Revelacion en El Concilio Vaticano II Re
Revelacion en El Concilio Vaticano II Re
Revelacion en El Concilio Vaticano II Re
La doctrina sobre la revelación divina que presenta el Vaticano II, como se indica en el
mismo proemio, “sigue las huellas” de lo dicho por el Concilio de Trento (Sesión IV:
Decreto sobre los libros sagrados; DH 1501-1505) y el Vaticano I (Const. Dogm. “Dei
Filius”; DH 3000-3045), como se indica en el mismo proemio. Su pensamiento, se debe
pues, ver en continuidad con el magisterio de estos concilios, si bien tanto el tono
positivo con que expone la doctrina, así como los términos con los que presenta la
revelación divina, son nuevos. Como comentó Karl Barth, lo que el Concilio Vaticano II
hizo fue “partir de la línea trazada por los dos concilios anteriores para continuarla”. Se
podría decir que el Vaticano II relee la enseñanza de los anteriores concilios en un
contexto sereno, alejado de toda polémica, con tono propositivo y con una perspectiva
más amplia.
Otro aspecto importante es que este Dios que se revela sigue siendo un Dios
misterioso. La revelación acontece en el misterio. Al usar categorías y términos
personalistas, “Dei Verbum” evita usar el término “misterio” en plural, acentuando que
el misterio es Dios mismo (así en DV 2, 15, 17, 24). Ahora bien, siendo Dios un “Dios
oculto”, que trasciende siempre nuestra naturaleza creada, su revelación lleva consigo
aceptar “bienes divinos, que superan totalmente la inteligencia humana” (n. 6, citando
a Vaticano I). “Dei Verbum” recurre a la terminología del primer Concilio Vaticano para
expresar la idea de que la revelación va siempre unida al misterio.
Con estos términos, el Concilio quiere superar la concepción teórico-doctrinal de la
revelación desarrollada por la neoescolástica y presente en los manuales de la época,
que entendía la revelación sobre todo como doctrina sobrenatural y misteriosa. El largo
itinerario de redacción de “Dei Verbum” refleja este cambio de concepción. El primer
esquema que se presentó en el aula llevaba el significativo título “De fontibus
revelationis” redactado por la Comisión teológica preparatoria, presidida por el
cardenal A. Ottaviani y con el profesor S. Tromp como secretario. En este texto la
revelación aparece como una “locutio Dei attestantis” externa y pública por la que se
comunican “los misterios de la salvación y las verdades conexas”. Desde el comienzo de
la discusión de este texto se puso de relieve la insatisfacción de los padres con el
esquema propuesto, pues mantenía el estilo docente escolástico, mostrándose ajeno a
las preocupaciones pastorales y carecía del estilo dialógico que pretendía el Concilio.
Finalmente, fue rechazado por la mayoría de padres conciliares, y acabó siendo
retirado por el Papa en noviembre de 1962. Aunque en el siguiente esquema, titulado
“De divina revelatione” (textus prior) se presentaba ya la revelación en términos
personales, seguía sin gustar. El cambio significativo se produjo a partir del tercer
esquema conocido como “textus emendatus”. En el mismo se introducía ya un capítulo
sobre la revelación en sí misma que, en lo que se refiere a la naturaleza de la
revelación, es muy semejante al que fue finalmente aprobado. Esta parte fue discutida
del 30 de septiembre al 2 de octubre de 1964. Las intervenciones de los padres
mostraban en general su aprobación, aunque proponían aclarar algunos puntos o
cambios en expresiones concretas. Los siguientes esquemas introducirán ya pocas
variantes, manteniendo la consideración de la naturaleza de la revelación como
autocomunicación de Dios.
Esta orientación trinitaria está presente desde las primeras líneas de la constitución
“Dei Verbum”, al recoger el texto 1 Jn 1, 2-3. El Dios vivo ha salido de su misterio y
gracias al signo de la humanidad de Cristo, hemos podido ver y escuchar al Verbo de la
vida, el cual nos abre a participar en la vida trinitaria. Con más claridad se expresa el
carácter trinitario de la revelación en el n. 2 de “Dei Verbum”: “por Cristo, la Palabra
hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y
participar de la naturaleza divina”. En este texto se presenta la intervención de cada
persona divina según su especificidad: el Padre origina el movimiento de la revelación
que, por medio de Cristo, nos abre hacia la comunión con Él en el Espíritu.
A lo largo del capítulo primero de “Dei Verbum” expone esta perspectiva de diversas
maneras. Al exponer la naturaleza de la revelación, en el n. 2 se dice explícitamente
que mediante ella podemos “llegar hasta el Padre”, con una terminología que evoca Ef
2, 18: “Por él podemos acercarnos al Padre con un mismo Espíritu”. En el mismo texto
se recurre a la terminología de 2 Pe 1,4 para señalar que el fin de la revelación es
“participar de la naturaleza divina”. Más adelante, en el n. 6, se hablará también de
“participación de los bienes divinos”. La finalidad de la revelación es hacernos
partícipes de la vida trinitaria. La autocomunicación de Dios capacita a los hombres
para el trato con Dios, para la vida y la relación de comunión con Él. Si Dios habla con
los hombres es para “invitarlos y recibirlos en su compañía” (n. 2). Y, a propósito de la
revelación en Cristo, se dice que introduce en la “intimidad de Dios” (n. 4) y que por él,
los hombres son “liberados de las tinieblas del pecado y la muerte y resucitados a una
vida eterna” (n. 4), subrayando la llamada del hombre a una vida eterna.
d) Un acontecimiento dialógico
Como la revelación acontece en un diálogo, esto supone que entra en juego la libertad
de quien la recibe. El verdadero encuentro depende tanto del grado de entrega de
quien se comunica como de la disponibilidad del receptor. La historia de la revelación
resulta, por ello, dramática: está tejida de llamadas e intervenciones de Dios y de
aceptaciones, pero también de rechazos por parte del hombre.
Entre obras y palabras, entre las acciones de la historia y las palabras de interpretación,
hay una mutua compenetración, como la que se da entre materia y forma. El Concilio
explica que están “intrínsecamente ligadas”. No son dos caminos de revelación, sino
una sola vía, realizada de manera conjunta. A diferencia de la mentalidad anterior, que
consideraba los hechos sólo en tanto que legitimación de la palabra, el Concilio
acentúa que palabras y acontecimientos forman el todo de la revelación.
Y, para subrayar el complemento mutuo de obras y palabras afirma dos cosas
fundamentales: las obras “manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las
palabras significan”, y las palabras “proclaman las obras y explican su misterio” (n. 2).
Los acontecimientos de la historia de salvación revelan el plan salvador de Dios y,
además, tienen la virtud de corroborar este plan, revelado en ellos mismos y declarado
en las palabras. Por su parte, las palabras explican el misterio de las obras, evitando el
peligro de una falsa interpretación de las mismas. La acción de Dios en la historia apela
al hombre, le llama y le solicita. Los acontecimientos tienen un sentido, que sobrepasa
lo que puede percibirse inmediatamente; responden a una intención de Dios, a un
plan. Las palabras interpretan ese llamamiento personal y el contenido misterioso del
mismo.
Por eso, el Concilio puede decir que existen unas verdades reveladas. Es un tema
tratado específicamente en el n. 6 de la Constitución. En referencia al Concilio Vaticano
I, se recuerda que la manifestación de Dios al hombre contiene “bienes divinos que
superan totalmente la inteligencia humana” y también verdades que en sí mismas no
son inaccesibles a la razón humana, pero que sería trabajoso ser alcanzadas por todos
los hombres “en la condición presente de la humanidad”. En otros lugares usa
expresiones como “depósito sagrado” (DV 10), “depósito de la fe” (DV 10), “tesoro de
la revelación” (DV 26) y “Evangelio” (DV 3, 7, 8, 17, 18). La insistencia en el carácter
personal e histórico de la revelación no debe llevarnos a olvidar su carácter, no menos
real, de doctrina. Ahora bien, las proposiciones de fe (“verdades reveladas”) se
comprenden siempre como expresiones del misterio y en relación con la historia.
El Concilio Vaticano II recoge la doctrina del Vaticano I sobre las dos formas de
revelación, pero no las contempla como dualidad abstracta, sino articuladas en una
unidad concreta. Al poner la creación como primera etapa de la historia de salvación el
Concilio subraya la conexión de creación y salvación (“nueva creación”). Además, se
acentúa también el carácter cristológico de toda la revelación, tanto la que se realiza
en el cosmos como en la historia humana. Cristo, asociado ya a la creación, es también
el principio de la nueva humanidad redimida.
Desde el comienzo (ab initio) Dios se ha revelado a los hombres para concederles la
salvación “de arriba” (superanae; se quiso evitar el término “sobrenatural”) y la “vida
eterna”. No hay un momento de la historia humana carente del deseo de Dios de
automanifestarse a los hombres. En términos muy densos se describe la revelación de
Dios antes de Abraham. Se señala, en primer lugar, que Dios manifestó su vida divina
“a los primeros padres”, término escogido para evitar la discusión sobre los orígenes
biológicos de la humanidad. Con ellos tuvo una relación de especial amistad y
familiaridad, invitándolos a la comunión con Él. En un segundo momento se hace
referencia al pecado, aunque los términos usados ponen el acento en la salvación:
“después de su caída, los levantó a la esperanza de la salvación (cf. Gen 3, 15), con la
promesa de la redención”. El pecado no disuadió a Dios de perseguir su designio sobre
el hombre. El texto de “Dei Verbum” añade, por último, que “después”, Dios quiso
suscitar en todo hombre el deseo de salvación y quiso realizar la salvación por la
respuesta de las obras humanas. No se especifica más sobre el contenido ni el medio
de esta manifestación de Dios, que abarca a toda la humanidad. Sólo se señala la
voluntad salvífica de Dios (cf. 1 Tim 2, 4) y el medio necesario para alcanzar la
salvación, que es la perseverancia en las buenas obras. El Concilio no quiso determinar
nada sobre las condiciones objetivas y subjetivas para que se verifique la salvación. Se
limita a recordar, con apoyo en Rom 2, 6-7, que quienes buscan la salvación deben
perseverar en el bien. Algunos Padres conciliares, sobre todo de países de misión,
subrayaron que esta situación seguía siendo válida para todos los pueblos que hoy no
tenían vínculo con Abraham.
El propio texto conciliar distingue una tercera etapa. Con la vocación de Abraham
comienza propiamente la revelación en la historia de Israel. Aquí se estrecha el
horizonte universal de la fase anterior: Dios se dirige a un pueblo concreto, con quien
establece una alianza. DV 3 resume esta historia en tres momentos, que corresponden
a distintos mediadores humanos: Abraham, Moisés y los profetas. Abraham es el
momento de la elección del pueblo y la promesa. Moisés y los profetas son el tiempo
de la instrucción y formación del pueblo. El objeto de esta revelación se sintetiza en
dos afirmaciones: el conocimiento del único Dios vivo y verdadero, Padre providente y
justo Juez, y la espera del Salvador prometido.
De Jesucristo se dice que “habla las palabras de Dios” y “realiza la obra de salvación
que el Padre le encomendó”. Jesucristo es la palabra personal del Padre, el que revela
el rostro del Dios invisible. El misterio de la encarnación se encuentra en el centro del
acontecimiento revelador. Por ser el Hijo enviado por el Padre, Cristo habla las palabras
de Dios. Nadie podría contar las cosas del Padre sino el que es su Palabra. Gracias a la
relación de intimidad con el Padre, puede “contar la intimidad de Dios” (n. 4). Por eso
dirá la constitución, inspirándose en el cuarto evangelio, que “quien ve a Jesús ve al
Padre” (n. 4; cf. Jn 14, 9). Jesucristo es el Verbo, imagen de Dios invisible, que lo
representa tal cual es; su ser remite contantemente al Padre, dándonos a conocer su
rostro. La Palabra eterna del Padre ha sido enviada a los hombres, ha habitado entre
ellos, para contarles los secretos de la vida íntima de Dios. El Verbo de Dios encarnado
habla las palabras de Dios. La humanidad de Cristo es la epifanía en la que resplandece
Dios. De esta manera, siendo cristocéntrica, la constitución “Dei Verbum” no es
cristomonista: Cristo no habla por su propia cuenta; su función es la de revelador del
Padre.
Jesucristo lleva a plenitud la revelación “con toda su presencia y manifestación” (n. 4).
La perspectiva personalista del Concilio se refleja con claridad en esta afirmación. El
Concilio se refiere a la persona de Cristo recurriendo a términos de raigambre bíblica
como “presencia” (parusía, adventus) y “manifestación” (epifanía, manifestatio). Con
ellos expresa que es toda la realidad de Cristo la que se convierte en epifanía de Dios,
en revelación. Cristo entero es el gran Signo del Padre.
Ahora bien, Jesucristo realiza su función reveladora mediante todo lo que es: sus
acciones, gestos, actitudes y comportamientos. Estas realidades adquieren significado
a partir del acontecimiento global de la persona de Cristo. Serían incomprensibles, y
por tanto no elocuentes, no reveladoras, si se colocaran fuera de su persona. Como
explicó Latourelle, “las señales de la revelación no son exteriores a Cristo. Son Cristo
mismo en el resplandor de su poder, de su santidad, de su sabiduría. En él percibimos
la gloria del Hijo del Padre: del reflejo pasamos directamente a la fuente” (Teología de
la revelación, Salamanca: Sígueme, 1979, 368). Lo mismo que ha personalizado la
revelación, el Concilio personaliza también los signos, que adquieren sentido a partir
de la persona de Jesús. Se ha dado un paso de los signos, al Signo, de centrar la
atención en los signos de credibilidad (Vaticano I se refería a milagros y profecías: DH
3009), a mirar a Cristo mismo, como gran Signo. La irradiación de su potencia, sabiduría
y amor, es decir, de su gloria, atestiguan que Cristo es verdaderamente el Emmanuel,
que nos libera del pecado y resucita a la vida eterna.
Entre las obras se destacan los “signos” y “milagros”. No se trata de una redundancia,
porque, aunque los milagros siempre son signos, hay en los evangelios más señales
reveladoras (cercanía a los pecadores, praxis de comidas, expulsión de mercaderes,
entrada en Jerusalén, lavatorio de los pies, etc.). En este texto los milagros y las señales
se consideran insertos en un horizonte más amplio que abarca a toda la persona de
Jesús de Nazaret, a diferencia de la apologética precedente, que tendía a considerarlos
de modo aislado. Son contemplados sobre todo en su valor revelador.
Hay señales y acontecimientos fundamentales que deben ser destacados. Por ello dice
el Concilio que esta revelación acontece “sobre todo” con el misterio pascual (n. 4; cf.
SC 5) y que al consumar en la cruz la obra de redención, Jesucristo “completó su
revelación” (DH 11). En el n. 17 dice también “Dei Verbum” que Cristo “completó su
obra por la muerte, resurrección y gloriosa ascensión”. La entrega en la cruz y la
resurrección revelan el amor irrevocable del Dios trinitario al hombre, que culminan
con el envío del Espíritu Santo. En la humillación y sufrimiento de la cruz se revela el
poder del amor de Dios y su solidaridad con la humanidad. La resurrección es la
respuesta del Padre a la entrega de Cristo, que lo constituye como “Señor”. Es,
también, anticipo del sentido de la historia, de su final. El envío del Espíritu Santo no
tiene como objeto una nueva revelación, sino introducir en la verdad de Cristo,
llevando así todas las cosas a su cumplimiento. Se subraya, de esta manera, tanto la
unidad del misterio como la dimensión trinitaria de la revelación.
Las realidades de la vida de Cristo cumplen un doble papel. Por una parte las palabras y
acciones pertenecen a la economía de la revelación: en ellas resplandece la gloria del
Hijo, que “conduce a plenitud la revelación”. Por otra parte tienen un valor apologético,
porque ese resplandor del ser y obrar de Cristo confirma la revelación “con testimonio
divino” (DV 4) y manifiesta su credibilidad.
La doctrina de que Jesús completa así y lleva hasta el final la revelación de Dios
(complendo perficit) no significa que Dios calle en adelante y que interrumpa desde en-
tonces su acción salvífica, su iluminación y su enseñanza. En el capítulo segundo dice
“Dei Verbum” que “Dios, que habló en otros tiempos, sigue conversando siempre con
la Esposa de su Hijo amado; así el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio
resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en la
verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo (cf. Col 3,
16)” (n. 8). Dios sigue “hablando” a los hombres precisamente en la transmisión viva
del acontecer de la revelación que en el acontecimiento de Cristo llegó a su perfección
dentro de la historia. “Y, así, la historia posterior no puede ya sobrepasar lo que
aconteció en Cristo, pero sí ha de intentar alcanzarlo paulatinamente, llevar la
humanidad al hombre que, como hombre procedente de Dios, es el hombre para todos
los otros, el espacio de toda existencia humana y el Adán definitivo” (J. RATZINGER,
“Kommentar zum I Kapitel Dei Verbum" en LThK (ZVK) II, 510).
Mientras tanto, dice “Dei Verbum”, “no hay que esperar otra revelación pública”. El
concilio usa el calificativo “pública” con el fin de no excluir la posibilidad de que Dios
pueda comunicar una revelación privada a alguien; pero, si aconteciera, esa revelación
no podría afectar a la salvación de todo el pueblo. La idea central es que con el
acontecimiento Cristo la revelación está completa. No es posible superar, corregir ni
mejorar la revelación dada en el hecho excepcional de que Dios se haga hombre. El
carácter único y excepcional de la encarnación del Verbo implica su definitividad: “bajo
el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos”
(Hech 4, 12). En el capítulo segundo, al reflexionar sobre la transmisión de la
revelación, se volverá a tratar esta idea del carácter definitivo de la revelación en
Cristo, mostrando, a su vez, que no es incompatible con el desarrollo de todas sus
riquezas.
El Concilio no quiso retomar la afirmación tradicional de que la revelación se cerró con
la muerte de los apóstoles (Decreto Lamentabili DH 3421). Lo que propiamente
delimita el tiempo de la revelación pública es la “presencia y manifestación” de Cristo
entre los hombres. Es en Cristo en quien la revelación se ha consumado. Los apóstoles
y demás testigos recogieron y transmitieron esa revelación. Transmitir la revelación es
lo mismo que transmitir a Cristo (traditio Christi), palabra última.
Una intención profunda del Concilio fue subrayar el primado de Dios y su Palabra. En el
origen de la Iglesia y de nuestra salvación está el hecho de que Dios ha dialogado con la
humanidad. Es un tema presente tanto en el proemio como en el epílogo de la
Constitución sobre la revelación.
En el epílogo de “Dei Verbum” (n. 26) vuelve a aparecer la relación de la Iglesia con la
revelación. Allí se expresa un deseo y una esperanza. El deseo es que con la lectura y
estudio de los libros sagrados se difunda la Palabra de Dios (cf. 2 Tes 3, 1), de manera
que “el tesoro de la revelación encomendado a la Iglesia vaya llenando el corazón de
los hombres”. La esperanza es que sea impulsada la vida espiritual “con la redoblada
devoción a la palabra de Dios, que dura para siempre (Is 40, 8; 1 Pe 1, 23-25)”. En este
punto se realiza también una sugerente y fructífera comparación entre el cuerpo
eucarístico de Cristo, que edifica la Iglesia como cuerpo de Cristo y la Palabra de Dios,
que también es cuerpo de Cristo y la hace crecer. Son dos mesas de las que se alimenta
la Iglesia.
En la revelación resplandece la verdad sobre Dios y sobre la salvación del hombre (cf.
DV 2); los decretos de la voluntad de Dios “que se refieren a la salvación de los
hombres” (DV 6). La revelación de Dios es, por ello, también revelación al ser humano
de su propio misterio.
Por otra parte, la densa doctrina conciliar sobre la revelación ha recibido en el periodo
postconciliar diversos desarrollos y profundizaciones por parte del Magisterio de la
Iglesia. Recogida y profundizada en el Catecismo de la Iglesia (Parte I, Sección I, cap. 2:
Dios al encuentro del hombre), ha sido expuesta nuevamente por Juan Pablo II en la
Enc. Fides et Ratio (cap. 1: la revelación de la sabiduría de Dios). Sobre la revelación ha
reflexionado en profundidad también el Sínodo de los Obispos de 2008 sobre “La
Palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia”. La Exhortación Postsinodal Verbum
Domini, de Benedicto XVI, en su primera parte (“El Dios que habla”) enriquece y
profundiza la doctrina conciliar.
Diversos teólogos han intentado explicar el papel de cada una de las personas divinas
en la revelación divina. Dios Padre es no sólo meta sino también el origen de la
revelación. Es un tema ausente de “Dei Verbum”. El Padre es origen y fuente de la que
brota la Palabra; es el revelador, que pronuncia su Palabra, nacida del Silencio. El Hijo
es la revelación, la Palabra partida del Padre, que no vuelve a Él vacía, sino que quiere
llevar consigo a toda la humanidad. El Espíritu Santo es quien hace patente y
permanente la Palabra. La revelación es el don que el Padre hace de su Hijo y del
Espíritu Santo para la vida de los hombres.
2.- Concepción dialogal de la revelación y la fe. El Concilio supuso el abandono de la
concepción instructiva de la revelación y abrió paso a una consideración personalista e
histórica. Invitó a la superación de una perspectiva meramente apologética, para dar
lugar a pensar la revelación teológicamente. Lejos de ser algo estático, la revelación es
un acontecimiento dinámico de autocomunicación divina.
c) Desarrollos posteriores
Señalamos finalmente una serie de temas que han sido desarrollados posteriormente y
que han ido enriqueciendo la teología de la revelación. Responden, en parte a
problemas nuevos que han surgido después de la promulgación de “Dei Verbum”.
5.- Otro tema desarrollado ha sido la apertura del hombre a la Palabra de Dios. En la
consideración de este tema el Concilio se atuvo al esquema pregunta-respuesta,
presentando la revelación como respuesta a los más profundos interrogantes del
hombre. La teología posterior ha puesto de relieve que la estructura misma del ser del
hombre tiene carácter de pregunta, subrayando su apertura a la revelación divina.
Mientras algunos autores se han detenido en los dinamismos “a priori” que posibilitan
cualquier experiencia particular (K. Rahner), otros teólogos han profundizado en las
diversas experiencias humanas que hacen patente esta apertura (pregunta por el
sentido, conciencia de la propia insuficiencia, deseo de inmortalidad, apertura al bien,
la verdad y la belleza, etc).
APARICIO VALLS, C., La Plenitud del Ser humano en Cristo. La revelación en la “Gaudium
et Spes”, Roma: Editrice Gregoriana, 1997.
Francisco Conesa