Sentido Común - Thomas Paine

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SENTIDO COMÚN

Dirigido a los habitantes de América

THOMAS PAINE
(1776)
Para nuestros tatarabuelos, él era una especie
de Satán terrenal, un infiel subversivo,
rebelde contra su Dios y contra su rey.
Se ganó la hostilidad de tres hombres
a quienes no se suele relacionar:
Pitt, Robespierre y Washington. De éstos,
los dos primeros trataron de darle muerte,
mientras el tercero se abstuvo cuidadosamente
de tomar medidas para salvar
su vida.

— Bertrand Russell
El Destino de Thomas Paine
Introducción

Tal vez los sentimientos contenidos en las siguientes páginas no están


aún lo suficientemente de moda para procurarles el favor general; el
viejo hábito de no pensar mal de las cosas da a esto una apariencia
superficial de estar bien, y levanta de entrada un gran clamor en
defensa de la costumbre. Pero el tumulto pronto se calma. El tiempo
consigue más conversos que la razón.
Como un largo y violento abuso de poder, es generalmente el
medio para establecer lo correcto de algo en cuestión, y como el Rey
de Inglaterra ha asumido en su propio derecho apoyar al Parlamento
en lo que él llama de ellos, y como la gente buena de este país está
gravemente oprimida por tal combinación, ella tiene el privilegio
indudable de investigar las pretensiones de ambos e igualmente
rechazar la usurpación de cualquiera de ellos
En las siguientes hojas, el autor ha evitado cuidadosamente todo
lo que es personal entre nosotros. Los cumplidos y la censura a
individuos no forman parte del asunto. Los sabios y la gente valiosa
no necesitan el triunfo de un panfleto; y aquellos cuyos sentimientos
son imprudentes, o no amigables, se detendrán por su propia
voluntad a menos que mucho dolor se aplique sobre ellos para
convertirlos.
La causa de América es en gran medida la causa de toda la
humanidad. Muchas circunstancias surgen y surgirán que no son
locales sino universales, y a través de las cuales se ven afectados los
principios de todos los Amantes de la Humanidad, y cuyo resultado
interesa a los afectados. La destrucción de un país a fuego y espada,
declarando guerra a los derechos naturales de toda la humanidad y
extirpando a sus defensores de la faz de la tierra, es preocupación de
todo hombre a quien la naturaleza ha dado el poder de sentir; de cuya
clase, sin importar la censura de tal o cual partido, es el autor.
P.D. La publicación de esta nueva edición se ha retrasado, con el
fin de tomar en cuenta (si hubiera sido necesario) cualquier intento
de refutar la Doctrina de la Independencia. Como no ha aparecido aún
ninguna respuesta, se presume que ninguna lo hará. El momento
necesario para tener eso listo para el público ha pasado.
Saber quién es el autor de esta producción es totalmente
innecesario para el público, ya que el objeto de atención es la Doctrina
en sí misma, no el hombre. Sin embargo, puede que sea necesario
decir que él no está conectado a partido alguno, y que no está bajo
ningún tipo de influencia pública o privada, sino la influencia de la
razón y el principio.

Filadelfia, 14 de febrero de 1776


DEL ORIGEN Y DESIGNIO DEL GOBIERNO EN
GENERAL, CON UNAS BREVES OBSERVACIONES
SOBRE LA CONSTITUCIÓN INGLESA

Algunos escritores han confundido de tal modo la sociedad con el


gobierno, que hacen muy poca o casi ninguna distinción entre ambas
cosas, cuando no solamente son diferentes entre sí, sino que tienen
también distinto origen. La sociedad es el resultado de nuestras
necesidades, y el gobierno el de nuestras iniquidades: la primera
promueve nuestra felicidad positivamente, uniendo nuestras
afecciones, y el segundo negativamente, restringiendo nuestros
vicios: la una activa el trato de los hombres, el otro cría las
distinciones: aquella es un protector, y éste un azote de la humanidad.
La sociedad en todos casos ofrece ventajas, al paso que el gobierno
siendo un mal necesario en su mejor estado en su estado peor es
intolerable; porque cuando nosotros sufrimos o estamos expuestos
por causa del gobierno, a las mismas miserias que podíamos
experimentar sin él, nuestras calamidades se aumentan con la
reflexión de que hemos causado nuestros padecimientos, por los
mismos medios con que pretendíamos evitarlos.
El gobierno es como el vestido, la divisa de la inocencia perdida;
los palacios de los reyes están edificados sobre las ruinas del paraíso.
Si el hombre obedeciera uniformemente los impulsos de la recta
conciencia, no necesitaría de otro legislador; pero no siendo esto así,
le es necesario sacrificar una parte de su propiedad para proveer a la
seguridad y protección de las otras, siguiendo el dictamen de la
prudencia, que le aconseja en este caso escoger de dos males el
menor. Por tanto, siendo la seguridad el verdadero objeto y fin de los
gobiernos, es consecuencia clara que será preferible a todas, aquella
forma de gobierno que pueda garantirnos tan inapreciable bien, con
el menor gravamen posible.
Para adquirir una clara y exacta idea del objeto del gobierno,
supongamos un pequeño número de personas establecidas en un
lugar apartado y desprendido del resto de la tierra; ellas
representarán entonces a los primeros pobladores de un país, o del
mundo. En este estado de natural libertad, la sociedad será su primer
pensamiento; mil motivos inducirán a ello: las fuerzas de un hombre
son tan desiguales a sus necesidades, y su espíritu tan incapaz de una
perpetua soledad, que muy pronto se verá obligado a solicitar la
asistencia y ayuda de otro que recíprocamente necesitará lo mismo
de él, en igualdad de circunstancias. Cuatro o cinco individuos así
reunidos podrán edificar una mediana choza en medio de un desierto;
pero un hombre solo emplearía casi toda en vida en esta faena:
cuando éste ya hubiese cortado la madera, no podría levantarla, ni
transportarla a su antojo; el hambre entretanto le obligaría a dejar su
trabajo, y sus diversas necesidades le llamarían a diferentes tareas.
Las enfermedades y las desgracias serian para él todas mortales;
porque aunque ni unas ni otras fuesen graves en realidad, le
inhabilitarían con todo para vivir, y le reducirían a un estado, que más
bien se puede llamar de muerte que de vida.
La necesidad, pues, reuniría en sociedad a estos primeros
pobladores, los que permaneciendo siempre fieles a la virtud y a la
justicia, vivirían felices sin el apoyo del gobierno, haciendo inútiles las
obligaciones de la ley. Pero como la perfección solo se encuentra en
el cielo, y los hombres son tan propensos al vicio, resultaría
inevitablemente que a medida que fuesen superando las dificultades
de la naturaleza, objeto de su unión, se irían desentendiendo de sus
deberes, y relajando los vínculos de recíproca benevolencia, hasta
hallarse en la necesidad de establecer una forma de gobierno, que
supliese el defecto de virtudes morales.
Un árbol les serviría de casa consistorial, bajo cuyas ramas podría
juntarse la población entera para deliberar sobre los asuntos
públicos. Es más que probable que sus primeras leyes tuviesen
solamente el título de reglamentos, y que la única pena de su
infracción seria la del descrédito público. En este primer parlamento
todos los hombres tendrían asiento por derecho natural.
Pero a medida que la sociedad fuese prosperando, los negocios
públicos se irían aumentando igualmente: los miembros de la
comunidad se separarían con el aumento de la población; y la
distancia sería un obstáculo para que en todas circunstancias se
juntasen todos ellos como al principio, cuando su número era más
pequeño, sus habitaciones más vecinas y sus negocios públicos de
corta entidad. Entonces se conocería la ventaja de consentir en que la
parte legislativa fuese dirigida por un número de individuos
escogidos en todo el cuerpo, los cuales tuviesen el mismo interés que
los restantes, y obrasen del mismo modo que obraría el cuerpo todo,
si estuviese presente. Continuando el aumento de la población, sería
necesario aumentar también el número de representantes, y para
bien atender al interés de cada parte de la comunidad, se haría
indispensable dividir el todo en partes proporcionales,
encomendando u cada representante sin número competente: la
prudencia indicaría igualmente la necesidad de hacer frecuentes
elecciones, a fin de que los elegidos nunca pudiesen tener un interés
diferente del de los electores; pues de este modo, pudiendo aquellos
volver a entrar en la clase de estos, serian fieles al público por la
imposibilidad de perpetuarse en el mando; y como esta frecuente
permuta debe establecer un interés igual entre todas las partes de la
comunidad, estas se sostendrían mutua y recíprocamente unidas. En
esta unión es, pues, en lo que consiste la fuerza de un gobierno y la
felicidad de los gobernados, no en el detestable nombre de rey.
He aquí el origen y nacimiento del gobierno, que solo es necesario
en el mundo a falta de virtudes morales; su objeto y fin es la libertad
y seguridad; y estos principios de justicia, dictados por la naturaleza
y confirmados por la razón, serán eternos, por mas que una brillante
y pomposa apariencia deslumbre un momento nuestros ojos, por mas
que la armonía lisonjee nuestro oído, que las preocupaciones
extravíen nuestra voluntad, y el interés particular ofusque nuestro
entendimiento.
De un principio natural incontrovertible deduzco yo mi idea
acerca del gobierno, y es: que la maquina más sencilla es la que está
menos expuesta a descomponerse, y la que, una vez descompuesta, se
repara con mayor facilidad guiado por esta máxima, haré unas breves
observaciones sobre la famosa y decantada constitución inglesa.
Convengamos en que fue buena, respecto a los tiempos de tinieblas y
esclavitud en que se formó; porque cuando el mundo todo gemía
agobiado bajo el peso de la tiranía, la menor mudanza hacia el bien
era dar un paso a la libertad: pero es fácil demostrar que esta
constitución es imperfecta, sujeta a convulsiones, e incapaz de
producir lo que parece prometer.
Los gobiernos absolutos (aunque son una vergüenza de la
naturaleza humana) tienen en sí la ventaja de ser sencillos; si el
pueblo sufre, conoce bien la raíz de donde dimana su pena, y no está
expuesto a confundirse y perderse en la variedad de causas y de
remedios. Pero la constitución de Inglaterra está tan
extremadamente complicada, que la nación puede sufrir por muchos
años, sin poder descubrir en qué parte está el mal que le aqueja; unos
dirán aquí, y otros acullá, y cada médico político recetará un emplasto
diferente.
Yo bien conozco cuan difícil es desterrar las preocupaciones
locales y arraigadas; con todo, si examinamos las partes de que se
compone la constitución inglesa, hallaremos que sus cimientos son
los escombros de dos antiguas tiranías, y que solo está compuesta de
retazos, enmendada con algunas formas republicanas.
Primero: los restos de una monarquía tiránica en la persona del Rey.
Segundo: los restos de una monarquía aristocrática en las de los
pares.
Tercero: las nuevas partes republicanas en las personas de la
cámara de los Comunes, de cuya virtud pende la libertad de
Inglaterra. Las dos primeras por ser hereditarias son independientes
del pueblo; por cuya razón y en sentido constitucional, no
contribuyen en nada a la felicidad del Estado.
Decir que la constitución inglesa es una unión de tres poderes, que
se reprimen uno a otro, es una farsa, es cometer un círculo vicioso de
ideas contradictorias. Decir que la cámara de los Comunes coarta la
facultad del rey, es suponer dos cosas. Primera: que no se debe fiar
absolutamente del rey, sin recelar el abuso de su autoridad, y que el
deseo vehemente de un poder absoluto es la enfermedad natural de
la monarquía. Segunda: que la cámara de los Comunes, teniendo por
objeto poner límites al poder absoluto, se considera o más sabia, más
digna de la confianza que la corona. Pero como la misma constitución
que da a la cámara de los Comunes el poder de coartar las facultades
del rey, negándole los auxilios que necesite, concede después a este
otro poder para coartar a la cámara de los Comunes, autorizándole
para rechazar sus proyectos de ley, se supone segunda vez que el rey
es más sabio que aquellos a quienes antes se suponía más sabios que
él: que absurdo!
Hay cosas sumamente ridículas en la composición de la
monarquía: Primero, se excluye a un hombre de los medios de
instruirse en general, y en particular de los de informarse de asuntos
en que debe deliberar; con todo se le autoriza para fallar en materias
que requieren la mayor sabiduría el estado de un rey lo separa del
mundo, y sin embargo, los negocios de un rey exigen que él conozca
perfectamente a los hombres; por lo cual oponiéndose singularmente
las diferentes acciones de su vida, y distinguiéndose unas a otras, se
prueba que su carácter es absurdo e inútil.
Algunos escritores han explicado la constitución inglesa del modo
siguiente: el rey, dicen ellos, es uno, y el pueblo es otro: los Pares
forman una cámara a favor del primero, y los Comunes otra a favor
del segundo; pero esto mismo prueba que el gobierno tiene todas las
distinciones de una casa dividida interiormente; y aunque estas
expresiones parezcan agradables al oído, en vano se pretendería
desentrañarles el sentido por un análisis exacto de las complicadas
ideas que contienen; porque dicho análisis incluye una previa
cuestión, a saber: ¿Cómo pudo el rey obtener un poder, que el pueblo
teme confiar, y que siempre está obligado a coartar? Un poder
semejante no puede ser el don de un pueblo sabio, ni tampoco lo
puede ser de Dios, siendo un poder que necesita de restricciones; con
todo, la constitución lo concede y supone existir semejante poder.
Pero como este poder tiene unas fuerzas superiores a las que su
objeto necesita, los medios que emplea para conseguirlo son
desproporcionados y por consecuencia inútiles; la siguiente
comparación aclarará más la materia. Puestas en movimiento todas
las ruedas de una máquina a impulsos de otra, en quien resida la
fuerza motriz; aunque alguna o algunas de aquellas pueda estorbar, o
como es la palabra, coartar la rapidez del movimiento de esta,
mientras no puedan detenerla, sus esfuerzos serán infructuosos; el
primer poder que se mueva seguirá al fin su curso, y lo que pierda en
velocidad lo ganará en tiempo. Y como el peso mayor hace siempre
subir al menor, resta pues, conocer a que individuo concede la
constitución inglesa este mayor peso o este poder; porque éste será
el que gobernará al fin.
Es claro que la corona es esta parte opresiva en la constitución
inglesa, y también es evidente que tiene el mayor influjo y
transcendental consecuencia, por ser la única distribuidora de
gracias, empleos y pensiones; pues aunque los ingleses fueron
bastante sabios para cerrar la puerta a monarquía absoluta, fueron al
mismo tiempo bastante locos para entregar la llave a la Corona.
La preocupación de los ingleses a favor de su gobierno, por el Rey,
Lores y Comunes nace mas bien de un orgullo nacional, que de la
ilustrada razón. Los individuos gozan sin duda de mayor seguridad
en Inglaterra que en ningún otro país; pero la voluntad del Rey es una
ley tan suprema en la Gran Bretaña como en Francia; con esta
diferencia, que en vez de manar directamente de su boca, es
anunciada al pueblo bajo la formidable forma de un decreto del
Parlamento. La desgraciada suerte de Carlos I, ha hecho reyes más
sutiles; pero no más justos.
Dejando, pues, a un lado todo el orgullo y preocupación nacional a
favor del sistema inglés, la pura verdad es, que si la corona no es tan
opresiva en Inglaterra como en Francia, se debe a la constitución
individual de aquellos naturales, mas bien que a la de su gobierno.
Es indispensable en este tiempo hacer un análisis de los errores
constitucionales en la forma del gobierno inglés; porque así como
nosotros nunca estamos en aptitud de hacer justicia a otros, mientras
continuamos bajo el influjo de un partido dominante; así también
somos incapaces de hacérnosla a nosotros mismos, mientras estamos
dominados de una ciega pasión: y así; también, como un hombre
aficionado a mujeres prostituidas es incapaz de conocer la felicidad
que promete una esposa virtuosa; así una preocupación a favor de la
constitución podrida de un gobierno, nos inhabilita para distinguir y
juzgar el mérito de otra buena.
DE LA MONARQUÍA Y SUCESIÓN HEREDITARIA

Siendo el género humano originalmente igual en el orden de creación,


la igualdad pudo solamente ser destruida por algunas circunstancias
subsecuentes; las distinciones de rico y pobre pueden muy bien
existir, sin recurrir a los duros y disonantes nombres de opresión y
avaricia. La opresión es muchas veces la consecuencia de la riqueza;
pero rara o ninguna vez los medios de ella; y aunque la avaricia
preserve al hombre del estado de mendicidad, también le infunde,
casi generalmente, demasiado temor para poder enriquecer.
Pero hay una distinción tan enorme entre los hombres, que no se
puede justificar ni con razones sacadas de la naturaleza, ni de la
religión; esta es la que se nota entre reyes y vasallos: y es cosa muy
digna de nuestra atención, inquirir como vino al mundo una raza tan
superior a los demás hombres, y tan privilegiada, que parece ser de
muy diferente especie; y también nos toca indagar si estos semidioses
son mas bien útiles que perjudiciales a la felicidad del género
humano.
En los tiempos primitivos del mundo según la cronología de la
Sagrada Escritura, no había reyes, y por consiguiente tampoco había
guerras: el orgullo de los reyes ha sumergido a la especie humana en
un abismo de tinieblas y confusión. La Holanda sin rey ha gozado más
paz en ese último siglo que ningún otro gobierno monárquico de la
Europa. La antigüedad nos presenta a los patriarcas gozando en los
campos de una felicidad pura, que desaparece cuando llegamos a la
historia de la monarquía judaica.
El gobierno de reyes fue primeramente introducido en el mundo
por los paganos, cuya imitación lo adoptaron los hijos de Israel: ha
sido ésta la invención más feliz del diablo para promover la idolatría.
Los paganos tributaban honores divinos a sus difuntos reyes, y el
mundo cristiano ha perfeccionado el plan de esclavitud, divinizando
en vida a los suyos. ¡Cuán impío es el título de SACRA REAL
MAJESTAD aplicado a un insecto, que en medio de su esplendor se
está deshaciendo en polvo!
En la teoría de la igualdad de derechos no se puede justificar la
elevación de un hombre a un grado tan superior a los demás, ni
tampoco puede defenderse con la autoridad de la Escritura; porque
la voluntad del Todopoderoso desaprueba el gobierno de los reyes,
como consta del profeta Samuel y de Gedeón. Todas las sentencias de
la Sagrada Escritura contra los reyes han sido maliciosamente
interpretadas a favor de los gobiernos monárquicos; y esto debe fijar
la atención de los países, cuyo gobierno esté todavía por formarse.
Dar al César lo que es del César, es el texto de la Sagrada Escritura que
más se repite en las cortes, y este no es muy favorable al gobierno
monárquico; porque los judíos, cuando obtuvieron esta respuesta,
estaban sin rey, y solamente sujetos al pueblo romano, gobernado
entonces por una república que había jurado odio eterno a los reyes
desde la expulsión de los Tarquinos.
Según la cronología de Moisés, los judíos vinieron a pedir un rey,
cerca de tres mil años después de la creación. Hasta entonces su
forma de gobierno (excepto en los casos extraordinarios, en que
intervenía el Altísimo) era una especie de república administrada por
un juez y los ancianos de las tribus: ellos no tenían reyes, y se
reputaba un crimen reconocer bajo este título a otro que al Señor de
los Ejércitos; así cuando se reflexiona sobre el homenaje idólatra que
se tributa a las personas de los reyes, no es de extrañar que el
Todopoderoso, siempre celoso de sus honores, desapruebe una
forma de gobierno, que con tanta impiedad usurpa las prerrogativas
de la divinidad.
La monarquía se considera en la escritura como uno de aquellos
pecados de los judíos, por el cual se declaró contra ellos una
maldición reservada: la historia de este hecho es digna de toda
atención.
Estando los hijos de Israel oprimidos por los madianitas,
marcharon contra ellos con un pequeño ejército bajo el mando de
Gedeón, y la victoria, por interposición del Altísimo, se declaró a su
favor. Los judíos orgullosos del triunfo, y atribuyéndolo a los talentos
de Gedeón, intentaron hacerlo rey diciéndole: “gobierna sobre
nosotros, tú y tus hijos, y los hijos de tus hijos”. Este fue el mayor
absurdo; no solamente le ofrecieron sin reino, sino también un reino
hereditario.
Pero Gedeón con una piedad propia de su alma respondió: “yo no
gobernaré sobre vosotros, ni mis hijos tampoco gobernarán sobre
vosotros, EL SEÑOR GOBERNARÁ SOBRE VOSOTROS”: estas palabras
no necesitan de más explicación. Gedeón no rehúsa el honor; pero
niega en ellos el derecho de dárselo; y lejos de tributarles expresivas
acciones de gracias, les reprende en el estilo sublime de un profeta,
su desafecto e ingratitud a su legítimo soberano el Rey de los cielos.
Ciento treinta años después incurrieron por segunda vez en el
mismo error. No se puede concebir la extremada inclinación de los
judíos a las costumbres idólatras de los paganos: tomando una vez
por pretexto la mala conducta de los hijos de Samuel, que estaban
encargados de algunos negocios seglares, fueron a casa de aquel
venerable profeta, y comenzaron a decirle a gritos: “bien ves, [1] que
eres ya viejo, y que tus hijos no andan en tus caminos; establécenos
un rey que nos juzgue, como lo tienen también todas las naciones”. Y
nosotros observaremos aquí de paso que sus razones eran malas, en
cuanto a que ellos pudiesen ser como las otras naciones, es decir,
como los paganos; cuando por el contrario su verdadera gloria
consistía en parecerse a ellos lo menos posible. “Desagradó a Samuel
este razonamiento; porque habían dicho: danos un rey que nos
juzgue. Y Samuel hizo oración al Señor. — Y el Señor dijo a Samuel:
oye la voz del pueblo en todo lo que te dicen; porque no te han
desechado a ti, sino a mí; para que no reine sobre ellos. — Conforme
a todas las Obras que han hecho desde el día que los saqué de Egipto
hasta esté día, como me dejaron a mí y sirvieron a esos Dioses ajenos,
así lo hacen también contigo. — Ahora, pues, oye su voz; pero
protéstales primero, y anúnciales el derecho [2] del rey que ha de
reinar sobre ellos”: esto es no el derecho de algún rey particular, sino
la conducta general de los reyes de la tierra, a quienes Israel imitaba
con tanta ansia. Y no obstante la gran distancia de tiempo y diferencia
de usos y costumbres, el carácter es todavía el mismo, y lo será
eternamente. “—Y así Samuel refirió todas las palabras del Señor al
pueblo, que le habla pedido un rey. Y dijo: este será el derecho del rey
que ha de mandar sobre vosotros: tomará vuestros hijos y los pondrá
en sus carros, y los hará sus guardias de acaballo [3], y que corran
delante de sus coches. — (Esta descripción conviene exactamente con
el uso del día en las cortes de los reyes) — Y los hará sus tribunos y
centuriones, y labradores de sus campos y segadores de sus mieses, y
que fabriquen sus armas y sus carros. —Hará también a vuestras hijas
sus perfumeras, sus cocineras y panaderas. — (Esto hace alusión al
lujo y lujuria de los reyes) — Tomará así mismo lo mejor de vuestros
campos, y viñas y olivares, y lo dará a sus siervos. — Y diezmará
vuestras mieses y los esquilmos de las viñas, para darlo a sus eunucos
y criados. — (Por esto se deja ver que el cohecho, corrupción y
favoritismo son los vicios dominantes de los reyes) — Tomará
también vuestros siervos y siervas, y mozos más robustos, y vuestros
asnos, y los aplicará a su labor. — Diezmará así mismo vuestros
rebaños, y vosotros seréis sus siervos. — Y clamareis aquel día; a
causa de vuestro rey, que os habéis elegido: y no os oirá el Señor en
aquel día, porque pediste, tener un rey. —Esta es la razón porque
continúa la monarquía: ni el carácter de los pocos reyes buenos que
ha habido después, santifica el título, ni borra la criminalidad del
origen. La alta alabanza dada a David, no es como a rey, sino como a
hombre grato al Señor. —Mas el pueblo no quiso dar oídos a las
razones de Samuel, sino que dijeron: no, no; porque rey habrá sobre
nosotros. —Y nosotros seremos también como todas las gentes: y nos
juzgará nuestro rey, y saldrá delante de nosotros, y peleará por
nosotros nuestras guerras. —Samuel continuó raciocinando con
ellos; pero infructuosamente; representóseles su ingratitud, y nada
aprovechó: y viéndolos plenamente inclinados a su locura, gritó: —
¿Por ventura no es al presente la siega del trigo? Invocaré al Señor, y
enviara voces y lluvias (quiere decir truenos y lluvias, que era un
castigo, por el perjuicio que se le seguía a sus cosechas), y sabréis y
veréis el grande mal que os habéis acarreado delante del Señor,
pidiendo un rey sobre vosotros. — Y clamó Samuel al Señor, y envió
el Señor voces y lluvias en aquel día — Y temió todo el pueblo en gran
manera al Señor y a Samuel: y dijo todo el pueblo a Samuel: ruega por
tus siervos al Señor Dios tuyo, para que no muramos; PORQUE
HEMOS AÑADIDO A TODOS NUESTROS PECADOS ESTE MAL DE
PEDIR REY PARA NOSOTROS. — Estos pasajes de la Escritura son
directos y positivos: ellos no dan lugar a construcciones equívocas.
Que el todopoderoso ha estampado en ellos su protesta contra el
gobierno monárquico, es cierto, lo que no puede ser, la Escritura es
falsa.
Al mal de la monarquía hemos añadido nosotros el de la sucesión
hereditaria: y así como la primera es una degradación en nosotros
mismos, así también la segunda, pretendida como una materia de
derecho, es un insulto y una imposición sobré la posteridad; porque
siendo todos los hombres iguales en su origen, ninguno pudo por su
nacimiento tener un derecho para establecer su misma familia con
una perpetua diferencia sobre todas las demás; y aunque alguno
pudiese haber merecido de sus contemporáneos algún grado de
distinción en la sociedad; con todo, sus descendientes pueden ser
indignos de heredarlo.
En segundo lugar, como ningún hombre al principio pudo poseer
otros honores públicos que los que le fueron dispensados, así
tampoco los otorgadores pueden tener autoridad para dar el derecho
a la posteridad: y aunque ellos pudieron decir: “nosotros te
escogemos para nuestro jefe”, no pudieron decir del mismo modo, sin
hacer una injusticia manifiesta a sus descendientes: “vuestros hijos y
los hijos de vuestros hijos reinarán sobre los nuestros para siempre:”
porque un pacto tan imprudente, tan injusto y tan contrario a la
naturaleza, podría acaso en la próxima sucesión ponerlos bajo el
gobierno de un pícaro o un loco. La mayor parte de los sabios, en sus
opiniones reservadas, han tratado siempre con desprecio el gobierno
hereditario; con todo, es uno de aquellos males difíciles de
desarraigar, una vez establecido: unos someten por temor, otros por
superstición, y la parte más poderosa divide con el rey los ralee que
hace a los deanes.
Esto es suponer que la presente raza de reyes ha tomado en el
mundo un origen honroso, cuando al contrario, es muy probable, que
si corriéramos el obscuro velo de la antigüedad, y los siguiéramos
hasta su nacimiento, hallaríamos que el primero de ellos ha sido,
cuando mas, el principal asesino de alguna cuadrilla de salteadores, y
que sus modales groseros, o preeminencia en sutileza, le ganó el título
de jefe entre los ladrones; y que aumentando su poder, y extendiendo
sus rapiñas, intimidó a los habitantes pacíficos e indefensos, hasta
hacerles comprar su seguridad con frecuentes contribuciones. Con
todo, sus electores no pensaban en darle derecho hereditario; porque
una exclusión perpetua de sí mismos era compatible con el libre y
desordenado principio de vida que ellos profesaban. Por tanto, la
sucesión hereditaria en aquellos tiempos de monarquía, no podía ser
una materia de pretensión, sino una cosa casual y gratuita; pero como
entonces pocos, o ningunos archivos existían, y la tradición histórica
estaba llena de fábulas, fue muy fácil después del curso de algunas
generaciones, inventar varios cuentos supersticiosos, propiamente
adecuados, como los de Mahoma, para hacer tragar al vulgo el
derecho hereditario.
Acaso los desórdenes que amenazaban, o aprecian amenazar, por
la muerte de un corifeo en la elección de otro nuevo (porque las
elecciones entre asesinos no pueden ser muy tranquilas), indujo a
muchos al principio a favorecer las pretensiones hereditarias; y por
estos medios sucedió, y ha sucedido después, que lo que fue un mero
objeto de conveniencia, se ha pretendido al fin como un derecho.
La Inglaterra después de la conquista ha conocido un corto
número de monarcas buenos; pero ha gemido bajo mayor número de
malos: ningún hombre sensato puede decir que la usurpación de
Guillermo el conquistador fue muy honrosa: un francés bastardo que
desembarca con un ejército de bandidos, y él mismo, contra el
consentimiento de los nativos, se nombra y se establece rey, es en
términos categóricos un origen muy vil y muy despreciable; no hay
ciertamente en esto ninguna intervención de la Divinidad. Por último,
sería inútil emplear mucho tiempo en exponer la locura del derecho
hereditario. Si hay hombres tan débiles que lo crean, dejémoslos que
adoren indistintamente al jumento o al león, enhorabuena para ellos:
por lo que a mí toca, ni imitaré su humildad, ni turbaré su devoción.
Con todo, me contentaría con preguntarles, como suponen ellos
que se establecieron los primeros reyes. La cuestión no admite sino
una de estas tres respuestas, a saber: por suerte, por elección, o por
usurpación. Si el primer rey fue tomado por suerte, esto establece un
ejemplo para el otro, que excluye la sucesión hereditaria. Saúl fue por
suerte; sin embargo, la sucesión no fue hereditaria, ni parece que
hubo intención alguna de que lo fuese.
Si el primer rey de algún país fue por elección, esto igualmente
establece un ejemplo para el otro, porque pretender que los primeros
electores, que eligieron no solamente un rey, sino una familia
perpetua de reyes, quitaron el derecho de elección a todas las
generaciones venideras, es un absurdo inconcebible, es una opinión
que no encuentra ningún apoyo, ni en la historia sagrada ni en la
profana.
En cuanto a la usurpación, ningún hombre sensato se atreverá a
defenderla, ni tampoco negará que Guillermo el conquistador fue un
usurpador: este es un hecho sin contradicción; y la pura verdad es
que la antigüedad de la monarquía inglesa esconde la injusticia de su
origen, y no sufre ningún examen.
Poco importaría el absurdo de la sucesión hereditaria, si no fuese
su resultado tan fatal para el género humano. Sería admisible el
derecho de sucesión, y llevaría el sello de la autoridad divina, si
tuviera la virtud de vincular en una familia el honor, la justicia, la
sabiduría, y todas las cualidades necesarias para gobernar; pero
viendo que de la estirpe real salen más tontos que hábiles, más locos
que cuerdos, más malvados que honrados, debemos pensar que este
orden de sucesión hereditaria es contrario a la naturaleza, y una de
las curas de nuestra ignorancia. Pronto se vuelven insolentes aquellos
hombres que creen haber nacido solo para mandar, considerando a
sus semejantes creados como machos de carga para obedecer. Llenos
de orgullo, solo se mueven en un círculo de viles aduladores,
interesados en ocultarles sus verdaderos intereses y los de la nación;
y cuando suceden en el gobierno, son generalmente los hombres más
ignorantes, más viciosos, y los más incapaces de mandar.
Otro de los males que trae la sucesión hereditaria, es que el trono
está expuesto a ser poseído por un menor de cualquier edad; en cuyo
tiempo la Regencia, obrando a nombre del Rey tiene toda la
oportunidad y ocasión de hacer traición a su confianza. La misma
desgracia nacional sucede cuando un rey, abrumado por la edad y
enfermedad, llega al último grado de debilidad humana. En ambos
casos, el pueblo es la víctima de los perversos que pueden intrigar con
éxito, por las locuras de la vejez o de la infancia.
La mejor razón que se ha dado a favor de la sucesión hereditaria
es, que ella preserva una nación de guerras civiles, y si esto fuera
cierto seria de bastante peso; pero al contrario, es una insolente
falsedad con que se ha pretendido engañar al género humano. Toda
la historia de la Inglaterra desmiente este hecho: desde la conquista
ha habido treinta reyes, y dos menores, en ese reino desunido; y en
ese tiempo se cuentan a lo menos ocho guerras civiles y diecinueve
revoluciones; así lejos de promover la paz dicha sucesión hereditaria,
la destruye.
La Inglaterra fue por muchos años el sangriento teatro de la guerra
por sostener la monarquía y sucesión hereditaria, entre las
competencias de la casa de York y Lancaster. Dos batallas señaladas
fuera de escaramuzas y sitios, se dieron entre Enrique y Eduardo; dos
veces fue Enrique prisionero de Eduardo, quien también lo fue de
Enrique; y es tan incierta la suerte de la guerra y el genio de una
nación, cuando la contienda tiene por único objeto los intereses
personales, que Enrique fue conducido en triunfo desde la prisión a
palacio, y Eduardo obligado a huir a una tierra extranjera. Sin
embargo, como las transiciones repentinas son rara vez
permanentes, Enrique a su turno, fue lanzado del trono, y Eduardo
llamado por segunda vez para sucederle: el Parlamento fue siempre
consiguiente en su egoísmo, siguiendo el partido más fuerte.
La guerra comenzó en el reinado de Enrique el VI, y no se extinguió
enteramente hasta Enrique el VII, en quien se unieron las dos
familias; comprendiendo un periodo de 67 años, esto es, desde 1422
hasta 1489.
En conclusión, la sucesión de la monarquía hereditaria ha
cubierto, no este o aquel reino, sí el mundo entero, de sangre y de
cenizas: es una forma de gobierne reprobada por la palabra de Dios,
y por consiguiente funesta a todas las naciones.
Si fuéramos a averiguar los asuntos y negocios de un rey (y en
muchos países no tienen ninguno), veríamos que todos, después de
haber disipado su vida sin ventaja ninguna para la nación,
consumidos de fastidio, cansados de la vil adulación de una corte
prostituida, se retiran de la escena, cediendo su lugar a un sucesor
que sigue el mismo orden de inutilidad. En las monarquías absolutas,
el peso de los negocios civiles y militares recae sobre él rey: los hijos
de Israel en sus pretensiones alegaban esta razón: “Y nos juzgará
nuestro rey, saldrá delante de nosotros, y peleará por nosotros
nuestras guerras.” Pero en los países en donde hay constitución, en
donde el ministerio despacha todos los negocios, en donde el Rey no
puede ser rey ni general, como en Inglaterra, sería muy difícil saber
cuáles son sus indispensables razones en beneficio del pueblo.
Mientras más se acerque un gobierno al sistema de república,
menos tiene que hacer un rey. Es bastante difícil encontrar un
nombre propio para el gobierno de Inglaterra. Wiliam Merdith lo
llama república: pero es indigno de este nombre desde que el
corrompido influjo de la corona se ha valido de los mismos empleos
y gracias, para pervertir a los representantes de la Cámara de los
Comunes (única parte republicana). El gobierno de Inglaterra es casi
tan monárquico como el de Francia, o el de España; pero gustan los
hombres disputar sobre palabras sin entenderlas. Los ingleses
fundan su gloria en la parte republicana y en su constitución, y no en
la monárquica; su libertad depende de su representación en la
Cámara de los Comunes, y faltándole a esta la virtud republicana,
debe necesariamente ser esclava de la nación. La constitución inglesa
está muy debilitada, y debe por necesidad perecer dentro de poco
tiempo; porque la parte monárquica ha emponzoñado la republicana,
y porque la corona se ha apoderado de todo el influjo de la Cámara de
los Culmines.
En Inglaterra un rey no tiene más que hacer que declarar la guerra
y proveer los empleos, lo que es en términos más claros, empobrecer
la nación y meterla en la confusión. ¡Hermosa ocupación en verdad,
para que se le den cuatro millones de duros de renta anual, y que se
le rindan en este inundo honores divinos! Un hombre honrado e
industrioso es más útil a la sociedad, y más grato a los ojos de Dios,
que todos los asesinos coronados que han vivido hasta ahora.
DISERTACION SOBRE LOS PRIMEROS
PRINCIPIOS DEL GOBIERNO

No hay para el hombre asunto más interesante que el del gobierno:


su seguridad, sea rico o pobre, y su prosperidad, están íntimamente
unidas a él; por tanto, es de su interés, y aun de su deber, el
procurarse algunos conocimientos de sus principios y, de su
aplicación.
Todas las ciencias y las artes, aunque imperfectamente conocidas
al principio, se han ido estudiando, adelantando, y llevándose a lo que
llamamos perfección, por un trabajo progresivo de las generaciones
que se han sucedido; pero la ciencia del gobierno se ha quedado atrás.
Nada se ha adelantado en el conocimiento de sus principios, y muy
poco se ha perfeccionado su práctica hada la época de la revolución
americana. En todas las partes de Europa continúa, las mismas
formas y sistemas que se establecieron en los tiempos remotos de la
ignorancia, y su antigüedad tiene fuerza de principio: está
rigurosamente prohibido el investigar su origen, o por qué derecho
existen. Si se preguntase la razón, la respuesta sería bien fácil: los
gobiernos están establecidos sobre principios falsos, y emplean
después todo su poder en ocultarlo.
No obstante, el misterio en que ha estado envuelta la ciencia del
gobierno con el objeto de esclavizar, robar y engañar al género
humano, es de todas las cosas la menos misteriosa, y la más fácil de
ser entendida. La más corta capacidad hallará el hilo de este laberinto,
si comienza sus investigaciones desde un punto cierto. Todas las
ciencias y las artes tienen un punto o alfabeto en que comienza el
estudio de ellas, y con cuya asistencia se facilitan sus progresos. El
mismo método debe observarse con respecto a la ciencia del
gobierno.
En lugar, pues, de embarazar al principio el problema con las
numerosas subdivisiones en que están clasificadas las diferentes
formas de gobierno, cuales son la aristocracia, oligarquía, monarquía,
etc., el mejor método será comenzar por divisiones que pueden
llamarse primarias, o por aquellas en las cuales se hallan
comprendidas todas las varias subdivisiones de que es capaz.
Las divisiones primarias son solamente dos:
Primera: gobierno por elección y representación.
Segunda: gobierno por sucesión hereditaria.
Todas las diferentes formas de gobierno, por numerosas y
diversificadas que sean, están clasificadas bajo una u otra de estas
divisiones primarias; porque ellas están o en el sistema de
representación, o en el de sucesión hereditaria. En cuanto a esta
forma equívoca, que se llama gobierno mixto, cual fue el último de
Holanda, y es el presente de Inglaterra, no debe hacer alguna
excepción la regla general; porque sus partes, consideradas
separadamente, son o representativas, o hereditarias.
Comenzando, pues, nuestra investigación desde este punto,
tenemos que examinar antes la naturaleza de estas dos divisiones
primarias. Si ellas son igualmente exactas en sus principios, entonces
la cuestión es de mera opinión. Si la una es de un modo demostrativo
mejor que la otra, esta diferencia dirige nuestra elección; pero si una
de ellas fuese tan absolutamente falsa que no tuviese derecho a
existir, la cuestión cae por sí misma; porque en una concurrencia en
que debe ser aceptada precisamente una de las dos, la negativa
probada en la una, viene a ser una afirmativa para la otra.
Las revoluciones que se van extendiendo ahora en el mundo
tienen su origen en la indagación de los derechos del hombre; y la
presente guerra es un conflicto entre el sistema representativo,
fundado en los derechos del pueblo, y el hereditario, fundado en la
usurpación. Las voces de monarquía, estado real y aristocracia por sí
no significan nada; el sistema hereditario, si continuase, seria
siempre el mismo o peor bajo de cualquier otro título.
Las revoluciones del día tienen un carácter muy pronunciado, por
fundarse todas en el sistema del gobierno representativo en
oposición al hereditario. Ninguna otra distinción abraza más
completamente sus principios.
Habiendo expuesto las divisiones primarias de todo gobierno con
la posible generalidad, procedo en primer lugar al examen del
sistema hereditario; porque tiene la primacía con respecto al tiempo.
El sistema representativo es la invención del mundo moderno, y no
cabe la menor duda, a lo menos según mi opinión, en que no hay un
problema de Euclides más matemáticamente exacto, que el de no
tener el gobierno hereditario derecho alguno para existir. Por tanto,
cuando nosotros quitamos a algún hombre (algún rey) el ejercicio del
poder hereditario, le quitamos lo que él nunca ha tenido derecho de
poseer, y para lo cual ninguna ley o costumbre pudo ni podrá jamás
darle algún título de posesión.
Los argumentos que se han empleado hasta ahora contra el
sistema hereditario, han sido principalmente fundados sobre su
absurdidad e incompetencia para el presupuesto fin de todo
gobierno. Nada puedo presentar a nuestro juicio, o a nuestra
imaginación un ejemplo más sensible de nuestra estupidez, que el ver
caer el gobierno de una nación entera, como sucede frecuentemente,
en manos de un niño; necesariamente destituido de experiencia, y
muchas veces poco mejor que un loco: este es un insulto que se hace
a todos los hombres de edad, de carácter y de talento del país. Desde
el momento que empezamos a raciocinar sobre la sucesión
hereditaria, no es posible dejar de reírnos, así como se nos presenta
repentinamente a la imaginación un autómata tan ridículo, como es
un Príncipe heredero. Pero conteniendo la risa a que provoca un
monifato de esta especie; dejemos a cualquier hombre que se haga a
sí mismo esta pregunta: ¿Por cuál derecho, pues, ha comenzado el
sistema hereditario? y a buen seguro que encuentre una respuesta
que le satisfaga.
El derecho que algunos hombres a algunas familias tuvieron para
elevarse los primeros a gobernar una nación, y establecer este
gobierno como hereditario, no era otro que el que Robespierre tuvo
para hacer lo mismo en Francia. Si este no tuvo alguno, tampoco
aquellos lo tuvieron; y si ellos lo tenían, este tuvo otro tanto; porque
no es posible descubrir superioridad de derecho en alguna familia, en
virtud del cual comenzase el gobierno hereditario. Los Capetos, los
Guelphos, los Robespierres y Marats, todos están igualmente en la
cuestión del derecho: a ninguno le pertenece exclusivamente.
Es un paso dado hacia la libertad, conocer que un gobierno
hereditario no podía comenzar con un derecho exclusivo en alguna
familia.
Canonizar de derecho el sistema hereditario, alegando para ello la
influencia del tiempo, es una suposición absurda; porque sería
substituir el tiempo en lugar de los principios, o hacerte superior a
ellos; cuando al contrario, el tiempo no tiene más conexión o
influencia sobre los principios, que los principios tienen sobre el
tiempo. Lo que fue una injusticia ahora mil años, lo es igualmente el
día de hoy, y el derecho, que se conoce ser justo y legal en el momento
que se establece, tiene la misma fuerza que si se hubiese sancionado
dos mil años atrás. El tiempo con respecto a los principios es UN
AHORA ETERNO; nada influye sobre ellos, usada cambia su
naturaleza y cualidades. Además, ¿qué tiene que ver con nosotros la
duración de mil años? El tiempo de nuestra vida no es sino una corta
porción de este periodo; y si nosotros encontramos existente le
injusticia en el momento en que nacemos, en ese mismo instante
también empieza para nosotros; y comenzando desde luego nuestros
derechos a resistirla, es lo mismo que si nunca hubiera existido.
Siendo así que el gobierno hereditario no podía establecerse con
un derecho natural en alguna familia, ni derivar alguno del tiempo
después de establecido, solo nos resta examinar si lo tiene alguna
nación, para convertirlo en lo que se llama ley, como ha sucedido en
Inglaterra. Yo digo que no, y que toda ley o constitución hecha con
este fin es una traición contra los derechos de los menores de la
nación de aquel tiempo en que se hace, y contra los de las
generaciones subsecuentes. Hablaré sobre cada uno de estos casos.
Primeramente, de los menores, y del tiempo en que se hace una ley
semejante; y en segundo lugar, de las generaciones que han de
suceder.
Una nación, tomando esta palabra en toda su extensión,
comprende todos los individuos que la componen, de cualquiera edad
que sean; desde su nacimiento hasta su muerte: una parte de éstos
será de memores, y la otra de mayores. La igualdad de la vida no es
exactamente una misma en todos los climas y países; pero en general
la minoridad en años, compone el número mayor; es decir, que el de
las personas de menos de veinte y un años, es más grande que el de
mayor edad. Esta diferencia en el número no es necesaria para
establecer el principio que pienso sentar; pero sirve para manifestar
su justicia con mayor fuerza. El principio seria siempre igualmente
bueno, aunque la mayoría en años lo fuese también en el número.
Los derechos de los menores son tan sagrados como los de los
mayores. La diferencia está únicamente en las edades de los dos
partidos, y no en la naturaleza de los derechos; estos siempre son los
mismos; y deben preservarse inmunes para la herencia de aquellos,
cuando lleguen a mayor edad. Durante la minoridad de éstos, sus
derechos están bajo la sagrada tutela de los mayores: los unos no
pueden renunciarlos, ni los otros pueden disponer de ellos; y por
consiguiente aquella parte de mayores que forma por aquel momento
las leyes de una nación, gobierna por pocos años a aquellos que aún
son menores y los deben reemplazar; y no tiene ni puede tener
derecho para establecer una ley erigiendo un gobierno hereditario, o
para hablar más claramente, una sucesión hereditaria de
gobernadores; porque estableciendo semejante ley, cometen el
atentado de privar a todos los menores de la nación de la herencia de
sus derechos, antes de que lleguen a la mayor edad, y subyugarlos a
un sistema de gobierno, al cual durante su menor edad no podían ni
asentir ni contradecir. Por tanto, si la ley trata de prevenirse contra el
privilegio que tiene esta parte de la nación de ejercer sus derechos en
llegando a la edad competente, como lo habría ejecutado estando
habilitada por sus años al tiempo de establecerse: entonces
innegablemente debe considerarse como una ley cuyo único objeto es
el de quitar o anular los derechos de todos los individuos de la nación
que se encuentran en la menor edad cuando se establece: por
consiguiente no hubo derecho para establecer una ley semejante.
Paso ahora a hablar acerca del gobierno hereditario con respecto
a las generaciones venideras; y a manifestar que tanto en este caso
como en el de los menores, no puede haber en una nación derecho
alguno para establecerlo.
Una nación, aunque existente en todos tiempos, está siempre en
estado de renovarse por una continua sucesión; su curso no puede
detenerse; cada día produce nuevos individuos, acerca los menores a
la madurez, y arrastra los viejos a la tumba. En este no interrumpido
curso de las generaciones no hay una parte superior en autoridad a la
otra. Si pudiéramos nosotros concebir superioridad en alguna, ¿en
qué instante de tiempo, o en qué siglo del mundo fijaríamos su
nacimiento? ¿A qué causa la a atribuiríamos? ¿Por qué evidencia la
probaríamos? ¿Por qué criterio la conoceríamos? Una sola reflexión
nos enseñará que nuestros antepasados no fueron durante su vida,
sino como nosotros, unos censatarios en el gran feudo de los
derechos; el absoluto señorío de estos, ni ellos lo tuvieron, ni lo
tenemos nosotros: pertenece a la entera familia de los hombres en
todas las edades. Pensar de otro modo, es pensar o como esclavos, o
como tiranos: como esclavos, porque creemos que alguna de las
generaciones pasadas tuvo autoridad, para obligarnos; y como
tiranos, porque creemos tenerla para obligar a las que nos han de
suceder.
No me parece fuera de propósito procurar definir lo que deba
entenderse por una generación; y en que sentido se usa aquí de esta
palabra.
Como que es un término natural, su significación es bastante clara.
El padre, el hijo y el nieto son distintas generaciones; pero cuando
hablamos de una generación, describiendo las personas en quienes
reside la autoridad legal, como distinta de otra con respecto a las
personas que han de suceder, deben ser comprendidas en ella todas
aquellas que son mayores de veintiún años en aquel tiempo; y una
generación de esta especie continuará en la autoridad entre los
catorce y veintiún años, esto es, hasta que el número de menores que
habrá llegado a esta edad, sea más grande que el resto que haya
quedado de la estirpe precedente.
Por ejemplo: si la Francia, en este o en algún otro momento,
contiene veinticuatro millones de almas, doce millones serán de
hombres, y los otros de mujeres. De los primeros doce millones, seis
serán de edad de veintiún años, y los otros de menos, y la autoridad
de gobernar residirá en los primeros. Pero cada día habrá alguna
alteración, y en el espacio de veintiún años cada uno de estos menores
que sobreviven, habrá llegado a la edad competente, y la mayor parte
de la anterior estirpe habrá desaparecido: la mayoría de los que
entonces viven, y en quienes reside la autoridad, será compuesta de
aquellos que veinte años antes no tenían existencia legal. Estos serán
padres y abuelos a su turno, y en los siguientes veintiún años, o
menos, otra raza de menores, llegada a la mayoría, les reemplazará; y
así sucesivamente.
Como este es siempre el caso, y como quiera que cada generación
es igual en derechos a otra, es consecuencia clara, que no lo puede
haber en alguna para establecer un gobierno por sucesión
hereditaria; porque sería suponerse ella misma señora de un derecho
superior a las demás; esto es, el de determinar por su misma
autoridad, como ha de ser gobernado el mundo en lo sucesivo, y quien
deba gobernarlo. Cada edad y cada generación es, y debe ser por
derecho, tan libre para obrar por sí misma en todos casos, como la
edad y la generación que la ha precedido. La vanidad y presunción de
gobernar aun desde más allá de la tumba, es la más ridícula e
insolente de todas las tiranías. El hombre no tiene propiedad sobre
otro hombre; ni una generación la tiene sobre las que están por venir.
En la primera parte de los Derechos del Hombre [4] he hablado del
gobierno por sucesión hereditaria; y terminaré aquí con un extracto
de esta obra en los dos capítulos siguientes.
Primero: Qué derecho tiene una familia para establecerse por sí
misma con el poder hereditario.
Segundo: Qué derecho tiene una nación para establecer una
familia particular con tales privilegios.
Con respecto al primero de estos capítulos (el de establecerse una
familia por su misma autoridad, con poder hereditario independiente
de la nación); todo hombre convendría en llamarlo despotismo, y
cualquiera que intentase sostenerlo ofendería su propio
entendimiento.
Con respecto al segundo capítulo (el de establecer una nación a
una familia particular con poder hereditario), no se presenta como un
despotismo a primera vista; pero si los hombres dan lugar a otras
segundas reflexiones, y las llevan adelante, considerando, cuando no
sus propias personas, las de su posteridad, verán entonces que la
sucesión hereditaria viene a ser para los otros el mismo despotismo
que las personas que les precedieron reprobaron para ellos. Esto es
excluir el consentimiento de la generación que sigue, y la exclusión
de, este consentimiento es despotismo.
Consideremos la generación que emprende establecer una familia
con poder hereditario, separadamente de las generaciones que se han
de seguir.
La generación que elige primero una persona, y la pone a la cabeza
de su gobierno, bien sea con el título de rey, o bien con alguna otra
distinción nominal hace su misma elección, sea sabia o loca, como un,
libre agente de sí mismo. La persona así elevada no es hereditaria,
sino propuesta y elegida; y la generación que la establece no vive
entonces por esto bajo un gobierno hereditario, sino bajo un gobierno
que ella misma ha escogido. Aun cuando la persona elevada de este
modo, y la generación que la eleva, viviesen para siempre; nunca seria
sucesión hereditaria: y esta solamente se seguiría por muerte de una
de las dos partes.
Siendo, pues, la sucesión hereditaria un asunto fuera de cuestión,
con respecto a la primera generación que la establece; consideremos
el carácter de esta, misma generación, y sus operaciones con respecto
a la generación que comienza, y a las demás que la han de suceder.
Ella toma un carácter para el cual no ha tenido ni título, ni derecho;
porque de legisladora pasa también a testadora, y legando el
gobierno, afecta hacer un testamento que debe ejecutarse después de
su muerte; y no solo atenta a legar, sino también a establecer sobre la
generación venidera una nueva y diferente forma, bajo la cual ella
misma no ha vivido. Ella vivió, como se ha observado ya, no bajo un
gobierno hereditario, sino bajo un gobierno hecho por su misma
elección; y ahora intenta, sin más virtud que su voluntad, y un
testamento que no tuvo autoridad para hacer, tomar de la generación
que comienza, y las demás que se han de suceder, el derecho y libre
agencia, en virtud de la cual ella obró para sí misma.
De cualquier modo que se considere la sucesión hereditaria, como
naciendo de solo la voluntad y testamento de una nación precedente,
no se presenta al entendimiento humano sino como un crimen y un
absurdo. La letra A no puede forzar la letra B para tomar de ella su
propiedad, y dársela a la C; sin embargo, este es el modo con que se
obra en lo que se llama sucesión hereditaria por ley: una cierta
generación por un acto de su voluntad pretende, bajo la forma de una
ley, quitar los derechos de la generación que comienza, y de todas las
otras venideras; y los traspasa a una tercera persona, la cual asume el
gobierno en consecuencia de este traspaso ilícito.
La historia del Parlamento ingles nos presenta un ejemplo de este
género; y que merece ser recordado, como prueba la más grande de
ignorancia legislativa, y la mayor falta de principios que se puede
encontrar en la historia de cualquier país. El caso es como sigue.
El Parlamento inglés, en el año 1688, trajo a un hombre con su
mujer de Holanda (Guillermo y María), y los hizo reyes de Inglaterra.
Ejecutado esto, el dicho Parlamento hizo una ley para traspasar el
gobierno del país a los herederos de dichos reyes, concebida en los
términos siguientes:
“Nosotros los señores temporales, espirituales y comunes, en el
nombre del pueblo de Inglaterra, muy humilde y fielmente nos
sometemos nosotros mismos, nuestros herederos y posteridades a
Guillermo y a María, Sus herederos y posteridades para siempre.”
Y en una ley siguiente, citada por Edmond Burke, el mismo
Parlamento en el nombre del pueblo de Inglaterra que vivía entonces,
obliga al dicho pueblo, sus herederos y posteridades, a Guillermo y a
María, sus herederos y posteridades hasta el fin del tiempo.
No basta reírse de la ignorancia de semejantes legisladores, es
necesario probar también su falta de principios. La asamblea
constitucional de Francia en 1789, incurrió en el mismo error que el
Parlamento de Inglaterra, cuando estableció una sucesión hereditaria
en la familia de los Capetos, por un acto de la Constitución de dicho
año. Que cada nación, por el tiempo que vive, tenga derecho a
gobernarse ella misma según le agrade, debe ser siempre admitido;
pero gobierno por sucesión hereditaria es un gobierno para otra raza,
y no para ella sola; y así como aquellos sobre quienes deba ejercerse,
no existían aun, o eran menores; así tampoco existía el derecho de
establecerlo para ellos: asumir un derecho semejante sería una
traición contra el derecho de la posteridad.
Termino aquí los argumentos, con respecto al primer capítulo
sobre el gobierno por sucesión hereditaria, y paso a examinar el
segundo sobre el gobierno por elección y representación, o como
puede decirse más concisamente, gobierno representativo por
contraposición al hereditario.
Habiendo probado que el gobierno hereditario no tiene ningún
derecho para existir, y que debe excluirse de toda sociedad, resulta
que el gobierno representativo es el mejor, y el que se debe admitir.
Al contemplar el gobierno por elección y representación, no nos
detendremos en inquirir como, cuando, o porque derecho existe: su
origen está siempre a la vista. El hombre mismo es el origen y la
evidencia de su derecho: le pertenece por su existencia, y su persona
lo prueba.
La única verdadera base del gobierno representativo es la
igualdad de derechos. Cada hombre tiene derecho a un voto, y no más,
en la elección de representantes. El rico no tiene más derecho para
excluir al pobre del derecho de votar o elegir y ser elegido, que el
pobre tiene para excluir al rico; y siempre que una de las dos partes
lo intente o se lo proponga, será una cuestión de fuerza y no de
derecho. ¿Quién es aquel que querría excluir a otro? Ese otro tiene
derecho para excluirlo a él.
Aquello que se llama ahora aristocracia implica una desigualdad
de derechos, ¿pero cuáles son las personas que tienen derecho para
establecer esta desigualdad? ¿Los ricos se excluirán ellos a sí mismos?
No: ¿Se excluirán los pobres? No: ¿por qué derecho, pues, puede
alguno ser excluido? Sería una nueva cuestión saber si algún hombre
o alguna clase de hombres tiene derecho para excluirse a sí mismo;
pero sea como fuere, lo cierto es que ellos no lo pueden tener para
excluir a otro. El pobre nunca delegará un derecho como éste al rico,
ni el rico al pobre; y asumirlo es no solamente asumir un poder
arbitrario, sino arrogarse un derecho para cometer un robo. Los
derechos personales, entre los cuales el principal es el de votar por
sus representantes, son una especie de propiedad del más sagrado
carácter; y aquel que emplease su propiedad pecuniaria, y valido de
su influjo, intentase quitar o robar a otro su propiedad de derecho,
usarla de su dinero como si usase de armas de fuego; y merecería bien
que se le quitase.
La desigualdad debe su origen a la combinación de una parte de la
comunidad, que excluye a la otra de sus derechos. Siempre que se
haga un artículo de constitución o ley, en que el derecho de votar o de
elegir y ser elegido, pertenezca exclusivamente a un número de
personas, que posea una cierta cantidad de bienes, sea grande o
pequeña; es una combinación de aquellos individuos que poseen esta
cantidad, para excluir a los que no la poseen: es revestirse de
autoridad ellos mismos, y considerarse como parte superior de la
sociedad para la exclusión de los demás.
Siempre debe considerarse como concedido u otorgado, que
aquellos que se oponen a la igualdad de derechos, nunca quieren que
la exclusión tenga lugar con respecto a ellos; y bajo de este aspecto se
presenta la aristocracia como un objeto de risa. Esta vanidad tan
lisonjera está sostenida por otra idea no menos interesada; y es que
los que se oponen conciben bien que hacen un juego seguro, en que
pueden tener la suerte de ganar sin el menor riesgo de perder; que de
cualquiera manera el principio de igualdad los incluye; y que si no
pueden obtener más derechos que las personas a quienes se oponen
y quieren excluir, ellos no habrán perdido nada. Esta opinión ha sido
ya fatal a muchos miles, que no contentos con la igualdad de derechos,
han solicitado más, hasta que lo han perdido todo, y han
experimentado sobre sí mismos la degradante desigualdad que
procuraban establecer sobre los otros.
De cualquier modo que se considere, es peligroso e impolítico,
muchas veces ridículo, y siempre injusto, fundar en la riqueza el
derecho de votar. Si la suma o cantidad de bienes de los sujetos en
quienes deba recaer el derecho es considerable, será excluir la
mayoría del pueblo, y unirla en un interés común contra el gobierno
y contra aquellos que lo sostienen; y como quiera que el poder está
siempre en la mayoría, esta puede muy bien destruir un gobierno
semejante, y sus apoyos en el momento que quiera.
Si para evitar este peligro se fija como regla para el derecho una
pequeña suma de bienes, esto mismo hace la libertad despreciable,
por ponerla en competencia con unas cosas accidentales e
insignificantes. Cuando una yegua pariese por fortuna un potro o una
mala que valiese la suma estipulada, diese a su dueño el derecho de
votar, muriendo se lo quitase, ¿en quién existiría el origen del tal
derecho? ¿Sería en el hombre o en la mula? Cuando nosotros
consideramos cuantos medios hay de adquirir bienes sin mérito, y de
perderlos por desgracia, rechazamos la idea de elegir la riqueza por
base de los derechos.
Pero la parte más ofensiva en este caso es que esta exclusión del
derecho de votar indica una nota de infamia en el carácter moral de
las personas excluidas; y esto es cabalmente lo que ninguna parte de
la comunidad tiene derecho a pronunciar contra la otra. Ninguna
circunstancia exterior puede justificarla; la riqueza no es prueba de
carácter moral, ni la pobreza de falta de él: por el contrario, la riqueza
es las más veces la evidencia presuntiva de la maldad, y la pobreza la
evidencia negativa de la inocencia. Por tanto, pues, si los bienes, sean
pocos o muchos, se consideran como una regla para la preferencia,
también deben tener parte en la consideración los medios que se han
practicado para adquirirlos.
La única razón en que puede fundarse con justicia la exclusión del
derecho de votar, sería el imponerla en lugar de castigo corporal, por
un cierto tiempo, a aquellos que se propusiesen quitar este derecho a
los otros. El derecho de votar por sus representantes es el derecho
primario, por el cual son protegidos todos los demás derechos. Quitar
este a un hombre, es reducirlo al estado de la esclavitud, por cuanto
esta consiste únicamente en estar sujeto a la voluntad de otro; y aquel
que no tiene voto en la elección, de sus representantes, se halla en
este caso. La proposición, pues, de quitarle sus fueros a alguna clase
de hombres es tan criminal, como la de quitarle su propiedad. Cuando
nosotros hablamos del derecho, es necesario unir a esta palabra la
idea del deber. Derecho viene a ser un deber por reciprocidad. El
derecho de que un hombre goza, le impone la obligación de
garantírselo a otro; aquel que viola esta obligación, incurre
justamente en la pena de confiscación de derecho.
La fuerza y seguridad permanente, de un gobierno es
proporcionada al número del pueblo que se interesa en sostenerle. La
verdadera y mejor política, pues, debe ser interesar el todo por la
igualdad de derechos; porque el peligro se origina de las exclusiones.
Es posible excluir los hombres del derecho de votar; pero es
imposible excluirlos del de rebelarse contra esta exclusión; y cuando
se les priva, violentamente de todos los otros derechos, el de la
rebelión viene a ser perfecto y justo.
Mientras que los hombres podían estar persuadidos de que ellos
no tenían derechos, o que éstos pertenecían a una cierta clase, o que
el gobierno era una cosa que existía por un derecho en sí mismo, no
era difícil gobernarlos por la autoridad. La ignorancia, en que se les
tenia, y la superstición en que se les instruía, proveía los medios de
hacerlo; pero cuando la ignorancia ha desaparecido, y la superstición
con ella; cuando perciben el engaño en que han estado; cuando
reflexionan que el cultivador y el fabricante son los medios
primordiales de todas las riquezas que existen en el mundo, aún, más
allá de lo que produce espontáneamente la naturaleza; cuando
comienzan a sentir sus consecuencias por su utilidad, y sus derechos
como miembros de la sociedad; no es posible entonces gobernarlos
más largo tiempo como antes. El fraude una vez descubierto, no
puede ya repetirse. Intentarlo es provocar la risa, o promover una
total destrucción.
Que la propiedad será siempre desigual, es cierto. La industria, la
superioridad de talentos, la destreza de manejo, la estrenada
frugalidad, las oportunidades felices, o lo contrario a todas estas
causas, el tedio de ellas, producirán siempre este efecto, sin tener que
recurrir a los duros y disonantes nombres de avaricia y de opresión:
y fuera de esto hay hombres, que aunque no desprecian las riquezas,
no se humillarán a la bajeza de los medios de adquirirlas, ni se
incomodarán con el cuidado de ellas más de lo que exigen sus
necesidades o su independencia; mientras que en otros hay un gran
deseo de obtenerlas por todos los medios que no son reprensibles:
este es el único negocio de su vida, y lo siguen como podían seguir su
religión. Todo lo que se requiere con respecto a los bienes de fortuna,
es obtenerlos con honradez, y no emplearlos criminalmente, pero
ellos serán empleados con criminalidad, siempre que sirvan de regla
para derechos de exclusión.
En las instituciones que son puramente pecuniarias, como las de
un banco o una compañía mercantil, los derechos de los miembros
que componen la compañía, son enteramente creados por la
propiedad que ellos han puesto en ella; y ningún otro del recio es
representado en el gobierno de la compañía, sino los que se originan
de la propiedad; ni tiene este gobierno conocimiento de alguna otra
cosa que de su propiedad.
Pero el caso es del todo diferente con respecto a la institución o
gobierno civil organizado bajo el sistema de representación. Un
gobierno semejante tiene conocimiento sobre todas las cosas y sobre
todos los hombres, como miembros de la sociedad nacional, bien
tengan o no propiedad; y por tanto el principio requiere que todos
dos hombres y todo género de derechos sean representados: y uno de
ellos es, aunque no el más importante, el derecho de adquirir y
disfrutar propiedades. La protección de la persona de un hombre es
más sagrada que la protección de los bienes de fortuna; y además de
esto la facultad de hacer cualquier trabajo o servicio, por medio del
cual adquiera el alimento o mantenga su familia, entra en la
naturaleza de propiedad: esta facultad es una propiedad para él; la ha
adquirido, y es el objeto de su protección tanto como pueden ser para
los otros sus bienes adquiridos por cualquier medio.
Yo siempre he creído que la seguridad mejor para la propiedad,
sea poca o mucha, es quitar a todas las partes de la comunidad, lo más
que sea posible, toda causa de queja, y todo motivo de violencia; y
esto solamente puede conseguirse por una igualdad de derechos.
Cuando los derechos están seguros, lo está por consecuencia la
propiedad; pero cuando la propiedad sirve de pretexto para derechos
desiguales o exclusivos, entonces debilita el derecho de gozar la
propiedad, y provoca la indignación y el tumulto; porque no es
natural creer que la propiedad puede estar segura, bajo la garantía de
una sociedad injuriada en sus derechos por la influencia de dicha
propiedad.
A la injusticia y mala política de hacer servir la propiedad de
pretexto para derechos exclusivos, se sigue el absurdo inexplicable de
dar h un mero sonido la idea de propiedad, y agregarle ciertos
derechos; porque ¿qué otra cosa es un título, que un sonido? La
naturaleza está frecuentemente dando al mundo algunos hombres
extraordinarios, que llegan a la fama por el mérito y consentimiento
universal, como Aristóteles, Sócrates, Platón, etc. Estos eran
verdaderamente grandes o nobles. Pero cuando el gobierno establece
una manufactura de nobles, es tan absurdo como si emprendiese una
manufactura de hombres sabios: sus nobles son todos contrahechos.
Así cómo la propiedad bien adquirida está mejor asegurada por la
igualdad de derechos, así también la mal ganada hace consistir su
protección en un monopolio de ellos. Aquel que ha robado a otro su
propiedad, se empellará seguidamente en privarle de sus derechos
para asegurarse en ella; porque cuando el ladrón se hace legislador,
se cree asegurado. La parte del gobierno de Inglaterra, que se llama
la Sala de los Lores, fue compuesta en su origen de personas que
cometieron los robos de que estoy hablando. Fue una asociación para
la protección de la propiedad que ellos hablan usurpado.
La aristocracia además de la criminalidad de su origen produce un
efecto injurioso en el carácter moral y físico del hombre: ella debilita
como la esclavitud, las facultades humanas; porque así como el
espíritu abatido por esta; pierde en el silencio la elasticidad de sus
potencias; también así también por él extremo contrario, cuando, está
exaltado por la locura, se hace incapaz de servirse de ellos, y cae en la
imbecilidad. Es imposible que un espíritu qué se entretiene y ocupa
de cintas y de títulos pueda jamás ser grande: las puerilidades de los
objetos consumen al hombre.
Es necesario en todos tiempos, y más particularmente mientras
dura el progreso de una revolución, y hasta que el hábito confirme las
rectas ideas, que hagamos revivir frecuentemente nuestro
patriotismo, con el recuerdo de los primeros principios. Para bien
entender el espíritu de las instituciones, es preciso tener siempre a la
vista el origen de ellas.
Una investigación de nuestro origen nos demostrará que los
derechos no son dádivas de un hombre a otro, ni de una clase de
hombres a otra; porque ¿quién es aquel que sería el primer donador,
o por qué principio, o con qué autoridad podría él poseer la facultad
de darlos? Una declaración de los derechos no es ni una creación ni
una donación de ellos, sino una manifestación del principio por el cual
ellos existen, acompañada de un pormenor de lo que son en sí
mismos; porque cada derecho civil tiene uno natural por fundamento,
que incluye el principio de una garantía recíproca de estos derechos,
de un hombre para con otro. Así, pues, como es imposible descubrir
algún origen de derecho, que no se derive del mismo hombre; así
consecuentemente se sigue que los derechos pertenecen al hombre
por el derecho de su sola existencia, y deben por lo mismo ser iguales
a todos. El principio de una igualdad de derechos es claro y sencillo.
Todos los hombres pueden entenderlo, y entendiendo sus derechos,
ellos conocen sus deberes; porque donde los derechos de los hombres
son iguales, cada uno debe finalmente ver la necesidad de proteger
los de los otros, como que es el medio más eficaz de asegurar los suyos
propios. Pero si al formar una constitución nos apartamos del
principio de la igualdad de derechos, o intentamos alguna
modificación en ellos, nos internamos en un laberinto de dificultades,
donde no encontraremos camino para salir. ¿Dónde nos fijaremos, o
por qué principio hallaremos el punto en que nos hemos de detener
para distinguir entre hombres de un mismo país, qué parte de ellos
deba ser libre y cual no? Si la propiedad sirve de regla, será
extraviarse enteramente de todo principio moral de libertad; porque
se atribuyen derechos a la mera materia, y se hace al hombre el
agente de ella: es a más de esto presentar la propiedad como una
manzana de discordia, y no solamente excitar, sino justificar una
guerra contra ella; porque yo sostengo el principio, que cuando se usa
de la propiedad como de un instrumento para quitar sus derechos a
aquellos que por una casualidad no la poseen, es usada para un fin
ilegal, como serían las armas de fuego en un caso semejante.
La naturaleza en su estado primitivo hizo a todos los hombres
iguales en derechos, pero no en poder; el débil no puede protegerse a
sí mismo contra el fuerte. Siendo este el caso, la institución de la
sociedad civil tiene por objeto formar una ecuación de poderes, que
sean paralelos y garantes de la igualdad de derechos: las leyes de un
país cuando son hechas con propiedad, concurres a este fin. Todos los
hombres para su protección se valen del brazo de la ley, como más
fuerte que los suyos mismos; y por tanto, cada hombre tiene un
derecho igual en la formación del gobierno, y de las leyes que deben
gobernarlo y juzgarlo. En los países y sociedades demasiado extensas,
como en la América y Francia, cada individuo solo puede ejercer este
poder por delegación; esto es, por elección y representación: y de
aquí es que nace la institución del gobierno representativo.
Hasta ahora me he limitado a las materias de principio solamente:
primero, que el gobierno hereditario no tiene derecho para existir;
que no puede ser establecido por principio alguno de derecho; y que
antes por el contrario, es una violación de todos los principios.
Segundo, que el gobierno por elección y representación tiene su
origen en los derechos naturales y eterno del hombre; porque bien
sea que el hombre fuese su mismo legislador, como lo seria en aquel
primitivo estado de la naturaleza; o bien que ejerciese su porción de
soberanía legislativa en su misma persona, como podría suceder en
las pequeñas democracias, donde todos se pueden juntar para la
formación de las leyes, por las cuales deben gobernarse; o bien ya que
la ejerciese en la elección de las personas que le han de representar
en la asamblea nacional de los representantes, el origen del derecho
es el mismo en todos los casos. El primero, como se ha dicho antes, es
defectivo en poder; el segundo es practicable solamente en
democracias de pequeña extensión; el tercero es la mayor escala
sobre que puede establecerse un gobierno humano.
A las materias de principios se siguen las de opinión, y así es
necesario hacer una distinción entre las dos. Si los derechos del
hombre han de ser iguales, no es un asunto de opinión, sino de
derecho, y por consiguiente de principio; porque los hombres no
poseen sus derechos como otorgamiento de uno a otro, sino cada uno
como derecho propio. La sociedad es el curador de ellos, pero no el
donador: y como en las sociedades dilatadas, como en la América y
Francia, el derecho de los individuos en materia de gobierno no puede
ejercerse sino por elección y representación se sigue
consecuentemente, que donde la simple democracia es,
impracticable, el único sistema fundado en principios es el
representativo. Pero como en cuanto a la parte orgánica, o la manera
en que las diferentes partes del gobierno se han de ordenar y
componer; es justamente materia de opinión; es necesario que todas
las partes estén de acuerdo, con el principio de igualdad de derechos;
y mientras más religiosamente se adhieran a este principio; menos
podrán introducirse errores materiales, ni continuarán mucho
tiempo en, aquella parte que, toca a las materias de opinión.
En todas las materias de opinión el pacto social, o el principio por
el cual debe gobernarse la sociedad, requiere que la mayoría de
opiniones sea una regla para todo, y que la minoría rinda una
obediencia práctica a aquella. Esto está perfectamente de acuerdo
con el principio de igualdad de derechos; porque en primer lugar, se
supone no saberse de antemano, de que partido será la opinión de un
hombre en cualquiera cuestión, bien sea en favor o en contra: bien
puede suceder que en algunas cuestiones él se halle en el número de
mayoría, y en otras en el de la minoría; y por la misma regla que
espera obediencia en el un caso, debe también prestarla en el otro.
Todos los desórdenes que se han suscitado en Francia durante el
progreso de la revolución, han tenido su origen, no en el principio de
la igualdad de derechos, sino en la violación de este principio. El
principio de igualdad de derechos ha sido repetidas veces violado, y
no por la mayoría, sino por la minoría; y esta ha sido compuesta de
hombres que poseían propiedades, igualmente que de los que no las
poseían; lo que prueba bien que la propiedad, a más de lo que la
experiencia enseña, no es más prueba de carácter, que de derechos.
Sucederá muchas veces que la minoría tenga razón y la mayoría no;
pero luego que la experiencia pruebe ser este el caso; la minoría
vendrá a ser la mayoría, y el error se reformará él mismo por la
tranquila operación de la libertad de opiniones, y la igualdad de
derechos. Nada puede entonces justificar una insurrección, ni puede
jamás ser necesaria, cuando los derechos son iguales, y las opiniones
libres.
Tomando, pues, el principio de igualdad de derechos como el
fundamento de la revolución, y consecuentemente de la Constitución,
la parte orgánica, o la manera en que las diferentes partes del
gobierno se han de ordenar en la Constitución, tocará, como se ha
dicho ya, a la materia de opinión.
Varios métodos se presentarán en una cuestión de este género, y
aunque la experiencia falta todavía para determinar cual sea el mejor;
con todo, yo pienso que ella ha decidido suficientemente cual es el
peor. Aquel es el peor que en sus deliberaciones y decisiones está
sujeto a la precipitación y pasión de un individuo; y cuando la
legislatura entera está concentrada en cuerpo, es un individuo en
masa [5]. En todos los casos de deliberación es necesario tener un
cuerpo de reserva; y es mucho mejor dividir la representación por
suerte en dos partes, y dejarlas que se revisen y corrijan la una a la
otra, que no que el todo se junte y debata a un mismo tiempo.
El gobierno representativo no esa necesariamente limitado a
alguna forma particular: el principio es uno mismo en todas las
formas bajo las cuales puede ser coordinado. La igualdad de derechos
del pueblo es la raíz de donde dimanan todas, y sus diferentes ramos
pueden ser organizados con arreglo a la opinión presente, o como
mejor lo enseñe la experiencia futura. Por lo que respecta al Hospital
de incurables (como llama Chesterfield a la Sala de los Lores en
Inglaterra), él no es sino la excrecencia de la corrupción; y no hay
masa afinidad o semejanza entre alguno de los ramos de un cuerpo
legislativo, originado del derecho del pueblo, y la dicha Sala de Lores,
que entre un miembro regular del cuerpo humano y un lobanillo
gangrenado.
En cuanto a la parte del gobierno que se llama ejecutivo, es
necesario en primer lugar fijar una precisa significación de la palabra.
No hay sino dos divisiones en que pueda ordenarse el poder.
Primera, deliberar, querer o decretar leyes. Segunda, ejecutarlas o
ponerlas en práctica. La primera corresponde a las facultades
intelectuales del espíritu humano, que raciocina y determina lo que
deba hacerse; la segunda al poder mecánico del cuerpo humano, que
pone, está determinación en práctica. Si la primera decide y la última
no ejecuta, es un estado de imbecilidad; y si la última ejecuta sin que
preceda la determinación de la primera, es un estado de frenesí. El
departamento ejecutivo por tanto es oficial, y está sujeto al
legislativo, como lo está el cuerpo al espíritu en estado de salud;
porque es imposible concebir la idea de dos soberanías, una con
respecto al querer, y otra con respecto al ejecutar. El ejecutivo no está
revestido con el poder de deliberar si se ha de obrar o no; él no tiene
autoridad de discreción en el caso; porque no puede hacer otra cosa,
que lo que la ley decreta, y está obligado a obrar con arreglo a ella; y
en esta consideración el ejecutivo está compuesto de todos los
departamentos oficiales que ejecutan las leyes, entre los cuales tiene
la primacía el que se llama poder judicial.
Pero el género humano ha concebido la idea de que es necesario
otro género de autoridad, para velar sobre la ejecución de las leyes, y
cuidar de que sean fielmente ejecutadas; y confundiendo esta
autoridad superintendente con la reejecución oficial, nos
encontramos embarazados acerca del término de poder ejecutivo.
Todas las partes en el gobierno de los Estados Unidos de América que
se llaman EJECUTIVO, no son otras que las autoridades para velar en
la ejecución de las leyes; y son tan independientes del LEGISLATIVO,
que solamente lo conocen por las leyes, y no pueden ser gobernadas,
o dirigidas por él por ningún otro medio.
El modo con que esta autoridad superintendente deba ordenarse
y organizarse, es asunto de mera opinión. Algunos pueden preferir un
método y otros otro; y en todos los casos en que se interesa la opinión
solamente, y no los principios, la mayoría de opiniones forma la regla
para todos. Hay, sin embargo, algunas cosas que se pueden deducir
por la razón, y probar por la experiencia, que sirven para guiar
nuestra decisión en el caso. La una es, no revestir jamás a ningún
individuo de un poder extraordinario; porque además de ponerlo en
la tentación de hacer mal uso de él, seria excitar una contienda y
conmoción en el pueblo, por aspirar al empleo: y la otra es no poner
un poder dilatado o duradero en las manos de algún número de
individuos. Los inconvenientes que pueden suponerse para
relevarlos con frecuencia, son menos temibles que el peligro que se
origina de una larga continuación en el oficio.
Concluiré este discurso con ofrecer algunas observaciones sobre
los medios de preservar la libertad; porque no es solamente
necesario el que la establezcamos, sino también el que la
conservemos.
Es necesario en primer lugar, que hagamos una distinción entre
los medios que se han usado para destruir el despotismo, con el fin de
preparar la vía al establecimiento de la libertad, y los que se han de
usar después de destruido.
Los medios de que se hace uso en el primer caso, son justificados
por la necesidad. Estos son generalmente las insurrecciones; porque
mientras el gobierno establecido de despotismo continúa en algún
país, casi no es posible que se pueda usar de otro. Es también cierto
que al principio de una evolución el partido revolucionario se permite
a sí mismo el ejercicio del poder a su discreción, reglado mas bien por
las circunstancias quo por los principios; porque nunca se
establecería de otro modo la libertad, y si se estableciera, seria bien
pronto trastornada. Nunca es de esperar que todos los hombres en
una revolución hayan de mudar de opinión era un mismo instante:
jamás hubo una verdad o principio tan irresistiblemente evidente,
que fuese creída por todos los hombres a un mismo tiempo: la razón
y el tiempo deben cooperar uno con otro al establecimiento final de
algún principio; y por tanto, aquellos que fueren convencidos los
primeros, no tienen derecho para perseguir a los otros, en quienes la
convicción obra más lentamente. El principio moral de las
revoluciones es instruir y no destruir.
Si se hubiera establecido una constitución dos años antes, como
debió haberse hecho se habrían prevenido, a mi parecer, las
violencias que después han desolado le Francia e injuriado el carácter
de la revolución: la nación habría tenido entonces un punto de
reunión, y cada individuo habría conocido la senda que debería seguir
en su conducta. Pero en vez de hacer esto; fue substituido en su lugar
un gobierno revolucionario, una forma sin ningún principio o
autoridad: la virtud y el vicio dependían indistintamente de los
acontecimientos; y lo que era patriotismo un día, venía a ser traición
al siguiente. Todo esto era consecuencia de la falta de una
constitución; porque la naturaleza e intención de una constitución es
prevenir el ser gobernado por partidos, estableciendo un principio
común, que limitará y gobernará el poder e impulso del partido, y que
dirá a todos los partidos: HASTA AQUÍ LLEGARÁS, Y NO MÁS. Pero a
falta de una constitución, el hombre mira enteramente al partido; y
en vez de gobernar los principios al partido, este gobierna a los
principios.
El deseo de castigar es siempre peligroso en la libertad, y hace que
los hombres se extiendan a interpretar y aplicar mal aun la mejor de
las leyes. Aquel que quiere ver segura su misma libertad, debe librar
hasta su enemigo de la opresión; porque el que viola este deber,
establece un ejemplar que otro día le alcanzará a él mismo.
Fuente: “Ideas necesarias a todo pueblo americano independiente,
que quiera ser libre”, Vicente Rocafuerte, Págs. 19/84. Philadelphia.
Published by D. Huntington T. & W. Mercein, printers - 1821.
Ortografía modernizada.
Thomas Paine (1737-1809). Es uno de los padres fundadores de
Estados Unidos. Escribe, entre otros, “Sentido común”, que es un
ensayo publicado por primera vez el 10 de enero de 1776 y se
constituyó en el más famoso folleto impreso, que llegó a alcanzar en
la época una tirada de medio millón de ejemplares; 120.000
ejemplares los primeros 3 meses. El mismo, es considerado una obra
fundamental en la formación de la opinión de los americanos, que les
conduce a la decisión de declarar su independencia ante los
británicos. El historiador Gordon S. Wood lo describe –según
Wikipedia- como “el panfleto más incendiario y popular que se publicó
durante la etapa revolucionaria.”
Por otra parte, se ha dicho que la doctrina del “Common Sense” marca
un hito en la historia, al no fundamentar las decisiones políticas en
doctrinas basadas en la historia, la religión, la nación, el honor o en
nociones apriorísticas, sino en criterios avalados por la experiencia
de los seres humanos y en la razón.
Uno de sus seguidores, es Bertrand Russell, que afirmó de él: “Para
nuestros tatarabuelos él era una especie de Satán terrenal, un infiel
subversivo, rebelde contra su Dios y contra su rey. Se ganó la hostilidad
de tres hombres a quienes no se suele relacionar: Pitt, Robespierre y
Washington. De éstos, los dos primeros trataron de darle muerte,
mientras el tercero se abstuvo cuidadosamente de tomar medidas para
salvar su vida. Pitt y Washington lo odiaban porque era demócrata,
Robespierre, porque se opuso a la ejecución del rey y al reinado del
Terror. Su destino fue siempre ser honrado por la oposición y odiado
por los gobiernos”.

[1] Es a la letra la versión castellana del ilustrísimo Sr. D. Felipe Scío


de San Miguel., dedicada al Príncipe de Asturias en 1807.
[2] El ilustrísimo Scío, debiendo dedicar su versión a un heredero del
trono en los tiempos del despotismo, hubo de interpretar a favor de
los reyes el texto latino, que dice: et prædic eis jus regís qui
regnaturus est super eos. Y no es muy extraño que la política religiosa
haya contribuido del mismo modo a alterar el original hebreo, como
se nota en la diferente versión hecha de dicha lengua al idioma ingles
por Thomas Paine, que traducida al castellano por D. Manuel García
de Sena, es así: con todo, protéstales solemnemente y demuéstrales
las maneras del rey que gobernará sobre ellos.
Vista esta diferencia, es más justo acomodarnos con esta última
traducción, por ser más conforme a la mente del Creador, que
concediendo al pueblo un rey, en castigo de habérselo pedido, nunca
pudo llamar derecho la conducta opresiva del rey que había de
gobernar sobre ellos.
[3] Por las mismas causas expuestas en la nota anterior se advierte
igual diferencia en esta versión de Seto, y las de Paine y Sena: la de
este último no dice los hará sus guardias de a caballo, sino sus
caballerizos.
[4] Obra que escribió el mismo autor.
[5] Este es el gran defecto de la Constitución española; pero lejos de
vituperar a sus autores, me parece que merecen los mayores aplausos
por no haber establecido una cámara de pares, que hubiera tenida
consecuencias funestísimas. Es mucho mejor retocar a los ocho años
de ensayos políticos esta parte de la Constitución, haciendo la
reparación de las cámaras de un modo más conforme a la equidad y a
las luces del siglo, que repugnan la gótica institución de cámara de
nobles y pares.

https://books.google.com/books?id=zaMtAAAAYAAJ&pg=PA19

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