El Fango
El Fango
El Fango
Leonardo Castellani
Camperas, Vórtice, Buenos Aires, 2003, pp. 40 - 43
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la cubre? Toda se llena de juncos y totoras, qué parece un campo de avena.
Un lindo campo. En la paz de la tarde tranquila, el sol lo barniza y el viento
mansamente lo ondula. Arriba todo es hermosura y encanto. Las flores
blancas y moradas. Los flamencos color de rosa, que parecen también flores
grandes vivas. Los patos, las garzas moras, los tuyangos. Un pechocolorado,
que se levanta piando y vuela en círculos gozosos. Un charquito color azul
aquí y allá, donde se pinta el cielo. Y abajo de toda esa hermosura, el barro, el
barro hediondo, quién sabe los metros de barro. Así es el vicio. Así es un vicio
que vos no conocés todavía.
Pero el inglés calzaba botas y la garza estaba cerca tentándole la codicia.
¡Linda la garcita blanca, delicada y graciosa! Se encaprichó por ella el inglés,
que era tozudo. Y van y van, a ratos con dos palmos de barro, y a ratos por
casi seco, lo cual los aseguraba. Así es él: ésa es la mentira diabólica del
pantano. Así pasa también…
-¿La agarraron, tata, la garcita?
-No sé. ¿Qué importa eso? Un de repente llegaron a una mancha de cañas, y
allí pisaron en firme y miraron alrededor. Dijo el peón:
-Nos volvamos, patrón.
Y el inglés dijo:
¿Qué es aquel grupo de árboles que está allá enfrente? ¿No es el cauce del
Amores?
Se me hace que debe ser -dijo el otro.
-Hay que cruzar la famosa cañada y llegar allá -dijo Tero Rial- Queda cerca.
Cuando Tero Rial decía hay que, ya no había vuelta que darle. “¡Queda cerca!”
¿Vos no habías visto en la pampa lo que pasa, un ranchito o unos árboles que
parece que quedan cerca, y uno camina y camina y no llega nunca? Es la otra
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mentira del pantano. Allacito no más está la dicha y uno mira y desea, y corre
y corre, y nunca, nunca, llega. Y las piernas se hundían cada vez más y el
barro era más chirle y pegajoso.
-nos volvamos, patrón.
Pero el inglés maldecía y seguía adelante. Los árboles estaban allí mismo.
Procurar pisar siempre arriba en las totoras. Cuidado, plaff… Un charco
encubierto, no hay que asustarse, un remojón no más… aunque se han
mojado hasta los cartuchos de la canana, maldito sea. Ahora un rodeo, hay
allí una res muerta y una pestilencia insoportable… “Nos volvamos, patrón”.
Volverse, sí. El rostro del patrón estaba sombrío y bañado en sudor. Pero
volverse, ¿era ya posible? La noche se venía corriendo encima y era mejor
hacer un esfuerzo sobrehumano y alcanzar, aunque sea reventados, las
orillas de allá, que estaban ya mucho más cerca que las de acá. La resolución
era desesperada, pero ya no se podía discurrir otra, si es que aquellas cabezas
donde el Espanto había ya echado sus sombras tremantes y traidoras estaban
ahora para discurrir.
En efecto, la Cosa Espantosa sucedió. Cayeron en un limazal y se hundieron
hasta las caderas y cayó la noche sobre ellos. La luna con su inmenso manto
de plata reverberante y las estrellas que se miran en las aguas como en un
espejo de acero contemplaron impasibles los manoteos, los chapuzones, el
caer de lado y de bruces en el barro, el romperse de las lianas a que se
agarraban, la desesperación de los que sienten el piso ceder pulgada por
pulgada, la agonía de los cuerpos vivos engullidos por la boca babosa y fatal
de la laguna. Y oyeron gritos de horror y maldición desesperadas
-Máteme, patrón. ¿Le queda algún cartucho? Tíreme, por favor.
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Después cesaron los gritos. La cañada es mala y va poquito a poco. La cañada
es mala y traidora y enemiga de la especie humana. Nadie puede comprender
la agonía de aquella noche. De repente, en medio de la fúnebre pompa del
plenilunio, una voz de golpe empezó a cantar. Era el peón Benito. Estaba
loco. Y entonces la cañada diabólica empezó a cantar también. Cantó
perversamente, con sus millares de grillos, de sapos, de ranas, de juncos que
bisbisean, de aguas que gimen, con la voz de los millares de ventosas de
barro que engluten. Glu, glu, glu, decía la cañada. ¿No lo has visto al loco
Benito, el pobre viejo, cómo aúlla todas las noches de luna llena, sintiendo
dentro de su cerebro el horroroso canto del triunfo de la cañada? El dice que
la oyó cantar, que decía glu, glu, que se reía. Y es cierto que la oyó cantar…
¿Cómo salió, Tata?
-Salió solo. No se sabe cómo salió. Del pantano, si uno no sale solo -y es un
milagro de Dios ningún otro lo puede sacar; ni caballo ni a pie no se puede ir,
en barca no se puede ir…
-¿Y el inglés?
-¡Y nosotros que los andábamos campiando por el monte! Jamás pudimos
imaginarnos que estuviesen en la cañada, después de tantos avisos… Hasta
que oímos el tiro de la escopeta Martini del inglés, que tenía la voz poderosa,
jamás se nos ocurrió que…
-Tata, pero el inglés, ¿qué se hizo?
-Mirá, ¿ves aquella escopeta herrumbrada en un rincón? Una vez, tres o
cuatro años después, hubo una riada grande del Amores, venían por el río
camalotes boyando llenos de víboras, juncos y basura. En uno de ellos -yo lo
encontré- venía esa escopeta y al lado un cráneo partido de un balazo. El
resto del inglés, hasta los huesos se los había tragado el pantano.
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-¡Tata! -dijo el gurí apartando los ojos y estremeciéndose todo-. ¡Qué feo!
¿Por qué la guardaste?
Para mostrarla a mis hijos y decirles: todos los que se entran adrede en el
pantano de la lujuria han dicho siempre: “Hasta allí no más voy a llegar. El
barro no me llega más que hasta la rodilla”.