La Desmitificación de La Edad Media
La Desmitificación de La Edad Media
La Desmitificación de La Edad Media
"La invención de la Edad Media" es el título de un libro publicado hace unos años por
el conocido historiador francés Jacques Heers. En efecto, la Edad Media, no nos engañe-
mos, es un concepto elaborado por los seres humanos y utilizado para referirnos a un
determinado período del pasado de la humanidad. Ni que decir tiene que las gentes que
vivieron en lo que denominamos hoy en día Edad Media se quedarían enormemente sor-
prendidas al oír hablar de ese concepto, que para ellas, por supuesto, nada les decía.
Los primeros que comenzaron a hablar de Edad Media, o más concretamente de ex-
presiones como "media aetas" o "medium aevum", fueron los humanistas italianos de las
últimas décadas del siglo XV. En concreto el primero que aludió al término Edad Media
fue el obispo de Alesia, Gionanni Andrea dei Bussi, el cual, en una carta fechada en el año
1469, hablaba de "sed mediae tempestatis tum veteris, tum recentiores usque ad nostra
tempora". Con esa expresión se refería dicho prelado a una etapa situada entre dos mo-
mentos brillantes de la historia de la humanidad, los tiempos clásicos, por una parte, y la
fase que los humanistas italianos estaban protagonizando, por otra, en la cual se buscaba
el retorno al cultivo de las lenguas clásicas y, en general, de todos los valores propios de
aquellos lejanos tiempos. Esa etapa de la historia de la humanidad, o cuando menos de
Europa y de su entorno, que abarcaba más de un milenio, pues se extendía entre las últi-
mas fases del Imperio Romano y los años medios de la decimoquinta centuria, se caracte-
rizaba, según los citados humanistas, por el brutal retroceso experimentado, sobre todo
desde el punto de vista de las manifestaciones culturales. Los tiempos medios eran, por lo
tanto, una fase rotundamente negativa de la historia de la humanidad, pues en ellos habían
predominado, como notas distintivas, la ignorancia y la barbarie. Así pues, la génesis del
concepto de Edad Media iba acompañada de rasgos claramente nefastos.
Poco tiempo después, en las primeras décadas del siglo XVI, se sumó otro componente
negativo a la visión que se había forjado del Medievo. En esta ocasión la crítica a los
tiempos medievales procedía del ámbito religioso, y en concreto de los reformadores
protestantes, los cuales reivindicaban el retorno al cristianismo primitivo, echando por
tierra, al mismo tiempo, las instituciones que la Iglesia había mantenido en los pasados
siglos. Desde la perspectiva protestante los altos cargos de la Iglesia, entiéndase los pontí-
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fices, los cardenales, los prelados, los abades de los monasterios, los maestres de las Ór-
denes Militares, etc., habían actuado, a lo largo de la Edad Media, de una manera brutal y
despótica. En el fondo los grandes magnates de la Iglesia católica, al menos así lo pensa-
ban los protestantes, no se diferenciaban nada de los señores feudales laicos.
No obstante el momento más duro, por lo que a la concepción de los tiempos medieva-
les se refiere, fue, sin duda alguna, el siglo XVIII, llamado, como es sabido, de la Ilustra-
ción o "de las luces". Los intelectuales dieciochescos defendían, ante todo, la preminencia
de la razón, virtud que, según ellos, había estado plenamente ausente de la Europa del
Medievo, caracterizada por el predominio de la más brutal irracionalidad. Por lo demás
los ilustrados presentaban a la Edad Media como una época en la que unas minorías, los
llamados señores feudales, a los que con frecuencia se definían como "señores de horca y
cuchillo", habían oprimido de manera bestial a la mayoría de la población. De ahí la cono-
cida expresión "siervos de la gleba" que se aplicaba, en términos generales, a la mayor
parte del campesinado de los siglos medievales. ¿Cómo olvidar, por acudir a un ejemplo
significativo, el "ius prima nocte", es decir el derecho que poseían los grandes magnates
nobiliarios a dormir con las esposas de los labriegos que se hallaban bajo su dependencia
nada más y nada menos que la noche de su boda? Así pues, a la incultura de que hablaban
los humanistas y a la opresión de los dirigentes de la Iglesia, según el punto de vista ex-
puesto por los protestantes, se añadía el terrible avasallamiento en el que se encontraban
los sectores populares por la minoría de los poderosos que controlaban aquella sociedad.
En definitiva, la imagen que se tenía de la Edad Media en la Europa de la Ilustración era,
en términos generales, profundamente negativa. "La Ilustración fue ciega para los valores
específicamente medievales", escribió el profesor Santiago Montero Díaz en su libro "In-
troducción al estudio de la Edad Media", publicado en la ciudad de Murcia, en cuya Uni-
versidad fue catedrático, en el año 1948.
Un ejemplo muy significativo del punto de vista que los intelectuales del siglo XVIII
poseían acerca del Medievo nos lo proporciona Voltaire, sin duda uno de los más relevan-
tes pensadores de aquella época. Oigamos su opinión, recogida en su obra "Ensayo sobre
la poesía épica y el gusto de los pueblos": "Cuando el Imperio romano fue destruído por
los bárbaros se formaron muchas lenguas con los despojos del latín, como se elevaron
muchos reinos sobre las ruinas de Roma. Lo conquistadores llevaron por todo el Occiden-
te su ignorancia y su barbarie. Todas las artes perecieron: hasta ochocientos años después
no comenzaron a renacer. Lo que desgraciadamente nos resta de la arquitectura de la ar-
quitectura y de la escultura de aquellos tiempos, es un grotesco conjunto de groserías y de
baratijas. Lo poco que escribían era del mismo mal gusto. Los monjes conservaron la
lengua latina para corromperla...". Difícilmente podía sintetizarse de forma tan drástica la
lamentable imagen que se tenía en aquella época de lo que habían sido los tiempos medie-
vales: una época de barbarie, de ignorancia, de corrupción de la lengua latina, de existen-
cia de restos artísticos de todo punto deplorables, etc.
El panorama que tan sucintamente hemos presentado conoció un giro radical en la si-
guiente centuria, es decir en el siglo XIX. La irrupción del romanticismo, fenómeno cultu-
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Ahora bien, el giro copernicano que se produjo en el siglo XIX a propósito de la vi-
sión que se tenía del Medievo no sólo obedecía a los impulsos del romanticismo. También
tuvo su participación el fenómeno del nacionalismo, estrechamente ligado a la consolida-
ción de las naciones-estado, las cuales volvían la mirada al pasado medieval, época en la
que, indiscutiblemente, se habían puesto sus cimientos. En el Medievo habían nacido las
naciones-estado que se habían fortalecido en las primeras décadas del siglo XIX, casos,
por ejemplo, de Francia o de Inglaterra, pero también había que tener en cuenta a aquellas
naciones que en esas fechas se hallaban sometidas a poderosos imperios, situación en la
que se hallaban diversos pueblos eslavos, incorporados al imperio turco. Por otra parte
Alemania, que, como es bien sabido, no logró la unificación política hasta finales de la
decimonovena centuria, miraba con nostalgia, pero a la vez con orgullo, a la Edad Media,
período en el que su territorio había sido nada menos que el corazón del Sacro Imperio
Romano-Germánico, es decir la cabeza temporal de la Cristiandad.
¿Y qué decir de España? En el transcurso del Medievo la idea de España, como hori-
zonte de un pasado perdido, a raíz de la derrota del rey visigodo Rodrigo ante los musul-
manes en la batalla de Guadalete, pero a la vez esperanza de un futuro unificado, estaba
presente en sus diversos núcleos políticos, desde los orientales hasta los occidentales, o lo
que es lo mismo desde Cataluña hasta Galicia, pasando por Aragón, Navarra, Castilla y
León. Esa diversidad de entidades políticas autónomas entre sí explica que se utilizara con
frecuencia la expresión las "Españas medievales", manejada por diversos escritores de
aquellos tiempos, y magistralmente analizada por el profesor José Antonio Maravall en su
espléndido libro "El concepto de España en la Edad Media". Pero quizá el ejemplo más
representativo de la mirada nostálgica al pasado medieval nos la ofrece la Inglaterra del
siglo XIX, la cual, orgullosa de la posición hegemónica que ostentaba por aquellas fechas
a nivel mundial, entendía que las raíces de su superioridad se encontraban en el Medievo,
época en la que puso en marcha el "common law", pero a la vez el Parlamento y la "Carta
Magna", puntos de partida del liberalismo contemporáneo. El siglo XIX, en última instan-
cia, fue testigo del paulatino interés despertado por el "Volkgeist", o lo que es lo mismo el
espíritu peculiar de cada nación y de cada pueblo.
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La Edad Media había sido, al mismo tiempo, la etapa en la que la Iglesia católica había
alcanzado, sin duda alguna, su máximo esplendor. ¿No procedían de aquellos tiempos, por
ejemplo, el Derecho Canónico y la excepcional obra teológica de Santo Tomás de Aqui-
no? ¿Cómo olvidar, por otra parte, los tiempos de las cruzadas hacia Tierra Santa o ponti-
ficados tan significativos como el de Inocencio III? En contraste con un siglo XIX suma-
mente tormentoso para la Iglesia católica, que vio la pérdida de los estados vaticanos, el
Medievo, tiempo de la teocracia, ofrecía una imagen poco menos que beatífica, pues en
ella se había producido, sin fisuras de ningún tipo, la perfecta armonía entre el trono y el
altar. Pero incluso desde posiciones tan novedosas como los movimientos políticos de
signo radical se buscaba en los tiempos medievales elementos adecuados a sus expectati-
vas. Recordemos, a este respecto, la utilización de la expresión medieval "comuna", sím-
bolo de la rebelión popular contra el dominio de los señores feudales, para designar ni más
ni menos a los revolucionarios que triunfaron en París en el año 1870.
En conclusión, las vías abiertas en el transcurso del siglo XIX desde distintas perspec-
tivas confluyeron en mirar a los tiempos medievales como una época de sumo interés, por
cuanto en ellos se encontraban las más variadas raíces del mundo contemporáneo. Ese
cambio, con respecto a la imagen existente del Medievo un siglo atrás, lo registró magis-
tralmente el historiador alemán Luden, el cual, en su libro "Historia del pueblo alemán",
publicado en el año 1825, escribía lo siguiente: "Hace una generación, la Edad Media
parecía una noche oscura, ahora...el encanto de lo que descubrimos ha fortalecido el deseo
de seguir investigando".
Dos imágenes contrapuestas, por lo tanto, se habían gestado acerca de la Edad Media,
una totalmente negativa, la otra, en cambio, francamente positiva. Ahora bien, el conoci-
miento real de lo que había sido la historia de la humanidad en aquellos tiempos, denomi-
nados medievales, procedía de la labor que efectuaban los profesionales de esa materia, es
decir los historiadores. En el transcurso de los siglos XVI al XVIII, época en la que la
disciplina de la historia no había alcanzado todavía un rango académico reconocido, di-
versos eruditos, al margen de las opiniones imperantes en la sociedad de su tiempo sobre
el Medievo, se dedicaron a recoger fuentes de aquella época. Obras como los "Annales
eclesiastici", de César Baronius, las "Capitularia regum francorum", de Baluze, los "Re-
rum italicarum scriptores", de Muratori, o las "Foedera, litterae, conventiones et cuiscum-
que generis acta publica", de Rymer, constituyen algunos de los testimonios fundamenta-
les de esa interesante, y a la larga muy provechosa, labor. Si prestamos nuestra atención al
ámbito hispano nos encontraremos con obras tan significativas como los "Anales de la
Corona de Aragón", de Jerónimo Zurita, la "España Sagrada", del padre Flórez, las "Anti-
güedades de España", de Berganza o los Bularios de las Órdenes Militares. No es posible
olvidar, por otra parte, la aparición, en la segunda mitad del siglo XVII, de la disciplina de
la Diplomática, consecuencia de la dura pugna mantenida, a propósito de la interpretación
de determinados documentos del Medievo, entre los benedictinos de Saint-Maur y el gru-
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po jesuita de los bolandistas. La obra del benedictino francés Jean Mabillon, "De re di-
plomatica libri VI", aparecida en el año 1681, constituye el punto de partida de la ciencia
de la Diplomática. A partir de ese momento, ahí radica la gran novedad, se disponía de
unos criterios precisos y rigurosos para el estudio de las fuentes escritas que se habían
conservado de los tiempos medievales.
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límites increíbles lo propio de cada nación, al tiempo que se denigraba al vecino. ¿Cómo
olvidar, por ejemplo, las alusiones que se hacían en España a la "pérfida Albión" o a los
"gavachos", referencias, respectivamente, de Inglaterra y de Francia, países con los que
habíamos mantenido frecuentes pugnas?
No es nuestro propósito, ni mucho menos, ofrecer una síntesis de lo que fue la historia
de los tiempos medievales. Lo que nos corresponde explicar, en esta fase última del traba-
jo que presentamos en estas Jornadas dedicadas a la memoria del brillante profesor e in-
vestigador Miguel Rodríguez Llopís, que nos dejó cuando se hallaba en plena juventud, es
poner de manifiesto cómo, gracias a la labor efectuada por la historiografía en el transcur-
so de los siglos XIX y XX, poseemos hoy en día una visión suficientemente objetiva de lo
que fue realmente el Medievo. ¿Hubo barbarie en la Edad Media? Por supuesto, como en
cualquier etapa de la historia de la humanidad. ¿Hubo heroismo en aquellos tiempos?
Obviamente, al igual que en otras muchas fases del pasado histórico. Mas no se trata ni de
denigrar al Medievo ni de mitificarlo. Nuestro objetivo como medievalistas no es situar a
la Edad Media ni en el infierno ni en el cielo. Lo esencial es entender cómo se desarrolló
la vida de las sociedades humanas en aquellos largos siglos.
Lo señalado no es óbice para poner de manifiesto que, en nuestros días, continúan tan-
to la herencia de los que denigraron al Medievo como de quienes lo exaltaron hasta lími-
tes inimaginables. A nivel popular, no nos engañemos, sigue vigente la idea de situar a los
tiempos medievales, identificados con la opresión y la ignorancia, en el lado más oscuro
posible. Es muy significativo, a este respecto, lo que cuenta J.Heers, en su libro antes
citado de "La invención de la Edad Media", a propósito de un periodista francés, el cual se
hallaba, hace unos años, en el Líbano. Dicho corresponsal, que iba informando de las
matanzas acaecidas en aquel país, afirma en un momento dado "y nos hundimos todavía
más en la Edad Media". ¿No se escucha con frecuencia la frase "se diría que estamos en la
Edad Media", precisamente para referirse a situaciones más o menos escandalosas? En
otra parte de su libro Jacques Heers afirma que lo medieval "se ha convertido en una espe-
cie de injuria". Pero quizá su expresión más atinada, a la hora de recordar la mala imagen
que aún subsiste del Medievo, es aquella que indica "lo medieval da vergüenza, es detes-
table; y lo ´feudal´, su carta de visita para muchos, es todavía más indignante". Conviene
señalar, a este respecto, que en la Francia de la década de los cincuenta del siglo XX, otra
prueba más de la imagen terrible que se tenía en la opinión pública del feudalismo, se
contraponían "la democracia francesa y la feudalidad argelina", o se hablaba del "feuda-
lismo, enfermedad infantil del Vietnam".
Pero al mismo tiempo funciona una cierta imagen poco menos que sacral de los tiem-
pos medievales. ¿No se pusieron de moda hace unos años las "cenas medievales"? ¿No se
realizan, con harta frecuencia, "mercados medievales" en numerosas villas y ciudades de
nuestra geografía? ¿Cómo olvidar, por otra parte, el éxito rotundo que tuvo a nivel inter-
nacional, no hace mucho tiempo, un disco de los monjes del monasterio burgalés de Silos,
dedicado al canto gregoriano, es decir a una música típica de la Edad Media? ¿Y el espec-
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tacular triunfo que alcanzó la novela del escritor y gramático italiano Umberto Eco, "El
nombre de la rosa", que relata acontecimientos acaecidos en los tiempos medievales? ¿Y
el protagonismo de determinados personajes originarios de la Edad Media, que suelen
aparecer en los comics infantiles, como es el caso del famoso Asterix? Más aún, con fre-
cuencia elementos medievales aparecen ligados al mundo del futuro en programas de
televisión orientados a los sectores infantiles, en los que se mezclan viajes siderales con
castillos y caballeros armados al modo de los guerreros del Medievo.
La construcción en nuestros días de la Unión Europa vuelve sus ojos, no podía ser de
otra manera, a los tiempos de Carlomagno, primer emperador de la Cristiandad de este
continente. ¿No se ha presentado a Carlomagno nada menos que como el padre de Euro-
pa? El Medievo fue, asimismo, la etapa en la que se gestaron las naciones-estado del viejo
continente. Recordemos que en el concilio de Constanza, celebrado a comienzos del siglo
XV, asistieron representantes de cinco naciones europeas, Francia, Inglaterra, Alemania,
Italia y España. En la Edad Media, por otra parte, nacieron los Parlamentos, las Cortes, los
Estados Generales o las Dietas, términos alusivos a instituciones similares, las cuales,
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pese a los cambios revolucionarios que con el tiempo se produjeron, son, sin duda alguna,
la base de los sistemas democráticos de nuestros días. Pero quizá lo más significativo de
aquellos lejanos siglos fue la génesis del espíritu laico, surgido, como afirmara en su día el
profesor Lagarde, en los tiempos bajomedievales. Esa fue una conquista de gran valor,
pues permitía separar con claridad el ámbito específico de la vida en este mundo terrenal
de las expectativas sobre otro posible mundo, o lo que es lo mismo el plano temporal del
espiritual, que durante tanto tiempo habían estado estrechamente ligados. Ahí se encon-
traba, sin duda alguna, uno de los fundamentos de la superioridad europea, pronto plas-
mada en su proyección universal sobre los restantes continentes. ¿No era visible, por
ejemplo, el contraste radical con el mundo islámico, en el que parecía imposible la gesta-
ción de una sociedad civil y la existencia de un espíritu laico?
Si fijamos nuestra mirada en España no cabe duda de que llegaremos a idénticas con-
clusiones. ¿Sería posible comprender lo que supone el actual "estado de las autonomías" si
prescindiéramos de lo que fue la España medieval? Es más, las fronteras de varias de las
autonomías que hoy funcionan en España son casi idénticas a las del lejano Medievo. Tal
es el caso, por ejemplo, de los antiguos territorios de la corona de Aragón, es decir Aragón
propiamente dicho, Cataluña, Valencia y las islas Baleares. Y Navarra y Galicia, por acu-
dir a otros testimonios, ¿no fueron asimismo reinos en la época medieval? En el Medievo
se daban la mano en España la unidad, como horizonte de un pasado perdido, pero a la
vez de un hipotético futuro de unión a lograr algún día, y la diversidad, plasmada en la
existencia de un mosaico de núcleos políticos, cada uno de ellos independiente de los
demás. El cronista catalán de comienzos del siglo XIV, Ramón Muntaner, no dudó en
señalar que los diversos reinos de España eran "una carne y una sangre", lo que ponía de
relieve los evidentes lazos de aproximación que existían entre ellos. En otro orden de
cosas es necesario poner de manifiesto que los tiempos medievales fueron testigos de la
puesta en marcha de los concejos, es decir la institución de carácter local. Los concejos
son el punto de partida de los municipios de nuestros días.
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Una última reflexión queremos hacer antes de cerrar esta breve colaboración al home-
naje dedicado al profesor Rodríguez Llopis. Habida cuenta de que el conocimiento del
mundo en que vivimos requiere trazar una perspectiva hacia el pasado, y en ese pasado no
podemos olvidar los tiempos medievales, entiendo que es imprescindible que esa etapa del
ayer de la humanidad no esté ausente de la enseñanza dirigida al conjunto de los escolares.
En los últimos años, justo es reconocerlo, ha predominado de tal manera el contempora-
neismo en la enseñanza de la historia en los niveles secundarios que los muchachos ape-
nas conocen nada del Medievo. Desde nuestro punto de vista defendemos la idea de que,
aunque tenga más peso la historia reciente, no se olvide trazar una perspectiva que arran-
que de los inicios de la historia de la humanidad. Una parte de ese recorrido, que debe de
seguir las pautas propias de la cronología, ha de referirse, sin duda, al Medievo, período
en el que, ya lo hemos dicho, se hallan los orígenes del mundo en que nos hallamos, tanto
a nivel español como europeo. Que nadie piense que al defender esta opinión estoy ac-
tuando en plan corporativista, como un profesor que soy del área de conocimiento de
"historia medieval". Simplemente pretendo ser lo más fiel posible a la realidad histórica
de lo que esos siglos, tan denigrados, nos han aportado.
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