Libro Hacia El Descubrimiento Del Ser Personal 2014
Libro Hacia El Descubrimiento Del Ser Personal 2014
Libro Hacia El Descubrimiento Del Ser Personal 2014
el descubrimiento de
nuestro ser personal
Genara Castillo
2014
Facultad de Humanidades
Universidad de Piura
1
A la memoria de
un gran maestro:
El profesor Leonardo Polo
2
INDICE
Prólogo.
3
c. El amor.
1. El amor sensible.
2. El amor sensible es diferente de la dilección.
3. Clases de amor.
4. Las causas del amor.
5. Efectos del amor.
d. Sobre el odio.
e. Sobre la concupiscencia y la deleitación.
f. Del dolor y la tristeza.
1. Las especies de tristeza.
2. De las causas y efectos de la tristeza y el dolor.
3. Los efectos de la tristeza y del dolor.
4. Los remedios contra la tristeza y el dolor.
g. De la esperanza y de la desesperanza.
h. Del temor.
i. De la audacia.
j. De la ira.
4
3. Determinismo fisiológico.
4. Determinismo social.
5. Determinismo psicológico.
6. Determinismo filosófico.
Planteamiento.
a. La distinción real persona-naturaleza en el hombre; esta distinción
también se da en Dios.
b. La distinción real entre la coexistencia y la intersubjetividad; la distin-
ción real entre la libertad trascendental y la manifestativa.
c. La distinción real entre el conocimiento racional y el personal en el
hombre; la distinción real entre el amor personal y el querer de la volun-
tad.
a) La índole de las personas humanas y divinas.
1. Exigencias divinas de la coexistencia libre: el hombre y Dios no pue-
den ser personas aisladas.
2. Exigencias divinas del conocer personal humano. Como no cabe co-
nocer personal sin tema personal, el tema del conocer personal humano
es el Logos divino. El Logos cognoscente divino y su tema: Dios Padre.
3. Exigencias divinas del amar personal humano. Dar, Aceptar y Don
b) Filiación humana y divina.
1. La filiación natural, esencial y personal del hombre. Lo radical en no-
sotros es la filiación divina.
2. La filiación natural, esencial y personal de Cristo. Convenía que Je-
sucristo se encarnase.
3. Hijos ‘en’ el Hijo ‘del’ Padre ‘por’ el Espíritu Santo.
c) Los radicales personales y las virtudes teologales.
1. Libre esperanza natural y sobrenatural. Fe natural y sobrenatural.
Amor natural y sobrenatural
5
2. La esperanza y Cristo como Camino. La fe y Cristo como Verdad. La
caridad y Cristo como Vida
3. ¿Por qué la Virgen?
Conclusiones.
Bibliografía.
a. Básica.
b. Complementaria.
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PRÓLOGO
Este breve manual está dirigido a los universitarios que se dedican a las Cien-
cias Económicas y Empresariales, a las Ciencias de la Comunicación y al Derecho,
especialmente a aquellos que por primera vez se adentran en el estudio de la Antro-
pología filosófica.
Por tanto, y para centrar bien las expectativas, tenemos que precisar desde el
comienzo que este libro no es para especialistas en filosofía; sólo pretende ser una
ayuda para introducir a universitarios en el difícil problema del conocimiento del ser
humano, lo cual atañe a su propio ser y es la realidad más importante de sus carreras
profesionales.
Esta exigencia es mayor cuando por poco que nos adentremos en la realidad
humana nos encontramos ante el ser más complejo que existe en este mundo. Noso-
tros mismos tenemos la experiencia de lo intrincado que es nuestro ser. Sin embargo,
los seres humanos tenemos el gran peligro de pasar por alto lo más evidente. Por esto
no es de extrañar la situación crítica en que se encuentra la humanidad, ya que hace-
mos poco por conocernos, y en esas condiciones es difícil orientar nuestra vida, darle
sentido y saber relacionarnos personalmente.
Por otra parte, el tratar de hacer un pequeño manual introductorio de una cien-
cia tan amplia y profunda como es la Antropología filosófica puede resultar temera-
rio si no es por la necesidad que tienen los estudiantes de una base que, siendo pro-
funda, sea asequible para ellos. Para hacerlo hemos visto conveniente recoger los
grandes aportes que se han dado históricamente: el clásico pagano, el clásico cris-
tiano y el moderno.
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Pero cabe la esperanza atendiendo a que todo hombre es filósofo, ya que posee
inteligencia, y, por tanto, es pertinente que se pregunte: ¿Quién soy?, ¿Cómo soy?,
¿Quién y cómo es el que tengo al lado?, ¿Cómo puedo aprovechar mejor mis posibi-
lidades de desarrollo?, ¿Cuál es el sentido de mi vida?, lo cual nos podemos pregun-
tar más pronto o más tarde.
En cierta manera, se podría decir que uno de los propósitos del libro es el de
ser una ayuda para la vida práctica, algo así como una especie de manual de instruc-
ciones, o manual de funcionamiento del ser humano. Se trata de iniciarse en saber
cómo es el ser humano, con qué facultades o capacidades contamos, cómo se activan,
cuáles son sus actos u operaciones propias, para ver cómo se las puede usar mejor, y
cómo se puede ser coherente con la dimensión personal que el ser humano comporta.
8
do el mar y los peces, o los astros y sus órbitas, etc., podríamos decir que en cierta
manera aquello no «nos toca» directamente.
Sin embargo, en medio de esta vorágine y desasosiego, el ser humano más que
nunca necesita aclararse. De lo contrario es muy desdichado, requiere saber el qué y
el por qué de sus reacciones, de sus impulsos, de por qué llora y por qué ríe, de sus
deseos de felicidad y de sus sufrimientos, de sus proyectos y actividades, de su cono-
cimiento y de sus amores, y descubrir qué sentido tiene todo esto.
Agradecimientos
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INTRODUCCIÓN:
Al respecto, hay que añadir que las averiguaciones que desde la filosofía se
han realizado han sido abundantes durante más de 25 siglos. A lo largo de las dife-
rentes épocas, los diversos filósofos han ido aportando un caudal de descubrimientos
profundos sobre la naturaleza, la esencia y el ser del hombre. La Antropología filo-
sófica actual cuenta con la posibilidad de nutrirse con esos aportes –especialmente
con aquellos que son más significativos–; tiene el reto de integrarlos en una visión
coherente de la realidad humana y en lo posible de continuarlos, ya que el saber filo-
sófico es un saber siempre abierto. A ello hay que añadir otro desafío: el de dialogar
con las ciencias particulares que también se ocupan de aspectos humanos que le to-
can o pertenecen.
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En los últimos años, debido al gran desarrollo de las ciencias particulares, el
saber sobre el hombre se ha incrementado mucho en número, en amplitud y en cierta
profundidad. Sin embargo, tales estudios no siempre han ido convergiendo y han
entrado en conflicto en diferentes niveles.
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nes o interacciones de los fenómenos biológicos, es preciso integrar aquellos datos en
niveles de conocimiento más profundos. Asimismo, los fenómenos socioculturales
no se pueden reducir a números, ni a simples mecanismos de estímulo-respuesta,
porque el ser humano no es un bicho cualquiera, sino que tiene la dignidad de perso-
na, que dirige su vida libremente, abriendo o cerrando líneas temporales. Por tanto,
aquellas manifestaciones socioculturales han de tener en cuenta la existencia de la
libertad personal humana, que es un gran tema filosófico. De no aclararse respecto
de este asunto, se presentarán como ciencias con conclusiones recortadas o falsas,
puesto que no existen realmente leyes sociológicas o históricas deterministas. La
sociología exige una buena base antropológica-filosófica para no reducir el compor-
tamiento humano a factores externos.
1
POLO, L., Introducción a la filosofía, Pamplona, Eunsa, 1995, Cap. I. Disponible también en: www.leonardopolo.net
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I. EL HOMBRE COMO VIVIENTE
¿Podemos hacer pie en algo estable? ¿Lo real es sólo lo que vemos, está en la
superficie o tiene un fundamento más profundo? Preguntándose frente a la realidad
es como buscaron el arjé o primer principio constitutivo y constituyente de la reali-
dad. Su respuesta fue –como luego detallaremos– que aquello que constituye la reali-
dad es estable, es el ser. De manera que el cosmos, a pesar de sus diversos eventos,
procesos y fenómenos, posee una cierta seguridad, más allá de la variabilidad, de la
fugacidad, del devenir, no se disuelve en el tiempo, por lo que el hombre queda al
abrigo de esa estabilidad.
Sin embargo, pronto advirtieron una gran aporía: la muerte humana. ¿Qué fun-
damento era ése, el de la naturaleza física, que no alcanzaba para que el hombre se
librara de morir? Y entonces empezaron a preguntarse por la fisis o naturaleza huma-
na: ¿Existe algo permanente en el hombre? ¿O será que estamos condenados a disol-
vernos en la variabilidad de los instantes, de modo que al morir no quede nada de
nosotros? Por tanto, de la pregunta por el fundamento del universo se siguió la del
fundamento del ser humano. Esta pregunta se hizo más intensa cuando varias cir-
cunstancias se dieron lugar hacia el siglo V a. C., en una de las polis griegas más
importantes de aquel entonces, Atenas, la cual se vio inmersa en una crisis social,
cultural y política, que a muchos les confundió, llevándoles a dudar sobre sí mismos
y sobre su capacidad de poseer la realidad de manera estable, segura.
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acción humana. Ciertamente, el poner el acento en dicha función racional pudo ha-
berle hecho inclinar la balanza de ese lado y caer en un intelectualismo ético1, pero
se comprende el por qué de aquel desequilibrio, que estaba justamente en la necesi-
dad de resaltar la actividad intelectual para hacer frente a la crisis.
A veces se critica a Platón, se dice que estaba ‘en las nubes’, en la contempla-
ción de las Ideas; pero hay que tratar de meterse en sus zapatos, acercarse a su expe-
riencia noética, saborear la increíble capacidad que tiene la inteligencia humana, sa-
ber hasta dónde se puede llegar con ella, para luego criticarlo. En efecto, el gozo que
da la experiencia intelectual es difícilmente equiparable. Es probable que ante aque-
lla vivencia que le llevó a experimentar tanta excelsitud, Platón hubiese visto el
cuerpo no sólo como algo inferior, sino como algo perjudicial, un fardo que tira ‘ha-
cia abajo’, mientras que el alma racional está hecha para emprender unos vuelos tan
altos que aquel no puede ni siquiera sospechar.
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aquello que para él constituye la realidad más potente por ser la más permanente 2.
Sin embargo, eso en definitiva se logra post mortem, cuando el alma se haya despo-
jado del cuerpo, es decir, cuando el ser humano ha salido de la caverna que es este
mundo.
Por tanto, este último tendrá que ser acto; es lógico que sea muy activo, de lo
contrario no podría ser determinante. Aristóteles se queda deslumbrado al encontrar-
lo, le llama entelecheia, que es un acto formal o forma actual gracias al cual una sus-
tancia es ‘lo que’ es. De ahí que uniendo aquel principio de indeterminación con este
otro que es fundamental, determinante, da lugar a la famosa teoría hilemórfica, de la
que Aristóteles tiene el copy right.
También es sabido que varios autores consideran que esa causa o principio
formal es la ‘idea’ platónica que –a diferencia de Platón– no está ya más en un cielo
empíreo, sino que ahora es visto en las mismas cosas o sustancias reales. Algo de
esto ha sido representado en el cuadro de La Escuela de Atenas, del gran pintor Ra-
fael Sanzio, en la que aparece en el centro la figura de Platón señalando con el dedo
hacia arriba, mientras que Aristóteles, indica con su mano hacia abajo4.
2
Según Platón, las cosas tienen ellas mismas su esencia estable, no relativa a nosotros, ni dependiente de nosotros, sino que
existen por sí mismas conforme a la esencia que les es natural. (Cfr. Crátilo).
3
“la finalidad de nuestro actual discurrir (es mostrar que) con el nombre de sophía todos hacen referencia a la ciencia de las
primeras causas y de los primeros principios”. ARISTÓTELES, Metafísica, 981b 27-28.
4
La literatura no podía ser menos, por ejemplo, Miguel de Cervantes en El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha,
propone dos personajes que encarnan esas dos categorías, el idealismo y el realismo.
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es mucho mayor que la del universo, de manera que es comprensible que la teoría de
las causas aristotélicas se quede un tanto corta para la antropología.
Es muy probable que sea ese carácter activo e inteligible de la causa formal. A
los seres humanos nos va todo lo que sea activo, porque amamos la vida, que es acti-
vidad vital, que como tal tiende a su crecimiento; en cambio, no nos hace tanta ilu-
sión lo estático, lo inerte. También porque al ser formal ese contenido determinado es
como un estímulo para nuestra inteligencia, ya que no sólo estamos hechos para una
vida que no se detenga, sino también para crecer en el conocimiento de la verdad.
Sin embargo, varios autores han considerado que el encuentro con aquel prin-
cipio o acto formal ha sido la gran trampa o limitación de la filosofía de Aristóteles,
quien quedó muy ‘marcado’ por ella. ¿Cuál es la limitación de aquel principio for-
mal? Aristóteles va buscando explicarse radical, profundamente, la realidad. En esa
búsqueda se encuentra un principio –la forma– que es muy activo, ya que determina
a la sustancia concreta; sin embargo, advierte un peligro, y es que al constituir a la
sustancia concreta, aquella forma o actividad se ‘detiene’, como si se quedara ‘fija’ o
atrapada en ella.
Pero justamente Aristóteles advierte esa posibilidad, y él más que nadie está
dispuesto a no perder aquella actividad y dinamismo consiguiente. Para ello, trata de
‘sacar’ a la sustancia inerte al movimiento, se plantea un complemento de dos causas
más: una que es la causa eficiente y la otra que es causa final. Pero si bien la causa
eficiente –unida a la causa final– es capaz de imprimir gran dinamismo a las sustan-
cias concretas, se da cuenta que eso es poco. Y no es suficiente, porque en los seres
inertes lo que mueve a la sustancia es un agente externo, está fuera de ella, por lo que
no tardaría en preguntarse ¿qué ocurriría si la causa eficiente está dentro? Es su en-
cuentro con el alma del viviente.
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Así, la manifestación inmediata de poseer alma es el auto-movimiento. Tanto
vegetales como animales poseen auto-movimiento gracias a su alma o principio in-
trínseco de movimiento. Así, por ejemplo, un algarrobo posee un movimiento interno
fabuloso, realiza muchas operaciones por sí mismo, sus raíces absorben el agua, los
nutrientes, aprovecha la energía del sol para hacer la fotosíntesis, etc.; esas operacio-
nes corren por su cuenta.
De manera semejante sucede con los animales, como la fauna del campus; su
motor intrínseco les permite realizar más y mejores operaciones que las que realiza
un algarrobo, ya que, a diferencia de los vegetales, su alma posee mayor apertura,
pues pueden conocer y tender o apetecer sensiblemente, conocen dónde y cómo ob-
tienen algo de comer y hasta hacen gala de sentimientos en su correteo por el cam-
pus.
Con todo, tanto al viviente vegetal, como al animal y al humano les acaecen la
muerte. Pero Aristóteles, como buen socrático, sabe que si bien el hombre es mortal,
no todo muere con él, ya que el hombre, a diferencia de los otros vivientes, posee
inteligencia o nous –que es de índole permanente–, gracias a lo cual el alma racional
es inmortal. Uno de los argumentos más conocidos de Platón acerca de la inmortali-
dad el alma humana se basaba en la naturaleza del alma racional que era simple, no
tenía partes; por tanto, no se puede des-componer. En el ser humano, la simplicidad
del alma le da una especial ‘fortaleza’ para resistir a la muerte.
Así, en ese camino de la búsqueda de niveles cada vez más altos de actividad,
de vida, Aristóteles llega a concebir la divinidad como Intelección plena, como la
Vida más alta: “intelección de intelección” (noésis noéseos). Se trata de un principio
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viviente, pues “el acto por sí de él es vida nobilísima y eterna”5. Averiguación nada
despreciable (si bien limitada), teniendo en cuenta que Aristóteles es un filósofo pa-
gano que la logra descubrimientos con su sola razón.
De ahí que poseer alma racional comporta gran responsabilidad. Hay que bus-
car la verdad, ejercitar la inteligencia, meterla en las variadas circunstancias de la
vida diaria. Es gracias a esa luz de la inteligencia como se puede iluminar el camino
de la vida humana. Fiel a la tradición socrática, Aristóteles no duda nunca que pensar
es la actividad –energéia– o vida más alta (está en la línea de la divinidad). Y como
el ser humano tiene dimensión temporal, la vida teórica se debe extender o ‘bajar’ a
la vida práctica; bien entendido que hay que pensar para encontrar la verdad y poder
actuar en coherencia.
Por tanto, siguiendo la búsqueda aristotélica del acto, de niveles cada vez más
altos de actividad, tenemos que no por tener alma racional está todo resuelto. Al res-
pecto cabe la pregunta: ¿Qué es más acto, el alma –principio intrínseco de actividad–
, o sus operaciones? O dicho de otra manera: ¿Es suficiente con tener inteligencia o
es más y mejor ejercitarla?
Desde luego que, según Aristóteles, es mejor ejercerla, porque sólo así somos
más acto. El alma es considerada principio remoto de las operaciones humanas, pero
5
ARISTÓTELES, Metafísica, XII, 9 y 7.
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–como ya hemos señalado– el hombre no está en acto permanentemente, y surge la
tarea de tratar de pasar a acto y ser aquello que somos: seres racionales. Al respecto
es hermosa la metáfora que pone Aristóteles acerca del ‘hombre dormido’ y del
‘hombre despierto’. El primero es el ser humano en cuanto sólo poseedor de alma
racional, de inteligencia; en cambio, el segundo es el que ejercita esa inteligencia o
realiza operaciones intelectuales. De acuerdo con esto se podría decir: ¿de qué le
sirve al hombre poseer razón si no la ejercita? Es como si estuviera dormido. Por
tanto, no basta con tener alma racional, sino que hay que poner en acto dicha activi-
dad.
Es famosa la sentencia aristotélica de que la vida es ser (acto) para los vivien-
tes. Y la energeia humana superior es la de pensar. Lo más alto es poseer y ejercer la
inteligencia, porque –según Aristóteles– ahí se lo juega todo el ser humano, tanto su
vida práctica como su vida contemplativa. También es oportuno recordar la famosa
definición aristotélica del hombre como un ser que posee logos. Tener logos es bas-
tante, si bien no suficiente. Es muy importante poseer inteligencia, pues ninguno de
los otros vivientes tienen esa dotación. Entre los seres vivos hay diversos grados je-
rárquicos, el vegetativo, el sensitivo y el nivel racional, en el que se integran los otros
niveles inferiores, pero lo propio y diferencial es su inteligencia, ya que con ella pue-
de entender, separarse, abrirse al infinito y ser libre. Pero, toda la riqueza de esa do-
tación es muy poco si no se la pasa a acto, sería como si –por decirlo de algún modo–
quedarse inédito.
Una vez que hemos recordado de manera rápida y a grandes rasgos los aportes
de los grandes socráticos, y en especial de Aristóteles, nos detendremos a considerar
un poco más lo que conlleva esa actividad tan especial como es la vida humana. La
realidad humana es tan compleja que para empezar a conocerla es preciso detenerse
en las averiguaciones más básicas, no despacharlas pronto, sino detenerse para ir
profundizando en ellas.
a) La vida es acto
Pero entonces hay que ser coherentes con esta verdad. En esta línea Aristóteles
dirá que la vida (enérgeia) más alta para el ser humano es el conocer intelectual (lla-
mada práxis téleia), y en la vida moral será tajante al no dejar camino posible: o cre-
cer (lo propio de la vida) o morir.
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gestivo, etc.) y la actividad sensible (mirar, imaginar, recordar, etc.) en su actividad
más alta que es la de entender, razonar, querer. Por ello, en el ser humano aquella
actividad intrínseca es muy particular; alude a un movimiento interior muy complejo,
un «dentro» muy profundo, a una «interioridad» signada por la actividad racional. En
correspondencia, un ser humano vivirá más intensa y profundamente cuanto mayor y
mejor sea su actividad intelectual, la cual brotando del interior del hombre se mani-
fiesta en sus acciones externas.
Lo que precede nos lleva a recordar que se suele decir que la vitalidad, el vi-
gor, es propio de la juventud; sin embargo, conviene precisar que según este plan-
teamiento la vida más alta se refiere al nivel de vitalidad espiritual, lo cual es inde-
pendiente de los años y la edad. En efecto, la intensidad de la vida, considerada en
profundidad, no depende tanto de lo corpóreo cuanto de que se ponga en actividad,
se actualice, o se incremente, su dimensión espiritual. La vida de una persona madura
puede ser muy intensa y fecunda, si va dirigida por su actividad intelectual y por la
conquista de cotas muy altas de verdad, de autenticidad. Caso distinto se daría si al-
guien por escasa vitalidad espiritual estuviese en una situación de abandono, deján-
dose llevar sólo por sus operaciones vegetativas o sensitivas. Por ejemplo, una de las
cosas que me llaman la atención es cuando se observa en los jóvenes un sentimiento
tan penoso como es el aburrimiento. ¿Cómo es posible? Precisamente en la llamada
‘sociedad del conocimiento’, cuando hay tantos medios para buscar y plantearse el
por qué cada vez más profundo de las cosas, de la realidad.
De esta lamentable situación no estamos libres ni siquiera los que nos dedica-
mos a la filosofía. Es curioso, pero entre las mentes más agudas y bien entrenadas
suele haber directivos y empresarios de alto nivel, de cuyo realismo, coraje para ha-
cer frente a la complejidad, para plantearse los asuntos en profundidad, etc., tanto se
puede aprender. En este sentido hay que recordar que todo hombre es filósofo, en
cuanto se atreva a plantearse los asuntos con rigor y vigor.
b) Es auto-organización
La auto-organización, con su consiguiente auto-regulación, es una de las acti-
vidades básicas del ser vivo. Consiste en la diferenciación de partes y coordinación
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de funciones, no de cualquier manera, sino en base a unas reglas, a una medida. Toda
organización empieza por ser básicamente esto: diferenciar elementos y coordinar
sus funciones en atención a una unidad, ya que la vida es eminentemente integradora.
En la medida en que esto no se realice se produce la desorganización y, en conse-
cuencia, la muerte.
Además, teniendo en cuenta la dimensión social del ser humano, vida social
requiere también de una adecuada organización, regulación y unidad. Es el gran ám-
bito de los medios, de la técnica humana, de la vida institucional y política.
Qué duda cabe que, para cada quien, la organización del tiempo es muy impor-
tante. El tiempo es un medio o recurso limitado, y su uso comporta criterios éticos. Y
no sólo para no desperdiciar el tiempo sin hacer nada productivo, sino porque hay
que hacer justicia a las cosas, dar a cada asunto el tiempo que le corresponde, jerar-
quizar, etc., y, sobre todo, porque hay que emplearlo para crecer y aportar. Tenemos
un tiempo acotado y hay que aprovecharlo para crecer, para mejorar uno mismo y
ayudar a otros a hacerlo también. En este sentido cabe hablar de faltas, no sólo de
comisión, sino de omisión.
En su nivel básico esto lo lleva a cabo una operación importante que es la nu-
trición. Ella es la transformación de una sustancia inerte en viva, dentro del viviente.
Así, por ejemplo, el agua fuera del viviente es una sustancia inerte; sin embargo,
cuando el ser vivo la bebe se la apropia de tal modo que el agua en el ser vivo está
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viva. Los alimentos, las proteínas, las moléculas de carbono, de oxígeno, etc., fuera
del viviente son sustancias inertes, en cambio, cuando son asimilados por el viviente,
cobran vida en el viviente. Sobre estos asuntos se ha investigado mucho en la actua-
lidad, hasta el punto de que al decir de algunos somos lo que ingerimos y lo que
nuestros hábitos alimenticios generan.
Pero también la adecuada convivencia con los demás, que es mucho más que
simple intercambio, ofrece una inestimable oportunidad para el enriquecimiento mu-
tuo. El solipsismo, como el individualismo, no son nada son recomendables. En este
sentido hay que recordar que despreciar es perder. La exclusión de otros seres huma-
nos por ser analfabetos, por tener tal raza, tal cultura, conlleva una gran pérdida para
toda la vida social.
Por ello, Leonardo Polo afirma que crecer es una manera de aprovechar bien el
tiempo. El viviente al dedicarse a crecer hace eso precisamente; desde su constitu-
ción hace que el tiempo juegue a su favor. En lo que toca al ser humano, son admira-
bles las tareas que tan puntualmente cumple el embrión humano, ya que en ello se le
va la vida. De ahí también que, según Polo, el aborto es matar un proyecto vital; se
trata de un asunto grave, porque es truncar el proyecto de vida de una persona huma-
na.
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cional, desarrollarse a partir de sus mismas potencias o facultades, de manera que el
crecimiento incide en la naturaleza del viviente perfeccionándola.
Pero si se posee una vida fuerte, todo aquello es aprovechable para crecer. Así,
se podría decir que el viviente tiene muchas «defensas», desde el mismo nivel orgá-
nico. Por ejemplo, si se ha ingerido una sustancia nociva, las defensas del viviente
luchan contra ella. Sólo si aquella es muy poderosa y no puede ser neutralizada, so-
breviene la destrucción del organismo vivo y acaece la muerte.
Todo ello es así porque el ser humano puede habérselas con los influjos exter-
nos de muchas maneras, con gran despliegue de su inteligencia y hasta con inventiva.
Un hecho significativo es la capacidad de «cambiar de signo» a los acontecimientos
o influjos externos. Por ejemplo, un mal, como puede ser una ofensa grave que una
persona reciba de otra u otras, podría amenazar su crecimiento, incluso hay quien
entonces ve detenerse su vida o ya no quiere seguir viviendo; pero si sabe encajarlo,
si aquello es dotado de sentido, si saca fuerzas, si aumenta sus recursos, entonces
puede perdonar convirtiendo aquellos males en bienes, y puede seguir adelante más
fortalecido. En este sentido también cabe aplicar el dicho popular de que ‘lo que no
mata, alimenta’.
e) Es inmanente
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En general, la actividad más propia del ser vivo no es tanto actuar sobre otros,
sino actuar sobre sí mismo. Existen varias operaciones por las que el viviente puede
actuar sobre sí mismo (aquí se usan con alguna frecuencia los verbos reflexivos, por
ejemplo, trasladar-se, nutrir-se, desarrollar-se, etc.). Se denomina actividad inmanen-
te (in: dentro y manere: permanecer) a aquella en la que el viviente consigue su fin
en su propia operación, de manera que lo que ‘sale’ de la acción se ‘queda’ o ‘per-
manece’ en ella.
Meter el mal en la propia vida no es asunto de poca monta, que a lo más califi-
que a las personas. Ni tampoco hacer el bien es –por decirlo de alguna manera– un
simple recurso para dormir bien (por tener la conciencia tranquila). No, es algo pro-
fundamente vital, mucho más serio. Lo que conlleva introducir el mal dentro de uno
es un proceso de desvitalización, pues esas acciones se vuelven en contra del propio
sujeto. Si las facultades son el resorte de la acción y uno las deteriora, estaría ponién-
dose él mismo una trampa en sus pies.
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socráticos no estaban dispuestos a deteriorarse internamente, porque se daban cuenta
que aquel éxito exterior conseguido era aparente. Ellos que nada sabían –porque no
eran cristianos– acerca del premio que Dios tenía preparado para quien realizara
buenas obras, consideraban que la manera de premiarse era obrando el bien, porque
de ese modo sus facultades se reconfiguraban positivamente y quedaban mejor dis-
puestas para la siguiente acción. En cambio, obrar mal era castigarse a sí mismo. No
se puede cometer el mal impunemente. Evidentemente se plantearon: ¿cómo saco el
mal de mi interior? Desde luego que puedo desandar el camino, eso requiere mucha
fuerza en la voluntad porque hay mucha inercia que vencer, pero el asunto es más
profundo: es que al haber hecho la experiencia del mal lo he saboreado, ya sé de qué
va el asunto, es decir, que ha dejado ‘huella’.
Una vez cometido el mal, se requiere reparar no sólo hacia fuera, sino hacia
dentro. En esa línea los ritos de purificación que tenían algunos griegos de esa época
eran escalofriantes. Aquí también hay que tratar de entenderlos bien. Por ejemplo,
cuando en la célebre obra de Edipo Rey la reparación por el mal cometido lleva a
Edipo a sacarse los ojos, se puede pensar que es una exageración, porque además, en
la era cristiana, se cuenta con la facilidad de pedir el sacramento de la confesión, etc.,
pero no es un asunto tan fácil.
A veces se dice que una cosa es «la vida pública y otra la vida privada», o
también se oye decir que «los negocios son los negocios», que son aparte. Pero, to-
dos nuestros actos humanos libres son inmanentes, de manera que en todos ellos
existe una retroalimentación continua, de modo que tienen consecuencias no sólo
externas sino interiores que pueden comprometer el futuro. Por lo tanto, los negocios
no son operaciones aisladas; si son malos negocios, no son realmente negocios, en
cuanto que en la acción humana la ganancia no es sólo externa, sino que hay resulta-
dos internos y si se actúa mal es el sujeto el que se deteriora.
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Tal legado socrático fue reconocido por Platón, quien lo puso de manifiesto en
sus escritos. Es conocida la clásica pregunta que Platón pone en labios de su maestro,
Sócrates, en uno de sus diálogos: ‘¿qué es peor, recibir una injusticia o cometerla?’
La respuesta es muy esclarecedora, ya que Platón considera que es peor hacerla, por-
que en este caso el propio sujeto es el que se hace malo. De manera que siendo las
dos cosas malas (no se podría decir que recibir una injusticia es algo bueno), lo que
es peor o «más malo» es realizar la injusticia. Sólo sería peor el recibir una injusticia
a cometerla si el que la realizara no tuviera consecuencias interiores, pero como los
actos humanos son inmanentes, entonces las hay inevitablemente, de manera que la
injusticia que «sale» al exterior, que va hacia la otra persona, «regresa» sobre el pro-
pio sujeto, quien acusa ese mal, esas consecuencias, interiormente.
Con el mal sucede que las facultades que han actuado quedan debilitadas, dete-
rioradas, pues han introducido el mal dentro de sí; de manera que si uno es muy tonto
todavía puede pensar que el peor daño se lo ha hecho al otro, pero es claro que no es
así. Si como vimos, aquel que recibió la injusticia aumentó sus recursos interiores, le
«cambió de signo» a ese mal y lo convirtió en bien, entonces éste último sale fortale-
cido, gana; en cambio, el hombre injusto sale perdiendo. Por esto se puede decir que
el egoísta, además de malo, es tonto; porque a veces piensa que sacrificar el bien de
los demás en favor del propio es necesario para cuidar de sí mismo y, por tanto,
miente, finge, maltrata, ofende, roba, etc., sin darse cuenta que su acción revierte
sobre sí mismo. En cambio, al hacer una obra buena en favor de otro, quien resulta
beneficiado es uno mismo, en su interior, en sus facultades, adquiere una ganancia
interna, aún si el otro no estuviera bien dispuesto al recibirla.
En esta línea de la vitalidad profundamente humana, se puede ver que una em-
presa, de cualquier tipo, económica, educativa, familiar, etc., sólo tendrá desarrollo y
continuidad en el futuro si entre sus recursos cuenta con un buen equipo, en el que se
fomente la consecución de prácticas y hábitos perfectivos; pero como tener virtudes
no se improvisa, ni se consigue de inmediato, requiere una gran labor de formación y
liderazgo.
Por otra parte, la formación de los cuadros directivos es una tarea conjunta en-
tre la empresa y la universidad. Actualmente sí hay en las empresas la valoración de
buenos equipos, necesarios para alcanzar objetivos y metas cada vez más altos, ser
competitivos y crecer. Pero a veces sólo nos quedamos en las habilidades o compe-
tencias técnicas y profesionales; y hay que ir hasta los resortes de la acción que son
las facultades humanas. A partir de ahí hay que tratar de fomentar su desarrollo. Pe-
ro, si dichos seres humanos están estropeados, si el propio directivo los estropea, no
se puede ir a ningún sitio ni alcanzar ninguna meta importante, no se crece, a lo más
se sobrevive y a largo plazo la «organización» entra en pérdida. Por ejemplo, un di-
rectivo que dé a sus agentes de ventas unos incentivos económicos muy altos para
subir las ventas de su empresa «a cualquier precio», es decir, fomentando acciones
poco éticas, no puede ser tan torpe como para no darse cuenta de hasta qué punto está
estropeando a sus agentes de ventas, y después sería todavía más tonto si esperara de
ellos la lealtad, cuando ya los ha corrompido previamente.
26
En general, el tener en cuenta esa dinamicidad inmanente de nuestras acciones,
por ser vital, nos debería ayudar a estar advertidos y vigilantes. A menudo vivimos
volcados a lo exterior, que nos reclama, nos seduce o nos atrae y podemos olvidar
que dentro de nosotros se está produciendo una gran actividad y movimiento interior,
nuevas configuraciones, inclinaciones, hábitos, etc. Pero si no cuidamos lo de ‘den-
tro’, lo que se maneja ‘fuera’ se acoge mal o descuidadamente.
7. Aristóteles considera que la vida es acto, y que la vida más alta es la teoría,
el conocer intelectual.
10. En coherencia con lo anterior, la vida humana es un acto, pero es una acti-
vidad muy compleja, porque está signada por la racionalidad.
27
14. En las acciones humanas libres se da una hiper-formalización, de las facul-
tades, de manera que lo que esa retro-alimentación modifica interiormente al vivien-
te.
Los filósofos medievales reconocieron las grandes averiguaciones que los filó-
sofos socráticos habían logrado. El descubrimiento del nous como aquello que le
hace capaz de medirse con lo permanente y que por tal es inmortal y no sucumbe al
devenir temporal; es un aporte notable no sólo para la filosofía, sino para la cultura
occidental.
Toda la ciencia occidental, las grandes hazañas que se han gestado en ese te-
rreno deben mucho a aquellos grandes filósofos. A partir de ahí los pensadores me-
dievales plantearon la teoría de los trascendentales, afirmando que la realidad es ver-
dadera, es buena, es bella; y el ser humano puede hacerse con ella.
Son los autores modernos los que han vacilado al respecto, considerando que
la realidad era engañosa, sospechosa y, por tanto, no era bella; pero justamente por
eso su situación es eminentemente crítica, de la cual no acabamos de salir.
También es una gran audacia el pensar la divinidad como la plenitud del cono-
cer intelectual y fundamentar la misma dignidad humana en la inteligencia, que es lo
que de divino tiene el hombre, es lo que los medievales llamaron la chispa de Dios
(scintilla Dei). La inteligencia es vista como lo hegemónico y diferencial en el hom-
bre, es lo que más le semejaba con la divinidad, que ejercía la actividad intelectual
permanentemente. Sin embargo, quedan algunas limitaciones en sus planteamientos:
Además, si bien Aristóteles logró avizorar una gran y potente actividad divina,
aquel conocer, aunque es muy activo (Motor Inmóvil lo llama: motor, porque mueve
a toda la realidad; inmóvil, porque a él no lo mueve nada ni nadie), se trata de un
Dios impersonal y, además, solitario, que tendría poco que decirnos más allá de que
seamos atraídos por ese conocer absoluto.
6
Algunos pensadores modernos han considerado que si la vida post mortem es una situación siempre igual y permanente
aquello sería insufrible, sería algo así como un bostezo eterno.
28
Los filósofos medievales darán un paso adelante en la línea de resolver aque-
llas dificultades. Ellos ya cuentan con la plenitud de la Revelación judeocristiana.
Aristóteles no pudo contar con ella, ni siquiera la pudo sospechar, porque vivió cua-
tro siglos antes de Jesucristo.
El ser o Esse divino, que da el ser o esse a las criaturas, poniéndolas en la exis-
tencia, sacándolas de la nada –creación ex nihilo–, es un gran acto de donación, de
radical generosidad, puesto que Dios no estaba obligado a crearlas; la creación es
enteramente a favor de las criaturas, es –por decirlo de algún modo– un desborde de
la exuberante actividad divina que al ser personal es radicalmente donante, amorosa.
Por eso, Tomás de Aquino formula la llamada distinción real de acto de ser y esencia
(esse-essentia), que se entiende desde su planteamiento creacionista. En las criaturas
se da la distinción entre el acto de ser y su esencia, ya que el acto de ser (esse) es
creado, es recibido de Dios; en cambio la esencia (essentia), que es concreada con el
acto de ser humano, es potencia.
7
Como es sabido, con la Revelación el mundo ya no es igual, y la historia tampoco. Con la venida de la Segunda Persona de
la Trinidad, Jesucristo, culmen de la Revelación, la historia se divide en dos eras, la pagana y la cristiana (a. C. antes de Cristo y
d. C. después de Cristo).
8
Aristóteles sostiene que “vivir es ser para el viviente”. De Anima, 415 b 13. En cambio, Polo afirma que la vida está en la
esencia y no es el acto de ser.
29
las criaturas y crea un acto de ser que, en el caso de los seres humanos, es un acto de
ser para cada quien, por lo que cada persona es única e irrepetible.
Si la persona es término del amor divino, su dignidad va más allá de lo que de-
cía Aristóteles, quien la ponía en el hecho de tener inteligencia o nous. La creación es
un acto de predilección divina, conlleva elección amorosa. El término dilectio viene
de diligere: que significa amar, lo que conlleva elección. Cada persona, cada quien,
ha sido elegido entre múltiples opciones. ¿Por qué yo y no otro? Sería la pregunta
clave, mucho mejor que la de Heidegger: ¿por qué el ser y la nada? Pero además la
pre–dilección, alude a una elección hecha desde antes (pre), y el antes que es más
antes, la anterioridad absoluta, es la eternidad; por tanto, si bien la criatura es tempo-
ral, la acción divina que le eligió es desde antes del tiempo, porque en Dios no lo
hay.
En la criatura hay distinción real entre el acto de ser (esse), que es activo, y la
esencia (essentia), que es potencial, que está puesta en la temporalidad precisamente
para que crezca a través del tiempo usándolo a su favor, pasando de potencia a acto,
algo parecido a lo que Aristóteles trataba de decir con su metáfora del hombre dor-
mido y el hombre despierto. Aristóteles buscaba niveles cada vez más altos de acti-
vidad. Y en este punto también está contestado a través de la filosofía cristiana, ya
que si en la criatura hay distinción real entre el acto y la potencia, en Dios no hay
distinción real, porque en él todo es acto, en Él no hay nada potencial. Por ello se
dice que la esencia divina no es potencia sino acto; por tanto, no hay distinción, sino
Identidad.
Es obvio que la posesión del alma es lo que hace que la vida no sea estática,
sino radicalmente dinámica. Pero en la filosofía tomista se va más allá: Aristóteles al
hablar de la vida se refiere a la «vita in motu»: vida en movimiento; por tanto, se le
toma la palabra y en lo que toca al ser humano dicho movimiento es mucho más ac-
tivo debido a que se trata de un alma creada, es decir engarzada en un acto de ser
personalísimo, gracias al cual Dios le ha puesto en la existencia y le sostiene en ella.
Por eso mismo, la vida post mortem se resuelve de cara a Dios. La filosofía
griega no pudo resolver el asunto de qué era dicha vida. Al principio, porque el Ha-
des es un lugar fantasmagórico. Los socráticos consideraron que era importante cui-
dar y enriquecer el alma para que después de la muerte el alma fuera a la Isla de los
Bienaventurados, donde había grandes personajes, con los que alternar y dialogar,
pero eso al final es muy limitado.
30
En cambio, en el planteamiento cristiano, lo más importante del Cielo es que
se trata de ser metido plenamente en la Vida, en el Amor de Dios, es estar vivo para
Él. Aquello no es nada estático, sino todo lo contrario, es una gran actividad, como
dice Leonardo Polo es “conocer como uno es conocido”, es el gozo de saberse amado
personalmente, por toda la eternidad y de un modo siempre nuevo.
Con todo, la filosofía, aún con todas sus grandes y profundas averiguaciones,
es considerada por los filósofos cristianos “sierva de la teología”, ya que como es
obvio la mente humana no es capaz de explicarse completamente el misterio divino,
ni todo el alcance de la vida elevada y sobrenatural; sólo puede acercarse, pero por
no por eso estamos eximidos de esa aproximación.
Esta actitud sería incomprensible para un griego clásico: ¿cómo se puede ser
hombre a través de los resultados externos de la acción, que son justamente inertes?
Según lo que hemos visto, el hombre lo es en sus actos, la vida es praxis, retroali-
mentación constante. Por tanto, desde este ideal del resultado, se compromete el cre-
cimiento propiamente humano, el de uno y el de los demás; pero lo más serio es que
el hombre moderno desconoce que es persona. Algo intuye, ya que resalta la noción
de sujeto en el sentido de libre, autónomo, etc. Pero si en lugar de sujeto pusiera a la
persona humana, coincidiría con los clásicos en resaltar la importancia de su ser. La
persona es única e irrepetible, y en este sentido, los modernos aciertan al reconocer
que el hombre está por encima del universo, no es parte de él; y está llamado a un
31
dinamismo sin fin, porque la persona es acto, es activa o actuosa, como señalaba
Leonardo Polo.
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II. VIDA RECIBIDA Y VIDA AÑADIDA
La vida humana, según Aristóteles, integra los niveles de vida vegetativa, sen-
sible y racional. Los niveles de vida vegetativa y sensible constituyen la vida natural,
en la cual las operaciones del viviente humano dependen de lo corpóreo.
En la concepción humana toman parte activa los padres, que otorgan células
vivas al hijo. Por eso, más que reproducción cabe hablar de procreación, porque con-
tribuyen con dicha dotación a que Dios pueda crear una persona, un acto de ser per-
sonalísimo. Según el planteamiento creacionista de la antropología de Leonardo Po-
lo, Dios se sirve de esa contribución para crear el acto de ser personal, con el que le
llega el alma humana que es concreada con el acto de ser personal. Polo considera
que el alma humana equivale a la esencia humana, la cual se distingue del acto de ser
personal. En este sentido, se puede decir que el hijo pertenece más a Dios que a los
padres humanos. Polo habla de la vida recibida referida a lo orgánico, la cual es aco-
gida por el viviente humano ya desde el seno materno; éste se encarga de llevar ade-
lante la vida recibida, y al hacerlo le añade más vida; ese ‘plus’ de vida es añadida, a
partir del mismo despliegue epigenético, del cumplimiento de las admirables y pun-
tuales tareas que realiza el embrión humano.
Así, lo maravilloso es que los seres humanos somos de tal condición que las
actividades biológicas van muy unidas con las espirituales. Tenemos una gran unidad
de cuerpo y alma. No somos ángeles, pero tampoco bestias. A menudo los problemas
han venido por no ver esa dualidad que se integra de manera jerárquica. La vida na-
tural es dual con la vida racional, y ésta se articula con la vida personal, cuya activi-
dad es radical ya que el acto de ser personal es muy activo y sostiene e influye en
toda la vida del viviente.
Sin embargo, aún en el nivel sensible, es conveniente no ver esa relación como
algo mecánico, ya que no se trata de una simple relación entre elementos corpóreos u
orgánicos. Según el planteamiento aristotélico esas operaciones en sí mismas son
inmanentes, por lo que no cabe un mecanicismo que considere el movimiento vital
como si fuera una relación mecánica de unas partes con otras.
Como ya hemos señalado, el viviente articula un principio material, con otros
tres que son formal, eficiente y final, de manera que el alma funciona en base a esos
33
principios (tri-causalidad) sin excluir ninguno. En cambio, los mecanicistas se que-
dan sólo con la causa material y la causa eficiente; como el movimiento (causa efi-
ciente) que imprimo a este lapicero (en su aspecto material) sin más. Dicho de mane-
ra breve: el mecanicismo considera sólo dos causas, la eficiente y la material, pero
Aristóteles considera que en el viviente intervienen dos causas más, la causa formal y
la causa final. Al respecto hay que recordar que el estudio del código genético va en
la línea de recuperar la causa formal.
El alma humana es tan potente que se podría decir que no sólo constituye e in-
forma al cuerpo, sino que ‘sobra’ respecto de lo orgánico. Así, la lengua no se agota
simplemente en el gustar, sino que también sirve para hablar; asimismo la laringe no
sólo sirve para respirar sino también para emitir voces con significado. Esa plastici-
dad, que da lugar a la plurifuncionalidad, manifiesta la grandeza del alma humana
que puede servirse de lo orgánico no para una o varias operaciones, sino que puede
engarzar esas operaciones sensibles en la riqueza de su alma racional.
En esa línea hay que recordar que las operaciones sensibles en sí mismas no
son materiales, pero ello no quiere decir que se confundan con la vida intelectual.
Inmaterial quiere decir no material, pero no todo lo inmaterial es intelectual. Por
ejemplo: una operación como puede ser una asociación proporcional que hace la
imaginación, en cuanto tal no es material (no le podemos hacer una fotografía), pero
no por ello es intelectual, sino sensitiva. Por lo demás, representaciones imaginativas
pueden tener los animales, en cambio, vida intelectual solamente los seres humanos.
Las operaciones de entender y de querer, pueden darse independientemente de los
órganos corpóreos (que si bien se encuentran presentes, no constituyen lo inteligido).
Los actos propiamente humanos como los de entender, el querer, pueden cre-
cer irrestrictamente, siempre pueden ejercerse más y mejor. En cambio, las operacio-
nes vegetativas y sensibles son limitadas, dependen de lo orgánico; por ello el alma
de los vegetales y de los animales es mortal, deja de existir en el momento en que lo
corpóreo-material se desorganiza.
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serio es que no posee conocimiento, si bien no está ‘cerrado’ a lo exterior como una
piedra, su apertura es pequeña. De ahí que la vida animal sea un poco más compleja
que la vegetativa, especialmente en los animales más desarrollados. La vida sensible
posee más apertura que la simple vida vegetativa, ya que ésta no puede conocer ni
apetecer. En cambio gracias a la vida sensible se puede conocer imágenes y en con-
secuencia se puede apetecer sensiblemente.
Como el ser humano posee operaciones sensibles no sólo posee los clásicos
nueve sentidos, cinco externos (vista, oído, olfato, gusto, tacto) y cuatro internos
(conciencia sensible, imaginación, memoria y cogitativa), sino que junto con ellos
tiene básicamente dos apetitos sensibles, uno que le hace tender al bien sensible pla-
centero y otro por el que tiende al bien sensible arduo.
En cuanto que los animales superiores poseen también aquellas once faculta-
des sensibles, nueve cognoscitivas y dos tendenciales; pueden conocer y apetecer. Y,
sin embargo, aunque esas facultades son semejantes, no se despliegan igual que en el
ser humano.
A veces se llega a afirmar que los animales son inteligentes, pero su conocer
sensible es inferior al conocer intelectual. No se debe confundir la imaginación o
cualquier sentido humano, por más desarrollado que se encuentre, con la inteligencia
humana.
En el ser humano los sentidos tienen una base orgánica, como en los animales,
pues tales potencias no se ejercen independientemente de lo corpóreo, pero no se
activan igual que en ellos. Los sentidos no son exclusivos del hombre, aunque el al-
cance que tienen en los seres humanos es mayor debido a la presencia de las faculta-
des superiores como son la inteligencia y la voluntad.
Asimismo, no se puede decir, por ejemplo, que se ame con un órgano, ya que
si bien el amor involucra a todo nuestro ser, por lo que incluye también a los senti-
mientos, en realidad, no se reduce a éstos, ya que es muy superior a lo sensible. Hace
poco lo veíamos en una entrevista a una joven a quien le habían realizado un tras-
plante de corazón, afirmaba que seguía amando a su mismo novio, antes, con el otro
corazón, igual que con el corazón que ahora tenía.
A veces también se dice que los animales son ‘inteligentes’ porque poseen un
cierto «lenguaje», pero es diferente de la comunicación del lenguaje articulado que
puede contener un significado abstracto, universal, principial, etc., y que conlleva
detenerse, comprender, contemplar, de manera profunda la realidad.
35
Por otra parte, si bien el animal posee conocimiento sensible éste se da sólo en
relación a un comportamiento determinado, es decir, su conocer está en función de
fines que ya están en él de manera instintiva, de manera que no tiene libertad para
modificarlos; es más, el mismo conocimiento del medio en cuanto tal le está vedado
al animal. En el animal no cabe el «detenerse» a pensar, ni tampoco el penetrar inte-
lectualmente en la realidad. Las cosas, su entorno, los otros animales, las personas,
sólo son conocidos por el animal –y consiguientemente apetecidos– no en sí mismos,
sino en relación a operaciones instintivas como las de comer, dormir, aparearse u
otras necesidades biológicas. Por ejemplo, el animal conoce a «éste» que es su due-
ño, que le prodiga la comida, que le hace sentirse protegido, etc., conoce «aquel»
rincón o lugar en el que le ponen la comida, a «esta» agua, etc. Pero de este conoci-
miento concreto no saca propiedades, características generales, universales, etc. No
puede dar cuenta del ser humano que es su dueño, ni del espacio en cuanto tal, ni del
concepto de agua, etc.
Así pues, el alma animal comienza y cesa con lo orgánico. Comienza a existir
cuando el cuerpo está suficientemente organizado gracias a recibir una dotación cor-
pórea, y cesa cuando le acaecen amenazas por encima de un cierto límite, por in-
fluencia de agentes externos destructivos, o por el desgaste de los propios órganos.
La muerte resulta de la lucha del organismo contra las fuerzas de destrucción, y es
parte del proceso de envejecimiento.
La vida humana es el nivel de vida más complejo porque involucra la vida ve-
getativa y sensitiva, cuyas operaciones integra dentro de la racionalidad humana.
Según Leonardo Polo el método más adecuado para hacer frente a la complejidad
humana es el llamado método sistémico, ya que en la vida humana todo está intrínse-
camente relacionado y, además, propone no objetivar (conocer formando ideas) ni el
vivir ni la vida, ya que el pensamiento objetivo es fijo; en cambio, la vida es todo lo
contrario, es actividad. En correspondencia con esa actividad se precisa un acto de
conocer superior a la operación (con ésta se captan objetos pensados o ideas). El acto
de conocer que no conoce objetos sino actos es el hábito. Con éste se puede captar la
vida. Es muy conveniente tratar de no perder de vista la actividad vital, para no fijar-
la o considerarla estáticamente.
Como ya vimos, la vida es acto, y donde luce esa actividad con todo su esplen-
dor es en la vida humana. Las operaciones vitales son inmanentes, aluden a una inte-
rioridad, y la humana es de una riqueza admirable.
Lo maravilloso es que los seres humanos somos de tal condición que las acti-
vidades biológicas van muy unidas con las espirituales. Tenemos una gran unidad de
cuerpo y alma. A menudo los problemas han venido por no ver esa relación, esa gran
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unidad de cuerpo y alma, de tiempo y eternidad, de un ser personal con una continui-
dad temporal, biográfica. En efecto, en el ser humano, hasta la sensación menos in-
tensa, por muy básica que sea, no es igual a la de un animal. Se podría decir que en el
ser humano lo biológico o corpóreo está ‘empapado’ (poco o mucho) de lo espiritual;
inclusive las cosas que usa, que toca, etc., adquieren una cierta modificación. Efecti-
vamente, hay cierta ‘humanización’ del hábitat o mundo físico o material. Por ejem-
plo, eso está en el fondo del significado que adquiere todo lo referido a la persona
amada. Su mirada, sus palabras son manifestaciones, una cierta ‘revelación’ de aque-
lla persona. Los lugares dejan de ser anodinos si los ha mirado aquella persona, el
suelo que se pisa, el paisaje, las personas, el universo entero cobran especial valor si
la persona amada los ha ‘vivido’, porque entonces los ha metido en su interior, están
enriquecidos con su presencia, porque han sido contemplados, valorados, amados,
por ella.
Por poco que se vea la maravilla del alma humana, la riqueza de su vitalidad
inmanente, le lleva a uno a preguntarse: ¿cómo se puede seguir creyendo que el alma
humana es material? Aunque parezca increíble, todavía existen materialistas que sos-
tienen que nuestras operaciones ‘no son más que’ actividades de índole físico-
química, que el cerebro ‘segrega ideas’ como el hígado la bilis, o como los riñones la
orina. ¿Qué sentido tiene decir que las ideas son un segregado del cerebro? El sentido
que tenía en los materialistas del siglo XIX –que eran de una ingenuidad admirable–
era un sentido cinético, mecánico, como se produce la luz con el fósforo. Tales mate-
rialistas pensaban que las ideas eran producidas en un sentido puramente físico de
producción. Pero lo característico de las ideas no es que sean producidas, sino que
sean conocidas en el mismo acto de conocer. Como ya señalamos, una computadora
no conoce el contenido de los archivos que guarda, ni se beneficia de su ciencia y
sabiduría.
Las facultades intelectuales realizan operaciones que, a diferencia del alma ve-
getativa y sensitiva, no necesitan de la influencia directa del cuerpo ni de sus órga-
nos. Esa naturaleza espiritual se nota también en la índole de los objetos que captan
sus operaciones. Por ejemplo, la inteligencia tiende a captar el ser, el ente y la ver-
dad. Estos objetos son universales, esenciales, inteligibles. Por su parte la voluntad
tiende al bien infinito, trascendente, lo cual abre al ser humano unos horizontes in-
sospechados para un animal, que se encuentra limitado por las cosas finitas, concre-
tas, materiales, sensibles.
El ser humano es el único ser que no se sacia con lo concreto, material, finito,
sino que, gracias a su espíritu, anhela lo que no se acaba, lo que no tiene fin, lo infi-
nito, lo permanente, lo eterno. Cuando se es pequeño quizá pueda contentarse sólo
con cosas de aquel nivel concreto. Pero cuando la inteligencia se abre paso el niño da
un salto en su conocer y en su querer y, si quiere una verdad, busca que ésta sea para
siempre (que no pase con el tiempo) y si barrunta el amor, quiere que éste no se aca-
be, que sea eterno. En suma, en la integración cuerpo y alma, sensible e intelectual,
esencial y personal, es donde se juega el transcurso de la vida humana. Esa unidad se
puede ver en la teoría aristotélica de las facultades humanas, que integra tanto a las
intelectuales como a las sensibles con base orgánica.
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su objeto: el color. Del mismo modo la inteligencia es una facultad que se especifica
por su acto de entender y éste a su vez por el objeto entendido, la verdad.
A) FACULTADES COGNOSCITIVAS
Son aquellas potencias del alma humana que tienen como acto propio el cono-
cimiento. Estas facultades cognoscitivas pueden ser de dos tipos: sensibles e intelec-
tuales.
-Inteligencia.
B) FACULTADES APETITIVAS
Son aquellas potencias humanas cuyo acto propio es tender hacia un objeto, un
bien, que se encuentra fuera del sujeto. Pueden ser también de dos clases: facultades
apetitivas sensibles y facultad apetitiva racional.
1. Tendencias sensibles
2. Tendencia racional
-Voluntad.
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dan de manera aislada, sino en relación con las demás. Esto se hace todavía más pa-
tente en el ser humano.
a) Ver y mirar
Lo que precede indica que el cuidado de los sentidos se corresponde con el sa-
ber dirigirlos. No da igual mirar, escuchar, etc. cualquier cosa, porque de esas formas
vistas, escuchadas, etc., se ‘alimenta’ el alma en cuanto que son integradas dentro del
ser humano. Uno se hace aquello que conoce; por esa posesión intrínseca el objeto
conocido queda, permanece, dentro de uno mismo. Así, por ejemplo, si a través de la
televisión uno se hace voluntariamente con imágenes de violencia u obscenas, enton-
ces él mismo «se hace» todo aquello que conoce, introduce dentro de sí ese salvajis-
mo o pornografía; lo cual no sólo despierta una serie de sentimientos, emociones,
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pasiones, etc., afectando a su sistema nervioso, sino que impide ejercer actos superio-
res; el sujeto queda por así decirlo ‘perturbado’ o ‘debilitado’ por la presencia de
aquellas imágenes que ha hecho pasar a su interior y que serán un obstáculo para su
propio desarrollo personal.
La mirada humana, a diferencia de la del animal, puede ser dirigida por la inte-
ligencia. El mirar supone en cambio una dirección de la facultad de manera que la
mirada puede detenerse en aquello que es importante o relevante. Es muy importante
aprender a mirar, ya que es una de las maneras más inmediatas con la que nos hace-
mos con la realidad externa. Por ello es importante tener criterios, distinguir aquello
que es conveniente mirar de lo que no lo es; la observación conlleva la dirección de
la atención. Este detenerse, el fijar la mirada puede y debe ser dirigido. Hay cosas
que es conveniente mirar y otras que es mejor no atender a ellas. El ser humano tiene
la posibilidad, mediante criterios adecuados, de educar su mirada.
Con lo que precede se puede indicar que, por los ojos no sólo ‘entra’ la reali-
dad, sino que también por ellos ‘sale’ o se manifiesta la interioridad humana. La mi-
rada humana es reveladora, a través de ella podemos captar el nivel de vitalidad de
las diferentes personas. Una mirada brillante normalmente manifiesta alegría, opti-
mismo, interés. Esa vivacidad se ve disminuida en el caso de la mirada triste. Por
eso, siempre que advertimos tristeza en la mirada podemos darnos cuenta de que
aquella persona tiene alguna dificultad o dolor que amenazan su desarrollo vital. Po-
dríamos detenernos mucho en este asunto, y ver las diferentes clases de mirada (mi-
radas esquivas y miradas claras, miradas indiferentes y miradas acogedoras, miradas
superficiales y miradas profundas, etc.); también podríamos ir hasta su base fisioló-
gica; sin embargo, a pesar de que la mirada humana es un tema antropológico, no es
éste un tratado de psicología, y no nos podemos detener mucho en tales descripcio-
nes.
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La realidad física del universo es digna de ser contemplada. A veces no se sabe
mirar el universo, que en cierta manera es la casa del viviente humano; no se sabe
mirar ni siquiera su ‘decorado’, que es grandioso, y hasta hay quien se va de esta
vida sin saber de qué color es el cielo que tiene sobre sí, ni si cambia de color. Gran
parte de esa pérdida se debe a las prisas. Por lo demás, los seres humanos tendemos a
acostumbrarnos hasta a lo más maravilloso. Aquí quizá podríamos hacer la experien-
cia de echar abajo, como de un manotazo, el acostumbramiento, de intentar superar
ese extraño sopor que a veces tenemos los seres humanos. Precisamente cuando Aris-
tóteles hablaba del hombre despierto y del hombre dormido se refería al acto de co-
nocer, y aunque el conocimiento sensible es inferior al conocimiento intelectual, al
cual se refería Aristóteles, sin embargo, no por ello deja de ser importante conocer
sensiblemente.
b) Oír y escuchar
Oír se diferencia del escuchar en que aquel es el simple acto por el cual se cap-
ta un sonido. En cambio, escuchar supone la captación auditiva de una unidad de
significado (por lo que supone una cierta actividad de los sentidos internos, espe-
cialmente de la imaginación), y especialmente requiere de la atención, lo cual, de
modo semejante a lo que ocurría con la vista, supone una cierta dirección por parte
del sujeto.
Saber escuchar es otro tema bastante extenso. Para lo que corresponde a este
texto introductorio, podemos empezar por hacer alusión al saber escuchar una melo-
día, lo cual requiere identificar las diferentes tonalidades y en especial los tiempos de
la melodía. Por eso, escuchar buena música, que no es meramente flujo de ruidos o
sonidos discordantes, constituye una actividad bastante formativa. La buena música
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nos proporciona una cierta armonía en la composición de las notas musicales; esa
proporción es de gran ayuda para el desarrollo de la imaginación.
El afán de saberlo todo, incluso cosas que no nos incumben, de ser en nosotros
un hábito negativo, puede llevar a una gran pérdida de tiempo, cuando no a actos
muy injustos como juicios temerarios, prejuicios, etc., y lo que es peor todavía, pue-
de acarrearnos un daño al guardar aquellas cosas que pueden ser un obstáculo para el
desarrollo personal.
En el ser humano, el escuchar muchas veces va unido con el ejercicio del len-
guaje, con el hablar, por lo que a veces hay que hacérselo ver a las personas que no
tienen control sobre lo que hablan. Así, se puede decirle: “Eso que estás diciendo,
que me estás contando, ¿me ayuda a mejorar a mí o a ti mismo?”. Es muy convenien-
te aprender a no oír murmuraciones (‘el raje’, a veces institucionalizado), tampoco
las mentiras, falsedades, u otras cosas que no ayudan ni a quien las dice ni a quien las
escucha. Si no nos ayuda a mejorar es mejor no escuchar.
Sin embargo, esto no quiere decir que no se pueda aprender a usar o dirigir
bien el olfato, el gusto y el tacto. Ciertamente, esto ya estaría en el orden de la esen-
cia humana, que es la vida natural desarrollada con la intervención de las facultades
superiores –la inteligencia y la voluntad–, que atenderemos en el siguiente capítulo.
Como ya hemos reiterado, en el ser humano todo está unido, y qué duda cabe
que así como es posible una ‘educación’ de la mirada y un aprender a escuchar, tam-
bién son susceptibles de ser ‘educados’ los otros sentidos. En esta línea están las es-
cuelas de catadores, por ejemplo.
Los sentidos internos se nutren de lo que les proporcionan los sentidos exter-
nos, los cuales nos ponen en contacto directo con la realidad externa. En los sentidos
externos la inmutación (la ‘especie impresa’ en lenguaje clásico) proviene del exte-
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rior; en cambio, en los sentidos internos especie impresa viene del interior, de la
misma sensibilidad: es la llamada ‘imagen retenta’ o retenida.
Los sentidos internos son aquellas facultades del alma capaces de representar
las imágenes sensibles sin que el objeto esté presente, ya que posee especies reteni-
das. Estas formas ya se poseen interiormente, gracias a las operaciones de los senti-
dos externos. Así, por ejemplo, la imaginación realiza representaciones, pero éstas
son posibles en cuanto existen ya las imágenes proporcionadas por los sentidos ex-
ternos. Uno sólo se puede imaginar algo a partir de lo que antes ha visto, oído, gusta-
do, sentido. Por esto el cuidado de la imaginación, memoria, etc. parte del cuidado de
los sentidos externos, los cuales son como la ‘puerta de entrada’ de aquellas formas,
imágenes, etc.
Según la clasificación clásica los sentidos internos son cuatro. Tres de ellos
son fundamentalmente cognoscitivos: el sensorio común, la imaginación, y la memo-
ria. El otro sentido aunque es cognoscitivo es también valorativo y se llama estimati-
va en los animales y cogitativa en los seres humanos. Tanto la estimativa como la
cogitativa requieren del concurso de los otros sentidos internos, del sensorio común,
de la imaginación y de la memoria.
2) Saber que sentimos. Por ello se le puede llamar conciencia sensible. Un sen-
tido no puede ‘reflexionar’ o ‘recaer’ sobre sí mismo. Por ejemplo, el ojo ve los colo-
res, pero no puede ver su visión de ellos, para lo cual se requiere del sensorio común.
Sin embargo, ‘reflexión’ no significa aquí operación intelectual.
b) Imaginar
43
La imaginación es una facultad que tiene como objeto representarse la imagen
sensible. A tal representación se denomina clásicamente ‘fantasma’. Por esto, a esta
facultad se le llama también ‘fantasía’. La actividad imaginativa consiste en volver a
hacer presente un objeto concreto, sensible, captado inicialmente por los sentidos
externos.
Por los sentidos externos se hace ‘presente’ una forma por primera vez; por los
sentidos internos se vuelve a hacer presente esa forma, pero de manera que la imagen
representada no es la presentación directa de la realidad, ya que ésta se da cuando lo
real se encuentra ausente.
44
cinera en la cocina con el comerse el pescado puesto sobre la mesa. Por eso, si ve a la
cocinera, en ese caso no se atreve a realizar esa hazaña; debido a esta capacidad de
relacionar se dice a veces que el animal ‘es inteligente’. Sin embargo, esa asociación,
que es siempre particular y que es muy conveniente para la conducta práctica del
animal, no significa que posea inteligencia, ya que es una actividad que realiza gra-
cias a su imaginación simplemente.
La imaginación, al igual que todos los sentidos, posee una base orgánica. Sin
embargo, a diferencia de los sentidos externos, su base orgánica (especialmente su
dotación neuronal) se encuentra en el interior del cerebro humano, y su maduración
es más lenta, pues dura muchos años.
Se suele decir que la imaginación se puede educar hasta los 20 años aproxima-
damente. Así, es posible desarrollar la imaginación desde la más tierna infancia, de
45
modo que orgánicamente se puedan establecer las relaciones o configuraciones (los
circuitos de las neuronas libres). Si se educa la imaginación, ésta puede desarrollarse,
y con ello se posibilita una actividad intelectual muy potente. En cambio, si la imagi-
nación está desordenada, es muy difícil avanzar en el campo intelectual.
46
ellos, de modo que saliéndose de lo dado, se den respuestas imaginativas a situacio-
nes o problemas reales, por ello requiere de gran estudio y/o atenta observación.
c) Memoria
A su vez, también es preciso tener en cuenta que los principales factores del
olvido que se suelen señalar son éstos: el tiempo transcurrido entre el estímulo inicial
hasta que se recuerda, la interferencia con otras actividades y los factores afectivos
que pueden bloquear al sujeto.
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la propia naturaleza. Por ello es importante saber hacer una «limpieza» en la memo-
ria, quitando los recuerdos que causen un retraso en el desarrollo personal.
d) Intuir sensible
Esta función, hace que el animal o el ser humano busque o huya de ciertas co-
sas a causa de su utilidad o nocividad real aunque lejana; en el hombre se da una fun-
ción semejante con diferente nombre. Se llama cogitativa porque el hombre es inteli-
gente y su inteligencia influye, por lo que se le suele considerar como una razón par-
ticular. Esta llamada “razón particular” consiste en una comparación de los casos
particulares para obtener una regla empírica de acción que es la fuente de la expe-
riencia, de extrema importancia para la vida práctica.
48
Si no hay un control de la cogitativa también pueden haber anomalías en el ser
humano, ya que se puede alterar la valoración de lo útil y lo nocivo, debido a que en
el ser humano esa relación no es meramente instintiva, es decir, no tiene una prede-
terminación como en el caso de la estimativa de los animales, sino que hay un espa-
cio que corresponde a la inteligencia, a la voluntad, a los hábitos, los cuales intervie-
nen de una u otra manera.
Cuando esta facultad se ‘suelta’ es posible que, por ejemplo, el temor invada a
un ser humano, ya que la imaginación puede presentar imágenes sumamente amena-
zantes; si el futuro se adelanta exagerando los peligros, el ser humano puede quedar
afectado hasta quedar como paralizado, totalmente dominado por el temor. Algo pa-
recido sucede con respecto al placer.
El ser humano tiene hoy más riesgo de alterar la cogitativa, ya que se ha ido
imponiendo la siguiente relación: placer = bien y dolor o esfuerzo = mal, de modo
que podemos llegar a buscar exclusivamente lo placentero sin el auxilio de la inteli-
gencia, que es la facultad que discrimina entre bienes reales y aparentes, y podemos
alejarnos de todo esfuerzo o sacrificio como si fuera algo totalmente nocivo, siendo
que puede ser un bien muy grande (por ejemplo, los esfuerzos que comporta estu-
diar). Si nos dejamos llevar por la tendencia al placer, estamos desasistidos a merced
de las pasiones. Esto es algo que veremos con más detenimiento en el próximo capí-
tulo.
e) La síntesis aristotélica
Finalmente, por ser tan precisa la descripción que sobre los sentidos internos
hace Aristóteles, la incluimos a manera de resumen:
1. Sensorio común. «Cada sentido hace referencia a su objeto propio; éste resi-
de en su órgano del sentido, y discierne respecto a su objeto propio; por ejemplo, la
visión discrimina entre lo blanco y lo negro, y el gusto entre lo dulce y lo amargo; y
de manera semejante en todos los demás casos. Pero puesto que también distingui-
mos lo blanco y lo dulce, y comparamos entre sí todos los objetos percibidos, ¿por
medio de qué sentido percibimos que ellos difieren? Evidentemente tiene que ser
mediante algún sentido como percibimos la diferencia, ya que son objetos del senti-
do. Por otra parte, tampoco es posible juzgar que lo dulce, en efecto, difiere de lo
blanco. Es, pues, la misma facultad que afirma esto. Así, pues, el sentido que juzga
debe ser indiviso y, además, debe juzgar sin intervalos de tiempo».
49
«Ahora bien: para el alma pensante las imágenes ocupan el lugar de las per-
cepciones directas, y cuando el alma afirma o niega que ellas son buenas o malas, las
evita o las busca. De aquí que el alma nunca piense sin una imagen mental. (...) Así,
por medio de estas imágenes, afirma que un objeto es agradable o desagradable, y
busca o evita lo que ha pensado; y esto generalmente en acción».
«Por otra parte, las sensaciones son verdaderas, mientras que muchas imagina-
ciones son falsas. Tampoco decimos «imagino que esto es un hombre» cuando nues-
tro sentido observa claramente un objeto, sino sólo cuando no lo percibimos con la
suficiente distinción. Y como hemos dicho antes las visiones son vistas por los hom-
bres aun con los ojos cerrados. Si la imaginación es tal y como la hemos descrito, la
imaginación debe ser un movimiento producido por la sensación actualmente operan-
te. Puesto que la vista es el más importante de los sentidos, el nombre de fantasía
deriva de luz –faos– porque sin luz es imposible ver». (Aristóteles, Sobre el Alma,
III, 7)
«Si hay algo en nosotros, análogo a una impresión o una pintura, ¿por qué ra-
zón la percepción de esto será memoria o recuerdo de algo distinto y no de esto mis-
mo? Pues esta afección es lo que uno concibe cuando ejercita su memoria. ¿Cómo,
pues, se recuerda lo que no está presente? Hemos, pues, de considerar la pintura
mental que se da dentro de nosotros como un objeto de contemplación en sí mismo y
como una pintura mental de una cosa distinta. En la medida en que la relacionamos
con alguna otra cosa, por ejemplo, una semejanza, es un recuerdo». Aristóteles, So-
bre la Memoria y del Recuerdo, I-II.
a) Tendencias sensibles
50
En el animal y en el ser humano, el apetito sensible a diferencia del simple
apetito natural, supone el conocimiento, se despierta con él; entonces se habla de
‘apetito elícito’. Los animales y los seres humanos pueden conocer especies sensibles
gracias a que poseen sentidos. El apetito elícito es una tendencia que sigue al cono-
cimiento (a la posesión cognoscitiva de una forma). Este apetito nace precisamente a
raíz del conocimiento inclinándose hacia los bienes conocidos. Sin embargo, en el
hombre el conocimiento es, además de sensible, también intelectual y, por tanto, tie-
ne no sólo una apetición sensible, sino que, como a través de la inteligencia se hace
en cierto modo todas las cosas, puede quererlas todas; en efecto, ya que puede acce-
der a realidades más altas que las meramente sensibles, también puede quererlas.
Por tanto, las pasiones del irascible van relacionadas con el concupiscible. Por
ejemplo, la ira se despierta en un perro, cuando al dirigirse hambriento a comer unos
alimentos, se le aparece otro que quiere compartir su menú, entonces aquel manifies-
ta una agresividad proporcionada a la dificultad que es la de evitar que el otro le deje
sin comida; por tanto, aquel animal trata de ahuyentarle o vencerle, por ello si se mi-
de con el otro y ve que tiene posibilidades de vencerle, entonces audazmente le agre-
de.
Tanto los actos de supervivencia personal como los de la especie son actos
muy importantes y necesarios; sin embargo, lo son de diferente modo, en lo que se
refiere a la supervivencia personal el mandato es obligatorio para cada uno, ya que si
uno no come o no bebe lo necesario, o come o bebe inadecuadamente, entonces aten-
ta contra su vida, la pone en peligro. En cambio, en lo que se refiere a la superviven-
cia de la especie, la obligación es de la especie y no obliga a cada uno, de manera
que si ya lo cumplen un 90% de seres humanos, y se logra la supervivencia de la
especie, un sujeto particular puede abstenerse de realizar dichos actos, pues sólo esta-
ría obligado a continuar la especie en el hipotético caso de que sólo quedara una pa-
reja en el universo.
51
Los actos del comer y del beber, así como los de la reproducción humana, son
muy importantes; de no realizarse adecuadamente no sobreviviríamos tanto a nivel
personal como de la especie respectivamente; por eso es que la naturaleza, que es
«sabia», otorga el placer como acompañante a esos actos, para facilitar su realiza-
ción. De lo contrario, podríamos pensar qué ocurriría si cada mañana, tarde y noche
tuviéramos que «hacer el sacrifico de comer», probablemente nos dejásemos morir
de hambre (la anorexia es un caso patológico). De manera semejante ocurriría con
los actos de la reproducción humana; si no se acompañaran de placer, no se facilitaría
el realizarlos, y entonces la especie humana correría el peligro de extinguirse.
El aludido problema sólo lo tienen los seres humanos, pues los animales care-
cen de él precisamente porque no poseen espíritu ni finalidades de este nivel. Es por
tanto una tarea bastante delicada, porque el ser humano puede perder de vista estas
finalidades más altas, y ni siquiera cumplir adecuadamente las finalidades propias de
cada operación. Este trastorno puede ocurrir cuando se sustituye la búsqueda del fin
respectivo y se queda sólo con el placer, cuando sólo busca éste y, por tanto, se atro-
pellan los fines superiores y, de paso, se estropear los fines propios de las tendencias
sensibles que están subordinados a los fines más altos.
52
la, no sólo por las consecuencias económicas que acarrea destruir las administracio-
nes más básicas de un país, sino por toda la función humanizadora que realiza, y que
quedaría sin hacer. La familia es requerida precisamente porque el primero de los
fines exige que la procreación se complete con la educación de los hijos que, por de
pronto, requieren estabilidad, y como prerrequisito la fidelidad de los padres, ya que
dicha tarea es larga y difícil, y de no respetarla, se daña la continuidad de la propia
especie humana; por poner un ejemplo que para nadie es un secreto: actualmente, en
algunos países el porcentaje de población activa es muy reducida y no puede sostener
a la cantidad de adultos mayores que requieren de seguridad social y de otros servi-
cios vitales.
Por esto hace falta entrar en estos temas sin falsos temores, con profundidad,
sin prejuicios. Es necesario hacerlo ahora cuando el placer sensible está en alza tan
desmedidamente, y no abundan los estudios rigurosos y profundos sobre las tenden-
cias sensibles, sobre las pasiones y los sentimientos, los cuales a menudo están poco
esclarecidos; por tanto, no es de extrañar que reine la confusión. A veces se ha pre-
tendido incluso eludir la presencia de los sentimientos, pero no por dejar de verlos
dejan de existir. Actualmente, por ejemplo, se precisa mucho, especialmente para los
jóvenes, de una verdadera antropología de la sexualidad humana y de una filosofía
de la afectividad humana que lleve a saber por lo menos qué es una pasión, por qué
se produce y cómo controlarla.
Un ser vivo aislado del universo no podría vivir; un ser humano tampoco. Pero
aunque el hombre está en el universo, no se reduce a él, ya que es transespecífico, va
más allá de la especie, se encuentra con relaciones interpersonales y, por tanto, ade-
más del universo físico vive en un mundo humano con individuos que son personas
humanas y, por eso, su vida ya es bastante compleja, porque interactúa a diferentes
niveles. Las carencias propias y ajenas, el mal en el mundo, son hechos ineludibles.
La presencia del mal en el hombre es mayor que la de cualquier animal, se podría
decir que «está más expuesto ». Evidentemente no se trata del mero mal físico, de
una catástrofe natural (como la del “Fenómeno del Niño” en nuestras costas perua-
53
nas), sino de niveles de males distintos, más profundos, y a veces mucho más amena-
zantes y destructivos que los que tiene que afrontar un animal.
Así pues, para enfrentar el mal, los problemas, el ser humano ha echado mano
de aquello que tiene de superior: de su inteligencia y se ha inventado las ciencias, en
concreto la medicina para enfrentar el problema de la salud, la economía para enfren-
tar los problemas de producción y distribución de recursos escasos, del derecho para
enfrentar los problemas de organización social, etc. Con todo, siempre tiene que ver
con problemas, con carencias. Es inútil pretender vivir sin dificultades; más todavía:
el mismo hombre encuentra las carencias, el mal, dentro de sí y también genera pro-
blemas (por ejemplo, las guerras). Por tanto, ¿qué sería del ser humano sin una dosis
suficiente de agresividad? Desde luego que hay que dirigir esta tendencia irascible
porque puede debilitarse o hacerse excesiva haciendo imposible el logro de las fina-
lidades propias de la persona humana, pero en sí misma esta tendencia, bien dirigida,
es de gran ayuda para el hombre. La naturaleza nos ha dotado de los recursos necesa-
rios para vivir y alcanzar nuestros los fines (se podría decir que estamos bien equipa-
dos).
54
los apetitos ejercen un dominio despótico sobre el sistema muscular, sino también la
misma percepción es encauzada a través de la estimativa. En los animales el circuito
estímulo-respuesta es inmediato y casi automático.
55
ramento nervioso, porque su emotividad no cuenta con una salida o un cauce de acti-
vidad y, a menudo, se desahogan con impulsos que, sin embargo, no son sostenidos
sino intermitentes.
Sin embargo, a pesar de las disposiciones que tenga un sujeto debido a su tem-
peramento inicial, eso no lo determina definitivamente. Es decir, cabe una educación
del carácter, un cierto dominio del temperamento, y si bien las tendencias sensibles
no pueden eludir ese condicionamiento, poco a poco pueden irse modelando gracias
a uno mismo o a otras personas o a factores externos. Aunque el temperamento no se
puede cambiar completamente, sí es posible controlarlo. Para esto hay que conocer-
se, y saber identificar los puntos fuertes y los puntos débiles que tengamos; los pri-
meros para aprovecharlos y ponerlos al servicio de los demás; los otros, para luchar
contra ellos y tratar de dominarlos, para que no obstaculicen esa meta tan alta de po-
seerse y darse en un servicio alegre a los demás. Así, por ejemplo, una persona con
gran emotividad puede aprender a descentrarse o a tomar distancia respecto de los
hechos, sucesos, etc., de manera que las emociones no le impidan hacer juicios obje-
tivos acerca de la realidad.
1. Las percepciones de realidades que pueden tener interés para el sujeto, son
las que despiertan sus apetitos o tendencias sensibles.
56
2. Cuando se percibe algo de interés uno no se queda definitivamente adherido
a aquello, ya que sobre la sensibilidad, cogitativa, memoria, tendencias sensibles,
etc., pueden ejercer control la voluntad y la razón.
3. La forma de realizar una acción tiene que ser en cierto modo «inventada»
por el hombre, porque su conducta no está determinada por su sensibilidad, menos
por su temperamento. De ahí que en rigor en el hombre no haya sólo lugar para las
respuestas, sino que tiene la posibilidad de responder con propuestas libremente pen-
sadas y queridas.
Esto sucede desde las operaciones más básicas como, por ejemplo, el comer, lo
cual no es un acto meramente fisiológico; la tendencia a comer no le lleva indefecti-
blemente al ser humano a arrojarse sobre los alimentos como una bestia; tampoco los
come de cualquier manera; así, no suele comerlos crudos, sino preparados o cocidos.
Tampoco come en cualquier lugar y en cualquier momento, ya que elige un horario
para comer y un lugar (por ejemplo, en un comedor y no en su cama); todo esto ha
dado lugar al arte de la culinaria, a la gastronomía, a la dietética, y junto al alimentar-
se se ha hecho de la comida un acto social en el que se siguen unas normas de educa-
ción.
Las tendencias, como su nombre lo dice, tienden a su objeto propio. Los sen-
timientos surgen precisamente en esa relación de la tendencia sensible con su objeto
sensible. Los diferentes sentimientos aparecen cuando la tendencia se dirige hacia
unos bienes sensibles presentes o ausentes, asequibles o no; entonces se producen un
tipo de sentimientos u otros. Así, los sentimientos se diferencian del apetito en cuan-
to que son un cierto resultado, una cierta consecuencia de su despliegue. Por tanto,
para controlarlos eficazmente más que ir directamente al sentimiento que fluye, don-
de hay que ir es a la tendencia y a su término que es su objeto sensible, e incluso an-
tes todavía, pues es mejor poner mucha atención en aquello que despierta los senti-
mientos y que es el conocimiento sensible; por tanto, hay que cuidar los sentidos.
57
Los sentimientos pueden ser más o menos intensos, más o menos duraderos y
pueden tener una mayor o menor repercusión fisiológica. Por ello se denominan sim-
plemente sentimientos a las afecciones normales que se despliegan en la sensibilidad
humana. Se llaman emociones a los sentimientos intensos acompañados de gran
afección fisiológica (temblor, llanto, agitación, etc.), y pasiones cuando el grado de
intensidad del sentimiento es suficientemente alto como para afectar significativa-
mente la interioridad y la conducta del sujeto en cuestión.
Los actos de los apetitos sensitivos que se dan en el hombre y en el animal tie-
nen una base orgánica. Sin embargo, en el hombre sus pasiones, emociones y senti-
mientos son más complejos y de una índole superior debido al concurso de sus facul-
tades espirituales. En efecto, en el ser humano se puede dar una pasión muy intensa
sostenida por una actividad intelectual; por ejemplo, se puede dar esto cuando la inte-
ligencia y la voluntad se ponen en relación con bienes espirituales y se produce gozo,
amor, etc.
58
es el fin al cual tiende y a su vez el principio del amor es el conocimiento. El bien no
puede ser amado si no es conocido. Así, la visión corporal es principio del amor sen-
sitivo y la contemplación de la verdad, de la belleza o bondad espiritual es principio
del amor espiritual.
En general:
Respecto al bien sensible: amor sensible.
Respecto al mal sensible: odio sensible.
5. Sobre la pasión
«El nombre de pasión implica que el paciente sea atraído hacia el agente; y el
alma es más atraída hacia un objeto por la potencia apetitiva que por la aprehensiva,
pues por la primera el alma dice orden a las cosas en sí mismas. Por eso dice el Filó-
sofo que el «bien y el mal», que son los objetos de la potencia apetitiva, «existen en
las cosas mismas». En cambio, la potencia aprehensiva no es atraída hacia una cosa
por lo que ésta es en sí misma sino que la conoce según la intención que de la cosa
tiene en sí o recibe según su modo propio. Por eso en el mismo pasaje se dice que «lo
verdadero y lo falso», que pertenecen al conocimiento «no están en las cosas, sino en
la mente». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 22 a. 2.
59
a) La diferencia de las pasiones entre sí
«Las pasiones del alma pueden considerarse de dos modos: uno en sí mismas;
otro en cuanto están sometidas al imperio de la razón y de la voluntad. Si se conside-
ran en sí mismas, esto es, en cuanto movimientos del apetito irracional, de este modo
no se da en ellas el bien o el mal moral, que depende de la razón, como anteriormente
se ha dicho. En cambio, si se consideran en cuanto sometidas al imperio de la razón o
de la voluntad, sí se da en ellas el bien o el mal moral. Y se dicen voluntarias por
cuanto o son imperadas por la voluntad o no son impedidas por ella». Tomás de
Aquino, S. Th. 1-2 q. 24 a. 2.
c) El amor
1. El amor sensible:
2. Amor de amistad: Se quiere a aquel para quien se quiere el bien. Este amor
ama por el otro. Sólo se ama por él mismo y de modo absoluto. (Esto se puede dar
respecto de Dios).
60
con amor de concupiscencia lo que queremos para nosotros». Tomás de Aquino, S.
Th. 1-2 q. 26 a. 4.
«Hemos dicho que el bien es la causa del amor a modo de objeto; mas el bien
no es causa del apetito sino en tanto que es aprehendido, y por lo mismo el amor re-
quiere una aprehensión del bien amado». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 27 a. 2.
«El amor produce la primera unión efectivamente, puesto que mueve a desear
y buscar la presencia del objeto amado como conveniente y perteneciente a uno
mismo; y produce la segunda unión formalmente por cuanto el mismo amor es tal
unión o vínculo». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q.28 a. 1
d) Sobre el odio
El odio es la aversión o contrariedad ante el mal sensible. Su objeto es el mal
sensible, pero ausente o distante. En el amor de concupiscencia se manifiesta en la
61
antipatía. Si se trata de un odio pasional conlleva un mal corporal físico. La causa del
odio es el amor. Se diferencia de la ira en que ésta es poco duradera, es decir, es más
impulsiva; en cambio, el odio puede hacerse más profundo a medida que se cultiva
en el interior; por esto, también el odio daña más que la simple ira.
«Así como para la delectación se requieren dos cosas cuales son la unión del
bien y la percepción de esta unión, así también para el dolor se requiere la unión de
algún mal. Es un mal por lo mismo que priva de algún bien y la percepción de esta
unión». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 35 a. 1.
«La causa del dolor externo es el mal presente y contrario al cuerpo y la del in-
terno es el mal presente y opuesto al apetito. El dolor externo sigue, a su vez, a la
aprehensión de los sentidos, especialmente del tacto; y el dolor interior a la aprehen-
sión interna de la imaginación o de la razón misma. El dolor interior es más fuerte
que el externo del mismo modo que la aprehensión de la razón y de la imaginación es
más alta que la del sentido del tacto». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 35 a. 7.
b) La envidia: es la tristeza ante el bien ajeno que se estima como mal propio.
62
Las causas de la tristeza:
- el bien perdido.
- el mal presente.
- la concupiscencia.
- el apetito de la unidad y
- el poder al que no se puede resistir.
g) De la esperanza y de la desesperanza
La esperanza es la pasión del apetito irascible que sigue al bien sensible futuro,
arduo y posible de conseguir. Se contrapone al temor porque así como éste es expec-
tación de un mal futuro, la esperanza lo es de un bien futuro. Se contrapone a la des-
esperanza porque ésta es la tristeza sin ninguna expectación de cosas mejores.
h) Del temor
Considerado en sí mismo:
- temor actual: temor.
- temor habitual: timidez.
- en el ánimo: conturbación.
- en el cuerpo: terror.
63
- en la cabeza: horror.
i) De la audacia
«La audacia es lo que más dista del temor, pues éste rehúye el daño futuro a
causa de la victoria que éste ha de lograr sobre el que teme, mientras que la audacia
afronta el peligro inminente en razón de la victoria que se ha de lograr sobre el peli-
gro mismo». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q 45 a. 2.
j) De la ira
La ira es una pasión especial porque puede ser causada por el concurso de va-
rias pasiones, ya que no brota el movimiento de ira sino a causa de alguna tristeza
inferida y supuestos el deseo y la esperanza de vengarse. Su objeto puede ser el bien
y el mal, ya que tiende a la venganza que apetece y a otro, bajo la razón de mal que
es el hombre dañino de quien desea vengarse. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q.
46.
Las causas de la ira puede ser: una acción que se ha hecho contra uno, lo cual
produce la irritación; el desdén y el menosprecio, ya que todas las causas de la ira
pueden reducirse al rebajamiento de la propia dignidad, lo cual parece implicar me-
nosprecio; la conciencia de la propia excelencia y los defectos de los otros. Cfr. To-
más de Aquino, S. Th. 1-2 q. 47.
Los efectos de la ira son: la delectación por la venganza que conlleva, que im-
pide en gran manera el uso de la razón y provoca el silencio, ya que la lengua se tra-
ba y el rostro se enciende en el poseído por la ira. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th. 1-2
q. 48.
Los remedios contra la ira son: quitar las causas que producen la ira o al menos
debilitar al máximo posible su influjo. Frente al movimiento de ira antecedente a
todo juicio de la razón se procurará quitar su causa física, evitando el dolor y cuando
esto no sea posible prever las reacciones emocionales que a ellos o a cualquier otro
estímulo emocional han de suceder, para tratar de ordenarlos racionalmente. Tam-
bién podemos considerar la ira en el orden moral. No juzgar temerariamente, ya que
la causa de la ofensa pudo haber sido la ignorancia. No dar lugar a la sospecha y, en
especial, dice Sto. Tomás: «contra la ira el mejor remedio es el reconocimiento de la
propia fragilidad». Cfr. Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 47 y 48.
64
IV. LA ESENCIA HUMANA
El término sindéresis procede del griego synteréo, que significa observar, vigi-
lar atentamente, y también conservar. Para Tomás de Aquino equivale a razón natu-
ral1. Es un hábito cognoscitivo con el que todos nacemos (innato), algo así como una
luz natural por la que el ser humano conoce de manera natural y habitual la naturale-
za humana y los fines que le son propios.
Por eso, Francisco Molina, al recoger las averiguaciones que Tomás de Aquino ha
hecho sobre la sindéresis sostiene que “una constante en Tomás de Aquino consiste en
señalar que la sindéresis contiene los primeros principios de la ley natural. Y por tanto, a
ella le corresponde remurmurar (advertir, protestar, quejarse, levantar clamor, hacerse eco;
obsérvese que el prefijo re- viene a destacar lo que ya el verbo murmurare significa por sí
mismo), de cuanto se oponga a esta ley natural”2.
Por su parte, Polo sostiene que la sindéresis –como los primeros principios–
recibe su luz del acto de ser personal del cual depende. Precisamente, por mirar al
acto de ser no puede errar y por ello mismo es una luz habitual que ilumina comple-
tamente la naturaleza y esencia humana bajo una sólo recomendación: la de hacer el
bien, la de crecer irrestrictamente. Este planteamiento alude a la famosa distinción
entre esencia y acto de ser (essentia-esse). Este último, que en el caso del hombre es
la persona, engarza a la esencia humana, que es potencial, para activarla. Ese ‘mirar’
de la persona hacia la esencia es lo que se llama ‘yo’, que a su vez se desdobla en
ver-yo, cunado activa a la razón, querer-yo, cuando activa a la voluntad. En este sen-
tido afirma: “la persona considerada hacia la esencia, es decir en tanto que la esencia
1
Cfr. TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 47, a. 6, co y ad 1.
2
MOLINA, F., La sindéresis, Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria, n. 82, Pamplona, 1999, 16
3
TOMÁS DE AQUINO, In II Sent., dis. 24, q. 2, a. 3, ad 4.
4
TOMÁS DE AQUINO, In II Sent., dis. 39, q. 3, a. 1, ad 2.
5
TOMÁS DE AQUINO, In II Sent., dis. 24, q. 2, a. 4.
6
TOMÁS DE AQUINO, In II Sent., dis. 24, q. 2, a. 4.
65
depende de ella, se designa como yo. El yo es una dualidad: por una parte ver-yo7;
por otra parte querer-yo”8.
El yo, como veremos, no es la persona, sino algo así como la apertura natural
de la persona hacia su esencia y naturaleza humana. Es como si uno saliera al pasillo
y se quedara en la puerta viendo, como con una luz, todo lo que tiene a su disposi-
ción. De ahí que salga la famosa ley, que en el plano natural es el principio ético fun-
damental: ¡Haz el bien!, es decir: ¡lleva esta dotación natural, con todas tus potencias
y facultades, a su desarrollo y perfeccionamiento! Por ello la sindéresis está conside-
rada como el ápice, el punto más alto de la esencia. Con ella se ve la importancia y
finalidad tanto de la inteligencia como de la voluntad. Tomás de Aquino sostiene que
la sindéresis no se pierde nunca, por más corrompida que se encuentre una persona.
Es entendible, si perdiera esa luz perdería su alma humana, dejaría de ser hombre.
Pero lo más esperanzador es que, si no se pierde nunca, esa luz por más pequeña y
débil que se encuentre, siempre cabe la esperanza de que una persona se decante por
el bien.
2. La inteligencia humana
La inteligencia tiene como fin alcanzar la verdad. Por esto nos detendremos un
poco en el encuentro con la verdad. En realidad, el encuentro con la verdad es perso-
nal. Consideramos importante intentar explicar el encuentro con la verdad, porque a
partir de él algo se puede barruntar respecto de la naturaleza e importancia de la inte-
ligencia, ya que ésta tiene como fin la posesión de la verdad. La verdad se define
como la adecuación del intelecto con la realidad conocida.
A veces sucede que si la verdad alcanzada es de muy alto nivel, uno se pregun-
ta cómo es que pudo vivir todo el tiempo transcurrido sin conocerla. La verdad le
cambia a uno la vida, le hace ver que puede vivir de modo diferente, y entonces se le
hace inolvidable. Precisamente la verdad se expresa con el término griego aletheia
(de a, que significa ‘sin’, lethos que denota ‘olvido’). Estamos hechos para la verdad
y cuando tenemos la suerte de encontrarla aquella se hace inolvidable.
7
El intellectus ut co-actus en cuanto que repercute en los actos intelectuales inferiores a él, se llama ver. Con otras palabras,
hacia abajo la persona ve (yo); hacia arriba es transparencia. Vinculado al yo, el ver no significa nada distinto de él, en virtud
de su carácter iluminante. Por eso es acertado llamar a la luz iluminante continuación de la transparencia hacia abajo. Según el
planteamiento que propongo, el intellectus ut co-actus es un trascendental personal y, por consiguiente, no es un principio ni
principia, pues la persona se distingue del ser principial. Sin embargo, no es inconveniente hablar de luz iluminante, si se en-
tiende como ver-yo inferior al intellectus ut co-actus.
8
POLO, L., Antropología trascendental. La persona humana. Eunsa, Pamplona, 1999, 177.
66
Sin embargo, hay muchas maneras de encontrarse con la verdad. Es más, la
verdad se puede encontrar no sólo en la filosofía (aunque a ésta le corresponda en
sentido propio). También uno se puede encontrar con la verdad en otras ciencias, en
las matemáticas, en la economía, en la medicina, etc.; también en el arte, en la músi-
ca, y además, se puede encontrar la verdad en otra persona.
Por poner algunos ejemplos, se puede decir que hay quien encuentra la verdad
en las matemáticas. En efecto, cuando un alumno de educación básica se encuentra
con la geometría, puede descubrir que si los problemas están bien planteados, se
acierta con su resolución, y que esos resultados son necesariamente así. La necesidad
de la verdad se hace patente, y entonces uno dice ¡es verdad!, esto ‘sale así y sólo
así’, y a partir de entonces se anima a seguir con las matemáticas, a enfrentarse con
gozo a los problemas intentando solucionarlos. También se puede encontrar la ver-
dad en la música. Si uno llega a ‘entender’ una pieza musical, a captar su melodía, la
armonía de la composición y su significado, el gozo surge de inmediato, y entonces
uno trata de seguir escuchando las demás composiciones tratando de encontrar su
melodía, su armonía, de entender las disposiciones de las notas musicales, el signifi-
cado de la composición, etc. Otra manera de encontrar la verdad es en la biología, y
entonces uno se dedica a la cuidadosa observación de los diferentes seres vivos, de su
organización ¡tan complicada!, pero a la vez tan coherente, pues no hay nada en un
ser vivo que esté de balde, todo es perfectamente funcional en un ser vivo, desde una
ameba, un embrión de pollo, una ballena, hasta la maravilla del cuerpo humano. El
gozo de este conocimiento lo saben bien los biólogos y los médicos, quienes pueden
dedicarse horas y horas a estudiar el conocimiento de aquellas operaciones del vi-
viente.
67
La realidad es una gran cantera para descubrir, para obtener cotas elevadas de
verdad. El descubrimiento de la verdad supone una actitud previa: la admiración, el
deshabituamiento, la actitud humilde, algo ingenua e insatisfecha, de quien se pone
en camino hacia el encuentro de la verdad, sabiendo interrogarse sobre la realidad.
Esto supone la actitud de ir por la vida tratando de descubrir la realidad, de aprender
de todo y de todos, lo cual requiere la capacidad de preguntarse hasta por lo más evi-
dente, pugnando por penetrar en las entrañas mismas de la realidad.
Los intentos para hacerse con la verdad han sido muchos. La historia de la filo-
sofía es una apasionante aventura en este sentido. Históricamente, ese itinerario en
pos de la verdad tiene unos claros comienzos con los filósofos griegos, hacia el s. V.
a. C. Cuando Heráclito y Parménides se plantean el conocimiento de la realidad, em-
piezan por tratar de responderse a esa pregunta precisamente: ¿Qué es la realidad?
¿Todo es un continuo devenir, todo cambia?, o ¿existe algo permanente? Si todo
cambia, si la realidad es un flujo en constante movimiento, ¿qué esperanzas hay de
conocer realmente? Si vamos a la realidad para tratar de hacernos con ella y se nos
escapa, como el agua entre los dedos, si es imposible asirla, poseerla, sólo queda la
desesperanza.
68
qué era la verdad, por lo cual Sócrates concluyó que quienes pasaban por sabios
creían que sabían cuando en realidad eran ignorantes; en cambio él sabía que no sa-
bía, por lo cual ya sabía algo, mientras que los otros, además de ignorantes, no sabían
que lo eran, por lo cual, evidentemente, Sócrates era el más sabio, ya que era cons-
ciente de su ignorancia y buscaba afanosamente la verdad.
De aquí se puede ver la importancia que tiene el arte de la pregunta. Saber pre-
guntar y preguntarse es asunto clave. Por eso los resabidos no logran progresar en la
verdad; quienes creen que ya se han contestado todas las preguntas no obtienen las
verdaderas respuestas. Los asaltos a la verdad requieren de una audacia que surge
precisamente de ese encararse valientemente con la realidad, del afán de descubrirla.
Sólo así se abre paso el proceso de investigación, el estudio profundo. En este caso se
puede hablar, con palabras del Papa Juan Pablo II, el “explorador que no se rinde”.
Ese proceso de exploración y descubrimiento es lo que Sócrates llamó mayéutica,
que significa dar la luz en la inteligencia. Como es sabido, esa palabra la tomó Sócra-
tes del oficio de su madre, quien ayudaba a dar a luz a las señoras. En el fondo, se
trata del ejercicio del intelecto, que es como una luz, que alumbra e ilumina la reali-
dad, para conocerla.
Podemos empezar por distinguir la inteligencia como facultad del acto que la
pone en ejercicio. La primera es considerada como potencia, en cuanto tal tiene la
posibilidad de pasar a acto, de actualizarse. En la tradición aristotélica se encuentra
una metáfora muy bella a la que hemos hecho mención en el capítulo anterior, la me-
táfora del hombre despierto y del hombre dormido. El hombre dormido representa al
69
hombre que tiene la posibilidad de ejercer actos intelectuales pero que nos los ejerce;
en cambio, el hombre despierto se corresponde con aquel que ejerce actos cognosci-
tivos del más alto nivel como son los intelectuales. El hombre no está siempre des-
pierto en este sentido, pero una vez que estrena la inteligencia, le son entregadas
grandes cotas de verdad. Así se pueden ir conociendo dimensiones de la realidad
hasta entonces insospechadas y se puede iniciar la andadura intelectual con más o
con menos intensidad.
Se puede alegar que el animal se entretiene con las imágenes que le proveen
los sentidos externos y los internos como la imaginación, la memoria, etc., que puede
relacionar, asociar esas imágenes, etc., lo cual puede ser entretenido. Sin embargo, es
tremendamente limitado, reducido, comparado con el despliegue de la actividad inte-
lectual del ser humano, ya que el animal es incapaz de detenerse a pensar. Además,
sólo capta las cosas en cuanto relacionadas con sus tendencias. El intelecto humano
hace más extensivo y profundo el conocimiento. Ya no se trata de que conozca lo
concreto, por ejemplo, sólo ‘esta’ agua que está en ‘este’ vaso, sino que conozca lo
que es el agua, sus propiedades de manera universal. El ser humano puede tener con-
ceptos abstractos que tienen una dimensión permanente y universal.
70
ba con el agua que tenía alrededor; en ese caso no pudo apagar el fuego y se quedó
sin comida. Un ser inteligente hubiera captado «lo que es» el agua, en todos los ca-
sos, hubiera podido abstraer unas propiedades universales y, entonces, ese conoci-
miento se hubiera extendido más allá del agua de «este cubo» y las hubiera reconoci-
do también en el agua que le rodeaba; por tanto, habría acudido a esa agua para apa-
gar el fuego y obtener su alimento.
71
La inmanencia del acto de conocer se refiere a que en él se consigue el objeto
conocido, inmediatamente. La acción transitiva es muy diferente de la acción inma-
nente. Aquella sale fuera de sí, el fin que pretende alcanzar está fuera de la actividad
transitiva, por ejemplo, la actividad constructiva. Si el conocer fuera transitivo y no
inmanente, entonces construiría su objeto, de modo semejante a como se construye
una casa. El acto cognoscitivo no construye su objeto poco a poco, sino que éste se le
da inmediatamente, con la operación.
Por otra parte, el ser humano no puede agotar toda la verdad en solo acto cog-
noscitivo, pues necesita ejercer múltiples actos cognoscitivos, cada uno de los cuales
le va proporcionando más conocimiento. El acercamiento a la verdad es progresivo,
pero esto no quiere decir que el sujeto constituya arbitrariamente sus objetos; lo que
sí pone de manifiesto es que en los actos cognoscitivos hay una pluralidad, una dife-
renciación y una justa jerarquía, ya que con unos actos se conoce más y con otros
menos; delimitar el alcance de nuestros actos cognoscitivos nos curaría de las preten-
siones del relativismo. Esto es importante tenerlo en cuenta, pues de lo contrario no
se entiende la verdad, y constituye además el error en que incurren muchos de los
filósofos modernos. El conocimiento no es una carrera sin aliento en que el objeto
conocido sólo se obtiene al final. Evidentemente, uno tiene que ejercer muchos actos
cognoscitivos, pero con cada uno de ellos podemos poseer el respectivo objeto cono-
cido.
De manera que no se trata de una actividad como la de construir una casa, que
mientras se construye no se obtiene la casa, la cual se obtiene al final cuando se deja
de construir. No se trata de que al ejercer un acto uno no conozca y tenga que esperar
otros actos para conocer; si esto fuera así, el acto de conocer no sería tal, pues nos
dejaría en la ignorancia o en la perplejidad hasta que se llegase a pensar el todo.
72
a. El acto de conocer posee un objeto intencional
Se podría decir que la realidad «se entrega» según el tipo de acto cognoscitivo
realizado: «Tanta operación de conocer, tanto de conocido». Si uno ejerce un acto de
conocimiento de poco nivel, el conocimiento de la realidad se limita a ese nivel. Si
uno ejerce un acto cognoscitivo de mucha intensidad, de más alto nivel, lo obtenido
es superior, es un conocimiento más profundo de la realidad.
Metafóricamente hablando cabe decir que el acto de conocer es como una llave
con la que se abre la puerta (inteligencia) que nos hace accesible la posesión de la
realidad. No hacemos nada en la realidad, no la violentamos, no construimos el obje-
to conocido, ni la verdad, a nuestro capricho o según nuestro deseo, sino que la reali-
dad está ahí fuera de nosotros, con toda su riqueza; en todo caso lo que hacemos es
descubrirla, pero no la construimos.
73
Las operaciones cognoscitivas no son todas iguales. Con unas se conoce más
que con otras. Unos actos son más intensos o tienen mayor alcance que otros. Con la
abstracción intelectual se conoce más que con la vista, y con ésta se conoce más que
con el oído. Según el profesor Leonardo Polo, en el caso del conocimiento humano
las ventajas de la jerarquía son también netas. Es más ventajoso que en un hombre su
inteligencia sea más alta que su imaginación, y que su imaginación sea más alta que
la simple sensación. Si la sensación fuese igual que la inteligencia, ésta sobraría.
Insistimos que el ser humano no conoce con una sola operación cognoscitiva,
sino que cada vez se puede profundizar más, explicitar lo abstraído, juzgar, razonar,
etc. Nos hemos referido en el apartado anterior a que el objeto conocido, intencional,
se da según el tipo de operación ejercida. Pero hay muchos actos cognoscitivos, e
incluso por encima de las operaciones intelectuales están los hábitos intelectuales,
que son actos superiores a las operaciones, ya que, en definitiva, la objetividad es
aspectual, no agota la realidad.
Por otra parte, ayudar a aclararse en este sentido es de gran provecho. A veces,
uno puede decirle a un alumno, “dime lo que estás pensando”, y si nos dice “estoy
pensando tal hecho, o tales personas, o lo que haré al regresar a casa”, hay que decir-
le que eso no es pensar, que está sólo con imágenes, con representaciones, que está
ejerciendo unas operaciones distintas a las propias de la inteligencia, que tiene todo
el derecho a hacerlo, pero que eso no es pensar.
74
de los filósofos modernos. Para formularla, se precisa partir de que es posible obtener
formas inteligibles a partir de las imágenes obtenidas de la realidad.
Por ello, una vez que mediante el conocimiento sensible se posee la imagen
sensible, ésta es «desparticularizada» por la acción del intelecto agente que actúa
sobre ella, iluminándola. Por medio de su luz del intelecto agente puede «leer», co-
nocer. El resultado de esa operación iluminante es la forma inteligible abstracta, que
se obtiene inmediatamente, con la operación de abstraer. En esta operación, el inte-
lecto va más allá del conocimiento sensible, ya que capta la forma de alcance univer-
sal. La realidad tiene la posibilidad de ser conocida intelectualmente, de manera que
conoce formando y formando conoce. Sin embargo, con esta operación no se agota el
conocimiento, se precisa avanzar. Cuando se obtiene una forma inteligible abstracta
no se posee una verdad absolutamente. La verdad no se adquiere de una vez, con un
solo acto, sino que el saber es incrementable. Uno puede ejercer un acto intelectual y
hacerse con la forma inteligible, pero aún así no ha agotado el conocimiento de la
realidad. Tomás de Aquino, solía decir que ‘hay más realidad en una mosca que en la
cabeza de todos los filósofos’, lo cual significa que la realidad tiene una riqueza muy
grande y que nuestro conocimiento de ella nunca es exhaustivo, nunca la agota por
completo, siempre se pueden ejercer más y mejores actos.
75
A partir del hábito abstractivo es posible considerar al abstracto de dos mane-
ras: se puede «devolver» el abstracto a la realidad, comparándolo con ella, y entonces
se habla de abstracción total, y se puede considerar al abstracto según su misma
condición de abstracto, para lograr formar ideas cada vez más generales que englo-
ben diversos abstractos, y en este caso se trata de la abstracción formal. Si se prosi-
gue conociendo a partir de la abstracción formal se obtienen nociones como la defi-
nición (el género, la diferencia específica, etc.), y se realizan operaciones como, la
atribución lógica, el raciocinio lógico, etc. En esta vía se encuentran ciencias como la
lógica. La generalización es aquí una operación muy importante, ya que cada vez se
busca formar ideas más generales, pero esto supone una abstracción formal cada vez
más compleja. En esa línea se puede proseguir indefinidamente y, sin embargo, no es
posible encontrar por ahí las causas (de nivel racional) de la realidad física. Siguien-
do esta vía tampoco se pueden conocer las realidades espirituales, tales como la de
Dios, por ejemplo. Si un físico-matemático quiere encontrarse con Dios a través de
generalizaciones es muy difícil que lo conozca. Evidentemente, Dios es más que una
simple generalización.
La misma realidad física, aún cuando sea de mucha utilidad estudiarla mate-
máticamente, no se puede reducirla a sólo esa consideración. Por la vía de la abstrac-
ción formal no se conoce la realidad física. Para lograrlo se precisa de la vía racio-
nal, que sigue a la abstracción total, la cual va la realidad física tal como ésta es, a su
esencia, y no se queda en sus formas accidentales. En esta vía se encuentran ciencias
como la física racional, la biología, etc. A través de los actos intelectuales corres-
pondientes se puede conocer la esencia del universo. Para conocer la realidad física
en este nivel, se precisa acudir al conocimiento de sus causas: 1) material y formal
en el caso de las ‘sustancias naturadas’, 2) la material, formal y eficiente en el caso
de las ‘naturalezas’ y seres vivos, 3) la material, formal, eficiente y final, para acce-
der a la ‘esencia’ del universo. Esa indagación supone ejercer otras operaciones ra-
cionales superiores: conceptualizar, juzgar y fundamentar. Por medio de esta vía ra-
cional se va profundizando en lo que el abstracto guarda implícitamente.
Se puede tratar de ver la relación de los movimientos que se conocen en los ac-
tos de juzgar. Tales movimientos son de las sustancias naturales. Si se ve su relación,
se puede conocer el orden del universo, la causa final. Según Aristóteles, la ‘epago-
gé’ es el conocimiento que pone en marcha la investigación partiendo de un dato
relevante, al cual se le sigue «la pista», advirtiendo sus relaciones con otros datos
pertinentes e igualmente relevantes, con lo cual se va consiguiendo un saber sistémi-
co, abierto siempre a nuevos descubrimientos de la realidad, que contribuyen a in-
crementar el conocimiento racional.
Además, es claro que el juicio de la vía racional no es el juicio de la vía de la
abstracción formal, no es el juicio lógico; sin embargo, no tienen por qué ser opues-
76
tos, son sólo distintos de manera que se pueden complementar. Así por ejemplo, a
menudo podemos recurrir a la deducción lógica, podemos ir de los enunciados gene-
rales a las conclusiones particulares. Aunque el conocimiento lógico no baste para
conocer la esencia del universo, menos la de la naturaleza y esencia del ser humano,
sin embargo, es de gran ayuda en el conocimiento intelectual. Así, por ejemplo, los
profesores que tenemos alumnos adolescentes, solemos decir que si ya conseguimos
que los alumnos establezcan bien la famosa ‘regla de tres’ en sus razonamientos, o
con que sólo sepan razonar lógicamente, nos ponemos contentos. Parece una broma,
pero no lo es.
Por otra parte, todo juicio lógico tiene que confrontarse con la realidad; es lo
que hace posible distinguir un juicio verdadero de un juicio falso. Así por ejemplo, si
decimos el hombre es insectívoro, estamos haciendo un juicio falso, no en el sentido
lógico, sino en sentido real, porque realmente los seres humanos no nos alimentamos
de insectos.
A través del conceptualizar y del juzgar racional se pueden conocer las sustan-
cias, las naturalezas y hasta la esencia del universo; sin embargo, todavía se puede
tratar de hacer su fundamentación racional. Además, la esencia del universo se puede
conocer operativamente; pero no así el acto de ser del universo, el cual, por ejemplo,
no se puede captar por abstracción, ya que del acto de ser no tenemos una imagen a
partir de la cual abstraer. El acto cognoscitivo por el que conoce el acto de ser del
universo no es objetivo, es habitual. Se trata del hábito de los primeros principios,
porque los actos de ser son primeros principios. No podemos detenernos ahora en el
hábito de los primeros principios, pero sí lo dejamos indicado, ya que conocer el ser
del universo físico es de gran importancia en antropología, porque ayuda a una dife-
renciación del ser personal con el ser del universo.
A pesar de que el ser humano puede realizar muchos actos para hacerse con la
verdad, sin embargo, actualmente estamos pasando por una crisis de la razón, que se
ha ido acentuando cada vez más. Hoy, hemos desistido del afán de conocer la verdad,
pero así los problemas presentes no sólo no se solucionan, sino que se hacen cada
vez más inabarcables. Lo que sucede es que no nos atrevemos a pensar intensa y pro-
fundamente.
77
guos y que niega la posibilidad de alcanzar la verdad. Debido a que considera que
nada se puede afirmar con certeza, sostiene que más vale refugiarse en una «epojé» o
abstención del juicio. En rigor, el escéptico tendría que callarse, pues no puede pre-
tender que la afirmación que defiende pueda ser verdadera si de antemano niega la
posibilidad de alcanzar la verdad.
Sin embargo, no hay sólo un escepticismo estricto, sino que hay distintos mo-
dos de ser escépticos, y los argumentos son también muy variados. Estos se pueden
centrar básicamente en algo que es evidente: las contradicciones de los filósofos y la
diversidad de las opiniones humanas. Sin embargo, esto no puede ser motivo de es-
cándalo, ya que se puede ver que, a pesar de tales diferencias, las personas pueden
llegar a un acuerdo en algunos principios fundamentales sobre la realidad y, asimis-
mo, se pueden integrar los diversos actos cognoscitivos. Ni siquiera la experiencia de
los errores particulares puede llevar que uno desista de buscar la verdad. El error sólo
es posible si existe la verdad. En definitiva, los escépticos alegan la relatividad del
conocimiento. Sin embargo, se puede recordar que, si bien cada persona puede apro-
ximarse más o menos a la realidad, ésta no cambia por ello, ni tampoco su posibili-
dad de ser conocida cada vez mejor, como ya hemos visto anteriormente.
El que haya operaciones racionales con las que se conozca más que otras, no
puede producir desconcierto, sino al contrario, un gran optimismo. Con unas opera-
ciones se conoce más que con otras, lo que se obtienen son objetos diferentes en cada
acto de conocer; sin embargo, el conocimiento siempre está referido a la realidad.
Por su parte, las corrientes materialistas y empiristas han hecho muchos estra-
gos en lo que se refiere al conocimiento de la verdad, precisamente porque caen en
un reduccionismo, pues tienen una concepción parcial del conocimiento, y dejan de
lado la abstracción y, en general, la distinción y jerarquía entre los actos de conoci-
miento. Reducen el conocimiento al nivel meramente sensible, de manera que consi-
deran que sólo es verdad lo captado por los sentidos. Entonces, todo conocimiento
sería sensación, y toda sensación radicalmente contingente, relativa y, por consi-
guiente, incierta. Frente a la corriente relativista se puede argüir de diferentes mane-
ras, especialmente si, como ya hemos visto, se explica sus confusiones a través de la
jerarquía de cada uno de los actos de conocimiento; pero en definitiva, se puede re-
cordar que si se acepta que es verdadero lo que a cada uno le parece verdadero, con
esto se niega su propio postulado, ya que su contrario sería también verdadero. El
relativismo tiene varias modalidades. Estas corrientes gnoseológicas todavía tienen
vigencia y se expresan en los conocidos versos:
“Nada es verdad,
nada es mentira,
Todo es del color
del cristal con que se mira”.
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nominalismo, las palabras son «vacías», si no tienen una referencia segura a la reali-
dad, hay que quedarse sólo con lo singular, con lo individual, con los simples hechos
que son lo más mostrenco de la realidad; lo que se puede obtener ahí son datos as-
pectuales de la realidad, pero si ésta es sólo aspectual, nos hemos introducido en un
conocimiento bastante limitado.
Sin embargo, conviene no confundir el desear y el querer porque son dos actos
distintos, el uno sensible y el otro intelectual o espiritual. Este último se dirige al
bien, pero de un modo distinto. La diferencia se ve cuando el bien concebido intelec-
tualmente no es sensible. Si el bien no es captado por ningún sentido, ni por la vista,
ni por el tacto, ni por la imaginación, ni por ningún otro sentido externo o interno;
79
sino que se trata de un bien entendido por la inteligencia, entonces se ve claramente
lo que es querer.
Por eso, esta diferencia se pone de manifiesto más netamente cuando hay opo-
sición entre la voluntad y el deseo. Vemos entonces que el deseo tiende hacia un bien
sensible, percibido e imaginado, mientras que el querer tiene por objeto un bien inte-
ligible. Por ejemplo, uno podría desear tomarse una bebida que, ante los sentidos, se
le aparece muy agradable y placentera, pero si aquello es un veneno, y eso lo advierte
por su inteligencia, entonces puede ser que no lo quiera, aunque el deseo sea muy
intenso; entonces no se lo toma por el hecho de que su deseo sea muy intenso, ya que
hay venenos que son muy apetecibles.
Vamos a describir paso a paso, es decir acto a acto, la secuencia que debe se-
guir la acción humana práctica tal como tendría que darse si se usara bien de la razón
práctica y de la voluntad; es decir, veremos que los pasos que se siguen en el acto
voluntario son posibles porque hay una capacidad en el ser humano de interrelacio-
nar los actos de la recta razón con los de la voluntad, ya que ésta va de la mano con
la inteligencia.
Así pues, la prudencia es la virtud que pertenece al recto obrar (por lo cual es
muy importante en la ética), y es condición para que los actos libres del ser humano
sean rectos. Por esto veremos como cada paso del acto voluntario ‘reclama’ cada uno
de los elementos que van constituyendo la prudencia. Si éstos se dan el ser humano
es prudente y sabe actuar bien, si se omiten el hombre no sabrá actuar rectamente en
su vida práctica.
Según la filosofía clásica, los actos que constituyen la acción humana, y consi-
guientemente la prudencia, son propios de las dos facultades humanas superiores, la
inteligencia y la voluntad, las cuales actúan interrelacionándose y apoyándose mu-
tuamente. En la siguiente secuencia, los actos que pertenecen a la inteligencia son los
que designaremos con los números impares, y los de la voluntad aquellos señalados
en los números pares. Estos son los siguientes:
80
antes no es conocido’. Como aquí estamos tratando del acto voluntario, y la voluntad
se corresponde con la inteligencia, tenemos entonces que el proceso del acto volunta-
rio arranca con la inteligencia.
El examen consiste en una consideración más atenta del bien presentado, para
ver si es realmente conveniente al sujeto y si es posible de ser alcanzado aquí y aho-
ra, es decir se pregunta sobre dos cosas: sobre su conveniencia, real, y concreta y
sobre su posibilidad de alcanzarlo. Si nos damos cuenta que el objeto no es conve-
niente o no es posible de ser alcanzado, entonces el proceso se detiene.
Aquí empieza una consideración del bien como conveniente, que parte del di-
ferenciar que una cosa es el bien en sí mismo y otra distinta es el bien relativo, es
decir, el bien respecto a un sujeto determinado. Para que algo sea bueno, convenien-
te, para el ser humano, es preciso que perfeccione su propia naturaleza. Así tenemos
que, en rigor, algo es bueno para un ser humano cuando contribuye a perfeccionarle
y malo cuando la deteriora.
Hacer la diferencia de que una cosa es buena en sí misma, pero no tiene por
qué serlo necesariamente para mí, para cada uno, es una cuestión básica, pero impor-
tante. Las cosas son buenas en sí mismas porque tienen entidad. Es lo que en metafí-
sica se llama bien ontológico. Pero de ahí no se sigue que sea bueno para uno, porque
sólo es bueno para nosotros si es bueno para nuestra naturaleza que, por ser humana,
es diferente de la de otros seres, y tiene unos requerimientos muy propios. Por ejem-
plo, los mosquitos son un bien en sí mismos y lo son para los batracios que se ali-
mentan con ellos, pero no lo son para los niños, porque sus picaduras les causan gran
molestia o infecciones. También un insecticida es bueno en sí mismo, y puede ser
bueno para curar algunas plagas en las plantas, pero no lo es para el ser humano, ya
que si lo ingiere, puede intoxicarse y hasta costarle la vida.
81
Es necesario hacer examen, de lo contrario la veleidad le pone a la voluntad en
situación de frustración, es decir, la hace salir de sí misma en busca de su objeto,
pero como éste no está bien calibrado al no ser alcanzable, o no conveniente, frustra
a la voluntad. Es como si una persona intentara saciar su hambre con el viento, por
más bocanadas de aire que intente obtener, al final se queda con hambre, no se llena,
y viene la frustración. Por tanto, es importante cuidar de las facultades para no estro-
pearlas; una voluntad veleidosa se debilita intrínsecamente, porque se la obliga a
frustrarse, ya que se le pone delante objetos no alcanzables o no convenientes.
Con lo que precede también se ponen las bases para la consecución de otra vir-
tud muy importante en la vida práctica, que es la justicia. ¿Por qué un bien es bien
sólo si es mío o para mí? El bien tiene un estatuto independiente del sujeto. Si sólo es
bueno lo que es para mí, y es malo lo que es de otro, entonces uno no puede vivir la
virtud de la justicia que comporta radicalmente la alteridad (alter significa otro), ya
que lleva a dar al otro lo que le corresponde, aquello a lo que tiene derecho. Pero si
sólo es bueno lo que se refiere a mí, y lo de otro es malo por ser ajeno, entonces no
es posible ser justo, y se da lugar a muchos atropellos.
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Es conveniente aprender a reconocer el bien ya sea que lo tenga uno o lo tenga
otro, de lo contrario se le priva a la voluntad del bien al cual tiende por su propia
naturaleza. Es de gran importancia reconocer, aceptar, la verdad y el bien vengan de
donde vinieren, los tengan quienes lo tengan, aunque lo hagan otros y uno no. Esto
ha llevado a distinguir entre un buen sinvergüenza y un mal sinvergüenza. El primero
es el que reconoce el bien, aunque él no lo tenga, aunque ni siquiera esté dispuesto a
hacer anda por alcanzarlo. En cambio, el mal sinvergüenza es aquel que intenta alte-
rar el bien negando que lo sea, o diciendo que es una tontería. Por ejemplo, hay quie-
nes reconocen que algunas personas obran bien, que lo que hacen es bueno, que están
en la verdad, aunque se sepan sin fuerzas para hacer las cosas que los otros hacen.
Sin embargo, reconocen el bien. Otras, en su afán de justificarse tratan de alterar ese
bien, y dicen que en realidad no lo es, que quienes obran así son unos raros, o unos
tontos. Los primeros están en mejores condiciones de rectificar, porque han dejado el
bien intacto, los otros no.
83
No todos los bienes son iguales. Esto es importante tenerlo en cuenta, porque a
menudo no tendremos que elegir entre lo malo y lo bueno, sino entre bienes simple-
mente y bienes mejores. Por otra parte, la jerarquía ayuda a ser justos, no todos los
bienes son iguales, hay unos que son mejores que otros, y no puedo elegir uno infe-
rior, porque puedo estar comprometiendo un bien superior.
La deliberación, sin embargo, puede frustrarse, porque puede ocurrir que zan-
jemos la deliberación antes de tiempo, es decir, que la cortemos debido al influjo de
las pasiones o que la demoremos innecesariamente, por excesivo afán de seguridad.
La deliberación se frustra muchas veces debido al influjo de las pasiones incontrola-
das, ya sean las del apetito concupiscible o las el apetito irascible. El primero se re-
fiere a la influencia decisiva del gusto o placer sensible respecto a un objeto, y el
segundo en cuanto al temor, aversión, etc. que despierta. La precipitación, la inme-
diatez, la impulsividad, así como la indecisión, impiden que el siguiente acto, el de la
decisión se ejerza acertadamente.
Por esto es necesario mantener controladas las pasiones a través de los hábitos
respectivos, la templanza y la fortaleza, para que no impidan pensar, ya que sin deli-
beración no es posible acertar. Aristóteles decía que en la vida práctica hay muchas
maneras de equivocarse y sólo una de acertar. Las situaciones prácticas son muy
concretas y a menudo impredecibles, por eso, la prudencia une los principios, crite-
rios generales de actuación, con las situaciones particulares y concretas. Sin embar-
go, para que logre su cometido se precisa de tener la sensibilidad bajo control.
8) Elección: Es el acto por el que se escoge uno de los medios con exclusión
de todos los demás. Este es un acto muy importante, ya que la voluntad, el sujeto, no
sólo decide cosas, sino que de alguna manera se decide él mismo, se autodetermina;
se reconoce en su decisión, la cual está constituida por el sujeto. Por esta razón la
intención y la decisión son tan relevantes, porque configuran decisivamente a la vo-
luntad. Es un ejercicio de la libertad, si el sujeto no acompaña su decisión, entonces
no se autodetermina, no hay fuerza humana en el mundo capaz de hacerle querer lo
que él no quiera.
84
10) El uso activo de la voluntad, es el nombre que daban los clásicos al movi-
miento de la voluntad que incide en las facultades que deben operar para llevar a
cabo la orden dada anteriormente. La voluntad mueve a las facultades que estén in-
volucradas en la acción correspondiente, las mueve a su actividad; así puede mover a
la imaginación, a la memoria, a la inteligencia, etc.
12) Gozo: Si todo ha ido bien, entonces se produce el gozo ante la obtención
del fin o bien querido. Si uno ha conseguido el fin se ratifica en su acción, pero tam-
bién es posible la rectificación, para cambiar la decisión y cambiar la acción o para
hacerlas mejor todavía.
1) Teoría sensualista
Por lo demás, es patente que hay casos en que se decide contra el deseo más
vivo, sin ningún entusiasmo, fríamente, por ejemplo, cuando uno tiene que hacerse
una operación quirúrgica, es probable que uno no la desee, y sin embargo, hasta paga
para que se la realicen.
2) Teoría intelectualista
Por otra parte, hay casos en que, aunque un sujeto sepa cómo tiene que hacer
las cosas, aún así no las hace. En la teoría intelectualista que sostiene que basta con
conocer el bien para realizarlo, pero esto no siempre sucede, porque está de por me-
dio la libertad del sujeto. Puede suceder que un individuo dado se deje llevar por sus
pasiones.
85
3) Teoría clásica
Se necesita, por tanto, de la luz de la razón para buscar el bien verdadero y pa-
ra buscar los bienes mediales dirigidos a alcanzar aquello que es capaz de aquietar
las más profundas exigencias de su ser. Es el plano de la voluntas ut ratio, y de la
determinación libre de la voluntad, donde radica propiamente su acción humana
práctica, pero a ésta hay que ordenarla de tal manera que no impida la consecución
de la felicidad, que en último término se encuentra en el Bien Absoluto que es Dios.
También se entiende por qué la voluntad es una facultad espiritual, ya que si-
gue a la inteligencia y, por tanto, es tan espiritual como ésta. Si se admite que es una
tendencia racional, se entiende que sea espiritual, ya que el objeto hacia el que se
dirige es espiritual y, por tanto, la facultad que lo ejerce lo es igualmente.
Las pasiones son actos del apetito sensible. En el ser humano la voluntad,
acompañada de la razón, ejerce un dominio político sobre las pasiones, e impera so-
bre su actuar mismo y la ejecución a la que impulsan.
En cuanto a la ejecución:
86
En individuos normales, ninguna pasión lleva a ejecutar nada sin el concurso
de la fuerza voluntaria. La voluntad siempre apoya o contrarresta a la pasión. En el
hombre el circuito estímulo-respuesta es libre. Accidentalmente una pasión puede
imponer insoslayablemente un acto, fruto de la intensidad de la pasión que puede
bloquear al intelecto y a la voluntad, de modo que se trata de un acto del hombre no
imputable moralmente.
87
De modo general, en lo que respecta al saber sobre la templanza, éste se en-
cuentra en la studiositas, y en lo que se refiere a la propia estima, se encuentra en la
humildad que protege al ser humano contra el instinto de dominio, y contra el afán de
imponer la propia valoración.
Otro ámbito del pudor es el lenguaje, por el cual las cosas íntimas no se cuen-
tan a cualquiera y en cualquier lugar o modo, sino que se ejerce la racionalidad y el
carácter personal de cada uno. No se puede poner la propia intimidad en manos de
cualquiera, porque puede ser un desaprensivo que puede no recibirla bien, ni del mo-
do adecuado.
El término fortaleza viene del latín ‘fortitudo’, que significa fuerza, energía. A
su vez la palabra griega ‘andreia’, que significa fuerza o fortaleza viene de ‘andros’,
que significa virilidad, hombría. Sin embargo, la fortaleza no sólo se refiere a los
hombres, sino a todo el género humano, ya que el dolor, el sufrimiento y el mal está
presente en la vida de todo ser humano, pues es algo connatural a él, y para hacerle
frente se precisa de esa energía interior, esa dosis de agresividad interna, conducida,
88
controlada y gobernada por la inteligencia y la voluntad, lo cual da como resultado la
virtud de la fortaleza.
89
miedo a sufrir, y entonces se hacen indiferentes, pasan de todos los problemas, o se
llenan de miedo, lo cual les inmoviliza para acometer una tarea ardua.
Es necesario controlar las tendencias sensibles y sus actos que son las pasiones
o sentimientos, debido a varias razones. En primer lugar, y tal como ya señalamos
anteriormente, este control hace posible la supervivencia humana, y en segundo lu-
gar, porque este control es condición para ejercer actos superiores que van perfeccio-
nando a la naturaleza humana y la disponen a vivir auténticamente como personas
humanas.
Sobre la fortaleza y sus virtudes derivadas podemos abundar un poco más. Son
hábitos operativos muy necesarios para que un ser humano sepa dirigir su agresivi-
dad adecuadamente, y de esta manera se pueda enfrentar con el mal. ¿Cómo se con-
trola el irascible? Para empezar, teniendo una actitud acertada frente al mal y a las
dificultades. El dolor sensible, y en general cualquier dolor, es la experiencia del mal,
y presentado en sí mismo es algo absurdo, pues no estamos hechos para el mal; la
naturaleza humana lo detecta enseguida. Así por ejemplo, el dolor físico es una sen-
sación que le da un dato informativo al sujeto, le dice que algo está dañando su natu-
raleza, que amenaza su vida.
En segundo lugar, hay que considerar cuáles son los verdaderos males, para lo
cual hay que tener en cuenta que el mal es siempre carencia del bien debido, ausencia
de algo que debiera estar presente para contribuir al desarrollo del sujeto. Si no te-
nemos en cuenta este principio, podemos considerar que cualquier carencia es un mal
humano. Así, por ejemplo, un muchacho puede considerar que es un mal para él no
tener un carro último modelo y, en consecuencia, entristecerse por ello. Tendría en-
tonces que pensar hasta qué punto la tenencia de ese bien es indispensable para su
desarrollo personal.
90
De manera que puede darse una apreciación equivocada o acertada del mal y,
en consecuencia, puede haber dolores falsos y dolores verdaderos, tristezas falsas y
tristezas auténticas. ¿Cuáles son los verdaderos males? La respuesta se obtiene de la
consideración de cuáles son los bienes verdaderos. Esto hay que saberlo porque, de
lo contrario, se puede sufrir gratuitamente como en el caso anterior. Alguna vez los
padres o también los maestros han ayudado a este esclarecimiento fundamental, im-
portantísimo en la educación de la afectividad, ya que responde a las preguntas: ¿Por
qué cosas hay que llorar o sufrir y por cuáles no hay que hacerlo?, lo cual lleva a la
pregunta fundamental: ¿Cuáles son los bienes más importantes cuya pérdida es un
verdadero mal y me tiene que causar dolor?
Tal como señalamos antes, las pasiones y los sentimientos se controlan racio-
nalizando la tendencia en función de sus objetos, porque de esa relación van a des-
prender los diversos sentimientos. Una persona controla sus afectos cuando va a su
tendencia dirigida a tal o cual objeto y ejerce ahí un juicioso discernimiento que le
lleva a reconducir su tendencia hacia otros objetos diferentes, dándole razones, mo-
viendo a la voluntad para que haga una revaloración, rápida o no, de aquello que ha
capturado a su tendencia.
Así se puede decir, por ejemplo: vamos a ver, eso que sientes, ¿por qué lo sien-
tes?, ¿a qué objeto estás considerando como bueno o como malo?, ¿vale la pena?, es
decir: ¿es un verdadero bien o un verdadero mal?, y entonces se puede re-encauzar la
tendencia hacia otros objetos o bienes. Este proceso no es tan simple, no es fácil, ni
tan rápido, pues las tendencias pueden presentar mayor o menor resistencia depen-
diendo de sus hábitos, de sus disposiciones, y racionalizar las tendencias puede cos-
tar una pelea interior muy intensa y, sin embargo, es la manera como se logra contro-
larlas, consiguiendo las virtudes respectivas.
91
nos debe extrañar constatar esas carencias, que a veces pueden provocar sentimientos
de misericordia, o a veces causen mucho dolor y sufrimiento.
4. La libertad esencial
Se dice que un ser humano tiene libertad de movimiento refiriéndose a una li-
bertad puramente exterior, como es la libertad de movimiento local. Según este tipo
de libertad un acto es libre cuando está exento de toda coacción exterior, cuando no
está determinado por una fuerza superior. En este sentido, para que una acción sea
libre basta que no esté obligada o violentada desde fuera. La libertad física consiste
en poder actuar sin ser detenido por una fuerza física, como las cadenas o los muros
de una prisión.
92
Consiste en la afirmación de la libertad que todos los seres humanos hacen en
todas las épocas. En efecto, como sostiene Tomás de Aquino, si el ser humano no
tuviese libertad de arbitrio serían vanos los consejos y exhortaciones, los preceptos y
prohibiciones, las recompensas y los castigos. De igual modo serían imposibles las
promesas y todas las formas de compromiso, ya que prometer es adelantarse, me-
diante la propia decisión, al futuro. Sólo puede disponer del futuro quien es libre.
3. Prueba psicológica
4. Prueba metafísica
93
y dejar de hacer otra o elegir un modo de hacerlo en lugar de otro. Dentro de este
ámbito es posible hacer algunas distinciones:
1. La libertad de indiferencia
Sin embargo, aunque haya una cierta indiferencia de la voluntad libre, no pue-
de definirse la libertad por la indiferencia, ya que la libertad supone un cierto cono-
cimiento. Además la libertad completamente desvinculada es imposible, ya que la
voluntad siempre se adhiere a algo, aunque sean sus propios deseos independentistas.
2. La libertad de espontaneidad
La propuso Leibniz, quien sostuvo que no hay acto voluntario sin motivo, ya
que si fuésemos absolutamente indiferentes, no elegiríamos, por lo cual el sujeto eli-
ge el motivo más fuerte que es siempre contingente (no necesario), espontáneo (no
obligado desde fuera), y que esto basta para definir la libertad.
3. El libre arbitrio
1. El determinismo científico
94
Sin embargo, el determinismo no es un hecho, no ha sido comprobado y preci-
samente cada vez más se comprueban «las relaciones de incertidumbre» en el univer-
so.
2. El determinismo físico
Sin embargo, este postulado no es un hecho, sino una teoría física que no de-
termina el actuar humano.
3. El determinismo fisiológico
Sostiene que nuestros actos están determinados por los estados de nuestro or-
ganismo, por la salud o la enfermedad, el temperamento, la herencia, el régimen ali-
menticio, el clima, etc.
4. El determinismo social
Algunos sociólogos han pretendido que la presión social determina todos los
actos de los individuos. Es cierto que las condiciones sociales influyen en los actos
humanos, la educación, las costumbres, las influencias del medio, de la familia, del
trabajo, las fuerzas económicas forman en gran parte al individuo.
Sin embargo, aunque faciliten algunos actos, no los determinan, ya que el suje-
to puede tomar una actitud interior frente a esas influencias y aceptarlas o rechazar-
las.
5. El determinismo psicológico
Sin embargo, al igual que hemos afirmado en las otras clases de determinismo,
todos esos factores, también los psicológicos, influyen, pero eso no quiere decir que
determinen los actos humanos, ya que el hombre puede ejercer un dominio racional
sobre sus tendencias, así como sobre sus experiencias pasadas.
6. El determinismo filosófico
95
El determinismo teológico, el cual sostiene que Dios conoce de antemano todo
lo que haremos, decidiremos.
Sin embargo, esto no afecta a la libertad humana ya que el hecho de que Dios
conozca nuestras decisiones y actos, no quiere decir que los realice en lugar de noso-
tros. Él puede conocerlos porque en Dios no hay tiempo, el pasado y el futuro están
delante él en un eterno presente, pero verlos no quiere decir hacerlos.
Sin embargo, ese concurso divino sobre las criaturas supone un respeto por la
libertad en el caso del hombre.
96
IV: LA PERSONA HUMANA
Sin embargo, esa posesión es extrínseca, por lo que el nivel de posesión corpó-
rea no es la más importante, ya que la adhesión a los bienes materiales no es tan in-
tensa precisamente porque es externa y, por tanto, se puede perder. Por ello no basta
con poseer en ese nivel; hace falta poseer en otros niveles que son subordinantes y
superiores respecto de aquel que es básico.
1
“El término naturaleza significa generalmente la esencia en cuanto principio de operaciones”. FORMENT, E., “Comentario a
De ente et essentia”, Eunsa, Pamplona, 2003, 71
2
ARISTÓTELES, Política, Libro I, capítulo 2.
3
Atendiendo a estos tres niveles de tenencias, se ha formulado la noción de pobreza como carencia no sólo de bienes mate-
riales, sino además de competencias intelectuales y especialmente de carencia de virtudes. De ahí que en el ámbito económico
97
Así, la virtud ética es el punto culminante de la antropología aristotélica y el
punto de engarce con la filosofía cristiana que recoge todas esas grandes averigua-
ciones acerca del ser humano y completa el tener con el dar, ya que la noción de per-
sona está en la línea de la donación.
En esta línea nos podemos preguntar: ¿qué añade la noción de persona humana
a las de naturaleza y esencia humana? La naturaleza humana es común a todos los
seres humanos. De acuerdo con la definición clásica, el hombre es un ser que posee
alma racional, la cual integra los niveles de vida vegetativa y sensitiva.
Así pues, la esencia humana es el resultado de lo que cada quien ha hecho con
su naturaleza, que si bien todos los humanos la reciben completa, sin faltarle ni una
potencia o facultad, sin embargo, cada quien la desarrolla de manera distinta. En el
fondo, engarzando esas operaciones naturales y esenciales, se encuentra un núcleo
personal, una intimidad, la de cada quien.
Esto lo saben bien las madres, las cuales distinguen y aman a sus hijos de ma-
nera personal. Por eso, no se puede sustituir a uno de sus hijos por otro. No se puede
intentar cambiarle a uno, que quizá sea poco dotado intelectual o físicamente, por
otro diferente. Para ella, cada hijo es una persona única.
se considera que si los miembros de una sociedad adquieren educación suficiente y evitan las prácticas corruptas, entonces está
preparada para crecer económicamente (primer nivel) con sostenibilidad.
98
respuesta basada en la naturaleza humana: un individuo poseedor de naturaleza ra-
cional, un animal racional, una unidad sustancial de cuerpo y alma racional.
Por ello hay que darle la importancia debida a los bienes corpóreos (dinero,
medios materiales etc.) y también hay que atender a la necesidades y a los bienes
espirituales, tanto los que se refieren a los del conocimiento como a las virtudes éti-
cas. Este último nivel es, en el plano natural, el más importante y el más propiamente
humano, ya que es lo que nos diferencia de los animales.
c) La dignidad humana
El humanismo que nació en Grecia, con los filósofos socráticos, entre los si-
glos V y IV a. C., puso de relieve la importancia del ser humano, en atención a su
dimensión espiritual. Sus averiguaciones sobre el ser humano, son muy importantes.
Con todo, se trataba de un humanismo pagano, ya que en esa época no habían recibi-
do todavía el mensaje cristiano.
Por eso aunque es necesario respetar esas dimensiones básicas que son la natu-
raleza y la esencia humanas, que sería como el primer grado de la dignidad humana,
eso no basta. Se requiere también tener en cuenta la dimensión central, la del ser per-
sonal, en la cual se da una dignidad todavía mayor. Esa dimensión personal se puso
de relieve de manera muy profunda en el planteamiento cristiano, que considera a la
persona humana como el término de una iniciativa divina: creada, redimida y soste-
nida de manera personal. Esta índole sacra de la persona humana es, en definitiva, el
fundamento de su dignidad.
99
Así, cada persona es un quien insustituible en razón del amor divino. Lo es
desde el inicio de su vida humana. Esta singularidad no radica solo en su código ge-
nético, sino en el mismo hecho de existir, ya que estadísticamente, la improbabilidad
de la existencia de cada persona es muy alta. Actualmente, desde el ámbito de la
ciencia, se han dado a conocer datos sorprendentes sobre el momento de la concep-
ción. Abreviando mucho se puede decir que para fecundar la célula materna acuden
miles de células paternas y sólo una logra fecundar el óvulo materno. Si hubiera lle-
gado otra célula paterna el concebido hubiera sido otro, su hermano, pero no él.
Se puede decir que, para que una persona sea concebida, se dejan 10ⁿ posibili-
dades de que otras nazcan. Estadísticamente las improbabilidades aumentan al consi-
derar qué hubiera pasado si sus padres no se hubieran conocido, si sus padres no hu-
bieran nacido, ni sus abuelos, etc. La existencia de cada ser humano es una gran no-
vedad. Cada quien es completamente original, y tiene tanta importancia que –por
decirlo de algún modo– su costo de oportunidad es muy alto. ¿Por qué existe él y no
cualquiera de esas 10ⁿ personas que pudieron ser?
No tenemos nuestro ser por nosotros mismos ni por nuestros padres, sino que
lo hemos recibido del Creador. Los padres ponen la dotación genética, lo corpóreo,
pero la persona no es el resultado de los genes, sino creada de manera personal.
4
Diligere es una palabra que está muy relacionada con la diligencia, la cual no quiere decir moverse continuamente en un
activismo, sino que consiste en amar.
100
El ser humano no puede pretender vivir sin vínculos, no puede evitar querer
algo como bien o fin, debido a que su voluntad está hecha para adherirse al bien.
Pero si no es capaz de tener una jerarquía de bienes o valores puede quedarse en bie-
nes de poca categoría, aunque su voluntad tienda al infinito, al Bien Absoluto. Por
eso suele suceder que cuando se niega todo vínculo con el Origen, la paternidad divi-
na se sustituya por esclavitudes que, en lugar de mejorar o enaltecer al hombre, lo
denigran.
101
ble esté integrado en lo espiritual. Inclusive a Dios vamos no sólo con nuestro espíri-
tu, sino con todo nuestro ser, y existe una riqueza de expresividad corporal que el
amor a Dios suscita.
e) La noción de persona
La naturaleza humana, aún perfeccionada por los hábitos, se queda corta res-
pecto de la dimensión personal. La definición de la naturaleza humana es bastante
acertada pero no suficiente, pues no basta para entender al ser humano en su radicali-
dad más profunda; porque seres humanos somos todos (todos tenemos cuerpo y al-
ma), de modo que en eso somos iguales, uno es tan ser humano como el que vive en
Asia, en Europa o en África. Pero, somos personas distintas, somos un quién perso-
nal.
En el planteamiento de Aristóteles, entre los niveles del tener está el nivel su-
perior que es el de las tenencias éticas e intelectuales, que son superiores al nivel
corpóreo y material. Este es el primer nivel, pero por encima de él están otros niveles
de posesión humana como son el cognoscitivo y el de los hábitos.
102
Entonces podríamos decir: ¿nos diferenciamos en cuanto a nuestra posesión
cognoscitiva? Desde luego que unos conocen más y mejor que otros; sin embargo, lo
propio de la persona humana no se reduce a ese nivel. Pasando al otro nivel, ¿podría
ser que nos diferenciáramos en cuanto a los hábitos que poseamos? Hay quienes son
ordenados y otros no lo son, unos son fuertes y otros pusilánimes, etc. La posesión o
no de virtudes nos hace diferentes, es más aquella es una diferencia importante. Sin
embargo, tampoco es la radical.
Sucede que tenemos algo que es más importante que ser físicamente de una
manera u otra, que poseamos más o menos bienes materiales y cognoscitivos, y que
tengamos más o menos perfeccionada la propia naturaleza. Podemos ir más allá del
nivel natural y esencial, y descubrir que la intimidad, el ser personal, es un acto por
el cual cada ser humano es constituido como un quién. Este acto es creado, no sólo
porque –según los argumentos clásicos– nadie puede darse a sí mismo el ser (ya que
ni él mismo es el ser ni lo tiene desde siempre), porque entonces desde siempre ha-
bría existido, sino porque las personas somos términos de un acto de amor personal
creador.
a) La coexistencia
103
¿Qué sería un conocer y un amar radicales, sino fueran libres? Por tanto la per-
sona es libertad trascendental. Esto que buscaban a tientas los modernos, y que mu-
chas veces se reducía a pura arbitrariedad, aquí queda elevada al carácter de persona
y, como tal, la libertad con quien primero se ejerce es respecto de Dios.
Podemos ver que nuestro ser se puede entender como intimidad, como perso-
na, como co-existencia, como conocer, como libertad y como amar radical. Cada uno
de nosotros es un quien, es una persona única, irrepetible e insustituible, en depen-
dencia con Aquel Ser Supremo que le ha dado el ser personalmente y se lo conserva.
d) El planteamiento creacionista
Por tanto, los seres humanos tenemos una categoría personal, somos un
«quién» que en toda la riqueza de su ser personal se abre a otro u otros «quienes». De
ahí que las personas no puedan ser intercambiables como las cosas, y su dignidad las
eleva por encima de la condición de mero objeto, precisamente por la radicalidad de
su ser personal.
Esta índole personal del ser humano es lo que hace obligado el respeto a la vi-
da humana desde el momento de la concepción. Desde ese instante somos el término
de un querer divino, somos un quién, personal, único, irrepetible e insustituible; no
somos un objeto o una cosa cualquiera que puede ser desechada al capricho de otro.
Por ello también el derecho de la vida humana es el más fundamental, porque sin él
no se puede tener ninguno de los demás, y se le niega la posibilidad de realizar una
misión y de remitir el propio ser personal a las demás personas.
También por esto el ámbito familiar y laboral tienen que tener las condiciones
que le permitan al ser humano perfeccionarse, y perfeccionar al mundo y a los de-
más. Cuando no se tienen en cuenta ni a la persona ni a los fines del trabajo, cuando
se esclaviza a las personas, cuando se sofoca sus capacidades o se impide su desarro-
llo, se está atentando contra su dignidad personal. La persona humana no es una cosa
u objeto cualquiera que se ponga para el uso o los intereses egoístas de otro u otros;
usarla es inmoral.
104
Hoy cabe el peligro de la esclavitud universal, el sometimiento de algunas per-
sonas a la condición de simples medios, sacrificados en aras del poder económico,
político, etc. Inclusive la técnica que es producto del hombre pareciera que se nos va
de las manos y que podría dar lugar a que el hombre se vea sometido por sus propios
artefactos, en lugar de ponerlos al servicio del despliegue de su ser personal, usándo-
los como medios que contribuyan al perfeccionamiento del hombre.
e) El destino humano
La vida sigue su curso y en ella podemos crecer o no, pero si no crecemos nos
estamos cerrando todas las posibilidades, ya que cuando se ejercita una virtud, ese
acto ha dejado «mejorado» y mejor dispuesta a la facultad para realizar el siguiente,
y si allí se prosigue, queda abierto el camino para el siguiente que será mejor que el
anterior. En definitiva, el crecimiento propiamente humano es irrestricto.
105
Sin embargo, si se es consecuente con la prevalencia que se otorga al sujeto
humano, se podría descubrir en la noción de sujeto la de persona humana como suje-
to donante o aportante, lo que llevaría a emplear la libertad personal enteramente, ya
que se destinaría a las personas divinas, y por ellas y con ellas, a las humanas, es
decir que redescubriría el sentido y la misión de su ser personal.
Se añade este epígrafe para ayudar a esclarecer el amor humano. Como ac-
tualmente estamos a vueltas de muchas palabras, es conocida la degradación que ha
sufrido la palabra amor, de manera que se llegan a denominar así incluso formas abe-
rrantes o contrarias al amor verdadero. Es necesario aclararse y, para ello, vamos a
distinguir entre amor de persona y el amor de cosa que es el que sólo tiende a usar
egoístamente de la otra persona como objeto de placer.
106
da; de manera que ahí los celos no surgen ante un temor por la pérdida de aquel bien
para el propio sujeto, sino lo que se cuida es que no se le acerque nada que pueda
dañarlo, pero por el bien de la persona amada. En este plano, la tristeza surge por la
pérdida de bondad en el otro o en la mutilación de su integridad; al dañarse el otro,
queda uno también dañado, pero los celos no son por la pérdida, ya que no se quiere
al amigo porque le satisfaga nada, sino que son por su bien, por él mismo.
Por lo demás, el sujeto que en vez de dirigir o dominar su impulso, se deja lle-
var por él, centra la acción en sí mismo y se hace un centro necesitante que requiere
del otro, simplemente como un remedio a su necesidad afectiva, y si es un centro
insaciable, nunca considerará lo recibido como suficiente.
107
2) Conlleva una donación personal. La persona propiamente no es un ser ne-
cesitante; es un sujeto donante, que se entrega, y no un centro que exija ser satisfecho
por la otra persona. Es posible que el amor humano tenga un aspecto necesitante,
pero no en el sentido de llenar un vacío, porque la persona supone plenitud, y lo más
alto en ella es aceptar, y en consecuencia, dar, en el sentido de darse; por eso tiene
que estar dispuesta a seguir dando, aunque no reciba, siempre y cuando sea lo mejor
para el otro.
El amor humano no sólo se refiere a los amigos, sino que tiene diferentes mo-
dalidades, amor filial, maternal, fraterno, conyugal, etc.; y, sin embargo, en todos
deben manifestarse las características del amor personal: lúcido y donante, lo cual
supone generosidad, desinterés y unos hábitos operativos buenos que sostengan el
amor, que son unos bienes que constituyen una garantía, un soporte de su permanen-
cia.
El amor de amistad precisa del ejercicio de las virtudes, las cuales no se im-
provisan, sino que conllevan esfuerzo, porque el amor verdadero es algo arduo, no
fácil, exigente. Sólo es verdadero amor aquel que lleva a mejorarse mutuamente, si
esto no sucede es un espejismo, un amor de cosa o concupiscible, un simple amorío.
El amor de persona es difícil de realizar, por lo cual tienen que tener hábitos operati-
vos buenos para poder ejercitarse en el bien, y así poder amar con la nobleza, la ente-
reza y la generosidad que exige todo amor humano auténtico.
En el nivel del amor personal radica el tema de la felicidad humana, por lo que
importa mucho entenderlo bien y esforzarse por hacerlo realidad en la propia vida. El
mayor fracaso de un ser humano es el de no alcanzarlo, porque el mayor problema
que tiene un ser humano es el de cómo ser feliz. En definitiva, toda persona humana
se explica por amor y al amor se ordena, y para que sea feliz, debe tratar de alcanzar-
lo. Ya desde los inicios, un ser humano tiene dificultades en su desarrollo si no es
acogido y querido como persona por el amor de sus padres.
Josef Pieper ha señalado que la expresión propia del amor es: «¡qué bueno que
tú existas!». El amor supone la aceptación, ya que confirma en el ser a todo ser hu-
mano, el cual precisa de que su existencia no sea indiferente para nadie, sino que
signifique algo para alguien. Un ser humano sin amor no se entiende, lo requiere
desde el nacimiento hasta el mismo momento de la muerte.
108
Al ser humano le es revelado su ser a través del amor, por ello somos personas,
un quién, único, insustituible. Si no fuéramos nadie, si fuéramos ninguno para el res-
to de los seres humanos, nuestro ser se vería negado radicalmente. En último tér-
mino, nuestro ser es confirmado por Dios. Si somos alguien para Dios, si El nos ha
amado primero, si El «ha muerto por mí», ese “mí” está ratificado de modo radical.
109
LECTURA COMPLEMENTARIA
Planteamiento
5
Cfr. SAN JUAN DAMASCENO, De fide ortodoxa, III (PG MG, 44, 985-988).
6
“Persona significat id quod est perfectissimum in tota natura”, St. TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q. 29, a. 3 co.
“Hoc autem nomen persona non est impositum ad significandum individuum ex parte naturae, sed ad significandum rem subsis-
tentem in tali natura”, Ibid., I, q. 30, a. 4 co.
7
Estos temas fueron definidos reiteradamente desde el. s. I al s. XIV. Cfr. DENZINGER, H., - HÜNNERMANN, P., El Magiste-
rio de la Iglesia. Encriridion Symbolorum, Barcelona, Herder, 2006, nn.: 73, 75, 251b, 298, 301-2, 359, 367, 415, 417, 421,
424-6, 429, 485, 488, 491, 528, 532, 534, 536, 544, 556-6, 564, 613, 804, 852, 900, 974.
8
Cfr. POLO, L., Antropología trascendental, I. La persona humana, Pamplona, Eunsa, 2000.
9
Cfr. POLO, L., Antropología trascendental, II. La esencia de la persona humana, Pamplona, Eunsa, 2003.
110
zamos en parte; sentido que nos será manifestado enteramente post mortem10, si du-
rante la presente situación lo hemos buscado y aceptado progresivamente hasta el
final; sentido que cristianamente se denomina vocación. Pues bien, al incremento con
el que cada persona humana dota a su esencia humana se le puede llamar ‘vida aña-
dida’, porque es el añadido que el ‘ser’ otorga a lo superior de su ‘tener’ o ‘dispo-
ner’11.
111
mos activar las potencias superiores, activación que las rinde progresivamente li-
bres20. La segunda, la libertad manifestativa, en cambio, irrumpe primero en la inteli-
gencia y en la voluntad humana, ejerciendo actos (operaciones inmanentes) en estas
potencias, y sobre todo, desarrollando en ellas hábitos racionales adquiridos y virtu-
des, respectivamente; en segundo lugar, esta libertad se manifiesta en las acciones
humanas transitivas, que van desde el lenguaje –primera praxis transitiva– hasta las
demás actividades laborales, lúdicas21...
Por otra parte, conviene notar la distinción real entre el amor personal y el que-
rer de la voluntad. La voluntad es una potencia pasiva que nativamente guarda una
20
Cfr. SELLÉS, J. F., Antropología para inconformes, Madrid, Rialp, 3ªed., 2012, Tema 14: ‘La libertad personal’.
21
Cfr. POLO, L., Persona y libertad, ed. cit., 73-132.
22
Cfr. SELLÉS, J. F., El intelecto agente y los filósofos, I. Siglos IV a. C. – XV, Pamplona, Eunsa, 2012.
23
Cfr. SELLÉS, J. F., “El intelecto agente como acto de ser personal”, Logos, 45 (2102) 35-63.
24
Cfr. SELLÉS, J. F., Los hábitos intelectuales según Tomás de Aquino, Pamplona, Eunsa, 2008.
25
Cfr. POLO, L., Antropología trascendental, I, ed. cit., 212-216.
26
Cfr. POLO, L., “El descubrimiento de Dios desde el hombre”, Studia Poliana, 1 (1999) 11-24.
27
Cfr. SELLÉS, J. F., “El acceso a Dios del conocer personal humano”, Studia Poliana, 14 (2012) 83-117.
112
relación trascendental con el bien28, y que requiere ser activada por un acto-hábito
superior e innato –la sindéresis–. Cuando la voluntad es activada ejerce actos y ad-
quiere virtudes29. No obstante, con todos sus actos y virtudes lo que la voluntad ejer-
ce siempre es ‘querer’ aquello de lo que carece, puesto que ella es potencia y, por
tanto, requiere adherirse a bienes cada vez más altos para crecer. En cambio, el amor
personal no quiere, sino que se ‘da’; no es carente, sino efusivo o desbordante. En
efecto, no se ama porque nos falte algo, sino porque aceptamos libremente a otra per-
sona y nos damos a ella. ‘Aceptar’ no es recibir; recibir es pasivo y se reciben cosas;
aceptar, en cambio, es sumamente activo, y se aceptan personas. Pues bien, el amar
personal es propio del acto de ser personal humano –lo más elevado en él–, mientras
que la voluntad es una potencia de la esencia humana.
Persona significa apertura personal, pues “la soledad frustra la misma noción de
persona”31. Esto indica que es absolutamente imposible que exista una única persona
y ello no sólo en el hombre, sino también en Dios (y entre otras personas creadas).
Por esto, es conveniente que las religiones monoteístas indaguen más atentamente en
las tesis centrales de su credo, a saber, notando que si el Dios en el que creen es ‘per-
sonal’, es absolutamente imposible que sea una única persona, porque tal divinidad
28
Cfr. SELLÉS, J. F., Tomás de Aquino, De Veritate, q. 22, El apetito del bien y la voluntad, Introducción traducción y notas,
Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria, nº 131, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Nava-
rra, 2001.
29
Cfr. SELLÉS, J. F., Conocer y amar. Estudio de los objetos y operaciones del entendimiento y de la voluntad según Tomás
de Aquino, 2ª ed., Pamplona, Eunsa, 2000.
30
Cfr. respecto del amar personal: POLO, L., Antropología trascendental, I, ed. cit., 217-228. Cfr. respecto de la amistad:
POLO, L., Antropología trascendental, II, ed. cit., 186-192.
31
POLO, L., Introducción a la filosofía, Madrid, Rialp, 1995, 228.
113
sería la tragedia pura32. En efecto, si una persona pudiese existir en solitario, carece-
ría de réplica personal y únicamente se podría abrir a lo inferior, a lo menos digno
que ella. Tampoco podría crear personas, porque crearlas puede conllevar elevarlas,
es decir, hacerlas partícipes de su vida íntima. De modo que tendríamos una teología
natural aporética y una creación de personas truncadas, es decir, sin posibilidad de
crecimiento y elevación, o sea, sin posibilidad de corresponderse personalmente con
la intimidad divina33. En suma, si Dios es personal, es pluripersonal. La coexistencia
humana nos indica que en Dios deben existir, al menos dos personas, no inferior una
a otra.
114
ser excluida en todo nivel noético, ya que es, en todos los casos, aporética35. La teo-
logía cristiana añade a lo que precede que una de las personas divinas –el Padre– es
cognoscente respecto de otra persona divina –el Hijo–, al que por ello llama Logos,
Palabra o Verbo, y que éste es, a su vez, el perfecto conocimiento o imagen de Dios
Padre36. Como se puede advertir, la teología de la fe es compatible con lo que descu-
bre la antropología de la intimidad, pero supone un añadido respecto de ésta.
Se ha indicado que dos de las dimensiones del amar personal humano, del amar
a nivel de acto de ser, son aceptar y dar. Ahora bien, el aceptar y el dar requieren un
don. En el hombre el don se realiza a través de las obras humanas que manifestamos
mediante en obras (‘obras son amores y no buenas razones’), pues es claro que no
podemos dar origen en nuestra intimidad a un don que sea una nueva persona. Como
se ve, en el hombre las diversas dimensiones del amor son distintas según jerarquía,
siendo superior el aceptar, seguida del dar, y en tercer lugar y de otro plano el don.
En Dios debe existir una correspondencia personal de estas dimensiones del amor
personal humano. Más aún, en él tales dimensiones deben ser personas divinas distin-
tas que no pueden ser de distinto nivel (‘nihil prius aut posterius, nihil maius aut mi-
nus’, dice el Símbolo Quicumque). En Dios el dar se asimila al Padre (‘fons et origo
totius divinitatis’, según la descripción acuñada por la Patrística), el aceptar se aseme-
ja al Hijo (perfecta aceptación de Dios Padre), y el don al Espíritu Santo (‘altissimum
donum Dei’ se lee en la liturgia de la Iglesia).
115
porque también se declara de nosotros que podemos llegar a ser “hijos de Dios”38.
Nótese que el hombre no es hijo de Dios ‘a nativitate’, sino que lo puede ‘llegar a
ser’ si acepta la filiación divina que Dios le ofrece.
Por su parte, en la Sagrada Escritura se lee que Cristo es hijo de María según la
carne39, es decir, que tiene una filiación ‘natural’ en parte –sólo por razón de madre–
similar a los hombres. Por otro lado, es asimismo manifiesto en libros sagrados que
Cristo aprendió muchas cosas en su ‘esencia’ humana de su la Virgen y de San Jo-
sé40, así como de las personas que le rodearon (acento lingüístico, modos de decir y
trabajar, etc.) hasta el punto que se le describía por su pertenencia a un pueblo y re-
gión concreta41. Pero la clave ‘personal’ de Cristo, como segunda persona de la Tri-
nidad, es la filiación personal divina. Él es el Hijo unigénito de Dios Padre42. Su per-
sona es enteramente filial; es la filiación divina, pues no existe en él nada que no sea
entera referencia filial al Padre. Como Cristo es la ‘perfecta imagen’ del Padre, en
Dios sólo cabe un Hijo perfecto: Cristo. En cambio, como ninguna de las personas
creadas (humanas y angélicas) llega a ser ‘perfecto hijo’ de Dios Padre, caben irres-
trictas.
116
La clave de la elevación sobrenatural de la ‘persona’ humana es –como se ha
adelantado– la filiación divina. Si bien en ella nos asimilamos progresivamente al
Hijo46, en dicha labor colaboran el Padre y el Espíritu Santo. El primero atrayéndonos
hacia su intimidad en el Hijo, pues en la medida en que lo hace se emplea respecto de
nosotros como Padre y favorece que seamos mejores hijos. El segundo, tratando que
la persona humana que cada uno somos se asemeje cada vez más al Hijo. Es sabido
por la fe cristiana que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, de los dos, y
que, a la vez, los une. Por eso no es un ‘segundo Hijo’. Por esto se le suele atribuir
nuestra progresiva unión a Dios Padre en el Hijo. Difícilmente podría realizar tal la-
bor si el Espíritu Santo no fuese íntimo a la persona humana. Y porque evita de raíz
la soledad personal es por lo que se le suele denominar Consolador. Por eso decía
Cristo: “conviene que Yo me vaya, para que os envíe al Espíritu Santo. La Iglesia es
Santa porque su vida está animada por el Espíritu”47. En suma, la elevación filial de
orden sobrenatural propia de la persona humana no se realiza sin la acción del Espíri-
tu Santo, por lo cual se puede entender que la Iglesia lo llame desde el inicio ‘Señor y
dador de vida’.
Se ha indicado que el acto de ser personal está conformado por diversas dimen-
siones: la coexistencia libre, el conocer y el amar personales. Se ha aludido asimismo
a la filiación divina, la cual constituye la elevación de la intimidad personal humana.
Ahora conviene indicar que tal elevación no se realiza, por así decir, en bloque, sino
respetando el modo de ser de cada uno de los radicales del acto de ser personal hu-
mano. Se propone que tal elevación se realiza del siguiente modo: la libertad personal
es elevada por la virtud sobrenatural de la esperanza; el conocer personal por medio
de la fe sobrenatural, y el amor personal por medio de la caridad.
Como también es sabido a las tres virtudes mencionadas se las denomina ‘teo-
logales’ porque tienen a Dios como tema. De manera que carece de sentido decir que
tales virtudes se refieren a asuntos inferiores al ser divino. Ahora bien, es claro que la
inteligencia y la voluntad son facultades que están referidas a verdades y bienes infe-
riores al ser divino. De modo que las virtudes teologales no pueden inherir directa-
mente en tales potencias al menos por su ‘objeto’ o tema. A la par, la doctrina de la
Iglesia católica afirma que con el bautismo de los niños que carecen de uso de razón
y de respuesta voluntaria, éstos están investidos por las virtudes teologales, las cuales
indudablemente son activas. Por tanto, también por su ‘sujeto’ tales virtudes no pue-
den inherir en las potencias inmateriales en estado nativo, puesto que son potencias
enteramente ‘pasivas’, es decir, ‘tabula rasa’ una y pura capacidad de querer otra.
Si se acepta que las virtudes teologales son la elevación divina de cada uno de
los trascendentales personales o perfecciones puras de que está conformado el acto de
ser personal humano, cabe poner en relación cada una de ellas con Cristo, puesto que,
como se ha dicho, éste, por Hijo, es nuestro modelo como hijos, filiación sobrenatural
46
Cfr. OCARIZ, F., Hijos de Dios en Cristo: introducción a una teología de la participación sobrenatural, Pamplona, Eunsa,
1972; SOMME, L. T., Fils adoptifs de Dieu par Jésus Christ. La filiation divine par adoption dans la Théologie de saint Thomas
d'Aquin, Bibliothèque Thomiste, 49, Paris, J. Vrin, 1997.
47
POLO, L., Epistemología, creación y elevación, Pamplona, Eunsa, 2014, 230.
117
que eleva –como también se ha indicado– al acto de ser personal humano, no a algo
inferior del hombre. Tal vez a ello responda el que Cristo diga de sí mismo que es el
Camino, la Verdad y la Vida.
En efecto, el ‘camino’ no sólo designa dirección hacia una meta, sino el lugar
en el que se está. En consecuencia, se puede decir que somos hijos ‘en’ el Hijo, o sea,
que estamos en el Camino, y que tal Camino, por personal, rinde esperanzada la li-
bertad personal humana para que ésta alcance su meta definitiva. Por su parte, la fe
sobrenatural es, ante todo, un nuevo modo de conocer (como advirtieron los grandes
teólogos medievales: San Alberto Magno, Sto. Tomás de Aquino, etc.), no un ‘credo
quia absurdum’ (como postularon otros autores a lo largo de los tiempos (Tertuliano,
Lutero, Kant, Kierkegaard, Barth, etc.). Ahora bien, es claro que el ‘objeto’ propio
del conocer es la verdad, y que un conocer personal como es la fe tiene que corres-
ponderse con una verdad que sea personal. Si se acepta que Cristo es tal Verdad, la fe
es, ante todo, un conocer que busca ahondar cada vez más en la Verdad que es Cristo,
la cual remite intrínsecamente –como se ha dicho– al Padre por medio del Espíritu
Santo. Por otro lado, la caridad sobrenatural que eleva al amar personal humano en
orden a aceptar y darse personalmente a Dios se puede entender, ante todo, como la
vida personal superior, porque el amor es lo más alto del acto de ser humano. Por ello
se puede decir, que si la caridad se refiere a Dios a través de Cristo, tiene a éste como
la Vida.
Hasta aquí se han explicado las claves nucleares de la persona humana de tal
manera que se ven abiertas al Dios personal. En efecto, por una parte, esto hace pen-
sar a quienes se consideran agnósticos, indiferentes o ateos, porque no se les habla
directamente de Dios, sino que se les pregunta sencillamente quiénes ‘son’, no qué
‘tienen’ o que ‘hacen’, es decir, cuál es su ‘sentido personal’. La respuesta a esa pre-
gunta abre la puerta al Dios personal, porque nadie tiene la respuesta a esa cuestión
en su mano, todo el mundo la busca, y es obvio que no la puede alcanzar en solitario
ni con la ayuda de las demás personas humanas, puesto que a todas les sucede lo
mismo: son buscadoras de su sentido. Por otra parte, lo expuesto indica que la solu-
ción a esa pregunta sólo está en Dios, de modo que las religiones no monoteístas ado-
lecen de suficiente justificación antropológica. Asimismo, se ha advertido que si Dios
es personal, por fuerza debe ser pluripersonal, lo cual es un acicate para que las gran-
des religiones monoteístas (judía y musulmana), que admiten que Dios es persona,
pero no advierten en él pluralidad de personas, ahonden en sus planteamientos. Por lo
demás, se ha añadido que, para quienes acepten la revelación cristiana, existe una
correspondencia entre las tres personas divinas que el cristianismo profesa con las
dimensiones del amar personal humano: dar, aceptar y don. Ahora bien, no todos los
que profesan esta religión aceptan la mediación de María como Madre de Cristo (pro-
testantes, anglicanos…). Por tanto, hay que atender, por último, a este punto, para
ayudar a que éstos ahonden en su fe sobrenatural.
Es claro que todos los cristianos admiten que sólo Cristo es ‘perfecto’ hombre,
porque los demás no lo son según la naturaleza humana debido al pecado original.
Pero a esto hay que añadir que, si el perfecto hombre y perfecto Dios, que es Cristo,
llama ‘mujer’ a la Virgen48, es porque sólo ella cumple acabadamente la naturaleza
humana de mujer. Las demás no, debido asimismo al pecado de origen. De modo que
la antropología que describe al ser humano sólo en su naturaleza corpórea humana,
es una antropología imperfecta. Si además de esto, tal antropología describe las im-
perfecciones que cada persona ha adquirido en su intimidad personal o acto de ser y
aquellas otras que ha añadido a su esencia y a su naturaleza humana, tal antropología
es todavía más imperfecta. Pero de todas estas imperfecciones están libres tanto Cris-
48
Cfr. Jn., II, 4; Ibid., XIX, 26.
118
to como María. Con esto se da cuenta de que, al menos, una persona humana carezca
en todos sus niveles de imperfección: la Virgen, a la par que se afirma que es ella la
que mejor cumple la filiación personal.
Pero con lo que precede no se da cuenta de por qué María es Madre de Cristo y
nuestra. Si la clave de toda persona humana radica –como se ha visto– en la filiación,
y es ésta la que más nos acerca a Dios, en el caso de la Virgen hay que decir que por
encima de su filiación existe una perfección que la vincula más intrínsecamente a
Dios: su maternidad. Si la maternidad en ella es superior a su filiación y lo que nos
caracteriza a todos nosotros es esta última, no podemos ni juzgar ni poner en tela de
juicio la maternidad divina de María, sencillamente porque desborda lo superior en
nosotros (también en los ángeles, puesto que lo nuclear en ellos también es la filia-
ción49). Pero como está revelado que Dios lo ha preferido así, conviene responder a
esa predilección divina con nuestra personal aceptación.
Conclusiones
1ª) Tanto en el hombre como en Dios hay que admitir una distinción real entre
persona y naturaleza.
2ª) A nivel personal ni el hombre ni Dios pueden ser solos: la noción de persona
sola es aporética. En rigor, no puede existir una persona, sino personas.
3ª) La libre coexistencia personal humana implica que en Dios deben existir al
menos dos personas distintas libremente coexistentes.
4ª) El conocer personal humano implica que esas dos personas divinas deben
corresponderse mutuamente como conocer-conocido.
5ª) El amor personal humano implica que en Dios deben existir tres personas,
que deben corresponderse como dar, aceptar y don.
6ª) Lo radical en la persona humana es la filiación. Por eso, la persona más se-
mejante a nosotros en Dios es el Hijo. Convenía, por tanto, que se encarnase el Hijo
de Dios, porque si la revelación es a la par revelación de Dios y del hombre, el Hijo
nos revela nuestro radical sentido personal: el filial.
49
Cfr. Job, I, 6.
119
7ª) La libertad personal humana es elevada por la esperanza sobrenatural, y nos
permite barruntar al Hijo como el Camino.
8ª) El conocer personal humano es elevado por la fe sobrenatural, y nos permite
conocer al Hijo como la Verdad.
9ª) El amar personal humano es elevado por la caridad sobrenatural, y nos per-
mite amar al Hijo como Vida felicitaria eterna. En las tres virtudes sobrenaturales
media la Virgen como Madre entre el Hijo y nosotros.
120
APÉDICE:
J. F. SELLÉS
121
vía se hallan en los prolegómenos de la investigación de alguna de ellas, como es el
caso, por ejemplo, del cerebro. Pero, a la par, es el cuerpo más armónico, y por ende,
el más significativo. Su carácter distintivo respecto del de los animales radica en que
es abierto, es decir, no determinado o especializado para una única función, lo cual se
puede ver de modo claro en las manos, que pueden adquirir multiplicidad de movi-
mientos para emplearse en diversos trabajos y artes; también en la cara, que es enor-
memente plástica, y por eso con ella podemos expresar multitud de estados de ánimo;
asimismo, en la cabeza pues la mayor parte de nuestras neuronas son libres, es decir,
no tienen una función biológica determinada, y, por eso, las podemos emplear en
aprender unos u otros comportamientos, oficios, idiomas...
Superiores a las que preceden son las facultades cognoscitivas y apetitivas sen-
sibles, todas las cuales tienen soporte orgánico en determinados órganos del cuerpo
humano. Si atendemos primero a las cognoscitivas, en ellas podemos distinguir dos
grupos: los sentidos externos y los internos. Se llaman externos porque perciben di-
versos aspectos de la realidad externa (colores, sonidos, olores…), y se denominan
internos porque captan temas que no están en la realidad física, sino que son propios
de nuestra vida sensitiva (nuestros actos de ver, oír, fantasías, recuerdos sensibles…).
Tradicionalmente se distinguen cinco sentidos externos, que de menos a más cognos-
citivos son: el tacto, que capta lo rugoso y lo liso, lo cálido y frío, etc.; el gusto, que
nota los sabores; el olfato, que percibe los olores; el oído, que advierte los sonidos; y
la vista que ve los colores.
122
Lo distintivo de todos estos sentidos humanos es que son diversos de los anima-
les y no sólo por matices de grado (ver más o menos, tener más o menos memoria…),
sino radicalmente (por ejemplo, el hombre puede formar mediante su imaginación la
geometría; el animal, en cambio, no puede; también puede formar mediante su me-
moria un ‘tiempo isocrónico’, siempre igual, que no es físico; el animal no puede).
Por su parte, es asimismo clásico distinguir entre dos tipos de apetitos sensibles:
el concupiscible o deseo de placer y el irascible o deseo de agresividad. El primero
es la tendencia que sigue al conocimiento de los sentidos externos (el apetito de co-
mer el caramelo que se ve); el segundo es el deseo que sigue al conocer de los senti-
dos internos (el deseo de volver a escuchar una canción que se recuerda). El segundo
es superior al primero, porque lo puede vencer (ej. puedo guardar el caramelo que
veo para comerlo más tarde, al salir de clase).
Por otro lado, hay que distinguir las emociones sensibles de los conocimientos y
apetitos sensibles. Éstas (clásicamente llamadas ‘pasiones’) son los estados en el que
se encuentran las facultades sensibles. Los conocemos al comparar los actos de cono-
cer y de apetecer con las diversas facultades. Es claro que tales potencias no están
siempre igual, porque tiene soporte orgánico, el cual es variable y depende de mu-
chos factores internos (salud–enfermedad, cansancio–reposo, etc.) y externos (calor–
frío, peligro–seguridad, etc.). Por eso, ante los mismos estados externos (una puesta
de sol en un clima templado) unas veces nos encontramos de modo agradable y otras,
lo contrario. Como las emociones nos informan de nuestro estado de ánimo sensible,
nos impelen a ejercer una actividad o a retraernos de ella (si me encuentro bien, tien-
do a salir de paseo; si mal, a descansar en casa).
2. El espíritu humano
‘Espíritu’ se suele tomar como sinónimo de ‘alma’ (que significa vida, es decir,
lo que anima el cuerpo y a otros asuntos no corpóreos). Con todo, la vida personal no
se reduce a vivificar la corporeidad humana, pues el espíritu es equivalente a la inti-
midad, corazón, cada quien; en una palabra, a la persona; y ésta es tal tanto con vida
corpórea como sin ella. Es claro que en el cuerpo tenemos muchos parecidos con los
demás hombres (con innegables matices distintivos), merced a los cuales la medicina,
por ejemplo, se puede desarrollar como ciencia. Sin embargo, en lo más radical del
hombre no hay ni puede haber dos personas iguales. Cada una es distinta, irrepetible,
novedosa. El espíritu es de índole inmaterial. Es claro que hoy en día se pone en duda
en algunos ambientes la dimensión espiritual humana. Por el contrario, tanto para el
123
común de los pensadores clásicos como para la mayor parte de los hombres de todas
las culturas la dimensión espiritual del hombre es innegable. Pero el que hoy algunos
nieguen los espiritual del hombre tal vez sea por olvido o ignorancia, pues bien mira-
do no debería llamar la atención, cuando multitud de asuntos sensibles también son
inmateriales. Así, es claro que el ver no se ve, ni pesa ni mide…, es decir, no es físico
o biofísico; también es claro que un triángulo imaginado no es ni de madera, ni de
aluminio, etc. Con todo, la inmaterialidad del espíritu se ve más clara tras aludir a la
inmaterialidad de sus facultades superiores: la inteligencia y la voluntad.
Pero antes de atender a algunas dimensiones inmateriales que dependen del es-
píritu o persona, en este punto conviene notar que tampoco en lo espiritual humano
todo es del mismo nivel, sino que también en este plano somos compuestos. En efec-
to, en una primera aproximación cabe distinguir entre la persona (el cada quien, la
intimidad), y las facultades inmateriales, las superiores: la inteligencia y la voluntad.
Es manifiesto que nadie se reduce a su inteligencia y a su voluntad ni a la suma de
ellas (tanto si se toman en su estado pasivo originario, como si se las toma muy desa-
rrolladas con multitud de saberes y quereres). Por lo demás, que no es lo mismo la
inteligencia que la voluntad (el pensar que el querer, las verdades conocidas que los
bienes queridos) es manifiesto.
124
3. La dimensión cognoscitiva racional
Lo que precede no indica que la inteligencia no tenga nada que ver con los sen-
tidos ni con el cerebro, es decir, que no esté vinculada a ellos, pues es claro que si no
conocemos sensiblemente, la inteligencia no puede sacar de los sentidos sus propios
contenidos (sin ver colores no cabe la noción universal de color); pero vinculación no
significa identificación (la noción de color no equivale a rojo, verde, azul…, ni a la
suma de ellos). Como se puede apreciar, es lo superior, la inteligencia, lo que vincula
o aúna a lo inferior, a los sentidos, pues éstos no pueden incidir en la inteligencia (de
lo particular no surge lo universal; por mucho que se estimulen los sentidos externos,
o el soporte orgánico de los internos –el cerebro–, no surgen ideas, como es claro en
el caso, por ejemplo, de los monos).
La razón tiene diversas vías operativas. Es clásico distinguir entre razón teórica
y razón práctica. La primera es esa operatividad racional que descubre temas necesa-
rios en la realidad física (por ejemplo, que en ella hay materia; que ésta admite plura-
lidad de formas o estructuras internas; que tanto las materias como la formas se mue-
ven incesantemente; que las materias, formas y movimientos tienen una unidad de
orden –cósmico– que vincula a todas las realidades físicas entre sí). Por su parte, la
segunda es esa otra vía operativa de la razón que descubre asuntos contingentes en la
misma realidad física (si una mesa se puede hacer de madera o de aluminio, si con-
viene más decorar una sala de estar de un modo u otro…). En la primera vía se ejer-
125
cen unos actos, que de inferior a superior son el concepto, el juicio y la demostración.
En la segunda se ejercen otros distintos: la deliberación, el juicio práctico y el impe-
rio o mandato. A la par, a la primera vía siguen unos hábitos adquiridos peculiares: el
conceptual, el de ciencia o judicativo y el de los axiomas lógicos. De modo semejan-
te, a la vertiente práctica de la razón siguen los hábitos de saber deliberar (‘eubulía’),
saber juzgar en lo práctico incluso en casos excepcionales (‘synesis’ y ‘gnome’) y la
prudencia o saber imperar las acciones a realizar.
A las que preceden, se puede añadir otra vía operativa de la inteligencia, que
aunque también es clásica, ha sido desarrollada, sobre todo, en la modernidad: la
formal, esa que nos permite, por ejemplo, hacer lógica. También se puede llamar ge-
neralizante, porque su operatividad forma ideas pensadas cada ver más abarcantes
(perro, animal, vivo, existente, posible…). Esta vía cuenta con multiplicidad de actos,
a los cuales se puede llamar generalizantes y, asimismo, con multitud de hábitos ad-
quiridos, a los que también se puede llamar así.
4. La dimensión volitiva
126
Hay dos tipos de actos de querer en la voluntad de acuerdo con los bienes a los
que estos actos de querer se dirigen: los medios o el fin. Es clásico sostener que res-
pecto de los bienes mediales la voluntad puede ejercer los actos de consentir, elegir y
usar. En cambio, respecto del bien final o último, la voluntad puede ejercer los actos
de querer, tender y disfrutar.
En cuanto a las virtudes, éstas son el reforzamiento de los actos de querer res-
pecto de diversos bienes reales. Tal refuerzo implica perfeccionamiento en el querer.
La distinción entre los hábitos de la inteligencia y las virtudes de la voluntad es plu-
ral, pues los unos son cognoscitivos mientras que las otras son volitivas; los unos se
adquieren en algunos casos con un solo acto (cuando se topa con lo evidente), mien-
tras que las otras se adquieren siempre por medio de repetición de actos; los unos no
se pueden perder una vez adquiridos (conocida la verdad la inteligencia no puede
negarla), mientras que las otras sí (los bienes a los que se adapta la voluntad suelen
ser mediales, y si se inclina al último, como no lo adquiere, nunca lo hace de tal mo-
do que esté asegurada su fidelidad); los unos se usan menos, mientras que las virtudes
se usan constantemente, etc. Pero tal vez la distinción capital radique en que los hábi-
tos son más independientes entre sí (se puede saber lógica y no biología; matemáticas
y no geografía…), mientras que todas las virtudes están aunadas (no se puede ser
amigo sin ser justo, ni justo sin ser fuerte, ni fuerte sin ser templado…), lo cual indi-
ca, en el fondo, que el fin de la inteligencia, la verdad, admite muchos campos diver-
sos, mientras que el fin de la voluntad, el rigor bien último felicitario, es uno sólo, y
las diversas virtudes son la mayor o menor activación de la voluntad en su adaptación
a tal fin. De ahí la importancia de mejorar en un pequeño aspecto de nuestro querer
(ej. cuidar la laboriosidad), porque si se mejora en ese, se mejora en los demás (ho-
nestidad, justicia, solidaridad…).
5. La dimensión afectiva
Los afectos son las redundancias en las facultades de los actos que ejercemos
por ellas. Son estados de ánimo en que se encuentran nuestras facultades tras haber
actuado bien o mal. Son siempre consecuencias, es decir, nunca lo primero ni lo más
importante. Por ejemplo, si se ve un bonito atardecer y el órgano de la vista está bien
dispuesto, se produce en la facultad una emoción agradable que impulsa a seguir
viendo. Si, por el contrario, se ve algo bonito pero el órgano de la vista está mal dis-
puesto por cualquier enfermedad o lesión, se produce en la facultad una impresión
desagradable, de modo que se tiende a cerrar los ojos y dejar de ver. De manera que
los afectos pueden ser de dos tipos: positivos o negativos, y admiten tantos niveles
como facultades o dimensiones humanas.
127
flojera, calma–terror, exultación–hastío, convocatoria–indignación, seguridad–
incertidumbre, etc.
Superiores a los precedentes son los que afectan a la persona humana, es decir,
a nuestra intimidad. Estos son los más altos del hombre y se pueden denominar afec-
tos del espíritu, porque inciden en la intimidad personal, espíritu o persona. De este
tipo son los contrarios: concordia–resentimiento, serenidad–angustia, humildad–
soberbia, sencillez–vanidad, paz–inquietud, inocencia–culpabilidad, agilidad–
remordimiento, aprecio–desprecio, estima–envidia, misericordia–rencor, esperanza–
desesperación, respeto–desconsideración, compasión–severidad, confianza–
desconfianza, enamoramiento–desamor, alegría o gozo–acidia o tristeza, adoración–
irreverencia, etc.
128
La ética no es antropología de la intimidad, es decir, no trata del ser personal,
sino del obrar humano. Como el obrar sigue al ser, la ética sigue a tal antropología.
De otro modo: la ética es de y para la persona, no la persona. Correlativamente, la
persona no es de la ética, ni para la ética. Aunque la persona es en cada caso distinta,
posee unas facultades que son comunes al género humano (las orgánicas y las inmate-
riales). Pues bien, el juego libre de cada persona irrepetible con esas facultades co-
munes de la naturaleza y esencia humanas que ella tiene a su disposición, y a través
de ellas, con la realidad física, conforma la ética. Tanto la realidad física como dichas
facultades tienen un orden, es decir, un diseño originario y un modo perfectivo de
desarrollarse. De manera que si se usa de tales facultades y de la realidad física según
ellas son y en orden a su fin, se actúa de modo ético; si, por el contrario, se usa de
ellas según uno desea, yendo en contra de su modo de ser y de su finalidad perfectiva,
tal actuación es contraria a la ética.
En consecuencia, los pilares de la ética tienen que ponerse en esas facetas: los
bienes reales, los actos de la inteligencia que los conocen y los actos de la voluntad
que se inclinan a ellos. En efecto, al tener que ver con unos bienes la inteligencia
forma normas, es decir, manda realizar unas acciones y omitir otras, en orden incre-
mentar los bienes reales; y la voluntad, al adaptarse a ellos, conforma en sí virtudes.
Por tanto, una ética que no tenga en cuenta la jerarquía de bienes reales (ej. la subje-
tiva), que prescinda de las normas intelectuales (ej. la estoica), o que prescinda de la
consecución de virtudes (ej. la hedonista), carece de fundamentación.
7. La dimensión social
‘Persona’ significa ‘apertura personal’. Pero una apertura personal sin otra per-
sona a la que tal persona se abra carece de sentido. Según el decir de Polo, la soledad
es la negación de la persona. No es que una persona sola sea aburrida o triste, sino
129
que es imposible. En el hombre hemos distinguido el plano de la intimidad y el de las
manifestaciones. La tesis a sentar ahora es que la persona es social en sus manifesta-
ciones humanas porque en su intimidad es apertura personal. Si no fuera abierta per-
sonalmente en su corazón, no lo podría manifestar en su vida social.
130
gislar contra de la naturaleza de la familia, quien, lejos de favorecer, dificulta la ini-
ciativa privada en la educación (sobre todo la superior, la universitaria) y quien difi-
culta el desarrollo de la empresa: el estado. Pero los peores enemigos de estas tres
columnas de lo social no son los de fuera, sino los de dentro: en la familia, la falta de
filiación y la consecuente la falta de fraternidad; en la educación, la pérdida el amor
a la verdad; y en la empresa, el no fomentar el bien común. Que nuestra sociedad está
aquejada de todos estos males es palmario. Precisamente por eso podemos hablar de
sociedad en crisis.
8. La dimensión laboral
El trabajo no es fin en sí, pues, además del propio progreso humano del que tra-
baja, es servicio a los demás. Con todo, las demás personas humanas aceptan hasta
cierto punto el trabajo que cada quien les ofrece, porque no conocen muchas de sus
acciones laborales y de sus productos. Ni siquiera uno mismo, aunque mejore con su
131
trabajo, es el fin último de su actividad productiva, porque también a él se le olvidan
multitud de trabajos realizados y de sus frutos. Lo que precede indica que para que
ningún trabajo humano quede sin sentido, en rigor debe ser ofrecido a Dios y acepta-
do por éste. Y también indica que un trabajo que no pueda ser aceptado por Dios ca-
rece de sentido. Por eso la doctrina cristiana, cuando habla de santificación del traba-
jo, en el propio trabajo y a los demás con el trabajo, pone como último referente al
ser divino.
9. La dimensión religiosa
La religión no es algo que una persona humana ‘tenga’, sino una dimensión que
la persona humana ‘es’, o sea, ser religioso es natural y forma parte de la intimidad
humana. La religión no pertenece al tener, sino al ser humano. Desde luego que mul-
titud de dimensiones humanas están abiertas a Dios. Por eso se puede demostrar la
existencia de Dios por la inteligencia, por la voluntad, etc. Pero lo más importante
radica en que cada persona dice apertura personal al Dios personal, y es en esa inti-
midad humana donde principalmente hay que buscar la imagen divina (en las poten-
cias, sólo derivadamente). En efecto, el sentido personal novedoso e irrepetible sólo
lo debemos a Dios, y sólo en él lo podemos conocer enteramente.
Por eso, negar que el hombre sea religioso y pactar con el ateísmo, agnosticis-
mo, indiferentismo, etc., no sólo supone un rechazo de Dios, sino también una nega-
ción de la propia realidad personal humana. En efecto, quien libremente acepta esas
actitudes no puede saber la persona que es y que está llamada a ser. Desde luego que
podrá dotar de cierto sentido, siempre parcial, a sus actividades políticas, laborales,
económicas, etc., porque todas ellas son inferiores a tal persona y ésta puede con
ellas, pero no podrá saber su propio sentido personal, porque éste sólo Dios lo conoce
de modo completo.
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tinción se da en todos los seres personales (pues en Dios distingue entre tres Personas
y una naturaleza divina; en Cristo distingue entre una Persona divina y dos naturale-
zas –una divina y otra humana–; en los ángeles distingue en cada uno de ellos entre
una persona y una naturaleza distinta; en el género humano distingue entre multitud
de personas con una única naturaleza humana que admite dos tipologías: varón–
mujer). De modo que las nociones de ‘persona’ y ‘naturaleza’ humana no son equiva-
lentes, sino realmente distintas, siendo superior la de persona.
Por otra parte, la persona humana –como toda otra persona– indica relación per-
sonal. Pero a distinción de otras personas, la humana no puede culminar felicitaria-
mente desde sí. De modo que requiere no desligarse del Dios personal. De otro modo:
la clave de la antropología que mira a la intimidad es la vinculación de la persona
humana con Dios. Derivadamente, para dotar de sentido personal a las diversas di-
mensiones humanas (familia, educación, ética, sociedad, historia, lenguaje, trabajo,
descanso, técnica, cultura, economía, etc.), no debe perderse de vista ese vínculo
constitutivo.
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BIBLIOGRAFÍA
A. Básica:
CASTILLO, G., Hacia el descubrimiento de nuestro ser personal, UDEP, Piura, 2013.
B. Complementaria:
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– Ética: hacia una versión moderna de los clásicos, Aedos, Madrid, 1997.
SELLÉS, J. F., Propuestas antropológicas del s. XX, (I-II), Eunsa, Pamplona, 2004-7.
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