Los Irlandeses en Walsh
Los Irlandeses en Walsh
Los Irlandeses en Walsh
Walsh
Joaquín Correa
Ricardo Piglia solía contar que Jorge Álvarez le pasaba, mes a mes, una determinada
suma de dinero a Rodolfo Walsh para que escribiera su tan esperada novela,
presuponiendo en ese contrato implícito dos cosas: un salto cualitativo del género cuento
al género novela, el éxito de mercado que la futura novela de Walsh iría a obtener llenando
el espacio vacío correspondiente a la novela argentina en el boom (siendo Cortázar más
europeo que argentino). Walsh posponía los plazos de entrega del material, cumplía con
otras funciones en la editorial de Jorge Álvarez y dedicaba su tiempo casi por completo
al Semanario de la CGT de los argentinos. Las consecuencias de esa vida escindida y de
la deuda simbólica y monetaria con Álvarez pueden rastrearse en sus papeles personales,
reagrupados bajo el título del Diario. Por algunos indicios dispersos en anotaciones y
entrevistas, el escenario, el lenguaje y el universo de la trama estarían vinculados a la
llamada “serie de los irlandeses”, serie que comprendía los relatos “Irlandeses detrás de
un gato” (Los oficios terrestres, 1965), “Los oficios terrestres” (Un kilo de oro, 1967) y
“Un oscuro día de justicia” (1968). El eslabón perdido entre la novela abandonada y la
serie es “Juan se iba por el río”, el último cuento que escribió Rodolfo Walsh, llevado a
la ESMA junto con gran parte de su obra inédita y otros papeles personales como trofeo
de guerra.
El verdugo, el profeta
Pata Santa Walker ocupa un reducto especial dentro de los irlandeses, el de los lisiados,
y sin embargo se distingue de todos sus compañeros segregados del “círculo de la piedad”
por sus dotes proféticas. Sus palabras y sus movimientos, como los de un viejo monje,
son escasos pero precisos y contundentes. El desarrollo forzado de la meditación estática
le deparó las revelaciones que le valieron el protagonismo en dos de las situaciones claves
para la comunidad: el bautismo del Gato y el anuncio de la llegada de Malcolm.
Narraciones sobre el tiempo
El rasgo que más acerca a la trilogía de los irlandeses con el primer Joyce es la
configuración temporal de los relatos, y esto en dos sentidos: el relato del día donde la
historia se cristaliza en un acontecimiento, una iluminación (tal como sucede en varios
cuentos de Dublineses) y la ubicación espacio temporal en los territorios de la infancia
signados por una educación religiosa severa (nuevamente Dublineses, pero sobre todo el
primer capítulo de Retrato de un artista adolescente).
El Gato
“El chico que más tarde llamaron el Gato”: así comienza “Irlandeses detrás de un gato” y
con él la serie de los irlandeses. Pero también la nueva vida del Gato, la única que
conocemos. El Gato aparece, así, de la nada, sin esperarlo, sin nombre. El “recién venido”
parecía enfermo, sus movimientos eran raros e inhumanos. Su presencia resultaba
ofensiva. ¿De dónde vino? De lejos. ¿Cuál es su nombre? Nadie lo sabe. Es, como muchos
de los que están ahí, un huérfano forzado, un residuo familiar. Entrar en el internado será,
de alguna forma, aceptar ésta, su condición, y al ser parte de los días de su raza, asumir
una identidad común que, sin embargo, no llegará jamás a incluirlo por entero. En el
idioma de ellos, los otros, la madre y los internados irlandeses, le dicen que parece un
gato. De allí su sobrenombre inmediato, algo impuesto, algo que tapa su identidad, la
recubre, sella la herida del primer bautismo. Los apellidos de su padre y madre no ayudan
para ingresar en la comunidad de los pares irlandeses. Un segundo bautismo, entonces,
un renacimiento, otra historia: todo lo que implicaría una nueva vida -la habitación en esa
paridad- va configurando lo que estaba allí desde mucho antes: su condición de exiliado,
de chico sin apellidos ni nombres, de una extranjería radical que sobrepasa los límites
cognoscibles de lo despreciado (polacos y judíos), para encontrarse por fin
“completamente solo en un mundo exterior cuyas reglas ignoraba”. No puede responder
directamente la “pregunta muy vital” sobre el nombre aunque entienda que es
fundamental para ingresar a esa nueva comunidad. No puede justamente a causa de la
herencia que le legó su madre: ser una “hebra descartada” y un hijo de puta.
Después del nombre, el hecho. Debe pelear para completar su ingreso a la
comunidad. Las palabras y las guerras: un ciclo de bautismos para los iniciados, para
igualarse entre todos, ubicarse dentro de la comunidad y su jerarquía, aceptar una
genealogía del poder. Pero el Gato no quiere pelear, posterga el enfrentamiento, lo deja
para más tarde y con ello cuestiona todo el aparato establecido de la comunidad, sus reglas
y su organización. “Si lo dejamos bajar, lo perdemos. Se convierte en uno de nosotros”,
Pata Santa Walker dice lo que todos temían escuchar: sin haber peleado, huyendo y
escondiéndose en el colegio, el Gato formará parte de nuestra comunidad sin haber
entrado, sin habérsele concedido ni la invitación ni un bautismo que le dé esa identidad
común a todos, que elimine su individualidad en el grupo. Comprenden, entonces, que
ese extraño está yendo demasiado lejos, poniendo en tela de juicio los fundamentos
mismos de la comunidad. Rehúye la pelea y va haciéndose su espacio, sin que los demás
se lo otorguen, pasando por arriba a los jerarcas. Carece de nombre, evade la pelea: su
ajenidad no se aplaca al entrar en el internado, si no que mismo dentro de él y rodeado de
los que a primera vista son sus pares, crece. Y como una enfermedad, va contagiando
imperceptiblemente la existencia de la comunidad, en cuerpo y alma, en su organización
espiritual y política.
Así, la llegada del Gato implica la llegada de otra lógica, una lógica disruptiva y
evasiva, la posibilidad de otro tipo de organización y acción en la comunidad y sus
fronteras. Los líderes pierden su autoridad, pero su reemplazo carece, aun, de forma. Al
mismo tiempo, la llegada del Gato, el chico sin identidad, les está diciendo a los
internados, como si su cuerpo fuera la verdad revelada, lo que realmente es la comunidad:
un rejunte de des-hechos, pobres residuos de una historia del miedo, el dolor y el odio. Al
mismo tiempo, a partir de la llegada del Gato todo parece pertenecer al estatus de los
anales, y más aún, de lo épico. Las respuestas, los gestos, los pequeños hechos: todo cobra
dimensiones extraordinarias, como si estos acontecimientos unieran los cursos de los
tiempos de la historia. Las palabras del Gato son escasas y por ello han quedado grabadas
en la historia de la comunidad como los hitos de los grandes episodios. Imponen ya desde
su enunciación misma la posibilidad de otra lógica en el seno de la comunidad o, mejor
dicho, hacia su periferia. A partir de ahora, decir es actuar y cada palabra tendrá el peso
del poder que los años habían depositado en la comunidad. “Peleo con cualquiera” le dice
a Gielty la noche del Ejercicio y sabe que repite el engaño de su primera noche en el
internado. Su palabra es parte de la historia y al repetirla no sólo confunde el relato de la
historia sino que también se presenta en él como uno de sus protagonistas o, mejor dicho,
como su héroe: “el que mata el recuerdo, el que se inventa un pasado y una identidad”,
según definió Piglia. En su primer diálogo da forma a su re-nacimiento, un nuevo
bautismo: “Mi madre es una puta”. El Gato es el único que no es conocido ni por su
nombre ni por su apellido, reservándose estas denominaciones para sí, para el lugar de
donde vino. “Gato” tan sólo dentro de la comunidad: afuera, otro nombre. El Gato es el
sujeto de la identidad escurridiza, de la evasión de las marcas territoriales: un exiliado sin
siquiera nación.
Serie
La serie de los irlandeses podría funcionar como una pieza minimalista: la reunión de una
determinada cantidad de elementos que van apareciendo en los textos de modo
intermitente y en una gradualidad que le es propia a cada uno de ellos. Así, el tono de la
escritura y el modo en que se presentan esos componentes harán a la particularidad de
cada relato. En el inicio de “Los oficios terrestres”, por ejemplo, ya hay una mención “al
pueblo” si bien aquí no se desarrollará tanto su actuación como sí sucede en “Un oscuro
día de justicia”. En cambio, los límites del deseo y las zonas distantes del afecto materno
recordadas con el ruido de los trenes que ya habían aparecido con la llegada del Gato,
tendrán en “Los oficios terrestres” una nota predominante, entre melancólica y
desesperada, que será la herida de la narración.
Oficios terrestres
Los oficios divinos y los oficios terrestres son celebrados por el obispo Usher el día de
Corpus Christi, en presencia de las Damas de la Sociedad, figuras algo impersonales que
no llegan a poseer el halo de maternidad que los chicos parecen desear. Estamos,
nuevamente, frente a lo excepcional: se suspende todo tipo de castigo ejemplar a causa
de la estadía de las Damas y la comida se multiplica como en el milagro bíblico. En ese
clima, el obispo introduce la lección de los oficios terrestres:
Así es como debe ser, porque ninguno de nosotros nació en cuna de seda,
y cada hombre honrado debe aprender sus oficios terrestres, y cuanto antes
mejor, para ser independiente en la vida y ganarse el pan que lleva a la
boca.
Una “doctrina del desarrollo personal” que luego Gielty se encargará de llevar al extremo
con su lectura paranoica de Darwin y la Palabra de Dios, marcando aún más los cuerpos
del pequeño Collins y el Gato.
El banquete
El relato de “Los oficios terrestres” tiene una forma similar a la de El banquete de Platón,
adoptada luego por Saer en Glosa: a lo largo de una caminata se van hilvanando los
recuerdos inmediatos de la comida y otros más lejanos de la vida de los personajes. La
diferencia está en que aquí ambos asistieron al gran banquete excepcional, una verdadera
fiesta celebrada dentro de un marco religioso. Sin embargo, lo que acerca más a los relatos
es el fin del camino, esa especie de anagnórisis revelada como lo epifánico de la
experiencia.
El peso de la carga, lo que de vergüenza hay en ese acto de llevar toda la basura,
la putrefacción de sus compañeros, reactualiza la herida de los dos chicos, sobre todo la
de Dashwood. Y es ahí donde nos damos cuenta que el centro del relato es él y lo que
sucede en su andar hasta llegar a ser un fugitivo, el chico que por fin no le teme al Gato,
luego de haber atravesado su propio calvario y cruzar el cerco límite que separa al
internado de su liberación, de su madre. Porque se ha vaciado a sí mismo, porque ha
entendido que el deseo es una pregunta incontestable y que las fronteras del internado
tarde o temprano debía traspasarlas, por todo eso puede mirar al Gato sin miedo. Y
justamente por esa mirada, el Gato realiza su único gesto de bondad, porque encuentra en
el pequeño otro exiliado o tal vez un destello de su raza. Para él también, entonces, el
camino fue un calvario, por más que después vuelva a adoptar los gestos que el Edificio
espera de su Gato.
Justicia
El título “Un oscuro día de justicia” es de ardua comprensión debido, creo yo, a la cercanía
de la oscuridad con la palabra “justicia”. La justicia es la virtud que otorga a cada uno
aquello que le corresponde o pertenece, basándose en la equidad, la razón y el derecho.
La justicia es buena, debería serlo. Podemos pensar, entonces, en dos alternativas: se hizo
justicia pero no en beneficio de la comunidad y de ahí la oscuridad del día o la justicia es
ajena a nosotros, los chicos irlandeses, y está sumamente corrompida por el poder que
nos agobia. En ambos casos, ese oscuro día de justicia es fundamental para la comunidad
en tanto se erige como el punto luminoso de una anagnórisis a partir de la cual se toma
total conciencia no sólo del estado opresivo en que se encuentran sino también, y
fundamentalmente, de la fuerza que en tanto colectivo son capaces de reunir. “Justicia”
hace referencia, además, a castigo y entonces podríamos seguir con nuestro razonamiento
y pensar que no se está negando el estatuto de la justicia, todo lo contrario: se está
aceptando el castigo y realizando al mismo tiempo una dura autocrítica, fundamental para
pasar de la idealización a la acción.
La oscuridad del día se diferencia, al mismo tiempo, del “sol de justicia”, una de
las tantas designaciones de Cristo. Malcolm es un anuncio de los días por venir, es el
héroe de la redención, de la salvación, el héroe del castigo y el conocimiento, de la
revolución. Estamos hablando de héroes, dice Walsh, del Che Guevara y las esperanzas
depositadas en él: la justicia de aquel día, entonces, saca de la pereza del idealismo al
pueblo de pequeños irlandeses.
La Liga Shamrock era una niebla confusa donde todos podían ser sus miembros o sólo
algunos pocos y, en todo caso, la sospecha y los rumores confirmarían la pertenencia y la
jerarquía. Pero aparece la respuesta del tío Malcolm y la liga, si bien fugazmente, se hace
cuerpo: Brennan, el mensajero, la confirmación de la Liga. Una carta que, de hecho, es
un papel sin sobre. La Liga, entonces, utiliza los mismos mecanismos de vigilancia y
seguimiento del mensaje que los esgrimidos por los padres desde las tarimas para
controlar que el mundo escrito en las cartas de los pequeños irlandeses no sobrepase los
límites de la ficción del orden. Pareciera así que el mundo del internado, el mundo de la
comunidad, es tan cerrado que aún las organizaciones subversivas filtran los elementos
que vienen de afuera, los elementos extraños. Nace de allí la duda de que el mensaje tan
escueto y violento del tío Malcolm (“El domingo iré, trompearé al celador Gielty hasta la
muerte”), sin ninguna alusión hacia su sobrino, haya sido el original. La construcción del
héroe y los preparativos de la batalla se desencadenan inmediatamente después de esta
respuesta, lo que traduce todo a una disputa de poder donde lo que está en juego son los
medios de dominación y sus alcances y no la salud de un pobre chiquito.
Las palabras del tío Malcolm se difunden rápidamente por uno de los canales
clandestinos más efectivos, el boca a boca, y por las noches se hace plegaria en los
dormitorios. “La gente”, “el pueblo”, “la muchedumbre” hacen suyas esas palabras que
ahora les pertenecen por entero, y desplazan al salvador de los otros, los padres, la
autoridad, los violentos, por el suyo, el que llegará el domingo a la tarde desde el camino,
el que los hizo dueños de la posibilidad de una fe propia distinta de aquella “santa y
asesina”, el que consolidó al “espíritu del pueblo”, el que al fin “era verdadero y caminaba
hacia ellos”.
Efecto brechtiano
El narrador toma partido por primera vez en su relato. Sigue los movimientos elegantes
de Malcolm empleando un lenguaje técnico, apropiado a tal figura. Forma parte del
“corazón del pueblo”. Con él, nosotros también creíamos en la victoria de Malcolm,
vivimos su ascenso y queríamos, además, que la ruina de Gielty fuera una fiesta. El júbilo,
como buen domingo cristiano y heroico, les pertenecía a todos: “el amigo abrazando al
enemigo, la autoridad festejando al hombre común, el individuo fundiéndose en
sentimiento general”. Pero con el sorpresivo giro brecthiano del final caímos en la cuenta
de nuestra inocencia y nuestra falta de conciencia, y la urgencia que revestía hacerse cargo
de la responsabilidad sobre nuestra situación se agravó. Si “Un oscuro día de justicia”
hubiese sido llevada al teatro, todo aquello que desdeñaba Walsh como escritura burguesa
hubiera desparecido con este quiebre del final.