Al Este Del Eden
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John Steinbeck
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Título original: East of Eden
John Steinbeck, 1952
Traducción: Vicente de Artadi
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Pascal Covici
Querido Pat:
Viniste a verme cuando estaba tallando una figurilla de madera, y me
dijiste: «¿Por qué no me haces algo?»
Te pregunté qué querías, y respondiste: «Una caja».
—¿Para qué?
—Para guardar cosas.
—¿Qué cosas?
—Todo lo que tengas —dijiste.
Bien, aquí tienes la caja que querías. Dentro he guardado casi todo lo que
tengo, y todavía no está llena. En ella hay dolor y pasión, buenos y malos
sentimientos y buenos y malos pensamientos, el placer del proyecto, algo de
desesperación y el gozo indescriptible de la creación.
Y, por encima de todo, la gratitud y el afecto que siento por ti.
Y aun así la caja no está colmada.
John
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Primera parte
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Capítulo 1
El Salinas sólo era un río la mitad del año. El sol del estío lo obligaba a meterse bajo
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tierra. No era muy bonito que digamos, pero era el único que teníamos, así es que nos
jactábamos de él, contando lo peligroso que era en un invierno lluvioso y lo seco que
estaba en un verano caluroso. Podemos jactamos de lo que sea, si no tenemos otra
cosa. Quizá cuanto menos se tiene, más se siente uno inclinado a ello.
La parte del valle Salinas comprendida entre las montañas y el pie de sus laderas
es completamente llana porque antiguamente este valle fue el fondo de una ensenada
marina que se adentraba más de un centenar de kilómetros en la costa. La
desembocadura del río, en Moss Landing, fue hace siglos la entrada de esta
penetración marina. Una vez, a ochenta kilómetros valle abajo, mi padre abrió un
pozo. La perforadora encontró, primero, tierra superficial, luego grava y por último,
blanca arena marina, llena de conchas, y hasta algún fragmento de huesos de ballena.
Había seis metros de arena, y luego reaparecía la tierra negra, donde se encontró
un pedazo de pino rojo, cuya madera imperecedera no se pudre jamás.
Antes de convertirse en un pequeño mar interior, el valle tuvo que ser una selva.
Y todas esas cosas habían ocurrido exactamente bajo nuestros pies. A veces, de
noche, me parecía sentir la presencia del mar y de la selva de pinos rojos anterior a él.
En las grandes extensiones de tierra llana que constituían el centro del valle, el suelo
era fértil, y la tierra buena alcanzaba gran profundidad. Requería sólo un invierno con
muchas lluvias para que se cubriese de flores y hierba. La cantidad de flores que
brotaban tras un invierno lluvioso era increíble. Todo el fondo del valle y las laderas
de las montañas aparecían alfombrados de altramuces y amapolas.
En cierta ocasión, una mujer me dijo que las flores de colores vivos parecen
todavía más brillantes si se mezclan con unas cuantas flores blancas que las hagan
resaltar. Cada pétalo de altramuz azul está ribeteado de blanco, de modo que un prado
lleno de altramuces es del azul más intenso que pueda imaginarse. Y entre ellos,
como grandes manchas coloreadas, se veían grupos de amapolas californianas. Éstas
son también de un color llameante, que no es ni anaranjado ni oro; si el oro puro
estuviese en estado líquido y pudiese formar una espuma, esa espuma áurea tendría el
color de las amapolas.
Al terminar la estación de estas flores, aparecía la mostaza amarilla, que crecía
hasta alcanzar una gran altura. Cuando mi abuelo llegó al valle, la mostaza era tan
alta que, por encima de las flores amarillas, sólo era posible ver la cabeza de un
hombre si éste iba montado a caballo. En las tierras altas la hierba estaba salpicada de
botones de oro, rosados beleños y violetas amarillas de pistilos negros. Y cuando la
estación se hallaba ya algo avanzada, se veían hileras rojas y amarillas de pinceles
indios. Estas flores crecían únicamente en lugares abiertos y soleados.
Bajo los grandes robles sombríos y tenebrosos florecía el culantrillo, de agradable
aroma, y bajo las márgenes musgosas de los riachuelos colgaban verdaderos haces de
helechos de cinco hojas y áureos dorsos. Había también campanillas y linternillas,
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blancas como la leche y de aspecto casi pecaminoso, y tan raras y mágicas que,
cuando un niño encontraba una, se sentía señalado como objeto de una gracia
especial durante todo el día.
Cuando llegaba junio, las hierbas dominaban y empezaban a volverse pardas, y las
montañas también, pero su color no era exactamente pardo, sino una mezcolanza de
oro, azafrán y rojo, un color que no se puede describir. Y desde esta época hasta las
siguientes lluvias, la tierra se resecaba y los arroyos dejaban de fluir. En la tierra llana
se formaban grietas, y el río Salinas desaparecía bajo sus arenas. El viento soplaba
por el valle, levantando polvo mezclado con briznas de paja, y se volvía más fuerte e
impetuoso a medida que bajaba hacia el sur, para cesar totalmente a la caída de la
noche. Era un viento áspero y nervioso, y las partículas de polvo que arrastraba se
introducían en la piel y quemaban los ojos. Los campesinos llevaban gafas
protectoras y se cubrían la nariz con un pañuelo para evitar que les penetrara el polvo.
La tierra del valle era profunda y rica, pero las laderas de los montes se hallaban sólo
recubiertas por una delgada capa de tierra vegetal, no más profunda que las raíces de
la hierba; y cuanto más se ascendía por las laderas, más delgada se hacía esa capa, a
través de la cual asomaba ya la roca desnuda, hasta que al llegar al límite de las matas
y matorrales, no era ya más que una especie de grava rocosa que reflejaba
cegadoramente la ardiente luz del sol.
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Y así era el largo valle Salinas. Su historia era la misma que la del resto del estado.
Primero estuvieron allí los indios, una raza inferior, desprovista de energía, de
inventiva o cultura, unas gentes que vivían de gusanos, saltamontes o moluscos, pues
eran demasiado perezosos para cazar o pescar. Comían lo que hallaban al alcance de
la mano y no se molestaban en plantar ni cultivar. Machacaban bellotas silvestres
para hacer con ellas harina. Incluso su modo de hacer la guerra no era más que una
cansada pantomima.
Luego llegaron las primeras avanzadillas de duros y enjutos españoles,
ambiciosos y realistas, en pos sólo de Dios o de oro. Coleccionaban almas del mismo
modo que coleccionaban piedras preciosas. Se apoderaban de montañas y valles, ríos
y horizontes enteros, como quien hoy en día acapara solares para edificar. Aquellos
hombres tenaces y ásperos bajaban y subían incansablemente por la costa. Algunos
de ellos se quedaban como dueños de haciendas tan grandes como principados, que
les habían otorgado los reyes de España, los cuales no tenían la menor idea de
semejante donación.
Aquellos primeros propietarios vivían en míseras comunidades de tipo feudal, y
su ganado corría y se multiplicaba en libertad. Periódicamente, sus dueños mataban
las cabezas que necesitaban para cubrir las demandas de cuero y sebo y abandonaban
la carne a los buitres y a los coyotes.
Cuando llegaron los españoles, tuvieron que bautizar todo cuanto encontraron y
vieron. Ésta es la primera obligación de todo explorador: una obligación y un
privilegio. Cualquier nueva anotación en el mapa dibujado a mano debe tener un
nombre. Eran, desde luego, hombres muy religiosos, y los que sabían leer y escribir,
los que llevaban los diarios y trazaban los mapas, eran los duros e incansables
sacerdotes que viajaban en compañía de los soldados. Así es que los primeros
nombres de lugares fueron de santos o de festividades religiosas celebradas en los
altos de la marcha.
Hay muchos santos, pero su número no es inagotable, de modo que se encuentran
abundantes repeticiones en los primeros nombres. Tenemos San Miguel, Saint
Michel, San Ardo, San Bernardo, San Benito, San Lorenzo, San Carlos, San
Francisquito. Y luego las festividades: Natividad, Nacimiento, Soledad. Pero también
se daba nombre a ciertos lugares según el estado de ánimo de la expedición en aquel
momento: Buena Esperanza, Buena Vista, porque la vista era hermosa; y Chualar,
porque era muy bonito. Venían luego los nombres descriptivos: Paso de los Robles,
porque allí había muchos; Los Laureles, por la misma razón; Tularcitos, debido a los
juncos de la marisma, y Salinas, a causa del álcali, que era tan blanco como la sal.
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Algunos lugares recibieron el nombre de los animales o pájaros que los poblaban:
Gavilán, por los gavilanes que volaban sobre aquellas montañas; Topo, por la
presencia de este animalejo; Los Gatos, debido a los gatos salvajes. La inspiración la
daba a veces la propia naturaleza del lugar: Tassajara, una taza y una jarra; Laguna
Seca, un lago desecado; Corral de Tierra, porque había un cercado de tierra; Paraíso,
porque era como el cielo…
Luego vinieron los norteamericanos, más codiciosos porque eran más numerosos.
Tomaron posesión de las tierras y rehicieron las leyes para que sus títulos de
propiedad fueran válidos. Y las granjas se extendieron por todo el valle, primero en
las cañadas y luego subiendo por las laderas de los montes, pequeñas casas de madera
techadas con tablas de pino rojo, y corrales formados por estacas hendidas. Allí
donde surgía de la tierra el menor brillo de agua, se levantaba una casa y una familia
comenzaba a crecer y a multiplicarse.
A la entrada de estas moradas se plantaban enseguida esquejes de geranio y de
rosal. Los caminos de carro remplazaban las antiguas veredas, y entre la mostaza
amarilla aparecían los primeros campos de trigales y cebada. Cada quince kilómetros
aproximadamente, en las carreteras más importantes, se encontraba una tienda surtida
de todo lo necesario y un herrero, que con el paso de los años constituyeron los
núcleos de pequeñas poblaciones, como Bradley, King City y Greenfield.
Los norteamericanos tenían más predisposición que los españoles a dar a los sitios
nombres de personas. Tras su afincamiento en los valles, los nombres de los lugares
se refieren más a cosas que allí ocurrieron; ésos son para mí los más fascinantes,
porque cada uno de ellos me sugiere una historia que ya ha sido olvidada. Pienso en
lo que significa Bolsa Nueva; en Moro-cojo (¿quién sería este moro y cómo llegaría
hasta allí?); en el Wild Horse Canyon, o sea el Cañón del Caballo Salvaje, y en
Mustang Grade, el Repecho del Potro Musteño, y Shirt Tail Canyon, o lo que es lo
mismo, el Cañón del Faldón de la Camisa.
Esta toponimia conserva un recuerdo de la gente que la inventó, de una manera
reverente o irreverente, descriptiva, e incluso poética o peyorativa. A cualquier lugar
se le puede llamar San Lorenzo, pero Cañón del Faldón de la Camisa o Moro-cojo es
algo muy diferente.
El viento soplaba y silbaba sobre las haciendas por las tardes, y los labradores
comenzaron a plantar, para resguardarse de él, largas hileras de eucaliptos que a veces
alcanzaban algunos kilómetros. De esta forma evitaban también que el viento
arrastrase la tierra recién arada. Y así era poco más o menos el valle Salinas cuando
mi abuelo llegó a él con su mujer y se estableció en la ladera del monte, a levante de
King City.
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Capítulo 2
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Samuel, vendiéndolos y enriqueciéndose con ellos, pero Samuel apenas si tuvo lo
necesario para sustentarse durante toda su vida.
Ignoro por qué había dirigido sus pasos hacia el valle Salinas. Era un lugar muy
inadecuado para un hombre que provenía de un país tan lleno de verdor, pero el
hecho es que llegó allí treinta años antes del principio de este siglo, y llevó con él a su
menuda esposa irlandesa, una rígida y envarada mujercilla tan desprovista de humor
como un polluelo. Poseía una dura mollera presbiteriana y unas reglas morales tan
estrictas que, para ella, casi todo cuanto hay de agradable en esta vida era pecado.
Ignoro dónde la conoció Samuel, y cómo se prometieron y se casaron. Creo que
debió de haber habido alguna otra mujer en su corazón, porque era un hombre muy
propenso al amor, y su esposa no era una mujer que hiciese gala de un excesivo
sentimentalismo. A pesar de esto, durante todos los años que transcurrieron desde su
juventud hasta su muerte en el valle Salinas, no hubo jamás el menor atisbo de que
Samuel se interesara por otra mujer.
Cuando Samuel y Liza llegaron al valle Salinas, toda la tierra llana estaba ya
ocupada, así como las ricas hondonadas, los pequeños y fértiles bancales de las
colinas y los bosques, pero todavía quedaban tierras marginales donde asentarse, y
Samuel se estableció en los montes desnudos que hay al este de lo que hoy es King
City.
Lo hizo según las prácticas acostumbradas. Tomó un cuarto de sección para sí y
otro cuarto para su esposa y, puesto que ésta estaba embarazada tomó otro cuarto para
el hijo que había de venir. En el transcurso de los años nacieron hasta nueve vástagos,
cuatro varones y cinco hembras, y a cada nacimiento se añadía un nuevo cuarto de
sección a la hacienda, lo que suma en total setecientas hectáreas. Si la tierra hubiese
sido buena, los Hamilton hubieran sido ricos. Pero aquellas hectáreas eran estériles y
secas. No había en ellas manantiales, y la capa de tierra era tan delgada que a través
de ella asomaban los huesos pelados de las rocas. Incluso la artemisa tenía que luchar
para subsistir en ella, y los robles eran enanos, debido a la falta de humedad. Hasta en
los años buenos había tan poco pasto que el flaco ganado vagaba de un lado a otro sin
encontrar casi nada que comer.
Desde sus peladas colinas, los Hamilton podían dirigir la mirada hacia poniente y
contemplar la lozanía de las tierras bajas y el verdor que se extendía junto a las
riberas del río Salinas.
Samuel edificó la casa con sus propias manos, y levantó asimismo un establo y
una herrería. Pronto advirtió que, aunque dispusiese de cinco mil hectáreas de
terreno, no podía plantar nada en aquel suelo pedregoso sin tener agua. Con sus
hábiles manos fabricó una torre de perforación, y abrió pozos en las tierras de otros
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hombres más afortunados. Inventó y construyó una trilladora y recorría las granjas
del valle en época de cosecha, trillando el grano que sus tierras eran incapaces de
darle. Y en su herrería afilaba arados, reparaba traíllas, soldaba ejes rotos y herraba
caballos. Hombres de todos los puntos del condado le llevaban sus herramientas para
que se las reparase y mejorase. Además, les agradaba oír cómo Samuel hablaba del
mundo y de sus ideas, de la poesía y de la filosofía que se desarrollaban más allá del
valle Salinas. Poseía una voz sonora y profunda, muy apta tanto para el discurso
como para el canto, sin el menor acento irlandés, y su charla tenía una cadencia, un
ritmo y una armonía que la hacía sonar como una dulce música a los oídos de los
taciturnos granjeros del valle. Éstos solían traer whisky y, evitando que los
sorprendiera desde la ventana de la cocina la mirada reprobadora de la señora
Hamilton, echaban reconfortantes traguitos de la botella, mordisqueando después
tallos de anís verde silvestre para disimular el olor del whisky en su aliento.
Era raro no ver, por lo menos, a tres o cuatro hombres reunidos en torno a la forja,
escuchando el sonido del martillo de Samuel, al propio tiempo que sus palabras. Para
ellos, Samuel era un genio cómico, y regresaban a sus casas tratando de recordar
hasta en sus menores detalles las historias que les contaba, y se maravillaban al
constatar cómo se echaban a perder esas historias por el camino, porque jamás
sonaban igual cuando las repetían en sus propias cocinas.
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Samuel tenía un gran libro negro sobre un estante, al alcance de la mano, en cuyo
lomo se podía leer en letras doradas: El médico en casa, por el doctor Gunn. Algunas
de sus páginas estaban dobladas y manoseadas, mientras que otras jamás se abrieron
a la luz. Hojear el Doctor Gunn es conocer la historia clínica de la familia Hamilton.
Las partes del libro más manoseadas correspondían a fracturas de huesos, heridas,
magulladuras, mordeduras, sarampión, lumbago, escarlatina, difteria, reumatismo,
molestias de la mujer, hernia y, desde luego, todo lo relacionado con el embarazo y el
alumbramiento. Los Hamilton debieron de haber sido o muy afortunados o muy
rectos, porque jamás abrieron las secciones que trataban de gonorrea y sífilis.
Samuel era único para calmar los ataques de histeria y para tranquilizar a un niño
asustado. Ello se debía a la dulzura de su voz y a su corazón tierno y compasivo. Y
tanto por su persona como por sus opiniones Samuel daba la sensación de ser un
hombre decente. Por eso, los hombres que acudían a su herrería para hablar y
escucharle dejaban de blasfemar mientras permanecían allí, y no por imposición, sino
voluntariamente, como si intuyeran que en ese lugar no era adecuado hacerlo.
Samuel siempre fue considerado un extranjero, tal vez debido a su acento; pero lo
cierto es que tanto los hombres como las mujeres se sentían inclinados a confiarle
cosas que no se hubieran atrevido a confesar ni a sus parientes ni a sus amigos
íntimos. Su escasa curiosidad lo convertía en un hombre reservado y en el perfecto
depositario de secretos ajenos.
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moño. Y puesto que soy incapaz de recordar cómo iba vestida, debo concluir que ello
se debe a que llevaba vestidos perfectamente acordes con su persona. No mostraba
jamás el menor atisbo de humor, y sólo de vez en cuando soltaba alguna frase hiriente
y mordaz que se pudiera tomar como tal. Sus nietos la temían porque era una mujer
incapaz de sentir la menor debilidad. Vivió y sufrió valientemente y sin quejarse,
convencida de que así era como quería su Dios que la gente viviese. Creía que la
recompensa venía después.
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cuando eso sucede, no hay nada que hacer excepto, quizás, encontrar algún hombre
fuerte, aunque esté equivocado, asirse a los faldones de su levita y dejarse arrastrar
por él.
Mientras muchos llegaban al valle Salinas sin un céntimo, había otros que, tras
venderlo todo, llegaban con dinero para comenzar una nueva vida. Éstos, por lo
general, solían comprar tierra, tierra buena, y se construían casas de madera con
tablones pulidos, que decoraban con alfombras y cristales de colores en las ventanas.
Había muchas familias de este tipo que solían asentarse en las tierras fértiles del
valle, de las que arrancaban la mostaza para plantar trigo.
Adam Trask fue uno de ellos.
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Capítulo 3
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las orejas y la nariz con su navaja y la obligaría a restituirle su dinero. Trabajando con
su navaja en la pata de palo, demostraba prácticamente a sus amigos cómo lo haría.
—Cuando termine, esa perra va a quedar guapa de verdad. Ni un indio borracho
querrá ir después con ella.
Sus amorosas intenciones debieron de llegar a oídos de la negrita, porque jamás
volvió a verla. Cuando Cyrus abandonó el hospital y el ejército, su gonorrea casi
había desaparecido; pero cuando volvió a Connecticut, todavía le quedaba lo
suficiente para contagiársela a su esposa.
La señora Trask era una mujer pálida e introvertida. El calor del sol jamás
enrojeció sus mejillas, y ninguna risa franca contrajo las comisuras de sus labios.
Usaba la religión como terapia para combatir los males del mundo y los suyos
propios y, según el mal, empleaba una u otra doctrina. Cuando se dio cuenta de que
ya no le eran necesarias las creencias que había cultivado para entrar en
comunicación con su amado esposo, se puso a buscar una nueva causa de infelicidad.
Su búsqueda se vio recompensada al instante por la enfermedad venérea que Cyrus
trajo a casa cuando regresó de la guerra. Y en cuanto se dio cuenta de que la ocasión
así lo requería, desarrolló una nueva doctrina. Su dios de comunicación se convirtió
en un dios de venganza —para ella, la deidad más satisfactoria que jamás había
podido imaginar— y, según iban las cosas, en el último ya. Resultaba muy fácil para
ella atribuir su estado a ciertos sueños que había tenido mientras su marido se hallaba
ausente. Pero la enfermedad no era todavía suficiente castigo para su devaneo
nocturno. Su nuevo dios era un experto en castigos. Le exigía un sacrificio. Rebuscó
en su mente alguna humillación ególatra adecuada, y casi dichosa, encontró el
sacrificio que buscaba: ella misma. Tardó dos semanas en escribir su última carta, con
correcciones y una ortografía perfecta. En ella confesaba crímenes que posiblemente
no podría haber cometido, y admitía pecados que se hallaban mucho más allá de su
capacidad. Y luego, envuelta en una mortaja que se había preparado en secreto, salió
de la casa una noche de luna llena y se ahogó en una charca con tan poca agua, que
tuvo que arrodillarse en el fango y meter la cabeza debajo de la superficie líquida.
Esto, evidentemente, requirió una gran fuerza de voluntad. Cuando por último cayó,
presa de una cálida inconsciencia, estaba pensando con cierta irritación que su blanco
sudario de linón estaría manchado de fango de pies a cabeza cuando a la mañana
siguiente la sacasen de allí. Y así fue, en efecto.
Cyrus Trask lloró a su esposa con un barrilete de whisky y en compañía de sus
tres viejos camaradas de armas, que habían acudido a visitarlo en su camino de
regreso hacia Maine. El pequeño Adam lloró bastante durante el velatorio, porque los
tres compinches, que no sabían una palabra acerca de críos, se habían olvidado de
darle de comer. Cyrus resolvió pronto el problema. Empapó un trapo en whisky y se
lo dio a la criatura para que lo chupase, y después de dos o tres chupadas, el pequeño
Adam se quedó dormido. Durante aquellas horas de duelo y congoja, el crío se
despertó varias veces, llorando y berreando, pero con el trapo empapado volvía a
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dormirse enseguida. El niño estuvo borracho durante dos días y medio. Aparte de lo
que pudiera haber sucedido a su cerebro en formación, ese tratamiento demostró ser
beneficioso para su metabolismo: desde aquellos dos días y medio, gozó de una salud
de hierro. Y cuando al cabo de tres días su padre se decidió por fin a salir para
comprar una cabra, Adam bebió leche ansiosamente, vomitó, bebió más, y se sintió
perfectamente. Su padre no se alarmó ante esta reacción, porque a él solía sucederle
lo mismo. Transcurrido un mes, la elección de Cyrus Trask recayó sobre una
muchacha de diecisiete años, hija de un granjero vecino. El noviazgo fue rápido y
práctico. Nadie tenía la menor duda acerca de sus intenciones, las cuales eran
honorables y razonables. El padre de la novia alentó el galanteo. Tenía dos hijas
jóvenes. Alice, la mayor, contaba diecisiete años y aquélla era la primera proposición
que recibía.
Cyrus quería tener en casa una mujer para que se encargase del pequeño Adam.
Necesitaba alguien que se ocupase de la casa y de la cocina, y una criada cuesta
dinero. Era un hombre muy fogoso y necesitaba junto a sí el cuerpo de una mujer, y
esto también cuesta dinero, a no ser que te cases con ella. En el plazo de dos semanas,
Cyrus se prometió, se casó, se acostó con ella y la dejó embarazada. A sus vecinos no
les pareció precipitado. En aquellos días era muy normal que un hombre tuviese tres
o cuatro esposas a lo largo de su vida.
Alice Trask poseía un gran número de admirables cualidades. Era una
extraordinaria fregona y limpiaba la casa hasta los menores rincones. No era muy
agraciada, así es que no había que vigilarla mucho. Tenía los ojos claros, la tez
cetrina y los dientes muy desviados, pero disfrutaba de una excelente salud y jamás se
sintió mal durante su embarazo. Nunca se supo si le agradaban o no los niños. Jamás
se lo preguntaron, y ella no decía nunca nada a menos que le preguntasen. Para
Cyrus, ésta era posiblemente la mayor de sus virtudes. Jamás expresaba una opinión o
afirmaba algo, y cuando alguien hablaba, daba siempre la vaga impresión de estar
escuchando, mientras andaba de un lado para otro entregada a sus quehaceres.
La juventud, inexperiencia y carácter taciturno de Alice Trask eran, a los ojos de
Cyrus, verdaderas cualidades. Mientras seguía entregado al cuidado de su granja,
como se solía hacer entonces en aquella comarca, abrazó una nueva carrera: la de
viejo soldado. Y aquella energía que antaño lo había hecho turbulento, lo convirtió
ahora en un hombre reflexivo. Nadie, excepto el Ministerio de la Guerra, conocía la
calidad y duración de su servicio en el ejército. Su pata de palo, a la vez que un
certificado de su veteranía y de sus cualidades bélicas, eran una garantía de que ya no
tendría que entrar nunca más en combate. Tímidamente, empezó a hablarle a Alice
acerca de sus campañas, pero a medida que su técnica se iba perfeccionando,
aumentaba también el número de batallas en las que había participado. Al principio
se daba cuenta de que todo era una sarta de embustes, pero no pasó mucho tiempo sin
que estuviese igualmente convencido de que todas sus historias eran verdaderas.
Antes de ingresar en el ejército no había tenido un excesivo interés por el arte de la
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guerra; pero después compró todos los libros que pudo hallar relacionados con temas
bélicos, leyó todos los informes, se suscribió a periódicos de Nueva York y estudió
mapas. Sus conocimientos geográficos eran bastante endebles y su información
acerca de la guerra, nula; pero desde entonces, se convirtió en una autoridad en la
materia. Conocía no solamente las batallas, los movimientos y las campañas, sino
también las unidades que en ellas habían tomado parte, incluso por regimientos, los
nombres de sus coroneles y de dónde procedían. Y a fuerza de contarlo, llegó a
convencerse a sí mismo de que él había estado realmente allí.
Todo esto requirió un proceso gradual, que tuvo lugar mientras Adam se iba
convirtiendo en un muchachuelo, seguido por su hermanastro. Adam y el pequeño
Charles se sentaban y mantenían un silencio respetuoso mientras su padre les
explicaba cómo este y aquel general habían planeado esta y aquella batalla, y por qué
y en qué momento se habían equivocado, y qué hubieran debido hacer realmente. Y
luego —él lo sabía entonces muy bien— había dicho a Grant y a McClellan que
estaban equivocados, y les había rogado que examinasen sus sugerencias. Pero ellos,
invariablemente, habían rehusado escucharlo, y sólo después se vio que tenía razón.
Hubo una cosa que Cyrus no hizo jamás, y quizá demostró ser prudente al obrar
así. Nunca dijo que hubiese tenido algún grado en el ejército, sino que siempre se
presentó como simple soldado. Soldado raso comenzó y soldado raso seguía siendo.
En el marco total de sus historias, resultaba ser el soldado raso más versátil y más
dotado del don de la ubicuidad de toda la historia militar. A veces parecía que hubiese
estado en tres o cuatro sitios al mismo tiempo. Pero, quizá de un modo instintivo,
nunca explicaba esas historias una después de otra. Alice y sus hijos tenían una
imagen muy completa de él: un soldado raso que estaba orgulloso de serlo, y que no
sólo tuvo la suerte de asistir a todas las acciones espectaculares e importantes, sino
que se metía libremente en los estados mayores y manifestaba su conformidad o su
desacuerdo con las decisiones de los generales.
La muerte de Lincoln fue un golpe muy duro para Cyrus. Se acordó siempre de la
impresión que le causó oír la noticia. Y no podía mencionar ese hecho u oír hablar de
él sin que acudiesen al instante lágrimas a sus ojos. Y aunque nunca lo dijo, daba la
impresión indudable de que el soldado raso Cyrus Trask había sido uno de los más
íntimos, queridos y fieles amigos de Lincoln. Cuando éste quería saber cómo andaba
realmente el ejército, el ejército de verdad, no esos figurines vanidosos recubiertos de
galones dorados, llamaba al soldado Trask. La forma en que Cyrus consiguió dar a
entender esto sin decirlo fue un triunfo de la insinuación. Nadie podía llamarle
embustero. Y ello se debía, sobre todo, a que la mentira se hallaba en su cabeza, y a
que ninguna de las verdades que pronunciaba su boca tenía el color de la mentira.
Muy pronto empezó a escribir cartas y artículos acerca de la dirección de las
operaciones bélicas, y sus conclusiones eran inteligentes y convincentes. La verdad es
que Cyrus demostró poseer una mente muy apta para las cuestiones de estrategia y de
táctica militares. Sus críticas, tanto acerca de cómo había sido dirigida la guerra como
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de la organización actual del ejército, eran muy lúcidas y penetrantes. Los artículos
que publicó en diversas revistas atrajeron la atención del público. Sus cartas al
Ministerio de la Guerra, que aparecían simultáneamente en varios periódicos,
comenzaron a tener una influencia inmediata en las decisiones que se tomaban en el
ejército. Quizá, si el Gran Ejército de la República no hubiese llegado a poseer un
peso político y unas directrices, su voz no hubiera resonado tan claramente en
Washington; pero el portavoz de un grupo de casi un millón de hombres no podía ser
ignorado así como así. Y Cyrus Trask llegó a ser esa voz en asuntos militares. No
tardaron en hacérsele consultas acerca de la organización del ejército y de las
relaciones con los oficiales, personal y equipo. Todos los que le escuchaban quedaban
convencidos de que se hallaban ante un experto. Poseía un verdadero talento para lo
militar. Más aún: era uno de los responsables de la organización del ejército como
una fuerza cohesiva y potente dentro de la vida nacional. Después de encargarse
gratuitamente de varios asuntos referentes a la organización militar, asumió la
dirección de un secretariado con sueldo, a título vitalicio. Viajó de un extremo a otro
del país asistiendo a convenciones, mítines y campamentos. Ésta fue su vida pública.
Su vida privada estuvo subordinada también a su nueva profesión e íntimamente
unida a ella. Era un hombre muy trabajador. Organizó su casa y su granja sobre una
base militar. Pidió y obtuvo informes sobre la administración de su economía privada.
Es probable que Alice lo prefiriese así, ya que no era una mujer muy habladora. Le
resultaba más fácil hacer un conciso informe. Estaba muy ocupada con los chicos,
con el cuidado de la casa y con la colada. Además, tenía que conservar su energía, si
bien no mencionó nunca eso en ninguno de sus oficios. Sin la menor advertencia
previa, su energía y sus fuerzas podían abandonarla, y entonces tenía que sentarse y
esperar a que le volviesen. Por la noche se despertaba a veces empapada en sudor. Se
daba perfecta cuenta de que lo que ella tenía se conocía por el nombre de tisis, y lo
hubiera incluso sabido aunque no se lo hubiese recordado una tosecilla dura y
extenuante. Ignoraba cuánto tiempo viviría. Algunas personas arrastraban la
enfermedad durante años. No había ninguna regla fija. Quizá no se atreviese a
mencionarlo a su marido, ya que éste tenía unos métodos para tratar la enfermedad un
tanto violentos. El dolor de estómago, por ejemplo, lo trataba con una purga tan
fuerte que era un milagro que el paciente sobreviviese. Si Alice le hubiese
mencionado cómo se encontraba, Cyrus hubiera sido capaz de imponerle un
tratamiento que la hubiera mandado al otro mundo antes de que la tuberculosis lo
hiciera. Además, a medida que Cyrus se iba volviendo más militar, su esposa
aprendió que la única técnica gracias a la cual puede sobrevivir un soldado era pasar
siempre inadvertida, no hablar jamás a menos que le preguntasen, hacer
exclusivamente lo que se le pedía y no tratar de ascender. Se convirtió en un soldado
raso de retaguardia. La vida le resultaba así mucho más fácil. Alice se colocó en un
último plano, hasta volverse casi invisible.
Los niños fueron las verdaderas víctimas. Cyrus había decidido que, si bien el
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ejército no era todavía perfecto, sin embargo constituía la única profesión honorable
para un hombre. Lamentó el hecho de que no pudiese seguir en el servicio activo a
causa de su pata de palo, pero no podía imaginar para sus hijos otra carrera que la de
las armas. Estaba convencido de que debía empezarse como un simple soldado raso,
como él había hecho. Además, su verdadera escuela había sido la experiencia, no los
mapas ni los libros de texto. Les enseñó la instrucción cuando apenas si sabían
caminar. Cuando estaban en la escuela primaria, el «cierren filas» y el «rompan filas»
era tan natural para ellos como la acción de respirar, y odiaban estas órdenes tanto
como al diablo. Los endurecía obligándoles a hacer ejercicios, y les marcaba el ritmo
golpeando con un bastón sobre su pata de palo; les obligaba a efectuar marchas de
varios kilómetros, llevando en la espalda mochilas cargadas de piedras, con el fin de
fortalecerles los hombros, y les hacía realizar constantemente prácticas de tiro en el
patio trasero de la casa.
Cuando un niño comprende por primera vez a los adultos, es decir, cuando se abre
paso por primera vez en su grave cabecita la idea de que los adultos no están dotados
de una inteligencia divina, de que sus juicios no son siempre acertados, ni su
pensamiento infalible, ni sus sentencias justas, su mundo se desmorona y la
desolación se apodera de él. Los dioses han caído y ha desaparecido toda seguridad.
Y además no caen un poquito, no, se destrozan y se hacen añicos, o bien se hunden en
las profundidades del estiércol. Es una tarea muy fatigosa la de reconstruirlos; ya no
vuelven a brillar jamás con su antiguo resplandor. Y el mundo infantil ya no vuelve a
ser jamás un mundo seguro. Es una manera muy dolorosa de crecer.
Adam descubrió a su padre. No es que éste hubiera cambiado, sino que de pronto
a Adam se le aclararon las ideas. Él siempre había detestado la disciplina, como todo
animal normal haría, pero también se percató de que era justa, verdadera e inevitable
como el sarampión, y de que no podía renegar de ella ni maldecirla; únicamente
odiarla. Y de pronto —fue algo muy repentino, algo así como un relámpago que
iluminó su cerebro—, Adam se dio cuenta de que, al menos, en lo que a él concernía,
los métodos de su padre no se relacionaban con nada en el mundo, a no ser con su
propio padre. Aquella técnica y aquel plan de entrenamiento no habían sido ideados
para los muchachos sino solamente para hacer de Cyrus un gran hombre. Y a la luz
del mismo súbito relámpago, Adam descubrió que su padre no era un gran hombre,
sino un hombrecillo de una enorme voluntad y muy endurecido, que llevaba un
voluminoso morrión de húsar. Es difícil precisar cuál fue la causa; ¿una mirada
furtiva, una mentira descubierta, un momento de vacilación?, pero lo cierto es que el
dios se hizo pedazos en aquella mente infantil.
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El pequeño Adam siempre fue un niño obediente que rehuía la violencia, la
discusión y las tensiones silenciosas —y no tan silenciosas— que suelen madurar en
las casas. En su búsqueda de la tranquilidad procuraba evitar todo signo de violencia
y de provocación; para ello se veía obligado a alejarse y a apartarse de los demás,
puesto que en todo ser siempre hay alguna violencia latente. Recubría su vida con un
velo de vaguedad, mientras que detrás de sus ojos tranquilos discurría una existencia
rica y plena, lo cual no le protegía de los ataques, pero sí le concedía una especie de
inmunidad.
Su hermanastro Charles, poco más de un año menor que él, crecía con el aplomo
que caracterizaba a su padre. Charles era un atleta nato, poseía un ritmo y una
coordinación instintiva de los movimientos, y estaba dotado de la voluntad de vencer
propia del auténtico deportista, que es la llave del éxito en el mundo.
El joven Charles siempre ganaba a Adam en competiciones que requiriesen
habilidad, fuerza o comprensión rápida, y lo hacía con tanta facilidad que pronto
perdió todo interés por rivalizar con su hermano y tuvo que buscar sus adversarios
entre los demás niños. Y poco a poco se fueron creando entre ambos unos lazos
afectivos más parecidos a los que existen entre hermano y hermana que a los que
debe haber entre hermanos del mismo sexo. Charles se peleaba con cualquier
muchacho que desafiase o se burlase de Adam, y, por lo general, siempre solía ser él
el vencedor. Protegía a Adam ante las reprimendas paternas, con mentiras e incluso
echándose la culpa de acciones que él no había cometido. Charles sentía por su
hermano el afecto que se suele tener por los seres indefensos y desamparados, por los
cachorros ciegos y por los recién nacidos.
Adam miraba, desde su cerebro retraído a lo largo de los prolongados túneles de
sus ojos, a las personas que poblaban su mundo: su padre, que al principio era una
fuerza natural provista de una sola pierna, que existía justamente para hacer que los
pequeños se sintiesen todavía más pequeños y más estúpidos, y que se diesen cuenta
de su estupidez; luego —tras la caída del dios— su padre le pareció el policía
impuesto por nacimiento, el oficial a quien se podía engañar, o embaucar, pero jamás
desafiar. Y al extremo de los largos túneles de sus ojos, Adam veía a su hermanastro
Charles como a un brillante ser de otra especie, dotado de músculos y huesos,
velocidad y viveza, situado en un plano muy superior, donde se le tenía que admirar
del mismo modo que se admira el suave y felino peligro representado por un leopardo
negro, sin que nunca se nos ocurra compararnos ni por casualidad con él. Pero
tampoco se le habría ocurrido nunca convertir a su hermanastro en su confidente,
hablarle de sus ansias, de sus grises sueños, de los planes y de los placeres silenciosos
que yacían al fondo del túnel de sus ojos. Ello le hubiera parecido tan absurdo como
confiar sus cuitas a un hermoso árbol o a un faisán en pleno vuelo. Adam estaba
contento con Charles de la misma manera que una mujer está contenta con un gran
diamante, y dependía de su hermano de la misma manera que una mujer depende del
centelleo del diamante y de la seguridad que le da su valor; pero amor, afecto, ternura
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eran cosas que estaban fuera de su comprensión.
Respecto de Alice Trask, Adam ocultaba en su pecho un sentimiento muy
parecido a la más profunda vergüenza. Ella no era su madre, y eso él lo sabía porque
se lo habían dicho muchas veces, no de forma expresa, sino por el tono con que
fueron pronunciadas determinadas frases; también sabía que su madre había hecho
algo vergonzoso, como por ejemplo, olvidarse de dar de comer a las gallinas o errar
el blanco en los ejercicios de tiro. Y como resultado de su falta, ya no estaba allí.
Adam pensó varias veces que, si pudiese llegar a saber cuál había sido el pecado
cometido por su madre, también él lo cometería para poder marcharse de allí.
Alice trataba a los niños por igual, los lavaba y les daba de comer, cediendo el
resto a su padre, quien había dejado muy claro que la educación física y mental de los
niños era exclusivamente de su incumbencia. Ni los castigos ni los premios quería
delegarlos en otra persona. Alice jamás se quejó, protestó, rió o lloró. Su boca se
reducía a una línea que no ocultaba nada, pero que tampoco ofrecía nada. Sin
embargo, una vez, cuando todavía era pequeño, Adam penetró silenciosamente en la
cocina. Alice no advirtió su presencia; estaba zurciendo calcetines, y sonreía. Adam
se retiró sin ser visto, salió de la casa, se metió en el bosquecillo trasero y se refugió
en un escondrijo junto a un tocón que conocía muy bien. Se agazapó entre las raíces
protectoras, pues se sentía tan turbado como si la hubiese visto desnuda. Respiraba
entrecortadamente, lleno de excitación, porque había visto a Alice desnuda, o lo que
es lo mismo, sonriendo. Se preguntó cómo se había atrevido a mostrarse con tal
desvergüenza. Y la anheló con un deseo vehemente, cálido y apasionado. No se daba
cuenta de que, en realidad, su apasionamiento se debía a la falta de arrullos, de
balanceo en la cuna y de caricias; al hambre de pecho y pezón, a la nostalgia de una
falda suave y acogedora, y de una voz llena de amor y de compasión; y lo ignoraba
porque jamás había sabido que tales cosas existiesen. ¿Cómo podía, pues, echarlas de
menos?
Desde luego se le ocurrió que podía estar equivocado, que alguna sombra había
caído sobre su rostro y le había enturbiado la vista. Así que evocó de nuevo la nítida
imagen en su mente y advirtió que los ojos también sonreían. La luz huidiza podía
producir uno u otro efecto, pero no ambos.
La acechó, entonces, como si se tratase de una pieza de caza, como había
acechado a las marmotas en la loma cuando, día tras día, había yacido inanimado
como una piedra, observando cómo las viejas y cansadas marmotas sacaban a sus
hijuelos para que tomasen el sol. Espiaba a Alice, oculto y desde los ángulos más
insospechados, y comprobó que no se había equivocado. Algunas veces, cuando ella
estaba sola y creía que nadie la observaba, permitía a su espíritu jugar en un jardín, y
entonces sonreía. Y era algo asombroso ver con cuánta rapidez hacía desaparecer la
sonrisa, de la misma manera que las marmotas se escabullen con sus pequeños dentro
de sus madrigueras.
Adam ocultó su tesoro en lo más profundo de sus túneles, pero se sentía inclinado
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a corresponder de alguna forma a aquel gozo. Alice empezó a encontrar regalos —en
su cesto de costura, en su monedero usado, bajo su almohada—: dos claveles de
canela, una pluma de la cola de un pájaro azul, media barra de lacre verde, un
pañuelo robado. Al principio, Alice se sintió sorprendida, pero pronto se le pasó, y
cuando se encontraba algún presente inesperado, destellaba en su rostro la sonrisa del
jardín, para desaparecer al instante del mismo modo en que una trucha cruza el
cuchillo de un rayo de sol en un estanque. No hacía preguntas ni comentarios.
Por la noche, su tos arreciaba, y era tan fuerte y seguida que al final Cyrus tuvo
que mandarla a dormir a otra habitación o de lo contrario él no hubiera podido
conciliar el sueño. Pero iba a verla muy a menudo, saltando sobre su único pie
desnudo y apoyándose con la mano en la pared. Los niños oían y sentían la
trepidación que producía su cuerpo en toda la casa, cuando iba o venía, saltando, del
lecho de Alice.
A medida que Adam crecía, temía una cosa por encima de todas: el día en que
tuviese que alistarse en el ejército. Su padre ponía gran empeño en que no olvidase
que ese día llegaría, y le hablaba de él a menudo. Adam necesitaba ingresar en el
ejército si quería llegar a ser un hombre. Charles ya era casi un hombre; y con quince
años, era un hombre mucho más peligroso que Adam con sus dieciséis.
El afecto entre los dos muchachos aumentó con los años. Es posible que el desprecio
formase parte de los sentimientos de Charles, pero se trataba de un desprecio
protector. Una tarde, los dos chicos estaban jugando a un nuevo juego —la billalda—
en el patio delantero. Había que poner en el suelo un bastoncillo puntiagudo y golpear
con un palo cerca de uno de los extremos. El bastoncillo saltaba por los aires, y
entonces había que golpearlo con el palo y arrojarlo tan lejos como fuese posible.
Adam no sobresalía en los juegos, pero por alguna casualidad fortuita, ganó a su
hermano en esta ocasión. Por cuatro veces arrojó el bastoncillo más lejos que Charles.
Aquello fue para él una nueva experiencia, y la sangre afluyó a su rostro, pero olvidó
mirar a su hermano para darse cuenta de su estado de ánimo, como siempre solía
hacer. La quinta vez que golpeó el bastoncillo, éste salió volando y zumbando como
una abeja, y fue a caer muy lejos. Se volvió loco de alegría a mirar a Charles, y de
repente sintió que se le helaba la sangre en las venas. La expresión de odio del rostro
de Charles lo aterrorizó.
—Ha sido por casualidad —aseguró mansamente—. Te prometo que no volveré a
hacerlo.
Charles colocó su bastoncillo, lo golpeó y, cuando salió por los aires, falló el
golpe. Entonces se dirigió lentamente hacia Adam, mirándolo fría y
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despiadadamente. Adam se hizo a un lado, lleno de terror. No se atrevía a volverse y
echar a correr, porque sabía que su hermanastro lo alcanzaría. Dio algunos pasos
atrás, con una expresión de espanto en los ojos y la garganta seca. Charles se acercó
aún más y le golpeó en el rostro con su palo. Adam se cubrió la nariz, que sangraba,
con ambas manos, y Charles blandió de nuevo su palo y lo golpeó en la espalda,
dejándolo sin aliento; realizó de nuevo un molinete y lo golpeó en la cabeza,
haciéndole caer desvanecido. Y mientras Adam yacía en el suelo inconsciente,
Charles le dio puntapiés en el estómago, y después se marchó.
Transcurridos unos instantes, Adam recuperó el conocimiento. Respiró con
dificultad, debido al dolor que sentía en las costillas. Trató de enderezarse, y cayó
nuevamente de espaldas, acosado por el dolor de los lastimados músculos de su
estómago. Vio a Alice asomada a una ventana, y descubrió en su rostro algo que
jamás había visto antes. No sabía qué era, pero no le pareció ni suave ni tierno, sino
más bien todo lo contrario. En el instante en que ella se percató de que estaba
mirándola, corrió las cortinillas y desapareció. Cuando finalmente Adam consiguió
levantarse del suelo y caminar, encorvado, hacia la cocina, encontró allí una
palangana de agua caliente y junto a ella una toalla limpia. Al mismo tiempo oyó la
tos de su madrastra, allá arriba en su habitación.
Charles poseía una gran cualidad. Jamás pedía disculpas. Jamás. Nunca mencionó
la paliza, y aparentemente no volvió a pensar en ella. Sin embargo, Adam dejó bien
sentado que jamás volvería a ganar en nada. Siempre había sentido el peligro
encamado en su hermanastro, pero ahora comprendió que jamás debía ganar, a menos
que estuviese preparado para matar a Charles. Éste no se disculpaba ni lo lamentaba.
Había hecho simplemente lo que le correspondía.
Ni Charles ni Adam dijeron una palabra a su padre de la paliza, y Alice
seguramente tampoco, y, sin embargo, él parecía estar enterado de ello. En los meses
que siguieron, demostró una ternura especial hacia Adam. Le hablaba con dulzura, y
no volvió a castigarlo. Casi todas las noches le sermoneaba, pero no de un modo
violento. Y Adam temía más ese trato bondadoso que la violencia, porque le parecía
que estaba siendo tratado como una víctima propiciatoria, como si toda aquella
amabilidad no presagiase otra cosa que la muerte, de la misma manera que las
víctimas destinadas al altar de los dioses eran mimadas y halagadas para conseguir
que se dirigiesen con ánimo alegre a la piedra de los sacrificios y no ultrajasen a las
divinidades con su desdicha.
Cyrus explicó tranquilamente a Adam cuál era la naturaleza del soldado. Y
aunque sus conocimientos provenían más del estudio que de la experiencia, eran
ciertos y exactos. Habló a su hijo de la triste dignidad que reviste al soldado y de
cómo el soldado es necesario, a la luz de todos los fracasos del hombre como castigo
por su fragilidad. Es posible que Cyrus descubriese en sí mismo estas verdades a
medida que las iba diciendo. No quedaba en él rastro alguno de la jactanciosa y
fanfarrona belicosidad de sus años mozos. Las humillaciones se acumulaban sobre el
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soldado, según dijo Cyrus, para que así, cuando llegue la hora, no pueda resentirse
por la última humillación: una muerte vil y absurda. Y Cyrus hablaba sólo con Adam,
sin permitir a Charles que asistiese a sus conferencias.
Cyrus se llevó un día a Adam a dar un paseo, a última hora de la tarde, y las
negras conclusiones de todas sus cavilaciones y estudios surgieron y se alzaron
tremebundas ante su hijo. Su padre le dijo:
—Tienes que saber que el soldado es el más santo de todos los humanos, porque
es el que más pruebas tiene que pasar, más que todos. Voy a intentar que me
comprendas. Mira: durante todo el transcurso de la historia se ha enseñado a los
hombres que matar es una mala acción y que no debe tolerarse. Todo aquel que mata
debe ser aniquilado porque ha cometido un gran pecado, quizás el peor pecado que se
conoce. Pero luego, he aquí que agarramos a un soldado y depositamos la muerte en
sus manos diciéndole: «Úsala bien, úsala sabiamente». No le ponemos ninguna clase
de limitación. «Ve», le decimos, «y mata a tantos de tus hermanos como puedas». Y
lo recompensamos por ello, porque constituye una violación de lo que se nos había
enseñado primero.
Adam se humedeció los labios resecos, trató de hablar sin conseguirlo, y por
último logró decir:
—¿Por qué lo hacen? ¿Por qué es así?
Cyrus se sintió profundamente conmovido y habló como jamás lo había hecho.
—Lo ignoro —respondió. He estudiado cómo son las cosas, y quizás he
aprendido algo, pero estoy todavía muy lejos de saber por qué son como son. Y no
debes esperar que los hombres comprendan la razón de sus acciones. Muchas cosas
se hacen de un modo instintivo, de la misma manera que una abeja hace miel o una
zorra hunde sus patas en el curso de un riachuelo para engañar a los perros. La zorra
es incapaz de decir por qué actúa así, y la abeja, probablemente, no recuerda el
invierno ni espera que éste vuelva. Cuando supe que tendrías que abandonarme,
pensé que no debía entrometerme en tu futuro para que así fueras capaz de hallar tu
propio camino, pero después me pareció mejor ayudarte con lo poco que yo sé.
Pronto te irás, ya tienes la edad.
—No quiero irme —protestó Adam prontamente.
—Pronto te irás —repitió su padre, sin prestar oído a las palabras de su hijo—. Y
quiero advertirte, para que no te sientas sorprendido. Primero, arrancarán tus vestidos,
pero no se detendrán ahí. Te despojarán de la última sombra de dignidad que te quede
y perderás lo que tú crees que es tu decente derecho a la vida y al respeto ajeno. Te
harán vivir, comer, dormir y hacer tus necesidades en compañía de otros hombres. Y
cuando te vuelvan a vestir, serás incapaz de distinguirte de los demás. No te
permitirán llevar ni siquiera un rasguño ni prenderte una nota en el pecho que diga:
«Soy yo, diferente del resto».
—Yo no quiero hacer eso —repuso Adam.
—Más adelante —prosiguió Cyrus, no pensarás nada que los otros no piensen, ni
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pronunciarás una palabra que los otros no digan. Y harás las cosas porque los otros
también las harán. Sentirás el peligro de una manera diferente: como un peligro
común a todo el rebaño de hombres que piensan y que actúan del mismo modo.
—¿Y qué ocurrirá si yo me rebelo? —preguntó Adam.
—Sí —dijo Cyrus—, eso sucede a veces. De vez en cuando hay un hombre que
se niega a hacer lo que exigen de él. Pero ¿sabes qué ocurre? La máquina entera se
dedica fríamente a destruir esa diferencia. Golpean el espíritu y los nervios de aquel
hombre, su cuerpo y su alma, con barras de hierro, hasta que por último aquel
peligroso sentimiento diferencial huye de él. Y si se resiste a abandonarlo, lo arrojan
a la cuneta y lo dejan pudriéndose allí, para no ser ni parte de ellos ya, ni libre
todavía. Es mejor acceder a lo que exigen. Si actúan así, es sólo para protegerse. Un
ente tan triunfalmente ilógico, tan hermosamente desprovisto de sentido como es un
ejército, no puede permitir que una interrogación o una pregunta lo debiliten. En su
seno, si uno no se afana para hallar otras cosas con que compararlo, o para mofarse
de él, se puede ir descubriendo, lentamente pero de un modo seguro, una razón y una
lógica y algo así como una terrible belleza. El hombre capaz de aceptarlo no es
siempre un hombre inferior sino que a veces se cuenta entre los mejores. Presta
mucha atención a lo que digo, porque he pensado mucho en ello. Hay hombres que
siguen el terrible camino de las armas, son incapaces de resistirlo y pierden toda su
personalidad. Pero es que, cuando lo emprendieron, ya no tenían mucha. Y tal vez tú
seas uno de éstos. Pero hay otros que se hunden y se sumergen en el anonimato, para
resurgir siendo aún más ellos mismos que antes, porque han perdido una brizna de
vanidad y han ganado, a cambio, todo el lustre de la compañía y del regimiento. Si
puedes llegar al fondo de esa sima, podrás después levantarte más alto de lo que
puedas imaginar, y conocerás una santa alegría, una camaradería casi igual a la de
una celestial compañía de ángeles. Entonces serás capaz de conocer las cualidades de
los hombres, aunque éstos no las manifiesten con las palabras. Pero para eso es
necesario, primero, que llegues hasta el fondo.
Cuando regresaban a la casa, Cyrus dobló a la izquierda y entró en el bosquecillo
que había detrás, donde reinaba la penumbra. De pronto, Adam dijo:
—¿Ve usted aquel tocón, padre? Yo solía esconderme entre sus raíces, en el
extremo más alejado. Después de un castigo me ocultaba allí, y otras veces iba
simplemente porque me sentía mal.
—Vamos a verlo —le propuso su padre. Adam lo acompañó hasta allí, y Cyrus se
agachó para ver el agujero, semejante a un nido, que se abría entre las raíces—. Hace
mucho tiempo que lo conocía —confesó. Una vez, cuando desapareciste por largo
tiempo, se me ocurrió pensar que debías de tener algún escondrijo como éste, y lo
descubrí porque comprendí qué clase de lugar habrías escogido. Mira cómo la tierra
está apisonada y las briznas de hierba aplastadas. Y mientras estabas metido ahí,
desmenuzabas pedacitos de corteza. Cuando lo descubrí comprendí enseguida que
éste era tu escondrijo.
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Adam miraba a su padre con expresión de asombro.
—Jamás vino a buscarme aquí —dijo.
—No —replicó Cyrus—. No lo hubiera hecho. Nunca hay que llevar a un hombre
hasta el límite. No lo hubiera hecho. Siempre hay que dejar una puerta abierta antes
de la muerte. ¡Recuerda esto! Era consciente de lo extraordinariamente severo que era
contigo. No quería acorralarte al borde del precipicio, sin escapatoria posible.
Salieron de entre los árboles. Cyrus prosiguió:
—¡Quiero decirte tantas cosas! Pero las he olvidado casi todas. Quiero decirte que
un soldado renuncia a mucho para recibir algo. Desde el día de su nacimiento, cada
circunstancia, cada ley y orden y derecho enseñan al hombre a proteger su propia
vida. Desde su más tierna edad está dotado de este gran instinto, y la vida no hace
sino confirmarlo. Pero luego se convierte en un soldado, y debe aprender a violar
todas estas enseñanzas, debe aprender fríamente a ponerse en situación de perder su
propia vida sin volverse loco. Y si eres capaz de hacerlo (muchos, fíjate bien, no
pueden), entonces poseerás el mayor don de todos. Mira, hijo mío —dijo Cyrus
solemnemente—, casi todos los hombres son víctimas del miedo, sin que lleguen a
saber qué les causa ese miedo: sombras, perplejidades, peligros innominados e
indeterminados, el temor a una muerte solapada. Pero si consigues llegar a enfrentarte
no con sombras, sino con una muerte real, descrita y reconocible, por bala o sable,
flecha o lanza, entonces ya no necesitas sentir temor, o por lo menos no de la misma
manera en que antes lo sentías. Entonces serás un hombre distinto de los demás
hombres, te sentirás seguro cuando ellos griten llenos de terror. Ésta es la gran
recompensa; quizá la única recompensa. Tal vez sea la pureza final, ribeteada de
inmundicia. Ya es muy tarde. Mañana por la noche quiero hablar otra vez contigo,
cuando ambos hayamos tenido tiempo de reflexionar sobre lo que hoy te he dicho.
—¿Por qué no le habla así a mi hermano? —preguntó Adam—. Él es mucho más
capaz que yo.
—Charles no se irá —aseguró Cyrus—. No tendría ningún sentido.
—Pero sería mucho mejor que yo.
—En apariencia sólo —contestó Cyrus—. No por dentro. Charles no tiene miedo,
así es que nunca podrá aprender nada acerca del valor. No conoce nada de sí mismo,
de modo que jamás podrá obtener las cosas que he tratado de explicarte. Hacerlo
ingresar en el ejército sería la manera de dar rienda suelta a unos instintos que en
Charles deben estar encadenados, jamás libres. No me atrevo a dejarlo ir.
—Usted nunca lo castiga, le deja vivir su vida, lo alaba, jamás lo reprende, y
ahora le permite que no vaya al ejército —se lamentó Adam.
Se interrumpió, asustado por lo que había dicho, temeroso de la ira, el desprecio o
la violencia que sus palabras podían desencadenar.
Su padre no replicó. Salieron del bosquecillo, y Cyrus caminaba con la cabeza tan
abatida, que la barbilla le descansaba sobre el pecho, y el movimiento de su cadera,
cada vez que la pata de palo golpeaba el suelo, era monótono. Ésta describía un
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semicírculo lateral a cada paso que daba.
Reinaba ya una completa oscuridad, y la luz dorada de las lámparas brillaba a
través de la puerta abierta de la cocina. Alice acudió al umbral y atisbó al exterior,
tratando de descubrirlos con la mirada, hasta que oyó los pasos desiguales que se
aproximaban. Entonces se retiró al interior de la cocina.
Cyrus se dirigió hacia la escalera de la cocina, y allí se detuvo e irguió la cabeza.
—¿Dónde estás? —preguntó.
—Aquí, detrás de usted, aquí.
—Me has hecho una pregunta. Creo que no te la he respondido. Tal vez sea bueno
o tal vez sea malo responderla. No eres muy listo. No sabes lo que quieres. No tienes
orgullo ni fiereza. Permites que los demás te pisoteen. A veces pienso que eres un
mequetrefe canijo que jamás llegará a ser un perro de presa. ¿Responde esto a tu
pregunta? Te quiero más a ti. Siempre te he querido más. Quizá no hago bien en
decírtelo, pero es así. Te quiero más. Por otra parte, ¿por qué tenía que tomarme el
trabajo de hacerte daño? Ahora cállate y ve a cenar. Mañana por la noche hablaremos.
Me duele la pierna.
Cenaron en silencio, sólo interrumpido por el ruido que hacían al sorber la sopa y al
masticar. Cyrus agitaba la mano para alejar las mariposillas nocturnas del quinqué de
petróleo. A Adam le parecía que su hermano le observaba en secreto. Y atrapó una
furtiva mirada de Alice, una vez que levantó de pronto la cabeza. Cuando hubo
terminado de cenar, Adam separó la silla y se puso en pie.
—Me parece que voy a dar una vuelta —dijo.
—Voy contigo —le indicó Charles, y se levantó a su vez.
Alice y Cyrus vieron cómo se iban, y luego ella le hizo una de sus raras
preguntas.
—¿Qué has hecho? —le interrogó con nerviosismo.
—Nada —respondió él.
—¿Quieres que se vaya?
—Sí.
—¿Lo sabe él?
Cyrus miró fríamente, por la puerta abierta, hacia la oscuridad exterior.
—Sí, lo sabe.
—No le gustará. Eso no es para él.
—No importa —dijo Cyrus, y repitió más fuerte: No importa. Pero el tono de su
voz decía: «Cállate. Esto no te concierne». Permanecieron silenciosos unos instantes,
hasta que él dijo, como si quisiera excusarse:
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—Parece que sea hijo tuyo.
Alice no replicó.
Los dos muchachos caminaban por la carretera en sombras, surcada por las
rodadas de los carros. Frente a ellos divisaban unas cuantas lucecillas apiñadas, que
mostraban el emplazamiento del pueblo.
—¿Quieres que vayamos allá a ver qué pasa en la taberna? —preguntó Charles.
—No se me había ocurrido —respondió Adam.
—Entonces, ¿por qué demonios sales a pasear de noche?
—No era necesario que tú vinieses —dijo Adam.
Charles se acercó a él.
—¿Qué te ha dicho esta tarde? Vi que salíais a pasear juntos. ¿Qué te dijo?
—Me habló del ejército, como siempre.
—Me parece que no fue así —contestó Charles, desconfiado—. Lo vi inclinarse
confidencialmente, hablando como habla a los hombres, no contando cosas, sino
hablando.
—Me estaba contando cosas —aseguró Adam, pacientemente, y tuvo que retener
el aliento, porque empezaba a hacérsele un nudo en la garganta. Hizo una aspiración
profunda y sostenida, para tratar de dominar su temor incipiente.
—¿Qué te contó? —volvió a preguntar Charles.
—Me habló del ejército y de cómo debe ser un soldado.
—No te creo —insistió Charles—. Creo que eres un asqueroso embustero. ¿Qué
estás tratando de ocultar?
—Nada —replicó Adam.
—La loca de tu madre se ahogó. A lo mejor lo hizo después de mirarte. Sí, por
eso debió de hacerlo —le espetó Charles con aspereza.
Adam expulsó lentamente el aire retenido, tratando de dominar aún su angustioso
temor. Pero no pronunció palabra.
—¡Estás tratando de quitármelo! No sé qué te propones con ello. ¿Qué es lo que
te propones? —gritó Charles.
—Nada —volvió a replicar Adam.
Charles dio un salto y se interpuso en su camino, obligando a Adam a detenerse;
ambos quedaron frente a frente, pecho contra pecho. Adam retrocedió, pero con la
mayor precaución, como si se apartase de una serpiente.
—¡Su cumpleaños, por ejemplo! —gritó Charles—. Reuní seis pavos y le compré
un cuchillo de montaña fabricado en Alemania, con tres hojas y un sacacorchos, y
cachas de nácar. ¿Dónde está ese cuchillo? ¿Le has visto usarlo alguna vez? ¿Te lo ha
dado a ti, acaso? Jamás vi que lo afilase. ¿Lo llevas en el bolsillo? ¿Qué hizo con él?
«Gracias», se limitó a decirme. Y eso es lo último que supe de ese cuchillo alemán
con cachas de nácar que me costó seis pavos.
Su voz denotaba ira y Adam sintió que su miedo iba en aumento; pero también
sabía que aún disponía de unos instantes. Conocía ya de sobra aquella máquina
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destructora que trituraba todo lo que se interponía en su camino. Primero venía la ira;
después un frío sentimiento de dominio de sí mismo; una mirada implacable y una
sonrisa satisfecha, sin pronunciar palabra, emitiendo sólo un murmullo inarticulado.
Cuando eso ocurría, el asesinato era factible; pero un asesinato frío y calculado,
ejecutado con unas manos que trabajaban con precisión y delicadeza. Adam tragó
saliva para humedecer su reseco gaznate. No se le ocurría nada que su hermano
quisiese escuchar; sabía que en ese estado Charles no prestaba atención a nada. Se
erguía sombrío enfrente de Adam, tajante, amenazador, pero sin agacharse todavía. A
la luz de las estrellas, sus labios brillaban húmedos, pero ahora no sonreía y su voz
murmuraba sordamente imprecaciones y palabras de amenaza.
—¿Qué hiciste el día de su cumpleaños? ¿Te crees que no lo vi? ¿Te gastaste seis
pavos, o siquiera cuatro? Le diste un cachorro mestizo que encontraste en el bosque.
Te reías como un loco y decías que seria un buen perro para cazar perdices. Ese perro
duerme ahora en su habitación. Juega con él mientras lee. Le ha enseñado a hacer un
montón de cosas. Y ¿dónde está el cuchillo que yo le regalé? «Gracias», se limitó a
decir, «Gracias».
Charles hablaba en un susurro, y se dispuso a atacar.
Adam dio un salto desesperado hacia atrás, y levantó ambas manos para
resguardarse el rostro. Su hermano se movía con precisión, asegurando firmemente
cada pie al avanzar. Un directo lanzado con toda delicadeza abrió la guardia de
Adam, y al punto comenzó la fría y calculadora labor: un duro golpe en el estómago,
que obligó a bajar las manos a Adam; luego cuatro puñetazos a la cabeza. Adam
sintió cómo cedían el hueso y el cartílago nasales. Volvió a levantar las manos y esta
vez Charles le golpeó sobre el corazón. Y durante todo este tiempo, Adam miraba a
su hermano, como el condenado mira, sin ninguna esperanza y lleno de asombro, al
ejecutor.
De pronto, y ante su propia sorpresa, Adam lanzó un golpe flojo y aturdido con su
brazo extendido, sin fuerza ni dirección. Charles se agachó para esquivarlo, y el débil
brazo cayó alrededor de su cuello. Adam pasó entonces ambos brazos en torno a su
hermano y se aferró a él, sollozando. Sintió los duros y contundentes golpes sobre su
estómago, que le provocaban náuseas, pero no soltó el abrazo. El tiempo había
retardado su paso para él. Sintió cómo su hermano trataba de desasirse y se
zarandeaba para hacerle separar las piernas. Y sintió también cómo la rodilla de
Charles ascendía entre sus rodillas, rozándole los muslos, hasta que chocó
brutalmente con sus testículos. Un dolor agudo y terrible recorrió su cuerpo, y se
desasió. Se inclinó y vomitó, mientras el implacable vapuleo proseguía.
Adam sintió los golpes en las sienes, mejillas y ojos. Sintió cómo su labio se
partía y colgaba como un pingajo sobre los dientes, pero su piel parecía más dura y
embotada, como si todo él estuviese envuelto en goma maciza. Confusamente, se
preguntó por qué sus piernas no se doblaban, por qué no caía, por qué la
inconsciencia no se apoderaba de él. El vapuleo continuaba de forma indefinida. Oía
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respirar a su hermano con el jadeo rápido y explosivo de un herrero al golpear con su
martillo, y a la débil luz de las estrellas, le veía a través de la sangre mezclada con
lágrimas que manaban de sus ojos. Veía sus ojos inocentes e indiferentes, la ligera
sonrisa sobre los labios húmedos. Y mientras contemplaba todo esto, de pronto surgió
un relámpago de luz y tinieblas.
Charles se detuvo sobre él, aspirando con ansia el aire, como un perro exhausto.
Y luego se volvió y regresó lentamente hacia la casa, sobándose los nudillos
magullados.
Adam recuperó pronto el sentido, y se sintió lleno de terror. Su mente estaba
envuelta en una nebulosa lacerante. Sentía el cuerpo pesado, y el menor movimiento
le producía un enorme dolor. Pero lo olvidó casi instantáneamente, porque oyó unos
pasos apresurados en la carretera. El temor instintivo y vigilante de una rata se
apoderó de él. Se incorporó sobre sus rodillas y se arrastró hasta la cuneta de la
carretera. Había casi medio metro de agua en ella, y las márgenes estaban recubiertas
de altas hierbas. Adam se deslizó en silencio entre ellas y se metió en el agua,
teniendo cuidado de no chapotear.
Los pasos se aproximaron, se detuvieron, volvieron a oírse, y retrocedieron.
Desde su escondrijo, Adam veía tan sólo oscuridad por todas partes. Pero entonces se
encendió una cerilla de azufre, que ardió con una llamita azul hasta que el fuego llegó
a la madera, iluminando entonces grotescamente desde abajo el rostro de su hermano.
Charles levantó el fósforo y miró en derredor, y Adam vio que llevaba una pequeña
hacha en la mano derecha.
Cuando se apagó el fósforo la noche fue más oscura que antes. Charles avanzó un
poco y encendió otro fósforo, volvió a avanzar y encendió todavía un tercero.
Examinaba la carretera en busca de huellas. Por último abandonó su empeño.
Levantó la mano y arrojó la hachuela a lo lejos, hacia los campos. Y luego se dirigió
con pasos apresurados hacia las luces arracimadas del pueblo.
Adam permaneció largo tiempo en el agua helada. Se preguntaba qué sentía su
hermano, ahora que su ofuscación se iba disipando. Se preguntaba si sentiría pánico,
pena, remordimientos o nada en absoluto. Adam padecía todas esas cosas por él. Su
conciencia lo unía a su hermano y le hacía experimentar sus penas, del mismo modo
que otras veces le había hecho los deberes.
Adam salió del agua y se incorporó. Sus heridas se endurecían y la sangre
formaba una costra seca sobre su rostro. Pensó que lo mejor sería quedarse afuera, en
la oscuridad de la noche, hasta que su padre y Alice se fuesen a la cama. Comprendía
que sería incapaz de responder a ninguna pregunta, porque no sabía ninguna
respuesta, y tratar de encontrar alguna era demasiado para su pobre mente aturullada.
Empezaba a sentir vértigo, y en torno suyo veía lucir una franja de lucecitas azuladas.
Sabía que no tardaría mucho en desmayarse.
Caminó lentamente por la carretera, con las piernas muy abiertas. Al llegar a la
pendiente se detuvo, y miró ante sí. La lámpara que pendía de una cadena del techo
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formaba un círculo de luz amarillenta, que mostraba a Alice con su cestillo de la
labor en la mesa frente a ella. Al otro extremo, su padre mordisqueaba el mango de
madera de una pluma y, mojando ésta en una botella de tinta que tenía destapada ante
él, hacía asientos en su libro de registro, de cubiertas negras.
Alice, levantando la mirada de su labor, vio el rostro ensangrentado de Adam. Se
llevó una mano a la boca y puso sus dedos sobre los dientes inferiores.
Adam dio trabajosamente un paso, y luego otro, y se quedó apoyado en el umbral.
Entonces, Cyrus levantó a su vez la cabeza. Miró a su hijo con una curiosidad
distraída. Sólo muy poco a poco fue dándose cuenta de la naturaleza de la
interrupción. Se levantó sorprendido e interrogante. Metió la pluma en la botella y se
secó los dedos en los pantalones.
—¿Por qué te hizo eso? —preguntó con lentitud.
Adam trató de responder, pero su boca estaba reseca y no acertaba a articular
palabra. Volvió a humedecerse los labios y comenzó a sangrar de nuevo.
—No lo sé —respondió.
Cyrus se abalanzó hacia él y le agarró por el brazo con ademán tan fiero que el
muchacho retrocedió y trató de huir.
—¡No me mientas! ¿Por qué lo hizo? ¿Es que discutisteis acaso?
—No.
Cyrus lo zarandeó.
—¡Dímelo! Quiero saberlo. ¡Dímelo! ¡Tienes que decírmelo! ¡Haré que me lo
digas! ¿Oyes, maldito? ¡Siempre tratas de protegerlo! ¿Te crees que no lo sabía?
¿Creías que me engañabas? ¡Ahora dímelo, o por Dios que te obligaré a estar ahí de
pie toda la noche!
Adam trató de hallar una respuesta, pero finalmente dijo:
—Piensa que usted no le quiere.
Cyrus le soltó el brazo, volvió a su silla y se sentó. Golpeó la botella con la pluma
y miró, sin ver, su libro de registro.
—Alice —le ordenó—. Lleva a Adam a la cama. Tendrás que rasgarle la camisa,
supongo. Haz lo que puedas por él.
Se volvió a levantar y se dirigió al rincón donde pendían de unos clavos varios
chaquetones; rebuscó entre ellos para sacar su escopeta y, tras comprobar si estaba
cargada, salió a toda prisa de la estancia.
Alice levantó la mano, como si quisiera retenerlo con una soga de aire. Pero la
cuerda se rompió, y su rostro impasible ocultó sus sentimientos.
—Sube a tu cuarto —dijo—. Te traeré agua en una jofaina.
Adam yacía en el lecho, con la camisa remangada hasta la cintura, y Alice le daba
suaves golpecitos sobre las heridas con un pañuelo de hilo empapado en agua
caliente. Permanecía silenciosa, y de pronto continuó la interrumpida frase de Adam,
como si no hubiese existido un intervalo:
—Piensa que su padre no le quiere. Pero tú sí le quieres, siempre le has querido.
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Adam no respondió.
Ella prosiguió con suavidad:
—Es un muchacho extraño. Hay que conocerlo; para los que no le conocen tan
sólo es una corteza adusta y áspera, un carácter iracundo —se interrumpió por un
acceso de tos que le hizo volver el rostro e inclinarse, y cuando el acceso hubo
terminado, sus mejillas ardían y se sentía extenuada—. Hay que conocerlo —repitió
—. Durante largo tiempo me ha hecho pequeños regalos, cosillas que te parecería
raro que a él le llamasen la atención. Pero no me los da abiertamente, sino que los
oculta en lugares donde sabe que yo he de encontrarlos. Y aunque después lo mires
durante horas y horas, no hará el menor gesto que denote su autoría. Hay que
conocerlo.
Sonrió a Adam, y éste cerró los ojos.
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Capítulo 4
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—Sí, señor —respondió Adam.
Siempre me ha parecido extraño comprobar que, por regla general, son los hombres
como Adam los que se ven obligados a abrazar la profesión de las armas. A él no le
gustaba la lucha, y en lugar de aprender a amarla, como hacen algunos, cada vez
sentía mayor aversión por la violencia. Varias veces, sus oficiales le lanzaron miradas
reprobadoras cuando pensaban que sus enfermedades eran fingidas, pero jamás le
acusaron de nada. Durante aquellos cinco años de vida militar, Adam destacó en las
pruebas de precisión por encima de cualquier otro hombre del escuadrón; pero si
alguna vez mataba a algún enemigo, siempre era por casualidad, o por algún tiro de
rebote. Siendo como era un tirador de primera, dotado de muy buen ojo, poseía las
cualidades necesarias para errar el tiro siempre que se lo propusiera. Por esta época,
la guerra contra los indios se había convertido en una especie de peligroso pastoreo
de ganado humano: los indios se vieron obligados a sublevarse, y una vez entablada
la batalla, fueron masacrados y diezmados; los tristes y sombríos supervivientes
tuvieron que establecerse en terrenos estériles, donde se morían de hambre. No era un
trabajo muy agradable, pero, dado el desarrollo que estaba tomando el país, no había
más remedio que hacerlo así.
Para Adam, que era un simple instrumento y que no veía las futuras granjas, sino
tan sólo los vientres desgarrados de seres humanos como él, aquello era indignante e
inútil. Cuando disparaba su carabina, tratando de errar el blanco, estaba traicionado a
su regimiento, pero no le importaba. La semilla del pacifismo fue germinando en su
interior y llegó a convertirse en su razón de ser. Hacer daño a alguien, por la causa
que fuese, iba totalmente en contra de sus principios. Y tan obsesionado estaba con
este pensamiento, que lo convirtió en su máxima prioridad. Pero en su hoja de
servicios no hubo jamás la menor alusión a la cobardía. Por el contrario, recibió tres
menciones, y, finalmente, fue condecorado por su valor.
A medida que su repulsión a la violencia aumentaba, sus impulsos naturales se
volvieron más y más irracionales. Arriesgó su vida innumerables veces para rescatar
soldados heridos. Se ofreció como voluntario para trabajar en hospitales de campaña,
aunque se sintiese extenuado tras sus tareas diarias. Sus camaradas lo trataban con un
afecto algo despectivo, mezclado con el temor no manifestado que los hombres
sienten ante las reacciones que no comprenden.
Charles escribía con regularidad a su hermano, hablándole de la granja y del
pueblo, de las vacas enfermas, de una yegua preñada, de los nuevos pastos y de los
establos alcanzados por un rayo; de la muerte de Alice, víctima de la tuberculosis, y
del traslado de su padre a Washington para ocupar un cargo, remunerado y
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permanente, en el Ministerio de la Guerra. Al contrario que su carácter, huraño y
poco hablador, Charles escribía unas cartas muy largas. En ellas daba rienda suelta a
su soledad y a su desconcierto, y vertía sobre el papel muchas cosas que desconocía
de sí mismo.
Durante su ausencia Adam conoció a su hermano mejor de lo que lo había hecho
nunca. En aquel intercambio de cartas, creció una intimidad que ninguno de los dos
hubiera imaginado.
Adam guardaba una carta de su hermano, no porque la entendiese completamente,
sino porque le parecía que tenía un significado oculto que no podía acabar de
descifrar. Siempre comenzaba las cartas con la misma fórmula, para facilitarse el
difícil trabajo de escribir:
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«Continúo. Bueno, se me rompió la pluma. La punta se quebró. Tendré
que comprar otra en el pueblo… Estoy completamente entumecido».
«Quizá sería mejor que esperase a tener una nueva plumilla y que no te
escribiese con lápiz. Estaba yo sentado aquí, solo, en la cocina, con la
lámpara encendida, y me puse a pensar, era tarde, después de las doce, creo,
no miré la hora. El viejo gallo Black Joe emitió su canto desde el gallinero. Y
entonces la mecedora de madre crujió y pareció resonar por toda la casa,
como si estuviese balanceándose en ella. Tú sabes que estas cosas a mí no me
afectan, pero me hizo recordar tiempos pasados, ya sabes, como tú sueles
hacer a veces. Me parece que voy a romper esta carta porque no veo la
utilidad de escribir tonterías como éstas».
Ahora las palabras parecían escritas con apresuramiento, como si la mano que las
trazó no pudiese ir lo suficientemente deprisa:
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Esta parte no llevaba firma. Quizá Charles olvidó que había pensado destruirla, y la
envió como estaba. Pero Adam la conservó durante un tiempo, y cada vez que la
releía sentía un escalofrío, sin saber por qué.
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Capítulo 5
En el rancho de los Hamilton, los pequeños iban creciendo y cada año traía un nuevo
retoño a la familia. George era un muchacho alto y bien parecido, dulce y amable,
que desde la más tierna infancia se mostró siempre cortés y educado, constituyendo
uno de aquellos niños encantadores que nunca son motivo de preocupación. Heredó
de su padre el aseo corporal, y siempre parecía ir vestido impecablemente, aunque en
realidad no lo estuviese. George era un muchacho que desconocía el pecado, y todo
hacía presagiar que sería un buen hombre. Nunca lo acusaron de nada grave, y los
males que causó por descuido fueron sólo de menor envergadura. En mitad de su
vida, cuando comenzaban a conocerse esas cosas, se descubrió que tenía anemia
perniciosa. Es posible que su carácter virtuoso se debiera a una falta de energía.
Después de George venía Will, rechoncho e imperturbable. Will poseía poca
imaginación, pero estaba dotado de una gran energía. Desde su infancia fue un
trabajador infatigable. Era conservador, no sólo en política, sino en todo. Las ideas le
parecían revolucionarias y las evitaba con desconfianza y aversión. Le gustaba vivir
de forma que nadie pudiese recriminarle lo más mínimo y lo más parecido posible al
resto del mundo.
Quizá su padre era responsable de la aversión que Will sentía por cualquier
cambio o alteración. Cuando Will era aún un niño, su padre no llevaba el suficiente
tiempo en el valle Salinas para ser considerado «de los de toda la vida». En realidad,
era un extranjero, un irlandés. En aquella época, en Norteamérica no se sentía mucha
simpatía por los irlandeses. Se les menospreciaba bastante, particularmente en la
costa oriental, pero algo de este desprecio debió de haberse extendido también al
oeste. Y Samuel no sólo era un hombre que se adaptaba a todo, sino que además tenía
ideas innovadoras. En las comunidades pequeñas tales hombres son mirados siempre
con recelo, hasta que consiguen demostrar que no constituyen un peligro para los
demás. Un hombre risueño como Samuel, lleno de energía y vitalidad, podía y puede
originar muchas complicaciones. Puede, por ejemplo, resultar demasiado atractivo
para las esposas de hombres que se saben vulgares. Luego estaba su educación y su
cultura, los libros que trajo consigo y que prestaba, sus conocimientos acerca de cosas
que no se podían comer ni utilizar o con las que no se podía cohabitar, su interés por
la poesía y su respeto por la buena literatura. Si Samuel hubiese sido un hombre rico
como los Thome o los Delmar, dueños de enormes mansiones y de vastas extensiones
de tierras, hubiera poseído una gran biblioteca.
Los Delmar la tenían; poseían una estancia con paneles de roble donde no había
más que libros. Samuel, que se los había ido pidiendo prestados, había leído más que
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los propios Delmar. En aquellos días se comprendía que un hombre rico tuviese
cultura, que enviase a sus hijos al colegio, que llevase chaqué y camisa blanca, e
incluso corbata de pechera para asistir a una boda, y hasta que en los días festivos se
pusiera guantes y se limpiase las uñas. Puesto que las vidas y las prácticas de los ricos
eran un misterio, ¿quién se atrevería a decir lo que pueden usar o dejar de usar? Pero
un hombre pobre, ¿qué necesidad tenía de poesía, de pintura o de música que no
sirviese para cantar o bailar? Semejantes cosas no le servían ni le ayudaban a lograr
una buena cosecha, o a vestir a sus hijos, aunque fuese con harapos. Y si a pesar de
todo esto él se obstinaba en su empeño, quizá se debía a razones que no se atrevía a
revelar.
Samuel, por ejemplo, hacía dibujos de los aparatos que intentaba construir en
hierro o madera, lo cual estaba bien y se comprendía, e incluso era digno de envidia.
Pero en los márgenes de los planos hacía otros dibujos: a veces árboles, caras o
animales de todo tipo, y otras veces sólo figuras que nadie sabía qué eran. Y estas
últimas provocaban una risa embarazosa a los hombres que acudían a verlas.
Además, estaba el hecho de que nunca se sabía lo que Samuel diría, pensaría o haría.
Durante los primeros cinco años que Samuel vivió en el valle Salinas, su
presencia despertaba un vago recelo. Quizá Will, cuando era un chiquillo, escuchó
algunas conversaciones en la tienda del pueblo vecino de San Lucas. A los niños no
les gusta que sus padres sean diferentes de los demás. De ahí, quizá, su
conservadurismo. Más tarde, a medida que nuevos hijos fueron naciendo y creciendo,
Samuel fue aceptado paulatinamente por las gentes del valle, que terminaron por
sentirse orgullosas de él de la misma manera que el propietario de un pavo real se
vanagloria de su tesoro. Ya no le tenían miedo porque comprobaron que no seducía a
sus esposas, ni las apartaba de su dulce mediocridad. Cuando el valle Salinas se sintió
orgulloso de Samuel, el carácter de Will ya se había formado.
Hay ciertos individuos que a veces, sin merecerlo en absoluto, son elegidos de los
dioses. Lo obtienen todo sin el menor esfuerzo. Will Hamilton era uno de éstos, y los
dones que recibió fueron los únicos que él era capaz de apreciar. De muchacho ya
pudo considerarse afortunado. Así como su padre era incapaz de hacer dinero, Will
no podía evitar que éste afluyese a sus manos. Cuando Will Hamilton se dedicó a
criar gallinas y éstas empezaron a poner, el precio de los huevos aumentó. Cuando ya
era un muchacho formado, dos de sus amigos, que regentaban una tiendecita, llegaron
al borde de la quiebra. Pidieron a Will que les adelantase una pequeña cantidad para
afrontar la situación y se comprometieron a pagarle el 33 por ciento de interés. No es
que él fuera un usurero, sino que se limitó a darles lo que le pidieron. La tienda se
recuperó antes del año, y llegó a tener más adelante hasta tres sucursales. Hoy día,
sus descendientes forman parte de una gran cadena de alimentación que domina gran
parte de la comarca.
Will también entró en posesión de un taller de reparación de bicicletas como pago
de una deuda no saldada. Al poco tiempo, unos cuantos ricachones del valle
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comenzaron a comprar automóviles, y el mecánico de Will se encargó de reparar sus
averías. Will se sintió apremiado por un poeta lleno de determinación, cuyos sueños
consistían en cojinetes, ballestas y caucho. Este hombre se llamaba Henry Ford, y sus
planes parecían ridículos, si no ilegales. Will aceptó a regañadientes la mitad
meridional del valle como su área exclusiva de operaciones, y, transcurridos quince
años, el valle estaba atiborrado de Fords, y Will era un hombre rico que conducía un
Marmon.
Tom, el tercer hijo, se parecía más a su padre. Nació en un arrebato y vivió en un
torbellino. Tom irrumpió en la vida de cabeza. Era un gigante, tanto por su alegría
como por su entusiasmo. No descubrió el mundo ni a sus pobladores, sino que los
creó. Fue el primero que leyó los libros de su padre. Vivía en un mundo brillante y
fresco, y tan inocente como el paraíso al sexto día. Su espíritu retozaba como un
potro por los prados fértiles, y, cuando más tarde el mundo levantó vallas a su paso, él
se lanzó contra ellas, y cuando la última estacada lo rodeó, la embistió de cabeza y la
atravesó. Y así como era capaz de experimentar una alegría gigantesca, también podía
sentir una pena desmesurada; por eso, cuando murió su perro, el mundo se hundió
bajo sus pies.
Tom poseía la misma inventiva de su padre, pero era más atrevido. Intentaba
cosas que su padre nunca se hubiera atrevido a hacer.
Además, se sentía apremiado por una gran excitación sexual, cosa que jamás le
había pasado a Samuel. Tal vez la causa de que permaneciese soltero se hallaba en su
apremiante apetito sexual. Había nacido en el seno de una familia de estricta
moralidad. Pudiera ser que sus sueños y sus ardientes deseos, sus divagaciones y sus
deliquios sexuales lo hicieran sentirse indigno y lo empujasen a confiar sus cuitas y
lamentos a la soledad de las colinas. Tom era una bella mezcla de salvajismo y
ternura. Trabajaba hasta la extenuación para dar así salida a sus apremiantes
impulsos.
Los irlandeses suelen tener un excesivo buen humor, pero también van por el
mundo acompañados de un sombrío e inquietante fantasma que se cierne sobre sus
cabezas y penetra en sus pensamientos. Cuando ríen demasiado estrepitosamente, el
fantasma les mete un dedo en la garganta. Se condenan a sí mismos antes de que se
les culpe, lo que provoca que siempre estén a la defensiva.
Cuando Tom tenía nueve años, le preocupaba que su linda hermanita Mollie no
pudiera hablar normalmente. Le pidió que abriera la boca para examinarla, y
comprobó que ello se debía a una membrana que había bajo la lengua. «Puedo
arreglarlo», afirmó, y tras llevar a su hermana a un lugar secreto, lejos de la casa,
afiló su cortaplumas en una piedra y cortó el molesto frenillo. Luego, huyó y vomitó.
La casa de los Hamilton crecía a medida que la familia lo hacía. Había sido
diseñada para nunca ser terminada, así que se podían añadir cuantos cobertizos fuesen
necesarios. El comedor y la cocina originales pronto desaparecieron en el
maremágnum de estos cobertizos.
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Pero Samuel continuaba siendo pobre. Comenzó a adoptar la mala costumbre de
patentar sus inventos, una enfermedad de la que muchos son víctimas. Inventó una
pieza para una máquina trilladora que la hacía mejor, más barata y más útil que
cualquiera de las existentes. El agente de patentes le consumió los pequeños
beneficios que había obtenido aquel año. Samuel envió sus modelos a un fabricante,
quien rehusó los planos al instante, pero puso en práctica el método. Los años
siguientes fueron muy duros debido al dinero gastado en pleitear, y la sangría sólo
terminó con la pérdida del pleito. Fue la primera y amarga experiencia con la realidad
de que no se puede luchar contra el dinero sin él. Pero la fiebre de las patentes se
había apoderado de Samuel, y año tras año los pocos ahorros obtenidos con la
trilladora y la herrería iban desapareciendo. Los pequeños Hamilton andaban
descalzos y llevaban los abrigos despedazados, y a veces la comida escaseaba, todo
para poder pagar los frágiles documentos azules con ruedas dentadas, planos y
alzados.
Hay hombres que tienen gran imaginación y otros que son de lo más simplones.
Samuel y sus hijos Tom y Joe pertenecían a los primeros, mientras que George y Will
encajaban mejor en el segundo grupo. Joseph era el cuarto vástago, un muchacho
algo atontado, muy querido y protegido por toda la familia. Pronto descubrió que la
mejor forma de no hacer nada era adoptar un aspecto desvalido y bobalicón. Todos
sus hermanos eran trabajadores duros e infatigables. Resultaba más fácil hacer el
trabajo de Joe que obligar a éste a que lo hiciera. Su padre y su madre lo tomaban por
un poeta, ya que no servía para nada. Y llegaron a decírselo tanto, que acabó por
creérselo, e incluso escribió versos fáciles para demostrarlo. En realidad Joe era un
perezoso, y no sólo físicamente, sino que a buen seguro también mentalmente.
Soñaba despierto, y su madre le quería más que a los otros porque estaba convencida
de que era el más indefenso. Pero, de hecho, era el más listo, porque siempre
conseguía lo que deseaba con el mínimo de esfuerzo. Joe era el niño mimado de la
familia.
En los tiempos feudales, la falta de aptitud en el manejo de la espada y de la lanza
conducía a un joven a la Iglesia; en el seno de la familia Hamilton la falta de aptitud
de Joe para el trabajo en la granja y en la forja le condujo hacia una educación
superior. No era ni enfermizo ni débil, pero no estaba muy dotado físicamente;
montaba muy mal a caballo y además detestaba a estos animales. Toda la familia rió
con afecto ante la idea de que Joe quisiera aprender a arar; el primer surco que trazó
era tortuoso y serpenteaba como un río en el llano, y el segundo tocaba en un punto al
primero, luego lo cruzaba y se perdía en la nada.
De forma gradual fue abandonando todas las labores agrícolas. Su madre decía
que tenía la cabeza en las nubes, como si eso constituyese una virtud singular.
Después de que Joe hubo fracasado en todas las tareas que se le encomendaron,
su padre, desesperado, lo puso a apacentar sesenta ovejas. Ésta era la faena más fácil
de todas y la única que no requería ninguna habilidad especial. Todo lo que tenía que
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hacer era no separarse del rebaño. Pero Joe perdió las sesenta ovejas y no fue capaz
de encontrarlas, pues se habían resguardado a la sombra de un barranco seco. Según
la versión familiar, Samuel reunió a todos los suyos, chicos y chicas, y les hizo
prometer que se ocuparían de Joe cuando él faltase porque si no lo hacían, Joe, a buen
seguro, se moriría de hambre.
Entremezcladas con los muchachos, había cinco hijas en la familia Hamilton: la
mayor se llamaba Una, y era una muchacha reflexiva, estudiosa y triste; Lizzie, la
segunda —aunque creo que en realidad era la mayor porque llevaba el nombre de su
madre—, era una muchacha acerca de la cual sé muy pocas cosas. Pareció
avergonzarse muy temprano de su familia. Se casó muy joven y abandonó a los
suyos, y desde entonces sólo la veían en los funerales. Lizzie tenía una capacidad
para el odio y el desprecio que era única entre los Hamilton. Tuvo un hijo y cuando
éste creció y se casó con una joven que a Lizzie no le gustaba, dejó de dirigir la
palabra a su hijo durante muchos años.
Luego venía Dessie, cuya risa constante era una alegría para los demás y todos
preferían estar con ella que con cualquier otra persona, pues resultaba más divertido.
La siguiente hermana era Olive, mi madre. Y por último, venía Mollie, una
diminuta beldad de hermosa cabellera rubia y ojos color violeta.
Éstos eran los Hamilton, y fue casi un milagro que Liza, aquella personita
menuda e insignificante, fuese capaz de traerlos al mundo año tras año y de
alimentarlos, de amasar el pan, de hacerles vestidos, de educarlos y de inculcarles una
férrea moral.
Es sorprendente cómo Liza formó a sus hijos. No tenía la menor experiencia de la
vida ni educación y, si exceptuamos el largo trayecto desde Irlanda, nunca había
viajado. No había conocido otro hombre que su marido y consideraba el matrimonio
un deber cansado e incluso doloroso a veces. Una buena parte de su vida estuvo
consagrada a traer hijos al mundo y a criarlos. Su única fuente intelectual era la
Biblia, aparte de la conversación de Samuel y de sus propios hijos, pero casi nunca
les prestaba atención. Toda su historia y su poesía, su conocimiento de los hombres y
de las cosas, su ética, su código moral y su salvación, todo estaba condensado en
aquel único libro. Jamás se dedicó a estudiar la Biblia o a analizarla; se limitaba a
leerla. Los muchos pasajes en que parece contradecirse no la conturbaron lo más
mínimo. Al final llegó a conocerla tan bien, que la leía sin necesidad de fijarse en las
palabras.
Disfrutaba del aprecio de todos porque era una buena mujer y madre, y criaba
buenos hijos. Podía estar orgullosa de sí misma. Su marido, sus hijos y sus nietos la
respetaban. Su resistencia y fortaleza, su absoluto cumplimiento de las obligaciones,
su rectitud ante todos los contratiempos y desdichas hacían que todos le tuviesen
cierto temor, pero no afecto.
Liza odiaba las bebidas alcohólicas. Consideraba que beber alcohol, fuera de la
clase que fuera, era como atentar contra una deidad. No solamente rehusaba ingerirlo,
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sino que se oponía a que lo tomasen los demás. El resultado, naturalmente, fue que
Samuel, su marido, y todos sus hijos se morían de ganas de echar un trago.
En cierta ocasión en que Samuel estaba muy enfermo, preguntó a su mujer:
—Liza, ¿no crees que un vaso de whisky me haría bien? Y ella, apretando sus
pequeñas mandíbulas, le respondió: —¿Quieres presentarte ante el Señor con el
aliento apestando a licor?
¡Seguro que no!
Samuel dio media vuelta en el lecho y tuvo que soportar la enfermedad sin el
alivio del alcohol.
Cuando Liza andaba cerca de los setenta empezó a sufrir estreñimiento y el
médico le ordenó que tomase una cucharada de vino de Oporto como medicina.
Tragó a la fuerza la primera cucharada, hizo una mueca, pero no lo halló tan malo
como creía. Desde aquel momento, su aliento tuvo cierto olor a vino. Lo tomaba a
cucharadas, ya que era una medicina, pero al cabo de un tiempo se bebía más de un
cuarto al día, y era una mujer mucho más locuaz y feliz.
Samuel y Liza criaron a todos sus hijos y los vieron convertirse en adultos antes
de finalizar el siglo. En el rancho situado al este de King City creció toda una
generación de Hamilton. Y todos eran norteamericanos. Samuel nunca volvió a
Irlanda y poco a poco la fue olvidando por completo. Era un hombre demasiado
ocupado. No tenía tiempo para sentir nostalgia. El valle Salinas era su mundo. Un
viaje hasta Salinas, a noventa y seis kilómetros al norte, en el extremo superior del
valle, era un acontecimiento que proporcionaba materia de conversación para todo un
año, y con trabajar en el rancho y cuidar, alimentar y vestir a su numerosa familia ya
tenía suficiente, aunque no ocupaban todo su tiempo. Su capacidad y su energía eran
muy grandes.
Su hija Una era toda una empollona, seria y sombría, que se sentía muy orgullosa
de poseer una mente salvaje y aventurera. Olive se preparaba para sus exámenes, tras
una estancia en la escuela secundaria de Salinas; pensaba dedicarse a la enseñanza,
que en Irlanda era un honor tan grande como tener un sacerdote en la familia. Joe
sería enviado también a la escuela, ya que en casa no servía absolutamente para nada.
Will seguía sin contratiempos el camino del éxito y de la fortuna. Tom recibía los
primeros golpes de la vida y se lamía las heridas. Dessie estudiaba corte y
confección, y Mollie, la bella Mollie, se casaría seguramente con algún galán
acomodado.
No había problema respecto a la herencia. Si bien el rancho de la colina era
grande, no valía ni cinco céntimos. Samuel abría pozo tras pozo, sin poder encontrar
el menor rastro de agua en sus tierras. Aquello hubiera variado la situación. El agua
lo hubiera hecho relativamente rico. La única fuente existente estaba constituida por
una mísera bomba de mano, que penetraba a gran profundidad y que estaba instalada
cerca de la casa; a veces parecía a punto de agotarse del todo, y en dos ocasiones se
quedó seca. El ganado tenía que venir desde el otro extremo del rancho para beber y
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luego volver a los pastos.
Pero, a pesar de todo, era una familia firmemente asentada, permanente y
arraigada con éxito en el valle Salinas, no más pobre que muchas ni más rica que
otras. Era una familia equilibrada, con conservadores y radicales en su seno,
soñadores y realistas. Samuel estaba muy satisfecho con el fruto del sudor de su
frente.
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Capítulo 6
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uso de sus funciones. Gozaba de muy buena reputación en su círculo.
Las muchachas eran todas muy parecidas, grandotas, de aspecto saludable,
perezosas y estúpidas. Era difícil notar la diferencia entre una y otra. Charles Trask se
acostumbró a ir a la taberna, por lo menos, una vez cada dos semanas, subir al piso
superior, despachar a toda prisa y bajar luego al bar para emborracharse
moderadamente.
La casa de los Trask no había sido nunca un lugar alegre, pero ahora que sólo
vivía Charles, se volvió sombría y decrépita. Los visillos de encaje estaban grisáceos,
y el suelo, aunque barrido, lleno de grasa y humedades. Charles había barnizado la
cocina —paredes, ventanas y techo— con grasa proveniente de las sartenes.
El constante fregoteo por parte de las mujeres que habían vivido allí y la limpieza
a fondo que hacían dos veces al año impidieron que la suciedad se acumulase.
Charles lo único que hacía era barrer. Suprimió las sábanas de la cama y dormía entre
mantas. ¿Qué utilidad tenía limpiar la casa si no había nadie para verla? Solamente
las noches que iba a la taberna se ponía ropa limpia.
Charles se volvió inquieto y nervioso, dormía poco y se levantaba al alba.
Trabajaba intensamente en las labores agrícolas debido a su soledad. Al volver del
trabajo, se atracaba de fritos y se iba a dormir con el consiguiente letargo.
Su rostro sombrío adquirió la típica expresión de los hombres que casi siempre
están solos. Echaba de menos a su hermano, más que a su padre y a su madre.
Recordaba confusamente la época anterior a la partida de Adam como una época
feliz, y deseaba que volviese.
Nunca conoció enfermedad alguna, a no ser, desde luego, la crónica indigestión
que suele afligir siempre a los hombres que viven solos, se cocinan sus comidas y las
comen en soledad. Contra esto tomaba una fuerte purga llamada el Elixir de vida del
Padre George.
En el tercer año de soledad, sufrió un accidente. Cuando estaba separando las
piedras que encontraba al cavar para transportarlas hasta el muro, tropezó con un
enorme pedrusco que resultaba muy difícil de mover. Charles trató de hacer palanca
con una larga barra de hierro, y consiguió que la roca se moviera, pero volvía a caer
en el mismo sitio una y otra vez. De pronto, Charles perdió los estribos. Una débil
sonrisa apareció en su rostro, y luchó con la piedra como si de un hombre se tratase,
lleno de silenciosa furia. Introdujo la barra lo más adentro posible y se apoyó con
todo el peso de su cuerpo.
Sus manos resbalaron y el extremo de la barra le golpeó la frente. Por unos
momentos yació inconsciente en el suelo; luego se incorporó penosamente y se
dirigió bamboleante y medio ciego hacia la casa. Una larga tira de piel se había
desprendido de su frente y abarcaba desde los cabellos hasta las cejas. Durante unas
cuantas semanas llevó la cabeza vendada, mientras debajo la herida se le infectaba,
pero él no se preocupó. En aquellos días se creía que el pus era benigno y constituía
una prueba de que la herida sanaba como era debido. Cuando la herida curó, dejó una
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larga y visible cicatriz, y mientras que la mayor parte del tejido de las cicatrices es
más claro que la piel de los alrededores, la cicatriz de Charles adquirió un tono
marrón oscuro. Es posible que el óxido de la barra se hubiera introducido bajo la piel,
y provocado así una especie de tatuaje.
La herida no había inquietado a Charles, pero la cicatriz si le preocupó. Parecía
una larga señal trazada con el dedo sobre su frente. Se la miraba a menudo colocando
el pequeño espejo sobre la estufa, y se echaba el cabello sobre la frente para ocultar la
mayor parte posible de cicatriz. Llegó a avergonzarse de ella y a odiarla. Le ponía
muy nervioso que alguien la mirara, y se enfurecía si le preguntaban cómo se la había
hecho. En una carta a su hermano, dio salida a todos sus sentimientos sobre el
particular. Escribió:
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hipnotizaba.
Una noche sintió una profunda añoranza por los hombres con los que había
convivido en el cuartel y en la tienda de campaña. Su primer impulso fue mezclarse
con la multitud en busca de calor. El primer lugar atestado que encontró fue un
pequeño bar, bullicioso y lleno de humo. Suspiró aliviado y contento, sintiéndose
abrigado por la masa humana del mismo modo que un gato se siente resguardado tras
un montón de leña. Pidió whisky, lo bebió y se sintió reconfortado y de buen humor.
No veía ni oía. Se limitaba simplemente a disfrutar del contacto humano.
Cuando se fue haciendo tarde y los clientes empezaron a marcharse, comenzó a
temer el momento de regresar a su casa. Al poco tiempo se quedó solo con el dueño,
que no paraba de limpiar la barra y que, con la mirada y la actitud, intentaba que
Adam comprendiera que ya era hora de que se marchara.
—Deme otro —dijo Adam.
El dueño sacó la botella. Adam reparó en él por primera vez. Tenía un lunar
averrugado en la frente, del tamaño de una cereza.
—Soy forastero aquí —le explicó Adam.
—Casi todos los que vienen a ver las cataratas lo son —respondió el dueño.
—He estado en el ejército. En caballería.
—¡Ya! —comentó el dueño.
Adam sintió de pronto que tenía que impresionar a aquel hombre, que tenía que
penetrar bajo su impasibilidad.
—He estado en las guerras contra los indios —prosiguió. He pasado muy buenos
momentos.
El hombre no respondió.
—Mi hermano también tiene una marca en la frente.
—Es de nacimiento —dijo—. Cada año se hace mayor. ¿Es así la de su hermano?
—Se dio un golpe que le produjo un profundo corte. Me lo explicó por carta.
—¿Se ha dado cuenta de que la mía parece un gato?
—Pues es verdad.
—De ahí me viene el apodo, «Gato». Así me han llamado durante toda mi vida.
Dicen que un gato debió de asustar a mi madre cuando estaba embarazada.
—Voy de camino a casa. He estado ausente mucho tiempo. ¿Me permite usted
que le invite?
—Gracias. ¿Dónde se aloja usted?
—En la pensión de la señora May.
—La conozco. Dicen que da a sus huéspedes mucha sopa para que no puedan
comer mucha carne.
—Sí, todos los negocios tienen sus trucos —observó Adam.
—Supongo que sí. Yo tengo muchos.
—No lo dudo —contestó Adam.
—Pero el único truco que en realidad necesito no sé cómo se hace. Ojalá lo
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supiera.
—¿De qué se trata?
—De cómo demonios tendría que hacer para que usted se marchase y me
permitiese cerrar el establecimiento.
Adam lo miró fijamente sin pronunciar una palabra.
—Es una broma —dijo el dueño, algo inquieto.
—Creo que volveré a casa mañana por la mañana —dijo Adam—. Quiero decir, a
mi verdadera casa.
—Que tenga usted mucha suerte —le deseó el dueño.
Adam caminó por la ciudad sumida en sombras, acelerando el paso, como si su
soledad le persiguiese. Los escalones combados de la escalera de la casa de
huéspedes crujieron mientras subía por ellos. El vestíbulo se hallaba apenas
iluminado por la luz amarillenta de un quinqué de petróleo, con la mecha tan baja que
chisporroteaba a punto de apagarse.
La patrona estaba frente a él en el umbral, y la sombra de su nariz se prolongaba
hasta su barbilla. Siguió a Adam con mirada fría, como si fuese la figura de un
retrato, y aspiró el olor de whisky que el joven esparcía.
—Buenas noches —dijo Adam.
Ella no respondió.
Al llegar al primer rellano, se volvió y miró hacia abajo. La patrona tenía la
cabeza levantada; ahora su barbilla proyectaba una sombra sobre su garganta, y los
ojos no tenían pupilas.
Su habitación olía a polvo mojado y vuelto a secar muchas veces. Sacó una
cerilla, la encendió y prendió una vela que estaba en una palmatoria de porcelana;
luego, miró el lecho, tan combado como una hamaca y cubierto con una mugrienta y
remendada colcha, por cuyos bordes asomaba la guata. Los escalones de la entrada
crujieron y Adam supuso que la patrona se había instalado otra vez en la puerta para
dispensar una acogida inhospitalaria al que llegara.
Adam se sentó en una silla y apoyó los codos sobre sus rodillas, descansando el
mentón en las manos. Un huésped, abajo en el vestíbulo, comenzó a toser
monótonamente en el silencio de la noche.
Y Adam supo que no podía volver a casa. Había oído decir a viejos soldados que
habían hecho lo mismo que él estaba decidido a hacer ahora.
—No puedo soportarlo. No tengo ningún lugar adonde ir. No conozco a nadie. Si
sigo vagabundeando así, pronto me sentiré tan asustado como un niño; lo primero que
tengo que hacer es rogar al sargento que me deje regresar, con lo cual me hará un
verdadero favor.
De nuevo en Chicago, Adam se reenganchó y solicitó que lo destinasen a su
antiguo regimiento. En el tren que lo trasladaba al oeste, los hombres de su escuadrón
le parecieron seres muy queridos.
Mientras esperaba el transbordo en Kansas City, oyó que pronunciaban su nombre
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en voz alta, y le entregaron un mensaje, la orden de trasladarse a Washington y de
presentarse en las oficinas del Ministerio de la Guerra. Adam, en sus cinco años de
servicio, había absorbido, más que aprendido, que jamás tenía que asombrarse ante
una orden. Para un soldado, los altos y lejanos dioses de Washington estaban locos de
remate, y si él, por su parte, deseaba conservar su sano juicio, debía pensar lo menos
posible en los generales.
Adam dio su nombre a un empleado y esperó en una antesala, donde vino a
buscarlo su padre. Adam tardó un momento en reconocer a Cyrus, y mucho más en
acostumbrarse a su nuevo aspecto. Cyrus se había convertido en un gran hombre, y
vestía como tal: levita y pantalones negros, sombrero negro de ala ancha, abrigo con
cuello de terciopelo, y bastón de ébano que manejaba a modo de espada. También se
comportaba como un gran hombre. Hablaba con voz lenta, melodiosa, tranquila y
mesurada; sus ademanes eran abiertos, y su nueva dentadura le proporcionaba una
sonrisa ladina, completamente en desacuerdo con sus emociones.
Cuando Adam se dio cuenta de que aquel personaje era su padre, todavía estaba
desconcertado. De pronto, bajó la mirada y vio que Cyrus no llevaba ninguna pata de
palo. La pierna era recta, se doblaba por la rodilla y en el pie llevaba puesto un
brillante zapato medio recubierto por una polaina. Cuando caminaba renqueaba
ligeramente, pero no como antes, cuando llevaba su pata de palo.
Cyrus observó la mirada de su hijo.
—Ortopédica —explicó. Tiene articulación. Puedo incluso saltar, y, si me lo
propongo, no cojeo en absoluto. Ya te la enseñaré cuando me la quite. Ahora, ven
conmigo.
—He recibido órdenes, señor. Tengo que presentarme ante el coronel Wells —
respondió Adam.
—Ya lo sé. Fui yo quien le dijo a Wells que te enviase esa orden. Ven.
Adam replicó algo turbado:
—Si no le importa, señor, creo que haría mejor en presentarme ante el coronel
Wells primero.
Su padre se volvió hacia él.
—Lo he hecho para probarte —dijo con ademán grandilocuente—. Quería ver si
el ejército tiene disciplina en estos días. Muy bien, muchacho. Ya sabía yo que el
ejército te haría bien. Ahora ya eres un hombre y un soldado, hijo mío.
—Tengo que cumplir mis órdenes, señor —insistió Adam.
Aquel hombre le parecía un extraño, y en su interior surgió una débil sensación de
disgusto. Todo aquello se asemejaba a una pantomima, y la rapidez con que se
abrieron las puertas cuando se dirigió hacia el despacho del coronel, el obsequioso
respeto de aquel oficial y las palabras que pronunció al recibirle, «El ministro quiere
verlo enseguida, señor», no fueron suficientes para disipar sus dudas.
—Es mi hijo, un simple soldado raso, señor ministro, como yo lo fui siempre, un
soldado raso del ejército de los Estados Unidos.
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—Me licenciaron como cabo, señor —aclaró Adam.
Apenas oyó el intercambio de cumplidos, pues estaba pensando que aquél era el
ministro de Defensa. ¿No se daba cuenta de que su padre fingía? Estaba
representando una comedia. ¿Qué le había ocurrido? Era raro que el ministro no lo
advirtiese.
Se dirigieron al hotelito donde vivía Cyrus, y por el camino éste le señaló los
lugares, los edificios, los recuerdos históricos, con el calor de un conferenciante.
—Vivo en un hotel —dijo—. Había pensado comprar una casa, pero como
siempre estoy viajando, no me hubiera salido a cuenta. Me paso la vida recorriendo
los Estados Unidos.
El conserje del hotel se inclinó ante Cyrus, le llamó «senador» y le indicó que, si
Adam quería una habitación, tendría que despedir a alguno de los huéspedes.
—Envíe una botella de whisky a mi habitación, por favor.
—Si usted lo desea le enviaré también un poco de hielo picado.
—¡Hielo! —exclamó Cyrus—. Mi hijo es un soldado —se golpeó la pierna con el
bastón y sonó a hueco—. Yo también he sido un soldado, un soldado raso. ¿Para qué
queremos hielo?
Adam estaba sorprendido ante el tren de vida de Cyrus. No sólo disponía de un
dormitorio, sino del salón contiguo y además el baño se encontraba dentro de la
habitación.
Cyrus se hundió en un sillón y suspiró. Se subió el pantalón, y Adam observó el
trabajo de artesanía con hierro, cuero y dura madera que conformaban su pierna.
Cyrus desató la funda de cuero que la mantenía unida al muñón y apoyó la pierna
ortopédica junto a su silla.
—A veces me incomoda bastante —dijo.
Con una sola pierna, su padre volvía a ser el de siempre, el único que Adam
recordaba. Había comenzado a sentir desprecio por él, pero ahora renacieron en su
interior el temor, el respeto y la animosidad que sentía de niño; parecía de nuevo un
muchachito espiando los cambios de humor de su padre para estar siempre prevenido.
Cyrus se puso cómodo, bebió un vaso de whisky y se aflojó el cuello. Luego, se
volvió hacia Adam.
—¿Qué hay?
—Usted me dirá, señor.
—¿Por qué te reenganchaste?
—Pues, no sé, señor. Sentí la necesidad de hacerlo.
—No te gusta el ejército, Adam.
—No, señor.
—¿Por qué regresaste a él?
—No quería volver a casa.
Cyrus suspiró y frotó sus dedos contra los brazos del sillón.
—¿Piensas seguir en el ejército? —le preguntó.
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—Lo ignoro, señor.
—Podría hacerte entrar en West Point. Tengo la influencia necesaria para ello.
Puedo hacer que te licencien, y así podrás ingresar.
—No quiero ir a esa academia.
—¿Tratas de desafiarme? —preguntó Cyrus suavemente.
Adam tardó mucho tiempo en responder, intentando encontrar una escapatoria.
Pero, al final, respondió:
—Sí, señor.
—Sírveme whisky, hijo —y con el vaso en la mano, prosiguió; Me pregunto si
sabes la influencia que tengo. Puedo echar del ejército norteamericano a quien yo
quiera, como si se tratara de un calcetín. Incluso al presidente le gusta conocer mi
opinión acerca de los asuntos públicos. Puedo derribar senadores y distribuir
nombramientos como si fuesen manzanas. Puedo hacer y destruir hombres. ¿Sabías
eso?
Adam sabía más que eso. Sabía que Cyrus se estaba defendiendo con amenazas.
—Sí, señor. He oído hablar de ello.
—Puedo hacer que te destinen a Washington, a mi lado, incluso puedo enseñarte
este laberinto.
—Preferiría volver a mi regimiento, señor.
Observó cómo el rostro de su padre se ensombrecía.
—Tal vez me he equivocado. Has aprendido la ciega resistencia de un soldado —
y tras un suspiro, prosiguió—: Ordenaré que te devuelvan a tu regimiento. Te
pudrirás en los cuarteles.
—Gracias, señor.
Tras una pausa, Adam preguntó:
—¿Por qué no se trae a Charles?
—Porque yo… No, es mejor que Charles siga donde está; sí, es lo mejor.
Adam recordó durante mucho tiempo el tono de voz de su padre y su aspecto. Y
tuvo mucho tiempo para recordar, porque fue a «pudrirse en los cuarteles». Se acordó
de que Cyrus era un solitario y de que estaba solo. Y supo por qué.
Charles había esperado el regreso de Adam durante cinco años. Había repintado la
casa y los establos, y como el momento se aproximaba, contrató a una mujer para que
hiciese la limpieza de la casa, pues quería que estuviese bien limpia.
La mujer en cuestión era vieja e insignificante. Miró las cortinas grises de polvo,
las arrancó e hizo otras nuevas. Quitó el hollín de la estufa, que nadie había tocado
desde que murió la madre de Charles. Y lavó concienzudamente las paredes para
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quitarles la capa de grasa, pardusca y brillante, que se había depositado en ellas como
resultado de freír tocino y del humo de los quinqués. Fregó los suelos con lejía y
sumergió las mantas en una solución de sosa, sin dejar durante todo el tiempo de
quejarse:
—¡Los hombres, qué animales tan puercos! El cerdo es limpio comparado con
ellos. Se pudren en su propia mierda. No comprendo cómo hay mujeres que se casan
con ellos. Esto apesta como una cloaca. No hay más que ver el horno: hay tal costra
de suciedad que se remonta por lo menos a la época de Matusalén.
Charles buscó un refugio donde su olfato no pudiese ser molestado por los
inmaculados pero desagradables olores de la lejía, la sosa, el amoniaco y el
desinfectante. Sin embargo, tuvo la impresión de que la mujer no aprobaba su modo
de mantener la casa. Cuando finalmente ella se marchó de la casa gruñendo, Charles
continuó en su refugio. Quería tener su mansión limpia para recibir a Adam. En el
refugio donde dormía se guardaban los aperos de labranza y otras herramientas para
su cuidado y reparación. Charles descubrió que podía cocinar sus comidas, a base de
fritos y hervidos, mucho mejor y más deprisa en la forja que en la estufa de la cocina.
El fuelle arrancaba grandes llamaradas y un considerable calor al carbón de coque.
No había que esperar, como en el caso de la estufa, a que ésta se calentase. Se
asombró de que no se le hubiese ocurrido antes.
Charles esperaba el regreso de Adam, pero éste no venía. Quizá le daba
vergüenza escribir. Fue Cyrus quien le comunicó, en una carta airada, que Adam se
había renganchado contra su deseo. Cyrus también le indicaba que, más adelante,
podría ir a Washington a visitarlo, pero nunca se lo volvió a pedir.
Charles se trasladó de nuevo a la casa y vivió otra vez en una especie de salvaje
inmundicia, sintiendo gran satisfacción en destruir la labor de la gruñona mujer de la
limpieza.
Tuvo que pasar un año antes de que Adam enviase a Charles una carta llena de
preámbulos en su intento por obtener el coraje para escribir: «No sé por qué me volví
a alistar. Fue como si lo hubiera hecho otra persona. Escríbeme pronto y dime cómo
estás».
Charles no contestó hasta después de haber recibido cuatro angustiosas cartas
más, y entonces se limitó a replicar fríamente: «Nunca esperé que vinieses», para
proseguir con una detallada relación del estado de la granja y de los animales.
El tiempo se encargaría de separarlos por completo. Después de la carta de
Charles, escrita poco después de Año Nuevo, llegó otra de Adam, escrita también
poco después del Año Nuevo siguiente. Se habían distanciado tanto que no
experimentaban el menor interés el uno por el otro y no se hacían la menor pregunta.
Charles comenzó a contratar mujeres zarrapastrosas para trabajar en la granja.
Cuando le sacaban de quicio, las despedía sin ninguna consideración. No le gustaban,
y nada le importaba si él les gustaba o no. Se aisló del pueblo. Sus únicos contactos
se reducían a la taberna y al cartero. Sus vecinos podían criticar su forma de vida,
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pero había algo que contrarrestaba sus incívicas costumbres incluso ante sus ojos: la
granja nunca había estado tan bien gobernada. Charles desbrozó los campos, levantó
los muros, mejoró el sistema de regadío y añadió casi medio centenar de hectáreas a
sus tierras. Y lo que era más importante aún, se dedicó a plantar tabaco, y pronto
construyó un magnífico cobertizo detrás de la casa para almacenarlo. Por todo ello, se
ganó el respeto de sus vecinos. Un granjero no puede pensar mal de un hombre que
trabaja tan bien la tierra. Charles invirtió casi todo su dinero y todas sus energías en la
granja.
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Capítulo 7
Adam pasó los siguientes cinco años de su vida realizando toda una serie de rutinas
para evitar volverse loco: sacar brillo incansablemente al metal y al cuero, desfilar,
hacer la instrucción y mucho ejercicio, saludar a la bandera, es decir, toda esa danza
atareada de hombres que no hacen absolutamente nada. En 1886, estalló la gran
huelga de los conserveros en Chicago y se requirió la ayuda del regimiento de Adam;
pero la huelga terminó antes de que éste pudiese entrar en acción. En 1888 los
seminolas, que nunca habían firmado un tratado de paz, se agitaban inquietos, y fue
requerida nuevamente la ayuda de la caballería; pero los seminolas se retiraron a sus
marismas y permanecieron tranquilos, y la soñolienta rutina se apoderó nuevamente
de la tropa.
Los intervalos de tiempo son cosas extrañas y contradictorias para la mente. Sería
razonable suponer que un tiempo ocupado solamente por la rutina, o en el que no
sucede nada, se haría interminable. Y así debería ser, pero no lo es. Constituye el
tiempo opaco y monótono que no posee una duración determinada. Un tiempo repleto
de interés, envuelto en la tragedia, entretejido con la alegría es el que parece largo en
la memoria. Y si se piensa, tiene sentido. La monotonía no posee mojones que
puedan servir como punto de referencia. Entre nada no existe tiempo alguno.
El segundo quinquenio de Adam se desvaneció antes de que él pudiera darse
cuenta. 1890 estaba muy avanzado cuando lo licenciaron con el grado de sargento en
El Presidio, San Francisco. Charles y Adam cada vez se escribían menos, pero éste
escribió a su hermano poco antes de ser licenciado. En su carta decía: «Ya es hora de
que vuelva a casa», y eso fue lo último que Charles supo de él durante tres años.
Adam pasó el invierno remontando el río hasta Sacramento, y recorriendo el valle
de San Joaquín, y cuando llegó la primavera, no tenía un céntimo. Enrolló su manta y
emprendió lentamente el camino hacia el este, a veces a pie y otras uniéndose a
grupos de hombres que iban encaramados en sus pesados y lentos carromatos. Por las
noches acampaba con otros vagabundos, en las afueras de las ciudades. Aprendió a
pedir limosna, pero no pedía dinero, sino alimento. Y antes de que pudiese darse
cuenta, se había convertido en un pedigüeño trashumante.
Tales hombres escasean ahora, pero en el siglo XIX había muchos. Vagaban
solitarios de un lado a otro, y amaban este tipo de vida. Algunos trataban de escapar a
la acción de la justicia, mientras que otros habían sido arrojados de la sociedad por la
injusticia. Trabajaban un poco, pero no por mucho tiempo. Robaban de vez en
cuando, pero sólo comida y alguna que otra prenda de las ropas tendidas a secar.
Entre ellos había toda clase de hombres: cultos, ignorantes, limpios, sucios, pero
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todos tenían en común el vagabundeo. Buscaban siempre las temperaturas templadas,
evitando el frío y el calor excesivos. A medida que avanzaba la primavera, se dirigían
al este, y con las primeras heladas se trasladaban al oeste y al sur. Se sentían
hermanos del coyote, el cual, aunque de naturaleza salvaje, vive cerca de los hombres
y de los gallineros; se aproximaban a las poblaciones, pero no penetraban en ellas. En
ocasiones se juntaban unos con otros, aunque no más de una semana, o de un día a
veces, y luego volvían a separarse.
En torno a las pequeñas hogueras donde borboteaban los guisotes comunes se
oían toda clase de conversaciones, excepto sobre temas personales. Adam se enteró
así del desarrollo de la Primera Internacional de Trabajadores, con sus ángeles
coléricos. Escuchó discusiones filosóficas, otras que versaban sobre la metafísica o
sobre la estética, siempre sobre temas impersonales. Sus compañeros de una noche
tanto podían ser asesinos, como clérigos que habían colgado los hábitos, profesores
obligados a abandonar su cómodo destino por una facultad cerril, algún hombre
solitario que huía de sus recuerdos, un arcángel caído, o un aprendiz de diablo, y cada
uno de ellos tenía algo que aportar a la asamblea, del mismo modo que todos
contribuían con zanahorias, patatas, cebollas y carne a la marmita común. Aprendió a
afeitarse con un pedazo de cristal, y a juzgar una casa antes de llamar a su puerta para
pedir una limosna. También aprendió a evitar y a huir de la policía, y a valorar a una
mujer según el calor de su corazón.
A Adam le agradaba su nueva vida. Cuando el otoño tocó los árboles, él se
hallaba en Omaha, y sin preguntarse por qué ni tampoco pensarlo, se dirigió
apresuradamente hacia el suroeste, atravesó las montañas y llegó con sensación de
alivio a Carolina del Sur. Siguió la orilla del mar hasta San Luis Obispo, y aprendió a
escarbar en los charcos dejados por la marea baja, en busca de abalones, anguilas,
mejillones y percas, a abrir hoyos en la arena para descubrir las almejas, y a atrapar
conejos en las dunas con un lazo corredizo hecho con sedal. Y luego se tumbaba a
descansar en la soleada arena, entreteniéndose en contar las olas.
La primavera lo empujó de nuevo hacia el este, pero con mayor lentitud que
antes. Las montañas eran frescas en verano, y los montañeses eran hospitalarios,
como suele ser la gente que vive aislada. Adam aceptó un trabajo en casa de una
viuda, cerca de Denver, compartiendo su mesa y su lecho con la mayor humildad,
hasta que las primeras heladas lo empujaron de nuevo hacia el sur. Siguió el curso del
río Grande, pasó Alburquerque y El Paso, atravesando el Big Bend, y llegó a
Brownville después de pasar por Laredo. Aprendió palabras españolas para pedir
comida y placer, y descubrió que, cuando la gente es muy pobre, siempre tiene algo
para dar, y ganas de hacerlo. Nació en él un amor por los pobres que jamás hubiera
sentido de no haberlo sido él también. Y llegó a ser un experto vagabundo que usaba
la humildad como su principal arma. Era delgado y estaba quemado por el sol, y
podía dominarse hasta el punto de no demostrar ni ira ni celos. Su voz se volvió
suave, y en sus palabras mezclaba muchos acentos y dialectos, de manera que nunca
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parecía extranjero en ninguna parte. La gran medida de seguridad del vagabundo era
su velo protector. Usaba el tren con muy poca frecuencia, porque en todo el país
comenzaba a formarse un sentimiento de hostilidad contra los vagabundos, motivado
por la feroz violencia de la Internacional de Trabajadores, y agravado por las crueles
represiones que se hacían contra éstos. Adam fue detenido por vago. La brutalidad de
la policía y de sus prisioneros lo aterrorizó e hizo que se alejase de las reuniones de
vagabundos. Después de aquello, andaba siempre solo y ponía especial cuidado en ir
siempre afeitado y limpio.
Cuando llegó de nuevo la primavera, emprendió el camino del norte. Comprendía
que se terminaba la época de descanso y de tranquilidad. Se dirigía hacia Charles,
hacia los borrosos recuerdos de su infancia.
Adam se movía rápidamente a través de las interminables extensiones del este de
Texas, atravesando Luisiana y los confines de Misisipí y Alabama, y bordeando
Florida. Comprendió que tenía que avanzar deprisa. Los negros eran lo
suficientemente pobres para ser bondadosos, pero no podían confiar en ningún
hombre blanco por pobre que fuese, y los blancos pobres tenían miedo de los
extraños. Cerca de Talhahassee fue detenido por los hombres del sheriff, juzgado por
vago y destinado a una brigada de obras públicas que trabajaba en la carretera. Así se
hacía en aquella época. Lo condenaron a seis meses. Tan pronto como lo pusieron en
libertad, lo volvieron a detener por otro periodo de seis meses. Y entonces aprendió
que hay hombres que tratan a los demás como bestias, y que la mejor manera de
sobrevivir entre ellos es comportarse como tal. Un rostro limpio y abierto, una mirada
franca y alerta, son cosas que llaman la atención, y ésta acarrea al instante el castigo.
Adam comprendió que un hombre que hiciese una acción fea o brutal se había herido
a sí mismo, y debía hacer pagar a alguien por ello. El hecho de que mientras trabajaba
lo vigilasen hombres armados con fusiles, de que por la noche le pusieran una argolla
sujeta a una cadena en el tobillo, no eran más que simples medidas de precaución,
pero los salvajes latigazos propinados por el más fútil motivo, por el menor resto de
dignidad o de resistencia, parecían indicar que los guardianes temían a los
prisioneros, y Adam sabía, por los años pasados en el ejército, que un hombre
dominado por el miedo es un animal muy peligroso. Y Adam, como todo el mundo,
temía lo que aquellos latigazos podían causar a su cuerpo y a su espíritu. Corrió un
tupido velo en torno a sí mismo, y su rostro se volvió inexpresivo, sus ojos perdieron
el brillo y se encerró en un continuado mutismo. Más tarde no le sorprendió que
hubiese sido capaz de hacerlo, pero sí le llamó la atención que apenas le causase
sufrimiento. Le pareció mucho más horrible luego que cuando estaba sucediendo.
Constituye un verdadero triunfo del dominio de sí mismo ver a un hombre al que le
dan latigazos hasta que aparecen los músculos de su espalda, blancos y brillantes, a
través de las heridas, y que, sin embargo, no muestra el menor signo de dolor, ira o
interés. Y Adam aprendió a comportarse así.
Después de los primeros momentos las personas se sienten más que se ven.
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Durante su segunda condena en las carreteras de Florida, Adam redujo al mínimo su
personalidad. Casi no se movía, no exteriorizaba ninguna conmoción, se volvió tan
invisible como pudo. Y cuando los guardianes no sentían su presencia, dejaban de
tenerle miedo. Le hicieron limpiar los campamentos, servir la bazofia a los
prisioneros y llenar los cubos de agua.
Adam esperó hasta tres días antes de su segunda liberación. Entonces, poco
después de mediodía, llenó los cubos de agua y regresó al río a por más. Puso piedras
en los cubos y los hundió en el agua; luego, se deslizó en el río y nadó un gran trecho
siguiendo la corriente, descansó un momento y siguió nadando. Continuó así hasta
que al atardecer encontró un refugio bajo el margen con matorrales que formaban una
especie de cubierta protectora. Allí permaneció agazapado sin salir del agua.
Cuando la noche estaba ya muy avanzada, oyó aproximarse a los perros por
ambas orillas del río. Se había frotado enérgicamente el cabello con hojas verdes para
disimular el olor de hombre. Se acurrucó en el agua, asomando solamente la nariz y
los ojos. Por la mañana, los perros volvieron, faltos de interés, y los hombres estaban
demasiado cansados para escudriñar debidamente los ribazos. Cuando se hubieron
marchado, Adam hurgó en su bolsillo hasta sacar un trozo de tocino chorreante, y se
lo comió.
Había aprendido a contener la prisa. Casi todos los condenados caían durante la
fuga. Adam tardó cinco días en atravesar la breve distancia que había hasta Georgia.
Procuró no correr ningún riesgo y dominó su impaciencia con férrea voluntad. Se
sentía asombrado ante su propia habilidad.
Al llegar a Valdosta, en Georgia, se ocultó hasta mucho después de medianoche, y
entró en el pueblo como una sombra; se encaramó a la parte trasera de un bazar y
forzó la ventana con la mayor precaución, arrancando los tomillos de la cerradura
empotrada en la madera medio podrida por el sol. Luego colocó de nuevo la
cerradura, pero dejó la ventana abierta. Tuvo que trabajar a la luz de la luna,
arrastrándose a través de sucias ventanas. Robó unos pantalones, una camisa blanca,
zapatos y sombrero negros, y un impermeable encerado, y se probó cada pieza para
ver si eran de su medida. Se esforzó por asegurarse de que todo quedaba igual que
antes de saltar por la ventana. No se había apoderado más que de cosas de las que
había en abundancia. Ni tan sólo había tratado de buscar el lugar donde se encontraba
la caja. Bajó cuidadosamente el cierre de la ventana, y se deslizó de sombra en
sombra, evitando los lugares bañados por la luz de la luna.
Se ocultó durante todo el día siguiente y por la noche fue en busca de alimentos:
nabos, unas cuantas mazorcas de maíz que había en una cuadra, unas cuantas
manzanas derribadas por el viento, es decir, nada que pudiesen echar de menos. Para
evitar que los zapatos pareciesen nuevos, los frotó con arena, y con el mismo fin
arrugó el impermeable. Tuvo que esperar tres días a que llegase la lluvia que deseaba,
o que en su extremada prudencia creía que le era necesaria.
La tarde estaba muy avanzada cuando empezó a llover. Adam se embozó en su
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impermeable, esperando a que oscureciera, y sólo entonces caminó a través de la
lluvia nocturna para llegar al pueblo de Valdosta. Llevaba el sombrero negro calado
hasta las cejas y el cuello del impermeable levantado. Se dirigió a la estación y atisbo
a través de una ventana empapada por la lluvia. El jefe de estación, con uniforme
verde botella y manguitos de alpaca negra, se asomaba por la ventanilla de la taquilla,
hablando con un amigo, que tardó veinte minutos en marcharse. Adam lo siguió con
la mirada hasta que lo vio alejarse y desaparecer por el andén. Hizo una profunda
aspiración para dominarse y entró.
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Después de mencionar la fortuna, hacían un inventario de los efectos personales
dejados por el difunto: cinco espadas de honor ofrecidas a Cyrus en diversas
convenciones del ejército; un mazo de madera de olivo con una placa de oro; una
cadena de reloj, masónica, engarzada de diamantes; la dentadura de oro; un reloj de
plata; un bastón con empuñadura de oro, etcétera.
Charles releyó dos veces la carta y apoyó la frente en sus manos. Se preguntaba
qué haría Adam y por dónde andaría. Deseaba que volviese a casa.
Se sentía desconcertado y abatido. Encendió el fuego, colocó la sartén sobre él y
cortó gruesas lonchas de tocino. Luego volvió a echar una mirada a la carta y la
guardó en el cajón de la mesa de la cocina. Decidió olvidarla por el momento.
Trató de pensar en otras cosas, pero su pensamiento volvía una y otra vez al
mismo punto: ¿de dónde había surgido?
Cuando dos acontecimientos tienen algo en común, ya sea su naturaleza, el
tiempo o el lugar, llegamos felizmente a la conclusión de que tienen algún parecido, y
a causa de esta tendencia hacemos una magia y los guardamos para contarlos de
nuevo. Charles jamás había recibido una carta en la granja. Pocas semanas después,
llegó un muchacho corriendo para entregarle un telegrama. Y desde entonces siempre
relacionó la carta y el telegrama, del mismo modo que agrupamos dos muertes y
anticipamos una tercera. Se dirigió a toda prisa a la estación del pueblo, con el
telegrama en la mano.
—Escuche esto —le dijo al telegrafista.
—Ya lo he leído.
—¿Lo ha leído?
—Vino por el telégrafo —respondió el empleado—. Yo mismo lo transcribí.
—¡Ah, sí, claro! «Envía urgentemente giro cien dólares. Stop. Vuelvo a casa.
Stop. Adam. Stop».
—Vino a cargo del destinatario —dijo el empleado—. Me debe usted sesenta
centavos.
—Valdosta, en Georgia, jamás oí hablar de ese pueblo.
—Ni yo tampoco, pero de allí procede.
—Dígame, Carlton, ¿qué hay que hacer para telegrafiar dinero?
—Pues usted me entrega ciento dos dólares con sesenta centavos, y yo envío un
telegrama a Valdosta, diciéndole al telegrafista de allí que entregue a Adam cien
dólares. Pero, aparte de eso, usted me sigue debiendo sesenta centavos.
—Ya se los pagaré, hombre, ya se los pagaré. Pero dígame, ¿cómo sé que se trata
de Adam? ¿Quién puede impedir que otro lo reciba?
El telegrafista se permitió sonreír con aire de suficiencia.
—La manera de resolverlo es que usted me diga una pregunta que nadie pueda
responder si no es el interesado. Entonces, yo envío al mismo tiempo la pregunta y la
respuesta. El telegrafista de allá le hace la pregunta, y si no puede responderla no le
entrega el dinero.
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—Es muy hábil. Voy a ver si se me ocurre una buena.
—Es mejor que vaya a buscar los cien dólares antes de que el viejo Breen cierre
la ventanilla.
A Charles le encantaba aquel juego. A los pocos momentos estaba de vuelta con
el dinero en la mano.
—Ya he pensado la pregunta —dijo.
—Espero que no sea el segundo nombre de su madre. Hay mucha gente que es
incapaz de recordarlo.
—No, no es nada de eso. Es lo siguiente: «¿Qué le diste a padre por su
cumpleaños, poco antes de enrolarte en el ejército?».
—Es una buena pregunta, pero endemoniadamente larga. ¿No puede abreviarla a
diez palabras?
—¿No soy yo quien paga? La respuesta es: «Un cachorrillo».
—Nadie sería capaz de adivinarlo —comentó Carlton—. Bueno, al fin y al cabo
es usted quien paga, no yo.
—Sería gracioso que no lo recordara —dijo Charles—. Nunca podría volver a
casa.
Adam llegó caminando desde el pueblo. Traía la camisa muy sucia y el resto de la
ropa robada arrugada y manchada, pues durante una semana no se había cambiado ni
para dormir. Se detuvo entre la casa y el establo para ver si oía a su hermano. A los
pocos momentos le oyó dando martillazos en el nuevo cobertizo para el tabaco.
Adam lo llamó.
El martilleo cesó y reinó el silencio. Adam tuvo la sensación de que su hermano
estaba examinándolo a través de las rendijas del cobertizo. A los pocos segundos,
Charles salió a toda prisa y se dirigió hacia Adam para estrecharle las manos.
—¿Cómo estás?
—Muy bien —respondió Adam.
—¡Santo Dios, qué flaco estás!
—Sí, supongo que sí. Además tengo algunos años más.
Charles lo inspeccionó de pies a cabeza.
—No parece que te vayan muy bien las cosas.
—Así es.
—¿Dónde tienes la maleta?
—No traigo ninguna.
—¡Dios mío! Pero ¿dónde has estado?
—De aquí para allá.
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—¿Cómo un vagabundo?
—Así es.
A pesar de los años transcurridos, que habían marcado profundas arrugas en la
piel reseca y endurecida de Charles y habían enrojecido sus ojos oscuros, Adam sabía
que Charles estaba pensando en algo más que en las típicas preguntas.
—¿Por qué no volvías a casa?
—Me dediqué a vagabundear. No podía evitarlo. Es algo que se apodera de uno.
La cicatriz de la frente es realmente tremenda.
—Sí, ya te escribí contándote cómo me la hice. Cada vez está peor. ¿Por qué no
escribías? ¿Tienes hambre?
Charles metió las manos en los bolsillos, las volvió a sacar, se tocó la barbilla y se
rascó la cabeza.
—Puede desaparecer —dijo Adam—. Una vez conocí a un hombre, un tabernero,
que tenía una que parecía un gato. La tenía de nacimiento, y por eso le llamaban
«Gato».
—¿Tienes hambre?
—Sí, creo que sí.
—¿Piensas quedarte en casa?
—Creo que sí. ¿Quieres que nos ocupemos de eso ahora?
—Creo que sí —respondió Charles, como un eco—. Padre ha muerto.
—Ya lo sabía.
—¿Cómo diablos lo sabías?
—El jefe de estación me lo dijo. ¿Cuánto tiempo hace que murió?
—Hará cosa de un mes.
—¿Cómo?
—De una pulmonía.
—¿Lo han enterrado aquí?
—No, en Washington. Recibí una carta y unos periódicos. Lo llevaron en un
ataúd cubierto con una bandera. El vicepresidente asistió al entierro y el presidente
envió una corona. Lo publicaron en los periódicos, e incluso con fotografías. Ya lo
verás. Lo guardo todo.
Adam estudió el rostro de su hermano hasta que éste desvió la mirada.
—¿Te ocurre algo? —le preguntó Adam.
—¿Qué quieres que me ocurra?
—Tan sólo preguntaba…
—No me ocurre nada. Vamos, te daré algo de comer.
—Muy bien. ¿Estuvo mucho tiempo enfermo?
—No. Fue una pulmonía galopante. Murió enseguida.
Charles ocultaba algo. Deseaba decirlo, pero no sabía cómo empezar. Se escondía
tras las palabras. Adam permaneció silencioso. Era mejor callar y dejar que Charles
acabara con los rodeos para soltar lo que tenía que decir.
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—No creo mucho en los mensajes del más allá —dijo Charles—. Pero ¿quién
sabe?, hay quien asegura que los recibe. La vieja Sarah Whitburn, por ejemplo.
Juraba que los había recibido. Uno no sabe qué pensar. Tú no has recibido ningún
mensaje, ¿verdad? Dime, ¿por qué demonios te muerdes la lengua?
—Estoy pensando —respondió Adam.
Sí, estaba pensando, lleno de asombro, que ya no tenía miedo de su hermano.
Solía tenerle un miedo cerval, pero ahora comprobaba que ese temor había
desaparecido. ¿No era extraño? ¿Se debería acaso a su paso por el ejército o por la
cárcel? ¿Sería por la muerte de su padre? Era posible, pero no lo entendía. Al
desaparecer su temor, comprendió que podía decir todo lo que le viniese en gana,
mientras que antes tenía que escoger cuidadosamente sus palabras para evitar
complicaciones. Aquélla era una sensación muy agradable, como si se hubiera muerto
y después resucitado.
Entraron en la cocina, que recordaba tan bien, pero que le costó trabajo reconocer.
Le pareció más pequeña y más sucia. Adam dijo casi con alegría:
—Charles, te escucho. Tú quieres decirme algo, y no haces más que dar vueltas y
vueltas como un perro alrededor de un matorral. Es mejor que lo sueltes antes de que
eso te envenene.
Los ojos de Charles brillaban de ira. Levantó la cabeza, Comprendió que su
fuerza había desaparecido. Pensó, consternado, que ya no podría pegarle más. Era
incapaz. Adam sonrió.
—Quizá no esté bien estar contento cuando hace tan poco tiempo que padre ha
muerto; pero la verdad es, Charles, que jamás me he sentido mejor en toda mi vida.
Nunca me he encontrado tan bien. ¡Expúlsalo, Charles! No permitas que te
atormente.
—¿Querías a nuestro padre? —le preguntó Charles.
—No te responderé hasta que me digas por qué me haces esta pregunta.
—¿Le querías o no?
—¿Y eso a ti qué te importa?
—Respóndeme.
Una intrepidez libre y creadora poseía a Adam hasta la médula.
—Muy bien, te lo diré. No, no lo quería. A veces le temía y otras veces lo
admiraba, pero la mayor parte del tiempo lo odiaba. Ahora, dime por qué querías
saberlo.
Charles se miraba las manos.
—No lo entiendo —dijo—. Es que no me cabe en la cabeza. Él te quería más que
a nada en el mundo.
—No lo creo.
—Pues así es. Le gustaba todo lo que tú le dabas. ¿Recuerdas el regalo que yo le
hice? Sí, aquel cuchillo. Tuve que partir y vender una carga de leña para poder
comprarlo. Pues bien, ni tan siquiera se lo llevó a Washington consigo. Aún está en la
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mesa de su despacho. Pero tú le diste un cachorro, que no te costó nada. Bueno, pues
ahora verás una fotografía de ese cachorro. ¿Dónde? En sus funerales. Un coronel lo
llevaba en brazos. El perro estaba ciego y no podía andar. Lo mataron después de los
funerales.
Adam estaba sorprendido ante la fiereza de la voz de su hermano.
—No veo adónde quieres ir a parar —dijo.
—Yo le quería —contestó Charles.
Y por primera vez en toda su vida, Adam vio llorar a Charles. Escondió la cabeza
entre sus manos y lloró.
Adam estuvo a punto de aproximarse a él, pero volvió a sentir un resto del
antiguo temor. «No», pensó, «si lo toco, tratará de matarme». Se dirigió a la puerta
abierta y permaneció mirando afuera, mientras oía a sus espaldas los sollozos de su
hermano.
La granja contigua a la casa no era bonita, jamás lo había sido. Había basura por
todas partes, dejadez, abandono, carencia de planificación; faltaban flores y, en su
lugar, se veían pedazos de papel y astillas esparcidos por todas partes. La casa
tampoco era bonita. Era un chamizo, bien construido, eso sí, que sólo servía como
abrigo y para cocinar en él. Tanto la granja como la casa eran frías y no despertaban
amor ni simpatía alguna. No constituían un hogar al que uno anhelase volver. De
pronto, Adam se puso a pensar en su madrastra —que suscitaba tan poco afecto como
la granja—, dispuesta, limpia a su manera, pero que tenía tan poco de esposa como la
granja de hogar.
Su hermano había dejado de sollozar. Adam se volvió. Charles miraba frente a sí
con rostro inexpresivo.
—Háblame de madre —le dijo Adam.
—Murió. Ya te lo escribí.
—Háblame de ella.
—Ya te lo he dicho. Murió. Hace mucho tiempo. Además, no era tu madre.
La sonrisa que Adam viera una vez en el semblante de ella brilló de nuevo en su
mente, y evocó su rostro.
La voz de Charles le llegó a través de aquella imagen, haciéndola pedazos.
—Quiero que me digas una cosa, pero no enseguida. Piensa antes de contestar, y
no me respondas si no estás seguro de decirme la verdad.
Charles movió los labios en anticipación a la pregunta.
—¿Crees que sería posible que nuestro padre no hubiese sido honrado?
—¿Qué quieres decir? —replicó Adam.
—¿No está claro? Creo que lo he dicho muy clarito. Honrado sólo puede tener un
significado.
—No lo sé —respondió Adam—. No lo sé. Nunca se quejó nadie. Piensa en todo
lo que consiguió: permanecía hasta muy avanzada la noche en la Casa Blanca, y el
vicepresidente acudió al entierro. ¿Crees que eso hubiera sido posible de no haber
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sido honrado? Vamos, Charles —le suplicó—. Dime lo que has estado tratando de
decirme desde el instante en que llegué.
Charles se humedeció los labios. La sangre parecía haber desaparecido de su
rostro, y con ella toda su energía y ferocidad. Su voz adquirió un tono monótono.
—Padre hizo testamento. Nos deja todos sus bienes, a partes iguales.
Adam rió.
—Bueno, siempre podremos vivir de la granja. Supongo que no nos moriremos
de hambre.
—La fortuna asciende a más de cien mil dólares —prosiguió la voz monótona.
—Estás loco. Querrás decir más de cien dólares. ¿De dónde los hubiera sacado?
—No me he equivocado. Su sueldo en el ejército era de ciento treinta y cinco
dólares al mes. Pagaba de su bolsillo su estancia y manutención y, cuando viajaba, iba
a hoteles pagados y cobraba cinco centavos por kilómetro a modo de dieta.
—Quizá siempre tuvo esa fortuna, y jamás nos enteramos.
—No, no la tenía.
—En ese caso, ¿por qué no escribimos al Ministerio de la Guerra para pedir
información? Alguien debe saberlo.
—Yo no me atrevo —contestó Charles.
—Mira, no nos precipitemos. Quizás especuló un poco. Hay muchos hombres que
se enriquecen de golpe. Él conocía a importantes personalidades. Vete a saber si
intervino en algún buen negocio. Piensa en los que se fueron a California cuando la
fiebre del oro y volvieron ricos.
El rostro de Charles expresaba desolación. Bajó tanto el tono de su voz que Adam
tuvo que aproximarse más para oír lo que decía. Hablaba con la misma monotonía
que si estuviese leyendo un informe:
—Nuestro padre ingresó en el Ejército de la Unión en junio de 1862. Hizo la
instrucción durante tres meses en este estado, lo que nos lleva a septiembre. Luego se
marchó al sur. El 12 de octubre fue herido en la pierna y enviado al hospital. Volvió a
casa en enero.
—No sé adónde quieres ir a parar.
Las palabras de Charles eran sordas y cortantes.
—No estuvo en Chancellorsville. Tampoco en Gettysburg ni en Wilderness, ni en
Richmond, ni en Appomatox.
—¿Cómo lo sabes?
—Por su hoja de licenciamiento. Vino con los demás papeles.
Adam suspiró profundamente. Sentía en el pecho una palpitación y un oleaje
tumultuoso de alegría. Movió la cabeza sin creerlo del todo.
—¿Cómo consiguió ocultarlo? —prosiguió Charles—. ¿Cómo demonios
consiguió ocultarlo? Nadie le hizo jamás la menor pregunta. ¿Se la hiciste tú? ¿Se la
hice yo? ¿Acaso se la hizo mi madre? Nadie le preguntó nunca nada, ni siquiera los
de Washington.
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Adam se levantó.
—¿Hay algo para comer en casa? Voy a calentarme cualquier cosa.
—Anoche maté una gallina. Voy a preparártela, si quieres esperar un poco.
—¿No hay nada más rápido?
—Sí, un poco de tocino y todos los huevos que quieras.
—Tomaré eso —aceptó Adam. Dejaron la pregunta en el aire y continuaron
dándole vueltas en sus cabezas. No volvieron a mencionarla, pero no conseguían
apartarla de su mente. Querían hablar de ello, pero no se atrevían. Charles frió unos
huevos con tocino y calentó una cacerola de judías.
—He arado los pastos —dijo—, y he plantado centeno en ellos.
—¿Es buena tierra?
—Muy buena, después de quitar las piedras. —Se tocó la frente—. Me hice esta
condenada herida tratando de levantar una piedra con una palanca.
—Ya me lo contaste en una carta —respondió Adam—. No sé si llegué a
comentarte que tus cartas significaron mucho para mí.
—Nunca contabas demasiado sobre lo que hacías —replicó Charles.
—Es que no me gustaba mucho pensar en ello. No era muy agradable, en su
mayor parte.
—Ya me enteré de las campañas por los periódicos. ¿Participaste en ellas?
—Sí, pero no me gusta hablar de ello, no todavía.
—¿Matasteis indios?
—Sí, matamos indios.
—Supongo que son muy tozudos.
—Supongo que sí.
—No tienes que hablar de ello si no quieres.
—No quiero.
Cenaron a la luz del quinqué.
—Tendríamos más luz si limpiásemos el globo.
—Ya lo haré yo —dijo Adam—. Es difícil pensar en todo.
—Me alegro de que hayas vuelto. ¿Te gustaría ir a la taberna después de cenar?
—Bueno, ya veremos. Preferiría descansar un poco.
—No te lo he escrito en ninguna carta, pero has de saber que hay chicas en la
taberna. No sé si te gustaría que yo te acompañase. Las cambian cada dos semanas.
Creo que te agradaría ir a verlas.
—¿Chicas?
—Sí, en el primer piso. Así resulta más cómodo. Y supongo que tú, que acabas de
llegar…
—Esta noche no. Ya iremos más adelante. ¿Cuánto cuestan?
—Un dólar. En su mayoría están bien.
—Más adelante —repitió Adam—. Me sorprende que las dejen permanecer aquí.
—También me extrañó a mí, al principio. Pero se han inventado un buen sistema.
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—¿Vas muy a menudo?
—Cada dos o tres semanas. Uno aquí se siente muy solo.
—Me escribiste una vez que pensabas casarte.
—Sí, así era, en efecto. Pero supongo que no encontré la adecuada.
Los dos hermanos seguían evitando hablar del tema principal. A veces parecía
que iban a abordarlo, pero enseguida se zafaban y continuaban charlando sobre la
cosecha, los chismes locales, la política y la salud. Sabían que tarde o temprano
volverían a él. Charles estaba más ansioso por tratarlo a fondo que su hermano, pues
ya había tenido tiempo suficiente para meditar sobre él; sin embargo, para Adam era
un terreno totalmente nuevo. Hubiera preferido aplazarlo para otro día, pero sabía que
su hermano no se lo iba a permitir, aunque lo intentó diciendo abiertamente:
—Mañana hablaremos de lo que ya sabes.
—Como quieras —respondió Charles.
Poco a poco fueron agotando las vías de escape: hablaron de cada persona que
conocían y de todos los acontecimientos locales. Después, la conversación decayó, y
el tiempo iba pasando.
—¿Vamos a acostarnos? —preguntó Adam.
—Todavía no.
Permanecieron en silencio, mientras la noche avanzaba sobre la casa, tocándoles
ligeramente y apremiándoles.
—Me hubiera gustado asistir al entierro —dijo Charles.
—Debió de ser muy hermoso.
—¿Quieres ver los recortes de los periódicos? Los tengo arriba, en mi cuarto.
—No, esta noche no.
Charles aproximó su silla a la mesa y se apoyó sobre ella.
—Tenemos que resolverlo —dijo nervioso—. No podemos aplazarlo
indefinidamente, debemos tomar una decisión.
—Lo sé —respondió Adam—, pero me gustaría tener un poco más de tiempo
para meditar sobre ello.
—¿De qué serviría? Yo he tenido todo el tiempo del mundo, y no puedo salir del
atolladero. He tratado de no pensar en ello, pero continúo dándole vueltas. ¿Crees que
el tiempo va a ayudarte?
—No, supongo que no. ¿De qué quieres que hablemos primero? Sería mejor que
no diésemos más rodeos pues con ello no arreglamos nada.
—En primer lugar, el dinero —expuso Charles—. Más de cien mil dólares. Una
verdadera fortuna.
—¿Qué pasa con el dinero?
—¿De dónde lo obtuvo?
—¿Cómo voy a saberlo? Ya te he dicho que pudo haber tenido algún golpe de
suerte. Quizás alguna buena inversión en Washington.
—¿De verdad lo crees así?
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—Yo no creo nada —contestó Adam—. No sé nada, así es que, ¿cómo voy a
saberlo?
—Es que es mucho dinero —replicó Charles—. Nos deja una fortuna. Tenemos
para el resto de nuestra vida, o si queremos, podemos comprar enormes extensiones
de tierra que nos producirán grandes rendimientos. Es posible que no hayas pensado
en ello, pero la verdad es que somos ricos. Somos los más ricos de la vecindad.
Adam lanzó una carcajada.
—Lo dices como sí fuera una sentencia de muerte.
—¿De dónde procedía?
—Pero ¿por qué te preocupas? —preguntó Adam—. Podemos invertirlo y vivir
de las rentas.
—No estuvo en Gettysburg. No participó en ninguna batalla en toda la guerra. Lo
hirieron en una escaramuza. No dijo más que mentiras.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Adam.
—Creo que robó ese dinero —respondió Charles, lastimeramente. Tú me has
preguntado y yo te he respondido.
—¿Sabes dónde lo robó?
—No.
—Entonces, ¿qué es lo que te hace creer que lo robó?
—Mintió sobre la guerra.
—¿Qué?
—Quiero decir que, si era un mentiroso, ¿por qué no podía ser un ladrón?
—¿Y cómo lo hizo?
—Ocupó cargos en el ejército, altos cargos. Vete a saber si no tenía incluso acceso
a la tesorería, pudo haber amañado los libros…
Adam suspiró.
—Bien, si eso es lo que piensas, ¿por qué no les escribes y se lo dices? Que
examinen los libros. Si es cierto, devolveremos el dinero.
El rostro de Charles tenía una expresión angustiada, y la cicatriz de su frente se
oscureció.
—El vicepresidente acudió a su entierro. El presidente envió una corona. Había
una fila de carruajes de casi un kilómetro y cientos de personas a pie. ¿Y sabes
quiénes eran los que cargaban el féretro?
—¿Adónde quieres ir a parar?
—Supónte que se descubre que era un ladrón. Entonces, saldría también a relucir
que jamás estuvo en Gettysburg, ni en ninguna parte. Todos sabrían que había sido un
embustero y que toda su vida no fue más que una sarta de mentiras. Y en ese caso,
incluso si alguna vez dijo la verdad, nadie lo creería.
Adam permaneció inmóvil. Sus ojos no denotaban emoción alguna, pero estaba
atento.
—Creía que le querías —dijo tranquilamente.
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Se sentía aliviado y liberado.
—Le quería y aún le sigo queriendo. Por eso odio este asunto, porque toda su
vida ha desaparecido. Incluso pueden llegar a sacarlo de la tumba y arrojar su cuerpo
en cualquier parte. —Hablaba con la voz entrecortada por la emoción—: ¿Pero es que
tú no le querías? —gritó.
—No he estado seguro hasta ahora —contestó Adam—. Estaba confundido por lo
que sentía y lo que debía sentir. No, yo no le quería.
—Entonces, a ti no te importa que destruyan toda su vida, y que mancillen su
cuerpo. ¡Oh, Dios!
La mente de Adam trabajaba activamente en un intento por encontrar palabras
adecuadas para expresar sus sentimientos.
—A mí todo eso no me preocupa.
—No, claro, a ti no te preocupa —dijo Charles con sarcasmo—. Claro, si tú no le
querías, no tienes por qué preocuparte. Incluso puedes contribuir a que le escupan en
el rostro.
Adam sabía que su hermano ya no era peligroso. Ya no le movían los celos.
Ahora, toda la culpa de su padre recaía sobre sus espaldas, pero era su padre, y nadie
podría quitárselo.
—¿Qué sentirás al pasear por el pueblo después de que todo el mundo lo sepa? —
preguntó Charles—. ¿Cómo te atreverías a mirar a alguien a la cara?
—Te repito que eso no me preocupa. Y no me preocupa porque no lo creo.
—¿Qué es lo que no crees?
—No creo que robase ese dinero. Yo creo en la guerra que hizo como él la relató,
y también que estuvo en todos los lugares.
—Pero las pruebas… ¿qué pasa con la hoja de licenciamiento?
—No tienes la menor prueba de que fuese un ladrón. Sólo lo sospechas porque no
sabes de dónde proviene ese dinero.
—Su cartilla militar…
—Puede estar equivocada —argumentó Adam—. Quiero creer que lo está. Yo
creo en mi padre.
—No comprendo por qué.
—Déjame explicártelo —contestó Adam—. Existen muchas pruebas de que Dios
no existe y, sin embargo, son muchas las personas que creen en Él.
—Pero acabas de decir que no querías a nuestro padre. ¿Cómo puedes tener fe en
él si no lo amabas?
—Quizás ésa sea la razón —replicó Adam lentamente y de pronto comprendió—:
Quizá si lo hubiese amado, hubiera tenido celos de él. Tú los tenías. Quizás el amor te
vuelve suspicaz e inseguro. ¿No es cierto que cuando estás enamorado de una mujer
te encuentras siempre lleno de dudas y nunca estás seguro de ella, porque tampoco
estás seguro de ti mismo? Para mí eso está muy claro. Puedo ver cómo lo amabas y el
daño que eso te hizo. Yo no le quería, pero es posible que él sí me quisiese. Me puso
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a prueba, me hirió, me castigó y, finalmente, me sacrificó tal vez en compensación
por algo. Pero él no te quería y, por lo tanto, tenía fe en ti. Acaso es una especie de
contrasentido.
Charles lo miró alucinado.
—No te comprendo —dijo.
—Yo mismo estoy tratando de entenderlo —respondió Adam—. También para mí
es una idea nueva. Me siento muy bien, tal vez mejor que nunca. Me he quitado un
peso de encima. Puede que alguna vez experimente lo que tú sientes ahora, pero no
todavía.
—No te comprendo —repitió Charles.
—¿No comprendes que yo no puedo creer que nuestro padre fuese un ladrón?
Tampoco creo que fuese un embustero.
—Pero los papeles…
—No me importan los papeles, no pueden alterar en nada la fe que yo tenía en mi
padre.
Charles respiraba pesadamente.
—Entonces, ¿piensas aceptar ese dinero?
—Desde luego.
—¿Incluso en el caso de que lo hubiese robado?
—Te repito que no lo robó. Era incapaz de hacerlo.
—No te comprendo —insistió Charles.
—¿No? Bueno, me parece que ése es el meollo de toda la cuestión. Nunca te lo
había mencionado, pero ¿te acuerdas de la paliza que me diste poco antes de que me
marchase?
—Sí.
—¿Te acuerdas de lo que pasó luego? Regresaste con un hacha dispuesto a
matarme.
—No lo recuerdo muy bien. Debía de estar loco.
—Entonces no lo supe, pero ahora lo sé: luchabas por tu amor.
—¿Mi amor?
—Sí —dijo Adam—. Haremos buen uso del dinero. Tal vez nos quedemos o tal
vez nos vayamos, puede que a California. Ya veremos. Y, desde luego, tenemos que
erigir un monumento en memoria de nuestro padre, uno muy grande.
—No podría dejar este lugar —aseguró Charles.
—Bueno, ya veremos. No tenemos prisa. Ya lo pensaremos mejor.
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Capítulo 8
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Del mismo modo que la naturaleza oculta a veces una trampa, Cathy tuvo desde
el primer día un rostro inocente. Su cabello era dorado y sedoso, y poseía grandes
ojos almendrados, con pestañas que se arqueaban, y que daban una misteriosa y
soñadora profundidad a su mirada. Su nariz era fina y delicada y sus pómulos altos y
anchos, descendiendo hasta formar un pequeño mentón, lo que confería a su rostro la
forma de corazón. Su boca estaba bien dibujada, pero era exageradamente pequeña, y
sus labios eran carnosos. Era una boca con forma de capullo. Sus orejas eran
diminutas, desprovistas de lóbulos, y tan pegadas a la cabeza que bajo el cabello no
formaban ningún bulto. No eran más que unas delgadas láminas adheridas a su
cráneo.
Cathy siempre tuvo una figura infantil, incluso de mayor, con brazos delgados y
delicados, y minúsculas manos. Sus pechos jamás se desarrollaron mucho. Antes de
la pubertad, los pezones se le metieron hacia dentro. Su madre tuvo que sacárselos
cuando a los diez años comenzaron a dolerle. Su cuerpo era como el de un muchacho,
de caderas estrechas y piernas largas, pero sus tobillos eran delgados y rectos, aunque
no débiles. Tenía los pies redondos, pequeños y gordezuelos, y el empeine
ligeramente levantado, lo que daba al pie una apariencia de pequeña pezuña. Era una
niña muy guapa, y se convirtió en una mujer hermosa. Su voz era suave aunque algo
ronca, pero podía ser tan dulce que se volvía irresistible. Sin embargo, en su garganta
debía de haber alguna cuerda de acero, porque la voz de Cathy cortaba como un
cuchillo cuando se lo proponía.
Ya desde niña tenía algo extraño que hacía que la gente se volviese para mirarla;
y una mirada insólita que desaparecía cuando se la contemplaba de nuevo. Caminaba
sigilosamente y hablaba poco, pero no podía entrar en una habitación sin que todos
fijasen la vista en ella.
Todo el mundo se sentía incómodo ante su presencia, pero no lo suficiente como
para marcharse. Hombres y mujeres querían observarla, estar junto a ella, tratar de
descubrir cuál era la causa de la turbación que les provocaba. Y puesto que siempre
había sido así, a Cathy no le parecía extraño.
Cathy era diferente de las demás niñas en muchas cosas, pero sobre todo en una
muy particular. La mayoría de los niños aborrecen las diferenciaciones: quieren ser,
hablar, vestir y actuar exactamente como todos los demás. Si la moda es absurda,
para un niño constituye una verdadera pena y un profundo dolor que no se le permita
seguirla. Si se pusieran de moda los collares de chuletas de cerdo, el niño que no
pudiese llevarlos se sentiría muy triste. Y esa esclavitud de grupo se extiende
normalmente a todos los juegos y prácticas sociales. Es una especie de pantalla
protectora que los niños utilizan para su seguridad.
Cathy no compartía esas tendencias. Siempre fue independiente en el vestir y en
su proceder. Llevaba lo que más le placía. El resultado era que, muy a menudo, las
otras niñas la imitaban.
A medida que Cathy fue creciendo, el grupo, el rebaño, que no era otra cosa que
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una pandilla de chicos, comenzó a sentir lo mismo que los adultos, es decir, que había
algo extraño en Cathy. Y con el tiempo acabaron por no ir con ella todos juntos, sino
de forma individual. Los grupos de jóvenes la evitaban, pues la consideraban un
peligro potencial.
Cathy era una embustera, pero no mentía como suele hacerlo la mayoría de los
niños. Sus mentiras no consistían en soñar despierta mientras se cuenta lo imaginado
como si hubiese sucedido para hacerlo más real. Esto no es más que una desviación
ordinaria de la realidad externa. Creo que la diferencia entre una mentira y una
historia consiste en que esta última utiliza los ornamentos y la apariencia de la verdad
en el interés tanto del oyente como del narrador. Una historia no posee ni una
ganancia ni una pérdida intrínsecas. Pero una mentira es algo que se inventa con fines
utilitarios o para escapar de algo. Supongo que si esta definición se toma al pie de la
letra, resultará que un escritor de cuentos es un embustero si con ellos consigue
beneficios económicos.
Las mentiras de Cathy nunca eran inocentes. Tenían como finalidad escapar del
castigo, del trabajo o de la responsabilidad, y las usaba en provecho propio. A la
mayor parte de los embusteros se los atrapa porque, o bien olvidan lo que han
contado, o porque de repente su mentira se ve enfrentada con una verdad indiscutible.
Pero Cathy nunca olvidaba sus mentiras, y hasta llegó a desarrollar un gran método
para mentir: permanecer tan cerca de la verdad que jamás se podía estar seguro.
También conocía otros dos sistemas, consistentes en intercalar algunas verdades entre
sus mentiras, o en decir una verdad como si fuese una mentira. Si se acusa a alguien
de una mentira y resulta luego que es verdad, se le estará proporcionando la excusa
perfecta para continuar mintiendo sin ser descubierto.
Como Cathy era hija única, su madre no pudo compararla con otros hermanos y
creyó que todas las niñas eran como la suya. Y como las madres siempre se
preocupan, estaba convencida de que todas sus amigas tenían los mismos problemas.
El padre de Cathy no estaba tan seguro. Poseía una pequeña curtiduría en un
pueblo de Massachusetts, lo que le proporcionaba una vida cómoda y desahogada
aunque tuviera que trabajar mucho. El señor Ames veía a otros niños fuera de su casa,
y llegó a la conclusión de que Cathy no era como las demás criaturas. Era una
intuición, más que una certeza, pero estaba preocupado por su hija sin saber por qué.
Casi todo el mundo tiene apetitos e impulsos, arranques emocionales, momentos
de egoísmo y deseos ardientes a flor de piel. Y la mayoría de las personas, o bien
tratan de reprimir tales impulsos, o bien les dan secreta satisfacción. Cathy no sólo
conocía estos impulsos en los demás, sino también sabía cómo usarlos en beneficio
propio. Es muy posible que no creyese en la existencia de otras tendencias en los
seres humanos, porque, mientras en algunos aspectos era demasiado espabilada, en
otros estaba completamente ciega.
Cathy aprendió muy joven que la sexualidad, con todo su séquito de anhelos y
dolores, celos y tabúes, es el impulso más perturbador que aflige a los humanos. Y en
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aquellos días lo era todavía más, porque no se podía hablar de él abiertamente. Todo
el mundo ocultaba para sí ese pequeño infierno, mientras que públicamente
pretendían que no existía; y cuando caían en él, se sentían del todo indefensos. Cathy
aprendió que por la manipulación y el uso de esta debilidad humana podía ganar y
adquirir poder sobre casi todo el mundo, lo que constituía un arma y una amenaza al
mismo tiempo, y un juego irresistible. Y si se tiene en cuenta que esa impotencia
ciega nunca pareció haberse apoderado de Cathy, es probable que apenas
experimentase esos impulsos, y en consecuencia, despreciase a aquellos que sí lo
hicieran. Y si reflexionamos sobre este asunto, haciendo abstracción de todo lo
demás, hallaremos que tenía razón.
¡De qué libertad gozarían los hombres y las mujeres si no se viesen
constantemente engañados, atrapados, esclavizados y torturados por su sexualidad! El
único inconveniente que tendría esa libertad es que sin el sexo dejarían de ser
humanos y se convertirían en monstruos.
A los diez años, Cathy comenzó a descubrir el poder del impulso sexual, y
empezó a experimentarlo fríamente. Todo lo planeaba con frialdad, previendo las
dificultades y preparándose para vencerlas.
El juego sexual de los niños ha existido siempre. Creo que todos, excepto los
anormales, se han escondido en alguna ocasión con niñas en algún lugar oscuro y
frondoso, como el fondo de un pajar, bajo un sauce, o bajo la arcada del puente de
alguna carretera, o al menos han soñado hacerlo. Casi todos los padres tienen que
enfrentarse con este problema tarde o temprano y el niño puede sentirse afortunado
si, cuando llega el caso, sus padres recuerdan su propia infancia. En la época en que
transcurrió la infancia de Cathy, sin embargo, era más difícil. Los padres, que lo
negaban en sí mismos, se sentían horrorizados al descubrirlo en sus hijos.
Una mañana de primavera, cuando la hierba tierna brillaba con las últimas gotas de
rocío bajo el sol, y el calor penetraba en la tierra y hacía brotar los dientes de león
amarillos, la madre de Cathy terminó de tender la colada. Los Ames vivían en las
afueras del pueblo, y en la parte trasera de la casa había un establo y un cobertizo
para los carruajes, un huerto y un prado vallado en el que pastaban los caballos.
La señora Ames recordaba haber visto a Cathy dirigirse hacia el establo. La llamó
y, al no recibir respuesta, pensó que debía de haberse confundido. Se disponía a entrar
en la casa, cuando oyó una risita proveniente del cobertizo de los carruajes.
—¡Cathy! —llamó.
Nadie respondió. La señora se sintió inquieta. Trató de recordar el sonido de
aquella risa. No era la voz de Cathy. Ella no reía de aquella manera.
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No se sabe cómo y por qué el temor se apodera de una madre. Desde luego,
muchas veces siente aprensión cuando no hay razón para ello. Y esto les suele
suceder con mayor frecuencia a los padres de hijos únicos, que a veces se abisman en
negras cavilaciones sobre la pérdida de su único vástago.
La señora Ames se detuvo y escuchó. Oyó el susurro de voces que hablaban
sigilosamente, y caminó sin hacer ruido hacia el cobertizo de los carruajes. La doble
puerta estaba cerrada. Del interior venía un murmullo, pero no se distinguía la voz de
Cathy. Tiró de golpe de las puertas, y la brillante luz del sol penetró en el interior. Se
quedó helada y con la boca abierta ante el espectáculo que presenció. Cathy yacía en
el suelo con la falda remangada hasta más arriba de la cintura. Junto a ella se
encontraban arrodillados dos muchachos de unos catorce años. Aquella súbita luz los
dejó también petrificados. Los ojos de Cathy estaban blancos de terror. La señora
Ames conocía a los dos muchachos y a sus padres.
Súbitamente, uno de los muchachos se puso en pie y echó a correr. Pasó como
una exhalación junto a la señora Ames y desapareció por la esquina de la casa. El otro
se apartó de la señora con expresión horrorizada y, lanzando un grito, se abalanzó
hacia la puerta abierta. La señora Ames intentó agarrarlo, pero sus dedos resbalaron
por la chaqueta del muchacho, y consiguió escapar. Ella oyó cómo se alejaba a todo
correr.
La señora Ames trató de hablar, pero apenas le salían las palabras:
—¡Levántate!
Cathy la miraba, muy pálida, pero no se movió. Entonces, la señora Ames se
percató de que Cathy tenía las muñecas atadas con una gruesa cuerda. Lanzó un
chillido, se arrodilló y desató los nudos. Luego, llevó a Cathy a la casa y la acostó.
El médico de cabecera, después de examinar exhaustivamente a Cathy, no halló
prueba alguna de que hubiese sido forzada.
—Puede usted dar gracias a Dios por haber llegado a tiempo —le repitió una y
otra vez a la señora Ames.
Cathy no pronunció palabra durante muchos días. Según el doctor, sufría una
conmoción; pero cuando se le pasó, Cathy se negó a hablar. Si le hacían preguntas,
abría desmesuradamente los ojos, hasta ponerlos en blanco, su respiración se detenía,
se ponía muy rígida y sus mejillas enrojecían a causa del esfuerzo que hacía para no
respirar.
A la charla sostenida con los padres de los muchachos también asistió el doctor
Williams. El señor Ames permaneció silencioso casi todo el tiempo. Trajo la cuerda
con la que habían atado las muñecas de Cathy. Se mostraba desconcertado. Había
cosas que no entendía, pero no las manifestó.
Después de lo ocurrido, la señora Ames se volvió histérica. Ella había estado allí.
Ella lo había presenciado. Ella era la autoridad definitiva. Y a través de su histeria,
asomaba la cabeza un diablo sádico. Ella quería sangre. Mostraba una especie de
placer en sus peticiones de castigo. La población, la comarca, necesitaba una
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protección. Exponía la cuestión en estos términos. Ella había llegado a tiempo,
gracias a Dios. Pero acaso, la próxima vez no sería así; y ¿qué dirían las otras madres,
y qué sentirían? Cathy sólo tenía diez años.
En esa época, los castigos eran más salvajes que en la actualidad. Era una
creencia popular que el látigo constituía un instrumento bienhechor. Primero por
separado, y luego juntos, los muchachos fueron azotados hasta que sangraron.
El crimen que habían cometido era nefando, pero las mentiras demostraron la
existencia de una maldad que ni el látigo pudo hacer desaparecer. Y su defensa fue
ridícula desde el primer momento. Según ellos, era Cathy quien había empezado
todo, y cada uno le había pagado cinco centavos. No le habían atado las manos.
Afirmaron que recordaban que Cathy estaba jugando con una cuerda.
La señora Ames fue la primera en decirlo, y pronto la coreó toda la población.
—¿Es que quieren dar a entender que fue ella misma quien se ató?
Si los muchachos se hubiesen confesado autores del crimen, su castigo hubiera
sido algo más benigno. Su negativa despertó una rabia torturadora, no sólo en sus
padres, que les administraban los latigazos, sino en todo el pueblo. Ambos fueron
enviados a un correccional, con la aprobación de sus progenitores.
—Está aterrada —contaba la señora Ames a las vecinas—. Si pudiese hablar y
explicarse, quizá se sentiría mejor. Pero cuando le pregunto, es como si lo reviviera, y
vuelve a sufrir otra conmoción.
Los Ames nunca volvieron a hablar de ello con su hija. El asunto estaba zanjado.
El señor Ames olvidó pronto sus aprensiones y recelos. Hubiera sentido mucho que
aquellos dos muchachos estuviesen en el correccional por algo que no habían hecho.
Cuando Cathy se recobró totalmente de la conmoción, tanto los chicos como las
chicas la observaban de lejos y luego se le acercaban fascinados por su presencia.
Nunca se peleaba con niñas de su edad, como suele ocurrir entre los doce y trece
años. Los muchachos no querían correr el riesgo de verse vapuleados por sus amigos
por haberla acompañado acaso a la salida de la escuela. Pero ella ejercía una poderosa
influencia, tanto sobre los unos como sobre las otras. Y si algún muchacho se la
encontraba a solas, se sentía atraído hacia ella por una fuerza que era incapaz de
comprender o vencer.
Era fina y delicada y hablaba siempre en voz baja. Daba largos paseos en
solitario, y era raro que en alguno de ellos no apareciese algún que otro muchacho al
borde del camino para encontrarse con ella como por casualidad. Y a pesar de todos
los cotilleos, nadie sabía qué hacía Cathy en realidad. Si ocurría algo, sólo se oían
rumores, algo bastante extraño en una edad en que se guardan tantos secretos, pero
ninguno de ellos durante mucho tiempo.
Cathy empezó a sonreír un poco, casi de manera imperceptible. Tenía una forma
de mirar de soslayo y de bajar los Ojos que parecía insinuar el deseo de compartir
algún secreto con algún muchacho.
En la mente de su padre pugnaba por alzarse otra pregunta, pero se esforzaba por
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enterrarla, y le parecía inmoral pensar en ella. Cathy tenía una suerte extraordinaria
para encontrar cosas: una medalla de oro, dinero, una pequeña bolsa de seda, una
crucecita de plata con piedrecitas rojas que decía que eran rubíes… Solía encontrar
muchas cosas, y cuando su padre puso un anuncio en la sección de objetos perdidos
del periódico local acerca de la crucecita, no se presentó nadie a reclamarla.
El señor William Ames, el padre de Cathy, era un hombre muy introvertido.
Raramente manifestaba los pensamientos que agitaban su mente. Nunca se hubiera
atrevido a llamar la atención de sus vecinos. Guardaba para sí aquella sombra de
duda. Era mucho mejor que aparentase no saber nada, mucho más seguro, mucho más
juicioso, y sobre todo, mucho más cómodo. Por lo que respecta a la madre de Cathy,
se hallaba tan metida en una maraña de diáfanas medias mentiras, de tergiversaciones
y de sugerencias, todo obra de Cathy, que no hubiera sabido discernir un hecho
verdadero de otro falso.
A medida que pasaba el tiempo, Cathy se volvía más encantadora: la tez delicada y
aterciopelada, la rubia cabellera, los ojos rasgados llenos de modestia pero tan
prometedores, la boquita de piñón repleta de dulzura; desde luego, atraía y retenía la
atención de todos. Terminó los ocho cursos de la escuela primaria con tan buenas
notas que sus padres decidieron matricularla en el instituto, aunque en aquellos
tiempos no era corriente que una joven cursase los estudios secundarios. Pero Cathy
dijo que quería ser maestra, lo que causó un gran júbilo a sus padres, porque era la
única profesión digna que podía seguir una joven de una familia decente de la clase
media. Los padres se sentían muy orgullosos por tener una hija maestra.
Cathy tenía catorce años cuando comenzó la enseñanza secundaria. Siempre había
sido una joya para sus padres, pero desde que penetró en los misterios del álgebra y
del latín, ascendió a unas alturas a las cuales sus padres no podían seguirla. Les
pareció como si la hubiesen perdido y se hubiese trasladado a un orden superior.
El profesor de latín era un joven pálido y febril que fracasó en sus estudios de
teología, pero que, sin embargo, sabía lo suficiente para enseñar la inevitable
gramática y traducir a César y a Cicerón. Era un joven silencioso, obsesionado
constantemente por su fracaso. En lo más profundo de su corazón sentía que había
sido rechazado por Dios, y con justicia.
Durante un tiempo, se observó un cambio de actitud en James Grew y cierta
fuerza en su mirada. Jamás lo vieron en compañía de Cathy, y no se sospechaba que
existiese relación entre ambos.
James Grew se convirtió en un hombre. Andaba con paso firme y canturreando.
Escribió unas cartas tan persuasivas, que los directores de la Escuela de Teología
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fueron favorables a su readmisión.
Y de pronto, aquella llama desapareció de su mirada. Sus hombros, tan erguidos y
arrogantes, se hundieron en el desánimo; sus ojos volvieron a adquirir una expresión
febril y se retorcía las manos. Se le veía por las noches arrodillado en la iglesia,
moviendo incansablemente los labios. Dejó de asistir a la escuela, alegando que
estaba enfermo, cuando todo el mundo sabía que paseaba a solas por las colinas
cercanas al pueblo.
Una noche, muy tarde, llamó a la puerta de la casa de los Ames. El señor Ames se
levantó refunfuñando, encendió una vela, se echó un abrigo encima de su camisón y
se dirigió a la puerta.
Ante él estaba James Grew con aspecto salvaje e hirsuto, con los ojos brillantes y
con el cuerpo agitado por un continuo temblor.
—Tengo que hablarle —dijo con voz ronca al señor Ames.
—Es más de medianoche —repuso el señor Ames con firmeza.
—Tengo que hablarle a solas. Póngase algo y salga. Tengo que hablar con usted.
—Creo que está enfermo o ha bebido, joven. Váyase a casa y trate de dormir. Es
más de medianoche.
—No puedo esperar. Tengo que hablar con usted.
—Venga a verme mañana por la mañana a la curtiduría —contestó el señor Ames,
y le dio con la puerta en las narices; sin embargo, permaneció tras ella para escuchar
y oyó una voz lastimera que decía:
—No puedo esperar, no puedo esperar.
Y el señor Ames oyó luego unos pies que se arrastraban lentamente por los
escalones de la entrada.
El señor Ames regresó a la cama, protegiendo con la mano la llama de la vela. Le
pareció ver cerrarse silenciosamente la puerta de Cathy, pero tal vez se debía a un
efecto de la llama temblorosa, pues también tuvo la impresión de que se movía una
cortina.
—¿Qué ocurre? —le preguntó su esposa cuando volvió al lecho.
El señor Ames no supo luego por qué le había respondido de la forma en que lo
hizo. Quizá para evitar discusiones.
—Un borracho —dijo—. Se había equivocado de casa.
—¡Ah, Señor, adónde iremos a parar! —comentó la señora Ames.
Tendido en la oscuridad después de apagar la vela, sus pupilas todavía retenían el
reflejo luminoso de la llama y, enmarcados por su fantasmagórica silueta, vio los ojos
frenéticos y suplicantes de James Grew. Le costó mucho volver a conciliar el sueño.
Por la mañana corría un rumor por el pueblo, falseado aquí y allá, con cambios y
adiciones, pero por la tarde todo se aclaró. El sacristán había encontrado a James
Grew tendido frente al altar. Se había volado la tapa de los sesos. Junto a él había una
escopeta, y a su lado, el palo que le había servido para empujar el gatillo. Cerca del
cuerpo, en el suelo, se hallaba una de las velas del altar. De las tres velas restantes,
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una todavía ardía; las otras no habían sido encendidas. Y en el suelo se encontraron
dos libros, uno encima del otro: el de himnos y el de oraciones. Según la
reconstrucción de los hechos del sacristán, James Grew tuvo que haber apoyado el
cañón de la escopeta sobre los dos libros para que apuntase a la sien, y el retroceso
había hecho caer la escopeta en esa posición.
Muchas personas recordaban luego haber oído una explosión aquella madrugada
antes del alba. James Grew no dejó ninguna carta. Nadie pudo adivinar qué lo empujó
al suicidio.
El primer impulso del señor Ames fue ir a ver al forense y contarle la visita que
había recibido aquella noche, pero lo pensó mejor. ¿De qué serviría? En el caso de
que él supiese algo concreto, hubiera sido diferente. Pero no sabía nada de nada.
Sentía un nudo en el estómago. Se repitió una y otra vez que él no tenía culpa
ninguna. ¿Cómo podía haberlo evitado? Ni tan siquiera conocía los motivos que
impulsaron a Grew a matarse. Sin embargo, se sentía culpable y lleno de
remordimientos.
Durante la cena, su esposa empezó a hablar del suicidio, y él fue incapaz de tragar
bocado. Cathy permanecía silenciosa, pero no más que de costumbre. Comía a
pequeños bocaditos y se secaba frecuentemente los labios con la servilleta.
La señora Ames explicaba con todo detalle la posición en que habían encontrado
el cuerpo y la escopeta.
—Hay una cosa que me gustaría saber —dijo—. Ese borracho que llamó aquí
anoche, ¿no habrá sido el joven Grew?
—No —atajó prontamente su marido.
—¿Estás seguro? No pudiste verle bien.
—Yo llevaba una vela —respondió con aspereza—. No se parecía a nadie
conocido. Tenía una gran barba.
—No tienes que enfadarte por eso —contestó su esposa—. Sólo te lo preguntaba.
Cathy secó sus labios, y cuando dejó la servilleta en su regazo, sonreía.
La señora Ames se volvió hacia su hija.
—Tú lo veías a diario en la escuela, Cathy. ¿Te pareció triste últimamente? ¿No
advertiste nada que pudiese dar a entender…?
Cathy miró al plato, y luego levantó los ojos.
—Creo que estaba enfermo —dijo—. Sí, no tenía buen aspecto. Todo el mundo lo
comentaba hoy en la escuela. Y alguien, no recuerdo quién, dijo que el señor Grew
estaba metido en algún lío en Boston. No sé a qué se referirían. Todos queríamos al
señor Grew.
Volvió a secarse los labios delicadamente.
Así eran los métodos de Cathy. Al día siguiente, todo el pueblo sabía que James
Grew había estado metido en algún lío en Boston, y nadie podía imaginar que era
Cathy quien había lanzado el bulo. Incluso la señora Ames había olvidado quién se lo
dijo por primera vez.
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fines. Transcurridos unos instantes, la señora Ames se puso un sombrero y se dirigió
a la curtiduría. Quería hablar con su marido fuera de la casa.
Por la tarde, Cathy se levantó negligentemente de la cama y pasó largo tiempo
ante el espejo. Al atardecer, el señor Ames, muy a pesar suyo, se vio obligado a
sermonear a su hija. Habló de sus deberes, sus obligaciones, el amor que debía a sus
padres… Cuando terminaba su discurso, se dio cuenta de que su hija no le prestaba la
menor atención. Aquello le enfureció y le hizo prorrumpir en amenazas. Habló de la
autoridad que Dios le había otorgado sobre su hija, y de cómo esta sagrada autoridad
natural había sido refrendada por el estado. Ahora consiguió que le prestase atención.
La jovencita le miraba fijamente, con una ligera sonrisa y sin pestañear. Al final, el
señor Ames tuvo que apartar la mirada, y esto le enfureció aún más. Ordenó a su hija
que se comportase como era debido. La amenazó vagamente con azotarla si no le
obedecía.
Terminó con un tono que mostraba su debilidad.
—Quiero que me prometas que mañana por la mañana volverás al instituto y
dejarás de hacer tonterías.
El rostro de la joven no mostraba la menor expresión. Tenía la boca fruncida.
—Muy bien —fue todo lo que dijo.
Aquella noche, el señor Ames comentó a su esposa, con una seguridad que no
sentía:
—Ya ves, lo que necesita es un poco de autoridad. Es posible que hayamos sido
demasiado indulgentes con ella. Pero es una buena chica. Lo que le ha pasado es que
se ha olvidado de quién manda aquí. Un poco de mano firme no hace daño a nadie.
En su fuero interno deseaba tener la misma confianza que manifestaban sus
palabras.
A la mañana siguiente, Cathy había desaparecido. Faltaban también su maletín de
viaje y sus mejores vestidos. La cama estaba hecha con todo cuidado. La habitación
tenía un aspecto frío e impersonal, sin nada que indicase que una joven había vivido
entre sus paredes. No había ni cuadros ni grabados, ningún recuerdo, nada de lo
acostumbrado en las habitaciones de las jóvenes. Cathy nunca había jugado con
muñecas. La habitación no guardaba ningún sello personal de ella.
En ciertos aspectos, el señor Ames era un hombre inteligente. Agarró su sombrero
hongo y se dirigió a toda prisa a la estación del ferrocarril. El jefe de estación estaba
seguro. Sí, Cathy había tomado el primer tren de la mañana. Sacó un billete para
Boston. El jefe ayudó al señor Ames a redactar un telegrama para la policía de
Boston. El señor Ames sacó un billete de ida y vuelta y tomó el tren de las 9:50 para
aquella ciudad. En circunstancias excepcionales, era un hombre que valía mucho.
Aquella noche la señora Ames se sentó en la cocina con la puerta cerrada. Estaba
intensamente pálida y agarraba la mesa con ambas manos, para dominar su temblor.
El sonido, primero de los golpes y luego de los chillidos, se filtraba con claridad a
través de las puertas cerradas.
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El señor Ames no sabía propinar latigazos debido a que nunca se había visto
obligado a hacerlo. Azotaba las piernas de Cathy con el látigo de nudos, y cuando vio
que ella permanecía quieta y tranquila, sin dejar de mirarlo fijamente con sus fríos
ojos, perdió por completo los estribos. Los primeros golpes eran inexpertos y tímidos,
pero al percatarse de que no lloraba, la azotó sobre los hombros y en la espalda. El
látigo restallaba y cortaba la carne. Cegado por su rabia, falló el golpe varias veces, y
en ocasiones llegó a acercarse tanto que el látigo se enroscó en torno al cuerpo de la
joven.
Cathy comprendió enseguida la actitud que debía adoptar. Conocía cuál era el
punto flaco de su padre, y por consiguiente se puso a chillar, a retorcerse de dolor, a
llorar, a suplicar, y así tuvo la satisfacción de ver cómo los azotes menguaban
instantáneamente.
Al señor Ames le horrorizaba el escándalo y la conmoción que estaba causando.
Así que dejó de propinar azotes a Cathy. Ésta se dejó caer sollozando en el lecho. Si
su padre se hubiese tomado la molestia de mirarle a la cara, hubiese visto que sus ojos
estaban secos, pero con los músculos del cuello en tensión, y que bajo sus sienes
aparecían unos pequeños bultos, producidos por la contracción del músculo de la
mandíbula.
—¿Lo volverás a hacer? —le preguntó su padre.
—¡Oh, no, no! ¡Perdóneme! —exclamó Cathy.
Se volvió hacia la pared para que su padre no pudiese ver la fría expresión de su
rostro.
—Acuérdate de quién eres, y no olvides quién soy yo.
La voz de Cathy se quebró, y dejó escapar un seco sollozo:
—No lo olvidaré —aseguró.
En la cocina, la señora Ames se retorcía las manos; mientras, su marido, le
acariciaba los hombros.
—Para mí ha sido muy doloroso —dijo—, pero tenía que hacerlo. Y creo que a
ella le ha hecho mucho bien. Parece otra. Quizás hemos sido demasiado blandos con
ella. Nunca la hemos azotado y puede que nos hayamos equivocado.
Y sabía que, aunque su esposa había insistido en que debía azotarla, aunque le
había obligado a hacerlo, en el fondo le odiaba por ello. Y la desesperación se
apoderó de él.
Parecía estar fuera de duda que aquello era lo que Cathy necesitaba. Como decía el
señor Ames, «aquello la espabiló». Siempre había sido educada, pero ahora se volvió
también atenta. En las semanas que siguieron, ayudó a su madre en la cocina, y se
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ofreció a hacer más cosas. Comenzó a tejer una colcha para su madre, una labor que
la ocuparía durante meses. La señora Ames se lo contaba a sus vecinas.
—Tiene un gran sentido del color… ocre y amarillo, ya ha terminado tres cuartas
partes.
Para su padre, siempre tenía dispuesta una sonrisa. Le colgaba el sombrero
cuando venía, y colocaba convenientemente su sillón bajo la luz para que pudiese leer
con toda comodidad.
Incluso en el instituto era diferente. Siempre había sido una buena estudiante,
pero ahora comenzó a hacer planes para el futuro. Habló con el director acerca del
examen para obtener el título de maestra un año antes de lo que le correspondía. Y el
director miró sus notas y opinó que podía intentarlo con grandes posibilidades de
éxito. Fue a visitar al señor Ames a la curtiduría para tratar del asunto.
—No nos había dicho ni una palabra —dijo el señor Ames lleno de orgullo.
—Bueno, acaso no debiera haberle dicho nada. Me temo haber echado por tierra
la sorpresa que le preparaba.
El matrimonio Ames estaba convencido de que habían descubierto la fórmula
mágica que resolvía todos sus problemas. Lo expresaron con una sabiduría
inconsciente que se presenta sólo en los padres.
—En mi vida he visto un cambio semejante —dijo el señor Ames.
—Pero siempre ha sido una buena niña —observó su esposa—. ¿Y te has dado
cuenta de lo bonita que se ha vuelto? Es realmente guapa. ¡Qué mejillas tan
sonrosadas tiene!
—No creo que sea maestra por mucho tiempo con semejantes atributos —dijo el
señor Ames.
Ciertamente, Cathy estaba muy guapa. Mientras preparaba los exámenes tenía
permanentemente una sonrisa infantil en los labios. Disponía de todo el tiempo del
mundo. Limpió el sótano y colocó papeles en las punturas de los cimientos para
evitar las corrientes de aire. Como la puerta de la cocina chirriaba, engrasó los
goznes, y también la cerradura, que estaba muy dura, y luego aprovechó para
engrasar también las bisagras de la puerta de la entrada. Se preocupó de que los
quinqués tuvieran petróleo y las tulipas estuvieran limpias; y para limpiarlas, ideó un
método que consistía en sumergirlas en una enorme lata llena de petróleo que
guardaba en el sótano.
—Hay que verlo para creerlo —comentó su padre.
Y no era solamente en casa. Afrontó el desagradable olor de la curtiduría para
visitar a su padre. Tenía poco más de dieciséis años, pero para su padre seguía siendo
una niña. Se sorprendió ante sus preguntas acerca del negocio.
—Es mucho más lista que muchos hombres que conozco —le dijo a su encargado
—. Será capaz de llevar el negocio algún día.
La joven se sentía interesada, no sólo por el proceso de la tenería y curtido de
pieles, sino por todos los aspectos del negocio. Su padre le explicó el mecanismo de
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los pedidos, los pagos, la facturación y las ventas. Le enseñó la combinación para
abrir la caja y se quedó muy satisfecho al comprobar que, al primer intento, Cathy
recordara la combinación.
—Voy a decirte lo que pienso al respecto —le dijo a su esposa—. Todos nosotros
tenemos algo de diablillos. No me gustaría tener una hija totalmente desprovista de
vigor. Según yo lo veo, esto no es más que una muestra de energía. Si se sabe
dominarla y mantenerla dentro de los límites, no hay razón para que no sea útil y
aprovechable.
Cathy remendó todos sus vestidos y ordenó todas sus cosas.
Un día de mayo, al volver del instituto, fue directamente adonde tenía sus agujas
de punto. Su madre ya estaba arreglada para salir.
—Tengo que ir a la reunión de la Hermandad del Altar —dijo—. Debemos
discutir la rifa del pastel para la semana próxima. Me han nombrado presidenta. Tu
padre me ha preguntado si podrías ir al banco a buscar el dinero para los jornales y
llevarlo a la curtiduría. Le conté lo de la rifa, así que yo no puedo ir.
—Lo haré con mucho gusto —respondió Cathy.
—Te tienen el dinero preparado en un saquito —dijo la señora Ames, y se fue a
toda prisa.
Cathy actuó rápidamente, pero sin nerviosismo. Se puso un viejo delantal sobre
su vestido. En el sótano encontró un bote de jalea vacío, con tapadera, y lo llevó al
cobertizo de los carruajes, donde se guardaban las herramientas. En el gallinero cogió
una pollita, la llevó al cobertizo y le cortó la cabeza, sosteniendo el cuello tembloroso
sobre el bote de jalea, hasta que éste estuvo medio lleno de sangre. Luego llevó el
convulsionado cuerpo de la pollita a la pila del estiércol y lo enterró allí
profundamente. De vuelta a la cocina, se quitó el delantal, lo metió en la estufa, y
atizó las brasas, hasta que la llama prendió en la tela. Se lavó las manos, inspeccionó
sus zapatos y medias y se limpió una mancha oscura que tenía en la punta del zapato
derecho. Luego se miró al espejo. Tenía las mejillas arreboladas, los ojos brillantes y
la boca contraída en una ligera sonrisa infantil. Al salir, ocultó el bote con la sangre
en la parte inferior de la escalera de la cocina. Hacía apenas diez minutos que su
madre se había marchado. Cathy caminaba con paso leve, como si estuviera
danzando. Los árboles empezaban a cubrirse de hojas, y en los prados comenzaban a
brotar las primeras flores amarillas de dientes de león. Se dirigía alegre hacia el
centro del pueblo, donde se hallaba situado el banco. Y era tan lozana y bonita, que
los caminantes se volvían a su paso y la seguían con la mirada.
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brillaron, rugieron y adquirieron grandes proporciones antes de que nadie pudiese
darse cuenta. Cuando los voluntarios acudieron, tirando del carro que llevaba la
manguera, ya no pudieron hacer otra cosa que rociar de agua los tejados de las casas
vecinas para evitar que el fuego se propagase sobre ellas.
La casa de los Ames había estallado como un cohete. Los bomberos y el público
que suele acudir a contemplar los incendios buscaban entre los rostros iluminados por
las llamas, tratando de encontrar a los Ames y a su hija; pero pronto se dieron cuenta
de que no estaban allí. Todos contemplaban las ruinas calcinadas, y se imaginaban a
sus moradores entre ellas; sus corazones latían apresuradamente, y se les hacía un
nudo en la garganta. Los voluntarios comenzaron a rociar las ascuas, como si
creyesen que todavía estaban a tiempo de salvar a algún miembro de la familia.
Pronto se esparció por el pueblo el terrible rumor de que toda la familia Ames había
perecido carbonizada.
Cuando salió el sol, toda la población se hallaba aglomerada en torno a los negros
restos humeantes. Los que se hallaban en primera fila tenían que volver el rostro ante
el calor que irradiaban las pavesas. Los bomberos continuaban arrojando agua para
enfriar las ruinas carbonizadas. Al mediodía, el juez local pudo colocar algunos
tablones húmedos y hurgar con un palo entre los empapados restos de maderas
chamuscadas. Quedaba lo bastante del matrimonio Ames para poder certificar que se
trataba de sus cuerpos. Los vecinos señalaron el lugar aproximado donde se hallaba la
habitación de Cathy, pero aunque el juez, ayudado por otras muchas personas,
escudriñó los cascotes y escarbó entre ellos con un rastrillo de jardinero, no pudieron
descubrir ni tan siquiera un hueso o un diente de la chica.
Entretanto, el jefe de los bomberos había encontrado los picaportes y la cerradura
de la puerta de la cocina. Miraba el metal ennegrecido con expresión sorprendida,
pero sin llegar a saber bien qué era lo que le sorprendía. Pidió el rastrillo al juez, y se
puso a desescombrar furiosamente, hasta llegar al lugar donde había estado la puerta
de entrada. Siguió entonces la búsqueda, hasta descubrir la cerradura, retorcida y
medio fundida. En aquel momento se veía rodeado por un tropel de curiosos, que le
preguntaban:
—¿Qué buscas, George? ¿Qué has encontrado, George?
Por último, el juez se aproximó a él y dijo:
—¿Qué piensa usted, George?
—En las cerraduras no había llaves —observó el jefe de los bomberos, con
expresión preocupada.
—Es posible que se cayesen.
—¿Cómo?
—O vaya usted a saber si se han fundido.
—Las cerraduras no se han fundido.
—Puede que Bill Ames las quitara.
—¿Desde dentro?
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Y mostró sus trofeos. Ambas cerraduras tenían el pestillo echado.
Ya que la casa se había quemado, y con ella su propietario, los empleados de la
curtiduría, en señal de duelo, decidieron no acudir al trabajo. Se apiñaron en torno a
la casa, ofreciendo su ayuda para lo que fuese necesario, y se mostraron muy
serviciales y compungidos.
Aquella misma tarde, Joel Robinson, el juez, se dirigió a la curtiduría, donde
encontró la caja abierta y varios documentos esparcidos por el suelo. Una ventana
forzada mostraba el lugar por donde había entrado el ladrón.
Ahora todo cambiaba. Ante esto no se podía pensar en un accidente. El temor
sustituyó a la pena, y la ira, hermana del temor, se fue abriendo paso. La multitud
comenzó a dispersarse.
Los curiosos no tuvieron que ir muy lejos. En el cobertizo de los carruajes se
descubrieron lo que suele llamarse «señales de lucha»; una caja rota, un farol del
carro hecho añicos, arañazos en el polvo y paja esparcida por el suelo. Los mirones
no hubieran comprendido que se trataba de señales de lucha de no haber sido por las
manchas de sangre que se veían en el suelo. El comisario se encargó del asunto, ya
que pertenecía a su jurisdicción. Ordenó a todo el mundo que despejase el cobertizo.
—¿Es que queréis borrar todas las huellas? —les gritó—. Haced el favor de salir
y quedaos frente a la puerta.
Registró la estancia, recogió algo, y en un rincón encontró un objeto que pareció
interesarle. Se dirigió a la puerta con su hallazgo en la mano, que consistía en una
cinta azul para el cabello, manchada de sangre, y una crucecita con piedras rojas.
—¿Hay alguien que reconozca estos objetos? —preguntó.
En una población pequeña, donde todo el mundo se conoce, es casi imposible
creer que alguien pueda matar a otro. Por esta razón, si las pruebas no son demasiado
contundentes contra una persona determinada, hay que pensar que el criminal es
algún oscuro forastero, algún vagabundo proveniente del mundo exterior, que es
donde ocurren tales cosas. Cuando esto sucede, se efectúan redadas en los
campamentos de vagabundos, se detiene a los vagos y se efectúan registras en los
hoteles. Se sospecha inmediatamente de cualquier desconocido. Esto sucedía en el
mes de mayo, no hay que olvidarlo, cuando los vagabundos acababan de lanzarse de
nuevo a las carreteras, ahora que el buen tiempo les permitía extender sus mantas
junto a cualquier curso de agua. Y también había gitanos por la comarca; toda una
caravana acampaba a menos de diez kilómetros. ¡Poco sabían aquellos infelices
gitanos de lo que se les venía encima!
Se hicieron pesquisas en varios kilómetros a la redonda, tratando de encontrar
señales de tierra removida recientemente, y se dragaron estanques para encontrar el
cuerpo de Cathy. «¡Era tan bella!», decían todos, como si eso fuese razón suficiente
para que la hubiesen raptado. Al final, arrestaron a un zángano hirsuto y medio
imbécil para interrogarle. Era el perfecto candidato para la horca, no sólo porque no
tenía ninguna coartada, sino porque además no podía acordarse absolutamente de
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nada de lo que había hecho en toda su vida. Su mente vacilante apenas se daba cuenta
de que sus interrogadores querían algo de él y, como era una criatura complaciente,
trató de darles lo que querían. Cuando le hicieron una pregunta capciosa, mordió el
cebo con facilidad, y se puso muy contento al ver que su respuesta parecía alegrar al
comisario. El infeliz se esforzaba por mostrarse amable con aquellos seres superiores.
Con él era muy fácil. La única complicación de su confesión fue que admitió
demasiadas cosas contradictorias. Así es que tenían que recordarle constantemente lo
que se suponía que había hecho. El pobre hombre se sintió realmente contento
cuando fue acusado por un jurado riguroso y asustado. Le pareció que por fin se le
concedía alguna importancia en esta vida.
Había y hay hombres que se convierten en jueces y cuyo amor por la ley y la
justicia es tan puro como el amor que se siente por una mujer. Un hombre así presidió
las deliberaciones del jurado, antes de emitir la sentencia; un hombre tan bueno y tan
honesto que evitó mucha maldad a lo largo de su vida. El juez se percató de que, si no
se indicaba al acusado lo que tenía que decir, su confesión no tenía ni pies ni cabeza.
Además, lo interrogó y se dio cuenta de que, si bien el reo trataba de seguir las
instrucciones que le habían dado, era incapaz de recordar lo que había hecho, a quién
había matado, cómo y por qué. El juez suspiró y ordenó que lo sacasen de la sala, e
hizo luego una seña al comisario.
—Mire usted, Mike —dijo—: no debe hacer una cosa así. Si este pobre idiota
hubiese sido un poco más listo, usted hubiera hecho que lo colgasen.
—Se ha confesado autor del crimen —replicó el comisario, sintiéndose herido en
su amor propio.
—También admitiría que ha subido al cielo por una escala de oro, y que ha
degollado a san Pedro con una bola —repuso el juez—. Tenga usted más cuidado,
Mike. La ley existe para salvar, no para destruir.
En estas tragedias locales, el tiempo actúa como lo haría un pincel mojado sobre
la acuarela. Los contornos agudos se difuminan, el dolor se disuelve, los colores se
funden, y de la mezcolanza de tantas líneas separadas, surge un sólido color gris.
Transcurrido un mes, ya no era tan necesario tener que ahorcar a alguien, y a los dos
meses, casi todo el mundo estaba de acuerdo en que no había auténticas pruebas
contra nadie. Si no hubiese sido por el asesinato de Cathy, el incendio y el robo
podían haber constituido una mera coincidencia. Después, la gente llegó a la
conclusión de que, sin el cadáver de Cathy, nada se podía demostrar, aunque todos
creyesen que había muerto.
Cathy dejó tras ella un dulce recuerdo.
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Capítulo 9
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Estas casas abarcaban desde palacios recargados de oro y de brocados, de raso y
terciopelo, hasta los cochambrosos tugurios, cuyo hedor haría huir hasta a un cerdo.
A veces, los que se dedicaban a la trata de blancas contaban historias acerca de
jovencitas secuestradas y esclavizadas, y puede que muchas de estas historias fueran
ciertas. Pero la gran mayoría de las prostitutas abrazaban su profesión por pereza y
estupidez. En los burdeles no tenían ninguna responsabilidad. Las alimentaban, las
vestían, cuidaban de ellas hasta que eran demasiado viejas para ejercer su oficio, y
entonces las echaban a la calle de un puntapié. Pero este final no conseguía
disuadirlas de su obcecado propósito, porque nadie, cuando es joven, piensa que un
día llegará a viejo.
De vez en cuando, alguna muchacha lista se metía en la profesión, pero lo normal
era que prosperara rápidamente: o regentaba una casa propia o se dedicaba al chantaje
o se casaba con un ricachón. Incluso tenían un nombre especial: se las llamaba, de un
modo grandilocuente, cortesanas.
El señor Edwards no tenía la menor dificultad en reclutar ni en gobernar a sus
pupilas. Si alguna de ellas no era lo convenientemente estúpida, la despedía.
Tampoco quería muchachas demasiado hermosas, pues existía el peligro de que algún
joven impulsivo se enamorase de alguna de ellas, lo que echaba todos los beneficios
por tierra. Cuando alguna de las chicas quedaba embarazada, le daba a escoger entre
abandonar la casa o someterse a un aborto tan brutal que la mayoría moría
desangrada. A pesar de lo cual, las jóvenes solían escoger el aborto.
Pero no siempre iba todo viento en popa para el señor Edwards. Tenía también
sus preocupaciones y problemas. En la época a que me refiero, acababa de sufrir una
serie de reveses. En un descarrilamiento habían perecido dos unidades, formadas cada
una por cuatro pupilas.
Perdió otra de sus unidades debido a una súbita conversión motivada por el
predicador de un pueblo que enardecía a sus feligreses con sus sermones. El
conmovido auditorio salió de la iglesia tras él, y se trasladó a los campos. Entonces, y
como con tanta frecuencia suele ocurrir, el predicador echó mano de sus mejores
bazas, de esas que nunca suelen fallar. Predijo la fecha del fin del mundo, y el
auditorio, conmovido y temeroso, cerró filas en torno a él como una piña. Cuando el
señor Edwards llegó al pueblo, sacó de su maleta el látigo más grueso y azotó
despiadadamente a las muchachas; pero en vez de entrar en razón, ellas le suplicaron
que les pegase más como penitencia por sus pecados imaginarios. Él abandonó la
partida, disgustado y colérico, les quitó los vestidos y regresó a Boston. Las
muchachas consiguieron llamar bastante la atención y adquirir cierto renombre
cuando se presentaron desnudas ante los reunidos para escuchar el sermón campestre,
con el fin de confesar y testificar. Así es como el señor Edwards solía reclutar sus
mesnadas, en vez de recoger una por aquí y otra por allá. Pero ahora se encontraba
con que tenía que rehacer completamente tres de sus unidades.
Ignoro cómo Cathy Ames oyó hablar del señor Edwards. Acaso supiera de él por
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medio de algún cochero. Cuando alguna muchacha quería ponerse en contacto con él,
siempre tenía modo de enterarse. La mañana en que ella se presentó en su oficina, el
señor Edwards estaba de un talante algo desabrido. Atribuía su dolor de estómago al
pescado que su esposa le había servido en la cena de la noche anterior. Había pasado
toda la noche en vela, devolviendo lo que había ingerido, y se sentía muy débil y
atenazado por los calambres.
Por esta razón, no quiso contratar por el momento a aquella joven que se le
presentaba con el nombre de Catherine Amesbury. Era demasiado bonita para su
negocio. Tenía una voz suave y gutural, un cuerpo cimbreante y ligero y una tez
encantadora. En una palabra: no era en absoluto la clase de chica que le interesara al
señor Edwards. Si no se hubiese sentido tan débil, la habría despedido al instante.
Pero mientras le hacía el interrogatorio de rigor, sobre todo acerca de los padres, que
eran los que podían traer complicaciones, el señor Edwards, que hablaba sin mirarla,
comenzó a sentir una extraña atracción por ella. El señor Edwards no era un hombre
dominado por la concupiscencia, y además jamás mezclaba su vida profesional con
sus placeres personales. Aquella reacción le sorprendió. Levantó la mirada, llena de
desconcierto, y vio que la joven abría y cerraba los ojos de largas pestañas de un
modo dulce y misterioso, mientras sus caderas, algo estrechas, ondulaban casi
imperceptiblemente. En su boca había una sonrisa felina. El señor Edwards se inclinó
sobre la mesa de su despacho, jadeando entrecortadamente, pensando que deseaba
para sí a aquella muchacha.
—No puedo comprender por qué una joven como usted… —comenzó, cayendo
en los tópicos dominantes en la sociedad desde tiempo inmemorial, es decir, que
forzosamente la joven de quien estamos enamorados tiene que ser honesta y virtuosa.
—Mi padre ha muerto —explicó Catherine, con aire modesto—. Antes de
fallecer, dejó que todo se desmoronase. Ignorábamos que hubiese hipotecado la
granja. Y yo no puedo permitir que el banco se la quite a mi madre. El disgusto la
mataría —los ojos de Catherine estaban anegados en llanto—. He pensado que yo
podría hacer algo para ayudar a pagar los intereses.
Si alguna vez el señor Edwards había tenido alguna oportunidad, era ahora. Y a
pesar de que en el interior de su cerebro sonó un pequeño zumbido de advertencia, él
lo desoyó. Casi el ochenta por ciento de las jóvenes que acudían a él necesitaban
dinero para pagar una hipoteca. Y el señor Edwards tenía como regla invariable no
creer ni una palabra de lo que las muchachas le contaban, como no fuese lo que
habían tomado para desayunar, y aun a veces también mentían al respecto. Y, sin
embargo, aquí estaba él ahora, un robusto y grueso alcahuete, apoyando su panza
contra la mesa de su despacho, mientras la sangre afluía a sus mejillas y sus piernas
temblaban por la excitación.
El señor Edwards dijo de un modo casi maquinal:
—Querida, ya volveremos a hablar de esto. Acaso encuentre algún medio para
que puedas pagar esos intereses.
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Y lo bueno del caso es que le hablaba así a una joven que acababa de pedirle
trabajo como prostituta. Pero ¿se lo había pedido realmente?
La señora Edwards era muy devota, por no decir profundamente religiosa. Se pasaba
la mayor parte del día asistiendo a las ceremonias del culto, lo cual no le dejaba
tiempo para penetrar ni en su significado ni en sus efectos. Ella creía que su marido
se ocupaba en negocios de importación, y aun en el caso de que se hubiese enterado
—como probablemente debió de suceder— de la clase de asuntos que llevaba entre
manos, se hubiera negado a creerlo. Y éste era otro misterio. Su esposo había sido
siempre ante sus ojos un hombre frío y cerebral, que se limitaba a cumplir sus
deberes conyugales de una manera mecánica y espaciada. Si nunca se había mostrado
muy afectuoso, también es verdad que nunca la había regañado. Sus mayores
preocupaciones y emociones se las proporcionaban los chicos, a quienes había que
vestir y alimentar. Se sentía contenta con la vida que llevaba, y no ambicionaba nada
más. Cuando el carácter de su marido comenzó a agriarse, volviéndose malhumorado
y gruñón, permaneciendo enfurruñado, y saliendo de pronto de la casa en un acceso
repentino de furor, ella lo atribuyó, al principio, a su estómago, y luego, a
contrariedades económicas. Un día que por casualidad lo encontró en el cuarto de
baño, sentado en el retrete y lamentándose en voz baja, creyó que estaba enfermo. Su
esposo apartó rápidamente la mirada, pero ella observó que sus ojos estaban
enrojecidos y llorosos. Al ver que no se curaba ni con tisanas ni con otros remedios
caseros, la pobre mujer se sintió desconsolada.
Si en otra época el señor Edwards hubiese oído hablar de alguien en una situación
parecida a la que se encontraba él ahora, hubiera reventado de risa. Porque el señor
Edwards, a pesar de ser el alcahuete más frío y calculador que jamás ha existido, se
había enamorado sin remedio de Catherine Amesbury. Le alquiló una linda casita de
ladrillo y terminó regalándosela. La rodeó de todos los lujos imaginables, recargó de
ornamentos la casa, que mantenía siempre caldeada hasta el exceso. Las alfombras
eran demasiado mullidas y las paredes estaban recubiertas de cuadros con enormes
marcos.
El señor Edwards nunca se había sentido dominado por aquellos sentimientos tan
lamentables. Las mujeres no eran para él otra cosa que objetos de transacción y no
creía en ellas en lo más mínimo. Y puesto que amaba profundamente a Catherine, y el
amor exige confianza, aquel insólito sentimiento terminó por destrozarlo. Tenía que
confiar en ella, pero al ser mujer, no podía hacerlo. Trató de comprar su fidelidad con
regalos y dinero. Cuando no estaba con ella, se torturaba con el pensamiento de que
otros hombres pudiesen hallarse en su compañía en aquellos momentos. Aborrecía
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verse obligado a salir de Boston para revisar sus unidades porque tenía que dejar sola
a Catherine. Comenzó a descuidar su negocio. Ésta era su primera experiencia
amorosa, y casi lo aniquiló.
Una cosa que el señor Edwards ignoraba, y que no podía saber, porque Catherine
no se lo hubiera dicho jamás, era que ella le era fiel en el sentido de que ni recibía ni
visitaba a otros hombres. Para Catherine, el señor Edwards era simplemente un
negocio, como sus unidades lo eran para él. Y al igual que él tenía su técnica, ella
empleaba la suya propia. Una vez que lo tuvo en su poder, lo que ocurrió muy pronto,
se las arregló para parecer siempre ligeramente insatisfecha. Trataba de darle la
impresión de que estaba un poco cansada y de que podía abandonarlo en cualquier
momento. Cuando sabía que él iba a ir a visitarla, se las componía para hallarse
siempre fuera y volver a toda prisa, con semblante de haber experimentado alguna
increíble emoción. Se quejaba entonces de lo difícil que le era evitar las miradas
lascivas y los contactos impertinentes de los hombres que la asediaban por la calle y
que la abordaban con cualquier pretexto. A veces entraba corriendo en la casa, con
semblante aterrorizado, diciendo que acababa de escapar de un hombre que la había
estado persiguiendo. Cuando regresaba a última hora de la tarde y encontraba al señor
Edwards esperándola, le decía por toda explicación: «He estado de compras. Supongo
que de vez en cuando puedo ir de compras, ¿no es así?» Pero lo decía de modo que
pareciese una mentira.
Por lo que respecta a sus relaciones sexuales, ella consiguió convencerle de que el
resultado no le producía mucha satisfacción, y de que si fuese más hombre, podría
proporcionarle un placer inimaginable. Su método consistía en mantenerlo
constantemente inseguro. Veía con satisfacción cómo los nervios de él comenzaban a
alterarse y cómo sus manos temblaban, cómo perdía peso y cómo su mirada adquiría
una expresión anhelante. Y cuando sentía con delicada intuición que se aproximaban
los estallidos de rabia destructora y vesánica, se sentaba sobre sus rodillas, lo
acariciaba y le hacía creer por un momento en su inocencia. Siempre conseguía
convencerle.
Catherine quería dinero, y trataba de obtenerlo por el medio más rápido y más
fácil. Cuando consiguió convertirlo en un manso y dócil borrego, y cuando supo
exactamente que el momento había llegado, comenzó a robarle. Le registraba los
bolsillos y se apoderaba de todos los billetes grandes que hallaba en ellos. Él no se
atrevió a echárselo en cara, por temor a que lo abandonase. Las joyas que le regalaba
desaparecían al instante, y a pesar de que ella afirmaba que las había perdido, él
estaba seguro de que las había vendido. Inflaba las cuentas de la tienda de
ultramarinos y añadía cifras a los precios de los vestidos. Él no tenía medio de evitar
que lo hiciese. Catherine no llegó a vender la casa, pero sí la hipotecó, sacando todo
cuanto pudo.
Una noche, el señor Edwards se encontró con que la llave no entraba en la
cerradura de la puerta principal. Tras llamar largo rato, Catherine acudió por fin y le
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dijo que había cambiado las cerraduras porque había perdido la llave. Como vivía
sola, tenía miedo; podía entrar cualquiera. Afirmó que le daría otra llave, pero jamás
lo hizo. A partir de entonces, él se vio obligado a tirar de la campanilla; a veces, ella
tardaba mucho rato en responder, y otras, no respondía en absoluto. Como no tenía
medio alguno de saber si ella estaba o no en casa, el señor Edwards terminó por
hacerla vigilar…, y ella jamás supo hasta qué extremo había llegado esta vigilancia.
El señor Edwards era un hombre muy poco complicado, pero incluso el hombre
más sencillo posee recovecos oscuros y sinuosos. Y Catherine era muy lista, pero aun
una mujer así descuida a veces ciertos sutiles pormenores del carácter masculino.
Sólo dio un traspié, aunque había tratado de evitarlo. Como corresponde, el señor
Edwards había provisto al encantador nidito de algunas botellas de champán. Desde
el primer día, Catherine se negó a probarlo.
—Me marea —le explicó. Lo he probado una vez y no puedo soportarlo.
—Tonterías —replicó él—. Una copa tan sólo. No puede hacerte daño.
—No, gracias. No me gusta.
El señor Edwards consideró que su negativa era una cualidad tan delicada como
propia de una dama. No insistió más, hasta una noche en que se le ocurrió que no
sabía nada acerca de ella. El vino podría desatar su lengua. Cuanto más pensaba en
ello, mejor le parecía la idea.
—No está bien que no quieras tomar una copa conmigo.
—Te repito que no me sienta bien.
—Tonterías.
—Te digo que no quiero.
—No seas boba —dijo él—. ¿Quieres que me enfade contigo?
—Claro que no.
—Entonces, me veré obligado a hacértelo beber.
—No quiero.
—Bebe —y le alargó un vaso, pero ella se lo apartó.
—Tú no sabes lo mal que me sienta —argumentó Catherine.
—Bebe.
Ella tomó el vaso y lo apuró. Luego permaneció inmóvil, temblando ligeramente
y pareciendo escuchar. La sangre afluyó a sus mejillas. Después, bebió un vaso y
otro, hasta que sus ojos perdieron toda expresión. El señor Edwards, ante aquella fría
mirada, sintió temor. Algo le ocurría que ninguno de los dos podía dominar.
—Acuérdate de que yo me he negado —dijo la joven tranquilamente.
—Quizá sea mejor que no bebas más.
Ella rió y se llenó otra copa.
—Ahora ya no importa —replicó—. Un poco más no cambiará mucho.
—Una copa o dos son suficientes —dijo el señor Edwards, sintiéndose realmente
inquieto.
Ella le habló con voz suave:
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—Escúchame, gordo baboso. ¿Qué sabes acerca de mí? ¿Crees que no puedo
adivinar cada uno de tus malditos pensamientos? ¿Quieres que te diga cosas? Te
preguntas dónde ha podido aprender una chica como yo semejantes artimañas. Pues
te lo voy a decir. Las aprendí en los burdeles. ¿Te enteras? Burdeles. He trabajado en
sitios que jamás hayas podido imaginar… durante cuatro años. Los marineros de Port
Said me enseñaron varios trucos. Conozco cada nervio en tu piojoso cuerpo, y cómo
manejarlo.
—Catherine —exclamó él en tono de protesta—. No sabes lo que estás diciendo.
—Ahora lo entiendo. Tú querías que hablase. Pues bien, ya he hablado.
Ella se acercó lentamente hacia él, y el señor Edwards consiguió dominar su
impulso de apartarse. La temía, pero no se movió. Ante sus mismas narices, ella
bebió la última copa de champán, rompió con delicadeza el cristal contra la mesa y se
lo clavó al señor Edwards en la mejilla.
Cuando salió apresuradamente de la casa, pudo oír la risa histérica de Catherine.
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tinieblas de una habitación oscura. Se levantó despacio y comprobó su maleta, como
solía hacer cuando salía en viaje de negocios: camisas limpias, ropa interior, un
camisón, zapatillas y el grueso látigo plegado en el fondo de la maleta.
Atravesó pesadamente el jardincito que había frente a la casa de ladrillo y tocó la
campanilla.
Catherine le abrió inmediatamente. Llevaba puestos el abrigo y el sombrero.
—¡Oh! —dijo—. ¡Qué lástima! Tengo que salir un momento.
El señor Edwards dejó la maleta en el suelo.
—No —contestó.
Ella lo observó con detenimiento. Le parecía cambiado. Pasó junto a ella con
pasos sordos y empezó a bajar hacia la bodega.
—¿Adónde vas? —preguntó ella con voz chillona.
Él no contestó. A los pocos instantes volvió a subir llevando en sus manos una
cajita de roble, que metió en su maleta.
—Eso es mío —afirmó ella con voz suave.
—Ya lo sé.
—¿Adónde piensas ir?
—Vamos a hacer un viajecito.
—¿Adónde? Yo no puedo ir.
—A un pueblo de Connecticut. Tengo que resolver algunos asuntos allí. Me
dijiste una vez que querías trabajar. Bien, pues ahora trabajarás.
—Pero ahora ya no quiero. No puedes obligarme. ¡Llamaré a la policía!
Él sonrió con expresión tan horrible que Catherine dio un paso atrás. La sangre
latía en las sienes del señor Edwards.
—Quizá te gustaría regresar a tu pueblo —dijo—. Hubo un gran incendio hace
varios años. ¿No lo recuerdas?
Ella lo escrutó con la mirada, tratando de encontrar un punto débil, pero los ojos
del hombre eran duros e inexpresivos.
—¿Qué quieres que haga? —le preguntó ella sumisa.
—Únicamente acompañarme en este viajecito. Dijiste que querías trabajar.
Sólo se le ocurrió un plan. Tenía que acompañarlo y esperar a que se presentase
una oportunidad. Él no podría estar siempre vigilándola. Sería peligroso contrariarlo
ahora. Era mejor ir con él, y esperar. Eso nunca fallaba. Pero las palabras de Edwards
habían asustado realmente a Catherine.
Cuando al atardecer se apearon del tren en la estación del pueblo, se adentraron
por una calle oscura, que los condujo hacia un descampado. Catherine estaba
cansada, pero alerta. Desconocía los planes. Por si acaso, llevaba una afilada navaja
en el bolso.
El señor Edwards había decidido lo que iba a hacer. Pensaba azotarla y dejarla en
una de las habitaciones de la taberna; después volvería a azotarla, y la llevaría a otro
villorrio, y así sucesivamente hasta dejarla inservible. Entonces, la echaría como a un
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perro. El comisario local ya se ocuparía de que no se escapase. La navaja no le
preocupaba, pues ya sabía que la llevaba con ella.
Lo primero que hizo cuando se detuvieron en un lugar retirado, entre un muro y
una hilera de cedros, fue arrancarle el bolso de la mano y arrojarlo por encima de la
pared. Aquello zanjaba la cuestión de la navaja. Pero él no se conocía lo suficiente,
porque en toda su vida no había estado enamorado de una mujer. Pensaba que sólo
quería darle un correctivo, pero al segundo azote el látigo no era suficiente. Lo arrojó
al polvo y empleó sus puños. Comenzó a jadear entrecortadamente.
Catherine se esforzó por no sentir pánico. Trató de protegerse de los golpes, o al
menos de esquivarlos, pero al final el miedo se apoderó de ella e intentó huir. Él la
asió del brazo y la obligó a retroceder, y entonces ya no tuvo bastante con sus puños.
Agarró una piedra con mano frenética y terminó de perder por completo el dominio
sobre sí mismo.
Al rato, contempló el rostro magullado de la joven. Trató de oír su respiración,
pero sólo escuchó su propio jadear. En su mente surgieron dos pensamientos
totalmente opuestos. Por un lado pensaba: «Tienes que enterrarla, tienes que abrir una
fosa y meterla en ella». Pero por el otro decía, sollozando como un niño: «No puedo
soportarlo. No podría tocarla». Y entonces se apoderó de él el abatimiento que suele
suceder a una explosión de ira, y huyó corriendo de aquel lugar abandonando la
maleta, el látigo y la cajita de roble con el dinero. Erró por las tinieblas, tratando de
hallar un alivio a su profundo pesar.
Jamás le hicieron la menor pregunta. Después de unos días de profunda
depresión, durante los cuales su esposa lo cuidó tiernamente, volvió a ocuparse de sus
negocios, y nunca más permitió que la locura amorosa se apoderase de él. «Aquel que
no es capaz de aprovechar las enseñanzas de la experiencia, es un loco», se decía. A
partir de entonces, sintió una especie de temeroso respeto por sí mismo, ya que
siempre había ignorado que en él latiese el impulso de matar.
Si no mató a Catherine, fue solamente por pura casualidad. Cada golpe que le
asestó lo había dado con la intención de aniquilarla. La joven permaneció mucho
tiempo sin sentido, y luego estuvo también mucho tiempo en un estado de
seminconsciencia. Se dio cuenta de que tenía un brazo roto, y de que le era preciso
buscar ayuda si quería vivir. El instinto de conservación le dio fuerzas para arrastrarse
por la oscura carretera, en busca de socorro. Atravesó el pórtico de una casa y cayó
desvanecida sobre los escalones del umbral. Los gallos cantaban en el gallinero y el
alba apuntaba débilmente por el este.
Cuando dos hombres viven juntos suelen dominar su rabia incipiente bajo una
apariencia de falsa cortesía. Dos hombres solos siempre están a punto de enzarzarse
en una pelea, y ellos lo saben. Adam Trask no llevaba mucho tiempo en casa cuando
empezaron a surgir las tiranteces. Ambos hermanos se veían demasiado y no lo
suficiente con otras personas.
Durante algunos meses, estuvieron muy ocupados ordenando los bienes de Cyrus,
e invirtiendo el dinero para que les diese un buen rédito. Hicieron juntos un viaje a
Washington para visitar la tumba de su padre, un panteón de mármol coronado por
una estrella de hierro con un anagrama y una anilla para fijar el asta de la bandera en
la festividad militar conmemorativa del 30 de mayo. Los dos hermanos
permanecieron un buen rato junto a la tumba y, cuando se marcharon, ni mencionaron
a su padre.
Si Cyrus había sido deshonesto, supo encubrirlo muy bien. Nadie les hizo la
menor pregunta acerca del dinero. Pero Charles no podía apartar de su mente aquella
idea.
De regreso a la granja, Adam le preguntó:
—¿Por qué no te encargas algunos trajes nuevos? Ahora eres rico. Obras como si
temieses gastar un centavo.
—Así es —respondió Charles.
—¿Y por qué?
—Quizá tengamos que devolverlo.
—¿Sigues con eso? Si algo no estuviese en regla, ¿crees que a estas alturas no nos
habríamos enterado ya?
—No lo sé —dijo Charles—. Preferiría no hablar de ello.
Pero aquella noche, él mismo volvió a sacar el tema.
—Hay una cosa que me preocupa —dijo.
—¿Te refieres al dinero?
—Sí, a eso me refiero. Cuando uno tiene tanto dinero, suele tener también mucho
papeleo.
—¿Qué quieres decir?
—Sí, hombre, papeles, libros de cuentas, facturas, cifras, notas… Pero, después
de revolver todas las cosas que dejó nuestro padre, no hemos encontrado nada de eso.
—Vete a saber si lo quemó.
—Es posible —admitió Charles.
Los hermanos vivían de acuerdo con la rutina establecida por Charles, la cual no
Charles tardó ocho meses en ver de nuevo a su hermano. Volvía de trabajar cuando
encontró a Adam mojándose la cara y el cabello con el agua del cubo de la cocina.
—Hola —saludó Charles—. ¿Cómo estás?
—Muy bien —contestó Adam.
—¿Dónde has estado?
—En Boston.
—¿Y en ningún otro sitio?
—No. Sólo he estado recorriendo la ciudad.
Los hermanos reanudaron su antigua vida, pero sortearon cuidadosamente
cualquier motivo de fricción. En cierta forma, se protegían el uno al otro, y así
evitaban querellas mutuas. Charles, que era el que se levantaba más temprano,
preparaba el desayuno, y después despertaba a Adam. Éste se ocupaba de la limpieza
de la casa, y hasta organizó una especie de contabilidad de la granja. Vivieron de esta
circunspecta manera durante dos años, antes de que perdiesen los estribos de nuevo.
Una noche de invierno, Adam levantó la mirada de su libro de cuentas.
—Se está muy bien en California —dijo—. Sobre todo en invierno. Allí se puede
plantar de todo.
—Así es, en efecto. Pero, una vez que haya dado fruto, ¿qué harás con ello?
—¿Qué te parece trigo? Hay grandes cosechas de trigo en California.
—El tizón lo echaría a perder —aseguró Charles.
—¿Por qué estás tan seguro? Mira, Charles, todo crece tan deprisa en California
A los tres meses, Charles recibió una postal de la bahía de Río de Janeiro, a cuyo
dorso Adam había escrito con una pluma vieja que había emborronado toda la postal:
«Mientras que aquí es verano, allí es invierno. ¿Por qué no vienes?».
Seis meses después, recibió otra postal, esta vez de Buenos Aires: «Querido
Charles: Hay que ver qué ciudad tan grande. Hablan español y francés. Te enviaré un
libro».
Pero el libro no llegó. Charles lo esperó durante todo el invierno y parte de la
primavera. Y al final, fue el propio Adam quien llegó. Estaba muy moreno y su
vestimenta tenía cierto aire extranjero.
—¿Cómo estás? —le preguntó Charles.
—Muy bien. ¿Recibiste el libro?
—No.
—¿Qué puede haberle ocurrido? Tenía grabados.
—¿Piensas quedarte?
—Supongo. Tengo muchas cosas que contarte sobre América del Sur.
—No me interesa en lo más mínimo —dijo Charles.
—¡Santo Dios, eres intratable! —respondió Adam.
—Sé exactamente lo que va a pasar. Te quedarás alrededor de un año, y luego
empezarás a impacientarte y a ponerme nervioso. Entonces nos enfadaremos y luego
nos trataremos con una exagerada cortesía, lo que será aún peor. Por último,
estallaremos, y te irás otra vez; después regresarás y todo volverá a empezar.
—¿No quieres que me quede? —le preguntó Adam.
—Pues sí, ¡qué diablos! —replicó Charles—. Cuando no estás aquí, te echo de
menos. Pero preveo lo que va a pasar.
Y, efectivamente, así fue. Durante un tiempo se dedicaron a recordar el pasado y a
hablar de las veces que habían estado separados, para caer por último en sus
interminables y hoscos silencios, en las largas horas de monótono trabajo y en la
cortesía exagerada, con la que alternaban sus accesos de ira. Los días pasaban con
gris uniformidad y se hacían eternos.
Una noche, Adam dijo:
—No sé si sabes que voy a cumplir los treinta y siete. Estoy en la mitad de la
vida.
—Ya empezamos —contestó Charles—. Ahora saldrás con que aquí estás
perdiendo el tiempo. Mira, Adam, ¿no podríamos evitar la discusión esta vez?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que, si estamos en buena forma, nos pelearemos durante tres o
cuatro semanas, y al final te marcharás de nuevo. Si ya estás impaciente, ¿por qué no
te vas ya y evitas todas esas discusiones desagradables?
Adam rió y la tensión disminuyó al instante.
Charles demostró más respeto por Adam desde el momento en que supo que había
estado preso. Sintió por su hermano aquel afecto que únicamente se puede
experimentar por alguien que no sea perfecto y, por consiguiente, no constituya un
blanco adecuado para el odio. Adam le sacó bastante provecho a la situación y llegó,
incluso, a tentar a Charles:
—¿Ya has pensado, Charles, que tenemos bastante dinero para hacer lo que nos
venga en gana?
—De acuerdo; ¿y qué nos apetece?
—Podríamos, por ejemplo, ir a Europa, visitar París…
—¿Qué es eso?
—¿Qué es qué?
—Me ha parecido oír a alguien en la entrada.
—Probablemente un gato.
—Probablemente. Un día de éstos mataré a alguno.
—Charles, podríamos ir a Egipto y pasear por las pirámides —continuó Adam.
—Y también podríamos quedarnos aquí e invertir nuestro dinero. Y podríamos
empezar a ir a trabajar y aprovechar el día. ¡Esos malditos gatos!
Charles se dirigió a la puerta, la abrió y exclamó:
—¡Fuera de aquí!
Luego se quedó callado y con la vista fija en los peldaños. Entonces Adam se
aproximó a él.
Una masa informe y sucia, envuelta en embarrados harapos, se esforzaba por
subir la escalinata. Una mano despellejada se asía trémulamente a los peldaños. Se
veía un rostro ennegrecido, de labios partidos y con unos ojos tumefactos y violáceos.
La frente mostraba una enorme herida, de la que manaba sangre que empapaba el
desgreñado cabello.
Adam bajó por la escalera y se arrodilló junto a la figura.
—Échame un mano —dijo a su hermano—. Vamos, metámosla dentro. Cógela
por aquí. ¡No! Cuidado con ese brazo; parece que está roto.
La joven se desmayó mientras la trasladaban.
—Pongámosla en mi cama —propuso Adam—. Ahora, lo mejor que puedes hacer
es ir a buscar al médico.
—¿No crees que seria mejor llevárnosla en el carro?
—¿Moverla? De ningún modo. ¿Es que estás loco?
—Puede que no tanto como tú. Piensa un momento.
Durante varios días, Cathy permaneció amodorrada bajo los efectos combinados de la
paliza y del opio. Cada extremidad de su cuerpo le pesaba como el plomo y se movía
muy poco a causa de los dolores. Sin embargo, se daba cuenta de los movimientos
que se producían a su alrededor. Poco a poco su mente y sus ojos se fueron aclarando.
Dos hombres jóvenes estaban con ella, uno de vez en cuando y el otro casi
constantemente. Advirtió que el otro hombre que venía era el médico, y que también
había otro, alto y delgado, que le interesó más que los demás, con un interés
originado únicamente por el miedo. Quizá mientras dormía bajo el efecto de las
drogas, él había cogido algo y lo había guardado.
Muy lentamente, fue reconstruyendo lo que le había ocurrido en los últimos días.
Volvió a ver el rostro del señor Edwards, y le vio también perder aquel aire de
suficiencia plácida y adquirir una expresión asesina. Jamás había tenido tanto miedo
en toda su vida, y ahora no podía decir ya que no sabía lo que era el miedo. Su mente
se debatía como una rata que tratase de escapar. El señor Edwards estaba enterado del
incendio. ¿Lo sabría alguien más? ¿Y cómo había podido llegar a saberlo él? Un
terror ciego y angustioso se apoderó de ella al pensarlo.
Por algunas cosas que oyó, se enteró de que el hombre alto era el sheriff y de que
quería interrogarla, y que el joven llamado Adam se lo impedía. Acaso el sheriff
estaba enterado de lo del incendio.
Las fuertes voces que procedían de la habitación contigua le indicaron cómo
debía proceder. El sheriff decía:
—Debe de llamarse de alguna manera. Alguien debe de conocerla.
—Pero ¿cómo quiere usted que responda? Tiene la mandíbula fracturada —
contestó Adam.
—Si puede utilizar la mano derecha, será capaz de escribir la respuesta. Mire,
Adam, si es verdad que alguien ha tratado de matarla, es mejor que yo actúe lo antes
posible. Deme usted un lápiz y déjeme hablar con ella.
—Ya ha oído usted al doctor —replicó Adam—. También tiene fractura de
cráneo. ¿Cómo quiere que se acuerde de lo que le pasó?
—Bueno, usted deme papel y lápiz, y ya veremos.
—No quiero que se la moleste.
Adam no recordaba haber sido casi nunca tan feliz. No le preocupaba en absoluto no
conocer el nombre de la joven. Ella le había dicho que la llamase Cathy, y con esto él
tenía bastante. Adam cocinaba para Cathy, aprovechando recetas de su madre y de su
madrastra.
Cathy tenía una gran vitalidad. Se recuperaba a ojos vistas. La hinchazón
desapareció de sus mejillas y fue adquiriendo la belleza de la convalecencia. No tardó
mucho en poder sentarse en la cama con la ayuda de ambos hermanos. Empezó a
abrir y a cerrar la boca cuidadosamente, y a ingerir alimentos machacados, que
requerían poco esfuerzo de masticación. Llevaba todavía la frente vendada, pero su
rostro mostraba muy pocas señales, si se exceptuaba el hueco en una de sus mejillas,
precisamente del lado donde le faltaban los dientes.
Cathy se hallaba preocupada y su mente trataba de encontrar una escapatoria.
Hablaba muy poco, incluso cuando ello ya no le requería esfuerzo.
Una tarde oyó que alguien andaba por la cocina.
—Adam, ¿es usted? —preguntó.
La voz de Charles respondió:
—No, soy yo.
—¿Haría usted el favor de venir un momento?
Él apareció en el umbral, con expresión sombría.
—No viene usted a verme mucho —dijo ella.
—Es cierto.
—No le gusto.
—Me parece que tiene usted razón.
—¿Y me dirá por qué?
Él pareció buscar alguna respuesta.
—No me inspira usted confianza. Además, no creo que perdiese usted la
memoria.
—Pero ¿por qué tendría que mentir?
—No lo sé. Por eso no me inspira confianza. Hay algo que me resulta familiar.
—Usted nunca me ha visto.
—Puede. Pero hay algo que me fastidia y que tengo que averiguar. ¿Cómo sabe
usted que nunca la he visto?
Ella permaneció silenciosa y él se volvió para irse.
—No se vaya —le rogó Cathy—. ¿Qué piensa usted hacer?
—¿Hacer con qué?
—Conmigo.
Él la volvió a mirar con renovado interés.
—¿Quiere que le diga la verdad? —respondió.
—¿Qué otra cosa si no podría interesarme?
Charles se incorporó al aproximarse Adam. Apoyó las manos sobre los riñones y se
frotó los cansados músculos.
—¡Por Dios, cuánta piedra! —exclamó.
—Un camarada del ejército me aseguró que en California hay valles donde no se
encuentra ni una piedra en kilómetros a la redonda.
—Pero habrá otras cosas —dijo Charles—. No creo que exista ninguna granja sin
algo malo. Allá en el Medio Oeste hay langosta y, en otras partes; tornados.
Comparado con esto, ¿qué son unas cuantas piedras?
—Sí, tienes razón, Charles. He pensado que podría echarte una mano.
—Eres muy amable. Creía que te ibas a pasar el resto de tu vida haciendo manitas
con ésa. ¿Cuánto tiempo va a quedarse?
Adam estaba a punto de comunicarle su decisión, pero el tono de la voz de
Charles le hizo cambiar de opinión.
—Oye —dijo Charles—. Hace poco pasó por aquí Alex Platt. Nunca creerás lo
que le ha sucedido. Ha encontrado una fortuna.
—¿Qué quieres decir?
—¿Te acuerdas de ese lugar de su propiedad donde se alza un grupo de cedros?
Si, hombre, junto a la carretera vecinal.
—Sí, ya sé. ¿Qué ha pasado?
—Alex caminaba entre aquellos árboles y el muro de piedra. Estaba cazando
conejos, cuando encontró una maleta repleta de ropa de hombre, todo muy bien
ordenado y de calidad. Sin embargo, las prendas estaban empapadas por la lluvia,
como si llevasen allí cierto tiempo. Y había también una caja de madera con
cerradura; cuando la descerrajó, halló que contenía cerca de cuatro mil dólares.
Además, encontró un monedero, pero estaba vacío.
—¿No tenía nombre, o algo?
—Eso es lo raro; ningún nombre, ni en los vestidos ni en la maleta, pues faltaban
todas las etiquetas. Parece como si el propietario no quisiera ser descubierto.
—¿Piensa Alex quedarse con ello?
—Lo llevó al sheriff y éste anunciará el hallazgo, y si no aparece nadie a
reclamarlo, Alex se quedará con él.
Cinco días más tarde, aprovechando que Charles había ido a comprar forraje para el
ganado, Adam acercó la calesa a la escalinata de la cocina. Ayudó a subir a Cathy, le
envolvió las piernas con una manta y le echó otra sobre los hombros. Se dirigió
después al juzgado comarcal, donde un juez de paz los unió en matrimonio.
Charles estaba en casa cuando ambos volvieron. Los miró hoscamente cuando los
vio entrar en la cocina.
—Creí que te la habías llevado para ponerla en el tren —dijo.
—Nos hemos casado —le anunció Adam sin preámbulos. Cathy sonrió a Charles.
—¿Qué dices? ¿Que os habéis casado?
Ustedes habrán visto que en el transcurso de este libro hemos alcanzado aquella
frontera que se conoció con el nombre de «1900». Otros cien años habían pasado y
yacían apilados en un revoltijo, y lo que había ocurrido en aquel tiempo aparecía
completamente enturbiado por la manera en que la gente deseaba que fuese: más rico
y lleno de significado a medida que más se retrocedía en el pasado. En algunos
álbumes de recuerdos, esta época aparece como la mejor que jamás hubo en el
mundo; los viejos y alegres días, dulces y sencillos, como si el tiempo fuese joven e
impetuoso. Los hombres viejos, ya en el invierno de su vida, que no sabían adónde
les conduciría el nuevo siglo, miraban hacia el futuro con disgusto. Porque el mundo
experimentaba un cambio, y la dulzura había desaparecido, así como la virtud. El
dolor se había introducido en un mundo lleno de corrupción, y no existían ya los
buenos modales, el bienestar y la belleza. Las damas ya no eran damas, y la palabra
de un caballero no merecía ya confianza.
Era una época en que la gente se había encerrado en sí misma. Y la libertad del
hombre iba camino de desaparecer. E incluso la infancia ya no era buena, no como lo
era antes. Lo único que entonces interesaba era encontrar una buena piedra, no
redonda exactamente, sino achatada y con los cantos suavizados por el roce del agua,
para emplearla en una honda hecha con el cuero de un zapato viejo. ¿Dónde habían
ido a parar todas las buenas piedras, lo mismo que la sencillez?
La mente solía divagar un poco, porque ¿cómo es posible recordar los
sentimientos de placer, de dolor o de sofocante emoción? Sólo se puede recordar que
se han tenido. Un anciano puede evocar, con lágrimas en los ojos, la suave piel de
una jovencita, pero ese mismo hombre tratará de olvidar el ácido desasosiego de una
melancolía tan corrosiva que obliga a un muchacho a enterrar su rostro entre la verde
avena, golpear el suelo con sus puños y sollozar: «¡Oh, Dios; oh, Dios!». Y ese
mismo hombre podría decir, y decía: «¿Por qué diablos estará echado en la hierba ese
muchacho? Seguro que pillará un resfriado».
¡Oh, las fresas no tienen el gusto de antaño y las piernas de las mujeres han
perdido firmeza!
Y muchos hombres se posaban, como gallinas incubando, en el nido de la muerte.
La historia se ocultaba bajo las glándulas de un millón de historiadores.
«Tenemos que salir de este siglo tumultuoso», decían algunos, «de este siglo
engañoso y criminal lleno de algaradas y de muertes secretas, de luchas por la
adquisición de tierras, que se consiguen sin reparar en los medios».
Pensad en el pasado y acordaos de nuestra pequeña nación asomada al borde de
los océanos, desgarrada por luchas, demasiado grandes para ella. Seguid recordando
hasta ver cómo los ingleses nos agarraban de nuevo. Los derrotamos, pero eso no nos
A veces una especie de gloria ilumina la mente del hombre; le ocurre a casi todo el
mundo. Se la puede sentir creciendo o preparándose, como una mecha que arde hacia
la dinamita. Es una sensación en el estómago, un deleite de los nervios, de los
antebrazos. La piel saborea el aire, y cada profunda aspiración tiene un dulce regusto.
Su comienzo produce el mismo placer que un gran bostezo; centellea en el cerebro y
todo el mundo brilla con luz propia. Se puede haber vivido durante toda la vida de
una manera gris, contemplando la tierra y los árboles oscuros y sombríos. Los
acontecimientos, incluso los más importantes, se han deslizado inexpresivos y
pálidos. Y de repente, surge la gloria; y entonces se encuentra dulce el canto de los
grillos, y el perfume de la tierra se alza como una canción hasta el olfato, y la luz que
forma motas bajo un árbol es una bendición para los ojos. Entonces, el hombre abre
su corazón, pero no por ello se siente inferior. Y me atrevería a afirmar que la
importancia de un hombre en el mundo puede medirse por la calidad y el número de
sus momentos de gloria. Es un hecho aislado, pero que nos une al mundo. Es la
fuente de toda creación, y lo que nos diferencia de los demás.
No sé lo que ocurrirá en los años venideros. En el mundo tienen lugar cambios
monstruosos, y aparecen unas fuerzas que moldean un futuro cuyo rostro no
conocemos. Algunas de estas fuerzas nos parecen malas, quizá no en sí mismas, sino
porque tienden a eliminar otras cosas que consideramos buenas. Es cierto que dos
hombres pueden levantar una piedra mayor que la que puede levantar un hombre
solo. Un equipo puede construir automóviles más deprisa y mejor que un hombre
solo, y el pan proveniente de una gran fábrica es más barato y más uniforme. Cuando
nuestra comida, ropa y vivienda sean producidas en serie, el método de la fabricación
en masa se aposentará en nuestros cerebros y eliminará cualquier otra forma de
pensar. En nuestra época, la producción en masa o colectiva se ha introducido en la
economía, en la política e incluso en la religión, hasta el punto de que algunas
naciones han sustituido la idea de Dios por la idea colectiva. Éste es el peligro de
nuestra época. Hay una gran tensión en el mundo, una tensión creciente al borde de la
ruptura, y los hombres se sienten desgraciados y confusos.
En una época como ésta, me parece bueno y natural hacerme las siguientes
preguntas: ¿En qué creo? ¿Por qué debo luchar, y contra qué debo luchar?
Nuestra especie es la única capaz de crear, y posee solamente un instrumento de
creación: la mente individual de cada hombre. Nunca dos hombres crearon algo. No
existen buenas colaboraciones cuando se trata de música, arte, poesía, matemáticas o
filosofía. Después que ha tenido lugar el milagro de la creación, el grupo puede
Hay tanto que decir sobre los territorios del oeste en aquellos días, que es difícil saber
por dónde empezar. Una cosa sugiere inmediatamente cientos de otras. El problema
consiste en decidir cuál viene primero.
El lector recordará que Samuel Hamilton había dicho que sus hijos fueron a un
baile en la escuela de Peach Tree. En aquella época, las escuelas rurales eran los
únicos centros de cultura. La Iglesia protestante luchaba por subsistir en un país en el
que acababa de instaurarse. La Iglesia católica, que había llegado primero y echado
raíces, estaba cómodamente instalada en su tradición mientras las misiones decaían
de forma gradual: los techos se hundían y las palomas anidaban en los altares. La
Biblioteca (en latín y en español) de la Misión de San Antonio fue convertida en
granero, y las ratas se dedicaron a roer las encuadernaciones de piel de oveja. En
aquellas tierras, el único baluarte del saber y de las ciencias eran las escuelas, y el
maestro defendía y llevaba la antorcha de la enseñanza y de la belleza. La escuela era
el lugar donde se celebraban los conciertos y los debates. Cuando se realizaban
elecciones, las listas electorales se colocaban en la escuela. Todos los eventos
sociales, tanto si se trataba de la coronación de una reina de mayo, del discurso
necrológico sobre un presidente fallecido, o de un sarao, tenían lugar en la escuela. Y
el maestro no era sólo un modelo intelectual y un jefe social, sino también el mejor
partido de la comarca. Una familia se podía sentir orgullosa si una de sus hijas se
casaba con el maestro. Se presumía que los hijos que nacieran de esa unión poseerían
ventajas intelectuales, tanto heredadas como adquiridas.
Las hijas de Samuel Hamilton no estaban destinadas a convertirse en esposas de
granjeros, y a estropearse con el trabajo. Eran muchachas muy guapas que gozaban
del prestigio de ser descendientes de los reyes de Irlanda. Poseían un orgullo que iba
más allá de su pobreza. Nadie se compadeció jamás de ellas. La prole de Samuel era
indiscutiblemente superior. Tenían mayor instrucción y educación que la mayoría de
sus contemporáneos. Samuel consiguió inculcar a todos sus hijos su amor por el
saber, y les salvó de la orgullosa ignorancia que reinaba en aquella época. Olive
Hamilton llegó a ser maestra, lo cual quería decir que abandonó su hogar a los quince
años y que fue a vivir a Salinas, para poder asistir a la escuela secundaria. A los
diecisiete años aprobó los exámenes del condado, que comprendían todas las artes y
ciencias, y a los dieciocho era maestra de escuela en Peach Tree.
En su escuela había alumnos de más edad y más corpulentos que ella. Requería
un gran tacto ser maestra de escuela. Mantener el orden entre los muchachos
turbulentos, sin tener que recurrir a la pistola y al látigo, era algo muy difícil y
Adam vivía tranquilo como un gato satisfecho en su guarida. Desde la entrada hasta
el pequeño barranco que se abría bajo un roble gigante, que hundía sus raíces en un
curso de agua subterráneo, alcanzaba a ver, por encima de las tierras que se extendían
junto al río, hasta un llano de aluvión, y luego hasta las colinas redondeadas del lado
occidental. Era un lugar muy hermoso, incluso en verano, cuando el sol caía
implacablemente sobre él. La línea de sauces y sicómoros que se alzaban a ambas
orillas del río lo cruzaban por la mitad, y los pastos de las colinas occidentales tenían
un color amarillo pardusco. Por alguna razón, las montañas del oeste del valle Salinas
están cubiertas por una capa de tierra más gruesa que las del lado oriental y eso hace
que la hierba allí sea más rica. Quizá los picos almacenan la lluvia y la distribuyen de
una manera más equitativa, o tal vez, puesto que tienen más bosques, atraen mayor
cantidad de lluvia.
En la propiedad de Sánchez, ahora de Trask, había muy pocas tierras destinadas a
cultivos, pero Adam veía mentalmente el trigo creciendo alto y espigado y los
campos de verde alfalfa cercanos al río. A sus espaldas oía el ruidoso martilleo de los
carpinteros que había traído de Salinas para reformar el viejo caserón de Sánchez.
Adam había decidido vivir en la vieja casa. En aquel lugar deseaba enraizar su
dinastía. La casa estaba desvencijada, los viejos suelos agrietados y los marcos de las
ventanas arrancados. Con madera de excelente calidad, de pino resinoso y de pino
rojo aterciopelado al tacto, se hizo un techo nuevo, de largas tablas de ripia. Los
viejos y gruesos muros fueron enjalbegados con varias capas de lechada, hecha con
cal disuelta en agua salada, que, al secarse, parece poseer una luminosidad propia.
Adam quería una residencia permanente. Un jardinero podó los antiguos rosales,
plantó geranios, desbrozó el huerto e hizo pasar el agua del manantial por una serie
de pequeños canales a través de todo el jardín. Adam previó que aquel lugar sería
muy agradable para él y sus descendientes. En un cobertizo, y protegido por cubiertas
de lona, guardaba el pesado mobiliario enviado desde San Francisco y acarreado
desde King City.
Deseaba también tener una despensa abundantemente provista. Lee, su cocinero
chino de larga coleta, hizo un viaje especial a Pájaro para comprar las cacerolas y
marmitas, peroles, cubos, jarras y la vajilla y cristalería necesarias para el servicio de
la casa. Se estaba construyendo una nueva pocilga bastante alejada de la casa y a
sotavento, y contiguos a ella, unos gallineros y una perrera donde se alojarían los
canes que tenían que mantener a raya a los coyotes. Todo aquello requería su tiempo,
y Adam sabía que no podía tener prisa. Los obreros trabajaban con parsimonia y
El verano avanzaba y el río Salinas se ocultó bajo tierra o formó charcos verduscos
bajo las escarpadas orillas. El ganado pasaba el día amodorrado a la sombra de los
sauces, y sólo se movía por la noche para ir a pastar un poco. La hierba adquirió un
tono amarillento. El viento, que inevitablemente soplaba todas las tardes valle abajo,
levantaba nubes de polvo que formaban una especie de niebla y se elevaban en el
cielo, casi hasta alcanzar la cumbre de las montañas. El rastrojo de la avena silvestre
surgía como negras cabecitas allí donde la tierra era aventada. Por toda la superficie
incesantemente barrida, las pajuelas y las ramitas revoloteaban hasta que algún árbol
las detenía, y el viento arrastraba, incluso con violencia, pequeños guijarros.
Fue entonces cuando se pudo comprender por qué el viejo Sánchez había
edificado su casa en aquella pequeña cañada: estaba al abrigo del viento y del polvo,
y el manantial, si bien disminuía de caudal, todavía vertía un hilillo de agua clara y
fresca. Pero Adam, contemplando aquellas tierras secas y ensombrecidas por el
polvo, sintió el pánico que el hombre del este siempre experimenta, al principio, en
California. En Connecticut, si en verano pasan dos semanas sin llover, se dice que el
tiempo está seco, y si son cuatro, ya se considera una sequía. Si el campo no está
verde, se considera agonizante. Pero en California no suele llover entre finales de
mayo y primeros de noviembre. Al hombre del este, aunque se le haya advertido, le
parece que la tierra está enferma en aquellos meses de sequía.
Adam envió a Lee con una nota a casa de Hamilton, pidiéndole a Samuel que
fuese a visitarlo para hablar de la abertura de algunos pozos en su propiedad.
Samuel estaba sentado a la sombra viendo cómo su hijo Tom diseñaba y construía
una revolucionaria trampa para mapaches, cuando apareció Lee en el coche de los
Trask. El chino metió sus manos en las mangas. Samuel leyó la nota.
—Tom —dijo a su hijo, ¿te ves capaz de gobernar la finca mientras voy un
momento a hablar de agua con un hombre reseco?
—¿Por qué no me deja ir con usted? Puede necesitar alguna ayuda.
—¿Para hablar? Para eso no me haces falta. No empezaremos a excavar hasta
dentro de algún tiempo, si no me equivoco. Cuando se trata de pozos, hay que hablar
antes mucho: quinientas o seiscientas palabras por cada palada de tierra.
—Me gustaría ir. Se trata del señor Trask, ¿no es eso? No pude verlo cuando
estuvo aquí.
Por la tarde, Samuel y Adam dieron un paseo a caballo por las tierras. El viento se
alzó como todas las tardes y el polvo amarillento cubrió el cielo.
—Oh, son unas tierras muy buenas —gritó Samuel—. Son excepcionales.
—Me parece como si el viento se las estuviese llevando poco a poco —observó
Adam.
—No, sólo las cambia de lugar. Algo de su tierra va al rancho de James, pero
usted recibe una poca de los Southeys.
—No me gusta el viento. Me pone nervioso.
—A nadie le gusta por mucho tiempo. También pone nerviosos y vuelve
intranquilos a los animales. No sé si usted lo habrá advertido, pero un poco más
arriba están plantando árboles para resguardar las tierras del viento. Eucaliptos,
vienen de Australia. Dicen que crecen tres metros por año. ¿Por qué no prueba a
plantar algunas hileras para ver qué pasa? Una vez crecidos, lo resguardarían algo del
viento, y, además, su madera es muy buena como leña.
—Buena idea —dijo Adam—. Pero lo que yo quiero realmente es agua. Con este
viento podría instalar un molino y sacar toda el agua que quisiera. Pienso que si
pudiese abrir algunos pozos y hacer obras de irrigación, la tierra no desaparecería
arrastrada por el viento. Podría probar a plantar algunas judías.
El viento obligó a Samuel a entornar los ojos.
—Si usted lo desea, trataré de encontrar agua —respondió. He traído una pequeña
bomba construida por mí, que la hará subir muy deprisa. La he inventado yo. Un
molino de viento es algo muy costoso. Acaso pueda construírselo y hacer que ahorre
usted algún dinero.
—Sería fantástico —dijo Adam—. No me importaría el viento si consiguiera
hacerlo trabajar para mí. Y si puedo encontrar agua, plantaré alfalfa.
—Nunca ha alcanzado un precio muy elevado.
—No pensaba en eso. Hace algunas semanas subí a dar una vuelta hacia la parte
de Greenfield y González, donde se han establecido algunos suizos. Crían unas
hermosas vacas lecheras y tienen cuatro cosechas de alfalfa al año.
—Ya oí hablar de ello. Trajeron vacas suizas.
El rostro de Adam se iluminó con la idea.
—Eso es lo que yo quiero hacer. Vender mantequilla y queso, y cebar con leche a
los cerdos.
—Usted dará prestigio al valle —dijo Samuel, y será un auténtico regalo para el
futuro.
Debido al calor que había hecho durante el día, Lee dispuso una mesa bajo un roble,
y en cuanto el sol se acercó a las montañas del oeste, Lee comenzó a ir y venir a la
cocina, trayendo fiambres, conservas, ensalada de patata, pastel de coco y tarta de
melocotón. Colocó en el centro de la mesa una gigantesca jarra de arcilla llena de
leche.
Adam y Samuel volvieron del lavabo con los rostros y el cabello relucientes por
el agua; la barba de Samuel estaba esponjosa después de habérsela enjabonado.
Fueron a la mesa y esperaron a que llegase Cathy.
Ésta andaba despacio, tanteando el terreno como si tuviese temor de tropezar y
caer. Su falda y su delantal ocultaban hasta cierto punto su hinchado vientre. Su
rostro era sereno e infantil, y llevaba las manos entrelazadas sobre el regazo. Se
acercó primero a la mesa, antes de alzar la vista y lanzar una ojeada a Samuel y a
Adam.
Adam le arrimó una silla.
—No conoces al señor Hamilton, querida —dijo.
Ella tendió la mano.
—¿Cómo está usted? —saludó.
Samuel había estado observándola.
—Es usted muy hermosa —afirmó—. Encantado de conocerla. Espero que se
encuentre usted bien.
—Oh, sí, sí, me encuentro bien.
Los hombres se sentaron.
—Es muy protocolaria, aunque no se dé cuenta. Cada comida es una especie de
ceremonia —observó Adam.
—No hables así —repuso ella—. Ya sabes que no es verdad.
—¿No le parece estar en una fiesta, Samuel? —preguntó Adam.
—Pues sí, y debo decirles que nunca ha habido un hombre tan deseoso de fiestas
como yo. Y mis hijos son aún peores. Mi Tom quería acompañarme hoy. Siempre está
dispuesto a salir del rancho.
Samuel comprendió de pronto que estaba hablando para que no cayese el silencio
sobre la mesa. Hizo una pausa y sobrevino el silencio. Cathy tenía la mirada baja,
Samuel Hamilton cabalgaba hacia su casa en una noche bañada hasta tal punto por la
claridad lunar, que las montañas adquirían el propio tono de la luna, blanca y
polvorienta. Los árboles y la tierra parecían espectros silenciosos y opresivos. Las
sombras eran negras y sin el menor matiz, y los lugares descubiertos aparecían
blancos y totalmente desprovistos de color. Aquí y allá, Samuel advertía los secretos
movimientos de los animales nocturnos que estaban en plena actividad; entre ellos, el
ciervo, que herbajeaba toda la noche, cuando la luna era brillante, para dormir
durante el día oculto en la espesura. Los conejos, ratones campestres y otros
animalejos, siempre perseguidos, se sentían más seguros bajo aquella débil claridad y
se arrastraban, brincaban y se escabullían, para reunir piedras o ramitas cuando ni su
olfato ni su oído les advertía de ningún peligro. Los animales de presa también
estaban activos: las largas comadrejas, semejantes a ondas de luz pardusca; los gatos
monteses, que se deslizaban casi invisibles, excepto cuando sus ojos amarillos se
iluminaban y resplandecían por un segundo; las zorras, husmeando con sus agudos
hocicos en busca de una cena de sangre caliente, y los mapaches, atracándose a la
orilla de las aguas tranquilas y charlando con las ranas. Por su parte, los coyotes,
olfateando con el hocico pegado en las vertientes montañosas y, desgarrados a la vez
por el dolor y el gozo, levantaban sus cabezas y manifestaban sus sentimientos, que
estaban entre el deseo vehemente y la risa, aullando a su diosa la luna. Y sobre todo
aquel sombrío ulular, volaban los búhos, tiznando con un tenebroso temor a los seres
que se agitaban en el suelo. El viento de la tarde había caído, y sólo soplaba una
ligera brisa, semejante a un suspiro, procedente del lado de las secas y cálidas
montañas.
El resonar de los cascos de Doxology hacía callar a los moradores de la noche
hasta que se había alejado. La barba de Samuel resplandecía nívea, y su cabello
grisáceo flotaba al viento. Había colgado su sombrero negro del pomo de su silla.
Sentía una opresión en el estómago, una aprensión como la producida por un
pensamiento malsano. Era la Weltschmerz —lo que nosotros solemos denominar
Welshrats—, la tristeza universal que surge en el alma como un gas y esparce tal
desesperación que no hay modo de descubrir la causa del pesar.
Samuel evocó en su mente el bello rancho y las señales de agua. Ninguna
Welshrats podía surgir de allí, a menos que él abrigase una envidia disimulada. Trató
de descubrir la envidia en sí mismo, y no pudo encontrarla. Pensó entonces en el
sueño de Adam de hacer un jardín semejante al paraíso, y en la adoración que sentía
por Cathy. No encontraba nada, a menos…, a menos que evocase sus propias heridas
Cuando afirmé que Cathy era un monstruo era porque así me lo pareció, pero ahora
que he examinado con una lupa sus débiles huellas y he releído las líneas, me
pregunto si eso era cierto. La dificultad estriba en que ignoramos lo que ella quería y,
por lo tanto, jamás sabremos si lo obtuvo o no. Ni tampoco si corría hacia algo o se
alejaba de ello, y si realmente consiguió escapar. Quién sabe si trataba de contarle a
alguien, o a todos, cómo era ella en realidad, y no pudo hacerlo por no encontrar un
lenguaje común. Su vida pudo haber sido su lenguaje formal, desarrollado,
indescifrable. Es fácil decir que era mala, pero eso no significa nada, a menos que
sepamos por qué lo era.
Me imagino a Cathy, sentada en silencio en espera de que su hijo naciera,
viviendo en una granja que no le gustaba y con un hombre al que no amaba.
Estaba sentada en su silla bajo el roble, con las manos entrelazadas en busca de
amor y de refugio. Engordó mucho, de una forma desmesurada, incluso en una época
en que las mujeres se ufanaban de los bebés rollizos y contaban con orgullo todos los
kilos que tenían de más. Cathy estaba deforme; su vientre, tirante, pesado y
distendido, le imposibilitaba ponerse de pie sin apoyarse con los brazos. Pero la gran
hinchazón era local. Los hombros, el cuello, los brazos, las manos y la cara no se
vieron afectados, sino que permanecían gráciles y juveniles. Sus pechos no se
desarrollaron, y sus pezones no se oscurecieron. Las glándulas mamarias no se
excitaron y parecía como si el cuerpo no se preparase para alimentar al recién nacido.
Sentada tras una mesa, no se podía apreciar en absoluto que estaba embarazada.
En aquellos días no se medía la anchura del arco pelviano, no se analizaba la
sangre, no se reforzaba el organismo con calcio. Cada hijo suponía un gran desgaste
para la madre, pero ésa era la ley y era plausible que las mujeres tuviesen extraños
antojos. Algunos decían que eso era la causa de su impureza, y ello se atribuía a la
naturaleza de Eva, que todavía expiaba el pecado original.
Los antojos de Cathy se limitaban a una sola cosa, y bastante sencilla si se la
comparaba con otras. Los carpinteros, al reparar la vieja casa, se quejaban de que
disminuían los montones de cal con que recubrían los listoncillos ensamblados. Una y
otra vez desaparecían las pilas contadas. Cathy las robaba y rompía el yeso, que metía
en el bolsillo de su delantal y, cuando no había nadie, desmenuzaba la blanda cal
entre sus dientes. Hablaba muy poco y sus ojos tenían una expresión lejana. Era como
si se hubiese marchado y hubiera dejado en su lugar una muñeca de carne y hueso,
para disimular su ausencia.
En torno a ella reinaba la mayor actividad. Adam caminaba gozoso de un lado a
Los Hamilton, instalados junto a las obras del pozo, habían terminado su comida,
compuesta de pan que les había suministrado Liza, un queso digno de las ratas y un
venenoso café calentado en un pote sobre la fogata. A Joe se le cerraban los ojos y
pensaba cómo se las ingeniaría para desaparecer entre los matorrales y descabezar un
sueñecito.
Samuel se arrodilló en el suelo arenoso, examinando los bordes rotos y gastados
del taladro. Poco antes de interrumpir el trabajo para comer, la perforadora había
chocado con algo a nueve metros de profundidad, que había aplastado el acero como
si fuese plomo. Samuel rascó el borde de las hojas con su navaja, e inspeccionó las
raspaduras sobre la palma de la mano. De pronto sus ojos se iluminaron y depositó
las virutas en la mano de Tom.
—Mira eso, hijo. ¿Qué crees que es?
Joe se levantó y se apartó de la tienda. Tom estudió los fragmentos que tenía en la
palma de la mano.
—Sea lo que sea, parece muy duro —contestó. Tan grande, no puede ser
diamante. Más bien parece metal. ¿Cree usted que hemos tropezado con una
locomotora enterrada?
Su padre rió.
—¡Está a nueve metros! —exclamó.
Liza permaneció ausente durante una semana. Limpió la casa de los Trask desde el
desván hasta el último rincón. Lavó todo aquello que se podía doblar para meterse en
un barreño, y pasó una esponja por todo lo restante. Se ocupó activamente de los
niños, y notó con satisfacción que lloraban casi sin cesar y empezaban a ganar peso.
Empleaba a Lee como a un esclavo, ya que no creía en él. Por lo que respecta a
Adam, lo ignoraba, pues no le servía de nada. Le hacía lavar las ventanas y volver a
empezar otra vez cuando había terminado.
Liza estuvo sentada junto a Cathy el tiempo suficiente para llegar a la conclusión
de que era una joven sensible que no hablaba mucho ni trataba de enseñar a su abuela
a sorber huevos. También la examinó a fondo y descubrió que estaba perfectamente
sana, sin ninguna dolencia, y que jamás criaría a los mellizos. «Y por otra parte»,
dijo, «esos dos tragones se comerían viva a una mujercita como usted». Pero ella
olvidaba que era más menuda que Cathy, y, sin embargo, había criado a cada uno de
sus hijos.
El sábado por la tarde Liza efectuó una revisión general del trabajo realizado,
dejó una lista de instrucciones tan larga como su brazo, y que preveía todas las
eventualidades, desde un cólico hasta una invasión de hormigas, arregló su cesta e
hizo que Lee la acompañase a casa en el coche.
Encontró su hogar convertido en un establo lleno de suciedad y abominación, y se
Horace Quinn era el nuevo alguacil del distrito de King City. Se quejaba de que su
nuevo cargo lo apartaba demasiado de los quehaceres de su rancho. Su esposa se
quejaba más todavía, pero la verdad es que no habían ocurrido muchos hechos
delictivos desde que Horace ocupó el cargo. Él mismo se postuló para el puesto. Era
un trabajo importante, más serio que el de procurador del distrito, y casi tan
permanente y digno como el de un juez del tribunal superior. Horace no quería
quedarse en el rancho toda su vida, y su esposa se moría de ganas de vivir en Salinas,
donde tenía parientes.
Cuando llegaron a oídos de Horace los rumores, repetidos por el indio y los
carpinteros, de que Adam Trask había sido herido de un disparo, ensilló a toda prisa y
dejó a su mujer terminando de descuartizar el cerdo que había matado aquella
mañana.
Al norte del gran sicómoro junto al cual la carretera de Hester tuerce a la
izquierda, Horace se encontró con Julius Euskadi. Julius estaba intentando decidir si
iría a cazar codornices, o bien si se dirigiría a King City para tomar el tren de Salinas,
con el fin de cambiar de aires. Los Euskadi eran gente acomodada, unos magníficos
tipos de origen vasco.
—Tal vez le apetezca acompañarme a Salinas —le sugirió Julius—. Me han dicho
que al lado de casa de Jenny, a dos puertas de Long Green, hay un nuevo salón
llamado Faye. He oído decir que es muy bonito, al estilo de los de San Francisco, con
un pianista y todo.
Horace apoyó el codo sobre el arzón y espantó una mosca del lomo del caballo
con su látigo de cuero.
—Puede que otro día —respondió—. Tengo que investigar un asunto.
—¿No irá usted donde los Trask?
—Así es. ¿Ha oído usted algo?
—Sí, pero nada que tuviera sentido. Me han dicho que el señor Trask se pegó un
tiro en el hombro con un cuarenta y cuatro, y luego echó a todo el mundo del rancho.
¿Cómo es posible que se pegase un tiro en el hombro con un cuarenta y cuatro,
Horace?
—No tengo la menor idea. Pero los del este son muy listos. De cualquier modo,
me acercaré a ver si averiguo algo. ¿No acababa su esposa de tener un hijo?
—Oí decir que mellizos —contestó Julius—. Vaya usted a saber si fueron ellos
los que dispararon contra él.
—¿Quiere usted decir que uno sostuvo el revólver y el otro apretó el gatillo? ¿No
Kate, la nueva pupila de Faye, la desorientaba. La veía tan joven y bella, tan señorial,
tan bien educada… Faye la condujo a su propio e inviolado dormitorio y le hizo más
Faye caviló mucho acerca de cómo debía abordar aquel tema, que constituía un
verdadero problema. A Faye no se le daba bien encarar los problemas de frente y por
eso se sentía incapaz de decir: «Quiero que dejes de ser una prostituta».
Así que decidió abordar a Kate dando un rodeo:
—Si se trata de un secreto, no me respondas, aunque siempre he deseado
preguntártelo. ¿Qué te dijo el sheriff? ¡Por Dios, ya hace más de un año! ¡Cómo pasa
el tiempo! Cuando una se hace vieja, todavía parece pasar más deprisa. Estuvo casi
una hora contigo. ¿No sería que…? No, desde luego que no. Es un hombre muy
hogareño, y por eso va siempre a casa de Jenny. Pero no quiero meterme en tus
asuntos, querida.
—No existe ningún secreto —respondió Kate—. Ya se lo hubiera contado. Me
dijo que tenía que volver a mi casa. Fue muy amable. Cuando le expliqué que no
podía hacerlo, fue muy bondadoso y comprensivo.
—¿Le dijiste el motivo? —preguntó Faye celosamente.
—No, desde luego. ¿Cree que se lo hubiera dicho a él y a usted no? No sea tonta,
querida. ¡A veces parece una chiquilla!
Faye sonrió y se arrellanó contenta en el sillón.
El rostro de Kate estaba impasible, pero recordaba todas y cada una de las
palabras de aquella conversación. De hecho, hasta le agradaba el sheriff Era un
hombre muy directo.
Él había cerrado la puerta de la habitación de Kate, paseado la mirada alrededor,
con el ojo escrutador de un buen policía, y visto que no había fotografías ni ninguno
de los objetos personales que le hubieran servido para una identificación. Solamente
había vestidos y zapatos.
Tomó asiento en la pequeña mecedora de enea, y sus nalgas sobresalían por cada
lado. Con las manos juntas y las yemas de los dedos repiqueteando entre sí, se puso a
hablar con voz monótona, como si no sintiese el menor interés por lo que estaba
diciendo. Acaso fue eso lo que consiguió impresionarla.
Al principio, ella adoptó su expresión mojigata y ligeramente estúpida, pero
después de escucharle un rato, la desechó y le escrutó con sus ojos penetrantes,
tratando de leer sus pensamientos. Él ni la miraba a los ojos, ni evitaba su mirada.
Pero ella se daba cuenta de que él la inspeccionaba a su vez. Sentía cómo su mirada
se posaba sobre la cicatriz de su frente, casi con una sensación de tacto.
—No pretendo hacer un informe —dijo él quedamente—. Hace mucho tiempo
que estoy en el cargo, y con un año más tendré bastante. Sabe, jovencita, si esto
hubiese ocurrido hace quince años, hubiera hecho algunas investigaciones, y me
parece que hubiera encontrado bastantes cosas feas.
Esperó alguna reacción, pero la joven no hizo la menor protesta. Él asintió
lentamente.
Era una tarde encantadora. El pico Fremont aparecía enrojecido por el sol poniente, y
Faye lo veía muy bien desde su ventana. Desde la calle Castroville llegaba el dulce y
agradable sonido de las campanillas tintineantes de un tiro de ocho caballos que
arrastraba un carro de trigo procedente de la sierra. El cocinero trajinaba con las
cacerolas en la cocina. Se oyó un leve roce en la pared, y luego una suave llamada a
la puerta.
—Entra, Ojos de Algodón —dijo Faye.
La puerta se abrió y el encorvado y esmirriado pianista apareció en el umbral, a la
espera de algún ruido que le indicara la situación de ella.
—¿Qué quieres? —preguntó Faye.
Él se volvió hacia ella.
—No me encuentro bien, señorita Faye. Querría meterme en la cama y no tocar
esta noche.
—Ya estuviste enfermo dos noches la semana pasada, Ojos de Algodón. ¿No te
gusta tu trabajo?
—Es que no me encuentro bien.
—Está bien. Pero desearía que te cuidases más.
Kate intervino diciendo suavemente:
—Deja de aporrear las teclas durante un par de semanas, Ojos de Algodón.
—Oh, señorita Kate, no sabía que estuviese usted aquí. Le aseguro que no he
fumado.
—Sí lo ha hecho —replicó Kate.
—Tiene razón, señorita Kate, y le prometo que lo dejaré. No me encuentro bien.
Cerró la puerta y oyeron el roce de su mano contra la pared para poder guiarse.
—Me dijo que había dejado de fumar —observó Faye.
—No es cierto.
—¡Pobre infeliz! —dijo Faye—. No tiene mucho por lo que vivir.
Kate se alzaba frente a ella.
—Es usted demasiado buena —le recriminó—. Confía en todo el mundo. Algún
día, si no tiene cuidado, o yo no lo tengo por usted, le van a robar hasta el techo.
—¿Quién querría robarme? —preguntó Faye.
Kate colocó sus manos sobre los hombros de Faye y contestó:
—No todos son tan buenos como usted.
Los ojos de Faye se llenaron de lágrimas. Tomó un pañuelo de la silla que estaba
junto a ella, se secó los ojos y se sonó delicadamente.
Los clientes habituales entraron y salieron, y dos viajantes que pasaban por allí se
asomaron para echar una ojeada, pero no apareció ni un solo Leñador del Mundo. Las
muchachas se sentaban bostezando en el salón, y oyeron, mientras esperaban, cómo
daban las dos.
Lo que impidió acudir a los Leñadores fue un triste accidente. Clarence Monteith
tuvo un ataque cardiaco durante la ceremonia ritual de clausura, antes de la cena. Lo
extendieron en la alfombra, y humedecieron su frente esperando la llegada del doctor.
Nadie sintió los menores deseos de sentarse a la mesa para dar cuenta de la suculenta
cena. Cuando llegó el doctor Wilde y se puso a examinar a Clarence, los Leñadores
hicieron una camilla, introduciendo las astas de dos banderas a través de las mangas
de dos abrigos. Mientras lo conducían a su casa, Clarence murió, y tuvieron que
volver en busca del doctor Wilde. Y después de hacer planes para el entierro y de
redactar una nota necrológica para el Salinas Journal, a ninguno le quedaba el menor
deseo de ir a un lupanar.
Al día siguiente, cuando se enteraron de lo que había ocurrido, todas las chicas
En los asuntos humanos que comportan peligro y tacto, un final feliz puede verse
seriamente comprometido por la prisa. Muy a menudo los hombres tropiezan y caen a
causa de una excesiva precipitación. Para realizar como es debido cualquier acción
difícil y sutil, es preciso considerar ante todo la finalidad a la cual se tiende; una vez
aceptada dicha finalidad como deseable, entonces es preciso olvidarla por completo y
concentrarse única y exclusivamente en los medios que conducen a ella. Gracias a
este método, ni la prisa ni el temor ni la ansiedad desencadenarán pasos en falso. Pero
muy pocas personas son capaces de comprenderlo.
Si Kate era tan hábil era porque o bien había aprendido a serlo o bien había
nacido con ese conocimiento. Kate jamás tenía prisa. Si a su paso surgía una barrera,
esperaba a que desapareciese antes de proseguir adelante. Podía relajarse por
completo entre una acción y otra. También era maestra en una técnica que es la base
de toda lucha eficaz, y que consiste en dejar que el adversario haga los mayores
esfuerzos que lo conducirían fatalmente hacia su propia derrota, o en encauzarle para
que su propia fuerza vaya contra su debilidad.
Kate no tenía prisa. Pensaba con rapidez en su objetivo e inmediatamente lo
apartaba de su mente para ponerse a trabajar en su consecución. Construía una
estructura y la atacaba, y si ésta mostraba la más leve debilidad, entonces la derribaba
y volvía a empezar. Esto sólo lo hacía a horas avanzadas de la noche, o cuando se
hallaba completamente sola, para que nadie notara ningún cambio ni ninguna
preocupación en su forma de actuar. Su edificio estaba construido de personas,
materiales, conocimiento y tiempo. Ella tenía acceso a las primeras y al último, y
luego emprendía la búsqueda del conocimiento y los materiales; y para ello, ponía en
funcionamiento una serie de imperceptibles resortes y péndulos, a los que dejaba
escoger el momento oportuno.
El primero que habló del testamento fue el cocinero. Por fuerza tuvo que ser él, o
al menos él así lo creyó. Kate se enteró por Ethel y fue a la cocina para hablar con
Alex, que se encontraba amasando el pan con sus fuertes y velludos brazos cubiertos
de harina hasta el codo, y las manos emblanquecidas por la levadura.
—¿Le parece a usted bien ir contando por ahí que ha actuado como testigo? —
dijo Kate mansamente—. ¿Qué va a pensar la señorita Faye?
El hombre pareció confuso.
—Pero yo no…
—¿Usted no qué…? ¿No habló de ello, o se le escapó creyendo que no
perjudicaría a nadie?
A las nueve y media el doctor Wilde dejó su calesa en las cocheras y sacó de ella con
aire fatigado su maletín negro. Había tenido que ir a Alisal para presenciar la muerte
de la vieja señora Germán, la cual no había sido capaz de terminar su vida
limpiamente. Había codicilos. Incluso ahora el doctor Wilde seguía preguntándose si
Durante los tres meses que siguieron, sobrevino un cambio gradual en casa de Faye.
Las chicas fueron abandonando su aseo personal y se volvieron quisquillosas. Si se
les hubiera dicho que procurasen ir más limpias y tuviesen sus habitaciones más
aseadas, se hubieran considerado vejadas, y la casa hubiera sido un hervidero de
disputas. Pero no sucedió así.
Una noche, Kate comentó en la cena que acababa de mirar la habitación de Ethel,
y la había encontrado tan limpia y bonita, que le había comprado un regalo. Cuando
Ethel desenvolvió el paquete en la misma mesa, apareció un enorme frasco de
perfume de Hoyt, tan grande que le duraría muchos meses. Ethel se puso muy
contenta, y para sus adentros pensó que Kate no habría visto la ropa sucia que tenía
debajo de la cama. Después de cenar, no sólo quitó aquella ropa, sino que barrió la
El sábado 14 de octubre, aparecieron sobre Salinas los primeros patos silvestres. Faye
los vio desde su ventana, volando en un enorme triángulo hacia el sur. Cuando Kate
fue a visitarla antes de la cena, como hacía siempre, Faye le comentó:
—Me parece que se acerca el invierno —dijo—. Tendremos que hacer que Alex
prepare las estufas.
—¿Le doy su medicina, madre?
—Sí. Me vuelves perezosa con tanto mimo.
—Me gusta mimarla —respondió Kate; tomó el frasco del compuesto vegetal de
Lidia Pinkham, y lo acercó a la luz—. Ya no queda mucho —dijo—. Tendremos que
comprar más.
—Oh, creo que tengo en el armario tres botellas todavía, de la docena que
En los últimos metros que le separaban de la casa de Trask, al salir del valle Salinas y
ascender la llana carretera que pasaba bajo los corpulentos robles, Samuel intentó
dominar su turbación, animándose con palabras de aliento.
Adam estaba todavía más flaco de lo que Samuel recordaba. Sus ojos tenían una
expresión abotargada, como si no los emplease mucho para ver. Adam tardó algún
tiempo en darse cuenta de que Samuel estaba ante él. Una mueca de enojo contrajo
sus labios.
—Me siento algo incómodo —se excusó Samuel— al venir sin que usted me
haya invitado.
—¿Qué quiere? —preguntó Adam—. ¿No le pagué ya?
—¿Pagarme? —respondió Samuel—. Sí, claro que me pagó. ¡Sí, desde luego!
Pero mucho menos de lo que valgo.
—¿Qué? ¿Qué quiere usted decir?
La ira de Samuel aumentó y estalló:
—Un hombre, la vida de un hombre, no tiene precio. Y si yo he pasado toda mi
vida intentando descubrir cuánto valgo, ¿cómo puede un despojo de hombre como
usted saberlo en un instante?
—Le pagaré —exclamó Adam—. Le prometo que le pagaré. ¿Cuánto quiere?
—Pagará, pero no a mí.
—Entonces, ¿para qué ha venido? Márchese.
—Usted me invitó una vez.
—Pero no ahora.
Samuel puso los brazos en jarras y se echó hacia delante.
—Tranquilo, que ya se lo digo. Durante una noche glacial y oscura, que fue
Lee recogió la mesa y dio a cada uno de los niños un hueso limpio del muslo del
pollo para que jugasen. Ellos se sentaron solemnemente, blandiendo sus grasientos
bastoncillos, inspeccionándolos y chupándolos alternativamente. Sobre la mesa
quedaron el vino y los vasos.
—Será mejor que sigamos ocupándonos de los nombres —propuso Samuel—.
Siento que la soga que me une a Liza comienza a apretar.
—No se me ocurre ninguno —contestó Adam.
—¿No hay ningún nombre en su familia que le guste, ninguna trampa tentadora
para un pariente rico, ningún nombre que le llene de orgullo al pensar en él?
—No; me gustaría que fueran lo más diferentes posible.
Samuel se golpeó la frente con los nudillos.
—¡Qué pena! —exclamó—. ¡Qué pena que no puedan tener los nombres que les
corresponden!
—¿Qué quiere decir? —preguntó Adam.
—Diferentes, ha dicho usted. La otra noche se me ocurrió… —se interrumpió.
¿No ha pensado usted en su propio nombre?
—¿Mi nombre?
—Claro. En los primeros hijos que tuvo, Caín y Abel.
Los Hamilton eran gente rara, como cuerdas muy tensas, y algunas de ellas daban una
nota tan alta que a veces saltaban. Eso ocurre muy a menudo en el mundo.
De todas sus hijas, Una era la preferida de Samuel. Ya desde muy pequeña mostró
unas ganas insaciables de aprender, al igual que un niño nunca se cansaría de comer
pasteles. Una y su padre conspiraban para aprender. Pedían prestados libros y los
leían a hurtadillas, y se comunicaban sus descubrimientos.
De todos sus hermanos, Una era la que menos sentido del humor tenía. Se casó
con un hombre muy moreno, cuyos dedos estaban manchados de productos químicos,
principalmente nitrato de plata. Era uno de aquellos hombres que viven en la pobreza
para proseguir su línea inquisitoria. La suya se limitaba a la fotografía. Creía que el
mundo exterior podía transferirse al papel, no en los matices fantasmales del blanco y
negro, sino en los colores que percibe el ojo humano.
Se llamaba Anderson, y era un hombre muy poco comunicativo. Como la mayor
parte de los técnicos, sentía terror y desprecio por la teoría. Los saltos de la
imaginación no eran para él. Escalaba un peldaño y ascendía con cuidado hasta el
siguiente, de la misma manera que un escalador asciende por el último repecho de
una cumbre. Sentía un gran desprecio, hijo del temor, por los Hamilton, porque todos
ellos creían tener alas y, por eso, se habían pegado algún que otro batacazo.
Anderson nunca caía, nunca resbalaba, nunca volaba. Sus pasos eran lentos y
ascendentes, y en la cumbre esperaba hallar aquello que perseguía: la fotografía en
color. Tal vez se casó con Una por su escaso sentido del humor, lo cual lo tranquilizó.
Y dado que la familia de su esposa lo asustaba e intimidaba, se llevó a Una al norte, a
un rincón apartado del mundo, cerca de la frontera de Oregón. Debió de llevar una
vida muy primitiva, entre tantos frascos y papeles.
Una escribía unas cartas insípidas y frías, carentes de toda alegría, pero también
de toda autocompasión. Estaba bien y esperaba que su familia también lo estuviese.
Su marido se hallaba a punto de realizar un descubrimiento.
Pero entonces Una murió y su cadáver fue enviado junto a los suyos.
Jamás conocí a Una. Murió antes de lo que alcanzan mis más antiguos recuerdos,
pero George Hamilton me habló de ella, muchos años después, con los ojos anegados
en llanto y voz temblorosa.
—Una no era una chica bonita como Mollie —recordó—. Pero tenía las manos y
los pies más bonitos que puedas imaginarte. Sus tobillos eran cimbreantes como la
hierba, y todo su cuerpo se movía al compás del viento. Sus dedos eran largos, con
las uñas estrechas y almendradas. Y también poseía una tez muy bella, translúcida y
Tom trajo la carta de Olive, desde King City, y, como conocía su contenido, esperó a
que Samuel estuviera a solas para entregársela. Samuel se encontraba trabajando en la
herrería y tenía las manos negras. Tomó el sobre por una punta, lo dejó encima del
yunque y luego se restregó las manos en el barrilito de agua negra en el cual metía el
Muchas veces me he preguntado por qué algunas personas se sienten menos afectadas
y trastornadas por las verdades de la vida y de la muerte que otras. La muerte de Una
hizo hundirse la tierra bajo los pies de Samuel, derribando sus baluartes y dando paso
a la vejez. Por otra parte, Liza, que a buen seguro amaba a su familia tanto como su
marido, no se sintió alcanzada ni destruida por aquel golpe, sino que su vida continuó
de la misma manera. Claro que sintió pena, pero supo sobreponerse a ella.
Creo que Liza aceptaba el mundo, de la misma manera que aceptaba la Biblia,
con todas sus paradojas y reveses. No le agradaba la muerte, pero se daba cuenta de
que existía, y cuando llegó no se sintió sorprendida.
Samuel podía haber pensado, bromeado y filosofado a propósito de la muerte,
pero en realidad no creía en ella. En su mundo no había cabida para la muerte. Él y
todo lo que le rodeaba eran inmortales. Cuando apareció la muerte verdadera, la
consideró un ultraje, una negación de la inmortalidad que sentía tan profundamente, y
aquella sola resquebrajadura en su muralla hizo derrumbarse todo el edificio. Creo
que siempre había pensado que podría librarse de la muerte, a la que consideraba
como un adversario personal, susceptible de ser vencido a porrazo limpio.
Para Liza, la muerte era simplemente la muerte, lo prometido y esperado. Ella
seguía como siempre, y su dolor no le impedía poner en el fuego el cazo de
habichuelas, o cocer seis pasteles y calcular con exactitud cuánta comida se
necesitaría para el banquete del funeral. Y a despecho también de su pena, era capaz
de darse cuenta de que la camisa blanca de Samuel estaba muy limpia, y de que el
traje negro de su marido estaba recién cepillado y sin lamparones, y los zapatos
lustrados. Puede que dos caracteres tan diferentes sean los mejores para formar un
buen matrimonio, cuya armonía nace de las fuerzas contrapuestas y desiguales.
Una vez que Samuel aceptó la muerte, probablemente hubiera vivido más que
Liza si el proceso que le llevó a esa aceptación no le hubiera destrozado. Liza lo
observó con atención después de que tomaran la decisión de ir a Salinas. No estaba
muy segura de lo que él se proponía, pero, como toda madre buena y avisada, sabía
que su marido se traía algo entre manos. Era una mujer completamente realista. Si
todo lo demás seguía igual, se alegraba de ir a ver a sus hijas. Sentía curiosidad por
verlas, a ellas y a los nietos. No tenía preferencia por ningún lugar. Éstos no eran más
que sitios de paso y de descanso en el camino hacia el cielo. No amaba el trabajo en
sí, pero lo hacía porque había que hacerlo. Pero lo cierto es que se sentía cansada.
Cada vez le era más difícil luchar contra los dolores y el envaramiento que pugnaban
por retenerla en cama por la mañana, cosa que muy pocas veces conseguían.
Lee y Adam acompañaron a Samuel al cobertizo para despedirlo. Lee llevaba una
linterna de latón para iluminar el camino, porque era una de aquellas claras y
tempranas noches de invierno en que el cielo está tachonado de enjambres de estrellas
que intensifican la oscuridad de la tierra. Un gran silencio reinaba sobre las montañas.
Ni un animal se movía, ya fuese herbívoro o de presa, y el aire estaba tan tranquilo,
que las ramas oscuras de los robles y sus hojas se recortaban inmóviles sobre la Vía
Láctea. Los tres hombres permanecían silenciosos. La llamita de la linterna oscilaba
al compás del movimiento de la mano de Lee.
—¿Cuándo cree usted que volverá de su viaje? —preguntó Adam a Samuel.
Pero Samuel no respondió.
Doxology aguardaba pacientemente en el establo, con la cabeza baja y
contemplando con sus ojos lechosos la paja esparcida entre sus pezuñas.
—Siempre ha tenido usted este caballo —observó Adam.
—Tiene treinta y tres años —confirmó Samuel—. Le faltan todos los dientes.
Tengo que hacer una papilla con la hierba y dársela con las manos. Y por la noche
sufre pesadillas. A veces se estremece y se queja en sueños.
—Es casi tan feo como una carroña de cebo para atraer cuervos —sentenció
Adam.
—Ya lo sé. Creo que por eso me lo quedé cuando era todavía un potro. ¿Sabe
usted cuánto pagué por él hace treinta y tres años? Pues dos dólares. Nada en él era
como tenía que ser: las pezuñas semejaban faldones, y los corvejones eran tan
gruesos, cortos y rectos que parecían no tener articulación; su cabeza tiene forma de
martillo y su lomo es cóncavo; su boca es de hierro y todavía es capaz de dar coces; y
cuando te montas en él, parece que cabalgas sobre un trineo que se desliza sobre
grava. Ya no puede trotar, y camina a trompicones. Durante treinta y tres años no he
podido encontrarle ni una sola cualidad. Por si fuera poco, tiene muy mal carácter. Es
egoísta, pendenciero, falso y desobediente. Hasta hoy nunca me he atrevido a caminar
En el tren de regreso a King City tras su viaje a Salinas, Adam Trask se sentía
envuelto por una nube de formas imprecisas, sones y colores. Ningún pensamiento se
presentaba a su mente con suficiente claridad.
Estoy convencido de que en lo más profundo de la mente humana existen
determinados mecanismos para analizar los problemas y, una vez analizados,
rechazarlos y aceptarlos. En ocasiones, tales mecanismos se relacionan con facetas
que el propio individuo ignora poseer. Con cuánta frecuencia nos vamos a dormir
preocupados y doloridos, sin saber las causas, y a la mañana siguiente lo vemos todo
claro y radiante, como resultado, tal vez, de ese oscuro razonamiento. Cuántas
mañanas nos levantamos con la sangre burbujeante de gozo y el pecho rebosando
alegría, sin que haya nada en nuestros pensamientos que pueda justificarlo o causarlo.
El entierro de Samuel y la entrevista con Kate deberían haber entristecido y
amargado a Adam, pero no lo hicieron. De aquellas horas dolorosas y grises surgió un
éxtasis. Se sentía joven, libre y lleno de júbilo. Se apeó del tren en King City y, en
vez de ir a las cocheras donde le guardaban la calesa y el caballo, se dirigió al nuevo
garaje de Will Hamilton.
Will estaba sentado en su encristalada oficina, desde la que podía vigilar el
trabajo de sus mecánicos sin ser molestado por el ruido. Will comenzaba a engordar,
signo evidente de su creciente prosperidad.
Se hallaba leyendo con atención un anuncio de cigarros procedentes de Cuba y
enviados con asiduidad. Adam pensó que estaría llorando o lamentando la muerte de
su padre, pero no fue así. Se sentía algo preocupado por Tom, quien se había ido
directamente a San Francisco después del entierro. Le parecía que era más digno
tratar de distraerse con los negocios, como él intentaba hacer, que con el alcohol,
como Tom probablemente estaba haciendo.
Levantó la mirada cuando Adam entró en la oficina, y le señaló con la mano uno
de los grandes sillones de cuero que había instalado para arrullar a sus clientes y
hacer que le pagasen, sin darse cuenta, las enormes facturas que les presentaba.
Adam tomó asiento.
—No recuerdo si le he dado el pésame —le dijo.
—Son momentos difíciles —contestó William—. ¿Estaba usted en el entierro?
—Sí —respondió Adam—. No sé si usted sabe lo que sentía por su padre. Hizo
por mí cosas que no se olvidan.
—Era muy respetado —afirmó Will—. Había más de doscientas personas en el
cementerio, más de doscientas.
Lee salió de la casa al encuentro de Adam, y sostuvo la brida del caballo mientras
aquél saltaba de la calesa.
—¿Cómo están los niños? —preguntó Adam.
—Muy bien. Les he hecho unos arcos y flechas, y se han ido a cazar conejos a la
orilla del río. Todavía no tengo la comida a punto.
—¿Ha ido todo bien por aquí?
Lee lo miró con agudeza, estuvo a punto de preguntarle algo, pero cambió de
idea.
—¿Qué tal el entierro? —preguntó.
—Fue muchísima gente —respondió Adam—. Tenía muchos amigos. No puedo
hacerme a la idea de que haya muerto.
—Nosotros enterramos a nuestros muertos al son de los timbales, esparcimos
papeles para confundir a los demonios, y sobre la tumba, en lugar de flores, ponemos
cerdos asados. Somos un pueblo práctico, y siempre algo hambriento. Pero nuestros
diablos no son muy listos, y siempre conseguimos engañarlos, lo cual significa cierto
progreso.
—Me parece que a Samuel le hubiera gustado un entierro así —dijo Adam—. Lo
hubiera encontrado interesante.
Advirtió que Lee lo miraba con fijeza.
—Llévate el caballo, Lee, y después vuelve y prepárame un poco de té. Quiero
hablar contigo.
Adam penetró en la casa y se quitó su traje negro. Sentía el olor dulce y mareante
del ron por todo su cuerpo. Se desnudó por completo y se frotó el cuerpo con jabón
hasta que el olor hubo desaparecido del todo. Se puso una camisa azul limpia y unos
pantalones tan desgastados que el azul era ya muy pálido y casi blanco en las rodillas.
Se afeitó lentamente y se peinó, mientras a sus oídos llegaba el trajinar de Lee en la
cocina. Luego, se dirigió al salón. Lee ya había puesto una taza y un azucarero sobre
la mesa, junto al butacón. Adam paseó su mirada por las cortinillas floreadas, tan
lavadas que los dibujos de flores estaban desteñidos. Observó también las esteras
deshilachadas que cubrían el suelo y la parda franja marcada por tantos pies en el
linóleo del vestíbulo. Y todo le pareció nuevo.
Cuando entró Lee con la tetera, Adam le indicó:
—Tráete una taza para ti, Lee. Y si te queda algo de esa bebida tuya, me gustaría
tomar un poco. Anoche me emborraché.
—¿Usted borracho? No puedo creerlo —exclamó Lee.
—Pues sí, lo estaba. Y quiero contárselo. Ya he visto cómo me mirabas cuando he
llegado.
—¿Se ha dado usted cuenta? —preguntó Lee, y fue a la cocina en busca de su
taza, dos copas y su botella de piedra de ng-ka-py.
Aquel año las lluvias fueron tan suaves que el río Salinas no se desbordó. Un delgado
hilillo de agua serpenteaba en el centro de su ancho lecho de arena gris, y el agua no
estaba enturbiada por el lodo, sino que era clara y transparente. Los sauces que
crecían en el lecho del río eran muy frondosos y las vides silvestres, de negros
racimos, alargaban por el suelo sus nuevos vástagos erizados de espinas.
Hacía mucho calor para marzo, y el viento intermitente soplaba del sur, agitando
las hojas y mostrando su reverso plateado.
Al abrigo que ofrecían las parras, las zarzas y la enmarañada vegetación, un
conejito gris se sentaba inmóvil al sol, secándose la piel del pecho, humedecida por el
rocío de la hierba, que había constituido su temprano desayuno. El conejo fruncía el
hocico y agitaba las orejas de vez en cuando, tratando de descubrir el origen de los
pequeños rumores que podían representar algún peligro para él. Había sentido vibrar
el suelo bajo sus patas, de un modo rítmico y acompasado, lo que le hizo olfatear el
aire y mover las orejas, pero ahora aquella vibración ya había cesado. Luego, se
movieron las ramas de un sauce a unos veinticinco metros de distancia y a sotavento,
y no llegó a su olfato ningún olor peligroso.
Durante los últimos dos minutos, su atención se vio atraída por algunos sonidos
que no le parecieron peligrosos: un chasquido sordo y luego un silbido parecido al
que produce el aleteo de una paloma torcaz. El conejo estiró perezosamente una pata
trasera bajo el cálido sol. Se oyó otro chasquido sordo, un nuevo silbido y luego el
ruido de piel desgarrada. El conejo permanecía sentado, inmóvil por completo y con
los ojos muy abiertos. Una flecha de bambú le atravesaba el pecho y su punta de
hierro estaba profundamente hundida en el suelo, del otro lado. El conejo cayó de
costado y agitó con desesperación las patas en el aire por unos momentos, antes de
quedarse quieto.
De detrás del sauce aparecieron dos muchachos que se arrastraban medio
agazapados. Llevaban en la mano unos arcos de un metro de largo, y por el carcaj que
pendía de su hombro izquierdo asomaban los penachos de un manojo de flechas. Los
muchachos vestían unos pantalones azules y camisas también azules y descoloridas,
pero cada uno de ellos llevaba una magnífica pluma de pavo sujeta con una cinta
junto a la sien.
Los chicos andaban con lentitud, muy inclinados y pisando con extrema
precaución a la manera india. La breve agonía del conejo había ya terminado cuando
se acercaron para examinar a su víctima.
—¡En mitad del corazón! —exclamó Cal, como si no pudiese ser de otra manera.
Los mellizos llegaron a la vista de las edificaciones del rancho a tiempo de ver a Lee
con la cabeza metida por el agujero central de un poncho amarillo e
impermeabilizado, conduciendo del ronzal un extraño caballo uncido a una calesa
endeble y con llantas de goma, en dirección al cobertizo.
—Ha venido alguien —dijo Cal—. ¿No ves ese coche?
Echaron a correr de nuevo, porque siempre les agradaba ver a los visitantes.
Cuando estuvieron cerca de las escaleras, disminuyeron el paso y dieron la vuelta a la
casa con cautela, porque los visitantes también les provocaban cierto recelo. Entraron
por la parte trasera y se quedaron en la cocina. Oyeron voces en el salón, la de su
padre y la de otro hombre. Y luego, una tercera voz les cortó el aliento, les estremeció
por completo. Era una voz de mujer, y aquellos muchachos habían visto muy pocas
mujeres. Entraron de puntillas en su cuarto y quedaron mirándose.
—¿Quiénes supones que son? —preguntó Cal.
Una gran emoción resplandeciente se había apoderado de Aron. Deseaba gritar:
«Tal vez es nuestra madre, que ha vuelto a casa». Pero después se acordó de que ella
estaba en el cielo, y que las personas no vuelven de allí.
—No sé. Voy a ponerme ropa seca —respondió.
Ambos muchachos se despojaron de sus empapadas vestiduras y se pusieron otras
Cuando Abra, Cal y Aron salieron, se quedaron los tres juntos en el pequeño pórtico
cubierto, contemplando las gotas de lluvia que caían de los enormes robles. El
nubarrón había pasado y los truenos resonaban ya distantes, pero seguía lloviendo de
una forma continuada y persistente, sin visos de querer cesar en varias horas.
—Esa señora dijo que había parado de llover —se quejó Aron.
—No lo miró. Habla siempre sin comprobar las cosas —respondió Abra con
sensatez.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó Cal.
—Diez, y pronto cumpliré once —contestó Abra.
—¡Bah! —dijo Cal—. Nosotros tenemos once y vamos a cumplir pronto doce.
Abra se echó atrás la pamela que le rodeaba la cabeza como un halo. Era bonita,
con el cabello oscuro dividido en dos trenzas. Tenía la frente redonda y arqueada, y
las cejas rectas. Algún día su naricilla sería delicada y respingona, pero ahora sólo era
un pequeño botón. Sin embargo, poseía dos rasgos característicos que nunca
desaparecerían: la firmeza del mentón y una boca tan dulce como una flor, muy
grande y de labios sonrosados. Sus ojos almendrados, agudos e inteligentes, se
Adam abrió un cajón tras otro, examinó los estantes y alzó las tapas de las cajas de
toda la casa, hasta que por último se vio obligado a llamar a Lee y preguntarle:
—¿Dónde están la tinta y la pluma?
—No hay —respondió Lee—. No ha escrito usted una sola palabra durante
muchos años. Le dejaré la mía si quiere.
Fue a su habitación y volvió con una botella achatada de tinta, una pluma, un
cuaderno y un sobre, y lo depositó todo encima de la mesa.
—¿Cómo sabes que quiero escribir una carta? —le preguntó Adam.
—Va a intentar escribir a su hermano, ¿no es eso?
—Así es.
—Le costará hacerlo, después de tanto tiempo —afirmó Lee.
Efectivamente, le costó mucho. Adam mordisqueaba y roía el mango de la pluma,
mientras hacía muecas que denotaban su esfuerzo mental. Escribía algunas frases
sobre una hoja, y luego la arrancaba para empezar a escribir en la siguiente. Adam se
rascó la cabeza con el mango.
—Lee, en caso de que me fuera de viaje al este, ¿querrías quedarte con los chicos
hasta mi regreso?
—Es más fácil que escribir —dijo Lee—. Claro que me quedaré.
Adam dobló la carta y alisó los pliegues con las uñas. Luego cerró el sobre y lo
oprimió con el puño.
—¡Lee! —gritó. ¡Oye, Lee!
El chino asomó la cabeza por la puerta.
—Lee, ¿cuánto tarda una carta en llegar al este?
—No lo sé —respondió Lee—. Tal vez dos semanas.
Después de enviar a su hermano la primera carta que le escribía en diez años, Adam
se impacientó esperando la respuesta. Había olvidado el tiempo transcurrido desde
que la echó. Antes de que la carta hubiese podido llegar a San Francisco, ya estaba
diciendo en voz alta, para que Lee le oyese:
—No sé por qué no responde. Quizás está enfadado conmigo por no haberle
escrito antes. Pero él tampoco escribía. Claro que no sabía adónde dirigir las cartas. A
lo mejor se ha trasladado.
—Hace sólo unos días que envió la carta. No se impaciente —respondió Lee.
«Me pregunto si realmente estará dispuesto a venir», se decía Adam,
cuestionándose a la vez si verdaderamente deseaba que Charles fuera. Ahora que la
carta ya había salido, Adam temía que Charles pudiese aceptar. Parecía un niño
nervioso que toca todo lo que encuentra a su paso. Y molestaba a los mellizos,
haciéndoles innumerables preguntas sobre sus estudios.
—Vamos a ver, ¿qué habéis aprendido hoy?
—¡Nada!
—¡Vamos, forzosamente tenéis que haber aprendido algo! ¿No habéis leído?
—Sí, señor.
—¿Qué habéis leído?
—La historia de la cigarra y la hormiga.
—Ah, es muy interesante.
—Hay otra de un águila que se lleva a un niño por los aires.
—Si, la conozco, aunque no la recuerdo muy bien.
—Todavía no hemos llegado a ella. Sólo hemos visto los dibujos.
Los muchachos estaban hartos. Durante una de esas sesiones de interés paternal,
Cal pidió prestado a Adam su cortaplumas, esperando que no se acordaría de decirle
que se lo devolviese. Pero la savia comenzaba a rezumar de los sauces, cuya corteza,
especialmente en las ramitas más tiernas, se desprendía con facilidad. Adam reclamó
su cuchillo para enseñar a los chicos cómo hacer silbatos de madera de sauce, una
cosa que Lee ya les había enseñado hacía tres años. Por si fuera poco, Adam había
olvidado cómo se hacía la lengüeta, y por más que sopló no salió sonido alguno de
los silbatos.
Un día, al mediodía, apareció Will Hamilton, zumbando y saltando por la
carretera en un Ford nuevecito. Iba despacio, y el enorme vehículo se balanceaba
como un barco agitado por la tempestad. El radiador de latón y el depósito de
Prestolite, colocado en el estribo, brillaban cegadoramente a la luz del sol.
Hubiera sido inútil intentar que los chicos fueran a la escuela al día siguiente;
tampoco ellos lo hubieran consentido. El Ford se alzaba gallardo y solitario bajo el
roble donde Will lo había dejado. Sus nuevos propietarios daban vueltas alrededor de
Como en los tiempos bíblicos, en aquellos días aún se producían milagros sobre la faz
de la tierra. Una semana después de la lección, un Ford subía dando saltos por la calle
Mayor de King City y se detenía con una sacudida ante la oficina de Correos. Adam
llevaba el volante, con Lee a su lado; los dos chicos, tiesos y con aires importantes, se
sentaban en el asiento trasero. Adam miró al tablero, y los cuatro cantaron al unísono:
—Freno puesto, quitar gas, desconectar.
El pequeño motor lanzó unos cuantos rugidos y se detuvo. Adam permaneció
unos momentos recostado en el asiento, agotado pero orgulloso, y luego salió del
coche.
El jefe de la oficina de Correos atisbaba a través de los barrotes de su reja dorada.
—Ya veo que ha acabado usted comprándose uno de esos malditos cacharros —
observó.
—Hay que estar al día —respondió Adam.
—Llegará un momento en que no será posible encontrar un solo caballo, señor
Trask —vaticinó el hombre.
—Es posible.
—Acabarán por cambiar completamente el aspecto del país. Andan metiendo
bulla por todas partes —prosiguió el encargado de la estafeta—. Incluso aquí, nos
toca sufrir las consecuencias. La gente solía venir sólo una vez por semana a retirar el
correo, y hoy lo hacen todos los días, y algunos incluso dos veces al día. Son
incapaces de esperar tranquilamente a que les llegue su maldito catálogo. Corriendo
de un sitio a otro, siempre corriendo —expresaba su disgusto de una manera tan
violenta, que Adam comprendió que todavía no había adquirido un Ford, y aquello
era una manera de dar salida a sus celos—. No querría uno por nada del mundo —
aseguró el encargado de la estafeta, lo que significaba que su esposa lo perseguía para
que comprase uno, ya que eran las mujeres las que presionaban a sus maridos por
cuestiones de tipo social.
El encargado examinó con semblante hosco las cartas del apartado que llevaba la
letra T, y extrajo un largo sobre.
—Bueno, ya lo veré a usted en el hospital —dijo con displicencia. Adam le
sonrió, tomó la carta y salió de la oficina.
Un hombre que suele recibir pocas cartas no las abre a la ligera. Primero las
sopesa, lee el nombre del remitente en el sobre y su dirección, examina la escritura y
estudia el sello y la fecha. Adam había salido de la oficina de Correos y atravesado la
acera para llegar al Ford, antes de haber hecho todas esas cosas. En ángulo izquierdo
Adam miró a los muchachos y a Lee por encima de la carta. Los tres esperaban que
siguiese leyendo. Adam apretó los labios, dobló la carta, volvió a meterla en el sobre
y lo introdujo con todo cuidado en su bolsillo interior.
—¿Complicaciones a la vista? —preguntó Lee.
—No.
—Me pareció usted preocupado.
—No, es que me ha entristecido la muerte de mi hermano.
Adam trataba de ordenar en su cabeza el contenido de la carta, y se sentía tan
desazonado como una gallina clueca removiéndose en el nido. Necesitaba estar solo
para digerirlo. Subió al coche y miró desanimado el mecanismo. No se acordaba en
absoluto de lo que había que hacer.
—¿Necesita ayuda? —preguntó Lee.
—¡Tiene gracia! —exclamó Adam—. No me acuerdo de cómo se pone en
marcha.
Lee y los muchachos empezaron a recitar con voz queda:
—Chispa sin acelerar; conectar la batería.
—Oh, sí. Desde luego, desde luego.
Y mientras el estruendoso abejorro zumbaba en el compartimento, Adam dio
vuelta a la manivela y corrió para encender el contacto y poner el interruptor en la
posición «Mag».
Ascendían lentamente por la polvorienta carretera, que pasaba por el barranco
familiar sombreado por las encinas, cuando Lee recordó:
—Nos hemos olvidado de comprar carne.
—¿De veras? Sí, tienes razón. Vamos a ver, ¿qué podemos comer?
—¿Qué tal huevos con tocino?
—Estupendo. Me parece muy bien.
—Tendrá que bajar mañana para echar la respuesta al correo —observó Lee—.
Entonces podrá comprar carne.
—Muy bien —contestó Adam.
Mientras Lee preparaba la comida, Adam estaba sentado, con la mirada perdida
en el vacío. Sabía que tendría que decirle a Lee que le ayudase, aunque fuese sólo
como oyente, para aclarar sus ideas.
Cal había sacado a su hermano de la casa, y lo había llevado al cobertizo de los
carruajes, donde guardaban el Ford. Cal abrió la portezuela y se sentó tras el volante.
—¡Anda, sube! —ordenó.
Cal se deslizó sin hacer ruido por el oscuro vestíbulo y entró cautelosamente en la
habitación donde dormía con su hermano. Vio la cabeza de Aron, apoyada en la
Adam estuvo rumiando y dando vueltas por la casa durante toda la mañana, y al
mediodía fue en busca de Lee, que estaba cavando la tierra negra abandonada de su
huertecito, para plantar las hortalizas de primavera: zanahorias y remolacha, nabos,
guisantes, habichuelas y coles de Bruselas. El trazado de los surcos era perfectamente
recto, pues Lee se había valido para ello de un cordel tirante, y las estaquillas
plantadas a los extremos ostentaban la bolsa que había contenido las semillas
respectivas, con el fin de identificar el surco. En un rincón del huerto había un bancal
en el que estaban dispuestos los tomates, los pimientos y las coles, a la espera de ser
plantados cuando desapareciese el peligro de las heladas.
—Anoche fui algo estúpido —dijo Adam.
Lee se apoyó en el mango de la pala y lo miró en silencio.
—¿Cuándo piensa irse? —le preguntó.
—Creo que tomaré el tren de las dos cuarenta. Luego podré regresar en el de las
ocho.
—Sabe que podría resolverlo a través de una carta.
—Ya lo he pensado. ¿Tú lo harías?
—No. Tiene razón. Yo fui el estúpido. Nada de cartas.
—No tengo más remedio que ir —sentenció Adam—. Lo he considerado bajo
todos los aspectos, y siempre retornaba al mismo punto.
—Se puede ser deshonesto de muchas maneras, pero no de ésta —apuntó Lee—.
Buena suerte, pues. Tengo mucho interés en saber lo que ella dirá y cuál será su
reacción.
—Iré en la calesa —le informó Adam—. La dejaré en las cocheras de King City.
Estoy demasiado nervioso para conducir el Ford.
Eran las cuatro y cuarto cuando Adam subió los carcomidos peldaños y llamó a la
deteriorada puerta de la casa de Kate. Un hombre nuevo salió a abrirle. Era un
finlandés de rostro cuadrado que vestía camiseta y pantalón, y cuyos brazos se
hallaban cubiertos con manguitos de seda roja. Dejó a Adam esperando en el porche,
y a los pocos momentos regresó para acompañarlo al comedor.
Se trataba de una habitación muy grande y sin el menor adorno, con las paredes y
las puertas pintadas de blanco. Una larga mesa rectangular ocupaba el centro, y sobre
el tapete de hule blanco se hallaban colocados los cubiertos —fuentes, platos y
salseras— y las tazas boca abajo sobre los platillos.
Kate estaba sentada a la cabecera de la mesa, con el libro de cuentas abierto ante
ella. Vestía de un modo muy severo. Llevaba una visera verde y hacía girar
Cuando Adam abandonó la casa de Kate todavía tenía más de dos horas antes de
tomar el tren de regreso a King City. Un impulso repentino le llevó a torcer por la
calle Mayor, y caminar por la Avenida Central hasta el número 130, que correspondía
a la enorme mansión blanca de Ernest Steinbeck. Era una casa inmaculada y de
aspecto acogedor, de amplias proporciones, aunque no pretenciosa, y estaba rodeada
por una cerca pintada de blanco, que limitaba un espacio cubierto de verde césped
cuidadosamente recortado. Arrimados a la cerca crecían rosales y enredaderas.
Adam subió por los anchos escalones de la solana, y tiró de la campanilla. Olive
fue a la puerta y la entreabrió, mientras Mary y John atisbaban tras ella.
Adam se quitó el sombrero.
—Ustedes no me conocen. Soy Adam Trask. Era muy amigo de su padre. He
venido a saludar a la señora Hamilton, quien me ayudó amablemente cuando mi
mujer dio a luz.
—No faltaba más —dijo Olive, abriendo de par en par la puerta—. Hemos oído
hablar de usted. Espere un momento. Ya verá lo bien atendida que está madre.
Golpeó con los nudillos en una puerta al otro extremo del ancho vestíbulo, y
gritó:
—¡Mamá! Ha venido un amigo a verte.
Abrió la puerta, e introdujo a Adam en la agradable estancia ocupada por Liza.
—Tendrá usted que perdonarme —se excusó Olive—. Catrina está preparando el
pollo y tengo que vigilarla, ¡John, Mary! Venid conmigo.
Liza parecía más menuda que nunca. Estaba sentada en una mecedora de mimbre
y había envejecido mucho. Su vestido de alpaca negra tenía una falda muy amplia, y
llevaba sobre su pecho un alfiler en el que se leía «Madre», en letras de oro.
Dessie era la más querida de la familia, Mollie la niña mimada, Olive la juiciosa y
reposada y Una la atolondrada; y aunque todas eran igualmente queridas por sus
padres, Dessie era, sin embargo, la predilecta. Nadie más que ella sabía hacer
aquellos guiños y reír con una risa tan contagiosa como la viruela, y ninguna poseía
aquella alegría que iluminaba el día y contaminaba de tal forma a los que la rodeaban
que el júbilo no tenía fin.
La señora de Clarence Morrison, que vivía en el número 122 de la calle de la
Iglesia, en Salinas, tenía tres hijos y un marido que regentaba una mercería. Algunos
días por la mañana, durante el desayuno, Agnes Morrison decía:
—Después de comer, iré a casa de Dessie Hamilton, a probarme.
Los niños se ponían muy contentos y golpeaban las patas de la mesa con los pies,
hasta que su madre los reñía. Y el señor Morrison se frotaba las manos y se iba a la
tienda, esperando que aquel día apareciera algún viajante. Y si venía alguno, era
seguro que conseguiría un buen pedido. Es posible que tanto los niños como el señor
Morrison hubiesen olvidado por qué aquel día era tan bueno, y acabaría tan bien.
La señora Morrison solía ir a la casa contigua a la panadería de Reynaud a eso de
las dos, y permanecía allí hasta las cuatro. Cuando salía, tenía los ojos empañados en
llanto, y la nariz enrojecida. De camino a casa, se sonaba suavemente, se enjugaba los
ojos y comenzaba a reír de nuevo. Quizá Dessie se había limitado a clavar algunos
alfileres de cabeza negra en el acerico, convirtiéndolo en la caricatura del sacerdote
anabaptista, haciéndole pronunciar un breve sermón. Acaso había vuelto a contar su
entrevista con el viejo Taylor, aquel que compraba casas viejas y las transportaba a un
enorme terreno vacío que poseía, hasta que tuvo tantas, que parecía el mar de los
Sargazos en tierra firme. O quizá sólo se limitó a leer un poema de Chatterbox
haciendo muecas. No importa. Era siempre divertidísimo y su risa se contagiaba.
Cuando regresaban del colegio, los niños Morrison no encontraban en casa dolores,
malhumor o migrañas. No les reñían por sus narices mocosas, ni por sus caras sucias.
Y cuando empezaban a reír, su madre se unía a ellos de muy buena gana.
El señor Morrison, al volver a casa, hablaba de cómo le había ido el día, y
conseguía que le escuchasen, y trataba de contar de nuevo las historias que le había
contado el viajante, al menos, unas cuantas. La cena era deliciosa, tortillas bien
batidas que no se deshinchaban, pasteles apetitosos, bizcochos esponjosos, y nadie
sabía sazonar mejor un estofado que Agnes Morrison. Después de cenar, cuando los
Tom fue a esperar a Dessie a la estación de King City. Por la ventanilla del tren vio
cómo escudriñaba todos los vagones para ver si la encontraba. Su rostro estaba
bruñido y tan bien afeitado, que su tez oscura relucía como madera recién barnizada.
Sus bigotes rojizos se veían muy bien recortados. Se tocaba con un sombrero nuevo
de fieltro, de copa plana, y vestía una chaqueta curtida de Norfolk, y la hebilla de su
cinturón era de madreperla. Sus zapatos relucían a la luz del mediodía y estaba claro
que se los había frotado con su pañuelo antes de la llegada del tren. Su fuerte y
enrojecido pescuezo estaba oprimido por un cuello duro, y lucía una corbata azul
pálido de punto, sujeta por un alfiler en forma de herradura. Trataba de ocultar su
nerviosismo oprimiéndose sus ásperas manazas.
Dessie agitó locamente el brazo por la ventanilla y gritó:
—¡Estoy aquí, estoy aquí! —aunque sabía que no podía oírla por encima del
rechinar de las ruedas del tren, cuando el coche pasó junto a él.
Bajó por la escalerilla y lo vio mirando desesperadamente en dirección opuesta.
Ella sonrió y se le aproximó por la espalda.
—Perdone usted, señor —le dijo quedamente—. ¿Está por aquí un tal señor Tom
Hamilton?
Él giró en redondo, lanzó un grito de alegría, y levantándola del suelo en un
abrazo de oso, empezó a bailar con ella. Luego la sostuvo con una sola mano y le dio
unas palmaditas en las nalgas con la mano libre. Después, frotó su áspero bigote
contra las mejillas de la joven. Separando la cara, le pasó el brazo por los hombros y
la miró. Los dos echaron la cabeza para atrás y rompieron en carcajadas.
El jefe de estación se asomó por la ventanilla y apoyó los codos, protegidos con
manguitos negros, en el alféizar. Volviendo la cabeza, le dijo al telegrafista:
Los montes permanecieron verdes hasta muy avanzado junio, antes de que la hierba
empezase a amarillear. Las espigas de la avena silvestre estaban tan cargadas de
grano que se doblegaban bajo su peso. Los pequeños manantiales y regatos siguieron
fluyendo hasta bien entrado el verano. El ganado estaba tan gordo y lucido que el
peso de la grasa lo hacía tambalear, y su pellejo rebosaba salud. Era uno de esos años
de abundancia en que los habitantes del valle Salinas olvidaban los años de sequía.
Los granjeros compraban más tierras de las que podían mantener, y sacaban las
cuentas de sus beneficios futuros sobre las tapas de sus talonarios.
Tom Hamilton trabajaba como un gigante, no sólo con sus fuertes brazos y sus
callosas manazas, sino también con su espíritu y su corazón. El yunque resonaba de
nuevo en la forja. Pintó de blanco la vieja mansión y dio una mano de lechada a los
cobertizos. Fue a King City y estudió la construcción de un retrete de agua corriente,
y luego se construyó uno con estaño hábilmente curvado y madera labrada. Como el
agua del manantial fluía muy lentamente, colocó un depósito de pino rojo al lado de
la casa, e hizo subir el agua hasta él con ayuda de la bomba de un molino de viento de
construcción casera, pero tan bien hecho que el menor soplo de aire lo hacía girar. Y
con madera y metal construyó los prototipos de dos ideas que había tenido, con el fin
de enviarlos a la oficina de patentes en otoño.
Y por si fuera poco, trabajaba, además, lleno de ánimo y con buen humor. Dessie
tenía que levantarse muy temprano para poder echar una mano en el trabajo de la
casa, antes de que lo hubiese hecho todo Tom. Ella observaba la gran felicidad de
aquel gigante pelirrojo, pero aquella felicidad no era ligera y alada como la de
Samuel. No se levantaba de sus raíces ni flotaba en las alturas. Tom la fabricaba del
mejor modo que sabía, moldeándola y tratando de darle forma.
Dessie, que tenía más amigos que nadie en todo el valle, no poseía ningún
confidente. Cuando la infelicidad hizo presa en ella, no pudo contar sus cuitas a
nadie, y siempre se vio obligada a guardar sus dolores en secreto.
Una vez que Tom la encontró rígida y envarada a causa del atenazante dolor y le
gritó lleno de alarma «¿Qué te pasa, Dessie?», ella trató de dominar la expresión de
su rostro, y respondió: «Un pequeño calambre, eso es todo; nada más que un pequeño
calambre. Ahora ya estoy bien». Y al instante, se pusieron a reír.
Reían mucho, como si tratasen de darse ánimos mutuamente. Sólo cuando Dessie
se iba a la cama, permitía que el recuerdo de su pérdida se apoderase de ella, terrible
e insoportable. Entretanto, Tom yacía en las tinieblas de su habitación, aturullado y
confundido como un niño, y escuchando el latir de su corazón, que de vez en cuando
Al volver al rancho a última hora de la tarde, Tom se sentía deprimido y triste. Will se
las había arreglado, como siempre, para masticar su entusiasmo y escupirlo como si
fuese un pedazo de tabaco. Will se había tirado del labio, se había frotado las cejas,
rascado la nariz, limpiado sus lentes, y finalmente había liado y encendido un
cigarrillo con la mayor calma y prosopopeya. La compra de cerdos le parecía un
negocio lleno de riesgos, y Will había puesto el dedo en todas y cada una de las
llagas.
Dijo que la Competición de las Bellotas no daría ningún resultado, aunque se
calló el porqué. Todo ello le parecía muy dudoso y poco claro, particularmente en los
tiempos que corrían. Lo más que pudo hacer Will fue convenir en que seguiría
pensando en ello.
En un momento de la conversación, Tom pensó en hablar a Will del proyectado
viaje a Europa, pero enseguida comprendió instintivamente que no debía hacerlo. La
idea de ir a dar una vuelta por Europa —a menos, desde luego, que uno se hubiese
retirado ya de los negocios y tuviese el capital invertido en buenos valores del Estado
— le hubiera parecido una locura tan grande que, a su lado, el proyecto entero de la
cría de cerdos podía parecer una muestra genial de sagacidad financiera. Tom no le
habló de ello, pues, y dejó a Will «pensando en el asunto», sabiendo de antemano que
su veredicto sería contrario a la cría de cerdos y a la recogida de bellotas.
El pobre Tom ignoraba y era incapaz de entender que el arte de disimular con
éxito constituye una de las alegrías creadoras de un verdadero hombre de negocios.
Dar muestra de entusiasmo no demostraba otra cosa sino idiotez. Y cuando Will decía
que «pensaba en el asunto», no mentía en lo más mínimo. Algunas partes de aquel
plan le fascinaban. Tom había dado con algo muy interesante. En efecto, le parecía un
buen negocio la compra de cochinillos a crédito, para cebarlos con una comida que
costaba casi menos que nada, y venderlos luego, pagar el crédito y recoger los
beneficios. Will no era capaz de robar la idea a su hermano, aunque sí trataría de
recortarle los beneficios; pero, por otra parte, Tom era un soñador, y no merecía
mucha confianza para realizar un proyecto tan bueno. Tom, por ejemplo, desconocía
incluso el precio de los cerdos y sus probables oscilaciones. Si aquello salía bien,
Will acaso estudiaría la posibilidad de darle a Tom un regalo muy sustancial, acaso un
Ford. ¿Y qué tal estaría conceder un Ford como primero y único premio para la
recogida de bellotas? Todos los habitantes del valle se lanzarían a recogerlas.
Subiendo por la carretera, Tom se preguntaba cómo haría para decirle a Dessie
que su plan no era bueno. Lo mejor sería que idease un plan alternativo. ¿Cómo
Tom volvió al rancho, montado a caballo, una semana después del entierro de Dessie.
Iba erguido sobre la silla, muy compuesto y ataviado, con los hombros hacia atrás y
el mentón bien firme, como un granadero en un desfile. Lo había dispuesto todo con
calma y meticulosidad. El caballo estaba enjaezado y cepillado, y Tom llevaba el
sombrero de fieltro perfectamente aplomado sobre la cabeza. Ni el propio Samuel
hubiera tenido un aire tan digno como el de Tom volviendo a caballo a la vieja
mansión paterna. Ni un halcón que se abalanzó sobre una gallina con las garras
crispadas le hizo volver la cabeza.
Descabalgó al llegar frente al establo, dio agua al caballo, lo retuvo un momento
en la puerta, luego le puso el ronzal y colocó cebada fresca en el pesebre. Desensilló
el caballo y dio la vuelta a la manta que le cubría el lomo, para que se secase y
airease. Cuando el pienso se hubo terminado, sacó el caballo bayo del establo y lo
dejó suelto para que pastara libremente.
En el interior de la casa le pareció como si los muebles, las sillas y la estufa se
alejasen de él con disgusto. Un taburete se apartó de su camino cuando se dirigió al
salón. Sus cerillas estaban blandas y humedecidas, y como si tratara de excusarse, fue
a la cocina para buscar más. Sólo la lámpara del salón parecía hermosa y solitaria. La
llama del primer fósforo que encendió Tom se extendió rápidamente en torno a la
mecha Rochester, de la que se levantó una gran llama amarillenta.
Tom se sentó y miró a su alrededor. Sus ojos evitaban fijarse en el sofá de crin.
Un ligero ruido de ratones en la cocina le hizo volver la cabeza. Vio su sombra sobre
la pared, y se percató de que todavía seguía con el sombrero puesto. Se lo quitó y lo
depositó sobre la mesa que había a su lado.
Sus pensamientos eran perezosos y protectores, allí sentado a la luz de la lámpara,
pero sabía muy bien que pronto le llamarían por su nombre y que tendría que
comparecer ante el estrado en el que él mismo actuaría de juez, y sus propios
crímenes como jurados.
Efectivamente, fue llamado por su nombre, y aquella llamada resonó agudamente
en sus oídos. Mentalmente se adelantó para enfrentarse con sus acusadores: la
Vanidad, que le reprochaba el ir mal vestido, lleno de manchas y con vulgaridad; la
Lujuria, que le entregaba el dinero necesario para ir a los lupanares; la Mentira, que le
hacía pretender tener un talento y unas ideas que no tenía y, por último, la Pereza y la
Gula, codo con codo. A Tom le consolaba la presencia de estos pecados, porque
retrasaban su enfrentamiento con el gran Pecado Gris que estaba sentado en la última
«Querida madre:
»Espero que esté bien. Tengo el proyecto de pasar más tiempo con usted.
Olive me invitó para el día de Acción de Gracias, y puede usted estar segura
de que iré. Nuestra pequeña Olive es capaz de preparar un pavo casi tan bien
como usted, aunque sé que nunca querrá creerlo. He tenido últimamente muy
buena suerte. He comprado un caballo por quince dólares, es un capón, y a mí
me parece como si fuese un purasangre. Me ha salido tan barato porque al
bicho le desagradan los hombres. Su anterior propietario se pasaba más
tiempo echado sobre su propia espalda que sobre el lomo del caballo. Debo
añadir que es un animal muy bonito. Me ha tirado dos veces al suelo, pero
ahora ya lo conozco, y, si consigo dominarlo, tendré uno de los mejores
caballos de la comarca. Y puede usted estar segura de que lo conseguiré,
aunque ello requiera todo el invierno. No sé por qué me encapriché con él,
pues el hombre que me lo vendió me dijo algo muy divertido. Me dijo: «Este
caballo es tan díscolo, que sería capaz de comerse a su jinete después de
haberle arrojado al suelo». ¿Se acuerda usted de lo que decía padre cuando
íbamos a cazar conejos? «Vuelve con tu escudo, o tendido sobre él». La veré a
usted el día de Acción de Gracias. Su hijo,
»Tom».
»PD. Veo que Polly no ha cambiado en lo más mínimo. Ese loro me hace
sonrojar».
«Querido Will:
»No importa lo que puedas pensar, pero ahora ayúdame. Te lo pido por
nuestra madre, ayúdame. Me mató un caballo, me arrojó al suelo y me coceó
en la cabeza. Te lo ruego. Tu hermano,
»Tom.»
Un niño preguntaría: «¿De qué trata la historia del mundo?». Y un adulto preguntaría:
«¿Hacia dónde va el mundo?». ¿Cuál será su fin, y, mientras estamos en él, qué pasa?
Creo que hay una sola historia en el mundo que ha conseguido espantarnos e
inspirarnos de tal modo, que vivimos en una película de episodios a lo Pearl White,
en la que se suceden alternativamente la reflexión y el asombro. Los humanos están
atrapados —en sus vidas, en sus pensamientos, en sus anhelos y ambiciones, en su
avaricia y crueldad, y también en su bondad y generosidad— en una red entretejida
de bien y de mal. Yo creo que ésta es nuestra única historia y que tiene lugar en todos
los niveles del sentimiento y de la inteligencia. La virtud y el vicio forman la
urdimbre y la trama de nuestra primera codicia, y serán también la factoría de la
última, y ello a pesar de los cambios que podamos imponer en las tierras, ríos y
montañas, en la economía y en las costumbres. No hay otra historia. Un hombre,
después de barrer el polvo y las astillas de su vida, tiene que enfrentarse tan sólo con
estas duras y escuetas preguntas: ¿Fue mi vida mala o buena? ¿He hecho bien o mal?
Herodoto, en sus Historias, nos cuenta la anécdota de cómo Creso, el más rico y
poderoso rey de su tiempo, hizo a Solón, el ateniense, una pregunta capital. No se la
hubiera hecho si no se hubiese sentido preocupado ante la posible respuesta. «¿Quién
es?», preguntó, «¿la persona más afortunada del mundo?». Debía de estar
atormentado por la duda y ávido de adquirir una confirmación y de ser tranquilizado.
Solón le habló de tres personas afortunadas de la Antigüedad, y Creso apenas le
escuchó, tan ansioso estaba por oír su nombre. Y cuando Solón no lo mencionó,
Creso se vio obligado a decir: «¿No me consideras afortunado?».
Solón no vaciló en responder: «¿Cómo puedo saberlo? Todavía no estás muerto».
Y esa respuesta debió de haber obsesionado a Creso terriblemente cuando se
abatió sobre él la desgracia, robándole su riqueza y su reino.
Y cuando lo quemaban en la hoguera, posiblemente se acordó de ella, y acaso
deseó no haberla formulado, o no haber oído la respuesta.
Y en nuestra época, cuando un hombre muere, aunque haya poseído riquezas,
influencia, poder y todos los atributos que despiertan la envidia ajena, y después de
que los vivos se hayan apoderado de las propiedades del muerto, de su distinción, de
sus obras y monumentos, la pregunta sigue en pie: ¿Fue su vida buena o mala? Lo
cual no es más que otra forma de formular la pregunta de Creso. Las envidias han
desparecido, y la única vara de medir es: «¿Fue amado u odiado? ¿Su muerte ha
supuesto una pérdida o una alegría?».
Recuerdo muy claramente las muertes de tres hombres. Uno de ellos había sido el
hombre más rico del siglo, que después de haberse abierto camino con sus garras
hasta la riqueza, pisoteando almas y cuerpos, pasó muchos años tratando de
Lee ayudó a Adam y a los chicos a trasladarse a Salinas, lo cual significa que lo hizo
todo: preparó los equipajes, los acompañó hasta el tren, cargó el asiento posterior del
Ford con toda clase de bultos y, al llegar a Salinas, deshizo el equipaje y acompañó a
la familia hasta la casita de Dessie, donde los dejó instalados. Después de hacer todo
lo posible para que estuvieran cómodos, y unas cuantas cosas más por completo
innecesarias, y cuya única finalidad era retrasar su partida, una noche, con toda
formalidad, fue al encuentro de Adam después de que los mellizos se acostaran.
Quizás Adam se dio cuenta de cuáles eran las intenciones de Lee, al advertir su aire
frío y ceremonioso.
—Está bien —se resignó Adam—. Sabía que este momento llegaría. Cuéntame.
Aquel recibimiento echó por tierra el discurso que Lee se sabía de memoria, y que
comenzaba diciendo: «Durante muchos años le he servido con toda fidelidad y
desinterés, pero ahora me parece…»
—Lo he aplazado hasta donde me ha sido posible —dijo en su lugar—. Tenía
preparado un discurso. ¿Quiere usted oírlo?
—¿Sientes realmente deseos de pronunciarlo?
—No —respondió Lee—. En absoluto. Y es una lástima, porque es un discurso
precioso.
—¿Cuándo piensas irte? —preguntó Adam.
—Tan pronto como sea posible. Tengo miedo de que mi resolución se debilite si
no la realizo. ¿Quiere usted que me quede hasta encontrar sustituto?
—No es necesario —contestó Adam—. Ya sabes que hago las cosas muy
despacio, y, por lo tanto, podría transcurrir un cierto tiempo. Podría incluso suceder
que nunca me decidiese a hacerlo.
—Entonces, me iré mañana.
—Será un disgusto tremendo para los chicos —afirmó Adam—. No sé cómo lo
tomarán. Tal vez sería mejor que te fueses sin decir una palabra, y más tarde yo se lo
contaría.
—He observado que los niños siempre consiguen sorprendernos —repuso Lee.
Y así fue. A la mañana siguiente, durante el desayuno, Adam les dio la noticia:
—Muchachos, Lee nos deja.
—¿Ah, sí? —dijo Cal—. Esta noche hay partido de baloncesto. La entrada cuesta
diez centavos. ¿Nos deja ir?
—Sí. Pero ¿no habéis oído lo que he dicho?
—Claro —respondió Aron. Ha dicho usted que Lee nos deja.
Aquella noche, después del partido de baloncesto, Cal y Aron tenían cada uno cinco
bocadillos de salchicha, lo cual resultó muy oportuno, porque Adam se olvidó de
preparar la cena. Al volver a casa, los mellizos se pusieron a hablar de Lee por
primera vez.
—¿Por qué se habrá ido? —preguntó Cal.
—Ya había dicho que se iría.
—¿Qué crees que hará sin nosotros?
—No lo sé. Te apuesto a que vuelve —contestó Aron.
—¿Qué quieres decir? Papá ha dicho que pensaba montar una librería. Tiene
gracia. Una librería china.
—Volverá —aseguró Aron. Se sentirá muy solo sin nosotros. Ya verás.
—Te apuesto cinco centavos a que no vuelve.
—¿Antes de cuándo?
—A que nunca vuelve.
—Apostados —respondió Aron.
Aron no pudo recoger el importe de la apuesta durante casi un mes, pero sí seis
días después.
Lee llegó en el tren de las diez cuarenta, y abrió la puerta con su propia llave.
Había luz en el comedor, pero Lee encontró a Adam en la cocina, rascando la gruesa
costra negra de la sartén con la punta de un abrelatas.
Lee dejó su cesta en el suelo.
—Si la deja usted en remojo toda la noche, mañana saldrá por sí sola.
—¿Lo crees así? He quemado todo lo que he puesto en ella. Hay una cacerola de
remolachas ahí afuera, en el patio. Olían tan mal que las he tenido que sacar de la
casa. Las remolachas quemadas son espantosas, Lee —exclamó, y añadió luego—:
¿Sucede algo?
Lee tomó de sus manos la negra sartén, la metió en el fregadero y la llenó de
agua.
—Si tuviésemos cocina de gas, podríamos preparar una taza de café en unos
pocos minutos. Pero tendré que encender el fuego.
—La estufa no funciona —le advirtió Adam.
Lee levantó una tapa.
—¿Ya ha quitado usted la ceniza?
—¿La ceniza?
—Vaya usted al comedor —dijo Lee—. Prepararé café.
Salinas poseía dos escuelas públicas de primera enseñanza, ubicadas en dos enormes
edificios amarillentos y de alargados ventanales de triste aspecto, que hacían juego
con las hoscas puertas. Estas escuelas tenían, respectivamente, los nombres de
EastEnd y WestEnd, por el lugar donde se hallaban emplazadas. Como la escuela del
EastEnd estaba en el fin del mundo y había que atravesar toda la población para ir a
ella, y sólo concurrían a sus clases los niños que vivían al este de la calle Mayor, no
me ocuparé de ella.
La del WestEnd, un macizo edificio de dos pisos, frente al cual crecían unos
álamos retorcidos, tenía a ambos lados los patios de recreo: uno para niñas y otro para
niños. Detrás de la escuela, una alta valla de madera separaba ambos patios, y al
fondo de éstos había una charca de agua estancada, en la cual crecían altos juncos, e
incluso espadañas. En el WestEnd se estudiaba desde tercero hasta octavo. Los
alumnos de primero y segundo curso asistían a la escuela de párvulos, que se hallaba
a cierta distancia.
En el WestEnd había un aula para cada curso. Tercero, cuarto, y quinto se
hallaban en la planta baja; sexto, séptimo y octavo, en el primer piso. Cada aula
poseía los usuales pupitres de roble, gastados y estropeados por el uso, un entarimado
donde se encontraba la mesa del maestro, un reloj de Seth Thomas y un grabado, o un
cuadro. Estos cuadros servían para identificar las clases, y la influencia pictórica de
los pintores prerrafaelistas era decisiva. Galahad, revestido de su armadura, señalaba
el camino a los alumnos de tercero; la carrera de Atalanta parecía dar ejemplo a los
del cuarto; la historia de Isabella y la maceta de albahaca confundía a los de quinto, y
así sucesivamente, hasta que la acusación contra Catilina enviaba a los alumnos de
octavo a la escuela superior con la sensación de haber adquirido grandes virtudes
cívicas.
Cal y Aron entraron en séptimo debido a su edad, y llegaron a saberse al dedillo
todos los detalles del grabado de su clase, que representaba a Laoconte
completamente envuelto por las serpientes.
Los dos hermanos se sintieron estupefactos y anonadados por el tamaño y
enormes proporciones del WestEnd, después de su experiencia en la escuela rural, en
la que sólo había un aula. La opulencia que representaba disponer de un profesor para
cada curso les produjo una profunda impresión. Les parecía un despilfarro. Pero,
como suele ocurrir con todos los humanos, se sintieron anonadados el primer día; el
segundo, se limitaron a sentirse admirados y el tercero ya no se acordaban siquiera de
haber ido jamás a ninguna otra escuela.
El primer día que Aron acudió a la escuela esperó con ansiedad la hora del recreo, y
cuando esta hora llegó, se fue al patio de las niñas para hablar con Abra. Un tropel de
niñas chillonas no consiguió hacerlo desistir de su propósito. Fue necesaria la
intervención de un alto y corpulento profesor para obligarlo a volver al lado de los
chicos.
Al mediodía la niña se le escapó, porque el padre de ésta acudió a buscarla en su
calesa de altas ruedas, para acompañarla a almorzar. Por la tarde, una vez que hubo
terminado la escuela, la esperó enfrente de la puerta del patio.
La niña apareció rodeada por otras compañeras. Su rostro no denotaba ninguna
excitación, ni parecía demostrar que esperaba verlo. Era, indudablemente, la niña más
bonita de la escuela, pero es difícil decir si Aron se había dado cuenta de eso.
La nube de niñas continuaba envolviendo a Abra. Aron caminaba tres pasos atrás,
paciente y sin mostrar el menor embarazo, ni siquiera cuando las niñas le lanzaban
sus agudas pullas. Poco a poco, las niñas fueron dispersándose en dirección a sus
propias casas, y sólo había tres con Abra cuando ésta llegó ante la puerta blanca de su
jardín y entró en él. Sus amigas miraron a Aron durante un momento, soltaron una
risita y siguieron su camino.
Aron se sentó en el borde de la acera. A los pocos instantes, se alzó el picaporte,
Aron regresó junto al tronco del sauce y se sentó en el suelo, apoyando su espalda
contra la corteza. Su mente estaba oscurecida por una nube gris, y sentía dolorosos
calambres en el estómago. Trató de poner en orden sus sentimientos, bajo la forma de
pensamientos e imágenes, para ver si conseguía disipar el dolor. Era difícil. Su mente
discurría lenta y pausadamente y no podía aceptar tantas ideas y emociones a la vez.
La puerta de su cerebro estaba cerrada para todo lo que no fuese el dolor físico.
Transcurridos unos instantes, la puerta se abrió ligeramente y dejó pasar cada cosa de
una en una para poder ser examinadas, y analizarlas, hasta que consiguió absorberlas
todas. Al otro lado de la puerta de su obstruida razón pugnaba por entrar algo muy
voluminoso, pero Aron lo hizo esperar hasta el final.
Primero dejó entrar a Abra, y examinó su vestido, su rostro, recordó la sensación
que le causó su mano sobre la mejilla, el perfume que emanaba de ella, que tenía algo
de leche y algo de hierba segada. La vio, la sintió, la oyó y la olió otra vez por
completo. Pensó en lo limpia que era, especialmente las manos y las uñas, y qué
decidida y distinta de las mocosas del patio de recreo.
Luego, y por ese orden, pensó cómo ella le había sostenido la cabeza, y cómo él
había llorado como un niño, con lágrimas de añoranza, deseando algo y sabiendo en
cierto modo que ya lo tenía. Acaso esto último es lo que le hacía llorar.
Después, recordó la treta que ella le hizo, aquella estratagema para ponerle a
prueba. Se preguntó lo que ella hubiera hecho si él hubiese dicho un secreto. ¿Pero
qué secreto le podría haber dicho, de haberlo deseado? No recordaba ningún secreto,
a no ser aquel que golpeaba la puerta de su mente pidiendo entrada.
La más ardua pregunta que ella le había hecho, la de «¿Cómo debe ser eso de no
tener madre?», se deslizó en su mente. ¿Y cómo era, en realidad? Pues de ninguna
manera. Ah, pero en la escuela, durante las fiestas de Navidad, o de final de curso, a
las que asistían las madres de los demás niños…, entonces él lloraba en silencio y
experimentaba una indecible nostalgia. Así es como era aquello.
Salinas se hallaba rodeada y poblada de charcas y pantanos cenagosos, de
estanques llenos de juncos, en cada uno de los cuales saltaban miles de ranas. A la
caída de la tarde, la atmósfera estaba tan repleta de su canto, que se formaba como
una especie de silencio croante. Ello constituía una especie de velo, un telón de fondo
cuya súbita desaparición, como ocurría, por ejemplo, después de un trueno repentino,
era algo que sorprendía. Es posible que si por la noche hubiese cesado de repente el
croar de las ranas, todos los vecinos de Salinas se hubieran despertado, creyendo oír
un gran ruido. Aquel croar de millones y millones de ranas parecía poseer un ritmo y
una cadencia, aunque acaso ésa sea la función del oído, así como la de los ojos es
hacer centellear a las estrellas.
Bajo el sauce reinaba ahora una profunda penumbra. Aron se preguntaba si ya
estaba preparado para dejar entrar la «gran cosa», y mientras se lo preguntaba,
El mes de febrero en Salinas suele ser húmedo, frío y muy despreciable. Es el mes en
que caen los mayores aguaceros, y si el río tiene que desbordarse, lo hace siempre por
esa época. El mes de febrero de 1915 fue especialmente lluvioso, pero los Trask se
hallaban muy bien establecidos en Salinas. Lee, después de haber abandonado su
agridulce sueño libresco, preparó un lugar para residir en la casa contigua a la
panadería de Reynaud. En el rancho nunca había desempaquetado, en realidad, sus
pertenencias, porque Lee vivía con la idea constante de trasladarse a alguna parte.
Pero aquí, por primera vez en su vida, se creó un hogar, dotándolo de comodidad y
permanencia.
El gran dormitorio cuya ventana daba a la calle y que estaba cerca de la puerta de
la entrada era el suyo. Lee echó mano de sus ahorros. Nunca había gastado un
céntimo sin necesidad, ya que destinaba todo su dinero para la librería. Pero ahora se
compró un pequeño y duro camastro y un escritorio. Se construyó estanterías,
desempaquetó sus libros y adornó su estancia con una mullida alfombra, y clavó
estampas en las paredes con chinchetas. Bajo la mejor lámpara de lectura que pudo
encontrar, colocó un amplio y cómodo sillón. Y por último, se compró una máquina
de escribir y empezó a aprender su manejo.
Habiendo roto así con su antiguo modo de vida espartano, Lee se dedicó a poner
orden en la mansión de los Trask, a lo cual Adam no se opuso en lo más mínimo.
Compraron una cocina de gas e instalaron en la casa la electricidad y el teléfono. Lee
gastaba el dinero de Adam sin sentir el menor remordimiento: nuevo mobiliario,
nuevas alfombras, un calentador a gas y una gran nevera. Al poco tiempo, era difícil
encontrar en Salinas una casa mejor dispuesta. Lee se defendía ante Adam, alegando:
—Usted tiene mucho dinero. Sería una vergüenza no disfrutar de él.
—Yo no me quejo —protestaba Adam—. Lo que pasa es que a mí también me
gustaría comprar algo. ¿Qué podría comprar?
—¿Por qué no va a la tienda de música de Logan y escucha uno de esos nuevos
fonógrafos?
—Eso haré —convino Adam.
Y se compró una gramola Víctor, un alto instrumento gótico, y acudía
regularmente a la tienda para ver qué discos habían llegado.
El nuevo siglo iba obligando a Adam a salir de su cascarón. Se suscribió al
Atlantic Monthly y al National Geographic. Ingresó en la masonería y consideró
seriamente la posibilidad de formar parte de los Alces. La nueva nevera lo fascinó. Se
compró un manual sobre refrigeración y comenzó a estudiarlo.
Cuando el año estaba ya muy avanzado, Adam hizo su gran experimento, que produjo
sensación en aquel año ya de por sí tan sensacional, tanto por lo que se refería a los
hechos locales como a los internacionales. Cuando lo tuvo todo a punto, los hombres
de negocios hablaron de él en términos elogiosos, asegurando que era un hombre
previsor, moderno y con gran visión de futuro. La partida de seis vagones de lechuga
acomodada entre el hielo constituyó todo un acontecimiento social, al que asistió la
Cámara de Comercio en pleno. Los vagones estaban adornados con grandes
cartelones que decían: «Lechugas del valle Salinas». Pero nadie sentía el menor deseo
de invertir su dinero en el proyecto.
Adam demostró una energía que ni él mismo sospechaba poseer. Era un trabajo
muy pesado recoger la lechuga, recortarla, encajonarla entre hielo triturado y cargarla
en los seis vagones. No existía equipo adecuado para aquella labor. Todo tenía que
ser improvisado, y había que alquilar muchas manos a las que era preciso enseñar a
hacer aquel trabajo. Todo el mundo daba consejos, pero nadie ayudaba. Se calculó
que Adam había gastado una fortuna en poner en práctica su idea, pero nadie conocía
la cantidad exacta, ni siquiera el propio Adam. El único que lo sabía era Lee.
La idea parecía buena. La lechuga iba consignada a los comisionistas en Nueva
York, a muy buen precio. Cuando el tren hubo partido, todo el mundo se volvió a su
casa a esperar y ver lo que pasaría. Si resultaba un éxito, había muchos que estarían
El fracaso de Adam dolió mucho a los mellizos. Tenían ya quince años y hacía
mucho tiempo que sabían que eran hijos de un hombre rico, así es que les costó
bastante acostumbrarse a la nueva situación. Si aquel asunto no hubiese tenido
aspectos tan carnavalescos, el efecto no hubiera sido tan deplorable. Recordaban
llenos de horror los enormes carteles que adornaban el tren. Si los hombres de
negocios se burlaban de Adam, sus compañeros eran mucho más crueles. De la noche
a la mañana comenzaron a llamarles «Aron y Cal Lechuga» o, simplemente, Cogollos
de Lechuga.
Aron habló del asunto con Abra.
—Ahora todo será diferente —le dijo.
Abra había crecido, y era una muchacha muy hermosa. Sus pechos se habían
desarrollado con el fermento de los años, y su rostro poseía la calma y la irradiación
de la belleza. Ya había dejado atrás su fase de niña bonita. Era una muchacha fuerte,
segura de sí misma y femenina.
Contempló el rostro preocupado del muchacho y le preguntó:
—¿Por qué será diferente?
—Porque creo que ahora somos pobres.
—Tú hubieras trabajado aunque hubieras sido rico.
—Ya sabes que quiero seguir estudiando.
—Y puedes. Yo te ayudaré. ¿Ha perdido tu padre todo su dinero?
—No lo sé. Es lo que ellos dicen.
Desde sus primeros recuerdos, Cal había anhelado calor y afecto, como es propio de
todos los seres humanos. Si hubiese sido hijo único, o si Aron hubiese sido diferente,
Cal habría sido un muchacho normal. Pero desde el principio, todo el mundo se
rendía ante Aron debido a su belleza y simplicidad. Cal, como es natural, se esforzaba
por atraer hacia sí la atención y el afecto de la única manera que sabía, es decir,
tratando de imitar a Aron. Y lo que era encantador en el rubio e ingenuo Aron,
parecía desagradable y sospechoso en Cal, con su rostro sombrío y sus ojos hendidos.
Y puesto que sólo se trataba de una imitación, el resultado no era convincente. Donde
Aron hallaba una buena acogida, Cal recibía un desaire por hacer o decir exactamente
lo mismo.
Y así como unos cuantos golpes en la nariz hacen tímido a un cachorro, del
mismo modo unos cuantos desaires inculcan la timidez en un niño. Pero mientras un
cachorro suele apartarse con el rabo entre las patas y expresión rastrera y adulona, o
bien echarse patas arriba abyectamente, un niño puede ocultar su timidez con
despreocupación, con bravatas o con el silencio. Y una vez que un niño ha sufrido
algún desaire y se le ha rechazado, se sentirá siempre rechazado aunque en realidad
no lo sea, o lo que es peor, él mismo creará ese sentimiento en las personas, por el
solo hecho de esperarlo.
En Cal, aquel proceso fue tan largo y tan lento, que él ni siquiera lo advirtió. Se
había construido un muro de suficiencia en torno a él lo bastante fuerte como para
defenderlo contra el mundo. Si este muro tenía algunos puntos débiles, debían
hallarse en los lados próximos a Aron y a Lee, y en especial a Adam. Es posible que
Cal hubiese encontrado seguridad y refugio en la propia falta de atención de su padre.
Desde luego, era mejor pasar inadvertido que despertar una atención adversa.
Cuando era muy pequeño, Cal descubrió un secreto. Si se dirigía con cautela al
lugar donde su padre estaba sentado y se apoyaba ligeramente contra la rodilla
paterna, la mano de Adam se levantaba maquinalmente para acariciar el hombro de
Cal. Es probable que Adam ni se diese cuenta de su acción, pero aquella caricia
despertaba tal torrente de emoción en el alma del muchacho, que éste escatimaba el
empleo de este gozo especial, reservándolo solamente para cuando tenía necesidad de
él. Era como una magia que había que administrar. Era el símbolo ritual de una tenaz
adoración.
La situación no se alteró con el cambio de escenario. En Salinas, Cal no tenía más
amigos que en King City. Tenía socios, sí, y gozaba incluso de cierta autoridad y
admiración, pero nunca tuvo amigos. Vivía solo, e iba solo a todas partes.
Si Lee sabía que Cal salía por las noches y volvía muy tarde, no parecía darse por
enterado, ya que comprendía que no podía hacer nada para evitarlo. Los vigilantes
nocturnos lo veían a veces paseando solo. El jefe, Heisserman, tenía por principio
informar al encargado de la escuela, quien le aseguró que Cal no solamente no tenía
ninguna mala nota por faltar a clase, sino que además era muy buen estudiante. El
jefe, desde luego, conocía a Adam, y en vista de que Cal no rompía los vidrios de las
ventanas, ni alborotaba, advirtió a los vigilantes que no le perdiesen de vista, pero que
lo dejasen en paz, excepto en el caso de que quisiera armar camorra.
El viejo Tom Watson encontró a Cal una noche y le preguntó:
—¿Por qué estás siempre rondando de noche?
—No molesto a nadie —contestó Cal, poniéndose a la defensiva.
—Ya lo sé. Pero tendrías que estar en casa, acostado.
—No tengo sueño —respondió Cal, y esta respuesta le pareció absolutamente
desprovista de sentido al viejo Tom, quien era incapaz de recordar una época de su
vida en que no hubiese tenido sueño.
El muchacho solía ir a contemplar el juego de fantán en el Barrio Chino, pero
nunca tomaba parte en él. Aquello era un misterio, pero había muchas cosas sencillas
que también eran misterios para Tom Watson, así que el anciano prefirió no ahondar
en aquella cuestión.
Durante sus paseos, Cal recordaba con frecuencia la conversación entre Lee y
Adam que había escuchado en el rancho. Anhelaba descubrir la verdad. Y ésta se le
fue presentando lentamente gracias a una alusión oída en la calle y algunas palabras
burlonas pronunciadas junto al estanque. Si hubiese sido Aron el que las hubiese
escuchado, no hubiera reparado en ellas, pero Cal sí. Sabía que su madre no estaba
muerta. Sabía también, tanto por la primera conversación como por los rumores que
llegaban a sus oídos, que a Aron no le gustaría descubrir la verdad.
Una noche, Cal tropezó con Rabbit Holman, quien había venido de San Ardo para
correrse la borrachera con que se regalaba cada medio año. Rabbit saludó
efusivamente a Cal, como suelen hacerlo los campesinos cuando se encuentran con
un conocido en un lugar extraño. Sentados en la avenida situada detrás de Abbot
House y con la botella en la mano, Rabbit le dio a Cal todas las noticias que
consiguió recordar. Le dijo que había vendido una parcela de tierra a muy buen
precio, y que había bajado a Salinas para celebrarlo, lo cual quería decir que pensaba
recorrer todos los burdeles de la población. Tenía la intención de pasar por todas las
casas y enseñarles a esas putas lo que era un hombre de verdad.
Cal estaba sentado en silencio a su lado, escuchándole. Cuando ya casi no
quedaba whisky en la botella, Cal se marchó un momento y consiguió convencer a
Louis Schneider para que les vendiera otra. Y Rabbit, dejando el recipiente vacío,
echó mano del nuevo.
A Cal siempre le había gustado acumular las cosas escabrosas que veía y oía a modo
de una especie de almacén repleto de materiales que, semejantes a oscuras
herramientas, estuviesen al alcance de su mano siempre que los necesitase; pero
Salinas sufría a intervalos una racha benigna de moralidad, cuyo proceso nunca
variaba mucho. Cada explosión se parecía a la anterior. A veces comenzaba en el
púlpito, y otras con motivo de la subida a la presidencia del Club Cívico Femenino de
alguna presidenta nueva y ambiciosa. El pecado que invariablemente había que
erradicar era el juego, ya que el atacarlo representaba ciertas ventajas. Por ejemplo, se
podía discutir, lo cual no era posible con la prostitución. El juego era una lacra
evidente, y además la mayor parte de los garitos estaban en manos de los chinos, así
es que no había mucho riesgo de poner la zancadilla a un pariente o conocido.
Los dos periódicos locales se inflamaban con el ardor que irradiaban tanto el
púlpito como el Club Cívico Femenino. Sus editoriales pedían que se hiciese una
limpieza general. La policía manifestaba su conformidad, pero alegaba falta de
medios y pedía que se aumentase su presupuesto, lo cual conseguía algunas veces.
Cuando se llegaba a la fase de los editoriales, todo el mundo sabía que las cartas
estaban ya boca arriba. Lo que sucedía después se hallaba tan bien organizado como
un ballet. La policía estaba preparada, así como las casas de juego, y los periódicos
preparaban editoriales en los que se congratulaban por el éxito. Luego se producía la
redada, deliberada y segura. Veintitantos chinos importados de Pájaro, unos cuantos
vagos, y seis o siete viajantes que, por el hecho de ser forasteros, no habían recibido a
tiempo el aviso, y caían en manos de la policía, la cual, después de tomarles
declaración, los encerraba en el calabozo por la noche, y los soltaba por la mañana,
tras pagar la correspondiente multa. La ciudad se distendía en su reconquistada
pureza, y los garitos perdían sólo una noche de negocio, más las multas. Uno de los
grandes logros de la raza humana es no reconocer algo aun conociendo su existencia.
Una noche de finales de 1916, Cal se encontraba contemplando el juego de fantán
en casa de Shorty Lim, cuando se lo llevaron en la redada. En la oscuridad, nadie
reparó en él, y el jefe se sorprendió al encontrárselo en el calabozo al día siguiente.
Telefoneó enseguida a Adam, que se hallaba desayunando. Adam anduvo las dos
manzanas que separaban la casa del ayuntamiento, recogió a Cal, cruzó la calle para
ir a buscar la correspondencia y luego regresaron ambos a casa.
Lee había conservado caliente el desayuno de Adam, y preparó un par de huevos
fritos para Cal.
Aron atravesó el comedor disponiéndose a ir al colegio.
—¿Quieres que te espere? —preguntó a Cal.
—No —dijo Cal, bajando los ojos y poniéndose a comer.
Adam sólo había despegado los labios para decir: «¡Vamos!», cuando se hallaban
Kate se recostó entre los mullidos almohadones. Se encontraba presa de una gran
agitación nerviosa que le erizaba los cabellos y le abrasaba la piel.
Con mucha suavidad se dijo: «Tranquilízate. Cálmate. No permitas que eso te
domine. Trata de no pensar durante un tiempo. ¡El maldito mocoso!».
Pensó de pronto en la única persona que le había hecho sentir aquel odio
mezclado con pánico. Esa persona era Samuel Hamilton, con su barba blanca, sus
rosadas mejillas y los ojos risueños que parecían levantarle la piel y mirar en su
interior.
Con su dedo vendado sacó una delgada cadenilla que pendía de su cuello y
tirando hizo salir de su corpiño lo que colgaba al extremo de aquélla. De la cadena
pendían dos llaves de una caja fuerte, un reloj de oro con una llavecita flordelisada y
un pequeño tubo de acero provisto de un anillo en la tapa. Lo desenroscó
cuidadosamente y, separando las rodillas, sacudió el tubo hasta que cayó de él una
cápsula de gelatina. Colocó la cápsula bajo la luz y contempló los blancos cristales de
su interior; seis granos de morfina, lo cual constituía un margen amplio y seguro.
Volvió a poner con suavidad la cápsula en el tubo, lo enroscó y ocultó de nuevo la
cadena bajo sus ropas.
Las palabras de Cal resonaban en su interior: «Más bien creo que tiene miedo».
Repitió aquellas palabras en voz alta, tratando de quitarles su efecto. Consiguió
calmarse, pero un vívido recuerdo se introdujo en su mente, y permitió que se
formase para poder examinarlo de nuevo.
A Will Hamilton le gustaba su oficina del garaje, toda encristalada. Sus negocios
abarcaban mucho más que el concesionario y, sin embargo, no cambió de oficina. Le
agradaba el movimiento que veía a través de su jaula de cristal cuadrada. Y había
mandado instalar doble acristalamiento para amortiguar el ruido del garaje.
Estaba sentado en su gran silla giratoria de cuero rojo, y era evidente que gozaba
de la vida. Cuando le hablaban de su hermano Joe, que ganaba tanto dinero en el este
con la publicidad, Will siempre se definía a sí mismo como una rana muy gorda en
una charca minúscula.
Los efectos de una guerra alcanzan siempre a los demás. En Salinas estábamos
convencidos de que los Estados Unidos eran la nación más grande y más poderosa
del mundo. Todo norteamericano sabía usar su rifle desde su nacimiento, y en la
guerra un norteamericano valía por diez o veinte extranjeros.
La expedición de Pershing a México contra Pancho Villa había echado por tierra
uno de nuestros mitos durante un tiempo: creíamos firmemente que los mexicanos no
tenían buena puntería y que, además, eran perezosos y estúpidos. Cuando nuestro
Batallón C regresó agotado de la frontera, aseguraron que nada de eso era cierto. Los
mexicanos tenían muy buena puntería, ¡maldita sea!, y los jinetes de Villa corrían
más y eran mejores que nuestros muchachos pueblerinos. Las dos tardes de
entrenamiento militar por mes no les había servido de mucho. Al final, los mexicanos
demostraron ser más listos que Jack Pershing, el Negro, al que habían tendido toda
suerte de emboscadas. Cuando a los mexicanos se les unió su aliado, la disentería,
aquello fue algo espantoso. Algunos de nuestros muchachos tardaron años en
reponerse.
Sea como fuere, pensamos que los alemanes tenían que ser diferentes de los
mexicanos, y volvimos a ilusionarnos con nuestros mitos. Un norteamericano valía
por veinte alemanes. Si eso era cierto, sólo teníamos que actuar con mano firme para
obligar al káiser a ponerse de rodillas. No se atrevería a interrumpir nuestro comercio,
pero lo hizo. No se atrevería a gallear, ni a hundir nuestros barcos, pero lo hizo. Era
algo estúpido, pero lo hizo, y no quedó otro remedio que luchar contra él.
La guerra, por lo menos al principio, era para los demás. Nosotros, es decir, mi
familia, mis amigos y yo contemplábamos el excitante espectáculo desde la barrera.
Y así como creemos que la guerra es algo que afecta a los demás, también son los
demás los que caen muertos. Y eso, ¡Madre de Dios!, tampoco era cierto. Los
ominosos telegramas empezaron a esparcirse tristemente, comunicando siempre la
muerte de algún hermano de todos. No nos servía para nada el estar a más de diez mil
kilómetros de la furia ruidosa.
No quedaba mucho lugar para la diversión. Las chicas de la organización Liberty
Belles desfilaban con sus gorritos y sus uniformes blancos. Nuestro tío escribió otra
vez su discurso del 4 de Julio, y lo utilizaba para vender bonos. Nosotros, en la
escuela, llevábamos trajes de color aceituna y sombreros de campaña, y aprendíamos
el manejo de las armas, que nos enseñaba el profesor de física; pero ¡Dios mío!,
Martin Hopps murió; el chico de los Berges, de la acera de enfrente, aquel bello
muchacho del que estaba enamorada nuestra hermanita desde que tenía tres años,
¡hecho pedazos!
Y mientras tanto, los muchachos grandullones y desmadejados, con sus maletas
A finales de verano, Lee salió a la calle con su gran cesta de la compra. Desde que
vivía en Salinas, Lee se había vuelto un norteamericano conservador en el vestir. Por
lo general, llevaba trajes de paño fino negro cuando salía de casa. Usaba camisas
blancas, con altos cuellos duros, y lucía con afectación corbatas de lazo de estrechas
cintas negras, semejantes a las que solían llevar antaño, como distintivo, los
senadores del sur. Sus sombreros eran siempre negros, de copa redonda y de ala
ancha, y abombados como si tuviera que ocultar aún su coleta recogida. Iba siempre
inmaculadamente vestido.
Una vez, Adam observó el discreto esplendor del vestuario de Lee, y éste le
sonrió.
—Tengo que hacerlo —le explicó—. Hay que ser muy rico para vestir tan
desastradamente como usted. Los pobres debemos vestir bien.
—¡Pobres! —estalló Adam—. Tendrás que prestarnos dinero antes de que nos
demos cuenta.
—Pudiera ser —respondió.
Aquella tarde, Lee depositó su pesada cesta en el suelo, al tiempo que decía:
—Voy a ver si hago sopa de melón de invierno. Es una receta china. Tengo un
primo en el Barrio Chino que me ha dicho cómo hay que prepararla. Mi primo se
dedica a la pirotecnia y está también metido en el juego del fantán.
—Creía que no tenías parientes —dijo Adam.
—Todos los chinos son parientes, y los que llevan el apellido Lee todavía lo son
más —le aclaró Lee—. Mi primo es un Suey Dong. Tuvo que retirarse recientemente
a causa de su salud y aprendió a cocinar. Hay que poner el melón en una cacerola,
cortarle con cuidado un extremo, meter en él un pollo entero, setas, castañas hervidas,
puerros y una pizca de jengibre. Luego se vuelve a poner el casco que se ha cortado
en su sitio y se deja cocer a fuego lento durante dos días. Tiene que estar bueno.
Adam estaba recostado en su silla, con la cabeza echada hacia atrás entre las dos
manos entrelazadas, y sonreía mirando al techo.
—Muy bueno, Lee, muy bueno —corroboró.
—Ni siquiera me ha escuchado —se quejó Lee.
Adam se enderezó.
—Uno piensa que conoce a sus propios hijos, y luego se da cuenta de que no es
verdad —comentó.
Lee sonrió.
—¿Se le ha escapado algún detalle de sus vidas? —preguntó.
Abra conoció realmente a la familia de Aron sólo cuando éste se hubo marchado a la
universidad. Aron y Abra se habían encerrado en sí mismos. Cuando Aron se fue, ella
frecuentó más al resto de la familia Trask. Se dio cuenta de que tenía más confianza y
de que quería más a Adam y a Lee que a su propio padre.
Sobre Cal no sabía qué pensar. A veces la hacía enfadar, otras veces le daba
disgustos y otras despertaba su curiosidad. Parecía estar en una permanente querella
con ella. Abra no sabía si le gustaba o no al muchacho, y, por consiguiente, él no le
gustaba. Sentía una sensación de alivio cuando, al acudir de visita a casa de los Trask,
Cal se hallaba ausente y no podía mirarla en secreto, y juzgarla, y considerarla, y
apreciarla, para apartar la mirada cuando ella lo sorprendía observándola.
Abra era una mujer alta, fuerte, de hermoso busto, desarrollada y decidida, y que
se sentía ya dispuesta para el matrimonio, aunque seguía esperando. Se acostumbró a
ir a casa de los Trask al salir de la escuela, y a sentarse en compañía de Lee para
leerle fragmentos de las cartas que recibía todos los días de Aron.
Aron se sentía muy solo en Stanford. Sus cartas rebosaban añoranza de su
prometida. Cuando estaban juntos, eran muy prosaicos y realistas, pero desde la
universidad, a ciento cuarenta kilómetros de distancia, él le escribía unas apasionadas
cartas de amor, aislándose completamente de la vida que lo rodeaba. Estudiaba,
comía, dormía y escribía a Abra, y a esto se reducía toda su vida.
Por las tardes, ella se sentaba en la cocina con Lee y lo ayudaba a desgranar
judías o guisantes. A veces, ella preparaba dulces de chocolate, y muy frecuentemente
se quedaba a cenar, prefiriendo la compañía de los Trask a la de sus padres. No había
tema que no tocase, en sus discusiones con Lee. Las pocas cosas de las que podía
hablar con sus padres eran insignificantes, insulsas y manidas, y casi nunca ciertas.
Pero con Lee era diferente. Abra sólo quería contarle a Lee cosas verdaderas, aunque
a veces no estuviese muy segura de qué era lo verdadero.
Lee se sentaba sonriendo ligeramente, y sus manos rápidas y frágiles se afanaban
en su labor, como si tuviesen vida independiente. Abra no se daba cuenta de que sólo
hablaba de si misma, y, a veces, mientras ella hablaba, la mente de Lee
vagabundeaba, volvía y partía de nuevo como un perro callejero; y Lee asentía de vez
en cuando y dejaba escapar un suave gruñido.
Abra le gustaba porque la joven irradiaba fuerza, bondad y afecto. Sus facciones
eran fuertes y pronunciadas, lo cual puede significar tanto fealdad como belleza. Lee,
meditando mientras ella hablaba, pensaba en las caras suaves y redondas de las
cantonesas, sus compatriotas. Incluso las que eran delgadas tenían cara de luna. Lee
Joe Valery iba tirando gracias a que se limitaba a observar y escuchar y, como solía
decirse, a no asomar demasiado la cabeza. Poco a poco había ido haciendo acopio de
odios. Empezó con una madre que no le hacía ni caso y un padre que
alternativamente lo zurraba o lo besuqueaba, llenándolo de babas. No le costó mucho
desplazar su odio incipiente al maestro que trataba de disciplinarlo, al guardia que lo
perseguía y al clérigo que lo sermoneaba. Antes, incluso, de que el primer magistrado
bajara su mirada hacia él, Joe ya poseía un buen repertorio de odios hacia el mundo
que conocía.
El odio no puede vivir solo. Le es necesario el amor para que actúe a modo de
gatillo, de acicate o de estimulante. En el alma de Joe se formó desde muy temprano
un amor cariñoso y protector por Joe. Consolaba, halagaba y acariciaba a Joe.
Levantó muros para proteger a Joe de un mundo hostil. Y poco a poco Joe se fue
convirtiendo en el blanco de la maldad ajena. Si Joe se veía envuelto en alguna
complicación, era porque el mundo conspiraba furiosamente contra él. Y si Joe
atacaba al mundo, ello no era más que una lícita venganza que éste merecía muy
bien…, formado como estaba por una serie de hijos de perra. Joe prodigaba toda
clase de cuidados a su amor, y fue perfeccionando un código de conducta que, más o
menos, hubiera sido como sigue:
Kate pasaba muy malas noches cuando le arreciaba el dolor artrítico. Casi podía
sentir cómo se hinchaban y se agarrotaban sus articulaciones. A veces, trataba de
pensar en otras cosas, incluso desagradables, para alejar de su mente el dolor y la
imagen de sus dedos ganchudos. En ocasiones, se esforzaba por recordar todos los
detalles de una habitación que no había visto desde hacía mucho tiempo. Otras veces,
miraba al techo, imaginaba columnas de cifras y las sumaba, y otras, evocaba
recuerdos. Volvió a ver el rostro del señor Edwards, su traje, y la palabra que aparecía
en la presilla de metal de sus tirantes. Nunca le había prestado mucha atención, pero
ahora recordaba que aquella palabra era «Excelsior».
Con frecuencia, durante la noche, pensaba en Faye; recordaba sus ojos, su cabello
y el tono de su voz, el modo cómo movía las manos y la pequeña verruga que tenía
junto a la uña del pulgar izquierdo, que no era otra cosa que la cicatriz de una antigua
herida. Kate examinaba cuáles eran sus propios sentimientos hacia Faye. ¿La odiaba?
¿La amaba? ¿La había compadecido? ¿Sintió haberla matado? Kate analizaba sus
pensamientos milímetro a milímetro, y se paseaba sobre ellos como un gusano.
A medida que sus manos y su mente fueron agarrotándose más y más, la confianza de
Kate en Joe Valery aumentó; él era su primer asistente, su correveidile y el ejecutor
de sus órdenes. Recelaba por principio de sus pupilas, no porque se pudiese confiar
en ellas menos que en Joe, sino porque el histerismo latente que había en ellas podía,
en cualquier momento, irrumpir a través de su reserva, resquebrajar su instinto de
conservación y echar por tierra no sólo a ellas mismas, sino todo lo que las rodeaba.
Kate había podido siempre capear aquel peligro, pero ahora la creciente
arterioesclerosis y la lenta aprensión que la iba dominando hacían que necesitase
ayuda, y Joe era el único que podía prestársela. Sabía que los hombres poseen un
muro algo más fuerte contra la autodestrucción que la clase de mujeres que ella
conocía.
Comprendía que podía confiar en Joe porque guardaba en sus archivos
particulares unas notas relativas a un tal Joseph Venutta, un preso sentenciado a cinco
años de trabajos forzados por robo, que se había escapado de San Quintín en su
cuarto año de condena. Kate nunca se lo había mencionado a Joe Valery, pero
pensaba que podría servir para meterlo en cintura, si alguna vez se desmandaba.
Joe le llevaba la bandeja con el desayuno todas las mañanas: té chino verde, leche
y tostadas. Después de depositarla en la mesilla junto a su cama, le daba su informe y
recibía las órdenes pertinentes para el día. Joe se daba cuenta de que Kate cada vez
dependía más de él. Y lenta y cautelosamente sondeaba la posibilidad de que el
mando pasase por completo a sus manos. Acaso si se ponía enferma, esa oportunidad
llegaría. Pero Joe temía profundamente a Kate.
—Buenos días —saludó.
—Hoy no me incorporaré para desayunar, Joe. Sólo dame el té. Tendrás que
sostenerlo.
—¿Le duelen las manos?
Ethel no había robado nada, pero tenía algo. Kate tenía miedo de Ethel. Quinientos
dólares eran mucho dinero para ir a buscar a una zorra acabada. Lo que Ethel quería
decirle al juez, era, primero, cierto, y segundo, algo que Kate temía. Acaso él podría
Kate se sentía mejor. La nueva medicina parecía beneficiarle. El dolor de sus manos
había disminuido, y le parecía que sus dedos estaban más normales, con los nudillos
menos hinchados. Había pasado muy buena noche, la primera en mucho tiempo, y se
sentía mejor y bastante animada. Tenía la intención de desayunar un huevo pasado
por agua. Se levantó, se puso un salto de cama y volvió al lecho, con un espejo en la
mano. Recostada de nuevo entre los almohadones, se examinó el rostro.
El descanso había obrado maravillas. El dolor endurece las facciones, presta un
falso brillo a los ojos y hace resaltar los músculos de las sienes y de las mejillas, e
incluso los pequeños músculos próximos a la nariz, y ello confiere al rostro la
expresión de enfermedad y de resistencia al sufrimiento.
El cambio que había experimentado su rostro era notable. Parecía diez años más
joven. Abrió la boca y se examinó los dientes. Tenía que limpiárselos. Se los cuidaba
mucho. El único arreglo que tenía en la boca era un puente de oro, en el lugar donde
le faltaban los molares. Era extraordinario lo joven que parecía, pensó Kate, después
de aquella noche de reposo. Eso también los engañaba. Creían que era débil y
delicada. Se sonrió. Sí, delicada como un cepo de acero. Pero es que se cuidaba
mucho: nada de alcohol, ni drogas, y últimamente, incluso había dejado de tomar
café. Y el resultado estaba a la vista. Tenía un rostro angelical. Levantó algo el
espejo, para que no se reflejase la flaccidez de su garganta.
Sus pensamientos se dirigieron a otro rostro angelical como el suyo. ¿Cómo se
llamaba?, ¿sí, cómo diablos se llamaba? ¿Alec? Lo recordaba muy bien, pasando
lentamente junto a ella, con su sobrepelliz blanca con orla de batista, su dulce mentón
hundido y su cabello dorado brillando a la luz de los cirios. El joven sostenía el
bordón de roble, y la cruz de bronce se inclinaba frente a él. Irradiaba una especie de
belleza fría, cierto aire de pureza e invulnerabilidad. ¿Pero, es que algo o alguien
había tocado alguna vez a Kate hasta el punto de romper su caparazón y mancillarla?
No, ciertamente. Sólo su dura epidermis había sido manchada por otros contactos. En
su interior, permanecía intacta, tan limpia y brillante como ese muchacho, Alec, pero
¿se llamaba así?
Adam esperaba el día de Acción de Gracias con ansiedad, pues ese día Aron
regresaría de la universidad. Aunque Aron había estado ausente muy poco tiempo,
Adam lo había olvidado y cambiado de la manera que se cambian los seres amados
en la distancia. Con Aron ausente, los silencios que se creaban eran resultado de su
ausencia, y las contrariedades más nimias y triviales también se relacionaban con
ella. Adam empezó a hablar y a alabar a su hijo, contando a personas que no sentían
el menor interés por ello lo listo que era Aron y cómo había hecho dos años en uno.
Pensó que sería muy adecuado celebrar debidamente el día de Acción de Gracias para
que su hijo se diese cuenta de cómo se apreciaba su esfuerzo.
Aron vivía en una habitación amueblada en Palo Alto, y todos los días recorría a
pie los dos kilómetros que lo separaban de la universidad. Se sentía presa del mayor
desaliento. Siempre se había imaginado la universidad y cuanto la rodeaba como algo
ambiguo y hermoso. La imagen que tenía de ella —que nunca había examinado con
la debida atención— estaba formada por jóvenes de ojos límpidos y por doncellas
inmaculadas, todos vestidos con togas académicas y convergiendo en un templo
blanco situado en la cima de una colina boscosa, al atardecer. Sus rostros eran
brillantes y devotos, y sus voces se alzaban en coro, y siempre era al atardecer. No
tenía ni la más remota idea de dónde había sacado esta imagen de la vida académica;
tal vez de los dibujos con los que Gustavo Doré ilustró el «Infierno» de Dante, con
todos esos ángeles radiantes. La Universidad de Leland Stanford no era así. Un rígido
cuadrilátero de bloques de arenisca parda, que se alzaban en un campo de heno; una
iglesia con una fachada de mosaico italiano; aulas de pino barnizado, y el gran mundo
de la lucha y el resquemor, recreado en cada altibajo de la amistad. Y los ángeles
resplandecientes se habían convertido en muchachos con sucios pantalones de pana,
algunos de los cuales chapoteaban en el estudio, mientras que otros se limitaban a
imitar los pequeños vicios de sus padres.
Aron, que nunca se había dado cuenta de que tenía un hogar, sentía ahora una
nostalgia terrible. No hizo el menor esfuerzo por comprender la vida que lo rodeaba,
ni trató de penetrar en ella. El ruido natural, el barullo y las cabriolas de los
estudiantes le parecían horribles después de su sueño. Abandonó la residencia
universitaria para ir a ocupar su espantosa habitación amueblada, donde se dedicó a
acariciar otro sueño recién nacido. En su nuevo y neutral escondite, prescindió por
completo de la universidad, limitándose a asistir a sus clases y a volver, tan pronto
como podía, a su retiro, para seguir alimentándose de sus recién encontrados
recuerdos. La mansión contigua a la panadería de Reynaud le pareció cálida y
acogedora; Lee, el compendio de los amigos y de los consejeros; su padre, una
especie de dios frío y distante; su hermano, listo y encantador; y Abra… bien, Abra
se convirtió en su sueño inmaculado y, después de haberlo creado, se enamoró de él.
Por la noche, una vez terminados sus estudios, se ponía a escribir su carta nocturna a
Tras meditarlo con detenimiento, Joe decidió actuar lenta y cautelosamente. «Tengo
los cuatro ases, sólo he de saber emplearlos bien», se dijo.
Fue en busca de sus instrucciones de cada noche, y Kate se las dio sin volver la
cabeza. Estaba sentada ante su escritorio, con la visera calada hasta las cejas y ni
siquiera lo miró. Terminó de darle sus secas órdenes y luego añadió:
—Joe, me pregunto si te has ocupado del negocio correctamente. He estado
enferma, pero ahora ya estoy bien, o casi bien.
—¿Ocurre algo malo?
—Tan sólo es una impresión. Prefiero que Thelma beba whisky que extracto de
vainilla, y no quiero que beba whisky. Me parece que te has dormido en los laureles.
Joe trató de encontrar una escapatoria.
—Verá, he estado muy ocupado —dijo.
—¿Ocupado?
Kate estaba sentada a su escritorio. Oía gemir el viento entre las hojas de la alheña
del patio, y aquel viento y las tinieblas que la rodeaban estaban impregnadas de la
presencia de Ethel, de la gorda y sucia Ethel, que sudaba junto a ella, gelatinosa como
una medusa. Se sentía fatigada y agobiada.
Se dirigió a su refugio, la pequeña estancia gris, cerró la puerta y se sentó en la
oscuridad, notando cómo el dolor se apoderaba de nuevo de sus dedos. Sus sienes
latían acompasadamente. Palpó la cápsula que colgaba de su cuello con una cadenilla,
frotó el tubo de metal, que conservaba el calor de su pecho, contra su mejilla, y
recobró el valor. Se lavó la cara y se maquilló, se peinó y se arregló el cabello a lo
Pompadour. Se dirigió al vestíbulo y se detuvo, como siempre, a la puerta del salón
para escuchar.
A la derecha de la puerta había dos mujeres y un hombre conversando. En cuanto
Kate entró, dejaron de hablar.
—Helen, si ahora no estás ocupada, quiero verte —le indicó. La mujer la siguió
por el vestíbulo hasta su habitación. Era una rubia paliducha de tez marfileña.
—¿Es algo importante, señorita Kate? —preguntó con cierto temor.
—Siéntate. No, no es nada. Tú fuiste al entierro de la Negra, ¿no es eso?
—Sí, señora.
—Cuéntame cómo fue.
—¿El qué?
—Dime lo que recuerdes.
Helen dijo con nerviosismo:
—Verá usted, en cierto modo fue horrible y hermoso al mismo tiempo.
—¿Qué quieres decir?
—No lo sé. No hubo flores, ni nada, pero sí hubo…, hubo…, bueno…, una
especie de dignidad. Ella estaba tendida en un ataúd de madera negra, con unas
maravillosas asas de plata de un tamaño enorme. Te hacía sentir como…, no sé, soy
incapaz de describirlo.
—Tal vez ya me lo has dicho. ¿Cómo iba vestida?
—¿Cómo iba vestida, dice usted?
—Sí, su ropa. Supongo que no la enterraron desnuda.
El rostro de Helen reflejaba el esfuerzo que estaba haciendo por recordar.
—No lo sé —dijo finalmente—. No me acuerdo.
—¿Fuiste al cementerio?
—No, señora. Nadie fue, excepto él.
—¿Quién?
—Su hombre.
Kate dijo con rapidez, casi con demasiada prisa:
—¿Tienes algún cliente esta noche?
Tanto Lee como Cal trataban de disuadir a Adam de que fuese a la estación a esperar
el tren, el tren nocturno de Lark, proveniente de San Francisco, con destino a Los
Ángeles.
—¿Por qué no dejamos que vaya Abra sola? —propuso Cal—. El querrá verla a
ella primero.
—Me parece que no se dará cuenta de la presencia de los demás —aseguró Lee
—. Así que poco importa que vayamos o no.
—Quiero ver cómo se apea del tren —intervino Adam—. Estará cambiado, y
quiero comprobarlo.
—Sólo ha estado fuera un par de meses, así que no puede estar muy cambiado, ni
mucho más viejo —expuso Lee.
—Estará cambiado. La experiencia le habrá hecho cambiar.
—Si usted va, todos tendremos que ir —observó Cal.
—¿Es que no quieres ver a tu hermano? —le preguntó Adam frunciendo el ceño.
—Claro que sí, pero es él quien no querrá verme, por lo menos al principio.
—Te equivocas —repuso Adam—. No subestimes a Aron.
Lee levantó las manos en un ademán de resignación.
—Al final iremos todos —vaticinó.
—¿Te imaginas? —dijo Adam—. Contará muchas novedades. Acaso hablará de
un modo diferente. No sé si sabes, Lee, que en el este los muchachos adquieren el
modo de hablar de su escuela. Gracias a eso se puede distinguir a un alumno de
Harvard de uno de Princeton. Por lo menos, eso dicen.
—Escucharé con mucha atención —respondió Lee—. Me gustará saber qué clase
de dialecto hablan en Stanford.
Y sonrió a Cal.
A Adam aquello no le pareció motivo de broma.
—¿Has puesto ya algunas frutas en su habitación? —preguntó al chino—. Ya
sabes que le gusta mucho la fruta.
—He puesto peras, manzanas y uvas moscatel —contestó Lee.
—Sí, las uvas moscatel le gustan mucho. Lo recuerdo muy bien.
Acuciados por Adam, estaban en la estación del Southern Pacific media hora
antes de la llegada del tren. Abra ya se encontraba allí.
—Mañana no podré ir a cenar, Lee —le avisó Abra—. Mi padre quiere que me
quede en casa. Acudiré tan pronto como pueda.
—Pareces algo nerviosa —observó Lee.
Una vez en su dormitorio, y después de haber dado las buenas noches a todos, Aron
se sentó en el borde de la cama y miró sus manos, que tenía entre las rodillas. Se
sentía abatido e indefenso, envuelto entre el algodón de las ambiciones de su padre,
como un huevo de ave. No se había dado cuenta hasta aquella misma noche de esa
presión, y se preguntaba si tendría el valor de librarse de aquella fuerza suave y
persistente. No debía precipitarse. La casa parecía fría y repleta de una humedad que
le hacía temblar. Se levantó y abrió suavemente la puerta. Había luz bajo la puerta de
Cal. Llamó y entró sin esperar respuesta.
Cal estaba sentado ante un escritorio nuevo. Estaba trabajando con papel de tela y
un rollo de cinta roja, y cuando entró Aron cubrió a toda prisa algo que había sobre su
escritorio con un papel secante.
Aron sonrió.
—¿Regalitos?
—Sí —dijo Cal, sin añadir más.
—Me gustaría hablar contigo.
—¡Claro, pasa! Habla bajo o vendrá padre. No quiere perderse ni un momento.
Aron se sentó en la cama. Como no se decidía a hablar, Cal le preguntó:
—¿Qué te pasa? ¿Te ocurre algo?
—No, nada. Sólo quiero hablar contigo. Cal, no quiero seguir estudiando.
Cal volvió la cabeza.
—¿Ah, no? ¿Y por qué?
—Es que no me gusta.
—Supongo que no se lo habrás dicho a padre. Le darías un disgusto. Bastante
tiene con que yo no quería estudiar. ¿Qué piensas hacer?
—He pensado que podría encargarme del rancho.
—¿Y Abra?
Para Cal, aquel día era interminable. Deseaba dejar la casa y no podía. A las once,
Adam se dirigió a la oficina de alistamiento para echar un vistazo a los datos de una
nueva quinta que iba a ser llamada.
La noche de noviembre estaba muy avanzada. Cal abrió despacio la puerta principal,
y vio los hombros y la cabeza de Lee recortándose sobre la pared blanca de la
lavandería francesa que había en la acera de enfrente. Lee estaba sentado en la
escalera y tenía un aspecto apelmazado con su pesado abrigo.
Cal cerró la puerta con cuidado y cruzó de nuevo el salón.
—El champán da sed —comentó—, pero su padre no levantó la mirada.
Cal salió furtivamente por la puerta de la cocina, y cruzó el decadente jardincillo
de Lee. Se encaramó por la tapia, encontró la tabla que servía de puente a través de la
charca de agua negruzca, y salió por entre la panadería de Lang y la herrería a la calle
Castroville.
Caminó hacia la calle Stone, donde se hallaba la iglesia católica y, torciendo a la
izquierda, pasó frente a la casa Carriaga, la de Wilson, la de Zabala, y, volviendo otra
vez a la izquierda, llegó a la Avenida Central, donde se hallaba la casa de los
Steinbeck. Dos manzanas más abajo, torció a la izquierda por tercera vez, dejando
atrás la escuela del West End.
Los álamos que se alzaban frente al patio de la escuela estaban casi pelados de
hojas, pero el viento nocturno hacía caer todavía algunas hojas amarillentas.
Cal tenía el cerebro embotado. Ni se daba cuenta de que el aire era muy fresco a
causa de la escarcha que había en las montañas. Tres manzanas más abajo vio a su
hermano que cruzaba bajo un farol, viniendo hacia él. Supo que era su hermano por
su manera de andar y su silueta, y porque sabía que tenía que ser él.
Cal disminuyó la marcha, y cuando Aron estuvo cerca, le dijo:
—Hola. Te estaba buscando.
—Siento mucho lo que ha pasado esta tarde —respondió Aron.
—Tú no tienes la culpa, no pienses más en ello.
Dio la vuelta y ambos hermanos echaron a andar juntos.
—Quiero que vengas conmigo —dijo Cal—. Tengo que enseñarte algo.
—¿Qué es?
—Oh, es una sorpresa. Pero es muy interesante. Te gustará.
—Bien, ¿necesitaremos mucho tiempo?
—No, no mucho. Muy poco.
El sargento Axel Dane abría de ordinario la oficina de reclutamiento de San José a las
ocho de la mañana, pero si por algún motivo se retrasaba, el cabo Kemp la abría en su
lugar, y éste no solía quejarse por ello. Axel no era ningún caso extraordinario. El
reenganche en el Ejército de los Estados Unidos en el periodo de paz que hubo entre
la guerra de Cuba y la europea lo había inutilizado por completo para llevar la vida
fría e irregular de un civil. Un solo mes sin uniforme lo convenció de ello. Dos
reenganches posteriores en tiempo de paz lo incapacitaron por completo para la
guerra, y había aprendido ya lo bastante para escurrir el bulto y escapar de los
combates. La oficina de reclutamiento de San José demostró que sabía desenvolverse.
Flirteaba con la menor de las hermanas Ricci, la cual vivía precisamente en San José.
Kemp no llevaba las cosas hasta ese extremo, pero había aprendido las reglas
básicas: cuadrarse cuando fuese necesario y evitar a los oficiales siempre que fuese
posible. Por otra parte, no le importaba estar a las órdenes del amable sargento Dane.
A las ocho y media, Dane entró en la oficina para encontrarse al cabo Kemp
dormido ante su escritorio y a un muchacho de aspecto cansado esperando. Dane
miró al muchacho; luego traspasó la barandilla y puso su mano sobre el hombro de
Kemp.
—Querido —le dijo, las alondras cantan y el sol apunta por oriente.
Kemp levantó la cabeza de entre sus brazos, se frotó la nariz con el dorso de la
mano y estornudó.
—Despierta, encanto —dijo el sargento—. Tenemos un cliente.
Kemp bizqueó sus ojos legañosos.
—La guerra puede esperar —dijo.
Dane examinó más de cerca al muchacho.
—¡Santo Dios! Es muy guapo. Espero que cuidarán de él. Cabo, tal vez pienses
que lo que él quiere es luchar contra el enemigo, pero yo creo que huye del amor.
Kemp se sintió tranquilizado al ver que el sargento no estaba algo bebido.
—¿Cree usted que puede haber alguna dama que se haya atrevido a lastimarlo? —
siempre seguía el juego a su sargento—. ¿Cree que esto es la Legión Extranjera?
—Acaso huye de sí mismo.
—Ya he visto esa película —respondió Kemp—. Y en ella sale un sargento hijo
de perra.
—No lo creo —repuso Dane—. Un paso al frente, joven. Dieciocho años, ¿no es
eso?
—Sí, señor.
A Joe no le gustaba que Kate se pasara las horas muertas muda y con la vista fija ante
sí. Eso significaba que estaba pensando, y como su rostro no traslucía expresión
alguna, Joe no tenía acceso a sus pensamientos. Esto le intranquilizaba. Había
esperado demasiado tiempo una oportunidad como para desperdiciarla.
Su único plan consistía en tenerla inquieta hasta que por sí misma se descubriese,
con lo cual él podría maniobrar en alguna dirección. Pero ¿cómo hacerlo si ella se
pasaba las horas sentada mirando a la pared? Ni siquiera sabía si había conseguido
alterarla.
Joe se percató de que no se había acostado, y cuando le preguntó si deseaba
desayunar, Kate movió su cabeza tan suavemente, que resultó difícil saber si lo había
oído.
Se dijo a sí mismo con precaución: «¡No hagas nada! Mantén los ojos y los oídos
bien abiertos». Las muchachas de la casa sabían que había pasado algo, pero no había
dos que contasen la misma historia. ¡Aquellas malditas cabezas de chorlito!
Kate no estaba pensando. Su mente revoloteaba sobre las impresiones, de la
misma manera que un murciélago revolotea sin rumbo en el anochecer. Veía el rostro
del rubio y hermoso muchacho, con sus ojos enloquecidos por la impresión. Oía sus
feas palabras asestadas no tanto a ella como a sí mismo. Y veía a su cetrino hermano
apoyado en la pared, riendo. Kate había reído también, era la mejor forma de
protegerse. ¿Qué haría su hijo? ¿Qué había hecho tras su silenciosa marcha?
Pensó en los ojos de Cal, con su mirada indolente y, al propio tiempo, cruel,
observándola mientras cerraba poco a poco la puerta.
¿Por qué había traído a su hermano? ¿Qué se proponía? ¿Cuál era su objetivo? Si
ella lo supiese, podría ponerse en guardia. Pero lo ignoraba.
Sentía de nuevo el tormento de sus manos, y le dolía también en otro sitio nuevo.
La cadera le producía un vivo dolor cada vez que se movía. Pensó que el dolor se
extendería hacia el centro, y tarde o temprano todos los dolores se encontrarían en un
punto central y se unirían como ratas sobre un cuajarón.
A pesar de lo que se había aconsejado a sí mismo, Joe no podía dejar de
intervenir. Fue hasta su puerta con una tetera, llamó suavemente, abrió la puerta y
entró. Por lo que pudo ver, ella no se había movido.
—Le traigo un poco de té, señora —dijo él.
—Déjalo sobre la mesa —repuso ella. Y luego añadió—: Gracias, Joe.
—¿No se encuentra mejor, señora?
—Vuelvo a sentir dolores. La medicina no ha producido ningún efecto.
Cuando Kate lo despidió, Joe se dirigió a la barbería, como hacía siempre que estaba
trastornado. Allí, le lavaron y cortaron el cabello, le dieron un masaje facial y le
hicieron la manicura; por último, le limpiaron los zapatos. Por lo general, aquello y
una nueva corbata ponían a Joe de buen humor, pero todavía se sentía deprimido
cuando salió de la barbería, después de haber dado cincuenta centavos de propina.
Kate lo había atrapado como una rata, lo había pillado con los pantalones bajados.
La vertiginosa inteligencia de la mujer lo había dejado confuso y desorientado. Y la
argucia de dejarle decidir qué camino tomar lo desconcertaba aún más.
La noche empezó bastante sosa, pero luego llegó un grupo muy numeroso de una
asociación de estudiantes de Stanford, que acababan de hacer una novatada en San
Juan. Eran muy guasones y dicharacheros.
Florence, la que fumaba el cigarrillo en el circo, fue víctima de un acceso de tos
muy seca. Cada vez que lo probaba, se ponía a toser y lo perdía. Aquello les hacía
troncharse de risa.
Los jóvenes chillaban y aporreaban para divertirse. Y luego se pusieron a robar
todo cuanto no estuviera sujeto con clavos.
Después de que los estudiantes se hubieran marchado, dos de las mujeres se
enzarzaron en una disputa cansada y monótona. ¡Oh, Dios, qué noche!
Y allá en el vestíbulo, aquel bicho agazapado y peligroso permanecía en silencio
tras la puerta cerrada. Joe pasó junto a su puerta antes de irse a la cama, pero no oyó
nada. Cerró la casa a las dos y media, y a las tres ya estaba acostado; sin embargo, no
podía conciliar el sueño. Se sentó en la cama y leyó siete capítulos de El triunfo de
Bárbara Worth, y cuando amaneció, se dirigió a la silenciosa cocina para preparar
café.
Apoyó los codos sobre la mesa, sosteniendo la taza de café con las dos manos.
Algo no iba bien, pero Joe no podía descubrir qué era. Tal vez Kate se había enterado
de que Ethel estaba muerta. Tendría que ser muy cauteloso. Y luego, tomó una firme
decisión: entraría a verla a las nueve y la escucharía con mucha atención; quizá no la
había comprendido bien. Lo mejor sería dejarlo correr y no ser un cerdo. Limitarse a
decirle que se conformaba con mil dólares y ahuecar el ala, y si ella se negaba, se
marcharía igualmente. Estaba harto de trabajar con señoras. Podía ganarse la vida
jugando al faro en Reno, horas fijas y nada de señoras. Tal vez podría comprar una
casa para él y vivir decentemente, con sillones y un escritorio de lujo. No servía de
nada quemarse los sesos en aquella piojosa ciudad. Incluso sería mejor salir del
En 1903, Horace Quinn ganó el puesto de sheriff frente al señor R. Keef. Su trabajo
como alguacil había constituido un buen entrenamiento. La mayoría de los votantes
opinaban que, puesto que Quinn hacía todo el trabajo, tenía perfecto derecho al cargo.
El sheriff Quinn ocupó el puesto hasta 1919. Estuvo tanto tiempo en el cargo, que los
muchachos del distrito de Monterrey pensábamos que las palabras «sheriff» y
«Quinn» eran sinónimas. No podíamos imaginarnos a nadie más ocupando aquel
cargo. Quinn envejeció en él. Cojeaba a causa de una vieja herida. Todos sabíamos
que era muy valiente, porque se había portado como un hombre en varias refriegas;
además, tenía todo el aspecto de un sheriff de la única clase que nosotros
imaginábamos. Su rostro era ancho y sonrosado, y sus blancos mostachos se erguían
como los cuernos de un novillo de casta. Era ancho de hombros, y en su edad madura
asumió un porte majestuoso que todavía le prestaba más autoridad. Llevaba un
sombrero Stetson, una chaqueta de Norfolk y en sus últimos años portaba la pistola
en una funda colgada del hombro, ya que su vieja pistolera del cinto le oprimía
demasiado la barriga. En 1903 ya conocía bien su condado, pero en 1917 todavía lo
conocía y lo gobernaba mejor. Era una verdadera institución, tan característico del
valle Salinas como sus montañas.
Durante todos los años que siguieron al incidente de Adam, el sheriff Quinn no
había dejado de ejercer una discreta vigilancia sobre Kate. Cuando Faye murió,
comprendió de modo instintivo que Kate era probablemente la responsable de aquella
muerte, pero también se dio cuenta de que no tenía casi ninguna probabilidad de
hacerla confesar, y un sheriff juicioso no golpea neciamente su cabeza contra lo
imposible. Al fin y al cabo no eran más que un par de prostitutas.
En los años que siguieron, Kate siempre jugó limpio con él, y gradualmente fue
sintiendo cierto respeto por ella. Ya que no había más remedio que existieran
prostíbulos, siempre era mejor que los regentasen personas responsables. Y el de Kate
no le daba ningún quebradero de cabeza. El sheriff Quinn y Kate se entendían a las
mil maravillas.
El sábado siguiente al día de Acción de Gracias, alrededor del mediodía, Quinn
examinó los papeles que habían hallado en los bolsillos de Joe Valery. El proyectil del
38 había destrozado un lado del corazón de Joe, para ir a aplastarse contra las
costillas, arrancando un pedazo de carne tan grande como un puño. Los sobres de
manila estaban pegados por coágulos de sangre ennegrecida. El sheriff tuvo que
humedecer los papeles con un pañuelo empapado para poder separarlos. Leyó el
testamento que, al estar doblado en varios pliegues, sólo estaba manchado de sangre
En su habitación, Cal se sentó ante su escritorio, con los codos apoyados sobre él, y la
cabeza, que le dolía bastante, entre las manos. Sentía náuseas y estaba empapado del
agridulce aroma del whisky, que rezumaba por sus poros, penetraba sus ropas y hacía
latir perezosamente sus sienes.
Cal nunca había bebido, tampoco lo había necesitado. Pero haber ido a casa de
Kate no alivió su pena, y su venganza no constituía ningún triunfo. En su mente
giraban en confuso tropel sensaciones, imágenes y sentimientos. Era incapaz de
separar ahora lo cierto de lo imaginado. Al salir de casa de Kate, tocó a su hermano,
que sollozaba, y Aron lo abatió con un puñetazo que lo dejó tumbado. Aron se irguió
sobre él en la oscuridad, hasta que de repente se volvió y echó a correr, chillando
como un niño con el corazón desgarrado. Cal oía todavía sus roncos gritos mezclados
con el ruido de sus pasos, y permaneció inmóvil en el mismo lugar donde había
caído, bajo la alta alheña del patio delantero de Kate. Oyó el resoplar de las
locomotoras junto al depósito, y el choque de los vagones de carga al ser
enganchados. Luego, cerró los ojos y, al oír pasos ligeros y sentir la presencia de
Aquel invierno de 1917 fue muy sombrío y amenazador. Los alemanes aplastaban
todo lo que se les ponía por delante. En tres meses, los ingleses sufrieron trescientas
mil bajas. Muchas unidades del ejército francés se sublevaron. Rusia estaba fuera de
combate. Las divisiones alemanas del este, descansadas y con nuevo armamento,
fueron llevadas al frente occidental. La guerra parecía perdida.
Hasta después de mayo de 1918 no tuvimos doce divisiones sobre el campo de
batalla, y llegó el verano antes de que nuestras tropas empezasen a cruzar el océano
en masa. Los generales aliados se enzarzaban en rivalidades mutuas. Los submarinos
producían verdaderas hecatombes en los barcos que se cruzaban por el camino.
Nos enteramos entonces de que la guerra no consistía en una rápida y heroica
carga, sino que era un asunto muy lento e increíblemente complicado. Nuestro ánimo
desfalleció en aquellos meses de invierno. Se apagó la llama de nuestro entusiasmo, y
todavía no teníamos el terco y tozudo espíritu que es necesario para sobrellevar una
larga guerra.
Ludendorff era invencible. Nada lo detenía. Disponía ataque tras ataque contra los
deshechos ejércitos de Francia e Inglaterra. Y se nos ocurrió que acaso era ya
demasiado tarde, que pronto tendríamos que enfrentarnos nosotros solos a los
invencibles alemanes.
Era frecuente que muchas personas tratasen de olvidar la guerra, algunos
refugiándose en sus fantasías, otros en el vicio y otros en la diversión desenfrenada.
Había gran demanda de adivinos, y los bares y casas de juego hacían negocios
redondos. Pero la gente también se volvía hacia sus alegrías y tragedias particulares
para escapar al temor y al desaliento que penetraban por todas partes. ¿No es extraño
que hoy hayamos olvidado esto? Pensamos ahora en la primera guerra mundial como
en una rápida victoria con bandas de música y banderas, desfiles y cabalgatas, y
soldados que vuelven victoriosos, y peleas en los bares con los malditos británicos
que creían que eran ellos quienes habían ganado la guerra. ¡Qué pronto olvidamos
que en aquel invierno Ludendorff era invencible y que muchos se preparaban con
resignación a dar la guerra por perdida!
Adam Trask se sentía más desconcertado que triste. No tuvo que abandonar su puesto
Cal trató durante todo el día siguiente de encontrar a Abra a solas, y únicamente al
salir de la escuela la vio caminando ante él, de regreso a su casa. Cal dobló una
esquina, corrió por la calle paralela y regresó por la travesía siguiente, calculando el
tiempo y la distancia para toparse de bruces con ella.
—Hola —saludó él.
—Hola. Me ha parecido verte detrás de mí.
—Así era. He dado la vuelta a la manzana corriendo para cortarte el paso. Quiero
hablar contigo.
Ella lo miró con seriedad.
—Para eso no tenías necesidad de dar la vuelta a la manzana corriendo.
—Es que ya he probado a hablarte en la escuela, pero me esquivaste.
—Estabas enfadado, y yo no quería hablar contigo mientras lo estuvieses.
—¿Cómo sabes que lo estaba?
—Se te veía en la cara y en tu modo de andar. Ahora ya no estás enfadado.
—No, no lo estoy.
—¿Quieres llevarme los libros? —dijo la joven, y le sonrió. Él sintió que se
apoderaba de su ser una cálida sensación.
—Está bien. —Se puso los libros de Abra bajo el brazo y caminó a su lado—. Lee
Al día siguiente, en la escuela, Abra se sentía muy contenta ante la idea de ir a visitar
a Lee. Encontró a Cal en el vestíbulo, entre dos clases.
—¿Le has dicho que iría?
—Está haciendo pasteles —contestó Cal, que vestía su uniforme: un cuello alto
que casi lo ahogaba, una guerrera que no era de su medida, y bandas en las piernas.
—Hoy tienes instrucción —observó Abra, así es que yo llegaré primero. ¿Qué
tipo de pasteles?
—No lo sé, pero déjame un par de ellos. Olía a fresa. Déjame un par sólo.
—¿Quieres ver el regalo que llevo para Lee? ¡Mira! —exclamó, y abrió una
pequeña caja de cartón—. Es un nuevo aparato para pelar patatas. Sólo quita la piel.
Es muy fácil de manejar. Lo he comprado para Lee.
—Guárdame los pasteles —le recordó Cal, y añadió—: Si tardo un poco en llegar,
espérame.
—¿Querrías llevarme los libros a casa?
—Sí —dijo Cal.
Ella lo miró largo rato a los ojos, hasta que él apartó la mirada, y entonces ella
volvió a su clase.
Adam se había acostumbrado a irse a dormir tarde, o mejor dicho, a dormir con
mucha frecuencia, a descabezar cortos sueñecitos durante el día y durante la noche.
Lee asomó la cabeza por la puerta de su cuarto varias veces, antes de encontrarlo
despierto.
—Esta mañana me siento muy bien —dijo Adam.
—Casi ya no puede llamarla mañana, porque son cerca de las once.
—¡Santo Dios! Me levanto enseguida.
—¿Para qué? —preguntó Lee.
—¿Para qué? Sí, para qué… Pero me siento muy bien, Lee. Soy capaz de ir hasta
la oficina de reclutamiento. ¿Qué tiempo hace?
—Desapacible —contestó Lee.
Ayudó a Adam a levantarse. Adam tenía dificultad en abrocharse solo los
botones, hacerse el lazo de los zapatos y asir cosas que estaban situadas enfrente de
Hasta fines de mayo, los Silacci no trajeron la noticia de que los capullos de color
salmón de las azaleas estaban abriéndose. Esto fue un miércoles, y lo dijeron mientras
sonaban las campanadas de las nueve.
Cal entró como una tromba en la clase de inglés, y en el preciso momento en que
la señorita Norris tomaba asiento sobre la tarima, Cal sacó su pañuelo y se sonó
ruidosamente. Luego bajó al retrete de los muchachos, y esperó hasta oír a través de
la pared el ruido del agua en el de las muchachas. Salió por la puerta del sótano, fue
caminando pegado a la pared de ladrillo rojo hasta escabullirse tras un árbol, y
cuando ya desde la escuela no podían verlo, siguió caminando lentamente hasta que
Abra se reunió con él.
—¿Cuándo se han abierto? —preguntó ella.
—Esta mañana.
—¿Esperamos a mañana?
Él levantó su mirada hasta el alegre y radiante sol, que esparcía el primer calor
del año.
—¿Quieres que esperemos?
—No —respondió ella.
—Ni yo tampoco.
Y emprendieron una veloz carrera, fueron a comprar pan en casa de Reynaud, y al
llegar a la casa de los Trask, acuciaron a Lee para que se pusiese en acción
inmediatamente.
Adam oyó el griterío, y asomó la cabeza por la cocina.
—¿Qué es todo este barullo? —preguntó.
—Nos vamos de excursión —contestó Cal.
—Pero ¿no tenéis colegio hoy?
—Claro que sí. Pero también es fiesta —respondió Abra.
Adam le sonrió.
—Tienes el color de una rosa —dijo.
—¿Por qué no viene con nosotros? —le ofreció Abra—. Vamos al Alisal a coger
azaleas.
—Me encantaría —dijo Adam, y añadió—: No, no puedo. Tengo que ir a la
El riachuelo que se desliza con voz cantarina por el Alisal, al pie de las montañas
Gavilán, al este del valle Salinas, es muy hermoso. El agua burbujea sobre los
guijarros redondos y lame las bruñidas raíces de los árboles.
El aroma de las azaleas y el soñoliento perfume del sol, al producir su acción
sobre la clorofila, llenaba el aire. En la ribera estaba parado el Ford, todavía
recalentado y humeando levemente. El asiento trasero rebosaba de ramas de azalea.
Cal y Abra estaban sentados en la orilla, entre los papeles donde habían traído
envuelta la comida. Sus pies pendían sobre el agua.
—Siempre suelen marchitarse antes de llegar a casa —decía Cal.
—Pero son una buena excusa, Cal —respondió ella—. Si tú no lo haces, tendré
que ser yo quien…
—¿Qué?
Ella extendió la mano y tomó la de él.
—Esto —dijo ella.
—Tenía miedo de hacerlo.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—Pues yo no.
—Me parece que las chicas no tienen miedo de tantas cosas.
—Creo que no.
—¿Nunca has tenido miedo?
—Claro —contestó ella—. Tuve miedo de ti después de oírte decir en aquella
ocasión, cuando era niña, que me mojaba los pantalones.
—No estuvo nada bien —aseguró Cal—. No sé por qué lo dije. —Y se quedó
callado de repente.
Los dedos de Abra apretaron con más fuerza la mano del joven.
A las tres de la tarde, Lee estaba sentado ante su escritorio, pasando las páginas de un
catálogo de semillas. Las ilustraciones de guisantes dulces eran en color.
—Quedarían muy bien en la cerca de la parte trasera. Taparían la vista de la
charca. Me pregunto si tendrían bastante sol allí —levantó el rostro al oír su propia
voz y sonrió.
Cada vez tenía más costumbre de hablar a solas en voz alta cuando no había nadie
en casa.
«Es la edad», se dijo. «Los pensamientos se me han vuelto más perezosos y…»
Se interrumpió y por un momento se quedó rígido. «Me ha parecido oír algo. No sé si
he dejado la tetera en el fuego. No, ahora lo recuerdo». Aguzó el oído. «Gracias a
Dios, no soy supersticioso. De no ser por ello, oiría caminar a los fantasmas.
Podría…»
Sonó la campanilla de la puerta de entrada.
La mansión de los Trask tenía todas las luces encendidas. La puerta estaba entornada
y en la casa hacía mucho frío. En el salón, Lee estaba arrugado, como una hoja seca
en un sillón junto a la lámpara. La puerta de la habitación de Adam se hallaba abierta
y de ella salía sonido de voces.
Cuando llegó Cal, preguntó:
—¿Qué pasa?
Lee lo miró e indicó con la cabeza el telegrama abierto que había sobre la mesa.
—Tu hermano ha muerto —le explicó—. Tu padre ha sufrido un ataque. Cal
atravesó el vestíbulo corriendo.
—¡Espera! —le gritó Lee—. El doctor Edwards y el doctor Murphy están allí.
Dejémosles solos.
Cal quedó de pie ante él.
—¿Está muy mal, Lee?, ¿está muy mal?
—No lo sé. —Hablaba como si recordase algo muy antiguo—. Llegó a casa muy
cansado. Y yo no tuve más remedio que leerle el telegrama. Tenía derecho a ello.
Durante cinco minutos se lo repitió en voz alta, una y otra vez, hasta que al final
pareció penetrar en su cerebro y estallar en su interior.
—¿Ha perdido el conocimiento?
—Siéntate y espera, Cal. Siéntate y espera —le respondió Lee con cansancio—.
Trata de ir acostumbrándote. Yo me esfuerzo por hacerlo.
Cal tomó el telegrama en su mano y leyó su escueto y solemne texto.
El doctor Edwards apareció con su maletín en la mano. Saludó con un leve
movimiento de cabeza, salió y cerró con cuidado la puerta tras él.
El doctor Murphy dejó su maletín sobre la mesa y se sentó. Lanzando un suspiro,
dijo:
—El doctor Edwards me ha pedido que se lo comunicase a ustedes.
—¿Cómo está? —preguntó Cal.
—Le diré todo lo que sabemos. Usted es ahora el cabeza de familia, Cal. ¿Ya sabe
lo que es un ataque fulminante? —no esperó a que Cal le respondiese—. El que ha
sufrido su padre ha sido producido por un derrame en el cerebro. Hay algunas zonas
afectadas. Su padre ya había sufrido con anterioridad otros derrames menores. Lee ya
lo sabía.
—Sí —corroboró Lee.
El doctor Murphy le dirigió una mirada y luego volvió los ojos hacia Cal.
—El lado izquierdo está paralizado y el derecho en parte. Probablemente ha
Cal estaba de pie en la limpia entrada y siguió oprimiendo el timbre con el dedo,
hasta que la luz de la puerta se encendió, iluminando la noche, y la señora Bacon
apareció.
—Quiero ver a Abra —dijo Cal.
La señora se quedó con la boca abierta de asombro.
La luz de la cocina les daba de lleno. Lee había encendido el horno para calentar el
aire glacial.
—Ella me ha obligado a volver —admitió Cal.
—Claro que te ha obligado. Sabía que lo haría.
—Hubiera vuelto él solo —intervino Abra.
—Eso nunca lo sabremos —aseguró Lee.
Abandonó la cocina y regresó a los pocos minutos.
—Sigue durmiendo.
Lee puso una botella de piedra y tres tacitas de porcelana translúcidas sobre la