Los Rios Al Norte Del Futuro - Ivan-Illich PDF
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Los Rios Al Norte Del Futuro - Ivan-Illich PDF
Edición digital sin fines de lucro a partir de la versión
en español cedida por Jean Robert a la humanidad.
2016
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AGRADECIMIENTO
Jean Robert ha sido tan gentil de compartir la presente traducción al español del libro que
escribió el periodista canadiense David Cayley a partir de las charlas que tuvo con Ivan Illich
en sus últimos años de vida. Esta traducción al español no ha sido publicada todavía: no se
encuentra una editorial que quiera publicarla. Se le considera a este libro algo así como el
testamento de Ivan Illich. Su título derivado de un poema de Paul Celan: En los Ríos al Norte
del Futuro (The Rivers North of the Future).
En los ríos
En los ríos, al norte del futuro,
tiro la red, que tú, indecisa,
llenas con sombras
escritas por las piedras.*
* Publicado en la antología bilingüe de Paul Celan Sin perdón ni olvido, Cuadernos de la memoria número 5, Universidad Autónoma
Metropolitana, México, 1998. Versión al español, estudio, cronología y bibliografía de José María Pérez Gay .
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PRIMERA PARTE
LA CORRUPCIÓN DE LO MEJOR ES LO PEOR
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For sweetest things turn sourest by their deeds;
Lilies that fester smell far worse than weeds.
William Shakespeare, Soneto 94
Capítulo 1
Evangelio
Pienso que la Encarnación hace posible un florecimiento inédito y sorprendente del amor y
del conocimiento. Para los cristianos, el Dios bíblico puede ahora ser amado en la carne. San
Juan dice que se ha sentado a la mesa con Él, que ha reclinado la cabeza en su hombro, que
lo ha escuchado, lo ha tocado…, olido. Y ha dicho que quien lo mira a él mira al Padre y que
quien ama al otro lo ama a Él en la persona de ese otro. Una nueva dimensión del amor se
abre ante nosotros. Pero tal apertura es, también, extremadamente ambigua por la forma en
que potencialmente hace estallar ciertos supuestos universales sobre las condiciones bajo las
cuales el amor es posible. Antes de ese momento mis límites quedaban marcados, definidos,
por el pueblo en cuyo seno había nacido y por la familia que me había criado. Ahora puedo
elegir a quién amaré y dónde amaré. Esto es una amenaza porque atenta contra las bases
tradicionales de la ética, que ha sido siempre un ethnos, un “nosotros” históricamente
asignado, precediendo cualquier pronunciación de la palabra “yo”.
La apertura de este nuevo horizonte viene acompañada de otro peligro: la
institucionalización. La tentación de administrar y eventualmente legislar este nuevo amor,
creando una institución que lo garantice, lo asegure y lo proteja, criminalizando su opuesto.
De manera que, junto con esta inédita posibilidad de darse a sí mismo libremente,
aparece la capacidad de ejercer un poder igualmente inédito: el poder de aquellos que
organizan el cristianismo y hacen uso de tal vocación, de tal llamado, para reclamar una
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superioridad emanada de la institución social. Este poder lo reivindica, en primera instancia,
la Iglesia, y después las variadas instituciones seculares copiadas del molde de ésta. Ahí
donde busco las raíces de la modernidad, invariablemente me encuentro con la pretensión de
la Iglesias de institucionalizar, legitimar y administrar la vocación cristiana.
Quiero aclarar que no hablo aquí como teólogo, sino como creyente y como
historiador. Durante treinta años he declinado hablar como teólogo porque, en la tradición
más reciente de la iglesia católica romana, quien lo hace reclama estar revestido de autoridad
institucional. En cambio, mi decisión es escribir y pensar como un historiador interesado en
las innegables consecuencias históricas de la fe cristiana. Y me creo capaz de aportar
evidencias de que, cuando el ángel Gabriel apareció frente a esa joven judía en Nazaret y le
dijo “Ave” ocurrió algo que no puede ser desestimado por el historiador, aún cuando este
suceso no parezca guardar relación con las categorías ordinarias del estudio de la historia.
Creo que ese ángel anunció a esa mujer que, a partir de ese momento y en adelante, ella sería
la Madre de Dios y que (asumiendo de antemano su aceptación doncellezca) Él, cuyo
nombre los judíos nunca antes habían querido pronunciar, estaba por convertirse en una
persona viva, tan humana como tú o como yo. Por ello yo lo escucho y lo miro como nunca
antes nadie había podido escuchar o mirar a otro. Esto ha sido una sorpresa, continúa siendo
una sorpresa y no podría ser de otra manera. Constituye una forma extraordinaria y radical de
conocimiento que en mi tradición uno llama fe. No pretendo que todo mundo comparta el
sentido de lo que, hasta ahora, para mí es obvio. Pero creo, sin embargo, que puedo
demostrar que la encarnación del Allah bíblico, coránico y cristiano representa un punto de
quiebre en la historia del mundo, tanto para creyentes como para no-creyentes. La creencia
sobrepasa a la Historia, la excede; pero también la penetra y, atravesándola, la transforma
irremediablemente.
El movimiento general del Antiguo Testamento de la Biblia cristiana es profético. En su
núcleo habitan quienes hablan de hechos aún por venir. Los primeros estudios bíblicos
tendían a plantear la pregunta de ¿cómo fue que tales personas surgieron únicamente de entre
esa tribu particular a la que hoy llamamos los judíos. Sin embargo los estudios bíblicos de los
últimos cuarenta años han modificado esta cuestión. Los autores que más hondo han calado
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en mí se preguntan: ¿cómo es que el pueblo judío llegó a existir alrededor de sus profetas?
Aquello que le da especificidad a los judíos ancestrales es el hecho de que se convirtieron en
un “nosotros” social, un nítido “yo” plural, alrededor del mensaje de que todo lo que sucede
en la historia, o todo aquello que puede ser observado en la naturaleza, es un presagio, una
anunciación, en el sentido en que la preñez anuncia el nacimiento (aquí me refiero a la preñez
en el viejo sentido, el cual dice que una mujer está en estado de “buena esperanza” y no en la
acepción corriente que ha convertido al vientre en un lugar público, monitoreado, dentro del
que reside un ciudadano embriónico).
Los profetas de Israel lanzaron la asombrosa afirmación de que era posible para ellos
trascender el contexto familiar y tribal dentro del cual el mañana cierra un círculo con el ayer
y, en su lugar, hablar acerca de un mañana totalmente sorprendente, mesiánico. Es
únicamente alrededor del anunciado Mesías que el Pueblo de Dios, como fenómeno histórico
inédito, deviene existente; y en tal sentido el Antiguo Testamento está preñado del Mesías. “La
Creación entera –dice Pablo, el Apóstol–, ha estado, hasta ahora, gimiendo en dolores de
parto.
Esta imagen no debe ser en modo alguno interpretada como que la Encarnación era
inevitable, o predeterminada. Fue, y es, el efecto de una libertad pura y no constreñida, y esto
es algo que la mente moderna difícilmente puede asimilar.
Según esta, todo lo que ocurre es resultado o del azar o de una cadena de necesidades
causales. Pareciera que hemos olvidado que entre estos extremos existe un ámbito de
gratuidad, de don; un ámbito que se realiza como respuesta a un llamado y no tanto a una
causa determinativa. La palabra gratuidad revela en sí misma la pérdida de su sentido: hoy
día se interpreta como algo trivial, una especie de propina; y lo gratuito se entiende
primariamente como lo que no es esencial, lo innecesario, lo no-pedido y, por tanto, resulta
una especie de evento fortuito. Sin embargo, en la Biblia, lo gratuito representa la forma
primera de causalidad (desde el llamado de Dios a Abraham hasta Jesús diciendo a Felipe
sígueme). El Evangelio demanda a sus lectores reconocer que lo que ahí se presenta no es ni
necesidad ni es azar, sino un don, un regalo superabundante dado libremente a todo aquel
que quiera, libremente, recibirlo.
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Este don se revela entero solo en el momento de su rechazo, momento que, a mi
entender, es el que da sentido al Evangelio, su núcleo: la Crucifixión. Jesús, como nuestro
salvador, pero también como nuestro modelo, es condenado por su propio pueblo, expulsado
de la ciudad y ejecutado como quien ha blasfemado contra el Dios de todos. No es
simplemente ejecutado. Es colgado de una cruz: una forma de muerte que posee un poderoso
significado en la tradición mediterránea. Esto se va aclarando mientras examinamos
descripciones del suicidio por colgamiento en la literatura clásica de la tradición
greco-romana. Uno de los primeros relatos sobre el tema tiene que ver con una reina italiana
que, enfurecida con su pueblo, solo desea abandonarlo, así que se cuelga en el bosque para
morir sin tocar el suelo. De esta manera espera que su espíritu permanezca en los alrededores
como un sobrecogedor fantasma, en lugar de ser absorbido por el reino de los ancestros. En
la tradición grecolatina, ejecutar a una persona colgándola para que muera sin tocar la tierra
es una forma de excluirla no sólo de su pertenencia a un pueblo, a un “nosotros”, sino
también de “nuestros muertos” en el otro mundo.
De manera que si tomamos como nuestro ejemplo a este hombre que dice, temeroso:
“Aparta de mí este cáliz”, el que elegimos es un ejemplo simultáneo de lealtad a su pueblo y
de voluntad de aceptar ser excluido de este por la causa que defiende. Esta es, en su forma
suprema, la actitud cristiana hacia esta comunidad en el mundo, una actitud que los
cristianos intentaron encarnar en la vida cotidiana. Esta misma voluntad de aceptar
sustraerse al abrazo de la comunidad es evidente en la Parábola del Samaritano. Jesús narra
esta historia como respuesta a “un cierto legista”, es decir, un hombre versado en la Ley de
Moisés, que interroga: “¿Quién es mi prójimo?”.
Dice Jesús que un hombre viajaba desde Jerusalén hasta Jericó cuando fue asaltado
por ladrones, despojado y golpeado hasta dejarlo medio muerto en una zanja a un lado del
camino. Un sacerdote pasa por ahí y después un Levita, ambos hombres asociados al Templo
y a los ritos sacrificiales aprobados por la comunidad. Los dos pasan junto a él “desde el otro
lado”. Entonces aparece un samaritano, una persona a quien los oyentes de Jesús
identificarían como enemiga; un fuereño despreciado que no ora en el templo y que proviene
del reino norte de Israel. Y resulta que este samaritano se inclina hacia el herido, lo recoge, lo
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lleva en brazos, arropa sus heridas y lo aloja en un hostal donde paga para que sea atendido
hasta su convalecencia.
Esta parábola es una historia muy conocida. Los diccionarios reconocen al buen
samaritano como un amigo en la necesidad. Los Estados Unidos tienen sus así llamadas
“samaritan laws”, que te eximen de demandas civiles en caso de que, inadvertidamente,
hicieras daño mientras ofrecías auxilio. Esta familiaridad esconde el carácter chocante de la
historia de narra el Señor. Quizás la única forma de recapturar su esencia en el contexto
actual sería imaginar al samaritano como un palestino asistiendo a un judío herido. Aquel es
alguien que no solo excede la frontera de su preferencia étnica, que es cuidar exclusivamente
a los suyos sino que, además, comete una especie de traición al brindarse a su enemigo. Su
acto es un ejercicio de libertad de elección cuya radical novedad ha sido, muy
frecuentemente, pasada por alto.
Hace como treinta años, realicé una minuciosa investigación en busca de sermones
que trataran de esta historia del Samaritano, desde inicios del siglo III y hasta el siglo XIX, y
lo que hallé fue que la mayoría de los predicadores que habían comentado este pasaje
sintieron que trataba acerca del comportamiento que uno debe tener hacia su prójimo; que la
parábola proponía una regla de conducta o una ejemplificación de un deber ético. Creo que,
de hecho, se interpreta en un sentido exactamente opuesto al que Jesús quería señalar. No se
le había preguntado “¿cómo se debe uno comportar con el prójimo?” sino “¿quién es mi
prójimo?”. Y lo que él dijo, según lo entiendo, fue “Mi prójimo es quien yo elijo, y no quien
debo elegir”. Y es que no hay forma de categorizar quién debería ser mi prójimo.
Esta doctrina que Jesús propone es rematadamente destructiva frente a la decencia
ordinaria, frente a lo que había sido hasta ese momento entendido como un comportamiento
ético. Esto es algo sobre lo que los modernos predicadores no desean insistir y es la razón por
la que esta enseñanza sorprende tanto el día de hoy como lo hiciera al principio.
Antiguamente, el comportamiento hospitalario o el compromiso pleno de mis acciones hacia
los demás implicaba la existencia de fronteras trazadas alrededor de aquéllos con quienes
podía comportarme de ese modo. Los antiguos griegos reconocieron el deber de la
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hospitalidad hacia los xenoi, extranjeros hablantes de lenguas helénicas, pero no así hacia
aquellos que balbucían lenguas extrañas, a quienes llamaron barbaroi.
Jesús enseñó a los fariseos que la relación, tan enteramente humana, que él había
venido a anunciar no era la esperada, la requerida o la debida. Era una posible solo como
libre creación entre dos personas y una que no podía ocurrir a menos que algo llegara a mí a
través del Otro, por el Otro, en su presencia corpórea. No se trata de una relación que exista
porque resulta que somos ciudadanos de la misma Atenas y por ello sentimos un deber
mutuo, ni tampoco porque Zeus tienda su manto protector sobre corintios y otros helenos.
Existe porque lo hemos decidido. Esto es lo que el Maestro llama comportarse como un
prójimo.
Hace muchos años, durante la sesión anual de mi ciclo de conferencias en la
Universidad de Bremen, llevé al Samaritano como mi tema central pues los estudiantes me
habían pedido que se discutiera sobre ética. Lo que yo pretendía señalarles era que esta
historia sugiere que somos criaturas que hallamos nuestra perfección solo cuando
establecemos una relación y que esta relación puede llegar a parecer arbitraria desde el punto
de vista de todos los demás, porque la establezco como respuesta a un llamado y no a una
categoría (en este caso, el llamado del judío apaleado en la zanja). La cuestión tiene dos
implicaciones. La primera es que este “deber” no es, y no podría ser, reducido a una norma.
Posee un telos. Va dirigido a un alguien, 1 a una presencia inequívocamente corpórea, pero no
por obediencia a una regla. Hoy, cuando se trata de cuestiones éticas o morales, se ha vuelto
casi imposible pensar en términos de relaciones y no de reglas. La segunda implicación (y este
es un punto que desarrollaré más adelante) es que, con la creación de este nuevo modo de
existir, aparece también la posibilidad de su rompimiento. Esta negación, infidelidad,
rechazo, frialdad, es lo que el Nuevo Testamento llama pecado, algo que solo puede ser
reconocido a la luz de este nuevo y tenue brillo de mutualidad.
El acento que el Nuevo Testamento pone en la relación también es visible en la nueva
consideración de la virtud que aparece entre los cristianos. En las enseñanzas platónicas y
aristotélicas, la virtud es algo que puedo cultivar en mí mediante la repetición disciplinada de
1
“Somebody, Some-body”, en el original. Illich enfatiza que alude a un cuerpo concreto, tangible. [T]
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buenas acciones hasta que estas se convierten en una segunda naturaleza. Hugo de San
Víctor, abad del siglo XII y uno de mis grandes maestros, toma esta consideración tradicional
de las virtudes como punto de partida, pero agrega que, como hombre de fe, cada una de
ellas puede florecer únicamente como regalo inesperado de parte de Dios, usualmente a
través de la intermediación de su interlocutor, de la persona, las personas o la comunidad en
la que habita. El florecimiento de las virtudes, evidenciado por lo que Hugo llama “su
delicado perfume”, solo puede venir como un regalo, un don, y no como algo que pueda
hacer por mí mismo, como en la tradición clásica. En esta, la virtud está centrada en mí
mismo, construida sobre mis propios poderes. Hugo presenta los dones del Espíritu Santo
como regalos que me son concedidos a través de mis semejantes.
Otro de mis grandes maestros, Gerhart Ladner, intentó definir esta nueva cosa que
vino al mundo junto con el cristianismo en un libro titulado The Idea of Reform. Siento una
especial gratitud hacia Ladner porque, hasta donde sé, él fue uno de los primeros en
confrontar la pregunta sobre cómo es que un historiador debería tratar el tema de la aparición
en la historia de algo nuevo y sin precedentes. Hace treinta años, cuando la palabra
“revolución” flotaba en el aire y era inevitable que mis seminarios de verano en el CIDOC
trataran temas relacionados con este concepto, yo pedía que cada uno de los estudiantes
leyera al menos ciertos pasajes del libro de Ladner antes de presentarse a las sesiones.
Como Ladner expone, la palabra reformatio vino a designar en los primeros siglos
cristianos una forma de comportarse y sentir, desconocida hasta entonces. El mundo clásico
había conocido la renovación y el renacimiento como una fase del eterno ciclo de los astros y
las estaciones, pero esto no era nada frente a la idea, diseminada por toda la cristiandad hacia
el siglo IV, de una conversión que barrería con la cultura que me había visto nacer y me
dejaría en un estado enteramente nuevo. Como ejemplo, conozco una fuente de ese período
que relata la historia de una familia de hermanos irlandeses, cuyo padre había sido asesinado.
En la sociedad de la que formaban parte era deber absoluto vengar la muerte del padre; sin
embargo, estos jóvenes decidieron olvidar la venganza para irse a vivir como monjes a una
isla yerma, donde hicieron penitencia por sus pecados.
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De pronto, fueron capaces de trascender la cultura que los había formado y de
comenzar a vivir en oposición pacífica a esta. La tesitura, o la nota fundamental, de este
nuevo estado fue la contrición, la penitencia. Pero no motivada por un sentimiento de
culpabilidad, sino por una profunda pena, sentida por mi capacidad de traicionar las
relaciones que yo, como un samaritano, había establecido y, al mismo tiempo, una clara
confianza en el perdón y la misericordia del otro. Y este perdón no era concebido como la
cancelación de una deuda; se trataba de la expresión de amor y mutua tolerancia en que las
comunidades cristianas eran llamadas a vivir. Esto es difícil de comprender hoy en día
porque la sola idea del pecado tiene connotaciones amenazantes y obscuras para las mentes
contemporáneas. La gente ahora tiende a interpretar el pecado a la luz de su
“criminalización”, por obra de la Iglesia, a partir de la Alta Edad Media. Lo explicaré al
detalle más adelante, pero precisamente esta criminalización fue la que generó la idea
moderna de la conciencia como interiorización de reglas o normas morales. Propició la
angustia y la sensación de aislamiento que sufre el individuo moderno, y desdibujó el hecho
de que lo que el Nuevo Testamento llama pecado no es un error moral, sino un abandono, una
falta. El pecado, como lo asume el Nuevo Testamento, es algo que se revela sólo a la luz de su
posible perdón. De manera que creer en el pecado es celebrar como un don inconmensurable
el hecho de que uno ha sido perdonado. La contrición es una dulce glorificación de la nueva
relación que proclama el samaritano, una relación que se nos ofrece libre y, por ello,
vulnerable y frágil, pero siempre capaz de sanar, de la misma forma en que se concebía a la
naturaleza: en un estado perenne de sanación.
Sin embargo, esta nueva relación, como dije antes, fue también sujeta a la
institucionalización y esto fue lo que comenzó a ocurrir justo cuando la Iglesia adquirió
estatus oficial dentro del Imperio Romano. Durante los primeros tiempos de la cristiandad,
todo hogar cristiano acostumbraba reservar un lecho adicional, un cabo de vela y algo de pan
seco, en caso de que el Señor Jesús tocara a la puerta en el cuerpo de un extraño sin techo
(una forma de comportamiento que era en extremo ajena a las costumbres de cualquiera de
las culturas del Imperio: tú te hacías cargo de los tuyos, pero jamás de alguien perdido en las
calles). Entonces, el emperador Constantino le otorgó reconocimiento a la Iglesia y los
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obispos cristianos adquirieron posiciones equivalentes a las de los magistrados en la
administración imperial, de suerte que cuando Agustín (354-430) escribió a un juez romano
acerca de un asunto legal, le escribió como un par social.
También ganaron el poder de establecer corporaciones sociales. Y las primeras
corporaciones que establecieron fueron corporaciones samaritanas, que se encargaron de
designar inequívocas categorías de personas como prójimos deseables. Por ejemplo, los
obispos crearon casas especiales financiadas por la comunidad, encargadas de atender a la
gente sin hogar. Así que ese cuidado dejó de ser la alternativa libre del cabeza de familia para
convertirse en la tarea de una institución. Contra esta idea se rebeló, acotándola, el gran
Padre de la Iglesia Juan Crisóstomo (347?-407). Le llamaban “Boca de Oro” por su hermosa
retórica y en uno de sus sermones advirtió del peligro de crear tales xenodocheia , literalmente
“casas de extranjeros”. Al asignar este proceder a una institución, dijo, los cristianos perderán
el hábito de reservar un lecho y de tener lista una pieza de pan en cada hogar y sus
habitaciones no serán más hogares cristianos.
Quiero contar una historia que le escuché al finado Jean Daniélou, cuando era ya un
anciano. Daniélou fue un jesuita, profundo conocedor de las Escrituras y de la Patrística, que
vivió y bautizó gente en China. Uno de aquellos conversos, dichoso de reconocerse aceptado
dentro de la Iglesia, ofreció una peregrinación a pie desde Pekín hasta Roma. Esto ocurrió
justo después de la Segunda Guerra Mundial.
Su peregrinaje resultó sumamente fácil al principio, según dijo. En China sólo tenía
que identificarse como peregrino, alguien cuyo camino conducía a un lugar sagrado, y de
inmediato era recibido, alimentado y cobijado. Esto comenzó a cambiar en cuanto entró al
territorio del cristianismo ortodoxo. Ahí, se le enviaba a la casa parroquial, donde habría sitio
disponible para él, o en última instancia, a la casa del clérigo. Después arribó a Polonia, el
primer país católico, y se encontró con que los católicos polacos generosamente le
obsequiaban dinero para alojarse en un hotel barato. He aquí una consecuencia de la gloriosa
idea occidental y cristiana: la existencia de instituciones que preferentemente no han de ser
hoteles sino albergues especiales, disponibles para aquellos que necesitan pasar la noche. De
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esta forma, el gesto de abrirse a todo aquel que se encuentra en necesidad se convierte en
degradación de la hospitalidad, que es reemplazada por el asistencialismo institucional.
La elección libre y gratuita se había convertido en una ideología y en un idealismo. Y
esta institucionalización de la relación hacia el prójimo desempeñó un papel cada vez más
importante durante la última etapa del Imperio Romano. Dando un salto hacia adelante 150
años después del tiempo de Agustín, llegamos a un período en el que la Roma decadente y
otros centros imperiales atrajeron migraciones masivas no solo desde áreas rurales, sino a
través de las fronteras. Esto transformó a las ciudades en sitios peligrosos. Los emperadores,
especialmente en Bizancio, dictaron órdenes para expulsar a todo aquel que no comprobara
la posesión de un hogar. Legitimaron sus decretos financiando instituciones que dieran cobijo
a los indigentes. Si examinas la forma en que la Iglesia creó su base económica en la
antigüedad, te percatas de que al tomar a su cargo la creación de instituciones de
beneficencia para el Estado, la Iglesia adquirió el derecho moral y legal de ser beneficiaria de
fondos públicos, con financiamiento prácticamente ilimitado (y es que se trataba de una tarea
prácticamente ilimitada).
Pero ocurrieron dos cosas tan pronto como la hospitalidad fue transformada en un
servicio. Primero, surgió una nueva forma de comprender la relación interpersonal Yo-Tú. En
ninguna parte del territorio de la antigua Grecia o Roma hallamos algo parecido a estos
nuevos albergues para extranjeros o refugios para viudas y huérfanos. La Europa cristiana es
inconcebible sin su aprehensiva vocación de fundar y construir instituciones que se hagan
cargo de cuidar a diferentes tipos y categorías de personas necesitadas. Así que, para mí, no
cabe duda de que la moderna sociedad de servicios se va configurando a partir de la
pretensión de establecer y extender la hospitalidad cristiana. Y ahí es cuando de inmediato se
pervierte. La libertad personal de elegir a quien habría de ser mi otro se transformó en el uso
del poder y el dinero para proveer un servicio. Esto despoja a la idea del prójimo de la
libertad cualitativa implicada en la Parábola del Samaritano. También formula una visión
impersonal acerca de cómo debe funcionar una buena sociedad. Crea las así llamadas
necesidades de bienes y servicios. Necesidades que jamás podrán ser realmente satisfechas
(¿hemos alcanzado ya la suficiencia en salud, en educación?). Con ello se produce también
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una clase de sufrimiento totalmente desconocida hasta entonces fuera de la cultura
occidental de raíces cristianas.
A una persona moderna le resulta fastidioso y desagradable tener que dejar
desatendida a esa lánguida mujer o a aquel hombre que sufre. Así que (homo technologicus al fin)
crea agencias para tal propósito. A esto lo llamo perversio optimi quae est pessima (la perversión
de lo mejor que es lo peor). Podré ser un buen cristiano y aliviar a quien me lo pide, pero aún
así necesito instituciones caritativas para todos aquellos a quienes dejo desamparados.
Permitamos que esto se haga, pues sabemos que no habrá suficientes amigos verdaderos que
tengan tiempo de sobra para ofrecer al necesitado. ¡Que se creen servicios, ya los encargados
de las cuestiones éticas discutirán cómo distribuir su limitada productividad!
Bien, cuando hablo acerca de todo lo anterior, la gente me responde “Sí, es evidente
que existe un tipo de sufrimiento en la vida moderna que resulta de necesidades de servicio
insatisfechas pero, ¿por qué argumentas que se trata de un sufrimiento de nuevo tipo?; más
aún: ¿hablas de una maldad, de suyo, inédita? ¿Por qué lo llamas un horror?”. Respondo que
considero a esta maldad el resultado de la pretensión de utilizar el poder, la organización, la
administración, la manipulación y la “legalidad” para asegurar la presencia social de algo que,
por naturaleza, no podría ser más que la libre elección personal de quien ha aceptado la
invitación de ver en los otros el rostro de Cristo. Esta es la razón por la que hablo de
corrupción o perversión.
Para ir más allá: la vocación, la capacidad, la invitación, la posibilidad real de elegir
libremente, trascendiendo el horizonte de mi ethnos, los dones que he de prodigar y la decisión
de a quién se los obsequio es comprensible solo para aquel que está abierto a la sorpresa, al
misterio, aquel que vive mirando hacia ese impensado e impredecible horizonte que yo llamo
fe. Y la perversión de la fe no es simplemente maldad. Es algo más. Es pecado, pues pecado es
la decisión premeditada de transformar la fe en algo sujeto a los poderes mundanos.
Quiero señalar que estamos hablando de la institucionalización o normalización de
algo que, para el razonamiento ordinario, es absurdo: que Dios pudiera convertirse en
hombre solo se puede explicar a través del amor; lógicamente, resulta una contradicción. Su
comprensión depende de lo que mi tradición llama fe, pero esto también resulta difícil de
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asimilar para los contemporáneos. La fe es una forma de conocimiento que no se basa en mi
experiencia de la realidad ni en los recursos de mi inteligencia. Encuentra la certeza en la
palabra de alguien en quien yo confío y, por ello, este conocimiento basado en la confianza
adquiere una dimensión de mayor alcance y profundidad que aquello que puedo llegar a
conocer a través de la razón. Esto, por supuesto, solo es posible cuando creo que la palabra
divina puede alcanzarme. Adquiere pleno sentido únicamente cuando aquel en quien yo creo
es Dios; sin embargo, fecunda y determina mi relación con los que me rodean. Me obliga a
colocarme frente a los demás con la voluntad de tomarlos por lo que revelan de sí mismos, es
decir, al pie de la letra , y no dejarme llevar por la pretensión de que puedo saber quiénes son a
partir de lo que conozco de él o ella. Esta es una cuestión compleja, dado que llevamos a
cuestas más de un siglo de psicoanálisis.
Las diversas escuelas psicoanalíticas asumen que pueden averiguar quién es uno
porque tienen la capacidad de comprendernos mucho mejor de lo que nosotros mismos
podríamos hacerlo, y esa pretensión asumida como un hecho, inevitablemente colorea y
matiza todas nuestras relaciones hasta el momento. Esto se aplica tanto a las más
sofisticadas y fascinantes escuelas y teorías analíticas como a formas más triviales y
degradadas. Una de las novedades que nos trae aquel que dice “He venido a hacer nuevas
todas las cosas” es justamente la disposición, cuando del Otro se trata, de aceptarle por lo
que expresa de sí. El supuesto sociológico contemporáneo, sea marxista o psicoanalítico, es
que lo que el otro ve de sí mismo es una especie de ilusión modelada por la ideología, la
condición social, la crianza y la educación. Pero es únicamente desnudando ese rostro de tal
predictibilidad cuando podemos encontrarnos, sorprendernos.
Y esto es lo que yo he intentado hacer: invitar a todo aquel que desea escucharme a
visualizar esta posibilidad, a pesar de que no pudiera decir explícitamente quién era mi
modelo.
La fe, inevitablemente, implica una cierta insensatez, una especie de desatino, por
ponerlo en términos mundanos. El Salvador de Israel murió en la cruz, colgado y ridiculizado
por todos aquellos facultados para representar a ese pueblo. La más antigua imagen que
tenemos de la crucifixión fue hallada en las ruinas romanas de lo que los arqueólogos piensan
16
era un burdel. La representación muestra a un hombre crucificado con cabeza de asno y a sus
pies puede verse a una figura en actitud de devota oración. “Alexamenos adora a su Dios”,
dice la inscripción. 2 Esta imagen es la primera indicación histórica de que el Crucifixus, el
cuerpo en la cruz, tenía un significado para los cristianos. Permanece la duda acerca de cuál
era la intención de tal imagen: si acaso se trataba de una burla hacia el credo cristiano o
quizás fuera la afirmación cristiana de quien se asume como un insensato. De cualquier
manera, ilustra una comprensión del cristianismo como una forma del absurdo, una
interpretación que permaneció viva en la Iglesia de oriente hasta finales del siglo XIX. En
occidente, si era tu deseo abandonar las exigencias de la vida mundana para entregarte
totalmente a una de oración cristiana y recogimiento, solo había un camino: convertirte en
monje. En la Iglesia Ortodoxa se te ofrecían dos caminos: o monje o necio, pero tu locura
debía ser enteramente gratuita, despojada de velados deseos de perfección.
Menciono esto porque me parece que una de las formas de entender la historia del
cristianismo occidental es tomarlo a partir de esa progresiva pérdida de la comprensión de
que la libertad: esa libertad por la que Cristo es nuestro modelo y nuestro testigo es absurda,
disparatada. La Iglesia de occidente, en su vehemente esfuerzo de institucionalizar esta
libertad, tendió a transformar la suprema insensatez, primero en un deber deseable, y más
tarde en un deber legislado. Es insensato ser hospitalario a la manera de aquel samaritano
(una locura, si lo miras muy cuidadosamente). Pero transformar esto en un deber para
después crear categorías para su aplicación es estar en presencia de una forma brutal de
seriedad. Más que ello, la perversión de la simple y extraordinaria insensatez que deviene
vasta posibilidad a través del Evangelio representa un misterio de malevolencia, y es de este
del que ahora quiero hablar.
2
El llamado “Grafito del Palatino”, o “Grafito de Alexamenos” fue hallado en Roma en un sitio arqueológico que
posiblemente funcionó, entre otras cosas, como un lugar de enseñanza para pajes imperiales. [T]
17
Capítulo 2
Mysterium
Durante las dos primeras generaciones del cristianismo, cada comunidad tenía su profeta. Lo
sabemos por los Hechos de los Apóstoles y por las Epístolas de San Pablo. Ambas fuentes
coinciden en insistir en que toda comunidad, para ser una buena comunidad, necesita de un
profeta. Pues bien, los profetas de Israel eran gente profundamente convencida de que la
palabra de Dios estaba haciéndose carne en sus bocas y que era alrededor de esta
encarnación que el pueblo de Israel podía cobrar existencia. Pero una vez que la palabra de
Dios se hizo carne en el vientre de María (la Edad Media la llama “Madre de los Profetas”) la
boca del profeta se volvió prescindible; ya no había necesidad de este para que la palabra de
Dios se manifestara.
Los profetas, en estricto sentido, dejaron de tener cabida en la vida de Jesús o en la de
la primera Iglesia ¿Qué podían decirle a la Iglesia que no pudieran decir los maestros y
predicadores mencionados en los primeros documentos cristianos? Yo pienso que tenían que
anunciar un misterio, que era que el mal último, el que habría de llevar al mundo a su fin ya
se había hecho presente. Este mal fue llamado el Anticristo y la Iglesia fue señalada como el
nicho que le iba a dar cabida. La Iglesia quedaba preñada de un mal que no había podido
hallar un nicho en el Antiguo Testamento.
Pablo el Apóstol, en su Segunda Epístola a los Tesalonicenses llama a esta nueva realidad
“mysterium iniquitatis”, el misterio del mal. Ahí advierte sobre algo increíblemente horrible que
ha cobrado existencia y comenzado a crecer con la fundación de comunidades en el
Mediterráneo oriental. Un algo cuya naturaleza y realidad no podrán ser comprendidas sino
hasta un momento posterior (mismo en el que ubica al “apocalipsis”): el fin del mundo y del
tiempo. Este algo, Pablo insiste, es misterioso y forma parte de las cosas que sólo los
cristianos iniciados pueden saber y conocer. Permanece velado para los extraños que no
aceptan la divinidad de aquel aparente rebelde crucificado por Poncio Pilatos.
Lo que resulta impresionante acerca de la transición de la primera Iglesia al
establecimiento de la Iglesia occidental es la profunda y casi total desaparición de este
18
misterio de las enseñanzas y preocupaciones de la mayoría de sus miembros. Reaparece, de
tanto en tanto, en las oraciones, escritos y sermones de místicos y reformadores, pero la
Iglesia Católica no centra la doctrina de la fe en su existencia, como tampoco lo hacen la
mayoría de las Iglesias reformadas. ¿No es sorprendente que esta creencia se haya
desvanecido? ¿Que la doctrina de la Iglesia no la haya retomado, discutido, destacado?
El mysterium iniquitatis es un misterio porque sólo puede asirse a través de la
revelación de Dios en Cristo. Esto debe reconocerse. Pero también creo que el mal que entró
al mundo al mismo tiempo que la Encarnación puede ser investigado históricamente y para
esto ni fe ni creencia son requeridas, no más que una cierta capacidad de observación ¿Acaso
nuestro mundo no se halla en un total desequilibrio comparado con cualquier época histórica
previa? Mientras más me propongo examinar el presente como una entidad histórica, más se
revela ante mis ojos confuso, increíble e incomprensible. Me obliga a aceptar una serie de
axiomas para los que no hallo paralelo en sociedades pasadas y despliega un inquietante tipo
de horror, de crueldad y de degradación para los que no encuentro precedente histórico.
Ofrezco un ejemplo superficial, sólo porque me viene fácil a la mente: pensemos en la
violenta polarización del ingreso durante los últimos veinte años alrededor del mundo. No
hace mucho leí una declaración que me parece confiable que dice que las 350 personas más
ricas del mundo acumulan el equivalente a lo que el 65 por ciento de la población más pobre
logra reunir en conjunto para sobrevivir. Lo que me atormenta al respecto no es la disparidad
como tal, sino el hecho de que 65 por ciento de la humanidad ya no puede vivir, como sí
podía hacerlo hace 30 años, sin recurrir al dinero. En ese entonces muchas cosas no estaban
todavía monetarizadas; la subsistencia aún funcionaba. Hoy es imposible trasladarse sin
comprar, al menos, un boleto de autobús. La gente no puede calentar su cocina recolectando
leña, sino que tiene que comprar electricidad ¿Cómo explicar esta extraordinaria maldad?
Diré que esta cuestión puede ser mirada bajo una nueva luz si asumimos, como
mencioné antes, que no estamos frente a un mal cualquiera, sino frente al hecho de que la
corrupción de lo mejor ocurre cuando el Evangelio se institucionaliza y el amor se transforma
en demanda de servicios. Las primeras generaciones de cristianos reconocieron que un tipo
misterioso de (¿cómo llamarlo?) perversión, inhumanidad, negación, había cobrado
19
posibilidad. Su idea del mysterium iniquitatis me ofrece la clave para entender el mal que
enfrento ahora y no consigo nombrar cabalmente. Al menos yo, como hombre de fe, debo
llamarlo una traición misteriosa, o la perversión de la inédita libertad traída por el Evangelio.
Lo que estoy planteando aquí, en desorden, a tropezones y hablando libre e
improvisadamente, es algo que he evitado decir por treinta años. Permíteme intentar decirlo
ahora de una forma que otros puedan escuchar: en la medida que te permitas concebir este
mal que tú ves como un mal de nuevo tipo, un mal de una especie misteriosa, mayor y más
intensa es la tentación (…no puedo evitar decirlo, no iré más allá sin decirlo...) de maldecir la
Encarnación de Dios. 3
Quiero proponer otro ejemplo concreto, porque pensaba en esto hoy en la mañana, en
la perversión del amor de la que estoy hablando. Tiene que ver con un hombre que vivía en
un pueblo en México y cuyos riñones quedaron inservibles (supongo que debido al tequila).
El médico local le dijo “sólo podemos ayudarte si te ponemos un nuevo riñón, o con diálisis
renal”. Se lo llevaron y poco tiempo después murió miserablemente en un hospital, apartado
de su familia. Pero la necesidad de riñones nuevos o de diálisis quedó inoculada en el pueblo
entero: “¿Y por qué los pobres deberían quedar excluidos de un privilegio otorgado a los
ricos?”. Me senté con papel y lápiz con un hombre que conoce la situación en México y
dilucidamos que el costo de los últimos meses de la vida de ese pobre bebedor equivalía al
precio de compra de cuarenta y dos casas del tipo y características que tienen las casas que
habita la gente que ahora necesita diálisis renal. ¿Por qué ninguna de las principales Iglesias es
capaz de condenar este ritual generador de un mito como algo en lo que ningún cristiano
puede ni debe participar, ni como receptor, ni como investigador, ni como devoto médico o
enfermero? Creo que es porque la gente no le ve el ombligo a ese mal, no puede distinguir la
3
Esta declaración es excepcionalmente vulnerable, aún en el contexto presente, y requiere de cierta clarificación. Dios,
hasta donde podemos concebirlo, no es una esencia sujeta a la dimensión temporal. Por lo tanto, Dios contiene
pre-conocimiento, y no ese “averiguar” más propio de los experimentos a ciegas de los humanos. Para Illich, esto
significa que la perversión, consecuencia de la Encarnación pertenece también a las intenciones de Dios. Illich alguna
vez, durante una conversación, me señaló lo siguiente: “El Absurdistán, es decir, el infierno en la Tierra en el que
vivimos, es algo que Jesús debió pre-ver, y por tanto, debe haber estado ya contemplado en su intención de fundar la
Iglesia”. Ese es el misterio. Un misterio no es un rompecabezas aún no resuelto. Es algo que nuestro pensamiento,
por naturaleza es incapaz de penetrar. Así, Illich habla aquí de una “tentación intensa” de “maldecir a la Encarnación
de Dios” no en el sentido de una amenazadora blasfemia, sino en función de enfatizar dramáticamente el carácter
inédito, misterioso, devastador del mal que está tratando de describir.
20
forma en la que contradice la libertad en el sentido profundo, sólo se trata de una realidad
confusa. No sabe qué hacer ni cómo reaccionar.
Sé que corro el riesgo de ser confundido con un predicador fundamentalista al aplicar
el monstruosamente eclesial término de “anticristo” a este nuevo mal. Hubiera preferido
simplemente hablar de “pecado”, pero temí que usar tal palabra sólo elevaría la garantía de
ser malinterpretado. Intentaré ahora enfrentar la tremenda dificultad que mucha gente tendrá
para comprender lo que quiero decir. Lo difícil de la cuestión no radica en especulaciones
arcanas acerca de a quién o a qué poder se refería Pablo en su Epístola a los Tesalonicenses, sino
en comprender la aparentemente ordinaria idea de pecado. Creo que el pecado es algo que no
existía como opción humana, es decir, como posibilidad individual, cotidiana, antes de que
Cristo nos donara la libertad de vernos unos a otros como personas redimidas para ser como
Él. Al abrir esta nueva posibilidad del amor, esta forma nueva de mirarnos unos a otros, esta
insensatez radical, como la llamaba más arriba, se hace posible una nueva forma de traición.
Tu dignidad depende ahora de mí, latente en potencia hasta que yo la transforme en acto por
medio de nuestro encuentro. Esta negación de tu dignidad es el pecado. La idea de que al no
responder a tu llamado cuando apelas a mi fidelidad ofendo personalmente a Dios es una
clave fundamental para entender la esencia de ser cristiano. Y el misterio que contemplo aquí
es una consecuencia de la perversión de la fe a través de la historia, una perversión que ha
llegado a embrujarnos en el inicio del siglo XXI y tiene que ver exactamente con mi
comprensión de la idea del pecado.
“Está bien”, dirás, “¿entonces por qué no hablar simplemente de “pecado” y desechar
esta idea fantasiosa, fundamentalista, eclesial, bíblica del “anticristo”?” Quizá pueda, pero
debo clarificar primero algunas de las dificultades asociadas al empleo contemporáneo del
término “pecado”.
Hasta donde puedo entender, vivo en un mundo que ha perdido el sentido del bien.
Hemos abandonado la certeza de que el mundo tiene sentido porque las cosas están hechas
para embonar, para ajustarse unas a otras: el ojo está hecho para hacer suya la luz, y no se
trata sólo de una cámara fotográfica biológica que registra ese efecto óptico llamado “luz”.
Hemos perdido el sentido de que ese proceder virtuoso es adecuado, apropiado para los seres
21
humanos, y lo perdimos en el curso de los siglos XVII al XIX con el surgimiento del concepto
y la experiencia del valor.
El Bien es absoluto: la luz y el ojo simplemente son el uno para el otro y este
incuestionable bien era algo profundamente percibido. En cambio, en el momento en que
digo que el ojo tiene un valor para mí porque me permite ver u orientarme en el mundo, abro
otra puerta. Los valores pueden ser positivos, pero también negativos, así que en el momento
en que hablo, desde la filosofía, acerca de valores, asumo la existencia de un punto cero a partir
del cual los valores aumentan o disminuyen en dos direcciones. El reemplazo del bien por la
idea del valor empieza en la filosofía y halla luego su expresión en una creciente esfera
económica en la que mi vida se convierte en una búsqueda y consecución de valores, más
que en la búsqueda de lo que es bueno para mí, ese algo que sólo podría ser otra persona.
¿Qué más podría ser?
Ahora, dentro de la tradición desde la que hablo, el pecado favorece una comprensión
más elevada del mal. El mal es lo opuesto al bien. No se trata de un desvalor o de un valor
negativo, y el pecado es un aspecto misterioso del mal, es una ofensa personal a Dios,
comprensible sólo a la luz de la nueva libertad de la que habla la Parábola del Samaritano.
Pero, si no me equivoco, el reemplazo del bien y del mal por los conceptos de valor y
desvalor arruina la base misma del discurso sobre el pecado, que no es en absoluto un valor
negativo. Esto hace imposible transmitir la idea de que los horrores modernos sólo pueden
ser comprendidos plenamente por aquellos que perciben que su núcleo, su radical esencia, es
el pecado, la directa contradicción de la nueva libertad propuesta en el Evangelio.
Dejo a los teólogos decidir si estoy o no equivocado en mi interpretación de San
Pablo. Me inclino ante su juicio tanto si mi visión queda dentro o fuera de los pliegues de la
ortodoxia. Yo quiero comprender lo que las sentencias del apóstol me dicen a mí, un hombre
profundamente impresionado, casi al punto del desquiciamiento, al contemplar lo que en el
mundo moderno ha generado la necesidad de educación, la necesidad creciente de servicios
médicos, la necesidad de servicios de vivienda. Como historiador, me dejo guiar por Pablo.
Me dice algo que lucho por entender, y no se trata de algo críptico; no es difícil si lo tomas a
22
él en serio e intentas aprender a ver lo que deseaba transmitir. No pretendo reclamar
autoridad al interpretar a Pablo. Sin embargo, sospecho que estoy en lo correcto.
23
Capítulo 3
Contingencia, parte I: Un mundo en manos de Dios
El mensaje cristiano gestó algo nuevo. El judío podía moverse, como dice una vieja
expresión, bajo “la larga nariz de Dios”. 4 Podía caminar bajo la mirada de Dios y ser guiado
por su palabra, pero el cristiano reclama algo inédito: que es posible hallar a Dios en Cristo y
a Cristo en el desconocido que llama a su puerta para pedir hospitalidad. Hemos hablado
previamente acerca de cómo esta idea de projimidad, esta idea de actuar desde un amor que
es don, que es gracia, se corrompe, en la edad de la Iglesia al definirse como algo
institucionalizable, para lo cual las sólidas instituciones caritativas serían mucho más eficientes
que un montón de cristianos individuales. Hoy quiero retomar otra noción especialmente
cristiana que, creo, abrió un camino a través del cual se coló el concepto occidental de
tecnología; estoy hablando de la idea de contingencia. No voy a pretender que la tecnología,
tal y como la conocemos, fuera en sentido alguno una consecuencia necesaria e inevitable de
esta idea. Veo más bien este desenlace como una sorpresa, es decir, como un acertijo que
quisiera provocara curiosidad.
Hans Blumenberg fue uno de los grandes pensadores de nuestro tiempo. Profesor
alemán, cuya especialidad era la transformación histórica de la sociedad europea que
comenzó a ocurrir en los tiempos del Nicolás de Cusa (1401-1464) y de Copérnico
(1473-1543). Realmente no es posible estudiar aquella transformación sin tomar en cuenta
sus varios escritos que ahora, y finalmente, han sido traducidos y están disponibles en inglés,
veinte o treinta años después de su aparición. De Blumenberg existe un pequeño artículo en
la Gran Enciclopedia Luterana Religion in Geschichte und Gegenwart. Este artículo es tan agudo y
conciso que no se me ocurre cómo podría ser mejorado, de manera que voy a concentrarme
en seguir su exposición; utilizaré mi propia traducción, a veces citando textualmente y a
veces elaborando y comentando al ritmo de la conversación.
4
Ex 33 relata que Moisés desea ver a Dios. Dios responde: “Mi rostro no podrás verlo, porque nadie puede verme y
seguir con vida”; y luego, en Ex 34 Yahvé revela a Moisés su largo nombre, uno de cuyos componentes es “tardo a la
cólera” (paciente), que en hebreo puede ser traducido literalmente como “de nariz larga”. [T]
24
La contingencia , dice Blumenberg, es uno de los pocos conceptos cuyo origen es
específicamente cristiano, aún cuando la palabra misma se derive de la latinización de un
concepto de la lógica aristotélica. 5 La contingencia expresa el estado de cosas de un mundo
que ha sido creado de la nada, que está destinado a desaparecer y cuya existencia es
sostenida por nada más que una cosa: la voluntad divina. La idea de que el mundo es
contingente en todo instante, de que está pendiente de la voluntad de Dios, comienza a ser
evidente sólo a partir del siglo XI y no adquiere plena expresión sino hasta finales del siglo
XIII. Es este un suceso que atañe a la historia de la filosofía. Sin embargo creo que podré
demostrar más adelante que aquello que los filósofos de ese tiempo expresaron fue una
transformación del sentir de la gente. El mundo viene a ser considerado como algo
contingente, indiferente a su propia existencia, algo que no posee intrínsecamente ni razón ni
derecho de existir. Esto es extraordinario. No faltarán personas más competentes que deseen
intentar comparar esta idea con sistemas filosóficos como el Budismo, el Zen o el
Hinduismo. Mi conocimiento de tales sistemas es muy superficial como para permitirme
tratar de hacerlo yo, y así, voy a mostrar que esta idea de vivir en un mundo que no entraña
en sí mismo la razón de su propia existencia, sino que la adquiere de un Dios absolutamente
necesario, personal y continuamente creador, pertenece a las peculiares certezas axiomáticas
de los siglos XI, XII y XIII. En este momento la existencia misma del mundo asume el
carácter de algo gratuito. Esto que me rodea, el gato ahí y las cuatro rosas rojas que
florecieron durante la noche, son un regalo, una gracia. Estar juntos ahora, tú y yo, momento
que estoy disfrutando inmensamente, no ha sido predeterminado por karma alguno; no es
azar, ni es lógicamente necesario. Es, más bien, un puro obsequio. Un don de ese Creador
que sostiene la existencia de todo lo que es. Al comprender las cosas de esta manera
podemos también mirar nuestro propio estar aquí sentados bajo una luz enteramente nueva.
Ahora permíteme regresar a Blumenberg. Él dice que la existencia del antiguo
cosmos, el de Aristóteles, el de Platón, no dependía en absoluto del deseo hecho acto de
alguien. La llegada a ser, el nacimiento y la continuación del mundo eran, sencillamente, la
5
Aristóteles utiliza el término para describir cualquier proposición que podría ser verdadera pero no lo es en sí y por
sí; es decir, que es verdadera siempre que alguna otra proposición lo sea.
25
expresión de su posibilidad de existir. La contingencia no tenía ninguna participación. Este
sentir sobre las cosas comenzó a cambiar con San Agustín.
Agustín, frente a la pregunta de por qué Dios creó el mundo, responde con esta sorprendente
aseveración: “Quia voluit”, porque quiso, porque así lo decidió, por que ese fue su deseo.
Podría decir, usando una expresión mexicana que me parece apropiada, que fue “porque se le
dio la gana”. “Tener ganas” es una expresión coloquial que se refiere a una voluntad que
viene de las entrañas. Bajo esta perspectiva, la existencia del mundo es el resultado, a cada
instante, de un acto soberano. Una consecuencia filosófica de esa extraña creencia en la
soberanía de una voluntad, específicamente de la voluntad de Dios, es que permite a la
Escolástica establecer una distinción entre esencia y existencia, es decir, entre lo que las
cosas son y el hecho de que sean (“gato” no necesariamente significa la presencia de un
gato). Tal distinción también se aplica a la estructura del cosmos en su totalidad. Dios
también podría no habernos concedido el regalo de la existencia de tal o cual cosa.
Según Blumenberg, la idea de contingencia se expandió durante la Edad Media. En su
Paradiso, Dante (1265-1321) (de quien abrevé siendo un niño) dice que la contingencia
operaba sólo hasta alcanzar la esfera de la Luna, lo cual aún guarda relación cercana con el
esquema aristotélico. Para el cristiano de los siglos XIV o XV llega hasta la esfera supralunar.
Dios mismo es arrastrado hasta el ámbito de lo contingente. Dice Duns Escoto
(1266?-1308), teólogo y filósofo franciscano, que la voluntad divina es su propia causa. Este
énfasis en la voluntad divina que podemos hallar en la tradición franciscana de Buenaventura
y Escoto, partiendo del propio San Francisco, y que resulta tan poco satisfactoria para la
mente moderna, tiene dos caras, y estoy hablando como alguien que ha sido atraído por los
grandes franciscanos. Buenaventura, por ejemplo, me hizo más cercano a Dios al
mostrármelo más semejante a mí mismo. Una resignación absoluta frente a la voluntad de
Dios es algo profundamente bello. Pero también es cierto que el énfasis en la supremacía e
inescrutabilidad de la voluntad divina presente en la filosofía franciscana es llevada,
finalmente, hasta un punto en el que deviene arbitrariedad. La contingencia, entonces,
adquiere el significado que actualmente recibe: puro azar, una ocurrencia. Todo lo que se
puede decir acerca de lo que pasa es que pasa porque pasa.
26
Ya podemos percibir ese voluntarismo, como Blumenberg lo llama, en el pensamiento
de Tomás de Aquino (1225?-1274), pero en él este voluntarismo todavía permanece en
equilibrio, sin dar el vuelco hacia la arbitrariedad todavía. Tomás, como tú sabes, ha sido
importante para mí tanto como contrapeso a la tradición franciscana, como biográficamente
hablando. Uno de los momentos más grandes de mi vida, cuando me sentí a un tiempo
orgulloso de mí mismo pero también asumiendo mi humildad como nunca antes o después,
ocurrió cuando Jacques Maritain sufrió un ataque cardíaco mientras daba cátedra en la
Universidad de Princeton. Por aquel tiempo yo era un tipo de veintiséis años que trabajaba
como párroco entre los puertorriqueños en la ciudad de Nueva York, y recibí una llamada del
Instituto de Estudios Avanzados pidiéndome que me hiciera cargo del seminario que
Maritain había estado dirigiendo, sobre la obra de Tomás De Esse et Essentia , tema que
estamos discutiendo justamente ahora.
Más que entre lo posible y lo real, Tomás distingue entre lo posible y lo necesario. Los
últimos trabajos académicos sobre Tomás sostienen la hipótesis de que no habría llegado a
esta distinción si no hubiera recibido la influencia, desde la Italia del sur, de los pensadores y
hombres santos árabes. La vida de estos estaba (y sigue estándolo) determinada, como tú
sabes, por la recitación, cinco veces al día, de una plegaria en la que Allah es distinguido
como el vientre de lo que es y de lo que es necesario: “Bismillahi rahmani rahim”. En esta
fórmula rahim significa “el misericordioso, el todo-bondad”, sin embargo la palabra significa
literalmente vientre, o para ser más precisos, “los movimientos particulares del vientre cuando
está inflamado por el amor”.
Tomás siente la presencia de Dios en todas las cosas, incluso en cada idea concebida,
y no es porque esa sea la ley de la realidad, sino porque tal es su bondad y su voluntad. Pero,
para Tomás, esto permanecerá envuelto en el velo del misterio de Dios, quien es, sobre todo,
Verdad ; una que sobrepasa cualquier concepción y remonta toda imaginación; una verdad
que es mejor ni siquiera llamar así, “verdad”, por hallarse mucho más allá de lo que
ordinariamente nombramos así. Y la verdad es el bien. Y este sentido de misterio mantiene al
de Aquino en equilibrio, sin pisar aún la vertiente que se desliza hacia la modernidad. No
obstante, he de decir que la concepción de la voluntad divina como arbitrariedad está, sí,
27
latente en la concepción que tiene Tomás de Dios como el supremo intelecto y, en este
sentido, prepara ya el camino para una comprensión del mundo fuera de la contingencia.
A decir de Blumenberg, el inicio de la modernidad coincide con un intento de romper
con una cosmovisión abrumadoramente definida por la contingencia. Con los últimos
franciscanos, como Guillermo de Ockham (1285?-1349), las cosas todavía son lo que son
por la voluntad de Dios; en el pensamiento de Descartes (1596-1650), cada ser halla lo que
es en sí mismo dentro de su propia naturaleza, una razón y una pretensión no solo para
existir, sino para ser. Así, las cosas ya no son lo que son porque tal es la voluntad de Dios,
sino porque Dios ha inseminado lo que ahora llamamos naturaleza con las leyes que rigen su
evolución. Puedes observar una caricatura de las consecuencias de esta idea en el proyecto
del “genoma humano”, que ofrece un mirador desde donde observar un mundo en el cual la
contingencia se ha convertido en probabilidad dentro de códigos genéticos. Por mucho
tiempo, a través del XVII y hasta los albores del siglo XIX, muchos de los sucesores de
Descartes permanecieron siendo fieles creyentes cristianos que afirmaban que Dios había
creado el mundo tal y como es, al colocar la semilla de la naturaleza dentro de cada cosa.
Pero entonces ya se había revelado la posibilidad de entender las cosas sin referencia a Dios,
pues una vez que la voluntad de Dios devino totalmente arbitraria, se tornó también, en
cierto sentido, redundante, y la conexión entre Dios y el mundo pudo ser fácilmente
interrumpida.
La contingencia, en este sentido, es una pre-condición para la visión moderna de que
cada uno de nosotros contiene y posee su propia raison d´être. Sin embargo, quiero ser lo más
claro posible acerca de este término, “pre-condición”. Intento señalar nociones que, en mi
opinión, solo pueden ser explicadas como el fruto de una comprensión ampliamente
compartida de la novedad del Evangelio. Y empleo el término “noción” prefiriéndolo sobre
los de categoría, concepto, idea o palabra, en un intento de expresar el involucramiento de
sentimientos, acerca del yo, acerca del otro, acerca del mundo, además de una cierta
plasticidad conceptual y lingüística. Intento plantear las cosas tan prudentemente como sea
posible, pero esta es mi hipótesis de investigación y siento que sería un error permitirme el
desvío de ella. Creo que esta comprensión de la novedad del Evangelio, la venida de aquel
28
insensato que fue crucificado, posee permanencia a través de los siglos. En mi opinión, no hay
otra forma de explicar la manera en la que Santo Tomás de Aquino desenvuelve la noción de
contingencia en sus voluminosas, monumentales páginas, sino como la digestión y
penetración de las verdades evangélicas, verdades acerca de la Encarnación, de la
materialización, de la corporeidad y mutualidad del amor. Y al descubrimiento de esta
noción, a su proceso de modelado y plena formulación es a lo que yo lo llamo una
pre-condición de la modernidad, y no porque la modernidad esté fundada en la idea de la
contingencia, sino porque únicamente en el seno de una sociedad en la cual la gente ha
vivido la tremenda experiencia de un mundo que yace enteramente en las manos de Dios es
que, más tarde, puede surgir la posibilidad de arrebatar ese mundo de las manos divinas.
Una forma de ilustrar esto que digo es echando un vistazo al cambio de significado
del término naturaleza entre los tiempos clásicos y modernos, tal y como lo ha hecho la
historiadora Carolyn Merchant en un libro sencillo llamado The Death of Nature (La muerte de
la naturaleza). Una certeza había en la antigüedad: la naturaleza era viva. Existían
interpretaciones filosóficas en conflicto con relación a lo que se definía como naturaleza;
pero todas partían de una raíz común: la certeza de que “natura nacitura dicitur”, es decir, que
la naturaleza era un concepto, una idea, una experiencia derivada del don del nacimiento. Por
tanto, si nos referimos a las cosas que son “naturales”, decimos que han “nacido”. En el siglo
XII tal idea se vio profundamente afectada por el sentido de la contingencia. La naturaleza
entera yacía en manos de Dios, en donde le fue concedida su vitalidad gracias al constante y
creativo cuidado divino. Merchant argumenta muy correctamente que con semejante
elevación (y yo diría glorificación) de la naturaleza se crearon las condiciones para que, una
vez fuera de las manos de Dios, pudiera perder también su cualidad más esencial: su pulso
vital. A partir de este punto, si miramos el encumbramiento de las ciencias naturales y de las
ciencias en general durante los siglos XVII y XVIII, encontramos que investigan una
naturaleza que no sólo ha quedado fuera de las manos de Dios, sino que ha perdido aquella
característica esencial que poseyó durante la antigüedad en nuestra tradición: su vitalidad.
Una vez que tienes que hacerte cargo de una ciencia que estudia el funcionamiento de una
naturaleza que ya no está viva (llámala mecánica, llámala necesaria o llámala como te
29
plazca), aparece una cuestión bien moderna: ¿cómo explicar, cómo hablar sobre la vida en
una naturaleza y entre cosas naturales que no han nacido, sino que han sido, por así decirlo,
matemáticamente programadas?
Entonces, la noción misma de contingencia crea, en el ocaso de su existencia, las
condiciones para que la naturaleza pierda no sólo la relación con Dios que le había sido dada
tan clara y explícitamente durante la Alta Edad Media, sino también una característica que
no guarda relación directa con lo cristiano: su vitalidad. El presupuesto de la ciencia moderna
es una naturaleza no-viva. Pero su pre-condición fue la liga entre el pulso vital de esa Natura
y la constante actividad creativa de Dios. Así que hemos de ser muy cuidadosos aquí porque
hablamos acerca de nuevas y profundas experiencias de comprensión que, según yo, son
frecuentemente descubrimientos gloriosos, adelantos hacia la asimilación del Nuevo
Testamento, pero que también abren posibilidades inéditas de perversión y detracción. Una
naturaleza contingente en su mediodía es gloriosamente vital, pero ya en el ocaso de la
contingencia es especialmente vulnerable, susceptible de ser purificada y esterilizada del flujo
de vida que posee. Tengo que ver la novedad de este concepto para distinguir plenamente lo
que se perdió en su ocaso y, finalmente, en la noche que siguió. Lo que fue arrastrado al
olvido no era únicamente la interpretación cristiana de la naturaleza, que yo expuse aquí a
manera de ejemplo. Las certidumbres mediterráneas clásicas más profundas acerca de la
naturaleza también fueron envueltas en la oscuridad de esta noche. Para enfatizar: una vez
que el universo es sacado de las manos de Dios puede ser puesto en las manos de la gente.
No podría haber sucedido de esta forma sin la pre-condición de una naturaleza en manos de
Dios en primera instancia.
30
Capítulo 4
Contingencia, parte II: El origen de la tecnología
En este punto quiero retomar una noción relacionada y, según creo, tan cargada de
implicaciones: la idea de causa. Es una idea que no ha sido suficientemente estudiada por los
historiadores; pero creo que en el siglo XII se suscitó un cambio en el significado de esta
palabra, que estaba conectada con la forma en que la intuición, el sentimiento y el
pensamiento sobre la contingencia permeaban lo social por aquel entonces. Hasta este
tiempo, cuando los filósofos hablaban acerca de la causa (señalo que estoy pronunciando la
palabra en latín porque quiero indicar que me refiero a la idea de causa tal y como era
entendida en aquél entonces) hablaban en la tradición de Aristóteles como les fue entregada
por conducto de ese gran político y semi-mártir que fue Boecio (480?-524?) y después por
Isidoro de Sevilla (560?-636), otro de los grandes puntales en la transmisión del significado
de palabras latinas a la Edad Media. Causa , en el esquema aristotélico, tiene cuatro
sub-divisiones. Está la causa efficiens, que se refiere a la fuente, razón o motivo de un suceso.
Si yo muevo este lápiz de aquí para acá, entonces yo soy la causa eficiente del movimiento.
Luego hay una segunda razón de por qué una cosa es lo que es, una razón a la que ya no
llamamos causa: la causa materialis, que se refiere al carácter de la materia de la cual una cosa
está hecha. Después viene la causa formalis, y se refiere al alma, al plan genético de una cosa
(el principio formal que le da a un cerezo su particular y característica madera, hoja, flor y
fruto). Finalmente, una cuarta razón para ser: la causa finalis; las cosas son lo que son debido a
que están ordenadas para servir a un fin determinado. Tienen un objetivo o un propósito
propio. Scientia , para el primer milenio cristiano, consistía en comprender lo que son las cosas
a la luz de esta estructura cuádruple.
Luego, en el siglo XIII algo inédito y extraño apareció en la filosofía. Hablaré de
filosofía primero porque son los filósofos quienes expresan la mentalidad y las certidumbres
culturales de su tiempo; pero, como verás en un momento, estoy hablando de la sociedad en
la misma medida que hablo de las ideas de un puñado de monjes ocupando las sillas de unas
31
cuantas universidades recién fundadas. Al principio del siglo XIII, la causa efficiens desarrolló
una nueva sub-categoría llamada causa instrumentalis, causa sin intención.
Pues bien, si tú me preguntas cómo fue que tropecé con este interesante desarrollo al
que, hasta donde sé, nadie ha concedido gran importancia, diría que ello ha sido porque nadie
ha tenido la suerte y la carga de estudiar filosofía escolástica siendo amigo de Carl Mitcham.
Carl Mitcham (no puedo evitar convocarlo aquí) es un hombre considerablemente
más joven que yo profesor en la Penn State University en la misma época en que yo lo fui, y
que posee un conocimiento extraordinariamente vasto acerca de quienes han escrito sobre lo
que hoy conocemos como la filosofía de la tecnología. Mitcham es una especie de geógrafo
universal en este campo, que puede decirte quién es quién y dónde está parado, qué río de
pensamiento discurre cerca y entre qué montañas es que su corriente fluye, y así… Cuando
McWrath le pidió que escribiera un artículo sobre la filosofía de la tecnología para el volumen
final de su Encyclopaedia of Philosophy, él respondió que la tecnología aún no había llegado a
penetrar el núcleo duro del pensamiento filosófico y la razón de ello estribaba en que los
filósofos (y yo agregaría a los historiadores) han lidiado con el concepto de “herramienta”
como si fuese primordial y hubiera estado rondando siempre por ahí. Mitcham ponía esto en
duda y, con él, yo aprendí a cuestionarlo también.
Soy autor de un libro llamado Tools for Conviviality, literalmente: “herramientas para la
convivialidad”. 6 Cuando escribí este libro, yo también creía que la idea de la herramienta
como un medio adecuado intencionalmente a un propósito arbitrario había estado aquí desde
siempre. Pero si observas detenidamente lo que ocurrió en el siglo XIII verás que esto no es
verdad. Ciertamente, Aristóteles dejó páginas magníficas acerca de artilugios de labor usados
por herreros, carpinteros u orfebres, pero de lo que habla es de los organa. La palabra organon
se refiere tanto a este lápiz como a la mano que lo sostiene. Mi mano sin el lápiz y mi mano
con el lápiz son, en ambos casos, organa . No había forma de diferenciar al lápiz de la mano.
Instrumentum poseía un significado eminentemente legal, pero no se trata del mismo
significado que actualmente tiene el término “instrumento legal”. No era posible todavía
distinguir la herramienta de quien la usaba. Sólo hasta el siglo XIII existió la causa
6
Cfr. En español, La Convivencialidad, Obras reunidas, Vol 1, México; Fondo de Cultura Económica
32
instrumentalis, definida como un subconjunto de la causa efficiens. Aquí está el inicio de la
posibilidad de meter en la misma caja, tal y como lo hice en La Convivencialidad , un
automóvil, una escuela, un escalpelo y un hacha, y distinguir algo común entre estos
elementos. En aquel tiempo, herramientas o instrumentos, en este nuevo sentido, eran parte
ya del discurso cotidiano. Esto se muestra en dos libros que aparecieron simultáneamente en
1128, De variis artibus en el que un monje, bajo el pseudónimo de Theophilus Presbyter,
escribe acerca de diversos instrumentos empleados por varios artesanos, y el Didascalicon de
Hugo de San Víctor. En este, Hugo habla acerca de la ciencia de la mecánica. Fue la primera
vez que alguien lo hizo. La palabra para mecánica en latín se deriva de la griega para
máquina, pero Hugo decide que su personaje, Dindimus, le otorgue al término una derivación
fantasiosa pero reveladora, argumentando que proviene de la palabra adúltero, moichos.
Moichos puede referirse a “echarse una cana al aire”, como se diría coloquialmente en
español, y el término puede aplicarse porque este nuevo tipo de causa efficiens, que no tiene
más propósito que obedecer a la intención para la que es usada, tenía, en sus inicios, un
carácter un tanto irregular, no muy legítimo. Las herramientas son auxiliares ilegítimas que
actúan en parte como Dios y en parte según las leyes de Dios.
Ahora bien, ¿de dónde vino esta idea para la que pienso que la contingencia fue una
pre-condición? La pregunta me fue contestada en la obra de un historiador bastante olvidado:
Theodor Litt, 7 quien hace como veinte años escribió un libro sobre los cuerpos celestes. Ya
he dicho que en los tiempos de Dante uno podía todavía suponer, con Aristóteles, que, en el
mundo supralunar, la contingencia –en su sentido de azar– gobernaba nuestros asuntos. El
azar regulaba el mundo de plantas y animales y distribuía impersonalmente las buenas y las
malas suertes o fortunas. Pero vino un tiempo en el que esta idea fue reemplazada por una
concepción radicalmente nueva, una que veía el Cosmos entero como dependiendo a cada
instante de una fuente personal y creativa. El Sr. Litt llevó mi atención hacia las limitaciones
de tomistas como Jacques Maritain y Étienne Gilson, quienes fueran mis maestros. Litt es
capaz de mostrar que cuando estos estudiosos citan a Tomás de Aquino hablando de los
movimientos de los cuerpos celestes, truncan sus afirmaciones para ahorrar a sus modernos
7
Theodor Litt, Les corps célestes dans l´universe de saint Thomas d´Aquin, Löwen, París, 1963.
33
alumnos el apuro y el bochorno de reconocer que Tomás asume como una realidad obvia el
hecho de que los ángeles gobiernan las esferas de los planetas y lo hacen por órdenes
expresas de Dios.
Una vez que terminé de compilar una lista de, tal vez, unas veinticinco de estas
desviadas y ligeramente avergonzadas afirmaciones de mis maestros, Carl Mitcham y yo
regresamos a Tomás y releímos sus enseñanzas acerca de los cuerpos celestes. Y lo que
descubrimos fue un universo en creación continua, yaciendo constante en manos de Dios, un
universo que desaparecería si las manos divinas desaparecieran, y necesario solo en la medida
en que dependía de la voluntad de Dios. Contemplar tal universo era cultivar un sentido de
contingencia, de haber recibido como un don, como una gracia, la propia existencia y la
existencia de todo lo que Dios ha inventado y hecho nacer; y tal sentido, en mi opinión,
saturaba la vida social. En un universo así concebido es preciso repensar el asunto de cómo
es que Dios gobierna el mundo. La cultura popular cristiana ya había sido imbuida en
seiscientos o setecientos años de ideas, imágenes y concepciones neoplatónicas que habían
pintado el universo como una especie de jerarquía gobernada por un rey más grande que el
mismo Carlomagno. En este gran fresco los administradores de la ley del poderoso rey eran
ángeles que habían asumido, en su nombre, el gobierno de las diferentes esferas planetarias.
Y los ángeles, como todos sabemos, son puro espíritu. No poseen materia, no son
seres carnosos, jugosos. Están hechos de fuego, de un extraordinario fuego que han tomado
de Dios. Así que a estos ángeles, como intermediarios, tenían que otorgárseles medios para
poder influir en el área de realidad material que les había sido asignada para gobernar. Estos
eran los así llamados cuerpos celestes. Y con el propósito de permitirle al ángel inmaterial
hacer contacto con la realidad a través de las esferas, estas tenían que concebirse como una
clase especial de causa efficiens, totalmente obediente al usuario intencional: el ángel. Por el
momento estoy bastante solo entre los historiadores de la ciencia, al señalar un mundo
engendrado en el espíritu de la contingencia como el origen de la concepción moderna de
tecnología. Lo único que puedo hacer es abrigar la esperanza de que este hermoso
descubrimiento estimule a otros a buscar la prueba o la refutación de algo que se revela ante
mí, pero que continúa siendo, científicamente, una hipótesis; de manera que si esto es
34
verdad, entonces existe una conexión profunda entre la aparición de las herramientas y las
maneras en que la piedad popular se explicó la relación entre el macro y el micro cosmos y la
forma en que tal conexión se expresó en la arquitectura, en la poesía, y en las maravillosas
miniaturas de la época. Si los ángeles manejan herramientas, ¿por qué no habrían de tener
herramientas o artilugios todos los oficios? ¿Por qué no sería legítimo hablar de las
herramientas de producción? ¿Por qué no debería ser posible pensar en los objetos de uso
cotidiano como productos de la intención humana y en el empleo de la tecnología adecuada?
A estas alturas debería estar claro que pienso que la relación entre la sociedad
tecnológica moderna y este descubrimiento de la herramienta es análoga a la relación entre la
muerte de la naturaleza y el descubrimiento de Natura como una creación continua y
contingente. Con el propósito de hacer pensable, imaginable, la experiencia mística de la
creativa y constante actividad de Dios, la gente comenzó a reflexionar sobre los
intermediarios que favorecieron las cosas para que un Dios-emperador administrara casi
bizantinamente el mundo. Y, como consecuencia, surgió la idea de que el pueblo de Dios
participaba de esta habilidad para hacer y usar herramientas. Tal fue la brillante idea de Hugo
de San Víctor.
Hugo supone que, en el principio, Dios colocó a los seres humanos que había creado
blandos, sin pelaje, sin garras, virtualmente desdentados, en un jardín paradisíaco en donde
tales características no serían desventajas; pero pecaron, tomaron la manzana del árbol
prohibido y la naturaleza cambió y se tornó inhóspita para ellos. Entonces, para darles la
oportunidad de sobrevivir en este nuevo entorno para el cual no habían sido creados, pero en
el que ahora tenían que vivir como castigo del pecado, Dios decidió acercarles un consuelo,
un remedium que aliviara las consecuencias de aquél, y con esto Hugo se está refiriendo a las
artes mecánicas de las que hablé anteriormente. Así como los ángeles tienen sus
herramientas, así también los hombres han aprendido ahora a ser tejedores y herreros,
carpinteros y zapateros, para protegerse del frío y poder andar por este mundo, tan lleno de
abrojos. Al imitar a Dios en el uso de instrumentos, los hombres no crean: solo hacen cosas
que son remedios necesarios de su condición desdichada. Tal es la interpretación de Hugo,
refinada, gloriosa y original sobre cómo y por qué la gente se convirtió en usuaria de
35
herramientas. Él escribió esto, como ya dije, a principios del siglo XII, un período de
extraordinarios cambios tecnológicos. No entraré en detalles aquí, pero la producción del
hierro se expandió enormemente y la fuerza del agua se aplicó por vez primera no únicamente
para hacer girar molinos, sino para impulsar los martillos que quebraban el mineral y las
máquinas que cardaban la lana para ser hilada y tejida en las proto-industrias de hombres
como el padre del mismo San Francisco, en Perugia. El desarrollo tecnológico era intenso,
pero la recién descubierta herramienta aún tenía un carácter medio oscuro, había en ella algo
no muy respetable. Los “mecánicos” (así los llamaban), los que sabían reparar molinos, eran
considerados todavía personas con un toque ligeramente sobrenatural, como si tuvieran
tratos con el diablo. Fue hasta el ocaso y la eventual desaparición del sentido de contingencia
que el mundo se deslizó de las manos de Dios para caer en las del hombre, y las restricciones
para el desarrollo tecnológico fueron cayendo también, de manera que la herramienta pudiera
ser glorificada sin reserva alguna, y se abrió la ruta hacia una sociedad totalmente
tecnológica.
“Muy bien, Iván”, dirás tú, “pero, ¿por qué rayos habría de interesar este asunto a
quienes estudian la filosofía de la tecnología?” Y yo te responderé de inmediato: Todos
aquellos autores reseñados en las bibliografías de Carl Mitcham, insisto, cada uno de ellos,
cree que la herramienta, artilugio, utensilio, aparejo, o como quieras llamarle a tal medio
independiente, es un concepto natural, obvio y eterno. Puedo probar esto, caricaturizándolo,
con una historia. Hace como diez años me llamó el director del Museo Nacional Bávaro, a
quien el Primer Ministro le había encomendado el proyecto de crear un “museo de la
escuela”. Al momento de su llamada, la mitad del diseño ya estaba terminada y, debido a
limitaciones presupuestales, no podía modificarse. Este hombre, el director, quería repensar
la segunda mitad del museo porque, gracias a la lectura de mi libro La Sociedad Desescolarizada ,
según dijo, había comprendido que la educación no era algo que la gente hubiera necesitado
siempre, y tampoco las “herramientas” eran algo que siempre hubiera existido. Él quería
colocar estas ideas en el centro de la reflexión en la segunda mitad del museo en prospecto.
Como resultado, tenemos que existe un museo en la Baja Baviera donde, por un lado, las
necesidades de educación y el concepto de hombre-usuario de herramientas se dan por
36
sentadas y, por el otro, en un estilo muy museístico, son cuestionadas. El asunto que quiero
señalar aquí es el que concierne a la primera mitad. Cuando entras al museo, lo primero con
lo que te enfrentas es un gran fresco donde ves a Madre Cromañón cocinando y a Padre
Cromañón tallando la Venus de Willendorf, esa maravillosa y gordita escultura femenina, la
más antigua que la arqueología europea ha encontrado, y, en ese proceso, a Pequeño Niño
Cromañón siendo instruido en el uso de las herramientas.
En fin, este es el tipo de cosas que yo espero de los educadores, pero de los filósofos
espero algo más. Y la perspectiva profunda de Mitcham realmente obliga a decir que la
herramienta, los artefactos, el acento que la sociedad pone en la instrumentalidad, su
preocupación por los medios de producción y de administración, son cosas que tuvieron un
inicio, que yo ubico en el curso del siglo XIII y hasta el XIV. Y todo lo que, en el ámbito de
la historia, tiene un inicio, tiene también un final. Si es verdad que “herramienta” es un
concepto específico de una época o período de tiempo, durante el cual ese concepto de
herramienta o de tecnología (como suele decirse más a menudo) se convierte en, quizá, la
más incuestionable de las certezas cotidianas, entonces se abre la posibilidad de hacer lo que
yo he intentado durante los últimos quince o veinte años: afirmar, o al menos establecer, la
hipótesis de que en algún momento durante la década de 1980, la sociedad tecnológica que
vio su amanecer en el siglo XIV, llegó a su fin. Reconozco que datar épocas implica una
interpretación y cierta ambigüedad a la hora de asignar comienzos y finales; no obstante, me
parece que la era de la tecnología ha dado paso ahora a la era de los sistemas, ejemplificada
en la percepción del mundo como un ecosistema, y del ser humano como un sistema inmune.
No me había percatado de este hito cuando escribí muchas de mis obras tempranas y siento
que he cometido falta al haber convencido a muchas buenas personas, que me leyeron con
toda seriedad, de que tenía sentido hablar de un sistema escolar como tecnología social, o
sobre el establishment (el sistema) médico como si se tratara de un aparato. Curiosamente, uno
de estos antiguos estudiantes míos, Max Peschek, un hombre que llegó tarde a la universidad,
que nunca terminó, y que ahora se gana la vida como maestro de tango en Bremen, ha estado
dirigiendo un seminario entre los suyos sobre el error fundamental de Iván Illich. Lo que
Illich no comprendió, según Peschek (y tiene toda la razón) es que cuando te conviertes en el
37
usuario de un sistema, te vuelves inevitablemente parte del mismo. Desapareció ya la
distinción entre la mano y el objeto que la mano manipula, que era un elemento esencial del
pensamiento del siglo XIII. Pensar el mundo, ya no en términos de causalidad, sino en
términos de análisis de sistemas, nos ha traído a una nueva era, a la que no podríamos haber
arribado si no hubiéramos salido de otra, la de la tecnología, la de las herramientas. Y lo diré
una vez más: la era de la tecnología no podría haber tomado la forma que tomó sin la
adopción, de toda una sociedad, durante cuatro siglos, del espíritu implícito de la
contingencia.
Verás que hasta este momento no he apuntado mi dedo hacia la
Iglesia, lo que sorprenderá al amigo que una vez preguntó: “Iván, ¿por qué cuando hablas del
siglo XII enfatizas tanto el papel de la Iglesia?”, al que respondí: “Es porque hablo solamente
de la Europa occidental, y durante ese tiempo no hay nada más”. Y claro que existe una
conexión con la Iglesia en este caso. El concepto de causa instrumentalis apenas habías sido
enunciado cuando los grandes teólogos de finales del siglo XII y albores del XIII comenzaron
a hablar de un nuevo dispositivo llamado “sacramento”, otra palabra con tufo a sacristía con
la que me arriesgo a espantar a mis lectores no católicos.
Si la presencia ritual de la Iglesia en una Europa cada vez más estructurada e influida
por ella tuviera que ser resumida por una sola misión, un solo mandamiento, este sería:
“omnia benedicere”. No había nada que no debiera ser bendecido, en el sentido de alabar a Dios
por haberlo hecho, por haber participado, intercedido: el recién nacido, la mujer que
sobrevive al parto, la ceremonia nupcial, el lecho para el matrimonio. Alabar a Dios por su
existencia. Benedicere también significaba poner algo especialmente bajo la protección divina.
Pedir a Dios no solo sostenerlo con una mano, sino también cobijarlo con la otra. Resulta
que he sido pupilo de un hombre que escribió un estudio en cuatro volúmenes sobre las
benedicciones en la Edad Media. Te sorprendería saber la cantidad de cosas que pueden
bendecirse (hasta la composta tenía su propia y especial bendición).
En el siglo XIII, los teólogos, siguiendo sin duda una vieja tradición, hallaron
extremadamente útil el término instrumentum para nombrar de entre todas aquellas
bendiciones, a siete tan especiales que requerían la categoría exclusiva de sacramentos.
38
Benedicciones y sacramentos se separaron. Las primeras podían ser pronunciadas por
cualquiera que fuera miembro de la Iglesia y deseara alabar a Dios y solicitara su favor para
atender algo en particular, ya fuera gente de casa, sacerdote o Papa. Los sacramentos son otra
cosa. Son acciones que requieren de un instrumento. Este es desplegado por un ser humano
para después ser usado por Dios mismo como un medio para conseguir, inevitablemente, un
cierto propósito. Tomemos el agua, por ejemplo: “Yo te bautizo en el nombre del Padre, y
del Hijo y del Espíritu Santo”, y ya soy miembro de la Iglesia, inclusive si quien me está
bautizando (y este es el caso extremo) es un pagano. La correcta aplicación de estos siete
ritos obliga a Dios a usarlos como causas instrumentales dirigidas al fin deseado. Los
sacramentos eran pensados como instrumenta divina y esta nueva concepción, esta nueva
consideración de los sacramentos, quedó en el centro de la renovación de la Iglesia para los
siglos que siguieron, desde el XIII hasta el XV, y de la discusión en el período de las guerras
religiosas que siguieron a la Reforma.
39
Capítulo 5
La criminalización del pecado
Para presentar el tópico de esta charla, primero debo presentar a Paolo Prodi, mi maestro en
este tema. Paolo y yo nos conocimos hace unos buenos treinta años, cuando él era becario en
el Instituto Woodrow Wilson en Washington. Ahí, a partir de nuestras conversaciones, me
encontré con alguien con quien, por vez primera, podía discutir un punto hacia el que
Gerhart Ladner, nuestro maestro común, nos había llevado. La preocupación de Ladner era la
idea de reforma (es autor de un libro que lleva ese título) idea que, a su sentir, no podría ser
comprendida sin que se asimilara primero la idea presente en el Antiguo Testamento de un
vuelco interior, un doble vuelco hacia adentro y en profundidad. Es esta la idea que en el
Nuevo Testamento se transforma en el concepto de la conversión, y la reconversión hacia el
Otro, hacia el amigo que es, por supuesto, Dios hecho hombre, pero a quien conozco a
través del que me muestra su rostro en ese momento. Ladner insistió en el mal sin
precedentes que podía resultar de este, igualmente inédito, compromiso de reforma. Creía
que para entender la historia de Occidente era esencial reconocer este mal y, al mismo
tiempo, advirtió que semejante reconocimiento solo era posible para aquellos que aceptaron
la radical novedad de la idea de reforma, tal y como se apropiaron de ella ciertas
comunidades monásticas que la adoptaron como una permanente práctica teocéntrica de
conversión mutua.
Con Paolo tuve la oportunidad de reflexionar con un hombre varios años más joven
sobre la forma en que la Iglesia occidental pretendió modelar jurídicamente las reglas
domésticas bajo las que las comunidades monásticas convivían. Esta pretensión de erección
canónica (y tal es el término técnico para ello) a partir de la vida de franciscanos y dominicos
era la única manera de preservar un cierto espíritu dentro de una forma institucional. Pero
produjo una profunda corrupción. Llevó, como ha llevado siempre históricamente, aún
dentro de la primera generación, a bajar la afinación del mensaje del fundador hasta un
registro menor y hacia una formulación abstracta de la melodía con la que él entonaba el
Evangelio. Ya hemos hablado de esto.
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Una y otra vez, a lo largo de nuestras vidas, Paolo y yo nos hemos encontrado. Él se
convirtió en un académico reconocido, catedrático de Historia en la Universidad de Bolonia,
fundador del Instituto Italo-Germánico de Estudios Históricos en Trento, rector de la
Universidad de Trento y presidente, muchos años, de la comisión que reúne a todos los
profesores de humanidades en Italia. Desafortunadamente, de las ochenta y dos entradas de
Paolo Prodi que pude localizar en el catálogo de la Biblioteca del Congreso, al cual puedo
acceder en línea desde México, solo una estaba en inglés. Me inclino ante la autoridad de
Prodi en el tema que voy ahora a abordar y tengo la certeza que está en lo correcto; digo esto
habiendo leído a sus críticos y seguro de que no estoy permitiendo que la amistad deslumbre
mi inteligencia crítica. Sin embargo, difícilmente me atrevería a decir lo que voy a decir si él
estuviera mirando sobre mi hombro, porque voy a tomarme libertades que no son ni
académicamente legítimas ni necesariamente amables. Estoy seguro de que si él lee esto
después, será indulgente conmigo.
Quiero hablar acerca del siglo XII, un período que distingo como una articulación
histórica. Algunas de mis razones son subjetivas. No hay otro período histórico en el que me
sienta más directamente relacionado con los autores que han pervivido. En mi larga relación
con estos autores he venido rumiando, intrigado siempre, su manera extraordinariamente
fresca de plantearse el lenguaje y los conceptos. La docta escritura de este período era, en
enorme medida, todavía latina; no obstante, habían comenzado a aparecer diferentes
literaturas vernáculas. Pero se trataba de un latín que en nada se parecía al tosco e
insuficiente latín de cocina e Iglesia del siglo XI. Existió un renacimiento, no como el de los
humanistas del siglo XV, que querían regresar al latín clásico modelando sus maneras a partir
de Cicerón y Tito Livio. Los escritores del XII inventaron un nuevo estilo de latín adecuado a
lo que tenían que decir, y lo hicieron hermosamente. ¿Cómo ocurrió? Resulta un misterio, y
pocos estudiosos están siquiera al tanto de ello. El siglo XII puede interpretarse como un
punto de quiebre. Ya sé que los historiadores eligen el tema sobre el cual escribirán su poesía,
y que algún investigador más versado en el tiempo de Carlomagno reclamará lo propio para el
renacimiento carolingio, pero creo que aquí realmente tenemos un hito. Es el tiempo, como
ya dije, del nacimiento de la noción de herramienta. Es también el tiempo en el que la idea de
41
texto se desprende de la página real, ese objeto plagado de palabras engomadas, y se
convierte en algo más general, más inmaterial. 8 Y es el tiempo (para abordar finalmente mi
tema) de la criminalización del pecado.
Ya hemos hablado sobre el pecado como un nuevo tipo de mal que proyectó su
sombra sobre la posibilidad cristiana de hallar a Dios en el rostro del otro. Esta nueva clase de
amor hizo posible una nueva clase de traición, muy personal, y demandó una práctica inédita
de perdón mutuo y comprensión entre aquellos que aceptaron este evangelio. Durante los
siglos VI, VII y VIII, el pecado se asoció con hacer penitencia. Luego, en el siglo XII, la
Iglesia, por razones que exploraré más adelante, encontró deseable definir la traición íntima
hacia Dios o hacia el amigo como un crimen.
Quiero observar tres temas que tocan este movimiento de criminalización o
legalización del pecado en el siglo XII: la historia del juramento, la historia del matrimonio y
la forma en que la institución de la confesión devino mecanismo sobre el cual sostener los
cimientos del Estado moderno. Mas debo pedirte, antes, que recuerdes que en mis
exploraciones sobre cómo la religiosidad materializa nociones no pensadas previamente, las
hace consistentes y sugestivas, estoy hablando de un contexto occidental y, hasta este punto,
enteramente europeo. Incluso la cristiandad ortodoxa queda fuera de este desarrollo
occidental, por lo menos hasta el siglo XIX, cuando los zares rusos decidieron que ellos
querían tener una Iglesia propia y tan buena como la del Papa.
Recuerda también, que lo que diré surge de una conversación continua con un par de
docenas de personas, Prodi entre ellos. Hablaré de este grupo como un “nosotros” ya que
reconozco que como intelectuales tenemos la tarea de intentar comprender la densidad
cultural de nuestro tiempo explorando sus axiomas formativos ahora desaparecidos. Esto
solo puede hacerse estableciendo una cierta distancia del presente e intentando mirar al hoy
con ojos del siglo XII. Por ejemplo, si entablo una conversación imaginaria con Pedro
Abelardo (1079-1144?), debo negarme los presupuestos que permean las palabras que uso
hoy. Tal conversación imaginaria puede ser un recurso heurístico extraordinariamente
8
Illich escribió bastante acerca de la apariencia de lo que el llamó “el texto visible”. Particularmente en su obra En el
Viñedo del Texto; en ABC: The Alphabetization of the Western Mind; y en “A Plea for Lay Literacy” en En el Espejo del
Pasado.
42
efectivo, pues me obliga a una mirada crítica cum grano salis, con una pizca de sal, como dicen
los romanos, sobre cada palabra que uso para conversar hoy en día. Esta mirada profunda al
presente a través de los ojos de gente que tuvo fe puede revelar aquello que permanece
oculto para quienes sondean el pasado con los instrumentos abstractos de las ciencias
sociales contemporáneas.
Una observación final preliminar para aquellos que piensan que más que historiador
soy un novelista que resulta que sabe mucho latín y ha leído un montón de literatura
secundaria sobre el siglo XII, además de las fuentes primarias: Admito que soy un firme
creyente en lo que usualmente se llama tradición. Existe un lazo físico, carnal, que me une a
generaciones previas, y este lazo es el que convierte mi quehacer sobre la Historia en algo
más que solo un dragado memorioso. Al colocarme en la tradición de los pensadores del XII,
estoy abierto a la búsqueda de la perfección cristiana, al florecimiento de los dones del
Espíritu Santo que animaron a aquellos hombres. Cultivaron una caridad que no podía haber
sido financiada mediante impuestos, una caridad que expresaba un amor más libre de lo que
hubiera sido posible sin el ejemplo de Cristo. Ellos sintieron que habían sido invitados a amar
a Dios en la carne, a Dios hecho hombre como el hijo de María. Esta fue la fe sobre la que
edificaron los conceptos y las certezas con las que vivieron.
Debo comenzar mi exposición señalando ciertos cambios tecnológicos que ocurrieron
en Europa en aquel entonces, porque subrayan el quiebre en la religiosidad cristiana que
ocurrió en el siglo XII. Se inventó el collar de pecho, que optimizó la fuerza de arrastre de los
caballos y permitió que estos reemplazaran a los bueyes, más lentos, en el arado de los
húmedos, profundos suelos de Europa. Este incremento en la velocidad, en el rango y en la
eficiencia, significó que los campos podían estar situados más lejos del hogar y los
cultivadores podían vivir reunidos en villas y, aún así, tener al alcance sus tierras. Tal
consolidación llevó al establecimiento de parroquias, cuyo centro era la iglesia parroquial. La
vida rural cristiana dejó de ser un estilo de vida disperso en diminutos caseríos para
transformarse en una vida centrada en lo comunitario. En el habla común, la parroquia vino a
significar la comunidad, y creo que en el argot legal la palabra aún se usa para referirse a una
entidad secular.
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Las prácticas religiosas eran un componente intrínseco de este nuevo sentido de
localidad. Por ejemplo, había devociones especiales a partir de reliquias: “Tenemos el brazo
derecho de tal o cual mártir, y te daremos un fragmento de este si estableces tu pueblo,
amistoso y propicio, pero lo suficientemente apartado del nuestro como para no interferir con
nuestros asuntos”. Los días dedicados al culto de cierto santo se convirtieron en días de
vendimia. La religiosidad, los campos semánticos y los conceptos se entretejen y entrecruzan.
Este tapiz de religión y sociedad es el que da al campesino europeo su carácter especial, bien
diferenciado de ese del labriego del Nuevo Mundo. En este ambiente fue que la Iglesia
desarrolló prácticas orientadas a dar soporte y estabilidad a las prácticas cristianas de
vecindad y projimidad. Prácticas que sobrevivirían en un mundo sin villas, sin caseríos, y en
el cual ya no tuvieron la misma aplicación.
Es en este nuevo mundo de parroquias en el que observamos un cambio asombroso
en la naturaleza de los juramentos. Aquí estoy siguiendo estrechamente el argumento de una
gloriosa ponencia de Paolo Prodi. Ya para el siglo XIII, juramentar era un acto de una
importancia sin precedentes en la cultura europea. En el siglo XII, por ejemplo, la Iglesia
definió la formación de la célula básica de la sociedad, es decir, la familia, como un contrato
asumido por dos personas libres que se elegían mutuamente y confirmaban tal elección por
medio de un juramente ante Dios. Tal juramento convierte el matrimonio en un (así llamado)
sacramento que lo coloca bajo el sello y la protección de Dios. Para darnos cuenta de cuán
sorprendente es el hecho de que la juramentación se convirtiera en una entidad cristiana, en
una práctica cristiana (ahora estoy hablando como discípulo de Prodi, y que él me perdone)
hay que recordar que en el Nuevo Testamento no existe nada más absolutamente prohibido que
el jurar. Permíteme citar los versos del Sermón de la Montaña que encontramos en Mateo,
Capítulo 5, en la Biblia de Jerusalén: “Habéis oído también que se dijo a los antepasados: No
perjurarás, sino que cumplirás al Señor tus juramentos. Pues yo os digo que no juréis en
modo alguno: ni por el Cielo, porque es el trono de Dios, ni por la Tierra porque es el escabel de
sus pies; ni por Jerusalén porque es la ciudad del gran rey. Ni tampoco jures por tu cabeza, porque
ni a uno solo de tus cabellos puedes hacerlo blanco o negro. Sea vuestro lenguaje: Sí, sí, no,
no: que lo que pasa de aquí viene del Maligno”. Estamos frente a otra innovación subversiva
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en el Nuevo Testamento. La importancia del juramento era tan clara y tan fundamental como la
existencia de un umbral en el que yo podía acoger a un huésped o las fronteras locales que
permitían ubicar la naturaleza de la virtud en un sitio particular. Era, si quieres, una de las
bases del sentirse humano, una constante antropológica. Parece que todas las culturas
conceden la posibilidad de otorgar un peso especial a una afirmación, a un pronunciamiento
al expresar claramente que va mi propia carne y mi sangre en lo que digo. Las mujeres
típicamente toman su cabello entre las manos al jurar; un hombre quizá se lleve la mano a las
pelotas, o tomará un puño de su propia tierra al prestar juramento. El normando se aferra a su
nave. Por medio del juramento, encarno mi propia declaración.
De manera que la prohibición total de juramentar expresada en el Nuevo Testamento es
algo radicalmente nuevo y lo que quiero es comprender por qué y en qué contexto es que
Jesús lo prohíbe. Lo hace en el contexto del pacto entre Dios y su pueblo. La Alianza del
Antiguo Testamento consistió en el juramento de Dios a Abraham. Es su prerrogativa tomar
juramento y, entonces, establecer a Abraham y a sus descendientes como su pueblo. La gente
no jura por el nombre de Dios. Dios se encarna en la palabra de sus profetas y en su pueblo.
El Nuevo Testamento prolonga esta alianza pero excluye al juramento. En lugar de ligar al
pueblo mediante un juramento, la Nueva Alianza propone su reunión a través del Espíritu
Santo. Este es un hecho histórico, no es teología o predicación, y se entendía de una manera
muy física. El apogeo del rito cristiano y su ceremonia todavía consiste en una comida
comunal de pan y vino, un symposium, que en los primeros siglos era también una conspiratio, es
decir, la aspiración del aliento del otro. Esto hacían los cristianos. Se reunían para comer e
intercambiar un beso en la boca. Así compartían al Espíritu Santo y se convertían en
miembros de una comunidad, en carne, en sangre y en espíritu; y mientras este ritual
permaneciera como la forma básica de constituir comunidad, no había necesidad de conjuratio,
es decir, de establecer comunidad mediante juramento común. Por tanto, es sorprendente
hallarnos con que el juramento se convirtió en un componente de la ley romana solo hasta el
tiempo de uno de los primeros emperadores cristianos, Teodosio, cuyo Codex reconoció el
juramento como instrumento legal.
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Prodi examina las razones de esto. ¿Cómo pudo suceder, cómo es que la gente pudo
extenuarse bajo el enorme peso impuesto a la palabra ordinaria de tener que ser siempre
verdadero y cómo esto pudo conducir a institucionalizar sus compromisos mutuos al
convocar a Dios como testigo del juramento? Esta re-introducción de los juramentos alcanza
un punto altamente significativo en el siglo XII, durante el feudalismo, que se basó en la
conjuratio, o juramentación. Fue entonces cuando la relación de amor en su forma suprema, es
decir, la de un hombre y una mujer comprometidos entre sí y para siempre sobre el modelo
del Evangelio fue transformada en un acto jurídico por medio del cual comenzó a existir una
entidad llamada matrimonio. Dios, citado como testigo, deviene, por así decirlo, el
instrumental necesario de este acto jurídico. La lealtad cívica de las ciudades europeas en
expansión se concebía en los mismos términos: como un contrato sellado por un juramento
testificado por lo divino. Entre los siglos XIII y XV, esta conjuratio (juramento común) en
presencia de Dios otorga a la ciudad europea su particular cualidad de sacralidad que alcanza
su culmen cuando Girolamo Savonarola (1452-1498) expulsa a los Medici de Florencia e
insiste en las bases divinas de la vida de la ciudad en la conjuratio de sus habitantes.
Me sorprende que los historiadores medievalistas realmente no hayan notado esto.
Cuando hablan del surgimiento en Europa del contrato social durante el siglo XII y hasta el
XIV, y que constituyó después un modelo para el estado moderno en el Renacimiento y de
ahí hacia el siglo XIX con el establecimiento del Estado-nación, ubican los orígenes de estas
sociedades en la conjuratio de burgueses y artesanos, juramento que permitió regular sus
intercambios y comercio bajo la protección de un señor feudal. Pienso que el surgimiento de
este tipo de sociedad puede discernirse incluso más tempranamente, y yo apuntaría en
particular hacia el Cuarto Concilio de Letrán (1215), cuando el matrimonio fue definido de
esta nueva manera.
Si alguien se ha percatado de la novedad de este tipo de matrimonio es el antropólogo
Jack Goody, quien viajó por el mundo como un cazador de mariposas reuniendo las diversas
formas del matrimonio y escribió párrafos maravillosos sobre cómo se realiza de lugar en
lugar: si el matrimonio es arreglado por los padres o por los tíos, si se requiere del
consentimiento de los dos involucrados, y así. Después, cuando regresó a Inglaterra, siendo
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ya un hombre mayor, se dio cuenta de que el pensamiento occidental acerca del matrimonio
es señero. No había existido jamás y no podía ser hallado en ninguna otra parte del mundo.
Nunca antes había ocurrido que Juana llevara a Juan a su casa y anunciara a su padre: Juancho
es el hombre con quien me voy a casar. El asunto de unir en matrimonio a Juana y a Juan había
sido hasta entonces cosa entre patriarcas o asunto entre familias o mediadores. Era
impensable la idea del matrimonio como un acto libre y personal, modelado de acuerdo a
aquella libertad del espíritu recibida a través de la Parábola del Samaritano. Así que Goody
acudió a sus amigos medievalistas para pedir su ayuda para escribir un libro sobre el
matrimonio medieval. El resultado9 fue un hito extraordinario, pero el libro estaba también
plagado de errores, lo que aprovechó la mayoría de los eruditos para desestimarlo. “¿Qué
sabe Jack Goody acerca de la Edad Media?”, dijeron. Sus prejuicios los privaron de leerlo
cuidadosamente.
Dentro de la perspectiva del Evangelio, el adulterio adquirió una posición sin
precedentes. En la historia de Susana y los viejos, en el Libro de Daniel , ella hubiera sido
legalmente lapidada de haber sido encontrada culpable de tentar a los dos hombres que
observaban su desnudez mientras se bañaba en el estanque de su jardín, pero ningún judío
podría haberle imputado pecado en el sentido moderno. En las enseñanzas de Jesús hasta el
más secreto de los adulterios imaginados es visto como una infidelidad ofensiva no sólo para
tu esposa, sino también para Dios, para Cristo, en quien estamos unidos en la carne por
medio de su acto de amor. Entonces, en el siglo XII, tal infidelidad, plena de pecado, se
transformó en un crimen. El voto, el juramento matrimonial, legaliza al amor, el pecado
deviene categoría jurídica. Cristo vino a liberarnos de la ley; el cristianismo ocasionó que la
mentalidad legal fuera llevada al corazón mismo del amor.
No pretendo aquí imputar culpa o error a los teólogos y abogados de la Iglesia que
reconceptualizaron la unión entre un hombre y una mujer como un matrimonio cristiano en
los siglos XII y XIII. Lo que intento enfatizar es aquello que Jack Goody observó: la total
novedad de la idea de que un hombre y una mujer asumen un contrato mutuo que define y
traza los asuntos del acceso íntimo del uno hacia el otro; precisamente es de esto de lo que
9
Jack Goody, The Development of the Family and Marriage in Europe, Cambridge University Press, 1983.
47
hablaba el concilio lateranense. La idea de que los hogares se fundan en la elección libre de
un hombre y una mujer es un signo que marca una época en la formación del individuo como
tal. Se trata del primer intento de otorgar a la mujer una posición equivalente frente al
hombre y de atribuir a los dos miembros de la pareja las mismas capacidades legales y
fisiológicas. El matrimonio es arrancado de la montadura familiar y comunitaria en la que
había permanecido incrustado y se coloca en las manos directas del individuo. Tal es la base
de la idea de que las entidades sociales comienzan a existir mediante un contrato mutual.
Quiero también señalar el hecho de que en esta nueva legislación del matrimonio
aparece, por vez primera en la historia (hay buenos investigadores que se han hecho cargo del
tema), la noción de que la aceptación femenina es tan importante como la voluntad y el
deseo del futuro esposo. En la antigua Roma, cuando uno hablaba del consensus no se refería a
otra cosa que al padre preguntando al hijo: “¿Así que quieres irte a vivir con Flavia?”. En el
caso de la mujer, es sólo hasta finales del siglo IX, principios del X, que aparece la
posibilidad de que el padre, la familia o los tíos pregunten a Flavia si ella efectivamente está
de acuerdo. De tales fechas tenemos un ejemplo y se trata de una mujer aristócrata de
Bretaña que solicita al Papa que la libere del yugo de su abusivo marido argumentando que
siempre se resistió a la idea de convertirse en esposa de ese hombre. Hasta donde llega mi
conocimiento, la primera declaración hecha por una mujer sobre su condición de esposa por
virtud de su propio consentimiento es la que expresa Eloísa en una de sus cartas a Abelardo.
Para entonces ya era una monja, pero le escribe que era, y sería por siempre, su esposa, pues
había consentido libremente a su relación. Si yo tuviera el talento, escribiría una novela
acerca de Abelardo y Eloísa y en mi novela habría una escena en la taberna parisina en la que
Abelardo cantaba sus canciones. Por ventura, el viejo monje Graciano, el que codificó por
vez primera el Derecho Canónico, llegando a París desde Bolonia, se encontraría presente en
la taberna. Sería testigo de la entrada de Eloísa, quien, habiendo escapado por una ventana
de la casa del tío, llega hasta allí buscando a Abelardo para explicarle su revolucionario
concepto del matrimonio. Según yo, sería gracias a la conversación, escuchada por
casualidad, que el gran jurista Graciano llegaría a formular la idea de que el matrimonio es
creación del libre consenso entre un hombre y una mujer.
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Sin embargo, para regresar a mi tema principal, diré que Prodi me ha prometido que,
si puedo esperar otros siete años, me obsequiará con el manuscrito terminado de un libro en
el que planteará que esta increíble criminalización del pecado es precisamente la clave para
entender los conceptos políticos occidentales de los quinientos años que siguieron. Mientras
aquella promesa se hace realidad, solo puedo ojear algunos capítulos que ya muestran cómo
fueron ocurriendo las cosas. Parte de la explicación concierne a las luchas que ocurrieron
durante los siglos X y XI por el poder de la investidura (la Querella de las Investiduras). Este
es la capacidad de nombrar (investir, pues) a un obispo; y tanto el Papa como el emperador
reclamaban para sí, y en exclusividad, tal poder. Este fue, además, un período importante en
la historia legal, durante el cual comienzan a distinguirse las dos jurisdicciones separadas, la
del Papa y la del emperador. Dos cortes, dos esferas jurídicas. Esto ocurrió justo durante ese
momento del que te hablaba antes, cuando las parroquias comienzan a existir y Europa se
transforma en un paisaje de campanarios, dejando atrás aquel otro de caseríos; campanarios y
torres en las que muy pronto aparecerían los relojes.
Los campanarios se levantaban al tiempo en que la Iglesia, los Papas de ese tiempo,
comenzaban a fijar un nuevo rumbo hacia lo que hoy se llamaría trabajo pastoral. Por el año
de 1215 hallamos en los pronunciamientos de ese Cuarto Concilio de Letrán del que hablé
hace un momento, una sentencia que en distintos momentos de mi vida ha sido de gran
importancia. Se lee de esta forma: “Todo cristiano, hombre o mujer, acudirá una vez al año a
su pastor y confesará sus pecados pues de lo contrario enfrentará el castigo de irse al infierno
en un estado de grave y doloroso pecado”. Esto codificó un quiebre drástico con relación a
las prácticas anteriores que eran, hasta entonces, de confesión pública y de penitencia
pública. Otra nueva ley sanciona como mala conducta mayor la divulgación por un sacerdote
de lo escuchado en confesión. Es notable para alguien como yo, interesado en la universidad
y sus procedimientos, que las implicaciones de estas nuevas regulaciones jamás hayan sido
consideradas como un tema de relevancia para las diferentes disciplinas históricas. Un rasgo
significativo de esta sentencia es que distingue claramente mujer y hombre, más que solo
dirigirse a todo cristiano, lo que le otorga a la mujer un nuevo reconocimiento ante la ley.
También identifica al pastor como alguien que, en secreto, juzga o asume una posición
49
jurídica frente a cada cristiano, hombre o mujer. De una forma enteramente nueva, el perdón
del pecado se transforma en acto jurídico, organizado bajo un modelo jerárquico que
desciende desde el campanario hasta alcanzar los corazones de la gente; esto crea una corte
más compleja y mucho mayor a la que cualquier emperador hubiera siquiera imaginado crear.
Se revela con mayor claridad cuando consideras la idea, que también surge en ese tiempo, de
los pecados reservados, es decir, pecados demasiado graves como para ser manejados por el
magistrado local, y que tenían que ser enviados al superior, al obispo.
Entonces, se creó una estructura de estado jurídico y el pecado fue convertido en
algo que podía ser manejado dentro del ámbito de la justicia criminal. Pero esto también
involucró un nuevo concepto del forum internum, el fuero interno, en virtud de que uno, en
confesión, se acusa a sí mismo. Si, tal y como yo lo hice esta mañana, buscas la palabra forum
en algún texto que verse sobre historia de las leyes, te dirá que durante este período el forum
ecclesiasticum, el fuero papal, y el forum civile, el del emperador o el del noble, se separan. Sin
embargo, mucho más significativo resulta el hecho de que a la gente se le comenzó a enseñar
lo que es un fuero al instruirla en el deber de acusarse, con auténtico pesar, por haber
ofendido a Dios, y manifestar el deseo de enmendarse. Crear tal sentido del fuero interno o
conciencia constituye un enorme giro cultural del cual no me había percatado hasta que Prodi
metió mi nariz en ello.
Como sabes, escribí un libro llamado En el Viñedo del Texto, donde argumento que el
desarrollo de la conciencia está ligado al nuevo predominio de la escritura alrededor de esta
misma época. La conciencia fue concebida como una especie de escritura íntima, un registro,
y esta idea se reforzó con la aparición de estatuas al interior de las iglesias, que representaban
demonios escribientes que registraban los pecados de la gente, y también por la imaginería
que pintaba el Juicio Final como la lectura del libro de todos los pecados. Prodi me hizo
titubear a la hora de atribuir todo esto a la aparición de una nueva clase de texto. Para él, la
primera implicación de la idea de un fuero interno es que la ley gobierna ahora lo que es
bueno y lo que es malo, y no lo que es legal o ilegal. La Iglesia se convirtió en una norma
cuya violación condujo a la condena en el infierno. Un fantástico logro, y yo sostengo que
50
una de las más interesantes formas de perversión de aquel acto de liberación respecto a la ley
que representa el Evangelio.
No quiero ser interpretado como alguien que habla en contra de la confesión. Yo
mismo la practico. Lo único que pretendo es indicar un momento crucial en la
transformación de la impiedad que cometo al traicionar al amor, que es lo que pecar significa,
en un crimen susceptible de ser juzgado al estilo jurídico y dentro de un marco institucional.
Todo aquel que entienda lo que digo como una toma de posición respecto a la
discusión en boga sobre la práctica de la confesión en las distintas iglesias que la mantienen,
extravía el significado de mi argumento. De hecho, considero que durante los últimos
quinientos años, el uso acertado y sabio del confesionario ha sido, por mucho, el modelo más
benévolo de alivio para el alma, de guía pastoral y de creación de un espacio íntimo, interior,
para la conversación profunda, centrada en mis sentimientos de falta, de culpa. Es
incomparablemente mejor que cualquier cosa que yo haya visto hasta ahora en mi servicio, e
incluyo mi experiencia con la psicología moderna.
Hay algo más que me parece interesante resaltar acerca de ese requisito de la
confesión anual, y es la manera en que los fieles lo sortearon. El Concilio concedió la
posibilidad de que la gente no deseara confesarse ante su propio párroco y, por ello, le
permitió hacerlo con algún otro sacerdote. Los cristianos hicieron uso abundante y masivo de
esta disposición con tal de evitar confesarse ante el pastor que vivía entre ellos. La fundación
de las llamadas órdenes mendicantes, los franciscanos y los dominicos, proveyeron dos
grandes contingentes de frailes con el poder de escuchar confesión en cualquier sitio al que
llegaran a predicar, de manera que ellos se convirtieron en los principales confesores.
Pero volvamos a la elocuente sentencia enunciada en el Cuarto Concilio de Letrán.
Esta impone el deber de la confesión tanto a mujeres como a hombres. Como ya dije, esta es
la primera declaración importante de la igualdad legal de la mujer. Esta igualdad también se
refleja en la nueva definición de matrimonio del mismo Concilio, que lo establece como un
contrato al que se accede en libertad y con conocimiento pleno, por un hombre y una mujer,
ya no por el dictado de la familia o del entorno, y que constituye una realidad legal con
soporte celestial. Tal definición es, simultáneamente, una declaración sobre la individualidad,
51
una acerca del surgimiento de la conciencia y una que observa la equidad legal entre hombre
y mujer.
Alguna vez tuve ocasión de discutir este punto con Michel Foucault, quien trabajaba,
en ese entonces, en su Historia de la Sexualidad , y yo sugería que la posibilidad del sexo
realmente vino a existir con el establecimiento de esta equivalencia legal entre hombre y
mujer, en la que cada uno es metido en el mismo cajón, como individuos con una conciencia.
Hasta este momento el género dividía a hombres y mujeres en categorías inconmensurables.
Las costumbres masculinas y las femeninas eran diferentes. Las infidelidades sólo podían
juzgarse dentro de los contextos de los dos géneros que, unidos, conformaban el pueblo. El
contrato matrimonial los colocó en el mismo nivel del terreno y, como resultado, el pecado
de adulterio devino crimen sin distingos de género.
El Cuarto Concilio de Letrán de 1215 pertenece al Alto Medioevo y es uno de los
grandes sucesos de su tiempo, pero yo sostengo que además es un evento clave para
comprender lo que ocurrió a principios de la modernidad, durante lo que se llama la
Contrarreforma. Este período arranca con el Concilio de Trento, que sesionó por treinta años
intentando adaptar la doctrina católica a un contexto marcado por la aparición de iglesias
competidoras, tanto como por el surgimiento de una visión inédita del poder eclesial. Por
primera vez en la historia, los obispos delegados a dicho Concilio se reunieron como
representantes de la Iglesia, ya no como representantes de la cristiandad, como había sido
siempre el caso desde los concilios en la antigüedad de la primera Iglesia. Sesionaron no solo
como creyentes, sino como magistrados. Y discutieron los asuntos de una iglesia en la que
había comenzado a desmoronarse la frontera entre reglas y doctrina. Dejó de existir una
distinción clara entre el sentimiento personal de ser pecador, sentimiento que va más allá de
sentirse culpable, y el sentimiento de culpa resultante de la desobediencia a las reglas de la
Iglesia. Se creó el fuero interno y la gente comenzó a sentirse atada a las leyes de la Iglesia.
Por esto resulta difícil desprender y separar los pronunciamientos legales de los dogmáticos
que el concilio produjo, y así lo ha mostrado su gran historiador Hubert Jedin.
En este Concilio, que tuvo su sede en Trento, en la Italia del norte durante la
generación posterior a Lutero, la Iglesia Católica se presentó a sí misma como una societas
52
perfecta , como una Iglesia de base legal, cuyas normas obligaban la conciencia de sus
miembros . Esta auto-definición era la expresión del pensamiento legal y filosófico de ese
tiempo, que comenzaba a representarse al Estado en los mismos términos –es decir, como
una sociedad perfecta–, cuyos ciudadanos interiorizan las leyes y la constitución del Estado y
las tienen por demandas de la conciencia. En otras palabras, a través de la criminalización del
pecado se sentaron las bases para una nueva forma de sentir la ciudadanía: como un mandato
de mi propia conciencia. La Iglesia preparó el sustrato al abolir, o al menos adelgazar y hacer
permeable la frontera entre lo que es verdadero y lo que es ordenado; y, con base en ello, el
Estado pudo después reclamar una lealtad fundada en la conciencia.
Creo que existe un paralelo entre el argumento que estoy desarrollando aquí y aquel
en el que he planteado anteriormente cómo el espíritu de la contingencia acarreó la muerte de
la naturaleza. En ese caso yo afirmaba que la doctrina de la contingencia, en la que el mundo
se concebía como tendido a merced de la voluntad de Dios, permitiría más tarde arrebatarlo,
sacárselo de las manos a Dios y, en consecuencia, la naturaleza perdería no solo la intensidad
que le venía de ser una creación continua, sino su misma vitalidad, su ser-vientre-que-vive,
cualidades que jamás antes habían sido puestas en duda. También dije que no puedes
realmente entender las ciencias modernas y la tecnología si no eres capaz de verlas como una
perversión del espíritu de contingencia. De manera que ahora mi argumento es que, si
queremos comprender la idea de patria de los siglos XVII, XVIII y XIX, la idea de tierra de
nuestros padres, la idea de lengua madre, a las que debemos sagrada lealtad, la noción de pro
patria mori, morir por la patria, el concepto de ciudadanía como algo a lo que mi conciencia
me obliga, es preciso entender la aparición del fuero interno durante la Edad Media.
También quiero decir brevemente, y como conclusión (prometo que retomaré esta
cuestión de manera más extendida en nuestra próxima sesión), que la criminalización del
pecado confrontó al cristiano a nuevos miedos, un tema del que he aprendido mucho leyendo
a un historiador francés llamado Jean Delumeau, quien se ha dado a la tarea de estudiar la
transformación del miedo ocurrida entre los siglos XII y XIX en una serie interminable de
gruesos volúmenes. Como he dicho antes, la Encarnación vuelve posible la existencia de un
nuevo tipo de traición. El cristiano es llamado a ser fiel no a los dioses ni a las reglas que
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rigen la ciudad. Es llamado a ser fiel a un rostro, a una persona y, consecuentemente, la
oscuridad a la que él permite entrada al romper su fe adquiere un sabor totalmente nuevo.
Tal es la experiencia del pecado. Es una de confusión frente a la bondad inconmensurable, al
bien infinito que, no obstante, ofrece siempre la posibilidad de la dulzura de un llanto que
expresa pena y confianza en el perdón. Esta dimensión del fracaso, de la falta, que es tan
íntima, tan personal, cambia a través de la criminalización y por la forma como el perdón se
convierte en una cuestión de remisión legal. Una vez que el pecador es obligado a buscar la
reducción jurídica de su crimen, su pena y su esperanza en la misericordia de Dios pasan a un
segundo término. La legalización del amor enfrenta al individuo a nuevos miedos. La
oscuridad adquiere nuevos contornos: el miedo a los demonios, a las brujas, a la magia. Y la
profundidad de tales miedos también se expresa en la esperanza que se concede a la ciencia
como el medio para desterrar esas sombras. En mi fichero he clasificado el tema con este
encabezado: “OVNI, objetos voladores no identificados”, un evidente anacronismo; pienso
que el fenómeno que agrupo bajo este título es casi un resultado inevitable de la
criminalización del pecado. Estos miedos son recursos fáciles que el político explota, y
Delumeau sostiene que configuran una de las vías que el poder del Estado ha utilizado para
consolidarse. Es un tema al que regresaré.
54
Capítulo 6
Temor
Más de una vez hemos hablado acerca de lo que ocurre con la idea de la virtud cuando es
bañada por la luz de la nueva libertad que permite al samaritano salirse de su propio entorno
para recoger al judío medio muerto que yace en la zanja. Como el núcleo de la historia que
narra Jesús es que aquel que ayudó al hombre caído en desgracia era un extranjero, incluso un
enemigo del judío, tal vez hoy podríamos llamar a aquel samaritano un “intolerable y violento
palestino”. En el mundo clásico, las virtudes eran inculcadas mediante la repetición
voluntaria y prevista de buenas acciones que crearían el hábito de un buen proceder. En el
contexto cristiano, la virtud adquirió un nuevo significado. Como cristiano sé que la práctica
de mi virtud precisa de ayuda. En definitiva requiere de la ayuda, o la gracia, de Dios; sin
embargo, cualquier lector razonable, frente al Evangelio, entenderá que esta ayuda divina se
me ofrece a través del otro, de ese que me muestra su rostro. Así voy yo, concretamente, al
encuentro del Señor. Esto es algo íntimo que estoy compartiendo ahora contigo, y realmente
me abochorna decirlo frente a estos micrófonos que has dispuesto sobre mi mesa de trabajo,
aquí en Ocotepec. No obstante, me atrevo; no es que me arriesgue. Me atrevo. Me atrevo a
permitir que la gente escuche cómo le hablo a un amigo.
Y ahora las virtudes. Llevo cuarenta años leyendo y releyendo lo que los grandes
pensadores del siglo XII plantearon sobre este tema. Lo que ofrecen es un hermoso análisis
psicológico de cómo es que las virtudes pueden florecer cuando recibimos dones especiales.
¡Y una de esas virtudes, flor y gracia del Espíritu Santo, se llama temor! Pretendo situarme en
una tradición para la cual el temor correcto no sólo es un comportamiento virtuoso
desarrollado paulatinamente gracias a una práctica sostenida, sino es, además, algo que puede
elevarse al estado de don del Espíritu Santo. El temor es una gracia. De manera que, antes de
retomar nuestra conversación sobre la criminalización del pecado y la forma en que este
genera ansiedades, depresiones, preocupaciones, miedos, incomodidades, y sentimientos de
desamparo en un mundo oscuro e impreciso, no olvidemos que es posible hablar del temor en
dos sentidos.
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¿Cómo puede el temor florecer como virtud? Mis buenos maestros lo explican a partir
de esta distinción dual: el timor filialis y el timor servilis. Cuando digo timor filialis ofrezco mis
manos tendidas, como un hijo que dice “Que nada se interponga entre tú y yo. Temo ser la
causa que permita que algo interfiera entre nosotros, padre”. Recuerdo a un amigo que casi se
desmaya cuando le dije esto por primera vez. Para él, los padres deben temerse, pero sólo con
timor servilis, el temor del siervo, del sirviente. Cuando quiero explicar este timor servilis a los
niños, antepongo un hombro y ambas manos frente a mi rostro, en una postura que grita:
“¡No me pegues!”.
Una sabiduría extraordinaria subyace en el cultivo del timor filialis, el temor de que yo
pudiera hacer algo o permitiera que algo ocurra y obstaculice el camino que andamos juntos
aprendiendo a conocernos, a amarnos, a soportarnos; y al mismo tiempo, en el
reconocimiento de que el timor servilis es también legítimo. Tu paciencia conmigo dejaría de
ser una gracia si yo no temiera merecer un puntapié, no sería un don sin mi temor a merecer
que me des la espalda porque te has cansado de mí.
El temor servil, el miedo del esclavo a ser golpeado, y merecerlo (vamos a asumir esta
afirmación por el momento), es altamente racional; merezco una paliza si me comporto de
cierta manera. Mucha gente que conozco, gente un poquito más joven que yo, cree que
nunca ha merecido un golpe. Conozco también padres tremendamente temerosos de que su
mano pueda resbalar y golpear a su hijo. Y conozco profesores de psicología y jueces que me
dirán que, si esos padres lo hicieran, estarían cometiendo un crimen. Muchos han renunciado
a la idea de que el desarrollo del timor servilis pudiera ser algo bueno; de que si te comportas
de cierta forma te mereces un puntapié o la ira y la condena de tu vis-à-vis. Pero en el
momento en el que abandonas ese temor asumes las consecuencias de tus impropias o bajas
acciones. Si llego a creer que únicamente una institución remota, ajena por completo a mí,
puede repartir cierto tipo de corrección, y no precisamente socrática, sino que me toca y me
lastima, entonces ya he negado un componente delicado y frágil de mi relación contigo: mi
vulnerabilidad frente a ti, que eres la persona a quien quiero amar y quiere amarme. El deber
de un padre de corregir a su hijo puede ser aceptado como bueno (no digo que como
legítimo) únicamente por su propio hijo, quien ha aprendido a temer la mano del padre. No
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hablo aquí sobre los abusos socialmente aceptados, como la violencia hacia la esposa o los
castigos corporales escolares de práctica común, como el uso de la llamada “caña” para
azotar colegiales, tan asociada a las escuelas inglesas. Lo que sugiero aquí a las generaciones
jóvenes es la idea de que no deben temer ser temidos por sus hijos, en tanto precondición del
amor filial.
Existe una profunda interdependencia en el temor filial y el temor servil. Necesito
saber que mi ofensa fue personal, que mi ingratitud fue personal, el desencanto que produje
fue personal, y no debería eliminarse corriendo al confesionario, al psicólogo o al psiquiatra.
Solo si tengo frente a mí a quien persiste en recordarme: “Hijo, me ofendiste”, puedo vivir en
permanente atención para evitar que nada obstaculice mi encuentro con el otro que pasa
junto a mí. Tal atención requiere de ese fundamento de temor y temblor (estoy escorzando
aquí, abreviando, y sé que no puedo evitar ser malinterpretado, incluso estaré escandalizando
a algunos). Si es preciso elegir una sentencia del Antiguo Testamento como blasón, mi escudo
de armas sería: “Timeo dominum transeuntem... ”. Temo que el Señor pase de largo. Temo que
ese momento me sobrepase y este camino nuevo que se abrió para mí desde la Encarnación
se pierda. Este es el polo opuesto del temor de que haré algo que merezca ser excluido de tu
amistad. Es preciso comprender lo que acabo de decir antes de dirigirnos hacia las formas en
que la criminalización del pecado modeló el temor; por ejemplo, el miedo al infierno y otras
fantasías diabólicas del siglo XIV.
Te había reseñado, ya, algunos de los terrores que aparecieron durante este proceso
de criminalización. El corazón de cada persona se vuelve un foro abierto, el corazón se
incorpora a la sociedad de una forma inédita y nace el ciudadano moderno. La idea del
infierno se vuelve más prominente y crece el temor frente a éste. El demonio asume su
extraña personificación, que va de la mano de la des-encarnación del hombre, de la pérdida
del cuerpo del hombre. Eso es lo que llamo OVNIs, y expresan el miedo al vacío que resulta
de moverte desde el patrón ordenado de los cielos hacia la gélida red de geometría
subyacente en Descartes. Otro ejemplo es el miedo a las brujas.
Estos fenómenos extienden su presencia a lo largo de un corredor del palacio de mi
memoria. Con interés creciente, ahí he guardado referencias al infierno en una habitación; en
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otra, consulto sobre apariciones diabólicas. Detrás de otras puertas encuentro a los ángeles
que gobiernan las esferas, ángeles guardianes y serafines. Ahí está ese extraordinario amigo
mío, Gabriel; también los demonios, porque son ángeles caídos. Pero la puerta que realmente
quiero abrir ahora está marcada con esta inscripción: Culpa .
Durante el siglo del que soy testigo (el siglo XII), observas la aparición de un nuevo
tipo del “ser yo mismo”. Comienza a desaparecer aquella primera persona, ese Yo, que
siempre fue un singular de Nosotros, y en su lugar aparece un nuevo Yo, protegido por un
extraño muro de privacidad que se levanta y corre apenas a unos centímetros de mi nariz. Tal
es el Yo que necesito para sobrevivir en una sociedad moderna; y es precisamente el que debo
abandonar si quiero entender aquel Yo de quienes lo consideran un Nosotros en singular, y no
al Nosotros como el plural del Yo. Este vino a existir cuando la Iglesia impuso un orden
jurídico sobre la noción de mí mismo y estableció un fuero interno. Esto inició una nueva
época de miedo. Y digo miedo, no temor, porque quiero hablar de presencias y poderes
oscuros.
Permíteme tratar de explicar en qué me estoy metiendo, y espero que resulte:
seguramente tú has leído en el Evangelio el recuento de las tentaciones de Jesús y
probablemente conoces algunos de los magníficos intentos literarios que pretenden
comprender e interpretar la escena poéticamente o en novelas y ensayos. El demonio vino y
se llevó a Jesús desierto adentro. Las Escrituras llaman a este demonio Satán, que significa El
Tentador. Y lo que este Tentador pretende de Jesús es, en última instancia, que adore al
poder, a los poderes mundanos. Jesús le replica “Adorarás sólo a tu Dios, no al poder”; y con
estas palabras, el Nuevo Testamento crea la atmósfera cósmica en la que el samaritano se atreve
a poner un pie fuera de su cultura y desafiar a los espíritus guardianes de su Nosotros. Puede
trascender esas limitaciones extendiendo la mano hacia el judío a pesar de que su Yo es el
singular de ese Nosotros. En cierta forma, él es más fuerte que el más poderoso de todos los
demonios, que cualquier fiera guardiana o dragón; que todo horror y amenaza que en el
mundo que precedió a Jesús custodiaba aquel Nosotros.
A este respecto, el musulmán está bastante cerca del cristiano. Cuando el musulmán,
cinco veces al día, se encomienda en esa solitaria, pero siempre comunal, oración hacia la
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Meca (una práctica que me resulta de lo más atractiva) también está modelando su alma para
comprender lo mismo que estoy diciendo aquí: el que cree queda libre del terror que custodia
la unidad del nosotros. Al rezarle a Allah, el todo misericordioso (palabra que remite
literalmente al origen amoroso de la matriz) el creyente arraiga literalmente su yo en esta
relación. Ya que Dios ha tomado a su pueblo en una relación nupcial, que es la misma en
Mahoma que en Jeremías, puedo levantarme aquí en el nombre de Dios y decir “No temo al
mundo, solo temo crear obstáculos y solo temo lo que merezco aún cuando sé que Él me
perdona y no seré castigado”. Mi esfera íntima, mi atmósfera interior y mi horizonte no son
de terror, sino de unión con el creador del universo, que se hizo hombre para hacerme divino.
Como dijeron los Padres de la Iglesia, la otra cara del misterio de la ensarkosis, Dios
haciéndose carne, es el misterio de la apotheosis, el hombre divinizado. No debe temer a los
poderes oscuros, a menos de que él, libremente, se subordine a ellos. Y lo puede hacer, y lo
hace, mediante la traición, mediante lo que llamamos “pecado”. A la luz de la fe, uno mira al
pecado como la traición del amor para el que fui hecho, que va más allá de lo que podría
haber esperado históricamente. El pecado es un paso atrás, un retroceso voluntario, deseado,
de retorno al temor a los poderes cósmicos. Solo el pecador cae de regreso hasta un mundo
de poderes que lo oprimen, despojado ya de la defensa cultural que representan las creencias,
los rituales y tradiciones que cada “nosotros” histórico obsequia. El pecador, tan distinto al
“hombre malvado” del pasado o de otras culturas, es uno que cae en manos de los poderes de
este mundo sin esperanza de retorno a ese nosotros que él mismo trascendió cuando aceptó la
posibilidad de lanzarse más allá de sus propios límites.
Es así como interpreto metafísicamente, ontológicamente si quieres, la fuente, el
origen de los miedos modernos: la nueva oscuridad, la nueva soledad, el nuevo sentimiento
de ser abandonado, las nuevas formas de desesperanza y sentido de pérdida, de
desorientación, la pesadilla que ya no es la yegua de las antiguas tradiciones tan
magníficamente evocada por Robert Graves. 10 Hablo aquí en nombre de una tradición que ha
impulsado el cultivo y florecimiento del temor de que yo podría pisar la senda equivocada y,
con ello, tender una sombra en nuestra relación, oscurecerla, interrumpirla y quizá hasta
10
Ver: La Dios blanca de Robert Graves, Madrid, Alianza Editorial, 1948, donde analiza los temas mitológicos y
folklóricos evocados por la palabra nightmare, literalmente “yegua de la noche” que designa una pesadilla. [T]
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romperla: depende de mí. Solo si puedes entender esto es posible reconocer el cultivo del
temor al azote como algo racional y adecuado frente a mi debilidad, mi vulnerabilidad, mi
egocentrismo, mi mortalidad. Y solo si puedes entender este doble cultivo del temor es
también posible comprender la evolución que ha sufrido el temor en las sociedades
occidentales una vez que la Iglesia redefiniera el pecado como un asunto legal, más que como
una ofensa personal, dejando al pecador a merced de la interiorización de una culpa de nuevo
cuño.
En el tiempo presente es posible que el temor haya mudado de cualidad otra vez.
Hemos transitado desde la revelación de la indescriptible, incomprensible capacidad del
hombre industrial de generar horrores que presagia Kafka y que Paul Celan expresó
magistralmente en su poesía, hasta la era del Prozac. Y no me refiero expresamente al
medicamento, sino a la tendencia que indica esa química convertida en instrumento de
manipulación de la psique. Somos testigos de una era en la que quizá sería útil prever, dar
rostro, a nuevas vertientes de oscuridad. Imagina el grado de impotencia de una persona que
se ha deslizado hasta concebirse a sí misma como un sistema inmune. Imagina la nueva
experiencia de la muerte para quienes se controlan a sí mismos mediante químicos o a través
de obsesiones psico-dietéticas. O imagina la audacia de atreverte a ser tragado por el riesgo.
¿Cómo es que podemos siquiera nombrar ese malestar que más arriba llamé “oscuridad”? No
es el blues, ni la saudade, o les gouffres (abismos, dirían los franceses). Estos son espacios sin
asideros visibles más allá del límite que, creo, hemos cruzado en los últimos veinte años, y
para los cuales no estamos intelectualmente preparados. Ya no es el diablo, sino el sistema
operativo, el se sienta sobre mi vientre.
Todo lo que tuvo un inicio tendrá un final y los diversos temores prevalecientes
durante los ochocientos años que duró lo que llamo “la era de la tecnología” ahora estarán
dando paso a nuevas formas de desorientación. Donde otrora negras nubes anunciaban a los
jinetes del Apocalipsis, amenazadores pero un tanto inasibles, algo muy nuevo ha aparecido.
La novedad de esa contemporánea pérdida de la libertad radica en que se relaciona
fundamentalmente con la promesa del Evangelio de una libertad sin precedentes.
60
¿Recuerdas que tuvimos la ocasión de estar juntos en Oslo, en una conferencia
organizada por Nils Christie11 sobre la expansión de las prisiones? Era una situación de locura
estar ahí, con numerosos directores de sistemas penitenciarios exponiendo cómo sus sistemas
generaban más crímenes, más delincuencia, y admitían que se trataba de una especie de pozo
sin fondo por el que se fugaba el presupuesto estatal, y luego argumentaban que no podía ser
de otra manera y, con todo eso, cómo seguían sintiéndose culpables de mantener sus
posiciones de responsables de los sistemas carcelarios en Rusia o en Texas (no hay
diferencia). Querían saber qué impresión me había causado lo ahí expuesto. Y les respondí,
“Los veo como los organizadores de un ritual que crea un mito”. El ritual en el que todos
participamos, ya sea pagando impuestos o llamando a la policía, genera en las personas la
convicción de que hay gente menos libre que lo que uno es. ¿Por qué resulta eficaz esto?
Porque uno de los horrores más profundos del hombre moderno es el reconocimiento de que
ese temor interno, que no sabe con qué asociar, hace una farsa de su libertad.
Una de las razones por las que tú y yo nos involucramos en el proyecto de estas
conversaciones era explorar la cuestión de saber a qué es necesario renunciar para poder vivir
en el mundo presente. No me refiero a la clase de renuncia que predican los radicales de la
Deep Ecology o la que preconizan los maestros del placer New Age, a través de la que puedo
gozar de más diversión o vivir una vida más encantadora. Hablo aquí de una clase de
renuncia que ha sido, desde el principio, pre-condición lógica de la práctica del amor.
Me parece que estaría partiendo de un registro muy alto si comienzo a hablar ahora de
la exigencia absoluta que Jesús planteaba a los que, viniendo de un judaísmo ponderado y
práctico, querían unirse a su pequeña secta: Renunciabas a la necesidad de pertenecer al
nosotros para poder encontrar tu yo. El Gólgota, ese sitio a las afueras de Jerusalén donde fue
clavada la cruz, se convirtió en el símbolo de esa renuncia. Al igual que en la tentación Jesús
renunció a cambiar el mundo a través del poder. Los cristianos que lo siguen no tardan en
11
Criminólogo noruego y viejo amigo de Iván. La conferencia internacional a la que se refiere tuvo lugar en Oslo en
1995. Tenía el propósito de llamar la atención sobre la grave emergencia política que suponía el crecimiento acelerado
del número de presos en todos los países occidentales. Para David Cayley esta conferencia supuso el punto de partida
para la serie radial de diez horas llamada “Prison and Its Alternatives”, CBC Radio, 1996, y posteriormente la
publicación del libro The Expanding Prison: The Crisis in Crime and Punishment and the Search for Alternatives, Toronto:
House of Anansi, 1998.
61
descubrir que los pequeños ejercicios de renuncia (esas cosas que podrían hacer y que ya no
hacen aunque sean legítimas) constituyen un hábito necesario que debo interiorizar para
practicar la libertad.
Qué hermoso e inocente era ese mundo en el que la gente aún podía practicar esa
renuncia, por ejemplo, al no comer sopa de pollo los viernes. Todavía recuerdo ese mundo.
No tenía mucho sentido en la Europa de la Segunda Guerra Mundial cuando de por sí la
carne estaba racionada y yo me olvidé de ello. Pero cuando llegué a Nueva York me hallé
con que la gente tenía realmente puesta su atención en la práctica de no comer carne los
viernes. 12 Y durante las seis semanas de la cuaresma elegían privarse de algo a lo que les
fuera difícil renunciar, como práctica para lograr abstenerse de otras cosas. Recuerdo a mi
jefe durante los primeros días de la primera cuaresma que pasé en los Estados Unidos.
Estábamos sentados juntos a la mesa para desayunar y él se mostraba más gruñón que nunca.
Pregunté un par de veces:
–Señor, ¿hice algo mal?
–¡No!
–¿Lo he ofendido?
–¡No!
–¿Se siente mal?
–¡Sí!, es cuaresma y tengo que privarme de fumar mi puro.
Bueno, divertida forma de llevar a cuestas su renuncia, castigándome, pero me
encanta pensar en todo esto porque me recuerda la clase de cosas a las que podemos
renunciar en el mundo moderno, no porque deseemos una vida más bella o mejor, sino
porque queremos ser conscientes de cuán atados estamos al mundo así como es y hasta qué
punto somos capaces de arreglárnoslas sin ellas. La cantidad de cosas innecesarias se ha
multiplicado hasta tal punto que resulta difícil asignarle a ese cúmulo un perfil social.
Algunas personas se abstendrán de escribir cartas desde una computadora, y no porque esté
mal o porque les desagrade responder correspondencia a la velocidad del e-mail . Otros se
12
En 1951, Iván llegó a Nueva York para asumir el curato de la parroquia de la Encarnación, en el Alto Manhattan,
justo al norte del puente George Washington. Iván contó ya esta historia en David Cayley, Iván Illich in Conversation,
84-85.
62
privarán voluntariamente de los servicios médicos o, como alguien que conozco, renunciarán
a la garantía de que sus hijos obtengan un grado académico.
La certeza de que puedes, de que eres capaz de “desprenderte-de” es una de las vías
más eficaces para auto-convencerte de que eres libre, no importa qué peldaño ocupes en la
escalera intelectual o en la emocional. Los límites auto-impuestos brindan la base, la
preparación, para discutir la renuncia colectiva, al interior de un grupo de amigos o en el
vecindario. Lo he visto y soy testigo. Para mucha gente que sufre de miedos profundos y de
un sentido de impotencia y despersonalización, la renuncia ofrece una ruta simple de retorno
a sí mismo que se eleva sobre los límites restrictivos de este mundo.
Y tal renuncia es especialmente necesaria en el mundo actual. Las viejas formas de
tiranía se impusieron sobre la gente que aún sabía cómo subsistir. Podía perder los medios
necesarios para esa subsistencia y ser esclavizada, pero con ello no se hacía menesterosa. Con
el inicio de la producción capitalista, en los talleres de hilado y tejido en la Florencia de los
Medici, se engendró un nuevo ser humano: el hombre necesitado, el menesteroso, destinado
a ser la base que organizara una sociedad cuya función principal consiste en satisfacer las
necesidades humanas. Y las necesidades son mucho más crueles que cualquier tirano.
63
Capítulo 7
El Evangelio y la mirada
Durante los primeros cuatro años de la década de 1990 centré mis lecturas y mi docencia en
la historia de los sentidos. Al hacerlo tomé ventaja de la inocente, ingenua libertad que me
concedió la renuncia a cualquier cargo universitario permanente. Cuando me invitan como
profesor huésped realmente puedo elegir enseñar lo que desee, sin restricciones que darían un
tema o un método impuesto por los anfitriones. Así que, ¿cómo llegué a la decisión de que
sería importante en los años finales de mi vida dedicar una fracción significativa de mi
tiempo a este tema? ¿Por qué quería intentar comprender los sentidos, escuchar, ver, oler,
tocar, caminar, sentir… situándome en el pasado?
Quería hacer esto porque, de alguna manera, tenía que explicar cómo pueden
satisfacerse los sentidos en culturas de subsistencia donde prácticamente no existe
circulación monetaria o de mercancías. Quería entender cómo los médicos, trabajando desde
la tradición galénica, brindaban bienestar a la gente sin necesariamente sanar sus
enfermedades. Si hoy llego al doctor y le digo: “Deme algo para sentirme bien”, él dirá:
“Primero vamos a averiguar qué enfermedades tenemos que eliminar”. Pero lo que yo quiero
es decirle: “Olvídese de lo que llama enfermedad, quiero vivir, quiero sentirme bien”.
Me percaté de que, con vistas a entender el pasado en su realidad, tenía que
internarme en la historia del cuerpo. Este ha sido un proyecto importante para varios amigos
míos, particularmente para Bárbara Duden, 13 quien ha estudiado la percepción del cuerpo
femenino en siglos pasados. Queda claro que cuando la gente de otras épocas hablaba sobre,
por ejemplo, el equilibrio, se estaba refiriendo a algo que percibía en términos bien distintos a
los que construye la persona moderna, que se monitorea a sí misma bajo las potentes
lámparas del entramado médico. De manera que, para apuntar hacia ese “algo” que la gente
experimentó como una característica sensual de la vida cotidiana, me enfoqué en la historia
de la mirada.
13
Bárbara Duden es profesora en la Universidad de Hanover. Fue en su hospitalaria y a menudo abarrotada casa en
Bremen donde Iván vivió cuando permanecía en Alemania. Ella trabajó estrechamente con Illich durante los últimos
veinte años de la vida de éste, y tal colaboración ha quedado plasmada en sus escritos. En Inglés: Barbara Duden, The
Woman Beneath the Skin; y Barbara Duden, Disembodying Women.
64
La actividad de los ojos ha sido entendida de maneras muy diversas en las distintas
épocas. Euclides la comprendía de un modo, de otro modo lo hacían en la antigua Alejandría,
de otro más en la Europa medieval, y ni qué decir de la perspectiva de la ciencia moderna.
Yo desde hace tiempo sospecho que cuando la gente se miró entre sí, o miró ese mundo que
le circundaba, lo que varió no fue solo su comprensión de lo que miraba, sino también lo que
experimentó. Por ejemplo, pupilla en latín, palabra de la que proviene nuestra pupila ocular,
se refería a esa imagen diminuta de mí mismo que puedo hallar reflejada en tu ojo cuando te
miro. Esta forma de entender la mirada era al mismo tiempo una forma de vivirla.
Mi conocimiento del griego clásico es insuficiente para acometer una investigación
por mi propia cuenta, pero finalmente me topé con un libro acerca de la historia de la mirada,
de Gérard Simon, que confirmó mis sospechas. 14 Simon me hizo comprender que ninguno de
los teóricos clásicos de la óptica, como Euclides, por ejemplo, se hizo cargo de los efectos de
la luz como sí lo haría un físico moderno. Ellos trataron con la actividad misma de ver.
Cuando hoy pensamos en un espejo, pensamos en un objeto que refleja los rayos de una
fuente de luz. Pero casi hasta el año 1000 el espejo se consideraba un misterioso artilugio,
peligroso, pues quebraba el rayo ocular de la persona que miraba en él. Tal rayo ocular era la
proyección activa del observador, era la vía por la que su vista captaba las cosas del mundo.
Cuando los ópticos de la antigüedad observaron cómo una vara introducida en el agua
aparecía partida ante sus ojos, entendían que era la superficie del agua lo que había roto el
rayo visual que emanaba de los ojos y no de manera opuesta, es decir, como una fractura de
la luz. Cuando hablaron de la clase de línea que puedo mirar en el vuelo de un ave (digamos
que una golondrina pasa volando muy cerca) hablaron de la distracción de mi rayo visual.
Sentí que Simon era alguien en quien podía confiar y, así, no emprender mi propia
investigación. Para mi satisfacción, él planteó que hasta el año 1000 existió una ciencia de la
opsis, palabra griega que no se refería al término óptica con el que la relacionamos hoy, sino a
la acción de mirar. La opsis se hizo cargo de lo que hacemos con nuestros rayos visuales. Me
sorprendió que Simon afirmara esto con tanta claridad, y es que, entre los extraños títulos
que he descubierto olfateando y peinando bibliotecas y librerías, hay un singular diccionario
14
Gérard Simon, Le regard, l´être et la apparence dan l´optique de l´antiquité, Paris: Éditions de Seuil, 1998.
65
dedicado enteramente a referir citas griegas sobre la luz. Parece que prácticamente nadie se
interesó en adquirirlo (de un tiraje de 500 ejemplares, 300 se quedaron almacenados) pero lo
que es extraordinario, a la luz de la afirmación de Simon, es el hecho de que el autor de este
diccionario no se percató de que el acto de mirar, para los griegos, no estaba concebido para
nada sobre las líneas modernas; más aún, ahí se describe explícitamente como una erección
de la pupilla . Amorosa como pueden serlo otras erecciones. Al mirarte te acaricio con mis
ojos. Digamos que si miro tu rostro, mi rayo sobre tu superficie recoge el color que el sol
destaca. Mi rayo y tu color entonces se mezclan y retornan a mí cuando retiro mi rayo hacia
la parte interior, líquida y cristalina, de mi ojo, lugar donde la imagen es comprendida.
“Muy bien, Iván”, dirás, “aquí estás ostentando conocimientos de anticuario muy
interesantes, pero ¿qué tiene que ver todo esto con el asunto que estamos tratando?”. Nos
reunimos para discutir mi opinión, que creo muy plausible, de que con el Nuevo Testamento
surgieron nuevas formas de percepción, no sólo de concepción. Creo que tales formas han
tenido una influencia definitiva en nuestro estilo de vida occidental, y han modelado la
manera de relacionarnos unos con otros y nuestras definiciones acerca de lo que es bueno y
deseable. También creo que esta influencia ha estado mediada por la Iglesia, cuya autoridad
está basada en su afirmación de que habla en el nombre del Nuevo Testamento. Según yo, la
Iglesia pretendió salvaguardar la nueva traída por el Evangelio, institucionalizándola, y de esta
forma se corrompió. Tal era la tesis que íbamos a explorar ¿Entonces, a qué viene lo del rayo
visual?
El corazón del Nuevo Testamento es el mensaje de que el Infinito, el Bueno, el Sabio, el
Poderoso, Aquel cuyo nombre los judíos no pronunciarían, ese Allah… ahora finalmente
permíteme decir: Dios no sólo se hizo palabra en boca de sus profetas, también se hizo carne
en el vientre de una muchacha. La carne que Juan, el apóstol, recuerda con lágrimas en los
ojos: la que tocó cuando recostó su mejilla en el hombro de Jesús quien presidía la Última
Cena, es la carne del hombre-Dios. Por esto la humana carne adquiere una nueva dignidad.
Los seres humanos se vuelven dignos de un respeto nuevo, y no en tanto que son entidades
sociales, sino en la medida que son personas singularmente encarnadas.
66
Más allá de lo que se vierte en el Nuevo Testamento, los cristianos siempre han creído
que la Iglesia misma es un cuerpo, que gana plena existencia por el alimento sacramental de
los cristianos y por el agua del bautizo que representa su inmersión en ese nuevo cuerpo. En
la liturgia de la misa lo compartieron comiendo de él y compartieron su espíritu mediante el
beso en la boca que era parte de las primeras celebraciones cristianas de la Última Cena del
Señor. Lo que vino a existir en esa celebración fue un cuerpo, y no en el sentido abstracto por
el que hablamos, por ejemplo, del cuerpo general de la obra de Shakespeare, o del cuerpo de
un edificio, sino un cuerpo de carne y sangre verdaderas.
Más adelante voy a desarrollar la idea de que la gente moderna en su mayoría vive en
el que llamo el cuerpo iatrogénico, producto del diagnóstico médico. En los últimos
trescientos años hemos estado perdiendo el sentido del cuerpo que la gente tuvo una vez. Y
acaso será lo que mis extrañas lecturas me han hecho pensar, pero creo que esta pérdida se ha
venido agravando afectada por los discursos de juristas, de filósofos y teólogos que
interpretan al cuerpo sólo abstractamente cuando se refieren a los órganos del Estado o al
cuerpo del Estado. Recuerdo cómo se escandalizó un amigo mío cuando recibí la visita del
embajador que me traía una invitación de M. Giscard D’Estaing para participar en cierta
reunión. La carta decía: “Les organs de la présidence désirent se mettre en contact avec monsieur. Honi
soit qui mal y pense”. 15 No había malos pensamientos en la cabeza de la secretaria diplomática
que escribió tal cosa. Ello sólo muestra en qué medida había perdido el sentido de lo que era
un “cuerpo”.
En mi búsqueda y mi afán por comprender más claramente lo que alguna vez fue
“cuerpo”, enfocarme en la historia de la mirada me pareció especialmente propicio por la
forma en que el acto de mirar alguna vez fue percibido: una cópula física con el objeto de mi
mirada. Tal estudio también me brindó una ruta de reflexión sobre la ruptura entre el cuerpo
y el alma, la desencarnación que a mi juicio es característica de tiempos más modernos. Mas,
si hablo acerca de esta desencarnación como una progresión histórica que recoge un período
de más de dos mil años, reconozco que, frente a una escala así, el historiador es más un poeta
o un novelista. E igual que un novelista proyectando sus capítulos al tiempo que vierte su
15
“Vergüenza de aquél que de esto piense mal”.
67
intuición psicológica en el molde del libro, debo definir épocas dentro de aquella progresión.
Así es que el primer capítulo de mi estudio se hace cargo de la era de la opsis, la edad de la
pupilla eréctil. La época siguiente queda bien descrita por Johannes Kepler (1571-1630),
quien habla de la luz como si de un correo postal se tratara, como de un jinete, un mensajero
imperial, trayendo, con cada rayo de luz, las noticias del mundo hasta mis ojos.
Y ahora estamos viviendo una tercera época. Me resulta difícil hallar palabras para
describirla. En este nuevo mundo me veo confrontado por imágenes constantes, persistentes.
Imágenes televisivas, imágenes computarizadas, publicidad, representaciones gráficas de
cantidades, y la lista sigue. Y podría argumentar que durante los últimos quince años el mirar
se ha convertido en algo bien distinto a lo que, en la línea del modelo de Kepler, fue la
recepción de imágenes que los mensajeros de la luz traían hasta mi interior. Este mirar ha
mutado, más bien, en una forma de participación en mundos virtuales en los que uno, de
hecho, penetra las imágenes en movimiento y virtualmente se convierte en la forma real de la
objetividad. Tales son los pasos en la despersonalización de la mirada.
En tanto la mirada se consideró una acción dirigida por la voluntad, fue vista como
una cuestión de decisión moral, y tan susceptible de ser entrenada como el habla o la
escucha. Opsis, según Euclides, no trata solo de un estudio intelectual, es también puntal de
un comportamiento moral apropiado. Uno aprende la duda ante la apariencia: ¿Acaso el
objeto de mi mirada es un reflejo, una imagen en espejo, o realmente es que lo toco?
¿Alcanzo mi destino, los ojos de ese Otro, o me distrae esa sustancia acuosa del aire,
interviniendo entre nosotros, desviando mi rayo visual de lo que quiero encontrar, de lo que
quiero amar? La de la opsis fue la era de la mirada moral. La óptica sentaba las bases para el
uso moral, apropiado, de los ojos que buscaban, tocaban partes concretas, corpóreas.
Si abres un viejo libro, cualquiera, que hable de ascesis, cualquier libro que te enseñe
a meditar o a vivir en presencia de Dios, es decir, el tipo de libro que se miraba
condescendientemente hace cuarenta años y que hoy se redescubre como pleno de
sofisticación psicológica más allá de lo que el sufismo y los maestros Zen puedan brindarnos;
si abres tales libros observarás que la custodia oculorum, la guarda del ojo, es siempre un
capítulo mayor. Este te dirá cómo hay que guardar bien al ojo de mirar lo equivocado, de ver
68
ya no la visión interior, sino lo que los griegos llamaron phantasticon, que se refiere a los
sueños, a las apariciones, espíritus creados por mis propios deseos. Existía una fuerte
creencia en una especie de sentidos interiores, fuente real de experiencia real (puedo
asegurarte que esto pervive con fuerza en los pueblos de México); esta creencia entre los
ascetas condujo a un intento cuidadoso de entrenar a la juventud a cuidar bien de su mirada.
En el segundo milenio, esta cuestión tenía que ver con protegerlos de aquello que pudiera
venir. En cambio, durante el primer milenio, se trataba básicamente de evitar que los ojos
tropezaran con algo que está ahí afuera, que llegasen a tocarlo y, con ello, llevarlo al interior,
llevarlo a casa. Actualmente resulta bastante difícil hablar siquiera de la guarda del ojo o
entender como virtud el mirar apropiado.
Los modernos tienen problemas a la hora de aprehender la posibilidad de hacer buen
o mal uso de los ojos. Quizá algunos resabios nos quedan: me recuerdo siendo niño, instruido
a mantener mis ojos bien sometidos, absteniéndolos del tipo de ojeadas indecentes que podía
provocar un escote femenino; pero se trataba de un código burgués esencialmente represivo.
Lo que tenían en mente los griegos antiguos y, más aún los Padres griegos de la Iglesia, era
algo distinto. Al referirse a la custodia oculorum hablaban de la conciencia permanente de que
puedo entrenar mis ojos tal y como puedo hacerlo con mis manos: mediante la repetición
concentrada de la observación correcta del objeto correcto que he elegido como modelo a
interiorizar. Como la hospitalidad, como cualquier otra virtud, la mirada buena se desarrolla
mediante la práctica. La repetición frecuente la vuelve parte de mi postura, de mi hábito
interno, ese para el que los griegos tenían la maravillosa palabra hexis. En griego, los verbos
poseen no solo voces activas y pasivas, sino también una voz intermedia que se refiere a
estados habituales. De manera que, si hablamos de pasear o (si uno es un perro) de ser
paseado, esto puede también significar algo como “la manera en que suelo hacerlo” (sea
pasear, o bien, ser paseado). Así es que uno tiene la posibilidad de desarrollar una hexis, un
hábito, una virtud, de usar adecuadamente este glorioso par de estrellas (lumina , las llamaban)
incrustadas en mi cráneo.
Una forma de mostrar la existencia de un buen mirar es haciendo referencia a su
opuesto: “el mal de ojo”. En todas las sociedades pre-modernas este mal es algo a ser temido.
69
El antropólogo George Foster ha escrito un hermoso artículo acerca del mal de ojo como una
oscura cristalización de la envidia. 16 Para la mayoría, nada es más temible que la envidia y
uno de los pasos fundamentales de la emergencia de la modernidad fue la desaparición del
temor a la envidia. En los países que hoy se consideran ricos, el terror derivado del mal de
ojo cesó de ser un problema médico en algún momento a mediados del siglo XIX. Para
nuestra medicina occidental, desde el tiempo de las primeras escuelas médicas de influencia
árabe, la envidia era considerada una grave enfermedad. Muy pocos males médicos tenían
nombres asignados, pero la envidia, como la peste, era uno de ellos. Los médicos la
diagnosticaban constatando un amarillamiento de los ojos, fácilmente visible, la palidez de
las mejillas y, especialmente, la palidez del trasero. Se ha discutido que la preocupación por
la justicia social reemplazó la envidia como enfermedad, y que aquella se convirtió tanto en
el antídoto de esta como en su práctica indirecta. Pero la razón por la que traje a cuento el
tema del mal de ojo fue para ilustrar la fuerza poderosa y física que, alguna vez, fue la
mirada.
Con este tema de la historia de la mirada sentí que podría ayudar a mis estudiantes
contemporáneos a entender a qué me refiero cuando hablo del nuevo acento puesto sobre el
cuerpo por medio de la creencia en la encarnación de Dios. Esta me invita a buscar el rostro
de Dios en todo rostro que viene a mi encuentro. Y me hace creer que, no obstante que tú y
yo vayamos a ser cenizas muy pronto, en este encuentro físico nuestro existe un algo que está
fuera de este mundo en el que ahora estamos. Nuestra corporalidad adquiere una cualidad
metafísica que la convierte en algo más que un accidente de un momento en el tiempo.
Quiero hablarle a una audiencia contemporánea acerca de dos cosas: la primera es
esta misteriosa e inédita gloria, la espesa, fenomenológica, densidad que el cuerpo asume
bajo la influencia del cristianismo, del Evangelio, bajo la influencia de la creencia de que ese
que toca a la puerta pidiendo hospitalidad será tratado por mí como Cristo, no como si fuera ,
sino como Cristo; y la segunda, acerca de cómo la secularización de esta fe produce la
insólita desencarnación contemporánea, una de las experiencias más aterradoras para todo
aquel que ha vivido con los ojos bien abiertos los últimos veinte años.
16
George M. Foster, “The Anatomy of Envy: A Study in Symbolic Behaviour”, Current Anthropology 13, no. 2
(1972), pp. 165-202.
70
Aquí acudió en mi ayuda otro autor francés, Alain Besançon quien, en un libro muy
bien escrito, aunque un tanto difícil, argumenta que aquello que distingue a la mirada
occidental de cualquiera otra forma histórica, es su particular incomodidad frente a las
imágenes. 17 La historia de la mirada occidental como algo que, como tarea, debo formar y
regular, está profundamente modelada por una actitud para la que he acuñado el término
iconoscepsis, o escepticismo frente a la imagen. Existen términos griegos bien definidos para la
destrucción de imágenes, iconoclasia , y la devoción a las mismas, iconodulia , así que me parece
un paso razonable la invención de un tercer término para describir esa cautela, duda,
cuestionamiento, ante las imágenes, tan característico de nuestra cultura occidental desde
tiempos presocráticos.
Besançon me convenció, pues yo dudaba al principio, de que la misma filosofía surgió
como una vacilación ante los dioses de la Grecia preclásica. En esta Grecia preletrada los
dioses y las imágenes que los representaban existían imbricados. Posteriormente, en los siglos
precedentes a Sócrates, la nueva sociedad griega, letrada, trasladó el acento que previamente
recaía sobre las imágenes y lo llevó hasta los conceptos. En filosofía quieres hablar del amor,
no de Afrodita; es del agua, no de Neptuno; de guerra o lucha, no de Marte. Se trata del
centro, de la luz, de la vida, no del Sol.
Ocurre un movimiento de traslación desde imágenes concretas hacia términos y
conceptos y desde ahí surge, posible, una relación con estos conceptos. Consecuentemente,
Dios –el Dios máximo, el no visible– se convierte en algo pensable, aun cuando no sea
imaginable. Todavía no estoy completamente seguro acerca de esto, pero parece que
estaríamos frente a uno de los principios de skepsis, de la vacilación frente al pensamiento
pictórico, pensamiento en imágenes. Esto permite establecer una distinción entre los dioses y
las estatuas que los representan, o entre el emperador y sus representaciones. La gente puede
reconocer que la estatua no es el dios o el emperador y, sin embargo, merece el sahumado del
incienso o los honores debidos al original. En este sentido, las imágenes en la Grecia antigua
no eran problemáticas y la reflexión propiamente dicha acerca de lo que las imágenes son en
esencia es un tema prácticamente ausente de la filosofía clásica.
17
Alain Besançon, L´image interdite: Une histoire intellectuelle de l´iconoclasm, Paris: Fayard, 1994.
71
En sus orígenes, el cristianismo penetra en un mundo en el que la imagen ha sido
rechazada y superada, trascendida por los filósofos, así que no es considerada un problema
significativo. Llega, al principio, como una secta del judaísmo, cuestión crucial, dado que los
judíos mantenían una actitud extraordinariamente radical hacia las imágenes. “No te harás
escultura ni imagen alguna de lo que hay arriba en los cielos, abajo en la tierra o en las aguas
debajo de la tierra”. 18 Las imágenes podrían distraer al pueblo de su adoración al Dios vivo.
Esta prohibición estricta de la tradición judaica presentó una gran dificultad para los
discípulos y primeros seguidores de Jesús. Ellos sintieron que habían visto al Hijo de Dios,
que Jesús no era solo el máximo profeta, encarnando nuevamente a Dios en el Verbo, sino
que Él era Dios en la carne. Y por ello, decían, era la imagen del Padre.
De manera que durante las primeras centurias los cristianos comenzaron a plasmar,
en frescos y mosaicos, no solo escenas del Nuevo Testamento, no únicamente rostros y figuras
bíblicas, sino imágenes de Jesús como Pantocrátor, amo y señor de todas las cosas. En esos
primeros siglos jamás se le vio representado como el Crucificado, sino como el Rey Redentor,
de pie, frente al dorado, glorioso, símbolo de la cruz. Representaron a aquel a quien adoraban
en franca contradicción del mandato judío de no hacerse escultura ni imagen alguna.
Para el siglo V, los templos bizantinos del mediterráneo estaban repletos de
abrumadores mosaicos, todos ellos figurativos, llenos de imágenes de personas estilizadas y
sobredimensionadas. En retrospectiva, sorprende que a lo largo de esos cuatrocientos años
de expansión del cristianismo, al principio como una red de comunidades y luego como una
Iglesia incipiente pero bien fincada, nadie se haya percatado del paralelo existente entre la
imaginería cristiana y la estatuaria pagana. Las estatuas de dioses paganos fueron declaradas,
simplemente, falsos ídolos. A las de emperadores se les negó veneración. Pero el rechazo y
ocasional destrucción de estas imágenes no fue elemento que estimulara cuestionamientos
acerca de las imágenes cristianas. No hasta el siglo V.
A partir del siglo V, el icono, ikonos, por vez primera se miró como explícitamente
problemático. Y no puedo sino relacionar el brote de esta preocupación icónica con la radical
novedad cristiana de la concepción de la carne y el reto que ésta significó para las formas
18
Ex 20, 4.
72
tradicionales de pensar el cuerpo. Icono era un término de amplio espectro que lo mismo se
aplicaba al busto del emperador que al sello de un anillo, pero también al phantasticon, a la
imagen que mis ojos internos pueden ver, o a la imagen geométrica no sensible de la que
hablaron los platónicos y neo-platónicos. No existía teoría general que unificara y atara esta
variedad de usos del término. La primera iconología, la primera reflexión sistemática sobre el
icono se la debemos a los padres griegos de la Iglesia. Necesitaban de esa teoría para explicar
la sentencia de Pablo en su Epístola a los Colosenses en la que dice que Jesús es la imagen del
Dios Invisible. Tuvieron que preguntarse “¿Qué significa esto?”. “Él es la semejanza y el
esplendor de la gloria del Padre”, dice Pablo. ¿Cómo puede un ser humano ser la imagen del
Invisible? Pero, por la fe, ellos sabían que Cristo como Dios en la carne era una imagen
sustantiva. De manera que volvieron al Génesis, el primer libro de Moisés y de la Biblia , donde
dice que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza.
La reflexión sobre la naturaleza e importancia de las imágenes se convirtió en una
actividad casi deportiva en los monasterios de Anatolia, en lo que hoy es Turquía. Esta
vuelta hacia una filosofía de las imágenes tuvo lugar poco después de que Tolomeo escribiera
su Óptica , una obra en la que la imagen tiene importancia tan mínima como la tuvo en la
Óptica de Euclides, anterior a la suya. Tolomeo continuó el estudio de la mirada y el impacto
de ciertos artilugios sobre esta. Lo que le interesaba era la ruta, la salida y el retorno del rayo
visual; y si en alguna medida habló de imágenes, fue sólo como representaciones internas de
la escena externa.
La tensión entre la proscripción de imágenes del Antiguo Testamento y el
reconocimiento, en el Nuevo Testamento, de Cristo como la imagen del Padre, llegó a un punto
álgido en el año 726. Esto ocurrió cincuenta años antes del nacimiento de Carlomagno, bien
entrada la Edad Media, cuando la expansión del Islam ya representaba una clara amenaza
para la existencia del imperio bizantino. León III era entonces el emperador de Bizancio,
llamada Constantinopla, o la Ciudad del Emperador, y venía ya de una victoria sobre los
musulmanes, tan dados a la destrucción de imágenes. Desde Arabia llegaba un resurgimiento
del imperativo judío que, vengativo, había barrido con imágenes en los templos bajo el
avance de los ejércitos islámicos desde Egipto, a través de Asia Menor y hasta Grecia. Justo
73
después de derrotar a aquellos notorios iconoclastas, resulta que el emperador va hasta la
gran puerta de bronce de su palacio y ordena retirar la imagen de Cristo que la presidía,
reemplazándola por un sencillo símbolo: una cruz. Esta ceremonia, este gesto, fue el punto
de arranque de un feroz debate que ardió por varias generaciones. El tema central era
“¿Pueden los cristianos inclinarse y orar frente a una imagen?”. La iconoscepsis, aquella que fue
la causa de que los griegos dudaran de la pertinencia de hablar del amor solo en términos de
su hermosa deidad, era, por vez primera, motivo de una guerra civil. Los iconodulios, los que
reverenciaban la imagen, sostuvieron que su culto era una forma legítima de piedad y que tal
forma de devoción era litúrgicamente convencional desde los inicios de la Iglesia.
La mirada dio motivo a una guerra verdadera y sangrienta. Y en el centro, en medio
del fragor, aparece un hombre que ha sido descubierto no ha mucho por los historiadores de
la opsis: Juan Damasceno (675-749), un elocuente y bien articulado defensor de la reverencia
cristiana ante las imágenes, además de ser el primer gran analista de la distinción existente
entre lo que es mirar una imagen y mirar la carne frente a ti. Fue su doctrina la que prevaleció
en el concilio al que convocó el emperador y en el que una asamblea de prelados, obispos
tanto de oriente como de occidente, arribaron a la conclusión de que el culto a las imágenes
es legítimo. Al cierre de tal concilio el icono de Cristo fue colocado nuevamente sobre la
puerta principal y permaneció ahí hasta que, medio milenio después, fue retirado
nuevamente, esta vez por los musulmanes.
¿Cómo se resolvió este debate? Juan de Damasco expresó el consenso de la gran
mayoría de los Padres del Concilio con su doctrina del icono como umbral. La imagen es un
indicio, un pálpito de la gloria que el artista ha visto detrás del umbral y ha plasmado
devotamente. Para decirlo en palabras de Juan, es el typos del protypos que está allá arriba, en
el cielo. El icono es una ventana hacia la eternidad en donde el Cristo resucitado y su madre,
igualmente asumida en cuerpo en el cielo, están ya en la gloria de los ángeles. La persona que
ora con devoción ante el muro de iconos que separa a la gente del misterio del altar, usa la
belleza plasmada por el artista en un acto de creación reverencial, como un tránsito. Como el
pórtico que conduce del typos hacia el prototypos. Así que, aun cuando se inclina frente a una
imagen, se trata del reflejo de la carne verdadera de los que han sido ya incorporados al
74
cuerpo de Cristo. A decir de Juan, en la comunión que entraña esta piadosa expresión de
respeto, el adorador no solo toca , con sus ojos, lo que está más allá del umbral icónico, sino
que se trae consigo, entrelazados ya, el cuerpo del resucitado y su propia mirada. Al recuperar
la carne de la resurrección, el cristiano participa en la edificación de la Iglesia como cuerpo
verdadero aquí en la tierra.
Esta concepción del icono como umbral y no como representación pictórica ha
permanecido viva en las diversas liturgias de la Iglesia de Oriente: la rusa, la griega, la siria, y
demás. Alguna vez tuve oportunidad de leer un reporte de un historiador del arte soviético,
quien halló un bello icono, exquisitamente trabajado, en el interior de la casucha humilde de
una mujer. Su intención era expropiarlo para el museo de arte, e intentó justificarse ante ella,
diciéndole que imaginara cómo su icono iba a ser admirado por miles de personas en una de
las salas del museo. Ella respondió “Un icono no sirve para verlo, es para orar; no tiene nada
que hacer en un museo”.
Esta sofisticada percepción de la imagen como un portal que no conduce a
información, sino que permite alcanzar con el cuerpo el más allá, nunca llegó a ser la forma
principal de mirar las imágenes sagradas en el cristianismo occidental. De hecho, justo en ese
momento iniciaba en occidente una actividad artística bien diferente : el Evangelio de los
sencillos, evangelium pauperum. Mientras el cura o el diácono leían el evangelio desde el púlpito
de las pequeñas iglesias de la época, iban desplegando frente a los fieles un rollo donde
aparecían dibujos de las escenas evangélicas. Se ha conservado un buen número de estos
rollos. El Segundo Concilio de Nicea, en el que se estableció la doctrina de la legitimidad de
los iconos para la Iglesia Católica en su conjunto, fue para la Iglesia occidental el suceso que
justificaría la creación de artefactos educativos que ilustraran el sermón para hacerlo más
apetecible y perdurable.
Antes de proseguir con este grueso relato de la evolución de la imagen como un medio de
formación o información, quisiera volver un momento a la historia de la óptica y, más
específicamente, al punto en el que las ópticas de Euclides y Tolomeo son revolucionadas.
Esta proeza se le atribuye a otro griego; como los dos anteriores, ciudadano de Alejandría,
ciudad de luz. Por todos conocida su capacidad como ingeniero y matemático, el sultán le
75
había encomendado la tarea de contener las inundaciones del Nilo. Tras considerar
cuidadosamente el problema llegó a la conclusión de que era una acometida imposible, así
que, en lugar de regresar con el sultán y arriesgarse a perder la cabeza, se retiró a vivir al
desierto para estudiar la luz del Sol. Sabía que se acercaba la fecha de un eclipse y, dado que
un eclipse no puede ser observado directamente, se encerró en una tumba egipcia donde
podría observarlo a través de un pequeño orificio en la pared posterior de la tumba. Ahí se
percató de la existencia parcial en sus ojos de una imagen residual de ese Sol eclipsado, aún
cuando cerraba los párpados. Con esto le dio un vuelco a toda la óptica clásica: su conclusión
hablaba de que no se trataba del ojo alcanzando el mundo ahí afuera, sino que la luz era la
que traía las cosas hasta el ojo. Al-Haytham era su nombre (el occidente latino lo llamó
Alhazen ) y su tratado de la óptica fue el primero en plantear la idea de que la base del cono
visual está en el ojo y su vértice en el objeto, y no al revés. Este trabajo tuvo difusión e
influencia sobre la filosofía occidental. Si, por ejemplo, lees a Tomás de Aquino, quien aún
no estaba influido por la nueva teoría que dice que la visión es un efecto de la luz, él todavía
concibe la acción de la inteligencia como una salida, un paseo, de mi espíritu. La inteligencia
abstrae de los objetos sus propiedades generales o universales al alcanzarlos, llegar a ellos y
traerlos de regreso mediante estas abstracciones. Menos de un siglo después la explicación
básica del escolasticismo tardío sostuvo exactamente lo contrario: el objeto irradia una
minúscula imagen de sí mismo, que fue llamada species. La multiplicación de estas apariencias,
la multiplicatio speciorum es la que hace posible el conocimiento. El hombre se coloca,
entonces, bajo la impresión del mundo, y ya no dirige más una cópula virtuosa con éste.
Para regresar a Juan Damasceno diré que la imagen se hizo legítima a través de su
doctrina, que yo encuentro hermosa y convincente. Y tal legitimización ofreció la cobertura
que la Iglesia occidental utilizó para hacer de la ilustración un medio educativo, un
aide-memoire para la escenificación del Evangelio, un objeto que podía usarse como atrezo en
el sermón. En occidente, después del siglo XIII, la pictórica se hace cargo de
representaciones de escenas; ya no estamos frente al pórtico, frente al umbral que presagia la
gloria que está al traspasarlo. Se anclaron los cimientos que soportan la edificación de
nuestro mundo de objetividad.
76
Aquí estamos, nuevamente, frente al punto en el que una inmensa y extraordinaria
creencia, a saber: la creencia en la carne eternizada ya y accesible a la mirada de la fe que
trasciende la oscuridad hasta alcanzar la luz eterna, derivó en la aceptación del culto a las
imágenes. Esta decisión, tal como la entiendo, se alinea perfectamente con el espíritu
cristiano en la forma en que liga los mundos visible e invisible. Pero también sienta las bases
de este mundo que hoy nos rodea, el mundo de la iconomanía. Y esto es a lo que llamo
perversio optimi, la corrupción de lo mejor, en la que un primer paso, perfectamente inocente,
conduce finalmente al mundo de las pantallas digitales interactivas y hacia nuevos y más
extraños desarrollos en un largo, prolongado, martirio de la imagen. La doctrina del Segundo
Concilio de Nicea ayudó a minar la prohibición judía, y posteriormente musulmana, de las
imágenes, basada en la idea de que estas pueden desviarnos de la realidad, y el retrato nos
exime de enfrentar a la persona retratada hasta que, finalmente, esta parece una evocación
del retrato. Y de esta forma Nicea inauguró la marcha de la victoria de la imagen en formas
cada vez más secularizadas con el paso de los siglos.
-- Como parte de esta historia sucede un matrimonio entre la imagen legitimizada y la
teoría óptica moderna que arranca con Al-Haytham. En la antigüedad clásica la mirada se
consideraba como una proboscis psíquica, una mano. Psychopodia, la llamaban. Las manos y
pies del alcance del alma. El Concilio de Nicea explicó al icono como una forma de guiar a la
mirada a través de una sombra de gloria hacia la unión con la realidad más allá, para luego
regresar con esta. El icono todavía no era un lugar en el que se podían ver cosas, sino uno a
través del cual verlas. La imagen de la que hablamos hoy es algo muy distinto. La teoría
moderna voltea por completo el rayo visual para hablar, no de psicopodia, sino de mensajeros
postales trayendo imágenes, o bien, de universales (species) que son recibidos y reconocidos en
el ámbito del ojo. Al iniciar el siglo XV, en Florencia, y posteriormente en Holanda, los
pintores comenzaron a concebir la mirada como una actividad de generación y
reconocimiento de imágenes. Se desarrolló una nueva habilidad: plasmar una imagen
facsimilar, una semejanza de lo que yo podría ver si mirara la escena a través de una ventana
real. Con el arte de la perspectiva se intentó representar la realidad tal y como es para
permitir al espectador una contemplación extensa y detallada. La idea de un facsímil óptico
77
fue posible gracias a la teoría de la óptica moderna. Pero no puedes usar un facsímil como
sustituto de la realidad cuando la mirada se trata de una búsqueda. La posibilidad de la
plástica como representación está íntimamente ligada a la transición del mirar como actividad
virtuosa hacia el mirar como una pasiva, o al menos parcialmente pasiva, recepción y
digestión de imágenes acarreadas por la luz hasta el ojo.
Comenzando el siglo XVI, Leonardo da Vinci disecó los cuerpos de hombres
ahorcados que le compraba al verdugo como modelos para dibujar entrañas. La instrucción
que daba a sus pupilos era la de plasmar todo lo que vieran. “La naturaleza –les decía– no
puede ser vista sino hasta haber sido dibujada”. En el vientre de un ahorcado el ojo solo
percibe, inicialmente, un sanguinolento desbarajuste. En el proceso de dibujarlo una y otra
vez es que puede ser gradualmente observado y entendido. La docencia de Leonardo ya
adivina el cauce por el que discurrirá el pensamiento del siglo XVII, cuando esta idea de
objetividad será desarrollada más profundamente y la realidad se verá mucho más
identificada con su representación objetiva. Para decirlo con el ejemplo de la anatomía, el
cuerpo es mostrado, cada vez más, en la forma en la que lo coloca un dibujante que trabaja
con las reglas de una representación en perspectiva monocular y desde un punto de vista fijo.
Un texto descriptivo hablará acerca de la imagen, marcada con una “A”, una “B”, o una “C”.
La ciencia moderna comenzó, básicamente, con la interpretación de diseños. En muchas
regiones europeas no podías obtener un grado académico, mucho menos pensar en
convertirte en un empleado de gobierno, si no eras capaz de superar un examen en dibujo,
pues los reportes, los partes a tus superiores, los informes al rey, tenían que llevar
ilustraciones para ser creíbles. Pero esta ilustración a través de la perspectiva todavía sugería
la presencia, aún cuando no fuera visible, del diseñador.
Entonces, amaneciendo el siglo XIX, aparece una nueva forma de concebir las
imágenes. La imagen viene a representar lo que realmente está ahí afuera, y no lo que el
anatomista o el dibujante pueden ver. En los tratados científicos se abandona el imperativo
de la representación perspectiva con fines de objetividad y las cosas se presentan
“mapeadas”, o como se pueden ver en un dibujo arquitectónico en el que la mirada se asume
siempre perpendicular al objeto representado. El dibujante crea un espacio virtual dentro del
78
que coloca las cosas como son, y no como son vistas por él. Y al observador se le exige mirar
a un objeto: un corte de sección cerebral, un bebé, un músculo, ubicado en un espacio
impenetrable, inalcanzable. Jonathan Crary19 ha dejado esto muy claro. Él señala ciertos
artefactos ópticos tales como el estereoscopio, como precursores de los espacios virtuales,
no-locales, tan ubicuos hoy. En el estereoscopio, mirando con ambos ojos al interior de una
pequeña caja negra, se ven dos fotografías de un objeto tomadas por dos lentes con ángulos
diferentes para cada ojo. El artilugio, una vez que nuestros ojos unifican ambas imágenes,
produce una sensación de relieve que realza la plasticidad de la escena u objeto fotografiado.
Uno de sus primeros usos fue publicitar para los viandantes las mercaderías de los burdeles
parisinos.
Esto fue, al principio, no más que una curiosidad, una rareza, pero lo que más me
impresiona al respecto es la velocidad a la que durante la segunda parte de mi vida de setenta
años se han diseminado los espacios virtuales; las imágenes y otros objetos presentados en
espacios virtuales. Hasta el momento distingo muy pocos pensadores serios que consideren el
argumento de que entre los cambios más profundos de los últimos veinticinco años está la
ubicuidad de los espacios virtuales de los que se nos exige extraer conocimiento. Quizá a
partir de lo ya dicho ahora se haga más clara la razón por la que he hablado con tal extensión
acerca de los iconos. El icono fue concebido como un pórtico hacia una super-realidad, solo
penetrada por medio de la fe. El espacio virtual te pide que mires al interior de una nada en
la que nadie podría vivir.
El icono, diría yo, cultiva mi capacidad de mirar la miseria de una barriada, o hacerme
presente en un autobús, o durante una caminata por las calles de Nueva York. Me permite
derramar, por la mirada, algo de luz del más allá sobre aquellos a los que toco. En cambio, las
experiencias en el campo virtual me conducen a ver lo aparente e impersonal, lo
desencarnado del otro. Convertido en “percha”, por así decirlo, aparece frente a mí como
parte de la programación abstracta de nuestro encuentro. Tales son las razones de la
vehemencia que muestro frente a mis estudiantes cuando lo que quiero es motivar la
reflexión de las ideas que he estado aquí discutiendo. En la antigüedad, la preocupación de la
19
Jonathan Crary, Techniques of the Observer: On Vision and Modernity in the Nineteenth Century , MIT Press, 1990.
79
óptica apuntó a la formación del mirar virtuoso y al cultivo de tu atención para evitar los
riesgos que podría sufrir tu rayo visual. Creo que la óptica contemporánea debería hacer lo
mismo: despertar mi conciencia acerca de lo que ocurre cuando establezco el hábito de
asociarme, de unirme a esas entidades no personales que aparecen constantemente a mi
alrededor, y acerca de cómo esta preponderancia de lo virtual afecta mi vida, mi relación
cotidiana con los otros. La cuestión se revela especialmente crítica porque mucha de la gente
joven con la que he establecido relación durante los últimos siete u ocho años realmente cree
que lleva una videocámara binocular inserta en el cráneo, y sólo puede concebir el
entrenamiento de la mirada en términos de un perfeccionamiento técnico de su índice de
digestión digital.
80
Capítulo 8
Salud
Mi joven amigo Juanito, hijo de un panadero que vive en una ciudad del norte de México, se
apareció por aquí para mostrarme su tesis doctoral; orgulloso, señalaba la dedicatoria que
decía que ese trabajo no contenía ni una sola frase que no hubiera sido copiada de alguno de
mis libros, artículos o conferencias dictadas. Yo estaba embelesado. Después, me preguntó:
“Maestro, ¿y tú qué haces ahora?”. Yo respondí: “Me ocupo de salud”. 20 “Ah –dijo–, muy
interesante; has regresado a la teología”. Yo quise referirme a la salud, pero este
malentendido es posible en el español porque la palabra salud puede hacer referencia también
a un estado de gracia espiritual; significa también salvación. Es el contexto el que decide si
estoy hablando de una o de otra.
A la pequeña conversación que tuve con Juanito debo la decisión, lentamente
madurada, de dar a conocer que no actúo como un teólogo católico, pues la de este es una
función determinada institucional y jurídicamente por la Iglesia. Y, gracias a circunstancias
afortunadas, nadie puede decirme que soy un teólogo. No soy un teólogo. No quiero actuar
como tal.
No obstante, tengo claro que no podría haber estudiado el tema de la medicina sin
incorporar a mi análisis este apasionado interés por comprender un poquito de los evangelios,
lo mismo que mi conocimiento sobre los Padres de la Iglesia y las grandes mentes que en el
seno de esta han aportado a los mil quinientos años de cultura latina occidental. Lamento
que mi griego no sea lo suficientemente bueno como para darme acceso directo a la tradición
del oriente cristiano.
Así que comencé a reflexionar sobre aquella pregunta de Juanito. En ese momento
eran tres las cosas que me intrigaban profundamente: la prolongación de la vida, el tema de
terminar con el dolor (matarlo), y el diagnóstico de las enfermedades. Y en cada uno de estos
tres casos me sorprendía descubrir que las palabras, los términos, que aplicamos hoy no
podrían haber sido comprendidos, menos aún utilizados, por quienes eran llamados médicos,
20
En Español en el original [T]
81
incluso en un pasado relativamente reciente. No tenía sentido, por ejemplo, que hubiera
gente por ahí dedicada a prolongar la vida seleccionando únicamente fetos con
probabilidades exitosas de longevidad, o luchando contra elementos ambientales
amenazadores, o manteniendo personas conectadas a cuentagotas para tenerlas sufriendo
unas cuantas semanas, unos cuantos meses más.
Me di cuenta de que al mismo tiempo que los filólogos alemanes comenzaron a
afirmar que educación significaba “conducir a la libertad”, el juramento hipocrático estaba
siendo redefinido. 21 Tradicionalmente se entendía que yo, como hombre médico, no tenía
asuntos que tratar con la muerte, lo que implicaba que ni la procuraría, ni lucharía en su
contra. Ahora se trata de que debo hacer todo lo que pueda para prolongar la vida del
paciente. Me percaté de que a través de la historia y en toda cultura existió y existe gente,
desde brujas hasta masajistas y acupunturistas, que ha intentado mitigar, aliviar el dolor, que
ha procurado hacer soportable la incomodidad, y que ha pretendido ayudar a quien sufre
físicamente a enfrentar su realidad; pero nunca antes se había hablado de algo como matar al
dolor sino hasta mediados del siglo XIX cuando, según supe gracias a un diccionario histórico
de americanismos, en los Estados Unidos comenzó a venderse cierta clase de mejunjes que
llevaban la etiqueta de painkillers, literalmente: “mata-dolores”. Esta es la primera referencia
a la idea de que puedes matar al dolor sin matar a la persona. Y el término se quedó, aunque
no lo puedas utilizar en ningún otro idioma. Al mismo tiempo ocurrió que la gente dejó de
sentirse mal , de sentirse enferma, y comenzó a presentar patologías.
Después de escribir Nemesis Médica pensé que iba a encontrar ayuda para comprender
cómo llegamos a este horrendo mundo en el que la mayoría de la gente está convencida de
que debe hacer todo lo posible por prologar la vida propia y la de sus semejantes, y por ello
necesita del Philosophers Brief de Ronald Dworkin, y de la asistencia de la Suprema Corte para
que decida la administración de la muerte, así como decide la administración de la vida. 22
Han pasado veinticinco años desde la publicación de Némesis Médica , y desde entonces el
21
Iván ofrece una etimología alternativa para educare en el capítulo 10.
22
En 1997, la Suprema Corte de los Estados Unidos se pronunció sobre sendos casos que trataban el derecho de un
paciente a elegir su propia muerte. Seis filósofos expertos en ética instituidos en amicus curiae ofrecieron argumentos.
Se trataba de John Rawls, Judith Jarvis Thomson, Robert Nozick, Ronald Dworkin, T.M. Scanlon, y Thomas Nagel.
Ver: “Assisted Suicide: The Philosopher´s Brief”, New York Review of Books, Marzo 27, 1997.
82
campo de la historia de la medicina se ha expandido enormemente, y el de la historia de la
anatomía, la historia de la fisiología, la historia de los hospitales, la del cuidado médico,
todos han prosperado, pero mucho me temo que nadie quiere enfrentar la cuestión de lo que
ocasiona en un ser humano el hecho de vivir en un mundo a-mortal , un mundo en el que
aparentemente no hay muerte alrededor. Para mí era claro hace treinta años que si la lucha
contra la muerte se convirtió en un asunto de la competencia del médico, y el médico
entonces quedaba a cargo de la vida“from sperm to worm” (“del esperma al gusano”), como
mi viejo amigo Bob Mendelsohn solía bromear, 23 entonces la ejecución tendría
inevitablemente que convertirse en una tarea médica, paralela a la lucha contra la llegada de
la muerte. A todo mundo se le ha forzado ahora a asumir la responsabilidad de su propia
muerte; muerte que no es más que el cese de la vida. Cuán lejos estamos de Girolamo
Savonarola diciendo a Fra Domenico: 24 “No puedes elegir tu muerte sino sólo aceptar la que
ha sido destinada para ti y esperar que estés hecho para llevarla con dignidad”.
Me asusta un mundo en el que, como dijo mi gran maestro indio Debabar Banerjee, 25
el número de enfermedades que todos pueden contraer es al menos dos docenas mayor de lo
que era en 1970. La producción de definiciones para enfermedades, la cantidad de
condiciones que pueden ser diagnosticadas y atribuibles a cualquiera de nosotros se ha
multiplicado más rápidamente que cualquier otra forma de producción que se me pueda
ocurrir. Tal es nuestro extraño privilegio. Y se ha convertido en una realidad lo que hace
veinte años podría solo temerse como una consecuencia del incremento de la demanda de
atención: ahora al lego se le debe enseñar a ofrecer cuidado profesional y asesoría, tanto a sí
mismo como a otros. La profesionalización del hombre común y la transformación del
cuidado profesional en auto-cuidado han llegado a su cúspide.
No puedo continuar sin mencionar aquí, aunque titubee, la resurrección de los
muertos. Alguien dirá que esta es una creencia de fanáticos cristianos, ya superada por gente
23
Robert Mendelsohn, pediatra norteamericano, amigo de Iván y autor del libro Confessions of a Medical Heretic,
Chicago, Contemporary Books, 1979.
24
Fra Domenico fue uno de los frailes ejecutados por Savonarola en Florencia en 1498. Iván cuenta la historia en el
capítulo 12.
25
Ver, por ejemplo, D. Banerji, Poverty, Class and Health Culture in India, New Delhi, Prachi Prakashar, 1982.
83
de Iglesia razonable que ha logrado resolver durante los últimos veinte o treinta años la forma
de traducir a los idiomas modernos los mitologemas de los viejos tiempos romanos. Otros
relacionarán la resurrección de los muertos con cierta literatura contemporánea que trata
sobre experiencias cercanas a la muerte en un contexto que ha trasladado a esta del ámbito
de lo oculto hasta el ámbito cuasi-científico de los OVNI. Puede resultar una intromisión no
bienvenida la pretensión de acomodar el tema de la resurrección de los muertos en este tipo
de discusión, mas no puedo retomar la cuestión de la relación entre salud y salvación sin
traerlo hasta acá. Y conste que tengo un predecesor, y es (una vez más) Pablo, el apóstol.
Sabemos, gracias a los Hechos de los Apóstoles, que Pablo habló en el Agora de Atenas,
capturando vivamente el interés de quienes lo escuchaban. Los atenienses eran gente de lo
más civilizada, y el ágora, la plaza pública. Ahora hablo como un neoyorkino por adopción:
era algo como Washington Square en sus mejores momentos. La gente escuchó con gran
entusiasmo a Pablo hablando acerca de Jesús y su muerte en la cruz. Pero entonces él quiso
hablar sobre la resurrección de los muertos, y eso fue demasiado. “Suficiente por hoy–
dijeron–, regresa en otro momento para hablarnos de eso”.
Yo no puedo regresar en otro momento. Tengo que hablar ahora. La resurrección es
una loca esperanza que comparto, pero no quiero discutirla aquí como dogma. Más bien, lo
que quiero es plantear la pregunta: ¿Qué clase de cuerpo puede concebirse como sujeto de
resurrección? ¿Acerca de qué cuerpo tiene sentido hablar cuando se habla de esta forma?
Tal cuestión me lleva directamente hasta un período de la historia de la medicina que
yo no conocía cuando escribí Némesis Médica . Cuando estudias a los historiadores de la
medicina, estás estudiando a personas que han investigado y producido escritos durante los
últimos cien años. A principios del siglo XX un puñado de profesores en Leipzig tuvo la idea
de decir: “No es suficiente con leer biografías médicas o investigar acerca de la historia de los
hospitales; la empresa es la medicina misma, y es que esta se guía por un cuerpo de ideas, por
un supuesto conocimiento y, por tanto, debemos hacer de ella nuestro tema de estudio”. La
mitad de estos profesores se convirtió en horribles nazis, y la otra mitad emigró a los Estados
Unidos y se congregó en el Johns Hopkins. Este hecho propició el establecimiento de la
84
medicina como una materia académica en los Estados Unidos, y posteriormente, en
Inglaterra.
Bien, pues cuando estudias historia de la medicina, ya desde el principio existe el
presupuesto de que en algún momento alrededor de 1650, o quizá antes todavía, cuando
William Harvey publicó su De Motu Cordis, sobre los movimientos del corazón, en 1628, el
paradigma médico se corrió, cambió de sitio. Hasta entonces los médicos eran personas que
habían estado habiéndoselas con un cuerpo caracterizado por el balance de elementos
cósmicos que se expresaba en el flujo de sus jugos: flemas y sangre y bilis y así. Este, que era
llamado paradigma humoral , en el cual la salud era el equilibrio de estos humores, de estos
jugos corporales, fue posteriormente sustituido por un paradigma orgánico, para el que los
órganos del cuerpo son las entidades clave. En este recuento es la propia historia de la
medicina la que trastorna los paradigmas científicos de los doctores. Se asume que, no
obstante que los modelos del cuerpo pudieran haber cambiado, los médicos siempre han
diagnosticado una enfermedad, han adelantado un pronóstico y han ofrecido terapias.
Cuando escribí Némesis Médica, yo mismo estaba bajo los efectos de ese presupuesto. Diez
años más tarde, The Lancet, la publicación británica médica, me pidió escribir acerca de mis
reflexiones, en retrospectiva, sobre Némesis Médica. 26 Y dije que cuando escribí este libro no
estaba al tanto de la extensión real del poder iatrogénico de la medicina. Cuando hablé de
iatrogenesis en el libro, empleé el término en el sentido que todos le han dado de ordinario en
el argot médico: para referirse al daño originado por el médico, o a la producción de una
enfermedad a través de demasiados medicamentos, o debida al medicamento equivocado, o a
la combinación errónea de medicamentos, o a la irresponsabilidad del médico, o a las
tentativas experimentales del médico, o a los errores que ocasionan que se le ampute el pie a
la persona equivocada porque a esta se le había asignado un número incorrecto, y así; todos
estos horrores que fueron novedad entonces y que ahora son tomados como hechos que
simplemente suelen ocurrir. Lo que yo no supe ver entonces, y lo dije en ese artículo, fue
hasta qué punto la experiencia misma de vivir es re-configurada a través de la medicina
moderna.
26
Una versión del artículo de Illich para The Lancet aparece en En el espejo del pasado…
85
Si me viera en la necesidad de re-escribir Némesis Médica , si hoy tuviera que decir algo
al respecto, con certeza afirmo que no hablaría más de la empresa médica como el riesgo más
importante a la salud. Esta es cosa sabida hoy. Hablaría, eso sí, acerca del cambio radical en
la actitud del sanador entrenado y egresado de la universidad en el transcurso del siglo
XVIII. Cuando miro cómo se comportaban los médicos con sus pacientes antes de ese
cambio (y hasta ahora tengo cinco o seis buenos estudios al respecto), veo que lo que hacían
era escuchar. Escuchaban la historia del paciente y después hacían anamnesis; una que
reflejaba la idea de sí mismo que poseía el enfermo, una noción que se revelaba normalmente
en forma de quejas. El paciente llega hasta el médico para llorar en su hombro.
Y cuando analizo lo que aquellos pacientes decían al médico observo que siempre se
trata de lo que están sintiendo: de cómo se sienten pero en un tono del que las lenguas
modernas todavía conservan algunos resabios. Ya no puedo preguntar “¿Cómo se siente a
usted mismo?”. Pero aún si pregunto “¿Cómo se siente?” se percibe el fondo de la pregunta
“¿Cómo se sienta sobre usted mismo? ¿Cómo está eso hoy? ¿Cómo se encuentra ese
“alguien” que es usted hoy?”. El médico preguntaba al paciente acerca de su asiento y de su
postura con relación a sí mismo y con el mundo circundante. Para mí, esta es una certeza que
puedo documentar con horas y horas de discurso; no puedo hacerlo en este espacio; al menos
no en una forma suficientemente hermosa como para hacerla creíble, veraz, en los círculos
profesionales. El tratamiento que el médico prescribía era uno extraído de la confesión verbal
del paciente. Podría ser, por ejemplo: “Mi ojo derecho falló desde que vi a aquel hombre ser
colgado”, o “Estoy ciego del ojo derecho, aunque en ocasiones puedo ver con él”, o “Siento
que mis humores no recorren ya mi pierna izquierda, desde que el dueño de la casa me echó
de una forma muy poco civilizada”. Podría contar cientos de pequeñas historias como estas.
Y el médico no sólo escucha lo que el paciente quiere decir, también califica inmediatamente
el temperamento de la persona en el sentido humoral, que hoy podríamos casi adjetivar de
astrológico. Así que leemos que el médico anota: “Este hombre sanguíneo reporta un
bloqueo de sus humores rojos hacia la punta de los dedos de su pie en el lado izquierdo”, y
luego traduce esta observación al hermoso latín de la Medicina Galénica que aprendió en la
universidad, mucho más detallado y específico. Entonces la tarea del médico es
86
esencialmente interpretativa, o exegética. Él hace exégesis de lo que el paciente revela de sí
mismo, para después re-encuadrarla en términos médicos explícitos que permiten al tratante
mirar qué plantas o excrementos de animal, o lo que sea, están relacionados con el mismo
tema.
En los manuales médicos occidentales posteriores al Medioevo, las plantas se
clasificaban de acuerdo al órgano humano con el que se las relacionaba. En el medio de la
carta de clasificación se podía ver, de pie, la figura de un hombre en miniatura, y cada planta
o grupo de plantas estaba relacionado con su hígado, o su estómago, o lo que viniera al caso.
Los doctores escuchaban historias sobre experiencias de flujos y bloqueos, de la calidez o
frialdad de los humores, de su mordiente repugnancia, o la dulzura desmedida que cierto
paciente refiere y que ocasiona que el buen juicio se le nuble cada vez que llega a ver el
rostro de esa mujer. Y la ciencia del médico consistía en relacionar estos predicamentos con
los elementos cósmicos que podrían ser útiles en tales o cuales circunstancias.
En cualquier libro de historia de la medicina se muestra cómo los médicos, en el año
1600, o 1700, o 1800, erraron en el diagnóstico de lo que evidentemente era diabetes. Pero
ellos no estaban interesados en el objeto “diabetes”. No había en uso más de seis o siete
palabras que se refirieran a enfermedades, y estas nombraban cosas como la peste bubónica,
considerada un castigo divino. Se referían a fenómenos sociales, no individuales. Los
médicos no arreglaban partes descompuestas del cuerpo: ayudaban a la gente a recuperar el
balance. El fin del siglo XVII vio el inicio de un cambio en el quehacer médico que se
intensificó gradualmente durante el XVIII y el XIX hasta convertirse en algo totalmente
diferente. Los doctores comenzaron a escuchar a sus pacientes para recoger señales
significativas, mismas que podían confirmarse o descartarse posteriormente al palpar órganos
(así lo hacían los médicos en mi juventud), y eventualmente realizar pruebas de todo tipo. El
día de hoy esto ha alcanzado el punto en el que uno puede decir que la medicina provee a la
gente con cuerpos. Dije antes que la medicina proporcionaba enfermedades a la gente, lo cual
es cierto, pero sobre todo le proporciona cuerpos. El cuerpo contemporáneo es la imagen
internalizada de pruebas diagnósticas y técnicas de visualización utilizadas en la medicina, y
87
este cuerpo es introyectado lo mismo por la medicina alternativa que por la medicina
convencional.
Recuerdo vivamente la ocasión en que uno de los principales estudiosos de la historia
del cuerpo, académico activo en los Estados Unidos, llegó a visitarnos a mis amigos y a mí.
“Lo primero que debemos hacer para comprendernos unos a otros –anunció triunfal y
dulcemente– es tomar asiento y dejarnos ir en una visualización interna”. Él pretendía que yo
aplicara mi mirada hacia adentro, como si se tratara de una especie de ultrasonido, como si
mis ojos fueran resonadores magnéticos. “Primero debes sentir tu corazón, concentrarte en el
ventrículo derecho, después en el ventrículo izquierdo… (…y con lo que él asociara con el
ventrículo izquierdo y el derecho, y así…)”. Estaba convencido de que nos liberaba del
paradigma médico, cuando de hecho nos conducía todavía más adentro de esa cosa
iatrogénica, hecha “a fuerza de médico”, con que la gente anda circulando por ahí hoy en día.
Aquí, en este pueblo mexicano desde el que hablo, puedo presentarte a una mujer que
vende suscripciones a una especie de tira cómica médica que ayuda a la gente que casi no
sabe leer a adquirir su cuerpo iatrogénico. Ella es una viuda que trabaja como empleada
doméstica y hace esto de la venta de la revista para ganarse un dinerito adicional. En el
proceso ayuda a descalificar, a ensombrecer y reprimir el sentido de sí mismos que muchos
mexicanos todavía llevan consigo y, de paso, a romper la conexión existente entre los
sentimientos de la gente y las plantas que crecen alrededor.
He de volver, eventualmente, a la resurrección del cuerpo, pero primero déjame dar
un paso más. Hace treinta años, cuando dicté una conferencia en Paquistán conocí a un
hombre por el que siento una enorme gratitud; un médico que ya murió y que se llamaba
Hakim Mohammed Said. En ese entonces era director de la Unani Association of Pakistan
and the World (Asociación Mundial de medicina Unani de Paquistán). Yo había estado
hablando acerca de la sombra tendida por la batalla médica contra el dolor y la muerte. Al
terminar, él se acercó para decirme: “Señor Illich, lo que usted nos está diciendo, en realidad,
es que si permitimos que nuestras técnicas se vean presionadas a participar en esta campaña
de matar al dolor y pelear contra la muerte, estaremos convirtiéndonos en los más eficaces
importadores de la ideología occidental cristiana”. Él entendía que el médico debe abandonar
88
la cabecera de aquel por quien no puede hacer más; que hay un punto en el que el balance no
puede restablecerse ya y la naturaleza rompe el contrato sanador. Él fue capaz de ver que
existe un límite que, si es traspasado en un intento por matar al dolor, se convierte en un
crimen contra natura. El médico alivia, conforta, anima. Pero también debe retirarse. Su tarea
no es una lucha por ganar esta mundana inmortalidad.
Estamos frente a una historia cultural de occidente en la que, en determinado
momento, el establishment médico comenzó a percibir que su tarea ya no era aquella de una
profesión aprendida, comprometida esencialmente en una labor de interpretación y exégesis.
En cambio, se entendía a sí mismo como poseedor de la misión de producir un cuerpo hecho
de elementos dislocados, forzados para unirse e integrar un sistema; un cuerpo que ya no
podía concebirse como un microcosmos, teniendo su lugar dentro del macrocosmos al lado de
plantas y minerales y aguas y estrellas. Un hito importante en este cambio tiene que ver con
la separación de la medicina de la filosofía. Esto coincide con la fundación de las
universidades, y fue una secuela de la así llamada reforma gregoriana, la primera reforma
efectiva del clero iniciada por el Papa Gregorio VII (1020-1085) en el siglo XI. Él decretó
que los clérigos con concubinas serían despojados de sus privilegios y de su ingreso. Al
mismo tiempo, los avances en la agricultura hicieron posible el surgimiento de villas que
proporcionaron las primeras verdaderas tenencias para los curatos. La seguridad financiera de
los párrocos junto con la amenaza de despido si continuaban viviendo con alguna mujer
transformó, por vez primera, la idea del celibato clerical en una cuestión de fuerza jurídica.
Por ese tiempo, la Iglesia también decretó que el párroco no debería hacerse cargo de asuntos
médicos. Así fue que, justo cuando la filosofía se veía separada de la teología, la medicina se
convirtió en la tercera división temática dentro de la nueva universidad, y el derecho en la
cuarta. Y así permanecieron hasta el tiempo en que yo fui estudiante.
La medicina, en ese entonces, todavía se refería a la tradición galénica, llamada así
por el médico y filósofo griego Galeno (129-200?), que ejerció su práctica en Roma en el
siglo II. Fue él quien transmitió la riqueza de Aristóteles a la tradición occidental, y si echas
un vistazo a sus trabajos, encontrarás que el noventa por ciento de su voluminosa obra
concierne a la física o metafísica, y sólo el diez por ciento tiene que ver con lo que hoy
89
llamaríamos diagnóstico y tratamiento. Sin embargo, por la separación de la medicina de la
filosofía, esta tradición se eclipsó y la interpretación del cuerpo sentido fue reemplazada por la
observación y la manipulación externas del cuerpo anatomizado. A la filosofía se le privó del
cuerpo, y al cuerpo se le privó de su pertenencia cósmica.
Ahora, para concluir, y para retornar finalmente a la cuestión de la resurrección, digo
que lo que le ocurrió al “cuerpo” de la tradición occidental reposa en mi insensata creencia
en la resurrección de los muertos, y pienso que esto sucedió en dos importantes sentidos:
primero, espero haber logrado plantear con claridad que los de las personas modernas son
cuerpos atribuidos, cuerpos adscritos, construidos a partir de observaciones médicas, aun
cuando siempre se puedan hallar bajo estos cuerpos iatrogénicos remanentes o recuerdos de
verdadero sentir. Pero el cuerpo que es sujeto de resurrección es el cuerpo sentido. Este es un
cuerpo tan absolutamente tuyo, y tan eso con lo que, y en lo que tú estás frente a mí (estoy
tomando estas palabras de la Eucaristía), que ni siquiera puedo elaborar enunciados teóricos
al respecto. Las personas a quienes les había sido prometida la salvación si seguían al
insensato de Cristo, se sabían a sí mismas como algo profundamente sentido, y no como algo
adscrito. El cuerpo sentido es mortal: cuando tu abuela murió permaneció con nosotros,
como parte ya del cuerpo resucitado de Cristo, o como parte del cuerpo asumido de María.
¡Qué diferencia abismal con relación al cuerpo diagnosticado!
Pienso que para entender esto es necesario seguir la práctica de esos historiadores que
tomaron el pasado con tal seriedad que tuvieron que poner entre paréntesis sus certidumbres
presentes, esas certidumbres con las que viven y a las que son forzados, prima facie, a usar
como medios para construir categorías con las que intentan hacerse cargo del estudio del
pasado. Entre estos historiadores la pregunta fundamental es la opuesta a la que
normalmente se formula. Por ejemplo, en vez de preguntarse: ¿cómo es posible que haya
gente que piense tan locamente como ese médico que pretendía poder curar a una mujer que
venía sufriendo constipación durante diez años con un tratamiento de corales molidos y un
corte en el tobillo para hacerla sangrar?, el planteamiento sería: ¿cómo es posible hoy que yo
crea que poseo órganos que pueden ser reemplazados si fallan, comprando unos nuevos de
gente recientemente fallecida? Para cualquier estudioso serio de la Historia es desconcertante
90
ver cómo podemos vivir hoy con lo que la gente de todas las épocas y lugares previos habría
considerado una insensible brutalidad y un absoluto sinsentido.
Lo que a mí me interesa es: ¿cómo pudo tal sinsentido prepararse históricamente? Y
esta pregunta me lleva a la segunda vía que conecta con la resurrección y hasta mi relato
sobre Pablo. Recordamos que él habló a los atenienses de algo que ellos no querían escuchar.
“Regresa en otro momento”, le dijeron con amabilidad. Era gente delicada, decente, bien
educada, y seguramente se sacudieron estupefactos con lo que clamaba San Pablo. En efecto,
la fe en el misterio de la resurrección del cuerpo guió el curso de la cultura occidental hacia
un nuevo respeto por el cuerpo, pero también tendió a destruir la miríada de imágenes
corporales existentes en las distintas culturas del mundo, cada una con su particular
percepción del cuerpo. En el discurrir de la historia de occidente estas viejas culturas del
cuerpo han sido gradualmente eclipsadas por el respeto al cuerpo resucitado de Cristo. Pero
una vez que ese respeto desaparece, lo que queda es un espacio vacío en el que puedes meter
cualquier constructo.
Una clarificación final: podrán objetar mi argumento de que la apertura hacia la
medicina moderna surge de la perversión del Evangelio, y refutarlo con la evidencia de que la
medicina moderna penetró en lugares donde el cristianismo nunca penetró. Tal objeción
confunde el sostén de mi planteamiento. No estoy diciendo que solo aquellos que
pertenecieron al viejo orden pueden ser receptivos al nuevo orden. El cristianismo
proporcionó el nido, mas no significa que sólo los cristianos serán receptores de lo que se
empolló en él. De hecho, la mayoría de mis jóvenes estudiantes en Bremen no son tan
distintos en este aspecto de, digamos, los japoneses. Recientemente me percaté de que solo
diecisiete de las casi doscientas personas que asisten a mis clases de los viernes podrían
reconocer la expresión “así en la tierra como en el cielo” del Padre Nuestro de la Biblia, una
frase que es más reconocible en la traducción alemana de Lutero de lo que es en el inglés de
la Versión del Rey Jacobo. Van en el mismo barco que los japoneses cuando tienen que
enfrentarse con la institución médica que sirve como agencia de relaciones públicas del
conglomerado ideológico, científico y financiero al que interesa el cuerpo iatrogénico.
Gradualmente, los médicos son llamados a darle algo de credibilidad al cuerpo que Windows
91
95 asume que yo tengo, que es el mío. Mi argumento no tiene que ver con la cuestión de por
qué este cuerpo resulta tan atractivo. Lo único que digo es que este cuerpo es el que
demanda el enorme rito institucional de la modernidad. Necesitas de ese cuerpo para subirte
al automóvil, saltar de lugar en lugar como canguro, sin apenas tocar el suelo, engancharte en
horas y horas de visión desde un parabrisas a través del cual siempre estás mirando hacia
algún sitio en el que no estás, y en donde la realidad (en la medida en que aún existe) está
pasando de largo. Lo necesitas para vivir en un mundo en el que el conocimiento siempre es
una revelación que recibes de una agencia educativa, sea la escuela o el manual de referencia
rápida de tu cafetera eléctrica. Todas estas cosas suponen el tipo de cuerpo que el médico
dice que tienes.
92
Capítulo 9
Proporcionalidad
Para todos los mundos anteriores al nuestro, por lo menos para todos aquellos de los que yo
algo sé, la existencia de una correspondencia entre lo que es y está aquí, y lo que es y está más
allá es una certidumbre radical. La tierra es espejo del cielo. El bebé que vi ayer en los brazos
de una mujer es un cosmos, un microcosmos. Cuando miro a este bebé veo algo que aparece,
a primera vista, enteramente disimétrico con relación a lo que observo cuando miro las
estrellas, sin embargo se corresponden completamente. Son tan complementarios como
mutuamente constitutivos, esto es, la existencia de uno implica la del otro. Cada pueblo
discierne esta complementariedad a través de una mirada especialmente entrenada que los
antropólogos llaman cultura , pero yo preferiría hablar del arte de mirar el cosmos, de
soportarlo, de sufrirlo y de disfrutarlo. La asunción de que el mundo es una red de
correspondencias es el sustrato, el magma, sobre el que todas las culturas
circunmediterráneas soportan sus presupuestos; y hasta donde puedo entender, lo es también
para todas las culturas del Lejano Oriente, tanto como para el cosmos mexica y el maya, de
los que yo algo conozco. No es posible penetrar esos mundos sin asumir que toda existencia
es fruto de una complementariedad mutuamente constitutiva entre el aquí y el allá.
Cuando hizo su aparición, la idea de la contingencia, de creación constante por la
voluntad del Señor en el Cielo, tuvo un efecto ambiguo en esta concepción cósmica de la
realidad. En manos de Hildegarda de Bingen (1098-1179), una monja contemporánea de
Hugo de San Víctor que vivía en la región del Rin, el sentido de la contingencia sólo pareció
elevar, sublimar, su gozo por las relaciones entre el microcosmos y el macrocosmos y creó
magníficos escritos acerca de las correspondencias cósmicas entre plantas y partes del
cuerpo, o entre estrellas, colores, y metales. Pero para otros, el sentido de la contingencia era
un paso en la ruta que conducía al monismo, porque un mundo en el que todo depende en un
sentido inmediato de Dios puede interpretarse como un mundo susceptible de ser reducido a
una homogeneidad básica, a una unicidad, y tal cosa socava profundamente las bases de la
93
cosmología tradicional, que es genérica y considera que las dualidades masculino y femenina,
arriba y abajo, cielo y tierra, son fundamentales e irreductibles.
Quizá pueda contarte una historia que ilumine en qué medida el pensamiento europeo
amenazó los mundos que otros pueblos habitaban. Viene del tiempo de la gran expansión de
Europa, cuando los primeros misioneros alcanzaron China y Japón. El primer hombre que
tuvo éxito en conseguir una audiencia en China fue Matteo Ricci (1552-1610), un italiano
con una bien entrenada memoria, que consiguió dominar el chino y finalmente fue admitido,
tras casi veinte años, en la ciudad imperial de Beijing. Los intentos de Ricci por atraer y
convertir a la intelectualidad china provocaron una fuerte reacción, con un caudal de misivas
dirigidas al emperador en las que se le advertía el hecho de que este era un hombre de lo más
peligroso y venenoso. Ricci intentaba hacerse entender en chino, así que no habló de “Dios”
siendo que al parecer “Dios”, o “dioses” no eran ideas precisamente muy chinas, así que
decidió hablar de un maestro en el cielo. Esta fue justamente la idea de escandalizó a la gente,
según ha mostrado en su análisis de estos escritos el maravilloso sinólogo francés Jacques
Gernet. 27 Todos llamaron la atención del emperador sobre la misma objeción: si tuviéramos
que admitir la existencia de un maestro en el cielo, el equilibrio perfecto entre el cielo y China,
entre el cielo y la tierra quedaría roto. China dejaría de ser (¡de ser!) este mundo, el centro de
este mundo, la razón de este mundo, tanto como el cielo es la razón de ser de China. Estos
letrados chinos entendieron que el espíritu de contingencia, aún en las últimas horas de su
ocaso, seguía siendo venenoso e inquietante para China por una razón metafísica: China se
fundaba en un balance equilibrado, uno perfecto, entre arriba y abajo, entre encima y debajo.
La correspondencia entre el cielo y la tierra era fundamental para todo el pensamiento
clásico. Ya una vez, como bien sabes, analicé esta correspondencia con relación a lo que
llamé “género”, palabra a la que no pretendí darle el significado que después se le dio para
designar los aspectos sociales del sexo, sino para hablar de un cierto modo de percibir la
dualidad. En el mundo del que venimos, y en el cual permanecemos en cierta forma residual,
las cosas son lo que son porque algo inevitablemente se corresponde con ellas. Nada puede
ser pensado, sentido o experimentado a menos que exista para ello su correspondiente, su
27
Jacques Gernet, A History of Chinese Civilization, Cambridge University Press, 1982.
94
correspondencia. Tomás de Aquino (ya hemos hablado de él) dice que no puedes pensar en
cosa alguna (¡en ninguna cosa!) si no conoces que esta corresponde de alguna forma con una
voluntad buena, esencialmente buena, que ese algo cabe en y da cabida a otro algo. La idea de
objetos, conceptos, percepciones sin contraparte, podrá haber aparecido en las mentes de los
pensadores del pasado, pero no fue algo que realmente pudiera pervivir.
La pérdida de este sentido de correspondencia deja su rastro desde los primeros años
del siglo XVII, marca todo el XVIII y alcanza los inicios del XIX. Hasta ahora, la mejor
manera que he hallado de explicarlo a mis estudiantes en Penn State, la Universidad del
Pennsylvania, y en la Universidad de Bremen ha sido con términos prestados de la historia de
la música. Generalmente pregunto si entre los presentes se encuentra alguien que sepa tocar
la guitarra y lo invito al frente, y luego pongo en sus manos un monocordio, que es un viejo
artefacto muy poco conocido hoy. Recuerdo que cuando mi amigo Carl Mitcham intentó
hacerse con un monocordio en Penn State la gente preguntaba “¿y qué demonios es eso?”.
Ciertamente encontró a un anciano profesor en el departamento de música que recordaba
haber usado uno cuando era estudiante, pero del instrumento en sí, ni rastro, hasta que
finalmente cazó uno en el departamento de física, guardado por ahí, seguramente con destino
al museo. Se trata de una caja de resonancia de sección cuadrada, hecha de madera, con
forma alargada, con la envergadura aproximada de los brazos extendidos de un hombre, entre
cuyos extremos se tiende una cuerda solitaria. Esta cuerda, gracias a un puente móvil, puede
tensarse en cualquier punto de su extensión para demostrar relaciones musicales. Entonces
decía que, en mi clase, la persona que servía como mi asistente demostraba las diferentes
divisiones de la cuerda, tensándola justo a la mitad para hacer sonar la octava (de la cuerda al
aire), y después a un tercio, y así. De pronto, en aquella clase de ciento cincuenta, a veces
doscientas personas, un cierto número de rostros se iluminaba. Eran capaces de escuchar los
armónicos producidos por lo que los músicos llaman la quinta , o quinto grado. Si el punto de
tensión de la cuerda se modificaba apenas una fracción dejaba de percibirse aquel sonido. El
orden de aparición de estos sonidos concomitantes definió el curso de la música occidental a
través de casi toda su historia.
95
Pero la música, como la naturaleza humana, tiene sus pequeños errores de
programación. Si repites el quinto grado, es decir, si tensas la cuerda en una relación 1:2 a
partir de la quinta , estás entrando a lo que llaman el círculo de quintas. Si repites una y otra vez
esa operación, tomando la quinta de la quinta de la quinta y así, finalmente regresas a la nota
original, sonando varias octavas más aguda. Sólo que… no estás llegando exactamente al
punto de partida. Existe una mínima discrepancia, que los antiguos griegos llamaban comma .
El círculo de quintas no se cierra del todo bien. Este ha sido siempre un problema, un punto
de discusión entre músicos, pero fue solo hasta el tiempo de Bach que su solución llegó a
convertirse en una tarea seria. En ese momento se trataba de ver si era posible reajustar el
círculo de quintas de manera que cada paso sufriera una ligera alteración armónica (en efecto,
promediando la comma ) para conseguir que terminara exactamente en el punto de origen; para
lograr que el círculo fuera realmente un círculo. La razón de esto tenía que ver con que los
instrumentos solistas o en ensamble tendían a desafinarse si se aventuraban hacia tonalidades
lejanas a la tonalidad inicial. A este proceso se le llamó “temperamento” (se trataba de
conseguir una escala bien temperada), y resultó ser una tarea bastante difícil, únicamente
lograda a plenitud hasta el siglo XIX cuando fue posible medir las frecuencias vibratorias de
los sonidos musicales y utilizar logaritmos para los cálculos complejos respecto a cuánto
rasurar la cola de una quinta, y qué tanto de la nariz de la otra para conseguir que la escala
funcionara bien y que siguiera dando al oído no entrenado la impresión de ser una escala
armónica y no una temperada. La figura clave fue el eminente físico y fisiólogo Hermann
Helmholtz (1821-1894). 28
A partir de este momento, las armonías naturales dejaron de definir y delimitar las
posibilidades de la música. Los tonos musicales dejaron de ser conocidos por su ser con relación
a . Sonidos individuales, medidos y mecanizados con precisión se convirtieron en la materia
prima de la música. Esta podría ser pasada de un instrumento a otro. Las orquestas lograrían
permanecer afinadas, más o menos. Nacía la posibilidad de comprimir en un sistema único de
notación las diversas formas de expresión musical de todas partes del mundo. Pero en esta
28
Aquí, Illich está pincelando sobre el trabajo de su amigo y colega alemán Matthias Rieger. Sobre el trabajo de Rieger,
ver: http://www.pudel.uni-bremen.de.
96
homogeneización, lo que se perdió fue la dimensión cósmica de la música, su capacidad de
hacer sonar la música de las esferas.
Debo aclarar que no hablo en contra de Beethoven, y mucho menos de Mahler.
Incluso me deleita Richard Strauss (aunque algunos dicen que debería darme vergüenza este
deleite). Lo que digo es que la música tocada en instrumentos temperados difiere
radicalmente de toda música previa. Requiere de un aprendizaje que distingue lo “afinado”
de lo “des-afinado”, precisamente aquello que es la substancia de la cual está hecha mi
disfrutable experiencia musical. Este cambio en la música corresponde con otros, numerosos
cambios, que están ocurriendo al mismo tiempo. La escala temperada (y por ello
universalmente intercambiable) en la que la armonía pura fue remplazada por una
aproximación, se relaciona, por ejemplo, con el cuerpo médicamente producido del que
hablábamos ayer. Con el temperamento, la música deviene, por así decirlo, objetiva. Las
peculiaridades locales se alisan de la misma forma que la postura, el punto de vista de una
persona se deslava del cuerpo objetivo. Y, claro, esta auto-objetivación se intensifica con los
artefactos fotográficos contemporáneos que hacen que la gente se piense a sí misma como si
fuera una especie de videocámara.
Las matemáticas discurrieron por un camino similar un poco antes de ese tiempo. El
sentido de la geometría de la Grecia antigua era comparable al sentido de la música del que
hemos estado hablando. La geometría analítica, con Descartes como pionero, retiró el
sustrato natural sobre el que las figuras de la geometría eran estudiadas, sustituyéndolo por
una red de coordenadas. En filosofía, como dije antes, la ética dejó de ser la ciencia de la
bondad, conocida también por su relación proporcional con la voluntad, su contraparte, su
complemento, para verse reemplazada por la ciencia de los valores temperados. La bondad es
o no es, como sucede en música con la quinta justa. Los valores pueden ser más o menos. Se
asume la existencia de un punto cero, a partir del que pueden irse elaborando los valores
negativos en igual condición que los positivos. La evaluación del mundo se convierte en un
aspecto fundamental del pensamiento.
Esta pérdida de la proporcionalidad apunta a la particularidad histórica de la
modernidad, a su incomparabilidad. La cualidad poética, performativa, de la existencia fue
97
borrada y olvidada en todas las parcelas: en la ley, en la concepción de lo que constituye la
mancomunidad, en la ciencia constitucional, en la moralidad, en la idea de que la sociedad
está fundada en un contrato y, por supuesto, en todas las áreas ya discutidas. Y en esta
transición desde un mundo basado en la experiencia de la proporcionalidad, del sentido de lo
que es apropiado, hacia un mundo que ni siquiera soy capaz de nombrar, un mundo en el que
las palabras han perdido sus contornos, ha sido borrado eso que alguna vez se llamó sentido
común. El sentido común, así como el término se usaba de antaño, significaba el sentido de
lo que pertenece, de lo que corresponde. Era cosa de sentido común, por ejemplo, que un
médico comprendiera los límites de lo que sí podía y debía hacer. Hoy, podemos pensar en
un mundo de objetos, de personas, o de constelaciones sociales sin ninguna correspondencia.
No se trata solamente de un mundo sin vientre, sin matriz, se trata de uno en el que la idea
de frontera, de límite, tiene un significado que, pienso, era inconcebible antes de Newton y
de Leibniz. Hasta su tiempo, si uno hablaba de un límite, de un horizonte, la palabra misma
implicaba que hablabas de una frontera hacia un más allá. Una “frontera intrascendente”, es
decir, sin más allá, es algo profundamente nuevo, algo que afecta nuestros afanes cotidianos
y nos hace tan distintos de todas las otras personas, otras culturas, mundos, lenguas. Incluso
nuestra poesía es arbitraria.
Otro ejemplo lo ofrece nuestra percepción de la velocidad. Hasta los griegos pudieron
imaginar que seguramente había por ahí algo más veloz que un halcón (que era la cosa más
veloz que ellos conocían) sin embargo no poseían un concepto general para la velocidad,
expresado en distancia sobre tiempo, en kilómetros por hora. Cuando Galileo introdujo este
concepto a lo que quedaba de la Academia Florentina, o cuando escribió a Kepler sobre esto,
sus contemporáneos estaban conscientes de que estaba creando una relación inédita,
violentamente arbitraria. Sebastian Trapp, un amigo mío, ha demostrado esto después de
analizar un libro sobre cetrería escrito del regio puño y letra del Sacro Emperador Romano
Federico II (1194-1250)29 . Este libro describe con profusión y riqueza la rapidez, la agilidad y
la precisión del ave, pero de su desempeño jamás sustrae alguna idea general de velocidad, y
tampoco intenta comparar al halcón con ninguna otra criatura en estos aspectos. Espacio y
29
Sebastian Trapp presentó la ponencia a la que Illich se refiere en un encuentro sobre “Velocidad” organizado por el
Instituto Holandés de Diseño, en Amsterdam, Noviembre 7-8, 1996.
98
tiempo no podrían haber sido aislados y colocados en una relación como en la que están hoy.
Recientemente pude leer un hermoso estudio sobre el tiempo en Shakespeare, que me
convenció de que cuando el bardo dice “Dame más espacio” quiere decir “Dame unas
cuantas horas más de vida”. La distinción que separa espacio de tiempo comienza con
Galileo y Kepler e implica un mundo que no tiene un “otro lado”, un mundo en el que no hay
muertos. En este nuevo tipo de mundo ni la vitalidad de la naturaleza, ni el acto creativo de
Dios hace de las cosas lo que son. Despojadas de este derecho de nacimiento, las cosas
llegan a ser lo que son en razón de su código genético, como diríamos hoy en día.
99
Capítulo 10
Escuela
La cuestión que investigamos aquí, la del origen e influencia de los poderes generados por la
Iglesia, registra una historia en mi propia vida. Tuve conciencia de ello, revelada en la forma
de un misterio que quería penetrar, a finales de la década de 1950. En aquel tiempo fungía
como rector de la Pontificia Universidad Católica, en Ponce, Puerto Rico. Y sucedía que el
hombre que dos años más tarde sería nombrado por el Departamento de Estado de la
presidencia de John Kennedy, director de su Alianza para el Progreso de América Latina, era
entonces presidente del consejo de educación de la isla. El hombre estaba de viaje, en algún
lugar, y yo asumí su cargo como sustituto. Y comencé a sentirme cada vez más incómodo
con el poder administrativo y consultivo que adquirí con este cargo. El poder siempre ha sido
algo que me preocupa, y no porque lo rechace, sino por su sabor ambiguo. Así que, poseer
ese poder en asuntos educativos, en esa pequeña isla de Puerto Rico, me obligó a
preguntarme: “¿En que me estoy involucrando aquí?”.
Hasta entonces, según yo sé, la escolarización como proceso, como procedimiento,
no había sido considerada objeto de estudio histórico, antropológico o en general del ámbito
de las ciencias sociales. Nadie pensó hasta entonces que valiera la pena explorar el origen del
extraño supuesto de que la gente nace con la necesidad de escolarizarse. Sin embargo,
durante una conversación con mi amigo Everett Reimer, 30 surgió esta cuestión, y nos llevó a
preguntarnos qué es escolarización. Así que intentamos mirar a la institución en términos
puramente formales, dejando fuera las intenciones de la gente con relación a la educación.
Definimos como escuela cualquier agencia establecida que reúne, por un período mínimo de
cuatro años, varios grupos de más de quince y menos de cincuenta personas de
aproximadamente la misma edad, alrededor de alguien que ha participado en tales
concurrencias por muchos más años que el resto de los participantes. Y observamos que, sin
importar el sitio al que miráramos en el mundo, la escolarización parecía involucrar una
sucesión de cuatro de esos períodos de tiempo, cada uno de ellos diseñado para gradualmente
30
Everett Reimer era en este momento el jefe de la Comisión de Planeación y Recursos Humanos de Puerto Rico.
100
eliminar más y más gente. Cuatro rondas participando en este círculo son lo que necesitas
para obtener privilegios sociales.
En ese tiempo de mis cuestionamientos estaba bastante involucrado en la lectura de
la obra del antropólogo Max Gluckman, 31 quien escribió sobre el ritual africano, y comencé a
preguntarme qué pasaría si, en lugar de hablar de una institución social, o una agencia de
servicios, lo viera como un ritual. Gluckman define lo ritual como aquella forma de
comportamiento bien establecida que conduce a quien participa en ella hasta determinada
creencia. Un procedimiento cuyo propósito imaginado permite a los participantes soslayar lo
que en realidad están haciendo, es decir: la idea de que la danza de la lluvia hará llover
eclipsa el costo social de organizar la danza misma, y genera en los danzantes el sentir de que
si la lluvia no llega será porque no han sabido danzar lo suficiente, y que es necesario danzar
más intensamente. En otras palabras, los rituales tienen la cualidad de generar en sus
practicantes una profunda adhesión a convicciones que podrían ser, internamente, muy
contradictorias, así que, de alguna manera, la adhesión a la creencia es más fuerte que la
capacidad de la mayoría de las personas de cuestionarse aquello en lo que creen.
Pero, como ritual, la escolarización es algo bastante nuevo. Se conocen distintas
formas de danza ritual de la lluvia en el suroeste de los Estados Unidos, y entre algunos
pueblos tribales en India, y no sé en dónde más; pero no tengo noticias sobre ninguna danza
de la lluvia de carácter mundial.
La escolarización como misión fue llevada hasta el último rincón del planeta desde
hace unas pocas generaciones apenas, y sus procedimientos son seguidos lo mismo por los
Inuit que por el pueblo holandés, o la gente de Westchester, la sección lujosa de Nueva York.
Entonces, de pronto me hice esta pregunta: ¿Es posible hallar precedente para la exitosa
diseminación a escala global de este ritual? Un ritual que se ha convertido en una certeza y ha
generado una creencia, un mito, una cuestión de fe, no obstante el descarnado contraste que
evidencian sus perniciosos efectos.
La escolarización era promovida en aquel tiempo, los años previos a Kennedy, como
un camino de igualdad en las naciones y de equidad entre naciones (una esperanza imposible,
31
Ver, por ejemplo: Essays on the Ritual of Social Relations, Manchester University Press, 1962.
101
si tomamos en cuenta lo que arroja la “hoja de balance” de cualquier país). Pero el apego a
esta creencia era tenaz. Cuando después le comenté a mi amigo y vecino Erich Fromm mi
idea de la escolarización como ritual, como un ritual que genera un mito, estaba tan
escandalizado que no quiso verme por dos o tres semanas. El gran psicoanalista y analista
social, quien ya de viejo seguía portando un clavel rojo como prenda de su socialismo, no
permitiría a nadie profanar esta sagrada institución.
Mi pretensión de referirme a las instituciones modernas en términos de rituales
coincidió, a principios de la década de 1960, con la creciente conciencia entre los científicos
sociales que estudiaban el desarrollo de que las instituciones producen efectos tanto
positivos como negativos, y que implantar escuelas o medicina moderna en lugares
considerados como necesitados de desarrollo produjo ineludibles efectos negativos. Esta
gente pensó en la escolarización como si se tratara de una técnica cuya efectividad debía ser
evaluada. Yo propuse que fuera analizada como un ritual porque solo así se hacía evidente
que el principal efecto de estas instituciones era hacer creer a la gente en la necesidad y en la
bondad de lo que se suponía que iban a lograr. Esto no es visible desde el interior. Tampoco
puede contemplarse cuando se examina al presente “a la sombra del futuro”, como tan
bellamente dice Zygmunt Baumann. 32 Un pie firme en el pasado es útil. Imagina que intentas
hablar con un amigo del siglo XVII, o del XII, o de la antigüedad, sobre las instituciones
contemporáneas; este ejercicio te permitirá percibir con facilidad qué tan intensamente
ritualizadas están. El ritual genera una creencia: por ello hablo de mitopoiesis, siendo poiesis la
palabra griega para “hacer”: un ritual hacedor de mitos.
Bien pues, la extraña, idiosincrática, perspectiva en la que me fui adentrando y que
me mantuvo concentrado durante los primeros veinte años de intensa reflexión sobre los
efectos del desarrollo, estaba sostenida por algo más que los estudios de Max Gluckman.
Cuando me convertí en el presidente de la junta que manejaba todos los asuntos sobre la
educación en Puerto Rico, no lo hacía en calidad de científico social, ni siquiera en la de un
malévolo kibitzer (“mirón” en la jerga ajedrecística). Llegué hasta allá como un hombre que,
además de historia y filosofía, también había estudiado teología, teología católica de la más
32
Profesor emérito de Sociología en Leeds University, prolífico teórico de la modernidad y la posmodernidad.
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tradicional y, si tú quieres, en cierta forma obscurantista que, sin embargo, demanda a quien
la estudia con toda propiedad una extraordinaria cimentación en los clásicos, y en los clásicos
cristianos: los Padres de la Iglesia, los Escolásticos y los maestros espirituales.
Y en el estudio de la teología, que es el intento de penetrar intelectualmente el
mensaje del Evangelio, un campo me interesó particularmente. Habrás percibido su rastro en
el curso de nuestra conversación. Se llama eclesiología, el estudio teológico de la entidad
llamada “Iglesia”. Uno puede estudiar a la Iglesia como fenómeno histórico. Esto es lo que,
una y otra vez, hemos estado haciendo. Pero también es posible hacerlo desde la perspectiva
de la fe, como quien cree en la nueva posibilidad de verse frente al otro, indicada en la
Parábola del Samaritano. Puedo mirar a la Iglesia como misterio de fe y a la eclesiología
como la tarea de estudiar al objeto de la fe que se llama a sí misma “Iglesia” y se considera el
cuerpo místico de Cristo. Místico significando “comunal”.
Una rama de la eclesiología es el estudio de la liturgia. Esta puede plantearse en
términos de la historia de los rituales, las procesiones populares, las bendiciones, o la estética
de los implementos del altar y, en tal sentido, pertenece a la historia de las mentalidades y de
las artes escénicas. Pero su pertenencia a la eclesiología no nace en esa dimensión. La liturgia
llega a ser parte de la eclesiología cuando comprendes al ritual como el vientre desde y dentro
del cual la Iglesia viene a hacerse presente. Es incuestionable la creencia de las comunidades
cristianas más diversas en que la Iglesia, como comunidad, se hace realidad en un symposium,
en el beber y comer juntos en memoria de la Última Cena que Cristo celebró, y a la que
concedió un significado escatológico, es decir, uno relacionado con el tiempo. Cuando Cristo
celebró aquella cena, llamó la atención de sus apóstoles sobre el hecho de que lo que hacían
era algo que, en cierto sentido, se estaba realizando fuera del tiempo, que era algo que él
compartía con ellos en la casa del Padre, siendo esta el más allá, y no solo después de la
Resurrección y de la Ascensión, sino posterior al Apocalipsis, el fin del mundo como es
ahora. Es pues, creencia de los cristianos (creencia ampliamente compartida, no obstante sus
diferentes interpretaciones en las distintas sectas) que la comunidad cristiana existe por
compartir el mismo pan. Esto es mitopoiesis, un ritual generador de una creencia. El ritual
hace más que simplemente recordar una fe que ya tenemos. Cuando celebramos nuestra fe al
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compartir el pan y al compartir el espíritu por medio del beso de paz (la conspiratio de la que
hablábamos), la entidad social deviene existente. Esta es una idea que ha estado presente en
el pensamiento eclesiológico ya desde el siglo II. Podríamos jugar diciendo que la eclesiología
es una ciencia social veinte veces más vieja que la sociología, si yo ubicara el origen de esta
última en el tiempo de Durkheim (1858-1917) y Weber (1864-1920).
Así fue que mis antecedentes teológicos y eclesiásticos me llevaron a suponer que esa
institución con presencia mundial debía tener alguna relación con la Iglesia, pero al principio
supuse que me había topado con algo que solo era una muy vaga analogía. Sin embargo, con
el paso de los años y mi persistente interés por comprender cómo es que surgió la idea de que
el hombre, para saber cualquier cosa sobre cualquier aspecto de la realidad, precisa de una
serie de revelaciones magisteriales, y que éstas serán mejor administradas si se les organiza
estrictamente en la forma de un ritual, llegué a pensar que la conexión era más estrecha y
mucho más profunda. ¿Por qué creer que los seres humanos nacen con la necesidad de una
iniciación institucional a la realidad concreta en la que deberán cumplir sus deberes
ciudadanos? Desde mediados del siglo pasado es común decir que la palabra educación viene
del latín educare (guiar hacia afuera) Pero volví a los diccionarios del latín clásico y me
encontré con una sentencia de Cicerón en la que emplea el verbo educare puesto en relación
con el acto de amamantar a un infante. “Nutrix educat, la nodriza educa”, dice. Para referirse a
la enseñanza, él utiliza los verbos docere o instruere. Esto me llevó a buscar cuándo fue la
primera vez que educare se relacionó con un sujeto masculino ¿Y qué encontré? Por
doscientos años después de Cristo el sujeto de ese verbo fue siempre una mujer de senos
nutricios. Luego llegó Tertuliano, un obispo cristiano del norte de África, quien, según mi
enorme diccionario latino, fue el primero en declarar que los varones educan porque los
obispos tienen pechos de los que los cristianos maman la leche de Cristo: su fe.
Nunca antes me había detenido demasiado a pensar sobre la educación hasta que en
Puerto Rico el destino me arrojó dentro de la situación que ya he descrito. Entonces,
mientras más miraba lo que ocurría, más náuseas sentía. Todos estaban convencidos de que
se actuaba por el bien de esos impresionables jóvenes puertorriqueños. Y yo no podía evitar
preguntar: ¿cómo debo interpretar la creencia de que la gente necesita rituales de este tipo,
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no sólo para crecer y convertirse en personas competentes, sino también para ser aptos para
lo que llaman “ciudadanía” (esto es, el sentido fundamental, ético y moral que se requiere
para formar una comunidad)? Me guiaba la sospecha de estar frente a la secularización de un
ritual católico. La Iglesia hizo obligatoria la asistencia a ciertos rituales. Programó y
calendarizó determinados días en los que la presencia de los fieles era inexcusable, y definió
la violación de estos preceptos como pecado. Para el clero, desde el Concilio de Trento
(1545-1563), se estableció el uso del breviarium, que recogía el conjunto abreviado de las
obligaciones públicas religiosas. Para el cristiano común estaba el requisito de asistir a misa
todos los domingos (de no hacerlo te ibas al infierno) o el de la confesión anual. La
elaboración de esta organización legal, y su legal imposición, que definió su omisión como
pecado, fue precedida de inmediato por la época en la que el nuevo Estado, con sus rasgos
de Iglesia secularizada, comenzó a introducir sus propios rituales. Y el más sencillo de
distinguir es el de la educación. Comienza con la idea de que el ser humano nace con la
necesidad de la revelación acerca del mundo al que llega, revelación que sólo puede ser
conducida por catequistas acreditados, denominados maestros. Y va avanzando hasta tomar
la increíble forma de educación básica, secundaria, superior y universitaria, en bloques de
cuatro años. Lo que el colegio actual exige es presencia, el acto físico de estar ahí, justo
como debes estar presencialmente en la misa. Esto nos habitúa a un comportamiento ritual
de una intensidad para la que no encuentro ejemplos comparables en otras culturas.
No quiero extenderme más hablando aquí sobre la educación, sino solo para mostrar
cómo procedí personalmente en mi intento por descubrir el origen de esta creencia,
desconocida para otras sociedades, de que necesitas de una institución organizada para hacer
a la gente competente para entender lo que es bueno para sí y para su comunidad; que el
conocimiento no se adquiere viviendo, sino mediante educatio, la leche de la sabiduría que
mana del seno de una institución.
En conversaciones anteriores he intentado hacer convincente la idea de que el
mensaje cristiano expande explosivamente el espectro del amor al invitarnos a elegir a quien
deseamos amar. Está envuelto por una nueva dimensión de la libertad, y entraña una
naciente confianza en la libertad propia. También pretendí establecer que esta libertad
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inédita da origen y posibilidad a un nuevo tipo de traición. El camino que me llevó a
enmarcar esta hipótesis fue la observación de la manía moderna que se tiene por la
educación, y llegué a la conclusión de que sólo puede explicarse como fruto de dos mil años
de institucionalización de la función catequética de la comunidad cristiana, que nos ha
llevado a creer que debemos ser preparados para adecuarnos a la comunidad en la que
debemos vivir, y es únicamente a través de enseñanzas explícitas, y mediante rituales en los
que la instrucción es preponderante.
Por cierto, yo había comenzado como un defensor furibundo de la implementación de
una ley que decía que todo puertorriqueño debía tener al menos cinco años de escolarización.
Y había llevado mi apoyo al grado de oponerme al flujo de más presupuesto para las
universidades hasta que existiera la garantía de que se contaba con el suficiente dinero en el
sistema de educación pública para implementar dicha ley. Así que me transformé, de un firme
creyente en las escuelas, en un hombre para quien los rituales sociales y los mitos que estos
generan debían estudiarse desde una perspectiva histórica. Pero aquí quiero advertir algo: no
obstante mi referencia temprana a Max Gluckman, estos mitos modernos no pueden ser
fácilmente identificables, ni es posible establecer simples analogías con relación a los mitos y
rituales, pasados o presentes, que nos da a conocer la etnología. La escuela no es una de
tantas danzas de la lluvia. Es una danza cuya universalización Erich Fromm tomó tan
seriamente como para valorar la posibilidad de romper con uno de sus más cercanos amigos
de la vejez. Mirando de frente este fenómeno tan extraño como misterioso en esa década de
1950 no tenía a mano los términos para nombrarlo. Foucault aún no escribía nada acerca de
rupturas, de saltos epistémicos. 33 Pero diré aquí que lo que yo contemplaba en ese momento
era un parteaguas histórico de una naturaleza más profunda de lo que la mayoría de los
historiadores contemporáneos significan cuando hablan en el ahora común lenguaje de
fronteras, parteaguas, saltos y rupturas. Y creo que su origen radica en la intención de la
Iglesia de tomar aquello que comenzó siendo una vocación personal (un llamado a cada uno)
y pretendió controlarlo y garantizarlo dándole esta permanencia y solidez mundanas.
33
El filósofo e historiador francés Michel Foucault usó el termino episteme para significar los cambios (corrimientos)
históricos en lo que la gente piensa que sabe. Illich una vez definió una ruptura epistémica como un súbito cambio
de imagen en el nivel de la conciencia por el que lo impensable se hace pensable. Ver: “The shadow our future
throws”, una entrevista con Illich en New Perspectives Quarterly 6, No. I, Spring 1989, pp. 20-26.
106
Capítulo 11
Amistad
Una y otra vez, durante los últimos cuarenta años se me ha preguntado lo siguiente: ¿Cuál es
tu postura? Normalmente, al inicio de cualquier ciclo de conferencias lo que digo a la gente
que me escucha es que mi suelo es el de la fe cristiana, y hago esto para llamar su atención
sobre la posibilidad de que mis prejuicios quizá sean distintos a los suyos; pero por lo demás
he confiado en que la gente que ha seguido con seriedad uno o varios semestres de mi
cátedra eventualmente se convertirá en invitada a compartir mi mesa y descubrirá por sí
misma las vías por las que procedo. Hazme saber al final de mi vida: traza un pequeño
boceto a lápiz de dónde pienso que he estado situado.
Primeramente debo señalar que los cambios en la naturaleza de la universidad,
particularmente durante los últimos cien años, han transformado a esta institución en casi
una enemiga del procedimiento colegial que yo he intentado ir cultivando. Es cierto, he
vivido de la universidad, ordeñando sobriamente a la vaca sagrada y haciendo mi nido con las
dádivas que me extiende. Nunca he aceptado una posición permanente en la universidad sino
por un semestre a la vez y en diferentes instituciones, o en una sola (llevo siete u ocho años
enseñando en la Universidad de Bremen, y unos doce en Penn State). Esto ha permitido que
tanto yo como mis amigos podamos gozar de los recursos necesarios para una mesa
hospitalaria. Y un buen abogado fiscal supo hallar los caminos que hacen creíble para
Hacienda que un cierto número de cajas de un vino ordinario pero decente forma parte de
mis principales herramientas para el trabajo docente y, por ello, son deducibles de impuesto.
Me inspiró El Banquete, el Symposium platónico. La idea de philia en Platón, la idea del
amor como camino de conocimiento, ha sido un reto para mí, porque de una década a otra
me he visto forzado a interpretarla en formas nuevas. Pero una convicción ha permanecido
constante: la amistad no podrá significar jamás lo mismo para mí que para Platón. En la
ciudad griega, la virtud era entendida como un comportamiento apropiado. Era el ethos, la
ética adecuada a un determinado ethnos, o pueblo. Tal virtud era el fundamento de la amistad,
eso que la hacía posible. La amistad era la inflorescencia de la virtud cívica. Y su corona.
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Sólo como virtuosos atenienses los invitados al sym-posium (literalmente, “beber en
compañía”) podrían amarse entre sí.
No ha sido tal mi destino como judío errante, como peregrino cristiano. No me ha
sido dado buscar la amistad como algo que surge de un lugar y de las prácticas apropiadas
para ello. En cambio, la ética desarrollada alrededor del círculo de mis amigos nació como
resultado de nuestra búsqueda de la amistad y de nuestra práctica de ella. Esta es una
inversión radical del significado de philia . Para mí, la amistad ha sido la fuente, la condición y
contexto de la posible realización del compromiso y la empatía intelectual. En Platón solo
podría ser el resultado de prácticas adecuadas para un ciudadano.
Esta dramática inversión me obliga a decir algo sobre la historia de la amistad. Para
Platón (y cualquier otro texto clásico mostrará lo mismo) la amistad presupone un ethnos, un
aquí y ahora a los que pertenezco por nacimiento. Presume ciertos límites dentro de los que
su práctica es posible. En Atenas, por ejemplo, ser un hombre libre habría sido una de esas
condiciones limitantes. Y entonces llega aquel gran agitador, ese insensato, el Jesús histórico
del Evangelio, con su cuento del samaritano, el palestino, el único que procede en amistad
con el judío abatido. Jesús revela una nueva habilidad sin restricciones que me permite elegir
a quién deseo como amigo, y la misma posibilidad de dejarme elegir por quienquiera. Con
frecuencia esto es soslayado por gente que retrata la “amistad” en el sentido moderno como
una elaboración más avanzada de lo que Platón o Aristóteles significaban con éste término.
Jesús trastoca el marco que limita las condiciones necesarias para el surgimiento de la
amistad y ello conduce en la historia de occidente a la creación, en el ámbito de la Iglesia, de
nuevas formas de vida, voluntarias, libremente elegidas, en las que podía florecer la práctica
de la amistad.
El monacato fue ciertamente una de las vías (quizá la principal) por la que grupos de
“otros” libremente elegidos se reunieron para crear las condiciones necesarias para el
florecimiento de un espíritu de comunidad. Dentro de este linaje encuentras diversos
senderos hacia la amistad. Dos ejemplos contemporáneos que he admirado son el de la
comunidad de mi amigo Giuseppe Dossetti en Italia y la red de comunidades establecidas por
Dorothy Day en los Estados Unidos (Catholic Worker communities). Desde hace tiempo he
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definido como una de mis tareas, explorar los caminos por los que el pulso del intelecto, la
búsqueda disciplinada y metódica de una visión clara y común (uno podría decir que es
filosofía, en el sentido de que es amor por la verdad) puede sentirse, vital, vívidamente, de
suerte que se transforma en la ocasión para encender y hacer crecer la philia . Quise ver si por
la ruta de una investigación común sería posible crear lazos humanos verdaderos, profundos
y comprometidos. Y también quise mostrar cómo es posible avanzar en la búsqueda de la
verdad desde ese especial sitio alrededor de una mesa generosa y bien dispuesta, o frente a un
buen vaso de vino y no en la sala de conferencias. Si la expresión “búsqueda de la verdad”
obliga a algunos a sonreír pensando que provengo de algún mundo vetusto, pasado, pues
bien: así es.
En mi juventud tuve acceso a las grandes salas de conferencias, al foro público, y lo
utilicé, mas siempre con la idea de que esto permitiría reunir a quienes me tomaban en serio,
pero ya en circunstancias más conviviales. Así que cuando la gente se acercaba a mí y
preguntaba: “¿Podríamos, nosotros tres, pasar a visitarlo?”, yo podía responderles: “Sí, pero
¿por qué no lo hacen cuando estén presentes esos otros dos, a quienes me gustaría que
conocieran?”. De esta forma, la ocasión pública podía ser ocasión de encuentro y reunión.
Esto fomenta el crecimiento de un grupo abierto de personas movidas por la fidelidad
mutua, dispuestas, además, a mantener esta fidelidad aun si el otro se convierte en una
pesada carga a soportar. Sin embargo, para buscar la verdad en el horizonte de un nosotros que
es un verdadero yo plural, un nosotros arbitrario, único, que nace lentamente, que no puede
simplemente metérsele en un aula, es necesario despojarse de cierto número de etiquetas
académicas, muy universitarias, persistentes, extremadamente pegajosas, como la
organización del conocimiento en disciplinas especializadas y exclusivas. En mi experiencia,
muchas de las personas que he conocido dispuestas a arriesgar el estilo de investigación que
acabo de describir vienen ya considerablemente “socializadas”, como se suele decir, por un
ambiente universitario y un entorno bien académico. Para ellos y ellas la autolimitación
disciplinaria quizá haya mudado, ya, a una forma de rechazo a conversar con gente ajena a mi
disciplina sobre lo que realmente sé y sobre lo que realmente me interesa. Es necesario
abandonar este prejuicio.
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Permíteme decir algo más sobre estas deformaciones que mis amigos y yo hemos
intentado superar durante los últimos cuarenta y cinco años. La universidad se inclina hacia
las reuniones disciplinarias. Gente que sabe algo sobre la historia de las ideas en una
tradición tiende a pensar que sólo puede avanzar en su conocimiento si se mantiene dentro
del círculo de aquellos que han pasado por el mismo entrenamiento. He intentado retarles a
poner a la amistad por encima de este prejuicio, y que esta amistad los motive a traducir a un
lenguaje ordinario las rupturas, las perspectivas de análisis a las que han llegado gracias a su
conocimiento especializado. Este desafío va más allá del simple hecho de pedirles que
enseñen a estudiantes de pre-grado (puesto que tal enseñanza puede ser una especie de
introducción a su método), y más allá, también, de pedirles que amplíen sus horizontes
invitando a su círculo a otros profesionales. Esto descansa en la convicción de que las cosas
que son realmente importantes deben formularse de manera que puedan ser compartidas por
quienes amo. Amor, que es razón primera y motivo, después, de mi deseo de hablarles. Creo
que tal convicción determinará considerablemente la forma como afirmo y expreso mi propia
reflexión
Debería también decir que el convivium, o symposium, compartir una sopa, el vino, o
cualquier otro líquido, requiere que alguien presida la mesa que nos reúne. Y esto solo puede
ocurrir cuando existe un umbral que separe esta mesa del exterior. La desaparición de
umbrales en nuestro mundo fue evocada nítidamente, no hace mucho, por una mujer polaca
que asistía a mis clases en Bremen. Esta mujer no era alguien a quien pudieras llamar “una
intelectual”, pero había estado asistiendo puntualmente a mis cursos durante cinco años.
Cierta vez, yo hablaba de la transformación de la idea de los umbrales en la historia, y
particularmente durante los últimos treinta años. Señalé la forma en que las paredes se han
vuelto permeables a muchas variedades de radiación, desde e-mails y faxes, hasta teléfonos y
señales de televisión, y sugería la idea de que la privacidad quedaba puesta en duda, que la
diferencia, otrora delimitada por un umbral, se había enturbiado. “Entiendo muy bien lo que
dice, Profesor Illich –dijo en su marcado acento polaco–. Llevo viviendo en Alemania treinta
y cinco años ya. Los alemanes son gente amable y maravillosa; nunca llegan a visitarte con
las manos vacías. Pero no se detienen en el umbral, de manera que yo pueda recibirlos y
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guiarlos al interior de mi casa. Apenas he abierto la puerta cuando ya de un salto han
franqueado el umbral y estamos en mi cocina buscando un vaso para colocar las flores. ¿Qué
hace una en estos casos?”.
Así que la mesa o el tapete sobre el que nos sentamos, han de diferenciarse de los
ámbitos de comunidad, de la calle allá afuera. Mas esto no significa que el convivium deba
entenderse como una actividad privada en oposición a la esfera pública. Es más una
actividad personal. Es la creación, a través del compartir, de un adentro distinto del afuera.
Esto es todavía más difícil de mirar por el hecho de que el afuera prácticamente ha dejado de
existir como un ámbito común verdadero, es decir, como un espacio utilizable por la gente en
formas diversas y superpuestas.
He avanzado en esta indagación por muchos años con gente a quien he conocido en
conferencias, y algo que he aprendido es que la presidencia, la capacidad de conducir a
alguien a través del umbral, no debe ser prerrogativa de una sola persona; es algo que hay que
compartir entre amigos. En nuestro tiempo se ha debilitado la posibilidad de reunirse en el
hogar de uno de los anfitriones de Sócrates, y por esta razón la creación de un umbral y el
ejercicio de la capacidad de conducir a alguien hasta él ha de revestirse de un significado
enteramente nuevo. Hay quienes hablan de un nuevo monaquismo. Yo rechazo tal cosa, de
la misma forma en que rechazo la idea de que es posible un retorno al verdadero espíritu de
la universidad. Pienso que, en mi caso, elegí otro camino: uno que conduce al sitio donde los
locos pueden encontrarse.
Sobre la mesa (como lo has notado con el paso de los años) hay siempre una vela.
¿Por qué? Porque el texto que modeló mi comprensión sobre esto fue De Spirituali Amicitia ,
un tratado sobre la amistad espiritual cuyo autor fue Aelred de Rievaulx. Su maravilloso
escrito sobre la amistad toma la forma de un diálogo con un hermano monje, e inicia con
estas palabras: Ecce ego et tu, et spero quod tertuis inter nos Christus sit (“Henos aquí. Tú y yo, y
espero que, entre nosotros, también un tercero: Cristo”). En otras palabras, nuestra
conversación siempre avanzará con la certidumbre de que existe alguien más que tocará a la
puerta. Y la vela encendida lo representa a él, o a ella, como un recordatorio constante de
que la comunidad jamás se cierra.
111
Así que, en primer lugar, debe haber un umbral, y al traspasarlo, el reconocimiento de
que este define un espacio íntimo pero no exclusivo. Un tercer requisito para el cultivo de la
atmósfera de la que estoy hablando es el deseo de aceptar la disciplina sin necesidad de
plantearse reglas formales. Hay que lavar los platos. Y si llegasen a aparecer quince personas
más de las esperadas a cenar, alguien debe asegurarse de que la sopa alcance para todos. Y la
pregunta sobre cómo debe manejarse la situación y quién ha de tomar decisiones se responde
sin necesidad de recurrir a un reglamento, pues el momento en que esto se normativiza define
ya la ruta de su institucionalización. En este mismo sentido, opino que las convenciones
académicas que cubren, digamos, las formas en cómo se te entrega una invitación deberían
ser atendidas como algo trivial, no obstante necesario. Esto era bastante difícil de ver a
principios de la década de 1970, tras el malinterpretado anarquismo de 1968. Pero no tendría
que ser tan complicado practicarlo hoy en día.
Recapitulando: mi idea era que la búsqueda de la verdad presupone el crecimiento de
la philia . Tal philia debe hallar una atmósfera en la cual crecer, y esta atmósfera no puede
obviarse como fruto directo de la virtud cívica; debe ser cuidadosamente no restrictiva:
siempre una vela dispuesta, una vela encendida. Dios sabe quién llamará a la puerta. Hace
poco un cuate vino hasta la puerta para pedir dinero pues, según dijo, necesitaba llamar a un
cerrajero del pueblo. Quería doscientos pesos y yo pensé: “Hay que dárselos”. Regresó al
poco rato para informarnos que no había podido entrar aún a su departamento. Después de
eso desapareció por dos días. Finalmente volvió, justo cuando estábamos por sentarnos a la
mesa. Y resulta que no solo trajo consigo el dinero, también aportó algunas ideas interesantes
al tema que estábamos discutiendo en ese momento.
A lo largo de ese sendero que he descrito, he tenido la suerte de encontrarme con
amigos con quienes las conversaciones han durado ya cinco décadas. Cuando esta gente se
conoce entre sí, frecuentemente se desarrollan lazos intensos y, no pocas veces, se ha sentido
llamada a una revisión profunda de sus perspectivas y puntos de vista. Para mi gran sorpresa
las cohortes de edades no son una cuestión decisiva cuando la gente practica lo que describo
aquí. He visto crecer sólidas y fructíferas amistades entre quienes podrían ser abuelo y nieto.
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En la universidad uno diría, jerárquicamente, “mi alumno”. Aquí echa raíces una verdadera
fidelidad y el compromiso precede a la substancia intelectual de la conversación.
Es curioso que en tiempos recientes, cuando uno habla acerca de la propia vida,
siempre aparece implicado el psicoanálisis, una búsqueda de corrientes profundas del
inconsciente. Yo quisiera hablar sobre mí mismo, en mi tiempo, en mi ruta, sin convocar esta
insolencia. Muchos son los que han considerado el curso de una vida como una suerte de
“camino a pie”, como en el mundo hindú, o una peregrinación, importante aún para los
musulmanes. Mi andar ha sido el de la amistad. Un monje cristiano de la Edad Media decía
que vivir con otros en comunidad es la mayor penitencia que uno puede abrazar, pero tal ha
sido mi elección: intentar mantenerme fiel y soportar nuestra mutua, imposible, manera de
ser. No puedes escribir la biografía de una amistad (es algo tan profundo y personal). Los
amigos andan sus propias rutas que, separadas, se cruzan, corren paralelas y vuelven a
cruzarse una vez, y otra vez.
113
Capítulo 12
Acerca de saber cómo morir:
los últimos días de Savonarola
Lo que estoy diciendo aquí sobre la Iglesia puede malversarse o suscitar una
comprensión descuidada. Por ello, quiero contarte una historia que, creo, ilustra una actitud
modélica hacia la Iglesia lo mismo que el carácter de un hombre que supo, de una forma
extraordinariamente bella, cómo morir. Estoy hablando de Girolamo Savonarola, el monje
florentino, el reformador ejecutado como hereje al final del siglo XV. Mi interés por
Savonarola nació cuando era un muchacho de unos trece o catorce años y vivía en Florencia,
con ese entusiasmo por los rebeldes tan propio de esas edades; pero luego, a mis setenta
años, recibí una llamada de Paolo Prodi, un querido y confiable amigo, el único historiador
por el que siento el mismo aprecio que tuve por nuestro maestro común, Gerhart Ladner.
Paolo me llamó para decir que estaba por conmemorarse, en Pistoia, el aniversario número
quinientos del martirio de Savonarola. La reunión convocaba mayormente a expertos en
historia florentina entre el 1470 y 1510, “mas hemos decidido, dijo, que sería ideal que
dirigieras una sesión final con estos historiadores y nos obsequiaras con una conferencia de
cierre sobre el tema: la profecía el día de hoy”. Me sentí bastante incómodo con semejante
encomienda puesto que existía una diferencia abismal entre esa docena de historiadores de
primera línea y yo, pero mi cariño y gratitud hacia Paolo, mi amigo y maestro, me obligaron a
cuadrarme ante él y asentir diciendo “Sí, obedeceré”.
Así que comencé a colarme en la literatura sobre Savonarola (han sobrevivido treinta
y dos volúmenes que acaban de publicarse en una nueva edición) y mientras más leía, más
fascinado quedaba por este hombre. Cuando finalmente se realizó la conferencia en Pistoia,
los otros historiadores hablaron sobre la figura cultural de Savonarola, sobre el reformador de
la Iglesia, sobre el predicador en Florencia. Su interés se centraba en los elogios prodigados,
no obstante la aparente contradicción, por Maquiavelo, o en las razones de Ficino para
llamarlo “príncipe de los hipócritas”, 34 en lo que hizo en su juventud, o sobre los últimos seis
34
Niccolò Machiavelli (1469-1527) y Marsilio Ficino (1433-1499) ambos florentinos contemporáneos de Savonarola.
Machiavelli fue un estadista y filósofo político, Ficino un académico humanista que revivió la tradición platónica.
114
o siete años de su ministerio y predicación. Yo me concentré solamente en su último día (o
sus últimos días).
Savonarola se había convertido en un tipo políticamente imposible para los Médicis,
gobernantes de Florencia, y tenían que deshacerse de él. El monje pasó cincuenta días en
prisión y sufrió dos sesiones brutales de tortura, una dirigida por un oficial del gobierno
florentino y otra por un emisario especial del Papa. Durante su confinamiento veo, como
resultado del duro tratamiento que la Iglesia le ha administrado, a un Savonarola que florece
en un hombre que supo cómo morir. Había sido un genio de la retórica, un buen teólogo
(hasta donde puedo juzgar), un lector cuidadoso de las Sagradas Escrituras, y uno de los
primeros campeones efectivos del gobierno popular. Pero durante esos cincuenta días dictó
dos libros que trascienden estos logros primeros. Con el cuerpo profundamente herido, con el
brazo partido por la tortura, dictó dos interpretaciones de los Salmos. Estas inspiraron los
intentos de reforma de los dominicos en el sur de España veinte años antes que Lutero, y
posteriormente tuvieron grande influencia en América del Sur. Un académico ha dicho,
incluso, que Lutero relaciona su experiencia de conversión a la fe verdadera en la torre con
sentencias tomadas de Savonarola. Sin embargo, lo que es más importante para el propósito
que me llama aquí es la forma como Savonarola comprendió los dos rostros de la Iglesia.
Murió con signos de obediencia a esta; signos públicos, incuestionables y extraordinarios
pero, al mismo tiempo, la reconoció como el nicho de gestación del mal. Esto no solo por el
hecho de que Alejandro VI habría “comprado” el papado, o por su estilo de vida torcido; la
razón era que, en un sentido más profundo, él representaba la tentación del poder dentro de
la Iglesia.
Ahora permíteme hablarte del último día de Savonarola. Se le condenó por herejía.
Ninguna prueba había más allá del hecho de que no desistía de asumirse como un profeta que
hablaba por inspiración divina. Dos monjes hermanos fueron condenados con él por aceptar
las palabras de Savonarola y confirmarlas públicamente. Como un detalle de consideración a
la urbanidad florentina en 1498, los tres morirían ahorcados antes de que sus cuerpos fueran
consumidos por el fuego.
115
El día de su ejecución, durante la misa matutina, Savonarola, en una hermosa
oración, habla de cómo lo ha invadido la tristeza. Expresa lo abatido que se siente ante todo
lo que observa, y frente a sus amados amigos. Comenta el Miserere35 y luego sus palabras
detallan el abismo de su miseria por haber declarado durante la tortura el día anterior que no
predicaba por inspiración divina. “Me retracto”, dijo, “mentí por miedo en la tortura, y quiero
que esto se sepa. Permite que el abismo de mi pecado se disuelva en lo profundo de tu
misericordia”.
Luego se dirigió a sus hermanos. Dos hombres bien distintos entre sí: Domenico, un
monje “de armas tomar”, y Silvestro, quien temblaba de terror ante la idea de morir. A
Domenico esto le dijo: “Durante la noche me fue revelado que cuando seas conducido a la
horca debes decir: “No, no me cuelguen, quémenme vivo”; pues no somos dueños de nuestra
propia muerte. Debemos celebrar el hecho de poder morir la muerte que Dios tiene destinada
para nosotros”. Y se vuelve hacia Silvestro y dice: “Se me reveló que tienes pensado clamar
nuestra inocencia. Jesús en la cruz no lo hizo. Y nosotros no lo haremos”. Ambos frailes se
arrodillaron y recibieron, obedientes, su bendición.
Salieron del Palazzo de la Signoria en Florencia, caminaron por el puente construido
expresamente para ellos hasta el patíbulo. En el camino fueron detenidos por dos frailes
dominicos, enviados por el general de su orden para desgarrar las vestiduras de los
condenados. No debían morir con sus cogullas, ello traería desgracia a la Orden. “No les daré
mis hábitos, pero pueden arrancármelos” –dijo Savonarola. Entonces avanzó hasta quedar
frente al delegado especial del Papa Alejandro VI, quien le informó que la suya era una
condena por hereje, por cismático, razones por las que quedaba (aquí está el meollo) excluido
de la Iglesia militante y de la Iglesia triunfante: la Iglesia en la tierra y la Iglesia en el cielo.
Por lo que anotó el observador oficial de estos procedimientos, sabemos que
Girolamo Savonarola respondió serenamente con aquella voz firme y clara: “Podrán
excluirme de la Iglesia temporal, pero solo de la Iglesia temporal. Su autoridad no alcanza a
decretar por la segunda”.
35
El Salmo 51 (Salmo 50 en la Vulgata) comienza: “Piedad de mí, oh Dios, por tu bondad, por tu inmensa ternura
borra mi delito…”.
116
Ahí estaba el fraile, de pie frente al delegado del Papa, enviado como inquisidor
especial para torturarlo (el hombre había realizado cumplidamente su trabajo durante los días
previos). El delegado ratificó los cargos desplegando un rollo en el que leía que el Papa
concedía a los tres monjes la gracia de una perfecta indulgencia. Según el decreto, todo
castigo en el Purgatorio quedaba suspendido y su inocencia, entonces, restituida. Aquí es
donde el desatino, no de Savonarola, sino de la Iglesia misma alcanza la cima. El decreto
finaliza con una pregunta: “¿Aceptan?”. Y lo último que hicieron los monjes antes de morir
fue asentir.
Bien: o estos son cobardes, o gente dominada por los presupuestos culturales de la
religiosidad popular de aquella Florencia de 1498. O son plena, gloriosamente, locos que
saben lo que hacen. Ojalá yo pudiera morir así.
117
Capítulo 13
La era de los sistemas
Más arriba argumentaba que la época de la instrumentalidad, o la era de la tecnología, llegó a
su fin en los últimos veinte años. Por supuesto que puedes distinguir el germen de este
cambio mucho antes. Ya está presente, por ejemplo, en la visión de Alan Turing de una
máquina universal. Pero lo que aquí estoy diciendo solo es visible en su verdadera dimensión
en un evento como la Guerra del Golfo Pérsico, esa guerra de computadora que le mostró a
la gente, a un tiempo, tanto su absoluta impotencia como su adicción intensa a la pantalla
que la transmitió.
Cuando hablo del fin de una era, es claro que no me refiero al término de su
continuidad histórica. Las épocas siempre se traslapan. Así que cuando Turing nombró
“máquina” a la función matemática que tan elegantemente había analizado, construyó un
puente entre la nueva realidad y la época que realmente finalizaba, e hizo aparecer algo
explosivamente nuevo como si se tratara, tan solo, de una etapa más avanzada (quizás la
última) en la evolución de la sociedad tecnológica. Muchos grandes pensadores cayeron en
esa trampa. En la Edad Media, al inicio de la era de la tecnología, Hugo de San Víctor y
Theophilus Presbyter fueron los primeros en pensar a los implementos propios de las diversas
artes como algo separado de las manos de los artesanos que los manejaban. Pero no se
percataron de la radical novedad que suponía la creación, por vez primera, de una idea
general de la herramienta como medio de producción.
La era que inició con Hugo ha llegado a su fin; y es que la computadora ya no puede
concebirse como una herramienta en el sentido que prevaleció durante los últimos
ochocientos años. Para utilizar una herramienta es preciso que yo pueda asumirme separado
de esta, debo entender la herramienta como una cosa que puedo tomar o dejar; usar o no
usar. Incluso algo tan actual como el automóvil puede considerarse todavía una herramienta,
una a la que puedo meterme, girar el interruptor y echar a andar el motor. Habrá quien objete
que el auto no puede andar por ahí sin ser parte de un sistema de caminos, pero yo he
tomado el volante de la bestia en el desierto y sé lo que es un jeep. Obviamente, el Modelo
118
T que vendía Henry Ford estaba bastante más próximo a un martillo de lo que lo está un
moderno producto japonés vendido en los Estados Unidos, el cual ya es, más bien, software
del hardware de caminos, tribunales, estación de policía y unidades de traumatología; no
obstante, en un auto todavía soy capaz de distinguir lo distal en mí, y la distancia que me
separa del artefacto. Esto se difumina en la ilusión cuando estoy creando un “macro” en
Wordperfect que me servirá para organizar mis notas de pie de página. En tanto operador, me
convierto en una parte constitutiva del sistema. Yo ya no puedo concebir mi relación con la
caja gris en los mismos términos en que Theophilus se pensaba a sí mismo con respecto a un
cincel.
Por ello, primero quiero establecer la distinción entre una sociedad vista a la luz y a la
sombra de herramientas que permanecen separadas de quien las usa, y la sociedad de
sistemas hacia la que nos hemos deslizado. Una manera de situarse comprensivamente en
esta encrucijada es observar lo que le ha ocurrido al lenguaje. En los últimos quince años
vemos un enorme incremento en la disponibilidad de juicios expertos sobre toda clase de
asuntos, desde los efectos del alcohol en el organismo, o los peligros de fumar, hasta lo que
sea. La gente está saturada de instructivos e instrucciones, y de programas de ayuda. Y todo
ello no se transmite a través de palabras, de sentencias, sino a través de iconos. Por supuesto
que no hablo de imágenes sagradas, sino de esa incontable reserva de valores de intercambio
público acuñados, que han terminado por reemplazar al lenguaje. Me refiero al uso de
imágenes en sustitución de argumentos. Tomemos un ejemplo: la curva de población (la
curva demográfica). “Población” es un icono de algo en movimiento, de algo que ahora
sabemos que no es estable, de algo que hemos aprendido muy dolorosamente que está, en
cierta forma, fuera de nuestro control. Los mecanismos para controlarla son tan horribles que
han quedado fuera de la conversación ordinaria. Pertenecen al ámbito de lo que solo los
expertos pueden explicarnos. El solo hecho de pronunciar la palabra “población” significa
sumisión al experto que ha reunido los datos estadísticos. Un icono, ya sea que represente
la curva de población o cualquier otra realidad administrativa, está metido en un marco que
yo no elegí, que alguien eligió por mí. Esto no es posible si hablamos de enunciados. Mis
enunciados, mis sentencias, son potencialmente capaces de romper el marco que tú pretendes
119
imponerles. Poseo esta extraordinariamente bella libertad implícita en el lenguaje, que
requiere que mi interlocutor cultive la paciencia de permitir que sus palabras experimenten
un vuelco en el interior de mi boca. El icono inmoviliza lo que sugiere. Produce una parálisis
visual que después se interioriza. En español coloquial, “poblar” era algo que antes se hacía
en la cama; y antaño todavía se “poblaban” territorios. Pero lo que muestra una curva de
población no tiene conexión posible con ningún tipo de relación carnal. La palabra es una
celda, o una camisa de fuerza, construida por expertos incuestionables; y eso que damos en
llamar “educación”, particularmente la “educación superior” (y he sido testigo de ello durante
diez aterradores años en Penn State University) atrapa a las personas en esa camisa de fuerza.
Se convierten en intelectuales decentes que no tocarán jamás términos para los que ya existe
una expresión visual. La representación icónica determina al mundo en tal medida que la
palabra ya no puede emplearse sin evocar al icono. Mi amigo Uwe Pörksen llama a estos
iconos “visiotipos”36 y son una forma elemental de esta manera de relacionarse, de lidiar con
el otro. A diferencia de lo que las palabras permiten, el visiotipo no es susceptible de
predicarse. Intentaré explicar esto: el verbo une al sujeto con el predicado, u objeto, de una
oración. Este verbo se dice cópula, palabra que posee un maravilloso dejo de carnalidad;
como si el sujeto y el objeto de una oración se fundieran igual que hombre y mujer
enamorados. Los visiotipos no tienen esta relación con ningún predicado. Son entidades fijas,
estáticas, que se ubican fuera de la relatividad de las palabras. Para decirlo en términos
estrictamente lingüísticos, se trata de estereotipos connotativos. En este sentido, son como
aquellos elementales “bocados de información” (soundbites en la jerga de los medios de
comunicación) de los que Pörksen escribió en un libro anterior que trataba sobre las
“palabras plásticas”. 37 Son términos muy respetados, poco numerosos, idénticos en toda
lengua moderna, con innumerables connotaciones, pero sin poder para significar algo claro o
específico. Prefiero emplear la expresión “palabras-amiba”. Se corresponden con los
visiotipos y ofrecen los únicos equivalentes posibles a éstos. Las palabras comunes no
pueden aplicarse a los visiotipos; pretender hacerlo solo genera confusión. Estos no se ubican
36
Uwe Pörksen, Weltmarkt der Bilder: Eine Philosophie der Visiotype, Stuttgart, Klett-Cotta, 1997.
37
Uwe Pörksen, Plastic Words: The tyranny of modular language, trans. Jutta Mason and David Cayley, Pennsylvania
State University Press, 1995.
120
en el ámbito del conocimiento personal. Al parecer me incluyen, pero yo no puedo incluirlos
en lo que realmente conozco.
Habíamos hablado ya sobre la aparición de espacios virtuales justo en medio de la
vida cotidiana. Yo sugería, por pura diversión, que el presagio de ello se anunció en los
quioscos de los bulevares de París, cuando la aparición de los estereoscopios permitió echarle
un vistazo a la mercancía disponible en los burdeles, que se ofrecía metida en un espacio
virtual generado por dos cámaras colocadas a una distancia entre sí de aproximadamente
cuatro veces la distancia entre ambos ojos. El efecto parecía “magnificar” la realidad de la
carne fotografiada, al tiempo que el contexto y el primer plano se miraban difusos. Te
invitaban a probar por ti mismo algo que, inevitablemente, te defraudaría. Tomé prestado
este ejemplo del acertado análisis que Jonathan Crary hace sobre la irrupción en la vida diaria
de espacios virtuales visualizados. Crary dice que la explosión de estos espacios ocurrió en
algún momento al final de la década de 1970. Yo podría agregar que cada vez que miras un
visiotipo te contaminas con la carga de virtualidad que trae implícita; y que si nos atenemos a
la historia del cuerpo, en particular distinguiendo el momento en que se hace posible
visualizar el contenido de un útero preñado, podríamos ubicar mucho antes en el tiempo,
digamos treinta o cuarenta años antes, la aparición y extendida difusión de estos espacios.
Usé la palabra “contaminar” con todo propósito. Una de las razones por las que
estamos teniendo esta conversación es nuestro deseo de andar por este mundo contaminando
lo menos posible nuestra carne, nuestros ojos, nuestro lenguaje, y sin perder de vista, además,
la noción de cuán difícil es lograrlo. Es el lenguaje, sobre todo, el que está amenazado por la
virtualidad de esta creciente manipulación visual de mi pensamiento (me refiero tanto a mi
lenguaje silente, al íntimo, como al lenguaje público del que me sirvo para conversar con
otros). Debo luchar en defensa de mis sentidos para evitar verme arrastrado hasta un mundo
de visiotipos; conjurar el peligro de que, bajo la influencia de un bombardeo (cuidadosamente
programado) de visiotipos, termine por concebirme a mí mismo como un homo educandus, o un
homo transportandus: la representación de una figura humana que requiere educación o
transportación.
121
Quiero abrir un pequeño paréntesis aquí para hablar de la historia de la tecnología. Ya
es lugar común entre sus historiadores la noción de que la gente deriva de sus herramientas
tanto la imagen de sí misma como su idea de sociedad. Ya desde la Edad Media, el concepto
de “las herramientas del oficio” fue precondición de la organización de gremios en la era
proto-industrial. Piensa en la idea de “medios de producción” planteada por Marx y su
influencia desde 1850 y hasta la Segunda Guerra Mundial. O bien, en la importancia que se
le concedió al reloj o a la cajita mecánica de música en el barroco tardío. Piensa en la
transición del reloj de la torre, o el de péndulo, al reloj que se podía llevar en el bolsillo. La
evidente influencia de estos artilugios en ciertas formas de pensamiento conduce fácilmente
hacia la idea de que primero aparece la herramienta y luego vienen los cambios en nuestra
auto-concepción y en nuestra organización social. Pero la noción general de herramienta
debió aparecer antes de que pudiera reconocerse y aceptarse la acción particular de alguna.
De modo que vale la pena considerar la posibilidad de que la relación entre técnicas y
conceptos pudiera ser inversa a la que suponen hoy los historiadores de la tecnología. La
pretensión de dar forma a la visión estereoscópica precede por veinte años a la fotografía. La
fotografía transformó en acto la potencial idea y puso el estereoscopio sobre la mesa de tu
bisabuela para su deleite, pero no puede decirse que esa sea la razón de su origen.
No creas que hablo de algo terriblemente distante, o de un tema meramente
académico. Me encontré por ahí con que en 1926 la American Educational Association
insistía en que el sistema escolar norteamericano no podía considerar haber alcanzado un
nivel de desarrollo satisfactorio si no contaba con la misma cantidad de estereoscopios que
de alumnos en el aula más numerosa, y que sería menester contar con un mínimo de
setecientos paquetes de “estereohistorias” sobre mitología griega y química; así todos los
niños, incluso los más pobres, observarían la realidad a través de esa ventana. ¿Por qué te
cuento esto? Porque creo que el deseo de lograr algo antecede, con bastante frecuencia
(mediando una o dos generaciones) a la creación de la herramienta que lo hace posible.
Regresando a mi tema principal: respecto a nuestro predicamento presente, creo que
tenemos dos interpretaciones enfrentadas e irreconciliables. En mis escritos de las décadas de
1960 y 1970 hablaba de modernización, o de profesionalización, del cliente. Intenté mostrar
122
cómo es que el “cliente” modela su propia percepción interiorizando (por decirlo de manera
sencilla) el sistema escolar, por ejemplo: te clasificas a ti mismo y te sometes a la
clasificación de otros, según el punto de la curva en el que te quedaste. Así también, haces
tuya la necesidad de atención médica y reivindicas tu derecho a un diagnóstico correcto, a
tener acceso a tratamiento contra el dolor, al cuidado preventivo, y a una muerte
medicalizada. O te tragas la necesidad de un automóvil y paralizas tus pies porque tienes que
saltar al asiento del conductor para llegar hasta el supermercado.
Pero en el transcurso de la década de 1980 comencé a pensar en estas cosas de
manera distinta. Me percaté de que la gente estaba siendo absorbida o integrada a sistemas en
formas que rebasaron lo que yo hubiera podido plantear inicialmente. Pude ver, clara y
urgente, la necesidad de repensar todo aquello. Cuando, en el pasado, hablaba de un
estudiante universitario exitoso como alguien que se ha tragado los supuestos del sistema
escolar, aún podía referirme a alguien que se concebía a sí mismo un productor y consumidor
de conocimiento y, en cierta forma, un ciudadano; es decir, alguien que reconociendo su
privilegio como ciudadano, y al reclamar tal privilegio como un derecho, posibilitaba las
bases para hacerlo extensivo a todos. Cuando pensaba en una persona que se ha tragado la
necesidad de analgésicos, de la búsqueda de la longevidad, o de verse libre de anormalidades,
seguía pensando en alguien que se colocaba frente a las grandes instituciones con la idea de
que, al menos, podría usarlas para la satisfacción de sus propias necesidades o sus propios
sueños. Pero, ¿qué hay de la persona que ha sido tragada por un mundo concebido como un
sistema? ¿Qué pasa con quien ha sido absorbido por un mundo cuya realidad no es más que
una representación, en su propia fantasía, de una discontinua o desarticulada, no obstante
seductora, secuencia de visiotipos? En tal caso, la posibilidad de compromiso político y el
lenguaje que nombraba necesidades, derechos, prerrogativas, es decir, el lugar de enunciación
posible durante las décadas de 1960 y 1970, deja de ser efectivo. A lo máximo que podemos
aspirar ahora es a deshacernos de los glitches, esos pequeños errores de programación que
nombra la teoría de la comunicación; o a procurar ajustar responsablemente nuestros inputs y
outputs, es decir, las relaciones “insumo-producto” que determinan nuestras vidas. Hace
cuatro décadas era posible hablar de la “secularización de la esperanza”, de la sociedad ideal,
123
del futuro deseable, todo esto allende un horizonte que todavía invitaba a tener aspiraciones.
La gente sentía que poseía un cierto poder. Sin la posibilidad del poder no tiene sentido
hablar de responsabilidad pues, históricamente hablando, al hablar de responsabilidad moral
solo comprendo un territorio cuya frontera son los límites que mi poder, de alguna manera,
alcanza. Toda la intensa discusión de los años sesenta sobre la responsabilidad, era realmente
un reflejo de la creencia de la gente en el poder de las instituciones y en el poder de la propia
gente para transformarlas desde el interior. La verdad es que se trataba de una creencia
totalmente fantástica. La gente desde ciertas posiciones de poder tenía la posibilidad de
disfrutar de una versión profundamente secularizada de la esperanza, transfigurada en fe en el
desarrollo, en el mejoramiento, en el progreso. En esta nueva era, la persona típica, una que
encuentro frecuentemente en los últimos años, es alguien que, atrapado por alguno de los
múltiples tentáculos del sistema social, ha sido engullido. Para semejante persona ya no
existe la posibilidad de compartir eso que da lugar a lo que se ha deseado. Una vez tragado
por el sistema se concibe a sí mismo como un subsistema, frecuentemente como uno inmune.
Inmune significa que es capaz, provisionalmente, de mantener su propio equilibrio, pese a
cualquier cambio en las condiciones del entorno. Ese rollo fantástico sobre la vida como un
subsistema con la habilidad de optimizar su medio ambiente (la hipótesis Gaia)38 cobra un
significado horripilante cuando lo dice alguien que pretende expresar su conciencia de sí
mismo, sin percatarse de que ya ha sido engullido por el sistema.
Para simplificar, tú tienes hijos y alguna vez me compartiste la gran dificultad que
tienes para entender por qué les atrae tanto la ropa de marca. ¿Por qué vestir una camiseta
decorada con un icono? Para mí, hablar de alguien que necesita un icono es una manera
poética de decir que esa persona ha sido tragada por el sistema. Un icono que puedo tocar
cuando quiero obtener algo, así sea solo la atención del otro.
Ahora bien, en el centro del contexto desde el que hablamos, están colocadas las
cosas que debo entender para realmente practicar la relación Yo-Tú (más allá de Buber)39 es
38
La hipótesis Gaia fue planteada por vez primera por el científico británico James Lovelock, y sostiene que la vida
como un todo constituye un sistema homeostático, es decir, autoregulado. Ver: James Lovelock, Gaia: A new look at
life on Earth , Oxford University Press, 1979.
39
Filósofo judío, Martin Buber (1878-1965) es autor de Yo y Tú. Libro en el que distingue la relación libre, personal a
la que nombra “Yo-Tú” de la relación utilitaria o instrumental que él llama “Yo-Eso”.
124
decir, para enfrentar mi rostro con el tuyo, con tu pupilla , con tu versión de Iván, la que me
otorga realidad. Quiero sentar las bases intelectuales de una práctica ascética que propicie
esta relación. Y es que, definitivamente, existe una diferencia entre intentar verse frente al
benefactor romántico, al socialdemócrata o al ecologista del pasado, para quienes la
expresión del ego aún no alcanzaba a cristalizar en un icono, y el intento de mirar a una
persona bien contemporánea que pega un icono en su pecho y dice, a su capricho: “¡Oye, ese
soy yo!”
Lo que he dicho hoy sobre los iconos viene a concluir mi búsqueda, mis
investigaciones a veces dolorosamente trastabillantes, sobre la historia occidental de la
iconoscepsis, de la duda o vacilación ante las imágenes en las que podría llegar a hundirse mi
mirada. En esta historia, la legitimización de la iconodulia, de la devoción a las imágenes
sagradas es, a mi entender, un importante adelanto. Me concede la posibilidad de buscar la
eternidad y descubrir la verdad última como cuerpo vivo detrás del umbral de la imagen. Mas
la iconodulia no excluye, al mismo tiempo, la guarda del ojo. Hasta donde entiendo, la
prohibición de imágenes en el judaísmo y el islam es un intento de prevenir que el rostro se
convierta en una imagen, así mi mirada no será la de un fotógrafo que encuadra tu rostro,
sino una forma de permanecer constantemente vulnerable a eso que al mirarte en la carne me
revela de mí mismo. Me invita a ser implacable al despojarme de todo lo ilusorio, los
consuelos y caprichos que constituyen el vivir conmigo mismo y, en su lugar, buscarme y
hallarme gracias a tu mirada.
La certidumbre de que las imágenes (particularmente las imágenes del rostro humano)
constituyen una amenaza significativa para nuestra presencia mutua y para la posibilidad de
encontrarte a ti mismo al mirarme, se diluye con la mecanización de la imagen fotográfica. La
popularización de la fotografía hace que la gente olvide en qué medida las imágenes
interfieren con aquella primordial e indescriptible mirada que tiene el poder de llegar y tocar
diversos niveles simultáneamente, y que para el creyente alcanza hasta el más allá.
Actualmente la mirada se concibe como una acción de videocámara. La vista satelital del
planeta se considera una visión real, como si fuera posible desde un punto de vista humano.
La gente se acostumbra a tener frente a sus ojos cosas que, por su misma naturaleza, no
125
pertenecen al orden de lo visible, simplemente porque son demasiado pequeñas, aun menores
que la longitud de onda de la luz roja; o quizá porque, en tanto que son vitales, yacen bajo la
piel (como los latidos de mi corazón). La gente puede aprender a reconocer esos productos
de la imaginación, como la representación visual de cantidades, o el así llamado genoma (con
toda su carga de comando y control). Y, al habituarnos a ello, perdemos cotidianamente el
hábito de posar la mirada sobre lo que realmente aparece ante nuestros ojos. Por tanto, la
iconoscepsis, combinada con la mirada y mentalidad de la gente del desierto: los judíos y los
musulmanes (“No te harás imagen alguna…”) permanecen siendo complementos necesarios
al desafío extraordinario que llega con la expansión del amor que la Encarnación hizo
posible, y a través de mi creencia en la Encarnación, porque esta posibilidad está
mortalmente amenazada, pues los niños están aprendiendo en las escuelas a utilizar sus ojos
como videocámaras. Estamos moviéndonos hacia lo que llamo una sociedad a-mortal. Para
ilustrar esto puedo abrir mi computadora y mostrarte lo que un colapso significa, un colapso
sistémico. O podría llevarte hasta una unidad de terapia intensiva donde el monitor que
muestra un trazo que debemos entender como ondas cerebrales está colocado por encima del
paciente y es observado para detectar el momento en el que la línea aparezca llana. O
mostrarte aquella cartelera que tanto nos impresionó a varios amigos y a mí, que está
colocada en cierto punto de la ruta entre Claremont y Los Angeles y que muestra primero
unas ondas cerebrales y luego una línea plana, y después esa misma línea traza el nombre de
una compañía aseguradora. Nada de esto tiene relación alguna con la muerte. Morir es una
palabra intransitiva. Es algo que puedo hacer, como caminar, o conversar. No puedo ser
“morido”, puedo ser muerto, o matado. Y si acaso me restan unos cuantos minutos, todavía
soy capaz de comprometerlos plenamente en mi despedida.
El arte de morir es diferente para cada sociedad. Esta misma mañana, justo antes de
que llegaras, una mujer que me visitó hablaba de su pobre hermana, quien no puede morir
porque tres de sus nueve hijos no quieren dejarla ir, aun cuando está sufriendo. Y recordó la
muerte de su padre, y cómo le dijo: “Papi, puedes irte en paz, yo cuidaré de mamá”; y
advirtió a sus hermanos: “Y ustedes no se metan”. Y murió el hombre, según dijo ella, de una
forma hermosa, con el rostro radiante. Yo le dije: “Vamos a tomarlo a él como nuestro
126
modelo”. Pues bien, esto puede suceder incluso bajo presupuestos sistémicos. Cualquier cosa
puede ocurrir. Sin embargo, una sociedad (me pregunto si debería siquiera llamarla
“sociedad”) un sistema social levantado sobre conceptos como retroalimentación,
programación, con una ausencia de distalidad entre sus subsistemas inmunes y su
funcionamiento general, elimina la mortalidad, palabra que no significa lo mismo que la
limitada probabilidad de supervivencia de un sistema inmune a punto de colapsar. Alguien
que ha establecido para sí el hábito del actuar virtuoso, de manera que vivir apropiadamente
se vuelve segunda naturaleza, necesariamente incorpora a su actuar el conocimiento sobre la
muerte. Este puede ser el paso a través del umbral hacia el mundo de los ancestros, o hacia el
reino de Cristo en las praderas del más allá. Phillipe Ariès, en su libro sobre las maneras de
morir, nos ofrece un bello recuento de las diferentes prácticas en distintas partes del mundo.
40
Una persona que se administra a sí misma como si fuese un sistema, se enfrenta con total
impotencia al hecho de que sabe que la vida llegará a su fin.
Tal condición de a-mortalidad se refleja en la exigencia de que los médicos ahora
deben ser verdugos. Establecer semejante servicio equivale a extender un certificado de
apatía nacional. Existen suficientes remedios a la vida en el interior del gabinete de limpieza.
Tenemos a nuestro alcance más venenos que nunca antes. Que sea la Hemlock Society quien
se encargue de instruirnos sobre cómo usarlos. No hablo a favor del suicidio. Simplemente
digo que la idea de institucionalizarlo, creyendo que la gente es incompetente para llevarlo a
cabo, representa el reconocimiento de una incompetencia nacional que rebasa la imaginación.
La profesión médica se ha convertido en una fábrica de cuerpos iatrogénicos, financiada con
dinero público, y su perversión se muestra con claridad en esta exigencia de que los médicos
sean investidos como procuradores de la muerte. En toda sociedad hubo curanderos con
capacidades y atribuciones especiales. En casi todas ellas se distinguían un buen número de
especialidades, como todavía aquí, en este pueblo (Ocotepec), donde un grupo de ancianos,
mujeres y hombres, son identificados con prácticas de lo que uno podría llamar el cuidado de
la salud. Su tarea era la de ayudar a la persona a soportar el sufrimiento para avanzar, en
forma más o menos apacible, hacia la muerte. Como un ejemplo, evocaré que en la ciudad
40
Phillipe Ariès, The hour of our death , Oxford University Press, 1982.
127
italiana de Bolonia, durante el azote de la peste, quienes procuraron lo necesario para morir
dignamente fueron los fabricantes de velas y los vendedores de incienso.
La idea de que el médico debería matar sobre pedido a sus pacientes es monstruosa,
pero de explicación sencilla. En determinado momento de la historia, y con la venia de
nuestras instituciones más venerables, la religión incluida, los médicos dejaron de cuidar a
sus pacientes para comenzar a hacerse cargo de la vida humana. En Némesis Médica intenté
demostrar cómo fue que esto ya había comenzado a suceder a mediados del siglo XIX. En las
ilustraciones de esa época se muestra a los médicos armados con las recién inventadas
jeringas hipodérmicas e intravenosas luchando contra la muerte (en una lámina, la figura de la
muerte representada por un esqueleto, es representada al ser arrojada por el médico fuera de
la habitación del enfermo). A partir de ese momento los médicos se convirtieron en
administradores de la vida y, en última instancia, en productores de cuerpos iatrogénicos y,
por supuesto, ahora pueden ser convocados para actuar como verdugos.
En una carta que escribí para una religiosa a quien conozco desde que era niña y que
ahora, en su vejez, es superiora de una hermosa comunidad contemplativa, yo compartía una
reflexión sobre mi amistad con una mujer que había decidido terminar con su vida. Esta
mujer me compartió que se había preparado para hacerlo el siguiente invierno, habiendo
incluso elegido el sitio preciso para ir a morir, bajo la copa de un árbol. Aunque alcohólica,
con viva lucidez me dijo: “Iván, tú eres químico, seguro sabes algo al respecto. Dime qué
veneno elegir”. Era una dama obstinada, te lo aseguro, no había forma de hacerla escuchar
argumentos. Yo sabía de su afición por el güisqui Etiqueta Negra de Johnny Walker, según
recordaba en mi carta, y lamenté no haber tenido el gesto de dejar una botella de ese güisqui
en el portal de su casa después de acompañarla hasta allá, en prenda de que aquello que me
había confiado no enturbiaría nuestra amistad, como debió sentir a juzgar por la expresión de
mi rostro. De ninguna forma apoyaría un suicidio, pero al menos tres veces durante mi vida
he tenido que enfrentarme a situaciones en las que he tenido que decir a gente muy diferente
(esto sucede en una vida como la mía): “No te abriré la ventana, pero permaneceré contigo”.
Esta postura, la de no apoyar pero sí acompañar, porque respetas la libertad del otro, es una
bien difícil de aceptar para la gente de nuestra buena sociedad. Hace poco tuve evidencia de
128
esta dificultad de creer que alguien como yo pudiera abstenerse de juzgar el suicidio de un
amigo. Pero es que marcarlo como traición me parece que escapa a los límites de mi
competencia.
Quiero añadir algo más sobre el cuerpo iatrogénico. Como ya dije previamente, uno
de los distintivos de la modernidad es el reemplazo progresivo de la idea del bien por la idea
del valor. La producción y distribución de cuerpos iatrogénicos a los miembros de esta
sociedad es parte de esta sustitución del sentido de lo que es bueno y correcto y adecuado
para mí y para mi equilibrio humoral. El cuerpo iatrogénico es tasado según la lectura de
valores positivos o negativos a partir de un punto cero determinado. Es un cuerpo evaluado.
Mira la forma en que los pacientes hospitalarios viven sus propias gráficas y registros. Sus
preocupaciones tienen que ver con el “¿Doctor, cómo está mi presión arterial hoy?”, ya no se
preguntan cómo se sienten el día de hoy. Algo fundamental se pierde cuando me observo a
mí mismo contra una tabla de valores en vez de sentirme como un atado de miserias,
adolorido, medio tullido, cansado pero soportando todo esto. El por qué y cómo debo
soportarlo tiene respuestas diversas según los distintos mundos del pasado. Mi mundo habla
de una cruz que llevo a cuestas. La cruz no deja de ser algo maligno, aún cuando sea yo quien
la carga. Pero, como dijimos en nuestro primer encuentro, la cruz es, en cierta forma
paradójica, glorificada por mi fe en que Dios se hizo hombre para soportarla. No es la gloria
de Constantino con su In hoc signo vinces41 por la que la cruz se yergue como instrumento de
poder, sino la cruz como el símbolo de vergüenza y derrota que el Hijo de Dios asumió.
Previamente, al hablar del mal, yo argumentaba que con la posibilidad del pecado
aparece una dimensión totalmente insospechada del mal: la traición al amor nuevo y libre. La
destrucción de la posibilidad de cargar con el peso de tu propio cuerpo es para mí algo
profundamente maligno, pero ese aspecto del mal queda velado para quienes piensan solo en
términos de “valor”. No pueden ver los rasgos del pecado. Pensar el cuerpo como un sistema
(o un subsistema) es una forma de ocultar el pecado.
41
“Con este signo vencerás”. Según el historiador Eusebio de Cesarea, el emperador Constantino tuvo una visión en
la que la cruz aparecía en el cielo con tal leyenda. Constantino fue el primer emperador romano de la Cristiandad; a él
se debe el establecimiento del cristianismo como religión de Estado.
129
Capítulo 14
Envoi
A lo largo de estos días en que hemos discutido mi hipótesis de que la modernidad puede
estudiarse como una extensión de la historia de la Iglesia, he intentado mostrar
reiteradamente que nuestro mundo actual puede llegar a ser cabalmente comprendido como
una perversión del Nuevo Testamento. No creo, como algunos, que vivamos en un mundo
post-cristiano. Eso sería un consuelo. Creo, aun cuando estoy dudando del término que voy a
utilizar, que este es un mundo apocalíptico. Justo al principio de nuestras conversaciones
hablamos del mysterium iniquitatis, la anidación de un mal impensable, inimaginable, antes
inexistente, y su huevo en el interior de la comunidad cristiana. Entonces pronuncié la
palabra Anticristo (tan parecido en muchas cosas al Cristo, y su prédica de responsabilidad
universal, percepción global, humildad y aceptación de la enseñanza, la guía institucional y
contraria a la posibilidad de la búsqueda propia). El Anticristo, o digamos el mysterium
iniquitatis, es el conglomerado de una serie de perversiones producidas por la
institucionalización de las nuevas posibilidades abiertas por el Evangelio, al pretender
asegurarlas, garantizar su sobrevivencia e independencia de la acción e influencia de
individuos. Lo que argumento es que el mysterium iniquitatis había permanecido en incubación.
Sé lo suficiente sobre la historia de la Iglesia como para afirmar que ahora está rompiendo el
cascarón; sin embargo, me limitaré a decir que hoy está más presente que nunca antes. Por
tanto, resulta completamente erróneo adjudicarme la afirmación de que esta es una era
post-cristiana. Todo lo contrario, pienso que esta es, paradójicamente, la época más
sensiblemente cristiana, lo que significa que debe ser una muy próxima al fin del mundo.
El antiguo profeta era llamado al desierto, una extraordinaria vocación que viene
desde Miqueas hasta Samuel. Para las dos primeras generaciones de la Iglesia cristiana, según
lo poco que sabemos, la profecía era parte necesaria del desarrollo de la liturgia común. Era
imprescindible la palabra profética que hablara sobre lo que estaba por venir: no era la
llegada del Mesías, sino la del Anticristo, el mysterium iniquitatis. Esta realidad fue olvidada, o
130
relegada bajo el estatuto de las cosas de las que no conocemos lo suficiente como para hablar
de ellas, y solo ocasional, intermitentemente, ha sido traída a la luz por sectarios a lo largo de
dos mil años. No pretendo revivirla aquí. Yo llamaría a la que he intentado vivir una
vocación de amigo más que una de profeta.
En este sentido quiero contarte una historia. Estuve hace poco en Bolonia, invitado
por Paolo Prodi. Y resulta que ocurría la ceremonia de confirmación de un muchacho a cuyo
bautismo había asistido dieciséis años atrás. Como toda buena familia italiana, los nueve
hermanos y hermanas se habían reunido para la confirmación, como antes lo habían hecho
para el bautismo. Uno de ellos era Romano Prodi, hermano de Paolo y Primer Ministro
italiano. Estaba feliz de tenerme ahí y me invitó aparte para conversar. En algún momento de
nuestra conversación preguntó, con relación a algo que yo había dicho, si aquello no era una
continuación de la profecía para nuestro tiempo. Lo que yo respondí fue: “Romano, el tiempo
profético yace detrás. La única posibilidad ahora reside en asumir la vocación del amigo. Es
la única forma de diseminar la esperanza de una nueva sociedad, y su práctica no es
realmente una prédica. No consiste en palabras, sino en pequeños actos de loca renuncia”. El
tipo me comprendió.
He dicho que solo por la fe podemos discernir realmente el misterio del mal. Pero
también sé que hay muchos que han vivido el horror de nuestro tiempo como algo que no
tiene explicación y que sería una cobardía relegar en algún rincón inaccesible del corazón.
Aquellos que tienen la voluntad de enfrentar este horror como algo inexplicable actúan como
testigos de un misterio. Que ese misterio sea el mysterium iniquitatis no lo hace menos
adecuado para ser la puerta de entrada cabal al misterio de la Encarnación. Ya sea por la voz
de los niños o la de los pecadores. A lo largo de estos días a menudo me he sorprendido
desconcertado por mi decisión de atreverme a sostener esta conversación contigo. No me
refiero a la conversación de la que hemos disfrutado tú y yo por años, sino a la que tiene
lugar frente a esta extraordinaria caja negra. Hace diez años, en el State College de
Pensilvania, cuando hablábamos sobre asuntos que no tenían nada de misterioso, tú tenías
que hacer acopio de fuerzas para cargar tu grabadora hasta mi habitación. Hoy tienes este
artilugio de bolsillo. Ha sido un recordatorio constante de la nueva situación, de la nueva
131
etapa que atraviesa el mundo desde el que hablamos. Ello me ha permitido atreverme al
compromiso de esta conversación que ha sido, en muchos sentidos, muy real entre tú y yo, y
una continuación de otras conversaciones no menos reales. Aun así, me maravilla tu
disciplinada conciencia, tan sorprendente como la mía propia, de que estas voces serán
escuchadas por gente completamente desconocida, posiblemente después de mi muerte. A
menudo me he visto tentado a rendirme al miedo de decir estas cosas que puedo fácilmente
decirle a David Cayley a través de un micrófono que digitalizará las palabras, los sonidos, y
los llevará hasta los oídos de personas que no pueden ver nuestros rostros, o los cambios
sutiles en tu sonrisa o en el ceño de tu frente. Hemos tenido entre nosotros la presencia de
unos cuantos amigos cercanos, y a cada uno de ellos le habría hablado de manera distinta. Su
presencia ha sido un recordatorio constante de que no reacciono a un entrevistador abstracto,
sino a David Cayley, con quien he establecido, con la gracia de una tolerancia mutua que
subsiste en el tiempo, una percepción única e irrepetible de la relación Yo-Tú. 42
Hace diez años, cuando nos vimos en medio de una situación similar, yo me rehusé
explícitamente a responder de manera personal a tus preguntas. En ese momento las
consideré rétoricas y dictadas al micrófono. Aún ahora, resulta evidente que ambos hemos
intentado hacer lo posible por preservar al menos un velo de discreción. Hemos sido
cuidadosos en nuestra danza, para no pisarnos mutuamente y no comprometer a terceros.
Con excepción de Uno que siempre estuvo aquí. Confío en que tus manos sabrán cuidar que
mi intención de hablar (pues no diría que de dar testimonio) desde la gratitud y la fidelidad
que siento por quien está presente tras la luz que arde aquí mientras te dirijo estas palabras,
no fuera una traición a su conmovedora, sensible, ternura sino una declaración, una
afirmación llena de verdad. Elegida una sola vez en mi vida. No volveré a hacerlo.
42
Durante la grabación de estas conversaciones y las entrevistas a continuación, Illich y yo estábamos a veces a solas,
otras veces acompañados por amigos que escuchaban. Estuvieron presentes en distintas ocasiones Jacques Barzaghi,
Valentina Borremans, Jerry Brown, Kate Cayley, Samar Farage, Lee Hoinacki, Carl Mitcham, Matthias Rieger, Jean
Robert, Silja Samerski, y Sajay Samuel.
132
SEGUNDA PARTE
REITERACIONES
En los tiempos sombríos ¿se cantará también?
También se cantará, sobre los tiempos sombríos.
Bertolt Brecht
“Motto” en Poemas de Svendborg
133
Capítulo 15
El principio del fin
David Cayley: He revisado mi transcripción de nuestras conversaciones de hace dos años, y
hay algunos puntos que quisiera clarificar. En aquella ocasión volvías una y otra vez sobre la
idea del misterio del mal, del que Pablo habla por primera vez en su Segunda carta a los
Tesalonicenses. Desde entonces he tenido la oportunidad de releer las Epístolas de San Pablo y
me parece que lo que él está diciendo es que la Encarnación es, por así decirlo, el principio
del fin. Ocurrió algo que lo transformó todo de manera irreversible.
Iván Illich: Sí, y expresa esa inmensamente consoladora afirmación de que sufre, lo que sea
que esté sufriendo (digamos que se trata de epilepsia), para completar lo que aún falta 43 y,
con ello, por consiguiente, está reteniendo el fin. Parafraseando a Pablo: soportar con humor
y devoción la molestia que mi prójimo me causa podría ser justo la gota que colme el vaso.
El fin podría desencadenarse cada vez que alguno de nosotros se vincula claramente al
sufrimiento de Cristo. Es una idea gloriosamente consoladora, y Pablo sostiene (yo creo que
muy legítimamente) que esa debería ser la forma de observar el curso de mi propia vida.
Quizá estemos contribuyendo a ello en este preciso momento.
Tengo en mi muñeca este curioso reloj, con una partecita móvil que indica los
segundos. Solía preguntarme al mirarla si acaso el siguiente clic sería el último. Conoces la
historia del viejo rabino, que Erich Fromm no se cansaba de contar: Su esposa le dice “Tengo
que lavar tus calcetines”, así que él se quita un zapato y le entrega un calcetín. Ella replica
“¿No puedes darme también el otro?” Él responde “No, jamás me quito los dos zapatos al
mismo tiempo. Quiero estar listo para la venida del Mesías”.
David Cayley: Pero ¿qué fue lo que cambió con la Encarnación? ¿Por qué es ésta el principio
del fin?
43
La afirmación fue tomada de la Epístola a los Colosenses 1, 24.
134
Iván Illich: Cuando María dio a luz al Verbo Divino en la carne algo ocurrió, cósmicamente,
algo que hasta ese momento sucedía cada vez que una mujer presentaba al niño que había
estado esperando y se probaba a sí misma y a los demás que su embarazo había sido real. Con
este nacimiento, las profecías se veían cumplidas, y legitimados los balbuceos de los profetas
de la única forma posible en que hasta antes de llegar el siglo veinte un embarazo podía
comprobarse: postpartum. Porque el niño está ahí, presente. Esta es la primera cosa que
cambió. La segunda es que, a partir de ese momento y en adelante, todo acto o palabra
profética no es solamente esperanza, sino fe en la presencia carnal de Dios. Cuando
interpreto textos del siglo XII para los estudiantes de posgrado, o para colegas u otros
asistentes regulares a mis cursos, quienes en su mayoría consideran esto que acabo de decir
como fantasía o ideología, dicen: “Entonces, según usted, los cristianos creen que un hombre
es Dios”. Es improbable que un cristiano diga esto. He escuchado a católicos y anglicanos, y
generalmente se plantean las cosas de manera inversa: para ellos Dios viene primero. Pero
para José es el bebé quien llega primero. La posibilidad de que la fe en la Encarnación
florezca en nuestro tiempo viene dada precisamente porque la fe en Dios se ha oscurecido y
estamos invitados a descubrir a Dios en el Otro. Para mí esto es más importante que nunca,
sobre todo por la agudización de esta oscuridad, diseminada en los últimos años por quienes
argumentan que ciertos rasgos físicos y matemáticos del universo llevan a postular como
hipótesis muy fecunda a un Dios (una construcción de Dios) detrás del Big-Bang. 44 Y yo me
río y les digo: “A ver, echemos un vistazo a un pesebre” explicándoles, al mismo tiempo, lo
que es un pesebre; y les hablo de que en muchos sitios del mundo que yo conozco hay
madres que lían a sus hijos en un trapo andrajoso en la esquina de cualquier calle, apenas
horas después de su nacimiento.
David Cayley: También sostenías que con la Encarnación cambió el sentido del pecado.
Quiero invitarte a que abundes más sobre este punto.
44
Illich se refiere aquí al llamado principio antrópico, que es una actualización de lo que alguna vez se llamó
argumento del diseño, o argumento teleológico. Este sostiene, abreviando, que las condiciones necesarias para que se
haya dado la vida en la Tierra eran tan improbables que la única hipótesis razonable es la existencia de un creador.
Illich encuentra tal teoría abominable al colocar la deducción en el sitio propio de la revelación.
135
Iván Illich: En mi opinión, Cristo abrió nuestros ojos, de una forma única y definitiva, a la
relación que existe entre David e Iván en este preciso momento. Puedes, si gustas, decir que
a la relación que se establece entre un “Yo” y un “Tú”. Cada vez estoy más seguro de que
puedo convencer a cualquiera que se me presente como adversarius de que no existía esta
clase de relación antes de que Cristo la revelara, aun cuando sea posible distinguir algo que
guarde alguna semejanza. Si recuerdo bien, la última vez hablamos del samaritano (aquel
palestino que no adoraba a Dios en el Templo en Jerusalén) que se encuentra con un judío
que yace, golpeado, a un lado del camino y se vuelve hacia él. Como el samaritano, somos
criaturas que hallamos nuestra perfección solo al establecer una relación, y esa relación es
arbitraria desde el punto de vista de todos los demás, con excepción del propio samaritano,
porque él ya respondió al judío abatido. Mas, tan pronto se establece esta posibilidad,
también puede verse rota, o denegada. Se creó una forma de infidelidad, de rechazo, de
frialdad que no existía antes de que Cristo la revelara. En este sentido, el pecado no existía.
Sin el tenue brillo de mutualidad era impensable la posibilidad de su negación, de su
destrucción. Se creó un nuevo tipo de deber que no guarda relación con una norma. Posee un
telos. Va dirigido a un alguien corpóreo; pero no según una regla. Hoy se ha vuelto casi
imposible que la gente que se ocupa de ética o de moralidad deje de lado la cháchara sobre
normas. Su pretensión es que el deber se relacione directamente con las normas.
David Cayley: En una conversación anterior reaccionaste con firmeza contra mi manera de
usar el término “post-cristiano” para caracterizar nuestro tiempo. Dijiste: “No, la nuestra no
es una época post-cristiana. Es una apocalíptica”. Quisiera oírte hablar más sobre lo que
piensas que significa vivir en un mundo apocalíptico.
Iván Illich: Cuando me negué a designar nuestro tiempo como “post-cristiano”, e insistí en
que era apocalíptico, lo hice como discípulo de Santo Tomás de Aquino: per fidem quaerens
intellectum, y per intellectum quaerens fidem, buscar por la fe la comprensión histórica del tiempo
desde Belén, y por otra parte, por medio de la inteligencia buscar comprender los dos
primeros milenios cristianos. El mundo cambió definitivamente con la aparición de una
136
comunidad (es decir un “aquí” y un “allá”) basada íntegramente en la contribución de cada
uno, sin importar su rango, en el beso litúrgico de la conspiratio. Una comunidad creada
mediando un intercambio somático, corporal, y no por referente cósmico o natural alguno.
Cuando un nosotros surge como resultado de una conspiratio, quedamos fuera de la dimensión
temporal. Vivimos ya en el tiempo del Espíritu.
Una de las consecuencias es la aparición de un nuevo tipo de mal, al que yo llamo
pecado. Difiere radicalmente de cualquier no-bien que pueda plantearse en términos seculares.
Es también diferente a las viejas ideas de lo que es inarmónico, no-proporcional, inadecuado.
Semejantes términos también son insuficientes para expresar el mal que es el pecado. Hoy
vivo en un mundo en el que el mal ha sido remplazado por el desvalor, o el valor negativo.
Enfrentamos algo para lo que en alemán, con la permisividad que ofrece para combinar
términos, pude acuñar el nombre de desdiabolización (Entbösung). Cuando lancé esta palabra
hace veinte años en Alemania hice reír a la gente. Un piano temperado no puede ser
inarmónico; no pueden existir edificios des-armónicos una vez que se ha perdido la idea del
orden en la arquitectura, tal y como Joseph Rykwert lo mostró en su libro The Dancing Column.
De manera que, dentro de este período apocalíptico de dos mil años llegamos, primero, a la
pérdida de lo que había sido el sentido del mal, para después arribar, en nuestros días, a lo
que por falta de un mejor término yo llamaría concretudes desubicadas o quizás a la
matematización o algoritmización que Owe Pörksen pretendía describir con su idea de
“palabras plásticas”. Durante mil quinientos años todo nuestro pensamiento social y político
estuvo basado en la secularización de la figura del samaritano, es decir, en la tecnificación de
la pregunta “¿qué hacer cuando alguien en problemas de pronto me sorprende en mi camino
hacia cualquier otra parte?”. ¿Respondí tu pregunta?
David Cayley: Veamos si puedo parafrasear lo que acabas de decir: la pérdida del sentido
tradicional del mal ocurre cuando se pierde el sentido de la proporción, y es algo que no se
concibe sino hasta que Jesús expande el horizonte de lo posible con la respuesta dada a los
fariseos. Lo que estás diciendo es que toda la era post-Belén es, por definición, apocalíptica.
137
Iván Illich: Sí, pero en el uso moderno esto alude a una especie de desastre. Para mí significa
revelación, o desvelamiento. Estamos ahora intentando profundizar nuestra conversación de
hace dos años sobre mi hipótesis de que la corrupción de lo mejor es lo peor. Parte de esta
hipótesis es que la pretensión de la Iglesia de conferir poder material, visibilidad social y
permanencia al ejercicio de la orto-doxia, de la fe correcta , y al ejercicio de la caridad cristiana
no es algo no-cristiano. Como yo entiendo el Evangelio, y como lo entienden otros, el cuerpo
místico de Dios (que es como la Iglesia se percibe a sí misma) es parte de la kenosis, de la
humillación, de la condescendencia de Dios al hacerse hombre y fundar o generar este cuerpo
místico, y que este sería, por tanto, algo ambiguo. Es decir: sería, por un lado, un surtidor
constante de vida cristiana para individuos que, actuando juntos o separados, serían capaces
de vivir la vida de la fe y la caridad y, por otro, una fuente de la perversión de esta vida
mediante la institucionalización que transforma la caridad en algo mundano y confiere a la fe
un carácter obligatorio. ¿Por qué digo esto? Porque creo que una forma de mirar con
esperanza lo que ha ocurrido en el curso de mi vida es diciendo que la bondad y el poder de
Dios brillan más gloriosamente que nunca frente al hecho de que puede tolerar (después
regresaré a este término) la mundanidad de su Iglesia, convertida en la semilla de la que
germinaron las organizaciones de servicios modernas.
Voy a decirlo de una forma más fácil de comprender. Al menos yo no creo estar
viviendo en un mundo post-cristiano. Vivo en un mundo apocalíptico. Vivo en el kairos45 en
el que el cuerpo místico de Cristo, por su propia culpa, es constantemente crucificado, como
lo fue su cuerpo físico que resucitó en la Pascua. Por ello, espero la resurrección de la Iglesia
de la humillación que se provocó ella misma al engendrar y traer a la existencia la
modernidad.
La resurrección yace detrás nuestro. Lo que ahora hemos de esperar no es la
Resurrección de nuestro Señor, ni la Ascensión de María (esta extraña muchacha a quien
desde niño no he podido dejar de considerar como mi ideal). Es la resurrección de la Iglesia,
45
Kairós es uno de los términos griegos para designar al tiempo. En el texto griego y en las subsecuentes Escrituras
cristianas aparece como el momento de la revelación, el momento de la gracia y la oportunidad. Cuando Jesús predice
la destrucción de Jerusalén (Lucas 19, 44) advierte que será “…porque no reconociste el kairos” (en la Biblia de Jerusalén
se traduce como “el tiempo de tu visita”).
138
y cuando afirmo que espero la resurrección de los muertos y la vida eterna, la resurrección de
los muertos es para mí la resurrección de la Iglesia.
Tiempo atrás viniste a decirme que querías hablar sobre la corruptio optimi quae est
pessima (la corrupción de lo mejor, que es lo peor), ese aforismo latino al que aludo cuando
digo que cada vez que busco la raíz de una certidumbre moderna encuentro que, en el curso
de lo que llamamos segundo milenio, esta brota de la Iglesia como una excrecencia, y no para
convertirse en una realidad post-cristiana, sino en una realidad cristiana pervertida. El
término post-cristiano podría implicar una inocencia renovada en la que el mal despojado del
sentido de pecado retorna a ser, simple y llanamente, mal. Según lo que yo juzgo, espero
aceptar la realidad de las instituciones modernas no como mal sino como manifestación del
pecado, es decir: como la pretensión de otorgar por medios humanos lo que sólo Dios a
través del judío malherido podría otorgar: la invitación a vivir la caridad.
David Cayley: Mircea Eliade, un autor a quien yo solía leer, habla de la “valoración cristiana
del tiempo”. Según dijiste previamente, para los cristianos el tiempo después de Belén
adquiere una dirección definitiva e irreversible, que deja ya de ser cíclica. Tal dirección,
según Eliade, se preserva incluso en los descendientes seculares del cristianismo, por ejemplo
en el marxismo que, en cierto sentido, está a la espera del fin. Sin embargo, en los últimos
quince años o más, la gente ha comenzado a adoptar el término “posmodernidad” que podría
sugerir un retorno al tiempo cíclico y a la inocencia renovada de la que recién hablabas.
Iván Illich: Si entiendo bien, lo que haces ahora es tirarme un anzuelo para que te hable de
mis reflexiones y hasta de mis sentimientos sobre el talante de lo que ahora se llama poesía,
literatura y filosofía posmodernas y sobre lo que ha ocurrido con la dimensión temporal, es
decir, con la temporalidad en el curso de lo que nos ha tocado vivir. Lo tomaré como una
pregunta sobre la transformación de la temporalidad en el curso del tiempo transcurrido
desde nuestro nacimiento. ¿Cómo fue que la especie de desfiladero al que entramos en el
curso de la década de 1970 afectó nuestro sentido de lo que, por falta de palabras mejores,
llamaré temporalidad, espacialidad y frontera, las tres inevitablemente ligadas? Ahora bien,
139
para hablar de la transición, la transformación, la grotesca metamorfosis a la que aludes
(ambos entendemos de qué se trata, aun si ni tú ni yo podamos decir con toda precisión lo
que es, y esta es precisamente una de las dificultades en esta conversación en particular)
debo, por mi parte, empezar por examinarla históricamente. ¿Cuándo empezó a ser lo que es
ahora? Una vez que afirmamos que las cosas son históricas, que tendrán o tienen un final,
aunque solo sea en la mente, en las percepciones, el cuerpo y la respiración de ciertas
personas, ya implicamos que, en algún momento, tuvieron un inicio. Pues, la temporalidad, la
espacialidad y el tipo de frontera que formaban parte del bagaje de certidumbres de nuestra
juventud, y, más aún, de la juventud de nuestros padres, es de una especie para la cual ni el
Medioevo ni las épocas anteriores tenían el sentido o el gusto. La manera más sencilla de
hacerme entender es quizás relatándote mi experiencia en un encuentro internacional de
planificadores-proyectistas (o “designers”, como les llaman) al que fui recientemente invitado
para pronunciar el discurso inaugural. Para hacer bien las cosas, me llevé a dos amigos y
colegas. El encuentro tuvo lugar en Ámsterdam, en un teatro afelpado color rojo. Los
organizadores recomendaban que, de ahora en adelante, todos los “proyectistas del futuro” o
46
“designers” tengan el cuidado de incluir la categoría de la velocidad en sus proyectos, debido
a la importancia de desacelerar nuestros ritmos de vida. “El siglo XXI –argumentaban– debe
ser lento más que rápido; debe pertenecer a los “Trabajadores-Lentos-pero-Mejores” (otra de
esas fantasías destinadas a saludar el nuevo milenio). El argumento que yo trataba de
defender se enunciaba así: soy historiador y sé que el concepto mismo de velocidad no existía
antes de Galileo. Cuando Galileo concibió por primera vez la idea de metros por segundo, o
mas precisamente, de distancia recorrida en determinado tiempo, él sabía que rompía un tabú
al tomar como entidades separadas el tiempo y el espacio y combinarlas en forma novedosa.
El aquí y el ahora estaban tan íntimamente ligados en el hic et nunc que, antes de Galileo, era
imposible hablar de uno sin hablar del otro. Él pretendió que podía observar el tiempo aparte
del espacio. “¿Y eso qué tiene de especial? todo el mundo lo sabe y lo ha hecho siempre”.
¡Claro que no! Galileo tuvo enormes dificultades para darse a entender. El análisis de está
46
Ver: Ivan Illich, “Prisoners of Speed”; Sebastián Trapp, “Frederic the Great and the Speed of a Falcon”; Matthias
Rieger, “Some Remarks About Speed from a Belly-Dance Drummer’s Point of View”, en Silja Samerski, Matthias
Rieger el al. (comp.), Das Geschenk der Conspiratio, Schriften Bremen, Brema, 1997-1999, accessible en el sitio
www.pudel.uni-bremen.de. [T]
140
recombinación del tiempo y del espacio después de haberlos separado iba a requerir el
invento del cálculo diferencial hecho por Leibniz y Newton. Ahora bien, hoy el concepto de
tiempo en el cual descansaba la modernidad está en crisis, tanto en la física moderna como
en la filosofía y en la moderna biología. Sobre esto no hay duda. Mi argumento aquí es que el
concepto moderno de tiempo jamás tuvo relación con la duración vivida; con el “para
siempre” del voto matrimonial, por ejemplo, que no significa un “sin fin”, sino un “ahora
totalmente”. En mis cursos, para invitar a mis estudiantes a recobrar algo de la experiencia de
un tiempo sin relojes, pido que uno de ellos me haga una señal cuando es tiempo de hacer
una “parada técnica” (un receso para ir a hacer pipí). Y es que debemos re-aprender un tipo
de ascesis que nos permita saborear el aquí y el ahora como un lugar, un aquí que permanezca
entre nosotros ahora, como el Reino. Eso es una tarea de las más importantes si queremos
salvar lo que queda en nosotros del sentido de la significación, de la metáfora, de la carne, de
la mirada.
Pero es precisamente aquí donde me encuentro con dificultades. El hambre por un
sentido del aquí ascéticamente cultivado, es muy intensa y, por lo que entiendo de las olas de
postmodernismo a las que te referías hace un momento, podría decir que el deseo de vivir de
esta manera es parte de los “aires del tiempo”. Tal hambre nace de un sentimiento de
impotencia inducida por la tecnología con relación al ahora. Está tomando el lugar del afán
de planificarlo todo y de esperarlo todo del futuro, que prevalecía en la generación anterior.
Pero, para mí, tiene un sabor a abdicación, a soltar y dejarse ir… a indisciplina. Yo no quiero
cultivar la impotencia en mí mismo y con mis amigos, sino la renuncia al poder, una renuncia
impregnada por la percepción del aquí y del ahora entre el judío y el samaritano.
Quizás Tomás de Aquino, a su tan frágil y especial manera, pueda ayudarnos a
clarificar las cosas (comparto con algunos de mis amigos que el tomismo es como un delicado
florero, algo glorioso pero fácil de romper cuando se lo saca de su tiempo). Tomás dice muy
claramente que para pensar la temporalidad hay que distinguir, por una parte, entre el tiempo
y la eternidad sin comienzo ni fin y, por otra parte, un tercer tipo de duración que él llama
aevum. El aevum designa un tipo de supervivencia y de estar-juntos al que tú y yo estamos
destinados. No tiene fin, pero sé que tiene un comienzo; aún si no lo puedo recordar con
141
precisión. ¿Te hablé alguna vez de Pedro de Lombardo, ese hombre a quien Gerhart Ladner
me hizo amar? Para ciertos medievalistas, Pedro de Lombardo ilustra la forma que tomó la
esquizofrenia en el medioevo, pero Ladner me hizo más bien apreciar sus magníficas
metáforas. Pedro dice que, como personas que vivimos en el aevum, estamos sentados sobre
el horizonte. Para él, el horizonte es la línea que nos divide en dos desde la nariz hasta el
trasero. Una parte está sentada en el tiempo, la otra en el aevum. Entiendo esta metáfora
como la expresión del tipo de criaturas que somos: vivimos en un “ahora y para siempre”
contingente, a cada instante, al acto creador de Dios. Esto no tiene nada que ver con la moda
de un retorno al tiempo cíclico o al “no-tiempo”, ni con un estado de vigilia vivido como un
trance.
David Cayley: Perdona mi insistencia y mi brusquedad, pero quiero seguir empujándote hacia
lo que yo creo captar del Nuevo Testamento post-Resurrección: la idea que el fin ha
empezado y ocurrirá pronto.
Iván Illich: Conozco tu afición por esos tipos que andan confiados en que la luz aparecerá
pronto en el Este, mañana, y si no es mañana, pasado mañana. Pero, por otra parte, ¡qué
privilegio vivir en un tiempo en el que nuestra esperanza ha perdido sus calendarios seculares
y sus andamios relojeros! Estamos en el tiempo de la esperanza sin andamios.
David Cayley: He leído recientemente en la Epístola de Santiago que aquel que duda o vacila
es “…semejante al oleaje del mar, agitado por el viento y zarandeado de una a otra parte…
47
Que no piense recibir cosa alguna del Señor un hombre con un espíritu dividido”. Quizás
no sepa interpretar lo que leí, pero pienso que, considerando las circunstancias en las que
crecí, me sentiría afortunado si solo tuviera dos espíritus.
Iván Illich: Esto tiene que ver con lo que Aelred de Rievaulx dice de la amistad. Lo que
sucede entre el judío y el samaritano es como una semilla. Al crecer, será sacudida por los
47
Santiago 1, 6-8.
142
vientos y, si el tallo se rompe, nunca florecerá. A lo que tenemos que aferrarnos es a la
semilla. Dejo a los psicólogos el que no todas las amistades sean bellas, ni gloriosas, ni
completamente desarrolladas. En su raíz, la fe es un don que requiere fe en mi propia fe. Y
esta puede ser terriblemente burlada en sus manifestaciones. Si entiendo bien a Santiago, ni
siquiera debo vanagloriarme de ser un sobreviviente de mis propias dudas. En vez de ello,
debo preservar, humildemente, y profunda en el corazón, la raíz en la renuncia a todo poder.
Así ocurre también con el amor y la caridad. Son dones sobrenaturales. La dificultad es que el
noventa por ciento de las personas a las que tengo la oportunidad de dirigirme dirían al
escucharme estas cosas: “¡Por Dios!, ¿de qué estás hablando; qué significa hoy todo eso?”.
Y sin embargo, creo que hay cada vez más gente capaz de entenderme cuando hablo de
dones que son como semillas, independientemente de lo que ocurrirá con ellas histórica o
biográficamente. El Apocalipsis es el momento en el que el sentido de mi propia vida me será
revelado. Es algo totalmente distinto a una autobiografía o a eso que es aún peor: una
biografía. Hubo un tiempo en que los hagiógrafos trataban de captar esta misteriosa
historicidad de toda vida. Ahora, todo el mundo está demasiado infectado de psicología para
poder captar el lado carnal de lo que ocurre aquí entre tú y yo. O, a fortiori, captar el lado
encarnado de esta esperanza sin andamios.
David Cayley: Anteriormente hablabas de la tolerancia de Dios por el carácter mundano de
su Iglesia, y decías que ibas a volver sobre esta palabra.
Iván Illich: Sí, usé esta palabra. Una hora más tarde, ya no estoy seguro de que fuera
adecuado decir “Dios es tolerante”. Porque Dios es misericordioso. Pero la misericordia es
algo increíblemente difícil de explicar hoy en día. Las lenguas semíticas tienen para ello una
palabra que viene de la raíz raham. Si buscas su etimología, verás que está asociada a la
matriz y a la naturaleza. La matriz en estado de amor, es lo que significa la palabra raham. Los
Setenta rabinos que tradujeron la Biblia al griego tuvieron grandes dificultades en encontrar
un equivalente no semítico, griego, y escogieron la palabra eleos, tintado de sentido de piedad
hasta para los griegos. Eleos es algo que Platón, en un magnífico pasaje, juzga aceptable entre
143
las mujeres y los niños, pero no en los hombres maduros. Y Aristóteles lo enmienda así: “…a
menos que estos hombres actúen como abogados tratando de inducir piedad por el acusado
en el jurado”. Alms, alms-giving es la manera inglesa, aumône la manera francesa y limosna la
manera castellana de decir eleos. En inglés, la palabra sobrevive también en el adjetivo
48
eleemoninary, derivado de un término griego latinizado. Cuando hablaba de la tolerancia de
Dios, quería en realidad hablar de su raham. Cinco veces al día, un buen musulmán se postra
en dirección de la Meca, solo, o con otros (no obstante, cada uno solo) frente a Alá. Y en la
49
primera frase de su oración, la palabra raham aparece dos veces. Después de todo lo que
dijimos hoy, al menos yo estoy muy sorprendido. Es como si hubiera fantaseado sobre qué
dudas me sacudían: ¿se puede creer en Alguien capaz de crear el revoltijo que te he estado
describiendo? Llamar a Dios todo-misericordioso apunta al misterio de que sigue existiendo.
Después de todo, es lo que los ingleses llaman sweet sorrow , la dulce tristeza: ¿es posible que
alguien que me conoce como solo Él me conoce sea capaz de soportarme? Creerlo es dulce,
porqué allí pueden crecer la fe, la esperanza y la caridad. Hoy se habla de auto-aceptación, de
aceptación de sí mismo. Pero no necesito ningún “sí” o “mí” mismo para hacer el esfuerzo de
aceptar que Él me soporta.
David Cayley: ¿Puedo concluir que, como lo entiendo, el misterio del mal (la Biblia de
50
Jerusalén habla del misterio de la iniquidad) es precisamente la decadencia de la Iglesia, la
creación de la “religión” cristiana?
Iván Illich: Sí, son la verdad y la caridad, instrumentalizadas, o mantenidas
instrumentalmente… máquinas para su instrumentalización y mantenimiento instrumental.
David Cayley: ¿Y piensas que, al interpretarlas como lo haces, te tomas ciertas libertades con
las intenciones de San Pablo cuando escribía a los tesalonicenses?
Iván Illich: Por Dios, no, no creo tomarme tales libertades.
48
En el mundo anglosajón, esta palabra califica los actos, las instituciones y las organizaciones no comerciales con
fines caritativos, con claras connotaciones fiscales. [T]
49
Bismillahi rahmani rahim: en el nombre de Alá, el más gracioso, el siempre misericordioso.
50
Según la versión griega original: mystèrion anomías y según la Vulgata: mysterium iniquitatis, II Tesalonicenses , 2, 7. [T]
144
Capítulo 16
La conciencia
David Cayley: Cuando hablaste sobre los orígenes de la conciencia usaste el término forum
internum. ¿Podrías elaborar un poco más acerca del porqué utilizaste dicho término?
Iván Illich : Déjame llevarte al pasado, hasta la época llamada de la paz constantiniana , cuando
el Imperio Romano concedió legitimidad a la Iglesia. Técnicamente hablando, aquel fue un
acto imperial mediante el cual los que podían reconocerse como capataces o supervisores (tal
es, en griego, el significado literal de episcopoi) serían, a partir de ese momento, reconocidos
como magistrados por el Imperio. Si bien aquel magistrado romano no era precisamente lo
que hoy conocemos como un juez, decir que a los obispos se les confirió el estatus de jueces
es una manera de hacerlo comprensible a los ojos del hombre de hoy. Se podía acudir a ellos
en busca de justicia. Este elemento de análisis es algo que debemos tener en cuenta como
parte del contexto para entender lo que ocurrió cientos de años después, cuando la así
llamada “querella de las investiduras”. Durante la Alta Edad Media se suscitó (y voy a
simplificar un poco) una controversia sobre si era el emperador o el Papa quien tenía la
última palabra sobre el nombramiento de los obispos. Por lo menos durante cien años, esta
fue una importante batalla política y constitucional que se resolvió con el reconocimiento
imperial de que el Papa tenía dicho privilegio, de que era libre, o al menos bastante
independiente. En la realidad sí se conservaron trazas del poder del Imperio. Durante una
elección papal (no hablo de la selección de un obispo, sino de la elección del Papa), apenas
antes de la Primera Guerra Mundial, todavía era menester que el embajador de Augsburgo
diera su visto bueno.
Pero echemos un vistazo al asunto clave: la forma en que Gregorio VII (a quien uno
normalmente relaciona con el fin de la disputa por la investidura) pretendió confirmar y
cristalizar la independencia de la jurisdicción del Papa. Para entender esta idea es preciso
conocer un poco de la historia de la tecnología. Estoy seguro de que tú me perdonarás si
acaso estoy siendo reiterativo, pero es que no puedo recordar qué tanto de esto hablamos ya
145
previamente. Con la caída del Imperio Romano, Europa, particularmente el norte de Europa,
se convirtió en un mundo de aldeas. Fue solo hasta el siglo XII, hablando en términos muy
generales, que se levantaron las nuevas ciudades europeas, y esto fue posible gracias a un
incremento extraordinario en la productividad agrícola. Incremento que guarda relación con
los caballos. Si explicara esto frente a un público compuesto por historiadores no podría ser
tan breve y seguramente tendría que advertirles sobre la existencia de numerosas lagunas en
mis elaboraciones detalladas. Pero como ese no es el caso, puedo decir que los caballos
antiguos tenían collares semejantes a los de los perros. El labriego tenía que colocar el arado
sujeto a un collar semejante al de un perro: mientras más tiras de un collar así, menor es la
cantidad de aire que el animal puede respirar. Así que cuando se aplicaba el pedal de
aceleración al caballo lo que se conseguía era un efecto de frenado. Además, los caballos
antiguos no estaban herrados. Andaban con los cascos desnudos, lo cual está bien si estás
arando las zonas secas de los alrededores del Mediterráneo, pero cuando metes a un caballo
con los cascos desprotegidos a trabajar los húmedos suelos norteños, los cascos rápidamente
se tornan esponjosos. Entonces: entre los siglos X y XI, mientras el emperador y el Papa se
disputaban el nombramiento de los obispos, tres artefactos aumentaron la potencia de los
caballos por un factor que, según discusiones, fue de entre tres y cinco veces: primero, se
calzó a la bestia colocándole herraduras; segundo, se adoptó un tipo de collar que descansaba
sobre el esternón del animal, sin constreñir su garganta. Tal collar fue traído desde Asia,
donde los chinos ya habían resuelto el problema; y tercero: se ensilló a los caballos. Los
estribos que hicieron esto posible fueron, igualmente, importados de Asia. Hacía ya
quinientos años que se habían utilizado por primera vez en Bihar, en India, y de ahí fueron
exportados tiempo después a China, donde se perfeccionaron para convertirse en un
implemento importante. Antes de esto, cuando los ejércitos europeos de cruzados se
enfrentaron a los ejércitos árabes, lo hicieron llegando a caballo y desmontando para entablar
la batalla; y es que a menos de que estés sentado sobre una silla bien sujeta al vientre del
caballo y con tus pies metidos en los estribos, lo más seguro es que caigas a tierra, espada en
mano, cuando intentes dar el primer golpe. Solo cien años más tarde, los ejércitos imperiales
europeos tuvieron que cambiar la fecha de la Dieta, que ocurría en marzo, y realizarla en
146
mayo, pues solo hasta ese mes habría suficiente forraje para alimentar a las cabalgaduras de
todos los señores que asistirían a la asamblea. Así fue como ocurrió un muy importante
proceso tecnológico con relación al caballo, que permitió a las aldeas transformarse en villas,
en pueblos. Los labriegos podían ahora trabajar campos cada vez más lejanos al hogar. Y el
tamaño de los asentamientos aumentó, posibilitando el establecimiento de iglesias
parroquiales.
El Papa tuvo la brillante idea de transformar a sus pastores parroquiales en jueces al
formular como ley la obligación de que, al menos una vez al año, todo cristiano debía acudir
ante su sacerdote (proprio sacerdoti) a confesar sus pecados. De lo contrario, no podría
participar de la comunión de la Pascua y sería excluido de la Iglesia. Todo cristiano debía
acudir anualmente y acusarse a sí mismo. El emperador tenía, de por sí, su sistema judicial,
altamente acusatorio, en el que los más poderosos podían fácilmente llevar a rastras ante el
juez a los más débiles. Ahora la Iglesia tenía el suyo propio y, como era necesario darle un
nombre a esa separación de la autoridad a cargo de la justicia, comenzaron a hablar de un
forum eclesiástico y de un forum secular, de un lugar para el juicio. Antes de esto, el forum era
el centro de la ciudad. Así, de pronto, tenemos dos centros de justicia: uno secular y otro
eclesiástico.
Es importante apuntar que la gente se rehusó a ir y confesarle al pastor local sus
infidelidades maritales o sus rapacerías. El Papa no logró implementar firmemente su ley. Lo
que sí posibilitó el cumplimiento de la obligación de la confesión anual fue la fundación de
las primeras dos órdenes mendicantes: los franciscanos y los dominicos. Estos monjes vivían
de la limosna, sin posesión de tierras; por tanto estaban abandonados enteramente a la
misericordia de los fieles, y no a la tolerancia de un señor feudal. Con su aparición hubo
disponibles, de pronto, confesores errabundos y la gente podía acudir a ellos, confesarse,
permanecer en el seno de la Iglesia, y todo ello sin la necesidad de apersonarse ante su propio
sacerdote.
Esta situación frustró las pretensiones papales de establecer un control territorial. Las
órdenes mendicantes hicieron posible ese reconocimiento de que existía un fuero, distinto al
imperial, que no necesariamente estaba atado a las redes territoriales de la Iglesia. Así es que
147
resulta importante recordar que la gente no reconocería el poder que el Papa quería conferir a
sus pastores…
David Cayley: …sin embargo el Papa sí consiguió su propósito finalmente: ¿acaso tu grey en
Nueva York no acudía a ti?
Iván Illich: Por supuesto, pero también podía irse con los dominicos. El Código de derecho
canónico determina que te confiesas ante tu propio sacerdote. Sin embargo, la Iglesia tuvo que
reconocer, de facto, que existen otras maneras de confesarse. En lo que el Papa sí tuvo éxito
fue en lo que yo llamo la criminalización del pecado. Todo aquél que quiera profundizar en
este tema tiene que acudir, por el momento, a Paolo Prodi. Aunque ya no es el único que
posee una clara comprensión histórica de esta materia, ciertamente es, todavía, referente
principal para el puñado de investigadores que, en los últimos lustros, reconocen que este
hombre se topó con algo de extrema importancia. El pecado (ya hemos hablado de esto, pero
podemos hacerlo nuevamente) es una clase de mal que no podía existir sino a través de la
negación de la gracia. El pecado es rehusarse a honrar la relación que vino a existir entre el
samaritano y el judío, relación posible únicamente a través del ejercicio de la libertad, y que
constituye un “debo” en virtud de que me siento llamado por ti, llamado hacia ti, atraído por
este lazo entre seres humanos, o entre todos los seres y Dios. Por tanto, el pecado, como
posibilidad que ha de ser revelada previamente, es algo tanto más horrible que cualquier otra
expresión, o concepción del mal, entendida fuera de la Cristiandad. No se trata de algo
aterrador, y menos aun de algo sencillamente desagradable. No es, en modo alguno, una
infracción legal. El pecado siempre es una ofensa contra una persona. Es una infidelidad. Sin
embargo, con su criminalización cambia el sentido que mantuvo durante el primer milenio
cristiano. Se convierte en una transgresión normativa, dado que tengo que acusarme a mí
mismo en presencia de un sacerdote, que es, ya, un juez, por haber transgredido un canon de
la ley eclesiástica. La gracia se torna jurídica. El pecado adquiere un lado oculto. Uno que,
paradójicamente, revela el rostro del delito. Esto significa que, en el segundo milenio, la
caridad, el amor expresado en el Nuevo Testamento, se convierte, por así decirlo, en ley
148
doméstica, y oscurece el terrible sentido del pecado: ese que apunta a la herida, a la ofensa
personal contra Dios, contra mi esposa, contra la mujer con quien he roto mi fidelidad. Esto
es a lo que me refiero cuando hablo de la criminalización del pecado. La criminalización del
pecado permite que hable de la conciencia. A menudo olvidamos que la conciencia (en el
sentido que le damos cuando decimos que tenemos remordimientos de conciencia, o que
debemos actuar conforme a nuestra conciencia; o por ponerlo en términos kantianos, que
derivamos normas a partir de la conciencia; porque “no debo hacer a otros lo que no quiero
que me hagan a mí”) es, en todos estos sentidos, producto de la criminalización del pecado, y
que tal criminalización puede, plausiblemente, relacionarse con el siglo XII, particularmente
con la pretensión papal de expandir la victoria conseguida en la querella por la investidura.
David Cayley: ¿Existen otros aspectos de la reforma gregoriana además de la institución de la
confesión que sean pertinentes aquí? Por ejemplo, Harold Berman en su libro Ley y revolución
escribe extensamente sobre la forma en que la sistematización del derecho canónico durante
este período prepara el terreno sobre el que crecerá el que actualmente llamamos nuestro
sistema judicial.
Iván Illich: Sí, existen varias líneas de evolución que ligan esos cambios en la Iglesia medieval
con la emergencia del Estado moderno. Durante el período en el que, a instancias de Santa
Catarina, la sede de la Iglesia regresa de Aviñón a Roma, yo señalaría la creación de los
ministerios, la creación de las congregaciones romanas, cada una competente para
administrar las distintas parcelas legales. La idea de tener diferentes secretarías para asuntos
de fe, o de disciplina, o para asuntos financieros, sentó las bases de las distintas
competencias jurídicas dentro del Estado-nación. Francisco I de Francia, alrededor de 1540,
es uno de los primeros soberanos en intentar una organización estatal semejante, y lo mismo
ocurre visiblemente en la España de Isabel y Fernando los años previos a los viajes de
Cristóbal Colón, cuando en las procesiones aparecen los abogados armados de libros y
plumas sustituyendo a los nobles caballeros armados con espadas. Pero para tratar este tema
adecuadamente tendría que recurrir a la ayuda de seis o siete colegas, cada uno siguiendo
149
cada una de estas líneas y reportando sus resultados de investigación en un par de años. Y
considerando cómo me siento en este momento, estaré satisfecho tan solo si logro llevar a
buen puerto nuestra conversación del día de hoy. Así que permite que simplemente reformule
mi idea esencial.
Mi hipótesis es que las certidumbres de hoy son, en gran medida, resultado de las
pretensiones occidentales de institucionalizar la idea cristiana de que la fe, la caridad y la
esperanza no tienen relación con norma alguna, sino que son interpersonales (una palabra
que usaré muy prudentemente). Esta hipótesis general (pues no la presento como tesis, sino
como hipótesis) me permite a mí, Iván, comprender… no, mejor diré distinguir el abismo que se
abre bajo Kosovo, Auschwitz, la cancerización generalizada a través del diagnóstico, la
pérdida del cuerpo sentido… la lista podría continuar. Las ideas democráticas occidentales
no son sino la pretensión de institucionalizar un “deber” que, por su misma naturaleza es una
vocación, un llamado personal, íntimo e individual. Esto ha de aceptarse con miras a
entender que ese mal, demasiado grande como para que mi inteligencia y mi percepción lo
abarquen entero, es en verdad la puerta de entrada a un abismo de pecado. La desdiabolización
de la que hablamos ayer es una manera de asumir la imposibilidad de hacerle frente a ese
abismo. Esta hipótesis, esta visión de la historia, por medio de la que yo, Iván, he tratado de
reconocer la grandeza de Dios no depende de las conclusiones finales de ninguna de las
tantas posibles vías de investigación sobre la urdimbre que entreteje a la Iglesia con el Estado
moderno. Creo que tienes una pregunta…
David Cayley: Quisiera preguntar sobre uno de los hilos de esa urdimbre; ese que liga a la
conciencia, en tanto fuero interno en el que me acuso a mí mismo, con el surgimiento del
ciudadano.
Iván Illich: En este momento no puedo darte una respuesta breve o concisa; pero déjame
pensar (tal vez lo consiga)… De hecho intenté responder a esa pregunta en una charla que
150
ofrecí en Bremen no hace mucho ¿habrás tenido tiempo de echarle un vistazo a mi discurso
de Villa Ichon…?51
David Cayley: Sí, ya lo leí.
Iván Illich: Aquel fue un discurso de gratitud. La ciudad de Bremen me había concedido un
premio cultural y de paz; una especie de ciudadanía honoraria, y aproveché la ocasión para
decir algo que, de otra suerte, no habría tenido oportunidad de decir. Quería hablar sobre la
conspiratio y simplemente no me imaginaba haciéndolo frente a los grupos que tan a menudo
me invitan a hablar: educadores, abogados, agencias gubernamentales o multilaterales. Pero
resulta que unos ciudadanos hanseáticos me cooptan para la ciudadanía de Bremen (un
ciudadano de Bremen que, no obstante, no posee la ciudadanía alemana) y, con ello,
prácticamente me orillaron a hablar sobre el nacimiento de la idea misma de ciudadanía, que
dota de sentido a su gesto. Y ahí, entonces, pude atraer su atención y hablarles de lo que
ocurrió cuando los cristianos comenzaron a celebrar su Comunión: un nos-otros que poseía
también el rostro del yo, el cuerpo de Cristo, vio la luz a través del compartir el aliento de la
paz, al que cada uno contribuyó equitativamente. Este fue un evento societario de nuevo
cuño que no podía compararse cabalmente con ninguno que hubiera existido previamente. A
diferencia de, por ejemplo, los misterios griegos, aquel fue un evento litúrgico abierto, simple,
cotidiano. Lo que surgió, y así lo quise decir en ese discurso de Bremen, fue una conspiratio.
Históricamente esta se convirtió en una conjuratio para defender la conspiratio. La conjuratio, un
juramento común, legitimado por Dios como testigo con el que los medievales pretendieron
otorgar estabilidad mundana a su paz y su concordia. Sistemáticamente, la conjuratio
permaneció, mientras la conspiratio se hundió en el olvido, o fue relegada a un segundo
término, o reducida a un simbólico apretón de manos. Lo que yo tenía que decir sobre el
ciudadano lo intenté decir entonces.
51
JEAN: AYUDA. ¿Conoces el discurso?
151
David Cayley: Entonces, si la pregunta se puede formular de esta manera, ¿cuál es la
alternativa a la conciencia?
Iván Illich: Concebir a la conciencia como algo distinto a una apelación normativa es algo
que, para mis estudiantes y oyentes, resulta increíblemente difícil de entender. La norma
puede ser exógena, dada por una ley, o endógena en un sentido kantiano, o post kantiano. De
modo que, hasta donde me es posible comprender, norma y conciencia están unidas
inextricablemente y son interdependientes. Pero el samaritano no actuó impulsado por la
conciencia ¿cómo podrías llamar a eso que lo movió? Pablo le dice amor, fe, y esperanza.
David Cayley: ¿Por qué el destino de un hombre o de una mujer de conciencia ha de ser un
nuevo tipo de ansiedad?
Iván Illich: Anoche no pude dormir. Así que me leí, de la A a la Z, un tratado sociológico
sobre la antropología del dormitorio y tuve tiempo de pensar sobre esto. Según el autor del
tratado, las ansiedades que amenazan la paz del sueño han existido siempre; sin embargo esas
ansiedades no deben confundirse con lo que en alemán se entiende como gewissenbisse,
“remordimientos” de conciencia. El latín medieval tiene también esa expresión. Lo que la
conciencia introduce es algo nuevo. La angustia sofocante, la ansiedad es, en un sentido
profundo, experiencia comunal y, por tanto, creadora de sentido de comunidad. En el
Breviario Romano, en las Completas, la oración nocturna dice, cuando oscurece, antes que
inicie el silencio total: Vigilate, fratres, “a vigilar, hermanos, porque el demonio, como león
hambriento ronda y busca a quién devorar”. Pienso que es sumamente útil cultivar esa clase
de ansiedad porque crea un fuerte sentido de fraternidad y de comunalidad para hacer frente
a lo innombrable (ni tú ni yo sabemos exactamente cómo llamarlo). Los remordimientos de
conciencia son parte de una experiencia puramente individual. Mientras más desligado de la
comunidad está el individuo, mayor es su temor de actuar o no actuar conforme a una norma.
La conciencia se vive en la oscuridad de tu alcoba interior. Crea y refuerza la experiencia del
individualismo, una experiencia no de soledad sino de aislamiento. El temor y el
152
sobrecogimiento que puede sentir una persona que tiene una matriz cultural que le permite
comprender, precisamente, su falta de comprensión, son sentimientos radicalmente distintos
a la angustia del escrupuloso. Digo todo esto como alguien que cree en el valor de la
meditación cristiana, budista, la que quieras. Y en el mal, en el infierno, en el diablo. Todo
esto es, quizá, demasiado pesado para el pobre individuo de ahora, que va errabundo por las
calles, aquejado por golpes de conciencia, y creo que discutir un tema de esta naturaleza será
ocasión para ser malinterpretado. Pensarán que quiero predicar advirtiendo sobre las llamas
del infierno para generar conciencia. Pero el rito del exorcismo no hace esto. He aquí otra de
esas líneas de investigación que me gustaría que alguien siguiera.
153
Capítulo 17
La Apoteosis
David Cayley: Al final del Evangelio según San Mateo, el Cristo resucitado aparece ante sus
discípulos y dice: “Me ha sido dado poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced
discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Esto es lo que está escrito; sin embargo,
cuando me encontré contigo por vez primera, tú estabas comprometido en una cruzada
contra la actividad misionera de la Iglesia, si acaso esto describe bien lo que fueron tus
campañas de la primera mitad de la década de 1960…
Iván Illich: No, no es una buena descripción, y rechazo la imputación que me haces de que
durante los años de 1960 me posicioné en contra de las actividades misioneras de la Iglesia.
Recordemos que aquel era el tiempo del “desarrollismo”, los años de la Alianza para el
Progreso de Kennedy. Aquellos fueron los días de la fundación del Cuerpo de Paz en los
Estados Unidos, y de organizaciones semejantes en Alemania, Francia y otros países
europeos. Estas enviarían gente a América Latina para ayudar a los pueblos a deshacerse de
los grilletes del subdesarrollo. Fueron también los días en que un manipulador
norteamericano, periodista y sacerdote, que había glorificado las actividades de la
Congregación de Padres de Maryknoll en China, encontró una nueva vocación para esta
orden de misioneros católicos, al inducir al papa Juan XXIII a firmar un documento en el que
solicitaba a los obispos y superiores religiosos norteamericanos, enviar a Sudamérica, el
nuevo campo de misión de la Iglesia, al diez por ciento de sus sacerdotes y monjas
ordenados. Este hombre también había redactado un escrito que consiguió hacer firmar a las
autoridades vaticanas, en el que se creaba una agencia llamada Papal Volunteers for Latin
America (PAVLA), paralela al secular Cuerpo de Paz. Yo denuncié esto como una evidente
caricatura, como una corrupción de la misión dada por Jesús a sus apóstoles. Aquella era una
misión llevada adelante por una institución católica, imbuida por esos valores
154
norteamericanos que llevaban a colocar la bandera de las barras y las estrellas tras el altar de
toda iglesia, y justificaba ese “bien-hacer” llamado desarrollo, al describirlo como una
actividad misionera. Yo estaba impresionado, mas no sorprendido, por el grado en el que mi
posición fue interpretada como “antiamericanismo”, como una reverencia a la desconfianza
latinoamericana hacia el poderoso vecino del norte, o como un servicio al comunismo
mundial. Y es que ¿por qué razón, en el apogeo de la Guerra Fría, habría alguien de estar en
contra de los propósitos misioneros de enviar a Sudamérica no solo jóvenes norteamericanos,
sino jóvenes cristianos norteamericanos? La utilización hábil, ingenua, brutal, de lo que al
final del macartismo era la Iglesia Católica norteamericana, algo inocente y sosa, para reforzar
la dominación cultural en Latinoamérica y llevar a sus habitantes a alcanzar los valores
modernos (justo esos valores que yo considero una corrupción del mandato cristiano del
amor, iniciada por la Iglesia misma, y posteriormente secularizada) se convirtió, para mí, en
un modelo sobre el que podía discutir con gente interesada y generosa, que se sentía
interpelada por la cuestión de la corruptio optimi ¿Te quedó suficientemente claro?
David Cayley: Por supuesto que sí, y en ningún momento era mi intención decir que…
Iván Illich: No tienes que disculparte conmigo. Ambos sabemos que sostenemos una especie
de simulacro de batalla radial.
David Cayley: Pero, ¿qué significa para ti el mandato de Cristo?
Iván Illich: Perdóname por haber sido “personal”… haciendo esto que hacemos ahora tú y
yo.
David Cayley: Así como Pablo cuando llegó con tan solo la camisa en sus espaldas y se
plantó en la plaza frente a los atenienses para hablar sobre la buena nueva de la
Resurrección…
155
Iván Illich: …sí, y ellos le dijeron “mejor regresa a decirnos esto en otra ocasión”.
David Cayley: ¿Y esta sería también tu respuesta a aquella pregunta planteada en la novela
de Shusaku Endo, Silencio que hemos discutido en algunas ocasiones? (En dicha novela, un
joven sacerdote portugués, misionero en Japón, se ve forzado a elegir entre el martirio, o el
acto de pararse sobre una imagen de Cristo como señal de que renuncia a su misión.
Finalmente elige profanar la imagen; y Endo, él mismo un cristiano, deja en el aire la cuestión
de si esa acción no sería un acto aún más cristiano en un tiempo en el que Japón apenas
despertaba de la profunda amenaza cultural que significaron las misiones cristianas).
Iván Illich: Creo que sí. Y mira que yo no pisoteé el rostro de Juan XXIII, pero fui acusado de
haberlo hecho cuando me referí a un estudio de la Harvard Business School en el que se llegó
a la conclusión de que, desde un punto de vista organizativo, la Iglesia Católica era un
modelo de efectividad y eficiencia que valía la pena que las corporaciones emularan. Yo cité
ese estudio en un artículo que titulé “The Vanishing Clergyman” en el que afirmé que la
Iglesia Católica se había convertido en la más grande de las corporaciones internacionales.
David Cayley: Cuando hablábamos acerca de la proporcionalidad narraste esa historia de
cuán alarmada estaba la intelligentsia china por las enseñanzas de Mateo Ricci, el primer
misionero en aprender el chino y establecerse allá, al darse cuenta del tremendo efecto
corrosivo que tendría sobre el sentido popular de la proporción la doctrina de aquel que
hablaba de un Maestro en el Cielo.
Iván Illich: Es porque introduce un desequilibrio. Si existe un Maestro en el Cielo, debería
existir uno en la tierra también.
David Cayley: Pero, ¿la Buena Nueva podría realmente haberse predicado sin la destrucción
de las proporciones?
156
Iván Illich: Mi respuesta es, sí. Pero no era la voluntad de Dios. Tal y como permitió el
pecado de Adán y Eva, con todas sus consecuencias, también aceptó la fundación de una
Iglesia que está en este mundo, aún cuando no sea de este mundo y, por tanto, tenía que ser
una Iglesia plena de pecado. Voy a explicarme: a lo largo de estos dos años desde nuestra
última conversación audiograbada, el tópico que estás tocando ahora había permanecido
como parte central de mis reflexiones, mi cátedra y mis investigaciones: ¿Acaso la Buena
Nueva inevitablemente conduce a la destrucción del sentido de la proporción? Yo diría que
se predicó, al menos para este creyente, Iván, de forma tal que las proporciones pudieran
conservarse. Cuando reflexiono sobre la historia de la proporcionalidad, lo que veo es que
nada puede existir sin ser disimétricamente proporcional a algo más, y esta proporcionalidad
es la razón de la existencia de ambas cosas. Bajo esta luz, la parábola del samaritano nos
revela un nuevo tipo de proporcionalidad. Cuando se le preguntó a Jesús “¿quién es mi
prójimo?” él respondió que es aquel con quien tú, como ser humano libre, estableces tu
personal proporcionalidad, al llegar a él amorosamente e invitarlo a esa mutualidad del amor
que usualmente llamamos “amistad”. La historia del samaritano me hace comprender que yo
soy yo en el más profundo y pleno sentido en que se me concede ser yo precisamente por ti, al
tú permitirme amarte, al darme la posibilidad de ser co-relativo a ti, de ser disimétricamente
proporcional a ti. Puedes ver, entonces, en el amor, la esperanza, y la caridad, la corona de la
creación en su sentido de natural proporcionalidad, en su viejo sentido. Nada es lo que es
sino porque conviene, convenit, porque corresponde, ajusta, es y está en armonía con algo más,
y yo soy libre de elegir con quién, o mejor aún: soy libre de aceptar de quién y a quién quiero
dar la posibilidad de amar. El llamado que escucha el samaritano a la caridad, al ágape, no
destruye esa proporcionalidad. Al contrario, la eleva a alturas que no habían sido percibidas
hasta entonces. Va más allá de Platón y Aristóteles, y más allá de los misterios griegos. Dice
que tu telos, tu finalidad, tu propósito, el objetivo de tu ser radica en otro, un otro libremente
elegido por ti.
157
David Cayley: ¿Podrías abundar en por qué y cómo empleas el término “disimétrico” y a qué
te refieres cuando dices que las cosas existen mediante su complementariedad, que el aquí
engendra al ahora , y que esto engendra aquello?
Iván Illich: Con todo gusto, pero primero quiero contarte una historia. Tuve un maestro
adorable. Murió en el año 42… en 1142. Hugo de San Víctor. En su De Sacramentis, un libro
que dejó sin terminar, se pregunta “¿Por qué Dios creó a Adán y a Eva?”. Es maravilloso que
estos cuates tuvieran las agallas para querer explicarse esas cosas. Su curiosidad, a un tiempo
atrevida y humilde, es de una clase tal que nuestra generación no es capaz de captar
realmente… al menos yo no. Y Hugo llega a la conclusión de que Dios tenía que darle a
Adán una razón a la que pudiera asirse en todo sentido, algo que fuera totalmente distinto a
él y diferente en una forma tal que esa diferencia pudiera herirle, que lo hiciera vulnerable.
Así que creó a Eva. Para darle a Adán un sentido de la relación que existe entre Dios y su
Creación. A decir de Hugo, la mujer y el hombre son la obra maestra de Dios porque son dos
entidades cuya proporcionalidad es constitutiva para ambos. En un principio describí esta
relación como algo “asimétrico”, porque era un término que la gente podía entender sin
dificultad, y yo esperaba que transmitiera el sentido de la diferencia, el sentido de una
relación que nunca puede ser enteramente asimilada, o que se escapa cuando se le llega a
aprehender. Después, sin embargo, mi amigo matemático Kostas Chatzikyriakou me hizo
notar que la palabra “asimétrico” no significaba eso que yo quería significar. Así que me dije:
“Bueno, en matemáticas uno le llama a esto disimetría”. No es una falta de simetría, no es
asimétrico, sino disimétrico, enteramente diferente, pero casi igual.
David Cayley: ¿Correspondiente pero no lo mismo?
ILLICH: Correspondiente en todo, pero en todo ligeramente siempre fuera de marca, un poco
“no del todo correcto”. En alemán tengo una expresión bien simple para describirlo: rücken
quiere decir “mover” verrücken significa “fuera de foco”. La gente que está verrückt está “loca”,
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lo sabes también por el yiddish. Así que Dios creó un mundo que, en su forma suprema está,
para decirlo en yiddish, verrückt. Tal es la esencia del mundo que Dios ha creado. (Risas).
David Cayley: ¿Y en qué sentido usas el término “constitutivo”?
Iván Illich: Si niegas, si despojas al otro de su otredad, ambos cesarán de ser lo que son. Los
dos pierden lo que en realidad son. Todavía puedo ver la cara de mi viejo amigo Erich
Fromm iluminarse cuando le dije que el sexo es lo que queda cuando el género se ha perdido.
“Te entiendo”, me dijo, “quieres referirte al sexo como algo que circula por dos cuerpos con
sistemas de plomería diferentes…”. Sí, el misterio desaparece. Sexualiza esta relación, diles
que pertenecen a dos sexos con distintas características, y estarás destruyendo la idea básica
de lo que es el género y su mutualidad.
David Cayley: Y, para este sentido de la proporcionalidad que se supone que existe en todas
partes…
Iván Illich: ...según los antiguos, aparentemente, sí…
David Cayley: …el Evangelio bien podría haber sido una gloria coronada.
Iván Illich: Sí, y en esa maravillosa afirmación de Hugo de San Víctor tienes las bases
antropológicas del mensaje cristiano. Eso es lo que discutíamos en State College hace diez
años.
David Cayley: ¿Las bases antropológicas?...
Iván Illich: El amor del que hablo es una expresión de la proporcionalidad como un don y
una elección. A decir de Hugo, esta halla su expresión suprema en el hecho de que la
constitución humana demanda que exista tanto Adán como Eva. Esa es la razón por la que
es posible que suceda entre tú y yo.
159
David Cayley: ¿Entonces estás diciendo que la respuesta del samaritano al judío en la zanja
traspasa una frontera, pero no necesariamente la destruye?
Iván Illich: Libera del límite étnico, pero sin destruirlo. Expande la hospitalidad más allá de
esa frontera étnica. Pero para regresar al principio: cuando llevas estudiantes universitarios a
Perú para que enseñen a la gente cómo excavar eficazmente un pozo, estás representando
una caricatura fantástica de esto que discutimos.
160
Capítulo 18
De las herramientas a los sistemas
David Cayley: En esta conversación quisiera revisitar la cuestión de las herramientas y tu
argumento de que estas adquieren una existencia distinta e independiente después del siglo
XII.
Iván Illich: Hace poquito tiempo estuve hablando con el Padre John Considine, el cura de
Maryknoll que convenció a Juan XXIII de enrolar a la Iglesia en la Alianza para el Progreso.
La idea de estos misioneros era ayudar a la pobre gente, y por ayuda se entiende proveer a
esas personas de los medios, de las herramientas que no poseían (electricidad, penicilina,
recursos legales decentes, conocimiento instrumentalmente concebido, etc.). Esto se daba
por sentado. Resulta igual de difícil meter entre un paréntesis epistémico conceptos tales
como instrumento, herramienta , medio, recurso, técnica , que meter entre paréntesis conceptos éticos
como normas o reglas. Tan pronto como empecemos a hablar acerca de la conciencia, alguien
invocará las normas según las cuales un hombre de conciencia debe actuar. Y apenas
comencemos a hablar sobre la ayuda como respuesta, como resultado de mi amor por ti, de
mi benevolencia hacia tu persona, empezaremos a referirnos a mi acción de empoderarte al
ofrecerte alguna técnica, alguna herramienta. Pero lo que estuvimos discutiendo hace dos
años era el hecho de que la idea misma de herramienta como un tipo especial de causalidad
tuvo un principio histórico. Que el concepto de herramienta tomó una forma madura cuando
el escolasticismo, en el siglo XI tardío y a principios del XII. Casi de manera absurda, pero
muy correcta, hablamos entonces del descubrimiento de que los ángeles, como son espíritus
puros, precisan de herramientas (los planetas) para actuar como los gobernadores de Dios en
el ordenamiento del cosmos. Podemos considerar el tiempo entre el siglo en el que me
encuentro tan en casa, es decir, el siglo XII, y hoy, como la era de la técnica, o de las
herramientas (herramienta como algo que incorpora, materializa o formaliza una intención
humana, y que puede ser tomada o no tomada por una persona que quiere conseguir la
finalidad que corresponde a su intención). Tal era está marcada por la creencia en la
161
omnipresencia de los instrumentos, de las herramientas: los ojos son instrumentos para mirar,
igual que cámaras; los conceptos son artilugios epistémicos; las leyes son herramientas para la
ordenación de la sociedad. Hace treinta años era muy difícil hacer siquiera dudar a alguien de
que el término “herramienta” se refería a una categoría natural sin la cual no se podía pensar
inteligentemente. Hasta el cuerpo se convierte en una herramienta del alma, o de la persona
y, más importante que eso, los órganos individuales se conciben como dispositivos
especializados para realizar funciones corporales muy especializadas. Con excepción de los
homeópatas y los herejes es casi imposible para las personas concebir la ayuda médica sino
como la provisión de instrumentos que tienen la capacidad de interferir y reparar el
malfuncionamiento de algún órgano (y vaya que puedes notar lo difícil que resulta para la
ciencia médica tragarse la existencia de los homeópatas). El hecho de que esta manera
instrumental de percibir el mundo que nos rodea tuvo un comienzo, históricamente
hablando, se revela nítidamente en el caso de los médicos porque con ellos sobrevivió
durante más tiempo una mentalidad no-instrumental, a diferencia de lo que ocurrió con
abogados, filósofos, teólogos, moralistas y, por supuesto, científicos. Incluso ya bien entrado
el siglo XVIII el típico doctor no tenía necesidad de realizar prueba alguna sobre sus
pacientes. Fue el gran médico francés Laënnec52 quien oyó algo que nadie jamás había
escuchado antes. Cuando enrolló una hoja de papel y, formando un proto-estetoscopio, pudo
escuchar las olas en el océano interior del vientre preñado de una mujer. Parece una locura,
pero en nuestra sociedad occidental ese asunto de contar latidos aparece sólo hasta el siglo
XIX. El médico jamás buscó en una persona (hasta Paracelso, unos cuantos cientos de años
antes) la causa de la enfermedad. Lo que hacía era escuchar a la persona aquejada por un
mal, y lo que la naturaleza le estaba diciendo a esa persona, a través de su dolor, de su
dificultad para respirar, por medio de su angustia, de su sangrar, o por sus otros fluidos. Lo
que el médico conocía eran personas enfermas, pero el concepto que la historia médica llama
entidades patológicas específicas, enfermedades como entidades diferenciadas (sarampión,
por ejemplo, y no fiebre escarlata) es posterior a la Reforma. Antes del siglo XVIII es difícil
pensar en la posibilidad de definirlas realmente. Por consiguiente, en el caso de la medicina
52
René-Théophile-Hyacinthe Laënnec, 1781-1826.
162
puedes ver con claridad qué clase de cambio implicó y posibilitó la mentalidad instrumental.
Todo médico tradicional (tanto en la tradición hipocrática como en la galénica) creía en la
gente, en sus pacientes, y les hablaba sobre su propia naturaleza, que era vivida como fuente
íntima de experiencias. Era sentida, olida, probada por la gente, y el entrenamiento médico
consistía, en gran medida, en saber sentir las circunstancias de ese individuo ahí, quien, en su
condición humana, había quedado atrapado en algún desbarajuste, en alguna contrariedad
que la naturaleza intentaba sanar. Era como si el médico participara en una especie de
tragedia griega e, igual que un espectador en el teatro, alcanzara a través de la mimesis, la
simpatía, es decir, la capacidad de sentir al otro. No existía la idea de la salud, sino
únicamente como la capacidad de la naturaleza de buscar constantemente sanarse a sí misma;
y lo que el médico hacía mediante el consejo, mediante la simpatía, y el poder de la palabra
sanadora y, quizá, apoyándose en dosis de corales molidos y píldoras de mercurio (que hoy
diríamos que son altamente venenosas) era animar, empujar a la naturaleza a llevar a cabo su
propio acto de sanación. Actualmente es bien difícil pensar en esos términos cuando
pensamos en la función del médico. Tendemos a asumir que el médico utiliza la tecnología,
la herramienta propia de su profesión, y que incide, opera en el sistema o el subsistema del
paciente. Lo que el médico conoce es su campo de actuación, y no al paciente mismo. Por
ello encuentro en la medicina, en la historia de la medicina, una extraordinaria posibilidad
para hablar de la transformación en la auto-percepción, y por ello también en el ego, que trajo
esta certeza con la que aceptamos la relación instrumental de la ayuda y la asistencia.
David Cayley: También dijiste que la era de la tecnología había llegado a su fin.
Iván Illich: Sí… y si acaso algún biólogo académicamente entrenado, algún microbiólogo, o
técnico de diagnósticos, estuviera sentado aquí con nosotros diría: “Illich hemos regresado,
hemos dado gran un paso lejos de esta visión instrumental del ser humano. Ahora
consideramos al ser humano como un sistema, es decir: como un extraordinariamente
complejo ordenamiento de control de lazos cerrados, retroalimentados. Y la característica
fundamental de ese sistema es perseguir su propia sobrevivencia manteniendo un equilibrio
163
informativo que permita su viabilidad”. Tal es la forma de entender, por ejemplo, esta rosa en
el florero, a ti mismo aquí presente, y al cosmos. Cada uno es un sistema que mantiene ese
tipo de equilibrio. La época en la que la instrumentalidad era la llave que fue abriendo todas
las puertas duró del siglo XII hasta algún momento de la vida de quienes ahora me prestan
atención. Todo aquel que me escucha hoy tiene un pie plantado en la era de la tecnología, o
de la instrumentalidad. Y probablemente ni siquiera están al tanto del hecho de que han
transitado hasta instalarse en la era de los sistemas, misma que acabo de describir y en la que
ya no es posible hablar de herramientas. Esta computadora en la mesa no es un instrumento.
Carece de una característica fundamental de eso que el siglo XII descubrió como tal, es decir,
la distalidad entre el usuario y la herramienta. Yo puedo tomar o no tomar un martillo. Eso
no me convierte en parte del martillo. Éste permanece en su carácter de instrumento de la
persona, no del sistema. En cambio, en un sistema, el gestor, el administrador, lógicamente,
por medio de la lógica del sistema, se convierte en parte de este. Mencionaré algo que Heinz
von Förster53 me dijo hace treinta años, cuando comenzábamos a discutir este tema: “Un
hombre paseando a un perro es un sistema hombre-perro”, un ciborg, como se diría hoy. Por
ello, enfatizo enérgicamente que dentro del tiempo de nuestra vida hemos dejado atrás la
época en la que el instrumento dominó la auto-percepción, la idea del mundo y la explicación
filosófica del mundo y del lenguaje. Pero sería un tremendo error interpretar esto como un
retorno al cuerpo vivido y sentido. El analista de sistemas imputa al paciente lo que es y, en
cierta forma, va más allá de lo que antes era posible bajo el dominio de lo que llamamos la
mentalidad instrumental. El médico-analista de sistemas imputa al paciente lazos de
retroalimentación cada vez más complejos, la mayoría de los cuales (si no es que todos)
reconoce únicamente sobre la base de la probabilidad. En la percepción del cuerpo de la que
hablé previamente, el médico se comportaba como un buen espectador teatral en la
representación de una tragedia. A través de la queja del paciente, él recibía, reunía y asía la
conmovedora singularidad de la auto-percepción sensual de la persona que estaba frente a él.
El analista de sistemas es, por ello, lo opuesto al galeno, o al médico hipocrático.
53
Heinz von Förster (1911-2002) fue uno de los fundadores de la cibernética.
164
Capítulo 19
El sentido del cuerpo y su pérdida
David Cayley: ¿Cuál es la conexión que existe entre tu interés en la historia del cuerpo y tu
comprensión del Evangelio?
Iván Illich: Quiero comenzar explicándote por qué me interesé tanto (de esto hace
veinticinco años) en comprender a qué se refería la gente del pasado cuando hablaba del
cuerpo. Como historiador, olvídate tú como teólogo, no puedes evitar hacer frente a la idea
de que el Cristianismo, la fe, el Nuevo Testamento, o como sea que quieras referirte a ello,
comienza con verbum caro factum est, o logos sarx egeneto. 54 Si buscas en el diccionario el término
griego logos, hallarás que, antes de significar eso que llamamos “palabra”, significa proporción,
o proporcionalidad, o lo que es apropiado. El verbo divino era la relación de Dios consigo
mismo, como los propios teólogos dijeron después. Pero sea lo que este mensaje signifique,
es bastante obvio que sarx significa carne. De manera que existe algo curioso acerca del
hecho mismo de tener que plantearse la siguiente pregunta: ¿qué tiene que ver el cuerpo con
el cristianismo y con la Iglesia? Es algo fundamental. Pero no se está hablando del soma , del
cuerpo en su totalidad, sino de su carnalidad. La loca y tan especial novedad del Nuevo
Testamento consiste en que Dios se hace carne en el vientre de una jovencita.
David, posiblemente hice algo equivocado para entrar en la atmósfera adecuada para
nuestra conversación de hoy. Durante lo que fue una noche bastante insomne abrí mi Sergio
Quinzio. 55 Quinzio fue un hombre extraño, nacido en Pistoia, un pueblo cercano a Florencia,
contemporáneo mío. Su formación lo llevó a ser oficial de la policía financiera italiana, pero
cuando su esposa murió y su hija se hizo adulta, él se retiró para vivir como ermitaño.
Estudió latín y griego y se convirtió en un pensador de alto nivel que escapó al molde
académico. Antes de morir (desafortunadamente jamás nos encontramos en persona) me
envió su pequeño libro sobre el fracaso de Dios, y acerca de la dificultad de aceptar la
existencia de un Dios que falla en sus intenciones y que tiene, hasta donde nosotros podemos
54
“Y la Palabra se hizo carne”. Juan 1, 14.
55
Sergio Quinzio, Mysterium Iniquitatis: Le encicliche dell´ultimo Papo, Adelphi, 1995.
165
juzgarlo, una “omnipotencia limitada”. Se trata de un libro que va entretejiendo
cuidadosamente pasajes traducidos del Nuevo y Antiguo Testamento con pasajes de Nietzsche
(porque, en mi opinión, el escándalo de la creencia de los cristianos en un Dios omnipotente
jamás ha sido tratado con más intensidad, con más violencia y con un lenguaje más hermoso
que en Nietzsche). Él dice: no puedo aceptar a un Dios omnipotente cuando miro al mundo
así como es. Lo dice desde el orgullo. Pero Sergio Quinzio, este raro y poco conocido
pensador italiano, lo dice desde la más profunda humildad y con un espíritu de oración y
adoración. Cuando Pablo habla del verbo encarnado, está hablando del vaciamiento de Dios,
de Dios vaciándose a sí mismo. La palabra griega para significarlo es kenosis.
En conversaciones anteriores he venido señalando un número de posibles temas de
investigación. Cada uno de ellos, de antemano, tiene doctas bases, pero ninguno se ha
desarrollado de la forma como a mí me gustaría verlo florecer. Un ejemplo sería mi
sugerencia de que para entender el mundo occidental es preciso entender las consecuencias
de la criminalización del pecado. Nuestra contemporánea percepción del yo, de la relación
humana (esa a la que llaman relación interpersonal) ha quedado profundamente corrompida.
Cuando la norma irrumpe en el “debiera” mediante la criminalización del pecado, queda
oculto el aspecto glorioso del encuentro entre el palestino y el judío. Lo que el Señor
respondió a los fariseos con esta historia fue lo siguiente: queda abierta a quien así lo quiera
la posibilidad de hacer un alto en su camino y acercarse, establecer una relación, un nexo, un
lazo, con el hombre golpeado. Hacerlo corresponde con la naturaleza de dos seres humanos y
permite a aquella su pleno florecimiento. El samaritano tiene la oportunidad de establecer
con el otro una proporción, una afinidad enteramente libre y solo condicionada por su propia
esperanza en que el judío abatido responderá aceptándole. Como dije antes, no cabe duda de
que la Parábola del Samaritano resultaba escandalosa para los fariseos que la escucharon, en
virtud de que el Maestro les decía que mi prójimo no se determina ni por nacimiento, ni por
condición, ni por la lengua que compartimos, sino por ti. Aquí tienes la posibilidad de
reconocer al otro al que no estás atado culturalmente, al que no te une una lengua común, y
que yace ¿providencialmente, o por puro azar? en algún lugar de tu recorrido, tendido sobre
la hierba, para así crear la forma suprema de relación humana, que no está dada por la
166
Creación, sino que ha sido creada por ti. La pretensión de explicar este “debería” como si
correspondiese a una norma despoja a este acto de libertad de toda su misteriosa grandeza.
“Pero, Iván –dirás– no te pedí que regresaras al samaritano, sino que explicaras qué
tiene que ver el cristianismo con el cuerpo”. Y yo te hablé primero acerca de las
extraordinarias palabras con las que todo este asunto inicia: que Dios no se hizo hombre, se
hizo carne. Yo, y espero que tú también, creo en un Dios encarnado, que le ha concedido al
samaritano, ese ser saturado de carnalidad, la posibilidad de crear una relación a partir de un
encuentro no sabido, inesperado, azaroso, que deviene la razón misma de su existencia, tal y
como deviene razón de la supervivencia del otro (no solo en un sentido físico, sino en uno
más profundo, como ser humano). Esta no es una relación espiritual. Tampoco es fantasía.
No se trata de un acto ritual generador de un mito. Este es un acto que prolonga la
Encarnación. Así como Dios se hizo carne, y en la carne entró en relación con cada uno de
nosotros, así también tú eres capaz de relacionarte en la carne como quien dice ego y cuando
dice ego está señalando una experiencia enteramente sensual, encarnada, tan de este mundo,
dirigida a ese otro ser humano golpeado. Despoja a la parábola del samaritano de su
experiencia del ser carnal, corpórea, densa humoral, despójala de ese “Tú” y lo que queda es
una agradable fantasía liberal, lo cual es horrible. Esta otorga las bases sobre las que cargas
con el peso de la responsabilidad de bombardear a tu prójimo por su propio bien. El uso de
este poder es a lo que llamo corruptio optimi quae est pessima . Lo más alto permanece oculto, y
solo como posibilidad de pensamiento o de experiencia, de alguna manera en la sombra, en
cierta forma velado, y se corrompe transformado clara y fuertemente en un ideal
democrático.
El amor de Dios está en la carne, y en la relación entre dos personas, el misterio del
samaritano es inevitablemente un misterio de la carne. Para esta generación lo dicho ahora es
realmente difícil de explicar, incluso es difícil apenas decirlo, y es que creo que en este
tiempo ha ocurrido un proceso extraordinario de des-encarnación de nuestras percepciones,
nuestros conceptos y nuestros sentidos. Sé por experiencia que el final del siglo veinte se
tornó bastante difícil para escribir sobre Dios hecho carne, sobre su carnalidad. Y es gracioso
pero la primera gran dificultad que encontramos para hablar de ello está relacionada (para
167
cualquiera que conozca de historia) con un cierto monje, Berengarius, 56 al inicio de la Alta
Edad Media, quien estaba interesado en la interpretación de la Eucaristía. Siguiendo las
enseñanzas del Señor, los cristianos generaron y celebraron un nosotros en una ceremonia que
tenía dos momentos altos: uno es ese del que ya hemos hablado, la conspiratio, compartir el
espíritu por medio de un beso, boca a boca, que después derivó en el eufemismo de beso de
paz, o saludo de paz; el otro momento es la comestio, comer del mismo pan y el mismo vino
que, en su opinión, en tanto se trata de un servicio conmemorativo, son en realidad el cuerpo
y la sangre, la carne viva de Cristo. Probablemente existe un afán de escorzo histórico en el
hecho de que supuestamente nadie ha puesto en duda esa experiencia, pero el caso es que a
lo largo de mil años, miles y miles de fieles han pasado por innumerables ceremonias de
celebración de la Eucaristía, y de pronto la experiencia se torna problemática precisamente
en el momento en el que yo distingo la ruptura que discutimos en términos de criminalización
del pecado. ¿Este pan que compartimos realmente es el cuerpo de Cristo? ¿Cómo es esto
posible? ¿Cómo puede ser carne algo que en apariencia es pan? Seamos honestos. Durante
mil años, para el simple creyente o para el teólogo, no parecía haber dificultad alguna y, de
pronto, se convierte en un problema que se resolvió en un sentido puramente filosófico, al
retornar a las enseñanzas aristotélicas sobre las categorías y decir que la sustancia ha
cambiado, pero todo lo que es visible en ella, lo que puede ser olido, probado y tocado, tiene
las características del pan.
Esta fue una crisis importante al interior de la cristiandad, y todavía ochocientos años
después de la muerte de Berengarius (el tipo con el que uno normalmente asocia las dudas
sobre la real presencia de Cristo en la Eucaristía) la comprensión de la carne no parece hacer
cambiado en el encuentro entre médico y paciente. Esta es la razón por la que estaba tan
feliz cuando escribí Némesis Médica y pude meterme al estudio de la historia de la medicina. Y
es que existe suficiente documentación que permite estudiar este encuentro entre médico y
paciente. Si evoco un encuentro médico en la actualidad, normalmente tiene una forma que
para mi generación habría sido inimaginable. Le llamo al médico y le digo “Doctor, me siento
terriblemente cansado”. “Bien, señor Illich, primero tiene que ir al laboratorio y hacerse una
56
Berengar de Tours (999-1088).
168
prueba de sangre de tal tipo, y una prueba de orina de tal tipo, y de excremento de tal otro
tipo, y cuando venga aquí al consultorio mi asistente realizará (es que usted es un hombre de
edad avanzada ya) un electrocardiograma, y esperemos que ahí termine la cosa”. Y cuando le
eche un vistazo a los resultados me dirá qué es lo que está pasando con mi cuerpo. Si acaso
es un médico moderno y bien capacitado, tal vez irá más allá para decirme que también me
debe realizar algunas pruebas psicológicas directas e indirectas, “…porque usted no es solo
un cuerpo, usted es un ser psico-físico”. Nos entrenan desde la más tierna infancia (o a
nuestras madres) para pensar de esta forma cuando se trata de pensar de qué estamos hechos
y qué es esa cosa que se sienta ahí y sonríe o suspira. No he podido hallar nada comparable a
esto en ochocientos años de historia del encuentro médico. Una de las cosas que el médico
quiere del paciente es que le haga un relato. Ni siquiera necesita pedirlo porque el paciente
comenzará: “Mire usted, doctor, estoy tremendamente cansado y sabía que esto comenzaría a
ocurrir ahora que soy un anciano de setenta años. Cierta vez, durante la noche, cuando niño,
caminé a lo largo del muro del cementerio y fue inmediatamente después que sentí esta clase
de fatiga por primera vez. Y bueno, para ser honestos, me siento totalmente molido,
desgastado, seco. No siento conexión con mis intestinos y necesito pedir una segunda o
tercera taza de café, o incluso de algo aún mejor que el café”. Tal y como lo planteaba antes,
el médico tuvo que aprender a aceptar que la carne era algo bien metido en la experiencia
misma, en la vivencia de la materialidad, de la sustancia, de la gestalt, en la cosa que da forma
al tipo sentado frente a mí, a quien puedo asir, comprender, escuchando su historia y
observando su comportamiento, su lenguaje y gestos, su forma de sentarse, su manera de
alimentarse. Este sentido del cuerpo, totalmente ese al que apunta la palabra ego, “yo”, ese
mismo que está presente en una conversación cuando digo “yo digo, yo creo”… ese cuerpo,
en mi opinión, ha ido quedando profundamente oscurecido en los últimos cincuenta años,
vilipendiada la capacidad de percibirlo, y sus restos transformados en síntomas que un
médico especialista, con un pie anclado en el campo de la psicología, puede clasificar. Por
tanto, he llegado a la conclusión de que, cuando el ángel Gabriel le dijo a esa muchacha en el
pueblo de Nazaret, en Galilea, que Dios quería ser en su vientre, señalaba un cuerpo que
ahora ha desaparecido del mundo en el que vivo.
169
Es posible estudiar con bastante precisión y claridad esta des-encarnación del soma
moderno a partir de entrevistas médicas documentadas, mas puedo hacerlo igualmente bien
al reflexionar sobre la forma en que mis pies se des-encarnan cuando acostumbro moverme
principalmente sobre mi trasero. Recuerdo cómo me sorprendí cuando en una cafetería que
quedaba a medio camino entre Filadelfia y el State College la mesera me ofreció una serie de
vitaminas y otras panaceas que un hombre de mi edad y constitución física podría necesitar.
También recuerdo cuando invité al State College a un historiador del cuerpo cuyos escritos
me habían impresionado. Cuando llegó, nos sentó a unos siete u ocho de nosotros sobre el
suelo, formando un círculo y dijo: “Bien, pues para poder estudiar la historia del cuerpo,
debemos visualizar nuestro interior. Gracias a las ilustraciones que conocen desde la escuela
primaria, ya saben algo sobre la ubicación de su corazón, y saben dónde está su hígado, ahora
lo vamos a sentir, y sentiremos y visualizaremos y probaremos también nuestro corazón…”,
como si nos estuviera guiando en un recorrido por las entrañas de algún artefacto mecánico.
Pienso que esta pérdida del sentido del cuerpo ocurre, de manera particularmente intensa, a
través de lo que se llama factor de riesgo. Si alguien me pregunta cuál es hoy la ideología,
celebrada religiosamente, más importante, yo respondería que es la ideología del factor de
riesgo: palparse los senos o la entrepierna para poder ver a un médico tempranamente y
averiguar si en ti se verifican factores de riesgo potencial para contraer cáncer. ¿Por qué el
riesgo nos desencarna tanto? Porque se trata de un concepto estrictamente matemático. Es
colocarme a mí mismo, cada vez que pienso en el riesgo, dentro de un grupo de población al
que se le pueden calcular ciertos eventos futuros. Es una invitación a una intensa
auto-algoritmización que no solo me des-encarna sino me reduce totalmente a esa concretud
desubicada que se proyecta a sí misma dentro de una curva. 57
Me pediste que hablara de por qué me parece importante, con relación al cristianismo,
comprender cuál es el sentido histórico del cuerpo. Y mi respuesta es (y lo digo porque lo sé
a partir de mis conversaciones con gente que conozco, con quienes quiero hablar sobre la
Encarnación, o sobre el aspecto carnal de la fe, la esperanza y la caridad, sobre el confiar en
57
Silja Samerski, una de las colaboradoras de Illich durante los últimos años de su vida, ha investigado el carácter
desencarnante del factor de riesgo estudiando encuentros entre mujeres encintas y consejeros genéticos. Para más
información consultar: http://www.pudel.uni-bremen.de.
170
tu palabra, tener esperanza en tu respuesta, sobre el amor, en fin) que la mayoría ha perdido
ya el sentido del cuerpo. O, si acaso hablan de este lo hacen en el sentido New Age del
cuerpo, es decir, como un constructo ideológico interiorizado a través de ciertas técnicas
psicológicas con el que la persona se identifica.
David Cayley: ¿En algún sentido esta des-encarnación es una corrupción de las posibilidades
inherentes al acto de Dios de convertirse en carne?
Iván Illich: Me gustaría ofrecerte una respuesta concisa pero esto plantea una dificultad,
tomando en cuenta el hecho de que estás grabando para un programa de radio. Estoy
permanentemente consciente del lado mercenario de nuestra relación. Estoy siendo utilizado
para un show por una madam con buen corazón…
David Cayley: Me halagas…
Iván Illich: Tú has sido el único en quien he confiado lo suficiente como para hacer
semejante cosa. Y ciertamente el hecho de que tomes pedacitos de mi voz enlatada en
conserva, y los transformes en un trabajo espléndido que se escuche quizá después de mi
muerte, tiene algo que ver con la des-encarnación. Lo que lamento es que sé que la gente
recibirá únicamente lo que tú puedas capturar con este micrófono.
Tu pregunta puede ser muy bien respondida con un cuento, pero uno como lo
relataría un historiador. La narración me permitirá además abreviar las cosas, presentarlas en
caricatura. La gente hoy tiende a dar por sentada la existencia de los hospitales y se olvida de
que hasta hace más o menos ciento veinte años, los hospitales eran lugares a los que llevabas
a la gente cuando se iba a morir. La idea de que vas a un hospital a que te reparen y te
manden de regreso a casa es bastante nueva. La gente se sorprende aún más cuando les digo
que el mundo antiguo no conoció nada semejante a los hospitales. Existían ciertos templos
en los que podías llegar a dormir a los pies de la estatua de algún dios, que podría sanarte en
un sentido religioso, pero ahí no había hospitales. El occidente cristiano supo de la existencia
171
de hospitales en el mundo árabe durante las Cruzadas. Hacia el siglo VIII, los árabes habían
desarrollado el maristan, un sitio donde los galenos reunían a personas afectadas por
determinadas enfermedades. Esto facilitaba la enseñanza de los aprendices sobre cómo tratar
las heridas, proveía un lugar conveniente para atender a la gente y permitía la
experimentación con sustancias y remedios. Esta es una idea árabe. Por extraño que parezca,
a nadie en Europa occidental se le había ocurrido tal cosa y la gente suele decirme que eso no
puede ser cierto. Pero es cierto. Uno de esos médicos, al que amo, Al Razi (865-925) dirigía
el maristan en Bagdad. Él escribió el primer tratado que conozco sobre enfermedades
inducidas por el médico. Pero los cristianos se enteraron de estas instituciones hasta las
Cruzadas, y normalmente se dice que el primer hospital de occidente se fundó en el año 1102
o 1103.
Este primer hospital europeo era bien distinto de los hospitales árabes y en realidad
se basaba en una idea religiosa. Durante todo el final del siglo XI el clima fue bastante
húmedo y el cornezuelo invadió los campos de cultivo de granos. El cornezuelo es ese hongo
pequeño, bastante venenoso que todavía se utiliza, en dosis muy ligeras, para combatir la
migraña. Lo que ocurrió entonces fue que un montón de gente comió del pan infectado y el
llamado ergotismo (o también llamado entonces “fuego de San Antonio”) se diseminó
endémicamente. Miles de personas sufrieron esta enfermedad. Los médicos modernos
realmente no la conocen. Para saber cómo era, lo mejor es estudiar las gloriosas
representaciones de la Pasión que Matthias Grünewald pintó para uno de estos hospitales de
ergotismo en Alsacia. Es decir: el primer hospital cristiano se fundó para aquellos a quienes
Dios había marcado con el ergotismo y, si así lo decidían, podía acatar el llamado divino y
unirse a la que nombraron Orden de San Antonio. Es como si un contemporáneo asumiera el
resultado positivo de una prueba de VIH como un llamado especial de Dios para unirse a una
orden dedicada especialmente a atender a gente con la misma vocación y similar camino
hacia la muerte frente a ellos. El ergotismo fue asumido como un signo corporal divino que
abrió al afligido la maravillosa posibilidad de cuidar al agonizante y morir él mismo acuerpado
por una comunidad establecida por este dolorosísimo irse secando, marchitando, de las
extremidades. Por doscientos o trescientos años, no obstante ya andaban por ahí los médicos,
172
no había ninguno relacionado a un hospital. En el arco de tiempo de una generación, desde la
fundación del primer hospital de este tipo, llegaron a existir en el sur de la Europa occidental
al menos ciento sesenta de estos centros monásticos dedicados a una forma especial,
celebrada litúrgicamente, de aproximarse a la hora de la muerte. Las pinturas de Grünewald
te muestran cómo estaban dispuestas las salas del hospital, de manera que la gente pudiera
mirar la Pasión de Cristo al celebrarse la Eucaristía. Tomó cientos de años que los hospitales
se transformaran en centros de reparación, y esto ocurrió mayormente por la generosidad de
pequeños grupos de cristianos que se reunían a consagrar sus vidas a acciones caritativas
comunitarias, que incluían cierta competencia en materia médica. Cuando la supervisión
médica se hizo mayor se llegó a la idea de que las monjas o los hermanos misericordiosos
deberían ocuparse de servir como meros administradores y personal al servicio de los
médicos que estaban ejerciendo la práctica de la medicina hospitalaria , que en los dos últimos
siglos se convirtió cada vez más en una medicina enfocada en un cuerpo imputado, asignado
por diagnóstico médico. No sé si es esta una línea que permita distinguir cómo ocurrió que la
intención de hallar cauce dentro de un cierto molde institucional a una forma muy especial de
cuidado mutuo, pudo devenir una institución proveedora del servicio de atención, y cómo
esto se relaciona con las bases para la creación del moderno cuerpo imputado.
David Cayley: ¿La creencia en la resurrección del cuerpo abre, en alguna forma, la puerta a la
des-encarnación?
Iván Illich: Intentaré responder de esta manera: ayer aludiste a Pablo, el apóstol, hablando en
el agora justo en el centro de aquella fabulosa arquitectura de Atenas. 58 Los atenienses
escucharon con mucho interés, como lo harían con cualquier buhonero errante de buenas
noticias, hasta que Pablo comenzó a hablar de la resurrección. Entonces le dijeron: “Mira,
todo estuvo muy agradable, pero detente ahí y mejor háblanos de eso en otro momento”.
Cuán intuitivamente acertados eran esos atenienses. Por lo que conozco a partir de sus textos
médicos y la luz que estos arrojan sobre los textos filosóficos de la época helenística, diría
58
La historia de Pablo en Atenas se relata en los Hechos de los Apóstoles 17, 16-34.
173
que esa gente poseía un fuerte sentido de carnalidad cuando pronunciaba la palabra “yo”.
Sabían que sus diferentes estatus, sus profesiones, actividades, dieta, y celebraciones, todo
ello afectaba el sentimiento humoral, fluido, sensible, palpable al que se referían cuando
decían “yo”. Y ahí estaba ese tal Pablo que no solo creía en su vocación de samaritano, sino
también alegaba saber algo sobre la resurrección del Verbo hecho carne. Su sentido de la
carnalidad había estallado, se había expandido, hasta alcanzar al Dios encarnado, y en todo
lugar que visitó, celebraba el misterio de esta encarnación. Por ello podía, inocentemente,
decir a los atenienses que, como consecuencia de la venida de nuestro Señor Jesucristo, ahora
tenemos una carne que llegaremos a sentir nuevamente como no la sentimos durante el sueño
y no la sentiremos en la muerte. Se nos dará de nuevo en una forma gloriosa. Pablo (y ahora
estoy elaborando) pudo hablar de la eternidad de la carne, de su carne, porque había
celebrado los misterios de la Eucaristía tantas veces que para él era un hecho que esa era la
carne, la que Dios, el Verbo, asumió. Los atenienses repusieron: “No, ahora estás tocando
algo cuyo significado podemos sentir por la forma en que hablas de ello, pero para nosotros
no tiene ninguno”.
No puedes hablar sobre la Resurrección excepto como algo ya implícito en la
Encarnación. Y la Resurrección es la prueba de la Encarnación. Solo la carne de Dios es
capaz de resucitar, de ser resucitada; y mi destino es la resurrección (y espero que sea del
lado correcto) precisamente porque soy cuerpo a través de mis actos de amor y mi
celebración doxológica del Verbo hecho carne. Pablo habla del cosmos, de un nuevo cielo y
una nueva tierra, y de una nueva relación entre los dos, una nueva proporcionalidad, un
nuevo cosmos, que en griego se refiere a un vis-à-vis, una alineación de nosotros frente a frente,
mirando-nos de una forma gloriosamente nueva. La Creación perdurará por medio de la
Encarnación. Tiene un comienzo. No es eterna como Dios, pero no tiene fin. A esto me
refería antes cuando evoqué el término tomista del aevum, un ahora que también es un por
siempre, en el que el Cielo y la Tierra se miran y, por ello, la carne que ya está en el cielo, y la
carne terrena, de algún modo se glorificarán juntas. Pero prefiero no hablar sobre cosas de las
que entiendo poquísimo, pero en las que creo entusiastamente y reclamo mi derecho a no
tener que defender.
174
Capítulo 20
Conspiratio
David Cayley: Iván, quiero pedirte que abundes en el tema de la conspiratio, el beso litúrgico,
del que hablaste en nuestro encuentro de hace dos años y nuevamente en los últimos días.
Iván Illich: Quiero intentar responder en términos de ciudadanía porque cuando finalizamos
nuestra conversación hace unos días yo evadía esta cuestión. Tendemos a asumir que
nuestras ideas acerca de la democracia, nuestras certidumbres democráticas, derivan, en
cierta forma, de la política griega, de la idea de polis, traducida por Cicerón como civitas y
luego elaborada durante la Reforma y lo que siguió, hasta llegar a lo que actualmente
asumimos sobre el ciudadano. Esto resulta un tanto simplista, porque en Atenas tú nacías de
la ciudad, no en la ciudad. La ciudad se concebía como un vientre, o un aspecto de la
naturaleza. La naturaleza siempre se entendió según esta figura del vientre, y los ciudadanos
atenienses estaban ligados entre sí por venir del mismo vientre y, por ello, tener el obvio
propósito de actuar de acuerdo con las necesidades y características de la ciudad. De Atenas.
La ciudadanía, entendida como el pertenecer a este “nosotros”, no era de ningún modo algo
que establecías por voluntad propia. Después, en tiempos del Imperio Romano, y a través de
la elaboración de la idea de ciudadanía en Cicerón, surgieron posibilidades de ser adoptado
por la ciudad. Uno de esos hijos adoptivos de quien hablábamos antes era Pablo, un judío
helenizado que sin embargo podía decir “soy un ciudadano de Roma”. Lo que extrañamente
se ha pasado por alto con bastante frecuencia, y por gente que ha pretendido volver a trazar
la historia de nuestros conceptos políticos, y particularmente ese del ciudadano, es su
derivación cristiana. La reunión eucarística en los primeros siglos cristianos reclamaba
explícitamente el establecimiento de un nuevo “nosotros”, un nuevo plural del “yo”. Tal
“nosotros” no era de este mundo. No pertenecía al mundo de la política en el sentido griego,
o al de la ciudadanía en la urbs romana. Esta gente se reunió para una celebración que tenía
dos momentos altos, uno de ellos llamado conspiratio y el otro comestio. Conspiratio no debe
fácilmente traducirse como conspiración porque era el spiritus, el espíritu, la forma suprema
175
de interioridad, el Espíritu Santo, lo que daba forma al término, y no el sentido que le damos
hoy de un montón de rebeldes intentando subvertir la comunidad política. Esta conspiratio se
expresaba con un beso de boca a boca, un osculum. Osculum es uno de los tres posibles
términos latinos disponibles para significar lo que se traduce como beso. Está basium, que en
francés se dice baiser, y que es la palabra del latín antiguo más frecuentemente usada (en
realidad el latín lo recibe del celta) y suavium que es un término que te hace pensar en el
presidente Clinton. El osculum, que está diciendo “boca a boca”, se usaba únicamente como
un dispositivo legal. Un hombre que partía al servicio militar se presentaba ante el juez y
llamaba a su mujer encinta para besarla frente al magistrado. Con ello decía que el fruto de
ese vientre, si su destino era nacer, sería reconocido en su ausencia como hijo suyo. Los
cristianos adoptaron este simbolismo (el cual en cierta forma poco explícita había sido usado
ya en algunos cultos secretos, pero no entraré en detalles con relación a esto) para significar
que cada uno de los presentes en torno a la mesa contribuía con su propio espíritu o, si
prefieres decirlo así, con el Espíritu Santo, común a todos, para crear una comunidad
espiritual, es decir, una comunidad de un solo espíritu. Después de esto, se sentaban a
compartir la misma comida, de la que hablamos ayer cuando tocamos el tema de la
Eucaristía . Esa mesa sencilla era la función litúrgica central, la función por la que la ecclesia
(el llamado a reunirse, la asamblea) tomó cuerpo y alma. Esclavo y amo, judío y griego, cada
uno contribuyó equitativamente a hacer la comunidad a la que, mediante esa contribución,
podía entonces pertenecer. La idea de este abrazo que precedía a la comunión permaneció en
la liturgia romana y en la mayoría de las liturgias a lo largo de los dos milenios. Sin embargo
hacia el siglo IV, cuando la Iglesia se estableció y fue legalmente aceptada, el contacto
corporal de esa clase tan peculiar ya era sospechoso, y su nombre fue cambiado de osculum a
osculum pacis, y finalmente sólo a pax59 . Así que cuando, como historiador, lees textos de los
siglos IV al XII en los que se dice que la gente se reunía para establecer la pax o para darse la
pax entre sí, hay que preguntarse si se refieren al osculum pacis, ese beso como preparación
ceremonial para reunirse alrededor del mismo plato, del mismo alimento.
59
Paz, el beso de la paz.
176
Y bien, ¿eso qué relación guarda con el asunto de la ciudadanía? Nuevamente salgo al
paso gracias a mi maestro Gerhart Ladner, y a un libro suyo que no pudo terminar antes de
morir. Esta ceremonia daba a sus participantes la idea de que la comunidad podía existir
fuera de la comunidad en la que habían nacido y en la que cumplían sus obligaciones legales.
Esta era una comunidad establecida en un acto en el que todos los presentes participaban por
igual. Resulta interesante ver cómo aun dentro de la historia de la liturgia cristiana esta idea
comenzó a ser escandalosa ya en la Alta Edad Media. Parecía contradecir el ideal feudal de
ese tiempo, con sus presupuestos jerárquicos sobre cómo es que la sociedad viene a existir, y
ya para el siglo X había cambiado el modo de representar esta ceremonia. Todo aquel que
conozca algo de la liturgia romana u occidental, y de hecho muchas otras también, sabe que
hasta el día de hoy, el sacerdote en vez de compartir la paz con todo el mundo, besa el altar,
que representa a Cristo, y como si tomara algo de ahí, después lo transmite los otros. Desde
el siglo XII, el beso del sacerdote ha sido transmitido desde el altar. Y no sólo el beso, la
conspiratio, se movió a un segundo plano y la pax avanzó al frente; además a lo largo de los
siglos XIII al XV se fue concretando un instrumento llamado osculatorium, un objeto besable.
Hoy puedes ver en los museos algunos de estos objetos, hechos de maderas finas y piedras
preciosas. El cura lo besaba tras besar el altar y luego lo pasaba a la comunidad para que
hiciera su ronda por toda la Iglesia.
Así, la práctica cristiana de establecer una comunidad que era cuerpo a través de la
contribución igualitaria de todos por medio del espíritu, esta total innovación, permaneció
imperceptiblemente válida y cargada de significado a lo largo de dos milenios, pero no con el
propósito de establecer una conspiratio en torno a la mesa eucarística, sino con la idea de crear
una sociedad moderna cohesionada mediante un contrato social. Lo que la conspiratio
establece es, en estricto sentido, no mundano, independientemente de su profundidad
somática, corpórea. Es una celebración de la afirmación “Estás en este mundo, mas no eres
de este mundo”. Durante el período de la reforma gregoriana, la pretensión de establecer,
legalizar y formalizar la conspiratio alcanzó su posición máxima. Así como hemos hablado de
la idea de Prodi de la criminalización del pecado, también podemos hablar, al mismo tiempo,
de un intento bien explícito de apuntalar la conspiratio, esta unión espiritual en la que el
177
aliento de cada uno tiene el mismo peso, para convertirla en una conjuratio ¿Cómo podrías
traducir esto?...
David Cayley: …conjurar, pero no tiene mucho sentido porque el término tiene ya otras
connotaciones.
Iván Illich: Bien, pues en este caso se refiere a la pretensión de darle a la Iglesia solidez
mundana, claridad y definición para crear, por medios legales, contractuales, un cuerpo social
con derecho a reconocimiento como igual ante el emperador y la ley civil. Al mismo tiempo
que el pecado se criminaliza, la Iglesia se transforma en una entidad legal separada. El foro
civil en el que uno busca justicia en el sentido legal encuentra un paralelo en el nuevo foro
eclesiástico, que va adquiriendo cada vez mayores características contractuales.
Posiblemente ahora puedas ver por qué, para comprender la idea general del aforismo
corruptio optimi quae est pessima aplicado a lo político, es necesario observar a lo largo de la
historia este desvanecimiento de la conspiratio y la monumental elaboración de la conjuratio, o
acuerdo contractual. Es nítido en el caso del matrimonio. Los cristianos se juntaron durante
mil años sin enterarse de que el matrimonio era un contrato entre un hombre y una mujer.
Esa era una idea impensable, y nadie se la había planteado jamás. Existía, sí, una suerte de
contrato entre familias que querían, por decir algo, compartir ciertas tierras y para tales
efectos echaban mano de la hija de una casa y del hijo de otra casa. Pero fue hasta el siglo
XII que aparece la idea substantiva del matrimonio como un contrato entre este hombre y
aquella mujer. De hecho, ocurre por vez primera en los escritos de mi buen amigo Hugo de
San Víctor. El misterio del matrimonio se entendió como basado en una conjuratio, un
contrato. Después este contrato se transformó en la substancia de un sacramento y, para
darle credibilidad a esta idea inimaginable, se elevó hasta la esfera de lo divino.
178
Capítulo 21
En el Parteaguas
David Cayley: Frecuentemente me has dicho que en nuestro tiempo el mundo ha cruzado
una línea decisiva, un parteaguas. Quisiera pedirte, una vez más, que expliques la naturaleza
de este cambio.
Iván Illich: Un ejemplo del cambio del que estoy hablando es el uso del término
“responsabilidad”. La palabra, definida desde las cláusulas del derecho civil, tiene un pasado
respetable en tanto señala la indemnización de un agravio. Pero la responsabilidad como una
obligación moral o como un sentimiento capaz de influir en un juicio ético, es algo que
aparece sólo hasta principios del siglo XX. Puedes verificar el artículo en el Oxford English
Dictionary y sus enmiendas, y verás que tienes que basarte mayormente en estas últimas. Hace
veinte años (incluso hace diez, pero vamos a dejarlo en veinte) era casi imposible cuestionar
la responsabilidad de la gente con la que normalmente trato (que es, por supuesto, gente de
un tipo muy peculiar) con relación a los niños de vientres hinchados que aparecían en los
anuncios de los fondos de asistencia a la niñez. Por supuesto que se sentían responsables,
pero se escandalizaban cuando yo argumentaba que la responsabilidad era el edulcorado
punto débil de sus fantasías sobre el poder, y que la responsabilidad que ellos sentían era una
forma de justificar su convicción de que por venir de un país rico tenían cierto poder para
planificar, organizar, y cambiar al resto del mundo. En los últimos años (y hablo desde la
experiencia) he logrado que la gente se ría de sí misma por haber caído en semejante trampa y
creer en este tipo de responsabilidad. Un nuevo sentido de impotencia nos rodea. En un
período inicial, el futuro estaba sujeto a planeación, a diseño y a aplicación de estrategias
burocráticas. De hecho la idea misma de la planeación y ejecución de políticas públicas
pertenece al período posterior a la Segunda Guerra Mundial. Antes de la guerra no podrías
haber hablado de ello usando los términos que el diccionario reconocía hasta ese momento.
Era necesario el nuevo lenguaje de la Harvard Business School. Pero ahora todo esto va
cediendo terreno. Todavía encuentra expresión con Estados Unidos bombardeando a
179
Milosevic, o a Gaddafi, o Irak, por el reconocimiento de los derechos humanos de sus
propios ciudadanos. Alimenta, también, el contenido de ese nuevo libro de Rostow60 sobre
la necesidad de mantener el poder policíaco norteamericano a nivel global como condición
para la sobrevivencia de la democracia. Pero mis interlocutores de hoy, de manera opuesta a
los que tenía hace veinte años, reconocen que esta clase de pensamiento entraña una falacia.
Se reconocen frente a un mundo, no uno futuro, sino un mundo presente, cimentado en
supuestos que todavía no pueden ser cabalmente nombrados. También podría ilustrar esto
hablando sobre salud, educación o urbanismo. Hablo con gente que comienza a entender que
el lenguaje para nombrar la organización del poder prevalente entre 1950 y 1980 ya no tiene
suelo en la realidad. Esto es tan cierto para gente que viene de los espacios desde los que se
intenta construir una filosofía de la estructura del poder (digamos, Michel Foucault) como
para los que vienen de la esquina Rostow. Michel Foucault asume que el poder se despliega a
lo largo de la misma línea que el concepto de energía en el mundo físico, que se construyó
desde la ciencia a partir de 1840. El poder en el contexto social se corresponde,
metafóricamente, con la energía en el ámbito físico. Hace veinticinco años, a pesar de mi
gran admiración por él, cuando discutí sobre este tema con Foucault (y también con otros) la
gente me consideró perverso, David. Ahora se reconoce que no podemos sino renunciar al
poder, y no por un espíritu gandhiano o cristiano de renuncia a la violencia, sino porque el
poder que buscábamos hace diez o veinte años ha revelado sus características ilusorias, su
propia vacuidad.
Ya hemos hablado sobre la pérdida del cuerpo. Esta pérdida que realmente a primera
vista se mira como un absurdo (¿acaso es posible hablar de gente sin cuerpo?) y que está
alcanzando un segundo nivel al que solo se me ocurre nombrar como una algoritmización, o
matematización. La gente aniquila su propia naturaleza sensual al proyectarse a sí misma
como una noción abstracta. Y esta renuncia, tan particularmente íntima, que se realiza a
través de introyectarse y auto-imputarse una entidad estadística, se está cultivando con una
intensidad extraordinaria por la forma en que estamos viviendo. Este es un tema que debe
60
W.W. Rostow, The Great Population Spike and After: Reflections on the Twenty-first Century , Oxford University Press,
1998. Este es el único libro de Rostow que era nuevo en el tiempo de esta conversación, por tanto, asumo que es a
este libro al que Illich se refiere.
180
explorarse. Su consecuencia es una insensibilidad no solo de mí mismo, sino hacia ti. En la
historia evangélica del samaritano, como te dije ayer, el samaritano se sintió conmovido
desde el vientre, desde las tripas (splágchnon dicen los griegos). Decir que el samaritano se
sintió tocado en las entrañas es, quizá, la forma más respetable de traducirlo. Lutero, en su
traducción alemana de la biblia utiliza el verbo jamern que, no sólo en Nueva York, sino hasta
en Toronto, debe ser conocido por el yiddish, porque yammer es una manera yiddish de
quejarse. Él sintió un malestar en la barriga cuando miró a aquel judío metido en la zanja, El
hombre golpeado provocó en él una sensación de mal-estar. Este fue un regalo del otro. Los
teólogos le llaman a esto gracia, o gracia santificadora, pero yo no quiero entrar en esa
disertación. El samaritano comprendió que este hombre se encontraba en un estado peculiar
de miseria. Estoy evitando muy cuidadosamente decir que estaba necesitado de algo. Si
atribuyo necesidades a otros o a mí mismo todo lo que puedo ofrecer es satisfacción de
necesidades, y ello no necesariamente ha de ser personal, ni siquiera tiene que venir de mí.
Ello probablemente llegaría de manera más efectiva, eficiente y competente si llamáramos al
profesional correcto, o permitiéramos que la agencia correcta lo resolviera.
Estamos en una situación en la que la des-encarnación de la relación “yo-tú” ha
llegado a ser una matematización, una algoritmización que supuestamente se vive como
experiencia. Durante los últimos años he pensado que el principal servicio que puedo todavía
prestar es lograr que la gente acepte que vivimos en un mundo así. Enfrentémoslo, sin
intentar humanizar la escuela o el hospital, pero sin olvidar preguntar: ¿Qué puedo hacer, en
este preciso momento, en el especial hic et nunc, aquí y ahora en el que me encuentro?; ¿qué
puedo hacer para escapar de este mundo de necesidades-satisfacciones (por eso eché mano
de la imagen del pez volador)61 y sentirme libre de escuchar, de percibir, de intuir lo que el
otro quiere de mí?; ¿puedo ser capaz de imaginar lo que espera de mí, abierto a la sorpresa en
este momento?. Pienso que mucha gente ha abandonado con justa razón las pretensiones de
mejorar a las agencias y organizaciones sociales de las que apenas veinte años atrás se sentía
responsable. Ahora saben que lo único que pueden hacer es intentar, por criterios negativos,
disminuir el impacto y contener esta idea dentro de ciertos límites, para ir poco a poco
61
El pez volador, que pertenece al agua y al aire al mismo tiempo, es un antiguo emblema utilizado por los cristianos
para significar algo que está en este mundo pero no es de este mundo.
181
ganando la libertad de comportarse an-árquicamente como seres humanos que no actúan por
el bien de la ciudad sino porque han recibido, como un don del otro, la capacidad de
responder.
La credibilidad del mundo que se ha basado a sí mismo en la ciudadanía, la
responsabilidad, el poder, la equidad, la necesidad, la reivindicación y los derechos (la
credibilidad de estos conceptos como ideales a los cuales vale la pena consagrar tu vida) está,
en mi opinión, declinando muy rápidamente. La mayoría de la gente ve esto como un peligro
real, y lo es, a la sobrevivencia del orden democrático. Quisiera sugerir la posibilidad de mirar
esto como el fin de una época, igual que el Imperio Romano en tiempos de Agustín, y
también como una enteramente nueva entrada/credibilidad/libertad de moverse hacia el
mundo de la conspiratio, sabiendo que no es posible garantizarla mediante un contrato que la
asegure, pues se ha renunciado a ello.
David Cayley: La forma más común de nombrar el actual sentimiento de estar cruzando un
parteaguas es referirse a ello como el inicio de la posmodernidad ¿Puedo saber qué
disposición muestras frente a esta forma de hablar?
Iván Illich: Cuando comencé a escuchar esta palabra, y luego una vez y otra me era arrojada
al rostro, por supuesto que pensé en la lucha, la disputa, el minueto tocado entre los antiqui et
moderni del Renacimiento. Pienso que tiene un algo de déjà vu. Por otra parte, el término
posmodernidad normalmente se utiliza para designar la profundización y amplitud de la
percepción de que los supuestos, los axiomas, las reglas consideradas certidumbres naturales,
incuestionables, durante un período de tiempo bastante largo, comenzaron lentamente a
diluirse hace unos veinte o treinta años. Por tanto, esto refleja la percepción consciente de
que algo podría ocurrir sobre las líneas que acabo de plantear. Mas quiero dejar muy claro
que no me identifico como un postmodernista, y la razón es que cierto tipo de crítica literaria
se apropió del término de manera bastante efectiva, y luego esto se extendió al ámbito de la
antropología y la etnología, para después ser recogido por políticos y por movimientos que
pretenden reivindicar una legitimidad que el lenguaje de las ciencias sociales pudiera
182
preservar y mantener bajo condiciones enteramente nuevas. Así que no veo la razón para
tener que decir algo más al respecto. ¡Atención! cuando escuches con cuidado mis palabras,
te molestarás si acaso eres un postmodernista. El postmodernismo es increíblemente
des-encarnador.
183
Capítulo 22
Gratuidad
David Cayley: Me gustaría cerrar con tus reflexiones acerca de vivir en el que, según
recuerdo, alguna vez llamaste “un mundo inmune a la gracia”. ¿Qué prácticas, qué
disposición es necesaria para vivir con fe en un mundo que es, en sí, la perversión misma de
la fe?
Iván Illich: Terminamos nuestra última conversación con tu solicitud de que interpretara eso
que hoy se nombra comúnmente “el inicio de la posmodernidad”. Expliqué las razones por
las que no quería ser arrastrado hasta el cauce del discurso que corre bajo ese título. Sin
embargo, como observador y como historiador, otra forma de hablar acerca del umbral que
mucha gente siente haber traspasado a principios de los años ochentas, es llamarlo el fin de la
era de la instrumentalidad dominante. Esto tiene sentido solo si te fijas en el concepto de
instrumentum, “herramienta”, desde la perspectiva de un historiador de las ideas (esto ya lo
hemos discutido). Comparto con el profesor Carl Mitcham, y con otros, la certeza de que la
idea de herramienta en un sentido estricto, aparece hasta la Alta Edad Media europea. En
suma, y repitiéndome: cuando Platón o Plinio hablaban de herramientas, o artefactos, les
llamaban organa . Se referían a la mano como organon, el martillo también era organon, y lo
mismo era la mano con martillo. La herramienta es una extensión del cuerpo humano. En el
siglo XII notamos que aparece una conciencia creciente, en parte gracias a la influencia
árabe, de que ciertos objetos materiales pueden incorporar, pueden adquirir intenciones
humanas. La intención de realizar algo puede pasar de la mano al martillo. El martillo puede
verse como algo hecho para martillar, y la espada como algo para matar, sin importar si el
martillo es tomado por un artesano o por una niñita, o incorporado a un molino (esta es la
forma en la que en el siglo XII comenzaron a hablar de esto. La espada sirve para matar, o
para hacer la guerra y no importa si quien la toca es un noble nacido para la espada, o
cualquier campesino entrenado para la espada). Pienso que la distinción entre herramienta y
usuario es característica de un época que llegó a su fin durante la década de 1980. Existe una
184
distancia (yo utilicé el término específico de “distalidad”) entre la mano, el operador y el
instrumento que lleva a cabo la tarea. Esta distalidad aparece nuevamente cuando el martillo
y la mano, o cuando el perro sujetado por el hombre, se conciben como un sistema. Ahí ya no
puedes decir que existe una distancia entre el operador y el artefacto, porque según la teoría
de los sistemas el operador es parte del sistema que él mismo opera y regula.
Bueno, pero ¿por qué comienzo otra vez llamando tu atención sobre mis reflexiones
acerca de la era de la tecnología, de la instrumentalidad y sobre mi argumento de que esta ha
llegado a su fin? Con el predominio creciente de la instrumentalidad en este período de
ochocientos años, una de las certidumbres más claras, obvias y naturales, fue que cada vez
que algo se lograba, era gracias a algún instrumento. El ojo se percibía como un artilugio para
registrar aquello que se encuentra frente a mí, la mano se concibe y se explica como un
instrumento que ha ido adquiriendo su forma gracias al desarrollo evolutivo. El amor es un
instrumento para la satisfacción. Y así como se vuelve casi impensable que yo debería
guiarme por un “debo” no determinado por norma alguna, también resulta impensable la idea
de que puedo ir tras determinado objetivo sin la ayuda de un instrumento para tal propósito.
En otros términos, la instrumentalidad implica una extraordinaria intensidad de propósito en
el ámbito social. Y de la mano con esta creciente intensidad de la instrumentalización en la
sociedad occidental, viene una falta de atención hacia lo que uno tradicionalmente llama
gratuidad. ¿Acaso existe otra palabra que pueda nombrar la acción sin propósito, esa que se
realiza solo porque es hermosa, es buena, es adecuada, y no porque se pretende lograr,
construir, cambiar, administrar? Me pediste que hablara sobre un mundo carente de gracia, y
me parece que el término tradicional para hablar de lo opuesto al acto intencional es hablar
del acto gratuito. En alemán inventé una palabra: Umsonstigkeit (sin propósito alguno) y
parece que ha pegado, aunque no aparezca en el diccionario.
Estoy fuertemente convencido de que uno de los aspectos de la modernidad ha sido
la pérdida de la gratuidad, y puedo respaldarme echando mano de lo que han expuesto
muchos pensadores importantes de nuestro siglo. Una de las razones más profundas tiene que
ver con que, con la Ilustración, los filósofos dejaron mayormente de hablar de ética y moral
como la búsqueda del bien, y comenzaron a hacerlo en términos de valor. Ya hemos
185
discutido sobre este reemplazo del bien por el valor. El valor siempre implica algún tipo de
relación con la efectividad, la eficiencia, lo utilitario, lo que tiene un propósito, el artilugio, la
herramienta. Al final de la era moderna ha llegado a ser muy difícil imaginar acciones que
solo son buenas y hermosas sin guardar necesariamente algún propósito ulterior. Cuando te
hablé de la ausencia de un sentido de gracia me refería a esta ausencia de un sentido de
gratuidad. Regresando a nuestra imagen principal, nuestro topos, nuestra imagen guía: el
samaritano, este actúa porque su acción es buena, no porque el hombre pueda ser o no ser
salvado, no porque este hombre necesite atención médica, o comida, sino porque,
imaginando que yo soy el samaritano, él me necesita a mí. Lo que el judío provoca en el
vientre del samaritano es una respuesta no orientada a un propósito sino puramente gratuita y
buena. Mi argumento es que la recuperación de esta posibilidad es justamente el tema
esencial de nuestra conversación: la posibilidad de que una vida hermosa y buena es
fundamentalmente una vida de gratuidad, y que la gratuidad no es algo que fluya de mí sin
antes haber sido abierta y desafiada por ti.
David Cayley: El fin de la instrumentalidad, el reconocimiento de que cuando paseo a mi
perro me convierto en un sistema hombre-perro, todo esto ha sido considerado por muchos
como una perspectiva liberadora, como una superación de la alienación por la que puedo
verme a mí mismo nuevamente como parte del mundo, y como parte de la naturaleza. Al
principio, cuando más joven consideré muy liberadora la teoría de los sistemas…
Iván Illich: …Bateson…62
David Cayley: … Bateson y otros. Entonces ¿tú por qué lo ves tan distinto?
Iván Illich: Bueno, mi respuesta, así, a botepronto, sería que yo soy el amo de esa bestia. No
es Don Perro. Alguna vez necesité un perro para mi defensa personal, y traté al animal al que
tuve que entrenar para que me cuidara y defendiera como si de Don Perro se tratara. Tuve de
62
Gregory Bateson (1904-1980) fue uno de los pioneros de la teoría de sistemas.
186
regalarlo pues esa no es la forma de relacionarte con un animal. Pero, ya en un nivel más
profundo, diré simplemente que yo no puedo resumirme dentro de un sistema. No soy un
sistema, ni siquiera uno inmune, que es un subsistema independiente en el sistema-mundo, y
tampoco soy totalmente “absorbible” en eso que puede analizarse mediante análisis de
sistemas. Esa clase de análisis explicará al amor, a la caridad, como una retroalimentación.
De hecho, recientemente leí un disparate teológico, escrito por gente reputada, que pretendía
explicar qué tipo especial de retroalimentación ocurre cuando te involucras en actos de fe,
esperanza y caridad. Esta gente ha perdido el sentido concreto de sí misma como este
misterio que somos, un “yo” somático (mi soma entero es un “yo”) libre e independiente. La
teoría de los sistemas es un buen instrumento de análisis para ciertas cosas pero, a menos que
definas claramente sus límites, tienes la perspectiva más viscosa que se haya inventado.
Dibuja tres cajas y cuatro flechas para mostrar cómo es la interrelación entre ellas.
David Cayley: ¿Entonces cómo se puede vivir en la gratuidad en un mundo como este?
Iván Illich: Los amigos, los amigos… gratuidad, solo eso. Por el gusto de hacerlo, por tu bien,
por gusto…
David Cayley: ¿Requiere una cierta dosis de ascesis?
Iván Illich: Bueno, ascesis es la forma vieja de decir entrenamiento, repetición. Diría que lo
que se requiere es una palabra difícil de pronunciar actualmente: virtud. Actos repetidos de
fe, esperanza y amor que lentamente van logrando en ti, psico-físicamente, una facilidad para
llevarlos a cabo. La ascesis, el auto-entrenamiento, es sólo de cierta importancia para
sostenerte a ti mismo en una forma disciplinada; no obstante, debemos repetir que, para
nuestros contemporáneos, la palabra entrenamiento implica siempre propósitos
instrumentales, y no estoy hablando de eso. Resulta extraño que en el lenguaje moderno es
más fácil hablar de yoga que de ascesis, pero esta última palabra significó durante dos mil años
lo mismo que el término yoga significa ahora en nuestro mundo occidental.
187
David Cayley: Hace poco sugerías que con el fin de la era de la instrumentalidad se abrió una
nueva posibilidad…
Iván Illich: Creo que sí, En este mundo no podría encontrar una situación mejor para vivir
con quienes amo, que son, precisamente, gente que percibe profundamente el hecho de que
han traspasado un umbral. Y pueden entender cuando digo gratuidad porque ya no están
imbuidos del espíritu de la instrumentalidad. Pienso que existe una manera de ser
comprendido hoy cuando hablas de gratuidad, y la gratuidad en su más bella inflorescencia es
alabanza, disfrute mutuo, y que lo que descubren algunas personas, como aquellas que
proponen una nueva ortodoxia, 63 es que el mensaje cristiano es que vivimos juntos,
celebrando el hecho de estar aquí y de ser quienes somos, y que la contrición y el perdón son
parte de eso que celebramos, doxológicamente.
David Cayley: Con alabanza…
Iván Illich: Así mero.
David Cayley: No tengo más preguntas.
Iván Illich: Gracias.
David Cayley: ¿Tú tienes más respuestas?
Iván Illich: Espero que nadie tome lo que he dicho como respuestas.
63
Esto se refiere al movimiento teológico contemporáneo conocido como “ortodoxia radical”. Illich y yo discutimos
uno de sus textos fundacionales, Catherine Pickstock, After Writing: On the Liturgical Consummation of Philosophy
(Oxford: Blackwell Publishers, 1997). Ver también Radical Orthodoxy: A New Theology , ed. John Milbank, Catherine
Pickstock, y Graham Ward, Routledge, 1999.
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2016
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