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210 Cultura y representaciones sociales

Los principes nubios y el mito perdido en la


historia de la prostitución
Juana Gamero de Coca

El presente trabajo hace un análisis histórico sobre la prostitución


en el intento de responder a la básica pregunta de cuál es la razón de
la permanente existencia de esta profesión a lo largo de la historia.
Si es verdad que el debate sobre el qué hacer con la prostitución
—prohibición o legalización— ha sido una preocupación constan-
te en nuestras sociedades, pocas veces indagamos en el fondo de
nuestras estructuras sociales para intentar entender (alejándonos de
lo obvio) ¿por qué existe la prostitución? y entonces, quizás, poder
erradicarla. Palabras clave: prostitución, mito, historia, civilización, narrati-
va, mujeres.

Abstract: In this text a historical analysis on prostitution is presented with the aim of
answering the basic question: what it is the reason of the permanent existence of this
profession through history? If it is true that the debate on what to do with prostitution:
prohibition or legalization, has been a constant worry in our societies, we rarely investi-
gate in the deep part of our social structures in order to try to understand (apart from the
obvious thing) why does prostitution exist? and once we answer that, probably proceed
to its eradication. Key words: prostitution, myth, history, civilization, narrative, women.

* Assistant Professor, Department of Spanish and Portuguese, Middlebury College,


Middlebury, VT, USA, [email protected]. Obtuvo su doctorado en literatu-
ra española contemporánea de la Universidad de Wisconsin-Madison, y en la actua-
lidad es profesora de cultura y literatura española en Middlebury College (EEUU).
Ha publicado diferentes artículos sobre la literatura y la cultura española contem-
poránea en varias revistas especializadas y es autora de los libros Nación y género en la
invención de Extremadura: Soñando fronteras de cielo y barro (Mirabel, 2005) y de La mirada
monstruosa de la memoria (Libertarias, 2009).
Se autoriza la copia, distribución y comunicación pública de la obra, reconociendo la autoría, sin fines comerciales y sin autorización
para alterar, transformar o generar una obra derivada. Bajo licencia creative commons 2.5 México
http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/2.5/mx/
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Cultura y prostitución

E l primer texto de la literatura universal en donde nos encontra-


mos con una prostituta es el Poema de Gilgamesh escrito aproxi-
madamente hace cuatro mil años; uno de los últimos textos de la
literatura en donde la prostitución representa un papel protagónico
es Los príncipes nubios escrito por Juan Bonilla a principios del siglo
veintiuno. Esta novela, ganadora del premio Seix Barral de Bibliote-
ca Breve en el año 2003, cuenta la singular historia de Moisés Frois-
sard, un hombre joven cuya profesión es un tipo especial de cacería.
Él es enviado por “El club Olimpo”, empresa con sede en varios
países del primer mundo, a las zonas geográficas más pobres y tam-
bién a los países en donde crisis, guerras o desastres naturales han
vuelto momentáneamente vulnerables a sus pobladores. Su trabajo,
como el de los otros cazadores del club, es seleccionar seres huma-
nos, elegir de entre los supervivientes de la pobreza o de la migra-
ción o de la tragedia, aquellas mujeres, aquellos hombres, aquellos
niños singularizados por su belleza, con el fin de llevárselos consi-
go a alguna sede del club, asentada en ciudades del primer mundo
—Nueva York, París, Barcelona, etc.— donde se harán cargo de
someter a los bellos ejemplares humanos a un oscuro proceso de
reeducación —cuyos procedimientos no aparecen en la novela—
para convertirlos en “máquinas sexuales”: prostituirlos. La novela
estaría poniendo en escena entonces una de las últimas “profesio-
nes” derivada de la mal llamada “profesión más vieja del mundo”: el
cazador. Pensémoslo así.
Cuando en 1566, el Papa Pío V prohibió ejercer la prostitución
en Roma, el resultado fue más dramático de lo previsto pues a las
cinco o seis mil prostitutas de la ciudad, se sumaron en el destierro
unas veinte mil personas más cuya supervivencia laboral dependía
directamente de ellas (Ringdal: 178-9). Durante aquella época, Moi-
sés Froissard —personaje protagónico y narrador de esta novela—
habría sido uno de tales seres rémora arrastrados al destierro por la
estela de la prostitución.
Quizá en este punto se halle una de las singularidades de la novela:
su manera de invertir los esquemas lógicos y morales convencional-
mente ligados a las meditaciones sobre la prostitución. El cazador,

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que depende de sus “presas” para ganarse la vida, ha sido adoctrina-


do, seducido, convencido, auto engañado con la creencia de que su
rol es el inverso. “Me dedicaba a salvar vidas” (11), confiesa justo al
empezar la novela y, una página más adelante, desarrolla:

Bueno, no salvaba vidas como los bomberos o los socorristas:


en realidad ellos no salvaban sino cuerpos. Pero no he visto a nin-
gún bombero que después de librar de las llamas a un ciudadano le
proponga una vida nueva, mejor, una salvación que vaya más allá de
la escalera de incendios. (12)

El cazador, que es Moisés, rescata a sus presas y la manera de


ofrecerles la supervivencia es prostituyéndolas.
Haber dado comienzo el presente ensayo con una referencia a
la epopeya de Gilgamesh no fue gratuito. Como mencioné, fueron
en tales antiquísimas páginas donde por primera vez una prostituta
hace su aparición en la literatura universal y allí es la prostituta quien
cumple un papel semejante al que se arroga Moisés Froissard cuatro
mil años después. Un papel igual de equívoco.
Gilgamesh, un ser casi divino —“dos tercios de él son Dios, un
tercio de él es humano” (tablilla 2)— vive en la ciudad de Uruk; es
un ser de desenfrenada arrogancia que somete a todos los hombres
y hace suyas a todas las mujeres —“No deja doncella a su madre,
(ni) hija del guerrero, (ni) esposa del noble (tablilla 2)—. “Los hom-
bres sojuzgados y desesperados, saben que esta criatura en verdad
no tiene par” (tablilla 2), así que le ruegan a su dios Anu: “Tú lo
creaste; crea ahora su doble” (tablilla 2). Pero ellos no piden un
acompañante, como sucede en tantos mitos primigenios, sino un
contendiente. “Con su corazón tempestuoso haz que compita” —le
ruegan— “Luchen entre sí para que Uruk conozca la paz” (tablilla
2). Entonces “cuando Anu oyó esto, un doble… en su interior con-
cibió” (Tablilla 2).
Enigmáticamente Enkidu, el nuevo ser creado por dioses, es dis-
tinto y vive no entre los hombres sino entre las bestias salvajes; pasta
con las gacelas, y no permite que nadie cace en las colinas donde
mora. Cuando uno de los cazadores, cuyas trampas ha destrozado
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Enkidu, se queja amargamente, Gilgamesh, que nada sabe de este


doble suyo, le dice: “Ve, cazador mío; lleva contigo una ramera”
(Tablilla 3). El cazador obedece a Gilgamesh y lleva con él a una
moza llamada Harimtu al lugar donde beben las bestias de la colina.
En cuanto Enkidu llega y contempla a la prostituta, es incapaz de
librarse de su atracción.
“Seis días y siete noches Enkidu se presenta, cohabitando con la
moza” (tablilla 4), mientra ella en esos mismos días y noches apro-
vecha para enseñarle a beber las bebidas de los hombres y no de las
bestias, a comer la comida de los hombres y no de las bestias, le unge
con óleo el cuerpo desnudo y luego lo viste. A los siete días, cuando
Enkidu quiere regresar a la colina, las bestias lo desconocen. Enkidu
ya no puede ser quien fue. Entonces la prostituta “tomándole de la
mano lo lleva, como una madre, a la junta de los pastores” (Tabli-
lla 3) y allí Enkidu “empuñó su arma para espantar a los leones, a
fin de que los pastores pudieran descansar de noche. Apresó lobos,
capturó leones” (tablilla 4), luego Enkidu se dirigió hacia la ciudad,
seguido por la prostituta Harimtu. Se había convertido en humano.
La prostituta en la epopeya de Gilgamesh es significativa enton-
ces porque ha sido el camino hacia lo civilizado y hacia la civiliza-
ción. La criatura casi animal que fue este ser enviado por los dioses
ha aprendido, gracias a ella, a beber el vino y a partir el pan, a limpiar
su cuerpo y a cuidarlo. Ha sido rescatado del mundo salvaje y del
salvajismo por una mujer que representa la prostitución y que, desde
la perspectiva de la epopeya, tendría como su equívoco propósito el
de salvar.
¿La cualidad distintiva de la prostitución: salvar? ¿Es posible que
esa sea su real causa, su designio último, la característica distintiva de
su existencia, y que, con excepción de esta primera obra literaria de
cuatro mil años de antigüedad, nos hayamos olvidado de reconocer-
lo después los seres humanos, borrado de nuestra conciencia, me-
moria y tradición, acaso hasta el reciente año 2003 cuando la novela
de Juan Bonilla ha vuelto, sin proponérselo, con esa multiplicidad de
inversiones que es Los príncipes nubios, a poner el dedo en la llaga, esto
último literalmente dicho; es decir, nos hubiese señalado el camino

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del dolor que hemos olvidado si no a repasar, por lo menos repensar


cuando meditamos la prostitución?
De ser cierto, con ella, con la prostitución, habrían sido activadas
desde un tiempo inmemorial todas las derivaciones de la palabra
misma: salvadora, salvación, salvamento. Salvadas y salvados gracias
a las prostitutas.
En la epopeya de Gilgamesh, poco después de la llegada de En-
kidu a la ciudad, el dios Anu hace descender a la tierra, a petición
de su hija —la diosa Ishtar— el toro del cielo para que castigue a
Gilgamesh y a su reino porque Gilgamesh ha rechazado a Ishtar
como esposa:

Padre mío, hazme el toro del cielo [para que castigue a Gilga-
mesh], si tú [no me haces] [el toro del cielo], quebraré [las puertas
del mundo inferior], yo [levantaré los muertos roídos]… ¡Para que
los muertos superen a los vivos! (Tabilla 3).

Y el toro baja...

... y con su primer resoplido se derrumbaron los palacios, los


hogares y las tiendas. Con su segundo resoplido, cientos de perso-
nas fueron muertas (tablilla 4).

Siglos después un nuevo toro sagrado reaparecerá en otro mito.


Esta vez en la cultura griega y nuevamente será un soberano el culpa-
ble de la desgracia. Minos, rey de Creta, intenta engañar a Poseidón
sacrificando no al soberbio toro que ha emergido del mar para ese
propósito sino a otro animal. El castigo de Poseidón fue provocar
en la esposa de Minos, Pasifae, un deseo irrefrenable de ser poseída
por el toro sagrado. Del acto sexual resultante, nacerá un nuevo ser
híbrido como Enkidu, la fabulosa criatura mitad hombre y mitad
toro llamada Minotauro. Según el mito, ese ser híbrido habría sido
encerrado en un laberinto por orden de Minos para esconder el ver-
gonzoso acto y el vergonzoso fruto de la unión entre un animal y un
ser humano, y luego Minos exigiría el sacrificio de su vecina ciudad,
Atenas, para que enviara cada año a siete doncellas y a siete donceles

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que servirían de alimento al minotauro, bajo la amenaza de invadir y


destruir Atenas si no lo hiciesen así.
Enkidu y el minotauro, dos varones, dos machos, parcialmen-
te humanos pero también parcialmente bestias, son esta Hybris que
alude a dos modos paradójicos y complementarios de experimentar
la existencia, indisolublemente vinculados a la esencia del carácter
humano. Ese doble impulso limitador y transgresor. Confundir los
ámbitos de la animalidad y la divinidad.
Baste por el momento haber rozado los sustratos primigenia y ar-
caicamente fundacionales que tienen este par de figuras míticas que
se retomarán más adelante, para volver ahora a la prostitución como
una actividad humana vinculada al verbo “salvar” y ahora, gracias a
la figura mito poética del Minotauro, al sustantivo “sacrificio” pues
la entrega anual de siete donceles y siete doncellas representa un rito
sacrificial que conjura la amenaza.
Cuando la prostitución, como fenómeno social, ha sido llevada a
discusión incluso hoy en día, el ser genérico y anónimo que comple-
menta este tipo de relación humana junto con la prostituta —aquél
que acuerda, pacta, paga y accede al cuerpo prostituido— inexora-
blemente cae fuera de las palabras, de las ideas, de las problemáticas,
de las estrategias, de las propuestas, y es así sustraído del debate
(excepto para apuntarlo). Escandalosamente una de las cabezas de
la bicéfala prostitución queda de este modo naturalmente vedada
y velada, y sin embargo nadie se escandaliza. A las percepciones, a
las mentalidades, al lenguaje, a la reflexión, sólo es llevada entonces
la mitad del fenómeno social y nadie se sorprende después cuando
todo proceso ideativo y toda colectiva resolución queda parcializa-
da, resulta insuficiente, y se despedaza antes de comenzar siquiera a
ser puesta en palabras o a ser conducida a la materialización de los
actos.
En Los príncipes nubios tal sustracción queda expuesta con claridad.
Durante los centenares de páginas de la novela no aparece nunca
uno sólo de los clientes del club Olimpo. Nadie. Y sin embargo, em-
pujado por la curiosidad, el cazador que es Moisés Froissard intenta
repetidas veces acercarse a la identidad de quienes fundamentalmen-

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te sostienen al club, aquéllos en quienes esta equívoca empresa tras-


nacional tiene su origen:

Aunque no conocía a ninguno de ellos, me fascinaban. Solía pre-


guntarme mirando a alguien en los ratos de sobria contemplación,
sentado en un parque o esperando que me sirvieran el primer plato
en una casa de comidas, ¿podría ser un cliente del club? (113)

En el protagonista de la novela se concentra una curiosidad quizá


ni siquiera compartida por el lector. Él nos relata y con ello nos con-
tagia sus obsesiones, y por eso escuchamos a través suyo lo que otra
cazadora del club Olimpo, Luzmila, le dice durante la cacería colec-
tiva que llevan a cabo y que recorre la novela entera: la persecución
de un príncipe nubio caído en desgracia y cuya prueba de existencia
es apenas una vaga fotografía:

¿No te das cuenta que todos esos financiadores del club están
hermanados por un vicio que necesitan mantener oculto?… For-
man parte de una secta pero no lo saben (132).

Finalmente Froissard, y con él nosotros, llegaremos a acceder


subrepticiamente a los archivos del club sólo para que esta secuen-
cia dramática del libro se clausure con algo parecido a la decepción.
Simples hombres, sencillamente ordinarios hombres, seres sin mis-
terio alguno. Sufre él al hojear la cartera de clientes y sufre la novela
al describirlo y sufrimos al leerlo sus lectoras y lectores una especie
de anticlímax:

Tal información se limitaba a un interminable listado de nom-


bres, edades… y profesiones. No había en aquellas carpetas nada
que pudiera hacerme deducir qué tipo de servicios contrataban y
con qué frecuencia lo hacían… La edad media de los clientes era
de cuarenta y siete años,… había veintidós hombres por cada mu-
jer… La profesión que más abundaba era la de empresarios. Apare-
cían nueve médicos, tres profesores universitarios, dos escritores y,
por fin, un sacerdote… Me sorprendí de no reconocer a ninguno.
(246)

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El anticlímax de la novela, la decepción de Moisés, nuestro abu-


rrimiento incluso, revela esta propensión al silencio, esta consensua-
da indiferencia dirigida hacia quien hace posible la existencia de la
prostitución. Nada hay que descubrir allí; nada es pensable ni deci-
ble por tal ruta de indagación. Hablando narrativamente, la curiosi-
dad hacia allí orientada ni siquiera es capaz de ofrecer una anécdota
digna de relato. Nada por pensar, nada por decir, nada por narrar.
La lógica diría que para sabotear tal mutismo, provocar el extra-
ñamiento, detener la atención y el discurso donde no se atiende ni
se piensa ni se discurre, habría que abrir primero el pensamiento,
producir después la palabra y finalmente relatarnos una historia que
nos conduzca a una comprensión distinta.
Eso dictaría la lógica. Sin embargo, no es ese el camino que se
transita en el presente ensayo. Por causas que espero ir aclarando en
el transcurso de este viaje ideativo es necesario recorrer el camino
inverso. Relegar por el momento pensamiento y palabra por em-
pezar a contarnos otra historia. Como si de pronto en Los príncipes
nubios tales carpetas de clientes examinadas vertiginosamente por
Froissard, fueran mostrando un mismo retrato fotográfico bajo los
nombres y las edades y las profesiones distintas de los múltiples
clientes: el Minotauro. Que la novela interrumpiera la búsqueda del
príncipe nubio —que es el verdadero hilo conductor de la trama—
por esta secuencia dramática infinitamente superior en todos los
aspectos. Una especie de “teseización” del protagonista y narrador
de la novela es lo que habríamos leído en este hipotético caso. Una
experiencia epifánica y de transmutación que lo empujara no al ase-
sinato como el Teseo del mito original, sino que lo llevara a él, a
Moisés Froissard, y con él a nosotros, a lanzarnos tras los mino-
tauros al interior de centenares de laberintos en una cacería que no
tuviera como propósito el asesinato sino la indagación, introducir-
nos juntos en los laberintos para desbaratar la conjura de silencio,
nuestra larga conjura de silencio.
Nada así ocurre, por supuesto, en Los príncipes nubios. La novela
está poblada por los avatares de la cacería del nubio y, por consi-
guiente, son protagónicos no los clientes sino los seres a ser prosti-

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tuidos. El tal príncipe a quien se persigue durante la mayor parte de


las páginas es el paradigma. Una hipótesis tras la que dos cazadores
se disputan su propio futuro yendo a lo largo y ancho de la ciudad,
mostrándoles la vaga fotografía, donde aparece otro como ellos, a
los inmigrantes ilegales que se encogen de hombros, les devuelven
una mirada indiferente, les responden con un balbuceo intraducible,
obligándoles a seguir así la ciega y tortuosa pesquisa que es el sustra-
to anecdótico de la novela.
Hay príncipes nubios sueltos por el mundo que necesitan ser salvados, diría
Froissard. Para que se sacrifiquen y nos salven, agregaría yo con el fin de
hacer de esta novela un eslabón narrativo en el nuevo paradigma
de inteligibilidad que propongo para recontarnos la historia de la
prostitución humana.

Fuera del laberinto


Una de las crisis en el discurso de los derechos humanos con res-
pecto a la prostitución es, lo podríamos denominar así, el asunto del
libre albedrío. En nuestro mundo no existen los cazadores sino los
traficantes de seres humanos, pero la mayoría de las personas que
se prostituyen no llegan allí contra su voluntad. ¿Cómo defender a
quien no quiere ser defendido? podría ser el argumento de los pala-
dines de los derechos humanos para dejar caer los brazos y mover
dubitativamente la cabeza. En nuestro mundo la ruta principal para
integrarse a la llamada “profesión más vieja del mundo” es la volun-
tad, la voluntad del sí, asentir, afirmar, introducirse por atrevimiento
propio en esta práctica económica de entregar y abrir el cuerpo por
dinero. No es mi intención discutir ahora el concepto de “libertad”.
Baste con proponer una reinterpretación de Los príncipes nubios don-
de los cazadores como Moisés y Luzmila no sean sino metáfora de
la real seducción que sufren las personas en el mundo para optar
por un camino así. Seducir, en un pocas palabras, es el proceso que
lleva a convertir un “No” en un “Sí”. La pobreza, la marginalidad,
el hambre, el estrechamiento de las alternativas económicas, la dis-
criminación, he aquí los verdaderos seductores de nuestro entorno.
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La mayoría de las personas prostituidas han llegado al “sí”, diría yo,


a través de las infinitas vertientes de la negación, de ser negados, de
estrellarse una y otra vez con el “no” que les clausura opciones y les
impide cubrir sus necesidades mínimas. ¿Cuáles fueron, por ejem-
plo, las alternativas que tuvieron los príncipes nubios y los otros
como ellos en la novela, frente a la “libertad” de prostituirse?
Depende —dice Moisés:

Los nigerianos controlan el negocio de la heroína, los sudane-


ses están metidos en las luchas clandestinas, otros se las arreglan
convirtiéndose al Islam y buscando apoyo de los hermanos ricos
de Marbella, hay quien precisa de la colaboración de alguna ONG.
(166)

Durante las páginas del libro, los personajes que no tienen la opor-
tunidad de ser presas del club, son repatriados, acaban dedicándose
a la venta callejera de productos ilegales o de droga, se convierten
en combatientes de peleas clandestinas cuyo desenlace está siempre
rayando la muerte, acaban prostituyéndose en las calles, tarde o tem-
prano son encontrados sin vida en las cunetas de la ciudad.
El discurso centrado en legalizar la prostitución ha discutido po-
bremente esta cuestión de las alternativas y las opciones, aquéllas
que tuvo o no tuvo cada persona antes de elegir, porque las consi-
dera poco pertinentes para su propósito de ofrecerles un entorno
legal a las prostitutas, sea como sea que hayan llegado allí, sea cual
sea su historia personal, la epopeya particular —como diría Moisés
Froissard— que las puso en tal trance, para hacerlas susceptibles de
leyes que las defiendan, de marcos legales donde sean conjuradas
las amenazas y los riesgos vinculados con este modo de ganarse la
vida, de existencia jurídica, dignidad laboral, recursos de protección
y auto protección.
Hay otros dos discursos vinculados a la prostitución, además del
legalizador, cuyos fundamentos han sido generados y desarrollados
en los últimos siglos, pero cuyas manifestaciones concretas han ve-
nido apareciendo a través de la historia: el discurso en pos de la
prohibición y el discurso en pos de la abolición. Es decir, antes de
Cultura y representaciones sociales
220 Cultura y representaciones sociales

convertirse en cuestiones a teorizar y a debatir, legalizar, prohibir


y abolir han sido actitudes, reacciones, los tres comportamientos
predominantes con los cuales las comunidades humanas se han ve-
nido enfrentando a la prostitución, a su prostitución, a las personas
que dentro de los límites de sus ciudades optaron por corromperse,
suele decirse; optaron, digo yo, por cargar con la responsabilidad del
sacrificio y el salvamento.
Legalizar, prohibir, abolir. Lo repito con el único fin de pregun-
tarme si antes de estos tres comportamientos, actitudes, reacciones,
hubo uno necesariamente anterior, primero: la aceptación, el con-
sensuado y masivo “sí” antes de cada personal “sí” al que hubie-
ron de ir llegando los individuos luego de sus epopeyas privadas; el
consentimiento de una comunidad entera por avenirse a uno de los
llamados “males necesarios” constitutivo de todo grupo humano
o, más provocativamente, el acuerdo implícito o explícito de una
comunidad entera por hacer de alguno de los suyos los depositarios
de ese “mal necesario”.
Acomodarse, ajustarse, avenirse a la prostitución. No otra cosa
han hecho las comunidades humanas a través de la historia, y por
ello las prácticas de la prohibición han sido la excepción a la regla,
los contados y siempre breves paréntesis ante la extensa y asintótica
práctica de la aceptación; un largo horizonte donde el género hu-
mano se ha desplazado paralelamente, cuidándose siempre de no
acercarse ni alejarse demasiado de “su mal”. Quizá el periodo en
que más lejos estuvo Europa de su prostitución fue en el siglo die-
ciséis. La sífilis, identificada por primera vez en Nápoles en 1495
y derramándose después vertiginosamente por toda Europa en los
años posteriores, es una coyuntura fundamental para comprender
los movimientos y los cambios socioculturales desarrollados a partir
de 1500 (Ringdal: 174).
La aparición de la sífilis dio comienzo a años atroces para la pros-
titución que únicamente fueron un eclipse en la “armónica convi-
vencia” de la humanidad con su prostitución. Una inmanente paz
donde las mujeres prostitutas, como sugiere San Agustín, serían
condenadas sin que la prostitución dejara de ser tolerada (Bullough:

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Cultura y prostitución

69-70). Las sacrificadas salvadoras podían ser individualmente cas-


tigadas sin que, por ello, colectivamente la prostitución fuese puesta
bajo amenaza.
Aceptar, legalizar, prohibir y abolir, ya se ha dicho, son las prác-
ticas y los discursos con los cuales los pueblos humanos han en-
frentado esta omnipresencia y, sin embargo, a diferencia de los tres
primeros, el último —abolir— que apenas aparece en los discursos
y en las prácticas, es coincidentemente el único cuyo propósito se
concentra en la completa desaparición de la prostitución de toda la
cultura humana.
¿Por qué?; ¿por qué esta línea discursiva y conductual posee un
protagonismo tan secundario en la historia? ¿Por qué ha sido tan
difícil y complejo llegar a los pensamientos y a los actos abolicio-
nistas?
Abolir es el único paradigma teórico práctico que exime de res-
ponsabilidad penal y moral a la prostituta. Propone visualizar las
condiciones que posibilitan la existencia de la prostitución para mo-
dificarlas y hacer entonces que la prostitución pierda sentido y des-
aparezca. Es decir, la lógica abolicionista no acepta ni se aviene ni se
acomoda; no pacta ni negocia ni convive. Busca llegar a las causas
primeras de este comportamiento humano para arrancarlo de raíz.
Por lo tanto, queda evidenciada la grave sustracción de una pre-
gunta fundamental dedicada a cualquier fenómeno humano o no
humano, y que a la hora de reflexionar sobre la prostitución ha bri-
llado por su poca presencia: el elemental ¿por qué? ¿Por qué existe?
¿Por qué su existencia está tan ligada a la existencia humana? ¿Por
qué la humanidad tan claramente la ha necesitado para subsistir?
En la novela de Juan Bonilla, cuando recién es encontrado y
cuando está a punto de ser seducido por el cazador del club para
aceptar prostituirse, dice el llamado “príncipe nubio”:

Yo no canto porque esté alegre/ sino porque no tengo nada que


comer/ Canto para que me des una moneda y pueda comer/ Tal
vez cuando coma cantaré porque esté alegre/ Entonces no necesi-
taré tus monedas para cantar (226).

Cultura y representaciones sociales


222 Cultura y representaciones sociales

No hay más que sustituir el verbo “cantar” por el verbo “fo-


llar”, “coger”, “fornicar” para hacer obvio que si no se ha dado una
respuesta ni una historia a la prostitución como fenómeno social,
siempre ha tenido una respuesta y una historia como fenómeno in-
dividual: para comer quien sufre el hambre, para tener quien sufre
la pobreza, para ganarse la vida quien la ha perdido. El príncipe
nubio, recién hallado en el último tercio de la novela, es hasta ese
momento el invicto contendiente en el negocio de la llamada “Pelea
total”, combate ilegal y clandestino donde seres humanos se enfren-
tan, como en las peleas de gallos o de perros, en una lucha casi de
vida o muerte. Invicto hasta entonces él, pero, como se dice en la
propia novela:

… seguramente todos quisieran dejarlo. Han visto morir a unos


cuantos, o si no morir, quedar peor que muertos, tirados luego a
cualquier barranco (214).

En el caso del nubio, la opción alternativa a la prostitución es


proseguir en la pelea total. Es decir, una disyuntiva de vida o muerte,
muerte probabilizándose cada vez más o vida prostituida.
Nuevamente llegamos entonces al asunto de la supervivencia y
de la salvación. Es decir, a la respuesta del “¿por qué?” y a la historia
del “¿por qué?”, que en el caso de la prostitución como fenóme-
no individual siempre podría ser resumido en el verbo reflexivo:
“salvarse”. Salvarse del infortunado día en que habría de perder el
combate, el príncipe nubio; del infortunado día en que no hubiera
nada que llevarse a la boca, una prostituta; del infortunado día en
que se encontrara sin una moneda en la mano, otra prostituta; del
infortunado día en que los suyos se encontraran en riesgo, muchas
prostitutas más.
Salvarse a sí mismas pero también salvar a los suyos, con lo que
el verbo reflexivo quiebra su egoísmo y se dedica y se destina a otros:
salvarte del hambre, de la miseria, de la humillación, pero también
salvarte de mí, de que seas como yo, de esta maldita heredad.

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223
Cultura y prostitución

La mecánica del sacrificio, de cualquier sacrificio, entre ellos el


del mítico Minotauro, es el de aplacar un posible mal que caería
sobre todos.
¿Salvarnos a todos? ¿Es posible siquiera imaginarlo? ¿Es facti-
ble, pertinente, verosímil producir algo así? E inmediatamente sur-
ge la interrogante que necesitamos enfrentar: ¿salvarnos de qué, de
quién?
Las antiguas prostitutas en Roma, no sólo pagaban impuestos
sino que también estaban registradas, identificadas. Es decir, reci-
bían la “marca,” debían utilizar una toga de hombre (Ringdal: 93).
Marcar a las prostitutas fue desde entonces una práctica más o me-
nos común en las culturas. Se marca no sólo imponiendo el uso de
algo a modo de señal —como la marca circular blanca que todas las
prostitutas de Dijon y Avignon debían llevar— sino también negan-
do ciertos usos, ¿a modo de castigo?: las prostitutas en Roma tenían
prohibido vestir de color morado, calzar sandalias, usar telas con
flores y recogerse el pelo (Ringdal: 93). A veces la marca no estaba
regularizada únicamente por un código para vestir —“Las prosti-
tutas deben cubrir su cabeza con una capucha mitad roja, mitad
negra”, regula una ordenanza del rey Hans de Dinamarca/Noruega
en 1496; en Viena debían llevar una bufanda amarilla; en Leipzig,
capuchas amarillas con forro azul; en Milán, capuchas negras; en
Zurich y Berna, capas rojas”— ni por un código de lo que debían
hacer —varias ciudades europeas exigían que las prostitutas no uti-
lizaran ningún tipo de sombrero o capucha; es decir, andar siempre
con la cabeza al descubierto era el mandato; en general tenían pro-
hibido llevar telas preciosas, cinturones de piel exótica, hebillas de
plata (Ringdal: 147)— sino también por un código sobre las huellas
que iban dejando en el mundo, por decirlo de alguna manera, y la
posible amenaza de contagio que iba tras de ellas como la cauda
de un cometa —en la Grecia antigua las prostitutas de la clase baja
no podían salir a la calle antes de la caída del sol para que los niños
y las “mujeres respetables” no tuvieran que encontrarse con ellas
(Ringdal: 60), y en 1411 en Avignon, cualquier pieza que fuese toca-
da por una prostituta en un mercado, se convertía en una pieza que

Cultura y representaciones sociales


224 Cultura y representaciones sociales

tenían la obligación de comprar, tal y como dictaban las ordenanzas


(Ringdal: 147)—.
¿Salvarnos de quién o de qué o de quiénes?, reitero la pregunta
sólo para preguntarme si tal recurso de marcaje no podría ser lleva-
do al Minotauro, a los minotauros, para reconocerlos, identificarlos,
y empezar a preguntarnos ante sus embestidas: ¿cuál es el peligro
que representan?
Si he reiterado la certeza de que carecemos de respuestas y de
historias al ¿por qué de la prostitución humana? ha sido porque pre-
cisamente el propósito de este ensayo es darnos el intento a una
respuesta o al menos una historia donde la segunda cabeza de esta
bífida práctica social sea devuelta al sitio protagónico que le co-
rresponde, a ese lugar recubierto de amnesia, silencio, alingüismo,
invisibilidad, “carta de naturaleza” y demás recursos con que se le
ha garantizado su flagrante sustracción de todos los discursos y de
todos los pensamientos y de todas las estrategias, no sólo de lega-
lización y de prohibición sino también de los escasos intentos de
abolirla del mundo.

Dentro del laberinto


Volvamos al concepto teóricamente rozado a principios de este en-
sayo: la Hybris.

Platón da noticia, en el Fedro, de la existencia de un tipo de deseo


que desordenadamente nos orilla hacia el placer y que llega a predo-
minar en nosotros: La Hybris. En Las leyes la coloca entre aquellos
estados que, embriagándonos, nos hacen perder el sentido, siendo
una de sus manifestaciones el deseo de engendrar descendientes
(cit. en Cifuentes: 40).

De acuerdo con Platón, entonces, (tomando una de sus múlti-


ples interpretaciones) el desbordamiento, el desenfreno, el agravio,
la desmesura que representa la Hybris, tendría una clara connotación
sexual. Un arrebatado deseo que ofuscaría el pensamiento, embria-

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225
Cultura y prostitución

garía los sentidos y empujaría a una excitada locura. Arrebato sexual


que, como todas las manifestaciones de la Hybris, habría de ser hu-
mana o divinamente castigada.
Ya dijimos que el castigo para Gilgamesh, cuya desenfrenada
arrogancia le lleva a tomar a todas las mujeres del reino, es la apari-
ción de un ser híbrido: Enkidu. Ya dijimos que el castigo para Minos
por su irreverencia no sólo fue el arrebato pasional de su esposa por
el sagrado toro que vino del mar, sino el consecuente nacimiento de
un ser también híbrido: el Minotauro. La Hybris, tomada aquí como
condenable manifestación de un estallido sexual, genera su propio
castigo: un ser mitad humano y mitad bestia.
Una posible interpretación del mito del minotauro y el laberinto
sería entonces que Teseo, al matar al Minotauro, hubiese puesto fin
a una época humana dominada por la Hybris, poblada por criaturas
híbridas, perdida en un intrincado laberinto. Muerto el Minotauro,
conjurada la Hybris y libres entonces los seres humanos de los infi-
nitos extravíos del laberinto, nuestra especie habría alcanzado una
nueva etapa sexual.
Pero lo que realmente ha sucedido es muy distinto. Si tal inter-
pretación del mito puede decirnos algo hoy parece resumirse en una
utopía. Poner fin al sacrificio lidiando con quien arrebatadamente lo
necesita, con quien embriagadamente enloquece de deseo.
Lo que dicha ruta utópica revela es que nuestra civilización no
ha transitado por allí y que por ello tal senda se mantiene virgen.
Por el contrario, si hemos abierto una brecha para desplazarnos ma-
sivamente ha sido una dirección opuesta, su contraparte, algo que
podríamos llamar: la antiutopía.
La genealógica multiplicación de la hibridez, de la Hybris, de la
raza de los minotauros es lo que realmente nos ha ocurrido y le ha
sucedido a nuestro mundo. Nadie ha muerto en el laberinto. Peor
aún, son el laberinto y el sacrificio cíclico los productos que mejor
han hecho nuestro pervertido y perverso mundo.
En la epopeya de Gilgamesh, Harimtu ya es una prostituta antes
de la aparición de Enkidu. Preexiste. Lo mismo sucede en los textos
védicos —textos que están entre los más antiguos de la humani-

Cultura y representaciones sociales


226 Cultura y representaciones sociales

dad— donde míticamente se describe la construcción del imperio


Hindú y donde, sin embargo, se muestra que los pobladores tenían
ya un preconocimiento de la prostitución con referencia a mujeres
de fácil acceso sexual.
El lenguaje también es evidencia. Si la palabra védica “sadha-
rani” significa mujer que ofrece sexo a cambio de pago (Ringdal:
70), durante las últimas centurias antes de nuestra era, el número de
palabras del sánscrito para referirse a una prostituta creció tanto en
cantidad como en precisión; una prostituta de élite a las que alude el
Kama Sutra era llamada “ganika”, una prostituta asociada a un tem-
plo era una “devadasi”, una prostituta de clase baja que provocaba a
los hombres con sus vestidos era una “ueyca”, una que corría detrás
de los hombres era una “pumscali” (tenían palabras para las prosti-
tutas sagradas, para las que atendían a los príncipes, para las criaturas
que olían a loto, para las que atendían a los soldados, para aquellas
que contorsionaban la cintura, para quienes desprendían un olor a
pescado, etc.) (Rangdal: 72). Sin embargo no hay ninguna referencia
del nacimiento de la primera palabra, la palabra original, el origen de
la necesidad de nombrar. Es decir, documentos y mitos dan idea de
una preexistencia, de una omnipresencia sin principio del llamado
“mal necesario”, de la llamada “profesión más vieja del mundo.”
En las cosmovisiones de cada cultura humana, justo después del
mito de la creación y justo antes de todos los mitos que encapsulan
la sabiduría humana derivada de sus infinitos avatares por el mundo,
hay un vacío, un profundo silencio, una borradura donde tendría
que existir una historia, la narrativa que nos contara el surgimiento
de la prostitución, el mito perdido.
Carole Pateman, en su libro Sexual Contract, plantea que el llama-
do “contrato social” eclipsa la existencia de otro contrato, el sexual,
que ha sido reprimido. Si el contrato social viene a explicar por qué
es legítimo el ejercicio del derecho, el contrato sexual definiría por
qué es legítimo el derecho sexual que los hombres ejercen sobre las
mujeres. Si la historia del contrato social es un relato de la creación
de la esfera pública donde rige la libertad civil, lo que se ha callado,
omitido, tornado irrelevante, es la historia de la subyugación y con

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227
Cultura y prostitución

ello se ha ignorado la mitad del contrato original y su consecuente


mecánica de sojuzgamiento.
En los textos clásicos, concluye Pateman, el contrato sexual ha
sido desplazado dentro del contrato matrimonial y se ha condenado
al olvido la historia perdida. Por eso redescubrirla nos ayudaría a
comprender los mecanismos a través de los cuales los hombres han
reclamado el derecho de acceder a los cuerpos de las mujeres y a re-
clamar el derecho a decidir sobre el uso del cuerpo de las mujeres.
Muchas de las cláusulas del contrato perdido se referirían espe-
cialmente a la prostitución y seguramente harían absurda nuestra
tendencia actual de hablarla ligada a los conceptos de lo individual y
de las libertades individuales. Esto es, cuando se habla de la prostitu-
ción, se suele ver como una transacción privada, el “contrato” entre
un cliente y una prostituta, un acuerdo entre un comprador y un
vendedor. Así suele ocultársele su carácter público, su hecho social,
la índole colectiva que tal contrato sexual habría hecho explícito.
La prostitución, dijo Carl Marx, es simplemente la expresión
específica de la prostitución universal de los trabajadores. Marx se
equivocó en todo excepto en dos palabras: “expresión” y “univer-
sal”. ¿De qué es expresión universal la prostitución? Para Pateman,
la prostitución es la admisión pública de que los hombre son los
amos sexuales. Por otro lado, Catherine McKinnon utiliza el con-
cepto de Marx de alienación laboral para hablar de la alienación de
la sexualidad femenina: “Sexualidad es al feminismo”, dice, “lo que
el trabajo al marxismo: aquello que más nos pertenece y que, al mis-
mo tiempo, más se nos roba” (McKinnon: 3). Para establecer que el
mayor grado de alienación es la prostitución, la metáfora central de
la sexualidad femenina, McKinnon dice que la mujer es:

… un ser que se identifica y que es identificado como uno cuya


sexualidad existe para algún otro… Lo que llamamos sexualidad
femenina es la capacidad de despertar el deseo de otro” y afirma
que, de todos los espacios de opresión y explotación de la mujer, el
principal, la base, es “consecuencia de la sexualidad (McKinnon,
1989: 118).

Cultura y representaciones sociales


228 Cultura y representaciones sociales

McKinnon va más allá cuando alega:

El marxismo enseña que la explotación y la degradación, de


alguna manera produce resistencia y revolución… Lo que yo he
aprendido de la experiencia de las mujeres con la sexualidad es que
la explotación y la degradación producen una complicidad agrade-
cida a cambio de la sobrevivencia (1987: 61).

Sobrevivencia. He aquí el momento en que se completa el amplio


círculo reflexivo de este ensayo y volvemos al asunto del verbo y del
sustantivo, “salvar” y “sacrificio”, que nombramos al principio.
¿Y si la complicidad agradecida, de la que se queja Catherine
McKinnon, fuera realmente denuncia de un verdadero asunto de
sobrevivencia? ¿Si tal historia callada, tal mito olvidado, eslabón per-
dido de nuestra narrativa entre géneros sexuales tuviese —en un
antiquísimo contrato mucho más viejo que el echado en falta por
Pateman— el origen de la salvación y del sacrificio que hoy llama-
mos “prostitución”?
Narrar historias es la manera en que los seres humanos hemos
intentado darnos sentido y darle sentido a nuestro mundo. Lo repito
para preguntarme si la narrativa podría tener también una función
contraria: echar por tierra un sentido que nos ha sujetado y ha su-
jetado a nuestro mundo humano dentro de una tragedia que ya ni
siquiera percibimos como tal. Dicho de otro modo, ¿si fuese factible
quebrar el silencio heredado por generaciones y generaciones hu-
manas con una historia verosímil, que no verdadera, para que nuestra
necesidad narrativa se resolviera en un fin casi terapéutico, casi cu-
rativo, que nos otorgara la capacidad de ir más allá de la condena
que evidenciaría tal historia, importaría que tal relato no pudiese
sustentarse, que careciese de pruebas de veracidad, que no hubiese
existido antes de enunciarlo?
Delirantemente reivindico la necesidad de una historia, aquella
extraviada, aquella omitida, aquella censurada, aquella convertida en
un sistema cerrado de silencio. Reivindico la necesidad de una narra-
ción cuya meta sea permitirnos ir más allá de la misma. Repudiarla al
momento de crearla. Ponerla en pie con la única finalidad de hacerla
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229
Cultura y prostitución

caer, una historia que nos permita escapar de los límites de su narra-
tiva. Reivindico, en suma, la necesidad de una causa y de un origen
para aprender a pensar su abolición.
No relataré yo la historia. Hay escrituras más apropiadas para ello.
Me limitaré a proponer algunos puntos que tal narración debería
contener. Como sucede hoy con la epopeya de Gilgamesh —poema
escrito en tablillas pero desbaratado por el transcurrir del tiempo
y cuya lectura, como si de un archipiélago se tratara, exige ver una
unidad donde no la hay, rellenar los huecos donde hubo palabras y
frases hoy erosionadas, traducir las palabras legibles pero también
las ilegibles e imaginar aquellas desaparecidas— esto que aquí dejo, a
su imagen y semejanza, son las piezas sueltas que proponen un mito
perdido no a ser reconstruido sino por construir.

El principio humano fue el caos sexual. Mujeres y hombres mo-


raban aparte. Las unas y los otros no convivían porque no sabían
hacerlo. Ellos las perseguían igual que en cacería, pasando por en-
cima de los llorosos críos que iban reventando bajo sus pies. Los
hombres cazaban mujeres para meterse en ellas porque las armas
que colgaban entre sus piernas los enloquecían y no había alivio
sino el que encontraban en el interior de una mujer. La raza humana
en sus dos sexos estuvo a punto de perecer porque no hay mayor
ni mejor depredador que un miembro de la misma especie. Morían
los críos en las espantadas fugas de las madres, morían los hombres
cuando los grupos de mujeres los encontraban dormidos o heridos
o sobre alguna de las suyas, morían las mujeres bajo el embate de
tantas adoloridas e incendiadas armas que pedían alivio en las aguas
de su interior.
En situaciones extremas todo es recurso de supervivencia. Co-
mitivas de mujeres y comitivas de hombres se reunieron en medio
de ninguna parte para pactar una tregua. Fue el contrato original en-
tre las humanas y los humanos. Los hombres prometieron refrenar-
se, no enloquecer, aprender a soportar el deseo y dieron, asimismo,
la ofrenda de la protección, de la providencia, de la permanencia y
del compromiso. A cambio, las mujeres prometieron mujeres, un
número de ellas mismas que no fuera mucho ni poco para que estu-
vieran siempre abiertas como flores, líquidas como ríos, dispuestas
como el suelo para sostener el peso de los hombres. Ofrecieron
un sacrificio con el fin de que las mujeres todas no regresaran a la
Cultura y representaciones sociales
230 Cultura y representaciones sociales

época del miedo y con el fin de que los hombres nunca jamás vol-
vieran a extraviar la razón. A estas mujeres se les dio el nombre de
prostitutas y para ellas y para ellos, al fin reunidos en género huma-
no, no hubo mayor representación de lo divino, mayor motivo de
reverencia, respeto y pleitesía, que estas mujeres en sacrificio eterno
cuya misión era salvar a los críos, salvar a sus congéneres de sexo y
salvar a sus congéneres de especie.

Freud, en El malestar de la cultura, marca el paso del mundo animal


y natural al de la sociedad humana como el significativo tránsito en
que la necesidad de satisfacción genital deja de aparecer como un
invitado que irrumpe de pronto.
Amo sexual, calificó Pateman a los hombres al referirse al con-
trato sexual. Y sin embargo bien sabemos que todo contrato exige
un intercambio, una negociación, un dar y un recibir. Si los hombres
recibieron un reino sexual, las mujeres hubieron a su vez de recibir
un reino. ¿Reino maternal? ¿Cabría en ese calificativo todo el logro
de las mujeres: dar la vida, criarla, ampararla; la perpetuación? ¿Ama
maternal?
No digo nada nuevo. Nancy Chodorow, en su libro The reproduc-
tion of mothering, argumenta que “ciertas asimetrías sexuales en la
organización social del género son producidas por la maternidad de
la mujer” (9-10).
La pregunta fundamental que plantea este mito aquí presentado
es ¿tuvieron las mujeres otra opción que no fuera el sacrificio masi-
vo de tantas de sus hijas? Las mujeres jugaron un rol fundamental
—a diferencia de lo dicho por tantos mitos del género humano—
en la organización del mundo. Sin su colaboración no hubiese sido
posible el surgimiento de la familia, el nacimiento del orden social,
la propia existencia de la prostitución. El contrato original permitió
que la mayoría de las mujeres pudiesen mantenerse incólumes y mul-
tiplicar ordenadamente la especie. El pacto, para la mayoría femeni-
na, representó la posibilidad de negarse, de resistirse, de ponerse a
salvo del asalto masculino, controlar el acceso a su cuerpo. Las tres
posiciones clásicas en el orden simbólico de la mujer habrían nacido
de tal contrato: madre, virgen, prostituta. La prostitución garantizó

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231
Cultura y prostitución

la maternidad benigna y un alargamiento de la virginidad; pero sobre


todo hizo del mundo humano, un mundo menos extremo para la
mayoría de las mujeres.
¿Tuvieron las mujeres otra opción?
La única historia contada hasta hoy en día que podría formar
parte de la genealogía de este mito que propongo es la comedia grie-
ga de Aristófanes: Lisístrata. En ella, la protagonista, cuyo nombre
da título a la obra, obliga a los hombres a detener una larga guerra
con un recurso original: convence a todas las mujeres de su ciudad
a no tener relaciones sexuales con sus hombres cuando retornen
en periodos de tregua. Lisístrata y las demás mujeres consiguen así
imponer la paz.
Yo no he hecho sino invertir la lógica de este fundamental con-
senso: las mujeres detienen la guerra ofrendando como sacrificio a
algunas de ellas.
De pronto la epopeya de Gilgamesh se torna absolutamente
pertinente. Harimtu podría ser una de aquellas mujeres primigenias
cuya misión es salvar. Es ella quien convierte a Enkidu en un ser
civilizado al enseñarle a vestirse, a comer alimentos cocidos, a beber
vino, a relacionarse humanamente con otros hombres como él. De
pronto se torna significativo también que Ishtar —la diosa que apa-
rece en el poema— sea la diosa más antigua de la que tenemos mitos
y escritura, y que haya sido considerada la diosa original de todos los
pueblos indoeuropeos: nacía virgen cada mañana sólo para conver-
tirse en prostituta cada noche; considerada la principal defensora
de la humanidad, de acuerdo con algunos mitos sumerios, se cree
incluso creadora de la humanidad misma (Ringdal: 10-15).
La prostituta, la prostitución, como origen del orden humano, de
la civilización humana. ¿Pudo existir otro principio para las amena-
zadas mujeres y la amenazada especie humana del mito que propon-
go? No lo sabemos. Como mencioné, en situaciones extremas se
justifica todo recurso de supervivencia. Lo que sí podemos ver hoy
es el costo del posible pacto.
Dicta el mito del minotauro, siete doncellas y siete donceles anua-
les para conjurar la amenaza. Un sacrificio de catorce con el fin de

Cultura y representaciones sociales


232 Cultura y representaciones sociales

salvar una ciudad de miles de personas. Así empezó todo: las menos
por las más. Pero si hacemos números se revela una inquietante pro-
gresión en el número de las menos.
Strab escribió que existían mil prostitutas durante la quinta cen-
turia antes de nuestra era tanto en Corinto como en Atenas. Es-
tas dos ciudades tenían aproximadamente una población de treinta
a treinta y cuatro mil habitantes, lo que significa que una de cada
diez mujeres adultas eran prostitutas (Ringdal: 56). En 1474 la fe-
deración de prostitutas parisinas —asociación oficial de las prosti-
tutas— informa que su número asciende a cuatro mil. Si conside-
ramos que durante esa época París tenía cien mil habitantes (y que
habría de añadirse a la estadística las prostitutas que no pertenecían
a la asociación), podríamos decir que una de cada cuatro mujeres
cuya edad rondaba los veinte años se prostituía durante el siglo XV
en París (Ringdal: 142). Ya mencionamos a las cinco mil prostitutas
que moraban en Roma en 1566 cuando el papa Pío V prohíbe la
prostitución y el consecuente éxodo de veinticinco mil personas que
directa o indirectamente vivían de tal “mal necesario”. En 1905 fue
estimado que el veintiuno por ciento de las mujeres de la ciudad de
México trabajaban como prostitutas (Ringdal: 314). Entre el setenta
y el ochenta por ciento de los anuncios clasificados de los periódicos
de España, hoy en día, son anuncios de comercio sexual; algunas
fuentes estiman que hay de quinientas a seiscientas mil prostitutas
en el país y, según A.N.E.L.A. (Asociación Nacional de Empresarios
de Locales de Alterne), diariamente se compran allí un millón de
servicios sexuales.
El costo de este contrato que no ha perdido vigencia ha sido
muy alto. Las prostitutas han sufrido a lo largo de la historia humana
desde la humillación hasta la muerte, desterradas siempre que se po-
nía en pausa la aceptación y la capitalizable legalización, y también
perseguidas y también mutiladas y también asesinadas en cada nueva
mujer que ocupaba el lugar despreciado de quien prostituyéndose
no cumplía sino con la obligación pactada en aquel contrato primi-
genio, no perdura sino una palabra para tratar de asir esta historia de
terror: sacrificio.

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233
Cultura y prostitución

La sobrevivencia de la especie humana, la existencia de la civili-


zación humana, a cambio de tamaño sacrificio; el mayor en nuestra
historia, el omnipresente, el eterno, hasta hoy en día. En Los príncipes
nubios se dice en algún momento:

… las leyendas que circulaban en las conversaciones de los ca-


zadores o en la sala donde trabajaban los administradores del club
permitían inferir que no eran descartables los suicidios… Se consi-
deraba, de alguna forma, un fin natural: la máquina (sexual) no da
más de sí y es capaz de tomar una decisión tan humana (247).

Lo que no dijo san Agustín cuando comparó a la prostitución


con las sentinas en el mar y las cloacas en la tierra, es que nadie
sabe agradecer a los escoriales. En sus Confesiones escupió al cielo al
decir que la prostitución será tolerada, en tanto las prostitutas serán
condenadas (mientras los hombres, que tienen prohibido acercarse
a ellas, serán perdonados si son incapaces de resistir y pecan).
Desgraciadamente estamos muy lejos de la utopia: Un minotauro
agonizante y una Ariadna y un Teseo emergiendo del laberinto para
empezar una nueva época humana. Si aceptamos que la literatura, la
escritura que produce una época sobre sí misma, siempre es sinto-
mática, entonces lo que la novela Los príncipes nubios de Juan Bonilla
pone en evidencia es alarmante. Consecuente con su paradigma de
inversiones, la historia cumple una inversión más, la mayor, aquella
desde la que, dentro de la perspectiva de este ensayo, viene a erigirse
como una abominable antiutopía. Los héroes del mito original del
minotauro —Teseo y Ariadna— se han transformado con el curso
de los siglos en los cazadores —Moisés y Luzmilla— y su misión,
por decirlo de algún modo, es llevar presas al laberinto. Mientras que
en la literatura de todos los tiempos la prostitución preexistía, care-
cía de principio, de origen, de causa, en esta novela la prostitución
no sólo no preexiste sino que novedosamente se construye.
El último vínculo con un aura trascendente, “sagrada”, “divina”,
por denominarle de algún modo y que implícitamente seguía conec-
tando a la prostitución con el silenciado pacto primigenio ha sido
roto en nuestra época. Eso es lo que pone en evidencia la novela y
Cultura y representaciones sociales
234 Cultura y representaciones sociales

nuestro fastuoso mundo prostituido. Una ruptura que nos ha llevado


a una especie de barbarie, a una especie de enfermiza depravación,
sí, pero que también nos ha puesto en una coyuntura sin preceden-
tes: si el contrato ha sido roto, ¿por qué mantener su vigencia?
San Jerónimo pone énfasis en el rol de quien la necesita, cuan-
do define a la prostituta —“mujer que sirve y satisface la urgencia
sexual de muchos” (cit. en Bullough: x-xi)—; Havelock Ellis, uno
de los pioneros en la investigación científica de la sexualidad, pa-
rece retomarlo: “persona que toma como profesión el gratificar la
sexualidad de varias personas” (cit. en Bullough x); San Agustín, al
confesar sus grandes pecados de juventud defiende la prostitución
como única defensa contra la inmoralidad general; el gran Concilio
de Venecia de 1358 define la postura de la Iglesia católica frente a la
prostitución al declararla “absolutamente necesaria para el mundo”
(Ringdal: 139); Freud escribió aquello de que el paso del mundo
animal a la sociedad humana sucedió cuando la necesidad de la satis-
facción genital dejó de irrumpir sin control alguno y Kant sentenció
que siempre hay un peligro de que la sexualidad humana lleve a los
seres humanos al nivel de las bestias (170).
Lo que todas estas citas ponen en evidencia es la defensa de la
prostitución para prevenir el caos sexual de las sociedades humanas;
lo que sugieren todas es la imposibilidad del control de la sexualidad
masculina si no es a través de esa válvula de escape que encarna la
mujer accesible, la mujer a quien se compra su imposibilidad de ne-
garse, de cerrarse.
El objetivo último de este ensayo es intentar pensar un mundo
sin sacrificios; recorrer rutas reflexivas poco transitadas; llevar el
pensamiento a las desoladas ideas abandonadas en medio de la mar
oceánica del saber: la abolición.
El discurso abolicionista, me permito redundar, exime de culpa a
la prostituta, responsabiliza al prostituidor y se concentra en quien
demanda, para visualizar las condiciones que posibilitan la prostitu-
ción. Desde el discurso abolicionista es obvio que “la relación” que
fundamenta esta institucionalización del acceso a la mujer prostituta
es históricamente una demanda mayoritariamente masculina y una

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235
Cultura y prostitución

oferta, proporcionada generalmente también, por una figura mas-


culina, pero lo que esta enrarecida corriente de pensamiento no se
ha atrevido a desenmascarar con profundidad es precisamente tal
llamada figura masculina.
Aprender a imaginar, a desear, a pensar el final de la prostitu-
ción implica ir al trasfondo de toda esta cuestión que no es sino el
silencio, un consensuado acallamiento, el mudo lugar en donde se
ha cumplido la sustracción y se ha impuesto el vaciamiento de pa-
labras, pensamientos y actos. Dar una narrativa y dar palabras, pero
también dar un rostro.
Desde la perspectiva ateniense del mito, el laberinto no era sino
la prisión de encierro del Minotauro adonde no se podía entrar sino
para morir o para matar. Para los cretenses, sin embargo, el laberin-
to tenía un significado distinto, era un espacio ritual que ejercía la
función de gruta iniciática. Introducirse allí representaba la única
manera de encarar el misterio de la hibridez donde los límites huma-
nos se disuelven. De la relación que se estableciera con el Minotauro
en el laberinto, “nacería un modo de vivir esa esencia del carácter
humano, un modo de habitar la Hybris” (Cifuentes: 47). Teseo no es
la opción, podría decirse de otro modo, ni lo es matar al Minotauro.
Si pensamos que la distancia más corta entre dos puntos es la línea
y la distancia más larga entre dos puntos es el laberinto, simbólica-
mente éste representa entonces el mayor recorrido posible dentro
de un espacio limitado y, por ello mismo, es el lugar propicio para la
experiencia más intrincada y profunda. El laberinto sexual masculi-
no, por ejemplo. Recorrer el camino más largo posible dentro de los
propios límites, esa sexualidad, sería el único modo de acceder al lu-
gar en que se halla oculto el misterio y alcanzar así el conocimiento.
Enfrentarse cara a cara con aquel híbrido ser que habita su laberinto
y que no es sino el varón mismo en su Hybris, en sus periódicas ex-
plosiones más allá de los límites humanos, sería el único modo, en
que cada varón podría establecer un pacto consigo mismo, firmar
un nuevo contrato sexual donde él sea ambas partes para intentar
hacerse cargo, mientras los sacrificios sigan siendo necesarios, del
nuevo sacrificio. Dar una tregua a las mujeres en su larguísima y

Cultura y representaciones sociales


236 Cultura y representaciones sociales

pesada ocupación de salvadoras. No sería fácil. Lo que pido —y lo


que aprendemos a pedir cada vez más y mejor las mujeres— es una
existencia distinta. Una vez muerto el Minotauro y convertido el
laberinto en un recinto en ruinas, quedó atrás, sepultada por más de
tres mil años de civilización y pensamiento filosófico, aquella arcaica
sabiduría que se proponía como símbolo del existir el camino más
largo:

Lejos quedó aquella pretensión de llegar hasta el final del ca-


mino para enfrentarse al conocimiento del propio ser… A partir
de entonces, la Hybris se convirtió en problema filosófico, en un
impulso que habría que reprimir, una afrenta contra los dioses, una
bestialidad humana (Cifuentes: 47).

Durante los últimos tres mil años hemos estado encerrados en


los estrechos límites de un único camino, el camino del recto pensar
y el recto vivir, viendo y sufriendo la constante irrupción de lo re-
primido, de la afrenta, de la bestialidad, de lo más allá de lo humano,
y no hemos hecho sino darle cuerpos humanos, crearle espacios
propicios, y cultivarle la disponibilidad y el acceso y el efímero alivio
en su exorcismo. Hijas e hijas de hijas e hijas de hijas e hijas por
lo que hemos llamado “Paz”, por aquello a lo que hemos dado tal
nombre.
La pregunta inevitable es ¿de verdad la sexualidad masculina es-
capa de todo intento de socialización, aculturamiento, atemperan-
cia, encauzamiento, domesticación, educación, civilización o como
quiera llamársele al proceso que los seres humanos hemos hecho
con cada una de nuestras tendencias cuya amenaza puso alguna vez
en riesgo el bien común llamado “comunidad”, “gregarismo”, “co-
lectividad”?

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Cultura y prostitución

Trabajos citados
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Bonilla, Juan (2003). Los príncipes nubios. Barcelona, Seix Barral.
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Cultura y representaciones sociales

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