Sócrates y Los Sofistas

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SÓCRATES Y LOS SOFISTAS.

La Atenas del s.V a.C. era una democracia radical, restringida pero directa. Los
ciudadanos adultos y varones -excluidos los niños, mujeres y esclavos- no sólo tenían el
derecho a hablar en la asamblea, sino que era para ellos un deber: discutir, escuchar y
decidir. Incluso, ante los jueces en caso de ser juzgados, debían defenderse por sí
mismos, jamás por boca de otros. El dominio de la palabra constituía la mejor garantía
para vivir en comunidad, para defender derechos propios y ajenos, y para dirigir el
destino de la polis convenciendo a los demás ciudadanos de tomar determinadas
decisiones.

Los Sofistas eran profesionales que cobraban por sus enseñanzas, de índole práctica,
como el enseñar a hablar en público y a persuadir (retórica). En su mayoría extranjeros,
excluidos del derecho de ciudadanía, no podían hablar en la asamblea, pero lo harán por
boca de sus alumnos, para quienes el triunfo social es la máxima aspiración. Un éxito
que es sinónimo de virtud y que se adquiere a través del "Eu legein", del buen discurso.
Asistimos así al nacimiento del "logos" entendido como poder, el lenguaje es poder y
saber hablar bien el medio de alcanzar el poder o destacar entre los ciudadanos.

Sócrates se ocupó de los mismos temas que los sofístas pero desde una concepción del
mundo radicalmente distinta. Para el primero, la verdadera sabiduría consiste en
remontarse desde las cosas bellas, buenas, justas, hasta la belleza, la bondad y la
justicia, es decir, en llegar a la esencia de esas cosas, a la definición universal. Saber
equivale a ser bueno, ya que la nitidez intelectual coincide con la rectitud ética
(intelectualismo socrático) conocimiento y virtud se identifican. De ahí que insista
Sócrates frente a los sofistas en que la virtud es la perfección del espíritu hasta el
máximo, y no el logro de honores, de dinero o de poder.

Lo cierto es que todos los diálogos socráticos de Platón son aporéticos (no llegan a
ninguna conclusión). De ahí que la única conclusión válida a la que suele llegar
Sócrates en sus conversaciones, sea al rechazo de las opiniones admitidas sin previo
análisis y al reconocimiento de la ignorancia de todos los interlocutores; sobre todo, en
cuanto a lo que es, en definitiva, la virtud sometida a examen, que al no verse resuelta
plenamente, provoca la incitación socrática a comprometerse en proseguir la búsqueda
sin cesar. Es sabio quien conoce lo que es la virtud, pero en eso consiste también ser
virtuoso. Si para Sócrates no puede hacerse el mal sino por ignorancia, tampoco es
posible que un ignorante haga el bien, puesto que saber y virtud se identifican.

Para ser exactos diremos que también Sócrates y los sofistas se interesaron, en cierto
modo, por la relación entre lo eterno y los permanente, por un lado, y lo que fluye, por
el otro. Lo que ocurre es que se interesaron por éstas cuestiones en lo que se refiere a la
moral de los seres humanos y a los ideales o virtudes de la ciudad.

Hay un recelo socrático (y también platónico) ante los sofistas cosmopolitas y


desarraigados que degeneran la paideia (educación) al ponerla a la altura de los nuevos
tiempos, la de la hegemonía comercial de la Atenas de Perícles. Al mismo tiempo, es
claramente perceptible la franca admiración socrática por los más eminentes sofístas,
como es el caso de Protágoras e incluso se sabe que en alguna ocasión llegó a pagar por
las lecciones del ya no tan admirado Pródico; junto al sumo desprecio de Platón por la
mayoría de dichos enseñantes ambulantes.
En el proceso de Sócrates se juzgó y condenó, por impiedad y corromper a los jóvenes,
a un hombre concreto. Pero se le condenó, porque se creyó ver en él, equivocadamente,
una figura representativa de la sofística. Se juzgó y condenó en su persona a aquellos
personajes que ponían en duda la existencia de los dioses, cuestionaban la autoridad de
los padres y relativizaban los más firmes principios sobre los que se asentaba la
sociedad. En su defensa, el Sócrates platónico comenzará rechazando las acusaciones
que le hace, no ya el tribunal, sino la sociedad ateniense, falsa opinión de la gente de
Atenas reflejada por boca del comediógrafo Aristófanes en su obra -Las Nubes-. Estas
acusaciones de la sociedad son las que se le harían a un sofista, la de hacer más fuerte el
argumento más débil y enseñar esto a los jóvenes (Apol.17a-20a).

El mismo Protágoras tuvo que sufrir también un proceso por impiedad, al igual que, dos
generaciones más adelante, el propio Aristóteles, quien huyó de Atenas “para no dar a
los atenienses ocasión de atentar por segunda vez contra la filosofía”. Pese a que la
crítica de la tradición estaba bastante aceptada socialmente, en contadas ocasiones, la
osadía de los pensadores rebasaría los límites de lo permisible y provocaría una reacción
que, generalmente, exceptuando el caso de Sócrates, se saldaría con la huida del
encausado hacia otros territorios hasta que la irritación suscitada contra él se fuese
apagando. Las contadas acusaciones de impiedad escondían en realidad recelos
políticos, como las acusaciones a Anaxágoras y Aspasía, al amigo y a la compañera de
Pericles, el gobernante demócrata, como un medio de sus rivales aristócratas de dañar al
oponente político perjudicando a sus allegados. El caso de Sócrates fue el inverso,
algunos de sus discípulos (como Cármides, Crítias y Alcibíades) formaron parte del
partido oligárquico y dañaron notablemente a la democracia y a sus partidarios, de
manera que el proceso de Sócrates tenía un transfondo político, se quería perjudicar al
pensador a causa de los males que habían provocado algunos de sus díscolos y
desobedientes discípulos a los partidarios de la democracia.

Al juzgar a Sócrates, era difícil que se consiguiera la culpabilidad y más aún la pena de
muerte, pero para salvar ambas cosas tenía que humillarse y echar a perder la imagen de
rectitud moral cuyo ejemplo era su propia vida. Según el sistema judicial ateniense, para
salvarse tendría que haber reconocido su culpabilidad y haber propuesto una pena contra
sí mismo, (como por ejemplo el destierro). Lógicamente esto no iba a suceder y, por
tanto, no quedaba al tribunal otro camino que condenar al acusado de acuerdo con la
propuesta del acusador. La muerte 1  de Sócrates quedaría, de este modo, como ejemplo
imperecedero, de la necesidad moral para el hombre de defender sus convicciones más
que su vida.

En el diálogo platónico Critón se le presenta a Sócrates la posibilidad, verosimil


históricamente, de que escape de la prisión y salve su vida ya condenada. Pero el
filósofo se niega, diciéndole a Critón que “no hay que considerar lo más importante el
vivir, sino el vivir bien” (Crit.48b). Prefiere sufrir la injusticia a cometerla y se muestra
contrario a la Ley del Talión, al Código de Dracón que imperaba antes de Solón, no
aceptando que se cometa injusticia en ningún caso, ni siquiera hacia el que la comete
con nosotros. Los atenienses condenan a Sócrates injustamente, pero él no puede
responder de la misma manera, huyendo y siendo injusto con ellos y con sus leyes, sino
acatándolas. La ciudad se asienta sobre sus leyes y éstas deben ser acatadas aunque sean
injustas, porque su violación supone la destrucción de la ciudad (Crit.50a-d).
 
Sócrates no se preocupó nunca de los asuntos políticos, ni familiares, ni de acumular
riquezas, sino que ha pasó su vida “intentando convencer a cada uno de vosotros de que
no se preocupara de ninguna de sus cosas antes de preocuparse de ser él mismo lo mejor
y lo más sensato posible” (Apol.36c). De ese modo pensaba haber alargado su vida,
pues considera que el hombre honesto dedicado a la política vive poco tiempo
(Apol.31b-32a). Su actividad era indirectamente política, como la de los sofistas, en la
medida en que se llevaba a cabo a través de la enseñanza de cada ciudadano (polités) en
la ciudad (polis).

LA ENSEÑANZA Y LA IRONÍA SOCRÁTICAS.


La insistencia de Sócrates en ser considerado como un buscador de la verdad, en lugar
de como un representante de la sabiduría, en oposición a los sofistas, marca un
apartamiento de esa tradición en que el sabio aparecía como un didáskalos tês aretês
(maestro de la virtud), como un maestro de excelencia, al decir de Protágoras. El
rechazo de la opinión general, la doxa (opinión), como criterio de referencia valorativa
hace que Sócrates se sitúe como un individuo marginal, un tipo a menudo paradójico,
respecto a sus conciudadanos, dentro o fuera de la ciudad. Pero que no renuncia a
desempeñar su papel de guía de la comunidad hacia el objetivo general: una existencia
justa y feliz. Sócrates no se dedica a enseñar, sino a dialogar, porque reconoce a todo el
mundo que él lo único que sabe es que no sabe nada. Su método de enseñanza es
procurar y ayudar al discípulo a que desarrolle sus propias ideas, en lugar de inculcar
una doctrina prestablecida.

Si confrontamos la frecuente manifestación socrática de ignorancia con la declaración


del oráculo de Delfos consultado por Querefonte, que lo tenía por el hombre más sabio
de Grecia (Apol.20e), podemos atribuir su constante aseveración de ignorancia, no sólo
a una gran humildad, sino al ejercicio de otro de los elementos fundamentales de su
método dialéctico: la ironía, junto a la convicción de que no se puede ser sabio sino a lo
sumo amar (buscar) la sabiduría. Sócrates no se tiene por sabio (sophós) sino por
amante del saber (filo-sofos). Ironiza al proclamar que no sabe y que quiere que los
demás le enseñen y de esta forma dialoga con muchos hombres (entre ellos numerosos
sofistas y alumnos de sofistas) llevándoles de aporía en aporía y obligándoles a
reconocer que en realidad no saben aquello que pretenden enseñar, y que aún están lejos
de la sabiduría que creían poseer (Apol.21c-d).

El dios délfico Apolo le plantea un enigma a Sócrates al llamarle sabio y éste parte en
busca de un sabio que refute al oraculo, pero ni entre los políticos ni entre los poetas, ni
tampoco entre los artesanos encuentra un solo sabio. Con lo que termina interpretando
el oraculo como un aviso de que el hombre sabio es el que conoce su ignorancia
(Apol.23b) y como la tarea o mandamiento divino el de desenmascarar a los que se
creen sabios sin serlo. De este modo, resulta que Sócrates es en realidad el más sabio,
porque mientras los sofistas se creen sabios y no lo son, él es consciente de su
ignorancia: “al menos soy más sabio que él en esta misma pequeñez, en que lo que no
sé, tampoco creo saberlo” (Apol.21d).

Del hecho de que Sócrates haya hablado (según nos cuenta Platón) de que su labor
filosófica era una misión divina y que existía un daimón (genio personal,
personificación mítica del carácter íntimo y último de cada cual) que le prohibía vivir y
actuar como los demás, algunos investigadores religiosos han interpretado la vida y obra
de Sócrates como la de un profeta místico y piadoso, comparándolo con Jesús de
Nazaret. Fórmula interpretativa que no encaja con el resto de los elementos de su vida y
pensamiento. Por eso los investigadores no-religiosos, que tienden a procurar no
cristianizar a Sócrates, consideran las menciones socráticas acerca de su misión divina y
acerca de su daimón como expresiones propias de su ironía y de su irritante método de
indagación y refutación.

El diálogo socrático al igual que el platónico discurre a través del preguntar. Sócrates
asedia a sus interlocutores a preguntas, de ahí que se ganase el mote o sobrenombre de
“el tábano”; en lugar de dar certeras respuestas, invita a sus codialogantes a pensar con
él. Cuando con Sócrates se reunen las gentes a dialogar no hay maestro y alumnos sino
que todos se sirven de los demás e intentan alumbrar la verdad, o al menos, avanzar en
su dirección. El hombre más sabio de Grecia dice no saber y con ello afirma que el
reconocimiento de la ignorancia es el primer paso que debe dar el amante del saber.
Precisamente por eso, es el hombre más sabio y al mismo tiempo, puede decir que no
sabe nada.

La forma de abordar a los atenienses que tenía Sócrates no debía de dejar de causar
desagrado. Su formula de interpelación era la siguiente: “Mi buen amigo, siendo
ateniense, de la ciudad más grande y más prestigiosa en sabiduría y poder, ¿no te
avergüenzas de preocuparte de cómo tendrás las mayores riquezas y la mayor fama y los
mayores honores, y, en cambio no te preocupas ni interesas por la inteligencia, la verdad
y por cómo tu alma va a ser lo mejor posible?” (Apol.29d-e). La primera preocupación
era la que venían a cubrir los sofistas (areté-excelencia, para los sofistas), mientras que
para Sócrates constituye una preocupación secundaria, siendo primaria la perfección del
alma (areté-excelencia, para Sócrates), entendida como la capacidad de hacerse
intelectual-moralmente mejor del ser humano: “No sale de las riquezas la virtud para los
hombres, sino de la virtud, las riquezas y todos los otros bienes, tanto los privados como
los públicos” (Apol.30b).

Estamos ante el primer intelectual de la historia universal, si por intelectual entendemos


-aquél hombre que tiene por oficio el aprender-. De él nos diría Cicerón que “hizo que
la filosofía bajara del cielo a la tierra, y la dejó morar en las ciudades y la introdujo en
las casas, obligando a los seres humanos a pensar en la vida, en las costumbres, en el
bien y en el mal”. No se detuvo en las reflexiones de sus predecesores los filósofos de la
naturaleza, sino que, como los sofístas, aunque de manera muy diferente, se preocupó
ante todo por el ser humano y procuró inculcar ésta actitud entre los ciudadanos de
Atenas.

LA MAYEUTICA Y LA DIALÉCTICA SOCRÁTICAS.  Para encontrar la verdad, que


anida dentro de todo hombre, hay que ayudar, no enseñar. Ayudar mediante la
dialéctica, o el método de las preguntas y respuestas, por medio de las que el hombre
que no sabe “da a luz” (mayéutica) la verdad. Por eso dirá Sócrates que su labor es la
de una partera del conocimiento: “¿No sabeís que mi oficio es ser comadrón
(mayeutikós), como el de mi madre?” (Teeteto), y demostrará que el esclavo sabe
geometría (Menón); aunque no se haya dado cuenta hasta su encuentro con Sócrates de
la posesión de este saber, recuperado con su ayuda.

Precisamente el antagonismo entre Sócrates y los sofistas constituyó el principio de la


evolución de este término hasta su connotación peyorativa, que perdura aún hoy en día.
En Homero una sophía (sabiduría) denota una habilidad o destreza de cualquier género.
La palabra sophistés (sofista, sabio) les fue aplicada tanto a los Siete Sabios de Grecia
como a los filósofos presocráticos. Volvería a tener un sentido honorable o distinguido
aplicado a los profesores de retórica griega y filosofía en el Imperio Romano. Pero de
nuevo caería bajo la crítica y en el 161 a.C. los profesores de retórica serían expulsados
de Roma.

En el Diálogo El Sofista, Platón perseguirá delimitar a ese personaje característico de su


tiempo encontrando siete definiciones para el mismo: 1) cazador por salario, de jóvenes
adinerados (222a-223b); 2) mercader de los conocimientos del alma (223b-224d); 3)
comerciante al por menor de conocimientos (224d); 4) fabricante o productor y
comerciante de conocimientos (224e); 5) discutidor profesional (225a-226a); 6)
<refutador de opiniones> y purificador del alma (226a-231c); 7) sabio aparente, mago e
ilusionista que hechiza con imagenes (232a-237b).

Así, dentro de este grupo de definiciones despectivas de <sofista>, que desentrañan la


polisemia de tal término, Sócrates quedará enmarcado en el sexto tipo, como un caso
particular dentro de la variedad de personajes a los que se alude con dicha
denominación: “EXTR: ¿Y no prometen también producir cuestionadores de las leyes y
de todo cuanto tiene que ver con la política?. TEET: Nadie hablaría con ellos, por así
decir, si no prometieran eso” (Sof.232c-d).

En el s.V a.C., en pleno desarrollo de la democracia ateniense, aparecen los sofístas,


maestros ambulantes, forasteros en todas las polis, sabios que venden su saber. Enseñan,
cobrando a los jóvenes pudientes saberes prácticos, descartando, como secundarias, las
abstractas discusiones presocráticas sobre la Física (Cosmología) para introducir nuevos
problemas: antropología, lingüística, derecho, política. Critican las costumbres, la
religión, las instituciones, e introducen en la ciudad el relativismo, al enseñar el discurso
doble, o sea: saber discutir el Si y el No de una misma cuestión.

En este punto las lecciones de Hegel sobre los sofistas son esclarecedoras: “Por el
camino de estos razonamientos se puede ir muy lejos (a menos que se tropiece con la
falta de cultura, pero los sofístas eran personas cultísimas), puesto que, si lo importante
son las razones, por medio de razones puede probarse todo, pues para todo cabe
encontrar razones en pro y en contra; sin embargo, estas razones no pueden nada en
contra de lo general, del concepto. En esto consiste, pues, según se trata de hacer ver, el
crimen de los sofistas: en que enseñan a deducirlo todo, cuanto se quiera, lo mismo para
los otros que para sí; pero esto no depende de la característica propia de los sofistas,
sino de la del razonamiento reflexivo 2 ”.
 

NOTAS

   1   Ante la muerte se muestra Sócrates imperturbable, a través de un razonamiento que


hará célebre Epicuro y su escuela hedonista, y que se convertirá en baluarte de todo el
agnósticismo occidental. “Temer a la muerte no es otra cosa que creer ser sabio sin
serlo, pues es creer que uno sabe lo que no sabe” (Apol.29a). Si bien más adelante, en el
mismo Diálogo, contemplará también la posibilidad (¿platónica?) de la vida ultraterrena
(Apol.40c-42a), aunque de manera bastante irónica.

  2   G.W.F.Hegel Lecciones sobre la historia de la filosofía vol.II, cap.2: De los sofistas
a los socráticos. F.C.E. México 1977, pág.25

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