Fragmentos de Un Discurso Amoroso

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Fragmentos de un discurso amoroso

Roland Barthes
Siglo XXI 1998

Basta que, en un relámpago, vea al otro bajo la especie de un objeto inerte, como
disecado, para que traslade mi deseo, de este objeto anulado, a mi deseo mismo; es
mi deseo lo que deseo, y el ser amado no es más que su agente.

El ser que espero no es real. Como el seno de la madre para el niño de pecho, «lo creé
y lo recreé sin cesar a partir de mi capacidad de amor, a partir de la necesidad que
tengo de él»: el otro viene allí donde yo lo espero, allí donde yo lo he creado ya. Y si
no viene lo alucino: la espera es un delirio.

"¿Estoy enamorado? –Sí, porque espero". El otro, él, no espera nunca. A veces, quiero
jugar al que no espera; intento ocuparme de otras cosas, de llegar con retraso; pero
siempre pierdo a este juego: cualquier cosa que haga, me encuentro ocioso, exacto,
es decir, adelantado. La identidad fatal del enamorado no es otra más que ésta: yo soy
el que espera.

Al decidir renunciar al estado amoroso, el sujeto se ve con tristeza exiliado de su


Imaginario.

Históricamente, el discurso de la ausencia lo pronuncia la Mujer: la Mujer es


sedentaria, el Hombre es cazador, viajero; la Mujer es fiel (espera), el Hombre es
rondador (navega, rúa).

El gesto tierno dice: pídeme lo que sea que pueda aplacar tu cuerpo, pero tampoco
olvides que te deseo un poco, ligeramente, sin querer tomar nada enseguida.

Devoro con la mirada toda trama amorosa y en ella descubro el lugar que sería mío
si formara parte de ella.

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Me asusto, pues, de la fatiga del otro: es el más cruel de los objetos rivales.

[...] puesto que el otro sufre sin mí, ¿por qué sufrir en su lugar? Su infortunio lo lleva
lejos de mí; no puedo más que perder el aliento si corro tras él, sin esperanza de
alcanzarlo jamás, de entrar en coincidencia con él. Separémonos pues un poco,
hagamos el aprendizaje desde cierta distancia.

Sufriré por lo tanto con el otro, pero sin exagerar, sin perderme. A esta conducta a la
vez muy afectiva y muy controlada, muy amorosa y muy pulcra, se le podría dar un
nombre: es la delicadeza: es como la forma “sana” (civilizada, artística) de la
compasión. (Até es la diosa del extravío pero Platón habla de la delicadeza de Até: su
pie es alado, apenas toca el suelo).

Aunque todo amor sea vivido como único y aunque el sujeto rechace la idea de
repetirlo más tarde en otra parte, sorprende a veces en él una suerte de difusión del
deseo amoroso; comprende entonces que está condenado a errar hasta la muerte, de
amor en amor.

No matarse (de amor) quiere decir: tomar esa decisión, la de no asir al otro.

Al mismo tiempo que se pregunta obsesivamente por qué no es amado, el sujeto


amoroso vive en la creencia de que en realidad el objeto amado lo ama, pero no se lo
dice.

Freud a su prometida: «Lo único que me hace sufrir es estar imposibilitado de


probarte mi amor».

(Inversión histórica: no es ya lo sexual lo que es indecente; es lo sentimental —


censurado en nombre de lo que no es, en el fondo, más que otra moral—).

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A veces le parece al sujeto amoroso que está poseído por un demonio de lenguaje que
lo impulsa a herirse a sí mismo y a expulsarse —según una expresión de Goethe— del
paraíso que, en otros momentos, la relación amorosa constituye para él.

Del amor, asunción demencial de la Dependencia (tengo absoluta necesidad del otro),
surge cruelmente la posición adversa: nadie tiene verdaderamente necesidad de mí.

El sujeto amoroso se angustia de que el objeto amado responda parsimoniosamente,


o no responda, a las palabras (discursos o cartas) que le dirige.

El regalo amoroso se busca, se elige y se compra dentro de la mayor excitación —


excitación tal que parece ser del orden del goce—. Calculo activamente si ese objeto
complacerá, si no decepcionará, o si, por el contrario, pareciendo demasiado
importante, no denunciará por sí mismo el delirio —o el embaucamiento en el que
estoy aprisionado—. El regalo amoroso es solemne; arrastrado por la metonimia
voraz que regula la vida imaginaria, me transporto por entero en él. A través de ese
objeto te doy mi Todo, te toco con mi falo; es por eso que estoy loco de excitación, que
recorro las tiendas, que me obstino en encontrar el buen fetiche, el fetiche brillante,
logrado, que se adaptará perfectamente a tu deseo. El regalo es caricia, sensualidad:
vas a tocar lo que he tocado, una tercera piel nos une. Regalo a X… una pañoleta y la
lleva puesta: X… me regala el hecho de llevarla; y, por otra parte, así es como,
ingenuamente, lo concibe y lo dice.

El ser amado es reconocido por el sujeto amoroso como «átopos» (calificación dada
a Sócrates por sus interlocutores), es decir, como inclasificable, de una originalidad
incesantemente imprevisible.

A lo largo de una vida, todos los «fracasos» amorosos se parecen (y con razón: todos
proceden de la misma falla).

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