Al Este Del Eden

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Al

este del Edén, epopeya de resonancia bíblicas que aborda aspectos de la


condición humana como el bien y el mal o la vida como una lucha incesante,
narra las vicisitudes de dos familias a lo largo de tres generaciones, entre la
guerra de secesión y la primera guerra mundial, en el lejano valle Salinas, en
la California septentrional.

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John Steinbeck

Al este del Edén


ePub r1.1
Horus 02.08.16

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Título original: East of Eden
John Steinbeck, 1952
Traducción: Vicente de Artadi

Editor digital: Horus


Corrección de erratas: elector y Antihéroe
ePub base r1.2

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Pascal Covici

Querido Pat:
Viniste a verme cuando estaba tallando una figurilla de madera, y me
dijiste: «¿Por qué no me haces algo?»
Te pregunté qué querías, y respondiste: «Una caja».
—¿Para qué?
—Para guardar cosas.
—¿Qué cosas?
—Todo lo que tengas —dijiste.
Bien, aquí tienes la caja que querías. Dentro he guardado casi todo lo que
tengo, y todavía no está llena. En ella hay dolor y pasión, buenos y malos
sentimientos y buenos y malos pensamientos, el placer del proyecto, algo de
desesperación y el gozo indescriptible de la creación.
Y, por encima de todo, la gratitud y el afecto que siento por ti.
Y aun así la caja no está colmada.
John

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Primera parte

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Capítulo 1

El valle Salinas se halla en la California septentrional. Es una cañada larga y estrecha


que se extiende entre dos cordilleras montañosas. Por su centro serpentea y ondula el
río Salinas, hasta desembocar en la bahía de Monterrey.
Recuerdo los nombres que de niño ponía a las hierbas y flores misteriosas.
Recuerdo dónde puede vivir un sapo y a qué hora se despiertan los pájaros en verano,
incluso cómo olían los árboles y las estaciones; y también cómo andaban las
personas, qué aspecto tenían y su olor. El recuerdo de los olores es muy enriquecedor.
Recuerdo que las montañas Gavilán, situadas en la parte oriental del valle, eran
montañas luminosas y resplandecientes, tan llenas de sol y de encanto que incitaban a
la ascensión de sus cálidas laderas con la misma atracción que pudiera ejercer el
regazo de una madre querida. Incluso su mullida hierba parda las hacía más
atractivas. Las montañas Santa Lucia se levantaban contra el cielo al oeste e impedían
que se viese el mar abierto desde el valle. Eran unas cumbres negras y amenazadoras,
hostiles y peligrosas.
Siempre experimenté cierto sentimiento de temor hacia el oeste y de amor por el
este. No alcanzo a comprender la procedencia de semejante idea, a no ser que
estuviera relacionada con el hecho de que el día alboreaba sobre los picos de las
Gavilán, mientras que la noche surgía tras el espinazo de las Santa Lucía. Es posible
que el nacimiento y el ocaso del día tuvieran algo que ver con mis sentimientos hacia
estas dos cadenas montañosas.
De ambos lados del valle fluían riachuelos provenientes de los cañones
montañosos, que iban a unir sus aguas a las del río Salinas. En los inviernos húmedos
y lluviosos, los arroyos corrían a rebosar, y aumentaban de tal modo el caudal del río,
que sus aguas hervían y rugían tumultuosas de ribera a ribera; en esas ocasiones el río
era devastador: arrancaba las cercas de los campos e inundaba hectáreas enteras de
terreno; arrastraba establos y casas, que seguían corriente abajo, flotando y
bamboleándose; atrapaba vacas, cerdos y ovejas y los ahogaba en su agua pardusca y
fangosa, empujando sus cadáveres hasta el mar. Luego, cuando llegaba la tardía
primavera, el caudal del río menguaba y reaparecían las orillas arenosas. Y en verano
casi desaparecía: bajo una empinada ribera, sólo quedaban algunos charcos en los
lugares donde antes había profundos remolinos; volvían las eneas y las hierbas, y los
sauces se erguían, con los restos de la inundación sobre sus ramas superiores.

El Salinas sólo era un río la mitad del año. El sol del estío lo obligaba a meterse bajo

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tierra. No era muy bonito que digamos, pero era el único que teníamos, así es que nos
jactábamos de él, contando lo peligroso que era en un invierno lluvioso y lo seco que
estaba en un verano caluroso. Podemos jactamos de lo que sea, si no tenemos otra
cosa. Quizá cuanto menos se tiene, más se siente uno inclinado a ello.
La parte del valle Salinas comprendida entre las montañas y el pie de sus laderas
es completamente llana porque antiguamente este valle fue el fondo de una ensenada
marina que se adentraba más de un centenar de kilómetros en la costa. La
desembocadura del río, en Moss Landing, fue hace siglos la entrada de esta
penetración marina. Una vez, a ochenta kilómetros valle abajo, mi padre abrió un
pozo. La perforadora encontró, primero, tierra superficial, luego grava y por último,
blanca arena marina, llena de conchas, y hasta algún fragmento de huesos de ballena.
Había seis metros de arena, y luego reaparecía la tierra negra, donde se encontró
un pedazo de pino rojo, cuya madera imperecedera no se pudre jamás.
Antes de convertirse en un pequeño mar interior, el valle tuvo que ser una selva.
Y todas esas cosas habían ocurrido exactamente bajo nuestros pies. A veces, de
noche, me parecía sentir la presencia del mar y de la selva de pinos rojos anterior a él.

En las grandes extensiones de tierra llana que constituían el centro del valle, el suelo
era fértil, y la tierra buena alcanzaba gran profundidad. Requería sólo un invierno con
muchas lluvias para que se cubriese de flores y hierba. La cantidad de flores que
brotaban tras un invierno lluvioso era increíble. Todo el fondo del valle y las laderas
de las montañas aparecían alfombrados de altramuces y amapolas.
En cierta ocasión, una mujer me dijo que las flores de colores vivos parecen
todavía más brillantes si se mezclan con unas cuantas flores blancas que las hagan
resaltar. Cada pétalo de altramuz azul está ribeteado de blanco, de modo que un prado
lleno de altramuces es del azul más intenso que pueda imaginarse. Y entre ellos,
como grandes manchas coloreadas, se veían grupos de amapolas californianas. Éstas
son también de un color llameante, que no es ni anaranjado ni oro; si el oro puro
estuviese en estado líquido y pudiese formar una espuma, esa espuma áurea tendría el
color de las amapolas.
Al terminar la estación de estas flores, aparecía la mostaza amarilla, que crecía
hasta alcanzar una gran altura. Cuando mi abuelo llegó al valle, la mostaza era tan
alta que, por encima de las flores amarillas, sólo era posible ver la cabeza de un
hombre si éste iba montado a caballo. En las tierras altas la hierba estaba salpicada de
botones de oro, rosados beleños y violetas amarillas de pistilos negros. Y cuando la
estación se hallaba ya algo avanzada, se veían hileras rojas y amarillas de pinceles
indios. Estas flores crecían únicamente en lugares abiertos y soleados.
Bajo los grandes robles sombríos y tenebrosos florecía el culantrillo, de agradable
aroma, y bajo las márgenes musgosas de los riachuelos colgaban verdaderos haces de
helechos de cinco hojas y áureos dorsos. Había también campanillas y linternillas,

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blancas como la leche y de aspecto casi pecaminoso, y tan raras y mágicas que,
cuando un niño encontraba una, se sentía señalado como objeto de una gracia
especial durante todo el día.

Cuando llegaba junio, las hierbas dominaban y empezaban a volverse pardas, y las
montañas también, pero su color no era exactamente pardo, sino una mezcolanza de
oro, azafrán y rojo, un color que no se puede describir. Y desde esta época hasta las
siguientes lluvias, la tierra se resecaba y los arroyos dejaban de fluir. En la tierra llana
se formaban grietas, y el río Salinas desaparecía bajo sus arenas. El viento soplaba
por el valle, levantando polvo mezclado con briznas de paja, y se volvía más fuerte e
impetuoso a medida que bajaba hacia el sur, para cesar totalmente a la caída de la
noche. Era un viento áspero y nervioso, y las partículas de polvo que arrastraba se
introducían en la piel y quemaban los ojos. Los campesinos llevaban gafas
protectoras y se cubrían la nariz con un pañuelo para evitar que les penetrara el polvo.

La tierra del valle era profunda y rica, pero las laderas de los montes se hallaban sólo
recubiertas por una delgada capa de tierra vegetal, no más profunda que las raíces de
la hierba; y cuanto más se ascendía por las laderas, más delgada se hacía esa capa, a
través de la cual asomaba ya la roca desnuda, hasta que al llegar al límite de las matas
y matorrales, no era ya más que una especie de grava rocosa que reflejaba
cegadoramente la ardiente luz del sol.

He mencionado los años de abundancia, cuando llovía copiosamente. Pero había


también años de sequía, que sembraban el terror en el valle. El agua estaba sujeta a
un ciclo de treinta años. Había cinco o seis años lluviosos y maravillosos, en los que
la tierra reventaba de hierba. Luego venían seis o siete años regulares, en los que la
lluvia no era muy abundante. Y por último, venían los años secos, en los que la lluvia
brillaba por su ausencia: la tierra se secaba y las hierbas se asomaban tímidamente
hasta una mísera altura, y en el valle aparecían grandes espacios pelados; los robles
adquirían una corteza áspera y la artemisa se volvía gris; la tierra se resquebrajaba,
las fuentes se secaban y el ganado mordisqueaba apáticamente las ramitas secas.
Entonces, los granjeros y rancheros maldecían el valle Salinas. Las vacas
enflaquecían y llegaban incluso a morirse de hambre. La gente tenía que llevar el
agua en barricas hasta las granjas para poder beber el precioso líquido. Algunas
familias lo vendían todo por una cantidad irrisoria, y emigraban. Y durante estos años
de sequía, la gente siempre se olvidaba de los años de abundancia, mientras que
durante los años lluviosos se borraba por completo de su memoria el recuerdo de los
años secos. Siempre sucedía lo mismo.

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Y así era el largo valle Salinas. Su historia era la misma que la del resto del estado.
Primero estuvieron allí los indios, una raza inferior, desprovista de energía, de
inventiva o cultura, unas gentes que vivían de gusanos, saltamontes o moluscos, pues
eran demasiado perezosos para cazar o pescar. Comían lo que hallaban al alcance de
la mano y no se molestaban en plantar ni cultivar. Machacaban bellotas silvestres
para hacer con ellas harina. Incluso su modo de hacer la guerra no era más que una
cansada pantomima.
Luego llegaron las primeras avanzadillas de duros y enjutos españoles,
ambiciosos y realistas, en pos sólo de Dios o de oro. Coleccionaban almas del mismo
modo que coleccionaban piedras preciosas. Se apoderaban de montañas y valles, ríos
y horizontes enteros, como quien hoy en día acapara solares para edificar. Aquellos
hombres tenaces y ásperos bajaban y subían incansablemente por la costa. Algunos
de ellos se quedaban como dueños de haciendas tan grandes como principados, que
les habían otorgado los reyes de España, los cuales no tenían la menor idea de
semejante donación.
Aquellos primeros propietarios vivían en míseras comunidades de tipo feudal, y
su ganado corría y se multiplicaba en libertad. Periódicamente, sus dueños mataban
las cabezas que necesitaban para cubrir las demandas de cuero y sebo y abandonaban
la carne a los buitres y a los coyotes.

Cuando llegaron los españoles, tuvieron que bautizar todo cuanto encontraron y
vieron. Ésta es la primera obligación de todo explorador: una obligación y un
privilegio. Cualquier nueva anotación en el mapa dibujado a mano debe tener un
nombre. Eran, desde luego, hombres muy religiosos, y los que sabían leer y escribir,
los que llevaban los diarios y trazaban los mapas, eran los duros e incansables
sacerdotes que viajaban en compañía de los soldados. Así es que los primeros
nombres de lugares fueron de santos o de festividades religiosas celebradas en los
altos de la marcha.
Hay muchos santos, pero su número no es inagotable, de modo que se encuentran
abundantes repeticiones en los primeros nombres. Tenemos San Miguel, Saint
Michel, San Ardo, San Bernardo, San Benito, San Lorenzo, San Carlos, San
Francisquito. Y luego las festividades: Natividad, Nacimiento, Soledad. Pero también
se daba nombre a ciertos lugares según el estado de ánimo de la expedición en aquel
momento: Buena Esperanza, Buena Vista, porque la vista era hermosa; y Chualar,
porque era muy bonito. Venían luego los nombres descriptivos: Paso de los Robles,
porque allí había muchos; Los Laureles, por la misma razón; Tularcitos, debido a los
juncos de la marisma, y Salinas, a causa del álcali, que era tan blanco como la sal.

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Algunos lugares recibieron el nombre de los animales o pájaros que los poblaban:
Gavilán, por los gavilanes que volaban sobre aquellas montañas; Topo, por la
presencia de este animalejo; Los Gatos, debido a los gatos salvajes. La inspiración la
daba a veces la propia naturaleza del lugar: Tassajara, una taza y una jarra; Laguna
Seca, un lago desecado; Corral de Tierra, porque había un cercado de tierra; Paraíso,
porque era como el cielo…
Luego vinieron los norteamericanos, más codiciosos porque eran más numerosos.
Tomaron posesión de las tierras y rehicieron las leyes para que sus títulos de
propiedad fueran válidos. Y las granjas se extendieron por todo el valle, primero en
las cañadas y luego subiendo por las laderas de los montes, pequeñas casas de madera
techadas con tablas de pino rojo, y corrales formados por estacas hendidas. Allí
donde surgía de la tierra el menor brillo de agua, se levantaba una casa y una familia
comenzaba a crecer y a multiplicarse.
A la entrada de estas moradas se plantaban enseguida esquejes de geranio y de
rosal. Los caminos de carro remplazaban las antiguas veredas, y entre la mostaza
amarilla aparecían los primeros campos de trigales y cebada. Cada quince kilómetros
aproximadamente, en las carreteras más importantes, se encontraba una tienda surtida
de todo lo necesario y un herrero, que con el paso de los años constituyeron los
núcleos de pequeñas poblaciones, como Bradley, King City y Greenfield.

Los norteamericanos tenían más predisposición que los españoles a dar a los sitios
nombres de personas. Tras su afincamiento en los valles, los nombres de los lugares
se refieren más a cosas que allí ocurrieron; ésos son para mí los más fascinantes,
porque cada uno de ellos me sugiere una historia que ya ha sido olvidada. Pienso en
lo que significa Bolsa Nueva; en Moro-cojo (¿quién sería este moro y cómo llegaría
hasta allí?); en el Wild Horse Canyon, o sea el Cañón del Caballo Salvaje, y en
Mustang Grade, el Repecho del Potro Musteño, y Shirt Tail Canyon, o lo que es lo
mismo, el Cañón del Faldón de la Camisa.
Esta toponimia conserva un recuerdo de la gente que la inventó, de una manera
reverente o irreverente, descriptiva, e incluso poética o peyorativa. A cualquier lugar
se le puede llamar San Lorenzo, pero Cañón del Faldón de la Camisa o Moro-cojo es
algo muy diferente.

El viento soplaba y silbaba sobre las haciendas por las tardes, y los labradores
comenzaron a plantar, para resguardarse de él, largas hileras de eucaliptos que a veces
alcanzaban algunos kilómetros. De esta forma evitaban también que el viento
arrastrase la tierra recién arada. Y así era poco más o menos el valle Salinas cuando
mi abuelo llegó a él con su mujer y se estableció en la ladera del monte, a levante de
King City.

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Capítulo 2

Tengo que fiarme de lo que oí decir, de viejas fotografías, de historias que me


contaron, y de recuerdos confusos y mezclados con fábulas, al tratar de contar
quiénes eran los Hamilton. No eran personas destacadas, y no queda casi nada que
nos los recuerde, excepto los típicos documentos sobre el nacimiento, el matrimonio,
la propiedad de tierras y la muerte.
El joven Samuel Hamilton procedía de Irlanda del Norte, lo mismo que su esposa.
Era hijo de unos modestos agricultores, ni ricos ni pobres, cuya familia vivía desde
hacía muchos cientos de años en una casa de piedra asentada dentro de los límites de
una heredad. Los Hamilton se esforzaron por adquirir una sólida instrucción y una
perfecta educación; y, como suele ocurrir frecuentemente en la verde Irlanda, tenían
relación y parentesco con gentes tanto de muy alta como de muy baja posición, de
modo que uno de sus primos podía ser un barón y otro un pordiosero. Y, por
descontado, eran descendientes de los antiguos reyes de Irlanda, como todos los
irlandeses.
No sabría decir por qué razón Samuel dejó la casa de piedra y los verdes campos
de sus antepasados. Jamás se metió en política, así es que ninguna acusación de
rebeldía le obligaba a expatriarse, y por otra parte era honrado en extremo, lo cual
elimina a la policía como causa de su marcha. Se susurraba en mi familia, sin que ello
siquiera llegase a adquirir el grado de rumor, que fue el amor quien lo obligó a
marcharse, y no precisamente el amor por la mujer con la cual se casó. Pero yo no
sabría decir si se trataba de un amor correspondido o bien si lo que le obligó a irse fue
la amargura producida por un amor desgraciado. Siempre preferimos creer que se
trataba de lo primero. Samuel era bien parecido, poseía atractivo e irradiaba alegría.
Es difícil creer que las jóvenes irlandesas le rehuyesen.

Llegó al valle Salinas en la flor de la edad y rebosante de salud, ideas y energías.


Tenía los ojos azules, y cuando estaba cansado, uno de ellos se desviaba ligeramente
hacia fuera. Era un hombre fuerte y robusto, pero lleno de delicadeza. En medio del
polvo de las labores agrícolas, parecía siempre inmaculado. Tenía muy buenas
manos. Era un buen herrero, carpintero y escultor en madera, y con cuatro pedazos de
ésta y otros de metal, construía e improvisaba los objetos más variados. Se pasaba la
vida rumiando la manera de mejorar algo consagrado por el uso, con el fin de
aumentar su utilidad y acelerar su construcción, pero siempre le faltó el talento
necesario para hacer dinero. Otros más listos se aprovecharon de los inventos de

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Samuel, vendiéndolos y enriqueciéndose con ellos, pero Samuel apenas si tuvo lo
necesario para sustentarse durante toda su vida.
Ignoro por qué había dirigido sus pasos hacia el valle Salinas. Era un lugar muy
inadecuado para un hombre que provenía de un país tan lleno de verdor, pero el
hecho es que llegó allí treinta años antes del principio de este siglo, y llevó con él a su
menuda esposa irlandesa, una rígida y envarada mujercilla tan desprovista de humor
como un polluelo. Poseía una dura mollera presbiteriana y unas reglas morales tan
estrictas que, para ella, casi todo cuanto hay de agradable en esta vida era pecado.
Ignoro dónde la conoció Samuel, y cómo se prometieron y se casaron. Creo que
debió de haber habido alguna otra mujer en su corazón, porque era un hombre muy
propenso al amor, y su esposa no era una mujer que hiciese gala de un excesivo
sentimentalismo. A pesar de esto, durante todos los años que transcurrieron desde su
juventud hasta su muerte en el valle Salinas, no hubo jamás el menor atisbo de que
Samuel se interesara por otra mujer.

Cuando Samuel y Liza llegaron al valle Salinas, toda la tierra llana estaba ya
ocupada, así como las ricas hondonadas, los pequeños y fértiles bancales de las
colinas y los bosques, pero todavía quedaban tierras marginales donde asentarse, y
Samuel se estableció en los montes desnudos que hay al este de lo que hoy es King
City.
Lo hizo según las prácticas acostumbradas. Tomó un cuarto de sección para sí y
otro cuarto para su esposa y, puesto que ésta estaba embarazada tomó otro cuarto para
el hijo que había de venir. En el transcurso de los años nacieron hasta nueve vástagos,
cuatro varones y cinco hembras, y a cada nacimiento se añadía un nuevo cuarto de
sección a la hacienda, lo que suma en total setecientas hectáreas. Si la tierra hubiese
sido buena, los Hamilton hubieran sido ricos. Pero aquellas hectáreas eran estériles y
secas. No había en ellas manantiales, y la capa de tierra era tan delgada que a través
de ella asomaban los huesos pelados de las rocas. Incluso la artemisa tenía que luchar
para subsistir en ella, y los robles eran enanos, debido a la falta de humedad. Hasta en
los años buenos había tan poco pasto que el flaco ganado vagaba de un lado a otro sin
encontrar casi nada que comer.

Desde sus peladas colinas, los Hamilton podían dirigir la mirada hacia poniente y
contemplar la lozanía de las tierras bajas y el verdor que se extendía junto a las
riberas del río Salinas.
Samuel edificó la casa con sus propias manos, y levantó asimismo un establo y
una herrería. Pronto advirtió que, aunque dispusiese de cinco mil hectáreas de
terreno, no podía plantar nada en aquel suelo pedregoso sin tener agua. Con sus
hábiles manos fabricó una torre de perforación, y abrió pozos en las tierras de otros

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hombres más afortunados. Inventó y construyó una trilladora y recorría las granjas
del valle en época de cosecha, trillando el grano que sus tierras eran incapaces de
darle. Y en su herrería afilaba arados, reparaba traíllas, soldaba ejes rotos y herraba
caballos. Hombres de todos los puntos del condado le llevaban sus herramientas para
que se las reparase y mejorase. Además, les agradaba oír cómo Samuel hablaba del
mundo y de sus ideas, de la poesía y de la filosofía que se desarrollaban más allá del
valle Salinas. Poseía una voz sonora y profunda, muy apta tanto para el discurso
como para el canto, sin el menor acento irlandés, y su charla tenía una cadencia, un
ritmo y una armonía que la hacía sonar como una dulce música a los oídos de los
taciturnos granjeros del valle. Éstos solían traer whisky y, evitando que los
sorprendiera desde la ventana de la cocina la mirada reprobadora de la señora
Hamilton, echaban reconfortantes traguitos de la botella, mordisqueando después
tallos de anís verde silvestre para disimular el olor del whisky en su aliento.
Era raro no ver, por lo menos, a tres o cuatro hombres reunidos en torno a la forja,
escuchando el sonido del martillo de Samuel, al propio tiempo que sus palabras. Para
ellos, Samuel era un genio cómico, y regresaban a sus casas tratando de recordar
hasta en sus menores detalles las historias que les contaba, y se maravillaban al
constatar cómo se echaban a perder esas historias por el camino, porque jamás
sonaban igual cuando las repetían en sus propias cocinas.

Samuel podía haberse enriquecido con su torre de perforación, su trilladora y su


herrería, pero no tenía el menor sentido de los negocios. Sus parroquianos, que
siempre andaban mal de dinero, prometían pagarle después de la cosecha, después de
Navidad, después de lo que fuera, hasta que al final lo olvidaban, y Samuel era
incapaz de recordárselo. Así es que los Hamilton continuaron siendo pobres.
Los hijos llegaban regularmente cada año. Los pocos médicos que había en la
comarca, sobrecargados de trabajo, no solían ir a los ranchos cuando había un
alumbramiento, a menos que la alegría de los primeros momentos se convirtiese en
una pesadilla que continuase durante varios días. Samuel Hamilton ayudó a venir al
mundo a sus hijos solo: ataba rápidamente sus cordones umbilicales, les daba unas
palmaditas para que rompieran a llorar y limpiaba lo que se había ensuciado. El
último nació con una pequeña obstrucción y comenzó a ahogarse y a ponerse
violáceo, pero Samuel puso su boca contra la del recién nacido, insuflando y
aspirando aire, hasta que el niño pudo respirar libremente.
Samuel tenía tan buenas manos para estos menesteres, que los vecinos de treinta
kilómetros a la redonda solían llamarlo para que ayudase en los partos. E iguales
conocimientos y habilidad demostraba con las yeguas y las vacas que con las
mujeres.

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Samuel tenía un gran libro negro sobre un estante, al alcance de la mano, en cuyo
lomo se podía leer en letras doradas: El médico en casa, por el doctor Gunn. Algunas
de sus páginas estaban dobladas y manoseadas, mientras que otras jamás se abrieron
a la luz. Hojear el Doctor Gunn es conocer la historia clínica de la familia Hamilton.
Las partes del libro más manoseadas correspondían a fracturas de huesos, heridas,
magulladuras, mordeduras, sarampión, lumbago, escarlatina, difteria, reumatismo,
molestias de la mujer, hernia y, desde luego, todo lo relacionado con el embarazo y el
alumbramiento. Los Hamilton debieron de haber sido o muy afortunados o muy
rectos, porque jamás abrieron las secciones que trataban de gonorrea y sífilis.
Samuel era único para calmar los ataques de histeria y para tranquilizar a un niño
asustado. Ello se debía a la dulzura de su voz y a su corazón tierno y compasivo. Y
tanto por su persona como por sus opiniones Samuel daba la sensación de ser un
hombre decente. Por eso, los hombres que acudían a su herrería para hablar y
escucharle dejaban de blasfemar mientras permanecían allí, y no por imposición, sino
voluntariamente, como si intuyeran que en ese lugar no era adecuado hacerlo.
Samuel siempre fue considerado un extranjero, tal vez debido a su acento; pero lo
cierto es que tanto los hombres como las mujeres se sentían inclinados a confiarle
cosas que no se hubieran atrevido a confesar ni a sus parientes ni a sus amigos
íntimos. Su escasa curiosidad lo convertía en un hombre reservado y en el perfecto
depositario de secretos ajenos.

Liza Hamilton era completamente diferente. Su cabeza era pequeña y redonda, y


albergaba convicciones limitadas y categóricas. Poseía una naricilla respingona, una
barbilla pequeña y voluntariosa y tal determinación que ni los propios ángeles se
atrevían a llevarle la contraria.
Liza era una excelente cocinera, y tenía su casa —siempre la llamaba su casa—
como los chorros del oro. Sus partos no la obligaban a abandonar por mucho tiempo
el trabajo, a lo sumo debía tener cuidado durante un par de semanas. Debió de haber
tenido una pelvis de ballena, porque trajo al mundo, uno después de otro, a una serie
de hijos muy corpulentos y robustos.
Poseía un fino y desarrollado sentido del pecado. Para ella, el ocio era un pecado,
lo mismo que jugar a las cartas, cosa que consideraba una variante del ocio. Se
mostraba suspicaz ante la alegría originada por el baile, el canto o la risa. Estaba
convencida de que las personas que se divertían eran presa fácil para el demonio, y
era una pena, porque Samuel era un hombre muy risueño, pero supongo que también
él era una presa fácil para el diablo, así que su esposa lo protegía con todas sus
fuerzas.
Liza llevaba el cabello peinado hacia atrás, muy tirante, y recogido en un apretado

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moño. Y puesto que soy incapaz de recordar cómo iba vestida, debo concluir que ello
se debe a que llevaba vestidos perfectamente acordes con su persona. No mostraba
jamás el menor atisbo de humor, y sólo de vez en cuando soltaba alguna frase hiriente
y mordaz que se pudiera tomar como tal. Sus nietos la temían porque era una mujer
incapaz de sentir la menor debilidad. Vivió y sufrió valientemente y sin quejarse,
convencida de que así era como quería su Dios que la gente viviese. Creía que la
recompensa venía después.

Cuando llegaron al oeste los primeros inmigrantes, particularmente aquellos que


procedían de las pequeñas y atestadas granjas europeas, y vieron que podían poseer
un terreno con el simple requisito de firmar un papel y poner los cimientos de una
casa, pareció entrarles de pronto una verdadera sed de tierra. Siempre querían más y
más: buena tierra, si ello era posible, pero tierra, fuese como fuese. Quizá
conservaban todavía, vagamente, el recuerdo de la Europa feudal, en la que las
grandes familias fundaban su poderío y grandeza en la posesión territorial.
Los primeros que se establecieron adquirieron terrenos que no necesitaban y que
no podían cultivar, e incluso se hicieron con tierras que no valían un céntimo por el
mero placer de poseerlas. Y ello acarreó un cambio total en las proporciones. Un
hombre que hubiera podido llamarse acomodado con cinco hectáreas de terreno en
Europa, era más pobre que una rata en California, a pesar de poseer mil.
No pasó mucho tiempo sin que toda la tierra de las estériles colinas próximas a
King City y a San Ardo estuviese distribuida entre familias harapientas esparcidas
por los montes, que se esforzaban por arrancar su subsistencia del suelo árido y
pedregoso. Su vida, como la de los coyotes, estaba cargada de ansiedad,
desesperación y marginación. Llegaron sin dinero, sin bagaje, sin herramientas, sin
crédito, y sobre todo sin el menor conocimiento del nuevo país al que se dirigían, ni
la menor idea de lo que debían hacer en él. No sé si lo que los llevó allí fue una
divina estupidez o una gran fe. A buen seguro, semejante ventura ya no existe ahora
en el mundo. Pero las familias sobrevivieron y se multiplicaron. Disponían de una
herramienta o un arma que ya ha desaparecido casi por completo, a no ser que sólo
esté dormida momentáneamente. Suele decirse que su fe en un Dios de justicia y
verdad les llevó a confiarse por entero en sus manos y que dejaron que los demás
avatares de la vida se resolvieran por sí solos. Pero yo creo que, simplemente,
confiaban en ellos mismos y se respetaban como individuos, que sabían sin el menor
asomo de duda que eran personas útiles y potencialmente honradas; por ello podían
ofrecer a Dios su propio valor y dignidad, y Dios se los devolvía centuplicados. Tales
cosas han desaparecido, quizá porque los hombres ya no confían en ellos mismos, y

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cuando eso sucede, no hay nada que hacer excepto, quizás, encontrar algún hombre
fuerte, aunque esté equivocado, asirse a los faldones de su levita y dejarse arrastrar
por él.

Mientras muchos llegaban al valle Salinas sin un céntimo, había otros que, tras
venderlo todo, llegaban con dinero para comenzar una nueva vida. Éstos, por lo
general, solían comprar tierra, tierra buena, y se construían casas de madera con
tablones pulidos, que decoraban con alfombras y cristales de colores en las ventanas.
Había muchas familias de este tipo que solían asentarse en las tierras fértiles del
valle, de las que arrancaban la mostaza para plantar trigo.
Adam Trask fue uno de ellos.

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Capítulo 3

Adam Trask nació en Connecticut, en una granja situada a las afueras de un


pueblecito, no muy lejos de la ciudad. Era hijo único y nació seis meses después de
que su padre se incorporara a un regimiento de Connecticut, en 1862. La madre de
Adam se hizo cargo de la granja, crió a Adam, y todavía le quedó tiempo para
profesar varias religiones. Tenía el presentimiento de que su marido moriría a manos
de los salvajes rebeldes, y se preparaba para ponerse en contacto con él en lo que ella
llamaba el más allá. Su marido regresó al hogar cuando Adam contaba seis semanas,
y lo hizo con la pierna derecha amputada a la altura de la rodilla. Andaba renqueando
con ayuda de una pata de palo sin desbastar que él mismo se había hecho con madera
de haya, y que ya empezaba a resquebrajarse. Y sobre la mesa del salón colocó la
bala de plomo que llevaba en el bolsillo y que era la misma que le habían dado para
morder mientras le cortaban su pierna destrozada.
Cyrus, el padre de Adam, era una especie de diablo, siempre había sido muy
turbulento. Conducía un carro de dos ruedas a una velocidad espantosa, y se las
ingenió para que su pata de palo resultase garbosa y atractiva. Le gustaba mucho la
profesión militar. Salvaje por naturaleza, gozó como ninguno del breve periodo de
instrucción, y de la bebida, el juego y el puterío que acompañaban a aquél. Luego, se
marchó al sur con un grupo de reclutas, y disfrutó de lo lindo, pues veía nuevas
tierras, podía robar gallinas y acosar a las mozas rebeldes en los pajares. El gris y
desesperanzador tedio de interminables maniobras y combates no llegó a afectarlo.
La primera vez que vio al enemigo fue una mañana de primavera, a las ocho, y media
hora después fue alcanzado en la pierna derecha por una pesada posta que trituró y
astilló los huesos hasta tal punto que resultó imposible entablillarla. Incluso en esta
ocasión tuvo suerte porque los rebeldes se retiraron y los cirujanos militares
acudieron rápidamente. Cyrus Trask pasó cinco minutos de agonía mientras le
cortaban los pingajos, le serraban el hueso en redondo y le cauterizaban la carne viva.
Las marcas de sus dientes en la bala bien lo demostraban. También sufrió mucho
mientras la herida cicatrizaba bajo las condiciones excepcionalmente sépticas que
reinaban en los hospitales de aquellos días. Pero Cyrus poseía una gran vitalidad y era
además un fanfarrón. Mientras se estaba construyendo su pata de haya y andaba
cojeando de un lado para otro con unas muletas, pescó una gonorrea particularmente
virulenta, que le contagió una joven negra que le silbó desde un montón de maderos y
le cobró diez centavos. Cuando tuvo la pierna nueva y se dio cuenta, con gran
consternación, de su estado, anduvo cojeando de aquí para allá durante varios días,
buscando a la muchacha. Dijo a sus camaradas que, cuando la encontrase, le cortaría

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las orejas y la nariz con su navaja y la obligaría a restituirle su dinero. Trabajando con
su navaja en la pata de palo, demostraba prácticamente a sus amigos cómo lo haría.
—Cuando termine, esa perra va a quedar guapa de verdad. Ni un indio borracho
querrá ir después con ella.
Sus amorosas intenciones debieron de llegar a oídos de la negrita, porque jamás
volvió a verla. Cuando Cyrus abandonó el hospital y el ejército, su gonorrea casi
había desaparecido; pero cuando volvió a Connecticut, todavía le quedaba lo
suficiente para contagiársela a su esposa.
La señora Trask era una mujer pálida e introvertida. El calor del sol jamás
enrojeció sus mejillas, y ninguna risa franca contrajo las comisuras de sus labios.
Usaba la religión como terapia para combatir los males del mundo y los suyos
propios y, según el mal, empleaba una u otra doctrina. Cuando se dio cuenta de que
ya no le eran necesarias las creencias que había cultivado para entrar en
comunicación con su amado esposo, se puso a buscar una nueva causa de infelicidad.
Su búsqueda se vio recompensada al instante por la enfermedad venérea que Cyrus
trajo a casa cuando regresó de la guerra. Y en cuanto se dio cuenta de que la ocasión
así lo requería, desarrolló una nueva doctrina. Su dios de comunicación se convirtió
en un dios de venganza —para ella, la deidad más satisfactoria que jamás había
podido imaginar— y, según iban las cosas, en el último ya. Resultaba muy fácil para
ella atribuir su estado a ciertos sueños que había tenido mientras su marido se hallaba
ausente. Pero la enfermedad no era todavía suficiente castigo para su devaneo
nocturno. Su nuevo dios era un experto en castigos. Le exigía un sacrificio. Rebuscó
en su mente alguna humillación ególatra adecuada, y casi dichosa, encontró el
sacrificio que buscaba: ella misma. Tardó dos semanas en escribir su última carta, con
correcciones y una ortografía perfecta. En ella confesaba crímenes que posiblemente
no podría haber cometido, y admitía pecados que se hallaban mucho más allá de su
capacidad. Y luego, envuelta en una mortaja que se había preparado en secreto, salió
de la casa una noche de luna llena y se ahogó en una charca con tan poca agua, que
tuvo que arrodillarse en el fango y meter la cabeza debajo de la superficie líquida.
Esto, evidentemente, requirió una gran fuerza de voluntad. Cuando por último cayó,
presa de una cálida inconsciencia, estaba pensando con cierta irritación que su blanco
sudario de linón estaría manchado de fango de pies a cabeza cuando a la mañana
siguiente la sacasen de allí. Y así fue, en efecto.
Cyrus Trask lloró a su esposa con un barrilete de whisky y en compañía de sus
tres viejos camaradas de armas, que habían acudido a visitarlo en su camino de
regreso hacia Maine. El pequeño Adam lloró bastante durante el velatorio, porque los
tres compinches, que no sabían una palabra acerca de críos, se habían olvidado de
darle de comer. Cyrus resolvió pronto el problema. Empapó un trapo en whisky y se
lo dio a la criatura para que lo chupase, y después de dos o tres chupadas, el pequeño
Adam se quedó dormido. Durante aquellas horas de duelo y congoja, el crío se
despertó varias veces, llorando y berreando, pero con el trapo empapado volvía a

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dormirse enseguida. El niño estuvo borracho durante dos días y medio. Aparte de lo
que pudiera haber sucedido a su cerebro en formación, ese tratamiento demostró ser
beneficioso para su metabolismo: desde aquellos dos días y medio, gozó de una salud
de hierro. Y cuando al cabo de tres días su padre se decidió por fin a salir para
comprar una cabra, Adam bebió leche ansiosamente, vomitó, bebió más, y se sintió
perfectamente. Su padre no se alarmó ante esta reacción, porque a él solía sucederle
lo mismo. Transcurrido un mes, la elección de Cyrus Trask recayó sobre una
muchacha de diecisiete años, hija de un granjero vecino. El noviazgo fue rápido y
práctico. Nadie tenía la menor duda acerca de sus intenciones, las cuales eran
honorables y razonables. El padre de la novia alentó el galanteo. Tenía dos hijas
jóvenes. Alice, la mayor, contaba diecisiete años y aquélla era la primera proposición
que recibía.
Cyrus quería tener en casa una mujer para que se encargase del pequeño Adam.
Necesitaba alguien que se ocupase de la casa y de la cocina, y una criada cuesta
dinero. Era un hombre muy fogoso y necesitaba junto a sí el cuerpo de una mujer, y
esto también cuesta dinero, a no ser que te cases con ella. En el plazo de dos semanas,
Cyrus se prometió, se casó, se acostó con ella y la dejó embarazada. A sus vecinos no
les pareció precipitado. En aquellos días era muy normal que un hombre tuviese tres
o cuatro esposas a lo largo de su vida.
Alice Trask poseía un gran número de admirables cualidades. Era una
extraordinaria fregona y limpiaba la casa hasta los menores rincones. No era muy
agraciada, así es que no había que vigilarla mucho. Tenía los ojos claros, la tez
cetrina y los dientes muy desviados, pero disfrutaba de una excelente salud y jamás se
sintió mal durante su embarazo. Nunca se supo si le agradaban o no los niños. Jamás
se lo preguntaron, y ella no decía nunca nada a menos que le preguntasen. Para
Cyrus, ésta era posiblemente la mayor de sus virtudes. Jamás expresaba una opinión o
afirmaba algo, y cuando alguien hablaba, daba siempre la vaga impresión de estar
escuchando, mientras andaba de un lado para otro entregada a sus quehaceres.
La juventud, inexperiencia y carácter taciturno de Alice Trask eran, a los ojos de
Cyrus, verdaderas cualidades. Mientras seguía entregado al cuidado de su granja,
como se solía hacer entonces en aquella comarca, abrazó una nueva carrera: la de
viejo soldado. Y aquella energía que antaño lo había hecho turbulento, lo convirtió
ahora en un hombre reflexivo. Nadie, excepto el Ministerio de la Guerra, conocía la
calidad y duración de su servicio en el ejército. Su pata de palo, a la vez que un
certificado de su veteranía y de sus cualidades bélicas, eran una garantía de que ya no
tendría que entrar nunca más en combate. Tímidamente, empezó a hablarle a Alice
acerca de sus campañas, pero a medida que su técnica se iba perfeccionando,
aumentaba también el número de batallas en las que había participado. Al principio
se daba cuenta de que todo era una sarta de embustes, pero no pasó mucho tiempo sin
que estuviese igualmente convencido de que todas sus historias eran verdaderas.
Antes de ingresar en el ejército no había tenido un excesivo interés por el arte de la

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guerra; pero después compró todos los libros que pudo hallar relacionados con temas
bélicos, leyó todos los informes, se suscribió a periódicos de Nueva York y estudió
mapas. Sus conocimientos geográficos eran bastante endebles y su información
acerca de la guerra, nula; pero desde entonces, se convirtió en una autoridad en la
materia. Conocía no solamente las batallas, los movimientos y las campañas, sino
también las unidades que en ellas habían tomado parte, incluso por regimientos, los
nombres de sus coroneles y de dónde procedían. Y a fuerza de contarlo, llegó a
convencerse a sí mismo de que él había estado realmente allí.
Todo esto requirió un proceso gradual, que tuvo lugar mientras Adam se iba
convirtiendo en un muchachuelo, seguido por su hermanastro. Adam y el pequeño
Charles se sentaban y mantenían un silencio respetuoso mientras su padre les
explicaba cómo este y aquel general habían planeado esta y aquella batalla, y por qué
y en qué momento se habían equivocado, y qué hubieran debido hacer realmente. Y
luego —él lo sabía entonces muy bien— había dicho a Grant y a McClellan que
estaban equivocados, y les había rogado que examinasen sus sugerencias. Pero ellos,
invariablemente, habían rehusado escucharlo, y sólo después se vio que tenía razón.
Hubo una cosa que Cyrus no hizo jamás, y quizá demostró ser prudente al obrar
así. Nunca dijo que hubiese tenido algún grado en el ejército, sino que siempre se
presentó como simple soldado. Soldado raso comenzó y soldado raso seguía siendo.
En el marco total de sus historias, resultaba ser el soldado raso más versátil y más
dotado del don de la ubicuidad de toda la historia militar. A veces parecía que hubiese
estado en tres o cuatro sitios al mismo tiempo. Pero, quizá de un modo instintivo,
nunca explicaba esas historias una después de otra. Alice y sus hijos tenían una
imagen muy completa de él: un soldado raso que estaba orgulloso de serlo, y que no
sólo tuvo la suerte de asistir a todas las acciones espectaculares e importantes, sino
que se metía libremente en los estados mayores y manifestaba su conformidad o su
desacuerdo con las decisiones de los generales.
La muerte de Lincoln fue un golpe muy duro para Cyrus. Se acordó siempre de la
impresión que le causó oír la noticia. Y no podía mencionar ese hecho u oír hablar de
él sin que acudiesen al instante lágrimas a sus ojos. Y aunque nunca lo dijo, daba la
impresión indudable de que el soldado raso Cyrus Trask había sido uno de los más
íntimos, queridos y fieles amigos de Lincoln. Cuando éste quería saber cómo andaba
realmente el ejército, el ejército de verdad, no esos figurines vanidosos recubiertos de
galones dorados, llamaba al soldado Trask. La forma en que Cyrus consiguió dar a
entender esto sin decirlo fue un triunfo de la insinuación. Nadie podía llamarle
embustero. Y ello se debía, sobre todo, a que la mentira se hallaba en su cabeza, y a
que ninguna de las verdades que pronunciaba su boca tenía el color de la mentira.
Muy pronto empezó a escribir cartas y artículos acerca de la dirección de las
operaciones bélicas, y sus conclusiones eran inteligentes y convincentes. La verdad es
que Cyrus demostró poseer una mente muy apta para las cuestiones de estrategia y de
táctica militares. Sus críticas, tanto acerca de cómo había sido dirigida la guerra como

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de la organización actual del ejército, eran muy lúcidas y penetrantes. Los artículos
que publicó en diversas revistas atrajeron la atención del público. Sus cartas al
Ministerio de la Guerra, que aparecían simultáneamente en varios periódicos,
comenzaron a tener una influencia inmediata en las decisiones que se tomaban en el
ejército. Quizá, si el Gran Ejército de la República no hubiese llegado a poseer un
peso político y unas directrices, su voz no hubiera resonado tan claramente en
Washington; pero el portavoz de un grupo de casi un millón de hombres no podía ser
ignorado así como así. Y Cyrus Trask llegó a ser esa voz en asuntos militares. No
tardaron en hacérsele consultas acerca de la organización del ejército y de las
relaciones con los oficiales, personal y equipo. Todos los que le escuchaban quedaban
convencidos de que se hallaban ante un experto. Poseía un verdadero talento para lo
militar. Más aún: era uno de los responsables de la organización del ejército como
una fuerza cohesiva y potente dentro de la vida nacional. Después de encargarse
gratuitamente de varios asuntos referentes a la organización militar, asumió la
dirección de un secretariado con sueldo, a título vitalicio. Viajó de un extremo a otro
del país asistiendo a convenciones, mítines y campamentos. Ésta fue su vida pública.
Su vida privada estuvo subordinada también a su nueva profesión e íntimamente
unida a ella. Era un hombre muy trabajador. Organizó su casa y su granja sobre una
base militar. Pidió y obtuvo informes sobre la administración de su economía privada.
Es probable que Alice lo prefiriese así, ya que no era una mujer muy habladora. Le
resultaba más fácil hacer un conciso informe. Estaba muy ocupada con los chicos,
con el cuidado de la casa y con la colada. Además, tenía que conservar su energía, si
bien no mencionó nunca eso en ninguno de sus oficios. Sin la menor advertencia
previa, su energía y sus fuerzas podían abandonarla, y entonces tenía que sentarse y
esperar a que le volviesen. Por la noche se despertaba a veces empapada en sudor. Se
daba perfecta cuenta de que lo que ella tenía se conocía por el nombre de tisis, y lo
hubiera incluso sabido aunque no se lo hubiese recordado una tosecilla dura y
extenuante. Ignoraba cuánto tiempo viviría. Algunas personas arrastraban la
enfermedad durante años. No había ninguna regla fija. Quizá no se atreviese a
mencionarlo a su marido, ya que éste tenía unos métodos para tratar la enfermedad un
tanto violentos. El dolor de estómago, por ejemplo, lo trataba con una purga tan
fuerte que era un milagro que el paciente sobreviviese. Si Alice le hubiese
mencionado cómo se encontraba, Cyrus hubiera sido capaz de imponerle un
tratamiento que la hubiera mandado al otro mundo antes de que la tuberculosis lo
hiciera. Además, a medida que Cyrus se iba volviendo más militar, su esposa
aprendió que la única técnica gracias a la cual puede sobrevivir un soldado era pasar
siempre inadvertida, no hablar jamás a menos que le preguntasen, hacer
exclusivamente lo que se le pedía y no tratar de ascender. Se convirtió en un soldado
raso de retaguardia. La vida le resultaba así mucho más fácil. Alice se colocó en un
último plano, hasta volverse casi invisible.
Los niños fueron las verdaderas víctimas. Cyrus había decidido que, si bien el

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ejército no era todavía perfecto, sin embargo constituía la única profesión honorable
para un hombre. Lamentó el hecho de que no pudiese seguir en el servicio activo a
causa de su pata de palo, pero no podía imaginar para sus hijos otra carrera que la de
las armas. Estaba convencido de que debía empezarse como un simple soldado raso,
como él había hecho. Además, su verdadera escuela había sido la experiencia, no los
mapas ni los libros de texto. Les enseñó la instrucción cuando apenas si sabían
caminar. Cuando estaban en la escuela primaria, el «cierren filas» y el «rompan filas»
era tan natural para ellos como la acción de respirar, y odiaban estas órdenes tanto
como al diablo. Los endurecía obligándoles a hacer ejercicios, y les marcaba el ritmo
golpeando con un bastón sobre su pata de palo; les obligaba a efectuar marchas de
varios kilómetros, llevando en la espalda mochilas cargadas de piedras, con el fin de
fortalecerles los hombros, y les hacía realizar constantemente prácticas de tiro en el
patio trasero de la casa.

Cuando un niño comprende por primera vez a los adultos, es decir, cuando se abre
paso por primera vez en su grave cabecita la idea de que los adultos no están dotados
de una inteligencia divina, de que sus juicios no son siempre acertados, ni su
pensamiento infalible, ni sus sentencias justas, su mundo se desmorona y la
desolación se apodera de él. Los dioses han caído y ha desaparecido toda seguridad.
Y además no caen un poquito, no, se destrozan y se hacen añicos, o bien se hunden en
las profundidades del estiércol. Es una tarea muy fatigosa la de reconstruirlos; ya no
vuelven a brillar jamás con su antiguo resplandor. Y el mundo infantil ya no vuelve a
ser jamás un mundo seguro. Es una manera muy dolorosa de crecer.
Adam descubrió a su padre. No es que éste hubiera cambiado, sino que de pronto
a Adam se le aclararon las ideas. Él siempre había detestado la disciplina, como todo
animal normal haría, pero también se percató de que era justa, verdadera e inevitable
como el sarampión, y de que no podía renegar de ella ni maldecirla; únicamente
odiarla. Y de pronto —fue algo muy repentino, algo así como un relámpago que
iluminó su cerebro—, Adam se dio cuenta de que, al menos, en lo que a él concernía,
los métodos de su padre no se relacionaban con nada en el mundo, a no ser con su
propio padre. Aquella técnica y aquel plan de entrenamiento no habían sido ideados
para los muchachos sino solamente para hacer de Cyrus un gran hombre. Y a la luz
del mismo súbito relámpago, Adam descubrió que su padre no era un gran hombre,
sino un hombrecillo de una enorme voluntad y muy endurecido, que llevaba un
voluminoso morrión de húsar. Es difícil precisar cuál fue la causa; ¿una mirada
furtiva, una mentira descubierta, un momento de vacilación?, pero lo cierto es que el
dios se hizo pedazos en aquella mente infantil.

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El pequeño Adam siempre fue un niño obediente que rehuía la violencia, la
discusión y las tensiones silenciosas —y no tan silenciosas— que suelen madurar en
las casas. En su búsqueda de la tranquilidad procuraba evitar todo signo de violencia
y de provocación; para ello se veía obligado a alejarse y a apartarse de los demás,
puesto que en todo ser siempre hay alguna violencia latente. Recubría su vida con un
velo de vaguedad, mientras que detrás de sus ojos tranquilos discurría una existencia
rica y plena, lo cual no le protegía de los ataques, pero sí le concedía una especie de
inmunidad.
Su hermanastro Charles, poco más de un año menor que él, crecía con el aplomo
que caracterizaba a su padre. Charles era un atleta nato, poseía un ritmo y una
coordinación instintiva de los movimientos, y estaba dotado de la voluntad de vencer
propia del auténtico deportista, que es la llave del éxito en el mundo.
El joven Charles siempre ganaba a Adam en competiciones que requiriesen
habilidad, fuerza o comprensión rápida, y lo hacía con tanta facilidad que pronto
perdió todo interés por rivalizar con su hermano y tuvo que buscar sus adversarios
entre los demás niños. Y poco a poco se fueron creando entre ambos unos lazos
afectivos más parecidos a los que existen entre hermano y hermana que a los que
debe haber entre hermanos del mismo sexo. Charles se peleaba con cualquier
muchacho que desafiase o se burlase de Adam, y, por lo general, siempre solía ser él
el vencedor. Protegía a Adam ante las reprimendas paternas, con mentiras e incluso
echándose la culpa de acciones que él no había cometido. Charles sentía por su
hermano el afecto que se suele tener por los seres indefensos y desamparados, por los
cachorros ciegos y por los recién nacidos.
Adam miraba, desde su cerebro retraído a lo largo de los prolongados túneles de
sus ojos, a las personas que poblaban su mundo: su padre, que al principio era una
fuerza natural provista de una sola pierna, que existía justamente para hacer que los
pequeños se sintiesen todavía más pequeños y más estúpidos, y que se diesen cuenta
de su estupidez; luego —tras la caída del dios— su padre le pareció el policía
impuesto por nacimiento, el oficial a quien se podía engañar, o embaucar, pero jamás
desafiar. Y al extremo de los largos túneles de sus ojos, Adam veía a su hermanastro
Charles como a un brillante ser de otra especie, dotado de músculos y huesos,
velocidad y viveza, situado en un plano muy superior, donde se le tenía que admirar
del mismo modo que se admira el suave y felino peligro representado por un leopardo
negro, sin que nunca se nos ocurra compararnos ni por casualidad con él. Pero
tampoco se le habría ocurrido nunca convertir a su hermanastro en su confidente,
hablarle de sus ansias, de sus grises sueños, de los planes y de los placeres silenciosos
que yacían al fondo del túnel de sus ojos. Ello le hubiera parecido tan absurdo como
confiar sus cuitas a un hermoso árbol o a un faisán en pleno vuelo. Adam estaba
contento con Charles de la misma manera que una mujer está contenta con un gran
diamante, y dependía de su hermano de la misma manera que una mujer depende del
centelleo del diamante y de la seguridad que le da su valor; pero amor, afecto, ternura

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eran cosas que estaban fuera de su comprensión.
Respecto de Alice Trask, Adam ocultaba en su pecho un sentimiento muy
parecido a la más profunda vergüenza. Ella no era su madre, y eso él lo sabía porque
se lo habían dicho muchas veces, no de forma expresa, sino por el tono con que
fueron pronunciadas determinadas frases; también sabía que su madre había hecho
algo vergonzoso, como por ejemplo, olvidarse de dar de comer a las gallinas o errar
el blanco en los ejercicios de tiro. Y como resultado de su falta, ya no estaba allí.
Adam pensó varias veces que, si pudiese llegar a saber cuál había sido el pecado
cometido por su madre, también él lo cometería para poder marcharse de allí.
Alice trataba a los niños por igual, los lavaba y les daba de comer, cediendo el
resto a su padre, quien había dejado muy claro que la educación física y mental de los
niños era exclusivamente de su incumbencia. Ni los castigos ni los premios quería
delegarlos en otra persona. Alice jamás se quejó, protestó, rió o lloró. Su boca se
reducía a una línea que no ocultaba nada, pero que tampoco ofrecía nada. Sin
embargo, una vez, cuando todavía era pequeño, Adam penetró silenciosamente en la
cocina. Alice no advirtió su presencia; estaba zurciendo calcetines, y sonreía. Adam
se retiró sin ser visto, salió de la casa, se metió en el bosquecillo trasero y se refugió
en un escondrijo junto a un tocón que conocía muy bien. Se agazapó entre las raíces
protectoras, pues se sentía tan turbado como si la hubiese visto desnuda. Respiraba
entrecortadamente, lleno de excitación, porque había visto a Alice desnuda, o lo que
es lo mismo, sonriendo. Se preguntó cómo se había atrevido a mostrarse con tal
desvergüenza. Y la anheló con un deseo vehemente, cálido y apasionado. No se daba
cuenta de que, en realidad, su apasionamiento se debía a la falta de arrullos, de
balanceo en la cuna y de caricias; al hambre de pecho y pezón, a la nostalgia de una
falda suave y acogedora, y de una voz llena de amor y de compasión; y lo ignoraba
porque jamás había sabido que tales cosas existiesen. ¿Cómo podía, pues, echarlas de
menos?
Desde luego se le ocurrió que podía estar equivocado, que alguna sombra había
caído sobre su rostro y le había enturbiado la vista. Así que evocó de nuevo la nítida
imagen en su mente y advirtió que los ojos también sonreían. La luz huidiza podía
producir uno u otro efecto, pero no ambos.
La acechó, entonces, como si se tratase de una pieza de caza, como había
acechado a las marmotas en la loma cuando, día tras día, había yacido inanimado
como una piedra, observando cómo las viejas y cansadas marmotas sacaban a sus
hijuelos para que tomasen el sol. Espiaba a Alice, oculto y desde los ángulos más
insospechados, y comprobó que no se había equivocado. Algunas veces, cuando ella
estaba sola y creía que nadie la observaba, permitía a su espíritu jugar en un jardín, y
entonces sonreía. Y era algo asombroso ver con cuánta rapidez hacía desaparecer la
sonrisa, de la misma manera que las marmotas se escabullen con sus pequeños dentro
de sus madrigueras.
Adam ocultó su tesoro en lo más profundo de sus túneles, pero se sentía inclinado

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a corresponder de alguna forma a aquel gozo. Alice empezó a encontrar regalos —en
su cesto de costura, en su monedero usado, bajo su almohada—: dos claveles de
canela, una pluma de la cola de un pájaro azul, media barra de lacre verde, un
pañuelo robado. Al principio, Alice se sintió sorprendida, pero pronto se le pasó, y
cuando se encontraba algún presente inesperado, destellaba en su rostro la sonrisa del
jardín, para desaparecer al instante del mismo modo en que una trucha cruza el
cuchillo de un rayo de sol en un estanque. No hacía preguntas ni comentarios.
Por la noche, su tos arreciaba, y era tan fuerte y seguida que al final Cyrus tuvo
que mandarla a dormir a otra habitación o de lo contrario él no hubiera podido
conciliar el sueño. Pero iba a verla muy a menudo, saltando sobre su único pie
desnudo y apoyándose con la mano en la pared. Los niños oían y sentían la
trepidación que producía su cuerpo en toda la casa, cuando iba o venía, saltando, del
lecho de Alice.
A medida que Adam crecía, temía una cosa por encima de todas: el día en que
tuviese que alistarse en el ejército. Su padre ponía gran empeño en que no olvidase
que ese día llegaría, y le hablaba de él a menudo. Adam necesitaba ingresar en el
ejército si quería llegar a ser un hombre. Charles ya era casi un hombre; y con quince
años, era un hombre mucho más peligroso que Adam con sus dieciséis.

El afecto entre los dos muchachos aumentó con los años. Es posible que el desprecio
formase parte de los sentimientos de Charles, pero se trataba de un desprecio
protector. Una tarde, los dos chicos estaban jugando a un nuevo juego —la billalda—
en el patio delantero. Había que poner en el suelo un bastoncillo puntiagudo y golpear
con un palo cerca de uno de los extremos. El bastoncillo saltaba por los aires, y
entonces había que golpearlo con el palo y arrojarlo tan lejos como fuese posible.
Adam no sobresalía en los juegos, pero por alguna casualidad fortuita, ganó a su
hermano en esta ocasión. Por cuatro veces arrojó el bastoncillo más lejos que Charles.
Aquello fue para él una nueva experiencia, y la sangre afluyó a su rostro, pero olvidó
mirar a su hermano para darse cuenta de su estado de ánimo, como siempre solía
hacer. La quinta vez que golpeó el bastoncillo, éste salió volando y zumbando como
una abeja, y fue a caer muy lejos. Se volvió loco de alegría a mirar a Charles, y de
repente sintió que se le helaba la sangre en las venas. La expresión de odio del rostro
de Charles lo aterrorizó.
—Ha sido por casualidad —aseguró mansamente—. Te prometo que no volveré a
hacerlo.
Charles colocó su bastoncillo, lo golpeó y, cuando salió por los aires, falló el
golpe. Entonces se dirigió lentamente hacia Adam, mirándolo fría y

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despiadadamente. Adam se hizo a un lado, lleno de terror. No se atrevía a volverse y
echar a correr, porque sabía que su hermanastro lo alcanzaría. Dio algunos pasos
atrás, con una expresión de espanto en los ojos y la garganta seca. Charles se acercó
aún más y le golpeó en el rostro con su palo. Adam se cubrió la nariz, que sangraba,
con ambas manos, y Charles blandió de nuevo su palo y lo golpeó en la espalda,
dejándolo sin aliento; realizó de nuevo un molinete y lo golpeó en la cabeza,
haciéndole caer desvanecido. Y mientras Adam yacía en el suelo inconsciente,
Charles le dio puntapiés en el estómago, y después se marchó.
Transcurridos unos instantes, Adam recuperó el conocimiento. Respiró con
dificultad, debido al dolor que sentía en las costillas. Trató de enderezarse, y cayó
nuevamente de espaldas, acosado por el dolor de los lastimados músculos de su
estómago. Vio a Alice asomada a una ventana, y descubrió en su rostro algo que
jamás había visto antes. No sabía qué era, pero no le pareció ni suave ni tierno, sino
más bien todo lo contrario. En el instante en que ella se percató de que estaba
mirándola, corrió las cortinillas y desapareció. Cuando finalmente Adam consiguió
levantarse del suelo y caminar, encorvado, hacia la cocina, encontró allí una
palangana de agua caliente y junto a ella una toalla limpia. Al mismo tiempo oyó la
tos de su madrastra, allá arriba en su habitación.
Charles poseía una gran cualidad. Jamás pedía disculpas. Jamás. Nunca mencionó
la paliza, y aparentemente no volvió a pensar en ella. Sin embargo, Adam dejó bien
sentado que jamás volvería a ganar en nada. Siempre había sentido el peligro
encamado en su hermanastro, pero ahora comprendió que jamás debía ganar, a menos
que estuviese preparado para matar a Charles. Éste no se disculpaba ni lo lamentaba.
Había hecho simplemente lo que le correspondía.
Ni Charles ni Adam dijeron una palabra a su padre de la paliza, y Alice
seguramente tampoco, y, sin embargo, él parecía estar enterado de ello. En los meses
que siguieron, demostró una ternura especial hacia Adam. Le hablaba con dulzura, y
no volvió a castigarlo. Casi todas las noches le sermoneaba, pero no de un modo
violento. Y Adam temía más ese trato bondadoso que la violencia, porque le parecía
que estaba siendo tratado como una víctima propiciatoria, como si toda aquella
amabilidad no presagiase otra cosa que la muerte, de la misma manera que las
víctimas destinadas al altar de los dioses eran mimadas y halagadas para conseguir
que se dirigiesen con ánimo alegre a la piedra de los sacrificios y no ultrajasen a las
divinidades con su desdicha.
Cyrus explicó tranquilamente a Adam cuál era la naturaleza del soldado. Y
aunque sus conocimientos provenían más del estudio que de la experiencia, eran
ciertos y exactos. Habló a su hijo de la triste dignidad que reviste al soldado y de
cómo el soldado es necesario, a la luz de todos los fracasos del hombre como castigo
por su fragilidad. Es posible que Cyrus descubriese en sí mismo estas verdades a
medida que las iba diciendo. No quedaba en él rastro alguno de la jactanciosa y
fanfarrona belicosidad de sus años mozos. Las humillaciones se acumulaban sobre el

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soldado, según dijo Cyrus, para que así, cuando llegue la hora, no pueda resentirse
por la última humillación: una muerte vil y absurda. Y Cyrus hablaba sólo con Adam,
sin permitir a Charles que asistiese a sus conferencias.
Cyrus se llevó un día a Adam a dar un paseo, a última hora de la tarde, y las
negras conclusiones de todas sus cavilaciones y estudios surgieron y se alzaron
tremebundas ante su hijo. Su padre le dijo:
—Tienes que saber que el soldado es el más santo de todos los humanos, porque
es el que más pruebas tiene que pasar, más que todos. Voy a intentar que me
comprendas. Mira: durante todo el transcurso de la historia se ha enseñado a los
hombres que matar es una mala acción y que no debe tolerarse. Todo aquel que mata
debe ser aniquilado porque ha cometido un gran pecado, quizás el peor pecado que se
conoce. Pero luego, he aquí que agarramos a un soldado y depositamos la muerte en
sus manos diciéndole: «Úsala bien, úsala sabiamente». No le ponemos ninguna clase
de limitación. «Ve», le decimos, «y mata a tantos de tus hermanos como puedas». Y
lo recompensamos por ello, porque constituye una violación de lo que se nos había
enseñado primero.
Adam se humedeció los labios resecos, trató de hablar sin conseguirlo, y por
último logró decir:
—¿Por qué lo hacen? ¿Por qué es así?
Cyrus se sintió profundamente conmovido y habló como jamás lo había hecho.
—Lo ignoro —respondió. He estudiado cómo son las cosas, y quizás he
aprendido algo, pero estoy todavía muy lejos de saber por qué son como son. Y no
debes esperar que los hombres comprendan la razón de sus acciones. Muchas cosas
se hacen de un modo instintivo, de la misma manera que una abeja hace miel o una
zorra hunde sus patas en el curso de un riachuelo para engañar a los perros. La zorra
es incapaz de decir por qué actúa así, y la abeja, probablemente, no recuerda el
invierno ni espera que éste vuelva. Cuando supe que tendrías que abandonarme,
pensé que no debía entrometerme en tu futuro para que así fueras capaz de hallar tu
propio camino, pero después me pareció mejor ayudarte con lo poco que yo sé.
Pronto te irás, ya tienes la edad.
—No quiero irme —protestó Adam prontamente.
—Pronto te irás —repitió su padre, sin prestar oído a las palabras de su hijo—. Y
quiero advertirte, para que no te sientas sorprendido. Primero, arrancarán tus vestidos,
pero no se detendrán ahí. Te despojarán de la última sombra de dignidad que te quede
y perderás lo que tú crees que es tu decente derecho a la vida y al respeto ajeno. Te
harán vivir, comer, dormir y hacer tus necesidades en compañía de otros hombres. Y
cuando te vuelvan a vestir, serás incapaz de distinguirte de los demás. No te
permitirán llevar ni siquiera un rasguño ni prenderte una nota en el pecho que diga:
«Soy yo, diferente del resto».
—Yo no quiero hacer eso —repuso Adam.
—Más adelante —prosiguió Cyrus, no pensarás nada que los otros no piensen, ni

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pronunciarás una palabra que los otros no digan. Y harás las cosas porque los otros
también las harán. Sentirás el peligro de una manera diferente: como un peligro
común a todo el rebaño de hombres que piensan y que actúan del mismo modo.
—¿Y qué ocurrirá si yo me rebelo? —preguntó Adam.
—Sí —dijo Cyrus—, eso sucede a veces. De vez en cuando hay un hombre que
se niega a hacer lo que exigen de él. Pero ¿sabes qué ocurre? La máquina entera se
dedica fríamente a destruir esa diferencia. Golpean el espíritu y los nervios de aquel
hombre, su cuerpo y su alma, con barras de hierro, hasta que por último aquel
peligroso sentimiento diferencial huye de él. Y si se resiste a abandonarlo, lo arrojan
a la cuneta y lo dejan pudriéndose allí, para no ser ni parte de ellos ya, ni libre
todavía. Es mejor acceder a lo que exigen. Si actúan así, es sólo para protegerse. Un
ente tan triunfalmente ilógico, tan hermosamente desprovisto de sentido como es un
ejército, no puede permitir que una interrogación o una pregunta lo debiliten. En su
seno, si uno no se afana para hallar otras cosas con que compararlo, o para mofarse
de él, se puede ir descubriendo, lentamente pero de un modo seguro, una razón y una
lógica y algo así como una terrible belleza. El hombre capaz de aceptarlo no es
siempre un hombre inferior sino que a veces se cuenta entre los mejores. Presta
mucha atención a lo que digo, porque he pensado mucho en ello. Hay hombres que
siguen el terrible camino de las armas, son incapaces de resistirlo y pierden toda su
personalidad. Pero es que, cuando lo emprendieron, ya no tenían mucha. Y tal vez tú
seas uno de éstos. Pero hay otros que se hunden y se sumergen en el anonimato, para
resurgir siendo aún más ellos mismos que antes, porque han perdido una brizna de
vanidad y han ganado, a cambio, todo el lustre de la compañía y del regimiento. Si
puedes llegar al fondo de esa sima, podrás después levantarte más alto de lo que
puedas imaginar, y conocerás una santa alegría, una camaradería casi igual a la de
una celestial compañía de ángeles. Entonces serás capaz de conocer las cualidades de
los hombres, aunque éstos no las manifiesten con las palabras. Pero para eso es
necesario, primero, que llegues hasta el fondo.
Cuando regresaban a la casa, Cyrus dobló a la izquierda y entró en el bosquecillo
que había detrás, donde reinaba la penumbra. De pronto, Adam dijo:
—¿Ve usted aquel tocón, padre? Yo solía esconderme entre sus raíces, en el
extremo más alejado. Después de un castigo me ocultaba allí, y otras veces iba
simplemente porque me sentía mal.
—Vamos a verlo —le propuso su padre. Adam lo acompañó hasta allí, y Cyrus se
agachó para ver el agujero, semejante a un nido, que se abría entre las raíces—. Hace
mucho tiempo que lo conocía —confesó. Una vez, cuando desapareciste por largo
tiempo, se me ocurrió pensar que debías de tener algún escondrijo como éste, y lo
descubrí porque comprendí qué clase de lugar habrías escogido. Mira cómo la tierra
está apisonada y las briznas de hierba aplastadas. Y mientras estabas metido ahí,
desmenuzabas pedacitos de corteza. Cuando lo descubrí comprendí enseguida que
éste era tu escondrijo.

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Adam miraba a su padre con expresión de asombro.
—Jamás vino a buscarme aquí —dijo.
—No —replicó Cyrus—. No lo hubiera hecho. Nunca hay que llevar a un hombre
hasta el límite. No lo hubiera hecho. Siempre hay que dejar una puerta abierta antes
de la muerte. ¡Recuerda esto! Era consciente de lo extraordinariamente severo que era
contigo. No quería acorralarte al borde del precipicio, sin escapatoria posible.
Salieron de entre los árboles. Cyrus prosiguió:
—¡Quiero decirte tantas cosas! Pero las he olvidado casi todas. Quiero decirte que
un soldado renuncia a mucho para recibir algo. Desde el día de su nacimiento, cada
circunstancia, cada ley y orden y derecho enseñan al hombre a proteger su propia
vida. Desde su más tierna edad está dotado de este gran instinto, y la vida no hace
sino confirmarlo. Pero luego se convierte en un soldado, y debe aprender a violar
todas estas enseñanzas, debe aprender fríamente a ponerse en situación de perder su
propia vida sin volverse loco. Y si eres capaz de hacerlo (muchos, fíjate bien, no
pueden), entonces poseerás el mayor don de todos. Mira, hijo mío —dijo Cyrus
solemnemente—, casi todos los hombres son víctimas del miedo, sin que lleguen a
saber qué les causa ese miedo: sombras, perplejidades, peligros innominados e
indeterminados, el temor a una muerte solapada. Pero si consigues llegar a enfrentarte
no con sombras, sino con una muerte real, descrita y reconocible, por bala o sable,
flecha o lanza, entonces ya no necesitas sentir temor, o por lo menos no de la misma
manera en que antes lo sentías. Entonces serás un hombre distinto de los demás
hombres, te sentirás seguro cuando ellos griten llenos de terror. Ésta es la gran
recompensa; quizá la única recompensa. Tal vez sea la pureza final, ribeteada de
inmundicia. Ya es muy tarde. Mañana por la noche quiero hablar otra vez contigo,
cuando ambos hayamos tenido tiempo de reflexionar sobre lo que hoy te he dicho.
—¿Por qué no le habla así a mi hermano? —preguntó Adam—. Él es mucho más
capaz que yo.
—Charles no se irá —aseguró Cyrus—. No tendría ningún sentido.
—Pero sería mucho mejor que yo.
—En apariencia sólo —contestó Cyrus—. No por dentro. Charles no tiene miedo,
así es que nunca podrá aprender nada acerca del valor. No conoce nada de sí mismo,
de modo que jamás podrá obtener las cosas que he tratado de explicarte. Hacerlo
ingresar en el ejército sería la manera de dar rienda suelta a unos instintos que en
Charles deben estar encadenados, jamás libres. No me atrevo a dejarlo ir.
—Usted nunca lo castiga, le deja vivir su vida, lo alaba, jamás lo reprende, y
ahora le permite que no vaya al ejército —se lamentó Adam.
Se interrumpió, asustado por lo que había dicho, temeroso de la ira, el desprecio o
la violencia que sus palabras podían desencadenar.
Su padre no replicó. Salieron del bosquecillo, y Cyrus caminaba con la cabeza tan
abatida, que la barbilla le descansaba sobre el pecho, y el movimiento de su cadera,
cada vez que la pata de palo golpeaba el suelo, era monótono. Ésta describía un

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semicírculo lateral a cada paso que daba.
Reinaba ya una completa oscuridad, y la luz dorada de las lámparas brillaba a
través de la puerta abierta de la cocina. Alice acudió al umbral y atisbó al exterior,
tratando de descubrirlos con la mirada, hasta que oyó los pasos desiguales que se
aproximaban. Entonces se retiró al interior de la cocina.
Cyrus se dirigió hacia la escalera de la cocina, y allí se detuvo e irguió la cabeza.
—¿Dónde estás? —preguntó.
—Aquí, detrás de usted, aquí.
—Me has hecho una pregunta. Creo que no te la he respondido. Tal vez sea bueno
o tal vez sea malo responderla. No eres muy listo. No sabes lo que quieres. No tienes
orgullo ni fiereza. Permites que los demás te pisoteen. A veces pienso que eres un
mequetrefe canijo que jamás llegará a ser un perro de presa. ¿Responde esto a tu
pregunta? Te quiero más a ti. Siempre te he querido más. Quizá no hago bien en
decírtelo, pero es así. Te quiero más. Por otra parte, ¿por qué tenía que tomarme el
trabajo de hacerte daño? Ahora cállate y ve a cenar. Mañana por la noche hablaremos.
Me duele la pierna.

Cenaron en silencio, sólo interrumpido por el ruido que hacían al sorber la sopa y al
masticar. Cyrus agitaba la mano para alejar las mariposillas nocturnas del quinqué de
petróleo. A Adam le parecía que su hermano le observaba en secreto. Y atrapó una
furtiva mirada de Alice, una vez que levantó de pronto la cabeza. Cuando hubo
terminado de cenar, Adam separó la silla y se puso en pie.
—Me parece que voy a dar una vuelta —dijo.
—Voy contigo —le indicó Charles, y se levantó a su vez.
Alice y Cyrus vieron cómo se iban, y luego ella le hizo una de sus raras
preguntas.
—¿Qué has hecho? —le interrogó con nerviosismo.
—Nada —respondió él.
—¿Quieres que se vaya?
—Sí.
—¿Lo sabe él?
Cyrus miró fríamente, por la puerta abierta, hacia la oscuridad exterior.
—Sí, lo sabe.
—No le gustará. Eso no es para él.
—No importa —dijo Cyrus, y repitió más fuerte: No importa. Pero el tono de su
voz decía: «Cállate. Esto no te concierne». Permanecieron silenciosos unos instantes,
hasta que él dijo, como si quisiera excusarse:

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—Parece que sea hijo tuyo.
Alice no replicó.
Los dos muchachos caminaban por la carretera en sombras, surcada por las
rodadas de los carros. Frente a ellos divisaban unas cuantas lucecillas apiñadas, que
mostraban el emplazamiento del pueblo.
—¿Quieres que vayamos allá a ver qué pasa en la taberna? —preguntó Charles.
—No se me había ocurrido —respondió Adam.
—Entonces, ¿por qué demonios sales a pasear de noche?
—No era necesario que tú vinieses —dijo Adam.
Charles se acercó a él.
—¿Qué te ha dicho esta tarde? Vi que salíais a pasear juntos. ¿Qué te dijo?
—Me habló del ejército, como siempre.
—Me parece que no fue así —contestó Charles, desconfiado—. Lo vi inclinarse
confidencialmente, hablando como habla a los hombres, no contando cosas, sino
hablando.
—Me estaba contando cosas —aseguró Adam, pacientemente, y tuvo que retener
el aliento, porque empezaba a hacérsele un nudo en la garganta. Hizo una aspiración
profunda y sostenida, para tratar de dominar su temor incipiente.
—¿Qué te contó? —volvió a preguntar Charles.
—Me habló del ejército y de cómo debe ser un soldado.
—No te creo —insistió Charles—. Creo que eres un asqueroso embustero. ¿Qué
estás tratando de ocultar?
—Nada —replicó Adam.
—La loca de tu madre se ahogó. A lo mejor lo hizo después de mirarte. Sí, por
eso debió de hacerlo —le espetó Charles con aspereza.
Adam expulsó lentamente el aire retenido, tratando de dominar aún su angustioso
temor. Pero no pronunció palabra.
—¡Estás tratando de quitármelo! No sé qué te propones con ello. ¿Qué es lo que
te propones? —gritó Charles.
—Nada —volvió a replicar Adam.
Charles dio un salto y se interpuso en su camino, obligando a Adam a detenerse;
ambos quedaron frente a frente, pecho contra pecho. Adam retrocedió, pero con la
mayor precaución, como si se apartase de una serpiente.
—¡Su cumpleaños, por ejemplo! —gritó Charles—. Reuní seis pavos y le compré
un cuchillo de montaña fabricado en Alemania, con tres hojas y un sacacorchos, y
cachas de nácar. ¿Dónde está ese cuchillo? ¿Le has visto usarlo alguna vez? ¿Te lo ha
dado a ti, acaso? Jamás vi que lo afilase. ¿Lo llevas en el bolsillo? ¿Qué hizo con él?
«Gracias», se limitó a decirme. Y eso es lo último que supe de ese cuchillo alemán
con cachas de nácar que me costó seis pavos.
Su voz denotaba ira y Adam sintió que su miedo iba en aumento; pero también
sabía que aún disponía de unos instantes. Conocía ya de sobra aquella máquina

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destructora que trituraba todo lo que se interponía en su camino. Primero venía la ira;
después un frío sentimiento de dominio de sí mismo; una mirada implacable y una
sonrisa satisfecha, sin pronunciar palabra, emitiendo sólo un murmullo inarticulado.
Cuando eso ocurría, el asesinato era factible; pero un asesinato frío y calculado,
ejecutado con unas manos que trabajaban con precisión y delicadeza. Adam tragó
saliva para humedecer su reseco gaznate. No se le ocurría nada que su hermano
quisiese escuchar; sabía que en ese estado Charles no prestaba atención a nada. Se
erguía sombrío enfrente de Adam, tajante, amenazador, pero sin agacharse todavía. A
la luz de las estrellas, sus labios brillaban húmedos, pero ahora no sonreía y su voz
murmuraba sordamente imprecaciones y palabras de amenaza.
—¿Qué hiciste el día de su cumpleaños? ¿Te crees que no lo vi? ¿Te gastaste seis
pavos, o siquiera cuatro? Le diste un cachorro mestizo que encontraste en el bosque.
Te reías como un loco y decías que seria un buen perro para cazar perdices. Ese perro
duerme ahora en su habitación. Juega con él mientras lee. Le ha enseñado a hacer un
montón de cosas. Y ¿dónde está el cuchillo que yo le regalé? «Gracias», se limitó a
decir, «Gracias».
Charles hablaba en un susurro, y se dispuso a atacar.
Adam dio un salto desesperado hacia atrás, y levantó ambas manos para
resguardarse el rostro. Su hermano se movía con precisión, asegurando firmemente
cada pie al avanzar. Un directo lanzado con toda delicadeza abrió la guardia de
Adam, y al punto comenzó la fría y calculadora labor: un duro golpe en el estómago,
que obligó a bajar las manos a Adam; luego cuatro puñetazos a la cabeza. Adam
sintió cómo cedían el hueso y el cartílago nasales. Volvió a levantar las manos y esta
vez Charles le golpeó sobre el corazón. Y durante todo este tiempo, Adam miraba a
su hermano, como el condenado mira, sin ninguna esperanza y lleno de asombro, al
ejecutor.
De pronto, y ante su propia sorpresa, Adam lanzó un golpe flojo y aturdido con su
brazo extendido, sin fuerza ni dirección. Charles se agachó para esquivarlo, y el débil
brazo cayó alrededor de su cuello. Adam pasó entonces ambos brazos en torno a su
hermano y se aferró a él, sollozando. Sintió los duros y contundentes golpes sobre su
estómago, que le provocaban náuseas, pero no soltó el abrazo. El tiempo había
retardado su paso para él. Sintió cómo su hermano trataba de desasirse y se
zarandeaba para hacerle separar las piernas. Y sintió también cómo la rodilla de
Charles ascendía entre sus rodillas, rozándole los muslos, hasta que chocó
brutalmente con sus testículos. Un dolor agudo y terrible recorrió su cuerpo, y se
desasió. Se inclinó y vomitó, mientras el implacable vapuleo proseguía.
Adam sintió los golpes en las sienes, mejillas y ojos. Sintió cómo su labio se
partía y colgaba como un pingajo sobre los dientes, pero su piel parecía más dura y
embotada, como si todo él estuviese envuelto en goma maciza. Confusamente, se
preguntó por qué sus piernas no se doblaban, por qué no caía, por qué la
inconsciencia no se apoderaba de él. El vapuleo continuaba de forma indefinida. Oía

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respirar a su hermano con el jadeo rápido y explosivo de un herrero al golpear con su
martillo, y a la débil luz de las estrellas, le veía a través de la sangre mezclada con
lágrimas que manaban de sus ojos. Veía sus ojos inocentes e indiferentes, la ligera
sonrisa sobre los labios húmedos. Y mientras contemplaba todo esto, de pronto surgió
un relámpago de luz y tinieblas.
Charles se detuvo sobre él, aspirando con ansia el aire, como un perro exhausto.
Y luego se volvió y regresó lentamente hacia la casa, sobándose los nudillos
magullados.
Adam recuperó pronto el sentido, y se sintió lleno de terror. Su mente estaba
envuelta en una nebulosa lacerante. Sentía el cuerpo pesado, y el menor movimiento
le producía un enorme dolor. Pero lo olvidó casi instantáneamente, porque oyó unos
pasos apresurados en la carretera. El temor instintivo y vigilante de una rata se
apoderó de él. Se incorporó sobre sus rodillas y se arrastró hasta la cuneta de la
carretera. Había casi medio metro de agua en ella, y las márgenes estaban recubiertas
de altas hierbas. Adam se deslizó en silencio entre ellas y se metió en el agua,
teniendo cuidado de no chapotear.
Los pasos se aproximaron, se detuvieron, volvieron a oírse, y retrocedieron.
Desde su escondrijo, Adam veía tan sólo oscuridad por todas partes. Pero entonces se
encendió una cerilla de azufre, que ardió con una llamita azul hasta que el fuego llegó
a la madera, iluminando entonces grotescamente desde abajo el rostro de su hermano.
Charles levantó el fósforo y miró en derredor, y Adam vio que llevaba una pequeña
hacha en la mano derecha.
Cuando se apagó el fósforo la noche fue más oscura que antes. Charles avanzó un
poco y encendió otro fósforo, volvió a avanzar y encendió todavía un tercero.
Examinaba la carretera en busca de huellas. Por último abandonó su empeño.
Levantó la mano y arrojó la hachuela a lo lejos, hacia los campos. Y luego se dirigió
con pasos apresurados hacia las luces arracimadas del pueblo.
Adam permaneció largo tiempo en el agua helada. Se preguntaba qué sentía su
hermano, ahora que su ofuscación se iba disipando. Se preguntaba si sentiría pánico,
pena, remordimientos o nada en absoluto. Adam padecía todas esas cosas por él. Su
conciencia lo unía a su hermano y le hacía experimentar sus penas, del mismo modo
que otras veces le había hecho los deberes.
Adam salió del agua y se incorporó. Sus heridas se endurecían y la sangre
formaba una costra seca sobre su rostro. Pensó que lo mejor sería quedarse afuera, en
la oscuridad de la noche, hasta que su padre y Alice se fuesen a la cama. Comprendía
que sería incapaz de responder a ninguna pregunta, porque no sabía ninguna
respuesta, y tratar de encontrar alguna era demasiado para su pobre mente aturullada.
Empezaba a sentir vértigo, y en torno suyo veía lucir una franja de lucecitas azuladas.
Sabía que no tardaría mucho en desmayarse.
Caminó lentamente por la carretera, con las piernas muy abiertas. Al llegar a la
pendiente se detuvo, y miró ante sí. La lámpara que pendía de una cadena del techo

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formaba un círculo de luz amarillenta, que mostraba a Alice con su cestillo de la
labor en la mesa frente a ella. Al otro extremo, su padre mordisqueaba el mango de
madera de una pluma y, mojando ésta en una botella de tinta que tenía destapada ante
él, hacía asientos en su libro de registro, de cubiertas negras.
Alice, levantando la mirada de su labor, vio el rostro ensangrentado de Adam. Se
llevó una mano a la boca y puso sus dedos sobre los dientes inferiores.
Adam dio trabajosamente un paso, y luego otro, y se quedó apoyado en el umbral.
Entonces, Cyrus levantó a su vez la cabeza. Miró a su hijo con una curiosidad
distraída. Sólo muy poco a poco fue dándose cuenta de la naturaleza de la
interrupción. Se levantó sorprendido e interrogante. Metió la pluma en la botella y se
secó los dedos en los pantalones.
—¿Por qué te hizo eso? —preguntó con lentitud.
Adam trató de responder, pero su boca estaba reseca y no acertaba a articular
palabra. Volvió a humedecerse los labios y comenzó a sangrar de nuevo.
—No lo sé —respondió.
Cyrus se abalanzó hacia él y le agarró por el brazo con ademán tan fiero que el
muchacho retrocedió y trató de huir.
—¡No me mientas! ¿Por qué lo hizo? ¿Es que discutisteis acaso?
—No.
Cyrus lo zarandeó.
—¡Dímelo! Quiero saberlo. ¡Dímelo! ¡Tienes que decírmelo! ¡Haré que me lo
digas! ¿Oyes, maldito? ¡Siempre tratas de protegerlo! ¿Te crees que no lo sabía?
¿Creías que me engañabas? ¡Ahora dímelo, o por Dios que te obligaré a estar ahí de
pie toda la noche!
Adam trató de hallar una respuesta, pero finalmente dijo:
—Piensa que usted no le quiere.
Cyrus le soltó el brazo, volvió a su silla y se sentó. Golpeó la botella con la pluma
y miró, sin ver, su libro de registro.
—Alice —le ordenó—. Lleva a Adam a la cama. Tendrás que rasgarle la camisa,
supongo. Haz lo que puedas por él.
Se volvió a levantar y se dirigió al rincón donde pendían de unos clavos varios
chaquetones; rebuscó entre ellos para sacar su escopeta y, tras comprobar si estaba
cargada, salió a toda prisa de la estancia.
Alice levantó la mano, como si quisiera retenerlo con una soga de aire. Pero la
cuerda se rompió, y su rostro impasible ocultó sus sentimientos.
—Sube a tu cuarto —dijo—. Te traeré agua en una jofaina.
Adam yacía en el lecho, con la camisa remangada hasta la cintura, y Alice le daba
suaves golpecitos sobre las heridas con un pañuelo de hilo empapado en agua
caliente. Permanecía silenciosa, y de pronto continuó la interrumpida frase de Adam,
como si no hubiese existido un intervalo:
—Piensa que su padre no le quiere. Pero tú sí le quieres, siempre le has querido.

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Adam no respondió.
Ella prosiguió con suavidad:
—Es un muchacho extraño. Hay que conocerlo; para los que no le conocen tan
sólo es una corteza adusta y áspera, un carácter iracundo —se interrumpió por un
acceso de tos que le hizo volver el rostro e inclinarse, y cuando el acceso hubo
terminado, sus mejillas ardían y se sentía extenuada—. Hay que conocerlo —repitió
—. Durante largo tiempo me ha hecho pequeños regalos, cosillas que te parecería
raro que a él le llamasen la atención. Pero no me los da abiertamente, sino que los
oculta en lugares donde sabe que yo he de encontrarlos. Y aunque después lo mires
durante horas y horas, no hará el menor gesto que denote su autoría. Hay que
conocerlo.
Sonrió a Adam, y éste cerró los ojos.

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Capítulo 4

Charles estaba apoyado en la barra de la taberna del pueblo, riendo


despreocupadamente ante las divertidas historias que le contaban los viajantes de
comercio trasnochadores. Sacó su tabaquera con su pequeño cascabelito de plata, e
invitó a beber a los hombres para que siguiesen hablando. El muchacho sonreía y se
frotaba sus doloridos nudillos. Y cuando los viajantes, aceptando su invitación,
levantaron sus copas y dijeron «a tu salud», Charles se sintió encantado. Pidió otra
ronda para sus recientes amigos, y luego salió con ellos con la intención de
acompañarlos a correrse la juerga en otra parte.
Cuando Cyrus salió de la casa, se sentía dominado por la más profunda cólera
ante la conducta de Charles. Buscó a su hijo por la carretera, y penetró en la taberna
para ver si estaba allí, pero Charles ya se había ido. Es probable que si aquella noche
lo hubiese encontrado, le habría dado muerte, o al menos lo habría intentado. Las
grandes acciones marcan el destino, aunque probablemente ocurra lo mismo con
cualquier acción, por insignificante que sea: desde dar una patada a una piedra del
camino o contener el aliento ante la visión de una muchacha hermosa, hasta enterrar
una uña en el jardín.
Como era de esperar, Charles no tardó mucho en enterarse de que su padre lo
buscaba armado con una escopeta. Estuvo dos semanas escondido, y cuando
finalmente se atrevió a volver a su casa, los deseos homicidas de su padre se habían
reducido a una simple ira, y Charles tuvo que expiar su culpa con trabajo extra y una
falsa y fingida humildad.
Adam permaneció cuatro días en cama, tan magullado y dolorido, que el menor
movimiento le arrancaba una queja. Al tercer día, su padre puso en práctica sus dotes
militares, y lo hizo a modo de emplasto para su orgullo, y también como una especie
de premio para Adam. Un capitán de caballería y dos sargentos vestidos con
uniforme de gala entraron en la casa y subieron al dormitorio de Adam. Sus caballos
quedaron ante la casa, custodiados por los soldados. Todavía en la cama, Adam fue
alistado en el ejército como soldado raso de caballería. Firmó el código de justicia
militar y pronunció el juramento mientras su padre y Alice lo miraban. En los ojos de
su padre brillaban las lágrimas. Después de que los soldados se hubieron marchado,
su padre se sentó a la cabecera de la cama.
—Te he destinado a la caballería por una razón —le explicó—. La vida de cuartel
no es muy agradable durante mucho tiempo. Pero en la caballería siempre hay algo
que hacer. Te lo aseguro. Te gustará ir al territorio indio. Allí habrá acción. No puedo
decirte por qué lo sé, pero presiento que tomarás parte en muchas batallas.

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—Sí, señor —respondió Adam.

Siempre me ha parecido extraño comprobar que, por regla general, son los hombres
como Adam los que se ven obligados a abrazar la profesión de las armas. A él no le
gustaba la lucha, y en lugar de aprender a amarla, como hacen algunos, cada vez
sentía mayor aversión por la violencia. Varias veces, sus oficiales le lanzaron miradas
reprobadoras cuando pensaban que sus enfermedades eran fingidas, pero jamás le
acusaron de nada. Durante aquellos cinco años de vida militar, Adam destacó en las
pruebas de precisión por encima de cualquier otro hombre del escuadrón; pero si
alguna vez mataba a algún enemigo, siempre era por casualidad, o por algún tiro de
rebote. Siendo como era un tirador de primera, dotado de muy buen ojo, poseía las
cualidades necesarias para errar el tiro siempre que se lo propusiera. Por esta época,
la guerra contra los indios se había convertido en una especie de peligroso pastoreo
de ganado humano: los indios se vieron obligados a sublevarse, y una vez entablada
la batalla, fueron masacrados y diezmados; los tristes y sombríos supervivientes
tuvieron que establecerse en terrenos estériles, donde se morían de hambre. No era un
trabajo muy agradable, pero, dado el desarrollo que estaba tomando el país, no había
más remedio que hacerlo así.
Para Adam, que era un simple instrumento y que no veía las futuras granjas, sino
tan sólo los vientres desgarrados de seres humanos como él, aquello era indignante e
inútil. Cuando disparaba su carabina, tratando de errar el blanco, estaba traicionado a
su regimiento, pero no le importaba. La semilla del pacifismo fue germinando en su
interior y llegó a convertirse en su razón de ser. Hacer daño a alguien, por la causa
que fuese, iba totalmente en contra de sus principios. Y tan obsesionado estaba con
este pensamiento, que lo convirtió en su máxima prioridad. Pero en su hoja de
servicios no hubo jamás la menor alusión a la cobardía. Por el contrario, recibió tres
menciones, y, finalmente, fue condecorado por su valor.
A medida que su repulsión a la violencia aumentaba, sus impulsos naturales se
volvieron más y más irracionales. Arriesgó su vida innumerables veces para rescatar
soldados heridos. Se ofreció como voluntario para trabajar en hospitales de campaña,
aunque se sintiese extenuado tras sus tareas diarias. Sus camaradas lo trataban con un
afecto algo despectivo, mezclado con el temor no manifestado que los hombres
sienten ante las reacciones que no comprenden.
Charles escribía con regularidad a su hermano, hablándole de la granja y del
pueblo, de las vacas enfermas, de una yegua preñada, de los nuevos pastos y de los
establos alcanzados por un rayo; de la muerte de Alice, víctima de la tuberculosis, y
del traslado de su padre a Washington para ocupar un cargo, remunerado y

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permanente, en el Ministerio de la Guerra. Al contrario que su carácter, huraño y
poco hablador, Charles escribía unas cartas muy largas. En ellas daba rienda suelta a
su soledad y a su desconcierto, y vertía sobre el papel muchas cosas que desconocía
de sí mismo.
Durante su ausencia Adam conoció a su hermano mejor de lo que lo había hecho
nunca. En aquel intercambio de cartas, creció una intimidad que ninguno de los dos
hubiera imaginado.
Adam guardaba una carta de su hermano, no porque la entendiese completamente,
sino porque le parecía que tenía un significado oculto que no podía acabar de
descifrar. Siempre comenzaba las cartas con la misma fórmula, para facilitarse el
difícil trabajo de escribir:

«Querido hermano Adam. Tomo mi pluma para desear que la presente te


halle en buena salud. Todavía no he recibido tu respuesta a mi última carta,
pero presumo que tendrás otras cosas que hacer, ¡ja, ja! Llovió mucho, y la
lluvia echó a perder las flores del manzano. El invierno que viene no
tendremos muchas manzanas para comer, pero salvaré las que pueda. Anoche
hice la limpieza de la casa, pero ha quedado todo mojado y lleno de jabón, y
me parece que no muy limpio. ¿Cómo debía de componérselas madre para
tenerla tan limpia? Ahora no parece la misma. Siempre hay una capa de
suciedad. Yo no sé qué será, pero no hay modo de quitarla. Por el contrario,
me parece que sólo he conseguido esparcir la porquería por toda la casa, ¡ja,
ja!
»¿Te ha escrito padre acerca de su viaje? Ha ido a San Francisco, en
California, para visitar un campamento del ejército. El secretario del
Ministerio de la Guerra también se hallará allí, y padre está encargado de
presentarlo a la oficialidad del campo. Pero esto no es nada para él, después
de haber visto tres o cuatro veces al presidente y de haber estado incluso
cenando en la Casa Blanca. Me agradaría ver la Casa Blanca. Quizá tú y yo
podamos ir a verla juntos, cuando regreses. Padre podría invitarnos durante
unos cuantos días, ya que, por otra parte, estará deseoso de verte.
»Creo que yo haría bien en buscarme una esposa. Ésta es una granja muy
buena, y aunque yo no sea una ganga, ésa debería ser razón suficiente para
más de una muchacha. ¿Qué opinas? No me has dicho si vendrás a vivir a
casa cuando salgas del ejército. Me gustaría que vinieses, porque te echo de
menos.»

La carta terminaba aquí. Al pie de la página había un garabato y un borrón, y luego


seguía, escrita a lápiz, pero con letra diferente. Decía así:

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«Continúo. Bueno, se me rompió la pluma. La punta se quebró. Tendré
que comprar otra en el pueblo… Estoy completamente entumecido».

Las palabras fluían ahora con mayor facilidad:

«Quizá sería mejor que esperase a tener una nueva plumilla y que no te
escribiese con lápiz. Estaba yo sentado aquí, solo, en la cocina, con la
lámpara encendida, y me puse a pensar, era tarde, después de las doce, creo,
no miré la hora. El viejo gallo Black Joe emitió su canto desde el gallinero. Y
entonces la mecedora de madre crujió y pareció resonar por toda la casa,
como si estuviese balanceándose en ella. Tú sabes que estas cosas a mí no me
afectan, pero me hizo recordar tiempos pasados, ya sabes, como tú sueles
hacer a veces. Me parece que voy a romper esta carta porque no veo la
utilidad de escribir tonterías como éstas».

Ahora las palabras parecían escritas con apresuramiento, como si la mano que las
trazó no pudiese ir lo suficientemente deprisa:

«Pero bien mirado, será lo mismo si no lo hago.


»Parece como si toda la casa estuviese viva y hubiese ojos por todas
partes, como si detrás de la puerta hubiese alguien a punto de entrar en
cuanto apartase la mirada de ella. Estas cosas me ponen la piel de gallina.
Querría decirte…, querría preguntarte…, bueno, nunca he comprendido…,
por qué hizo aquello padre. Quiero decir que por qué no le gustó aquel
cuchillo que le compré para su cumpleaños. ¿Por qué no le gustaba? Era un
buen cuchillo, y él lo necesitaba. Si al menos lo hubiese usado, o afilado, o lo
hubiese sacado del bolsillo para mirarlo… Eso es todo lo que tenía que hacer.
Si le hubiese gustado, yo no hubiera salido contigo aquella noche. Pero tuve
que salir. Me parece que la mecedora de mi madre se mueve un poco. Debe de
ser la luz. No me causa la menor impresión. Tengo la sensación de que hay
algo que no está acabado, como si tuviera que terminar un trabajo y no
pudiese recordar qué es. Hay algo por terminar. Yo no tendría que estar aquí.
Tendría que estar corriendo mundo en lugar de permanecer en una granja
esperando una esposa. Algo no marcha bien, como si no estuviese terminado,
como si hubiese ocurrido demasiado pronto y no hubiera podido completarlo.
Soy yo quien tendría que estar donde tú estás, y tú aquí. Nunca se me había
ocurrido antes. Quizá porque ya es tarde, ya es demasiado tarde. He mirado
afuera y he visto que alboreaba. Ya no pienso ir a dormir. ¿Cómo puede
haber pasado tan deprisa la noche? Ahora ya no podría irme a la cama. Me
resultaría imposible dormir.»

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Esta parte no llevaba firma. Quizá Charles olvidó que había pensado destruirla, y la
envió como estaba. Pero Adam la conservó durante un tiempo, y cada vez que la
releía sentía un escalofrío, sin saber por qué.

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Capítulo 5

En el rancho de los Hamilton, los pequeños iban creciendo y cada año traía un nuevo
retoño a la familia. George era un muchacho alto y bien parecido, dulce y amable,
que desde la más tierna infancia se mostró siempre cortés y educado, constituyendo
uno de aquellos niños encantadores que nunca son motivo de preocupación. Heredó
de su padre el aseo corporal, y siempre parecía ir vestido impecablemente, aunque en
realidad no lo estuviese. George era un muchacho que desconocía el pecado, y todo
hacía presagiar que sería un buen hombre. Nunca lo acusaron de nada grave, y los
males que causó por descuido fueron sólo de menor envergadura. En mitad de su
vida, cuando comenzaban a conocerse esas cosas, se descubrió que tenía anemia
perniciosa. Es posible que su carácter virtuoso se debiera a una falta de energía.
Después de George venía Will, rechoncho e imperturbable. Will poseía poca
imaginación, pero estaba dotado de una gran energía. Desde su infancia fue un
trabajador infatigable. Era conservador, no sólo en política, sino en todo. Las ideas le
parecían revolucionarias y las evitaba con desconfianza y aversión. Le gustaba vivir
de forma que nadie pudiese recriminarle lo más mínimo y lo más parecido posible al
resto del mundo.
Quizá su padre era responsable de la aversión que Will sentía por cualquier
cambio o alteración. Cuando Will era aún un niño, su padre no llevaba el suficiente
tiempo en el valle Salinas para ser considerado «de los de toda la vida». En realidad,
era un extranjero, un irlandés. En aquella época, en Norteamérica no se sentía mucha
simpatía por los irlandeses. Se les menospreciaba bastante, particularmente en la
costa oriental, pero algo de este desprecio debió de haberse extendido también al
oeste. Y Samuel no sólo era un hombre que se adaptaba a todo, sino que además tenía
ideas innovadoras. En las comunidades pequeñas tales hombres son mirados siempre
con recelo, hasta que consiguen demostrar que no constituyen un peligro para los
demás. Un hombre risueño como Samuel, lleno de energía y vitalidad, podía y puede
originar muchas complicaciones. Puede, por ejemplo, resultar demasiado atractivo
para las esposas de hombres que se saben vulgares. Luego estaba su educación y su
cultura, los libros que trajo consigo y que prestaba, sus conocimientos acerca de cosas
que no se podían comer ni utilizar o con las que no se podía cohabitar, su interés por
la poesía y su respeto por la buena literatura. Si Samuel hubiese sido un hombre rico
como los Thome o los Delmar, dueños de enormes mansiones y de vastas extensiones
de tierras, hubiera poseído una gran biblioteca.
Los Delmar la tenían; poseían una estancia con paneles de roble donde no había
más que libros. Samuel, que se los había ido pidiendo prestados, había leído más que

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los propios Delmar. En aquellos días se comprendía que un hombre rico tuviese
cultura, que enviase a sus hijos al colegio, que llevase chaqué y camisa blanca, e
incluso corbata de pechera para asistir a una boda, y hasta que en los días festivos se
pusiera guantes y se limpiase las uñas. Puesto que las vidas y las prácticas de los ricos
eran un misterio, ¿quién se atrevería a decir lo que pueden usar o dejar de usar? Pero
un hombre pobre, ¿qué necesidad tenía de poesía, de pintura o de música que no
sirviese para cantar o bailar? Semejantes cosas no le servían ni le ayudaban a lograr
una buena cosecha, o a vestir a sus hijos, aunque fuese con harapos. Y si a pesar de
todo esto él se obstinaba en su empeño, quizá se debía a razones que no se atrevía a
revelar.
Samuel, por ejemplo, hacía dibujos de los aparatos que intentaba construir en
hierro o madera, lo cual estaba bien y se comprendía, e incluso era digno de envidia.
Pero en los márgenes de los planos hacía otros dibujos: a veces árboles, caras o
animales de todo tipo, y otras veces sólo figuras que nadie sabía qué eran. Y estas
últimas provocaban una risa embarazosa a los hombres que acudían a verlas.
Además, estaba el hecho de que nunca se sabía lo que Samuel diría, pensaría o haría.
Durante los primeros cinco años que Samuel vivió en el valle Salinas, su
presencia despertaba un vago recelo. Quizá Will, cuando era un chiquillo, escuchó
algunas conversaciones en la tienda del pueblo vecino de San Lucas. A los niños no
les gusta que sus padres sean diferentes de los demás. De ahí, quizá, su
conservadurismo. Más tarde, a medida que nuevos hijos fueron naciendo y creciendo,
Samuel fue aceptado paulatinamente por las gentes del valle, que terminaron por
sentirse orgullosas de él de la misma manera que el propietario de un pavo real se
vanagloria de su tesoro. Ya no le tenían miedo porque comprobaron que no seducía a
sus esposas, ni las apartaba de su dulce mediocridad. Cuando el valle Salinas se sintió
orgulloso de Samuel, el carácter de Will ya se había formado.
Hay ciertos individuos que a veces, sin merecerlo en absoluto, son elegidos de los
dioses. Lo obtienen todo sin el menor esfuerzo. Will Hamilton era uno de éstos, y los
dones que recibió fueron los únicos que él era capaz de apreciar. De muchacho ya
pudo considerarse afortunado. Así como su padre era incapaz de hacer dinero, Will
no podía evitar que éste afluyese a sus manos. Cuando Will Hamilton se dedicó a
criar gallinas y éstas empezaron a poner, el precio de los huevos aumentó. Cuando ya
era un muchacho formado, dos de sus amigos, que regentaban una tiendecita, llegaron
al borde de la quiebra. Pidieron a Will que les adelantase una pequeña cantidad para
afrontar la situación y se comprometieron a pagarle el 33 por ciento de interés. No es
que él fuera un usurero, sino que se limitó a darles lo que le pidieron. La tienda se
recuperó antes del año, y llegó a tener más adelante hasta tres sucursales. Hoy día,
sus descendientes forman parte de una gran cadena de alimentación que domina gran
parte de la comarca.
Will también entró en posesión de un taller de reparación de bicicletas como pago
de una deuda no saldada. Al poco tiempo, unos cuantos ricachones del valle

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comenzaron a comprar automóviles, y el mecánico de Will se encargó de reparar sus
averías. Will se sintió apremiado por un poeta lleno de determinación, cuyos sueños
consistían en cojinetes, ballestas y caucho. Este hombre se llamaba Henry Ford, y sus
planes parecían ridículos, si no ilegales. Will aceptó a regañadientes la mitad
meridional del valle como su área exclusiva de operaciones, y, transcurridos quince
años, el valle estaba atiborrado de Fords, y Will era un hombre rico que conducía un
Marmon.
Tom, el tercer hijo, se parecía más a su padre. Nació en un arrebato y vivió en un
torbellino. Tom irrumpió en la vida de cabeza. Era un gigante, tanto por su alegría
como por su entusiasmo. No descubrió el mundo ni a sus pobladores, sino que los
creó. Fue el primero que leyó los libros de su padre. Vivía en un mundo brillante y
fresco, y tan inocente como el paraíso al sexto día. Su espíritu retozaba como un
potro por los prados fértiles, y, cuando más tarde el mundo levantó vallas a su paso, él
se lanzó contra ellas, y cuando la última estacada lo rodeó, la embistió de cabeza y la
atravesó. Y así como era capaz de experimentar una alegría gigantesca, también podía
sentir una pena desmesurada; por eso, cuando murió su perro, el mundo se hundió
bajo sus pies.
Tom poseía la misma inventiva de su padre, pero era más atrevido. Intentaba
cosas que su padre nunca se hubiera atrevido a hacer.
Además, se sentía apremiado por una gran excitación sexual, cosa que jamás le
había pasado a Samuel. Tal vez la causa de que permaneciese soltero se hallaba en su
apremiante apetito sexual. Había nacido en el seno de una familia de estricta
moralidad. Pudiera ser que sus sueños y sus ardientes deseos, sus divagaciones y sus
deliquios sexuales lo hicieran sentirse indigno y lo empujasen a confiar sus cuitas y
lamentos a la soledad de las colinas. Tom era una bella mezcla de salvajismo y
ternura. Trabajaba hasta la extenuación para dar así salida a sus apremiantes
impulsos.
Los irlandeses suelen tener un excesivo buen humor, pero también van por el
mundo acompañados de un sombrío e inquietante fantasma que se cierne sobre sus
cabezas y penetra en sus pensamientos. Cuando ríen demasiado estrepitosamente, el
fantasma les mete un dedo en la garganta. Se condenan a sí mismos antes de que se
les culpe, lo que provoca que siempre estén a la defensiva.
Cuando Tom tenía nueve años, le preocupaba que su linda hermanita Mollie no
pudiera hablar normalmente. Le pidió que abriera la boca para examinarla, y
comprobó que ello se debía a una membrana que había bajo la lengua. «Puedo
arreglarlo», afirmó, y tras llevar a su hermana a un lugar secreto, lejos de la casa,
afiló su cortaplumas en una piedra y cortó el molesto frenillo. Luego, huyó y vomitó.
La casa de los Hamilton crecía a medida que la familia lo hacía. Había sido
diseñada para nunca ser terminada, así que se podían añadir cuantos cobertizos fuesen
necesarios. El comedor y la cocina originales pronto desaparecieron en el
maremágnum de estos cobertizos.

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Pero Samuel continuaba siendo pobre. Comenzó a adoptar la mala costumbre de
patentar sus inventos, una enfermedad de la que muchos son víctimas. Inventó una
pieza para una máquina trilladora que la hacía mejor, más barata y más útil que
cualquiera de las existentes. El agente de patentes le consumió los pequeños
beneficios que había obtenido aquel año. Samuel envió sus modelos a un fabricante,
quien rehusó los planos al instante, pero puso en práctica el método. Los años
siguientes fueron muy duros debido al dinero gastado en pleitear, y la sangría sólo
terminó con la pérdida del pleito. Fue la primera y amarga experiencia con la realidad
de que no se puede luchar contra el dinero sin él. Pero la fiebre de las patentes se
había apoderado de Samuel, y año tras año los pocos ahorros obtenidos con la
trilladora y la herrería iban desapareciendo. Los pequeños Hamilton andaban
descalzos y llevaban los abrigos despedazados, y a veces la comida escaseaba, todo
para poder pagar los frágiles documentos azules con ruedas dentadas, planos y
alzados.
Hay hombres que tienen gran imaginación y otros que son de lo más simplones.
Samuel y sus hijos Tom y Joe pertenecían a los primeros, mientras que George y Will
encajaban mejor en el segundo grupo. Joseph era el cuarto vástago, un muchacho
algo atontado, muy querido y protegido por toda la familia. Pronto descubrió que la
mejor forma de no hacer nada era adoptar un aspecto desvalido y bobalicón. Todos
sus hermanos eran trabajadores duros e infatigables. Resultaba más fácil hacer el
trabajo de Joe que obligar a éste a que lo hiciera. Su padre y su madre lo tomaban por
un poeta, ya que no servía para nada. Y llegaron a decírselo tanto, que acabó por
creérselo, e incluso escribió versos fáciles para demostrarlo. En realidad Joe era un
perezoso, y no sólo físicamente, sino que a buen seguro también mentalmente.
Soñaba despierto, y su madre le quería más que a los otros porque estaba convencida
de que era el más indefenso. Pero, de hecho, era el más listo, porque siempre
conseguía lo que deseaba con el mínimo de esfuerzo. Joe era el niño mimado de la
familia.
En los tiempos feudales, la falta de aptitud en el manejo de la espada y de la lanza
conducía a un joven a la Iglesia; en el seno de la familia Hamilton la falta de aptitud
de Joe para el trabajo en la granja y en la forja le condujo hacia una educación
superior. No era ni enfermizo ni débil, pero no estaba muy dotado físicamente;
montaba muy mal a caballo y además detestaba a estos animales. Toda la familia rió
con afecto ante la idea de que Joe quisiera aprender a arar; el primer surco que trazó
era tortuoso y serpenteaba como un río en el llano, y el segundo tocaba en un punto al
primero, luego lo cruzaba y se perdía en la nada.
De forma gradual fue abandonando todas las labores agrícolas. Su madre decía
que tenía la cabeza en las nubes, como si eso constituyese una virtud singular.
Después de que Joe hubo fracasado en todas las tareas que se le encomendaron,
su padre, desesperado, lo puso a apacentar sesenta ovejas. Ésta era la faena más fácil
de todas y la única que no requería ninguna habilidad especial. Todo lo que tenía que

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hacer era no separarse del rebaño. Pero Joe perdió las sesenta ovejas y no fue capaz
de encontrarlas, pues se habían resguardado a la sombra de un barranco seco. Según
la versión familiar, Samuel reunió a todos los suyos, chicos y chicas, y les hizo
prometer que se ocuparían de Joe cuando él faltase porque si no lo hacían, Joe, a buen
seguro, se moriría de hambre.
Entremezcladas con los muchachos, había cinco hijas en la familia Hamilton: la
mayor se llamaba Una, y era una muchacha reflexiva, estudiosa y triste; Lizzie, la
segunda —aunque creo que en realidad era la mayor porque llevaba el nombre de su
madre—, era una muchacha acerca de la cual sé muy pocas cosas. Pareció
avergonzarse muy temprano de su familia. Se casó muy joven y abandonó a los
suyos, y desde entonces sólo la veían en los funerales. Lizzie tenía una capacidad
para el odio y el desprecio que era única entre los Hamilton. Tuvo un hijo y cuando
éste creció y se casó con una joven que a Lizzie no le gustaba, dejó de dirigir la
palabra a su hijo durante muchos años.
Luego venía Dessie, cuya risa constante era una alegría para los demás y todos
preferían estar con ella que con cualquier otra persona, pues resultaba más divertido.
La siguiente hermana era Olive, mi madre. Y por último, venía Mollie, una
diminuta beldad de hermosa cabellera rubia y ojos color violeta.
Éstos eran los Hamilton, y fue casi un milagro que Liza, aquella personita
menuda e insignificante, fuese capaz de traerlos al mundo año tras año y de
alimentarlos, de amasar el pan, de hacerles vestidos, de educarlos y de inculcarles una
férrea moral.
Es sorprendente cómo Liza formó a sus hijos. No tenía la menor experiencia de la
vida ni educación y, si exceptuamos el largo trayecto desde Irlanda, nunca había
viajado. No había conocido otro hombre que su marido y consideraba el matrimonio
un deber cansado e incluso doloroso a veces. Una buena parte de su vida estuvo
consagrada a traer hijos al mundo y a criarlos. Su única fuente intelectual era la
Biblia, aparte de la conversación de Samuel y de sus propios hijos, pero casi nunca
les prestaba atención. Toda su historia y su poesía, su conocimiento de los hombres y
de las cosas, su ética, su código moral y su salvación, todo estaba condensado en
aquel único libro. Jamás se dedicó a estudiar la Biblia o a analizarla; se limitaba a
leerla. Los muchos pasajes en que parece contradecirse no la conturbaron lo más
mínimo. Al final llegó a conocerla tan bien, que la leía sin necesidad de fijarse en las
palabras.
Disfrutaba del aprecio de todos porque era una buena mujer y madre, y criaba
buenos hijos. Podía estar orgullosa de sí misma. Su marido, sus hijos y sus nietos la
respetaban. Su resistencia y fortaleza, su absoluto cumplimiento de las obligaciones,
su rectitud ante todos los contratiempos y desdichas hacían que todos le tuviesen
cierto temor, pero no afecto.
Liza odiaba las bebidas alcohólicas. Consideraba que beber alcohol, fuera de la
clase que fuera, era como atentar contra una deidad. No solamente rehusaba ingerirlo,

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sino que se oponía a que lo tomasen los demás. El resultado, naturalmente, fue que
Samuel, su marido, y todos sus hijos se morían de ganas de echar un trago.
En cierta ocasión en que Samuel estaba muy enfermo, preguntó a su mujer:
—Liza, ¿no crees que un vaso de whisky me haría bien? Y ella, apretando sus
pequeñas mandíbulas, le respondió: —¿Quieres presentarte ante el Señor con el
aliento apestando a licor?
¡Seguro que no!
Samuel dio media vuelta en el lecho y tuvo que soportar la enfermedad sin el
alivio del alcohol.
Cuando Liza andaba cerca de los setenta empezó a sufrir estreñimiento y el
médico le ordenó que tomase una cucharada de vino de Oporto como medicina.
Tragó a la fuerza la primera cucharada, hizo una mueca, pero no lo halló tan malo
como creía. Desde aquel momento, su aliento tuvo cierto olor a vino. Lo tomaba a
cucharadas, ya que era una medicina, pero al cabo de un tiempo se bebía más de un
cuarto al día, y era una mujer mucho más locuaz y feliz.
Samuel y Liza criaron a todos sus hijos y los vieron convertirse en adultos antes
de finalizar el siglo. En el rancho situado al este de King City creció toda una
generación de Hamilton. Y todos eran norteamericanos. Samuel nunca volvió a
Irlanda y poco a poco la fue olvidando por completo. Era un hombre demasiado
ocupado. No tenía tiempo para sentir nostalgia. El valle Salinas era su mundo. Un
viaje hasta Salinas, a noventa y seis kilómetros al norte, en el extremo superior del
valle, era un acontecimiento que proporcionaba materia de conversación para todo un
año, y con trabajar en el rancho y cuidar, alimentar y vestir a su numerosa familia ya
tenía suficiente, aunque no ocupaban todo su tiempo. Su capacidad y su energía eran
muy grandes.
Su hija Una era toda una empollona, seria y sombría, que se sentía muy orgullosa
de poseer una mente salvaje y aventurera. Olive se preparaba para sus exámenes, tras
una estancia en la escuela secundaria de Salinas; pensaba dedicarse a la enseñanza,
que en Irlanda era un honor tan grande como tener un sacerdote en la familia. Joe
sería enviado también a la escuela, ya que en casa no servía absolutamente para nada.
Will seguía sin contratiempos el camino del éxito y de la fortuna. Tom recibía los
primeros golpes de la vida y se lamía las heridas. Dessie estudiaba corte y
confección, y Mollie, la bella Mollie, se casaría seguramente con algún galán
acomodado.
No había problema respecto a la herencia. Si bien el rancho de la colina era
grande, no valía ni cinco céntimos. Samuel abría pozo tras pozo, sin poder encontrar
el menor rastro de agua en sus tierras. Aquello hubiera variado la situación. El agua
lo hubiera hecho relativamente rico. La única fuente existente estaba constituida por
una mísera bomba de mano, que penetraba a gran profundidad y que estaba instalada
cerca de la casa; a veces parecía a punto de agotarse del todo, y en dos ocasiones se
quedó seca. El ganado tenía que venir desde el otro extremo del rancho para beber y

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luego volver a los pastos.
Pero, a pesar de todo, era una familia firmemente asentada, permanente y
arraigada con éxito en el valle Salinas, no más pobre que muchas ni más rica que
otras. Era una familia equilibrada, con conservadores y radicales en su seno,
soñadores y realistas. Samuel estaba muy satisfecho con el fruto del sudor de su
frente.

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Capítulo 6

Tras el ingreso de Adam en el ejército y el traslado de Cyrus a Washington, Charles


se quedó solo en la granja. Se jactaba de poder encontrar pronto una esposa, pero no
trató de hacerlo por el procedimiento acostumbrado de salir con muchachas, llevarlas
a bailar, probar su virtud y todo lo demás, para caer por último en las redes del
matrimonio, oponiendo una débil resistencia. La verdad es que Charles era
extraordinariamente tímido con las mujeres. Y, como la mayoría de los tímidos,
satisfacía sus apetitos sexuales en el anonimato de la prostitución. Un hombre
retraído se siente muy seguro con una ramera. Al estar pagada por adelantado, se
convierte en una mercancía, y un hombre tímido puede pasar un buen rato con ella e
incluso mostrarse brutal. Además, no existe el horror del posible forcejeo para llegar
a la violación que revuelve las tripas de los hombres vergonzosos.
El trato era sencillo y bastante discreto. El dueño de la taberna tenía tres
habitaciones en el piso superior para los viajeros, que alquilaba a las chicas por un
periodo de dos semanas. Transcurridas esas dos semanas, otro equipo de chicas
tomaba el lugar de las anteriores. El señor Hallan, el tabernero, no tenía parte en el
negocio. Podía decirse casi que no sabía una palabra acerca de ello. Se limitaba a
cobrar cinco veces el alquiler normal por las tres habitaciones. Las muchachas eran
escogidas, buscadas, trasladadas, disciplinadas y robadas por un individuo llamado
Edwards —que se dedicaba a la trata de blancas y que vivía en Boston— y se
dedicaban a recorrer en lento peregrinar las ciudades pequeñas, sin permanecer en
ellas nunca más de dos semanas. Era un sistema que daba excelentes resultados, pues
las muchachas no estaban en el mismo lugar el tiempo suficiente para despertar las
sospechas de los ciudadanos o del jefe de la policía local. Permanecían casi siempre
en sus habitaciones y evitaban los lugares públicos. Se les prohibía, bajo pena de
azotes, beber o armar escándalo o enamorar a alguien. Se les servía la comida en la
habitación, y los clientes se ocultaban cuidadosamente tras biombos. Los borrachos
no podían subir. Cada seis meses, las chicas tenían uno de vacaciones para
emborracharse y desfogarse a placer. Si durante el trabajo a alguna se le ocurría
desobedecer las reglas, el propio señor Edwards la desnudaba, la amordazaba y le
daba latigazos hasta dejarla medio muerta; y si reincidía, acababa en la cárcel acusada
de holgazanería y prostitución.
La estancia de dos semanas tenía otra ventaja. La mayoría de las chicas padecían
enfermedades venéreas, y cuando un cliente se percataba del contagio, ellas ya habían
desaparecido. La víctima nunca podía agarrar a la culpable. El señor Hallan no sabía
una palabra del asunto, y el señor Edwards jamás se mostraba en público haciendo

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uso de sus funciones. Gozaba de muy buena reputación en su círculo.
Las muchachas eran todas muy parecidas, grandotas, de aspecto saludable,
perezosas y estúpidas. Era difícil notar la diferencia entre una y otra. Charles Trask se
acostumbró a ir a la taberna, por lo menos, una vez cada dos semanas, subir al piso
superior, despachar a toda prisa y bajar luego al bar para emborracharse
moderadamente.
La casa de los Trask no había sido nunca un lugar alegre, pero ahora que sólo
vivía Charles, se volvió sombría y decrépita. Los visillos de encaje estaban grisáceos,
y el suelo, aunque barrido, lleno de grasa y humedades. Charles había barnizado la
cocina —paredes, ventanas y techo— con grasa proveniente de las sartenes.
El constante fregoteo por parte de las mujeres que habían vivido allí y la limpieza
a fondo que hacían dos veces al año impidieron que la suciedad se acumulase.
Charles lo único que hacía era barrer. Suprimió las sábanas de la cama y dormía entre
mantas. ¿Qué utilidad tenía limpiar la casa si no había nadie para verla? Solamente
las noches que iba a la taberna se ponía ropa limpia.
Charles se volvió inquieto y nervioso, dormía poco y se levantaba al alba.
Trabajaba intensamente en las labores agrícolas debido a su soledad. Al volver del
trabajo, se atracaba de fritos y se iba a dormir con el consiguiente letargo.
Su rostro sombrío adquirió la típica expresión de los hombres que casi siempre
están solos. Echaba de menos a su hermano, más que a su padre y a su madre.
Recordaba confusamente la época anterior a la partida de Adam como una época
feliz, y deseaba que volviese.
Nunca conoció enfermedad alguna, a no ser, desde luego, la crónica indigestión
que suele afligir siempre a los hombres que viven solos, se cocinan sus comidas y las
comen en soledad. Contra esto tomaba una fuerte purga llamada el Elixir de vida del
Padre George.
En el tercer año de soledad, sufrió un accidente. Cuando estaba separando las
piedras que encontraba al cavar para transportarlas hasta el muro, tropezó con un
enorme pedrusco que resultaba muy difícil de mover. Charles trató de hacer palanca
con una larga barra de hierro, y consiguió que la roca se moviera, pero volvía a caer
en el mismo sitio una y otra vez. De pronto, Charles perdió los estribos. Una débil
sonrisa apareció en su rostro, y luchó con la piedra como si de un hombre se tratase,
lleno de silenciosa furia. Introdujo la barra lo más adentro posible y se apoyó con
todo el peso de su cuerpo.
Sus manos resbalaron y el extremo de la barra le golpeó la frente. Por unos
momentos yació inconsciente en el suelo; luego se incorporó penosamente y se
dirigió bamboleante y medio ciego hacia la casa. Una larga tira de piel se había
desprendido de su frente y abarcaba desde los cabellos hasta las cejas. Durante unas
cuantas semanas llevó la cabeza vendada, mientras debajo la herida se le infectaba,
pero él no se preocupó. En aquellos días se creía que el pus era benigno y constituía
una prueba de que la herida sanaba como era debido. Cuando la herida curó, dejó una

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larga y visible cicatriz, y mientras que la mayor parte del tejido de las cicatrices es
más claro que la piel de los alrededores, la cicatriz de Charles adquirió un tono
marrón oscuro. Es posible que el óxido de la barra se hubiera introducido bajo la piel,
y provocado así una especie de tatuaje.
La herida no había inquietado a Charles, pero la cicatriz si le preocupó. Parecía
una larga señal trazada con el dedo sobre su frente. Se la miraba a menudo colocando
el pequeño espejo sobre la estufa, y se echaba el cabello sobre la frente para ocultar la
mayor parte posible de cicatriz. Llegó a avergonzarse de ella y a odiarla. Le ponía
muy nervioso que alguien la mirara, y se enfurecía si le preguntaban cómo se la había
hecho. En una carta a su hermano, dio salida a todos sus sentimientos sobre el
particular. Escribió:

«Parece que me hayan marcado como a una vaca. La condenada, cada


vez se pone más oscura. Cuando regreses a casa, ya se habrá vuelto negra.
Sólo me falta otra en sentido horizontal para parecerme a un católico en
miércoles de ceniza. No sé por qué me fastidia tanto, pues no es la primera
cicatriz que tengo. Es sólo que me siento marcado. Y cuando voy al pueblo o
la taberna, todo el mundo me mira. Escucho sus comentarios cuando creen
que no puedo oírles. No sé por qué tendrán esa maldita curiosidad. Si esto
sigue así, no me apetecerá ir al pueblo».

Adam se licenció en 1885, y emprendió el camino de regreso a casa. En apariencia


había cambiado poco, pues no parecía un militar. La caballería no solía producir esos
efectos. De cualquier modo, los miembros de alguna unidad se enorgullecían de su
aspecto desaliñado.
Adam se sentía como un sonámbulo. Es algo muy duro tener que abandonar una
vida y unos hábitos marcados por la rutina, detestándolos. Por la mañana, se
despertaba en una fracción de segundo, y permanecía atento y vigilante en espera del
toque de diana. Encontraba a faltar en sus pantorrillas la presión de las polainas, y
sentía la garganta desnuda sin la rigidez del cuello del uniforme. Llegó a Chicago y
allí, sin motivo aparente, alquiló durante una semana una habitación amueblada, en la
que permaneció dos días. Se dirigió luego a Buffalo, cambió de idea y se trasladó a
las cataratas del Niágara. No sentía el menor deseo de volver a casa, y lo aplazaba
todo lo posible. Su casa no le evocaba ningún recuerdo agradable. Los buenos
momentos que había pasado en ella estaban completamente enterrados en su
memoria, y por otra parte no tenía la menor gana de sacarlos a la superficie. Estuvo
contemplando las cataratas durante una hora. El bramido de las aguas lo atontaba e

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hipnotizaba.
Una noche sintió una profunda añoranza por los hombres con los que había
convivido en el cuartel y en la tienda de campaña. Su primer impulso fue mezclarse
con la multitud en busca de calor. El primer lugar atestado que encontró fue un
pequeño bar, bullicioso y lleno de humo. Suspiró aliviado y contento, sintiéndose
abrigado por la masa humana del mismo modo que un gato se siente resguardado tras
un montón de leña. Pidió whisky, lo bebió y se sintió reconfortado y de buen humor.
No veía ni oía. Se limitaba simplemente a disfrutar del contacto humano.
Cuando se fue haciendo tarde y los clientes empezaron a marcharse, comenzó a
temer el momento de regresar a su casa. Al poco tiempo se quedó solo con el dueño,
que no paraba de limpiar la barra y que, con la mirada y la actitud, intentaba que
Adam comprendiera que ya era hora de que se marchara.
—Deme otro —dijo Adam.
El dueño sacó la botella. Adam reparó en él por primera vez. Tenía un lunar
averrugado en la frente, del tamaño de una cereza.
—Soy forastero aquí —le explicó Adam.
—Casi todos los que vienen a ver las cataratas lo son —respondió el dueño.
—He estado en el ejército. En caballería.
—¡Ya! —comentó el dueño.
Adam sintió de pronto que tenía que impresionar a aquel hombre, que tenía que
penetrar bajo su impasibilidad.
—He estado en las guerras contra los indios —prosiguió. He pasado muy buenos
momentos.
El hombre no respondió.
—Mi hermano también tiene una marca en la frente.
—Es de nacimiento —dijo—. Cada año se hace mayor. ¿Es así la de su hermano?
—Se dio un golpe que le produjo un profundo corte. Me lo explicó por carta.
—¿Se ha dado cuenta de que la mía parece un gato?
—Pues es verdad.
—De ahí me viene el apodo, «Gato». Así me han llamado durante toda mi vida.
Dicen que un gato debió de asustar a mi madre cuando estaba embarazada.
—Voy de camino a casa. He estado ausente mucho tiempo. ¿Me permite usted
que le invite?
—Gracias. ¿Dónde se aloja usted?
—En la pensión de la señora May.
—La conozco. Dicen que da a sus huéspedes mucha sopa para que no puedan
comer mucha carne.
—Sí, todos los negocios tienen sus trucos —observó Adam.
—Supongo que sí. Yo tengo muchos.
—No lo dudo —contestó Adam.
—Pero el único truco que en realidad necesito no sé cómo se hace. Ojalá lo

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supiera.
—¿De qué se trata?
—De cómo demonios tendría que hacer para que usted se marchase y me
permitiese cerrar el establecimiento.
Adam lo miró fijamente sin pronunciar una palabra.
—Es una broma —dijo el dueño, algo inquieto.
—Creo que volveré a casa mañana por la mañana —dijo Adam—. Quiero decir, a
mi verdadera casa.
—Que tenga usted mucha suerte —le deseó el dueño.
Adam caminó por la ciudad sumida en sombras, acelerando el paso, como si su
soledad le persiguiese. Los escalones combados de la escalera de la casa de
huéspedes crujieron mientras subía por ellos. El vestíbulo se hallaba apenas
iluminado por la luz amarillenta de un quinqué de petróleo, con la mecha tan baja que
chisporroteaba a punto de apagarse.
La patrona estaba frente a él en el umbral, y la sombra de su nariz se prolongaba
hasta su barbilla. Siguió a Adam con mirada fría, como si fuese la figura de un
retrato, y aspiró el olor de whisky que el joven esparcía.
—Buenas noches —dijo Adam.
Ella no respondió.
Al llegar al primer rellano, se volvió y miró hacia abajo. La patrona tenía la
cabeza levantada; ahora su barbilla proyectaba una sombra sobre su garganta, y los
ojos no tenían pupilas.
Su habitación olía a polvo mojado y vuelto a secar muchas veces. Sacó una
cerilla, la encendió y prendió una vela que estaba en una palmatoria de porcelana;
luego, miró el lecho, tan combado como una hamaca y cubierto con una mugrienta y
remendada colcha, por cuyos bordes asomaba la guata. Los escalones de la entrada
crujieron y Adam supuso que la patrona se había instalado otra vez en la puerta para
dispensar una acogida inhospitalaria al que llegara.
Adam se sentó en una silla y apoyó los codos sobre sus rodillas, descansando el
mentón en las manos. Un huésped, abajo en el vestíbulo, comenzó a toser
monótonamente en el silencio de la noche.
Y Adam supo que no podía volver a casa. Había oído decir a viejos soldados que
habían hecho lo mismo que él estaba decidido a hacer ahora.
—No puedo soportarlo. No tengo ningún lugar adonde ir. No conozco a nadie. Si
sigo vagabundeando así, pronto me sentiré tan asustado como un niño; lo primero que
tengo que hacer es rogar al sargento que me deje regresar, con lo cual me hará un
verdadero favor.
De nuevo en Chicago, Adam se reenganchó y solicitó que lo destinasen a su
antiguo regimiento. En el tren que lo trasladaba al oeste, los hombres de su escuadrón
le parecieron seres muy queridos.
Mientras esperaba el transbordo en Kansas City, oyó que pronunciaban su nombre

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en voz alta, y le entregaron un mensaje, la orden de trasladarse a Washington y de
presentarse en las oficinas del Ministerio de la Guerra. Adam, en sus cinco años de
servicio, había absorbido, más que aprendido, que jamás tenía que asombrarse ante
una orden. Para un soldado, los altos y lejanos dioses de Washington estaban locos de
remate, y si él, por su parte, deseaba conservar su sano juicio, debía pensar lo menos
posible en los generales.
Adam dio su nombre a un empleado y esperó en una antesala, donde vino a
buscarlo su padre. Adam tardó un momento en reconocer a Cyrus, y mucho más en
acostumbrarse a su nuevo aspecto. Cyrus se había convertido en un gran hombre, y
vestía como tal: levita y pantalones negros, sombrero negro de ala ancha, abrigo con
cuello de terciopelo, y bastón de ébano que manejaba a modo de espada. También se
comportaba como un gran hombre. Hablaba con voz lenta, melodiosa, tranquila y
mesurada; sus ademanes eran abiertos, y su nueva dentadura le proporcionaba una
sonrisa ladina, completamente en desacuerdo con sus emociones.
Cuando Adam se dio cuenta de que aquel personaje era su padre, todavía estaba
desconcertado. De pronto, bajó la mirada y vio que Cyrus no llevaba ninguna pata de
palo. La pierna era recta, se doblaba por la rodilla y en el pie llevaba puesto un
brillante zapato medio recubierto por una polaina. Cuando caminaba renqueaba
ligeramente, pero no como antes, cuando llevaba su pata de palo.
Cyrus observó la mirada de su hijo.
—Ortopédica —explicó. Tiene articulación. Puedo incluso saltar, y, si me lo
propongo, no cojeo en absoluto. Ya te la enseñaré cuando me la quite. Ahora, ven
conmigo.
—He recibido órdenes, señor. Tengo que presentarme ante el coronel Wells —
respondió Adam.
—Ya lo sé. Fui yo quien le dijo a Wells que te enviase esa orden. Ven.
Adam replicó algo turbado:
—Si no le importa, señor, creo que haría mejor en presentarme ante el coronel
Wells primero.
Su padre se volvió hacia él.
—Lo he hecho para probarte —dijo con ademán grandilocuente—. Quería ver si
el ejército tiene disciplina en estos días. Muy bien, muchacho. Ya sabía yo que el
ejército te haría bien. Ahora ya eres un hombre y un soldado, hijo mío.
—Tengo que cumplir mis órdenes, señor —insistió Adam.
Aquel hombre le parecía un extraño, y en su interior surgió una débil sensación de
disgusto. Todo aquello se asemejaba a una pantomima, y la rapidez con que se
abrieron las puertas cuando se dirigió hacia el despacho del coronel, el obsequioso
respeto de aquel oficial y las palabras que pronunció al recibirle, «El ministro quiere
verlo enseguida, señor», no fueron suficientes para disipar sus dudas.
—Es mi hijo, un simple soldado raso, señor ministro, como yo lo fui siempre, un
soldado raso del ejército de los Estados Unidos.

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—Me licenciaron como cabo, señor —aclaró Adam.
Apenas oyó el intercambio de cumplidos, pues estaba pensando que aquél era el
ministro de Defensa. ¿No se daba cuenta de que su padre fingía? Estaba
representando una comedia. ¿Qué le había ocurrido? Era raro que el ministro no lo
advirtiese.
Se dirigieron al hotelito donde vivía Cyrus, y por el camino éste le señaló los
lugares, los edificios, los recuerdos históricos, con el calor de un conferenciante.
—Vivo en un hotel —dijo—. Había pensado comprar una casa, pero como
siempre estoy viajando, no me hubiera salido a cuenta. Me paso la vida recorriendo
los Estados Unidos.
El conserje del hotel se inclinó ante Cyrus, le llamó «senador» y le indicó que, si
Adam quería una habitación, tendría que despedir a alguno de los huéspedes.
—Envíe una botella de whisky a mi habitación, por favor.
—Si usted lo desea le enviaré también un poco de hielo picado.
—¡Hielo! —exclamó Cyrus—. Mi hijo es un soldado —se golpeó la pierna con el
bastón y sonó a hueco—. Yo también he sido un soldado, un soldado raso. ¿Para qué
queremos hielo?
Adam estaba sorprendido ante el tren de vida de Cyrus. No sólo disponía de un
dormitorio, sino del salón contiguo y además el baño se encontraba dentro de la
habitación.
Cyrus se hundió en un sillón y suspiró. Se subió el pantalón, y Adam observó el
trabajo de artesanía con hierro, cuero y dura madera que conformaban su pierna.
Cyrus desató la funda de cuero que la mantenía unida al muñón y apoyó la pierna
ortopédica junto a su silla.
—A veces me incomoda bastante —dijo.
Con una sola pierna, su padre volvía a ser el de siempre, el único que Adam
recordaba. Había comenzado a sentir desprecio por él, pero ahora renacieron en su
interior el temor, el respeto y la animosidad que sentía de niño; parecía de nuevo un
muchachito espiando los cambios de humor de su padre para estar siempre prevenido.
Cyrus se puso cómodo, bebió un vaso de whisky y se aflojó el cuello. Luego, se
volvió hacia Adam.
—¿Qué hay?
—Usted me dirá, señor.
—¿Por qué te reenganchaste?
—Pues, no sé, señor. Sentí la necesidad de hacerlo.
—No te gusta el ejército, Adam.
—No, señor.
—¿Por qué regresaste a él?
—No quería volver a casa.
Cyrus suspiró y frotó sus dedos contra los brazos del sillón.
—¿Piensas seguir en el ejército? —le preguntó.

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—Lo ignoro, señor.
—Podría hacerte entrar en West Point. Tengo la influencia necesaria para ello.
Puedo hacer que te licencien, y así podrás ingresar.
—No quiero ir a esa academia.
—¿Tratas de desafiarme? —preguntó Cyrus suavemente.
Adam tardó mucho tiempo en responder, intentando encontrar una escapatoria.
Pero, al final, respondió:
—Sí, señor.
—Sírveme whisky, hijo —y con el vaso en la mano, prosiguió; Me pregunto si
sabes la influencia que tengo. Puedo echar del ejército norteamericano a quien yo
quiera, como si se tratara de un calcetín. Incluso al presidente le gusta conocer mi
opinión acerca de los asuntos públicos. Puedo derribar senadores y distribuir
nombramientos como si fuesen manzanas. Puedo hacer y destruir hombres. ¿Sabías
eso?
Adam sabía más que eso. Sabía que Cyrus se estaba defendiendo con amenazas.
—Sí, señor. He oído hablar de ello.
—Puedo hacer que te destinen a Washington, a mi lado, incluso puedo enseñarte
este laberinto.
—Preferiría volver a mi regimiento, señor.
Observó cómo el rostro de su padre se ensombrecía.
—Tal vez me he equivocado. Has aprendido la ciega resistencia de un soldado —
y tras un suspiro, prosiguió—: Ordenaré que te devuelvan a tu regimiento. Te
pudrirás en los cuarteles.
—Gracias, señor.
Tras una pausa, Adam preguntó:
—¿Por qué no se trae a Charles?
—Porque yo… No, es mejor que Charles siga donde está; sí, es lo mejor.
Adam recordó durante mucho tiempo el tono de voz de su padre y su aspecto. Y
tuvo mucho tiempo para recordar, porque fue a «pudrirse en los cuarteles». Se acordó
de que Cyrus era un solitario y de que estaba solo. Y supo por qué.

Charles había esperado el regreso de Adam durante cinco años. Había repintado la
casa y los establos, y como el momento se aproximaba, contrató a una mujer para que
hiciese la limpieza de la casa, pues quería que estuviese bien limpia.
La mujer en cuestión era vieja e insignificante. Miró las cortinas grises de polvo,
las arrancó e hizo otras nuevas. Quitó el hollín de la estufa, que nadie había tocado
desde que murió la madre de Charles. Y lavó concienzudamente las paredes para

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quitarles la capa de grasa, pardusca y brillante, que se había depositado en ellas como
resultado de freír tocino y del humo de los quinqués. Fregó los suelos con lejía y
sumergió las mantas en una solución de sosa, sin dejar durante todo el tiempo de
quejarse:
—¡Los hombres, qué animales tan puercos! El cerdo es limpio comparado con
ellos. Se pudren en su propia mierda. No comprendo cómo hay mujeres que se casan
con ellos. Esto apesta como una cloaca. No hay más que ver el horno: hay tal costra
de suciedad que se remonta por lo menos a la época de Matusalén.
Charles buscó un refugio donde su olfato no pudiese ser molestado por los
inmaculados pero desagradables olores de la lejía, la sosa, el amoniaco y el
desinfectante. Sin embargo, tuvo la impresión de que la mujer no aprobaba su modo
de mantener la casa. Cuando finalmente ella se marchó de la casa gruñendo, Charles
continuó en su refugio. Quería tener su mansión limpia para recibir a Adam. En el
refugio donde dormía se guardaban los aperos de labranza y otras herramientas para
su cuidado y reparación. Charles descubrió que podía cocinar sus comidas, a base de
fritos y hervidos, mucho mejor y más deprisa en la forja que en la estufa de la cocina.
El fuelle arrancaba grandes llamaradas y un considerable calor al carbón de coque.
No había que esperar, como en el caso de la estufa, a que ésta se calentase. Se
asombró de que no se le hubiese ocurrido antes.
Charles esperaba el regreso de Adam, pero éste no venía. Quizá le daba
vergüenza escribir. Fue Cyrus quien le comunicó, en una carta airada, que Adam se
había renganchado contra su deseo. Cyrus también le indicaba que, más adelante,
podría ir a Washington a visitarlo, pero nunca se lo volvió a pedir.
Charles se trasladó de nuevo a la casa y vivió otra vez en una especie de salvaje
inmundicia, sintiendo gran satisfacción en destruir la labor de la gruñona mujer de la
limpieza.
Tuvo que pasar un año antes de que Adam enviase a Charles una carta llena de
preámbulos en su intento por obtener el coraje para escribir: «No sé por qué me volví
a alistar. Fue como si lo hubiera hecho otra persona. Escríbeme pronto y dime cómo
estás».
Charles no contestó hasta después de haber recibido cuatro angustiosas cartas
más, y entonces se limitó a replicar fríamente: «Nunca esperé que vinieses», para
proseguir con una detallada relación del estado de la granja y de los animales.
El tiempo se encargaría de separarlos por completo. Después de la carta de
Charles, escrita poco después de Año Nuevo, llegó otra de Adam, escrita también
poco después del Año Nuevo siguiente. Se habían distanciado tanto que no
experimentaban el menor interés el uno por el otro y no se hacían la menor pregunta.
Charles comenzó a contratar mujeres zarrapastrosas para trabajar en la granja.
Cuando le sacaban de quicio, las despedía sin ninguna consideración. No le gustaban,
y nada le importaba si él les gustaba o no. Se aisló del pueblo. Sus únicos contactos
se reducían a la taberna y al cartero. Sus vecinos podían criticar su forma de vida,

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pero había algo que contrarrestaba sus incívicas costumbres incluso ante sus ojos: la
granja nunca había estado tan bien gobernada. Charles desbrozó los campos, levantó
los muros, mejoró el sistema de regadío y añadió casi medio centenar de hectáreas a
sus tierras. Y lo que era más importante aún, se dedicó a plantar tabaco, y pronto
construyó un magnífico cobertizo detrás de la casa para almacenarlo. Por todo ello, se
ganó el respeto de sus vecinos. Un granjero no puede pensar mal de un hombre que
trabaja tan bien la tierra. Charles invirtió casi todo su dinero y todas sus energías en la
granja.

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Capítulo 7

Adam pasó los siguientes cinco años de su vida realizando toda una serie de rutinas
para evitar volverse loco: sacar brillo incansablemente al metal y al cuero, desfilar,
hacer la instrucción y mucho ejercicio, saludar a la bandera, es decir, toda esa danza
atareada de hombres que no hacen absolutamente nada. En 1886, estalló la gran
huelga de los conserveros en Chicago y se requirió la ayuda del regimiento de Adam;
pero la huelga terminó antes de que éste pudiese entrar en acción. En 1888 los
seminolas, que nunca habían firmado un tratado de paz, se agitaban inquietos, y fue
requerida nuevamente la ayuda de la caballería; pero los seminolas se retiraron a sus
marismas y permanecieron tranquilos, y la soñolienta rutina se apoderó nuevamente
de la tropa.
Los intervalos de tiempo son cosas extrañas y contradictorias para la mente. Sería
razonable suponer que un tiempo ocupado solamente por la rutina, o en el que no
sucede nada, se haría interminable. Y así debería ser, pero no lo es. Constituye el
tiempo opaco y monótono que no posee una duración determinada. Un tiempo repleto
de interés, envuelto en la tragedia, entretejido con la alegría es el que parece largo en
la memoria. Y si se piensa, tiene sentido. La monotonía no posee mojones que
puedan servir como punto de referencia. Entre nada no existe tiempo alguno.
El segundo quinquenio de Adam se desvaneció antes de que él pudiera darse
cuenta. 1890 estaba muy avanzado cuando lo licenciaron con el grado de sargento en
El Presidio, San Francisco. Charles y Adam cada vez se escribían menos, pero éste
escribió a su hermano poco antes de ser licenciado. En su carta decía: «Ya es hora de
que vuelva a casa», y eso fue lo último que Charles supo de él durante tres años.
Adam pasó el invierno remontando el río hasta Sacramento, y recorriendo el valle
de San Joaquín, y cuando llegó la primavera, no tenía un céntimo. Enrolló su manta y
emprendió lentamente el camino hacia el este, a veces a pie y otras uniéndose a
grupos de hombres que iban encaramados en sus pesados y lentos carromatos. Por las
noches acampaba con otros vagabundos, en las afueras de las ciudades. Aprendió a
pedir limosna, pero no pedía dinero, sino alimento. Y antes de que pudiese darse
cuenta, se había convertido en un pedigüeño trashumante.
Tales hombres escasean ahora, pero en el siglo XIX había muchos. Vagaban
solitarios de un lado a otro, y amaban este tipo de vida. Algunos trataban de escapar a
la acción de la justicia, mientras que otros habían sido arrojados de la sociedad por la
injusticia. Trabajaban un poco, pero no por mucho tiempo. Robaban de vez en
cuando, pero sólo comida y alguna que otra prenda de las ropas tendidas a secar.
Entre ellos había toda clase de hombres: cultos, ignorantes, limpios, sucios, pero

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todos tenían en común el vagabundeo. Buscaban siempre las temperaturas templadas,
evitando el frío y el calor excesivos. A medida que avanzaba la primavera, se dirigían
al este, y con las primeras heladas se trasladaban al oeste y al sur. Se sentían
hermanos del coyote, el cual, aunque de naturaleza salvaje, vive cerca de los hombres
y de los gallineros; se aproximaban a las poblaciones, pero no penetraban en ellas. En
ocasiones se juntaban unos con otros, aunque no más de una semana, o de un día a
veces, y luego volvían a separarse.
En torno a las pequeñas hogueras donde borboteaban los guisotes comunes se
oían toda clase de conversaciones, excepto sobre temas personales. Adam se enteró
así del desarrollo de la Primera Internacional de Trabajadores, con sus ángeles
coléricos. Escuchó discusiones filosóficas, otras que versaban sobre la metafísica o
sobre la estética, siempre sobre temas impersonales. Sus compañeros de una noche
tanto podían ser asesinos, como clérigos que habían colgado los hábitos, profesores
obligados a abandonar su cómodo destino por una facultad cerril, algún hombre
solitario que huía de sus recuerdos, un arcángel caído, o un aprendiz de diablo, y cada
uno de ellos tenía algo que aportar a la asamblea, del mismo modo que todos
contribuían con zanahorias, patatas, cebollas y carne a la marmita común. Aprendió a
afeitarse con un pedazo de cristal, y a juzgar una casa antes de llamar a su puerta para
pedir una limosna. También aprendió a evitar y a huir de la policía, y a valorar a una
mujer según el calor de su corazón.
A Adam le agradaba su nueva vida. Cuando el otoño tocó los árboles, él se
hallaba en Omaha, y sin preguntarse por qué ni tampoco pensarlo, se dirigió
apresuradamente hacia el suroeste, atravesó las montañas y llegó con sensación de
alivio a Carolina del Sur. Siguió la orilla del mar hasta San Luis Obispo, y aprendió a
escarbar en los charcos dejados por la marea baja, en busca de abalones, anguilas,
mejillones y percas, a abrir hoyos en la arena para descubrir las almejas, y a atrapar
conejos en las dunas con un lazo corredizo hecho con sedal. Y luego se tumbaba a
descansar en la soleada arena, entreteniéndose en contar las olas.
La primavera lo empujó de nuevo hacia el este, pero con mayor lentitud que
antes. Las montañas eran frescas en verano, y los montañeses eran hospitalarios,
como suele ser la gente que vive aislada. Adam aceptó un trabajo en casa de una
viuda, cerca de Denver, compartiendo su mesa y su lecho con la mayor humildad,
hasta que las primeras heladas lo empujaron de nuevo hacia el sur. Siguió el curso del
río Grande, pasó Alburquerque y El Paso, atravesando el Big Bend, y llegó a
Brownville después de pasar por Laredo. Aprendió palabras españolas para pedir
comida y placer, y descubrió que, cuando la gente es muy pobre, siempre tiene algo
para dar, y ganas de hacerlo. Nació en él un amor por los pobres que jamás hubiera
sentido de no haberlo sido él también. Y llegó a ser un experto vagabundo que usaba
la humildad como su principal arma. Era delgado y estaba quemado por el sol, y
podía dominarse hasta el punto de no demostrar ni ira ni celos. Su voz se volvió
suave, y en sus palabras mezclaba muchos acentos y dialectos, de manera que nunca

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parecía extranjero en ninguna parte. La gran medida de seguridad del vagabundo era
su velo protector. Usaba el tren con muy poca frecuencia, porque en todo el país
comenzaba a formarse un sentimiento de hostilidad contra los vagabundos, motivado
por la feroz violencia de la Internacional de Trabajadores, y agravado por las crueles
represiones que se hacían contra éstos. Adam fue detenido por vago. La brutalidad de
la policía y de sus prisioneros lo aterrorizó e hizo que se alejase de las reuniones de
vagabundos. Después de aquello, andaba siempre solo y ponía especial cuidado en ir
siempre afeitado y limpio.
Cuando llegó de nuevo la primavera, emprendió el camino del norte. Comprendía
que se terminaba la época de descanso y de tranquilidad. Se dirigía hacia Charles,
hacia los borrosos recuerdos de su infancia.
Adam se movía rápidamente a través de las interminables extensiones del este de
Texas, atravesando Luisiana y los confines de Misisipí y Alabama, y bordeando
Florida. Comprendió que tenía que avanzar deprisa. Los negros eran lo
suficientemente pobres para ser bondadosos, pero no podían confiar en ningún
hombre blanco por pobre que fuese, y los blancos pobres tenían miedo de los
extraños. Cerca de Talhahassee fue detenido por los hombres del sheriff, juzgado por
vago y destinado a una brigada de obras públicas que trabajaba en la carretera. Así se
hacía en aquella época. Lo condenaron a seis meses. Tan pronto como lo pusieron en
libertad, lo volvieron a detener por otro periodo de seis meses. Y entonces aprendió
que hay hombres que tratan a los demás como bestias, y que la mejor manera de
sobrevivir entre ellos es comportarse como tal. Un rostro limpio y abierto, una mirada
franca y alerta, son cosas que llaman la atención, y ésta acarrea al instante el castigo.
Adam comprendió que un hombre que hiciese una acción fea o brutal se había herido
a sí mismo, y debía hacer pagar a alguien por ello. El hecho de que mientras trabajaba
lo vigilasen hombres armados con fusiles, de que por la noche le pusieran una argolla
sujeta a una cadena en el tobillo, no eran más que simples medidas de precaución,
pero los salvajes latigazos propinados por el más fútil motivo, por el menor resto de
dignidad o de resistencia, parecían indicar que los guardianes temían a los
prisioneros, y Adam sabía, por los años pasados en el ejército, que un hombre
dominado por el miedo es un animal muy peligroso. Y Adam, como todo el mundo,
temía lo que aquellos latigazos podían causar a su cuerpo y a su espíritu. Corrió un
tupido velo en torno a sí mismo, y su rostro se volvió inexpresivo, sus ojos perdieron
el brillo y se encerró en un continuado mutismo. Más tarde no le sorprendió que
hubiese sido capaz de hacerlo, pero sí le llamó la atención que apenas le causase
sufrimiento. Le pareció mucho más horrible luego que cuando estaba sucediendo.
Constituye un verdadero triunfo del dominio de sí mismo ver a un hombre al que le
dan latigazos hasta que aparecen los músculos de su espalda, blancos y brillantes, a
través de las heridas, y que, sin embargo, no muestra el menor signo de dolor, ira o
interés. Y Adam aprendió a comportarse así.
Después de los primeros momentos las personas se sienten más que se ven.

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Durante su segunda condena en las carreteras de Florida, Adam redujo al mínimo su
personalidad. Casi no se movía, no exteriorizaba ninguna conmoción, se volvió tan
invisible como pudo. Y cuando los guardianes no sentían su presencia, dejaban de
tenerle miedo. Le hicieron limpiar los campamentos, servir la bazofia a los
prisioneros y llenar los cubos de agua.
Adam esperó hasta tres días antes de su segunda liberación. Entonces, poco
después de mediodía, llenó los cubos de agua y regresó al río a por más. Puso piedras
en los cubos y los hundió en el agua; luego, se deslizó en el río y nadó un gran trecho
siguiendo la corriente, descansó un momento y siguió nadando. Continuó así hasta
que al atardecer encontró un refugio bajo el margen con matorrales que formaban una
especie de cubierta protectora. Allí permaneció agazapado sin salir del agua.
Cuando la noche estaba ya muy avanzada, oyó aproximarse a los perros por
ambas orillas del río. Se había frotado enérgicamente el cabello con hojas verdes para
disimular el olor de hombre. Se acurrucó en el agua, asomando solamente la nariz y
los ojos. Por la mañana, los perros volvieron, faltos de interés, y los hombres estaban
demasiado cansados para escudriñar debidamente los ribazos. Cuando se hubieron
marchado, Adam hurgó en su bolsillo hasta sacar un trozo de tocino chorreante, y se
lo comió.
Había aprendido a contener la prisa. Casi todos los condenados caían durante la
fuga. Adam tardó cinco días en atravesar la breve distancia que había hasta Georgia.
Procuró no correr ningún riesgo y dominó su impaciencia con férrea voluntad. Se
sentía asombrado ante su propia habilidad.
Al llegar a Valdosta, en Georgia, se ocultó hasta mucho después de medianoche, y
entró en el pueblo como una sombra; se encaramó a la parte trasera de un bazar y
forzó la ventana con la mayor precaución, arrancando los tomillos de la cerradura
empotrada en la madera medio podrida por el sol. Luego colocó de nuevo la
cerradura, pero dejó la ventana abierta. Tuvo que trabajar a la luz de la luna,
arrastrándose a través de sucias ventanas. Robó unos pantalones, una camisa blanca,
zapatos y sombrero negros, y un impermeable encerado, y se probó cada pieza para
ver si eran de su medida. Se esforzó por asegurarse de que todo quedaba igual que
antes de saltar por la ventana. No se había apoderado más que de cosas de las que
había en abundancia. Ni tan sólo había tratado de buscar el lugar donde se encontraba
la caja. Bajó cuidadosamente el cierre de la ventana, y se deslizó de sombra en
sombra, evitando los lugares bañados por la luz de la luna.
Se ocultó durante todo el día siguiente y por la noche fue en busca de alimentos:
nabos, unas cuantas mazorcas de maíz que había en una cuadra, unas cuantas
manzanas derribadas por el viento, es decir, nada que pudiesen echar de menos. Para
evitar que los zapatos pareciesen nuevos, los frotó con arena, y con el mismo fin
arrugó el impermeable. Tuvo que esperar tres días a que llegase la lluvia que deseaba,
o que en su extremada prudencia creía que le era necesaria.
La tarde estaba muy avanzada cuando empezó a llover. Adam se embozó en su

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impermeable, esperando a que oscureciera, y sólo entonces caminó a través de la
lluvia nocturna para llegar al pueblo de Valdosta. Llevaba el sombrero negro calado
hasta las cejas y el cuello del impermeable levantado. Se dirigió a la estación y atisbo
a través de una ventana empapada por la lluvia. El jefe de estación, con uniforme
verde botella y manguitos de alpaca negra, se asomaba por la ventanilla de la taquilla,
hablando con un amigo, que tardó veinte minutos en marcharse. Adam lo siguió con
la mirada hasta que lo vio alejarse y desaparecer por el andén. Hizo una profunda
aspiración para dominarse y entró.

Charles recibía muy pocas cartas. A veces ni se molestaba en acudir a la oficina de


correos durante semanas enteras. En febrero de 1894, cuando se recibió un abultado
sobre para él, que procedía de unos abogados de Washington, el jefe de la estafeta
pensó que sería algo importante. Fue en persona a la granja de Trask, encontró a
Charles partiendo leña, y le entregó la carta. Y puesto que se había tomado tanta
molestia, esperó para enterarse de lo que pasaba.
Charles lo hizo esperar bastante. Leyó muy lentamente los cinco pliegos, se
detuvo y los releyó otra vez, moviendo con lentitud los labios. Luego los dobló y se
dirigió hacia la casa.
El jefe de la estafeta lo llamó y le preguntó:
—¿Malas noticias, señor Trask?
—Mi padre ha muerto —dijo Charles, y tras entrar en la casa, cerró la puerta.
—Se lo tomó muy a pecho —explicó el cartero de regreso al pueblo—. Sí, muy a
pecho. Es un hombre muy callado, no habla mucho.
Charles encendió la lámpara cuando estuvo en el interior de la casa, aunque
todavía no era de noche. Dejó la carta sobre la mesa y fue a lavarse las manos antes
de sentarse para leerla otra vez.
No había nadie a quien enviar un telegrama. Los abogados habían encontrado sus
señas entre los papeles de su padre. Lo sentían mucho y le ofrecían su más sincero
pésame. Y también parecían estar bastante nerviosos. Cuando redactaron el
testamento de Trask, creyeron que no tendría más que unos cientos de dólares para
dejar a sus hijos. Pero cuando inspeccionaron sus estados de cuenta bancarios, se
encontraron con la sorpresa de que tenía unos noventa y tres mil dólares en el banco y
otros diez mil en títulos del Estado. Tras hacer este descubrimiento, trataron con
mucha más deferencia al señor Trask. A un hombre con tanto dinero podía
considerársele rico. Sus herederos jamás tendrían de qué preocuparse. Había lo
suficiente para empezar una dinastía. Los abogados felicitaban a Charles y a su
hermano Adam. Según el testamento, decían, les correspondía la mitad a cada uno.

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Después de mencionar la fortuna, hacían un inventario de los efectos personales
dejados por el difunto: cinco espadas de honor ofrecidas a Cyrus en diversas
convenciones del ejército; un mazo de madera de olivo con una placa de oro; una
cadena de reloj, masónica, engarzada de diamantes; la dentadura de oro; un reloj de
plata; un bastón con empuñadura de oro, etcétera.
Charles releyó dos veces la carta y apoyó la frente en sus manos. Se preguntaba
qué haría Adam y por dónde andaría. Deseaba que volviese a casa.
Se sentía desconcertado y abatido. Encendió el fuego, colocó la sartén sobre él y
cortó gruesas lonchas de tocino. Luego volvió a echar una mirada a la carta y la
guardó en el cajón de la mesa de la cocina. Decidió olvidarla por el momento.
Trató de pensar en otras cosas, pero su pensamiento volvía una y otra vez al
mismo punto: ¿de dónde había surgido?
Cuando dos acontecimientos tienen algo en común, ya sea su naturaleza, el
tiempo o el lugar, llegamos felizmente a la conclusión de que tienen algún parecido, y
a causa de esta tendencia hacemos una magia y los guardamos para contarlos de
nuevo. Charles jamás había recibido una carta en la granja. Pocas semanas después,
llegó un muchacho corriendo para entregarle un telegrama. Y desde entonces siempre
relacionó la carta y el telegrama, del mismo modo que agrupamos dos muertes y
anticipamos una tercera. Se dirigió a toda prisa a la estación del pueblo, con el
telegrama en la mano.
—Escuche esto —le dijo al telegrafista.
—Ya lo he leído.
—¿Lo ha leído?
—Vino por el telégrafo —respondió el empleado—. Yo mismo lo transcribí.
—¡Ah, sí, claro! «Envía urgentemente giro cien dólares. Stop. Vuelvo a casa.
Stop. Adam. Stop».
—Vino a cargo del destinatario —dijo el empleado—. Me debe usted sesenta
centavos.
—Valdosta, en Georgia, jamás oí hablar de ese pueblo.
—Ni yo tampoco, pero de allí procede.
—Dígame, Carlton, ¿qué hay que hacer para telegrafiar dinero?
—Pues usted me entrega ciento dos dólares con sesenta centavos, y yo envío un
telegrama a Valdosta, diciéndole al telegrafista de allí que entregue a Adam cien
dólares. Pero, aparte de eso, usted me sigue debiendo sesenta centavos.
—Ya se los pagaré, hombre, ya se los pagaré. Pero dígame, ¿cómo sé que se trata
de Adam? ¿Quién puede impedir que otro lo reciba?
El telegrafista se permitió sonreír con aire de suficiencia.
—La manera de resolverlo es que usted me diga una pregunta que nadie pueda
responder si no es el interesado. Entonces, yo envío al mismo tiempo la pregunta y la
respuesta. El telegrafista de allá le hace la pregunta, y si no puede responderla no le
entrega el dinero.

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—Es muy hábil. Voy a ver si se me ocurre una buena.
—Es mejor que vaya a buscar los cien dólares antes de que el viejo Breen cierre
la ventanilla.
A Charles le encantaba aquel juego. A los pocos momentos estaba de vuelta con
el dinero en la mano.
—Ya he pensado la pregunta —dijo.
—Espero que no sea el segundo nombre de su madre. Hay mucha gente que es
incapaz de recordarlo.
—No, no es nada de eso. Es lo siguiente: «¿Qué le diste a padre por su
cumpleaños, poco antes de enrolarte en el ejército?».
—Es una buena pregunta, pero endemoniadamente larga. ¿No puede abreviarla a
diez palabras?
—¿No soy yo quien paga? La respuesta es: «Un cachorrillo».
—Nadie sería capaz de adivinarlo —comentó Carlton—. Bueno, al fin y al cabo
es usted quien paga, no yo.
—Sería gracioso que no lo recordara —dijo Charles—. Nunca podría volver a
casa.

Adam llegó caminando desde el pueblo. Traía la camisa muy sucia y el resto de la
ropa robada arrugada y manchada, pues durante una semana no se había cambiado ni
para dormir. Se detuvo entre la casa y el establo para ver si oía a su hermano. A los
pocos momentos le oyó dando martillazos en el nuevo cobertizo para el tabaco.
Adam lo llamó.
El martilleo cesó y reinó el silencio. Adam tuvo la sensación de que su hermano
estaba examinándolo a través de las rendijas del cobertizo. A los pocos segundos,
Charles salió a toda prisa y se dirigió hacia Adam para estrecharle las manos.
—¿Cómo estás?
—Muy bien —respondió Adam.
—¡Santo Dios, qué flaco estás!
—Sí, supongo que sí. Además tengo algunos años más.
Charles lo inspeccionó de pies a cabeza.
—No parece que te vayan muy bien las cosas.
—Así es.
—¿Dónde tienes la maleta?
—No traigo ninguna.
—¡Dios mío! Pero ¿dónde has estado?
—De aquí para allá.

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—¿Cómo un vagabundo?
—Así es.
A pesar de los años transcurridos, que habían marcado profundas arrugas en la
piel reseca y endurecida de Charles y habían enrojecido sus ojos oscuros, Adam sabía
que Charles estaba pensando en algo más que en las típicas preguntas.
—¿Por qué no volvías a casa?
—Me dediqué a vagabundear. No podía evitarlo. Es algo que se apodera de uno.
La cicatriz de la frente es realmente tremenda.
—Sí, ya te escribí contándote cómo me la hice. Cada vez está peor. ¿Por qué no
escribías? ¿Tienes hambre?
Charles metió las manos en los bolsillos, las volvió a sacar, se tocó la barbilla y se
rascó la cabeza.
—Puede desaparecer —dijo Adam—. Una vez conocí a un hombre, un tabernero,
que tenía una que parecía un gato. La tenía de nacimiento, y por eso le llamaban
«Gato».
—¿Tienes hambre?
—Sí, creo que sí.
—¿Piensas quedarte en casa?
—Creo que sí. ¿Quieres que nos ocupemos de eso ahora?
—Creo que sí —respondió Charles, como un eco—. Padre ha muerto.
—Ya lo sabía.
—¿Cómo diablos lo sabías?
—El jefe de estación me lo dijo. ¿Cuánto tiempo hace que murió?
—Hará cosa de un mes.
—¿Cómo?
—De una pulmonía.
—¿Lo han enterrado aquí?
—No, en Washington. Recibí una carta y unos periódicos. Lo llevaron en un
ataúd cubierto con una bandera. El vicepresidente asistió al entierro y el presidente
envió una corona. Lo publicaron en los periódicos, e incluso con fotografías. Ya lo
verás. Lo guardo todo.
Adam estudió el rostro de su hermano hasta que éste desvió la mirada.
—¿Te ocurre algo? —le preguntó Adam.
—¿Qué quieres que me ocurra?
—Tan sólo preguntaba…
—No me ocurre nada. Vamos, te daré algo de comer.
—Muy bien. ¿Estuvo mucho tiempo enfermo?
—No. Fue una pulmonía galopante. Murió enseguida.
Charles ocultaba algo. Deseaba decirlo, pero no sabía cómo empezar. Se escondía
tras las palabras. Adam permaneció silencioso. Era mejor callar y dejar que Charles
acabara con los rodeos para soltar lo que tenía que decir.

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—No creo mucho en los mensajes del más allá —dijo Charles—. Pero ¿quién
sabe?, hay quien asegura que los recibe. La vieja Sarah Whitburn, por ejemplo.
Juraba que los había recibido. Uno no sabe qué pensar. Tú no has recibido ningún
mensaje, ¿verdad? Dime, ¿por qué demonios te muerdes la lengua?
—Estoy pensando —respondió Adam.
Sí, estaba pensando, lleno de asombro, que ya no tenía miedo de su hermano.
Solía tenerle un miedo cerval, pero ahora comprobaba que ese temor había
desaparecido. ¿No era extraño? ¿Se debería acaso a su paso por el ejército o por la
cárcel? ¿Sería por la muerte de su padre? Era posible, pero no lo entendía. Al
desaparecer su temor, comprendió que podía decir todo lo que le viniese en gana,
mientras que antes tenía que escoger cuidadosamente sus palabras para evitar
complicaciones. Aquélla era una sensación muy agradable, como si se hubiera muerto
y después resucitado.
Entraron en la cocina, que recordaba tan bien, pero que le costó trabajo reconocer.
Le pareció más pequeña y más sucia. Adam dijo casi con alegría:
—Charles, te escucho. Tú quieres decirme algo, y no haces más que dar vueltas y
vueltas como un perro alrededor de un matorral. Es mejor que lo sueltes antes de que
eso te envenene.
Los ojos de Charles brillaban de ira. Levantó la cabeza, Comprendió que su
fuerza había desaparecido. Pensó, consternado, que ya no podría pegarle más. Era
incapaz. Adam sonrió.
—Quizá no esté bien estar contento cuando hace tan poco tiempo que padre ha
muerto; pero la verdad es, Charles, que jamás me he sentido mejor en toda mi vida.
Nunca me he encontrado tan bien. ¡Expúlsalo, Charles! No permitas que te
atormente.
—¿Querías a nuestro padre? —le preguntó Charles.
—No te responderé hasta que me digas por qué me haces esta pregunta.
—¿Le querías o no?
—¿Y eso a ti qué te importa?
—Respóndeme.
Una intrepidez libre y creadora poseía a Adam hasta la médula.
—Muy bien, te lo diré. No, no lo quería. A veces le temía y otras veces lo
admiraba, pero la mayor parte del tiempo lo odiaba. Ahora, dime por qué querías
saberlo.
Charles se miraba las manos.
—No lo entiendo —dijo—. Es que no me cabe en la cabeza. Él te quería más que
a nada en el mundo.
—No lo creo.
—Pues así es. Le gustaba todo lo que tú le dabas. ¿Recuerdas el regalo que yo le
hice? Sí, aquel cuchillo. Tuve que partir y vender una carga de leña para poder
comprarlo. Pues bien, ni tan siquiera se lo llevó a Washington consigo. Aún está en la

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mesa de su despacho. Pero tú le diste un cachorro, que no te costó nada. Bueno, pues
ahora verás una fotografía de ese cachorro. ¿Dónde? En sus funerales. Un coronel lo
llevaba en brazos. El perro estaba ciego y no podía andar. Lo mataron después de los
funerales.
Adam estaba sorprendido ante la fiereza de la voz de su hermano.
—No veo adónde quieres ir a parar —dijo.
—Yo le quería —contestó Charles.
Y por primera vez en toda su vida, Adam vio llorar a Charles. Escondió la cabeza
entre sus manos y lloró.
Adam estuvo a punto de aproximarse a él, pero volvió a sentir un resto del
antiguo temor. «No», pensó, «si lo toco, tratará de matarme». Se dirigió a la puerta
abierta y permaneció mirando afuera, mientras oía a sus espaldas los sollozos de su
hermano.
La granja contigua a la casa no era bonita, jamás lo había sido. Había basura por
todas partes, dejadez, abandono, carencia de planificación; faltaban flores y, en su
lugar, se veían pedazos de papel y astillas esparcidos por todas partes. La casa
tampoco era bonita. Era un chamizo, bien construido, eso sí, que sólo servía como
abrigo y para cocinar en él. Tanto la granja como la casa eran frías y no despertaban
amor ni simpatía alguna. No constituían un hogar al que uno anhelase volver. De
pronto, Adam se puso a pensar en su madrastra —que suscitaba tan poco afecto como
la granja—, dispuesta, limpia a su manera, pero que tenía tan poco de esposa como la
granja de hogar.
Su hermano había dejado de sollozar. Adam se volvió. Charles miraba frente a sí
con rostro inexpresivo.
—Háblame de madre —le dijo Adam.
—Murió. Ya te lo escribí.
—Háblame de ella.
—Ya te lo he dicho. Murió. Hace mucho tiempo. Además, no era tu madre.
La sonrisa que Adam viera una vez en el semblante de ella brilló de nuevo en su
mente, y evocó su rostro.
La voz de Charles le llegó a través de aquella imagen, haciéndola pedazos.
—Quiero que me digas una cosa, pero no enseguida. Piensa antes de contestar, y
no me respondas si no estás seguro de decirme la verdad.
Charles movió los labios en anticipación a la pregunta.
—¿Crees que sería posible que nuestro padre no hubiese sido honrado?
—¿Qué quieres decir? —replicó Adam.
—¿No está claro? Creo que lo he dicho muy clarito. Honrado sólo puede tener un
significado.
—No lo sé —respondió Adam—. No lo sé. Nunca se quejó nadie. Piensa en todo
lo que consiguió: permanecía hasta muy avanzada la noche en la Casa Blanca, y el
vicepresidente acudió al entierro. ¿Crees que eso hubiera sido posible de no haber

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sido honrado? Vamos, Charles —le suplicó—. Dime lo que has estado tratando de
decirme desde el instante en que llegué.
Charles se humedeció los labios. La sangre parecía haber desaparecido de su
rostro, y con ella toda su energía y ferocidad. Su voz adquirió un tono monótono.
—Padre hizo testamento. Nos deja todos sus bienes, a partes iguales.
Adam rió.
—Bueno, siempre podremos vivir de la granja. Supongo que no nos moriremos
de hambre.
—La fortuna asciende a más de cien mil dólares —prosiguió la voz monótona.
—Estás loco. Querrás decir más de cien dólares. ¿De dónde los hubiera sacado?
—No me he equivocado. Su sueldo en el ejército era de ciento treinta y cinco
dólares al mes. Pagaba de su bolsillo su estancia y manutención y, cuando viajaba, iba
a hoteles pagados y cobraba cinco centavos por kilómetro a modo de dieta.
—Quizá siempre tuvo esa fortuna, y jamás nos enteramos.
—No, no la tenía.
—En ese caso, ¿por qué no escribimos al Ministerio de la Guerra para pedir
información? Alguien debe saberlo.
—Yo no me atrevo —contestó Charles.
—Mira, no nos precipitemos. Quizás especuló un poco. Hay muchos hombres que
se enriquecen de golpe. Él conocía a importantes personalidades. Vete a saber si
intervino en algún buen negocio. Piensa en los que se fueron a California cuando la
fiebre del oro y volvieron ricos.
El rostro de Charles expresaba desolación. Bajó tanto el tono de su voz que Adam
tuvo que aproximarse más para oír lo que decía. Hablaba con la misma monotonía
que si estuviese leyendo un informe:
—Nuestro padre ingresó en el Ejército de la Unión en junio de 1862. Hizo la
instrucción durante tres meses en este estado, lo que nos lleva a septiembre. Luego se
marchó al sur. El 12 de octubre fue herido en la pierna y enviado al hospital. Volvió a
casa en enero.
—No sé adónde quieres ir a parar.
Las palabras de Charles eran sordas y cortantes.
—No estuvo en Chancellorsville. Tampoco en Gettysburg ni en Wilderness, ni en
Richmond, ni en Appomatox.
—¿Cómo lo sabes?
—Por su hoja de licenciamiento. Vino con los demás papeles.
Adam suspiró profundamente. Sentía en el pecho una palpitación y un oleaje
tumultuoso de alegría. Movió la cabeza sin creerlo del todo.
—¿Cómo consiguió ocultarlo? —prosiguió Charles—. ¿Cómo demonios
consiguió ocultarlo? Nadie le hizo jamás la menor pregunta. ¿Se la hiciste tú? ¿Se la
hice yo? ¿Acaso se la hizo mi madre? Nadie le preguntó nunca nada, ni siquiera los
de Washington.

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Adam se levantó.
—¿Hay algo para comer en casa? Voy a calentarme cualquier cosa.
—Anoche maté una gallina. Voy a preparártela, si quieres esperar un poco.
—¿No hay nada más rápido?
—Sí, un poco de tocino y todos los huevos que quieras.
—Tomaré eso —aceptó Adam. Dejaron la pregunta en el aire y continuaron
dándole vueltas en sus cabezas. No volvieron a mencionarla, pero no conseguían
apartarla de su mente. Querían hablar de ello, pero no se atrevían. Charles frió unos
huevos con tocino y calentó una cacerola de judías.
—He arado los pastos —dijo—, y he plantado centeno en ellos.
—¿Es buena tierra?
—Muy buena, después de quitar las piedras. —Se tocó la frente—. Me hice esta
condenada herida tratando de levantar una piedra con una palanca.
—Ya me lo contaste en una carta —respondió Adam—. No sé si llegué a
comentarte que tus cartas significaron mucho para mí.
—Nunca contabas demasiado sobre lo que hacías —replicó Charles.
—Es que no me gustaba mucho pensar en ello. No era muy agradable, en su
mayor parte.
—Ya me enteré de las campañas por los periódicos. ¿Participaste en ellas?
—Sí, pero no me gusta hablar de ello, no todavía.
—¿Matasteis indios?
—Sí, matamos indios.
—Supongo que son muy tozudos.
—Supongo que sí.
—No tienes que hablar de ello si no quieres.
—No quiero.
Cenaron a la luz del quinqué.
—Tendríamos más luz si limpiásemos el globo.
—Ya lo haré yo —dijo Adam—. Es difícil pensar en todo.
—Me alegro de que hayas vuelto. ¿Te gustaría ir a la taberna después de cenar?
—Bueno, ya veremos. Preferiría descansar un poco.
—No te lo he escrito en ninguna carta, pero has de saber que hay chicas en la
taberna. No sé si te gustaría que yo te acompañase. Las cambian cada dos semanas.
Creo que te agradaría ir a verlas.
—¿Chicas?
—Sí, en el primer piso. Así resulta más cómodo. Y supongo que tú, que acabas de
llegar…
—Esta noche no. Ya iremos más adelante. ¿Cuánto cuestan?
—Un dólar. En su mayoría están bien.
—Más adelante —repitió Adam—. Me sorprende que las dejen permanecer aquí.
—También me extrañó a mí, al principio. Pero se han inventado un buen sistema.

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—¿Vas muy a menudo?
—Cada dos o tres semanas. Uno aquí se siente muy solo.
—Me escribiste una vez que pensabas casarte.
—Sí, así era, en efecto. Pero supongo que no encontré la adecuada.
Los dos hermanos seguían evitando hablar del tema principal. A veces parecía
que iban a abordarlo, pero enseguida se zafaban y continuaban charlando sobre la
cosecha, los chismes locales, la política y la salud. Sabían que tarde o temprano
volverían a él. Charles estaba más ansioso por tratarlo a fondo que su hermano, pues
ya había tenido tiempo suficiente para meditar sobre él; sin embargo, para Adam era
un terreno totalmente nuevo. Hubiera preferido aplazarlo para otro día, pero sabía que
su hermano no se lo iba a permitir, aunque lo intentó diciendo abiertamente:
—Mañana hablaremos de lo que ya sabes.
—Como quieras —respondió Charles.
Poco a poco fueron agotando las vías de escape: hablaron de cada persona que
conocían y de todos los acontecimientos locales. Después, la conversación decayó, y
el tiempo iba pasando.
—¿Vamos a acostarnos? —preguntó Adam.
—Todavía no.
Permanecieron en silencio, mientras la noche avanzaba sobre la casa, tocándoles
ligeramente y apremiándoles.
—Me hubiera gustado asistir al entierro —dijo Charles.
—Debió de ser muy hermoso.
—¿Quieres ver los recortes de los periódicos? Los tengo arriba, en mi cuarto.
—No, esta noche no.
Charles aproximó su silla a la mesa y se apoyó sobre ella.
—Tenemos que resolverlo —dijo nervioso—. No podemos aplazarlo
indefinidamente, debemos tomar una decisión.
—Lo sé —respondió Adam—, pero me gustaría tener un poco más de tiempo
para meditar sobre ello.
—¿De qué serviría? Yo he tenido todo el tiempo del mundo, y no puedo salir del
atolladero. He tratado de no pensar en ello, pero continúo dándole vueltas. ¿Crees que
el tiempo va a ayudarte?
—No, supongo que no. ¿De qué quieres que hablemos primero? Sería mejor que
no diésemos más rodeos pues con ello no arreglamos nada.
—En primer lugar, el dinero —expuso Charles—. Más de cien mil dólares. Una
verdadera fortuna.
—¿Qué pasa con el dinero?
—¿De dónde lo obtuvo?
—¿Cómo voy a saberlo? Ya te he dicho que pudo haber tenido algún golpe de
suerte. Quizás alguna buena inversión en Washington.
—¿De verdad lo crees así?

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—Yo no creo nada —contestó Adam—. No sé nada, así es que, ¿cómo voy a
saberlo?
—Es que es mucho dinero —replicó Charles—. Nos deja una fortuna. Tenemos
para el resto de nuestra vida, o si queremos, podemos comprar enormes extensiones
de tierra que nos producirán grandes rendimientos. Es posible que no hayas pensado
en ello, pero la verdad es que somos ricos. Somos los más ricos de la vecindad.
Adam lanzó una carcajada.
—Lo dices como sí fuera una sentencia de muerte.
—¿De dónde procedía?
—Pero ¿por qué te preocupas? —preguntó Adam—. Podemos invertirlo y vivir
de las rentas.
—No estuvo en Gettysburg. No participó en ninguna batalla en toda la guerra. Lo
hirieron en una escaramuza. No dijo más que mentiras.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Adam.
—Creo que robó ese dinero —respondió Charles, lastimeramente. Tú me has
preguntado y yo te he respondido.
—¿Sabes dónde lo robó?
—No.
—Entonces, ¿qué es lo que te hace creer que lo robó?
—Mintió sobre la guerra.
—¿Qué?
—Quiero decir que, si era un mentiroso, ¿por qué no podía ser un ladrón?
—¿Y cómo lo hizo?
—Ocupó cargos en el ejército, altos cargos. Vete a saber si no tenía incluso acceso
a la tesorería, pudo haber amañado los libros…
Adam suspiró.
—Bien, si eso es lo que piensas, ¿por qué no les escribes y se lo dices? Que
examinen los libros. Si es cierto, devolveremos el dinero.
El rostro de Charles tenía una expresión angustiada, y la cicatriz de su frente se
oscureció.
—El vicepresidente acudió a su entierro. El presidente envió una corona. Había
una fila de carruajes de casi un kilómetro y cientos de personas a pie. ¿Y sabes
quiénes eran los que cargaban el féretro?
—¿Adónde quieres ir a parar?
—Supónte que se descubre que era un ladrón. Entonces, saldría también a relucir
que jamás estuvo en Gettysburg, ni en ninguna parte. Todos sabrían que había sido un
embustero y que toda su vida no fue más que una sarta de mentiras. Y en ese caso,
incluso si alguna vez dijo la verdad, nadie lo creería.
Adam permaneció inmóvil. Sus ojos no denotaban emoción alguna, pero estaba
atento.
—Creía que le querías —dijo tranquilamente.

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Se sentía aliviado y liberado.
—Le quería y aún le sigo queriendo. Por eso odio este asunto, porque toda su
vida ha desaparecido. Incluso pueden llegar a sacarlo de la tumba y arrojar su cuerpo
en cualquier parte. —Hablaba con la voz entrecortada por la emoción—: ¿Pero es que
tú no le querías? —gritó.
—No he estado seguro hasta ahora —contestó Adam—. Estaba confundido por lo
que sentía y lo que debía sentir. No, yo no le quería.
—Entonces, a ti no te importa que destruyan toda su vida, y que mancillen su
cuerpo. ¡Oh, Dios!
La mente de Adam trabajaba activamente en un intento por encontrar palabras
adecuadas para expresar sus sentimientos.
—A mí todo eso no me preocupa.
—No, claro, a ti no te preocupa —dijo Charles con sarcasmo—. Claro, si tú no le
querías, no tienes por qué preocuparte. Incluso puedes contribuir a que le escupan en
el rostro.
Adam sabía que su hermano ya no era peligroso. Ya no le movían los celos.
Ahora, toda la culpa de su padre recaía sobre sus espaldas, pero era su padre, y nadie
podría quitárselo.
—¿Qué sentirás al pasear por el pueblo después de que todo el mundo lo sepa? —
preguntó Charles—. ¿Cómo te atreverías a mirar a alguien a la cara?
—Te repito que eso no me preocupa. Y no me preocupa porque no lo creo.
—¿Qué es lo que no crees?
—No creo que robase ese dinero. Yo creo en la guerra que hizo como él la relató,
y también que estuvo en todos los lugares.
—Pero las pruebas… ¿qué pasa con la hoja de licenciamiento?
—No tienes la menor prueba de que fuese un ladrón. Sólo lo sospechas porque no
sabes de dónde proviene ese dinero.
—Su cartilla militar…
—Puede estar equivocada —argumentó Adam—. Quiero creer que lo está. Yo
creo en mi padre.
—No comprendo por qué.
—Déjame explicártelo —contestó Adam—. Existen muchas pruebas de que Dios
no existe y, sin embargo, son muchas las personas que creen en Él.
—Pero acabas de decir que no querías a nuestro padre. ¿Cómo puedes tener fe en
él si no lo amabas?
—Quizás ésa sea la razón —replicó Adam lentamente y de pronto comprendió—:
Quizá si lo hubiese amado, hubiera tenido celos de él. Tú los tenías. Quizás el amor te
vuelve suspicaz e inseguro. ¿No es cierto que cuando estás enamorado de una mujer
te encuentras siempre lleno de dudas y nunca estás seguro de ella, porque tampoco
estás seguro de ti mismo? Para mí eso está muy claro. Puedo ver cómo lo amabas y el
daño que eso te hizo. Yo no le quería, pero es posible que él sí me quisiese. Me puso

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a prueba, me hirió, me castigó y, finalmente, me sacrificó tal vez en compensación
por algo. Pero él no te quería y, por lo tanto, tenía fe en ti. Acaso es una especie de
contrasentido.
Charles lo miró alucinado.
—No te comprendo —dijo.
—Yo mismo estoy tratando de entenderlo —respondió Adam—. También para mí
es una idea nueva. Me siento muy bien, tal vez mejor que nunca. Me he quitado un
peso de encima. Puede que alguna vez experimente lo que tú sientes ahora, pero no
todavía.
—No te comprendo —repitió Charles.
—¿No comprendes que yo no puedo creer que nuestro padre fuese un ladrón?
Tampoco creo que fuese un embustero.
—Pero los papeles…
—No me importan los papeles, no pueden alterar en nada la fe que yo tenía en mi
padre.
Charles respiraba pesadamente.
—Entonces, ¿piensas aceptar ese dinero?
—Desde luego.
—¿Incluso en el caso de que lo hubiese robado?
—Te repito que no lo robó. Era incapaz de hacerlo.
—No te comprendo —insistió Charles.
—¿No? Bueno, me parece que ése es el meollo de toda la cuestión. Nunca te lo
había mencionado, pero ¿te acuerdas de la paliza que me diste poco antes de que me
marchase?
—Sí.
—¿Te acuerdas de lo que pasó luego? Regresaste con un hacha dispuesto a
matarme.
—No lo recuerdo muy bien. Debía de estar loco.
—Entonces no lo supe, pero ahora lo sé: luchabas por tu amor.
—¿Mi amor?
—Sí —dijo Adam—. Haremos buen uso del dinero. Tal vez nos quedemos o tal
vez nos vayamos, puede que a California. Ya veremos. Y, desde luego, tenemos que
erigir un monumento en memoria de nuestro padre, uno muy grande.
—No podría dejar este lugar —aseguró Charles.
—Bueno, ya veremos. No tenemos prisa. Ya lo pensaremos mejor.

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Capítulo 8

Estoy convencido de que en el mundo hay monstruos nacidos de padres humanos.


Algunos son visibles: seres contrahechos y horribles, con enormes cabezas o cuerpos
diminutos; algunos nacen sin brazos o sin piernas, otros con tres brazos, o con rabo, o
con la boca en sitios impensables. Son accidentes; no es culpa de nadie, como solía
creerse. Antaño se les consideraba el castigo evidente por un oscuro pecado.
De la misma manera en que nacen monstruos físicos, ¿no puede haber monstruos
mentales o psíquicos? Puede que la cara y el cuerpo sean perfectos, pero si un gen
defectuoso o un óvulo malformado pueden producir una monstruosidad corporal, tal
vez sea posible que el mismo proceso genere un alma deforme.
En mayor o menor grado, los monstruos son variaciones de lo que se considera
normal. Al igual que un niño puede llegar al mundo sin un brazo, también es posible
nacer sin generosidad o sin conciencia. El hombre que pierde sus brazos en un
accidente tiene que luchar para acostumbrarse a esa carencia, pero quien ha nacido
sin ellos sólo sufre debido a la actitud de los que lo encuentran distinto; como nunca
ha tenido brazos, no puede echarlos de menos. A veces, en la infancia, imaginamos
cómo seria el poseer alas, pero no hay razón para suponer que nuestra sensación
coincida con la de los pájaros. No, para un monstruo lo monstruoso es lo ordinario,
ya que cada uno se considera a sí mismo normal. Para quien lleva un monstruo dentro
de sí, ello debe de ser aún más tenebroso, ya que carece de signos visibles que le
permitan establecer comparaciones con los demás. El que ha nacido desalmado
considerará ridículo a cualquier ser atento al dictado de su conciencia. Para un
delincuente, la honradez es de tontos. No debemos olvidar que un monstruo sólo es
una variante y que, según su parecer, lo monstruoso es normal.
Creo firmemente que Cathy Ames nació con las tendencias, o la falta de ellas, que
la impulsaron y guiaron durante toda su vida. Debía de tener algún tornillo suelto en
la cabeza o algún engranaje mal ajustado. No era como los demás, nunca lo fue. Y al
igual que un tullido puede aprender a aprovechar su invalidez para ser más útil que
una persona normal en determinado campo, Cathy empleó su diferenciación para
producir una conmoción y un doloroso trastorno en el mundo que la rodeó.
Hubo épocas en que una joven como Cathy hubiera sido acusada de estar poseída
por el diablo. Habría sido exorcizada para arrojar de ella los malos espíritus, y si
después de haberlo probado muchas veces eso no hubiera dado resultado, habría sido
quemada como una bruja por el bien de la comunidad. Lo único que no se puede
perdonar a una bruja es su habilidad para sembrar la aflicción y la inquietud entre la
gente, e incluso la envidia.

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Del mismo modo que la naturaleza oculta a veces una trampa, Cathy tuvo desde
el primer día un rostro inocente. Su cabello era dorado y sedoso, y poseía grandes
ojos almendrados, con pestañas que se arqueaban, y que daban una misteriosa y
soñadora profundidad a su mirada. Su nariz era fina y delicada y sus pómulos altos y
anchos, descendiendo hasta formar un pequeño mentón, lo que confería a su rostro la
forma de corazón. Su boca estaba bien dibujada, pero era exageradamente pequeña, y
sus labios eran carnosos. Era una boca con forma de capullo. Sus orejas eran
diminutas, desprovistas de lóbulos, y tan pegadas a la cabeza que bajo el cabello no
formaban ningún bulto. No eran más que unas delgadas láminas adheridas a su
cráneo.
Cathy siempre tuvo una figura infantil, incluso de mayor, con brazos delgados y
delicados, y minúsculas manos. Sus pechos jamás se desarrollaron mucho. Antes de
la pubertad, los pezones se le metieron hacia dentro. Su madre tuvo que sacárselos
cuando a los diez años comenzaron a dolerle. Su cuerpo era como el de un muchacho,
de caderas estrechas y piernas largas, pero sus tobillos eran delgados y rectos, aunque
no débiles. Tenía los pies redondos, pequeños y gordezuelos, y el empeine
ligeramente levantado, lo que daba al pie una apariencia de pequeña pezuña. Era una
niña muy guapa, y se convirtió en una mujer hermosa. Su voz era suave aunque algo
ronca, pero podía ser tan dulce que se volvía irresistible. Sin embargo, en su garganta
debía de haber alguna cuerda de acero, porque la voz de Cathy cortaba como un
cuchillo cuando se lo proponía.
Ya desde niña tenía algo extraño que hacía que la gente se volviese para mirarla;
y una mirada insólita que desaparecía cuando se la contemplaba de nuevo. Caminaba
sigilosamente y hablaba poco, pero no podía entrar en una habitación sin que todos
fijasen la vista en ella.
Todo el mundo se sentía incómodo ante su presencia, pero no lo suficiente como
para marcharse. Hombres y mujeres querían observarla, estar junto a ella, tratar de
descubrir cuál era la causa de la turbación que les provocaba. Y puesto que siempre
había sido así, a Cathy no le parecía extraño.
Cathy era diferente de las demás niñas en muchas cosas, pero sobre todo en una
muy particular. La mayoría de los niños aborrecen las diferenciaciones: quieren ser,
hablar, vestir y actuar exactamente como todos los demás. Si la moda es absurda,
para un niño constituye una verdadera pena y un profundo dolor que no se le permita
seguirla. Si se pusieran de moda los collares de chuletas de cerdo, el niño que no
pudiese llevarlos se sentiría muy triste. Y esa esclavitud de grupo se extiende
normalmente a todos los juegos y prácticas sociales. Es una especie de pantalla
protectora que los niños utilizan para su seguridad.
Cathy no compartía esas tendencias. Siempre fue independiente en el vestir y en
su proceder. Llevaba lo que más le placía. El resultado era que, muy a menudo, las
otras niñas la imitaban.
A medida que Cathy fue creciendo, el grupo, el rebaño, que no era otra cosa que

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una pandilla de chicos, comenzó a sentir lo mismo que los adultos, es decir, que había
algo extraño en Cathy. Y con el tiempo acabaron por no ir con ella todos juntos, sino
de forma individual. Los grupos de jóvenes la evitaban, pues la consideraban un
peligro potencial.
Cathy era una embustera, pero no mentía como suele hacerlo la mayoría de los
niños. Sus mentiras no consistían en soñar despierta mientras se cuenta lo imaginado
como si hubiese sucedido para hacerlo más real. Esto no es más que una desviación
ordinaria de la realidad externa. Creo que la diferencia entre una mentira y una
historia consiste en que esta última utiliza los ornamentos y la apariencia de la verdad
en el interés tanto del oyente como del narrador. Una historia no posee ni una
ganancia ni una pérdida intrínsecas. Pero una mentira es algo que se inventa con fines
utilitarios o para escapar de algo. Supongo que si esta definición se toma al pie de la
letra, resultará que un escritor de cuentos es un embustero si con ellos consigue
beneficios económicos.
Las mentiras de Cathy nunca eran inocentes. Tenían como finalidad escapar del
castigo, del trabajo o de la responsabilidad, y las usaba en provecho propio. A la
mayor parte de los embusteros se los atrapa porque, o bien olvidan lo que han
contado, o porque de repente su mentira se ve enfrentada con una verdad indiscutible.
Pero Cathy nunca olvidaba sus mentiras, y hasta llegó a desarrollar un gran método
para mentir: permanecer tan cerca de la verdad que jamás se podía estar seguro.
También conocía otros dos sistemas, consistentes en intercalar algunas verdades entre
sus mentiras, o en decir una verdad como si fuese una mentira. Si se acusa a alguien
de una mentira y resulta luego que es verdad, se le estará proporcionando la excusa
perfecta para continuar mintiendo sin ser descubierto.
Como Cathy era hija única, su madre no pudo compararla con otros hermanos y
creyó que todas las niñas eran como la suya. Y como las madres siempre se
preocupan, estaba convencida de que todas sus amigas tenían los mismos problemas.
El padre de Cathy no estaba tan seguro. Poseía una pequeña curtiduría en un
pueblo de Massachusetts, lo que le proporcionaba una vida cómoda y desahogada
aunque tuviera que trabajar mucho. El señor Ames veía a otros niños fuera de su casa,
y llegó a la conclusión de que Cathy no era como las demás criaturas. Era una
intuición, más que una certeza, pero estaba preocupado por su hija sin saber por qué.
Casi todo el mundo tiene apetitos e impulsos, arranques emocionales, momentos
de egoísmo y deseos ardientes a flor de piel. Y la mayoría de las personas, o bien
tratan de reprimir tales impulsos, o bien les dan secreta satisfacción. Cathy no sólo
conocía estos impulsos en los demás, sino también sabía cómo usarlos en beneficio
propio. Es muy posible que no creyese en la existencia de otras tendencias en los
seres humanos, porque, mientras en algunos aspectos era demasiado espabilada, en
otros estaba completamente ciega.
Cathy aprendió muy joven que la sexualidad, con todo su séquito de anhelos y
dolores, celos y tabúes, es el impulso más perturbador que aflige a los humanos. Y en

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aquellos días lo era todavía más, porque no se podía hablar de él abiertamente. Todo
el mundo ocultaba para sí ese pequeño infierno, mientras que públicamente
pretendían que no existía; y cuando caían en él, se sentían del todo indefensos. Cathy
aprendió que por la manipulación y el uso de esta debilidad humana podía ganar y
adquirir poder sobre casi todo el mundo, lo que constituía un arma y una amenaza al
mismo tiempo, y un juego irresistible. Y si se tiene en cuenta que esa impotencia
ciega nunca pareció haberse apoderado de Cathy, es probable que apenas
experimentase esos impulsos, y en consecuencia, despreciase a aquellos que sí lo
hicieran. Y si reflexionamos sobre este asunto, haciendo abstracción de todo lo
demás, hallaremos que tenía razón.
¡De qué libertad gozarían los hombres y las mujeres si no se viesen
constantemente engañados, atrapados, esclavizados y torturados por su sexualidad! El
único inconveniente que tendría esa libertad es que sin el sexo dejarían de ser
humanos y se convertirían en monstruos.
A los diez años, Cathy comenzó a descubrir el poder del impulso sexual, y
empezó a experimentarlo fríamente. Todo lo planeaba con frialdad, previendo las
dificultades y preparándose para vencerlas.
El juego sexual de los niños ha existido siempre. Creo que todos, excepto los
anormales, se han escondido en alguna ocasión con niñas en algún lugar oscuro y
frondoso, como el fondo de un pajar, bajo un sauce, o bajo la arcada del puente de
alguna carretera, o al menos han soñado hacerlo. Casi todos los padres tienen que
enfrentarse con este problema tarde o temprano y el niño puede sentirse afortunado
si, cuando llega el caso, sus padres recuerdan su propia infancia. En la época en que
transcurrió la infancia de Cathy, sin embargo, era más difícil. Los padres, que lo
negaban en sí mismos, se sentían horrorizados al descubrirlo en sus hijos.

Una mañana de primavera, cuando la hierba tierna brillaba con las últimas gotas de
rocío bajo el sol, y el calor penetraba en la tierra y hacía brotar los dientes de león
amarillos, la madre de Cathy terminó de tender la colada. Los Ames vivían en las
afueras del pueblo, y en la parte trasera de la casa había un establo y un cobertizo
para los carruajes, un huerto y un prado vallado en el que pastaban los caballos.
La señora Ames recordaba haber visto a Cathy dirigirse hacia el establo. La llamó
y, al no recibir respuesta, pensó que debía de haberse confundido. Se disponía a entrar
en la casa, cuando oyó una risita proveniente del cobertizo de los carruajes.
—¡Cathy! —llamó.
Nadie respondió. La señora se sintió inquieta. Trató de recordar el sonido de
aquella risa. No era la voz de Cathy. Ella no reía de aquella manera.

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No se sabe cómo y por qué el temor se apodera de una madre. Desde luego,
muchas veces siente aprensión cuando no hay razón para ello. Y esto les suele
suceder con mayor frecuencia a los padres de hijos únicos, que a veces se abisman en
negras cavilaciones sobre la pérdida de su único vástago.
La señora Ames se detuvo y escuchó. Oyó el susurro de voces que hablaban
sigilosamente, y caminó sin hacer ruido hacia el cobertizo de los carruajes. La doble
puerta estaba cerrada. Del interior venía un murmullo, pero no se distinguía la voz de
Cathy. Tiró de golpe de las puertas, y la brillante luz del sol penetró en el interior. Se
quedó helada y con la boca abierta ante el espectáculo que presenció. Cathy yacía en
el suelo con la falda remangada hasta más arriba de la cintura. Junto a ella se
encontraban arrodillados dos muchachos de unos catorce años. Aquella súbita luz los
dejó también petrificados. Los ojos de Cathy estaban blancos de terror. La señora
Ames conocía a los dos muchachos y a sus padres.
Súbitamente, uno de los muchachos se puso en pie y echó a correr. Pasó como
una exhalación junto a la señora Ames y desapareció por la esquina de la casa. El otro
se apartó de la señora con expresión horrorizada y, lanzando un grito, se abalanzó
hacia la puerta abierta. La señora Ames intentó agarrarlo, pero sus dedos resbalaron
por la chaqueta del muchacho, y consiguió escapar. Ella oyó cómo se alejaba a todo
correr.
La señora Ames trató de hablar, pero apenas le salían las palabras:
—¡Levántate!
Cathy la miraba, muy pálida, pero no se movió. Entonces, la señora Ames se
percató de que Cathy tenía las muñecas atadas con una gruesa cuerda. Lanzó un
chillido, se arrodilló y desató los nudos. Luego, llevó a Cathy a la casa y la acostó.
El médico de cabecera, después de examinar exhaustivamente a Cathy, no halló
prueba alguna de que hubiese sido forzada.
—Puede usted dar gracias a Dios por haber llegado a tiempo —le repitió una y
otra vez a la señora Ames.
Cathy no pronunció palabra durante muchos días. Según el doctor, sufría una
conmoción; pero cuando se le pasó, Cathy se negó a hablar. Si le hacían preguntas,
abría desmesuradamente los ojos, hasta ponerlos en blanco, su respiración se detenía,
se ponía muy rígida y sus mejillas enrojecían a causa del esfuerzo que hacía para no
respirar.
A la charla sostenida con los padres de los muchachos también asistió el doctor
Williams. El señor Ames permaneció silencioso casi todo el tiempo. Trajo la cuerda
con la que habían atado las muñecas de Cathy. Se mostraba desconcertado. Había
cosas que no entendía, pero no las manifestó.
Después de lo ocurrido, la señora Ames se volvió histérica. Ella había estado allí.
Ella lo había presenciado. Ella era la autoridad definitiva. Y a través de su histeria,
asomaba la cabeza un diablo sádico. Ella quería sangre. Mostraba una especie de
placer en sus peticiones de castigo. La población, la comarca, necesitaba una

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protección. Exponía la cuestión en estos términos. Ella había llegado a tiempo,
gracias a Dios. Pero acaso, la próxima vez no sería así; y ¿qué dirían las otras madres,
y qué sentirían? Cathy sólo tenía diez años.
En esa época, los castigos eran más salvajes que en la actualidad. Era una
creencia popular que el látigo constituía un instrumento bienhechor. Primero por
separado, y luego juntos, los muchachos fueron azotados hasta que sangraron.
El crimen que habían cometido era nefando, pero las mentiras demostraron la
existencia de una maldad que ni el látigo pudo hacer desaparecer. Y su defensa fue
ridícula desde el primer momento. Según ellos, era Cathy quien había empezado
todo, y cada uno le había pagado cinco centavos. No le habían atado las manos.
Afirmaron que recordaban que Cathy estaba jugando con una cuerda.
La señora Ames fue la primera en decirlo, y pronto la coreó toda la población.
—¿Es que quieren dar a entender que fue ella misma quien se ató?
Si los muchachos se hubiesen confesado autores del crimen, su castigo hubiera
sido algo más benigno. Su negativa despertó una rabia torturadora, no sólo en sus
padres, que les administraban los latigazos, sino en todo el pueblo. Ambos fueron
enviados a un correccional, con la aprobación de sus progenitores.
—Está aterrada —contaba la señora Ames a las vecinas—. Si pudiese hablar y
explicarse, quizá se sentiría mejor. Pero cuando le pregunto, es como si lo reviviera, y
vuelve a sufrir otra conmoción.
Los Ames nunca volvieron a hablar de ello con su hija. El asunto estaba zanjado.
El señor Ames olvidó pronto sus aprensiones y recelos. Hubiera sentido mucho que
aquellos dos muchachos estuviesen en el correccional por algo que no habían hecho.
Cuando Cathy se recobró totalmente de la conmoción, tanto los chicos como las
chicas la observaban de lejos y luego se le acercaban fascinados por su presencia.
Nunca se peleaba con niñas de su edad, como suele ocurrir entre los doce y trece
años. Los muchachos no querían correr el riesgo de verse vapuleados por sus amigos
por haberla acompañado acaso a la salida de la escuela. Pero ella ejercía una poderosa
influencia, tanto sobre los unos como sobre las otras. Y si algún muchacho se la
encontraba a solas, se sentía atraído hacia ella por una fuerza que era incapaz de
comprender o vencer.
Era fina y delicada y hablaba siempre en voz baja. Daba largos paseos en
solitario, y era raro que en alguno de ellos no apareciese algún que otro muchacho al
borde del camino para encontrarse con ella como por casualidad. Y a pesar de todos
los cotilleos, nadie sabía qué hacía Cathy en realidad. Si ocurría algo, sólo se oían
rumores, algo bastante extraño en una edad en que se guardan tantos secretos, pero
ninguno de ellos durante mucho tiempo.
Cathy empezó a sonreír un poco, casi de manera imperceptible. Tenía una forma
de mirar de soslayo y de bajar los Ojos que parecía insinuar el deseo de compartir
algún secreto con algún muchacho.
En la mente de su padre pugnaba por alzarse otra pregunta, pero se esforzaba por

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enterrarla, y le parecía inmoral pensar en ella. Cathy tenía una suerte extraordinaria
para encontrar cosas: una medalla de oro, dinero, una pequeña bolsa de seda, una
crucecita de plata con piedrecitas rojas que decía que eran rubíes… Solía encontrar
muchas cosas, y cuando su padre puso un anuncio en la sección de objetos perdidos
del periódico local acerca de la crucecita, no se presentó nadie a reclamarla.
El señor William Ames, el padre de Cathy, era un hombre muy introvertido.
Raramente manifestaba los pensamientos que agitaban su mente. Nunca se hubiera
atrevido a llamar la atención de sus vecinos. Guardaba para sí aquella sombra de
duda. Era mucho mejor que aparentase no saber nada, mucho más seguro, mucho más
juicioso, y sobre todo, mucho más cómodo. Por lo que respecta a la madre de Cathy,
se hallaba tan metida en una maraña de diáfanas medias mentiras, de tergiversaciones
y de sugerencias, todo obra de Cathy, que no hubiera sabido discernir un hecho
verdadero de otro falso.

A medida que pasaba el tiempo, Cathy se volvía más encantadora: la tez delicada y
aterciopelada, la rubia cabellera, los ojos rasgados llenos de modestia pero tan
prometedores, la boquita de piñón repleta de dulzura; desde luego, atraía y retenía la
atención de todos. Terminó los ocho cursos de la escuela primaria con tan buenas
notas que sus padres decidieron matricularla en el instituto, aunque en aquellos
tiempos no era corriente que una joven cursase los estudios secundarios. Pero Cathy
dijo que quería ser maestra, lo que causó un gran júbilo a sus padres, porque era la
única profesión digna que podía seguir una joven de una familia decente de la clase
media. Los padres se sentían muy orgullosos por tener una hija maestra.
Cathy tenía catorce años cuando comenzó la enseñanza secundaria. Siempre había
sido una joya para sus padres, pero desde que penetró en los misterios del álgebra y
del latín, ascendió a unas alturas a las cuales sus padres no podían seguirla. Les
pareció como si la hubiesen perdido y se hubiese trasladado a un orden superior.
El profesor de latín era un joven pálido y febril que fracasó en sus estudios de
teología, pero que, sin embargo, sabía lo suficiente para enseñar la inevitable
gramática y traducir a César y a Cicerón. Era un joven silencioso, obsesionado
constantemente por su fracaso. En lo más profundo de su corazón sentía que había
sido rechazado por Dios, y con justicia.
Durante un tiempo, se observó un cambio de actitud en James Grew y cierta
fuerza en su mirada. Jamás lo vieron en compañía de Cathy, y no se sospechaba que
existiese relación entre ambos.
James Grew se convirtió en un hombre. Andaba con paso firme y canturreando.
Escribió unas cartas tan persuasivas, que los directores de la Escuela de Teología

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fueron favorables a su readmisión.
Y de pronto, aquella llama desapareció de su mirada. Sus hombros, tan erguidos y
arrogantes, se hundieron en el desánimo; sus ojos volvieron a adquirir una expresión
febril y se retorcía las manos. Se le veía por las noches arrodillado en la iglesia,
moviendo incansablemente los labios. Dejó de asistir a la escuela, alegando que
estaba enfermo, cuando todo el mundo sabía que paseaba a solas por las colinas
cercanas al pueblo.
Una noche, muy tarde, llamó a la puerta de la casa de los Ames. El señor Ames se
levantó refunfuñando, encendió una vela, se echó un abrigo encima de su camisón y
se dirigió a la puerta.
Ante él estaba James Grew con aspecto salvaje e hirsuto, con los ojos brillantes y
con el cuerpo agitado por un continuo temblor.
—Tengo que hablarle —dijo con voz ronca al señor Ames.
—Es más de medianoche —repuso el señor Ames con firmeza.
—Tengo que hablarle a solas. Póngase algo y salga. Tengo que hablar con usted.
—Creo que está enfermo o ha bebido, joven. Váyase a casa y trate de dormir. Es
más de medianoche.
—No puedo esperar. Tengo que hablar con usted.
—Venga a verme mañana por la mañana a la curtiduría —contestó el señor Ames,
y le dio con la puerta en las narices; sin embargo, permaneció tras ella para escuchar
y oyó una voz lastimera que decía:
—No puedo esperar, no puedo esperar.
Y el señor Ames oyó luego unos pies que se arrastraban lentamente por los
escalones de la entrada.
El señor Ames regresó a la cama, protegiendo con la mano la llama de la vela. Le
pareció ver cerrarse silenciosamente la puerta de Cathy, pero tal vez se debía a un
efecto de la llama temblorosa, pues también tuvo la impresión de que se movía una
cortina.
—¿Qué ocurre? —le preguntó su esposa cuando volvió al lecho.
El señor Ames no supo luego por qué le había respondido de la forma en que lo
hizo. Quizá para evitar discusiones.
—Un borracho —dijo—. Se había equivocado de casa.
—¡Ah, Señor, adónde iremos a parar! —comentó la señora Ames.
Tendido en la oscuridad después de apagar la vela, sus pupilas todavía retenían el
reflejo luminoso de la llama y, enmarcados por su fantasmagórica silueta, vio los ojos
frenéticos y suplicantes de James Grew. Le costó mucho volver a conciliar el sueño.
Por la mañana corría un rumor por el pueblo, falseado aquí y allá, con cambios y
adiciones, pero por la tarde todo se aclaró. El sacristán había encontrado a James
Grew tendido frente al altar. Se había volado la tapa de los sesos. Junto a él había una
escopeta, y a su lado, el palo que le había servido para empujar el gatillo. Cerca del
cuerpo, en el suelo, se hallaba una de las velas del altar. De las tres velas restantes,

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una todavía ardía; las otras no habían sido encendidas. Y en el suelo se encontraron
dos libros, uno encima del otro: el de himnos y el de oraciones. Según la
reconstrucción de los hechos del sacristán, James Grew tuvo que haber apoyado el
cañón de la escopeta sobre los dos libros para que apuntase a la sien, y el retroceso
había hecho caer la escopeta en esa posición.
Muchas personas recordaban luego haber oído una explosión aquella madrugada
antes del alba. James Grew no dejó ninguna carta. Nadie pudo adivinar qué lo empujó
al suicidio.
El primer impulso del señor Ames fue ir a ver al forense y contarle la visita que
había recibido aquella noche, pero lo pensó mejor. ¿De qué serviría? En el caso de
que él supiese algo concreto, hubiera sido diferente. Pero no sabía nada de nada.
Sentía un nudo en el estómago. Se repitió una y otra vez que él no tenía culpa
ninguna. ¿Cómo podía haberlo evitado? Ni tan siquiera conocía los motivos que
impulsaron a Grew a matarse. Sin embargo, se sentía culpable y lleno de
remordimientos.
Durante la cena, su esposa empezó a hablar del suicidio, y él fue incapaz de tragar
bocado. Cathy permanecía silenciosa, pero no más que de costumbre. Comía a
pequeños bocaditos y se secaba frecuentemente los labios con la servilleta.
La señora Ames explicaba con todo detalle la posición en que habían encontrado
el cuerpo y la escopeta.
—Hay una cosa que me gustaría saber —dijo—. Ese borracho que llamó aquí
anoche, ¿no habrá sido el joven Grew?
—No —atajó prontamente su marido.
—¿Estás seguro? No pudiste verle bien.
—Yo llevaba una vela —respondió con aspereza—. No se parecía a nadie
conocido. Tenía una gran barba.
—No tienes que enfadarte por eso —contestó su esposa—. Sólo te lo preguntaba.
Cathy secó sus labios, y cuando dejó la servilleta en su regazo, sonreía.
La señora Ames se volvió hacia su hija.
—Tú lo veías a diario en la escuela, Cathy. ¿Te pareció triste últimamente? ¿No
advertiste nada que pudiese dar a entender…?
Cathy miró al plato, y luego levantó los ojos.
—Creo que estaba enfermo —dijo—. Sí, no tenía buen aspecto. Todo el mundo lo
comentaba hoy en la escuela. Y alguien, no recuerdo quién, dijo que el señor Grew
estaba metido en algún lío en Boston. No sé a qué se referirían. Todos queríamos al
señor Grew.
Volvió a secarse los labios delicadamente.
Así eran los métodos de Cathy. Al día siguiente, todo el pueblo sabía que James
Grew había estado metido en algún lío en Boston, y nadie podía imaginar que era
Cathy quien había lanzado el bulo. Incluso la señora Ames había olvidado quién se lo
dijo por primera vez.

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4

A poco de cumplir dieciséis años, Cathy experimentó un cambio. Una mañana no se


levantó, como solía, para ir al instituto. Su madre entró en su habitación y la encontró
en la cama, mirando al techo.
—Anda, date prisa. Vas a llegar tarde. Van a dar las nueve —le dijo su madre.
—No pienso ir —respondió la joven, sin el menor énfasis.
—¿Te encuentras mal?
—No.
—Pues entonces date prisa. Levántate ya.
—No pienso ir.
—Seguro que estás enferma. Nunca has faltado un día.
—No pienso ir al instituto —repitió Cathy con la mayor calma—. Nunca volveré
a ir.
Su madre se quedó boquiabierta.
—¿Qué quieres decir?
—Nunca más —insistió Cathy, y continuó mirando al techo.
—¡Bueno, ya veremos lo que dice tu padre al respecto! ¡Después de tanto
sacrificio y tantos gastos, y faltándote sólo dos años para obtener el título! —
Entonces se acercó a ella, y preguntó con ternura—: ¿No será que quieres casarte?
—No.
—¿Qué libro es ese que escondes ahí?
—¡Aquí está! Yo no lo escondo.
—¡Oh! Alicia en el país de las maravillas. Ya eres demasiado mayorcita.
—Puedo hacerme tan pequeña que no podrías verme —aseguró Cathy.
—¿Pero qué tonterías estás diciendo?
—Nadie me podrá encontrar.
Su madre respondió enfadada:
—¡Basta de bromas! No sé qué quieres decir con todo eso. ¿Qué piensa hacer
ahora la Señorita Fantasía?
—Todavía no lo sé —replicó Cathy—. Creo que me iré.
—Bueno, pues espere usted aquí, Señorita Fantasía, que cuando venga su padre a
casa, él le dirá lo que tiene que hacer.
Cathy volvió lentamente la cabeza y miró a su madre con ojos fríos e
inexpresivos. Y la señora Ames sintió de pronto miedo ante su hija. Salió despacio y
cerró la puerta. Cuando llegó a la cocina, se sentó en una silla y se retorció las manos
en la falda, mirando por la ventana abierta al cochambroso cobertizo de los carruajes.
Su hija se había convertido en una extraña para ella. Sentía, como la mayoría de
los padres en un momento u otro, que perdía su dominio, que se le escapaban de las
manos las riendas con las que había intentado conducir a Cathy. Ignoraba que nunca
había tenido el menor poder sobre su hija. Ésta la había utilizado para sus propios

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fines. Transcurridos unos instantes, la señora Ames se puso un sombrero y se dirigió
a la curtiduría. Quería hablar con su marido fuera de la casa.
Por la tarde, Cathy se levantó negligentemente de la cama y pasó largo tiempo
ante el espejo. Al atardecer, el señor Ames, muy a pesar suyo, se vio obligado a
sermonear a su hija. Habló de sus deberes, sus obligaciones, el amor que debía a sus
padres… Cuando terminaba su discurso, se dio cuenta de que su hija no le prestaba la
menor atención. Aquello le enfureció y le hizo prorrumpir en amenazas. Habló de la
autoridad que Dios le había otorgado sobre su hija, y de cómo esta sagrada autoridad
natural había sido refrendada por el estado. Ahora consiguió que le prestase atención.
La jovencita le miraba fijamente, con una ligera sonrisa y sin pestañear. Al final, el
señor Ames tuvo que apartar la mirada, y esto le enfureció aún más. Ordenó a su hija
que se comportase como era debido. La amenazó vagamente con azotarla si no le
obedecía.
Terminó con un tono que mostraba su debilidad.
—Quiero que me prometas que mañana por la mañana volverás al instituto y
dejarás de hacer tonterías.
El rostro de la joven no mostraba la menor expresión. Tenía la boca fruncida.
—Muy bien —fue todo lo que dijo.
Aquella noche, el señor Ames comentó a su esposa, con una seguridad que no
sentía:
—Ya ves, lo que necesita es un poco de autoridad. Es posible que hayamos sido
demasiado indulgentes con ella. Pero es una buena chica. Lo que le ha pasado es que
se ha olvidado de quién manda aquí. Un poco de mano firme no hace daño a nadie.
En su fuero interno deseaba tener la misma confianza que manifestaban sus
palabras.
A la mañana siguiente, Cathy había desaparecido. Faltaban también su maletín de
viaje y sus mejores vestidos. La cama estaba hecha con todo cuidado. La habitación
tenía un aspecto frío e impersonal, sin nada que indicase que una joven había vivido
entre sus paredes. No había ni cuadros ni grabados, ningún recuerdo, nada de lo
acostumbrado en las habitaciones de las jóvenes. Cathy nunca había jugado con
muñecas. La habitación no guardaba ningún sello personal de ella.
En ciertos aspectos, el señor Ames era un hombre inteligente. Agarró su sombrero
hongo y se dirigió a toda prisa a la estación del ferrocarril. El jefe de estación estaba
seguro. Sí, Cathy había tomado el primer tren de la mañana. Sacó un billete para
Boston. El jefe ayudó al señor Ames a redactar un telegrama para la policía de
Boston. El señor Ames sacó un billete de ida y vuelta y tomó el tren de las 9:50 para
aquella ciudad. En circunstancias excepcionales, era un hombre que valía mucho.
Aquella noche la señora Ames se sentó en la cocina con la puerta cerrada. Estaba
intensamente pálida y agarraba la mesa con ambas manos, para dominar su temblor.
El sonido, primero de los golpes y luego de los chillidos, se filtraba con claridad a
través de las puertas cerradas.

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El señor Ames no sabía propinar latigazos debido a que nunca se había visto
obligado a hacerlo. Azotaba las piernas de Cathy con el látigo de nudos, y cuando vio
que ella permanecía quieta y tranquila, sin dejar de mirarlo fijamente con sus fríos
ojos, perdió por completo los estribos. Los primeros golpes eran inexpertos y tímidos,
pero al percatarse de que no lloraba, la azotó sobre los hombros y en la espalda. El
látigo restallaba y cortaba la carne. Cegado por su rabia, falló el golpe varias veces, y
en ocasiones llegó a acercarse tanto que el látigo se enroscó en torno al cuerpo de la
joven.
Cathy comprendió enseguida la actitud que debía adoptar. Conocía cuál era el
punto flaco de su padre, y por consiguiente se puso a chillar, a retorcerse de dolor, a
llorar, a suplicar, y así tuvo la satisfacción de ver cómo los azotes menguaban
instantáneamente.
Al señor Ames le horrorizaba el escándalo y la conmoción que estaba causando.
Así que dejó de propinar azotes a Cathy. Ésta se dejó caer sollozando en el lecho. Si
su padre se hubiese tomado la molestia de mirarle a la cara, hubiese visto que sus ojos
estaban secos, pero con los músculos del cuello en tensión, y que bajo sus sienes
aparecían unos pequeños bultos, producidos por la contracción del músculo de la
mandíbula.
—¿Lo volverás a hacer? —le preguntó su padre.
—¡Oh, no, no! ¡Perdóneme! —exclamó Cathy.
Se volvió hacia la pared para que su padre no pudiese ver la fría expresión de su
rostro.
—Acuérdate de quién eres, y no olvides quién soy yo.
La voz de Cathy se quebró, y dejó escapar un seco sollozo:
—No lo olvidaré —aseguró.
En la cocina, la señora Ames se retorcía las manos; mientras, su marido, le
acariciaba los hombros.
—Para mí ha sido muy doloroso —dijo—, pero tenía que hacerlo. Y creo que a
ella le ha hecho mucho bien. Parece otra. Quizás hemos sido demasiado blandos con
ella. Nunca la hemos azotado y puede que nos hayamos equivocado.
Y sabía que, aunque su esposa había insistido en que debía azotarla, aunque le
había obligado a hacerlo, en el fondo le odiaba por ello. Y la desesperación se
apoderó de él.

Parecía estar fuera de duda que aquello era lo que Cathy necesitaba. Como decía el
señor Ames, «aquello la espabiló». Siempre había sido educada, pero ahora se volvió
también atenta. En las semanas que siguieron, ayudó a su madre en la cocina, y se

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ofreció a hacer más cosas. Comenzó a tejer una colcha para su madre, una labor que
la ocuparía durante meses. La señora Ames se lo contaba a sus vecinas.
—Tiene un gran sentido del color… ocre y amarillo, ya ha terminado tres cuartas
partes.
Para su padre, siempre tenía dispuesta una sonrisa. Le colgaba el sombrero
cuando venía, y colocaba convenientemente su sillón bajo la luz para que pudiese leer
con toda comodidad.
Incluso en el instituto era diferente. Siempre había sido una buena estudiante,
pero ahora comenzó a hacer planes para el futuro. Habló con el director acerca del
examen para obtener el título de maestra un año antes de lo que le correspondía. Y el
director miró sus notas y opinó que podía intentarlo con grandes posibilidades de
éxito. Fue a visitar al señor Ames a la curtiduría para tratar del asunto.
—No nos había dicho ni una palabra —dijo el señor Ames lleno de orgullo.
—Bueno, acaso no debiera haberle dicho nada. Me temo haber echado por tierra
la sorpresa que le preparaba.
El matrimonio Ames estaba convencido de que habían descubierto la fórmula
mágica que resolvía todos sus problemas. Lo expresaron con una sabiduría
inconsciente que se presenta sólo en los padres.
—En mi vida he visto un cambio semejante —dijo el señor Ames.
—Pero siempre ha sido una buena niña —observó su esposa—. ¿Y te has dado
cuenta de lo bonita que se ha vuelto? Es realmente guapa. ¡Qué mejillas tan
sonrosadas tiene!
—No creo que sea maestra por mucho tiempo con semejantes atributos —dijo el
señor Ames.
Ciertamente, Cathy estaba muy guapa. Mientras preparaba los exámenes tenía
permanentemente una sonrisa infantil en los labios. Disponía de todo el tiempo del
mundo. Limpió el sótano y colocó papeles en las punturas de los cimientos para
evitar las corrientes de aire. Como la puerta de la cocina chirriaba, engrasó los
goznes, y también la cerradura, que estaba muy dura, y luego aprovechó para
engrasar también las bisagras de la puerta de la entrada. Se preocupó de que los
quinqués tuvieran petróleo y las tulipas estuvieran limpias; y para limpiarlas, ideó un
método que consistía en sumergirlas en una enorme lata llena de petróleo que
guardaba en el sótano.
—Hay que verlo para creerlo —comentó su padre.
Y no era solamente en casa. Afrontó el desagradable olor de la curtiduría para
visitar a su padre. Tenía poco más de dieciséis años, pero para su padre seguía siendo
una niña. Se sorprendió ante sus preguntas acerca del negocio.
—Es mucho más lista que muchos hombres que conozco —le dijo a su encargado
—. Será capaz de llevar el negocio algún día.
La joven se sentía interesada, no sólo por el proceso de la tenería y curtido de
pieles, sino por todos los aspectos del negocio. Su padre le explicó el mecanismo de

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los pedidos, los pagos, la facturación y las ventas. Le enseñó la combinación para
abrir la caja y se quedó muy satisfecho al comprobar que, al primer intento, Cathy
recordara la combinación.
—Voy a decirte lo que pienso al respecto —le dijo a su esposa—. Todos nosotros
tenemos algo de diablillos. No me gustaría tener una hija totalmente desprovista de
vigor. Según yo lo veo, esto no es más que una muestra de energía. Si se sabe
dominarla y mantenerla dentro de los límites, no hay razón para que no sea útil y
aprovechable.
Cathy remendó todos sus vestidos y ordenó todas sus cosas.
Un día de mayo, al volver del instituto, fue directamente adonde tenía sus agujas
de punto. Su madre ya estaba arreglada para salir.
—Tengo que ir a la reunión de la Hermandad del Altar —dijo—. Debemos
discutir la rifa del pastel para la semana próxima. Me han nombrado presidenta. Tu
padre me ha preguntado si podrías ir al banco a buscar el dinero para los jornales y
llevarlo a la curtiduría. Le conté lo de la rifa, así que yo no puedo ir.
—Lo haré con mucho gusto —respondió Cathy.
—Te tienen el dinero preparado en un saquito —dijo la señora Ames, y se fue a
toda prisa.
Cathy actuó rápidamente, pero sin nerviosismo. Se puso un viejo delantal sobre
su vestido. En el sótano encontró un bote de jalea vacío, con tapadera, y lo llevó al
cobertizo de los carruajes, donde se guardaban las herramientas. En el gallinero cogió
una pollita, la llevó al cobertizo y le cortó la cabeza, sosteniendo el cuello tembloroso
sobre el bote de jalea, hasta que éste estuvo medio lleno de sangre. Luego llevó el
convulsionado cuerpo de la pollita a la pila del estiércol y lo enterró allí
profundamente. De vuelta a la cocina, se quitó el delantal, lo metió en la estufa, y
atizó las brasas, hasta que la llama prendió en la tela. Se lavó las manos, inspeccionó
sus zapatos y medias y se limpió una mancha oscura que tenía en la punta del zapato
derecho. Luego se miró al espejo. Tenía las mejillas arreboladas, los ojos brillantes y
la boca contraída en una ligera sonrisa infantil. Al salir, ocultó el bote con la sangre
en la parte inferior de la escalera de la cocina. Hacía apenas diez minutos que su
madre se había marchado. Cathy caminaba con paso leve, como si estuviera
danzando. Los árboles empezaban a cubrirse de hojas, y en los prados comenzaban a
brotar las primeras flores amarillas de dientes de león. Se dirigía alegre hacia el
centro del pueblo, donde se hallaba situado el banco. Y era tan lozana y bonita, que
los caminantes se volvían a su paso y la seguían con la mirada.

El incendio comenzó a eso de las tres de la madrugada. Las llamas se alzaron,

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brillaron, rugieron y adquirieron grandes proporciones antes de que nadie pudiese
darse cuenta. Cuando los voluntarios acudieron, tirando del carro que llevaba la
manguera, ya no pudieron hacer otra cosa que rociar de agua los tejados de las casas
vecinas para evitar que el fuego se propagase sobre ellas.
La casa de los Ames había estallado como un cohete. Los bomberos y el público
que suele acudir a contemplar los incendios buscaban entre los rostros iluminados por
las llamas, tratando de encontrar a los Ames y a su hija; pero pronto se dieron cuenta
de que no estaban allí. Todos contemplaban las ruinas calcinadas, y se imaginaban a
sus moradores entre ellas; sus corazones latían apresuradamente, y se les hacía un
nudo en la garganta. Los voluntarios comenzaron a rociar las ascuas, como si
creyesen que todavía estaban a tiempo de salvar a algún miembro de la familia.
Pronto se esparció por el pueblo el terrible rumor de que toda la familia Ames había
perecido carbonizada.
Cuando salió el sol, toda la población se hallaba aglomerada en torno a los negros
restos humeantes. Los que se hallaban en primera fila tenían que volver el rostro ante
el calor que irradiaban las pavesas. Los bomberos continuaban arrojando agua para
enfriar las ruinas carbonizadas. Al mediodía, el juez local pudo colocar algunos
tablones húmedos y hurgar con un palo entre los empapados restos de maderas
chamuscadas. Quedaba lo bastante del matrimonio Ames para poder certificar que se
trataba de sus cuerpos. Los vecinos señalaron el lugar aproximado donde se hallaba la
habitación de Cathy, pero aunque el juez, ayudado por otras muchas personas,
escudriñó los cascotes y escarbó entre ellos con un rastrillo de jardinero, no pudieron
descubrir ni tan siquiera un hueso o un diente de la chica.
Entretanto, el jefe de los bomberos había encontrado los picaportes y la cerradura
de la puerta de la cocina. Miraba el metal ennegrecido con expresión sorprendida,
pero sin llegar a saber bien qué era lo que le sorprendía. Pidió el rastrillo al juez, y se
puso a desescombrar furiosamente, hasta llegar al lugar donde había estado la puerta
de entrada. Siguió entonces la búsqueda, hasta descubrir la cerradura, retorcida y
medio fundida. En aquel momento se veía rodeado por un tropel de curiosos, que le
preguntaban:
—¿Qué buscas, George? ¿Qué has encontrado, George?
Por último, el juez se aproximó a él y dijo:
—¿Qué piensa usted, George?
—En las cerraduras no había llaves —observó el jefe de los bomberos, con
expresión preocupada.
—Es posible que se cayesen.
—¿Cómo?
—O vaya usted a saber si se han fundido.
—Las cerraduras no se han fundido.
—Puede que Bill Ames las quitara.
—¿Desde dentro?

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Y mostró sus trofeos. Ambas cerraduras tenían el pestillo echado.
Ya que la casa se había quemado, y con ella su propietario, los empleados de la
curtiduría, en señal de duelo, decidieron no acudir al trabajo. Se apiñaron en torno a
la casa, ofreciendo su ayuda para lo que fuese necesario, y se mostraron muy
serviciales y compungidos.
Aquella misma tarde, Joel Robinson, el juez, se dirigió a la curtiduría, donde
encontró la caja abierta y varios documentos esparcidos por el suelo. Una ventana
forzada mostraba el lugar por donde había entrado el ladrón.
Ahora todo cambiaba. Ante esto no se podía pensar en un accidente. El temor
sustituyó a la pena, y la ira, hermana del temor, se fue abriendo paso. La multitud
comenzó a dispersarse.
Los curiosos no tuvieron que ir muy lejos. En el cobertizo de los carruajes se
descubrieron lo que suele llamarse «señales de lucha»; una caja rota, un farol del
carro hecho añicos, arañazos en el polvo y paja esparcida por el suelo. Los mirones
no hubieran comprendido que se trataba de señales de lucha de no haber sido por las
manchas de sangre que se veían en el suelo. El comisario se encargó del asunto, ya
que pertenecía a su jurisdicción. Ordenó a todo el mundo que despejase el cobertizo.
—¿Es que queréis borrar todas las huellas? —les gritó—. Haced el favor de salir
y quedaos frente a la puerta.
Registró la estancia, recogió algo, y en un rincón encontró un objeto que pareció
interesarle. Se dirigió a la puerta con su hallazgo en la mano, que consistía en una
cinta azul para el cabello, manchada de sangre, y una crucecita con piedras rojas.
—¿Hay alguien que reconozca estos objetos? —preguntó.
En una población pequeña, donde todo el mundo se conoce, es casi imposible
creer que alguien pueda matar a otro. Por esta razón, si las pruebas no son demasiado
contundentes contra una persona determinada, hay que pensar que el criminal es
algún oscuro forastero, algún vagabundo proveniente del mundo exterior, que es
donde ocurren tales cosas. Cuando esto sucede, se efectúan redadas en los
campamentos de vagabundos, se detiene a los vagos y se efectúan registras en los
hoteles. Se sospecha inmediatamente de cualquier desconocido. Esto sucedía en el
mes de mayo, no hay que olvidarlo, cuando los vagabundos acababan de lanzarse de
nuevo a las carreteras, ahora que el buen tiempo les permitía extender sus mantas
junto a cualquier curso de agua. Y también había gitanos por la comarca; toda una
caravana acampaba a menos de diez kilómetros. ¡Poco sabían aquellos infelices
gitanos de lo que se les venía encima!
Se hicieron pesquisas en varios kilómetros a la redonda, tratando de encontrar
señales de tierra removida recientemente, y se dragaron estanques para encontrar el
cuerpo de Cathy. «¡Era tan bella!», decían todos, como si eso fuese razón suficiente
para que la hubiesen raptado. Al final, arrestaron a un zángano hirsuto y medio
imbécil para interrogarle. Era el perfecto candidato para la horca, no sólo porque no
tenía ninguna coartada, sino porque además no podía acordarse absolutamente de

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nada de lo que había hecho en toda su vida. Su mente vacilante apenas se daba cuenta
de que sus interrogadores querían algo de él y, como era una criatura complaciente,
trató de darles lo que querían. Cuando le hicieron una pregunta capciosa, mordió el
cebo con facilidad, y se puso muy contento al ver que su respuesta parecía alegrar al
comisario. El infeliz se esforzaba por mostrarse amable con aquellos seres superiores.
Con él era muy fácil. La única complicación de su confesión fue que admitió
demasiadas cosas contradictorias. Así es que tenían que recordarle constantemente lo
que se suponía que había hecho. El pobre hombre se sintió realmente contento
cuando fue acusado por un jurado riguroso y asustado. Le pareció que por fin se le
concedía alguna importancia en esta vida.
Había y hay hombres que se convierten en jueces y cuyo amor por la ley y la
justicia es tan puro como el amor que se siente por una mujer. Un hombre así presidió
las deliberaciones del jurado, antes de emitir la sentencia; un hombre tan bueno y tan
honesto que evitó mucha maldad a lo largo de su vida. El juez se percató de que, si no
se indicaba al acusado lo que tenía que decir, su confesión no tenía ni pies ni cabeza.
Además, lo interrogó y se dio cuenta de que, si bien el reo trataba de seguir las
instrucciones que le habían dado, era incapaz de recordar lo que había hecho, a quién
había matado, cómo y por qué. El juez suspiró y ordenó que lo sacasen de la sala, e
hizo luego una seña al comisario.
—Mire usted, Mike —dijo—: no debe hacer una cosa así. Si este pobre idiota
hubiese sido un poco más listo, usted hubiera hecho que lo colgasen.
—Se ha confesado autor del crimen —replicó el comisario, sintiéndose herido en
su amor propio.
—También admitiría que ha subido al cielo por una escala de oro, y que ha
degollado a san Pedro con una bola —repuso el juez—. Tenga usted más cuidado,
Mike. La ley existe para salvar, no para destruir.
En estas tragedias locales, el tiempo actúa como lo haría un pincel mojado sobre
la acuarela. Los contornos agudos se difuminan, el dolor se disuelve, los colores se
funden, y de la mezcolanza de tantas líneas separadas, surge un sólido color gris.
Transcurrido un mes, ya no era tan necesario tener que ahorcar a alguien, y a los dos
meses, casi todo el mundo estaba de acuerdo en que no había auténticas pruebas
contra nadie. Si no hubiese sido por el asesinato de Cathy, el incendio y el robo
podían haber constituido una mera coincidencia. Después, la gente llegó a la
conclusión de que, sin el cadáver de Cathy, nada se podía demostrar, aunque todos
creyesen que había muerto.
Cathy dejó tras ella un dulce recuerdo.

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Capítulo 9

El señor Edwards continuaba ocupándose de su negocio de trata de blancas con


perfecto orden y absoluta impasibilidad. Mantenía a su esposa y a sus dos educados
hijos en una hermosa casa situada en un barrio señorial de Boston. Los niños fueron
matriculados en Groton a muy temprana edad.
La señora Edwards se ocupaba de tener su casa sin una mota de polvo, y de
gobernar a las sirvientas con autoridad. El señor Edwards, debido a sus negocios,
tenía que ausentarse con mucha frecuencia, pero se las arreglaba para estar en casa el
mayor tiempo posible, y para pasar con los suyos cuantas veladas podía. Manejaba su
negocio con la precisión de un contable. Era un hombre grande y robusto, con ligera
tendencia a engordar tras cumplir los cuarenta, aunque con buena presencia física en
una época en la que muchos querían estar gordos para demostrar su éxito.
El negocio había sido exclusivamente idea suya: el circuito por las poblaciones de
segundo orden, la breve estancia en ellas de cada una de sus pupilas, la disciplina, los
tantos por ciento; tenía claro cuál era su camino, y cometía pocos errores. Nunca
enviaba a sus muchachas a ciudades importantes. Podía entendérselas con los ávidos
jefes de policía de los pueblos, pero la experimentada policía de las grandes
poblaciones le inspiraba bastante respeto. Su lugar ideal era un villorrio en el que
existiese un hotel hipotecado, donde no hubiese diversiones y en el que sólo le
pudiesen hacer la competencia las esposas de los ciudadanos y alguna que otra
muchacha descarriada. Por aquella época tenía bajo su gobierno diez «unidades».
Antes de morir a los sesenta y siete años asfixiado con un hueso de pollo, tenía
grupos de cuatro muchachas en cada uno de los treinta y tres pueblecitos de Nueva
Inglaterra. Su posición económica era más que acomodada: era rico; y su forma de
morir constituía todo un símbolo del éxito y del buen hacer.
En la actualidad, el negocio de los prostíbulos parece estar declinando, hasta
cierto punto. Los eruditos esgrimen varias razones para explicarlo. Algunos dicen que
lo que ha dado a la prostitución el golpe de gracia ha sido el descenso de la moralidad
entre las jóvenes. Otros, acaso más idealistas, sostienen que un mayor celo policial es
lo que está terminando con los burdeles. En los últimos años del siglo pasado y a
principios del actual, los prostíbulos eran una institución comúnmente aceptada,
cuando no abiertamente discutida. Se decía que su existencia constituía una
protección para las mujeres honradas. Los solteros podían acudir a esas casas y
descargar su energía sexual, y al mismo tiempo, mantener las ideas convencionales
acerca de la castidad y la pureza de las mujeres. Era un misterio, y es que en nuestras
creencias sociales hay muchas cosas enigmáticas.

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Estas casas abarcaban desde palacios recargados de oro y de brocados, de raso y
terciopelo, hasta los cochambrosos tugurios, cuyo hedor haría huir hasta a un cerdo.
A veces, los que se dedicaban a la trata de blancas contaban historias acerca de
jovencitas secuestradas y esclavizadas, y puede que muchas de estas historias fueran
ciertas. Pero la gran mayoría de las prostitutas abrazaban su profesión por pereza y
estupidez. En los burdeles no tenían ninguna responsabilidad. Las alimentaban, las
vestían, cuidaban de ellas hasta que eran demasiado viejas para ejercer su oficio, y
entonces las echaban a la calle de un puntapié. Pero este final no conseguía
disuadirlas de su obcecado propósito, porque nadie, cuando es joven, piensa que un
día llegará a viejo.
De vez en cuando, alguna muchacha lista se metía en la profesión, pero lo normal
era que prosperara rápidamente: o regentaba una casa propia o se dedicaba al chantaje
o se casaba con un ricachón. Incluso tenían un nombre especial: se las llamaba, de un
modo grandilocuente, cortesanas.
El señor Edwards no tenía la menor dificultad en reclutar ni en gobernar a sus
pupilas. Si alguna de ellas no era lo convenientemente estúpida, la despedía.
Tampoco quería muchachas demasiado hermosas, pues existía el peligro de que algún
joven impulsivo se enamorase de alguna de ellas, lo que echaba todos los beneficios
por tierra. Cuando alguna de las chicas quedaba embarazada, le daba a escoger entre
abandonar la casa o someterse a un aborto tan brutal que la mayoría moría
desangrada. A pesar de lo cual, las jóvenes solían escoger el aborto.
Pero no siempre iba todo viento en popa para el señor Edwards. Tenía también
sus preocupaciones y problemas. En la época a que me refiero, acababa de sufrir una
serie de reveses. En un descarrilamiento habían perecido dos unidades, formadas cada
una por cuatro pupilas.
Perdió otra de sus unidades debido a una súbita conversión motivada por el
predicador de un pueblo que enardecía a sus feligreses con sus sermones. El
conmovido auditorio salió de la iglesia tras él, y se trasladó a los campos. Entonces, y
como con tanta frecuencia suele ocurrir, el predicador echó mano de sus mejores
bazas, de esas que nunca suelen fallar. Predijo la fecha del fin del mundo, y el
auditorio, conmovido y temeroso, cerró filas en torno a él como una piña. Cuando el
señor Edwards llegó al pueblo, sacó de su maleta el látigo más grueso y azotó
despiadadamente a las muchachas; pero en vez de entrar en razón, ellas le suplicaron
que les pegase más como penitencia por sus pecados imaginarios. Él abandonó la
partida, disgustado y colérico, les quitó los vestidos y regresó a Boston. Las
muchachas consiguieron llamar bastante la atención y adquirir cierto renombre
cuando se presentaron desnudas ante los reunidos para escuchar el sermón campestre,
con el fin de confesar y testificar. Así es como el señor Edwards solía reclutar sus
mesnadas, en vez de recoger una por aquí y otra por allá. Pero ahora se encontraba
con que tenía que rehacer completamente tres de sus unidades.
Ignoro cómo Cathy Ames oyó hablar del señor Edwards. Acaso supiera de él por

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medio de algún cochero. Cuando alguna muchacha quería ponerse en contacto con él,
siempre tenía modo de enterarse. La mañana en que ella se presentó en su oficina, el
señor Edwards estaba de un talante algo desabrido. Atribuía su dolor de estómago al
pescado que su esposa le había servido en la cena de la noche anterior. Había pasado
toda la noche en vela, devolviendo lo que había ingerido, y se sentía muy débil y
atenazado por los calambres.
Por esta razón, no quiso contratar por el momento a aquella joven que se le
presentaba con el nombre de Catherine Amesbury. Era demasiado bonita para su
negocio. Tenía una voz suave y gutural, un cuerpo cimbreante y ligero y una tez
encantadora. En una palabra: no era en absoluto la clase de chica que le interesara al
señor Edwards. Si no se hubiese sentido tan débil, la habría despedido al instante.
Pero mientras le hacía el interrogatorio de rigor, sobre todo acerca de los padres, que
eran los que podían traer complicaciones, el señor Edwards, que hablaba sin mirarla,
comenzó a sentir una extraña atracción por ella. El señor Edwards no era un hombre
dominado por la concupiscencia, y además jamás mezclaba su vida profesional con
sus placeres personales. Aquella reacción le sorprendió. Levantó la mirada, llena de
desconcierto, y vio que la joven abría y cerraba los ojos de largas pestañas de un
modo dulce y misterioso, mientras sus caderas, algo estrechas, ondulaban casi
imperceptiblemente. En su boca había una sonrisa felina. El señor Edwards se inclinó
sobre la mesa de su despacho, jadeando entrecortadamente, pensando que deseaba
para sí a aquella muchacha.
—No puedo comprender por qué una joven como usted… —comenzó, cayendo
en los tópicos dominantes en la sociedad desde tiempo inmemorial, es decir, que
forzosamente la joven de quien estamos enamorados tiene que ser honesta y virtuosa.
—Mi padre ha muerto —explicó Catherine, con aire modesto—. Antes de
fallecer, dejó que todo se desmoronase. Ignorábamos que hubiese hipotecado la
granja. Y yo no puedo permitir que el banco se la quite a mi madre. El disgusto la
mataría —los ojos de Catherine estaban anegados en llanto—. He pensado que yo
podría hacer algo para ayudar a pagar los intereses.
Si alguna vez el señor Edwards había tenido alguna oportunidad, era ahora. Y a
pesar de que en el interior de su cerebro sonó un pequeño zumbido de advertencia, él
lo desoyó. Casi el ochenta por ciento de las jóvenes que acudían a él necesitaban
dinero para pagar una hipoteca. Y el señor Edwards tenía como regla invariable no
creer ni una palabra de lo que las muchachas le contaban, como no fuese lo que
habían tomado para desayunar, y aun a veces también mentían al respecto. Y, sin
embargo, aquí estaba él ahora, un robusto y grueso alcahuete, apoyando su panza
contra la mesa de su despacho, mientras la sangre afluía a sus mejillas y sus piernas
temblaban por la excitación.
El señor Edwards dijo de un modo casi maquinal:
—Querida, ya volveremos a hablar de esto. Acaso encuentre algún medio para
que puedas pagar esos intereses.

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Y lo bueno del caso es que le hablaba así a una joven que acababa de pedirle
trabajo como prostituta. Pero ¿se lo había pedido realmente?

La señora Edwards era muy devota, por no decir profundamente religiosa. Se pasaba
la mayor parte del día asistiendo a las ceremonias del culto, lo cual no le dejaba
tiempo para penetrar ni en su significado ni en sus efectos. Ella creía que su marido
se ocupaba en negocios de importación, y aun en el caso de que se hubiese enterado
—como probablemente debió de suceder— de la clase de asuntos que llevaba entre
manos, se hubiera negado a creerlo. Y éste era otro misterio. Su esposo había sido
siempre ante sus ojos un hombre frío y cerebral, que se limitaba a cumplir sus
deberes conyugales de una manera mecánica y espaciada. Si nunca se había mostrado
muy afectuoso, también es verdad que nunca la había regañado. Sus mayores
preocupaciones y emociones se las proporcionaban los chicos, a quienes había que
vestir y alimentar. Se sentía contenta con la vida que llevaba, y no ambicionaba nada
más. Cuando el carácter de su marido comenzó a agriarse, volviéndose malhumorado
y gruñón, permaneciendo enfurruñado, y saliendo de pronto de la casa en un acceso
repentino de furor, ella lo atribuyó, al principio, a su estómago, y luego, a
contrariedades económicas. Un día que por casualidad lo encontró en el cuarto de
baño, sentado en el retrete y lamentándose en voz baja, creyó que estaba enfermo. Su
esposo apartó rápidamente la mirada, pero ella observó que sus ojos estaban
enrojecidos y llorosos. Al ver que no se curaba ni con tisanas ni con otros remedios
caseros, la pobre mujer se sintió desconsolada.
Si en otra época el señor Edwards hubiese oído hablar de alguien en una situación
parecida a la que se encontraba él ahora, hubiera reventado de risa. Porque el señor
Edwards, a pesar de ser el alcahuete más frío y calculador que jamás ha existido, se
había enamorado sin remedio de Catherine Amesbury. Le alquiló una linda casita de
ladrillo y terminó regalándosela. La rodeó de todos los lujos imaginables, recargó de
ornamentos la casa, que mantenía siempre caldeada hasta el exceso. Las alfombras
eran demasiado mullidas y las paredes estaban recubiertas de cuadros con enormes
marcos.
El señor Edwards nunca se había sentido dominado por aquellos sentimientos tan
lamentables. Las mujeres no eran para él otra cosa que objetos de transacción y no
creía en ellas en lo más mínimo. Y puesto que amaba profundamente a Catherine, y el
amor exige confianza, aquel insólito sentimiento terminó por destrozarlo. Tenía que
confiar en ella, pero al ser mujer, no podía hacerlo. Trató de comprar su fidelidad con
regalos y dinero. Cuando no estaba con ella, se torturaba con el pensamiento de que
otros hombres pudiesen hallarse en su compañía en aquellos momentos. Aborrecía

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verse obligado a salir de Boston para revisar sus unidades porque tenía que dejar sola
a Catherine. Comenzó a descuidar su negocio. Ésta era su primera experiencia
amorosa, y casi lo aniquiló.
Una cosa que el señor Edwards ignoraba, y que no podía saber, porque Catherine
no se lo hubiera dicho jamás, era que ella le era fiel en el sentido de que ni recibía ni
visitaba a otros hombres. Para Catherine, el señor Edwards era simplemente un
negocio, como sus unidades lo eran para él. Y al igual que él tenía su técnica, ella
empleaba la suya propia. Una vez que lo tuvo en su poder, lo que ocurrió muy pronto,
se las arregló para parecer siempre ligeramente insatisfecha. Trataba de darle la
impresión de que estaba un poco cansada y de que podía abandonarlo en cualquier
momento. Cuando sabía que él iba a ir a visitarla, se las componía para hallarse
siempre fuera y volver a toda prisa, con semblante de haber experimentado alguna
increíble emoción. Se quejaba entonces de lo difícil que le era evitar las miradas
lascivas y los contactos impertinentes de los hombres que la asediaban por la calle y
que la abordaban con cualquier pretexto. A veces entraba corriendo en la casa, con
semblante aterrorizado, diciendo que acababa de escapar de un hombre que la había
estado persiguiendo. Cuando regresaba a última hora de la tarde y encontraba al señor
Edwards esperándola, le decía por toda explicación: «He estado de compras. Supongo
que de vez en cuando puedo ir de compras, ¿no es así?» Pero lo decía de modo que
pareciese una mentira.
Por lo que respecta a sus relaciones sexuales, ella consiguió convencerle de que el
resultado no le producía mucha satisfacción, y de que si fuese más hombre, podría
proporcionarle un placer inimaginable. Su método consistía en mantenerlo
constantemente inseguro. Veía con satisfacción cómo los nervios de él comenzaban a
alterarse y cómo sus manos temblaban, cómo perdía peso y cómo su mirada adquiría
una expresión anhelante. Y cuando sentía con delicada intuición que se aproximaban
los estallidos de rabia destructora y vesánica, se sentaba sobre sus rodillas, lo
acariciaba y le hacía creer por un momento en su inocencia. Siempre conseguía
convencerle.
Catherine quería dinero, y trataba de obtenerlo por el medio más rápido y más
fácil. Cuando consiguió convertirlo en un manso y dócil borrego, y cuando supo
exactamente que el momento había llegado, comenzó a robarle. Le registraba los
bolsillos y se apoderaba de todos los billetes grandes que hallaba en ellos. Él no se
atrevió a echárselo en cara, por temor a que lo abandonase. Las joyas que le regalaba
desaparecían al instante, y a pesar de que ella afirmaba que las había perdido, él
estaba seguro de que las había vendido. Inflaba las cuentas de la tienda de
ultramarinos y añadía cifras a los precios de los vestidos. Él no tenía medio de evitar
que lo hiciese. Catherine no llegó a vender la casa, pero sí la hipotecó, sacando todo
cuanto pudo.
Una noche, el señor Edwards se encontró con que la llave no entraba en la
cerradura de la puerta principal. Tras llamar largo rato, Catherine acudió por fin y le

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dijo que había cambiado las cerraduras porque había perdido la llave. Como vivía
sola, tenía miedo; podía entrar cualquiera. Afirmó que le daría otra llave, pero jamás
lo hizo. A partir de entonces, él se vio obligado a tirar de la campanilla; a veces, ella
tardaba mucho rato en responder, y otras, no respondía en absoluto. Como no tenía
medio alguno de saber si ella estaba o no en casa, el señor Edwards terminó por
hacerla vigilar…, y ella jamás supo hasta qué extremo había llegado esta vigilancia.
El señor Edwards era un hombre muy poco complicado, pero incluso el hombre
más sencillo posee recovecos oscuros y sinuosos. Y Catherine era muy lista, pero aun
una mujer así descuida a veces ciertos sutiles pormenores del carácter masculino.
Sólo dio un traspié, aunque había tratado de evitarlo. Como corresponde, el señor
Edwards había provisto al encantador nidito de algunas botellas de champán. Desde
el primer día, Catherine se negó a probarlo.
—Me marea —le explicó. Lo he probado una vez y no puedo soportarlo.
—Tonterías —replicó él—. Una copa tan sólo. No puede hacerte daño.
—No, gracias. No me gusta.
El señor Edwards consideró que su negativa era una cualidad tan delicada como
propia de una dama. No insistió más, hasta una noche en que se le ocurrió que no
sabía nada acerca de ella. El vino podría desatar su lengua. Cuanto más pensaba en
ello, mejor le parecía la idea.
—No está bien que no quieras tomar una copa conmigo.
—Te repito que no me sienta bien.
—Tonterías.
—Te digo que no quiero.
—No seas boba —dijo él—. ¿Quieres que me enfade contigo?
—Claro que no.
—Entonces, me veré obligado a hacértelo beber.
—No quiero.
—Bebe —y le alargó un vaso, pero ella se lo apartó.
—Tú no sabes lo mal que me sienta —argumentó Catherine.
—Bebe.
Ella tomó el vaso y lo apuró. Luego permaneció inmóvil, temblando ligeramente
y pareciendo escuchar. La sangre afluyó a sus mejillas. Después, bebió un vaso y
otro, hasta que sus ojos perdieron toda expresión. El señor Edwards, ante aquella fría
mirada, sintió temor. Algo le ocurría que ninguno de los dos podía dominar.
—Acuérdate de que yo me he negado —dijo la joven tranquilamente.
—Quizá sea mejor que no bebas más.
Ella rió y se llenó otra copa.
—Ahora ya no importa —replicó—. Un poco más no cambiará mucho.
—Una copa o dos son suficientes —dijo el señor Edwards, sintiéndose realmente
inquieto.
Ella le habló con voz suave:

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—Escúchame, gordo baboso. ¿Qué sabes acerca de mí? ¿Crees que no puedo
adivinar cada uno de tus malditos pensamientos? ¿Quieres que te diga cosas? Te
preguntas dónde ha podido aprender una chica como yo semejantes artimañas. Pues
te lo voy a decir. Las aprendí en los burdeles. ¿Te enteras? Burdeles. He trabajado en
sitios que jamás hayas podido imaginar… durante cuatro años. Los marineros de Port
Said me enseñaron varios trucos. Conozco cada nervio en tu piojoso cuerpo, y cómo
manejarlo.
—Catherine —exclamó él en tono de protesta—. No sabes lo que estás diciendo.
—Ahora lo entiendo. Tú querías que hablase. Pues bien, ya he hablado.
Ella se acercó lentamente hacia él, y el señor Edwards consiguió dominar su
impulso de apartarse. La temía, pero no se movió. Ante sus mismas narices, ella
bebió la última copa de champán, rompió con delicadeza el cristal contra la mesa y se
lo clavó al señor Edwards en la mejilla.
Cuando salió apresuradamente de la casa, pudo oír la risa histérica de Catherine.

El amor, para un hombre como el señor Edwards, es una emoción destructora.


Arruinó su juicio, ofuscó su entendimiento, le quitó su energía. Se repetía a sí mismo
que Catherine era una histérica —algo a lo que ella contribuía bastante— y trataba de
creérselo. Su forzada confesión la había aterrorizado, y durante un tiempo hizo los
mayores esfuerzos para restaurar la dulce imagen que él se había forjado de ella.
Un hombre capaz de tal amor puede llegar a torturarse hasta el infinito. El señor
Edwards deseaba con todo su corazón creer en la bondad de la joven, pero se lo
impedía tanto una vocecita interior como la confesión de ella. Casi por instinto, se
esforzó en conocer la verdad, y al mismo tiempo en negar las evidencias. Sabía, por
ejemplo, que ella no guardaba el dinero en un banco. Uno de sus empleados,
utilizando un complicado sistema de espejos, descubrió el lugar de la bodega de la
casita de ladrillo donde ella lo guardaba.
Un día, el señor Edwards recibió un recorte de periódico enviado por la agencia
de detectives que trabajaba para él. Era una vieja noticia acerca de un incendio,
publicada en el semanario de un pueblecito. El señor Edwards lo estudió atentamente.
Sintió que su corazón se paralizaba, que una luz roja se encendía en su cerebro. Había
auténtico miedo mezclado con su amor, y el resultado de esta mezcla es la crueldad.
Se dirigió con paso bamboleante hacia el sofá de su despacho y se tumbó en él boca
abajo, apoyando la frente sobre el cuero negro y frío. Permaneció en esta postura
durante un rato, sin respirar apenas. Poco a poco, sus ideas fueron aclarándose. Sentía
un regusto salado en la boca, y los hombros doloridos. Pero conservaba la calma y en
su mente brilló la luz, al igual que el penetrante haz de una linterna atraviesa las

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tinieblas de una habitación oscura. Se levantó despacio y comprobó su maleta, como
solía hacer cuando salía en viaje de negocios: camisas limpias, ropa interior, un
camisón, zapatillas y el grueso látigo plegado en el fondo de la maleta.
Atravesó pesadamente el jardincito que había frente a la casa de ladrillo y tocó la
campanilla.
Catherine le abrió inmediatamente. Llevaba puestos el abrigo y el sombrero.
—¡Oh! —dijo—. ¡Qué lástima! Tengo que salir un momento.
El señor Edwards dejó la maleta en el suelo.
—No —contestó.
Ella lo observó con detenimiento. Le parecía cambiado. Pasó junto a ella con
pasos sordos y empezó a bajar hacia la bodega.
—¿Adónde vas? —preguntó ella con voz chillona.
Él no contestó. A los pocos instantes volvió a subir llevando en sus manos una
cajita de roble, que metió en su maleta.
—Eso es mío —afirmó ella con voz suave.
—Ya lo sé.
—¿Adónde piensas ir?
—Vamos a hacer un viajecito.
—¿Adónde? Yo no puedo ir.
—A un pueblo de Connecticut. Tengo que resolver algunos asuntos allí. Me
dijiste una vez que querías trabajar. Bien, pues ahora trabajarás.
—Pero ahora ya no quiero. No puedes obligarme. ¡Llamaré a la policía!
Él sonrió con expresión tan horrible que Catherine dio un paso atrás. La sangre
latía en las sienes del señor Edwards.
—Quizá te gustaría regresar a tu pueblo —dijo—. Hubo un gran incendio hace
varios años. ¿No lo recuerdas?
Ella lo escrutó con la mirada, tratando de encontrar un punto débil, pero los ojos
del hombre eran duros e inexpresivos.
—¿Qué quieres que haga? —le preguntó ella sumisa.
—Únicamente acompañarme en este viajecito. Dijiste que querías trabajar.
Sólo se le ocurrió un plan. Tenía que acompañarlo y esperar a que se presentase
una oportunidad. Él no podría estar siempre vigilándola. Sería peligroso contrariarlo
ahora. Era mejor ir con él, y esperar. Eso nunca fallaba. Pero las palabras de Edwards
habían asustado realmente a Catherine.
Cuando al atardecer se apearon del tren en la estación del pueblo, se adentraron
por una calle oscura, que los condujo hacia un descampado. Catherine estaba
cansada, pero alerta. Desconocía los planes. Por si acaso, llevaba una afilada navaja
en el bolso.
El señor Edwards había decidido lo que iba a hacer. Pensaba azotarla y dejarla en
una de las habitaciones de la taberna; después volvería a azotarla, y la llevaría a otro
villorrio, y así sucesivamente hasta dejarla inservible. Entonces, la echaría como a un

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perro. El comisario local ya se ocuparía de que no se escapase. La navaja no le
preocupaba, pues ya sabía que la llevaba con ella.
Lo primero que hizo cuando se detuvieron en un lugar retirado, entre un muro y
una hilera de cedros, fue arrancarle el bolso de la mano y arrojarlo por encima de la
pared. Aquello zanjaba la cuestión de la navaja. Pero él no se conocía lo suficiente,
porque en toda su vida no había estado enamorado de una mujer. Pensaba que sólo
quería darle un correctivo, pero al segundo azote el látigo no era suficiente. Lo arrojó
al polvo y empleó sus puños. Comenzó a jadear entrecortadamente.
Catherine se esforzó por no sentir pánico. Trató de protegerse de los golpes, o al
menos de esquivarlos, pero al final el miedo se apoderó de ella e intentó huir. Él la
asió del brazo y la obligó a retroceder, y entonces ya no tuvo bastante con sus puños.
Agarró una piedra con mano frenética y terminó de perder por completo el dominio
sobre sí mismo.
Al rato, contempló el rostro magullado de la joven. Trató de oír su respiración,
pero sólo escuchó su propio jadear. En su mente surgieron dos pensamientos
totalmente opuestos. Por un lado pensaba: «Tienes que enterrarla, tienes que abrir una
fosa y meterla en ella». Pero por el otro decía, sollozando como un niño: «No puedo
soportarlo. No podría tocarla». Y entonces se apoderó de él el abatimiento que suele
suceder a una explosión de ira, y huyó corriendo de aquel lugar abandonando la
maleta, el látigo y la cajita de roble con el dinero. Erró por las tinieblas, tratando de
hallar un alivio a su profundo pesar.
Jamás le hicieron la menor pregunta. Después de unos días de profunda
depresión, durante los cuales su esposa lo cuidó tiernamente, volvió a ocuparse de sus
negocios, y nunca más permitió que la locura amorosa se apoderase de él. «Aquel que
no es capaz de aprovechar las enseñanzas de la experiencia, es un loco», se decía. A
partir de entonces, sintió una especie de temeroso respeto por sí mismo, ya que
siempre había ignorado que en él latiese el impulso de matar.
Si no mató a Catherine, fue solamente por pura casualidad. Cada golpe que le
asestó lo había dado con la intención de aniquilarla. La joven permaneció mucho
tiempo sin sentido, y luego estuvo también mucho tiempo en un estado de
seminconsciencia. Se dio cuenta de que tenía un brazo roto, y de que le era preciso
buscar ayuda si quería vivir. El instinto de conservación le dio fuerzas para arrastrarse
por la oscura carretera, en busca de socorro. Atravesó el pórtico de una casa y cayó
desvanecida sobre los escalones del umbral. Los gallos cantaban en el gallinero y el
alba apuntaba débilmente por el este.

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Capítulo 10

Cuando dos hombres viven juntos suelen dominar su rabia incipiente bajo una
apariencia de falsa cortesía. Dos hombres solos siempre están a punto de enzarzarse
en una pelea, y ellos lo saben. Adam Trask no llevaba mucho tiempo en casa cuando
empezaron a surgir las tiranteces. Ambos hermanos se veían demasiado y no lo
suficiente con otras personas.
Durante algunos meses, estuvieron muy ocupados ordenando los bienes de Cyrus,
e invirtiendo el dinero para que les diese un buen rédito. Hicieron juntos un viaje a
Washington para visitar la tumba de su padre, un panteón de mármol coronado por
una estrella de hierro con un anagrama y una anilla para fijar el asta de la bandera en
la festividad militar conmemorativa del 30 de mayo. Los dos hermanos
permanecieron un buen rato junto a la tumba y, cuando se marcharon, ni mencionaron
a su padre.
Si Cyrus había sido deshonesto, supo encubrirlo muy bien. Nadie les hizo la
menor pregunta acerca del dinero. Pero Charles no podía apartar de su mente aquella
idea.
De regreso a la granja, Adam le preguntó:
—¿Por qué no te encargas algunos trajes nuevos? Ahora eres rico. Obras como si
temieses gastar un centavo.
—Así es —respondió Charles.
—¿Y por qué?
—Quizá tengamos que devolverlo.
—¿Sigues con eso? Si algo no estuviese en regla, ¿crees que a estas alturas no nos
habríamos enterado ya?
—No lo sé —dijo Charles—. Preferiría no hablar de ello.
Pero aquella noche, él mismo volvió a sacar el tema.
—Hay una cosa que me preocupa —dijo.
—¿Te refieres al dinero?
—Sí, a eso me refiero. Cuando uno tiene tanto dinero, suele tener también mucho
papeleo.
—¿Qué quieres decir?
—Sí, hombre, papeles, libros de cuentas, facturas, cifras, notas… Pero, después
de revolver todas las cosas que dejó nuestro padre, no hemos encontrado nada de eso.
—Vete a saber si lo quemó.
—Es posible —admitió Charles.
Los hermanos vivían de acuerdo con la rutina establecida por Charles, la cual no

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variaba nunca. Charles se despertaba al dar las cuatro y media, con tanta exactitud
como si el péndulo de bronce del reloj le hubiese dado un golpe. En realidad estaba
ya despierto un segundo antes de esa hora. Había abierto ya los ojos y pestañeado un
instante antes de oír la sonora campanada. Permanecía durante unos momentos
echado en las tinieblas, con los ojos abiertos y rascándose la barriga. Luego, se volvía
hacia la mesita de noche y su mano caía exactamente sobre la caja de cerillas que
había sobre ella. Con movimientos parsimoniosos, sacaba una y la frotaba en el borde
de la caja. El azufre se encendía con una llamita azulada antes de prender en el palito
de madera. Entonces, Charles encendía la vela que había junto a él.
Echaba la manta a un lado y se levantaba. Llevaba una ropa interior larga de color
gris, que le formaba rodilleras y que pendía en torno a sus tobillos. Se dirigía
bostezando a la puerta, la abría y llamaba a su hermano:
—Son las cuatro y media, Adam. Es hora de levantarse.
Adam respondía con voz velada por el embozo y soñolienta:
—¿No puedes olvidarte alguna vez?
—Es hora de levantarse. —Charles embutió sus piernas en los pantalones y se
apretó el cinturón—. No te levantes, si quieres —le dijo—. Eres un hombre rico.
Puedes quedarte en la cama todo el día.
—Tú también eres rico. Pero, a pesar de eso, sigues con tu manía de levantarte
con los gallos.
—Si quieres, no te levantes —repitió Charles—. Pero ya que estás en una granja,
es mejor que vivas como un granjero.
Adam dijo con voz plañidera:
—Lo que significa que, si compramos más tierra, tendremos que trabajar más.
—No digas tonterías —dijo Charles—. Vuélvete a la cama si ése es tu deseo.
—Te apuesto a que no podrías dormir aunque te metieses otra vez en la cama —
prosiguió Adam—. ¿Sabes qué creo? Que te levantas porque quieres, no porque
debas.
Charles bajó a la cocina y encendió la lámpara.
—No se puede estar en la cama y al propio tiempo gobernar una granja —dijo,
mientras hacía caer las cenizas a través de la rejilla de la estufa, ponía algunos
pedazos de papel sobre las brasas y soplaba hasta que las llamas prendían.
Adam lo contemplaba a través de la puerta abierta.
—¿No sería más fácil si utilizaras una cerilla? —le preguntó con sarcasmo.
Charles se volvió con semblante hosco.
—Ocúpate de tus asuntos y deja de meterte conmigo.
—Está bien —repuso Adam—. Lo haré. Tal vez mis asuntos estén lejos de aquí.
—Eso a mí no me importa. Puedes irte cuando quieras.
La querella era estúpida, pero Adam ya no podía evitarla.
Siguió hablando a pesar suyo, profiriendo palabras punzantes y sarcásticas.
—Sí, tienes toda la razón al decirme que puedo irme cuando quiera —dijo—. Esta

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casa es tan mía como tuya.
—Entonces, ¿por qué no trabajas un poco?
—¡Oh, Señor! —exclamó Adam—. ¡Cuántas sandeces estamos diciendo! Es
mejor que lo dejemos.
—No soy yo quien empezó —contestó Charles.
Puso en dos escudillas las gachas calientes, y las depositó sobre la mesa.
Los hermanos se sentaron a desayunar. Charles se preparó una rebanada de pan
con mantequilla y mermelada. Se preparó una segunda rebanada y, al untar la
mantequilla, la manchó con un poco de mermelada.
—¡Maldita sea! ¿No podrías limpiar el cuchillo? Mira cómo has dejado la
mantequilla —le reprochó Adam.
Charles dejó el cuchillo y el pan en el plato y colocó las manos sobre la mesa.
—Será mejor que te marches —dijo.
Adam se levantó.
—Preferiría vivir en una pocilga —respondió, y salió de la casa.

Charles tardó ocho meses en ver de nuevo a su hermano. Volvía de trabajar cuando
encontró a Adam mojándose la cara y el cabello con el agua del cubo de la cocina.
—Hola —saludó Charles—. ¿Cómo estás?
—Muy bien —contestó Adam.
—¿Dónde has estado?
—En Boston.
—¿Y en ningún otro sitio?
—No. Sólo he estado recorriendo la ciudad.
Los hermanos reanudaron su antigua vida, pero sortearon cuidadosamente
cualquier motivo de fricción. En cierta forma, se protegían el uno al otro, y así
evitaban querellas mutuas. Charles, que era el que se levantaba más temprano,
preparaba el desayuno, y después despertaba a Adam. Éste se ocupaba de la limpieza
de la casa, y hasta organizó una especie de contabilidad de la granja. Vivieron de esta
circunspecta manera durante dos años, antes de que perdiesen los estribos de nuevo.
Una noche de invierno, Adam levantó la mirada de su libro de cuentas.
—Se está muy bien en California —dijo—. Sobre todo en invierno. Allí se puede
plantar de todo.
—Así es, en efecto. Pero, una vez que haya dado fruto, ¿qué harás con ello?
—¿Qué te parece trigo? Hay grandes cosechas de trigo en California.
—El tizón lo echaría a perder —aseguró Charles.
—¿Por qué estás tan seguro? Mira, Charles, todo crece tan deprisa en California

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que, según dicen, después de plantar lo que sea tienes que apartarte enseguida para
que no te golpee al madurar.
—¿Por qué demonios no te vas allí? —contestó Charles—. Compraré tu parte en
cuanto me lo pidas.
Adam no dijo nada más, pero por la mañana, mientras se peinaba ante el pequeño
espejo, volvió de nuevo a la carga.
—En realidad, dicen que el invierno no existe en California —dijo—. Todo el año
es como primavera.
—El invierno me gusta —replicó Charles.
Adam se aproximó a la estufa.
—No te enfades —le dijo.
—Pues deja de pincharme. ¿Cuántos huevos quieres?
—Cuatro —contestó Adam.
Charles puso siete huevos sobre la estufa y encendió cuidadosamente el fuego con
pequeñas astillas, hasta que dio una buena llama. Luego acercó la sartén. Su
malhumor lo abandonó mientras freía el tocino.
—Adam —le dijo—. No sé si te has dado cuenta, pero no sabes hablar de otra
cosa que no sea California. ¿Es que piensas ir realmente?
Adam sonrió.
—También a mí me gustaría saberlo —respondió—. Pero no lo sé. Es como
cuando me levanto por la mañana; no quiero hacerlo, pero tampoco quiero quedarme
en la cama.
—Creo que exageras —observó Charles.
Adam prosiguió:
—Cuando estaba en el ejército, todas las mañanas me despertaba aquel maldito
toque de corneta. Y juré ante Dios que, cuando saliese, dormiría a pierna suelta hasta
el mediodía. Pero resulta que aquí tengo que levantarme media hora antes de la diana.
¿Quieres decirme, Charles, qué utilidad tiene que trabajemos de ese modo?
—No se puede estar en la cama y al mismo tiempo dirigir una granja —le aclaró
Charles, dando la vuelta al tocino.
—Lo que deberíamos hacer es buscar algunos jornaleros que nos ayudaran a
llevar la granja, y encontrar una esposa; pero según van las cosas, no creo que la
tengamos nunca. Ni siquiera nos queda tiempo para buscarla. En lugar de eso, ya
estamos planeando añadir las tierras de Clark a las nuestras, caso de que el precio
resulte conveniente. ¿Para qué?
—Es una finca muy buena —replicó Charles—. Las dos juntas formarán una de
las mejores granjas de la comarca. Pero ¿qué estás diciendo? ¿Ahora se te ocurre
casarte?
—No. Por eso te lo menciono. Dentro de algunos años, tendremos la mejor granja
de la comarca, y seremos dos solterones viejos y solitarios que trabajaremos hasta
reventar. Luego, uno de los dos se morirá y la granja pasará a manos del otro solterón,

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que también acabará muriendo un día u otro.
—¿De qué diablos estás hablando? —le preguntó Charles—. Nunca estás
contento con nada. Me pones nervioso. Vamos a ver, ¿qué te ronda por la cabeza?
—No bromeo —dijo Adam—. Y no estoy en absoluto satisfecho. Trabajo
demasiado duro para lo que consigo a cambio, sobre todo teniendo en cuenta que no
tengo por qué trabajar.
—En ese caso, ¿por qué no lo dejas? —le gritó Charles—. ¿Por qué no te vas de
una vez? No veo que haya carceleros que te lo impidan. Vete a una isla del Pacífico y
túmbate en una hamaca bajo un cocotero, si eso es lo que quieres.
—No te enfades —dijo Adam mansamente—. Te repito que es como levantarse.
No quiero quedarme aquí, pero tampoco quiero irme.
—Ya me estoy cansando —contestó Charles.
—Piénsalo bien, Charles. ¿Te gusta vivir aquí?
—Claro.
—¿Y piensas vivir aquí el resto de tu vida?
—Naturalmente.
—Ojalá para mí todo fuese tan fácil. ¿Qué crees que me pasa?
—Pues creo que has agarrado una perra. Vete esta noche a la taberna y te curarás.
—Acaso tengas razón —respondió Adam—. Pero nunca me ha satisfecho mucho
una prostituta.
—Es lo mismo que cualquier otra —dijo Charles—. Cierras los ojos y no
encuentras la menor diferencia.
—Algunos de los soldados del regimiento solían andar con mujeres indias. Yo
tuve una durante un tiempo.
Charles le miró lleno de interés.
—Los huesos de nuestro padre se revolverían en la tumba si supiese que andabas
con mujeres indias. ¿Cómo era?
—Bastante bonita. Me lavaba la ropa, la remendaba y me hacía la comida.
—Quiero decir en lo otro. ¿Cómo era?
—Buena. Muy buena. Y muy dulce, dulce y cariñosa.
—Pues tuviste mucha suerte de que no te apuñalase mientras dormías.
—No hubiera sido capaz. Era demasiado dulce.
—La expresión de tus ojos es muy particular. Apostaría a que estabas enamorado
de ella.
—Supongo que sí —contestó Adam.
—¿Y qué le pasó?
—Contrajo la viruela.
—¿No te buscaste otra?
La mirada de Adam denotaba dolor.
—Los amontonábamos como si fuesen troncos, en pilas de doscientos, con los
brazos y las piernas muy juntos. Poníamos mucha leña encima, la rociábamos con

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petróleo y la encendíamos —explicó.
—He oído decir que no pueden con la viruela.
—Mueren como ratas —respondió Adam—. Se te está quemando el tocino.
Charles se volvió rápidamente hacia la estufa.
—Está algo chamuscado —dijo, pero yo lo prefiero así.
Sacó el tocino con ayuda de un tenedor y lo puso en una fuente.
Luego echó los huevos sobre la grasa caliente, y comenzaron a saltar y a
requemarse sus bordes.
—Conocí a una maestra de escuela —dijo Charles—. Era la chica más bonita que
te puedas imaginar, con unos piececitos diminutos. Se compraba todos los vestidos en
Nueva York. Era muy rubia, pero lo mejor eran sus pies. Solía cantar en el coro, y la
iglesia se llenaba de fieles. De esto hace ya mucho tiempo.
—Seguro que te refieres a la época en que me escribiste para comunicarme que
tenías intención de casarte.
—Así es. No creo que ninguno de los jóvenes de la localidad se librase de la
fiebre del matrimonio —dijo Charles sonriendo.
—¿Qué le ocurrió a ella?
—Pues te lo puedes figurar. Su presencia molestaba demasiado a las mujeres del
pueblo. Un día se reunieron con ella. Y al día siguiente se había ido. Decían que
llevaba ropa interior de seda; demasiado presumida. El consejo escolar llegó a un
acuerdo con ella cuando terminó el curso. Tenía los pies diminutos y le encantaba
enseñar los tobillos.
—¿La conociste personalmente?
—No; me limitaba a ir a la iglesia, a pesar de que era difícil entrar en ella. Nunca
se había visto una chica tan guapa en un villorrio como éste, y ello no es conveniente,
porque saca a las gentes de quicio y acarrea complicaciones.
—¿Te acuerdas de la chica de Samuel? Era preciosa. ¿Qué le ocurrió? —preguntó
Adam.
—Pues lo mismo. Era demasiado llamativa y también terminó marchándose. He
oído decir que trabaja como modista en Filadelfia, y que cobra diez dólares por cada
vestido.
—Quizá también nosotros deberíamos marchamos —comentó Adam.
—¿Todavía piensas en California? —preguntó Charles.
—Sí.
Charles perdió del todo la paciencia.
—¡Vete de una vez! —chilló—. Quiero que te marches. Te compraré tu parte y
todo lo que tú quieras, pero vete, hijo de puta —y se detuvo—. Bueno, creo que no
quería decir esto último. Pero la verdad es que me sacas de mis casillas.
—Me iré —aseguró Adam.

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3

A los tres meses, Charles recibió una postal de la bahía de Río de Janeiro, a cuyo
dorso Adam había escrito con una pluma vieja que había emborronado toda la postal:
«Mientras que aquí es verano, allí es invierno. ¿Por qué no vienes?».
Seis meses después, recibió otra postal, esta vez de Buenos Aires: «Querido
Charles: Hay que ver qué ciudad tan grande. Hablan español y francés. Te enviaré un
libro».
Pero el libro no llegó. Charles lo esperó durante todo el invierno y parte de la
primavera. Y al final, fue el propio Adam quien llegó. Estaba muy moreno y su
vestimenta tenía cierto aire extranjero.
—¿Cómo estás? —le preguntó Charles.
—Muy bien. ¿Recibiste el libro?
—No.
—¿Qué puede haberle ocurrido? Tenía grabados.
—¿Piensas quedarte?
—Supongo. Tengo muchas cosas que contarte sobre América del Sur.
—No me interesa en lo más mínimo —dijo Charles.
—¡Santo Dios, eres intratable! —respondió Adam.
—Sé exactamente lo que va a pasar. Te quedarás alrededor de un año, y luego
empezarás a impacientarte y a ponerme nervioso. Entonces nos enfadaremos y luego
nos trataremos con una exagerada cortesía, lo que será aún peor. Por último,
estallaremos, y te irás otra vez; después regresarás y todo volverá a empezar.
—¿No quieres que me quede? —le preguntó Adam.
—Pues sí, ¡qué diablos! —replicó Charles—. Cuando no estás aquí, te echo de
menos. Pero preveo lo que va a pasar.
Y, efectivamente, así fue. Durante un tiempo se dedicaron a recordar el pasado y a
hablar de las veces que habían estado separados, para caer por último en sus
interminables y hoscos silencios, en las largas horas de monótono trabajo y en la
cortesía exagerada, con la que alternaban sus accesos de ira. Los días pasaban con
gris uniformidad y se hacían eternos.
Una noche, Adam dijo:
—No sé si sabes que voy a cumplir los treinta y siete. Estoy en la mitad de la
vida.
—Ya empezamos —contestó Charles—. Ahora saldrás con que aquí estás
perdiendo el tiempo. Mira, Adam, ¿no podríamos evitar la discusión esta vez?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que, si estamos en buena forma, nos pelearemos durante tres o
cuatro semanas, y al final te marcharás de nuevo. Si ya estás impaciente, ¿por qué no
te vas ya y evitas todas esas discusiones desagradables?
Adam rió y la tensión disminuyó al instante.

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—Tengo un hermanito muy listo —dijo—. Tienes razón, cuando sienta ganas de
irme, lo haré sin pelea. Sí, es una idea que me gusta. Te estás enriqueciendo mucho,
¿no es verdad, Charles?
—Voy bien, pero eso no quiere decir que sea rico.
—¿Me negarás que has comprado cuatro casas y la taberna del pueblo?
—Eso no es verdad.
—Sí lo es; Charles, has convertido esta granja en la mejor de estos contornos.
¿Por qué no nos construimos otra casa, con bañera, agua corriente y retrete? Ya no
somos pobres. ¿Sabes lo que dicen por ahí? Que eres el hombre más rico de la
comarca.
—Maldita la falta que nos hace una casa nueva —dijo Charles con semblante
ceñudo—. Quítate esa idea de la cabeza.
—Estaría muy bien que pudiésemos utilizar el retrete sin necesidad de salir al
exterior.
—Quítate esas tonterías de la cabeza.
Adam se estaba divirtiendo.
—Tal vez me construya una casita detrás del bosque. ¿Qué te parece? Así no
estaríamos peleándonos siempre.
—No quiero que construyas nada ahí.
—Te recuerdo que la mitad de todo esto es mío.
—Te compraré tu parte.
—Pero ¿y si no quiero venderla?
Los ojos de Charles echaban chispas.
—Pues pegaré fuego a tu maldita casa.
—Creo que serías capaz de hacerlo —respondió Adam, poniéndose serio de
pronto—. Sí, creo que lo harías. Pero ¿qué utilidad tendría? Charles dijo lentamente:
—He pensado mucho en ello, y he estado esperando a que sacaras el tema. Creo
que nunca te construirás otra casa.
—¿Qué quieres decir?
—¿Recuerdas cuando me pediste que girase aquellos cien dólares?
—Naturalmente. Me salvaste la vida. ¿Por qué me lo preguntas?
—Nunca me los devolviste.
—¿Estás seguro?
—Segurísimo.
Adam miró la vieja mesa ante la cual se había sentado Cyrus, golpeándose la pata
de palo con un bastoncillo. Y la vieja lámpara de petróleo que pendía sobre el centro
de la mesa, esparciendo por la estancia la luz amarillenta y vacilante que se
desprendía de su redonda mecha.
—Te los devolveré mañana por la mañana —afirmó Adam con calma.
—Te he concedido todo el tiempo que has querido para pagarme.
—Así es, Charles. Tenía que haberme acordado. —Hizo una pausa, como si

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pareciese meditar, y, por último, dijo—: Tú no sabes por qué necesitaba el dinero.
—Jamás te lo pregunté.
—Y yo nunca te lo dije. Acaso sentía vergüenza. Has de saber, Charles, que yo
era un preso. Me escapé de la cárcel.
Charles se había quedado boquiabierto.
—¿Qué demonios estás diciendo?
—Lo que oyes. Era un vagabundo; y me detuvieron por vago y me condenaron a
trabajos forzados… Por las noches nos ponían grilletes en los pies. Me liberaron a los
seis meses, pero me detuvieron de nuevo enseguida. Gracias a ese sistema, consiguen
mano de obra barata para construir las carreteras. Tres días antes de cumplirse mi
segunda condena de seis meses, me escapé; me dirigí hacia Georgia, robé algunas
ropas en una tienda y te puse el telegrama que ya conoces.
—No te creo —dijo Charles—. Aunque tú no sueles decir mentiras. Claro que te
creo. ¿Por qué no me lo contaste?
—Quizá porque me daba vergüenza. Pero lo peor es no haberte devuelto ese
dinero.
—Olvídalo —contestó Charles—. Ni siquiera sé por qué lo mencioné.
—Por Dios, no. Te lo devolveré mañana.
—Hay que ver —dijo Charles—. ¡Mi hermano cumpliendo trabajos forzados!
¡Vaya un pájaro que estás hecho!
—Pues no sé por qué te alegras tanto.
—Porque de alguna manera me enorgullece —respondió Charles—. ¡Mi
hermano, un presidiario! Dime, Adam: ¿por qué esperaste hasta tres días antes de
terminar la condena?
Adam sonrió.
—Por dos o tres razones —dijo—. Temía que si la terminaba me engancharían de
nuevo. Además, me figuré que si esperaba hasta el último momento, ellos no
sospecharían que quisiera escapar.
—Es bastante lógico —admitió Charles—. Pero has dicho que había además otra
razón.
—Y supongo que la más importante —respondió Adam—. Pero también la más
difícil de explicar. Estaba convencido de que debía al estado una condena de seis
meses; ésa fue la sentencia. No me pareció bien estafar al estado. Sólo les escamoteé
tres días.
Charles soltó una carcajada.
—Eres un loco hijo de puta —dijo con afecto—. Pero dijiste que robaste en una
tienda.
—Les devolví el dinero con un diez por ciento de interés —respondió Adam.
Charles se inclinó hacia su hermano:
—Háblame de los demás condenados, Adam.
—Con mucho gusto, Charles, con mucho gusto.

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Capítulo 11

Charles demostró más respeto por Adam desde el momento en que supo que había
estado preso. Sintió por su hermano aquel afecto que únicamente se puede
experimentar por alguien que no sea perfecto y, por consiguiente, no constituya un
blanco adecuado para el odio. Adam le sacó bastante provecho a la situación y llegó,
incluso, a tentar a Charles:
—¿Ya has pensado, Charles, que tenemos bastante dinero para hacer lo que nos
venga en gana?
—De acuerdo; ¿y qué nos apetece?
—Podríamos, por ejemplo, ir a Europa, visitar París…
—¿Qué es eso?
—¿Qué es qué?
—Me ha parecido oír a alguien en la entrada.
—Probablemente un gato.
—Probablemente. Un día de éstos mataré a alguno.
—Charles, podríamos ir a Egipto y pasear por las pirámides —continuó Adam.
—Y también podríamos quedarnos aquí e invertir nuestro dinero. Y podríamos
empezar a ir a trabajar y aprovechar el día. ¡Esos malditos gatos!
Charles se dirigió a la puerta, la abrió y exclamó:
—¡Fuera de aquí!
Luego se quedó callado y con la vista fija en los peldaños. Entonces Adam se
aproximó a él.
Una masa informe y sucia, envuelta en embarrados harapos, se esforzaba por
subir la escalinata. Una mano despellejada se asía trémulamente a los peldaños. Se
veía un rostro ennegrecido, de labios partidos y con unos ojos tumefactos y violáceos.
La frente mostraba una enorme herida, de la que manaba sangre que empapaba el
desgreñado cabello.
Adam bajó por la escalera y se arrodilló junto a la figura.
—Échame un mano —dijo a su hermano—. Vamos, metámosla dentro. Cógela
por aquí. ¡No! Cuidado con ese brazo; parece que está roto.
La joven se desmayó mientras la trasladaban.
—Pongámosla en mi cama —propuso Adam—. Ahora, lo mejor que puedes hacer
es ir a buscar al médico.
—¿No crees que seria mejor llevárnosla en el carro?
—¿Moverla? De ningún modo. ¿Es que estás loco?
—Puede que no tanto como tú. Piensa un momento.

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—Pero, por el amor de Dios, ¿qué quieres que piense?
—Dos hombres que viven solos, y con una cosa así en su casa.
Adam se sobresaltó.
—No querrás decir…
—Sí, eso quiero decir. Creo que haríamos mejor en llevárnosla. Dentro de dos
horas todo el mundo lo sabrá. ¿Sabes quién es y cómo ha llegado hasta aquí? ¿Sabes
lo que le ha pasado, acaso? Adam, estamos contrayendo una gran responsabilidad.
Adam respondió fríamente:
—Si no vas tú, iré yo y te dejaré aquí con ella.
—Está bien, iré, pero me parece que te equivocas. Esto nos traerá consecuencias
desagradables.
—Estoy dispuesto a cargar con ellas —aseguró Adam—. Y ahora, vete.
Cuando Charles se marchó, Adam fue a la cocina y vertió agua caliente de la
tetera en una jofaina. De vuelta a su dormitorio, empapó un pañuelo en el agua y
limpió el rostro de la joven manchado de sangre seca y fango. Ella recuperó el
conocimiento y lo miró con sus ojos azules. La mente de Adam regresó al pasado:
ocurrió en aquella misma habitación y sobre la misma cama. Su madrastra se
inclinaba sobre él con un trapo húmedo en la mano, y le pareció volver a sentir el
dolor mortecino que producía el agua al introducirse por las heridas. Y durante todo
el tiempo su madrastra repetía algo que ahora no podía recordar, a pesar de advertir
aún claramente el sonido de su voz.
—Pronto se pondrá usted bien —dijo a la joven—. Hemos ido a buscar al médico.
No puede tardar.
Ella movió ligeramente los labios.
—No intente hablar —le aconsejó Adam—. Es mejor que no se esfuerce.
Mientras la enjugaba suavemente con el trapo húmedo se sintió poseído por un
intenso calor.
—Puede usted quedarse aquí —dijo a la joven—. Puede permanecer aquí todo el
tiempo que quiera. Yo la cuidaré.
Escurrió el trapo, secó su cabello enmarañado y lo despegó de las heridas del
cráneo.
Oía el sonido de su propia voz, mientras estaba ocupado en esta tarea, como si
fuese la voz de un extraño.
—¿Le duele aquí? Sus pobres ojos… Le pondré unas compresas. Pronto estará
bien. La herida de su frente tiene muy mal aspecto. Me temo que le quedará una
cicatriz. ¿Puede usted decirme cómo se llama? No, no se esfuerce. Tenemos mucho
tiempo, mucho tiempo. ¿Ha oído eso? Será el carruaje del doctor. Ha venido deprisa,
¿eh? —se dirigió a la puerta de la cocina—. Por aquí, doctor. Está aquí.
La joven estaba muy mal herida. Si en aquella época hubiese habido rayos X, el
médico hubiera descubierto muchas más lesiones de las que encontró, que fueron
bastantes. Tenía un brazo y tres costillas rotas, la mandíbula y el cráneo fracturados y

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le faltaban los dientes del lado izquierdo. En algunos lugares tenía arrancado el cuero
cabelludo, y en la frente una herida que penetraba hasta el hueso. Esto es todo lo que
el médico pudo ver y descubrir. Le entablilló el brazo y le aseguró las costillas,
dándole también unos puntos en las heridas del cráneo. Con ayuda de una pipeta y de
un mechero de alcohol, dobló un tubo de vidrio para meterlo por el hueco de un
diente arrancado, con el fin de que la joven pudiese beber e ingerir alimentos líquidos
sin tener que mover la mandíbula fracturada. Le puso una inyección de morfina, muy
cargada, dejó junto a ella un bote de píldoras de opio, se lavó las manos y se puso el
abrigo. Antes de abandonar la habitación, su paciente había vuelto a caer en un
profundo sopor.
En la cocina, el médico se sentó ante la mesa y sorbió el café caliente que Charles
le ofreció.
—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó.
—¡Vaya usted a saber! —dijo Charles, con expresión truculenta—. La hemos
encontrado en la entrada. Si quiere usted comprobarlo, salga a ver las señales que ha
dejado sobre la carretera al arrastrarse por ella.
—¿Saben ustedes quién es?
—No tenemos la menor idea.
—Usted suele ir a la taberna. ¿No será alguna de las jóvenes de allá?
—Hace mucho tiempo que no voy. Además, en este estado me sería muy difícil
reconocerla.
El médico se volvió después hacia Adam.
—¿La había visto usted antes?
Adam movió negativamente la cabeza.
—¿Por qué está haciendo tantas preguntas? —le increpó Charles con aspereza.
—Se lo diré, ya que quiere saberlo. Esta joven no ha sufrido un accidente, aunque
su aspecto parece demostrarlo, sino que alguien que no la quería bien la puso en ese
estado. Si quiere que le diga la verdad, alguien trató de matarla.
—¿Por qué no se lo pregunta a ella? —dijo Charles.
—Todavía tardará algún tiempo en poder hablar. Además, tiene el cráneo
fracturado y sólo Dios sabe qué efecto puede tener eso sobre su mente. Lo que yo
quiero decir es si debemos o no llamar al sheriff.
—¡No! —estalló Adam, y ambos lo miraron sorprendidos—. Dejémosla sola.
Dejémosla descansar.
—¿Quién cuidará de ella?
—Yo —respondió Adam.
—Oye, mira… —empezó a decir Charles.
—¡Tú no te metas!
—Ésta también es mi casa.
—¿Quieres que me vaya?
—No quise decir eso.

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—Bien, pues si ella tiene que irse, yo también me iré.
El médico intervino:
—Venga, calmaos. ¿Por qué tienes tanto interés?
—Aunque se tratase de un perro, no querría que lo echasen.
—Pero tampoco te pondrías de ese modo. ¿Ocultas algo? ¿Qué hiciste anoche?
¿No habrás sido tú quien se lo ha hecho?
—Él estuvo aquí anoche —dijo Charles—. Ronca como un tren.
—¿Por qué no quiere permitir que se quede? Aquí se pondrá bien —argumentó
Adam.
El médico se levantó y se frotó las manos.
—Adam —dijo, tu padre era uno de mis viejos amigos. Os conozco muy bien a ti
y a tu familia. Tú eres un chico listo, y por eso no comprendo por qué no ves lo
evidente. Me obligas a hablarte como a un niño. Esa muchacha ha sido asaltada.
Estoy seguro de que quien lo hizo tenía intención de matarla. Si no se lo digo al
sheriff voy a infringir la ley. Admito una ligera transgresión, pero no hasta ese
extremo.
—Bueno, pues dígaselo. Pero no permita que la molesten hasta que se encuentre
mejor.
—No tengo por costumbre permitir que molesten a mis pacientes —aseguró el
médico—. ¿Insistís en tenerla aquí?
—Sí.
—Allá tú. Pasaré a verla mañana. Tiene que dormir. Dale agua y sopa caliente por
el tubo, si tiene ganas.
Y el médico salió de la casa.
Charles se volvió hacia su hermano.
—Adam, por el amor de Dios, ¿qué significa todo esto? —exclamó.
—Déjame solo.
—Pero ¿qué te pasa?
—Déjame solo, Charles. Por favor, déjame solo.
—¡Cristo! —exclamó Charles, y tras golpear con el pie en el suelo, se dirigió
rezongando a sus faenas.
Adam se alegró de que se fuese. Se ocupó en arreglar la cocina, lavó los platos
del desayuno y, por último, barrió el suelo. Después de recoger la cocina, entró en su
dormitorio y se sentó en una silla junto al lecho. La joven respiraba pesadamente bajo
los efectos de la morfina. La tumefacción de su rostro empezaba a decrecer, pero
todavía tenía los ojos hinchados y amoratados. Adam permaneció muy quieto y sin
dejar de mirarla. Su brazo entablillado descansaba sobre el estómago, pero el brazo
derecho yacía sobre la colcha, con los dedos ahuecados, como si formasen un nido.
Era una mano infantil. Adam le tocó ligeramente la muñeca con el dedo, y los dedos
de la joven se movieron un poco. Adam sintió el calor de su piel. Al principio con
timidez, como si temiese ser descubierto, le abrió la mano y tocó las pequeñas yemas

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de los dedos. Éstos eran rosados y suaves, y la piel del dorso de la mano tenía un
color nacarado. Adam sonrió embelesado. Contuvo la respiración y se quedó alerta,
pero la joven tragó saliva y continuó respirando rítmicamente. Adam tomó con
delicadeza el brazo de la joven y lo introdujo bajo la colcha. Luego salió de puntillas
de la habitación.

Durante varios días, Cathy permaneció amodorrada bajo los efectos combinados de la
paliza y del opio. Cada extremidad de su cuerpo le pesaba como el plomo y se movía
muy poco a causa de los dolores. Sin embargo, se daba cuenta de los movimientos
que se producían a su alrededor. Poco a poco su mente y sus ojos se fueron aclarando.
Dos hombres jóvenes estaban con ella, uno de vez en cuando y el otro casi
constantemente. Advirtió que el otro hombre que venía era el médico, y que también
había otro, alto y delgado, que le interesó más que los demás, con un interés
originado únicamente por el miedo. Quizá mientras dormía bajo el efecto de las
drogas, él había cogido algo y lo había guardado.
Muy lentamente, fue reconstruyendo lo que le había ocurrido en los últimos días.
Volvió a ver el rostro del señor Edwards, y le vio también perder aquel aire de
suficiencia plácida y adquirir una expresión asesina. Jamás había tenido tanto miedo
en toda su vida, y ahora no podía decir ya que no sabía lo que era el miedo. Su mente
se debatía como una rata que tratase de escapar. El señor Edwards estaba enterado del
incendio. ¿Lo sabría alguien más? ¿Y cómo había podido llegar a saberlo él? Un
terror ciego y angustioso se apoderó de ella al pensarlo.
Por algunas cosas que oyó, se enteró de que el hombre alto era el sheriff y de que
quería interrogarla, y que el joven llamado Adam se lo impedía. Acaso el sheriff
estaba enterado de lo del incendio.
Las fuertes voces que procedían de la habitación contigua le indicaron cómo
debía proceder. El sheriff decía:
—Debe de llamarse de alguna manera. Alguien debe de conocerla.
—Pero ¿cómo quiere usted que responda? Tiene la mandíbula fracturada —
contestó Adam.
—Si puede utilizar la mano derecha, será capaz de escribir la respuesta. Mire,
Adam, si es verdad que alguien ha tratado de matarla, es mejor que yo actúe lo antes
posible. Deme usted un lápiz y déjeme hablar con ella.
—Ya ha oído usted al doctor —replicó Adam—. También tiene fractura de
cráneo. ¿Cómo quiere que se acuerde de lo que le pasó?
—Bueno, usted deme papel y lápiz, y ya veremos.
—No quiero que se la moleste.

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—Mire, Adam, no me importa en absoluto lo que usted quiera. Le estoy diciendo
que quiero papel y lápiz.
Entonces se oyó la voz del otro joven:
—Pero ¿a ti qué te importa? Van a terminar por creer que lo hiciste tú. Dale un
lápiz.
Tenía los ojos cerrados cuando los tres hombres entraron sin hacer ruido en la
habitación.
—Está dormida —susurró Adam.
Ella abrió los ojos y los miró.
El hombre alto se aproximó al borde del lecho.
—No quiero molestarla señorita. Soy el sheriff —le explicó—. Ya sé que no
puede hablar; pero ¿tendría usted la amabilidad de escribir algunas cosas en este
papel?
Ella trató de asentir e hizo una mueca dolorosa. Parpadeó rápidamente, como para
indicar su asentimiento.
—¿Ve usted? —dijo el sheriff—. Está dispuesta a responder. Puso una tablilla
sobre el lecho, junto a ella, y le pasó los dedos en torno al lápiz. —Muy bien.
Dígame. ¿Cómo se llama?
Los tres hombres le miraban el rostro. La joven cerró la boca y bizqueó los ojos.
Luego los cerró, y el lápiz empezó a moverse. «No lo sé», garrapateó con enormes
letras.
—Aquí tiene usted otra hoja. Escriba lo que recuerde.
«Estoy en tinieblas. No puedo pensar», escribió el lápiz antes de caer por el borde
de la tablilla.
—¿No recuerda usted quién es y de dónde viene? ¡Piénselo!
Ella pareció realizar un gran esfuerzo y su rostro mostró una expresión trágica.
«No. Todo confuso. Ayúdeme».
—¡Pobre criatura! —dijo el sheriff. De cualquier modo, muchas gracias. Cuando
se sienta mejor volveremos a probar. No, hoy ya no tiene que escribir más.
Ella escribió «Gracias» y el lápiz cayó de su mano.
Se había ganado también al sheriff que a partir de ese momento se puso de parte
de Adam. Sólo Charles continuaba en sus trece. Cuando ambos hermanos se hallaban
en la habitación y se requería la ayuda de los dos para asistirla sin hacerle daño, ella
se dedicaba a estudiar el sombrío aspecto de Charles. Había algo en su rostro que le
era familiar y que la intranquilizaba. Observaba cómo se tocaba la cicatriz de la frente
con mucha frecuencia; se la frotaba y seguía su contorno con los dedos. Una vez él la
sorprendió mirándole. Y bajando la mirada, dijo con brutalidad:
—No se preocupe, usted tendrá una igual, quizá mejor.
Ella le sonrió, y él apartó la mirada. Cuando Adam entró con la sopa caliente,
Charles le anunció:
—Voy al pueblo a echar un trago.

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3

Adam no recordaba haber sido casi nunca tan feliz. No le preocupaba en absoluto no
conocer el nombre de la joven. Ella le había dicho que la llamase Cathy, y con esto él
tenía bastante. Adam cocinaba para Cathy, aprovechando recetas de su madre y de su
madrastra.
Cathy tenía una gran vitalidad. Se recuperaba a ojos vistas. La hinchazón
desapareció de sus mejillas y fue adquiriendo la belleza de la convalecencia. No tardó
mucho en poder sentarse en la cama con la ayuda de ambos hermanos. Empezó a
abrir y a cerrar la boca cuidadosamente, y a ingerir alimentos machacados, que
requerían poco esfuerzo de masticación. Llevaba todavía la frente vendada, pero su
rostro mostraba muy pocas señales, si se exceptuaba el hueco en una de sus mejillas,
precisamente del lado donde le faltaban los dientes.
Cathy se hallaba preocupada y su mente trataba de encontrar una escapatoria.
Hablaba muy poco, incluso cuando ello ya no le requería esfuerzo.
Una tarde oyó que alguien andaba por la cocina.
—Adam, ¿es usted? —preguntó.
La voz de Charles respondió:
—No, soy yo.
—¿Haría usted el favor de venir un momento?
Él apareció en el umbral, con expresión sombría.
—No viene usted a verme mucho —dijo ella.
—Es cierto.
—No le gusto.
—Me parece que tiene usted razón.
—¿Y me dirá por qué?
Él pareció buscar alguna respuesta.
—No me inspira usted confianza. Además, no creo que perdiese usted la
memoria.
—Pero ¿por qué tendría que mentir?
—No lo sé. Por eso no me inspira confianza. Hay algo que me resulta familiar.
—Usted nunca me ha visto.
—Puede. Pero hay algo que me fastidia y que tengo que averiguar. ¿Cómo sabe
usted que nunca la he visto?
Ella permaneció silenciosa y él se volvió para irse.
—No se vaya —le rogó Cathy—. ¿Qué piensa usted hacer?
—¿Hacer con qué?
—Conmigo.
Él la volvió a mirar con renovado interés.
—¿Quiere que le diga la verdad? —respondió.
—¿Qué otra cosa si no podría interesarme?

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—No estoy muy seguro, pero se lo voy a decir. Haré que se marche de aquí tan
pronto como sea posible. Mi hermano se ha vuelto loco, pero yo le haré entrar en
razón, aunque para ello tenga que apalearlo.
—¿Y se atrevería usted? Es un hombre muy fuerte.
—Puedo hacerlo muy bien.
Ella lo miraba asombrada.
—¿Dónde está ahora Adam?
—Ha ido al pueblo a buscar más de esas malditas medicinas para usted.
—Es usted un hombre malvado.
—¿Quiere saber lo que pienso? Pues que no soy ni la mitad de ruin que usted bajo
esa piel tan bonita. Estoy seguro de que es usted un diablo.
Ella rió con suavidad.
—Entonces somos dos —dijo—. Charles, ¿cuánto tiempo me queda?
—¿Para qué?
—Antes de que usted me eche. Dígamelo con franqueza.
—Muy bien, pues se lo diré. Unos ocho o diez días. Tan pronto como pueda
tenerse en pie.
—¿Y si yo no me quisiera marchar?
Él la miró astutamente, casi contento ante la idea de la lucha inminente.
—Muy bien, pues entonces escúcheme: cuando usted estaba bajo los efectos del
opio y de la morfina, habló más de la cuenta, y también en sueños.
—No lo creo.
Él rió, porque había observado cómo contraía rápidamente la boca.
—No lo crea, pues. Si usted se marcha tan pronto como pueda, le prometo que no
diré nada; pero si no quiere marcharse, Adam se enterará de todo, y el sheriff
también.
—No puedo creer que haya dicho nada malo. ¿Qué podía haber dicho?
—No quiero discutir con usted. Además, tengo trabajo. Usted me ha preguntado y
yo le he respondido.
Charles salió. Al llegar frente al gallinero, rió y se dio unos golpecitos en la
pierna. «Creía que era más lista», se dijo. Y por primera vez en muchos días, se sintió
mucho más tranquilo.

Charles la había asustado mucho. No había podido engañarlo, y eso la preocupaba.


Era la única persona que conocía que utilizaba sus mismos métodos. Cathy podía leer
sus pensamientos, y ello no la tranquilizaba en lo más mínimo. Se daba cuenta de que
con él no servían sus triquiñuelas, y, por otra parte, se sentía necesitada de protección

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y descanso. Se encontraba sin dinero. Tenían que cuidar de ella y alimentarla por una
temporada. Estaba cansada y enferma, pero su mente analizaba todas las
posibilidades.
Adam volvió del pueblo con una botella de tónico. Le sirvió una cucharada.
—Tendrá muy mal gusto —le advirtió, pero le hará mucho bien. Ella lo tomó sin
protestar y sin hacer demasiados aspavientos.
—Es usted muy bueno conmigo —dijo—. ¿Por qué lo hace?, me pregunto. Sólo
le he traído quebraderos de cabeza.
—Nada de eso. Usted ha llenado de luz toda la casa. No la oigo nunca quejarse, a
pesar de hallarse tan maltrecha.
—Es usted tan bueno, tan amable…
—Eso intento.
—¿Tiene que salir ahora? Por favor, quédese a hacerme compañía.
—Con mucho gusto. Ahora no tengo nada importante que hacer.
—Acerque una silla, Adam, y siéntese.
Una vez el joven hubo tomado asiento a su lado, ella le tendió la mano derecha, y
él la tomó entre las suyas.
—Tan bueno y amable —repetía ella—. Adam, usted sabe guardar secretos y
mantener una promesa, ¿no es verdad?
—Creo que sí. ¿En qué piensa usted?
—Estoy sola y tengo miedo —exclamó la joven—. Tengo mucho miedo.
—¿Puedo serle de alguna ayuda?
—No creo que nadie pueda ayudarme.
—Dígame lo que le ocurre y veré si puedo hacerlo.
—Lo malo es que no puedo ni decírselo.
—¿Por qué no? Si es un secreto, yo sabría guardarlo.
—Es que no es un secreto mío, ¿comprende usted?
—No, no la comprendo.
Cathy estrechó la mano del joven fuertemente.
—Adam, yo no he perdido nunca la memoria.
—Entonces, ¿por qué dijo usted…?
—Eso es lo que trato de decirle. ¿Quería usted a su padre, Adam?
—Creo que le tenía más respeto que afecto.
—Pues bien, si alguien a quien usted respetase se hallara en un apuro, ¿no haría
usted todo lo posible por salvarlo de la destrucción? —Por supuesto.
—Ahí tiene usted lo que me pasa.
—Pero ¿cómo la hirieron?
—Eso forma parte de la historia. Por esa razón no puedo decírselo.
—¿Fue acaso su padre?
—Oh, no. Pero todo está relacionado.
—¿Quiere usted decir que, si me confía quién la hirió, eso puede acarrear

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consecuencias desagradables para su padre?
Ella suspiró. Él mismo acababa de imaginar la historia.
—Adam, ¿querrá usted confiar en mí? —le preguntó.
—Naturalmente.
—Me cuesta mucho pedírselo.
—No, no tiene por qué si está protegiendo a su padre.
—Comprenda usted, es un secreto que no me pertenece. Si no fuese así, se lo
diría de inmediato.
—Lo comprendo muy bien. Yo haría lo mismo.
—¡Oh, qué inteligente es usted!
Las lágrimas brotaron de sus ojos. Adam se inclinó hacia ella, y la joven lo besó
en la mejilla.
—No se preocupe —dijo él—. Yo la protegeré.
Ella se reclinó en la almohada.
—No creo que pueda.
—¿Qué quiere usted decir?
—Pues que su hermano no me tiene mucha simpatía. Quiere que me vaya de aquí.
—¿Le ha dicho eso?
—Oh, no, tan sólo lo supongo. Él no es tan inteligente como usted.
—Pero tiene buen corazón.
—Desde luego, pero no es tan amable como usted. Y si tengo que irme, el sheriff
empezará a hacerme preguntas, y yo me encontraré sola e indefensa.
Adam tenía la mirada perdida en el vacío.
—Mi hermano no puede obligarla a irse. Yo poseo la mitad de esta granja. Tengo
mi propio dinero.
—Si él quiere que me vaya tendré que hacerlo. No puedo estropear la vida de
usted.
Adam se levantó y salió de la habitación. Se dirigió a la puerta trasera y miró
hacia el exterior. Allá a lo lejos, en medio de los campos iluminados por la luz del
atardecer, su hermano levantaba piedras de una narria y las apilaba formando un
muro. Adam alzó la vista al cielo. Una capa de nubes se extendía por el este. Suspiró
profundamente, y sintió cómo se aceleraban los latidos de su corazón. Pareció de
pronto oír con más claridad y llegaron hasta sus oídos el cacareo de las gallinas,
mezclado con el ulular del viento que recorría la llanura. Oyó unos cascos de caballo
en la carretera, y un lejano golpear sobre la madera, que provenía del establo de un
vecino. Y todos esos sones se unían para formar una especie de música. Sus ojos
parecieron aclararse de pronto también. Empalizada, muros y establos se alzaban en
la tarde amarilla y parecían fundirse armónicamente. Todo estaba cambiado. Una
bandada de gorriones se abatió en el polvo de la carretera, y se puso a picotear en el
suelo, y luego voló como una serpentina retorciéndose en la luz. Adam miró de nuevo
a su hermano. Había perdido la noción del tiempo y no sabía el rato que había estado

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de pie en el umbral.
Pero no había transcurrido mucho tiempo. Charles seguía esforzándose por
levantar la misma enorme piedra, y Adam todavía no había lanzado la profunda
aspiración que hizo cuando se detuvo el tiempo.
De pronto, la alegría y la pena se mezclaron en su interior, así como el temor y la
valentía. Sin darse cuenta, se puso a canturrear sin despegar los labios. Se volvió,
atravesó la cocina y se detuvo en el umbral de su dormitorio, mirando a Cathy. Ésta le
sonreía débilmente, y él pensó: «¡Qué niña es y qué niña tan desvalida!», y una
oleada amorosa llenó su espíritu.
—¿Quiere usted casarse conmigo? —le preguntó.
El rostro de la joven se endureció y cerró la mano convulsivamente.
—No tiene que contestarme ahora —prosiguió él—. Quiero que tenga usted
tiempo de pensarlo. Pero si se casa conmigo, yo la protegeré. Nadie se atreverá a
hacerle daño.
Cathy se repuso en un instante.
—Acérquese, Adam. Siéntese aquí. Ahora, deme su mano. Así, muy bien. —Ella
levantó la mano y apoyó el dorso contra su mejilla—. Querido —dijo de pronto—.
Querido Adam, usted ha confiado en mí. Ahora, ¿quiere prometerme que no dirá a su
hermano que se me ha declarado y que me ha pedido que me case con usted?
—Pero ¿por qué no?
—Quiero que me conceda esta noche para pensarlo. Puede que necesite incluso
más de una noche. ¿Lo hará usted? —se llevó la mano a la cabeza—. Ya sabe que me
cuesta gran esfuerzo pensar y coordinar mis ideas.
—¿Accederá a casarse conmigo?
—Por favor, Adam. Le ruego que me deje sola para que pueda pensarlo. Se lo
ruego.
Él sonrió y dijo con nerviosismo:
—Procure no tardar mucho tiempo. Me siento como un gato encaramado a un
árbol del que no puede descender.
—Sólo le pido que me deje pensar. Y además, Adam, usted es muy bueno.
Adam abandonó la casa y se encaminó hacia el lugar en que su hermano se
hallaba acarreando piedras.
Cuando él hubo salido, Cathy se levantó de la cama y se dirigió con pasos
vacilantes a la cómoda. Se inclinó y contempló su rostro en el espejo. Llevaba
todavía la venda sobre la frente. Levantó un borde y descubrió la extremidad de la
roja cicatriz. No sólo había decidido casarse con Adam, sino que había tomado ya
esta determinación antes de que Adam se lo pidiese. Estaba aterrorizada. Necesitaba
protección y dinero, y Adam podía proporcionarle ambas cosas. Además, estaba
segura de que podría dominarlo, completamente segura. No le gustaba estar casada,
pero en aquellos momentos era la única salida. Sólo había una cosa que le
preocupaba: no podía comprender el amor que Adam sentía por ella, un amor que no

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compartía y que jamás había sentido por nadie. El señor Edwards había conseguido
asustarla de verdad. Aquél había sido el único momento de su vida en que una
situación se le había escapado de las manos, y juró que eso nunca volvería a suceder.
Sonrió al pensar en lo que diría Charles. Sentía una especie de camaradería con
respecto a éste, y no le importaban las sospechas que él pudiese tener.

Charles se incorporó al aproximarse Adam. Apoyó las manos sobre los riñones y se
frotó los cansados músculos.
—¡Por Dios, cuánta piedra! —exclamó.
—Un camarada del ejército me aseguró que en California hay valles donde no se
encuentra ni una piedra en kilómetros a la redonda.
—Pero habrá otras cosas —dijo Charles—. No creo que exista ninguna granja sin
algo malo. Allá en el Medio Oeste hay langosta y, en otras partes; tornados.
Comparado con esto, ¿qué son unas cuantas piedras?
—Sí, tienes razón, Charles. He pensado que podría echarte una mano.
—Eres muy amable. Creía que te ibas a pasar el resto de tu vida haciendo manitas
con ésa. ¿Cuánto tiempo va a quedarse?
Adam estaba a punto de comunicarle su decisión, pero el tono de la voz de
Charles le hizo cambiar de opinión.
—Oye —dijo Charles—. Hace poco pasó por aquí Alex Platt. Nunca creerás lo
que le ha sucedido. Ha encontrado una fortuna.
—¿Qué quieres decir?
—¿Te acuerdas de ese lugar de su propiedad donde se alza un grupo de cedros?
Si, hombre, junto a la carretera vecinal.
—Sí, ya sé. ¿Qué ha pasado?
—Alex caminaba entre aquellos árboles y el muro de piedra. Estaba cazando
conejos, cuando encontró una maleta repleta de ropa de hombre, todo muy bien
ordenado y de calidad. Sin embargo, las prendas estaban empapadas por la lluvia,
como si llevasen allí cierto tiempo. Y había también una caja de madera con
cerradura; cuando la descerrajó, halló que contenía cerca de cuatro mil dólares.
Además, encontró un monedero, pero estaba vacío.
—¿No tenía nombre, o algo?
—Eso es lo raro; ningún nombre, ni en los vestidos ni en la maleta, pues faltaban
todas las etiquetas. Parece como si el propietario no quisiera ser descubierto.
—¿Piensa Alex quedarse con ello?
—Lo llevó al sheriff y éste anunciará el hallazgo, y si no aparece nadie a
reclamarlo, Alex se quedará con él.

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—Seguro que aparecerá alguien.
—Así lo creo, pero no se lo he dicho a Alex. No puedes imaginarte lo contento
que está. Es curioso que no hubiese etiquetas, y no porque las hubiesen arrancado,
sino porque jamás las hubo.
—Eso es mucho dinero —observó Adam—. Alguien lo reclamará.
—Alex y su mujer están pendientes.
Charles se calló. Al cabo de un momento prosiguió:
—Adam, tenemos que hablar. Toda la comarca es un puro rumor.
—¿Acerca de qué? ¿Qué quieres decir?
—¡Diablo, sobre esa chica! Dos hombres no pueden tener una muchacha en su
casa. Alex dice que las mujeres del pueblo están muy irritadas. Adam, no podemos
tenerla aquí, en nuestra casa. Recuerda que gozamos de muy buena reputación.
—¿Quieres que la eche a la calle antes de que esté restablecida?
—Lo que quiero es que te libres de ella y que busques la manera de que se vaya.
Esa joven no me gusta.
—Nunca te ha gustado.
—Ya lo sé. No me inspira confianza. Hay algo raro. No sé qué es, pero no me
gusta. ¿Cuándo piensas decirle que se marche?
—Hagamos una cosa —dijo Adam lentamente—. Dale una semana más, y luego
te prometo hacer algo.
—¿Me lo prometes?
—Sí, te lo prometo.
—Bueno, eso ya es algo. Se lo comunicaré a la mujer de Alex. Ella se encargará
de que la noticia corra por todo el pueblo. ¡Por Dios, qué ganas tengo de disponer de
la casa otra vez para nosotros solos! Supongo que todavía no ha recuperado la
memoria, ¿eh, Adam?
—No —replicó Adam.

Cinco días más tarde, aprovechando que Charles había ido a comprar forraje para el
ganado, Adam acercó la calesa a la escalinata de la cocina. Ayudó a subir a Cathy, le
envolvió las piernas con una manta y le echó otra sobre los hombros. Se dirigió
después al juzgado comarcal, donde un juez de paz los unió en matrimonio.
Charles estaba en casa cuando ambos volvieron. Los miró hoscamente cuando los
vio entrar en la cocina.
—Creí que te la habías llevado para ponerla en el tren —dijo.
—Nos hemos casado —le anunció Adam sin preámbulos. Cathy sonrió a Charles.
—¿Qué dices? ¿Que os habéis casado?

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—¿Y qué hay de extraño en ello? ¿Es que un hombre no puede casarse?
Cathy se dirigió a toda prisa al dormitorio y cerró la puerta tras de sí. Charles
comenzó a desbarrar:
—No vale absolutamente nada. Es una prostituta.
—¡Charles!
—Te repito que no es más que una prostituta de baja estofa. Yo no le confiaría ni
un centavo. ¡Valiente perra!
—¡Basta, Charles! ¡Basta, te digo! Cierra tu maldita boca y deja de insultar a mi
esposa.
—Es tan esposa tuya como un gato vagabundo.
—Me parece que tienes celos, Charles. A lo mejor, querías casarte tú con ella.
—Pero ¡hombre!, ¿te has vuelto loco? ¡Yo, celoso! ¡Lo que no quiero es vivir
bajo el mismo techo que ella!
Adam replicó lisa y llanamente:
—No te obligaré a ello. Nos iremos juntos. Puedes darme mi parte, si lo crees
conveniente, y quedarte con la granja. Siempre lo deseaste, ¿no es eso? Pues por mí,
púdrete en ella.
La voz de Charles se hizo más suave.
—Todavía estás a tiempo de librarte de ella. Escúchame, Adam: échala de aquí.
Esa mujer arruinará tu vida, Adam, te la destruirá completamente.
—¿Cómo sabes tanto acerca de ella?
—No lo sé —dijo Charles, con la mirada perdida en el vacío, y permaneciendo
luego silencioso.
Adam ni siquiera le preguntó a Cathy si quería ir a cenar a la cocina. Llevó dos
bandejas al dormitorio y se sentó junto a ella.
—Nos vamos —dijo.
—Déjame que me vaya yo sola. Por favor, déjame. No quiero que tú y tu hermano
os odiéis por mi causa. ¿Por qué me odiará de ese modo?
—Creo que está celoso.
La joven entornó los ojos.
—¿Celoso?
—Eso es lo que me parece. No tienes que preocuparte. Nos iremos y nos
dirigiremos a California.
—Yo no quiero ir a California —respondió con suavidad.
—Tonterías. Es un lugar muy bonito, donde siempre hace sol y el paisaje es muy
hermoso.
—No quiero ir a California.
—Eres mi esposa —la reprendió con suavidad—. Quiero que vengas conmigo.
Ella permaneció silenciosa y no volvió a insistir.
Oyeron a Charles marcharse dando un portazo.
—Le vendrá bien. Siempre que se emborracha, después se siente mejor —afirmó

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Adam.
Cathy se miró los dedos, bajando modestamente los ojos.
—Adam, no podré ser tu esposa del todo hasta que me sienta bien —le dijo.
—Ya lo sé —repuso él—. Lo comprendo. Esperaré.
—Pero yo quiero que estés a mi lado. Tengo miedo de Charles. Me odia tanto…
—Pondré un catre a tu lado. De ese modo, podrás llamarme si tienes miedo. Sólo
tendrás que extender el brazo y tocarme.
—¡Qué bueno eres! —respondió ella—. ¿No podríamos tomar el té?
—Claro, nos sentará bien.
Trajo las tazas humeantes y después fue en busca del azucarero. Aproximó la silla
a la cama y se sentó.
—Está bastante cargado. ¿Demasiado para ti?
—Me gusta fuerte.
Él apuró su taza.
—¿No te parece que tiene un gusto raro? —preguntó.
La joven se llevó la mano a la boca.
—¡Oh, déjame probarlo! —mojó sus labios en la bebida—. ¡Adam —gritó—, te
has equivocado de taza! ¡Ésta era la mía! Contenía la medicina que tengo que tomar.
Él se pasó la lengua por los labios.
—No creo que me haga daño.
—No, desde luego —lanzó una pequeña risita—. Me parece que no tendré que
llamarte esta noche.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que te has bebido mi somnífero. A lo mejor, te costará despertarte.
Adam empezó a sumirse en un pesado sopor producido por el opio, a pesar de sus
esfuerzos por permanecer despierto.
—¿Te ha dicho el médico si tenías que tomar mucha cantidad? —preguntó con
voz pastosa.
—Ya veo que no estás acostumbrado —dijo la joven.
Charles volvió a las once. Cathy le oyó andar de puntillas y entrar en su
habitación. Una vez allí se despojó de sus ropas y se metió en la cama. Ya acostado,
gruñó y dio varias vueltas buscando una posición cómoda, pero de pronto abrió los
ojos. Cathy estaba de pie junto a su lecho.
—¿Qué quiere?
—¿Tú que crees? Apártate un poco.
—¿Dónde está Adam?
—Se ha bebido mi somnífero por equivocación. Hazme un sitio.
Él respiró fatigosamente.
—Es que ya he estado con otra.
—Eres un muchacho guapo y fuerte. Apártate un poco.
—¿Y tu brazo roto?

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—Eso es cuenta mía. No te preocupes.
De pronto, Charles se echó a reír.
—¡El pobre imbécil! —exclamó, y apartó la manta para recibirla.

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Segunda parte

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Capítulo 12

Ustedes habrán visto que en el transcurso de este libro hemos alcanzado aquella
frontera que se conoció con el nombre de «1900». Otros cien años habían pasado y
yacían apilados en un revoltijo, y lo que había ocurrido en aquel tiempo aparecía
completamente enturbiado por la manera en que la gente deseaba que fuese: más rico
y lleno de significado a medida que más se retrocedía en el pasado. En algunos
álbumes de recuerdos, esta época aparece como la mejor que jamás hubo en el
mundo; los viejos y alegres días, dulces y sencillos, como si el tiempo fuese joven e
impetuoso. Los hombres viejos, ya en el invierno de su vida, que no sabían adónde
les conduciría el nuevo siglo, miraban hacia el futuro con disgusto. Porque el mundo
experimentaba un cambio, y la dulzura había desaparecido, así como la virtud. El
dolor se había introducido en un mundo lleno de corrupción, y no existían ya los
buenos modales, el bienestar y la belleza. Las damas ya no eran damas, y la palabra
de un caballero no merecía ya confianza.
Era una época en que la gente se había encerrado en sí misma. Y la libertad del
hombre iba camino de desaparecer. E incluso la infancia ya no era buena, no como lo
era antes. Lo único que entonces interesaba era encontrar una buena piedra, no
redonda exactamente, sino achatada y con los cantos suavizados por el roce del agua,
para emplearla en una honda hecha con el cuero de un zapato viejo. ¿Dónde habían
ido a parar todas las buenas piedras, lo mismo que la sencillez?
La mente solía divagar un poco, porque ¿cómo es posible recordar los
sentimientos de placer, de dolor o de sofocante emoción? Sólo se puede recordar que
se han tenido. Un anciano puede evocar, con lágrimas en los ojos, la suave piel de
una jovencita, pero ese mismo hombre tratará de olvidar el ácido desasosiego de una
melancolía tan corrosiva que obliga a un muchacho a enterrar su rostro entre la verde
avena, golpear el suelo con sus puños y sollozar: «¡Oh, Dios; oh, Dios!». Y ese
mismo hombre podría decir, y decía: «¿Por qué diablos estará echado en la hierba ese
muchacho? Seguro que pillará un resfriado».
¡Oh, las fresas no tienen el gusto de antaño y las piernas de las mujeres han
perdido firmeza!
Y muchos hombres se posaban, como gallinas incubando, en el nido de la muerte.
La historia se ocultaba bajo las glándulas de un millón de historiadores.
«Tenemos que salir de este siglo tumultuoso», decían algunos, «de este siglo
engañoso y criminal lleno de algaradas y de muertes secretas, de luchas por la
adquisición de tierras, que se consiguen sin reparar en los medios».
Pensad en el pasado y acordaos de nuestra pequeña nación asomada al borde de
los océanos, desgarrada por luchas, demasiado grandes para ella. Seguid recordando
hasta ver cómo los ingleses nos agarraban de nuevo. Los derrotamos, pero eso no nos

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sirvió de gran cosa. Todo lo que teníamos era una Casa Blanca incendiada, y diez mil
viudas cobrando una pensión.
Más tarde, nuestros soldados fueron a México, y aquello fue una especie de
dolorosa merienda campestre. Nadie sabe por qué se acude a una de esas meriendas a
pasarlo mal, cuando es tan fácil y agradable comer en casa. La Guerra Mexicana
tuvo, sin embargo, cosas buenas: conquistamos muchas tierras del oeste, que casi nos
hizo doblar de tamaño, y además constituyó un gran entretenimiento para los
generales; así, cuando el triste suicidio se asentó entre nosotros, los jefes ya conocían
las técnicas adecuadas para convertirlo en una cosa horrible.
Y luego, las discusiones:
¿Es lícito tener esclavos?
Bien, si se les compra de buena fe, ¿por qué no?
A ese paso pronto van a decir que no es lícito poseer un caballo. ¿Quién quiere
arrebatarme mi propiedad?
Y así seguíamos, como un hombre que se araña su propio rostro, y cuya sangre
gotea por su propia barba.
Bien, todo eso terminó; nos levantamos lentamente de la tierra ensangrentada, y
emprendimos el camino hacia el oeste.
Vinieron entonces el pleno auge, la euforia, la quiebra y la depresión.
Aparecieron los grandes ladrones públicos que limpiaron los bolsillos de todo
aquel que lo tenía.
¡Al diablo este podrido siglo!
¡Abandonémoslo pronto y cerremos la puerta tras él! ¡Cerrémoslo como si fuese
un libro, y sigamos leyendo!
Nuevo capítulo, vida nueva. Cuando hayamos enterrado este siglo hediondo
tendremos por fin las manos limpias. Frente a nosotros se abre un hermoso camino.
No hay podredumbre en estos nuevos y limpios cien años. No hay en ellos aquella
escoria hacinada, y cualquier hijo de puta que robe segundos de esta nueva baraja de
años será crucificado boca abajo sobre una letrina.
¡Oh, pero las fresas nunca tendrán el sabor de antes y las piernas de las mujeres
habrán perdido su firmeza!

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Capítulo 13

A veces una especie de gloria ilumina la mente del hombre; le ocurre a casi todo el
mundo. Se la puede sentir creciendo o preparándose, como una mecha que arde hacia
la dinamita. Es una sensación en el estómago, un deleite de los nervios, de los
antebrazos. La piel saborea el aire, y cada profunda aspiración tiene un dulce regusto.
Su comienzo produce el mismo placer que un gran bostezo; centellea en el cerebro y
todo el mundo brilla con luz propia. Se puede haber vivido durante toda la vida de
una manera gris, contemplando la tierra y los árboles oscuros y sombríos. Los
acontecimientos, incluso los más importantes, se han deslizado inexpresivos y
pálidos. Y de repente, surge la gloria; y entonces se encuentra dulce el canto de los
grillos, y el perfume de la tierra se alza como una canción hasta el olfato, y la luz que
forma motas bajo un árbol es una bendición para los ojos. Entonces, el hombre abre
su corazón, pero no por ello se siente inferior. Y me atrevería a afirmar que la
importancia de un hombre en el mundo puede medirse por la calidad y el número de
sus momentos de gloria. Es un hecho aislado, pero que nos une al mundo. Es la
fuente de toda creación, y lo que nos diferencia de los demás.
No sé lo que ocurrirá en los años venideros. En el mundo tienen lugar cambios
monstruosos, y aparecen unas fuerzas que moldean un futuro cuyo rostro no
conocemos. Algunas de estas fuerzas nos parecen malas, quizá no en sí mismas, sino
porque tienden a eliminar otras cosas que consideramos buenas. Es cierto que dos
hombres pueden levantar una piedra mayor que la que puede levantar un hombre
solo. Un equipo puede construir automóviles más deprisa y mejor que un hombre
solo, y el pan proveniente de una gran fábrica es más barato y más uniforme. Cuando
nuestra comida, ropa y vivienda sean producidas en serie, el método de la fabricación
en masa se aposentará en nuestros cerebros y eliminará cualquier otra forma de
pensar. En nuestra época, la producción en masa o colectiva se ha introducido en la
economía, en la política e incluso en la religión, hasta el punto de que algunas
naciones han sustituido la idea de Dios por la idea colectiva. Éste es el peligro de
nuestra época. Hay una gran tensión en el mundo, una tensión creciente al borde de la
ruptura, y los hombres se sienten desgraciados y confusos.
En una época como ésta, me parece bueno y natural hacerme las siguientes
preguntas: ¿En qué creo? ¿Por qué debo luchar, y contra qué debo luchar?
Nuestra especie es la única capaz de crear, y posee solamente un instrumento de
creación: la mente individual de cada hombre. Nunca dos hombres crearon algo. No
existen buenas colaboraciones cuando se trata de música, arte, poesía, matemáticas o
filosofía. Después que ha tenido lugar el milagro de la creación, el grupo puede

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adaptarlo y extenderlo, pero nunca inventarlo. Lo valioso siempre está oculto en la
mente solitaria de un hombre.
Y ahora, las fuerzas reunidas en torno al concepto de grupo han declarado una
guerra exterminadora a esa entidad tan rara y preciosa, es decir, a la inteligencia
humana. Por el menosprecio, por el hambre, por las represiones, por las imposiciones
forzosas y los aturdidos martillazos del acondicionamiento, el espíritu libre y
andariego se encuentra perseguido, aherrojado, embotado y emponzoñado. Es una
triste carrera hacia el suicidio la que parece haber emprendido nuestra especie.
Pero yo creo que la mente libre e investigadora del individuo es la cosa más
valiosa del mundo. Y por eso lucharé a favor de la libertad de pensamiento, para que
pueda seguir la dirección que desee, sin imposiciones ni ataduras. Y lucharé contra
cualquier idea, religión o gobierno que limite o destruya al individuo. Así soy y así
seré. Comprendo que un sistema construido sobre un molde determinado trate de
destruir el espíritu libre, porque éste representa una amenaza para su supervivencia.
Por supuesto que lo comprendo, pero lo detesto, y lucharé contra ello para preservar
lo único que nos diferencia de las bestias incapaces de crear. Si la gloria puede ser
aniquilada, estamos perdidos.

Adam Trask creció en un mundo gris; y las cortinas de su vida semejaban


polvorientas telarañas, y sus días no eran más que un lento desfile de tristezas y
amargas decepciones, hasta que al final, y gracias a Cathy, le llegó la gloria.
Pero no importa que Cathy fuese lo que yo he denominado un monstruo. Quizá
no podemos entender a Cathy, pero por otra parte, somos capaces de muchas cosas en
todos los sentidos, de grandes virtudes y de grandes pecados. ¿Y quién no ha
sondeado en su mente las aguas turbulentas?
Tal vez todos tenemos en el fondo de nuestro ser un estanque donde el mal y las
malas acciones germinan y crecen con fuerza. Sin embargo, ese pantano está cercado,
y la nidada chapotea intentando encaramarse, pero siempre vuelve a caer. ¿No podría
ocurrir que en las oscuras charcas del espíritu de algunos hombres lo malo se haga lo
suficientemente fuerte para serpentear por encima de la valla y deslizarse con toda
libertad? Y en ese caso, ¿no sería ese hombre nuestro monstruo, y no estaríamos
relacionados con él en nuestras aguas ocultas? Sería absurdo que no
comprendiésemos lo mismo a los ángeles que a los demonios, ya que fuimos nosotros
quienes los inventamos.
Hubiera sido Cathy lo que fuese, la verdad es que ella hizo surgir la gloria en
Adam. Su espíritu levantó el vuelo y lo liberó del temor, de la amargura y de los
recuerdos rancios. La gloria ilumina el mundo y lo cambia de la misma manera que

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una bengala modifica el aspecto de un campo de batalla. Quizás Adam era incapaz de
ver a Cathy, tan iluminada aparecía ésta ante sus ojos. En su mente resplandecía la
imagen de belleza y ternura, una joven dulce y virtuosa, más preciosa que todo lo
imaginable, discreta y encantadora; y Cathy era para su esposo la joven de esa
imagen, y nada de lo que la Cathy real dijese o hiciese podía empañar aquella Cathy
ideal.
Ella dijo que no quería ir a California, pero él no la escuchó, porque su Cathy lo
tomó del brazo y lo incitó a acompañarla. Tan resplandeciente era su gloria, que no
advirtió el sombrío dolor de su hermano, ni el brillo de sus ojos. Vendió su parte de la
granja a Charles por menos de lo que valía, y con eso y la mitad del dinero paterno se
sintió libre y rico.
Los dos hermanos se habían convertido en unos extraños. Se estrecharon las
manos en la estación, y luego Charles contempló la partida del tren mientras se
frotaba la cicatriz. Se dirigió a la taberna, bebió cuatro whiskys a toda prisa, y subió
luego al piso superior. Pagó a la muchacha, pero no pudo cumplir con ella. Lloró en
sus brazos hasta que ella lo echó. Regresó enfurecido a la granja, y se puso a trabajar
sin descanso hasta conseguir engrandecerla y extender sus límites. No se tomaba el
menor receso, ningún esparcimiento; se enriqueció sin placer y fue respetado sin
tener amigos.
Adam se detuvo en Nueva York el tiempo suficiente para comprar algunos
vestidos para él y para Cathy, antes de subir al tren que los llevó a través de todo el
continente. Es muy fácil comprender cómo fueron a parar al valle Salinas.
En aquellos días, los ferrocarriles, que crecían y luchaban entre ellos tratando de
expandirse y de obtener el control, usaban todos los medios a su alcance para
incrementar su tráfico. Las compañías no sólo publicaban anuncios en los periódicos,
sino que editaban folletos y guías, describiendo y ensalzando las bellezas y la riqueza
del oeste. Ningún reclamo era demasiado extravagante; la riqueza era ilimitada. La
Southern Pacific Railroad, bajo la dirección del enérgico y duro Leland Stanford,
había comenzado a dominar la costa del Pacífico, no sólo en lo relativo a los
transportes, sino también en el terreno político. Sus raíles se extendían por los valles.
Surgían nuevas ciudades, se inauguraban nuevos barrios, que pronto se poblaban,
porque la compañía tenía que crear usuarios para conseguir su clientela.
El largo valle Salinas formaba parte de la explotación. Adam había visto y
estudiado un bello folleto en colores, que presentaba el valle como una región a la
que el cielo trataba de imitar sin el menor éxito. Después de leer esa publicidad, todo
aquel que no deseara ir a establecerse en el valle Salinas estaba loco.
Adam no se apresuró en comprar tierras. Adquirió un traje nuevo y se paseó por
todas partes, visitando a los que habían llegado antes, y hablando con ellos del
terreno y del agua, del clima y de las cosechas, de los precios y de las oportunidades.
Adam no era un especulador. Había ido allí para establecerse, para fundar un hogar,
una familia, y quizás una dinastía.

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Paseaba lleno de gozo de granja en granja, hacía planes y soñaba. Solía gustar a
los lugareños y se alegraban de que hubiese ido a vivir allí, porque reconocían en él a
un hombre con fortuna.
Sólo tenía una preocupación: Cathy. No se sentía bien. Le acompañaba por toda la
comarca, pero siempre estaba indiferente. Una mañana, se quejó de que se hallaba
enferma, y se quedó en la habitación del hotel de King City, mientras Adam salía a
pasear por el campo. Él volvió alrededor de las cinco de la tarde y la encontró medio
muerta a causa de una hemorragia. Afortunadamente, Adam halló al doctor Tilson
cenando y lo arrancó de su bistec. El doctor, tras un rápido examen, le puso un paño
caliente y se volvió hacia Adam:
—¿Por qué no espera usted abajo? —le sugirió.
—¿Está bien?
—Sí. Lo llamaré enseguida.
Adam acarició el hombro de Cathy, y ésta le sonrió.
El doctor Tilson cerró la puerta tras de él y volvió junto al lecho, con el rostro
rojo de ira.
—¿Por qué ha hecho usted eso?
La boca de Cathy no era más que una línea dura.
—¿Sabía su esposo que estaba usted encinta?
Ella movió negativamente la cabeza.
—¿Con qué lo ha hecho usted?
Ella lo miró sin responder.
El médico paseó la mirada por la estancia. Se dirigió al tocador, y tomó una aguja
de hacer calceta. Volvió junto a ella y la agitó ante su rostro.
—¡Qué criminal! ¡Qué gran pecado! —le dijo—. Está usted loca. Por poco se
mata, y no ha conseguido por eso perder a su hijo. Supongo que habrá tomado algún
potingue, que habrá tratado de envenenarse ingiriendo alcanfor, petróleo o pimentón.
¡Por Dios! ¡Pero qué cosas se les llegan a ocurrir a las mujeres!
Los ojos de la joven eran tan fríos como el hielo.
El médico acercó una silla a la cabecera.
—¿Por qué no quiere tener un niño? —le preguntó con dulzura—. Tiene usted un
esposo excelente. ¿Es que no le quiere? ¿No quiere decírmelo? ¡Le exijo que me
hable! ¡No sea usted terca como una mula!
Pero ella no movió los labios ni pestañeó.
—Querida señora —prosiguió—. ¿Es que no comprende? No le está permitido
destruir la vida. Es lo único que me saca de quicio. Dios sabe que he perdido algún
paciente porque no me lo dijeron todo. Pero por lo menos, hago siempre todo cuanto
está en mi mano, siempre. Y ahora me encuentro con un asesinato.
El médico hablaba rápidamente. Temía el ominoso silencio que se formaba entre
frase y frase. Aquella mujer le desconcertaba. Tenía algo de inhumano.
—¿No conoce usted a la señora Laurel? Lo daría todo por tener una criatura; y en

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cambio usted trata de deshacerse de la suya con una aguja de hacer calceta. Muy bien
—gritó desesperado—. Ya veo que no quiere usted hablar, pero tampoco es necesario
que lo haga. Sin embargo, voy a decirle una cosa: el niño está a salvo y usted no se ha
salido con la suya. Y además, le aseguro que tendrá ese hijo. ¿Sabe usted cuáles son
las leyes de este estado contra el aborto? ¡No es necesario que me conteste! Limítese
a escucharme. Si esto vuelve a ocurrir, si usted pierde a su hijo y yo tengo la más
mínima sospecha de que ha sido intencionado, la denunciaré, testificaré contra usted
y conseguiré que la castiguen. Ahora espero que será lo suficientemente juiciosa para
hacerme caso, porque hablo muy en serio.
Cathy se humedeció los labios con la punta de la lengua. La fría expresión
desapareció de sus ojos, y la reemplazó por una mirada cargada de tristeza.
—Lo siento —dijo—. Lo lamento mucho. Pero usted no lo comprende.
—Entonces, ¿por qué no me lo cuenta? —la ira del médico desapareció como por
ensalmo—. Cuéntemelo, querida.
—Es difícil. Adam es tan bueno, tan sano. Verá usted, tengo epilepsia.
—¡Imposible, usted no puede tenerla!
—Yo no, pero sí la tuvieron mi abuelo, mi padre y mi hermano. Se cubrió los ojos
con las manos.
—No puedo hacerle esto a mi marido.
—¡Pobre niña! —dijo el médico—. ¡Pobrecilla! Pero usted no puede estar segura.
Es más que probable que su hijo sea sano y hermoso. ¿Me promete usted que no
intentará más trucos?
—Sí.
—Muy bien, pues. No le contaré nada a su marido. Ahora, descanse y déjeme ver
si la hemorragia ha cesado.
A los pocos minutos cerraba su maletín y metía la aguja de hacer calceta en su
bolsillo.
—Vendré a verla mañana por la mañana —dijo al despedirse.
Adam se precipitó a su encuentro cuando bajó por la estrecha escalera que
conducía al vestíbulo. El doctor Tilson tuvo que soportar un aluvión de preguntas
acerca del estado de Cathy, de la causa de la hemorragia y otras por el estilo.
—No se preocupe, no se preocupe —le atajó, y entonces empleó su treta, el chiste
que nunca fallaba—: Su esposa está enferma.
—Doctor…
—Tiene la única enfermedad buena que existe en este mundo.
—¿Qué?
—Está embarazada.
Dejó a Adam boquiabierto, y salió a toda prisa.
Tres hombres sentados al lado de la estufa le sonrieron. Uno de ellos, observó
secamente:
—Si yo estuviese en su lugar, invitaría a un par de amigos a tomar unas copas.

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Pero la insinuación cayó en saco roto. Adam subía ya los escalones de tres en tres.
La atención de Adam se vio atraída por el rancho Bordoni, situado a pocos
kilómetros al sur de King City, y casi a mitad de camino entre esta ciudad y San
Lucas.
Los Bordoni conservaban trescientas sesenta hectáreas de una antigua concesión
de diez mil que la Corona española había otorgado al bisabuelo de la señora Bordoni.
Los Bordoni eran suizos, pero la señora Bordoni era hija y heredera de una familia
española que se estableció en el valle Salinas en época muy temprana. Y como suele
ocurrir con la mayoría de las viejas familias, la tierra fue mermando poco a poco.
Parte de ella se perdió en el juego, otra, chupada por los impuestos, y lo demás,
troceada como una tarta para poder comprar algunos lujos; un caballo, un diamante o
una mujer bonita. Las trescientas sesenta hectáreas restantes formaban el núcleo de la
concesión originaria de Sánchez, y eran también las mejores. Se extendían a ambas
orillas del río y ascendían por las laderas del monte en ambas vertientes, porque en
este punto el valle se estrecha para después abrirse más adelante. La primitiva casa de
Sánchez todavía era habitable. Construida de adobe, se alzaba en un pequeño rellano
en la ladera, formando un valle en miniatura, regado por un precioso y constante
manantial de agua dulce; por eso Sánchez escogió este lugar para establecerse.
Corpulentos robles daban sombra al valle, y la tierra poseía una riqueza y un verdor
excepcionales en esta parte de la comarca. Los muros de la achaparrada mansión
tenían más de un metro de espesor, y las vigas redondas habían sido sujetadas con
tiras de cuero mojadas, que al secarse se contrajeron y unieron fuertemente las vigas
sobre sus soportes. Las tiras de cuero se volvieron tan duras como el hierro y casi tan
duraderas. El único inconveniente de este sistema es que las ratas roerán las tiras si se
les permite hacerlo.
La vieja casa parecía haber brotado de la tierra y era realmente encantadora.
Bordoni la empleaba como establo para las vacas. Era un suizo, un inmigrante,
dominado por la pasión nacional de la limpieza. No le gustaban las gruesas paredes
de barro y se construyó una casa de madera a cierta distancia, mientras sus vacas
asomaban la cabeza por las profundas ventanas de la vieja casa de Sánchez.
Los Bordoni no tenían hijos, y cuando la esposa murió ya en la madurez, se
apoderó del viudo una profunda nostalgia por sus pastos alpinos. Sintió deseos de
vender el rancho y de volver a su país. Adam Trask no quiso comprarlo con prisas, y
Bordoni por su parte le pedía un precio muy elevado, utilizando el viejo sistema de
aparentar que lo mismo le daba vender como que no. Pero Bordoni sabía que Adam
acabaría comprándose las tierras mucho antes de que éste se decidiese a hacerlo.
Adam quería escoger un lugar del que ni él ni su futuro hijo tuviesen que moverse
jamás. Temía comprar unas tierras y luego ver otras que le gustasen más, pero la
posesión de Sánchez lo atraía cada vez con mayor fuerza. Después de su unión con
Cathy, la vida se extendía larga y placentera ante él. Pero no dejaba de tomar todas las
precauciones posibles. Recorrió todos los rincones de la comarca en coche, a caballo

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y a pie. Hizo calas en el terreno para comprobar, palpar y oler la tierra del subsuelo.
Hizo preguntas acerca de las pequeñas plantas silvestres de los campos, de la orilla
del río y de los montes. En lugares húmedos, se arrodilló para examinar los rastros de
la caza sobre el fango, ya fuesen jaguares o ciervos, coyotes o gatos monteses,
mofetas o mapaches, comadrejas o conejos, entremezclados con las huellas de
codornices. Se deslizó entre los sauces, los sicómoros y los zarzales repletos de moras
negras en el lecho del río, golpeó los troncos de los robles corpulentos y enanos, los
laureles y los madroños.
Bordoni lo observaba de reojo, y le servía vasos de vino tinto procedente de su
pequeña viña de la ladera del monte. A Bordoni le gustaba emborracharse un poco
todas las tardes. Y a Adam, que nunca había probado el vino, comenzó a gustarle.
Una y otra vez preguntaba a Cathy qué opinión le merecía aquel lugar. ¿Le
gustaba? ¿Se sentiría feliz allí? Pero ni siquiera escuchaba sus respuestas evasivas;
estaba convencido de que ella compartía su entusiasmo. En el vestíbulo del hotel de
King City, Adam hablaba con los hombres reunidos en torno a la estufa y leía los
periódicos que le enviaban de San Francisco.
—Es el agua lo que me preocupa —dijo una noche—. Me pregunto a qué
profundidad hay que llegar para abrir un pozo.
Un ranchero cruzó sus huesudas piernas.
—Tendría usted que ir a ver a Sam Hamilton —le contestó—. Sabe más acerca
del agua que todos los demás juntos. Es zahorí y además abre pozos. Él se lo dirá. Ha
abierto casi la mitad de los pozos de esta parte del valle.
Su compañero sonrió y dijo:
—Sam tiene una razón muy comprensible para sentir tanto interés por el agua. En
sus tierras no hay ni una maldita gota.
—¿Dónde podré encontrarlo? —preguntó Adam.
—Tengo que ir a verle para que me haga algunos ángulos. Acompáñeme, si
quiere. Le gustará el señor Hamilton. Es un hombre magnífico.
—Es una especie de genio cómico —dijo su compañero.

Adam se montó en el carro de Louis Lippo y ambos se dirigieron al rancho de


Hamilton. Los flejes de hierro repiqueteaban en el pescante y una pata de venado,
envuelta en arpillera húmeda para mantenerla fresca, saltaba y brincaba colgada de un
gancho. Era costumbre en aquella época llevar algún regalo sustancial de alimento
cuando se visitaba a alguien, porque había que quedarse a comer, a menos que se
quisiera hacer una afrenta a la casa. Pero unos cuantos invitados podían desbaratar el
presupuesto de una semana, si no se preocupaban de reponer lo que consumían. Un

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pernil o un solomillo constituían una aportación suficiente. Louis llevaba el venado, y
Adam contribuía con una botella de whisky.
—Permítame darle un consejo —dijo Louis—. Al señor Hamilton le gustará el
whisky, pero en lo que se refiere a la señora, no le hará la menor gracia. Si yo fuese
usted, lo dejaría debajo del asiento, y cuando vayamos a la herrería, entonces lo saca.
Eso es lo que hacemos siempre.
—¿No permite a su marido tomar un trago?
—Un sorbo de pajarillo de vez en cuando —fue la respuesta—. Pero sus
opiniones son inalterables. Es mejor que esconda la botella debajo del asiento.
Dejaron la carretera del valle y penetraron en un camino que pasaba por entre las
colinas gastadas y llenas de surcos, metiéndose por una intrincada red de roderas
ahondadas por las lluvias invernales. Los caballos tiraban con esfuerzo y el coche se
bamboleaba y traqueteaba. Aquel año no había sido muy bueno en las colinas, y
habiendo llegado ya junio, la tierra estaba seca y asomaban las piedras entre los
pastos esmirriados y requemados. La avena silvestre apenas se dejaba ver por encima
del suelo, como si supiese que, si no sembraban enseguida, ya no podrían hacerlo.
—No es una zona muy agradable —comentó Adam.
—¿Agradable? Mire usted, señor Trask, es una tierra capaz de acabar con las
fuerzas de un hombre y de aniquilarlo por completo. ¡Agradable! El señor Hamilton
tiene una propiedad bastante considerable y podría haberse muerto de hambre en ella
con todos sus hijos. El rancho no da lo suficiente para alimentarlos a todos, y él se ve
obligado a hacer toda clase de trabajos; por suerte para él, sus hijos ya empiezan a
ganarse el pan por sí mismos. Es una familia magnífica.
Adam observó una línea oscura de mezquites que asomaban por un barranco.
—¿Qué le impulsó a establecerse en un lugar como éste?
A Louis Lippo, como a la mayoría de la gente, le encantaba dar su propia versión
de los hechos, especialmente si se trataba de un forastero y no había ningún lugareño
presente para llevarle la contraria.
—Yo se lo diré —dijo—. Míreme a mí, por ejemplo. Mi padre era italiano. Vino
aquí después de la guerra, pero trajo algo de dinero. El lugar donde yo vivo no es
muy grande, pero es hermoso; fue mi padre quien lo compró, escogiéndolo
cuidadosamente. Y ahora, mírese usted. Ignoro cuál es su situación económica, y no
me importa saberlo, pero dicen que trata de comprar la vieja propiedad de Sánchez,
aunque Bordoni no ha dejado traslucir nada. Usted debe de estar en una posición muy
desahogada, o de lo contrario jamás me hubiera hecho esa pregunta.
—Sí, no estoy del todo mal —dijo Adam modestamente.
—Se lo voy a explicar todo desde el principio —dijo Louis—. Cuando los
Hamilton llegaron al valle, no tenían donde caerse muertos. Tuvieron que
conformarse con lo único que quedaba: tierras del gobierno que nadie quería. Diez
hectáreas de este terreno no pueden mantener a una vaca, ni aun en los buenos años, y
dicen que en los años malos lo abandonan incluso los coyotes. Hay gente que dice

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que no puede comprender cómo se las apañaban los Hamilton para subsistir. Pero la
verdad es que el señor Hamilton se puso a trabajar enseguida, y gracias a eso
sobrevivieron. Trabajó como jornalero hasta que tuvo terminada su máquina
trilladora.
—Pues ha debido de tener mucho éxito. He oído hablar de él por todas partes.
—Ya lo creo. Ha criado nueve hijos. Apostaría que no ha ahorrado ni cinco
centavos. ¿Cómo hubiera podido?
Un lado del carricoche se elevó, pasó por encima de una gran piedra redonda, y
volvió a caer. Los caballos estaban sudorosos y cansados.
—Me gustará hablar con él —afirmó Adam.
—Tiene usted que saber, señor, que ha criado una familia muy buena; sus hijos
son todos excelentes muchachos, y los ha educado muy bien. Trabajan mucho, si
exceptuamos, quizás, a Joe. Es el menor, y hablan de enviarlo al colegio. Pero los
demás son muy laboriosos. El señor Hamilton puede sentirse orgulloso de ellos. La
casa está al otro lado de esta escarpadura. No olvide lo que le he dicho, y no saque
ese whisky, o de lo contrario ella le haría una acogida glacial.
La tierra reseca latía bajo el sol, y las cigarras emitían su monótono canto.
—Es una tierra realmente abandonada de la mano de Dios —observó Louis.
—Hace que me sienta avergonzado —dijo Adam.
—¿Y eso?
—Verá usted, pues porque como me encuentro en una posición bastante
desahogada, no me veo obligado a vivir en un lugar como éste.
—Yo tampoco, pero no por eso me siento avergonzado, al contrario, estoy muy
contento.
Cuando el carricoche remontó la cuesta, Adam descubrió el pequeño grupo de
edificios que formaban la residencia de los Hamilton: una casa con muchos
colgadizos, un establo para las vacas, un taller y un cobertizo para los carruajes. Era
un panorama reseco y abrasado, sin ningún árbol corpulento, y sólo un jardincillo que
se regaba a mano.
Louis se volvió hacia Adam y en sus palabras había una sombra de hostilidad.
—Quiero informarle de una o dos cosas, señor Trask. Hay personas que cuando
ven a Samuel Hamilton por primera vez se forman la idea de que está algo chiflado.
No habla como las demás personas, pero hay que tener en cuenta que es irlandés.
Tiene muchos planes, más de cien al día. Y también mucha esperanza. ¡Por Dios, es
necesario que haya tenido mucha para resignarse a vivir en esta tierra! Pero, recuerde
usted: es un excelente trabajador, un buen herrero, y alguno de sus planes ha dado
resultado. Además, le he oído hablar de cosas que iban a suceder y que han sucedido
como él decía.
Adam se sintió alarmado ante aquella amenaza velada.
—No soy la clase de hombre capaz de hundir a otro —dijo—, y comprendió que
súbitamente Louis lo trataba como a un forastero y a un enemigo.

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—Yo sólo he querido advertirle. Muchos de los que vienen del este creen que, si
un hombre no tiene mucho dinero, no vale nada en absoluto.
—Yo jamás creería que…
—Es posible que el señor Hamilton no haya podido ahorrar ni cuatro centavos,
pero es de los nuestros, y es tan bueno como el mejor de nosotros. Y además, ha
sacado adelante la familia más maravillosa que jamás haya conocido. Quiero
únicamente que se acuerde de esto.
Adam estaba a punto de defenderse, pero se limitó a decir:
—Lo recordaré. Gracias por habérmelo advertido.
Louis volvió a mirar al frente.
—Allí está, mírelo, frente al taller. Nos habrá oído.
—¿Lleva barba? —preguntó Adam, forzando la mirada.
—Sí, se ha dejado una hermosa barba. Pronto se le habrá vuelto blanca; le
asoman ya muchas canas.
Pasaron frente a la casa y vieron a la señora Hamilton asomada a la ventana, y
siguiéndolos con la vista; se detuvieron por último frente al taller, donde los esperaba
Samuel.
Adam vio a un hombre corpulento, con una barba de patriarca, cuya cabellera gris
se agitaba en el aire como el vilano de un cardo. Sus mejillas, por encima de la barba,
estaban rosadas por los efectos del sol sobre su piel de irlandés. Llevaba una camisa
azul muy limpia, unos zahones y un delantal de cuero. Estaba remangado, y sus
brazos musculosos aparecían también muy limpios. Solamente sus manos estaban
ennegrecidas por el trabajo en la forja. Después de echarle un vistazo, Adam se fijó
en sus ojos, de un azul pálido y repletos de una juvenil alegría, y con las típicas
arrugas a su alrededor producidas por la risa.
—Louis —dijo—. Me alegro de verle. Incluso en este paraíso que nos rodea, es
agradable ver a los amigos —añadió con sarcasmo, y sonrió a Adam.
—He traído al señor Adam Trask para que le conociera. Es un forastero que viene
del este, pero tiene intención de establecerse entre nosotros —le explicó Louis.
—Encantado de conocerle —dijo Samuel—. Siento no poder darle la mano. No
quiero ensuciarle la suya con estas tenazas de herrero.
—He traído algunos flejes, señor Hamilton. ¿Podría usted hacerme algunos
ángulos? Todo el armazón de mi colector se ha ido al garete.
—Claro que sí, Louis. Pero apéense. Pondremos los caballos a la sombra.
—Ahí detrás tengo una pierna de venado, y el señor Trask ha traído un poco de
«eso».
Samuel miró hacia la casa.
—Quizá sería mejor que sacásemos «eso» cuando hayamos situado el coche
detrás del establo.
Adam advirtió el sonsonete de su voz, pero no así el acento extranjero con la
excepción tal vez de las tes y las eles, más agudas y pronunciadas con la lengua

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apoyada en un punto más alto del paladar.
—Louis, ¿quiere desenganchar el tiro? Voy a llevar adentro el pernil. Liza se
alegrará. Le gusta mucho el guisado de venado.
—¿Está en casa alguno de los chicos?
—Pues no. George y Will vinieron a pasar el fin de semana a casa, y se fueron
anoche a un baile, al Wild Horse Canyon, en la escuela de Peach Tree. Vendrán con
todo el grupo al atardecer. Por eso hemos echado de menos un sofá. Ya se lo contaré
más tarde. Liza querrá vengarse, no hay duda; fue Tom quien lo hizo. Pero ya se lo
contaré.
Rió y se dirigió hacia la casa, con el pernil de ciervo envuelto.
—Si lo desean, pueden llevar el «eso» al taller para que el sol no lo caliente.
Lo oyeron llamar a su esposa al aproximarse a la casa:
—Liza, ¿a que no lo adivinas? Louis Lippo ha traído un cuarto de venado más
grande que tú.
Louis llevó el coche a la parte trasera del establo, y Adam lo ayudó a
desenganchar los caballos, a trabarlos y dejarlos a la sombra.
—Se refería a que el sol podía calentar la botella —dijo Louis.
—Debe de ser una mujer terrible.
—No es mayor que un pájaro, pero de acero.
Samuel se reunió con ellos en el taller.
—A Liza le encantaría que se quedaran a comer —anunció.
—Pero ustedes no nos esperaban —protestó Adam.
—Calle, hombre. Ella hará algunos pastelitos de carne. Es un placer tenerlos aquí.
Deme esos flejes, Louis, y dígame cómo los quiere.
Samuel encendió fuego con astillas en el negro hogar de la forja, e hizo soplar el
fuelle sobre él, echando luego coque húmedo con los dedos hasta que lo tuvo bien
fuerte.
—Venga acá, Louis —dijo—, y écheme una mano con el fuego. Tiene que
atizarlo despacio y sin parar. —Depositó los flejes de hierro sobre el lecho de ascuas
—. No, señor Trask, Liza está acostumbrada a cocinar para nueve chicos medio
muertos de hambre. No hay nada que pueda espantarla. —Colocó el hierro, con
ayuda de las tenazas, en una posición más conveniente y lanzó una carcajada—.
Consideremos mi último comentario como una mentira piadosa —dijo—. Mi mujer
está rugiendo como los guijarros removidos por la rompiente. Y les advierto a ustedes
que es mejor que no mencionen la palabra «sofá». Eso la pondría muy furiosa.
—Algo ha comentado antes al respecto —recordó Adam.
—Si conociese a mi hijo Tom, lo comprendería enseguida, señor Trask. Louis ya
lo conoce.
—Naturalmente que lo conozco —corroboró Louis.
—Mi Tom es un diablillo —prosiguió Samuel—. Siempre se sirve más de lo que
puede comer. Siempre planta más de lo que puede cosechar. Es excesivo en los

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placeres y en las penas. Hay muchas personas como él. Liza cree que yo también soy
así. Ignoro lo que la vida le deparará. Acaso grandes cosas, acaso derrotas. Bien, ya
ha habido algún que otro Hamilton que ha terminado colgado. Pero eso ya se lo
contaré otro día.
—El sofá —sugirió Adam cortésmente.
—Ah, sí, el sofá. Tengo la costumbre, y Liza lo repite hasta la saciedad, de
pastorear mis palabras como si fuesen ovejas descarriadas. Bueno, el caso es que se
organizó ese baile en la escuela de Peach Tree, y todos los muchachos, es decir,
George, Tom, Will y Joe, decidieron ir. Y desde luego preguntaron a las chicas si les
apetecía. George, Will y Joe, pobres muchachos, invitaron cada uno a una amiga,
pero Tom, como siempre, se excedió en su porción: invitó a las dos hermanas
William, Jennie y Belle. ¿Cuántos agujeros para los tornillos quiere usted, Louis?
—Cinco —contestó Louis.
—Perfecto. Ahora tengo que decirle, señor Trask, que mi Tom posee todo el
egoísmo y el amor propio de un muchacho que se cree feo. Lo normal es que vaya
siempre hecho un zarrapastroso, pero cuando llega una fiesta, se engalana como un
árbol de mayo y se ufana como las flores primaverales. Eso le ocupa mucho tiempo.
¿Observa usted que el cobertizo de los carruajes está vacío? George, Will y Joe
salieron primero, y no tan guapos como Tom. George tomó el coche, Will se llevó la
calesa y Joe el cochecillo de dos ruedas. —Los ojos azules de Samuel brillaban de
contento—. Bien, pues luego salió Tom, tan tímido y resplandeciente como un
emperador romano, y lo único que quedaba con ruedas era un rastrillo para el heno;
pero como puede suponer, en él no cabría ni una sola de las hermanas William. Vaya
usted a saber si por buena o mala suerte, Liza estaba echando la siesta. Tom se sentó
en la escalera y se puso a pensar. Luego le vi dirigirse al establo: enganchó dos
caballos, y sacó el mango del rastrillo. Arrastró con dificultad el sofá fuera de la casa
y ató las patas con una cadena. ¡El maravilloso sofá de crin y alto respaldo que Liza
quiere más que nada en el mundo! Yo se lo había regalado para que descansase en él
antes de que naciese George. Lo último que pude ver fue a Tom arrastrándose por la
ladera del monte, repantigado a sus anchas en el sofá, camino de la casa de las
William. ¡Oh, Señor!, cuando regrese lo traerá tan pelado por el roce como una oblea.
—Samuel dejó sus tenazas y puso los brazos en jarras para reír más a gusto—. Y Liza
está que echa chispas. ¡Pobre Tom!
—¿Querría usted tomar un poco de «eso»? —preguntó Adam, sonriendo.
—Con mucho gusto —respondió Samuel.
Aceptó la botella, echó un traguito, y se la devolvió.
—Uisquebaugh. Es una palabra irlandesa, significa whisky, agua de vida. Y así
es.
Puso los flejes al rojo sobre el yunque, y les hizo varios agujeros; después dobló
el metal hasta formar ángulos con ayuda de su martillo, haciendo saltar las chispas.
Luego introdujo el hierro en medio barril de agua negra, lo que produjo un silbido.

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—Aquí están —dijo, arrojándolos al suelo.
—Muchas gracias —respondió Louis—. ¿Cuánto es?
—El placer de su compañía.
—Siempre es así —se lamentó Louis desolado.
—No; cuando le abrí su nuevo pozo, usted me pagó lo que le pedí.
—Ahora que me acuerdo, el señor Trask piensa comprar la residencia de Bordoni,
la antigua concesión de Sánchez. ¿La conoce usted?
—Y muy bien —contestó Samuel—. Es una propiedad muy buena.
—El señor Trask quiere saber si hay agua en ella, y yo le dije que usted sabe más
acerca de eso que todos los de la comarca.
Adam le alargó la botella, Samuel bebió un sorbito con toda delicadeza y se secó
los labios con el antebrazo, procurando no mancharse de hollín.
—Todavía no me he decidido —dijo Adam—. Sólo estoy averiguando.
—¡Oh, Señor, ha puesto usted el dedo en la llaga! Dicen que es muy peligroso
hacer preguntas a un irlandés, porque las responderá. Supongo que usted sabrá lo que
hace cuando me da licencia para hablar. He oído decir que hay dos maneras de
considerarlo. Según unos, el hombre silencioso es un sabio, y según otros, un hombre
que no habla es un sujeto desprovisto de ideas. Naturalmente, me inclino a favor de la
segunda teoría. Liza dice que con exceso. ¿Qué desea usted saber?
—Bien, pues volvamos a la propiedad de Bordoni. ¿A qué profundidad habría que
excavar para encontrar agua?
—Tendría que ver el lugar, en algunos sitios a unos diez metros, en otros a
sesenta, y en ciertos puntos hasta el mismísimo centro de la Tierra.
—Pero dicen que usted hace aparecer el agua.
—Casi en todos los sitios, menos en mis propias tierras.
—He oído que a usted le falta agua aquí.
—¿Que lo ha oído? ¡Hasta el propio Dios debe de haberlo oído! Lo he dicho a
voz en grito.
—Se trata de una propiedad de ciento sesenta y una hectáreas a ambas orillas del
río. ¿Se encontrará agua en el subsuelo?
—Tendría que ir allá a echar un vistazo. Me parece que es un valle poco corriente.
Si usted tiene paciencia, acaso le cuente algo acerca de él, porque lo he visto y he
metido mi sonda hasta bastante profundidad. Un hombre hambriento se atraganta de
comida mentalmente, no le queda otro remedio.
—El señor Trask es de Nueva Inglaterra —le explicó Louis Lippo—. Su proyecto
es establecerse aquí. Ya había estado antes en el oeste, pero en el ejército, luchando
contra los indios.
—¿Estuvo usted recientemente? Tendría que hablarme de ello. Me gusta
aprender.
—No me agrada recordarlo.
—¿Por qué no? ¡Buena les esperaba a mi familia y a mis vecinos si yo hubiese

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luchado contra los indios!
—Yo no quería luchar contra ellos, señor.
El «señor» se le escapó sin darse cuenta.
—Sí, ya lo comprendo. Debe de ser una cosa muy dura tener que matar a un
hombre desconocido y contra el que no se siente ninguna clase de odio.
—Puede que lo haga más fácil —observó Louis.
—Sí, eso es verdad, Louis. Pero también hay hombres que se sienten en su
corazón amigos de todo el mundo, y hay otros que se odian a sí mismos, y que
esparcen su odio en torno a ellos como la mantequilla sobre una rebanada caliente.
—Preferiría que hablásemos de las tierras —dijo Adam con algo de desasosiego,
porque se le representó en la memoria una lúgubre imagen de cadáveres
amontonados.
—¿Qué hora es?
Louis salió afuera y miró al sol.
—No más de las diez.
—Si empiezo a hablar, no conseguiré detenerme. Mi hijo Will dice que hablo con
los árboles cuando no puedo encontrar un vegetal humano. —Suspiró y se sentó
sobre un barrilito de clavos—. Decía que era un valle extraño, pero acaso se deba a
que he nacido en un país muy verde. ¿Lo encuentra usted extraño, Louis?
—No, yo nunca he salido de O.
—Lo he excavado mucho —dijo Samuel—. Algo sucedió bajo su superficie,
acaso todavía continúa sucediendo. Debajo del valle se halla el lecho de un océano, y
bajo éste otro mundo. Pero ello no tiene por qué preocupar a un granjero. En la
superficie es una tierra bastante buena, particularmente en los llanos. La capa
superior del valle es ligera y arenosa, pero mezclada con ella están las tierras de las
colinas, acarreadas por las lluvias invernales. A medida que se asciende hacia el
norte, el valle se ensancha, y el suelo se vuelve más negro, más espeso y quizá más
rico. En mi opinión, en esa región hubo antaño pantanos, y las raíces centenarias se
pudrieron debajo del suelo, fertilizándolo y ennegreciéndolo. Y cuando se excava un
poco, aparece algo de arcilla grasienta formando una argamasa con él. Me refiero a
González, al norte, en la boca del río. A ambos lados, en torno a Salinas, Blanco,
Castroville y Moss Landing, aún subsisten los pantanos. Y cuando algún día los
desequen, esa tierra será una de las más ricas de este mundo rojo.
—Siempre dice usted cómo serán las cosas algún día —atajó Louis.
—Bueno, es que la mente de un hombre no siempre está acorde con su cuerpo.
—Si acabo quedándome aquí necesito saber cómo y dónde —dijo Adam—. Mis
hijos, cuando los tenga, tendrán que vivir en este lugar.
La mirada de Samuel vagó sobre las cabezas de sus amigos, hacia la dorada luz
del sol que reinaba fuera de la oscura forja.
—Tiene usted que saber que bajo una buena parte del suelo del valle, en algunos
lugares a mucha profundidad, y en otros casi debajo de la superficie, hay una capa

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llamada masa dura, que está formada por una arcilla muy homogénea, grasienta al
tacto. En algunos lugares tan sólo tiene treinta centímetros de espesor, y en otros más.
Y esta masa dura es impermeable al agua. Si no fuese por ella, las lluvias invernales
empaparían la tierra y la humedecerían, y en verano se levantarían hasta las raíces.
Pero cuando la tierra de encima de la capa de arcilla está empapada, el resto produce
una inundación, o se pudre encharcada. Es una de las mayores maldiciones que pesan
sobre nuestro valle.
—Pero a pesar de todo, tengo entendido que es un lugar muy bueno para vivir,
¿no es eso?
—Sí, así es. Sin embargo, es imposible descansar por completo cuando se sabe
que se podría ser rico. Se me ocurrió que, si se pudiesen abrir miles de agujeros a
través de esa capa para permitir que el agua penetrase, se solucionaría el problema.
Incluso hice algunas pruebas con unos cartuchos de dinamita. Perforé un agujero en
la capa de arcilla y explosioné la dinamita, lo que provocó que la costra se rompiera y
el agua penetrara. Pero ¡Dios del cielo!, piense usted la cantidad de dinamita que se
necesitaría. He leído que un sueco (el mismo que inventó la dinamita) ha descubierto
un nuevo explosivo, más fuerte y más seguro. Quizás ésa sea la solución.
Louis dijo entre burlón y admirativo:
—Siempre está pensando en la forma de cambiar las cosas. Nunca está satisfecho
de cómo son.
Samuel le sonrió.
—Dicen que antaño el hombre vivía en los árboles. Alguien tenía que sentirse
insatisfecho de andar por las ramas, o de lo contrario ahora no tendríamos los pies en
el suelo —apuntó, y soltó una nueva carcajada—. Me veo a mí mismo sentado en mi
rincón, creando un mundo en mi mente, del mismo modo que Dios creó el suyo. Pero
Dios pudo ver su mundo. Yo nunca veré el mío, a no ser que lo haga con los ojos de
la imaginación. Este valle será muy rico algún día. Podría alimentar al mundo, y tal
vez lo haga. Y en él vivirán miles y miles de personas felices.
Una nube pareció pasar sobre sus ojos, su rostro adquirió una expresión triste, y
permaneció silencioso.
—Lo pinta como un buen lugar para establecerse —afirmó Adam—. ¿En qué otra
parte con semejante futuro podría criar a mis hijos?
—Hay algo que no comprendo —prosiguió Samuel—. Hay algo oscuro en este
valle. Ignoro qué es, pero lo noto. A veces, en un día luminoso y resplandeciente, lo
siento como si se interpusiese ante el sol y absorbiese la luz como una esponja. —
Elevó el tono de su voz—. Existe una mano negra en este valle. No sé, es como si
algún viejo fantasma surgiese del océano muerto que hay bajo su superficie y llenase
el aire de pesadumbre. Es algo tan secreto como una pena oculta. No puedo
determinar qué es, pero lo veo y lo siento en la gente del valle.
Adam se estremeció.
—Ahora recuerdo que prometí volver pronto. Cathy, mi esposa, va a tener un

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niño.
—Pero Liza casi lo tiene todo a punto.
—Seguro que me disculpará cuando sepa lo del niño. Mi esposa no se siente muy
bien. Y muchas gracias por la información sobre el agua.
—¿Le he decepcionado con mis explicaciones?
—No, en absoluto. Es que se trata del primer hijo de Cathy, y la pobrecilla no se
siente muy bien.
Adam pasó toda la noche dando vueltas a la cabeza, y al día siguiente se dirigió a
casa de Bordoni, le estrechó la mano y las tierras de Sánchez pasaron a ser de su
propiedad.

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Capítulo 14

Hay tanto que decir sobre los territorios del oeste en aquellos días, que es difícil saber
por dónde empezar. Una cosa sugiere inmediatamente cientos de otras. El problema
consiste en decidir cuál viene primero.
El lector recordará que Samuel Hamilton había dicho que sus hijos fueron a un
baile en la escuela de Peach Tree. En aquella época, las escuelas rurales eran los
únicos centros de cultura. La Iglesia protestante luchaba por subsistir en un país en el
que acababa de instaurarse. La Iglesia católica, que había llegado primero y echado
raíces, estaba cómodamente instalada en su tradición mientras las misiones decaían
de forma gradual: los techos se hundían y las palomas anidaban en los altares. La
Biblioteca (en latín y en español) de la Misión de San Antonio fue convertida en
granero, y las ratas se dedicaron a roer las encuadernaciones de piel de oveja. En
aquellas tierras, el único baluarte del saber y de las ciencias eran las escuelas, y el
maestro defendía y llevaba la antorcha de la enseñanza y de la belleza. La escuela era
el lugar donde se celebraban los conciertos y los debates. Cuando se realizaban
elecciones, las listas electorales se colocaban en la escuela. Todos los eventos
sociales, tanto si se trataba de la coronación de una reina de mayo, del discurso
necrológico sobre un presidente fallecido, o de un sarao, tenían lugar en la escuela. Y
el maestro no era sólo un modelo intelectual y un jefe social, sino también el mejor
partido de la comarca. Una familia se podía sentir orgullosa si una de sus hijas se
casaba con el maestro. Se presumía que los hijos que nacieran de esa unión poseerían
ventajas intelectuales, tanto heredadas como adquiridas.
Las hijas de Samuel Hamilton no estaban destinadas a convertirse en esposas de
granjeros, y a estropearse con el trabajo. Eran muchachas muy guapas que gozaban
del prestigio de ser descendientes de los reyes de Irlanda. Poseían un orgullo que iba
más allá de su pobreza. Nadie se compadeció jamás de ellas. La prole de Samuel era
indiscutiblemente superior. Tenían mayor instrucción y educación que la mayoría de
sus contemporáneos. Samuel consiguió inculcar a todos sus hijos su amor por el
saber, y les salvó de la orgullosa ignorancia que reinaba en aquella época. Olive
Hamilton llegó a ser maestra, lo cual quería decir que abandonó su hogar a los quince
años y que fue a vivir a Salinas, para poder asistir a la escuela secundaria. A los
diecisiete años aprobó los exámenes del condado, que comprendían todas las artes y
ciencias, y a los dieciocho era maestra de escuela en Peach Tree.
En su escuela había alumnos de más edad y más corpulentos que ella. Requería
un gran tacto ser maestra de escuela. Mantener el orden entre los muchachos
turbulentos, sin tener que recurrir a la pistola y al látigo, era algo muy difícil y

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peligroso. En una escuela de las montañas, una maestra fue raptada y violada por sus
alumnos.
Olive Hamilton no sólo tenía que enseñar todas las materias, sino que además
tenía que enseñárselas a todos sus alumnos, fuesen de la edad que fuesen. En aquellos
dos años, muy pocos jóvenes pasaban del octavo curso, y, ocupados por las labores
agrícolas, algunos de ellos tardaban catorce años en hacerlo. Olive tuvo también que
adquirir algunos conocimientos rudimentarios de medicina, porque constantemente se
producían accidentes. Aprendió a dar puntos de sutura en las cuchilladas que se
asestaban los chicos en las peleas que tenían lugar en el patio de la escuela, y cuando
a un muchachito descalzo le picó una serpiente de cascabel, tuvo que succionarle la
herida del dedo del pie para sacarle el veneno.
Enseñaba lectura en primero y álgebra en octavo. Dirigía el coro, ejercía de
crítico literario y escribía las notas de sociedad que se publicaban semanalmente en el
Salinas Journal. Por si fuera poco, se ocupaba de la dirección y organización de toda
la vida social de la comarca, no sólo de las fiestas de fin de curso, sino también de los
bailes, reuniones, debates, coros, fiestas de Navidad y de mayo, manifestaciones y
certámenes patrióticos del 30 de Mayo y del 4 de Julio. Tenía su puesto en la mesa
electoral y organizaba y dirigía todos los actos caritativos. Todo ello estaba muy lejos
de ser fácil y agradable, y comportaba deberes y obligaciones abrumadores. El
maestro no tenía vida privada. No podía alojarse en casa de una familia por más de un
curso; de lo contrario, hubiera suscitado celos, ya que una familia adquiría
ascendencia social si hospedaba al maestro. Si en la familia donde se hospedaba
había un hijo en edad de contraer matrimonio, la declaración amorosa era inevitable;
si había más de un pretendiente, tenían lugar enojosas luchas para obtener su mano.
Los tres jóvenes Aguita casi se mataron entre ellos a causa de Olive Hamilton. Las
maestras raramente permanecían mucho tiempo en las escuelas rurales. El trabajo era
demasiado duro, y las declaraciones amorosas tan constantes, que casi siempre se
casaban al poco tiempo.
Pero éste era un camino que Olive Hamilton estaba decidida a no seguir. No
compartía los entusiasmos intelectuales de su padre, pero el tiempo que pasó en
Salinas provocó su rechazo a convertirse en la esposa de un ranchero. Quería vivir en
una ciudad, quizá no tan grande como Salinas, pero por lo menos que no fuese una
encrucijada. En Salinas, Olive había conocido algunas bagatelas que hacían la vida
agradable: el coro y los vestidos, la Cofradía del Altar y las cenas de habichuelas que
suministraba la Iglesia episcopal. Había participado de las artes, merced a compañías
de comedias, e incluso de la ópera, en gira por el país, que le presentaban un mundo
de magia y le prometían otro lleno de aromas que se hallaba más allá de aquellas
tierras. Había asistido a fiestas, jugado a las adivinanzas, competido en lecturas de
poesía, cantado en coros y actuado en orquestas. Salinas la había tentado. Allí podía
ir a una fiesta vestida adecuadamente y volver a casa llevando el mismo vestido, en
lugar de tener que enrollarlo para meterlo en la bolsa de una silla de montar, cabalgar

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dieciséis kilómetros, luego desenrollarlo y alisarlo para ponérselo.
Aunque la enseñanza le ocupaba casi todo su tiempo, Olive echaba de menos la
vida de ciudad, y cuando el joven que había construido el molino de harina de King
City le pidió su mano como era debido, ella lo aceptó bajo la condición de celebrar un
noviazgo largo y secreto. Y el secreto era necesario porque, de haberse sabido,
hubiera acarreado el consiguiente alboroto entre los jóvenes de la localidad.
Olive no era tan brillante como su padre, pero poseía su sentido del humor, y la
fuerte y tenaz voluntad de su madre. Hacía cuanto podía por obligar a ingerir a sus
remolones alumnos la mayor cantidad posible de luz y belleza.
Había una muralla de prevención contra la cultura. Los padres querían que sus
hijos supiesen leer y contar, y eso era todo. Más saber podía volverlos insatisfechos y
caprichosos. Y existían muchos ejemplos que demostraban que la instrucción era la
responsable de que un joven dejase la granja para irse a vivir a la ciudad, pues se
consideraba superior a su padre. La aritmética suficiente para medir la tierra y la
madera y llevar las cuentas; la escritura suficiente para encargar mercancías y escribir
a los parientes; la lectura suficiente para poder leer el periódico, los almanaques y los
diarios agrícolas, y la música suficiente para las festividades religiosas y patrióticas: a
un joven no le hacía falta nada más, si no se quería que se descarriase. La instrucción
quedaba reservada para los médicos, los abogados y los maestros, que pertenecían a
otra clase que nada tenía que ver con el resto. Había algunos tipos que se apartaban
de la regla general, como Samuel Hamilton, al que se le toleraba y se le quería; pero
si no hubiese sido también capaz de abrir un pozo, herrar un caballo, o hacer
funcionar una máquina trilladora, sabe Dios lo que se hubiera pensado de aquella
familia.
Olive se casó con su joven pretendiente y se trasladó, primero, a Paso Robles,
después a King City y finalmente a Salinas. Tenía tanta intuición como un gato, y sus
acciones se basaban más en sentimientos que en ideas. Poseía el firme mentón de su
madre y su naricilla respingona, pero sus hermosos ojos eran los de su padre. Era la
más decidida de toda la familia, si exceptuamos a su madre. Su religión la constituían
una curiosa mezcla de cuentos de hadas irlandeses y de un Jehová del Antiguo
Testamento, al cual, en sus últimos años, confundía con su padre. El cielo era para
ella un hermoso rancho en el que moraban los parientes muertos. Anulaba las
realidades externas de la naturaleza desagradable por el simple método de no creer en
ellas, y cuando una se le resistía, se enfurecía en extremo. Decían de ella que lloró
amargamente en una ocasión porque no pudo asistir a dos bailes al mismo tiempo, un
sábado por la noche. Uno se celebraba en Greenfield y el otro en San Lucas, a
cuarenta kilómetros de distancia uno de otro. El haber asistido a ambos y luego
volver a casa hubiera significado una cabalgada de cien kilómetros. Éste era un hecho
que ella era incapaz de destruir con su método de no creer en él, y por consiguiente
lloró de rabia, y terminó por no ir a ninguno de los dos.
Con el paso de los años, desarrolló el método de la dispersión para enfrentarse

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con hechos desagradables. Cuando yo, su único hijo, tenía dieciséis años, contraje
una neumonía, que en aquellos tiempos constituía una enfermedad mortal. Me fui
poniendo cada vez peor, hasta que las puntas de las alas de los ángeles rozaban ya
mis ojos. Olive empleó aquel método suyo para tratar la neumonía, y dio buen
resultado. El ministro de la Iglesia episcopal rezó conmigo pidiendo mi curación; la
madre superiora y las monjas del convento cercano me conducían al cielo dos veces
por día para hallar alivio a mi dolencia; un pariente lejano, que era conferenciante de
la Christian Science, pensaba constantemente en mí. Se emplearon todos los
ensalmos, exorcismos y hierbas conocidos, y mi madre contrató a dos enfermeras y a
los mejores médicos de la localidad. Su método era muy práctico, y me puse bueno.
Trataba a su familia con dulce firmeza, y nos enseñaba a mí y a mis tres hermanas a
hacer el trabajo de la casa, a lavar los platos y a hacer la colada, además de
inculcarnos buenos modales. Cuando estaba enfadada, tenía una mirada tan terrible,
que hasta los peores niños se ponían tan blancos coma una almendra hervida.
Cuando me recobré de mi neumonía, tuve que aprender a caminar de nuevo. Pasé
nueve semanas en cama y los músculos estaban relajados y perezosos. Cuando me
ayudaron a caminar por vez primera, me dolían todos los nervios, y la herida de mi
costado, que había sido abierto para sacar el pus de la cavidad pleural, me dolió
horriblemente. Me dejé caer en su pecho, llorando y gritando:
—¡No puedo levantarme!
Olive me asestó su terrible mirada.
—¡Levántate! —me ordenó—. Tu padre ha trabajado durante todo el día y ha
pasado la noche sin pegar ojo. Se ha llenado de deudas por tu causa. Así es que,
¡levántate!
Y yo me levanté.
«Deuda» era una palabra muy fea y, para Olive, su significado era peor. Una
factura no pagada después del quince de cada mes era ya una deuda. Esa palabra tenía
para ella una resonancia desagradable en extremo, e incluso le parecía deshonrosa.
Olive, que creía firmemente que su familia era la mejor del mundo, no permitía, con
algo de esnobismo, que fuese mancillada por las deudas. Aquel sentimiento de
repulsión por las deudas arraigó tan hondo en sus hijos, que incluso hoy, con unas
pautas económicas diferentes en las que el endeudamiento forma parte de la vida, yo
me encuentro intranquilo cuando se tarda más de dos días en pagar una factura. Olive
nunca aceptó el pago a plazos cuando tal sistema llegó a ser popular: cualquier cosa
comprada a plazos no te pertenecía y, por lo tanto, era una deuda. Ella ahorraba para
comprar las cosas que deseaba, lo que significa que los vecinos poseían los nuevos
artículos por lo menos dos años antes que nosotros.

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Olive estaba dotada de un gran valor. Acaso requiere valor criar a los hijos. Y tengo
que contar lo que hizo durante la primera guerra mundial. Las ideas de mi madre no
tenían un ámbito internacional. Su primera frontera la constituía la geografía de su
familia, la segunda su pueblo, Salinas, y finalmente había una línea punteada, no muy
claramente definida, que eran los límites de la comarca. Así es que nunca creyó
demasiado en la guerra, ni cuando la Tropa C, nuestra milicia de caballería, fue
llamada, embarcó los caballos en un tren y partió para el mundo exterior.
Martin Hopps vivía a la vuelta de la esquina. Era un hombre bajo, robusto y
pelirrojo. Su boca era ancha y sus ojos estaban enrojecidos. Era casi el muchacho más
tímido de Salinas. Dar los buenos días le ponía tan enfermo que lo dejaba medio
desvanecido. Pertenecía a la Tropa C porque en el cuartel había un campo de
baloncesto.
Si los alemanes hubiesen conocido a Olive y hubiesen tenido sensibilidad,
hubieran procurado no interponerse en su camino y no disgustarla. Pero, o bien no la
conocían o bien eran estúpidos. Cuando mataron a Martin Hopps, perdieron la guerra,
porque esto enloqueció a mi madre y la revolvió contra ellos. Ella había querido a
Martin Hopps, un hombre que jamás había hecho daño a nadie. Cuando lo mataron,
Olive le declaró la guerra al Imperio alemán.
Empezó a buscar un arma. El tejer gorros militares y calcetines no era lo
suficientemente mortífero para ella. Durante un tiempo se embutió en un uniforme de
la Cruz Roja, y se reunió en el cuartel con otras damas trajeadas de modo parecido,
dedicándose a enrollar vendas y a desenrollar reputaciones. Eso estaba muy bien,
pero no alcanzaba directamente al corazón del káiser. Olive quería sangre a cambio
de la vida de Martin Hopps. Encontró por fin el arma deseada en los Bonos de la
Libertad. En su vida había vendido nada, a no ser algún que otro pastel de cabello de
ángel para la Cofradía del Altar en el sótano de la iglesia episcopal; pero, por
desgracia, comenzó a vender bonos y puso la mayor ferocidad en su tarea. Creo que
la gente temía no comprárselos, y cuando lo hacían, Olive daba a aquella acción un
aire bélico, como si estuviese clavando una bayoneta en el estómago de Alemania.
A medida que sus ventas alcanzaban cifras astronómicas y seguían en alza, el
Ministerio de Finanzas comenzó a reparar en esta nueva amazona. Primero llegaron
tres comunicados encomiásticos, y luego auténticas cartas, firmadas por el secretario
de Finanzas y sin ningún sello de goma. Nos sentíamos orgullosos, pero no tanto
como cuando empezaron a llegar premios: un casco alemán (demasiado pequeño para
que ninguno de nosotros pudiese llevarlo), una bayoneta y un pedazo mellado de
metralla, montado sobre un pedestal de ébano. Y ya que lo más que podíamos hacer
nosotros en un conflicto bélico era desfilar armados con fusiles de madera, la guerra
que realizaba nuestra madre parecía justificarnos. Y entonces se sobrepasó a sí misma
y a todos los que podían imitarla en aquella parte del país: cuadriplicó sus ya
fabulosas cifras, y se le concedió el mejor premio de todos: un paseo en un avión
militar.

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¡Qué orgullosos estábamos! Aunque, por otro lado, era un honor que no podíamos
comprender. Pero, mi pobre madre… Debo decir que hay ciertas cosas de la
existencia en las que mi madre no creía, a pesar de cualquier evidencia posible que
demostrase lo contrario. Una de ellas era un Hamilton malo y la otra, el aeroplano. A
pesar de haberlos visto, no creyó por ello un ápice más en su existencia.
A la luz de lo que hizo me he esforzado por imaginar cómo debió de sentirse. Su
alma debía de hallarse atenazada por el terror, porque, ¿cómo se puede volar en algo
que no existe? Como castigo, el vuelo hubiera sido cruel y desusado, pero constituía
un premio, un don, un honor y una distinción. Debió de mirarnos a los ojos, que
resplandecían de adoración, y debió de comprender que estaba atrapada. Negarse a ir
hubiera significado una terrible decepción para la familia. Se veía acorralada, sin
ninguna salida posible, a no ser la muerte. Desde el momento en que decidió montar
en aquel objeto inexistente, pareció no tener otra idea sino la de que no sobreviviría a
esa experiencia.
Olive redactó su testamento, lo cual le ocupó mucho tiempo, y luego fue a
consultar con un abogado para comprobar si era legal. Seguidamente, abrió su cajita
de palo de rosa, en la que guardaba las cartas que su esposo le había escrito cuando la
cortejaba y también después. Nunca supimos que le había escrito versos, pero así fue.
Ella encendió un fuego en la chimenea y quemó todas las cartas. Eran suyas y no
quería que nadie las viese. Se compró todo un equipo de ropa interior. Sentía horror
ante la idea de que la hallasen muerta llevando ropa interior remendada o, lo que es
peor, sin remendar. Creo que quizá vio la boca ancha y retorcida de Martin Hopps y
sus ojos llenos de turbación fijos en ella, y le pareció que de alguna manera le estaba
pagando por su vida robada. Era muy bondadosa con nosotros y fingió no darse
cuenta de una fuente mal lavada que dejaba una mancha de grasa sobre el mantel.
Se había dispuesto que su apoteosis tuviese lugar en el hipódromo de Salinas, que
es donde estaban también las instalaciones para los rodeos. Nos llevaron al
hipódromo en un automóvil del ejército, y nos sentíamos más solemnes y brillantes
que en unos buenos funerales. Nuestro padre trabajaba en la refinería de azúcar
Spreckles, a ocho kilómetros del pueblo, y dijo que no podía dejar el trabajo, o quizá
no quiso, por temor a no poder soportar la emoción. Pero Olive había tomado sus
disposiciones para que el avión tratase de volar hasta la refinería de azúcar antes de
estrellarse.
Comprendo ahora que los varios cientos de personas que se reunieron en aquel
lugar acudieron simplemente para ver el aeroplano, pero entonces pensábamos que
vinieron para rendir honores a mi madre. Olive no era una mujer alta y por aquellos
años había empezado a ganar peso. Tuvimos que ayudarla a bajar del coche.
Probablemente estaba agarrotada de miedo, pero su pequeño mentón no temblaba.
El aeroplano se hallaba en el campo en torno al cual corría la pista del hipódromo.
Era terriblemente pequeño y endeble: un biplano de cabina abierta y fuselaje de
madera, sujeto con cuerdas de piano, y con las alas cubiertas de lona. Olive se sentía

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aturdida. Se dirigió al lado del avión como una vaca al matadero. Sobre el vestido,
que ella estaba convencida que sería su mortaja, dos sargentos le pusieron un
chaquetón, luego otro acolchado, y por fin una chaqueta de aviador, y con cada pieza
que le ponían, ella parecía más redonda. Con esto, un casco de cuero y unos anteojos,
se completó su indumentaria, y con el botoncillo de su nariz y sus mejillas
sonrosadas, estaba realmente graciosa. Tenía el mismo aspecto que una pelota
provista de anteojos. Los dos sargentos la subieron a pulso hasta la carlinga, y la
introdujeran en ella, que se llenó por completo. Mientras le ponían las correas, volvió
de repente a la vida y comenzó a agitar frenéticamente la mano para llamar la
atención. Uno de los soldados subió junto a ella, escuchó lo que le dijo, fue a buscar a
mi hermana Mary y la llevó junto al aeroplano. Olive pugnaba por desembarazarse
del grueso y acolchado guante de aviador de la mano derecha. Por último, consiguió
desembarazarse de ambos guantes, se quitó su anillo de prometida adornado con un
pequeño diamante y se lo entregó a Mary. Se aseguró firmemente el aro de
matrimonio, se volvió a poner los guantes y se acomodó en el asiento mirando frente
a sí. El piloto se encaramó en la carlinga delantera y uno de los sargentos empujó con
el hombro la hélice de madera. El pequeño aparato se puso en marcha, dio una vuelta
y emprendió veloz carrera campo abajo, hasta que se elevó bamboleante, mientras
Olive tenía el rostro vuelto hacia delante, posiblemente con los ojos cerrados.
Nosotros la seguimos con la mirada y vimos cómo el avión se alejaba y ascendía,
dejando un ominoso silencio tras él. El Comité de los Bonos del Tesoro, los amigos y
parientes, así como los simples espectadores, no pensaron ni por un momento en
abandonar el campo. El aeroplano se había convertido en una motita en el cielo, en la
dirección de Spreckles, hasta que por último desapareció.
Transcurrieron quince minutos antes de que volviéramos a verlo, volando
serenamente y muy alto. Entonces, ante nuestro horror, pareció tambalearse y caer.
Cayó, en efecto, durante un tiempo interminable, se recuperó, ascendió y rizó el rizo.
Uno de los sargentos se puso a reír. Por unos momentos el aeroplano permaneció
equilibrado, pero luego pareció volverse loco. Hizo el barril, dio vueltas
«Immelman», rizó el rizo hacia dentro y hacia fuera, adquirió la posición invertida y
voló sobre el campo cabeza abajo. Advertíamos la bolita negra del casco de nuestra
madre. Uno de los soldados dijo con tranquilidad:
—Seguramente se habrá desmayado. Ya no es una mujer joven.
El aeroplano aterrizó con bastante seguridad y se dirigió a nuestro grupo. El
motor se paró y el piloto saltó de la carlinga, moviendo la cabeza en signo de
perplejidad.
—Es la mujer más endiablada que he visto nunca —comentó.
Se encaramó junto a Olive, estrechó su mano lacia y se marchó a toda prisa.
Se necesitaron cuatro hombres y mucho tiempo para sacar a Olive de la carlinga.
Estaba tan envarada que no conseguían doblarla. La llevamos a casa y la metimos en
cama, de donde no se levantó durante dos días.

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Se fue sabiendo poco a poco lo que había pasado, parte por lo que dijo el piloto y
parte por lo que contó Olive, pero fue necesario confrontar ambas historias antes de
hallarles un sentido. Emprendieron el vuelo y describieron tres círculos alrededor de
la refinería de azúcar Spreckles, según habían convenido, a fin de que nuestro padre
pudiese verlos. Pero entonces, al piloto se le ocurrió hacer una broma inofensiva.
Gritó algo, con rostro convulso. Olive no entendió nada a causa del zumbido del
motor. El piloto paró el motor y gritó: «¿Acrobacia?». Era una especie de broma.
Olive contempló su rostro cubierto por los anteojos y el viento tomó la palabra y la
cambió. Lo que oyó Olive fue: «Desgracia».
Bueno, pensó, ya está aquí lo que esperaba. Había llegado el momento de morir.
Rebuscó en su mente para ver si había olvidado algo: el testamento ya estaba hecho,
las cartas quemadas, llevaba ropa interior nueva, en la casa ya había comida
suficiente para la cena, no recordaba si había apagado la luz de la habitación
posterior. Todo ello lo pensó en un segundo. También pensó que todavía quedaba una
oportunidad de salvación. Aquel joven militar estaba, por lo que se veía, muy
asustado, y el sentir temor era lo peor que podía ocurrirle si es que aún quería
dominar la situación. Si ella permitía que el pánico se apoderase también de ella, sólo
contribuiría a asustar más al piloto.
Por lo tanto, decidió infundirle valor. Sonrió animosamente y asintió para
estimularlo, y entonces el mundo pareció hundirse. Cuando terminaron de rizar el
rizo, el piloto volvió de nuevo a mirar atrás y gritó: «¿Más?».
Olive era incapaz de oír nada, pero su mentón no temblaba y estaba determinada a
animar al piloto para que no tuviese demasiado miedo antes de estrellarse contra el
suelo. Así es que sonrió y asintió de nuevo. Al final de cada pirueta él miraba atrás, y
ella seguía animándolo. Más tarde, él no se cansaba de repetir:
—Es la mujer más endiablada que he visto. Casi arranqué los mandos, pero ella
quería más. ¡Dios mío, qué piloto hubiera sido!

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Capítulo 15

Adam vivía tranquilo como un gato satisfecho en su guarida. Desde la entrada hasta
el pequeño barranco que se abría bajo un roble gigante, que hundía sus raíces en un
curso de agua subterráneo, alcanzaba a ver, por encima de las tierras que se extendían
junto al río, hasta un llano de aluvión, y luego hasta las colinas redondeadas del lado
occidental. Era un lugar muy hermoso, incluso en verano, cuando el sol caía
implacablemente sobre él. La línea de sauces y sicómoros que se alzaban a ambas
orillas del río lo cruzaban por la mitad, y los pastos de las colinas occidentales tenían
un color amarillo pardusco. Por alguna razón, las montañas del oeste del valle Salinas
están cubiertas por una capa de tierra más gruesa que las del lado oriental y eso hace
que la hierba allí sea más rica. Quizá los picos almacenan la lluvia y la distribuyen de
una manera más equitativa, o tal vez, puesto que tienen más bosques, atraen mayor
cantidad de lluvia.
En la propiedad de Sánchez, ahora de Trask, había muy pocas tierras destinadas a
cultivos, pero Adam veía mentalmente el trigo creciendo alto y espigado y los
campos de verde alfalfa cercanos al río. A sus espaldas oía el ruidoso martilleo de los
carpinteros que había traído de Salinas para reformar el viejo caserón de Sánchez.
Adam había decidido vivir en la vieja casa. En aquel lugar deseaba enraizar su
dinastía. La casa estaba desvencijada, los viejos suelos agrietados y los marcos de las
ventanas arrancados. Con madera de excelente calidad, de pino resinoso y de pino
rojo aterciopelado al tacto, se hizo un techo nuevo, de largas tablas de ripia. Los
viejos y gruesos muros fueron enjalbegados con varias capas de lechada, hecha con
cal disuelta en agua salada, que, al secarse, parece poseer una luminosidad propia.
Adam quería una residencia permanente. Un jardinero podó los antiguos rosales,
plantó geranios, desbrozó el huerto e hizo pasar el agua del manantial por una serie
de pequeños canales a través de todo el jardín. Adam previó que aquel lugar sería
muy agradable para él y sus descendientes. En un cobertizo, y protegido por cubiertas
de lona, guardaba el pesado mobiliario enviado desde San Francisco y acarreado
desde King City.
Deseaba también tener una despensa abundantemente provista. Lee, su cocinero
chino de larga coleta, hizo un viaje especial a Pájaro para comprar las cacerolas y
marmitas, peroles, cubos, jarras y la vajilla y cristalería necesarias para el servicio de
la casa. Se estaba construyendo una nueva pocilga bastante alejada de la casa y a
sotavento, y contiguos a ella, unos gallineros y una perrera donde se alojarían los
canes que tenían que mantener a raya a los coyotes. Todo aquello requería su tiempo,
y Adam sabía que no podía tener prisa. Los obreros trabajaban con parsimonia y

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lentitud. Las obras llevaban su tiempo, y Adam quería que estuviesen bien hechas.
Inspeccionaba la menor ensambladura y estudiaba las muestras de pintura sobre una
paleta. En un rincón de su cuarto se amontonaban los catálogos de maquinaria,
herramientas, semillas y árboles frutales. Ahora se alegraba de que su padre le
hubiera dejado una fortuna. En su mente, una sombra se cernía sobre sus recuerdos de
Connecticut. Quizá la dura y brillante luz del oeste acabaría por borrar todo vestigio
del lugar de su nacimiento. Cuando volvía a pensar en la casa paterna, en la granja, en
su pueblo, en el rostro de su padre, todo le parecía medio sumido en las tinieblas. Y
alejó de sí aquellos recuerdos.
Temporalmente instaló a Cathy en la blanca y limpia casa de Bordoni, donde
quería que esperase la terminación de las obras y el nacimiento de su hijo. No había
la menor duda de que el niño nacería mucho antes de que la casa estuviese lista. Pero
Adam no tenía prisa.
—Quiero que sea sólida —indicaba una y otra vez a los operarios—. Quiero que
dure. Emplead clavos de cobre y maderas duras; no quiero nada que pueda pudrirse o
enmohecerse.
No sólo era él quien sentía tal preocupación por el futuro. Todo el valle, todo el
oeste, compartía este sentimiento. Era una época en la que el pasado perdió su
dulzura y su savia. Había que andar mucho antes de encontrar a un hombre, y éste
siempre sería muy viejo, que añorase los dorados años del pasado. Los hombres se
sentían asentados y cómodos en el presente, a pesar de lo duro y estéril, pero
constituía un escalón hacia un futuro fantástico. Era raro no encontrar a dos o tres
hombres en un bar, o a una docena correteando por el campo tras el venado, y que no
apareciese como tema de sus conversaciones el futuro del valle, impresionante en su
grandeza, y no como una simple conjetura, sino como una absoluta certeza.
—Ya llegará, ¿quién sabe? Quizá lo veamos —solían decir.
Y las gentes descubrían una felicidad en el futuro proporcional a su penuria
actual. Por ejemplo, un hombre podía bajar a su familia, desde un rancho en las
montañas, en un carromato, una especie de enorme cajón clavado encima de unos
travesaños de roble con ruedas, que saltaba y traqueteaba sobre las pedregosas
colinas. Sobre la paja que había en el interior del armatoste, su esposa aseguraba a sus
hijos para evitar que, con el traqueteo de las ruedas al saltar sobre las piedras, se
partiesen los dientes o se mordiesen la lengua. Y el padre azuzaba los caballos y
pensaba: «Cuando abran carreteras será fantástico. Podremos ir montados en un
birlocho, contentos y felices, y estaremos en King City en tres horas. ¿Qué más se
puede desear en este mundo?».
O tomemos a un hombre que está contemplando su robledal, de madera tan dura
como el carbón, y que calienta más, la mejor madera para combustión del mundo.
Puede que en el bolsillo lleve un periódico con un anuncio que diga: CUERDA DE
LEÑA DE ROBLE A DIEZ DÓLARES POR CUERDA, EN LOS ÁNGELES. «¡Qué
diablos!», piensa el hombre. «Cuando se tienda un ramal del ferrocarril por aquí,

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podré talarlos, partirlos y llevarlos junto a la vía por un dólar y medio la cuerda.
Lleguemos incluso a suponer que el Southern Pacific me impondrá un recargo de tres
cincuenta por el transporte. Pero, aun en ese caso, me quedan cinco dólares por
cuerda, y sólo en este pequeño robledal hay tres mil cuerdas, lo que viene a ser unos
quince mil dólares limpios».
Había otros que se dedicaban a profetizar, con rayos de esperanza iluminando sus
frentes, sobre las acequias que algún día distribuirían el agua por todo el valle
«¿quién sabe?, puede que lleguemos a verla», o sobre los profundos pozos, provistos
de motores de vapor, que harían subir el agua de las mismas entrañas del mundo:
«¿Os imagináis? ¡Pensad sólo en lo que produciría esta tierra si llegara a tener agua
suficiente! Sería un vergel».
Otro hombre, pero éste estaba chiflado, decía que algún día habría un medio,
acaso el hielo, o acaso cualquier otra cosa, para llevar un melocotón como éste que
tengo en la mano así de fresco hasta Filadelfia.
En los pueblos hablaban de alcantarillas y de retretes interiores, que algunos ya
poseían; de arcos voltaicos para las esquinas —en Salinas ya los había—, y de
teléfonos. No había ningún límite, ninguna frontera ante este futuro. Todo sería de tal
manera que los hombres no sabrían dónde guardar su felicidad. La alegría inundaba
el valle, como el río Salinas en el mes de marzo de un año en que la crecida alcanzaba
casi el metro.
Contemplaban el valle llano, reseco y polvoriento, y los pueblos feos que habían
crecido como hongos, y hasta les encontraban cierto encanto —¿quién sabe?, puede
que lleguemos a verlo—. Ésta es una de las razones que impiden que nos riamos de
Samuel Hamilton. Él permitía que su mente vagase de un modo más delicioso que las
de los demás, y ello no pareció tan estúpido cuando se supo lo que estaban haciendo
en San José. Cuando Samuel se fue al otro mundo, se preguntaba si la gente sería
feliz cuando todo esto llegase.
¿Feliz? Ahora él ya está en el otro mundo. Déjennos hacer y les mostraremos la
felicidad.
Y Samuel recordaba haber oído hablar de un primo de su madre, en Irlanda, un
caballero rico y apuesto, pero que a pesar de ello se pegó un tiro, tendido en un lecho
de seda junto a la mujer más hermosa del mundo, que además lo amaba.
—Existe una capacidad de apetito —decía Samuel— que ni un pastel tan grande
como el mundo y el cielo sería capaz de satisfacer.
Adam Trask reservaba para el futuro algunas de sus mayores alegrías, pero en el
presente también hallaba satisfacciones. Sintió que se le hacía un nudo en la garganta
cuando vio a Cathy sentada al sol, muy tranquila, con la tripa bastante abultada, y con
una tez tan transparente que le hacía pensar en los ángeles de las estampas de la
Escuela Dominical. Luego, una leve brisa movía su cabello resplandeciente, o bien
ella levantaba los ojos, y Adam sentía una sensación tan deliciosa en su pecho, que
estaba cercana al dolor.

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Si Adam descansaba sobre sus tierras como un gato suave y ahíto, Cathy también
tenía algo de felina. Poseía la cualidad inhumana de abandonar lo que no podía
obtener y de esperar aquello que podía conseguir. Y ello le reportaba grandes
ventajas. Su embarazo fue un accidente. Cuando su intento de aborto resultó fallido y
el doctor la amenazó, abandonó aquel método. Eso no quiere decir que se reconciliase
con el embarazo. Lo soportó como se soporta una enfermedad. Su matrimonio con
Adam fue lo mismo. Se sentía acorralada y tomó el mejor camino para escapar. Ella
tampoco había querido ir a California, pero por el momento no tenía otra opción.
Igual que un tierno infante, había aprendido a ganar aprovechando el ímpetu de su
antagonista. Le era imposible vencer a un hombre, pero muy fácil controlarlo. Muy
pocas personas en este mundo se hubieran dado cuenta de que Cathy no deseaba estar
donde estaba y en aquellas condiciones. Se acomodó a su situación y esperó el
cambio que sabía que llegaría algún día. Cathy poseía la única cualidad necesaria
para ser un gran criminal con éxito: no confiaba en nadie, ni hacía confidencias. Era
absolutamente hermética. Es probable que ni siquiera echase un vistazo a la reciente
propiedad de Adam o a la casa en construcción, o que descabalara en su mente los
ambiciosos planes de su marido, porque no tenía intención de vivir allí una vez que
su embarazo hubiese pasado y la trampa se hubiese abierto. Pero siempre respondía
adecuadamente a las preguntas de su marido; hacer lo contrario hubiera sido
malgastar palabras y energía, algo extraño a un buen gato.
—Mira, querida, qué situación tan espléndida tiene la casa, con las ventanas
orientadas hacia el valle. Tal vez parecerá una locura, pero me esfuerzo por
imaginarme lo que el viejo Sánchez hizo cien años atrás. ¿Cómo sería entonces el
valle? Debió de planearlo todo muy cuidadosamente. ¿Qué te parece? ¿Tenía
cañerías? Pues sí, las tenía, de pino rojo, construidas de troncos perforados o
ahuecados al fuego. Con ellos hacía venir el agua del manantial. Al cavar por ahí, han
aparecido algunos trozos.
—Es muy notable —comentó ella—. Debió de ser un hombre inteligente.
—Me gustaría saber más cosas de él. Por la situación que escogió para la casa,
por los árboles que plantó, por la forma y proporciones de su mansión, debió de tener
algo de artista.
—Era español, ¿no es verdad? He oído decir que los españoles son buenos
artistas. Recuerdo que en la escuela me hablaron de un pintor; pero no, éste era
griego.
—Me gustaría saber dónde podría averiguar algo acerca del viejo Sánchez.
—Alguien lo sabrá.
—Todo lo planeó y construyó él, y ese Bordoni guardaba las vacas en su casa.
¿Sabes, Cathy, qué es lo que más me gustaría saber?
—¿Qué, Adam?
—Pues si tenía una Cathy, y cómo era.
Ella sonrió y apartó la mirada.

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—¡Qué cosas dices!
—¡Debió de tenerla! Debió de tenerla. Yo nunca tuve energía ni interés por nada,
ni…, bueno, ni tampoco un gran deseo de vivir, antes de conocerte.
—Adam, haces que me sonroje. Ten cuidado, hombre. No me empujes, que me
haces daño.
—Lo siento, soy tan zafio.
—No, no lo eres. Lo que pasa es que no piensas. ¿Crees que tendría que estar
haciendo calceta o cosiendo? ¡Estoy tan bien sentada sin hacer nada!
—Compraremos todo lo que nos haga falta. Tú siéntate y descansa. Supongo que,
en cierto sentido, trabajas más que ninguno de los que están aquí. Pero el premio…,
el premio es maravilloso.
—Adam, me temo que la cicatriz de mi frente no desaparecerá.
—El doctor dijo que lo haría a su debido tiempo.
—Sí, a veces parece como si se desvaneciese, pero luego vuelve a aparecer. ¿No
te parece que hoy está más oscura que nunca?
—Pues no, la verdad.
Pero sí lo estaba. Parecía una enorme mancha, hecha con el pulgar, con la piel
muy arrugada. Él acercó su dedo y ella echó la cabeza hacia atrás.
—No me toques —dijo—. Es muy sensible al tacto. Se vuelve roja cuando se la
toca.
—Ya desaparecerá. Requiere cierto tiempo, eso es todo.
Ella sonrió cuando él se volvió, pero cuando observó que se alejaba, sus ojos se
tornaron inexpresivos y su mirada vagó en el vacío. Constantemente cambiaba de
posición. El niño se movía. Por último, relajó todos sus músculos y descansó,
esperando.
Lee se aproximó al lugar donde ella estaba sentada en el sillón, bajo el roble más
corpulento.
—¿La señola quiele té?
—No…, sí, tráelo.
Escrutó con una penetrante mirada el rostro del chino, pero no pudo atravesar el
castaño oscuro de sus ojos. Aquel hombre la ponía nerviosa. Cathy había podido
siempre penetrar en la mente de cualquier hombre y discernir sus impulsos y sus
deseos. Pero el cerebro de Lee la repelía y la hacía rebotar como si fuese de goma. El
rostro del chino era enjuto y de facciones agradables. Su frente ancha, firme y
sensible, y sus labios plegados en una perpetua sonrisa. Su coleta larga, negra y
trenzada, atada al extremo con una pequeña cinta de seda negra, colgaba sobre su
hombro, y se movía rítmicamente sobre su pecho. Cuando hacía trabajos pesados, se
enrollaba la coleta sobre la cabeza. Llevaba unos estrechos pantalones de algodón,
unas zapatillas negras sin tacón y una túnica china recamada. Con mucha frecuencia
metía las manos en sus mangas, como si temiese exhibirlas, según la costumbre china
de la época.

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—Ahola tlaigo la mesita —dijo; se inclinó ligeramente y se marchó.
Cathy lo siguió con la mirada y frunció el ceño. No es que tuviese miedo de Lee,
pero le incomodaba su presencia. Sin embargo, era un sirviente bueno y respetuoso;
el mejor. ¿Qué daño podía causarle?

El verano avanzaba y el río Salinas se ocultó bajo tierra o formó charcos verduscos
bajo las escarpadas orillas. El ganado pasaba el día amodorrado a la sombra de los
sauces, y sólo se movía por la noche para ir a pastar un poco. La hierba adquirió un
tono amarillento. El viento, que inevitablemente soplaba todas las tardes valle abajo,
levantaba nubes de polvo que formaban una especie de niebla y se elevaban en el
cielo, casi hasta alcanzar la cumbre de las montañas. El rastrojo de la avena silvestre
surgía como negras cabecitas allí donde la tierra era aventada. Por toda la superficie
incesantemente barrida, las pajuelas y las ramitas revoloteaban hasta que algún árbol
las detenía, y el viento arrastraba, incluso con violencia, pequeños guijarros.
Fue entonces cuando se pudo comprender por qué el viejo Sánchez había
edificado su casa en aquella pequeña cañada: estaba al abrigo del viento y del polvo,
y el manantial, si bien disminuía de caudal, todavía vertía un hilillo de agua clara y
fresca. Pero Adam, contemplando aquellas tierras secas y ensombrecidas por el
polvo, sintió el pánico que el hombre del este siempre experimenta, al principio, en
California. En Connecticut, si en verano pasan dos semanas sin llover, se dice que el
tiempo está seco, y si son cuatro, ya se considera una sequía. Si el campo no está
verde, se considera agonizante. Pero en California no suele llover entre finales de
mayo y primeros de noviembre. Al hombre del este, aunque se le haya advertido, le
parece que la tierra está enferma en aquellos meses de sequía.
Adam envió a Lee con una nota a casa de Hamilton, pidiéndole a Samuel que
fuese a visitarlo para hablar de la abertura de algunos pozos en su propiedad.
Samuel estaba sentado a la sombra viendo cómo su hijo Tom diseñaba y construía
una revolucionaria trampa para mapaches, cuando apareció Lee en el coche de los
Trask. El chino metió sus manos en las mangas. Samuel leyó la nota.
—Tom —dijo a su hijo, ¿te ves capaz de gobernar la finca mientras voy un
momento a hablar de agua con un hombre reseco?
—¿Por qué no me deja ir con usted? Puede necesitar alguna ayuda.
—¿Para hablar? Para eso no me haces falta. No empezaremos a excavar hasta
dentro de algún tiempo, si no me equivoco. Cuando se trata de pozos, hay que hablar
antes mucho: quinientas o seiscientas palabras por cada palada de tierra.
—Me gustaría ir. Se trata del señor Trask, ¿no es eso? No pude verlo cuando
estuvo aquí.

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—Ya vendrás cuando empecemos a abrir el pozo. Yo soy más viejo que tú. Tengo
prioridad para charlar. Me parece, Tom, que el mapache meterá su hermosa patita por
aquí, y después se escapará. Ya sabes que son muy listos.
—¿Ve usted esta pieza? Se atornilla y se inclina de este lado. Ni usted podría
escaparse.
—Yo no soy tan listo como un mapache. Pero me parece que, a pesar de todo, has
conseguido tu propósito. Tom, hijo mío, vete a ensillar a Doxology, mientras voy a
decirle a tu madre que salgo un momento.
—Tlaigo un coche —dijo Lee.
—Bueno, pero supongo que regresaré un día u otro.
—Ya lo tlaelé yo.
—Tonterías —dijo Samuel—. Llevaré mi caballo y volveré con él.
Samuel tomó asiento en el pescante de la calesa junto a Lee, y su caballo trotaba
detrás desmañadamente.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó Samuel risueño.
—Lee. Tengo más nombles. Lee nomble familia papá. Llámeme Lee.
—He leído muchas cosas sobre China. ¿Ha nacido usted allí?
—No. Nacido aquí.
Samuel permaneció silencioso durante bastante tiempo mientras la calesa
cabeceaba por el camino en dirección al valle polvoriento.
—Lee —dijo por último—, no quiero ofenderle, pero nunca he podido entender
por qué ustedes se empeñan en hablar pidgin cuando cualquier patán analfabeto de las
ciénagas más negras de Irlanda, con una cabeza llena de gaélico y una lengua que es
como una patata, aprende a hablar un inglés más o menos rudimentario en diez años.
Lee sonrió.
—Yo hablal lengua china —dijo.
—Sí, ya comprendo que usted tendrá sus razones. Y no es cosa que me concierna.
Supongo que me perdonará si le digo que no le creo, Lee.
Lee lo miró, y sus ojos castaños, bajo sus redondos párpados, parecieron dilatarse
y adquirir una expresión profunda, hasta que dejaron de ser extranjeros, para
transformarse en los ojos de un hombre, llenos de comprensión. Lee volvió a sonreír.
—Es más que una conveniencia —explicó el chino—. Es incluso más que una
autodefensa. Sobre todo, tenemos que hacerlo para que nos comprendan.
Samuel no mostró haberse percatado del cambio.
—Alcanzo a comprender sus dos primeros asertos —dijo pensativo, pero el
tercero se me escapa.
—Ya sé que es difícil de creer, pero nos ha ocurrido; a mí y a mis amigos, con
tanta frecuencia, que lo damos por sentado. Si yo me dirigiese, por ejemplo, a una
dama o a un caballero, y les hablase como lo hago ahora, no me entenderían —
respondió Lee.
—¿Por qué no?

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—Ellos esperan pidgin y pidgin es lo único que entienden. Pero si les hablase en
inglés, no me escucharían, y, por lo tanto, no me entenderían.
—Pero ¿cómo es posible? Entonces, ¿por qué yo le entiendo?
—Por eso estoy hablando con usted. Usted es una de esas raras personas que son
capaces de separar sus observaciones de sus prejuicios. Usted ve lo que es, mientras
que la mayor parte de la gente ve lo que espera ver.
—Jamás se me había ocurrido, y yo no he pasado por esas pruebas, pero lo que
usted dice parece tener el color de la verdad. Sabe, me alegro de hablar con usted. Me
gustaría hacerle algunas preguntas.
—Trataré de responderle con mucho gusto.
—Sí, muchas preguntas. Por ejemplo, usted lleva coleta. He leído que eso
constituye un distintivo de esclavitud impuesto por los conquistadores manchúes a la
China del Sur.
—Es cierto.
—Entonces, ¿por qué, en el nombre de Dios, la lleva usted, si aquí los manchúes
no tienen ningún poder?
—Yo hablal lengua china. Coleta, moda china, ¿complende?
Samuel rió a carcajadas.
—Eso no es más que un refugio de conveniencia —dijo—. Me gustaría tener un
escondrijo como ése.
—No sé si me explico —contestó Lee—. Es difícil hacerlo cuando no existe
idéntica experiencia. Según tengo entendido, usted no ha nacido en América.
—No, en Irlanda.
—Y en pocos años puede pasar casi inadvertido; mientras que yo, que nací en
Grass Valley, que fui a la escuela y varios años a la Universidad de California, no
tengo la menor probabilidad de mezclarme con la población de aquí.
—¿Y si se cortase la coleta, se vistiese y hablase como las demás personas?
—No. Ya lo probé. Para los llamados blancos, yo seguía siendo un chino, pero un
chino que no les merecía ninguna confianza; y al mismo tiempo, mis amigos chinos
me miraban con recelo y se apartaban de mí. Tuve que abandonar ese método.
Lee se detuvo, saltó del coche y soltó las riendas.
—Ya es hora de comer —dijo—. He traído algo. ¿Quiere usted acompañarme?
—Con mucho gusto. Vamos a sentarnos a la sombra. A veces me olvido de
comer, y eso es raro, porque siempre estoy hambriento. Me interesa mucho lo que
usted me cuenta. Tiene un dulce acento de autoridad. Quizá debería usted volver a
China.
Lee le sonrió irónicamente.
—No creo que en unos cuantos minutos sea usted capaz de descubrir un barrote
flojo que yo no haya podido ver durante toda una vida de búsqueda. Ya volví a China.
Mi padre fue un hombre que tuvo mucho éxito en la vida. Pero no dio resultado.
Dijeron que yo parecía un diablo extranjero; dijeron que hablaba también como un

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diablo extranjero. Cometí diversos errores en mi comportamiento, e ignoraba
fórmulas de cortesía que se habían puesto en boga después de que mi padre
abandonara China. No me quisieron. Puede que no me crea, pero me siento menos
extranjero aquí que en China.
—Tendré que creerlo porque es muy razonable lo que dice. Me ha dado usted
materia para pensar, por lo menos, hasta el veintisiete de febrero. ¿Le molestan a
usted mis preguntas?
—En absoluto. El inconveniente que tiene el pidgin es que acabas pensando en
pidgin. Yo escribo mucho para conservar mi inglés. El oír y el leer no son lo mismo
que el hablar y escribir.
—¿No se equivoca usted alguna vez? Es decir, ¿no se pone a hablar en inglés?
—No, nunca. Creo que eso depende de lo que esperan de ti. Hay que mirar a los
ojos del interlocutor, y si se ve que espera que se le hable en pidgin y que se arrastren
los pies, entonces no hay más remedio que hablar en pidgin y arrastrar los pies.
—Me parece que tiene usted razón —dijo Samuel—. Yo también cuento chistes,
porque vienen de todas partes a verme para reír. Trato de estar de buen humor ante
ellos, aunque la tristeza se haya apoderado de mí.
—Pero se dice que los irlandeses son felices y chistosos.
—Ahí está otra vez el pidgin y la coleta que mencionábamos. No lo son. Son
gentes sombrías, con una capacidad de sufrimiento mayor de la que merecen. Se dice
que, si les faltase el whisky para remojarse el gaznate y suavizar las asperezas de la
vida, se matarían. Y si cuentan chistes, es porque eso es lo que se espera de ellos.
Lee destapó una botellita.
—¿Quiere un poco?
—¿Qué es?
—Blandy chino. Fuelte bebida. En general, es brandy con una dosis de ajenjo.
Muy fuerte. Lima las asperezas de la vida.
Samuel sorbió de la botella y dijo:
—Sabe a manzanas podridas.
—Sí, pero a manzanas podridas muy buenas. Vuelva a probarlo, y paladéelo.
Samuel tomó esta vez un gran trago y echó la cabeza atrás.
—Ya veo lo que quiere decir. Es muy bueno.
—Aquí tiene usted algunos bocadillos y unas conservas, queso y un tarro de
requesón.
—Lo prepara usted muy bien.
—Sí, soy muy meticuloso.
Samuel mordió un bocadillo.
—Estoy dando vueltas a varias docenas de preguntas. Lo que usted acaba de decir
me sugiere la más brillante. ¿Le importa?
—En absoluto. La única cosa que quisiera pedirle es que no hablase de esta
manera cuando lo escuchen otras personas. Sólo consigue usted confundirlas y

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después no podrán creerlo.
—Trataré de complacerle —dijo Samuel—. Si hay algún resbalón, acuérdese, por
favor, de que soy un genio cómico. Es difícil partir a un hombre en dos, y esperar
encontrar siempre la misma mitad.
—Me parece que ya supongo cuál es la pregunta a la que usted se refiere.
—¿Cuál?
—Por qué me gusta ser criado.
—¿Cómo diablos lo ha adivinado?
—Me pareció la consecuencia lógica.
—¿Le molesta la pregunta?
—No, viniendo de usted. No hay preguntas desagradables, excepto las que vienen
envueltas en condescendencia. Ignoro cuándo el ser un sirviente fue considerado una
ignominia; en realidad es el refugio del filósofo, el alimento del ocioso y,
desempeñado adecuadamente, una situación de poder e incluso de amor. No alcanzo a
comprender por qué personas más inteligentes no lo estudian como una carrera,
aprenden a desempeñarlo bien y a recoger sus beneficios. Un buen criado goza de una
absoluta seguridad, no sólo por la bondad de su amo, sino por su pereza. Es tan difícil
para un hombre cambiar de especias como aparejar los calcetines. Antes que hacerlo,
preferirá conservar a un mal sirviente. Pero un buen criado, y yo soy excelente, puede
dominar por completo a su amo, decirle lo que debe pensar, cómo debe actuar, con
quién debe casarse, cuándo tiene que divorciarse, reducirle al terror como una
disciplina o llenarle de felicidad, y, finalmente, conseguirá que le mencione en el
testamento. Si así lo hubiese deseado, yo podría haber robado, despojado y pegado a
cualquiera de los que he servido, y aun lograr que me despidieran dándome las
gracias. Además, como chino, no tengo ninguna protección, pero como sirviente mi
amo me defenderá y me protegerá. Usted tiene que trabajar y preocuparse por muchas
cosas. Yo trabajo y me preocupo mucho menos que usted. Y, además, soy un buen
criado. Uno malo tampoco trabaja y se preocupa poco, pero también es alimentado,
vestido y protegido. No conozco ninguna otra profesión que se halle tan abarrotada
de ineptos y donde la excelencia sea tan rara.
Samuel se inclinó hacia él, escuchando con mucha atención.
—Después de esto, será un alivio volver a hablar en pidgin —afirmó Lee.
—Estamos muy cerca de las tierras de Sánchez. ¿Por qué paramos aquí? —
preguntó Samuel.
—Habla mucho. Mí sel silviente chino númelo uno. ¿Nos podemos il?
—¿Qué? Oh, desde luego. Pero la suya debe de ser una vida muy solitaria.
—Ése es el único inconveniente que tiene —respondió Lee—. He pensado en ir a
San Francisco y montar algún pequeño negocio.
—¿Ago así como una lavandería? ¿O una tienda de comestibles?
—No. Hay demasiadas lavanderías y restaurantes chinos. Había pensado en una
librería. Eso me gusta, y la competencia no sería muy grande. Pero probablemente no

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lo haré. Un criado acaba perdiendo la iniciativa.

Por la tarde, Samuel y Adam dieron un paseo a caballo por las tierras. El viento se
alzó como todas las tardes y el polvo amarillento cubrió el cielo.
—Oh, son unas tierras muy buenas —gritó Samuel—. Son excepcionales.
—Me parece como si el viento se las estuviese llevando poco a poco —observó
Adam.
—No, sólo las cambia de lugar. Algo de su tierra va al rancho de James, pero
usted recibe una poca de los Southeys.
—No me gusta el viento. Me pone nervioso.
—A nadie le gusta por mucho tiempo. También pone nerviosos y vuelve
intranquilos a los animales. No sé si usted lo habrá advertido, pero un poco más
arriba están plantando árboles para resguardar las tierras del viento. Eucaliptos,
vienen de Australia. Dicen que crecen tres metros por año. ¿Por qué no prueba a
plantar algunas hileras para ver qué pasa? Una vez crecidos, lo resguardarían algo del
viento, y, además, su madera es muy buena como leña.
—Buena idea —dijo Adam—. Pero lo que yo quiero realmente es agua. Con este
viento podría instalar un molino y sacar toda el agua que quisiera. Pienso que si
pudiese abrir algunos pozos y hacer obras de irrigación, la tierra no desaparecería
arrastrada por el viento. Podría probar a plantar algunas judías.
El viento obligó a Samuel a entornar los ojos.
—Si usted lo desea, trataré de encontrar agua —respondió. He traído una pequeña
bomba construida por mí, que la hará subir muy deprisa. La he inventado yo. Un
molino de viento es algo muy costoso. Acaso pueda construírselo y hacer que ahorre
usted algún dinero.
—Sería fantástico —dijo Adam—. No me importaría el viento si consiguiera
hacerlo trabajar para mí. Y si puedo encontrar agua, plantaré alfalfa.
—Nunca ha alcanzado un precio muy elevado.
—No pensaba en eso. Hace algunas semanas subí a dar una vuelta hacia la parte
de Greenfield y González, donde se han establecido algunos suizos. Crían unas
hermosas vacas lecheras y tienen cuatro cosechas de alfalfa al año.
—Ya oí hablar de ello. Trajeron vacas suizas.
El rostro de Adam se iluminó con la idea.
—Eso es lo que yo quiero hacer. Vender mantequilla y queso, y cebar con leche a
los cerdos.
—Usted dará prestigio al valle —dijo Samuel, y será un auténtico regalo para el
futuro.

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—Sólo en el caso de que consiga encontrar agua.
—Yo se la encontraré, si es que existe. Traigo mi varita mágica. Y golpeó un
bastoncillo ahorquillado que pendía de su silla.
Adam señaló a la izquierda, donde se extendía un ancho llano cubierto de plantas
bajas de artemisa.
—Ahí tiene usted —señaló—. Casi quince hectáreas y tan llano como un salón.
Introduje una sonda y observé que la capa superficial tiene un promedio de unos
noventa centímetros; la arena, arriba, y el limo al alcance del arado. ¿Cree usted que
encontraremos agua ahí?
—Lo ignoro —respondió Samuel—. Tengo que verlo.
Desmontó, alargó las riendas a Adam y desató su varita de zahorí. Tomó las dos
ramas de la horquilla con ambas manos y caminó lentamente, con los brazos
extendidos ante sí y la punta de la varita apenas levantada. Caminaba en zigzag. Una
vez frunció el ceño y retrocedió algunos pasos; después sacudió la cabeza y continuó
caminando. Adam le seguía lentamente, montado en su caballo y tirando de las
riendas del otro. Observaba con atención el bastoncillo. Lo vio estremecerse y luego
sacudirse un poco, como si un pez invisible tirase del sedal. El rostro de Samuel
estaba tenso. Continuó adelante hasta que la punta de la varita pareció dar un tirón
más fuerte hacia abajo contra sus brazos extendidos. Trazó un círculo en la tierra,
rompió un pedazo de artemisa y tiró la varilla al suelo. Después salió del círculo,
tomó de nuevo su varita y se dirigió hacia el punto donde la varita se había movido.
Cuando llegó cerca de él la punta de la varita se hallaba de nuevo dirigida hacia
abajo. Samuel suspiró, se relajó y tiró su varita al suelo.
—Puedo sacar agua de aquí —afirmó—. Y no está a mucha profundidad. El tirón
fue fuerte, hay mucha agua.
—Bien —dijo Adam—. Voy a mostrarle un par de lugares más.
Samuel cortó un recio trozo de artemisa y lo clavó en el suelo. Hizo una
hendidura en su extremo e introdujo en ella otro trozo cruzado a modo de señal.
Luego aplastó con el pie todos los matorrales en derredor para que la señal quedase
bien a la vista y fuera fácil de encontrar.
En el segundo intento, a unos trescientos metros de distancia, la varita pareció
casi escapársele de las manos.
—Hay todo un mundo de agua aquí —aseguró Samuel.
La tercera prueba no fue tan concluyente. Tras media hora de rastreo, no obtuvo
más que una señal muy débil.
Los dos hombres cabalgaron despacio de regreso a la casa de Trask. La tarde
parecía dorada, debido al polvo amarillo que revoloteaba por el cielo. Como siempre,
el viento comenzó a amainar a medida que el sol se iba ocultando, pero a veces había
que esperar hasta media noche para que el polvo se asentara.
—Sabía que era un buen lugar —aseguró Samuel—. Cualquiera puede verlo. Pero
no creí que fuese tan bueno. Debe de tener bajo sus tierras una gran corriente

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proveniente de las montañas, señor Trask. Usted sí que sabe elegir terrenos.
Adam sonrió.
—Teníamos una granja en Connecticut —dijo—. Durante seis generaciones sólo
sacamos piedras. Una de las primeras cosas que recuerdo es apilar piedras para los
muros. Creía que en todas las granjas se hacía lo mismo. Aquí me resulta extraño y
hasta pecaminoso. Si se quiere una piedra, hay que recorrer un largo camino para
hallarla.
—Los caminos del pecado son curiosos —observó Samuel—. Supongo que si un
hombre tuviera que expulsar todos sus pecados, siempre se guardaría alguno para no
estar a gusto. Son las últimas cosas de las que nos desprendemos.
—Tal vez sea bueno para conservarnos humildes. Hay que temer a Dios.
—Puede que sí —dijo Samuel—. Y también creo que la humildad debe de ser una
cosa buena, puesto que es raro el hombre que no posea, cuando menos, algo de ella;
pero cuando se la analiza, es difícil ver dónde reside su valor, a menos que se
convenga en que es una deleitosa pena, y muy preciosa además. Me pregunto si
hemos dado al sufrimiento su justa medida.
—Cuénteme algo de su varita —dijo Adam—. ¿Cómo trabaja?
Samuel golpeó la horquilla atada a la silla.
—En realidad, no creo mucho en ella, pero funciona —sonrió a Adam—. Quizás
ése sea el truco. Tal vez conozco dónde se encuentra el agua porque la siento en mi
piel. Algunos tienen ese don. Suponga que algo, llámelo humildad o una profunda
incredulidad en mí mismo, me fuerza a hacer magia para traer a la superficie lo que
ya conocía de antemano. ¿Tiene esto algún sentido para usted?
—Tendría que pensarlo —contestó Adam.
Los caballos seguían su camino, con las cabezas bajas y las riendas flojas.
—¿Puede usted quedarse aquí a pasar la noche?
—Sí podría, pero será mejor que no me quede, pues no he avisado a Liza de que
pasaría la noche fuera. No quisiera causarle un disgusto.
—Pero ella ya sabe dónde se encuentra usted.
—Claro que lo sabe. Pero volveré a casa esta noche, no importa a la hora que
llegue. Si quiere usted invitarme a cenar, me quedaré con mucho gusto. ¿Y cuándo
desea que venga para empezar a abrir los pozos?
—Tan pronto como pueda.
—Ya sabe usted que poder disfrutar de agua tiene su precio. Tendré que cobrarle
cincuenta centavos, o más, por cada treinta centímetros; depende de la profundidad a
la que se encuentre. Puede costarle mucho dinero.
—Tengo el dinero. Deseo los pozos. Mire, señor Hamilton…
—Samuel, por favor.
—Mire, Samuel, pienso hacer un vergel de mi tierra. Recuerde que mi nombre es
Adam. Hasta ahora no he tenido un Edén. Tan sólo he sido expulsado de él.
—Es la mejor razón que jamás oí para hacer un vergel —exclamó Samuel,

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riéndose entre dientes—. ¿Y dónde estará la manzana?
—No quiero plantar manzanos. Podría traerme problemas —respondió Adam.
—¿Y qué dice Eva a esto? Recuerde usted que ella tiene la palabra. Y para ella las
manzanas son un placer.
—No para ésta —dijo Adam con ojos relucientes—. No conoce usted a esta Eva.
Ella celebrará mi elección. Es la bondad personificada.
—Posee usted entonces algo extraordinario. No se me ocurre mejor regalo del
cielo.
Se estaban acercando a la entrada del pequeño valle lateral en donde estaba la
casa de Sánchez. Podían ver las verdes copas de los corpulentos robles.
—Sí, un verdadero regalo —dijo Adam suavemente—. No se lo imagina. Tuve
una vida gris, señor Hamilton…, Samuel. No es que fuese peor, comparada con otras
vidas, pero no era nada. No sé por qué le cuento esto.
—Tal vez porque me agrada escucharlo.
—Mi madre murió antes de que yo pudiese recordarla. Mi madrastra era una
buena mujer, pero estaba obsesionada y enferma. Mi padre era un hombre rígido y
arrogante, tal vez un gran hombre.
—¿No pudo quererle?
—Creía que le quería porque así me lo habían enseñado, pero no era cierto.
Samuel asintió.
—Lo sé, y algunos hombres lo desean así —sonrió astutamente—. Yo siempre he
deseado lo contrario. Liza dice que es mi punto flaco.
—Mi padre me envió al ejército —dijo—, al oeste, a luchar contra los indios.
—Ya me lo dijo. Pero usted no piensa como un militar.
—No era de los buenos. Me parece que estoy contándole toda mi vida.
—Será porque usted lo desea. Siempre hay alguna razón.
—Un soldado debe desear hacer las cosas que tiene que hacer, o por lo menos,
sentirse satisfecho con ellas. Yo no podía hallar razones lo suficientemente buenas
para matar hombres y mujeres, ni tampoco podía entender las explicaciones que nos
daban para hacerlo.
Cabalgaron en silencio durante algún tiempo. Adam continuó hablando:
—Cuando salí del ejército me sentí tan sucio como si me hubiera rebozado en una
pocilga. Vagabundeé durante mucho tiempo antes de regresar a casa, ese lugar tan
conocido que no me gustaba.
—¿Y su padre?
—Murió, y la casa era el mejor sitio para descansar o para trabajar, y esperar la
muerte de la misma manera que se espera una espantosa excursión.
—¿Solo?
—No, tengo un hermano.
—¿Dónde está, esperando la excursión?
—Sí, exactamente. Entonces apareció Cathy. Tal vez se lo cuente algún día…,

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cuando yo pueda hablar de ello y usted quiera escucharlo.
—Me encantaría escucharlo —respondió Samuel—. Trago historias como si
fuesen uvas.
—Una especie de luminosidad se desprendía de ella. Y todos los objetos
cambiaban de color. El mundo se abría, y el día era bueno para despertarse. No había
límites para nada. Y las gentes eran buenas y bellas. Y el temor desapareció de mi
vida.
—Ya conozco ese sentimiento —dijo Samuel—. Es un antiguo amigo mío. Nunca
muere, pero a veces se va, o tú lo echas. Sí, lo conozco muy bien: ojos, nariz, boca y
cabello.
—Y todo esto lo trajo una pequeña muchacha indefensa.
—¿Y no vino con usted?
—Oh, no, o de lo contrario hubiese llegado antes. No. Cathy lo trajo consigo, y la
acompaña a todas partes. Y ahora ya sabe para qué quiero los pozos. Tengo que
devolver lo que he recibido. Voy a hacer un jardín tan bueno, tan hermoso, que sea un
lugar apropiado para su vida y un paraje adecuado para que resplandezca su luz.
Samuel tragó saliva varias veces y luego habló con una voz seca que le salía de la
garganta oprimida.
—Puedo darme cuenta de mi deber —dijo—. Puedo verlo claramente ante mí, si
es que soy de esa clase de hombre que puede considerarse amigo suyo.
—¿Qué quiere decir?
Samuel respondió sarcástico:
—Es mi deber tomar esa cosa suya y darle puntapiés en el rostro, luego levantarla
y extender sobre ella una capa de lodo suficiente para apagar esa peligrosa luz. —Su
voz se hizo dura y vehemente—: Debería sostenerla ante usted cubierta de barro y
mostrarle la suciedad y el peligro que encierra. Debería aconsejarle que mirase más
de cerca hasta que viese cuán fea es en realidad. Debería pedirle que pensara en la
fragilidad de los sueños y darle algunos ejemplos. Debería darle el pañuelo de Otelo.
Oh, ya lo sé, debería hacerlo. Y debería desenredar sus enmarañados pensamientos,
mostrarle que el impulso es gris como el plomo, y podrido como una vaca muerta en
tiempo lluvioso. Si cumpliese bien con mi deber, le devolvería de nuevo a su vieja e
insulsa vida y lo haría sentirse bien en ella, y le daría la bienvenida por su regreso a la
cruda realidad.
—¿Está usted burlándose? Tal vez no debí contarle…
—Es mi deber de amigo. Una vez tuve un amigo que cumplió también su deber
conmigo. Pero yo soy un falso amigo. No gozo de crédito para ello entre mis
semejantes. Es una cosa magnífica, y así sea preservada, ensalzada y glorificada. Y le
abriré sus pozos, y llevaré mi taladro hasta el negro centro de la tierra. Exprimiré
agua de la tierra, como si se tratara del zumo de una naranja.
Cabalgaron bajo los corpulentos robles en dirección a la casa.
—Allá está, sentada fuera —le indicó Adam.

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Y le gritó:
—¡Cathy, dice que hay agua, en grandes cantidades!
Luego dijo a Samuel, emocionado:
—¿Sabe que pronto tendrá un niño?
—Incluso a esta distancia me parece bella —respondió Samuel.

Debido al calor que había hecho durante el día, Lee dispuso una mesa bajo un roble,
y en cuanto el sol se acercó a las montañas del oeste, Lee comenzó a ir y venir a la
cocina, trayendo fiambres, conservas, ensalada de patata, pastel de coco y tarta de
melocotón. Colocó en el centro de la mesa una gigantesca jarra de arcilla llena de
leche.
Adam y Samuel volvieron del lavabo con los rostros y el cabello relucientes por
el agua; la barba de Samuel estaba esponjosa después de habérsela enjabonado.
Fueron a la mesa y esperaron a que llegase Cathy.
Ésta andaba despacio, tanteando el terreno como si tuviese temor de tropezar y
caer. Su falda y su delantal ocultaban hasta cierto punto su hinchado vientre. Su
rostro era sereno e infantil, y llevaba las manos entrelazadas sobre el regazo. Se
acercó primero a la mesa, antes de alzar la vista y lanzar una ojeada a Samuel y a
Adam.
Adam le arrimó una silla.
—No conoces al señor Hamilton, querida —dijo.
Ella tendió la mano.
—¿Cómo está usted? —saludó.
Samuel había estado observándola.
—Es usted muy hermosa —afirmó—. Encantado de conocerla. Espero que se
encuentre usted bien.
—Oh, sí, sí, me encuentro bien.
Los hombres se sentaron.
—Es muy protocolaria, aunque no se dé cuenta. Cada comida es una especie de
ceremonia —observó Adam.
—No hables así —repuso ella—. Ya sabes que no es verdad.
—¿No le parece estar en una fiesta, Samuel? —preguntó Adam.
—Pues sí, y debo decirles que nunca ha habido un hombre tan deseoso de fiestas
como yo. Y mis hijos son aún peores. Mi Tom quería acompañarme hoy. Siempre está
dispuesto a salir del rancho.
Samuel comprendió de pronto que estaba hablando para que no cayese el silencio
sobre la mesa. Hizo una pausa y sobrevino el silencio. Cathy tenía la mirada baja,

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puesta en su plato, mientras comía un trozo de cordero asado. Alzó un momento la
vista cuando mordisqueó un pedazo con sus dientecillos. Sus ojos grandes y
hermosos eran inexpresivos. Samuel sintió un escalofrío.
—¿Tiene frío? —preguntó Adam.
—¿Frío? No. Habrá pasado un fantasma sobre mi sepultura.
—Oh, sí, ya conozco esa sensación.
Se hizo el silencio de nuevo. Samuel esperó a ver si alguien hablaba, pero sabía
de antemano que nadie lo haría.
—¿Le gusta nuestro valle, señora Trask?
—¿Qué? Oh, sí.
—Si no es impertinente la pregunta, ¿para cuándo espera el niño?
—Para dentro de unas seis semanas —contestó Adam—. Mi mujer no se parece a
las demás; no habla mucho.
—A veces el silencio es más elocuente —apuntó Samuel, y vio parpadear a
Cathy; tuvo la impresión de que la cicatriz de su frente se oscurecía.
Algo la había azotado, igual que se fustiga a los caballos con las riendas en una
calesa. Samuel no podía recordar qué es lo que había dicho para producirle aquella
reacción. Sintió que se ponía tenso como cuando su varita se había doblado ante el
agua subterránea; tenía la sensación de que algo extraño y violento iba a pasar. Miró a
Adam y vio que estaba contemplando embelesado a su mujer. No había notado nada.
Su rostro rebosaba de felicidad.
Cathy estaba masticando un trozo de carne con sus dientes delanteros. Samuel
nunca había visto comer de aquella manera. Y cuando hubo tragado, se pasó la
lengüecilla por los labios. Samuel se repetía para sus adentros: «Algo no anda bien,
pero no consigo saber qué es». Y el silencio volvió a reinar.
Sintió que unos pies se arrastraban tras él y se giró. Lee depositó una tetera
encima de la mesa y desapareció silenciosamente.
Samuel empezó a hablar para romper el silencio. Habló de cuando llegó al valle,
recién venido de Irlanda, pero al cabo de un rato ni Cathy ni Adam le escuchaban.
Para cerciorarse, empleó una treta que había inventado para descubrir si sus hijos le
escuchaban cuando le pedían que les leyese y no le dejaban detenerse: soltó dos
frases sin pies ni cabeza. No recibió la menor respuesta, ni de Adam ni de Cathy.
Entonces desistió.
Engulló la cena que le sirvieron, bebió el té casi hirviendo y plegó su servilleta.
—Señora, le ruego que me excuse. Me voy a casa. Y le agradezco mucho su
hospitalidad.
—Buenas noches —dijo ella.
Adam se levantó. Pareció regresar de algún sueño.
—No se vaya aún. Quédese a pasar la noche con nosotros.
—No; muchas gracias, pero no puedo. Además, mi casa no está muy lejos y la
luna me iluminará el camino.

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—¿Cuándo piensa empezar a abrir los pozos?
—Tengo que montar mi torre perforadora, afilar algunas herramientas y dejarlo
todo arreglado en casa. Dentro de pocos días le enviaré el equipo con Tom.
Adam pareció revivir.
—Hágalo pronto —dijo—. Me corre mucha prisa. Cathy, convertiremos este
lugar en el sitio más hermoso del mundo. No habrá nada que se le parezca en ninguna
parte.
Samuel dirigió su mirada al rostro de Cathy, que permanecía imperturbable. Los
ojos eran inexpresivos y la boca estaba plegada en una sonrisa estereotipada.
—Será bonito —comentó ella.
Durante un momento, Samuel sintió el impulso de hacer o decir algo para
arrancarla de aquella impasibilidad. Y volvió a estremecerse.
—¿Otro fantasma sobre su tumba? —preguntó Adam.
—Sí, otro.
La noche iba cayendo y las siluetas de los árboles se recortaban negras como el
cielo.
—Buenas noches, pues.
—Lo acompañaré.
—No, hombre, quédese con su esposa. Todavía no ha terminado de cenar.
—Pero…
—Siéntese, hombre. Ya sabré encontrar mi caballo, y, si puedo, le robaré uno de
los suyos. —Samuel empujó suavemente a Adam, y le obligó a sentarse de nuevo—.
Buenas noches. Buenas noches, señora.
Se dirigió apresuradamente hacia el establo.
El viejo Doxology estaba mordisqueando delicadamente el heno del pesebre con
unos belfos que parecían dos lenguados. La cadena del ronzal tintineaba contra la
madera. Samuel descolgó su silla del grueso clavo de donde pendía por un estribo de
madera, y la lanzó sobre el ancho lomo de la cabalgadura. Estaba atando las cinchas,
cuando oyó un pequeño movimiento tras él. Se volvió y vio la silueta de Lee,
recortándose contra la luz moribunda.
—¿Cuándo volverá usted? —preguntó el chino suavemente.
—Lo ignoro. Dentro de unos días, o de una semana. Lee, ¿qué ocurre?
—¿Qué ocurre con qué?
—¡Por Dios, fue espantoso! ¿Hay algo que no marcha aquí?
—¿Qué quiere usted decir?
—Usted sabe muy bien lo que quiero decir.
—Cliado chino sólo tlabajal. No oye, no habla.
—Sí. Me parece que tiene usted razón. Sí, sin duda tiene usted razón. Siento
habérselo preguntado. No he demostrado muy buena educación.
Se volvió, introdujo el bocado entre los dientes de Doxology y metió las lacias y
grandes orejas en el cabezal. Desató el ronzal y lo dejó caer en el pesebre.

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—Buenas noches, Lee —dijo.
—Señor Hamilton…
—Diga.
—¿Necesita usted un cocinero?
—En mi casa no puedo permitirme ese lujo.
—No le cobraré mucho.
—Liza lo mataría. ¿Por qué? ¿Piensa usted dejar la casa?
—Solamente quería preguntárselo —respondió Lee—. Buenas noches.

Adam y Cathy estaban sentados bajo el árbol, en medio de la oscuridad creciente.


—Es un buen hombre —afirmó Adam—. Me agrada. Desearía poder persuadirlo
para que se instalara aquí y administrara la propiedad, como una especie de
superintendente.
—Pero ya tiene su casa y su familia —replicó Cathy.
—Sí, ya lo sé. Y sus tierras son las más pobres que te puedas imaginar. Ganaría
más con el sueldo que yo le daría. Se lo preguntaré. Requiere cierto tiempo
acostumbrarse a un nuevo país. Es como nacer otra vez y tener que aprenderlo todo.
Yo solía saber de qué lado tiene que venir la lluvia, pero aquí es totalmente diferente.
Y antaño sentía de qué lado soplaría el viento, y si sería fresco. Pero aquí tendré que
aprenderlo de nuevo, y ello requiere cierto tiempo. ¿Te sientes bien, Cathy?
—Sí.
—Un día, y no muy lejano, contemplarás todo el valle verde de alfalfa. Lo verás
desde las grandes y hermosas ventanas de la casa, que ya estará terminada. Plantaré
avenidas de eucaliptos y mandaré traer semillas y plantas para hacer experimentos
con ellas. Quiero ver si dan resultado una variedad de nogales chinos. Me pregunto si
se adaptarán a este clima. Bueno, lo probaremos. Acaso Lee pueda decírmelo. Y una
vez que haya nacido el niño, podrás acompañarme a caballo y visitaremos toda la
propiedad, porque todavía no la has visto, en realidad. ¿No te lo dije? El señor
Hamilton nos construirá molinos de viento y desde aquí podremos ver cómo giran —
extendió las piernas con aire satisfecho bajo la mesa—. Lee tendría que traer velas —
dijo—. ¿Qué diablos estará haciendo?
Cathy habló muy quedamente:
—Adam, yo no quería venir aquí y no me quedaré. Tan pronto como pueda, me
marcharé.
—¡Bah, tonterías! —contestó Adam, riendo—. Eres como un niño que ha salido
de casa por primera vez. Sabes, cuando ingresé en el ejército por primera vez, creí
que iba a morir de nostalgia. Pero me sobrepuse; todos lo hacemos. Así que no digas

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tonterías.
—No es ninguna tontería.
—No hablemos más de eso, querida. Todo cambiará cuando haya nacido el niño.
Ya lo verás.
Se llevó las manos a la nuca y levantó la mirada hacia las estrellas, que brillaban
débilmente a través de las ramas.

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Capítulo 16

Samuel Hamilton cabalgaba hacia su casa en una noche bañada hasta tal punto por la
claridad lunar, que las montañas adquirían el propio tono de la luna, blanca y
polvorienta. Los árboles y la tierra parecían espectros silenciosos y opresivos. Las
sombras eran negras y sin el menor matiz, y los lugares descubiertos aparecían
blancos y totalmente desprovistos de color. Aquí y allá, Samuel advertía los secretos
movimientos de los animales nocturnos que estaban en plena actividad; entre ellos, el
ciervo, que herbajeaba toda la noche, cuando la luna era brillante, para dormir
durante el día oculto en la espesura. Los conejos, ratones campestres y otros
animalejos, siempre perseguidos, se sentían más seguros bajo aquella débil claridad y
se arrastraban, brincaban y se escabullían, para reunir piedras o ramitas cuando ni su
olfato ni su oído les advertía de ningún peligro. Los animales de presa también
estaban activos: las largas comadrejas, semejantes a ondas de luz pardusca; los gatos
monteses, que se deslizaban casi invisibles, excepto cuando sus ojos amarillos se
iluminaban y resplandecían por un segundo; las zorras, husmeando con sus agudos
hocicos en busca de una cena de sangre caliente, y los mapaches, atracándose a la
orilla de las aguas tranquilas y charlando con las ranas. Por su parte, los coyotes,
olfateando con el hocico pegado en las vertientes montañosas y, desgarrados a la vez
por el dolor y el gozo, levantaban sus cabezas y manifestaban sus sentimientos, que
estaban entre el deseo vehemente y la risa, aullando a su diosa la luna. Y sobre todo
aquel sombrío ulular, volaban los búhos, tiznando con un tenebroso temor a los seres
que se agitaban en el suelo. El viento de la tarde había caído, y sólo soplaba una
ligera brisa, semejante a un suspiro, procedente del lado de las secas y cálidas
montañas.
El resonar de los cascos de Doxology hacía callar a los moradores de la noche
hasta que se había alejado. La barba de Samuel resplandecía nívea, y su cabello
grisáceo flotaba al viento. Había colgado su sombrero negro del pomo de su silla.
Sentía una opresión en el estómago, una aprensión como la producida por un
pensamiento malsano. Era la Weltschmerz —lo que nosotros solemos denominar
Welshrats—, la tristeza universal que surge en el alma como un gas y esparce tal
desesperación que no hay modo de descubrir la causa del pesar.
Samuel evocó en su mente el bello rancho y las señales de agua. Ninguna
Welshrats podía surgir de allí, a menos que él abrigase una envidia disimulada. Trató
de descubrir la envidia en sí mismo, y no pudo encontrarla. Pensó entonces en el
sueño de Adam de hacer un jardín semejante al paraíso, y en la adoración que sentía
por Cathy. No encontraba nada, a menos…, a menos que evocase sus propias heridas

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ya cicatrizadas. Pero de aquello hacía ya mucho tiempo, y él ya había olvidado el
dolor. El recuerdo era dulce, cálido y agradable, ahora que todo había terminado. Sus
ijares y sus muslos habían olvidado el hambre.
Mientras cabalgaba entre la luz y la sombra de los árboles y de los calveros,
seguía pensando. ¿Cuándo había empezado a surgir en su pecho la Welshrats? Y
entonces lo descubrió: era Cathy, aquella linda, menuda y delicada Cathy. Pero ¿qué
podía decir de ella? Era callada, pero muchas mujeres lo eran. ¿Qué sería, pues? ¿De
dónde habría surgido? Recordó que había sentido una sensación de inminencia,
parecida a la que sintió cuando tenía la varita de zahorí en la mano, y recordó su
estremecimiento, «cuando el fantasma caminó sobre su tumba». Ahora lo había
localizado en tiempo, lugar y persona. Había surgido durante la cena y procedía de
Cathy.
Evocó el rostro de la joven frente a él y estudió sus ojos grandes, las delicadas
aletas de su nariz, la boca más pequeña de lo que a él le gustaba en una mujer, pero
dulce; el pequeño y firme mentón, y volvió a fijar su atención en los ojos. ¿Eran
fríos? ¿Eran ellos la causa de todo? Daba vueltas y vueltas a esa cuestión. Los ojos de
Cathy no expresaban nada, no comunicaban nada. No se podía reconocer nada tras
ellos. No eran ojos humanos. Le recordaban algo que no podía determinar; alguna
reminiscencia del pasado, alguna imagen. Se esforzó por recordarlo, y de pronto lo
vio.
Surgió completo del fondo de los años, con todos sus colores y voces, y sus
apiñados sufrimientos. Se vio a sí mismo, un muchachuelo, tan pequeño que tenía
que alargar el brazo para asir la mano de su padre. Sintió bajo sus pies los guijarros
de Londonderry, y en torno a él el bullicio y la alegría de la única gran ciudad que
había visto. Se hallaba en una feria, con teatrillos de marionetas y casetas de todo
tipo, caballos y puestos de baratijas de abigarrados colores, que le parecían deseables,
y, como su padre estaba de buen humor, casi al alcance de la mano.
Y luego la gente se convirtió en una gran riada, que los arrastró por una calle
estrecha, como pajas en una inundación, empujándolos por detrás y por delante, y
hasta levantándolo del suelo. El estrecho callejón se abría sobre una plaza, y frente a
los grises muros de un edificio se alzaba un gran cadalso, sobre el que pendía una
cuerda con un nudo corredizo.
Samuel y su padre eran empujados y bamboleados por la marea humana y cada
vez estaban más cerca del patíbulo. En su recuerdo, podía oír la voz de su padre que
decía: «No es una cosa para un niño. No es para nadie, pero menos para un niño». Su
padre luchaba por volverse, por abrirse camino contra la creciente presión de las
gentes. «Déjennos pasar. Ábrannos paso, por favor. Voy con un niño».
La ola humana no tenía rostro y empujaba sin pasión. Samuel levantó la cabeza
para mirar el cadalso. Un grupo de hombres con trajes y sombreros oscuros habían
ascendido sobre la elevada plataforma. Y en medio de ellos se veía a un hombre de
rubios cabellos, con pantalones negros y una camisa azul pálido desabrochada.

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Samuel y su padre se hallaban tan próximos, que el niño tenía que echar la cabeza
hacia atrás para ver.
El hombre de cabellos áureos parecía no tener brazos. Miró sobre la multitud y
luego, bajando los ojos, miró a Samuel. La imagen le aparecía clara, llena de luz y
perfecta. Los ojos de aquel hombre no mostraban nada, no eran como los demás ojos,
ni como los ojos de un hombre.
De pronto, hubo un rápido movimiento sobre la plataforma, y el padre de Samuel
colocó ambas manos sobre la cabeza del niño, de tal forma que sus palmas le tapaban
las orejas y sus dedos se encontraban entrelazados en la nuca. De este modo obligó a
bajar la cabeza a Samuel, y le apretó la cara contra su negra chaqueta. A pesar de sus
esfuerzos por desasirse, el niño no consiguió mover la cabeza. Sólo veía una banda de
luz en el borde de los ojos y sólo llegó a sus oídos un apagado ruido a través de las
manos de su padre. Los oídos le palpitaban; luego, las manos y los brazos de su padre
se pusieron rígidos, y sintió contra su rostro la profunda inspiración de su padre, y
cómo retenía la respiración con manos temblorosas.
La escena siguiente surgió también de su memoria, y la colocó ante sus ojos
suspendida en el aire, sobre la cabeza de su caballo; una vieja y mugrienta mesa en
una taberna, barullo de conversaciones y risas. Un jarro de estaño frente a su padre, y
ante él, una taza de leche caliente, endulzada y aromatizada con azúcar y canela. Los
labios de su padre estaban extrañamente azulados y había lágrimas en sus ojos.
—Nunca te hubiera traído, de haberlo sabido. No es algo que deba ver nadie, y
menos un niño como tú.
—¡Si no he visto nada! —se lamentó Samuel—. Usted me hizo bajar la cabeza.
—Afortunadamente.
—¿Qué hacían?
—Te lo voy a decir. Mataban a un hombre malo.
—¿Era el hombre de los cabellos de oro?
—Sí, ése era. Y no tienes que compadecerle. Merecía la muerte. No hizo una sola
cosa mala, sino muchas, cosas que sólo se le podían haber ocurrido a un diablo. No
me apena su muerte, sino que la hayan aprovechado para hacer una fiesta, en lugar de
hacerlo con discreción y en la oscuridad.
—Yo vi al hombre del cabello dorado. Me miró.
—Pues aún doy más gracias a Dios de que haya muerto.
—¿Qué hizo?
—Nunca te contaré esas cosas, pues te provocarían pesadillas.
—Tenía unos ojos muy extraños ese hombre de cabellos dorados. Me recordaron
a los de una cabra.
—Bébete la leche, y te compraré un bastón con cintas y un pito largo de plata.
—¿Y la cajita reluciente con un dibujo dentro?
—Ésa también, pero bébete la leche y no preguntes más.
Ahí estaba todo, sí, surgiendo del pasado polvoriento.

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Doxology remontaba la última cuesta antes de llegar a la oquedad donde estaba
situado el rancho, y los grandes cascos repiqueteaban sobre las piedras del sendero.
Sí, eran los ojos, pensó Samuel. Sólo había visto dos veces en su vida unos ojos
como aquéllos, tan inhumanos. Y pensó que debía de ser la noche y la luna. Pero
¿qué relación podía haber entre el hombre rubio ahorcado tanto tiempo atrás y aquella
dulce mujercita que iba a ser madre? «Liza tiene razón. Mi imaginación», se decía,
«me dará cualquier día un pasaporte para el infierno. Tengo que dejar de pensar
tonterías o acabaré comparando a esa pobre criatura con el demonio. Así es como a
veces nos equivocamos. Pensar demasiado nos hace perder la perspectiva. Debe de
ser, simplemente, alguna particularidad de la forma y el color de los ojos. Pero no, no
es eso. Es la mirada, y no tiene nada que ver con la forma o el color. Bien, ¿se trataba,
pues, de una mirada de maldad? Acaso semejante mirada puede aparecer algunas
veces en un rostro angelical. Lo mejor que puedo hacer es olvidar esas fantasías y no
permitir que me inquieten jamás». Volvió a sentir un escalofrío y pensó que tendría
que cercar su tumba para que ningún fantasma la pisara.
Y Samuel Hamilton decidió emplear todos sus esfuerzos en la creación del Edén
del valle Salinas, como una secreta penitencia por sus malos pensamientos.

Liza Hamilton, con sus mejillas aterciopeladas y sonrosadas, se revolvía como un


leopardo enjaulado ante la estufa cuando Samuel entró en la cocina por la mañana. El
fuego de leña de roble rugía a través del tiro abierto, calentando el horno para el pan,
el cual se veía blanco e hinchado en las bandejas. Liza se había levantado antes del
alba, como siempre. Para ella, quedarse en cama después de la salida del sol era tan
pecaminoso como salir de casa después de oscurecido. No había ninguna virtud
posible en ambas acciones. Sólo una persona en el mundo podía descansar,
impunemente y sin cometer un crimen, entre sus sábanas planchadas y crujientes,
después del alba, después de la salida del sol, e incluso hasta media mañana, y esa
persona era su hijo menor, Joe.
Por aquel entonces, en el rancho sólo vivían Tom y Joe. Y Tom, grande y
coloradote, cuyo bigotillo incipiente comenzaba a crecer, ya estaba sentado a la mesa
de la cocina, con las mangas bajadas, según le habían enseñado. Liza, con una jarra
en la mano, vertía una espesa papilla en un perol de esteatita. Los pastelillos calientes
se hinchaban como pequeñas almohadillas, y sobre ellos se formaban diminutos
volcanes que reventaban en minúsculas erupciones, hasta que estaban listos para
darles la vuelta, cuando adquirían un bello color tostado, con estrías más oscuras. Y
toda la cocina estaba envuelta en su agradable aroma.
Samuel vino del patio, donde había ido a lavarse. Sus cabellos y barba brillaban

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por el agua, y al entrar en la cocina se bajó las mangas de su camisa azul. La señora
Hamilton no consentía que nadie se sentara a la mesa con las mangas remangadas,
pues eran signo de ignorancia o de desprecio por los buenos modales.
—Llego tarde, madre —dijo Samuel.
Ella no le miró. Su espátula se movía como una serpiente en el momento de
atacar, y los pastelillos calientes emitían una especie de silbido al asentar sus blancos
bordes sobre el perol.
—¿A qué hora volviste a casa? —preguntó ella.
—Oh, tarde. Debían de ser cerca de las once. No miré la hora por temor a
despertarte.
—No me desperté —dijo Liza hoscamente—. Y acaso a ti te parezca saludable
vagar por ahí durante toda la noche, pero al Señor no le es tan grato.
Era bien sabido que Liza Hamilton y el Señor tenían las mismas opiniones sobre
casi todas las cuestiones. Se giró y cogió una fuente de dorados y calientes pastelillos,
que entregó a Tom.
—¿Qué te ha parecido la propiedad de Sánchez? —preguntó a su marido.
Samuel se aproximó a ella, se inclinó y le besó su roja mejilla.
—Buenos días, madre. Dame tu bendición.
—Yo te bendigo —dijo Liza de forma maquinal.
Samuel se sentó a la mesa y dijo:
—Yo te bendigo, Tom. Bien, el señor Trask está haciendo grandes cambios. Está
arreglando la vieja casa para vivir en ella.
Liza, que estaba frente a la estufa, se volvió rápidamente.
—¿Te refieres a aquella en que han dormido durante años las vacas y los cerdos?
—Sí, ha cambiado los antiguos suelos y los marcos de las ventanas. Ahora todo
está nuevo y recién pintado.
—Jamás podrá quitar el olor de los cerdos —afirmó Liza con rotundidad—.
Dejan un hedor que no se puede lavar ni disimular con nada.
—Bien, pues yo entré y eché un vistazo, madre, y sólo olía a pintura.
—Cuando se seque olerá a cerdo —contestó ella.
—Ha hecho un jardín, afuera, regado por el agua del manantial, y en un parterre
ha plantado rosas y otras flores; y algunos de los arbustos los ha hecho traer de
Boston.
—No sé qué le parecerá al Señor semejante despilfarro —dijo Liza agriamente—.
Y no es que no me gusten las rosas.
—Él dijo que me daría algunos esquejes —dijo Samuel.
Tom terminó de comer los pastelillos calientes y revolvió el café.
—¿Qué clase de hombre es, padre?
—Creo que es un hombre muy cabal; sabe hablar y tiene una inteligencia
prometedora, aunque es algo dado a soñar.
—Le dijo la sartén al cazo —interrumpió Liza.

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—Sí, ya sé, ya sé. Pero ¿no has pensado alguna vez que mis sueños reemplazan
mis carencias? El señor Trask tiene sueños prácticos y los dólares necesarios para
convertirlos en realidad. Quiere hacer de sus tierras un vergel, y podéis estar seguros
de que lo hará.
—¿Cómo es su mujer? —preguntó Liza.
—Pues muy joven y muy guapa. Es muy callada, apenas habla, y pronto tendrá su
primer hijo.
—Ya lo sé —dijo Liza—. ¿Cómo se llamaba de soltera?
—Lo ignoro.
—¿No sabes tampoco de dónde proviene?
—Tampoco lo sé.
Depositó un plato con pastelillos calientes frente a su marido, le llenó la taza de
café y rellenó la de Tom.
—¿De qué te enteraste? ¿Cómo va vestida?
—Pues muy bien, muy guapa, con un vestido azul y una chaquetilla de color rosa,
muy ajustada a la cintura.
—Veo que de eso te has dado cuenta. ¿Sabrías decir si eran vestidos hechos por
una modista o de confección?
—Diría que son de confección.
—No puedes saberlo —afirmó Liza—. También creíste que el vestido que se hizo
Dessie para ir a San José lo había comprado en una tienda.
—Dessie es un primor —dijo Samuel—. Hace verdaderas maravillas con la aguja.
—Dessie piensa abrir un taller de modista en Salinas —observó Tom.
—Ya me lo contó —respondió Samuel—. Le auguro un gran éxito.
—¿En Salinas? —Liza puso los brazos en jarras—. No me había dicho nada.
—Me temo que hemos hecho un mal servicio a nuestro encanto —dijo Samuel—.
Lo reservaba para darle una gran sorpresa a su madre, y nosotros le hemos aguado la
fiesta.
—Debería habérmelo dicho —afirmó Liza—. No me gustan las sorpresas. Bueno,
prosigue, ¿qué hacía ella?
—¿Quién?
—Pues la señora Trask.
—¿Qué hacía? Pues estaba sentada en una silla, bajo un roble. Ya no le falta
mucho.
—Con las manos, Samuel, con las manos. ¿Qué hacía con las manos? Samuel
rebuscó en su memoria.
—Me parece que nada. Recuerdo que sus manos eran muy pequeñas, y que las
tenía cruzadas sobre el regazo.
—¿No cosía, ni zurcía, ni hacía calceta? —preguntó Liza.
—No, madre.
—No sé si has tenido muy buena idea yendo allá. La riqueza y el ocio son las

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armas del diablo, y tú no tienes demasiada resistencia.
Samuel levantó la cabeza y rió con placer. A veces, su esposa lo divertía, pero
nunca podía decirle por qué.
—Si he ido allí ha sido sólo a causa de la riqueza. Pensaba contártelo después del
desayuno, así es que siéntate y escucha. Quiere que le abra cuatro o cinco pozos, y tal
vez que le instale molinos y depósitos para el agua.
—¿No serán sólo palabras? ¿Los molinos se mueven con agua? ¿Y te pagará, o
vendrás con las excusas de siempre de «Dice que pagará cuando recoja la cosecha»?
—dijo, imitándole con gesto burlón—. «Me pagará cuando se muera su tío rico».
Sabes por experiencia, Samuel, o deberías saberlo, que si no pagan en el acto nunca
lo harán. Podríamos comprar una granja en el valle con lo que te han prometido.
—Adam Trask pagará —aseguró Samuel—. Goza de una posición económica
desahogada. Su padre le dejó una fortuna. Tenemos trabajo para todo el invierno,
madre. Podremos ahorrar algo y pasaremos unas navidades magníficas. Me pagará un
dólar y medio por metro, y también los molinos, madre. Puedo hacerlo todo aquí,
excepto los revestimientos. Los chicos tendrán que ayudarme. Tom y Joe deberán
venir conmigo.
—Joe, no —respondió ella—. Ya sabes que está delicado.
—Pues sería bueno quitarle tanta delicadeza. Con ella puede morirse de hambre.
—Joe no puede ir —negó Liza tajante—. ¿Y quién gobernará el rancho mientras
tú y Tom estáis fuera?
—He pensado en pedirle a George que vuelva. No le agrada trabajar en una
oficina, aunque esté en King City.
—Claro que no, pero con ocho dólares a la semana ya podía sacrificarse un poco.
—¡Madre! —gritó Samuel—. ¡Se nos presenta una oportunidad para inscribir
nuestro nombre en el Banco Nacional! No interpongas tu lengua en el camino de la
fortuna. ¡Te lo ruego, madre!
Liza refunfuñó durante toda la semana, mientras se ocupaba en sus quehaceres, y
Tom y Samuel se dedicaron a preparar el equipo de perforación, a afilar los taladros,
a dibujar esbozos de molinos de nuevo diseño y a medir maderos de pino rojo para
los depósitos de agua. A media mañana, Joe se reunió con ellos y se sintió tan
fascinado que pidió a Samuel que lo dejase ir.
Pero su padre le respondió:
—Tengo que decirte sin tapujos que no te lo permitiré, Joe. Tu madre te necesita
aquí.
—Pero yo quiero ir con usted, padre. Y no olvide que el año que viene iré al
colegio de Palo Alto. Y eso también es irse, ¿no es verdad? Déjeme acompañarlo, se
lo ruego. Trabajaré como el que más.
—Estoy seguro de que lo harías. Pero no puede ser. Y cuando hables a tu madre
de esto, te agradecería que le insinúes que yo me opongo. Incluso puedes decirle que
te he negado el permiso.

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Joe sonrió y Tom soltó una carcajada.
—¿Es posible que madre lo haya convencido? —preguntó Tom.
Samuel miró a sus hijos de mal talante.
—Me cuesta mucho cambiar de opinión —dijo—. Cuando he tomado una
decisión, ni una yunta de bueyes podría apearme del burro. Lo he considerado desde
todos los ángulos, y mi decisión es que Joe no puede venir. No querréis que reniegue
de mi palabra, ¿verdad?
—Iré adentro a hablar con ella ahora mismo —dijo Joe.
—Tómatelo con calma, hijo —le gritó Samuel cuando se iba—. Usa la cabeza.
Déjala hablar. Entretanto, ten en cuenta que yo sigo en mis trece.
Dos días más tarde, el enorme carromato partía del rancho cargado de maderas y
aparejos. Tom conducía el tiro de cuatro caballos, y junto a él se sentaban Samuel y
Joe balanceando los pies.

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Capítulo 17

Cuando afirmé que Cathy era un monstruo era porque así me lo pareció, pero ahora
que he examinado con una lupa sus débiles huellas y he releído las líneas, me
pregunto si eso era cierto. La dificultad estriba en que ignoramos lo que ella quería y,
por lo tanto, jamás sabremos si lo obtuvo o no. Ni tampoco si corría hacia algo o se
alejaba de ello, y si realmente consiguió escapar. Quién sabe si trataba de contarle a
alguien, o a todos, cómo era ella en realidad, y no pudo hacerlo por no encontrar un
lenguaje común. Su vida pudo haber sido su lenguaje formal, desarrollado,
indescifrable. Es fácil decir que era mala, pero eso no significa nada, a menos que
sepamos por qué lo era.
Me imagino a Cathy, sentada en silencio en espera de que su hijo naciera,
viviendo en una granja que no le gustaba y con un hombre al que no amaba.
Estaba sentada en su silla bajo el roble, con las manos entrelazadas en busca de
amor y de refugio. Engordó mucho, de una forma desmesurada, incluso en una época
en que las mujeres se ufanaban de los bebés rollizos y contaban con orgullo todos los
kilos que tenían de más. Cathy estaba deforme; su vientre, tirante, pesado y
distendido, le imposibilitaba ponerse de pie sin apoyarse con los brazos. Pero la gran
hinchazón era local. Los hombros, el cuello, los brazos, las manos y la cara no se
vieron afectados, sino que permanecían gráciles y juveniles. Sus pechos no se
desarrollaron, y sus pezones no se oscurecieron. Las glándulas mamarias no se
excitaron y parecía como si el cuerpo no se preparase para alimentar al recién nacido.
Sentada tras una mesa, no se podía apreciar en absoluto que estaba embarazada.
En aquellos días no se medía la anchura del arco pelviano, no se analizaba la
sangre, no se reforzaba el organismo con calcio. Cada hijo suponía un gran desgaste
para la madre, pero ésa era la ley y era plausible que las mujeres tuviesen extraños
antojos. Algunos decían que eso era la causa de su impureza, y ello se atribuía a la
naturaleza de Eva, que todavía expiaba el pecado original.
Los antojos de Cathy se limitaban a una sola cosa, y bastante sencilla si se la
comparaba con otras. Los carpinteros, al reparar la vieja casa, se quejaban de que
disminuían los montones de cal con que recubrían los listoncillos ensamblados. Una y
otra vez desaparecían las pilas contadas. Cathy las robaba y rompía el yeso, que metía
en el bolsillo de su delantal y, cuando no había nadie, desmenuzaba la blanda cal
entre sus dientes. Hablaba muy poco y sus ojos tenían una expresión lejana. Era como
si se hubiese marchado y hubiera dejado en su lugar una muñeca de carne y hueso,
para disimular su ausencia.
En torno a ella reinaba la mayor actividad. Adam caminaba gozoso de un lado a

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otro, planeando y construyendo su paraíso. Samuel y sus hijos abrieron un pozo de
doce metros e introdujeron el caro revestimiento de metal, de último cuño, porque
Adam quería lo mejor de lo mejor.
Los Hamilton trasladaron el aparato de perforación y comenzaron a abrir otro
pozo. Dormían en una tienda, junto a las obras, y cocinaban en un fuego de
campamento. Pero siempre había alguno camino de su rancho para ir en busca de una
herramienta o para llevar un recado.
Adam revoloteaba como una abeja aturdida y desorientada ante tantas flores. Se
sentaba junto a Cathy y charlaba acerca de las raíces del ruibarbo francés, que
acababan de llegar. Dibujó ante ella la nueva aspa en abanico que Samuel había
inventado para los molinos. Tenía una inclinación variable, y era algo completamente
desusado. Cabalgaba hasta las obras del pozo y hacía que el trabajo se atrasase a
causa del excesivo interés que mostraba. Y, naturalmente, al propio tiempo que
hablaba de pozos con Cathy, hablaba también del nacimiento y cuidado del niño.
Aquélla fue una buena época para Adam, quizá la mejor que tuvo. Su vida se
extendía ante él ancha y espaciosa, y él era su rey absoluto. Y el verano dio paso al
cálido y fragante otoño.

Los Hamilton, instalados junto a las obras del pozo, habían terminado su comida,
compuesta de pan que les había suministrado Liza, un queso digno de las ratas y un
venenoso café calentado en un pote sobre la fogata. A Joe se le cerraban los ojos y
pensaba cómo se las ingeniaría para desaparecer entre los matorrales y descabezar un
sueñecito.
Samuel se arrodilló en el suelo arenoso, examinando los bordes rotos y gastados
del taladro. Poco antes de interrumpir el trabajo para comer, la perforadora había
chocado con algo a nueve metros de profundidad, que había aplastado el acero como
si fuese plomo. Samuel rascó el borde de las hojas con su navaja, e inspeccionó las
raspaduras sobre la palma de la mano. De pronto sus ojos se iluminaron y depositó
las virutas en la mano de Tom.
—Mira eso, hijo. ¿Qué crees que es?
Joe se levantó y se apartó de la tienda. Tom estudió los fragmentos que tenía en la
palma de la mano.
—Sea lo que sea, parece muy duro —contestó. Tan grande, no puede ser
diamante. Más bien parece metal. ¿Cree usted que hemos tropezado con una
locomotora enterrada?
Su padre rió.
—¡Está a nueve metros! —exclamó.

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—Parece acero de herramientas —dijo Tom—. No tenemos nada que pueda
hacerle mella.
Y entonces vio la gozosa mirada de su padre, perdida en la lejanía, y un
estremecimiento de alegría lo recorrió. A los hijos de Hamilton les gustaba que su
padre dejase discurrir libremente su imaginación, pues entonces el mundo se poblaba
de maravillas.
—Dices que es metal —dijo Samuel—. Y piensas que es acero, Tom. Voy a
arriesgarme a hacer una conjetura y después lo comprobaremos. Ahora, escucha bien
y acuérdate de lo que te digo. Creo que hemos encontrado níquel, y acaso plata, y tal
vez carbón y manganeso. ¡Cuánto me gustaría sacarlo a la superficie! Ésta es arena
marina. Eso es lo que hemos encontrado.
—¿Me está diciendo, padre, que esto es níquel y plata? —preguntó Tom.
—Debió ocurrir hace millones de años —dijo Samuel, y sus hijos sabían que lo
estaba viendo—. Quizá todo este lugar estaba cubierto de agua; puede que fuera un
mar interior sobre el cual las aves marinas describirían círculos, lanzando sus
chillidos. Tuvo que ser algo maravilloso, si ocurrió de noche. Primero, aparecería una
línea luminosa, y luego un penacho de luz blanca, que se convertiría en una columna
de luz cegadora que trazaría un gran arco desde el cielo. Después, surgiría un gran
borbotón de agua y un enorme hongo de vapor que hubiera destrozado nuestros
oídos, pues el penetrante silbido de su llegada nos hubiera alcanzado al mismo
tiempo que la explosión acuática, y luego la noche sería más negra que antes, debido
a la luz cegadora. Gradualmente irían subiendo a la superficie los peces muertos, que
brillarían con un resplandor plateado a la luz de las estrellas, y las aves con sus
chillidos se abatirían sobre ellos para comérselos. Es algo maravilloso y único, ¿no os
parece?
Lo había contado con tanto verismo que, como siempre, los dos muchachos
creyeron haberlo visto.
—Usted cree que se trata de un meteorito, ¿no es eso? —preguntó Tom
quedamente.
—Así es, y lo comprobaremos.
—Saquémoslo a la superficie —propuso Joe con vehemencia.
—Hazlo tú, Joe, mientras nosotros nos preocupamos por hallar agua —le contestó
Tom, y después se dirigió a su padre con expresión seria: Si el sondeo demostrara que
hay suficiente níquel y plata, ¿compensaría eso para abrir una mina?
—Se ve que eres hijo mío —dijo Samuel—. Ignoramos si es tan grande como una
casa, o del tamaño de un sombrero.
—Pero podemos hacer otro sondeo y comprobarlo.
—Sí, lo podríamos hacer, pero en secreto y ocultando nuestras intenciones bajo
una cacerola.
—Pero, padre, ¿qué quiere usted decir?
—Oye, Tom, ¿es que no tienes el menor respeto por tu madre? Ya le damos

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bastante que hacer, hijo, y suficientes preocupaciones. Me ha dicho lisa y llanamente
que si gasto un céntimo más en patentes hará que nos acordemos todos. ¡Ten
compasión de ella, hombre! ¿Es que no te das cuenta de la vergüenza que sentiría
cada vez que le preguntasen qué estábamos haciendo? Tu madre es muy sincera, y
tendría que responder: «Están excavando una estrella» —rió con sonoras carcajadas
—. Nunca nos lo perdonaría. Y nos lo haría pagar. Nos tendría por lo menos tres
meses sin pastel.
—No podemos atravesarlo. Tendremos que trasladarnos a otra parte —observó
Tom.
—Introduciré un poco de pólvora —respondió el padre—. Y si con eso no
conseguimos partirlo, abriremos un nuevo agujero. —Se levantó—. Tendré que ir a
casa a buscar pólvora y a afilar el taladro. ¿Por qué no venís conmigo? Daremos una
sorpresa a madre, y no tendrá más remedio que cocinar toda la noche sin dejar de
lamentarse. Así es como disimula su alegría.
—Viene alguien a toda prisa —comentó Joe.
Y divisaron a un jinete que venía hacia ellos a galope tendido. Aquel jinete, sin
embargo, era muy curioso, pues montaba desmadejadamente, como una gallina atada
sobre la silla. Cuando estuvo más cerca comprobaron que se trataba de Lee, que
agitaba los codos como si fuesen alas, mientras su coleta danzaba y saltaba como una
serpiente viva. Era sorprendente que consiguiese mantenerse sobre la silla galopando
de aquella manera. El chino descabalgó sin resuello.
—¡Señol! ¡Adam dice que vengan! Señola Cathy mala… Venga deplisa. Señola
glita, lanza chillidos.
—Calma, Lee. ¿Cuándo empezó? —preguntó Samuel.
—Puede sel hola desayuno.
—Muy bien, pero cálmate. ¿Cómo está Adam?
—Señol Adam loco. Llola, líe, vomita.
—Claro —dijo Samuel—. ¡Estos padres novatos! A mí también me pasó. Tom,
ensilla un caballo para mí, ¿quieres?
—¿Qué ocurre? —preguntó Joe.
—Pues que la señora Trask está a punto de dar a luz a su pequeño. Prometí a
Adam que la ayudaría.
—¿Usted? —se asombró Joe.
Samuel miró fijamente a su hijo menor.
—Yo mismo os traje al mundo con mis propias manos —dijo—. Y hasta ahora no
os habéis quejado de que hubiera hecho un mal trabajo. Tom, recoge las herramientas
y vuelve al rancho para afilar el taladro. Trae luego la caja de pólvora que está en el
estante del cobertizo de las herramientas y manéjala con cuidado, si estimas en algo
tus brazos y piernas. Joe, tú quédate aquí y cuida de todo eso.
—Pero ¿qué haré yo aquí solo? —protestó Joe.
Samuel permaneció un momento en silencio, y luego preguntó:

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—Joe, ¿me quieres de verdad?
—Naturalmente.
—Si supieses que he cometido un gran crimen, ¿me entregarías a la policía?
—Pero ¿qué está usted diciendo?
—Dime, ¿lo harías?
—No.
—Muy bien, entonces. En mi cesta, debajo de mis ropas, encontrarás dos libros.
Son nuevos, así que trátalos con cuidado. Son dos volúmenes cuyo autor es un
hombre que dará mucho que hablar. Puedes empezar a leerlos, si así lo deseas, y eso
te abrirá algo los ojos. Se titulan Los principios de la psicología, y su autor es un
hombre del este, llamado William James. No tiene nada que ver con el ladrón de
trenes del mismo nombre. Y escúchame, Joe, si alguna vez se te ocurre mencionarlos,
te echaré del rancho. Y si tu madre se entera de que gasto el dinero en ellos, no hay
duda de que me echará a mí.
Tom condujo un caballo ensillado junto a su padre.
—¿Me los dejará leer después a mí?
—Sí —dijo Samuel y pasó con ligereza la pierna por encima de la silla—. Vamos,
Lee.
El chino quería ponerse al galope, pero Samuel lo refrenó, diciéndole:
—Tómeselo con calma, Lee. Los alumbramientos son más lentos de lo que cree la
mayoría.
Durante un tiempo cabalgaron en silencio, hasta que Lee dijo:
—Es una lástima que haya comprado usted esos libros. Yo tengo esa obra en un
solo tomo, como libro de texto. Podría habérselo prestado.
—¿Dice usted que los tiene? ¿Posee usted muchos libros?
—Aquí, no muchos, unos treinta o cuarenta. Pero puede usted disponer de ellos
cuando desee.
—Gracias, Lee. Y puede estar seguro de que así lo haré en la primera oportunidad
que se presente. ¿Sabe? Me gustaría que hablase usted con mis hijos. Joe es un poco
inconstante, pero Tom es un muchacho muy serio y se beneficiaría con su
conversación.
—Me resulta extremadamente difícil, señor Hamilton. Soy muy tímido cuando
tengo que hablar con un desconocido, pero si usted quiere lo intentaré.
Dirigieron los caballos rápidamente hacia la pequeña cañada donde se asentaba la
mansión de los Trask.
—Dígame, ¿cómo está ella? —preguntó Samuel.
—Preferiría que la viese y lo comprobase usted mismo —respondió Lee—. Ya
sabe usted, cuando un hombre vive solo como yo, su mente puede desplazarse
siguiendo una tangente irracional, debido a que su mundo social está descentrado.
—Sí, ya lo sé. Pero yo no estoy solo, y, sin embargo, también he salido por la
tangente. Aunque bien pudiera ser que no haya seguido la misma que usted.

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—¿No piensa usted que son imaginaciones mías?
—No sé qué será, pero debo decirle, para su tranquilidad, que me domina una
sensación extraña.
—Diría que a mí también me ocurre lo mismo —dijo Lee, y sonrió—. Y hasta tal
punto me ha impresionado que, desde que vine aquí, no hago más que pensar en
cuentos de hadas chinos que me contaba mi padre. Nosotros, los chinos, tenemos una
demonología muy desarrollada.
—¿Cree usted que ella es un demonio?
—No, desde luego —contestó Lee—. Espero estar por encima de semejante
estupidez. No sé qué es. Ya sabe usted, señor Hamilton, un criado llega a tener un
gran olfato para saber dónde trabaja. Y en esta casa hay algo raro. Quizá por eso me
acuerdo de los demonios de los cuentos que me narraba mi padre.
—¿Su padre creía en ellos?
—Oh, no, pero pensaba que yo tenía que conocer ese fondo ancestral de nuestro
pueblo. Ustedes, los occidentales, también conservan una serie de mitos.
—Dígame qué ha ocurrido para impulsarlo a venir. Me refiero a esta mañana —le
indicó Samuel.
—Si usted no viniese conmigo quizá lo haría —respondió Lee—. Pero preferiría
no hacerlo. Ya lo verá usted mismo. Debo de estar loco. Desde luego, el señor Adam
tiene los nervios tan tirantes que sonarían como las cuerdas de un banjo.
—Póngame en antecedentes. Nos ahorrará tiempo. ¿Qué hizo ella?
—Nada. Es como le cuento. Señor Hamilton, yo he asistido a otros
alumbramientos, puedo decir que a bastantes, pero éste es algo nuevo para mí.
—¿Por qué?
—Es…, bien…, le diré lo único que se me ocurre. Parece mucho más un terrible
y mortal combate que un nacimiento.
Cuando penetraban en la cañada y pasaban bajo los robles, Samuel dijo:
—Espero no haberme dejado influir por sus nervios, Lee. Es un día extraño, y no
sé por qué.
—No sopla el viento —observó Lee—. Es el primer día en un mes en que no ha
soplado el viento por la tarde.
—Así es. Pero es que he estado tan preocupado por los detalles, que no he
prestado atención al cariz que presentaba el día. Primero encontramos una estrella
enterrada y ahora vamos a alumbrar a un ser humano.
Miró hacia las ramas de los robles y las montañas amarillentas.
—¡Qué día tan hermoso para venir al mundo! —exclamó. Si las señales imprimen
su huella sobre la vida, la que va a nacer será muy dulce. Y, Lee, si Adam juega
limpio, asistirá a ello. Quédese cerca, por favor, por si le necesito. Mire a los
carpinteros, descansando bajo aquel árbol.
—El señor Adam ha hecho parar las obras. Ha pensado que el martilleo
molestaría a su esposa.

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—Usted no se aleje. Eso parece demostrar que Adam es sincero. Ignora que su
esposa probablemente no oiga ni al propio Dios tocando retreta en el cielo —dijo
Samuel.
Los trabajadores sentados bajo el árbol lo saludaron con la mano.
—¿Cómo está usted, señor Hamilton? ¿Y su familia?
—Bien, bien. Díganme, ¿no es ése Rabbit Holman? ¿Dónde ha estado usted todo
este tiempo, Rabbit?
—Explorando por ahí, señor Hamilton.
—¿Ha encontrado usted algo, Rabbit?
—No me hable, señor Hamilton; no pude encontrar siquiera la mula que llevé
conmigo.
Siguieron cabalgando hacia la casa. Lee dijo de pronto:
—Cuando tenga un minuto, me gustaría enseñarle algo.
—¿Qué es, Lee?
—Pues verá. He estado tratando de traducir algunos antiguos poemas chinos al
inglés. No estoy seguro de que se pueda tener éxito en esa empresa. ¿No querría usted
verlos?
—Ya lo creo, Lee. Sería un placer para mí, caramba.

En la blanca casa de madera de Bordoni reinaba un gran silencio, un silencio casi


inquietante, y las cortinas estaban corridas. Samuel desmontó ante la escalinata,
desató las alforjas que llevaba prendidas del arzón y confió su caballo al cuidado de
Lee. Llamó a la puerta, y al no recibir respuesta, penetró en la casa. En el salón
reinaba la penumbra, en contraste con la viva luz que imperaba en el exterior. Miró
por la puerta de la cocina y contempló el interior de la pieza, fregada y limpia hasta el
exceso, por obra de Lee. Una cafetera de arcilla gris borboteaba sobre la estufa.
Samuel llamó ligeramente con los nudillos a la puerta del dormitorio y entró.
En el interior reinaba una oscuridad casi completa, no sólo porque habían sido
corridas las cortinas, sino también porque las ventanas habían sido cubiertas con
mantas. Cathy yacía en el gran lecho con dosel, y Adam estaba sentado a su lado con
el rostro hundido en la colcha. Levantó la cabeza y miró sin ver.
—Pero ¿qué hace usted ahí a oscuras? —saludó Samuel alegremente.
—Ella no quiere luz. Le hace daño en los ojos —respondió Adam con voz ronca.
Samuel penetró en la estancia y a cada paso que daba irradiaba mayor autoridad.
—Tiene que haber luz —dijo—. Si le molesta puede cerrar los ojos. Si es preciso,
le pondremos una venda negra.
Se dirigió a la ventana y asió la manta para desprenderla, pero Adam se plantó a

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su lado en un abrir y cerrar de ojos.
—Déjelo. La luz le hace daño —dijo con voz airada.
Samuel se volvió.
—Mire, Adam, comprendo cuáles son sus sentimientos. Le prometí que yo me
ocuparía de todo y lo haré. Pero de quien no quiero ocuparme es de usted —dijo, y
arrancó la manta y descorrió las cortinas para dejar entrar la dorada luz de la tarde.
Cathy lanzó un pequeño gemido y Adam corrió junto a ella, diciéndole:
—Cierra los ojos, querida. Te pondré una venda, si quieres.
Samuel dejó las bolsas sobre una silla y se acercó al lecho.
—Adam —dijo firmemente, le ruego que salga de la habitación y espere fuera.
—¡Imposible! ¿Por qué?
—Porque no lo necesito. Es una costumbre muy aconsejable que trate de
emborracharse.
—No podría.
—Me cuesta mucho enfadarme, y todavía más disgustarme —prosiguió Samuel
—, pero sé muy bien cuándo empiezo a estarlo. O sale usted de la habitación y deja
de importunarme, o me voy, y allá se las componga usted.
Finalmente, y desde el umbral, Samuel le advirtió.
—Y no quiero que irrumpa usted aquí dentro si oye algo. Esperará a que yo salga.
Cerró la puerta, y se dio cuenta de que había una llave en la cerradura; echó la
llave y se dirigió a Cathy:
—Es un hombre turbado y vehemente. La ama mucho.
Aún no había mirado a la parturienta. Y cuando lo hizo, se percató de que sus ojos
destilaban odio, un odio implacable y criminal.
—Durará poco, no se preocupe. ¿Ya ha roto aguas?
Ella le miró con sus ojos hostiles y descubrió sus blancos dientecitos. Pero no
respondió palabra.
Samuel clavó su mirada en ella.
—Yo no he venido por casualidad, sino porque soy su amigo —afirmó—. Para mí
esto no es ningún placer, joven. Ignoro cuáles son sus problemas y cada vez me
importan menos. Es posible que le pueda ahorrar algunos sufrimientos, ¿quién sabe?
Sólo voy a hacerle otra pregunta. Si usted no me responde, si usted sigue mirándome
con tanta irritación, entonces me marcharé y dejaré que se las componga como pueda.
Aquellas palabras penetraron en el cerebro de Cathy como una bala de plomo en
el agua. Se vio que hacía un gran esfuerzo y que temblaba convulsivamente, pero la
expresión de su rostro cambió; aquella mirada acerada desapareció de sus ojos, los
labios adquirieron vida y las comisuras de su boca se levantaron. Samuel observó que
movía las manos, que abría los puños y volvía hacia arriba los dedos. Su rostro tomó
a ser joven e inocente y se contrajo en un rictus doloroso. Era como si hubiese
cambiado el clisé de una linterna mágica por otro.
—He roto aguas al amanecer —aclaró con mansedumbre.

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—Así me gusta. ¿Ha tenido usted muchos dolores?
—Sí.
—¿Con qué intervalo?
—No lo sabría decir.
—Bien, yo estoy aquí desde hace un cuarto de hora.
—He tenido dos, no muy intensos. Desde que usted ha venido ninguno demasiado
fuerte.
—Muy bien. Ahora dígame, ¿dónde guarda la ropa blanca?
—En aquella canasta.
—Todo irá bien, ya lo verá —aseguró con dulzura.
Abrió sus alforjas y de una de ellas sacó una gruesa cuerda recubierta de
terciopelo azul, con un lazo en cada extremo. Sobre el terciopelo aparecían bordados
cientos de florecitas rosas.
—Liza le envía esto para que lo utilice con usted —dijo—. Lo hizo cuando
esperaba nuestro primer hijo. Entre nuestros hijos y los de nuestros amigos esta
cuerda ha traído muchos niños al mundo.
Pasó uno de los extremos por cada poste del dosel la cama.
De pronto, los ojos de la joven brillaron intensamente, al propio tiempo que
arqueaba la espalda y la sangre afluía a sus mejillas. Samuel esperaba que se pusiera
a llorar o a chillar y miró con aprensión hacia la puerta cerrada. Pero Cathy no lanzó
el menor grito, solamente una serie de quejidos ahogados. Tras unos breves segundos,
relajó la tensión de su cuerpo y en su rostro apareció de nuevo aquella expresión de
odio.
Los dolores comenzaron de nuevo.
—Ya está aquí —dijo él con tono acariciador—. ¿Será uno o dos? No lo sé.
Cuanto más ve uno, más se aprende que no hay dos iguales. Será mejor que me lave
las manos.
Ella movió la cabeza de un lado a otro.
—Bueno, bueno, jovencita —dijo Samuel—. Me parece que no tardaremos
mucho en tener al bebé con nosotros.
Colocó la mano sobre la frente de Cathy, sobre la cicatriz, que aparecía negra y de
aspecto repelente.
—¿Cómo se hizo esta herida? —le preguntó.
Ella irguió la cabeza y clavó sus agudos dientecillos en la mano de Samuel, sobre
el dorso y la palma, cerca del meñique. Él lanzó un grito de dolor y trató de apartar la
mano, pero la joven apretaba fuertemente las mandíbulas y revolvía la cabeza,
sacudiendo la mano de la misma manera que un perrito zarandea un saco. Entre sus
dientes se escapaba un agudo gruñido. Samuel le dio un sopapo en la mejilla, el cual
no produjo el menor efecto. De un modo maquinal, hizo entonces lo que hubiera
hecho para desembarazarse de un perro en parecidas circunstancias. Llevó su mano
izquierda al cuello de la joven, y se lo oprimió hasta quitarle la respiración. Ella se

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debatió y le desgarró aún más la mano, antes de soltar su presa; Samuel pudo
entonces retirar su mano, que sangraba abundantemente y mostraba varios
desgarrones. Luego se separó del lecho y examinó las heridas que le había producido
la joven. La miró con temor, pero el rostro de ella sólo denotaba inocencia y
juventud.
—Lo siento —dijo ella rápidamente—. Lo siento mucho.
Samuel se estremeció.
—Ha sido el dolor —insistió Cathy.
Samuel lanzó una breve risita.
—Me parece que tendré que ponerle bozal —afirmó—. Una perra de pastor me
hizo lo mismo una vez.
Vio cómo la mirada de odio aparecía por unos segundos en los ojos de Cathy,
para desaparecer seguidamente, y luego dijo:
—¿Tiene usted alguna cosa para ponerme? Los seres humanos son más
venenosos que las serpientes.
—No lo sé.
—¿No tiene por lo menos algo de whisky? Podría ponérmelo en la herida.
—En el segundo cajón.
Samuel vertió el whisky sobre su mano ensangrentada, y se frotó la carne que le
escocía por los efectos del alcohol. Sentía en su estómago una gran angustia y notó
algunos vahídos. Tomó un trago de whisky para reconfortarse. Tenía miedo de volver
a mirar al lecho.
—Tendré la mano inutilizada por algún tiempo —manifestó.
Samuel le contó más tarde a Adam:
—Debe de estar hecha de huesos de ballena. El parto tuvo lugar antes de que yo
estuviese preparado. Brotó como una semilla. Yo no tenía todavía el agua a punto
para lavar al crío, y ni siquiera tuve que emplear la cuerda. Le repito que está hecha
de huesos de ballena.
Se dirigió a la puerta, llamó a Lee y le pidió agua caliente. Adam entró como una
exhalación en la habitación.
—¡Un chico! —gritó Samuel—. ¡Es un chico! Tranquilícese —dijo, porque
Adam había visto el revoltijo que había en la cama y su rostro estaba adquiriendo un
tinte verdoso—. Adam, haga venir a Lee —le ordenó—. Y usted, si todavía conserva
el suficiente dominio de sí mismo para andar y moverse, vaya a la cocina y
prepáreme un buen café. Y compruebe que las lámparas estén llenas y los tubos
limpios.
Adam se volvió maquinalmente y abandonó la estancia. A los pocos instantes,
Lee asomó la cabeza por la puerta. Samuel señaló el envoltorio depositado en el cesto
de la colada.
—Lávelo bien con una esponja y agua tibia, Lee. Procure que no le den corrientes
de aire. ¡Oh, Señor, ojalá estuviese aquí Liza! Yo no puedo hacerlo todo a la vez.

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Se volvió hacia el lecho.
—Ahora, muchachita, voy a limpiarla.
Cathy volvía a estar inclinada, jadeando de dolor.
—Pronto terminaré —dijo Samuel—. Se tarda cierto tiempo en limpiar los
residuos. Y usted ha ido tan deprisa… Ya ve, ni siquiera he tenido que emplear la
cuerda de Liza —de pronto se percató de algo extraño, abrió los ojos de par en par y
puso enseguida manos ala obra—. ¡Buen Dios del cielo! ¡Viene otro!
Trabajaba a toda prisa y, lo mismo que con el primero, el parto fue increíblemente
rápido. Samuel ligó también el cordón del nuevo recién nacido. Lee tomó en sus
brazos a la segunda criatura, la envolvió en pañales y luego la depositó en la cesta.
Samuel limpió a la madre y la alzó suavemente para cambiar las sábanas. Se dio
cuenta de que evitaba mirarla al rostro. Trabajaba tan deprisa como podía, porque su
mano herida se estaba agarrotando. Cubrió a Cathy con una blanca y limpia sábana
hasta la barbilla y la levantó ligeramente para deslizar una nueva almohada bajo su
cabeza. Al final, no tuvo más remedio que mirarla.
El cabello rubio de Cathy estaba empapado de sudor, pero la expresión de su
rostro había cambiado; ahora se hallaba pétreo e inexpresivo. Las venas de su
garganta palpitaban visiblemente.
—Tiene usted dos hijos —dijo Samuel—. Dos bebés preciosos. No son gemelos,
sino que cada uno tenía su propia placenta.
Ella lo miró fríamente y sin demostrar el menor interés.
—Se los voy a enseñar —dijo Samuel.
—No —respondió sin el menor énfasis.
—¿Pero cómo, no quiere ver a sus hijos?
—No. No los quiero.
—Oh, ya cambiará usted. Ahora está cansada, pero ya cambiará. Y tengo que
decirle que éste ha sido el parto más rápido y más fácil que he asistido en mi vida.
Cathy apartó la mirada.
—No los quiero. Quiero que cubra las ventanas y que deje la habitación a
oscuras.
—Es el cansancio. Dentro de pocos días se sentirá tan diferente que olvidará todo
esto.
—Lo recordaré. Váyase. Lléveselos de la habitación. Haga venir a Adam.
Samuel se sintió sorprendido ante aquel tono, que no mostraba la menor
debilidad, fatiga, ni dulzura. Sin quererlo, se le escaparon estas palabras:
—Usted no me gusta —afirmó, deseando al instante no haberlo dicho; pero sus
palabras no tuvieron el menor efecto sobre Cathy.
—Haga venir a Adam —repitió ella.
En el saloncito, Adam contemplaba a sus hijos con aire ausente, pero a la primera
indicación se dirigió rápidamente hacia el dormitorio y cerró la puerta. Al instante se
oyó cómo clavaba nuevamente las mantas sobre las ventanas.

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Lee trajo café a Samuel.
—Su mano tiene muy mal aspecto —observó.
—Ya lo sé. Me temo que me causará bastantes molestias.
—¿Por qué le mordió?
—¡Qué sé yo! Es una criatura muy rara.
Lee dijo:
—Señor Hamilton, permita que me ocupe de ello —se ofreció Lee—. Puede usted
perder un brazo.
Samuel se sintió desfallecer.
—Haga lo que usted quiera, Lee. Estoy muy asustado, no se lo oculto. Me
gustaría ser un niño para poder llorar. Ya tengo demasiados años para asustarme así, y
no he sentido una desesperación como ésta desde que vi morir en mis manos a un
pájaro ahogado en una crecida, hace ya mucho tiempo.
Lee abandonó la estancia y regresó al poco tiempo llevando en sus manos una
cajita de ébano decorada con dragones entrelazados. Se sentó junto a Samuel y sacó
de la caja una navaja china de forma triangular.
—Le haré daño —dijo quedamente.
—Procuraré resistirlo, Lee.
El chino se mordió los labios, sintiendo en sí mismo el dolor que causaba al
hundir profundamente la hoja de la navaja en la mano; cortó la carne en torno a las
señales de los dientes de Cathy y la separó hasta que brotó de las heridas una sangre
roja y de buen aspecto. Agitó una botella con una emulsión amarilla, y vertió el
líquido en los profundos cortes. Empapó un pañuelo en el bálsamo y envolvió con él
la mano. Samuel respingaba y agarraba el brazo del sillón con la mano sana.
—Es principalmente ácido fénico —le aclaró Lee—. ¿No nota usted el olor?
—Gracias Lee. Le debo de parecer un niño, retorciéndome de este modo.
—No creo que yo hubiese estado tan quieto —aseguró Lee—. Le voy a traer otra
taza de café.
Volvió con dos tazas y tomó asiento junto a Samuel.
—Creo que me marcharé —dijo—. No me encuentro a gusto en un matadero.
—¿Qué quiere usted decir?
—No lo sé. Lo he dicho sin darme cuenta.
Samuel se estremeció.
—Lee, los hombres están locos. Supongo que nunca me había parado a pensarlo,
pero los chinos también están locos.
—Sin duda.
—Quizá no los consideraba también locos, porque solemos pensar que los
extranjeros son más fuertes y mejores que nosotros.
—¿Qué quiere usted decir con eso? —repitió Lee pacientemente.
—Creía que algún soplo de viento había atizado las brasas que dormían en mi
loca mente —dijo Samuel—. Y ahora me doy cuenta, al oír su voz, de que a usted le

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ocurre lo mismo. Siento que algo terrible amenaza esta casa.
—Yo también.
—Ya sé que usted también lo presiente y esto me resta algo del consuelo que
habitualmente experimento en mi locura. Este parto ha sido demasiado rápido,
demasiado fácil, como el de una gata, y temo por los gatitos. En mi cerebro se forman
pensamientos de mal agüero.
—¿Qué quiere usted decir con eso? —preguntó Lee por tercera vez.
—Necesito a mi esposa —gritó Samuel—. No quiero sueños, ni fantasmas, ni
locura. La quiero tener aquí conmigo. Dicen que los mineros bajan canarios a los
pozos para saber si el aire es respirable. La locura no tiene nada que hacer con Liza.
Y además, Lee, si Liza ve un fantasma es un fantasma y no un fragmento de sueño. Si
Liza siente algo raro, ya podemos atrancar las puertas.
Lee se levantó, se dirigió a la cesta de la colada y contempló a los bebés. Tuvo
que aproximarse mucho a ellos para verlos, porque la luz estaba disminuyendo
rápidamente.
—Están durmiendo —dijo.
—Pronto se pondrán a berrear. Lee, ¿quiere usted hacerme el favor de acercarse a
las obras del pozo y seguir luego hasta mi casa a buscar a Liza? Dígale que la
necesito aquí. Si Tom sigue allí, dígale que cuide de todo. Si no está, se lo enviaré por
la mañana. Y si Liza no quiere venir, hágale saber que necesito aquí las manos y los
ojos vigilantes de una mujer. Ella ya entenderá lo que quiero decir.
—Iré —dijo Lee—. Me temo que nos estamos asustando el uno al otro, como los
niños en la oscuridad.
—Yo también lo he pensado —contestó Samuel—. Y dígale asimismo, Lee, que
me hice una herida en la mano trabajando al borde del pozo. Por el amor de Dios, no
le cuente cómo sucedió en realidad.
—Encenderé las lámparas y me marcharé enseguida —manifestó Lee—. Será un
gran consuelo tenerla aquí.
—Así es, Lee. Ella arrojará algo de luz en esta cueva.
Cuando Lee se marchó, Samuel tomó una lámpara en su mano izquierda. Tuvo
que dejarla en el suelo para dar la vuelta al picaporte del dormitorio. La estancia
estaba envuelta en tinieblas y la luz amarillenta no llegaba a alcanzar el lecho.
La voz de Cathy surgió fuerte e imperativa desde la cama.
—Cierra la puerta. No quiero luz. ¡Adam, vete! Quiero estar a oscuras, sola.
—Quiero quedarme contigo —replicó Adam con aspereza.
—No te necesito.
—Quiero quedarme.
—Pues quédate. Pero no hables. Cierra la puerta, por favor, y llévate la lámpara.
Samuel volvió al salón. Dejó la lámpara sobre la mesa, junto a la cesta de la
colada, y miró las caritas de los recién nacidos, que dormían. Tenían los ojos muy
cerrados y lanzaron unos ligeros bufidos, molestos por la luz. Samuel bajó su dedo

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índice y tocó con él las cálidas frentes de los pequeñuelos. Uno de los mellizos abrió
la boca, bostezó prodigiosamente y volvió a quedarse dormido. Samuel apartó la
lámpara, se dirigió a la puerta de entrada, la abrió y salió al exterior. El lucero
vespertino era tan brillante, que parecía llamear y contraerse al hundirse tras las
montañas de occidente. El aire estaba tranquilo y Samuel aspiraba el aroma de la
artemisa, que irradiaba el calor del día. La noche se presentaba muy oscura. Samuel
se sobresaltó al oír una voz que surgía de las tinieblas.
—¿Cómo está ella?
—¿Quién anda ahí? —preguntó Samuel.
—Soy yo, Rabbit.
El hombre apareció y se dibujó su silueta a la luz que salía por la puerta abierta.
—¿Se refiere usted a la parturienta, Rabbit? Oh, está muy bien.
—Lee ha dicho que son mellizos.
—Así es, mellizos. No se podía esperar nada mejor. Y ahora el señor Trask seguro
que tirará la casa por la ventana. No va a conformarse con menos de una cosecha de
barras de caramelo.
Samuel, sin saber por qué, cambió el tema de la conversación.
—Rabbit, nunca diría usted con qué hemos tropezado hoy. Con un meteorito.
—¿Qué es eso, señor Hamilton?
—Una estrella fugaz que cayó hace un millón de años.
—¿De verdad? Pues es muy curioso. ¿Qué se ha hecho usted en la mano?
—Ya le he dicho que se trataba de una estrella fugaz, y por lo tanto venía
disparada. —Samuel rió el chiste—. Pero no fue tan interesante. Me enganché la
mano en la polea.
—¿Se ha hecho mucho daño?
—No, no mucho.
—Dos chicos —dijo Rabbit. Mi mujer estará celosa.
—¿Quiere usted entrar y sentarse, Rabbit?
—No, no, gracias. Me caigo de sueño. Cada año que pasa, la mañana parece
llegar más temprano.
—Así es, Rabbit. Buenas noches, pues.
Liza Hamilton llegó alrededor de las cuatro de la madrugada. Samuel se había
dormido en una silla y soñaba que había agarrado una barra de hierro al rojo y no
podía soltarla. Liza lo despertó y le examinó la mano antes de haber mirado, incluso,
a los niños. Mientras arreglaba y ponía en orden las cosas que su marido había
colocado de una manera tosca y torpemente masculina, le ordenó que ensillase
inmediatamente a Doxology y cabalgase a toda prisa hacia King City. No importaba
lo avanzado de la hora: tenía que despertar al inútil del médico y hacer que le curase
la mano. Si la mano presentaba un buen cariz, podía volver a casa y esperar allí. Y
además, era un crimen abandonar al hijo menor, que apenas si era más que un bebé,
sentado allí, solo y abandonado de todo el mundo. Era algo tan grave, que incluso

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llamaría la atención del Señor.
Si Samuel quería realismo y actividad, pudo quedar satisfecho. Su mujer le
despidió al amanecer. A las once tenía la mano vendada y a las cinco de la tarde
estaba ya sentado en su propia butaca y ante su propia mesa, ardiendo de fiebre,
mientras Tom hervía una gallina para preparar un buen caldo.
Durante tres días, Samuel tuvo que guardar cama luchando con los fantasmas
creados por la fiebre y dándoles nombres, antes de que su gran fortaleza física
consiguiera vencer la infección y la hiciese huir con el rabo entre las piernas.
Samuel miró a Tom de forma tranquila y dijo:
—Voy a ver si me levanto.
Tras algunos esfuerzos consiguió hacerlo, pero volvió a caer falto de fuerzas y
riendo, de la manera que reía cuando sentía que las fuerzas del mundo lo vencían.
Tenía la idea de que, incluso vencido, podía conseguir una pequeña victoria pírrica
riéndose de la derrota. Y Tom le sirvió caldo de gallina, hasta que su padre, harto ya,
sintió ganas de asesinarlo. La sabiduría no ha muerto todavía en el mundo, y aún se
encuentran personas que creen que con sopas se cura cualquier daño o enfermedad, y
que tampoco es malo del todo tomarlas durante un entierro.

Liza permaneció ausente durante una semana. Limpió la casa de los Trask desde el
desván hasta el último rincón. Lavó todo aquello que se podía doblar para meterse en
un barreño, y pasó una esponja por todo lo restante. Se ocupó activamente de los
niños, y notó con satisfacción que lloraban casi sin cesar y empezaban a ganar peso.
Empleaba a Lee como a un esclavo, ya que no creía en él. Por lo que respecta a
Adam, lo ignoraba, pues no le servía de nada. Le hacía lavar las ventanas y volver a
empezar otra vez cuando había terminado.
Liza estuvo sentada junto a Cathy el tiempo suficiente para llegar a la conclusión
de que era una joven sensible que no hablaba mucho ni trataba de enseñar a su abuela
a sorber huevos. También la examinó a fondo y descubrió que estaba perfectamente
sana, sin ninguna dolencia, y que jamás criaría a los mellizos. «Y por otra parte»,
dijo, «esos dos tragones se comerían viva a una mujercita como usted». Pero ella
olvidaba que era más menuda que Cathy, y, sin embargo, había criado a cada uno de
sus hijos.
El sábado por la tarde Liza efectuó una revisión general del trabajo realizado,
dejó una lista de instrucciones tan larga como su brazo, y que preveía todas las
eventualidades, desde un cólico hasta una invasión de hormigas, arregló su cesta e
hizo que Lee la acompañase a casa en el coche.
Encontró su hogar convertido en un establo lleno de suciedad y abominación, y se

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puso a limpiarlo con la violencia y el disgusto de un Hércules entregado a su ingente
labor. Samuel le hacía preguntas de vez en cuando.
—¿Cómo están los niños?
—Están bien; creciendo —respondió Liza.
—¿Y Adam?
—Pues anda de una parte a otra como si estuviese vivo, pero no deja el menor
rastro de su paso. El Señor, en su sabiduría, pone el dinero en manos de personas muy
curiosas, acaso porque sin él se morirían de hambre.
—¿Cómo seguía la señora Trask? —continuaba preguntando Samuel.
—Tranquila, lánguida, como la mayoría de las mujeres ricas del este —Liza
jamás había conocido a ninguna mujer rica del este—, pero por lo demás, dócil y
respetuosa. Y lo raro —prosiguió Liza— es que no le encuentro nada malo, a no ser
algo de pereza, pero, no obstante, no me agrada demasiado. Quizá se deba a esa
cicatriz. ¿Cómo se la hizo?
—Lo ignoro —contestó Samuel.
Liza se apuntó con el índice entre los ojos, como con una pistola.
—Tengo que decirte algo. Puede que ella no lo sepa, pero ha hechizado a su
esposo. Se mueve en torno a ella como un pato mareado. Me parece que todavía no
ha tenido tiempo de mirar a los mellizos.
Samuel esperó hasta que ella volvió a pasar por su lado. Entonces le preguntó:
—Vamos a ver: si dices que ella es perezosa y que él está hechizado, ¿quién se
encargará de los pequeños? Los mellizos requieren muchos cuidados.
Liza se detuvo de repente. Aproximó una silla junto a él y se sentó, descansando
las manos sobre las rodillas.
—Recuerda que nunca digo las cosas a la ligera, y por lo tanto tienes que creerme
—dijo.
—Jamás he pensado que fueses capaz de mentir, querida —respondió, y sonrió,
pensando que le había dicho un cumplido.
—Bueno, pero lo que voy a decirte te parecerá algo gordo, y acaso no querrás
creerme, si es que aún no lo sabías.
—A ver, dime.
—Samuel, ¿conoces a ese chino de ojos oblicuos, de habla estrafalaria y que usa
coleta?
—¿Te refieres a Lee? Naturalmente que lo conozco.
—Bien, ¿te atreverías a afirmar que es un pagano?
—No sé qué decirte.
—Venga, Samuel, que nadie dudada en afirmarlo. Pues resulta que no lo es.
Y Liza se irguió al decir esto.
—¿Pues qué es, entonces?
Ella le golpeó el brazo con el dedo.
—Es presbiteriano, y de los buenos, de los buenos, te repito; lo demuestra cuando

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se le puede hurgar un poco y deja de decir tonterías. ¿Qué te parece?
La voz de Samuel vacilaba por los esfuerzos que hacía para no estallar en
carcajadas.
—¡No puede ser! —consiguió articular.
—Te digo que sí. Y ahora, ¿quién te piensas que cuida de los pequeños? Yo jamás
se los hubiera confiado a un pagano, pero a un presbiteriano… Además, hace todo lo
que le dije.
—No me extraña que aumenten de peso —manifestó Samuel—, es algo digno de
alabanza y hay que dar gracias a Dios.
—Lo haremos —dijo Samuel—. Tú y yo.

Cathy permaneció en cama durante una semana, recuperando fuerzas. El sábado de la


segunda semana de octubre se quedó en su dormitorio toda la mañana. Adam fue a
abrir la puerta y se encontró con que estaba cerrada.
—Estoy ocupada —gritó ella, y él se marchó.
Adam pensó que estaría arreglando su tocador, porque la oyó abriendo y cerrando
cajones.
Al atardecer, Lee se aproximó a Adam, que estaba sentado en la escalinata.
—Señola dice que tengo que il a King City complal bibelón —dijo turbado.
—Pues vete, hombre —respondió Adam, si ella te lo ha mandado.
—Señola dice que no vuelva hasta lunes. Pelmiso…
Cathy apareció en el umbral y habló con voz pausada:
—Hace mucho tiempo que no tiene un día de asueto. Un permiso le haría bien.
—Desde luego —corroboró Adam—. No había pensado en ello. Que te vaya
bien. Si necesito algo, ya llamaré a uno de los carpinteros.
—Se van a casa el domingo.
—Pues llamaré al indio. López me ayudará.
Lee sintió los ojos de Cathy, que estaba de pie en el umbral. El chino bajó la
mirada.
—Acaso taldalé en volvel —dijo, y le pareció ver surgir dos líneas oscuras entre
los ojos de Cathy, que desaparecieron al instante. Se volvió y se despidió—: Adiós.
Cathy regresó a su habitación al oscurecer. A las siete y media, Adam llamó a la
puerta.
—Te he traído algo de comer, querida. Una cena ligerita.
La puerta se abrió como si ella lo estuviese esperando. Cathy llevaba su vestido
de viaje, con la chaquetilla ribeteada de negro, solapas negras de terciopelo y anchos
botones de azabache.

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Ella no le permitió hablar.
—He pensado que es el momento de irme —le anunció.
—Cathy, ¿qué significa eso?
—Ya te lo dije antes.
—No es verdad.
—No me escuchaste. Pero no importa.
—No te creo.
—No me importa en absoluto lo que tú creas. Me voy.
—Los niños…
—Échalos a uno de tus pozos.
—¡Cathy, estás enferma! No puedes irte. ¡No puedes dejarme, no puedes
dejarme! —gritó aterrorizado.
—Puedo hacer lo que me venga en gana. Cualquier mujer puede hacer contigo lo
que le venga en gana. Eres un imbécil.
Aquel insulto le alcanzó a través de la bruma que le rodeaba. Sin advertencia
previa extendió las manos y la asió por los hombros, obligándola a retroceder.
Mientras ella se tambaleaba, él sacó la llave por el exterior, encerrándola.
Adam permaneció fuera, jadeando con la oreja pegada a la hoja de la puerta, y
una histérica enfermedad se apoderó de él. Podía oír los movimientos de Cathy. Se
abrió un cajón, y le asaltó la idea de que ella había decidido quedarse. Y luego
escuchó un pequeño clic que no pudo identificar. Seguía con la oreja casi pegada a la
puerta. La voz de ella le llegó tan de cerca, que apartó la cabeza sobresaltado.
—Querido —dijo Cathy con voz mansa—. No pensé que lo tomaras así. Lo
lamento, Adam.
Éste sintió que le faltaba el aliento. Su mano temblaba cuando trataba de dar la
vuelta a la llave, y se le cayó una vez al suelo antes de conseguir abrir la puerta.
Después la abrió de par en par. Cathy se encontraba a muy poca distancia. En la mano
empuñaba el Colt 44 que él usaba, y el negro orificio del cañón apuntaba hacia su
pecho. Dio un paso hacia ella y vio que el revólver estaba amartillado.
Cathy disparó. La bala le atravesó el hombro y le destrozó parcialmente el
omoplato. El fogonazo y el estampido lo sofocaron, y retrocedió tambaleándose antes
de desplomarse. Ella se aproximó lenta y cautelosamente a él, como si se tratase de
un animal herido. Adam la miró fijamente a los ojos, que lo inspeccionaban con
frialdad. Cathy arrojó el revólver al suelo, junto a él, y salió de la casa.
Adam oyó sus pasos al cruzar el pórtico; luego al pisar las secas hojas de roble
caídas en el sendero, y por último cesó de oírla. Y entonces surgió con toda su fuerza
el monótono son que durante todo aquel tiempo no había dejado de oírse: el lloriqueo
de los mellizos, que tenían hambre. Se había olvidado de ellos por completo.

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Capítulo 18

Horace Quinn era el nuevo alguacil del distrito de King City. Se quejaba de que su
nuevo cargo lo apartaba demasiado de los quehaceres de su rancho. Su esposa se
quejaba más todavía, pero la verdad es que no habían ocurrido muchos hechos
delictivos desde que Horace ocupó el cargo. Él mismo se postuló para el puesto. Era
un trabajo importante, más serio que el de procurador del distrito, y casi tan
permanente y digno como el de un juez del tribunal superior. Horace no quería
quedarse en el rancho toda su vida, y su esposa se moría de ganas de vivir en Salinas,
donde tenía parientes.
Cuando llegaron a oídos de Horace los rumores, repetidos por el indio y los
carpinteros, de que Adam Trask había sido herido de un disparo, ensilló a toda prisa y
dejó a su mujer terminando de descuartizar el cerdo que había matado aquella
mañana.
Al norte del gran sicómoro junto al cual la carretera de Hester tuerce a la
izquierda, Horace se encontró con Julius Euskadi. Julius estaba intentando decidir si
iría a cazar codornices, o bien si se dirigiría a King City para tomar el tren de Salinas,
con el fin de cambiar de aires. Los Euskadi eran gente acomodada, unos magníficos
tipos de origen vasco.
—Tal vez le apetezca acompañarme a Salinas —le sugirió Julius—. Me han dicho
que al lado de casa de Jenny, a dos puertas de Long Green, hay un nuevo salón
llamado Faye. He oído decir que es muy bonito, al estilo de los de San Francisco, con
un pianista y todo.
Horace apoyó el codo sobre el arzón y espantó una mosca del lomo del caballo
con su látigo de cuero.
—Puede que otro día —respondió—. Tengo que investigar un asunto.
—¿No irá usted donde los Trask?
—Así es. ¿Ha oído usted algo?
—Sí, pero nada que tuviera sentido. Me han dicho que el señor Trask se pegó un
tiro en el hombro con un cuarenta y cuatro, y luego echó a todo el mundo del rancho.
¿Cómo es posible que se pegase un tiro en el hombro con un cuarenta y cuatro,
Horace?
—No tengo la menor idea. Pero los del este son muy listos. De cualquier modo,
me acercaré a ver si averiguo algo. ¿No acababa su esposa de tener un hijo?
—Oí decir que mellizos —contestó Julius—. Vaya usted a saber si fueron ellos
los que dispararon contra él.
—¿Quiere usted decir que uno sostuvo el revólver y el otro apretó el gatillo? ¿No

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se ha enterado de nada más?
—Todo cosas sin pies ni cabeza, Horace. ¿Quiere usted que lo acompañe?
—No puedo nombrarle mi ayudante, Julius. El sheriff dice que los inspectores
están que trinan con lo de la nómina. Hornby, el del Alisal, delegó en su día durante
tres semanas, casualmente antes de Pascua.
—¡Está de broma!
—Le aseguro que no. Y no espere usted obtener la estrella.
—Y yo le aseguro que no tengo el menor deseo de ser ayudante. Me he limitado a
proponerle acompañarlo. Es que soy curioso.
—Yo también. Pero, gracias igualmente, Julius. Si ocurre algo, siempre puedo
tomarle la palabra. ¿Cómo dice usted que se llama ese nuevo salón?
—Faye. La dueña es una mujer de Sacramento.
—En Sacramento hacen las cosas muy bien.
Y mientras cabalgaban juntos, Horace le contó cómo hacían las cosas en
Sacramento.
Era muy buen día para montar a caballo. Al penetrar en la cañada de Sánchez,
estaban maldiciendo la poca caza que había en los últimos tiempos. En comparación
con otros años, la agricultura, la caza y la pesca habían empeorado mucho:
—¡Cristo! Ojalá no hubiesen matado a todos los osos pardos. En el ochenta y
ocho, mi abuelo mató uno, allá arriba, en Pleyto, que pesaba novecientos kilos —
aseguró Julius.
El silencio cayó sobre ellos cuando penetraron bajo los robles, un silencio que se
extendía a todo el lugar. No se oía el menor sonido ni se advertía ningún movimiento.
—Me gustaría saber si ha terminado de reparar la vieja casa —dijo Horace.
—Creo que no. Rabbit Holman trabajaba en ella y me ha dicho que Trask los
despidió. Les dijo que no volviesen.
—Se dice que Trask tiene mucho dinero.
—Supongo que está en una posición muy desahogada —respondió Julius—. Sam
Hamilton le está abriendo cuatro pozos. A menos que también lo haya despedido.
—¿Cómo sigue el señor Hamilton? Tendría que haber ido a visitarlo.
—Este bien. Con sus cosas, como siempre.
—No tendré más remedio que ir a visitarlo —aseguró Horace.
Lee apareció en la escalinata para recibirlos.
—Hola, Ching Chong. ¿Está el jefe? —preguntó Horace.
—Está enfelmo —contestó Lee.
—Me gustaría verlo.
—No puede sel. Está enfelmo.
—Bueno, basta ya —cortó tajante Horace—. Dígale que el sheriff Quinn desea
verlo.
Lee desapareció, para regresar a los pocos minutos.
—Entle —dijo—. Yo me encalgo del caballo.

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Adam yacía en el gran lecho donde habían nacido los mellizos. Estaba recostado
sobre unos almohadones, y un montón de toscos vendajes le cubrían la tetilla
izquierda y el hombro. La habitación olía a ácido fénico.
Horace le contaría más tarde a su esposa:
—Y si en alguna parte ha estado la muerte todavía respirando, era allí, sin duda.
Las mejillas de Adam estaban hundidas y su nariz afilada. Los ojos parecían
salírsele de las órbitas, ocupar toda la parte superior de su rostro, y brillaban de
fiebre, con expresión intensa y miope. Con su huesuda mano derecha retorcía
nerviosamente la colcha.
—¿Cómo le va, señor Trask? —preguntó Horace—. Me han dicho que está usted
herido.
Hizo una pausa, esperando una respuesta. Como ésta no llegó, prosiguió:
—Entonces se me ocurrió darme una vueltecita por aquí, para ver cómo le iba.
¿Cómo ocurrió?
Una expresión desencajada se dibujó visiblemente sobre el rostro de Adam, quien
se estremeció ligeramente en el lecho.
—Si le duele hablar en voz alta, puede susurrármelo —añadió Horace, para
ayudarlo.
—Sólo me duele cuando respiro hondo —dijo Adam con voz queda—. Estaba
limpiando el revólver y se me disparó.
Horace miró a Julius y luego otra vez a Adam. Éste advirtió la mirada y sus
mejillas se enrojecieron un poco.
—Sí, eso suele ocurrir —repuso Horace—. ¿Tiene ahí el revólver?
—Creo que Lee se lo llevó.
Horace se dirigió a la puerta.
—Venga acá, Ching Chong. Vaya a buscar el revólver.
A los pocos instantes, Lee le tendía el revólver agarrándolo por el cañón. Horace
lo examinó, hizo girar el tambor, sacó las balas y olió el casquillo de latón vacío de la
bala disparada.
—Hay más heridos por limpiar estos condenados revólveres que cuando se apunta
con ellos. Tendré que hacer un informe para el tribunal del distrito, señor Trask. No le
molestaré mucho. ¿Por casualidad estaba usted limpiando el cañón con la baqueta
cuando se le disparó el revólver y le hirió en el hombro?
—Así es, señor —respondió Adam con prontitud.
—Y al limpiarlo —continuó preguntando Horace—, ¿no le había dado la vuelta al
tambor?
—Eso es.
—¿Y estaba usted metiendo y sacando la baqueta con el cañón apuntando hacia
usted y el revólver amartillado?
Adam dejó escapar un jadeo entrecortado. Horace prosiguió:
—En ese caso, la baqueta le habría atravesado y la explosión le hubiera

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destrozado la mano izquierda.
Los claros ojos de Horace no se apartaban del rostro de Adam. Tras una pausa,
preguntó con dulzura:
—¿Qué sucedió, señor Trask? Dígame qué pasó en realidad.
—Ya se lo he dicho, señor. Fue un accidente.
—¿No querrá que ponga en el informe lo que me ha contado? El sheriff creerá
que estoy loco. ¿Qué ocurrió?
—Verá usted, yo no estoy muy acostumbrado a manejar armas de fuego. Puede
que no sucediera de esa manera, pero lo que sí sé es que estaba limpiándola y se me
disparó.
Horace suspiró y se acercó lentamente a la cabecera de la cama, desde donde
Adam le miraba con atención.
—Hace poco que ha llegado procedente del este, ¿no es eso, señor Trask?
—En efecto, de Connecticut.
—Supongo que allí ya no usan mucho las armas de fuego.
—No mucho.
—¿No hay caza?
—Un poco.
—Entonces, usted debe de estar más acostumbrado a manejar escopetas de caza.
—Así es. Pero no he cazado apenas.
—Supongo también que usted casi no habrá visto un revólver, y en ese caso es
natural que no supiese manejarlo.
—Sí, así es —respondió Adam con diligencia—. Pero, verá usted, aquí casi todo
el mundo lleva uno…
—Claro, cuando usted llegó, se compró ese cuarenta y cuatro, porque todo el
mundo usa revólver y usted quería aprender a manejarlo.
—Me pareció lo más práctico.
Julius Euskadi permanecía de pie con todos los músculos en tensión; su rostro y
su actitud denotaban una extremada atención; escuchaba, pero no decía palabra.
Horace suspiró y apartó la vista de Adam. Dirigió una mirada a Julius y volvió a
fijarse en sus manos. Depositó el revólver sobre el tocador, y a su lado, con mucho
cuidado, las balas, envueltas en un pañuelo.
—Oiga usted —dijo—. Soy alguacil desde hace poco tiempo. Me imaginaba que
lo iba a pasar muy bien y que en pocos años podría presentarme al puesto de sheriff.
Pero no tengo el suficiente coraje. Veo que no es cosa de broma.
Adam le observaba con nerviosismo.
—No creo que nadie me haya tenido miedo hasta la fecha. Rabia, sí, pero no
miedo. Es algo muy vil que hace que me sienta muy mal.
Julius dijo con algo de irritación:
—Vaya usted al grano, hombre. No puede dimitir en este preciso momento.
—¡A la mierda si no puedo! Lo haría si quisiera —respondió Horace airado—.

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Bien, señor Trask, usted sirvió en la caballería de los Estados Unidos. El armamento
de caballería consiste en carabinas y revólveres. Usted… —Se interrumpió y tragó
saliva—. ¿Qué ocurrió, señor Trask?
Los ojos de Adam se abrieron desmesuradamente, y estaban humedecidos y
enrojecidos.
—Fue un accidente —murmuró.
—¿Nadie lo presenció? ¿Estaba su esposa con usted cuando ocurrió?
Adam no replicó, y Horace observó que había cerrado los ojos.
—Señor Trask —dijo—, me hago cargo de que usted está enfermo. Estoy
tratando de darle toda clase de facilidades. ¿Por qué no prueba a descansar un poco
mientras hablo unos minutos con su esposa?
Esperó un momento y luego se volvió hacia Lee, que permanecía apostado ante la
puerta.
—Ching Chong, dígale a la señora que le estaría muy agradecido si pudiera
concederme unos minutos.
Lee ni se inmutó. Adam contestó sin abrir los ojos.
—Mi esposa ha salido a hacer una visita.
—¿No estaba ella aquí cuando ocurrió el hecho? —Horace miró a Julius y
observó una curiosa expresión en los labios de éste. Sus comisuras se plegaban
ligeramente en una sonrisa sardónica. Horace comprendió de inmediato que Julius se
le había adelantado. Hubiera sido un buen sheriff—. Dígame —prosiguió—: esto es
muy interesante. Su esposa tuvo un niño, mejor dicho, dos, hace quince días, y ahora
dice usted que se halla de visita. ¿Llevó con ella a los niños? Me pareció oírlos hace
un momento. —Horace se inclinó hacia el lecho y tocó el dorso de la crispada mano
derecha de Adam—. Detesto tener que hacer esto, pero ya no puedo evitarlo. ¡Trask!
—exclamó alzando la voz—. Quiero que me diga lo que ocurrió. Esto no es ninguna
tontería, sino la ley. ¡Maldita sea, o abre usted ahora mismo los ojos y me lo cuenta o
le juro que le llevaré ante el sheriff, aunque se encuentre usted herido!
Adam abrió los ojos; tenía la mirada perdida, como la de un sonámbulo. Y su voz
sonó monocorde, sin el menor énfasis ni emoción. Era como si pronunciase
perfectamente las palabras en una lengua que no comprendía.
—Mi esposa se ha ido —respondió.
—¿Adónde?
—No lo sé.
—¿Qué quiere decir?
—No sé adónde ha ido.
Julius intervino, hablando por vez primera.
—¿Por qué se ha ido?
—No lo sé.
Horace repuso enfadado:
—Vaya con cuidado, Trask. Está jugando con fuego y no me gusta nada lo que

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estoy pensando. Tiene que saberlo.
—Le repito que no sé por qué se ha ido.
—¿Estaba enferma? ¿Se comportaba de forma extraña?
—No.
Horace se volvió hacia Lee:
—Ching Chong, ¿sabe usted algo acerca de esto?
—Yo fui a King City. Volví a medianoche. Encontlé señol Tlask en el suelo.
—Entonces, ¿usted no estaba aquí cuando ocurrieron los hechos?
—No, señol.
—Muy bien, Trask, entonces tendré que continuar con usted. Corra un poco esa
cortina, Ching Chong, para que entre algo de luz. Así está mejor. Ahora voy a
seguirle la corriente para ver hasta dónde llegamos. Dice usted que su esposa se ha
ido. ¿Ella le disparó?
—Fue un accidente.
—De acuerdo, fue un accidente; pero ¿tenía ella el revólver en la mano?
—Fue un accidente.
—No me lo está poniendo usted muy fácil, señor Trask. Bien, admitamos que se
ha ido y que tenemos que encontrarla, como si se tratase de un juego de niños. Es
usted quien plantea las cosas de ese modo. ¿Cuánto tiempo hace que se habían
casado?
—Cerca de un año.
—¿Cómo se llamaba ella antes de casarse con usted?
Hubo una larga pausa, y, por último, Adam dijo quedamente:
—No puedo decirlo. Se lo he prometido.
—Tenga cuidado. ¿De dónde provenía ella?
—No lo sé.
—Señor Trask, usted tiene ganas de dar con sus huesos en la cárcel. Descríbanos
a su esposa. ¿Era muy alta?
A Adam se le iluminaron los ojos.
—No, más bien menuda y delicada.
—Así me gusta. ¿De qué color tenía el cabello? ¿Y los ojos?
—Era muy hermosa.
—¿Era?
—Es.
—¿Alguna marca en particular?
—No, por Dios. Sí, una cicatriz en la frente.
—Usted no sabe cómo se llamaba, de dónde vino, ni adónde ha ido, y por si fuera
poco es incapaz de describirla. ¿Piensa que soy idiota?
—Ella guardaba un secreto, y le prometí que nunca le preguntaría. Tenía miedo
de alguien —respondió Adam.
Y de improviso, Adam rompió a llorar. Todo su cuerpo se sacudía por efecto de

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los sollozos, y su respiración era entrecortada y convulsiva. Era un llanto
desesperado.
Horace sintió lástima de él.
—Vamos a la otra habitación, Julius —le dijo, dirigiéndose hacia el salón—.
Ahora, Julius, dígame qué opina usted. ¿Cree que está loco?
—No lo podría asegurar.
—¿Cree que él la ha matado?
—Ésa es la impresión que me da.
—A mí también —contestó Horace—. ¡Dios Santo! —Se precipitó hacia el
dormitorio para regresar con el revólver y las balas—. Me los había olvidado —dijo a
modo de excusa—. No duraré mucho en mi cargo.
—¿Qué piensa hacer? —le preguntó Julius.
—No tengo la menor idea. A pesar de que le dije que no quería ponerlo en la
nómina, le ruego que levante la mano derecha.
—No deseo pronunciar ese juramento, Horace. Lo que quiero es ir a Salinas.
—No tiene elección, Julius. Me veré obligado a arrestarlo si se niega a levantar su
condenada mano.
Julius levantó de mala gana la mano derecha y repitió sin el menor entusiasmo la
fórmula de juramento.
—Esto me pasa por haberle acompañado —dijo—. Mi padre me arrancará la piel
a tiras. Bueno, ¿qué hacemos ahora?
—Voy a buscar al sheriff, necesito su consejo. Me gustaría que Trask me
acompañara, pero no quiero moverlo —respondió Horace—. Tendrá usted que
quedarse a hacerle compañía, Julius; lo siento. ¿Lleva revólver?
—Diablos, no.
—Pues tome éste, y aquí tiene mi estrella.
Desprendió la insignia de su camisa y se la tendió.
—¿Cuánto tiempo cree que va a tardar?
—Volveré lo antes posible. ¿Conocía usted a la señora Trask, Julius?
—No.
—Ni yo tampoco. Tendré que decirle al sheriff que Trask no sabe cómo se llama,
ni nada. Y que no es muy alta y que es bonita. ¡Valiente descripción! Me parece que
voy a dimitir antes de ver al sheriff, porque estoy seguro de que me matará en cuanto
se lo diga. ¿Cree usted que él la ha asesinado?
—¿Cómo diablos quiere usted que lo sepa?
—No se enfade, hombre.
Julius tomó el revólver, volvió a poner las balas en el tambor y lo sopesó en la
mano.
—Tengo una idea. ¿Quiere escucharla, Horace?
—¿A usted qué le parece?
—Sam Hamilton la conocía, fue él quien la ayudó a traer a los niños al mundo,

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según me ha contado Rabbit. Además, la mujer de Hamilton cuidó de la parturienta.
¿Por qué no va a verlos, ya que le viene de paso, y así podrá saber cómo era ella
realmente?
—Me parece que esta estrella le corresponde más a usted que a mí —dijo Horace
—. Es una idea excelente. Iré a verlos.
—¿Quiere que husmee por ahí?
—No, lo único que quiero es que lo vigile para evitar que huya o que intente
suicidarse. ¿Entendido? Cuide de él.

Alrededor de la medianoche, Horace montó en un tren de carga en la estación de


King City. Se sentó en la cabina del maquinista y llegó a Salinas a primeras horas de
la mañana. Salinas era la capital del condado y su población crecía rápidamente. Se
calculaba que pronto sobrepasaría la cifra de los mil habitantes. Era el mayor
municipio existente entre San José y San Luis Obispo, y todos le auguraban un
brillante futuro.
Horace se apeó en el depósito de locomotoras del Southern Pacific y fue a
desayunar a la Chop House. No quería visitar al sheriff tan temprano y ponerle de mal
humor antes de tiempo. Allí se encontró al joven Will Hamilton, a quien parecían irle
muy bien las cosas, a juzgar por su traje de mezclilla.
Horace se sentó a la mesa con él.
—¿Cómo estás, Will?
—Oh, muy bien.
—¿Estás aquí por negocios?
—Pues verá, tengo que resolver algunos asuntillos.
—Tendrías que dejarme intervenir en ellos alguna vez.
A Horace le parecía extraño hablar de ese modo a un muchacho tan joven, pero
Will Hamilton estaba rodeado de una aureola de éxito y de prestigio. Todo el mundo
sabía que llegaría a ser un hombre muy influyente en la comarca. Hay personas que
transpiran su futuro, ya sea bueno o malo.
—Lo tendré en cuenta, Horace. Pero creía que el rancho le ocupaba a usted por
completo.
—No costaría mucho trabajo convencerme para que lo alquilase, si consiguiera
hacer un buen negocio.
Will se inclinó sobre la mesa.
—Ya sabe usted, Horace, que en la comarca quedan muchas cosas por hacer.
¿Nunca ha pensado en presentarse para algún cargo?
—¿Qué quieres decir?

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—Pues que usted ya es alguacil, ¿no le interesaría el puesto de sheriff?
—No se me había ocurrido.
—Pues tiene que pensarlo. No lo olvide. Iré a verlo dentro de quince días y
volveremos a hablar de ello. Pero no lo divulgue.
—Lo pensaré, Will. Pero tenemos un sheriff endiabladamente bueno.
—Ya lo sé, pero eso no tiene nada que ver. Ya sabe usted que King City no tiene
ninguno.
—Sí, ya lo sé. Pensaré en ello. A propósito, ayer me detuve en tu casa y vi a tus
padres.
El rostro de Will se iluminó.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo estaban?
—Muy bien. Ya sabes que tu padre es a veces un gran cómico.
Will sonrió.
—Nos hacía reír constantemente cuando éramos niños.
—Pero es también un hombre muy cabal, Will, y muy inteligente. Me enseñó un
nuevo tipo de molino de viento que ha inventado. Es la cosa más estupenda que te
puedes imaginar.
—¡Oh, Señor! —exclamó Will—. Ya veo aparecer al agente de patentes otra vez.
—Pero este invento vale la pena —aseguró Horace.
—Todos valen la pena. Sin embargo, las únicas personas que obtienen de ellos
algún dinero son los abogados de patentes. A mi madre le saca de quicio.
—Supongo que tienes razón.
—La única manera de hacer dinero es vendiendo algo hecho por los demás —
aseguró Will.
—Es posible, Will, pero te aseguro que es el molino más estupendo que te puedas
imaginar.
—Consiguió entusiasmarlo, ¿no es verdad, Horace?
—Sí, creo que sí. Pero no te gustaría que tu padre dejase de ser como es.
¿Verdad?
—¡Oh, por Dios, no! —respondió Will—. No olvide lo que le he dicho.
—De acuerdo.
—Y mantenga la boca cerrada —añadió Will.
El cargo de sheriff no era precisamente fácil, y el condado que a través de las
elecciones populares obtenía un buen sheriff podía considerarse afortunado. Era un
cargo muy complejo. Los deberes primordiales del sheriff —mantenimiento de la ley
y del orden— se hallaban lejos de ser los más importantes. Bien es verdad que el
sheriff representaba una fuerza armada en el distrito, pero en una comunidad donde
bullían las individualidades, un sheriff violento o estúpido no duraba mucho tiempo.
Existía una infinidad de asuntos que tenían que resolverse sin el empleo de las armas,
como los derechos de agua, disputas por las lindes, querellas descabelladas, peleas
conyugales, problemas de paternidad y un largo etcétera.

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Un buen sheriff sólo procedía a efectuar un arresto cuando todo lo demás fallaba.
El mejor sheriff no era el más luchador, sino el más diplomático. Y el distrito de
Monterrey tenía uno muy bueno, que poseía grandes dotes para resolver sus asuntos.
Horace se presentó en la oficina del sheriff instalada en la vieja prisión del
distrito, alrededor de las nueve y diez de la mañana. El sheriff le estrechó la mano y
habló con él del tiempo y de las cosechas, hasta que Horace se halló en disposición de
abordar el principal asunto.
—Verá usted, señor —dijo Horace al fin—. He venido para que me dé su consejo.
Y le contó lo que había pasado, con todo detalle, sin omitir lo que había dicho
cada uno de los presentes, ni dejar de describir sus reacciones ni señalar la hora en
que todo ello sucedió; vamos, que le hizo un informe muy exhaustivo.
Tras unos instantes, el sheriff cerró los ojos y juntó sus manos con los dedos
cruzados. Durante el relato no hizo ningún comentario, aunque abría los ojos cada
vez que algún detalle le llamaba la atención.
—La verdad es que estoy perdido —concluyó Horace—. No pude averiguar lo
que había sucedido. Ni siquiera conseguí que me describiera a su mujer. La idea de ir
a ver a Sam Hamilton fue de Julius Euskadi.
El sheriff se removió en su asiento, cruzó las piernas y repasó el informe.
—Usted cree que él la mató.
—Sí, así es. Pero el señor Hamilton me quitó esa idea de la cabeza. Me dijo que
Adam Trask es incapaz de matar una mosca.
—Todo el mundo es incapaz —sentenció el sheriff—, hasta que aprietan el
gatillo.
—El señor Hamilton me contó unas cosas muy extrañas sobre ella. Sabe, cuando
la estaba ayudando en el parto, ella le mordió una mano. Tendría que vérsela; parece
el mordisco de un lobo.
—¿Le proporcionó Sam una descripción de ella?
—Sí, señor, y también su esposa.
Horace sacó un papel del bolsillo y leyó una detallada descripción de Cathy. El
matrimonio Hamilton conocía hasta el último detalle físico que podía saberse de
aquélla. Cuando Horace terminó de leer, el sheriff suspiró.
—¿Estuvieron ambos de acuerdo acerca de la cicatriz?
—Sí, señor. Y ambos observaron que unas veces era más oscura que otras.
El sheriff volvió a cerrar los ojos y se reclinó en la silla. De pronto se enderezó,
abrió un cajón de su escritorio y sacó una botella de whisky.
—Eche un trago —le ofreció.
—Gracias, creo que lo necesito. —Horace se secó los labios y le devolvió la
botella—. ¿Se le ha ocurrido algo? —preguntó.
El sheriff echó tres grandes tragos de whisky, tapó la botella y la volvió a dejar en
el cajón antes de replicar:
—Nuestro condado está muy bien administrado. Voy tirando con los alguaciles,

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les echo una mano cuando lo necesitan; y a cambio ellos me ayudan y me acompañan
siempre que es necesario. Piense usted lo que pasaría en una ciudad floreciente como
Salinas, en la que entran y salen forasteros constantemente, si no estuviéramos muy
alerta. Me las arreglo bastante bien con todo el mundo. —Y clavó sus ojos en los de
Horace—. No se ponga nervioso. No le estoy echando un discurso, Sólo quiero
decirle cómo son las cosas. No conducimos a la gente, sino que convivimos con ella.
—¿Me he equivocado en algo?
—No, Horace. Lo ha hecho usted muy bien. Si no hubiese venido a la ciudad, o si
hubiese traído aquí al señor Trask, nos hubiéramos visto metidos en un bonito lío.
Escuche lo que voy a decirle.
—Soy todo oídos —respondió Horace.
—Al otro lado de la vía del tren, allá abajo, en el Barrio Chino, hay una hilera de
casas de lenocinio.
—Ya lo sé.
—Sí, todo el mundo lo sabe. Si las hubiésemos cerrado se hubieran limitado a
trasladarse a otro lugar. Las vigilamos discretamente, para que no ocurra en ellas nada
delictivo. Y las dueñas están en contacto con nosotros. He podido echar mano de
algunos individuos que tenían cuentas pendientes con la justicia gracias a algunas
confidencias que he recogido allí.
—Julius me dijo… —comenzó a decir Horace.
—Espere un momento. Déjeme terminar, y así no tendremos que volver a ello.
Hará cosa de tres meses, una mujer muy hermosa vino a verme. Deseaba abrir un
burdel aquí y quería estar dentro de la ley. Venía de Sacramento, donde regentaba un
salón. Traía cartas de presentación de personas importantes, en las cuales constaba
que en su establecimiento nunca había ocurrido el menor escándalo. Una ciudadana
con todas las de ley.
—Julius me lo dijo. El sitio se llama Faye, como ella.
—Eso es. Bueno, abrió un salón muy bonito, muy tranquilo, muy bien gobernado.
Eso fue poco más o menos cuando la vieja Jenny y la Negra se hacían la
competencia. Estaban que rabiaban ante su venida, pero yo les dije lo mismo que le
digo a usted. Ya es hora de que tengan algo de competencia.
—Dicen que tiene incluso un pianista.
—Así es. Y muy bueno, por cierto; es ciego. Pero vamos a ver, ¿me permitirá
usted que termine de contarle la historia?
—Perdóneme —repuso Horace.
—Está bien. Ya sé que voy despacio, pero no me olvido de nada. El caso es que
Faye demostró ser lo que ya parecía, es decir, una ciudadana ejemplar. Pero tenga
usted en cuenta que me da más miedo un burdel tranquilo y silencioso que cualquier
otro. Tome, por ejemplo, a una cualquiera con la cabeza llena de pájaros que se
escapa de casa y da con sus huesos en un prostíbulo. Su padre la encuentra allá y
arma un escándalo de mil pares de demonios. Luego interviene la Iglesia, y las

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señoras, y en poco tiempo el burdel adquiere tan mala fama que no tenemos más
remedio que clausurarlo. ¿Me comprende usted?
—Sí —dijo Horace, quedamente.
—Ahora procure no adelantarse a lo que voy a decir. No hay nada que me
moleste más que decir algo que mi interlocutor ya ha pensado. Faye me envió una
nota el domingo por la noche. Acaba de admitir a una pupila, que no le inspira mucha
confianza. Lo que no le acaba de encajar es que esta muchacha tiene el aspecto de
una joven que se ha escapado de su casa, pero por otra parte es una prostituta
expertísima. Conoce todas las respuestas y todos los trucos de su oficio. Fui allá para
echarle un vistazo. Me contó los embustes de costumbre, pero aparte de eso, todo lo
demás parecía estar en regla. Es mayor de edad y nadie se ha quejado —distendió las
manos—. Bueno, eso es todo. ¿Qué le parece?
—Y usted está prácticamente convencido de que se trata de la esposa de Trask,
¿no es eso?
—Ojos grandes, cabello rubio y una cicatriz en la frente. Por si fuese poco, se
presentó allí el domingo por la tarde —respondió el sheriff.
Horace evocó el rostro lagrimoso de Adam.
—¡Dios todopoderoso! Sheriff, busque usted a otro para decírselo a Trask. Antes,
presento mi dimisión.
El sheriff tenía la mirada perdida en el vacío.
—Usted dice que él ni siquiera sabe su nombre, ni de dónde vino. Según parece,
consiguió engañarlo completamente, ¿no cree?
—El desgraciado está enamorado de ella —contestó Horace—. No, por Dios; yo
no voy a decírselo. No puedo.
El sheriff se puso en pie.
—Vamos a la Chop House a tomar una taza de café.
Caminaron por la calle en silencio. De pronto, el sheriff dijo:
—Horace, si dijese algunas de las cosas que sé, armaría una revolución en el
condado.
—Sí, supongo que sí.
—¿Dice usted que tuvo mellizos?
—Sí, dos chicos.
—Escuche, Horace. Sólo hay tres personas en el mundo que lo saben: ella, usted
y yo. Voy a advertirla de que si alguna vez lo cuenta, la echaré a patadas de este
condado. Y, Horace, si alguna vez siente la necesidad imperiosa de hablar y de
contárselo a alguien, aunque sea a su esposa, antes de hacerlo recuerde a esos dos
muchachos y lo que supondría para ellos descubrir que su madre es una prostituta.

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Adam estaba sentado en una silla bajo el corpulento roble. Llevaba el brazo izquierdo
diestramente vendado contra el costado, para inmovilizarle el hombro. Lee se
presentó con la cesta para la colada. La depositó en el suelo, junto a Adam, y regresó
a la casa.
Los mellizos estaban despiertos y miraban con expresión seria las hojas del roble,
agitadas por el viento. Una hoja seca cayó revoloteando y fue a posarse en la cesta.
Adam se inclinó y la quitó.
No oyó los cascos del caballo de Samuel hasta que lo tuvo a su lado, pero Lee sí
lo había visto venir. Sacó una silla y llevó a Doxology al establo.
Samuel tomó asiento en silencio y no molestó a Adam mirándole con excesiva
atención, y éste le correspondió con igual delicadeza. El viento refrescó y una ráfaga
agitó la cabellera de Samuel.
—He pensado que sería mejor que regresara a los pozos —dijo éste quedamente.
Adam tenía la voz ronca por el tiempo que llevaba sin hablar.
—No —respondió—. Ya no quiero pozos. Le pagaré por su trabajo.
Samuel se inclinó sobre la cesta y puso su dedo en la palma de la mano de uno de
los mellizos, y los infantiles deditos se cerraron y asieron su presa.
—Me parece que la última mala costumbre que se pierde es la de dar consejos.
—No quiero ningún consejo.
—Nadie los quiere. Son un regalo. Haga las cosas como es debido, Adam.
—¿Qué cosas?
—Actúe como si estuviera vivo. Y después de un tiempo, de mucho tiempo,
resultará que es verdad.
—¿Por qué tendría que hacerlo? —preguntó Adam.
Samuel miraba a los mellizos.
—Tiene que seguir adelante, haga lo que haga, o aunque no haga nada. Aun en el
caso de que deje que la tierra se convierta en barbecho, no podrá evitar que crezcan
las hierbas y los zarzales. Siempre brotará algo.
Adam no respondió, y Samuel se puso en pie.
—Volveré —le advirtió—. Volveré muchas veces. Inténtelo, Adam.
Lee retenía por la brida a Doxology, tras el establo, mientras Samuel montaba.
—Me temo que su librería tendrá que esperar, Lee —le dijo.
—Bueno —respondió el chino—. Puede que no fuera una buena idea, después de
todo.

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Capítulo 19

La creación de un país nuevo parece seguir unas pautas preestablecidas. Primero


llegan los pioneros, gente fuerte y brava y bastante infantil. Saben cuidar de sí
mismos en una tierra semisalvaje, pero son ingenuos y están indefensos ante los
demás hombres. Quizá por eso abandonaron sus lugares de origen. Cuando ya se han
limado las primeras asperezas del nuevo país, llegan los comerciantes y los leguleyos
para propulsar el desarrollo y para resolver litigios de propiedad, por el sencillo
medio, generalmente, de adjudicarse a sí mismos las causas de la tentación. Y
finalmente, llega la cultura, que consiste en distracciones, descanso y medios para
evadirse del dolor de vivir. Y la cultura puede hallarse, y se halla, en cualquier nivel
social.
Las iglesias y los burdeles llegaron simultáneamente al Lejano Oeste. Y tanto a
las unas como a los otros les hubiera horrorizado pensar que no eran sino distintas
facetas de lo mismo. Sin embargo, perseguían idéntico fin: los cánticos, la devoción y
la poesía de las iglesias libraban al hombre de su desolación durante unos instantes, y
eso mismo lograban los burdeles. Las iglesias sectarias llegaron con gran impulso,
engreídas, ruidosas y confiadas. Ignorantes de las leyes de deuda y pago, levantaron
templos imposibles de costear ni en un centenar de años. Las sectas luchaban contra
el mal, desde luego, pero también competían entre sí con un vigor extraordinario.
Discutían por matices doctrinarios. Cada una creía, alegremente, que las demás
estaban condenadas al infierno para toda la eternidad. Y con la presunción de estar en
posesión de la verdad, todas llevaban consigo exactamente lo mismo: las Sagradas
Escrituras, sobre las que hemos construido nuestra ética, nuestro arte, nuestra poesía
y las relaciones entre los seres humanos. Había que ser muy avispado para advertir
las diferencias entre las sectas, pero cualquiera notaba lo que tenían en común. Y
también introdujeron la música, quizá no la mejor, pero sí su forma y su espíritu. Y
aportaron una conciencia; mejor dicho, despertaron una conciencia que estaba
adormecida. No eran puras, pero contenían un potencial de pureza, como una camisa
blanca manchada. Y cualquiera podía extraer provecho para sí de las iglesias. Cierto
es que cuando desenmascararon al reverendo Billing se descubrió que era ladrón,
adúltero, libertino y zoófilo, pero eso no modificó el hecho de que había logrado
transmitir algunas cosas positivas a un gran número de personas receptivas. Billing
acabó en la cárcel, pero nadie logró arrestar las cosas buenas a las que él había dado
alas. Y no importa demasiado que sus motivos fuesen impuros. Había hecho uso de
un buen material, y parte de su esencia prendió. Sólo menciono al reverendo Billing
como ejemplo especialmente grave. Los predicadores decentes no carecían de energía

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ni de valor. Luchaban contra el diablo con la ley del todo vale, incluidas las patadas y
los dedos que arrancan los ojos. Quizás imaginen ustedes que pregonaban la verdad y
la belleza con el mismo acierto que una foca que entona el himno nacional soplando
una hilera de trompetillas en la arena de un circo. Sin embargo, algo de esa verdad y
esa belleza permanecía, y el himno era reconocible. Pero las sectas hicieron aún más.
Tejieron la estructura de la vida social en el valle Salinas. La cena parroquial es el
antecedente de los clubes de campo, de igual manera que la lectura de poemas de los
jueves en el sótano, bajo la sacristía, engendró los pequeños grupos teatrales.
Mientras las iglesias —que arrastraban consigo el aroma de la piedad, tan dulce
para el alma— llegaron encabritándose y relinchando como caballos en día de feria,
el evangelio de las hermanitas —que brindaba desahogo y placer al cuerpo— se
deslizó en silencio y a hurtadillas, con la cabeza gacha y el rostro cubierto.
Puede que hayan visto los brillantes palacios del pecado y la fantasía danzando
alegres en el falso Oeste de las películas, y es posible que existieran algunos
similares, pero no en el valle Salinas. Los burdeles eran lugares tranquilos, donde
remaba el orden y la discreción. Es más: si después de oír los gemidos del éxtasis en
el momento culminante de la conversación, con el aporreo de un acordeón como
música de fondo, se hubieran situado ustedes bajo la ventana de un prostíbulo y
prestado atención a esas voces bajas y decorosas, es muy posible que confundieran la
identidad de ambos ministerios. La existencia de un burdel se aceptaba pero no se
reconocía.
Les hablaré de las solemnes cortes de amor de Salinas. Eran poco más o menos
como las de otras ciudades, pero la calle de los burdeles de Salinas tiene mucha
relación con nuestra historia.
Había que seguir la calle Mayor en dirección oeste, hasta que ésta torcía, justo
donde la calle Castroville se cruzaba con la calle Mayor.
La calle Castroville se llama ahora del Mercado, Dios sabe por qué. Las calles
solían llamarse según el lugar al cual conducían. Así, la calle Castroville, si uno la
seguía durante quince kilómetros, conducía a Castroville. La calle Alisal, a Alisal, y
así sucesivamente.
Sigamos. Cuando se llegaba a la calle Castroville había que torcer a la derecha.
Dos manzanas más abajo, las vías del Southern Pacific cruzaban diagonalmente la
calle en dirección sur, y otra calle cruzaba a su vez la de Castroville, de este a oeste.
Y aunque me fuese la vida en ello, no podría recordar el nombre de esa calle.
Torciendo a la izquierda para atravesar las vías, se penetraba en el Barrio Chino, y
tras un nuevo giro a la derecha, se llegaba por fin a la calle de los burdeles.
Era una calle de adobe negro, que en invierno se convertía en un profundo
barrizal, y en verano era más duro que el hierro, y estaba llena de baches y roderas.
En la primavera crecían altas hierbas a ambos lados: avena silvestre, malvas y
mostaza amarilla, indistintamente. A primeras horas de la mañana, los gorriones
parloteaban sobre el estiércol de caballo depositado ante las casas, en mitad de la

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calle.
Vosotros, los ancianos, ¿recordáis a esos gorriones? Y cómo la brisa del este
acarreaba los olores del Barrio Chino: cerdo asado, humo de los pebeteros, del tabaco
negro y del yen shif ¿Y recordáis también el profundo y metálico sonido del gran
gong de casa Joss, y sus vibraciones pululando por el aire durante un buen rato?
¿Y os acordáis de las casitas sin pintar y desmochadas? Parecían muy pequeñas y
trataban de pasar inadvertidas, con sus fachadas descuidadas y la espesura silvestre de
sus patios delanteros intentando ocultarlas a la vista de la calle. ¿Recordáis que tenían
siempre las cortinillas echadas, con pequeñas rendijas de luz amarillenta en el borde?
Desde fuera sólo se oía un murmullo que provenía del interior. Luego se abría la
puerta delantera para franquear la entrada a uno de la comarca, y se oían risas, e
incluso algunas veces la musiquita sentimental de una pianola con una tira de cadena
de retrete sobre las cuerdas para amortiguar el sonido, tras lo cual se cerraba la puerta
de nuevo.
A veces se oían cascos de caballo en la calle polvorienta, y aparecía Pet Bulene
conduciendo su simón y deteniéndolo ante la puerta, y de él se apeaban cuatro o
cinco señorones, hombres importantes todos, ricachos o altos funcionarios, acaso
banqueros, o miembros del tribunal. Y Pet seguía con su coche hasta la esquina,
donde los esperaba. A su paso saltaban y desaparecían entre las altas hierbas enormes
gatos vagabundos.
Y después —¿os acordáis?— se oía un silbido, y la luz del reflector horadaba las
tinieblas y el tren de mercancías procedente de King City atravesaba la calle
Castroville traqueteando, y penetraba en Salinas, y luego se le oía resoplar en la
estación. ¿Os acordáis?
Todas las ciudades poseen sus señoras célebres, mujeres eternas cuyo recuerdo
sentimental perdura a través de los años. Para los hombres, estas madamas son muy
atractivas. Combinan el cerebro de un hombre de negocios, la tenacidad de un
boxeador, el calor de un compañero y el humor de un actor trágico. Los mitos
florecen a su alrededor y, aunque parezca extraño, mitos que no tienen nada de
voluptuosos. Las historias que se cuentan y se repiten acerca de una de esas señoras
tocan todos los temas, pero no rozan siquiera lo escabroso. Al recordarlas, sus
antiguos clientes las describen como unas filántropas, versadas en medicina y
poetisas de las emociones corporales, sin dejarse arrastrar por ellas.
Durante muchos años, Salinas había cobijado dos de esas perlas: Jenny, apodada a
veces Jenny la Pedos, y la Negra, dueña y señora del Long Green. Jenny era una
buena amiga, capaz de guardar un secreto, dispuesta a dar un préstamo sin que nadie
se enterara. En Salinas corren muchísimas historias acerca de ella.
La Negra era una mujer atractiva y austera, con el pelo blanco y una dignidad
oscura y solemne. Sus ojos castaños, desde la profundidad de sus cuencas,
observaban la fealdad del mundo con filosófica amargura. Dirigía su casa como una
catedral consagrada a un Príapo triste pero erecto. Si buscabas reír y bromear entre

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codazos, ibas a casa de Jenny y te daban esa alegría por tu dinero; pero si de tu
inmutable soledad emergía una tristeza inmensa e infinita, llevándote al borde de las
lágrimas, el Long Green era el lugar idóneo. Cuando salías de allí tenías la sensación
de que algo trascendente e importante había sucedido. No había sido un mero
revolcón. Los hermosos ojos oscuros de la Negra te acompañaban días enteros.
Cuando Faye llegó de Sacramento y abrió su casa, la oleada de animadversión de
las dos madamas no se hizo esperar. Jenny y la Negra se pusieron de acuerdo para
echarla, pero pronto descubrieron que no era una competidora.
Faye encarnaba a la madre por excelencia, con sus senos generosos, sus enormes
caderas y su acogedora calidez. Era un regazo sobre el cual llorar, una voz que
consolaba, una mano acariciadora. El férreo sexo de la Negra y las bacanales
tabernarias de Jenny tenían sus fieles devotos, y Faye no se los quitaría. Su casa se
convirtió en el refugio de los jóvenes que se enfrentaban a la pubertad, se dolían de su
virtud perdida y ansiaban seguir perdiéndola. Faye era el consuelo de maridos
desafortunados, su casa, la alternativa a las esposas frígidas. Era la cocina de nuestra
abuelita, con su dulce olor a canela. Si en casa de Faye caías en el fuego del sexo,
pensabas que era sólo un accidente perdonable. Su casa permitió a los jóvenes de
Salinas entrar en el espinoso sendero del sexo por el camino más suave e idílico. Faye
era una mujer encantadora, no muy despierta, con un gran sentido de la moral y que
se escandalizaba fácilmente. La gente confiaba en ella, y ella confiaba en todo el
mundo. A nadie se le ocurriría herir a Faye después de conocerla. No significaba un
peligro para las otras dos. Era una tercera fase.
Al igual que en un rancho o en un comercio los empleados son el reflejo de su
jefe, en un burdel las pupilas se parecen mucho a la dueña, en parte porque ésta
contrata a chicas de su estilo y en parte porque, si es hábil, sabe imprimir su
personalidad al negocio. Podías pasar muchas horas en casa de Faye sin oír una
palabra sucia o insinuante. Las idas a los dormitorios, el pago de la tarifa, todo era tan
discreto y desenfadado que podía parecer fortuito. La casa de Faye era excelente, de
las mejores, como muy bien sabían el sheriff y el juez de paz. Faye contribuía con
importantes sumas a todas las obras de caridad. La enfermedad la horrorizaba, y por
ello pagaba una revisión periódica a todas sus pupilas. Tenías menos probabilidad de
meterte en aprietos en su casa que en tus tratos con el maestro de la escuela
dominical. Pronto Faye se convirtió en un sólido y querido miembro de la floreciente
y próspera comunidad de Salinas.

Kate, la nueva pupila de Faye, la desorientaba. La veía tan joven y bella, tan señorial,
tan bien educada… Faye la condujo a su propio e inviolado dormitorio y le hizo más

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preguntas de las acostumbradas. Siempre había mujeres que llamaban a la puerta de
un prostíbulo, y Faye catalogaba a la mayoría casi al instante. A algunas no podía
admitirlas por perezosas, vengativas, obscenas, insatisfechas, insaciables y
codiciosas. Sin embargo, Kate no encajaba en ninguno de estos estereotipos.
—Espero que no te importe que te haga todas estas preguntas —dijo Faye—. Pero
es que me parece muy extraño que te hayas decidido a venir aquí. Ya ves, podrías
encontrar enseguida marido, tendrías coche y una buena casa en la ciudad, donde
vivirías regaladamente y sin ninguna preocupación.
Y Faye, mientras hablaba, hacía girar su anillo de matrimonio en torno a su
gordezuelo dedo meñique.
Kate sonrió tímidamente.
—Es muy difícil de explicar. Le agradecería que no insistiese. De ello depende la
felicidad de un ser muy próximo a mí, y muy querido. Le agradecería que no me
hiciese más preguntas.
Faye asintió solemnemente.
—He conocido casos por el estilo. Tuve una muchacha que mantenía a su hijo, y
durante largo tiempo todo el mundo lo ignoró. Ahora tiene una hermosa casa y un
marido en…, pero casi te he dicho dónde. Antes me arrancaría la lengua que decirlo.
¿Tienes un niño, querida?
Kate bajó la mirada para tratar de ocultar las lágrimas. Cuando pudo dominarse,
susurró:
—Lo siento, no puedo decirlo.
—Está bien, querida, está bien. No me lo digas ahora.
Faye no era ninguna lumbrera, pero estaba muy lejos de ser una estúpida. Fue a
ver al sheriff y salió de dudas. No servía de nada correr riesgos inútiles. Se olía que
allí había gato encerrado, pero si ello no perjudicaba a la casa, a Faye, en realidad, no
le importaba mucho.
Kate podría haber sido remilgada, pero no lo era. Se puso a trabajar de inmediato.
Y cuando los clientes vienen una y otra vez y piden a la misma chica, ello quiere
decir algo. Un rostro bonito y nada más, no es suficiente. Faye comprendió enseguida
que Kate no tenía que aprender nada nuevo, ni necesitaba lecciones de nadie.
Hay dos cosas que es bueno saber acerca de una nueva pupila: la primera es si
trabajará, y la segunda si se llevará bien con las demás pupilas. No hay nada que
pueda trastornar más a una casa que una pupila quisquillosa.
Faye no tuvo que esperar mucho para responder a la segunda pregunta. Kate se
ganó el afecto de todas. Las ayudaba a arreglar sus habitaciones, las atendía si
estaban enfermas, dejaba que le contasen sus cosas, las aconsejaba en materias
amorosas, y tan pronto como dispuso de algún dinero, les hacía pequeños préstamos.
No se podía desear una chica mejor. Se convirtió en la mejor amiga de todas las de la
casa.
No había dificultad que Kate no quisiese afrontar, ninguna tarea, por pesada que

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fuese, a la que tuviese miedo. Y, por si fuese poco, contribuyó a incrementar el
negocio. Pronto poseyó su propia lista de clientes asiduos. Kate también era muy
atenta. Recordaba los cumpleaños de los demás, y para ellos tenía siempre regalos y
las clásicas tartas con velas. Faye comprendió que en Kate poseía un tesoro.
Las personas ajenas al negocio pueden pensar que es muy fácil ser dueña de un
prostíbulo, y que todo consiste en sentarse en un sillón, beber cerveza y recibir la
mitad del dinero que consiguen las pupilas. Pero no es así. Hay que alimentar a las
chicas, lo cual comporta la obligación de ir al mercado y tener un cocinero. Lavar la
ropa es mucho más complicado que en un hotel. Hay que velar por la salud de las
pupilas y conseguir que se encuentren a gusto y contentas, pues de lo contrario
pueden ocasionar auténticos quebraderos de cabeza. Hay que reducir los suicidios a
su mínima expresión, y las prostitutas, particularmente las entraditas en años, son
muy rápidas en el manejo de la navaja, y esas cosas siempre dan mala fama a un
prostíbulo.
No es tan fácil como se supone, y si hay que hacer frente a muchos gastos,
incluso se puede llegar a perder dinero. Cuando Kate se ofreció para hacer la compra
y preparar los menús, Faye se alegró, aunque no comprendía cómo la chica
encontraría el tiempo necesario para ello. Pero no sólo las comidas mejoraron, sino
que las cuentas del mercado bajaron ostensiblemente durante el primer mes que Kate
se encargó de ello. Y en lo relativo al lavado de la ropa, Faye no pudo averiguar qué
le dijo Kate al encargado de la lavandería, pero la factura disminuyó de pronto en un
veinticinco por ciento. Faye no comprendía cómo podía haber vivido sin aquella
chica.
A última hora de la tarde, antes de empezar a trabajar, se sentaban juntas en la
habitación de Faye para tomar el té. La habitación era mucho más bonita desde que
Kate había pintado los paneles de madera y colocado cortinillas de encaje. Las
pupilas comenzaban a comprender que había dos dueñas en lugar de una, y se
alegraron, porque Kate se llevaba muy bien con todas. Les enseñó más triquiñuelas,
pero nada soez ni obsceno, y las pupilas se reían y disfrutaban de su compañía.
Al cabo de un año, Faye y Kate eran como madre e hija. Y las muchachas decían:
—Ya verás, esta casa será suya algún día.
Las manos de Kate siempre estaban ocupadas, principalmente bordando bellas
iniciales en pañuelos de lino. Casi todas las pupilas usaban esos pañuelos y los
guardaban como un tesoro.
Y a final, ocurrió lo que era de esperar. Faye, la esencia de la maternidad,
comenzó a pensar en Kate como en una hija. Lo sentía en lo más profundo de su ser y
en sus más espontáneos impulsos, y ello chocó con su innata moralidad. No quería
que su hija fuese una prostituta, lo cual era una consecuencia perfectamente natural.

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3

Faye caviló mucho acerca de cómo debía abordar aquel tema, que constituía un
verdadero problema. A Faye no se le daba bien encarar los problemas de frente y por
eso se sentía incapaz de decir: «Quiero que dejes de ser una prostituta».
Así que decidió abordar a Kate dando un rodeo:
—Si se trata de un secreto, no me respondas, aunque siempre he deseado
preguntártelo. ¿Qué te dijo el sheriff? ¡Por Dios, ya hace más de un año! ¡Cómo pasa
el tiempo! Cuando una se hace vieja, todavía parece pasar más deprisa. Estuvo casi
una hora contigo. ¿No sería que…? No, desde luego que no. Es un hombre muy
hogareño, y por eso va siempre a casa de Jenny. Pero no quiero meterme en tus
asuntos, querida.
—No existe ningún secreto —respondió Kate—. Ya se lo hubiera contado. Me
dijo que tenía que volver a mi casa. Fue muy amable. Cuando le expliqué que no
podía hacerlo, fue muy bondadoso y comprensivo.
—¿Le dijiste el motivo? —preguntó Faye celosamente.
—No, desde luego. ¿Cree que se lo hubiera dicho a él y a usted no? No sea tonta,
querida. ¡A veces parece una chiquilla!
Faye sonrió y se arrellanó contenta en el sillón.
El rostro de Kate estaba impasible, pero recordaba todas y cada una de las
palabras de aquella conversación. De hecho, hasta le agradaba el sheriff Era un
hombre muy directo.
Él había cerrado la puerta de la habitación de Kate, paseado la mirada alrededor,
con el ojo escrutador de un buen policía, y visto que no había fotografías ni ninguno
de los objetos personales que le hubieran servido para una identificación. Solamente
había vestidos y zapatos.
Tomó asiento en la pequeña mecedora de enea, y sus nalgas sobresalían por cada
lado. Con las manos juntas y las yemas de los dedos repiqueteando entre sí, se puso a
hablar con voz monótona, como si no sintiese el menor interés por lo que estaba
diciendo. Acaso fue eso lo que consiguió impresionarla.
Al principio, ella adoptó su expresión mojigata y ligeramente estúpida, pero
después de escucharle un rato, la desechó y le escrutó con sus ojos penetrantes,
tratando de leer sus pensamientos. Él ni la miraba a los ojos, ni evitaba su mirada.
Pero ella se daba cuenta de que él la inspeccionaba a su vez. Sentía cómo su mirada
se posaba sobre la cicatriz de su frente, casi con una sensación de tacto.
—No pretendo hacer un informe —dijo él quedamente—. Hace mucho tiempo
que estoy en el cargo, y con un año más tendré bastante. Sabe, jovencita, si esto
hubiese ocurrido hace quince años, hubiera hecho algunas investigaciones, y me
parece que hubiera encontrado bastantes cosas feas.
Esperó alguna reacción, pero la joven no hizo la menor protesta. Él asintió
lentamente.

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—No quiero saberlo —prosiguió—. Quiero paz en mi condado, y con ello me
refiero a toda clase de paz, entre la cual está el que la gente pueda dormir por la
noche. No conozco a su esposo —añadió, y ella supo que él se había dado cuenta del
ligero movimiento que hicieron sus músculos en tensión—, pero me he enterado de
que es un hombre muy cabal. También he sabido que se halla muy malherido. —
Calló y la miró a los ojos por un momento—. ¿Quiere que le diga en qué estado tan
lamentable lo dejó usted?
—Sí —respondió ella.
—Supongo que se pondrá bien; tiene el hombro roto, pero se repondrá. El chino
cuida de él con toda solicitud. Desde luego, no creo que pueda usar el brazo izquierdo
en muchísimo tiempo. Ese cuarenta y cuatro por poco lo manda al otro barrio. Si no
hubiese llegado el chino a tiempo, se hubiera desangrado hasta morir, y ahora usted
estaría hablando conmigo en la cárcel.
Kate retenía el aliento, tratando de descubrir cuáles eran las intenciones de su
interlocutor, pero sin conseguirlo en absoluto.
—Lo lamento —dijo en voz baja.
Los ojos del sheriff agudizaron su atención.
—Es la primera vez que comete un error —dijo—. Usted no lo lamenta. Conocí a
alguien como usted una vez; lo colgaron hace doce años delante de la prisión del
condado. Es lo que solíamos hacer entonces.
La pequeña estancia, con su estrecha cama de caoba, su lavabo de mármol, sobre
el que había una jofaina y un jarro, y en la parte baja un armarito para el orinal, las
paredes cubiertas de papel rameado, en el que se repetían una y otra vez pequeños
dibujos de rosas, permanecía silenciosa, como si les faltasen palabras a ambos
interlocutores.
Aparentemente, los preliminares habían terminado. El sheriff se enderezó, separó
los dedos y asió los brazos de la mecedora. Incluso sus nalgas se contrajeron un poco.
—Usted ha abandonado a sus dos hijos —continuó—. Casi recién nacidos.
Cálmese. No me propongo hacerla volver allí. Por el contrario, me parece que haría
cuanto pudiera por evitarlo. Creo conocerla ya. Podría expulsarla del condado y hacer
que el sheriff del lugar donde fuese tomase la misma determinación, y así
sucesivamente, hasta echarla de cabeza en el océano Atlántico. Pero no quiero hacer
eso. No me importa cómo viva usted, mientras no me cause otros quebraderos de
cabeza.
—¿Qué quiere usted? —preguntó Kate con docilidad.
—Eso ya me gusta más —respondió el sheriff—. Sé que ha cambiado su nombre.
Lo que quiero es que conserve el nuevo. Y supongo que habrá inventado cualquier
mentira acerca del lugar de su procedencia; bueno, pues manténgala. Y sus motivos,
aunque se emborrache, manténgalos bien alejados de King City.
Ella comenzaba a sonreír un poco, y no precisamente con sonrisa forzada.
Empezaba a confiar en aquel hombre y a gustarle.

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—Sólo hay una cosa que me preocupa —dijo él—. ¿Conoce usted a mucha gente
en King City?
—No.
—Ya me enteré de lo de la aguja de punto —comentó, haciendo referencia al
intento de aborto—. Podría ocurrir que algún conocido suyo viniese aquí. ¿Es éste el
verdadero color de su cabello?
—Sí.
—Tíñaselo de negro durante cierto tiempo. Hay muchas personas que se parecen
a otras.
—¿Y esto qué? —La joven señaló su cicatriz con su dedo afilado.
—Bien, eso no es más que…, ¿cómo se dice? ¿Pero cuál es esa condenada
palabra? Esta mañana la he dicho.
—¿Coincidencia?
—Eso es, una coincidencia.
Con eso pareció dar por terminada la entrevista. Sacó tabaco y papel de fumar y
lió de manera desmañada un delgado cigarrillo. Sacó una cerilla, la frotó en el borde
de la caja y la sostuvo entre sus dedos, hasta que la llamita azul se volvió amarilla. Su
cigarrillo se encendió sólo por un lado.
—¿No es eso una amenaza? —preguntó Kate—. Me refiero a lo que usted ha
dicho que haría si…
—No, no lo es. Y llegado el caso, puedo ser mucho más rudo. No me importa lo
que usted sea, haga, o diga, pero no quiero que le cause el menor perjuicio al señor
Trask o a sus hijos. Imagínese que usted ha muerto y que ahora es otra persona, y
entonces todo irá sobre ruedas. Se levantó y se dirigió a la puerta, pero antes de
abrirla se volvió y dijo:
—Tengo un hijo. Va a cumplir veinte años. Un chico alto, de buena planta, con la
nariz rota, que cae bien a todo el mundo. No quiero que venga por aquí. Voy a
decírselo a Faye. Prefiero que vaya a casa de Jenny. Si aparece por aquí, le mandáis a
casa de Jenny.
Salió, y cerró la puerta tras él.
Kate sonrió contemplándose las manos.

Faye se retorció en su sillón para alcanzar un pedazo de mazorca tostada, salpicada de


nueces. Hablaba con la boca llena. Kate se preguntó con desasosiego si es que en
realidad era capaz de leer la mente de los demás, porque Faye dijo:
—Todavía no me he acostumbrado. Lo dije entonces y te lo repito ahora. Me
gustaban más tus cabellos rubios. No sé por qué se te ocurrió teñírtelos. Te pega más

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el rubio.
Kate agarró un pelo entre el índice y el pulgar y se lo arrancó con delicadeza. Era
muy lista. Dijo la mejor mentira de todas: la verdad.
—No quería decírselo. Tenía miedo de que me pudiesen reconocer, y eso hubiera
perjudicado a alguien.
Faye se levantó del sillón, se aproximó a Kate y la besó.
—Eres muy buena —dijo—. ¡Y qué considerada!
—Vamos a tomar el té. Yo lo serviré —propuso Kate.
Salió de la habitación y, cuando estuvo en el vestíbulo, antes de llegar a la cocina,
se frotó la mejilla con los dedos para borrar la huella del beso.
Vuelta a su sillón, Faye tomó un trozo de mazorca, se lo llevó a la boca y lo
mordisqueó. Un fragmento puntiagudo y duro penetró en una muela hueca y le hirió
el nervio. El fortísimo dolor le nubló la vista y su frente se humedeció de sudor.
Cuando Kate volvió con la tetera y las tazas sobre una bandeja, se encontró a Faye
hurgándose en la boca y sollozando angustiosamente.
—¿Qué ocurre? —gritó Kate.
—Mi muela… Un pedazo de cáscara de nuez.
—A ver, déjeme ver. Abra la boca y señale dónde es.
Kate miró en el interior de la boca, y luego se dirigió a la mesa en busca de un
palillo. En una fracción de segundo extrajo el fragmento de cáscara y lo depositó en
la palma de la mano.
—Aquí está.
El nervio se calmó y el intenso dolor disminuyó hasta convertirse en una
molestia.
—¿Era tan pequeño? Parecía del tamaño de una casa. Por favor, querida —dijo
Faye—, abre ese segundo cajón, donde está mi medicina. Tráeme el calmante y un
poco de algodón. ¿Quieres ayudarme a taponar la muela?
Kate trajo el frasco, e introdujo una bolita de algodón empapado en el hueco de la
muela con la ayuda del mismo palillo.
—Tendrá que sacársela.
—Lo sé y lo haré.
—A mí me faltan tres dientes en este lado.
—Nunca lo hubiera dicho. Eso me asusta mucho. Tráeme el Pinkham, ¿quieres?
Tomó un trago del compuesto vegetal y suspiró con alivio.
—Es una medicina, maravillosa —afirmó—. La mujer que la inventó era una
santa.

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Capítulo 20

Era una tarde encantadora. El pico Fremont aparecía enrojecido por el sol poniente, y
Faye lo veía muy bien desde su ventana. Desde la calle Castroville llegaba el dulce y
agradable sonido de las campanillas tintineantes de un tiro de ocho caballos que
arrastraba un carro de trigo procedente de la sierra. El cocinero trajinaba con las
cacerolas en la cocina. Se oyó un leve roce en la pared, y luego una suave llamada a
la puerta.
—Entra, Ojos de Algodón —dijo Faye.
La puerta se abrió y el encorvado y esmirriado pianista apareció en el umbral, a la
espera de algún ruido que le indicara la situación de ella.
—¿Qué quieres? —preguntó Faye.
Él se volvió hacia ella.
—No me encuentro bien, señorita Faye. Querría meterme en la cama y no tocar
esta noche.
—Ya estuviste enfermo dos noches la semana pasada, Ojos de Algodón. ¿No te
gusta tu trabajo?
—Es que no me encuentro bien.
—Está bien. Pero desearía que te cuidases más.
Kate intervino diciendo suavemente:
—Deja de aporrear las teclas durante un par de semanas, Ojos de Algodón.
—Oh, señorita Kate, no sabía que estuviese usted aquí. Le aseguro que no he
fumado.
—Sí lo ha hecho —replicó Kate.
—Tiene razón, señorita Kate, y le prometo que lo dejaré. No me encuentro bien.
Cerró la puerta y oyeron el roce de su mano contra la pared para poder guiarse.
—Me dijo que había dejado de fumar —observó Faye.
—No es cierto.
—¡Pobre infeliz! —dijo Faye—. No tiene mucho por lo que vivir.
Kate se alzaba frente a ella.
—Es usted demasiado buena —le recriminó—. Confía en todo el mundo. Algún
día, si no tiene cuidado, o yo no lo tengo por usted, le van a robar hasta el techo.
—¿Quién querría robarme? —preguntó Faye.
Kate colocó sus manos sobre los hombros de Faye y contestó:
—No todos son tan buenos como usted.
Los ojos de Faye se llenaron de lágrimas. Tomó un pañuelo de la silla que estaba
junto a ella, se secó los ojos y se sonó delicadamente.

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—Eres para mí como una hija, Kate —dijo.
—Comienzo a creer que lo soy. Nunca conocí a mi madre. Murió cuando yo era
muy pequeña.
Faye exhaló un profundo suspiro y abordó la cuestión:
—Kate, no me gusta que trabajes aquí.
—¿Por qué no?
Faye meneó la cabeza, tratando de encontrar las palabras adecuadas.
—No tengo de qué avergonzarme. Gobierno una casa muy buena. Si yo no
estuviese aquí, esta casa iría de mal en peor. No hago daño a nadie, y, por lo tanto, te
repito que no tengo de qué avergonzarme.
—¿Por qué tendría que avergonzarse? —preguntó Kate.
—Pero a pesar de ello no me gusta que trabajes aquí. Simplemente, no me gusta.
Te considero como a una hija, y no me agradaría que una hija mía se dedicase a este
oficio.
—No sea usted tonta, querida —respondió Kate—. Tengo que hacerlo, aquí o en
otra parte. Ya se lo dije. Necesito ganar dinero.
—No, no tienes necesidad de ello.
—Claro que sí. ¿Dónde, si no, podría encontrarlo?
—Podrías ser mi hija. Podrías manejar el negocio. Podrías incluso ocuparte de
mis asuntos, y dejar de ir arriba como las demás. Ya sabes que a veces no me
encuentro bien.
—Bastante que lo sé, querida. Pero tengo que ganar dinero.
—Hay más que suficiente para las dos, Kate. Puedo darte tanto como lo que
ganas e incluso más, ya que tú te lo mereces de sobra.
Kate movió la cabeza con tristeza.
—Yo la quiero mucho —dijo—. Y desearía poder hacer lo que me pide. Pero
usted necesita conservar intactos sus ahorros; además, suponga que le ocurriese algo.
No, tengo que seguir trabajando. ¿No sabe usted, querida, que esta noche tengo cinco
clientes de los fijos?
El rostro de Faye se contrajo.
—No quiero que sigas trabajando.
—Tengo que hacerlo, madre.
Aquella palabra produjo su efecto. Faye rompió en llanto; y Kate se sentó en el
brazo del sillón y le dio palmaditas cariñosas en la mejilla, secando sus abundantes
lágrimas. Poco a poco, los sollozos se fueron amortiguando.
Las sombras de la noche caían rápidamente sobre el valle. El rostro de Kate
brillaba extrañamente bajo sus oscuros cabellos.
—Ahora ya está usted bien —dijo Kate—. Voy a echar una mirada a la cocina, y
luego iré a vestirme.
—Kate, ¿no podrías decirles a tus clientes que estás enferma?
—Desde luego que no, madre.

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—Kate, hoy es miércoles. Probablemente no vendrá nadie hasta después de la
una.
—Los Leñadores del Mundo se dejarán caer por aquí.
—Oh, sí. Pero siendo miércoles, los Leñadores no aparecerán hasta pasadas las
dos.
—¿Adónde quiere usted ir a parar?
—Kate, cuando termines de trabajar llama a mi puerta. Te reservo una pequeña
sorpresa.
—¿Qué clase de sorpresa?
—¡Oh, es un secreto! ¿Quieres decirle al cocinero que venga, cuando vayas a la
cocina?
—¿Es una tarta?
—No me hagas preguntas ahora, querida. Es una sorpresa.
Kate la besó.
—Es usted adorable, madre.
Cuando hubo cerrado la puerta tras de ella, Kate permaneció un instante en el
vestíbulo, acariciándose su pequeño mentón puntiagudo. Sus ojos denotaban calma.
Luego, extendió los brazos sobre la cabeza y contoneó el cuerpo, emitiendo un
lujurioso bostezo. Hizo descender lentamente sus manos a lo largo de sus costados,
desde los pechos a las caderas. Las comisuras de sus labios se plegaron en una ligera
sonrisa, y se dirigió a la cocina.

Los clientes habituales entraron y salieron, y dos viajantes que pasaban por allí se
asomaron para echar una ojeada, pero no apareció ni un solo Leñador del Mundo. Las
muchachas se sentaban bostezando en el salón, y oyeron, mientras esperaban, cómo
daban las dos.
Lo que impidió acudir a los Leñadores fue un triste accidente. Clarence Monteith
tuvo un ataque cardiaco durante la ceremonia ritual de clausura, antes de la cena. Lo
extendieron en la alfombra, y humedecieron su frente esperando la llegada del doctor.
Nadie sintió los menores deseos de sentarse a la mesa para dar cuenta de la suculenta
cena. Cuando llegó el doctor Wilde y se puso a examinar a Clarence, los Leñadores
hicieron una camilla, introduciendo las astas de dos banderas a través de las mangas
de dos abrigos. Mientras lo conducían a su casa, Clarence murió, y tuvieron que
volver en busca del doctor Wilde. Y después de hacer planes para el entierro y de
redactar una nota necrológica para el Salinas Journal, a ninguno le quedaba el menor
deseo de ir a un lupanar.
Al día siguiente, cuando se enteraron de lo que había ocurrido, todas las chicas

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recordaron lo que había dicho Ethel, diez minutos antes de dar las dos:
—¡Por Dios! —había dicho Ethel—. Nunca había estado esto tan silencioso. No
hay música y el gato se ha comido la lengua de Kate. Parece como si estuviéramos
velando a un muerto.
Más tarde, Ethel se sintió impresionada por sus palabras, como si lo hubiese
presentido.
Grace había replicado:
—Me gustaría saber qué gato es ese que se ha comido la lengua de Kate. ¿No te
sientes bien? Kate, hablo contigo, ¿no te sientes bien?
Kate dio un respingo.
—¡Oh, es que estaba distraída!
—Pues yo no —contestó Grace—. Me estoy durmiendo. ¿Por qué no cerramos?
Vayamos a preguntarle a Faye si podemos cerrar. Esta noche no aparecerá ni una rata.
Voy a preguntárselo a Faye.
—No molestes ahora a Faye. No se encuentra bien. Cerramos a las dos —
respondió tajante Kate.
—Ese reloj no marcha bien —observó Ethel—. ¿Qué le pasa a Faye?
—En eso estaba pensando —contestó Kate—. Faye no se encuentra bien. Estoy
preocupada por ella. Hace todo lo que puede por ocultarlo.
—Yo creía que se encontraba perfectamente —repuso Grace.
Ethel echó más leña al fuego al añadir:
—Sí, no tiene buen aspecto. Está algo congestionada. Ya me di cuenta.
Kate dijo lentamente:
—Por Dios, muchachas, que no se entere nunca de que yo os lo he dicho. Quiere
evitaros esa preocupación. ¡Es tan buena!
—Sí, nunca me había chuleado una persona tan bondadosa —dijo Grace.
—¡Es mejor que Faye no te oiga nunca usar esas palabras! —exclamó Alice.
—¡Qué narices! —contestó Grace—. Faye es un gato viejo.
—No le gusta que nadie diga esas cosas, y menos nosotras.
Kate las interrumpió pacientemente:
—Quiero contaros lo que ocurrió. Estaba tomando el té a última hora de esta
tarde, cuando se quedó como muerta. Me parece que tendría que verla el médico.
—Ya me di cuenta de que estaba muy congestionada —repitió Ethel—. Ese reloj
no marcha bien, pero no me acuerdo si atrasa o adelanta.
—Id a acostaros, chicas. Voy a cerrar —les ordenó Kate.
Cuando todas se hubieron marchado, Kate se dirigió a su habitación y se puso un
nuevo vestido estampado, que le hacía parecer una jovencita. Cepilló y trenzó sus
cabellos, dejando caer sobre su espalda una gruesa trenza atada con un pequeño lazo.
Luego, se salpicó las mejillas con agua de Florida. Vaciló un momento y después
tomó del cajón superior del tocador un relojito de oro que pendía de un broche en
forma de flor de lis. Lo envolvió en uno de sus lindos pañuelos de encaje y salió de la

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estancia.
El vestíbulo estaba muy oscuro, pero bajo la puerta de la habitación de Faye se
apreciaba una franja de luz. Kate llamó suavemente con los nudillos.
—¿Quién es? —preguntó Faye.
—Soy Kate.
—No entres todavía. Espera un momento. Ya te diré cuándo puedes entrar.
Kate oyó un susurro y una especie de crujidos en la habitación. Por fin, Faye le
dijo:
—Muy bien, ya puedes entrar.
La habitación estaba adornada. En los rincones pendían linternas japonesas con
velas encendidas colgando de bastones de bambú, y tiras de papel rojo se retorcían
formando festones desde el centro de la habitación hasta los ángulos, produciendo el
efecto de una tienda de campaña. Sobre la mesa y rodeado de velillas, se encontraba
un enorme pastel blanco y una caja de bombones, y a su lado una cubitera con una
botella de champán de dos litros. Faye llevaba su vestido de encaje y sus ojos
brillaban de emoción.
—Pero ¿qué es esto? —exclamó Kate, cerrando la puerta—. ¡Parece una fiesta!
—Lo es. Es una fiesta en honor de mi querida hija.
—Pero si no es mi cumpleaños.
—En cierto modo, sí lo es —respondió Faye.
—No sé qué quiere decir usted. Pero yo también le he traído un regalo —dijo, y
depositó el reloj envuelto en el pañuelo en el regazo de Faye—. Ábralo con cuidado
—añadió.
Faye levantó el reloj.
—Oh, querida, querida. ¡Locuela! No, no puedo aceptarlo.
Levantó la tapa que cubría la esfera, y después la posterior, ayudándose con la
uña. En el interior aparecía la siguiente inscripción grabada: para c, con todo el amor
de a.
—Perteneció a mi madre —explicó Kate con dulzura—. Y me gustaría que lo
tuviera mi nueva madre.
—¡Mi querida hija, mi querida hija!
—A mi madre también le hubiera gustado.
—Pero soy yo quien da la fiesta, y también tengo un regalo para mi querida hija,
aunque hay que hacerlo como lo tenía pensado. Kate, destapa la botella y llena dos
copas mientras yo corto el pastel. Quiero que sea perfecto.
Cuando todo estuvo a punto, Faye se sentó a la mesa y alzó la copa:
—Por mi nueva hija, para que tenga una vida larga y feliz.
Y después de beber, Kate brindó a su vez:
—Por mi madre.
—Me vas a hacer llorar —dijo Faye con emoción—. Allí, en el escritorio,
querida. Tráeme la cajita de caoba. Sí, ésa es. Ponla ahora encima de la mesa y

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ábrela.
En la reluciente y pulida caja había un rollo de papel blanco atado con una cinta
encarnada.
—¿Pero qué es esto? —preguntó Kate.
—Es mi regalo. Ábrelo.
Kate desligó cuidadosamente la cinta encamada y desenrolló el papel. Vio una
elegante escritura de letras muy bien perfiladas y de líneas bien trazadas. Al pie,
firmaba el cocinero en calidad de testigo: «Lego todos mis bienes terrenales, sin
excepción, a Kate Albey, porque la considero como si fuese mi hija».
El testamento era sencillo, sin circunloquios y legalmente irreprochable. Kate lo
leyó tres veces, volvió a mirar la fecha y examinó la firma del cocinero. Faye la
observaba con la boca entreabierta y expectante. Cuando Kate movía los labios al
leer, los de Faye también se movían.
Kate enrolló el papel, ató la cinta y lo depositó en la caja, cerrándola después.
Luego tomó asiento en su silla.
Faye rompió el silencio:
—¿Estás contenta, hija?
Los ojos de Kate parecían penetrar en los de Faye y llegar hasta su cerebro. La
joven dijo con voz queda:
—Hago esfuerzos por contenerme, madre. Jamás hubiera imaginado que hubiese
nadie tan bueno en el mundo. Tengo miedo de ponerme a llorar si digo algo con
demasiada precipitación o me acerco demasiado a usted.
Era más dramático de lo que Faye había esperado, pero tranquilo y electrizante.
—Es un regalo divertido, ¿eh? —preguntó Faye.
—¿Divertido? No, no tiene nada de divertido —respondió Kate.
—Quiero decir que un testamento es un regalo extraño. Pero es más que eso.
Ahora que eres mi hija, ya puedo decírtelo. Yo, es decir, nosotras, entre bonos y
dinero en efectivo tenemos más de sesenta mil dólares. En mi escritorio guardo los
estados de cuentas de lo que hay en las cajas fuertes. Vendí la casa de Sacramento por
un precio excelente. ¿Por qué te has quedado tan callada, niña? ¿Hay algo que te
preocupa?
—Un testamento hace pensar en la muerte. Es como si hubiésemos desplegado un
paño mortuorio.
—Pero todo el mundo debería hacer testamento.
—Ya lo sé, madre. —Kate sonreía con expresión lastimera—. Pero me viene a la
mente la imagen de todos sus parientes viniendo aquí airados para impugnar este
testamento. No puede usted hacerlo.
—¿Es eso lo que te preocupa? Mi pobre niña. No tengo parientes, y si tuviese
alguno, ¿quién lo sabría? No eres la única que guarda secretos. ¿Crees que mi nombre
es el que me pusieron al nacer?
Kate miró larga y fijamente a Faye.

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—Kate —exclamó—, Kate, esto es una fiesta. ¡No te pongas triste! ¡No te quedes
ahí, muda y helada!
Kate se levantó, apartó con delicadeza la mesa y se sentó en el suelo, apoyando su
mejilla sobre las rodillas de Faye. Sus delgados dedos siguieron un hilo de oro de la
falda, contorneando todo su intrincado dibujo rameado, y Faye le dio unas palmaditas
en la mejilla, le acarició el cabello y le tocó sus extrañas orejas. Tímidamente, los
dedos de Faye se detuvieron en el borde de la cicatriz.
—Me parece que jamás había sido tan feliz —dijo Kate.
—Querida, tú también me haces feliz; más feliz de lo que nunca he sido. Ahora
ya no me siento sola, sino segura y acompañada.
Kate asió delicadamente el hilillo de oro con sus uñas.
Estuvieron así un buen rato, hasta que Faye observó:
—Kate, nos hemos olvidado de la fiesta. Hay que beber. Lléname la copa,
tenemos que celebrarlo.
—¿Cree usted que lo necesitamos, madre? —preguntó Kate nerviosa.
—Es muy bueno. ¿Por qué no? Me gusta tomar una copita de vez en cuando;
alivia los problemas. ¿No te gusta el champán, Kate?
—Yo nunca he bebido mucho. No me sienta bien.
—Tonterías. Vamos a beber, querida.
Kate se levantó del suelo y llenó las copas.
—Tienes que bebértela toda —le indicó Faye—. Mira que te observo. No irás a
permitir que una vieja como yo se emborrache sola, ¿verdad?
—Usted no es vieja, madre.
—No hables, bebe. No tocaré mi copa hasta que esté vacía la tuya.
Sostuvo la copa levantada hasta que Kate hubo apurado la suya, y luego hizo lo
propio.
—Está muy bueno —declaró—. Vuélvelas a llenar. Vamos, querida, olvidemos
las penas. Con dos o tres más en el cuerpo, todo lo malo se esfumará.
El organismo entero de Kate se resistía a ingerir más alcohol. Se acordaba de lo
que había pasado la última vez, y tenía miedo.
—Vamos, niña, apúrala. ¿No ves qué bueno es? Llénala de nuevo —le insistió
Faye.
La transformación se efectuó en Kate inmediatamente después de la segunda
copa. Su temor se disipó y sus recelos desaparecieron. Eso era lo que había temido, y
ahora era ya demasiado tarde. El vino se había abierto paso a través de todas las
barreras construidas con tanto esmero, de las defensas y las mentiras, pero no le
importó. Su careta y autocontrol se esfumaron. Su voz perdió toda su dulzura y plegó
los labios en una delgada línea. Sus ojazos se entornaron y se volvieron vigilantes y
sardónicos.
—Ahora beba usted, madre, mientras yo la miro —dijo—. Aquí tiene, querida. Le
apuesto a que no puede beber dos más seguidas.

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—No me retes, Kate, perderías. Puedo beber seis seguidas.
—Muéstremelo.
—Pero tú también.
—Desde luego.
La competición comenzó y el champán empapó el mantel de la mesa; poco a poco
la botella se fue quedando vacía.
Faye soltó una risita:
—Podría contarte increíbles historias de mi juventud.
—Yo sí que podría contarte historias que nadie querría creer —le aseguró Kate.
—¿Tú? No seas tonta. Tú eres una niña.
Kate rió.
—Tú nunca has visto una niña como yo. ¡Menuda niña!
Lanzó una carcajada aguda y penetrante, que atravesó los vapores del alcohol que
embotaban el cerebro de Faye. Entonces miró a Kate.
—Estás muy extraña —observó—. Debe de ser la luz de las lámparas. Pareces
diferente.
—Soy diferente.
—Llámame «madre», querida.
—Madre, querida.
—Kate, vamos a ser tan felices las dos.
—Puedes apostar por ello. Y no sabes hasta qué punto; ni te lo imaginas.
—Siempre he deseado visitar Europa. Viajaremos en barco y compraremos
bonitos vestidos en París.
—Puede que lo hagamos, pero no ahora.
—¿Por qué no, Kate? Tengo mucho dinero.
—Tendremos mucho más.
—¿Pero por qué no vamos ahora? —le suplicó Faye—. Podríamos vender el
burdel. Es un buen negocio y podríamos sacar hasta diez mil dólares.
—No.
—¿Qué significa ese no? Es mi casa. Puedo venderla cuando quiera.
—¿Has olvidado que soy tu hija?
—No me gusta ese tono, Kate. ¿Qué te pasa? ¿Queda todavía algo de champán?
—Sí, queda algo. Míralo a través de la botella. Tómala y bebe de ella. Eso es,
madre. Deja que corra por tu garganta, que baje por tu pecho, madre, y que acabe en
tu gorda barriga.
—¡Kate, no digas esas cosas! Estábamos tan bien… ¿Por qué quieres estropearlo
todo? —gimió Faye.
Kate le arrancó la botella de la mano.
—Dame eso.
La levantó, la apuró de un trago y la arrojó al suelo. Su rostro anguloso
intensificaba el brillo de sus ojos. Los labios entreabiertos de su boca delgada

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mostraban los dientecillos afilados; los colmillos eran los más largos y puntiagudos.
Kate rió suavemente.
—Madre, querida madre, voy a enseñarte cómo se lleva una casa de putas. Ya
verás cómo trataremos a esos babosos asquerosos que vienen aquí a descargar sus
necesidades por un dólar. Les daremos placer, querida madre.
—Kate, estás borracha. No sé de qué me estás hablando —replicó Faye muy
seria.
—¿No lo sabes, madre querida? ¿Quieres que Kate te lo diga?
—Quiero que seas encantadora. Quiero que vuelvas a ser como antes.
—Es demasiado tarde. Yo no quería beber alcohol. Pero tú, tú, horrible gusano
regordete, tú lo has querido. Soy tu querida y dulce hija, ¿lo has olvidado? Yo sí
recuerdo cómo te sorprendiste al ver que empezaba a tener clientes fijos. ¿Crees que
voy a dejarlos? ¿De veras crees que me pagan un mísero dólar? No, me dan diez, y la
tarifa no ha dejado de subir. Ya no pueden ir con ninguna otra chica… Ninguna es lo
bastante buena para ellos.
Faye sollozaba como una niña.
—Kate —suplicó—, no digas esas cosas. Tú no eres así, no eres así.
—Madre querida, querida madre sebosa, bájale los pantalones a cualquiera de mis
clientes fijos. Mira las marcas de mis tacones en sus ingles, son preciosas. Y esos
minúsculos cortes que sangran durante tanto tiempo. Oh, madre querida, tengo una
cajita con un juego de cuchillas deliciosas. Y cortan tan bien…
Faye intentó levantarse del sillón, pero Kate la empujó para que volviera a
sentarse.
—Y así, madre querida, funcionará ahora esta casa. La tarifa será de veinte
dólares, y esos cabrones tendrán que bañarse. Recogeremos su sangre en pañuelos de
seda blanca, madre querida, la sangre que harán manar nuestros latiguillos llenos de
nudos.
Faye, en su sillón, empezó a chillar con voz ronca. Al instante Kate cayó sobre
ella, tapándole la boca con la mano.
—No grites. Me gustas más calladita. Babea todo lo que quieras la mano de tu
hijita, pero no se te ocurra gritar.
A modo de tanteo, Kate retiró la mano y se la limpió en la falda de Faye.
—Quiero que te vayas de esta casa —murmuró Faye—. Vete. Mi casa es limpia y
decente. ¡Fuera de aquí!
—No puedo irme, madre. No puedo dejarte sola, pobrecilla —la voz de Kate se
heló—: Estoy harta de ti. Harta —cogió uno de los vasos de la mesa, se dirigió al
tocador y lo llenó de sedantes hasta la mitad.
—Ten, madre, bébetelo, te sentará bien.
—No quiero beberlo.
—Sé buena, bébetelo —ordenó Kate, forzando a Faye a beber el líquido—. Un
poco más, sólo un trago.

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Durante un rato, Faye farfulló con voz pastosa, hasta que se relajó y se quedó
dormida en su sillón roncando profundamente.

El temor comenzó a apoderarse de Kate, y tras el temor llegó el pánico. Se acordó de


la otra vez, y sintió náuseas. Se retorció las manos, notando cómo aumentaba su
pánico. Encendió una vela de una lámpara y se dirigió tambaleándose por el oscuro
vestíbulo hacia la cocina. Vertió mostaza seca en un vaso, lo llenó de agua hasta
disolverla en parte y apuró el brebaje. Tuvo que apoyarse en el fregadero mientras
sentía en su garganta el paso de la ardiente bebida. Se curvó y se distendió y vomitó
una y otra vez. Pasados unos instantes, su corazón latía con rapidez y se sentía muy
débil, pero los vapores del alcohol se habían disipado y tenía la cabeza despejada.
Repasó mentalmente lo sucedido aquella noche, recordando escena por escena
como un perro de caza que olfatea un rastro. Se lavó la cara, limpió el fregadero y
volvió a dejar la mostaza en la alacena. Luego, volvió a la habitación de Faye.
Estaba amaneciendo y el alba iluminaba por detrás el pico Fremont haciéndolo
recortarse en negro sobre el cielo. Faye estaba roncando en el sillón. Kate la miró
durante algunos momentos y luego su atención se dirigió al lecho de Faye. Kate
levantó y arrastró con dificultad a la mujer dormida, que pesaba enormemente. Una
vez sobre la cama, Kate la desnudó, le lavó la cara y guardó sus vestidos.
Se estaba haciendo de día rápidamente. Kate se sentó junto a la cama y observó el
rostro relajado, la boca abierta, los labios que se movían al compás de la respiración.
Faye se movió con desasosiego y sus labios resecos musitaron unas confusas
palabras; tras lanzar un suspiro, volvió a roncar.
Los ojos de Kate adquirieron una expresión vigilante. Abrió el cajón superior del
tocador y examinó los frascos que constituían el botiquín de la casa. Tomó la botella
de amoniaco, empapó con él un pañuelo y separándose todo lo posible, sostuvo la tela
sobre la nariz y la boca de Faye.
Los vapores sofocantes y repulsivos del amoniaco penetraron y produjeron su
efecto, y Faye se desasió, roncando y debatiéndose, de la negra telaraña que la
aprisionaba. Sus ojos, muy abiertos; expresaban un terror absoluto.
—Todo va bien, madre, todo va bien —la tranquilizó Kate—. Ha tenido usted una
pesadilla. Ha sido un mal sueño.
—Sí, un sueño. —Pero entonces el sopor la venció otra vez, cayó nuevamente de
espaldas y volvió a roncar, aunque el efecto del amoniaco la había despabilado
mucho y ahora se encontraba más agitada. Kate volvió a dejar el frasco en el cajón.
Arregló la mesa, limpió la mancha del champán vertido y llevó las copas a la cocina.
Kate se movía en silencio. Bebió dos vasos de agua y, tras llenarlo de nuevo, lo

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llevó a la habitación de Faye, cuya puerta cerró. Levantó el párpado derecho de Faye,
y el ojo la miró ausente y vidrioso, pero no estaba en blanco. Kate actuó lenta y
meticulosamente. Recogió el pañuelo y lo olió. Parte del amoniaco se había
evaporado, pero su olor era todavía fuerte. Aplicó el pañuelo sobre el rostro de Faye,
y cuando ésta se agitó y se revolvió, y estuvo a punto de despertarse, Kate le quitó el
pañuelo y dejó que se sumiese de nuevo en la inconsciencia. Repitió la operación tres
veces. Apartó el pañuelo y tomó el ganchillo de marfil que estaba encima del mármol
del tocador. Bajó la colcha, y apretó la punta roma del ganchillo contra los fláccidos
senos de Faye, con una presión firme y continuada, hasta que la durmiente gimió y se
retorció. Luego Kate exploró los lugares sensibles del cuerpo con el ganchillo: el
sobaco, la ingle, la oreja, el clítoris, y siempre interrumpía la presión cuando Faye
parecía que iba a despertarse.
Faye ya estaba casi despierta. Gemía, resoplaba y se sacudía. Kate le dio
golpecitos en la frente y pasó suavemente los dedos por la parte interior de su brazo,
al tiempo que le hablaba con voz queda.
—Querida, querida. Ha tenido un sueño muy malo. Salga de ese mal sueño,
madre.
La respiración de Faye se hizo más regular. Lanzó un gran suspiro y, volviéndose
de lado, se acomodó dejando oír pequeños gruñidos de satisfacción.
Kate se incorporó, pues sentía vértigo. Hizo un esfuerzo por dominarse, se dirigió
luego a la puerta y escuchó, saliendo de la estancia en dirección a su habitación. Se
desnudó rápidamente, se puso su camisón, encima un batín, y se calzó unas zapatillas.
Se cepilló el cabello, se lo recogió y se tocó con un gorro, echándose después agua de
Florida en la cara. Luego, regresó silenciosamente a la habitación de Faye.
Faye seguía durmiendo apaciblemente reclinada sobre un costado. Kate dejó
abierta la puerta que daba al vestíbulo. Se acercó al lecho con un vaso de agua en la
mano y vertió agua fría en el oído de Faye.
Faye lanzó varios chillidos. El rostro espantado de Ethel se asomó a la puerta de
su habitación a tiempo de ver a Kate en batín y zapatillas disponiéndose a entrar en su
estancia.
El cocinero estaba detrás de Kate y extendió el brazo para detenerla.
—No entre, señorita Kate. Vaya a saber lo que pasa ahí dentro.
—¡Bah, tonterías! Faye no se encuentra bien —Kate se desasió y corrió hacia el
lecho.
Los ojos de Faye tenían una expresión espantada, y no dejaba de llorar y gemir.
—¿Qué es eso? ¿Qué es eso, querida?
El cocinero estaba en mitad de la estancia, y tres muchachas medio dormidas
asomaban sus atemorizadas cabezas por la puerta.
—Dime, ¿qué pasa? —gritó Kate.
—¡Oh, querida, qué sueños he tenido, qué sueños! ¡No puedo soportarlos!
Kate se volvió hacia la puerta.

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—Ha tenido una pesadilla, pronto estará bien. Volved a la cama. Yo me quedaré
un rato con ella. Alex, trae una taza de té.
Kate era incansable y las otras muchachas se dieron cuenta de ello. Puso toallas
frescas sobre la dolorida cabeza de Faye, y la sostuvo ayudándola a beber la taza de
té. La acarició y la mimó, pero la mirada de horror no desaparecía de los ojos de
Faye. A las diez, Alex trajo un jarro de cerveza, y sin pronunciar palabra lo dejó sobre
el tocador.
Kate llenó un vaso y lo acercó a los labios de Faye.
—Le hará bien, querida. Bébalo.
—No quiero volver a beber más.
—¡Tonterías! Tómelo como si fuese una medicina. Así me gusta. Ahora échese y
trate de dormir.
—Tengo miedo de dormir.
—¿Tan malos sueños ha tenido?
—¡Horribles, horribles!
—Cuéntemelos, madre. Eso le ayudará.
Faye se reclinó sobre la cama.
—No pienso contárselos a nadie. ¡Cómo puedo haber soñado esas cosas! No eran
como los sueños que tengo habitualmente.
—¡Pobre madre! Te quiero mucho —dijo Kate—. Duerme ahora. Yo ahuyentaré
los malos sueños.
Faye se fue quedando dormida poco a poco. Kate se sentó junto al lecho,
estudiando a la durmiente.

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Capítulo 21

En los asuntos humanos que comportan peligro y tacto, un final feliz puede verse
seriamente comprometido por la prisa. Muy a menudo los hombres tropiezan y caen a
causa de una excesiva precipitación. Para realizar como es debido cualquier acción
difícil y sutil, es preciso considerar ante todo la finalidad a la cual se tiende; una vez
aceptada dicha finalidad como deseable, entonces es preciso olvidarla por completo y
concentrarse única y exclusivamente en los medios que conducen a ella. Gracias a
este método, ni la prisa ni el temor ni la ansiedad desencadenarán pasos en falso. Pero
muy pocas personas son capaces de comprenderlo.
Si Kate era tan hábil era porque o bien había aprendido a serlo o bien había
nacido con ese conocimiento. Kate jamás tenía prisa. Si a su paso surgía una barrera,
esperaba a que desapareciese antes de proseguir adelante. Podía relajarse por
completo entre una acción y otra. También era maestra en una técnica que es la base
de toda lucha eficaz, y que consiste en dejar que el adversario haga los mayores
esfuerzos que lo conducirían fatalmente hacia su propia derrota, o en encauzarle para
que su propia fuerza vaya contra su debilidad.
Kate no tenía prisa. Pensaba con rapidez en su objetivo e inmediatamente lo
apartaba de su mente para ponerse a trabajar en su consecución. Construía una
estructura y la atacaba, y si ésta mostraba la más leve debilidad, entonces la derribaba
y volvía a empezar. Esto sólo lo hacía a horas avanzadas de la noche, o cuando se
hallaba completamente sola, para que nadie notara ningún cambio ni ninguna
preocupación en su forma de actuar. Su edificio estaba construido de personas,
materiales, conocimiento y tiempo. Ella tenía acceso a las primeras y al último, y
luego emprendía la búsqueda del conocimiento y los materiales; y para ello, ponía en
funcionamiento una serie de imperceptibles resortes y péndulos, a los que dejaba
escoger el momento oportuno.
El primero que habló del testamento fue el cocinero. Por fuerza tuvo que ser él, o
al menos él así lo creyó. Kate se enteró por Ethel y fue a la cocina para hablar con
Alex, que se encontraba amasando el pan con sus fuertes y velludos brazos cubiertos
de harina hasta el codo, y las manos emblanquecidas por la levadura.
—¿Le parece a usted bien ir contando por ahí que ha actuado como testigo? —
dijo Kate mansamente—. ¿Qué va a pensar la señorita Faye?
El hombre pareció confuso.
—Pero yo no…
—¿Usted no qué…? ¿No habló de ello, o se le escapó creyendo que no
perjudicaría a nadie?

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—Yo no creo que…
—¿Usted no cree haberlo dicho? Sólo lo saben tres personas. ¿Cree usted que yo
lo he dicho? ¿Acaso piensa usted que ha sido la señorita Faye?
Por la expresión confusa del hombre, Kate comprendió que el cocinero
comenzaba a creer que había sido él quien lo había dicho, y ella se encargaría de
convencerlo del todo.
Tres de las muchachas le preguntaron a Kate acerca del testamento, abordándola
juntas para reforzarse mutuamente.
—No creo que a Faye le guste que yo hable de esto. Alex debía haber cerrado la
boca —dijo Kate.
Las chicas parecieron vacilar y Kate añadió:
—¿Por qué no se lo preguntáis a Faye?
—¡Oh, nunca nos atreveríamos!
—Pero bien os atrevéis a hablar a sus espaldas. Vamos, vamos a verla y le podréis
preguntar lo que os plazca.
—No, Kate, no.
—Bien, tendré que contarle lo que me habéis preguntado. ¿No preferiríais estar
presentes? ¿No os parece que se sentiría mejor si supiese que no chismorreáis a sus
espaldas?
—Bueno…
—Yo sí lo estaría. A mí siempre me han gustado las personas que dan la cara.
Entonces, Kate las rodeó tranquilamente, y con ligeros empujones y codazos las
condujo hasta la habitación de Faye y las obligó a entrar en ella.
—Me han hecho preguntas acerca de lo que usted ya sabe. Alex admite que se le
ha escapado —dijo Kate.
Faye se sintió perpleja.
—Bueno, querida, no veo por qué habría de ocultarse.
—Oh, me alegro de que piense así —exclamó Kate—. Pero debe comprender que
no podía mencionarlo hasta que usted lo hiciese.
—¿Te parece mal que se sepa, Kate?
—¡Todo lo contrario! Me alegro, pero me ha parecido que no estaría bien que yo
lo mencionase antes que usted.
—Eres muy considerada, Kate. No veo ningún mal en ello. Pues resulta, chicas,
que yo estoy sola en el mundo y he decidido adoptar a Kate legalmente como premio
a sus desvelos por mí y al afecto que me demuestra. Trae la caja, Kate.
Y cada muchacha tomo el testamento en sus manos y lo examino. Era tan sucinto
que pudieron repetirlo palabra por palabra a las demás chicas.
Desde entonces observaron a Kate para ver si cambiaba y se convertía en una
déspota, pero si acaso lo que hizo fue ser todavía más amable con ellas.
Una semana más tarde, cuando Kate se puso enferma, continuó con la supervisión
de la casa, y nadie se hubiera dado cuenta de su estado de no haberla encontrado de

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pie y envarada en el vestíbulo, con la agonía impresa en el rostro. Rogó a las
muchachas que no se lo contasen a Faye, pero éstas se enfadaron y fue la propia Faye
quien la obligó a meterse en la cama y avisó al doctor Wilde.
Era un hombre encantador y un doctor excelente. Le examinó la lengua, le tomó
el pulso, le hizo unas cuantas preguntas íntimas y luego se dio golpecitos en el labio
inferior.
—¿Duele aquí? —preguntó ejerciendo una pequeña presión en el costado—.
¿No? ¿Y aquí? ¿Le duele? Bien, me parece que lo único que usted necesita es un
lavado de riñones.
Le dejó píldoras amarillas, verdes y encarnadas, para tomarlas por ese orden. Las
píldoras produjeron un efecto inmediato.
Kate tuvo una pequeña recaída y le comentó a Faye:
—Iré a ver al médico a su consulta.
—Le diremos que venga él.
—¿Para que me traiga más píldoras? Tonterías. Iré mañana por la mañana.

El doctor Wilde era un hombre bueno y honrado. Acostumbraba a decir, refiriéndose


a su profesión, que de lo único de lo que estaba seguro era que el azufre servía para
curar la sarna. No era un advenedizo. Como muchos médicos rurales, era una
combinación de médico, sacerdote y psiquiatra. Conocía casi todos los secretos,
debilidades y proezas de Salinas. Nunca supo aceptar la muerte con resignación. Por
el contrario, la muerte de un paciente le daba siempre la sensación de fracaso y de
desvalida ignorancia. No era un hombre muy atrevido y acudía a la cirugía solamente
como último y desagradable recurso. Las farmacias comenzaban a llegar en ayuda de
los médicos, pero el doctor Wilde era uno de los pocos que seguía manteniendo su
propio dispensario y componiendo sus remedios. Muchos años de excesivo trabajo y
falta de sueño lo habían vuelto algo distraído y preocupado.
A las ocho y media de un miércoles por la mañana, Kate subió por la calle Mayor,
ascendió las escaleras del edificio de la sucursal local del Banco de Monterrey, y
siguió por el pasillo hasta encontrar la puerta sobre la que se leía:

DOCTOR WILDE. HORAS DE VISITA, DE 11 A 2.

A las nueve y media el doctor Wilde dejó su calesa en las cocheras y sacó de ella con
aire fatigado su maletín negro. Había tenido que ir a Alisal para presenciar la muerte
de la vieja señora Germán, la cual no había sido capaz de terminar su vida
limpiamente. Había codicilos. Incluso ahora el doctor Wilde seguía preguntándose si

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aquella vida seca y correosa había abandonado por completo el cuerpo de aquella
mujer. Tenía noventa y siete años, y un certificado de defunción no significaba
absolutamente nada para ella. Buena prueba de ello es que sermoneó al sacerdote que
le administraba los últimos sacramentos. El doctor Wilde se sentía obsesionado por el
misterio de la muerte. Sin ir más lejos, el día anterior, un tal Alien Day, de treinta y
siete años de edad, y de un metro ochenta y dos de estatura, fuerte como un toro, y
que poseía ciento sesenta y una hectáreas de tierra y una familia numerosa, murió
como un pollito de pulmonía después de los primeros síntomas y tres días de fiebre.
El doctor Wilde sabía que aquello era un misterio. Se sentía los párpados pesados.
Pensó que le haría bien tomar un baño y echar un trago antes de que empezasen a
llegar los primeros pacientes con sus dolores de estómago.
Subió las escaleras e introdujo su gastada llave en la cerradura de la puerta de su
consultorio. Pero la llave se resistía a girar. Dejó el maletín en el suelo y volvió a
intentarlo, ésta vez presionando con más fuerza, pero la llave no giraba. Asió el
picaporte y tiró de él hacia fuera, sacudiendo la puerta y la llave. Pero la puerta se
abrió desde dentro y Kate apareció ante él.
—Oh, buenos días —saludó—. La cerradura no funciona. ¿Cómo ha podido
entrar?
—No estaba cerrada. He venido muy temprano y estaba esperándolo.
—¿No estaba cerrado?
Dio vuelta a la llave hacia el otro lado, y vio que el cerrojo corría sin la menor
dificultad.
—Me parece que me estoy haciendo viejo —dijo—, porque voy perdiendo la
memoria —y suspiró—. De cualquier modo, no sé de qué sirve cerrarlo, ya que se
puede entrar utilizando un trozo de alambre. ¿Pero a quién le podría interesar entrar?
Pareció no percatarse de la presencia de la joven hasta aquel momento.
—No recibo hasta las once.
—Es que necesito más píldoras de ésas y no podía venir más tarde —explicó
Kate.
—¿Píldoras? Ah, sí. Usted es la joven de la casa de Faye, ¿no?
—Así es.
—¿Se encuentra mejor?
—Sí, las píldoras me han ido bien.
—Por lo menos no pueden hacerle daño —dijo el doctor—. ¿También he dejado
abierta la puerta del dispensario?
—¿Qué es un dispensario?
—Allá, me refiero a aquella puerta.
—Sí, supongo que también estaba abierta.
—Me estoy haciendo viejo. ¿Cómo está Faye?
—Verá usted, me preocupa bastante. Hace algunos días estaba enferma de verdad.
Tuvo calambres y sufrió desvanecimientos.

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—Nunca estuvo bien del estómago —afirmó el doctor Wilde—. No es posible
vivir de esa forma, comer a todas horas, y encontrarse bien. Por lo menos yo no
podría. Solemos llamarle trastornos gástricos, y provienen de comer demasiado y
estar toda la noche de pie. Veamos esas píldoras. ¿Se acuerda de qué color eran?
—Las había de tres clases: amarillas, encarnadas y verdes.
—Ah, sí, sí, ya me acuerdo.
Mientras el doctor llenaba de píldoras una cajita redonda de cartón, ella
permanecía de pie en la puerta.
—¡Cuántas medicinas!
—Sí, y cuanto más viejo me hago, menos las empleo —afirmó el doctor Wilde—.
Algunas las adquirí cuando empecé a ejercer, y jamás las he usado. Son el repertorio
de un principiante. Quería hacer experimentos, alquimia.
—¿Qué?
—Nada. Tome usted. Dígale a Faye que le conviene dormir más y comer frutas y
verduras. Esta noche no he pegado ojo. Perdone usted que no la acompañe. —Y se
volvió para dirigirse a la sala de curas.
Kate lo siguió con la mirada y luego sus ojos se pasearon sobre las hileras de
frascos y tarros. Cerró la puerta del dispensario y atisbó hacia la sala de espera. En la
librería se veía un libro que asomaba más que los demás, y ella lo empujó hasta que
estuvo al mismo nivel que los restantes.
Kate recogió su gran bolso del sofá de cuero y salió.
Una vez en su habitación, Kate sacó de su bolso cinco botellitas y un pedazo de
papel sobre el que aparecían unos trazos. Lo puso todo dentro de una media, metió
luego el envoltorio en una bota de goma y la dejó junto con la otra en el fondo de su
armario.

Durante los tres meses que siguieron, sobrevino un cambio gradual en casa de Faye.
Las chicas fueron abandonando su aseo personal y se volvieron quisquillosas. Si se
les hubiera dicho que procurasen ir más limpias y tuviesen sus habitaciones más
aseadas, se hubieran considerado vejadas, y la casa hubiera sido un hervidero de
disputas. Pero no sucedió así.
Una noche, Kate comentó en la cena que acababa de mirar la habitación de Ethel,
y la había encontrado tan limpia y bonita, que le había comprado un regalo. Cuando
Ethel desenvolvió el paquete en la misma mesa, apareció un enorme frasco de
perfume de Hoyt, tan grande que le duraría muchos meses. Ethel se puso muy
contenta, y para sus adentros pensó que Kate no habría visto la ropa sucia que tenía
debajo de la cama. Después de cenar, no sólo quitó aquella ropa, sino que barrió la

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habitación y limpió las telarañas de los rincones.
Otra noche, Grace estaba tan guapa, que Kate no pudo evitar regalarle el broche
de piedrecillas con forma de mariposa que llevaba prendido. Grace tuvo que ir
corriendo a su habitación para ponerse un corpiño limpio para poder lucirlo.
Hasta Alex, en su cocina, quien si se hubiese creído lo que habitualmente decían
de él, se hubiera considerado un asesino, descubrió que poseía unas manos mágicas
para hacer bizcochos y que cocinar era algo que no se podía aprender ni enseñar si no
se llevaba ya en la sangre.
Ojos de Algodón llegó al convencimiento de que nadie lo odiaba, y su modo de
aporrear el piano cambió paulatinamente.
Un día, se puso a hablar con Kate.
—¡De qué cosas se acuerda uno a veces!
—¿A qué se refiere usted? —preguntó ella.
—Pues a esto —dijo, tocó para ella.
—Es muy bonito —afirmó Kate—. ¿Qué es?
—Pues no lo sé. Creo que es Chopin. ¡Si pudiese ver la música!
Y le contó cómo había perdido la vista, cosa que nunca le había contado a nadie.
Era una historia muy triste. Aquel sábado por la noche quitó la cadena de las cuerdas
del piano y tocó algo que había estado recordando y practicando por la mañana, una
pieza llamada Claro de luna, de Beethoven, según Ojos de Algodón creía recordar.
Ethel dijo que parecía de verdad un claro de luna, y le preguntó si conocía la letra.
—No tiene letra —contestó Ojos de Algodón.
Oscar Trip, que había subido desde González aquel sábado para pasar la noche,
dijo:
—Pues debería tenerla, porque es muy bonita.
Una noche hubo regalos para todos, porque la casa de Faye era la mejor, la más
limpia y la más bonita de toda la comarca, y ¿de quién sino de las chicas era el
mérito? ¿Y habían probado alguna vez un guisado tan en su punto como aquél?
Alex se retiró a la cocina y se secó tímidamente los ojos con el dorso de su mano.
Estaba seguro de que podía hacer un pastel de ciruelas que las dejaría sin aliento.
Georgia se levantaba todos los días a las diez para tomar lecciones de piano con
Ojos de Algodón. La chica siempre tenía cuidado de llevar las uñas limpias.
Volviendo de misa de once, un domingo por la mañana, Grace le comentó a
Trixie:
—Y pensar que estuve a punto de casarme y de dejar el oficio. ¿Te imaginas?
—Hubiera estado muy bien —repuso Trixie—. Las chicas de Jenny vinieron al
cumpleaños de Faye para comer el pastel y no podían dar crédito a sus ojos. No
hablan más que de la casa de Faye. Jenny está que arde.
—¿Has visto la cifra que había en la pizarra esta mañana?
—Naturalmente, ochenta y siete en una semana. ¡A ver si Jenny o la Negra son
capaces de llegar a tanto cuando no hay fiestas de por medio!

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—¡Qué fiestas ni qué diablos! ¿Es que no te acuerdas de que es Cuaresma? En
casa de Jenny no apuntarán ni uno.
Después de su enfermedad y de sus malos sueños, Faye estaba tranquila y
deprimida. Kate sabía que la vigilaba, pero no podía evitarlo. Y se había asegurado de
que el rollo de papel seguía en la caja y de que todas las chicas lo habían visto o se
habían enterado de su existencia.
Una tarde, Faye levantó los ojos del solitario que estaba haciendo cuando Kate,
después de llamar a la puerta, entró en la habitación.
—¿Cómo se encuentra, madre?
—Bien, querida, bien. —Sus ojos denotaban cierta reserva. Faye no era
demasiado lista—. ¿Sabes Kate? Me gustaría ir a Europa.
—Sería maravilloso, y la verdad es que usted se lo merece y puede permitírselo.
—Pero no quiero ir sola. Quiero que me acompañes.
Kate la miró asombrada.
—¿Yo? ¿Quiere que yo la acompañe?
—¿Por qué no?
—¡Oh, querida mía! ¿Cuándo nos iremos?
—¿Te gustaría?
—Siempre lo he soñado. ¿Cuándo nos iremos? Que sea pronto.
La expresión suspicaz desapareció de los ojos de Faye, y su rostro perdió su
tirantez.
—Puede que el próximo verano —respondió—. Ya podemos empezar a hacer
nuestros planes. ¡Kate!
—¿Qué, madre?
—Supongo…, supongo que ya no trabajas, ¿eh?
—¿Por qué tendría que hacerlo? Usted cuida de mí.
Faye recogió lentamente los naipes, los amontonó de manera uniforme y los
introdujo en el cajón de la mesa.
Kate se acercó una silla.
—Quiero pedirle consejo.
—¿De qué se trata?
—Ya sabe que hago todo lo posible por ayudarla.
—Tú lo haces todo, querida.
—Sabe también que nuestro gasto principal es la comida, y este gasto aumenta
considerablemente en invierno.
—En efecto.
—Bien, ahora se puede comprar la fruta y toda clase de verduras por cuatro
cuartos, y en invierno sabe usted muy bien lo que pagamos por los melocotones en
almíbar y por las judías en conserva.
—¿No estarás pensando en empezar a hacer conservas?
—¿Por qué no?

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—¿Y qué opina Alex?
—Madre, lo crea o no, fue el propio Alex quien lo sugirió. Puede preguntárselo.
—¡No!
—Pues así fue, palabra.
—Bueno, haced lo que os parezca, ¡maldita sea! Oh, lo siento, querida; se me ha
escapado.
La cocina se convirtió en una fábrica de conservas en la que trabajaban todas las
chicas. Alex estaba convencido de que la idea se le había ocurrido a él. Al final de la
temporada, tenía un reloj de plata con su nombre grabado que lo demostraba.
Por lo común, Faye y Kate cenaban en la larga mesa del comedor, pero los
domingos por la noche, en que Alex estaba fuera y las chicas comían enormes
bocadillos, Kate servía una cena para dos en la habitación de Faye. Era una velada
agradable y femenina. Siempre había alguna pequeña delicadeza, muy escogida y
buena: foie-gras o ensalada, pasteles comprados en el horno de Lang, al otro lado de
la calle Mayor. Y en lugar del hule blanco y las servilletas de papel del comedor, la
mesa de Faye estaba cubierta por una tela blanca de damasco y las servilletas eran de
hilo. Tenía el aspecto de una fiesta, con las velas y —cosa rara en Salinas— un
búcaro con flores. Kate sabía preparar ramos muy bonitos con las florecillas silvestres
que recogía por los campos.
—¡Qué chica tan lista es! —solía decir Faye—. Sabe hacerlo todo, y sabe
arreglarse con cualquier cosa. Iremos a Europa. ¿Y sabíais que Kate habla francés?
Pues sí, lo habla. Cuando estéis con ella a solas, pedidle que diga algo en francés. Me
lo está enseñando. ¿Sabéis cómo se dice pan en francés?
Faye estaba pasando una temporada deliciosa. Kate la animaba y le permitía
forjar constantemente nuevos planes.

El sábado 14 de octubre, aparecieron sobre Salinas los primeros patos silvestres. Faye
los vio desde su ventana, volando en un enorme triángulo hacia el sur. Cuando Kate
fue a visitarla antes de la cena, como hacía siempre, Faye le comentó:
—Me parece que se acerca el invierno —dijo—. Tendremos que hacer que Alex
prepare las estufas.
—¿Le doy su medicina, madre?
—Sí. Me vuelves perezosa con tanto mimo.
—Me gusta mimarla —respondió Kate; tomó el frasco del compuesto vegetal de
Lidia Pinkham, y lo acercó a la luz—. Ya no queda mucho —dijo—. Tendremos que
comprar más.
—Oh, creo que tengo en el armario tres botellas todavía, de la docena que

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compré.
Kate tomó un vaso.
—Hay una mosca en su vaso —observó—. Salgo un momento a lavarlo.
Una vez en la cocina, lavó el vaso y del bolsillo sacó un cuentagotas, cuyo
extremo había taponado con un pedacito de patata, de la manera como se obtura la
espita de un bidón de petróleo. Vertió cuidadosamente unas cuantas gotas de un
líquido claro en el vaso; era una tintura de nuez vómica.
De regreso a la habitación de Faye, puso tres cucharadas del compuesto vegetal
en el vaso y revolvió el contenido.
Faye se bebió el tónico y se pasó la lengua por los labios.
—Tiene un gusto amargo —dijo.
—¿Usted cree, querida? Déjeme probar. —Kate tomó una cucharada de la botella
e hizo una mueca—. Así es, en efecto —afirmó—. Creo que será debido a que tiene
demasiados días. Voy a tirarlo. ¡Caramba, qué amargo era! Le voy a dar un vaso de
agua.
A la hora de cenar, el rostro de Faye estaba rojo y congestionado. De pronto dejó
de comer y pareció como si estuviese escuchando algo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kate—. Madre, ¿qué le pasa?
Faye pareció reaccionar.
—Pues no lo sé. Supongo que debe de ser una pequeña taquicardia. De repente
me sentí asustada y mi corazón empezó a latir apresuradamente.
—¿Quiere que la acompañe a la habitación?
—No, querida, ya me siento bien.
Grace dejó su tenedor sobre la mesa.
—Está usted muy roja, Faye.
—Esto no me gusta —dijo Kate—. Me parece que sería conveniente que la viese
el doctor Wilde.
—No, ahora ya me encuentro bien.
—Me ha asustado —manifestó Kate—. ¿No le había pasado nunca antes?
—A veces siento que me falta un poco de aliento. Creo que estoy engordando
demasiado.
Faye no se sentía muy bien aquel sábado por la noche, y alrededor de las diez,
Kate la persuadió para que se acostase. Kate fue a mirar varias veces hasta estar
segura de que Faye dormía.
Al día siguiente, Faye se sintió perfectamente.
—Me parece que lo único que me ocurre es que me falta el aliento —aseguró.
—Bueno, pues mi querida enferma tomará una comida suave —dijo Kate—. Le
he preparado un poco de caldo de gallina y una ensalada de habichuelas, como a
usted le gusta, sólo con aceite y vinagre; y para terminar, una taza de té.
—Te juro, Kate, que me siento muy bien.
—No nos hará daño a ninguna de las dos tomar una cena ligerita. Anoche me

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asustó usted. Tenía una tía que murió de un ataque al corazón. Y uno se acuerda de
estas cosas, ¿no le parece?
—Mi corazón siempre ha estado muy bien. Sólo me ahogo un poco cuando subo
las escaleras.
En la cocina, Kate preparó la cena en dos bandejas y vertió un poco de salsa
francesa para aliñar la ensalada. En la bandeja destinada a Faye colocó su taza
favorita, calentando antes el caldo en la estufa. Finalmente, sacó el cuentagotas de su
bolsillo, dejó caer dos gotas de aceite matarratas sobre las habichuelas y las removió.
Después fue a su habitación y se tragó el contenido de un pequeño frasco de Cáscara
Sagrada, y volvió a toda prisa a la cocina. Vertió el caldo caliente en las tazas, llenó la
tetera de agua hirviendo y llevó las bandejas a la habitación de Faye.
—Creía que no tenía hambre —dijo Faye—, pero ese caldo huele deliciosamente.
—He hecho una salsa especial para la ensalada, en su honor —expuso Kate—. Se
trata de una antigua receta, a base de romero y tomillo. Pruebe a ver si le gusta.
—¡Caramba, es deliciosa! —exclamó Faye—. ¿Hay algo que no sepas hacer,
querida?
Kate fue la primera en notar los efectos del veneno. Gruesas gotas de sudor
perlaban su frente, y se dobló gimiendo de dolor. Tenía los ojos dilatados y de su
boca se escapaba la saliva. Faye corrió al vestíbulo pidiendo ayuda. Las muchachas y
unos clientes dominicales penetraron en la estancia. Kate se retorcía en el suelo. Dos
clientes habituales la trasladaron hasta el lecho de Faye, y trataron de extenderla
sobre él, pero ella chillaba y se retorcía, sudando copiosamente y empapando sus
vestidos.
Faye estaba secando la frente de Kate con una toalla, cuando sintió también los
primeros dolores.
Se tardó una hora en localizar al doctor Wilde, que se hallaba jugando a las cartas
en casa de un amigo. Dos prostitutas histéricas lo arrastraron hasta casa de Faye. Ésta
y Kate se hallaban muy debilitadas por los vómitos y la diarrea, y los espasmos
continuaban a intervalos.
—¿Qué han comido? —preguntó el doctor Wilde, y reparó en las bandejas—.
¿Estas conservas de habichuelas son caseras? —preguntó.
—Sí —respondió Grace—. Las hemos hecho nosotras mismas.
—¿Alguien más las ha comido?
—Pues verá, no, pensábamos…
—Id a la cocina y tirad todos los tarros —ordenó el doctor Wilde—. ¡Malditas
habichuelas! —Y sacó de su maletín una sonda estomacal.
El martes fue a visitar a las dos enfermas, que estaban pálidas y se sentían muy
débiles. El lecho de Kate había sido transportado a la habitación de Faye.
—Ahora ya puedo decírselo —manifestó el médico—. No creía que escapasen de
ésta. Han tenido mucha suerte. Y no hagan más conservas de habichuelas en casa. Es
mejor que las compren.

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—¿Qué nos ha pasado? —preguntó Kate.
—Botulismo. No sabemos mucho acerca de ello, pero muy pocos escapan; creo
que ustedes se han salvado porque usted es joven y ella es fuerte. ¿Todavía tiene
usted deposiciones sanguinolentas? —preguntó a Faye.
—Sí, un poco.
—Bueno, aquí le dejo algunas píldoras de morfina, que la ayudarán a soportar el
dolor. Probablemente sufre algún desgarro. Pero suele decirse que una prostituta tiene
más vidas que un gato. Es mejor que se lo tome con calma.
Esto ocurría el 17 de octubre.
Faye no se recuperaba del todo. Mejoraba algo, pero luego recaía terriblemente.
Estuvo muy mal el 3 de diciembre y esta vez tardó mucho en reponerse. El 12 de
febrero, Faye tuvo una intensa hemorragia, que pareció debilitar peligrosamente su
corazón. El doctor Wilde la auscultó largo rato con su estetoscopio.
Kate tenía un aspecto macilento y se había quedado en los huesos.
Las muchachas trataron de separarla de Faye, pero Kate no quiso abandonarla.
—Dios sabe cuánto hace que no duerme. Si Faye muriese creo que ella no lo
resistiría —observó Grace.
—Es capaz de pegarse un tiro —aseguró Ethel.
El doctor Wilde llevó a Kate al oscuro salón y dejó su negro maletín sobre una
silla.
—No tengo más remedio que decírselo —dijo—. Me temo que el corazón de
Faye no podrá resistir esas pérdidas de sangre. Está deshecha por dentro. ¡Ese maldito
botulismo! Es peor que una serpiente de cascabel. —Separó la mirada del rostro
macilento de Kate—. He creído que era mejor decírselo, para que empezara a
prepararse —manifestó tartamudeando y poniendo una mano sobre el huesudo
hombro de la joven—. No hay muchas personas tan fieles. Dele un poco de leche
tibia, si es que quiere tomarla.
Kate llevó una jofaina con agua caliente a la mesilla que había junto a la cama.
Cuando apareció Trixie, Kate bañaba a Faye con las finas servilletas de hilo.
Faye trató de hablar, pero Kate la acalló:
—¡Shhhh, no se esfuerce, madre!
Fue a la cocina en busca de un vaso de leche tibia y lo dejó sobre la mesilla de
noche. Sacó dos frasquitos de un bolsillo y tomó una pequeña cantidad de líquido de
cada uno con su cuentagotas.
—Abra la boca, madre. Es una medicina nueva. Su sabor es asqueroso, pero tiene
que tomarla.
Vertió el líquido en el fondo de la boca de Faye, y le sostuvo la cabeza para que
pudiese beber un poco de leche y disimular, así, el mal sabor.
—Ahora descanse, que yo vendré enseguida.
Kate salió sin hacer ruido de la estancia. La cocina estaba a oscuras. Abrió la
puerta que daba al exterior y salió para caminar sobre la hierba, húmeda por las

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lluvias primaverales. Cuando llegó al fondo del jardín, excavó un pequeño hoyo con
la ayuda de un afilado palo. En el interior del hoyo arrojó unos cuantos frasquitos y el
cuentagotas, pero antes los rompió en pedazos con el palo, cubriendo luego los
fragmentos con tierra. Empezaba a llover cuando Kate volvió a la casa.
Al principio, tuvieron que sujetar a Kate, e incluso atarla para evitar que se hiriese
a sí misma. Después de aquellos arrebatos de violencia, cayó en un sombrío estupor.
Tardó mucho tiempo en recuperar totalmente la salud. Y se olvidó completamente del
testamento. Fue Trixie quien se lo recordó.

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Capítulo 22

Adam se había aislado en sus propiedades y encerrado en sí mismo. La inacabada


casa de Sánchez estaba abierta al viento y a la lluvia, y los suelos de madera nuevos
se combaban y se agrietaban por la humedad. En el jardín crecían los hierbajos.
Adam parecía envuelto en una viscosidad que entorpecía sus movimientos y
dificultaba su pensamiento. Contemplaba el mundo a través de un velo gris. De vez
en cuando podía atravesarlo, pero cuando penetraba la luz en él, sólo le aportaba una
profunda tristeza, y se retiraba de nuevo al fondo de su oscura caverna. Se daba
cuenta de la existencia de los mellizos porque los oía llorar y reír, pero sentía un
ligero desagrado por ellos, pues representaban lo que había perdido. Sus vecinos
acudían al pequeño valle, y cada uno de ellos tenía capacidad para comprender a un
hombre dominado por la ira o la pena, y por lo tanto, hubieran sido capaces de
consolarlo. Pero no podían hacer nada para apartar aquella nube que lo rodeaba.
Adam no oponía resistencia. Se limitaba a no verlos, y al poco tiempo los vecinos
dejaron de seguir el camino bajo los robles.
Al principio, Lee trató de despertar el interés de Adam por las cosas, pero Lee era
un hombre muy ocupado. Cocinaba y lavaba, bañaba a los niños y los alimentaba. A
través de su dura y constante labor, fue tomando afecto a las dos criaturas. Les
hablaba en cantonés, y aquellas palabras chinas fueron las primeras que ellos
reconocieron y trataron de repetir.
Samuel Hamilton regresó dos veces más para intentar arrancar a Adam de su
estado de inercia. Pero Liza intervino.
—No quiero que vuelvas por allá —dijo—. Cada vez que vas, regresas cambiado.
Samuel, tú no consigues hacerlo cambiar; pero él a ti sí. Tienes su misma expresión.
—¿Has pensado en los dos niños, Liza? —preguntó él.
—He pensado en nuestra propia familia —saltó ella—. Cada vez que vas allí,
luego no hay quien te aguante durante unos cuantos días.
—Muy bien, mamá —accedió, pero aquello le entristeció, porque Samuel era
incapaz de pensar en sus propios asuntos cuando había otra persona que sufría; le
costaba mucho abandonar a Adam en su desolación.
Adam le pagó por su trabajo, e incluso le pagó las piezas de los molinos, a pesar
de no querer ya instalarlos. Samuel vendió el equipo y le envió el dinero a Adam, sin
recibir respuesta alguna.
Empezó a enfadarse con Adam Trask. Samuel estaba convencido de que Adam se
complacía en su propia tristeza. Pero no tenía mucho tiempo para esas cavilaciones.
Joe estaba en la universidad, en esa facultad que Leland Stanford había edificado en

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su granja, cerca de Palo Alto. Tom preocupaba a su padre, porque cada día le veía
más enfrascado en la lectura. Trabajaba bien, pero a Samuel le parecía que Tom no
estaba muy contento.
A Will y a George les iban muy bien los negocios, y Joe escribía cartas en verso a
sus padres, en las que atacaba muy hábilmente, pero sin sobrepasar los límites, todas
las verdades comúnmente aceptadas.
Samuel escribió a Joe en estos términos:

«Me hubieras decepcionado si no te hubieras convertido en un ateo, y me


complace leer que, a tu edad y con tu sabiduría, has aceptado el agnosticismo
como si hubieras comido una galleta con el estómago lleno. Quería pedirte,
con todo mi corazón, que no trates de convertir a tu madre. Tu última carta
sólo le hizo pensar que no estás bien. Tu madre cree que no hay enfermedad
que no se cure con un buen caldo. Atribuye tu valiente ataque a la estructura
de nuestra civilización a un simple dolor de estómago, y ello le preocupa. Su
fe es una montaña, y tú, hijo mío, ni siquiera tienes una pala para empezar a
socavarla».

Liza estaba envejeciendo. Samuel lo veía en su rostro. Pero él no se sentía viejo en


absoluto, a pesar de tener la barba blanca. Sin embargo, Liza se alimentaba del
pasado y eso era una prueba irrefutable.
Hubo un tiempo en que ella consideró los planes y las profecías de su marido
como las locas divagaciones de un niño. Ahora le parecía que eran completamente
inadecuadas para un hombre hecho y derecho. Liza, Tom y Samuel eran los únicos
que vivían en el rancho.
Una se había casado con un forastero y se había ido con él. Dessie se había
establecido como modista en Salinas. Olive se había casado con su joven prometido.
Y Mollie también había contraído matrimonio y vivía, aunque pareciese increíble, en
un piso de San Francisco, muy perfumado, con una alfombra de piel de oso blanco en
el dormitorio, frente a la chimenea; Mollie fumaba cigarrillos de boquilla dorada —
violet Milo— mientras tomaba café después de comer.
Un día, Samuel se lesionó la espalda al intentar levantar una bala de heno, lo cual
hirió sus sentimientos más aún que su espalda, porque no podía imaginar una vida en
la que Sam Hamilton no pudiese gozar del privilegio de levantar una bala de heno. Se
sintió insultado por su espalda, casi tanto como si uno de sus hijos le hubiera
deshonrado.
El doctor Tilson, de King City, lo examinó. El doctor era un cascarrabias, debido
principalmente a sus muchos años de trabajo.
—Tiene una luxación en la espalda.
—Así parece —contestó Samuel.
—¿Y se ha tomado la molestia de venir tan sólo para decirme que se ha hecho una

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luxación en la espalda y para que le cobre dos dólares por ello?
—Aquí los tiene.
—Y querrá saber qué tratamiento tiene que seguir, ¿verdad?
—Desde luego.
—No realice ningún esfuerzo violento. Tome su dinero, Samuel. Usted ya no es
un niño, a menos que empiece ahora a hacer tonterías.
—Pero me duele.
—Claro que le duele. ¿Cómo sabría que tiene una luxación si no le doliese?
Samuel soltó una carcajada.
—Usted me gusta —dijo—. Vale más de dos dólares. Quédese con el dinero.
El médico le miró con atención y respondió:
—Me parece que habla usted en serio, Samuel. Me los quedaré.
Luego, Samuel fue a visitar a Will a su nueva tienda. Apenas reconoció a su hijo;
Will había engordado y rezumaba prosperidad: vestía una levita con pechera y
llevaba un anillo de oro en el dedo meñique.
—Tengo un paquete para madre —dijo Will—. Son unas cuantas latas que me
han llegado de Francia. Setas, foiegras y sardinas tan pequeñas que apenas se ven.
—Se las enviará a Joe —vaticinó Samuel.
—¿No puede usted hacer que se las coma ella?
—No —respondió su padre—. Disfrutará más enviándoselas a Joe.
Lee apareció en la tienda y sus ojos se iluminaron.
—¿Cómo está, señol? —saludó.
—Hola, Lee. ¿Cómo se encuentran los niños?
—Niños bien.
—Voy a tomar una cerveza ahí al lado —dijo Samuel—. Me gustaría que me
acompañase.
Lee y Samuel tomaron asiento ante una mesita redonda del bar, y Samuel
comenzó a hacer dibujos sobre la madera, recién fregada, con el dedo mojado en
cerveza.
—Me hubiera gustado ir a verlos, a usted y a Adam, pero pensé que no serviría de
nada.
—Tampoco le hubiera perjudicado. Creí que se sobrepondría, pero sigue
deambulando como un fantasma.
—Ya hace más de un año, ¿no? —preguntó Samuel.
—Un año y tres meses.
—Bien, ¿qué cree usted que puedo hacer?
—No lo sé —repuso Lee—. Tal vez podría usted arrancarlo de su
ensimismamiento. Yo lo he intentado y no lo he conseguido.
—Yo no sirvo para eso. Probablemente, terminaría como él. A propósito, ¿qué
nombre ha puesto a los mellizos?
—Ninguno.

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—Usted bromea, Lee.
—No bromeo.
—Y entonces, ¿cómo les llama?
—«Ellos».
—Quiero decir cuando les dirige la palabra.
—Cuando les habla, les llama «tú» o «vosotros».
—Eso es absurdo —profirió Samuel enfadado—. ¿Es que se ha vuelto loco ese
hombre?
—Tendría que habérselo contado. Es hombre muerto, a menos que usted pueda
resucitarlo.
—Iré, y llevaré un buen látigo conmigo —resolvió Samuel—. ¡Mira que no
ponerles nombre! Sí, puede estar seguro de que iré, Lee.
—¿Cuándo?
—Mañana.
—Mataré un pollo —dijo Lee—. Los mellizos le gustarán, señor Hamilton. Son
unos niños preciosos. No le diré al señor Trask que va usted a venir.

Tímidamente, Samuel expresó a su esposa el deseo que sentía de visitar la residencia


de Trask. Estaba convencido de que Liza le argumentaría una serie de objeciones, y
casi por primera y única vez en su vida, él la hubiera desobedecido, sin importarle las
consecuencias. Experimentaba casi náuseas ante la idea de desobedecer a su esposa.
Le explicó su intención, casi como si se tratase de una confesión. Liza le escuchó con
los brazos en jarras, y el corazón de Samuel se desbocó. Cuando terminó, ella
continuó mirándole con una expresión que a él le pareció fría.
Finalmente, Liza le preguntó:
—Samuel, ¿crees que podrás mover a ese hombre convertido en una roca?
—Pues no sé, madre —respondió Samuel, que no esperaba semejante pregunta,
no lo sé.
—¿Crees que es tan importante que esos niños tengan nombre?
—Sí, así lo creo —replicó él dócil.
—Samuel, ¿has pensado bien por qué quieres ir? ¿No será porque eres un
entrometido incurable o quizá porque eres incapaz de ocuparte de tus propios
asuntos?
—Mira, Liza. Sé muy bien cuáles son mis defectos. Creo que ahora se trata de
algo más importante.
—Por supuesto que es algo mucho más importante —respondió Liza—. Ese
hombre todavía no ha admitido la existencia de sus hijos. Para él, siguen aún en el

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limbo.
—Eso es lo que a mí me parece, Liza.
—¿Y si él te dice que no te metas en lo que no te importa? ¿Qué harás entonces?
—Pues no lo sé.
Ella cerró de pronto la boca, con las mandíbulas muy apretadas.
—Si no consigues que ponga nombres a esos dos niños, no habrá paz para ti en
esta casa. No te atrevas a volver quejándote y diciendo que él se ha negado a hacerlo,
o que no ha querido escucharte. Si lo haces, me veré obligada a ir yo misma.
—Le daré una paliza —aseguró Samuel.
—No, no lo harás. Tú no haces barbaridades, Samuel. Te conozco. Le dirás cuatro
frases amables y luego volverás arrastrándote y tratarás de hacerme olvidar tus
anteriores propósitos.
—Le aplastaré el cráneo —reiteró Samuel.
Se metió en el dormitorio dando un portazo, y Liza sonrió mirando las paredes.
Al cabo de un instante, Samuel volvió a salir, vistiendo su traje negro, con camisa
almidonada y cuello duro. Se inclinó hacia ella para que le hiciese el lazo de la
corbata. Su barba blanca aparecía cuidadosamente cepillada.
—Será mejor que te limpies los zapatos —le espetó Liza.
Samuel siguió su consejo, y mientras estaba dando betún a sus gastados zapatos,
miró de soslayo a su mujer.
—¿Puedo llevarme la Biblia? —preguntó—. No hay nada como la Biblia para
encontrar un buen nombre.
—No me gusta mucho que la saques de casa —repuso Liza con cierta
preocupación—. Y si tardas en volver, ¿qué voy a leer mientras tanto? Y en la Biblia
están los nombres de nuestros hijos…
Liza vio la expresión de desencanto de su marido. Entró en el dormitorio y
regresó con una pequeña Biblia, muy vieja y manoseada, con las tapas sujetas con
papel de embalar pegado con cola.
—Llévate ésta —le dijo.
—Pero es la de tu madre.
—A ella no le hubiera importado. Y todos los nombres que hay en ella, excepto
uno, llevan dos fechas.
—La envolveré para que no se deteriore —dijo Samuel.
—Lo que le hubiera molestado a mi madre es lo mismo que me molesta a mí y es
que nunca dejas la Biblia en paz. Te pasas la vida metiéndote con ella y
cuestionándola. Das vueltas a su alrededor como si fueses un mapache merodeando
en torno a una roca húmeda, y eso me saca de mis casillas —le respondió Liza con
aspereza.
—Sólo intento comprenderla, madre.
—¿Qué quiere decir eso de comprenderla? Limítate a leerla. Aquí la tienes, en
blanco y negro. ¿Quién te obliga a tratar de entenderla? Si Dios quisiera que la

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entendieses, te hubiera dotado de la inteligencia necesaria para ello o la hubiera
hecho de otra forma.
—Pero, madre…
—Samuel —zanjó Liza—. Jamás he visto nadie que discuta más que tú.
—Sí, madre.
—Y no me des la razón como a los tontos, denota falta de sinceridad. Di lo que
piensas.
Ella siguió con la mirada la negra silueta de su esposo, mientras éste se alejaba en
la calesa.
—Es un buen marido —se dijo en voz alta—, pero discute demasiado.
Y Samuel, por su parte, pensaba con asombro que, a pesar de que creía conocerla
bien, su esposa siempre le guardaba alguna sorpresa.

En los últimos metros que le separaban de la casa de Trask, al salir del valle Salinas y
ascender la llana carretera que pasaba bajo los corpulentos robles, Samuel intentó
dominar su turbación, animándose con palabras de aliento.
Adam estaba todavía más flaco de lo que Samuel recordaba. Sus ojos tenían una
expresión abotargada, como si no los emplease mucho para ver. Adam tardó algún
tiempo en darse cuenta de que Samuel estaba ante él. Una mueca de enojo contrajo
sus labios.
—Me siento algo incómodo —se excusó Samuel— al venir sin que usted me
haya invitado.
—¿Qué quiere? —preguntó Adam—. ¿No le pagué ya?
—¿Pagarme? —respondió Samuel—. Sí, claro que me pagó. ¡Sí, desde luego!
Pero mucho menos de lo que valgo.
—¿Qué? ¿Qué quiere usted decir?
La ira de Samuel aumentó y estalló:
—Un hombre, la vida de un hombre, no tiene precio. Y si yo he pasado toda mi
vida intentando descubrir cuánto valgo, ¿cómo puede un despojo de hombre como
usted saberlo en un instante?
—Le pagaré —exclamó Adam—. Le prometo que le pagaré. ¿Cuánto quiere?
—Pagará, pero no a mí.
—Entonces, ¿para qué ha venido? Márchese.
—Usted me invitó una vez.
—Pero no ahora.
Samuel puso los brazos en jarras y se echó hacia delante.
—Tranquilo, que ya se lo digo. Durante una noche glacial y oscura, que fue

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precisamente anoche, un buen pensamiento cruzó mi mente, y la oscuridad comenzó
a disiparse al venir el día. Y ese pensamiento perduró desde la aparición de la estrella
vespertina hasta despuntar el día. Por eso me he invitado.
—Usted no es bienvenido.
—Me han dicho —contestó Samuel— que sus hijos poseen una singular belleza.
—¿Y eso a usted qué le importa?
Una expresión de alegría iluminó los ojos de Samuel ante la rudeza de su
interlocutor. Vio a Lee atisbando dentro de la casa y mirándolos a hurtadillas.
—Por el amor de Dios, le ruego que no me ponga violento. Soy un hombre que
espera que en su escudo de armas haya una figura que represente la paz.
—No le entiendo.
—¿Cómo podría usted entenderme? ¡Adam Trask, un perro lobo con un par de
cachorros, un gallo desplumado con dulces sentimientos paternales por un huevo
fecundado! ¡Un zoquete inmundo!
El semblante de Adam se oscureció, y por primera vez sus ojos parecieron ver.
Samuel sintió con gozo que la ira bullía en su interior, y entonces exclamó:
—¡Oh, amigo mío, apártese de mí! Por favor, se lo ruego —gritó, con la saliva
cayéndosele por la comisura de los labios—. ¡Por favor! Por lo más sagrado, apártese
de mí. Siento que se apoderan de mí deseos de matar.
—Váyase de mi casa —respondió Adam—. Váyase. Actúa usted como un loco.
Váyase. Éstas son mis tierras, yo las compré.
—Usted compró sus ojos y su nariz —contestó Samuel en son de mofa—. Usted
compró su honradez, usted compró su pulgar para apuntar de soslayo. Escúcheme,
porque es probable que después le mate. ¡Usted no ha comprado nada! Sólo se gastó
su herencia. Y ahora piense en lo que voy a decirle: ¿cree usted que se merece a sus
hijos?
—¿Si los merezco? Están aquí, supongo. No le comprendo.
Samuel bostezó.
—¡Que Dios me ampare, Liza! ¡No es como usted piensa, Adam! Escúcheme
antes de que le hunda el gaznate con mis pulgares. Hablo de sus preciosos mellizos,
olvidados, ignorados y abandonados, y se lo digo todavía con las manos quietas, a los
que usted no ha prestado la menor atención.
—¡Márchese! —le ordenó Adam con dureza—. ¡Lee, trae una pistola! Este
hombre está loco. ¡Lee!
Entonces las manos de Samuel engancharon el cuello de Adam y apretó de tal
manera que la sangre le subió a las sienes y sus ojos se inyectaron en sangre.
Mientras tanto, Samuel mascullaba:
—Aparte sus sucios dedos. Usted no ha comprado esos niños, ni los ha robado, ni
los ha alquilado. Los tiene gracias a algún don extraño y gratuito.
Y de pronto separó sus duros pulgares del cuello de su víctima. Adam jadeaba. El
cuello le dolía en los lugares donde los dedos del herrero se le habían clavado como

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si fuesen tenazas.
—¿Qué quiere usted de mí?
—No hay amor en su vida.
—Lo había, lo suficiente para matarme.
—Nunca se tiene lo bastante. En un jardín pedregoso es muy poco lo que crece, y
nunca con exceso.
—Apártese de mí. Puedo golpearle, no crea que no sé defenderme.
—Posee dos armas, pero sin nombre.
—Voy a pegarle, anciano. Es usted un viejo.
—Me es imposible pensar que haya algún hombre tan estúpido como para recoger
una piedra y no ser capaz de ponerle un nombre antes de la noche, aunque sea Pedro
—respondió Samuel—. Y usted, ha vivido durante un año con la savia de su propio
corazón, y no ha sabido siquiera dar un nombre a sus dos hijos.
—Lo que yo haga —repuso Adam, es asunto mío.
Samuel le golpeó con su macizo puño, y Adam se desplomó. Samuel le ordenó
que se levantase, y cuando lo hizo, le asestó otro puñetazo, y esta vez Adam ya no se
levantó, sino que se quedó mirando estupefacto al anciano desafiante.
La llamarada de ira que brillaba en los ojos de Samuel se apagó, y dijo
suavemente:
—Sus hijos no tienen nombre.
—Su madre los abandonó —replicó Adam.
—Y usted también. ¿Acaso es usted incapaz de imaginarse lo frías que son las
noches para un niño que está solo? ¿Qué calor puede sentir, qué cantos de pájaro lo
arrullarán, qué posible mañana puede parecerle buena? ¿No recuerda usted, Adam,
siquiera un poco, lo que era la vida?
—Yo no lo he hecho —respondió Adam.
—¿Que no lo ha hecho? Sus hijos no tienen nombre —se inclinó para ayudar a
Adam a levantarse agarrándolo por los hombros—. Les pondremos un nombre —
afirmó—. Lo pensaremos detenidamente hasta que encontremos los más adecuados
—manifestó, y sacudió el polvo de la camisa de Adam.
Adam tenía la mirada perdida pero intensa, como si estuviera escuchando una
música lejana arrastrada por el viento, y en sus ojos ya no había aquella expresión
mortecina de antaño. Por último dijo:
—Cuesta imaginar que tenga que darle las gracias a alguien por insultarme y por
sacudirme como un trapo —replicó—, pero le estoy muy agradecido. Son unas
gracias algo dolorosas, pero gracias al fin y al cabo.
Samuel sonrió, y alrededor de sus ojos se formaron unas pequeñas arrugas.
—¿Pareció natural? ¿Lo hice bien? —preguntó.
—¿Qué quiere decir?
—Verá, es que hasta cierto punto prometí a mi esposa que lo haría. Ella no lo
creyó en absoluto. Sabe, yo no soy un hombre pendenciero. La última vez que zurré

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la badana a alguien fue por causa de una muchacha de naricilla colorada y un libro de
texto, en County Derry.
Adam miró a Samuel, pero en su interior veía y sentía a su hermano Charles,
perverso y asesino, y de aquella visión pasó a la de Cathy, y a su mirada sobre el
cañón de la pistola.
—No es que tuviera miedo —explicó Adam—. Más bien me sentía cansado.
—Supongo que yo no estaba lo suficientemente enfadado.
—Samuel, se lo preguntaré sólo una vez. ¿Sabe usted algo? ¿Tiene noticias de
ella, las que sean?
—Nada en absoluto —contestó Samuel.
—Casi es un consuelo —dijo Adam, y suspiró.
—¿Siente usted odio por ella?
—No. No, sólo un desfallecimiento en mi corazón. Puede que más adelante se
convierta en odio. Comprenda usted que pasé del amor al horror sin la menor
transición. Me siento muy confuso, muy confuso.
—Un día nos sentaremos y usted pondrá las cartas sobre la mesa, como si
estuviese haciendo un solitario —afirmó Samuel, pero por ahora no seria capaz de
encontrar todas las cartas.
De detrás del cobertizo llegó el sonido del indignado cacareo de un pollo
sorprendido, y luego un golpe sordo.
—Alguien anda en el gallinero —dijo Adam.
Se oyó un segundo cacareo.
—Es Lee —contestó Samuel—. Si las gallinas tuviesen gobiernos, iglesia e
historia, contemplarían la alegría humana con disgusto y prevención. Cada vez que a
un hombre le ocurre algo bueno y afortunado, una gallina se va chillando al tajo.
Los dos hombres permanecieron en silencio, que sólo rompían para decir las
típicas frases convencionales sobre la salud y el tiempo, sin tomarse siquiera la
molestia de escuchar las mutuas respuestas. Y esta situación hubiera continuado hasta
que ambos hubieran terminado por enfurecerse nuevamente, si Lee no hubiese
intervenido.
Lee sacó una mesa y dos sillas, que dispuso una frente a otra. Volvió a entrar en
busca de una botella de whisky y dos vasos, que colocó sobre la mesa frente a cada
silla. Luego sacó a los mellizos, uno en cada brazo, los dejó en el suelo al lado de la
mesa, y les dio un palito a cada uno para que lo agitasen e hicieran sombras con él.
Los niños estaban sentados muy serios y miraban a su alrededor contemplando la
barba de Samuel y buscando a Lee con la mirada. Lo que resultaba extraño era su
vestimenta, pues los niños llevaban los pantalones largos y las túnicas recamadas y
adornadas con trencillas, propias de los chinos. Una era azul turquesa y la otra rosa
palo, mientras que los alamares y las trencillas eran negros. Iban tocados con dos
bonetes redondos de seda negra, en cuyo centro se destacaba un brillante botón rojo.
—¿De dónde diablos ha sacado usted esos trajes, Lee? —preguntó Samuel.

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—De ninguna parte —respondió Lee con algo de impertinencia—. Eran míos. La
única muda que tienen también la he hecho yo, con tela de vela. Los niños tienen que
ir bien vestidos el día de su bautizo.
—Veo que ya no habla usted en pidgin, Lee —observó Samuel—
afortunadamente.
—Desde luego, lo sigo usando cuando voy a King City.
Se dirigió a los niños, sentados en el suelo, hablándoles en chino, y ambos le
sonrieron y agitaron los bastoncillos en el aire.
—Le serviré un trago —ofreció Lee—. Todavía nos quedaba algo.
—Creo que lo compró ayer en King City —respondió Samuel.
Ahora que Samuel y Adam estaban sentados juntos, y habían desaparecido las
barreras que los separaban, la timidez se apoderó de Samuel. No le era fácil sustituir
aquello que había derrumbado con sus golpes. Pensó en las virtudes del valor y de la
clemencia, que resultan pueriles cuando no hay motivo para utilizarlas. Y sonrió para
sus adentros.
Ambos permanecían sentados mirando a los mellizos, ataviados con sus trajes
extraños y de abigarrados colores. Samuel pensó que hay veces en que nuestro
adversario puede ayudarnos más que un amigo. Levantó los ojos hacia Adam.
—Es difícil empezar —admitió. Es como una carta aplazada una y otra vez, que a
medida que pasa el tiempo ofrece más dificultades. ¿No puede usted echarme una
mano?
Adam levantó la mirada y luego la dirigió otra vez a los niños, que jugaban en el
suelo.
—Mi cabeza está a punto de estallar —respondió—, como cuando te sumerges en
el agua y te zumban los oídos. Yo mismo tengo que excavar el pozo de este año
negro.
—Puede que si usted me dice cómo fue, encontremos la manera de empezar.
Adam apuró su vaso, se sirvió otro y lo mantuvo inclinado en una mano. El
ambarino whisky alcanzó casi el borde del vaso y el penetrante aroma a frutas se
expandió por el aire.
—Es difícil recordar —aseguró—. No fue una agonía, sino un letargo, aunque
con espinas. Usted ha dicho que yo no tenía todos las cartas de la baraja, y estaba
pensando en eso. Quizá nunca las tendré.
—¿De nuevo pensando en ella? Cuando un hombre dice que no quiere hablar de
algo, suele significar generalmente que no puede pensar en nada más.
—Tal vez sea así. Ella está muy entremezclada en este letargo y lo único que
puedo recordar es su última imagen grabada en fuego.
—Ella disparó contra usted, ¿no es verdad, Adam?
Los labios de éste se contrajeron y sus ojos adquirieron una expresión sombría.
—No hace falta que responda —dijo Samuel.
—Tampoco hay ninguna razón para no hacerlo —replicó Adam—. Sí, lo hizo.

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—¿Tenía intención de matarle?
—He pensado en eso más que en ninguna otra cosa. No, no creo que quisiera
matarme. No quería concederme ese honor. No había odio en ella, ni la menor pasión.
Lo aprendí en el ejército. Cuando se quiere matar a un hombre se le dispara a la
cabeza, al corazón o al estómago. No, ella me hirió justamente donde se proponía.
Todavía veo el cañón del revólver escogiendo el blanco. Creo que no me hubiera
importado tanto si ella hubiese deseado mi muerte, porque eso, al menos, hubiera
significado una especie de amor. Pero yo era para ella un engorro y no un enemigo.
—Veo que ha pensado mucho en ello —observó Samuel.
—He tenido todo el tiempo del mundo para hacerlo. Quiero preguntarle algo. No
puedo recordarla antes de lo que pasó. ¿Era muy bonita, Samuel?
—Para usted sí que lo era, porque usted la creó. No creo que la viese jamás como
era, sólo veía su propia obra.
—Me pregunto cómo era y qué era —dijo Adam, reflexionando en voz alta—. En
aquel entonces, me alegraba no saberlo.
—¿Y ahora quiere saberlo?
Adam bajó los ojos.
—No es curiosidad, pero me gustaría saber qué clase de sangre corre por las
venas de mis hijos. Cuando sean mayores, ¿no recelaré de su sangre?
—Sí, lo hará. Pero le advierto que no será la sangre la responsable de una posible
maldad, sino sus recelos. Serán lo que usted espere de ellos.
—Pero su sangre…
—Yo no creo mucho en la sangre —contestó Samuel—. Yo creo que, cuando un
hombre descubre buenas o malas cualidades en sus hijos, sólo está viendo lo que les
inculcó después de que abandonaran el seno materno.
—No puede convertir a un cerdo en un caballo de carreras —replicó Adam.
—No —admitió Samuel—. Pero sí puedo convertirlo en un cerdo muy veloz.
—Nadie de por aquí estaría de acuerdo con usted. Ni siquiera la señora Hamilton.
—Tiene usted mucha razón. Ella es la que estaría más en desacuerdo de todos, y
por lo tanto no pienso decírselo para no dar rienda suelta a su ira. Vence siempre en
todas las disputas gracias a su vehemencia y a la convicción de que una diferencia de
criterio constituye una ofensa personal. Es una mujer magnífica, pero hay que
aprender a tratarla. Hablemos ahora de los chicos.
—¿Quiere beber otro trago?
—No faltaba más. Los nombres son un gran misterio. Jamás he sabido si el
nombre hace al individuo, o el individuo se ajusta al nombre. Pero puede estar seguro
de que, cuando un hombre tiene un apodo, ello es prueba de que el nombre que se le
dio al nacer estaba equivocado. ¿Qué le parecen los nombres corrientes, como John,
James o Charles?
Adam miraba a los mellizos, y de repente, al oír mencionar el último nombre,
observó que uno de sus hijos tenía la misma mirada que su hermano. Se inclinó hacia

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delante.
—¿Qué ocurre? —preguntó Samuel.
—¡Pues que estos niños no son iguales! —gritó Adam—. No parecen iguales.
—Claro que no. No son idénticos.
—Éste, éste se parece a mi hermano. Acabo de descubrirlo. Me pregunto si el otro
se parece a mí.
—Ambos se le parecen. Un rostro siempre tiene algo de su progenitor.
—Ahora ya ha pasado —dijo Adam; pero por un momento me pareció ver un
fantasma.
—Acaso los fantasmas sean eso —observó Samuel.
Lee trajo algunos platos y los puso sobre la mesa.
—¿Hay fantasmas en China? —preguntó Samuel.
—Millones —contestó Lee—. Tenemos más fantasmas que otra cosa. Creo que
en China nada muere. Es un país muy atestado. Por lo menos, es lo que me pareció
cuando estuve allí.
—Siéntese, Lee —le indicó Samuel—. Estamos tratando de encontrar nombres.
—Tengo el pollo en la sartén. Pronto estará listo.
Adam separó la mirada de los mellizos, y sus ojos tenían una expresión cálida y
suave.
—¿No quiere beber, Lee?
—Tengo mucho trabajo en la cocina —respondió Lee, y volvió a la casa.
Samuel se inclinó, tomó a uno de los niños en brazos y lo sentó sobre sus rodillas.
—Coja usted al otro —señaló a Adam—. Tenemos que ver si hay algo que nos
sugiera algún nombre.
Adam puso al otro niño sobre sus rodillas con torpeza.
—Se parecen mucho —afirmó, pero no tanto cuando se les mira con más
detención. Éste tiene los ojos más redondos que el otro.
—Sí, y la cabeza también. Y sus orejas son más grandes —añadió Samuel—. Me
recuerda a una bala: podrá llegar muy lejos, pero no muy alto. Y este otro tendrá el
cabello y la tez más oscuros. Éste será astuto, creo, pero la astucia es una limitación
de la mente. La astucia nos dice lo que no debemos hacer, porque entonces no sería
astuto. ¡Mire cómo se sostiene éste! Está más desarrollado, mucho más que su
hermano. ¿No es curioso ver lo diferentes que son cuando se les examina de cerca?
El rostro de Adam había cambiado, como si se hubiese abierto algo en él y
hubiera salido a la superficie. Levantó el dedo, y el niño se abalanzó para asirlo; no lo
consiguió y casi cayó al suelo.
—¡Caramba! —exclamó Adam—. Tómatelo con calma, ¿es que quieres caerte?
—Sería un error ponerles nombres según las cualidades que creemos que poseen
—manifestó Samuel—. Podríamos equivocamos, y mucho. Tal vez sería conveniente
proporcionarles una meta elevada a la que aspirar, un nombre que los estimulase. El
hombre cuyo nombre llevo se lo oyó pronunciar al Señor con voz clara, y por eso me

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he pasado la vida escuchando. Y una o dos veces me ha parecido que oía pronunciar
mi nombre, pero no muy claramente, no muy claramente.
Adam, sosteniendo al niño por el brazo, se inclinó y vertió whisky en los dos
vasos.
—Gracias por haber venido, Samuel —dijo—. Incluso gracias por haberme
golpeado. Suena raro que diga esto.
—A mí también me sorprendió que fuese capaz de hacerlo. Liza jamás lo creerá,
así que nunca se lo contaré. Una verdad a la que no se da crédito nos hiere mucho
más que una mentira. Requiere un gran valor respaldar una verdad inaceptable para
nuestra época; conlleva siempre un castigo, que suele ser la crucifixión. Yo no tengo
suficiente valor para ello.
—A veces me he preguntado por qué un hombre con sus conocimientos se
resigna a vivir en este lugar desierto —observó Adam.
—Ello se debe a que me falta valor —respondió Samuel—. Nunca he sido capaz
de asumir la responsabilidad. Cuando vi que el Señor no me llamaba, podría haberle
llamado yo, pero no lo hice. Ésa es la diferencia que hay entre la grandeza y la
mediocridad. Es una enfermedad bastante común. Pero a un hombre mediocre le
agrada saber que la grandeza trae aparejada consigo la soledad.
—Yo diría que existen diversos grados de grandeza —afirmó Adam.
—Yo no —contestó Samuel—. Eso se da como decir que existen grandes
pequeñeces. No. Creo que ante la inmensidad de esa responsabilidad te encuentras
absolutamente solo para tomar una decisión. Por un lado tienes el afecto, la
camaradería y la dulce comprensión, y por otro, la grandeza fría y solitaria. Y no te
queda más remedio que hacer una elección. Yo me alegro de haber optado por la
mediocridad; pero ¿cómo podría decir qué recompensa me hubiera aportado lo otro?
Tampoco ninguno de mis hijos será grande, excepto, quizá, Tom, que ya está
sufriendo la necesidad de tomar una decisión. Es algo muy doloroso de ver. Y hay
algo en mí que me impulsa a desear que se decida de un modo afirmativo. ¿No le
parece raro? ¡Un padre que quiere ver a su hijo condenado a la grandeza! ¡Qué
egoísmo!
Adam rió.
—Veo que no es tan fácil como parece ponerles nombres —observó.
—¿Pensó que lo sería? —preguntó Samuel.
—No sabía que pudiese ser tan agradable —dijo Adam.
Lee apareció con una fuente de pollo frito, un plato lleno de patatas recién cocidas
y otro con remolachas adobadas, todo ello encima de una bandeja.
—No sé si estará bueno —se excusó Lee—. Las gallinas son algo viejas. No
tenemos pollitos. Las comadrejas se han comido los pollitos este año.
—Siéntese —le indicó Samuel.
—Espere, que voy a buscar mi ng-ka-py —contestó Lee.
—Lo encuentro raro —dijo Adam, aprovechando la ausencia de Lee—. Solía

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hablar de otro modo.
—Es que ahora confía en usted —respondió Samuel—. Tiene el don de la lealtad
resignada y sin esperanza de recompensa. Es acaso un hombre mucho mejor de lo que
cualquiera de nosotros dos podríamos soñar ser.
Lee regresó y tomó asiento en un extremo de la mesa.
—Voy a poner a los niños en el suelo —dijo.
Los mellizos protestaron cuando los bajaron. Lee les habló enfadado en cantonés,
y ambos callaron.
Los tres hombres comieron en silencio, como suelen hacer las gentes del campo.
De pronto, Lee se levantó y fue corriendo hacia la casa, de la cual volvió trayendo
una jarra de vino tinto.
—Lo había olvidado —manifestó—. Lo he encontrado en la casa.
—Recuerdo que bebí vino aquí antes de comprar la propiedad —dijo Adam entre
risas—. Puede que la comprara por el vino. El pollo está muy bueno, Lee. Creo que
hace mucho tiempo que no paladeo la comida.
—Se está recuperando —observó Samuel—. Algunas personas piensan que
ponerse bien constituye un insulto a la gloria de su enfermedad. Pero la cataplasma
del tiempo no respeta las glorias. Todo aquel que espera, termina por ponerse bien.

Lee recogió la mesa y dio a cada uno de los niños un hueso limpio del muslo del
pollo para que jugasen. Ellos se sentaron solemnemente, blandiendo sus grasientos
bastoncillos, inspeccionándolos y chupándolos alternativamente. Sobre la mesa
quedaron el vino y los vasos.
—Será mejor que sigamos ocupándonos de los nombres —propuso Samuel—.
Siento que la soga que me une a Liza comienza a apretar.
—No se me ocurre ninguno —contestó Adam.
—¿No hay ningún nombre en su familia que le guste, ninguna trampa tentadora
para un pariente rico, ningún nombre que le llene de orgullo al pensar en él?
—No; me gustaría que fueran lo más diferentes posible.
Samuel se golpeó la frente con los nudillos.
—¡Qué pena! —exclamó—. ¡Qué pena que no puedan tener los nombres que les
corresponden!
—¿Qué quiere decir? —preguntó Adam.
—Diferentes, ha dicho usted. La otra noche se me ocurrió… —se interrumpió.
¿No ha pensado usted en su propio nombre?
—¿Mi nombre?
—Claro. En los primeros hijos que tuvo, Caín y Abel.

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—Oh, no, eso no es posible —contestó Adam.
—Ya lo sé. Eso sería tentar al destino. Pero ¿no le parece significativo que Caín
sea acaso el nombre más conocido del mundo y, hasta donde alcanza mi
conocimiento, sólo lo ha llevado un hombre?
—Tal vez por eso el nombre jamás ha perdido su fuerza —aventuró Lee.
Adam miró el vino color sangre de su vaso.
—Me ha dado un escalofrío cuando usted lo ha mencionado —afirmó.
—Hay dos historias que nos obsesionan y nos persiguen desde el principio de los
tiempos —expuso Samuel—. Las llevamos con nosotros como colas invisibles. Me
refiero a la historia del pecado original y a la de Caín y Abel. Pero yo no comprendo
ni la una ni la otra. No las comprendo en absoluto, pero las siento. Liza se enfada
conmigo. Dice que no tengo que tratar de entenderlas. Se pregunta qué necesidad hay
en querer explicarse una verdad. Acaso tenga razón, sí, acaso la tenga. Lee, Liza dice
que usted es presbiteriano. ¿Entiende qué significa el Jardín del Edén, y Caín y Abel?
—Ella intuyó que tenía que ser algo por el estilo; en efecto, fui a la Escuela
Dominical en San Francisco, pero hace mucho tiempo. A la gente le gusta que uno
sea algo, con preferencia lo mismo que ellos.
—Le ha preguntado si lo comprendía —replicó Adam.
—Creo que entiendo la Caída. Acaso la sienta en mí mismo, pero el fratricidio,
no. Aunque también es verdad que no recuerdo muy bien los detalles.
—La mayoría no lee los detalles —aseguró Samuel—, y son éstos los que más me
asombran. Abel no tuvo descendencia —miró al cielo—. ¡Señor, cómo se extingue el
día! Es como la vida, que transcurre tan deprisa cuando no la observamos, y tan
lentamente cuando nos percatamos de ella. No —confirmó—. Lo estoy pasando bien,
y me he hecho la promesa de no considerar pecado la diversión. Disfruto indagando
el porqué de las cosas. Nunca me ha gustado pasar junto a una piedra sin levantarla
para ver qué hay debajo. Y me molestaría extremadamente no poder ver la cara oculta
de la luna.
—No tengo Biblia —dijo Adam—. Dejé la de la familia en Connecticut.
—Yo sí —contestó Lee—. Voy por ella.
—No hace falta —le paró Samuel—. Liza me permitió traer la de su madre. La
tengo en este bolsillo —sacó un envoltorio e hizo aparecer el manoseado volumen—.
Como usted ve, está muy sobada y deteriorada —explicó. Me gustaría saber qué
agonías ha presenciado. Dadme una Biblia usada y creo que seré capaz de describiros
a su propietario por las manchas que en sus páginas han dejado los afanados dedos en
su búsqueda de la verdad. Liza las desgasta con uniformidad. Aquí está, la historia
más antigua de todas. Si nos perturba es porque dicha perturbación anida en nosotros.
—No la he leído desde que era niño —comentó Adam.
—Entonces le parecerla larguísima, cuando en realidad es muy corta —respondió
Samuel—. La leeré de principio a fin y luego la repasaremos. Deme un poco de vino,
tengo la garganta seca. Es curioso que una historia tan corta haya causado tan

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profunda huella —miró al suelo—. ¡Fíjense! —exclamó—. Los niños se han quedado
dormidos sobre el polvo.
—Voy a taparlos —dijo Lee y se levantó.
—El polvo es cálido —observó Samuel—. Bueno comencemos. «Conoció Adán
a su mujer, que concibió y parió a Caín, diciendo: ¡Jehová te ha concedido un
varón!».
Adam hizo ademán de hablar, pero Samuel lo acalló con la mirada y Adam
continuó en silencio, cubriéndose los ojos con la mano. Samuel prosiguió leyendo:
—«Volvió a parir y tuvo a Abel, su hermano. Y Abel fue pastor, pero Caín fue
labrador; y al cabo de tiempo, hizo Caín ofrenda al Señor de los frutos de la tierra, y
se la hizo también Abel de los primogénitos de su ganado, de lo mejor de ellos; y
agradóse Jehová de Abel y su ofrenda, pero no de Caín y la suya».
Lee intervino:
—Sin embargo…, pero no, prosiga, prosiga. Ya hablaremos de ello.
Samuel prosiguió:
—Se enfureció Caín y andaba cabizbajo; y el Señor le dijo: ¿Por qué estás
enfurecido, y por qué andas cabizbajo? ¿No es verdad que si obraras bien, andarías
erguido, mientras que si no obras bien, estará el pecado a la puerta? Cesa, que él
siente apego a ti, y tú le dominarás a él.
»Dijo Caín a Abel, su hermano: Vamos al campo. Y cuando estuvieron en el
campo, se alzó Caín contra Abel, su hermano, y lo mató. Preguntó el Señor a Caín:
¿Dónde está Abel, tu hermano? Contestóle: No sé. ¿Soy yo acaso el guardián de mi
hermano? El señor dijo: ¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano está
clamando a Mí desde la Tierra. Ahora, pues, maldito serás de la Tierra, que abrió su
boca para recibir de mano tuya la sangre de tu hermano. Cuando la labres, te negará
sus frutos, y andarás por ella fugitivo y errante. Dijo Caín al Señor:
Insoportablemente grande es mi castigo. Ahora me arrojas de la tierra cultivada;
oculto tu rostro, habré de andar fugitivo y errante por la Tierra, y cualquiera que me
encuentre me matará. Pero el Señor le dijo: No será así. Si alguien matara a Caín,
sería éste siete veces vengado. Puso, pues, Jehová a Caín una señal, para que nadie
que lo encontrase lo matara. Caín, alejándose de la presencia del Señor, habitó la
región de Nod, al Este del Edén.
Samuel cerró la tapa medio desprendida del libro con ademán fatigado.
—Eso es todo —les dijo—. Dieciséis versículos, ni uno más. ¡Señor!, había
olvidado cuán terrible es sin una sola nota de aliento. Puede que Liza tenga razón. No
hay nada que comprender.
Adam suspiró profundamente.
—No es una historia muy consoladora, ¿verdad?
Lee agarró la botella redondeada de vino, se llenó el vaso y, tras beber un poco,
abrió la boca para paladearlo.
—Ninguna historia nos afecta ni lo hará a menos que creamos en ella —comentó

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Lee—. ¡Qué gran fardo de culpa soportan las espaldas del hombre!
—Y usted ha pretendido cargar con todas —dijo Samuel a Adam.
—Yo hago lo mismo, todo el mundo hace lo mismo. Nos llenamos las manos de
culpa como si se tratase de piedras preciosas —intervino Lee—. Será porque así lo
queremos.
—Eso me hace sentir mejor, no peor —dijo Adam.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Samuel.
—Pues que todo niño cree que el pecado es de su invención, mientras que la
virtud se aprende porque nos hablan de ella. Pero el pecado es nuestra propia
creación.
—Ya comprendo. Pero ¿cómo puede hacernos mejores esta historia?
—Porque somos sus descendientes —contestó Adam con excitación—. Es
nuestra madre. Parte de nuestra culpa proviene de nuestros ancestros. ¿Qué
probabilidades nos quedan? Somos los hijos de nuestros padres, lo que significa que
no somos los primeros. Es una excusa, pero en el mundo no existen excusas
suficientes.
—Al menos, no lo suficientemente convincentes —respondió Lee—. De lo
contrario, hace mucho tiempo que hubiéramos borrado nuestra culpa y el mundo no
estaría repleto de hombres tristes y agobiados por el sentimiento de culpabilidad.
—¿Qué otro marco se le puede poner a este cuadro? —preguntó Samuel—. Con
excusas o sin ellas, tenemos que retrotraemos a nuestros antepasados. Tenemos culpa.
—Recuerdo que me sentía algo resentido con Dios —explicó Adam—. Tanto
Caín como Abel ofrecieron lo que poseían, pero Dios aceptó el presente de Abel y
rechazó el de Caín. Eso siempre me pareció injusto. Jamás lo comprendí. ¿Y usted?
—Acaso lo consideramos desde diferentes puntos de vista —replicó Lee—. Me
parece recordar que esta historia fue escrita por y para un pueblo de pastores, que
nada tenían de agricultores. ¿No es natural que el dios de los pastores encontrase más
valioso un rollizo cordero que una gavilla de cebada? Siempre se debe sacrificar lo
mejor y más valioso.
—Sí, eso lo entiendo —dijo Samuel—. Pero, Lee, permítame advertirle que vaya
usted con cuidado y procure no llamar la atención de Liza con sus razonamientos
orientales.
—Sí —intervino Adam con fogosidad—. Pero ¿por qué condenó Dios a Caín?
Eso fue una injusticia.
—Siempre es una ventaja prestar atención a las palabras —respondió Samuel—.
Dios no condenó a Caín en absoluto. Hasta Dios puede tener preferencias, ¿no?
Vamos a suponer que Dios prefería el cordero a los vegetales. A mí me ocurre lo
mismo. Puede que Caín le ofreciese un manojo de zanahorias. Y Dios debió decir:
«Esto no me gusta. Ofréceme otra cosa. Tráeme algo que me agrade, y entonces te
pondré junto a tu hermano». Pero ¿qué hizo Caín? Se enfureció, se sintió herido. Y
cuando un hombre se siente herido en sus sentimientos, se desfoga con lo primero

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que encuentra, y Abel se hallaba al alcance de su mano.
—San Pablo dijo a los hebreos que Abel tenía fe —apuntó Lee.
—En el Génesis no hay la menor alusión a la fe —intervino Samuel—. Ni a su
existencia ni a su carencia; tan sólo se insinúa algo acerca del carácter de Caín.
—¿Qué opina la señora Hamilton sobre las paradojas que existen en la Biblia? —
preguntó Lee.
—Pues nada en absoluto, porque no admite que las haya.
—Pero…
—No siga. Pregúnteselo a ella y acabará sintiéndose más viejo, pero no menos
confuso.
—Está claro que ustedes conocen el tema en profundidad —observó Adam—.
Mis conocimientos son mucho más someros y estoy perdido. Así pues, ¿Caín fue
expulsado por la muerte de su hermano?
—Eso es, por asesinato.
—¿Y Dios lo marcó?
—¿Es que no ha escuchado usted? Caín llevaba ese estigma no para destruirlo,
sino para salvarlo. Y sería maldito aquel que osara matarlo. Era un estigma protector.
—No puedo evitar pensar que Caín recibió la peor parte —comentó Adam.
—Acaso fue así —contestó Samuel—. Pero Caín vivió y tuvo descendencia,
mientras que Abel vive sólo en la historia. Nosotros somos los hijos de Caín. ¿Y no
es extraño que tres hombres hechos y derechos, que vivimos en una época muy
posterior a ese suceso, discutamos este crimen como si hubiese ocurrido ayer mismo
en King City, y todavía no se hubiera celebrado el juicio?
Uno de los niños se despertó, dio un bostezo y miró a Lee, y a continuación
volvió a quedarse dormido.
—¿No recuerda usted, señor Hamilton, que yo le hablé de que intentaba traducir
viejos poemas chinos al inglés? —le preguntó Lee—. No, no se asuste. No voy a
leérselos. Durante mi trabajo encontré algunas viejas ideas tan frescas y claras como
esta misma mañana, y me pregunté por qué. Y es que, como es natural, los hombres
sólo se interesan por ellos mismos. Si el oyente no tiene implicación en la historia, no
prestará atención, de lo que se puede extraer que una historia grande y duradera tiene
que comprometer a todos, o no perdurará. Lo extraño y exótico no es interesante, sólo
lo profundamente humano y familiar.
—Aplíquelo a la historia de Caín y Abel —propuso Samuel.
—Yo no maté a mi hermano —intervino Adam.
Se interrumpió de pronto, y su mente retrocedió en el pasado.
—Trataré de hacerlo —contestó Lee a Samuel—. Creo que es la historia más
conocida del mundo, porque es la historia de todos. Creo también que esta historia
simboliza el alma humana. Lo explicaré a mi manera y les ruego que no me
interrumpan si no soy lo suficientemente claro. El mayor terror que puede padecer un
niño es no sentirse amado, y el rechazo constituye para él un verdadero infierno. Creo

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que todo el mundo, en mayor o menor grado, ha experimentado esta sensación. Y con
ella viene la ira, y tras la ira el crimen, sea cual sea, como venganza por el abandono,
y tras el crimen la culpa; ésta es la historia de la Humanidad. Yo creo que si esa
sensación de abandono pudiese ser amputada, los hombres no serían lo que son.
Puede que hubiera muchos menos locos, y seguro que no habría tantas cárceles. Eso
es el comienzo de todo. Un niño, al sentirse rechazado por aquel que ama, da
puntapiés al gato, y oculta su culpa secreta; y otro roba para que el dinero le devuelva
el amor negado; y un tercero conquista el mundo…, pero siempre encontraremos la
culpa, la venganza, y más culpa. El hombre es el único animal culpable. Sin embargo
pienso que esta vieja y terrible historia es importante, porque constituye un mapa del
alma, del alma secreta, rechazada y culpable. Señor Trask, usted ha dicho que no
mató a su hermano y después ha recordado algo. No quiero saber qué era; pero ¿tenía
alguna relación, por lejana que fuera, con Caín y Abel? ¿Y qué opina usted de mi
origen oriental, señor Hamilton? Ya sabe usted que no soy mucho más oriental que
usted.
Samuel había apoyado los codos sobre la mesa, cubriéndose los ojos y la frente
con las manos.
—Me esfuerzo por pensar —contestó—. ¡Maldita sea! Necesito pensar. Desearía
estar solo para analizar todo esto con calma. Puede que haya destruido todo mi
mundo y no sé si seré capaz de reconstruirlo.
—¿Es que no se puede construir un mundo sobre una verdad aceptada? —
preguntó Lee con suavidad—. ¿No se podrían arrancar algunos dolores y locuras si se
conociesen las causas?
—¡Maldita sea, no lo sé! Usted ha turbado la paz que reinaba en mi hermoso
universo. Usted se ha enzarzado en una contienda intrincada, y usted mismo ha
hallado la respuesta. ¡Déjeme solo, déjeme pensar! Su maldita perra ya está pariendo
cachorros en mi cerebro. ¡Me gustaría saber qué opinaría mi Tom de esto! Lo
examinaría con la luz de su mente. Lo haría girar lentamente en su cerebro, como un
lechón ensartado en el asador. Adam, diga lo que piensa. Ya lleva demasiado tiempo
sumido en sus recuerdos.
Adam dio un respingo, y luego suspiró profundamente.
—¿No es demasiado sencillo? —preguntó—. Siempre me han asustado las cosas
sencillas.
—De sencillo no tiene nada —respondió Lee—. Al contrario, es
desesperadamente complicado. Pero al final se encuentra la luz.
—No habrá luz dentro de un rato —apuntó Samuel—. Llevamos mucho tiempo
aquí sentados, discutiendo, y ha empezado a oscurecer. Vine con la intención de
ayudar a encontrar nombres para los niños, y todavía siguen sin ellos. Nos hemos
estado columpiando colgados de una barra y haciendo volatines. Sería mejor, Lee,
que no mezclase sus complicaciones con la maquinaria de las iglesias consagradas, o,
de lo contrario, le crucificarán. Les gustan las complicaciones, pero a su manera. Y

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yo tengo que volver a casa.
—Dígame algunos nombres —pidió Adam con desesperación—. ¿De la Biblia?
—De donde sea.
—Bien, veamos. De todos los que salieron de Egipto, sólo dos llegaron a la Tierra
Prometida. ¿No le agradarían como símbolo de buenos augurios?
—¿Quiénes eran?
—Caleb y Josué.
—Josué era un soldado, un general. No me gusta la milicia, pero Caleb era un
capitán.
—Pero no un general. Creo que Caleb me gusta, Caleb Trask.
Uno de los gemelos se despertó e inmediatamente se puso a bostezar.
—Usted ha pronunciado su nombre —observó Samuel—. No le gusta Josué, pero
sí Caleb. El moreno es el más despierto. Mire, el otro también ha abierto los ojos.
Otro nombre que siempre me ha gustado es el de Aaron, pero no consiguió llegar a la
Tierra Prometida.
El segundo niño empezó a llorar, casi con alegría.
—Ése me gusta bastante —contestó Adam.
De pronto, Samuel rompió a reír.
—En dos minutos —dijo—. Y después de una catarata de palabras. Caleb y
Aaron; ahora ya sois personas, os habéis unido a la congregación, y tenéis derecho a
ser condenados.
—¿Han terminado ya? —preguntó Lee, cogiendo a los niños en brazos.
—Desde luego —respondió Adam—. Éste se llama Caleb y el otro Aaron.
Los niños lloraban y Lee se fue con ellos a la casa, desapareciendo en la
oscuridad creciente.
—Ayer era incapaz de diferenciarlos —manifestó Adam, y ahora son Aaron y
Caleb.
—Gracias al Señor, nuestros pacientes pensamientos han tenido un resultado —
sentenció Samuel—. Liza hubiera preferido el nombre de Josué. Le encanta el
episodio del derrumbamiento de las murallas de Jericó. Pero también le gusta Aaron,
así que me parece que hemos terminado. Voy a enganchar la calesa.
Adam lo acompañó al cobertizo.
—Me alegra que haya venido —dijo—. Me ha quitado un peso de encima.
Samuel puso el bocado a Doxology, aseguró la frontalera y ajustó la tarabita.
—Puede que ahora retome su proyecto del jardín del llano —sugirió—. Me lo
imagino como usted lo planeó.
Adam tardó en responder.
—Creo que las fuerzas me han abandonado —dijo al final—. Puedo sentir su
vacío. Tengo bastante dinero para vivir. Nunca lo quise para mí solo. No tengo a
nadie a quien poder enseñarle el jardín.
Samuel giró sobre sus talones y lo miró con los ojos empañados por las lágrimas.

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—Esa fuerza nunca morirá —gritó—. ¡Ni lo sueñe! ¿O es que se cree mejor que
los demás? Sólo morirá cuando usted lo haga.
Se quedó recuperando el aliento durante unos momentos, y luego montó en la
calesa; hizo restallar el látigo sobre la cabeza de Doxology y partió, encorvado y
abatido, y sin decir adiós.

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Tercera parte

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Capítulo 23

Los Hamilton eran gente rara, como cuerdas muy tensas, y algunas de ellas daban una
nota tan alta que a veces saltaban. Eso ocurre muy a menudo en el mundo.
De todas sus hijas, Una era la preferida de Samuel. Ya desde muy pequeña mostró
unas ganas insaciables de aprender, al igual que un niño nunca se cansaría de comer
pasteles. Una y su padre conspiraban para aprender. Pedían prestados libros y los
leían a hurtadillas, y se comunicaban sus descubrimientos.
De todos sus hermanos, Una era la que menos sentido del humor tenía. Se casó
con un hombre muy moreno, cuyos dedos estaban manchados de productos químicos,
principalmente nitrato de plata. Era uno de aquellos hombres que viven en la pobreza
para proseguir su línea inquisitoria. La suya se limitaba a la fotografía. Creía que el
mundo exterior podía transferirse al papel, no en los matices fantasmales del blanco y
negro, sino en los colores que percibe el ojo humano.
Se llamaba Anderson, y era un hombre muy poco comunicativo. Como la mayor
parte de los técnicos, sentía terror y desprecio por la teoría. Los saltos de la
imaginación no eran para él. Escalaba un peldaño y ascendía con cuidado hasta el
siguiente, de la misma manera que un escalador asciende por el último repecho de
una cumbre. Sentía un gran desprecio, hijo del temor, por los Hamilton, porque todos
ellos creían tener alas y, por eso, se habían pegado algún que otro batacazo.
Anderson nunca caía, nunca resbalaba, nunca volaba. Sus pasos eran lentos y
ascendentes, y en la cumbre esperaba hallar aquello que perseguía: la fotografía en
color. Tal vez se casó con Una por su escaso sentido del humor, lo cual lo tranquilizó.
Y dado que la familia de su esposa lo asustaba e intimidaba, se llevó a Una al norte, a
un rincón apartado del mundo, cerca de la frontera de Oregón. Debió de llevar una
vida muy primitiva, entre tantos frascos y papeles.
Una escribía unas cartas insípidas y frías, carentes de toda alegría, pero también
de toda autocompasión. Estaba bien y esperaba que su familia también lo estuviese.
Su marido se hallaba a punto de realizar un descubrimiento.
Pero entonces Una murió y su cadáver fue enviado junto a los suyos.
Jamás conocí a Una. Murió antes de lo que alcanzan mis más antiguos recuerdos,
pero George Hamilton me habló de ella, muchos años después, con los ojos anegados
en llanto y voz temblorosa.
—Una no era una chica bonita como Mollie —recordó—. Pero tenía las manos y
los pies más bonitos que puedas imaginarte. Sus tobillos eran cimbreantes como la
hierba, y todo su cuerpo se movía al compás del viento. Sus dedos eran largos, con
las uñas estrechas y almendradas. Y también poseía una tez muy bella, translúcida y

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nacarada.
»No reía ni jugaba como el resto de nosotros. Ella era diferente. Parecía estar
siempre escuchando. Cuando leía, su rostro parecía el de alguien que está escuchando
música. Y cuando le hacíamos alguna pregunta, ella respondía, en el caso de que
conociese la respuesta, sin señalar ni hacer abigarradas descripciones repletas de
«acaso» y de «podría ser», como hubiéramos hecho cualquiera de nosotros. Siempre
andábamos con pájaros en la cabeza, pero Una era pura y simple.
»Y luego la trajeron a casa. Tenía las uñas rotas hasta la carne, y los dedos
completamente agrietados y ajados. Y sus pobres piececitos… —George no pudo
continuar hablando y al cabo de un rato añadió con la fuerza de un hombre que trata
de dominarse—: Estaban en un estado lamentable, cortados por las piedras y
arañados por las espinas. Sus queridos piececitos no habían llevado zapatos durante
mucho tiempo. Y su delicada piel era tan áspera como el cuero sin curtir.
»Pensamos que se trató de un accidente —añadió—, producido por la abundancia
de productos químicos que la rodeaban. Eso fue lo que pensamos.
Pero Samuel, mientras lloraba y se lamentaba, pensó que no fue un accidente sino
dolor y desesperación.
La muerte de Una fue un duro golpe para Samuel, una especie de terremoto
silencioso. No pronunció ninguna palabra de ánimo o consuelo, sino que se limitó a
sentarse en soledad, y a mecerse en su mecedora. Tenía la convicción de que su
negligencia había sido la culpable.
Y desde aquel día, su cuerpo, que había luchado alegremente contra el tiempo,
empezó a resentirse. Su piel juvenil se envejeció, sus ojos claros se enturbiaron y sus
poderosos hombros se encorvaron ligeramente. Liza, con su sumisión al destino,
podía afrontar la tragedia: no tenía ninguna esperanza cierta en este mundo. Pero
Samuel había alzado una muralla de risas contra las leyes naturales, y la muerte de
Una la resquebrajó hasta los cimientos. Se había convertido en un anciano.
A sus otros hijos les iba muy bien. George se dedicaba a los seguros. Will estaba
enriqueciéndose. Joe había ido al este, y contribuía a la creación de una nueva
profesión llamada publicidad. En este campo, los muchos defectos de Joe se
convertían en virtudes. Descubrió que era capaz de comunicar y materializar lo que
soñaba despierto, lo cual, debidamente aplicado, es la esencia misma de la
publicidad. Joe era un hombre importante en el mundo publicitario.
Todas las chicas se casaron, excepto Dessie, la cual regentaba con mucho éxito un
taller de modista en Salinas. El único que no había hecho nada era Tom.
Samuel le había dicho a Adam Trask que Tom andaba codeándose con la
grandeza. El padre observaba a su hijo, y sabía a ciencia cierta por todo lo que estaba
pasando, porque también lo había sentido en sí mismo.
Tom no poseía el suave lirismo de su padre ni su verborrea alegre y desenvuelta.
Pero su presencia irradiaba fuerza, calor y una férrea integridad, que disimulaba su
apocamiento y timidez. Era capaz de ser tan grande como su padre, pero de pronto se

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quedaba cortado como una cuerda de violín que se rompe, para recaer en su triste
deambular por las tinieblas.
Era un hombre de rostro sombrío; su tez, quizá por la acción del sol, tenía un
matiz rojo oscuro, como si por sus venas corriese sangre normanda, o acaso vándala.
Su cabello, barba y bigote eran también de un tono rojo oscuro, y sus ojos azules
brillaban de un modo sorprendente sobre su encarnada tez. Era muy robusto, de
espaldas y brazos poderosos, pero de estrechas caderas. Podía competir con
cualquiera cuando se trataba de levantar pesos, de correr, de echarse cargas al hombro
o de montar a caballo, pero no poseía el menor sentido de lo que significaba una
competición. Will y George eran jugadores y a menudo intentaron introducir a su
hermano en las penas y alegrías de los juegos de azar.
—Lo he intentado —les decía—, pero me aburre. Y creo que se debe a que,
cuando gano, no siento ningún gran triunfo, y cuando pierdo, no representa ninguna
tragedia. Sin estos dos elementos, no tiene el menor sentido jugar. Que nosotros
sepamos, no es un modo de hacer dinero, y tampoco representa algo trascendental,
como el nacimiento y la muerte, la alegría o el dolor; no siento nada. Jugaría si
pudiera sentir algo, bueno o malo.
Will no le comprendía en absoluto. Toda su vida era una competición, y sólo vivía
para pasar de una especie de juego a otro. Quería a Tom y trataba de que disfrutara de
aquellas cosas que a él le parecían agradables. Le metió en sus negocios, e intentó
inocularle las alegrías de la compra y venta, de ser más listo que otros hombres, de
juzgarlos por sus fanfarronadas, de vivir por medio de maniobras y argucias.
Pero Tom volvía siempre al rancho perplejo, aunque no crítico, con la sensación
de haber perdido el rumbo. Comprendía que hubiera hombres que disfrutaran con sus
luchas entre sí, pero no quería engañarse a sí mismo fingiendo que también lo hacía.
Samuel solía decir que Tom se llenaba demasiado el plato, ya se tratase de
habichuelas o de mujeres. Y Samuel es muy sabio, aunque creo que sólo conocía un
aspecto de la naturaleza de Tom. Quizá los niños le conocíamos un poco mejor. La
imagen que tengo de Tom es el resultado de combinar los recuerdos con las certezas y
las conjeturas. ¿Quién sabe si fue así en realidad?
Vivíamos en Salinas y supimos que Tom acababa de llegar —creo que siempre
llegaba de noche, porque bajo nuestras almohadas, es decir, la de Mary y la mía,
encontramos paquetes de chicles—. Y en aquella época, los chicles tenían tanto valor
como el dinero. Había meses en que no venía, pero todas las mañanas, nada más
despertarnos, metíamos las manos debajo de las almohadas para ver si había algo. Y
todavía sigo haciéndolo, a pesar de los años transcurridos desde entonces.
Mi hermana Mary no quería ser chica. Fue una lástima que no se conformase. Era
una muchacha atlética, una gran jugadora de bolos, una bateadora de primera, y los
atavíos femeninos la avergonzaban. Claro que esto ocurrió mucho antes de que las
compensaciones por ser una chica le resultaran evidentes.
Al igual que sabíamos que en alguna parte del cuerpo, probablemente en el

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sobaco, había un botón que, si lo oprimíamos de modo adecuado, nos permitía volar,
así Mary se había creado una magia para su propio uso, con la que podía
transformarse en el muchachito fuerte y decidido que ella quería ser. Si se iba a
dormir en una posición mágica, con las rodillas encogidas a la derecha, la cabeza en
un ángulo, mágico también, y los dedos entrecruzados, por la mañana sería un
muchacho. Todas las noches trataba de encontrar la combinación exacta, pero jamás
lo conseguía. Yo solía ayudarla a cruzar los dedos como si fuesen maderas
ensambladas de un barco.
Una mañana en la que la desesperación se había apoderado de Mary porque
pensaba que nunca lo lograría, encontramos chicles bajo la almohada. Cada uno
desenvolvió su chicle y lo masticó solemnemente; eran de menta, de la marca
Beeman, y desde entonces no se ha hecho nada tan delicioso.
Mary se estaba poniendo sus largas medias negras, cuando exclamó, con gran
alivio:
—¡Claro!
—¿Claro qué? —le pregunté.
—El tío Tom —respondió y masticó su chicle de forma ruidosa.
—¿Qué pasa con el tío Tom? —volví a preguntar.
—Seguro que él sabe qué hay que hacer para convertirse en chico.
Tan simple como eso. Me pregunté cómo no se me habría ocurrido a mí antes.
Mamá estaba en la cocina vigilando a una nueva criada danesa que habíamos
contratado. Tuvimos muchas chicas. Las familias de agricultores daneses recién
llegados ponían a sus hijas a servir en familias norteamericanas, y así no sólo
aprendían inglés, sino su cocina, el modo de servir en la mesa, buenos modales y
todas las bagatelas en boga entre la alta sociedad de Salinas. Al cabo de un par de
años de servicio, cobrando doce dólares al mes, las chicas se convertían en candidatas
más que apetecibles para casarse con los jóvenes del país. No sólo habían aprendido
las costumbres norteamericanas, sino que además trabajaban como mulas de carga.
Algunas de las actuales familias más elegantes de Salinas, descienden de esas
muchachas.
La rubia Mathilde estaba en la cocina con nuestra madre cacareando a su
alrededor.
Nosotros fuimos a la carga.
—¿Ya está levantado?
—¡Chisss! —dijo madre—. Llegó muy tarde. Dejadlo descansar.
Pero se oía el ruido del agua en el lavabo del dormitorio trasero, por lo que
supimos que se había levantado. Nos acurrucamos en su puerta, como gatos a la
espera de que saliese.
Al principio, siempre había cierta tirantez entre nosotros. Creo que el tío Tom era
tan vergonzoso como mi hermana y yo. Supongo que lo que a él le apetecía era salir
corriendo afuera y lanzarnos por los aires, pero en lugar de eso estábamos todos muy

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serios y formales.
—Gracias por los chicles, tío Tom.
—Me alegra que os hayan gustado.
—¿Crees que tendremos empanadas de ostras esta noche para celebrar tu llegada?
—Lo intentaremos, si vuestra madre os lo permite.
Nos precipitamos al salón y nos sentamos. La voz de mamá llegó desde la cocina.
—Niños, dejad en paz a tío Tom.
—Se portan bien, Ollie —respondió Tom.
Nos sentamos en triángulo en el salón. El rostro de Tom era muy oscuro, y sus
ojos muy azules. Llevaba buenos trajes, pero nunca parecía bien vestido, en lo cual se
diferenciaba de su padre. Sus bigotes rojos estaban siempre enmarañados, lo mismo
que su cabello, y tenía las manos muy curtidas por el trabajo.
—Tío Tom, ¿qué hay que hacer para ser un chico? —le preguntó Mary.
—¿Cómo? Pues verás, Mary, uno ya nace siendo chico o chica.
—No, no es eso lo que quiero decir. ¿Cómo podría convertirme en un chico?
—¿Tú? —le preguntó, mientras la observaba muy serio.
—Yo no quiero ser chica, tío Tom —respondió Mary—. Quiero ser un chico. Una
chica no recibe más que mimos y muñecas. Yo no quiero ser una chica. No quiero —
lágrimas de rabia asomaron por sus ojos.
Tom se miró las manos y se rascó un pedazo suelto de piel callosa con una uña
rota. Creo que deseaba decir algo hermoso. Quería pronunciar palabras coma las de
su padre, dulces y aladas, halagadoras y amables.
—No me gustaría que fueses un chico —respondió.
—¿Por qué no?
—Me gustas como chica.
Un ídolo se desmoronaba en el templo de Mary.
—¿Quieres decir que las chicas te gustan?
—Si, Mary, me gustan mucho.
Una expresión de desencanto cruzó el rostro de Mary. Si aquello era cierto, Tom
era un loco. Asumió su tono de nomevengasconhistorias.
—Muy bien —continuó—. Pero ¿qué tengo que hacer para convertirme en un
chico?
Tom tenía un oído muy fino. Se dio cuenta de que descendía en la estima de
Mary, y deseaba que ella lo quisiese y lo admirase. Pero no se le daba bien mentir.
Contempló los cabellos de Mary, tan claros que parecían casi blancos, y trenzados
muy apretadamente para que no la estorbasen, con los extremos de las trenzas sucios,
porque Mary se secaba las manos en ellas antes de hacer una tirada difícil en el juego
de bolos. Tom estudió sus ojos fríos y hostiles.
—No creo que realmente quieras cambiar de sexo.
—Sí quiero.
Tom se había equivocado, ella persistía en su empeño.

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—Pues es imposible —dijo—. Y algún día te alegrarás de que sea así.
—No lo haré —respondió Mary, volviéndose hacia mí, para decirme con frío
desprecio—: ¡No lo sabe!
Tom pestañeó y yo me estremecí ante la inmensidad de los cargos que le
imputaban. Mary era más valiente y más decidida que la mayoría, y por eso ganaba
siempre a los bolos.
—Si vuestra madre está de acuerdo, encargaré yo mismo esta mañana las
empanadas de ostras, y pasaremos a recogerlas por la noche —dijo Tom nervioso.
—No me gustan las empanadas de ostras —respondió Mary, levantándose; corrió
hacia nuestro dormitorio y se encerró dando un portazo.
Tom la miró con expresión astuta mientras ella se iba.
—Es una chica con todas las de la ley —sentenció.
Nos quedamos los dos solos, y comprendí que yo tenía que suavizar la herida
causada por Mary.
—A mí sí me gustan las empanadas de ostras —dije.
—Naturalmente, y a Mary también.
—Tío Tom, ¿crees que hay algún medio para que ella pueda convertirse en chico?
—No, no lo creo —contestó él con tristeza—. Si lo hubiese sabido, se lo habría
dicho.
—Es la mejor bateadora de los alrededores.
Tom suspiró y volvió a mirarse las manos; yo me daba cuenta de su sensación de
fracaso, y eso me puso muy triste. Saqué mi corcho hueco con alfileres clavados a
modo de barrotes.
—¿Quieres mi jaula para moscas, tío Tom?
Mi tío era todo un caballero.
—¿Quieres que me la quede?
—Sí. No tienes más que levantar este alfiler para que entre la mosca, y luego
queda encerrada y no para de zumbar.
—Me gusta mucho. Gracias, John.
Trabajó todo el día con un pequeño y afilado cortaplumas en un pedacito de
madera, y cuando volvimos a casa de la escuela, había esculpido ya un pequeño
rostro, cuyos ojos, orejas y labios eran movibles, y se hallaban conectados por medio
de palitos al interior de la hueca cabeza. En un extremo del cuello había un agujero
tapado por un pedacito de corcho. Era algo maravilloso. Se atrapaba una mosca, se la
introducía por el agujero, y éste se volvía a tapar. Y, de pronto, la cabeza parecía
adquirir vida. Los ojos se movían, los labios parecían hablar y las orejas se agitaban
cuando la mosca, frenética, corría por encima de los palitos. Incluso Mary le perdonó
un poco, pero no volvió a confiar en él hasta que se sintió orgullosa de ser mujer, y
para entonces era ya demasiado tarde. Él no me dio la cabeza a mí, sino a los dos.
Aún la conservamos y sigue funcionando.
A veces, Tom me llevaba con él a pescar. Salíamos al amanecer, dirigiéndonos en

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la calesa derechos al pico Fremont, y a medida que nos acercábamos a las montañas,
las estrellas palidecían y la luz se alzaba, ennegreciendo las montañas. Me acuerdo
muy bien de cómo corríamos, y de cómo oprimía mi oreja y mi mejilla contra la
chaqueta de Tom. Y recuerdo que me pasaba el brazo por los hombros, dándome de
vez en cuando ligeras palmaditas en el brazo. Finalmente, nos deteníamos bajo un
roble y desenganchábamos el caballo, lo llevábamos al borde del río para que
abrevase y lo sujetábamos por el ronzal a la parte trasera de la calesa.
No recuerdo de qué hablaba Tom. Ni siquiera puedo recordar el sonido de su voz,
o las palabras que solía emplear. De mi abuelo recuerdo ambas cosas perfectamente,
pero de Tom sólo recuerdo una especie de cálido silencio. Es posible que no hablase.
Los avíos de pescar de Tom eran muy buenos, y se fabricaba sus propias moscas
artificiales. Pero no parecía importarle que pescásemos truchas o no. No necesitaba
triunfar sobre los animales.
Recuerdo los helechos de cinco dedos que crecían bajo pequeñas cascadas,
meneando sus verdes ramitas al recibir los impactos de las gotas de agua. Y recuerdo
el perfume de los montes, de la azalea silvestre mezclada con el olor distante de una
mofeta, el aroma embriagador del altramuz y el hedor de los sudados arneses.
Recuerdo la encantadora danza de los zopilotes en el alto cielo, mientras Tom los
seguía con la mirada, pero soy incapaz de recordar la menor alusión a ellos. Recuerdo
que yo sostenía el cebo mientras Tom preparaba el sedal y montaba la caña. Recuerdo
el olor de los helechos apretujados en la nasa, y el aroma dulce y delicado de las
truchas frescas, húmedas y tornasoladas, yaciendo unas al lado de otras sobre la
hierba verde. Y finalmente, recuerdo cómo volvíamos a la calesa y llenábamos de
pienso el saco de cuero, y lo atábamos suspendido del cuello del caballo. Pero no
recuerdo ni la voz ni las palabras de Tom; se alza oscuro, silencioso y enormemente
cálido en mi memoria.
Tom se daba cuenta de su gris presencia. Su padre era apuesto y mañoso. Su
madre era menuda y de una seguridad matemática. Todos sus hermanos y hermanas
eran o guapos o virtuosos o afortunados. Tom los quería a todos con pasión, pero se
sentía pesado y ligado a la tierra. Ascendía a cumbres extáticas y tropezaba en las
simas oscuras y rocosas que se abrían entre los picachos. Tenía arrebatos de bravura,
pero sujetos por las cadenas de la timidez.
Samuel decía que Tom hacía filigranas sobre la grandeza, esforzándose por
decidir si podría asumir aquella fría responsabilidad. Samuel conocía las cualidades
de su hijo, y presentía el potencial de violencia que en él había, lo cual le asustaba,
porque Samuel era pacífico, a pesar de haber golpeado en una ocasión a Adam Trask.
Y por lo que se refiere a los libros que entraban en la casa, algunos de ellos en
secreto, Samuel cabalgaba con ligereza sobre su lomo y contrapesaba y se balanceaba
felizmente entre las ideas, como un hombre que se desliza en una canoa por entre los
espumeantes rápidos. Pero Tom agarraba un libro, y se arrastraba fatigosamente por
sus páginas, abriendo túneles entre las ideas, como un topo, para salir empapado de la

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obra.
Violencia y timidez, los ijares de Tom necesitaban mujeres, pero al mismo tiempo
no se creía digno de ellas. Durante largos periodos, se encenagaba en una frenética
continencia, hasta que tomaba un tren hacia San Francisco y se revolcaba entre las
mujeres, para volver silenciosamente al rancho, sintiéndose débil, insatisfecho e
indigno, castigándose a sí mismo con el trabajo, arando y plantando tierras baldías y
partiendo duros troncos de roble, hasta quebrarse la espalda y destrozarse los brazos.
Es probable que entre el sol y Tom se alzase su padre, y la sombra de Samuel
cayera sobre él. Tom escribía versos en secreto, es decir, de la única manera que
podían escribirse en aquellos días. Los poetas eran seres pálidos y afeminados, y los
hombres del oeste los despreciaban. La poesía era un síntoma de debilidad, de
degeneración y de impotencia. Leerla era exponerse a la rechifla general, y escribirla
suponía correr el riesgo de convertirse en un ser sospechoso y acabar condenado al
ostracismo. La poesía era considerada como un vicio secreto, y en realidad lo era.
Nunca sabremos si los versos que escribió Tom eran buenos o malos, porque sólo se
los enseñó a una persona, y antes de morir los quemó todos. A juzgar por las cenizas
que quedaron en el hogar, debió de haber escrito muchos.
De toda su familia, a quien Tom más quería era a Dessie. Era una muchacha muy
alegre y siempre risueña.
Su taller de modistas constituía una verdadera institución en Salinas. Se trataba de
un mundo exclusivamente femenino, donde todas las reglas y los temores que
suscitan, sobre todo las más férreas, habían sido abolidas. La puerta de aquella casa
estaba cerrada para los hombres. Era un santuario donde las mujeres podían aparecer
tal cual eran: procaces, disolutas, rústicas, afectadas, presumidas, veraces e
interesadas. En casa de Dessie los corsés dejaban de existir, aquellos sagrados corsés
de ballenas que moldeaban y convertían las carnes femeninas en siluetas de diosas.
En casa de Dessie las mujeres eran seres que iban al excusado, comían hasta hartarse,
se rascaban y se tiraban pedos. Y esa libertad originaba risas, cataratas de carcajadas.
Los hombres oían estas risas a través de la puerta cerrada, y se sentían
verdaderamente asustados ante la idea de lo que allí dentro debía de suceder, pues
pensaban que ellos eran el blanco de las risas, lo que en gran parte era verdad.
Todavía veo a Dessie, con sus quevedos de oro bailando sobre una nariz cuya
forma no era adecuada para sostenerlos, con los ojos llenos de lágrimas a causa de
sus excesos de hilaridad, y todo el rostro contraído por la risa. El cabello le caía sobre
la frente y se metía entre los lentes y los ojos, hasta que las gafas se le resbalaban por
la nariz humedecida y terminaban colgando y balanceándose del extremo de la cinta
negra que las sujetaba.
Había que encargar los vestidos a Dessie con varios meses de antelación, y se
solían hacer veinte visitas a su taller antes de escoger la tela y el modelo. Nunca había
habido nada tan saludable y beneficioso para Salinas como Dessie. Los hombres
tenían sus logias, sus clubes, sus prostíbulos; las mujeres sólo disponían de la

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Cofradía del Altar y de la afectada coquetería del pastor de almas, hasta que llegó
Dessie.
Y entonces, Dessie se enamoró. Ignoro los detalles de este amor: quién era él y
cuáles las circunstancias, si fue por religión, convicción, enfermedad o egoísmo.
Supongo que mi madre sí lo sabía, pero aquél era uno de los asuntos que se
guardaban celosamente en el sanctasanctórum familiar, sin que jamás se hiciera la
menor alusión a él. Y si había otras personas en Salinas que lo supiesen, debieron de
guardar aquel secreto con toda fidelidad. Todo lo que sé es que era un amor sin
esperanza, gris y terrible. Al cabo de un año de tormento, Dessie perdió toda la
alegría y sus risas cesaron.
Tom corría enfurecido y loco por las colinas, como un león presa de atroces
dolores. Una vez, a medianoche, ensilló su caballo y partió sin esperar al tren de la
mañana, en dirección a Salinas. Samuel lo siguió y envió un telegrama desde King
City a Salinas.
Y cuando por la mañana Tom, con el rostro sombrío, espoleó a su agotado caballo
por la calle John de Salinas, el sheriff estaba aguardándolo. Lo desarmó, lo metió en
una celda y le sirvió café y brandy, hasta que Samuel fue en su busca.
Samuel no sermoneó a Tom, sino que se lo llevó consigo a casa, y nunca hizo la
menor alusión al incidente. Y la paz reinó en la morada de los Hamilton.

El día de Acción de Gracias de 1911, la familia se reunió en el rancho —todos los


hijos, excepto Joe, que se hallaba en Nueva York, Lizzie, que había dejado a su
familia para entrar a formar parte de otra, y Una, que había fallecido—. Llegaron
todos con regalos y más comida de la necesaria. Todos estaban casados, excepto
Dessie y Tom. Los chiquillos llenaban la casa con sus bullicios, sus gritos, sus
chillidos y sus peleas. Los hombres iban y venían de la herrería, de donde regresaban
secándose los bigotes con la mano.
La carita redonda de Liza estaba cada vez más colorada. Ella organizaba y
ordenaba. La estufa de la cocina permanecía constantemente encendida. Todas las
camas estaban ocupadas, y en el suelo se dispusieron colchas sobre almohadones,
para los niños.
Samuel volvió a mostrar su antigua alegría. Su espíritu sardónico resplandecía y
su conversación volvió a adquirir el viejo ritmo cantarín. Se complacía en sus propias
palabras, el canto y los recuerdos, hasta que de pronto, y antes de la medianoche, se
sintió cansado. La fatiga se abatió sobre él, y se fue a la cama, en la que Liza estaba
desde hacía dos horas. Lo que más le sorprendió es que deseara irse a la cama, no que
tuviese que hacerlo.

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Después de que sus padres se hubieron ido, Will fue a buscar el whisky a la
herrería, y la familia se reunió en la cocina, para tomar rondas en los cóncavos vasos.
Las madres iban de vez en cuando a los dormitorios para cerciorarse de que los niños
estaban bien arropados. Todo el mundo hablaba en voz baja, para no despertar a los
niños y a los viejos. Allí estaban Tom y Dessie, George y su linda Mamie, que de
soltera se llamaba Dempsey; Mollie y William J. Martin, Olive y Ernest Steinbeck,
Will y su Deila.
Todos querían decir lo mismo, los diez: que Samuel estaba viejo. Fue un
descubrimiento tan súbito y repentino como si de pronto se hubiese aparecido un
fantasma. Siempre les había parecido imposible que aquello pudiese ocurrir. Mientras
bebían whisky, seguían hablando en voz baja de aquel hecho insólito.
Sus hombros, ¿habéis visto qué hundidos los tiene? Y ya no camina con aquella
elasticidad.
Arrastra algo los pies, pero, no es eso, son los ojos. Son sus ojos los que son
viejos.
Siempre era el último en irse a la cama.
¿Y os habéis dado cuenta de que ha perdido el hilo de su discurso en mitad de una
historia?
Yo me he dado cuenta por su piel. La tiene llena de arrugas, y el dorso de sus
manos se ha vuelto transparente.
Cojea ligeramente de la pierna derecha.
Así es, pero recuerda que se trata de la que se rompió al caerse del caballo.
Ya lo sé, pero antes no cojeaba.
Decían estas cosas como si se tratase de una ofensa. Aquello no podía ocurrir, se
decían. Padre no puede ser un viejo. Samuel es tan joven como el alba, como un alba
perpetua.
Admitimos que pueda llegar a convertirse en un mediodía, pero ¡Dios mío!, el
crepúsculo no puede llegar nunca, y la noche…, ¡oh, Dios, no!
Era natural que sus espíritus se encogiesen atemorizados ante aquella revelación,
y no querían decirlo, aunque en su interior todos lo sabían: el mundo no era posible
sin Samuel.
¿Cómo podríamos pensar en algo sin saber su opinión al respecto? ¿Cómo sería la
primavera, o la Navidad, o la lluvia? La Navidad, sin él, no sería posible.
Rechazaron con horror semejante idea, y buscaron una víctima, alguien a quien
herir, porque ellos también habían sido heridos. Y se volvieron hacia Tom.
Tú estabas aquí. ¡Tú has estado siempre aquí!
¿Cómo ha podido ocurrir esto? ¿Cuándo ocurrió?
¿Quién se lo hizo?
¿No serás tú quien lo ha hecho con tu proceder desatinado?
Pero Tom pudo resistir aquel asalto, porque conocía la causa.
—Una es el motivo —dijo con aspereza—. No ha podido soportar su muerte. Me

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habló de cómo un hombre, un hombre de verdad, no tiene que permitir que la pena lo
aniquile. Me repitió una y otra vez que estaba seguro de que el tiempo la suavizaría.
Me lo repitió tanto, que me di cuenta de que estaba vencido.
—¿Por qué no nos lo dijiste? Acaso hubiéramos podido hacer algo.
Tom se puso en pie de un salto, violento y adulador a la vez.
—¡Maldita sea! ¿Qué había que decir? ¿Que se estaba muriendo de pena? ¿Que
estaba perdiendo hasta el tuétano de sus huesos? ¿Qué había que decir? Vosotros no
estabais aquí. Yo lo veía constantemente, y me daba cuenta de cómo se le apagaba la
mirada, ¡maldita sea!
Tom salió de la habitación y le oyeron cómo golpeaba con sus patazas el
empedrado del exterior.
Todos se sentían avergonzados. Will Martin dijo:
—Voy a salir a buscarlo.
—No lo hagas —le aconsejó George, rápidamente, y los demás parientes
asintieron—. No lo hagas. Déjalo solo. Lo conocemos bien.
Tom volvió al poco tiempo.
—Tendréis que perdonarme —se disculpó—. Lo siento mucho. Creo que he
bebido demasiado. Padre suele decir que estoy algo alegre cuando me pongo así. Una
noche volví a casa —se trataba de una confesión— y atravesé el patio haciendo eses,
para ir a caer entre los rosales, de donde salí arrastrándome sobre manos y rodillas,
para subir de la misma manera la escalera y terminar por caer hecho un trapo junto a
mi cama. A la mañana siguiente, quise decirle que sentía mucho lo ocurrido, y ¿sabéis
lo que dijo? No pasa nada, Tom, sólo estabas algo alegre. Eso es todo que lo me dijo.
Cuando vuelves a casa a gatas no es que estés bebido, sino alegre.
George interrumpió el delirante aluvión de palabras.
—Somos nosotros quienes te pedimos disculpas, Tom —respondió—. Por nuestro
tono, habrás pensado que estábamos culpándote y no era ésa nuestra intención. O
puede que sí. En cualquier caso, lo sentimos mucho.
Will Martin dijo, volviendo a la realidad:
—La vida aquí es muy dura. ¿Por qué no le obligamos a vender todo esto y a
trasladarse a la ciudad? Allí podría vivir todavía muchos años con la mayor felicidad.
A Mollie y a mí nos gustaría que viniesen a vivir con nosotros.
—No creo que quisiera hacerlo —replicó Will—. Es más terco que una mula y
más orgulloso que un caballo. Tiene un orgullo endiablado.
—Pero no perderíamos nada con preguntárselo —intervino Ernest, el marido de
Olive—. También nos agradaría que viniesen, los dos, naturalmente, a vivir con
nosotros.
Y luego, todos volvieron a quedar silenciosos, porque la idea de dejar de tener el
rancho, aquel pedazo de tierra seca, desierta y pedregosa, en la ladera del monte, los
entristecía.
Will Hamilton, en parte por instinto y en parte por su experiencia en los negocios,

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se había convertido en un agudo conocedor de los más profundos impulsos que agitan
el alma de los hombres y mujeres.
—Si le pedimos que deje este lugar, ello equivaldría a pedirle que renuncie a la
vida, y como es natural, no querrá hacerlo.
—Tienes razón, Will —contestó George—. Sería como renunciar, una cobardía.
No, nunca lo hará, y si lo hace, no le doy ni una semana de vida.
—Se podría intentar de otra manera. Acaso tal vez consienta en venir a hacernos
una visita. Entretanto, Tom gobernaría el rancho. Ya es hora de que padre y madre
vean algo de mundo. Hay muchas cosas interesantes que les agradarían, y después, él
podría volver y trabajar con más bríos. Y quién sabe si después de cierto tiempo ya
no querría. Suele decir que el tiempo tiene más fuerza que la dinamita —recordó
Will.
—Me pregunto si realmente crees que es tan estúpido —dijo Dessie, apartándose
el cabello de los ojos.
—A veces, a los hombres les gusta ser estúpidos, si ello les permite hacer algo
que su inteligencia les prohíbe —respondió Will, basándose en su experiencia—. De
cualquier modo, podemos probarlo. ¿Qué pensáis vosotros?
Todos asintieron con la cabeza, excepto Tom, que permanecía silencioso y huraño
como una roca.
—¿Qué sucede Tom, no quieres encargarte del rancho? —le preguntó George.
—Oh, no es eso —respondió Tom—. Gobernar el rancho no es ninguna molestia,
porque no hay nada que gobernar, ni jamás lo ha habido.
—Entonces, ¿por qué no estás de acuerdo?
—Me cuesta mucho insultar a mi padre —dijo Tom—. Él se daría cuenta.
—Pero ¿qué mal hay en sugerírselo?
Tom se frotó de tal forma las orejas, que la sangre desapareció y se quedaron
blancas.
—Yo no os lo prohíbo —contestó. Pero no seré yo quien lo haga.
—Podríamos escribirle una carta —sugirió George—, una especie de invitación,
medio en serio medio en broma. Y cuando estuviese cansado de la compañía de uno
de nosotros, podría ir a casa de otro. Podría pasarse años visitando a la familia.
Y así es como lo dejaron.

Tom trajo la carta de Olive, desde King City, y, como conocía su contenido, esperó a
que Samuel estuviera a solas para entregársela. Samuel se encontraba trabajando en la
herrería y tenía las manos negras. Tomó el sobre por una punta, lo dejó encima del
yunque y luego se restregó las manos en el barrilito de agua negra en el cual metía el

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hierro candente. Rasgó el sobre con la punta de un clavo de herradura y salió al sol
para leer la carta. Tom había sacado las ruedas del carro y estaba engrasando los ejes
con grasa amarilla, mirando a su padre por el rabillo del ojo.
Samuel terminó de leer, dobló la carta y volvió a meterla en el sobre. Luego, se
sentó en el banco frente a la herrería, mientras su mirada vagaba por el espacio.
Volvió a desplegar la carta, a releerla y a doblarla de nuevo, para metérsela en el
bolsillo de su camisa azul. Luego, Tom le vio levantarse y subir lentamente la cuesta
de la ladera oriental del valle, dando puntapiés a las piedras.
Había llovido un poco y unas cuantas hierbas raquíticas habían aparecido. A la
mitad de la cuesta, Samuel se agachó, tomó un puñado de tierra pedregosa en la mano
y lo esparció sobre la palma con el índice de la otra mano, separando la piedra, la
arenilla, los pedacitos de mica brillante, alguna raicilla, y una piedrecita veteada;
luego, lo tiró todo al suelo y se sacudió las manos. Agarró una brizna de hierba para
mordisquearla, y levantó la mirada al cielo. Una nube grisácea se desplazaba
rápidamente hacia el este, en busca de árboles sobre los cuales dejara caer la lluvia.
Samuel se levantó y bajó la cuesta lentamente. Se acercó al cobertizo de las
herramientas y golpeó los soportes para asegurarse de su solidez. Se detuvo cerca de
Tom como si lo viese por primera vez.
—Ya eres un hombre hecho y derecho —le dijo.
—¿Es que no se había dado cuenta, padre?
—Sí, creo que sí —respondió Samuel, y volvió a alejarse sin rumbo fijo.
Su rostro mostraba aquella expresión sardónica que su familia conocía tan bien: la
burla de sí mismo que lo hacía reír para sus adentros. Paseó por el triste jardincillo y
en torno a la casa, que aparecía vieja y decrépita.
Liza estaba extendiendo la masa con el rodillo para hacer un pastel. Tenía tal
manejo del rodillo que la masa parecía viva. Se quedaba completamente plana y
luego se enrollaba por su propio impulso. Liza levantó la blanca oblea y la depositó
en un plato de estaño, recortando los bordes con un cuchillo. Los piñones estaban
dispuestos en una taza con almíbar.
Samuel se sentó en la silla de la cocina, cruzó las piernas y miró a su esposa con
ojos sonrientes.
—¿Es que no tienes nada que hacer? —le preguntó ella.
—Claro que sí, madre; ya sabes que trabajo no me falta.
—Pues no te quedes ahí sentado poniéndome nerviosa. Aquí está el periódico, si
es que no tienes ganas de trabajar.
—Ya lo he leído —contestó Samuel.
—¿Todo?
—Todo lo que me interesa.
—Samuel, ¿qué te pasa? Te traes algo entre manos. Puedo verlo por la cara que
pones. Dilo y déjame preparar en paz el pastel.
Él balanceó la pierna y sonrió.

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—Qué mujercita tan menudita tengo —dijo—. Tres como ella, abultan como un
pajarito.
—Samuel, no digas tonterías. A veces me agradan las bromas, sobre todo por la
tarde, pero ahora aún no son las once. Di lo que tengas que decir.
—Liza, ¿conoces el significado de la palabra «vacaciones»? —le preguntó
Samuel.
—Ya te he dicho que no bromees por la mañana.
—Pero, dime, ¿lo conoces?
—Claro que sí. No me tomes por tonta.
—¿Y qué significa?
—Pues irse a descansar al mar y a la playa. Y ahora, Samuel, dime lo que tienes
en la cabeza.
—Me extraña que conozcas esa palabra.
—¿Quieres decirme adónde quieres ir a parar con todo esto? ¿Y por qué no
tendría que conocerla?
—¿Alguna vez has tenido vacaciones, Liza?
—Bueno, yo… —y se interrumpió.
—En cincuenta años, ¿nunca te has tomado unas vacaciones, tú, pedacito de
esposa?
—Samuel, sal de la cocina —le ordenó Liza con cierta inquietud. Él sacó la carta
del bolsillo y la desdobló.
—Es de Ollie —le explicó. Quiere que vayamos a Salinas. Arreglaron las
habitaciones superiores. Quiere que vayamos a conocer a los niños; además, nos ha
sacado abonos para la temporada del Chautauqua. Billy Sunday luchará con el diablo,
y Bryan pronunciará un discurso memorable. Me gustaría oírlo. Dirá bastantes
sandeces, pero dicen que las pronuncia de una manera que rompe el corazón.
Liza se frotó la nariz con el dedo.
—¿Es muy caro? —preguntó con ansiedad.
—¿Caro? Es Ollie quien ha comprado el abono. Nos lo regala.
—No podemos ir —objetó Liza—. ¿Quién gobernaría el rancho?
—Pues Tom; además, aquí no hay nada que hacer en invierno.
—Se sentirá muy solo.
—Tal vez George quiera venir a pasar una temporada aquí, y cazar codornices.
Mira lo que acompaña la carta, Liza.
—¿Qué es eso?
—Dos billetes de tren para Salinas. Ollie dice que no quiere dejarnos la menor
posibilidad de escape.
—Lo mejor que puedes hacer es volverlos a meter en el sobre y enviarle su
importe.
—No, puedo. Mira, Liza…, madre, no llores. Toma, aquí hay un pañuelo.
—Es un trapo para secar los platos —le aclaró Liza.

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—Siéntate aquí, madre. Creo que lo que te afecta es la impresión que sientes ante
la idea de permitirte un descanso. ¡Toma! Ya sé que es un trapo de cocina. Dicen que
Billy Sunday arrastra al diablo por todo el escenario.
—Eso es una blasfemia —protestó Liza.
—Pero a mí me gustaría verlo. ¿A ti no? ¿Qué respondes? ¿Qué dices? Levanta la
cabeza, que no te he oído. ¿Qué has dicho?
—He dicho que sí —contestó Liza.
Tom estaba dibujando cuando se le acercó Samuel. Miró a su padre con disimulo,
tratando de descubrir el efecto que le había causado la carta de Olive.
—¿Qué es eso? —preguntó Samuel contemplando el dibujo.
—Estoy intentando diseñar un aparato para abrir las puertas, y evitar así tener que
bajarse del coche cada vez. Ésta es la barra que descorre el cerrojo.
—Pero ¿cómo podrás abrirlo?
—Pienso utilizar un potente muelle.
Samuel estudió el dibujo.
—Y luego, ¿cómo lo cerrarás?
—Con esta barra. Se deslizará hasta el muelle, gracias a la tensión opuesta.
—Ya veo —dijo Samuel—. Podría funcionar, si la puerta estuviese bien
aplomada. Y requeriría el doble de tiempo para hacerlo y para utilizarlo que veinte
años de bajar del coche para abrir la puerta.
—Puede ser útil cuando se desboca un caballo —protestó Tom.
—Lo sé —admitió su padre—. Sólo estaba bromeando.
—Me ha pillado —dijo Tom sonriendo.
—Tom, ¿crees que podrías ocuparte del rancho tú solo, en el caso de que tu madre
y yo hiciésemos un viajecito?
—Naturalmente —respondió Tom—. ¿Adónde piensan ir?
—Ollie quiere que pasemos una temporada con ella en Salinas.
—Me parece muy bien —aprobó Tom—. ¿Está madre de acuerdo?
—Lo está, siempre que no se trate de gastar.
—Magnífico —aplaudió Tom—. ¿Cuánto tiempo piensan estar allí?
Los ojos brillantes y sardónicos de Samuel escrutaron el rostro de su hijo, hasta
que Tom le preguntó:
—¿Qué ocurre, padre?
—Me ha parecido oír algo en tu tono, hijo, algo tan leve que apenas si he podido
advertirlo. Tom, hijo mío, si os traéis algo entre manos tus hermanos y tú, te advierto
no me importa, y me parece bien.
—No sé a qué se refiere —contestó Tom.
—Da gracias a Dios de que nunca se te haya ocurrido convertirte en actor, Tom,
porque lo hubieras hecho muy mal. Todo esto lo tramasteis el día de Acción de
Gracias, supongo, cuando os encontrabais todos reunidos. Ha sido muy sutil. Veo la
mano de Will en ello. No me lo digas si no quieres.

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—Yo me opuse a ello —admitió Tom.
—Me extraña en ti —replicó su padre—. Tú serías capaz de decir la verdad por
encima de todo, y principalmente tratándose de mí. No les digas que yo lo sé —se
volvió y puso la mano sobre el hombro de Tom—. Gracias por honrarme con la
verdad, hijo mío. Ello no demuestra astucia, pero los resultados son más
permanentes.
—Me alegro de que vayan.
Samuel permanecía de pie a la puerta de la herrería, contemplando sus tierras.
—Dicen que una madre quiere más a un hijo feo —comentó y movió
enérgicamente la cabeza—. Tom, voy a corresponder a tu noble franqueza con la
misma moneda. Te ruego que guardes lo que voy a decirte en lo más recóndito de tu
alma, sin contarlo a ninguno de tus hermanos o hermanas: Tom, sé por qué me voy y
también sé a lo que voy, pero estoy contento.

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Capítulo 24

Muchas veces me he preguntado por qué algunas personas se sienten menos afectadas
y trastornadas por las verdades de la vida y de la muerte que otras. La muerte de Una
hizo hundirse la tierra bajo los pies de Samuel, derribando sus baluartes y dando paso
a la vejez. Por otra parte, Liza, que a buen seguro amaba a su familia tanto como su
marido, no se sintió alcanzada ni destruida por aquel golpe, sino que su vida continuó
de la misma manera. Claro que sintió pena, pero supo sobreponerse a ella.
Creo que Liza aceptaba el mundo, de la misma manera que aceptaba la Biblia,
con todas sus paradojas y reveses. No le agradaba la muerte, pero se daba cuenta de
que existía, y cuando llegó no se sintió sorprendida.
Samuel podía haber pensado, bromeado y filosofado a propósito de la muerte,
pero en realidad no creía en ella. En su mundo no había cabida para la muerte. Él y
todo lo que le rodeaba eran inmortales. Cuando apareció la muerte verdadera, la
consideró un ultraje, una negación de la inmortalidad que sentía tan profundamente, y
aquella sola resquebrajadura en su muralla hizo derrumbarse todo el edificio. Creo
que siempre había pensado que podría librarse de la muerte, a la que consideraba
como un adversario personal, susceptible de ser vencido a porrazo limpio.
Para Liza, la muerte era simplemente la muerte, lo prometido y esperado. Ella
seguía como siempre, y su dolor no le impedía poner en el fuego el cazo de
habichuelas, o cocer seis pasteles y calcular con exactitud cuánta comida se
necesitaría para el banquete del funeral. Y a despecho también de su pena, era capaz
de darse cuenta de que la camisa blanca de Samuel estaba muy limpia, y de que el
traje negro de su marido estaba recién cepillado y sin lamparones, y los zapatos
lustrados. Puede que dos caracteres tan diferentes sean los mejores para formar un
buen matrimonio, cuya armonía nace de las fuerzas contrapuestas y desiguales.
Una vez que Samuel aceptó la muerte, probablemente hubiera vivido más que
Liza si el proceso que le llevó a esa aceptación no le hubiera destrozado. Liza lo
observó con atención después de que tomaran la decisión de ir a Salinas. No estaba
muy segura de lo que él se proponía, pero, como toda madre buena y avisada, sabía
que su marido se traía algo entre manos. Era una mujer completamente realista. Si
todo lo demás seguía igual, se alegraba de ir a ver a sus hijas. Sentía curiosidad por
verlas, a ellas y a los nietos. No tenía preferencia por ningún lugar. Éstos no eran más
que sitios de paso y de descanso en el camino hacia el cielo. No amaba el trabajo en
sí, pero lo hacía porque había que hacerlo. Pero lo cierto es que se sentía cansada.
Cada vez le era más difícil luchar contra los dolores y el envaramiento que pugnaban
por retenerla en cama por la mañana, cosa que muy pocas veces conseguían.

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Y ella levantaba sus ojos al cielo, que era el lugar donde los vestidos no se
ensuciaban, donde no había necesidad de cocinar ni de lavar los platos. En su fuero
interno, había algunas cosas en el cielo que ella no aprobaba por completo. Por
ejemplo, en él se cantaba demasiado, y no comprendía cómo, aun siendo un Elegido,
se podía soportar por mucho tiempo el ocio celestial prometido. Ella encontraría
algún quehacer en el cielo; tenía que haber algo en lo que ocupar el tiempo: algunas
nubes que remendar, algunas alas cansadas que hubiese que frotar con linimento,
acaso los cuellos de las vestiduras tendrían que volverse de vez en cuando…; y
cuanto más pensaba en ello, más convencida estaba de que en algún rincón del cielo
debía de haber telarañas que había que limpiar con una escoba cubierta en su extremo
por un trapo.
Se sentía contenta y asustada ante el viaje a Salinas. Le gustaba tanto aquella
idea, que forzosamente tenía que ser pecaminosa. ¿Y el Chautauqua ese? Bueno, no
tenía obligación de ir y casi seguro que no lo haría. Samuel se desbocaría, tendría que
vigilarlo. Ella seguía creyendo que su marido era joven e indefenso. Era mejor que no
supiese lo que sucedía en la mente de su marido, y cómo repercutía en su cuerpo.
Los lugares eran muy importantes para Samuel. Consideraba el rancho como a un
pariente y cuando lo abandonó, le pareció que hundía un cuchillo en el cuerpo de un
ser querido. Pero, una vez tomada la decisión, quiso hacerlo lo mejor posible. Fue a
hacer visitas de cumplido a todos sus vecinos, que llevaban muchos años allí y que
recordaban muy bien cómo era aquello y cómo estaba ahora. Y cuando se despidió,
sus viejos amigos supieron que no volverían a verlo a pesar de que él no lo dijo.
Samuel se puso a contemplar las montañas y los árboles, e incluso los rostros de los
seres humanos, como si tratase de recordarlos para la eternidad.
Dejó para el final la visita a la propiedad de Trask. Hacía meses que no aparecía
por allí. Adam ya no era un joven. Los niños tenían once años, y Lee…, bueno, Lee
no había cambiado mucho. Acompañó a Samuel al cobertizo.
—Hace mucho tiempo que deseaba hablar con usted —le dijo Lee—. Pero aquí
siempre hay mucho que hacer. Y tengo que ir a San Francisco, por lo menos, una vez
al mes.
—Usted ya sabe lo que pasa —respondió Samuel—. Cuando sabes que un amigo
está cerca, no vas a verlo. Y cuando se va, te tiras de los pelos por no haberlo hecho.
—Me enteré de lo de su hija. Lo siento.
—Ya recibí su carta, Lee, y la guardo. Le agradezco sus buenas palabras.
—Cosas de chinos —explicó Lee—. Cuanto más viejo me hago, más chino me
vuelvo.
—Le encuentro cambiado, Lee. ¿Qué es?
—La coleta, señor Hamilton. Me la corté.
—Eso era, claro.
—Todos lo hemos hecho. ¿No se ha enterado? La Emperatriz Viuda se ha ido.
China es libre. Los manchúes ya no son los amos absolutos, y ya no estamos

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obligados a llevar coleta, según una proclama del nuevo Gobierno. No queda una sola
coleta en toda China.
—¿Y hay alguna diferencia, Lee?
—No mucha. Es más cómodo. Pero siento la cabeza más ligera, y eso me pone
nervioso. Es difícil acostumbrarse.
—¿Cómo está Adam?
—Está bien. Pero no ha cambiado mucho. Me hubiera gustado saber cómo era
antes.
—Sí, a mí también. Fue una primavera muy corta. Los niños ya deben de estar
crecidos.
—Lo están. Me alegro de haberme quedado. He aprendido mucho viendo crecer a
los niños y cuidándolos.
—¿Les enseñó chino?
—No. El señor Trask no quiso que lo hiciera, y creo que tuvo razón. Hubiera sido
una complicación innecesaria. Pero soy su amigo, sí, el amigo de ambos. Admiran a
su padre, pero creo que a quien quieren es a mí. Y los dos son muy diferentes: no
puede usted imaginarse cuánto.
—¿En qué sentido, Lee?
—Ya lo verá usted cuando vuelvan de la escuela. Son como las dos caras de una
moneda. Cal es agudo, retraído y observador, mientras que su hermano, bueno, es un
muchacho que te gusta antes de que hable, y todavía más cuando lo hace.
—¿Es que no le gusta Cal?
—Siempre tengo que defenderlo. Lucha por su existencia, mientras que su
hermano no tiene necesidad de hacerlo.
—Con mi progenie ha ocurrido lo mismo —corroboró Samuel—. Es algo que me
cuesta comprender. Con la misma educación y corriendo por sus venas la misma
sangre, tendrían que ser iguales, pero no lo son en absoluto.
Más tarde, Samuel y Adam bajaron paseando por la carretera sombreada por los
robles, hasta la entrada de la cañada, desde donde podían contemplar el valle Salinas.
—¿Se quedará a cenar? —preguntó Adam.
—Yo no quiero ser responsable del asesinato de más pollos —respondió Samuel.
—Lee ha preparado un asado.
—Bien, en ese caso…
Adam todavía tenía un hombro más bajo que otro, a consecuencia de la vieja
herida. Su rostro era duro e impenetrable, y sus ojos se fijaban más en el aspecto
general de las cosas que en los detalles. Los dos hombres se detuvieron en mitad de la
carretera para mirar al valle, que las lluvias tempranas habían llenado de verdor.
—¿No le da vergüenza tener tan descuidadas estas tierras? —preguntó Samuel
con ternura.
—No tengo ninguna razón para cultivarlas —contestó Adam—. Ya hablamos de
eso en una ocasión. Usted creyó que yo cambiaría, pero no ha sido así.

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—¿Se enorgullece usted de su herida? —preguntó Samuel—. ¿Cree que le hace
parecer grande y trágico?
—No lo sé.
—Pues piense en ello. Tal vez esté representando un papel en un gran escenario,
sin otro público que usted mismo.
—¿Por qué viene a sermonearme? Me alegra que haya venido, pero ¿por qué se
pone a escudriñar en mi interior? —la voz de Adam denotaba una ligera irritación.
—Para ver si puedo despertarle algo de ira. Soy un entrometido. Aquí está toda
esta tierra baldía, y junto a mí este hombre estéril. Me parece un desperdicio y yo no
soporto que se desperdicien las cosas. ¿Le parece bien malgastar su vida de esta
forma?
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
—Puede tratar de empezar de nuevo.
Adam se volvió hacia Samuel.
—Me da miedo, Samuel —admitió—. Tendré que limitarme a seguir como hasta
ahora. Acaso me falten la energía o el valor necesarios.
—¿Y qué hay de sus hijos? ¿Los quiere?
—Sí…, sí.
—¿Quiere a uno más que a otro?
—¿Por qué me lo pregunta?
—No lo sé. Quizá por el tono de su voz.
—Volvamos a casa —propuso Adam, y desanduvieron su camino bajo los
árboles.
—¿Le han dicho algo de que Cathy está en Salinas? —preguntó Adam de pronto
—. ¿No le ha llegado a los oídos ese rumor?
—¿A usted sí?
—Sí, pero no quiero creerlo. Me es imposible creerlo.
Samuel caminaba en silencio por una carretera arenosa y llena de roderas. Su
mente vagaba perezosamente, dando vueltas a lo que había dicho Adam, y una vieja
idea, que ya creía enterrada, regresó a su mente.
—No debería usted haberla dejado marchar —le dijo.
—Supongo que no. Pero permití que disparase. Ya no tiene remedio.
—No seré yo quien le diga cómo tiene que vivir —continuó Samuel—, aunque a
usted le pueda parecer que lo estoy haciendo. Sé que sería mejor para usted salir del
refugio de sus «pudiera haber sido», para lanzarse en brazos del mundo. Y mientras le
digo esto, también estoy tamizando mis recuerdos, del mismo modo que un hombre
hace caer la suciedad que hay en el fondo de un carretón en busca de los pedacitos de
polvo de oro que se incrustan en las hendiduras. Es un pequeño trabajo de minería.
Todavía es usted demasiado joven para cribar sus recuerdos, Adam. Tiene que
adquirir algunos nuevos, para que el filón sea más rico cuando llegue a viejo.
Adam tenía la cabeza inclinada, con las mandíbulas muy apretadas. Samuel lo

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miró.
—Eso es —dijo—. Clave bien los dientes en sus recuerdos para que no se le
escapen. ¡Cómo defendemos a veces un error! ¿Tendré que decirle lo que hace, para
que no crea que lo ha inventado usted? Cuando se va a la cama y apaga la lámpara,
aparece ella en el umbral, rodeada de una pálida aureola, y usted ve cómo se agita su
camisón. Y ella viene dulcemente hacia la cama, y usted, conteniendo el aliento,
levanta las ropas del lecho para recibirla, y aparta su cabeza de la almohada para que
ella pueda apoyar la suya. Aspira el dulce aroma de su piel, que huele como ninguna
otra piel en el mundo…
—¡Basta! —gritó Adam—. ¡Maldita sea, basta! ¡Deje de meter las narices en mi
vida! Parece usted un coyote olfateando alrededor de la carroña.
—A mi me pasó algo parecido —explicó Samuel suavemente—, noche tras
noche, durante meses y años, hasta este preciso instante. Y debería haber cerrado mi
mente con candado y sellado mi corazón para impedir que ella me atormentase, pero
no lo hice. Durante todos estos años, he estado engañando a Liza. A ella le daba
mentiras y artificios y reservaba lo mejor para aquellas horas oscuras y
embriagadoras. ¡Ojalá ella también hubiese tenido algún amor secreto! Pero jamás lo
sabré. Creo que más bien ha cerrado con llave su corazón y ha arrojado la llave al
infierno.
Adam tenía los puños crispados y la sangre había desaparecido de sus nudillos.
—Me hace usted dudar —dijo sombrío—. Siempre me ha hecho dudar. Usted me
da miedo. ¿Qué tengo que hacer, Samuel? ¡Dígamelo! No comprendo cómo puede
usted ver las cosas tan claras. ¿Qué tendría que hacer?
—Ya conozco esos «tendría», aunque jamás los pongo en práctica, Adam.
Conozco muy bien esa frase. Tendría usted que encontrar una nueva Cathy, y ésta
tendría que matar a la Cathy soñada, en duro enfrentamiento. Y usted, simple
espectador, se uniría en espíritu a la vencedora. Sería una posibilidad. Pero lo mejor
que puede hacer es buscar un nuevo amor que anulase el antiguo.
—Me da miedo intentarlo —contestó Adam.
—Como quiera. Y ahora voy a darle un pequeño disgusto, Adam. Me marcho. He
venido a decirle adiós.
—¿Qué quiere decir?
—Mi hija Olive nos ha pedido que vayamos a pasar una temporada con ella a
Salinas, y nos vamos pasado mañana.
—Bueno, pero volverá.
—Después de permanecer en casa de Olive un mes o dos —prosiguió Samuel,
recibiremos una carta de George, que se sentirá menospreciado si no vamos a
visitarlo también en Paso Robles. Y después, Mollie querrá que vayamos a verla a
San Francisco, y luego Will, y acaso también Joe, que está en el este, si es que
vivimos el tiempo suficiente para ello.
—Pero bueno, ¿qué tiene de malo? Se lo merece. Ha trabajado muy duramente en

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ese erial.
—Pues yo quiero a ese erial —respondió Samuel—. Lo quiero de la misma
manera que una perra ama a su desmedrado cachorrillo. Quiero a cada piedra, sus
campos que rompen el arado, la delgada y estéril corteza que los recubre, sus entrañas
resecas y desprovistas de agua. En alguna parte de mi querido erial, hay oculta una
gran riqueza.
—Usted se merece un descanso.
—Ya me lo ha dicho antes —dijo Samuel—. Por eso, no tengo más remedio que
aceptar, y así lo he hecho. Cuando usted dice que merezco un descanso, quiere dar a
entender, en realidad, que mi vida se ha acabado.
—¿De veras lo cree usted?
—Por eso he aceptado.
—No puede usted hacerlo —le increpó Adam con nerviosismo—. ¡Si acepta eso,
será como renunciar a la vida!
—Lo sé —respondió Samuel.
—Pero usted no puede hacerlo.
—¿Por qué no?
—Yo voy a impedírselo.
—Soy un viejo entrometido, Adam. Y lo triste es que voy perdiendo hasta las
ganas de entrometerme. Por eso pienso que tal vez sea hora de visitar a mi familia. Ya
he fingido ser un entrometido durante bastante tiempo.
—Preferiría que se deslomase trabajando en su erial.
Samuel le sonrió.
—¡Qué agradables son sus palabras para mí! Se lo agradezco. Hace bien el
sentirse querido, aunque sea tarde.
De pronto, Adam se volvió y se interpuso ante Samuel, obligándolo a detenerse.
—Sé lo que ha hecho por mí —dijo Adam—. Y no puedo pagárselo. Pero sí
puedo pedirle una cosa más. Si se lo pidiese, ¿me daría usted otra prueba de afecto,
salvándome quizá la vida?
—Sí, lo haría si estuviese en mi mano.
Adam describió un arco con su mano en dirección al oeste.
—¿Ve usted esa tierra? Pues bien, ¿querría usted ayudarme a convertirla en el
jardín del que hablamos y construir los molinos, abrir los pozos y plantar los campos
de alfalfa? Podríamos dedicarnos a la producción de semillas de flores, es un buen
negocio. Imagine cómo es esto, con hectáreas enteras de olorosos guisantes, y
dorados cuadriláteros de caléndulas. Tal vez podríamos destinar cinco hectáreas al
cultivo de rosas para los jardines de todo el oeste. ¡Imagine usted cómo olerían y
perfumarían el aire!
—Me hará usted llorar, y eso no estaría bien en un viejo —protestó Samuel, pero
a pesar de ello, sus ojos estaban empañados—. Se lo agradezco, Adam. Su
ofrecimiento me parece como si impregnase de aromas el viento del oeste.

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—Entonces, ¿acepta usted?
—No, no puedo aceptarlo. Pero lo veré con los ojos de la imaginación cuando
esté en Salinas, escuchando a William Jennings Bryan. Y acaso llegue a parecerme
que realmente ha sucedido.
—Pero es que yo quiero hacerlo.
—Vaya usted a ver a mi Tom. Él le ayudará con mucho gusto. Llenaría el mundo
de rosas, pobre muchacho, si lo dejasen.
—¿Se da cuenta de lo que va a hacer, Samuel?
—Sí, sé perfectamente lo que voy a hacer, lo sé tan bien, que ya está medio
hecho.
—¡Qué hombre tan terco es usted!
—Liza dice que soy porfiado —respondió Samuel—. Pero ahora me han atrapado
en la telaraña que han urdido mis hijos, y creo que me agrada.

La mesa para la cena estaba dispuesta en el interior de la casa.


—Me hubiera gustado ponerla bajo el árbol como otras veces, pero hace mucho
frío —dijo Lee.
—Sí lo hace, Lee —contestó Samuel.
Los mellizos entraron silenciosamente y permanecieron de pie, contemplando con
timidez al invitado.
—Hace mucho tiempo que no os veo, muchachos. Pero os escogieron muy bien
los nombres. Tú eres Caleb, ¿no?
—Sí, soy Cal.
—Bien, pues, Cal —y se volvió hacia el otro—. ¿Y tú has encontrado la manera
de abreviar tu nombre?
—¿Cómo dice, señor?
—¿No te llamas Aaron?
—Sí, señor.
Lee sonrió.
—Lo pronuncia y lo escribe con una a. Las dos aes les parecen una fantasía
gratuita a sus amigos.
—Tenemos treinta y cinco liebres belgas, señor —explicó Aron. ¿No le gustaría
verlas, señor? La conejera está un poco más arriba del torrente. Hay ocho crías,
nacieron ayer.
—Me gustaría verlas, Aron.
—El año próximo, mi padre me dará media hectárea del llano —repuso Cal.
—Tengo un conejo macho que pesa treinta kilos. Se lo ofreceré a mi padre por su

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cumpleaños —continuó Aaron.
Oyeron abrirse la puerta del dormitorio de Adam.
—No se lo diga —añadió Aron rápidamente—. Es un secreto.
Lee estaba trinchando el asado.
—Siempre me trae usted quebraderos de cabeza, señor Hamilton —aseguró—.
Sentaos, chicos.
Adam entró bajándose las mangas, y tomó asiento a la cabecera de la mesa.
—Buenas noches, chicos —saludó.
—Buenas noches, padre —replicaron ambos al unísono.
Aron dijo:
—No diga nada —repitió Aron a Samuel.
—Claro que no —le aseguró Samuel.
—¿Que no diga qué? —preguntó Adam.
—¿Es que no se puede guardar un secreto? —respondió Samuel—. Su hijo y yo
compartimos uno.
—Yo también le diré un secreto, después de cenar —intervino Cal.
—Me gustará saberlo —contestó Samuel—. Espero que no sea lo que me
imagino.
Lee apartó los ojos del trinchante, dirigió una feroz mirada a Samuel y enseguida
comenzó a servir la carne en los platos.
Los muchachos comían de prisa y con voracidad, pero sin pronunciar una palabra,
hasta que Aron rompió el silencio:
—¿Nos permite usted, padre? —preguntó.
Adam asintió, y los muchachos salieron rápidamente de la estancia. Samuel los
siguió con la mirada.
—Aparentan más edad de la que tienen —apuntó Samuel—. Si no recuerdo mal,
en nuestra época los niños de once años sólo sabíamos aullar, chillar y correr
desatinadamente. Estos dos parecen unos hombrecitos.
—¿Usted cree? —preguntó Adam.
—Me parece que yo sé a qué es debido —intervino Lee—. No hay ninguna mujer
en la casa para mimarlos. Los hombres no suelen hacer mucho caso de los bebés, así
es que para ellos nunca representó una ventaja continuar siéndolo. No ganaban nada
con ello, aunque no sé si eso es bueno o malo.
Samuel rebañó su plato con un pedazo de pan.
—Adam, me pregunto si sabe el tesoro que Lee representa —dijo Samuel—. Es
un filósofo que sabe cocinar, o un cocinero capaz de filosofar. He aprendido mucho
de él, y supongo que usted mucho más.
—Me temo que no le he prestado mucha atención —respondió Adam, o acaso es
que él no habla lo suficiente conmigo.
—¿Por qué no quiso que sus chicos aprendiesen chino, Adam?
El interpelado meditó un momento, y después contestó:

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—Me parece que ya es hora de decir las cosas honradamente. Creo que fue por
celos. Aunque lo camuflé con palabras, creo que en realidad no quería que pudiesen
escapar tan fácilmente de mí en una dirección en la que yo no podía seguirlos.
—Eso es bastante razonable, y casi demasiado humano —comentó Samuel—.
Pero reconocerlo, eso ya es otro cantar. No sé si yo hubiera sido capaz de llegar tan
lejos.
Lee trajo la cafetera gris esmaltada, llenó las tazas y se sentó, calentándose la
palma de la mano contra la taza. Y luego se puso a reír.
—Me ha causado usted una gran inquietud, señor Hamilton, y ha turbado la
tranquilidad de China —manifestó Lee.
—¿Qué quieres decir, Lee?
—Me parece que ya se lo expliqué —contestó Lee—. O puede que tuviera la
intención de hacerlo y al final no lo hice. De cualquier modo, es una historia muy
divertida.
—Me gustaría oírla —le animó Samuel, y miró a Adam—. ¿No quiere usted oírla
Adam? ¿O es que vuelve a estar en las nubes?
—Estaba pensando —respondió Adam—. Tiene gracia, siento una especie de
hormigueo en el estómago.
—Así me gusta —manifestó Samuel—. Acaso sea ésta la mejor cosa que le puede
suceder a un hombre. Venga esa historia, Lee.
El chino se llevó la mano al cuello y sonrió.
—No sé si llegaré a acostumbrarme alguna vez a no llevar coleta —comentó—.
Ahora me doy cuenta de que tenía más utilidad de la que yo creía. Allá va la historia.
Le he dicho antes, señor Hamilton, que cada vez me sentía más chino. ¿No se siente
usted también cada vez más irlandés?
—A veces sí y a veces no —contestó Samuel.
—¿Recuerda usted cuando nos leyó los dieciséis versículos del capítulo cuarto del
Génesis y los discutimos?
—Claro que me acuerdo. Hace ya mucho tiempo de ello.
—Diez años aproximadamente —subrayó Lee—. Pues esa historia me causó una
impresión muy profunda, y la releí palabra por palabra. Cuanto más pensaba en ella,
más interesante me parecía. Luego me puse a comparar las traducciones que
poseemos y son muy similares. Pero había un pasaje que me preocupó mucho. En la
versión del rey Jacobo, cuando Jehová le pregunta a Caín por qué está irritado, pone:
«Y Jehová dijo: Si obraras bien, ¿no serías aceptado? Y si obraras mal, ¿estará el
pecado a la puerta? Y él siente apego por ti, y tú le dominarás a él». Fue ese «tú le
dominarás», lo que me sorprendió, porque parecía una promesa de que Caín podía
dominar el pecado.
—Y sus descendientes no lo hicieron por completo —dijo Samuel, asintiendo.
Lee sorbió su café.
—Luego cayó en mis manos un ejemplar de la edición popular americana de la

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Biblia. Entonces era muy reciente. Y este pasaje era muy diferente. Decía:
«Gobiérnale a él», lo cual es muy distinto. No es ya una promesa, sino una orden.
Empecé a darle vueltas, preguntándome cuál debía ser la palabra original que había
dado estas versiones tan diferentes.
Samuel apoyó las manos sobre la mesa, se inclinó hacia delante y la vieja luz
juvenil brilló nuevamente en sus ojos.
—Lee —exclamó—, ¡no me irá usted a decir que se puso a estudiar hebreo!
—Ahora se lo diré —respondió Lee—. Y es una historia bastante larga. ¿Quiere
usted un traguito de ng-ka-py?
—¿Se refiere usted a la bebida que sabe a manzanas podridas?
—Sí, con ella puedo expresarme mejor.
—Y tal vez yo pueda escuchar mejor —corroboró Samuel. Mientras Lee volvía a
la cocina, Samuel preguntó a Adam:
—Adam, ¿sabía usted algo de esto?
—No —contestó Adam—. No me lo dijo, o quizá yo no lo escuché.
Lee volvió con su botella de piedra y tres tacitas de porcelana tan frágiles y
delicadas que la luz brillaba a través de ellas.
—Vamos bebel según costumble china —dijo, sirviendo el licor casi negro—.
Tiene mucho ajenjo. Es una bebida con todas las de la ley. Produce casi el mismo
efecto que la absenta, si se bebe lo suficiente.
Samuel humedeció sus labios con la bebida.
—Me gustaría saber por qué se mostraba usted tan interesado —dijo Samuel.
—Pensé que el hombre que fue capaz de concebir esa gran historia, sabría
exactamente lo que quería decir, y en sus palabras no habría lugar a la menor
confusión.
—Ha dicho usted «el hombre»; pero ¿es que no sabe usted que se trata de un libro
divino, escrito por el dedo de Dios?
—Yo creo que la mente que fue capaz de concebir esa historia era una mente
curiosamente divina. También en China hemos tenido algunos pensadores parecidos.
—Eso es lo que yo quería saber —dijo Samuel—. Después de todo, veo que usted
no es presbiteriano.
—Ya le he dicho que cada vez me vuelvo más chino. Pues, para proseguir con mi
historia, me fui a San Francisco, al cuartel general de nuestra asociación familiar. ¿No
la conoce? Nuestras grandes familias poseen centros donde cualquiera de sus
miembros puede dar o recibir ayuda. La familia Lee es muy extensa, y se cuida a sí
misma.
—Sí, ya había oído hablar de esas asociaciones —afirmó Samuel.
—¿Se refiere usted al chino del hacha que desencadenó la guerra de Tong a causa
de la muchacha esclava?
—Sí, creo que sí.
—Hay una ligera diferencia —respondió Lee—. Yo fui allí porque en nuestra

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familia hay algunos viejos y venerables caballeros que poseen una gran erudición.
Son estudiosos de la exactitud. Son capaces de pasarse muchos años meditando
acerca de una frase del sabio que ustedes llaman Confucio. Pensé que quizás hubiera
expertos en descifrar significados ocultos que podrían ayudarme. —Lee se detuvo un
instante y después prosiguió—. Son unos ancianos muy sutiles. Por la tarde fuman
sus dos pipas de opio, que entona y agudiza su entendimiento, se pasan las noches
sentados y dando rienda suelta a sus mentes maravillosas. Me parece que ningún otro
pueblo ha sabido emplear bien el opio.
Lee se mojó la lengua en la negra bebida.
—Yo sometí respetuosamente mi problema a uno de esos sabios, le leí la historia
y le pregunté qué conclusión sacaba de ella. A la noche siguiente, se reunieron cuatro
de ellos y me invitaron a discutir en su compañía. La controversia duró toda la noche.
Tiene gracia —comentó Lee, sonriendo—. Sé que no me atrevería a contárselo a casi
nadie. ¿Se imaginan ustedes a cuatro ancianos caballeros, el más joven de los cuales
tiene actualmente más de noventa años, poniéndose a estudiar hebreo juntos?
Contrataron a un rabino muy culto. Se aplicaron en el estudio, como si fuesen niños.
Libros de ejercicios, gramática, vocabulario, frases sencillas. ¡Tendrían que ver
ustedes el hebreo escrito con tinta china y pincel! El tener que escribir de derecha a
izquierda no les preocupaba tanto como le hubiera preocupado a usted, ya que
nosotros escribimos de arriba abajo. ¡Oh, eran unos perfeccionistas! Y penetraron
hasta las mismas raíces de la cuestión.
—¿Y usted? —preguntó Samuel.
—Yo seguía sus estudios, maravillándome ante la belleza de sus mentes altivas y
transparentes. Empecé a amar a mi pueblo, y por vez primera deseé ser chino. Cada
dos semanas me reunía con ellos, y, cuando regresaba aquí, me encerraba en mi
habitación para escribir hojas y hojas. Me compré todos los diccionarios hebreos
conocidos. Pero los ancianos siempre estaban más adelantados que yo. No tardaron
mucho en sobrepasar, incluso, al rabino, que se vio obligado a requerir el concurso de
un colega. Señor Hamilton, usted hubiera tenido que asistir a algunas de aquellas
controversias y discusiones nocturnas. Las preguntas, el examen atento, ¡qué
hermosos razonamientos!
»Después de dos años, comprendimos que ya podíamos intentar una lectura de los
dieciséis versículos del cuarto capítulo del Génesis. A mis viejos amigos les pareció
también que las palabras, «tú le dominarás» y «gobiérnale a él» eran muy
importantes. Y he aquí el oro extraído como resultado de nuestras excavaciones: «tú
podrás dominarlo» «Tú podrás dominar el pecado». Los ancianos caballeros
sonrieron y asintieron, pareciéndoles que aquellos años habían sido bien empleados.
Aquello contribuyó a sacarlos de su cascarón chino y ahora se han puesto a estudiar
el griego.
—Es una historia fantástica —afirmó Samuel—. He tratado de seguirla, pero
quizá me he perdido en algún punto. ¿Por qué es tan importante esa palabra?

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La mano de Lee temblaba al llenar las delicadas tacitas. Se bebió el contenido de
la suya de un sorbo.
—¿No lo comprende? —gritó—. La traducción popular americana ordena a los
hombres triunfar sobre el pecado, y llamáis al pecado ignorancia. La versión del rey
Jacobo contiene una promesa en «Tú le dominarás», queriendo significar que los
hombres triunfarán seguramente sobre el pecado. Pero la palabra hebrea, timshel, o
sea, «tú podrás», permite escoger. Acaso sea la palabra más importante del mundo,
pues da a entender que el camino está abierto y plantea este acuciante problema: si
dice «tú podrás», también es cierto que podría decir «tú no podrás». ¿No lo
comprende?
—Ya veo. Lo veo muy bien. Pero usted no cree que esto sea una ley divina. ¿Por
qué le concede, pues, tanta importancia?
—¡Ah! —respondió Lee—. He esperado mucho tiempo para explicárselo. Incluso
me anticipé a sus preguntas y estoy bien preparado. Cualquier escrito que haya
influido en la vida y el pensamiento de innumerables generaciones es siempre
importante. Ahora bien, hay millones de miembros de sectas e iglesias que se inclinan
más por la orden de «gobiérnale a él», y ponen todo su empeño en acatarla. Y hay
otros millones que intuyen la predestinación del «tú lo dominarás». Nada de lo que
hagan interferirá en lo que será. Pero el «tú podrás» hace al hombre grande, lo pone
al lado de los dioses, porque a pesar de su debilidad, de su cieno y de haber dado
muerte a su hermano, todavía le queda la gran libertad de escoger. Puede escoger su
camino, luchar para seguirlo y vencer.
La voz de Lee era un himno triunfal.
—¿Y usted lo cree? —preguntó Adam.
—Sí, lo creo. Lo creo. Es muy fácil salir de la pereza y de la ociosidad y arrojarse
en el regazo de la divinidad, diciendo: «No puedo evitarlo; el destino estaba escrito».
¡Pero imaginen la gloria que representa la facultad de escoger! Gracias a ella el
hombre es hombre. Un gato no puede escoger, una abeja está obligada a hacer miel.
Aquí no hay ninguna clase de piedad. ¿Y saben ustedes que aquellos ancianos
caballeros que se deslizaban suavemente hacia la muerte tienen ahora mucho interés
en vivir?
—¿Quiere decir que esos chinos creen en el Viejo Testamento? —preguntó
Adam.
—Esos ancianos creen en una historia verídica —respondió Lee—, y saben si una
historia es verídica cuando la oyen. Son críticos de la verdad. Saben que esos
dieciséis versículos son una historia de la humanidad en cualquier época, cultura o
raza. No pueden creer que un hombre escriba casi dieciséis versículos de verdad, para
después mentir en un solo verbo. Confucio dice a los hombres cómo tendrían que
vivir de una manera buena y razonable. Pero esto, esto es una escala para ascender a
las estrellas —los ojos de Lee brillaban—. No se debe olvidar nunca. Aparta de
nosotros la debilidad, la cobardía y la pereza.

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—No comprendo cómo es usted capaz de cocinar, cuidar a los niños y de mí y al
propio tiempo hacer todo eso —se admiró Adam.
—Ni yo tampoco —respondió Lee—. Pero por la tarde me fumo mis dos pipas, ni
una más ni una menos, como los ancianos. Y entonces siento que soy un hombre. Y
también que un hombre es algo muy importante, acaso más importante que una
estrella. Esto no es teología. No me siento inclinado hacia los dioses. Pero
experimento un nuevo amor por ese resplandeciente instrumento que es el alma
humana; es algo maravilloso y único en el universo, siempre atacada y jamás
destruida, gracias a ese «tú podrás».

Lee y Adam acompañaron a Samuel al cobertizo para despedirlo. Lee llevaba una
linterna de latón para iluminar el camino, porque era una de aquellas claras y
tempranas noches de invierno en que el cielo está tachonado de enjambres de estrellas
que intensifican la oscuridad de la tierra. Un gran silencio reinaba sobre las montañas.
Ni un animal se movía, ya fuese herbívoro o de presa, y el aire estaba tan tranquilo,
que las ramas oscuras de los robles y sus hojas se recortaban inmóviles sobre la Vía
Láctea. Los tres hombres permanecían silenciosos. La llamita de la linterna oscilaba
al compás del movimiento de la mano de Lee.
—¿Cuándo cree usted que volverá de su viaje? —preguntó Adam a Samuel.
Pero Samuel no respondió.
Doxology aguardaba pacientemente en el establo, con la cabeza baja y
contemplando con sus ojos lechosos la paja esparcida entre sus pezuñas.
—Siempre ha tenido usted este caballo —observó Adam.
—Tiene treinta y tres años —confirmó Samuel—. Le faltan todos los dientes.
Tengo que hacer una papilla con la hierba y dársela con las manos. Y por la noche
sufre pesadillas. A veces se estremece y se queja en sueños.
—Es casi tan feo como una carroña de cebo para atraer cuervos —sentenció
Adam.
—Ya lo sé. Creo que por eso me lo quedé cuando era todavía un potro. ¿Sabe
usted cuánto pagué por él hace treinta y tres años? Pues dos dólares. Nada en él era
como tenía que ser: las pezuñas semejaban faldones, y los corvejones eran tan
gruesos, cortos y rectos que parecían no tener articulación; su cabeza tiene forma de
martillo y su lomo es cóncavo; su boca es de hierro y todavía es capaz de dar coces; y
cuando te montas en él, parece que cabalgas sobre un trineo que se desliza sobre
grava. Ya no puede trotar, y camina a trompicones. Durante treinta y tres años no he
podido encontrarle ni una sola cualidad. Por si fuera poco, tiene muy mal carácter. Es
egoísta, pendenciero, falso y desobediente. Hasta hoy nunca me he atrevido a caminar

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tras él, porque seguramente me hubiera largado una coz. Cuando le doy la papilla,
trata de morderme en la mano. Pero yo le quiero.
—Y usted le llama Doxology —dijo Lee.
—Así es —respondió Samuel—. Es tan poco agraciado que se merecía un buen
nombre. Pero no le durará mucho tiempo.
—Tal vez podría usted acortarle sus sufrimientos —sugirió Adam.
—¿Qué sufrimientos? —preguntó Samuel—. Es uno de los pocos seres felices y
contentos que jamás he encontrado.
—Pero debe de estar lleno de achaques.
—Pues a él no se lo parecen. Doxology todavía cree que es un magnifico caballo.
¿Seria usted capaz de pegarle un tiro, Adam?
—Creo que sí.
—¿Querría usted asumir esa responsabilidad?
—Creo que sí. Tiene treinta y tres años. Ya ha vivido demasiado.
Lee dejó la linterna en el suelo. Samuel se acercó a ella y extendió
instintivamente las manos para calentárselas con el calor de la llama.
—Hay algo que me preocupa, Adam —declaró Samuel.
—¿Qué es?
—¿No será que quiere usted matar a mi caballo porque la muerte es más cómoda?
—Hombre, yo quería decir…
—¿Le gusta su vida, Adam? —preguntó Samuel con rapidez.
—No, desde luego que no.
—Si yo tuviese una medicina que pudiese curarlo a usted y al mismo tiempo
pudiese matarlo, ¿debería dársela? Medite la respuesta.
—¿Qué medicina es ésa?
—No —atajó Samuel—. Si yo le digo que puede matarle es porque realmente es
así.
—Vaya usted con cuidado, señor Hamilton —le advirtió Lee, vaya usted con
cuidado.
—¿Qué pasa? —preguntó Adam—. Dígame lo que está pensando.
—Creo que por una vez voy a dejar de lado toda prevención —dijo Samuel con
calma—. Escúcheme, Lee, si me equivoco, si cometo un error, acepto la
responsabilidad, y asumiré la parte de culpa que me corresponda.
—¿Está usted seguro de lo que va a decir? —preguntó Lee con ansiedad.
—No, no estoy seguro. ¿Quiere usted la medicina, Adam?
—Sí. No sé qué es, pero dígamelo.
—Adam, Cathy está en Salinas. Es dueña de un prostíbulo, el más vicioso y
depravado de toda la comarca. Lo peor, lo más perverso, lo más repugnante que
pueda pensarse allí se lo venden. Los lisiados y los jorobados acuden para satisfacer
sus apetitos. Pero eso no es lo peor. Cathy, que ahora se llama Kate, toma para sí a los
jóvenes apuestos y hermosos, y los destroza de tal modo que los inutiliza para

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siempre. Ahí tiene su medicina. Veamos qué efecto le produce.
—¡Es usted un embustero! —exclamó Adam.
—No, Adam, puedo ser otras muchas cosas, pero no soy mentiroso.
Adam dio media vuelta y se enfrentó con Lee.
—¿Es cierto?
—Yo no soy ningún antídoto —respondió Lee—. Sí, es cierto.
Adam se tambaleaba a la luz de la linterna, hasta que se volvió y echó a correr.
Oyeron cómo se alejaba corriendo pesadamente, tropezando y cayendo entre los
matorrales, ladera arriba. Al trasponer la cumbre de la colina, sus pasos dejaron de
oírse.
—Su medicina actúa como un veneno —observó Lee.
—Asumo la responsabilidad —dijo Samuel—. Hace mucho tiempo que aprendí
que si un perro ha ingerido estricnina y va a morir, se debe tomar un hacha y llevar al
perro junto a un tajo. Después, hay que esperar la siguiente convulsión, y en ese
momento, cortarle la cola de un hachazo. Si el veneno no ha tenido tiempo de obrar
muy a fondo, el perro puede salvarse. El dolor agudo y repentino puede contrarrestar
el veneno. Si no lo haces, el perro moriría con toda seguridad.
—¿Pero cómo sabe usted que en este caso ocurre lo mismo? —preguntó Lee.
—No lo sé. Pero si no lo hacía, seguramente hubiese muerto.
—Es usted muy valiente —afirmó Lee.
—No, soy un hombre viejo, y si me queda algo en la conciencia, no será por
mucho tiempo.
—¿Qué supone usted que hará? —le preguntó Lee.
—No tengo la menor idea —respondió Samuel—, pero por lo menos no andará
por ahí atontado y ensimismado. ¿Quiere sostenerme un momento la linterna?
A la luz amarillenta, Samuel introdujo el bocado entre las quijadas de Doxology,
un bocado tan gastado que no era más que una tenue lámina de acero. La rienda había
sido abandonada hacía mucho tiempo. El caballejo podía arrastrar por el suelo, si
quería, su vieja cabeza en forma de martillo, o detenerse para pastar la hierba junto al
camino, pues Samuel lo dejaba obrar a su antojo. Dio unos golpecitos cariñosos en la
grupa del animal, y éste se volvió con intención de soltarle una coz.
Cuando Doxology hubo ocupado su lugar entre las varas del coche, Lee preguntó:
—¿Le importaría que lo acompañase un trecho? Luego regresaré a pie.
—Venga, pues —dijo Samuel, tratando de no darse cuenta de que Lee lo ayudaba
a montar en el coche.
La noche era muy oscura, y Doxology mostraba su disgusto porque se le obligase
a caminar en la oscuridad, tropezando a cada paso.
—Suéltelo, Lee —exclamó Samuel—. ¿Qué es lo que tiene que decirme?
Lee no pareció sorprendido.
—Acaso soy tan entrometido como usted. Estoy empezando a creerlo. Suelo
saber siempre lo que va a ocurrir, pero esta noche usted me ha engañado

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completamente. Hubiera apostado lo que fuera a que usted jamás se lo hubiera dicho
a Adam.
—¿Sabía usted dónde se encontraba ella?
—Desde luego —contestó Lee.
—¿Lo saben los chicos?
—No lo creo, pero sólo es cuestión de tiempo. Usted ya sabe lo crueles que son
los niños. Algún día, en la escuela, alguno de sus compañeros se lo soltará a los
mellizos…
—Tal vez Adam tendría que llevárselos de aquí —sugirió Samuel—. ¿No le
parece, Lee?
—Todavía no ha respondido usted a mi pregunta, señor Hamilton. ¿Cómo ha sido
capaz de hacerlo?
—¿Cree usted que he hecho mal?
—No, en absoluto. Pero nunca hubiera pensado que hubiese sido capaz de
adoptar una decisión de tanta trascendencia y de llevarla a cabo. Le había juzgado
mal. ¿Le interesa saber lo que pienso de usted?
—Muéstreme a un hombre a quien no le interese la opinión de los demás acerca
de sí mismo —respondió Samuel—. Prosiga.
—Es usted un hombre bondadoso, señor Hamilton, y estaba convencido de que su
bondad era el resultado de su aversión a las complicaciones. Y su mente es tan dócil
como un corderito retozón que brinca en un prado lleno de margaritas. Que yo sepa,
nunca ha enseñado usted los dientes a nadie. Y resulta que esta noche ha hecho usted
algo que ha roto en pedazos la imagen que me había formado de usted.
Samuel enrolló una tira del látigo alrededor del mango y Doxology tropezó
nuevamente en la carretera llena de roderas. El anciano se acarició la barba, que
resplandecía con nívea blancura a la luz de las estrellas. Se quitó el sombrero negro y
lo puso sobre sus rodillas.
—A mí me sorprendió tanto como a usted —dijo—. Pero si quiere conocer la
causa, mire en su interior.
—No le comprendo.
—Si me hubiese hablado antes de sus estudios, hubiera sido muy diferente, Lee.
—Sigo sin entenderle.
—No me provoque, Lee, o seguiré hablando. Le dije a usted que mi lado irlandés
iba y venía. Ahora está viniendo.
—Señor Hamilton, usted se irá y no volverá. Ya no le interesa vivir muchos años.
—Es cierto, Lee. ¿Cómo lo sabe usted?
—El aura de la muerte le rodea, la irradia por cada poro de su piel.
—Jamás hubiera imaginado que se pudiese ver —observó Samuel—. Sabe, Lee,
comparo mi vida con una especie de música, no siempre buena, pero con forma y
melodía. Y hace ya tiempo que mi vida ha dejado de ser un concierto a toda orquesta.
Tan sólo es una nota continuada e invariable que expresa pena. No soy el único que lo

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siente así. Me parece que muchos de nosotros pensamos que la vida termina en
derrota.
—Acaso somos demasiado ricos —contestó Lee—. He comprobado que no hay
hombre más insatisfecho que el rico. Dad de comer a un hombre, vestidle, ponedle en
una buena casa y morirá de desesperación.
—Fueron las dos palabras que usted tradujo, Lee: «Tú podrás». Me agarraron por
el cuello y me sacudieron. Y cuando se me pasó el mareo, se abrió ante mí una nueva
senda resplandeciente por la que mi casi agotada vida camina hacia un final
maravilloso. Y mi música posee una nueva y última melodía, semejante al canto de
un ruiseñor en la noche.
Lee lo examinaba a través de la oscuridad.
—Con aquellos ancianos de mi familia ocurrió lo mismo.
—«Tú podrás gobernar el pecado», Lee. Eso es. Ya no creo que todos los
hombres sean aniquilados. Puedo nombrarle una docena de ellos que ya no existen,
pero gracias a los cuales el mundo vive. Con el alma pasa lo mismo que con las
batallas: sólo los vencedores son recordados. Es cierto que la mayor parte de los
hombres son aniquilados, pero hay otros que, como columnas de fuego, guían a la
humanidad aterrorizada a través de las tinieblas. «¡Tú podrás, tú podrás!». ¡Qué
gloria! Es cierto que somos débiles, dolientes y pendencieros, pero si sólo fuéramos
eso, hubiéramos desaparecido de la faz de la tierra hace milenios. Sólo quedarían
algunas mandíbulas fosilizadas, algunos dientes rotos entre las capas de caliza… Ésas
serían las únicas señales que el hombre habría dejado como recuerdo de su paso por
este mundo.
—¡Pero la facultad de escoger, Lee, y la facultad de vencer! Yo jamás lo había
entendido ni aceptado hasta ahora. ¿Comprende ya por qué esta noche le he dicho a
Adam lo que le he dicho? Ejercía la facultad de escoger. Tal vez me he equivocado,
pero al decírselo le he obligado a vivir y a salir del caparazón. ¿Cuál era la palabra,
Lee?
—Timshel —contestó Lee—. ¿Quiere parar un momento?
—Tendrá que andar un largo trecho de regreso.
Lee saltó del carro.
—¡Samuel! —gritó.
—¡Aquí estoy! —y el anciano sonrió—. Liza me odia cuando contesto así.
—Samuel, usted ha ido más lejos que yo.
—Tengo que irme, Lee.
—Adiós, Samuel —se despidió Lee, y, se dio la vuelta para alejarse
apresuradamente por la carretera, oyendo las llantas de hierro del carruaje
traqueteando.
Se volvió para seguirlo con la mirada, y al final de la cuesta contempló la figura
del viejo Samuel, recortándose contra el cielo, con su blanca cabellera
resplandeciendo a la luz de las estrellas.

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Capítulo 25

Aquel invierno llovió a conciencia y el valle Salinas se convirtió en un vergel


rezumante y maravilloso. La lluvia caía suavemente, y empapaba la tierra sin
provocar inundaciones. En enero, los pastos eran abundantes, y en febrero los montes
estaban cubiertos de espesa hierba y el ganado aparecía gordo y lustroso. En marzo
continuaba cayendo la lluvia fina, y los chaparrones esperaban cortésmente a que el
suelo se hubiese bebido a sus predecesores. Cuando llegó el buen tiempo, la tierra
floreció esplendorosamente, en amarillo, azul y oro.
Tom se hallaba solo en el rancho, e incluso aquellas tierras baldías aparecían ricas
y encantadoras, con los pedruscos ocultos por la hierba, las vacas rollizas y las ovejas
tan atiborradas de hierba que incluso sus excrementos eran verdes.
El mediodía del 15 de marzo, Tom se hallaba sentado en el banco que estaba
fuera de la herrería. La soleada mañana estaba muy avanzada y por el lado de las
montañas asomaban grises nubarrones cargados de agua, que venían del mar, y cuyas
sombras se deslizaban por encima de la tierra esplendorosa.
Tom oyó el repiqueteo de unos cascos de caballos y vio a un muchachito que
agitaba los brazos, espoleando a su fatigada cabalgadura, para que avanzara en
dirección a la casa. Se levantó y bajó hacia la carretera. El muchacho se le acercó en
su caballo, se quitó de un tirón el sombrero, arrojó al suelo un sobre amarillo, espoleó
de nuevo a su caballo y se alejó al galope. Tom hizo ademán de llamarlo, pero luego
se inclinó cansadamente y recogió el telegrama. Fue a sentarse al sol en el banco de la
herrería, con el telegrama en la mano, y contempló los montes y la vieja mansión,
como si quisiera prolongar algo en trance de desaparecer, antes de abrir el sobre y
leer las cuatro palabras inevitables acerca de la persona, el acontecimiento y la hora.
Tom plegó con lentitud el telegrama, y volvió a doblarlo una y otra vez hasta
reducirlo al tamaño de su pulgar. Se dirigió luego a la casa, atravesó la cocina y el
saloncillo y entró en su dormitorio. Sacó del armario su traje oscuro y lo dejó sobre el
respaldo de una silla, y sobre el asiento colocó una camisa blanca y una corbata
negra. Después se tumbó en la cama y volvió la cara hacia la pared.

Los birlochos y las calesas habían abandonado ya el cementerio de Salinas. Los


familiares y amigos volvieron a casa de Olive, en la Avenida Central, para tomar un

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refrigerio y beber algo de café, y para consolar a la familia con las frases consabidas.
George le ofreció a Adam Trask un lugar en el birlocho que había alquilado, pero
Adam rehusó. Prefirió pasear por el cementerio y sentarse en el bordillo de cemento
del panteón de la familia William. Los oscuros cipreses tradicionales se erguían
tristemente al borde del cementerio, y en los senderos crecían blancas violetas
silvestres. Alguien las había plantado allí, pero nadie se ocupaba de ellas, a juzgar por
su aspecto abandonado.
El viento frío soplaba sobre las tumbas y gemía en los cipreses. Se veían muchas
estrellas de hierro colado, que señalaban las tumbas de militares que habían
pertenecido al Gran Ejército, y sobre cada estrella ondeaba una pequeña banderita,
deshilachada por el viento, colocada allí el 30 de mayo del año anterior.
Adam miraba las montañas del este de Salinas, dominadas por la noble punta del
pico Fremont. El aire era cristalino, como suele serlo algunas veces cuando va a
llover. Y a los pocos instantes, el viento comenzó a traer las primeras gotas de lluvia
fina, aunque el cielo aún no estaba completamente cubierto.
Adam había llegado en el tren de la mañana. No tenía intención de ir, pero algo
superior a sus fuerzas lo arrastró. Le costaba creer que Samuel hubiese muerto. Oía
todavía aquella voz rica y llena de lirismo, cuyo diapasón subía y bajaba en sus
extrañas tonalidades extranjeras, y la curiosa música con que pronunciaba las
palabras escogidas, y que hacía que uno nunca estuviese seguro de cuál iba a ser la
próxima. En la mayoría de los hombres se está absolutamente seguro de cuál será la
próxima palabra que dirán.
Adam había contemplado a Samuel en el féretro, y comprendió que no lo quería
ver muerto. Y puesto que el rostro del hombre que yacía en el féretro no se asemejaba
al de Samuel, Adam se fue para estar solo y conservar la antigua imagen tan
conocida.
Tuvo que ir al cementerio, pues de lo contrario hubiera atentado contra las buenas
costumbres. Pero se quedó bien atrás, en un lugar desde donde no se oían las
palabras, y cuando los hijos rellenaron la tumba, él se fue a pasear por los senderos
adornados de violetas blancas.
El cementerio estaba desierto y el viento canturreaba sombríamente, inclinando
los corpulentos cipreses. Las gotitas de lluvia se hacían mayores y caían con más
fuerza.
Adam se levantó, tuvo un estremecimiento y caminó entre las violetas hasta llegar
junto a la tumba reciente. Se habían esparcido flores con el mayor cuidado para que
cubriesen la húmeda tierra removida, y ya el viento había desparramado los capullos
y arrojado al sendero los ramilletes más pequeños. Adam los recogió y volvió a
ponerlos sobre la tumba.
Salió del cementerio, recibiendo en su espalda el viento y la lluvia, pero sin darse
cuenta del agua que empezaba a empapar su chaqueta negra. El callejón Romie
estaba fangoso y repleto de charcos, formados por las recientes roderas de los

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carruajes, y a ambos lados crecían las altas matas de avena silvestre de mostaza, con
nabos silvestres que brotaban con fuerza y cardos purpúreos que alzaban la cabeza
sobre la hierba lujuriante.
El negro fango de adobes se adhería a la suela de los zapatos de Adam y
manchaba la parte inferior de sus pantalones oscuros. Faltaban casi dos kilómetros
para llegar a la carretera de Monterrey, y cuando Adam la tomó, estaba lleno de barro
y completamente empapado; después torció hacia el este y penetró en la ciudad de
Salinas. Tenía el ala curvada de su sombrero de fieltro llena de barro y agua, y el
cuello de su camisa completamente empapado y reblandecido.
Al llegar a la calle John, la carretera formaba un ángulo y se convertía en la calle
Mayor. Cuando llegó a la calzada, Adam golpeó el suelo con los pies para desprender
el barro de sus zapatos. Las edificaciones lo resguardaban del viento, y de pronto
comenzó a temblar violentamente, aumentando entonces la velocidad de su marcha.
Cerca del otro extremo de la calle Mayor, se encontraba un bar llamado Abbot House.
Optó por entrar, pidió brandy y lo apuró de un trago, pero su temblor aumentó.
El señor Lapierre, tras el mostrador, se percató de su estado.
—Será mejor que tome otro —le aconsejó—. Ha pillado usted un buen resfriado.
¿Quiere que le prepare un ron caliente? Eso se lo quitará.
—Sí, por favor —respondió Adam.
—Voy volando. Tome otro coñac entretanto, mientras caliento agua.
Adam se llevó el vaso a una mesa y se sentó, sintiéndose muy molesto por sus
ropas húmedas. El señor Lapierre volvió de la cocina con una humeante ponchera.
Puso el grueso vaso sobre una bandeja y lo llevó a la mesa.
—Tómelo tan caliente como pueda resistirlo —dijo—. Esto haría resucitar hasta a
un muerto. —Se acercó una silla, se sentó, se levantó de nuevo y prosiguió: Usted me
ha hecho sentir frío. Creo que yo también tomaré uno. —Trajo otro vaso y se sentó
frente a Adam—. Ya está haciendo efecto —aseguró—. Estaba usted tan pálido, que
me asustó cuando entró. ¿Es usted forastero?
—Vivo cerca de King City —contestó Adam.
—¿Ha venido para asistir al entierro?
—Sí, era un viejo amigo mío.
—¿Ha habido mucha gente?
—Oh, sí.
—No me sorprende. Tenía muchos amigos. Es una lástima que no haya hecho
buen día. Tómese otro trago; después debería meterse en la cama.
—Lo haré —dijo Adam—. Esto me entona y me hace sentir mejor.
—Eso es bueno. Acaso le he evitado a usted una pulmonía.
Después de servirle otro ponche, trajo un trapo húmedo que fue a buscar tras el
mostrador.
—Límpiese usted el barro —le ofreció. Un entierro nunca es muy alegre, pero si
además llueve, entonces es lamentable.

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—No empezó a llover hasta después del entierro —le aclaró Adam—. El
chaparrón me pilló cuando volvía.
—¿Por qué no se queda usted en una de nuestras habitaciones? Así se podrá
meter enseguida en cama, y yo le subiré un ponche, y mañana por la mañana ya se
encontrará bien.
—Me parece que voy a hacerlo —respondió Adam. Sentía cómo la sangre afluía
a sus mejillas y corría como fuego por sus brazos, como si un fluido extraño hubiese
penetrado en sus venas; después, el calor alcanzó el oculto y frío reducto donde
guardaba los pensamientos prohibidos, que empezaron a asomarse tímidamente a la
superficie, como niños que no saben cómo van a ser recibidos. Adam tomó el trapo
húmedo y se inclinó para frotar el barro de sus pantalones. La sangre palpitaba en sus
ojos—. Creo que me vendría bien otro ponche —manifestó.
—Si es para el resfriado, ya tiene usted bastante —respondió el señor Lapierre—.
Pero si lo que quiere es echar un trago, puedo darle un viejo ron de Jamaica que
guardo ahí dentro. Se lo recomiendo. Tiene cincuenta años. Tómelo solo, porque el
agua estropearía su sabor.
—Sólo una copita —admitió Adam.
—Yo le acompañaré. Hace meses que no he destapado esta botella. No me la
piden mucho. Aquí todo el mundo bebe whisky.
Adam se limpió los zapatos y tiró el trapo al suelo. Probó el oscuro ron y tosió. La
fuerte bebida lo envolvió en su dulce aroma y lo aturdió como si hubiese recibido un
fuerte golpe en la nariz. Le pareció que la habitación se balanceaba, para volver de
nuevo a su primitiva posición.
—Bueno, ¿verdad? —Preguntó el señor Lapierre—. Pero le advierto que es capaz
de tumbar a un toro. Yo no tomaría más de una copita, a menos, desde luego, que
usted desee que lo tumbe. Hay algunos que lo desean.
Adam apoyó los codos en la mesa. Sentía que la locuacidad se despertaba en él, y
eso le asustaba. Su voz no le parecía normal y sus palabras le sorprendieron.
—No suelo venir mucho por aquí —comentó. ¿Conoce un lugar llamado Kate?
—¡Jesús! Este ron es mejor de lo que yo pensaba —exclamó el señor Lapierre—,
y prosiguió con firmeza: ¿Vive usted en un rancho?
—Sí, cerca de King City. Me llamo Trask.
—Mucho gusto en conocerle. ¿Es usted casado?
—No. Ya, no.
—¿Viudo?
—Sí.
—Vaya mejor a casa de Jenny. Deje en paz a Kate, no se la recomiendo. Jenny
está justo aquí al lado. Vaya y quedará satisfecho.
—¿Dice que está al lado?
—Siga usted una manzana y media y tuerza a la derecha. Cualquiera le dirá dónde
están esas casas.

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Adam sentía la lengua estropajosa.
—¿Pero qué pasa con Kate?
—Vaya usted a casa de Jenny —repitió el señor Lapierre.

Era una tarde desapacible y borrascosa. La calle Castroville semejaba un barrizal, y el


Barrio Chino estaba tan inundado que sus moradores habían tendido tablas a través de
las estrechas callejuelas que separaban sus cabañas. El cielo del atardecer se hallaba
cubierto por grises nubarrones que recargaban el ambiente. El viento de la tarde había
amainado, y hacía frío, lo suficiente como para descorrer las cortinas que el ron había
echado sobre la mente de Adam, sin devolverle por ello su timidez. Caminó
rápidamente por las aceras sin pavimentar, con la mirada fija en el suelo para evitar
los charcos. En el paso a nivel se distinguía la luz mortecina de una linterna, y de la
puerta de Jenny pendía un pequeño globo encarnado.
Adam siguió las instrucciones que le habían dado. Contó dos casas y casi pasó la
tercera, medio oculta tras la salvaje vegetación que crecía ante ella. Atisbó a través
del portón hacia el oscuro pórtico, abrió lentamente la puerta y penetró en el herboso
sendero. En la semioscuridad, vio el cochambroso pórtico medio en ruinas y los
endebles peldaños. Hacía mucho tiempo que había desaparecido la pintura de las
puertas de tabla de chilla, y el jardín no había sido jamás arreglado. De no haber sido
por la franja de luz alrededor de las cortinas corridas, hubiera pasado de largo,
creyendo que la casa estaba abandonada. Los peldaños parecían hundirse bajo su
peso, y las planchas de la entrada crujieron cuando él las cruzó.
La puerta de entrada se abrió, y vio una confusa silueta, con la mano en el
picaporte. Una voz suave preguntó:
—¿No quiere entrar?
El vestíbulo estaba apenas iluminado por pequeños globos provistos de pantallas
rosas. Adam sintió que pisaba una gruesa alfombra. Veía brillar muebles pulidos y
lucir oscuramente los marcos dorados de los cuadros, lo cual le dio una inmediata
impresión de orden y riqueza.
La voz amable dijo:
—Debía haberse puesto usted un impermeable. ¿Tenemos el gusto de conocerlo?
—No, no me conocen —respondió Adam.
—¿Quién lo envía?
—El dueño del hotel.
Adam se esforzó por ver a la joven que estaba ante él. Vestía de negro y no lucía
adorno alguno. Su rostro era de facciones agudas, pero bonito. Trató de pensar a qué
animal, a qué depredador nocturno, le recordaba. Era algún animal de presa y

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misterioso.
—Si usted quiere, me acercaré a una lámpara —le propuso la joven.
—No.
Ella rió.
—Siéntese allí. Usted ha venido aquí por algo, ¿no es eso? Si me dice lo que
quiere, le encontraré la chica que desea.
Aquella voz contenida poseía una fuerza precisa y cortante. Y la joven escogía
sus palabras como si se tratase de flores en un jardín y necesitase su tiempo para
elegirlas.
Adam se sentía zafio y torpe. De pronto farfulló:
—Quiero ver a Kate.
—La señorita Kate está ocupada. ¿Lo espera?
—No.
—Permítame que me encargue de usted.
—Quiero ver a Kate.
—¿Puede decirme de qué se trata?
—No.
La voz de la joven era incisiva como el filo de una navaja aguzada con una
piedra.
—No puede usted verla. Está ocupada. Si no quiere ir con una chica ni nada más,
será mejor que se vaya.
—Bien, ¿quiere usted decirle que estoy aquí?
—¿Le conoce a usted?
—No lo sé —y sintió que su valor desaparecía. Aquel recuerdo fue como una
ducha helada—. No lo sé. Pero ¿quiere usted decirle que Adam Trask desea verla? Ya
sabrá entonces si me conoce o no.
—Ya veo. Bien, se lo diré.
Se dirigió silenciosamente hacia la puerta de la derecha, y la abrió. Adam oyó el
susurro de algunas palabras, y un hombre se asomó a la puerta. La joven dejó la
puerta abierta para que Adam comprendiese que no estaba sola. A un lado de la
estancia unos pesados cortinones oscuros ocultaban otra puerta. La joven los separó y
desapareció tras ellos. Adam se sentó en una silla. Con el rabillo del ojo vio aparecer
la cabeza del hombre, que se ocultó de nuevo.
Las habitaciones particulares de Kate eran cómodas y prácticas. No se parecían en
lo más mínimo a las de Faye. Las paredes estaban recubiertas de seda azafranada y
las colgaduras eran de un verde manzana. Por todas partes había seda: sillones con
cojines recubiertos de seda; lámparas con pantallas de seda; un ancho lecho, al fondo
de la habitación, con una brillante colcha de raso blanco, sobre la que se
amontonaban gigantescas almohadas. No había ningún cuadro en las paredes,
ninguna fotografía, ni ningún objeto personal de cualquier clase. El tocador contiguo
al lecho no mostraba ningún frasco ni redoma sobre su superficie de ébano, y su

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brillo se reflejaba en un espejo triple. La alfombra era tupida y antigua,
probablemente china, y sobre ella había dibujado un dragón verde manzana, con un
fondo azafranado. Una parte de la estancia se destinaba a dormitorio, el centro a salón
y el otro extremo a oficina, con archivadores de roble dorado, una gran arca negra
con letras doradas y un escritorio de persiana enrollable, con una doble lámpara de
pantalla verde, una silla giratoria ante él y otra corriente al lado.
Kate estaba sentada en la silla giratoria. Todavía era bonita y volvía a tener el
cabello rubio. Su boca era pequeña y firme, con las comisuras levantadas como
siempre. Pero sus rasgos no eran ya tan agudos como antes. Sus hombros se habían
vuelto carnosos, mientras que sus manos se habían afilado y llenado de arrugas. Sus
mejillas eran gordezuelas y tenía una ligera papada. Sus senos seguían siendo
pequeños, pero una capa de grasa le abultaba algo el estómago. Sus caderas eran
estrechas, pero sus piernas y pies habían engrosado hasta el punto que el empeine
aparecía combado sobre sus zapatos sin tacón. Y a través de sus medias se adivinaba
débilmente el vendaje elástico para las varices.
Sin embargo, aún era bonita y de aspecto limpio y aseado. Sólo sus manos habían
envejecido, con las palmas y las yemas de los dedos lustrosos y brillantes, y el dorso
arrugado y lleno de manchas pardas. Iba severamente vestida con un traje oscuro de
mangas largas, y la única nota de contraste eran el cuello y los puños de encaje
blanco y ondulado.
La obra de los años había sido muy tenue. Si alguien hubiese convivido con ella,
es probable que no lo hubiese advertido. Las mejillas de Kate eran tersas, su mirada
penetrante y algo despectiva, su nariz delicada y sus labios delgados y firmes. La
cicatriz de su frente resultaba muy visible, aunque estaba recubierta de polvos que
tenían el mismo tono que su tez.
Kate se hallaba examinando un montón de fotografías en el escritorio, todas del
mismo tamaño, todas tomadas por la misma cámara, a la luz del magnesio. Y aunque
lo que había escrito en cada fotografía era distinto, las posturas eran todas muy
parecidas. Los rostros de las mujeres no se dirigían nunca hacia el objetivo.
Kate dispuso las fotografías en cuatro montones, para meterlas luego en gruesos
sobres de papel de Manila. Cuando oyó llamar a la puerta, metió los sobres en una
casilla del escritorio.
—¡Adelante! Ah, ¿eres tú, Eva? ¿Ya ha venido?
La joven se acercó al escritorio antes de contestar. A la luz de la lámpara, los
rasgos de su rostro aparecían tirantes y sus ojos brillaban.
—Es uno nuevo, un forastero. Dice que quiere verla.
—No puede ser, Eva. Ya sabes a quién espero.
—Ya le dije que no le podía recibir, pero ha dicho que la conocía.
—¿Ha dicho quién era, Eva?
—Es un hombre grandote y zafio, algo borracho. Dice que se llama Adam Trask.
Aunque Kate no hizo el menor movimiento ni lanzó ninguna exclamación, Eva

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comprendió que aquellas palabras la habían impresionado. Los dedos de la mano
derecha de Kate se crisparon lentamente, mientras que la mano izquierda se deslizaba
como un gato flaco hacia el borde del escritorio. Kate permaneció inmóvil y
conteniendo el aliento. Eva estaba en extremo nerviosa. Pensó en la caja que tenía en
el cajón del armario, donde guardaba su aguja hipodérmica.
—Siéntate en ese sillón, Eva. Sólo un minuto —le dijo Kate al cabo de unos
instantes.
Viendo que la joven no se movía, Kate le ordenó con tono imperativo que se
sentase. Eva se encogió con un gesto adulador y tomó asiento en el enorme sillón.
—No te muerdas las uñas —le ordenó Kate.
Eva separó las manos y las puso en cada brazo del sillón.
Kate miró las pantallas verdes de la lámpara de su escritorio. Luego se movió tan
súbitamente, que Eva dio un salto y sus labios temblaron. Kate abrió el cajón del
escritorio y sacó de él un papel doblado.
—Toma, ve a tu habitación y cálmate. No te lo tomes todo de una vez; no, no me
fío de ti.
Kate dio unos golpecitos al papel y lo partió en dos; algo de polvillo blanco cayó
antes de que lo doblase de nuevo y entregase uno de los trozos a Eva.
—¡Ahora, date prisa! Cuando bajes, dile a Ralph que quiero que se quede en el
vestíbulo, lo suficientemente cerca para oír la campanilla, pero no la conversación. Si
oye la campanilla, dile…, no, déjale obrar a su antojo. Después trae al señor Adam
Trask ante mi presencia.
—¿Estará bien, señorita Kate?
Kate la miró hasta que la joven se volvió para irse, y entonces la llamó.
—Te daré la otra mitad en cuanto él se marche. Ahora, date prisa.
Cuando la puerta se hubo cerrado, Kate abrió el cajón derecho del escritorio y
sacó un revólver de cañón corto. Hizo girar el tambor y examinó las balas. Lo cerró y
lo dejó sobre el escritorio, cubierto con una hoja de papel. Apagó una de las luces y
volvió a sentarse en la silla, asiendo con manos crispadas el escritorio.
Cuando llamaron a la puerta, ella dijo «Adelante» sin apenas mover los labios.
Eva tenía los ojos humedecidos y parecía aliviada.
—Aquí está —anunció, y cerró la puerta tras Adam.
Adam paseó rápidamente la mirada por la estancia antes de ver a Kate, inmóvil
ante el escritorio. La miró y luego avanzó con lentitud hacia ella.
Kate abrió las manos y su derecha se aproximó al papel. Sus ojos fríos e
inexpresivos estaban fijos en los del visitante.
Adam vio su cabello, su cicatriz, sus labios, su garganta, sus brazos, hombros y
reducidos senos. Suspiró profundamente.
La mano de Kate tembló un poco y preguntó:
—¿Qué quieres?
Adam se sentó en la silla que había junto al escritorio. Quería gritar de alivio,

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pero se limitó a decir:
—Nada. Sólo quería verte. Sam Hamilton me dijo dónde estabas.
En cuanto Adam se sentó, la mano de ella dejó de temblar.
—¿No te lo habían dicho antes?
—No —respondió—. No me lo habían dicho. Al principio me enfurecí mucho,
pero ahora estoy bien.
Kate pareció experimentar un alivio y sonrió mostrando sus dientecillos, sus
largos caninos blancos y afilados.
—Me has asustado —confesó.
—¿Por qué?
—No sabía cuáles eran tus intenciones.
—Ni yo tampoco —admitió Adam.
Y continuó contemplándola como si no se tratase de un ser vivo.
—Te esperé durante mucho tiempo, y al no venir, creo que dejé de pensar en ti —
le explicó Kate.
—Pues yo no —contestó Adam—. Pero ahora no me costará hacerlo.
—¿Qué quieres decir?
Él rió complacido.
—Ahora te veo. Eso es lo que quiero decir. Creo que fue Samuel quien dijo que
nunca te había visto como eras, y es cierto. Recuerdo tu rostro, pero no lo he visto
nunca antes de ahora. Y ahora puedo olvidarlo.
Los labios de Kate se contrajeron, y sus anchos ojos se entornaron con expresión
cruel.
—¿De veras crees que puedes?
—Estoy absolutamente seguro.
Ella cambió entonces de táctica.
—Tal vez no tendrás que hacerlo —dijo, tanteándole—. Si no hay nada que te
preocupe, quizá podríamos vivir juntos.
—No lo creo —respondió Adam.
—Eras un loco —prosiguió ella—. Parecías un niño. No sabías lo que realmente
te convenía. Ahora yo puedo enseñártelo, porque ya pareces un hombre.
—Ya me enseñaste —le aseguró él—. Fue una lección muy dura.
—¿Quieres tomar una copita?
—Sí —contestó él.
—Por tu aliento noto que has estado bebiendo ron.
Se levantó y se dirigió a un armario, de donde sacó una botella y dos vasos, y
cuando volvió se dio cuenta de que él miraba sus gruesos tobillos. Su rabia repentina,
sin embargo, no hizo desaparecer la sonrisa de sus labios.
Puso la botella sobre la mesa redonda del centro de la estancia y llenó los dos
vasitos de ron.
—Ven, siéntate aquí —dijo—. Estarás mejor.

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Mientras ella se dirigía a un sillón, vio que los ojos de Adam estaban fijos en su
prominente estómago. Le tendió un vaso, se sentó y cruzó las manos sobre el vientre.
Él se sentó con el vaso en la mano, y ella dijo:
—Bébetelo. Es un ron muy bueno.
Él sonrió con una sonrisa que ella jamás había visto.
—Cuando Eva me dijo que estabas aquí mi primera intención fue echarte —le
confesó.
—Hubiera vuelto —replicó él—. Tenía que verte, no porque no creyese en lo que
me había dicho Samuel, sino para convencerme por mis propios ojos.
—Bébete el ron —dijo ella.
Él miró el vaso.
—No vayas a pensar que intento envenenarte… —pero se detuvo y lamentó haber
pronunciado esas palabras.
Él seguía contemplando el vaso sin dejar de sonreír. La rabia contenida de Kate se
mostró por fin en su rostro. Cogió su vaso y se lo llevó a los labios.
—El alcohol me pone enferma —dijo—. No lo bebo nunca. Es un veneno para
mí.
Apretó la boca y sus agudos dientecillos se clavaron en su labio inferior.
Adam continuó sonriendo.
Kate sentía que estaba a punto de perder los estribos. Bebió algo de ron y tosió,
llenándosele los ojos de lágrimas, que enjugó con el dorso de la mano.
—Veo que no confías mucho en mí —observó Kate.
—No, no mucho.
Adam levantó el vaso y lo apuró de un trago; luego se puso en pie y rellenó el de
Kate y el suyo.
—No quiero beber más —declaró Kate, con expresión de pánico.
—No tienes que hacerlo —contestó Adam—. Termino éste y me voy.
El alcohol quemaba la garganta de Kate, que empezaba a sentir la comezón que
tanto la inquietaba.
—No te tengo miedo, ni a ti ni a nadie —dijo—, y apuró su segundo vaso.
—No tienes razón alguna para temerme —respondió Adam—. Puedes olvidarme,
si quieres, aunque dices que ya lo habías hecho.
Sintió un calor y una sensación de seguridad muy agradables, que le hacían
encontrarse mejor de lo que había estado en muchos años.
—Vine para asistir al entierro de Sam Hamilton —le explicó—. Era un hombre
excelente y le voy a echar mucho de menos. ¿Te acuerdas, Cathy? Te ayudó a traer al
mundo a los mellizos.
En Kate el alcohol provocaba una tempestad. La lucha que entablaba en su
interior apareció reflejada en su rostro.
—¿Qué te pasa? —preguntó Adam.
—Ya te dije que el alcohol para mí era veneno y que me ponía enferma.

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—No podía arriesgarme —le confesó él con toda calma—. Una vez disparaste
contra mí, e ignoro qué más habrás podido hacer.
—¿Qué quieres decir?
—Han llegado a mis oídos cosas escandalosas —dijo él—. Escandalosas y
repugnantes.
Por un momento Kate olvidó su lucha contra el alcohol, pero sabía que había
perdido la batalla. El alcohol se le había subido a la cabeza, haciendo desaparecer su
temor y dejando en su lugar solamente la crueldad sin prudencia.
Agarró la botella y se sirvió el tercer vaso.
Adam tuvo que levantarse para llenarse el suyo. Un sentimiento completamente
extraño en él había surgido en su interior. Gozaba de verla así y de observar la lucha
que ella entablaba consigo misma. Le gustaba castigarla, pero no por ello dejaba de
estar atento. «Tengo que andar con cuidado», se dijo. «Es mejor no hablar».
Y dijo en voz alta:
—Sam Hamilton era un gran amigo mío. Le voy a echar de menos.
Al beber, algo de ron se había esparcido en torno a las comisuras de la boca de
Kate.
—Yo lo odiaba —respondió—. De haber podido, lo hubiera matado.
—¿Por qué? Se portó bien con nosotros.
—Él veía, veía en mi interior.
—¿Y qué hay de malo en ello? Conmigo hacía lo propio, pero era para ayudarme.
—Le odio —dijo ella con acritud—. Me alegro de que haya muerto.
—Ojalá también yo hubiese podido ver dentro de ti —se lamentó Adam.
Los labios de Kate se contrajeron.
—Estás loco —dijo ella—. Yo no te odio. Sólo eres un loco sin voluntad.
A medida que aumentaba la tensión de Kate, una mayor calma se iba apoderando
de Adam.
—¡Siéntate ahí y sonríe! —gritó ella—. Te crees que eres libre, ¿no es eso? ¡Unos
cuantos tragos y ya te crees un hombre! No tendría más que hacerte una seña con el
meñique y vendrías babeando y arrastrándote de rodillas. —Se sentía dominadora y
había abandonado por completo su astucia zorruna—. Te conozco bien, conozco tu
cobarde corazón.
Adam seguía sonriendo. Bebió un sorbo y eso le recordó que debía llenar el vaso
de Kate. El cuello de la botella tintineó contra el vaso.
—Cuando estaba malherida te necesité —admitió ella—. Pero no eras más que
bazofia. Y cuando ya no te necesité, trataste de retenerme. Deja de sonreír de esa
estúpida forma.
—Me gustaría saber qué es lo que odias tanto.
—Te gustaría saberlo, ¿no? —Kate había perdido casi por completo la prudencia
—. No es odio lo que siento; es desprecio. Cuando era casi una niña, me di cuenta de
lo estúpidos y mentirosos que eran, me refiero a mi padre y a mi madre, con su

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afectada bondad. Pero no eran buenos. Los conocía bien. Les obligaba a hacer todo lo
que yo quería. Siempre obligo a los demás a plegarse a mi voluntad. Cuando crecí,
obligué a un hombre a matarse por mí. También tenía la pretensión de ser bueno, pero
todo lo que quería era acostarse conmigo, que no era más que una niña.
—Pero si dices que se mató, es porque debía sentir alguna pena muy grande.
—Era un loco —contestó Kate—. Oí cómo llamaba a la puerta de casa, y
suplicaba. Estuve riendo toda la noche.
—A mí no me gustaría pensar que he obligado a alguien a matarse —le dijo
Adam.
—Tú también eres un loco. Recuerdo lo que decían: «¿No es una niña muy
bonita, tan dulce, tan delicada?». Pero nadie me conocía. Yo los hacía pasar por el
aro, pero ellos jamás se dieron cuenta.
Adam apuró el vaso. Se sentía distante y observador, y le parecía que podía ver
los impulsos de Kate surgiendo de su interior como una caravana de hormigas, y que
podía leerlos claramente. Se había apoderado de él aquella profunda lucidez y
discernimiento que a veces proporciona el alcohol.
—No me importa que te gustase o no Samuel Hamilton —le aseguró—. Yo lo
consideraba un hombre sabio. Recuerdo que una vez dijo que una mujer que lo sabe
todo sobre los hombres, suele conocer sólo una parte de ellos muy bien, y puede no
concebir la existencia de otras partes, pero eso no quiere decir que no existan.
—Era también un embustero y un farsante —replicó Kate, escupiendo las
palabras—. Lo que más odio son los embusteros, y todos los hombres son unos
embusteros. Ésa es la verdad. Me gusta desenmascararlos y restregarles los hocicos
en su propio estiércol.
Adam enarcó las cejas.
—¿Quieres decir que en el mundo no hay más que maldad y locura?
—Eso es exactamente lo que quiero decir.
—No lo creo —respondió Adam con calma.
—¡No lo crees! ¡No lo crees! —dijo ella, imitándolo burlonamente—. ¿Quieres
que te lo demuestre?
—No puedes —le contestó.
Ella se levantó, corrió al escritorio y volvió con los sobres castaños, que dejó
sobre la mesa.
—Mira eso —le ordenó.
—No me interesa.
—Pues tendrás que hacerlo. —Y sacó una fotografía—. Mira. Es un senador del
Estado. Cree que alcanzará un escaño en el Congreso. Mira qué tripa tiene. Tiene
pechos como una mujer. Le gusta usar el látigo, y que lo usen con él. Fíjate en esta
raya de aquí, es una señal de látigo. ¡Mira qué expresión tiene! Está casado, tiene
cuatro hijos y piensa, como te digo, llegar hasta el Congreso. ¡No lo creerías! Ahora
mira éste. Este montón de manteca es un concejal; este sueco corpulento y enrojecido

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posee un rancho cerca de Blanco. ¡Mira este otro! Es profesor en Berkeley. Viene
aquí para que le meen en la cara, y es profesor de filosofía. ¡Y mira éste! Es un
ministro del Señor, un hermano de Jesucristo. Antes, para sentir placer, tenía que
incendiar una casa. Ahora se lo proporcionamos de otra manera. ¿No ves ese fósforo
encendido sobre su escuálido flanco?
—No quiero verlos —repitió Adam.
—Pues ya los has visto. ¡Y todavía no lo crees! Vas a terminar suplicándome que
te deje venir, acabarás arrastrándote por ahí aullando a la luna. —Trataba de
imponerle su voluntad, pero se dio cuenta de que Adam estaba distante y libre. Su
rabia se convirtió en frío veneno—. Nunca se ha escapado nadie —dijo suavemente;
sus ojos eran helados e inexpresivos, pero con sus uñas arañaba los brazos del sillón,
arrancando y desgarrando la seda.
Adam suspiró:
—Si yo tuviese esas fotografías y esos hombres lo supiesen, no me sentiría muy
seguro —observó—. Creo que una sola de esas fotografías es capaz de destruir toda
la vida de un hombre. ¿No te sientes en peligro?
—¿Te crees que soy una niña? —preguntó ella.
—Ya no —respondió Adam—. Empiezo a pensar que eres un tornado humano, o
ni siquiera humano.
Ella sonrió.
—Tal vez has dado en el clavo —respondió—. ¿Piensas que yo quiero ser
humana? ¡Mira esas fotografías! Antes preferiría ser un perro que un ser humano.
Pero no soy un perro. Soy más lista que los seres humanos. Nadie puede hacerme
daño. No te preocupes por mi seguridad. —Señaló con la mano los archivadores—.
Tengo ahí más de un centenar de hermosas fotografías, y esos hombres saben que si
me ocurriese algo (lo que fuese) un centenar de cartas, cada una acompañada de una
fotografía, serían echadas al correo, y cada carta iría adonde pudiese hacer más daño.
¿Ves cómo no pueden hacerme nada?
—Pero suponte que sufrieses un accidente, o una enfermedad —replicó Adam.
—No habría la menor diferencia —contestó ella inclinándose hacia él—. Voy a
decirte un secreto que ninguno de esos hombres conoce. Dentro de pocos años me iré
de aquí. Y entonces, esos sobres serán echados al correo.
Y se recostó en el sillón, riendo.
Adam se estremeció y la miró con más atención. Su rostro y su risa eran infantiles
e inocentes. Se puso en pie y se sirvió otro vaso, un trago corto esta vez. La botella
estaba casi vacía.
—Ya sé lo que odias. Algo que ellos no pueden comprender. Tú no odias lo que
hay de malo en ellos, sino lo bueno, que no puedes comprender ni alcanzar. Me
gustaría saber qué te propones en última instancia.
—Dispondré de todo el dinero que quiera —le explicó Kate—. Iré a Nueva York
antes de que sea vieja. Todavía no lo soy. Compraré una casa, una hermosa casa en un

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hermoso barrio, y tendré criados y todo lo mejor. Pero primero, habré de encontrar a
un hombre y si todavía está vivo, muy lentamente y procurando causarle el mayor
dolor, iré quitándole la vida. Si lo hago bien y como es debido, se volverá loco antes
de morir.
Adam golpeó el suelo con el pie, con ademán impaciente.
—Tonterías —respondió—. Eso no puede ser cierto. Es una locura. No creo ni
una palabra de lo que dices.
—¿Te acuerdas de la primera vez que me viste? —le preguntó Kate. El rostro de
Adam se ensombreció.
—¡Oh, Señor, sí!
—¿Te acuerdas de mi mandíbula rota, de mis labios partidos y de los dientes que
me faltaban?
—Me acuerdo, aunque no quiero hacerlo.
—Mi mayor placer sería encontrar al hombre que me hizo eso —le explicó Kate
—. Y después, vendrían los demás placeres.
—Tengo que irme —dijo Adam.
—No te vayas, querido. No te vayas, amor mío. Las sábanas de mi lecho son de
seda. Quiero que las sientas contra tu piel —le insinuó ella.
—No lo dirás en serio, ¿verdad?
—Oh, claro que sí, amor mío, claro que sí. Eres bastante torpe en las lides
amorosas, pero yo te enseñaré. Sí, yo te enseñaré.
Se levantó tambaleándose y puso su mano sobre el brazo de Adam. Su rostro
parecía fresco y juvenil. Adam miró la mano y la vio llena de arrugas y pálida como
la de un mono y se separó con repulsión.
Ella vio su gesto, lo comprendió y apretó los labios.
—No lo entiendo —reflexionó Adam—. No lo entiendo y no puedo creerlo. Sé
que mañana no podré creerlo. Me parecerá todo una pesadilla. Pero no, no puede ser
un sueño, no puede ser, porque ahora recuerdo que eres la madre de mis hijos.
Todavía no me has preguntado por ellos. Y tú eres su madre.
Kate apoyó los codos sobre las rodillas y hundió la barbilla entre las manos,
cuyos dedos le cubrían sus puntiagudas orejas. Sus ojos brillaban con expresión de
triunfo y su voz era suave y burlona.
—Un loco siempre deja una puerta abierta —dijo—. Descubrí eso siendo aún
niña. Dices que soy la madre de tus hijos. ¿Tus hijos? Yo soy la madre, sí, pero
¿cómo sabes que tú eres el padre?
Adam se quedó boquiabierto.
—Cathy, ¿qué quieres decir?
—Me llamo Kate —le corrigió ella—. Escucha, querido, y recuerda. ¿Cuántas
veces te permití acercarte lo suficiente como para dejarme embarazada?
—Estabas herida —dijo él—. Terriblemente herida.
—Una vez —contestó Kate, sólo una vez.

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—El embarazo te hacía sentir mal —protestó él—. Era algo muy duro para ti.
Ella sonrió dulcemente.
—Para tu hermano, no estaba tan herida como te crees.
—¿Mi hermano?
—¿Es que ya has olvidado a Charles?
Adam rió.
—Eres un diablo —dijo—. ¿Pero crees que puedo imaginar semejante cosa de mi
hermano?
—No me importa lo que puedas imaginar —replicó ella.
—No lo creo —respondió Adam.
—Pues tendrás que creerlo. Primero te extrañarás, y después empezarás a dudar.
Vuelve a pensar en Charles. Piensa bien en él. Podría haberlo amado. En cierto modo,
se parecía mucho a mí.
—No es verdad.
—Trata de recordar —dijo ella—. ¿No te acuerdas de aquel té que tenía gusto
amargo? Tomaste mi medicina por equivocación. ¿Te acuerdas? Te quedaste dormido
como un tronco y tardaste mucho en despertar, con la cabeza embotada.
—Estabas demasiado malherida para planear semejante cosa.
—Soy capaz de hacer cualquier cosa —replicó ella—. Y ahora, amor mío, quítate
la ropa, y te enseñaré de qué otras cosas soy capaz.
Adam cerró los ojos y sintió que su cabeza giraba bajo los efectos del ron. Volvió
a abrirlos y sacudió la cabeza.
—No me importaría, aunque fuese verdad —admitió—. No me importaría en
absoluto.
Y de pronto rió porque comprendió que sí lo era. Se puso rápidamente en pie, y
tuvo que asir el respaldo del sillón, pues todo giraba a su alrededor.
Kate se levantó de un salto y lo agarró con ambas manos por el codo.
—Deja que te ayude a quitarte la chaqueta.
Adam se desasió de sus manos, que asían como garfios. Después, se dirigió con
paso vacilante hacia la puerta.
Un odio incontenible fulguró en los ojos de Kate. Lanzó un grito, un largo y
agudo chillido de bestia herida. Adam se detuvo y se volvió hacia ella. La puerta se
abrió de par en par. El chulo de la casa dio tres pasos, tomó impulso, calculó el golpe
y asestó un tremendo puñetazo, reforzado con todo su peso, bajo una oreja de Adam,
que se desplomó al suelo.
—¡Las botas, golpéalo con las botas! —chilló Kate.
Ralph se acercó al caído y midió la distancia, pero se dio cuenta de los ojos
abiertos de Adam, que lo miraban. Se volvió nerviosamente hacia Kate, pero ésta
repitió con voz cortante:
—¡Golpéalo con las botas, te digo! ¡Pártele la cara!
—No puede luchar. Es incapaz de hacerlo —dijo Ralph.

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Kate se sentó, jadeando afanosamente y retorciéndose las manos en el regazo.
—Adam —dijo—, te odio. Te odio por primera vez. Te odio, ¿me oyes? ¡Te odio!
Adam trató de incorporarse, cayó de nuevo, y volvió a intentarlo. Sentado en el
suelo, levantó los ojos hacia Kate.
—No me importa —respondió—. No me importa lo más mínimo.
Se puso de rodillas y descansó con los nudillos apoyados en el suelo. Entonces
dijo:
—¿No sabes que te amaba más que a nada en el mundo? Pues así era. Era algo
tan fuerte que casi me mató.
—Ya volverás arrastrándote —dijo ella—. Arrastrarás la barriga por el suelo y
vendrás a suplicarme.
—¿Quiere usted que le dé con las botas ahora, señorita Kate? —preguntó Ralph.
Ella no respondió.
Adam caminó lentamente hacia la puerta, midiendo con cuidado los pasos, y su
mano palpó desmañadamente el quicio de aquélla. Kate lo llamó:
—¡Adam!
Él se volvió lentamente y le sonrió como le hubiera sonreído a un recuerdo.
Luego, salió y cerró con suavidad la puerta tras él.
Kate se sentó y se quedó mirando la puerta con una expresión desolada en los
ojos.

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Capítulo 26

En el tren de regreso a King City tras su viaje a Salinas, Adam Trask se sentía
envuelto por una nube de formas imprecisas, sones y colores. Ningún pensamiento se
presentaba a su mente con suficiente claridad.
Estoy convencido de que en lo más profundo de la mente humana existen
determinados mecanismos para analizar los problemas y, una vez analizados,
rechazarlos y aceptarlos. En ocasiones, tales mecanismos se relacionan con facetas
que el propio individuo ignora poseer. Con cuánta frecuencia nos vamos a dormir
preocupados y doloridos, sin saber las causas, y a la mañana siguiente lo vemos todo
claro y radiante, como resultado, tal vez, de ese oscuro razonamiento. Cuántas
mañanas nos levantamos con la sangre burbujeante de gozo y el pecho rebosando
alegría, sin que haya nada en nuestros pensamientos que pueda justificarlo o causarlo.
El entierro de Samuel y la entrevista con Kate deberían haber entristecido y
amargado a Adam, pero no lo hicieron. De aquellas horas dolorosas y grises surgió un
éxtasis. Se sentía joven, libre y lleno de júbilo. Se apeó del tren en King City y, en
vez de ir a las cocheras donde le guardaban la calesa y el caballo, se dirigió al nuevo
garaje de Will Hamilton.
Will estaba sentado en su encristalada oficina, desde la que podía vigilar el
trabajo de sus mecánicos sin ser molestado por el ruido. Will comenzaba a engordar,
signo evidente de su creciente prosperidad.
Se hallaba leyendo con atención un anuncio de cigarros procedentes de Cuba y
enviados con asiduidad. Adam pensó que estaría llorando o lamentando la muerte de
su padre, pero no fue así. Se sentía algo preocupado por Tom, quien se había ido
directamente a San Francisco después del entierro. Le parecía que era más digno
tratar de distraerse con los negocios, como él intentaba hacer, que con el alcohol,
como Tom probablemente estaba haciendo.
Levantó la mirada cuando Adam entró en la oficina, y le señaló con la mano uno
de los grandes sillones de cuero que había instalado para arrullar a sus clientes y
hacer que le pagasen, sin darse cuenta, las enormes facturas que les presentaba.
Adam tomó asiento.
—No recuerdo si le he dado el pésame —le dijo.
—Son momentos difíciles —contestó William—. ¿Estaba usted en el entierro?
—Sí —respondió Adam—. No sé si usted sabe lo que sentía por su padre. Hizo
por mí cosas que no se olvidan.
—Era muy respetado —afirmó Will—. Había más de doscientas personas en el
cementerio, más de doscientas.

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—Un hombre como él nunca muere —sentenció Adam, descubriendo aquella
verdad por primera vez—. No puedo imaginármelo muerto; me parece incluso más
vivo que nunca.
—Es cierto —corroboró Will, aunque a él no se lo parecía así; para Will, Samuel
estaba bien muerto.
—Recuerdo las cosas que decía —prosiguió Adam—. Entonces, yo no las
escuchaba mucho, pero ahora vuelven a mi memoria, y puedo ver su rostro mientras
hablaba.
—Es cierto —repitió Will—. Yo estaba pensando justo en lo mismo. ¿Regresará
usted a sus propiedades?
—Sí, así es. Pero antes quise pasar a visitarle porque quiero comprarme un
automóvil.
Se produjo un cambio imperceptible en Will, quien se mostró de pronto silencioso
y alerta.
—Hubiera jurado que usted sería la última persona del valle que quisiera comprar
un automóvil —observó, estudiando la reacción de Adam a través de sus ojos
entornados.
Adam rió.
—Me parece que tengo bien merecida esa fama —respondió—. Puede que su
padre sea el responsable del cambio que se ha producido en mí.
—¿Qué quiere usted decir?
—No sabría explicarlo. Es igual, hablemos del coche.
—Le seré sincero —dijo Will—. La verdad es que me cuesta mucho encontrar
coches suficientes para atender todos los pedidos. Tengo una lista enorme de personas
que desean un automóvil.
—¿Ah, sí? Bueno, pues incluya mi nombre en esa lista.
—Lo haré con mucho gusto, señor Trask, y haré algo más —y se interrumpió
unos instantes—. Como es usted un íntimo amigo de la familia, si alguien anulara su
pedido, le situaría en su lugar.
—Es usted muy amable —le agradeció Adam.
—¿Cómo quiere usted que lo arreglemos?
—¿Qué quiere decir?
—Pues que puedo hacerlo de manera que sólo tenga que pagar un plazo mensual.
—Pero ¿no resultaría así más caro?
—Tendría que pagar intereses y una comisión, pero algunas personas lo prefieren.
—Yo lo pagaré al contado —dijo Adam—. No me es de ninguna utilidad
diferirlo.
Will sonrió.
—No todo el mundo piensa de ese modo —contestó—. Y llegará un momento en
que perderé dinero vendiendo al contado.
—Nunca se me había ocurrido —observó Adam—. ¿Me pondrá usted en la lista,

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no obstante?
Will se inclinó hacia él.
—Señor Trask, lo pondré en la cabeza de la lista. El primer coche que llegue será
para usted.
—Muchas gracias.
—Es un placer poder servirle —respondió Will.
—¿Cómo ha tomado su madre el fallecimiento de su padre? —le preguntó Adam.
Will se retrepó en el sillón y una sonrisa cariñosa se dibujó en su rostro.
—Es una mujer extraordinaria —afirmó—. Fuerte como una roca. ¡Cuando
pienso en todas las dificultades que hemos tenido que sobrellevar! Mi padre no era un
hombre muy práctico. Estaba siempre en las nubes, o con las narices en un libro.
Creo que fue mi madre la que sostuvo a la familia y evitó que fuésemos unos
pobretones.
—Es una mujer magnífica —corroboró Adam.
—No sólo eso, también es fuerte y tiene los pies en el suelo. ¿Volvió usted a casa
de Olive después del entierro?
—No.
—Pues se reunieron allí un centenar de personas, y mi madre preparó pollo para
ellos y se preocupó de que todos tuviesen bastante.
—¿Eso hizo?
—Eso mismo. Y cuando uno piensa que se trataba de su marido…
—Es una mujer extraordinaria —dijo Adam, repitiendo la frase de Will.
—Es práctica. Sabía que tenían que comer, y ella les dio de comer.
—Supongo que debe encontrarse bien, aunque de cualquier modo ha sido una
gran pérdida para ella.
—Se encuentra muy bien —confirmó Will—. Y vivirá más que todos nosotros, a
pesar de lo menudilla e insignificante que parece.
De regreso al rancho, Adam descubrió cosas que le habían pasado inadvertidas
durante años. Veía las florecillas silvestres entre la espesa hierba y las vacas rojizas
en las laderas del monte, ascendiendo por los senderos y pastando a su paso. Al llegar
a sus tierras, Adam sintió tal placer, que comenzó a observarlas con atención. Y de
pronto se encontró diciendo en voz alta, al son del ritmo de los cascos del caballo:
—Soy libre, soy libre. Ya no tengo por qué preocuparme. Soy libre. Ella ya no
está, ha salido de mi vida para siempre. ¡Oh, Dios todopoderoso! ¡Soy libre!
Alargó el brazo y arrancó un puñado de artemisa gris plateada que crecía junto al
camino, y cuando tuvo los dedos pegajosos por la savia, se los llevó a la nariz para
oler el aroma acre y penetrante, que aspiró profundamente. Se sentía feliz de estar de
nuevo en casa. Tenía ganas de ver a los niños después de aquellos dos días de
ausencia. Sí, quería ver cómo estaban.
—Soy libre, ella se ha ido —cantaba en voz alta.

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2

Lee salió de la casa al encuentro de Adam, y sostuvo la brida del caballo mientras
aquél saltaba de la calesa.
—¿Cómo están los niños? —preguntó Adam.
—Muy bien. Les he hecho unos arcos y flechas, y se han ido a cazar conejos a la
orilla del río. Todavía no tengo la comida a punto.
—¿Ha ido todo bien por aquí?
Lee lo miró con agudeza, estuvo a punto de preguntarle algo, pero cambió de
idea.
—¿Qué tal el entierro? —preguntó.
—Fue muchísima gente —respondió Adam—. Tenía muchos amigos. No puedo
hacerme a la idea de que haya muerto.
—Nosotros enterramos a nuestros muertos al son de los timbales, esparcimos
papeles para confundir a los demonios, y sobre la tumba, en lugar de flores, ponemos
cerdos asados. Somos un pueblo práctico, y siempre algo hambriento. Pero nuestros
diablos no son muy listos, y siempre conseguimos engañarlos, lo cual significa cierto
progreso.
—Me parece que a Samuel le hubiera gustado un entierro así —dijo Adam—. Lo
hubiera encontrado interesante.
Advirtió que Lee lo miraba con fijeza.
—Llévate el caballo, Lee, y después vuelve y prepárame un poco de té. Quiero
hablar contigo.
Adam penetró en la casa y se quitó su traje negro. Sentía el olor dulce y mareante
del ron por todo su cuerpo. Se desnudó por completo y se frotó el cuerpo con jabón
hasta que el olor hubo desaparecido del todo. Se puso una camisa azul limpia y unos
pantalones tan desgastados que el azul era ya muy pálido y casi blanco en las rodillas.
Se afeitó lentamente y se peinó, mientras a sus oídos llegaba el trajinar de Lee en la
cocina. Luego, se dirigió al salón. Lee ya había puesto una taza y un azucarero sobre
la mesa, junto al butacón. Adam paseó su mirada por las cortinillas floreadas, tan
lavadas que los dibujos de flores estaban desteñidos. Observó también las esteras
deshilachadas que cubrían el suelo y la parda franja marcada por tantos pies en el
linóleo del vestíbulo. Y todo le pareció nuevo.
Cuando entró Lee con la tetera, Adam le indicó:
—Tráete una taza para ti, Lee. Y si te queda algo de esa bebida tuya, me gustaría
tomar un poco. Anoche me emborraché.
—¿Usted borracho? No puedo creerlo —exclamó Lee.
—Pues sí, lo estaba. Y quiero contárselo. Ya he visto cómo me mirabas cuando he
llegado.
—¿Se ha dado usted cuenta? —preguntó Lee, y fue a la cocina en busca de su
taza, dos copas y su botella de piedra de ng-ka-py.

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Al volver, dijo:
—La última vez que lo probé, hace ya algún tiempo, fue en compañía de usted y
del señor Hamilton.
—¿Es el mismo que nos sirvió para bautizar a los gemelos?
—Sí, el mismo.
Lee sirvió el té hirviente y sonrió cuando Adam puso dos cucharadas de azúcar en
su taza.
Adam revolvió el té, contemplando cómo giraban y desaparecían en el líquido los
cristales de azúcar.
—Fui a verla —le confesó.
—Tenía que hacerlo —respondió Lee—. Lo que todavía no comprendo es cómo
pudo esperar tanto. Los seres humanos no poseemos tanto aguante.
—Tal vez no fuera un ser humano.
—También lo he pensado. ¿Cómo está ella?
—No puedo comprenderlo —contestó con parsimonia—. No puedo creer que
exista semejante criatura en el mundo.
—El problema de ustedes, los occidentales, es que no tienen demonios para
explicar las cosas. ¿Se emborrachó usted después?
—No, antes y durante. Necesitaba darme ánimos, supongo.
—Ahora parece usted estar muy bien.
—Lo estoy —confirmó Adam—. Es de eso de lo que quiero hablar contigo. —Se
detuvo y añadió con tristeza—: Si esto hubiese ocurrido hace un año, hubiera ido a
hablar con Sam Hamilton.
—Tal vez tanto usted como yo tengamos algo de él —observó Lee—. Y acaso en
eso consiste la inmortalidad.
—Me pareció despertar de un sueño —manifestó Adam—. Es extraño, pero mis
ojos se han aclarado y me he quitado un peso de encima.
—Habla incluso como el señor Hamilton —añadió Lee—. Voy a formular una
teoría para mis parientes inmortales.
Adam bebió su taza de negro líquido y se pasó la lengua por los labios.
—Soy libre —expuso al fin—. Tengo que decírselo a alguien. Puedo vivir con
mis hijos, incluso puedo ver a una mujer. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Sí. Y lo veo en sus ojos y en su actitud. No es posible mentir acerca de una
cosa como ésta. Creo que ahora sentirá más afecto por los chicos.
—Por lo menos voy a intentarlo. ¿Quieres ponerme más licor y llenarme otra vez
la taza de té?
Lee sirvió el té y tomó la copa para llenársela.
—No sé cómo no se abrasa la boca bebiéndolo tan caliente —apuntó.
Lee sonreía para sus adentros, y Adam, observándolo, se dio cuenta de que el
chino había envejecido. La piel de sus mejillas aparecía tirante y su superficie era
brillante y pulida, pero en torno a sus ojos se podía observar una orla roja.

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Lee examinaba la tacita minúscula y sonreía como si recordase algo.
—Si ya es usted libre, tal vez podía liberarme.
—¿Qué quieres decir, Lee?
—¿Permitiría que me fuese?
—Naturalmente que puedes irte. ¿No eres feliz aquí?
—No creo que haya sabido jamás qué es lo que ustedes llaman felicidad.
Pensamos que estar a gusto es lo más deseable, pero tal vez sea una situación
negativa.
—Llamémoslo así, pues. ¿No te sientes a gusto aquí? —le preguntó Adam.
—No creo que nadie se sienta a gusto cuando tiene cosas importantes por hacer
—repuso Lee.
—¿Qué quieres hacer?
—Pues verá, para lo primero es ya demasiado tarde. Siempre he deseado casarme
y tener hijos. Vaya usted a saber si lo que quería era asumir el aire estúpido e
importante que en los padres pasa por sabiduría, para inculcárselo a mis propios e
indefensos vástagos.
—No eres tan viejo.
—Ya supongo que físicamente soy apto para tener hijos. Pero no me refiero a eso.
Me siento demasiado unido en matrimonio a una silenciosa lámpara de lectura. Sabe,
señor Trask, una vez tuve una esposa. La puse en un pedestal, como usted hizo con la
suya, sólo que la mía no tenía vida propia fuera de mi mente. Era una dulce compañía
en mi pequeña habitación. Yo hablaba y ella escuchaba, o bien era ella la que
hablaba, contándome sus avatares vespertinos. Era muy bonita, risueña y algo
coqueta. Pero ahora ya no sé si la escucharía. Y no quisiera entristecerla o hacer que
se sintiera sola. Así que mi primer plan es irrealizable.
—¿Cuál es el otro?
—Se lo comenté al señor Hamilton. Quiero abrir una librería en el Barrio Chino
de San Francisco. Yo viviría en la trastienda, y mis días estarían llenos de discusiones
y polémicas. Me gustaría tener en el almacén algunos de esos bloques de tinta, con
dragones esculpidos, de la dinastía Sung. Las cajas que los contienen están comidas
por la carcoma. Esa tinta está hecha con humo de madera de abeto y pegamento
extraído únicamente de pieles de onagro. Cuando se trazan signos con esa tinta,
puede ser que físicamente sea negra, pero el que la contempla queda persuadido de
que tiene todos los colores del mundo. Vendrían pintores a comprarla y discutiría con
ellos acerca de los diferentes métodos, y ellos regatearían el precio.
—¿También has abandonado esa idea? —preguntó Adam.
—No. Si usted está bien y se siente libre, me gustaría tener al fin mi pequeña
librería, y morir en ella.
Adam permaneció sentado y silencioso, revolviendo el azúcar en el té caliente.
—Tiene gracia —dijo al fin—. Ahora resulta que desearía que fueses un esclavo
para que pudiese negarme a tu petición. Claro que puedes irte, si lo deseas. Incluso te

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prestaré dinero para que establezcas la librería.
—Oh, ya lo tengo. Lo guardo desde hace mucho tiempo.
—Nunca se me había ocurrido que pudieses irte —observó Adam—. Daba por
descontado que te quedarías para siempre. —Se encogió de hombros—. ¿Podrías
esperar un poco?
—¿Por qué?
—Quiero que me ayudes a familiarizarme más con los chicos. Quiero arreglar el
rancho, o tal vez alquilarlo o venderlo. Quiero saber cuánto dinero me queda y qué
puedo hacer con él.
—¿No me estará tendiendo una trampa? —preguntó Lee—. Mi deseo ya no es tan
fuerte como antes. Temo que usted intente disuadirme o, lo que es peor, retenerme
aduciendo que me necesita. Le ruego que trate de no necesitarme. Es el peor cebo
para un hombre solitario.
—Un hombre solitario. Debo de haber estado muy ensimismado para no haber
pensado en eso —respondió Adam.
—El señor Hamilton ya lo sabía —dijo Lee. Levantó la cabeza y entornó sus
gruesos párpados, hasta que apenas se veía el brillo de sus pupilas—. Nosotros, los
chinos, tenemos un gran control sobre nuestras emociones —explicó—. No las
mostramos. Yo quería al señor Hamilton. Me gustaría ir a Salinas mañana, si usted
me lo permite.
—Haz lo que desees —contestó Adam—. Dios sabe muy bien todo lo que has
hecho por mí.
—Quiero esparcir papeles para ahuyentar a los demonios. Y poner un lechoncito
asado sobre la tumba de mi padre.
Adam se levantó apresuradamente, golpeando la taza, y salió de la habitación,
dejando a Lee sentado ante la mesa.

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Capítulo 27

Aquel año las lluvias fueron tan suaves que el río Salinas no se desbordó. Un delgado
hilillo de agua serpenteaba en el centro de su ancho lecho de arena gris, y el agua no
estaba enturbiada por el lodo, sino que era clara y transparente. Los sauces que
crecían en el lecho del río eran muy frondosos y las vides silvestres, de negros
racimos, alargaban por el suelo sus nuevos vástagos erizados de espinas.
Hacía mucho calor para marzo, y el viento intermitente soplaba del sur, agitando
las hojas y mostrando su reverso plateado.
Al abrigo que ofrecían las parras, las zarzas y la enmarañada vegetación, un
conejito gris se sentaba inmóvil al sol, secándose la piel del pecho, humedecida por el
rocío de la hierba, que había constituido su temprano desayuno. El conejo fruncía el
hocico y agitaba las orejas de vez en cuando, tratando de descubrir el origen de los
pequeños rumores que podían representar algún peligro para él. Había sentido vibrar
el suelo bajo sus patas, de un modo rítmico y acompasado, lo que le hizo olfatear el
aire y mover las orejas, pero ahora aquella vibración ya había cesado. Luego, se
movieron las ramas de un sauce a unos veinticinco metros de distancia y a sotavento,
y no llegó a su olfato ningún olor peligroso.
Durante los últimos dos minutos, su atención se vio atraída por algunos sonidos
que no le parecieron peligrosos: un chasquido sordo y luego un silbido parecido al
que produce el aleteo de una paloma torcaz. El conejo estiró perezosamente una pata
trasera bajo el cálido sol. Se oyó otro chasquido sordo, un nuevo silbido y luego el
ruido de piel desgarrada. El conejo permanecía sentado, inmóvil por completo y con
los ojos muy abiertos. Una flecha de bambú le atravesaba el pecho y su punta de
hierro estaba profundamente hundida en el suelo, del otro lado. El conejo cayó de
costado y agitó con desesperación las patas en el aire por unos momentos, antes de
quedarse quieto.
De detrás del sauce aparecieron dos muchachos que se arrastraban medio
agazapados. Llevaban en la mano unos arcos de un metro de largo, y por el carcaj que
pendía de su hombro izquierdo asomaban los penachos de un manojo de flechas. Los
muchachos vestían unos pantalones azules y camisas también azules y descoloridas,
pero cada uno de ellos llevaba una magnífica pluma de pavo sujeta con una cinta
junto a la sien.
Los chicos andaban con lentitud, muy inclinados y pisando con extrema
precaución a la manera india. La breve agonía del conejo había ya terminado cuando
se acercaron para examinar a su víctima.
—¡En mitad del corazón! —exclamó Cal, como si no pudiese ser de otra manera.

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Aron también examinó al conejo, pero no dijo nada—. Diré que lo has hecho tú —
prosiguió Cal—. Si dijese que he sido yo, no me creerían. Y diré también que ofrecía
un blanco muy difícil.
—Así era —confirmó Aron.
—Lo haré así, pues. Eso te dará prestigio ante Lee y ante padre.
—No me interesa mucho el prestigio —repuso Aron. Ahora te diré lo que
tenemos que hacer. Si cazamos otro, diremos que cada uno de nosotros ha matado el
suyo, y en caso de no encontrar ninguno más, ¿por qué no decimos que los dos
disparamos a la vez y que no sabemos quién le dio?
—¿No te interesa el prestigio? —preguntó Cal sutilmente.
—Hombre, no del todo. Podemos repartírnoslo.
—En definitiva, la flecha era mía —reflexionó Cal.
—No, no lo era.
—Mira las plumas. ¿Ves esa muesca? Es una flecha mía.
—¿Y cómo llegó a mi carcaj? No recuerdo que ninguna tuviese muesca alguna.
—Tal vez no te acuerdes. Pero, de cualquier modo, voy a hacer que el mérito sea
tuyo.
Aron dijo con expresión agradecida:
—No, Cal, no quiero que hagas eso. Diremos que disparamos a la vez.
—Bueno, si así lo deseas. Pero supón que Lee ve que se trata de mi flecha.
—Diremos que estaba en mi carcaj.
—¿Te piensas que lo creerá? Imaginará que mientes.
—Si quiere creer que lo mataste tú, bien, deja que lo crea —respondió Aron
desolado.
—Sólo quería que estuvieses preparado —dijo Cal, por si él pensaba eso—.
Terminó de pasar la flecha a través del cuerpo del conejo y el penacho blanco se
manchó de sangre oscura del corazón. Cal metió la flecha en su carcaj. Te dejo que lo
lleves tú —le ofreció con magnanimidad.
—Tenemos que regresar —le anunció Aron. A lo mejor padre ha vuelto ya.
—Podríamos guisar este viejo conejo, comerlo para cenar y pasar la noche aquí
—propuso Cal.
—Hace demasiado frío de noche, Cal. ¿No te acuerdas de cómo temblabas esta
mañana?
—Para mí no hace demasiado frío —replicó Cal—. Nunca tengo frío.
—Esta mañana sí.
—No es cierto. Sólo me burlaba de ti, que temblabas y castañeteabas como un
bebé. ¿No irás a llamarme embustero?
—No —contestó Aron—. No tengo ganas de pelea.
—¿Tienes miedo?
—No, es que no tengo ganas.
—Si yo dijese que tienes miedo, ¿te atreverías a llamarme embustero?

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—No.
—Entonces es que tienes miedo, ¿no es eso?
—Supongo que sí.
Aron caminaba lentamente, alejándose del conejo, que dejó en el suelo. El
muchacho tenía unos ojos muy grandes y una boca hermosa y bien dibujada. El
espacio entre sus ojos azules le daba una expresión de inocencia angelical. Sus
cabellos eran finos y dorados, y el sol parecía rodear su cabeza con una aureola
luminosa.
Estaba confuso, cosa que le ocurría con mucha frecuencia. Sabía que su hermano
se traía algo entre manos, pero no podía precisar qué. Cal era un enigma para él. Era
incapaz de seguir los razonamientos de su hermano, y siempre se sentía sorprendido
ante las derivaciones que tomaban.
Cal se parecía más a Adam. Tenía el cabello color castaño oscuro y era más
corpulento que su hermano, con una osamenta más fuerte y unos hombros más
robustos, y su mandíbula poseía la firmeza de la cuadrada mandíbula de Adam. Los
ojos de Cal eran pardos y vigilantes, y a veces brillaban y parecían negros. Pero Cal
tenía las manos pequeñas, en comparación con el resto de su cuerpo. Sus dedos eran
cortos y afilados, y las uñas delicadas. Cal cuidaba y protegía sus manos. Había pocas
cosas que lo hiciesen llorar, pero una de ellas era hacerse un corte en un dedo. Nunca
se arriesgaba con sus manos, jamás tocaba un insecto o agarraba una serpiente. Y
cuando peleaba, siempre empuñaba una piedra o un palo.
Mientras Cal contemplaba a su hermano alejándose de él, una leve sonrisa de
suficiencia contraía sus labios.
—¡Aron, espérame! —le gritó.
Cuando alcanzó a su hermano, le tendió el conejo.
—Llévalo tú, hombre —le ofreció amablemente, pasando su brazo alrededor de
los hombros de su hermano—. No te enfades conmigo.
—Es que siempre buscas camorra —respondió Aron.
—No es cierto. Sólo era una broma.
—¿De veras?
—Claro. Ten el conejo. Y si quieres regresar, pues lo haremos.
Aron sonrió. Siempre se sentía aliviado cuando su hermano hacía desaparecer la
tensión. Los dos muchachos salieron del lecho del río y ascendieron por los
márgenes, cuya tierra se desmenuzaba a su paso, hasta llegar a tierra llana. La pernera
derecha del pantalón de Aron estaba empapada en sangre de conejo.
—Se sorprenderán de que hayamos cazado un conejo —aseguró Cal—. Si padre
está en casa se lo daremos a él. Le gusta el conejo para cenar.
—Muy bien —aprobó Aron muy contento—. Te diré lo que haremos. Se lo
entregamos los dos y no diremos quién lo mató.
Siguieron caminando en silencio durante algún tiempo, hasta que Cal dijo:
—Toda esta tierra es nuestra, hasta más allá del río.

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—Es de padre.
—Sí, pero cuando él muera será nuestra.
Aquélla era una idea nueva para Aron.
—¿Qué quieres decir con eso de cuando él muera?
—Todo el mundo muere —respondió Cal—. Como el señor Hamilton, que
también se murió.
—Ah, sí —asintió Aron—. Sí, se murió —dijo, pero era incapaz de relacionar la
muerte del señor Hamilton con su padre, que estaba vivo.
—Lo pusieron en una caja, luego excavaron un agujero y metieron la caja en él
—le explicó Cal.
—Sí, ya lo sé.
Aron deseaba cambiar de tema y pensar en otra cosa.
—Tengo un secreto —le confesó Cal.
—¿Qué es?
—Lo dirás.
—No, no lo diré si tú no quieres.
—No sé si debo decírtelo.
—Por favor, dímelo —le suplicó Aron.
—¿No se lo contarás a nadie?
—Te prometo que no.
—¿Dónde crees que está nuestra madre? —le preguntó Cal.
—Muerta.
—No, no lo está.
—Claro que lo está.
—Se escapó —dijo Cal—. Se lo oí decir a algunos hombres.
—Eran unos embusteros.
—Se escapó —repitió Cal—. ¿No dirás que te lo he dicho?
—No te creo —contestó Aron. Padre dice que está en el cielo.
—Muy pronto me iré en su busca y volveré a traerla aquí —le confesó Cal con
calma.
—¿Dónde decían esos hombres que estaba?
—No lo sé, pero ya la encontraré.
—Está en el cielo —insistió Aron—. ¿Por qué iba a decir padre una mentira?
Miró a su hermano, esperando que éste asintiese, pero Cal no respondió.
—¿No crees que está en el cielo con los ángeles? —volvió a insistir Aron, y
viendo que Cal tampoco respondía, preguntó—: ¿Quiénes eran esos hombres que lo
dijeron?
—Unos de la oficina de Correos de King City. No se dieron cuenta de que yo los
escuchaba. Pero tengo un oído muy fino. Lee dice que soy capaz de oír crecer la
hierba.
—¿Por qué se escapó? —preguntó Aron.

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—¿Qué sé yo? Acaso no le agradábamos.
Aron examinó aquella herejía.
—No —replicó—. Esos hombres eran unos embusteros. Padre dice que está en el
cielo. Y ya sabes que no le gusta hablar de ella.
—Será precisamente porque se escapó.
—No. Le pregunté a Lee acerca de ella y, ¿sabes lo que me respondió? Pues Lee
me dijo: «Vuestra madre os quería mucho, y todavía os quiere». Y me señaló una
estrella para que la mirase. Dijo que tal vez era nuestra madre, y que nos querría
mientras brillase aquella luz. ¿Crees que Lee es un mentiroso? —A través de sus
lágrimas incipientes, Aron observaba los ojos de su hermano, duros y calculadores,
en los que no brillaba ninguna lágrima.
Cal se sentía agradablemente excitado. Había descubierto otra arma, otra
herramienta secreta para emplearla en el propósito que le pareciese más conveniente.
Observó a Aron, vio sus labios temblorosos y las palpitaciones de las aletas de su
nariz. Aron iba a llorar, pero a veces, cuando se sentía impulsado a llorar, se convertía
en un temible luchador. Y cuando Aron lloraba y luchaba al mismo tiempo, era
peligroso. Nada le hacía daño, ni nada le detenía. Una vez, Lee lo sujetó entre sus
rodillas mientras el muchacho le golpeaba furiosamente los costados, hasta que,
después de mucho tiempo, fue calmándose. Y en aquella ocasión, las aletas de su
nariz también estaban palpitantes.
Cal desechó por el momento su nueva arma. Podía utilizarla en cualquier otra
ocasión, y sabía que era una de las más eficaces que había encontrado. La analizaría
con calma y decidiría cuándo y en qué medida le convenía empleada.
Pero tomó esa decisión demasiado tarde. Aron se abalanzó contra él, y el blando
cuerpo del conejo le golpeó el rostro. Cal retrocedió y exclamó:
—Era sólo una broma. Palabra, Aron: era sólo una broma. Aron se detuvo, y su
rostro mostraba dolor y sorpresa.
—No me gustan esas bromas —dijo, sollozando y secándose la nariz con la
manga.
Cal se acercó a él, lo abrazó y lo besó en la mejilla.
—No lo haré más —le prometió.
Los muchachos siguieron caminando en silencio durante cierto tiempo. La luz del
día comenzaba a desaparecer. Cal observó un cúmulo de nubes grises, que asomaba
por encima de las montañas y que el nervioso viento de marzo arrastraba.
—Habrá tormenta —afirmó. Caerá fuerte.
—¿De veras oíste a aquellos hombres? —preguntó Aron.
—Tal vez sólo fue mi imaginación —respondió prontamente Cal—. ¡Jesús, mira
esa nube!
Aron se volvió para mirar al negro monstruo, el que se hinchaba y se extendía por
el cielo como en desmadejados y oscuros ovillos, y bajo el cual se arrastraba una
larga cola de lluvia. Mientras la miraba, empezaron a surgir los relámpagos, y se

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propagó el sordo rumor del trueno, que, llevado por el viento, resonaba con sonido
hueco entre las laderas húmedas y cubiertas de hierba a ambos lados del valle,
rodando sobre las tierras bajas. Los muchachos se volvieron y echaron a correr hacia
la casa, porque el trueno resonaba a sus espaldas y los relámpagos cruzaban la
atmósfera formando lívidos zigzagues. Pero la nube los alcanzó, y las primeras
gruesas gotas cayeron al suelo desde el cielo surcado por los relámpagos. A su olfato
llegaba el dulce olor del ozono. Mientras corrían, aspiraban el aroma del trueno.
Cuando atravesaban la carretera y tomaban el camino que conducía a la casa, la
lluvia empezó a caer sobre ellos. Caía en sábanas y en columnas, y los muchachos
quedaron instantáneamente empapados, con el cabello pegado a la frente. El agua les
entraba en los ojos, y las plumas de pavo de sus sienes se inclinaron bajo su peso.
Cuando ya no podían estar más empapados, los muchachos dejaron de correr,
pues ya no había razón para encontrar un refugio. Se miraron y rieron alborozados.
Aron se descolgó el conejo, lo echó al aire, lo recogió y se lo arrojó a Cal. Y éste,
bromeando, se lo pasó alrededor del cuello, con la cabeza y las patas traseras bajo el
mentón, lo que hizo reír locamente a ambos muchachos. La lluvia susurraba en las
copas de los robles que había frente a la casa, y el viento turbaba su majestuosa
dignidad.

Los mellizos llegaron a la vista de las edificaciones del rancho a tiempo de ver a Lee
con la cabeza metida por el agujero central de un poncho amarillo e
impermeabilizado, conduciendo del ronzal un extraño caballo uncido a una calesa
endeble y con llantas de goma, en dirección al cobertizo.
—Ha venido alguien —dijo Cal—. ¿No ves ese coche?
Echaron a correr de nuevo, porque siempre les agradaba ver a los visitantes.
Cuando estuvieron cerca de las escaleras, disminuyeron el paso y dieron la vuelta a la
casa con cautela, porque los visitantes también les provocaban cierto recelo. Entraron
por la parte trasera y se quedaron en la cocina. Oyeron voces en el salón, la de su
padre y la de otro hombre. Y luego, una tercera voz les cortó el aliento, les estremeció
por completo. Era una voz de mujer, y aquellos muchachos habían visto muy pocas
mujeres. Entraron de puntillas en su cuarto y quedaron mirándose.
—¿Quiénes supones que son? —preguntó Cal.
Una gran emoción resplandeciente se había apoderado de Aron. Deseaba gritar:
«Tal vez es nuestra madre, que ha vuelto a casa». Pero después se acordó de que ella
estaba en el cielo, y que las personas no vuelven de allí.
—No sé. Voy a ponerme ropa seca —respondió.
Ambos muchachos se despojaron de sus empapadas vestiduras y se pusieron otras

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secas, réplica exacta de las primeras. Se quitaron las mojadas plumas de pavo, y se
peinaron con los dedos, echándose el cabello hacia atrás. Y durante todo este tiempo
estuvieron oyendo las voces, muy bajas; de vez en cuando la voz de la mujer se
alzaba sobre las demás, y en una ocasión se quedaron inmóviles y conteniendo la
respiración, porque habían oído una voz infantil, de niña, que les produjo tal
excitación que ni se atrevieron a mencionarlo.
Salieron en silencio al vestíbulo, y se deslizaron hacia la puerta del salón. Cal asió
el picaporte y lo hizo girar muy lentamente, tratando de no producir el menor chirrido
que pudiese traicionarles.
Cuando sólo habían abierto una rendija, Lee entró por la puerta de atrás, atravesó
sigilosamente el vestíbulo, se despojó del poncho y se calzó sus zapatillas. Al llegar a
la puerta del salón, encontró a los dos muchachos atisbando por ella.
—¿Queléis atisbal? —dijo en pidgin, y cuando Cal cerró la puerta y el pestillo
produjo un clic, Lee añadió de inmediato: Vuestro padre ha vuelto. Es mejor que
entréis.
Aron susurró roncamente:
—¿Quién hay ahí?
—Unos forasteros que pasaban por aquí y que se han visto obligados a entrar por
la lluvia.
Lee puso su mano sobre la de Cal, que estaba en el picaporte, y girándolo, abrió la
puerta.
—Los chicos han vuelto —anunció, y los dejó allí, en el umbral de la puerta
abierta.
—¡Entrad, chicos, entrad! —exclamó Adam.
Los muchachos caminaban con la cabeza baja y miraban de soslayo a los
forasteros, arrastrando los pies al andar. En el salón había un hombre con traje y una
mujer muy emperifollada. Su guardapolvo, sombrero y velo estaban en una silla junto
a ella, y a los muchachos les pareció que iba completamente vestida de seda negra y
encajes. En torno a su garganta lucía un cuello de encaje negro, muy almidonado.
Aquello ya era más que suficiente para colmar su día, pero aún no era todo. Al lado
de la mujer estaba sentada una niña, quizás algo más joven que los mellizos, pero no
mucho. Llevaba una pamela azul adornada en su parte delantera con encaje. Su
vestido era floreado, y en la cintura llevaba atado un delantalito provisto de bolsillos.
Tenía la falda vuelta, mostrando sus enaguas de punto de hilo rojo, con una puntilla
de frivolité. Los muchachos no podían verle la cara a causa de la pamela, pero
observaron que tenía las manos cruzadas en el regazo, y se distinguía fácilmente el
anillito blasonado de oro que llevaba en el dedo corazón.
Los dos muchachos contenían la respiración y comenzaron a marearse debido al
esfuerzo por retener el aliento.
—Éstos son mis chicos —les presentó su padre—. Son mellizos. Éste es Aron y
éste es Caleb. Chicos, dad la mano a estos señores.

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Los muchachos avanzaron con la cabeza baja y tendieron las manos en un
ademán de rendición desesperada. Sus fláccidas manos fueron asidas por el caballero
y luego por la dama cubierta de encajes. Aron era el primero, y cuando se giró para
no tener que saludar a la niña la señora dijo:
—¿Es que no quieres saludar a mi hija?
Aron se encogió de hombros y alargó la mano con ademán indefenso en dirección
a la niña, de misterioso rostro. Pero no ocurrió nada, y las inanimadas salchichas de
sus dedos no fueron asidas, ni agarradas, ni oprimidas, ni arañadas. Su mano quedó
simplemente tendida en el aire ante ella. Aron miró a través de sus párpados
entornados para ver qué ocurría.
La niña también tenía la cabeza baja, pero la pamela suponía una ventaja. Su
manita derecha, la que lucía el anillo blasonado en el dedo corazón, se tendió
también, pero no hizo el menor movimiento para aproximarse a la de Aron.
Aron miró de reojo a la señora, que sonreía con la boca entreabierta. En la
habitación reinaba un silencio embarazoso. Y entonces Aron oyó una risita contenida
de Cal.
Aron asió la mano de la niña y la agitó arriba y abajo por tres veces. Era tan suave
como un pañuelo de pétalos de rosas, y él sintió un placer abrasador por sus venas.
Dejó la mano de la niña y metió la suya en el bolsillo. Cuando se apartaba
apresuradamente, vio a Cal que avanzaba, estrechaba la mano de la niña con toda
seriedad, y decía: «¿Cómo estás?». Aron se había olvidado de decirlo, así es que lo
dijo entonces, después de su hermano, lo cual resultó extraño. Adam y los forasteros
rieron.
—Al señor y a la señora Bacon por poco les sorprende la lluvia —les replicó
Adam.
—Hemos tenido suerte de perdernos por aquí —aseguró el señor Bacon—.
Buscábamos el rancho de Long.
—Está mucho más lejos. Tenían que haber tomado el primer desvío a la izquierda
de la carretera principal, en dirección sur. —Adam prosiguió, dirigiéndose a los
muchachos—: El señor Bacon es inspector del condado.
—No sé por qué, pero me tomo ese cargo muy en serio —afirmó el señor Bacon,
y se dirigió a su vez a los muchachos—: Mi hija se llama Abra, muchachos. ¿No os
parece un nombre divertido? —Empleaba el tono que los adultos suelen utilizar para
dirigirse a los niños. Se volvió hacia Adam y recitó con poético sonsonete—: «Antes
de pronunciar su nombre, Abra terminó; y aunque llamé a otra, Abra acudió», de
Matthew Prior. No digo que no hubiese deseado un hijo, pero Abra es una gran
ayuda. Levanta la cabeza, querida.
Abra no se movió. Seguía con las manos cruzadas en el regazo.
—«Y aunque llamé a otra, Abra acudió» —repitió su padre con fruición.
Aron observó que su hermano miraba la pequeña pamela con cierto temor. Y
entonces dijo huraño:

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—Abra no me parece un nombre nada divertido.
—Mi marido no quería decir exactamente divertido —explicó la señora Bacon—,
sino más bien curioso. —Y siguió explicándole a Adam—: Mi marido encuentra las
cosas más raras en los libros. ¿No deberíamos marcharnos, querido?
—Oh, no se vayan todavía, señora. Lee está preparándoles un poco de té. Les
reconfortará —dijo Adam al instante.
—¡Es usted muy amable! —exclamó la señora Bacon, y prosiguió: Niños, ya no
llueve. Salid afuera a jugar.
Su voz poseía tal autoridad que los niños se fueron. Aron el primero, Cal el
segundo y Abra tras ellos.

En el salón, el señor Bacon cruzó las piernas y dijo:


—Tiene usted una finca con grandes posibilidades. ¿Son muy extensas sus
propiedades?
—Tengo una buena franja de terreno. Cruza el río y sube por el otro lado. Es una
buena propiedad —respondió Adam.
—Entonces, ¿las tierras del otro lado de la carretera también son suyas?
—Así es, aunque me avergüenza tener que admitirlo. Las tengo muy descuidadas.
Jamás las he cultivado. Tal vez trabajé demasiado la tierra en mi adolescencia.
El señor y la señora Bacon tenían los ojos fijos en Adam, y éste se dio cuenta de
que debía ofrecerles algunas explicaciones para hacerles comprender por qué tenía
abandonadas sus tierras.
—Supongo que soy un perezoso. Y mi padre no me hizo ciertamente un favor al
dejarme lo suficiente para vivir sin trabajar —añadió.
Bajó los ojos, pero advirtió la sensación de alivio que experimentaron los Bacon.
Tratándose de un hombre rico, no podía considerarse pereza. Sólo los pobres eran
perezosos, de la misma manera que también eran ignorantes. Un hombre rico que no
supiese nada de nada era un caprichoso o un rebelde.
—¿Quién cuida de los chicos? —preguntó la señora Bacon. Adam rió.
—Quien se ocupa de ellos es Lee, aunque ya no lo hará por mucho tiempo.
—¿Lee?
Adam empezaba a sentirse irritado con tanta pregunta.
—Sólo tengo un sirviente —aclaró.
—¿Se refiere usted al chino que hemos visto?
La señora Bacon parecía sorprendida.
Adam le sonrió. Al principio aquella señora lo había asustado, pero ahora se
sentía más tranquilo.

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—Fue Lee quien crió a los chicos, y al mismo tiempo se ocupó de mí —dijo.
—Pero ¿nunca los ha cuidado una mujer?
—No.
—¡Pobres criaturas! —exclamó ella.
—Son algo salvajes, pero fuertes como un roble —afirmó Adam—. Supongo que
todos nos hemos vuelto salvajes, como la tierra. Pero ahora Lee se marcha. No sé qué
haremos sin él.
La señora Bacon carraspeó cuidadosamente, con el fin de aclararse la garganta
para lo que iba a decir.
—¿No ha pensado usted en la educación de sus hijos?
—No, no mucho.
—Mi marido es un apasionado de la educación —respondió la señora Bacon.
—La educación es la llave del futuro —aclaró el señor Bacon.
—¿Qué clase de educación? —preguntó Adam.
El señor Bacon prosiguió:
—Un hombre instruido lo posee todo. Sí, yo creo en la antorcha de la instrucción.
—Se inclinó y su voz adquirió un tono confidencial—. Ya que usted no está decidido
a cultivar sus tierras, ¿por qué no las arrienda y se traslada a la capital del condado,
donde tendrá a mano nuestras estupendas escuelas públicas?
Durante un segundo, Adam sintió el impulso de replicar: «¿Por qué no se ocupa
de sus propios asuntos?». Pero en su lugar, preguntó:
—¿Cree usted que sería una buena idea?
—Me parece que podría encontrarle un colono bueno y de confianza —le ofreció
el señor Bacon—. No veo razón para que no saque usted un beneficio de sus tierras,
aunque no viva en ellas.
Lee entró con gran estruendo trayendo el té. Había oído lo suficiente a través de
la puerta para convencerse de que Adam encontraba bastante pesados a sus visitantes.
Lee estaba completamente seguro de que no les gustaba el té, y suponiendo que les
gustara, sin duda encontrarían malísimo el que les había preparado. Y cuando lo
tomaron, ensalzándolo y haciendo toda clase de cumplidos, confirmó sus sospechas
de que los Bacon se traían algo entre manos. Lee trató de captar la mirada de Adam,
pero no pudo. Adam examinaba con atención la estera que tenía a sus pies.
—Mi marido ha formado parte del Consejo Escolar durante muchos años —
comentó la señora Bacon.
Pero Adam no oyó lo que ella dijo a continuación, ni lo que su marido replicó.
Adam pensaba en un enorme globo terráqueo, suspendido y balanceándose de la
rama de uno de sus robles. Y sin saber bien por qué, evocó la figura de su padre,
renqueando con su pata de palo, a la que golpeaba con un bastón para llamar la
atención. Adam veía el rostro firme y marcial de su padre, mientras los obligaba, a él
y a su hermano, a hacer la instrucción y a llevar pesados bultos para fortalecerles los
hombros. Como ruido de fondo a sus cavilaciones, se oía el monótono zumbido de la

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voz de la señora Bacon. Adam sentía a sus espaldas el peso del saco lleno de piedras.
Veía el rostro de Charles que sonreía con ironía; Charles, con su mirada huidiza y
salvaje y su genio violento. De pronto, Adam deseó ver a Charles. Podía hacer un
viaje y llevarse a los chicos con él. Se golpeó la pierna, con nerviosismo.
La señora Bacon interrumpió su perorata.
—Perdón, ¿cómo dice?
—Oh, lo siento —respondió Adam—. Acabo de recordar que se me había
olvidado una cosa.
Los Bacon esperaban cortés y pacientemente su explicación. Adam pensó: «¿Por
qué no? Yo no voy a presentarme para inspector. Tampoco formo parte del Consejo
Escolar. ¿Por qué no, pues?». Y calmó la curiosidad de sus huéspedes: Acabo de
acordarme de que he olvidado escribir a mi hermano durante diez años.
La pareja se estremeció ante semejante afirmación, y se miraron entre sí.
Lee había llenado de nuevo sus tazas. Adam vio que el chino hinchaba sus
carrillos, y luego oyó el resoplido de felicidad que lanzó cuando se halló en la
seguridad del vestíbulo. Los Bacon no hicieron el menor comentario del incidente;
preferían hacerlo a solas.
Lee comprendió muy bien cuál era el deseo de los Bacon; así que se precipitó al
cobertizo, enganchó la calesa de llantas de goma y la llevó frente a la puerta de
entrada.

Cuando Abra, Cal y Aron salieron, se quedaron los tres juntos en el pequeño pórtico
cubierto, contemplando las gotas de lluvia que caían de los enormes robles. El
nubarrón había pasado y los truenos resonaban ya distantes, pero seguía lloviendo de
una forma continuada y persistente, sin visos de querer cesar en varias horas.
—Esa señora dijo que había parado de llover —se quejó Aron.
—No lo miró. Habla siempre sin comprobar las cosas —respondió Abra con
sensatez.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó Cal.
—Diez, y pronto cumpliré once —contestó Abra.
—¡Bah! —dijo Cal—. Nosotros tenemos once y vamos a cumplir pronto doce.
Abra se echó atrás la pamela que le rodeaba la cabeza como un halo. Era bonita,
con el cabello oscuro dividido en dos trenzas. Tenía la frente redonda y arqueada, y
las cejas rectas. Algún día su naricilla sería delicada y respingona, pero ahora sólo era
un pequeño botón. Sin embargo, poseía dos rasgos característicos que nunca
desaparecerían: la firmeza del mentón y una boca tan dulce como una flor, muy
grande y de labios sonrosados. Sus ojos almendrados, agudos e inteligentes, se

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hallaban desprovistos por completo de temor. Miraba fijamente el rostro y los ojos de
los muchachos, uno después del otro, y no mostraba el menor indicio de la timidez
que había fingido en el interior de la casa.
—No creo que seáis mellizos —observó. No os parecéis mucho.
—Pues lo somos —respondió Cal.
—Lo somos —repitió Aron.
—Hay mellizos que no se parecen —insistió Cal.
—Los hay a docenas —corroboró Aron. Lee nos lo explicó: si la madre tiene un
huevo, los gemelos se parecen. Si tiene dos, no se parecen.
—Nosotros somos dos huevos —sentenció Cal.
Abra sonrió divertida ante los mitos de aquellos muchachos campesinos.
—Huevos —repitió. ¡Bah, huevos! —no lo dijo ni en voz alta ni con aspereza,
pero la teoría de Lee comenzó a resquebrajarse hasta que ella la derrumbó por
completo—. ¿Cuál de vosotros está frito? —preguntó—. ¿Y cuál escalfado?
Los muchachos intercambiaron miradas de desasosiego. Era su primera
experiencia con la inexorable lógica de las mujeres, tanto más arrolladora o
especialmente arrolladora cuando es errónea. Constituía una nueva experiencia para
ellos, que les excitaba y espantaba a la vez.
—Lee es un chino —puntualizó Cal.
—Ah, vamos —respondió Abra amablemente—. Haberlo dicho. En ese caso,
puede que seáis huevos de porcelana, como los que se ponen en un nido.
Se interrumpió para permitir que su dardo se clavase profundamente. Miró cómo
desaparecía toda oposición y todo deseo de lucha. Abra dominaba, y se había
convertido en la dueña de la situación.
—Vamos a jugar a la casa vieja. Hay algunas goteras, pero es muy bonita —
sugirió Aron.
Corrieron bajo los robles rezumantes hasta la vieja mansión de Sánchez, y se
precipitaron por la puerta abierta, cuyos enmohecidos goznes chirriaban sin cesar.
La casa de adobe había entrado en su segunda fase de decadencia. La gran sala
que se extendía a todo lo largo de la fachada estaba medio encalada, y una línea
blanca recorría las paredes hasta un punto determinado, que indicaba el momento en
que los operarios la abandonaron hacía más de diez años. Las ventanas,
profundamente empotradas, con los marcos reconstruidos, seguían sin cristales. El
suelo nuevo tenía manchas de humedad, y un montón de papeles y ennegrecidas
bolsas de clavos, que no formaban ya más que una masa enmohecida y erizada de
puntas, ocupaban un rincón de la habitación.
Mientras los niños permanecían en el umbral, un murciélago salió volando de las
profundidades de la casa. La gris bestezuela giró vertiginosamente de un extremo a
otro de la estancia, para desaparecer al final por la puerta abierta.
Los muchachos condujeron a Abra por toda la casa y abrieron las puertas de los
baños para enseñarle los lavabos, retretes y lámparas que todavía estaban en los

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cestos y a la espera de su colocación. En el aire flotaba un olor a moho y a papel
húmedo. Los tres niños andaban de puntillas, sin pronunciar palabra, por temor a los
ecos que resonaban en las paredes de la casa vacía.
De vuelta a la gran sala, los mellizos se encararon con la niña.
—¿Te ha gustado? —preguntó Aron en voz baja, para evitar el eco.
—Sí —admitió ella con vacilación.
—A veces venimos a jugar aquí —explicó Cal con atrevimiento—. Puedes venir
y jugar con nosotros si quieres.
—Yo vivo en Salinas —dijo Abra con un tono que les dio a entender que trataban
con un ser superior que no tenía tiempo para rústicos solaces.
Abra observó que había hecho pedazos su más querido tesoro. Y, aunque conocía
las debilidades de los hombres, le gustaban; además, ella era una dama.
—Cuando pasemos alguna vez cerca de aquí, vendré a jugar con vosotros un
poquito —aceptó condescendiente, y ambos muchachos se lo agradecieron.
—Te daré mi conejo —dijo Cal de pronto—. Pensaba dárselo a mi padre, pero
puedes quedarte con él.
—¿Qué conejo?
—El que hemos matado hoy, le dimos en mitad del corazón con una flecha.
Apenas si se movió.
Aron le miró, sintiéndose ofendido.
—Era mi…
Cal le interrumpió.
—Podrás llevártelo a casa. Es muy grande.
—Pero ¿qué queréis que haga yo con un sucio conejote todo manchado de
sangre? —preguntó Abra.
—Yo te lo lavaré, te lo pondré en una caja y le ataré las patas con un cordel, y si
no quieres comértelo, puedes enterrarlo en Salinas cuando tengas tiempo —se
apresuró a ofrecer Aron.
—Yo voy a entierros de verdad —manifestó Abra—. Ayer fui a uno. Había flores
hasta una altura como la de este techo.
—¿Es que no quieres nuestro conejo? —preguntó Aron.
Abra le miró la cabellera dorada y ensortijada y los ojos que parecían próximos a
anegarse en llanto, y sintió en su pecho infantil esa nostalgia y dulce comezón que es
el principio del amor. Sintió deseos de tocar a Aron, y así lo hizo. Puso su mano sobre
el brazo del muchacho, y sintió su temblor bajo la presión de sus dedos.
—Me lo quedaré si lo pones en una caja —respondió.
Una vez controlada la situación, Abra miró a su alrededor e inspeccionó sus
conquistas. Estaba tan orgullosa, que ningún principio masculino podía asustarla. Se
sentía llena de condescendencia hacia aquellos muchachos. Reparó en sus gastadas
ropas, lavadas una y otra vez, y remendadas por Lee. Le pareció estar viviendo un
cuento de hadas.

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—Pobrecillos —dijo—. ¿Os pega vuestro padre?
Ellos movieron negativamente la cabeza. Se sentían interesados, pero
desconcertados.
—¿Sois muy pobres?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Cal.
—¿Os sentáis junto a las cenizas y tenéis que ir a buscar agua y leña?
—Pero ¿qué dices? —exclamó Aron.
Ella evitó responder, prosiguiendo con su fantasía:
—Pobres muchachos —repitió, y se sintió como si sostuviese en la mano una
varita con una estrella centelleante en su extremo—. ¿Vuestra malvada madrastra os
odia y quiere mataros?
—No tenemos madrastra —contestó Cal.
—Ni madre tampoco —aclaró Aron. Nuestra madre murió.
Estas palabras echaron por tierra el cuento que ella estaba forjando, pero casi
inmediatamente lo remplazó por otro. La varita había desaparecido, pero ahora Abra
llevaba un gran sombrero con plumas y un gran cesto al brazo, del cual emergían las
patas de un pavo.
—Pobrecitos huérfanos de madre —expresó con dulzura—. Yo seré vuestra
madre. Yo os sostendré y meceré, y os contaré cuentos.
—Somos demasiado grandes —dijo Cal—. No podrías sostenernos.
Abra pareció no darse por enterada de aquella brutal afirmación. Aron, en
cambio, parecía fascinado por su historia. Sus ojos tenían una expresión risueña y se
sentía ya en brazos de la niña, la cual volvió a experimentar el mismo arrebato
amoroso por el muchacho. Dijo entonces, manifestando su contento:
—Decidme, ¿le hicisteis un entierro muy bonito a vuestra madre?
—No nos acordamos —respondió Aron. Éramos demasiado pequeños.
—¿Dónde está entrada? Podríais ir a ponerle flores encima de la tumba. Nosotros
lo hacemos siempre por la abuelita y tío Alberto.
—No lo sabemos —dijo Aron.
Los ojos de Cal mostraron un interés nuevo, una expresión resplandeciente y casi
de triunfo.
—Le preguntaré a papá dónde está, para que podamos llevarle flores —manifestó
con ingenuidad.
—Yo te acompañaré —prometió Abra—. Tejeré una guirnalda y te enseñaré
cómo se hace.
Observó que Aron no decía nada.
—¿No quieres que haga una guirnalda?
—Sí —contestó.
Ella no pudo evitar tocarle. Le dio unos golpecitos en la espalda y luego le rozó la
mejilla.
—A tu mamá le agradará —le aseguró—. Hasta en el cielo se enteran de lo que

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hacemos y nos observan. Al menos eso dice mi padre. Sabe un poema acerca de eso.
—Voy a envolver el conejo —dijo Aron—. Guardé la caja de los calzoncillos.
Salió corriendo de la vieja mansión, y Cal, sonriendo, observó cómo se alejaba.
—¿De qué te ríes? —preguntó Abra.
—Oh, de nada —respondió Cal, con los ojos fijos en ella.
Ella trató de hacerle apartar la mirada, en lo cual era maestra, pero no lo
consiguió. Al principio él se había sentido muy tímido, sin embargo ahora aquella
sensación había desaparecido y el triunfo conseguido sobre Abra le hizo reír. Se había
dado cuenta de que la niña prefería a su hermano, pero eso no era nada nuevo para él.
Casi todo el mundo prefería a Aron, con sus cabellos de oro y su natural abierto que
provocaba el afecto de todos. Por el contrario, las emociones de Cal estaban siempre
ocultas en lo más hondo de su ser y sólo asomaban cautelosamente, listas para
retirarse o atacar. Empezaba a castigar a Abra por el afecto que mostraba hacia su
hermano, y lo hacía muy bien, pues lo había practicado desde el mismo instante en
que se percató de que podía ejercer ese tipo de poder. Había perfeccionado esos
castigos silenciosos hasta tal punto que casi se consideraba su inventor.
Acaso la diferencia entre los dos muchachos se podía describir mejor de la
siguiente manera: si Aron descubría por casualidad el montículo de un hormiguero en
un pequeño calvero de la maleza, se echaría de bruces al suelo y observaría todos los
complicados detalles de la vida de las hormigas: cómo unas arrastraban los blancos
huevecillos, cómo dos miembros de la comunidad se saludaban uniendo sus antenas,
con las que entablaban una conversación… Durante horas enteras el muchacho
permanecería absorto en la contemplación del suelo.
Si, por el contrario, Cal descubría el hormiguero, lo destrozaría a patadas y
contemplaría cómo las frenéticas hormigas trataban de remediar el desastre. Aron se
sentía contento de ser una parte de su mundo, pero Cal, por el contrario, debía
cambiarlo.
Cal no se preguntaba por qué todo el mundo quería más a su hermano, sino que
había desarrollado un método para que eso no le afectara e incluso le pareciera bien.
Trazaba sus planes y esperaba hasta que la persona que expresaba su admiración por
su hermano se descubría, y entonces ocurría algo y la víctima jamás sabía cómo o por
qué. De la venganza, Cal extraía una especie de fuerza y de poder, y de éste, la
alegría. Era la emoción más fuerte y más pura que conocía. En lugar de odiar a su
hermano, le quería porque, por lo general, era precisamente la causa de sus triunfos.
Había olvidado —si es que alguna vez se había dado cuenta— que castigaba porque
deseaba ser amado como Aron. Y le gustaba tanto, que prefería aquello a lo que Aron
poseía.
Abra había iniciado un nuevo proceso en la mente de Cal con su acción de tocar a
Aron y con la suavidad de su voz al dirigirse a él. La reacción de Cal fue automática.
Su cerebro indagó y tanteó a Abra, buscando un punto débil en la niña; y era tan listo
que casi inmediatamente encontró uno en las palabras que pronunció. Hay niños que

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desean ser todavía más infantiles de lo que son, mientras que otros quieren parecer
adultos. Muy pocos están contentos con su edad. Abra quería ser mayor y simulaba,
hasta donde podía, ademanes y emociones propias de los adultos. Había dejado muy
atrás la primera infancia; sin embargo, no era todavía capaz de ser como las personas
mayores que admiraba. Cal se dio cuenta y eso le proporcionó el instrumento que
necesitaba para destruir aquel hormiguero.
Sabía poco más o menos lo que su hermano tardaría en encontrar la caja, y se
imaginaba lo que ocurriría. Aron tendría que limpiar la sangre del conejo, y eso
requeriría tiempo; después, tardaría otro rato en encontrar cordel, y finalmente tendría
que atarlo todo cuidadosamente. Y, entretanto, Cal sabía que se estaba haciendo
dueño de la situación. Veía cómo Abra empezaba a vacilar, y sabía que todavía podía
llegar mucho más lejos.
Al final, Abra apartó la mirada y preguntó:
—¿Por qué miras tan fijamente a la gente?
Cal posó su mirada en los pies de la niña y fue levantando poco a poco los ojos,
examinándola tan fríamente como si se tratase de una silla. Sabía que aquello ponía
nervioso incluso a un adulto.
Abra no aguantó más y explotó:
—¿Es que tengo monos en la cara?
—¿Vas al colegio? —le preguntó Cal.
—Claro que sí.
—¿En qué curso estás?
—En quinto.
—¿Cuántos años tienes?
—Voy a cumplir once.
Cal rió.
—¿Qué pasa? —Preguntó la niña. Pero él no respondió—. ¡Vamos, dime! ¿Qué
pasa? —Pero él siguió sin responder—. Te crees muy listo —dijo Abra, pero como
Cal continuó riéndose de ella, añadió con inquietud—: Me gustaría saber por qué
tarda tanto tu hermano. Mira, ya no llueve.
—Supongo que estará buscándolo —contestó Cal.
—¿Quieres decir el conejo?
—Oh, no. Ése ya lo tiene, está muerto. Pero tal vez no pueda atrapar al otro. Se
escapa.
—¿Atrapar qué? ¿Qué es lo que se escapa?
—No le gustaría que te lo dijese —respondió Cal—. Quiere que sea una sorpresa.
Lo atrapó el viernes pasado. Además, le mordió.
—Pero ¿de qué estás hablando?
—Ya lo verás cuando abras la caja —dijo Cal—. Apuesto a que te dice que no la
abras enseguida.
Aquélla no era una suposición gratuita, pues Cal conocía a su hermano.

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Abra comprendió que no sólo perdía la batalla, sino toda la guerra. Comenzó a
sentir odio por aquel chico. Rebuscó en su mente el repertorio de réplicas mordaces
que poseía, pero las desechó todas descorazonada, pues sabía que no producirían el
menor efecto. Por lo tanto, se refugió en el silencio. Salió de la casa y miró hacia
donde debían de hallarse sus padres.
—Creo que regresaré a la casa —manifestó.
—Espera —dijo Cal.
Ella se volvió cuando él llegó a su lado.
—¿Qué quieres? —le preguntó fríamente.
—No te enfades conmigo —le rogó Cal—. Tú no sabes lo que pasa aquí. Tendrías
que ver la espalda de mi hermano.
Aquel cambio de tono la sorprendió. Cal la desconcertaba al no permitirle adoptar
una actitud determinada, y él había adivinado acertadamente el interés de la niña por
las situaciones románticas. Habló con voz baja y confidencial, y ella bajó también la
voz para ponerla a tono con la de él.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué ocurre con su espalda?
—La tiene llena de cicatrices —aseguró Cal—. Es el chino.
Ella se estremeció y se inclinó llena de interés.
—¿Qué le hace? ¿Le pega?
—Peor todavía.
—¿Por qué no se lo decís a vuestro padre?
—No nos atrevemos. ¿Sabes lo que pasaría si se lo dijéramos?
—No. ¿Qué?
Él movió la cabeza.
—No —y parecía pensar profundamente—. No me atrevo a decírtelo.
En aquel momento apareció Lee en la puerta del cobertizo, conduciendo el
caballo de los Bacon enganchado a la destartalada calesa de llantas de goma. El señor
y la señora Bacon salieron de la casa y miraron automáticamente al cielo.
—Ahora no puedo contártelo. El chino se enteraría —dijo Cal. La señora Bacon
la llamó:
—¡Abra, date prisa, que nos vamos!
Lee cuidaba de la impaciente cabalgadura, mientras la señora Bacon subía al
coche ayudada por su marido.
Aron llegó corriendo, rodeando la casa y trayendo una caja de cartón, atada con
muchas vueltas de cordel y muchos nudos, y se la entregó a Abra.
—Toma —dijo, y le advirtió: No lo abras hasta llegar a casa. Cal observó una
expresión de repulsión en el rostro de Abra, que apartó las manos de la caja.
—Tómala, querida —le indicó su padre—. Date prisa, que es muy tarde.
Y obligó a la niña a coger la caja.
Cal se acercó a Abra.
—Quiero decirte una cosa al oído —dijo, y acercó su boca a la oreja de la niña—.

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Te has mojado los pantalones.
La niña se sonrojó y bajó la pamela sobre el rostro. La señora Bacon la cogió por
debajo de los brazos y la subió a la calesa.
Lee, Adam y los mellizos contemplaron cómo el caballo comenzaba a correr a
buen trote.
Antes de llegar al primer recodo del camino, Abra sacó la mano y la caja salió
disparada hacia atrás, cayendo en el polvo. Cal miró el rostro de su hermano y pudo
observar la decepcionada expresión de sus ojos. Cuando Adam hubo entrado en la
casa y Lee se fue con un cuenco de grano a dar de comer a las gallinas, Cal le rodeó
los hombros y lo abrazó para consolarlo.
—Quería casarme con ella —afirmó Aron—. Había puesto una carta en la caja,
preguntándole si quería ser mi novia.
—No te entristezcas —dijo Cal—. Te dejaré mi escopeta, si quieres.
Aron movió convulsivamente la cabeza.
—Tú no tienes escopeta.
—¿Que no la tengo? —dijo Cal—. ¿Estás seguro?

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Capítulo 28

Durante la cena los chicos descubrieron el cambio operado en su padre. Se habían


acostumbrado a considerarlo como una mera presencia, unos oídos que oían pero no
escuchaban, unos ojos que miraban y no veían. Era la sombra de su padre. Los niños
nunca le habían contado sus cosas y descubrimientos, ni le habían hablado de sus
necesidades. Su único contacto con el mundo de los adultos había sido Lee, que se las
había arreglado no sólo para criarlos, alimentarlos, vestirlos y disciplinarlos, sino que
también les había inculcado el respeto a su padre. Adam constituía todo un misterio
para ellos, y las órdenes y las leyes paternas se mostraban únicamente a través de
Lee, quien, a pesar de ser su autor, las atribuía a Adam.
Aquella noche, la primera después del retorno de Adam de Salinas, Cal y Aron se
quedaron sorprendidos al principio, y luego se sintieron algo turbados al darse cuenta
de que Adam los escuchaba, les hacía preguntas, los miraba y los veía. Aquel cambio
les hizo sentirse incómodos.
—Sé que hoy habéis estado cazando —dijo Adam.
Los muchachos adoptaron una actitud cautelosa, como suelen hacer siempre los
hombres al enfrentarse con una situación nueva.
—Sí señor —admitió Aron al cabo de un instante.
—¿Habéis cazado alguna pieza?
Esta vez la pausa fue más larga, pero Aron respondió también:
—Sí, señor.
—¿Qué habéis cazado?
—Un conejo.
—¿Con arcos y flechas? ¿Quién le dio?
—Disparamos los dos a la vez. No sabemos quién le dio —respondió Aron.
—¿No conocéis cuáles son vuestras flechas? —preguntó Adam—. Cuando yo era
como vosotros, solía marcar las mías.
Esta vez Aron no contestó y pareció hallarse muy turbado. Y Cal, después de un
momento, respondió:
—Bien, era mi flecha, pero pensamos que podía estar en el carcaj de Aron.
—¿Qué os hace pensar eso?
—No sé —respondió Cal—. Pero a mí me parece que fue Aron quien mató al
conejo.
Adam miró a Aron.
—¿Tú qué opinas?
—Es posible que le diera, pero no estoy seguro.

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—Veo que manejáis muy bien la situación.
La expresión de alarma desapareció del rostro de los niños. Aquélla no parecía ser
una trampa.
—¿Dónde está el conejo? —preguntó Adam.
—Aron se lo regaló a Abra —respondió Cal.
—Pero ella lo tiró —respondió Aron.
—¿Por qué?
—No lo sé. Además, yo me quería casar con ella.
—¿Querías casarte?
—Sí, señor.
—¿Y tú qué, Cal?
—Aron puede quedarse con ella —replicó Cal.
Adam rió, y los muchachos no recordaron haberlo oído reír en la vida.
—¿Es simpática? —preguntó Adam.
—Oh, sí —contestó Aron—. Es simpática y buena.
—Me alegra saberlo, si es que va a convertirse en mi nuera.
Lee retiró los platos de la mesa, y después de trastear un momento en la cocina,
regresó al comedor.
—¿Qué, os parece que vayamos a acostarnos? —preguntó a los chicos.
Ellos lo miraron con expresión de protesta.
—Siéntate y déjalos que se queden un rato —le indicó Adam.
—Ya he revisado todas las cuentas. Podemos examinarlas más tarde —manifestó
Lee.
—¿Qué cuentas, Lee?
—Las de la casa y el rancho. Usted dijo que quería saber de cuánto dispone.
—¡No he revisado las cuentas desde hace más de diez años, Lee! —antes nunca
quería hacerlo.
—Sí, tienes razón. Pero siéntate un momento. Aron quiere casarse con la niña que
ha venido hoy.
—¿Estáis ya prometidos? —preguntó Lee.
—No creo que ella le haya dado todavía el sí —respondió Adam—. Eso nos
proporcionará todavía un poco de tiempo.
Cal perdió rápidamente el miedo a la nueva situación, y examinaba aquel
hormiguero con ojos calculadores, tratando de averiguar cómo podría destrozarlo con
el pie. Al final, tomó una decisión.
—Realmente es una niña muy simpática —aseguró. Me gusta. ¿Sabe usted por
qué? Pues porque nos dijo que le preguntásemos dónde está la tumba de nuestra
madre, para que pudiésemos llevarle algunas flores.
—¿Podríamos ir, padre? —preguntó Aron—. Dijo que nos enseñaría a tejer
guirnaldas.
Adam pensó apresuradamente. No era bueno empezar con una mentira; además,

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le faltaba práctica. La rapidez y claridad con que la solución le vino a la mente le
asustó.
—Me gustaría mucho poder hacerlo, chicos —contestó—. Pero tenéis que saber
que la tumba de vuestra madre está situada en su tierra natal.
—¿Por qué? —preguntó Aron.
—Verás, hay personas que desean ser enterradas en el lugar donde nacieron.
—Pero ¿cómo llegó allí? —preguntó Cal.
—La metimos en un tren y la enviamos a ese lugar, ¿no es verdad, Lee?
El interrogado asintió.
—Con nosotros ocurre lo mismo —aseguró—. Casi todos los chinos envían los
cadáveres de sus parientes a China.
—Ya lo sabía —respondió Aron—. Ya nos lo habías contado antes.
—¿Ah sí? —preguntó Lee.
—Claro que sí —dijo Cal, que se sentía algo decepcionado.
Adam cambió enseguida de tema.
—El señor Bacon me hizo una sugerencia esta tarde —empezó a decir—. Me
gustaría que pensaseis en ella, muchachos. Dijo que sería mejor para vosotros que nos
trasladásemos a Salinas, donde hay escuelas muy buenas y muchos niños con los que
podríais jugar.
Aquella idea dejó sorprendidos a los muchachos.
—¿Y qué haríamos con esto? —preguntó Cal, señalando las tierras.
—Conservaríamos el rancho, por si algún día quisiéramos volver.
—Abra vive en Salinas —añadió Aron.
Y eso era suficiente para él, pues ya había olvidado el incidente de la caja. Su
mente se hallaba embargada por la imagen de la niña con su pequeño delantal, su
pamela y sus deditos suaves.
—Bueno, ya lo pensaréis —continuó diciendo Adam—. Me parece que ya
empieza a ser hora de que os vayáis a la cama. ¿Por qué no habéis ido hoy a la
escuela?
—La maestra está enferma —le explicó Aron.
Lee corroboró aquella afirmación.
—La señorita Culp está enferma desde hace tres días —dijo—. No tienen clase
hasta el lunes. Vamos, chicos.
Los mellizos lo siguieron obedientemente y abandonaron el comedor.

Adam se quedó sentado y sonriendo, mirando con expresión distraída la lámpara y


golpeándose la rodilla con un dedo, hasta que volvió Lee.

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—¿Saben algo? —le preguntó.
—Lo ignoro —respondió Lee.
—Puede que se lo dijera la niña.
Lee fue a la cocina y volvió con una gran caja de cartón.
—Aquí están las cuentas. He unido con una goma las de cada año. Las he
repasado y están completas.
—¿Quieres decir que están todas?
—Hay un libro para cada año y recibos de todo —le explicó Lee—. ¿No quería
saber cuánto tenía? Pues aquí lo tiene todo. ¿Está verdaderamente decidido a irse?
—No lo sé, lo estoy pensando.
—Me parece que sería conveniente que, de una manera u otra, los niños supiesen
la verdad.
—Eso destruiría la imagen que se han forjado de su madre, Lee.
—Pero ¿no ha pensado usted en el otro peligro?
—¿A qué te refieres?
—Suponga que descubren por ellos mismos la verdad. Hay muchas personas que
lo saben.
—Pero quizá, cuando sean mayores, no les producirá tanto efecto.
—No estoy de acuerdo —replicó Lee—. Pero ése no es el peligro principal.
—Me cuesta bastante comprenderte, Lee.
—Pienso en la mentira, y en su efecto tan devastador. Si alguna vez descubren
que les ha mentido sobre su madre, las verdades que les pudiera haber dicho se
resentirían, y ya no creerán en nada.
—Sí, ya comprendo. Pero ¿qué quieres que les diga? No voy a contarles la cruda
verdad.
—Pero sí podría decirles una verdad a medias, lo suficiente para no menoscabar
el concepto que tienen de usted.
—Tendré que pensarlo, Lee.
—Si va a vivir a Salinas, el peligro será mayor.
—Tendré que pensarlo —repitió Adam.
Lee seguía insistiendo.
—Mi padre me habló de mi madre cuando yo era muy pequeño, y no usó muchos
atenuantes. Me lo repitió varias veces, a medida que yo iba creciendo. No era lo
mismo, desde luego, pero tampoco era muy agradable. Sin embargo, le estoy muy
agradecido por habérmelo dicho. Prefiero haberlo sabido.
—No pretenderás que se lo diga hoy mismo.
—No, tanto como eso, no; pero sí creo que tendría usted que cambiar algo la
versión. Podría decir, por ejemplo, que ella se escapó y que no sabe dónde está.
—Pero sí lo sé.
—Sí, ése es el problema. No hay más remedio que decir, o toda la verdad, o una
media mentira. Bien, no puedo obligarle, si usted no quiere.

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—Lo pensaré —repitió Adam—. ¿Qué pasó con tu madre?
—¿De verdad quiere que se lo cuente?
—Si tú quieres, sí.
—Se lo resumiré —respondió Lee—. Mis primeros recuerdos se remontan a una
pequeña y oscura choza en la que vivía solo con mi padre, en medio de un campo de
patatas. Y mezclada con esos recuerdos oigo la voz de mi padre contándome la
historia de mi madre. Mi padre hablaba cantonés, pero cada vez que me contaba
aquella historia hablaba en un hermoso y elevado mandarín —y Lee se sumergió en
el pasado—. Tendré que recordarle antes que cuando construyeron las primeras líneas
férreas en el oeste, el durísimo trabajo de tender las traviesas y empernar los railes era
realizado por miles de chinos; eran baratos, trabajaban duro y, si morían, a nadie le
importaba. La mayoría provenían de Cantón, porque los cantoneses son gente
pequeña, sufrida y resistente, y además no son pendencieros. Los hacían venir por
medio de un contrato, y quizá la historia de mi padre pueda presentarse como un caso
típico.
»Debe usted saber que un chino tiene que pagar todas sus deudas por Año Nuevo.
De esta manera, se empieza el año limpio de deudas. El chino que no lo hace así
pierde la reputación; y no sólo él, sino también su familia. No se admite ninguna
excusa.
—No me parece mala idea —declaró Adam.
—Bien, buena o mala, así era. Mi padre tuvo bastante mala suerte. No pudo pagar
una deuda que tenía. La familia se reunió para discutir la situación. Nuestra familia
era muy honorable. La mala suerte no era culpa de nadie, pero aquella deuda
impagada pertenecía a toda la familia. Así que la pagaron, y mi padre se vio obligado
a devolverles el dinero, lo cual era casi imposible.
»Había una cosa que sí hacían las gentes que reclutaban mano de obra para las
compañías ferroviarias: pagaban un montón de dinero en el momento de firmar el
contrato. De esa forma, conseguían echar mano de muchos infelices cargados de
deudas. Todo esto es razonable y honorable, y sólo era de lamentar por un motivo
muy triste.
»Resulta que mi padre, joven a la sazón, acababa de casarse y se sentía muy unido
a su esposa por un profundo y cálido afecto, que se veía completamente
correspondido. A pesar de ello, no tuvieron más remedio que despedirse con buenos
modales en presencia de los jefes de la familia. He pensado a menudo que las buenas
maneras son acaso un paliativo para los profundos dolores.
»Los hombres se hacinaban como ganado en el oscuro vientre de los barcos,
donde permanecían hasta que alcanzaban San Francisco, seis semanas después. Y
puede usted imaginar cómo se viajaría en aquellas sentinas. No obstante, como había
que entregar la mercancía en medianas condiciones de trabajo, se procuraba no
maltratarlos. Y mi pueblo, además, ha aprendido a través de los años a vivir
amontonado, a mantenerse limpio y a comer en condiciones verdaderamente

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intolerables.
»Llevaban una semana en el mar, cuando mi padre descubrió a mi madre, que se
había vestido de hombre y había trenzado su cabello, convirtiéndolo en una coleta.
Como había estado siempre muy quieta y silenciosa, consiguió pasar inadvertida y,
desde luego, por aquellos días no había revisiones médicas ni vacunas. Ella consiguió
poner su esterilla junto a la de mi padre. No hablaron lo más mínimo y se limitaban a
susurrarse de vez en cuando algunas palabras al oído en medio de la oscuridad. Mi
padre estaba enfadado por lo que consideraba una desobediencia, pero, por otra parte,
se alegraba de ello.
»Y el resultado fue que los condenaron durante cinco años a trabajos forzados; ni
siquiera les cruzó por la mente la idea de escaparse, una vez estuvieron en América,
porque eran personas honorables, y, además, habían firmado un contrato.
Lee hizo una pausa.
—Pensaba que podía contárselo en cuatro palabras —dijo—. Pero usted
desconocía los antecedentes. Voy a buscar un vaso de agua. ¿Quiere usted también?
—Sí —contestó Adam—. Pero hay algo que no comprendo. ¿Cómo es posible
que una mujer hiciese ese trabajo?
—Enseguida vuelvo —dijo Lee, y se fue a la cocina, de donde regresó con dos
vasos de latón llenos de agua, que dejó sobre la mesa—. ¿Qué es lo que quiere saber?
—¿Cómo podía hacer tu madre el trabajo de un hombre?
Lee sonrió.
—Mi padre decía que era una mujer fuerte, y creo que una mujer fuerte puede
serlo más que un hombre, particularmente si está dominada por el amor. Creo que una
mujer enamorada es casi indestructible.
En el rostro de Adam se dibujó una mueca dubitativa.
—Ya lo verá usted algún día, ya lo verá —vaticinó Lee.
—No es que lo ponga en duda —replicó Adam—. ¿Cómo podría saberlo con una
sola experiencia? Sigue, sigue.
—Había una cosa que mi madre no susurró al oído de mi padre durante aquella
terrible travesía. Y como muchos estaban completamente mareados, nadie se extrañó
de que ella también lo estuviese.
—¡No irás a decirme que estaba embarazada! —exclamó Adam.
—Sí, estaba embarazada —confirmó Lee—. Pero no quería causarle más
preocupaciones a mi pobre padre.
—¿Lo sabía cuando se embarcó?
—No, todavía no. Manifesté mi presencia en este mundo en el momento más
inoportuno. Veo que esto va convirtiéndose en un historia más larga de lo que
pensaba.
—Puedes interrumpirla cuando quieras —dijo Adam.
—No, ya no. En San Francisco, la masa de músculo y hueso era embarcada en
vagones de ganado, y las locomotoras resoplaban arrastrándolos a través de las

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montañas. Tenían que excavar las laderas de las colinas y abrir túneles bajo los altos
picos. A mi madre la amontonaron con otros en un vagón, y mi padre no volvió a
verla hasta que llegaron a su campamento, situado en un prado de la alta montaña.
Era muy bonito, con hierba verde y flores y rodeado de picos nevados. Y sólo
entonces mi madre se lo dijo.
»Empezaron a trabajar. Los músculos de una mujer se endurecen tanto como los
de un hombre, y mi madre tenía además una voluntad férrea. Hacía el trabajo de pico
y pala que se le exigía, lo cual debió de ser terrible. Pero a medida que se aproximaba
el momento de dar a luz, el pánico empezó a apoderarse de ellos.
—Pero ¿por qué hacían eso? —preguntó Adam—. ¿Por qué no se dirigían al
capataz y le decían que era una mujer y que, además, estaba embarazada? Seguro que
la hubieran atendido adecuadamente.
—No lo crea —objetó Lee—. Todavía no le he contado bastante, y por eso mi
historia se alarga tanto. Mis padres sabían muy bien lo que tenían que hacer. Aquel
ganado humano se importaba solamente con una única finalidad: trabajar. Cuando
habían hecho su trabajo, a los que no habían muerto se les embarcaba de nuevo y se
les reexpedía al punto de origen, de donde se traían únicamente hombres, no mujeres.
El país no quería que se reprodujesen. Un hombre, una mujer y un niño agrupados
suelen enraizarse, establecerse en la tierra sobre la cual viven y donde no tardan en
levantar un hogar. Y entonces es dificilísimo desarraigarles. Pero un hatajo de
hombres nerviosos, fuertes, inquietos, medio muertos de deseos de ver a una mujer,
sí, ésos van a cualquier parte, y sobre todo a su casa. Y mi madre era la única mujer
entre toda aquella banda de hombres semisalvajes y casi enloquecidos. Cuanto más
trabajaban y comían, más inquietos se volvían; sus capataces no los consideraban
como personas, sino como animales que podían llegar a ser peligrosos si no se les
controlaba. Ahí tiene usted por qué mi madre no pidió ayuda. La hubieran echado del
campamento, o acaso la hubieran matado y enterrado como a una vaca enferma.
Fusilaron a quince hombres por mostrarse excesivamente díscolos.
»No, ellos mantenían el orden de la única manera que nuestra pobre especie ha
aprendido a hacerlo. Pensamos que tiene que haber métodos mejores, pero jamás los
aprendemos, y siempre volvemos al látigo, a la cuerda y al rifle. Desearía no haber
empezado a contarle esta historia.
—¿Por qué no? —preguntó Adam.
—Todavía veo el rostro de mi padre cuando me lo contaba, y una antigua herida
se abre, en carne viva y llena de dolor. Mientras me lo contaba, mi padre tenía que
interrumpirse para tratar de dominar su pena y sus sentimientos, y cuando proseguía,
hablaba con firmeza y empleaba palabras duras y cortantes, como si quisiera
hundírselas en la carne.
»Consiguieron mantenerse juntos los dos, diciendo que ella era el sobrino de mi
padre. Fueron pasando meses, y, afortunadamente para ellos, mi madre engordó muy
poco, y seguía trabajando, tanto si sentía dolores como si no. Mi padre la ayudaba

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todo lo que podía y se excusaba diciendo: «Mi sobrino es muy joven y sus huesos son
muy frágiles». No habían trazado ningún plan, y no sabían qué hacer.
»Y entonces, a mi padre se le ocurrió un plan. Se escaparían por las altas
montañas, hasta encontrar un prado cercano a las cumbres, y allí, a la orilla de un
lago, harían una madriguera para que ella diese a luz, y cuando mi madre se
encontrase bien y hubiese nacido el niño, mi padre regresaría para recibir su castigo,
lo cual significaría que tendría que firmar un nuevo contrato por otros cinco años,
para expiar el delito de su sobrino. A pesar de lo lamentable que resultaba aquella
escapatoria, no tenían otra opción, así es que les parecía una magnífica idea. Para que
el plan saliese bien se necesitaban dos condiciones: calcular con todo cuidado el
tiempo y disponer de bastante alimento.
»Mis padres… —Lee se detuvo de nuevo, sonriendo por haber empleado aquella
palabra, tan agradable para él que lo reconforto—. Mis queridos padres empezaron a
hacer sus preparativos. Todos los días economizaban una parte de su ración de arroz y
la ocultaban bajo la esterilla donde dormían. Mi padre halló un trozo de cuerda y se
construyó un anzuelo con un pedazo de alambre, porque en los lagos de las montañas
se podía pescar truchas. Dejó de fumar para economizar los fósforos que le
entregaban. Y mi madre recogió todos los pedazos de tela, por andrajosos que fuesen,
y deshilachó los bordes de sus vestidos para obtener hilos con los que coser los
harapos y formar una bolsa con ellos, que serían mis pañales. Me gustaría haberla
conocido.
—A mí también —manifestó Adam—. ¿Se lo contaste alguna vez a Sam
Hamilton?
—No, no se lo conté, y ojalá lo hubiera hecho. Le encantaba todo aquello que
ensalzase el alma humana, pues para él constituía una especie de triunfo personal.
—Espero que consiguieran escapar —dijo Adam.
—Sé cómo se siente. A mí me pasaba lo mismo, pues cuando mi padre me lo
contaba, le decía: «Llegue a aquel lago, lleve a mi madre allí; no permita que ocurra
otra vez, otra vez no. Cuénteme cómo llegaron al lago y construyeron una casa de
ramas de abeto». Pero mi padre era muy chino, y me contestaba: «Hay más belleza en
la verdad, aunque sea una verdad terrible. Los narradores de historias de las ciudades
falsean de tal manera la vida, que la hacen aparecer dulce a los ojos de los perezosos,
de los estúpidos y de los débiles, y eso sólo contribuye a reforzar sus flaquezas, sin
enseñarles nada, ni hacerles el menor bien, ni engrandecer su corazón».
—Prosigue —dijo Adam con impaciencia.
Lee se levantó, se aproximó a la ventana y terminó de contar su historia, mirando
a las estrellas que titilaban a través del viento de marzo.
—Un peñasco rodó por la ladera del monte y le rompió una pierna a mi padre. Se
la entablillaron y le dieron un trabajo de inválido, consistente en enderezar clavos
usados, con un martillo, sobre una roca. Y tanto si se sentía bien como mal, eso no
importaba, mi madre empezaba a trabajar a primeras horas de la mañana, hasta que

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los hombres, medio enloquecidos, se enteraron, y enloquecieron por completo. Un
hambre avivaba a otra hambre, un crimen se fundía con el anterior, y los pequeños
crímenes cometidos contra aquellos hombres famélicos se convirtieron en la llama de
un único y gigantesco crimen de locos.
»Mi padre oyó el grito de «¡Una mujer!», y se dio cuenta de lo que pasaba. Trató
de correr, pero su pierna volvió a romperse, y tuvo que arrastrarse por la escabrosa
pendiente hasta la carretera, donde aquello ocurría.
»Cuando llegó allí, la tristeza cubría la faz de la tierra, y los hombres de Cantón
se escabullían tratando de ocultarse y de olvidar que el ser humano puede llegar a ser
así. Mi padre llegó hasta donde ella yacía tendida sobre un montón de grava. Ni
siquiera tenía ojos para ver, pero sus labios aún se movían, y pudo darle sus últimas
instrucciones. Mi padre me arrancó con sus propias uñas de la carne desgarrada de mi
madre. Aquella tarde ella murió sobre un montón de cascajos.
Adam respiraba afanosamente. Lee continuó con el mismo sonsonete:
—Antes de odiar a esos hombres, déjeme contarle lo que mi padre consideraba el
final de la historia: que ningún niño recibió jamás tantos cuidados como yo. El
campamento entero se convirtió en mi madre. Es hermoso…, terrible y hermoso. Y
ahora, buenas noches. No puedo seguir hablando.

Adam abrió un cajón tras otro, examinó los estantes y alzó las tapas de las cajas de
toda la casa, hasta que por último se vio obligado a llamar a Lee y preguntarle:
—¿Dónde están la tinta y la pluma?
—No hay —respondió Lee—. No ha escrito usted una sola palabra durante
muchos años. Le dejaré la mía si quiere.
Fue a su habitación y volvió con una botella achatada de tinta, una pluma, un
cuaderno y un sobre, y lo depositó todo encima de la mesa.
—¿Cómo sabes que quiero escribir una carta? —le preguntó Adam.
—Va a intentar escribir a su hermano, ¿no es eso?
—Así es.
—Le costará hacerlo, después de tanto tiempo —afirmó Lee.
Efectivamente, le costó mucho. Adam mordisqueaba y roía el mango de la pluma,
mientras hacía muecas que denotaban su esfuerzo mental. Escribía algunas frases
sobre una hoja, y luego la arrancaba para empezar a escribir en la siguiente. Adam se
rascó la cabeza con el mango.
—Lee, en caso de que me fuera de viaje al este, ¿querrías quedarte con los chicos
hasta mi regreso?
—Es más fácil que escribir —dijo Lee—. Claro que me quedaré.

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—No. Voy a escribirle.
—¿Por qué no le dice a su hermano que venga?
—Buena idea, Lee. No se me había ocurrido.
—Además, le proporciona una excusa para escribirle, una buena excusa.
Las palabras brotaron ya sin dificultad y Adam terminó la carta. Tras corregirla,
volvió a escribirla en otra hoja con letra bien clara, y la releyó muy lentamente antes
de meterla en el sobre.

«Querido hermano Charles:


»Te sorprenderá recibir noticias mías después de tanto tiempo. He pensado
muchas veces en escribirte, pero nunca encontraba el momento.
»Espero que esta carta te encontrará bien y en buen estado. Seguro que a
estas alturas ya tienes cinco o diez hijos. ¡Ja, ja! Yo tengo dos, y resulta que
son mellizos. Su madre no está aquí. La vida de campo no le sentaba bien.
Ahora vive en una ciudad cercana y la veo de vez en cuando.
»Tengo un rancho muy hermoso, pero me avergüenza confesar que no me
ocupo mucho de él. Quizá lo haga a partir de ahora. Ya sabes que siempre
tengo buenos propósitos. Durante algunos años me he sentido bastante mal,
aunque ahora estoy bien.
»Y tú, ¿cómo estás y cómo te van las cosas? Me gustaría verte. ¿Por qué
no vienes a visitarnos? Es un sitio muy bonito, e incluso podrías encontrar
algún lugar para establecerte. Los inviernos aquí no son fríos, lo cual es muy
importante para unos viejos como nosotros. ¡Ja, ja!
»Bien, Charles, supongo que pensarás en ello y me comunicarás tu
decisión. El viaje te haría bien. Ya sabes que me gustaría verte. Tengo muchas
cosas que contarte que no puedo explicarte por escrito.
»Bueno, Charles, escríbeme pronto y comunícame las noticias de casa.
Supongo que habrán ocurrido muchas cosas. A medida que uno se hace viejo,
las únicas noticias que nos llegan son casi las concernientes a la muerte de
personas que conocíamos. Así es el mundo. Escríbeme pronto y dime si
vendrás a verme. Tu hermano.
»Adam.»

Se sentó con la carta en la mano, y evocó el sombrío rostro de su hermano con su


frente marcada por una cicatriz. Podía ver el brillo de sus ojos castaños y cómo sus
labios se contraían, mostrando los dientes, para dar paso el animal ciego y destructor
que se arrojaba sobre él. Sacudió la cabeza para apartar esa imagen de su mente, y se
esforzó por recordar el rostro de su hermano cuando sonreía. Incluso intentó evocar
su frente antes de tener esa cicatriz, pero las imágenes se le aparecían difusas. Tomó
de nuevo la pluma y escribió debajo de la firma:

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P. D. Charles, yo nunca sentí odio hacia ti, a pesar de lo que ya sabes.
Siempre te he querido, porque eres mi hermano.

Adam dobló la carta y alisó los pliegues con las uñas. Luego cerró el sobre y lo
oprimió con el puño.
—¡Lee! —gritó. ¡Oye, Lee!
El chino asomó la cabeza por la puerta.
—Lee, ¿cuánto tarda una carta en llegar al este?
—No lo sé —respondió Lee—. Tal vez dos semanas.

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Capítulo 29

Después de enviar a su hermano la primera carta que le escribía en diez años, Adam
se impacientó esperando la respuesta. Había olvidado el tiempo transcurrido desde
que la echó. Antes de que la carta hubiese podido llegar a San Francisco, ya estaba
diciendo en voz alta, para que Lee le oyese:
—No sé por qué no responde. Quizás está enfadado conmigo por no haberle
escrito antes. Pero él tampoco escribía. Claro que no sabía adónde dirigir las cartas. A
lo mejor se ha trasladado.
—Hace sólo unos días que envió la carta. No se impaciente —respondió Lee.
«Me pregunto si realmente estará dispuesto a venir», se decía Adam,
cuestionándose a la vez si verdaderamente deseaba que Charles fuera. Ahora que la
carta ya había salido, Adam temía que Charles pudiese aceptar. Parecía un niño
nervioso que toca todo lo que encuentra a su paso. Y molestaba a los mellizos,
haciéndoles innumerables preguntas sobre sus estudios.
—Vamos a ver, ¿qué habéis aprendido hoy?
—¡Nada!
—¡Vamos, forzosamente tenéis que haber aprendido algo! ¿No habéis leído?
—Sí, señor.
—¿Qué habéis leído?
—La historia de la cigarra y la hormiga.
—Ah, es muy interesante.
—Hay otra de un águila que se lleva a un niño por los aires.
—Si, la conozco, aunque no la recuerdo muy bien.
—Todavía no hemos llegado a ella. Sólo hemos visto los dibujos.
Los muchachos estaban hartos. Durante una de esas sesiones de interés paternal,
Cal pidió prestado a Adam su cortaplumas, esperando que no se acordaría de decirle
que se lo devolviese. Pero la savia comenzaba a rezumar de los sauces, cuya corteza,
especialmente en las ramitas más tiernas, se desprendía con facilidad. Adam reclamó
su cuchillo para enseñar a los chicos cómo hacer silbatos de madera de sauce, una
cosa que Lee ya les había enseñado hacía tres años. Por si fuera poco, Adam había
olvidado cómo se hacía la lengüeta, y por más que sopló no salió sonido alguno de
los silbatos.
Un día, al mediodía, apareció Will Hamilton, zumbando y saltando por la
carretera en un Ford nuevecito. Iba despacio, y el enorme vehículo se balanceaba
como un barco agitado por la tempestad. El radiador de latón y el depósito de
Prestolite, colocado en el estribo, brillaban cegadoramente a la luz del sol.

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Will tiró de la palanca del freno, dio la vuelta a la llave de contacto y se recostó
en el asiento de cuero. El coche despidió varios estampidos por el tubo de escape, a
pesar de haber sido quitado el contacto, porque el motor estaba recalentado.
—¡Ya ha llegado! —gritó Will con falso entusiasmo.
Odiaba mortalmente a los Ford, pero gracias a ellos iba amasando, día a día, su
fortuna.
Adam y Lee se asomaron para contemplar el interior del coche descubierto,
mientras Will Hamilton, resoplando por su gordura, explicaba el funcionamiento de
un mecanismo que ni siquiera él alcanzaba a entender.
Ahora es muy difícil imaginar lo que entonces costaba aprender a poner en
marcha, a conducir y a mantener un automóvil. No sólo era muy complicado todo
este proceso, sino que había que empezar desde el principio. Hoy en día, los niños
comienzan a aprender desde la cuna la teoría, particularidades e idiosincrasias de los
motores de combustión interna, pero en aquellos tiempos se partía con el
descorazonado convencimiento de que aquello no marcharía de ningún modo, lo cual
a veces era verdad. Actualmente, poner en marcha el motor de un automóvil consiste
sólo en dos cosas: girar una llave y tirar del botón del aire. El resto funciona
automáticamente. El proceso seguido en aquellos días era más complicado y requería
no sólo una buena memoria, un brazo fuerte, un carácter angelical y una fe ciega, sino
también cierta dosis de magia; no era raro ver a un hombre escupiendo y
murmurando un sortilegio a la hora de girar la manivela de un modelo T.
Will Hamilton explicó el funcionamiento del coche y luego volvió a empezar por
segunda vez. Su auditorio lo escuchaba con los ojos abiertos y tan atento como un
perro de caza, siguiéndole con el mejor deseo de entenderlo y sin interrumpirlo; pero
cuando comenzó por tercera vez, Will comprendió que estaba perdiendo el tiempo.
—¡Tengo una idea! —dijo eufóricamente—. Tenéis que comprender que esto no
es lo mío. Sólo quería que lo vieseis y escuchaseis antes de entregároslo. Ahora
regresaré al pueblo, y mañana os enviaré de nuevo el coche con un experto, quien os
explicará en pocos minutos lo que yo no podría explicaros ni en una semana. Tan sólo
quería que lo vieseis.
Will había olvidado ya algunas de sus propias instrucciones. Dio varias vueltas a
la manivela, y terminó pidiéndole prestados a Adam una calesa y un caballo para
poder volver a la ciudad, pero prometió que al día siguiente les enviaría un mecánico.

Hubiera sido inútil intentar que los chicos fueran a la escuela al día siguiente;
tampoco ellos lo hubieran consentido. El Ford se alzaba gallardo y solitario bajo el
roble donde Will lo había dejado. Sus nuevos propietarios daban vueltas alrededor de

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él y lo tocaban de vez en cuando, como se toca a un caballo peligroso para amansarlo.
—No sé si me acostumbraré a él —dijo Lee.
—Claro que lo harás —replicó Adam sin convicción—. Antes de que te des
cuenta lo conducirás por toda la comarca.
—Trataré de comprender cómo funciona —aseguró Lee—. Pero no lo conduciré.
Los muchachos curioseaban en el interior del coche, tocando alguna pieza para
retirar enseguida la mano.
—¿Qué es este chisme, padre?
—Quitad las manos de ahí.
—Pero ¿para qué sirve?
—No lo sé, pero no lo toquéis. No sabemos lo que puede pasar.
—¿No se lo explicó ese señor?
—No me acuerdo qué dijo. Ahora, muchachos, apartaos de ahí, o tendré que
enviaros a la escuela. ¿No me oyes, Cal? No abras eso.
Se levantaron muy temprano al día siguiente, y se vistieron sin tardanza. A las
once empezó a apoderarse de ellos un nerviosismo histérico. El mecánico llegó en la
calesa al mediodía. Llevaba zapatos de punta cuadrada y pantalones de tiros largos, y
su ancha y recta chaqueta le llegaba casi a las rodillas. A su lado, en la calesa, traía un
morral donde guardaba su mono de mecánico y sus herramientas. Era un joven de
diecinueve años que mascaba tabaco incesantemente, y que en sus tres meses de
permanencia en la escuela automovilística había aprendido también a sentir un grande
y cansado desprecio por los seres humanos. Escupió y arrojó las riendas a Lee.
—Llévate este tragaforraje —le dijo con desdén—. ¿Cómo sabéis dónde está la
parte delantera?
Y se apeó de la calesa como un embajador desciende de una carroza. Sonrió
despectiva y burlonamente a los mellizos, y se volvió fríamente hacia Adam:
—Espero haber llegado a tiempo para comer —declaró.
Lee y Adam se miraron. Se habían olvidado de la comida.
En la mesa, el altivo mequetrefe aceptó refunfuñando un trozo de pan con queso,
carne fría, un pedazo de tarta, café y un trozo de pastel de chocolate.
—Estoy acostumbrado a comer caliente —dijo—. Es mejor que no dejen que esos
mocosos se aproximen al coche si quieren conservarlo por mucho tiempo.
Después de comer con toda calma y de descansar un poco en el porche, el
mecánico tomó su bolsa y entró en el dormitorio, para aparecer a los pocos minutos
vestido con un mono a franjas y tocado con un gorrito blanco, sobre el cual, y en la
parte delantera del mismo, se leía la palabra Ford.
—¿Se lo ha estudiado usted? —preguntó.
—¿Estudiar qué? —respondió Adam.
—Pero ¿es que no ha leído usted el libro que hay bajo el asiento?
—No sabía que estuviese allí —dijo Adam.
—¡Señor! —exclamó el joven con expresión de disgusto. Haciendo acopio de

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fuerzas se dirigió con decisión hacia el coche—. Por lo menos, si hubiera tenido usted
alguna noción… —dijo—. Dios sabe lo que tardará en aprenderlo si todavía no ha
leído nada.
—El señor Hamilton no supo ponerlo en marcha anoche —aseguró Adam.
—Él siempre quiere ponerlo en marcha por medio de la magneto —afirmó el
sabihondo—. ¡Bueno, empecemos! ¿Conoce usted los principios en que se basa el
motor de combustión interna?
—No —contestó Adam.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó, al tiempo que levantaba la tapa del motor—. Esto
que ve usted aquí es un motor de combustión interna.
Lee observó con suavidad:
—Es usted muy joven para ser tan erudito.
El muchacho giró en redondo y lo miró con mal talante.
—¿Qué dice? —le preguntó. Y al no obtener respuesta, se volvió hacia Adam—:
¿Qué dice este chino?
—Digo que sel chico muy listo —observó suavemente—. Vel que il univelsidad.
Sel muy listo.
—¡Llámeme Joe! —gritó casi el muchacho, sin que viniese a cuento, y añadió—:
¡A la universidad! ¡Cualquiera diría que allí se aprende algo! Vamos a ver: ¿enseñan
acaso a arreglar un minutero, por ejemplo? ¿Saben limar una espiga? ¡A la
universidad!
Y escupió su comentario en forma de un salivazo pardusco. Los mellizos lo
contemplaban con admiración, y Cal reunió saliva en su boca para practicar.
—Lee expresaba su admiración por su dominio del tema —le explicó Adam.
La expresión truculenta desapareció del rostro del muchacho, y una de
magnanimidad ocupó su lugar.
—Llámeme Joe —dijo—. Es natural que lo sepa. He ido a una academia de
mecánica en Chicago. Eso sí que es una escuela, y no esas universidades. —Y añadió
—: Mi viejo asegura que si le enseñas a un chino bueno, bueno de verdad, puede
llegar tan lejos como cualquier otra persona. Son honrados.
—Pero los malos no —respondió Lee.
—¡Naturalmente que no! No hablo de los que se meten en líos, ni nada por el
estilo. Me refiero a los buenos chinos.
—Espero que me incluirá en este grupo —añadió Lee.
—Sí, usted me parece un chino bastante bueno. Llámeme Joe.
Adam se sentía algo desconcertado ante aquella conversación. En cambio, los
mellizos estaban encantados. Y repetían el «Llámeme Joe», imitando la voz y el tono
del joven.
El mecánico volvió a asumir su aire profesional, pero hablaba con voz amable.
Una expresión de campechana confianza sustituyó la de desprecio que antes
mostrara.

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—Esto que ven aquí —repitió es un motor de combustión interna.
Todos se inclinaron para contemplar el feo armatoste de hierro, con cierto reparo.
Ahora el joven hablaba tan deprisa, que las palabras fluían de su boca
atropelladamente, como un gran himno de la nueva era.
—Funciona gracias a la explosión de los gases almacenados en un espacio
cerrado. La fuerza de la explosión se ejerce sobre un pistón y, a través de éste, la
fuerza pasa a un cigüeñal que la transmite a las ruedas traseras. ¿Comprenden?
Ellos asintieron por temor a interrumpir el flujo de sus palabras.
—Los hay de dos clases: de dos tiempos y de cuatro tiempos. Éste es de cuatro.
¿Van comprendiendo?
Ellos asintieron de nuevo. Los mellizos también lo hicieron, con la admiración
por el joven dibujada en sus rostros.
—Es muy interesante —afirmó Adam.
Joe prosiguió apresuradamente:
—La principal diferencia que hay entre un automóvil Ford y los de otras marcas,
es que el Ford posee una transmisión planetaria que funciona basada en un principio
rev… reve… revolucionario. —Se interrumpió por un momento, y su rostro denotó el
esfuerzo que había hecho. Y cuando sus cuatro oyentes asintieron nuevamente, les
advirtió—: No se piensen que ya lo saben todo. El sistema planetario, no lo olviden,
es rev… eolucionario… Será mejor que lo estudien en el libro. Ahora, si han
comprendido esto, pasaré a explicarles el manejo del automóvil.
Dijo estas palabras en negrita y con mayúsculas. Se le veía contento de haber
terminado la primera parte de su conferencia, pero no lo estaba más que sus oyentes.
El esfuerzo y la concentración continuada a que estaban sometidos empezaba a
cansarlos, y el hecho de no haber entendido ni una sola palabra no contribuía a
aliviarlos.
—Aproxímense por este lado —les indicó el jovenzuelo—. ¿Ven eso de ahí? Es la
llave del contacto. Cuando se le da una vuelta, el coche está ya en disposición de
arrancar. Ahora, si usted empuja hacia la izquierda esta manecilla, se conecta la
batería, ahí, donde pone «Bat». Eso quiere decir batería.
Todos alargaron el cuello, tratando de ver lo que les señalaba. Los chicos se
habían encaramado en el estribo del coche.
—No, esperen. Me he adelantado. Primero tienen que retardar la chispa y
adelantar el gas, o, de lo contrario, les arrancaría el brazo. Esto de aquí, ¿ven?, esto es
la chispa. Tienen que tirarla hacia arriba, ¿entienden?, hacia arriba. Apártense. Y esto
es el gas, hay que empujarlo hacia abajo. Ahora, además de explicárselo, se lo voy a
demostrar. Quiero que me presten atención. Vosotros, chicos, apartaos del coche, que
me hacéis sombra. Bajaos, os digo.
Los muchachos se apearon a regañadientes del estribo y asomaron sus ojos por
encima de la portezuela.
El mecánico hizo una profunda aspiración.

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—¿Listos? Chispa retardada, gas avanzado. Chispa arriba, gas abajo. Conectemos
ahora la batería, a la izquierda, acuérdense, a la izquierda —un zumbido semejante al
de una gigantesca abeja resonó en el interior del coche—. ¿Oyen eso? Es el contacto
en una de las cajas de bobinaje. Si no consigue que haga ese ruido, tendrá que ajustar
los contactos, o acaso limarlos —se dio cuenta de la mirada consternada de Adam—.
El libro se lo explica —añadió con amabilidad.
Luego se dirigió a la parte delantera del coche.
—Ahora, esto de aquí es la manivela, y ¿ve usted este pequeño alambre que
asoma por el radiador? Es el compresor. Ahora, observen con atención y vean cómo
lo hago yo. Hay que asir la manivela de esta manera, y dar vueltas hasta que el motor
se ponga en marcha. ¿Ven como tengo el pulgar hacia abajo? Si la agarrase de otra
manera, es decir, con el pulgar rodeando la manivela, y ésta se disparase, podría
arrancármelo. ¿Van comprendiendo?
No se molestó en levantar la cabeza porque sabía que sus oyentes asentían.
—Ahora —prosiguió hay que tener cuidado. Le doy vueltas hasta que obtengo
compresión, y luego tiro de este alambre y lo dejo funcionar lentamente para que
vaya tomando gas. ¿Oyen este sonido de succión? Esto es el compresor. Pero no tiren
de él demasiado, o anegará el motor de agua. Ahora dejo ir el alambre y le doy unas
vueltas, y tan pronto como el motor se ponga en marcha, voy corriendo al interior del
coche para avanzar la chispa y retardar el gas, y después alargo el brazo y doy vuelta
a la llave de la magneto. ¿Ven eso, donde dice «Mag»? Y ya está.
El auditorio estaba anonadado. Después de tanta explicación solamente habían
puesto el motor en marcha.
—Quiero que ahora lo repitan conmigo, para aprenderlo —les propuso el joven
—. Chispa arriba, gas abajo.
Todos repitieron a coro:
—Chispa arriba, gas abajo.
—Conectar la batería.
—Conectar la batería.
—Comprimir con el motor libre, el pulgar hacia abajo.
—Comprimir con el motor libre, el pulgar hacia abajo.
—Despacio, no más estrangulador.
—Despacio, no más estrangulador.
—Rodar la manivela.
—Rodar la manivela.
—Cortar la chispa, acelerar.
—Cortar la chispa, acelerar.
—Conectar la magneto.
—Conectar la magneto.
—Ahora vamos a repetirlo otra vez. Llámenme Joe.
—Llámenme Joe.

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—No. Eso no. Chispa arriba, gas abajo.
Adam empezó a sentirse cansado cuando se pusieron a repetir aquella letanía por
cuarta vez. Todo aquello le parecía una estupidez, y se encontró aliviado cuando poco
después apareció Will Hamilton en su deportivo rojo. El mecánico contempló el
vehículo que se aproximaba.
—Ése tiene dieciséis válvulas —dijo con tono reverente—. Es de fabricación
especial.
Will sacó la cabeza fuera del coche.
—¿Cómo va eso? —preguntó.
—Magnífico —respondió el mecánico—. Lo han aprendido muy deprisa.
—Mira, Roy, he venido a buscarte. Se le ha roto un cojinete al nuevo cacharro.
Tendrás que trabajar hasta muy tarde, para que la señora Hawks pueda pasar a
recogerlo mañana a las once.
Roy prestó de súbito una gran atención a aquellas palabras.
—Voy a buscar mi bolsa —dijo, y echó a correr hacia la casa.
Cuando volvió con su morral, Cal se le interpuso en el camino.
—Oiga —dijo el muchacho—. Creí que se llamaba usted Joe.
—¿Qué quieres decir con eso de que me llamo Joe?
—Usted nos dijo que le llamáramos Joe. Pero el señor Hamilton le ha llamado
Roy.
Roy soltó una carcajada y se encaramó en el coche de Will.
—¿Sabes por qué dije que me llamaseis Joe?
—No. ¿Por qué?
—Pues porque me llamo Roy. —Interrumpió sus carcajadas para decirle con la
mayor seriedad a Adam: Coja el libro que está debajo del asiento y estúdieselo. ¿Me
oye?
—Lo haré —respondió Adam.

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Capítulo 30

Como en los tiempos bíblicos, en aquellos días aún se producían milagros sobre la faz
de la tierra. Una semana después de la lección, un Ford subía dando saltos por la calle
Mayor de King City y se detenía con una sacudida ante la oficina de Correos. Adam
llevaba el volante, con Lee a su lado; los dos chicos, tiesos y con aires importantes, se
sentaban en el asiento trasero. Adam miró al tablero, y los cuatro cantaron al unísono:
—Freno puesto, quitar gas, desconectar.
El pequeño motor lanzó unos cuantos rugidos y se detuvo. Adam permaneció
unos momentos recostado en el asiento, agotado pero orgulloso, y luego salió del
coche.
El jefe de la oficina de Correos atisbaba a través de los barrotes de su reja dorada.
—Ya veo que ha acabado usted comprándose uno de esos malditos cacharros —
observó.
—Hay que estar al día —respondió Adam.
—Llegará un momento en que no será posible encontrar un solo caballo, señor
Trask —vaticinó el hombre.
—Es posible.
—Acabarán por cambiar completamente el aspecto del país. Andan metiendo
bulla por todas partes —prosiguió el encargado de la estafeta—. Incluso aquí, nos
toca sufrir las consecuencias. La gente solía venir sólo una vez por semana a retirar el
correo, y hoy lo hacen todos los días, y algunos incluso dos veces al día. Son
incapaces de esperar tranquilamente a que les llegue su maldito catálogo. Corriendo
de un sitio a otro, siempre corriendo —expresaba su disgusto de una manera tan
violenta, que Adam comprendió que todavía no había adquirido un Ford, y aquello
era una manera de dar salida a sus celos—. No querría uno por nada del mundo —
aseguró el encargado de la estafeta, lo que significaba que su esposa lo perseguía para
que comprase uno, ya que eran las mujeres las que presionaban a sus maridos por
cuestiones de tipo social.
El encargado examinó con semblante hosco las cartas del apartado que llevaba la
letra T, y extrajo un largo sobre.
—Bueno, ya lo veré a usted en el hospital —dijo con displicencia. Adam le
sonrió, tomó la carta y salió de la oficina.
Un hombre que suele recibir pocas cartas no las abre a la ligera. Primero las
sopesa, lee el nombre del remitente en el sobre y su dirección, examina la escritura y
estudia el sello y la fecha. Adam había salido de la oficina de Correos y atravesado la
acera para llegar al Ford, antes de haber hecho todas esas cosas. En ángulo izquierdo

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del sobre se leía el membrete de Bellows and Harvey, Procuradores, y su dirección
era la de la pequeña ciudad de Connecticut, de la cual provenía Adam.
—Conozco a estos tipos —afirmó con voz risueña—; los conozco muy bien.
¿Qué diablos querrán? —y examinó atentamente el sobre—. ¿De dónde habrán
sacado mi dirección?
Dio la vuelta al sobre y examinó el reverso. Lee lo observaba sonriente.
—Puede que encuentre la respuesta en la propia carta.
—Supongo que sí —corroboró Adam, y una vez decidido a abrir la carta, sacó un
cortaplumas, desplegó su ancha hoja y examinó el sobre tratando de encontrar un
punto de acceso.
Al no hallar ninguno, levantó la carta para examinarla a contraluz y asegurarse de
que no cortaría su contenido. Luego, dio unos golpecitos en el sobre para colocar la
carta en un extremo, y rasgó el otro. Sopló para separar los bordes de la abertura, y
extrajo la carta con dos dedos. Luego, procedió lentamente a su lectura.

«Señor Adam Trask, King City. California. Muy señor nuestro:


»Durante los últimos seis meses hemos agotado todos los medios a
nuestro alcance tratando de localizarlo. Hemos publicado anuncios en todos
los periódicos del país, sin el menor resultado. Sólo cuando la carta que usted
dirigió a su hermano nos fue entregada por la oficina de Correos, pudimos
conocer su paradero.»

Adam apenas podía refrenar su impaciencia. El siguiente párrafo empezaba de un


modo diferente por completo:

«Tenemos el triste deber de informarle que su hermano Charles Trask


falleció, a consecuencia de una dolencia pulmonar, el 12 de octubre, tras
guardar cama durante dos semanas. Sus restos descansan en el cementerio de
Old Fellows. Su tumba no está señalada por ninguna lápida. Suponemos que
usted mismo querrá encargarse de este penoso deber.»

Adam suspiró profundamente, y contuvo luego el aliento, mientras releía de nuevo el


párrafo. Después dejó escapar poco a poco el aire, para que no pareciese un suspiro.
—Mi hermano Charles ha muerto —dijo.
—Lo siento —manifestó Lee.
—¿Era nuestro tío? —preguntó Cal.
—Sí, era vuestro tío Charles —contestó Adam.
—¿Mío también? —preguntó Aron.
—Sí, también tuyo.
—No sabía que tuviésemos ese tío —señaló Aron. Podríamos poner algunas

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flores en su tumba. Abra nos acompañaría, porque le gusta hacerlo.
—Está muy lejos, al otro extremo del país.
Aron dijo muy excitado:
—¡Ya sé! Cuando vayamos a llevar flores a mamá, le llevaremos también algunas
al tío Charles. —Y añadió con algo de tristeza—: Me hubiera gustado saber que era
nuestro tío antes de que muriese. —Sentía que iba en aumento su repertorio de
parientes muertos—. ¿Era simpático? —preguntó Aron.
—Muy simpático —respondió Adam—. Era mi único hermano, como Cal es tu
único hermano.
—¿Mellizos también?
—No, no éramos mellizos.
—¿Era rico? —preguntó Cal.
—No, claro que no —contestó Adam—. ¿De dónde has sacado esa idea?
—Bueno, si era rico, nos quedaríamos con todo, ¿no es así?
—A la hora de la muerte, no está bien hablar de dinero. Tenemos que sentimos
tristes por su fallecimiento —replicó Adam con firmeza.
—¿Cómo puedo estar triste si jamás lo vi? —preguntó Cal. Lee se llevó la mano a
la boca para ocultar su sonrisa. Adam volvió a mirar la carta, y vio que otra vez
cambiaba de tono en el párrafo siguiente.

«Como procuradores del difunto, tenemos el grato deber de informarle


que su hermano, durante una juiciosa vida de trabajo, amasó una considerable
fortuna, que puede evaluarse, comprendidas las tierras, valores y efectivo, en
más de cien mil dólares. Su testamento, que fue redactado y firmado en esta
oficina, está en nuestro poder, y se lo enviaremos en cuanto usted lo solicite.
De acuerdo con los términos que en él se expresan, deja todo su efectivo,
propiedades y valores para que sean divididos en partes iguales entre usted y
su esposa. En el caso de que su esposa haya fallecido, entrará usted en
posesión de la totalidad de la herencia. El testamento estipula, asimismo, que,
en el caso de que usted hubiese fallecido, la totalidad de la herencia pase a
manos de su esposa. Creemos, después de leer su carta, que se cuenta usted
todavía entre el número de vivientes, por lo cual le felicitamos muy
sinceramente.
»De usted afectísimos y seguros servidores.
»En representación de Bellows y Harvey, George B. Harvey.»

Y al pie de la página aparecían garrapateadas las siguientes líneas:

«Querido Adam: No olvides a tus servidores en los días de tu prosperidad.


Charles jamás gastaba un céntimo. Exprimía un dólar hasta hacer chillar al

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águila acuñada en él. Espero que tú y tu esposa sacaréis algún provecho de
este dinero. ¿No hay por ahí alguna buena oportunidad para un buen abogado?
Me refiero a mí, naturalmente.
»Tu viejo amigo,
»Geo Harvey.»

Adam miró a los muchachos y a Lee por encima de la carta. Los tres esperaban que
siguiese leyendo. Adam apretó los labios, dobló la carta, volvió a meterla en el sobre
y lo introdujo con todo cuidado en su bolsillo interior.
—¿Complicaciones a la vista? —preguntó Lee.
—No.
—Me pareció usted preocupado.
—No, es que me ha entristecido la muerte de mi hermano.
Adam trataba de ordenar en su cabeza el contenido de la carta, y se sentía tan
desazonado como una gallina clueca removiéndose en el nido. Necesitaba estar solo
para digerirlo. Subió al coche y miró desanimado el mecanismo. No se acordaba en
absoluto de lo que había que hacer.
—¿Necesita ayuda? —preguntó Lee.
—¡Tiene gracia! —exclamó Adam—. No me acuerdo de cómo se pone en
marcha.
Lee y los muchachos empezaron a recitar con voz queda:
—Chispa sin acelerar; conectar la batería.
—Oh, sí. Desde luego, desde luego.
Y mientras el estruendoso abejorro zumbaba en el compartimento, Adam dio
vuelta a la manivela y corrió para encender el contacto y poner el interruptor en la
posición «Mag».
Ascendían lentamente por la polvorienta carretera, que pasaba por el barranco
familiar sombreado por las encinas, cuando Lee recordó:
—Nos hemos olvidado de comprar carne.
—¿De veras? Sí, tienes razón. Vamos a ver, ¿qué podemos comer?
—¿Qué tal huevos con tocino?
—Estupendo. Me parece muy bien.
—Tendrá que bajar mañana para echar la respuesta al correo —observó Lee—.
Entonces podrá comprar carne.
—Muy bien —contestó Adam.
Mientras Lee preparaba la comida, Adam estaba sentado, con la mirada perdida
en el vacío. Sabía que tendría que decirle a Lee que le ayudase, aunque fuese sólo
como oyente, para aclarar sus ideas.
Cal había sacado a su hermano de la casa, y lo había llevado al cobertizo de los
carruajes, donde guardaban el Ford. Cal abrió la portezuela y se sentó tras el volante.
—¡Anda, sube! —ordenó.

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—Padre nos ha dicho que no entremos en él —protestó Aron.
—No lo sabrá. ¡Sube!
Aron montó tímidamente y se sentó muy apartado en el asiento. Cal hizo girar el
volante de un lado a otro.
—¡Mec! ¡Mec! —exclamó imitando un sonido del coche, y luego dijo: ¿Sabes
qué pienso? Que tío Charles era rico.
—No lo era.
—Te apuesto lo que quieras a que sí.
—¿Tú crees que papá podría decir una mentira?
—Yo no digo eso. Pero apostaría a que era rico —permanecieron silenciosos unos
instantes. Cal conducía lentamente, tomando curvas imaginarias. Añadió—: Te
apuesto a que lo descubro.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué quieres apostarte?
—Nada —dijo Aron.
—¿Qué te parecería tu silbato de pata de ciervo? Te apuesto esta canica contra tu
silbato a que nos envían a la cama nada más cenar. ¿Apostamos?
—Como quieras —dijo Aron con expresión vaga—. No veo por qué.
—Padre querrá hablar con Lee. Pero yo los escucharé —le aseguró.
—A que no te atreves.
—¿Crees que no me atrevo?
—Suponte que me chivo.
Los ojos de Cal adquirieron una expresión fría, y su rostro se ensombreció. Se
acercó tanto a su hermano, que su voz se convirtió en un murmullo.
—No lo dirás, porque si lo haces, yo diré quién le robó el cuchillo.
—Nadie se lo ha robado. Lo tiene. Abrió la carta con él.
Cal sonrió con expresión cruel.
—Me refiero a mañana —dijo.
Y Aron comprendió a qué se refería, y supo que no podía decirlo. No podía hacer
nada en absoluto. Cal estaba completamente a salvo.
Este último se dio cuenta de la expresión confusa e indefensa en el rostro de
Aron, y advirtió todo su poder, lo cual le alegró en extremo. Siempre era capaz de
desbordar y de dominar a su hermano, y empezaba a creer que podría hacer lo propio
con su padre. Con Lee, las jugarretas de Cal no producían el menor efecto, porque la
suave mente de Lee se movía sin esfuerzo más allá del alcance de Cal, y se quedaba
siempre esperando, dándose cuenta de todo y advirtiéndole con voz queda en el
último momento: «No hagas eso». Cal sentía respeto por Lee, y también algo de
miedo. Pero ese infeliz de Aron, que lo miraba con aire desvalido, no era más que un
pedazo de barro blando entre sus manos. Cal sintió de pronto un profundo amor por
su hermano, y el impulso de protegerlo en su debilidad. Y le rodeó con los brazos.
Aron ni se apartó ni respondió. Sólo se retiró un poco para observar el rostro de

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Cal.
—¿Tengo monos en la cara? —preguntó Cal.
—No sé cómo te las arreglas para hacerlo —respondió Aron.
—¿Qué quieres decir? ¿Para hacer qué?
—Todas esas tretas bajas y rastreras —contestó Aron.
—¿Qué quieres decir con eso de rastreras?
—Sí, me refiero a lo del conejo y a lo que acabas de decir ahora. Y a Abra
también le hiciste algo. No sé qué sería, pero fuiste tú quien la obligó a tirar la caja.
—Vaya —dijo Cal—. ¡Cómo te gustaría saberlo!
Pero se sentía inquieto.
—No quiero saberlo —respondió Aron con calma—. Lo único que querría saber
es por qué lo haces. Siempre estás tramando algo. Y me pregunto por qué. ¿Qué sacas
con ello?
Cal sintió una especie de dolorosa punzada en el corazón. Todos sus astutos
planes le parecieron de pronto bajos y mezquinos. Comprendió que su hermano
acababa de descubrirlo, y al propio tiempo experimentó el ardiente deseo de que
Aron le quisiese. Se sintió perdido y hambriento, y sin saber qué hacer.
Aron abrió la portezuela del Ford, descendió y salió del cobertizo. Durante unos
momentos, Cal hizo girar el volante, tratando de imaginarse que corría a toda
velocidad por la carretera. Pero aquello ya no le producía placer, y pronto siguió los
pasos de Aron hacia la casa.

Después de cenar, y mientras Lee lavaba los platos, Adam dijo:


—Creo que ya es hora de iros a la cama, chicos. Hemos tenido un día muy
agitado.
Aron dirigió una rápida mirada a Cal, y se sacó lentamente del bolsillo el silbato
de pata de ciervo.
—Ya no lo quiero —dijo Cal.
—Ahora es tuyo —replicó Aron.
—Buena, pues no lo quiero. No, no lo quiero.
Aron dejó el silbato sobre la mesa.
—Aquí te lo dejo —dijo.
Adam intervino.
—Vamos a ver, ¿qué es esa discusión? He dicho que a la cama.
Cal asumió su expresión de niño inocente.
—¿Por qué? —preguntó—. Todavía es muy pronto para irnos a la cama.
—No os he dicho toda la verdad —contestó su padre—. Es que quiero hablar a

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solas con Lee. Y como ya está demasiado oscuro para que salgáis, es mejor que
vayáis a acostaros, o por lo menos, a vuestro cuarto. ¿Comprendido?
Los dos muchachos respondieron al unísono:
—Sí, señor —y siguieron a Lee por el vestíbulo, hasta su dormitorio, que se
hallaba en la parte trasera de la casa.
Cuando se hubieron puesto los camisones, volvieron para darle las buenas noches
a su padre.
Lee regresó al salón y cerró la puerta que daba al vestíbulo. Tomó el silbato de
pata de ciervo de encima de la mesa, lo examinó y volvió a dejarlo allí.
—Me gustaría saber qué ha pasado —dijo.
—¿A qué te refieres, Lee?
—Verá usted, antes de cenar hicieron alguna apuesta, y después de la cena, Aron
la perdió y tuvo que pagarla. ¿De qué hablábamos entonces?
—Sólo recuerdo que les dije que se fuesen a la cama.
—Bien, tal vez lo sabremos más tarde —repuso Lee.
—Me parece que das demasiada importancia a esas niñerías. Probablemente, no
signifique nada.
—Sí, algo significa —replicó Lee, y añadió—: Señor Trask, ¿de verdad cree que
los pensamientos de la gente se vuelven de pronto importantes a una edad
determinada? ¿Es que ahora sus sentimientos son más finos, o sus ideas más claras
que cuando tenía diez años? ¿Es que ve mejor, oye mejor, o tiene el gusto más
aguzado?
—Puede que tengas razón —contestó Adam.
—Creo que ésa es una de las mayores falacias —argumentó Lee—. Me refiero a
la que afirma que el tiempo nos da sabiduría, cuando en realidad lo único que nos da
son años y tristezas.
—Y memoria.
—Sí, y memoria. Sin ella, el tiempo no podría herirnos con sus armas. ¿De qué
quería usted hablarme?
Adam sacó la carta del bolsillo y la puso encima de la mesa.
—Quiero que leas esta carta con la mayor atención, y que después hablemos de
ella.
Lee sacó sus gafas y se las puso sobre la nariz. Abrió la carta, la colocó bajo la
lámpara y la leyó.
—¿Y bien? —preguntó Adam.
—¿Hay muchas oportunidades aquí para un abogado?
—¿Qué quieres decir? Ah, ya veo. Estás de broma, ¿no es eso?
—No —respondió Lee—. No bromeo. En mi oscura pero cortés manera oriental,
le indicaba que preferiría conocer su opinión antes de exponerle la mía.
—Preferiría que hablases claro.
—Está bien —admitió Lee—. Dejaré de lado mis maneras orientales. Me estoy

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volviendo viejo y gruñón, y también impaciente. ¿No ha oído usted hablar de los
criados chinos que cuando se hacen viejos siguen siendo fieles, pero se vuelven
mezquinos?
—No quisiera herir tus sentimientos.
—No lo hace. Usted quiere que hablemos de esta carta. Hable usted primero, y
después de oír sus palabras sabré si puedo ofrecerle una opinión honesta, o si es
mejor que reafirme la suya.
—No lo entiendo —manifestó Adam con gesto desolado.
—Verá, usted conocía a su hermano. Si usted no lo entiende, ¿cómo quiere que lo
entienda yo, que nunca lo conocí?
Adam se levantó, abrió la puerta del vestíbulo, pero no vio la sombra que se
escurrió tras ella. Fue a su habitación, y volvió con un retrato, marrón y descolorido,
que puso en la mesa frente a Lee.
—Éste era mi hermano Charles —dijo, y volviendo a la puerta del vestíbulo, la
cerró.
Lee examinó la brillante placa de metal bajo la lámpara, moviendo la imagen de
un lado a otro para evitar los reflejos.
—Es muy vieja —afirmó Adam—. Es de antes de que yo ingresara en el ejército.
Lee se acercó para examinar la imagen.
—Es difícil hacerse una idea. Pero por su expresión, diría que su hermano tenía
muy buen humor.
—Al contrario —objetó Adam—. No reía jamás.
—No me refería exactamente a eso. Cuando leí las cláusulas del testamento de su
hermano, me causó la impresión de que debió de haber sido un hombre dotado de un
sentido del juego particularmente brutal. ¿Le quería a usted?
—No lo sé —respondió Adam—. A veces me daba esa impresión. Pero una vez
trató de matarme.
—Sí, el amor y el crimen se reflejan en su rostro —observó Lee—. Y ambos
hicieron de él un tacaño, y un tacaño es un hombre atemorizado, que se oculta en una
fortaleza de dinero. ¿Conoció él a su esposa?
—Sí.
—¿Sintió afecto por ella?
—La odiaba.
Lee suspiró.
—En realidad, no importa. No es su problema, ¿verdad?
—No, no lo es.
—¿Desearía usted que el problema saliese a la luz para que pudiese examinarlo?
—Eso es lo que pretendo.
—Entonces, sigamos adelante.
—Tengo la impresión de que mi mente no funciona con la debida claridad.
—¿Quiere que yo descubra las cartas por usted? En ocasiones, resulta más fácil a

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quien no tiene nada que ver en el asunto.
—Eso es lo que quiero.
—Muy bien, pues —de pronto, Lee soltó un gruñido, y una mirada de asombro
apareció en sus ojos, y apoyó su redondo mentón en su mano pequeña y delgada—.
¡Por los cuernos sagrados! —exclamó—. No había pensado en eso.
Adam se agitaba con impaciencia.
—Desearía que cambiases de táctica —dijo con algo de irritación—. Haces que
me sienta como un idiota.
Lee sacó una pipa del bolsillo, formada por un largo y delgado cañón de ébano y
una pequeña cazoleta de metal en forma de taza. Llenó aquella especie de dedal con
un tabaco de hebras tan finas que parecían cabellos. Encendió luego la pipa, aspiró
cuatro profundas bocanadas y se quitó la pipa de la boca.
—¿Es opio eso? —preguntó Adam.
—No —respondió Lee—. Es una marca barata de tabaco chino, que sabe a rayos.
—Entonces, ¿por qué lo fumas?
—No lo sé —replicó Lee—. Creo que me recuerda algo, algo que yo asocio con
la claridad. No es muy complicado —añadió Lee, entornando los párpados—. Muy
bien, pues… voy a tratar de deshilachar sus pensamientos como si fuesen tallarines
de huevo, y los dejaré que se sequen al sol. La mujer en cuestión es todavía su esposa
y está viva. Según el testamento, ella va a heredar algo así como cincuenta mil
dólares, lo cual es una suma muy considerable, y con la que se puede hacer una buena
cantidad de bien o de mal. ¿Hubiera querido su hermano dejarle esa suma de haber
sabido dónde se encuentra y a qué se dedica? Los tribunales siempre se esfuerzan por
interpretar los deseos del testador.
—Mi hermano no hubiera querido eso —aseguró Adam, pero al instante se
acordó de las chicas del primer piso de la taberna y de las periódicas visitas de
Charles.
—Tal vez tendrá que pensar usted por su hermano —manifestó Lee—. Lo que
hace su esposa no es ni bueno ni malo. Los santos pueden surgir de cualquier terreno.
Puede que hiciera algo bueno con ese dinero. No hay mejor trampolín que una mala
conciencia para saltar a la filantropía.
Adam se estremeció:
—Ella me contó lo que haría si tuviese dinero. Era algo que se aproximaba más al
crimen que a la caridad.
—¿Entonces a usted le parece que no debería recibir ese dinero?
—Dijo que destruiría la reputación de muchos hombres prestigiosos de Salinas, y
además dispone de los medios para hacerlo.
—Ya comprendo —asintió Lee—. Me alegra poder contemplar este caso con
objetividad. La reputación de esos señores, por lo que se ve, debe de tener sus puntos
flacos. ¿Así es que moralmente usted se opondría a que ella entrase en posesión de
esa suma?

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—Sí.
—Analicemos esto. Ella no tiene nombre; no tiene pasado. Una prostituta surge
repentinamente de la tierra. No estaría en disposición de reclamar ese dinero, en el
caso de que se enterase de su existencia, si usted no quisiera ayudarla.
—Supongo que no. Sí, ya veo que ella nunca podrá reclamarlo si no puede contar
con mi ayuda.
Lee sacó la pipa de su boca, hizo caer la ceniza con ayuda de una agujita de latón
y llenó de nuevo la cazoleta. Mientras echaba sus cuatro bocanadas, levantó los
párpados y observó a Adam.
—Es un problema moral muy delicado —comentó—. Con su permiso, voy a
ofrecerlo a la consideración de mis honorables parientes, sin usar nombres, desde
luego. Ellos lo examinarán de la misma manera que un niño lo hace con un perro para
buscarle garrapatas, y estoy seguro de que llegarán a resultados muy interesantes —
dejó la pipa sobre la mesa—. Porque usted no tiene otra alternativa, ¿no es así?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Adam.
—¿La tiene? ¿Se conoce usted mucho menos de lo que yo le conozco?
—No sé qué hacer —dijo Adam—. Tendré que pensar mucho en ello.
—Me parece que he estado perdiendo el tiempo —se lamentó Lee con enojo—.
¿Se miente usted a sí mismo, o sólo lo hace conmigo?
—¡No me hables así! —le gritó Adam.
—¿Por qué no? Siempre me ha disgustado la mentira. Su destino está trazado, y
lo que usted hará, escrito, escrito hasta su último aliento. Voy a decirle, de todas
maneras, lo que pienso. Yo soy muy complicado. Siento arena bajo mi piel. Busco
siempre el desagradable olor de los viejos libros y el dulce aroma de los buenos
pensamientos. Enfrentado con dos posibles actitudes morales, usted actuará según la
educación que ha recibido. Lo que usted llama pensar no podría cambiarlo. El hecho
de que su esposa sea una puta de Salinas, no lo cambiaría ni un ápice.
Adam se puso en pie, con semblante encolerizado.
—Te pones muy insolente ahora que has decidido marcharte —exclamó—. Te
repito que todavía no sé qué tengo que hacer con el dinero.
Lee suspiró profundamente. Enderezó su cuerpecillo, apoyando las manos en las
rodillas. Caminó cansadamente hacia la puerta de entrada y la abrió. Luego se volvió,
y sonrió a Adam.
—¡Estupideces! —dijo con suave afecto y salió cerrando la puerta.

Cal se deslizó sin hacer ruido por el oscuro vestíbulo y entró cautelosamente en la
habitación donde dormía con su hermano. Vio la cabeza de Aron, apoyada en la

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almohada de la cama, pero no pudo distinguir si dormía. Procurando no hacer ruido,
se deslizó a su lado, y entrelazando los dedos tras su cabeza, contempló las miríadas
de manchitas coloreadas que veía danzar en las tinieblas. De vez en cuando, la
cortinilla de la ventana se inflaba suavemente, y cuando la brisa nocturna caía, el
lienzo pendía golpeando en silencio la ventana.
Una melancolía gris y espesa se apoderó de él. Deseó con todo su corazón que
Aron no se hubiese apartado de él cuando estaban en el cobertizo de los carruajes.
Movió los labios en las tinieblas y, a pesar de que no proferían sonido alguno, a él le
pareció oír las palabras que pronunciaba.
—¡Oh, Señor! —musitó—. ¡Haz que sea como Aron! No me dejes ser bajo y
ruin. No quiero serlo. Si haces que todos me quieran, te daré todo lo de este mundo, y
si no puedo dártelo, iré a buscarlo donde sea. No quiero ser bajo ni ruin. No quiero
sentirme solo. En el nombre del Padre, amén.
Lágrimas ardientes se deslizaban lentamente por sus mejillas. Sentía los músculos
envarados y se esforzaba por no emitir ningún sollozo o suspiro.
Aron susurró en la oscuridad, sin levantar la cabeza de la almohada:
—Estás muy frío. Te habrás resfriado —extendiendo la mano, asió el brazo de
Cal y sintió el latido de la sangre. Preguntó quedamente—: ¿Tenía dinero el tío
Charles?
—No —dijo Cal.
—Has estado mucho tiempo escuchando. ¿De qué quería hablar padre?
Cal permanecía quieto, tratando de contener su aliento.
—¿No quieres decírmelo? —preguntó Aron—. No me importa si no quieres
hacerlo.
—Te lo diré —susurró Cal, volviéndose de espaldas a su hermano—. Papá tiene
intención de enviar una guirnalda a mamá. Una guirnalda muy grande de claveles.
Aron se incorporó en la cama y preguntó excitado:
—¿Ah, sí? ¿Y cómo hará para mandarla?
—Por tren. No hables tan alto.
Aron bajó la voz hasta convertirla en un murmullo.
—Pero ¿cómo se las compondrán para que se conserven frescos?
—Con hielo —contestó Cal—. Los colocarán entre hielo.
—Pero se necesitará mucho hielo, ¿no? —preguntó Aron.
—Una barbaridad —respondió Cal—. Duérmete ya.
Aron permaneció silencioso, y luego añadió:
—Espero que las flores lleguen en buen estado, y que no se marchiten.
—Estate tranquilo —dijo Cal, pero mentalmente suplicaba: «No permitas que yo
sea bajo y ruin».

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Capítulo 31

Adam estuvo rumiando y dando vueltas por la casa durante toda la mañana, y al
mediodía fue en busca de Lee, que estaba cavando la tierra negra abandonada de su
huertecito, para plantar las hortalizas de primavera: zanahorias y remolacha, nabos,
guisantes, habichuelas y coles de Bruselas. El trazado de los surcos era perfectamente
recto, pues Lee se había valido para ello de un cordel tirante, y las estaquillas
plantadas a los extremos ostentaban la bolsa que había contenido las semillas
respectivas, con el fin de identificar el surco. En un rincón del huerto había un bancal
en el que estaban dispuestos los tomates, los pimientos y las coles, a la espera de ser
plantados cuando desapareciese el peligro de las heladas.
—Anoche fui algo estúpido —dijo Adam.
Lee se apoyó en el mango de la pala y lo miró en silencio.
—¿Cuándo piensa irse? —le preguntó.
—Creo que tomaré el tren de las dos cuarenta. Luego podré regresar en el de las
ocho.
—Sabe que podría resolverlo a través de una carta.
—Ya lo he pensado. ¿Tú lo harías?
—No. Tiene razón. Yo fui el estúpido. Nada de cartas.
—No tengo más remedio que ir —sentenció Adam—. Lo he considerado bajo
todos los aspectos, y siempre retornaba al mismo punto.
—Se puede ser deshonesto de muchas maneras, pero no de ésta —apuntó Lee—.
Buena suerte, pues. Tengo mucho interés en saber lo que ella dirá y cuál será su
reacción.
—Iré en la calesa —le informó Adam—. La dejaré en las cocheras de King City.
Estoy demasiado nervioso para conducir el Ford.
Eran las cuatro y cuarto cuando Adam subió los carcomidos peldaños y llamó a la
deteriorada puerta de la casa de Kate. Un hombre nuevo salió a abrirle. Era un
finlandés de rostro cuadrado que vestía camiseta y pantalón, y cuyos brazos se
hallaban cubiertos con manguitos de seda roja. Dejó a Adam esperando en el porche,
y a los pocos momentos regresó para acompañarlo al comedor.
Se trataba de una habitación muy grande y sin el menor adorno, con las paredes y
las puertas pintadas de blanco. Una larga mesa rectangular ocupaba el centro, y sobre
el tapete de hule blanco se hallaban colocados los cubiertos —fuentes, platos y
salseras— y las tazas boca abajo sobre los platillos.
Kate estaba sentada a la cabecera de la mesa, con el libro de cuentas abierto ante
ella. Vestía de un modo muy severo. Llevaba una visera verde y hacía girar

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incesantemente entre sus dedos un lápiz amarillo. Miró fríamente a Adam cuando
éste apareció en el umbral.
—¿Qué quieres ahora? —le preguntó.
El finlandés permanecía en pie detrás de Adam.
Adam no replicó. Se dirigió a la mesa y dejó la carta ante ella, sobre el libro de
cuentas.
—¿Qué es esto? —preguntó Kate, pero sin esperar respuesta, leyó rápidamente su
contenido—. Sal y cierra la puerta —ordenó al finlandés. Adam tomó asiento a la
mesa junto a Kate, apartando los platos para dejar su sombrero.
Cuando la puerta se hubo cerrado, Kate preguntó:
—¿Es una broma? No, tú eres incapaz de gastar una broma —pareció recapacitar
—. A lo mejor, tu hermano es el bromista. ¿Estás seguro de que ha muerto?
—Todo lo que sé es lo que dice esta carta —respondió Adam.
—¿Y qué quieres que haga?
Adam se encogió de hombros.
—Si pretendes hacerme firmar algo, estás perdiendo el tiempo. ¿Qué te propones?
—preguntó Kate.
Adam paseó lentamente el dedo por la cinta negra de su sombrero.
—¿Por qué no tomas nota de la dirección de los abogados y te pones en contacto
con ellos?
—¿Qué les has contado de mí?
—Nada —aseguró Adam—. Cuando le escribí a Charles, le dije que vivías en
otro sitio, y nada más. Pero cuando la carta llegó a su destino él ya había muerto y se
la entregaron a los abogados. Lo pone ahí.
—El que ha escrito la posdata parece ser amigo tuyo. ¿Qué le has contado?
—Todavía no le he escrito.
—¿Qué piensas decirle cuando lo hagas?
—Pues lo mismo, que vives en otro sitio.
—No puedes decir que nos hemos divorciado, porque no ha sido así.
—No pensaba hacerlo.
—¿Quieres saber cuánto te costará quitarme de en medio? Pues cuarenta y cinco
mil en dinero contante y sonante.
—No.
—¿Qué quiere decir ese no? No puedes regatear conmigo.
—No trato de regatear. Ahí tienes la carta, y por lo tanto sabes lo mismo que yo.
Haz lo que quieras.
—¿Qué es lo que te hace ser tan insolente?
—Es que me siento seguro.
Ella lo atisbó bajo la visera verde y transparente. Su cabello le caía en pequeños
tirabuzones sobre la visera, como los racimos sobre una verde techumbre.
—Adam, tú estás loco. Si te hubieses callado la boca, nadie hubiera sabido jamás

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que yo estaba viva.
—Ya lo sé.
—¿Ya lo sabes, dices? ¿Piensas que tendré miedo de reclamar ese dinero? Estás
completamente loco si lo crees así.
—No me importa lo que hagas —respondió Adam pacientemente.
Ella le sonrió con expresión cínica.
—No te importa, ¿eh? Pues supón que te dijese que hay una orden permanente en
la oficina del sheriff dejada allí por el anterior, en la que se especifica, que, si me
atrevo a usar mi nombre o a declarar que soy tu esposa, me echarán del condado, y
también del estado. ¿No te tienta eso?
—¿Para hacer qué?
—Para hacer que me expulsen y quedarte con todo el dinero.
—Yo me he limitado a traerte esta carta —dijo Adam con la misma paciencia.
—Quiero saber por qué.
—No me interesa en absoluto lo que pienses, o lo que opines de mí —contestó
Adam—. Charles te dejó ese dinero en su testamento. No puso ninguna restricción o
traba. Todavía no he visto el testamento, pero él quería que tú entrases en posesión de
esa suma.
—Algo estás tramando con esos cincuenta mil dólares —dijo—, pero no esperes
salirte con la tuya. No sé dónde está el truco, pero yo lo descubriré. —Y luego añadió
—: ¿Sabes lo que estoy pensando? Tú no eres demasiado listo. ¿Quién te ha
aconsejado?
—Nadie.
—¿No sería ese chino? Él sí es listo.
—No me ha dado el menor consejo.
Adam se sentía muy interesado por su absoluta falta de emoción.
Se encontraba por completo ajeno a lo que estaba sucediendo. Cuando miró a
Kate, observó en su rostro una expresión que jamás le había visto. Kate tenía miedo,
y tenía miedo de él. Pero ¿por qué?
Ella se dominó y trató de ahuyentar aquel temor.
—Lo haces sólo porque eres honrado, ¿verdad? Claro, la bondad personificada.
—Eso no se me había ocurrido —repuso Adam—. Ese dinero es tuyo y yo no soy
ningún ladrón. Me da igual lo que pienses.
Kate se echó la visera hacia atrás.
—Pretendes que piense que te limitas a echarme este dinero sobre el regazo.
Bueno, ya descubriré lo que te traes entre manos. No creas que no sabré defenderme.
¿Pensaste que iba a tragarme un cebo tan estúpido?
—¿Dónde recibes la correspondencia? —preguntó él pacientemente.
—¿A ti qué te importa?
—Escribiré a los abogados para que se pongan en contacto contigo.
—¡No lo hagas! —exclamó ella dejando la carta entre las páginas del libro de

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cuentas, el cual cerró a continuación—. Me la quedo. Por mi parte, consultaré
también a un abogado. Estás equivocado si crees que no lo haré. Ya puedes dejar tu
aire inocente.
—Hazlo —respondió Adam—. Yo sólo quiero que tengas lo que te pertenece;
Charles te ha legado esa cantidad. No es mía.
—Ya descubriré tus tretas. Ya las descubriré.
—Me parece que no lo entiendes —replicó Adam—. Claro que tampoco me
importa. También hay muchas cosas que yo no entiendo. Por ejemplo, no entiendo
cómo fuiste capaz de disparar contra mí y de abandonar a tus hijos. Tampoco
entiendo cómo tú o cualquiera puede vivir así —y movió la mano, indicando la casa.
—¿Quién te pide que lo entiendas?
Adam se puso en pie y tomó su sombrero.
—Eso es todo —concluyó, y se dirigió hacia la puerta—. Adiós.
Ella lo llamó.
—Está usted cambiando, señor Ratón —le dijo—. ¿Por fin has conseguido otra
mujer?
Adam se detuvo y se giró lentamente, con expresión pensativa en la mirada.
—No se me había ocurrido —afirmó, y se acercó tanto a ella que la obligó a echar
la cabeza para atrás para poder verle la cara—. He dicho que no te entendía. Pero
acabo de comprender lo que tú no entiendes.
—¿Qué es lo que no entiendo, señor Ratón?
—Tú sólo conoces la parte mala de la gente. Me enseñaste las fotografías. Te
vales de todo lo vergonzoso y vil que hay en el hombre y que constituye su debilidad.
Todo el mundo tiene su lado oscuro, todo el mundo.
Adam prosiguió, asombrado ante sus propios pensamientos:
—Pero tú…, sí, eso es, tú desconoces por completo lo restante. No puedes creer
que te haya dado esta carta porque no quiero tu dinero. No crees que yo te haya
podido amar. Y los hombres que vienen a tu casa con todas sus lacras morales, los
hombres de aquellos retratos, tú eres incapaz de creer que esos hombres pueden
poseer algo bueno y hermoso. Sólo ves un aspecto de ellos, y piensas, es más, estás
segura, que eso es todo.
Ella soltó una risita sardónica.
—¡Amén! —exclamó. Y luego añadió—: ¡Pero qué dulce soñador es el señor
Ratón! Écheme usted un sermoncito, señor Ratón.
—No. No lo haré, porque me doy cuenta de que te falta algo. Hay hombres que
no pueden ver el color verde, pero puede que nunca lo sepan. Me parece que tú eres
un ser humano incompleto y no puedo hacer nada para remediarlo. Pero me pregunto
si alguna vez sentirás que hay algo invisible a tu alrededor. Sería horrible que
pudieses darte cuenta de ello, y, sin embargo, fueses incapaz de verlo o de sentirlo.
Sería horrible.
Kate apartó su silla y se puso de pie con los brazos en jarra y los puños muy

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apretados y ocultos entre los pliegues de su falda. Habló tratando de evitar el tono
agudo que pugnaba por manifestarse en su voz.
—Nuestro Ratón es un filósofo —dijo—. Pero nuestro Ratón no sobresale más en
esta actividad que en las otras. ¿Has oído hablar de las alucinaciones? Si hay cosas
que no puedo ver, ¿no crees que es posible que se trate únicamente de sueños nacidos
de tu enfermiza mente?
—No —respondió Adam—. No lo creo. Y tú tampoco lo crees.
Dio media vuelta, salió de la estancia y cerró la puerta.
Kate volvió a sentarse, y se quedó mirando hacia la puerta cerrada, sin percatarse
de que estaba golpeando suavemente el tapete con los puños. Lo que sí sabía es que el
rectángulo blanco de la puerta que veía estaba deformado por las lágrimas, y que su
cuerpo se sacudía bajo los efectos de la rabia y de la pena mezcladas.

Cuando Adam abandonó la casa de Kate todavía tenía más de dos horas antes de
tomar el tren de regreso a King City. Un impulso repentino le llevó a torcer por la
calle Mayor, y caminar por la Avenida Central hasta el número 130, que correspondía
a la enorme mansión blanca de Ernest Steinbeck. Era una casa inmaculada y de
aspecto acogedor, de amplias proporciones, aunque no pretenciosa, y estaba rodeada
por una cerca pintada de blanco, que limitaba un espacio cubierto de verde césped
cuidadosamente recortado. Arrimados a la cerca crecían rosales y enredaderas.
Adam subió por los anchos escalones de la solana, y tiró de la campanilla. Olive
fue a la puerta y la entreabrió, mientras Mary y John atisbaban tras ella.
Adam se quitó el sombrero.
—Ustedes no me conocen. Soy Adam Trask. Era muy amigo de su padre. He
venido a saludar a la señora Hamilton, quien me ayudó amablemente cuando mi
mujer dio a luz.
—No faltaba más —dijo Olive, abriendo de par en par la puerta—. Hemos oído
hablar de usted. Espere un momento. Ya verá lo bien atendida que está madre.
Golpeó con los nudillos en una puerta al otro extremo del ancho vestíbulo, y
gritó:
—¡Mamá! Ha venido un amigo a verte.
Abrió la puerta, e introdujo a Adam en la agradable estancia ocupada por Liza.
—Tendrá usted que perdonarme —se excusó Olive—. Catrina está preparando el
pollo y tengo que vigilarla, ¡John, Mary! Venid conmigo.
Liza parecía más menuda que nunca. Estaba sentada en una mecedora de mimbre
y había envejecido mucho. Su vestido de alpaca negra tenía una falda muy amplia, y
llevaba sobre su pecho un alfiler en el que se leía «Madre», en letras de oro.

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La agradable y reducida sala-dormitorio estaba atestada de fotografías, frascos de
colonia, acericos de encaje, cepillos y peines, y mil chucherías de porcelana y plata,
regalos de muchos cumpleaños y navidades.
En la pared se veía una enorme fotografía en colores de Samuel, que reflejaba una
fría y distante dignidad, un aire envarado de circunstancias, que no era en modo
alguno el suyo. La fotografía no transmitía el menor rasgo de su personalidad ni de su
alegría inquisidora. El retrato estaba encuadrado en un macizo marco de oro y, para
consternación de los niños, sus ojos los seguían por toda la estancia.
Sobre la mesa de mimbre que había junto a Liza, se veía la jaula del lorito Polly
que Tom había comprado a un marinero. Era un pajarraco viejo, del que se decía que
tenía cincuenta años. En su larga existencia había aprendido una gran colección de
palabrotas, que pronunciaba al estilo marinero. Por más que se esforzó, Liza no
consiguió que el loro sustituyera el pintoresco vocabulario aprendido en su juventud
por los piadosos salmos que ella quería enseñarle.
Polly ladeó la cabeza para examinar a Adam, y se alisó las plumas de la base del
pico, pasándose cuidadosamente por ellas una de las patas.
—¡Sal de ahí, hijo de puta! —dijo Polly, sin la menor entonación. Liza lo miró
con el ceño fruncido.
—¡Polly! —le recriminó con severidad—. Eso es una falta de educación.
—¡Maldito hijo de puta! —repitió el loro.
Liza pasó por alto tamaña vulgaridad, y tendió su pequeña mano a Adam.
—Señor Trask —saludó—. Me alegro de verle. Siéntese, se lo ruego.
—Pasaba por aquí, y he venido a presentarle mis condolencias.
—Ya recibimos sus flores.
Después de tanto tiempo, Liza también recordaba hasta el último ramo que se
envió al entierro. El de Adam fue una hermosa cesta de siemprevivas.
—Le será a usted muy difícil acostumbrarse a esa pérdida.
Los ojos de Liza se abrieron, y cerró la boca como si no quisiera hablar de su
desamparo.
—Tal vez no debería ahondar en la herida, pero le echo de menos —añadió
Adam.
Liza miró hacia otro lado.
—¿Cómo le van las cosas en su propiedad? —le preguntó.
—Este año ha sido muy bueno. Ha llovido mucho. Hay mucho pasto.
—Tom me lo contó en una carta —manifestó.
—Cierra el pico —dijo el loro, y Liza le riñó como lo hacía con sus niños cuando
cometían alguna diablura.
—¿Qué lo trae a usted por Salinas, señor Trask?
—Tenía algunos asuntos que resolver —explicó Adam y se sentó en una silla de
mimbre, que crujió bajo su peso—. Tengo la intención de trasladarme aquí. Me
parece que sería beneficioso para mis hijos. Se sienten muy solos en el rancho.

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—Nosotros nunca nos sentimos solos en el nuestro —respondió ella con aspereza.
—Tal vez las escuelas de aquí sean mejores, y eso representaría una ventaja para
mis hijos.
—Mi hija Olive fue maestra en Peach Tree, Pleyto y Big Sur —afirmó Liza, y el
tono de su voz venía a demostrar claramente que no había mejores escuelas que
aquéllas. Adam empezó a sentir una cálida admiración por su férrea gallardía.
—Bueno, de momento no pasa de ser un proyecto —dijo.
—Los niños criados en el campo son más fuertes —aquello era un axioma para
ella, y podía demostrarlo con sus propios hijos. Luego, dirigió su atención a Adam:
¿Está buscando casa en Salinas?
—Sí, supongo que sí.
—Vaya a ver a mi hija Dessie —le ofreció—. Quiere volver al rancho, junto a
Tom. Tiene una casita muy bonita al final de esta misma calle, al lado de la panadería
de Reynaud.
—Desde luego que iré —le dijo agradecido Adam—. Ahora mismo. Me alegra
comprobar que sigue usted tan bien.
—Gracias —respondió ella—. Aquí estoy muy cómoda. —Adam se dirigía a la
puerta, cuando ella añadió—: Señor Trask, ¿no ha visto usted a mi hijo Tom
últimamente?
—Pues no. No lo he visto. Apenas he salido del rancho.
—Me gustaría que fuese a verlo —dijo ella con presteza—. Me parece que debe
de sentirse muy solo —y se interrumpió como horrorizada ante aquella contradicción
con sus anteriores palabras.
—Será un placer. Adiós, señora.
Cuando cerraba la puerta, oyó que el loro exclamaba:
—¡Cierra el pico, maldito hijo de puta!
Y que Liza lo recriminaba:
—Polly, si no vigilas tu vocabulario, te daré una zurra.
Adam salió de la casa, y subió por la calle de Poniente, en dirección a la calle
Mayor. Como le había dicho Liza, al lado de la panadería francesa Reynaud, vio la
casa de Dessie, rodeada de un jardincillo. Frente a la entrada había tal espesor de altas
alheñas que casi ocultaban la fachada de la casa. Sobre la puerta de entrada se veía un
letrero pulcramente dibujado, en donde podía leerse:

DESSIE HAMILTON. MODISTA.

El restaurante San Francisco estaba situado en la esquina de las calles Mayor y


Central y sus ventanas daban a ambas. Adam entró para tomar algún refrigerio. Ante
la mesa del rincón estaba sentado Will Hamilton, quien devoraba una enorme costilla.
—Siéntese conmigo —ofreció a Adam—. ¿Ha venido usted por algún negocio?
—Sí —respondió Adam—. Y he ido a visitar a su madre.

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Will dejó el tenedor.
—Yo sólo he venido por una hora. No he querido ir a verla porque eso la
emociona. Y mi hermana Olive sería capaz de echar la casa por la ventana para
preparar una comida especial en mi honor, y yo no quiero molestarlos. Además, tengo
que regresar enseguida. Pida una chuleta. Hoy están muy buenas. ¿Qué tal está
madre?
—Es una mujer con mucho coraje —afirmó Adam—. Cada día la admiro más.
—Sí, lo es. No comprendo cómo se las arregló para no perder el juicio con todos
nosotros y con nuestro padre.
—Una chuleta poco hecha —pidió Adam al camarero.
—¿Con patatas?
—No…, es decir, sí; patatas fritas. Su madre está preocupada por Tom. ¿Qué tal
se encuentra?
Will cortó el borde de grasa de su chuleta, y lo dejó a un lado en el plato.
—Tiene motivos para preocuparse —contestó. A Tom le pasa algo. Está
completamente atontado.
—Supongo que será porque echa de menos a su padre.
—Ha acertado usted —aseguró Will—. Eran uña y carne. Es incapaz de
sobreponerse. En cierto modo, Tom es un niño grande.
—Iré a verlo. Su madre me ha dicho que Dessie tiene intención de trasladarse al
rancho.
Will dejó los cubiertos sobre el mantel, y miró a Adam.
—No puede hacerlo —dijo—. Yo no se lo permitiré.
—¿Por qué no?
Pero Will intentó disimular saliéndose por la tangente.
—Bueno —explicó—, tiene un buen negocio, que le proporciona unos saneados
ingresos. Sería una verdadera lástima que lo abandonase.
Tomó de nuevo el cuchillo y el tenedor, cortó un pedazo de grasa, y se lo
introdujo en la boca.
—Tengo que tomar el tren de las ocho —dijo Adam.
—Yo también —contestó Will.
Y ya no quiso hablar más.

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Capítulo 32

Dessie era la más querida de la familia, Mollie la niña mimada, Olive la juiciosa y
reposada y Una la atolondrada; y aunque todas eran igualmente queridas por sus
padres, Dessie era, sin embargo, la predilecta. Nadie más que ella sabía hacer
aquellos guiños y reír con una risa tan contagiosa como la viruela, y ninguna poseía
aquella alegría que iluminaba el día y contaminaba de tal forma a los que la rodeaban
que el júbilo no tenía fin.
La señora de Clarence Morrison, que vivía en el número 122 de la calle de la
Iglesia, en Salinas, tenía tres hijos y un marido que regentaba una mercería. Algunos
días por la mañana, durante el desayuno, Agnes Morrison decía:
—Después de comer, iré a casa de Dessie Hamilton, a probarme.
Los niños se ponían muy contentos y golpeaban las patas de la mesa con los pies,
hasta que su madre los reñía. Y el señor Morrison se frotaba las manos y se iba a la
tienda, esperando que aquel día apareciera algún viajante. Y si venía alguno, era
seguro que conseguiría un buen pedido. Es posible que tanto los niños como el señor
Morrison hubiesen olvidado por qué aquel día era tan bueno, y acabaría tan bien.
La señora Morrison solía ir a la casa contigua a la panadería de Reynaud a eso de
las dos, y permanecía allí hasta las cuatro. Cuando salía, tenía los ojos empañados en
llanto, y la nariz enrojecida. De camino a casa, se sonaba suavemente, se enjugaba los
ojos y comenzaba a reír de nuevo. Quizá Dessie se había limitado a clavar algunos
alfileres de cabeza negra en el acerico, convirtiéndolo en la caricatura del sacerdote
anabaptista, haciéndole pronunciar un breve sermón. Acaso había vuelto a contar su
entrevista con el viejo Taylor, aquel que compraba casas viejas y las transportaba a un
enorme terreno vacío que poseía, hasta que tuvo tantas, que parecía el mar de los
Sargazos en tierra firme. O quizá sólo se limitó a leer un poema de Chatterbox
haciendo muecas. No importa. Era siempre divertidísimo y su risa se contagiaba.

Cuando regresaban del colegio, los niños Morrison no encontraban en casa dolores,
malhumor o migrañas. No les reñían por sus narices mocosas, ni por sus caras sucias.
Y cuando empezaban a reír, su madre se unía a ellos de muy buena gana.
El señor Morrison, al volver a casa, hablaba de cómo le había ido el día, y
conseguía que le escuchasen, y trataba de contar de nuevo las historias que le había
contado el viajante, al menos, unas cuantas. La cena era deliciosa, tortillas bien
batidas que no se deshinchaban, pasteles apetitosos, bizcochos esponjosos, y nadie
sabía sazonar mejor un estofado que Agnes Morrison. Después de cenar, cuando los

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niños se caían de sueño después de tanto reír y se iban a la cama, el señor Morrison
solía tocar a Agnes en el hombro, con su vieja y conocida señal, y luego ambos iban a
acostarse para hacerse el amor y sentirse muy felices.
La visita de Dessie seguía produciendo su efecto durante dos días más, antes de
desvanecerse y de que reapareciesen los dolores de cabeza y las preocupaciones por
el negocio que no iba tan bien como el año anterior. Así era Dessie, y ése era su
poder. Llevaba la animación en sus brazos lo mismo que la había llevado Samuel. Era
la más querida, era la favorita de la familia.
Y no era guapa. Quizá no llegaba ni a bonita, pero poseía ese encanto que hace
que los hombres vayan tras una mujer, con la esperanza de que algo de él se les
transmita. Cualquiera hubiera asegurado que con el tiempo terminaría por olvidar su
primer amor y encontrar otro, pero no lo hizo. Si se piensa en ello, todos los
Hamilton, a pesar de ser tan versátiles, carecían de toda versatilidad en cuestiones
amorosas. Ninguno de ellos parecía capaz de sentir un amor ligero o variable.
Dessie no se limitó a alzar los brazos al cielo y a renunciar. Lo que hizo fue
mucho peor, pues siguió siendo y actuando como era pero sin su anterior encanto.
Quienes la querían, sentían pena por ella al verla sufrir aquella prueba, y desearon
compartirla.
Los amigos de Dessie eran buenos y fieles, pero también eran seres humanos, y
los seres humanos buscan el bienestar y aborrecen el desasosiego. Al cabo de cierto
tiempo, todas las clientas como la señora Morrison fueron encontrando diferentes
pretextos y razones de peso para dejar de ir a la casita contigua a la panadería. No es
que fuesen desleales; lo que ocurría era que preferían ser felices a estar tristes.
Siempre es fácil encontrar algún pretexto lógico y virtuoso para dejar de hacer lo que
no se quiere hacer.
El negocio de Dessie empezó a decaer, y las señoras que habían creído que
deseaban hacerse vestidos, jamás se dieron cuenta de que lo que en realidad querían
era felicidad. Los tiempos cambiaban y los vestidos de confección se iban
popularizando. Ya no constituía ninguna vergüenza llevarlos. Desde el momento en
que el señor Morrison vendía trajes de confección, parecía muy razonable que Agnes
Morrison los luciese.
La familia se sentía muy preocupada por Dessie, pero ¿qué se podía hacer, si ella
no quería admitir que le ocurriese nada? Lo único que reconocía era que la acometían
de vez en cuando unos dolores agudos en el costado, pero duraban muy poco y se le
presentaban sólo a largos intervalos.
Entonces, Samuel murió, y el mundo se hizo añicos como un plato de porcelana.
Sus hijos, hijas y amigos andaban a tientas entre los fragmentos, tratando de
recomponer alguna especie de mundo.
Dessie decidió traspasar su negocio y volver al rancho para hacer compañía a
Tom. No había mucho que traspasar. Liza se enteró de esta intención, lo mismo que
Olive, y de que Dessie había escrito a Tom. El único que no se había enterado, al

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parecer, era Will, que ahora se encontraba gruñendo sentado a una mesa del
restaurante San Francisco. Will estaba tragándose su ira, y acabó tirando la servilleta
y poniéndose en pie.
—Me he olvidado de algo —dijo a Adam—. Ya nos veremos en el tren.
Caminó media manzana hasta llegar a casa de Dessie, atravesó el frondoso jardín
y tiró de la campanilla.
Dessie estaba comiendo sola y fue a abrir con la servilleta en la mano.
—¿Tú por aquí, Will? —dijo, ofreciéndole su rosada mejilla para que la besara—.
¿Cuándo has llegado a la ciudad?
—He venido por negocios —dijo él—. Sólo tengo un rato antes de tomar el tren y
quiero hablar contigo.
Ella lo condujo a la cocina, que hacía las veces también de comedor; era una
estancia pequeña y cálida, de paredes empapeladas con dibujos de flores. Sirvió
maquinalmente una taza de café que puso ante su hermano, colocando también a su
alcance el azucarero y una jarrita de leche.
—¿Ya has visto a mamá? —preguntó ella.
—Ya te he dicho que he venido con el tiempo justo —replicó él algo hosco—.
Dessie, ¿es verdad que quieres volver al rancho?
—Lo estoy pensando.
—No quiero que vayas.
Ella sonrió algo perpleja.
—¿Por qué no? ¿Qué hay de malo en ello? Tom está muy solo allá arriba.
—Tienes un buen negocio —argumentó él.
—Ya no tengo ningún negocio —replicó ella—. Creía que ya lo sabías.
—No quiero que vayas —repitió él sombríamente.
Ella mostró una sonrisa socarrona y se esforzó por hablar con un tono algo
burlón.
—Vaya, veo que mi hermano mayor se ha convertido en un mandón. ¿Dime por
qué no?
—Aquello es muy solitario.
—Siendo dos, ya no lo será tanto.
Will se mordió los labios con enojo. De pronto barbotó:
—Tom ya no es el mismo. No debes estar sola con él.
—¿Es que no está bien? ¿Necesita ayuda?
—No quería decírtelo… —manifestó Will—, pero me parece que Tom ha sido
incapaz de sobreponerse a la muerte de papá. Se ha vuelto muy extraño.
Ella sonrió con expresión afectuosa.
—Will, siempre has pensado que él era raro. Ya te lo parecía cuando decía que no
le gustaban los negocios.
—Eso era diferente. Pero ahora está siempre ensimismado. Apenas habla. Pasea
por el monte de noche. Yo fui a verle y, encontré poesías, tenía la mesa llena de

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cuartillas.
—¿Es que tú nunca has escrito poesías, Will?
—¡Dios me libre!
—Pues yo sí —contestó Dessie—. Yo también tenía la mesa llena de cuartillas.
—Te repito que no quiero que vayas.
—Déjame pensarlo —dijo ella con mansedumbre—. He perdido algo, y quiero
ver si lo encuentro de nuevo.
—Hablas como una loca.
Ella rodeó la mesa, y pasó sus brazos alrededor de los hombros de su hermano.
—Mira, hermano, déjame decidirlo a mí.
Él salió visiblemente enojado de la casa, y llegó a la estación con el tiempo justo
para alcanzar el tren.

Tom fue a esperar a Dessie a la estación de King City. Por la ventanilla del tren vio
cómo escudriñaba todos los vagones para ver si la encontraba. Su rostro estaba
bruñido y tan bien afeitado, que su tez oscura relucía como madera recién barnizada.
Sus bigotes rojizos se veían muy bien recortados. Se tocaba con un sombrero nuevo
de fieltro, de copa plana, y vestía una chaqueta curtida de Norfolk, y la hebilla de su
cinturón era de madreperla. Sus zapatos relucían a la luz del mediodía y estaba claro
que se los había frotado con su pañuelo antes de la llegada del tren. Su fuerte y
enrojecido pescuezo estaba oprimido por un cuello duro, y lucía una corbata azul
pálido de punto, sujeta por un alfiler en forma de herradura. Trataba de ocultar su
nerviosismo oprimiéndose sus ásperas manazas.
Dessie agitó locamente el brazo por la ventanilla y gritó:
—¡Estoy aquí, estoy aquí! —aunque sabía que no podía oírla por encima del
rechinar de las ruedas del tren, cuando el coche pasó junto a él.
Bajó por la escalerilla y lo vio mirando desesperadamente en dirección opuesta.
Ella sonrió y se le aproximó por la espalda.
—Perdone usted, señor —le dijo quedamente—. ¿Está por aquí un tal señor Tom
Hamilton?
Él giró en redondo, lanzó un grito de alegría, y levantándola del suelo en un
abrazo de oso, empezó a bailar con ella. Luego la sostuvo con una sola mano y le dio
unas palmaditas en las nalgas con la mano libre. Después, frotó su áspero bigote
contra las mejillas de la joven. Separando la cara, le pasó el brazo por los hombros y
la miró. Los dos echaron la cabeza para atrás y rompieron en carcajadas.
El jefe de estación se asomó por la ventanilla y apoyó los codos, protegidos con
manguitos negros, en el alféizar. Volviendo la cabeza, le dijo al telegrafista:

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—¡Hay que ver esos Hamilton! ¡Míralos!
Tom y Dessie, con las manos unidas sólo por las puntas de los dedos, estaban
danzando una elegante pavana, mientras él cantaba «Doodl-doodl-doo», y ella
«Deedle-deedle-dee», y terminaron por abrazarse de nuevo.
Tom la miró.
—¿No serás por casualidad Dessie Hamilton? Me parece que te recuerdo. Pero
has cambiado bastante. ¿Dónde están tus coletas?
Les llevó mucho tiempo encontrar el talón del equipaje de Dessie, después Tom
no supo en qué bolsillo lo había metido, y cuando finalmente lo encontró y fue a
recoger el equipaje, regresó con unos bultos que no eran de su hermana. Al final,
consiguió amontonar todas las maletas de la joven en la trasera de su carromato. Los
dos caballos bayos apisonaban la tierra dura con impaciencia, y erguían sus cabezas,
haciendo saltar las varas brillantes y chirriar la doble cruz. Los arneses estaban
pulidos y el latón refulgía como el oro. En mitad del látigo había un lazo encarnado, y
los caballos lucían cintas rojas también en la crin y en la cola.
Tom ayudó a Dessie a encaramarse al asiento, y simuló mirarle los tobillos a
hurtadillas. Luego agitó las riendas, y aflojó los bocados. Desenvolvió el látigo que
tenía enrollado en el mango, y los caballos giraron tan bruscamente, que la rueda
chirrió contra la guarda.
—¿No te gustaría que diésemos una vuelta por King City? —le preguntó Tom—.
Es una ciudad muy bonita.
—No —respondió ella—. Ya la conozco.
Entonces él giró a la izquierda, en dirección al sur, y dejó que los caballos
tomasen un buen trote.
—¿Dónde está Will? —preguntó Dessie.
—No lo sé —respondió él gruñendo.
—¿Te dijo algo?
—Sí. Me dijo que no debías venir.
—A mí me dijo lo mismo —observó Dessie—. También ha obligado a George a
escribirme.
—¿Por qué no puedes venir si ése es tu deseo? —preguntó Tom enfurecido—. ¿A
él qué le importa?
Ella le tocó el brazo.
—Cree que estás loco. Dice que escribes versos.
El rostro de Tom se ensombreció.
—Debió de entrar en casa cuando yo no estaba. ¿Qué es lo que quiere? No tiene
derecho a escudriñar mis papeles.
—No te enfades, no te enfades —dijo Dessie—. Will es tu hermano. No lo
olvides.
—¿Qué diría él si yo escudriñase sus papeles? —preguntó Tom.
—No podrías hacerlo —contestó Dessie secamente—. Los tiene en la caja fuerte.

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Pero no estropeemos el día por una rabieta.
—Está bien —accedió él—. Pero me pone furioso. Claro, como no quiero vivir su
clase de vida, me considera loco, loco de remate. Dessie cambió de tema, de manera
algo forzada.
—Últimamente lo he pasado bastante mal, Tom —admitió—. Mamá también
quería venir. ¿La has visto llorar alguna vez, Tom?
—No, al menos no lo recuerdo. No es una mujer que suela llorar por cualquier
cosa.
—Pues lo hizo. No fue mucho, aunque para ella sí. Se sofocó un poco, emitió dos
sollozos, tuvo que sonarse, limpiar sus anteojos, y luego cerró la boca tan fuertemente
como la tapa de un reloj.
—Dessie, no sabes el bien que me hace tenerte aquí conmigo. Es algo magnífico
que me hace sentir como si me hubiese repuesto de una enfermedad —aseguró Tom.
Los caballos trotaban por la carretera vecinal.
—Adam Trask se ha comprado un Ford —le dijo Tom—. O quizá, debería decir
que Will se lo ha vendido.
—No lo sabía —respondió Dessie—. Quiere comprarme la casa y me ofrece un
buen precio por ella —rió—. La tasé a un precio muy alto y estaba dispuesta a
rebajarlo durante las negociaciones, pero el señor Trask aceptó sin regatear, lo que me
puso en un aprieto.
—¿Y qué hiciste, Dessie?
—Tuve que explicarle que había puesto un precio muy alto porque esperaba que
me lo discutiera, pero a él no le importó.
—Te ruego que nunca le cuentes eso a Will —le dijo Tom, porque haría que te
encierren.
—¡Pero la casa valía mucho menos de lo que yo pedía por ella!
—Te repito lo que te he dicho sobre Will. ¿Para qué quiere Adam tu casa?
—Piensa trasladarse a vivir allí. Quiere que sus hijos vayan a la escuela en
Salinas.
—¿Y qué hará con el rancho?
—No lo sé. No me lo dijo.
—Me pregunto qué hubiera ocurrido si padre hubiera tenido un rancho como ése
en lugar de nuestra vieja, seca y polvorienta propiedad —comentó Tom.
—No es un sitio tan malo.
—Sí, sirve para cualquier cosa, menos para vivir en él.
—¿Has conocido alguna familia de mejor humor que la nuestra? —le preguntó
Dessie muy seria.
—No, la verdad. Pero eso se aplica a la familia, no a la tierra.
—¿Te acuerdas, Tom, de cuando llevaste a Jennie y a Belle Williams al baile de
Peach Tree en el sofá?
—¡Mamá nunca me permitió olvidarlo! Dime, ¿qué te parecería si les pidiésemos

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a Jennie y a Belle que viniesen a hacernos una visita?
—Yo creo que vendrían —respondió Dessie—. Podemos decírselo.
Cuando abandonaron la carretera vecinal, ella dijo:
—Guardaba un recuerdo diferente de esta tierra.
—¿Estaba más seca?
—Sí, creo que sí. Hay mucha hierba, Tom.
—Voy a comprar veinte cabezas de ganado para que se la coman.
—Debes de ser rico.
—No lo creas, y un año tan bueno como éste hará bajar mucho el precio de la
carne de buey. Me gustaría saber lo que haría Will en mi caso. Es un hombre que sabe
desenvolverse en malas épocas, porque me dijo que siempre se saca provecho de la
escasez. Will es muy listo.
La carretera, llena de baches y roderas, seguía con el mismo aspecto, sólo que las
roderas eran más profundas y las piedras parecían más abundantes.
—¿Qué es ese letrero que cuelga de esos mezquites? —preguntó Dessie. Al pasar
junto a él, lo agarró y vio que rezaba: BIENVENIDA A CASA.
—¡Eso lo has hecho tú, Tom!
—¿Yo? No. Alguien habrá andado por aquí.
Cada cincuenta metros aparecía un nuevo letrero sujeto en algún arbusto, o
colgado de las ramas de un madroño, o clavado al tronco de un castaño de Indias, y
en todos se leía: BIENVENIDA A CASA. Dessie chillaba de alegría cada vez que
descubría uno.
Coronaron la loma que dominaba el vallecito donde se encontraba la vieja
residencia de los Hamilton, y Tom detuvo el carruaje para permitir que Dessie
disfrutase de la vista. En la ladera del monte opuesto, y escritas con lechada sobre las
piedras, se leían unas enormes letras que decían: BIENVENIDA A CASA, DESSIE.
Ella apoyó la cabeza en la solapa de su hermano, y rió y lloró al mismo tiempo.
Tom miró con firmeza frente a sí.
—¿Quién habrá hecho esto? —se preguntó. Veo que ya no se puede dejar la casa
sola.

Al amanecer, Dessie se despertó con un agudo dolor que la asaltaba a intervalos. El


dolor la atenazaba angustiosamente; parecía extenderse por su costado y su abdomen;
empezaba como un ligero pellizco y luego se convertía en una sensación punzante
que se transformaba en dolor intenso e insoportable, como si una poderosa garra se
hubiese clavado en su flanco. Cuando el dolor menguaba, sentía en aquel lugar una
ardiente comezón. Aquello no se prolongaba mucho, pero mientras duraba, todo

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desaparecía a su alrededor, y ella se plegaba sobre sí misma, atenta sólo a la terrible
lucha que se libraba en su cuerpo.
Cuando sólo le quedaban unas ligeras molestias, se percató de que el alba
plateada se asomaba por las ventanas. Aspiró la brisa matinal que agitaba las
cortinillas, aportándole el olor de la hierba, de las raíces y de la tierra húmeda.
Después, llegaron a sus oídos los ecos de los gorriones parloteando entre ellos; una
vaca que mugía y que regañaba monótonamente a una ternera hambrienta que la
acosaba; el graznido de falsa excitación de un arrendajo azul; el grito de advertencia
de una codorniz en guardia, y el susurro de respuesta de la hembra, oculta por allí
cerca entre la alta hierba. El gallinero hervía de excitación a causa de un huevo, y una
enorme gallina Rhode Island roja, que pesaba dos kilos, protestaba hipócritamente
ante el horror que representaba verse clavada salazmente al suelo por la ruina flaca y
huesuda de un gallo al que hubiera podido tumbar de un solo aletazo.
El arrullo de los palomos le despertó muchos recuerdos. Dessie se acordó de su
padre, sentado a la cabecera de la mesa, diciendo: «Le dije a Rabitt que pensaba criar
palomos, y ¿sabéis lo que me contestó? Mientras no sean blancos… ¿Por qué no
blancos?, le pregunté, y él respondió: Traen muy mala suerte. Suelen acarrear tristeza
e incluso la muerte. Es mejor que los tenga grises. Me gustan los blancos. Es mejor
que sean grises, me repitió él. Y tan cierto como que ahora es de día, he de criar
palomos blancos».
Y Liza le reprendía con mucha paciencia: «¿Por qué eres tan tozudo, Samuel? Los
grises son tan sabrosos como los blancos, y además son mayores». «No voy a
permitir que esos estúpidos cuentos de hadas me obliguen a hacer lo que no quiero»,
respondía Samuel.
Y Liza contestaba entonces con su terrible simplicidad: «Es tu tozudez en llevar
la contraria la que te obliga. ¡Eres más terco que una mula, sí, que una mula!».
«Alguien tiene que serlo», respondía hoscamente. «De lo contrario, nunca se podría
burlar al destino y hacerlo avanzar, y la humanidad seguiría encaramada en las ramas
más altas de los árboles».
Y desde luego, crió palomos blancos y esperó con truculencia a que llegasen las
tristezas y la muerte, hasta que demostró la falsedad de aquel aserto. Y los
tataranietos de aquellos palomos eran los pichoncitos talludos que esa mañana se
arrullaban y emprendían el vuelo para describir círculos en una nívea franja en torno
al cobertizo de los carruajes.
Dessie, sumida en sus recuerdos, oía voces en torno a ella, y la casa entera se
poblaba. Pensaba en la tristeza y en la muerte, y luego en la muerte y en la tristeza, y
en su estómago se revolvían los pensamientos y el malestar. Si tienes paciencia, todo
llega a su debido tiempo.
Oía cómo resoplaba el aire al ser expulsado de los enormes fuelles de la forja, y el
isócrono golpear del martillo sobre el yunque. Oía a Liza abrir la puerta del horno, y
el golpe sordo de la hogaza amasada al caer sobre la tabla espolvoreada con harina.

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Luego aparecía Joe, buscando sus zapatos en los sitios más extraños, hasta que al
final los encontraba donde los había dejado, o sea, debajo de la cama.
Oía también la dulce voz de Mollie, que leía en tono muy alto un pasaje de la
Biblia en la cocina, según hacía todas las mañanas, y a Una corrigiéndola con su voz
plena y engolada, aunque fría.
Y Tom había cortado la lengua de Mollie con su cortaplumas, y casi llegó a
desmayarse al pensar en el valor que había tenido.
—¡Oh, querido Tom! —se dijo, moviendo apenas los labios.
La cobardía de Tom era tan desmesurada como su valor, como debe ser en los
grandes hombres. Su ternura contrarrestaba su violencia y su alma constituía el
campo de batalla, lleno de hoyos, donde luchaban sus propias fuerzas. Ahora se
sentía muy confuso, pero Dessie podía llevarlo de la brida a donde quisiera, de la
misma manera que un mozo conduce a un caballo purasangre ante la barrera para
mostrar su estampa y su forma.
Dessie se encontraba sumida en el dolor y también el sueño, mientras la mañana
se iba iluminando al otro lado de la ventana. Se acordaba de que Mollie tenía que
encabezar el Gran Desfile del 4 de Julio, en compañía nada menos que de Harry
Forbes, senador del Estado. Y Dessie todavía no había acabado de bordar los galones
en el traje de Mollie. Hizo un esfuerzo por levantarse. Había muchos galones por
coser, y ella estaba todavía medio adormecida.
—¡Enseguida lo hago, Mollie! Estará listo en dos minutos —gritó.
Se levantó de la cama, se echó un batín sobre los hombros y recorrió con los pies
descalzos la casa atestada de miembros de la familia Hamilton. No estaban en el
vestíbulo, así es que debían hallarse en los dormitorios. En ellos encontró las camas
recién hechas, y supuso que estallan en la cocina, pero cuando llegó allí, habían
desaparecido. Tristeza y muerte. La ola retrocedió y la dejó completamente despierta
en la cruda realidad.
La casa estaba muy limpia, fregada e inmaculada, con las cortinas lavadas y las
ventanas pulidas, pero se notaba que lo había hecho un hombre. Las cortinas
planchadas no tenían los pliegues muy rectos, en las ventanas había regueros y,
cuando quitó un libro de encima de la mesa, apareció un rectángulo oscuro en el lugar
que había ocupado.
La estufa estaba encendida, y por los bordes de la tapa se veía una luz anaranjada,
y se oía el trueno apagado de las llamas arrastradas por el tiro abierto. El reloj de la
cocina movía su péndulo detrás de su cubierta de cristal, y su tictac parecía el golpear
de un martillito de madera sobre una caja vacía, también de madera.
Del exterior llegó un silbido tan salvaje y ronco como el de un caramillo, y su
diapasón era alto y extraño. El silbido modulaba una salvaje melodía. Luego sonaron
en el pórtico los pasos de Tom, y éste entró transportando un haz de madera de roble
tan grande que le impedía ver. Acercándose al cajón de la leña dejó caer los maderos
en una cascada.

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—Veo que ya estás levantada —saludó—. Silbaba para despertarte en el caso de
que aún durmieses. —Tenía el rostro resplandeciente de alegría—. Hace una mañana
maravillosa, y hay que aprovecharla.
—Hablas como papá —dijo Dessie, y unió sus risas a las de él.
La alegría de Tom se convirtió en un tono de desafío.
—Sí —dijo altivamente—. Y te prometo que haré que volvamos a los viejos
tiempos. He estado arrastrándome por aquí lastimosamente como una serpiente con el
espinazo roto. No es extraño que Will pensase que estaba chiflado. Pero ahora que
has vuelto tú, ya verás. Voy a respirar la vida a pleno pulmón otra vez. ¿Me oyes?
Esta casa vivirá de nuevo.
—Me alegro de haber venido —respondió ella, pero pensó, desolada, cuán frágil
era ahora su hermano y qué poco costaba echar sus propósitos por tierra, y de ello se
desprendía que tendría que protegerlo en todo lo posible—. Tienes que haber
trabajado noche y día para tener la casa tan limpia —observó.
—Todo lo contrario —contestó Tom—. Cuatro golpecitos aquí y allá.
—Sí, cuatro golpecitos pero con el cubo, el estropajo y de rodillas, a menos que
hayas inventado algún nuevo sistema para hacerlo por medio de la fuerza de las
gallinas, o con ayuda del viento embridado.
—Inventar, en eso se va todo mi tiempo. He inventado una pequeña muesca que
permite que una corbata se deslice libremente de un lado a otro en un cuello duro.
—Pero si tú no usas cuello duro.
—Ayer me puse uno, y fue entonces cuando lo inventé. Y también tengo grandes
proyectos con las gallinas: pienso criar millones de ellas, pondré gallineros por todo
el rancho, y una abertura en el techo para bañarlas en un tanque de lechada. Y los
huevos serán transportados por una pequeña cinta sin fin. Espera, te haré un dibujo.
—Preferiría que me dibujases el desayuno —replicó Dessie—. ¿Qué forma tiene
un huevo frito? ¿De qué color pintarías la carne y la grasa de un pedazo de tocino?
—¡Ahora mismo lo verás! —gritó él, abriendo la tapa de la estufa y removiendo
el fuego con el atizador, hasta chamuscarse el vello de la mano; echó leña al interior y
se puso a silbar de nuevo con fuerza.
—Pareces uno de esos individuos con pies de cabra, tocando una flauta en una
montaña de Grecia —comentó Dessie.
—¿Y qué te crees que soy? —le vociferó con alegría.
Dessie pensaba, llena de dolor: «Si él está contento, ¿por qué no puedo estarlo
yo? ¿Por qué no puedo salir de mi gris zurrón de harapos? Tengo que hacerlo», se
chilló a sí misma. «Si él puede, yo también».
—¡Tom! —le gritó.
—Dime.
—Quiero un huevo de color púrpura.

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Capítulo 33

Los montes permanecieron verdes hasta muy avanzado junio, antes de que la hierba
empezase a amarillear. Las espigas de la avena silvestre estaban tan cargadas de
grano que se doblegaban bajo su peso. Los pequeños manantiales y regatos siguieron
fluyendo hasta bien entrado el verano. El ganado estaba tan gordo y lucido que el
peso de la grasa lo hacía tambalear, y su pellejo rebosaba salud. Era uno de esos años
de abundancia en que los habitantes del valle Salinas olvidaban los años de sequía.
Los granjeros compraban más tierras de las que podían mantener, y sacaban las
cuentas de sus beneficios futuros sobre las tapas de sus talonarios.
Tom Hamilton trabajaba como un gigante, no sólo con sus fuertes brazos y sus
callosas manazas, sino también con su espíritu y su corazón. El yunque resonaba de
nuevo en la forja. Pintó de blanco la vieja mansión y dio una mano de lechada a los
cobertizos. Fue a King City y estudió la construcción de un retrete de agua corriente,
y luego se construyó uno con estaño hábilmente curvado y madera labrada. Como el
agua del manantial fluía muy lentamente, colocó un depósito de pino rojo al lado de
la casa, e hizo subir el agua hasta él con ayuda de la bomba de un molino de viento de
construcción casera, pero tan bien hecho que el menor soplo de aire lo hacía girar. Y
con madera y metal construyó los prototipos de dos ideas que había tenido, con el fin
de enviarlos a la oficina de patentes en otoño.
Y por si fuera poco, trabajaba, además, lleno de ánimo y con buen humor. Dessie
tenía que levantarse muy temprano para poder echar una mano en el trabajo de la
casa, antes de que lo hubiese hecho todo Tom. Ella observaba la gran felicidad de
aquel gigante pelirrojo, pero aquella felicidad no era ligera y alada como la de
Samuel. No se levantaba de sus raíces ni flotaba en las alturas. Tom la fabricaba del
mejor modo que sabía, moldeándola y tratando de darle forma.
Dessie, que tenía más amigos que nadie en todo el valle, no poseía ningún
confidente. Cuando la infelicidad hizo presa en ella, no pudo contar sus cuitas a
nadie, y siempre se vio obligada a guardar sus dolores en secreto.
Una vez que Tom la encontró rígida y envarada a causa del atenazante dolor y le
gritó lleno de alarma «¿Qué te pasa, Dessie?», ella trató de dominar la expresión de
su rostro, y respondió: «Un pequeño calambre, eso es todo; nada más que un pequeño
calambre. Ahora ya estoy bien». Y al instante, se pusieron a reír.
Reían mucho, como si tratasen de darse ánimos mutuamente. Sólo cuando Dessie
se iba a la cama, permitía que el recuerdo de su pérdida se apoderase de ella, terrible
e insoportable. Entretanto, Tom yacía en las tinieblas de su habitación, aturullado y
confundido como un niño, y escuchando el latir de su corazón, que de vez en cuando

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producía un sonido sibilante. Su mente abandonaba pronto los pensamientos
importantes y se refugiaba en sus pequeños planes, sus diseños y sus máquinas.
A veces, durante las tardes de verano, subían a la cima del monte para
contemplar, después del ocaso, los celajes que se adherían a las cumbres de las
montañas de occidente, y para dejarse acariciar por la brisa refrescante que soplaba
en el valle. Por lo general, permanecían silenciosos durante unos minutos, y aspiraban
la paz que reinaba en aquella hora. Ambos eran tímidos y jamás hablaban de sí
mismos, así que sabían muy poco el uno del otro.
Por eso, a ambos les sorprendió que, una tarde, cuando se hallaban en la cumbre
del monte, Dessie le preguntase:
—Tom, ¿por qué no te casas?
Él la miró y rápidamente apartó la vista.
—¿Quién me querría? —dijo.
—¿Hablas en broma o es que realmente lo piensas?
—¿Quién me querría? —repitió él—. ¿Quién podría querer a un hombre como
yo?
—Parece como si realmente lo pensaras —y entonces ella violó su acuerdo tácito
y no expresado de no indagar en sus respectivas vidas—. ¿Nunca te has enamorado?
—No —contesto él.
—Me hubiera gustado saberlo —repuso ella, como si no hubiese oído respuesta.
Tom no volvió a hablar mientras descendían por la ladera del monte. Pero al
llegar al porche, dijo de pronto:
—Tú te sientes muy sola aquí. Me parece que no quieres seguir viviendo conmigo
—esperó un momento—. Respóndeme: ¿Tengo razón?
—No quiero estar en ningún otro sitio, sino aquí —respondió Dessie, y preguntó
a su vez—: ¿Vas alguna vez con mujeres?
—Sí —contestó él.
—¿Y eso te hace algún bien?
—No mucho.
—¿Qué piensas hacer?
—No lo sé.
Volvieron en silencio a la casa. Tom encendió la lámpara del viejo salón. El sofá
de crin que él había reparado con sus propias manos levantaba su respaldo contra la
pared, y la alfombra verde estaba muy desgastada en los lugares de paso.
Tom se sentó junto a la redonda mesa del centro. Dessie tomó asiento en el sofá, y
observó que su hermano seguía turbado por su indiscreta pregunta. Pensó en cuán
puro era, cuán inadecuado para un mundo que incluso ella conocía más que él. Tom
era un matador de dragones, un libertador de doncellas, y sus pecadillos le parecían
tan grandes que se sentía indigno e indecoroso. Ella deseaba que su padre se hubiese
encontrado todavía allí. Su padre se habría dado cuenta de la grandeza de Tom. Acaso
hubiera sabido cómo libertarla de su oscuro refugio y dejarla volar libremente.

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Probó un cambio de táctica para ver si podía despertar en él alguna chispa.
—Ya que hablamos de nosotros, ¿nunca has pensado que todo nuestro mundo se
limita al valle y a algunos viajecitos a San Francisco? ¿Has pasado alguna vez de San
Luis Obispo? Yo no.
—Ni yo tampoco —respondió Tom.
—¿Y no es estúpido?
—Hay centenares de personas que tampoco lo han hecho —replicó Tom.
—Pero no está prohibido. Podríamos hacer un viaje a París, a Roma o a Jerusalén.
Me entusiasmaría poder contemplar el Coliseo.
Él la observó con suspicacia, esperando que saliera con alguna broma.
—¿Y cómo lo haríamos? —preguntó—. Requiere mucho dinero.
—No lo creo —respondió ella—. No necesitamos ir a todo lujo. Podríamos viajar
en las líneas marítimas más baratas y en tercera clase. Así es como nuestro padre
llegó aquí desde Irlanda. Y a propósito: también podríamos ir allí.
Él volvió a mirarla, y sus ojos empezaron a brillar.
—Podríamos estar un año trabajando y ahorrando hasta el último céntimo —
prosiguió Dessie—. En King City yo podría encontrar algún trabajo de modista. Will
nos ayudaría. Y el verano que viene podrías vender todo el ganado y nos iríamos. No
hay ninguna ley que nos lo impida.
Tom se levantó y salió al exterior. Alzó la cabeza y contempló el estrellado cielo
estival, en el cual lucían la azulada Venus y el rojo Marte. Se llevó las manos a la
cintura, con los puños cerrados, que luego abrió. Después se volvió y entró de nuevo
en la casa. Dessie seguía en el mismo sitio.
—¿De verdad quieres que nos vayamos, Dessie?
—Más que nada en el mundo.
—En ese caso, nos iremos.
—¿Y tú lo deseas también?
—Más que nada en el mundo —repitió Tom, y añadió—: Egipto… ¿Ya has
pensado en Egipto?
—¿Y Atenas? —dijo ella.
—¿Y Constantinopla?
—¿Y Belén?
—Sí, Belén —afirmó él, y añadió de pronto—: Vete a la cama. Tenemos por
delante todo un año de trabajo. Es necesario que descanses. Tendré que pedir dinero
prestado a Will para comprar cien cochinillos.
—¿Qué les darás de comer?
—Bellotas —respondió Tom—. Construiré una máquina para recogerlas.
Después de que él se hubo marchado a su habitación, Dessie le oyó pasear arriba
y abajo, y hablar en voz baja consigo mismo. Dessie se asomó a la ventana para
contemplar la estrellada noche, y se sintió feliz y contenta, aunque se preguntaba si
realmente deseaban hacer el viaje; de pronto, le asaltó el dolor en el costado.

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Cuando Dessie se levantó a la mañana siguiente, Tom ya estaba ante su mesa de
dibujo, golpeándose la frente y refunfuñando en voz baja. Dessie se asomó por
encima de su hombro.
—¿Es la máquina para las bellotas?
—Debería ser fácil —contestó— pero ¿cómo hacer para separar las ramitas y las
piedras?
—Ya sé que tú eres el inventor, pero yo he ideado el mejor recolector de bellotas
del mundo, que además ya está listo para funcionar.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a los niños —respondió ella, con sus manitas siempre en
movimiento.
—No lo querrían hacer ni aunque les pagasen.
—Pero lo harían si les premiasen. Un premio a cada uno, y uno mayor para el
ganador, que podría ser cien dólares. Recogerían todas las bellotas del valle. ¿Me
dejarás probar?
Él se rascó la cabeza.
—¿Por qué no? —respondió. Pero ¿cómo reunirías las bellotas?
—Los propios niños las traerían aquí —le explicó Dessie—. Deja que yo me
ocupe de ello. Supongo que tendrás sitio suficiente para almacenarlas.
—Pero eso sería explotar a la infancia, ¿no te parece?
—Sí, lo sería —convino Dessie—. Cuando yo tenía mi taller, explotaba a las
muchachas que querían aprender a coser, y ellas me explotaban a su vez. Creo que
podríamos llamar a esto la Gran Competición de las Bellotas del Condado de
Monterrey. Podrían participar en ella cuantos quisieran. Tal vez podríamos ofrecer
bicicletas como premios. ¿No recogerías tú bellotas si tuvieses la esperanza de ganar
una bicicleta, Tom?
—Ya lo creo que sí —contestó él—. Pero ¿no podríamos pagarles también?
—No con dinero —replicó Dessie—. Si les pagamos, eso se convertiría en un
trabajo, y los niños hacen todo cuanto les es posible para evitarlo. Lo mismo que yo.
Tom se recostó en su mesa de dibujo y se volvió, riendo.
—Y que yo —admitió—. De acuerdo, tú te encargas de las bellotas y yo de los
cerdos.
Dessie dijo:
—Tom, ¿no te parecía ridículo que hiciésemos dinero, precisamente nosotros?
—Pero tú bien que lo hiciste en Salinas —repuso él.
—Algo, no mucho. Pero era muy rica en promesas. Si me hubiesen pagado todas
las facturas que me adeudaban, no tendríamos necesidad de ninguna clase de cerdos.
Podríamos ir a París mañana mismo.
—Voy al pueblo a hablar con Will —dijo Tom, apartando su silla de la mesa de
dibujo—. ¿Quieres acompañarme?
—No, prefiero quedarme aquí haciendo planes. Mañana comienza la Gran

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Competición de las Bellotas.

Al volver al rancho a última hora de la tarde, Tom se sentía deprimido y triste. Will se
las había arreglado, como siempre, para masticar su entusiasmo y escupirlo como si
fuese un pedazo de tabaco. Will se había tirado del labio, se había frotado las cejas,
rascado la nariz, limpiado sus lentes, y finalmente había liado y encendido un
cigarrillo con la mayor calma y prosopopeya. La compra de cerdos le parecía un
negocio lleno de riesgos, y Will había puesto el dedo en todas y cada una de las
llagas.
Dijo que la Competición de las Bellotas no daría ningún resultado, aunque se
calló el porqué. Todo ello le parecía muy dudoso y poco claro, particularmente en los
tiempos que corrían. Lo más que pudo hacer Will fue convenir en que seguiría
pensando en ello.
En un momento de la conversación, Tom pensó en hablar a Will del proyectado
viaje a Europa, pero enseguida comprendió instintivamente que no debía hacerlo. La
idea de ir a dar una vuelta por Europa —a menos, desde luego, que uno se hubiese
retirado ya de los negocios y tuviese el capital invertido en buenos valores del Estado
— le hubiera parecido una locura tan grande que, a su lado, el proyecto entero de la
cría de cerdos podía parecer una muestra genial de sagacidad financiera. Tom no le
habló de ello, pues, y dejó a Will «pensando en el asunto», sabiendo de antemano que
su veredicto sería contrario a la cría de cerdos y a la recogida de bellotas.
El pobre Tom ignoraba y era incapaz de entender que el arte de disimular con
éxito constituye una de las alegrías creadoras de un verdadero hombre de negocios.
Dar muestra de entusiasmo no demostraba otra cosa sino idiotez. Y cuando Will decía
que «pensaba en el asunto», no mentía en lo más mínimo. Algunas partes de aquel
plan le fascinaban. Tom había dado con algo muy interesante. En efecto, le parecía un
buen negocio la compra de cochinillos a crédito, para cebarlos con una comida que
costaba casi menos que nada, y venderlos luego, pagar el crédito y recoger los
beneficios. Will no era capaz de robar la idea a su hermano, aunque sí trataría de
recortarle los beneficios; pero, por otra parte, Tom era un soñador, y no merecía
mucha confianza para realizar un proyecto tan bueno. Tom, por ejemplo, desconocía
incluso el precio de los cerdos y sus probables oscilaciones. Si aquello salía bien,
Will acaso estudiaría la posibilidad de darle a Tom un regalo muy sustancial, acaso un
Ford. ¿Y qué tal estaría conceder un Ford como primero y único premio para la
recogida de bellotas? Todos los habitantes del valle se lanzarían a recogerlas.
Subiendo por la carretera, Tom se preguntaba cómo haría para decirle a Dessie
que su plan no era bueno. Lo mejor sería que idease un plan alternativo. ¿Cómo

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podrían reunir suficiente dinero en un año para poder ir a Europa? Y de pronto se dio
cuenta de que ni siquiera sabía cuánto necesitaban. Ignoraba el valor de un pasaje de
barco. Podían pasarse la velada haciendo números.
Tom casi esperaba que Dessie saliera corriendo de la casa a su encuentro cuando
llegara. Le pondría su expresión más risueña y le diría alguna broma. Pero Dessie no
apareció. «Estará durmiendo la siesta», pensó. Dio agua a los caballos, los condujo al
establo y puso forraje en el pesebre.
Dessie estaba tumbada en el sofá cuando entró Tom.
—Echando una siesta, ¿eh? —le preguntó, pero cuando vio el color de su rostro,
le gritó—: ¿Qué tienes, Dessie?
Ella trató de dominar su sufrimiento.
—Es sólo un dolor de estómago —respondió—, pero me duele bastante.
—Oh —exclamó Tom aliviado—. Me habías asustado. Te lo quitaré enseguida.
Se dirigió a la cocina y volvió a los pocos instantes con un vaso de líquido
perlado, que le tendió a su hermana.
—¿Qué es, Tom?
—Son unas sales muy buenas que ya no se usan. Puede que te dé algún retortijón,
pero te curarán.
Ella lo bebió obedientemente, e hizo una mueca.
—Ya me acuerdo de este sabor —dijo—. Era el remedio que usaba mamá por la
época en que las manzanas aún estaban verdes.
—Ahora échate y descansa —le ordenó Tom—. Voy a preparar enseguida algo de
cenar.
Ella lo oyó trajinar en la cocina. El dolor se extendía por todo su cuerpo, pero,
sobre todo, tenía miedo. Podía sentir la medicina abrasándole el estómago. A los
pocos instantes se levantó y se arrastró hasta el nuevo retrete de construcción casera,
donde se esforzó por vomitar las sales. Tenía la frente cubierta de sudor, que le caía
sobre los ojos y casi la cegaba. Cuando trató de enderezarse, notó que tenía los
músculos del estómago agarrotados, y no pudo hacerlo.
Más tarde, Tom le trajo unos huevos revueltos. Ella movió negativamente la
cabeza.
—No puedo —dijo sonriendo—. Me parece que me voy a la cama.
—Las sales pronto producirán su efecto —le aseguró Tom—. Te sentirás bien
enseguida.
La ayudó a meterse en cama.
—¿Recuerdas haber comido algo que pueda haberte hecho daño?
Dessie yacía en su lecho, y su voluntad luchaba contra el dolor. Alrededor de las
diez de la noche, su voluntad comenzó a ceder y llamó a su hermano.
—¡Tom! ¡Tom!
Éste abrió la puerta. Llevaba el World Almanac en la mano.
—Tom —dijo ella— lo siento, pero es que estoy muy mal, terriblemente mal.

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Él se sentó en el borde de su lecho en la semioscuridad.
—¿Te duele mucho?
—Sí, es un dolor terrible.
—¿No tienes ganas de ir al retrete?
—No, todavía no.
—Voy a buscar una lámpara y me sentaré aquí, a tu lado —le propuso—. Es
mejor que intentes dormir. Mañana por la mañana ya estarás bien. Las sales habrán
producido su efecto.
La joven consiguió dominarse de nuevo y permaneció quieta mientras Tom le leía
párrafos del Almanac para distraerla. Cuando creyó que dormía, dejó de leer y
empezó a dar cabezadas sentado junto a la lámpara.
Un ligero gemido lo despertó. Se puso en pie y se acercó a las revueltas ropas de
la cama. Los ojos de Dessie tenían una expresión lechosa y extraviada, como los de
un caballo desbocado. De las comisuras de sus labios brotaban gruesas burbujas y su
rostro ardía. Tom metió la mano bajo las sábanas y notó los músculos del estómago
nudosos como el hierro. Y entonces el esfuerzo cesó, y Dessie dejó caer la cabeza
sobre la almohada, y sus ojos brillaron a través de los párpados entornados.
Tom embridó su caballo y, montándolo a pelo, partió a galope tendido. Palpando
su cinturón, se lo desabrochó y se lo quitó de un tirón para fustigar al aterrorizado
caballo, que adquirió un galope endiablado sobre el sendero pedregoso y lleno de
baches.
Los Duncan, que dormían en el primer piso de su casa, junto a la carretera
vecinal, no oyeron los furiosos golpes sobre su puerta, pero sí el estrépito que ésta
produjo al ser arrancada juntamente con los goznes y la cerradura. Cuando Red
Duncan bajó con la escopeta en la mano, Tom gritaba como un loco, con la boca
pegada al teléfono de pared, hablando con la central de King City.
—¡El doctor Tilson! ¡Póngame con él! ¡No me importa! ¡Póngame con él
enseguida, maldita sea!
Red Duncan, medio dormido, le apuntaba con la escopeta.
—¡Sí, sí, ya le oigo! —contestó el doctor Tilson—. Es usted Tom Hamilton. ¿Qué
le pasa a su hermana? ¿Se le ha agarrotado el estómago? ¿Qué le hizo usted? ¿Le dio
sales? ¡Está usted loco!
Luego el doctor dominó su ira.
—Tom —dijo—. No te asustes, muchacho. Vuelve y aplícale paños fríos, tan
fríos como puedas. Supongo que no tendrás hielo. En ese caso, tendrás que ir
cambiándole los paños. Iré tan pronto como pueda. ¿Me oyes? Tom, ¿me oyes?
El médico colgó el auricular y se vistió. Con aspecto de cansancio y de disgusto,
abrió el armario de la pared y sacó escalpelos y pinzas, esponjas y tubos de sutura,
que metió en su maletín. Sacudió su linterna de gasolina a presión, para asegurarse de
que estaba llena, y extrajo de su escritorio el bote de éter y la mascarilla. Su esposa,
en gorro de dormir y camisón, se asomó a la puerta. El doctor Tilson le dijo:

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—Voy al garaje. Telefonea a Will Hamilton y dile que tiene que acompañarme en
coche al rancho de su padre. Si pone trabas dile que su hermana se está muriendo.

Tom volvió al rancho, montado a caballo, una semana después del entierro de Dessie.
Iba erguido sobre la silla, muy compuesto y ataviado, con los hombros hacia atrás y
el mentón bien firme, como un granadero en un desfile. Lo había dispuesto todo con
calma y meticulosidad. El caballo estaba enjaezado y cepillado, y Tom llevaba el
sombrero de fieltro perfectamente aplomado sobre la cabeza. Ni el propio Samuel
hubiera tenido un aire tan digno como el de Tom volviendo a caballo a la vieja
mansión paterna. Ni un halcón que se abalanzó sobre una gallina con las garras
crispadas le hizo volver la cabeza.
Descabalgó al llegar frente al establo, dio agua al caballo, lo retuvo un momento
en la puerta, luego le puso el ronzal y colocó cebada fresca en el pesebre. Desensilló
el caballo y dio la vuelta a la manta que le cubría el lomo, para que se secase y
airease. Cuando el pienso se hubo terminado, sacó el caballo bayo del establo y lo
dejó suelto para que pastara libremente.
En el interior de la casa le pareció como si los muebles, las sillas y la estufa se
alejasen de él con disgusto. Un taburete se apartó de su camino cuando se dirigió al
salón. Sus cerillas estaban blandas y humedecidas, y como si tratara de excusarse, fue
a la cocina para buscar más. Sólo la lámpara del salón parecía hermosa y solitaria. La
llama del primer fósforo que encendió Tom se extendió rápidamente en torno a la
mecha Rochester, de la que se levantó una gran llama amarillenta.
Tom se sentó y miró a su alrededor. Sus ojos evitaban fijarse en el sofá de crin.
Un ligero ruido de ratones en la cocina le hizo volver la cabeza. Vio su sombra sobre
la pared, y se percató de que todavía seguía con el sombrero puesto. Se lo quitó y lo
depositó sobre la mesa que había a su lado.
Sus pensamientos eran perezosos y protectores, allí sentado a la luz de la lámpara,
pero sabía muy bien que pronto le llamarían por su nombre y que tendría que
comparecer ante el estrado en el que él mismo actuaría de juez, y sus propios
crímenes como jurados.
Efectivamente, fue llamado por su nombre, y aquella llamada resonó agudamente
en sus oídos. Mentalmente se adelantó para enfrentarse con sus acusadores: la
Vanidad, que le reprochaba el ir mal vestido, lleno de manchas y con vulgaridad; la
Lujuria, que le entregaba el dinero necesario para ir a los lupanares; la Mentira, que le
hacía pretender tener un talento y unas ideas que no tenía y, por último, la Pereza y la
Gula, codo con codo. A Tom le consolaba la presencia de estos pecados, porque
retrasaban su enfrentamiento con el gran Pecado Gris que estaba sentado en la última

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fila, esperando. Se entretenía examinando acciones menores, pecadillos que usaba
casi como si fuesen virtudes para excusarse. Entre éstos aparecían: la Codicia del
dinero de Will; la Traición hacia el Dios de su madre; el Hurto de tiempo y de
esperanza y el enfermizo Desprecio por el amor.
Samuel hablaba bajito, pero su voz resonaba por toda la estancia:
—Sé bueno, sé puro, sé grande, Tom Hamilton.
Pero Tom no hizo caso a su padre, y se dijo: «Ahora estoy ocupado dando la
bienvenida a mis amigos».
E inclinó la cabeza ante la Descortesía y la Fealdad, la Mala Conducta Filial y las
Uñas Descuidadas. Entonces volvió a empezar con la Vanidad. Pero el Pecado Gris se
abrió paso entre los demás y apareció en primera fila. Era ya demasiado tarde para
entretenerse con pecadillos de niño. Aquel Pecado Gris era el Asesinato.
La mano de Tom notó el frío del vaso, y vio el líquido perlado de sales que se
disolvían en él dando vueltas, mientras se elevaban burbujas transparentes, y él
repetía una y otra vez en la habitación vacía por completo: «Esto te curará. Mañana
por la mañana ya estarás bien». Así lo había dicho, con aquellas mismas palabras, y
aquellas paredes, aquellas sillas y aquella lámpara lo habían oído y podían
atestiguarlo. No había sitio en el mundo para Tom Hamilton, aunque había intentado
encontrar uno. Barajaba las posibilidades como si fuesen naipes.
¿Londres? No. Tal vez Egipto, con las pirámides y la Esfinge. ¡No! ¿Y París?
¡Tampoco! Espera, ése es un sitio ideal para los pecadores. Pero ¡tampoco! Por si
acaso, lo pongo aparte y tal vez luego vuelva a pensarlo. ¿Y Belén? ¡Dios mío, no!
Un extranjero se sentiría muy solo allí.
Y entonces pensó: ¡Es tan difícil recordar cómo se muere o cuándo! Un párpado
entornado o un susurro, así puede ser; o una noche moteada por manchas de luz, hasta
que el plomo impulsado por la pólvora descubre el secreto y deja escapar el fluido
vital.
Lo cierto era que Tom Hamilton estaba muerto y sólo le quedaban por hacer unas
pocas cosillas decentes para que ello fuese definitivo.
El sofá crujió a modo de crítica, y Tom lo miró. Y también a la lámpara humeante
a la cual se refería el sofá.
—Gracias —dijo Tom al sofá. No lo había advertido.
Y bajó la mecha hasta que ésta dejó de humear.
Su mente se iba adormeciendo. El asesinato la despertó de golpe. Pero Tom el
Rojo, Tom el Elástico, se sentía demasiado cansado para matarse. Aquello requería
algún trabajo, y acaso resultara doloroso.
Recordó que a su madre le repugnaba el suicidio, que para ella representaba la
combinación de tres cosas que detestaba: malos modales, cobardía y pecado. Le
parecía casi tan malo como el adulterio o el robo, acaso igual que ellos. Había que
encontrar la manera de evitar la desaprobación de Liza. Liza siempre hacía sufrir a
los demás las consecuencias de su desaprobación.

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Samuel no sería un gran inconveniente, pero por otra parte, era imposible evitar
su presencia, que flotaba en el aire, hasta en el último rincón de la casa. Así es que
Tom tuvo que decírselo con las siguientes palabras:
—Lo siento, padre. No puedo evitarlo. Usted me sobreestimaba. Se equivocó.
Hubiera deseado poder justificar el amor y el orgullo que sentía por mí tan
generosamente. Tal vez usted hubiera podido encontrar una escapatoria, pero yo no la
he sabido hallar. No puedo seguir viviendo. He matado a Dessie, y ahora sólo quiero
descansar.
Y su mente habló por su padre ausente, diciendo:
—Sí, lo comprendo muy bien. Hay muchos modelos para escoger en el arco que
va de nacimiento a nacimiento. Pero vamos a pensar cómo podemos hacerlo sin que
madre se enfade. ¿Por qué estás tan impaciente, hijo mío?
—Es que no puedo esperar —respondió Tom—. No puedo esperar más.
—Claro que puedes, hijo, querido hijo. Has llegado a ser tan grande como yo
esperaba. Abre el cajón de la mesa, y luego emplea ese nabo que tienes por cabeza.
Tom abrió el cajón y vio un bloc de papel de carta y un paquete de sobres que
hacían juego con él, dos lápices mordisqueados y gastados y, en un ángulo
polvoriento del cajón, unos cuantos sellos. Puso a un lado el cuaderno y sacó punta a
los lápices con su cortaplumas.
Luego escribió:

«Querida madre:
»Espero que esté bien. Tengo el proyecto de pasar más tiempo con usted.
Olive me invitó para el día de Acción de Gracias, y puede usted estar segura
de que iré. Nuestra pequeña Olive es capaz de preparar un pavo casi tan bien
como usted, aunque sé que nunca querrá creerlo. He tenido últimamente muy
buena suerte. He comprado un caballo por quince dólares, es un capón, y a mí
me parece como si fuese un purasangre. Me ha salido tan barato porque al
bicho le desagradan los hombres. Su anterior propietario se pasaba más
tiempo echado sobre su propia espalda que sobre el lomo del caballo. Debo
añadir que es un animal muy bonito. Me ha tirado dos veces al suelo, pero
ahora ya lo conozco, y, si consigo dominarlo, tendré uno de los mejores
caballos de la comarca. Y puede usted estar segura de que lo conseguiré,
aunque ello requiera todo el invierno. No sé por qué me encapriché con él,
pues el hombre que me lo vendió me dijo algo muy divertido. Me dijo: «Este
caballo es tan díscolo, que sería capaz de comerse a su jinete después de
haberle arrojado al suelo». ¿Se acuerda usted de lo que decía padre cuando
íbamos a cazar conejos? «Vuelve con tu escudo, o tendido sobre él». La veré a
usted el día de Acción de Gracias. Su hijo,
»Tom».

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Se preguntó si había quedado bien la carta, pero se sentía demasiado cansado para
hacerla de nuevo. Añadió al pie:

»PD. Veo que Polly no ha cambiado en lo más mínimo. Ese loro me hace
sonrojar».

En otra hoja escribió:

«Querido Will:
»No importa lo que puedas pensar, pero ahora ayúdame. Te lo pido por
nuestra madre, ayúdame. Me mató un caballo, me arrojó al suelo y me coceó
en la cabeza. Te lo ruego. Tu hermano,
»Tom.»

Puso sellos a las cartas, se las metió en el bolsillo y preguntó a Samuel:


—¿Está bien así?
En su dormitorio abrió una caja de balas nueva, e introdujo una de ellas en el
tambor de su Smith y Wesson, del calibre 38, que siempre tenía muy bien engrasado,
y colocó la cámara cargada un espacio a la izquierda del percutor.
Su caballo, que estaba despierto junto a la valla, acudió a su silbido y empezó a
mordisquear la hierba mientras él lo ensillaba.
Eran las tres de la madrugada cuando depositó las cartas en la estafeta de King
City. Luego montó y dirigió su caballo hacia el sur, en dirección a las yermas colinas
entre las que se asentaba la vieja mansión de los Hamilton.
Era todo un caballero.

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Cuarta parte

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Capítulo 34

Un niño preguntaría: «¿De qué trata la historia del mundo?». Y un adulto preguntaría:
«¿Hacia dónde va el mundo?». ¿Cuál será su fin, y, mientras estamos en él, qué pasa?
Creo que hay una sola historia en el mundo que ha conseguido espantarnos e
inspirarnos de tal modo, que vivimos en una película de episodios a lo Pearl White,
en la que se suceden alternativamente la reflexión y el asombro. Los humanos están
atrapados —en sus vidas, en sus pensamientos, en sus anhelos y ambiciones, en su
avaricia y crueldad, y también en su bondad y generosidad— en una red entretejida
de bien y de mal. Yo creo que ésta es nuestra única historia y que tiene lugar en todos
los niveles del sentimiento y de la inteligencia. La virtud y el vicio forman la
urdimbre y la trama de nuestra primera codicia, y serán también la factoría de la
última, y ello a pesar de los cambios que podamos imponer en las tierras, ríos y
montañas, en la economía y en las costumbres. No hay otra historia. Un hombre,
después de barrer el polvo y las astillas de su vida, tiene que enfrentarse tan sólo con
estas duras y escuetas preguntas: ¿Fue mi vida mala o buena? ¿He hecho bien o mal?
Herodoto, en sus Historias, nos cuenta la anécdota de cómo Creso, el más rico y
poderoso rey de su tiempo, hizo a Solón, el ateniense, una pregunta capital. No se la
hubiera hecho si no se hubiese sentido preocupado ante la posible respuesta. «¿Quién
es?», preguntó, «¿la persona más afortunada del mundo?». Debía de estar
atormentado por la duda y ávido de adquirir una confirmación y de ser tranquilizado.
Solón le habló de tres personas afortunadas de la Antigüedad, y Creso apenas le
escuchó, tan ansioso estaba por oír su nombre. Y cuando Solón no lo mencionó,
Creso se vio obligado a decir: «¿No me consideras afortunado?».
Solón no vaciló en responder: «¿Cómo puedo saberlo? Todavía no estás muerto».
Y esa respuesta debió de haber obsesionado a Creso terriblemente cuando se
abatió sobre él la desgracia, robándole su riqueza y su reino.
Y cuando lo quemaban en la hoguera, posiblemente se acordó de ella, y acaso
deseó no haberla formulado, o no haber oído la respuesta.
Y en nuestra época, cuando un hombre muere, aunque haya poseído riquezas,
influencia, poder y todos los atributos que despiertan la envidia ajena, y después de
que los vivos se hayan apoderado de las propiedades del muerto, de su distinción, de
sus obras y monumentos, la pregunta sigue en pie: ¿Fue su vida buena o mala? Lo
cual no es más que otra forma de formular la pregunta de Creso. Las envidias han
desparecido, y la única vara de medir es: «¿Fue amado u odiado? ¿Su muerte ha
supuesto una pérdida o una alegría?».
Recuerdo muy claramente las muertes de tres hombres. Uno de ellos había sido el
hombre más rico del siglo, que después de haberse abierto camino con sus garras
hasta la riqueza, pisoteando almas y cuerpos, pasó muchos años tratando de

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readquirir el amor que había dejado perder, y gracias a ello realizó un gran servicio al
mundo, y acaso consiguió contrarrestar el daño que había hecho al principio. Yo me
hallaba a bordo de un buque cuando este hombre murió. La noticia se colocó en el
tablón de anuncios del barco, y casi todos la recibieron con placer. Algunos incluso
llegaron a decir: «Gracias a Dios que ese hijo de perra ha muerto».
El segundo hombre era uno más listo que el diablo, y desprovisto del sentimiento
de la dignidad humana. Por el contrario, se hallaba muy familiarizado con todas las
debilidades y maldades del hombre, y empleaba sus especiales conocimientos para
descarriar a los hombres, para comprarlos, corromperlos, amenazarlos y seducirlos,
hasta que con tales artes consiguió encumbrarse a una posición de gran poder.
Ocultaba sus verdaderos motivos bajo el manto de la virtud, y me he preguntado
muchas veces si acaso sabía que no hay ninguna dádiva que pueda volver a comprar
el afecto de un hombre, una vez que se le ha despojado de su amor propio. Un
hombre sobornado solamente siente odio por quien lo ha comprado. Cuando este
hombre murió, la nación entera se deshizo en alabanzas, pero bajo ellas se ocultaba la
alegría que todos experimentaban por su muerte.
El tercero era un hombre que acaso cometió muchos errores en el desempeño de
su obra, pero cuya verdadera vida se dedicó a ensalzar y a dignificar a los hombres, a
inculcarles valor y hacerlos buenos en una época en que se sentían míseros,
espantados y rodeados por las fuerzas del mal desencadenadas por el mundo, que
trataban de aprovecharse de su temor. Aquel hombre era odiado por unos pocos.
Cuando murió, la gente rompió en llanto por las calles diciendo plañideramente:
«¿Qué haremos ahora? ¿Cómo podremos seguir viviendo sin él?».
En medio de la duda, estoy seguro de que por debajo de las capas superficiales y
exteriores de fragilidad, los hombres desean ser buenos y quieren ser amados. Verdad
es que muchos de sus vicios no constituyen más que atajos que intentan abrir para
llegar al amor. Cuando un hombre llega a las puertas de la muerte, no importa cuáles
puedan haber sido sus talentos, su influencia y su genio, que si muere sin amor, su
vida entera le parecerá un fracaso, y su muerte, un frío horror. Me parece que si
estamos obligados a escoger entre dos líneas de pensamiento o de acción, sería bueno
que pensásemos en nuestra muerte, y que, por lo tanto, nos esforzásemos en vivir de
tal manera que nuestra muerte no le produjese ningún placer al mundo.
Sólo tenemos una historia. Todas las novelas, la poesía entera, están edificadas
sobre la lucha interminable entre el bien y el mal que tiene lugar en nuestro interior.
Y también pienso que el mal debe engendrarse a sí mismo constantemente, mientras
que el bien, la virtud, son inmortales. El vicio muestra siempre un rostro juvenil,
mientras que la virtud es más venerable que ninguna otra cosa en el mundo.

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Capítulo 35

Lee ayudó a Adam y a los chicos a trasladarse a Salinas, lo cual significa que lo hizo
todo: preparó los equipajes, los acompañó hasta el tren, cargó el asiento posterior del
Ford con toda clase de bultos y, al llegar a Salinas, deshizo el equipaje y acompañó a
la familia hasta la casita de Dessie, donde los dejó instalados. Después de hacer todo
lo posible para que estuvieran cómodos, y unas cuantas cosas más por completo
innecesarias, y cuya única finalidad era retrasar su partida, una noche, con toda
formalidad, fue al encuentro de Adam después de que los mellizos se acostaran.
Quizás Adam se dio cuenta de cuáles eran las intenciones de Lee, al advertir su aire
frío y ceremonioso.
—Está bien —se resignó Adam—. Sabía que este momento llegaría. Cuéntame.
Aquel recibimiento echó por tierra el discurso que Lee se sabía de memoria, y que
comenzaba diciendo: «Durante muchos años le he servido con toda fidelidad y
desinterés, pero ahora me parece…»
—Lo he aplazado hasta donde me ha sido posible —dijo en su lugar—. Tenía
preparado un discurso. ¿Quiere usted oírlo?
—¿Sientes realmente deseos de pronunciarlo?
—No —respondió Lee—. En absoluto. Y es una lástima, porque es un discurso
precioso.
—¿Cuándo piensas irte? —preguntó Adam.
—Tan pronto como sea posible. Tengo miedo de que mi resolución se debilite si
no la realizo. ¿Quiere usted que me quede hasta encontrar sustituto?
—No es necesario —contestó Adam—. Ya sabes que hago las cosas muy
despacio, y, por lo tanto, podría transcurrir un cierto tiempo. Podría incluso suceder
que nunca me decidiese a hacerlo.
—Entonces, me iré mañana.
—Será un disgusto tremendo para los chicos —afirmó Adam—. No sé cómo lo
tomarán. Tal vez sería mejor que te fueses sin decir una palabra, y más tarde yo se lo
contaría.
—He observado que los niños siempre consiguen sorprendernos —repuso Lee.
Y así fue. A la mañana siguiente, durante el desayuno, Adam les dio la noticia:
—Muchachos, Lee nos deja.
—¿Ah, sí? —dijo Cal—. Esta noche hay partido de baloncesto. La entrada cuesta
diez centavos. ¿Nos deja ir?
—Sí. Pero ¿no habéis oído lo que he dicho?
—Claro —respondió Aron. Ha dicho usted que Lee nos deja.

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—Pero es que no volverá.
—¿Adónde va? —preguntó Cal.
—A San Francisco.
—¡Oh! —exclamó Aron—. Hay un hombre en la calle Mayor. Tiene una pequeña
estufa y fríe salchichas y hace bocadillos con ellas. Cuestan un níquel. Y te deja
poner toda la mostaza que quieras.
Lee estaba de pie ante la puerta de la cocina, mirando a Adam y sonriendo.
Cuando los mellizos cogieron los libros para ir al colegio, Lee se despidió de
ellos.
—¡Adiós, muchachos! —les dijo.
—¡Adiós! —le respondieron.
Y salieron corriendo de la casa.
Adam tenía los ojos fijos en su taza de café, y dijo, a modo de excusa:
—¡Qué pequeños brutos! Ahí tienes tu recompensa por haberlos cuidado durante
más de diez años.
—Prefiero que sea así —respondió Lee—. Si fingieran pena, mentirían. Y yo no
quiero que sean unos hipócritas. Puede que alguna vez piensen en mí cuando estén a
solas. No quiero verles tristes. Espero no ser tan mezquino y estrecho de espíritu
como para sentir satisfacción porque me echan de menos —depositó cincuenta
centavos sobre la mesa, delante de Adam—. Cuando esta noche vayan al partido de
baloncesto, deles esto de mi parte, y dígales que se compren con ellos los bocadillos
de salchicha. Mi regalo de despedida resultará acaso veneno, por lo que he visto.
Adam examinó el cesto cilíndrico que Lee había llevado al comedor.
—¿Es éste todo tu equipaje, Lee?
—Esto es todo, si exceptuamos los libros; los he metido en cajas y los he dejado
en el sótano. Si a usted no le importa, los mandaré a buscar o vendré yo mismo a por
ellos una vez que esté instalado.
—No faltaba más. Te echaré de menos, Lee, tanto si ello te agrada como si no.
¿Sigues pensando en montar la librería?
—Ésa es mi intención.
—Supongo que ya tendremos noticias tuyas.
—No lo sé. Todavía no he pensado en ello. Dicen que un corte limpio cura más
deprisa. No hay para mí nada más triste que los recuerdos sujetos por el pegamento
de los sellos de correo. Si no se puede ver, oír o tocar a un hombre, es mejor dejarlo
marchar.
Adam se levantó de la mesa.
—Te acompañaré hasta la estación.
—¡No! —exclamó Lee con voz aguda—. No, no quiero. Adiós, señor Trask.
Adiós, Adam.
Salió tan deprisa de la casa que el adiós de Adam le llegó cuando estaba ya al pie
de la escalinata de entrada. Y cuando Adam exclamó: «No olvides escribirnos», sus

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palabras se mezclaron con el golpe de la puerta del jardín al cerrarse.

Aquella noche, después del partido de baloncesto, Cal y Aron tenían cada uno cinco
bocadillos de salchicha, lo cual resultó muy oportuno, porque Adam se olvidó de
preparar la cena. Al volver a casa, los mellizos se pusieron a hablar de Lee por
primera vez.
—¿Por qué se habrá ido? —preguntó Cal.
—Ya había dicho que se iría.
—¿Qué crees que hará sin nosotros?
—No lo sé. Te apuesto a que vuelve —contestó Aron.
—¿Qué quieres decir? Papá ha dicho que pensaba montar una librería. Tiene
gracia. Una librería china.
—Volverá —aseguró Aron. Se sentirá muy solo sin nosotros. Ya verás.
—Te apuesto cinco centavos a que no vuelve.
—¿Antes de cuándo?
—A que nunca vuelve.
—Apostados —respondió Aron.
Aron no pudo recoger el importe de la apuesta durante casi un mes, pero sí seis
días después.
Lee llegó en el tren de las diez cuarenta, y abrió la puerta con su propia llave.
Había luz en el comedor, pero Lee encontró a Adam en la cocina, rascando la gruesa
costra negra de la sartén con la punta de un abrelatas.
Lee dejó su cesta en el suelo.
—Si la deja usted en remojo toda la noche, mañana saldrá por sí sola.
—¿Lo crees así? He quemado todo lo que he puesto en ella. Hay una cacerola de
remolachas ahí afuera, en el patio. Olían tan mal que las he tenido que sacar de la
casa. Las remolachas quemadas son espantosas, Lee —exclamó, y añadió luego—:
¿Sucede algo?
Lee tomó de sus manos la negra sartén, la metió en el fregadero y la llenó de
agua.
—Si tuviésemos cocina de gas, podríamos preparar una taza de café en unos
pocos minutos. Pero tendré que encender el fuego.
—La estufa no funciona —le advirtió Adam.
Lee levantó una tapa.
—¿Ya ha quitado usted la ceniza?
—¿La ceniza?
—Vaya usted al comedor —dijo Lee—. Prepararé café.

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Adam esperó impaciente en el comedor, pero obedeció las órdenes de Lee. Por
último, el chino apareció con dos tazas de café, que dejó sobre la mesa.
—Lo he preparado en una cacerolita —le explicó. Es mucho más rápido —se
inclinó sobre el cesto cilíndrico y desató el cordón que lo mantenía cerrado. Sacó de
su interior la botella de piedra—. Absenta china —dijo—. Tenemos ng-ka-py acaso
para diez años más. Me he olvidado de preguntarle si me ha encontrado un sustituto.
—Te estás yendo por las ramas —observó Adam.
—Ya lo sé. Y sé también que lo mejor sería decirlo sencillamente y acabar de una
vez.
—Has perdido tu dinero jugando al fantán.
—No. Ojalá fuese así. No, todavía tengo mi dinero. Este maldito corcho está roto,
tendré que meterlo en la botella —vertió un chorrito de negro licor en su café—.
Nunca lo bebo así —dijo—. Está bueno, ¿verdad?
—Sabe a manzanas podridas —contestó Adam.
—Sí, pero recuerde que Sam Hamilton decía que se trataba de unas buenas
manzanas podridas.
—¿Cuándo piensas decirme de una vez lo que te ha ocurrido? —preguntó Adam.
—No me ha ocurrido nada —respondió Lee—. Me sentía solo. Eso es todo. ¿No
es bastante?
—¿Y tu librería?
—No me interesa. Me parece que ya lo sabía antes de subir al tren, pero he
necesitado todo este tiempo para estar seguro de ello.
—Pero eso quiere decir que tu último sueño se ha desvanecido.
—Buen viaje —dijo Lee, quien parecía estar al borde de la histeria—. Señol
Tlask, el cliado chino clee que se va a ponel bolacho.
Adam se alarmó.
—Pero ¿qué diablos te ocurre?
Lee se llevó la botella a los labios y echó un largo y ardiente trago, y exhaló luego
los vapores que abrasaban su garganta.
—Adam —dijo—, me siento incomparablemente, increíblemente, enormemente
contento de hallarme otra vez en casa. Jamás me había sentido tan solo.

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Capítulo 36

Salinas poseía dos escuelas públicas de primera enseñanza, ubicadas en dos enormes
edificios amarillentos y de alargados ventanales de triste aspecto, que hacían juego
con las hoscas puertas. Estas escuelas tenían, respectivamente, los nombres de
EastEnd y WestEnd, por el lugar donde se hallaban emplazadas. Como la escuela del
EastEnd estaba en el fin del mundo y había que atravesar toda la población para ir a
ella, y sólo concurrían a sus clases los niños que vivían al este de la calle Mayor, no
me ocuparé de ella.
La del WestEnd, un macizo edificio de dos pisos, frente al cual crecían unos
álamos retorcidos, tenía a ambos lados los patios de recreo: uno para niñas y otro para
niños. Detrás de la escuela, una alta valla de madera separaba ambos patios, y al
fondo de éstos había una charca de agua estancada, en la cual crecían altos juncos, e
incluso espadañas. En el WestEnd se estudiaba desde tercero hasta octavo. Los
alumnos de primero y segundo curso asistían a la escuela de párvulos, que se hallaba
a cierta distancia.
En el WestEnd había un aula para cada curso. Tercero, cuarto, y quinto se
hallaban en la planta baja; sexto, séptimo y octavo, en el primer piso. Cada aula
poseía los usuales pupitres de roble, gastados y estropeados por el uso, un entarimado
donde se encontraba la mesa del maestro, un reloj de Seth Thomas y un grabado, o un
cuadro. Estos cuadros servían para identificar las clases, y la influencia pictórica de
los pintores prerrafaelistas era decisiva. Galahad, revestido de su armadura, señalaba
el camino a los alumnos de tercero; la carrera de Atalanta parecía dar ejemplo a los
del cuarto; la historia de Isabella y la maceta de albahaca confundía a los de quinto, y
así sucesivamente, hasta que la acusación contra Catilina enviaba a los alumnos de
octavo a la escuela superior con la sensación de haber adquirido grandes virtudes
cívicas.
Cal y Aron entraron en séptimo debido a su edad, y llegaron a saberse al dedillo
todos los detalles del grabado de su clase, que representaba a Laoconte
completamente envuelto por las serpientes.
Los dos hermanos se sintieron estupefactos y anonadados por el tamaño y
enormes proporciones del WestEnd, después de su experiencia en la escuela rural, en
la que sólo había un aula. La opulencia que representaba disponer de un profesor para
cada curso les produjo una profunda impresión. Les parecía un despilfarro. Pero,
como suele ocurrir con todos los humanos, se sintieron anonadados el primer día; el
segundo, se limitaron a sentirse admirados y el tercero ya no se acordaban siquiera de
haber ido jamás a ninguna otra escuela.

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La profesora era morena y bonita, y los mellizos observaron que, si levantaban la
mano con sensatez, no tendrían de qué preocuparse. Cal pronto descubrió el método y
se lo explicó a Aron.
—Observa a la mayoría de los chicos —le dijo Cal—. Si saben la respuesta,
levantan la mano, y si no la saben, se encogen y casi se ocultan debajo del pupitre.
¿Sabes lo que vamos a hacer?
—No. ¿Qué?
—Ya te habrás dado cuenta de que la profesora no suele llamar a los que tienen la
mano levantada. Por el contrario, se dedica a fastidiar a los otros, que a buen seguro
no saben nada.
—Así es —corroboró Aron.
—Bien, la primera semana trabajaremos como condenados, pero nunca
levantaremos la mano, de modo que ella nos llamará y se dará cuenta de que sabemos
las respuestas. Esto la desconcertará. La segunda semana no trabajaremos, pero
levantaremos la mano, y ella no nos llamará. La tercera semana nos limitaremos a
estarnos quietos, y ella no sabrá si sabemos o no la respuesta. Y verás cómo al poco
tiempo nos dejará tranquilos, ya que no querrá perder el tiempo haciendo preguntas a
los que ya saben.
El método de Cal dio excelentes resultados. En poco tiempo consiguieron que la
profesora los dejara tranquilos, y no sólo eso, sino que adquirieron cierta reputación
de chicos listos. En realidad el método de Cal significaba una pérdida de tiempo, ya
que ambos muchachos aprendían con mucha rapidez.
Cal se dedicó a perfeccionar su habilidad en el juego de canicas y a completar su
colección, recogiendo todas las de yeso, cristal y ágata que encontraba en el patio del
recreo. Luego las cambiaba por peonzas. En un momento dado, llegó a poseer y a
usar como dueño legal por lo menos cuarenta y cinco peonzas de diversos tamaños y
colores, que iban desde las gruesas y pesadas, utilizadas por los niños más pequeños,
hasta las delgadas y peligrosas tipo flecha, de acerada punta.
Todos cuantos veían a los mellizos comprobaban la diferencia que había entre
ellos, y parecían sorprendidos de que así fuera.
Cal tenía cada vez más oscuros la tez y los cabellos. Era rápido, seguro y
reservado. Aun cuando se lo hubiese propuesto, no hubiera podido ocultar su
inteligencia. Los adultos estaban impresionados ante lo que les parecía una madurez
precoz, e incluso un poco asustados. Nadie sentía demasiado afecto por Cal, pero sí
temor y, a través de éste, respeto. Aunque no tenía amigos, sus condiscípulos siempre
lo recibían obsequiosamente, mientras que él asumía una actitud fría y natural de jefe
en el patio del recreo.
Si era capaz de ocultar su ingenuidad, también ocultaba sus sentimientos heridos.
Se le consideraba como un ser insensible y de pellejo duro, que podía llegar incluso a
la crueldad.
Aron, por el contrario, suscitaba afecto por todas partes. Parecía un chico tímido y

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delicado. Su tez rosada y blanca, sus cabellos dorados y sus grandes ojos azules
conseguían llamar la atención de todos. Su misma belleza le causó algunas
dificultades en el patio del recreo, hasta que sus compañeros descubrieron que Aron
era un luchador obstinado, firme y completamente desprovisto de temor, en especial
cuando lloraba. El rumor se esparció, y los matones encargados de castigar a los
nuevos aprendieron a dejarlo en paz. Aron no hizo nada por ocultar su disposición,
que, no obstante, era difícil de descubrir, porque era el extremo opuesto de lo que
parecía manifestar su apariencia. Una vez que había tomado una determinación, nada
podía apartarlo de ella. Era bastante transparente y muy poco versátil. Su cuerpo era
tan insensible al dolor como su mente a las sutilezas.
Cal conocía a su hermano y sabía manejarlo debilitando su habitual equilibrio,
pero esto sólo daba resultado hasta cierto punto. Cal había aprendido cuándo hacerse
a un lado y cuándo escapar. Los cambios de dirección eran la única cosa que
confundía a Aron. Se trazaba el camino y lo seguía firmemente, y no veía ni le
interesaba nada de lo que ocurriera al margen. Sus emociones eran limitadas, pero
fuertes. Todo estaba oculto tras su rostro de ángel, y de esto, él no se sentía más
responsable de lo que pueda sentirse un cervatillo por la moteada piel que cubre su
cuerpo.

El primer día que Aron acudió a la escuela esperó con ansiedad la hora del recreo, y
cuando esta hora llegó, se fue al patio de las niñas para hablar con Abra. Un tropel de
niñas chillonas no consiguió hacerlo desistir de su propósito. Fue necesaria la
intervención de un alto y corpulento profesor para obligarlo a volver al lado de los
chicos.
Al mediodía la niña se le escapó, porque el padre de ésta acudió a buscarla en su
calesa de altas ruedas, para acompañarla a almorzar. Por la tarde, una vez que hubo
terminado la escuela, la esperó enfrente de la puerta del patio.
La niña apareció rodeada por otras compañeras. Su rostro no denotaba ninguna
excitación, ni parecía demostrar que esperaba verlo. Era, indudablemente, la niña más
bonita de la escuela, pero es difícil decir si Aron se había dado cuenta de eso.
La nube de niñas continuaba envolviendo a Abra. Aron caminaba tres pasos atrás,
paciente y sin mostrar el menor embarazo, ni siquiera cuando las niñas le lanzaban
sus agudas pullas. Poco a poco, las niñas fueron dispersándose en dirección a sus
propias casas, y sólo había tres con Abra cuando ésta llegó ante la puerta blanca de su
jardín y entró en él. Sus amigas miraron a Aron durante un momento, soltaron una
risita y siguieron su camino.
Aron se sentó en el borde de la acera. A los pocos instantes, se alzó el picaporte,

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se abrió la puerta blanca y apareció Abra, que atravesó la acera y se quedó de pie a su
lado.
—¿Qué quieres?
Aron la miró con sus grandes ojos.
—¿No estás prometida a nadie?
—No seas ridículo —respondió ella.
Él se puso en pie con esfuerzo.
—Supongo que tendremos que esperar bastante antes de poder casarnos —
observó Aron.
—¿Quién habla de casarse?
Aron no respondió. Acaso no oyó aquella observación. Se puso a caminar al lado
de la niña.
Abra andaba con pasos firmes y cautos y con la cabeza fija hacia delante. Su
rostro mostraba una expresión juiciosa y dulce, y parecía estar sumida en profundos
pensamientos. Y Aron, caminando a su lado, no apartaba los ojos de su rostro. Su
atención parecía ligada al rostro de la niña por una cuerda tirante.
Cruzaron en silencio ante la escuela de párvulos, donde terminaba la calzada.
Abra giró a la derecha y tomó un camino que pasaba por entre el rastrojo de un
campo de heno recién segado. Los negros terrones de adobe crujían bajo sus pies.
Al borde del campo se alzaba el pequeño cobertizo de una bomba, y un sauce
florecía junto a él, regado por el agua sobrante. Las largas ramas del sauce casi se
arrastraban por el suelo. Abra separó la verde bóveda que rodeaba al tronco del sauce.
Se podía ver muy bien por entre las hojas, pero en el interior uno se sentía
dulcemente protegido, abrigado y seguro. El sol de la tarde esparcía su luz dorada por
entre el follaje.
Abra se sentó en el suelo, o más bien pareció dejarse caer, y su larga falda formó
una ola en torno a ella. Juntó sus manos en el regazo, casi como si estuviese rezando.
Aron se sentó a su lado.
—Supongo que tendremos que esperar bastante antes de poder casarnos —volvió
a decir.
—No tanto —respondió Abra.
—Ojalá fuese ahora.
—No esperaremos mucho —aseguró Abra.
—¿Crees que tu padre te dejará casarte conmigo? —le preguntó Aron.
Aquello era una idea nueva para ella, se volvió y lo miró.
—Puede que no se lo pregunte.
—Pero ¿y tu madre?
—Dejemos a mis padres tranquilos —convino la niña—. Creerían que era una
broma o algo malo. ¿No eres capaz de guardar un secreto?
—Oh, sí. Soy capaz de guardar un secreto mejor que nadie. Y, además, tengo uno.
—En ese caso, pon éste junto con los otros —le pidió Abra. Aron tomó una

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ramita y trazó una línea en la tierra negruzca.
—Abra, ¿ya sabes de dónde vienen los niños?
—Sí —respondió ella—. ¿A ti quién te lo dijo?
—Lee me lo contó, y me lo explicó todo. Me parece que tardaremos en poder
tener niños.
Abra plegó las comisuras de los labios con una expresión sabia y
condescendiente.
—No tanto —contestó.
—Algún día tendremos una casa —dijo Aron, algo confuso—. Entraremos en
ella, cerraremos la puerta y será muy bonito. Pero todavía falta mucho tiempo para
eso.
Abra extendió la mano y le tocó en el brazo.
—No te preocupes por ello —le tranquilizó—. Aquí también estamos como en
una casa. Podemos jugar a que vivimos aquí, mientras esperamos. Y tú serás mi
marido y podrás llamarme mujer, o esposa.
Él probó a decirlo en un susurro, y luego repitió en voz alta:
—Esposa mía.
—Así practicaremos —aseguró Abra.
El brazo de Aron temblaba bajo la mano de la niña, y ésta volvió a dejarla, con la
palma hacia arriba, en su regazo.
—Mientras practicamos podríamos hacer alguna otra cosa —propuso Aron de
pronto.
—¿Qué?
—Tal vez no te guste.
—¿Qué es?
—Podríamos fingir que tú eres mi madre.
—Es muy fácil —respondió ella.
—¿Te importaría hacerlo?
—No, me encantaría. ¿Quieres que empecemos ahora?
—Claro —resolvió Aron. ¿Cómo quieres que lo hagamos?
—Actuaré como ellas —dijo Abra poniendo la expresión adecuada y dando a su
voz un tono arrullador—. Ven, hijo mío, pon tu cabecita sobre el regazo de mamá.
Ven, cariño. Mamá te arrullará.
La niña bajó la cabeza y, de pronto, Aron comenzó a llorar de forma incontenible.
Lloraba en silencio, y Abra le daba golpecitos en la mejilla y le secaba las abundantes
lágrimas con el borde de su falda.
El sol caminaba hacia su ocaso tras el río Salinas, y un pájaro comenzó a cantar
maravillosamente desde el rastrojo dorado en el campo. Bajo las ramas del sauce, el
momento era de una hermosura tal que no podía ser comparado a nada en el mundo.
Poco a poco, fue cesando el llanto de Aron, quien se sintió reconfortado y
protegido.

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—Mi pobre niño —le contestó Abra—. Ven, deja que mamá te peine la cabecita.
Aron se incorporó y dijo casi con enfado:
—Nunca suelo llorar, a menos que esté enfurecido. No sé por qué he llorado de
esta manera.
—¿Te acuerdas de tu madre? —preguntó Abra.
—No. Murió cuando yo era muy pequeño.
—¿No sabes qué aspecto tenía?
—No.
—Pero debes de haber visto alguna fotografía.
—Te repito que no. No tenemos ninguna fotografía. Se lo pregunté a Lee y me
dijo que no o puede que fuera Cal quien se lo preguntó.
—¿Cuándo murió?
—Poco después de que Cal y yo naciéramos.
—¿Cómo se llamaba?
—Lee dice que Cathy. Pero dime, ¿por qué preguntas tanto?
Abra prosiguió con calma:
—¿Qué aspecto tenía?
—¿A qué te refieres?
—Que si tenía el cabello rubio u oscuro.
—No lo sé.
—¿No te lo dijo tu padre?
—Nunca se lo preguntamos.
Abra permaneció silenciosa, y, tras un momento, Aron preguntó:
—¿Qué te pasa? ¿Te ha comido la lengua un gato?
Abra miraba hacia el sol poniente.
Aron preguntó con inquietud:
—¿Estás enfadada conmigo —y añadió, tentador—, esposa mía?
—No, no estoy enfadada. Estoy haciéndome preguntas.
—¿Sobre qué?
—Sobre algo.
El rostro firme de Abra mostraba una expresión fija, como si en su mirada bullese
una interrogación. Por último, preguntó:
—¿Cómo debe ser eso de no tener madre?
—No lo sé. Creo que como todo.
—Supongo que apenas debes de darte cuenta de la diferencia.
—Te equivocas. Me gustaría que me dijeses lo que piensas. Pareces un acertijo
del Bulletin.
Abra continuaba imperturbable y concentrada.
—¿Te gustaría tener una madre? —preguntó.
—Eso es una tontería —respondió Aron—. Claro que me gustaría, como a todo el
mundo. Supongo que no te propondrás herir mis sentimientos, ¿verdad? Cal lo hace a

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veces y luego se ríe.
Abra apartó su mirada del sol poniente. Le costaba ver debido a las manchas
purpúreas que bailaban ante sus ojos.
—Hace poco has dicho que sabías guardar secretos.
—Y es verdad.
—¿Y jamás revelarías tu secreto, bajo ninguna circunstancia?
—Por supuesto que no.
Abra dijo con suavidad:
—Dime cuál es, Aron —y pronunció su nombre como una caricia.
—¿Que te diga qué?
—Que me digas el secreto más profundo y terrible que poseas.
Aron se apartó de ella, alarmado.
—No puede ser —contestó—. ¿Qué derecho tienes a preguntármelo? No puedo
decírselo a nadie.
—Vamos, cariño, díselo a mamá —le apremió ella, arrulladora.
Las lágrimas pugnaban por asomar nuevamente a los ojos del muchacho, pero
esta vez eran lágrimas de ira.
—No sé por qué quiero casarme contigo —respondió—. Me parece que me voy a
casa.
Abra lo asió por la muñeca, y su voz perdió el tono de coquetería.
—Quería comprobarlo. Ahora veo que eres capaz de guardar un secreto.
—¿Cómo te las has arreglado para hacer eso? Has conseguido que me enfade. Me
has puesto de muy mal humor.
—Me parece que te voy a contar un secreto —dijo la niña.
—¡Bah! —contestó él, con burla—. Y ahora, ¿quién es la que no sabe guardar
secretos?
—No sabía si hacerlo —le aseguró ella—. Si te lo digo es porque creo que te
beneficiará. Quizá me lo agradezcas.
—¿Quién te dijo que no lo contaras?
—Nadie. Fue mi decisión —respondió Abra.
—Bueno, eso es otra cosa. ¿Cuál es tu viejo secreto?
El sol tocaba ya con su borde el árbol que se cernía sobre la casa de Tollot, junto a
la carretera de Blanco, y la chimenea de la casa se alzaba como un negro pulgar
contra el disco incandescente del astro.
—Escucha, ¿te acuerdas de aquella vez que fuimos a tu casa? —le preguntó Abra.
—¡Claro que sí!
—Bien, pues yo me quedé dormida en la calesa, en el viaje de regreso, y cuando
me desperté, mis padres no se dieron cuenta. Estaban diciendo que tu madre no había
muerto, sino que se había escapado. Añadieron que le debió de haber ocurrido algo
malo, y por eso se escapó.
—Está muerta —sentenció Aron con brusquedad.

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—Pero ¿no te gustaría saber que está viva?
—Mi padre dice que está muerta, y mi padre no es un embustero.
—Acaso él crea que está muerta.
—Supongo que debe de saberlo —respondió Aron, pero su voz mostraba cierta
vacilación.
—¿No sería bonito que la encontrásemos? —preguntó Abra—. Supón que
hubiese perdido la memoria, o algo por el estilo. Yo he leído cosas así. Y cuando la
encontrásemos, ella se acordaría de todo.
La gloria de la novela que estaba forjando la levantó como una marea y la arrastró
consigo.
—Se lo preguntaré a mi padre —resolvió Aron.
—Aron —repuso la niña con firmeza—, lo que te he dicho es un secreto.
—¿Quién lo dice?
—Yo lo digo. Ahora repite conmigo: «Tomaré una doble ración de veneno y me
degollaré, si lo digo».
Durante un momento, él vaciló, y luego repitió:
—Tomaré una doble ración de veneno y me degollaré, si lo digo.
—Ahora escupe en la palma de tu mano; así, muy bien —le ordenó Abra—.
Ahora dame la mano, ¿ves? Para que se mezclen nuestras salivas. Ahora sécate la
mano en el pelo —ambos niños realizaron aquel ritual, y luego Abra dijo
solemnemente—: Ahora me gustaría ver si te atreverás a contarlo. Conocí a una niña
que dijo un secreto después de haber pronunciado este juramento, y murió quemada
en el incendio de un establo.
El sol se había puesto tras la casa de Tollot, y la luz dorada había desaparecido.
La estrella vespertina lucía sobre Monte Toro.
—Me van a despellejar viva. Vamos, ¡aprisa! Apostaría a que mi padre ha sacado
el silbato para llamarme. Seguro que me azotan —aseguró Abra.
Aron la miró con expresión de incredulidad.
—¿Azotarte? Pero ¿es que a ti te azotan?
—¿Pues qué te figurabas?
Aron dijo apasionadamente:
—Que lo intenten. Si intentan pegarte, diles que los mataré —sus grandes ojos
azules estaban entornados y lucían—. Nadie se atreverá a azotar a mi esposa —dijo.
Abra le pasó los brazos alrededor del cuello en la semioscuridad que reinaba bajo
el sauce, y lo besó en la boca.
—Te amo, esposo mío —dijo; y luego, se volvió y se puso en pie de un salto,
echando a correr hacia su casa, sosteniéndose las faldas por encima de las rodillas, y
sus enaguas de encaje blanco brillaban.

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3

Aron regresó junto al tronco del sauce y se sentó en el suelo, apoyando su espalda
contra la corteza. Su mente estaba oscurecida por una nube gris, y sentía dolorosos
calambres en el estómago. Trató de poner en orden sus sentimientos, bajo la forma de
pensamientos e imágenes, para ver si conseguía disipar el dolor. Era difícil. Su mente
discurría lenta y pausadamente y no podía aceptar tantas ideas y emociones a la vez.
La puerta de su cerebro estaba cerrada para todo lo que no fuese el dolor físico.
Transcurridos unos instantes, la puerta se abrió ligeramente y dejó pasar cada cosa de
una en una para poder ser examinadas, y analizarlas, hasta que consiguió absorberlas
todas. Al otro lado de la puerta de su obstruida razón pugnaba por entrar algo muy
voluminoso, pero Aron lo hizo esperar hasta el final.
Primero dejó entrar a Abra, y examinó su vestido, su rostro, recordó la sensación
que le causó su mano sobre la mejilla, el perfume que emanaba de ella, que tenía algo
de leche y algo de hierba segada. La vio, la sintió, la oyó y la olió otra vez por
completo. Pensó en lo limpia que era, especialmente las manos y las uñas, y qué
decidida y distinta de las mocosas del patio de recreo.
Luego, y por ese orden, pensó cómo ella le había sostenido la cabeza, y cómo él
había llorado como un niño, con lágrimas de añoranza, deseando algo y sabiendo en
cierto modo que ya lo tenía. Acaso esto último es lo que le hacía llorar.
Después, recordó la treta que ella le hizo, aquella estratagema para ponerle a
prueba. Se preguntó lo que ella hubiera hecho si él hubiese dicho un secreto. ¿Pero
qué secreto le podría haber dicho, de haberlo deseado? No recordaba ningún secreto,
a no ser aquel que golpeaba la puerta de su mente pidiendo entrada.
La más ardua pregunta que ella le había hecho, la de «¿Cómo debe ser eso de no
tener madre?», se deslizó en su mente. ¿Y cómo era, en realidad? Pues de ninguna
manera. Ah, pero en la escuela, durante las fiestas de Navidad, o de final de curso, a
las que asistían las madres de los demás niños…, entonces él lloraba en silencio y
experimentaba una indecible nostalgia. Así es como era aquello.
Salinas se hallaba rodeada y poblada de charcas y pantanos cenagosos, de
estanques llenos de juncos, en cada uno de los cuales saltaban miles de ranas. A la
caída de la tarde, la atmósfera estaba tan repleta de su canto, que se formaba como
una especie de silencio croante. Ello constituía una especie de velo, un telón de fondo
cuya súbita desaparición, como ocurría, por ejemplo, después de un trueno repentino,
era algo que sorprendía. Es posible que si por la noche hubiese cesado de repente el
croar de las ranas, todos los vecinos de Salinas se hubieran despertado, creyendo oír
un gran ruido. Aquel croar de millones y millones de ranas parecía poseer un ritmo y
una cadencia, aunque acaso ésa sea la función del oído, así como la de los ojos es
hacer centellear a las estrellas.
Bajo el sauce reinaba ahora una profunda penumbra. Aron se preguntaba si ya
estaba preparado para dejar entrar la «gran cosa», y mientras se lo preguntaba,

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aquello entró cautelosamente y se aposentó en su interior.
Su madre vivía. Se la había representado a menudo yaciendo en el seno de la
tierra, muy quieta, fría y perfectamente conservada. Pero aquello era diferente. En
alguna parte, ella se movía y hablaba, agitaba las manos y abría los ojos. Y en medio
de la ola de gozo que lo inundaba, una pena se abrió paso junto al sentimiento de
haber experimentado una terrible pérdida. Aron se sentía desconcertado y
sorprendido. Examinó la nube de tristeza. Si su madre estaba viva, resultaba que su
padre era un embustero. Si uno de ellos estaba vivo, el otro estaba muerto. Aron
proclamó en voz alta, bajo el árbol:
—Mi madre está muerta. Está enterrada en algún lugar del este.
En la oscuridad, vio el rostro de Lee y oyó sus suaves palabras. Lee había sido
muy hábil. Si por una parte sentía un respeto casi lindante con la reverencia por la
verdad, por otra sentía, como era natural, una verdadera repugnancia por la mentira.
Se lo expuso muy claramente a los muchachos. Si había algo que no era cierto, y uno
lo ignoraba, aquello constituía un error. Pero si sabiendo que algo era verdad se
trocaba en falsedad, tanto ella como el que la manifestaba no merecían otra cosa sino
el desprecio más profundo.
La voz de Lee decía: «Ya sé que a veces se usa una mentira con finalidad piadosa.
Pero no creo que eso dé nunca un buen resultado. El agudo dolor causado por la
verdad puede llegar a desaparecer, pero la lenta y roedora agonía de la mentira nunca
desaparece. Es como una úlcera que corroe poco a poco». Y Lee había trabajado
pausada y pacientemente, y había conseguido convertir a Adam en el centro, en los
fundamentos y en la esencia de la verdad.
Aron movió la cabeza en la oscuridad con enérgico ademán de incredulidad.
—Si mi padre es un embustero, Lee también lo es.
Se sentía perdido. No tenía a nadie a quien preguntar. Cal era un mentiroso, y las
convicciones de Lee habían contribuido a que fuera un mentiroso hábil. Aron sintió
que algo tenía que morir, su madre o su mundo.
La solución se le apareció de repente. Abra no había mentido. Se había limitado a
decirle tan sólo lo que había oído, y sus padres lo sabían también de oídas. Se puso en
pie y volvió a empujar a su madre hacia la tumba, cerrando la puerta de su espíritu
tras ella.
Llegó tarde a cenar.
—He estado con Abra —tuvo que explicar.
Después de cenar, mientras Adam estaba sentado en su sillón nuevo leyendo el
Salinas Index, sintió una mano que se detenta en su hombro y levantó la mirada.
—¿Qué te pasa, Aron? —preguntó Adam.
—Buenas noches, padre —respondió Aron.

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Capítulo 37

El mes de febrero en Salinas suele ser húmedo, frío y muy despreciable. Es el mes en
que caen los mayores aguaceros, y si el río tiene que desbordarse, lo hace siempre por
esa época. El mes de febrero de 1915 fue especialmente lluvioso, pero los Trask se
hallaban muy bien establecidos en Salinas. Lee, después de haber abandonado su
agridulce sueño libresco, preparó un lugar para residir en la casa contigua a la
panadería de Reynaud. En el rancho nunca había desempaquetado, en realidad, sus
pertenencias, porque Lee vivía con la idea constante de trasladarse a alguna parte.
Pero aquí, por primera vez en su vida, se creó un hogar, dotándolo de comodidad y
permanencia.
El gran dormitorio cuya ventana daba a la calle y que estaba cerca de la puerta de
la entrada era el suyo. Lee echó mano de sus ahorros. Nunca había gastado un
céntimo sin necesidad, ya que destinaba todo su dinero para la librería. Pero ahora se
compró un pequeño y duro camastro y un escritorio. Se construyó estanterías,
desempaquetó sus libros y adornó su estancia con una mullida alfombra, y clavó
estampas en las paredes con chinchetas. Bajo la mejor lámpara de lectura que pudo
encontrar, colocó un amplio y cómodo sillón. Y por último, se compró una máquina
de escribir y empezó a aprender su manejo.
Habiendo roto así con su antiguo modo de vida espartano, Lee se dedicó a poner
orden en la mansión de los Trask, a lo cual Adam no se opuso en lo más mínimo.
Compraron una cocina de gas e instalaron en la casa la electricidad y el teléfono. Lee
gastaba el dinero de Adam sin sentir el menor remordimiento: nuevo mobiliario,
nuevas alfombras, un calentador a gas y una gran nevera. Al poco tiempo, era difícil
encontrar en Salinas una casa mejor dispuesta. Lee se defendía ante Adam, alegando:
—Usted tiene mucho dinero. Sería una vergüenza no disfrutar de él.
—Yo no me quejo —protestaba Adam—. Lo que pasa es que a mí también me
gustaría comprar algo. ¿Qué podría comprar?
—¿Por qué no va a la tienda de música de Logan y escucha uno de esos nuevos
fonógrafos?
—Eso haré —convino Adam.
Y se compró una gramola Víctor, un alto instrumento gótico, y acudía
regularmente a la tienda para ver qué discos habían llegado.
El nuevo siglo iba obligando a Adam a salir de su cascarón. Se suscribió al
Atlantic Monthly y al National Geographic. Ingresó en la masonería y consideró
seriamente la posibilidad de formar parte de los Alces. La nueva nevera lo fascinó. Se
compró un manual sobre refrigeración y comenzó a estudiarlo.

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La realidad era que Adam necesitaba trabajar. Al salir de su larga modorra,
comprendió que necesitaba hacer algo.
—Me parece que voy a meterme en algún negocio —expuso a Lee.
—Usted no lo necesita. Ya tiene bastante para vivir.
—Pero me gustaría hacer algo.
—Eso es diferente —respondió—. ¿Ya ha pensado lo que quiere hacer? No creo
que tenga usted mucho de empresario.
—¿Por qué no?
—Es sólo una impresión —suavizó Lee.
—Escucha, Lee, quiero que leas este artículo. Dice que han desenterrado un
mastodonte en Siberia, que ha estado entre los hielos durante miles de años. Y la
carne todavía es buena.
Lee le sonrió.
—Me parece que se trae algo entre manos —afirmó—. ¿Qué hay en todas esas
tacitas que tiene en la nevera?
—Varias cosas.
—¿Ése es el negocio? Algunas de las tazas huelen mal.
—Es una idea que he tenido —contestó Adam—. No puedo quitármela de la
cabeza. Creo que se pueden conservar las cosas si se las mantiene lo suficientemente
frías.
—No se le ocurra meter una chuleta de mastodonte en la nevera —repuso Lee.
Si Adam hubiese concebido miles de ideas, como solía hacer Sam Hamilton,
todas se hubieran disipado, pero él sólo tenía una. El mastodonte no se apartaba de su
mente. Sus tacitas llenas de fruta, de budín, de trocitos de carne, tanto cocida como
cruda, continuaron en la nevera. Compró todos los libros que pudo encontrar acerca
de las bacterias, y mandó buscar las revistas que publicaban artículos de divulgación
científica. Y como suele ocurrir con el hombre que sólo tiene una idea, llegó a
obsesionarse con ella.
Salinas poseía una pequeña fábrica de hielo y artículos de refrigeración; no era
muy grande pero bastaba para proveer de neveras a algunas viviendas y atender las
demandas de los puestos de helados. El coche tirado por caballos y cargado de hielo
hacía todos los días la misma ruta.
Adam comenzó a visitar la fábrica de hielo, y pronto consiguió que le dejasen
poner sus tacitas en las cámaras de congelación. Hubiera dado cualquier cosa porque
Sam Hamilton aún viviese, para poder hablar con él acerca de los procesos de la
congelación. Sam hubiera comprendido el asunto enseguida.
Adam volvía de la fábrica de hielo una tarde lluviosa, pensando en Sam
Hamilton, cuando vio a Will Hamilton penetrar en el bar Abbot House. Entró tras él y
se apoyó en la barra del bar, a su lado.
—¿Por qué no viene usted a cenar con nosotros?
—Me gustaría —respondió Will—. Estoy a punto de cerrar un trato. Si consigo

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ultimar este asunto a tiempo, puede usted estar seguro de que iré. ¿Hay algo nuevo?
—Hombre, no sé. Estoy dándole vueltas a un asunto, y me gustaría conocer su
opinión.
Casi todas las proposiciones de negocios de la comarca llegaban tarde o temprano
a oídos de Will Hamilton. De no haberse acordado que Adam era un hombre rico, se
hubiera excusado. Una idea era una cosa, pero si venía respaldada por dinero contante
y sonante, era otra muy diferente.
—¿Aceptaría usted una oferta razonable por su rancho? —le preguntó.
—Verá usted, a los chicos, particularmente a Cal, les gusta el sitio. Por ahora no
pienso desprenderme de él.
—Pero yo podría administrárselo.
—Ya está arrendado, y eso cubre los impuestos. Prefiero seguir con él.
—Si no puedo estar en su casa a la hora de cenar, iré después —aseguró Will.
Will Hamilton era un hombre de negocios muy práctico. Nadie sabía exactamente
en cuántos negocios sustanciosos había intervenido, pero se sabía que era un hombre
listo, y bastante rico. El trato que estaba a punto de cerrar no era más que una excusa.
Formaba parte de su política de parecer siempre ocupado, y atareado.
Cenó solo en el Abbot House. Después de esperar un tiempo prudencial, dobló la
esquina de la Avenida Central, y tiró de la campanilla de la puerta de la casa de Adam
Trask.
Los chicos se habían acostado. Lee estaba sentado junto a un cesto de costura,
zurciendo las largas medias que los mellizos se ponían para ir a la escuela. Adam
estaba leyendo el Scientific American. Franqueó la entrada a Will y le trajo una silla.
Lee fue a buscar una cafetera, y volvió a ocuparse en su labor de zurcido.
Will se acomodó en la silla, sacó un grueso cigarro negro y lo encendió,
esperando a que Adam iniciara la conversación.
—Buen tiempo, para variar. ¿Y cómo está su madre? —preguntó Adam.
—Muy bien. Cada día parece más joven. Sus chicos ya deben de estar muy
crecidos.
—Sí, lo están. Cal intervendrá en una función que hacen en su colegio. Parece un
actor de verdad. Aron ha resultado muy buen estudiante, pero Cal dice que prefiere
dedicarse a las labores agrícolas.
—No es mala idea, si se tiene aptitud para ello. Hay muchas posibilidades en el
campo para los que miran al futuro.
Will estaba algo perplejo. Se preguntaba si no sería posible que se hubiese
exagerado algo hablando del dinero de Adam. ¿Iría a pedirle un préstamo? Will
calculó rápidamente cuánto dinero le daría el banco si solicitaba un préstamo sobre el
rancho de Trask y cuánto le daría a Adam. Ambas cifras eran distintas, al igual que
los intereses. Pero Adam no parecía decidirse a formular su proposición. Will
comenzó a impacientarse.
—No puedo quedarme mucho —le apremió—. Tengo una cita de negocios esta

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misma noche.
—Tome otra taza de café —le propuso Adam.
—No, gracias. Me desvela. ¿Deseaba usted verme para algo?
—Pensaba en su padre —respondió Adam—, y por eso se me ocurrió que me
agradaría hablar con un Hamilton.
Will se sintió aliviado.
—Era un conversador formidable.
—No sé cómo se las arreglaba, pero después de hablar con él, uno se sentía mejor
—aseguró Adam.
Lee levantó la mirada del huevo de zurcir.
—Acaso el mejor conversador del mundo es aquel que ayuda a hablar a los
demás.
—Hombre, resulta divertido oírle a usted hablar de esa forma —comentó Will—.
Hubiera jurado que usted siempre hablaba en pidgin.
—Solía hacerlo —contestó Lee—. Aunque supongo que era por vanidad —sonrió
a Adam, y se dirigió a Will—: ¿No se ha enterado usted de que en un lugar de Siberia
han desenterrado un mastodonte de entre los hielos? Estuvo allí durante cien mil
años, y la carne aún estaba fresca.
—¿Un mastodonte?
—Sí, una especie de elefante que ha desaparecido de la faz de la tierra desde hace
mucho tiempo.
—¿Y la carne estaba todavía buena?
—Tan buena como una chuleta de cerdo —afirmó Lee, introduciendo el huevo de
madera bajo la deshilachada rodilla de una media negra.
—Es muy interesante —declaró Will.
Adam rió.
—Lee todavía no me ha limpiado la nariz, pero ya llegará —vaticinó—. Creo que
uso demasiados circunloquios. La cuestión es que estoy cansado de no hacer nada y
me gustaría emplear mi tiempo en algo.
—¿Por qué no cultiva usted sus tierras?
—No, eso no me interesa. Verá usted, Will, yo no soy como uno que busca
empleo. Lo que yo quiero es trabajar. No me interesa un empleo.
Will abandonó su reserva.
—Bien, ¿qué puedo hacer por usted?
—Desearía darle a conocer una idea que he tenido, porque me interesa su opinión,
ya que es usted un hombre de negocios.
—Desde luego —respondió Will—. Puede contar conmigo.
—He estado estudiando la refrigeración —le explicó Adam—. Se me ocurrió una
idea y no puedo librarme de ella. Cuando me voy a dormir, me sigue obsesionando.
Nada antes me había dado tantos quebraderos de cabeza. Pero se trata de una idea
muy grande, aunque acaso puedan hacérsele muchas objeciones.

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Will separó sus piernas, que tenía cruzadas, y tiró de los pantalones en los lugares
donde éstos le apretaban.
—Adelante, le escucho —dijo—. ¿Un cigarro?
Adam no oyó el ofrecimiento ni entendió la indirecta.
—El país está cambiando —observó—. La gente ya no vive como antes. ¿Sabe
usted dónde está el mercado más importante de naranjas durante el invierno?
—No, ¿dónde?
—En Nueva York. Lo he leído. ¿Y no cree usted que, en las regiones frías del
país, a la gente le gustaría poder disponer en invierno de artículos que el frío hace
desaparecer, como guisantes, lechugas y coliflores? En gran parte del país estos
productos no se encuentran durante meses y meses. Pero aquí, en el valle Salinas,
podemos cultivarlos durante todo el año.
—Pero aquí no es allí —replicó Will—. ¿Y cuál es su idea?
—Verá, Lee me hizo comprar una gran nevera y yo empecé a interesarme en su
funcionamiento. Puse en ella diferentes especies de vegetales, preparados de
diferentes maneras. Ya sabe usted, Will, que si se machaca hielo muy fino y se pone
entre él una lechuga envuelta en papel encerado, se conservará tierna durante
semanas, al cabo de las cuales aparecerá fresca y apetitosa.
—Prosiga —dijo Will cautelosamente.
—Usted sabe que los ferrocarriles emplean vagones especiales para fruta. Fui a
echarles un vistazo y me parecieron bastante buenos. ¿Sabía que podríamos enviar
lechugas a la costa oriental en pleno invierno?
—¿Adónde quiere usted ir a parar? —preguntó Will.
—Estoy pensando en comprar la fábrica de hielo de Salinas e intentar enviar
algunas cosas.
—Eso costaría mucho dinero.
—Yo lo tengo —respondió Adam.
Will Hamilton se tiró del labio con gesto de enojo.
—No sé por qué me meto en jaleos —contestó—. Sé lo que pasará.
—¿Qué quiere decir?
—Mire. Cuando alguien viene a pedirme consejo y opinión acerca de una idea, en
realidad lo que quiere es que esté de acuerdo con él. Y si deseo conservar la amistad
de esa persona, le digo que su idea es muy buena y que siga adelante. Pero yo siento
afecto por usted, y además es un amigo de la familia, así es que me voy a mantener al
margen —le expuso Will.
Lee interrumpió su labor, depositó la cesta en el suelo y se cambió de gafas.
—¿Qué es lo que le molesta? —protestó Adam.
—Yo provengo de una condenada familia de inventores —respondió Will—.
Tomábamos ideas en lugar del desayuno. Y muchas veces eso era lo único que
desayunábamos. Teníamos tantas, que nos olvidábamos de ganar el dinero necesario
para ir a la compra. Cuando conseguíamos levantar un poco la cabeza, mi padre o

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Tom patentaban algo. Yo soy el único de la familia, si se exceptúa a mi madre, que no
tenía ideas, y soy también el único que ha conseguido hacer algo de dinero. Tom tenía
muchas ideas sobre la ayuda que debía prestarse al prójimo, algunas de las cuales
estaban muy próximas al socialismo. Y si usted me sale ahora con que no le interesan
los beneficios que puede obtener, me veré obligado a arrojarle esta cafetera a la
cabeza.
—Francamente, no me importan mucho.
—Alto ahí, Adam. Ya le he dicho lo que pensaba. Si quiere despilfarrar cuarenta
o cincuenta mil dólares en un santiamén, siga adelante con su idea. Pero lo mejor que
puede hacer es abandonarla. Eche tierra sobre ella.
—¿Pero por qué le parece mal?
—Por todo. Los del este no están acostumbrados a comer verduras en invierno.
No las comprarían. Le meterían los vagones en un apartadero y usted perdería la
carga. El mercado está controlado. ¡Oh, Dios! Me saca de quicio que los niños
quieran meterse en negocios porque se les ha ocurrido una idea.
Adam suspiró.
—Casi está usted llamando a Sam Hamilton criminal —dijo.
—Era mi padre y yo le quería, pero ojalá hubiese dejado sus malditas ideas a un
lado, —Will miró a Adam y vio que los ojos de éste mostraban el mayor asombro, y
de repente se sintió avergonzado. Movió lentamente la cabeza—. No tengo intención
de menospreciar a los míos —aseguró—. Creo que éramos muy buena gente. Pero la
advertencia que le he hecho sigue en pie. Deje en paz la refrigeración.
Adam se volvió lentamente hacia Lee:
—¿Nos queda algo de aquel pastel de limón que hemos tomado para cenar? —le
preguntó.
—Creo que no —contestó Lee—. Me parece que he oído a los ratones por la
cocina. Temo que habrá merengue en las almohadas de los chicos. Usted ha
comprado medio cuarto de whisky.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué no lo tomamos?
—Me he alterado demasiado —dijo Will, tratando de reír para sí mismo—. Un
traguito me iría bien. —Su rostro estaba excesivamente purpúreo, y hablaba con voz
ahogada—. Estoy demasiado gordo —añadió.
Después de dos copitas, se sintió mejor. Arrellanándose en su asiento, sermoneó a
Adam.
—Hay cosas que nunca cambian de valor —le explicó—. Si usted desea invertir
dinero en algo, mire a su alrededor. La guerra de Europa durará aún mucho. Y cuando
hay guerra, hay hambre. Puede que no ocurra, pero no me sorprendería que nosotros
interviniésemos en la guerra. No tengo mucha confianza en ese Wilson, es todo teoría
y frases altisonantes. Y si nos metemos en el fregado, muchos se enriquecerán
precisamente especulando con los alimentos imperecederos. Tome usted, por
ejemplo, el arroz, el maíz, el trigo y las habas, que no necesitan hielo, sino que se

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conservan sin él y las gentes pueden comerlos y alimentarse con ellos. Me atrevería a
asegurar que, si usted se dedicase a plantar habas en sus condenadas tierras y las
exportase, sus chicos ya no tendrían que preocuparse por el futuro. Las habas están
ahora a tres centavos, pero si nos metiésemos en la guerra, no me sorprendería que
subiesen a diez. Y usted puede almacenarlas secas el tiempo que quiera, a la espera
de lanzarlas al mercado. Si desea obtener algún provecho, plante habas.
Will salió de la casa muy satisfecho de sí mismo. La vergüenza que había
experimentado se había esfumado, y estaba convencido de que había dado
beneficiosos consejos.
Después de que Will se hubo marchado, Lee trajo un tercio del pastel de limón,
que cortó en dos trozos.
—Está demasiado gordo —afirmó Lee, a modo de explicación. Adam pareció
meditar.
—Yo sólo le he dicho que quería hacer algo —observó.
—¿Y qué hay de la fábrica de hielo?
—Me parece que voy a comprarla.
—También debería plantar algunas habas —le recomendó Lee.

Cuando el año estaba ya muy avanzado, Adam hizo su gran experimento, que produjo
sensación en aquel año ya de por sí tan sensacional, tanto por lo que se refería a los
hechos locales como a los internacionales. Cuando lo tuvo todo a punto, los hombres
de negocios hablaron de él en términos elogiosos, asegurando que era un hombre
previsor, moderno y con gran visión de futuro. La partida de seis vagones de lechuga
acomodada entre el hielo constituyó todo un acontecimiento social, al que asistió la
Cámara de Comercio en pleno. Los vagones estaban adornados con grandes
cartelones que decían: «Lechugas del valle Salinas». Pero nadie sentía el menor deseo
de invertir su dinero en el proyecto.
Adam demostró una energía que ni él mismo sospechaba poseer. Era un trabajo
muy pesado recoger la lechuga, recortarla, encajonarla entre hielo triturado y cargarla
en los seis vagones. No existía equipo adecuado para aquella labor. Todo tenía que
ser improvisado, y había que alquilar muchas manos a las que era preciso enseñar a
hacer aquel trabajo. Todo el mundo daba consejos, pero nadie ayudaba. Se calculó
que Adam había gastado una fortuna en poner en práctica su idea, pero nadie conocía
la cantidad exacta, ni siquiera el propio Adam. El único que lo sabía era Lee.
La idea parecía buena. La lechuga iba consignada a los comisionistas en Nueva
York, a muy buen precio. Cuando el tren hubo partido, todo el mundo se volvió a su
casa a esperar y ver lo que pasaría. Si resultaba un éxito, había muchos que estarían

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dispuestos a invertir dinero en el negocio. Incluso Will Hamilton se preguntaba si
acaso no había estado equivocado en su consejo.
Si la serie de acontecimientos que se sucedieron hubiesen sido planeados por un
enemigo omnipotente e implacable, el resultado no hubiera sido más eficaz. Cuando
el tren llegó a Sacramento, una avalancha de nieve interceptó los pasos de las Sierras
durante dos días, y los seis vagones tuvieron que permanecer en una vía muerta,
mientras el hielo se fundía e iba goteando. Al tercer día, el tren pudo cruzar las
montañas, y entonces hizo por todo el Medio Oeste un calor desacostumbrado en
aquella época del año. En Chicago se cruzaron diversas órdenes contradictorias, de
las que nadie tenía la culpa, sino que fueron esas cosas que pasan, pero como
resultado los seis vagones de lechuga de Adam permanecieron en la estación de
mercancías durante cinco días más. Aquello fue ya más que suficiente, y no es
necesario entrar en detalles. Lo que llegó a Nueva York no era más que un horrible
aguachirle, que hubo que tirar enseguida. Adam leyó el telegrama de los
comisionistas, y se recostó en su silla, mientras una extraña sonrisa de resignación
aparecía en su rostro para no borrarse.
Lee lo dejó solo para que se rehiciese del golpe. Los chicos se enteraron de la
reacción que ello produjo en Salinas. Tildaban a Adam de loco. Esos individuos que
edifican tales castillos siempre salen con las manos en la cabeza. Los hombres de
negocios se felicitaban por la vista que habían tenido al no meterse en aquel asunto.
Se requería experiencia para llegar a ser un hombre de negocios. Las personas que
heredaban su fortuna siempre se metían en líos. Y si se deseaba una prueba de ello,
sólo había que fijarse en cómo Adam había gobernado su rancho. Un loco y su dinero
no andaban juntos por mucho tiempo. Acaso aquello le serviría de lección. Y encima
había doblado la producción de la fábrica de hielo.
Will Hamilton recordó que no sólo se había manifestado en contra de aquel
proyecto, sino que había predicho en detalle todo lo que había de ocurrir. No se
alegraba por ello, pero ¿qué se puede hacer cuando no se quieren escuchar los
consejos de un prudente hombre de negocios? Y Dios sabía muy bien que Will tenía
mucha experiencia acerca de ideas descabelladas. Con toda circunspección, le había
recordado que Sam Hamilton también había sido un loco. Y por lo que respecta a
Tom Hamilton, ése era un loco de atar.
Cuando Lee comprendió que ya había pasado suficiente tiempo, dejó de andarse
por las ramas y tomó asiento frente a Adam con el fin de llamar su atención.
—¿Qué tal se encuentra? —le preguntó.
—Muy bien.
—No irá a encerrarse otra vez en su cascarón, ¿verdad?
—¿Qué te hace suponer eso? —preguntó Adam.
—Es que tiene usted el mismo aspecto de antes. Y sus ojos poseen otra vez esa
mirada de sonámbulo. ¿Le molesta que le hable así?
—No —respondió Adam—. Pero me gustaría saber si estoy arruinado.

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—No del todo —dijo Lee—. Le quedan todavía nueve mil dólares y el rancho.
—Hay que pagar una factura de dos mil dólares por la retirada de los desperdicios
—añadió Adam.
—Eso es aparte de los nueve mil.
—Debo bastante por la nueva maquinaria para fabricar hielo.
—Eso ya está pagado.
—¿Y me quedan nueve mil?
—Y el rancho —confirmó Lee—. Tal vez podría usted vender la fábrica de hielo.
El rostro de Adam se endureció, y perdió su sonrisa aturdida.
—Sigo creyendo en mi idea —contestó—. Se encadenaron una serie de
circunstancias desgraciadas. Mantendré la fábrica de hielo. Con la ayuda del frío se
pueden conservar muchas cosas. Además, la fábrica produce algo de dinero. Tal vez
se me ocurra alguna solución.
—Procure no imaginar nada que le cueste dinero —repuso Lee—. Me fastidiaría
mucho tener que desprenderme de la cocina de gas.

El fracaso de Adam dolió mucho a los mellizos. Tenían ya quince años y hacía
mucho tiempo que sabían que eran hijos de un hombre rico, así es que les costó
bastante acostumbrarse a la nueva situación. Si aquel asunto no hubiese tenido
aspectos tan carnavalescos, el efecto no hubiera sido tan deplorable. Recordaban
llenos de horror los enormes carteles que adornaban el tren. Si los hombres de
negocios se burlaban de Adam, sus compañeros eran mucho más crueles. De la noche
a la mañana comenzaron a llamarles «Aron y Cal Lechuga» o, simplemente, Cogollos
de Lechuga.
Aron habló del asunto con Abra.
—Ahora todo será diferente —le dijo.
Abra había crecido, y era una muchacha muy hermosa. Sus pechos se habían
desarrollado con el fermento de los años, y su rostro poseía la calma y la irradiación
de la belleza. Ya había dejado atrás su fase de niña bonita. Era una muchacha fuerte,
segura de sí misma y femenina.
Contempló el rostro preocupado del muchacho y le preguntó:
—¿Por qué será diferente?
—Porque creo que ahora somos pobres.
—Tú hubieras trabajado aunque hubieras sido rico.
—Ya sabes que quiero seguir estudiando.
—Y puedes. Yo te ayudaré. ¿Ha perdido tu padre todo su dinero?
—No lo sé. Es lo que ellos dicen.

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—¿Quiénes son «ellos»? —preguntó Abra.
—Pues todo el mundo. Y es posible que tus padres no quieran ya que te cases
conmigo.
—Entonces, no les diré nada.
—Estás demasiado segura de ti misma.
—Sí —respondió ella—. Lo estoy. ¿Quieres darme un beso?
—¿Aquí mismo? ¿Aquí, en la calle?
—¿Por qué no?
—Todos lo verán.
—Eso pretendo —dijo Abra.
—No. No quiero que la gente lo sepa de esta forma —replicó Aron.
Ella se adelantó poniéndose ante él, y lo detuvo.
—Mire usted, caballero. Va usted a besarme ahora mismo.
—¿Por qué?
—Así todo el mundo sabrá que soy la señora Cogollo de Lechuga —contestó con
calma.
Él le dio una especie de rápido picotazo y luego la obligó a ponerse de nuevo a su
lado.
—Tal vez yo mismo deba cortar esta relación —expuso él.
—¿Qué quieres decir?
—Ahora ya no soy lo bastante bueno para ti. Tan sólo soy un pobre. ¿Crees que
no he visto la diferencia en tu padre?
—Lo que eres es un tonto —le recriminó Abra; y frunció un poco el entrecejo,
porque ella también había notado la diferencia en su padre.
Fueron a la confitería de Bell y se sentaron a la mesa. Ese año estaba de moda el
zumo de apio. El año anterior lo habían estado los helados con ciertos refrescos.
Abra agitaba delicadamente las burbujas con su paja, pensando en cómo había
cambiado su padre desde que ocurrió el desastre de las lechugas. Había llegado
incluso a decirle:
—¿No crees que sería más juicioso que salieras con algún otro chico, para variar?
—Pero estoy prometida a Aron.
—¡Prometida! —exclamó su padre en son de mofa—. ¿Desde cuándo los niños se
prometen? Harías mejor en mirar un poco a tu alrededor. Hay otros peces en el mar.
Y recordó que recientemente se habían hecho algunas alusiones y referencias a la
conveniencia de emparentarse con algunas familias, e incluso una vez llegaron a decir
que hay personas que no pueden ocultar un escándalo eternamente. Ocurrió cuando se
comentaba que Adam había perdido todo su dinero.
Ella se inclinó por encima de la mesa.
—Lo que podríamos hacer es tan sencillo que te hará reír.
—¿Qué es?
—Podríamos gobernar el rancho de tu padre. El mío dice que son tierras muy

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hermosas.
—No —respondió Aron con prontitud.
—¿Por qué?
—No deseo convertirme en granjero y no quiero que seas la esposa de un
campesino.
—Yo seré la esposa de Aron, sea éste lo que sea.
—No pienso abandonar el colegio —aseguró el muchacho.
—Yo te ayudaría —replicó Abra.
—¿De dónde sacarías el dinero?
—Lo robaría —afirmó ella.
—Me gustaría irme de esta ciudad —dijo Aron. Todo el mundo se burla de mí.
No puedo soportarlo.
—Pronto lo olvidarán.
—No, no lo olvidarán. No quiero quedarme aquí dos años más para terminar la
Escuela Superior.
—¿Quieres dejarme, Aron?
—No. ¿Por qué demonios tenía que meterse mi padre en cosas que desconoce?
—No censures a tu padre —le replicó Abra—. Si su idea hubiese resultado, todo
el mundo le hubiera hecho reverencias.
—Pero no resultó. Me hizo un flaco servicio. Ahora ya no puedo ir con la cabeza
alta. ¡Oh, Dios, le detesto!
—¡Aron! ¡Deja de decir esas cosas! —le respondió Abra con firmeza.
—¿Cómo sabré si no mintió al hablar de mi madre?
El rostro de Abra se puso rojo de cólera.
—Te mereces una zurra —dijo—. Si no estuviésemos a la vista de todo el mundo,
te pegaría yo misma. —Contempló el bello rostro del muchacho, contraído por la
rabia y el despecho, y de pronto cambió de táctica—: ¿Por qué no le preguntas sobre
tu madre? No tienes más que ir y preguntárselo.
—No puedo, recuerda lo que te prometí.
—Tú sólo me prometiste no repetir lo que yo te dije.
—Pero es que si yo le pregunto, querrá saber quién me lo ha dicho.
—Muy bien —gritó ella—. Eres un niño inútil. Te libero de tu promesa. Ve y
pregúntale.
—No sé si lo haré.
—Hay veces que siento deseos de asesinarte —se exasperó ella—. ¡Pero, Aron, es
que te quiero tanto, te quiero tanto!
Se oían risitas que provenían de un extremo del mostrador. Abra y Aron habían
levantado la voz más de la cuenta, y los demás clientes, que los observaban con
disimulo, habían oído las últimas palabras. Aron se sofocó, y en sus ojos aparecieron
lágrimas de ira. Salió corriendo del establecimiento, y desapareció calle arriba.
Abra recogió con toda calma su bolso, se alisó la falda y la cepilló con la mano.

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Luego fue tranquilamente adonde estaba el señor Bell y pagó los zumos de apio. Al
dirigirse después a la puerta, se detuvo junto al grupo de jóvenes de donde provenían
las risitas.
—Es mejor que lo dejéis en paz —les advirtió con frialdad, y continuó su camino,
seguida por una voz de falsete que decía:
—¡Oh, Aron, te quiero tanto!
Una vez en la calle echó a correr con la intención de alcanzar a Aron, pero no
pudo encontrarlo. Llamó entonces por teléfono a su casa, pero Lee le contestó que
Aron no había vuelto todavía. Lo cierto era que Aron se hallaba en su dormitorio,
lleno de despecho y de resentimiento. Lee lo había visto entrar sigilosamente y
encerrarse en su habitación.
Abra recorrió arriba y abajo las calles de Salinas con la esperanza de verlo. Estaba
enfadada con él, pero por otra parte se sentía terriblemente sola. Nunca antes Aron
había huido de su lado, y Abra ya no sabía estar sola.
Cal tuvo que aprender por su cuenta a estar solo. Durante un tiempo trató de
unirse a Abra y Aron, pero éstos no deseaban su compañía. El muchacho se sentía
celoso y se esforzó por atraerse a la joven, pero fracasó en su empeño.
Encontraba fácil el estudio, aunque no sentía mucho interés por él. Aron tenía que
esforzarse más por aprender, lo que le confirió un mayor sentido de la
responsabilidad, y desarrolló un respeto por la instrucción completamente
desproporcionado con la calidad de la que recibía. Cal se lanzaba sin pararse en
barras. No le importaban mucho los deportes ni las demás actividades de la escuela.
Su creciente inquietud le obligaba a salir por las noches. Se convirtió en un muchacho
alto y orgulloso, pero sombrío.

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Capítulo 38

Desde sus primeros recuerdos, Cal había anhelado calor y afecto, como es propio de
todos los seres humanos. Si hubiese sido hijo único, o si Aron hubiese sido diferente,
Cal habría sido un muchacho normal. Pero desde el principio, todo el mundo se
rendía ante Aron debido a su belleza y simplicidad. Cal, como es natural, se esforzaba
por atraer hacia sí la atención y el afecto de la única manera que sabía, es decir,
tratando de imitar a Aron. Y lo que era encantador en el rubio e ingenuo Aron,
parecía desagradable y sospechoso en Cal, con su rostro sombrío y sus ojos hendidos.
Y puesto que sólo se trataba de una imitación, el resultado no era convincente. Donde
Aron hallaba una buena acogida, Cal recibía un desaire por hacer o decir exactamente
lo mismo.
Y así como unos cuantos golpes en la nariz hacen tímido a un cachorro, del
mismo modo unos cuantos desaires inculcan la timidez en un niño. Pero mientras un
cachorro suele apartarse con el rabo entre las patas y expresión rastrera y adulona, o
bien echarse patas arriba abyectamente, un niño puede ocultar su timidez con
despreocupación, con bravatas o con el silencio. Y una vez que un niño ha sufrido
algún desaire y se le ha rechazado, se sentirá siempre rechazado aunque en realidad
no lo sea, o lo que es peor, él mismo creará ese sentimiento en las personas, por el
solo hecho de esperarlo.
En Cal, aquel proceso fue tan largo y tan lento, que él ni siquiera lo advirtió. Se
había construido un muro de suficiencia en torno a él lo bastante fuerte como para
defenderlo contra el mundo. Si este muro tenía algunos puntos débiles, debían
hallarse en los lados próximos a Aron y a Lee, y en especial a Adam. Es posible que
Cal hubiese encontrado seguridad y refugio en la propia falta de atención de su padre.
Desde luego, era mejor pasar inadvertido que despertar una atención adversa.
Cuando era muy pequeño, Cal descubrió un secreto. Si se dirigía con cautela al
lugar donde su padre estaba sentado y se apoyaba ligeramente contra la rodilla
paterna, la mano de Adam se levantaba maquinalmente para acariciar el hombro de
Cal. Es probable que Adam ni se diese cuenta de su acción, pero aquella caricia
despertaba tal torrente de emoción en el alma del muchacho, que éste escatimaba el
empleo de este gozo especial, reservándolo solamente para cuando tenía necesidad de
él. Era como una magia que había que administrar. Era el símbolo ritual de una tenaz
adoración.
La situación no se alteró con el cambio de escenario. En Salinas, Cal no tenía más
amigos que en King City. Tenía socios, sí, y gozaba incluso de cierta autoridad y
admiración, pero nunca tuvo amigos. Vivía solo, e iba solo a todas partes.

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2

Si Lee sabía que Cal salía por las noches y volvía muy tarde, no parecía darse por
enterado, ya que comprendía que no podía hacer nada para evitarlo. Los vigilantes
nocturnos lo veían a veces paseando solo. El jefe, Heisserman, tenía por principio
informar al encargado de la escuela, quien le aseguró que Cal no solamente no tenía
ninguna mala nota por faltar a clase, sino que además era muy buen estudiante. El
jefe, desde luego, conocía a Adam, y en vista de que Cal no rompía los vidrios de las
ventanas, ni alborotaba, advirtió a los vigilantes que no le perdiesen de vista, pero que
lo dejasen en paz, excepto en el caso de que quisiera armar camorra.
El viejo Tom Watson encontró a Cal una noche y le preguntó:
—¿Por qué estás siempre rondando de noche?
—No molesto a nadie —contestó Cal, poniéndose a la defensiva.
—Ya lo sé. Pero tendrías que estar en casa, acostado.
—No tengo sueño —respondió Cal, y esta respuesta le pareció absolutamente
desprovista de sentido al viejo Tom, quien era incapaz de recordar una época de su
vida en que no hubiese tenido sueño.
El muchacho solía ir a contemplar el juego de fantán en el Barrio Chino, pero
nunca tomaba parte en él. Aquello era un misterio, pero había muchas cosas sencillas
que también eran misterios para Tom Watson, así que el anciano prefirió no ahondar
en aquella cuestión.
Durante sus paseos, Cal recordaba con frecuencia la conversación entre Lee y
Adam que había escuchado en el rancho. Anhelaba descubrir la verdad. Y ésta se le
fue presentando lentamente gracias a una alusión oída en la calle y algunas palabras
burlonas pronunciadas junto al estanque. Si hubiese sido Aron el que las hubiese
escuchado, no hubiera reparado en ellas, pero Cal sí. Sabía que su madre no estaba
muerta. Sabía también, tanto por la primera conversación como por los rumores que
llegaban a sus oídos, que a Aron no le gustaría descubrir la verdad.
Una noche, Cal tropezó con Rabbit Holman, quien había venido de San Ardo para
correrse la borrachera con que se regalaba cada medio año. Rabbit saludó
efusivamente a Cal, como suelen hacerlo los campesinos cuando se encuentran con
un conocido en un lugar extraño. Sentados en la avenida situada detrás de Abbot
House y con la botella en la mano, Rabbit le dio a Cal todas las noticias que
consiguió recordar. Le dijo que había vendido una parcela de tierra a muy buen
precio, y que había bajado a Salinas para celebrarlo, lo cual quería decir que pensaba
recorrer todos los burdeles de la población. Tenía la intención de pasar por todas las
casas y enseñarles a esas putas lo que era un hombre de verdad.
Cal estaba sentado en silencio a su lado, escuchándole. Cuando ya casi no
quedaba whisky en la botella, Cal se marchó un momento y consiguió convencer a
Louis Schneider para que les vendiera otra. Y Rabbit, dejando el recipiente vacío,
echó mano del nuevo.

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—Tiene gracia —observó—. Creía que sólo tenía una botella. Bueno es una
equivocación muy agradable.
Cuando ya llevaba trasegada otra media botella, Rabbit ya no se acordaba no sólo
de quién era Cal, sino de la edad que éste tenía. Lo único que recordaba era que su
compañero era su viejo y querido amigo.
—Te diré qué haremos, George —dijo Rabbit—. Déjame que cargue un poco más
la pluma, y tú y yo nos iremos a un sitio. No me salgas ahora con que no te lo puedes
permitir. La casa invita. ¿Ya te he dicho que he vendido dieciséis hectáreas? No
valían nada.
Y añadió:
—Harry, te voy a decir lo que vamos a hacer. Nada de ir a las casas baratas.
Iremos a casa de Kate. Es cara, cuesta diez pavos, pero ¡qué diablos! Las funciones
que se montan allí… ¿Nunca has visto un circo, Harry? Bueno, tienes que verlo para
creerlo. Kate sabe muy bien lo que se trae entre manos. ¿No recuerdas quién es Kate,
George? Es la esposa de Adam Trask, la madre de sus malditos mellizos. ¡Jesús!
Nunca olvidaré cuando se escapó después de pegarle un tiro. Le dio en el hombro y
después se largó. Como esposa, no valía nada, pero como zorra no tiene rival. Tiene
gracia, suele decirse que las putas acaban siendo excelentes esposas, ¡como que no
les queda nada por probar! Ayúdame a levantarme, por favor, Harry. ¿Qué te estaba
diciendo?
—Hablabas del circo —respondió Cal suavemente.
—Ah, sí. Sí, cuando veas el circo de Kate se te saltarán los ojos. ¿No sabes lo que
hacen?
Cal caminaba unos pasos detrás de Rabbit para que éste no pudiese verlo. Rabbit
le contó lo que hacían. No fue aquello lo que asqueó a Cal. Le pareció simplemente
estúpido. Eran los hombres que iban a mirar lo que hacían. Al ver la expresión del
rostro de Rabbit a la luz de las farolas, Cal se imaginó la de los rostros de los
hombres en el circo.
Atravesaron el jardín lleno de maleza y subieron hasta el despintado porche.
Aunque Cal era alto para su edad, caminaba de puntillas. El guardián de la puerta no
los examinó con mucha atención. La semioscuridad que reinaba en la estancia, con la
luz tenue de sus lámparas bajas, juntamente con la presencia de los hombres que
esperaban nerviosos, contribuyó a hacerlo pasar inadvertido.

A Cal siempre le había gustado acumular las cosas escabrosas que veía y oía a modo
de una especie de almacén repleto de materiales que, semejantes a oscuras
herramientas, estuviesen al alcance de su mano siempre que los necesitase; pero

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después de la visita a casa de Kate, sintió una desesperada necesidad de ayuda.
Una noche Lee se hallaba escribiendo a máquina, cuando oyó que llamaban
suavemente a su puerta, y Cal entró. El muchacho se sentó al borde de la cama, y Lee
acomodó su cuerpecillo en el sillón. Le divertía el hecho de que un sillón le produjese
tanto placer. Lee entrecruzó los dedos sobre el estómago, como si llevase mangas
chinas, y esperó pacientemente. Cal tenía la mirada perdida en un lugar cualquiera
sobre la cabeza de Lee.
El muchacho habló con voz suave y rápida.
—Ya sé dónde está mi madre y lo que hace. La vi.
La mente de Lee levantó una convulsiva plegaria en demanda de ayuda y guía.
—¿Qué quieres saber? —le preguntó con voz queda.
—Todavía no lo sé. Estoy intentando aclararme. ¿Me dirás la verdad?
—Desde luego.
Las preguntas que se arremolinaban en el cerebro de Cal eran tan turbadoras que
le costó escoger la primera.
—¿Lo sabe mi padre?
—Sí.
—¿Por qué decía que estaba muerta?
—Para ahorraros ese dolor.
Cal pareció recapacitar.
—¿Qué le hizo mi padre para obligarla a marcharse?
—Él la amaba en cuerpo y alma. Le dio todo lo que se puede imaginar.
—¿Es cierto que ella disparó contra él?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque él no quería que se fuese.
—¿Le hizo daño alguna vez?
—No, que yo sepa. Él era incapaz de hacerle daño.
—Lee, ¿por qué hizo ella eso?
—No lo sé.
—¿No lo sabes o no quieres decirlo?
—No lo sé.
Cal guardó silencio durante tanto rato, que Lee fue escurriendo suavemente los
dedos hasta asirse las muñecas. Cuando Cal habló de nuevo, experimentó una
sensación de alivio. El tono del muchacho era diferente. En su voz tibia había un
acento de súplica.
—Tú la conociste, Lee. ¿Cómo era?
Lee suspiró y sus manos se aflojaron.
—Sólo puedo decirte lo que pienso, pero puedo equivocarme.
—Bueno, ¿qué piensas?
—Cal —dijo—, he dedicado muchas horas a pensar en ello y todavía no lo

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entiendo. Ella es un misterio. Me parece como si no fuese como las demás personas.
Le falta algo. Acaso sea la bondad, o acaso la conciencia. Sólo se puede entender a
las demás personas si se es capaz de compartir sus sentimientos. Y yo no comprendo
los sentimientos de esa mujer. Cada vez que me pongo a pensar en ella, me encuentro
abocado a las tinieblas. Ignoro lo que quería o lo que buscaba. Rebosaba odio, pero
no sé por qué o contra quién. Es un misterio. Y su odio no era sano. No era cólera.
Era un ser sin corazón. No sé si hago bien en hablarte así.
—Necesito saberlo.
—¿Por qué? ¿No eras más feliz cuando lo ignorabas?
—Sí. Pero ahora ya no puedo volverme atrás.
—Tienes razón —convino Lee—. Cuando se pierde la inocencia ya no se puede
volver atrás, a menos que uno sea un hipócrita o un loco. Pero ya no te puedo decir
más, por la sencilla razón de que no sé nada más.
—En ese caso, háblame de mi padre —le exhortó Cal.
—Eso sí puedo hacerlo —respondió Lee, pero se interrumpió—. ¿No nos estará
oyendo alguien? Será mejor que hablemos en voz baja.
—Háblame de él —insistió Cal.
—Creo que tu padre posee, amplificadas, las cualidades de las que estaba
desprovista su esposa. Creo que su conciencia y su bondad son tan grandes, que casi
constituyen defectos en él, que le echan la zancadilla y le obstaculizan el camino.
—¿Qué hizo cuando ella le abandonó?
—Murió —dijo Lee—. Seguía caminando, pero estaba muerto. Y sólo
últimamente parece que ha vuelto a la vida.
Lee observó una extraña y nueva expresión en el rostro de Cal, quien tenía los
ojos muy abiertos, y sus labios, por lo general contraídos y fruncidos, colgaban
inertes. En su rostro, y por vez primera, Lee creyó entrever las facciones de Aron, a
pesar del distinto color de la tez. Los hombros de Cal temblaban ligeramente, como
un músculo que ha estado sometido demasiado tiempo a un esfuerzo.
—¿Qué te pasa, Cal? —preguntó Lee.
—Quiero a mi padre —contestó Cal.
—Yo también le quiero —corroboró Lee—. Me parece que no hubiera sido capaz
de quedarme tanto tiempo de no haberle querido. No es muy listo en el sentido
mundano, pero es un buen hombre. Acaso el mejor hombre que jamás he conocido.
Cal se puso en pie de pronto.
—Buenas noches, Lee —se despidió.
—Espera un momento. ¿Se lo has dicho a alguien?
—A nadie.
—No le digas nada a Aron, aunque ya sé que no lo harás.
—Pero ¿y si se entera?
—Entonces, tu obligación será ayudarlo a resistir el golpe. No te vayas todavía.
Una vez que abandones esta habitación, puede que no seamos capaces de hablar de

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este tema de nuevo. Puedes guardarme algún rencor porque yo sé que tú conoces la
verdad. Dime: ¿odias a tu madre?
—Sí —respondió Cal.
—Lo esperaba —admitió Lee—. No creo que tu padre la haya odiado jamás. Sólo
ha sentido pena por lo sucedido.
Cal se dirigió lenta y suavemente hacia la puerta, con las manos hundidas por
completo en los bolsillos.
—Es como lo que decías acerca de nuestra capacidad de comprender los
sentimientos de las demás personas. Yo la odio porque sé el motivo que la indujo a
irse. Y lo sé porque ella revive en mí.
Hablaba con la cabeza inclinada y con la voz quebrada por la emoción. Lee se
puso en pie de un salto.
—¡Alto ahí! —le ordenó con aspereza—. Escúchame, procura que no te vuelva a
oír eso. Desde luego, en tu interior existen también esos malos sentimientos, como en
todo el mundo. Pero tú tienes además los otros. ¡Levanta la cabeza! ¡Mírame!
Cal levantó la cabeza y preguntó con voz cansina:
—¿Qué quieres?
—También tienes los otros, te repito. ¡Escúchame! No te harías esas preguntas si
no los poseyeses. No te atrevas a tomar el camino más cómodo. Te resultaría
demasiado fácil excusarte apelando a la sangre que corre por tus venas. ¡Que no te lo
vuelva a oír! Ahora, escúchame con atención, porque quiero que lo recuerdes. Hagas
lo que hagas, serás siempre tú quien lo haga, no tu madre.
—¿De verdad lo crees, Lee?
—Sí, lo creo, y será mejor que tú también lo creas, o de lo contrario te partiré
todos los huesos.
Después de que Cal se hubo marchado, Lee volvió a acomodarse en su sillón,
mientras pensaba plañideramente: «Me pregunto dónde habré dejado mi serenidad
oriental».

Para Cal, el descubrimiento de la existencia de su madre fue más una confirmación


que una novedad. Hacía mucho tiempo que conocía, aunque sin detalles, dónde se
encontraba el negro nubarrón. Y su reacción fue doble. Por un lado, al saberlo
experimentó un sentimiento de poder casi agradable, y por otro, eso le permitía
evaluar acciones y expresiones, interpretar vagas alusiones, e incluso bucear en el
pasado y reorganizarlo. Pero todo aquello no compensaba el dolor que le causó el
descubrimiento.
Su cuerpo se estaba preparando para entrar en la madurez, pero al mismo tiempo

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acusaba las sacudidas de los inconstantes vientos de la adolescencia. Tan pronto se
sentía consagrado, puro y devoto, como se revolcaba en el cieno, para luego
arrastrarse bajo el peso de la vergüenza, y levantarse más tarde sintiéndose
nuevamente ungido.
Su descubrimiento aguzó todas sus emociones. Le parecía que era un caso único,
y que nadie había recibido una herencia como la suya. Le costaba creer las palabras
de Lee, o concebir que a los demás muchachos les pudiese ocurrir una cosa
semejante.
El recuerdo del circo de Kate lo perseguía sin cesar. Tan pronto su imagen
inflamaba su mente y su cuerpo con el fuego de la pubertad, como sentía náuseas,
repulsión y asco.
Observó con mayor atención a su padre, y creyó advertir más tristeza y desengaño
en Adam de los que quizás existían. Y se despertó en Cal un amor apasionado por su
progenitor, y un deseo de protegerlo y de ayudarlo a sobrellevar sus sufrimientos. En
el espíritu hipersensible de Cal, aquellos sufrimientos eran insoportables. Un día se
precipitó en el cuarto de baño, mientras Adam se bañaba, y vio la fea cicatriz causada
por la bala en el hombro de su padre. Sin darse cuenta, le preguntó:
—¿De qué es esa cicatriz, padre?
Adam levantó la mano, tratando de ocultar la cicatriz, y contestó:
—Es una vieja herida, Cal. La recibí en las campañas contra los indios. Ya te lo
explicaré algún día.
Cal pudo ver a través del rostro de su padre cómo éste había retrocedido en el
pasado en busca de una mentira. Cal no odiaba la mentira, sino lo que la provocaba.
Él mentía por razones de provecho, fuesen de la clase que fuesen. Sentía deseos de
gritar: «Ya sé cómo te la hiciste, y no hay por qué ocultarlo». Claro que, como es de
suponer, no lo dijo.
—Me encantará oírla —se limitó a decir.
Aron también experimentaba la desazón del cambio, pero sus impulsos eran más
tardíos que los de Cal. No sentía de un modo tan perentorio la llamada de su cuerpo.
Sus pasiones se encauzaron en un sentido religioso. Tomó la decisión de dedicarse a
la carrera eclesiástica. Asistía a todos los servicios en la iglesia episcopal y ayudaba a
colocar los arreglos florales los días de fiesta. Pasaba largas horas en compañía del
joven clérigo, el señor Rolf. Aron fue educado en los asuntos mundanos por un
hombre joven y sin experiencia, y ello le dio la capacidad para generalizar que sólo
poseen las personas poco experimentadas.
Aron fue admitido en la iglesia episcopal, y ocupó su puesto en el coro durante
las festividades. Abra lo acompañaba. Su mente femenina sabía que aquellas cosas
eran necesarias pero que carecían de importancia.
Era natural que el converso Aron tratase de captar a Cal. Al principio Aron se
limitaba a rezar en silencio por su hermano, pero finalmente se aproximó a Cal. Le
reprochó su impiedad y le pidió que se reformase.

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Quizá Cal hubiera tratado de complacerlo, si su hermano hubiese sido más listo.
Pero Aron había alcanzado un estado de tan apasionada pureza, que encontraba a
todo el mundo manchado y lleno de culpa. Después de unos pocos sermones, Cal lo
encontró insoportablemente afectado, y así se lo dijo. Ambos se sintieron aliviados el
día en que Aron decidió abandonar a su hermano a la condenación eterna.
Los sentimientos religiosos de Aron tomaron inevitablemente su cariz sexual.
Habló a Abra de la necesidad de la continencia, y decidió que se consagraría durante
toda su vida al celibato. Abra, juiciosamente, le dio la razón, sintiendo y esperando
que aquel arrebato pasaría. Deseaba casarse con Aron y tener muchos hijos, pero por
el momento prefería callar. Nunca había tenido celos, pero entonces empezó a sentir
un odio instintivo y acaso justificado hacia el reverendo señor Rolf.
Cal veía cómo su hermano triunfaba sobre pecados que nunca había cometido.
Pensó con sarcasmo en hablarle de su madre para ver cómo lo tomaría, pero apartó
aquel pensamiento. No creyó que Aron pudiese soportarlo.

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Capítulo 39

Salinas sufría a intervalos una racha benigna de moralidad, cuyo proceso nunca
variaba mucho. Cada explosión se parecía a la anterior. A veces comenzaba en el
púlpito, y otras con motivo de la subida a la presidencia del Club Cívico Femenino de
alguna presidenta nueva y ambiciosa. El pecado que invariablemente había que
erradicar era el juego, ya que el atacarlo representaba ciertas ventajas. Por ejemplo, se
podía discutir, lo cual no era posible con la prostitución. El juego era una lacra
evidente, y además la mayor parte de los garitos estaban en manos de los chinos, así
es que no había mucho riesgo de poner la zancadilla a un pariente o conocido.
Los dos periódicos locales se inflamaban con el ardor que irradiaban tanto el
púlpito como el Club Cívico Femenino. Sus editoriales pedían que se hiciese una
limpieza general. La policía manifestaba su conformidad, pero alegaba falta de
medios y pedía que se aumentase su presupuesto, lo cual conseguía algunas veces.
Cuando se llegaba a la fase de los editoriales, todo el mundo sabía que las cartas
estaban ya boca arriba. Lo que sucedía después se hallaba tan bien organizado como
un ballet. La policía estaba preparada, así como las casas de juego, y los periódicos
preparaban editoriales en los que se congratulaban por el éxito. Luego se producía la
redada, deliberada y segura. Veintitantos chinos importados de Pájaro, unos cuantos
vagos, y seis o siete viajantes que, por el hecho de ser forasteros, no habían recibido a
tiempo el aviso, y caían en manos de la policía, la cual, después de tomarles
declaración, los encerraba en el calabozo por la noche, y los soltaba por la mañana,
tras pagar la correspondiente multa. La ciudad se distendía en su reconquistada
pureza, y los garitos perdían sólo una noche de negocio, más las multas. Uno de los
grandes logros de la raza humana es no reconocer algo aun conociendo su existencia.
Una noche de finales de 1916, Cal se encontraba contemplando el juego de fantán
en casa de Shorty Lim, cuando se lo llevaron en la redada. En la oscuridad, nadie
reparó en él, y el jefe se sorprendió al encontrárselo en el calabozo al día siguiente.
Telefoneó enseguida a Adam, que se hallaba desayunando. Adam anduvo las dos
manzanas que separaban la casa del ayuntamiento, recogió a Cal, cruzó la calle para
ir a buscar la correspondencia y luego regresaron ambos a casa.
Lee había conservado caliente el desayuno de Adam, y preparó un par de huevos
fritos para Cal.
Aron atravesó el comedor disponiéndose a ir al colegio.
—¿Quieres que te espere? —preguntó a Cal.
—No —dijo Cal, bajando los ojos y poniéndose a comer.
Adam sólo había despegado los labios para decir: «¡Vamos!», cuando se hallaban

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en el ayuntamiento, y después de haberle dado las gracias al jefe.
Cal engulló a la fuerza su desayuno, observando de reojo el rostro de su padre.
Era incapaz de adivinar cuáles eran los sentimientos de Adam a través de su
expresión, pues parecía sorprendido, enfadado, pensativo y triste a la vez.
Adam miró su taza de café. El silencio aumentó hasta que se hizo tan pesado que
parecía imposible de disipar.
Lee se asomó a la puerta.
—¿Café? —preguntó.
Adam sacudió lentamente la cabeza. Lee desapareció, cerrando esta vez la puerta
de la cocina.
En aquel profundo silencio, sólo se oía el tictac del reloj. Cal comenzó a
asustarse. Adivinaba en su padre una fuerza que hasta aquel momento había
ignorado. Sintió calambres en las piernas, y no se atrevía a moverse para restablecer
la circulación. Golpeó el plato con el tenedor para producir ruido, pero éste se
desvaneció enseguida. El reloj dio nueve lentas y solemnes campanadas, que también
desaparecieron al instante.
A medida que el temor se iba helando, el resentimiento ocupó su sitio. Una zorra
caída en el cepo debe sentir la misma ira contra la pata sujeta en la trampa.
De pronto, Cal se puso de pie de un salto. Lo hizo de modo completamente
involuntario. Tampoco había deseado hablar, pero, sin embargo, gritó:
—¡Haga lo que quiera conmigo! ¡Venga! ¡Termine pronto!
Y aquel grito fue engullido también por el silencio.
Adam levantó lentamente la cabeza. Cal nunca había mirado a su padre a los ojos,
pues es cierto que muchas personas no miran jamás a los ojos de su padre. El iris de
los ojos de Adam era azul pálido, con oscuras estrías radiales que convergían en sus
pupilas. Y en lo más profundo de cada pupila, Cal vio reflejado su propio rostro,
como si dos Cal diminutos lo contemplasen.
—Me he equivocado contigo, supongo —dijo Adam lentamente. Aquello era peor
que un ataque directo.
—¿Qué quiere usted decir? —balbuceó Cal.
—Te han agarrado en una casa de juego. No sé cómo fuiste a parar allí, ni qué
hacías en ese lugar, ni por qué fuiste.
Cal se dejó caer en la silla, y se quedó mirando el plato.
—¿Estabas jugando, hijo?
—No, señor. Sólo miraba.
—¿Habías estado allí anteriormente?
—Sí, señor. Muchas veces.
—¿Por qué vas?
—No lo sé. Por la noche me siento inquieto, como un gato callejero —pensó en
Kate y su flojo chiste de comparación le pareció horrible—. Cuando no puedo
dormir, tengo que salir a dar una vuelta —añadió—, para ver si me entra sueño.

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Adam consideraba y examinaba sus palabras una por una.
—¿Tu hermano también hace lo mismo?
—Oh, no, señor. No se le ocurriría ni por asomo. Él no es… él no es tan inquieto.
—Ahora me doy cuenta —observó Adam— de que no sé nada sobre vosotros.
Cal deseaba echar sus brazos alrededor del cuello de su padre, abrazarlo y sentirse
abrazado por él. Anhelaba alguna espontánea demostración de simpatía y amor.
Cogió el servilletero de madera y empezó a darle vueltas con el dedo.
—Si usted me hubiese preguntado, yo le hubiera respondido —dijo con suavidad.
—Tienes razón. Nunca te he preguntado nada. Soy tan mal padre como lo fue el
mío.
Cal no había oído jamás aquel tono en la voz de Adam. Era un tono cálido y
desgarrador. Parecía como si anduviese a tientas en la oscuridad, tratando de
encontrar las palabras adecuadas.
—Mi padre construyó un molde y trató de meterme en él a la fuerza —le explicó
Adam—. Yo resulté una mala pieza de fundición, pero era imposible fundirme de
nuevo. A nadie se le puede refundir. Así es que seguí siendo una pieza defectuosa.
—No se lamente usted, padre. Ya ha sufrido bastante —respondió Cal.
—¿Tú crees? Tal vez, pero quizá no ha sido el sufrimiento adecuado. El hecho es
que no conozco a mis hijos, y no sé si estaré a tiempo de conocerlos.
—Yo le diré todo lo que usted quiera saber. Sólo tiene que preguntar.
—¿Por dónde podría empezar? ¿Por el principio?
—¿Se sintió triste o enfadado al saber que yo estaba en la cárcel?
Ante la sorpresa de Cal, Adam soltó una carcajada.
—A ti sólo te habían llevado allí, ¿no es eso? No habías hecho nada malo.
—Pero acaso lo malo era estar allí.
Cal deseaba atraer la vergüenza sobre su cabeza.
—Una vez, yo también estuve en la cárcel —le aseguró Adam—. Estuve preso
cerca de un año sin ningún motivo.
Cal trató de comprender aquella herejía.
—No puedo creerlo —dijo.
—A veces a mí me ocurre lo mismo. Pero lo que sé es que cuando me escapé me
introduje en una tienda y robé algunas ropas.
—No lo creo —repitió débilmente Cal, pero aquel tono confidencial y afectuoso
era tan agradable, que se aferró a él; apenas se atrevía a respirar, para no disipar el
encanto.
—¿Te acuerdas de Samuel Hamilton? —le preguntó Adam—. Seguro que lo
recuerdas. Cuando tú eras muy pequeño, me dijo que yo era un mal padre. Llegó
incluso a golpearme y a arrojarme al suelo, para que aquello se me quedase bien
grabado.
—¿Aquel viejo hizo eso?
—Era un viejo muy fuerte. Pero ahora comprendo lo que quería decir. Soy igual

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que mi padre. Mi padre no me permitió ser una persona. Yo tampoco considero a mis
hijos como personas. Eso es lo que quería decir Samuel.
Y miró a Cal a los ojos y sonrió, y Cal sintió dolor y afecto por su padre.
—Nosotros no opinamos que sea usted un mal padre —aseguró Cal.
—Pobres criaturas —dijo Adam—. ¿Cómo podéis saberlo? Nunca habéis tenido
otro.
—Me alegro de que me hayan metido en la cárcel —afirmó Cal.
—Yo también. Yo también —dijo Adam, y rió—. Puesto que ambos hemos
estado presos, podemos hablar de igual a igual —en él se iba despertando un gozoso
sentimiento—. ¿Por qué no me dices qué clase de chico eres?
—Con mucho gusto, padre.
—¿Tienes ganas de hacerlo?
—Sí, señor.
—Pues cuéntame, entonces. Ya sabes que el hecho de ser una persona representa
cierta responsabilidad. El serlo significa algo más que ocupar un espacio que pudiera
llenar el aire. ¿Cómo eres?
—¿No bromea usted? —preguntó Cal tímidamente.
—No. No bromeo, puedes estar seguro. Háblame de ti, es decir, si lo deseas.
Cal empezó:
—Bien, pues yo soy… —y se interrumpió—. No resulta muy fácil decirlo.
—Me imagino que puede ser hasta imposible. Háblame de tu hermano.
—¿Qué quiere que le cuente de él?
—Dime lo que piensas de él. Es todo lo que podrías decirme.
—Es bueno. No hace cosas malas, ni las piensa.
—¿Ves? Ahora me estás hablando de ti mismo.
—¿Cómo?
—Sí, me estás diciendo que haces y piensas cosas malas.
Cal enrojeció.
—Sí, así es.
—¿Son cosas muy malas?
—Sí, señor. ¿Quiere que se las cuente?
—No, Cal. Ya me lo has dicho. Tanto tu voz como tus ojos me dicen que estás en
lucha constante contigo mismo. Pero no tienes que avergonzarte por ello. Es terrible
sentirse avergonzado. ¿No siente Aron vergüenza alguna vez?
—Nunca hace nada de lo que tenga que avergonzarse. Adam se inclinó hacia
delante.
—¿Estás seguro?
—Completamente seguro.
—Dime, Cal, ¿tú le proteges?
—¿Qué quiere usted decir?
—Quiero decir que si, por ejemplo, te enteras de algo malo, cruel, desagradable,

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¿intentarás evitar que él lo sepa?
—Yo… creo que sí.
—¿Crees que es demasiado débil para soportar cosas que tú sí puedes?
—No es eso, señor. Él es bueno, muy bueno. Es incapaz de hacer daño a nadie, ni
de hablar mal de ninguna persona. No es bajo ni rastrero, nunca se queja, y además es
valiente. No le agrada luchar, pero lo hace si es necesario.
—Tú quieres a tu hermano, ¿no es verdad?
—Sí, señor. Y le juego malas pasadas. Le engaño, hago que se enfade y a veces le
hago daño sin ningún motivo.
—Y entonces te sientes desgraciado.
—Sí, señor.
—¿Suele Aron sentirse también desgraciado?
—No lo sé. Cuando le dije que no quería ingresar en la Iglesia, se disgustó. Y una
vez que Abra se enfadó y le dijo que le odiaba, le vi muy apesadumbrado. Casi se
sentía enfermo y con fiebre. ¿No se acuerda? Lee llamó al médico.
Adam dijo asombrado:
—¡Mira que vivir con vosotros y no enterarme de esas cosas! ¿Por qué se enfadó
Abra?
—No sé si debo decirlo —respondió Cal.
—En ese caso no lo digas.
—No es nada malo. Por el contrario, creo que está bien. Es que Aron, señor,
quiere ser clérigo. El señor Rolf…, bueno, lo que pasa es que al señor Rolf le gusta la
vida eclesiástica, y a Aron también, y pensó que acaso no debía casarse y que era
mejor retirarse del mundo.
—¿Quieres decir como un monje?
—Sí señor.
—Y a Abra no le gustaba esa idea, ¿no es así?
—Que no le gustaba es decir poco. Estaba furiosa. A veces tiene unos arrebatos
de cólera tremendos. Le quitó violentamente la estilográfica a Aron, la arrojó sobre la
acera y la pisoteó. Luego dijo que Aron le había hecho perder la mitad de su vida.
—¿Cuántos años tiene Abra? —preguntó Adam entre risas.
—Casi quince. Pero ella está… Bueno, quiero decir que aparenta más en ciertos
aspectos.
—Eso parece. ¿Qué hizo entonces Aron?
—No dijo nada, pero se sintió terriblemente trastornado.
—Supongo que se la hubieras podido quitar en aquella ocasión —dijo Adam.
—Abra es la novia de mi hermano —replicó Cal.
Adam lo miró profundamente a los ojos. Luego llamó a Lee, pero no obtuvo
respuesta. Volvió a llamarlo, y dijo:
—No lo he oído salir. Quiero tomar más café.
Cal se levantó.

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—Yo lo prepararé.
—Oye —exclamó Adam, ya tendrías que estar en la escuela.
—No quiero ir.
—Pues deberías ir. Aron ya se ha ido.
—Soy muy feliz —respondió Cal—. Quiero quedarme con usted.
—Prepara el café —dijo Adam quedamente, y su voz denotaba timidez.
Mientras Cal estaba en la cocina, Adam reflexionaba lleno de asombro. Sus
nervios y músculos palpitaban excitados y hambrientos. Sus dedos anhelaban
estrechar algo, y sus piernas correr. Paseó ávidamente su mirada por la habitación.
Vio las sillas, los cuadros, las rosas encarnadas de la alfombra, y los nuevos objetos
delimitados con claridad. Objetos casi vulgares, pero que a él le parecieron amistosos.
Y en su cerebro nació un agudo apetito por el futuro, una agradable y cálida
anticipación, como si los minutos y semanas inmediatos tuviesen que traerle toda
clase de deleites. Sintió una emoción que preludiaba un día risueño, dorado y
tranquilo. Entrecruzó sus dedos detrás de la cabeza y extendió las piernas.
En la cocina, Cal esperaba a que el agua se calentase en la cafetera; sin embargo,
no le desagradaba aquella espera. Cuando un milagro se ha vuelto familiar, deja de
ser un milagro. Cal ya no se maravillaba ante las cordiales relaciones que se habían
establecido entre él y su padre, pero el gozo todavía duraba. El veneno de la soledad
y la sorda envidia de los que se sentían solos lo habían abandonado; se sentía limpio
y lleno de dulzura, y era muy consciente de ello. Evocó un viejo odio para probarse,
pero descubrió que aquel odio había desaparecido. Deseaba servir a su padre,
ofrecerle algún gran presente, realizar alguna tarea noble y ardua en su honor.
El agua de la cafetera se desbordó al hervir, y Cal pasó varios minutos limpiando
el fogón. Luego se dijo: «Ayer esto no me hubiera ocurrido».
Adam le sonrió cuando entró con la cafetera humeante. Aspiró el aroma que de
ella se desprendía y dijo:
—Este olor haría que me levantara de mi propia tumba.
—Se me vertió al hervir —se excusó Cal.
—Si no hierve no tiene buen sabor —le aclaró Adam—. ¿Dónde se habrá metido
Lee?
—Puede que esté en su habitación. ¿Quiere que vaya a verlo?
—No. Ya hubiera respondido.
—Padre, cuando termine mis estudios, ¿querrá dejarme dirigir el rancho?
—Tienes mucha prisa. ¿Y Aron?
—Él quiere ir a la universidad. No le diga que yo se lo he dicho. Deje que lo haga
él mismo y usted haga ver que se sorprende.
—De acuerdo —convino Adam—. Entonces, ¿tú no quieres ir a la universidad?
—Apostaría a que soy capaz de hacer dinero en el rancho, el suficiente para
pagarle los estudios a Aron.
Adam sorbió el café.

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—Es una proposición muy generosa —afirmó—. No sé si debería decirte esto,
pero cuando antes te he preguntado qué clase de muchacho era Aron, lo has
defendido tan mal, que he pensado que sentías por él antipatía, o tal vez odio.
—Antes lo odiaba —reconoció Cal con vehemencia—. Y le he hecho daño a
veces. ¿Pero me permite usted que se lo diga, señor? Ahora ya no le odio ni volveré a
odiarle jamás. Creo que nunca podré odiar a nadie, ni siquiera a mi madre.
Se interrumpió, sorprendido ante su impremeditado tropiezo, y se quedó helado y
sin saber qué decir.
Adam miraba ante sí. Se frotó la frente con la palma de la mano. Por fin dijo con
voz queda:
—Sabes lo de tu madre.
Eso no era una pregunta, sino una afirmación.
—Sí, señor.
—¿Lo sabes todo?
—Sí, señor.
Adam se recostó en la silla.
—¿Lo sabe Aron?
—¡Oh, no, no señor! No lo sabe.
—¿Por qué lo dices de esa manera?
—No me atrevería a contárselo.
—¿Por qué no?
—No creo que pudiese resistirlo —aseguró Cal con tono desgarrador—. No hay
suficiente maldad en él para permitirle aguantar ese golpe.
Estuvo a punto de añadir «como le ocurrió a usted», pero no terminó la frase.
Adam parecía abrumado, y movió la cabeza de uno a otro lado.
—Cal, escúchame. ¿Crees que hay alguna probabilidad de evitar que Aron se
entere? Piénsalo bien.
—Él no se acerca a esos sitios —respondió Cal—. No es como yo.
—Pero supón que alguien se lo dice.
—Me parece que no se lo creería. Más bien pienso que la emprendería a golpes
con el que se lo dijese, tratándolo de embustero.
—¿Has estado allá?
—Sí, señor, tenía que verlo con mis propios ojos.
Cal prosiguió con excitación:
—Si él fuese a la universidad y se quedara a vivir por allí…
—Sí, podría ser —asintió Adam—. Pero todavía tiene que permanecer aquí dos
años más.
—Yo podría apremiarle y hacer que terminase en un año. Es un chico muy listo.
—¿Pero no eres tú el más listo?
—Yo soy listo de otra manera —contestó Cal.
Adam pareció crecer y engrandecerse, hasta ocupar todo un lado de la estancia.

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La expresión de su rostro era firme y sus ojos azules, agudos y penetrantes.
—¡Cal! —exclamó con voz fuerte.
—¿Padre?
—Confío en ti, hijo mío —le dijo Adam.

El hecho de que Adam se hubiese dado cuenta de su existencia fue el catalizador de


la felicidad de Cal. Caminaba sin tocar con los pies en el suelo. Solía sonreír con más
frecuencia, y aquella sombría y secreta tristeza raras veces le acompañaba.
Lee, advirtiendo el cambio, le preguntó con suavidad:
—¿Es que andas con alguna chica?
—¿Una chica? No. ¿Quién quiere una chica?
—Todo el mundo —contestó Lee.
Y Lee preguntó a Adam:
—¿Sabe usted qué le pasa a Cal?
—Ha descubierto lo de su madre —respondió Adam.
—¿Ah, sí? —lee respiró aliviado—. Bueno, recuerde que ya le dije que debía
decírselo.
—No fui yo quien se lo dijo. Ya lo sabía.
—¡Qué le parece! —exclamó Lee—. Aunque no es el tipo de noticia capaz de
hacer que un muchacho canturree cuando estudia y lance la gorra por los aires cuando
pasea. Y Aron, ¿qué?
—Temo su reacción —contestó Adam—. Prefiero que no lo sepa.
—Puede que sea demasiado tarde.
—Tal vez debería hablar con él, para tantear el terreno.
Lee consideró la idea.
—A usted también le ha ocurrido algo.
—¿Ah, sí? Es posible —asintió Adam.
Pero canturrear, lanzar la gorra al aire y hacer rápidamente sus deberes escolares
sólo constituían para Cal las más insignificantes de sus actividades. En su nuevo
estado de alegría, se nombró a sí mismo guardián del gozo de su padre. Era cierto lo
que había dicho acerca de que no sentía odio por su madre. Pero aquello no cambiaba
el hecho de que ella había sido el instrumento del dolor y de la vergüenza de Adam.
Cal razonaba diciéndose que, si lo había hecho antes, podía volver a hacerlo ahora. Se
dedicó a enterarse de todo cuanto pudo acerca de ella. Un enemigo conocido es
menos peligroso y más fácil de sorprender.
Por la noche se sentía impelido a acercarse a la casa, al otro lado de la vía férrea.
A veces se ocultaba por la tarde entre la maleza, al otro lado de la calle, vigilando

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aquel lugar. Veía salir de allí a las muchachas, vestidas con trajes oscuros, que en
ocasiones llegaban incluso a la severidad. Siempre salían por parejas, y Cal las seguía
con la mirada hasta la esquina de la calle Castroville, donde torcían a la izquierda en
dirección a la calle Mayor. Se dio cuenta de que si uno no sabía de dónde venían, no
se podía saber qué clase de mujeres eran. Pero él no esperaba la salida de las pupilas,
sino que quería contemplar a su madre a luz del día. Al final descubrió que Kate salía
todos los lunes a la una y media.
Cal se las arregló en la escuela, haciendo trabajo suplementario y obteniendo muy
buenas notas, para conseguir tener libres los lunes por la tarde. Contestaba a las
preguntas de Aron diciéndole que preparaba una sorpresa, y que no podía decírselo a
nadie. De todas formas, a Aron no le interesaba demasiado. Preocupado sólo por sus
problemas, Aron olvidó pronto aquella cuestión.
Cal, después de seguir a Kate varias veces, conocía muy bien la ruta que ella
hacía. Siempre iba a los mismos sitios: primero al Banco de Monterrey, donde le
franqueaban el paso tras los brillantes barrotes hasta el sótano, donde estaban las
cajas fuertes. Pasaba allí quince o veinte minutos. Luego seguía lentamente por la
calle Mayor, contemplando los escaparates. Entraba después en casa de Porter e
Irvine, donde miraba vestidos y a veces hacía algunas compras menores, como ligas,
imperdibles, fajas, un velo o un par de guantes. A las dos y cuarto entraba en el salón
de belleza de Minnie Franken, donde permanecía por espacio de una hora, y de allí
salía con su cabello ensortijado y un pañuelo de seda en torno a su cabeza, anudado
bajo la barbilla.
A las tres y media, Kate subía las escaleras de las oficinas de la Farmer’s
Mercantile, y entraba en el despacho del doctor Rosen. Cuando salía se detenía un
momento en la confitería de Bell, y compraba una caja de un kilo de chocolatinas
surtidas. Nunca variaba la ruta. De Bell iba directamente a la calle Castroville y luego
a su casa.
No había estridencia en sus atavíos. Vestía exactamente como cualquier señora de
Salinas que fuese de compras un lunes por la tarde, excepto que Kate llevaba siempre
guantes, lo que no se estilaba en Salinas.
Los guantes hacían parecer sus manos hinchadas y gordinflonas. Las movía como
si pensara que estuviesen rodeadas de una capa de cristal. No hablaba con nadie y
parecía no ver a nadie. Ocasionalmente algún hombre se volvía y miraba, y entonces
ella apresuraba el paso, nerviosa. Pero casi siempre se deslizaba como una mujer
invisible.
Durante varias semanas, Cal siguió a Kate, tratando de no despertar su atención.
Y puesto que Kate siempre caminaba sin volver la cabeza atrás, él estaba convencido
de que no se había dado cuenta de su presencia.
Después de que Kate entrara en su jardín, Cal pasaba por delante de la verja y
regresaba a su casa por otra calle. No hubiera sido capaz de explicar por qué la seguía
salvo que fuera porque quería saber cosas de ella.

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A los dos meses de seguirla, ella hizo el camino acostumbrado y, a la vuelta, entró
como siempre en el descuidado jardín. Cal esperó un momento y luego pasó ante la
desvencijada puerta.
Kate estaba inmóvil tras una alta mata de alheña.
—¿Qué quiere usted? —le preguntó fríamente.
Cal se quedó helado. Le parecía como si el tiempo se hubiese detenido, y apenas
se atrevía a respirar. Entonces puso en práctica algo que había aprendido cuando era
muy chico. Se puso a observar y catalogar los detalles, dejando a un lado el objeto
principal. Observó cómo el viento del sur agitaba las hojitas de la alta alheña y cómo
el sendero fangoso se había convertido en una especie de negro lodazal por las
pisadas de los numerosos visitantes; mientras, Kate se mantenía a un lado del camino,
donde el fango no pudiese mancharla. Oyó el ruido que producía una locomotora en
la estación del Southern Pacific al soltar el vapor con agudos y secos resoplidos.
Sintió el aire helado sobre el bozo incipiente que apuntaba en sus mejillas. Y durante
todo este tiempo no dejaba de mirar a Kate, que le devolvía la mirada. Y observó,
tanto por la forma como por el color de sus ojos y su cabello, e incluso por la manera
de encoger los hombros, que Aron se parecía mucho a ella. No conocía lo suficiente
su propio rostro como para reconocer la boca, los dientecillos y los anchos pómulos
que tanto se parecían a los suyos. Permanecieron así un momento, entre dos rachas de
viento del sur.
—Ésta no es la primera vez que me sigue —dijo Kate—. ¿Qué quiere?
Él bajó la cabeza.
—Nada —replicó.
—¿Quién le dijo que lo hiciera? —preguntó ella.
—Nadie, señora.
—¿No quiere decírmelo?
Cal pronunció las siguientes palabras lleno de asombro y sin poder reprimirse:
—Usted es mi madre, y quería ver cómo era.
Era la pura verdad, que había saltado como una serpiente.
—¿Qué? ¿Qué dices? ¿Quién eres?
—Soy Cal Trask —respondió.
Cal sintió la suave inclinación de la balanza a su favor. Quien dominaba ahora era
él. Aunque la expresión de ella no había cambiado, Cal comprendió que se hallaba a
la defensiva.
Ella lo observó con atención, escudriñando sus facciones. Una confusa y borrosa
imagen de Charles le vino a la mente.
—¡Ven conmigo! —le ordenó de pronto.
Se volvió y siguió el sendero, caminando por el lado, bien apartada del fango.
Cal vaciló sólo un momento antes de seguirla. Recordaba la enorme y oscura
habitación, pero el resto le era extraño. Kate le precedió por el vestíbulo y le hizo
entrar en su habitación. Al pasar frente a la puerta de la cocina había ordenado:

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—¡Preparad dos tazas de té!
En su habitación, ella pareció haberse olvidado de él. Se quitó el abrigo, tirando
de las mangas con sus gordezuelos dedos, enguantados y perezosos. Luego se dirigió
a otra puerta abierta en la pared, al fondo de la estancia, junto a su lecho. Abrió la
puerta y penetró en la pequeña estancia contigua.
—¡Entra! —le ordenó. Trae también esa silla.
Él la siguió y penetró en la minúscula estancia, que no tenía ni ventanas ni
ninguna clase de decoración. Las paredes estaban pintadas de color gris oscuro. Una
gruesa alfombra también gris cubría el suelo. Los únicos muebles eran una enorme
silla, sobre la cual había cojines de seda gris; una mesilla inclinada de lectura y una
lámpara de pie con una pantalla. Kate tiró de la cadena del conmutador con su mano
enguantada, sosteniéndola entre el pulgar y el índice, como si su mano fuese
artificial.
—¡Cierra la puerta! —dijo Kate.
La lámpara proyectaba un círculo de luz sobre la mesita de lectura, mientras el
resto de la habitación permanecía sumido en la penumbra, pues las grises paredes
parecían absorber y destruir la luz.
Kate se acomodó con cautela entre los gruesos almohadones y se quitó
lentamente los guantes. Tenía los dedos de ambas manos vendados.
—No me mires así —le dijo Kate con brusquedad—. Es artritis. Ah, de modo que
quieres verlo, ¿no es eso? —desenrolló el vendaje, de aspecto aceitoso, de su índice
derecho y colocó el encorvado dedo bajo la luz—. Aquí lo tienes, míralo. Es artritis
—hizo una mueca de dolor mientras envolvía de nuevo con cuidado el dedo, sin
apretar mucho las vendas—. ¡Dios mío, qué daño hacen estos guantes! —exclamó, y
añadió—: Siéntate.
Cal se sentó en el borde de la silla.
—Probablemente tú también la tendrás —le vaticinó Kate—. Mi abuela también
la tenía y mi madre empezaba a tenerla…
Se interrumpió. En la estancia reinaba un gran silencio. Llamaron a la puerta.
—¿Eres tú, Joe? —preguntó Kate—. Deja la bandeja ahí fuera. ¿Me oyes, Joe?
A través de la puerta llegó un débil murmullo.
Kate continuó hablando con Joe con voz inexpresiva:
—Arregla el diván del salón y límpialo. Ana tampoco ha hecho su cuarto. Hay
que echarle una reprimenda. Dile que es la última vez que se lo advierto. Eva se pasó
un poco de la raya anoche. Ya me encargaré de ella. Joe, dile al cocinero que si esta
semana vuelve a servirnos zanahorias, ya puede ir haciendo las maletas. ¿Me oyes?
Por la puerta llegó otra vez el murmullo.
—Eso es todo —dijo Kate—. ¡Valientes puercas! —murmuró—. Si no se las
vigilase, se pudrirían. Ve ahí fuera y tráeme la bandeja del té.
El dormitorio estaba vacío cuando Cal abrió la puerta que comunicaba con él.
Llevó la bandeja a la minúscula estancia, y la depositó con precaución sobre la

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mesilla de lectura. Era una gran bandeja de plata, sobre la cual había una tetera de
estaño reluciente, dos tacitas blancas y finísimas, azúcar, leche y una caja de
bombones abierta.
—Sirve el té —le indicó Kate—. A mí me duelen las manos —se llevó un
bombón a la boca—. He visto cómo mirabas esta habitación —prosiguió cuando
hubo terminado su bombón—. La luz me hace daño a los ojos. Suelo venir aquí para
descansar. —Vio cómo Cal dirigió una furtiva mirada a sus ojos, y repitió—: Si, la
luz me hace daño —dijo entonces con aspereza—: ¿Qué te pasa, no quieres té?
—No, señora —respondió Cal—. No me gusta el té.
Ella sostenía la tacita con sus dedos vendados.
—Muy bien. ¿Qué quieres, pues?
—Nada, señora.
—¿Sólo querías verme?
—Sí, señora.
—¿Estás ya satisfecho?
—Sí, señora.
—¿Qué aspecto tengo? —preguntó ella, y le dirigió una sonrisa torcida que dejó
entrever sus afilados dientecillos blancos.
—Bueno.
—Debí imaginarme que me seguirías. ¿Dónde está tu hermano?
—En la escuela, supongo, o en casa.
—¿Cómo es?
—Se parece más a usted.
—¿Ah, sí? Pero, veamos, ¿es como yo?
—Quiere ser sacerdote —respondió Cal.
—Supongo que así es como debe ser. Se parece a mí, y quiere ingresar en la
Iglesia. Se puede hacer mucho daño en la iglesia. Los que vienen aquí están siempre
en guardia, pero en la iglesia abren de par en par su corazón.
—Así lo cree él también —afirmó Cal.
Ella se inclinó hacia Cal, con el rostro lleno del más vivo interés.
—Lléname la taza. ¿Es estúpido tu hermano?
—Es muy buen chico —aseguró Cal.
—Te he preguntado si es estúpido.
—No, señora.
Ella se echó hacia atrás y levantó su taza.
—¿Cómo está tu padre?
—No quiero hablar de él.
—¡Ah, no! ¿Le quieres, pues?
—Le adoro —confesó Cal.
Kate le miró fijamente, y un curioso espasmo la sacudió, una dolorosa punzada
que se le clavaba en el pecho. Pero consiguió dominarse y ocultar su dolor.

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—¿No quieres algunos bombones? —preguntó ella.
—Sí, señora. ¿Por qué lo hizo?
—¿Por qué hice qué?
—¿Por qué disparó contra mi padre y nos abandonó?
—¿Te lo ha contado él?
—No. Él nunca nos lo contó.
Ella se tocó una mano con la otra y las separó bruscamente, como si el contacto le
hubiese producido una quemadura.
—¿Nunca ha llevado vuestro padre chicas, o mujeres jóvenes, a casa? —le
preguntó.
—No —respondió Cal—. ¿Por qué disparó usted contra él y se escapó?
El rostro de Kate se endureció y su boca se convirtió en una línea, mientras los
músculos de su cara se esforzaban por dominar su tensión. Levantó la cabeza y sus
ojos poseían una expresión fría y ausente.
—Hablas como si tuvieras mucha más edad —observó—. Pero todavía no tienes
la suficiente madurez. Es mejor que te vayas a jugar, vete y límpiate los mocos.
—A veces consigo dominar a mi hermano —dijo Cal—. Le hago retorcerse y
llorar de dolor. Él no sabe cómo consigo hacerlo, soy más listo que él; pero yo no
quiero hacerlo porque me pone enfermo.
Kate siguió la conversación como si fuese ella quien dijera aquellas cosas.
—Se pensaban que eran muy listos —declaró—. Me miraban y se pensaban que
me conocían, pero yo les engañaba… Conseguí engañarles a todos. Y cuando
creyeron que podrían decirme lo que tenía que hacer, ¡oh!, entonces era cuando les
engañaba mejor, Charles, entonces les engañé de verdad.
—Me llamo Caleb —le aclaró éste—. Caleb llegó a la Tierra Prometida. Por lo
menos eso fue lo que me dijo Lee, y, además, está en la Biblia.
—Lee es el chino —recordó Kate, que prosiguió con presteza—: Adam creía que
me dominaba. Cuando yo estaba herida y medio deshecha, me admitió en su casa, me
cuidó y cocinó para mí. De esa manera trató de atarme. La mayor parte de las
personas se dejan atar por estas cosas. Se sienten agradecidas, sienten que tienen una
deuda que pagar, y eso es la peor clase de grilletes con los que se puede encadenar a
una persona. Pero a mí nadie puede sujetarme. Esperé pacientemente hasta sentirme
fuerte, y entonces rompí mis ataduras. Nadie puede atraparme. Sabía lo que él se
proponía, pero yo podía esperar.
La gris estancia permanecía silenciosa, y en ella sólo se oía la respiración
jadeante y excitada de Kate.
—¿Por qué disparó usted contra él? —preguntó Cal una vez más.
—Porque trataba de retenerme. Podía haberlo matado, pero no lo hice. Yo sólo
quería que me dejase ir.
—¿Nunca deseó usted quedarse?
—¡Por Dios, no! Ya desde niña hacía cuanto me venía en gana. Nunca supieron

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cómo lo hacía. Nunca. Estaban siempre seguros de que tenían razón. Y nunca lo
supieron, nunca lo supo nadie.
De pronto pareció darse cuenta de algo.
—Claro, tú eres mi hijo. Acaso eres como yo. ¿Por qué no habrías de serlo?
Cal se levantó y poniendo las manos a la espalda cerró los puños.
—Cuando usted era pequeña, ¿nunca tuvo… —se interrumpió para encontrar las
palabras adecuadas—, nunca tuvo el sentimiento de que le faltaba algo? ¿Como si los
demás supiesen algo que usted ignoraba, algo así como un secreto que no querían
compartir? ¿Nunca tuvo este sentimiento?
Mientras él hablaba, el rostro de Kate se fue endureciendo y adquiriendo una
expresión de hostilidad, y cuando Cal se calló, un muro se había alzado entre ambos.
—¡Estoy perdiendo el tiempo hablando con críos! —exclamó Kate. Cal abrió los
puños y se metió las manos en los bolsillos.
—Sí, hablando con mocosos —prosiguió ella—. Debo de haber perdido el juicio.
El rostro de Cal mostraba una gran excitación, y sus ojos, muy abiertos, parecían
contemplar alguna visión.
—¿Qué te pasa? —preguntó Kate.
Él permanecía de pie e inmóvil, con la frente bañada en sudor y los puños
apretados.
Kate, como solía hacer siempre, esgrimió el hábil pero insensible puñal de su
crueldad. Riendo suavemente, dijo:
—Puede que te haya transmitido algo, algo interesante, como esto —y levantó sus
manos artríticas—. Pero si es epilepsia, ataques de epilepsia, no será de mí de quien
los habrás heredado.
Lo miró con expresión triunfal, anticipándose a la impresión que sus palabras
causarían y tratando de escrutar su efecto.
Cal habló con voz risueña.
—Me voy —anunció—. Está muy claro. Lee tenía razón.
—¿Qué dijo Lee?
—Yo temía ser como usted —respondió Cal.
—Eres como yo —afirmó Kate.
—No, no lo soy. Soy distinto. No tengo por qué haber heredado su forma de ser.
—¿Y cómo lo sabes? —le preguntó ella.
—Lo sé. Lo he comprendido de repente. Mis maldades son sólo mías.
—Ese chino te ha llenado la cabeza de tonterías. ¿Por qué me miras de ese modo?
—No creo que la luz le hiera los ojos. Más bien creo que tiene miedo —respondió
Cal.
—¡Fuera de aquí! —le gritó ella—. ¡Anda, vete!
—Ya me voy —dijo él, con la mano en el picaporte—. No la odio —añadió—.
Pero me alegro de que tenga miedo.
Ella trató de llamar a Joe, pero sólo consiguió emitir una especie de ronco

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graznido.
Cal abrió la puerta de par en par y la cerró tras de sí, dando un portazo.
Joe hablaba con una de las chicas en el salón. Ambos oyeron el ruido de pasos
rápidos y ligeros. Pero cuando alzaron la cabeza, el joven ya había alcanzado la
puerta, la había abierto y franqueado, para dirigirse a la pesada puerta de entrada, que
cerró también con estrépito. Sólo se oyó un paso en el porche, y luego el ruido
producido por unos pies al saltar sobre la tierra.
—¿Qué diablos era eso? —preguntó la muchacha.
—Vete a saber —contestó Joe—. A veces creo que veo visiones.
—Yo también —convino la chica—. ¿Ya te he dicho que Clara tiene bichos bajo
la piel?
—Ésa no va a durar mucho —declaró Joe—. Creo que cuanto menos se sabe,
mejor te va.
—Ésa es una verdad como un templo —admitió la muchacha.

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Capítulo 40

Kate se recostó entre los mullidos almohadones. Se encontraba presa de una gran
agitación nerviosa que le erizaba los cabellos y le abrasaba la piel.
Con mucha suavidad se dijo: «Tranquilízate. Cálmate. No permitas que eso te
domine. Trata de no pensar durante un tiempo. ¡El maldito mocoso!».
Pensó de pronto en la única persona que le había hecho sentir aquel odio
mezclado con pánico. Esa persona era Samuel Hamilton, con su barba blanca, sus
rosadas mejillas y los ojos risueños que parecían levantarle la piel y mirar en su
interior.
Con su dedo vendado sacó una delgada cadenilla que pendía de su cuello y
tirando hizo salir de su corpiño lo que colgaba al extremo de aquélla. De la cadena
pendían dos llaves de una caja fuerte, un reloj de oro con una llavecita flordelisada y
un pequeño tubo de acero provisto de un anillo en la tapa. Lo desenroscó
cuidadosamente y, separando las rodillas, sacudió el tubo hasta que cayó de él una
cápsula de gelatina. Colocó la cápsula bajo la luz y contempló los blancos cristales de
su interior; seis granos de morfina, lo cual constituía un margen amplio y seguro.
Volvió a poner con suavidad la cápsula en el tubo, lo enroscó y ocultó de nuevo la
cadena bajo sus ropas.
Las palabras de Cal resonaban en su interior: «Más bien creo que tiene miedo».
Repitió aquellas palabras en voz alta, tratando de quitarles su efecto. Consiguió
calmarse, pero un vívido recuerdo se introdujo en su mente, y permitió que se
formase para poder examinarlo de nuevo.

Era antes de haber construido la pequeña habitación contigua al dormitorio. Kate


había retirado el dinero que Charles le dejó. El cheque se había convertido en buenos
billetes, y esos billetes reunidos en fajos estaban guardados en la caja fuerte del
Banco de Monterrey.
Fue aproximadamente cuando los primeros dolores empezaron a agarrotarle las
manos. Ahora ya tenía suficiente dinero para irse. Se trataba sólo de sacar la mayor
cantidad de dinero de la casa. Pero también era mejor esperar hasta que se sintiese
bien de nuevo.
Pero ya nunca volvió a sentirse bien. Nueva York le parecía frío y muy lejano.

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Le llegó una carta firmada por una tal «Ethel». ¿Quién diablos era? Quienquiera
que fuese, debía de estar loca para pedirle dinero. Ethel…, había cientos de Ethel. A
cada paso se encontraba alguna Ethel. Y ésta garrapateaba frases ilegibles en una
cuartilla rayada.
La tal Ethel no tardó mucho en aparecer, y Kate, apenas la reconoció.
Kate se sentó ante su escritorio, con expresión vigilante, suspicaz y segura.
—Ha pasado mucho tiempo —le dijo.
Ethel respondió como un soldado que comparece en la senectud ante el sargento
que lo instruyó.
—He estado enferma —respondió.
Había engordado bastante y sus ropas tenían una restregada limpieza, signo
inequívoco de la pobreza.
—¿Dónde te alojas ahora? —inquirió Kate, mientras se preguntaba cuánto
tardaría aquel viejo saco en ir al grano.
—En el Hotel del Southern Pacific. He alquilado una habitación.
—Ah, ¿ya no trabajas en una casa?
—Nunca pude volver a empezar —le explicó Ethel—. No debió usted echarme —
con el extremo de su guante de algodón se enjugó unos gruesos lagrimones que
asomaban a sus ojos—. Las cosas me van bastante mal. Para empezar, ya tuve
dificultades cuando eligieron al nuevo juez. Me condenaron a noventa días, a pesar de
que no estaba fichada, ni aquí ni en ninguna parte. Conseguí salir de eso, y pesqué la
sífilis. Yo sabía que la tenía, y se la contagié a un cliente habitual, un buen chico, que
trabajaba en unas oficinas del Estado. Se enfadó y me molió las costillas, me aplastó
la nariz, me hizo perder cuatro dientes, y, por si fuese poco, el nuevo juez me echó
ciento ochenta días. ¡Diablos, Kate, una pierde todos los contactos en ciento ochenta
días! Se olvidan de que estás viva. Después de eso, ya no pude volver a empezar.
Kate asintió, expresándole una simpatía fría y ausente. Sabía que Ethel estaba en
ese estado de acorralamiento en el que una persona es capaz de todo. Poco antes de su
llegada, Kate había adoptado sus precauciones. Abrió el cajón de su escritorio y sacó
de él algún dinero, que tendió a Ethel.
—Yo nunca abandono a mis amistades —dijo—. ¿Por qué no te vas a otra
población y empiezas de nuevo? Puede que eso cambie tu mente.
Ethel trató de evitar que sus dedos aferrasen con demasiada vehemencia el dinero.
Desplegó los billetes como una mano de póquer, cuatro de diez. Sus labios
empezaron a temblar de emoción, y, por fin, dijo:
—Pensé que se las arreglaría para que pudiera hacerme con algo más de cuarenta
pavos.
—¿Qué quieres decir?
—¿Así que no recibió mi carta?
—¿Qué carta?
—¡Oh! —exclamó Ethel—. Se habrá perdido. En Correos no tienen ningún

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cuidado. Pero es que yo pensaba que cuidarías de mí. No me siento muy bien. Tengo
siempre una especie de peso en el estómago.
Suspiró y luego habló tan rápidamente, que Kate comprendió que lo había estado
ensayando antes.
—Bien, acaso recuerde que poseo una especie de sexto sentido —empezó a decir
Ethel—. Suelo predecir siempre las cosas que van a pasar. Todo lo que sueño se
realiza. Hay tipos que dicen que tendría que haberme dedicado a ese negocio. Dicen
también que soy una médium natural. ¿No se acuerda de eso?
—No —respondió Kate—. No me acuerdo.
—¿No se acuerda? Bueno, quizá nunca se dio cuenta. Pero las demás sí lo sabían.
Les decía muchas cosas que después resultaban ciertas.
—¿Qué quieres dar a entender con eso?
—Es que tuve un sueño. Me acuerdo muy bien de cuándo fue, porque lo tuve la
misma noche en que murió Faye.
Dirigió una rápida mirada al rostro frío e impasible de Kate, y continuó
obstinadamente:
—Aquella noche llovía y en mi sueño también, o por lo menos había mucha
humedad. Bien, el caso es que en mi sueño la vi salir de la cocina. No estaba muy
oscuro, la luna iluminaba algo la estancia, y el objeto de mi sueño era usted. Luego
salió al jardín de atrás y se inclinó. No pude ver qué estaba haciendo. Luego volvió a
entrar, andando sin hacer ruido. La primera cosa que supe al día siguiente fue que
Faye había muerto.
Se interrumpió y esperó a que Kate hiciese algún comentario, pero ésta mostraba
un rostro inmutable.
Ethel esperó hasta que estuvo segura de que Kate no hablaría.
—Bien, como le decía, siempre he creído en mis sueños. Tiene gracia, pero en el
jardín no había nada más que algunos frascos rotos de medicinas y la goma de un
pequeño cuentagotas.
Kate declaró con expresión de aburrimiento:
—Entonces llevaste todo eso a un médico. ¿Qué dijo que había en los frascos?
—Oh, yo no hice nada de eso.
—Pues tendrías que haberlo hecho —le recriminó Kate.
—No me gusta meter a nadie en líos. Yo ya he tenido bastantes. Introduje
aquellos vidrios rotos en un sobre y los puse a buen recaudo.
—¿Y ahora vienes a pedirme consejo? —le preguntó Kate con suavidad.
—Sí, a eso he venido.
—Ahora te diré lo que pienso —dijo Kate—. Opino que eres una prostituta vieja
y gastada, y que has recibido demasiados palos en la cabeza.
—No empiece a decirme que estoy loca —le rogó Ethel.
—No, acaso no lo estés, pero sí cansada y enferma. Ya te he dicho que nunca
abandono a mis amistades. Puedes volver aquí. No puedes trabajar, pero sí puedes

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echarnos una mano en la limpieza y en la cocina. Tendrás una cama y un plato en la
mesa. ¿Qué te parece? Y un poco de dinero para tus pequeños gastos.
Ethel se agitaba inquieta.
—No, señora —contestó—. Me parece que no me gustaría dormir aquí. No llevo
conmigo ese sobre. Me lo guarda un amigo.
—¿Y qué tenías pensado? —le preguntó Kate.
—Verá, había pensado que, si pudiera estudiar la forma de darme cien dólares al
mes, acaso conseguiría reponerme, e incluso recuperar la salud.
—¿Dices que vives en el Hotel del Southern Pacific?
—Sí y mi habitación es la primera que se encuentra subiendo del vestíbulo,
después de pasar ante el casillero. El empleado que está a cargo del hotel por la noche
es amigo mío. Nunca se duerme cuando trabaja. Es un tipo muy simpático.
—Vamos, Ethel, no tengas miedo —le dijo Kate—. Lo único que debería
importarte es saber por cuánto se vendería ese «tipo tan simpático». Espera un
momento.
Contó seis billetes más de diez dólares, que sacó del cajón frente a ella, y se los
tendió.
—¿Tengo que venir a primeros de mes, o me lo enviará?
—Ya te lo enviaré —contestó Kate—. Sigo creyendo, Ethel —prosiguió con voz
queda—, que deberías mandar a analizar esos frascos.
Ethel aferraba el dinero en su mano. Rebosaba de satisfacción ante su triunfo.
Aquélla era una de las pocas cosas que le habían salido bien.
—No pienso hacerlo —le aseguró—, a menos que me vea obligada a ello —y se
fue.
Cuando Ethel se hubo marchado, Kate salió al jardín trasero. E incluso después de
tantos años se percató de que Ethel debió de excavar a conciencia, por el desnivel que
ofrecía la tierra en aquel lugar.
A la mañana siguiente, el juez tuvo que oír la acostumbrada crónica de pequeñas
violaciones de la ley y desórdenes nocturnos. Escuchó a medias el cuarto caso, y
cuando terminó el sucinto relato del testigo de cargo, preguntó:
—¿Cuánto dice que ha perdido?
El hombre de cabellos negros respondió:
—Unos cien dólares.
El juez se volvió al oficial.
—¿Cuánto dice usted que ella tenía?
—Noventa y seis dólares. Esta mañana, a las seis, compró whisky, cigarrillos y
una revista al conserje nocturno.
—Yo no he visto a este tipo en mi vida —gritó Ethel.
El juez levantó los ojos de sus papeles.
—Dos veces por prostitución y ahora por robo. Nos cuestas muy cara. Te quiero
fuera de la ciudad al mediodía —se volvió al oficial—: Dígale al sheriff que la haga

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acompañar hasta el límite del condado —y dirigiéndose a Ethel añadió—: Si vuelves,
te enviaré al presidio de San Quintín. ¿Entiendes?
—Señor juez, quisiera verlo a solas —solicitó Ethel.
—¿Por qué?
—Tengo que verlo —respondió Ethel—. Esto es un complot, señor juez.
—Todo son complots —dijo el juez—. ¡El siguiente!
Mientras un agente del sheriff acompañaba a Ethel hasta el límite del condado,
que se hallaba en un puente que cruzaba el río Pájaro, el testigo de cargo subía por la
calle Castroville en dirección a casa de Kate, pero después cambió de idea y se
dirigió a la barbería de Kenoe para cortarse el cabello.

La visita de Ethel no inquietó mucho a Kate. Sabía que no se prestaría mucha


atención a una ramera agraviada, y que un análisis de los frascos rotos no demostraría
la existencia de veneno. Había olvidado a Faye casi por completo. La forzosa
evocación de lo sucedido no fue más que un recuerdo desagradable.
Pero, sin embargo, se vio impulsada gradualmente a pensar en ello. Una noche en
que se hallaba verificando la cuenta de la tienda de comestibles, un pensamiento
surgió de pronto en su mente, brillante y centelleante como un meteoro. Aquel
pensamiento resplandeció y desapareció tan deprisa, que tuvo que interrumpir lo que
estaba haciendo para tratar de captarlo. ¿Por qué el rostro sombrío de Charles estaba
asociado con aquel pensamiento? ¿Y los ojos sorprendidos y alegres de Sam
Hamilton? ¿Y por qué sintió un estremecimiento de temor ante aquel rutilante
pensamiento?
Desistió en el empeño de captarlo y volvió a su tarea, pero el rostro de Charles
estaba tras ella, mirándola por encima del hombro. Comenzaron a dolerle los dedos.
Dejó a un lado las cuentas y dio una vuelta por la casa. Era una noche aburrida y con
poco aliciente, la noche de un martes. Ni siquiera había suficientes clientes para
«montar el circo».
Kate sabía lo que sus pupilas sentían por ella. Le tenían un miedo cerval, y ella se
esforzaba por mantenérselo. Era probable que la odiasen, pero no le importaba. Sin
embargo, le tenían confianza, y eso sí que le importaba. Si seguían las reglas que ella
había establecido y se esforzaban por cumplirlas con toda exactitud, Kate cuidaba de
ellas y las protegía. En esto no había ni amor ni respeto en juego. Ella nunca las
recompensaba, y no castigaba más de dos veces a una que hubiese hecho algo malo,
pues a la tercera la echaba de la casa. Eso ofrecía a las pupilas la seguridad de que
nunca serían castigadas sin motivo.
Mientras Kate daba su paseo por la casa, las muchachas se hicieron las

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encontradizas. Kate ya esperaba este proceder. Pero, por otra parte, aquella noche no
se sentía sola. Charles parecía caminar a su lado, o tras ella.
Tras atravesar el comedor, penetró en la cocina, abrió la nevera y miró en su
interior. Levantó la tapa del cubo de la basura y examinó el contenido, para ver si se
tiraban cosas sin necesidad. Lo hacía todas las noches, pero aquella noche algo le
preocupaba.
Cuando hubo abandonado el salón, las pupilas se miraron y se encogieron de
hombros, desconcertadas. Eloise, que estaba conversando con el moreno Joe,
preguntó:
—¿Qué le pasa?
—Nada, que yo sepa. ¿Por qué?
—No sé. Me parece nerviosa.
—Bueno, hubo una especie de carrera de ratas.
—¿Qué ha sucedido?
—¡Espera un minuto! —dijo Joe—. Yo no lo sé, y tú tampoco lo sabes.
—Comprendido. Quieres decir que me ocupe sólo de mis asuntos.
—Has dado en el clavo —afirmó Joe—. Dejémoslo así, ¿no crees?
—No quiero saber nada —respondió Eloise.
—Así se habla —dijo Joe.
Kate volvió de su gira de inspección.
—Voy a acostarme —dijo a Joe—. No me llames si no es muy necesario.
—¿Puedo hacer algo por usted?
—Sí, prepárame una taza de té. ¿Has planchado ese vestido que llevas, Eloise?
—Sí, señora.
—No lo has hecho muy bien.
—No mucho, señora.
Kate estaba inquieta. Colocó con todo cuidado sus papeles en los casilleros de su
escritorio, y cuando Joe le trajo la bandeja con el té, ordenó que la colocase junto a su
cama.
Recostada entre sus almohadones y mientras sorbía el té, analizó de nuevo aquel
pensamiento. ¿Qué ocurría con Charles? Y entonces lo comprendió.
Charles era listo. A su manera, y a pesar de parecer un chiflado, Sam Hamilton
también era listo. El pensamiento, hijo del temor, era que había gente lista. Tanto Sam
como Charles estaban muertos, pero acaso había otros. Y lo analizó muy lentamente.
«Supongamos que hubiese sido yo quien desenterró los frascos. ¿Qué hubiera
hecho, o qué hubiera pensado?». Una sensación de pánico nació en su pecho. ¿Por
qué estaban rotos y enterrados los frascos? Si no era veneno, entonces, ¿por qué
enterrarlos? ¿Por qué hizo semejante cosa? Debiera haber arrojado los frascos a una
alcantarilla de la calle Mayor, o al cubo de la basura. El doctor Wilde había muerto.
Pero ¿sabía ella qué informes había dejado? Lo ignoraba. Supongamos que hubiese
sido ella la que hubiera encontrado los frascos y supiera lo que habían contenido. ¿No

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le hubiera preguntado a alguien que supiera qué ocurriría si se administrase aceite
matarratas a una persona?
—Bien, suponga usted que se administran pequeñas dosis durante mucho tiempo.
Ella sabía lo que ocurriría y los demás también.
«Suponga usted que oye hablar de una rica dueña de una casa de prostitución, que
muere tras dejárselo todo a una nueva pupila». Kate sabía perfectamente bien cuál
sería el primer pensamiento que se le cruzaría por la cabeza. ¿Por qué había sido tan
loca para hacer que expulsasen a Ethel? Ahora ya no podría hallarla. Tendría que
haberle dado el dinero y mantenerla engañada hasta conseguir que le devolviese los
frascos. ¿Dónde estarían ahora? En un sobre, pero ¿dónde? ¿Cómo se las arreglaría
para encontrar a Ethel de nuevo?
A estas alturas, Ethel sabría a ciencia cierta por qué la habían expulsado. Ethel no
era muy lista, pero podía hablar con alguien que lo fuese. Con su voz insulsa podía
contar toda la historia y decir cómo Faye se puso enferma, y el aspecto que tenía, y el
testamento que hizo.
Kate respiraba afanosamente, y escalofríos de temor recorrían su cuerpo. Tendría
que irse a Nueva York o a alguna parte; no valía la pena preocuparse por vender la
casa. No necesitaba ese dinero. Tenía más que suficiente. Nadie podría descubrirla.
Sí, pero si ella huía y aquella persona lista se enteraba de la historia de Ethel; ¿no
sería peor?
Kate se levantó de la cama y tomó una fuerte dosis de bromuro.
Desde aquel día, el temor había estado siempre agazapado a su lado. Casi se
sintió contenta cuando se enteró de que el dolor de sus manos era una artritis
incipiente. Una voz perversa le había susurrado al oído que aquello podía ser un
castigo.
Nunca había ido mucho a la ciudad, y cada vez le gustaba menos. Se daba cuenta
de que los hombres la miraban de soslayo, sabiendo quién era. ¿Y si alguno de
aquellos hombres tuviese el rostro de Charles o los ojos de Samuel? Le costaba un
gran esfuerzo ir a la ciudad una vez por semana.
Luego, se hizo construir la habitación anexa y la pintó de gris. Decía que era
porque la luz le molestaba en los ojos, y, poco a poco, comenzó a creerlo realmente.
Cuando volvía de la ciudad, los ojos le escocían y cada vez pasaba más tiempo en la
minúscula habitación.
Hay personas que no tienen ninguna dificultad en sostener simultáneamente dos
posiciones contradictorias, y Kate era una de ellas. Ella creía que la luz le hacía daño
a los ojos, y también que la gris estancia era una especie de refugio, una oscura
madriguera en el seno de la tierra, un lugar donde ninguna mirada podía
contemplarla. Una vez, sentada entre sus almohadones, examinó la posibilidad de
hacerse construir una puerta secreta, por la que pudiese huir en caso necesario. Pero
inmediatamente, impulsada más bien por un sentimiento que por un pensamiento,
desechó la idea. Entonces ya no se sentiría protegida. Si bien ella podría salir,

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también alguien podría entrar, eso que había empezado a agazaparse frente a la casa y
a arrastrarse hasta sus muros por la noche, cuando ella se levantaba en silencio
tratando de atisbar por las ventanas. Cada vez le exigía un mayor esfuerzo de
voluntad abandonar la casa los lunes por la tarde.
Cuando Cal comenzó a seguirla, sintió un terrible acceso de miedo. Y cuando lo
esperó junto a la alheña, ese miedo estaba muy próximo al pánico.
Pero ahora hundió profundamente la cabeza en los blandos almohadones y sus
párpados se cerraron bajo la suave pesadez del bromuro.

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Capítulo 41

Toda la nación se deslizaba imperceptiblemente hacia la guerra, aterrorizada y al


mismo tiempo atraída por ésta. Hacía casi sesenta años que el pueblo no había sentido
la vibrante emoción de la guerra. El asunto español fue más bien una expedición que
una contienda verdadera. Wilson fue reelegido presidente en noviembre gracias a su
promesa de mantener neutral al país, pero también había prometido mano firme, lo
cual significaba inevitablemente la guerra. Los negocios prosperaron y los precios
comenzaron a subir. Agentes de compras ingleses hacían sus correrías por el país,
comprando alimentos y vestidos, metales y productos químicos. Una ola de
excitación recorría el país. La gente no creía realmente en la guerra, y al mismo
tiempo se preparaba para ella. La vida en el valle Salinas no había cambiado en
absoluto.

Cal se dirigía a la escuela con Aron.


—Pareces cansado —observó Aron.
—¿Tú crees?
—Te vi llegar anoche, a las cuatro de la madrugada. ¿Qué hacías tan tarde?
—Fui a pasear, para pensar con tranquilidad. ¿Te gustaría dejar el colegio y
volver al rancho?
—¿Para qué?
—Podríamos reunir algún dinero para padre.
—Yo quiero ir a la universidad. Desearía poder marcharme mañana mismo. Todo
el mundo se ríe de nosotros. Quiero irme de la ciudad. ¿Te has vuelto loco?
—No estoy loco. Pero no fui yo quien perdió el dinero, ni quien tuvo esa idea
descabellada de las lechugas. Y, a pesar de ello, la gente se ríe de mí. Ni siquiera sé si
queda suficiente dinero para pagar la universidad.
—Él no quería perder ese capital.
—Pero el hecho es que lo perdió.
—Todavía te queda este año y el siguiente antes de poder ir a la universidad —
observó Cal.
—¿Crees que no lo sé?
—Si hicieras un gran esfuerzo, puede que pudieras realizar el examen de ingreso

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el próximo verano, y empezar en octubre.
Aron se giró en redondo.
—No puedo hacerlo.
—Yo creo que sí. ¿Por qué no hablas con el director? Y apostaría a que el
reverendo Rolf te ayudaría muy gustoso.
—Quiero irme de esta ciudad para no regresar jamás —aseguró Aron—. Todavía
nos llaman Cogollos de Lechuga. Se ríen de nosotros.
—Y Abra, ¿qué?
—Abra hará lo que sea más conveniente.
—¿Y quiere que te vayas? —preguntó Cal.
—Abra hará lo que yo quiera.
Cal reflexionó por un momento.
—Te voy a decir lo que haré. Voy a tratar de reunir algún dinero. Si tú estudias a
fondo y pasas los exámenes un año antes, yo te pagaré los estudios.
—¿De veras?
—Te lo aseguro.
—En ese caso iré a ver al director enseguida.
Y apresuró el paso. Cal lo llamó:
—¡Aron, espera! ¡Escúchame! ¡Si él dice que cree que puedes hacerlo, no se lo
digas a padre!
—¿Por qué no?
—Imagina lo bonito que sería que un día te presentases ante él y le dijeras que lo
has conseguido.
—No veo la diferencia.
—¿No la ves?
—No, no la veo —respondió Aron—. Me parece una estupidez.
Cal tuvo un violento deseo de gritar: «¡Sé quién es nuestra madre! Puedo
mostrártelo». Aquello hubiera producido una enorme impresión a Aron.
Cal se encontró con Abra en el vestíbulo antes de que sonara la campana.
—¿Qué le pasa a Aron? —preguntó el muchacho.
—No lo sé.
—Sí que lo sabes —replicó él.
—Tiene la cabeza en las nubes. Yo creo que se debe a ese clérigo —comentó
Abra.
—¿Sigue acompañándote a casa?
—Claro que sí. Pero yo veo perfectamente en su interior. Le han nacido alas.
—Sigue avergonzado por lo de las lechugas.
—Ya lo sé —contestó Abra—. Hago todo lo que puedo por quitarle esa idea de la
cabeza. Tal vez disfruta con ello.
—¿Qué quieres decir?
—Nada —respondió Abra.

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Aquella noche, después de cenar, Cal preguntó a Adam:
—Padre, ¿le importaría que yo fuese al rancho el viernes por la tarde?
Adam se volvió en su silla.
—¿Para qué?
—Para echarle un vistazo. Me gustaría verlo.
—¿También quiere ir Aron?
—No. Prefiero ir solo.
—No veo inconveniente. Lee, ¿ves alguna razón que lo impida?
—No —contestó Lee, y observó a Cal—. ¿Sigues pensando en serio en
convertirte en granjero?
—Podría hacerlo. Si usted, padre, me lo permitiese, yo cuidaría del rancho.
—Está arrendado aún para más de un año —repuso Adam.
—Y después, ¿podría encargarme de él?
—Y la escuela, ¿qué?
—Ya habré terminado para entonces.
—Ya veremos —dijo Adam—. Puede que cambies de opinión y quieras seguir
estudiando.
Cuando Cal se dirigió a la puerta de entrada, Lee lo siguió y salió con él.
—¿Puedes decirme qué es lo que pasa? —preguntó Lee.
—Sólo quiero ir a echarle un vistazo.
—Está bien, ya veo que no quieres decírmelo.
Lee se volvió para entrar en la casa, pero luego llamó al chico, y éste se detuvo.
—¿Estás preocupado, Cal? —preguntó.
—No.
—Tengo cinco mil dólares, que están a tu disposición, por si los necesitas alguna
vez.
—¿Para qué podría necesitarlos?
—Qué sé yo —respondió Lee.

A Will Hamilton le gustaba su oficina del garaje, toda encristalada. Sus negocios
abarcaban mucho más que el concesionario y, sin embargo, no cambió de oficina. Le
agradaba el movimiento que veía a través de su jaula de cristal cuadrada. Y había
mandado instalar doble acristalamiento para amortiguar el ruido del garaje.
Estaba sentado en su gran silla giratoria de cuero rojo, y era evidente que gozaba
de la vida. Cuando le hablaban de su hermano Joe, que ganaba tanto dinero en el este
con la publicidad, Will siempre se definía a sí mismo como una rana muy gorda en
una charca minúscula.

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—Me asusta la idea de vivir en una gran ciudad —decía—. No soy más que un
pobre campesino.
Y le complacían las risas que despertaba invariablemente esta aseveración porque
le demostraba que sus amigos sabían que tenía el riñón bien cubierto.
Cal fue a visitarlo un sábado por la mañana. Al percibir la mirada sorprendida de
Will, le dijo:
—Soy Cal Trask.
—Desde luego. ¡Dios, cuánto has crecido! ¿Viene tu padre contigo?
—No, he venido solo.
—Bien, siéntate. Supongo que no fumas.
—A veces, sí. Sólo cigarrillos.
Will le acercó un paquete de Murads por encima del escritorio. Cal abrió la caja,
pero la volvió a cerrar.
—Ahora no me apetece.
Will observó a aquel muchacho moreno, y le gustó lo que vio. «Este chico es
listo. No será fácil engañarlo», se dijo.
—Creo que pronto emprenderás algún negocio —manifestó.
—Sí, señor. He pensado que podría dirigir el rancho, cuando termine la escuela.
—Con eso no harás dinero —contestó Will—. Los granjeros nunca ganan dinero.
Quien lo gana es el que compra a los granjeros y luego vende. Nunca harás dinero
con la agricultura.
Will se percató de que Cal lo estaba examinando y probando, y no le molestó.
Cal tenía ya su decisión tomada, pero antes preguntó:
—Usted no tiene hijos, ¿verdad, señor Hamilton?
—Pues, no. Y lo siento. Lo siento mucho. —Y añadió—: ¿Por qué me lo
preguntas?
Cal hizo como si no oyese la respuesta.
—¿Querría usted aconsejarme?
Will rebosaba de satisfacción.
—Claro que sí, si está a mi alcance. ¿Qué quieres saber?
Y entonces Cal hizo algo que Will Hamilton aprobó aún más. Usó el candor como
arma.
—Quiero hacer mucho dinero —le dijo—, y quiero que usted me diga cómo
puedo hacerlo.
Will reprimió sus deseos de reír. A pesar de la inseguridad de aquella afirmación,
sabía que Cal no era ningún ingenuo.
—Todo el mundo quiere lo mismo —afirmó—. ¿Qué quieres decir con «mucho
dinero»?
—Veinte o treinta mil dólares.
—¡Santo Dios! —exclamó Will, y se inclinó hacia delante en la silla, haciéndola
rechinar bajo su peso; después, soltó una carcajada, pero no para burlarse; Cal, por su

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parte, sonrió—. ¿Puedes decirme por qué necesitas tanto dinero? —prosiguió Will.
—Sí, señor —respondió Cal—. Puedo decírselo. —Y abriendo la caja de Murads,
sacó uno de los cigarrillos ovalados con boquilla de corcho y lo encendió—. Le voy a
decir por qué.
Will se recostó en su silla con expresión risueña.
—Mi padre perdió mucho dinero —dijo Cal.
—Ya lo sé —contestó Will—. Ya le advertí que no enviase lechugas al otro
extremo del país.
—¿Se lo advirtió usted? ¿Y por qué lo hizo?
—No había la menor garantía —afirmó Will—. Un hombre de negocios debe
estar siempre a cubierto. De lo contrario, al primer tropiezo estará liquidado. Sucedió
con tu padre. Prosigue.
—Quiero conseguir el dinero que perdió para devolvérselo. Will lo miró con los
ojos muy abiertos.
—¿Por qué? —le preguntó.
—Porque sí.
—¿Le quieres mucho? —preguntó Will.
—Sí.
El rostro carnoso de Will se contrajo, y un recuerdo pasó sobre él como un viento
helado. No tuvo que evocar lentamente el pasado, sino que lo tuvo allí, en un súbito
destello, con todos los años, como una imagen, un sentimiento y una tristeza, todo
inmovilizado del mismo modo que una cámara fotográfica inmoviliza al mundo. Ahí
estaba el resplandeciente Samuel, hermoso como el alba y con la fantasía libre como
un vuelo de golondrinas, y el brillante y ensimismado Tom, semejante a un oscuro
fuego; también Una, que cabalgaba las tempestades, y la encantadora Mollie, la
risueña Dessie, el bello George, que esparcía un dulce perfume semejante al de las
flores, y Joe, el benjamín, el más querido. Cada uno de ellos, sin el menor esfuerzo,
aportaba uno u otro don a la familia.
Casi todo el mundo posee su caja donde guarda sus penas ocultas, que no
comparte con nadie. Will guardaba muy bien la suya tras sus sonoras risotadas y sus
perversas virtudes, que sabía explotar muy bien, sin permitir jamás que sus celos
saliesen a la luz. Se juzgaba a sí mismo un hombre tardo, algo memo, conservador y
desprovisto de inspiración. Ningún gran sueño lo mecía, y no se sentía inclinado al
suicidio por ninguna desesperación. Estaba siempre al margen, intentando mantenerse
en la periferia de la familia con los dones que poseía: meticulosidad, sentido común y
perseverancia; llevó las cuentas, contrató abogados, llamó a la funeraria y,
finalmente, pagó las facturas. Los demás ni se daban cuenta de que lo necesitaban.
Poseía la habilidad de ganar dinero y de guardarlo. Estaba convencido de que los
Hamilton le despreciaban porque ésta era su única habilidad. Los había querido con
fidelidad perruna, y siempre había estado dispuesto para sacarlos de sus errores con
su dinero. Pensaba que se sentían avergonzados de él, y hacía todo cuanto podía por

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ganar su reconocimiento. Todo esto le trajo el viento helado del recuerdo.
Sus ojos ligeramente saltones estaban humedecidos cuando volvió a mirar a Cal,
y éste le preguntó:
—¿Qué tiene, señor Hamilton? ¿No se encuentra bien?
Will quería a su familia, pero jamás la comprendió; ellos lo aceptaron sin
sospechar que había algo que comprender. Y ahora se presentaba este muchacho. Will
lo comprendía, lo sentía, lo reconocía. Era el hijo que él debiera haber tenido, o el
hermano, o el padre. Y el frío viento del recuerdo dio paso a un cálido sentimiento
hacia Cal, que le atenazó el estómago y le oprimió el pecho.
Will se obligó a dirigir su atención a lo que ocurría en su oficina encristalada. Cal
estaba sentado, esperando.
Will no sabía cuánto había durado su silencio.
—Estaba pensando —dijo mansamente, pero, de pronto, su voz adquirió un tono
firme—. Me has pedido algo. Yo soy un hombre de negocios y no doy nada, lo
vendo.
—Sí, señor.
Cal estaba expectante, pero sabía que le había gustado a Will Hamilton.
—Quiero saber algo y quiero que me digas la verdad. ¿Lo harás? —le preguntó
Will.
—No lo sé —respondió Cal.
—Eso me gusta. ¿Cómo puedes saberlo si desconoces la pregunta? Me gusta. Eso
demuestra que eres listo y honrado. Escucha, tú tienes un hermano. ¿Tu padre le
quiere más que a ti?
—Todo el mundo le quiere más —contestó con calma el muchacho—. Todo el
mundo quiere a Aron.
—¿Y tú también?
—Sí, señor. Por lo menos…, sí, yo también.
—¿Qué quieres decir con ese «por lo menos»?
—A veces pienso que es un estúpido, pero le quiero.
—¿Y a tu padre?
—Lo adoro —dijo Cal.
—Pero él quiere más a tu hermano.
—No lo sé.
—Dices que quieres recuperar el dinero que perdió tu padre. ¿Por qué?
Por lo general, los ojos de Cal mantenían una expresión atenta y cautelosa, pero
ahora estaban tan abiertos, que parecían verlo todo y penetrar a través de Will. Cal
estaba tan cerca de su propia alma como era posible.
—Mi padre es bueno —le explicó—. Quiero devolvérselo porque yo no soy
bueno.
—¿Y serías bueno si lo hicieses?
—No —contestó Cal—. Mis pensamientos son siempre malos.

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Will nunca había conocido a nadie que hablase tan crudamente. Se sentía algo
turbado ante aquella crudeza, y por otra parte, sabía lo seguro que se sentía Cal en su
desnuda sinceridad.
—Sólo una pregunta más —continuó—. Y no me importa si no la respondes.
Posiblemente, yo no la respondería. Imagínate que reúnes todo el dinero y se lo
entregas a tu padre, ¿no cruzaría por tu mente la idea de que estabas tratando de
comprar su amor?
—Sí señor. Lo pensaría, y sería verdad.
—Eso es todo lo que quería preguntarte.
Will se inclinó hacia delante y apoyó su frente sudorosa y palpitante en las
manos. Era incapaz de recordar una ocasión en que se hubiese sentido tan
impresionado. Cal mostraba una incipiente expresión de triunfo. Sabía que había
vencido, y trataba de evitar que su rostro lo revelase.
Will levantó la cabeza, se quitó las gafas y las limpió.
—Salgamos —le propuso—. Vamos a dar una vuelta.
Will conducía ahora un enorme Winton, con una capota tan larga como un ataúd y
de cuyas entrañas se escapaba un poderoso y jadeante zumbido. Se dirigió al sur
desde King City, siguiendo la carretera del condado, que cruzaba los campos
animados por la primavera, mientras las alondras volaban sobre los prados, y de los
alambres de las cercas se elevaban toda clase de melodías. Pico Blanco se alzaba a
poniente, coronado por las nieves, y en el valle, las hileras de eucaliptos, que
cruzaban las tierras para resguardarlas del viento, resplandecían como plata con sus
hojas nuevas.
Cuando llegó a la carretera vecinal que conducía al rancho de Trask, Will aparcó
el coche a un lado de la carretera. No había pronunciado palabra desde que salieron
de King City. El potente motor del Winton ronroneaba suavemente.
Will, mirando ante sí, dijo:
—Cal, ¿te gustaría asociarte conmigo?
—Sí, señor.
—No me gusta asociarme con una persona que no aporte nada. Podría prestarte el
dinero, pero eso sólo nos crearía problemas.
—Yo puedo conseguirlo —repuso Cal.
—¿Cuánto?
—Cinco mil dólares.
—¿Tú?, lo dudo.
Cal no respondió.
—Está bien, te creo —dijo Will—. ¿Prestados?
—Sí, señor.
—¿A qué interés?
—A ninguno.
—Es una buena operación. ¿Quién te lo presta?

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—No puedo decírselo, señor.
Will movió la cabeza y soltó una carcajada. Rebosaba de gozo.
—Puede que esté loco, pero el hecho es que te creo, y no estoy loco. —Aceleró el
motor, y luego lo dejó otra vez en su perezosa marcha—. Quiero que me escuches.
¿Lees los periódicos?
—Sí, señor.
—Nos meteremos en la guerra de un momento a otro.
—Así parece.
—Son muchos los que lo creen. Ahora bien, ¿sabes cuál es el precio actual de las
habas? Quiero decir, ¿a qué precio puedes vender cien sacos en Salinas?
—No estoy seguro. Creo que está a un centavo y medio o dos el kilo. —¿Qué es
eso de que no estás seguro? ¡Si lo sabes muy bien!
—Verá, es que tenía pensado pedirle a mi padre que me dejase dirigir el rancho.
—Ya comprendo. Aunque, en realidad, no piensas cultivar. Eres demasiado listo.
El arrendatario de tu padre se llama Rantani. Proviene de la Suiza italiana, y es muy
buen granjero. Tiene ya en cultivo cerca de doscientas hectáreas. Si podemos
garantizarle dos centavos y medio por kilo y le entregamos las semillas necesarias,
plantará habas, y lo mismo harán los demás granjeros de los alrededores. Podríamos
contratar dos mil hectáreas de habas.
—Pero ¿qué haremos con habas a dos centavos y medio el kilo en un mercado
donde se pagan a uno y medio? —preguntó Cal—. ¡Claro! Pero ¿cómo podemos estar
seguros?
—¿Somos socios o no? —preguntó Will.
—Sí, señor.
—¡Nada de señor!
—Sí, Will.
—¿Cuándo tendrás esos cinco mil dólares?
—El próximo miércoles.
—Trato hecho.
Con toda solemnidad, el corpulento hombretón y el muchacho delgado y moreno
se estrecharon las manos.
Will, con la mano de Cal todavía en la suya, dijo:
—Ahora ya somos socios. Tengo un contacto en la Agencia de Compras
británica. Y tengo un amigo en Intendencia. Te apuesto a que vendemos todas las
habas secas que podamos encontrar a cinco centavos el kilo, o más.
—¿Cuándo cree que podrá venderlas?
—Antes de que firmemos nada. ¿Quieres que subamos al rancho para hablar con
Rantani?
—Sí, señor —contestó Cal.
Will puso en marcha el Winton, y el enorme automóvil verde avanzó
pesadamente por la carretera vecinal.

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Capítulo 42

Los efectos de una guerra alcanzan siempre a los demás. En Salinas estábamos
convencidos de que los Estados Unidos eran la nación más grande y más poderosa
del mundo. Todo norteamericano sabía usar su rifle desde su nacimiento, y en la
guerra un norteamericano valía por diez o veinte extranjeros.
La expedición de Pershing a México contra Pancho Villa había echado por tierra
uno de nuestros mitos durante un tiempo: creíamos firmemente que los mexicanos no
tenían buena puntería y que, además, eran perezosos y estúpidos. Cuando nuestro
Batallón C regresó agotado de la frontera, aseguraron que nada de eso era cierto. Los
mexicanos tenían muy buena puntería, ¡maldita sea!, y los jinetes de Villa corrían
más y eran mejores que nuestros muchachos pueblerinos. Las dos tardes de
entrenamiento militar por mes no les había servido de mucho. Al final, los mexicanos
demostraron ser más listos que Jack Pershing, el Negro, al que habían tendido toda
suerte de emboscadas. Cuando a los mexicanos se les unió su aliado, la disentería,
aquello fue algo espantoso. Algunos de nuestros muchachos tardaron años en
reponerse.
Sea como fuere, pensamos que los alemanes tenían que ser diferentes de los
mexicanos, y volvimos a ilusionarnos con nuestros mitos. Un norteamericano valía
por veinte alemanes. Si eso era cierto, sólo teníamos que actuar con mano firme para
obligar al káiser a ponerse de rodillas. No se atrevería a interrumpir nuestro comercio,
pero lo hizo. No se atrevería a gallear, ni a hundir nuestros barcos, pero lo hizo. Era
algo estúpido, pero lo hizo, y no quedó otro remedio que luchar contra él.
La guerra, por lo menos al principio, era para los demás. Nosotros, es decir, mi
familia, mis amigos y yo contemplábamos el excitante espectáculo desde la barrera.
Y así como creemos que la guerra es algo que afecta a los demás, también son los
demás los que caen muertos. Y eso, ¡Madre de Dios!, tampoco era cierto. Los
ominosos telegramas empezaron a esparcirse tristemente, comunicando siempre la
muerte de algún hermano de todos. No nos servía para nada el estar a más de diez mil
kilómetros de la furia ruidosa.
No quedaba mucho lugar para la diversión. Las chicas de la organización Liberty
Belles desfilaban con sus gorritos y sus uniformes blancos. Nuestro tío escribió otra
vez su discurso del 4 de Julio, y lo utilizaba para vender bonos. Nosotros, en la
escuela, llevábamos trajes de color aceituna y sombreros de campaña, y aprendíamos
el manejo de las armas, que nos enseñaba el profesor de física; pero ¡Dios mío!,
Martin Hopps murió; el chico de los Berges, de la acera de enfrente, aquel bello
muchacho del que estaba enamorada nuestra hermanita desde que tenía tres años,
¡hecho pedazos!
Y mientras tanto, los muchachos grandullones y desmadejados, con sus maletas

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en la mano, bajaban tímidamente por la calle Mayor, en dirección a la estación del
Southern Pacific. Parecían un rebaño y la banda de música de Salinas marchaba a su
cabeza tocando el Stars and Stripes Forever; y los familiares que los acompañaban
no cesaban de llorar, y la música parecía una marcha fúnebre. Los reclutas no querían
mirar a sus madres. No se atrevían a hacerlo. Jamás hubiéramos pensado que la
guerra nos alcanzaría.
En Salinas, algunos comenzaron a cuchichear en los billares y bares. Estos
hombres obtenían informes secretos de los soldados: no se nos contaba la verdad. Se
enviaba a nuestros hombres a Europa sin fusiles. Muchos transportes de tropas se
hundían y el Gobierno nos lo ocultaba. El ejército alemán era tan superior al nuestro,
que no teníamos la menor posibilidad de victoria. El káiser era un hombre muy
inteligente y se preparaba para invadir Norteamérica. Pero ¿nos lo decía Wilson? No.
Por lo general, aquellos cuervos carroñeros eran los mismos que decían que un
norteamericano valía por veinte alemanes juntos. Sí, eran los mismos.
Pequeños grupos de ingleses, con sus uniformes extranjeros (aunque resultaban
muy elegantes), recorrían el país comprando todo cuanto encontraban, y pagando
muy buenos precios por ello. Muchos de los agentes de compra británicos eran
mutilados, pero llevaban igualmente uniforme. Entre otras cosas, compraban habas,
porque las habas son fáciles de transportar, no se echan a perder y son muy nutritivas.
Las habas estaban a seis centavos el kilo y había una gran escasez de ellas. Y los
granjeros se tiraban de los pelos por no haber vendido el kilo de habas a dos centavos
y medio por encima de lo que costaban seis meses atrás.
La nación y el valle Salinas cambiaron de canciones. Al principio, cantábamos
cómo podríamos echarlos de Helgoland, colgar al káiser, marchar contra ellos y
arreglar todo lo que aquellos malditos extranjeros habían desbaratado. Y de pronto
nos pusimos a cantar: «En el rojo horror de la guerra, una enfermera de la Cruz Roja
resiste; ella es la rosa de la tierra de nadie». Y también: «Oiga, centralita, póngame
con el cielo porque mi papá está allí», o «Es sólo la oración de una chiquilla al
atardecer, al declinar las luces se va a acostar y dice sus plegarias: ¡Oh, Dios! Por
favor, dile a mi padre querido que vaya con cuidado…». Creo que éramos como un
niño fuerte, pero sin experiencia, que recibe un golpe en la nariz en el primer jaleo en
que se mete, y le duele; todos deseábamos que aquello se acabase.

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Capítulo 43

A finales de verano, Lee salió a la calle con su gran cesta de la compra. Desde que
vivía en Salinas, Lee se había vuelto un norteamericano conservador en el vestir. Por
lo general, llevaba trajes de paño fino negro cuando salía de casa. Usaba camisas
blancas, con altos cuellos duros, y lucía con afectación corbatas de lazo de estrechas
cintas negras, semejantes a las que solían llevar antaño, como distintivo, los
senadores del sur. Sus sombreros eran siempre negros, de copa redonda y de ala
ancha, y abombados como si tuviera que ocultar aún su coleta recogida. Iba siempre
inmaculadamente vestido.
Una vez, Adam observó el discreto esplendor del vestuario de Lee, y éste le
sonrió.
—Tengo que hacerlo —le explicó—. Hay que ser muy rico para vestir tan
desastradamente como usted. Los pobres debemos vestir bien.
—¡Pobres! —estalló Adam—. Tendrás que prestarnos dinero antes de que nos
demos cuenta.
—Pudiera ser —respondió.
Aquella tarde, Lee depositó su pesada cesta en el suelo, al tiempo que decía:
—Voy a ver si hago sopa de melón de invierno. Es una receta china. Tengo un
primo en el Barrio Chino que me ha dicho cómo hay que prepararla. Mi primo se
dedica a la pirotecnia y está también metido en el juego del fantán.
—Creía que no tenías parientes —dijo Adam.
—Todos los chinos son parientes, y los que llevan el apellido Lee todavía lo son
más —le aclaró Lee—. Mi primo es un Suey Dong. Tuvo que retirarse recientemente
a causa de su salud y aprendió a cocinar. Hay que poner el melón en una cacerola,
cortarle con cuidado un extremo, meter en él un pollo entero, setas, castañas hervidas,
puerros y una pizca de jengibre. Luego se vuelve a poner el casco que se ha cortado
en su sitio y se deja cocer a fuego lento durante dos días. Tiene que estar bueno.
Adam estaba recostado en su silla, con la cabeza echada hacia atrás entre las dos
manos entrelazadas, y sonreía mirando al techo.
—Muy bueno, Lee, muy bueno —corroboró.
—Ni siquiera me ha escuchado —se quejó Lee.
Adam se enderezó.
—Uno piensa que conoce a sus propios hijos, y luego se da cuenta de que no es
verdad —comentó.
Lee sonrió.
—¿Se le ha escapado algún detalle de sus vidas? —preguntó.

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Adam rió por lo bajo.
—Lo descubrí por casualidad —aseguró—. Sabía que Aron no paraba mucho en
casa este verano, pero imaginaba que estaba jugando en alguna parte.
—¡Jugando! —exclamó Lee—. Hace años que no juega.
—Bueno, pues haciendo cualquier cosa —prosiguió Adam—. Pero hoy me he
encontrado con el señor Kilkenny, ya sabes, el director del instituto. Creía que yo ya
lo sabía todo. ¿Sabes lo que está haciendo este muchacho?
—No —respondió Lee.
—Ha hecho el trabajo de todo el curso siguiente. Se prepara para realizar los
exámenes de ingreso en la universidad, y de este modo se ahorra un año. Y Kilkenny
está seguro de que aprobará. ¿Qué te parece?
—Es muy notable —dijo Lee—. ¿Por qué lo hace?
—¡Pues para ahorrarse un año!
—¿Y para qué quiere ahorrarse un año?
—Maldita sea, Lee, es un chico ambicioso. ¿No lo comprendes?
—No —respondió Lee—. Soy incapaz de comprenderlo.
—Nunca habló de ello. Me pregunto si lo sabe su hermano.
—Creo que Aron quiere que sea una sorpresa. No debemos decir nada hasta que
él lo haga.
—Supongo que tienes razón. ¿Sabes, Lee? Me siento orgulloso de él,
terriblemente orgulloso. Estoy encantado. ¡Ojalá Cal tuviese esas ambiciones!
—Acaso las tenga —le advirtió Lee—. Puede que también guarde algún secreto.
—Es posible. Últimamente no se le ve mucho. ¿Crees que es bueno que siempre
ande por ahí?
—Cal trata de encontrarse a sí mismo —contestó Lee—. Supongo que es normal
esta especie de juego al escondite. Hay mucha gente que no lo supera en toda su vida,
para su desgracia.
—Imagínate —dijo Adam—. Tiene todavía todo un año de trabajo por delante.
Cuando nos lo diga, creo que deberíamos hacerle un regalo.
—Un reloj de oro —sugirió Lee.
—Buena idea —repuso Adam—. Voy a comprar uno y se lo grabaré. ¿Qué
debería ponerle?
—El joyero se lo dirá —respondió Lee—. Se saca el pollo al cabo de dos días, se
deshuesa y se vuelve a poner la carne en el interior.
—¿Qué pollo?
—El de la sopa de melón de invierno —le aclaró Lee.
—¿Y tenemos bastante dinero para mandarlo a la universidad, Lee?
—Si tenemos cuidado y él no hace gastos excesivos, sí.
—No los hará —aseguró Adam.
—Yo jamás pensé que los haría, pero los he hecho —admitió Lee.
Y examinó la manga de su chaqueta con admiración.

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2

La parroquia de la Iglesia episcopal de San Pablo era espaciosa y desahogada. Había


sido construida para clérigos de familia numerosa. El reverendo Rolf, que era soltero
y de gustos muy sencillos, cerró casi toda la casa, pero cuando Aron necesitó un lugar
para estudiar, le dejó una gran estancia y le ayudó con sus estudios.
El señor Rolf le tenía mucho cariño a Aron. Admiraba la angelical belleza de su
rostro y sus suaves mejillas, sus caderas estrechas y sus piernas, largas y rectas. Le
gustaba sentarse en la habitación y observar el rostro de Aron, tenso por el esfuerzo
que hacía para aprender. Comprendió por qué Aron no podía estudiar en su casa, en
un ambiente poco propicio para la formación de un pensamiento claro y límpido. El
señor Rolf consideraba a Aron un producto suyo, su hijo espiritual, su contribución a
la Iglesia. Le parecía verse a sí mismo durante los afanes que lo llevaron al celibato, y
creía guiarlo hacia aguas tranquilas.
Sus discusiones eran largas, íntimas y personales.
—Ya sé que me critican —decía el señor Rolf—. Lo que ocurre es que creo en
una Iglesia más elevada que la de algunas personas. Nadie podrá convencerme de que
la confesión no sea un sacramento tan importante como la comunión. Y pon atención
a lo que te digo: poco a poco, haré que la gente vuelva a ella, pero hay que hacerlo
con precaución.
—Cuando tenga una parroquia, yo también lo haré.
—Requiere gran tacto —le advirtió el señor Rolf.
—Me gustaría que en nuestra iglesia tuviésemos… —comenzó a decir Aron—;
bien, no veo por qué no he de decirlo: me gustaría que tuviésemos algo así como los
agustinos o los franciscanos. Algún lugar donde retirarse. A veces me siento
maculado, y deseo apartarme del lodo y purificarme.
—Conozco esos sentimientos —corroboró el señor Rolf con seriedad—. Pero en
eso no estoy de acuerdo contigo. No creo que nuestro Señor desee que los sacerdotes
se retiren del servicio del mundo. Recuerda cómo Él insistía en que debemos predicar
el Evangelio, ayudar a los enfermos y a los pobres e incluso revolcarnos en la
inmundicia para sacar a los pecadores del fango. Debemos tener siempre presente su
ejemplo.
Sus ojos se iluminaron y su voz se volvió gutural, como cuando pronunciaba un
sermón.
—Acaso no debiera decirte esto, y espero que no pensarás que siento algún
orgullo por decirlo —continuó—. Pero es algo que irradia gloria. Durante las últimas
cinco semanas ha venido todos los días una mujer al servicio de la tarde. No creo que
hayas podido verla desde el coro. Se sienta siempre en el último banco de la
izquierda. Sí, sí que puedes verla, porque la esquina no la tapa. Sí, puedes verla. Va
cubierta con un velo y siempre sale antes de que yo pueda volver de la procesión del
clero al finalizar el servicio.

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—¿Quién es ella? —preguntó Aron.
—Supongo que ya tienes edad para saber esas cosas. Hice discretas
averiguaciones, y nunca adivinarías quién es. Es…, bien…, la dueña de una casa de
mala reputación.
—¿Aquí, en Salinas?
—Sí, en Salinas —el señor Rolf se inclinó—. Aron, ya veo la repulsión que eso te
inspira, pero tienes que aprender a vencerla. No olvides a nuestro Señor y a María
Magdalena. Sin el menor orgullo, te digo que me alegraría poder salvarla.
—¿Qué viene a hacer aquí? —preguntó Aron.
—Acaso viene a buscar lo que nosotros podemos ofrecerle, la salvación. Por
supuesto, requerirá mucho tacto, ya lo preveo. Y toma nota de mis palabras: esa clase
de mujeres son tímidas. Un día llamará con los nudillos a mi puerta y me pedirá
permiso para entrar. Y cuando ese momento llegue, Aron, ruego a Dios que me
ilumine para que sepa ser sabio y paciente. Debes creerme, cuando ocurre eso,
cuando un alma perdida busca la luz, es la experiencia más hermosa y más sublime
que puede tener un sacerdote. Ésta es nuestra razón de ser, Aron, ésta es nuestra razón
de ser.
El señor Rolf dominaba su respiración con dificultad.
—Pido a Dios que yo sea digno de ello —añadió.

Adam Trask pensaba en la guerra como si se tratase de su ya tan difusa campaña


contra los indios. Nadie sabía nada acerca de una conflagración total y general. Lee
leía la historia de Europa, tratando de discernir, gracias a los hilos conductores del
pasado, cuál seria el futuro.
Liza Hamilton murió con una ligera sonrisa impresa en su rostro, y sus pómulos
se quedaron extrañamente prominentes cuando el color desapareció de sus mejillas.
Y Adam esperaba con impaciencia que Aron le comunicase el resultado de los
exámenes. Ocultaba el macizo reloj de oro bajo los pañuelos, en el cajón superior de
su armario: le daba cuerda todos los días, lo mantenía en hora y comprobaba su
exactitud con su propio reloj.
Lee ya tenía sus instrucciones. Por la tarde del día en que debían conocerse los
resultados, tenía que preparar un pavo y hacer una tarta.
—Tendremos que celebrar una fiesta —dijo Adam—. ¿Qué tal con champán?
—Muy bien —contestó Lee—. ¿No ha leído a Von Clausewitz?
—¿Quién es?
—No es una lectura muy tranquilizadora —le aseguró Lee—. ¿Sólo una botella
de champán?

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—Será suficiente. Sólo para los brindis, ¿sabes? Va muy bien en las fiestas.
A Adam no se le pasaba ni por la imaginación que Aron pudiese suspender.
Una tarde, Aron se acercó a Lee y le preguntó:
—¿Dónde está mi padre?
—Se está afeitando.
—Hoy no vendré a cenar —le anunció Aron.
En el cuarto de baño se colocó detrás de su padre y habló con la imagen
enjabonada del espejo.
—El señor Rolf me ha invitado a cenar con él en la parroquia.
Adam limpió su navaja en un pedazo de papel higiénico doblado.
—Me parece muy bien —contestó.
—¿Puedo bañarme?
—Termino dentro de un minuto —le prometió Adam.
Cuando Aron atravesó la sala, dijo «buenas noches» y se fue; Cal y Adam lo
siguieron con la mirada.
—Se ha puesto mi colonia —dijo Cal—. Hay que ver cómo huele.
—Debe de tratarse de una gran fiesta —comentó Adam.
—No le censuro que quiera celebrarlo. Ha trabajado mucho.
—¿Celebrar qué?
—Los exámenes. ¿No se lo ha dicho? Los ha aprobado.
—Ah, sí, los exámenes —balbució Adam—. Sí, ya me lo dijo. Magnífico trabajo.
Me siento orgulloso de él. Pienso regalarle un reloj de oro.
—¡No se lo ha dicho! —exclamó Cal con aspereza.
—Oh, sí, sí. Me lo dijo esta mañana.
—Esta mañana aún no lo sabía —afirmó Cal, y luego se levantó y se fue.
Caminó a grandes zancadas en medio de la oscuridad creciente, cruzó la Avenida
Central, atravesó el parque y dejó atrás la casa del famoso general Jackson, hasta
llegar a un lugar donde faltaban las farolas del alumbrado y la calle se convertía en un
camino vecinal. Una vez allí, dio un rodeo para evitar la granja Tollot.
A las diez, Lee, que había salido para enviar una carta, encontró a Cal sentado en
el escalón inferior de la escalinata del porche.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó.
—He estado paseando.
—¿Qué pasa con Aron?
—No lo sé.
—Pareces enojado. ¿Quieres acompañarme hasta la oficina de Correos?
—No.
—¿Para qué estás sentado ahí?
—Lo espero para romperle la cara.
—No lo hagas —le aconsejó Lee.
—¿Por qué no?

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—Porque no creo que pudieses. Te dejaría medio muerto.
—Tal vez tengas razón —admitió Cal—. ¡Valiente hijo de puta!
—Cuida tu lenguaje.
Cal se echó a reír.
—Me parece que te acompaño.
—¿Has leído a Von Clausewitz?
—Nunca oí hablar de él.
Cuando Aron volvió a casa, era Lee quien lo esperaba en el escalón inferior de la
escalinata del porche.
—Te he salvado de una paliza —le aseguró Lee—. Siéntate.
—Voy a acostarme.
—¡Siéntate! Quiero hablar contigo. ¿Por qué no le dijiste a tu padre que habías
aprobado los exámenes?
—No lo hubiera entendido —respondió Aron.
—¿Qué mosca te ha picado?
—No me gusta esa clase de lenguaje tan vulgar.
—¿Por qué te crees que lo uso? No soy profano por casualidad. Aron, tu padre
sólo vivía pensando en eso.
—¿Cómo se enteró?
—Deberías habérselo dicho tú mismo.
—Eso a ti no te importa.
—Quiero que vayas y que lo despiertes si está dormido, aunque no creo que lo
esté. Quiero que tú se lo digas.
—No lo haré.
—¿Nunca has tenido que luchar contra un hombre bajito, un hombre con la mitad
de tu estatura? —preguntó Lee con suavidad.
—¿Qué quieres decir?
—Es una de las cosas más molestas del mundo. Él no cejará, y tú no tendrás más
remedio que pegarle, y eso será peor porque entonces sí que estarás metido en un lío.
—¿De qué estás hablando?
—Si no haces lo que te digo, Aron, tendré que luchar contigo. ¿No te parece
ridículo?
Aron trató de pasar, pero Lee se alzó frente a él, con sus pequeños puños
apretados torpemente, y con una guardia y una postura tan ridículas que no pudo
contenerse y soltó una carcajada.
—No sé cómo hay que hacerlo, pero voy a intentarlo —aseguró Lee. Aron se
apartó de él con nerviosismo y, cuando finalmente se decidió a sentarse en los
escalones, Lee lanzó un suspiro.
—Gracias a Dios que no tendré que hacerlo —comentó aliviado—. Hubiera sido
terrible. Escucha, Aron, ¿puedes decirme lo que te pasa? Antes siempre me lo
contabas todo.

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—Quiero irme. Esta ciudad es asquerosa —estalló Aron de pronto.
—No, no lo es. Es como todas.
—Yo no soy de aquí. Ojalá nunca hubiésemos venido. No sé qué me pasa, pero
quiero irme.
Lee le rodeó los hombros para tranquilizarlo.
—Es que estás creciendo. Acaso ése sea el motivo —dijo con dulzura—. A veces
pienso que el mundo nos somete a las más duras pruebas, y eso hace que nos
repleguemos en nosotros mismos y nos contemplemos con horror. Pero eso no es lo
peor. Pensamos que todo el mundo puede ver dentro de nosotros. Cuando esto ocurre,
la inmundicia es doblemente repugnante, y la pureza se nos muestra blanca y
resplandeciente. Aron, esto pasará. Sólo tienes que esperar un poco. Ya sé que no es
un gran consuelo, porque no te lo crees, pero es lo mejor que puedo hacer por ti. Trata
de comprender que las cosas no son ni tan buenas ni tan malas como ahora te
parecen. Sí, yo puedo ayudarte. Ahora vete a la cama, y mañana levántate temprano y
comunícale a tu padre el resultado de los exámenes. Procura mostrarte animado. Está
más solo que tú porque no tiene un futuro maravilloso con el que soñar. Haz las cosas
como es debido, como solía decir Sam Hamilton. Hazlo. Y ahora a la cama. Tengo
que hacer una tarta… para el desayuno de mañana. Por cierto, Aron, tu padre te ha
dejado un regalo bajo la almohada.

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Capítulo 44

Abra conoció realmente a la familia de Aron sólo cuando éste se hubo marchado a la
universidad. Aron y Abra se habían encerrado en sí mismos. Cuando Aron se fue, ella
frecuentó más al resto de la familia Trask. Se dio cuenta de que tenía más confianza y
de que quería más a Adam y a Lee que a su propio padre.
Sobre Cal no sabía qué pensar. A veces la hacía enfadar, otras veces le daba
disgustos y otras despertaba su curiosidad. Parecía estar en una permanente querella
con ella. Abra no sabía si le gustaba o no al muchacho, y, por consiguiente, él no le
gustaba. Sentía una sensación de alivio cuando, al acudir de visita a casa de los Trask,
Cal se hallaba ausente y no podía mirarla en secreto, y juzgarla, y considerarla, y
apreciarla, para apartar la mirada cuando ella lo sorprendía observándola.
Abra era una mujer alta, fuerte, de hermoso busto, desarrollada y decidida, y que
se sentía ya dispuesta para el matrimonio, aunque seguía esperando. Se acostumbró a
ir a casa de los Trask al salir de la escuela, y a sentarse en compañía de Lee para
leerle fragmentos de las cartas que recibía todos los días de Aron.
Aron se sentía muy solo en Stanford. Sus cartas rebosaban añoranza de su
prometida. Cuando estaban juntos, eran muy prosaicos y realistas, pero desde la
universidad, a ciento cuarenta kilómetros de distancia, él le escribía unas apasionadas
cartas de amor, aislándose completamente de la vida que lo rodeaba. Estudiaba,
comía, dormía y escribía a Abra, y a esto se reducía toda su vida.
Por las tardes, ella se sentaba en la cocina con Lee y lo ayudaba a desgranar
judías o guisantes. A veces, ella preparaba dulces de chocolate, y muy frecuentemente
se quedaba a cenar, prefiriendo la compañía de los Trask a la de sus padres. No había
tema que no tocase, en sus discusiones con Lee. Las pocas cosas de las que podía
hablar con sus padres eran insignificantes, insulsas y manidas, y casi nunca ciertas.
Pero con Lee era diferente. Abra sólo quería contarle a Lee cosas verdaderas, aunque
a veces no estuviese muy segura de qué era lo verdadero.
Lee se sentaba sonriendo ligeramente, y sus manos rápidas y frágiles se afanaban
en su labor, como si tuviesen vida independiente. Abra no se daba cuenta de que sólo
hablaba de si misma, y, a veces, mientras ella hablaba, la mente de Lee
vagabundeaba, volvía y partía de nuevo como un perro callejero; y Lee asentía de vez
en cuando y dejaba escapar un suave gruñido.
Abra le gustaba porque la joven irradiaba fuerza, bondad y afecto. Sus facciones
eran fuertes y pronunciadas, lo cual puede significar tanto fealdad como belleza. Lee,
meditando mientras ella hablaba, pensaba en las caras suaves y redondas de las
cantonesas, sus compatriotas. Incluso las que eran delgadas tenían cara de luna. Lee

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debiera haber preferido más ese tipo de belleza que la occidental, ya que nuestro tipo
ideal de belleza debe tener rasgos parecidos a los nuestros, pero no era así. Cuando
pensaba en la belleza china, acudían a su mente los férreos y dominadores rostros de
los manchúes, de expresión arrogante y altanera, rostros característicos de un pueblo
que posee la autoridad por derecho incuestionable.
La joven decía:
—Probablemente de allí partió todo. No lo sé. Nunca hablaba mucho de su padre.
Pero cuando al señor Trask le sucedió aquello, ya sabe, lo de las lechugas, Aron se
disgustó mucho.
—¿Por qué? —preguntó Lee.
—Todo el mundo se reía de él.
Lee trató de recordar.
—¿Se reían de Aron? ¿Y por qué? Él no tenía nada que ver con ello.
—Pero a él se lo parecía. ¿Quiere que le diga lo que pienso?
—Desde luego —respondió Lee.
—He llegado a la siguiente conclusión: creo que él siempre se ha sentido algo así
como mutilado, digamos incompleto, porque le faltaba una madre.
Lee abrió los ojos de par en par, y volvió a cerrarlos, asintiendo.
—Es posible. ¿Crees que Cal también es así?
—No.
—Entonces, ¿por qué Aron sí?
—Verá, todavía no he llegado a descubrir la razón. Puede que algunas personas
tengan mayor necesidad de ciertas cosas, o que las odien más. Mi padre, por ejemplo,
odia los nabos. Siempre los ha odiado. No hay nada que le pueda haber producido ese
odio. Los nabos lo enfurecen, lo enfurecen de verdad. Una vez que mi madre
estaba…, bueno, enfadada, hizo una cacerola de puré de nabos, con mucha pimienta y
queso esparcido por encima, que gratinó hasta que quedó bien dorado. Mi padre se
comió medio plato antes de preguntar qué era. Cuando mi madre dijo que eran nabos,
él tiró el plato al suelo, se levantó y se fue. Me parece que todavía no la ha
perdonado.
Lee sonrió.
—La perdonará porque ella le dijo que eran nabos. Pero supón, Abra, que ella le
hubiera respondido que era cualquier otra cosa y que a él le hubiese gustado tanto que
hubiese repetido y al final lo descubriera. Hubiera sido capaz de asesinarla.
—Es posible. Aunque, sea como fuere, me figuro que Aron necesita más una
madre que Cal. Creo que Aron siempre culpó a su padre.
—¿Por qué?
—No lo sé. Es lo que pienso.
—Piensas mucho en las cosas, ¿verdad?
—¿Es que no tendría que hacerlo?
—Claro que sí.

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—¿Preparo dulce de chocolate?
—Hoy no. Todavía nos queda.
—¿Qué puedo hacer?
—Puedes moler harina en el molinillo. ¿Te quedas a comer con nosotros?
—No. Estoy invitada a una fiesta de cumpleaños, gracias. ¿Cree que llegará a
ordenarse?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —dijo Lee—. Tal vez sólo sea un proyecto.
—Ojalá no lo haga —respondió Abra, cerrando enseguida la boca, asombrada
ante lo que había dicho.
Lee se levantó y sacó la tabla de amasar, junto a la cual dejó un pedazo de carne
roja y un tamiz de harina.
—Emplea el lomo del cuchillo —le indicó Lee.
—Ya lo sé.
La joven deseaba que él no hubiese oído la observación.
—¿Por qué no quieres que sea sacerdote? —le preguntó Lee.
—No debería haberlo dicho.
—Puedes decir lo que quieras. No tienes obligación de explicarme nada.
El chino volvió a sentarse en su silla, mientras Abra esparcía harina sobre la carne
y la machacaba con un gran cuchillo. Tap, tap…
—No tendría que haberlo dicho…
Tap, tap…
Lee apartó la mirada para dejar que la joven recuperase su aplomo.
—Para él no hay término medio —afirmó ella, por encima del ruido del golpeteo
—. Si se decide por la Iglesia, lo hará con todas sus consecuencias. Últimamente
decía que los sacerdotes no debían casarse.
—Pues en su última carta no parecía tener esas ideas —observó Lee.
—Ya lo sé, pero eso era antes —se detuvo con el cuchillo en la mano, mientras su
rostro expresaba perplejidad y dolor—. Lee, yo no soy bastante buena para él.
—¿Qué quieres decir?
—No bromeo. Él no piensa en mí. Se ha construido un ídolo y lo ha revestido con
mi piel. Yo no soy como el ser que él se ha forjado.
—¿Y cómo es ese ser?
—¡Lleno de pureza! —exclamó Abra—. Una mujer absolutamente pura, sin la
menor tacha. Pero yo no soy así.
—Ni tú ni nadie —sentenció Lee.
—Él no me conoce ni hace nada por conocerme. Sólo quiere a ese… fantasma
blanco.
Lee trituraba una galleta.
—¿Es que él no te gusta? Tú eres muy joven, pero no creo que eso sea ningún
obstáculo.
—Claro que me gusta, y, además, voy a ser su esposa. Pero yo también quiero

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agradarle. ¿Y cómo puedo agradarle, si no sabe nada de mí? Estaba convencida de
que me conocía, pero ahora estoy segura de que nunca me ha conocido.
—Acaso está atravesando una mala época, que no será permanente. Tú eres una
chica lista, muy lista. Es muy difícil tratar de vivir siempre con la piel de la otra.
—Siempre tengo miedo de que descubra algo en mí que la otra, la que es hija de
su fantasía, no tiene. Le parecerá que tengo mal carácter, o que huelo mal, o algo por
el estilo. Alguna pega encontrará.
—Tal vez no —respondió Lee—. Pero tiene que ser muy difícil vivir como una
azucena virginal, y al mismo tiempo como un ser humano de carne y hueso. Los seres
humanos también huelen mal, a veces.
Ella se dirigió hacia la mesa.
—Lee, desearía…
—Ten cuidado con la harina, no la tires por el suelo —le advirtió él—. ¿Qué
desearías?
—Es sobre mi suposición. Me figuro que Aron, al no tener una madre, se la ha
imaginado dotándola con todas las cosas buenas que existen en el mundo.
—Pudiera ser. Y crees que ese ideal lo ha reflejado en ti —ella lo miraba,
mientras sus dedos se paseaban suavemente arriba y abajo por la hoja del cuchillo—.
Y lo que tú desearías es descubrir algún modo de deshacer el entuerto.
—Sí.
—Supón que entonces no te quisiese.
—Preferida correr ese riesgo —afirmó ella—. Por lo menos sería yo misma.
—Nunca vi a nadie más involucrado en los asuntos de los demás que yo —
aseguró Lee—. Y lo bueno del caso es que soy un hombre que nunca tiene una
respuesta definitiva sobre nada. ¿Vas a terminar de machacar esa carne o quieres que
lo haga yo?
Ella volvió a entregarse a su trabajo.
—¿No le parece gracioso ser tan seria, cuando aún voy a la escuela? —preguntó
ella.
—No podría ser de otra manera —contestó Lee—. La risa viene más tarde, como
la muela del juicio, y lo último que llega es reírse de uno mismo en una loca carrera
con la muerte, que a veces gana ésta.
Los golpes sobre la carne se hicieron más rápidos y más nerviosos. Lee formaba
dibujos sobre la mesa con cinco alubias: una hilera, un ángulo, un círculo. Los golpes
cesaron.
—¿Vive todavía la señora Trask?
El índice de Lee se detuvo por un momento sobre una alubia, y luego la empujó
lentamente hasta convertir la o en una letra cu. Sabía que Abra lo estaba mirando, e
incluso podía imaginarse la expresión de pánico de la joven al hacer esta pregunta. Su
pensamiento corría como una rata atrapada dentro de una ratonera. Suspiró al no
encontrar escapatoria. Se volvió lentamente para mirarla, y comprobó que sus

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suposiciones eran ciertas.
—Hemos hablado mucho los dos, pero no recuerdo que hayamos hablado jamás
de mí —dijo sin inflexión en la voz y sonrió tímidamente—. Abra, permíteme que te
hable de mí. Yo soy un criado. Soy viejo. Soy chino. Esas tres cosas, ya las sabes.
Pero también estoy cansado, y soy un cobarde.
—Usted no es… —empezó a decir ella.
Pero Lee la interrumpió.
—Calla, te lo ruego —dijo Lee—. Sí, soy muy cobarde. No tengo valor para
meter el dedo en las llagas de los demás.
—¿Qué quiere decir?
—¿Hay alguna otra cosa, Abra, que disguste a tu padre además de los nabos?
El rostro de la joven adquirió una expresión obstinada.
—Le he hecho una pregunta.
—Yo no he oído una pregunta —contestó él con suavidad, mientras su voz
adquiría un tono más reservado—. Tú no me has hecho una pregunta, Abra.
—Supongo que pensará que soy demasiado joven para… —empezó a decir Abra.
Lee la atajó.
—Una vez serví a una mujer de treinta y cinco años, que se había resistido con
éxito a la experiencia, la cultura y la belleza. Si hubiese tenido seis años, hubiera sido
la desesperación de sus padres. Pero a los treinta y cinco, se le permitía administrar
dinero y las vidas de las personas que la rodeaban. No, Abra, la edad no tiene nada
que ver. Si yo tuviese algo que decirte, te lo diría.
La muchacha le sonrió.
—Soy muy lista —aseguró ella—. ¿Tendré que adivinarlo, pues?
—¡Dios me libre, no! —protestó Lee.
—Entonces, ¿no me deja que intente adivinarlo?
—No me importa lo que hagas, mientras a mí no me concierna. Creo que, a pesar
de lo débil y negativo que pueda ser un hombre bueno, lleva encima tantos pecados
como puede soportar. Y yo ya tengo bastantes pecados sobre mí. Acaso no son
pecados tan hermosos como los de otros, pero son los únicos que puedo acarrear. Te
ruego que me perdones.
Abra se inclinó sobre la mesa y tocó el dorso de la mano del chino con sus dedos
enharinados. La piel amarillenta de la mano de Lee era tirante y reluciente. Miró las
blancas manchas que dejaron sobre ella los dedos de la joven.
—Mi padre deseaba un chico —comentó Abra—. Creo que, además de los nabos,
odia a las chicas. Le cuenta a todo el mundo cómo se le ocurrió ponerme ese nombre
tan raro. «Y aunque llamé a otro, vino Abra».
Lee sonrió.
—Eres una muchacha encantadora —aseguró—. Mañana, si te quedas a cenar,
compraré algunos nabos.
—¿Vive todavía ella? —insistió Abra con voz queda.

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—Sí —respondió Lee.
La puerta de entrada a la casa se cerró con un fuerte golpe, y Cal penetró en la
cocina.
—Hola, Abra. Lee, ¿está mi padre en casa?
—No, todavía no ha llegado. ¿De qué te ríes?
Cal le tendió un cheque.
—Ahí tienes. Es para ti.
Lee lo miró.
—Yo te dije sin intereses —le recordó.
—Así es mejor. Puede que te lo vuelva a pedir.
—¿No puedes decirme de dónde lo has obtenido?
—No, todavía no. He tenido una idea muy buena —dijo, y sus ojos se posaron en
Abra.
—Tengo que irme a casa —declaró ella.
Cal dijo, dirigiéndose a Lee:
—Ella también podría participar. He decidido hacerlo el día de Acción de
Gracias. Ese día Abra probablemente estará aquí, y Aron también.
—¿A qué te refieres? —preguntó ella.
—Voy a hacerle un regalo a mi padre.
—¿En qué consiste? —preguntó Abra.
—No puedo decirlo. Ya lo sabréis ese día.
—¿Lo sabe Lee?
—Sí, pero tampoco te lo dirá.
—No creo haberte visto nunca tan alegre —observó Abra—. En realidad, no creo
haberte visto nunca alegre.
Y descubrió que en su fuero interno se despertaba una especie de afecto por Cal.
Después de que Abra se hubo ido, Cal se sentó.
—No sé si dárselo antes de la cena del día de Acción de Gracias, o después —
dijo.
—Después —contestó Lee—. ¿Tienes en realidad todo ese dinero?
—Quince mil dólares.
—¿Los has obtenido honradamente?
—¿Quieres decir si los he robado?
—Sí.
—Los he obtenido honradamente —aseguró Cal—. ¿Te acuerdas que, cuando
Aron aprobó, brindamos con champán? Pues ahora también tendremos champán, y,
tal vez podríamos adornar el comedor. Abra podría ayudarnos.
—¿Crees realmente que a tu padre le interesa el dinero?
—¿Por qué no?
—Espero que tengas razón —declaró Lee—. ¿Qué tal te ha ido en la escuela?
—No muy bien. Tendré que empollar después del día de Acción de Gracias —

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confesó Cal.

Al día siguiente, a la salida de la escuela, Abra apretó el paso y alcanzó a Cal.


—Hola, Abra —saludó Cal—. Haces un dulce de chocolate muy bueno.
—El último estaba demasiado seco. Tiene que ser más cremoso.
—Lee te adora. ¿Qué le has dado?
—Me gusta Lee —aseguró ella, y añadió—: Quiero preguntarte algo, Cal.
—Dime.
—¿Qué pasa con Aron?
—¿Qué quieres decir?
—Sólo parece pensar en sí mismo.
—No creo que eso sea nada nuevo. ¿Os habéis peleado?
—No. Cuando se le metió en la cabeza todo eso de ordenarse sacerdote y no
casarse, traté de pelearme con él, pero él no quiso.
—¿Dijo que no quería casarse contigo? No puedo creerlo.
—Cal, ahora me escribe cartas de amor, sólo que no son para mí.
—Entonces, ¿para quién son?
—Es como si se las escribiese a él mismo.
—Ya sé lo del sauce —comentó Cal.
Ella no pareció sorprenderse.
—¿Ah, sí? —respondió.
—¿Estás enfadada con Aron?
—No, no es que esté enfadada, es que no le entiendo. No lo conozco.
—Ten paciencia —le aconsejó Cal—. Tal vez esté pasando algún bache.
—No sé si podré soportarlo. ¿Crees que podría haber estado equivocada todo este
tiempo?
—¿Cómo voy a saberlo?
—Cal —dijo la joven—, ¿es cierto que vuelves a tu casa a horas muy avanzadas,
y que incluso has ido alguna vez a casas de mala reputación?
—Sí —respondió él—. Es cierto. ¿Te lo ha contado Aron?
—No, no ha sido Aron. Dime: ¿por qué vas allí?
Caminaban uno junto al otro, pero él no respondió.
—Dímelo —insistió ella.
—¿Y a ti qué te importa?
—¿Vas acaso porque eres malo?
—Pero ¿tú qué sabes de eso?
—Yo tampoco soy buena —aseguró ella.

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—Tú estás loca —le espetó Cal—. Ya te quitará Aron esas tonterías de la cabeza.
—¿Tú crees?
—Naturalmente —contestó Cal—. Tiene que hacerlo.

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Capítulo 45

Joe Valery iba tirando gracias a que se limitaba a observar y escuchar y, como solía
decirse, a no asomar demasiado la cabeza. Poco a poco había ido haciendo acopio de
odios. Empezó con una madre que no le hacía ni caso y un padre que
alternativamente lo zurraba o lo besuqueaba, llenándolo de babas. No le costó mucho
desplazar su odio incipiente al maestro que trataba de disciplinarlo, al guardia que lo
perseguía y al clérigo que lo sermoneaba. Antes, incluso, de que el primer magistrado
bajara su mirada hacia él, Joe ya poseía un buen repertorio de odios hacia el mundo
que conocía.
El odio no puede vivir solo. Le es necesario el amor para que actúe a modo de
gatillo, de acicate o de estimulante. En el alma de Joe se formó desde muy temprano
un amor cariñoso y protector por Joe. Consolaba, halagaba y acariciaba a Joe.
Levantó muros para proteger a Joe de un mundo hostil. Y poco a poco Joe se fue
convirtiendo en el blanco de la maldad ajena. Si Joe se veía envuelto en alguna
complicación, era porque el mundo conspiraba furiosamente contra él. Y si Joe
atacaba al mundo, ello no era más que una lícita venganza que éste merecía muy
bien…, formado como estaba por una serie de hijos de perra. Joe prodigaba toda
clase de cuidados a su amor, y fue perfeccionando un código de conducta que, más o
menos, hubiera sido como sigue:

1. No creas a nadie. Esos hijos de puta tratan de engañarte.


2. Cierra el pico. No asomes demasiado la cabeza.
3. Ten siempre los oídos bien alerta. Cuando los demás den un resbalón, apúntatelo
y espera.
4. Todos son unos hijos de perra y, hagas lo que hagas, ellos lo ven venir.
5. Ataca siempre dando un rodeo.
6. Nunca confíes nada a una mujer.
7. Ten fe sólo en el dinero. Todos lo desean, y venderían su alma al diablo por él.

Había otras reglas complementarias, pero no eran más que variantes


perfeccionadas. Su sistema daba resultado y, puesto que no conocía otro, no tenía
forma de compararlo. Sabía que era necesario ser listo, y él creía serlo. Si algo le salía
bien, es que era listo; si fracasaba, lo atribuía a la mala suerte. Joe no era demasiado
afortunado, pero consiguió salir adelante y con un mínimo esfuerzo. Kate lo empleó
porque sabía que haría cualquier cosa si le pagaban. No se formaba ilusiones acerca
de él, pero en su negocio los tipos como Joe eran necesarios.

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Cuando empezó a trabajar en casa de Kate, Joe se puso a buscar los puntos
débiles de la vida que lo rodeaba: vanidad, voluptuosidad, zozobras o remordimientos
de conciencia, codicia, histerismo. Supuso que esas cosas existían porque Kate era
una mujer. Le produjo una impresión considerable descubrir que, si existían allí, él
era incapaz de encontrarlas. Aquella señora pensaba y actuaba como un hombre, con
la única diferencia de que era más dura, más rápida y más lista. Joe cometió algunos
errores y Kate le restregó las narices sobre ellos, lo cual despertó en él cierta
admiración por ella, basada en el temor.
Cuando descubrió que no podía pegársela tan fácilmente, comenzó a creer que ya
no podía pegársela a nadie. Kate lo esclavizó, del mismo modo que él había
esclavizado siempre a las mujeres. Ella lo vestía, lo alimentaba, le daba órdenes y lo
castigaba.
Una vez que Joe reconoció que ella era más lista que él, no le costó mucho trabajo
creer que era también más lista que todo el mundo. Estaba convencido de que ella
poseía los dos dones más importantes: era lista y tenía mucha mano izquierda para
manejar el negocio, no se podía desear nada más. Él se alegraba de poder hacer el
trabajo sucio de Kate, pero también temía fallar. Kate nunca cometía errores, decía
Joe. Y si se le seguía el juego, Kate te cuidaba y te protegía. Y tan convencido estaba
de que eso era así, que jamás se lo cuestionó; simplemente, se limitaba a obedecer.
Cuando provocó la expulsión de Ethel del condado, lo consideró parte de su trabajo.
Era un asunto de Kate, y ella era muy lista.

Kate pasaba muy malas noches cuando le arreciaba el dolor artrítico. Casi podía
sentir cómo se hinchaban y se agarrotaban sus articulaciones. A veces, trataba de
pensar en otras cosas, incluso desagradables, para alejar de su mente el dolor y la
imagen de sus dedos ganchudos. En ocasiones, se esforzaba por recordar todos los
detalles de una habitación que no había visto desde hacía mucho tiempo. Otras veces,
miraba al techo, imaginaba columnas de cifras y las sumaba, y otras, evocaba
recuerdos. Volvió a ver el rostro del señor Edwards, su traje, y la palabra que aparecía
en la presilla de metal de sus tirantes. Nunca le había prestado mucha atención, pero
ahora recordaba que aquella palabra era «Excelsior».
Con frecuencia, durante la noche, pensaba en Faye; recordaba sus ojos, su cabello
y el tono de su voz, el modo cómo movía las manos y la pequeña verruga que tenía
junto a la uña del pulgar izquierdo, que no era otra cosa que la cicatriz de una antigua
herida. Kate examinaba cuáles eran sus propios sentimientos hacia Faye. ¿La odiaba?
¿La amaba? ¿La había compadecido? ¿Sintió haberla matado? Kate analizaba sus
pensamientos milímetro a milímetro, y se paseaba sobre ellos como un gusano.

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Descubrió que no experimentaba ninguna clase de sentimiento hacia Faye. Ni la
quería ni dejaba de quererla. Hubo una época, durante su enfermedad, en que su voz
y su olor la ponían furiosa, hasta el punto que consideró que matarla era el único
modo de acabar con aquello.
Kate recordó el aspecto que tenía Faye el último día que pudo contemplarla, en su
ataúd purpúreo, vestida de blanco, con la fúnebre sonrisa sobre sus labios, y una
buena cantidad de polvos y colorete para animar su faz cadavérica.
Una voz dijo, a espaldas de Kate: «Hace años que no tenía tan buen aspecto». Y
otra voz respondió: «Puede que eso también me sentara bien a mí». Y se escuchó una
doble risita. La primera voz era de Ethel, y la segunda de Trixie. Kate se acordaba
muy bien de aquel comentario irónico, y de su reacción medio jocosa. «Claro», había
pensado, «una puta muerta es como otra persona cualquiera».
Sí, la primera voz era de Ethel. Siempre intervenía en sus cavilaciones nocturnas,
y siempre le hacía sentir temor y aprensión; aquella estúpida, zafia y lerda perra, ese
zarrapastroso pendón. Y muchas veces, Kate se decía mentalmente: «Espera un
momento. ¿Por qué es un zarrapastroso pendón? ¿No será porque tú cometiste un
error? ¿Por qué hiciste que la echasen? Si hubieses pensado con la cabeza y la
hubieses mantenido aquí…».
Kate se preguntaba por dónde andaría Ethel. ¿Y si emplease los servicios de
alguna agencia para tratar de descubrir su paradero? ¿O por lo menos, para saber
adónde fue? Sí, pero en ese caso Ethel hablaría de aquella noche y enseñaría los
pedazos de vidrio, y el resultado sería que habría dos narices olfateando en vez de
una. Si, pero ¿cuál era la diferencia? Cada vez que Ethel bebiese una cerveza, se lo
contaría a alguien. Oh, claro, pero ellos también pensarían que ella no era más que
una entrometida buscona. Aunque un detective privado…, no, nada de agencias.
Kate dedicaba muchas horas a pensar en Ethel. ¿Pudo haber sospechado el juez
que se trataba de un complot? Era demasiado sencillo. No debieran haber sido cien
dólares en números redondos. Resultaba demasiado evidente. Y el sheriff ¿qué? Joe
dijo que la dejaron al otro lado del límite, en el condado de Santa Cruz. ¿Qué le
habría contado Ethel al agente que la acompañó hasta allí? Ethel era una vieja zorra
perezosa. Acaso no se movió de Watsonville. Por allí estaba Pájaro, y un ramal del
ferrocarril, y también el río Pájaro y el puente que conducía a Watsonville. Por allí
iban y venían muchas brigadas de trabajadores, sobre todo mexicanos y algunos
hindúes. Aquella sucia Ethel quizá pensase que podría emplear sus artimañas con los
obreros del ferrocarril. ¿No resultaría divertido enterarse de que no se había movido
de Watsonville, que se hallaba solamente a cincuenta kilómetros de allí? Incluso
podía cruzar clandestinamente el límite para ir a ver a sus amigos, si lo deseaba.
Acaso había venido a Salinas alguna vez, y quién sabe si en aquellos mismos
momentos se hallaba en la ciudad. No era probable que los polizontes se preocupasen
mucho de ella. Tal vez sería una buena idea enviar a Joe a Watsonville, para ver si
Ethel se encontraba allí. Podía haber seguido hasta Santa Cruz. Joe podía hacer

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averiguaciones allí también. No tardaría mucho tiempo en saberlo. Joe era capaz de
encontrar a cualquier pendón, en cualquier ciudad, en unas pocas horas, y si la
encontraba, ya hallarían la manera de hacerla volver. Ethel era una loca. Pero, cuando
la encontrasen, puede que fuera mejor que Kate fuese a verla. Cerraría la puerta y
escribiría un letrero que dijese: NO MOLESTAR. Podía ir a Watsonville, zanjar su
asunto y regresar. Nada de taxis. Era mejor ir en un autobús. Nadie veía a nadie en los
autobuses nocturnos. Los pasajeros se limitaban a dormir, tras haberse descalzado,
con la cabeza apoyada sobre sus chaquetas enrolladas. De pronto, descubrió que tenía
miedo de ir a Watsonville. Pero podía obligarse a ir. Una vez allí, se desvanecerían
todas sus dudas. Era extraño que no hubiese pensado antes en enviar a Joe. Aquello
era perfecto. Joe hacía bien algunas cosas, y el bruto hijo de puta se pensaba que era
muy listo. Aquella clase de tipos eran los más fáciles de manejar. Ethel era estúpida,
lo cual hacía que fuese más difícil de controlar.

A medida que sus manos y su mente fueron agarrotándose más y más, la confianza de
Kate en Joe Valery aumentó; él era su primer asistente, su correveidile y el ejecutor
de sus órdenes. Recelaba por principio de sus pupilas, no porque se pudiese confiar
en ellas menos que en Joe, sino porque el histerismo latente que había en ellas podía,
en cualquier momento, irrumpir a través de su reserva, resquebrajar su instinto de
conservación y echar por tierra no sólo a ellas mismas, sino todo lo que las rodeaba.
Kate había podido siempre capear aquel peligro, pero ahora la creciente
arterioesclerosis y la lenta aprensión que la iba dominando hacían que necesitase
ayuda, y Joe era el único que podía prestársela. Sabía que los hombres poseen un
muro algo más fuerte contra la autodestrucción que la clase de mujeres que ella
conocía.
Comprendía que podía confiar en Joe porque guardaba en sus archivos
particulares unas notas relativas a un tal Joseph Venutta, un preso sentenciado a cinco
años de trabajos forzados por robo, que se había escapado de San Quintín en su
cuarto año de condena. Kate nunca se lo había mencionado a Joe Valery, pero
pensaba que podría servir para meterlo en cintura, si alguna vez se desmandaba.
Joe le llevaba la bandeja con el desayuno todas las mañanas: té chino verde, leche
y tostadas. Después de depositarla en la mesilla junto a su cama, le daba su informe y
recibía las órdenes pertinentes para el día. Joe se daba cuenta de que Kate cada vez
dependía más de él. Y lenta y cautelosamente sondeaba la posibilidad de que el
mando pasase por completo a sus manos. Acaso si se ponía enferma, esa oportunidad
llegaría. Pero Joe temía profundamente a Kate.
—Buenos días —saludó.
—Hoy no me incorporaré para desayunar, Joe. Sólo dame el té. Tendrás que
sostenerlo.
—¿Le duelen las manos?

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—Sí, pero mejoran después de un ataque.
—Parece como si hubiese pasado mala noche.
—No —respondió Kate—. He dormido muy bien. Tomo una nueva medicina.
Joe le acercó la taza a los labios, y ella fue bebiendo el té a pequeños sorbos,
soplando para enfriarlo.
—No quiero más —le indicó ella cuando todavía quedaba media taza—. ¿Cómo
ha ido esta noche?
—Casi vengo a contárselo anoche —dijo Joe—. Vino uno de King City, uno que
acababa de vender su cosecha. Tiró la casa por la ventana. Gastó setecientos, sin
contar lo que dio a las chicas.
—¿Cómo se llamaba?
—No lo sé. Pero espero que vuelva.
—Tendrías que tomarles el nombre, Joe. Ya te lo he dicho.
—Era muy reservado.
—Razón de más. ¿Alguna de las chicas le tiró de la lengua?
—No lo sé.
—Pues entérate.
Joe creyó advertir una desusada afabilidad en Kate, lo cual le hizo ponerse de
buen humor.
—Me enteraré —aseguró—. Sé lo bastante para enterarme.
Los ojos de Kate se pasearon por él, inquisitivos, y Joe se percató de que algo iba
a pasar.
—¿Te gusta estar aquí? —le preguntó ella con suavidad.
—Naturalmente. Aquí me encuentro muy bien.
—Podrías estar mejor… o peor —dijo ella.
—Me gusta estar aquí —insistió él, intranquilo, mientras trataba de recordar
alguna falta que pudiese achacársele—. Aquí me encuentro magníficamente bien.
Ella se humedeció los labios con su lengua asaetada.
—Tú y yo podríamos trabajar juntos —respondió.
—Como usted quiera —dijo él con melifluo servilismo, mientras le invadía una
ola de agradable expectación.
Esperó pacientemente a que ella continuase, pero Kate se tomó su tiempo.
—Joe, no me gusta que me roben —afirmó Kate al cabo de un rato.
—Yo no le he quitado nada.
—No digo que hayas sido tú.
—¿Quién ha sido, pues?
—A eso voy, Joe. ¿Te acuerdas de aquel viejo pendón que tuvimos que quitarnos
de encima?
—¿Se refiere usted a esa Ethel, o como se llame?
—Sí. Se marchó llevándose algo, pero en aquel momento no me di cuenta.
—¿Qué se llevó?

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La voz de Kate se volvió fría y tajante.
—Eso a ti no te importa, Joe. ¡Escúchame! Tú eres un tipo muy listo. ¿Dónde
crees que puede hallarse?
La mente de Joe trabajaba deprisa, sin emplear la razón, sino la experiencia y el
instinto.
—Estaba hecha un trapo. No podía ir muy lejos. Una zorra vieja como ella no
puede llegar muy lejos.
—Eres listo. ¿Crees que pueda estar en Watsonville?
—Allí, o acaso en Santa Cruz. De cualquier modo, apuesto lo que sea a que no ha
pasado de San José.
Ella se acarició suavemente los dedos.
—¿Te gustaría ganar quinientos de golpe, Joe?
—¿Quiere que la encuentre?
—Sí, eso es. Una vez que la hayas localizado, procura que ella no se entere.
Limítate a darme su dirección. ¿Comprendes? Dime sólo dónde está.
—Muy bien —asintió Joe—. Le ha debido de fastidiar bastante, ¿eh?
—Eso no es cosa tuya, Joe.
—Sí, señora —respondió sumiso—. ¿Quiere que salga ahora?
—Sí, y date prisa, Joe.
—Puede que tarde un poco —le indicó—. Ya ha pasado bastante tiempo.
—Ése es tu problema.
—Iré a Watsonville esta misma tarde.
—Me parece muy bien, Joe.
Kate se quedó pensativa. Joe se dio cuenta de que ella no había terminado, y que
se preguntaba si debía seguir. Por último, se decidió.
—Joe, ¿dijo…, dijo ella algo…, bien, algo extraño…, aquel día ante el tribunal?
—No, ¡diablos! Dijo que se había tramado un complot contra ella, como suelen
decir siempre.
Y entonces recordó algo que en el momento de producirse le había pasado
inadvertido. En el fondo de su recuerdo, oía la voz de Ethel, diciendo: «Señor juez,
deseo verlo a solas. Tengo que decirle algo». Trató de enterrar profundamente este
recuerdo, para que su rostro no lo traicionase, pero no lo consiguió.
—Bien, ¿qué fue? —le preguntó Kate.
Joe trató de cubrirse.
—Sí, dijo algo —añadió para ganar tiempo—. Estoy tratando de recordarlo.
—¡Date prisa! —le apremió ella con voz incisiva y ansiosa.
—Pues… —comenzó a decir y, de pronto se le ocurrió una idea—. Pues le oí
suplicar a los polizontes…, veamos…, sí, dijo que por qué no la dejaban ir hacia el
sur, pues tenía parientes en San Luis Obispo.
Kate se inclinó con presteza hacia él.
—¿Eso dijo?

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—Y ellos contestaron que les parecía bien porque estaba lo suficientemente lejos.
—Eres listo, Joe. ¿Adónde irás primero?
—A Watsonville —respondió. Tengo un amigo en San Luis que puede husmear
por mí. Le llamaré por teléfono.
—Joe —le interrumpió ella cortante—. Quiero que esto quede entre nosotros.
—Por quinientos dólares le haré a usted un trabajo estupendo y rápido —le
aseguró Joe, que se sentía seguro de sí mismo, a pesar de que ella volvía a mirarlo
con ojos inquisitivos.
La siguiente pregunta de Kate lo dejó sin aliento.
—Por cierto, Joe, ¿te dice algo el nombre de Venutta?
Trató de contestar antes de que se le hiciese un nudo en la garganta.
—Nada en absoluto —respondió.
—Vuelve tan pronto como puedas —le recomendó Kate—. Y dile a Helen que
venga. Te sustituirá mientras estés fuera.

Joe hizo su maleta, se dirigió a la estación y compró un billete para Watsonville. Al


llegar a Castroville, que era la primera estación que se encontraba yendo hacia el
norte, se apeó y esperó cuatro horas al expreso de Del Monte, que hacía la ruta de San
Francisco a Monterrey, cuya población se encuentra al término de un ramal
secundario. En Monterrey subió las escaleras del hotel Central, donde se inscribió
bajo el nombre de John Vicker. Volvió a salir y fue a comer un filete al Pop Ernst.
Compró una botella de whisky y se retiró a su habitación.
Se quitó los zapatos, la chaqueta y el chaleco, así como el cuello y la corbata, y se
echó en la cama, colocando junto a ella, sobre la mesilla, la botella de whisky y el
vaso. La luz que brillaba sobre su rostro no le molestaba, ya que ni siquiera se percató
de su existencia. Se tomó medio vaso de whisky para relajar su mente y luego cruzó
sus manos tras la nuca, puso una pierna encima de la otra y empezó a barajar
pensamientos, impresiones, recuerdos e instintos.
Lo había hecho muy bien, y estaba seguro de que había conseguido engañarla.
Pero ¿cómo diablos sabía ella que se hallaba requerido por la justicia? Se le ocurrió
que podía ir a Reno, o acaso a Seattle. Las ciudades marítimas siempre eran buenos
refugios. Y luego…, un momento. Había que pensarlo.

Ethel no había robado nada, pero tenía algo. Kate tenía miedo de Ethel. Quinientos
dólares eran mucho dinero para ir a buscar a una zorra acabada. Lo que Ethel quería
decirle al juez, era, primero, cierto, y segundo, algo que Kate temía. Acaso él podría

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aprovecharlo. Pero, no; mientras ella sostuviese sobre su cabeza la amenaza de la
prisión, era imposible. Joe no tenía la menor intención de terminar de cumplir su
condena.
Sin embargo, no le perjudicaba pensar en ello. Supongamos que arriesgaba cuatro
años contra…, bien, digamos diez billetes de los grandes. Parecía una buena apuesta,
aunque no era necesario tomar una decisión inmediata. Ella lo sabía desde hacía
mucho, y, sin embargo, no lo entregó. Lo consideraba un perro fiel.
Puede que Ethel fuera una buena carta para salir del atolladero.
Pero tenía que meditarlo con detenimiento. Tal vez ésta fuera su gran
oportunidad; tal vez debería mover ficha y ver qué pasaba. ¡Pero ella era tan lista! Joe
se preguntaba si sería capaz de enfrentarse a Kate.
Se incorporó y se llenó el vaso hasta el borde. Apagó la luz y levantó la cortinilla.
Y mientras bebía el whisky, contempló la habitación que estaba al otro lado del
respiradero, en la que una flaca mujercilla en albornoz lavaba unas medias en una
palangana. Y el whisky le susurraba en los oídos: «¡Ésta puede ser la gran
oportunidad!»… Joe ya había esperado demasiado y, sólo Dios sabía cuánto odiaba a
aquella perra de agudos dientecillos. Pero tenía tiempo para decidirse.
Abrió la ventana muy despacio y lanzó la pluma de escribir que tenía sobre la
mesa contra la ventana que estaba al otro lado del respiradero de ventilación. Le
divirtió la expresión de espanto y aprensión de la dama huesuda, antes de que ésta
bajase la cortinilla.
Después del tercer vaso de whisky, la botella estaba vacía. Joe sentía deseos de
salir a la calle e ir a dar una vuelta por la ciudad. Pero su sentido de la disciplina se
impuso. Tenía como norma no abandonar jamás su habitación después de haber
bebido, y la cumplía a rajatabla. En aquel estado, un hombre siempre se mete en líos.
Los líos significaban polizontes, y éstos significaban un interrogatorio, cuyo
resultado sería un viajecito a través de la bahía, hasta San Quintín, donde a buen
seguro esta vez no lo pondrían a trabajar en la carretera por buena conducta. Así es
que desechó la idea de ir a dar una vuelta.
Joe tenía otro placer solitario, aunque no se daba cuenta de que era un placer. En
esta ocasión se entregó a él. Volvió a echarse en la cama, y su pensamiento regresó a
su infancia triste y miserable, y a su adolescencia turbulenta y viciosa. No tuvo
suerte, nadie le dio una oportunidad. La suerte era para los grandes del hampa. Sólo
había podido hacer algunos trabajillos de poca monta antes de que la policía le echara
el guante por el asunto de las navajas. Luego, quedó fichado y ya no le quitaron el ojo
de encima. No se podía robar ni un cajón de fresas de Daly City sin que prendiesen a
Joe y lo acusasen del robo. Tampoco tuvo suerte en la escuela. Los maestros estaban
contra él, el director estaba contra él. Aquello era inaguantable y tuvo que marcharse.
De estos recuerdos de su mala suerte se desprendía una cálida tristeza, que él
alimentaba con otros recuerdos, hasta que las lágrimas acudían a sus ojos, y sus
labios temblaban de compasión por el chico perdido y solitario que había sido. Y aquí

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estaba ahora, un don nadie que trabajaba en una casa de putas, cuando otros hombres
poseían casa propia y automóvil. Ellos sí que se sentían seguros y felices, y por la
noche bajaban las persianas para protegerse de Joe. Siguió sollozando en silencio
hasta que se quedó dormido.
Se levantó a las diez de la mañana y tomó un opíparo desayuno en el Pop Ernst. A
primeras horas de la tarde cogió un autobús que lo condujo a Watsonville, donde jugó
tres partidas de billar con el amigo a quien había telefoneado y que lo esperaba. Joe
ganó la última partida y colgó el taco. Le tendió a su amigo dos billetes de diez
dólares.
—¡Diablo! —exclamó su amigo—. Yo no quiero tu dinero, Joe.
—Tómalo —le ofreció Joe.
—Pero yo no te he dado nada a cambio.
—Me has dado mucho. Me has dicho que ella no está aquí, y tú lo sabes.
—¿No puedes decirme por qué te interesa esa mujer?
—Wilson, te lo dije antes y te lo repito ahora: no lo sé. Tan sólo es un trabajillo.
—Bueno, no puedo decirte más. Me parece que estuvo en esa convención…, ¿de
qué era?, de los dentistas, o tal vez de los Lechuzas. No sé si dijo que se iba, o es que
sólo me lo figuré. No consigo recordarlo. Vete a dar una vuelta por Santa Cruz.
¿Conoces a alguien por allí?
—Tengo algunos conocidos —afirmó Joe.
—Vete a ver a H. V. Mahler. Hal Mahler. Es el dueño de la sala de billares Hal.
Cuando vuelvas, echaremos otra partidita.
—Gracias —respondió Joe.
—Quédate con tu dinero, Joe, no lo quiero.
—No es mío, cómprate un cigarro —dijo Joe.
El autobús lo dejó a dos puertas del billar de Hal. A pesar de que era la hora de
cenar, allí seguían jugando a los dados. Pasó una hora antes de que Hal se levantase
de su asiento para ir al retrete, y Joe pudiese seguirlo para abordarlo. Hal miró con
sorpresa a Joe, con sus grandes ojos azules claros, que todavía parecían mayores tras
los gruesos cristales de sus gafas. Se abrochó lentamente la bragueta, se ajustó sus
manguitos de alpaca negra y se colocó su visera verde.
—Espera por ahí hasta que empiece el juego —le dijo—. ¿No quieres sentarte?
—¿Cuántos juegan para ti, Hal?
—Sólo uno.
—Yo jugaré para ti también.
—Cinco dólares por hora —le ofreció Hal.
—Y el diez por ciento si gano, ¿no es eso?
—De acuerdo. Ese tipo de cabellos pajizos, Williams, es de la casa.
A la una de la madrugada, Hal y Joe se dirigieron al Barlow’s Grill.
—Dos chuletas con patatas fritas. ¿Quieres sopa? —preguntó Hal.
—No. Tampoco quiero patatas fritas. Me hinchan demasiado.

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—A mí también —contestó Hal—. Pero aun así, las como. No hago suficiente
ejercicio.
Hal era un hombre silencioso, excepto durante la comida. Raramente hablaba, a
menos que tuviese la boca llena.
—¿A qué has venido? —le preguntó al tiempo que mordisqueaba la chuleta.
—Es sólo un trabajo. Cien para mí y veinticinco para ti. ¿De acuerdo?
—¿Te interesan pruebas, papeles?
—No. Me irían bien, pero podré pasarme sin ellos.
—Bien. Pues resulta que vino y me pidió que me ocupase de ella. Ya no servía
para nada. No me ganaba ni veinte por semana. Probablemente, nunca me hubiera
enterado de lo que le pasó, pero Bill Primus la había visto en mi casa, y cuando la
encontraron, vino a contármelo. Buen chico, ese Bill. Por aquí hay muy buenos
polizontes.
»Ethel no era una mala mujer; era perezosa, sucia, pero de buen corazón.
Suspiraba por la dignidad y la importancia. No era demasiado lista, ni tampoco muy
bonita y, por eso no tuvo mucha suerte. No le hubiera gustado nada saber que, cuando
la recogieron en la arena, en la que las olas la habían medio enterrado, tenía las faldas
arremangadas hasta la cintura. Hubiera preferido una mayor dignidad.
Tras una pausa, Hal prosiguió:
—En la flota sardinera hay algunos tíos indecentes. Van cargados de aguardiente,
y luego hacen barbaridades. Me imagino que, uno de esos sardineros se la llevaría a
bordo, y luego la echaría al agua. De lo contrario, no comprendo cómo pudo haber
ido a parar allí.
—Tal vez saltó por la borda.
—¿Ella? —dijo Hal, con la boca llena de patatas—. ¡Qué va! Era demasiado
perezosa para matarse. ¿Quieres hacer alguna comprobación?
—Si tú dices que es ella —respondió Joe, empujando un billete de veinte dólares
y otro de cinco por encima de la mesa.
Hal enrolló los billetes como un cigarro, y se los metió en el bolsillo del chaleco.
Cortó un triángulo de carne de la chuleta y se lo llevó a la boca.
—Era ella, no hay duda —aseguró—. ¿Quieres pastel?
Joe quería dormir hasta el mediodía, pero se despertó a las siete y se quedó en la
cama durante un buen rato. Tenía el propósito de no regresar a Salinas hasta después
de medianoche. Necesitaba más tiempo para pensar.
Cuando se levantó, se miró al espejo y ensayó la expresión que pensaba asumir.
Deseaba aparecer decepcionado, pero no en exceso. Lo mejor que podía hacer era
seguirle la corriente. Era dificilísimo saber qué pensaba. Joe tuvo que admitir que le
tenía un miedo mortal.
La prudencia le aconsejaba regresar a Salinas, contarle lo que debía y cobrar los
quinientos.
Sin embargo, pudo más la ambición que la prudencia: «Tonterías, ¿cuántas

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oportunidades he tenido en mi vida? Un elemento importante de las oportunidades es
saber reconocerlas cuando se presentan. ¿Es que quiero ser un sucio alcahuete toda
mi vida? Hay que ir con mucho cuidado. Que hable ella. En eso no hay ningún
peligro. Si las cosas se ponen feas, siempre puedo contarle lo que he averiguado.
»Puede hacer que te encierren en una celda en seis horas.
»No, si voy con cuidado. ¿Qué puedo perder? ¿Cuántas oportunidades he tenido
en mi vida?».

Kate se sentía mejor. La nueva medicina parecía beneficiarle. El dolor de sus manos
había disminuido, y le parecía que sus dedos estaban más normales, con los nudillos
menos hinchados. Había pasado muy buena noche, la primera en mucho tiempo, y se
sentía mejor y bastante animada. Tenía la intención de desayunar un huevo pasado
por agua. Se levantó, se puso un salto de cama y volvió al lecho, con un espejo en la
mano. Recostada de nuevo entre los almohadones, se examinó el rostro.
El descanso había obrado maravillas. El dolor endurece las facciones, presta un
falso brillo a los ojos y hace resaltar los músculos de las sienes y de las mejillas, e
incluso los pequeños músculos próximos a la nariz, y ello confiere al rostro la
expresión de enfermedad y de resistencia al sufrimiento.
El cambio que había experimentado su rostro era notable. Parecía diez años más
joven. Abrió la boca y se examinó los dientes. Tenía que limpiárselos. Se los cuidaba
mucho. El único arreglo que tenía en la boca era un puente de oro, en el lugar donde
le faltaban los molares. Era extraordinario lo joven que parecía, pensó Kate, después
de aquella noche de reposo. Eso también los engañaba. Creían que era débil y
delicada. Se sonrió. Sí, delicada como un cepo de acero. Pero es que se cuidaba
mucho: nada de alcohol, ni drogas, y últimamente, incluso había dejado de tomar
café. Y el resultado estaba a la vista. Tenía un rostro angelical. Levantó algo el
espejo, para que no se reflejase la flaccidez de su garganta.
Sus pensamientos se dirigieron a otro rostro angelical como el suyo. ¿Cómo se
llamaba?, ¿sí, cómo diablos se llamaba? ¿Alec? Lo recordaba muy bien, pasando
lentamente junto a ella, con su sobrepelliz blanca con orla de batista, su dulce mentón
hundido y su cabello dorado brillando a la luz de los cirios. El joven sostenía el
bordón de roble, y la cruz de bronce se inclinaba frente a él. Irradiaba una especie de
belleza fría, cierto aire de pureza e invulnerabilidad. ¿Pero, es que algo o alguien
había tocado alguna vez a Kate hasta el punto de romper su caparazón y mancillarla?
No, ciertamente. Sólo su dura epidermis había sido manchada por otros contactos. En
su interior, permanecía intacta, tan limpia y brillante como ese muchacho, Alec, pero
¿se llamaba así?

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Se sonrió: era madre de dos hijos, y parecía una niña. Y si pudiesen verla con
aquel rubio mancebo, ¿tendrían todavía alguna duda? Pensó cómo sería estar con él
entre una multitud, y dejar que la gente lo descubriese por sí misma. ¿Qué haría Aron
—sí, así se llamaba—, qué haría Aron si lo supiese? Su hermano ya lo sabía. Aquel
pequeño y ladino hijo de perra; no, eso no, no debía llamarle así, se acercaba
demasiado a la realidad. Y tampoco podía llamarlo ladino bastardo, ya que era hijo de
un sagrado matrimonio. Kate soltó una carcajada. Se sentía muy bien y de excelente
buen humor.
Aquel muchacho tan listo —el moreno— la fastidiaba. Era como Charles. Ella
había respetado a Charles, y éste probablemente la hubiera matado, de haber podido.
Aquella medicina era maravillosa, no sólo le quitaba el dolor de la artritis, sino
que le devolvía el valor. Pronto se hallaría en disposición de liquidar el negocio y de
trasladarse a Nueva York, como tenía planeado. Kate pensó en el temor que le
inspiraba Ethel. ¡Qué mal lo debía de haber pasado esa pobre y vieja zorra inútil! ¿Y
qué tal si la asesinaba a fuerza de buenos tratos? Cuando Joe la encontrase, ¿qué tal si
se la llevase consigo a Nueva York, para tenerla cerca?
A Kate le divirtió la idea. Sería un asesinato muy cómico, y un asesinato que
nadie sería capaz, bajo ninguna circunstancia, de descubrir, o tan sólo sospechar.
Bombones, cajas de bombones, tocino, chicharrones, grasas, mantecas; vino de
Oporto, y luego mantequilla, todo untado de mantequilla y cubierto de nata; nada de
verduras y de frutas, y ninguna diversión. Quédate en casa, querida. Confío en ti.
Cuida de todo. Estás cansada. Acuéstate. Yo te llenaré el vaso. He comprado estos
dulces para ti. ¿No quieres llevártelos a la cama? Si no te sientes bien, ¿por qué no
tomas una purga? Una buena purga. La vieja zorra se atracaría y reventaría a los seis
meses. ¿Y la solitaria? ¿La había empleado alguien alguna vez? ¿Quién era el que no
podía llevarse el agua a la boca sin un tamiz?… ¿Tántalo?
Kate sonreía dulcemente y se sentía muy alegre y gozosa. Antes de irse, no estaría
mal ofrecer una fiesta a sus hijos. Una fiesta sencilla, con el circo después para sus
cariñitos, para sus joyas. Y luego, pensó en el hermoso rostro de Aron, tan parecido al
suyo, y un extraño dolor atenazó su pecho. Aquel chico no era listo; no sabía
protegerse. Su hermano, el moreno, podía resultar peligroso. Ella ya se había dado
cuenta. Cal la había vencido. Antes de irse, quería darle una lección. Una buena dosis
de gonorrea, eso le pondría en su lugar.
De pronto, se dio cuenta de que no quería que Aron supiese quién era ella. Acaso
podría hacer que fuese a visitarla a Nueva York. Él creería que ella había vivido
siempre en una elegante casita del East Side. Lo llevaría al teatro, a la ópera, los
verían juntos y se maravillarían ante su belleza, y pensarían que eran hermano y
hermana, o madre e hijo. Todo el mundo adivinaría su parentesco. Podrían asistir
juntos al entierro de Ethel. Ésta necesitada un ataúd de tamaño desacostumbrado, y
seis faquines para transportarlo. Kate se estaba divirtiendo tanto con sus
pensamientos que no oyó a Joe llamar a la puerta. Éste la abrió un poco, miró al

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interior y vio el rostro alegre y sonriente de Kate.
—El desayuno —anunció, sosteniendo la puerta abierta con el borde de la
bandeja, recubierta por un mantelillo. Luego cerró la puerta con la rodilla—. ¿Lo
quiere allí? —preguntó, señalando con la barbilla hacia la habitación gris.
—No, lo tomaré aquí. Y quiero además un huevo duro y una tostada con canela.
Tienes que hervir el huevo durante cuatro minutos y medio. Ten cuidado. No lo
quiero demasiado hecho.
—Veo que se siente mejor, señora.
—En efecto —respondió ella—. Esta nueva medicina es maravillosa. Tienes una
cara de perros, Joe. ¿No te encuentras bien?
—Estoy muy bien —respondió él, dejando la bandeja sobre la mesa, frente al
enorme sillón—. ¿Cuatro minutos y medio?
—Eso es. Y si hay alguna buena manzana, una manzana fresca y crujiente, me la
traes también.
—Desde que la conozco, no la había visto con tanto apetito —observó Joe.
En la cocina, mientras esperaba a que el cocinero cociese el huevo, se sentía lleno
de aprensión. Tal vez ella lo sabía. Tenía que andar con cuidado. Pero ¡qué diablos!,
ella no podía odiarlo por algo que él no sabía. Ello no constituía ningún crimen.
De regreso a la habitación de Kate, dijo:
—No había manzanas. Le traigo esta pera, el cocinero dice que está muy buena.
—Casi prefiero las peras a las manzanas —afirmó Kate.
Joe miró cómo Kate rompía la cáscara del huevo y metía una cucharilla.
—¿Cómo está?
—¡Perfecto! —dijo Kate—. En su punto.
—Tiene usted buen aspecto —observó Joe.
—Es que me encuentro bien. Pero tú tienes un aspecto pésimo. ¿Qué pasa?
Joe abordó el tema con cautela.
—Señora, no hay alguien que necesite quinientos pavos tanto como yo —empezó
a decir.
—No hay nadie que necesite… —le corrigió.
—¿Qué?
—Olvídalo. ¿Qué quieres decir? No pudiste encontrarla, ¿no es eso? Bien, si
hiciste un buen trabajo tendrás tus quinientos. Cuéntamelo —tomó el salero y
espolvoreó unos cuantos granos en el huevo abierto.
Joe dejó traslucir una alegría artificial en su rostro.
—Gracias —contestó—. Me encuentro en un aprieto y los necesito. Bien, fui a
Pájaro y a Watsonville. Encontré su rastro en Watsonville, pero se había ido a Santa
Cruz. Allí hallé su rastro de nuevo, pero ya se había marchado.
Kate saboreó el huevo y le añadió más sal.
—¿Eso es todo?
—No —respondió Joe—. No me detuve ahí. Me fui a San Luis. Allí había estado

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tres días, pero se había ido igualmente.
—¿Ningún rastro? ¿Ni idea de adónde se fue?
Joe se manoseaba los dedos. Su jugada completa, tal vez su vida entera,
dependían de sus palabras siguientes, y se mostraba reacio a pronunciarlas.
—Vamos —le animó ella por fin—. Tú guardas algo, ¿qué es?
—Bien, no estoy muy seguro. No sé qué pensar.
—No pienses. Habla solamente. Ya pensaré yo —replicó ella con aspereza.
—Puede que ni siquiera sea verdad.
—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó ella encolerizada.
—Bien, hablé con el último tipo que la había visto. Un tipo llamado Joe, como
yo.
—¿Y no sabes el nombre de su abuela? —preguntó ella sarcásticamente.
—Ese tipo me contó que, una noche, borracha de cerveza, ella había dicho que
iba a volver a Salinas para armar algún lío. Luego, desapareció del mapa. Ese tipo no
sabía nada más.
Kate no pudo controlar su miedo. Joe se dio cuenta de su aprensión, de su temor
desesperado y de su decaimiento. Sea lo que fuere, había dado en el clavo. Por fin
llegaba su gran oportunidad.
Ella levantó la mirada de su regazo y de sus sarmentosos dedos.
—Olvidemos a ese viejo saco —dijo—. Tendrás tus quinientos, Joe.
Joe respiró profundamente con precaución, temeroso de que algún sonido
demasiado fuerte la sacara de su media abstracción. Ella lo había creído. Y aún más,
estaba creyendo cosas que él no le había dicho. Joe deseaba marcharse de la
habitación lo más pronto posible.
—Gracias, señora —lo dijo con mucha amabilidad, al tiempo que se movía en
silencio hacia la puerta.
Su mano se hallaba ya sobre el picaporte, cuando ella habló como si lo hiciera por
casualidad:
—Por cierto, Joe…
—¿Señora?
—Si oyeras algo más sobre ella, haz el favor de decírmelo, ¿quieres?
—Por supuesto. ¿Desea que siga las pesquisas?
—No. No te molestes. No es tan importante.
Una vez en su habitación y con la puerta cerrada con el pestillo, Joe se sentó y se
cruzó de brazos. Se sonreía a sí mismo. Y al instante comenzó a pensar en su futuro
plan. Decidió dejar el huevo en la incubadora, hasta la semana siguiente. Esperaría a
que Kate se relajara y después sacaría a Ethel de nuevo a la superficie. Todavía no
sabía cuál era su arma ni cómo habría de utilizarla. Pero sabía que era muy afilada y
que estaba ansioso de usarla. Se hubiera reído de buena gana y bien fuerte, de haber
sabido que Kate había ido a la habitación gris y atrancado la puerta, y que se hallaba
sentada allí en el gran sillón, con los ojos cerrados.

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Capítulo 46

A veces, aunque no a menudo, la lluvia cae sobre el valle Salinas en noviembre. Es


algo tan inusual que el Journal o el Index, o ambos a la vez, publican editoriales
sobre tal acontecimiento. Las colinas adquieren un verde suave de la noche a la
mañana, y el aire huele bien. La lluvia en esta época no es particularmente buena para
los agricultores, a menos que siga lloviendo durante días, lo cual es extremadamente
raro. Lo normal es que vuelva la sequía y las pelusas de hierba se marchiten, o una
ligera escarcha las abarquille, y esto es lo que devasta la sementera.
Los años de guerra fueron años húmedos, y había muchas personas que se
quejaban de la extraña intransigencia del tiempo, achacándola a los disparos de los
grandes cañones en Francia. Era un tema debatido con mucha seriedad en artículos y
tertulias.
No teníamos muchas tropas en Francia ese primer invierno, pero sí millones
adiestrándose, preparándose para ir.
La guerra era tan dolorosa como excitante. Los alemanes no habían sido
detenidos. De hecho, habían tomado de nuevo la iniciativa, dirigiéndose
metódicamente hacia París, y Dios sabía cuándo se lograría detenerlos, si es que se
podía. El general Pershing nos salvaría, si es que podíamos ser salvados. Su pulida y
bellamente uniformada figura militar hacía su aparición todos los días en cada
periódico. Su mentón era de granito y no había arrugas en su guerrera. Era el
compendio del perfecto soldado. Nadie sabía lo que realmente pensaba.
Nosotros sabíamos que no podíamos perder, y, sin embargo, parecía que íbamos
camino de la derrota. No podíamos comprar harina, harina blanca, sin adquirir
también una cantidad cuatro veces mayor de harina sin refinar. Los que tenían medios
económicos comían pan y pasteles hechos con harina blanca, y con la morena hacían
papillas para las gallinas.
En el cuartel del viejo Batallón C hacía la instrucción militar la Guardia Nacional,
compuesta por hombres que pasaban de los cincuenta, y que no eran el mejor material
para ser soldados, pero realizaban ejercicios dos veces por semana, y llevaban
insignias y gorros de la Guardia Nacional, se lanzaban mutuas órdenes y discutían
constantemente sobre quiénes merecían ser oficiales. William C. Burt murió en el
patio del cuartel, cuando hacía una flexión. Su corazón no había podido resistirlo.
También estaban los Hombres Minuto, llamados así porque pronunciaban
discursos de un minuto, en favor de Norteamérica, en los cinematógrafos y en las
iglesias. Éstos también llevaban insignias.
Las mujeres enrollaban vendas, vestían uniformes de la Cruz Roja, y se veían a sí
mismas como Ángeles de Misericordia. Y cada cual tejía algo para alguien. Había
guantes y manguitos, cortos tubos de lana para resguardar los brazos del viento que

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entraba por las mangas, y yelmos de punto con un solo agujero para mirar por él,
destinados a preservar de las heladas las cabezas cubiertas por los nuevos cascos de
metal.
Cada trozo de cuero de primera calidad era para las botas de los oficiales y para
los cinturones San Browne, los cuales eran muy hermosos y sólo podían portarlos los
oficiales. Consistían en un ancho ceñidor y una tira que cruzaba el pecho y pasaba
bajo la hombrera izquierda. Los copiamos de los ingleses, y hasta ellos habían
olvidado su uso original; posiblemente estuviesen destinados a soportar algún pesado
espadón. Las espadas ya no se llevaban más que en los desfiles, pero un oficial no
hubiera querido morir sin su cinturón. Uno bueno costaba veinticinco dólares.
También copiamos otras cosas de los ingleses; puede que si no hubiesen sido
buenos soldados, no les hubiésemos imitado. Los hombres comenzaron a llevar los
pañuelos en sus mangas, y algunos oficiales presumidos se pavoneaban con bastones.
Sin embargo, durante mucho tiempo nos resistimos a los relojes de pulsera, pues nos
parecían demasiado absurdos. Daba la impresión de que jamás llegaríamos a imitar a
los británicos en eso.
Poseíamos nuestros enemigos internos también, y los vigilábamos. San José tenía
una historia de espionaje y Salinas no era como para quedarse atrás, teniendo en
cuenta lo mucho que estaba creciendo.
Durante cerca de treinta años, el señor Fenchel había regentado una sastrería en
Salinas. Era un tipo bajo y rechoncho, y su acento hacía reír. Todos los días se
sentaba con las piernas cruzadas ante su mesa, en su reducida tienda de la calle
Alisal, y por las noches se marchaba a su pequeña casa blanca, alejada de la Avenida
Central. Siempre se hallaba pintando su casa y la blanca valla que la rodeaba. Hasta
que llegó la guerra nadie se había fijado en su acento, pero, de pronto, lo supimos.
Era alemán. Teníamos nuestro propio alemán. De nada le sirvió arruinarse con la
compra de bonos de guerra; era una manera demasiado simplista de camuflarse.
La Guardia Nacional no quiso aceptarlo. No deseaban un espía que conociese los
planes secretos de la defensa de Salinas. ¿Y quién hubiera querido llevar puesto un
traje hecho por un enemigo? El señor Fenchel se sentaba todos los días ante su mesa,
y como no tenía gran cosa que hacer, hilvanaba, descosía y cosía y volvía a descoser
continuamente la misma pieza de tela.
Empleábamos toda crueldad que se nos ocurría con el señor Fenchel. Era «nuestro
alemán». Pasaba ante nuestra casa diariamente, y en otros tiempos le hablaba a cada
hombre, mujer, niño o perro, y todos le contestaban. Pero en aquellos días nadie le
dirigía la palabra; todavía puedo verle en su rechoncha soledad, con el rostro a
rebosar de orgullo herido.
Mi hermana pequeña y yo también tuvimos nuestra ración de crueldad con el
señor Fenchel, y éste es uno de esos recuerdos vergonzosos que a veces me inundan
de sudor y me forman un nudo en la garganta. Nos hallábamos sentados en el patio
delantero de nuestra casa una tarde y lo vimos venir con sus pesados pasitos. Se había

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cepillado su negro sombrero hongo y lo llevaba a escuadra sobre la cabeza. No
recuerdo si discutimos nuestro plan, pero debimos de hacerlo, pues lo ejecutamos a la
perfección.
Cuando fue acercándose, mi hermana y yo atravesamos despacio la calle uno al
lado del otro. El señor Fenchel miró y vio que íbamos a su encuentro. Al llegar él,
nos detuvimos en la cuneta.
El rostro del señor Fenchel se expandió en una sonrisa.
—Buenas tagdes, Chon. Buenas tagdes, Magy.
Nosotros adoptamos una postura envarada y contestamos al unísono:
—Hoch der Kaiser!
Todavía tengo grabada en mi memoria la imagen de su rostro y sus inocentes ojos
azules, espantados. Intentó decir algo y luego comenzó a llorar. Ni siquiera trató de
disimular su llanto. Permaneció allí, como clavado en el suelo, sollozando. Y lo peor
es que Mary y yo nos dimos la vuelta y cruzamos la calle para meternos en nuestro
patio. Nos sentíamos horriblemente mal. Cada vez que lo recuerdo me inunda el
mismo malestar.
Éramos demasiado jóvenes para hacerle una gran jugarreta al señor Fenchel.
Treinta hombres fuertes se encargaron de ello. Un sábado por la noche se reunieron
en un bar y marcharon en columna de a cuatro por la Avenida Central, coreando
«¡Hup! ¡Hup!» al unísono. Derribaron la blanca valla del señor Fenchel y quemaron
la parte delantera de su casa. Ningún hijo de perra que amase al káiser osaría
enfrentarse a nosotros. Y Salinas podía levantar su cabeza a la altura de San José.
Naturalmente, esto hizo que también Watsonville se dedicase a la tarea. Y
emplumaron a un polaco creyendo que era alemán. Tenía el acento.
Nosotros, los de Salinas, hicimos todas las cosas que se hacen inevitablemente en
una guerra y pensamos los inevitables pensamientos. Galleábamos desgañitándonos
con las buenas noticias, y nos moríamos de pánico ante las malas. Cada cual ocultaba
un secreto que tenía que divulgar a escondidas para preservar su condición de secreto.
También nuestra forma de vida cambió: los salarios y los precios subieron; un rumor
de escasez nos hacía comprar y almacenar los alimentos; y las bellas y tranquilas
damas se tiraban unas a otras de los pelos por una lata de tomates.
No todo era malo, o vulgar, o histérico. También había heroísmo. Algunos
hombres que podían haberlo evitado, se alistaron, y otros objetaron con argumentos
morales y religiosos, lo que les acarreó todo tipo de humillaciones. Había personas
que daban todo cuanto tenían para la guerra, porque se trataba de la última guerra, y
si la ganábamos, la eliminaríamos para siempre de la faz de la tierra y jamás se
volvería a repetir tan horrible estupidez.
La muerte en combate no es nada digna; más bien es un revoltijo de carne y
sangre humanas, y el resultado es una inmundicia; pero hay una gran y casi dulce
dignidad en la aflicción, el desamparo y la desesperanzadora tristeza que embarga a
una familia cuando recibe un telegrama. Nada que decir, nada que hacer, y tan sólo

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una esperanza: la de que no hubiera sufrido; y cuán desamparada y postrera esperanza
es ésta. También es verdad que había algunas personas que, cuando su pena
comenzaba a perder el sabor, la dirigían hacia el orgullo, y se sentían importantes por
su desgracia familiar. Algunos, incluso, sacaron provecho de su desgracia cuando
terminó la guerra. Es algo muy normal, como también era normal que un hombre,
cuya función primordial es hacer dinero, se enriqueciera con la guerra. Nadie podía
reprochárselo, aunque se esperaba que invirtiera parte de su botín en bonos de guerra.
En Salinas, creíamos que lo habíamos inventado todo, hasta la aflicción.

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Capítulo 47

En la casa de los Trask, cercana a la panadería de Reynaud, Lee y Adam colocaron un


mapa del frente occidental, con chinchetas de colores clavadas en él, lo que les dio
cierta sensación de participación en la contienda. Luego, murió el señor Kelly, y
Adam Trask fue designado para ocupar su puesto en la oficina de reclutamiento. Era
el hombre idóneo para aquel trabajo. La fábrica de hielo no le ocupaba mucho
tiempo, y tenía una hoja de servicios limpia y todos los honores.
Adam Trask había visto una guerra, una pequeña guerra de maniobra y carnicería,
pero cuando menos, había experimentado la inversión de las reglas, cuando se
permite a un hombre matar a cuantos seres humanos pueda. Adam no se acordaba
muy bien de su guerra. Algunas agrias imágenes permanecían en su memoria; un
rostro de hombre, los cuerpos apilados y quemados, el sonido de las vainas de los
sables en el galope, el fragoroso y ensordecedor disparo de las carabinas, la delgada y
fría voz de un clarín en la noche… Pero las imágenes de Adam estaban congeladas.
No tenían movimiento ni emoción; eran como ilustraciones de un libro, y ni siquiera
bien dibujadas.
Adam trabajaba dura, honesta y melancólicamente. No podía desprenderse del
sentimiento de que los jóvenes que enviaba al ejército se hallaban sentenciados a
muerte. Buen conocedor de su debilidad, trató de compensarla incrementando su
rigurosidad y meticulosidad, lo que le llevó a aceptar cada vez menos las excusas o
las alegaciones de inutilidad. Se llevaba las listas a casa, hablaba con los padres, en
una palabra, hizo mucho más de lo que se esperaba de él. Se sentía como un juez que
odia la horca.
Henry Stanton observaba cómo Adam enflaquecía y se retraía, y Henry era un
hombre a quien le gustaba la diversión, la necesitaba. Un socio que derramaba
melancolía lo ponía enfermo.
—Descansa —le dijo a Adam—. Tratas de cargar con todo el peso de la guerra. Y
ésa no es tu responsabilidad. Tu trabajo se limita a obedecer una serie de reglas.
Síguelas y descansa. No estás dirigiendo la guerra.
Adam movió las persianas de forma que no le diesen en los ojos los últimos rayos
del sol, y miró las agudas líneas paralelas que la luz dibujaba en su mesa.
—Lo sé —admitió con cansancio—. ¡Oh, ya sé todo eso! Pero Henry,
precisamente porque hay que escoger, y es mi juicio el que decide sobre méritos y
circunstancias, no puedo cruzarme de brazos. Aprobé para el servicio militar al hijo
del juez Kendall, y murió en el entrenamiento.
—Ése no es tu problema, Adam. ¿Por qué no te tomas unos tragos por la noche?

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Vete al cine y luego a dormir la borrachera. —Henry puso sus pulgares en su chaleco
y se inclinó hacia atrás en su silla—. Ya que estamos hablando sobre ello, Adam, me
parece que con tantas preocupaciones les haces un flaco favor a los candidatos. Tú
apruebas a chicos que yo rechazaba.
—Ya lo sé —respondió Adam—. Me pregunto cuánto tiempo durará esto.
Henry lo examinó con perspicacia y sacó un lápiz, con goma en un extremo, de
uno de los repletos bolsillos de su chaleco, y se frotó con ella sus grandes y blancos
dientes.
—Ya sé lo que quieres decir —dijo quedamente.
Adam lo miró sorprendido.
—¿Qué quiero decir? —le preguntó.
—No te enfades. Antes nunca me había planteado que tenía mucha suerte por el
hecho de tener niñas.
Adam pasó el dedo índice a lo largo de una de las sombras reflejadas sobre su
escritorio.
—Sí —dijo, con una voz tan suave como un suspiro.
—Todavía falta mucho para que movilicen a tus chicos.
—Sí —contestó Adam; su dedo entró en una línea de luz y entonces retrocedió
lentamente.
—Detestaría tener que… —comenzó a decir Henry.
—¿Qué detestarías?
—Me preguntaba cómo me sentiría si tuviese que decidir sobre mis propios hijos.
—Yo dimitiría —afirmó Adam.
—Sí, lo comprendo. Cualquier hombre se sentiría tentado a no admitirlos, quiero
decir, a sus propios hijos.
—No —replicó Adam—. Yo dimitiría porque no podría rechazarlos para el
servicio. Ningún hombre podría dejar que sus propios hijos eludieran el deber.
Henry cruzó sus dedos, formando un solo y enorme puño con sus dos manos que
apoyó en el escritorio frente a sí. Su rostro tenía una expresión agria.
—No —dijo—. Tienes razón. Ninguno podría.
A Henry le agradaba la broma, y evitaba, siempre que podía, los temas solemnes
o serios, porque los confundía con la pena.
—¿Cómo le van las cosas a Aron en Stanford?
—Muy bien. Me escribe que tiene que trabajar mucho, pero cree que todo le irá
bien. Estará en casa para el día de Acción de Gracias.
—Me gustaría verlo. Anoche vi a Cal, por la calle. Es un chico muy listo.
—Sí, pero no ha conseguido hacer dos años en uno.
—Bien, acaso no ha nacido para eso. Yo, por ejemplo, nunca fui a la universidad.
¿Y tú?
—Tampoco —contestó Adam—. Me alisté en el ejército.
—Es una buena experiencia. Apostaría a que no la cambiarías por nada.

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Adam se levantó lentamente y descolgó su sombrero de los cuernos de ciervo de
la pared.
—Buenas noches, Henry —dijo despidiéndose.

De regreso a casa, Adam meditaba acerca de su responsabilidad. Al pasar frente a la


panadería de Reynaud, se encontró con Lee, que salía de ella con una dorada hogaza
de pan francés.
—Siento muchos deseos de comer pan con ajo —dijo Lee.
—Yo lo prefiero con un filete —le respondió Adam.
—Hoy podrá comerlo. ¿Hubo correspondencia?
—He olvidado ir a buscarla.
Entraron en la casa y Lee se dirigió a la cocina. A los pocos instantes, Adam lo
siguió y se sentó ante la mesa de la cocina.
—Lee, supón que enviamos a un chico al ejército y lo matan; ¿tenemos
responsabilidad por ello? —le preguntó.
—Prosiga —le indicó Lee—. Preferiría que me lo expusiera todo seguido.
—Bien, supón que hay una ligera duda acerca de si el muchacho debe ser o no
admitido en el ejército, pero nosotros lo admitimos, y después lo matan.
—Ya comprendo. ¿Y lo que le preocupa es su responsabilidad o que le culpen?
—No quiero que me culpen.
—A veces la responsabilidad es peor, ya que no comporta ningún egoísmo
agradable.
—Estaba pensando en aquel día en que Sam Hamilton, tú y yo tuvimos una larga
discusión por una palabra —dijo Adam—. ¿Cuál era esa palabra?
—Ah, sí. Esa palabra era timshel.
—Timshel… Y tú dijiste…
—Yo dije que en esa palabra se encerraba la grandeza de un hombre, si es que él
quería aprovecharla.
—Recuerdo que eso le causó un gran placer a Sam Hamilton.
—Hizo que se sintiese libre —dijo Lee—. Le concedió el derecho de ser un
hombre diferente de todos los demás.
—Eso significa la soledad.
—Todas las cosas grandes y preciosas son solitarias.
—Dime otra vez cuál era esa palabra.
—Timshel… Tú podrás.

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3

Adam esperaba el día de Acción de Gracias con ansiedad, pues ese día Aron
regresaría de la universidad. Aunque Aron había estado ausente muy poco tiempo,
Adam lo había olvidado y cambiado de la manera que se cambian los seres amados
en la distancia. Con Aron ausente, los silencios que se creaban eran resultado de su
ausencia, y las contrariedades más nimias y triviales también se relacionaban con
ella. Adam empezó a hablar y a alabar a su hijo, contando a personas que no sentían
el menor interés por ello lo listo que era Aron y cómo había hecho dos años en uno.
Pensó que sería muy adecuado celebrar debidamente el día de Acción de Gracias para
que su hijo se diese cuenta de cómo se apreciaba su esfuerzo.
Aron vivía en una habitación amueblada en Palo Alto, y todos los días recorría a
pie los dos kilómetros que lo separaban de la universidad. Se sentía presa del mayor
desaliento. Siempre se había imaginado la universidad y cuanto la rodeaba como algo
ambiguo y hermoso. La imagen que tenía de ella —que nunca había examinado con
la debida atención— estaba formada por jóvenes de ojos límpidos y por doncellas
inmaculadas, todos vestidos con togas académicas y convergiendo en un templo
blanco situado en la cima de una colina boscosa, al atardecer. Sus rostros eran
brillantes y devotos, y sus voces se alzaban en coro, y siempre era al atardecer. No
tenía ni la más remota idea de dónde había sacado esta imagen de la vida académica;
tal vez de los dibujos con los que Gustavo Doré ilustró el «Infierno» de Dante, con
todos esos ángeles radiantes. La Universidad de Leland Stanford no era así. Un rígido
cuadrilátero de bloques de arenisca parda, que se alzaban en un campo de heno; una
iglesia con una fachada de mosaico italiano; aulas de pino barnizado, y el gran mundo
de la lucha y el resquemor, recreado en cada altibajo de la amistad. Y los ángeles
resplandecientes se habían convertido en muchachos con sucios pantalones de pana,
algunos de los cuales chapoteaban en el estudio, mientras que otros se limitaban a
imitar los pequeños vicios de sus padres.
Aron, que nunca se había dado cuenta de que tenía un hogar, sentía ahora una
nostalgia terrible. No hizo el menor esfuerzo por comprender la vida que lo rodeaba,
ni trató de penetrar en ella. El ruido natural, el barullo y las cabriolas de los
estudiantes le parecían horribles después de su sueño. Abandonó la residencia
universitaria para ir a ocupar su espantosa habitación amueblada, donde se dedicó a
acariciar otro sueño recién nacido. En su nuevo y neutral escondite, prescindió por
completo de la universidad, limitándose a asistir a sus clases y a volver, tan pronto
como podía, a su retiro, para seguir alimentándose de sus recién encontrados
recuerdos. La mansión contigua a la panadería de Reynaud le pareció cálida y
acogedora; Lee, el compendio de los amigos y de los consejeros; su padre, una
especie de dios frío y distante; su hermano, listo y encantador; y Abra… bien, Abra
se convirtió en su sueño inmaculado y, después de haberlo creado, se enamoró de él.
Por la noche, una vez terminados sus estudios, se ponía a escribir su carta nocturna a

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la amada, como si se sumergiese en un baño aromático. Y a medida que Abra iba
convirtiéndose en un ser más radiante, más puro y más hermoso, Aron se fue
complaciendo cada vez más en la noción de su propia perversidad. Lleno de frenesí,
vertía sobre el papel alegres abyecciones, e iba a acostarse sintiéndose purificado,
como un hombre después de hacer el amor. Escribió cada mal pensamiento que tenía,
y después renunció a ellos. El resultado eran unas cartas de amor que rezumaban
añoranza, y que por su tono elevado ponían a Abra muy nerviosa. Ella no podía saber
que la sexualidad de Aron había tomado un rumbo inusitado.
Aron había cometido una equivocación. Podía admitirla, pero todavía no estaba
en situación de enmendarla. Hizo un pacto consigo mismo. El día de Acción de
Gracias volvería a casa, y entonces se sentiría seguro. No regresaría jamás a la
universidad. Recordó que Abra sugirió una vez que podrían ir a vivir al rancho y
aquello se convirtió en un sueño. Recordó los grandes robles y el aire vivo y
transparente, el viento límpido, cargado con el aroma de la salvia, que soplaba de los
montes, y las pardas hojas de los robles arremolinadas ante él. Se imaginaba a Abra
allí, de pie bajo un árbol y esperándole a la vuelta del trabajo. Y aquello sucedía
también por la tarde. Allí, después de su dura labor diaria, podría vivir lleno de
pureza, y en paz con el mundo que quedaba al otro lado del pequeño barranco. Allí
podría ocultarse, lejos de la fealdad, al atardecer.

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Capítulo 48

A últimos de noviembre murió la Negra, y la enterraron sombría y severamente,


como lo había solicitado en su testamento. Estuvo expuesta durante todo el día en la
capilla funeraria de Muller, en un ataúd de ébano y plata, con su perfil flaco y severo
todavía más ascético a la luz de los cuatro grandes cirios que rodeaban el féretro.
Su pequeño marido negro estaba agazapado como un gato junto a ella, con la
cabeza apoyada en el hombro derecho de la muerta, y durante muchas horas
permaneció tan inmóvil como ella. No hubo flores, según su voluntad, ninguna clase
de ceremonia, ni sermones, ni manifestaciones de dolor. Pero una extraña selección
de ciudadanos católicos se acercó de puntillas a la puerta de la capilla para atisbar en
su interior y marcharse enseguida: abogados, agricultores, empleados y contables de
banco, la mayoría hombres de mediana edad. Sus pupilas pasaron de una en una, la
miraron porque así lo exigía la decencia, y porque eso también daba buena suerte, y
se fueron.
Una institución desaparecía de Salinas, el sexo oscuro y terrible, tan falto de
esperanza y tan profundamente doloroso como un sacrificio humano. La casa de
Jenny seguiría sacudiéndose al son de estrepitosas carcajadas y ruidosas bromas. En
la de Kate se continuaría excitando los nervios de los hombres hasta un éxtasis
rebosante de pecado que los dejaba ateridos y débiles y asustados de sí mismos. Pero
el sombrío misterio de una comunión, que era como una ofrenda vudú, había
desaparecido para siempre.
El entierro se efectuó también según la voluntad de la difunta, empleándose en él
un coche fúnebre y un solo automóvil, en un rincón del cual se acurrucaba el
hombrecillo negro. Era un día gris, y cuando los empleados de Muller hubieron
bajado el ataúd con ayuda de una cabria engrasada y silenciosa, el coche fúnebre se
marchó y el viudo se quedó rellenando la fosa con una pala nueva. El vigilante, que
cortaba la hierba seca a cien metros de distancia, oyó un gemido llevado por el
viento.
Joe Valery había estado tomando una cerveza con Butch Beavers en La Lechuza,
y fue en compañía de su amigo a echar un vistazo a la Negra. Butch llevaba prisa
porque tenía que ir a Natividad para subastar una pequeña manada de toros Hereford,
de cara blanca, para los Tavernettis.
Al salir de la funeraria, Joe se topó con Alf Nichelson, el loco de Alf Nichelson,
superviviente de una época que ya había desaparecido. Alf servía lo mismo para un
roto que para un descosido: era carpintero, calderero, herrero, electricista, yesero,
afilador y zapatero remendón. Alf sabía hacerlo todo, y el resultado era que siempre

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estaba en quiebra, a pesar de trabajar continuamente. Lo sabía todo de todos casi
hasta el principio de los tiempos.
En el pasado, es decir, en la época de sus éxitos, había dos clases de personas que
tenían acceso a todas las casas y a todos los chismes: la costurera y el manitas. Alf
podía contar cosas acerca de todos los que habitaban a ambos lados de la calle Mayor.
Era un chismoso incorregible, un curioso insaciable y acostumbraba emplear la
maledicencia, aunque sin malicia.
Miró a Joe y trató de recordarlo.
—Yo le conozco —dijo—. No me diga que no.
Joe se apartó. Estaba harto de la gente que lo conocía.
—Espere un momento. Ya lo tengo. En casa de Kate. Usted trabaja en casa de
Kate.
Joe suspiró aliviado. Temía que Alf lo conociese de antes.
—Así es —corroboró.
—Nunca olvido una cara —aseguró Alf—. Lo vi a usted cuando construí aquel
estúpido colgadizo para Kate. ¿Pero para qué demonios quería eso? Y además, sin
ventanas.
—Quiere estar a oscuras —le explicó Joe—. Le duelen los ojos.
Alf lanzó un bufido. Le costaba mucho creer cualquier cosa sencilla o buena
acerca de nadie. Uno podía darle los buenos días, y él lo interpretaría como una
contraseña. Estaba convencido de que todo el mundo tenía una vida secreta, que sólo
él era capaz de ver.
Indicó con la cabeza la funeraria de Muller.
—Era toda una institución —comentó—. Casi todos los de los buenos tiempos
han desaparecido. Cuando se vaya Jenny, será el fin. Y Jenny ya está bastante pasada.
Joe estaba inquieto. Deseaba irse, y Alf lo sabía. Alf era un experto en gente que
quería zafarse de él. Quizá por eso siempre llevaba aquel repertorio de historias.
Nadie deseaba irse, si podía oír algún jocoso comentario acerca de los demás. En el
fondo, todos los hombres son chismosos. A Alf no le querían por esta cualidad, pero
les agradaba escucharlo. Y se dio cuenta de que Joe estaba a punto de dar cualquier
excusa para marcharse. Se le ocurrió que últimamente no había tenido muchas
noticias de la casa de Kate. Joe podría cambiarle noticias frescas por otras viejas que
él le daría.
—Los viejos tiempos eran encantadores —aseguró Alf—. Claro que usted es muy
joven.
—Tengo que irme, he quedado con un amigo —se excusó Joe. Alf hizo como si
no lo hubiese oído.
—Tome usted a Faye, por ejemplo —continuó—. Era todo un personaje. Faye era
la dueña de la casa de Kate. En realidad, nadie sabe cómo Kate consiguió la
propiedad. Fue algo muy misterioso, y para algunas personas incluso sospechoso.
Observó con satisfacción que Joe parecía dispuesto a aplazar por largo tiempo la

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cita que había anunciado.
—¿Qué es lo que sospechaban? —preguntó Joe.
—¡Qué diablos, usted ya sabe que a la gente le gusta hablar! Probablemente, no
hubo nada. Pero tengo que admitir que resultaba bastante divertido.
—¿Quiere tomar una cerveza? —preguntó Joe.
—Ha tenido usted una buena idea —dijo Alf—. Dicen que muchos pasan de un
entierro a una cama, pero ya no soy tan joven como antes. Ahora, los entierros sólo
me dan sed. Sí, la Negra era toda una ciudadana. Podría contarle muchas cosas sobre
ella. La conocía desde hacía treinta y cinco años, no, treinta y siete.
—¿Quién era Faye? —preguntó Joe.
Entraron en el bar del señor Griffin. A éste no le gustaba el alcohol en absoluto, y
odiaba profundamente a los borrachos. Era propietario del Salón Griffin en la calle
Mayor, y era capaz, un sábado por la noche, de rehusar servir más copas a veinte
hombres si creía que ya tenían bastante. El resultado es que su negocio se desenvolvía
a la perfección en medio del mayor orden y tranquilidad. Era un salón ideal para
cerrar tratos y para hablar tranquilamente sin ser interrumpidos.
Joe y Alf tomaron asiento a la mesa redonda del fondo, y bebieron tres cervezas
por barba. Joe se enteró de todas las verdades y mentiras, de lo que se sabía y de lo
que se suponía, y de todas las conjeturas, por feas que fuesen. De todo ello sacó una
completa confusión, pero también unas pocas ideas claras. En la muerte de Faye
había gato encerrado. Kate debía de ser la esposa de Adam Trask. Se agarró a esto
rápidamente; era muy posible que Trask estuviera dispuesto a pagar por su silencio.
El asunto de Faye era demasiado peligroso para tocarlo. Joe tenía que pensar, pero a
solas.
Al cabo de un par de horas, Alf estaba ya impaciente. Joe no le había devuelto la
pelota. No le había suministrado nada, ni un solo chisme, ni una sola noticia. Alf
pensó que aquel tipo tan reservado debía de ocultar algo. ¿A quién podría tirar de la
lengua acerca de Joe?
Alf dijo por último:
—Entiéndame, a mí me gusta Kate. Siempre tiene algún que otro trabajillo para
mí, y me paga con puntualidad y generosidad. Probablemente, todas esas habladurías
sobre ella son humo de paja. Y si uno lo piensa bien, llega a la conclusión de que es
una mujer muy fría y muy dueña de sí misma. Tiene una mirada peligrosa. ¿No lo
cree?
—Yo me llevo muy bien con ella —respondió Joe.
Alf estaba enojado ante la sinuosa reserva de Joe, así es que trató de espolearle.
—Cuando le construí aquel colgadizo sin ventana se me ocurrió algo muy
divertido —le explicó—. Un día me miró con su mirada glacial, y de repente pensé:
si ella supiese todo lo que yo he oído decir de ella, y me ofreciese una copa, o aunque
fuese un pastel, yo le contestaría: «No, gracias, señora».
—Ella y yo nos llevamos muy bien —repuso Joe—. Tengo que encontrarme con

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un sujeto.
Joe se fue a su habitación para pensar. Estaba inquieto. Se levantó, miró en su
maleta y abrió todos los cajones del escritorio. Se le ocurrió que acaso alguien había
andado revolviéndole las cosas. Fue una simple idea, ya que no había nada que
descubrir. A pesar de ello estaba nervioso y se esforzaba por ordenar en su mente
todo lo que Alf le había dicho.
Llamaron suavemente a la puerta y entró Thelma con los ojos hinchados y la
nariz enrojecida.
—¿Qué le pasa a Kate?
—Ha estado enferma.
—No quiero decir eso. Yo estaba en la cocina batiendo la nata en una jarra,
cuando entró ella y descargó toda su furia sobre mí.
—¿Acaso habías mezclado aguardiente en el batido?
—No, ¡qué diablos! Sólo extracto de vainilla. Ella no tiene derecho a hablarme de
ese modo.
—Pero te habló, ¿no es eso?
—Sí, y no lo soporto.
—Pues lo harás —aseguró Joe—. ¡Márchate, Thelma!
Thelma lo miró con sus hermosos y penetrantes ojos oscuros, y volvió a
refugiarse en la isla de seguridad de la que una mujer depende.
—Joe —le preguntó. ¿Eres realmente un puro hijo de perra o sólo finges serlo?
—¿Y a ti qué te importa? —preguntó Joe.
—Nada en absoluto, hijo de perra —le respondió.

Tras meditarlo con detenimiento, Joe decidió actuar lenta y cautelosamente. «Tengo
los cuatro ases, sólo he de saber emplearlos bien», se dijo.
Fue en busca de sus instrucciones de cada noche, y Kate se las dio sin volver la
cabeza. Estaba sentada ante su escritorio, con la visera calada hasta las cejas y ni
siquiera lo miró. Terminó de darle sus secas órdenes y luego añadió:
—Joe, me pregunto si te has ocupado del negocio correctamente. He estado
enferma, pero ahora ya estoy bien, o casi bien.
—¿Ocurre algo malo?
—Tan sólo es una impresión. Prefiero que Thelma beba whisky que extracto de
vainilla, y no quiero que beba whisky. Me parece que te has dormido en los laureles.
Joe trató de encontrar una escapatoria.
—Verá, he estado muy ocupado —dijo.
—¿Ocupado?

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—Claro. Estaba haciendo lo que usted me encargó.
—¿Qué te encargué?
—Ya sabe, lo de Ethel.
—¡Olvídate de Ethel!
—Muy bien —respondió Joe, y añadió, sin darse cuenta—: Ayer encontré a un
tipo que me dijo que la había visto.
Si Joe no la hubiese conocido, no hubiera dado a aquella pequeña pausa, a
aquellos rígidos diez segundos de silencio, su verdadero valor.
—¿Dónde? —le preguntó con tacto.
—Aquí.
Ella giró lentamente la silla giratoria hasta quedar frente a él.
—No debía haberte dejado trabajar en la oscuridad, Joe. Me cuesta reconocer un
error, pero te debo una explicación. No es necesario que te recuerde que hice que
expulsaran a Ethel del condado. Creí que me había hecho algo —su voz adquirió un
tono melancólico—. Estaba equivocada. Más tarde lo descubrí. Desde entonces, esa
idea no deja de preocuparme. No me había hecho nada. Quiero encontrarla y
decírselo y compensarla. Supongo que te parecerá extraño que manifieste esa clase de
sentimientos.
—No, señora.
—Trata de encontrarla, Joe. Me sentiré mejor si puedo compensarla. ¡Pobre
muchacha!
—Trataré de hacerlo, señora.
—Y escucha, Joe, si necesitas dinero, dímelo. Y si la encuentras, repítele lo que te
he dicho. Si ella no quiere venir, averigua dónde puedo telefonearla. ¿Necesitas
dinero?
—Ahora, no. Pero tendré que salir con mucha frecuencia de la casa.
—Lo dejo en tus manos. Eso es todo, Joe.
Joe sentía deseos de abrazarse a sí mismo. En el vestíbulo se cogió los codos con
las manos y se dejó llevar por la alegría que le invadía. Comenzó a creer que era él
quien lo había planeado todo. Atravesó el salón en sombras, en el que reinaba un
temprano susurro de conversaciones. Salió al exterior y miró las estrellas, que
nadaban en grandes bancos a través de las nubes empujadas por el viento.
Joe pensó en el zoquete de su padre porque recordó algo que éste le había dicho.
«Ojo con los aduladores», había dicho el padre de Joe. «Fíjate en esas señoras que se
pasan la vida dándole coba a alguien. Significa que quieren algo, no lo olvides».
Joe repitió en voz baja:
—¡Una zalamera! Pensaba que era mucho más astuta.
Trató de recordar su tono de voz y sus palabras para asegurarse de que no se le
había escapado nada. Una zalamera; y pensó en Alf cuando decía: «Si me ofreciese
una copa o aunque fuese un pastel…».

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3

Kate estaba sentada a su escritorio. Oía gemir el viento entre las hojas de la alheña
del patio, y aquel viento y las tinieblas que la rodeaban estaban impregnadas de la
presencia de Ethel, de la gorda y sucia Ethel, que sudaba junto a ella, gelatinosa como
una medusa. Se sentía fatigada y agobiada.
Se dirigió a su refugio, la pequeña estancia gris, cerró la puerta y se sentó en la
oscuridad, notando cómo el dolor se apoderaba de nuevo de sus dedos. Sus sienes
latían acompasadamente. Palpó la cápsula que colgaba de su cuello con una cadenilla,
frotó el tubo de metal, que conservaba el calor de su pecho, contra su mejilla, y
recobró el valor. Se lavó la cara y se maquilló, se peinó y se arregló el cabello a lo
Pompadour. Se dirigió al vestíbulo y se detuvo, como siempre, a la puerta del salón
para escuchar.
A la derecha de la puerta había dos mujeres y un hombre conversando. En cuanto
Kate entró, dejaron de hablar.
—Helen, si ahora no estás ocupada, quiero verte —le indicó. La mujer la siguió
por el vestíbulo hasta su habitación. Era una rubia paliducha de tez marfileña.
—¿Es algo importante, señorita Kate? —preguntó con cierto temor.
—Siéntate. No, no es nada. Tú fuiste al entierro de la Negra, ¿no es eso?
—Sí, señora.
—Cuéntame cómo fue.
—¿El qué?
—Dime lo que recuerdes.
Helen dijo con nerviosismo:
—Verá usted, en cierto modo fue horrible y hermoso al mismo tiempo.
—¿Qué quieres decir?
—No lo sé. No hubo flores, ni nada, pero sí hubo…, hubo…, bueno…, una
especie de dignidad. Ella estaba tendida en un ataúd de madera negra, con unas
maravillosas asas de plata de un tamaño enorme. Te hacía sentir como…, no sé, soy
incapaz de describirlo.
—Tal vez ya me lo has dicho. ¿Cómo iba vestida?
—¿Cómo iba vestida, dice usted?
—Sí, su ropa. Supongo que no la enterraron desnuda.
El rostro de Helen reflejaba el esfuerzo que estaba haciendo por recordar.
—No lo sé —dijo finalmente—. No me acuerdo.
—¿Fuiste al cementerio?
—No, señora. Nadie fue, excepto él.
—¿Quién?
—Su hombre.
Kate dijo con rapidez, casi con demasiada prisa:
—¿Tienes algún cliente esta noche?

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—No, señora. Hoy es la víspera del día de Acción de Gracias, y siempre suele
venir muy poca gente.
—Lo había olvidado —respondió Kate—. Ahora vete.
Contempló a la muchacha mientras se iba, y volvió a sentarse llena de
nerviosismo ante su escritorio. Y mientras examinaba una detallada factura del
fontanero, se llevó la mano izquierda al cuello y tocó la cadena, lo cual le produjo
una sensación de alivio y seguridad.

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Capítulo 49

Tanto Lee como Cal trataban de disuadir a Adam de que fuese a la estación a esperar
el tren, el tren nocturno de Lark, proveniente de San Francisco, con destino a Los
Ángeles.
—¿Por qué no dejamos que vaya Abra sola? —propuso Cal—. El querrá verla a
ella primero.
—Me parece que no se dará cuenta de la presencia de los demás —aseguró Lee
—. Así que poco importa que vayamos o no.
—Quiero ver cómo se apea del tren —intervino Adam—. Estará cambiado, y
quiero comprobarlo.
—Sólo ha estado fuera un par de meses, así que no puede estar muy cambiado, ni
mucho más viejo —expuso Lee.
—Estará cambiado. La experiencia le habrá hecho cambiar.
—Si usted va, todos tendremos que ir —observó Cal.
—¿Es que no quieres ver a tu hermano? —le preguntó Adam frunciendo el ceño.
—Claro que sí, pero es él quien no querrá verme, por lo menos al principio.
—Te equivocas —repuso Adam—. No subestimes a Aron.
Lee levantó las manos en un ademán de resignación.
—Al final iremos todos —vaticinó.
—¿Te imaginas? —dijo Adam—. Contará muchas novedades. Acaso hablará de
un modo diferente. No sé si sabes, Lee, que en el este los muchachos adquieren el
modo de hablar de su escuela. Gracias a eso se puede distinguir a un alumno de
Harvard de uno de Princeton. Por lo menos, eso dicen.
—Escucharé con mucha atención —respondió Lee—. Me gustará saber qué clase
de dialecto hablan en Stanford.
Y sonrió a Cal.
A Adam aquello no le pareció motivo de broma.
—¿Has puesto ya algunas frutas en su habitación? —preguntó al chino—. Ya
sabes que le gusta mucho la fruta.
—He puesto peras, manzanas y uvas moscatel —contestó Lee.
—Sí, las uvas moscatel le gustan mucho. Lo recuerdo muy bien.
Acuciados por Adam, estaban en la estación del Southern Pacific media hora
antes de la llegada del tren. Abra ya se encontraba allí.
—Mañana no podré ir a cenar, Lee —le avisó Abra—. Mi padre quiere que me
quede en casa. Acudiré tan pronto como pueda.
—Pareces algo nerviosa —observó Lee.

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—¿Es que tú no lo estás?
—Creo que sí —respondió Lee—. Mira hacia la vía y dime si está puesta la señal
verde.
Los horarios ferroviarios son causa de orgullo o de aprensión para casi todo el
mundo. Cuando a lo lejos se divisó que la señal roja cambió a verde y el largo haz
luminoso del faro del tren dobló la curva e iluminó la estación, los hombres que se
hallaban en el andén consultaron sus relojes y dijeron: «Llega puntual».
En ese aserto había orgullo mezclado con alivio. Cada vez le damos más valor a
una pequeña diferencia de segundos. Y a medida que las actividades humanas se
vuelven más entremezcladas e integradas unas en otras, la décima de segundo va
adquiriendo mayor importancia, de tal forma que llegará un momento en que se
tendrá que encontrar un nuevo nombre para la centésima de segundo; incluso, puede
que algún día, si bien no lo creo probable, nos sorprendamos diciendo: «¡Oh, que se
vaya al infierno! ¿Qué importa una hora más o menos?». Pero esta preocupación por
las pequeñas unidades de tiempo es muy legítima. Tarde o temprano aparece algo que
desbarata cuanto te rodea, y el desorden que crea se esparce en círculos concéntricos,
como las ondas que se forman al arrojar una piedra en un lago tranquilo.
El tren de Lark llegó con tal velocidad que parecía que no se iba a detener. Y sólo
cuando hubieron pasado y se encontraron a bastante distancia la máquina y los
furgones de equipaje, los frenos soltaron su agudo silbido, y el hierro rechinó, como
si protestara por tener que detenerse.
Del tren se apeó una multitud de personas que volvían a Salinas con motivo del
día de Acción de Gracias, y de cuyas manos pendían paquetes y cajas envueltas en
papel. Adam y los suyos tardaron un momento en localizar a Aron. Y cuando lo
vieron, les pareció más alto que antes.
Se tocaba con un sombrero plano y de ala estrecha, muy elegante, y cuando los
vio se puso a correr agitándolo, dejando ver su rubio cabello, tan corto que se le
quedaba de punta. Sus ojos brillaban, y ellos rieron de placer al verlo.
Aron dejó su maleta y levantó a Abra del suelo, abrazándola fuertemente.
Después de depositarla de nuevo en el suelo, estrechó las manos de Adam y de Cal.
Luego abrazó a Lee y casi lo estrujó.
De regreso a casa todos hablaban a la vez: «¿Cómo estás?», «Tienes muy buen
aspecto».
—Abra, estás muy guapa.
—No es cierto. ¿Por qué te has cortado el pelo?
—Allí todos lo llevan así.
—¡Pero tienes un cabello tan bonito!
Subieron a toda prisa por la calle Mayor, siguieron una manzana, y al doblar la
esquina de la calle Central pasaron ante la panadería de Reynaud, en cuyo escaparate
estaba expuesto un extenso surtido de panes franceses. La señora Reynaud, de
cabellos negros, los saludó con su mano blanca de harina. Habían llegado a casa.

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—¿Hay café, Lee? —preguntó Adam.
—Lo preparé antes de salir. Se está calentando.
Pronto tuvo las tazas dispuestas. Ahora estaban todos reunidos: Aron y Abra en el
sofá, Adam en su sillón bajo la lámpara, Lee sirviendo el café y Cal apoyado en el
marco de la puerta del vestíbulo. Todos permanecían silenciosos, porque era
demasiado tarde para saludar y demasiado temprano para empezar a hablar de otras
cosas.
—Cuéntame cómo te ha ido —dijo Adam—. ¿Has obtenido buenas notas?
—Los exámenes finales no tienen lugar hasta el mes que viene, padre.
—Ah, ya comprendo. Pero de cualquier modo, estoy seguro de que tendrás
buenas notas. Absolutamente seguro.
A pesar de sí mismo, una mueca de impaciencia apareció en el rostro de Aron.
—Seguro que estás cansado —comentó Adam—. Bien, ya hablaremos mañana.
—Pues yo creo que no lo está. Apostaría a que quiere estar solo —observó Lee.
Adam miró a Lee y dijo:
—Desde luego, desde luego. ¿Te parece que vayamos todos a acostarnos?
Abra encontró la solución.
—Yo no debería llegar tarde a casa —dijo—. Aron, ¿por qué no me acompañas?
Mañana podremos estar todos juntos.
Durante el camino, Aron iba aferrado a su brazo. Temblaba.
—Va a helar —observó.
—¿Estás contento de haber vuelto?
—Sí, lo estoy. Tengo muchas cosas que contarte.
—¿Cosas buenas?
—Puede. Espero que así te lo parezcan.
—Estás muy serio.
—Es que se trata de algo serio.
—¿Cuándo tienes que volver?
—El domingo por la noche.
—Tenemos mucho tiempo. Yo también quiero contarte algunas cosas. Nos queda
todo mañana, el viernes, el sábado y todo el domingo. ¿No te importará no entrar en
mi casa esta noche?
—¿Por qué no he de entrar?
—Más tarde te lo diré.
—Quiero que me lo digas ahora.
—Es que mi padre ha tenido uno de sus prontos.
—¿Contra mí?
—Sí. Mañana no puedo ir a cenar con vosotros, pero no pienso comer mucho en
casa. Así es que puedes decirle a Lee que me guarde un plato.
La timidez comenzó a apoderarse de él. La joven se dio cuenta de ello, pues notó
que no le asía el brazo con tanta fuerza. Al observar su silencio, lo miró a la cara.

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—No debía habértelo dicho esta noche.
—Sí, sí que debías —respondió él lentamente—. Dime la verdad. ¿Sigues
queriéndome?
—Naturalmente.
—Entonces, todo está bien. Ahora me voy. Ya hablaremos mañana.
Él la dejó a la puerta de su casa, después de rozarle ligeramente los labios con los
suyos. A ella le dolió que se hubiese conformado con tanta facilidad, y rió con
amargura al pensar que podía preguntar una cosa y sentirse lastimada con la
respuesta. Le observó alejarse a grandes pasos, bajo la luz proyectada por el farol de
la esquina. Abra pensó que debía de estar loca, que todo eran imaginaciones suyas.

Una vez en su dormitorio, y después de haber dado las buenas noches a todos, Aron
se sentó en el borde de la cama y miró sus manos, que tenía entre las rodillas. Se
sentía abatido e indefenso, envuelto entre el algodón de las ambiciones de su padre,
como un huevo de ave. No se había dado cuenta hasta aquella misma noche de esa
presión, y se preguntaba si tendría el valor de librarse de aquella fuerza suave y
persistente. No debía precipitarse. La casa parecía fría y repleta de una humedad que
le hacía temblar. Se levantó y abrió suavemente la puerta. Había luz bajo la puerta de
Cal. Llamó y entró sin esperar respuesta.
Cal estaba sentado ante un escritorio nuevo. Estaba trabajando con papel de tela y
un rollo de cinta roja, y cuando entró Aron cubrió a toda prisa algo que había sobre su
escritorio con un papel secante.
Aron sonrió.
—¿Regalitos?
—Sí —dijo Cal, sin añadir más.
—Me gustaría hablar contigo.
—¡Claro, pasa! Habla bajo o vendrá padre. No quiere perderse ni un momento.
Aron se sentó en la cama. Como no se decidía a hablar, Cal le preguntó:
—¿Qué te pasa? ¿Te ocurre algo?
—No, nada. Sólo quiero hablar contigo. Cal, no quiero seguir estudiando.
Cal volvió la cabeza.
—¿Ah, no? ¿Y por qué?
—Es que no me gusta.
—Supongo que no se lo habrás dicho a padre. Le darías un disgusto. Bastante
tiene con que yo no quería estudiar. ¿Qué piensas hacer?
—He pensado que podría encargarme del rancho.
—¿Y Abra?

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—Hace mucho tiempo me dijo que eso es lo que le gustaría.
Cal observó el rostro de su hermano.
—El rancho está arrendado.
—Bueno, por ahora sólo es una idea.
—La agricultura no da dinero —observó Cal.
—Yo no quiero mucho dinero. El suficiente para vivir.
—Para mí eso no es bastante —replicó Cal—. Yo quiero ganar mucho dinero, y te
aseguro que lo conseguiré.
—¿Cómo?
Cal se sentía más viejo y más seguro de sí mismo que su hermano. Experimentaba
hacia él un sentimiento protector.
—Si sigues en la universidad, yo empezaré por mi cuenta y pondré los cimientos.
Luego, cuando acabes, podemos ser socios. Yo tendré el capital y tú los estudios. Eso
estaría muy bien.
—No quiero volver. ¿Por qué tendría que hacerlo?
—Porque padre quiere que lo hagas.
—Eso no me hará regresar.
Cal miró a su hermano con cierta expresión de enojo, y paseó su mirada por los
rubios cabellos y los grandes ojos, y, de pronto, comprendió, sin el menor género de
duda, por qué su padre quería tanto a Aron.
—Consúltalo con la almohada —le aconsejó. Por lo menos termina este curso. No
tomes aún ninguna determinación.
Aron se levantó y se dirigió a la puerta.
—¿Para quién es ese regalo? —preguntó.
—Para padre. Mañana lo verás, después de la cena.
—No estamos en Navidad.
—No —contestó Cal—. Es mejor que Navidad.
Cuando Aron hubo vuelto a su habitación, Cal destapó su regalo. Contó los
quince billetes nuevos una vez más, tan tersos que producían un sonido agudo y
crujiente. La sucursal del Banco de Monterrey tuvo que mandarlos a buscar a San
Francisco, y sólo consintieron en hacerlo cuando se les explicó a qué fin se
destinaban. En el banco se sentían sorprendidos y desconfiados al ver, primero, que
un mozalbete de diecisiete años había ganado tanto dinero, y, en segundo lugar, que
lo sacase de allí. A los banqueros no les gusta que el dinero se maneje a la ligera,
aunque sea para un fin sentimental. Fue necesaria la palabra de Will Hamilton para
que el banco creyese que aquel dinero pertenecía a Cal, que era una suma ganada
honradamente y que podía disponer de la misma a su antojo.
Cal envolvió de nuevo el fajo de billetes y lo ató con la cinta roja, terminada por
una especie de burbuja, que a duras penas se reconocía como un lazo. Por su tamaño,
el paquete lo mismo podría haber contenido un pañuelo. Lo ocultó bajo las camisas
de su armario y fue a acostarse. Pero no podía dormir.

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Estaba nervioso y al mismo tiempo indeciso. Deseaba que el día hubiese pasado y
haber entregado ya el regalo. Repitió mentalmente lo que pensaba decir: «Esto es
para usted». «¿Qué es?». «Un regalo».
De aquí en adelante, ya no sabía qué sucedería. Empezó a dar vueltas en la cama,
y al amanecer se levantó, se vistió y se deslizó subrepticiamente fuera de la casa.
En la calle Mayor vio al viejo Martin barriendo la calzada con una escoba de
establo. Los concejales del ayuntamiento estaban deliberando acerca de si debían
adquirir una barredera mecánica. El viejo Martin esperaba que él fuese el encargado
de conducirla, pero no tenía muchas esperanzas. La tecnología era para los jóvenes.
El carro de la basura de Bacigalupi pasó junto a él, y Martin lo siguió con una mirada
despiadada; aquel sí que era un buen negocio. Aquellos tipos estaban
enriqueciéndose.
La calle Mayor estaba vacía, a no ser por algunos perros que olisqueaban las
puertas cerradas y la soñolienta actividad en torno al figón de San Francisco. El
nuevo taxi de Pet Bulene estaba aparcado frente a él, porque Pet había sido advertido
la noche antes de que debía llevar a las Williams a la estación, para tomar el tren de la
mañana hacia San Francisco.
El viejo Martin llamó a Cal.
—¿Tienes un cigarrillo, muchacho?
Cal se detuvo y sacó su paquete de Murads.
—¡Oh, éstos son de lujo! —observó Martin—. ¿No tendrás también un fósforo?
Cal le encendió el cigarrillo, teniendo cuidado de no prender fuego a la barba del
viejo.
Martin se apoyó sobre el mango de su escoba y aspiró el humo, desconsolado.
—Lo mejor se lo dan a los jóvenes —dijo—. No me dejarán que la conduzca.
—¿Qué? —preguntó Cal.
—Pues la nueva barredera. ¿No estás enterado? ¿Es que estás en la luna, chico?
Le parecía increíble que cualquier ser humano razonablemente informado no
estuviese enterado de lo de la barredera. Entonces se olvidó de la presencia de Cal.
Acaso los Bacigalupi le darían algún trabajo. Ganaban dinero a espuertas. Tres carros
y un nuevo camión.
Cal dobló la esquina de la calle Alisal, entró en la oficina de Correos y miró por
la ventanilla del apartado 32, que estaba vacío.
Volvió a casa y encontró a Lee ya levantado y rellenando un enorme pavo.
—¿No te has acostado en toda la noche? —preguntó Lee.
—Claro que sí. He salido a dar una vuelta.
—¿Estás nervioso?
—Sí.
—No te lo reprocho. Yo también lo estaría. Es difícil regalar cosas a otras
personas, aunque creo que todavía es más difícil recibirlas. Eso parece una tontería,
¿no es verdad? ¿Quieres café?

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—Sí, por favor.
Lee se secó las manos y sirvió café para él y para Cal.
—¿Cómo has encontrado a Aron?
—Pues, bien.
—¿Has hablado con él?
—No —respondió Cal.
Así era más fácil. Lee hubiera querido saber lo que habían dicho. Aquél no era el
día de Aron, sino el de Cal. Se lo había preparado cuidadosamente y lo quería para sí.
No permitiría que se le escapase.
Aron entró con ojos todavía soñolientos.
—¿A qué hora cenaremos, Lee?
—No lo sé, a las tres y media o a las cuatro.
—¿No podrías prepararlo para las cinco?
—Creo que sí, si Adam no tiene ningún inconveniente. ¿Por qué, Aron?
—Verás, es que Abra no puede venir antes de esa hora. Tengo un plan que quiero
exponerle a mi padre y prefiero que ella esté aquí.
—Supongo que no habrá dificultad alguna —dijo Lee.
Cal se levantó rápidamente y subió a su cuarto. Se sentó ante su escritorio, con la
lámpara vuelta hacia arriba, y se agitó desazonado y resentido. Aron, sin hacer el
menor esfuerzo, le estaba robando aquel día, que resultaría ser el de su hermano y no
el suyo. De pronto, se sintió profundamente avergonzado. Se cubrió los ojos con las
manos y se dijo: «Sólo son celos. Estoy celoso. Eso es. Estoy celoso. No quiero estar
celoso». Y repitió una y otra vez: «Celoso, celoso, celoso», como si expresándolo en
voz alta pudiera destruirlo. Y después de esto, continuó infligiéndose su castigo:
«¿Por qué doy este dinero a mi padre? ¿Es por su bien? No; es por el mío. Will
Hamilton ya lo dijo, estoy tratando de comprarlo. Esto no es decente, ni yo tampoco
lo soy. Aquí estoy sentado, revolcándome en la envidia y los celos por mi hermano.
¿Por qué no llamar a las cosas por su nombre?».
Se susurró con voz ronca: «¿Por qué no ser honrado? Yo sé muy bien por qué mi
padre quiere tanto a Aron. Es porque se parece a ella. Mi padre nunca ha conseguido
olvidarla. Puede que no lo sepa, pero así es. Me pregunto si él es consciente. Y por
eso también tengo celos de ella. ¿Por qué no tomo mi dinero y me largo? Ellos no me
echarían de menos. En poco tiempo se olvidarían incluso de mi existencia, todos
menos Lee. Aunque quizás, él tampoco me quiera». Apoyó la frente en sus puños.
«¿Tendrá Aron que sostener estas luchas interiores? No lo creo; pero ¿cómo puedo
saberlo? Aunque se lo preguntase, no me lo diría».
La mente de Cal se doblegó bajo el peso de la ira y de la compasión que sentía
por sí mismo. Y entonces oyó una nueva voz, que decía con frialdad y desprecio:
«¿Por qué no admites honradamente que este vapuleo al que te estás sometiendo te
produce placer? Ésa es la única verdad. ¿Por qué no te limitas a ser lo que eres y a
obrar según tus impulsos?».

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Cal se sentó, aturdido por este pensamiento. ¿Placer? Desde luego. Azotándose a
sí mismo se protegía y evitaba que otro lo hiciese. Su mente se puso en tensión. Sí,
había que dar el dinero, pero darlo con despreocupación. No sentirse cohibido por
nada. Librarse de prejuicios. Limitarse a darlo, y no pensar más en ello. Y ahora dejar
de pensar también. Darlo, darlo. Darle el día a Aron. ¿Por qué no? Se levantó de un
salto y corrió a la cocina.
Aron mantenía el pavo abierto mientras Lee embutía el relleno en la cavidad. El
horno crujió y emitió un chasquido con el calor. Lee dijo:
—Veamos, nueve kilos, veinte minutos por kilo, lo cual hace nueve veces veinte,
o sea, ciento ochenta minutos, igual a tres horas —y se puso a contar con los dedos:
Once, doce, una…
—Cuando termines, Aron, ven a dar un paseo —dijo Cal.
—¿Adónde? —preguntó Aron.
—Por la ciudad. Quiero preguntarte algo.
Cal llevó a su hermano al otro lado de la calle, a casa de Berges y Garrisiere, que
importaban vinos de marca y licores.
—Tengo algún dinero, Aron, y he pensado que quizá te gustaría comprar vino
para la cena. Yo te daré el dinero —le propuso Cal.
—¿Qué clase de vino?
—Celebrémoslo como es debido. Compremos champán, puede ser tu regalo.
—Sois demasiado jóvenes, muchachos —les dijo Joe Garrisiere.
—¿Para cenar? Sí, claro, somos demasiado jóvenes.
—Lo siento, pero no puedo venderos bebidas alcohólicas.
—Pero no se negará usted a que lo paguemos ahora, y después se lo envía a
nuestro padre —repuso Cal.
—Eso es diferente —dijo Joe Garrisiere—. Tenemos un Oeil de Perdrix que…
Frunció los labios como si lo estuviese probando.
—¿Qué es eso? —preguntó Cal.
—Champán, pero muy bueno, del mismo color que el ojo de una perdiz, rosado,
oscuro y seco. Cuatro cincuenta la botella.
—¿No te parece un poco caro? —preguntó Aron.
—¡Claro que es caro! —afirmó Cal riendo—. Envíe tres botellas, Joe —y dijo a
Aron: Ése será tu regalo.

Para Cal, aquel día era interminable. Deseaba dejar la casa y no podía. A las once,
Adam se dirigió a la oficina de alistamiento para echar un vistazo a los datos de una
nueva quinta que iba a ser llamada.

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Aron parecía estar perfectamente tranquilo. Se sentó en el salón, mirando los
grabados y las historietas de números atrasados de la Review of Reviews. Desde la
cocina se empezaban a esparcir por toda la casa los aromas del jugoso pavo asado.
Cal fue a su habitación y tomó su regalo, colocándolo en su escritorio. Trató de
escribir una tarjeta para ponerla encima: «A mi padre, de su hijo Caleb». «A Adam
Trask de Caleb Trask». Rompió las tarjetas en menudos pedacitos, que arrojó luego al
retrete.
Pensó: «¿Por qué dárselo hoy? Tal vez mañana podría acercarme a él con toda
calma y decirle: “Esto es para usted”, y después irme. Sería más fácil. Pero no», se
dijo en voz alta. «Quiero que los demás lo vean». Tenía que ser así. Pero sentía una
opresión en el pecho y las palmas de las manos cubiertas de sudor frío. Y pensó en la
mañana de aquel día en que su padre lo sacó del calabozo. La cálida intimidad y la
confianza que le demostró su padre eran cosas dignas de ser recordadas. Incluso llegó
a decirle: «Tengo confianza en ti». Ante este pensamiento, se sintió mucho más
reconfortado.
Alrededor de las tres, oyó entrar a Adam y el sonido de voces que conversaban en
el salón. Cal fue a reunirse entonces con su padre y Aron.
Adam estaba diciendo:
—Los tiempos han cambiado. Un joven debe especializarse, o no irá a ninguna
parte. Supongo que por eso me alegro de que vayas a la universidad.
—He estado pensando en eso y tengo mis dudas —respondió Aron.
—Pues no le des más vueltas. Tu primera decisión es la más acertada. Mírame.
Yo sé un poquito de todo, pero no lo suficiente sobre una cosa concreta para ganarme
la vida en estos tiempos.
Cal se sentó en silencio. Adam no había reparado en su presencia. Su rostro
expresaba una gran concentración interior.
—Es una cosa muy natural que un hombre quiera ver triunfar a su hijo —
prosiguió diciendo Adam—. Tal vez yo tenga más visión de futuro que tú.
Lee asomó la cabeza.
—Las balanzas de la cocina deben de estar mal —observó. El pavo estará listo
antes de lo que señala la receta. Apostaría a que no pesaba nueve kilos.
—Bueno, puedes conservarlo caliente —le aconsejó Adam, y continuó—: El
viejo Sam Hamilton ya lo preveía. Dijo que los filósofos universales dejarían de
existir. El peso de los conocimientos actuales es demasiado grande para una sola
mente. Dijo que llegaría el día en que cada hombre sólo sería capaz de conocer una
pequeña parte, pero la conocería muy bien.
—Sí —corroboró Lee desde la puerta—. Y lamentaba que así fuese. Es más, lo
detestaba.
—¿De veras? —preguntó Adam.
Lee entró en la estancia con un gran cucharón en la mano derecha, mientras con
la izquierda formaba un cuenco bajo ella, por miedo a que cayesen gotas en la

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alfombra. Pero al entrar en la habitación, se olvidó de ello y empezó a blandir su
cucharón, esparciendo gotas de grasiento caldo de pavo por el suelo.
—Ahora que usted lo dice, tengo que confesarle que no lo sé —admitió—. No sé
si lo detestaba, o soy yo quien lo detesto por él.
—No te excites tanto —dijo Adam—. Parece como si no pudiéramos discutir
sobre nada, ya que te lo tomas como un insulto personal.
—Tal vez lo que sucede es que los conocimientos son demasiado vastos y los
hombres se han vuelto demasiado pequeños —repuso Lee—. Acaso al arrodillarse
para examinar los átomos, sus almas se han vuelto también minúsculas como ellos.
Quizás un especialista no sea más que un cobarde, temeroso de mirar fuera de su
pequeña jaula. Y piense en lo que pierde cualquier especialista: el mundo entero que
se extiende más allá de su valla.
—Hablábamos sólo de un medio para ganarse la vida.
—La vida, o sea, dinero —dijo Lee con excitación—. El dinero es muy fácil de
hacer si no se quiere otra cosa. Pero con unas pocas excepciones, lo que los hombres
quieren no es dinero, sino lujo, amor y ser admirados.
—De acuerdo. Pero ¿tienes alguna objeción que hacer a los estudios
universitarios? De eso es de lo que estamos hablando.
—Lo siento —se excusó Lee—. Tiene usted razón, me excito demasiado. No, si
la universidad le sirve a un hombre para hallar su relación con su mundo circundante.
En ese caso, no tengo ninguna objeción que hacer. ¿No es así, Aron? ¿No es así?
—No lo sé —respondió Aron.
Un siseo llegó de la cocina.
—Los malditos menudillos están hirviendo y van a salirse de la olla —dijo Lee.
Y salió a todo correr de la estancia.
Adam lo siguió con una mirada afectuosa.
—¡Qué hombre tan bueno! ¡Qué amigo tan excelente!
—Desearía que llegase a centenario —dijo Aron.
Su padre soltó una risita.
—¿Y cómo sabes que no tiene ya cien años?
—¿Cómo va la fábrica de hielo, padre? —preguntó Cal.
—Pues bastante bien. Cubre los gastos y deja un pequeño margen de beneficio.
¿Por qué me lo preguntas?
—Tengo un par de ideas para sacarle realmente provecho.
—Hoy no —dijo Adam tajante—. El lunes, si te acuerdas, pero hoy no. Sabes —
prosiguió Adam—, hace tiempo que no recuerdo sentirme tan contento como hoy. Me
siento…, bueno, digamos satisfecho. Tal vez se deba únicamente a que he dormido
muy bien esta noche y he tomado un buen baño. O tal vez sea porque estamos todos
juntos y en paz. —Sonrió a Aron—. No sabíamos lo que representabas para nosotros
hasta que nos dejaste.
—Yo sentía mucha nostalgia —confesó Aron—. Los primeros cinco días creí que

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no podría soportarlo de ninguna manera.
Abra entró de pronto en la habitación. Sus mejillas estaban sonrosadas y tenía un
aspecto radiante.
—¿Ya habéis visto que hay nieve en el Monte Toro? —preguntó.
—Sí, ya lo he visto —contestó Aron. Dicen que eso significa que el año próximo
será bueno. Y nosotros tendremos que sacarle mucho provecho.
—Sólo he picado unas cositas —dijo Abra—. Preferiría cenar aquí.
Lee se excusó por la comida, como un viejo atontado. Culpó a la cocina de gas,
que no calentaba como una buena estufa de leña. Culpó también a la nueva raza de
pavos, a los cuales les faltaba algo que los de antaño poseían. Pero rió con todos ellos
cuando aseguraron que parecía una vieja deseosa de oír cumplidos.
A la hora del budín de ciruelas, Adam descorchó el champán, y lo bebieron con
toda parsimonia. Sobre la mesa se formó una atmósfera ceremoniosa, y apuraron sus
copas. Se hicieron brindis. Cada uno bebió a la salud de los demás, y Adam hizo un
pequeño discurso dirigiéndose a Abra cuando bebió la suya.
Los ojos de la joven brillaban y, por debajo de la mesa, Aron le oprimía la mano.
El vino embotó el nerviosismo de Cal, y ya no sentía temor ante la idea de ofrecerle
el regalo a su padre.
Cuando Adam hubo terminado el budín, dijo:
—Creo que nunca hemos celebrado un día de Acción de Gracias tan bueno como
éste.
Cal metió la mano en el bolsillo de su chaqueta, sacó el paquete atado con la cinta
roja y lo empujó por encima de la mesa hasta situarlo frente a su padre.
—¿Qué es esto? —preguntó Adam.
—Es un regalo.
Adam parecía muy contento.
—No es Navidad, pero hay regalos. ¡Vamos a ver qué es!
—Un pañuelo —aventuró Abra.
Adam desató la burda lazada, desplegó el papel de tela y se quedó mirando los
billetes.
—¿Qué es eso? —preguntó Abra.
Y se levantó para mirar. Aron se inclinó hacia delante. Lee, en la puerta, trató de
hacer desaparecer de su rostro la expresión de preocupación. Miró de soslayo a Cal y
vio la luz de triunfo y de alegría que brillaba en sus ojos.
Muy lentamente, Adam movió sus dedos y desplegó los billetes como si fuesen
naipes. Su voz parecía venir de muy lejos.
—¿Qué es eso? ¿Qué…?
Y se interrumpió.
Cal tragó saliva.
—Es…, yo lo gané, para darle…, para indemnizarle por lo que perdió con las
lechugas.

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Adam levantó la cabeza.
—¿Tú lo has ganado? ¿Cómo?
—El señor Hamilton…, lo ganamos juntos…, con las habas —prosiguió
apresuradamente—. Compramos cosechas futuras a dos centavos y medio, y cuando
el precio subió… Es para usted, quince mil dólares. Para usted.
Adam reunió los nuevos billetes hasta juntar sus bordes, dobló el envoltorio
cuidadosamente y volvió las puntas del papel de tela. Miró a Lee con expresión
abatida. Cal sintió como si la atmósfera estuviese cargada de algo terrible y
calamitoso, y una profunda tristeza se apoderó de él. Oyó que su padre decía:
—Tendrás que devolverlo.
—¿Devolverlo? ¿Devolverlo a quién? —preguntó.
—A los que te lo dieron.
—¿A la Agencia de Compras Británica? No lo aceptarían. Pagan seis centavos y
medio por kilo de habas en todo el país.
—Entonces, entrégaselo a los granjeros a quienes habéis robado.
—¿Robado? —gritó Cal—. Les pagamos dos centavos más por kilo de lo que
ellos reciben en el mercado. Nosotros no les hemos robado. Cal se sentía como
suspendido en el espacio, y le daba la sensación de que el tiempo pasaba muy
lentamente.
Su padre tardó mucho tiempo en responder. Entre sus palabras parecía haber
largos espacios.
—Yo envío soldados a Europa —le explicó—. Pongo mi firma y ellos van. Y
algunos morirán, y otros quedarán sin brazos o sin piernas para toda su vida. Ninguno
de ellos regresará incólume. Hijo mío, ¿piensas que yo puedo aprovecharme de ello?
—Lo he hecho por usted —replicó Cal—. Quería que recuperase el dinero que
perdió.
—Yo no quiero este dinero, Cal. Y lo de las lechugas, no creo que lo hiciese por
el provecho que pudiera reportarme. Fue una especie de juego para mí el ver si podía
llevar la lechuga al este, pero perdí. No quiero este dinero.
Cal miraba fijamente ante sí. Sentía los ojos de Lee, de Aron y de Abra clavados
en sus mejillas. Fijó los suyos en los labios de su padre.
—Me agrada que hayas tenido la idea de hacerme un regalo —prosiguió Adam—.
Te lo agradezco, pero…
—Se lo guardaré —atajó Cal.
—No. Nunca lo querré. Hubiera estado tan contento de que hubieses podido
ofrecerme…, bueno, lo que me ha ofrecido tu hermano, orgullo por la carrera que
está estudiando, alegría por sus progresos. El dinero, aunque sea ganado
honradamente, no puede compararse con eso. —Abrió más los ojos, y dijo—: ¿Te he
disgustado, hijo? No te enfades. Si quieres hacerme un buen regalo, ofréceme una
vida recta y honrada. Eso sí que lo valoraré.
Cal se ahogaba. Su frente estaba cubierta de sudor y en su lengua sentía un gusto

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salado. Se levantó súbitamente, haciendo caer la silla, y salió corriendo de la
habitación, conteniendo su aliento.
—¡No te enfades, hijo! —le gritó Adam.
Pero le dejaron solo. En su habitación, se sentó ante el escritorio con los codos
apoyados sobre él. Creyó que iba a llorar, pero no fue así. Se esforzaba por provocar
las lágrimas, pero éstas no podían atravesar el hierro candente que parecía atenazarle
la cabeza.
Al cabo de cierto tiempo, su respiración fue haciéndose más regular y su cerebro
comenzó a pensar con calma. Trató de dominar el odio incipiente que nacía en él,
pero éste reaparecía una y otra vez. Al final, sus esfuerzos se fueron debilitando
porque el odio se esparcía por todo su cuerpo, envenenándole hasta el último nervio.
Notaba cómo iba perdiendo los estribos.
Por fin, llegó el momento en que había desaparecido todo temor y todo dominio
de sí mismo, y su cerebro estallaba de doloroso triunfo. Tomó un lápiz y trazó con él
pequeñas espirales sobre su papel secante. Cuando entró Lee, una hora después, había
trazado cientos de espirales, cada vez más pequeñas. El joven no levantó la cabeza.
Lee cerró suavemente la puerta.
—Te traigo café —dijo.
—No lo quiero… Es decir, sí. Gracias, Lee. Es muy amable de tu parte.
—¡Basta! ¡Basta, te digo! —exclamó Lee.
—¿Basta qué? ¿A qué te refieres?
Lee dijo con desasosiego:
—Ya te dije una vez, cuando me lo preguntaste, que en ti estaba todo. Te dije que
podías dominarlo, si querías.
—¿Dominar qué? No sé de qué me estás hablando.
—¿Es que no puedes oírme? ¿Es que no me escuchas? Cal, ¿no sabes de qué
estoy hablando? —le respondió Lee.
—Te oigo, Lee. ¿Qué dices?
—No pudo evitarlo, Cal. Él es así. No pudo hacerlo de otra manera. No le
quedaba ninguna otra opción. Pero tú sí la tienes. ¿Es que no me oyes? Tú tienes otra
opción.
Las espirales se habían vuelto tan pequeñas, que las líneas de lápiz se habían
unido y el resultado era una manchita negra brillante.
—¿No te parece que le das demasiada importancia a pequeñeces? —replicó Cal
—. Me parece que te has colado. A juzgar por el tono de tu voz, se diría que he
matado a alguien. Déjalo correr, Lee, déjalo.
En la habitación se hizo el silencio. A los pocos momentos, Cal dio media vuelta
y vio que la estancia estaba vacía. Sobre la cómoda una taza de café lanzaba una
voluta de vapor. Cal bebió el café a pesar de que casi hervía, y se dirigió al salón.
Su padre le miró como disculpándose.
—Lo siento, padre —se excusó Cal—. Ignoraba cuáles eran sus sentimientos. —

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Tomó el envoltorio con el dinero que estaba sobre el mantel y lo guardó en el bolsillo
interior de su chaqueta, en el mismo sitio donde antes lo había tenido—. Ya veré qué
hago con él. —Y cambió de tema—. ¿Dónde están los demás?
—Oh, Abra tenía que irse y Aron la ha acompañado. Lee ha salido.
—Me parece que voy a dar un paseo —dijo Cal.

La noche de noviembre estaba muy avanzada. Cal abrió despacio la puerta principal,
y vio los hombros y la cabeza de Lee recortándose sobre la pared blanca de la
lavandería francesa que había en la acera de enfrente. Lee estaba sentado en la
escalera y tenía un aspecto apelmazado con su pesado abrigo.
Cal cerró la puerta con cuidado y cruzó de nuevo el salón.
—El champán da sed —comentó—, pero su padre no levantó la mirada.
Cal salió furtivamente por la puerta de la cocina, y cruzó el decadente jardincillo
de Lee. Se encaramó por la tapia, encontró la tabla que servía de puente a través de la
charca de agua negruzca, y salió por entre la panadería de Lang y la herrería a la calle
Castroville.
Caminó hacia la calle Stone, donde se hallaba la iglesia católica y, torciendo a la
izquierda, pasó frente a la casa Carriaga, la de Wilson, la de Zabala, y, volviendo otra
vez a la izquierda, llegó a la Avenida Central, donde se hallaba la casa de los
Steinbeck. Dos manzanas más abajo, torció a la izquierda por tercera vez, dejando
atrás la escuela del West End.
Los álamos que se alzaban frente al patio de la escuela estaban casi pelados de
hojas, pero el viento nocturno hacía caer todavía algunas hojas amarillentas.
Cal tenía el cerebro embotado. Ni se daba cuenta de que el aire era muy fresco a
causa de la escarcha que había en las montañas. Tres manzanas más abajo vio a su
hermano que cruzaba bajo un farol, viniendo hacia él. Supo que era su hermano por
su manera de andar y su silueta, y porque sabía que tenía que ser él.
Cal disminuyó la marcha, y cuando Aron estuvo cerca, le dijo:
—Hola. Te estaba buscando.
—Siento mucho lo que ha pasado esta tarde —respondió Aron.
—Tú no tienes la culpa, no pienses más en ello.
Dio la vuelta y ambos hermanos echaron a andar juntos.
—Quiero que vengas conmigo —dijo Cal—. Tengo que enseñarte algo.
—¿Qué es?
—Oh, es una sorpresa. Pero es muy interesante. Te gustará.
—Bien, ¿necesitaremos mucho tiempo?
—No, no mucho. Muy poco.

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Dejaron atrás la Avenida Central y se dirigieron a la calle Castroville.

El sargento Axel Dane abría de ordinario la oficina de reclutamiento de San José a las
ocho de la mañana, pero si por algún motivo se retrasaba, el cabo Kemp la abría en su
lugar, y éste no solía quejarse por ello. Axel no era ningún caso extraordinario. El
reenganche en el Ejército de los Estados Unidos en el periodo de paz que hubo entre
la guerra de Cuba y la europea lo había inutilizado por completo para llevar la vida
fría e irregular de un civil. Un solo mes sin uniforme lo convenció de ello. Dos
reenganches posteriores en tiempo de paz lo incapacitaron por completo para la
guerra, y había aprendido ya lo bastante para escurrir el bulto y escapar de los
combates. La oficina de reclutamiento de San José demostró que sabía desenvolverse.
Flirteaba con la menor de las hermanas Ricci, la cual vivía precisamente en San José.
Kemp no llevaba las cosas hasta ese extremo, pero había aprendido las reglas
básicas: cuadrarse cuando fuese necesario y evitar a los oficiales siempre que fuese
posible. Por otra parte, no le importaba estar a las órdenes del amable sargento Dane.
A las ocho y media, Dane entró en la oficina para encontrarse al cabo Kemp
dormido ante su escritorio y a un muchacho de aspecto cansado esperando. Dane
miró al muchacho; luego traspasó la barandilla y puso su mano sobre el hombro de
Kemp.
—Querido —le dijo, las alondras cantan y el sol apunta por oriente.
Kemp levantó la cabeza de entre sus brazos, se frotó la nariz con el dorso de la
mano y estornudó.
—Despierta, encanto —dijo el sargento—. Tenemos un cliente.
Kemp bizqueó sus ojos legañosos.
—La guerra puede esperar —dijo.
Dane examinó más de cerca al muchacho.
—¡Santo Dios! Es muy guapo. Espero que cuidarán de él. Cabo, tal vez pienses
que lo que él quiere es luchar contra el enemigo, pero yo creo que huye del amor.
Kemp se sintió tranquilizado al ver que el sargento no estaba algo bebido.
—¿Cree usted que puede haber alguna dama que se haya atrevido a lastimarlo? —
siempre seguía el juego a su sargento—. ¿Cree que esto es la Legión Extranjera?
—Acaso huye de sí mismo.
—Ya he visto esa película —respondió Kemp—. Y en ella sale un sargento hijo
de perra.
—No lo creo —repuso Dane—. Un paso al frente, joven. Dieciocho años, ¿no es
eso?
—Sí, señor.

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Dane se volvió hacia su subordinado.
—¿Qué te parece?
—¡Diablos! —exclamó Kemp—. Digo que si son bastante corpulentos, ya tienen
la suficiente edad.
—Digamos, pues, que tienes dieciocho años —aceptó el sargento—. Y tendremos
que sostenerlo, ¿no es eso?
—Sí señor.
—Rellena esta instancia y fírmala. Piensa en qué año quieres haber nacido y
escríbelo aquí, y procura que no se te olvide.

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Capítulo 50

A Joe no le gustaba que Kate se pasara las horas muertas muda y con la vista fija ante
sí. Eso significaba que estaba pensando, y como su rostro no traslucía expresión
alguna, Joe no tenía acceso a sus pensamientos. Esto le intranquilizaba. Había
esperado demasiado tiempo una oportunidad como para desperdiciarla.
Su único plan consistía en tenerla inquieta hasta que por sí misma se descubriese,
con lo cual él podría maniobrar en alguna dirección. Pero ¿cómo hacerlo si ella se
pasaba las horas sentada mirando a la pared? Ni siquiera sabía si había conseguido
alterarla.
Joe se percató de que no se había acostado, y cuando le preguntó si deseaba
desayunar, Kate movió su cabeza tan suavemente, que resultó difícil saber si lo había
oído.
Se dijo a sí mismo con precaución: «¡No hagas nada! Mantén los ojos y los oídos
bien abiertos». Las muchachas de la casa sabían que había pasado algo, pero no había
dos que contasen la misma historia. ¡Aquellas malditas cabezas de chorlito!
Kate no estaba pensando. Su mente revoloteaba sobre las impresiones, de la
misma manera que un murciélago revolotea sin rumbo en el anochecer. Veía el rostro
del rubio y hermoso muchacho, con sus ojos enloquecidos por la impresión. Oía sus
feas palabras asestadas no tanto a ella como a sí mismo. Y veía a su cetrino hermano
apoyado en la pared, riendo. Kate había reído también, era la mejor forma de
protegerse. ¿Qué haría su hijo? ¿Qué había hecho tras su silenciosa marcha?
Pensó en los ojos de Cal, con su mirada indolente y, al propio tiempo, cruel,
observándola mientras cerraba poco a poco la puerta.
¿Por qué había traído a su hermano? ¿Qué se proponía? ¿Cuál era su objetivo? Si
ella lo supiese, podría ponerse en guardia. Pero lo ignoraba.
Sentía de nuevo el tormento de sus manos, y le dolía también en otro sitio nuevo.
La cadera le producía un vivo dolor cada vez que se movía. Pensó que el dolor se
extendería hacia el centro, y tarde o temprano todos los dolores se encontrarían en un
punto central y se unirían como ratas sobre un cuajarón.
A pesar de lo que se había aconsejado a sí mismo, Joe no podía dejar de
intervenir. Fue hasta su puerta con una tetera, llamó suavemente, abrió la puerta y
entró. Por lo que pudo ver, ella no se había movido.
—Le traigo un poco de té, señora —dijo él.
—Déjalo sobre la mesa —repuso ella. Y luego añadió—: Gracias, Joe.
—¿No se encuentra mejor, señora?
—Vuelvo a sentir dolores. La medicina no ha producido ningún efecto.

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—¿Puedo hacer algo?
Ella levantó las manos.
—Córtame las manos a la altura de las muñecas. —Hizo una mueca de dolor al
efectuar aquel movimiento—. Es algo desesperante —dijo con voz plañidera.
Joe nunca la había oído quejarse antes, y su instinto le dijo que era el momento de
intervenir.
—Quizá no querrá que la moleste ahora, pero me he enterado de algo acerca de la
otra —le comentó.
Por el pequeño intervalo que transcurrió antes de que ella respondiese,
comprendió que Kate se había puesto alerta.
—¿Qué otra? —preguntó quedamente.
—Aquella dama, señora.
—¡Ah! ¿Te refieres a Ethel?
—Sí, señora.
—Empiezo a estar cansada de oír hablar de Ethel. ¿Qué pasa ahora?
—Bien, le contaré cómo ocurrió. No le encuentro ni pies ni cabeza. En el estanco
de Kellog, esta mañana, un individuo me interpeló: «¿Es usted Joe?», me dijo, y yo le
pregunté: «¿Qué desea?». «Usted busca a alguien», me dijo. «Desembuche», le
contesté. Nunca había visto a ese tipo. Él dijo: «Esa individua me dijo que quería
hablar con usted». Y yo le contesté: «¿Pues por qué no lo hace?». Me sostuvo la
mirada un largo rato y respondió: «¿Es que ha olvidado usted lo que dijo el juez?».
Supongo que se refería a que ella no puede volver.
Miró el rostro de Kate, tranquilo y pálido, con los ojos fijos ante ella.
—¿Y entonces te pidió dinero? —preguntó Kate.
—No, señora. No me pidió nada. Dijo algo también sin pies ni cabeza. Dijo:
«¿No le dice nada el nombre de Faye?». «Nada en absoluto», le respondí. Él añadió:
«Sería mejor que hablase con ella». «Es posible», le dije, y me marché. Todo esto
para mí es un galimatías. Pensé que debía decírselo.
Kate preguntó a su vez:
—¿No te dice nada el nombre de Faye?
—Nada en absoluto.
La voz de ella adquirió un tono de gran suavidad.
—¿Quieres decir que no te habías enterado de que Faye era la antigua dueña de
esta casa?
Joe sintió que se le hacía un nudo en la garganta. ¡Qué estúpido había sido!
Hubiera sido mejor que hubiese cerrado el pico. Su mente vaciló.
—Sí…, la verdad…, si bien se piensa…, creo que sí que la conocía, pero pensaba
que el nombre ése era algo así como Faith.
Aquella alarma repentina le hizo bien a Kate. Apartó de ella el recuerdo de la
cabeza rubia y le quitó el dolor, ya que le ofrecía un asunto en que ocuparse.
Respondió al desafío con algo que se parecía al placer. Rió por lo bajo.

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—Faith —musitó. Ponme más té, Joe.
Hizo como que no se daba cuenta de que la mano del hombre temblaba y que el
pitorro de la tetera tintineaba contra la taza. Ella no levantó los ojos para mirarlo, ni
cuando le puso la taza al alcance de su mano. Luego, Joe se apartó para rehuir la
mirada de Kate. Se estremecía de aprensión.
Kate dijo con voz suplicante:
—Joe, ¿crees que puedes ayudarme? Si te diese diez mil dólares, ¿podrías
arreglar las cosas?
Esperó un segundo, y entonces dio media vuelta y lo miró fijamente.
Los ojos de Joe estaba empañados, y ella vio que se pasaba la lengua por los
labios. Y ante su súbito movimiento, él retrocedió como si ella lo hubiese golpeado.
Los ojos de Kate no se apartaban de su rostro.
—¿Te he atrapado, Joe?
—No sé adónde quiere usted ir a parar, señora.
—Vete y medítalo, y después vuelve y dime lo que hayas pensado. Se te da bien
inventar cosas. Y di a Therese que venga, ¿de acuerdo?
Quería salir de aquella habitación; se sentía atrapado y descubierto. Había
cometido muchos disparates. Se preguntó si había perdido su gran oportunidad. Y por
si fuese poco, la maldita zorra había tenido la sangre fría de añadir: «Gracias por
traerme el té. Eres un buen muchacho».
Hubiera querido cerrar la puerta de un portazo, pero no se atrevió.
Kate se levantó muy envarada, tratando de dominar el dolor que sentía en la
cadera al moverse. Se dirigió a su escritorio y sacó una hoja de papel. Tenía bastante
dificultad para asir la pluma.
Escribió moviendo todo el brazo.

«Querido Ralph: Pregúntale al sheriff si habría alguna dificultad en


comprobar las huellas dactilares de Joe Valery. Supongo que ya recuerdas a
Joe. Trabaja en mi casa. Tuya,
»Kate.»

Estaba doblando el papel cuando entró Therese, con aspecto de asustada.


—¿Me llamaba? ¿He hecho algo? Me he esforzado por hacerlo lo mejor que he
podido, señora. Últimamente no me he encontrado muy bien.
—Acércate —le indicó Kate, y mientras la muchacha esperaba junto al escritorio,
Kate escribió lentamente las señas en el sobre, y después lo selló—. Quiero que me
hagas un pequeño encargo —dijo—. Vete a la confitería de Bell y compra una caja de
dos kilos de bombones variados y otra de medio kilo. La mayor es para vosotras.
Detente después en la droguería de Kroug y cómprame dos cepillos de dientes de
tamaño mediano y un bote de polvo dentífrico. Ya sabes, esas latas con un pitorro.
—Sí, señora.

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Therese experimentó una gran sensación de alivio.
—Eres una buena chica —prosiguió Kate—. ¿Piensas que no me he fijado en ti?
No estoy bien, Therese. Si cumples bien este encargo, consideraré seriamente la
posibilidad de dejarte encargada de todo esto cuando me vaya al hospital.
—¿Irá usted? ¿Va a ir al hospital?
—Todavía no lo sé, querida. Pero necesito que me ayudes. Aquí tienes dinero
para las compras. Cepillos de dientes medianos, acuérdate bien.
—Sí, señora. Gracias. ¿Tengo que ir ahora mismo?
—Sí, y deprisa. No digas nada a las demás chicas.
—Saldré por la puerta trasera.
Y se fue corriendo hacia la puerta.
—Por cierto, casi lo olvido. ¿Quieres echarme esta carta al correo? —solicitó
Kate.
—Desde luego, señora. Con mucho gusto. ¿Algo más?
—Eso es todo, querida.
Cuando la chica hubo salido, Kate apoyó sus brazos y manos sobre el escritorio,
para que cada uno de sus agarrotados dedos pudiera descansar. Eso era. Tal vez
siempre lo había sabido, seguro que sí, pero no era necesario pensar en ello ahora. Se
desembarazaría de Joe, pero todavía le quedaba un asunto pendiente: Ethel, siempre
Ethel. Tarde o temprano…, pero ahora no; ya tendría tiempo de preocuparse más
adelante. Examinó el asunto bajo todos los aspectos, y trató de asir una idea esquiva
que le rondaba la mente sin poder focalizarla. Le había surgido cuando había estado
pensando en su hijo de cabellos dorados. El rostro del muchacho —lastimado,
trastornado, desesperado— se lo provocó. Y entonces se acordó.
Ella era muy pequeña, con un rostro tan fresco y hermoso como el de su hijo, una
niña encantadora. Estaba convencida de que era más lista y más bonita que las demás.
Pero de vez en cuando se abatía sobre ella un temor solitario, que le daba la sensación
de estar rodeada por un bosque de enemigos. Y entonces todos los pensamientos,
palabras y miradas no parecían tener otro propósito que herirla. Y no tenía ningún
lugar adonde huir y ocultarse. Lloraba presa de pánico, porque no había ninguna
escapatoria ni ningún santuario. Hasta que un día leyó un libro. A los cinco años ya
sabía leer. Se acordaba del libro: marrón, con letras de plata, la tela estaba rota y las
pastas eran gruesas. El libro se titulaba Alicia en el país de las maravillas.
Kate movió sus manos despacio y liberó ligeramente a sus brazos del peso de su
cuerpo. Se acordó de los dibujos: Alicia, con su lacio cabello largo. Pero fue la
botella que decía «Bébeme» la que cambió su vida. Alicia se lo había enseñado.
Cuando el bosque de sus enemigos la rodeaba, ella estaba preparada. En su
bolsillo tenía una botella de agua azucarada y en su etiqueta roja estaba escrito
«Bébeme». Tomaría un trago de la botella y ella se haría cada vez más pequeña. ¡Que
sus enemigos la buscasen! Cathy se escondería bajo una hoja o asomaría la cabeza
por un agujero, riendo. Ellos no podrían encontrarla. Ninguna puerta podría

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encerrarla ni por fuera ni por dentro. Se escabulliría por el resquicio inferior.
Y Alicia siempre estaba allí para jugar con ella, para quererla y para confiar en
ella. Alicia era su amiga, y la recibiría con los brazos abiertos cuando se hiciera
diminuta.
Todo era tan fantástico, tan bueno, que merecía la pena ser miserable. Pero con
todo lo bueno que fuese, siempre se reservaba una baza. Era su amenaza y su
seguridad. Tan sólo tenía que beber por entero la botella, y ella se reduciría aún más,
desaparecería y dejaría de existir. Y lo mejor de todo era que cuando dejara de existir,
no desearía haber existido. Ésta era su querida seguridad. A veces, en su cama, había
bebido lo suficiente del «Bébeme», como para convertirse en un punto tan pequeño
como el más insignificante de los mosquitos. Pero nunca había llegado a vaciarla del
todo. Era su as en la manga, que la preservaba de todo el mundo.
Kate movió la cabeza con tristeza al recordar a la desaparecida chiquilla. Se
preguntaba cómo había podido olvidar aquel maravilloso ardid que la había salvado
de tantos desastres. La luz filtrándose a través de un trébol era gloriosa. Cathy y
Alicia caminaban del brazo entre la alta hierba, como buenas amigas. Y Cathy nunca
se había visto obligada a beber todo el «Bébeme» porque tenía a Alicia.
Kate puso la cabeza sobre el secante, entre sus corvas manos. Sentía frío y
desolación, se encontraba sola y abatida. Sea lo que fuere lo que hubiese hecho, se
había visto forzada a hacerlo. Ella era diferente, tenía algo que los demás no poseían.
Alzó la cabeza y no hizo movimiento alguno para secar sus ojos en llanto. Era
verdad. Ella era más lista y más fuerte que los demás. Tenía algo que a los demás les
faltaba.
Y en medio de sus cavilaciones, se le apareció el moreno rostro de Cal. Sus labios
sonreían con crueldad. El peso la oprimía y le dificultaba la respiración.
Ellos poseían algo que a ella le faltaba, y no sabía qué era. Cuando se percató de
semejante realidad, cesó su lucha: estaba preparada, lo había estado desde hacía
mucho tiempo, quizá toda su vida. Su mente funcionaba como una mente de madera,
su cuerpo se movía agarrotado, como una marioneta mal manipulada, pero se dispuso
a cumplir con la acostumbrada firmeza su propósito.
Era mediodía, lo sabía por el parloteo de las muchachas en el comedor. Las
babosas acababan de levantarse.
Kate tuvo dificultades con el picaporte, pero consiguió girarlo con las palmas de
las manos.
Las muchachas cesaron en sus risas y la miraron. El cocinero vino de la cocina.
Kate era un espectro enfermo, agarrotado y en cierto modo horrible. Se apoyaba
en la pared del comedor y sonreía a sus pupilas; esa sonrisa las asustaba aún más,
pues parecía el preámbulo de un alarido.
—¿Dónde está Joe? —preguntó Kate.
—Ha salido, señora.
—Escuchad —dijo ella—. Hace días que no duermo. Voy a tomar un poco de

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medicina para poder dormir. No quiero que se me moleste, ni para cenar. Quiero
dormir a pierna suelta. Decid a Joe que no quiero que nadie me moleste para nada
hasta mañana por la mañana. ¿Habéis comprendido?
—Sí, señora —respondieron.
—Buenas noches, pues, aunque todavía es por la tarde.
—Buenas noches, señora —corearon obedientemente.
Kate se volvió y se encaminó como un cangrejo a su habitación.
Cerró la puerta y se quedó pensativa, tratando de formarse una línea simple de
conducta. Fue de nuevo a su escritorio. Esta vez forzó su mano, a despecho del dolor,
para escribir penosamente: «Dejo todo cuanto tengo a mi hijo Aron Trask». Puso la
fecha en la cuartilla y la firmó: «Catherine Trask». Sus dedos se posaron un momento
sobre la hoja, después se levantó y dejó su testamento boca arriba sobre el escritorio.
De la mesita del centro se sirvió té frío en la taza, la llevó a la habitación gris del
colgadizo y la depositó sobre la mesa de lectura. Luego se dirigió al tocador y se
peinó, esparció un poco de colorete sobre sus mejillas, que recubrió ligeramente con
polvos, y se pintó los labios con el lápiz rojo pálido que siempre usaba. Por último, se
limó las uñas y se las limpió.
Cuando cerró la puerta de la habitación gris, la luz del día desapareció; sólo la
lámpara de lectura proyectaba su cono sobre la mesa. Ordenó los almohadones, los
sacudió para ahuecarlos, y se sentó, apoyando su cabeza en el almohadón inferior
para probarlo. Se sentía muy contenta, como si estuviese asistiendo a una fiesta. Tiró
cautelosamente de la cadena que pendía de su cuello, desenroscó el pequeño tubo y
arrojó la cápsula en la palma de su mano. La miró y sonrió.
—Cómeme —dijo, y puso la cápsula en su boca.
Tomó la taza de té.
—Bébeme —dijo, y sorbió el amargo té frío.
Trató de concentrar su mente en la diminuta Alicia, que la esperaba. Otros rostros
desfilaron ante sus ojos: su padre y su madre, Charles, Adam, Samuel Hamilton y,
por último, Aron; también pudo observar cómo Cal le sonreía.
No eran necesarias las palabras, pues el brillo de la mirada de Cal era ya bastante
elocuente: «Te falta algo. Los demás tienen algo que tú no tienes».
Volvió a pensar en Alicia. En la pared gris, frente a ella, había un agujero de
clavo. Alicia debía de estar allí; se rodearían la cintura con el brazo y se irían juntas.
Eran las mejores amigas, tan diminutas como la cabeza de un alfiler.
Un cálido entumecimiento se iba apoderando de sus brazos y piernas. El dolor
había desaparecido de sus manos. Se sentía los párpados muy pesados. Bostezó.
No supo si lo decía o tan sólo lo pensaba: «Alicia no lo sabe. Vuelvo al pasado».
Cerró los ojos y se estremeció con una náusea que le causó vértigos. Abrió los
ojos y contempló con terror cómo la gris estancia se iba ensombreciendo y el cono de
luz se agitaba y temblaba como el agua. Después, sus ojos se volvieron a cerrar y sus
dedos se ahuecaron como si sostuviesen unos pequeños pechos. Su corazón latía

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solemnemente y su respiración se fue ralentizando a medida que se iba haciendo más
y más pequeña, hasta que desapareció; nunca había existido.

Cuando Kate lo despidió, Joe se dirigió a la barbería, como hacía siempre que estaba
trastornado. Allí, le lavaron y cortaron el cabello, le dieron un masaje facial y le
hicieron la manicura; por último, le limpiaron los zapatos. Por lo general, aquello y
una nueva corbata ponían a Joe de buen humor, pero todavía se sentía deprimido
cuando salió de la barbería, después de haber dado cincuenta centavos de propina.
Kate lo había atrapado como una rata, lo había pillado con los pantalones bajados.
La vertiginosa inteligencia de la mujer lo había dejado confuso y desorientado. Y la
argucia de dejarle decidir qué camino tomar lo desconcertaba aún más.
La noche empezó bastante sosa, pero luego llegó un grupo muy numeroso de una
asociación de estudiantes de Stanford, que acababan de hacer una novatada en San
Juan. Eran muy guasones y dicharacheros.
Florence, la que fumaba el cigarrillo en el circo, fue víctima de un acceso de tos
muy seca. Cada vez que lo probaba, se ponía a toser y lo perdía. Aquello les hacía
troncharse de risa.
Los jóvenes chillaban y aporreaban para divertirse. Y luego se pusieron a robar
todo cuanto no estuviera sujeto con clavos.
Después de que los estudiantes se hubieran marchado, dos de las mujeres se
enzarzaron en una disputa cansada y monótona. ¡Oh, Dios, qué noche!
Y allá en el vestíbulo, aquel bicho agazapado y peligroso permanecía en silencio
tras la puerta cerrada. Joe pasó junto a su puerta antes de irse a la cama, pero no oyó
nada. Cerró la casa a las dos y media, y a las tres ya estaba acostado; sin embargo, no
podía conciliar el sueño. Se sentó en la cama y leyó siete capítulos de El triunfo de
Bárbara Worth, y cuando amaneció, se dirigió a la silenciosa cocina para preparar
café.
Apoyó los codos sobre la mesa, sosteniendo la taza de café con las dos manos.
Algo no iba bien, pero Joe no podía descubrir qué era. Tal vez Kate se había enterado
de que Ethel estaba muerta. Tendría que ser muy cauteloso. Y luego, tomó una firme
decisión: entraría a verla a las nueve y la escucharía con mucha atención; quizá no la
había comprendido bien. Lo mejor sería dejarlo correr y no ser un cerdo. Limitarse a
decirle que se conformaba con mil dólares y ahuecar el ala, y si ella se negaba, se
marcharía igualmente. Estaba harto de trabajar con señoras. Podía ganarse la vida
jugando al faro en Reno, horas fijas y nada de señoras. Tal vez podría comprar una
casa para él y vivir decentemente, con sillones y un escritorio de lujo. No servía de
nada quemarse los sesos en aquella piojosa ciudad. Incluso sería mejor salir del

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estado. Hasta consideró la idea de marcharse en ese preciso momento: sólo tenía que
levantarse de la mesa, subir las escaleras, hacer la maleta en dos minutos y tomar las
de Villadiego. Como mucho, tardaría tres o cuatro minutos. No se lo diría a nadie. La
idea le atraía. Puede que el asunto de Ethel no hubiera sido tan bueno como pensó en
un principio, pero mil dólares no era moco de pavo. Tendría que esperar.
Entró el cocinero, al parecer de mal talante. Se le estaba formando un forúnculo
en el cogote, y había puesto sobre él, como remedio, la película interna de una
cáscara de huevo. No quería a nadie en la cocina, pues no tenía ganas de
conversación.
Joe volvió a su habitación, leyó un poco más, y luego hizo la maleta. Estaba
dispuesto a irse, pasara lo que pasara.
A las nueve llamó quedamente a la puerta de Kate y la empujó. La cama estaba
intacta. Dejó la bandeja, se dirigió a la puerta del colgadizo, y golpeó con los nudillos
varias veces sin obtener respuesta, ni siquiera cuando la llamó. Al final abrió la
puerta.
El cono de luz iluminaba la mesita de lectura. La cabeza de Kate estaba
profundamente hundida entre los almohadones.
—¿Ha dormido usted aquí esta noche? —preguntó Joe.
Se situó frente a ella, vio sus labios exangües y los ojos apagados entre sus
párpados entornados, y comprendió que estaba muerta.
Sacudió la cabeza y se dirigió rápidamente a la habitación vecina para asegurarse
de que estaba cerrada la puerta que daba al vestíbulo.
Examinó a toda prisa los cajones del armario ropero, uno tras otro, abrió los
bolsos de la muerta, la cajita que había junto a la cama, y se quedó inmóvil. No tenía
nada que valiese un comino, ni siquiera un cepillo para el cabello con el lomo de
plata.
Volvió al colgadizo y permaneció contemplándola: ni un anillo, ni un alfiler.
Luego vio la cadenita que pendía de su cuello, tiró de ella y abrió el cierre: un
pequeño reloj de oro, un tubito de metal y dos llaves de caja fuerte, con los números
27 y 29.
—De modo que ahí es donde lo guardas, vieja zorra —dijo.
Desprendió el reloj de la cadena y se lo metió en el bolsillo. Sentía deseos de
pellizcarla en la nariz. Entonces pensó en el escritorio.
El testamento ológrafo de dos líneas atrajo su atención. Seguramente habría
alguien que ofrecería dinero por él, así es que se lo metió también en el bolsillo. Sacó
un montón de papeles de un compartimiento: facturas y recetas; en el de al lado,
seguros; en el siguiente, un librito con la ficha de cada pupila. Se lo metió también en
el bolsillo.
Quitó la cinta de goma que sujetaba un paquete de sobres marrones, abrió uno de
ellos y extrajo una fotografía. En el dorso de ella, con la letra clara y picuda de Kate,
había escrito un nombre, una dirección y un título.

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Joe soltó una carcajada. Aquello sí que era suerte. Examinó el contenido de otro
sobre, y luego de otro más. Una mina de oro. Podía resolverle la vida durante años y
años. ¡Había que ver, por ejemplo, aquel concejal gordo con pinta de burro! Volvió a
poner la cinta de goma. En el cajón superior encontró ocho billetes de diez dólares y
un manojo de llaves. Se embolsó el dinero también. Cuando abrió el segundo cajón, y
mientras se percataba de que contenía papel de escribir, barras de lacre y tinta,
llamaron a la puerta. Fue hasta ella y abrió sólo una rendija.
—Ahí fuera hay un tipo que quiere verte —le dijo el cocinero.
—¿Quién es?
—¿Cómo diablos quieres que lo sepa?
Joe paseó su mirada por la habitación, y antes de abandonarla, sacó la llave de la
parte interior de la puerta, la cerró y se metió la llave en el bolsillo. Se le podía haber
escapado algo.
Oscar Noble lo esperaba de pie en la gran sala delantera, tocado con su sombrero
gris y con su impermeable marrón abrochado hasta el cuello. Sus ojos eran de un gris
pálido, del mismo color que sus patillas, semejantes al rastrojo. En la estancia reinaba
la semioscuridad, ya que nadie había levantado todavía las persianas.
Joe cruzó a paso vivo el vestíbulo.
—¿Es usted Joe? —preguntó Oscar.
—¿Quién es usted?
—El sheriff quiere verle.
Joe sintió que su sangre se helaba.
—¿Viene usted a arrestarme? —preguntó—. ¿Tiene usted una orden judicial?
—Claro que no —respondió Oscar—. No tenemos nada contra usted. Se trata de
una simple comprobación. ¿Quiere usted acompañarme?
—Desde luego —convino Joe—. ¿Por qué no?
Salieron juntos. Joe temblaba.
—Tendría que haber cogido el abrigo.
—¿Quiere usted volver a buscarlo?
—No es necesario —repuso Joe. Se dirigieron hacia la calle Castroville. Oscar le
preguntó:
—¿Alguna vez le han fichado?
Joe tardó un rato en responder.
—Sí —dijo finalmente.
—¿Por qué?
—Borrachera —respondió Joe—. Pegué a un poli.
—Bien, pronto lo sabremos —dijo Oscar, y dieron la vuelta a la esquina.
Joe echó a correr como un conejo, atravesó la calle y huyó en dirección a los
tenduchos y callejuelas del Barrio Chino.
Oscar tuvo que despojarse de un guante y desabrochar su impermeable para sacar
la pistola. Disparó al azar y erró el tiro.

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Joe empezó a correr en zigzag. Estaba a cincuenta metros de distancia, y se
aproximaba a un callejón entre dos edificios.
Oscar se acercó a un poste telefónico que había en el bordillo, apoyó su codo
izquierdo contra él, se aferró la muñeca derecha con la mano izquierda y apuntó hacia
la entrada del callejón. Disparó en el mismo momento en que Joe se disponía a doblar
la esquina.
Joe cayó de bruces con un pie doblado. Oscar entró en un salón de billar filipino
para telefonear, y cuando salió, había toda una multitud rodeando al muerto.

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Capítulo 51

En 1903, Horace Quinn ganó el puesto de sheriff frente al señor R. Keef. Su trabajo
como alguacil había constituido un buen entrenamiento. La mayoría de los votantes
opinaban que, puesto que Quinn hacía todo el trabajo, tenía perfecto derecho al cargo.
El sheriff Quinn ocupó el puesto hasta 1919. Estuvo tanto tiempo en el cargo, que los
muchachos del distrito de Monterrey pensábamos que las palabras «sheriff» y
«Quinn» eran sinónimas. No podíamos imaginarnos a nadie más ocupando aquel
cargo. Quinn envejeció en él. Cojeaba a causa de una vieja herida. Todos sabíamos
que era muy valiente, porque se había portado como un hombre en varias refriegas;
además, tenía todo el aspecto de un sheriff de la única clase que nosotros
imaginábamos. Su rostro era ancho y sonrosado, y sus blancos mostachos se erguían
como los cuernos de un novillo de casta. Era ancho de hombros, y en su edad madura
asumió un porte majestuoso que todavía le prestaba más autoridad. Llevaba un
sombrero Stetson, una chaqueta de Norfolk y en sus últimos años portaba la pistola
en una funda colgada del hombro, ya que su vieja pistolera del cinto le oprimía
demasiado la barriga. En 1903 ya conocía bien su condado, pero en 1917 todavía lo
conocía y lo gobernaba mejor. Era una verdadera institución, tan característico del
valle Salinas como sus montañas.
Durante todos los años que siguieron al incidente de Adam, el sheriff Quinn no
había dejado de ejercer una discreta vigilancia sobre Kate. Cuando Faye murió,
comprendió de modo instintivo que Kate era probablemente la responsable de aquella
muerte, pero también se dio cuenta de que no tenía casi ninguna probabilidad de
hacerla confesar, y un sheriff juicioso no golpea neciamente su cabeza contra lo
imposible. Al fin y al cabo no eran más que un par de prostitutas.
En los años que siguieron, Kate siempre jugó limpio con él, y gradualmente fue
sintiendo cierto respeto por ella. Ya que no había más remedio que existieran
prostíbulos, siempre era mejor que los regentasen personas responsables. Y el de Kate
no le daba ningún quebradero de cabeza. El sheriff Quinn y Kate se entendían a las
mil maravillas.
El sábado siguiente al día de Acción de Gracias, alrededor del mediodía, Quinn
examinó los papeles que habían hallado en los bolsillos de Joe Valery. El proyectil del
38 había destrozado un lado del corazón de Joe, para ir a aplastarse contra las
costillas, arrancando un pedazo de carne tan grande como un puño. Los sobres de
manila estaban pegados por coágulos de sangre ennegrecida. El sheriff tuvo que
humedecer los papeles con un pañuelo empapado para poder separarlos. Leyó el
testamento que, al estar doblado en varios pliegues, sólo estaba manchado de sangre

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en el dorso. Lo puso a un lado y examinó las fotografías que contenían los sobres,
lanzando un profundo suspiro.
Cada sobre contenía el honor y la paz espiritual de un hombre. Usadas
hábilmente, aquellas fotografías podrían provocar media docena de suicidios. Pero
Kate ya estaba sobre la mesa de autopsias de Muller, con las venas repletas de formol
y el estómago dentro de un recipiente en la oficina del médico forense.
Después de examinar todas las fotografías, llamó por teléfono.
—¿No puede usted venir a mi oficina? —dijo—. Ya comerá usted más tarde. Sí,
es muy importante. Lo espero.
Unos pocos minutos más tarde, cuando el individuo compareció ante su
escritorio, en el departamento delantero de la vieja prisión comarcal de ladrillo rojo,
situada detrás del Tribunal, el sheriff Quinn extendió ante él el testamento.
—Como abogado, ¿podría usted decirme si esto sirve para algo? El visitante leyó
las dos líneas, y soltó un respingo.
—¿Esa mujer es quien yo pienso?
—Sí.
—Bien, pues si su verdadero nombre era Catherine Trask, y esto está escrito de su
puño y letra, y si Aron Trask es su hijo, este documento es oro de ley.
Quinn se atusó las guías de su hermoso y ancho bigote con el dorso de su índice.
—Usted la conocía, ¿no es verdad?
—Hombre, tanto como conocerla…, sabía quién era.
Quinn apoyó los codos en el escritorio y se inclinó hacia delante.
—Siéntese. Quiero hablar con usted.
Su visitante acercó una silla. Se sentó tomando entre sus dedos un botón de la
chaqueta.
—¿Kate le hacía chantaje? —le preguntó el sheriff.
—No, en absoluto. ¿Por qué lo hubiera hecho?
—Se lo pregunto como un amigo. Ya sabe que está muerta. Puede decírmelo.
—No sé adónde quiere usted ir a parar, nadie me hace ningún chantaje.
Quinn sacó una fotografía de un sobre, le dio la vuelta como a un naipe y la
empujó por encima del escritorio.
El visitante se puso las gafas y su respiración se hizo fatigosa y silbante.
—¡Jesucristo! —exclamó con voz entrecortada.
—¿No sabía que ella la tenía?
—Oh, claro que lo sabía. Ella me lo dijo. Por el amor de Dios, Horace, ¿qué
piensa hacer con esto?
Quinn le quitó la fotografía de la mano.
—Horace, ¿qué piensa hacer con esto?
—Quemarlo. —El sheriff recorrió los bordes de los sobres con el pulgar—. Esto
es una baraja infernal —aseguró. Destrozaría el condado.
Quinn escribió entonces una lista de nombres en una hoja de papel. Luego, se

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levantó y se dirigió renqueando a la estufa de hierro que había junto a la pared norte
de su oficina. Arrugó una hoja del Salinas Morning Journal, la encendió y la arrojó a
la estufa, y cuando se alzó la llama, echó sobre ella los sobres de manila, reguló el
tiro y cerró la estufa. El fuego rugió y las llamas se retorcieron amarillentas detrás de
la pequeña ventanilla de mica de la parte delantera de la estufa. Quinn se frotó
ligeramente las manos, como si quisiera limpiárselas.
—Los negativos también estaban ahí —dijo—. Registré su escritorio. No había
más fotografías.
El visitante trató de hablar, pero su voz no era más que un ronco murmullo.
—Gracias, Horace.
El sheriff volvió a su escritorio, y tomó la lista.
—Quiero que me haga un favor. Aquí tiene esta lista. Diga a todos los que figuran
en ella que he quemado esas fotografías. Usted los conoce muy bien a todos, y lo
creerán. Nadie es perfecto. Véalos a solas y por separado, y cuénteles exactamente lo
que ha pasado. ¡Mire! —abrió la portezuela de la estufa y hurgó en las renegridas
hojas, hasta reducirlas a cenizas—. Cuénteles esto —dijo.
El visitante lo miró y Quinn comprendió que no había ningún poder en el mundo
capaz de impedir que aquel hombre le odiase. Para todo el resto de su vida se alzaría
una barrera entre ambos, y ni uno ni otro querrían admitirlo.
—Horace, no sé cómo darle las gracias.
—No es necesario. He hecho solamente lo que querría que mis amigos hiciesen
por mí —respondió el sheriff con tristeza.
—¡La maldita zorra! —exclamó el visitante con voz queda, y Horace Quinn supo
que parte de la maldición se la dirigía a él.
Y sabía también que ya no sería sheriff por mucho tiempo. Aquellos hombres
culpables hallarían la manera de hacerle perder su puesto. Suspiró y se sentó.
—Ahora vaya usted a comer —dijo—. Tengo trabajo.
A la una y cuarto, Quinn dobló por la calle Mayor hacia la Avenida Central. En la
panadería de Reynaud compró una hogaza de pan francés, todavía caliente y con un
magnífico aroma de pasta fermentada.
Tuvo que agarrarse al pasamanos para subir los escalones de la casa de Trask.
Lee acudió a su llamada con un trapo de secar platos enrollado a la cintura.
—No está en casa —le indicó.
—Pero no puede tardar mucho, porque he telefoneado a la oficina de
reclutamiento. Le esperaré.
Lee se hizo a un lado para darle paso, y le indicó que se sentase en el salón.
—¿Quiere usted tomar una buena taza de café caliente? —preguntó.
—No me disgustaría.
—Lo acabo de hacer —aseguró Lee, y volvió a la cocina.
Quinn paseó su mirada por la acogedora estancia. Tenía la impresión de que no
deseaba continuar en su cargo por mucho tiempo. Recordó las palabras de un médico

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que decía: «Me encanta ayudar a traer al mundo a un niño porque, si hago bien mi
trabajo, éste se ve coronado por la alegría». El sheriff había pensado a menudo en
aquella observación. Pero a él le parecía que, si hacía bien su trabajo, a su término no
había más que dolor y tristeza para alguien. El hecho de que fuese necesario iba
dejando de tener importancia para él. Pronto le jubilarían, tanto si quería como si no.
Todos los hombres sueñan con un retiro ideal en el cual poder hacer aquellas
cosas que jamás han tenido tiempo de llevar a cabo: viajar, leer los libros que fingen
haber leído… Durante muchos años, Horace Quinn había soñado en pasar unas horas
maravillosas cazando y pescando, recorriendo los campos de Santa Lucía y
acampando junto a riachuelos vagamente recordados. Y ahora que lo tenía casi al
alcance de la mano, sabía que ya no quería hacerlo. Dormir en el suelo le causaría
dolor en la pierna. Recordó cuánto pesa un ciervo y lo difícil que es transportar el
cuerpo fláccido y colgante desde el lugar donde ha sido abatido. Y, francamente, los
venados ya no le importaban mucho. Claro que la señora Reynaud lo empaparía de
vino y lo prepararía con especias, pero ¡qué diablos!, un zapato viejo también tendría
buen gusto con tal condimento.
Lee se había comprado una cafetera de filtro. Quinn oía cómo el agua borbotaba
contra la tapa de cristal, y su mente experta y entrenada le sugirió que Lee no le había
dicho la verdad al hablar del café recién hecho.
El anciano poseía un excelente cerebro, aguzado con su trabajo. Era capaz de
evocar mentalmente un rostro y examinarlo, así como también escenas y
conversaciones. Podía pasear su vista sobre ellas como sobre un informe o una
película. Del venado, su mente pasó a ocuparse de la estancia en que se encontraba, y
pensó con recelo: «Aquí hay algo raro, algo que no encaja».
El sheriff, impelido por esa intuición, examinó la estancia: quimón floreado,
visillos de encaje, el tapete de la mesa de punto de ganchillo blanco, los cojines del
canapé cubiertos con un estampado estridente y atrevido. Era una habitación
femenina en una casa donde sólo vivían hombres.
Pensó en su propio salón. Su esposa había escogido, comprado y colocado todo lo
que había en él, excepto un juego de pipas. Pero ahora que recordaba, sí, ella le había
comprado asimismo el juego de pipas. Era también una habitación femenina, pero
aquélla era una burda imitación. Resultaba demasiado femenina —una habitación
para mujeres planeada por un hombre— y demasiado remilgada. Lee debía de ser el
responsable. Adam ni se habría dado cuenta; no, Lee se esforzaba por crear un hogar,
y Adam ni siquiera lo veía.
Horace Quinn se acordó de cuando interrogó a Adam, hacía mucho tiempo, y lo
recordaba como si estuviese agonizando. Veía aún los ojos obsesionados y
aterrorizados de Adam. Por aquel entonces, lo consideró un hombre tan honrado que
era incapaz de concebir cualquier maldad. Y durante aquellos años había podido
percatarse perfectamente de qué clase de hombre era. Ambos pertenecían a la Orden
Masónica. Ascendieron juntos. Horace siguió a Adam como maestre de la Logia, y

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ambos llevaban las insignias del maestre anterior. Pero Adam se había aislado,
parecía como si un muro invisible lo separase del mundo. No se podía llegar hasta él,
y él tampoco podía salir al encuentro de los demás. Pero cuando ocurrió aquella
antigua agonía, no había habido muros a su alrededor.
A través de su esposa, Adam había conocido el mundo viviente. Horace pensó en
ella, gris y lavada, con las agujas en la garganta y los tubos de goma del formol
colgando del techo.
Adam era incapaz de cometer una mala acción. Él no quería nada. Para cometer
una mala acción hay que anhelar algo. El sheriff se preguntaba qué ocurría tras el
muro que le rodeaba, qué presiones, qué placeres y dolores.
Se acomodó en la silla para aliviar el peso sobre su pierna herida. La casa estaba
silenciosa, a no ser por el borboteo del café. Adam tardaba en llegar de la oficina de
reclutamiento. Se le ocurrió al sheriff la divertida idea de que se estaba haciendo
viejo, y que ello le agradaba.
Entonces oyó los pasos de Adam en la entrada. Lee también los oyó y se precipitó
al vestíbulo.
—Está aquí el sheriff —dijo Lee, acaso para advertirle.
Adam entró sonriente y le tendió una mano.
—Hola, Horace. ¿Ya trae usted una orden del juez?
Le empezaba a agradar hacer chistes.
—¿Cómo está? —le saludó Quinn—. Lee me ha ofrecido una taza de café.
Lee regresó a la cocina y se oyó ruido de platos.
—¿Ocurre algo malo, Horace? —preguntó Adam.
—En mi profesión todo es siempre malo. Esperaré a que traigan el café.
—No se preocupe por Lee. Escucha de cualquier modo. Es capaz de escuchar a
través de una puerta, por cerrada que esté. No le oculto nada, porque no puedo.
Lee entró con una bandeja. Sonreía con aire ausente, y después de servir el café,
se volvió por donde había venido. Adam volvió a preguntar:
—¿Ocurre algo malo, Horace?
—No, creo que no. Adam, ¿aquella mujer seguía siendo su esposa?
Adam se irguió con rigidez.
—Sí —dijo—. ¿Qué pasa?
—Anoche se suicidó.
El rostro de Adam se contrajo y sus ojos se llenaron de lágrimas. Trató de
dominar el temblor de su boca, hasta que cedió a él y, ocultando el rostro entre las
manos, rompió en llanto.
—¡Oh, pobrecilla! —exclamó.
Quinn permaneció silencioso esperando a que se serenase, y cuando al cabo de
cierto tiempo Adam consiguió dominarse, levantó la cabeza y dijo:
—Perdóneme.
Lee vino de la cocina con una toalla húmeda en las manos y se la entregó a

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Adam. Éste se secó los ojos y se la devolvió.
—Ha sido algo muy inesperado —explicó Adam, con expresión avergonzada—.
¿Qué puedo hacer? La reclamaré. Me encargaré del entierro.
—Yo no lo haría —le aconsejó Horace—. Es decir, a menos que usted crea que
debe hacerlo. Pero no he venido sólo para eso.
Sacó del bolsillo el testamento doblado y se lo tendió. Adam retrocedió.
—¿Es sangre de ella?
—No, no lo es. No es su sangre. Léalo.
Adam leyó las dos líneas, y se quedó observando el papel con mirada ausente.
—Él no sabe que ella es su madre.
—¿Nunca se lo ha dicho?
—No.
—¡Dios mío! —exclamó el sheriff.
Adam dijo con seriedad:
—Estoy seguro de que él no querría aceptar nada de ella. Rompámoslo y
olvidémonos de su existencia. Si Aron se enterase, no creo que aceptase nada de ella.
—Me temo que eso no es posible —replicó Quinn—. Sería ilegal. Ella poseía una
caja fuerte. No es necesario que le cuente cómo ha llegado a mi poder el testamento y
la llave. Fui al banco sin esperar a tener un mandamiento judicial. Pensé que podría
aclarar algo. —Le ocultó a Adam que había esperado encontrar allí más fotografías.
Bien, pues el viejo Bob me dejó abrir la caja, a pesar de que estaba en su legítimo
derecho de negarse. Hay más de cien mil dólares en billetes. Fajos de billetes, pero
nada más.
—¿Ninguna otra cosa?
—Una: un certificado de matrimonio.
Adam se recostó en su asiento. Volvía a estar ausente, volvían a levantarse los
muros protectores que lo aislaban del mundo. Reparó en el café y tomó un sorbo.
—¿Qué cree que debo hacer? —preguntó con serena firmeza.
—Sólo puedo decirle lo que yo haría en su caso —contestó el sheriff Quinn—.
No es necesario que siga mi consejo. Haría venir enseguida al chico y se lo contaría
todo, sin omitir detalle. Incluso le diría por qué no se lo había contado antes. ¿Qué
edad tiene?
—Diecisiete años.
—Ya es un hombre. Un día u otro se enterará. Es mejor que lo sepa de una vez.
—Cal ya lo sabe —dijo Adam—. Me pregunto por qué habrá hecho el testamento
en favor de Aron.
—¡Sabe Dios! Bien, ¿cuál es su decisión?
—No lo sé, así es que voy a hacer lo que usted diga. ¿Querrá usted estar a mi
lado?
—Naturalmente.
—Lee —llamó Adam, dile a Aron que venga. Ya estará en casa, supongo.

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Lee apareció en el umbral. Sus gruesos párpados se cerraron un momento, para
abrirse enseguida.
—Todavía no ha llegado. Tal vez haya regresado a Stanford.
—Me lo hubiera dicho. Sabe, Horace, el día de Acción de Gracias bebimos
mucho champán. ¿Dónde está Cal?
—En su cuarto —respondió Lee.
—Bien, pues llámalo. Dile que venga. Cal lo sabrá.
El rostro de Cal mostraba una expresión de cansancio y sus hombros abatidos
denotaban cierta extenuación, pero sus facciones estaban contraídas, en señal de
alerta, astucia y sinuosidad.
—¿Sabes dónde está tu hermano? —le preguntó Adam.
—No —contestó Cal.
—¿No has estado con él?
—No.
—Hace dos noches que no viene a casa. ¿Dónde está?
—¿Cómo quiere que lo sepa? —repuso Cal—. ¿Acaso tengo que cuidar de él?
Adam inclinó la cabeza y su cuerpo tembló levemente por un momento. En el
fondo de sus ojos destelló una lucecita aguda, increíblemente azul y brillante.
—Quizás ha vuelto a la universidad. —Sus labios parecían muy pesados y
murmuraba como un hombre que hablase en sueños—: ¿Crees que ha vuelto a
Stanford?
El sheriff Quinn se levantó.
—Lo que tenga que hacer, ya lo haré más tarde. En cuanto a usted, Adam, es
mejor que descanse ahora. Ha sido un rudo golpe.
Adam levantó su mirada hacia él.
—Un golpe, oh, sí. Gracias, George. Muchas gracias.
—¿George?
—Muchísimas gracias —dijo Adam.
Cuando el sheriff se hubo marchado, Cal volvió a su habitación. Adam se recostó
en su sillón y, al poco tiempo, se quedó dormido abriendo la boca y roncando
fatigosamente.
Lee lo observó un instante antes de volver a la cocina. Levantó el cajón del pan y
sacó de debajo de él un pequeño volumen encuadernado en piel, cuyos dorados
relieves estaban casi completamente desgastados. Las Meditaciones de Marco
Aurelio, traducidas al inglés.
Lee se limpió los lentes de montura de acero con un paño de secar los platos.
Abrió el libro y lo hojeó. Y sonrió, consciente de que sólo estaba intentando
tranquilizarse.
Leyó lentamente, moviendo los labios al deletrear las palabras: «Todo es sólo
para un día, tanto lo que recuerda como lo que es recordado».
«Observa constantemente que todas las cosas tienen lugar por mutación, y

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acostúmbrate a considerar que no hay nada que la naturaleza del universo ame más
que cambiar las cosas que son y crear nuevas cosas parecidas a ellas. Porque todo lo
que existe es, en cierta manera, la simiente de lo que será».
Lee recorrió la página con la mirada: «Morirás pronto y, sin embargo, no eres afín
sencillo ni libre de perturbaciones, ni desprovisto del temor de ser dañado por los
agentes exteriores ni de bondadosa disposición hacia los demás; ni consideras
tampoco que la sabiduría consiste únicamente en actuar con justicia».
Lee levantó sus ojos de la página y respondió al libro, como si respondiese a uno
de sus ancianos parientes.
—Eso es cierto —dijo—. Es muy difícil. Lo siento. Pero no olvidéis que también
decís a veces: «Seguid siempre el camino más corto, porque el camino más corto es
el natural…». No hay que olvidar eso.
Dejó deslizarse las páginas entre los dedos, hasta la anteportada, donde estaba
escrito, con un grueso lápiz de carpintero: «Samuel Hamilton».
De pronto, Lee se animó. Se preguntó si Samuel Hamilton habría echado alguna
vez de menos aquel libro, o si había sabido quién se lo había robado. Le había
parecido que la manera más limpia y práctica era robarlo. Y todavía se alegraba por
ello. Sus dedos acariciaban la suave piel de la encuadernación, cuando lo volvió a
colocar bajo la panera y pensó: «Claro que sabía quién se lo quitó. ¿Quién sino yo
podría haberle robado el libro de Marco Aurelio?».
Pasó al salón y acercó una silla junto al durmiente Adam.

En su habitación, Cal se sentó ante su escritorio, con los codos apoyados sobre él, y la
cabeza, que le dolía bastante, entre las manos. Sentía náuseas y estaba empapado del
agridulce aroma del whisky, que rezumaba por sus poros, penetraba sus ropas y hacía
latir perezosamente sus sienes.
Cal nunca había bebido, tampoco lo había necesitado. Pero haber ido a casa de
Kate no alivió su pena, y su venganza no constituía ningún triunfo. En su mente
giraban en confuso tropel sensaciones, imágenes y sentimientos. Era incapaz de
separar ahora lo cierto de lo imaginado. Al salir de casa de Kate, tocó a su hermano,
que sollozaba, y Aron lo abatió con un puñetazo que lo dejó tumbado. Aron se irguió
sobre él en la oscuridad, hasta que de repente se volvió y echó a correr, chillando
como un niño con el corazón desgarrado. Cal oía todavía sus roncos gritos mezclados
con el ruido de sus pasos, y permaneció inmóvil en el mismo lugar donde había
caído, bajo la alta alheña del patio delantero de Kate. Oyó el resoplar de las
locomotoras junto al depósito, y el choque de los vagones de carga al ser
enganchados. Luego, cerró los ojos y, al oír pasos ligeros y sentir la presencia de

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alguien, los abrió de nuevo. Una figura se inclinaba sobre él y le pareció que era
Kate. Aquella silueta se marchó tan suavemente como había llegado.
A los pocos momentos, Cal se levantó, se sacudió el polvo y se dirigió hacia la
calle Mayor. Se sentía sorprendido ante su despreocupación. Iba canturreando en voz
baja: «Hay una rosa que crece en la tierra de nadie y es maravillosa de ver…»
El viernes, Cal estuvo todo el día pensativo, y al atardecer, Joe Laguna compró un
cuarto de whisky para él. Cal era demasiado joven para comprarlo. Joe quería
acompañar a Cal, pero se conformó con el dólar que Cal le entregó, y regresó en
busca de una pinta de mosto.
Cal se dirigió al callejón que había detrás de la casa Abbot, y encontró el rincón
oscuro, junto a un poste, donde se agazapó la noche que vio a su madre por primera
vez. Se sentó cruzando las piernas, y entonces, a pesar de la repulsión y de las
náuseas, se bebió el whisky a la fuerza. Vomitó dos veces, pero siguió bebiendo hasta
que pareció que la tierra vacilaba y se bamboleaba, y el farol callejero daba
majestuosamente vueltas en un círculo.
La botella cayó de su mano, y Cal se desvaneció, pero aún inconsciente, vomitó
otra vez débilmente. Un perro vagabundo, de pelo corto, aspecto grave y con una cola
retorcida, entró en el callejón, deteniéndose de vez en cuando; pero olisqueó a Cal y
describió un ancho círculo a su alrededor. Joe Laguna también lo encontró y lo olió.
Agitó la botella inclinándose sobre la pierna de Cal, y la levantó hacia el farol para
mirarla a contraluz; comprobó que todavía quedaba un tercio. Buscó el tapón y no
pudo encontrarlo, y después se marchó, tapando la botella con el pulgar para evitar
que se estropease el whisky.
Cuando en el frío amanecer un aterido estremecimiento despertó a Cal, para
enfrentarlo con un mundo triste y enfermo, volvió trabajosamente a su casa,
arrastrándose como una sabandija aplastada. No tenía que ir muy lejos, sólo a la
entrada del callejón, y luego cruzar la calle.
Lee lo oyó entrar y su fino olfato notó el intenso olor a alcohol que despedía Cal,
mientras pasaba a trompicones por el vestíbulo para dirigirse a su habitación, donde
se dejó caer sobre su cama. Le estallaba la cabeza, pero al menos se le había pasado
la borrachera. No oponía resistencia a su inmensa pena, y nada podía protegerlo de la
vergüenza. Al cabo de un rato, hizo lo mejor que se le ocurrió; tomó un baño de agua
helada y se restregó el cuerpo con un pedazo de piedra pómez, y el dolor que se
produjo al frotarse le alivió.
Sabía que tenía que contárselo a su padre y pedirle perdón. Y tenía que humillarse
ante Aron, no sólo ahora, sino siempre; no podría vivir si no lo hacía. Sin embargo,
cuando lo llamaron y compareció ante la presencia del sheriff Quinn y de su padre,
estaba tan encolerizado como un perro rabioso, y el odio que sentía por sí mismo se
volvió hacia todos los demás. No era más que un ser vil y despreciable, incapaz de
amar y de ser amado.
Entonces regresó a su habitación, y la sensación de culpa lo asaltó; se encontró

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sin armas para luchar contra ella.
Sintió pánico por Aron. Podía estar herido o en un grave aprieto. Aron era
incapaz de cuidar de sí mismo. Cal sabía que tenía que traer de vuelta a Aron, que
debía encontrarlo y hacer que volviese a ser como antes, aunque para ello tuviera que
sacrificase a sí mismo. Y entonces, la idea del sacrificio se apoderó de él, como suele
ocurrir con todos aquellos hombres que se sienten culpables. Mediante su sacrificio
podía encontrar a Aron y hacerlo volver.
Cal se dirigió a su armario y sacó el paquete que ocultaba en un cajón bajo los
pañuelos. Paseó la mirada por la estancia y volvió a su escritorio llevando una
bandejita de porcelana. Respiró profundamente y le pareció que el aire fresco sabía
muy bien. Tomó uno de los flamantes billetes, lo dobló por el medio formando un
ángulo, y luego frotó una cerilla bajo el escritorio y prendió fuego al billete. El grueso
papel se retorció y ennegreció; la llama ascendió por él, y sólo cuando el fuego
chamuscaba casi sus dedos, Cal soltó la consumida viruta, que cayó sobre la
bandejita. Sacó otro billete y lo encendió igualmente.
Cuando ya había quemado seis, Lee entró sin llamar.
—He sentido olor de humo.
Y cuando vio lo que estaba haciendo Cal, lanzó una exclamación de asombro.
Cal se dispuso a defenderse contra la interpelación que preveía del chino, pero
Lee no dijo nada. Se limitó a cruzar las manos sobre su vientre y a quedarse callado,
esperando. Cal siguió encendiendo tercamente billete tras billete hasta haberlos
quemado todos, y luego desmenuzó las carbonizadas virutas y esperó a que Lee
hiciese algún comentario, pero éste ni hablaba ni se movía.
Por último, Cal dijo:
—Adelante, di lo que tengas que decirme. ¡Vamos!
—No —respondió Lee—. No lo haré. Y si tú no tienes necesidad de hablarme,
me quedaré un rato aquí, y después me iré. Voy a sentarme.
Se acurrucó sobre una silla, cruzó las manos y esperó. Se sonreía a sí mismo con
esa expresión que se suele llamar inescrutable. Cal le volvió la espalda.
—A estar sentado no me ganas —aseguró.
—En una competición, tal vez —repuso Lee—. Pero día tras día, año tras año,
acaso siglo tras siglo, no, Cal. Perderías.
A los pocos minutos Cal dijo con aire avinagrado:
—Anda, suéltame tu sermón.
—No tengo ningún sermón.
—¿Qué diablos estás haciendo aquí, pues? Ya sabes lo que he hecho y también
que anoche me emborraché.
—Lo primero lo sospecho y lo segundo lo huelo.
—¿Lo hueles?
—Todavía se te nota —afirmó Lee.
—Ha sido la primera vez —dijo Cal—. Y no me ha gustado.

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—A mí tampoco —corroboró Lee—. A mi estómago no le sienta bien el alcohol.
Además, me hace cometer locuras; eso sí, locuras intelectuales.
—¿Qué quieres decir, Lee?
—Sólo puedo darte un ejemplo. Cuando era joven, jugaba al tenis. Me gustaba y
además estaba bien para un criado. Podía recoger los fallos del amo en los dobles y
recibir por ello, en vez de las gracias, algunos dólares. Una vez, me parece que había
bebido jerez, imaginé la teoría de que los animales más rápidos y más difíciles de
atrapar del mundo eran los murciélagos. Me arrestaron a medianoche en el
campanario de la iglesia metodista de San Leandro. Llevaba una raqueta, y al parecer
le expliqué al oficial que me arrestó que estaba practicando mi revés con los
murciélagos.
Cal rió con tal regocijo, que Lee casi deseó que aquello fuese verdad.
—Me limité a sentarme junto a un poste y bebí como un cerdo —le contó Cal.
—Siempre animales…
—Tenía miedo de pegarme un tiro, y por eso me emborraché —le atajó Cal.
—Nunca lo habrías hecho. Eres demasiado juicioso —dijo Lee—. Y por cierto,
¿dónde está Aron?
—Se ha escapado. No sé adónde ha ido.
—Él no es tan juicioso como tú —dijo Lee con nerviosismo.
—Ya lo sé. Y no he dejado de darle vueltas. Tú no lo creerás capaz de eso,
¿verdad, Lee?
—No falla —contestó Lee con impertinencia—. Cuando alguien quiere quedarse
tranquilo, le dice a un amigo que confirme lo que él quiere que sea verdad. Es como
preguntarle a un camarero cuál es el mejor plato del menú. ¿Cómo diablos quieres
que lo sepa?
—¿Por qué lo hice? —gritó Cal.
—No compliques las cosas —le aconsejó Lee—. Tú sabes por qué lo hiciste.
Estabas furioso contra él porque tu padre hirió tus sentimientos. No es muy difícil. Te
limitaste a dar rienda suelta a tus bajos instintos.
—Me gustaría saber por qué soy tan despreciable. Lee, yo no quiero ser así.
¡Ayúdame, Lee!
—Espera un momento —dijo Lee—. Me parece que he oído a tu padre —y se
precipitó hacia la puerta.
Cal oyó voces durante un instante, y luego Lee volvió a la habitación.
—Se va a la oficina de Correos. Nunca hay correspondencia a media tarde, ni
para nosotros ni para nadie. Pero todo el mundo, en Salinas, va a la oficina de
Correos por la tarde.
—Algunos lo hacen para echar un trago por el camino —le explicó Cal.
—Supongo que es una especie de hábito o de distracción. Lo aprovechan para ver
a sus amigos. —Y Lee añadió—: Cal, no me gusta el aspecto de tu padre. Tiene una
mirada extraviada. Ah, lo olvidaba. Tú aún no lo sabes. Tu madre se suicidó anoche.

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—¿Ah, sí? —y luego refunfuñó—: Espero que sufriera. No, no quería decir eso.
No quiero pensar tal cosa. Ya está ahí de nuevo. ¡Sí, ya está! No quiero ser así.
Lee se rascó la cabeza, lo que le provocó más picor y se vio obligado a rascársela
concienzudamente. Daba la sensación de que estaba meditando en profundidad.
—¿Te ha producido mucho placer eso de quemar el dinero? —le preguntó.
—Creo que sí.
—Y esa flagelación a la que te estás sometiendo, ¿también te produce placer?
¿Disfrutas mucho con tu desesperación?
—¡Lee!
—Estás demasiado embebido de ti mismo. Te maravillas ante el trágico
espectáculo de Caleb Trask, Caleb el magnífico, el único. Caleb, cuyos sufrimientos
requerirían un Homero que los cantase. ¿Nunca te has visto como un mocoso, a veces
algo rastrero e increíblemente generoso otras? De hábitos bastante inmundos, pero
curiosamente puro de espíritu. Es posible que tengas un poco más de energía que los
demás, sólo energía, pero fuera de eso, eres muy parecido a todos los restantes
mocosos. ¿Tratas de atraer sobre ti la dignidad y la tragedia porque tu madre era una
puta? Y si algo le ocurriera a tu hermano, ¿serás capaz de renunciar a la enorme
distinción de considerarte un asesino-mocoso?
Cal volvió con lentitud a su escritorio. Lee le observaba, reteniendo el aliento,
como si se tratase de un médico vigilando la reacción que produciría una inyección.
Lee veía llamear las reacciones en el interior de Cal: la rabia ante el insulto y la
hostilidad, perseguida muy de cerca por sus heridos sentimientos. Eran los primeros
síntomas de la curación.
Lee suspiró. Había trabajado con tanto esfuerzo y tanta ternura, que se alegraba
de ver que su obra parecía dar resultado.
—Somos gentes violentas, Cal —le explicó—. ¿Te parece extraño que yo también
me incluya entre ellas? Quizá sea cierto que descendamos de los inquietos, los
nerviosos, los criminales, los pendencieros y los bravucones, pero también de los
valientes, los independientes y los generosos. Si nuestros antepasados no hubiesen
sido así, se hubieran quedado en su terruño natal en el Viejo Mundo, muriéndose de
hambre sobre la tierra esquilmada.
Cal volvió la cabeza hacia Lee, y su rostro había perdido ya la tensión. Sonrió, y
Lee supo que no había conseguido engañar por completo al muchacho. Cal se había
dado cuenta de que aquello había sido un trabajo, un trabajo bien hecho, y le estaba
agradecido.
—Por eso yo también me incluyo —prosiguió Lee—. Todos nosotros
compartimos esa herencia, no importa de qué país proviniesen nuestros padres. Los
norteamericanos de todas las razas y colores tienen, más o menos, las mismas
tendencias. Es una raza, seleccionada por accidente. Y por eso somos fanfarrones y
pusilánimes al mismo tiempo, somos bondadosos y crueles como los niños.
Demostramos nuestra amistad de un modo exuberante, y al propio tiempo los

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extranjeros nos dan miedo. Nos jactamos de nuestras cosas, pero nos dejamos
impresionar fácilmente. Somos hipersentimentales y realistas, mundanos y
materialistas; ¿conoces alguna otra nación que actúe sólo por ideales? Comemos
demasiado. No tenemos gusto, nos falta el sentido de la proporción. Despilfarramos
nuestra energía. En el Viejo Mundo dicen de nosotros que pasamos de la barbarie a la
decadencia sin detenernos en una cultura intermedia. ¿No será porque nuestros
críticos no poseen la llave o el lenguaje de nuestra cultura? Eso es lo que somos, Cal,
todos nosotros. Tú tampoco eres muy diferente.
—Sigue —dijo Cal. Sonrió y repitió—: Sigue hablando.
—Ya no es necesario —respondió Lee—. Ya he terminado. Me gustaría que tu
padre hubiese regresado. Me tiene preocupado.
Y Lee abandonó la habitación con ademán nervioso.
En el vestíbulo, tras la puerta de entrada, encontró a Adam recostado en la pared,
con el sombrero echado sobre los ojos y los hombros caídos.
—Adam, ¿qué le pasa?
—No lo sé. Debo de estar cansado.
Lee lo tomó por el brazo, y pareció como si tuviese que guiarlo hacia el salón.
Adam se dejó caer pesadamente en el sillón, y Lee le quitó el sombrero. Adam se
frotó el dorso de la mano izquierda con la derecha. Sus ojos tenían una expresión
extraña, muy clara, pero fija. Y sus labios estaban resecos e hinchados; hablaba como
un sonámbulo, con palabras lentas de sonido distante. Se frotó enérgicamente la
mano.
—Es extraño —observó—. Debo de haberme desvanecido en la oficina de
Correos. Nunca me había desvanecido. El señor Pioda me ayudó a levantarme. Creo
que sólo duró unos segundos. Nunca me había desmayado.
—¿Había correspondencia? —preguntó Lee.
—Sí, sí, creo que sí. —Metió la mano izquierda en el bolsillo, para sacarla al
instante—. Tengo la mano entumecida —dijo a modo de excusa.
E introdujo entonces la mano derecha, sacando una tarjeta amarilla del Gobierno.
—Me parece que ya la he leído —siguió diciendo—. Debo de haberla leído. —La
levantó a la altura de sus ojos y luego la dejó caer sobre sus rodillas—. Lee, me
parece que tendré que usar gafas. Nunca las había necesitado en mi vida. No puedo
leer. Las letras bailan ante mis ojos.
—¿La leo yo?
—Tiene gracia. Bien, lo primero que tengo que hacer es comprarme unas gafas.
Sí, ¿qué dice?
Y Lee leyó:
—«Querido padre: Estoy en el ejército. Les he dicho que tenía dieciocho años.
Estoy bien. No se preocupe por mí. Aron».
—Tiene gracia —repitió Adam—. Me parece como si ya la hubiese leído. Pero
creo que no.

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Y volvió a frotarse la mano.

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Capítulo 52

Aquel invierno de 1917 fue muy sombrío y amenazador. Los alemanes aplastaban
todo lo que se les ponía por delante. En tres meses, los ingleses sufrieron trescientas
mil bajas. Muchas unidades del ejército francés se sublevaron. Rusia estaba fuera de
combate. Las divisiones alemanas del este, descansadas y con nuevo armamento,
fueron llevadas al frente occidental. La guerra parecía perdida.
Hasta después de mayo de 1918 no tuvimos doce divisiones sobre el campo de
batalla, y llegó el verano antes de que nuestras tropas empezasen a cruzar el océano
en masa. Los generales aliados se enzarzaban en rivalidades mutuas. Los submarinos
producían verdaderas hecatombes en los barcos que se cruzaban por el camino.
Nos enteramos entonces de que la guerra no consistía en una rápida y heroica
carga, sino que era un asunto muy lento e increíblemente complicado. Nuestro ánimo
desfalleció en aquellos meses de invierno. Se apagó la llama de nuestro entusiasmo, y
todavía no teníamos el terco y tozudo espíritu que es necesario para sobrellevar una
larga guerra.
Ludendorff era invencible. Nada lo detenía. Disponía ataque tras ataque contra los
deshechos ejércitos de Francia e Inglaterra. Y se nos ocurrió que acaso era ya
demasiado tarde, que pronto tendríamos que enfrentarnos nosotros solos a los
invencibles alemanes.
Era frecuente que muchas personas tratasen de olvidar la guerra, algunos
refugiándose en sus fantasías, otros en el vicio y otros en la diversión desenfrenada.
Había gran demanda de adivinos, y los bares y casas de juego hacían negocios
redondos. Pero la gente también se volvía hacia sus alegrías y tragedias particulares
para escapar al temor y al desaliento que penetraban por todas partes. ¿No es extraño
que hoy hayamos olvidado esto? Pensamos ahora en la primera guerra mundial como
en una rápida victoria con bandas de música y banderas, desfiles y cabalgatas, y
soldados que vuelven victoriosos, y peleas en los bares con los malditos británicos
que creían que eran ellos quienes habían ganado la guerra. ¡Qué pronto olvidamos
que en aquel invierno Ludendorff era invencible y que muchos se preparaban con
resignación a dar la guerra por perdida!

Adam Trask se sentía más desconcertado que triste. No tuvo que abandonar su puesto

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en la oficina de reclutamiento. Se le dio una baja temporal por enfermedad. Se pasaba
las horas enteras sentado, frotándose el dorso de la mano izquierda. Se la cepilló con
un cepillo de cerdas duras y la sumergió en agua caliente.
—Es la circulación —explicó—. Tan pronto como se me restablezca la
circulación, estaré bien. Lo que me fastidia son los ojos. Nunca me habían dado el
menor problema, pero ahora me parece que tendré que ir a graduarme la vista. ¡Yo
con gafas! Me costará acostumbrarme. Iría hoy, pero me siento un poco mareado.
Se sentía mucho más mareado de lo que admitía. No podía deambular por la casa
sin apoyarse contra la pared. Lee tenía que ayudarlo, a veces, a levantarse del sillón o
de la cama, y atarle los cordones de los zapatos, porque no podía hacer los lazos con
su entumecida mano izquierda.
Casi diariamente hablaba de Aron.
—Comprendo los motivos que cree tener un joven para querer alistarse —dijo—.
Si Aron me lo hubiese dicho, yo hubiera tratado de persuadirlo para que no lo hiciese,
pero no se lo hubiera prohibido. Tú ya lo sabes, Lee.
—Sí, ya lo sé.
—Eso es lo que no puedo comprender. ¿Por qué se escabulló de ese modo? ¿Por
qué no me escribe? Yo creía conocerle mejor. ¿Ha escrito a Abra? Seguro que le ha
escrito.
—Ya se lo preguntaré.
—Hazlo. Hazlo enseguida.
—La instrucción es muy dura, según he oído decir. Tal vez no tenga tiempo.
—Escribir una postal no cuesta nada.
—Cuando usted fue al ejército, ¿escribió a su padre?
—Te crees muy listo, ¿verdad? No, no le escribí, pero tenía una buena razón para
no hacerlo. Yo no quería alistarme. Mi padre me obligó. Yo estaba resentido. Como
ves, tenía una buena razón. Pero Aron estaba muy bien en la universidad. Por cierto,
me han escrito preguntándome por él. Tú leíste la carta. No se llevó sus ropas, ni el
reloj de oro.
—No necesita ropas en el ejército, y tampoco le hace falta un reloj de oro. Allí
todo es caqui.
—Supongo que tienes razón. Pero sigo sin entenderlo. Tendría que hacer algo con
mis ojos. No puedo pasarme la vida pidiéndote que me leas todas las cosas. —En
efecto, los ojos le causaban una verdadera molestia—. Puedo ver las letras —dijo—.
Pero las palabras danzan ante ellos.
Una docena de veces por día tomaba un periódico, o un libro, los miraba y volvía
a dejarlos.
Lee le leía los periódicos para evitar que se pusiera demasiado inquieto, y muchas
veces, en la mitad de la lectura, Adam se quedaba dormido.
De pronto se despertaba y decía:
—Oye, Lee. ¿Eres tú, Cal? Ya sabéis que siempre he tenido una vista excelente.

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Mañana iré al oculista.
A mediados de febrero, Cal fue a la cocina y dijo:
—Lee, siempre está hablando de lo mismo. Tendremos que llevarlo al oculista.
Lee estaba haciendo compota de albaricoques. Se alejó del fogón, cerró la puerta
de la cocina y volvió a su tarea.
—No quiero que vaya —admitió.
—¿Por qué no?
—No creo que sea la vista. El descubrirlo lo preocuparía excesivamente.
Dejémosle tranquilo durante un tiempo. Recibió un golpe muy duro. Hay que esperar
a que mejore. Yo le leeré todo lo que quiera.
—¿Qué crees que es?
—Prefiero no decírtelo. He pensado que tal vez el doctor Edwards podría venir
con el pretexto de saludarlo.
—Hazlo como te parezca —contestó Cal.
—Cal, ¿has visto a Abra? —preguntó Lee.
—Claro que la he visto. Pero me rehúye.
—¿No podrías detenerla?
—Por supuesto, y puedo tirarla al suelo y pellizcarle la cara y obligarla a que me
hable. Pero no quiero.
—Tendrías que intentar romper el hielo. A veces, la barrera es tan débil que se
desmorona sólo con tocarla. Trata de verla y dile que yo también quiero hablar con
ella.
—No lo haré.
—Te sientes terriblemente culpable, ¿no es eso?
Cal no respondió.
—¿No te gusta ella?
Cal tampoco respondió.
—Si te empeñas en mantener esa actitud, te sentirás peor, no mejor. Sería más
conveniente que fueses franco. Te lo advierto: es mejor que seas franco.
—¿Quieres que le cuente a mi padre lo que hice? ¡Lo haré, si tú me lo dices! —
gritó Cal.
—No, Cal, ahora no. Pero cuando se ponga bien, tienes que decírselo. Hazlo
también por ti mismo. No puedes llevar este peso tú solo. Acabará matándote.
—Tal vez merezca la muerte.
—¡Alto ahí! —ordenó fríamente Lee—. Ésa es la solución más fácil. No sigas por
ese camino.
—¿Y cómo podrás detenerme? —preguntó Cal.
Lee cambió de conversación.
—No comprendo por qué Abra no ha venido, ni siquiera una sola vez.
—Ahora no tiene ninguna razón para venir.
—No es propio de ella. Aquí hay algo que no marcha. ¿La has visto?

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Cal torció el gesto.
—Ya te he dicho que la había visto. Te estás volviendo bastante estúpido. He
probado a hablar con ella tres veces, pero ella se escabulló.
—Hay algo que no marcha. Es una buena mujer, una auténtica mujer.
—Es una chica —replicó Cal—. Tiene gracia que la llames mujer.
—Te equivocas —le corrigió Lee con ternura—. Algunas son mujeres desde que
nacen. Abra posee el encanto de una mujer, y su valor, y su fuerza, y su sabiduría.
Conoce y acepta las cosas. Apostaría a que es incapaz de ser mezquina, ruin o fútil,
excepto cuando ser fútil quiere decir ser bonita.
—Tienes muy buena opinión de ella.
—La suficiente para saber que no nos abandonaría. —Y añadió—: La hecho de
menos. Dile que venga a verme.
—Te repito que me rehúye.
—Entonces, persíguela. Dile que quiero verla. La echo de menos.
—¿Podemos hablar ahora de los ojos de mi padre? —preguntó Cal.
—No —respondió Lee.
—¿Hablamos de Aron?
—Tampoco.

Cal trató durante todo el día siguiente de encontrar a Abra a solas, y únicamente al
salir de la escuela la vio caminando ante él, de regreso a su casa. Cal dobló una
esquina, corrió por la calle paralela y regresó por la travesía siguiente, calculando el
tiempo y la distancia para toparse de bruces con ella.
—Hola —saludó él.
—Hola. Me ha parecido verte detrás de mí.
—Así era. He dado la vuelta a la manzana corriendo para cortarte el paso. Quiero
hablar contigo.
Ella lo miró con seriedad.
—Para eso no tenías necesidad de dar la vuelta a la manzana corriendo.
—Es que ya he probado a hablarte en la escuela, pero me esquivaste.
—Estabas enfadado, y yo no quería hablar contigo mientras lo estuvieses.
—¿Cómo sabes que lo estaba?
—Se te veía en la cara y en tu modo de andar. Ahora ya no estás enfadado.
—No, no lo estoy.
—¿Quieres llevarme los libros? —dijo la joven, y le sonrió. Él sintió que se
apoderaba de su ser una cálida sensación.
—Está bien. —Se puso los libros de Abra bajo el brazo y caminó a su lado—. Lee

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quiere verte. Me pidió que te lo dijese.
Ella se sintió complacida.
—¿Ah, sí? Dile que iré. ¿Cómo está tu padre?
—No muy bien. Los ojos le fastidian bastante.
Continuaron caminando en silencio, hasta que Cal no pudo soportarlo más.
—¿Sabes lo de Aron?
—Sí —contestó y se detuvo—. Abre mi carpeta y mira en la primera página.
Cambió los libros de posición. En la carpeta había una postal con un sello de un
centavo: «Querida Abra», decía. «Me siento impuro. No soy digno de ti. No te
entristezcas. Estoy en el ejército. No te acerques a mi padre. Adiós, Aron.»
Cal cerró la carpeta de golpe.
—¡Hijo de puta! —susurró entre dientes.
—¿Qué dices?
—Nada.
—He oído lo que has dicho.
—¿Sabes por qué se escapó?
—No, pero podría adivinarlo. No hay más que sumar dos y dos, aunque no lo
haré. Todavía no estoy preparada, a menos que tú quieras contármelo.
—Abra, ¿me odias? —preguntó Cal de pronto.
—No, pero tú sí me odias un poco. Y quisiera saber por qué.
—Porque te temo.
—No tienes por qué.
—Te he hecho más daño del que crees. Y además, eres la novia de mi hermano.
—¿Cómo puedes haberme hecho daño? Y yo no soy la novia de tu hermano.
—Muy bien —admitió Cal con amargura—. Te lo voy a contar, pero recuerda que
eres tú quien me lo ha pedido. Nuestra madre era una puta. Era la dueña de uno de los
burdeles del pueblo. Me enteré de ello hace mucho tiempo. La noche del día de
Acción de Gracias me llevé a Aron y se lo presenté. Yo…
—¿Qué hizo él? —lo atajó Abra con nerviosismo.
—Se volvió loco, completamente loco. Comenzó a gritarle. Cuando salimos me
dio un puñetazo que me tumbó en el suelo y echó a correr. Nuestra querida madre se
suicidó; mi padre está…, bueno, parece que no anda bien. Ahora, ya lo sabes todo
acerca de mí, y tienes razones para apartarte de mi lado.
—Ahora ya lo sé todo acerca de él —dijo ella con calma.
—¿Hablas de mi hermano?
—Sí, de tu hermano.
—Era muy bueno. ¿Pero por qué he dicho era? Lo es. No es bajo ni rastrero como
yo.
Seguían caminando lentamente. Abra se detuvo y Cal hizo lo propio. La joven lo
miró.
—Cal —dijo—. Hace mucho, mucho tiempo que sabía lo de tu madre.

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—¿Lo sabías?
—Se lo oí a mis padres una vez que creían que yo dormía. Quiero decirte algo, y
aunque me cueste decirlo, es bueno que lo haga.
—¿Quieres hacerlo?
—Tengo que hacerlo. Aún no ha pasado tanto tiempo desde que dejé de ser una
niña. ¿Sabes a qué me refiero?
—Sí —respondió Cal.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—Muy bien, pues. Ahora me cuesta decirlo. Ojalá lo hubiese dicho entonces. Ya
no quería a Aron.
—¿Por qué no?
—He tratado de hallar la causa. Cuando éramos niños, vivíamos en medio de una
fantasía que nos habíamos forjado. Pero después, cuando crecimos, esa fantasía ya no
resultaba suficiente. Me hacía falta algo más, algo real.
—Bien…
—Espera, déjame terminar. Aron no creció. Puede que nunca lo haga. Le gustaba
la fantasía y quería que todo fuese así. No podía soportar la idea de que las cosas
fueran distintas.
—¿Y tú, qué?
—Yo no quiero vivir un sueño, sino la vida. Además, éramos unos completos
extraños. Seguimos adelante porque ya estábamos acostumbrados. Pero yo ya no
creía en esa fantasía.
—¿Y Aron, qué?
—Él estaba dispuesto a llevar a cabo su fantasía aunque para ello tuviese que
poner el mundo cabeza abajo.
Cal se quedó mirando el suelo.
—¿Me crees? —le preguntó Abra.
—Trato de entenderlo.
—Cuando somos niños, somos el centro de todo. Todo ocurre para nosotros. Los
demás no son más que fantasmas puestos a nuestra disposición para que hablemos
con ellos. Pero cuando crecemos ocupamos el lugar que nos corresponde y
adquirimos nuestro verdadero tamaño y forma. Se establece un intercambio entre
nosotros y los demás. Es peor, pero también es mucho mejor. Me alegro de que me
hayas contado lo de Aron.
—¿Por qué?
—Porque ahora sé que no me lo he inventado todo. Él no ha podido soportar lo de
su madre porque no quería que la fantasía fuese así, y es incapaz de admitir cualquier
otra versión. Así es que ha puesto el mundo al revés. Es lo mismo que hizo conmigo
cuando quería hacerse sacerdote.
—Necesito tiempo para meditar —le dijo Cal.

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—Dame mis libros —le indicó ella—. Dile a Lee que iré a verlo. Ahora me siento
libre. Yo también quiero pensar. Me parece que te amo, Cal.
—Yo no soy bueno.
—Precisamente por eso.
Cal volvió apresuradamente a su casa.
—Vendrá mañana —dijo a Lee.
—Pareces muy excitado —respondió éste.

De regreso a su casa, Abra caminó de puntillas. Cruzó el vestíbulo arrimada a la


pared para que el piso no crujiera. Puso un pie en el primer peldaño de las escaleras
alfombradas, cambió de idea y se fue a la cocina.
—Por fin —exclamó su madre—. ¿Por qué no has venido enseguida a casa?
—He tenido que quedarme después de terminar las clases. ¿Está mejor papá?
—Supongo.
—¿Qué dice el médico?
—Lo mismo que dijo el primer día, exceso de trabajo. Necesita descansar.
—Pues no parecía muy cansado —señaló Abra.
Su madre abrió un arcón y sacó de él tres patatas, y se las llevó al fregadero.
—Tu padre es muy valiente, querida. Tendría que habérmelo dicho. Además de su
propio trabajo, hace mucho por la guerra. El médico dice que a veces hay hombres
que se derrumban de repente.
—¿Debo ir a verlo?
—Mira, Abra, me parece que no quiere ver a nadie. El juez Knudsen ha
telefoneado, y tu padre me ha hecho decirle que dormía.
—¿Puedo ayudarte?
—Ve a cambiarte de vestido. No quiero que te manches éste tan bonito.
Abra pasó de puntillas ante la puerta de la habitación de su padre, para dirigirse a
la suya. Los barnices relucían y los papeles de las paredes eran de colores vivos.
Tenía retratos enmarcados de sus padres sobre el tocador y poemas enmarcados en las
paredes; en su armario todo estaba en su sitio, el suelo muy bien encerado, y todos
sus zapatos cuidadosamente alineados. Su madre se lo hacía todo, e insistía en
hacerlo: decidía por ella y elegía sus vestidos.
Hacía tiempo que Abra había desechado tener ciertas cosas privadas y personales
en la habitación. Estaba tan acostumbrada que no pensaba en su habitación como en
un sitio reservado. Todos sus objetos personales se hallaban en su mente. Las pocas
cartas que guardaba se hallaban en el salón, entre las páginas de los dos volúmenes de
Memorias de Ulyses S. Grant, que, por lo que ella sabía, nadie los había abierto

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nunca desde que salieron de la imprenta, excepto ella misma.
Abra estaba contenta y no trataba de averiguar la causa. Estaba segura de algunas
cosas, pero nunca hablaba de ellas. Por ejemplo, sabía que su padre no se hallaba
enfermo, sino que se ocultaba de algo. Del mismo modo, tenía el convencimiento de
que Adam Trask sí estaba verdaderamente enfermo, porque lo había visto caminar
por la calle. Abra se preguntaba si su madre sabía que su padre no estaba enfermo.
Abra se quitó el vestido y se puso un delantal de algodón que empleaba para
trabajar por casa. Se cepilló el cabello, volvió a cruzar de puntillas ante la puerta de
su padre y bajó al piso inferior. Al pie de la escalera, abrió su carpeta y sacó la postal
de Aron. En el salón sacudió el segundo volumen de las Memorias, del cual cayeron
las cartas de Aron; las amontonó y levantándose las faldas, las embutió bajo la goma
que sostenía sus bragas. El bulto se le notaba bastante. En la cocina se puso otro
delantal más grande para disimularlo.
—Raspa las zanahorias —dijo su madre—. ¿Está caliente el agua?
—Está a punto de hervir.
—Por favor, échale un cubito de caldo. El médico dice que le hará bien a tu
padre.
Cuando su madre se fue al primer piso con la humeante taza, Abra encendió el
gas y quemó las cartas.
—Huele a quemado —dijo su madre cuando regresó.
—He quemado la basura. Estaba llena.
—Tendrías que habérmelo dicho —replicó su madre—. Siempre guardo la basura
para calentar la cocina por la mañana.
—Lo siento, mamá —se excusó Abra—. No había pensado en ello.
—Pues tendrías que pensar en esas cosas. Me parece que últimamente estás muy
distraída y con la cabeza en otra parte.
—Lo siento, mamá.
—Un grano no hace el granero, pero ayuda a su compañero —dijo su madre.
En el salón sonó el timbre del teléfono. La madre acudió a la llamada. Abra oyó
que decía:
—No, no puede usted verlo. Son órdenes del doctor. No puede recibir a nadie…,
no, a nadie.
Cuando volvió a la cocina dijo:
—Era el juez Knudsen, otra vez.

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Capítulo 53

Al día siguiente, en la escuela, Abra se sentía muy contenta ante la idea de ir a visitar
a Lee. Encontró a Cal en el vestíbulo, entre dos clases.
—¿Le has dicho que iría?
—Está haciendo pasteles —contestó Cal, que vestía su uniforme: un cuello alto
que casi lo ahogaba, una guerrera que no era de su medida, y bandas en las piernas.
—Hoy tienes instrucción —observó Abra, así es que yo llegaré primero. ¿Qué
tipo de pasteles?
—No lo sé, pero déjame un par de ellos. Olía a fresa. Déjame un par sólo.
—¿Quieres ver el regalo que llevo para Lee? ¡Mira! —exclamó, y abrió una
pequeña caja de cartón—. Es un nuevo aparato para pelar patatas. Sólo quita la piel.
Es muy fácil de manejar. Lo he comprado para Lee.
—Guárdame los pasteles —le recordó Cal, y añadió—: Si tardo un poco en llegar,
espérame.
—¿Querrías llevarme los libros a casa?
—Sí —dijo Cal.
Ella lo miró largo rato a los ojos, hasta que él apartó la mirada, y entonces ella
volvió a su clase.

Adam se había acostumbrado a irse a dormir tarde, o mejor dicho, a dormir con
mucha frecuencia, a descabezar cortos sueñecitos durante el día y durante la noche.
Lee asomó la cabeza por la puerta de su cuarto varias veces, antes de encontrarlo
despierto.
—Esta mañana me siento muy bien —dijo Adam.
—Casi ya no puede llamarla mañana, porque son cerca de las once.
—¡Santo Dios! Me levanto enseguida.
—¿Para qué? —preguntó Lee.
—¿Para qué? Sí, para qué… Pero me siento muy bien, Lee. Soy capaz de ir hasta
la oficina de reclutamiento. ¿Qué tiempo hace?
—Desapacible —contestó Lee.
Ayudó a Adam a levantarse. Adam tenía dificultad en abrocharse solo los
botones, hacerse el lazo de los zapatos y asir cosas que estaban situadas enfrente de

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él.
Mientras Lee le ayudaba a vestirse a Adam, éste dijo:
—He tenido un sueño muy real. He soñado con mi padre.
—Un cumplido caballero, por lo que he oído decir de él —observó Lee—. Leí los
recortes de periódico que estaban en la carpeta que le envió el abogado de su
hermano. Debió de ser todo un señor.
Adam miró a Lee con mucha calma.
—¿Sabías que era un ladrón?
—Debe usted de haberlo soñado —contestó Lee—. Está enterrado en Arlington.
Uno de los recortes dice que el vicepresidente asistió a su entierro, juntamente con el
secretario del Ministerio de la Guerra. Ya sabe usted que al Salinas Index le gustaría
dedicarle un número entero con motivo de la guerra, naturalmente. ¿Le gustaría
preparar todo el material?
—Era un ladrón —insistió Adam—. Hubo un tiempo en que yo no lo creía, pero
ahora estoy convencido de ello. Robó fondos que pertenecían al ejército.
—No puedo creerlo —respondió Lee.
Había lágrimas en los ojos de Adam. En aquellos días, las lágrimas acudían con
mucha frecuencia a sus ojos.
—Ahora, siéntese usted aquí, que yo iré a buscar el desayuno —le indicó Lee—.
¿Sabe quién vendrá a vernos esta tarde? Abra.
—¿Abra? —preguntó—, y añadió: Ah, sí. Abra. Es una muchacha encantadora.
—Yo la quiero mucho —admitió Lee con sencillez. Hizo sentar a Adam frente a
la mesita de juego de su dormitorio—. ¿Quiere entretenerse resolviendo el
rompecabezas mientras voy a buscar el desayuno?
—No. Esta mañana, no. Quiero pensar otra vez en el sueño que he tenido, antes
de que se me olvide.
Cuando Lee llevó la bandeja con el desayuno, Adam estaba dormido en el sillón.
Lee lo despertó y le leyó el Salinas Journal mientras desayunaba, y luego lo
acompañó al retrete.
En la cocina reinaba un dulce aroma de pasteles, y algunas de las fresas se habían
quemado en el horno, esparciendo un olor apenas amargo, pero agradable.
En Lee nacía una alegría tranquila. Era la alegría del cambio. Pensaba que el
tiempo estaba declinando para Adam. También debía declinar para él, pero él no lo
sentía. Le parecía que era inmortal. Sólo se sintió mortal una vez en su vida, cuando
era muy joven, pero nunca más. La muerte se había retirado. Se preguntó si aquellos
sentimientos eran normales.
Y se preguntó también qué querría decir Adam con aquella afirmación de que su
padre era un ladrón. Acaso eso formaba parte del sueño. Y entonces, Lee dejó
corretear su fantasía, como solía hacer con tanta frecuencia. Suponiendo que fuese
verdad, resultaría que Adam, el hombre más rígidamente honrado que era posible
encontrar, había vivido toda su vida gracias a dinero robado. Lee rió para sus

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adentros. Ahora aparecía este segundo testamento, y Aron, cuya pureza era bastante
sibarítica, viviría toda su vida gracias a los beneficios de un prostíbulo. ¿Era una
broma, o es que las cosas se contrapesaban de tal modo que si uno se alejaba
demasiado en una dirección, los platillos de la balanza se inclinaban automáticamente
y se restablecía el equilibrio?
Pensó en Sam Hamilton. Había llamado a muchas puertas, cargado con sus
proyectos y sus planes, y nadie le había dado un céntimo. Aunque desde luego, él ya
poseía mucho, era muy rico. No se le podía ofrecer nada más. Da la impresión de que
las riquezas son patrimonio de los pobres de espíritu, de los desprovistos de interés y
de alegría. Para decirlo claramente: los más ricos son un hatajo de bastardos. Se
preguntó si aquello sería cierto. A veces actuaban como tales.
Evocó a Cal, quemando el dinero para castigarse. El castigo no le hizo tanto daño
como su propio crimen. Y pensó que si algún día se encontraba con Sam Hamilton en
alguna parte, tendría muchas cosas que contarle. Aunque, bien mirado, a él le
ocurriría lo mismo.
Lee regresó al cuarto de Adam y lo encontró tratando de abrir la caja que contenía
los recortes de periódicos que hablaban de su padre.

El viento refrescó aquella tarde. Adam insistió en ir a la oficina. Lee lo abrigó y lo


acompañó hasta la puerta.
—Si nota que le faltan las fuerzas, siéntese en cualquier sitio —le aconsejó Lee.
—Así lo haré —respondió Adam—. Hoy todavía no me ha dado ningún vahído.
Tal vez vaya a casa de Víctor para que me mire los ojos.
—Espere a mañana. Yo lo acompañaré.
—Ya veremos —dijo Adam, y salió de la casa, balanceando los brazos con aire
enérgico.
Abra llegó con los ojos muy brillantes y la nariz enrojecida a causa del viento
helado, y trajo con ella tal atmósfera de alegría que Lee rió entre dientes mientras la
contemplaba.
—¿Dónde están los pasteles? —preguntó ella—. Hay que esconderlos para que
no los vea Cal. —Y tomó aliento en la cocina—. ¡Oh, estoy tan contenta de haber
vuelto!
Lee trató de hablar pero se atragantó, y luego le pareció que lo que tenía que decir
era demasiado importante para decirlo sin preámbulos. Se inclinó hacia ella.
—Ya sabes que en mi vida he ambicionado muy pocas cosas —empezó a decir—.
Aprendí desde muy pequeño que la ambición sólo proporciona disgustos.
—Pero ahora sí que deseas algo. ¿Qué es? —preguntó Abra alegremente.

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—Desearía que fueses mi hija —barbotó él.
Su propia afirmación lo desconcertó. Se dirigió a la cocina y apagó el gas de la
tetera, y luego lo encendió de nuevo.
—Yo desearía que fueses mi padre —respondió Abra con ternura. Él la miró con
fijeza y enseguida apartó la mirada.
—¿De veras?
—Sí, de veras.
—¿Por qué?
—Porque te quiero.
Lee salió rápidamente de la cocina. Se dirigió a su habitación, donde se sentó,
apretándose con fuerza las manos hasta que consiguió dominar su turbación. Se
levantó y tomó una pequeña caja de ébano labrado que guardaba en la parte superior
de su armario. Sobre la tapa se veía un dragón que subía hacia el cielo. Llevó la cajita
a la cocina y la depositó sobre la mesa, entre las manos de Abra.
—Es para ti —dijo, y su voz no denotaba emoción alguna.
La joven abrió la caja y contempló una pequeña insignia de jade verde oscuro,
sobre cuya superficie estaba grabada una mano derecha, una encantadora mano, con
los dedos doblados como si reposara. Abra tomó la insignia entre sus dedos, la
examinó, y luego la humedeció con la punta de su lengua y la paseó suavemente
sobre sus carnosos labios, oprimiendo después la piedra fría contra su mejilla.
—Era el único adorno que llevaba mi madre —le replicó Lee. Abra se levantó y
echándole los brazos al cuello, lo besó en la mejilla; aquélla fue la primera vez que
alguien lo besaba en toda su vida.
—Mi calma oriental parece haberme abandonado —comentó Lee entre risas—.
Déjame que prepare un poco de té, cariño. Será la única manera de poder dominarme.
—Junto al fogón se volvió y le dijo—: Nunca había utilizado esa palabra, ni una sola
vez en toda mi vida.
—Esta mañana me he despertado muy contenta —le expuso Abra.
—Yo también —respondió Lee—. Y sé cuál era la causa de mi alegría. Era el
anuncio de tu visita.
—Yo también estaba contenta por el mismo motivo, pero…
—Estás cambiada —observó Lee—. Ya no eres una niña. ¿No puedes
contármelo?
—He quemado todas las cartas de Aron.
—¿Se ha portado mal contigo?
—No, supongo que no. Últimamente no me sentía lo bastante buena. Hace tiempo
que deseaba explicarle que yo no era buena para él.
—Y ahora que ya no tienes necesidad de ser perfecta, es cuando podrás ser buena.
¿No es así?
—Tal vez. Acaso tengas razón.
—¿Estabas enterada de quién era su madre?

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—Sí. ¿Sabes que todavía no he probado ninguno de esos pasteles? —Y añadió—:
Tengo la boca seca.
—Bebe un poco de té, Abra. ¿Quieres a Cal?
—Sí.
—Su alma está atiborrada de todo cuanto hay de bueno y de malo en esta vida —
le explicó Lee—. He pensado que una sola persona casi podría, con un solo dedo…
Abra inclinó la cabeza sobre el té.
—Me pidió que lo acompañase al Alisal cuando florezcan las azaleas silvestres
—dijo ella.
Lee puso las manos sobre la mesa y se inclinó hacia ella.
—No me refería a eso —repuso Lee.
—Lo sé —respondió Abra—. Voy a ir con él.
Lee se sentó frente a ella al otro lado de la mesa.
—No estés tanto tiempo sin venir por aquí —le rogó Lee.
—Mis padres no quieren que venga.
—Sólo los he visto una vez —comentó Lee con cierto cinismo—. Me parecieron
buenas personas. A veces, Abra, las medicinas más extrañas producen efecto. No sé si
cambiarían de idea si supiesen que Aron acaba de heredar más de cien mil dólares.
Abra asintió gravemente y trató de reprimir una sonrisa.
—Me parece que sí —admitió. Me pregunto cómo podría hacer llegar a sus oídos
esa noticia.
—Querida —dijo Lee—. Si yo oyese una noticia como ésta, creo que lo primero
que haría sería telefonear a alguien, pidiendo una aclaración.
Abra asintió.
—¿Le dirías a mi madre de dónde proviene ese dinero?
—No, eso no —respondió Lee.
Abra miró el reloj que colgaba de la pared.
—Son casi las cinco —observó. Tengo que irme. Mi padre no está bien. Pensé
que Cal regresaría más temprano de la instrucción.
—Vuelve pronto —le dijo Lee.

Cal estaba en el porche cuando ella salió.


—Espérame —le dijo, y entró en la casa para dejar sus libros.
—Trata con cuidado los libros de Abra —le gritó Lee, desde la cocina.
Aquella noche invernal soplaba un viento helado y los faroles callejeros
chisporroteaban balanceándose sin descanso y haciendo bailar las sombras, adelante y
atrás, como un corredor que tratase de llegar a la segunda base. Los hombres que

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regresaban a sus casas después del trabajo hundían la barbilla en los abrigos y
caminaban apresuradamente. En la noche silenciosa, el monótono tintineo que
provenía de la pista de patinaje se oía desde varias manzanas de distancia.
—¿Te importa llevar un momento tus libros, Abra? —le preguntó Cal—. Quiero
aflojarme el cuello, que casi me está estrangulando. —Desabrochó las presillas y
suspiró con alivio—. Tengo el cuello irritado —aseguró, volviendo a tomar los libros
de Abra.
Las ramas de la gran palmera que se alzaba en el jardín delantero de la casa de
Berges entrechocaban con golpes secos, y un gato maullaba incesantemente al pie de
la puerta cerrada de alguna cocina.
—Yo no creo que sirvas para soldado. Eres demasiado independiente —sugirió
Abra.
—Es posible —respondió Cal—. Esta instrucción que nos obliga a hacer el viejo
Krag-Jorgensens me parece una estupidez. Si de verdad tuviera que participar en la
guerra, sería diferente, sería un buen soldado.
—Los pasteles estaban buenísimos —dijo Abra—. He dejado uno para ti.
—Gracias. Apostaría a que Aron sí que será un buen soldado.
—Sí, desde luego, y será el más guapo del ejército. ¿Cuándo vamos al Alisal?
—Tenemos que esperar a la primavera.
—Vayamos antes y nos llevaremos la comida.
—A lo mejor llueve.
—Es igual.
Ella le cogió los libros y entró en el jardín de su casa.
—Mañana nos veremos —le dijo.
Cal no volvió enseguida a su casa. Paseó por la noche agitada hasta más allá de la
escuela y de la pista de patinaje, una pista cubierta por un gran toldo, y en la que
resonaba una gramola. No había nadie patinando. El viejo propietario estaba
acurrucado en su garita hojeando un taco de entradas.
La calle Mayor se hallaba desierta. El viento arremolinaba los papeles por las
aceras. Tom Meek, el sereno, salió de la confitería de Bell y tropezó con Cal.
—Abróchate la guerrera, soldado —le dijo suavemente.
—Hola, Tom. Este cuello me ahoga.
—Hace bastante que no te veía pasear de noche.
—Así es.
—No me digas que te has reformado.
—Tal vez sí.
Tom se enorgullecía de su habilidad en engañar a la gente, y de tomarle el pelo
hablando en serio.
—Parece como si te hubieses echado una novia —se mofó. Cal no respondió.
—Me he enterado de que tu hermano ha falseado su edad y se ha alistado en el
ejército. No te dedicarás a quitarle la novia, ¿verdad?

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—Por supuesto —respondió Cal.
El interés de Tom se agudizó.
—Casi lo olvidaba —continuó—. He oído decir que Will Hamilton va contando
por todas partes que has ganado quince mil dólares con las habas. ¿Es eso cierto?
—Claro que sí —confirmó Cal.
—Eres todavía muy joven. ¿Qué harás con tanto dinero?
—Lo he quemado —respondió Cal con una sonrisa.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que encendí una cerilla y quemé todos los billetes.
Tom lo miró a la cara.
—¡Ah, sí! Claro. Es una buena idea. Creo que la pondré en práctica. Buenas
noches. —A Tom no le gustaba que los demás le tomasen el pelo—. ¡Valiente hijo de
perra! —se dijo—. Se cree muy listo.
Cal siguió andando lentamente por la calle Mayor, mirando los escaparates. Se
preguntaba dónde habían enterrado a Kate. Si conseguía descubrirlo, pensó que le
llevaría un ramo de flores, y rió interiormente ante aquel impulso. ¿Era bueno o
trataba de engañarse a sí mismo? El viento que soplaba en Salinas era capaz de
arrancar de cuajo una lápida, y mucho más un ramo de claveles. Sin saber por qué,
recordó el nombre que los mexicanos daban a estas flores. Alguien debió de decírselo
cuando era niño. Les llamaban Clavos de Amor, y a las caléndulas, Clavos de la
Muerte. La palabra «claveles» guardaba cierta semejanza con clavos. Acaso sería
mejor que llevase caléndulas a la tumba de su madre.
—Estoy empezando a pensar como Aron —se dijo.

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Capítulo 54

Al invierno le costaba soltar su presa. El frío, la lluvia y el viento seguían campando


por sus respetos mucho después de lo que les correspondía. Y la gente repetía: «Son
esos malditos cañones de grueso calibre que disparan en Francia, que estropean el
tiempo en el mundo entero».
La cosecha de trigo estaba muy retrasada en el valle Salinas, y las florecillas
silvestres tardaron tanto en aparecer, que muchos creían que ya no lo harían.
Sabíamos —o por lo menos así lo esperábamos— que por la fiesta del Primero de
Mayo, en la que se celebraban las excursiones escolares al Alisal, las azaleas
silvestres que crecían al borde de la corriente estarían ya en flor. Formaban parte de
ese día.
El Primero de Mayo amaneció fresco. La excursión se vio desbaratada por la
lluvia helada, y las azaleas no mostraban todavía ni un solo capullo abierto. Dos
semanas más tarde, todavía no habían florecido.
Cal no esperaba esta calamidad cuando convirtió a las azaleas en el principal
objetivo de la excursión, pero una vez creado el vínculo, había que respetarlo.
El Ford estaba aparcado bajo el cobertizo de Windham, con los neumáticos muy
bien hinchados, y con dos pilas secas nuevas para que arrancase fácilmente. Lee tenía
orden de preparar los bocadillos para cuando llegase el día señalado, pero se cansó de
esperar y dejó de comprar panecillos cada dos días.
—Pero ¿por qué no vais de una vez? —preguntó.
—No puede ser —respondió Cal—. Hasta que no haya azaleas, no es posible.
—¿Y cómo lo sabrás?
—Los Silacci viven allí, y vienen a la escuela todos los días. Dicen que
tendremos que esperar ocho o diez días.
—¡Oh, Señor! —exclamó Lee—. No aplacéis tanto vuestra excursión.
Adam se recuperaba lentamente. El entumecimiento iba desapareciendo de su
mano, y cada día podía leer un poco más.
—Sólo cuando estoy cansado las letras bailan ante mis ojos —decía—. Me alegro
de no haberme puesto gafas, que sólo hubieran servido para estropearme la vista. Sé
que mis ojos están perfectamente.
Lee asentía y no podía ocultar su satisfacción. Había ido a San Francisco a buscar
algunos libros que necesitaba, y había escrito pidiendo algunos especiales. Estaba al
corriente de los conocimientos más recientes acerca de la anatomía del cerebro, y los
síntomas y gravedad de las lesiones. Había estudiado y hecho preguntas con la misma
firmeza y resolución que cuando se dedicó a atrapar, desollar y desmenuzar para

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conservarlo un verbo hebreo. El doctor H. C. Murphy llegó a conocer a Lee muy
bien, y pasó de una impaciencia profesional ante un criado chino a una sincera
admiración por el erudito. Incluso llegó a pedir prestadas a Lee algunas monografías
e informes sobre el diagnóstico y la práctica.
—Ese chino sabe más acerca de la patología de la hemorragia cerebral que yo, y
apuesto a que usted tampoco lo aventaja —le comentó al doctor Edwards.
Hablaba con una especie de cólera afectuosa. Los médicos profesionales se
sienten inconscientemente irritados ante los conocimientos de su especialidad que
pueda poseer un profano.
Cuando Lee comunicó al médico la mejoría de Adam, dijo:
—Me parece que continúa la absorción.
—Tuve un paciente… —empezó a decir el doctor Murphy, y a continuación
contó una historia muy alentadora.
—No obstante, sigo temiendo las recaídas —repuso Lee.
—Eso tiene que dejarlo usted en las manos del Todopoderoso —observó el doctor
Murphy—. Una arteria no se puede remendar como una cañería. A propósito, ¿cómo
se las arregla usted para que le permita tomarle la presión arterial?
—Apostamos a ver si adivinamos la tensión del otro. Es mejor que una carrera de
caballos.
—¿Quién gana?
—Verá, tendría que ganar yo —respondió Lee—. Pero no lo hago. Eso echaría a
perder el juego y el diagrama.
—¿Qué hace para mantenerlo tranquilo?
—Eso es un invento mío —le explicó Lee—. Lo denomino terapia
conversacional.
—Debe de ocuparle todo el tiempo.
—Así es —replicó Lee.

El 28 de mayo de 1918, las tropas americanas llevaron a cabo su primera misión


importante en la primera guerra mundial. La Primera División, bajo el mando del
general Bullard, recibió órdenes de capturar la aldea de Cantigny. La aldea, situada en
una eminencia del terreno, dominaba el valle del río Avre. Estaba defendida por
trincheras, ametralladoras pesadas y artillería. El frente tenía una extensión de casi
dos kilómetros.
A las 6:45 de la mañana del 28 de mayo de 1918 empezó el ataque, tras una hora
de preparación artillera. Las tropas que tomaban parte en él eran el 28 de Infantería, a
las órdenes del coronel Ely; un batallón del 18 de Infantería, a las órdenes de Parker;

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una compañía de Ingenieros, y la Artillería de la División, al mando de Summerall. El
ataque fue apoyado además por tanques franceses y lanzallamas.
El ataque terminó con un éxito completo. Las tropas americanas se atrincheraron
en la nueva línea y rechazaron dos potentes contrataques alemanes.
La Primera División recibió las felicitaciones de Clemenceau, Foch y Pétain.

Hasta fines de mayo, los Silacci no trajeron la noticia de que los capullos de color
salmón de las azaleas estaban abriéndose. Esto fue un miércoles, y lo dijeron mientras
sonaban las campanadas de las nueve.
Cal entró como una tromba en la clase de inglés, y en el preciso momento en que
la señorita Norris tomaba asiento sobre la tarima, Cal sacó su pañuelo y se sonó
ruidosamente. Luego bajó al retrete de los muchachos, y esperó hasta oír a través de
la pared el ruido del agua en el de las muchachas. Salió por la puerta del sótano, fue
caminando pegado a la pared de ladrillo rojo hasta escabullirse tras un árbol, y
cuando ya desde la escuela no podían verlo, siguió caminando lentamente hasta que
Abra se reunió con él.
—¿Cuándo se han abierto? —preguntó ella.
—Esta mañana.
—¿Esperamos a mañana?
Él levantó su mirada hasta el alegre y radiante sol, que esparcía el primer calor
del año.
—¿Quieres que esperemos?
—No —respondió ella.
—Ni yo tampoco.
Y emprendieron una veloz carrera, fueron a comprar pan en casa de Reynaud, y al
llegar a la casa de los Trask, acuciaron a Lee para que se pusiese en acción
inmediatamente.
Adam oyó el griterío, y asomó la cabeza por la cocina.
—¿Qué es todo este barullo? —preguntó.
—Nos vamos de excursión —contestó Cal.
—Pero ¿no tenéis colegio hoy?
—Claro que sí. Pero también es fiesta —respondió Abra.
Adam le sonrió.
—Tienes el color de una rosa —dijo.
—¿Por qué no viene con nosotros? —le ofreció Abra—. Vamos al Alisal a coger
azaleas.
—Me encantaría —dijo Adam, y añadió—: No, no puedo. Tengo que ir a la

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fábrica de hielo. Me esperan allí, porque están instalando unas nuevas tuberías. Les
prometí que iría. ¡Qué día tan hermoso!
—Le traeremos azaleas —propuso Abra.
—Me gustan mucho. Bueno, que os divirtáis.
Cuando su padre se hubo ido, Cal se dirigió a Lee:
—Lee, ¿por qué no vienes con nosotros? —le preguntó.
Lee lo miró con enojo.
—No sabía que estuvieses loco —respondió.
—¡Ven! —gritó Abra.
—No seáis ridículos —contestó Lee.

El riachuelo que se desliza con voz cantarina por el Alisal, al pie de las montañas
Gavilán, al este del valle Salinas, es muy hermoso. El agua burbujea sobre los
guijarros redondos y lame las bruñidas raíces de los árboles.
El aroma de las azaleas y el soñoliento perfume del sol, al producir su acción
sobre la clorofila, llenaba el aire. En la ribera estaba parado el Ford, todavía
recalentado y humeando levemente. El asiento trasero rebosaba de ramas de azalea.
Cal y Abra estaban sentados en la orilla, entre los papeles donde habían traído
envuelta la comida. Sus pies pendían sobre el agua.
—Siempre suelen marchitarse antes de llegar a casa —decía Cal.
—Pero son una buena excusa, Cal —respondió ella—. Si tú no lo haces, tendré
que ser yo quien…
—¿Qué?
Ella extendió la mano y tomó la de él.
—Esto —dijo ella.
—Tenía miedo de hacerlo.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—Pues yo no.
—Me parece que las chicas no tienen miedo de tantas cosas.
—Creo que no.
—¿Nunca has tenido miedo?
—Claro —contestó ella—. Tuve miedo de ti después de oírte decir en aquella
ocasión, cuando era niña, que me mojaba los pantalones.
—No estuvo nada bien —aseguró Cal—. No sé por qué lo dije. —Y se quedó
callado de repente.
Los dedos de Abra apretaron con más fuerza la mano del joven.

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—Ya sé lo que estás pensando. No quiero que pienses en eso.
Cal miró el agua remolineante, e hizo girar un redondo guijarro pardo con un
dedo del pie.
—Tú crees que has heredado todo lo malo de tu madre, ¿no es eso? —le preguntó
Abra—, que atraes la desgracia.
—Es que…
—Voy a decirte algo. Mi padre está en un aprieto.
—¿Cómo en un aprieto?
—No tengo costumbre de escuchar tras las puertas, pero he oído lo bastante para
saberlo. No está enfermo, sino que tiene miedo. Ha hecho algo.
Él movió la cabeza.
—¿Qué?
—Creo que se ha apropiado de fondos que pertenecían a su compañía. Ignora si
sus socios lo meterán en la cárcel, o le permitirán que trate de devolver ese dinero.
—¿Cómo lo sabes?
—Los oí gritar en el dormitorio, donde mi padre dice que está enfermo. Y mi
madre puso el fonógrafo para ahogar sus voces.
—¿No serán imaginaciones tuyas? —le preguntó Cal.
—No, no son imaginaciones mías.
Él se aproximó a ella y apoyó su cabeza contra el hombro de la joven, al mismo
tiempo que le pasaba tímidamente el brazo en torno a la cintura.
—Ya ves que no eres el único. —Miró de reojo al rostro de Cal—. Ahora sí que
tengo miedo —dijo débilmente.

A las tres de la tarde, Lee estaba sentado ante su escritorio, pasando las páginas de un
catálogo de semillas. Las ilustraciones de guisantes dulces eran en color.
—Quedarían muy bien en la cerca de la parte trasera. Taparían la vista de la
charca. Me pregunto si tendrían bastante sol allí —levantó el rostro al oír su propia
voz y sonrió.
Cada vez tenía más costumbre de hablar a solas en voz alta cuando no había nadie
en casa.
«Es la edad», se dijo. «Los pensamientos se me han vuelto más perezosos y…»
Se interrumpió y por un momento se quedó rígido. «Me ha parecido oír algo. No sé si
he dejado la tetera en el fuego. No, ahora lo recuerdo». Aguzó el oído. «Gracias a
Dios, no soy supersticioso. De no ser por ello, oiría caminar a los fantasmas.
Podría…»
Sonó la campanilla de la puerta de entrada.

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—Eso es lo que había oído. Que llame. No voy a dejar que las aprensiones me
dominen. Que llame.
Pero la campanilla no volvió a sonar.
Una abrumadora sensación de cansancio cayó sobre Lee, una desesperanza
agobiante que le encorvaba las espaldas. Rió para sus adentros. «Tanto puedo ir allí
para encontrarme con que han metido un anuncio por debajo de la puerta, como
quedarme aquí y dejar que mi estúpido y viejo cerebro se imagine que la muerte está
en el umbral. Pero ojalá se trate sólo de un anuncio».
Lee fue a sentarse al salón y miró el sobre que tenía encima de las rodillas. Y de
pronto le dio unos golpecitos cariñosos.
—Muy bien —dijo—. Ya voy, maldito seas.
Lo rasgó bruscamente, para dejarlo enseguida sobre la mesa, con el pliego que
contenía boca abajo.
Miró al suelo entre sus rodillas.
—No —dijo—. No tengo derecho a hacerlo. Nadie tiene derecho a quitarle la más
mínima experiencia a otro. La vida y la muerte están predestinadas. Tenemos derecho
al dolor.
Su estómago se contrajo.
—No tengo el valor suficiente. Soy un cobarde barriga amarilla. No podría
soportarlo.
Fue al cuarto de baño y puso tres cucharadas de elixir de bromuro en un vaso,
añadiendo agua hasta que la roja medicina se volvió rosada. Llevó el vaso al salón y
lo dejó sobre la mesa. Plegó entonces el telegrama y se lo metió en el bolsillo,
diciendo en voz alta:
—¡Oh, Dios mío, cómo odio a un cobarde! ¡Oh, cómo lo odio!
Sus manos temblaban y un sudor frío humedecía su frente.
A las cuatro oyó a Adam que manoseaba el picaporte. Lee se pasó la lengua por
los labios. Se levantó y se dirigió lentamente hacia el vestíbulo, llevando el vaso de
líquido rosado con mano muy firme.

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Capítulo 55

La mansión de los Trask tenía todas las luces encendidas. La puerta estaba entornada
y en la casa hacía mucho frío. En el salón, Lee estaba arrugado, como una hoja seca
en un sillón junto a la lámpara. La puerta de la habitación de Adam se hallaba abierta
y de ella salía sonido de voces.
Cuando llegó Cal, preguntó:
—¿Qué pasa?
Lee lo miró e indicó con la cabeza el telegrama abierto que había sobre la mesa.
—Tu hermano ha muerto —le explicó—. Tu padre ha sufrido un ataque. Cal
atravesó el vestíbulo corriendo.
—¡Espera! —le gritó Lee—. El doctor Edwards y el doctor Murphy están allí.
Dejémosles solos.
Cal quedó de pie ante él.
—¿Está muy mal, Lee?, ¿está muy mal?
—No lo sé. —Hablaba como si recordase algo muy antiguo—. Llegó a casa muy
cansado. Y yo no tuve más remedio que leerle el telegrama. Tenía derecho a ello.
Durante cinco minutos se lo repitió en voz alta, una y otra vez, hasta que al final
pareció penetrar en su cerebro y estallar en su interior.
—¿Ha perdido el conocimiento?
—Siéntate y espera, Cal. Siéntate y espera —le respondió Lee con cansancio—.
Trata de ir acostumbrándote. Yo me esfuerzo por hacerlo.
Cal tomó el telegrama en su mano y leyó su escueto y solemne texto.
El doctor Edwards apareció con su maletín en la mano. Saludó con un leve
movimiento de cabeza, salió y cerró con cuidado la puerta tras él.
El doctor Murphy dejó su maletín sobre la mesa y se sentó. Lanzando un suspiro,
dijo:
—El doctor Edwards me ha pedido que se lo comunicase a ustedes.
—¿Cómo está? —preguntó Cal.
—Le diré todo lo que sabemos. Usted es ahora el cabeza de familia, Cal. ¿Ya sabe
lo que es un ataque fulminante? —no esperó a que Cal le respondiese—. El que ha
sufrido su padre ha sido producido por un derrame en el cerebro. Hay algunas zonas
afectadas. Su padre ya había sufrido con anterioridad otros derrames menores. Lee ya
lo sabía.
—Sí —corroboró Lee.
El doctor Murphy le dirigió una mirada y luego volvió los ojos hacia Cal.
—El lado izquierdo está paralizado y el derecho en parte. Probablemente ha

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perdido la visión del ojo izquierdo, pero ahora no tenemos ningún medio de
determinarlo. En otras palabras: su padre está casi totalmente imposibilitado.
—¿Puede hablar?
—Un poco, pero con mucha dificultad. Procuren no fatigarlo.
Cal se esforzaba por encontrar palabras.
—¿Podrá volver a estar bien?
—He oído hablar de casos de recuperación en pacientes tan afectados como éste,
pero jamás he visto uno.
—¿Quiere decir que va a morir?
—Lo ignoro. Puede vivir una semana, un mes, un año, hasta dos. Y puede morirse
esta misma noche.
—¿Me reconocerá?
—Tendrá que comprobarlo usted mismo. Esta misma noche les mandaré una
enfermera, y después deberá tener permanentemente una. —Se levantó—. Créame
que lo siento mucho, Cal. Anímese, ¡no se deje dominar por la desesperación y trate
de soportarlo! —Y añadió—: Siempre me quedo sorprendido ante la capacidad de
resistencia de la gente. Siempre consiguen sobreponerse en trances como éste.
Edwards vendrá mañana. Buenas noches.
Extendió la mano para tocar el hombro de Cal, pero éste se apartó y se dirigió
hacia la habitación de su padre.
Unos almohadones sostenían la cabeza de Adam. Su rostro aparecía distendido y
la tez pálida; su boca era normal, ni sonreía ni expresaba dolor. Tenía los ojos
abiertos, muy claros y profundos, como si se pudiese penetrar por ellos y como si con
ellos pudiese penetrar en lo que le rodeaba. Y los ojos estaban tranquilos también,
con expresión consciente pero no interesada. Se volvieron lentamente hacia Cal
cuando éste entró en la estancia, le miraron al pecho y luego se alzaron hasta su rostro
para permanecer fijos en él.
Cal tomó asiento en una silla que había junto a la cama.
—Lo siento, padre —le dijo.
Los ojos de éste parpadearon lentamente, como los de una rana.
—¿Me oye usted, padre? ¿Me entiende? —los ojos ni cambiaron su expresión ni
se movieron—. ¡Yo lo hice! —gritó Cal—. Yo soy el responsable de la muerte de
Aron y de su enfermedad. Lo llevé a casa de Kate, para mostrarle a su madre. Por eso
se escapó. Yo no quiero hacer cosas malas, pero las hago.
Ocultó su cabeza en el borde del lecho para huir de la mirada de aquellos terribles
ojos, pero seguía viéndolos. Supo que lo seguirían y formarían parte de él durante el
resto de su vida.
Sonó la campanilla de la puerta de la casa. A los pocos instantes entró Lee en el
dormitorio, seguido por la enfermera, una mujer ancha y robusta, de cejas negras y
pobladas. Abrió con mucho garbo el maletín que traía.
—¿Dónde está el enfermo? ¡Ah, aquí está! ¡Caramba, tiene muy buen aspecto!

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Pero ¿por qué me ha llamado? Yo aquí no tengo nada que hacer. Me parece que lo
mejor sería que usted se levantase para cuidar de mí, porque tiene muy buen aspecto.
¿No le gustaría cuidarme, bello hombretón?
Pasó un brazo robusto bajo el hombro de Adam, y lo levantó sin gran esfuerzo;
con el brazo derecho lo sostuvo y con el izquierdo arregló las almohadas, sobre las
que volvió a depositarlo.
—Almohadas frescas —dijo—. ¿No le gustan las almohadas frescas? ¿Dónde está
el cuarto de baño, por favor? ¿Ya tienen una lona fina y un orinal? ¿No me podría
poner aquí un catre?
—Haga usted una lista de lo que necesita —le indicó Lee—. Y si precisa ayuda
para el enfermo…
—¿Para qué voy a precisar ayuda? Él y yo nos entenderemos a las mil maravillas,
¿no es verdad, bombón? —dijo, dirigiéndose al enfermo. Lee y Cal se retiraron a la
cocina.
—Antes de que la enfermera viniese, iba a decirte que tenías que cenar algo, ya
sabes, como esas personas que usan la comida para cualquier cosa, sea buena o mala.
Apostaría a que ella es así. Come o no, haz lo que te plazca —le dijo Lee.
Cal le sonrió.
—Si me hubieses obligado, creo que habría vomitado. Pero ya que me lo planteas
de esta manera, me parece que voy a prepararme un bocadillo.
—No puedes comerte un bocadillo.
—Me apetece.
—Me temo que todo ha salido de forma escandalosa —replicó Lee—. Casi es
insultante ver cómo todo el mundo suele reaccionar de la misma manera.
—No quiero un bocadillo —dijo Cal—. ¿Quedan pasteles?
—Muchos, en la panera. Puede que estén un poco blandos.
—Me gustan así —respondió Cal.
Llevó la fuente a la mesa y la colocó ante sí.
La enfermera se asomó por la puerta de la cocina.
—Tienen buen aspecto —afirmó; cogió uno, le hincó el diente y siguió hablando
mientras comía—. ¿Podré telefonear a la droguería de Krough para pedir lo que me
hace falta? ¿Dónde está el teléfono? ¿Dónde guardan la ropa blanca? ¿Dónde está el
catre que dicen que pondrán ahí? ¿Ha leído ya este periódico? ¿Dónde dice que está
el teléfono?
La enfermera tomó otro pastel y se retiró.
—¿Habló contigo? —le preguntó Lee al muchacho.
Cal movió la cabeza en señal de asentimiento, como si no pudiera reprimirse.
—Será terrible. Pero el médico tiene razón. Uno es capaz de soportarlo todo. En
ese aspecto, somos unos animales maravillosos.
—Yo no —replicó Cal con voz opaca y monótona—. Yo no puedo soportarlo. No,
yo no puedo soportarlo. No seré capaz. Tendré que, tendré que…

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Lee lo asió con fuerza por la muñeca.
—Calla, sucio mocoso. Con todo lo que te rodea no te atrevas a sugerir semejante
cosa. ¿Por qué tu pena es más importante que la mía?
—No es pena. Le he dicho lo que hice. Yo he matado a mi hermano. Soy un
asesino, y él lo sabe.
—¿Lo dijo él? Dime la verdad, ¿lo dijo?
—No tuvo que hacerlo. Sus ojos eran bastante elocuentes. Lo dijo con la mirada.
No puedo escaparme, no hay lugar para mí en el mundo.
Lee suspiró y aflojó la presión de su mano.
—Cal —dijo con calma, escúchame. Los centros cerebrales de Adam están
afectados. Lo que puedas ver en los ojos de tu padre puede ser el resultado de
presiones ejercidas en la parte de su cerebro que gobierna la visión. ¿Es que no te
acuerdas de que no podía ver? No eran sus ojos, era la presión. Tú no puedes saber si
te acusa o no. No lo sabes.
—Me ha acusado. Yo lo sé. Ha dicho que soy un asesino.
—Entonces te perdonará. Te lo prometo.
La enfermera apareció en el umbral.
—¿Qué me prometes, Charley? Me has prometido una taza de café.
—Ahora voy a prepararla. ¿Cómo está el enfermo?
—Duerme como un bebé. ¿No tienen nada para leer en esta casa?
—¿Qué le gustaría?
—Algo que me distrajese.
—Cuando le lleve el café, le llevaré también algunas historias escabrosas que
escribió una reina de Francia. Puede que sean…
—Tráigamelas con el café —atajó ella—. ¿Por qué no vas a descabezar un
sueñecito, hijito? Charley y yo montaremos la guardia. No te olvides del libro,
Charley.
Lee puso la cafetera sobre la cocina de gas. Se acercó a la mesa y dijo:
—¡Cal!
—¿Qué quieres?
—Vete a buscar a Abra.

Cal estaba de pie en la limpia entrada y siguió oprimiendo el timbre con el dedo,
hasta que la luz de la puerta se encendió, iluminando la noche, y la señora Bacon
apareció.
—Quiero ver a Abra —dijo Cal.
La señora se quedó con la boca abierta de asombro.

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—¿Qué dices?
—Que quiero ver a Abra.
—Imposible. Abra ya está acostada. Vete.
—Le digo que quiero ver a Abra —le gritó.
—Vete o llamo a la policía.
El señor Bacon gritó desde dentro:
—¿Qué es eso? ¿Quién está ahí?
—No te preocupes, vuélvete a la cama. Tú no estás bien. Ya me las entenderé yo
con él.
La señora se volvió hacia Cal.
—Ahora haz el favor de marcharte. Y si vuelves a tocar el timbre, telefonearé a la
policía. ¡Anda, vete!
Cerró dando un portazo, la cerradura rechinó y la luz de la entrada se apagó.
Cal se quedó sonriendo en la oscuridad, pensando en Tom Meek y en lo que le
diría al encontrarlo: «Hola, Cal, ¿qué haces por ahí?».
La señora Bacon gritó desde el interior:
—¿Todavía estás ahí? ¡Te he dicho que te marches!
Cal caminó lentamente por la acera en dirección a su casa, pero no había
recorrido una manzana, cuando Abra lo alcanzó. Venía jadeante a causa de su carrera.
—He salido por la puerta de atrás —le explicó.
—Se enterarán de que te has ido.
—No me importa.
—Ah, ¿no?
—No.
—Abra, he matado a mi hermano y padre está paralítico por mi culpa —le soltó
Cal.
Ella le cogió del brazo y se asió a él con ambas manos.
—¿No me has oído? —preguntó Cal.
—Sí, te he oído.
—Abra, mi madre era una puta.
—Ya lo sé. Ya me lo dijiste. Y mi padre es un ladrón.
—La sangre de ella corre por mis venas, Abra. ¿No comprendes lo que eso
significa?
—Por las mías corre la de mi padre —respondió ella.
Siguieron caminando en silencio, mientras él trataba de serenarse. El viento era
fresco y apretaron el paso para entrar en calor. Dejaron atrás el último farol de Salinas
y frente a ellos se extendían las tinieblas y la carretera fangosa.
Habían llegado donde terminaba la calzada, más allá del último farol. La carretera
bajo sus pies era resbaladiza a causa del fango primaveral, y la hierba que les
acariciaba las piernas estaba humedecida por el rocío.
—¿Adónde vamos? —preguntó Abra.

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—Quiero huir de los ojos de mi padre. Están constantemente ante mí. Cuando
cierro los míos, sigo viéndolos. Los veré siempre. Mi padre morirá, pero sus ojos
seguirán mirándome y diciéndome que yo he matado a mi hermano.
—Tú no lo hiciste.
—Sí, sí lo hice. Y sus ojos me acusan.
—No hables así. ¿Adónde vamos?
—Un poco más allá, donde hay una acequia, la caseta de una bomba y un sauce.
¿Te acuerdas del sauce?
—Sí, me acuerdo muy bien.
—Las ramas forman como una tienda y sus extremos se arrastran por el suelo —
continuó Cal.
—Ya lo sé.
—Por las tardes, las tardes que hacía sol, tú y Aron separabais las ramas y os
poníais a su abrigo para que nadie pudiera veros.
—¿Nos espiabas?
—¡Claro que os espiaba! —Y añadió—: Quiero que vengas bajo el sauce
conmigo. Quiero que lo hagas.
Ella se detuvo y tiró de la manga de Cal, haciéndole detenerse también.
—No —objetó Abra—. Eso no estaría bien.
—¿No quieres ir al sauce conmigo?
—No si estás huyendo, no así.
—Entonces, no sé qué hacer. ¿Qué debo hacer? Dime qué tengo que hacer, Abra.
—¿Me escucharás?
—No sé.
—Vamos a volver —le indicó ella.
—¿Volver? ¿Adónde?
—A casa de tu padre —contestó ella.

La luz de la cocina les daba de lleno. Lee había encendido el horno para calentar el
aire glacial.
—Ella me ha obligado a volver —admitió Cal.
—Claro que te ha obligado. Sabía que lo haría.
—Hubiera vuelto él solo —intervino Abra.
—Eso nunca lo sabremos —aseguró Lee.
Abandonó la cocina y regresó a los pocos minutos.
—Sigue durmiendo.
Lee puso una botella de piedra y tres tacitas de porcelana translúcidas sobre la

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mesa.
—Ya me acuerdo de esto —manifestó Cal.
—Tienes que acordarte —dijo Lee, sirviendo el oscuro licor—. Mójate sólo los
labios y saboréalo bien.
Abra apoyó los codos sobre la mesa de la cocina.
—Ayúdalo —le rogó a Lee—. Tú puedes enfrentarte con las cosas, Lee. Ayúdalo.
—Ignoro si puedo o no enfrentarme con las cosas —contestó Lee—. Nunca he
sido puesto a prueba. Siempre he tenido que arreglármelas solo, lo cual no quiere
decir que dude de mí mismo, sino que no tengo suficientes juicios de valor para
saberlo. Toda mi vida me he visto obligado a llorar a solas.
—¿Llorar? ¿Tú?
—Cuando Samuel Hamilton murió, el mundo se apagó como la llama de una vela
—continuó Lee—. Volví a encenderla para contemplar sus bellas creaciones, y vi a
sus hijos arrastrados, despedazados y destruidos como si fuesen víctimas de alguna
venganza. Bebe poco a poco el ng-ka-py, y consérvalo en la lengua.
Después prosiguió:
—Tuve que descubrir mi estupidez por mí mismo: pensaba que los buenos son
destruidos, mientras que los malos sobreviven y medran —prosiguió—. Pensaba que
una vez un dios colérico y disgustado había vertido fuego fundido de un crisol, para
destruir o purificar este pequeño puñado de fango. Pensaba que había heredado tanto
las quemaduras de aquel fuego como las impurezas que lo hicieron necesario, que lo
había heredado todo. Todo. ¿No habéis sentido alguna vez lo mismo? —les preguntó.
—Creo que sí —respondió Cal.
—No sé —contestó Abra.
Lee movió la cabeza.
—Pero aquello no era suficiente. Tenía que haber algo más. Quizás…
Y permaneció silencioso.
Cal sintió el calor del alcohol en su estómago.
—¿Quizá qué, Lee?
—Puede que algún día os deis cuenta de que todos los hombres, no importa a qué
generación pertenezcan, son fundidos de nuevo cada vez. ¿Acaso un artesano, aun
siendo un anciano, abandonará su sueño de crear una taza perfecta, delgada, fuerte,
transparente? —levantó su taza hacia la luz—. Se queman todas las impurezas y se
empieza de nuevo la creación. El resultado puede ser un montón de escoria o lo que
todo el mundo ambiciona: la perfección. —Apuró su taza y continuó con
contundencia—: Cal, escúchame. ¿Crees que el que nos hizo dejará de intentarlo?
—No puedo pensar en eso —respondió Cal—. Ahora no puedo.
Los pesados pasos de la enfermera retumbaron en el salón. Apareció en el umbral
de la puerta y miró a Abra, que estaba acodada sobre la mesa, con las mejillas
apoyadas en la palma de las manos.
—¿Tienen una jarra? —preguntó la enfermera—. Los enfermos suelen tener sed.

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Me gusta tener siempre a mano una jarra de agua. Es que respiran por la boca —les
explicó.
—¿Está despierto? —preguntó Lee—. Aquí tiene una jarra.
—Oh, sí, está despierto y descansando. Le he lavado la cara y lo he peinado. Es
muy buen enfermo. Hasta me quiso sonreír.
Lee se levantó.
—Ven, Cal. También quiero que tú vengas, Abra. Tienes que venir.
La enfermera llenó la jarra en el fregadero y salió antes que ellos.
Cuando entraron en el dormitorio, Adam se hallaba incorporado con ayuda de
almohadones. Sus pálidas manos reposaban con la palma hacia abajo a ambos lados
de su cuerpo, y sus venas, desde los nudillos hasta la muñeca, estaban hinchadas. Su
rostro tenía el color de la cera, y sus agudas facciones aparecían todavía más
marcadas. Respiraba lentamente por entre sus labios pálidos y exangües. Sus azules
ojos reflejaban la luz de la lamparilla, que iluminaba su cabeza.
Lee, Cal y Abra se quedaron de pie a los pies del lecho, mientras los ojos de
Adam se movían lentamente de uno a otro y sus labios se entreabrían
imperceptiblemente para saludarlos.
—Ahí lo tienen. ¿No está guapo? Es mi niño mimado, mi corazoncito —dijo la
enfermera.
—¡Calle! —le ordenó Lee.
—No estoy dispuesta a permitir que fatiguen a mi paciente.
—Salga de la habitación —dijo Lee.
—Se lo diré al doctor.
Lee giró en redondo hacia ella.
—Salga de la habitación y cierre la puerta. Y dígaselo al doctor, por escrito si
quiere.
—No estoy acostumbrada a recibir órdenes de chinos.
—Salga y cierre la puerta —le ordenó Cal.
Ella dio un ligero portazo, lo suficientemente fuerte para manifestar su cólera.
Adam pestañeó al oírlo.
—Adam —le llamó Lee.
Los grandes ojos azules buscaron al que había hablado, y finalmente encontraron
los ojos castaños y brillantes de Lee.
—Adam, no sé hasta qué punto puede usted oírme y entenderme —comenzó a
decir Lee—. Cuando tenía la mano torpe y no podía leer, yo averigüé todo lo que
pude. Pero hay algunas cosas que sólo usted puede conocer. Detrás de esos ojos,
usted puede estar alerta y despierto, o acaso vivir en un confuso sueño gris. Como un
recién nacido, acaso sólo percibe luz y movimiento.
—Tiene el cerebro dañado, y tal vez es ahora un hombre distinto. Su bondad
puede haberse convertido en ruindad, y su acrisolada honradez en una displicente y
acomodaticia moral. Nadie lo sabe excepto usted. ¡Adam! ¿Puede oírme?

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Los ojos azules giraron, luego se cerraron lentamente y volvieron a abrirse.
—Gracias, Adam —dijo Lee—. Ya sé que es muy duro. Voy a pedirle algo mucho
más duro todavía. Aquí está su hijo Caleb, ahora su único hijo. ¡Mírelo, Adam!
Los ojos claros se movieron hasta posar sobre Cal su mirada. La boca de Cal,
reseca, se entreabrió, pero no profirió sonido alguno. La voz de Lee prosiguió:
—No sé cuánto tiempo vivirá, Adam. Acaso mucho tiempo, acaso una hora. Pero
su hijo continuará viviendo. Se casará y sus hijos serán lo único que quedará de usted.
—Lee se secó los ojos con los dedos—. Él cometió una acción llevado por la ira,
Adam, porque creía que usted lo había rechazado. El resultado de su ira es que su
hermano Aron, su hijo, Adam, ha muerto.
—Lee, no sigas —le rogó Cal.
—Tengo que hacerlo —respondió Lee—. Aunque esto lo mate. Es mi decisión.
—Y sonriendo tristemente, citó—: «Si es pecado, yo cargaré con él». —Lee enderezó
los hombros, y dijo con voz cortante—: Su hijo está marcado por la culpa, que lo está
consumiendo; es demasiado peso para él. No termine de aniquilarlo rechazándolo. No
lo aniquile, Adam.
El aliento de Lee silbaba en su garganta.
—Adam, dele su bendición. No le deje solo con su culpa. Adam, ¿me oye? ¡Dele
su bendición!
Una terrible luz brilló en los ojos de Adam, y éste los cerró y los mantuvo
cerrados. Entre sus cejas se marcó una profunda arruga.
—Ayúdelo, Adam, ayúdelo —prosiguió Lee—. Dele su oportunidad. Deje que
sea libre. Eso es lo único que diferencia al hombre de las bestias. ¡Libérelo!
¡Bendígalo!
La cama entera pareció temblar bajo el esfuerzo. La respiración de Adam se hizo
jadeante, y luego, lentamente, alzó la mano derecha, la levantó un palmo y la dejó
caer de nuevo.
El rostro de Lee mostraba una expresión anhelante. Se acercó a la cabecera del
lecho y secó el rostro húmedo del enfermo con el borde de la sábana. Miró los ojos
cerrados.
Lee susurró:
—Gracias, Adam, gracias, amigo mío. ¿Puede mover los labios? Haga que sus
labios pronuncien su nombre.
Adam levantó la mirada con expresión de abrumada fatiga. Sus labios se
entreabrieron, pero no salió de ellos sonido alguno. Probó de nuevo, llenando antes
los pulmones. Expelió el aire y sus labios se arquearon para modular aquel suspiro.
La palabra que susurró pareció quedar flotando en el aire:
—¡Timshel!

Sus ojos se cerraron y se quedó dormido.

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JOHN STEINBECK (Salinas, 1902 - Nueva York, 1968). Narrador y dramaturgo
estadounidense, famoso por sus novelas que lo ubican en la primera línea de la
corriente naturalista o del realismo social americano, junto a nombres como E.
Caldwell y otros. Obtuvo el premio Nobel en 1962.
Estudió en la Universidad de Stanford, pero desde muy temprano tuvo que trabajar
duramente como albañil, jornalero rural, agrimensor o empleado de tienda. En la
década de 1930 describió la pobreza que acompañó a la Depresión económica y tuvo
su primer reconocimiento crítico con la novela Tortilla Flat, en 1935.
Su estilo, heredero del naturalismo y próximo al periodismo, se sustenta sin embargo
en una gran carga de emotividad en los argumentos y en el simbolismo que trasuntan
las situaciones y personajes que crea, como ocurre en sus obras mayores: De ratones
y hombres (1937), Las uvas de la ira (1939) y Al este del Edén (1952). De ratones y
hombres, llevada posteriormente al cine, trata sobre un retrasado que inocentemente
provoca una serie de catástrofes en un rancho, las cuales concluyen con su muerte.
Las uvas de la ira surgió de los artículos periodísticos que Steinbeck había escrito
sobre las nuevas oleadas de trabajadores que llegaban a California, y desató
polémicas encendidas en el plano político y en la crítica, ya que fue acusado de
socialista y perturbador. El argumento de esta novela narra la migración de familias
de Texas y Oklahoma que huían de la sequía y la miseria, en busca de la californiana
Tierra Prometida.
La prosa de Steinbeck tiene un fuerte componente alegórico y espiritual, y se sustenta

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en la piedad e interés del autor por los desfavorecidos de todo tipo, por lo que una
parte de la crítica lo ha acusado de sentimentalismo e incluso de cierto ejercicio
didáctico más o menos velado en algunos de sus personajes, sobre todo en las
mujeres. Pese a ello, se lo ha clasificado dentro del realismo naturalista marcado por
las novelas de T. Dreiser, como Una tragedia americana, naturalismo basado en la
idea filosófica del determinismo histórico.
Otros le han adjudicado el mote de «novelista proletario» por su interés en las
experiencias de las poblaciones de inmigrantes y los problemas de la clase obrera,
añadido a su postura socialista o redentora. Por ejemplo, Las uvas de la ira ha sido
catalogada como la novela más revulsiva de la década de 1930, pues provocó la
reacción fervorosa y humanista de un amplio público opuesto a las clases
conservadoras. Las ideas socialistas de Steinbeck estaban no obstante más
relacionadas con la emancipación reformista evangélica del siglo XIX que con la
literatura marxista; de ahí que su prosa, a pesar de sus mensajes humanistas, no pueda
ser identificada con el realismo socialista que ya asomaba en esa época.

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