los
alemanes mataban a los judíos, y luego
yo también maté. Lo hice por decisión
propia, ¿entiende?
Micha no quiere contestar. Piensa
que podría apagar la grabadora y salir
otra vez. No entiende por qué Kolesnik
le cuenta eso. Y tampoco está muy
seguro de que quiera oír nada más por
hoy.
—¿Entiende?
—Sí. Bueno, no… Ha dicho que
estaba furioso. Por lo de su padre.
—Sí.
—Y pensó que matar judíos le
ayudaría.
—No me ha estado escuchando.
Directo. Sereno. Micha mira a
Kolesnik. Brevemente. Sus ojos se
cruzan con los del anciano.
—Pensó que eso le aliviaría, pero
no le sirvió de nada.
—Es duro hablar de esto, Herr
Lehner, incluso después de tantos años.
Es difícil saber todo esto de mí mismo,
¿comprende? Podría dar un montón de
razones… Había perdido a mi padre,
padecíamos hambre, quería ayudar a mi
familia, órdenes son órdenes, yo no era
responsable, decían que los judíos eran
comunistas, y los comunistas eran los
causantes de mi dolor. Podría repetir
estos argumentos una y otra vez, pero
nada cambiaría. La elección de matar
fue mía.
Micha siente que el hombre le está
mirando, pero no puede verlo. Aprieta
los puños contra los ojos, vuelve a
retirarlos y deja que la oscuridad de la
presión de la sangre se disipe.
Nada cambiaría.
El anciano fuma y fija la mirada en
el suelo.

Micha escribe a Mina en su cuaderno de


notas, consciente de que no arrancará las
páginas para enviárselas. Consciente de
que debería enseñárselas a Kolesnik,
tener el valor suficiente para leérselas
en voz alta.
¿Opa también mató a gente? ¿Lo
hizo porque pensó que debía hacerlo?
¿O sólo porque estaba en condiciones
de hacerlo? ¿Sintió repugnancia?
¿Arrepentimiento? ¿Odio? ¿Lo
consideraría correcto?
—¿Lo comentaban después de hacerlo?
¿Oía usted lo que decían?
—Yo no era uno de los suyos. Me
refiero a que era bielorruso.
—¿No hablaba con ellos, pues?
—Sólo estaba presente si me
necesitaban para que les sirviera de
intérprete.
—¿Entonces no oía sus
comentarios?
—No. Pero no creo que lo
discutieran entre sí.
—¿Por qué lo dice?
—Por después. Al regreso siempre
iban en silencio. Bebían muchísimo en
los camiones y nadie decía gran cosa.
Pienso que los que se quedaban en las
aldeas no querían saber nada de lo
ocurrido y es muy probable que a los
que iban al bosque para llevar a cabo
los fusilamientos tampoco les apeteciera
hablar de ello. Yo nunca quería
comentarlo.
A Kolesnik se le ha consumido el
cigarrillo. Sacude la larga ceniza en el
cenicero y enciende otro.
—Ni siquiera antes de cometerlos.
Después de los primeros asesinatos, la
gente hablaba de ellos. Me refiero a los
bielorrusos. Pero no tardaron en dejar
de hacerlo. Todo el mundo sabía lo que
ocurría; sin embargo, nadie hablaba de
ello. Yo mismo estaba enterado, pero
nunca comentaba nada.
—¿Y después de fusilar a alguien?
—Me emborrachaba. Siempre había
gran cantidad de comida y bebida las
noches en que había habido
fusilamientos. Y mucha música. No
tenías ganas de hablar. Sólo de beber y
comer, de oír música a todo volumen.

Hoy nos limitamos a quedarnos allí


sentados, Mina. Y lo mismo sucedió
ayer.
Micha no había hallado el valor
necesario para formularle la pregunta,
pero Kolesnik se había quedado todo el
día a su lado, dejándole que
permaneciera en silencio en su cocina,
mientras le servía vodka y pan. Después
de buscarle unos pañuelos para que se
secara las lágrimas, habían estado así
durante horas, mientras la cinta giraba y
giraba, luego se paraba, y Micha le daba
la vuelta antes de conectar la grabadora
otra vez.

Micha pedalea en dirección a la aldea


de Kolesnik, pero pasa de largo y
continúa hacia el pueblo. Lleva consigo
la grabadora; sin embargo, sabe que el
silencio volverá a dominar la jornada,
de modo que decide visitar el museo.
Al principio, la muchacha de la
entrada no le reconoce, pero después de
que él le sonría y la salude, la joven
asiente y señala el libro de visitantes.
—Sí, en primavera.
En esta ocasión, a Micha no le
interesan los uniformes o las matanzas.
Se queda en el otro extremo de la sala.
Pasa la mañana con las fotos de los
familiares, de sus casas, de los objetos
de las casas. Un par de guantes, un rollo
de tela, una pequeña copa de plata.
Escritos en un libro de contabilidad,
listas garabateadas a lápiz, notas
personales en los márgenes de un
libro…
Un zapato de piel perteneciente a un
hombre, recio, de calidad. El tacón
gastado en la parte de afuera, moldeado
por los pasos de su dueño. Mientras
caminaba por la aldea, o de un pueblo al
otro. Y más tarde alrededor de su casa o
quizá hasta la casa del vecino,
recorriendo los estrechos límites del
gueto.
Micha no cruza al otro lado de la
sala; no se atreve a correr el riesgo de
volver a ver allí las mismas caras.
Cuando Micha regresa a casa de Andrej,
Kolesnik está afuera, sentado con la
espalda apoyada en la pared. Se pone en
pie al verle bajar pedaleando por el
sendero.
—Estaba preocupado. No ha venido
hoy.
Micha no sabe qué contestar.
—Su amigo me ha dicho que todavía
estaba usted por aquí, así que he
decidido esperarle.
—Estoy bien. Sólo que hoy no tenía
ganas de hablar.
—Ya.
Micha se queda de pie ante la
puerta, pero el anciano no da muestras
de que quiera marcharse todavía.
—Mire, no puedo invitarle a entrar.
No es mi casa, ¿sabe?
—No. Ya lo sé. Sólo estaba
pensando… ¿Va a venir mañana?
—Sí. ¿Le parece bien?
—Sí.
—Es que hoy necesitaba un
descanso.
—Ya… Mi esposa, Elena… Le
pregunté si querría hablar con usted.
Ella no fue colaboracionista… He
pensado que sería interesante que
también escuchara usted su versión.
Micha se muestra sorprendido.
—¿A ella no le importará?
—No, no. Quiere que escuche lo que
tiene que decirle.
—Está bien.
—¿Le digo entonces que vendrá
usted mañana?
—Vale.
Cuando Micha entra en la casa, se
encuentra con la madre de Andrej en la
cocina. Ha estado frente a la ventana
observando cómo hablaba con Kolesnik.
Se la ve furiosa. Le dice algo a Micha y,
a pesar de que él no la entiende, su tono
le asusta. La mujer escupe en el
fregadero y se marcha.
Micha está sentado a la mesa con Jozef y
Elena Kolesnik. Los tres alrededor del
micrófono, la grabadora zumbando
calladamente sobre la mesa. Kolesnik
traducirá para su esposa. Elena le mira a
la cara mientras hablan, pero en realidad
sólo mira al frente, las manos abiertas
sobre la mesa, delante de él. Kolesnik
hace como si no estuviera presente.
—¿Qué piensa de lo que hizo su
esposo? Me refiero a cuando los
alemanes estuvieron por aquí.
Elena contesta primero a su esposo y
luego mira a Micha.
—Siente tristeza.
—¿Tristeza?
Elena asiente, frota las yemas de los
dedos sobre la mesa. Habla otra vez.
—Uno de sus hermanos hizo lo
mismo.
—¿De veras?
—Sí. Dice que los alemanes se lo
ordenaron y él lo hizo.
—¿Consideraba ella que aquello
estaba bien? Me refiero a entonces.
Kolesnik le traduce la pregunta a su
esposa y ella se encoge de hombros al
contestar. Su respuesta es breve.
—No lo recuerda.
—¿No?
Elena mira a su marido. Mueve los
labios pero no dice nada. Micha
aguarda, aunque no cree que ella vaya a
contestar. Se le ocurre otra pregunta.
—¿Qué fue de su hermano?
—Tenía dos hermanos. A uno lo
mataron los alemanes. Al otro lo
ejecutaron los rusos al volver.
—¿Los alemanes?
—Sí. Lo mataron junto con otros
diez hombres de la aldea. Habían
disparado a un soldado alemán en la
plaza. Fue una represalia.
—¿Quién mató al soldado alemán?
Micha observa a Elena mientras ella
se esfuerza en recordar.
—No lo sabe. Puede que un
partisano.
—¿Su hermano era un partisano?
—No, pero aun así le fusilaron. Ella
dice que quiere que usted sepa que
fueron unos tiempos muy difíciles.
Con la larga uña del pulgar, Elena va
rascando sobre el tablero de la mesa.
Mantiene tensos los labios, húmedos los
ojos. Micha guarda silencio por si
quiere añadir algo más. Pero ella no
dice nada y entonces observa que
Kolesnik asiente y parpadea. Es la
primera vez que exterioriza algún tipo
de respuesta.
—Dice que al final sólo podía
diferenciarlos por las canciones.
—No entiendo.
Elena extiende las manos, las palmas
abiertas hacia arriba. Dedos cortos,
pulpejo carnoso, profundas rayas en la
piel. Dice algo, y cuando se interrumpe,
su marido traduce lo que ha dicho.
Luego ella vuelve a hablar.
—Al final no veía diferencia alguna.

—Después de que eliminaran a los
judíos, vinieron los alemanes y se
dedicaron a matar, incendiar y robar a su
familia. Y lo mismo hicieron los
partisanos. Cuando tenían hambre, salían
de los pantanos empuñando sus armas.

—Su padre cerraba con llave,
aseguraba las puertas con clavos, pero,
aun así, ellos conseguían entrar.

—Dice que tenía miedo. Estaba
asustada todo el tiempo… Violaban a
las mujeres, se llevaban a los hombres.
Nadie confiaba en nadie. Cada semana
ocurría algo; cada día.

—Se escondía en el granero. A
veces se tumbaba entre el maíz. Y
también entre las cañas, junto al arroyo.

—Se acuerda de que su madre no
paraba de llorar, y de cuando los
hombres les robaban la comida. Y la
vaca, que era lo único que les quedaba.
Elena se interrumpe y se frota el
rostro sin lágrimas. Respira hondo con
sus viejos pulmones. Kolesnik se vuelve
hacia ella, luego mira al frente otra vez.
Cuando ella prosigue, baja la vista hacia
sus puños cerrados.

—En su aldea, después de que
quemaran sus casas, la gente tuvo que
vivir en hoyos excavados en el suelo.

—Cuando ellos se presentaban y
hacían todo aquello, ella no sabía
quiénes lo hacían. Se limitaba a huir y a
esconderse.

—Pero cuando les oía cantar,
cuando escuchaba su idioma, entonces
descubría quiénes eran. Un día eran
alemanes, al otro partisanos. Más
adelante serían los rusos también.
Micha la interrumpe. Necesita saber
una cosa.
—¿Quiénes eran los peores?
Elena mira a su marido y éste le
repite la pregunta. Entones ella se
vuelve hacia Micha, pero no contesta.
—Me refiero entre los comunistas,
los alemanes, los partisanos, el
Ejército Rojo… ¿Quiénes eran los
peores?
Las lágrimas se deslizan por las
mejillas de Elena. Micha las descubre
entre las arrugas que hay alrededor de su
boca cuando ella mueve la cara hacia la
luz.
No quiere contestar. Entonces se
pregunta si lo que ella pretende es
mostrarse considerada incluso ahora,
cuando lo que él pretende es que sea
honesta. Los alemanes. Los alemanes
fueron con mucho los peores.
Deja que ella siga así unos instantes
y luego le pregunta:
—¿Es suficiente con sentir
tristeza?
Kolesnik traduce la pregunta y
Elena, molesta, se queda mirando a
Micha. Dirige la respuesta a su marido.
—No entiende qué quiere usted
decir.
Micha intenta dar con otra pregunta,
pero no lo consigue. Elena se levanta y
habla, pero no a Micha, sino a Kolesnik.
Se ata el pañuelo alrededor de la cabeza
y las manos efectúan movimientos
rígidos y veloces debajo de la barbilla.
Está llorando. Su marido habla por ella.
—Dice que no puede sentir otra
cosa.
Micha lo guarda todo en su bolsa, vuelta
la mirada hacia la calle, donde está
oscureciendo. Elena está sentada afuera,
en el porche, las manos entrecruzadas
sobre su regazo, tensas. Micha distingue
su silueta a través de la ventana, pero no
la expresión de su rostro.
—Está recordando. Para ella es
difícil. Volverá a entrar en unos
momentos.
Kolesnik se halla detrás de Micha
contemplando a su esposa.
—Elena dijo que sentía tristeza.
—Sí.
—Tristeza por lo que hicieron usted
y su hermano.
—Sí, así es.
Micha aguarda mientras el anciano
sirve vodka para los dos.
—No tenemos hijos. Cuando volví,
cuando nos casamos, ella era ya
demasiado mayor. Elena piensa que es
un castigo por todos aquellos años.
—¿Y usted qué siente?
—¿Respecto a qué?
—¿Siente también tristeza?
—No.
—¿De veras?
Kolesnik alza los ojos hacia Micha.
Le sostiene la mirada y Micha
comprende que es una especie de
desafío.
—¿Se arrepiente de lo que hizo?
—¿De qué serviría pedir perdón?
Micha comprende que era la
pregunta que él quería. Que el anciano
tenía preparada la respuesta.
—¿De qué serviría? ¿A quién podría
pedir perdón? ¿Quién queda para
perdonarme?
Kolesnik sigue con la mirada fija en
Micha. Nadie. No queda nadie con
vida. Aunque el joven no lo dice, lo
piensa.
—No siento lástima de mí.
Micha busca un signo de debilidad
en el rostro del anciano, pero no lo
encuentra. No hay lágrimas.
—¿Cree que ha sido castigado por
lo que hizo?
—No.
—¿A pesar de haber estado en
prisión?
—No.
—¿Y por no haber tenido hijos?
—No.
Micha observa a Kolesnik. No
consigue entenderle. La contundencia de
sus respuestas.
—Su esposa ha llorado al hablar
conmigo.
—Yo lloré en la cárcel. Y algunas
noches después de disparar contra los
judíos. Otros lo hacían también. Pero me
equivoqué al disparar y me equivoqué al
llorar.
A Kolesnik la voz le sale como
roncos ladridos.
—¿También se equivoca Elena al
llorar?
—Elena no hizo nada. Era una niña.
Logró escapar de todos y conservó la
vida.
Sus palabras son claras y duras.
—Aun así, su esposa ha sufrido el
castigo. No ha tenido hijos.
—Elena lo considera un castigo,
pero yo no. Creo que no existe un
castigo por lo que hice. No hay
suficiente tristeza ni suficiente castigo…
Por la mañana, en casa de Andrej,
Micha deja la grabadora en la mesa de
su habitación. Mete la cámara en la
bolsa y con la bicicleta se dirige a casa
de Kolesnik. Elena se levanta cuando su
marido hace entrar al joven en la cocina
y Micha saca la cámara fotográfica de
modo que ella pueda verla. Elena sonríe
y asiente, habla presurosa a su esposo
mientras esconde algunos cabellos
indómitos debajo del pañuelo con que se
cubre la cabeza.
—Gracias, Herr Lehner. Mi esposa
dice que es usted muy amable.
—Faltaría más.
Elena Kolesnik coloca dos sillas
junto a la estufa, contra la pared del
fondo de la cocina, y Micha sitúa la
cámara frente a ellas. Jozef Kolesnik le
ayuda, sujetando el trípode, posando
mientras Micha enfoca la trama de la
tela de su chaqueta. Al joven le resulta
extraño trabajar en silencio, así que
comenta:
—Es una cámara nueva.
—¿De veras?
—Y el objetivo también. Es un
zoom, con una lente muy buena. Las
fotos suelen salir muy nítidas.
Kolesnik mira a través del visor,
hacia las sillas vacías, y Micha entra
dentro del encuadre para que pueda
comprobarlo. Así tendrá algo para ver.
Kolesnik sonríe y Micha sonríe hacia el
objetivo. No tiene la sensación de que le
esté sonriendo a Kolesnik, pero, aun así,
el anciano se ríe brevemente, satisfecho.
Elena se sienta erguida al lado de su
marido y el anciano le coge ambas
manos. Con las palmas unidas, aguardan
a que Micha abra las cortinas de par en
par y estudie de nuevo la intensidad de
la luz.
—Puede que tome tres o cuatro
fotos. Para estar más seguro. ¿Les
parece bien?
Kolesnik asiente, rígido el cuello, la
mirada fija en el objetivo. Luego, en el
último momento, la desvía. Contempla a
Elena como si fuera lo único digno de
verse. Ella mira al frente, a Micha, hacia
la cámara, al interior del objetivo, pero
Jozef mira hacia otro lado.
Lo mismo que Opa.
Micha les hace dos fotos más. No le
pide a Kolesnik que mire hacia él; no le
dice nada en absoluto.
Cuando terminan, Elena se levanta y
se coloca detrás de la cámara, al lado de
Micha, y por señas le indica que se
siente al lado de su esposo, que desea
fotografiarlos juntos.
Micha se vuelve hacia Kolesnik, que
está observando a su esposa. Ella sigue
hablando, excitada, apremiando con tono
amable a Micha para que se siente.
—Si no le importa, preferiría que
no.
Tiene la sensación de que se
comporta con cierta rudeza, incluso con
descortesía, pero la verdad es que
Micha no desea que le retraten con el
anciano. Kolesnik traduce y Elena se
calla. Se siente dolida, aunque no tanto
como su marido. Éste permanece
sentado, las grandes manos inmóviles
sobre las estrechas rodillas.
Micha pide disculpas. Guarda la
cámara y se apresura a marchar.
Andrej y su amigo aparecen en el umbral
de la cocina, los dos incómodos y
disgustados. Micha está delante del
fregadero restregándose las manos. La
cadena de la bicicleta se ha roto de
regreso a la aldea y tiene las manos
sucias de grasa y herrumbre: negro y
marrón debajo de las uñas. Todavía
estremecido por la sesión fotográfica
que ha mantenido con los Kolesnik,
siente débiles las manos bajo el helado
chorro del agua que sale del grifo.
Delante del fregadero, medio se vuelve
hacia los dos hombres cuando entran en
la cocina.
—Andrej dice que no debería haber
traído aquí a ese hombre.
Micha ya intuía que diría esto.
—Por favor, dígale que yo no lo
invité. Que vino aquí a buscarme. Lo
siento.
Mientras escucha el murmullo de la
traducción, baja la mirada hacia las
jabonosas manos.
—Dice Andrej que ese hombre es un
asesino.
—Lo sé. Por favor, dígale que ya lo
sé.
Micha piensa: Esto se ha acabado.
La amistad. La visita.
—Que me iré mañana. Por favor,
¿puede decirle que me voy y que le
estoy muy agradecido por el tiempo
que he pasado aquí? Por su
hospitalidad y por la de su madre.
Micha ve que Andrej asiente con la
cabeza y que se siente aliviado. Así no
tendrá que pedirme que me vaya.
Micha les vuelve la espalda. Está
enfadado. Le escuecen los ojos por las
lágrimas. Abre otra vez el grifo y se
restriega los dedos bajo el chorro frío,
pero la grasa no hace más que
extenderse con el jabón.

—¿Se acuerda de él?


Anochece y Micha ha vuelto. Elena
Kolesnik le ha hecho entrar en la casa y
después le ha dejado a solas con su
marido en la cocina.
—¿Se acuerda de este hombre?
Micha ha dejado la fotografía
encima de la mesa para que el anciano
no pueda ver cómo le tiemblan las
manos: en carne viva de tanto
restregárselas, de sujetar el manillar
contra el viento helado del atardecer.
Kolesnik acerca la foto.
—¿Esto es aquí, en Bielorrusia?
—No. Es de Alemania. En 1938.
—La cara me es familiar.
Micha estaba preparado para esto.
Llevaba todo el día preparándose.
Todos aquellos días.
—¿Quién es?
Micha no sabe qué contestar.
Querría que Kolesnik lo supiera y al
mismo tiempo que no lo supiera. Querría
que Kolesnik lo supiera sin tener que
decírselo. Al final se lo dice.
—Askan Boell.
—Sí, Boell. Estaba en las SS.
—En las Waffen SS.
—Sí, en las Waffen SS. Me acuerdo
de él.
Es como un alivio. Micha siente algo
parecido al alivio.
—¿Qué es lo que recuerda?
—Llevaban semanas luchando por
aquí, y entonces todo sucedió con mucha
rapidez. Era temprano, por la mañana, y
de pronto aparecieron los soldados del
Ejército Rojo. En el pueblo, junto a la
iglesia.
—¿En 1944?
—Sí. Me encerraron allí, con otros
como yo, y después trajeron a los
alemanes. No a todos; algunos murieron,
otros lograron escapar, pero trajeron a
los que quedaban. Como si hubieran
hecho limpieza en el gueto. En el gueto
nazi. Los pusieron allí con nosotros y
recuerdo que Askan Boell era uno de
ellos.
—¿Usted le vio?
—Sí. Los rusos le obligaron a salir.
Se acercaron a la fila y le empujaron. Le
obligaron a arrodillarse, ya sabe. En la
plaza mayor. Iban armados, claro. Le
apuntaron en la cabeza con un arma y
gritaron su nombre, Boell.
—Alles vorbei. Todo ha terminado.
Opa Askan Boell.
Micha no sabe qué decir. Piensa:
Debería grabar esto… Pero la
grabadora se halla en el fondo de la
mochila, envuelta en un jersey, junto a la
puerta de la casa de Andrej.
—¿Recuerda usted algo más?
—Los rusos querían fusilarnos.
Algunos incluso pretendían hacerlo allí
mismo. Por eso nos mantuvieron allí
tanto tiempo. Discutían entre sí. Me
acuerdo muy bien.
—Él era mi abuelo.
Kolesnik se interrumpe. Mira a
Micha y éste piensa, por un instante, que
el anciano está enojado. No pensaba
decírselo de esta manera, pero así es
como ha surgido. Se remueve bajo la
mirada de Kolesnik, se sienta más
erguido en la silla.
—¿Por qué querían matar a mi
abuelo?
—Querían matarnos a todos.
Micha permanece sentado largo rato
durante lo que le parece mucho tiempo e
intenta descifrar cuáles son sus
sentimientos. Intenta decidir si es capaz
de preguntar lo que de veras necesita
saber. Kolesnik está sentado frente a él y
Michael percibe su aliento, incluso nota
cuando el anciano le mira y cuando deja
de mirarle.
—Él estuvo aquí. Durante el
verano y el otoño de 1943.
Kolesnik se remueve en su sitio.
Micha lo ve por el rabillo del ojo. Lo
intenta de nuevo:
—¿Vio a mi Opa haciendo algo?
Micha no mira al anciano al
formular la pregunta y se queda
esperando. Pero Kolesnik no contesta,
de modo que Micha al final se ve
obligado a mirarle.
El anciano mantiene la cabeza oculta
entre las manos.
Kolesnik ha apartado la foto. La luz
procedente de la ventana reluce sobre el
papel satinado y Michael no consigue
distinguir a su abuelo, sólo los múltiples
pliegues que cuartean la superficie de la
fotografía. La profunda arruga sobre las
piernas de Opa.
—¿Jozef?
—Se dedicó a matar gente. Lo
siento, Michael, pero tu Opa mataba
tanto a judíos como a bielorrusos.
Micha se alegra de no poder ver la
imagen de su abuelo y de que Kolesnik
esté mirando hacia otro lado.
—¿Lo vio usted?
Kolesnik se frota los ojos.
—Sé lo que lo hizo.
Lo sabe.
Micha observa a Kolesnik, pero el
anciano está mirando hacia la ventana.
Lo sabe. No puede ver los ojos del
anciano, pero sí la profunda arruga de su
frente y la sombra que cruza por su
rostro.
—¿Cómo lo sabe?
—Fue en 1943. Ellos estaban aquí
entonces. Y si estaban aquí era
precisamente por esto. Todos ellos y
todos nosotros…
—Pero usted dijo que no todos lo
habían hecho. Lo dijo ayer. ¿Y el
hombre que se pegó un tiro?
—Si le recuerdo es porque se mató.
—¿Qué quiere decir con esto?
—Lo siento.
Micha observa a Kolesnik apoyar la
cabeza sobre sus grandes manos.
Escucha la voz que surge a través de las
rendijas que dejan los dedos del
anciano.
—Eran muy pocos los que se
negaban a disparar. Podría recitarle los
nombres de todos ellos y describirle sus
caras justo porque fueron muy pocos.
Micha ya lo sabe. Sabe que dice la
verdad.
—¿Lo entiende ahora?
Sí, lo entiende, pero no contesta.
Aprieta con fuerza los puños sobre sus
ojos.

Camino del autocar, Micha pasa con sus


bártulos ante la casa de Kolesnik. El
anciano se encuentra en el jardín, de pie
bajo un árbol, cuando ve a Micha en el
portón.
—¡Michael!
El anciano se alegra de verle.
Avanza presuroso por el sendero, en su
rostro una sonrisa. Micha piensa que
nunca se acostumbrará a eso, a que
Kolesnik le tenga tanto aprecio.
—¿Le apetece comer algo? ¿Le
queda tiempo para eso?
—No, lo siento. El autobús no
tardará en llegar.
—Entonces le acompaño, ¿vale?
—Sí. Gracias. Eso estará bien.
En la parada, Micha deja a Kolesnik
con sus bártulos mientras se dirige a
comprar unas manzanas para el viaje.
No necesita manzanas, no necesita nada,
pero no soporta el silencio de la espera
con el anciano a su lado.
Se alegra de marcharse. Intenta
sentir tristeza por decirle adiós a
Kolesnik, pero no puede. Y, aunque sabe
que el anciano le aprecia, piensa que
tampoco él siente su marcha.
Kolesnik no espera a que salga el
autobús. Desde el otro lado de la
ventanilla saluda a Micha con una
inclinación de cabeza, apoya en el
cristal la palma de la mano, ancha y
seca, y luego se va. Micha se queda
sentado, a solas, deseando que el
vehículo se ponga en movimiento.

En casa, invierno de 1998


Mina no para de reír, de llorar, de decir
lo cansada que se siente. Más cansada
que nunca. Micha está tumbado en la
cama, a su lado, a pesar de que sabe que
eso a la enfermera no le gusta. Mina se
ríe otra vez cuando la enfermera sale de
la habitación y Micha vuelve a doblar la
blanca manta sobre su brazo para
contemplar el diminuto rostro de su hija.
—¿Qué nombre le vamos a poner?
—No sé. Aún no lo sé.
Mina coloca a la pequeña encima
del estómago de Michael y percibe su
débil calor a través de la camisa, pero
no su peso.
—¿Qué te parece si le ponemos tu
nombre?
Micha ve que Mina le sonríe y él se
echa a reír.
Mina se duerme, pero Micha se
queda despierto con su hija. O al menos
así lo cree, pero Luise le despierta al
entrar.
—Traigo champán.
También trae flores, y los padres de
Mina traen ropa para la nena, demasiado
grande. Luego llegan Mutti y Vati. Le
resulta extraña aquella aglomeración
familiar en la calurosa habitación del
hospital y Micha no tarda en
emborracharse con el champán de Luise.
Han pasado muchas horas desde la
última vez que comió. Sale afuera, al
pasillo, y observa cómo su pequeña
pasa de mano en mano por la habitación.
—¿Has llamado a Oma?
Mutti se lo pregunta al marchar.
—No.
Observa cómo la cara de su madre
se contrae y por el rabillo del ojo ve
cómo su padre le da la espalda.
Luise se queda hasta que los otros se
han ido.
—La llamo yo, si quieres.
—En absoluto.
—¡Micha!
—¿Qué? No quiero verla. Ella
estaba enterada de todo y le encubrió.
—Eso no lo sabes.
—Opa le escribió desde allí.
Cartas que más tarde él quemó. ¿Qué
crees que le decía en ellas?
—Eh, vosotros. Ahora no,
¿entendido?
Mina salta de la cama y coge a la
pequeña de los brazos de Luise. Micha
mantiene la mirada fija en su hermana,
pero ella se niega a mirarle. Piensa que
se pondrá a llorar otra vez, como el día
en que él regresó de Bielorrusia. Pero
Luise está tranquila hoy. Respira hondo,
observa cómo Mina se acuesta con su
hija recién nacida y luego se levanta.
—De todos modos, tengo que
marcharme ya. Voy a dejar que
descanséis un rato.
Micha se encoge de hombros. Mina
se recuesta en las almohadas y sonríe a
Luise.
—Vuelve mañana, ¿quieres? Me he
alegrado de verte, Luise.
Después Micha se sienta. Apoya la
cabeza contra la pared y cierra los ojos.
—Creo que será mejor que tú
también te vayas.
Micha abre los ojos.
Mina intenta alimentar a su hija
guiando la pequeña boca hacia su pecho
a través de los pliegues de la manta y
del camisón. En un intento por encontrar
una postura más cómoda, se inclina
hacia delante, Micha observa el vello en
sus sienes, húmedo por el sudor. Unos
círculos oscuros debajo de los ojos.
—Vete a casa y vuelve mañana. Pero
no cuando Luise esté aquí.

De nuevo es Navidad, esta vez con un


bebé en casa. Días y noches con las
ventanas empapadas de lluvia y con
luces de colores. Olores a leche de
recién nacido y a galletas especiadas,
regalo de los amigos.
A menudo Micha se despierta
enfadado, pero le cuesta unos minutos
recordar el motivo. Le resulta imposible
relacionar los acontecimientos del
verano con el cuerpecito que envuelve
en pañales y mantas. Dedos con arrugas
diminutas, largas piernas, cabello negro.
La biznieta de Opa.
Vacaciones escolares, biberones por
la noche, días sombríos. Las semanas
transcurren veloces. Mientras se turnan
con la niña, Micha y Mina se sonríen. Él
la atrae hacia sí tan pronto como se le
permite hacerlo, pero al cabo de algún
tiempo también ella le rodea entre sus
brazos. Todo vuelve a ser distinto.
Michael Lehner, treinta y un años:
hermano, sobrino, hijo y nieto.
Profesor. Novio, y ahora también
padre.
En los meses transcurridos desde su
vuelta, Micha apenas ha visto a su
familia. No les ha contado nada; sólo a
Luise. Tampoco ha visitado a Oma, y
sólo ha mantenido dos conversaciones
con su madre. Una en el hospital, la otra
por teléfono, cuando ella le suplicó que
fuera a ver a su abuela.
—Sólo por un par de horas, Micha.
Por favor. Ella no lo entiende.
—No.
—No deja de preguntar si te has
marchado lejos. Piensa que ha ocurrido
algo horrible.
—Y así es. En efecto.
—Me refiero a la pequeña. Piensa
que le estamos ocultando algo.
Micha se muerde la lengua. Se le
ocurren mil y una réplicas. Todas
airadas. Todas obvias.
—¿Michael?
—No.
Micha y Luise discuten acerca de si
deben decírselo a sus padres. Cada vez
que ella acude a ver a Mina, y también
en los cafés, en cualquier esquina. Se
encuentran para charlar y siempre
terminan discutiendo.
—De todos modos, ellos lo saben.
Estuviste fuera más de un mes. ¿Crees
que no se dieron cuenta?
—Ellos no saben dónde estuve.
—No seas tan ingenuo. Pueden
haberlo imaginado. Atar los cabos
sueltos. No son tan tontos.
—¿Entonces puedo contárselo?
¿Atar los cabos que queden sueltos,
ahorrarles el esfuerzo de tener que
especular?
—Estás hecho un gilipollas.
—Vete a la mierda, Luise. Siguen
sin querer enfrentarse a ello.
—¿Por qué? ¿Por qué no gritan y
aúllan todo el santo día, todos los días
de su vida?
—¿Como yo, quieres decir?
—Sí, como tú.
Micha le da la espalda y quita el
candado de la bicicleta. Luise empuja la
suya delante de él para verle la cara.
—Aun así, ellos lo saben, Micha.
Así que déjalo estar, ¿vale?

—¿Qué nombre te gustaría ponerla?


—No lo sé.
—He pensado en Dilan. La madre de
papá se llamaba así.
—Es bonito.
—¿De veras?
—Sí. De veras. Es bonito.
Micha contempla a su hija, tendida
sobre sus rodillas: suave, ojos oscuros,
sin enfocarlos aún.
—Dilan.
Acerca su cara a la niña y ésta abre
los ojos de par en par. Apoya la punta
del dedo sobre la palma de la mano de
la niña para sentir cómo se la coge.
—También podemos ponerle un
nombre alemán.
—No. Creo que Dilan está bien.
Mina guarda silencio. Por favor, no
digas que le pongamos Kaethe. Sólo el
de tu abuela. No el de la mía.
—Sabes que no tenía pensado
ningún nombre.
—Está bien. Está bien. Le
pondremos Dilan.
Mina sonríe. Apoya la mano en la
nuca de Micha.
—Dilan Lehner.
—Dilan Lehner.

Micha aborrece estar solo.


El viaje de ida y de vuelta del
trabajo es la peor parte del día. Elige
libros para leer en el tren, coge revistas
que han desechado, periódicos, con la
vista recorre los anuncios por encima de
la cabeza de los pasajeros. Durante
algún tiempo intenta llevar un walkman,
pero pone la música tan fuerte que los
compañeros de viaje se le quedan
mirando. No hay nada que le sirva. No
consigue concentrarse en ninguna otra
cosa.
Tengo la foto. Puedo decir: Éste es
Askan, era mi Opa. Casado con Oma,
incluso entonces. Padre de mi madre, y
luego mi abuelo. Y al mismo tiempo un
asesino también. ¿Que cómo lo sé? Me
lo contó un amigo. ¿Dónde están las
pruebas? No tengo motivos para no
creerlo. No existen fotos suyas
apuntando con un arma a la cabeza de
alguien, pero estoy seguro de que lo
hizo, y también de que apretó el gatillo.
La cámara apuntaría hacia otra parte,
el obturador se abriría y se cerraría
frente a otro asesinato, el de otro judío,
perpetrado por otro hombre. Pero mi
Opa estaba a tan sólo unos pasos de
allí.
En casa corrige los ejercicios en la
cocina, en la sala de estar, allí donde
pueda estar con Mina y con la niña.
Tendido sobre la manta junto a Dilan,
con los rotuladores y los libros de
ejercicios desperdigados por el suelo.
—Tiene sueño. Voy a acostarla.
—Ya lo haré yo. ¿No podríamos
esperar un poco?
—Necesita seguir una rutina, Micha.
—Podríamos salir a dar un paseo
tú y yo. Dormiría en el cochecito.
—Ya está oscuro.
—No pasará nada.
Mina mira por la ventana.
—Está bien.

—¿Cómo está Dilan?


—Estupenda. Preciosa.
Engordando.
Micha y Luise se encuentran cada
dos días para almorzar juntos. Sin
haberlo concertado, tan sólo dejan que
ocurra. Con regularidad, después de las
clases, en un café cerca del hospital.
Luise siempre va con prisas, pero, aun
así, siempre está allí.
—¿Y tú? ¿Te encuentras bien?
—Sí. ¿Y tú?
Están sentados en un reservado junto
a la ventana. Los bordes del cristal se
hallan empañados a causa del frío de
afuera en los días primaverales.
—La verdad es que no creo que
podamos saberlo nunca con certeza.
—Siempre dices lo mismo, Luise.
—Sí, lo sé. Pero me refiero a que no
iremos a ninguna parte si seguimos
planteando esta pregunta.
—Eres tú quien la plantea. Yo ya sé
lo que hizo. Lo que me interesa saber
es si se sentía culpable por ello.
Micha carraspea, irritado.
—Me gustaría echar otro vistazo a
las fotos.
—¿A las de Oma?
—Sí. A las de antes de la guerra y
las de después.
—Para eso tendrás que volver a
casa de Oma.
Micha no contesta. Busca en los
bolsillos el paquete de cigarrillos. Hace
ya ocho meses que no ve a Oma.
—Sí. En fin, de todos modos no creo
que te sirviera de nada.
—¿Qué?
—Revisar esas fotos. Yo no
conseguí ver nada.
—¿Y cuándo las examinaste tú?
—Después de tu vuelta. Después de
que me lo contaras todo.
—¿Con Oma?
—Sí, claro.
—¿Y vio que faltaba una?
—Sí. Una de las fotos de la luna de
miel. La buscamos por todo el piso.
—La tengo yo.
—Oh. Vaya.
Luise agita la sopa.
—En cualquier caso, esas
fotografías no revelan nada. Son fotos de
familia, ya sabes. Celebraciones.
Siempre felices. No se puede ver nada
en ellas.
Micha mira fijamente a su hermana.
No sabe si creer en ella. Se niega a
creerla.
—Sin embargo, él nunca miraba a
la cámara. ¿Te has dado cuenta? Me
refiero a después de la guerra.
—¿Y qué?
—¿Eso no te dice nada?
—No. Además, no creo que sea
cierto. Estoy segura de que hay fotos en
las que mira a la cámara.
—Dime una.
—Micha, por Dios. En el
aniversario de boda. En el treinta
aniversario. Oma y Opa juntos en el
jardín de Kirchenweg.
Micha intenta recordar esa
fotografía. Sin embargo, cree que Luise
está equivocada.
—¿Entonces no crees que él llegara
a sentirse culpable?
—No. Quiero decir que no lo sé; que
nunca podremos saberlo. Lo único que
digo es que es posible que él no supiera
qué pensar de sí mismo en realidad.
—Pero mató a otros seres humanos.
—Está bien, Micha. Escucha lo que
te digo. Es muy posible que sea cierto.
La gente hace cosas terribles. Había una
guerra. Y no pretendo justificarle; en
absoluto… Pero había una guerra, todo
era cruel y confuso, y él ya no podía
distinguir entre lo que estaba bien y lo
que estaba mal, de modo que hizo algo
terrible.
—Así es.
—Quizá sea en momentos así cuando
la gente hace esas cosas. No lo sé muy
bien, claro, pero es posible que a veces
crean en lo que hacen o que se
conviertan en lo que son… O puede que
no… Que se limiten a hacerlas y luego
sigan su vida.
—¿Así, sin más?
—¿Qué quieres decir con sin más?
Ni siquiera te has parado a pensar en lo
que acabo de decirte.
—No quiero ni pensarlo.
Micha intenta recordar una vez más
la foto. La del jardín de Kirchenweg.
Casi lo consigue. Pero no puede ver el
rostro de Opa.
—Sólo intentaba ayudar en algo. A
nosotros dos.
—Lo sé.

Mina decide regresar a su trabajo. A


tiempo parcial, para ver cómo se las
arreglan, dice. Lo programan para que
empiece durante las vacaciones de
Pascua, a fin de que Micha pueda estar
en casa y ayudar a que Dilan se
acostumbre a la rutina de la guardería.
La idea consiste en que sólo vaya un par
de horas al principio, luego incrementar
su horario hasta la hora del almuerzo y
más adelante hasta primeras horas de la
tarde, momento en que Micha podrá
pasar a recogerla al terminar sus clases.
Después de dejar a la niña, Micha
espera en el café que hay delante de la
guardería, pues no le apetece regresar
solo al piso. Hay tareas domésticas por
hacer, la colada, la compra, pero lo hará
después, cuando Mina regrese a casa,
mientras él escucha sus incidencias de la
jornada. Pasa la mañana leyendo, come,
bebe, observa a las camareras que
charlan detrás de la barra, a los demás
clientes que entran y salen. Es un alivio
recoger a Dilan, cobijarse en su olor.
Se pregunta si Opa sentiría alivio
con sus hijos, y luego también con sus
nietos. Mutti y Bernd. Luise y yo. Micha
recuerda los brazos de Opa, su regazo,
su olor a jabón y a tabaco… Dilan se
revuelve en el cabestrillo sujeto al
pecho de Micha. Le quita un calcetín;
examina los dedos diminutos y las uñas
aún más diminutas, le frota el pie,
vuelve a ponerle el calcetín. Él no
merecía sentir alivio. Micha lo piensa y
siente que tiene razón, pero también se
siente insoportablemente cruel.
Pasa la semana y llega el día en que
Micha tiene que dejar a Dilan hasta
después de la una. Mientras camina por
el metro, cambia de idea. Tiene toda la
mañana por delante, gira en redondo el
cochecito, lo impulsa escaleras abajo y
corre por el andén para coger el tren que
está a punto de salir. Dilan le hace
guiños con sus ojos oscuros mientras él
se salta su parada y entra en la ciudad,
donde cambia de trenes para dirigirse a
la estación de la línea principal.
Compra unos pretzels en el quiosco,
cambia los pañales a Dilan en el lavabo
de señoras y se dirigen al primer tren
que sale para Hannover, aunque esto
implique un trasbordo en Kassel con
veinte minutos de espera.
—Estoy buscando la Steinweg.
Micha informa al taxista por encima
de los berridos de Dilan. La niña tiene
hambre, y ya le ha dado el biberón que
traía de casa. El taxista les lleva al lugar
indicado conduciendo con celeridad por
las calles del centro, luego por los
barrios de las afueras, ya menos
familiares, pasando frente a los bloques
de viviendas construidos durante la
posguerra.
Micha se queda de pie en la acera
con Dilan apoyada en la cadera. Nunca
ha estado aquí; sólo lo ha visto en fotos.
Sabe el número de la casa igual que
sabe otros muchos detalles confusos del
pasado familiar. Pero no los fragmentos
que importan. No tiene idea de lo que
espera encontrar viniendo hasta aquí, al
primer hogar de Opa después de la
cárcel. Después de sus crímenes. La
casa permanece sólida, respetable,
propia de un barrio residencial,
impasible. Habitada por otra gente.
Micha se queda fuera, confuso,
temeroso, con su hija hambrienta
llorando en sus brazos.
Las épocas de la infancia que
recuerda son todas buenas. Incluso
cuando incluye los arrebatos de las
borracheras o las cartas que Opa quemó,
las fotografías en donde apartaba la
vista. Incluso ahora, con esta certeza
respecto a lo que Opa hizo y donde lo
hizo, y los rostros de la pared del museo
a quienes pudo hacérselo, por mucho
que Micha lo intente, no consigue que
todo esto signifique nada. Culpabilidad,
remordimiento, orgullo, desafío,
vergüenza… Nada concreto. Nada que
le permita a Micha inmovilizarlo todo.
Hechos, acontecimientos, lugares
siguen separados, disociados, y Dilan no
para de llorar.
Micha la sujeta en el cochecito y se
aleja de la casa en busca de una tienda o
un café, algún sitio donde conseguir
agua, leche en polvo, un sitio donde
calentar la mezcla. Dilan no deja de
llorar y él está asustado. Más de dos
horas de tren para regresar a casa. Las
calles son sólo una casa detrás de otra, y
Micha no puede olvidar las sombrías
respuestas de Kolesnik. No hay culpa y
tampoco perdón. No tiene sentido la
tristeza. En cualquier emoción humana,
por insignificante que sea. ¿Qué dijo
Luise? La gente se limita a hacerlo y
luego sigue su vida.
Micha camina, Dilan llora, y no hay
forma de encontrar ninguna tienda.
Todo este tiempo. Desde que
empezó todo en la comida familiar, en el
balcón de Oma, en la biblioteca,
leyendo y anotando datos. Durante
meses Micha ha creído que podía haber
un final para todo eso, pero aquí, en este
barrio de las afueras que le resulta tan
poco familiar, con su hija hambrienta y
furiosa, comprende que todos esos
meses ha estado equivocado.

—Incluso cuando lloro por ello, lloro


por mí. No por las personas que
murieron asesinadas.
Mina frunce el entrecejo unos
instantes, bambolea la vistosa estrella
de mar por encima de la cara de su hija.
Todavía está enfadada por lo de ayer,
por el hecho de que él se fuera sin
avisarla, sin comida para Dilan, sin
pararse a pensar. Micha percibe que
Mina se está apaciguando.
—Eso está bien, ¿no?
—¿Tú crees?
—No lo sé.
Dilan estira las manos, las deja caer
otra vez. La estrella de mar, roja y
amarilla, cascabelea. Tiene un cascabel
en cada una de las puntas. El blando
cuerpo de tejido de felpa se aplasta
entre los dedos de Mina. Las uñas
mordidas hasta la raíz.
—¿Y tú por quién lloras?
—¿Cuando veo cosas sobre el
Holocausto?
—Sí.
—Por ti. En este momento. Por mí.
Por ella… Voy a salir a pasear un rato, a
ver si se duerme.
Mina se mueve con lentitud, atrás y
adelante, por el sendero frente al banco
del parque, la pequeña sobre su hombro.
Micha observa el pequeño rostro
reclinado sobre la suave lana del abrigo
de su madre: rojas las mejillas por el
aire frío de la mañana, las pestañas
como rayas de tinta negra sobre su piel.
—De pequeña solía pensar que era
espantoso, todos aquellos niños que
habían perdido a sus padres… ¿Conoces
la foto? ¿La del niño corriendo por la
carretera de Belsen cuando entraban los
aliados? Completamente solo.
—Sí.
—Ahora pienso en los padres que
perdieron a sus hijos… En los campos
de concentración también mataban a
niños, ¿verdad?
Micha asiente.
—Pienso en lo terrible que debió de
ser. Sobrevivir a todo aquello. Tener
que vivir sin ellos.
La niña se ha dormido. Micha quiere
cogerla, aunque sabe que eso la
despertará. Mina deja de caminar,
empieza a balancearse con suavidad de
un lado al otro.
—Tienes que mirar las cosas de otra
manera. Todo el mundo lo hace. Tú
querías a tu Opa y descubriste algo
terrible de él. Es posible que ahora
sientas que no puedes quererle y
necesitas llorar por eso.
Mina acuesta a la pequeña en el
cochecito y Micha lo mece con el pie,
dobla la manta por encima de los pies
de su hija.
—Sé que todo suena muy lógico.
—Sí.
—Es difícil ser lógico.
—Lo sé.
—Sin embargo, él todavía hizo todas
las cosas buenas que recuerdas. Te
siguió queriendo.
—Ahora no puedo pensar en eso,
Mina.
—Claro.
Ella saca la bolsa del manillar del
cochecito, busca algo entre los tarros de
crema y los pañales.
—¿Tú qué harías?
—¿A qué te refieres?
—Si se tratara de tu Opa.
—Si debo ser honesta, Micha, no lo
sé. Tal vez me mearía sobre su tumba.
Lo siento… No lo sé. Es posible que
tampoco quisiera pensar en las cosas
buenas.
Tienes que mirar las cosas de otra
manera. Micha repite para sí la
declaración de Mina, pero eso no
cambia nada. No lo hace todo más fácil.
Piensa en sí mismo. Egoísta. Pero lo
que más le cuesta es pensar también en
los otros. En Opa y en Jozef. En lo que
hicieron y en que cada uno vivió su
vida después. Micha siempre se los
encuentra en su mapa mental, repasa las
decisiones que tomaron, sigue los hilos
para desenmarañarlos. Años y
generaciones. No hay forma de
cambiarlo. Nunca hay suficiente
tristeza ni perdón.
Le subleva pensar en ellos. No se lo
comenta a Mina porque sabe que eso la
sublevaría a ella también.

Es tarde. La niña duerme. Micha está en


pijama en el oscuro pasillo y contesta al
teléfono.
Se oye un eco en la línea: larga
distancia. Una voz que no reconoce le
habla en vacilante alemán. Un acento
que le resulta familiar.
—Aquí una llamada telefónica de
Elena Kolesnik.
La voz pertenece a una mujer, pero
no es la de Elena. Micha oye la voz de
Elena al fondo, y la mujer del teléfono
traduce lo que ella le dice.
—¿Estoy hablando con Michael?
—Sí, soy Michael. ¿Está ahí Elena?
—Sí, aquí está. Quiere comunicarle
algo. Dice que tome usted asiento.
—De acuerdo.
Micha se queda de pie.
—Elena le comunica que su marido
ha muerto. Que está muy triste por usted.
Por ella, pero también por usted.
—¿Kolesnik?
—Sí, sí, Jozef Kolesnik. Murió
mientras dormía, y ella lo ha enterrado
hoy.
Micha oye que Elena repite su
nombre. Está llorando. Su voz suena más
cerca; ha cogido el auricular. Elena
Kolesnik le habla en bielorruso. Él sólo
entiende el nombre de su esposo. La
mujer respira hondo y Micha puede
percibir su tristeza, la imagina de pie en
el estrecho pasillo, agarrada al teléfono,
llorando.
—Lo siento mucho, Elena. Siento lo
de Jozef.
Pero la otra mujer ha vuelto a coger
el aparato.
—Elena dice que le gustaría que
viniera. Que le gustaría que viera la
tumba.
Micha siente el silencio de Elena, la
imagina en la puerta de la cocina
aguardando su respuesta. Piensa en
miles de motivos para decirle que no.
—Por favor, dígale a Elena que iré.
La mujer traduce su respuesta.
Micha imagina a Elena Kolesnik
escuchando, se pregunta si estará
sonriendo, en cuáles serán sus
sentimientos.
—Iré dentro de un par de semanas.
Voy a reservar un billete para ir en tren
y ya le escribiré.
Cuando Micha regresa al dormitorio,
Mina está medio dormida, con la
pequeña a su lado, los brazos por
encima de su cabeza. Las contempla un
momento y luego susurra, bajito para no
despertarlas:
—Jozef Kolesnik ha muerto.
Se lo dirá a Mina por la mañana.
Eso será dentro de muy poco.

Bielorrusia, primavera de 1999

El viaje le resulta familiar. Micha está


ya preparado para la espera, para los
trenes lentos y el autobús atestado.
Tampoco le cuesta recordar que
Kolesnik está muerto y que no le volverá
a ver, y eso le sorprende. Micha creía
que esperaría encontrar al anciano en la
parada del autobús, que le conmovería
hacer a solas el trayecto hasta su casa,
pero no ocurre nada de eso.
Elena Kolesnik está en el porche
aguardándole. Saluda a Micha con la
mano cuando él dobla la esquina, y le
devuelve el saludo. Con ella hay otra
mujer, una mujer más joven. Micha
piensa que tal vez sea la persona que le
habló por teléfono.
Elena le ofrece su dormitorio, el de
ella y su marido. Micha rechaza su
invitación, pero la vecina dice que
Elena lo quiere así.
—Ella dormirá en la cocina, es lo
que suele hacer cuando tiene invitados.
Elena deja con estrépito los platos
sobre la mesa, corta gruesas rebanadas
de pan. Está enfadada con Micha. No
entiende que no quiera quedarse más
tiempo. Micha le pide a la vecina que le
diga que tiene que trabajar, que debe
marchar al día siguiente.
—Sólo me han concedido dos días.
Tengo que irme mañana. Lo siento.
De la mochila saca las fotografías
que les hizo a Elena y a Jozef, y Elena
las mira mientras comen. Micha es
consciente de que debería habérselas
enviando hace meses, antes de que Jozef
muriese. A través de la vecina, vuelve a
pedirle disculpas a Elena y ésta asiente,
aunque en realidad no está escuchando.
Se halla absorta en las imágenes que
tiene ante sí. Jozef mirándola, en la
habitación de al lado. Hace tan sólo
unos meses.
Después de retirar los platos, Micha
enseña a las mujeres las fotos de Mina y
de la niña, y Elena vuelve a sonreír,
aunque sigue dolida. Micha sabe que
debería quedarse más tiempo, pero no
quiere. Tampoco quiere dormir en la
cama donde Kolesnik durmió y murió.
Querría decirle a Elena que él no era
amigo de su esposo, ni siquiera de ella,
pero no encuentra las palabras. Es
demasiado cruel, demasiado ingrato.
La vecina se despide.
—Elena le llevará mañana a ver la
tumba. Por la mañana, dice, cuando se
levante. Pueden ir andando desde aquí.
En el dormitorio, Micha retira las
mantas de la cama, desordena un poco
las sábanas y hunde la almohada. Luego
se acuesta en su saco de dormir encima
de la alfombra, bajo el alféizar de la
ventana, y enrolla el jersey debajo de la
cabeza.

En el cementerio, Elena alisa la hierba


nueva con los dedos. Hay flores frescas
junto a la tumba. No son de Elena, ni de
Micha. Alguien llora la muerte de Jozef
Kolesnik.
No está seguro de lo que debe hacer.
La mañana es cálida. El sol reluce a
través de unas nubes escasas. Aún está
medio dormido. Cansado por el viaje y
la noche pasada sobre el suelo de
madera.
Todavía no hay lápida. Nada señala
la tumba de Kolesnik, excepto el alto
montículo con el nuevo césped que
Elena alisa, arrodillada a su lado, en
silencio, apoyando la mejilla y la frente
en el suelo. Micha desvía la mirada en
dirección a la ladera que baja hacia la
aldea y el río. Intenta sentir algo, pero
no lo consigue. Quiere regresar a casa
tan pronto como le sea posible.
Micha pensaba que luego volverían
a casa de Kolesnik, pero caminan en
dirección contraria alejándose de la
aldea. Hacia el sur, rumbo a los
pantanos, y luego, al cabo de unos diez
minutos, hacia el bosque que hay en
dirección al este. La vecina no les
acompaña, de modo que no puede
preguntarle a Elena adónde se dirigen.
Se limita a caminar con ella en silencio,
la sigue entre los abedules disfrutando
del paisaje, del hermoso día. Un sol
diáfano e intenso que penetra entre las
hojas. La luz desciende en forma de
rayos sobre la tierra y la hierba. Camina
con Elena acompañado por el canto de
los pájaros y los fríos olores del
bosque.
Elena se agarra del codo de Micha y
él descubre lágrimas en sus mejillas.
Húmedas, repentinas. Micha se siente
turbado por el hecho de haberse
distraído, por haberle prestado tan poca
atención. Por el hecho de que ella esté
llorando y él no lo haya advertido.
—Frau Kolesnik…
Siguen caminando, Elena algo
adelantada, tirando de Micha. Él intenta
cogerla de la mano, pero ella la aparta,
señala hacia delante entre los árboles.
Al frente, más allá del sendero en el
bosque, Elena sigue tirando de él
señalando hacia un claro: luminoso y
verde en medio de la oscuridad y el
color marrón de los árboles.
Micha mira hacia allí y entonces lo
ve. Es como un mazazo en la cabeza.
Deja de caminar y Elena se vuelve
en redondo. Le mira fijamente, las
lágrimas fluyen libres. Micha se tapa la
boca con la mano, siente el húmedo
aliento contra la palma, la cálida y
turbadora sensación que lo acompaña.
Elena levanta los brazos, una mano en el
hombro, la otra formando un puño
extendido en el aire frente a ella.
Parodia a alguien que dispara un fusil,
pero él ya sabe lo que quiere decirle.
Micha suelta un grito. Ella hace el
ruido de las balas, un impacto con los
labios y el aire.
Se ve obligado a bizquear: el sol es
demasiado intenso y brillante sobre las
hojas. Está sudando y la sal le irrita los
ojos.
Elena se detiene frente a él. Micha
cierra con fuerza los párpados. A su
alrededor está el bosque, una sonora
palpitación en el estómago, y la sangre
ardiente y negra en los ojos. Elena le
está esperando, pero le tiemblan las
piernas. No quiere estar allí. Quiere
abrir los ojos y encontrarse en casa, de
vuelta en su hogar, en la cocina, con su
hija en el regazo. Elena imita otra vez
los disparos y él vuelve a gritarle. Le
dice que ya lo sabe, que se calle.
—Por favor. Pare ya.
Levanta las manos, se cubre los
ojos, y ella deja caer los brazos a ambos
lados. Se queda allí quieta, pequeña y
triste, y Micha oye el débil y seco
sonido que brota desde el fondo de su
garganta y piensa: Ha perdido a su
marido, a su Jozef.
Elena se limpia la cara con la
manga, pero las lágrimas vuelven a
humedecerle las mejillas. Sigue
avanzando. Estrecha la espalda, rígidos
los hombros vueltos hacia Micha, el sol
cayendo de lleno sobre su cabeza
cuando sale de entre los árboles a la
espaciosa y luminosa hierba.
Micha se detiene en el borde del
claro y la contempla. Los pies en el
borde, donde el bosque da paso a la
hierba. Apretados los puños, los dientes,
el estómago… La anciana se mueve
delante de él a través del espacio
amplio y llano, bajo la brillante luz más
allá de los árboles, y cae de rodillas.
Micha aguarda. Elena se queda
arrodillada. Los hombros estremecidos.
Llorando. La oye. Se pone en
movimiento.
Atraviesa el claro que es también
una tumba.
Elena se seca las lágrimas con la
mano y la sacude. A Micha la cabeza le
da vueltas. Intenta quedarse a su lado,
pero no puede. No soporta estar aquí, en
este terreno blando, sobre esta hierba y
este musgo. Da media vuelta dejando a
Elena bajo el luminoso sol y cruza el
húmedo suelo hasta alcanzar el seco
sendero de escoria volcánica entre los
árboles. Ya ni siquiera desea esperar a
la mujer, pero aun así la espera.
Caminan en silencio de regreso al
pueblo. El sol está alto en el cielo y
hace calor. Micha sigue sintiéndose
débil, pegajoso. Ansia el instante de
largarse.
Elena le acompaña en el autobús
hasta la estación. Se seca la cara con un
gran pañuelo gris; está enfadada con él.
Micha sabe que le ha estropeado el día,
el momento de honrar a los muertos. No
hablan. A Micha no se le ocurre nada
que decir. También está furioso. Tiene
que hacer grandes esfuerzos para
aplacar su ira.
Elena no ha tenido hijos. Una joven
mujer en una aldea despoblada, ella
misma me lo dijo. Sabía a cuántos
habían matado, y cuando él regresó, se
enamoró de uno de los asesinos. No ha
tenido hijos. Encontró la medida de su
culpabilidad y le amó.
El tren penetra en la estación y los
dos aguardan juntos a que el revisor
abra las puertas. Elena saca pan y fruta
de su bolsa para que Micha coma
durante el viaje de regreso. Él le da las
gracias y sube al tren. Coloca sus cosas
en el portaequipajes y regresa a la
puerta, que está cerrada, pero Elena
sigue allí. Baja la ventanilla.
Elena le dice algo, pero Micha no
entiende nada. Las pocas palabras que
pudiera reconocer quedan ahogadas por
las lágrimas de la anciana. Ella no para
de hablar aferrada a las manos de
Micha, consciente de que él no
comprende lo que le dice. Pero no
parece que eso le importe. Las palabras
se derraman una tras otra hasta que el
vigilante cierra con estrépito las puertas
que quedan abiertas.
Elena sigue aferrada a las manos de
Micha hasta que el tren se pone en
marcha. Luego las suelta. En silencio,
camina junto al vagón con Micha hasta
el final del andén y después le dice
adiós con la mano, y él se la queda
mirando hasta que la pierde de vista.
Anochece. El tren se va alejando.
Las brillantes hojas alrededor del claro
del bosque todavía permanecen en la
mente de Micha; la blanda tierra… Y
entonces un terrible pensamiento se
apodera de él abriéndose paso a través
del día presidido por la náusea y la luz
del sol, por la voz y las lágrimas de
Elena.
Opa. Jozef.
Micha comprende por qué Elena ha
hecho esto, por qué le ha llevado allí.

Micha se encuentra solo en el


compartimento, y la luna está alta en el
cielo. Mantiene la luz apagada y la
cortinilla corrida, observando el paso a
través del bosque y de los pantanos.
Siluetas negras de bordes blancos.
Perfiles agudos que encuadran la
oscuridad.
Yo no asistí al funeral de Opa.
Luise sí, pero Mutti dijo que yo era
demasiado pequeño. Creo que pasé el
día con un amigo. No me acuerdo.
Luego Mutti me llevó a ver su
tumba. Puede que tres o cuatro años
después. Recuerdo todos aquellos tejos
oscuros y haber caminado a lo largo de
las hileras de tumbas. En algunas
había flores frescas, en otras ramos de
flores que se marchitaban. Secas.
Incluso podridas. Agua verdosa en
todos los jarrones. Hacía calor.
No recuerdo que esperase
encontrar a Opa, pero al ver que no
estaba allí, aguardándonos, lloré y
lloré sin parar.

En casa, primavera

Dilan camina a su lado. Es un día azul,


luminoso y cálido. Micha lleva la
chaqueta debajo del brazo y el
sombrerito de ella en el bolsillo. Desde
la parada de autobús, el sendero avanza
a través del terreno ajardinado, y Micha
camina a pequeños pasos para que la
pequeña pueda seguirle: su marcha es
similar a la de los residentes que han
salido a disfrutar del espléndido día y
que caminan encorvados, cogidos del
brazo, por la amarillenta grava. Los
árboles se ven más altos y más
frondosos que la última vez que Micha
estuvo aquí, pero, por lo que se refiere a
lo demás, piensa que nada ha cambiado.
El edificio blanco, el césped verde, el
aparcamiento gris; la ambigua y vacía
indefinición del interior. Dilan tropieza,
se cae y lloriquea un poco hasta que la
levanta.
—Nada de lágrimas hoy.
Le sacude la gravilla que se le ha
incrustado en las manos, revisa la piel
en busca de algún pinchazo y besa las
diminutas marcas azul oscuro de la
palma de sus manos. La niña se seca los
ojos y sonríe. Pequeños dientes.
Mejillas oscuras. Como las de Mina.
Micha no se dirige directamente a la
entrada, sino que lleva a Dilan detrás
del edificio, al borde del aparcamiento,
y la niña farfulla mientas caminan, los
pequeños puños metidos entre los
pliegues de la chaqueta de él. Cuando
llegan al borde, Micha se vuelve y mira
hacia arriba, dirige los ojos hacia lo alto
del blanco rascacielos.
—¿Lo ves, Dilan?
Señala para su hija y ella sigue la
trayectoria de su dedo hacia el cielo,
todavía farfullando, entornando los ojos
bajo el sol.
—Si empezamos por la esquina de
arriba a la derecha y entonces
contamos ocho ventanas hacia abajo, y
luego una, dos y tres hacia un lado, ahí
es donde vive Oma Kaethe. Allá está el
nido de águilas. Y, si tenemos suerte,
ella estará en el balcón, esperándonos.
¿Puedes verla?
—¿Oma Kaethe?
—A mi Oma Kaethe. ¿La ves?
Micha contempla la expresión de su
hija, observa cómo acepta sin pestañear
otro nombre de la familia. Su mapa
familiar se va expandiendo sin
dificultades, curioso, decidido.
Doloroso para que Micha lo contemple.
Levanta a Dilan sobre los hombros.
—¿Está allí?
—¿Dónde?
—Saluda con la mano. Si saludas,
es posible que ella también te salude.
Dilan saluda con la manita y Micha
puede sentir cómo su peso oscila
suavemente contra su nuca. Decide
disfrutar de ese momento con su hija,
que canturrea y saluda al tiempo que
mantiene el equilibro presionando una
mano diminuta sobre su cabeza.
—¿Está allí, papá?
A Micha le escuecen los ojos. Le
lagrimean. Empañada la visión contra el
deslumbrante cielo.
—Sí. ¿La ves?
—Sí.
Dilan no lo dice muy convencida,
pero sigue saludando, y Micha mantiene
fijos los ojos en la diminuta mancha en
movimiento que les llega como
respuesta.
RACHEL SEIFFERT. (Oxford,
1971). Compagina la enseñanza con la
escritura. Su primera novela, El cuarto
oscuro, fue finalista del premio Broker
Price 2001. También fue premiada con
el premio Los Angeles Times Book y
con el International PEN Award. La
prestigiosa revista Granta la ha
seleccionado como una de las mejores
jóvenes novelistas británicas.
Notas
[1]En alemán, diminutivo de Mutter
(madre). (N. del T.)

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[2] En alemán, diminutivo de Vater
(padre). (N. del T.)

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[3] En la mitología germánica,
destrucción de los dioses y de todas las
cosas en la batalla final contra las
fuerzas diabólicas. Literalmente, el
crepúsculo de los dioses. (N. del T.)

[<<]
[4] En alemán, diminutivo de Vater
(padre). (N. del T.)

[<<]
[5] En alemán, diminutivo de
Grossmutter (abuela). (N. del T.)

[<<]
[6]En alemán, diminutivo de Grossvater
(abuelo). (N. del T.)

[<<]

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