Aira César - Ars Narrativa

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Ars Narrativa

En mi caso se trata menos de un arte de la narración que de un arte a secas. Nunca me


importó relatar, ni en general hacer nada que espere el lector; mis libros son novelas por
accidente; aproveché el azar histórico (salvo que este no es un azar accidental) de que en
nuestro tiempo la palabra “novela” es un passepartout que lo cubre casi todo. Mi ideal
son libros como La temporada en el infierno, Los cantos de Maldoror, la Divina Comedia
o el libro de la almohada a todos los cuales no tenemos inconvenientes en rotular
“novelas” hoy en día.

Mi modo de vivir y de escribir se ha ajustado siempre a ese denigrado procedimiento


de la “huida hacia adelante”. Eso es una fatalidad de carácter, a la que me resigné hace
mucho, y sucede que en la novela encontré su medio perfecto. Con la novela, de lo que
se trata, cuando uno no se propone meramente producir novelas como todas las novelas,
es de seguir escribiendo, de que no se acabe en la segunda página, o en la tercera, lo que
tenemos que escribir. Descubrí que si uno hace las cosas bien, todo puede terminarse
demasiado pronto; al menos pueden terminarse las ganas de seguir, el motivo o estimulo
válido, dejando en su lugar una inercia mecánica. De modo que haciéndolo no tan bien (o
mejor: haciéndolo mal) quedaba una razón genuina para seguir adelante; justificar o
redimir con lo que escribo hoy lo que escribí ayer. Hacer un capítulo dos que sea la razón
de ser de las flaquezas del capítulo uno, y dejar que las del capítulo dos las arregle el
tres… Mi estilo de “huida hacia adelante”, mi pereza, mi procrastinación, me hacen
preferible este método al de volver atrás y corregir; he llegado a no corregir nada, a dejar
todo tal como sale, a la completa improvisación definitiva. Más que eso: encontré en este
procedimiento el modo de escribir novelas, novelas que avanzan en espiral, volviendo
atrás sin volver, avanzando siempre, identificadas con un tiempo orgánico… Novelas
biónicas, mutantes… No creo haberme apartado mucho de la esencia de la novela, género
autojustificatorio por excelencia. El método admite una acentuación extremista, y por
supuesto que me precipité por ese rumbo. Si las flaquezas del capítulo uno son graves, si
son de veras aberrantes, la extensión que habrá que cubrir en el capítulo dos para
redimirlas será muy grande, se abrirá a lo sideral; todo surrealismo es poco; y los
disparates en que habrá que incurrir para hacerlo obligaran a un capítulo tres de
mutaciones ya insospechadas, a una expansión de las fronteras imaginativas más allá de

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nuestras miserables capacidades. Directamente empieza a parecerse a la realidad. Y lo
mejor es que después vendrá el capítulo cuatro… La exaltación a que da lugar el
procedimiento hace parecer melancólica en comparación la prudencia de escribir bien,
razonablemente, con una cautela que desde esta perspectiva podemos ver como estéril y
en última instancia mortífera, por inadecuada a la economía temporal de los seres vivos,
buena solo para los objetos.

De todos modos, la novela es un género literario entre otros, y tomárselo muy en serio
puede ser grave para la libertad constitutiva de nuestro oficio, la libertad que hace al
escritor. Ante cualquier amenaza a la libertad, la estrategia favorita del que huye hacia
adelante es la renuncia, el abandono. Y no sólo de él; abandonar suele ser lo más eficaz
cuando se trata de seguir viviendo, y el artista casi siempre lo es del arte de sobrevivir: su
momento más característico es el de haber sobrevivido para poder contar lo que pasó.

Yo diría que los géneros no tienen más función, para el escritor, que darle algo
concreto que abandonar. La sed de abandono del escritor, ese movimiento que es su vida,
se acelera con los abandonos, ¿y qué hay más práctico y fácil de abandonar que un
género? Para eso están. Comportan un abandono portátil, indoloro. Emprendemos el
trabajo de un género, la novela, el teatro, la poesía, el ensayo, con la sola idea de
abandonarlo. Y lo emprendemos con entusiasmo y esperanza, le dedicamos nuestros
mejores años, porque se trata de construir la plataforma de lanzamiento de un abandono.
Este entusiasmo paradójico es necesario porque lamentablemente no se puede abandonar
lo que no se tiene; no se abandona la nada. Trabajamos para darle peso al abandono.
Ahora bien, cuando se han abandonado todos los géneros, uno tras otro, se hace más
difícil seguir avanzando. Es una lástima que sean tan pocos. Emprendedores, nos
lanzamos a la invención de géneros nuevos; al fin se agota nuestra imaginación, y
empezamos a buscar unidades mayores que abandonar. Por lo general en este punto uno
se muere, con lo que el problema cesa.

¿Abandonar la literatura? A veces se llega a eso también, pero como un sueño


impráctico, ya fuera de la vida.

En este punto advierto que me hago una violencia restrictiva al limitarme a la


literatura. Los modelos que yo quise emular cuando empecé a escribir, eran obras como
el Gran Vidrio de Duchamp, el Pierrot Lunaire de Schömberg, las películas de Godard.
No se trató en realidad de literatura, salvo para hacerme entender. Era el sueño de un arte

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general, un arte de la invención. Mi formato fue siempre el libro, por simplificación, por
fatalidad, a la larga por convicción. Eso ya no va a cambiar. En el libro encontré el soporte
mágico, el objeto que podía ser todos los objetos, sin ser ninguno, sin ceder a la lógica
deprimente del objeto. Y no el libro soñado, el libro ideal, platónico, sino el impreso, real,
publicado, no importa dónde ni cómo ni con qué fortuna (eso siempre me tuvo sin
cuidado, al contrario, siempre preferí el libro más bien secreto) Creo que esa fue mi
vocación, lo que me gustó hacer, y quizás lo que hice: publicar libros. Lo demás es
secundario, por ejemplo escribirlos. El proceso está bien resumido en el lema de mi
maestro: “Primero publicar, después escribir”. Hacerlo al revés, primero escribir, después
publicar, es lo deprimente, porque entonces sí el libro se desprende de uno, como un
producto se desprende de su productor, al que no le queda más que volverse tonto,
envejecer y morirse.

Con alguna ingratitud, he dicho y repetido que no me importan los libros, que los
considero a penas un mal necesario en nuestro oficio. Quizás exagero, pero la idea es que
los libros, por lo menos los míos, no sean tomados como objetos corrientes, de los que
circulan en el mercado de los objetos, condenándome a mí al pasado en el que se supone
que los escribí. Me espanta que me juzguen por mis libros. Me siento vagamente
insultado, siento el riesgo de una mutilación, cuando alguien se toma en serio un libro
mío. Querría prevenirlo contra ese error, y no encuentro otro modo de hacerlo que
publicando un libro más.

Preferiría que vieran en mí un procedimiento, como lo veo en mi amado Raymond


Roussel. No es tan fácil, por la naturaleza contradictoria o anacrónica del procedimiento,
que siempre es póstumo, una especie de testamento, como fue en Roussel. Y lo que yo
busco es un modo de seguir viviendo.

No me refiero a nada metafísico al hablar de procedimiento, ni empleo una definición


personal de la palabra. Es el procedimiento tal como lo entienden todos, incluida la mala
fama que se le ha hecho, de una especie de burocracia artística, una serie de pasos que se
realizan ciegamente, porque así lo indica el reglamento. Su operador se limita a hacerlo
funcionar, sin poner nada extra. Pero ese “extra” no es sino una suma difusa de
inspiración, el talento, los sentimientos, los recuerdos, las opiniones, es decir toda la
panoplia psicológica. Toda la pesadilla del yo, de la que trato de despertarme.

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Se acusa al procedimiento de ser una renuncia a la libertad. Yo creo más bien que es
el uso de la libertad en el momento en que sirve: antes de escribir, en el momento de
inventar el procedimiento. Desde esta perspectiva, podría decir que el artista que no
adopta ningún procedimiento, que sigue sólo los dictados de su inspiración o su talento,
está gozando de un simulacro de libertad, y en realidad es un esclavo o un robot, atado de
pies y manos, dominado, teleguiado, por entidades tan sospechosas (por misteriosas y
oscuras) como la inspiración y el talento. El procedimiento es por definición claro,
transparente; si lo obedecemos, sabemos a qué estamos obedeciendo. En cambio si
obedecemos al talento, por ejemplo, no sabemos a quién estamos obedeciendo, y quizás
estamos siendo ultracondicionados por determinaciones inconscientes o sociales. El
procedimiento es la creación de un juego personal de condicionamientos, analógicos,
alegóricos, lo que sea; como maqueta o miniatura de la sociedad o el universo.

El procedimiento definitivo sería el que permitiera hacer arte automáticamente,


dándole la espalda al talento, la inspiración, las intenciones, los recuerdos; en una palabra
a todo el siniestro bazar psicológico burgués. Es la salida, al fin, de la individualidad. Lo
que hace posible que el arte sea hecho por todos, no por uno.

Lo que resulta del procedimiento no será nunca un objeto-mercancía, porque, si sale


realmente cargado de procedimiento, llevando en sí el manual de

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