Aguijon de Pablo

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Instituto biblico salvadoreño

Hector Emerson Elias Serrano

Pastor David Alfonso Pino

Lectura de libro como requisit0 de la materia liturgia eclesiastica

Liturgia eclesiastica MCA

30 de noviembre de 2019

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El AGUIJÓN
EN LA CARNE
(Encontrando fuerza y esperanza
en medio del sufrimiento)

¿Qué es un aguijón?

Podemos definir el aguijón como una situación de sufrimiento crónico que produce dolor (te
hace sentir roto por dentro), que limita (te hace sentir inútil), que humilla (te hace sentir débil y
pequeño), que impacienta (suele prolongarse en el tiempo).

Causas del aguijón

El aguijón puede venir causado por enfermedades crónicas de tipo físico o psíquico, minusvalías
y discapacidades, conflictos graves de relación, persecución a causa de la fe.

Reacciones iniciales: respuestas naturales

Los sentimientos y reacciones que genera el aguijón tienen un gran valor como fuente de
desahogo y contribuyen a la curación de las heridas. No debemos reprimirlas ni censurar al que las
sufre. Los síntomas que estas funciones generan constituyen los llamados trastornos adaptativos. La
característica esencial de estos trastornos es el desarrollo de síntomas emocionales o de la conducta
en respuesta a un factor estresante psicosocial identificable con un acusado malestar o deterioro

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significativo de la actividad social o profesional. El carácter temporal de estas reacciones es lo que
marca su normalidad. Cuando se prolongan, constituyen un peligroso germen para la mente y el corazón.

Duelo: ya nada será como antes

El duelo constituye la reacción primaria y original. El aguijón siempre conlleva pérdidas. Supone
una merma muy considerable en relación con la situación anterior. El sentimiento de pérdida está en la
raíz del enojo, la ansiedad y la depresión que aparecen después.

Identificar las pérdidas dolorosas que el aguijón conlleva y reconocer la necesidad de un duelo
adecuado es el primer paso para una recuperación satisfactoria. La forma como la persona enfrenta
estas pérdidas va a determinar, en gran manera, la aceptación del aguijón y la adaptación a la nueva
situación.

La primera fase del duelo por las pérdidas del aguijón es común a otros tipos de luto. Aparecen
confusión y embotamiento. Este shock emocional es como una anestesia natural de la propia mente,
que nos protege del panorama desolador que tenemos por delante, es un mecanismo de defensa ante el
dolor del golpe.

El efecto de anestesia de esta etapa pasa y da lugar a otras reacciones. Es entonces, estando
frente a frente con el aguijón, que aparecen con más intensidad las reacciones de lucha con uno mismo
y con Dios. Se expresan sobre todo en forma de enojo, ansiedad, estrés y Depresión. Estas reacciones
no aparecen de forma consecutiva, sino simultánea, entremezclándose todas ellas en un laberinto de
sensaciones y sentimientos que son normales. Una comprensión y trato correcto de este laberinto nos
abrirá la puerta para la curación de las heridas tanto emocionales como espirituales.

Enojo: no es justo, no me lo merezco

El enfadarse es una respuesta tan natural como, a veces, necesaria. Forma parte de las
defensas que Dios nos ha dado para afrontar situaciones desagradables o injustas. La expresión del
enojo tiene un efecto terapéutico, ya que cumple una función liberadora de la frustración que produce
el no poder liberarse del aguijón para volver a la situación anterior. El reprimir estos sentimientos
puede ser tan negativo como impedir las lágrimas en un duelo. De manera que expresar el enojo
constituye una buena vacuna para prevenir posibles complicaciones como la amargura o las crisis de fe.

El enojo se puede manifestar en formas e intensidades diferentes, desde un simple malhumor


hasta la agresividad. Lo más frecuente es la irritabilidad. Un rasgo característico de esta reacción es
culpar a los demás de su situación, o quejarse de que no le tratan bien o no le entienden. Todas estas
reacciones requieren mucha comprensión y paciencia de parte de los cuidadores o familiares. Deben
entender que tales actitudes no van en realidad contra su persona, sino contra la situación de
sufrimiento.

Si la persona no supera esta etapa de enojo, puede llegar a hacer muy difícil la convivencia
familiar. De hecho, no aceptar un aguijón es un factor de riesgo para la vida matrimonial y puede

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terminar en ruptura. Es difícil convivir con una persona amargada porque acaba amargando a los
demás.

El sufrimiento es un cuerpo extraño en la creación de Dios. No fuimos creados para dolernos,


sino para gozar. Por ello es lógica una reacción de indignación y rabia ante las consecuencias del
pecado que destroza la vida de las personas. Este sentimiento, lejos de disgustar a Dios, nos acerca a
Él porque Dios mismo se aflige en nuestros sentimientos.

El problema no está en airarse, sino en permanecer airado. Cuando el enojo anida en el corazón
de forma permanente, deja de ser una reacción natural para convertirse en una actitud vital. Cuando
esto sucede, el enojo pasa a resentimiento, y con el tiempo, genera amargura. Lo que empieza siendo
una reacción necesaria, acaba sumiendo a la persona en una actitud de autodestrucción, que genera
una visión paranoide de la vida, pensando que todo y todos van en contra de ellos.

El enojo es como un fuego que necesita ser cuidadosamente controlado, de lo contrario puede
causar serios problemas. Hay una necesidad imperiosa de atemperar la ira con momentos de reflexión
y silencio. Será en estos momentos cuando podemos encontrar a Dios que sufre con nosotros porque
conoce nuestras angustias.

Ansiedad: ¿ocuparse o preocuparse?

La ansiedad es otra respuesta natural en las primeras etapas del aguijón. En un sentido
positivo, la ansiedad será una fuerza que nos llevará a tomar decisiones y dar pasos necesarios para
afrontar mejor la situación. Por el contrario, la ansiedad en un sentido popular, conlleva la idea de una
preocupación excesiva por el futuro, cercana al miedo, que puede erosionar y hasta paralizar nuestra
capacidad de lucha. Hemos de combatir este tipo de ansiedad, ya desde el principio, porque es un
lastre en nuestro progreso hacia la aceptación.

Debemos trazar una distinción entre ser ansioso y estar afanoso. La primera se trata de una
forma de ser, un carácter con base genética y de aprendizaje. Son personas que se preocupan
desmedidamente por todo. Anticipan los acontecimientos de forma pesimista y exagerada. Suelen ser
hipersensibles y, en consecuencia, sufren mucho. Este tipo de ansiedad no es un pecado porque no es
incompatible con la confianza en Dios.

Sin embargo, la persona con ansiedad existencial, tiene una reacción de desconfianza ante el
devenir futuro, e implica negar dos atributos básicos del carácter divino: su fidelidad y su providencia.
Si el ser ansioso es un problema psicológico que requiere tratamiento, el estar afanoso es un pecado
que requiere arrepentimiento.

El estrés: un molesto problema

El estrés, definido como un estado de presión o tensión, es una realidad muy frecuente en la
persona afligida por el aguijón. La lucha contra nuestras espinas genera una cantidad de estrés
importante. El estrés puede estar originado por los cambios que un acontecimiento vital causa en la
persona. Cuanto mayor sea el cambio, más estrés. Ello explica la necesidad de reajuste personal y

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social tras el impacto. Este reajuste va a suponer un gasto extra de energía emocional que es la causa
de la presión o estrés. De ahí la gran necesidad de adaptación a la nueva situación.

También puede estar causado por cargas añadidas. Una enfermedad crónica o incapacitante es
una fuente inagotable de trabajo y de gastos extras. Ello desgasta y puede y agotar a cualquiera.
Debemos resaltar aquí el valor inmenso que supone la ayuda de amigos y hermanos de la iglesia en las
tareas prácticas, a veces, insignificante. Toda ayuda que suponga una liberación pequeña de las cargas
diarias supone un gran alivio del estrés.

El llamado estrés postraumático, solo afecta a aquellos cuyo aguijón se inició de forma
traumática; un accidente, una catástrofe natural, un acto de violencia, etc. Se caracteriza por la
vivencia repetida de la escena estresante. Estas imágenes y recuerdos se introducen como flashes en
la mente de forma indeseada e incontrolable, creando gran ansiedad. A la larga, causa una fatiga
emocional que se suma a todo el estrés propio del aguijón. Normalmente, este trastorno cede con el
tiempo, pero si no es así, requiere ayuda profesional.

Depresión: no vale la pena vivir

El trastorno del ánimo que surge a raíz del aguijón no es, por lo menos en sus etapas iniciales,
una depresión en sentido estricto, médicamente hablando. Es una variante de los trastornos
adaptativos y se caracteriza, sobre todo, por un estado de tristeza y desánimo que, a veces, se
manifiesta en llanto. En realidad, el nombre más correcto sería el de reacción depresiva. Es uno de los
efectos inflamatorios del golpe inicial. Es tan normal y previsible como el duelo tras una pérdida
significativa.

Los síntomas más frecuentes de la depresión pueden variar desde un simple estado de
desaliento hasta las ganas de morir. Por lo general, el aguijón suele producir un sentido de pérdida en
tres áreas:

1º/Pérdida de la propia identidad. Ello se expresa con sentimientos de inferioridad. Se trata


de uno de los problemas más persistentes a la mejoría, puede permanecer aún cuando la reacción
depresiva haya terminado. El reconstruir la autoestima es una de las tareas primordiales en todo
proceso de ayuda, y va mucho más allá de las fases iniciales. Aparecen también los sentimientos de
incapacidad. Este aparece por el agotamiento que produce el desgaste continuo del aguijón. El
abatimiento y la desmoralización, suelen ser síntomas más visibles, pero no es el más grave, ni el más
persistente. Los sentimientos de culpabilidad también tienen su protagonismo. La persona se hace
auto-reproches, en la mayoría de los casos, de forma injustificada. Cuando sí hay responsabilidad, se
hace necesario un tratamiento psicológico para aliviar estos sentimientos y evitar que la depresión se
alargue.

2º/Pérdida del propósito de la vida. La persona es invadida por una indiferencia ante la vida.
En algunos casos puede haber ideas de suicidio. El suicidio consumado es una complicación grave en las
enfermedades progresivas y/o discapacitantes, sobre todo en las fases iniciales cuando la reacción de
rechazo es muy intensa. Un porcentaje significativo de los que hablan de hacerse daño, acaba
haciéndolo. La pérdida de la ilusión o apatía por las tareas habituales es un sentimiento normal, en

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especial al levantarse por la mañana. Ello va acompañado por la pérdida de la capacidad de anticipar y
experimentar placer, incluso sexual. La incomunicación es otra faceta, la persona se aisla y no desea
salir de casa.

3º/Pérdida de esperanza. Se manifiesta el pesimismo, todo se ve negro. Aparece también la


irritabilidad e incluso hostilidad, hasta el punto de provocar tensión en sus relaciones.

Cuando la depresión no mejora, puede llevar a otros problemas como la adicción a las drogas,
tranquilizantes, analgésicos, etc.

¿Cuánto tiempo duran las reacciones iniciales?

El tiempo puede variar mucho de una persona a otra dependiendo de factores como la
personalidad, las circunstancias y la naturaleza del aguijón. Por lo general, se acepta que estos
trastornos adaptativos duren entre seis y doce meses. No obstante, el carácter recurrente de
muchos aguijones hace posible una repetición de estas reacciones cada vez que el aguijón vuelve a
golpear, aunque en estos casos, los síntomas suelen ser de menor intensidad y brevedad. Esto no es
debido a un simple efecto de haberse acostumbrado, sino al crecimiento personal en la aceptación de
la espina. Es aquí donde radica el significado teleológico de estas reacciones, su razón de ser: facilitar
la adaptación a la nueva realidad del aguijón.

Más importante aún que la duración de estos trastornos es su resolución, es decir, que todos
sus síntomas lleguen a remitir. Se debe evitar que estas reacciones iniciales se conviertan en crónicas,
por lo menos en su forma e intensidad iniciales. Si ello sucede, el proceso de aceptación puede quedar
bloqueado y dar lugar a las complicaciones anteriormente descritas: amargura, depresión crónica y
crisis espiritual grave.

La aceptación: arma clave para derrotar al enemigo

Hay dos palabras que constituyen la clave para ayudar a una persona atribulada por el aguijón:
aceptación y gracia. Ambas están estrechamente relacionadas, porque la aceptación solo se consigue
por la gracia de Dios. Sin embargo, hay algunos aspectos que también dependen de nosotros; son los
recursos naturales de la aceptación, de tipo biológico, psicológico o ambiental. Son pautas para
desarrollar y aprender a lo largo del camino que lleva a superar el trauma del aguijón.

Es a través de estos recursos humanos que la gracia de Dios empieza ya a manifestarse de


forma concreta y práctica. No debemos caer en la arrogancia de las modernas psicologías humanistas
que vienen a decirnos que todo está en nuestra mano, que la felicidad depende de nosotros.

No podemos ni queremos ocupar el centro de nuestra vida porque le corresponde solo a Dios.
Para nosotros como creyentes, la capacidad para superar el aguijón no depende solo, ni en primer
lugar, del buen uso de nuestros recursos interiores, sino de la fuerza sobrenatural que proviene de
Dios y que puede transformar mis debilidades en fortalezas. El mérito último, cuando alcanzamos un
buen nivel de aceptación está en la gracia de Cristo.

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¿Qué significa aceptar?

Aceptar no es resignarse (versión estoica fatalista). Para muchos, la aceptación es una


rendición sin condiciones después de una ardua lucha. Pero el creyente no está de acuerdo con el
fatalismo. No somos responsables por lo que hemos recibido, pero sí somos responsables por lo que
hacemos con lo que hemos recibido. Una de las peores actitudes de la lucha contra el aguijón es la
resignación fatalista porque genera pasividad y amargura. El que se queda cruzado de brazos, sin
hacer nada, tiene muchas posibilidades de acabar agriando su vida y la de los que le rodean.

Aceptar no es ponerse una coraza (versión budista-oriental). Hay otras personas para
quienes aceptar es algo así como desconectar, lograr un estado mental de relajación cercano a la
impasibidad. Aceptar no es conseguir una especie de nirvana, ese estado supremo por encima del bien
y del mal en el que desaparece el dolor. Por este camino, la aceptación se convierte en una técnica que
se aprende por un entrenamiento sistemático. En cambio, el proceso bíblico de aceptación consiste en
una transformación interior que nace de la comunión personal con el Dios de toda gracia.

Aceptar no supone estar de acuerdo con el aguijón (versión masoquista). Nadie nos pide que
lleguemos a ser amigos de la causa de nuestro sufrimiento, de ahí la importancia de no confundir estar
contento con estar contentado. El gozo del Señor no es tanto un sentimiento, como una actitud
profunda de serenidad, paz y gratitud que nace de contemplar las bendiciones que tenemos en Cristo y
que nada ni nadie nos puede quitar (Rom.8:31-39). Por tanto, la tristeza no es incompatible con el
verdadero gozo del Señor; Dios quiere que sus hijos sean realistas, no masoquistas.

Aceptar significa ver el aguijón como un aliado. Aceptar significa dejar de ver el aguijón
como un enemigo, un obstáculo paralizante que bloquea y obstaculiza, sino que, por el contrario,
colabora y potencia la capacidad de lucha. Aceptar es llegar a tener la serena convicción de que Dios
puede usar mi vida no sólo a pesar de mi aguijón, sino precisamente a través de él.

Los ingredientes de una aceptación genuina

La experiencia del aguijón nos proporciona una excelente oportunidad para descubrir facetas
nuevas de nuestro carácter. El sufrimiento crónico contiene una enorme fuerza dinamizadora desde el
punto de vista emocional y espiritual.

El ser feliz o desdichado no depende tanto de las circunstancias, sino de nuestra actitud ante
estas circunstancias. De ahí, que la clave para superar cualquier acontecimiento adverso radica más en
el corazón que en el aguijón; a la larga, nuestra actitud es mucho más influyente y decisiva que a
fuerza desmoralizante y devastadora de la espina.

La aceptación es un proceso de transformación interior que se desarrolla en tres niveles de la


persona:

1º/Aprender a ver diferente: el contentamiento. El primer ingrediente de la aceptación está


relacionado con mi forma de mirar el aguijón y desde el aguijón, es la nueva perspectiva tras el golpe.
La persona no ve el mismo paisaje de antes, muchas cosas han cambiado. Por tanto, es necesario

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descubrir rayos de luz en la oscuridad del nuevo escenario. Esto ayudará a luchar mejor y harán más
llevadera la carga (Fil.4:11-13). El secreto del contentamiento radica en lograr cierto grado de
independencia de los acontecimientos vitales de modo que uno no quede atrapado por ellos. Para
conseguirlo hay que tener, por un lado, una visión adecuada del aguijón, y por el otro, una visión
correcta de Dios en medio de la dura experiencia.

En cuanto a la primera, la distancia es lo que nos puede dar una visión más objetiva y global. Si
me pierdo en un bosque, la mejor manera de encontrar la salida es buscar un lugar alto que me permita
contemplar una salida. De igual modo debe ocurrir con el aguijón. Al tener un horizonte mucho más
amplio, el pasado y el futuro cobran un significado distinto porque ya no se está encerrado en el
presente que nos oprime hasta aplastarnos. Vemos que la espina puede quitarnos partes valiosas de
nuestra vida, pero la parte que aún nos queda es mucho mayor. Nos ayuda a reaccionar.

Esta perspectiva nos ayuda a ver a Dios de forma diferente. Al principio parecía lejano, pero
poco a poco, aprendemos a ver que Dios no está tan lejos como pensábamos. Entendemos que el Jesús
sufriente viene hacia mí con palabras de ánimo y me coge fuertemente de la mano para que no me
hunda. Percibir su voz en medio del aguijón constituye el aspecto más difícil de la aceptación. Si Dios
es el Cristo cercano que ha sufrido mucho más que yo, entonces aprendemos que nada ocurre en
nuestra vida sin su conocimiento y control. Si Él ve y conoce mi situación, entonces yo debo mirarla
desde la óptica divina, desde la cual, la amargura, el resentimiento y la sensación de injusticia van
siendo reemplazadas por la confianza y la serenidad (Gn.45:5-8). El contentamiento es inseparable de
la confianza en un Dios personal que dirige cada paso de mi vida con un sentido y propósito. El
contentamiento es un curso largo, no una lección rápida. En la universidad de Dios no suele haber
cursos acelerados. Por lo tanto, el proceso será largo y tendrá altibajos.

2º/Aprender a pensar diferente: como piensas, así te sientes. No siempre podemos


cambiar las circunstancias, pero si podemos cambiar nuestra actitud hacia ellas. Lo que sentimos
depende en gran manera de lo que pensamos. Si logramos entender esta realidad, podremos empezar a
controlar nuestras emociones mucho mejor. El pensamiento viene antes que la emoción. Sin darnos
cuenta, estamos enviando constantemente al cerebro mensajes que influirán mucho en nuestro estado
de ánimo. No puedo escoger que pensamientos crecerán en mi cerebro, pero si puedo escoger cuales
voy a alimentar y guardar. Por tanto, el ser felices o desdichados depende mucho de nuestra actitud
ante la adversidad.

Este principio básico ha dado lugar en Psicología a la llamada terapia cognitiva. Esta consiste
en sustituir los pensamientos negativos o distorsionados por pensamientos positivos, adecuados a la
realidad y generadores de emociones edificantes. Este proceso de re-aprender a pensar, requiere
fuerza de voluntad y no es instantáneo. El control de pensamiento no solo busca el beneficio personal,
sino la obediencia a la voluntad de Cristo. El propósito de la vida del discípulo es agradar y obedecer a
Dios, no sentirse cada día mejor. Este énfasis nos libra del hedonismo contemporáneo que hace de mi
felicidad la meta suprema de todo. Hay una relación estrecha entre la práctica de la terapia cognitiva
bíblica y la paz. La fuente de la paz es Dios mismo, emana de la relación personal con Él a través de
Cristo. Sus efectos beneficiosos alcanzan toda nuestra personalidad.

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Para poder lograr este cambio mental, vamos a identificar los hábitos de pensamientos
negativos más frecuentes. La persona afligida tiende a creer las siguientes ideas erróneas: la culpa es
mía, no va a cambiar nunca, va a arruinar toda mi vida. Esta interpretación personal de mi desgracia es
el mejor camino para destruir la autoestima y producir sentimientos de derrota e impotencia. Para
combatirlas necesitamos aprender a formularnos preguntas estimulantes que generen respuestas
positivas, y finalmente sentimientos de esperanza: ¿qué puedo hacer para mejorar mi situación?, ¿qué
tiene de bueno esta situación? ¿qué quiere Dios enseñarme a través de esta situación?

Para completar el aprendizaje de estos hábitos positivos, debemos mencionar dos actitudes
erróneas a evitar. Una es el imaginar siempre lo peor, lo más terrible con respecto a mi situación.
Para no caer en esta actitud, debemos evaluar correctamente lo daños infringidos y sus consecuencias.
Al ver el problema en sus proporciones reales, disminuye la intensidad de las reacciones emocionales.
Por otro lado, me permite elaborar posibles salidas de manera más objetiva y acertada.

La segunda actitud errónea a evitar es el lamento crónico. Un frecuente pensamiento


distorsionado consiste en centrar la atención en lo que no tengo o lo que no puedo hacer, en lugar de
fijarse en lo mucho que todavía me queda. Lamentar lo que ya no tengo me impide disfrutar lo que aún
queda a mi alcance, que en la mayoría de los casos es muy superior a lo perdido.

3º/Aprender a vivir diferente: adaptación. Una vez que hemos aprendido a ver y a pensar de
forma diferente, estamos en condiciones de vivir de forma diferente y realizar los cambios para
adaptarse a la nueva situación. Hay tres requisitos claves en el proceso de adaptación.

La primera es una disposición a cambiar (flexibilidad y resiliencia). Al afrontar la prueba, las


personas tenemos una capacidad de adaptación que nos permite resistir y reorganizar la vida tras el
impacto de la experiencia traumática. A esta capacidad elástica se le conoce con el nombre de
resiliencia. Diversos factores individuales hacen que esta capacidad sea más fácil para unas personas
que para otras. Sin embargo, todo ser humano tiene un potencial básico para la resiliencia y la
adaptación. A la mayoría de las personas los cambios nos producen ansiedad porque nos abocan a
situaciones desconocidas. El ser flexible amortigua el estrés producido por el cambio, lo cual ayuda a
convivir con la nueva situación y nos permite luchar mejor. Una persona rígida o inflexible no sabe
adaptarse al presente, teme al futuro y se refugia en el pasado.

La segunda es una disposición a aprender nuevas habilidades (perseverancia y humildad).


Para adaptarnos es necesario el desarrollo de nuevas formas de vida que amortigüen el impacto del
aguijón. Por ello el requisito fundamental es la humildad y la perseverancia. Al principio el obstáculo
parece insalvable, pero lejos de desanimarnos, es una fuente de esperanza que nos dará una
oportunidad de hablar nuevos idiomas que nos enriquezcan y nos abran unas perspectivas de
crecimiento personal insospechadas.

La tercera es una disposición a adaptarse a la pérdida de autonomía (confianza). El


depender de los demás es el ajuste más difícil de todo el proceso. Esta dependencia forzosa nos
cuesta mucho porque despierta en nosotros sentimientos de vergüenza y humillación. El necesitar algo
de los demás hiere nuestro amor propio. Este es un error notable que nace de un sentimiento de

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autosuficiencia no bíblico. El requisito aquí en la confianza en los demás. Esta consiste en establecer
un vínculo especial con unas pocas personas, que con el tiempo, llegarán a ser muy significativas en
nuestra vida y se convertirán casi en una extensión de uno mismo. Dios raramente nos deja solos ante
el aguijón. Suele proveernos de ayuda a través de las personas.

La lucha por cambiar las cosas y la oración ferviente al respecto siempre deben venir
enmarcadas por la sumisión a la voluntad de Dios, por misteriosa y oscura que nos parezca al principio.
Dios no siempre nos libra del aguijón, pero siempre da recursos para luchar contra él. La victoria de
Cristo en la cruz nos provee de su gracia sobrenatural que nos fortalece en nuestra debilidad
(He.4:16).

La gracia de Dios y la fuerza de la debilidad

Para nosotros, la solución consiste en eliminar el problema, pero para Dios, lo más importante no
es la ausencia de sufrimiento, sino su presencia en medio de este sufrimiento y los recursos que tal
presencia conlleva. La gracia de Dios alude a la ayuda del E.S. que viene como parte del favor
inmerecido de Dios. La persona en su lucha contra el aguijón necesita algunas explicaciones
imprescindibles para una aceptación genuina, de ahí que el Señor acompañe en la exhortación que nos
ofrece a través de su Palabra una explicación convincente: “Mi poder se perfecciona en la debilidad”.
El aguijón no estorba a Dios, sino que es donde el Señor puede manifestar su poder. Un gran obstáculo
para acercarse a Dios es sentirse fuerte, autosuficiente. La soberbia es un gran estorbo para la fe.
Suele acentuarse cuando todo nos va bien en la vida, haciéndonos sentir muy importantes. Si uno cree
que es un semi-dios, entonces no hay lugar para el Dios verdadero en su corazón. Por el contrario, un
sentimiento de debilidad suele ser terreno abonado para la fe en Dios y para que su poder se
manifieste. La fe es para los que se sienten pobres al contemplar su pequeñez y su miseria delante de
la grandeza y la santidad de Dios.

Los efectos terapéuticos de la gracia

La gracia nos llena de paz, nos salva, pero los efectos de la gracia no terminan con la salvación,
sino que siguen manifestándose cada día de múltiples formas en la vida del creyente. Vamos a ver tres
de los principales efectos sanadores de la gracia sobre la vivencia del aguijón:

1º/Fortaleza renovada: la gracia da fuerzas. No podemos aspirar a ser santos por nuestras
propias fuerzas, humanamente hablando, la vida cristiana es imposible (Fil.2:13). La gracia nos
fortalece en nuestras incapacidades, debilidades o sufrimientos (Fil.4:13).

2º/Cambio: la gracia transforma. El creyente experimenta un proceso constante de


transformación interior que le va moldeando a la imagen de Cristo. (2ªCo.3:18). Dios puede cambiar las
circunstancias, pero sobre todo, cambia a las personas, y cuando esto sucede, estas mismas
circunstancias nos parecen distintas. Tres grandes cambios guiados por el E.S. configuran una
profunda experiencia espiritual.

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Primero, cambia la óptica (los prismáticos de Dios), Dios no quita el aguijón, pero sí los
pensamientos negativos en relación con él mismo, los cambia por los positivos, y por lo tanto, su visión
de la espina se aproxima a la de Dios. Es decir, la óptica egocéntrica es cambiada por la
cristocéntrica. En vez de verse como un pobre hombre abrumado por el sufrimiento, ve a Cristo y su
poder reposando sobre él.

Segundo, cambian las actitudes (el aguijón pierde su veneno).Este cambio de óptica produce
un cambio de actitudes, descubro que en mi debilidad está la oportunidad de Dios. Si es así, de buena
gana llevaré este problema. Cambia la queja por gozo, el desafío por sumisión y la autocompasión por
adoración. Con estas nuevas actitudes, el aguijón aunque siga golpeando, ha perdido todo su veneno. La
persistencia de la queja, el desafío y la autocompasión acaban matando la ilusión de vivir, por esta
razón para Dios es mucho más importante eliminar tales actitudes que quitar la espina.

Tercero, cambia la situación (Dios abre caminos en el desierto). El aguijón puede continuar
por largos años, pero Dios provee oasis refrescantes que nos renuevan las fuerzas y nos permiten
seguir adelante. Uno de estos oasis es revelarnos la otra cara del sufrimiento, esto es, experimentar
que en todas las cosas Dios obra para el bien de los que le aman (Rom.8:28). De una forma misteriosa y
paradójica, el sufrimiento llega a ser un instrumento para que se cumplan propósitos concretos de Dios
para nuestra vida. Llegar a descubrir este camino lleva tiempo y forma parte del proceso de
maduración operado por la gracia, y que no se logra por la mera introspección. Dios provee una salida,
no una solución, ya que la salida es una puerta que se abre a un camino que hay que andar, y recorrerlo
requiere esfuerzo de nuestra parte.

3º/Madurez: la gracia enseña. No es el aguijón en si mismo lo que nos hace madurar, sino
nuestras reacciones al afrontarlo. Aprender a afrontar la adversidad es imprescindible en el proceso
de maduración emocional. La mejor manera de convertirse en una persona inmadura es darle una
existencia libre de dificultades. Nuestra reacción ante los problemas estimula la maduración
psicológica, y nuestro crecimiento espiritual. El propósito de Dios al permitir la prueba no es
castigarnos sino enseñarnos (He.12:11). El éxito conlleva inevitablemente un gran peligro: la jactancia.
El peligro de caer en la arrogancia espiritual aumenta cuando las cosas nos van muy bien en la vida. Por
eso, el aguijón nos ayuda a ser más realistas en cuanto a nuestras miserias y limitaciones, nos
recuerda la enorme fragilidad de nuestra vida, y esto nos ayuda a cultivar la humildad que tanto ama el
Señor (Is.66:2)

Los transmisores de la gracia

Dios se vale de personas clave, profundamente significativas en nuestra vida, que nos ayudan a
luchar contra el aguijón. Son transmisores de la gracia de Dios y nos ofrecen, sobre todo, amor. Por
razones lógicas, el apoyo fundamental debe venir de la familia y los amigos. Es por ello que estos
mensajeros de Dios necesitan también experimentar cada día la brisa refrescante y renovadora de la
gracia a fin de seguir dando esta misma gracia al afligido que está a su lado. Tanto la persona afligida
como sus ayudadores necesitan compañía (apoyo emocional), empatía (sentirse comprendida), apoyo
práctico (ayuda en los retos), esperanza (la vida volverá a tener sentido). La soledad siempre es

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difícil de aceptar (sobre todo en la hora del aguijón) porque el ser humano no ha nacido para el
aislamiento, sino para la relación.

Sin embargo, en un mundo donde la familia está en crisis y ya no constituye un refugio seguro,
la iglesia local se convierte en una nueva familia. Una iglesia donde los unos sobrellevan las cargas de
los otros viene a ser un hogar en el que Dios provee de cobijo al que está solo. La iglesia puede ser una
comunidad terapéutica. Debemos estar dispuestos a recibirles y preocuparnos por ellos,
escuchándolos, comprendiéndolos y, sobre todo, amándolos. La gracia es la fuerza sobrenatural que
nos capacita para sobrellevar los unos las cargas de los otros (Ga.6:2). Si nos pertenecemos los unos a
los otros, la consecuencia natural es apoyar al que lo necesita. Todos deberíamos anhelar este corazón
pastoral que nos lleva a acercarnos al hermano para acompañarlo en este desierto que es el aguijón.
Una manera muy eficaz de mostrar amor es escuchar a la otra persona. En el sufrimiento, el amor se
expresa mucho mejor con el calor de una mano cercana que con la elocuencia de un largo sermón. No
hay lugar para una actitud pasiva dentro de la iglesia, ir sólo a recibir, a ver que me dan, es la actitud
más dañina que podemos tener contra la iglesia. Una de las formas más poderosas de mostrar apoyo es
la oración. Orar por y con la persona. Cuando alguien ora por mí me siento acompañado y comprendido,
especialmente, en las etapas iniciales del aguijón. No es sólo por el beneficio psicológico de que alguien
se acuerda de mí, sino el enorme poder espiritual que se manifiesta en la persona afligida cuando
oramos por ella.

La fuente de la gracia: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”

El manantial de donde brota este don divino es Cristo. Por ello, la gracia es inseparable de la
relación personal con Cristo. El poder de Cristo va más allá de una mera inspiración; realiza una
transformación que me capacita para enfrentar cualquier situación. Cristo está vivo y me transmite su
poder. El contentamiento sólo es posible cuando estamos en Cristo. Cristo satisface la tres grandes
necesidades que tiene el hombre: Cristo está a mi lado (compañía) (Mt.28:20 / He13:5), Cristo
sufre conmigo (empatía) (Is. 53:3 / He.4:15), Cristo intercede por mí (oraciones) (Rom.8:34 /
He.7:25).

Creciendo en la gracia

Aunque hayamos alcanzado un grado excelente de aceptación, nuestra necesidad de la gracia no


desaparece, es permanente. Estamos hablando de situaciones de sufrimiento prolongado en las que el
aguijón no es eliminado. Habrá momentos especiales, muy intensos, de comunión con el Señor, que van a
dejar un recuerdo imborrable. No obstante, el crecimiento se desarrolla de forma continua. Nunca se
está libre de dudas y recaídas en la rebeldía y la protesta. Lo significativo es que los retrocesos nunca
llegan al punto original de partida, hay un proceso claro de crecimiento. Si la fuente de la gracia está
en Cristo, debemos cultivar la relación con Él. Esto se consigue mediante la lectura y meditación de
la Palabra de Dios, que te permite no sólo el conocimiento de la Verdad sino también encontrarte con
el Verdadero (He.4:12). Debemos, por tanto, dejar que la Palabra nos hable de forma personal,
penetre en nuestro corazón, y nos cambie y moldee. Si la meditación de la Palabra supone escuchar a
Dios, en la oración tú le hablas a Dios. Pero aún, sin darnos cuenta, el Señor usa este medio también
para moldearnos, y para hacernos crecer.

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¿Qué es la felicidad?

Con frecuencia oímos decir que lo más importante en la vida es ser feliz. La felicidad se ha
convertido en un ídolo intocable que justifica cualquier conducta o decisión. El ideal contemporáneo de
felicidad está fuertemente influido por el hedonismo y el materialismo. La mayoría asocia ser feliz con
la abundancia de bienes materiales, la ausencia de enfermedades y el éxito en las relaciones, sobre
todo las sentimentales. Si ser feliz es no tener problemas ni sufrimientos, pasarlo lo mejor posible y
conseguir todo lo que uno se propone, entonces la mayoría de nosotros no será feliz nunca. Este ideal
es utópico.

Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la felicidad se presenta como algo que
procede de Dios; no es un recurso humano sino sobrenatural. La fuente de la felicidad se encuentra en
una relación personal con Dios (Sal.1:1-2). Esta felicidad no se apaga con las tormentas de la vida, sino
que es sólida y está bien arraigada. Esta felicidad, experimentada como paz y armonía aun en medio de
la tribulación, es una de las mejores evidencias de que se ha aceptado el aguijón.

Ingredientes de la felicidad

La gracia de Dios cambia nuestra escala de valores. Este cambio es producido en parte por la
espina en sí; uno no puede ver la vida de la misma manera después del impacto de la prueba, pero sobre
todo, es el resultado del proceso transformador de la gracia que nos permite descubrir oportunidades
allí donde parece que sólo hay problemas. La gracia cambia no sólo la perspectiva del aguijón, sino de
mi vida entera.

La prioridad del ser en la sociedad del hacer

Una de las mayores frustraciones del aguijón es el no poder hacer lo que antes hacía. Las
limitaciones que impone sobre las actividades habituales son causa muy frecuente de depresión y de
infelicidad. Esto es debido a que la sociedad valora a la persona más por lo que hace (su productividad)
que por lo que es (su carácter), tanto haces, tanto vales. En todos los círculos se vive un activismo
frenético. Se enfatiza el rendimiento, la eficacia y los resultados concretos. Hemos sido educados
para la acción, pero no para la reflexión.

Este panorama dificulta mucho la aceptación, y la adaptación a aquellos aguijones que nos
obligan a una reducción de la actividad. La clave está en descubrir el valor del ser en la sociedad del
hacer. Nuestra meta es parecernos cada día más a Cristo, y la prueba es un medio idóneo para la forja
del carácter. Lo esencial es la persona, su carácter, sus reacciones, sus relaciones, su trayectoria.
Aunque no pueda hacer nada en esta vida, puedo seguir siendo una carta viva donde los demás lean
inspiradores mensajes. Para Dios es más importante cómo somos que lo que hacemos, porque las
actitudes preceden a los actos (1ªSam.16:7). Lo que la persona hace tiene su valor, pero siempre que
sea resultado de un corazón limpio. Mis actitudes, mis reacciones y mis relaciones van elaborando un
discurso mucho más audible que mis hechos o palabras.

Estamos de paso: las prioridades del peregrino

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El sentido de mi vida depende, en gran manera, de mi visión de la vida más allá. Si creo que todo
termina con la muerte, la existencia es muy frustrante. El creyente tiene la visión del peregrino.
Desarrollar esta visión es esencial para afrontar las espinas de la vida. El peregrino tiene tres
actitudes que reflejan su escala de valores:

1º/Tiene los ojos puestos en la eternidad. El primer rasgo es que considera esta vida como un
tránsito, un paso fugaz; sabe que su destino es mucho más glorioso que las aflicciones del tiempo
presente. Esta esperanza cambia la perspectiva de todo lo que le acontece (1ªPe.1:16 / 2:11 / 5:10).
Sufre con los ojos puestos en la meta, sabiendo que la prueba tiene fecha de caducidad.

2º/Considera que el cuerpo no es lo más importante en esta vida. En sentido hedonista y


narcisista, la salud llega a ser un ídolo peligroso. El culto al cuerpo se ha convertido hoy en una forma
de idolatría masiva en Occidente. El énfasis en el valor tan relativo del deterioro del cuerpo es un
bálsamo para todos aquellos que sufrimos aguijones relacionados con nuestra frágil tienda de campaña
(2ªCo.5:2).

3º/El ver la vida como peregrinos nos obliga a desprendernos del equipaje innecesario, ya sean
posesiones materiales, actitudes incorrectas, relaciones inadecuadas (He.12:1). El hombre moderno se
ha hecho un sedentario existencial, está muy arraigado a la vida, y ha olvidado que es un nómada. Por
ello le molesta tener que pensar como un peregrino, no se da cuenta que al tener que viajar tan
cargado (afanado con las cosas de la vida) pierde de vista lo prioritario: poner la mira en las cosas de
arriba, no en las de la tierra (Col.3:2).

El valor creativo del sufrimiento

El sufrimiento es un mal que hemos de combatir con todas nuestras fuerzas en una batalla sin
cuartel. No es el aguijón lo que nos ayuda a madurar, sino nuestras respuestas y actitudes ante él. La
manera como afrontamos la prueba es lo que determina cuánto beneficio psicológico y espiritual vamos
a sacar. Los períodos de la historia más fecundos artística y culturalmente han coincidido con épocas
de turbulencia social y de violencia. Es como si el ser humano necesitara del estímulo de los aguijones
para dar lo mejor de sí mismo, personal y colectivamente. Esta creatividad, otras veces, se expresa en
forma de acción social. Las ONG están llenas de personas cuyas vidas acumulan cicatrices de
sufrimientos intensos. Pero ahí están ahora, dándose y compartiendo con los demás la siega abundante
que las semillas del dolor sembraron un día en su corazón.

Perseverando en el camino: la paciencia y la esperanza

Si difícil es aceptar las consecuencias del aguijón, mucho más difícil es perseverar.
Necesitamos seguir luchando porque el aguijón no desaparece y no podemos desfallecer. También aquí
contamos con dos recursos preciosos de la gracia: la paciencia y la esperanza (Rom.5:2,3).

Paciencia significa perseverancia, y alude a un espíritu que no se rinde, que no claudica ante las
circunstancias difíciles. Lejos está la idea bíblica del concepto popular de paciencia, esto es, ¿qué le
vamos a hacer, habrá que aguantarse?. La resignación ante la impotencia no tiene nada que ver con la
paciencia, es un conformismo que nace del fatalismo. La paciencia que viene de la gracia no dimite sino

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que lucha, no se arruga sino que se afirma ante la adversidad, no es pasiva sin que inquiera activamente
en busca de salidas. La persona paciente muestra ciertas evidencias: Tiene dominio propio, ha
aprendido a controlarse, no reacciona impulsivamente. Sabe esperar, deja que Dios marque las horas
en el reloj de su vida. El calendario de Dios no se mide por meses o años, sino por el momento idóneo,
la oportunidad adecuada (Stg.5:7).

Solo la esperanza puede dar sentido a la vida y aportar rayos de luz a los rincones más oscuros
de la existencia (He.11:26,27). Hay una aplicación inmediata de la esperanza: aquí y ahora esperamos
en Dios todas las bendiciones que Él ha prometido conceder a sus hijos para sobrellevar el aguijón
(Fil.4:13 /Mt.28:20 / Jn.14:18 / He.4:16 / Fil.4:9). La esperanza alcanza su máxima expresión cuando
mira al futuro (Rom.12:12). La visión de la eternidad nos abre una perspectiva sanadora para el corazón
herido por el dolor. La fuente y el ancla de nuestra esperanza es la resurrección de nuestro Señor
Jesucristo y su futura aparición en gloria (1ªPe.1:6). Con la encarnación y la muerte de Cristo, Dios le
ha puesto fecha de caducidad al sufrimiento (Ap.21:1; 4-5; 7).

Reacción personal

Lo primero que deseo expresar en estas líneas es la sorpresa recibida por la profundidad del
libro escrito por Pablo Martínez. Lo que le, a mi entender, da un gran valor a este libro, es que está
basado, tanto en la experiencia del aguijón del propio autor, como en el conocimiento adquirido en los
largos años de dedicación en el campo de la psiquiatría y consejería. Todo esto enriquece de una
manera impresionante el texto leído. Me ha aportado mucha información acerca de cómo socorrer a
los que están pasando por situaciones difíciles, pero sobre todo, me ha ayudado a conocerme mejor y a
cambiar actitudes erróneas a las que me había aferrado a la hora de ver mi propia realidad.

Se que el trabajo que se pedía para la asignatura era una reacción personal del libro, pero me
ha parecido tan importante y necesario para la obra pastoral que realizo, todo lo que se habla en él,
que decidí hacer un resumen para asimilar los conocimientos transmitidos por Pablo, y así aplicarlos en
mi labor como cuidador del pueblo de Dios.

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