Prestigio - Rachel Cusk

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En

un avión, una mujer escucha a su vecino de vuelo contarle la historia de su


vida: su trabajo, su matrimonio y la horrible noche que acaba de pasar
enterrando al perro de la familia. Esta mujer es Faye, una escritora que viaja a
Europa para promocionar el libro que acaba de publicar. Ya en su destino, sus
conversaciones con la gente que se encuentra le revelan al lector las más
profundas inquietudes humanas sobre la familia, el amor, la política, el arte, o
la justicia y la injusticia. La tensión entre lo que sus interlocutores son y lo
que dicen ser se acrecienta a medida que la narración avanza.
Tras «A contraluz» y «Tránsito», «Prestigio» cierra de manera brillante un
ciclo narrativo que ha sido celebrado como una de las obras más originales y
apasionantes de nuestro tiempo. Una brillante indagación de los límites de las
convenciones narrativas con la que Rachel Cusk ha reinventado la forma de
escribir una novela hoy en día.

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Rachel Cusk

Prestigio
ePub r1.0
Titivillus 01-12-2018

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Título original: Kudos
Rachel Cusk, 2018
Traducción: Catalina Martínez Muñoz

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0

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Ella se levantó y se fue.
¿No debería haberlo hecho? ¿No haber
hecho qué?
Levantarse y marcharse.

Sí, creo que sí,
porque estaba empezando a oscurecer.

¿A qué? A oscurecer. Bueno,
aún quedaba algo
de luz del día cuando se marchó, en fin,
la suficiente para ver el camino.
Y era su última oportunidad de poder…
¿De poder?… Levantarse y marcharse.
Era la última, la definitiva,
porque después ya no habría podido
levantarse y marcharse.

STEVIE SMITH, «Ella se levantó y se fue»

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El pasajero que iba a mi lado en el avión era tan alto que no cabía en el sitio.
Se le salían los codos del reposabrazos y tenía las rodillas encajadas en el
respaldo del asiento delantero, de manera que cada vez que intentaba moverse
la persona que iba sentada delante se volvía a mirar con fastidio. Al retorcerse
para cruzar y descruzar las piernas dio un puntapié sin querer al pasajero de
su derecha.
—Perdón —se disculpó.
Se quedó un rato quieto, respirando profundamente por la nariz y con las
manos apretadas encima de las rodillas, pero no tardó en impacientarse y, al
mover las piernas de nuevo, sacudió toda la hilera de asientos de delante. Al
final le pregunté si quería cambiar de sitio, porque el mío era el del pasillo, y
aceptó a la primera, como si le hubiera ofrecido una oportunidad de negocio.
—Normalmente viajo en primera —me explicó mientras nos
levantábamos para cambiar de asiento—. Hay mucho más espacio para las
piernas.
Estiró las piernas en el pasillo y reclinó la cabeza en el respaldo con un
gesto de alivio.
—Muchas gracias —dijo.
El avión empezó a avanzar despacio por el asfalto. Mi vecino suspiró con
satisfacción y pareció que se quedaba dormido casi al instante. Una azafata
que venía por el pasillo se detuvo al encontrarse con sus piernas.
—¿Señor? —dijo—. ¿Señor?
Se despertó sobresaltado y recogió torpemente las piernas en el hueco
estrecho para dejar paso a la azafata. Por la ventanilla se veía una cola de
aviones que esperaba su turno. Mi vecino empezó a dar cabezadas y de nuevo
volvió a estirar las piernas en el pasillo. La azafata apareció enseguida.
—¿Señor? Tenemos que dejar el pasillo libre para el despegue.
El pasajero se irguió en el asiento.
—Lo siento —dijo.
La azafata se alejó y mi compañero empezó a cabecear poco a poco. La
bruma suspendida sobre el paisaje plano y gris se fundía con el cielo nublado
en bandas horizontales de variaciones tan sutiles que casi parecía el mar. Un
hombre y una mujer iban hablando en los asientos delanteros. Es muy triste,

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dijo ella, y él respondió con un gruñido. Es tristísimo, repitió la mujer. Se
oyeron pisadas fuertes en el pasillo alfombrado, y enseguida apareció la
azafata. Puso la mano en el hombro de mi vecino y lo zarandeó.
—Me temo que tengo que pedirle que aparte las piernas.
—Lo siento. Parece que no puedo aguantar despierto.
—Pues voy a tener que pedirle que lo haga.
—Es que anoche no me acosté.
—Me temo que ese no es mi problema —contestó ella—. Si bloquea el
pasillo, pone en peligro a los demás pasajeros.
Mi vecino se frotó la cara y cambió de posición. Sacó el móvil, le echó un
vistazo y volvió a guardárselo en el bolsillo. La azafata esperó unos
momentos, observándolo. Por fin decidió marcharse, convencida de que esta
vez él obedecía de verdad. Mi vecino movió la cabeza y puso un gesto de
incredulidad dirigido a un público invisible. Tenía algo más de cuarenta años,
una cara atractiva y corriente al mismo tiempo, y vestía el atuendo limpio,
bien planchado y neutro de un hombre de negocios en fin de semana. Llevaba
un reloj de plata muy grande y unos zapatos de cuero como recién estrenados.
Irradiaba una especie de masculinidad anónima y ligeramente provisional,
como un soldado de uniforme. El avión había avanzado a trompicones en la
cola y en ese momento se acercaba despacio a la pista de despegue, trazando
un arco amplio. La bruma se había convertido en lluvia y las gotas resbalaban
por el cristal de la ventanilla.
Mi vecino dirigió una mirada de agotamiento al asfalto reluciente. El
clamor de los motores cobraba cada vez más fuerza, y el avión por fin aceleró
vertiginosamente, levantó el morro para despegar y atravesó con estruendo las
capas de nubes densas y acolchadas. La retícula verde oscura de los campos,
con sus casas como bloques y sus árboles acurrucados, apareció unos
momentos entre los esporádicos jirones grises antes de que estos se cerraran
por completo. Mi vecino suspiró una vez más y pronto volvió a quedarse
dormido, con la cabeza apoyada en el pecho. Las luces de la cabina
parpadearon y un murmullo de actividad envolvió el avión. La azafata no
tardó en volver a nuestra fila, donde el pasajero dormido había vuelto a estirar
las piernas en el pasillo.
—¿Señor? —dijo—. Disculpe. ¿Señor?
Él levantó la cabeza y miró alrededor desorientado. Al ver a la azafata,
que se había parado con el carrito, retiró las piernas despacio y con esfuerzo
para dejar el paso libre.
Ella lo miró apretando los labios y levantando las cejas.

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—Gracias —dijo, sin disimular apenas su sarcasmo.
—No es culpa mía —contestó el pasajero.
La azafata se quedó un momento mirando a mi vecino con una expresión
fría en los ojos maquillados.
—Solo intento hacer mi trabajo —señaló.
—Ya lo sé. No es culpa mía que los asientos estén tan juntos —respondió
él.
Se miraron unos segundos sin decir nada.
—Eso tendrá que hablarlo con la compañía —replicó la azafata.
—Lo estoy hablando con usted.
La azafata cruzó los brazos y levantó la barbilla.
—Casi siempre viajo en business y normalmente no tengo problemas —
dijo el pasajero.
—No ofrecemos clase business en este vuelo. Pero hay muchas compañías
que sí lo hacen.
—¿Me está sugiriendo que vuele con otra empresa?
—Eso es.
—Genial. Muchas gracias.
Y soltó una carcajada amarga cuando ella ya se marchaba. Estuvo un rato
sonriendo con afectación, como quien sale por error a un escenario, y luego,
para disimular su sensación de vergüenza, se volvió hacia mí y me preguntó
el motivo de mi viaje a Europa.
Dije que era escritora y que iba a participar en un festival literario.
Adoptó al momento una expresión de interés cortés.
—Mi mujer es una gran lectora —dijo—. Pertenece a uno de esos clubs
de lectura.
Hubo un silencio.
—¿Qué tipo de cosas escribe? —me preguntó al cabo de un rato.
Dije que era difícil de explicar, y asintió con la cabeza. Empezó a darse
golpecitos con los dedos en los muslos y a marcar un ritmo deshilvanado con
los zapatos en la alfombra. Movió la cabeza a un lado y a otro y se la frotó
enérgicamente con los dedos.
—Si no hablo volveré a quedarme dormido —dijo.
Hizo este comentario con pragmatismo, como si estuviera acostumbrado a
resolver problemas a expensas de los sentimientos de los demás; pero me
volví a mirarlo y me sorprendió su gesto de súplica. Tenía el borde de los
párpados enrojecido, las córneas amarillas y el pelo de punta en la zona donde
se había frotado.

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—Por lo visto, antes de despegar reducen el nivel de oxígeno en la cabina
para adormecer a la gente —me explicó—. Así que no deberían quejarse
cuando da resultado. Tengo un amigo que pilota estas máquinas. Fue él quien
me lo contó.
Lo raro de este amigo, siguió diciendo, era que a pesar de su profesión era
un ecologista acérrimo. Tenía un coche eléctrico, diminuto, y en su casa todo
funcionaba con placas solares y molinos de viento.
—Cuando viene a cenar a nuestra casa —dijo—, se va a los contenedores
mientras los demás se emborrachan, a clasificar los envoltorios de la comida y
las botellas vacías. Y su idea de las vacaciones perfectas consiste en coger los
bártulos, subir a una montaña de Gales y pasarse dos semanas metido en una
tienda de campaña bajo la lluvia, hablando con las ovejas.
Pero el mismo hombre se ponía el uniforme a diario, subía a la cabina de
mando de una máquina de cincuenta toneladas que vomitaba humo a chorros
y pilotaba un avión lleno de borrachos que iban de vacaciones a las islas
Canarias. Costaba imaginar una ruta peor, pero su amigo llevaba años
haciéndola. Trabajaba para una línea de bajo coste que recortaba brutalmente
los gastos, y, por lo visto, los pasajeros se comportaban como animales de
zoo. Se los llevaba de color blanco y los traía de color naranja, y aunque
ganaba menos que nadie en su círculo de amigos, donaba la mitad de sus
ingresos a causas benéficas.
—El caso es que es un tipo estupendo —añadió mi vecino con perplejidad
—. Lo conozco desde hace muchos años, y casi da la impresión de que cuanto
peor se ponen las cosas mejor se vuelve él. Una vez me contó que en la cabina
de mando tienen una pantalla para vigilar lo que pasa en el avión. Me dijo que
al principio no soportaba mirarla, porque era de lo más deprimente ver la
conducta de los pasajeros. Pero al cabo de un tiempo empezó a obsesionarse
con eso. Se ha pasado cientos de horas mirando esa pantalla. Dice que es
como una especie de meditación. Aun así, yo no soportaría trabajar en ese
mundo. Lo primero que hice cuando me jubilé fue cortar en pedazos mi
tarjeta de puntos aéreos. Juré que no volvería a subirme a uno de estos
chismes.
Le dije que parecía muy joven para estar jubilado.
—Tenía una hoja de cálculo en el ordenador que se llamaba «Libertad» —
dijo, con una sonrisa sesgada—. Eran simples columnas de números que
debía ir sumando hasta alcanzar una cantidad determinada, y entonces podría
dejarlo.

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Había sido director de una compañía internacional de gestión, dijo, un
trabajo que le obligaba a estar siempre fuera de casa. No era raro para él, por
ejemplo, viajar a Asia, América del Norte y Australia en un plazo de dos
semanas. Una vez fue a una reunión a Sudáfrica y volvió directamente en
cuanto terminó el encuentro. Varias veces había calculado con su mujer el
punto medio entre dos destinos para pasar unos días de vacaciones juntos. Y,
en otra ocasión, cuando iban a fusionarse las sucursales de Asia y Australia, y
él tuvo que encargarse de supervisar el proceso, había estado tres meses sin
ver a sus hijos. Empezó a trabajar a los dieciocho años, ahora tenía cuarenta y
seis, y esperaba disponer de tiempo suficiente para pasar el resto de su vida
haciendo justamente lo contrario. Tenía una casa en Cotswolds que apenas
había podido pisar, y un garaje lleno de bicis, esquís y material deportivo casi
sin estrenar; se había pasado dos décadas sin decir poco más que hola y adiós
a su familia y sus amigos, porque siempre estaba a punto de salir de viaje y
tenía que prepararse y acostarse temprano, o porque volvía agotado. En
alguna parte había leído algo sobre un método de castigo medieval que
consistía en encarcelar al prisionero en un espacio diseñado de manera que no
pudiera estirar las extremidades en ninguna dirección, y, aunque se ponía a
sudar solo de pensarlo, eso resumía bastante bien la vida que había llevado.
Le pregunté si librarse de esa prisión había estado a la altura del título de
su hoja de cálculo.
—Es curioso que diga eso —contestó—, porque desde que dejé de
trabajar no paro de discutir con todo el mundo. Mis hijos se quejan de que
intento controlarlos, ahora que estoy todo el tiempo en casa. No han llegado a
decir que les gustaría que las cosas volvieran a ser como antes, pero sé que lo
piensan.
Le parecía increíble, por ejemplo, lo tarde que se levantaban. A lo largo
de todos esos años, cuando salía de casa antes de que amaneciera, la imagen
de sus hijos dormidos en la oscuridad le hacía sentirse útil y protector. Si
hubiera sabido lo vagos que eran, probablemente no lo habría visto de la
misma manera. A veces no se levantaban hasta la hora de comer. Había
empezado a entrar en los dormitorios para abrir las cortinas, como hacía su
padre todas las mañanas cuando él era joven, y le asombraba la hostilidad con
que reaccionaban sus hijos. Había tratado de programar sus comidas —
descubrió que todos comían a distintas horas del día— y establecer una rutina
de ejercicio, e intentaba convencerse de que la magnitud de la rebelión que
estas medidas provocaban era precisamente la prueba de su necesidad.

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—Paso mucho tiempo hablando con la asistenta —dijo—. Llega a las
ocho. Dice que lleva años lidiando con situaciones parecidas.
Me contó todo esto avergonzado, con una confianza tan natural que me di
cuenta de que hablaba para entretener y no para provocar consternación. Una
sonrisa de reproche jugueteó en sus labios, que al abrirse mostraron una hilera
de dientes blancos, fuertes y uniformes. Se había animado mientras hablaba y
había cambiado el gesto de desesperación y los ojos de loco por la máscara
del narrador brillante. Tuve la sensación de que no era la primera vez que
contaba estas cosas y de que le gustaba contarlas, como si hubiera descubierto
el poder y el placer de revivir los acontecimientos desprovistos de su aguijón.
Vi que su habilidad consistía en acercarse lo más posible a lo que parecía
verdad sin permitir que su interlocutor llegara a sentirse abrumado por las
emociones que pudiera inspirarle.
Le pregunté cómo era que había vuelto a subir a un avión, después de
aquel juramento.
Sonrió de nuevo, ligeramente avergonzado, y se pasó la mano por el pelo
castaño y fino.
—Mi hija actúa en un festival de música —dijo—. Está en la orquesta del
colegio. Toca el… oboe.
El plan era hacer el viaje con su mujer y los chicos el día anterior, pero el
perro se puso malo y tuvo que dejarles que se fueran sin él. Por ridículo que
pudiera parecer, el perro era probablemente el miembro más importante de la
familia. Añadió que se había pasado la noche en vela, cuidando de él, y
después se había ido directo al aeropuerto.
—Si le soy sincero, no debería haberme puesto al volante —murmuró,
apoyando el codo en el reposabrazos de mi asiento—. Casi no veía nada.
Pasaba por delante de esos carteles en la carretera, esos que repiten
continuamente lo mismo, y al final empecé a pensar que los habían puesto
expresamente para mí. Ya sabe cuáles digo: están en todas partes. Tardé una
eternidad en descifrar qué querían decir. Hasta pensé —dijo, con su sonrisa
avergonzada— si me estaba volviendo loco de verdad. No entendía quién los
había elegido ni por qué. Me parecía que se dirigían a mí personalmente.
Naturalmente, leo periódicos, pero estoy un poco desfasado desde que no
trabajo.
Le dije que era cierto que todos, en privado, nos hacíamos con frecuencia
la pregunta de si irnos o quedarnos, hasta el punto de que casi se podía decir
que ese era el núcleo esencial de la libre determinación. Quien no conociera la
situación política de nuestro país podía creer que lo que estaba presenciando

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no eran las intrigas de la democracia, sino la rendición definitiva de la
conciencia personal al dominio público.
—Lo curioso es que tenía la sensación de que llevaba haciéndome esa
pregunta desde que tengo memoria —dijo.
Le pregunté qué le había pasado al perro.
Al principio pareció desconcertado, como si no supiera de qué perro le
hablaba. Luego arrugó la frente, hizo un puchero y soltó un suspiro hondo.
—Es una historia un poco larga —respondió.
El perro se llamaba Pilot y era muy mayor, aunque a primera vista no lo
pareciera. Su mujer y él tenían a Pilot desde poco después de casarse. Se
compraron una casa en el campo, y les pareció el sitio perfecto para tener un
perro. Pilot era un cachorrito, pero ya entonces tenía unas zarpas enormes:
aunque sabían que esa raza podía llegar a ser muy grande, no esperaban que
Pilot alcanzara un tamaño tan descomunal. Cuando pensaban que ya no podía
seguir creciendo, el perro daba otro estirón. A veces hasta les hacía gracia lo
desproporcionadamente pequeño que parecía todo a su lado: su casa, su
coche, incluso ellos.
—Yo soy mucho más alto de lo normal —añadió—, y a veces uno se
cansa de ser más alto que los demás. Pero al lado de Pilot me sentía normal.
Como su mujer estaba entonces embarazada de su primer hijo, fue él
quien hizo de Pilot su proyecto personal: en aquella época no tenía que viajar
tanto, y pasó varios meses dedicando la mayor parte de su tiempo libre a
entrenar a Pilot, sacándolo a pasear por el monte y modelando su carácter.
Nunca lo mimaba ni le consentía nada; lo entrenaba sin descanso y le daba
muy pocas recompensas, y un día que Pilot, cuando aún era joven, se puso a
perseguir a un rebaño de ovejas, le zurró con tanta severidad y tanta
determinación que él mismo se sorprendió. Generalmente cuidaba mucho su
comportamiento cuando estaba delante de Pilot, como si el perro fuera
humano, y lo cierto es que cuando alcanzó la madurez el animal tenía una
inteligencia extraordinaria, además de un ladrido feroz y un cuerpo gigantesco
y musculoso. Trataba a la familia con una sensibilidad y una consideración
que asombraban sinceramente a los extraños, aunque ellos se habían
acostumbrado con el tiempo. Por ejemplo, el año anterior, cuando su hijo
estuvo muy enfermo de neumonía, Pilot se pasaba el día y la noche sentado a
la puerta de su dormitorio e iba a buscarlos automáticamente si el niño pedía
algo. También se sincronizaba, casi como un espejo, con los episodios de
depresión periódicos de su hija, de los que a veces solo se daban cuenta
porque Pilot se volvía taciturno y retraído. Pero cuando un desconocido

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llamaba a la puerta, Pilot se transformaba en un guardián implacable. Quienes
no lo conocían le tenían pánico, y con razón, porque no habría dudado en
matarlos si representaban una amenaza para cualquier miembro de la familia.
Cuando Pilot tenía tres o cuatro años, continuó mi vecino, fue cuando se
produjo el mayor salto en su carrera profesional y empezó a pasar largas
temporadas fuera de casa, pero tenía la sensación de que podía marcharse
tranquilo, sabiendo que su familia estaría a salvo durante su ausencia. A
veces, dijo, mientras estaba fuera, pensaba en el perro y casi se sentía más
cerca de él que de ningún otro ser humano. Por eso no podía dejarlo solo en
aquel momento de necesidad, a pesar de que su hija era la solista del concierto
y llevaba semanas ensayando. El concierto formaba parte de un festival
internacional y se esperaba mucho público: era una oportunidad magnífica.
Pero Betsy no quería perder de vista a Pilot. Le había costado una barbaridad
convencerla de que se fuera tranquila: como si no le creyera capaz de cuidar
de su propio perro.
Le pregunté qué obra iba a interpretar su hija y volvió a frotarse la cabeza.
—No lo sé exactamente —contestó—. Su madre evidentemente lo sabría.
En realidad no se había dado cuenta de que su hija tocaba tan bien el
oboe, añadió. Había empezado a dar clases a los seis o siete años, y,
francamente, siempre sonaba fatal, tanto que tuvo que pedirle que ensayara en
su habitación. El chirrido le daba dentera, sobre todo después de un viaje
largo. Cuando intentaba dormir para compensar el jet lag y oía aquel sonido
insinuante y aflautado detrás de la puerta cerrada, le sacaba de quicio. Un par
de veces se había preguntado si Betsy no lo haría para fastidiarle, aunque por
lo visto practicaba igual cuando él no estaba en casa. Alguna vez, incluso
había llegado a sugerirle que quizá fuera mejor para su salud practicar menos
y dedicar más tiempo a otras cosas, pero su opinión se topó con el mismo
desprecio que sus intentos por imponer disciplina en los horarios de la
familia. Y, sinceramente, cuando su hija le preguntaba qué creía que tenía que
hacer con su tiempo, a él solo se le ocurrían las cosas que él hacía cuando
tenía la misma edad —socializar y ver la tele— y que en cierto modo le
parecían más normales. En su opinión, casi nada en Betsy era normal. Por
ejemplo, padecía de insomnio: ¿qué porcentaje de niñas de catorce años no
pueden dormir? En vez de cenar, se ponía delante de los armarios de la cocina
y se tomaba los cereales secos, a puñados, directamente de la caja. Nunca
salía de casa y, como su madre la llevaba en coche a todas partes, rara vez
andaba. Le habían dicho que cuando él no estaba en casa era Betsy quien
sacaba a Pilot todos los días, pero como nunca lo había visto le costaba

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creerlo. Llegó un punto en que empezó a pensar si su hija se iría de casa
alguna vez o si tendrían que mantenerla eternamente, como una especie de
experimento fallido.
Luego, una noche que Betsy iba a tocar en un concierto del colegio, fue a
verla con su mujer, y se sentó en el auditorio con los demás padres,
apretujado en una silla pequeña y convencido de que se aburriría como una
ostra. Se encendieron las luces, y delante de la orquesta apareció una chica a
la que tardó un buen rato en reconocer como Betsy. Para empezar parecía
mucho mayor; pero había algo más, algo que le produjo un alivio
extraordinario: tal vez fuera que Betsy no daba la impresión de necesitarlo ni
de reprocharle los problemas de su existencia. Y, cuando por fin aceptó que
era ella, lo que sintió fue un miedo aterrador. Estaba totalmente seguro de que
Betsy iba a pasarlo mal, y se aferró a la mano de su mujer, creyendo que ella
sentía lo mismo. El director salió al escenario, vestido con unos vaqueros
negros y un polo negro, y él se predispuso de inmediato para que aquel
hombre le cayera mal. La orquesta empezó a tocar y Betsy se sumó poco
después. Se fijó en lo atenta que estaba al director y en cómo respondía a la
más leve señal que este le hiciera, asintiendo con la cabeza y llevándose el
instrumento a los labios sin parpadear. Nunca había creído a su hija capaz de
semejante hazaña de intimidad y obediencia, porque ni siquiera era capaz de
convencerla para que se sirviera los cereales en un cuenco. Solo después de
unos minutos consiguió conectar un poco más con el sonido sinuoso y mágico
de aquel instrumento: había ido a los conciertos suficientes para reconocer
que aquel oboe era fascinante, hipnótico, y por fin consiguió escuchar de
verdad. Lo que oyó le hizo soltar tal cantidad de lágrimas que la gente se
volvía a mirarlo. Después, Betsy le dijo que lo había visto llorar desde el
escenario, por lo alto que era, y que le había dado mucha vergüenza.
Le pregunté por qué creía que había llorado, y de pronto puso un gesto
muy triste con los labios y trató de ocultarlo con una mano grande.
—Sinceramente, supongo que siempre me ha preocupado que a Betsy le
pasara algo raro.
Le contesté que a la gente normalmente le resultaba más fácil pensar eso
de sus hijos que de sí misma, y me miró un momento como si considerara en
serio esta teoría, antes de negar enérgicamente con la cabeza.
Betsy era distinta de los demás desde muy pequeña, dijo, y no en el buen
sentido. Era increíblemente neurótica: cuando iban a la playa, por ejemplo, no
soportaba tocar la arena con los pies, y tenían que llevarla en brazos a todas
partes. No soportaba el sonido de ciertas palabras, y cuando alguien las decía,

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empezaba a gritar y se tapaba los oídos. La lista de cosas que no comía, y sus
correspondientes razones, era tan larga que no había forma de llevar la cuenta.
Era alérgica a todo, se ponía mala continuamente y además tenía insomnio,
como ya había dicho. A veces, su mujer y él se despertaban a media noche y
veían a su hija a los pies de la cama, como un fantasma en camisón,
mirándolos fijamente. Cuando se hizo mayor, el problema más grave de todos
era su extraordinaria sensibilidad a lo que ella llamaba «mentiras», aunque a
él le parecían las convenciones y las pautas de conversación normales entre
adultos. Betsy afirmaba que la mayoría de las cosas que decía la gente eran
falsas, hipócritas, y cuando él le preguntaba cómo podía saberlo, contestaba
que lo sabía por el sonido. Como ya había dicho, el sonido de ciertas palabras
le resultaba insoportable desde muy pequeña, pero cuando creció y empezó a
ir al colegio, el problema se agravó en lugar de atenuarse. La cambiaron a un
colegio especial, pero Betsy seguía complicando un poco las relaciones
familiares y sociales cuando se marchaba corriendo y apretándose las orejas
con las manos porque una de sus invitadas había dicho que estaba tan llena
que no podía tomar postre, o que el negocio iba disparado a pesar de la mala
situación económica. Su mujer y él se esforzaron mucho por comprender a su
hija, hasta el punto de que cuando se quedaban hablando, después de que los
niños se hubieran ido a la cama, intentaban inculcarse la sensibilidad de
Betsy, estaban muy atentos para detectar la falsedad de las frases del otro, y
terminaron por descubrir que era cierto, que buena parte de lo que uno decía
en realidad seguía un guion estereotipado y cuando uno se paraba a pensarlo
bien terminaba por reconocer que muchas veces no llegaba a expresar lo que
realmente sentía. De todos modos, Betsy los sacaba de quicio muy a menudo,
y cuando empezó a notar que su mujer estaba cada vez más callada creyó que
era por culpa de su hija, que había convertido la comunicación en un campo
de minas, y a la vista de eso era más fácil no decir nada de nada.
Quizá por eso —porque no podía hablar y, por tanto, mentir—, Betsy
sentía por Pilot una adoración tan desmedida que a veces lo desconcertaba.
No hacía mucho había ocurrido un incidente que lo llevó a cuestionarse, por
primera vez, la definición de verdad de su hija y su tiranía en cuestión
narrativa. Salió con ella a pasear a Pilot, y el perro se escapó de repente.
Estaban en los terrenos de una mansión y, al parecer, él no se dio cuenta de
que allí había ciervos y no podía dejar a Pilot suelto. Normalmente el perro
obedecía ciegamente cuando había ganado cerca, pero esa vez se comportó de
un modo completamente impropio de su carácter. Iba andando tranquilamente
con ellos y, en un segundo, desapareció.

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—No se imagina la velocidad que alcanzaba ese animal —dijo—. Era un
perro enorme y, si le daba por correr, no había forma de cogerlo.
Simplemente alargó la zancada y cambió de marcha. Antes de que nos
diéramos cuenta estaba a cincuenta metros de nosotros, y nos quedamos
parados, viendo cómo volaba por el parque. Los ciervos salieron en estampida
al verlo, aunque ya casi no tenían tiempo de escapar. Había cientos de
ciervos. No sé si habrá visto alguna vez algo parecido, pero es un espectáculo
maravilloso, por horrible que parezca. Corrían como una corriente de agua.
Los vimos derramarse por el parque, con Pilot pisándoles los talones, y a
pesar de la situación yo estaba casi hipnotizado por lo que veía. Empezaron a
girar y a volver sobre sus pasos formando un ocho enorme mientras Pilot los
perseguía, aunque en realidad daba la sensación de que los estaba guiando,
obligándolos a dibujar cierta forma que tenía en la cabeza. Siguieron así unos
cinco minutos, dando vueltas y trazando esas líneas amplias y fluidas, hasta
que pareció como si Pilot se aburriera de pronto, o decidiera que ya era hora
de terminar. Sin el menor esfuerzo, duplicó la velocidad, atravesó el cuerpo
del rebaño, escogió a uno de los cervatos y lo abatió. Una mujer que estaba
cerca de nosotros se puso a gritar y a decir que iba a denunciarnos, que se
encargaría de que alguien viniese a matar al perro, y yo estaba intentando
tranquilizarla cuando de repente oímos un ruido por detrás y vimos que Betsy
se había desmayado. Estaba tirada en la hierba, rígida y sangrando por la
cabeza, porque se había dado contra una piedra al caer. Sinceramente, creí
que estaba muerta. Pilot se había adentrado para entonces en el bosque, y la
mujer estaba tan preocupada por Betsy que se olvidó de matar al perro, me
ayudó a llevar a Betsy al coche y nos acompañó al hospital. Betsy estaba bien,
claro.
Soltó una carcajada triste y movió la cabeza.
Le pregunté qué había pasado con el perro.
—Ah, volvió esa noche —dijo—. Oí que estaba en la puerta y cuando fui
a abrir no entró; se quedó fuera, mirándome. Venía completamente sucio y
cubierto de sangre y sabía lo que se le venía encima. Lo esperaba. Pero a mí
no me gustaba pegarle —dijo con pena—. Solo he tenido que hacerlo dos o
tres veces en la vida. Los dos sabíamos que de no haber sido por eso nunca
habría llegado a ser como era. Pero Betsy se negaba a perdonarlo por lo que
había hecho. Estuvo varias semanas sin tocarlo y sin hablar con él. A mí
tampoco me hablaba. Simplemente, no era capaz de entenderlo. Le dije: Oye,
a un perro no se le educa enfadándose con él y poniéndose de mal humor. Así
solo consigues que se vuelva ladino y falso. Y sabes que si te sientes segura

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cuando yo no estoy en casa es porque tienes claro que, si alguien intentara
hacerte daño, Pilot le haría lo que le ha hecho a ese ciervo. Puede sentarse a tu
lado en el sofá, traerte lo que le pides y tumbarse a los pies de tu cama cuando
estás enferma, pero si un desconocido llama a la puerta, está dispuesto a
matarlo si es necesario. Es un animal, le dije, y necesita disciplina, mientras
que si le impones tu sensibilidad estás interfiriendo en su naturaleza.
Mi compañero se quedó un rato callado, con la barbilla alta, mirando el
pasillo gris donde la azafata seguía empujando el carrito entre el mar de
pasajeros. Se volvía a derecha e izquierda, doblando la cintura sobre las
hileras de asientos, con las comisuras de los ojos y los labios levantadas y tan
bien perfiladas que casi parecían talladas a propósito en sus facciones suaves
y ovaladas. Sus movimientos automáticos resultaban fascinantes, y me
pareció que mi vecino se quedaba adormilado observándola. Al cabo de un
rato, se le empezó a caer la cabeza, hasta que dio una cabezada tan fuerte que
se enderezó con una sacudida.
—Perdón —dijo.
Se frotó la cara enérgicamente, me dirigió una mirada rápida y luego se
quedó un rato mirando por la ventanilla y respirando hondo por la nariz, hasta
que me preguntó si ya conocía esa parte de Europa.
Le dije que había estado solo una vez, hacía años, con mi hijo. Él estaba
pasando un momento difícil y se me ocurrió que quizá le sentaría bien un
viaje. Pero en el último momento decidí llevar también a otro chico, el hijo de
una amiga mía. Mi amiga estaba enferma, iban a ingresarla en el hospital, y
pensé que era una manera de echarle una mano. Los chicos no se llevaban
demasiado bien, y, como el hijo de mi amiga necesitaba muchísima atención,
si mi hijo esperaba tenerme para él solo durante unos días, al final no fue así.
Había una exposición que yo tenía muchas ganas de ver y, una mañana, los
convencí a los dos para que vinieran conmigo al museo. Se me ocurrió que
podíamos ir andando, pero calculé mal la distancia y terminamos haciendo
varios kilómetros por una especie de carretera mientras llovía a cántaros.
Resultó que el hijo de mi amiga nunca iba a museos ni le interesaba el arte,
así que empezó a ponerse impertinente, los vigilantes le llamaron la atención
y al final le pidieron que se fuera. El caso es que terminé sentada con él en la
cafetería, empapada, mientras mi hijo veía la exposición solo. Tardó casi una
hora en salir, y cuando vino me describió todo lo que había visto. Yo no sabía
si era posible asignar un valor definitivo a la experiencia de la maternidad,
llegar a verla alguna vez en su totalidad, pero ese rato que pasamos en la
cafetería, mientras él me hablaba de la exposición, fue un momento de gracia.

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Una de las obras era una caja de madera gigantesca en la que el artista había
recreado su estudio a tamaño natural. Lo tenía todo —muebles, ropa, máquina
de escribir, montones de papeles y de libros abiertos encima de la mesa, y
tazas de café sucias—, pero había invertido el espacio de manera que el suelo
era el techo y toda la habitación estaba del revés. A mi hijo le había
impresionado especialmente aquella habitación invertida, a la que se entraba
por una puerta pequeña, y se quedó mucho tiempo allí dentro. A veces, dije,
años después, me he acordado de la descripción que me hizo ese día y me lo
he imaginado sentado en esa caja, en un mundo que contiene exactamente los
mismos elementos pero es lo contrario de lo que esperamos.
Mi vecino me estaba escuchando con una leve expresión de perplejidad.
—¿Y luego se hizo artista? —preguntó, como si esa fuera la única
explicación posible para que yo le estuviera contando esas cosas.
Le dije que en otoño empezaba la universidad. Iba a estudiar Historia del
Arte.
—Ah, muy bien —y asintió con la cabeza.
Su hijo, me contó, era muy estudioso, mucho más que Betsy. Quería ser
veterinario. Tenía la habitación llena de bichos raros: una chinchilla, una
serpiente y un par de ratas. Tenían un amigo veterinario, y el chico se pasaba
casi todos los fines de semana en su clínica. De hecho, fue él quien se dio
cuenta de que a Pilot le pasaba algo. El perro llevaba un par de semanas muy
callado y apagado. Lo achacaron a los años, pero una noche, cuando su hijo
estaba acariciando a Pilot, notó que tenía un bulto en un costado. Un par de
días después, aprovechando que su mujer estaba fuera y los niños en el
colegio, llevó a Pilot a su amigo el veterinario, sin pensar que tuviera nada
grave. Su amigo lo examinó y dijo que tenía cáncer.
Mi vecino se quedó callado y volvió a mirar por la ventanilla.
—La verdad es que no sabía que los perros pudieran tener cáncer —
continuó—. Nunca había pensado cómo moriría Pilot. Le pregunté a mi
amigo si podía operarlo y me dijo que no serviría de nada: era demasiado
tarde. Así que le dio unas pastillas para el dolor y volví con el perro a casa. En
el camino de vuelta fui todo el rato viendo a Pilot como cuando era joven y
fuerte. Pensé en todos los años que se había quedado en casa, mientras yo me
pasaba semanas fuera, y me pareció significativo que empezara a marchitarse
justo ahora que yo me había retirado. Lo que más temía era contárselo a mi
familia, porque sinceramente no estoy seguro de que no prefieran a Pilot antes
que a mí. Empecé a sentir que mi presencia en casa lo había estropeado todo.
Antes, cuando no estaba, todos parecían felices, y ahora mi mujer y yo nos

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pasamos el día discutiendo y los chicos gritando y dando portazos. Yo era la
causa de que el perro hubiera enfermado, porque hasta ese momento no había
dado muestras de tener una sola debilidad. Se lo conté de todos modos,
aunque reconozco que adorné un poco la historia para quitarle gravedad.
Habíamos decidido dejarlo en un hotel para perros mientras nos íbamos de
viaje, pero yo sabía que Pilot no lo resistiría, así que les dije que se fueran sin
mí. Todos sospechaban algo. Me hicieron prometer que les llamaría por
teléfono si Pilot empeoraba, para que pudieran volver. Incluso me llamaron
anoche desde el hotel y me hicieron jurar que no dejaría morir a Pilot
mientras ellos estaban fuera. Les dije que el perro estaba bien, que era un
simple resfriado o algo así, y que probablemente al día siguiente estaría
recuperado. —Hizo una pausa y me miró de reojo—. Ni siquiera se lo dije a
mi mujer.
Le pregunté por qué y dudó unos momentos.
—Cuando dio a luz no quiso que la acompañara —contestó—. Recuerdo
que dijo que no sería capaz de manejar el dolor conmigo en el paritorio. Tenía
que hacerlo sola. Todos querían mucho a Pilot, pero fui yo quien lo entrenó,
le enseñó a obedecer y lo convirtió en lo que era. En cierto modo era obra
mía, me sustituía cuando me iba de viaje. Creo que nadie se daba cuenta de lo
que yo sentía por Pilot, ni siquiera ellos. No soportaba la idea de que
estuvieran presentes y sus sentimientos tuvieran prioridad sobre los míos:
creo que eso es más o menos lo que mi mujer quería decir.
»Bueno —continuó—, Pilot tenía una cama grande en la cocina, donde
dormía normalmente. Lo vi allí tendido de costado, fui a buscar unos
almohadones para que estuviera lo más cómodo posible y me senté en el suelo
a su lado. Jadeaba muy deprisa y me miraba con unos ojos enormes y tristes.
Estuvimos mucho rato mirándonos. Yo le hablaba y le acariciaba la cabeza,
pero él no paraba de jadear, y a eso de medianoche empecé a preguntarme
cuánto podía durar. La verdad es que no sabía nada del proceso de la muerte
—nunca he acompañado a nadie que se estuviera muriendo— y me di cuenta
de que me estaba impacientando por momentos. No es que quisiera que todo
terminara cuanto antes por su bien. Simplemente quería que ocurriera algo.
Me he pasado la mayor parte de mi vida adulta solo, yendo o volviendo de
alguna parte. Nunca me he visto en ninguna situación sin saber cuándo
terminaría o sin tener que irme a una hora concreta, y aunque esa forma de
vida a veces era un fastidio, en cierto modo me volví adicto a eso. Al mismo
tiempo, me puse a pensar en lo que dice la gente, que hay que evitarles el
sufrimiento a los animales, y me pregunté si no debería darle un golpe o

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asfixiarlo con un almohadón, o si simplemente lo pensaba porque estaba
asustado y débil. Y tuve la extraña sensación de que Pilot habría sabido
responder a esa pregunta. Por fin, hacia las dos de la madrugada, hice crac y
llamé al veterinario. Me dijo que, si quería, vendría directamente a ponerle
una inyección. Le pregunté qué pasaría si lo dejábamos como estaba y
contestó que no lo sabía: podía ser cuestión de horas o de días, incluso de
semanas. La decisión es tuya, dijo. Entonces le pregunté si el perro se estaba
muriendo o no. Dijo que sí, que por supuesto se estaba muriendo, pero que la
muerte es un proceso misterioso y uno puede esperar o puede tomar la
decisión de terminar la espera. Y pensé en que Betsy tenía el concierto al día
siguiente, y en que yo estaría agotado, y en la cantidad de cosas que tenía que
hacer, así que le pedí que viniera. Y en quince minutos estaba en casa.
Le pregunté qué ocurrió en esos quince minutos.
—Nada —dijo—. Nada de nada. Seguí sentado con Pilot y él siguió
jadeando y mirándome con esos ojos enormes, pero yo no sentía nada en
particular, solo que estaba esperando a que alguien viniera a sacarme de
aquella situación. Me parecía que todo se había vuelto falso, pero ahora
mismo lo daría todo, literalmente todo, para volver a esa cocina y a ese
preciso momento.
»Por fin llegó el veterinario y todo pasó muy deprisa. Le cerró los ojos a
Pilot, me dio un teléfono y me dijo que llamase por la mañana para que
vinieran a llevarse el cuerpo, y se marchó. Así que me quedé en el mismo
sitio con el mismo perro, solo que ahora el perro estaba muerto. Empecé a
imaginarme qué dirían mi mujer y mis hijos si lo supieran, si pudieran verme,
y me di cuenta de que había hecho una cosa horrible, algo que ellos jamás se
habrían permitido, algo completamente cobarde, antinatural y tan irreversible
que tuve la sensación de que nunca, jamás, podría superarlo y de que nada
volvería a ser como antes. Y, en cierto modo, para negar la evidencia, decidí
enterrarlo cuanto antes. Salí al cobertizo en la oscuridad, cogí una pala, elegí
un sitio en el jardín y empecé a cavar. Y, mientras cavaba, no sabía si lo que
estaba haciendo era un acto honorable y valiente o si también era falso,
porque a la vez que cavaba me imaginaba contándoselo a la gente. Y me
imaginaba que los demás pensaban en mi fuerza física y en mi determinación,
aunque la tarea resultó mucho más dura de lo que me esperaba. Al principio
creí que no iba a ser capaz de terminarla, aunque sabía que de ninguna manera
podía darme por vencido. Veía el aspecto que tendría la escena a la luz del
día: el agujero a medio cavar en el jardín, el perro muerto y yo sentado a su
lado. El terreno era durísimo; la pala no paraba de chocar contra las rocas y el

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hoyo tenía que ser bastante grande para meter a Pilot. Un par de veces estuve
a punto de reconocer mi derrota. Pero al cabo de un rato, empecé a sentir que
eso era exactamente lo que significaba ser un hombre. Tomé conciencia de mi
rabia, y de que era la rabia la que me daba fuerzas para actuar, así que dejé
que la rabia siguiera creciendo, hasta que al final ya no me asustó lo que
pudiera decir mi familia, porque ellos no habían tenido que matar al perro y
cavar aquel agujero para enterrarlo. Últimamente, cuando discutimos por
cómo organiza las cosas mi mujer, ella siempre me dice: “Tú no estabas
aquí”. Me saca de quicio; pero en ese momento me imaginé que era yo quien
se lo decía a ella. Comprendí que tenía que estar muy enfadada para decir eso,
y de pronto me alegré de que Pilot hubiera muerto. Me alegré de verdad,
porque pensé que, al no estar él, por fin tendríamos que reconocer
sinceramente lo que sentíamos.
Hizo una pausa y puso un gesto de perplejidad.
—Terminé de cavar el agujero —añadió al cabo de un rato—, entré en
casa y envolví a Pilot en una manta. Lo levanté de la cama, pero pesaba tanto
que casi se me cayó. Habría sido más fácil arrastrarlo, pero sabía que no podía
hacer eso, porque empezaba a tener miedo del cadáver. Cuando entré en la
cocina y lo vi muerto, me dieron unas ganas tremendas de salir corriendo.
Tenía que convencerme de que seguía siendo Pilot para terminar lo que había
empezado. Al final lo cargué en el pecho, y aun así le di un golpe en la cabeza
contra el marco de la puerta al pasar por debajo. Iba hablando con él en voz
alta, pidiéndole perdón, y no sé cómo conseguí salir de casa, cruzar el jardín y
meterlo en el hoyo. Estaba empezando a amanecer. Lo coloqué con todo el
cariño y volví a casa a coger algunas cosas de su cama para enterrarlas con él.
Después rellené el agujero de tierra, la aplasté y puse unas piedras alrededor
de los bordes. Fui a hacer la maleta y a darme una ducha. Estaba hecho un
asco. Tuve que tirar la camisa a la basura. Y luego cogí el coche para ir al
aeropuerto.
Extendió las manos grandes y las examinó por los dos lados. Estaban
limpias, aunque debajo de las uñas tenía unas medias lunas de tierra oscura.
Me miró.
—Lo único que no he conseguido quitarme ha sido el barro de las uñas —
dijo.

El hotel era completamente redondo. La recepcionista me contó que


antiguamente había sido un depósito de agua, y el arquitecto había ganado

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muchos premios por la remodelación del edificio. Me ofreció un mapa de la
ciudad y lo desplegó sobre el mostrador con unos dedos finos y de uñas muy
bien pintadas.
—Estamos aquí —dijo, trazando un círculo con un bolígrafo.
Varias columnas instaladas en el vestíbulo soportaban en lo alto los
pasillos que salían desde el centro del edificio como los radios de una rueda.
Debajo de una ellas, vi a una chica que llevaba una camiseta con el logo del
festival sentada detrás de una mesa con folletos informativos. Repasó sus
papeles para darme las indicaciones necesarias. Me dijo que tenía que
participar en un acto esa tarde y creía que después me habían organizado una
entrevista con uno de los diarios nacionales. El acto se celebraría en el hotel.
A última hora de la tarde habría una fiesta en otro local de la ciudad y allí nos
ofrecerían algo de comer. El festival funcionaba con cupones para las
comidas: podía utilizar los cupones tanto en el hotel como en la fiesta. Sacó
un taco de papeles impresos, cortó varios cupones con cuidado por la línea de
puntos y me los dio después de anotar una serie de números en la lista que
tenía delante. Me dio también un folleto y un recado del director de mi
editorial, que me estaría esperando en el bar del hotel antes del acto de la
tarde.
Habían acordonado una parte del bar para celebrar una boda. Los
invitados estaban reunidos en la sala oscura y de techo bajo, con copas de
champán en la mano. Por un lado de las ventanas que abarcaban toda la pared
redonda entraba una luz fría y fuerte, y el contraste entre la luz y la oscuridad
exageraba la indumentaria y las caras de la gente. Un fotógrafo dirigía a los
asistentes por parejas o en grupos a la terraza y les hacía posar para la cámara
bajo la brisa fresca. Los novios estaban hablando y riendo en un círculo de
gente, juntos pero mirando hacia distintos lados. Tenían un gesto afectado,
casi de culpa. Me fijé en que todo el mundo era de la misma edad que la
pareja, y el hecho de que no hubiera nadie mayor o más joven me hizo pensar
que aquellos acontecimientos no estaban ligados al pasado ni al futuro y que
nadie sabía a ciencia cierta si era la libertad o la irresponsabilidad lo que los
había desatado.
En la otra zona del bar no había nadie más que un hombre menudo y
rubio, sentado en uno de los reservados con asientos de cuero, con un libro
encima de la mesa. Al verme, levantó el libro para enseñarme la cubierta.
Miró la contracubierta, luego a mí, y volvió a mirar la contra.
—¡No te pareces nada a la fotografía! —me dijo con reproche cuando ya
estaba cerca.

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Le señalé que era él quien había elegido poner en la tapa una foto de hacía
más de quince años.
—¡Porque me encanta! —dijo—. Pareces tan… inocente.
Empezó a hablarme de otra de sus autoras, que en la foto del libro
aparecía delgada y con una melena rubia y reluciente como una cascada. En
carne y hueso tenía el pelo gris, unos kilos de más y un problema de visión
que la obligaba a llevar unas gafas con cristales de culo de vaso. Cuando iba a
las presentaciones y los festivales, la diferencia era de lo más llamativa, y
alguna vez le había insinuado con delicadeza la posibilidad de sustituir la foto
por una más reciente, pero ella no quería ni hablar del tema. ¿Por qué tenía
que ser exacta su fotografía? ¿Para que la policía pudiera identificarla? Su
profesión consistía, según ella, en ofrecer una huida de la realidad. Además,
prefería ser la sílfide de la foto, con esa cascada de pelo. Una parte de ella
seguía sintiéndose como aquella mujer. Cierto grado de autoengaño, había
añadido, era un aspecto esencial del talento necesario para vivir.
—Como puedes imaginarte, es una de nuestras autoras más populares —
dijo.
Me preguntó si me gustaba el hotel y le dije que me confundía mucho que
fuera circular. Ya me había ocurrido varias veces que intentaba ir a alguna
parte y volvía al punto de partida. No me había dado cuenta hasta entonces,
dije, de cuánto de navegación tienen la creencia en el progreso y la suposición
de que lo que dejamos atrás es algo fijo. Había dado la vuelta entera a la
circunferencia buscando cosas que tenía al lado desde el principio, un error
casi imposible de evitar considerando que todas las fuentes de luz natural del
edificio estaban escondidas por tabiques sesgados, de manera que los pasillos
quedaban casi completamente a oscuras. O sea, que más que encontrar la luz
guiándote por ella, tropezabas con ella por azar y a diferentes distancias. O,
dicho de otro modo, solo cuando llegabas sabías dónde estabas. No me cabía
la menor duda de que gracias a esas metáforas había ganado el arquitecto del
hotel tantos premios, aun cuando su diseño partiera de la base de que la gente
no tenía sus propios problemas o, al menos, nada mejor que hacer con su
tiempo. Mi editor abrió mucho los ojos.
—Puestos así —dijo—, podrías decir lo mismo de las novelas.
Era un hombre de aspecto delicado, bien vestido, con americana y camisa
de rayas, el pelo rubísimo, lacio y peinado hacia atrás, unas gafas de montura
plateada y olor a plancha y a colonia. Su delgadez le hacía parecer más joven
de lo que era. Tenía la piel muy clara —la carne que asomaba por los puños y
el cuello de la camisa era tan blanca y lisa que parecía casi de plástico— y

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una boca de labios sonrosados, pequeña y suave como la de un niño. Ocupaba
el puesto de director en la empresa desde hacía dieciocho meses, me dijo.
Antes de eso trabajaba en el departamento de marketing. Hubo quienes se
sorprendieron de que una de las editoriales más famosas y respetadas del país
se pusiera en manos de un comercial de treinta y cinco años, pero en ese plazo
tan breve la empresa había pasado de estar al borde de la insolvencia a tener
los mayores beneficios anuales de su larga historia, y los críticos se habían
ido callando uno tras otro.
Hablaba con una leve sonrisa, y sus ojos azules y claros resplandecían
detrás de los cristales de las gafas con el tímido resplandor de la luz en el
agua.
—Por ejemplo —dijo—, hace un año no habría podido dar el visto bueno
a la inversión que hemos hecho en una obra como esta. —Levantó el libro con
mi foto, no sé si como acusación o como triunfo—. Lo triste es que, en el
mismo periodo, incluso algunos de nuestros escritores más ilustres han visto
rechazados sus manuscritos por primera vez en décadas. Se han quejado
mucho —dijo, sonriendo—, han aullado como animales en apuros. Algunos
no entendían que se cuestionara lo que ellos consideran su derecho a ver
publicado año tras año lo que quieran escribir, tanto si otros tienen ganas de
leerlo como si no. Por desgracia —dijo, tocándose ligeramente la fina
montura de acero de las gafas—, unos cuantos han llegado a perder la cortesía
y el control.
Le pregunté qué razón, aparte de la de deshacerse de las novelas que no
resultaban rentables, explicaba que la editorial hubiera recuperado la
solvencia, y agrandó la sonrisa.
—Nuestro mayor éxito ha sido el Sudoku —dijo—. La verdad es que
hasta yo me he vuelto adicto. Naturalmente pusieron el grito en el cielo
porque nos ensuciáramos las manos de esa manera. Pero vi que el revuelo se
tranquilizaba enseguida, cuando los autores menos populares se dieron cuenta
de que gracias a eso podrían volver a publicar.
Lo que buscaban todos los editores, siguió diciendo, el santo grial de la
escena literaria moderna, por así decir, eran escritores capaces de funcionar
bien en el mercado sin perder la conexión con los valores de la literatura. En
otras palabras, que escribieran libros que la gente disfrutara de verdad sin
avergonzarse en absoluto cuando alguien les veía leyéndolos. Había
conseguido reunir un buen equipo de estos escritores, y aparte del Sudoku y
de los libros de intriga, eran ellos los artífices del cambio de fortuna de la
empresa.

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Le dije que me sorprendía la observación de que la conservación de los
valores literarios —en cualquier sentido nominal— fuera un factor para
alcanzar el éxito popular. En Inglaterra, señalé, a la gente le gustaba vivir en
casas antiguas, aunque reformadas con todas las comodidades modernas, y
eso me llevaba a preguntarme si quizá podía aplicarse el mismo principio a
las novelas, y en caso afirmativo, si no sería un indicio de embrutecimiento o
de pérdida del instinto de belleza. Sus blancas y agradables facciones
cobraron una expresión de placer, y levantó un dedo en el aire.
—¡A la gente le gusta la combustión! —exclamó.
En realidad, añadió, la historia del capitalismo se podía ver como una
historia de combustión, y no se refería únicamente a quemar sustancias que
llevan millones de años enterradas en la tierra, sino también el conocimiento,
las ideas, la cultura y, por supuesto, la belleza: en resumidas cuentas, todo lo
que ha tardado mucho tiempo en desarrollarse y crecer.
—Incluso puede ser que estemos quemando el propio tiempo —dijo—.
Piensa, por ejemplo, en Jane Austen: he visto cómo en unos pocos años se
han esquilmado las novelas de esa solterona muerta hace tanto tiempo, cómo
se iban quemando una tras otra, convirtiéndolas en secuelas, películas y libros
de autoayuda, incluso creo que hicieron un reality en televisión. A pesar de
que llevó una vida anodina, hasta la propia autora terminó ardiendo en la pira
de las biografías populares. Lo que puede parecer conservación, en realidad es
el afán de consumir hasta la última gota de la esencia. La señorita Austen ha
hecho una buena hoguera, aunque en el caso de mis autores de éxito el
combustible es el propio concepto de la literatura.
El ideal de la literatura, añadió, despertaba un ansia generalizada, como el
mundo perdido de la infancia, cuya autoridad y realidad tendían a parecer
mucho más importantes que el momento actual. Aunque para la mayoría de la
gente sería insoportable, además de imposible, regresar un solo día a esa
realidad: a pesar de nuestra nostalgia de la historia y del pasado, enseguida
nos sentiríamos incapaces de vivir allí, por incomodidad, porque la
motivación que define la vida moderna, conscientemente o no, es la búsqueda
de la libertad y la huida de todo tipo de restricciones o dificultades.
—¿Qué es la historia sino memoria sin dolor? —se preguntó, con una
sonrisa encantadora, entrelazando sobre la mesa las manos menudas y blancas
—. La gente que quiere revivir esas dificultades ahora va al gimnasio.
Y, de un modo parecido, continuó, experimentar los matices de la
literatura sin hacer el esfuerzo que supone leer, pongamos por caso a Robert
Musil, era para mucha gente un ejercicio muy agradable. Por ejemplo, en su

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época de adolescente había leído mucha poesía, principalmente la poesía de
T. S. Eliot, pero si hoy tuviera que coger los Cuatro cuartetos, estaba seguro
de que le resultaría muy difícil, no solo por la visión pesimista que Eliot tenía
de la vida, sino también porque se vería obligado a regresar al mundo en el
que había leído esos poemas por primera vez, a su realidad sin adornos. Claro
que no todo el mundo pasaba los años de su adolescencia leyendo a Eliot,
dijo, pero no era posible pasar por el sistema educativo sin lidiar con algún
texto anticuado; por eso para la mayoría de la gente el acto de leer
simbolizaba inteligencia, quizá porque en aquellos años de formación no
habían disfrutado o comprendido los libros que leyeron por obligación. La
lectura incluso tenía connotaciones de virtud y superioridad moral, hasta el
punto de que los padres se preocupaban si sus hijos no leían, aunque
posiblemente ellos en su día odiaban la asignatura de literatura. En realidad,
como ya había dicho, incluso podía ser el sufrimiento vivido por culpa de
esos textos literarios lo que dejaba en todo el mundo ese poso de respeto por
los libros; en cuyo caso deberíamos creer a los psicoanalistas cuando dicen
que inconscientemente nos atrae repetir las experiencias dolorosas. Y así, un
producto cultural que reproduce esa atracción ambigua, a la vez que no
presenta exigencias ni nos causa dolor, está destinado a triunfar. La explosión
de clubs del libro, grupos de lectura y páginas web repletas de reseñas de los
lectores no daba muestras de agotarse, porque las llamas las alimentaba sin
pausa una especie de esnobismo invertido que sus autores de mayor éxito
habían comprendido perfectamente.
—Más que nada —dijo—, a la gente le molesta que le hagan sentirse
idiota, y quien despierte esos sentimientos sabe a lo que se expone. A mí, por
ejemplo, me gusta jugar al tenis, y sé que si juego con alguien que juega un
poco mejor que yo mi juego mejorará. Pero si mi compañero me supera
demasiado, entonces se convierte en mi torturador y me destroza el partido.
A veces, dijo, se entretenía rastreando en los rincones más profundos de la
web, donde los lectores daban su opinión de los libros que compraban como
si valorasen la eficacia de un detergente. Lo que había aprendido estudiando
esas opiniones era que el respeto por la literatura está grabado muy dentro de
la piel, y también que la gente tiende muy fácilmente al insulto. Tenía su
gracia, en cierto modo, ver que Dante recibía una sola estrella, de cinco, por
su Divina Comedia, que se describía como una «mierda absoluta», mientras
que una persona sensible lo encontraba angustioso en la misma medida; pero
luego recordabas que Dante —como la mayoría de los grandes escritores—
había extraído su visión del más profundo conocimiento de la naturaleza

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humana y sabía arreglárselas sin ayuda de nadie. Era una posición de
debilidad, en su opinión, considerar la literatura como algo frágil y necesitado
de defensa, como hacían muchos de sus colegas y sus contemporáneos. Y, por
la misma razón, él no daba demasiado valor a sus supuestos beneficios
morales, más allá de esa capacidad de mejorar el juego, como ya había dicho,
de quienes fueran ligeramente inferiores.
Se reclinó en el asiento y me miró con una agradable sonrisa.
Le dije que sus comentarios me parecían un poco cínicos, y que me
sorprendía además su indiferencia hacia el concepto de justicia, cuyos
misterios, por opacos que siguieran siendo para nosotros, a mí siempre me
había parecido razonable temer. De hecho, su propia opacidad, dije, era en sí
misma motivo de terror, porque si el mundo parecía lleno de gente malvada
que no sufría ninguna represalia por sus actos, y de gente virtuosa que no
recibía ninguna recompensa, la tentación de abandonar la moral personal
podía presentarse justo cuando la moral personal era más necesaria. Dicho de
otro modo, había que hacer honor a la justicia en sí misma, y a mi modo de
ver, tanto si creía que Dante era capaz de arreglárselas sin ayuda de nadie
como si no, él tenía, a mi juicio, la obligación de defenderlo siempre que se
presentara la ocasión.
Mientras le decía esto, noté que apartaba furtivamente los ojos de mí para
mirar a alguien por encima de mi hombro, y, al volver la cabeza, vi a una
mujer parada en la puerta del bar, mirando alrededor con desconcierto y con
una mano encima de los ojos, como el viajero que escudriña un horizonte
desconocido.
—¡Ah! —dijo—. Ahí está Linda.
Le hizo una señal con la mano, a la que ella contestó con un respingo de
alivio, como si le hubiera costado mucho encontrarnos, a pesar de que no
había nadie más en el bar.
—Me he ido al sótano por error —dijo, cuando llegó a la mesa—. Es un
garaje lleno de coches aparcados en fila. Ha sido horrible.
Mi editor se echó a reír.
—No me ha hecho ninguna gracia —dijo Linda—. Me ha parecido que
estaba dentro de los intestinos de algo. Que el edificio me estaba digiriendo.
—Acabamos de publicar la primera novela de Linda —me dijo mi editor
—. Por ahora las reseñas están siendo muy elogiosas.
Linda era una mujer alta, entrada en carnes y de piernas gruesas, que
parecía aún más alta por las glamurosas sandalias de tacón, de cintas
minuciosamente entrecruzadas, incongruentes con su vestido negro en forma

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de tienda de campaña y con su apariencia en conjunto torpe. El pelo
despeinado le caía por debajo de los hombros en mechones de aspecto seco, y
tenía la piel pálida de quien rara vez sale de casa. Tenía la cara redonda, poco
definida y con una expresión ligeramente sobresaltada, y observaba
boquiabierta de asombro a través de unas gafas de montura roja la fiesta que
se celebraba al otro lado del bar.
—¿Qué es eso? —preguntó—. ¿Están rodando una película?
El editor le explicó que el hotel era un sitio muy solicitado para celebrar
bodas.
—Ah —dijo Linda—. Me ha parecido que era una broma o algo así.
Se desplomó en el asiento, abanicándose la cara con una mano y tirando
del cuello del vestido negro con la otra.
—Estábamos hablando de Dante —le dijo el editor con amabilidad.
Linda lo miró fijamente.
—¿Teníamos que haber estudiado eso para hoy? —preguntó.
Y él soltó una carcajada.
—Vosotras sois el único tema del día —contestó—. La gente ha pagado
para escucharos.
Y nos explicó los detalles del acto en el que íbamos a participar. Nos
presentaría y después habría unos minutos de conversación: nos haría dos o
tres preguntas a cada una antes de empezar las lecturas.
—Pero tú ya sabes las respuestas, ¿verdad? —dijo Linda.
Él dijo que era un mero formalismo, para que todo el mundo se relajara.
—Para romper el hielo —asintió Linda—. Estoy familiarizada con ese
concepto. Aunque me gusta que las cosas tengan un poco de hielo —añadió
—, lo prefiero.
Habló de una lectura que había hecho en Nueva York con un novelista
famoso. Acordaron de antemano cómo sería la lectura, pero cuando salieron
al escenario el novelista anunció al público que en lugar de leer iban a cantar.
Al público le entusiasmó la idea y el novelista se levantó y empezó a cantar.
El editor se rio a carcajadas y aplaudió tanto que Linda se asustó.
—¿Qué cantó? —preguntó.
—No sé —dijo Linda—. Una canción popular irlandesa.
—Y tú, ¿qué cantaste?
—Fue lo peor que me ha pasado en la vida —contestó Linda.
El editor sonrió y movió la cabeza.
—Genial —dijo.

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Otra vez había hecho una lectura con una poeta, continuó Linda. La poeta
era una especie de figura de culto y la sala estaba abarrotada. El novio de la
poeta participaba siempre en sus intervenciones públicas, y mientras ella leía
se sentaba en las rodillas de la gente o les hacía carantoñas. En aquella
ocasión había llevado un rollo de cuerda enorme, y fue gateando entre los
asientos, pasando la cuerda alrededor de los tobillos del público, de manera
que al final todo el mundo estaba atado.
El editor volvió a soltar otra carcajada.
—Tienes que leer la novela de Linda —me dijo—. Es muy divertida.
Linda lo miró con socarronería pero sin sonreír.
—Esa era la intención —dijo.
—¡Y precisamente por eso a la gente de aquí le encanta! —contestó él—.
Les confirma lo absurda que es la vida sin hacerles sentir que ellos también
son absurdos. En tus historias, tú eres siempre la… ¿Cuál es la palabra?
—El blanco de las bromas —contestó Linda con cansancio—. ¿No hace
calor aquí? Me estoy asfixiando. Debe de ser la menopausia —dijo. Y,
dibujando unas comillas en el aire con los dedos, añadió—: El hielo se derrite
cuando una escritora se sobrecalienta.
Esta vez, en lugar de reírse, el editor simplemente la miró con neutralidad
y sin parpadear.
—Llevo tanto tiempo de gira que estoy empezando a pasar por todas las
etapas del envejecimiento —me dijo Linda—. Me duele la cara de tanto
sonreír. He comido tantas cosas raras que ahora ya solo quepo dentro de este
vestido. Me lo he puesto tantas veces que se ha convertido como en mi
apartamento.
Le pregunté dónde había estado y me dijo que en Francia, España y el
Reino Unido, y antes de eso había pasado dos semanas en Italia, en un retiro
para escritores. El retiro se hacía en un castillo construido encima de un cerro,
en mitad de la nada. Había mucho movimiento en el castillo, para ser un sitio
que promocionaba la contemplación solitaria. La dueña era una condesa a la
que le gustaba gastarse el dinero de su difunto marido rodeándose de
escritores y artistas. Por la noche tenían que sentarse a la mesa con ella y
ofrecerle conversaciones estimulantes. La condesa seleccionaba e invitaba
personalmente a los escritores: la mayoría eran hombres jóvenes. De hecho,
solo había otra escritora aparte de Linda.
—Yo estoy gorda y tengo cuarenta años —dijo Linda—. Y la otra era
lesbiana, así que ya os podéis imaginar.

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Uno de los escritores, un joven poeta negro, se escapó el segundo día. La
condesa estaba especialmente orgullosa de haberlo captado: presumía de él
con todo el que quisiera escucharla. Cuando el joven le comunicó su intención
de marcharse, se puso como loca: por un lado le suplicaba y por otro le exigía
una explicación, pero el poeta no se dejó conmover por su angustia. Dijo que
no era un sitio para él. No se sentía cómodo y no podría trabajar. Recogió sus
cosas y se fue andando hasta el pueblo, a cinco kilómetros, para coger un
autobús, porque la condesa se negó a pedir un taxi. Se pasó las dos semanas
siguientes destrozando fríamente al poeta y su obra ante todo el que estuviera
dispuesto a escucharla. Linda lo vio alejarse por la carretera sinuosa desde la
ventana de su dormitorio. Caminaba con paso ligero y saltarín, con su
mochila al hombro. Ella tenía muchas ganas de hacer lo mismo, aunque a la
vez sabía que era imposible. Por lo visto llevaba una maleta enorme. Además,
no estaba segura de poder andar cinco kilómetros con aquellas sandalias. Así
que se sentó en su habitación llena de antigüedades, con unas vistas preciosas
del valle, y cada vez que miraba el reloj con la sensación de que había pasado
una hora comprobaba que apenas habían pasado diez minutos.
—No era capaz de escribir ni una palabra —dijo—. Ni siquiera era capaz
de leer. Había un teléfono antiguo encima del escritorio, y me pasaba todo el
rato queriendo llamar a alguien para que viniera a rescatarme. Un día, por fin
lo descolgué y resultó que estaba desconectado: era un simple adorno.
Al editor se le escapó una risita aguda y breve.
—¿Y por qué tenían que rescatarte? —preguntó—. Estás en un castillo, en
la preciosa campiña italiana, en una habitación para ti sola, sin que nadie te
moleste y completamente libre para trabajar. ¡Para la mayoría de la gente eso
es un sueño!
—No lo sé —contestó Linda con voz apagada—. Supongo que eso
significa que me pasa algo.
Su habitación del castillo estaba llena de cuadros, de libros exquisitos
encuadernados en piel y de alfombras caras, siguió diciendo, y la ropa de
cama era de lujo. Hasta el último detalle denotaba un gusto perfecto y todo
estaba impecablemente limpio, abrillantado y perfumado. No tardó mucho en
caer en la cuenta de que el único defecto era ella.
—Nuestro apartamento entero cabía en aquella habitación —dijo—.
Había un ropero de madera enorme, y no paraba de abrirlo, pensando que mi
marido podía estar allí dentro, espiándome por el ojo de la cerradura.
Supongo que en cierto modo quería encontrarlo.

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Había una terraza con una piscina preciosa, justo debajo de su ventana,
pero nunca veía a nadie nadando. La piscina estaba rodeada de hamacas, y
cuando alguien se tumbaba en una, automáticamente venía un criado a
ofrecerle una bebida en una bandeja. Había presenciado varias veces el
procedimiento, aunque no lo había probado personalmente.
—¿Por qué no? —le preguntó el editor, que estaba de lo más entretenido.
—Si me hubiera tendido en la hamaca y el criado no hubiera venido,
habría sido horrible.
La condesa aparecía todas las mañanas con una túnica dorada y se
tumbaba al sol en una de las hamacas, entre las flores. Se abría la túnica,
exponiendo el cuerpo moreno y flaco, y se quedaba allí quieta como un
lagarto. Poco después, aparecía alguno de los escritores, como por casualidad.
Quienquiera que fuese se quedaba hablando con la condesa, a veces mucho
rato. Linda oía sus voces y sus risas desde su habitación. Los escritores,
siguió diciendo, se burlaban de la condesa a sus espaldas, aunque con
comentarios ingeniosos y discretos que no pudieran utilizarse luego como
pruebas contra ellos. Linda no sabía si la adoraban o la aborrecían, hasta que
vio que no se trataba de ninguna de las dos cosas. No adoraban ni aborrecían
nada, o al menos no lo dejaban ver; simplemente tenían la costumbre de no
enseñar nunca sus cartas.
La condesa apenas probaba bocado en las comidas. Luego encendía un
cigarrillo, se lo fumaba muy despacio y apagaba la colilla en el plato. A la
hora de la cena se ponía vestidos ceñidos y escotados, y siempre iba cubierta
de oro, diamantes y perlas. Llevaba joyas en los brazos, en los dedos, en el
cuello y en las orejas, tantas que parecía un punto de luz en la penumbra del
comedor. Es decir, que era imposible no fijarse en ella: observaba a los
comensales, embelesada, con unos ojos brillantes y parecidos a los de un
halcón, y acechaba la conversación como el depredador que vigila su
territorio de caza. Como todos eran conscientes de su presencia, todos se
esforzaban por hacer comentarios interesantes e ingeniosos. Pero como su
presencia era tan evidente, la conversación nunca era sincera: era la
conversación de quien imita la conversación de un grupo de escritores, y ella
se alimentaba de esos bocados muertos y artificiales que le dejaban
directamente a los pies, de manera que el espectáculo de su satisfacción
también era artificial. Todo el mundo ponía el mayor empeño en esta farsa, y
era muy raro, porque Linda no veía que la cosa beneficiara a nadie. La
condesa, añadió, llevaba un moño altísimo que daba a su cuello un aspecto de
extrema fragilidad. Parecía facilísimo alargar la mano y partírselo en dos.

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El editor respondió a esta observación con una risotada de alarma, y Linda
lo miró con gesto inexpresivo.
—No llegué a partírselo —dijo.
Aquellas comidas eran una tortura, resumió, no solo por su ambiente de
mutua prostitución, tal como ahora lo veía, sino también porque estaba tan
tensa que se le hacía un nudo en el estómago y no podía comer nada. De
hecho, es posible que comiera incluso menos que su anfitriona, y una noche,
la condesa se volvió hacia ella, con los ojos centelleantes de asombro, y le
dijo que le sorprendía que fuera tan grande, con lo poco que comía.
—Pensé que le molestaba —dijo—, porque la doncella se llevaba mi plato
lleno de comida desperdiciada, pero en realidad fue la única vez que demostró
un mínimo interés por mí, como si su idea de la amistad con otra mujer
consistiera en compartir momentos de tortura. Y lo cierto es que cada vez que
la doncella venía a despejar la mesa o a traer otro plato, me daban ganas de
levantarme para ayudarla.
En casa, normalmente evitaba las tareas domésticas, siguió diciendo,
porque le hacían sentirse tan insignificante que pensaba que después sería
incapaz de escribir nada. Lo achacaba a que le hacían sentirse como una
mujer normal y corriente, y ella casi nunca pensaba que era una mujer,
incluso puede que ni siquiera creyera serlo, porque en casa no hablaban de ese
tema. Dijo que su marido se ocupaba de casi todas las tareas domésticas, que
le gustaban y no le producían el mismo efecto que a ella.
—Pero en Italia empecé a tener la sensación de que esas tareas me
permitirían justificar mi existencia —dijo—. Hasta empecé a echar de menos
a mi marido. No paraba de pensar en él y en lo mucho que lo critico siempre,
y cada vez me costaba más recordar por qué lo criticaba, porque cuanto más
pensaba en él más perfecto me parecía. Empecé a pensar también en nuestra
hija, en lo guapa e inocente que es, y me era imposible entender por qué a
veces, cuando estaba con ella, me sentía como atrapada en una habitación con
un enjambre de abejas. Siempre había fantaseado con la idea de irme a un
retiro de escritores y pasarme las noches hablando con otros escritores, en
lugar de quedarme en casa discutiendo con mi marido y con mi hija por
tonterías. Y ahora que estaba en uno lo único que quería era estar en mi casa,
aunque antes de irme había estado contando los días que faltaban para el
viaje. Una noche los llamé por teléfono, y mi marido pareció un poco
sorprendido al ver que era yo. Hablamos un rato, y después nos quedamos
callados, hasta que él me preguntó qué necesitaba.
—¡Qué romántico! —exclamó el editor con una carcajada.

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—Entonces le pregunté qué tal iban las cosas por allí —continuó Linda—.
Y me contestó que divinamente. Tiene la costumbre de utilizar esas palabras
tan cursis —añadió—. Es un poco cargante.
—Eso significa que el hombre al que echabas de menos no era él —señaló
el editor, satisfecho de su deducción.
—Supongo que no —dijo Linda—. Eso me hizo despertar. De pronto vi
nuestra casa como si la tuviera delante. Estábamos hablando por teléfono y vi
la mancha que ha quedado en la alfombra del pasillo desde un día que goteó
una bolsa de basura, y las puertas de los armarios de la cocina, descolgadas, y
la grieta del lavabo del baño, con la forma exacta de Nicaragua. Hasta noté el
olor a tubería, que nunca se va. Y a partir de entonces las cosas mejoraron —
dijo, cruzándose de brazos y mirando al grupo de la boda, en la otra punta del
bar—. Me lo pasé muy bien. Repetía pasta todas las noches. Valía la pena ver
la cara que ponía la condesa. Y reconozco que algunos de los escritores
resultaron muy estimulantes, tal como se anunciaba.
Aun así, cuando terminaron las dos semanas llegó a la conclusión de que
era posible cansarse de lo bueno. Había un novelista que desde allí se iba a
otra residencia de escritores, a Francia, y luego a otra, a Suecia: por lo visto
toda su vida consistía en sinecuras y compromisos literarios, como si solo se
alimentara de postres. No estaba segura de que eso fuera sano. Pero una noche
estuvo hablando con otro escritor que le contó que todos los días, cuando se
sentaba a escribir, pensaba en un objeto que no significara nada para él, y ese
día trataba de incluir dicho objeto en alguna parte del trabajo. Ella le pidió
que le pusiera algún ejemplo, y él le dijo que los últimos días había elegido un
cortacésped, un reloj de pulsera elegante, un chelo y un loro en una jaula. El
chelo era lo único que no había funcionado, porque al elegirlo no se acordó de
que su madre había intentado que aprendiera a tocarlo cuando era pequeño. A
su madre le encantaba el sonido del chelo, pero a él se le daba fatal. Los
gemidos que salían de su instrumento no eran en absoluto lo que su madre
tenía en mente, y al final tuvo que darse por vencido.
—Así que —dijo Linda—, empezó a escribir la historia de un niño que es
un genio del chelo, pero es tan exagerada y tan increíble que tiene que dejarlo.
Según me dijo, esos objetos le ayudaban a ver las cosas tal como son. Le
contesté que haría la prueba, porque no había escrito una sola línea desde que
estaba allí, y le pedí que me propusiera algo para empezar. Me sugirió un
hámster: esa cosita peluda que vive en una jaula.
Era verdad que un hámster no significaba nada para ella, dijo, porque en
su edificio estaban prohibidas las mascotas, y enseguida vio que este roedor le

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ofrecía la palanca necesaria para describir el triángulo humano de su familia.
Ya había intentado escribir sobre la dinámica familiar en otras ocasiones, pero
por más fresca que sacara la idea del congelador de su corazón, siempre
terminaba hecha papilla en sus manos. Ahora se daba cuenta de que el
problema estaba en que había tratado de describir a su marido con materiales
—sus propios sentimientos— que solo ella era capaz de ver. La presencia del
hámster lo cambiaba todo. Podía describir a su marido y a su hija mimando al
ratoncito, mientras que a ella le ponía los nervios de punta verlo encarcelado,
y contar cómo el animal fortalecía los vínculos entre su marido y su hija a la
vez que ella se sentía excluida. ¿Qué clase de amor era aquel que necesitaba
domesticar y encarcelar al objeto amado? Y, si era amor lo que allí se ofrecía,
¿por qué ella no recibía siquiera un poco? Se le ocurrió que, como su hija
había encontrado un buen compañero en el hámster, su marido tal vez pudiera
aprovechar la oportunidad para darle la vuelta a la situación, dirigiendo la
atención a su mujer, pero sucedía justamente lo contrario: el padre se separaba
de su hija menos que nunca. Cada vez que la veía acercarse a la jaula, se
levantaba de un salto para acompañarla, hasta que Linda empezaba a
preguntarse si era posible que él tuviera celos del hámster y únicamente fingía
quererlo para seguir reteniendo a su hija. Luego se preguntó si en su fuero
interno él querría matarlo, pero como entretanto Linda se dio cuenta de que la
posibilidad de que él volviera a interesarse por ella le producía en el mejor de
los casos sentimientos contradictorios, le pareció importante que el hámster
siguiera vivo. A veces le daba pena el ratón, que era la víctima involuntaria
del narcisismo mutuo de las relaciones humanas: había oído decir que si
ponías a dos hámsteres juntos en la misma jaula terminaban matándose el uno
al otro y por eso estaban condenados a vivir solos. Se pasaba la noche en vela,
oyendo el chirrido de una rueda que giraba frenéticamente. En una versión del
relato, su hija llegaba a querer tanto al hámster que decidía liberarlo. Pero en
la versión final era la propia Linda quien lo dejaba en libertad: abría la jaula y
lo echaba de casa mientras su hija estaba en el colegio. Peor aún, dejaba que
su hija creyera que había sido ella quien se había dejado la puerta abierta por
descuido esa mañana y por tanto quien tenía la culpa.
—Es un buen cuento —afirmó—. Mi agente acaba de vendérselo al New
Yorker.
De todos modos, no estaba segura de que hubiera ganado nada con ese
viaje, aparte de unos kilos por comer tanta pasta. Se le ocurrió que al poner
fin a la sensación de estar desamarrada y a la deriva, después de hacer esa
llamada a su marido, quizá hubiera perdido la oportunidad de comprender

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algo importante. Había leído una novela de Herman Hesse, dijo, en la que se
describe una situación parecida.
—El personaje está sentado a la orilla de un río —dijo—, contemplando
las formas que dibujan la luz y la sombra en el agua, y las extrañas siluetas de
lo que podrían ser los peces debajo de la superficie, que tan pronto aparecen
un segundo como desaparecen, y entonces comprende que está mirando algo
que no puede describir, que nadie podría describir con el lenguaje. Y de
pronto tiene la sensación de que eso que no puede describir quizá sea la
verdadera realidad.
—Hesse está completamente pasado de moda —contestó mi editor,
haciendo un gesto despectivo con la mano—. Casi da vergüenza que lo
sorprendan a uno leyéndolo.
—Supongo que eso explica por qué todo el mundo me miraba así en el
avión —dijo Linda—. Pensé que era porque solo me había maquillado la
mitad de la cara. Cuando llegué al hotel y me miré en el espejo, vi que solo
me había maquillado un lado. Puede que la única persona que no se fijara
fuese la mujer que iba sentada a mi lado y, como no me veía la otra mitad, no
podía comparar. El caso es que ella también parecía muy rara. Me contó que
acababa de salir del hospital, después de haberse roto todos los huesos del
cuerpo. Era esquiadora, y se había caído por un precipicio en mitad de una
ventisca. Tardaron seis meses en recomponerla. Tuvieron que sujetarle el
esqueleto con varas de metal.
La mujer le contó la historia del accidente, continuó Linda. Le había
ocurrido en los Alpes austriacos, donde trabajaba como guía de esquí. Un día
salió con un grupo, a pesar de que la previsión del tiempo era mala, porque
eran unos fanáticos y estaban empeñados en hacer un descenso fuera de pista,
famoso por lo peligroso que era, aprovechando las excelentes condiciones de
la nieve en polvo, muy raras en aquella época del año. No pararon de insistir
hasta que la convencieron de que los llevara, en contra de lo que le dictaba el
sentido común, y en los seis meses que pasó en el hospital había tenido
muchas oportunidades de reflexionar hasta qué punto era responsable de lo
que le había ocurrido. Al final reconoció que, por mucho que la hubieran
presionado, no podía ocultar el hecho de que la decisión había sido
únicamente suya. La verdad es que era un milagro que nadie más hubiera
caído por el precipicio con ella, porque iban demasiado deprisa, con ganas de
bajar lo antes posible para que la ventisca no los atrapara. Recordaba que,
poco antes del accidente, había tenido una sensación de poder muy intensa, y
también de libertad, aunque sabía que la montaña podía quitarle su libertad en

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un instante. Pero, en el momento del accidente, de pronto todo le pareció
como un juego de niños, una oportunidad de escapar de la realidad, y al
precipitarse al vacío y notar que la montaña desaparecía debajo de sus pies,
durante unos segundos casi se creyó capaz de volar. Lo que ocurrió a
continuación lo había reconstruido a partir de lo que le contaron, porque no se
acordaba de nada. Según parecía, los demás no dudaron en continuar el
descenso sin ella, convencidos de que no había podido sobrevivir a la caída y
había muerto. Dos días más tarde, consiguió llegar a un refugio de montaña y
se desmayó. Nadie entendía cómo había sido capaz de andar con tantos
huesos rotos: era imposible, aunque también era innegable que lo había
hecho.
—Le pregunté cómo creía que lo había conseguido —dijo Linda—, y
contestó que sencillamente no sabía que tenía los huesos rotos. Ni siquiera
sentía dolor. Cuando dijo eso —añadió Linda—, de repente tuve la sensación
de que estaba hablando de mí.
Le pregunté qué quería decir y se quedó un buen rato callada, apoltronada
en el asiento con una expresión impasible, como si no fuera a responderme.
—Supongo que me recordó que tenía una hija —dijo por fin—. Eso te
hace sobrevivir a tu propia muerte, y después lo único que puedes hacer es
contarlo.
Era difícil de explicar, continuó, pero sus sentimientos de afinidad con
aquella mujer llena de metal por dentro parecían nacer de una experiencia que
también para ella había sido un proceso de verse hecha añicos, recomponerse
y convertirse en una versión indestructible, antinatural y posiblemente suicida
de sí misma. Como ya había dicho, después de sobrevivir a tu propia muerte,
lo único que podías hacer era contarlo, contárselo a un extraño en un avión o
a cualquiera dispuesto a escuchar. A menos que te empeñaras en buscar una
nueva manera de morir, dijo. Despeñarse por un precipicio no sonaba mal, y
había pensado en pagar para que la llevaran en avioneta, solo para ver si era
capaz de resistirse a abrir el paracaídas; al final, escribir era lo que
generalmente le permitía apartarse de ese camino. Cuando escribía no estaba
ni dentro ni fuera de su cuerpo: sencillamente, lo ignoraba.
—Es como el perro de la familia —dijo—. Puedes tratarlo como quieras.
Nunca será libre, si es que recuerda siquiera lo que es la libertad.
Nos quedamos mirando al grupo de la boda. Alguien estaba pronunciando
un discurso, y los novios lo escuchaban sonrientes. De vez en cuando, la
novia bajaba los ojos y se alisaba la pechera del vestido, y cada vez que
volvía a subirlos, su sonrisa tardaba un instante en reaparecer. Estuvimos

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mirándolos hasta que una chica con la camiseta del festival y pinta de
agobiada se acercó a la mesa con una carpeta en mano para avisarnos de que
el público nos estaba esperando. El editor se deslizó del asiento y se alisó la
pechera de la chaqueta, como un extraño reflejo de lo que acababa de hacer la
novia. Al levantarse, Linda se alzó como una torre por encima de él. Lo
seguimos en fila india. Me fijé en que Linda tenía que andar con mucho
cuidado con aquellos tacones tan altos.

Me habían dicho que la periodista me estaba esperando en los jardines del


hotel. El rugido del tráfico llegaba como el rumor del mar desde la calle. La
periodista estaba sentada en un banco, sola, entre los arriates recién plantados
y la red de senderos de grava, mirando hacia la ciudad tendida a los pies del
monte, donde el río atravesaba la zona vieja como una cinta oscura y sinuosa,
atrapado entre el laberinto de los edificios amontonados en sus orillas. Los
campanarios ennegrecidos de la catedral asomaban por encima de los tejados.
Venía directamente de la estación de tren, dijo la periodista, andando,
porque en aquella ciudad ir en coche era la forma más segura de desviarse del
objetivo. El trazado de las calles construidas después de la guerra se había
hecho, por lo visto, sin pensar en la necesidad de ir de un punto a otro. Las
gigantescas autopistas rodeaban la ciudad sin entrar en ella: para llegar a
cualquier parte había que pasar por todas partes. Las calles estaban
continuamente atascadas, aun cuando carecieran de la lógica de un destino
común, mientras que atravesar el centro de la ciudad andando era un paseo
corto y muy agradable. Se levantó para darme la mano.
—En realidad ya nos conocemos —dijo.
—Lo sé —respondí, y sus ojos grandes iluminaron un segundo sus
facciones demacradas.
—No estaba segura de que me recordara.
Habían pasado más de diez años, pero no había olvidado aquel encuentro,
dije. Me habló de su casa y de su vida de una manera que me había venido a
la cabeza muchas veces a lo largo de esos años y aún recordaba con toda
claridad. La descripción de la pequeña ciudad donde vivía —yo no había
estado nunca, aunque sabía que no estaba lejos de allí— y de su belleza había
sido muy precisa: la había evocado muchas veces, como ya le había dicho,
tantas que no entendía por qué. Quizá porque había en esa descripción una
finalidad que yo no me imaginaba capaz de alcanzar en mis propias
circunstancias. Me habló de la tranquilidad del barrio en el que vivía con su

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marido y sus hijos, de sus calles de adoquines, que eran demasiado estrechas
para los coches y por eso casi todo el mundo iba en bicicleta, y de las casas
altas y esbeltas, con los tejados empinados y sus verjas en la entrada, a la
orilla de los silenciosos canales bordeados de árboles muy grandes, con las
ramas tan extendidas que sus reflejos verdes se hundían en la quietud del agua
como montañas reflejadas. Por las ventanas se colaba el sonido de las pisadas
en los adoquines y el silbido de las bicis en su continuo ir y venir; y por
encima de todo se oía el eterno tañido de las campanas en las muchas iglesias
de la ciudad, porque no solo daban las horas, sino también los cuartos y las
medias, y así cada segmento de tiempo se convertía en una semilla de silencio
que luego florecía y llenaba el aire casi como si se dibujara a sí mismo. El
diálogo de las campanas de un lado a otro, por encima de los tejados,
continuaba de día y de noche: sus cadencias alternas de observación y
acuerdo, sus pasajes de debate y sus narraciones más largas —por ejemplo, en
maitines y en vísperas, y sobre todo los domingos, la repetición se iba
propagando de edificio en edificio hasta estallar en una jubilosa y
ensordecedora exposición—, la tranquilizaban, me había dicho, tanto como la
conversación de sus padres cuando era pequeña y oía sus voces en la
habitación de al lado, comentando, observando y señalando todo lo que
ocurría, como si hicieran inventario del mundo entero. La textura del silencio
de la ciudad, me había dicho, era algo que en realidad solo notaba cuando
estaba en otra parte, en lugares donde todo lo envolvía el murmullo del
tráfico, la música atronadora de los bares y las tiendas, y la cacofonía de las
obras interminables en un continuo derribar de edificios para volver a
levantarlos. Cuando volvía a casa, el silencio le resultaba tan refrescante
como un baño de agua fresca, y era consciente de que el tañido de las
campanas, lejos de alterar el silencio, en realidad lo defendía.
Me había impresionado esa descripción de su vida, le dije, como una vida
vivida dentro del mecanismo del tiempo, y aunque quizá no fuera una vida del
gusto de todos, al menos no parecía tener eso que empujaba las vidas de otros
a los extremos, ya fueran estos de placer o de dolor.
Levantó las cejas elegantes y ladeó la cabeza.
Esa cualidad, dije, casi podía llamarse suspense, y parecía surgir de la
creencia de que nuestras vidas estaban gobernadas por el misterio, cuando en
realidad ese misterio no era más que la extensión de nuestro engaño, la
negación de nuestra mortalidad. Me había acordado de ella con frecuencia a
lo largo de esos años, dije, desde la última vez que nos vimos, y normalmente
esos pensamientos me asaltaban cuando caía en algún extremo por la

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sospecha de que se me estaba privando de un conocimiento, de una revelación
capaz de aclararlo todo. Me había hablado de su marido y de sus dos hijos, de
la vida sencilla y ordenada que llevaban, una vida en la que había pocos
cambios y por tanto poco desperdicio, y el ver que en ciertos detalles su vida
era un espejo de la mía —y que al mismo tiempo no se parecía en nada— me
había llevado a veces a considerar mi situación de una manera muy poco
halagüeña. Había roto ese espejo, le dije, sin saber si lo hacía como un acto de
violencia o por puro error. El sufrimiento siempre me había parecido una
oportunidad, pero no estaba segura de si alguna vez llegaría a descubrir si eso
era cierto y, en caso de serlo, por qué, ya que hasta ahora no había sido capaz
de entender qué oportunidad me ofrecía. Solo sabía que el sufrimiento llevaba
aparejado una especie de honor, si eras capaz de sobrevivir, y que te permitía
establecer una relación más íntima con la verdad, al menos en apariencia,
aunque en realidad tal vez fuera idéntica a la lealtad de quedarse siempre en el
mismo sitio.
La periodista había cruzado con gracia las piernas, delgadas y huesudas, y
tenía una expresión cada vez más severa en la cara profundamente marcada
de arrugas y especialmente oscurecida en los párpados, donde la piel parecía
casi herida. Me escuchaba con la cabeza doblada sobre el cuello largo y fino
como una flor oscura.
—Reconozco —dijo por fin— que disfruté hablándole de mi vida y
dándole envidia. Me sentía orgullosa. Y recuerdo que pensé: Sí, he sido capaz
de evitar el desastre; sin embargo me parecía que, más que por buena suerte,
lo había conseguido con mucho esfuerzo y autocontrol. Pero era importante
no dar la impresión de que estaba presumiendo. En aquella época siempre
tenía la sensación de guardar un secreto —dijo—, y de que si lo contaba todo
se destruiría. Cuando miraba a mi marido veía que él ocultaba el mismo
secreto, y sabía que tampoco lo contaría nunca, porque era algo que
compartíamos, como dos actores que íntimamente saben que están actuando,
pero, si lo reconocieran abiertamente, estropearían la escena. Los actores
necesitan público, y nosotros también lo necesitábamos, porque parte del
placer residía en mostrar nuestro secreto sin contarlo.
A lo largo de los años habían visto caer a mucha gente por diferentes
obstáculos, e incluso habían intentado ayudar en esas emergencias, que les
servían para reforzar sus sentimientos de superioridad. Y, más o menos
cuando nos conocimos, siguió diciendo, tenía una buena amiga que estaba
viviendo un divorcio durísimo y pasaba mucho tiempo en su casa, porque
necesitaba apoyo y consejo. Las dos familias tenían una amistad muy

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estrecha, habían pasado muchas noches, fines de semana y vacaciones juntas,
y de pronto salía a luz una realidad totalmente distinta. Su amiga se
presentaba cada día con alguna historia de terror: que su marido había llegado
con una furgoneta y se había llevado los muebles mientras ella no estaba, o
que había dejado a los niños solos todo el fin de semana cuando le tocaba
estar con ellos; que la estaba obligando a vender la casa donde habían pasado
toda la vida y que iba contando cosas horribles de ella a todos sus amigos,
para envenenarlos y ponerlos en su contra.
—Se sentaba a la mesa, en nuestra cocina —dijo—, y nos contaba esas
historias, profundamente horrorizada y deprimida, y mi marido y yo la
escuchábamos y tratábamos de consolarla. Pero al mismo tiempo nos causaba
una especie de placer observarla, aunque nunca, jamás, lo habríamos
reconocido, porque ese placer era parte de nuestro secreto inconfesado.
»Lo cierto era —continuó— que mi marido y yo antes envidiábamos a esa
mujer y a su marido, porque su vida nos parecía superior a la nuestra en
muchos aspectos. Eran muy alegres, aventureros, y siempre estaban haciendo
viajes exóticos con sus hijos. Además, tenían muy buen gusto y su casa estaba
llena de cosas originales y bonitas, de muestras de su creatividad y su amor
por la alta cultura. Pintaban, tocaban instrumentos, leían sin parar y su manera
de comportarse en familia siempre parecía mucho más libre y divertida que la
nuestra. Únicamente cuando estábamos con ellos yo me sentía insatisfecha
con nuestra vida, nuestro carácter y el de nuestros hijos. Los envidiaba porque
parecían tener más cosas que nosotros, aunque no veía que hubieran hecho
nada para merecerlo.
En resumen, había tenido celos de esa amiga, que sin embargo se quejaba
continuamente de su suerte, de las injusticias de la maternidad y de la
indignidad de las cargas domésticas que acarreaba tener una familia. De lo
único que nunca se quejaba era de su marido, y puede que por eso él acabara
convirtiéndose en lo que la periodista más envidiaba de ella, hasta el punto de
que su propio marido casi llegó a parecerle un inepto. El marido de su amiga
era más alto y más atractivo que el suyo, extremadamente sociable y
encantador, y tenía una lista impresionante de talentos físicos e intelectuales,
ganaba en todos los juegos y siempre sabía más que nadie de cualquier tema.
Además, era muy hogareño y parecía el padre ideal, se pasaba todo el tiempo
con sus hijos, cocinando y cuidando del jardín, y los llevaba de acampada y a
navegar. Sobre todo era comprensivo con las quejas de su mujer, y siempre la
animaba a airear su indignación por las penalidades y las tiranías de la
maternidad, que él tanto se esforzaba en aligerarle.

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—Mi marido —dijo— tenía poca confianza física y, como se pasaba tanto
tiempo en el bufete, se libraba de la mayor parte de las rutinas familiares, pero
yo ponía todo mi empeño en ocultar esos defectos, que en el fondo me
llenaban de rabia y de rencor, y en vez de eso presumía sin parar de lo
importante que era y de lo mucho que trabajaba, hasta que casi conseguía
negar mis sentimientos. Solo cuando estábamos con esta otra pareja la verdad
amenazaba con salir a la luz, y a veces me preguntaba si mi marido había
adivinado alguna vez mis pensamientos, si en el fondo quizá sospechaba que
yo estaba enamorada de aquel hombre. Pero si lo mío era amor, era ese amor
que la Biblia llama codicioso, y al marido de mi amiga nada le gustaba más
que sentirse codiciado. Nunca he conocido a un hombre tan preocupado por
las apariencias, hasta el punto de que empecé a ver en él algo casi femenino, a
pesar de lo viril que era. Sentía mucha afinidad con ese hombre, sobre todo
cuando presumía de que mi marido trabajaba como un esclavo y él parecía
desempeñar entonces el papel de su mujer y hablaba de algún aspecto indigno
de su vida como mujer. En cierto modo nos reconocíamos: nos gustábamos
porque era una manera de gustarnos a nosotros mismos, aunque por supuesto
nunca lo decíamos, porque decirlo habría destrozado por completo la imagen
que dábamos de nuestras respectivas vidas. Mi amiga me contó una vez que
su madre le había dicho que no se merecía aquel marido. Y en secreto le di la
razón a su madre, aunque cuando llegó el divorcio aquellas palabras cobraron
un significado totalmente distinto.
Con cada nueva historia que oía en la mesa de la cocina, dijo la periodista,
se sorprendía más y más del carácter de aquel hombre que antes le había
parecido tan atractivo, e incluso con tantas pruebas delante le seguía costando
condenarlo. Pero luego miraba a su marido, sentado pacientemente,
escuchando a su amiga con amabilidad, aunque acabara de llegar agotado del
trabajo y ni siquiera hubiera podido quitarse el traje, y se asombraba del buen
juicio que había tenido al elegirlo. Cuantas más barbaridades contaba su
amiga de su marido, más esperaba ella que nadie se hubiera dado cuenta de
cuánto le había gustado ese hombre, y para disimular empezó a criticarlo con
mucha dureza, aunque en su fuero interno aún pensara que su amiga podía
estar exagerando. Y, al ver que su marido también se mostraba
desmedidamente crítico con él, se dio cuenta de que en realidad lo odiaba
desde siempre.
—Empezó a parecerme —dijo— que entre mi marido y yo habíamos
provocado la destrucción de esa familia, como si mi amor secreto y su odio
secreto hubieran conspirado para destruir el objeto de su desacuerdo. Todas

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las noches, cuando nuestra amiga se marchaba, nos sentábamos a hablar
tranquilamente de su situación, y era como si escribiéramos juntos un relato
en el que permitíamos que pasaran cosas que en realidad nunca habían pasado
y en el que podíamos hacer justicia, y parecía que todo salía de nuestras
cabezas, solo que también estaba ocurriendo de verdad. Desde hacía tiempo
estábamos más unidos que nunca. Fue una buena época de nuestro
matrimonio —dijo, con una sonrisa amarga—. Como si todas las cosas que
envidiábamos de esa pareja se nos hubieran concedido.
Volvió la cabeza, sin dejar de sonreír, y se quedó mirando la ciudad a los
pies del cerro, donde los coches se movían como un enjambre por las calles a
la orilla del río. La forma peculiar de su nariz, que de frente estropeaba un
poco sus bonitas facciones, vista de perfil resultaba hermosa: tenía la punta
respingona y una V profunda en la unión con la frente, como dibujada con
ciertas licencias para subrayar la relación entre destino y forma.
Le contesté que aunque su historia insinuaba que las vidas de las personas
podían regirse por las leyes de la narración literaria, y por todas las ideas de
justicia y reparación que esta defiende, en realidad era su interpretación de los
hechos lo que creaba esta ilusión. Es decir, que el divorcio de sus amigos no
tenía nada que ver con su envidia secreta y su deseo de verlos caer: era su
capacidad de contar historias —que, como ya le había dicho, me había
impresionado tantos años antes—, la que le hacía ver su intervención personal
en lo que ocurría en su entorno. Aun así, no parecía sentirse culpable por la
sospecha de que sus deseos pudieran modelar las vidas de otras personas,
incluso causarles sufrimiento. Era una idea interesante, dije, que el impulso
narrativo pudiera surgir del deseo de evitar la culpa, más que de la necesidad
—como generalmente se suponía— de dar sentido a las cosas; es decir, que
era una estrategia calculada para descargarnos de responsabilidad.
—Pero usted creyó mi historia hace años —dijo—, a pesar de que yo no
lo esperaba y probablemente solo quería aparentar que mi vida era envidiable,
para poder aceptarme a mí misma. He dedicado toda mi carrera profesional a
entrevistar a mujeres —políticas, feministas, artistas— que han hecho pública
su experiencia femenina y están dispuestas a ser honestas en todos sus
aspectos. A mí me ha correspondido dar cuenta de su honestidad, pero al
mismo tiempo soy demasiado cobarde para vivir como ellas, fiel a esos
ideales feministas y principios políticos. Me resultaba más fácil pensar que
también en mi vida había valor, el valor de la constancia. Y he llegado a
alegrarme de las dificultades con las que tropezaban esas mujeres, a la vez
que aparentaba simpatizar con ellas.

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»Cuando era pequeña —continuó—, muchas veces veía que mi hermana,
que era dos años mayor que yo, cargaba siempre con las culpas de lo que
pasaba, mientras yo lo observaba todo desde la seguridad del regazo de mi
madre, y cada vez que ella hacía algo malo o cometía un error, yo tomaba
nota de no hacer lo mismo cuando me llegara el turno. A veces, mi hermana y
mis padres tenían unas peleas tremendas, y yo me beneficiaba de la situación
por el mero hecho de no ser la causa; por eso cuando hacía mis entrevistas me
encontraba en un terreno familiar. Me beneficiaba no ser una de esas mujeres
con relevancia pública, mientras que en cierto modo las entrevistadas estaban
peleando por mi causa, igual que mi hermana había peleado por mi causa al
exigir ciertas libertades que a mí se me concedían fácilmente cuando
alcanzaba la misma edad. Me preguntaba si algún día tendría que pagar por
ese privilegio y, en ese caso, si el ajuste de cuentas podría llegarme en forma
de hijas, y cada vez que me quedaba embarazada deseaba tanto que fuera un
niño que me parecía imposible ver cumplido mi deseo. Pero así fue, las dos
veces, y mientras tanto veía a mi hermana pelear con sus hijas como siempre
la había visto pelear con todo, y sentía la satisfacción de saber que al
observarla desde tan cerca había evitado cometer los mismos errores que ella.
Quizá por eso me resultaba casi insoportable que mi hermana pudiera tener
éxito en algo. La quería, pero no toleraba el espectáculo de sus triunfos.
»La amiga de la que le he hablado —dijo— en realidad era mi hermana, y
yo tenía la sensación de que llevaba toda la vida esperando su divorcio y la
destrucción de su familia. En los años siguientes, cuando miraba a sus hijas,
casi llegaba a odiarlas, por el daño y el sufrimiento que veía en ellas, porque
esas niñas heridas me recordaban que todo había dejado de ser un juego, el
sencillo juego del que yo me beneficiaba observándolo, por así decir,
protegida en el regazo de mi madre. Mis hijos seguían llevando sus vidas
normales, llenas de seguridad y de rutina, mientras que la casa de mi hermana
estaba destrozada por problemas muy graves, problemas que ella seguía
afrontando con sinceridad, tanta que llegué a decirle que creía que estaba
haciendo daño a las niñas por no disimular un poco. Al final empecé a
sentirme reacia a exponer a mis hijos a aquella situación: me preocupaba que
pudiera afectarles presenciar esos sentimientos tan violentos, y dejé de
invitarlos a casa y a venir de vacaciones con nosotros, como había hecho
siempre.
»Fue entonces, cuando dejé de fijarme en la casa de mi hermana, cuando
las cosas empezaron a cambiar para ella. Seguíamos hablando de vez en
cuando, y la notaba más tranquila y más optimista: por primera vez me

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contaba historias de pequeños logros y avances de sus hijas. Un día salí en
bicicleta y, de repente, se puso a llover a cántaros. Para variar, no había
cogido el impermeable, y al buscar un sitio donde refugiarme me di cuenta de
que estaba cerca de casa de mi hermana. Era temprano, por la mañana, y sabía
que estaría en casa, así que fui pedaleando bajo la lluvia hasta su puerta y
llamé al timbre. Llegué completamente empapada, chorreando, con la ropa
más vieja que tenía, y no se me ocurrió que pudiera abrir la puerta otra
persona que no fuese mi hermana. Me llevé una sorpresa al ver que quien
abría era un hombre atractivo, que retrocedió inmediatamente para dejarme
entrar, se llevó mis cosas mojadas y me ofreció una toalla para secarme el
pelo. Nada más verlo supe que era la nueva pareja de mi hermana, y un
hombre mucho mejor que el marido que yo antes le envidiaba, y lo cierto es
que su aparición cambió la suerte de mi hermana y la de sus hijas. Vi que ella
era feliz por primera vez en la vida, y también que nunca habría llegado a
conocer esa felicidad sin pasar antes por todo aquel sufrimiento exactamente
tal como lo hizo. Una vez la oí decir que el carácter frío y egoísta de su
primer marido, que nadie —y ella todavía menos— había visto de verdad, era
como un cáncer invisible que llevaba años escondido en su vida, haciéndola
sentirse cada vez más incómoda sin saber por qué, hasta que el dolor la
empujó a abrirse y arrancárselo. Fue entonces cuando las duras palabras de mi
madre —que mi hermana no se merecía a su marido— cobraron otro
significado. En su día, a todos nos pareció inexplicable que mi hermana
dejara a un hombre como él, que lo empujara a actuar con una crueldad de la
que ella era claramente el catalizador y que causó a sus hijas un daño
irreparable, pero mi hermana ahora contaba una historia distinta: fue esa
crueldad incipiente lo que le hizo comprender que tenía la obligación de
salvar a sus hijas, aunque en ese momento no pudiera demostrar su existencia.
Me contó que, un día, cuando estaban hablando de la antigua RDA y el régimen
de la Stasi, que obligaba a la gente a delatarse de una manera atroz, ella
expuso la idea de que ninguno de nosotros era verdaderamente consciente de
su valentía o su cobardía, porque en estos tiempos esas cualidades rara vez se
ponían a prueba. Curiosamente, él no estaba de acuerdo: dijo que sabía que, si
se viera en esas circunstancias, sería de los primeros en vender a su vecino. Y
en ese momento mi hermana vio por primera vez con claridad al extraño que
había dentro del hombre con el que compartía su vida, aunque evidentemente
hubo muchos otros incidentes a lo largo de su matrimonio que podrían
haberle indicado quién era su marido en realidad, si él no hubiera logrado
convencerla de que los había soñado o se los inventaba.

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»Las hijas de mi hermana iban de éxito en éxito, y superaron con creces a
mi hijos en los exámenes finales, a pesar de que ellos iban bien en los
estudios. Mis hijos eran tranquilos y estables; ya sabían qué carreras querían
hacer —uno ingeniería y otro desarrollo de software—, y mientras se
preparaban para dejar el colegio y salir al mundo, yo tenía la confianza de que
serían ciudadanos responsables; es decir, que mi marido y yo habíamos
cumplido con nuestra obligación. Fue entonces cuando me planteé la
posibilidad de empezar a practicar algunos de esos principios feministas que
había estado divulgando por todas partes. La verdad es que me había
preguntado muchas veces qué encontraría fuera del reducido mundo de mi
matrimonio, qué libertades y qué placeres podían estar esperándome allí: creía
haberme comportado honradamente con mi familia y mi comunidad, y había
llegado el momento, por así decir, de presentar mi dimisión, sin enfadar ni
hacer daño a nadie, y marcharme al abrigo de la oscuridad. Una parte de mí
pensaba que me merecía esa recompensa, por tantos años de autocontrol y
sacrificio, pero la otra parte solo quería ganar el juego de una vez por todas,
demostrarle a una mujer como mi hermana que era posible conquistar la
libertad y conocerse a una misma sin necesidad de machacar públicamente el
mundo entero en el proceso.
»Me imaginaba viajando sola —dijo la periodista—, a la India y a
Tailandia, con una mochila, ligera y ágil después de tantos años abrumada;
me imaginaba puestas de sol y ríos, las cumbres de las montañas en las
noches serenas. Me imaginaba a mi marido en casa, en nuestra casa a la orilla
del canal, con nuestros hijos, sus aficiones y sus amigos, y me parecía que el
cambio también podía ser liberador para él, porque en los veinte años que
llevábamos casados nuestras cualidades masculinas y femeninas se habían
erosionado mutuamente. Vivíamos como las ovejas, paciendo juntos,
acurrucados en la cama, por puro hábito y sin pensar. Consideré la posibilidad
de que pudiera haber otros hombres, y lo cierto es que desde hacía mucho
tiempo aparecían otros hombres en mis sueños, que normalmente estaban
poblados de personas, situaciones y preocupaciones familiares. Los hombres
que aparecían en mis sueños siempre eran extraños, no se parecían a nadie
que conociera o hubiera visto nunca, y sin embargo me reconocían con una
ternura y un deseo excepcionales, y yo también los reconocía: reconocía en
sus caras algo que me parecía haber sabido alguna vez, pero lo había olvidado
o no había llegado a encontrarlo, y ahora solo podía recordarlo en sueños.
Naturalmente, nunca le hablé a nadie de estos sueños, de los que me
despertaba con una sensación de felicidad insoportable y exquisita que se

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enfriaba muy deprisa con la luz del amanecer en nuestro dormitorio y se
transformaba en decepción. Siempre me ha puesto nerviosa la gente que habla
de sus sueños y, de pronto, tenía unas ganas enormes de contar los míos. Pero
la única persona a la que se me ocurría contárselo era al propio hombre de los
sueños.
»Más o menos en esa misma época —continuó—, mi marido empezó a
cambiar en detalles tan pequeños que era imposible detectarlos y al mismo
tiempo imposible ignorarlos. Casi parecía que se hubiera convertido en una
copia o una falsificación de sí mismo, en alguien idéntico en todo, pero sin la
autenticidad del original. Y lo cierto es que siempre que le preguntaba si le
pasaba algo me contestaba lo mismo: que no se sentía del todo él. Les
pregunté a mis hijos si habían notado algo, pero siempre lo negaban, hasta
que una tarde, cuando volvieron los tres de un partido de fútbol —iban al
estadio con frecuencia—, me dijeron que tenía razón, que su padre estaba
distinto. Seguía sin ser posible detectar la diferencia, porque su aspecto y su
comportamiento eran los de siempre. Pero en realidad no estaba allí, eso
dijeron, y entonces se me ocurrió que esa ausencia podía significar que estaba
teniendo una aventura. Una noche, cuando estábamos en la cocina, mi marido
me dijo de pronto, en un tono muy serio, que tenía que contarme algo. En ese
momento, sentí que nuestra vida se rajaba, como si alguien la cortase con un
cuchillo enorme y brillante. Casi me pareció ver el cielo y el aire a través del
techo de la cocina, que el viento y la lluvia entraban por las paredes. Había
visto separarse a otras parejas, y normalmente era como la separación de unos
gemelos siameses: una larga agonía que termina por convertir lo que antes era
una sola persona en dos personas incompletas y desgarradas de dolor. Sin
embargo, esta vez todo ocurría tan deprisa y de una manera tan inesperada,
con un simple corte de la cuerda que nos ataba, que casi no sentí ningún
dolor. Pero mi marido no estaba teniendo una aventura —dijo la periodista,
levantando la cabeza hacia el cielo mate y gris y parpadeando varias veces—.
Lo que tenía que decirme no era que nuestra vida en común se había
terminado y que yo era libre, sino que estaba enfermo: tenía una enfermedad
que no iba a precipitar su muerte, sino a convertir en un suplicio hasta el
último aspecto de la vida que le quedaba por delante. Llevábamos veinte años
casados, y podía vivir fácilmente otros veinte según los médicos, pero
perdiendo día a día alguna faceta de su autonomía y de su fuerza; sufriría una
especie de evolución a la inversa y tendría que pagar por todo lo que la vida le
había dado. Y yo también tendría que pagar, porque lo único que me estaba
prohibido era abandonarlo en aquel momento de necesidad, aunque hubiera

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dejado de quererlo, aunque quizá nunca lo hubiera querido de verdad y quizá
él a mí tampoco. Aquel sería el último secreto que tendríamos que guardar —
dijo—, y el más importante de todos, porque si ese secreto salía a la luz todos
los demás también saldrían, y eso aniquilaría por completo la imagen que
teníamos de nuestra vida y la de nuestros hijos.
»La nueva pareja de mi hermana —siguió diciendo al cabo de un rato—
tiene una casa en una de las islas, en la más bonita de todas. Mi marido y yo
habíamos fantaseado muchas veces con la idea de comprar una casa allí, a
pesar de que no habríamos podido permitirnos ni siquiera un establo
diminuto. Pero nos parecía que era lo único que nos faltaba para que nuestra
familia quedara completa, y siempre lo habíamos deseado aunque no
estuviera a nuestro alcance. Yo había visto fotos de esa casa, que está en un
sitio maravilloso, al borde del agua. Las hijas de mi hermana salían en
algunas, y, aun conociéndolas como las conozco, en las fotos me parecían dos
extrañas felices. Pero nunca he estado en esa casa y nunca llegaré a conocerla,
a pesar de que mi hermana cada vez pasa más tiempo allí, e incluso se queja
de algunas cosas, y eso me ha llevado a pensar si algún día terminará
rechazándola como ha rechazado casi todo lo que se le ha dado. Ya no sé lo
que pasa por la cabeza de mi hermana, porque ya no me lo cuenta, y es
precisamente ese detalle —que su vida ahora tiene un secreto propio— lo que
me demuestra que esta vez por fin está dispuesta a conservar lo que tiene. Me
da la sensación de que le gustaría no volver a verme nunca, incluso no volver
a ver a nadie. Ha llegado al final de su viaje, un viaje que yo me he pasado la
vida observando, y ha encontrado lo que buscaba, a pesar de que yo la
observaba con la mayor ambivalencia. El caso es que ha desaparecido de mi
vista, como si yo hubiera perdido el derecho a verla. Y no puedo superar la
sensación de que me han robado todo eso.
Se quedó un rato callada, con la barbilla levantada y los ojos
entrecerrados. Un pájaro se posó a sus pies en el sendero de grava, con aire
interrogante, y desapareció como por arte de magia.
—De vez en cuando —continuó— he conocido gente que se ha liberado
de sus relaciones familiares. Pero a veces pienso que hay una especie de vacío
en esa libertad, como si para prescindir de su familia hubieran tenido que
prescindir de una parte de sí mismos. Como ese hombre que se quedó
atrapado en el glaciar y tuvo que cortarse el brazo —dijo, con una leve sonrisa
—. Yo no pretendo hacer eso. El brazo me duele a veces, pero creo que tengo
la obligación de conservarlo. El otro día me encontré en la calle con el primer
marido de mi hermana. Me sorprendió verlo con traje y maletín, porque nunca

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lo había asociado con ese atuendo de ejecutivo: siempre había sido un hombre
de perfil artístico y bohemio, y el hecho de que nunca se hubiera rebajado a
trabajar en una oficina —aunque eso significara que su familia tuviera que
pasar algunas estrecheces—, de que nunca condescendiera a relacionarse con
esa clase de gente, creo que era una de las cosas que a mi marido le
reventaban de él. Era mi hermana la que llevaba el dinero a casa, y hasta decía
que se alegraba, por sus principios feministas, pero supongo que después del
divorcio él tuvo que valerse por sí mismo. La verdad es que yo admiraba en
secreto el desprecio de mi cuñado por los hombres convencionales, y en el
fondo lo compartía; por eso me sorprendió, como digo, verlo vestido de esa
manera. Nos vimos de lejos, nos miramos a los ojos, y sentí que mi cariño por
él florecía de nuevo, a pesar de todo lo ocurrido. Ya lo tenía muy cerca y
estaba a punto de abrir la boca para decir algo, cuando vi en su expresión un
odio tan brutal que por un momento pensé que iba a escupirme. En vez de
eso, lanzó un bufido al pasar a mi lado. Fue un ruido como el de un animal, y
me impresionó tanto que me quedé un buen rato parada en la calle después de
que él se alejara. Las campanas rompieron a tocar al mismo tiempo que se
ponía a llover, y me quedé mirando el suelo, donde el agua empezaba a
acumularse y a mostrar el reflejo invertido de la gente, los árboles y los
edificios. Las campanas tañían sin parar, y debía de ser una ocasión especial,
porque creo que nunca las había oído tocar tanto: me pareció que no iban a
callarse nunca. La melodía que interpretaban se volvió cada vez más frenética
y absurda. Pero mientras seguían sonando fui incapaz de moverme, y me
quedé allí, empapándome el pelo, la cara y la ropa, y viendo cómo el mundo
se trasladaba poco a poco al espejo que tenía a mis pies.
La periodista guardó silencio, tensó la boca en una mueca extraña y siguió
mirando sin parpadear con aquellos ojos enormes y la depresión de la nariz
convertida en un pozo de sombra a la luz cambiante del jardín.
—Antes me ha preguntado —dijo— si creía que la justicia era una mera
ilusión personal. No tengo una respuesta para eso, pero creo que hay que
temerla, temerla en lo más hondo, incluso cuando ves caer a tus enemigos y te
corona vencedor.
Luego, sin decir nada más, empezó a guardar sus cosas en el bolso, con
movimientos rápidos y ligeros, y me tendió la mano. Me llamó la atención, al
estrechársela, la suavidad y la tibieza de su piel.
—Creo que tengo todo lo que necesito —dijo—. En realidad ya había
consultado todos los detalles antes de venir. Es lo que hacemos ahora los
periodistas. Es probable que algún día nos sustituyan por un programa

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informático. He leído que ha vuelto usted a casarse —añadió—. Reconozco
que me sorprendió. Pero no se preocupe, no voy a centrarme en lo personal.
Lo esencial es que sea un artículo largo e importante. Si consigo terminarlo
para mañana por la mañana —dijo, mirando el reloj—, es posible que lo
publiquen en la edición de la tarde.

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La fiesta se celebraba en un local del centro de la ciudad, y habían contratado
a un guía para que acompañara a quienes quisieran ir paseando desde el hotel.
Era un chico alto y delgado, con el pelo abundante, lustroso y ondulado hasta
casi los hombros, y una sonrisa fija y radiante que exhibía continuamente a la
vez que movía los ojos muy deprisa, como si hubiera aprendido a estar alerta
a una posible emboscada.
Guiaba con frecuencia a los participantes del festival por la ciudad, me
dijo, porque su madre era la directora y había decidido aprovechar sus dotes
de orientación, que por lo visto eran excepcionales. Tenía un recuerdo
completamente nítido de casi todos los sitios en los que había estado en su
vida, y también de muchos en los que no había estado nunca, porque le
gustaba estudiar mapas en su tiempo libre y ponerse retos topográficos que en
general le resultaba muy gratificante resolver. Nunca había estado en Berlín,
por ejemplo, pero estaba casi seguro de que si lo dejaban en el centro de la
ciudad sabría encontrar su camino, incluso superar a algún berlinés para ir,
por ejemplo, de la piscina de Plötzensee a la biblioteca pública en el menor
tiempo posible. Había calculado que saliendo del metro en Hauptbahnhof y
atravesando el Tiergarten se ahorraban varios transbordos complicados y
entre diez y quince minutos. Le preocupaba que el atajo fuera menos viable
en invierno, porque tenía entendido que el tiempo en Berlín podía ser
durísimo, pero entonces se le ocurrió la feliz idea de que, como la piscina
estaba al aire libre, era poco probable que alguien necesitara ir allí fuera de
los meses de verano.
Para entonces habíamos salido de los terrenos del hotel y avanzábamos
por una especie de túnel con paredes de hormigón, donde el ruido continuo
del tráfico que pasaba por encima era tan fuerte que Hermann —así se había
presentado nuestro guía— tuvo que taparse los oídos antes de salir disparado
de repente por un callejón estrecho a mano izquierda. La dificultad de llevar
de paseo a un grupo, siguió diciendo mientras esperaba a que los demás nos
alcanzaran, estaba en calcular cómo llegar hasta el final todos juntos y
acomodarse al mismo tiempo a los distintos estilos y ritmos de avance. Los
que andaban más deprisa tenían que hacer frecuentes paradas para que los
más lentos los alcanzasen: eso significaba que los más aptos tenían más

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posibilidades de descansar, mientras que a quienes les costaba seguir el ritmo
no tenían una sola oportunidad de recuperar el aliento. Pero, si se permitía que
los más lentos hicieran tantas paradas como los más rápidos, el paseo requería
aproximadamente el doble de tiempo; además, los más rápidos tenían que
esperar el doble, y eso creaba situaciones de aburrimiento y frustración, o de
hambre y de frío. Su madre le había asegurado que sería capaz de encontrar
soluciones lógicas para estos problemas, pero él se daba cuenta de que lo que
a él le parecían desafíos racionales para otros eran solo metáforas, y siempre
le preocupaba que pudieran surgir malentendidos. Su madre le había animado
a leer libros toda la vida, no porque fuera de esas convencidas de que leer
convertía a la gente en mejores personas, sino porque estudiar obras que eran
fruto de la imaginación, según ella, al menos le permitiría seguir determinadas
conversaciones sin confundirlas con la realidad. De pequeño le alteraban
mucho los cuentos, y seguía molestándole que le mintieran, pero había
llegado a comprender que a otros les gustaban la exageración y la fantasía
hasta el extremo de confundirlas a menudo con la verdad. Había aprendido a
abstraerse mentalmente en esas situaciones, añadió, repasando pasajes
memorizados de textos filosóficos y recordando determinados problemas
matemáticos, o a veces simplemente recitando los horarios de autobuses más
complicados de su repertorio, hasta que pasaba el momento.
Los demás ya habían doblado la esquina del callejón, y Hermann reanudó
el paso y continuó a buen ritmo hasta que llegamos a un parque público,
donde una vez más se detuvo a esperar en un sendero. El parque era muy
agradable, dijo, aunque tenía mala fama, porque sus índices de criminalidad
eran más altos que los de otros parques de la ciudad. También era un atajo
muy cómodo para ir en bici desde su casa, al otro lado del río, hasta el
instituto: diez minutos menos que el mismo trayecto por las calles. Le
asombraba que sus compañeros, que en muchos casos hacían el mismo
recorrido o alguno similar, no hubieran hecho el sencillo cálculo que
demostraba que el riesgo de accidentes era mayor en la calle que en el parque,
y siguieran optando por la alternativa más peligrosa. Los padres de sus
amigos, lo reconocían, les insistían en que fueran por la calle, y su madre le
había explicado esta anomalía diciéndole que las bases biológicas de la
maternidad eran la antítesis de la razón, y por tanto podía considerarse como
un sistema de lógica inversa. En general ella era una persona lógica, dijo
Hermann, y aunque ella misma admitía que era casi imposible criar a un hijo
sin que los sentimientos interfirieran en su educación, tenía que reconocer que
había puesto todo de su parte para alcanzar ese objetivo, porque siempre le

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había apoyado en la elección de su ruta, incluso después de que el director del
instituto le manifestara su preocupación por la seguridad de su hijo.
El parque era una extensión de césped larga y en pendiente que bajaba
hasta la orilla del río, con amplios caminos de tierra para pasear y bancos en
los que sentarse al atardecer. A lo lejos se veía a un grupo de hombres con
chalecos reflectantes, formando un círculo sobre el césped, y Hermann me
explicó que su trabajo consistía en que nadie se acercara a esa parte del
parque. En un intento de regenerar la zona, habían construido recientemente
una sala de conciertos que representaba un triunfo del consenso, en la medida
en que había logrado satisfacer tanto las ambiciones de progreso de los
planificadores urbanísticos como la determinación de los ecologistas de
conservar las cosas tal como estaban. En lugar de destruir el parque para
hacer el edificio, el arquitecto había tenido la genialidad de construir un
auditorio subterráneo. Pero cuando terminaron las obras y la vida del parque
volvió a la normalidad —sin que en la superficie hubiera cambiado
absolutamente nada—, descubrieron que la acústica de la sala funcionaba al
revés. En lugar de amplificar la música, hasta las pisadas de una sola persona
que pasara por el césped llegaban a cobrar proporciones ensordecedoras.
Como la clave del proyecto era que el edificio no se viera y que no
alterase el aspecto del parque, les pareció absurdo poner una barrera o una
verja alrededor de una zona del césped aparentemente vacía, y por eso mismo
—porque no se apreciaba ningún cambio—, la gente seguía cruzando el
césped como de costumbre. La solución que encontraron para este problema
fue contratar a aquellos hombres, para que formaran una barrera humana
cuando se celebraba un concierto. Lo que no habían sabido ver, dijo,
intensificando su sonrisa radiante, es que una verja o un letrero tienen un
significado claro para todo el mundo, mientras que un individuo con un
chaleco reflectante necesita explicarse. Cuando la gente se acercaba a
determinadas horas del día a esa zona del césped por la que en cualquier otro
momento podía transitar libremente, uno de aquellos hombres tenía que
explicarle que no podía pasar por allí, y este procedimiento tan complicado,
dijo Hermann, se repetía a diario y de continuo, hasta que inevitablemente
hubo agresiones e intentos de paso por la fuerza, porque ninguna ley impedía
cruzar el césped, y ni siquiera el hecho de que debajo se estuviera celebrando
un concierto parecía justificación suficiente para que algunos se avinieran a
cambiar su ruta. Al mismo tiempo, la gente que asistía al concierto se
indignaba por el ruido y pedía que le devolvieran el dinero. Tenía entendido
que algunos de los incidentes habían llegado a los tribunales, y como el

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propósito de la ley es determinar la objetividad, sería interesante ver sus
resultados. Le gustaba estudiar detalles legales complicados en su tiempo
libre, añadió, porque algunos eran de lo más entretenidos. Su favorito era el
caso de una mujer que iba conduciendo cuando le entró un enjambre de abejas
por la ventanilla del coche, que había bajado unos centímetros porque hacía
mucho calor. Con el pánico consiguiente, se estrelló contra el escaparate de
una pastelería y causó importantes daños —aunque por fortuna no hubo que
lamentar pérdidas humanas— de los que ni ella ni su compañía de seguros se
creían responsables, pero el juez desbarató su creencia por completo.
Le pregunté a Hermann a qué instituto iba, y dijo que era una escuela
especializada en matemáticas y ciencias que admitía estudiantes de todo el
país. Antes de eso había ido a la escuela de su barrio, y no le gustaba
demasiado, aunque hacia el final de esa etapa se había vuelto muy popular
entre sus compañeros, cuando corrió la voz de que podía ayudarlos en la
preparación de sus reválidas. Con los profesores no se llevaba tan bien,
porque a veces les oía criticar a su madre por las cosas que él hacía, y eso le
dolía mucho, pero como ella nunca le criticaba, dio por hecho que no estaba
haciendo nada malo. Estaba en la naturaleza humana, le dijo su madre, que la
gente tratara con crueldad a otras personas simplemente porque a ellos los
habían tratado con crueldad: la repetición de los patrones conductuales era la
extraña panacea con la que la mayoría de la gente intentaba paliar el
sufrimiento causado precisamente por esos mismos patrones. Había intentado
encontrar el modo de expresar esta contradicción a través de una fórmula
matemática, pero como era intrínsecamente ilógica, de momento no lo había
conseguido. Hasta donde él sabía, un problema no se resolvía por el mero
hecho de replantearlo hasta el infinito, a menos que uno confiara en que la
propia infinitud eliminase determinados factores.
Los demás empezaban a acercarse por el sendero, y Hermann echó a
andar por la pradera hacia el río, señalando exageradamente con la mano
levantada por encima de la cabeza para indicar la dirección. Me pedía
disculpas, dijo, si me resultaba demasiado hablador: le gustaba hablar y, como
su madre siempre le había animado a hacer preguntas, le sorprendía ver que la
gente rara vez se preguntaba nada. Había llegado a la conclusión de que la
mayoría de las preguntas no eran más que intentos de ratificar un acuerdo,
como los problemas matemáticos más rudimentarios. Dos más dos
normalmente era igual a cuatro: pero si dabas una respuesta distinta, lo había
comprobado, entonces la gente se alteraba. Según su madre, de pequeño no
había dicho una sola palabra hasta los tres años. Ella se acostumbró a hablar

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en voz alta, sin esperar respuesta, y por eso se quedó pasmada cuando, un día,
mientras buscaba las llaves y se preguntaba dónde las había dejado, él le
informó desde su trona que tenía las llaves en el bolsillo de su abrigo, que
estaba colgado en el vestíbulo. Desde entonces hablaba sin parar, y, si a su
madre le molestaba, siempre había tenido la delicadeza de no decirlo.
Curiosamente, se había hecho amigo de un compañero de la escuela que
pronunciaba mal todas las palabras que decía, porque aunque tenía un
vocabulario impresionante, había leído mucho más de lo que había hablado, y
en conversaciones complicadas como las que tenía con Hermann,
pronunciaba en voz alta palabras que hasta entonces solo eran para él una
secuencia de letras con sentido. Hermann se sentía afortunado de haber
podido hablar tanto con su madre, que entendía casi todo lo que él le decía: se
había dado cuenta de que ese no era el caso entre muchos padres e hijos.
Lo que le gustaba de su escuela, dijo, era en parte que por primera vez
estaba conociendo gente con experiencias parecidas a las suyas y con una
visión del mundo muy similar. Le hacía gracia pensar en la cantidad de
tiempo que había pasado sentado, mirando por la ventana de su dormitorio,
mientras otras personas hacían lo mismo en otros sitios y pensaban cosas
similares, cosas en las que nadie más parecía pensar. Dicho de otro modo,
había dejado de estar en minoría; incluso había descubierto que algunos de
sus compañeros tenían conocimientos superiores a los suyos en determinados
campos, por ejemplo su amiga Jenka, con quien pasaba mucho tiempo. Se
llevaba de maravilla con Jenka, y sus madres también se habían hecho buenas
amigas. Poco antes se habían ido juntas de vacaciones, a hacer senderismo
por los Pirineos, y como eran las primeras vacaciones que su madre se tomaba
sin él, esperaba que no lo hubiera echado demasiado de menos. Jenka y él
eran completamente distintos, añadió, y esa parecía ser curiosamente la razón
de que fueran amigos. Por ejemplo, Jenka hablaba muy poco, mientras que a
él le costaba callarse: eso era un ejemplo de compatibilidad, de cómo dos
extremos se modifican al combinarse. En la escuela, algunos decían que Jenka
probablemente fuera la persona de su edad más inteligente de todo el país.
Ella nunca decía nada que no fuera importante, y eso te hacía ver que lo que
la gente decía normalmente —y él se incluía en el lote— no tenía la menor
importancia.
A final de curso, siguió diciendo, su escuela entregaba un premio especial
a los dos estudiantes más sobresalientes, chico y chica. Era interesante que en
la concesión de este premio se tuviera en cuenta el factor de género por
encima de la excelencia: al principio le pareció ilógico, pero luego llegó a la

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conclusión de que el género nunca había sido un factor determinante para él y
por tanto quizá no estuviera en condiciones de comprender plenamente su
significado. Le interesaría conocer mi opinión a ese respecto, si es que tenía
alguna. Su madre, por ejemplo, creía que hombres y mujeres eran identidades
distintas pero iguales, y que conceder dos premios era la manera más sabia de
reconocer los logros humanos. Pero mucha gente pensaba que debería haber
un solo premio, para el mejor estudiante. La distinción de género,
consideraban, disminuía el triunfo de la excelencia. Le pareció interesante la
respuesta que le dio su madre a esto: sin esa distinción, dijo, no habría manera
de garantizar que la excelencia permaneciera en el marco moral y se pusiera
al servicio del mal. A él este argumento le había parecido un poco anticuado,
y le llamó la atención, porque su madre normalmente tenía ideas muy
progresistas. Le sorprendió en particular que emplease la palabra «mal». A
veces pensaba cómo sería la vida de su madre el año siguiente, cuando él se
fuera a la universidad, pero aunque pudiera parecer que tenía ciertos talentos,
la imaginación no estaba por desgracia entre ellos.
Habíamos llegado a la orilla del río y en ese momento íbamos por un
sendero más ancho, donde había gente sentada en la terraza de los cafés,
tomando cerveza en jarras grandes y luminosas, charlando, mirando sus
teléfonos móviles o absorta en el agua grisácea. No quedaba mucho para
llegar a nuestro destino, dijo Hermann, pero aquel tramo era el más peligroso
del trayecto, porque estaba más concurrido, y la posibilidad de que algo
saliera mal aumentaba en proporción directa al tamaño del elemento humano.
Además, nuestra conversación le estaba resultando muy interesante, y por eso
corría el riesgo añadido de olvidar adónde iba. De todos modos, le gustaría
conocer mi opinión sobre algunos detalles del debate, en particular sobre las
observaciones de su madre, si es que había sabido transmitírmelas con
precisión.
Le dije que me había sorprendido esa idea del enfoque de género como un
baluarte contra el mal, porque el mito bíblico daba precisamente la impresión
contraria: que lejos de evitar el mal, la diferencia entre lo masculino y lo
femenino nos hace especialmente propensos a él. Eva actúa influida por la
serpiente y Adán influido por Eva. No entendía mucho de matemáticas, dije,
pero me interesaba saber si eso podía expresarse con una fórmula, y en caso
afirmativo, si la serpiente sería el elemento ilógico. Es decir, me imaginaba
que sería complicado asignar un valor a la serpiente, que podía ser algo y todo
al mismo tiempo. Lo único que esa historia demuestra, dije, es que Adán y
Eva son igualmente vulnerables a la influencia, aunque por motivos distintos.

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Hermann frunció el ceño y contestó que sería más sencillo verlo como una
figura geométrica: si se expresaba como un triángulo, por ejemplo, la relación
Adán/Eva/Serpiente sería más tangible, porque la función de triangulación
consiste en unir dos puntos a través de un tercero, con el fin de establecer la
objetividad. Si me interesaban las metáforas, añadió, la función de la
serpiente sería únicamente la de crear un punto de vista desde el que observar
la debilidad de Adán y Eva, y por tanto la serpiente podía ser la
representación de todo lo que triangula la relación de dos identidades, lo
mismo que el nacimiento de un hijo puede triangular a sus padres. Continuó
diciendo que, en lo relacionado con este último punto, su caso personal era
más complejo, ya que las circunstancias lo habían forzado a interpretar el
papel de Adán, por así decir, frente al de Eva de su madre. No conocía a su
padre, que había dejado el planeta unas semanas antes de que él llegara: le
preocupaba no haber sido capaz de introducir esta información en la
conversación hasta ese momento y se alegraba de que le diera la oportunidad
de hacerlo. Lo cierto era que se había preguntado muchas veces si su madre y
él deberían formar un triángulo y, de ser así, con quién. Lamentablemente, el
único papel disponible era el de la serpiente, y confesaba que había estado
alerta a la posible aparición de esa inquietante presencia. Pero su madre no
había vuelto a casarse hasta la fecha, a pesar de que era muy guapa —esto era
una opinión meramente personal, claro—, y una vez, cuando él le preguntó
qué posibilidades había de que pudiera casarse algún día, su respuesta fue que
dar ese paso significaba convertirse en dos personas y ella prefería seguir
siendo una sola. Su madre hablaba pocas veces figuradamente, porque sabía
que a él le ponía nervioso; sin embargo, comprendió que en aquella ocasión
decidiera hacerlo como mal menor, si le permitía yo emplear de nuevo esta
palabra. Lo que su madre quería decir, creía él, era que su función biológica
como madre sería incompatible con la función de mujer casada con un
hombre con quien él no tendría ninguna relación biológica, y al comprenderlo
se sintió tan culpable que casi llegó a pensar que lo mejor que podía hacer era
irse de casa de inmediato y buscar la manera de destruirse. Pero ella,
felizmente, le aclaró que estaba contenta con las cosas tal como eran.
Volviendo al tema del premio de su escuela, dijo, el nombre que le habían
dado era Kudos, que en griego significaba «honor» o «prestigio». Quizá
supiera yo que kudos era en su origen un sustantivo singular, posteriormente
convertido en plural: en realidad nunca había existido un kudo propiamente
dicho, aunque en su uso moderno, su significado se había visto alterado por la
confusa presencia de un sufijo plural, de manera que kudos significaba

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literalmente «galardones», mientras que en su forma original implicaba un
concepto más amplio de reconocimiento o mérito, además de sugerir algo que
alguien puede reclamar espuriamente para sí. Por ejemplo, hacía unos días
había oído hablar a su madre por teléfono, quejándose de que la junta
directiva se estaba arrogando el kudos del éxito del festival, cuando era ella
quien había hecho todo el trabajo. A la luz de los comentarios de su madre
sobre lo masculino y lo femenino, la elección de este plural artificial le
pareció muy interesante: lo individual quedaba sustituido por lo colectivo,
aunque él creía que la cuestión del mal seguía estando completamente abierta.
Había investigado el asunto a fondo, pero no había sido capaz, lo reconocía,
de encontrar nada que corroborase el uso que su madre hacía de esta palabra
en un contexto de apropiación indebida. ¿Era posible dar un premio a quien
no lo merecía, aun cuando se hiciera sin mala intención?
No había preguntado en la escuela si este premio —tal vez había olvidado
mencionar que lo había ganado él, junto con su amiga Jenka— era un kudo o
un kudos, aunque sospechaba que a la escuela no le interesaba demasiado esta
perspectiva gramatical. Había sido muy agradable ganar el premio: su madre
estaba contentísima, aunque tuvo que pedirle que no se pusiera
innecesariamente sentimental.
Los demás se habían rezagado en el camino y tuvimos que pararnos y
esperar a que nos alcanzaran. Sonó mi teléfono, y en la pantalla apareció el
nombre de mi hijo.
—Adivina lo que estoy haciendo ahora mismo —dijo.
—Tú dirás.
—Salir del colegio por última vez.
—Enhorabuena —dije.
Le pregunté qué tal le había ido el examen final.
—Sorprendentemente bien —contestó—. Hasta me he divertido.
Quizá yo recordara, dijo, que había dedicado mucho tiempo a indagar en
un asunto —la historia de las representaciones de la Virgen— que nunca se
había tratado en los trabajos que consultaba. Lo había estudiado a fondo,
siempre con la duda de si tanto esfuerzo merecía la pena, y al mismo tiempo
sin llegar a convencerse de que fuera mejor dejarlo. Al abrir el sobre del
examen, resultó que la primera pregunta estaba relacionada con ese tema.
—Tenía tantas cosas que decir que casi me he olvidado de que estaba
haciendo un examen —dijo—. La verdad es que ha sido un placer. No me lo
podía creer.

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Le contesté que debería creérselo, porque tenía una explicación concreta:
había estudiado mucho.
—Supongo que sí —dijo. Y nos quedamos callados—. ¿Cuándo vuelves a
casa? —preguntó.
Cuando colgué el teléfono, Hermann me preguntó si mi hijo o mis hijos
eran buenos en matemáticas. Le contesté que ninguno de los dos se había
interesado por esa materia, y a veces me preocupaba que pudiera ser porque
mis intereses personales iban en otra dirección y, sin querer, les había
presentado determinados aspectos del mundo como más reales y más
importantes que otros. Hermann sonrió, encantado con la imposibilidad de
esta idea. No tenía ningún motivo para preocuparme por eso, dijo: sus
investigaciones habían demostrado que la influencia de los progenitores en la
personalidad de sus hijos tiene un resultado prácticamente nulo. El efecto de
un progenitor reside únicamente en la calidad de sus cuidados y del entorno
del hogar, lo mismo que una planta se marchita o prospera según dónde se
ponga y cómo se cuide, aun cuando su estructura orgánica siga intacta. Su
madre, por ejemplo, recordaba que en un momento dado, cuando él tenía
entre cuatro y cinco años, dejó de ser capaz de responder a las preguntas que
él le hacía sin consultar primero un libro de texto. O sea, que su interés por las
matemáticas era previo a cualquier intento de animarlo o frustrarlo; a menos
que yo me hubiera excedido al evitar que mis hijos desarrollaran ese interés,
era muy improbable que tuviera algo que ver con eso.
Le dije que, al contrario de él, conocía a mucha gente cuyas ambiciones
eran consecuencia de la influencia de sus padres, y a muchas otras personas
que por la misma razón no habían podido convertirse en lo que querían.
Según mi experiencia, los hijos de los artistas eran particularmente
susceptibles a los valores de sus padres, como si la libertad de una persona se
transformara en el yugo de la otra. Me asqueaba especialmente esta idea,
añadí, porque insinuaba algo más que simple negligencia o egoísmo, una
especie de egolatría singular que buscaba eliminar los peligros de la
creatividad convirtiendo a los demás en esclavos del punto de vista personal.
Y había también personas que habían adquirido lo que podían parecer talentos
divinos por pura fuerza de voluntad. Es decir, no aceptaba la primacía de la
predeterminación: retomando sus observaciones sobre las plantas, esa
analogía excluía la posibilidad de que los seres humanos pudieran crearse a sí
mismos.
Hermann se quedó un rato callado, contemplando los reflejos quebrados
de los objetos en el agua. Creía que Nietzsche, dijo luego, había adoptado

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como lema una frase de Píndaro: «Conviértete en lo que eres». Quizá, dicho
de otro modo, podíamos estar de acuerdo en que no estábamos de acuerdo,
siempre y cuando esa frase significara lo mismo para ambos. Si me había
entendido bien, yo atribuía a factores externos la capacidad de transformar la
personalidad, mientras que al mismo tiempo creía en la capacidad individual
de determinarse, incluso de transformar la propia naturaleza. Reconocía que
él había tenido mucha suerte de que nadie, hasta el momento, hubiera
intentado impedirle ser lo que era; quizá yo no hubiera tenido tanta suerte.
Pero la frase era interesante, en la medida en que postulaba el ser como
verdad absoluta, hasta el punto de que el cogito ergo sum parecía francamente
banal. Una primera respuesta podía estar en cómo algo puede transformarse
en lo que ya es: creía que habíamos establecido los parámetros para
desarrollar una conversación muy interesante sobre el tema. Tal vez, si tenía
yo algún rato libre en los próximos días, pudiéramos continuar.
Los demás ya se acercaban, y Hermann se calló para contarlos. Señaló
que había llegado el mismo número de gente que salió del hotel: suponía que
quizá debiera considerar la posibilidad, dado que no había puesto demasiada
atención, de que alguno o algunos miembros del grupo hubieran sido
sustituidos por otros a lo largo del camino, aunque en conjunto era bastante
improbable. El local estaba justo al otro lado del puente, dijo: si miraba lo
vería desde allí. Confiaba en que su compañía no me hubiera resultado un
fastidio. Era consciente de que no siempre sabía distinguir si su presencia era
grata o no. Para él, sin embargo, el paseo había sido muy agradable.

Había una buena cola para comer en el bar, porque los camareros no sabían
cómo manejarse con el sistema de cupones. La sala era un espacio moderno y
cavernoso, con un techo de cristal alto y flotante que amplificaba el barullo de
la música y la conversación a la vez que empequeñecía a la gente, de manera
que la situación parecía atrapada en un ambiente de pánico que la presencia
de tantas superficies reflectantes no hacía más que aumentar. Había
oscurecido, y la luz eléctrica de los edificios exteriores se derramaba como
una lluvia de lanzas entrecruzadas a través del techo de cristal, mientras la
masa negra del río ondulaba justo debajo de las ventanas y el reflejo de la
gente que estaba en el hotel se interponía en los remolinos del agua.
El problema, señaló una mujer que estaba a mi lado, era que el valor de
los cupones no se correspondía con los precios de la comida, y aún no habían
resuelto la manera de dar el cambio. Además, algunos querían comer y beber

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más que otros, pero a todos nos habían asignado la misma cantidad. Ella,
personalmente, comía poco, porque era pequeña y ya tenía cierta edad, pero
un hombre con apetito necesitaría el triple. De todos modos, comprendía que
habría sido imposible para el hotel ofrecer barra libre a los invitados, dándoles
un número infinito de cupones, y también injusto discriminarlos por sus
distintas necesidades, porque ¿quién podía decir cuáles eran las necesidades
de los demás? Y llegados a este punto, dijo, mirando con resignación la cola y
a los desconcertados camareros que deliberaban largo y tendido, mientras los
invitados empezaban a dar signos de impacientarse, se temía que al final no
nos dieran nada. Inventamos estos sistemas para garantizar la justicia, dijo,
pero las situaciones humanas son tan complicadas que siempre escapan a
nuestro control. Mientras libramos la guerra en un frente, en otro se ha
desatado el caos, y muchos regímenes han llegado a la conclusión de que el
individualismo es la causa de todos los problemas. Si todos fuéramos iguales
y tuviéramos el mismo punto de vista, nos resultaría mucho más fácil
organizarnos. Y es ahí donde empiezan las complicaciones.
Era una mujer diminuta y enérgica, con el cuerpo de una niña, la cara
amplia, huesuda y sagaz, los párpados caídos y unos ojos que insinuaban una
paciencia casi reptiliana, por lo poco y lo despacio que parpadeaban. Había
asistido a mi charla esa tarde, añadió, y le había sorprendido, como siempre,
la inferioridad de ese tipo de ocasiones con respecto al trabajo sobre el que
versaban, que se abordaba solo tangencialmente y de una manera cada vez
más insulsa, sin penetrar en lo esencial. Paseamos por los jardines, dijo, pero
nunca llegamos a entrar en el edificio. El objetivo de estos festivales le
resultaba cada vez menos claro, a pesar de que estaba en la junta directiva.
Aunque el valor personal de los libros, al menos para ella, iba en aumento,
seguía teniendo la sensación de que el intento de convertir en asunto público
lo que era un pasatiempo privado —leer y escribir—, estaba generando una
literatura propia, en el sentido de que muchos de los escritores invitados
destacaban en sus apariciones públicas, pero producían obras que, en su
opinión, eran francamente mediocres. Para esas personas, dijo, solo existen
los jardines: el edificio ni siquiera está o, si está, no es más que una estructura
temporal que se vendrá abajo con la próxima tormenta. Pero reconocía,
añadió, que su edad quizá tuviera algo que ver con su hartazgo. Cada vez se
alejaba más de lo contemporáneo para volver a los hitos de la historia de la
literatura. Había releído recientemente a Maupassant, y le había parecido tan
fresco y seductor como lo fue en su momento. Mientras tanto, el gigante
imparable de la literatura comercial seguía triunfando, aunque tenía la

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sensación de que el matrimonio entre ambos principios —negocio y literatura
— no pasaba por su mejor momento. Bastaría con un mínimo cambio en los
gustos del público, con la decisión irreflexiva de gastarse el dinero en otra
cosa, para que todo —la industria global de la edición de ficción y sus
empresas auxiliares— se derrumbara en un instante, mientras que la pequeña
roca de la auténtica literatura seguiría en pie, donde siempre había estado.
Llevaba un chal de seda negra, que se apartó para ofrecerme una mano
pequeña y huesuda, llena de brillantes y de sortijas antiguas, y se presentó con
un nombre tan largo y complicado que tuve que pedirle que me lo repitiera.
Puede llamarme simplemente Gerta, dijo, zanjando la cuestión con una
sonrisa en los labios finos. Lo demás era un trabalenguas inútil. Dentro de dos
décadas, añadió, nadie se acordaría de esos apellidos, aunque para sus dueños
fueran una responsabilidad sagrada. Tenía cuatro hijos, y a ninguno le
importaba lo más mínimo quién fuera a heredar esos derechos de cuna. Lo
único que le habían dicho, hacía poco, era que no los dejara en una situación
que pudiera suscitar peleas, y era cierto que su propia generación se había
visto enredada en rencillas y contiendas formidables por cuestiones de
herencias. Pero a sus hijos no les interesaban el dinero ni las tierras, quizá
porque siempre lo habían tenido y habían visto de lo poco que les servía. O,
más bien, porque habían visto lo suficiente para comprender que la línea que
los separaba de sus antepasados era finísima, y que a su madre le bastaba con
inclinar la balanza en una u otra dirección para condenarlos a todos al mismo
destino. Le habían instado docenas de veces a que vendiera las fincas de la
familia y disfrutara de esos ingresos mientras viviera, hasta la última gota,
dijo riéndose, como si este cuerpo mío, con lo débil que es, fuera capaz de
consumir todo nuestro patrimonio en placeres efímeros. Su padre, añadió, era
de una frugalidad extraordinaria: los últimos años de su vida se había
alimentado únicamente de galletas saladas y taquitos de queso: tenía fama de
presentarse en grandes cenas con una botella de vino de supermercado ya
abierta, de la que quizá había tomado una sola copa en las semanas previas,
mientras sus anfitriones quizá esperaban un regalo de sus magníficos viñedos.
Era este ascetismo de su padre, dijo, que ella siempre había interpretado como
la voluntad de no comerse la fortuna familiar, lo que le impedía vender o
renunciar a su legado. Aunque ahora, añadió, ya no sabía decir si esta
característica de su padre era una especie de vicio o un modo de expresar su
rabia. Su padre había reconstruido con enorme esfuerzo una fortuna diezmada
por dos guerras mundiales, pero ella creía que el trauma de su infancia le
había hecho más daño que el trauma histórico. Cuando era niño, dijo, y la

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finca estaba en su mayor momento de esplendor, los criados se arrodillaban
delante de él para ofrecerle los frutos de la caza o la cosecha del día. Tenía
una niñera que mató a su conejo blanco, para castigarle por alguna travesura,
y al día siguiente apareció luciendo la estola que se había hecho con la piel
del pobre animal. Es imposible sobreponerse, dijo, a tanta grandiosidad y
tanta crueldad, o a la fatídica combinación de ambas. La historia avanza como
una apisonadora, señaló, aplastando todo lo que encuentra en su camino,
mientras que la infancia mata las raíces. Y ese es el veneno que se filtra en el
suelo.
De todos modos, en el fondo creía que sin historia no había identidad, y
por eso no llegaba a entender ni la falta de interés de sus hijos por su pasado
ni su devoción al culto a la felicidad. El suyo es un mundo sin guerra, dijo,
pero es también un mundo sin memoria. Perdonan con tanta facilidad que casi
parece que todo les da igual. Son buenos con sus hijos, mejores de lo que
nunca lo ha sido nuestra generación, y sin embargo me parece que en sus
vidas no hay belleza. Guardó silencio y parpadeó despacio.
—Hace quince años —siguió diciendo—, cuando nuestro hijo menor se
fue de casa, mi marido y yo hablamos de divorciarnos, y, aunque los dos
queríamos ser libres, no estábamos preparados para causar dolor a nuestros
hijos, desmantelando el mundo que conocían. Pareció suficiente con que los
dos reconociéramos ante el otro lo que sentíamos, y así hemos seguido,
viviendo más o menos como antes, aunque con este reconocimiento por parte
de ambos. Mi marido se ocupa de la finca, porque así es como siempre se ha
sentido útil y necesario, y yo me ocupo de la administración y otras
obligaciones públicas relacionadas con mi interés por el arte. Nos hablamos
muy poco, y como la casa es tan grande, a veces podemos pasar varios días
sin vernos. Recibimos muchos invitados, porque la finca está en una zona
preciosa del campo, y tengo muchos amigos escritores a los que les parece un
sitio perfecto para trabajar. Puede ser que me asegure de tener siempre
compañía para que mi marido y yo no estemos solos. Nuestros hijos y nietos
también vienen a pasar temporadas con nosotros. Siempre llegan cargados
con montones de chismes de plástico, con sus comidas especiales y sus juegos
electrónicos, y nos encuentran juntos como siempre, solo que lo que antes
existía entre nosotros ya no existe. Y a veces pienso si no les habremos hecho
un flaco favor ahorrándoles ese sufrimiento, que quizá pudiera haberles
ayudado a despertar a la vida, aunque al mismo tiempo sé que eso nunca sería
así, que es mi propia creencia en el valor del sufrimiento lo que me lleva a
pensarlo. Soy de las que creen que no puede haber arte sin sufrimiento, y

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estoy convencida de que mi amor por la literatura viene sobre todo del deseo
de confirmar esa creencia. A veces, cuando me despierto temprano, me gusta
salir a pasear por nuestras tierras, porque eso me ratifica en que he acertado
en mis decisiones. Las mañanas de principios de verano, cuando el sol
empieza a levantarse entre la bruma, ese paisaje tiene una belleza que no se
puede expresar con palabras. Sigue siendo la mayor alegría que conozco,
aunque también tiene su lado cruel, porque cuando más hermoso está es capaz
de producirme la ilusión de que quizá podría haber conocido otras alegrías
mayores si el destino no me hubiera ofrecido esta. —Volvió a sonreír con los
labios finos y añadió—: Podría ser que solo cuando ya es demasiado tarde
para escapar nos demos cuenta de que siempre hemos sido libres.
Iba a tener que irse sin comer nada, dijo, porque la cola apenas se había
movido en todo ese rato: tenía que madrugar al día siguiente para cuidar de
sus nietos, y de todos modos ya no tenía el cuerpo para quedarse hasta tarde
en las fiestas.
—Espero que volvamos a vernos —añadió, poniéndome en la mano una
tarjeta blanca que sacó de entre los pliegues del chal—. Como ya le he dicho,
a muchos escritores mi casa les parece un sitio perfecto para trabajar, y
además hay espacio de sobra: nadie la molestaría. Confío en que me tome la
palabra —insistió, ojeando la sala despacio y sin parpadear. A unos metros de
nosotras, vi a un hombre lánguido, apoyado en un bastón, al que al principio
tomé por el marido de Gerta, al ver que ella lo miraba fijamente, aunque
luego caí en la cuenta de que, a pesar de lo demacrado y mayor que parecía,
no tenía más de cuarenta y cinco años. Se acercó renqueando y saludó a
Gerta, que le besó con cariño en las dos mejillas.
—Me ha pillado justo cuando me iba. Soy demasiado mayor para tanta
gente y tanto ruido.
—Tonterías —contestó él. Tenía acento irlandés, mezclado con una leve
nota transatlántica—. Todavía no han puesto su música favorita. ¿Qué tal
estás? —me preguntó a mí.
—Se conocen, por supuesto —asintió Gerta.
Ryan dijo que hacía años, pero sí: habíamos coincidido un par de veces.
Arrugó la frente, como si tuviera que hacer un esfuerzo para recordar la
última ocasión. La piel de la cara, caída y flácida como la de un payaso, le
formaba unos pliegues que acentuaban sus cambios de expresión, y bajo
aquella luz tan dura sus facciones cobraban una apariencia fantasmagórica,
casi macabra. Llevaba un traje de lino claro igualmente caído en pliegues
sueltos y exagerados por la iluminación artificial, como si fuera envuelto en

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vendas. Parecía un hombre golpeado por una situación extrema, incluso por
una fuerza punitiva que después de hostigarlo lo hubiera dejado vapuleado,
consumido y renqueante, una apariencia que el bastón contribuía a exagerar.
Me pregunté qué había hecho para merecer eso, y si yo era responsable de
algún modo, porque alguna vez había pensado que la gente como Ryan vivía
en la impunidad.
—Ryan ha hablado en el Ayuntamiento esta noche —dijo Gerta,
levantando trémulamente la voz por encima del ruido—. Ha tenido un éxito
rotundo.
—El público era estupendo —contestó Ryan.
—El tema de su charla era la unión en tiempos de egoísmo —me explicó
Gerta—. Ha sido una mesa muy interesante. Ryan ha causado un buen
revuelo.
—Solo me he limitado a decir que no son opciones mutuamente
excluyentes.
—Es un tema de actualidad —señaló Gerta—, ahora que los británicos
están pensando en pedir el divorcio.
—Me declaro inocente —dijo Ryan con alegría—. Soy un irlandés
felizmente casado.
—Será un gran error —insistió Gerta—, como probablemente lo es
siempre.
Ryan le restó importancia con un ademán de la mano que tenía libre
mientras sujetaba el bastón con la otra.
—No llegará a ocurrir —contestó—. Es como cuando mi mujer me
amenaza con dejarme los viernes por la noche, cuando se ha tomado unas
copas. El halcón no solo escucha al halconero, sino que tiene la costumbre de
comer de su mano.
Gerta se echó a reír.
—Maravilloso —exclamó.
—Lo único que se puede afirmar con certeza de la gente —añadió Ryan—
es que solo querrá ser libre cuando la libertad suponga un beneficio para sus
intereses.
—Tiene que venir a vernos al campo —contestó ella, buscando por debajo
del chal para darle una tarjeta blanca como la que me había dado a mí—.
¿Quién sabe? A lo mejor allí encuentra la inspiración para escribir una
continuación de su fenómeno. Me gustaría pensar que hemos contribuido en
algo a crear esa magia.

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—Por supuesto —asintió Ryan, mirando alrededor de la sala con los ojos
entornados—. Encantado de verla —dijo, estrechando la mano de Gerta entre
las suyas.
—He notado que al principio no me reconocías —me dijo, cuando Gerta
ya se había retirado despacio—. No te preocupes, porque la verdad es que
siempre me ocurre lo mismo. Me he acostumbrado al cambio —continuó,
pasándose una mano por el pelo, más largo de lo que yo recordaba y peinado
hacia atrás, con un estilo más suelto—, aunque sé que impresiona a la gente
que lleva tiempo sin verme. El otro día encontré unas fotos antiguas y casi no
me reconocía, así que comprendo lo que se siente. Sinceramente, a veces
todavía me impresiona. Uno no pierde la mitad de su peso todos los días,
¿verdad? Lo raro es que a veces tengo la sensación de que la otra mitad sigue
estando ahí, solo que ahora ya nadie la ve.
Pasó un camarero con una bandeja de bebidas, y Ryan rechazó el
ofrecimiento levantando la mano.
—Para empezar me he destetado de eso —explicó—. De la leche materna.
Aunque tengo que reconocer que ayuda a dormir. Ahora siempre estoy
despierto. Por lo visto le ocurre a mucha gente. Doy gracias por las redes
sociales. No tenía ni idea de la cantidad de cosas que pasan. Casi tengo la
sensación de que antes vivía en otro siglo. Ahora, en vez de pasar la resaca
durmiendo, chateo a las tres de la madrugada con gente que vive en Los
Ángeles y en Tokio. Mi mujer está encantada. Si los niños se despiertan ya
nunca van a su cama.
Habíamos cambiado de posición, y la luz le daba ahora desde otro ángulo.
Vi entonces que lo que había interpretado como señales de desgracia eran en
realidad signos de éxito, y me asombró lo fácil que era confundir ambos
extremos. Su traje holgado y evidentemente caro era una elegante creación de
diseño desestructurado, lo mismo que el calculado desorden de su pelo. Su
aspecto demacrado, me explicó, era la consecuencia de la decisión de
abandonar el cuchillo y el tenedor. Lo cierto es que había sido su mujer quien
lo había animado a hacer régimen, sin imaginarse que pudiera llegar tan lejos.
—La cuestión es que somos obsesivos, ¿no? No podemos dejar una idea
en paz hasta que la desenterramos de raíz. He observado que muchos
escritores se cuidan poco físicamente, y tengo que decir que creo que en eso
hay un punto esnob. Les preocupa que si los sorprenden haciendo ejercicio y
cuidando su alimentación los consideren menos intelectuales. Yo prefiero el
modelo de Hemingway —dijo—, aunque sin armas y sin autodestrucción,
obviamente. Pero el perfeccionismo físico… ¿por qué no? ¿Por qué tratar el

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cuerpo como si fuera una simple maleta del cerebro? Sobre todo con la
cantidad de publicidad que recibimos ahora. Cuando te fijas en algunos de
esos escritores, parece que nunca ven la luz del día. Puede que actúen así
porque son un puñado de genios, pero, como digo, me parece un poco esnob.
A mí personalmente se me quitan las ganas de acercarme a un escritor con
pinta de vagabundo. Pienso: ¿por qué voy a fiarme de tu visión del mundo si
ni siquiera eres capaz de cuidarte? Si fueras un piloto no subiría a un avión
contigo. No confiaría en ti para hacer el viaje.
Su transformación había empezado un par de años antes, siguió diciendo,
cuando su mujer le regaló un reloj inteligente por Navidad. Medía el ritmo
cardíaco y la distancia que uno recorría. Tenía todas las trazas de ser un
regalo hecho sin pensar, elegido al azar, pero ¿no era cierto que el factor
aleatorio es a veces la palanca que nos saca del fango?
—De todos modos, si le soy sincero, al principio me decepcionó —dijo—.
Quiero decir que tampoco es que estuviera hecho una pena: iba al gimnasio y
comía más o menos cinco veces al día. Pero de pronto pensé, ¿me estoy
perdiendo algo? ¿Hemos llegado a esa situación en que la gente empieza a
hacerse regalos absurdos porque ya no se molesta en pensar qué quiere el
otro? Evidentemente, poco después lo cambié por un modelo mucho más
sofisticado. Este —me explicó, subiéndose la manga y extendiendo la muñeca
para enseñármelo— no solo te dice lo que has hecho, sino lo que te queda por
hacer. Puede mostrarte las consecuencias futuras de tus actos en cualquier
momento del día. El anterior se limitaba a llevar un registro, pero eras tú
quien tenías que interpretar los datos, y el peligro es que esas cosas pueden
ser muy subjetivas.
Pero, como había dicho, esto le animó, y si su mujer se había encontrado
con más de lo que esperaba era porque no había tenido en cuenta su tendencia
a recoger la pelota y salir corriendo. Era increíble, dijo, pensar que la mayoría
de la gente cuidaba mejor su coche que su cuerpo, aunque en realidad el
organismo humano no tuviera más misterio que un motor de tipo medio.
Principalmente era cuestión de matemáticas, y ahora que tenía los números a
mano no había tardado en llegar a una conclusión abrumadora: mientras que
siempre había pensado que su impulso venía del deseo —una fuerza que hasta
entonces había manejado con dispares grados de éxito a lo largo de los años,
sin llegar a dominarla nunca—, de pronto empezaba a comprender que la
fuerza motriz era la necesidad; y la necesidad no solo era posible dominarla,
también era posible derrotarla y erigirse en su victorioso campeón. La gente
deseaba infinidad de cosas, pero ¿qué necesitábamos de verdad? Mucho

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menos de lo que pensábamos: con los conocimientos necesarios, ese motor
podía funcionar con tanta limpieza y tanta economía que apenas dejaba
huella. Esta información tenía un valor incalculable para quienes buscan las
ventajas: representaba una esfera de control totalmente distinta que te
permitía volverte casi invisible y por tanto invulnerable. Por otro lado,
preguntarse a uno mismo lo que uno quería era empantanarse en un lodazal a
la vista de todo el mundo.
—Este reloj —dijo, dándose un golpecito en la muñeca—, me dice no
solo lo que necesito, sino también lo que he ganado y lo que podría haber
ganado si quisiera. Eso da mucho margen.
Había empezado a consumir la mitad de alimento de lo que el dispositivo
le decía que se había ganado, y le maravillaba la sensación de poder que le
causaba no tocar la otra mitad, como si los números fueran dinero guardado
en el banco. Estaba acumulando capital mental, y como además corría tres o
cuatro veces a la semana y nadaba los días restantes, ganaba todavía más.
Poco después también quiso hacer ciclismo, pero el equipo era caro y no
podía permitírselo en ese momento, hasta que se dio cuenta de que aquel
equipo tan bueno facilitaba el deporte y por tanto le restaba beneficios, y
decidió que era mucho mejor subir montañas con su bici oxidada de tres
marchas y diez toneladas. No sabía si yo había probado a correr alguna vez,
pero era muy parecido a meditar: se había puesto de moda escribir sobre eso,
y pensaba intentarlo si encontraba el momento. En cuanto a la comida, ahora
podía tomarla o dejarla. A veces, cuando veía comer a los demás, le
impresionaba lo vulnerables que eran; se acordaba de los años que se había
pasado masticando y tragando, y tenía la sensación de que al comer intentaba
protegerse, cuando lo que en realidad estaba haciendo era ponerse en peligro.
Era como si confiara en que comer lo ataría al mundo, en que borraría la
frontera entre el adentro y el afuera. Cuando pensaba en la cantidad de basura
que había ingerido, no entendía cómo había podido maltratarse de esa manera.
Efectivamente, perdió mucho peso muy deprisa, pero lo que de verdad lo
cambió todo fue la palanca mental, y como su carrera profesional iba de
maravilla, dio gracias a Dios por haber visto al fin la luz. Su libro llevaba seis
meses en cabeza de la lista de los más vendidos del New York Times: sin duda
yo había oído hablar de él, aunque, a menos que estuviera al corriente de los
cotilleos del mundillo, era poco probable que lo hubiera relacionado con su
nombre, porque lo había firmado con seudónimo. Había contratado una socia
para escribirlo, una exalumna suya, casualmente, y decidieron hacer un
anagrama con los nombres de los dos, pero como él era el líder, por así decir,

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parecía lógico que este autor ficticio fuese un hombre. Reconocía que al
principio le fastidió que el éxito le llegara por fin con un sobrenombre; en
parte le habría gustado dar una lección a todos los que dudaban de él en
Tralee. Aun así, el seudónimo tenía ciertas ventajas, similares a las del
artilugio nietzscheano que llevaba en la muñeca: volvía invisible una parte de
él, la parte que siempre había estado condenada a la repetición de
determinados patrones. De pronto se vio en un avión camino de Los Ángeles
para reunirse con la gente que había comprado los derechos cinematográficos
de la novela, viajando en primera clase y tomando zumo de trigo,
irreconocible en todos los aspectos. La persona que había sido siempre —el
Ryan de antes— parecía un amigo de la infancia, alguien por quien sentía
cariño, pero a quien había dejado atrás; alguien de quien un día tal vez dijera
que vivía en la prisión que él mismo construyó.
Sara, su socia, se alegró de que fuera él quien hiciera el viaje, porque tenía
que cuidar a sus hijos en Galway; además, ya que hablábamos de escritores
que se abandonaban, ella era un ejemplo de manual. Una vez se presentó en
zapatillas de andar por casa a una reunión con su agente, aunque si había algo
que no supiera sobre la Venecia del siglo XV —el escenario en que estaba
ambientada su novela— es que no merecía la pena saberlo. El origen del libro
era la tesis doctoral de Sara, y él, como supervisor de su trabajo, se sorprendió
dándole excelentes consejos comerciales que nunca había sabido aplicarse a sí
mismo. Por eso le parecía de justicia convertirse finalmente en coautor del
proyecto. Formaban una especie de matrimonio en el que los libros —ya
habían empezado a trabajar en otro— eran los hijos. El matrimonio sigue
siendo el mejor modelo de vida, dijo Ryan, o al menos nadie ha sabido
inventar uno mejor. Entonces, ¿por qué no puede valer también para escribir?
Y aunque estos hijos costaban mucho esfuerzo, al menos le daban beneficios.
A su mujer no le molestaba en absoluto, de hecho fue la primera en sugerirlo,
y, teniendo en cuenta que acababa de comprarse un Range Rover con las
ganancias, no le parecía a él que fuese un mal acuerdo para ella.
Cuando le pregunté si seguía dedicándose a la enseñanza, hizo una mueca
que le formó unos pliegues de lo más inquietantes antes de recomponer sus
facciones en una leve expresión de pesar.
—Me encantaría —contestó—, pero ya no tengo tiempo. Evidentemente
echo de menos el contacto con los alumnos: te dan la sensación de recuperar
algo perdido, ¿verdad? Si te soy sincero, al final empezó a parecerme que los
estaba estafando un poco, animándoles a creerse capaces de escribir un gran
éxito de ventas que solucionaría todos sus problemas, cuando lo cierto es que

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la mayoría de esos chicos simplemente no tiene talento. Por otro lado, te
quitan mucha energía: sinceramente estaba deseando dejarlo, aunque, de
todos modos —añadió en tono confidencial—, fueron ellos quienes me dieron
el impulso necesario, justo antes de que las cosas empezaran a despegar.
Llevaba un tiempo en la montaña rusa, con una mujer y tres hijos que
mantener. Evidentemente, no quería tirar todo eso por la borda. Pero en cierto
modo me hicieron un favor, porque no estoy seguro de que hubiera podido
hacer lo que he hecho si no me hubiera visto en ese laberinto. Ya sabes lo que
quiero decir —añadió—. Ganas lo justo para ir tirando y al final del día no te
quedan fuerzas mentales para nada, y eso te hace aferrarte aún más al trabajo.
El libro lo ha cambiado todo. Me han escrito de varias universidades de
Estados Unidos y tengo sobre la mesa unas cuantas ofertas muy atractivas,
pero necesito pensarlo.
Y la vida no era ni mucho menos un camino de rosas: nunca lo es. A su
hijo pequeño le habían diagnosticado autismo el año anterior, y la verdad es
que había sido un alivio ponerle nombre a lo que le pasaba. Su mujer tuvo la
idea genial de crear una asociación para ayudar a otras familias con niños
autistas, e incluso había conseguido que el parlamento irlandés se planteara la
necesidad de ofrecer recursos para cubrir esas necesidades especiales en los
colegios. Él había armado una pequeña antología para recaudar fondos,
pidiendo a varios escritores una colaboración gratuita. La respuesta fue
asombrosa: había unos cuantos nombres muy importantes en ese volumen, y,
como todos los relatos eran obras originales, subastaron los derechos para
hacer una serie de televisión por una suma apabullante.
—Lamentablemente —añadió—, la economía del proyecto no nos
permitía pedir contribuciones a personas como tú, porque el objetivo era
ganar dinero y, como digo, para eso necesitábamos grandes nombres.
Me miró con cara de payaso triste, casi con compasión. Se alegraba de
que me fuera bien, dijo. Era bueno verme en el circuito: al menos seguía
dentro del juego. Tenía que irse y circular un poco, porque en cierto modo era
el invitado de honor de la velada: varias personas lo esperaban.
Examinó la sala con los ojos entornados y levantó el bastón a modo de
despedida mientras me daba la espalda. Le pregunté qué le había pasado en la
pierna, y se detuvo, se miró la pierna y luego me miró con incredulidad.
—Te parecerá mentira —contestó—. He debido de correr cientos de
kilómetros a lo largo del año, y me he hecho un esguince en el tobillo al bajar
de un taxi.

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El festival se celebraba en un barrio de la periferia, a la orilla del mar, en una
zona de astilleros que abarcaba varios kilómetros y ocultaba la masa de agua
azul resplandeciente entre hangares, silos y gigantescos montones de
contenedores apilados. Unas grúas enormes cargaban y descargaban los
rectángulos de colores en las cubiertas desiertas de los inmensos barcos
mercantes que esperaban en la explanada de hormigón de los muelles.
El hotel era un bloque gris rodeado por otros bloques de apartamentos
más pequeños, con las ventanas cubiertas de día y de noche por persianas
metálicas. Justo delante de la entrada había un aparcamiento. Varias banderas
ondeaban en una hilera de mástiles empotrados en el asfalto, y sus cables
cantaban al viento como las jarcias de un velero. A la derecha, un talud de
hierba seca trepaba hasta toparse con una pared, y detrás asomaban unos
árboles muy altos: cedros y eucaliptos. Los árboles formaban una descuidada
avenida a lo largo de lo que parecía una antigua carretera de tierra blanca y
polvorienta que trazaba una curva hasta encontrarse con unas verjas oxidadas
de hierro forjado, para perderse luego entre más árboles, bordeando un cerro a
cuyos pies se vislumbraba una cuña de mar resplandeciente. Las verjas
estaban cerradas, y, a juzgar por el aspecto intacto de la tierra, daba la
sensación de que llevaban mucho tiempo sin abrirse.
La conferencia, me dijo uno de los participantes, se celebraba en este
hotel todos los años, a pesar de lo feo y lo incómodo que era, y de que estaba
bastante lejos del centro y mal comunicado. Suponía que los organizadores
tenían un acuerdo con el director del hotel. A la hora de comer, metían a todos
los participantes en un autobús y los llevaban por la anodina y destartalada
periferia hasta un restaurante, a veinte minutos de allí, donde supuestamente
tenían otro acuerdo. El restaurante, añadió, era muy bueno, porque en ese país
la comida era un deporte nacional. El problema estaba en que el acuerdo —
fuera el que fuera—, consistía en un menú cerrado, y la gente se veía rodeada
de exquisiteces pero sin posibilidad de elegir qué comía. Más de una vez
había visto a los organizadores acompañando con orgullo a un grupo de
participantes al exterior del local —donde los chefs preparaban pescado
fresco y brochetas de calamares con gambas en unas parrillas enormes— para
que hicieran fotos de la escena, y llevarlos de nuevo dentro para encontrarse
con la misma y escueta selección de sopa y fiambres que les habían ofrecido
el día anterior. En el hotel solamente servían té y café, aunque en algún rincón
de aquella caja de zapatos de hormigón, o en sus alrededores, había un
maestro repostero de un talento excepcional, y me instaba a probar una de las
tartas que normalmente circulaban con las bebidas calientes en los descansos

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entre una y otra sesión. Esas tartas eran típicas de la dieta nacional, dijo, y se
podían encontrar en los supermercados, producidas a escala industrial, pero
desde que era pequeño no había vuelto a probar nada parecido a las que se
ofrecían aquí. Con tantas imitaciones ubicuas, casi se había olvidado de que
existía el original, y casi le dolía regresar al color, la textura y el sabor de
aquella autenticidad perdida que no era, estaba casi seguro, obra de un equipo
profesional, sino de alguien que, por así decir, trabajaba en solitario. Sin
embargo, en todos los años que llevaba asistiendo al festival, nunca había
visto a esa persona, ni siquiera había hecho el esfuerzo de preguntar por ella;
lo único que sabía era que cuando daba un bocado a una de esas tartas
deliciosas y recién hechas, le parecían incuestionablemente obra del mismo
artista. Un participante inglés que había estado en el festival le aseguró que
una vez había tenido la misma epifanía con un dulce nacional —se llamaba,
creía recordar, bizcocho Eccles— y la observación de este hombre le llevó a
preguntarse si no había en aquel caso cierta búsqueda de la madre perdida,
aunque para él era simplemente cuestión de arte. Decían que la receta original
de la tarta era una creación de las monjas, que utilizaban enormes cantidades
de clara de huevo para almidonar sus hábitos y tenían que hacer algo con las
yemas sobrantes. Claro que un convento no sería el primer puerto de escala en
la búsqueda de lo maternal, eso era cierto; y hasta había llegado a preguntarse
si esta tarta de las monjas a la que sus compatriotas eran prácticamente
adictos —sobre todo los hombres— no sería un símbolo de la actitud del país
con las mujeres. Cuando pensaba en esos hábitos, tan tiesos, blancos y puros,
se le ocurría que eran las vestiduras de la falta de sexo y de una vida sin
hombres. La dulce tarta que ocupaba y llenaba la boca hambrienta de mi
interlocutor quizá fuera nada menos que la feminidad de la que aquellas
mujeres se habían despojado y separado para servirla en bandeja, por así
decir; un método para mantener al mundo a raya, pero también, así le gustaba
pensarlo, una señal de su felicidad, pues no creía que nada que se hiciera con
sufrimiento y sacrificio pudiera saber tan delicioso.
El hotel tenía un largo pasillo central en cada planta, con una hilera de
habitaciones a ambos lados. Todas las plantas eran idénticas, con alfombras
marrones, paredes ocres y una fila de habitaciones exactamente en la misma
secuencia. Los dos ascensores de acero inoxidable subían y bajaban despacio,
y sus puertas no paraban de abrirse y cerrarse en el vestíbulo de recepción,
donde la gente que se sentaba en los sofás, feos y rojos, parecía hipnotizada
por la eterna repetición del espectáculo de unas puertas que encerraban a un
grupo de personas al tiempo que las otras liberaban a un grupo distinto. A

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veces, en los pasillos de las plantas superiores, dejaban las habitaciones
abiertas mientras se hacía la limpieza, y se veía que todas eran iguales, con la
misma alfombra marrón, los mismos muebles de madera laminada y brillante,
y la misma vista de los bloques de apartamentos con las persianas cerradas.
Pero cuando un huésped entraba en su habitación con la tarjeta de plástico que
servía de llave, algo en su actitud indicaba la certeza inconsciente de que su
habitación era distinta y reconocible. Las mujeres de la limpieza vestían batas
blancas y trabajaban a todas las horas del día, recorriendo continuamente los
pasillos y yendo de planta en planta para volver a empezar. Llevaban las
sábanas blancas y almidonadas en unos sacos de plástico que dejaban en la
puerta de las habitaciones mientras limpiaban dentro, de manera que los
pasillos tenían el aspecto de un paisaje desierto en el que acababa de nevar.
Abajo, en la zona de recepción, había una pantalla de televisión enorme,
rodeada de sofás, y los hombres se paraban un rato delante, sentados o de pie,
a ver el fútbol o las carreras de Fórmula Uno. Normalmente se marchaban
cuando empezaban los informativos, y el locutor se quedaba solo, hablando al
vacío. Justo al otro lado de los ventanales de cristal se encontraba la zona de
fumadores, donde otros hombres, y alguna mujer, parecían el reflejo del
grupo reunido alrededor del televisor. Era en estos espacios donde solían
concentrarse los participantes antes de un acto o mientras esperaban el
autobús para ir al restaurante, y en esos momentos, las grandes vidrieras que
separaban a un grupo de otro —ambos se veían pero no se oían— señalaban
en cierto modo lo artificial de nuestra situación. Un poco más lejos, de
espaldas al hotel y mirando hacia el aparcamiento, había un banco que parecía
el sitio elegido por quienes buscaban soledad, a pesar de que estaba delante de
los ventanales y se veía perfectamente desde el interior. Los que ocupaban los
sofás no estaban a más de medio metro de quien ocupaba el banco, de manera
que le veían la parte de atrás de la cabeza en todos sus detalles. No obstante,
cuando alguien se sentaba en aquel banco se sobreentendía que quería estar a
solas o que alguien se le acercara individualmente y con prudencia, para
entablar una conversación más tranquila y extensa que las que generalmente
se daban en el grupo. Y era también allí donde la gente hablaba por teléfono
en idiomas distintos del inglés, que era en general la lengua franca de las
conversaciones.
Los organizadores, en su mayoría muy jóvenes, llevaban camisetas con el
logo del festival. Parecían continuamente angustiados y alerta, porque tenían
la responsabilidad de asegurarse de que todo el mundo asistía a sus charlas o
cogía el autobús, y era frecuente verlos enzarzados en sombrías

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deliberaciones a la vez que vigilaban el vestíbulo. Cuando faltaba un ponente,
emprendían una búsqueda frenética y ofrecían detalladas explicaciones de
dónde lo habían visto por última vez. Normalmente, alguno de los
organizadores subía a buscarlo en el ascensor, y no era raro que el
participante perdido apareciera justo en ese momento por las puertas del otro
ascensor. Uno de los escritores invitados, un novelista galés, era motivo de
constante preocupación, pues tenía la costumbre de irse a pasear por el
laberinto de los barrios de los alrededores y volver contando historias de las
iglesias o de otros lugares de interés que había visitado. Llevaba botas de
montaña y un tentempié siempre en el bolsillo, como para recordar a los
organizadores la escasa alimentación que le ofrecían, y lo cierto es que varias
veces no se había presentado en el autobús a la hora de las comidas y había
aparecido en el restaurante, puntual aunque ligeramente acalorado y jadeando
por la caminata. Se esforzaba mucho por trabar amistad con los demás
participantes —organizadores y delegados por igual—, mediante el
procedimiento de tomar nota, en una libreta pequeña y vieja, de los detalles de
las cosas que decían o los sitios de los que hablaban, y buscarlos luego para
preguntarles si había anotado bien el nombre de una ciudad, un libro o un
restaurante. Me contó que siempre tomaba notas en sus viajes, las pasaba al
ordenador y las archivaba por su nombre y su fecha cuando llegaba a casa, y
así solo tenía que abrir el archivo de, pongamos por caso, su visita a la feria
del libro de Fráncfort, tres años antes, para acceder a todos los detalles. Había
adquirido esta costumbre, que en cierto modo le dispensaba de la obligación
de recordar, no porque fuera olvidadizo, sino porque su capacidad para
almacenar información, incluso datos inútiles o triviales, le distraía
continuamente. Era evidente que la táctica de hacer preguntas a los demás —
que al parecer adoptaba por timidez, aunque no lo dijera— lo convertía en el
depositario de una extraordinaria cantidad de información, mientras que
cuando le hacían alguna pregunta personal respondía con evasivas y
vaguedades, reacio a dar poco más que un detalle superficial de sus
circunstancias. Dijo que había asistido a todos los actos del festival, incluidos
los que se celebraban en idiomas que no entendía, por consideración a los
organizadores.
Observé que, aunque hablaba largo y tendido con cualquiera que tuviese
una relación mínima o tangencial con él —hasta el conductor del autobús o el
personal del hotel—, sin embargo tendía a evitar a quienes podía considerar
sus iguales: los escritores famosos de su país o de otros países. Había varios
de estos escritores invitados, y a algunos yo ya los conocía de otras veces,

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como a la mujer que se acercó a mí el segundo día y me recordó que
habíamos participado juntas en una mesa redonda en Ámsterdam, integrada
únicamente por mujeres, y en la que se pidió a las participantes —distinguidas
pensadoras e intelectuales— que hablaran de sus sueños. Recuerdo que en
aquella ocasión me pareció tímida, tensa y quizá un poco indignada, mientras
que en el vestíbulo del hotel emanaba fuerza y compostura, como si en los
años transcurridos desde nuestro último encuentro hubiera acumulado energía
en lugar de consumirla, y me recordó su nombre —Sophia— con la franqueza
pragmática de quien más que temer acepta la posibilidad de que esas cosas se
olviden. No me imagino, me dijo en ese momento con una sonrisa
encantadora, que a un grupo de intelectuales varones les pidan que hablen de
sus sueños, y creo que lo que esperaba la moderadora era suscitar nuestra
supuesta sinceridad; como si la relación de las mujeres con la verdad fuera en
el mejor de los casos inconsciente, dijo, cuando podría ocurrir muy fácilmente
que la verdad femenina —si es que puede decirse que exista tal cosa— sea tan
íntima y complicada que resulte imposible ponerse de acuerdo en una
experiencia común. Es triste pensar, añadió, que cuando un grupo de mujeres
se reúne, lejos de avanzar en la causa femenina terminan por convertirla en
una patología.
Desde aquella ocasión en Ámsterdam, había publicado varias novelas, me
contó, además de un libro sobre el canon literario occidental, del que en su
opinión habría que excluir a muchos hombres e incluir a muchas mujeres. El
libro había tenido una buena acogida en otros países, mientras que aquí, en el
suyo, casi podía decirse que lo habían ignorado. Asistía a este festival no por
sus credenciales como escritora feminista, sino por su trabajo como
traductora, con el que había permitido a varios escritores de su país —casi
todos hombres— alcanzar más reconocimiento internacional del que ella
tenía. O a lo mejor, dijo, con una risa que sonó como una campana, solamente
estoy aquí porque he nacido en la ciudad. A los demás tienen que traerlos en
avión de todas partes, mientras que a mí les resulta barato invitarme, porque
puedo hacer el camino andando.
Me pregunté si el hecho de que estuviera en casa podía ser la explicación
de que me pareciera cambiada, como si brillara más en su entorno natural.
Llevaba un vestido ceñido y escotado, de color turquesa, con un cinturón
ancho que realzaba su cintura esbelta, y unas botas de tacón a juego. Era
delgada y muy pequeña, con la piel cetrina y fina, el pelo suave, castaño
claro, y la boca grande y expresiva, y llevaba la cabeza muy alta, como una
niña alzada de puntillas para ver por encima de los adultos. Se había puesto

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algunas joyas en el cuello y en la muñeca, y se había maquillado a conciencia,
sobre todo los ojos, perfilados con tanta exageración que parecían en
constante estado de asombro, como si observaran cosas de una intensidad
extraordinaria que únicamente ella veía. Al cabo de un rato reconocí bajo esta
máscara a la mujer tímida a la que recordaba, y comprendí que era un disfraz
diseñado para evitar que pudieran olvidarla o pasarla por alto, aunque al
mismo tiempo causaba el efecto de convertir su feminidad en una especie de
pregunta que los demás tenían la obligación de responder, o en un problema
que se esperaba que resolvieran.
Sinceramente, continuó, señalando hacia las puertas de cristal, aquel no
era el sitio más estimulante para vivir. Pero desde que se había divorciado, se
había dado cuenta de que era mejor, para ella y para su hijo, estar cerca de sus
padres, y por eso se habían ido de la capital, aunque esperaba regresar algún
día, cuando hubiera pasado la tormenta.
—Mi madre es muy buena con nosotros —añadió—, a pesar de que soy la
primera que se divorcia en la familia y, como eso es un estigma para ella, no
termina de permitirme que lo olvide. Se pone a mirar a mi hijo, cuando sabe
que la estoy mirando, y se lleva la mano a la boca, como si un objeto valioso
acabara de caerse al suelo y hacerse añicos. Lo trata como si tuviera una
enfermedad horrible, y es posible que la tenga, pero en ese caso su
supervivencia dependería exclusivamente de él, aunque los demás le presten
todo su apoyo.
Recientemente, el niño se había roto una pierna jugando al fútbol,
continuó, y la lesión se había convertido de forma misteriosa en una infección
vírica que los médicos no se explicaban ni sabían cómo curar. Estuvo un mes
ingresado en el hospital, y otros dos meses postrado en la cama, y la
experiencia le había provocado un cambio de carácter muy profundo, dijo,
porque siempre había sido un niño muy activo físicamente, obsesionado con
el deporte, como si sacara toda su ética vital de las reglas y las recompensas
deportivas. Como testigo del divorcio de sus padres, por ejemplo, siempre
intentaba discernir de lado de quién debía ponerse; quién había ganado y
quién perdido en las innumerables batallas escenificadas delante de él. Era
natural, evidentemente, que se pusiera del lado de su padre, porque se
identificaba con sus valores masculinos y además compartía con él muchas de
las actividades que tanto le gustaban; y su padre demostraba muy poca
moderación, porque explotaba esa lealtad siempre que se presentaba la
oportunidad, para inculcarle los principios de una identidad tribal mucho más
amplia que, según lo veía ella, modelaría por completo la vida y la

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personalidad del niño. La tribu era la misma a la que pertenecían casi todos
los hombres de su país, y se definía por el miedo a las mujeres mezclado con
una profunda dependencia de ellas; por eso, aunque ella se esforzaba al
máximo, veía que era cuestión de tiempo que las preguntas de su hijo sobre lo
que estaba bien y lo que estaba mal encontraran su respuesta en el mezquino
fanatismo de un ambiente al que todo lo invitaba a someterse. De todos
modos, cada vez que el niño se quejaba de que su padre decía una cosa y ella
otra, como madre se negaba a darle su opinión de cuál de las dos era la buena,
por más que él implorase. Fórmate tu propio criterio, le decía; utiliza el
cerebro. Él normalmente se enfadaba con esta respuesta, y eso era la prueba
de que su exmarido le estaba dando una visión completamente partidista de la
situación, porque el niño sencillamente no sabía qué hacer cuando no podía
tomar partido; dicho de otro modo, necesitaba un punto de vista. Sin embargo,
el esfuerzo de usar el cerebro por lo visto le seducía mucho menos que la
sencilla opción de creerse los cuentos que le contaba su padre, al menos hasta
que se pasó tres meses inmovilizado.
En la cama cayó en un estado que al principio parecía una depresión: se
volvió silencioso y apático; le costaba manifestar interés por nada; y a esto le
siguió una fase de rabia y frustración que, aunque diferente, fue igual de mala.
Al verse incapacitado y alejado de su campo de acción, empezó a ver su vida
mucho más claramente. Y una de las cosas que vio fue que su padre rara vez
llamaba o venía a verlo; otra, que su madre nunca estaba lejos de su cama.
Una mañana, dijo, entré en su habitación con el desayuno en una bandeja.
Llevaba desde las seis de la mañana trabajando, porque tenía que entregar un
artículo ese mismo día, y no me había duchado ni peinado. Iba sin maquillar,
con las gafas puestas y la ropa más vieja que tengo. Me miró desde la cama y
me dijo: Mamá, ¡qué fea estás! Y le contesté: Sí, a veces soy así. Otras veces
me maquillo, me pongo ropa bonita y parezco guapa, pero esta también soy
yo. Puede que no siempre te guste, le dije, pero soy tan auténtica así como de
la otra manera.
Se quedó en silencio y miró por los ventanales hacia el aparcamiento,
donde los demás participantes ya se estaban reuniendo para coger el autobús.
El viento les alborotaba el pelo y les aplastaba la ropa.
—Cuando pudo levantarse —continuó—, se había vuelto más tranquilo y
más reflexivo, y hasta encajó con elegancia la noticia de que no podría hacer
ningún deporte hasta pasado como mínimo un año más. En cierto modo, doy
las gracias por esta enfermedad, aunque en su momento me pareciera el
colmo de la mala suerte. Me parecía injusto que mientras su padre se iba en su

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deportivo a ver a su novia, a su chalet de la costa, yo estuviera encerrada en
un apartamento diminuto, en la ciudad en la que había nacido, con un niño
enfermo y mi madre llamándome cinco veces al día para decirme que la culpa
de todo era mía, por ser tan crítica y por haberme empeñado en seguir
trabajando después de casarme. En este país, el único poder que se les
reconoce a las mujeres es el poder de la esclavitud, y la única justicia que
entienden es la justicia fatalista del esclavo. Al menos mi madre quiere a mi
hijo, aunque he notado que la gente que quiere a los niños suele ser la que
menos los respeta.
Un hombre alto, grande y de aspecto huraño había entrado en el vestíbulo
y estaba no muy lejos de nosotras, absorto en su teléfono. El pelo negro,
denso y rizado, la barba igual de negra y la cara inmóvil, grande y fofa, le
daban el aspecto de una gigantesca escultura de la Roma antigua con la piedra
picada. La expresión de Sophia se iluminó al verlo, y se acercó de un salto
para tocarle el brazo, a lo que él apartó la vista de la pantalla, despacio y con
evidente fastidio, mientras examinaba con los ojos grandes y algo tristes la
causa de la interrupción. Sophia le habló en su lengua materna, deprisa y con
vehemencia, y él contestó despacio y con solemnidad, y se quedó muy quieto,
mientras ella parecía muy animada, cambiaba continuamente de postura y
gesticulaba mucho con las manos. Era mucho más alto que ella y, como
llevaba la cabeza muy erguida, la miraba desde arriba, con los ojos
entornados, no sé si aburrido o fascinado por su conversación. Al cabo de un
rato, Sophia se volvió a mí, le puso otra vez la mano en el brazo y me lo
presentó como Luís.
—Es nuestro novelista más importante del momento —dijo, mientras él
levantaba todavía más la cabeza y amenazaba con cerrar los ojos
definitivamente—. Este año ha ganado los cinco principales premios literarios
del país por su último libro. Ha causado verdadera sensación, porque escribe
sobre temas que los demás escritores masculinos no se dignan a tocar.
Me sorprendió oír esta valoración de Luís, después de los anteriores
comentarios de Sophia sobre los escritores varones y su tendencia a
eclipsarla, y pregunté qué temas eran.
La vida cotidiana, contestó muy seria, y la vida sencilla de los barrios: la
de los hombres, mujeres y niños sencillos que viven allí. La mayoría de los
escritores, señaló, consideraban estas cosas indignas de gente como ellos, que
buscaban lo fantástico o lo notable y se concentraban en los temas de
importancia pública con la esperanza, ella no tenía la menor duda, de

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aumentar así su propia relevancia. Pero Luís los había derrotado a todos con
su sencillez, su honestidad y su veneración de la realidad.
—Escribo sobre lo que conozco —contestó Luís, encogiéndose de
hombros y mirando algo por encima de nuestras cabezas.
—Está siendo modesto —me dijo Sophia con su risa de campana—,
porque le preocupa la posibilidad de estropear el mundo sobre el que escribe
si se pone arrogante. Pero lo cierto es que le ha dado una dignidad inédita y
única en nuestra cultura, donde la brecha entre ricos y pobres, entre jóvenes y
viejos, y sobre todo entre hombres y mujeres parece insuperable. Aquí
tenemos una creencia casi supersticiosa en nuestras diferencias individuales, y
Luís ha demostrado que esas diferencias no son fruto de ningún misterio
divino, sino pura consecuencia de nuestra falta de empatía, algo que, si
tuviéramos, nos permitiría ver que en realidad todos somos iguales. Es esta
empatía de Luís lo que tanto se ha aplaudido, y por eso creo que debería
felicitarse en lugar de avergonzarse de los elogios.
Luís parecía tristísimo mientras se decían estas cosas de él, y su respuesta
fue un profundo silencio que se prolongó hasta que los organizadores nos
avisaron para subir al autobús, que ya había llegado. Circulamos por amplias
y vacías carreteras de hormigón claro, con el firme roto y resquebrajado,
invadidas por las malas hierbas, rodeando el extraño paisaje deshabitado del
inmenso dique, que se extendía como un bloque impenetrable hasta donde
alcanzaba la vista y se adentraba luego, al otro lado, en la prolija y descuidada
red de las calles de la periferia. Hacía un día ventoso y gris, y el cielo bajo
daba a la dimensión humana un aspecto de angustia y opresión: el viento
sacudía los toldos de los restaurantes y los comercios; la basura rodaba por las
aceras, la brisa arrancaba madejas de humo de las parrillas al aire libre, y los
grupos de transeúntes aislados tenían que sujetar bien bolsas y abrigos, y
andaban deprisa y cabizbajos. Cuando llegamos a la calle del restaurante
resultó que estaba cortada al tráfico: habían levantado el pavimento por
completo, de un día para otro, y habían delimitado la zanja con una cinta que
aleteaba y chasqueaba con la fuerza del aire. El autobús maniobró para abrirse
camino por una calle lateral y dio luego una larga serie de vueltas lentas
mientras los pasajeros comentaban el incidente y terminaban quitándole
importancia, moviendo la cabeza y encogiéndose de hombros con
resignación. El autobús aparcó por fin a cierta distancia del restaurante, para
que bajásemos, y la gente echó a andar, sola o en grupos, hacia el mismo sitio
por el que ya habíamos pasado. Atravesamos un solar de hormigón, rodeado
de edificios decrépitos y cubiertos de pintadas, donde los laureles empezaban

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a llenarse de flores puntiagudas y rojas. De alguna parte llegaban ráfagas de
una música extraña: alguien estaba tocando una flauta o una gaita, y de pronto
se vio a un niño, medio escondido entre las frondas, junto a un muro en
ruinas, con el instrumento en los labios.
Era típico, me dijo el hombre que iba a mi lado mientras subíamos a la
acera improvisada que habían puesto en la calle, que esas obras se hicieran sin
previo aviso, como por arte de magia, cuando los organizadores podrían haber
elegido cualquier otro restaurante de la zona para darnos de comer tres veces
al día, aunque no había que precipitarse y achacar las molestias a la falta de
información, dijo, pues era muy posible que los organizadores lo supieran
desde el principio y no hubieran querido cambiar sus planes. Era fácil llegar a
la conclusión de que en este país la gente vivía abrumada por sentimientos de
impotencia, aunque también podía llamarse cabezonería, porque se negaban a
cambiar incluso cuando se presentaba la posibilidad de cambio. Él trabajaba
para uno de los principales diarios nacionales y con frecuencia había tenido la
oportunidad de observar este fenómeno de primera mano: un día lo enviaban
a cubrir una grave crisis política o un desastre humanitario, y al día siguiente
a hacer un reportaje sobre la supuesta aparición de la Virgen María en una
roca, en algún rincón del campo, y esperaban que tratase todos estos sucesos
con el mismo rigor. Si podía haber una explicación para la aparición de las
obras, dijo, también debería de haberla para la señora vestida de azul: una
cosa no se podía entender sin la otra, y así la gente terminaba por aceptar el
misterio de las obras para no preguntarse por esas otras cuestiones de mayor
calado.
Ya habíamos llegado al restaurante y nos habíamos sentado a la larga
mesa reservada para los participantes, que ocupaba un lado entero del local.
El otro lado estaba siempre abarrotado de gente, y el ruido y las risas que
llegaban de allí contrastaban con el ambiente torpe de nuestra mesa y los
asientos asignados por los organizadores, que los participantes parecían cada
vez más reacios a ocupar, conscientes de que su destino quedaría sellado hasta
que terminase la comida, y, antes incluso de cruzar el umbral, se rebelaron
pactando quién se sentaba dónde. A menos de dos metros, en el otro lado del
salón, la gente estaba reunida en grupos bulliciosos y animados, entregada a
un banquete que parecía no tener principio ni fin, mientras los camareros se
abrían camino entre la multitud con los platos o las bandejas plateadas por
encima de la cabeza, sirviendo continuamente más comida.
Mi compañero de mesa desplegó la servilleta gruesa y blanca con una
floritura y se la metió por debajo del cuello de la camisa. Tenía más de

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sesenta años, la cabeza calva y tostada como una nuez, y una expresión de
humor cínico en los ojillos redondos. Dijo que había leído mi libro, y que iba
a entrevistarme para su periódico, pero mientras pensaba de qué hablar
conmigo se le había ocurrido una idea novedosa, que era tratarme como a uno
de mis personajes, arrogándose él el poder del narrador. No era este el
enfoque habitual de sus entrevistas literarias, de las que había hecho quizá
demasiadas, considerando la cantidad de otros asuntos que le asignaban en el
periódico: al día siguiente, por ejemplo, tenía que asistir a la final de la copa,
un encargo muy fastidioso para él, porque le sacaban de quicio las multitudes
y su entusiasmo desmedido por un acontecimiento que a fin de cuentas se
repetía invariablemente todos los años, y, como ya me había dicho, un día
tenía que escribir sobre un milagro religioso y al siguiente sobre la corrupción
del Estado. En general, le gustaba entrevistar a autores literarios, aunque eso
le obligaba a acercarse a su mundo, investigar su biografía, leer sus trabajos
previos y ponerse al día sobre las cuestiones que les preocupaban. Pero esta
vez, quizá porque había estado muy ocupado y porque había muchos autores
en el festival que reclamaban su atención, se había acercado a mi libro con
poco contexto. De hecho, había terminado de leerlo la noche anterior, cuando
volvió a su habitación después de la cena, y fue al irse a dormir cuando se le
ocurrió la idea de interpretar el papel del autor. Le parecía interesante que mi
libro le hubiera llevado a creerse capaz de ostentar ese poder, porque
normalmente las novelas producían en él el efecto contrario: el de no ser
capaz de imaginarse escribiendo como escribía el autor, incluso de no querer
hacerlo, en ciertos casos; el mero hecho de pensarlo le agotaba, y a veces
hasta se sorprendía deseando que aquellas mentes prodigiosas no tuvieran
tanta fuerza, porque cada vez que escribían algo nuevo le creaban la
obligación de responder. El inmenso esfuerzo de conjurar algo de la nada, de
levantar ese gigantesco edificio lingüístico donde antes solo había vacío, era
algo de lo que personalmente se sentía incapaz. De hecho, le dejaba
completamente pasivo y con ganas de volver a centrarse en los insignificantes
detalles de su propia vida. Había observado, por ejemplo, que mis personajes
se veían provocados con frecuencia a realizar verdaderas proezas, en el
terreno de las revelaciones personales, a raíz de una simple pregunta, y eso
evidentemente le había hecho reflexionar sobre su profesión, una de cuyas
claves era hacer preguntas. Pero sus preguntas rara vez suscitaban respuestas
tan jugosas como las mías: en realidad, lo normal era que rezase para que sus
entrevistados dijeran algo interesante, porque de lo contrario tenía que
esforzarse mucho para redactar un artículo digno. Cuando se iba a dormir,

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como ya había dicho, sintió de pronto un poder inexplicable, como si hubiera
comprendido que una pregunta mucho más sencilla de las que él hacía
normalmente —y tal vez una sola— pudiera desentrañar todo el misterio para
él. La pregunta que más le gustaba —y la que tenía previsto hacerme en su
nuevo papel de narrador— era en qué me había fijado yo durante el camino al
restaurante, y en el caso de que su teoría —o mejor dicho, la mía— fuera
correcta, al hacerme esa pregunta, la pregunta de en qué me había fijado
durante el camino me brindaría la oportunidad de escribir la entrevista entera
para él, por así decir.
Dos hombres se habían sentado enfrente de nosotros, y uno de ellos nos
interrumpió para preguntar si había oído bien: si mi vecino iba a cubrir la
final de la copa al día siguiente, y en tal caso, cuál creía que iba a ser el
resultado. Mi vecino se recolocó la servilleta en el cuello de la camisa, lenta y
cuidadosamente, y con un gesto de lúgubre paciencia empezó a dar una larga
y pesarosa respuesta con la que parecía insinuar que el resultado no sería el
que ellos esperaban. Esto produjo una acalorada discusión, mientras Sophia
entraba en el restaurante y, al ver un sitio vacío a mi lado, venía a sentarse
conmigo. En el mismo momento, Luís —que había entrado detrás de ella—,
se dirigió a grandes zancadas hasta la otra punta de la mesa y, después de
rodearla completamente, se sentó en otra mesa aparte, solo, en el rincón más
apartado del local. Con un leve suspiro de frustración, Sophia se levantó y
dijo que iba a ver por qué Luís se empeñaba en sentarse solo. Volvió al cabo
de unos minutos a recoger su bolso de mala gana, diciendo que, ya que él se
negaba a moverse, tenía que ir a hacerle compañía, porque no le parecía bien
dejarlo solo. Mi vecino interrumpió su conversación para señalarle que eso
era una proposición ridícula: ¿Por qué haces eso?, le preguntó, ajustándose de
nuevo la servilleta blanca en el cuello de la camisa y mirándola con sus ojillos
inquisitivos. ¿Por qué lo persigues por todo el restaurante? Si Luís quería
estar solo debería dejarlo en paz; ya decidiría él si quería sentarse con
nosotros. Sophia consideró esta observación con el ceño delicadamente
fruncido, se alejó como flotando con sus botas de tacón y volvió al cabo de un
rato arrastrando a Luís, que venía con una cara truculenta.
—No estamos dispuestos a tolerar ese comportamiento depresivo —le
advirtió Sophia con su risa efervescente—. Vamos a retenerte en el mundo de
los vivos.
Luís se sentó sin disimular su enfado y se sumó enseguida a la
conversación sobre fútbol, mientras Sophia me decía mansamente al oído que,
aunque sabía que Luís podía dar la impresión de ser arrogante, en realidad el

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éxito le resultaba doloroso y le producía una profunda sensación de culpa, y
además estaba harto de tanta exposición pública.
—Ha hablado de su vida personal con una sinceridad que no es corriente,
teniendo en cuenta cómo suelen ser los hombres en este país y puede que los
hombres en general. Ha hablado sin tapujos de su familia, de sus padres y del
hogar de su infancia, y lo ha hecho de una manera que todos sus personajes
resultan absolutamente reconocibles. Como este es un país pequeño, le
preocupa haberlos utilizado o haberlos puesto en apuros, aunque para los
lectores de cualquier otra parte del mundo lo importante es precisamente su
sinceridad. Claro que, si fuera una mujer, dijo, acercándose un poco más a mi
oído, confidencialmente, la despreciarían por ser sincera, o en el mejor de los
casos a nadie le interesaría lo que pudiera decir.
Se reclinó en el asiento para que los camareros dejasen los platos en la
mesa. Traían un puré marrón con un olor muy fuerte, y Sophia arrugó la nariz
y dijo que aquel plato tenía un nombre que podía traducirse más o menos
como «las partes que nadie se comería en otras circunstancias». Probó una
cucharada diminuta y la dejó en el borde del plato. Para entonces ya había
llegado el novelista galés, con el pelo alborotado por el viento, la camisa
desabrochada y el cuello colorado. Dudó unos momentos antes de sentarse en
el único sitio libre, al lado de Sophia, y sonrió con cansancio, enseñando los
dientes pequeños y amarillos. Cuando preguntó qué había en los platos,
Sophia no repitió la traducción que acababa de dar, sino que se limitó a
devolverle una sonrisa cortés y contestó que era una delicia local, hecha de
carne picada. El galés se acercó para servirse un poco de puré y coger unos
trozos de pan. Nos pedía disculpas, dijo: estaba muerto de hambre, porque
había intentado dar un paseo por la costa, pero se había enredado en un
laberinto de polígonos industriales, urbanizaciones en construcción y centros
comerciales, medio en ruinas y más o menos desiertos, a pesar de que todas
las calles iban a parar indefectiblemente allí, y al final no le había quedado
más remedio que saltar muros y verjas para acercarse al agua, hasta que
terminó delante de un edificio de hormigón enorme, acordonado y protegido
con alambre de espino y lo que parecían muchas torres de vigilancia, y se vio
retenido a punta de pistola por tres hombres de uniforme. Por lo visto se había
adentrado sin querer en una zona militar, y había tenido que poner a prueba
sus escasos recursos lingüísticos para explicar a los soldados que no era un
terrorista, sino un escritor que asistía al festival literario, del que —por
sorprendente que pudiera parecer— habían oído hablar. Resultaron ser muy
amables, y antes de indicarle el camino le ofrecieron café y tarta, que luego se

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arrepintió de no haber aceptado al ver lo lejos que estaba del restaurante.
Había tenido que hacer la mayor parte del camino corriendo, dijo, y con
aquellas botas de montaña no era una empresa nada fácil.
Su relato llamó la atención de Luís, que se lanzó a describir el
hundimiento socioeconómico del país, acelerado por la crisis financiera de la
década anterior, señaló, cuyos ecos aún se dejaban sentir en sitios como aquel.
El novelista galés aprovechó esta distracción para comer, asintiendo de vez en
cuando con la cabeza mientras despachaba el primer plato y reclinándose
luego en la silla con aire satisfecho. Su región, Gales, dijo, cuando Luís
terminó de hablar, se encontraba en una situación más o menos similar de
continua trayectoria descendente, a pesar de que apenas había llegado a
completar su transición a los tiempos modernos. Seguía habiendo familias en
las que los mayores de la generación anterior no hablaban inglés, y, en sus
conversaciones con los lugareños, le habían retratado un mundo en el que las
personas vivían con prosperidad y profundamente enraizadas en su entorno,
en armonía no solo unas con otras, sino también con los animales, los pájaros,
las montañas y los árboles, además de con las tradiciones del canto, la
narración oral y el culto religioso; incluso le habían contado historias muy
emotivas de antiguas rencillas y divisiones irreconciliables, de clanes que se
casaban entre sí y que habitaban la tierra en una realidad absolutamente
propia. No hacía ni cuarenta años, la comunidad entera subía por la montaña
los domingos: ancianas y bebés en brazos, fornidos agricultores, mozas de
pueblo y cuadrillas de niños parlanchines, con sus perros, sus caballos y sus
cestos con bocadillos de jamón y termos de té; y los hombres hacían el
camino cantando. La novela que estaba escribiendo en ese momento, dijo,
intentaba recuperar ese mundo perdido, y había investigado mucho sobre sus
costumbres y sus creencias, sus prácticas agrícolas, sus tradiciones culinarias
y domésticas, su manera de socializar y de ir a la iglesia, su folclore, su poesía
y sus canciones vernáculas. Había entrevistado a docenas de personas, en su
mayoría ancianas, por razones obvias, y había construido un cuadro
extraordinario con sus notas preliminares, pero lo que más le sorprendía de
todo era ver que esa gente confesaba a menudo que se alegraba de no seguir
viviendo así, aunque sintieran nostalgia de aquellos tiempos. A veces tenía la
sensación de que él lamentaba la pérdida de ese mundo antiguo más que ellos,
porque sinceramente no entendía cómo podían soportar la monotonía de las
residencias de ancianos, con comodidades tan insulsas como la televisión y la
calefacción central, en comparación con aquellos recuerdos tan hermosos. Del
mundo que conocía, le dijo una señora mayor, no quedaba nada: ni una brizna

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de hierba seguía siendo la misma. Cuando le pidió que le explicara qué quería
decir, porque seguramente la hierba seguía siendo hierba, la anciana se limitó
a repetir que absolutamente todo había cambiado a lo largo de su vida, hasta
volverse irreconocible para ella. Esta señora había muerto en paz no mucho
después de aquella conversación, y se sentía muy afortunado de haber tenido
la oportunidad de hablar con ella y registrar sus recuerdos, porque de lo
contrario se los habría llevado a la tumba. Pero incluso cuando reconstruía
esas memorias, tan minuciosamente que parecían como nuevas en las páginas
de su novela, seguía sin entender el significado de aquellos comentarios sobre
el cambio. En definitiva, se negaba a aceptar que se hubiera perdido la esencia
de las cosas, y a veces hasta se enfadaba con la anciana cuando estaba
escribiendo, como si fuera ella quien la hubiera robado y se la hubiera llevado
para siempre. Por ejemplo, donde él vivía, en una granja del parque nacional
de Snowdonia, el paisaje se conservaba más o menos intacto y la comunidad
participaba activamente para combatir los pequeños cambios —como
demasiadas señales en la carretera o nuevos aparcamientos— que poco a poco
estropearían su personalidad y su belleza. Incluso habían recuperado algunas
de las antiguas industrias artesanales y las tradiciones de gestión de la tierra.
Cuando salía a andar por las montañas, la realidad de aquellos parajes le
parecía la misma de siempre, aunque, naturalmente, añadió, mirando con
cansancio a los demás, era consciente de que tenía mucha suerte de vivir en
un lugar del que pudiera decirse eso.
Luís lo había escuchado con un gesto impasible y taciturno,
entreteniéndose en desmenuzar un trozo de pan para hacer con las migas unas
bolitas duras y tirarlas luego en la mesa, alrededor de su plato.
—Mi madre me contó una vez —dijo— que cuando era pequeña, en la
época de la cosecha, se celebraba una fiesta en el pueblo, y los campesinos
siempre dejaban un último campo para segarlo ese día. Todo el mundo se
congregaba para verlos segar con sus guadañas, porque aquello era una
tradición, y también era una tradición que dejaran un círculo sin segar en el
centro del campo y trabajaran desde los bordes del sembrado, en lugar de
avanzar en línea recta como hacían siempre. Todos los animalillos asustados,
que en condiciones normales tenían la oportunidad de huir, se quedaban
atrapados en el círculo, que se volvía cada vez más pequeño conforme los
hombres iban segando la mies alrededor, hasta que al final había un montón
de animales agazapados en el centro del campo. Los niños del pueblo se
armaban con picos y palas, hasta con cuchillos de cocina, y en un momento
determinado les permitían acercarse y abatirse como una turba entusiasmada

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sobre el círculo sin segar para matar a los animales, y lo hacían con inmenso
gusto y placer, salpicándose de sangre y salpicando a los demás. Mi madre no
es capaz de recordar estos episodios sin enfadarse —dijo—, aunque entonces
participaba tan contenta como la que más, y lo cierto es que muchos de
nuestros familiares niegan que esas prácticas bárbaras hayan ocurrido alguna
vez. Pero ella asegura que sí, y todavía sufre por eso, porque a diferencia de
los demás sigue siendo sincera y no tolera que se recuerde el pasado sin
recordar también su crueldad. A veces me pregunto si cree que selló su
destino con esa conducta irreflexiva, porque la vida ha sido cruel con ella,
aunque es su sensibilidad lo que le produce esa impresión, y sus familiares,
como digo, no ven las cosas de la misma manera en absoluto. Empecé a
escribir porque sentía la presión de su sensibilidad como una dolencia o una
tarea sin concluir que mi madre me hubiera legado para que yo la completase.
Pero en mi vida personal me he visto tan condenado a la repetición como todo
el mundo, aunque no supiera lo que estaba repitiendo.
—Eso es falso de principio a fin —protestó Sophia—. Tu talento y tu
manera de utilizarlo han transformado tu vida por completo. Puedes ir adonde
quieras y conocer a quien quieras; el mundo entero canta tus alabanzas; tienes
un bonito apartamento en la ciudad, incluso una mujer —añadió, con una
agradable sonrisa— con la que no tienes necesidad de vivir y que está
entregada a criar a tus hijos. Si fueras mujer, seguramente te darías cuenta de
que la vida de tu madre está colgada como una espada sobre tu cabeza, y te
preguntarías si has progresado en algo, aparte de hacer el doble de trabajo que
ella tuvo que hacer y recibir a cambio el triple de acusaciones.
Los camareros ya habían retirado el puré y estaban trayendo el segundo
plato: una especie de timbal pequeño que Sophia describió solemnemente
como pudin de pescado y que, una vez más, apenas probó. Cuando le
ofrecieron el plato a Luís, lo apartó con la mano y se quedó encorvado y
quieto, mirando los utensilios náuticos que decoraban la pared: redes de
pesca, unos anzuelos de bronce gigantescos y un timón de madera. Era
curioso, le dijo Sophia al novelista galés, que hubiera citado las palabras de
esa anciana, porque había oído recientemente las mismas palabras, aunque en
un contexto distinto. Su hijo había ido a pasar unos días con su padre y se
había encontrado un alijo de álbumes de fotos que no había visto nunca. Su
exmarido se había quedado con todos los álbumes cuando se separaron,
explicó, quizá porque se sentía dueño de su historia, o porque temía que
hubiera en ellos algo que pudiera contradecir su versión de los hechos: si no,
¿por qué los había escondido?

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—El caso —siguió diciendo— es que me dejó sin una sola foto de nuestra
vida en común, y cuando mi hijo encontró los álbumes en un armario, en
cierto modo vio esa vida por primera vez, porque era demasiado pequeño para
acordarse de nada. Cuando volvió a casa, noté nada más verlo que le pasaba
algo, y estuvo varias horas muy callado. No paraba de mirarme, cuando creía
que no me daba cuenta, y al final le pregunté: ¿Tengo algo en la cara? ¿Por
qué me miras de ese modo tan raro? Y entonces me contó que había
encontrado los álbumes y se había pasado toda la mañana mirándolos, porque
su padre se había ido a jugar al tenis con unos amigos y lo había dejado solo.
Tú sales en las fotos, mamá, me dijo, solo que no eres tú de verdad. Lo que
quiero decir es que sé que la persona de las fotos eres tú, pero no te reconocía.
Le contesté que llevaba años sin ver esas fotos y que seguramente había
envejecido más de lo que pensaba. Y me dijo: No, no es que parezcas mayor.
Es que has cambiado en todo. En las fotos nada es igual. Ni tu pelo ni tu ropa
ni tu expresión, ni siquiera tus ojos.
Mientras nos contaba esta anécdota, sus ojos se agrandaron y se pusieron
más brillantes, y es posible que se le llenaran de lágrimas, pero siguió
sonriendo de una manera que indicaba claramente que estaba acostumbrada a
guardar la compostura. El novelista galés la miró con cortés preocupación y
un leve gesto de alarma.
—Pobre chico —dijo Luís lúgubremente—. Para empezar, ¿por qué ese
cabrón se va a jugar al tenis?
—Porque sabe que así —contestó Sophia, con una sonrisa más
encantadora que nunca— me priva de mi libertad y mi tranquilidad incluso
cuando tengo un poco de tiempo para mí. Si cuidara de nuestro hijo los fines
de semana que pasan juntos, en cierto modo me estaría dando algo, pero ha
decidido dedicar su vida a asegurarse de que eso no pase nunca, aun a costa
de utilizar a nuestro hijo. No me cabe la menor duda de que si nuestro hijo
estuviera únicamente a su cargo lo educaría de maravilla: le enseñaría a
derrotar a los demás en el deporte, a ganar todas las competiciones y a
castigar continuamente a su madre desentendiéndose de ella. Cuando nos
divorciamos, peleó por la custodia, y sé que a muchos de nuestros amigos les
extrañó que me opusiera, porque pensaban que como feminista tenía que
promover la igualdad de las dos partes, y también porque se tiene la creencia
de que un hijo necesita especialmente a su padre, para aprender a ser un
hombre. Pero yo no quiero que mi hijo aprenda a ser un hombre. Quiero que
llegue a serlo a través de la experiencia. Quiero que descubra cómo actuar,
cómo tratar a las mujeres y cómo pensar por sí mismo. No quiero que aprenda

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a dejar los calzoncillos tirados en el suelo o a utilizar su condición de hombre
como excusa.
El novelista galés levantó un dedo con vacilación y dijo que sentía mucho
no estar de acuerdo, pero le parecía importante señalar que no todos los
hombres se comportaban como su exmarido y que los valores masculinos no
eran únicamente fruto del culto al egoísmo, sino que también incluían cosas
como el honor, el deber y la caballerosidad. Él tenía dos hijos, además de una
hija, y le gustaba pensar que eran personas equilibradas. No podía negar que
había diferencias entre la niña y los niños, y por la misma razón, negar las
diferencias entre hombres y mujeres tal vez equivaliese a obviar las mejores
cualidades de ambos. Reconocía que tenía mucha suerte, porque él y su mujer
formaban una buena pareja, y había descubierto que sus diferencias
generalmente eran complementarias, en vez de una fuente de conflictos.
—¿Su mujer también es escritora? —preguntó Luís, mientras jugueteaba
con la servilleta con aire indiferente.
Su mujer era madre a tiempo completo, contestó el novelista galés, y los
dos estaban contentos con ese acuerdo, porque, afortunadamente, con lo que
él ingresaba con su trabajo literario ella no tenía necesidad de ganar dinero y
podía ayudarle a encontrar el tiempo necesario para escribir. En realidad, dijo,
ella escribía un poco en sus ratos libres, y recientemente había escrito un libro
para niños que había tenido un éxito increíble. Cuando sus hijos eran más
pequeños, les contaba historias de una yegua galesa que se llamaba
Gwendolyn, y al final eran tantas, porque todas las noches continuaba la
historia para captar la atención de los niños, que, según ella, el libro se había
escrito literalmente solo. Evidentemente, él no podía tener una opinión
objetiva de las aventuras de Gwendolyn, pero le llevó el libro a su agente, que
por fortuna fue capaz de conseguirle a su mujer un contrato impresionante
para tres libros.
—Mi exmujer y yo también le contábamos historias a mi hijo —dijo Luís
lúgubremente— y le leíamos en la cama todas las noches, por supuesto. Pero
no ha servido de nada. No coge un libro en la vida. A veces tiene que leer
algo para el colegio y lo vive como una tortura, mientras que cuando yo tenía
su edad leía todo lo que caía en mis manos, hasta las instrucciones de la
lavadora y las revistas del corazón de mi madre, porque en mi casa no había
libros. Pero a mi hijo le repele, y siempre pierde el libro que tiene que leer.
Me lo encuentro tirado en el jardín, bajo la lluvia, olvidado en el bolsillo de su
abrigo o al lado de la bañera, y cada vez que lo recupero, lo limpio y vuelvo a
dejarlo a mano, porque veo en su rechazo de los libros un rechazo a mí y a mi

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autoridad como padre. Mi hijo me quiere y no me culpa inconscientemente de
las cosas que le han pasado, pero sospecho que tiene la sensación de que si
prestara atención a un libro y se perdiera en sus páginas nunca lo
encontraríamos, que el mundo al que intenta aferrarse escaparía a su control.
Mi exmujer y yo lo tratamos con mucho cariño y hacemos todo lo posible por
llevarnos bien desde que nos separamos y por asegurarle que él no tiene la
culpa, pero su reacción ha sido no mostrar la más mínima curiosidad por la
vida y anclarse a las comodidades y los placeres que le inspiran confianza. Se
pasa los días enteros en su cuarto, sin más motivación que ver la tele y comer
chucherías y pasteles, y es imposible no sentir que lo hemos destrozado, no
por maldad, sino por descuido y egoísmo.
Sophia, que se había puesto cada vez más nerviosa mientras escuchaba a
Luís, lo interrumpió en ese momento.
—Pero no lo ayudáis —dijo— tratándolo como si fuera una cosa frágil,
protegiéndolo y escondiendo vuestro conflicto, cuando tiene delante, a diario,
las consecuencias de ese conflicto. Yo no podía proteger a mi hijo, y por eso
ha tenido que tomar sus propias decisiones y comprender que su destino está
en sus manos. Cuando no quiere leer un libro le digo: Muy bien, si lo que
quieres es trabajar en la gasolinera de la autopista cuando seas mayor, no lo
leas. Los niños tienen que superar las dificultades —añadió, mientras Luís
negaba sombríamente con la cabeza— y hay que dejarlos, porque si no nunca
se harán fuertes.
Los camareros habían traído el último plato, un guiso de pescado
grasiento del que nadie había comido demasiado, aparte del novelista galés.
Luís miró a Sophia con gesto angustiado y apartó el plato con tristeza, como
si fuera el símbolo del optimismo voluntarista que ella acababa de expresar.
—Están heridos —dijo despacio—. Heridos, y no sé por qué esa herida en
particular ha sido tan letal en el caso de mi hijo, pero como he sido yo quien
se la ha causado, ahora tengo la obligación de cuidarlo. Lo único que sé es
que ya no puedo contar esa historia, ni a él ni a mí mismo.
Hubo un silencio mientras los camareros retiraban los platos, y hasta los
hombres que estaban enfrente, que llevaban todo ese rato hablando del
liderazgo de José Mourinho, se quedaron callados y mirando al vacío con
gesto saciado y ausente.
—He conocido a muchos hombres de distintas partes del mundo —dijo
Sophia, apoyando los brazos esbeltos en el mantel blanco y cubierto para
entonces de servilletas arrugadas, manchas de vino y restos de pan—, y creo
que los hombres de este país —añadió, sonriendo y parpadeando— son los

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más dulces de todos, pero también los más infantiles. Detrás de cada hombre
está su madre, que de tanto elogiarlo lo ha estropeado para siempre. Nunca
podrán comprender por qué no reciben los mismos elogios del resto del
mundo, en especial de la mujer que ha sustituido a su madre: no pueden ni
confiar en ella ni perdonarla por haberla sustituido. Lo que más les gusta a
esos hombres es tener un hijo, porque eso les permite repetir el ciclo completo
y sentirse satisfechos. Los hombres de otros países son distintos, ni mejores ni
peores en el fondo: son mejores amantes pero menos corteses, o más
confiados pero menos considerados. Los ingleses —añadió, mirándome a mí
— son los peores según mi experiencia, porque no son ni buenos amantes ni
niños dulces, y creen que las mujeres somos de plástico en vez de carne. Los
ingleses no están unidos a su madre, y por eso quieren casarse con ella,
incluso ser ella, y aunque normalmente son educados y razonables con las
mujeres, como lo sería un extraño, no las comprenden.
»Después de que mi hijo encontrara esas fotos en casa de su padre —
continuó— y de que hiciera la observación de que yo no era la misma
persona, ni siquiera en las moléculas de mi piel, pasé una temporada muy
desconcertada y deprimida. De repente tuve la sensación de que todos los
esfuerzos que había hecho para que las cosas siguieran como siempre después
del divorcio, para que mi vida siguiera siendo reconocible para mi hijo y para
mí, en realidad eran falsos, porque debajo de la superficie ni una sola cosa
seguía siendo igual. Pero esas palabras de mi hijo también me hicieron sentir
por primera vez que alguien había entendido lo que había pasado, que
mientras yo siempre contaba esa historia, para mí y para los demás, como una
historia de guerra, en realidad no era más que una historia de cambio. Y el
cambio había pasado desapercibido y sin que nadie lo analizara hasta que mi
hijo lo vio en las fotos y se dio cuenta. Justo esos días que él iba a irse con su
padre, yo tenía planes de pasar el fin de semana con un amigo, y lo invité a
nuestro apartamento. Había puesto mucho cuidado para que mi hijo no me
viera con otros hombres, para evitar que pudiera contarlo, inocentemente,
porque estaba segura de que su padre tendría una reacción violenta. Esta
necesidad de prudencia y secretismo también ha vuelto más emocionantes
esos interludios de pasión: son una especie de recompensa que me ofrezco a
mí misma, y a menudo dedico tiempo a pensar en ellos y a planificarlos,
incluso cuando estoy con mi hijo y por la razón que sea me aburro. Pero ese
día, cuando mi hijo se fue con su padre y yo estaba esperando en mi
apartamento, al oír pasos en la escalera y el chasquido de la llave en la
cerradura, de repente no supe cuál de los hombres a los que he conocido a lo

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largo de mi vida estaba a punto de entrar por la puerta. En ese momento, tuve
la sensación de que había dado demasiada importancia a las diferencias entre
esos hombres, porque el mundo entero parecía depender de que estuviera con
uno en lugar de con otro. Me di cuenta de que había creído en ellos, y en el
éxtasis o la angustia que me causaban, pero en ese momento casi no
recordaba por qué y apenas era capaz de distinguir a unos de otros.
Quienes estaban escuchando el relato de Sophia empezaban a mostrarse
visiblemente incómodos, a removerse en los asientos y a recorrer el salón con
la mirada, menos Luís, que estaba muy callado y la miraba fijamente con una
expresión impasible.
—En el fondo —dijo Sophia—, sentía que esas relaciones no tenían la
autenticidad de mi relación con mi exmarido, y siempre encontraba defectos a
todos los hombres para explicarme aquella sensación: uno no hablaba idiomas
tan bien como él; otro no sabía cocinar; otro no era tan buen deportista.
Parecía casi una competición y, si aquellos hombres eran inferiores en algo a
mi marido, él siempre ganaba la competición, y yo me explicaba esa actitud
tan dura conmigo misma como la consecuencia directa del miedo que le tenía.
Mi marido ha estado muy cerca de matarme sin llegar a ponerme nunca un
dedo encima, y de pronto vi que eran mis ganas de que me mataran lo que a él
le permitía llegar tan lejos, lo mismo que era la confianza que yo ponía en
esos otros hombres lo que les permitía causarme daño o placer. Pero mientras
oía la llave en la cerradura, de repente pensé que quien estaba a punto de
entrar podía ser mi marido, aunque daría lo mismo, porque la mujer a la que
él conocía —la mujer que había creído en su personaje— ya no estaba allí.
»Dices —le dijo a Luís— que te niegas a seguir contando esa historia, y
puede que sea por las mismas razones, porque has dejado de creer en los
personajes o en ti como personaje, o quizá porque las historias, para que
funcionen, tienen que ser crueles, y también te has lavado las manos de ese
drama. Pero cuando mi hijo hizo esos comentarios sobre las fotografías,
comprendí que, en cierto modo, sin que me diera cuenta, me quitaba la carga
de esa percepción que en mi cabeza siempre había sido inseparable de la
carga de vivir y de la carga de contar la historia. Mi hijo me demostró en ese
momento que en realidad estaban separadas, y el efecto que me produjo fue
una sensación de libertad increíble, aunque a la vez temía que al
desprenderme de esa carga pudiera quedarme sin ninguna razón para vivir.
Tienes que vivir —le dijo a Luís, tendiéndole una mano implorante por
encima de la mesa. Y él, a regañadientes, le ofreció la suya y apretó la mano
de Sophia—. Nadie puede hacerse cargo de esa obligación por ti.

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Uno de los organizadores se acercó a la mesa y nos dijo que el autobús
nos estaba esperando para llevarnos al hotel. Cuando salimos del restaurante y
volvimos a cruzar el solar con las pintadas en las paredes de hormigón, donde
ya no estaba el niño tocando la flauta, el novelista galés señaló que la comida
había sido muy intensa.
—No sé si Sophia ha actuado un poco para Luís —dijo en voz baja,
mirando hacia los agujeros oscuros que asomaban por detrás de los bordes
desmoronados de las paredes de los edificios en ruinas, y hacia las hierbas
acunadas por el viento a la orilla del camino—. La verdad es que creo que
hacen muy buena pareja.
Le pregunté si pensaba ir a la conferencia de Sophia, que estaba
programada para esa tarde, y contestó que por desgracia no podía. Tenía que
entregar a última hora un artículo sobre las distintas actitudes ante el
referéndum del Brexit en Gales. Había quedado demostrado que la gente que
vivía en la más absoluta pobreza y fealdad era la que había votado más
abrumadoramente por marcharse, y en ningún sitio era más cierto que en su
pequeña región.
—Ha sido un poco como si los pavos votaran a favor de la Navidad —dijo
—, aunque evidentemente eso no puedo decirlo en el artículo.
Había fincas, dijo, en las zonas postindustriales más deprimidas del sur,
donde los hombres seguían montando a caballo y disparándose con escopetas,
y las mujeres hacían pócimas de hongos mágicos en calderos enormes. No se
los imaginaba dedicando mucho tiempo a discutir su permanencia en la UE, si
es que sabían lo que era. Le parecía muy triste, añadió, poniéndose muy serio,
que el país se hubiera unido en algo que esencialmente era un acto de
autodestrucción, aunque por suerte a él no le afectaría personalmente, porque
la mayoría de sus ingresos procedían de las ventas en el extranjero: de hecho,
y eso era una ironía, cuanto más cayera la libra frente al euro mejor le irían a
él las cosas. Pero el Brexit había destruido la convivencia incluso en su
comunidad, donde la cordialidad entre los vecinos se había transformado en
desconfianza mutua. Él estaba completamente a favor de que la gente
expresara su opinión, pero echaba de menos los tiempos en que las cosas que
no afloraban a la superficie se dejaban donde estaban. El día siguiente al
referéndum, dijo, fue a visitar a sus padres en Leicestershire, y paró en una
gasolinera a repostar y a tomar café. Era un sitio de lo más deprimente, y el
hombre que estaba a su lado —un tipo grande y cubierto de tatuajes—
zampándose una fuente de comida frita anunció a todos los presentes que por
fin podía ser un inglés en su propio país y tomar un desayuno inglés.

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—Eso te hace pensar que la democracia no era tan buena idea al fin y al
cabo —señaló.
Le dije que creía que su familia era de Gales, y me miró con su extraña
sonrisa cansada, enseñando los dientes pequeños y amarillos.
—Me crie en las afueras de Corby —contestó—. Si le soy sincero, era un
sitio muy aburrido. Siempre pienso que debería escribir sobre esa época algún
día, pero la verdad es que no hay demasiado que decir.

A la mañana siguiente, el viento había amainado, las nubes bajas y grises


empezaban a diluirse y levantarse, y, a la hora en que los participantes ya se
estaban reuniendo en el vestíbulo, un intenso calor acechaba por debajo del
velo de las nubes, mitad amenaza, mitad promesa. Al ver que algunos querían
ir a la playa, los organizadores se pusieron a mirar el reloj y a deliberar con
preocupación. Les explicaron que la playa estaba como mínimo a media hora
caminando: por desgracia era imposible ir y volver a tiempo para el siguiente
acto. Alguien preguntó si habría traducción simultánea en esa sesión, que
trataba sobre las interpretaciones contemporáneas de la Biblia, a lo que los
organizadores respondieron que, lamentablemente, en este caso no podían
ofrecer traducción simultánea: ese fin de semana se celebraba una importante
fiesta religiosa en el país, y parte del equipo del festival se había ido a casa
con sus familias. También era la final de la copa, y se temían que eso pudiera
diezmar aún más el número de asistentes. Actúan —me dijo un hombre que se
llamaba Eduardo— como si fueran víctimas del destino, cuando esos
acontecimientos se veían venir desde hace mucho tiempo y podían haber
buscado una solución. Aunque puede que sea precisamente la intensidad de
nuestro empeño lo que nos vuelve ciegos a otras realidades, añadió. Hacía
unos años, unos amigos suyos alquilaron una casa en Italia y decidieron hacer
el viaje en coche; introdujeron la dirección en el navegador y siguieron sus
instrucciones, que milagrosamente los llevaron por toda Europa desde
Holanda —donde vivían— hasta esa granja situada en una de las regiones
más remotas del sur de Italia. Pasaron dos semanas allí, maravillados de su
libertad, de su autonomía y de la facilidad con que habían hecho el viaje.
Cuando llegó la hora de volver y ya tenían el coche cargado, descubrieron que
el navegador no funcionaba. De pronto se dieron cuenta de que no tenían la
menor idea de dónde estaban —ni siquiera sabían el nombre del pueblo más
cercano—, y, como no hablaban ni una sola palabra de italiano y estaban en
medio de la nada, tuvieron que dar mil vueltas por caminos de tierra desiertos,

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cada vez más angustiados por encontrar una carretera antes de quedarse sin
gasolina y comida. Todo ese tiempo, mientras se creían libres, en realidad
estaban perdidos sin saberlo.
Me preguntó si pensaba ir a la charla sobre la Biblia, que como no podría
entender tendría que vivir como una experiencia mística en sí misma, y le dije
que tenía previsto pasar el día en la ciudad, porque mi editora me había
organizado varias entrevistas aprovechando la ocasión. Asintió con cierta
tristeza, como si la noticia fuera una decepción, aunque no estaba claro para
quién. Dijo que había elegido un momento propicio para mi visita, porque
casualmente coincidía con la breve floración de los jacarandás en la ciudad.
Eran un rasgo emblemático del paisaje: formaban impresionantes columnas a
lo largo de los bulevares y las avenidas, y decoraban muchas plazas famosas.
Aunque el estallido de las flores duraba como mucho dos semanas, producían
unas nubes grandes y etéreas de brillantes racimos violetas que se mecían con
la brisa casi como el agua, incluso como la música, como si sus preciosas
flores moradas fueran las notas individuales que formaban a coro una
ondulante masa de sonido. Me explicó que esos árboles tardaban muchísimo
en crecer, y que los imponentes ejemplares de la ciudad tenían varias décadas,
incluso siglos. La gente a veces intentaba cultivarlos en sus jardines, pero a
menos que tuvieras la suerte de haber heredado uno, era casi imposible
reproducir el espectáculo para el disfrute privado. Tenía muchos amigos —
elegantes, con aspiraciones de buen gusto— que habían plantado jacarandás
en el jardín, como si aquella ley de la naturaleza no fuera con ellos y pudieran
hacerlos crecer por pura fuerza de voluntad. Al cabo de uno o dos años, se
frustraban y se quejaban de que apenas habían crecido dos centímetros. Pero
esos árboles tardan veinte, treinta o cuarenta años en crecer y ofrecer su
hermoso espectáculo, dijo con una sonrisa. Cuando se lo señalas, se
horrorizan, quizá porque no se imaginan que vayan a quedarse tanto tiempo
en la misma casa, o que su matrimonio pueda durar tanto, y casi terminan
odiando su jacarandá, a veces hasta lo arrancan y lo sustituyen por otra
especie, porque les recuerda la posibilidad de que tal vez sean la paciencia, la
resistencia y la lealtad —más que la ambición y el deseo—, lo que en última
instancia nos recompensa. Es casi una tragedia, añadió, que las mismas
personas que son capaces de querer un jacarandá y comprender su belleza
sean incapaces de cuidarlo.
Conocía a mi editora, añadió, porque la ciudad era en realidad un mundo
muy pequeño en el que todos se conocían más o menos. En una comunidad
tan estática como la suya, las vidas de los demás eran un drama continuo que

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pasaba por diversas fases de la existencia, como esas interminables comedias
de situación. De vez en cuando aparecía un personaje nuevo, pero el núcleo
del reparto era siempre el mismo. Paola era una buena persona, dijo, de esas
mujeres a las que siempre les pasa algo y por hache o por be siempre salen
fortalecidas de la experiencia. En aquel país, señaló, para que una mujer
sobreviviera a tantos intentos de aplastarla tenía que ser una heroína,
levantarse continuamente y vivir, en última instancia, siempre sola.
En la televisión, delante de los sofás desiertos, se veía una multitud
congregada alrededor de una iglesia, sosteniendo cirios y coronas de flores, y
a un sacerdote con sotana que hablaba a través de un micrófono. Una niña,
con un lazo de raso enorme y azul en el pelo, y un vestido con muchos
volantes a juego, se quedó mirando la pantalla mientras sus padres la
llamaban desde el ascensor, con las puertas abiertas.
—Es nuestro secreto inconfesable —dijo Eduardo, volviendo la mirada a
la ceremonia religiosa que estaban retransmitiendo por televisión—. Uno casi
llega a aceptar que la mitad del país está loco, pero mañana, con el fútbol,
queda claro que la otra mitad también lo está.
Los delegados habían empezado a reunirse en el asfalto, al otro lado de
los ventanales, esperando a que los llevaran al siguiente acto. Cuando salimos
al aparcamiento, Eduardo miró el cielo con gesto dudoso.
—Hasta ahora nos ha visto con un tiempo raro —dijo—. Pero creo que
está a punto de mejorar.
Un sol machacante, añadió, era la norma en aquella época del año: esos
melancólicos intervalos de confusión gris, aunque raros, causaban un efecto
de lo más desalentador, como si representaran una ausencia de autoridad
temporal. Aunque fuese un tirano, el sol al menos era coherente. En
Inglaterra, dijo, están ustedes acostumbrados a que les llueva, pero aquí nos
tomamos esas cosas personalmente, como los niños se toman personalmente
los estados de ánimo de sus padres y dan por sentado que la culpa es suya.
Puede que por eso la gente que vive siempre al sol no se hace responsable de
su felicidad. Según su hijo, añadió, ese tiempo impropio de la estación al
menos ofrecía unas condiciones perfectas para el surf, lo que sin duda
significaba que cogería los bártulos y se iría con sus amigos a pasar unos días
en la playa, sin más ambición que una colonia de focas, que van a donde las
fuerzas de la naturaleza las empujan. Mis hijos, dijo, viven solo en dos
dimensiones, como el personaje de Tintín: esas aventuras son posibles porque
ocurren en un mundo inmutable que la pluma del dibujante puede representar,
mientras que para mí la verdadera realidad siempre ha sido la gente y sus

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pensamientos. He tratado siempre a mis hijos con cariño, y el resultado es que
no tienen ninguna de las preocupaciones que yo tenía a su edad, y tampoco
ninguna de las ideas y las visiones que en mi opinión eran capaces de
transformar el mundo y convertir hasta las cosas más pequeñas en elementos
de un drama gigantesco, de manera que todo parecía en flujo continuo. Para
ellos el mundo es inmutable, como digo, y se conforman con aceptar la parte
que les toca, pero al final esa parte será mucho más pequeña que la que a mí
me ha tocado, aunque aparentemente me haya dedicado al mundo de las
ideas. Tengo más de lo que ellos quizá lleguen a tener nunca, dijo, sonriendo,
aunque a ellos les parezco un espíritu atormentado: siempre me están dando
consejos para que sea más feliz y me relaje un poco, y son buenos consejos,
pero no se dan cuenta de que, si siguiera sus consejos, el drama se acabaría y
el mundo perdería todo su interés para mí. El otro día, estaba hablando con mi
hijo de política, y dijo que la posibilidad de destrucción parecía ciertamente
muy cercana tal como estaban las cosas, tanto que no conseguía ver qué
movimiento podría sacarnos del rincón del tablero. Le contesté que esa
sensación también la habíamos tenido nosotros, al llegar a la edad adulta y
apreciar el papel de los acontecimientos externos en el devenir de la historia y
su capacidad de interferir y transformar nuestras vidas, cerradas
herméticamente hasta entonces en su etapa infantil. Dijo algo que me
sorprendió mucho: que, pasara lo que pasara, tenía la sensación de que la
humanidad se había ganado a pulso su destrucción, y aunque eso significara
que su generación quizá no llegaría a completar su recorrido vital, creía que
sería lo mejor. Cada vez que pensaba en el futuro, había dicho su hijo, tenía
que obligarse a recordar que la percepción de su propia historia no era más
que una ilusión, porque apenas quedaban ya elementos suficientes para
ninguna otra historia: ni tiempo ni materiales ni autenticidad. Lo hemos
agotado todo, dijo Eduardo, menos las olas quizá, que siguen golpeando la
costa y seguirán golpeándola cuando ya no estemos.
Había llegado el autobús, y la cola de participantes empezó a avanzar
despacio hacia las puertas abiertas. Eduardo me ofreció la mano. El sol estalló
de pronto entre las nubes, con una violenta embestida de calor que atacó
nuestras caras, el asfalto del aparcamiento y la chapa brillante del vehículo.
—Sospecho que tiene intención de escaparse —me dijo, cerrando los ojos,
no supe si por desconcierto o por la intensidad del resplandor—. Espero que
haga buen uso de su libertad.

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El hotel donde me había citado Paola era tan lujoso como deprimente el otro
del que venía. Las paredes del inmenso vestíbulo estaban forradas de cuero y
madera oscura, y la combinación de las columnas, la iluminación tenue y el
techo más bajo en algunas zonas creaba un ambiente de misterio que, aunque
dejaba a la gente visible, la invitaba al mismo tiempo a sentirse oculta. El
mostrador de recepción, un plinto grande, hundido en un rincón y atendido
por una fila de empleados de uniforme, daba una impresión de finalidad tan
imponente, dijo Paola, que parecía como si fuera allí donde se separaba el
grano de la paja. Paola, sentada en un taburete de cuero, con una túnica
plateada y unas sandalias doradas, tecleaba a toda velocidad en la pantalla del
teléfono móvil, mirando de vez en cuando alrededor del vestíbulo con aire
inquisitivo. A su lado, en un sofá, estaba su ayudante, una chica grande y
rellenita con una expresión dulce y plácida. El hotel, dijo Paola, se arrogaba
pretensiones literarias más bien espurias, porque toda su legitimidad era que
antes había sido la sede de una librería que se derribó para construir el nuevo
edificio. No obstante, habían decidido conservar esa idea implícita en el
logotipo del hotel —un motivo de firmas famosas escritas con tinta desvaída
— y en el severo esplendor de su decoración, aunque en las prisas por recrear
el ambiente de una biblioteca se habían olvidado de dotarla de libros, aparte
de los que se veían en el papel pintado —hecho con una fotografía de los
lomos de unos volúmenes de cuero gastado— con el que habían decorado los
ascensores por dentro. De todos modos, teníamos que agradecerles que se
tomaran la literatura tan en serio, porque aunque el hotel no representaba en
absoluto a los escritores y sus vidas, era ideal para hacer entrevistas, y uno de
los sitios más frescos y tranquilos de la ciudad en verano.
El primer periodista llegaría en cualquier momento, añadió, y después
grabaríamos una entrevista para el último programa cultural que quedaba en
la televisión nacional. Invitaban a muy pocos escritores a ese programa, dijo,
y estaba muy contenta de que yo estuviera entre los elegidos, porque cada vez
era más difícil encontrar oportunidades para promocionar los libros. El
formato era muy sencillo y la entrevista duraría unos quince minutos como
máximo, porque en el último medio año habían recortado la duración del
programa. No estaba exactamente claro por qué lo habían hecho, aunque daba
la sensación de que todo lo relacionado con la literatura encogía cada vez
más, como si el mundo de los libros estuviera gobernado por el principio de la
entropía, mientras todo lo demás seguía proliferando y expandiéndose. Los
periódicos dedicaban ahora a las reseñas la mitad de espacio que hacía diez
años; las librerías cerraban una tras otra, y, con la llegada del libro

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electrónico, había agoreros que vaticinaban la irremediable desaparición del
libro como entidad física. Estamos amenazados de extinción, dijo Paola,
como el tigre siberiano, como si las novelas, que antes eran fieras indomables,
se hubieran vuelto criaturas frágiles e indefensas. Hemos fracasado en la
promoción de nuestros productos en algún punto del camino, quizá porque la
gente que trabaja en el mundo literario es la misma que en secreto piensa que
su interés por la literatura es una debilidad, una especie de flaqueza que los
diferencia de los demás. Los editores partimos del supuesto de que los libros
no interesan a nadie, mientras que los fabricantes de copos de cereales están
convencidos de que el mundo necesita los copos de cereales como necesita
que el sol salga por la mañana.
Había estado todo el rato muy atenta al vestíbulo, y se le iluminaron los
ojos al ver a un hombre que entraba por las grandes puertas de cristal
ahumado. Bajó del taburete de un salto para recibirlo, mientras su ayudante
me preguntaba si me apetecía tomar un café antes de empezar. Probablemente
habría algún hueco libre entre una entrevista y otra, pero nunca se sabía a
ciencia cierta: a veces se alargaban más de lo previsto. Quizá algunos
escritores tuvieran más cosas que decir que otros, añadió dubitativamente, o
quizá simplemente les gustaba más hablar. Le pregunté cuánto tiempo llevaba
trabajando en el mundo de la edición y contestó que desde hacía solo un par
de meses. Antes trabajaba para una de las líneas aéreas del país. Este empleo
era mejor, porque tenía un horario más compatible con la vida social y le
permitía pasar más tiempo con sus hijos. Sus hijos eran muy pequeños, pero
ya había tomado la costumbre de pedir a todos los escritores que conocía que
le firmaran una dedicatoria para ellos. Guardaba esos libros en una estantería
especial, aunque los niños aún fueran demasiado pequeños para leerlos,
porque le gustaba la idea de que en el futuro encontraran una estantería llena
de libros dedicados para ellos. Si teníamos tiempo, dijo, más tarde quizá me
pidiera el favor de que le firmara alguno de los míos.
El periodista se había sentado en otro sofá y estaba repasando sus notas.
Se levantó para darme la mano con un gesto muy serio: era altísimo,
completamente calvo y llevaba unas gafas de pasta tan grandes que parecían
hechas adrede para magnificar su papel de interrogador, al tiempo que le
permitían concebir la esperanza de que quizá nadie lo viera. Tenía la piel
exageradamente pálida, y la cabeza grande y pelada cobraba en la penumbra
del vestíbulo un aspecto brillante y sobrenatural, como el de una aparición. La
ayudante de la editora le ofreció agua, y el periodista la aceptó arqueando las
cejas, como si le sorprendiera el ofrecimiento. A su lado, en la mesa, había

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dejado un montón de libros con las páginas erizadas de Postit. Esperaba que
no me pareciera que hacía demasiado calor, dijo: él no soportaba esta época
del año en la ciudad porque, a diferencia de la mayoría de sus compatriotas,
tenía la piel muy clara y toleraba mal el sol. Prefería el clima de Inglaterra,
donde hasta un día de verano era suave como una caricia, y los árboles,
citando a Tennyson, tendían sus brazos oscuros sobre las praderas, aunque por
supuesto los ingleses llegaban a este país como hordas, dijo, haciendo una
mueca con la boca carnosa y pálida, para tostarse en sus playas. Había
pensado, añadió, que quizá por tacto o cortesía, o por pura vergüenza,
terminarían por abandonar esa costumbre, ahora que no querían seguir
formando parte de la Unión Europea, pero no había ningún indicio de que ese
fuera a ser el caso.
—Se atrincheran en los balnearios y en los centros turísticos —dijo,
cruzándose de brazos y mirando histriónicamente alrededor con desafío y
bravuconería, imitando a aquellos intrusos—, incapaces de tener una
conversación en ningún idioma distinto del suyo, ni siquiera de comprender
las consecuencias de su estupidez y su zafiedad. Son como niños grandes —
afirmó, adoptando cierto parecido con un niño más grande de lo normal— que
han conseguido hacer descarrilar a toda la familia porque nadie se ha
preocupado de educarlos como es debido. Una vez tuve una historia de amor
con Inglaterra —dijo, recuperando su actitud normal—. Me enamoré de su
poesía y de su ironía: tan grande era mi amor que maldecía mi suerte por no
haber nacido inglés. Pero ahora me alegro de no serlo.
Tenía la sensación, siguió diciendo, de que también yo había dedicado
cierta reflexión al asunto de las cambiantes perspectivas de la identidad: ¿no
era cierto que uno podía creerse en desventaja por cosas que con el tiempo
resultaban ser valores positivos y, al contrario —y eso quizá fuera lo más
común—, que hubiera gente convencida de su condición de favorita de los
dioses hasta que la vida les daba una lección? Cuando iba al colegio, por
ejemplo, era un niño sin habilidades para el deporte, se consideraba un inútil
total, hasta que se dio de que un buen cerebro valía mucho más que el don de
coger un balón. Un amigo suyo decía una frase que siempre le hacía mucha
gracia: la vida era la venganza de los torpes, y esta idea tan seductora —la de
que fueran los ratones de biblioteca de los que todo el mundo se burlaba
quienes finalmente se hacían con el poder— cobraba ciertos matices cuando
se aplicaba a los escritores, que en general seguían sin resolver la cuestión del
poder. Un escritor únicamente alcanzaba poder cuando alguien leía sus libros:
quizá por eso había tantos escritores obsesionados con que se hicieran

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películas de sus novelas, para eximir a la gente de la parte ardua de la
transacción. En el caso de los ingleses, su poder era un simple recuerdo, y sus
intentos de seguir ejerciéndolo, un espectáculo tan ridículo como el del perro
que sueña que está cazando un conejo.
Tenía la costumbre de leer la obra completa de un autor, añadió, al ver
que yo miraba el montón de libros, y no solo el último, como hacía la mayor
parte de sus colegas. A menudo le había sorprendido comprobar que muchos
autores lo veían como una especie de investigación de su pasado, como si los
libros no existieran en el ámbito público y él en cierto modo los hubiera
cogido sin permiso. En cierta ocasión, se encontró con un autor totalmente
incapaz de recordar nada de un libro que había escrito años antes; en otra, una
novelista le reconoció que solo le gustaba uno de los muchos libros que había
escrito —libros que sus lectores seguían comprando y presumiblemente
leyendo—, mientras que los demás le parecían bastante insulsos. Pero otros
escritores —y sin duda era el caso más generalizado—, al parecer valoraban
su obra en función de la recompensa y el reconocimiento recibidos, y
tomaban la valoración del mundo como medida de su propia importancia, eso
sí, añadió, ajustándose las gafas, únicamente cuando esa valoración era
positiva. Lo que le llamaba la atención era que estos escritores parecían
haberse embarcado en su carrera sin ningún plan preconcebido, que se habían
dedicado a escribir libros como otros se levantaban por las mañanas para ir a
trabajar. Es decir, sencillamente era su oficio, tan provisional y expuesto al
aburrimiento y a la rutina como cualquier otro empleo: no sabían qué les
depararía el futuro, aunque suscribían la misma vaga creencia general en el
progreso que el resto del mundo y eran igualmente proclives a magnificar sus
éxitos y culpar de sus fracasos a la ignorancia de los demás, aparte de a la
suerte, que según ellos era el principal factor por el que otros les habían
tomado la delantera.
—Confieso que estas revelaciones me han decepcionado —dijo—, porque
venero el arte literario, y aunque acepto que una novela previa, incluso de un
gran maestro, pueda no tener la profundidad y la complejidad de una obra
posterior, no me hace demasiada gracia pensar que al leer la obra completa de
un autor simplemente estoy presenciando sus tropiezos a lo largo de la vida,
que es solo un poco menos ciego que los demás.
Siempre se había sentido atraído por la escritura provocadora y difícil,
siguió diciendo, porque eso al menos demostraba que el autor había tenido el
ingenio suficiente para quitarse los grilletes de las convenciones, pero había
comprobado que algunas obras de extrema negatividad —los escritos de

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Thomas Bernhard eran un ejemplo sobre el que había reflexionado mucho
últimamente— al final te llevaban a un punto muerto. Una obra de arte no
podía en última instancia ser negativa. Su existencia material, su posición
como objeto, no servía de nada si no era positiva: una ganancia, una adición
de la suma global. La novela autodestructiva, como la persona
autodestructiva, era algo de lo que uno al final quedaba inevitablemente
separado, obligado a contemplar un espectáculo —el del alma girando sobre
sí misma— en el que uno no tenía ningún poder de intervención. El arte culto
se ponía muy a menudo al servicio de esta inmolación, lo mismo que las
grandes inteligencias y las grandes sensibilidades eran con frecuencia
características de quienes consideraban que el mundo era un lugar imposible
para vivir; pero el espectro de la locura era tan desconcertante que hacía
inviable la rendición al texto; uno estaba en guardia permanente, como un
niño frente a un padre loco, sabiéndose en última instancia solo. Había
observado que la literatura negativa tomaba buena parte de su poder de un uso
temerario de la honestidad: una persona sin ningún interés por la vida y, por
tanto, sin ninguna inversión para el futuro podía permitirse el lujo de ser
honesta, dijo, y el mismo dudoso privilegio era extensible al escritor negativo.
Pero esa honestidad, como ya había dicho, resultaba intragable: en cierto
modo era un desperdicio, porque a nadie le importaba la honestidad de quien
saltaba del barco en el que todos los demás estábamos atrapados. La
verdadera honestidad, naturalmente, era la de quien seguía a bordo y se
empeñaba en contar la verdad, o al menos eso nos hacían creer. Si estaba yo
de acuerdo en que la literatura era una forma que se alimentaba de las
construcciones sociales y materiales, el escritor no podía hacer nada más que
quedarse dentro de esas construcciones, enterrado en su vida burguesa —lo
había leído recientemente en alguna parte— como una garrapata en el pelaje
de un animal.
Cuando hizo una pausa para buscar algo entre sus notas, me quedé
observando la asombrosa palidez de la calva inclinada sobre las páginas. Al
cabo de un rato, levantó la vista y me miró con las gigantescas esferas de sus
gafas. La cuestión de la que quería hablar conmigo, dijo, era si creía yo que
existía un tercer tipo de honestidad, al margen del de la persona que huye y la
persona que se queda; una honestidad a la que no puede atribuirse ningún
sesgo moral, que no se interesa por demoler ni por reformar, que carece de
una orientación determinada y es capaz de describir el mal con la misma
objetividad que la virtud, sin desviar el rumbo hacia lo uno o hacia lo otro,
que es pura y reflectante como el agua o el cristal. Creía que algunos

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escritores franceses se habían interesado por esta cuestión —le venía a la
cabeza el ejemplo de Georges Bataille—, pero en su opinión no habían
pasado de postular la honestidad como un fenómeno amoral, es decir, como
aquello que se niega a distinguir entre lo bueno y lo malo y no ofrece ningún
juicio de lo uno o de lo otro. Su pregunta era en cierto modo más anticuada:
¿se podía asignar un valor espiritual al propio espejo, de manera que al
atravesar desapasionadamente el territorio del mal este demostrara su propia
virtud, su propia incorruptibilidad? ¿No tenía yo, en definitiva, hambre de esa
prueba, hasta el punto de considerar el mal como tema posible?
En honor a la verdad, añadió, tal vez debiera decirme que en esa ciudad lo
tenían por un creador y un destructor de reputaciones: una mala reseña suya
podía aniquilar un libro, y una de las consecuencias de su propia honestidad
era que se había creado muchos enemigos. Por eso, cuando publicaba un libro
propio —había escrito de momento tres volúmenes de poesía— todo el
mundo sacaba los cuchillos. Como resultado de esos ataques, su trabajo no
había cosechado el reconocimiento que podría haber recibido en
circunstancias distintas: había presentado un montón de solicitudes de becas
de investigación en instituciones académicas de Estados Unidos, y también
había aspirado a algunos puestos literarios en su país, sin ningún éxito,
aunque su poder como crítico seguía intacto; en realidad crecía
continuamente, tanto que empezaba a tener fama internacional. Sus amigos le
habían dicho que si quería hacer carrera como escritor tenía que dejar de
destrozar el trabajo de otros, pero eso era como pedirle a un pájaro que no
volara o a un gato que no cazara. Y además, ¿qué valor tendría su poesía si
vivía encerrado en el mismo zoo que los demás animales desnaturalizados, a
salvo pero sin libertad? Y eso sin mencionar siquiera que el crítico tenía el
valor moral de corregir la tendencia de la cultura a desviarse tanto hacia la
seguridad como hacia la mediocridad, una responsabilidad que era imposible
medir por el número de invitaciones a cenas.
Lo que no toleraba, por encima de todo, era el triunfo de los segundones,
los deshonestos y los ignorantes: que ese triunfo ocurriera con monótona
regularidad era uno de los misterios de la vida, y él era muy consciente de que
al enfrentarse a esto corría el riesgo de caer en la misma desesperación que
volvía tan imponente la literatura de la negatividad. Demasiado tiempo entre
los fariseos y demasiado poco en compañía del diablo: eso era lo que había
suscitado su interés por la cuestión del mal. Tenía solo veintiséis años —era
consciente, dijo, de que parecía mucho mayor—, y cuando antes había
aludido a esos escritores que al parecer no tenían un plan global e incluso

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afirmaban no saber lo que iba a pasar en el libro que en ese momento estaban
escribiendo, como si su trabajo no fuera fruto de una reflexión rigurosa, de la
capacidad artística o del simple esfuerzo, sino de la inspiración divina o, peor
aún, de la imaginación, no se estaba describiendo a sí mismo. Él nunca
empezaría a escribir nada sin saber exactamente adónde iba a conducirle,
como tampoco saldría de casa sin conocer su destino, o sin sus llaves y su
cartera. Ese tipo de afirmaciones eran la ruina de la cultura, porque imputaban
a las artes una especie de debilidad mental, mientras que en otros campos, los
hombres y las mujeres sentían orgullo de su disciplina y su capacidad.
Confiaba, dijo, en que yo estuviera de acuerdo con esta opinión, porque había
deducido de la lectura de mi obra que, si tenía algo de imaginación, también
tenía el buen juicio de guardarla a buen recaudo.
—Y no hay mejor escondite para eso —añadió— que un sitio lo más
cercano posible a la verdad, como saben todos los buenos mentirosos.
Noté que miraba algo por encima de mi hombro, y al volver la cabeza vi
que era la ayudante de mi editora. Lo sentía mucho, dijo, pero el tiempo
asignado para la entrevista se había agotado y, como la siguiente era para la
televisión, exigía puntualidad absoluta, así que teníamos que ir llegando a una
conclusión. El periodista empezó a protestar y esto derivó en un largo
intercambio de palabras en el que él hablaba muy deprisa y en tono imperioso
y ella contestaba muy despacio, repetía ciertas frases y asentía con la cabeza,
dando a entender que lo comprendía y lo lamentaba, hasta que al final, muy
enfadado, él empezó a guardar sus libros y sus notas en el maletín. Su
aprendizaje en la compañía aérea, me dijo ella mientras me acompañaba a los
ascensores, le había resultado muy útil en este trabajo, más veces de lo que se
imaginaba. Aunque tenía que reconocer que este periodista era uno de los
clientes más difíciles y que sus entrevistas casi siempre terminaban con la
misma discusión, porque tardaba muchísimo en decidirse a hacer una
pregunta y, cuando por fin la hacía, llegaba a la conclusión de que la mejor
respuesta era la suya. Movió los ojos en círculo y apretó el botón del
ascensor. En realidad, añadió, habían ido al mismo colegio, y coincidían a
menudo en reuniones familiares, pero cuando se veían por asuntos de trabajo,
él hacía como si no la conociera. En familia es muy educado y muy
simpático, dijo con lástima, y también el único dispuesto a hablar con las
abuelas, que lo escuchan durante horas y horas.
El hotel había dado permiso para montar un estudio de televisión
provisional en el sótano, me explicó cuando entramos en el ascensor, y
aunque no parecía tan profesional como el plató de costumbre, la ilusión era

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bastante convincente. Salimos a un espacio, amplio y de techos bajos donde
varias personas estaban atareadas ajustando cables y luces entre montones de
aparatos de filmación. En un rincón rodeado de paredes de hormigón desnudo
y cajas de embalar, habían recreado una sala, con librerías, cuadros y dos
butacas antiguas puestas en ángulo de conversación sobre una alfombra persa
deshilachada. Estaban probando unos focos muy potentes que daban al
decorado el aspecto de una isla dorada forrada de libros, en cuyas orillas
trabajaban los operarios en una especie de penumbra de purgatorio. Una
mujer delgada, con la cara ancha y pálida, muy maquillada para las cámaras,
se nos acercó y me dio la mano. Llevaba una blusa de cuello alto con las
mangas largas abotonadas, y el pelo largo y rubio recogido en una coleta,
como una princesa estudiosa que viviera en la isla de los libros. Se encargaría
de hacer la entrevista, dijo en inglés, y empezaríamos probablemente
enseguida, en cuanto los técnicos terminaran de resolver un pequeño
problema con el equipo de sonido. Se volvió a decirle algo a la ayudante de
mi editora y estuvieron un rato charlando, riéndose y poniendo una mano la
una en el brazo de la otra, mientras los técnicos seguían enfrascados con el
equipo, en silencio, enchufando y desenchufando cables y rebuscando en los
grandes estuches negros de las cámaras, abiertos y desparramados en el suelo.
La entrevistadora me dijo entonces que los cámaras querían que ocupáramos
nuestros puestos, y fuimos a sentarnos en las butacas, entre las librerías,
donde la potencia de los focos dejaba casi en tinieblas todo lo que había
alrededor y convertía a los técnicos en figuras oscuras que se movían entre las
sombras turbias. Un hombre, con pinta de ser el director, se quedó justo en el
borde del charco de luz, dando instrucciones a la entrevistadora, que asentía
despacio con la cabeza y me miraba de vez en cuando con los ojos pintados y
una sonrisa cómplice.
Me explicó que los técnicos querían que hablásemos, para ajustar el
volumen del sonido y resolver el problema. Nos pedían que hablásemos
simplemente de lo que habíamos desayunado, dijo, aunque seguramente
podíamos debatir cosas más interesantes. Esperaba que nuestra conversación
se centrara en la cuestión del reconocimiento de las mujeres escritoras y
artistas: quizá tuviera yo algunas reflexiones que compartir con ella sobre el
tema, para asegurarse de que me hacía las preguntas pertinentes en la
entrevista. Probablemente no era un asunto nuevo para mí, aunque cabía la
posibilidad de que a otros entrevistadores nunca se les hubiera ocurrido que
las mismas desigualdades que sufrían las mujeres en casa y en el trabajo
pudieran dictar lo que se les presentaba como arte; por eso no veía ninguna

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razón para no seguir martillando en el mismo clavo. Y era sin duda cierto,
añadió, que pocas mujeres notables llegaban a ser reconocidas de verdad, o al
menos no lo conseguían hasta que el mundo dejaba de considerarlas un
peligro público, cuando eran viejas, o feas, o estaban muertas. La artista
Louise Bourgeois, por ejemplo, de pronto hizo furor en los últimos años de su
vida, y al final le permitieron salir del armario y dejarse ver, mientras sus
homólogos masculinos llevaban toda la vida en la palestra, entreteniendo a la
sociedad con su comportamiento grandilocuente y autodestructivo. Pero quien
se fijara en la obra de Louise Bourgeois vería que su preocupación era la
historia íntima del cuerpo femenino, de su represión, su explotación y sus
transformaciones, de su increíble maleabilidad como forma y su capacidad
para crear otras formas. Era tentador considerar que el talento de Bourgeois
residía en el anonimato de sus experiencias; dicho de otro modo, que si la
hubieran reconocido cuando era una artista joven, quizá no hubiera podido
reflexionar sobre los ignominiosos misterios de su vida como mujer y se
habría dedicado a ir a fiestas y a posar para las portadas de las revistas, como
todos los demás. Había algunas obras, dijo, que Bourgeois ejecutó siendo
madre de niños pequeños, en las que se retrata como una araña, y lo
interesante de estas obras no es solo lo que transmiten sobre la maternidad —
en evidente contraste, señaló, con la eterna visión masculina de la virgen
realizada y en éxtasis—, sino también que parecen dibujos infantiles, hechos
por la mano de un niño. Cuesta encontrar un mejor ejemplo de la invisibilidad
femenina que esos dibujos, en los que la artista ha desaparecido y existe
únicamente como el monstruo benigno de la percepción infantil. Muchas
mujeres artistas, añadió, han ignorado su feminidad en mayor o menor
medida, y es discutible que para ellas haya sido más fácil alcanzar el
reconocimiento, quizá porque ocultan esos temas que a los intelectuales
masculinos les resultan desagradables o quizá simplemente porque han
decidido no cumplir con su destino biológico y por tanto han tenido más
tiempo para dedicarse a su trabajo. Es comprensible que a una mujer de
talento le fastidie verse condenada a tratar el tema femenino, y tal vez busque
la libertad relacionándose con el mundo de otras maneras; pero la imagen de
la araña de Bourgeois parece casi un reproche a la mujer que huye de esos
temas y nos deja a las demás atrapadas, por así decir, en nuestras telarañas.
Se detuvo un momento para mirar con aire interrogante hacia el otro lado
de los focos, donde los técnicos deliberaban en la sombra, con montones de
cables en los brazos. El director negó con la cabeza y la entrevistadora
levantó una ceja perfectamente delineada y volvió a mirarme despacio.

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Recuerdo que cuando era pequeña, continuó, de repente caí en la cuenta
de que los demás habían decidido ciertas cosas por mí, incluso antes de que
hubiese empezado a vivir, de que me habían tocado las cartas del perdedor,
mientras que mi hermano siempre ganaba la partida. Vi que era un error
considerar esta injusticia como algo natural, aunque todas mis amigas
parecían dispuestas a aceptarlo; y no fue tan difícil darle la vuelta a la
situación, porque el chico que recibe todas las cartas quizá se vuelve un poco
complaciente, y además tiene que resolver qué hacer con esa cosa que lleva
entre las piernas, como un gran signo de interrogación. Esos chicos tenían
unos comportamientos de lo más ridículos con las mujeres —aprendidos del
ejemplo que les daban sus padres—, y yo veía que, para defenderse, mis
amigas se empeñaban en convertirse en seres perfectos e inofensivos. Pero las
que no se defendían lo pasaban igual de mal, porque al negarse a aceptar esos
modelos de perfección, en cierto modo se descalificaban a sí mismas y se
distanciaban del problema por completo. Pronto empecé a darme cuenta de
que lo peor de todo era ser un chico blanco del montón, con un talento y una
inteligencia del montón: hasta el ama de casa más oprimida está más en
contacto con el drama y la poesía de la vida, porque como nos ha enseñado
Louise Bourgeois, al menos es capaz de ampliar su perspectiva. Y era cierto
que algunas chicas tenían mucho éxito académico y cultivaban sus
ambiciones profesionales, hasta el punto de que la gente empezaba a sentir
lástima de esos chicos del montón y a preocuparse de que pudieran sentirse
heridos. Pero si ponías la mirada un poco más lejos, veías que las ambiciones
de las chicas no llevaban a ninguna parte, como tantas carreteras de ese país,
que empiezan siendo nuevas, amplias y lisas, y terminan simplemente en
medio de la nada, porque el gobierno se ha quedado sin dinero para terminar
de construirlas.
Volvió a callarse y a mirar al director, que movió el pulgar hacia abajo y
le indicó que siguiera hablando. Se pasó con cuidado un mechón de pelo
rubio y liso por detrás de la oreja, y juntó las manos encima de las rodillas.
Fue más o menos en esa época, continuó, cuando empecé a descubrir el
mundo de la literatura y el arte, y allí encontré buena parte de la información
que necesitaba, la información que mi madre no se había molestado en darme,
quizá con la esperanza de que supiera abrirme camino en la ignorancia a
través de ese campo de minas y saliera indemne, y también con el temor de
que si me alertaba de los peligros pudiera asustarme y dar un mal paso. Me
esforcé mucho y conseguí los mejores resultados, pero por más que me
esforzaba siempre había un chico a mi lado, al mismo nivel que yo, aunque

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menos agobiado y con pinta de saber tomarse las cosas con calma; y entonces
empecé a cultivar el arte del desenfado y a dar siempre la impresión de estar
menos preparada de lo que estaba, hasta que un día descubrí que la impresión
se convertía en realidad, y que había conseguido mucho más dejando algunas
cosas al azar y haciendo un acto de fe, como el que dan los niños cuando les
quitan los ruedines de la bicicleta y se ven por primera vez pedaleando sin
ayuda. También me gustaban las atenciones de los hombres, aunque al mismo
tiempo me aseguraba de no comprometerme con ninguno ni pedirle
compromiso a cambio, porque vi que eso era una trampa y que podía seguir
disfrutando de todas las ventajas de una relación sin quedarme atrapada en
ella. En cierto momento se me ocurrió que incluso podía tener un hijo sin
necesidad de comprometerme de la manera habitual. Pero en realidad no
quería un hijo, aunque mis amigas empezaban a tener hijos y apenas sabían
hablar de otra cosa, porque creía que había demasiados niños y que si era
capaz de pasarme sin ellos al menos debería intentarlo. No me parecía
suficiente limitarme a pasar el testigo a la siguiente corredora, con la
esperanza de que ella ganase la carrera por mí.
Mi trabajo, dijo, mirándome fijamente con los ojos azules, claros y
almendrados, es superficial en muchos sentidos, porque consiste en que me
miren, y una de las razones por las que me lo dieron fue por mi capacidad de
manipular mi aspecto. A mi compañero del programa no le piden que parezca
atractivo, pero ese ejemplo de desigualdad a mí no me interesa en absoluto.
Lo que me interesa es el poder, y el poder de la belleza es un arma muy útil, a
pesar de que las mujeres lo desprecien o lo utilicen mal con demasiada
frecuencia. Tengo una formación más amplia en artes visuales que en
literatura, porque es ahí donde se deciden esas políticas y donde se libran
principalmente las batallas de la vida, y también donde la naturaleza de la
superioridad femenina resulta más visible. Cuando iba a la universidad,
durante una temporada posé como modelo de los estudiantes de arte, en parte
para ganar dinero y en parte para sacar a la luz el asunto del cuerpo femenino,
porque siempre me parecía que incluso cuando estaba vestida seguía
invitando a que el misterio arraigara debajo de mi ropa y a que tejiera la trama
de la sumisión en la que más adelante me vi atrapada. Yo estudiaba Historia
del Arte, e hice mi tesis sobre la obra de la artista británica Joan Eardley,
porque me parecía un ejemplo de la tragedia de la autoridad femenina, aunque
de un modo muy distinto al de Louise Bourgeois, incluso al de la poeta Sylvia
Plath, que sigue siendo una advertencia para todas en cuanto al precio que
pagamos por cumplir nuestro destino biológico. Joan Eardley se recluyó en

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una isla diminuta de la costa de Escocia y allí se dedicó a estudiar la
brutalidad de la naturaleza, los acantilados, los mares y los cielos
tempestuosos, siempre como al borde de un estallido de violencia o de
turbulencia indescriptible, como si quisiera localizar el fin del mundo.
También pasó una temporada en la ciudad de Glasgow, dibujando y pintando
a los niños de la calle, y era incapaz de observar su pobreza y su deprimente
alegría sin emocionarse: los dibujaba obsesivamente, y al parecer también se
involucró en sus vidas, igual que Degas frecuentaba el mundo de sus
bailarinas, con la diferencia de que Joan Eardley no era un hombre y su visión
resulta más inquietante y extraña que legítima y familiar. En sus visitas a los
barrios humildes de Glasgow, pintó también a algunos hombres, a personas
con las que se encontraba en la calle o en las casas de huéspedes, y una vez
más trató estos temas como los han tratado algunos de los artistas varones
más famosos. Hay un cuadro de Eardley en el que aparece un hombre
desnudo, en una cama: está de costado, con el cuerpo gris, huesudo y
desnutrido completamente visible, en una habitación igual de gris y en una
cama estrecha e incómoda como un féretro. Este cuadro no se parece en nada
a las obras de otras mujeres que yo haya visto, y en parte por lo grande que es
parece ofrecer la visión más lúgubre posible de la vida, tanto que casi logra
refutar toda la tradición histórica de los hombres que pintan a las mujeres en
poses similares. El patetismo de ese cuerpo dormido, su absoluta falta de
esperanza o posibilidad, produce un impacto brutal, y lo cierto es que la obra
escandalizó en su época por el parecido del modelo con las víctimas de los
campos de concentración, que años antes se habían convertido en imágenes
familiares para todo el mundo. Pero a pesar del escándalo —que tuvo la
curiosa consecuencia de que varios hombres se presentaran en la puerta de
Eardley para ofrecerse a posar desnudos—, su obra sigue sin ser reconocida, y
su vida, que hasta dónde he podido averiguar transcurrió sin sexo, sin hijos y
en soledad, terminó a los cuarenta y dos años, después de una enfermedad
angustiosa. Fue una vida sin ilusión, y yo creo que para una mujer es
imposible vivir sin ilusión, porque el mundo sencillamente acabará
aplastándola.
En mi caso, añadió, he tenido que luchar mucho para ocupar una posición
que tal vez me permita corregir alguno de esos errores, y en cierto modo
puedo establecer los términos del debate, promocionando el trabajo de
mujeres a las que encuentro interesantes. Pero pienso cada vez más que esta
posición es como estar en una roca en medio del océano, una roca que
mengua por momentos a medida que sube la marea. Como nunca ha habido

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un territorio señalado, no me es posible dar un paso con la seguridad de seguir
pisando tierra firme. Probablemente siga siendo cierto que para que una mujer
tenga un territorio se vea obligada a vivir como la araña de Bourgeois, a
menos que esté dispuesta a acampar en territorio masculino y acatar sus
normas. De momento sigue habiendo únicamente dos papeles, que son el de
la modelo y el del artista, y la alternativa —dijo, mientras los técnicos que se
movían en la oscuridad empezaban a hacerse señas con la cabeza y el director
levantaba las manos con desesperación— es refugiarse en alguna creencia o
alguna filosofía para desaparecer. Ladeó la cabeza para escuchar lo que decía
el director y me miró luego, levantando con desdén las cejas elegantes y finas.
—Parece mentira —dijo— que tantos hombres juntos no sean capaces de
resolver el problema, pero dicen que tienen que llevarse el equipo al estudio
para repararlo. Es muy decepcionante —añadió, levantándose de la butaca
mientras se desenganchaba el cordón del micrófono de la blusa— y, teniendo
en cuenta el tema de nuestra conversación, más que irónico.
La tercera entrevista, me dijo la ayudante de mi editora cuando volvíamos
al vestíbulo, sería la última, y confiaba en que tuviera más éxito que las otras
dos. Creía que Paola había reservado mesa para comer en un restaurante, y
esperaba que tuviera la oportunidad de relajarme antes de volver al festival.
Salimos al vestíbulo, donde Paola seguía en el mismo taburete, hablando por
teléfono. Puso los ojos en blanco mientras su ayudante me llevaba al sofá
donde habíamos hecho la primera entrevista y donde ya esperaba un hombre,
aunque lo cierto es que cuando nos acercamos vi que era poco más que un
muchacho. Estaba sentado en el borde del asiento, con una camiseta blanca,
una gorra de béisbol entre los dedos y una expresión de inocencia levemente
angustiada, como la de un santo en una pintura religiosa. Se levantó de un
salto para darme la mano y esperó cortésmente a que me sentara antes de
volver a su sitio. Unos rizos castaños enmarcaban sus rasgos cándidos, casi
femeninos, y me miraba fijamente, serio como un niño, con los ojos de un
tono más oscuro que el pelo.
—Estaba pensando —dijo por fin—, si alguna vez se ha imaginado cómo
sería vivir al sol. He tomado la idea de su libro —añadió—. Uno de los
personajes dice que se ha pasado la vida soportando la lluvia y el frío, y que
vivir al sol le ha cambiado el carácter. Y se me ha ocurrido que quizá a usted
le pasara lo mismo.
Le contesté que probablemente no valía la pena pensar en eso, porque no
tenía planes de vivir en un sitio de sol.
—¿Por qué no? —preguntó.

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Nos miramos.
—Lo he estado pensando —dijo—, y creo que le sentaría muy bien.
Le pregunté dónde me recomendaba vivir.
—Aquí —dijo con sencillez—. Sería usted muy feliz. Nadie la molestaría.
La tratarían con mucha amabilidad. Ni siquiera tendría que aprender el
idioma, porque aquí todo el mundo habla inglés y acepta que las cosas son
así. La cuidaríamos, y todo sería más fácil. No tendría que sufrir más. Podría
encontrar una casita en la costa, al lado del mar. No pasaría frío y se pondría
morena. Lo he estado pensando —repitió— y no veo ningún inconveniente.
A lo lejos, en la penumbra del vestíbulo, había gente sentada, de pie o
yendo a alguna parte, visible pero a una distancia inalcanzable, como
sumergida en el agua. Se oía un continuo murmullo de voces, del que era
imposible distinguir una sola palabra. A veces, un grupo se marchaba y otro
lo sustituía, y cuando entraba alguien y cruzaba las puertas de cristal ahumado
con sus maletas, se veía un momento la asombrosa realidad de la calle
sofocante, estática e inundada de luz.
Dije que no estaba segura de que tuviera importancia dónde o cómo vivía
la gente, porque cada individuo creaba sus propias circunstancias: era una
presunción peligrosa, añadí, reescribir el destino personal con un cambio de
escenario; cuando eso ocurría en contra de la propia voluntad, la pérdida del
mundo conocido —fuera el que fuera— tenía consecuencias catastróficas para
las personas. Mi hijo me había confesado una vez que cuando era más joven
se moría de ganas de tener otra familia, una como la de un amigo con el que
pasaba mucho tiempo en cierta época de su vida. Esta familia era grande,
alegre y de trato fácil, y siempre había un sitio para él en su mesa, donde se
servían comidas espléndidas y se hablaba de todo sin criticar, sin peligro de
atravesar el espejo, así lo dijo él, y entrar en ese estado de dolorosa conciencia
en el que las ficciones humanas pierden toda su credibilidad.
Él tenía la sensación de que ese era el estado al que se había visto forzada
nuestra vida familiar, y durante algún tiempo había hecho todo lo posible por
aferrarse a esas ficciones; se empeñaba en seguir antiguas rutinas y antiguas
tradiciones, aunque lo que representaban hubiese dejado de existir. Al final,
se dio por vencido y empezó a pasar todo el tiempo con esa otra familia; se
negaba a comer en casa, porque, según reconoció más tarde, el mero hecho de
sentarse a la mesa le llenaba de tristeza y de rabia por lo que había perdido.
Pero más adelante llegó un momento en que mi hijo ya no estaba siempre en
casa de esa otra familia, y al ver que los padres de su amigo empezaban a
preguntar por él y lo invitaban a participar en celebraciones familiares, le

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preocupó haberlos ofendido o molestado por ir allí con menos frecuencia. La
verdad es que ya no quería, porque las mismas cosas que uno o dos años antes
le parecían tan cálidas y acogedoras de pronto le resultaban agobiantes e
incómodas: se dio cuenta de que aquellas comidas eran el yugo con el que los
padres de su amigo intentaban atar a sus hijos a ellos para perpetuar, tal como
él lo veía, el mito familiar; hasta el último movimiento de su amigo estaba
sometido al escrutinio parental, y todas sus decisiones y actitudes eran objeto
de juicio, y era este último elemento —el juicio— lo que más le repelía a mi
hijo y lo que lo empujó a apartarse de esa casa, no fuera a ser que quisieran
juzgarlo también a él. Empezó a ver, en las invitaciones que le hacían, que la
historia de su presencia en la vida de esta familia no había sido tan unilateral
como él pensaba: en su necesidad de aceptar el consuelo que le ofrecían, no
había visto que ellos también lo necesitaban, como testigo, incluso como
prueba, de su felicidad familiar. Hasta se preguntó con amargura si
disfrutaban con el espectáculo de su sufrimiento, porque eso les confirmaba la
superioridad de su modo de vida; pero al final se apartó de ese juicio tan
severo y volvió a aceptar sus invitaciones, no siempre, aunque sí con la
frecuencia suficiente para no ser grosero. Se dio cuenta de que, al aceptar su
consuelo, había contraído una responsabilidad con ellos, y esta revelación le
hizo reflexionar sobre la verdadera naturaleza de la libertad. Comprendió que
había entregado una parte de su libertad, por sus ganas de evitar o aliviar su
sufrimiento, y aunque el intercambio no parecía del todo injusto, tuve la
sensación de que no estaba dispuesto a volver a hacer lo mismo tan
fácilmente.
El periodista escuchó todo esto con la misma expresión de inocencia
paciente.
—Pero ¿por qué es tan malo depender de los demás? —preguntó—. No
todo el mundo es cruel. A lo mejor usted solo ha tenido mala suerte.
Mi hijo decía mucho una palabra, contesté, que era difícil de traducir,
aunque podía resumirse como un sentimiento de nostalgia, incluso cuando
estás en tu propia casa, una tristeza sin motivo. Este sentimiento, le dije, quizá
era el mismo que había empujado a sus compatriotas a recorrer el mundo en
busca del hogar que les ofrecería su remedio. Podía darse el caso de que
encontrar el hogar significara el fin de la búsqueda, aunque es la sensación de
desplazamiento en sí misma lo que permite desarrollar una intimidad
verdadera y lo que constituye el relato, por así decir. No sé qué tipo de
dolencia puede ser, dije, pero su naturaleza es la de la brújula, y el propietario
de una brújula deposita toda su fe en ella y va allí dónde ella le dice, aunque

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las apariencias le digan lo contrario. Para esa persona es imposible alcanzar la
serenidad, y podría pasarse toda la vida asombrada al observar la misma
tendencia en otros, o sin ser capaz de comprenderla, y quizá a lo máximo que
pueda aspirar sea a ofrecer una buena imitación de la serenidad, como los
adictos que aceptan que nunca se verán liberados de sus impulsos, pero
pueden convivir con ellos sin dejarse arrastrar. Lo que una persona así no
tolera es la insinuación de que sus experiencias no surgen de condiciones
universales, sino que son achacables a circunstancias particulares o
excepcionales, y que lo que ella consideraba verdad al final no es más que
pura suerte personal; y tampoco el adicto debería creer que puede recuperar la
inocencia de esas cosas de las que ya tiene un conocimiento fatídico.
—¿Dónde está su hijo ahora? —preguntó el periodista.
Le conté que había decidido irse a vivir una temporada con su padre, y,
aunque no podía decir que yo fuera feliz sin él, esperaba que encontrase lo
que estaba buscando.
—Pero ¿por qué dejó que se fuera?
Si había dado libertad a mis hijos, contesté, no era para empezar a dictar
condiciones.
Asintió con tristeza.
—De todos modos —dijo—, llegado cierto punto uno también es libre de
elegir si quiere vivir con lluvia o con sol. La cuidaríamos bien —repitió—.
No tendría obligación de ver a nadie si no quisiera. Aunque aquí la gente la
apreciaría. Sigo pensando que ha tenido usted mala suerte, y que si hubiera
vivido en este país su experiencia habría sido distinta. Ese personaje de su
novela se da cuenta de que la humedad que ha llevado dentro toda la vida está
empezando a secarse, y que esa puede ser la oportunidad de vivir por segunda
vez. Pero no puede, porque tiene familia en su país y sus hijos todavía son
jóvenes. Además, cree que su identidad nacional es la parte de su
personalidad que lo ha conducido al éxito. Sin ella sería igual que los demás y
tendría que competir con ellos en los mismos términos, y en el fondo sabe que
no tiene el talento necesario para ganar. Pero usted no es de ninguna parte, y
por eso es libre de ir adonde quiera.
La ayudante de mi editora se había acercado tímidamente a decirme que
era hora de terminar la entrevista, para que Paola y yo nos fuéramos al
restaurante. Me preguntó también si sería mucha molestia dedicarles dos
ejemplares a sus hijos, como ya me había dicho. Sacó los libros de una bolsa
de supermercado, puso un bolígrafo encima con cuidado y me los dio. Firmé
mientras me deletreaba los nombres de sus hijos. El tercer periodista se puso

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en pie para marcharse cuando Paola, que seguía en el taburete hablando por
teléfono, señaló el teléfono y levantó un dedo. Poco después se lo guardó en
el bolso, saltó del asiento y vino a reunirse con nosotras. Su ayudante le dio el
parte de cómo había transcurrido la mañana, y Paola, mientras la escuchaba,
volvió a sacar el móvil del bolso y tecleó rápidamente en la pantalla. Luego
miró el reloj y se volvió a mí. Dijo que había reservado mesa en un
restaurante de la zona vieja de la ciudad: mi traductora, Felícia, nos esperaba
allí. Si prefería podíamos coger un taxi, pero si no me molestaba el calor
podíamos ir dando un paseo, porque aún había tiempo de sobra.
—Estaría bien dar un paseo, ¿no? —dijo, con los ojillos redondos
brillantes de expectación.
Me impresionó la bofetada de calor al salir de la penumbra y el frescor
sepulcral del vestíbulo. Un polvo pálido velaba el aire seco y resplandeciente
bajo el intenso azul del cielo. No había nadie en la calle, aparte de un grupo
de oficinistas que habían salido a fumar y estaban charlando en la sombra
rectangular del edificio de la acera de enfrente. Vi un par de gatos tendidos de
costado en la oscuridad, debajo de los coches aparcados. Se oía el ruido de
fondo del tráfico a lo lejos, y el zumbido continuo de las máquinas de algún
edificio en obras en los alrededores. Echamos a andar por la acera, y me
sorprendió lo deprisa que se movía Paola, a pesar de su estatura diminuta y de
las finas sandalias doradas que llevaba. Tenía más de cincuenta años, pero su
expresión traviesa y sus ojos brillantes parecían casi infantiles. Llevaba una
túnica de un tejido ligero y fluido que facilitaba los movimientos de su cuerpo
menudo, vigoroso y sólido, y andaba balanceando los brazos, con la melena
castaña y suave ondeando al viento.
—Me gusta mucho andar —dijo—. Voy andando a todas partes. Me
encanta ver a la gente atrapada en los coches mientras yo soy libre. —La
capital, como seguramente sabía yo, era famosa por sus cuestas—. Siempre
estoy subiendo o bajando. Nunca en el término medio.
Antes tenía coche, pero lo usaba tan poco que se olvidaba de dónde lo
había aparcado. Y un día que lo necesitaba, vio que alguien se había
estrellado contra él.
—Puede que sea la única persona que haya visto su coche declarado
siniestro total sin moverlo del aparcamiento. Estaba destrozado, así que lo
dejé allí y me fui andando.
Aunque pudiera parecerme que el barrio de las afueras donde me alojaba
estaba muy lejos de allí, dijo, en realidad estaba a poco más de media hora
andando, si conocías el camino: si daba la sensación de estar mucho más lejos

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era por las peculiaridades del trazado de las calles y por la falta de transporte
público. Pero en ese sitio la gente se sentía muy aislada, y a lo largo de los
años había oído contar montones de historias del festival, algunas muy
divertidas, de autores que se fugaban o intentaban escapar.
—En realidad —dijo—, estaban muy cerca de la civilización.
El calor de la ciudad incapacitaba a mucha gente, añadió, incluso a los que
llevaban allí toda la vida, pero ella había aprendido el arte de conservar la
energía, en lugar de consumirla combatiendo contra fuerzas sobre las que no
tenía ningún control. Cuando su hijo era pequeño, por ejemplo, ella se
levantaba muy temprano, y él siempre la encontraba en la cocina, preparando
el desayuno, vestida y lista para empezar el día: lo llevaba a la guardería,
hacían el camino charlando alegremente, y después de dejarlo volvía
inmediatamente a casa, se desnudaba y se metía otra vez en la cama, a dormir.
Compensaba sus prodigiosas caminatas con periodos en los que podía pasarse
literalmente varias horas seguidas completamente inmóvil, como un reptil que
ni siquiera parpadea para no desperdiciar su energía. Llevaba treinta y cinco
años viviendo en la ciudad, dijo, en respuesta a mi pregunta, y se había criado
en una zona remota del norte del país.
—Allí todo es agua. El cielo siempre está nublado y los ríos bajan muy
crecidos, y en todas partes se oyen gotas, hilillos y chorros de agua. Terminas
casi hipnotizada.
Había vuelto a pasar unas semanas en casa recientemente, porque su
madre estaba enferma.
—Me resultó rarísimo verme otra vez en ese ambiente acuático —dijo—,
con el ruido de la lluvia y los torrentes que surcaban el monte hasta el mar, la
hierba húmeda en todas partes y los goterones que caían de los árboles. Poco
a poco empecé a recordar cosas que había olvidado por completo, hasta el
punto de que me dio por pensar que toda mi vida adulta había sido un sueño.
Casi tenía la sensación de que me estaba esfumando, como si aquel ambiente
pudiera atraparme de nuevo. Un día que estaba sentada a la orilla del río,
leyendo, como cuando era una niña de doce o trece años, de pronto me
pareció que todo lo que había hecho desde entonces era absolutamente
cuestionable, a la vista de que solo había servido para llevarme exactamente
al mismo sitio.
Luego, cuando volvió a la ciudad, estuvo varias semanas en un estado
cercano al éxtasis, y recorrió las calles hasta el último rincón, sin saciarse de
la sensación tan familiar que le producía la tibieza de la piedra en las plantas
de los pies.

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—Como un matrimonio en segunda luna de miel —dijo—. Solo que a
diferencia del mío, este ha durado. Además, ha sido mejor para mi salud.
Por fortuna, su exmarido pasaba muy poco tiempo en la ciudad. Era
regatista y casi siempre estaba navegando.
—Yo lo llamo el Bucanero —dijo—. Cuando viene a la ciudad a
buscarme, me aseguro de que no me encuentre fácilmente.
Tenía un hijo de catorce años. Se había separado de su marido antes de
que el niño naciera.
—La verdad es que él ni siquiera llegó a enterarse de que estaba
embarazada —dijo—. Se lo oculté mientras pude, porque sabía que si se lo
contaba no me libraría de él. Y cuando se enteró tuve que esconderme de
verdad, porque estoy segura de que habría intentado matarme. Reconozco que
fue egoísta de mi parte quedarme embarazada como lo hice,
intencionadamente, pero tenía cuarenta años y era mi última oportunidad.
Había sido difícil para su hijo llegar a ver a su padre con cierta
perspectiva, porque sus largas ausencias eran tan inquietantes como sus
dramáticas apariciones. Llevaba una vida glamurosa y brutal al mismo
tiempo, mientras que la existencia de Paola se limitaba por necesidad a las
trivialidades de la rutina doméstica. El padre de su hijo tenía muchas novias,
todas muy jóvenes y muy guapas, mientras que ella se estaba haciendo mayor
y ya casi no se veía como una mujer.
—Ya no me interesa tener un hombre a mi lado —dijo—. Mi cuerpo me
pide intimidad. Le gusta esconderse debajo de esta túnica holgada, como si
estuviera desfigurado por las cicatrices. Mi cuerpo por fin ha desterrado la
creencia en el amor romántico que he tenido toda la vida, porque incluso a los
cincuenta seguía esperando en cierto modo encontrar un compañero de
verdad, como el héroe de una novela que no ha podido aparecer primero, y
hay que salir a buscarlo antes de que termine la historia. Pero mi cuerpo es
sabio y exige que lo dejen en paz.
Hasta entonces habíamos ido cuesta abajo por callejones estrechos, pero
en ese momento estábamos pasando por calles más anchas, bordeadas de
árboles, y desde las esquinas se vislumbraban de vez en cuando agradables
plazuelas con iglesias y fuentes. Era una parte muy antigua de la ciudad, dijo
Paola, y hasta hacía solo diez años se estaba consumiendo de miseria y
abandono, pero habían invertido dinero, y la zona se había vuelto desde
entonces muy concurrida, con comercios y restaurantes; incluso algunas
empresas habían trasladado su sede allí. Las tiendas eran las mismas que se
veían en el centro de las ciudades de todo el mundo, y los bares y los cafés se

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habían convertido en versiones turísticas, como en todas partes; por eso la
regeneración del barrio empezaba a parecerse un poco a la máscara de la
muerte. Europa se está muriendo, dijo, y como cada parte que muere se
sustituye por una nueva, cada vez resulta más difícil distinguir lo falso de lo
real, incluso es posible que cuando por fin nos demos cuenta todo haya
desaparecido.
Miró el reloj y dijo que aún faltaba un rato para la hora en que nos
esperaban en el restaurante; si yo no tenía inconveniente, había un sitio que
no estaba lejos y creía que podía interesarme. Apretamos el paso más aún: el
pelo largo y fino de Paola flotaba en su espalda y su túnica plateada aleteaba y
se arremolinaba con la intensidad del movimiento.
—Lo que vamos a ver es un poco extraño —dijo—. Lo descubrí por
casualidad hace unos años. Pasaba por delante cuando se me rompió una cinta
de la sandalia, y para arreglarla tenía que sentarme. Vi que esta iglesia estaba
abierta, entré sin pensarlo y me quedé impresionada.
La iglesia, continuó, había quedado arrasada una noche por un incendio
tremendo, de tal magnitud que hasta levantó las piedras y fundió el plomo de
las vidrieras, y dos bomberos perdieron la vida mientras intentaban sofocar
las llamas. Pero en lugar de restaurar el edificio, decidieron reparar
simplemente la estructura, y seguía usándose como lugar de culto, a pesar de
su aspecto estremecedor y de los violentos sucesos de los que dicho aspecto
daba fe.
—Por dentro está completamente negra —dijo—, con las paredes y el
techo combados como el interior de una cueva por la acumulación sucesiva de
las capas de piedra; y, aunque el fuego devoró todas las pinturas y las
estatuas, ha dejado en todas partes una pátina en la que parecen adivinarse
imágenes fantasmagóricas. Hay un montón de figuras extrañas, deformadas
como la cera derretida, y zonas en las que el calor ha perforado la piedra hasta
partirla en dos; hay pedestales vacíos y hornacinas en las que faltan cosas, y
en general está todo tan afectado que ya casi no parece obra del hombre,
como si el trauma del fuego lo hubiera transformado en una forma natural. No
sé por qué, pero me emociona profundamente. El hecho de que le hayan
permitido conservar su estado auténtico, mientras todo lo que hay alrededor lo
han limpiado y sustituido, tiene un significado que no soy del todo capaz de
entender o expresar. Pero la gente sigue yendo a la iglesia como si todo fuera
normal. Al principio pensé que alguien había cometido un error descomunal
al dejarla así, como si creyera que nadie se daría cuenta de lo que había
pasado, pero cuando vi a la gente oyendo misa o rezando, pensé que

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efectivamente era posible que no lo notaran. Me pareció tan cruel que me
entraron ganas de ponerme a gritar y obligarlos a mirar el vacío y las paredes
negras. Luego me fijé en que en algunas partes, donde se notaba que antes
estaban las estatuas, habían instalado focos para iluminar los huecos vacíos.
Las luces producían el curioso efecto de revelar en el hueco más de lo que
habría sido posible ver si allí hubiera habido una estatua. Y entonces
comprendí que aquel espectáculo no era una negligencia ni un malentendido
monstruoso, sino la obra de un artista.
Nos habíamos parado en un semáforo, en un cruce muy transitado, y
estábamos esperando para cruzar la calle. No había sombra, el latido del
tráfico reverberaba en el aire y el sol nos daba de lleno en la cabeza en mitad
del ruido. Al otro lado de la calle se veía una avenida de árboles grandes
como nubes violetas, y en la penumbra de aquella especie de arboleda se
vislumbraban las siluetas de la gente, paseando o sentada en los bancos, entre
los troncos oscuros y debajo de la densa trama del follaje, en un juego de
luces y sombras profundas que se volvía cada vez más complicado cuanto
más lo observaba. Vi a una mujer parada, mirando a lo lejos con aire
distraído, y a un niño agachado a su lado para examinar algo que había a sus
pies. Vi a un hombre en un banco, cruzado de piernas, pasando la página del
periódico. Una camarera le llevó una bebida a alguien sentado a una mesa, y
un niño dio una patada a una pelota que se perdió en las sombras. Los pájaros
picoteaban el suelo, ajenos a todo. La distancia entre aquel espacio semejante
a un silencioso claro del bosque y la calle atronadora en la que estábamos me
pareció por un momento tan absoluta que se me hizo casi insoportable, como
si fuera la representación de un desorden tan fundamental y tan insuperable
que cualquier intento de corregirlo resultaría sencillamente inútil. Por fin
cambiaron las luces del semáforo y pudimos cruzar la calle. El sudor me
chorreaba por la espalda, y empezaba a notar en el pecho unos latidos que
parecían una extensión del latido del sol, como si me hubiera devorado.
Cuando llegamos a la iglesia que me había descrito Paola, resultó que
estaba cerrada. Paola se puso a dar vueltas por delante de la puerta, como si
esperara que de pronto apareciese otra manera de entrar.
—Es una lástima. Quería que la vieras. Me lo había imaginado —dijo,
muy alicaída.
La plaza en la que estábamos era pequeña como un pozo, y el sol le daba
de plano, de manera que apenas había una franja de sombra alrededor de los
muros desmoronados. Me apoyé en una pared y cerré los ojos.
—¿Estás bien? —le oí decir a Paola.

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En comparación con el calor y la luz de la calle, el restaurante estaba tan
oscuro como si fuera medianoche. Vi a una mujer sentada en el rincón más
alejado de la puerta, debajo de una reproducción de Salomé con la cabeza de
San Juan Bautista, de Artemisia Gentileschi. Había dejado un casco de
ciclista encima de la mesa.
—Llegamos muy tarde —dijo Paola, y Felícia se encogió de hombros y
dibujó con la boca grande una mueca que era mitad sonrisa mitad gesto de
mala cara.
—No tiene importancia —contestó.
Nos sentamos, y Paola se lanzó a explicar el rodeo que habíamos dado y
nuestro plan fallido, mientras Felícia la escuchaba pacientemente y con el
ceño fruncido.
—Creo que no conozco esa iglesia —dijo.
Paola contestó que estaba justo a los pies de la cuesta, a menos de medio
kilómetro de allí.
—Pero habéis venido en taxi —señaló Felícia con recelo.
Eso, le contestó Paola, había sido por el calor.
—¿Tiene calor? —me preguntó Felícia, sorprendida, por lo visto—.
Ahora mismo no hace tanto calor —añadió—. Esta época del año puede ser
mucho peor.
—Pero si no estás acostumbrada te afecta más —dijo Paola.
—Puede ser —respondió Felícia.
—Marea un poco —insistió Paola—. Como el vino. Me apetece beber
vino —dijo, mientras cogía la carta—. Me apetece perder el control.
Felícia asintió despacio.
—Buena idea —contestó.
Era una mujer alta y sobria, con una cara alargada y pálida que en la luz
tenue del restaurante parecía esculpida con sombras oscuras.
—Vamos a… ¿Cómo se dice en inglés? —preguntó Paola—. Vamos a
desabrocharnos el cuello de la camisa.
—Aflojar —corrigió Felícia—. Vamos a aflojarnos el cuello de la camisa.
—Felícia lleva el cuello muy apretado —dijo Paola. Y la traductora la
miró con ese gesto extraño entre la sonrisa y la mala cara.
—No es para tanto —dijo.
—Muy apretado —insistió Paola—, aunque no tanto como para ahogarse.
Te necesitan viva, ¿verdad? Así eres más útil.

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—Es cierto —dijo Felícia, retirando de la mesa el casco de ciclista para
que el camarero pudiera poner el vino.
—¿Qué es eso? —preguntó Paola—. ¿Ahora vas en bici?
—Voy en bici.
—¿Qué le ha pasado a tu coche?
—Stefano se quedó con el coche. En realidad es suyo —contestó Felícia,
encogiéndose de hombros.
—Pero ¿cómo te arreglas sin coche? Con lo lejos que vives es imposible.
Felícia se quedó pensativa.
—No es imposible —contestó después—. Solo tengo que levantarme una
hora antes.
Paola negó con la cabeza y maldijo en voz baja.
—Lo que me ofendió —añadió Felícia— fue la razón que me dio para
llevárselo. Dijo que ya no podía confiarme el coche.
—¿Confiártelo?
—Hemos acordado que quien cuide de Alessandra se queda con el coche.
Los fines de semana que pasa con Stefano, el coche se va con ella. Pero como
Alessandra está la mayor parte del tiempo conmigo, el coche se queda
aparcado en la puerta de mi casa. Y, si le pasa algo, Stefano pretende que yo
me haga cargo. Hace dos semanas tuve que cambiarle las cuatro ruedas, y eso
me costó la mitad del sueldo.
—O sea, lo que a él le conviene —dijo Paola.
—Después de cambiar las ruedas, recibí una carta del abogado de Stefano
—continuó Felícia—. Me decía que mi salario no era suficiente para tener un
coche y cubrir sus gastos de mantenimiento. No me había fijado en que el
coche no estaba. Estaba preparando a Alessandra para ir al colegio y se nos
hacía tarde. Pero cuando terminé de leer la carta, me asomé a la ventana y vi
que el coche había desaparecido. Stefano tiene otra llave, así que me imaginé
que debía habérselo llevado por la noche, mientras estábamos durmiendo. Ese
día tenía una agenda muy complicada y me hacía mucha falta el coche. Me
molestó mucho que no me avisara. Pero también me di cuenta de que el coche
me daba seguridad y legitimidad, porque, aunque fuera caro mantenerlo, el
hecho de haberlo compartido con Stefano me hacía sentirme protegida. Hasta
ese momento, cuando miré por la ventana y vi el aparcamiento vacío, me
había estado aferrando a una ilusión, y eso que una hora antes habría jurado
que ya no me quedaban ilusiones. Pero seguía engañándome, porque cogí el
teléfono y llamé a Stefano, pensando que podía tratarse de un error. Stefano
me habló muy tranquilo, como a una niña desobediente a la que tuviera que

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explicarle por qué merecía un castigo. Y cuando me eché a llorar se puso
todavía más tranquilo y dijo que era muy triste que yo misma me causara esos
disgustos por mi falta de control.
—Pero eso es un disparate —protestó Paola—. Tu abogada puede
argumentar que necesitas el coche, porque eres tú quien se ocupa de la niña.
Felícia asintió despacio.
—Yo también lo pensé —dijo—. La llamé, a pesar de que las
conversaciones con ella me salen muy caras, y me dijo que legalmente solo
contaba a nombre de quién estaba la documentación del coche. Según ella no
podíamos esgrimir ningún argumento moral, pero a mí me pareció tan
increíble que terminamos hablando mucho más tiempo de lo previsto, y por
tanto engordando la factura. A estas alturas ya debería saber que Stefano no
hace nada pensando en si está bien o mal, que solo actúa de acuerdo con lo
que la ley le permite. Se ha dado cuenta de que puede utilizarla como arma,
mientras que yo siempre la interpreto en relación con la justicia, y eso no me
lleva a ninguna parte.
—Es una desgracia para ti que Stefano sea tan inteligente —dijo Paola, y
Felícia sonrió.
—La verdad es que me aseguré de elegir a un hombre inteligente —
contestó.
—El Bucanero utilizaba la ley como esas bolas enormes para demoler un
edificio —dijo Paola—. Era un método torpe que lo embarraba todo y al final
no dejaba nada en pie. Pero si algún día llegara a legalizarse el asesinato —
dijo—, creo que en menos de un minuto oiría un golpe en la puerta, y sería él,
porque, aunque siempre le ha gustado infringir la ley en cosas sin importancia
que no le creen problemas, nunca le ha hecho gracia la idea de entrar en
prisión por mí, ni siquiera por el placer de asesinarme.
Felícia se reclinó en la silla, con la copa de vino en el regazo y su sonrisa
melancólica apenas visible entre las sombras.
—Qué agradable es el vino —dijo—. Me adormece.
—Estás cansada —contestó Paola. Y Felícia asintió y entrecerró los ojos,
sin dejar de sonreír.
—Esta mañana —dijo despacio—, me he levantado a las seis. A las siete
he dejado a Alessandra en el colegio y me he ido en bici a la universidad, para
dar una clase de traducción a las ocho. Desde allí he vuelto en bici para coger
el tren hasta las afueras, donde doy clases de inglés y francés. El problema ha
sido que una de las otras profesoras ha faltado, así que me he encontrado con
el doble de alumnos y, como estaba programado un examen para hoy, con el

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doble número de exámenes para llevarme a casa y corregir. No veía cómo
llevar los exámenes en la bici. Y estoy muy orgullosa de la solución que se
me ha ocurrido, que ha sido atarlos al sillín y volver a casa pedaleando de pie.
Luego he cogido el tren para venir a la ciudad, porque me habían pedido que
diera una charla en la biblioteca sobre la catalogación de traducciones.
Alessandra no se encontraba bien esta mañana, y me temía que pudieran
llamarme del colegio en cualquier momento para que fuera a buscarla, en
cuyo caso no habría sabido qué hacer, porque tenía la agenda a tope, pero por
suerte no han llamado.
»Sin embargo, sí he recibido otra llamada —siguió diciendo, inclinando la
silla hacia atrás para apoyar la cabeza en la pared—. Era mi madre, para
decirme que estaba harta de tener en casa unas cajas y unos muebles pequeños
que le pedí que me guardara, y que si no iba a recogerlos hoy mismo los
dejaría en la calle. Le recordé —dijo, con ese gesto extraño, entre sonrisa y
mueca— que estoy viviendo en el apartamento de una amiga y no tengo
dónde meter esas cosas, y además ahora tampoco tengo coche para
llevármelas, mientras que ella tiene un desván grande donde puede guardarlas
sin que molesten a nadie. Me contestó que se había hartado de tener mis cosas
en el desván y volvió a decir que las dejaría en la calle si al final del día no
había ido a recogerlas. No era culpa suya que yo me hubiera complicado tanto
la vida y ni siquiera tuviera una casa decente. Tú has vivido en una casa
bonita, me dijo, y ahora pretendes que tu hija viva como una vagabunda.
Mamá, le dije, tu caso es diferente, porque papá siempre se ha ocupado de
todo y no has tenido que trabajar. Y me dijo que sí, y que pensara adónde me
había llevado a mí tanta igualdad. Los hombres ya no te respetan, dijo. Te
tratan como a la porquería que se pega a la suela del zapato. Tu prima Ángela
nunca ha trabajado, y se ha divorciado dos veces. Y es más rica que la reina
de Inglaterra, porque se ha quedado en casa, cuidando de sus hijos y
tratándolos como su patrimonio. Pero tú no tienes ni casa ni dinero, ni
siquiera un coche, y tu hija va por ahí como si fuera huérfana. Ni siquiera te
acuerdas de cortarle el flequillo, y no ve por dónde anda. Mamá, le dije, a
Stefano le gusta que tenga el pelo así, y se empeña en que no se lo corte, así
que no puedo hacer nada. Y me contestó: No me puedo creer que haya traído
al mundo a una mujer que permite que un hombre le diga lo que tiene que
hacer con el pelo de su hija. Volvió a repetirme que no quería seguir teniendo
mis cosas en casa y colgó el teléfono.
»Anoche —continuó—, vino a vernos una amiga mía, a la que Alessandra
no conocía. Estábamos hablando de mi trabajo cuando mi hija nos

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interrumpió de pronto. Mamá siempre está hablando de su trabajo, le dijo a mi
amiga, aunque en realidad eso no es un trabajo. Lo que ella hace es lo que
otros llamarían una afición. ¿No te parece que es una broma, le dijo
Alessandra a mi amiga, llamar trabajo a sentarse a leer un libro? Mi amiga le
contestó que no, que no estaba de acuerdo, y que la traducción no solo era un
trabajo, sino un arte. Alessandra la miró, me miró y dijo: Mamá, ¿quién es
esta mujer que está en nuestra casa? No va muy bien vestida. La verdad es
que parece una bruja. Mi amiga intentó reírse, aunque vi que le había
molestado mucho que una niña le hablara así, más aún una niña de cinco
años. Pero yo no podía explicarle, delante de Alessandra, que es así como
Stefano se está vengando de mí, envenenando a mi hija y volviéndola tan
arrogante como él. Recuerdo —dijo Felícia— que, al principio de la
separación, Stefano se llevó a Alessandra a pasar un día con él y no la trajo a
casa. Habíamos quedado en que estaría unas horas con ella, y la tuvo diez días
secuestrada. No me cogía el teléfono ni respondía a mis mensajes. En esos
diez días estuve a punto de volverme loca de dolor: creo que no fui capaz de
dormir más de unos minutos seguidos, y no paraba de dar vueltas por la casa,
como un animal enjaulado, esperando que todo terminara. Tardé en darme
cuenta de que el dolor que soporté esos días no era el dolor de la
responsabilidad. No era la consecuencia de mis desavenencias con Stefano,
sino más bien el resultado de una crueldad calculada, no solo conmigo,
también con la niña: el secuestro fue una demostración de fuerza y una
manera de demostrar su poder sobre mí, de decirme que podía llevarse a
Alessandra y traerla cuando le diera la gana. Si hubiera sido una pelea física
también me habría ganado, y eso era lo que me estaba dejando claro
quitándome a la niña a su antojo: que si creía que tenía algún poder, aunque
solamente fuera el antiguo poder de la madre, estaba muy equivocada.
Además, dejarlo no me había servido para encontrar la libertad: en realidad,
lo que había conseguido era perder todos mis derechos, porque era él quien
me los había concedido en primera instancia y de ese modo me había
convertido en su esclava. Hay un pasaje en uno de sus libros —me dijo—, en
el que describe a una mujer que está viviendo una situación similar, y lo
traduje con mucho cuidado y mucha prudencia, como si fuera una cosa frágil
y pudiera romperla o matarla por error, porque esas experiencias no son del
todo reales, y su única prueba es la palabra de una persona contra la de otra.
Era muy importante no malinterpretar ninguna palabra —dijo—. Y luego tuve
la sensación de que, si usted había legitimado esa semirrealidad hablando de

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ella, yo la había legitimado al lograr trasladarla a otra lengua y garantizar su
supervivencia.
—Todas sobrevivimos —dijo Paola, inclinando la copa vacía para mirarla
por dentro—. Nuestros cuerpos sobreviven a lo que hacemos con ellos y eso
es lo que más les fastidia de todo. Estos cuerpos siguen existiendo, envejecen,
se vuelven feos y les dicen la verdad que no quieren oír. Pero el Bucanero me
sigue persiguiendo después de tantos años, para asegurarse de que cada vez
que doy la menor señal de vida él está ahí para aplastarme. El vino me está
mareando —dijo, con una sonrisa maliciosa y torcida—, como cuando él me
agarraba del pelo y me daba vueltas, solo que esto no duele. Eso es venganza,
¿no? Me hacía mucho daño cuando me tiraba del pelo. Es bueno hablar de
estas cosas cuando la causa del mareo es el vino en vez de él, y ver su cabeza
cortada en el plato, delante de mí. Lo que no entiendo —me dijo—, es por
qué has vuelto a casarte, sabiendo lo que sabes. Lo has escrito, y eso equivale
a aceptar todas las leyes.
Dije que esperaba sacar el mayor provecho de esas leyes conviviendo con
ellas. Mi hijo mayor había copiado una vez el mismo cuadro que había en la
pared del restaurante, pero suprimiendo todos los detalles, trazando solamente
las formas y las relaciones espaciales entre unas y otras. Lo interesante, dije,
era que sin esos detalles y sin la historia con la que estaban relacionados, el
cuadro no era un estudio del asesinato, sino de la complejidad del amor.
Paola movió la cabeza despacio.
—No es posible —dijo—. Esas leyes son para los hombres, y puede que
para los niños. Para las mujeres son una simple ilusión, como los castillos de
arena que se hacen en la playa, que en el fondo solo son la manera que tiene
el niño de demostrar su naturaleza, construyendo un edificio provisional
mientras se convierte en hombre. Las mujeres son provisionales para la ley: se
encuentran entre la permanencia de la tierra y la violencia del mar. Es mejor
ser invisible. Es mejor vivir al margen de la ley. Como un… ¿cómo se dice en
inglés?
—Como un proscrito —dijo Felícia, sonriendo entre las sombras.
—Como un proscrito —asintió Paola, satisfecha. Levantó la copa vacía y
brindó con Felícia—. Yo he decidido vivir como una proscrita.

El taxista me explicó cómo llegar a la playa desde donde me había dejado en


la carretera, gesticulando con los brazos para indicarme que tenía que andar
hasta el final del paseo entarimado que se perdía de vista entre las dunas. El

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calor infernal de la tarde empezaba a mitigarse, y el cielo apagado tenía ahora
un suave color herido. El muro bajo de cemento blanco que bordeaba la arena
retenía los restos del resplandor del día contra una intensa franja de sombra
cada vez más estrecha. El rumor del agua que llegaba desde el otro lado de las
dunas me hizo sentir de golpe el peso y la extensión del mar, a pesar de que
no lo veía.
Sonó el teléfono y apareció en la pantalla el nombre de mi hijo pequeño.
—Ha habido un pequeño accidente —dijo.
—Cuéntame.
Dijo que había ocurrido la noche anterior. Que estaba con unos amigos y
prendieron fuego sin querer. Habían causado daños, y le preocupaban las
posibles consecuencias.
—No tenía sentido llamarte, porque estabas fuera. Pero no he conseguido
localizar a papá.
Le pregunté si estaba bien. Le pregunté qué narices había pasado y en qué
narices estaba pensando.
—Faye —contestó de mal humor—. ¿Me puedes escuchar primero?
Había ido con otro chico y una chica a pasar la noche en casa de un
amigo. Era un bloque de apartamentos con gimnasio y piscina en el sótano. A
eso de medianoche, decidieron darse un baño y bajaron con las toallas y los
bañadores. Se cambiaron en los vestuarios y, al salir a la piscina, la puerta se
cerró y se quedó atascada. El otro chico se había dejado la toalla encima de un
radiador. En cuestión de unos momentos vieron por la ventana del vestuario
que la toalla estaba ardiendo.
—Vi un limpiafondos, con un mango muy largo, colgado en la pared —
dijo—, así que lo cogí, rompí la ventana y conseguí enganchar la toalla y
sacarla por el hueco. Había cristales rotos por todas partes, y la piscina se
llenó de humo. Saltó la alarma contra incendios y empezó a llegar gente
corriendo. Nos gritaron y nos acusaron de vandalismo, y tratamos de
explicarles lo que había pasado, pero no nos escuchaban. Los otros dos habían
pisado los cristales y estaban sangrando y llorando, porque se asustaron
mucho, pero los vecinos no dejaban de gritar. Uno de ellos empezó a decir
que sus hijos estaban durmiendo en el piso de arriba, y no paraba de repetir
que habría sido un trauma para ellos despertarse en un dormitorio lleno de
humo, aunque en realidad no habían llegado a despertarse. Nos tomaron el
nombre y la dirección, y dijeron que iban a llamar a la policía. Luego se
fueron. Nos quedamos a recoger los cristales, y me pasé una eternidad
sacando esquirlas de los pies de los otros dos. Como estaban muy agobiados,

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al cabo de un rato les dije que se fueran a casa, que yo me quedaría a esperar a
la policía. Y estuve esperando un montón de tiempo, pero la policía no
apareció. Me quedé toda la noche esperando, y al final me fui al colegio.
Se echó a llorar.
—Me he pasado todo el día temiendo que alguien viniera a sacarme de
clase —dijo—. No sé qué hacer.
Le pregunté si estaba permitido nadar en la piscina de noche.
—Sí —gimoteó—. Todo el mundo lo hace. Y no fue culpa nuestra que se
cerrara la puerta, porque mi amigo me dijo que estaba rota y que tenían
previsto arreglarla. Sé que fue una estupidez dejar la toalla encima del
radiador, pero no había ningún cartel y no se nos ocurrió que pudiera arder.
No sé por qué no vino la policía. Casi lo hubiera preferido, porque ahora no sé
qué hacer.
—No ha ido —contesté— porque no habéis hecho nada malo.
Se quedó callado.
—En realidad —dije—, deberías felicitarte. Fue una buena idea coger el
limpiafondos. De lo contrario podría haber ardido todo el edificio.
—He escrito una carta —dijo entonces— a la hora del recreo. Para
explicar todo lo sucedido. He pensado llevarla y dejarla en la piscina, para
que la gente la lea.
Hubo un silencio.
—¿Cuándo vuelves a casa? —preguntó.
—Mañana.
—¿Puedo irme contigo? —dijo. Y añadió—: A veces tengo la sensación
de que estoy a punto de caerme por un precipicio, y de que abajo no hay nada
ni nadie para recogerme.
—Estás cansado. Te has pasado la noche en vela.
—Me siento muy solo. Y al mismo tiempo no tengo intimidad. Todo el
mundo actúa como si yo no estuviera. Podría hacer cualquier cosa, podría
cortarme las venas y ni siquiera se enterarían, o les daría igual.
—No es culpa tuya.
—Me hacen preguntas, pero no conectan las cosas. No las relacionan con
cosas que ya les he contado. Todo son datos sin sentido.
—No puedes contar tu historia a todo el mundo —dije—. Quizá solo
puedas contársela a una persona.
—Tal vez.
—Ven cuando te apetezca —dije—. Tengo muchas ganas de verte.

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El cielo se había puesto de un tono rojo apagado y la brisa balanceaba las
hierbas que crecían entre las dunas. El paseo entarimado estaba desierto, y lo
seguí hasta una parte de la playa descuidada y cubierta de basura, donde el
mar rompía contra el escalón que formaba la arena en la orilla. El viento
soplaba allí con más fuerza y las dunas proyectaban sus sombras montañosas
y alargadas sobre la arena gruesa y gris. Vi siluetas de gente entre las
sombras, agazapadas, sentadas o de pie. Casi todas estaban en parejas,
quietas, o se movían íntimamente como absortas en una tarea primitiva. Un
poco más adelante había una hoguera hecha con la madera arrastrada por el
mar, y el viento se llevaba las volutas de humo. Había más siluetas alrededor
de la hoguera, fumando, y las brasas de sus cigarrillos perforaban de puntos
anaranjados la luz crepuscular. De vez en cuando me llegaba el murmullo de
una conversación que enseguida se borraba con el viento y los golpes de las
olas.
Eché a andar por la playa entre las siluetas. Eran hombres, desnudos o
cubiertos con un simple taparrabos. Algunos parecían poco más que niños.
Casi todos se callaban al verme y volvían la cabeza o hacían como si no me
vieran, aunque un par de ellos se quedaron mirándome con aire ausente. Un
chico de una belleza deslumbrante me miró un momento a los ojos y apartó la
mirada, escondiendo tímidamente la cara en el hombro de su musculoso
compañero. Estaba arrodillado, y le vi las nalgas redondeadas debajo de la
mano grande del otro hombre. Seguí andando y pasé por delante de los que
estaban reunidos alrededor de la hoguera, que se volvieron a mirarme como
animales sorprendidos en una arboleda. La extraña luz rojiza se había
extendido por el cielo como una mancha enorme teñida de amarillo y de
negro. A lo lejos, entre la bruma de las olas, se adivinaban vagamente los
edificios del muelle y los barrios periféricos. Llegué a una parte de la arena
vacía y empecé a desnudarme. A unos metros de allí, el mar se levantaba y se
arremolinaba, rebosante e inquieto, veteado de rojo y de gris. El viento era
más fuerte a este lado de las dunas, y notaba en la piel una especie de llovizna
de arena. Me acerqué a la orilla y me abrí paso entre las olas. El escalón era
tan grande que la masa de agua en movimiento me succionó al instante con
una densidad y una fuerza que me permitían flotar sin ningún esfuerzo al
compás de sus ondulaciones. Los hombres me observaban. Uno de ellos se
levantó. Era enorme y corpulento, con la barba negra, grande y rizada, la
panza redondeada y unos muslos como jamones. Se acercó a la orilla
despacio, con una sonrisa, los ojos fijos en los míos y unos dientes blancos
que brillaban levemente entre la barba. Lo miré desde donde estaba

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suspendida en el agua, subiendo y bajando. Se detuvo justo al llegar donde
rompían las olas, desnudo como un dios, resplandeciente y sonriendo con
sorna. Luego se agarró el pene gordo y empezó a mear en el agua. El chorro
era tan abundante que formó un surtidor grande y reluciente, como si lanzara
al mar un cordón de oro. Me miró con unos ojos negros y llenos de perverso
placer, y siguió soltando el incesante surtidor dorado hasta que pareció
imposible que pudiera quedarle una sola gota. El mar me sostenía y me
levantaba como si estuviera acostada en el pecho de un ser jadeante mientras
el hombre se vaciaba en sus profundidades. Lo miré a los ojos, crueles y
alegres, y esperé a que terminase.

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RACHEL CUSK nació en Canadá en 1967, pero desde 1974 vive en
Inglaterra. Es autora de nueve novelas y tres libros de memorias. Entre su
obra destacan las novelas La salvación de Agnes (1993, ganadora del Premio
Whitbread a la primera novela), The Country Life (1997, ganadora del premio
Somerset Maugham), Arlington Park (2006) y A contraluz (2014, finalista de
los premios Folio, Goldsmiths, Baileys, Giller Prize y del Canadian Governor
General’s Award,) y los libros autobiográficos A Life’s Work (2001) sobre la
maternidad y Aftermath: On Marriage and Separation (2012). A contraluz
(2014; Libros del Asteroide 2016) es la primera de una serie de tres novelas
con la misma protagonista que la han consolidado como una de las escritoras
más brillantes de la literatura inglesa actual. La segunda es Tránsito (2016;
Libros del Asteroide, 2017) y la tercera, Prestigio (2018).

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