Segal, Erich - Doctores
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Erich Segal
Círculo de Lectores
Título de la edición original: Doctors
Traducción del inglés: Blanca Ribera
Diseño: Emil Tröger
Ilustración: Iborra
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RECOMENDACIÓN
Si te ha gustado esta lectura, recuerda que un libro es siempre el mejor de los regalos.
Recomiéndalo para su compra y recuérdalo cuando tengas que adquirir un obsequio.
y la siguiente…
PETICIÓN
PARACELSO (1493-1541),
El gran arte de la cirugía
Hemos convertido a los médicos en dioses, y hemos
venerado su divinidad ofreciéndoles nuestros cuerpos y
nuestras almas, por no mencionar todos nuestros bienes
terrenos.
Y sin embargo, paradójicamente, ellos son los seres
humanos más vulnerables. La media de suicidios entre
ellos es ocho veces superior a la media nacional. El
porcentaje de adicción a las drogas es cien veces superior.
Y por ser dolorosamente conscientes de que no pueden
vivir a la altura de nuestras expectativas, su angustia es
inconmensurablemente intensa. Muy acertadamente se les
ha denominado «los curanderos heridos».
BARNEY LIVINGSTON,
doctor en Medicina,
Doctores
DAVID HILFIKER,
Curar las heridas
PRÓLOGO
Con una sola excepción, todos eran blancos. Y excepto cinco, todos
hombres.
Algunos eran brillantes, casi rayando en la genialidad. Otros eran genios
casi rayando en la locura. Uno había participado en un concierto de violoncelo
en el Carnegie Hall, otro había jugado un año en el béisbol profesional. Seis
habían escrito novelas, dos de las cuales se habían publicado. Uno era un ex
sacerdote. Otro se había graduado en un reformatorio. Y todos ellos temían a la
muerte.
Lo que los había reunido en aquella brillante mañana de septiembre de
1958 era su estatus común de estudiantes de quinto curso del Colegio de
Médicos de Harvard. Se habían reunido en el aula D para escuchar el discurso
de bienvenida del decano Courtney Holmes.
Sus rasgos parecían directamente extraídos de una moneda romana y su
comportamiento hacía pensar que había nacido con el reloj de oro y la cadena
en lugar del cordón umbilical.
No tuvo que pedir silencio. Se limitó a sonreír y los espectadores se
callaron.
—Caballeros —comenzó—, están a punto de embarcar todos juntos en un
gran viaje hacia las fronteras del conocimiento médico. Allí es donde cada uno
iniciará su exploración individual a través del territorio aún virgen de la
enfermedad y el sufrimiento. Puede que alguno de los que hoy se hallan aquí
encuentre un remedio para la leucemia, la diabetes, el lupus erythematosus y
los mortales carcinomas... —Hizo una dramática pausa perfectamente
cronometrada. Y con un resplandor en sus pálidos ojos azules añadió—: Tal vez
incluso para un resfriado corriente y moliente.
Se oyó una carcajada de aprobación.
A continuación, el decano de plateados cabellos bajó la cabeza, tal vez para
dejar claro que meditaba profundamente. Los estudiantes aguardaban
expectantes.
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Cuando por fin alzó el rostro y reanudó el discurso, su voz era más suave,
una octava más baja.
—Permítanme concluir descubriéndoles un secreto, la revelación del cual
resulta tan humillante para mí como supongo lo será para ustedes el escucharlo.
Se giró y escribió unas palabras en la pizarra que tenía detrás.
Simplemente dos cifras: el número veintiséis.
Un murmullo de asombro se extendió por la sala.
Holmes aguardó a que se hiciera el silencio, respiró profundamente y posó
su mirada directamente sobre el atónito auditorio.
—Caballeros, los insto a que graben lo siguiente en su memoria: en el
mundo existen miles de enfermedades, pero la ciencia médica posee curación
empírica para tan sólo veintiséis de ellas. El resto son... simples conjeturas.
Y eso fue todo.
Con porte militar y una gracia atlética, descendió del podio y abandonó el
aula. La multitud se hallaba demasiado asombrada para aplaudir.
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I. INOCENCIA
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CAPÍTULO PRIMERO
1 Aparecen en cursiva las palabras que están en castellano en el original. (N. de la T.)
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años y a pesar de todo necesitaba ayuda para saltar la tapia, mientras que Laura
la había sorteado con aparente facilidad.
Después de una enérgica media hora, Barney había decidido que Laura
compensaba con creces a Murray. Se llevó la mano al bolsillo y sacó un paquete
de cigarrillos con una etiqueta: «Lucky Strike» y le ofreció uno:
—No, gracias —contestó ella—, mi padre dice que tengo alergia al
chocolate.
—¿Qué es alergia?
—No estoy segura —confesó ella—. Será mejor que se lo preguntemos a mi
papacho; es médico. —Entonces tuvo una repentina inspiración—. Oye, ¿por qué
no jugamos a médicos?
—¿Y cómo se juega a eso?
—Bueno, yo te «esamino» primero y luego tú me «esaminas» a mí.
—Suena bastante aburrido.
—Tenemos que quitarnos la ropa.
—¿Sí? Bueno, puede que después de todo no esté tan mal.
La consulta fue instalada bajo un venerable roble en la esquina más lejana
del jardín de los Livingston. Laura dio instrucciones a Barney de quitarse el
polo para que ella pudiera auscultarle el pecho. Naturalmente esto se llevó a
cabo mediante un estetoscopio imaginario.
—Ahora, quítate los pantalones.
—¿Por qué?
—Venga, Barney, vamos a jugar.
De mala gana se quitó los shorts azules y se quedó allí plantado en
calzoncillos, mientras empezaba a sentirse ridículo.
—Quítate eso también —ordenó la joven doctora.
Barney lanzó una mirada furtiva por encima del hombro para ver si alguien
los miraba desde la casa y después se despojó de la última pieza.
—Éste es mi grifo —explicó con un deje de orgullo.
—Más bien parece un pene —replicó ella con objetividad clínica—. De
cualquier modo, estás muy bien. Ya puedes vestirte.
Mientras él procedía a vestirse francamente agradecido, Laura preguntó:
—¿Jugamos a otra cosa?
—No es justo: ahora me toca a mí ser el médico.
—Bueno.
Y en un instante se desvistió por completo.
—Uauu... Laura, ¿qué le ha pasado a tu... a tu...?
—Yo no tengo —respondió ella un tanto desilusionada.
—Oh, vaya, ¿y por qué no?
En aquel momento, una voz estridente interrumpió la consulta. —
¡Baaarney! ¿Dónde estás?
Era su madre desde la puerta trasera. Se excusó precipitadamente y rodeó
el tronco del árbol.
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2 Soldados alistados en las fuerzas armadas de los Estados Unidos. (N. de la T.)
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Estela estaba allí plantada muda de terror con Barney pegado a las faldas
de su albornoz de flores. Por fin halló el valor suficiente para preguntar:
—¿Es... sabe si es...?
—Cálmate, Estela, no es polio. Mira la erupción escarlatiniforme del pecho y
sobre todo las enormes papilas rojas de la lengua. Se le llama «lengua de fresa».
El muchacho tiene la escarlatina.
—Sí, pero eso es serio...
—Sí, por eso necesitamos a alguien que le prescriba una sulfamida del tipo
del Prontosil.
—¿Y puede usted...?
Apretando los dientes, Luis respondió:
—No me está permitido extender recetas. No tengo licencia para practicar
en este país. De todas formas, vámonos. Barney se quedará aquí mientras
nosotros cogemos un taxi para ir al hospital.
Durante el trayecto en taxi, Luis sostuvo en brazos a Warren sin cesar de
refrescarle el cuello y la frente con una esponja. Estela se encontraba mucho más
tranquila y notaba mayor confianza al observar su comportamiento, aunque
continuaba asombrada por lo que él le había revelado.
—Luis, yo creía que usted era médico. Me refiero a que usted trabaja en un
hospital, ¿no?
—En el laboratorio, realizando análisis de sangre y orina. —Hizo una pausa
y añadió—: En mi país ejercía como médico y creo que era bastante bueno.
Cuando llegué aquí hace cinco años, estudié inglés como un loco, me leí
doscientas veces todos los libros de texto y aprobé todos los exámenes. Sin
embargo, el estado rehusó darme la licencia. Para ellos soy, en apariencia, un
extranjero peligroso. En España pertenecía al partido incorrecto.
—Pero usted luchaba contra los fascistas.
—Sí, pero era socialista, algo que también es sospechoso en Estados Unidos.
—Es insultante.
—Bueno, podía haber sido peor.
—No veo cómo.
—Podía haberme cogido Franco.
Ya en el hospital, el diagnóstico de Luis fue inmediatamente confirmado y
Warren obtuvo las medicinas sugeridas. A continuación las enfermeras bañaron
al pequeño con esponjas empapadas en alcohol para hacerle descender la
temperatura. A las 5.30 le dieron el alta para que pudiera regresar a su casa.
Luis acompañó a Estela y al niño hasta un taxi.
—¿No viene? —preguntó ella.
—No, no vale la pena. Tengo que estar en el laboratorio a las siete. Me
quedaré por aquí y trataré de echar una cabezada en alguna salita de espera.
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equipo de tenis. Pero, bueno, él pidió una raqueta prestada, saltó a la pista, ¡y lo
siguiente que supe era que estaba clasificado para la final! El hombre que le
derrotó era un instructor semiprofesional de una escuela local y comentó que
vaya suerte que Harold estuviera en baja forma aquel día. Incluso dijo que si se
lo tomara en serio algún día podía llegar a ser otro Bill Tilden. ¿Te imaginas?
Barney no sabía quién era Bill Tilden, pero desde luego podía imaginar al
hombre cuya foto reposaba sobre la chimenea vestido con el blanco atuendo de
tenis, golpeando una pelota hasta hacerla añicos. Soñaba con el día en que él
pudiera mostrar a su padre sus propias habilidades deportivas. Y ahora el
momento había llegado.
—¿Has visto la canasta que el doctor Castellano colgó en el árbol? —
preguntó por casualidad a su padre un sábado a modo de preparación.
—Sí —respondió Harold—, parece muy profesional.
—¿Quieres jugar unas cuantas pelotas conmigo y con Warren?
Harold suspiró y respondió suavemente:
—No creo tener la potencia suficiente como para jugar con dos dinamos
como vosotros. Pero iré a mirar.
Barney y Warren corrieron a calzarse sus zapatillas deportivas de lona y se
precipitaron al «campo».
Ansiosos de hacer alarde de destreza ante su padre, Barney se situó a cinco
metros de distancia de la cesta, saltó y lanzó la pelota. Para desilusión suya,
falló del todo. Rápidamente dio media vuelta y explicó:
—Ésa era de calentamiento, papá.
Apoyado en la puerta trasera, Harold Livingston asintió, dio una larga
chupada a su cigarrillo y sonrió.
Barney y Warren apenas si habían realizado unos cuantos lanzamientos
(«Ésta ha sido buena, ¿verdad, papá?»), cuando se oyó una voz airada que
provenía de la tapia.
—¡Eh! ¿Qué pasa aquí, muchachos? ¿Cómo es que jugáis sin mí?
Maldita sea, era Laura. ¿Por qué había tenido que aparecer?
—Lo siento —se disculpó Barney—. Es que hoy es un juego bastante bestia.
—¿A quién quieres tomarle el pelo? —replicó ella sarcásticamente. (Para
entonces ya había saltado la tapia)—. Puedo lanzar tan fuerte como tú cualquier
día.
En aquel momento, Harold gritó:
—Sé educado, Barney. Si Laura quiere tirar, déjala.
Pero su advertencia llegó una décima de segundo tarde, ya que Laura se
había apoderado de la pelota de manos de Barney y esquivaba a Warren para
lanzar a la canasta. Después, los tres jugadores lanzaron por turnos hasta que
Laura gritó:
—¿Por qué no juega con nosotros, señor Livingston? Así podremos hacer
dos equipos y jugar un partido como Dios manda.
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—Muy amable por tu parte, Laura, pero me temo que estoy un tanto
cansado. Creo que será mejor que vaya a echar una siesta.
Una sombra de decepción cruzó el rostro de Barney.
Laura le miró y comprendió lo que sentía.
Él se volvió lentamente hacia ella y sus ojos se encontraron. A partir de
aquel momento, ambos supieron que podían leer los pensamientos del otro.
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Sobre la silla, cabalgando sobre su caballo blanco para poner orden en las
salvajes tierras del lejano oeste, casi con una sola mano.
En un escenario más tropical, Johnny Weissmuller como Tarzán enseñaba a
los niños el verdadero valor de las lecciones de natación, sobre todo si caían en
aguas infestadas de cocodrilos.
Pero el héroe entre los héroes era Gary Cooper. En parte porque su
constitución era muy parecida a la de las estrellas de baloncesto, y en parte
porque había ayudado a las guerrillas españolas en Por quién doblan las campanas.
Pero sobre todo por ser el valioso médico de La historia del doctor Wassell. Al salir
con los ojos enrojecidos después de haber contemplado dos veces enteras esta
última película, Barney y Laura llegaron a la conclusión de que ésta era la más
noble profesión de todas.
Por supuesto, ellos tenían un médico igualmente admirable
considerablemente más cerca de casa. Luis Castellano podía no ser tan alto
como Cooper, pero era, a su manera, un modelo tanto para su hija como para
Barney (quien a veces soñaba despierto que su vecino era también en cierto
modo, su propio padre).
Luis se sintió altamente halagado al conocer la ambición de Barney, pero se
mostró bastante indulgente hacia lo que consideró una mera veleidad por parte
de su hija. Él estaba seguro de que acabaría por desechar ese quijotesco sueño,
se casaría y tendría muchos niños.
Pero se equivocaba.
Especialmente después de la muerte de Isobel.
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CAPÍTULO 2
Fue tan repentino como una tormenta de verano. Y al igual que los truenos
que vienen después, la pena también llegó más tarde.
Aquel año la polio andaba arrasándolo todo a su paso. El Ángel de la
muerte parecía estar al acecho en cada calle de la ciudad. La mayor parte de los
padres de Brooklyn que podían permitírselo enviaban a sus hijos a la seguridad
rural de lugares tales como el Spring Valley.
Estela y Harold ya habían arrendado un bungalow en la costa de Jersey
para el mes de agosto. Pero Luis insistió en permanecer en el lugar donde
podían necesitarle e Inés no quiso permitir que librara la batalla él solo. Los
Livingston se ofrecieron a llevarse a las niñas y Luis respondió sumamente
agradecido que Inés y él lo hablarían seriamente.
Tal vez estuviera demasiado preocupado con los virulentos casos de polio
para darse cuenta de que su propia hija menor comenzaba a mostrar algunos
síntomas. Pero, ¿cómo pudo no darse cuenta de que se hallaba en un estado
febril y que su respiración era acelerada? Quizá porque la pequeña no se quejó
ni una sola vez de encontrarse mal. Hasta que no la hallaron una mañana
inconsciente, Luis no se percató de lo terrible de la situación.
Era un caso de polio respiratoria, en el cual un virus atacaba ferozmente el
extremo superior de la médula espinal. Isobel no podía respirar ni con la ayuda
de un pulmón de acero. Antes del anochecer ya había muerto.
Luis se volvió como loco a causa de la autorrecriminación. Él era médico,
maldita sea, ¡médico! ¡Podía haber salvado a su propia hija!
Laura se negó a irse a dormir. Tenía miedo de que si cerraba los ojos
tampoco ella volvería a despertar. Barney le hizo compañía durante toda la
noche, en un silencioso velatorio, mientras ella permanecía sentada en medio
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Una azucena
es incomparablemente más hermosa en mayo,
aunque se marchite y muera esa noche,
ya que habrá sido la flor de la luz.
Contemplamos la belleza en pequeños fragmentos,
y también en escasa medida, la vida puede ser perfecta.
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Condujeron de vuelta a casa con todas las ventanillas abiertas, con la vana
esperanza de que la brisa aliviaría la intolerable pesadez interior. Inés no cesaba
de repetir en tono suave y plañidero:
—Yo no sé qué hacer.
A falta de palabras, Estela se oyó decir a sí misma de repente:
—Mi madre ha venido de Queens. Nos está preparando la cena a todos.
Y el viaje continuó en silencio.
Al cruzar el puente Triborough, Luis preguntó a su amigo:
—¿Te gusta el whisky, Harold?
—Er..., bueno, sí, claro.
—Tengo dos botellas que me regaló un paciente por Navidad. En tiempo de
guerra a veces las utilizábamos como anestésico. Me gustaría que bebieras
conmigo, amigo.
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Cada mes, Estela escogía un libro que todos leerían en voz alta y discutirían
más tarde, los sábados después del desayuno. La llíada ocupaba un orgulloso
lugar entre las obras maestras como El último mohicano y bardos del tipo de
Walt Whitman (un antiguo residente en Brooklyn).
Harold se sentaba a fumar, escuchándolos en silencio, asintiendo
aprobadoramente de vez en cuando, si Barney o Laura expresaban
observaciones particularmente inteligentes. Warren aún era lo bastante joven
como para que se le permitiera quedarse fuera a jugar a baloncesto. Sin
embargo, pronto se sintió celoso de los seminarios de sus «hermanos» e insistió
en que le permitiesen asistir.
La vida en el P.S. 148 siguió su curso sin grandes acontecimientos. Barney y
Laura pasaron muchas horas estudiando juntos, así que no fue de extrañar que
se graduaran con notas casi idénticas. No obstante, ninguno de los dos destacó
en deporte. Al contrario, en un momento dado, su desolada profesora, la
señorita Einhorn, se vio obligada a escribir una nota a sus padres quejándose de
su indisciplina en el campo y de hablar sin parar (la mayoría de las veces entre
ambos) durante las horas de clase. A Laura tuvieron que reprenderla una vez
por lanzar una pelota a Herbie Katz.
Barney era el «motor» de su clase. Parecía ser un líder nato. Laura estaba
enormemente celosa porque nunca podía participar en los partidos de
baloncesto durante los recreos a pesar de las intercesiones de Barney en su
favor. Las costumbres de aquel tiempo dictaban que las chicas sólo pueden
jugar con las chicas. Y lo que es peor, ella no resultó demasiado favorecida con
la amistad de las otras chicas que la consideraban flacucha, desgarbada y
demasiado alta. Desde luego, para disgusto de Barney (y de ella misma) era la
más alta de toda la clase. Batió el récord del metro y medio antes que él, pasó el
metro sesenta y de momento parecía que no fuera a detenerse.
Sus momentos de consuelo fueron pocos pero realmente memorables.
Como el episodio que años después llamarían «Mediodía en el campo».
De hecho eran las cuatro de la tarde de un frío sábado de noviembre.
Warren, Barney y Laura habían salido pronto del cine (había habido demasiada
Maureen O'Hara y poco Errol Flynn). Al pasar por el patio del colegio, vieron
un partido de baloncesto de dos equipos de tres en marcha. Tras un rápido
intercambio de miradas, Barney dio unos pasos y lanzó el acostumbrado reto:
—¡Os daremos una paliza!
Pero uno de los jugadores objetó:
—¡Pero si sólo sois dos!
Barney señaló a sus compañeros de equipo mientras los contaba: —Uno,
dos y tres.
—Vamos, amigo, no jugamos con chicas.
—Es que ella no es sólo una chica.
—Tienes razón, ¡está plana como un muchacho! Pero, ni hablar, lleva
faldas.
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Ocurrió casi como por arte de magia. En las semanas que precedieron al
duodécimo cumpleaños de Laura, su hada madrina debió de hacerle frecuentes
visitas nocturnas inundando su dormitorio de invisibles regalos para su sistema
endocrino. Le estaban creciendo los pechos. No cabía duda: definitivamente le
estaban creciendo. Repentinamente todo volvía a estar en orden en el mundo.
Luis se dio cuenta y sonrió para sus adentros. Inés también y tuvo que
hacer un esfuerzo para no gritar.
Barney también reparó en ello y comentó de forma casual:
—¡Eh, Castellano! Ya tienes tetas.
Pero Barney también estaba creciendo y como prueba estaba aquella pelusa
que él llamaba «su barba» inundando su rostro.
Estela pensó que ya era hora de que Harold empezara a informar a su hijo
mayor sobre las «cosas de la vida».
Harold se sintió confuso, tan pronto orgulloso como tímido, al recordar la
introducción que le hizo su propio padre tres décadas antes. Había consistido
literalmente en un discurso sobre los pájaros y las abejas, nada más elevado en
la escala filogenética. Pero ahora él iba a hacerlo bien.
Pocos días después, en cuanto Barney regresó de la escuela le llamó a su
estudio.
—Hijo, ven, quiero hablarte de un asunto serio —comenzó.
Había planeado cuidadosamente un exordio ciceroniano utilizando el Arca
de Noé, para proseguir con una perorata sobre los varones y hembras de la
especie humana. Sin embargo, a pesar de lo experto pedagogo que era, se sintió
incapaz de alargar la discusión lo suficiente como para llegar hasta la
reproducción de los mamíferos.
Por último, ya desesperado, extrajo un delgado volumen, Cómo nacemos, y
se lo ofreció a Barney, el cual corrió a mostrárselo a Laura por encima de la
tapia un poco más tarde.
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CAPÍTULO 3
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Laura se destacaba entre el resto de las nuevas tanto por su altura como por
su belleza. Muy pronto, juniors y seniors (algunos de ellos atletas de primera y
líderes estudiantiles) se precipitaban escaleras abajo para salir al paso a Laura y
pedirle una cita.
Aquéllos fueron unos días embriagadores. Los hombres parecían haberla
descubierto de repente; bueno, más bien los chicos. Su persistente atención la
ayudó a olvidar que anteriormente estuvo decepcionada con su sexo. («No sólo
soy fea —había confiado a Barney—, sino que además soy tan alta que todo el
mundo se da cuenta.»)
Mientras que los primeros días en Midwood Barney y Laura comían solos
en una mesa de la cafetería, ahora se hallaba tan rodeada de pretendientes de
los cursos superiores que ni siquiera hacía un esfuerzo por acercarse a ella.
(«Tengo miedo de que me pisoteen, Castellano.»)
Por su parte, Barney no hizo grandes progresos. Parecía como si lo último
que una chica nueva quisiera fuese conocer a un chico nuevo. Como un
auténtico Dodger de Brooklyn, «tendría que esperar al año próximo». Y
contentarse con soñar despierto con la capitana de las animadoras del equipo,
Cookie Klein.
A pesar de que los equipos de Midwood tenían fama por no vencer jamás,
los acontecimientos deportivos levantaban siempre un gran revuelo. Pero había
una explicación bien sencilla: las animadoras del equipo de Midwood eran
extraordinariamente hermosas y este espectáculo compensaba con creces el
desastre.
La competencia para formar parte de las animadoras era tan feroz que
muchas chicas adoptaban medidas extremas a fin de ser seleccionadas. Por esta
razón, Mandy Sherman se pasó todas las noches que siguieron a las vacaciones
de primavera aguantando una rinoplastia, en la ferviente creencia de que lo
único que le faltaba era una nariz perfecta.
Imaginemos por tanto la consternación de Cookie Klein cuando se acercó a
Laura para reclutarla y ésta rehusó. En cuestión de horas, las noticias habían
corrido por toda la escuela.
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CAPÍTULO 4
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—Castellano, estás realmente loca. Cuando corra la voz de que una chica de
segundo curso se presenta para tesorera serás el blanco de todas las burlas de
Midwood.
Laura sonrió:
—Perfecto. Podrán reírse, pero al menos hablarán de ello y eso ya es una
buena publicidad.
—¡Dios! —exclamó Barney sin poder disimular su admiración—, realmente
juegas fuerte ¿verdad?
—Mira, Barn, mi padre siempre dice: «Si quieres ser dichoso, no estés nunca
ocioso.»
—¿Qué significa?
—Significa: «La vida es un juego fuerte.»
Durante el intenso entrenamiento que tuvo lugar una semana antes del
crucial partido de Midwood contra su archienemigo el Madison High, Jay
Axelrod tropezó y cayó torciéndose dolorosamente el tobillo. El médico dijo
que pasarían diez días antes de que pudiera ni siquiera calzarse las botas. Al día
siguiente por la tarde, cuando Barney se estaba secando tras el entrenamiento,
Doug Nordlinger pasó por allá y dejó caer de modo casual:
—Mañana empiezas, Livingston.
¡Empezar! ¡Increíble! ¡Era demasiado!
No podía esperar a llegar a casa.
—Tienes que venir, papá —suplicó durante la comida—. Me refiero a que
es viernes por la noche y no tienes que dar clase al día siguiente. Además, con
toda probabilidad, éste es el mayor honor que me concederán en la vida.
—Lo dudo —respondió Harold con una sonrisa indulgente—. Pero
comprendo tu excitación.
—Vendrás, ¿verdad, papá? —preguntó Barney de nuevo.
—Pues claro —dijo Harold— Hace años que no veo un partido de
baloncesto.
Aquel viernes Barney asistió a sus clases como un zombie, pensando sólo
en los minutos que faltaban aún hasta las siete.
Después de las clases, se dirigió al vacío gimnasio y practicó lanzamientos
durante una hora. Después se fue a George's para hacer acopio de fuerzas con
un buen bistec y un refresco de cereza.
A las seis, cuando los demás jugadores empezaban a llegar a los vestuarios,
él ya estaba vestido, sentado en un banco, con los codos sobre las rodillas,
tratando de convencerse en vano de que no estaba nervioso.
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—Eh, Livingston —oyó decir a una voz nasal—. Traigo una buena noticia.
El pie de Axelrod está perfectamente, así que después de todo es mejor que no
empieces hoy.
Barney alzó instantáneamente la cabeza como si hubiera recibido una
descarga eléctrica. Era aquel imbécil de larguirucho, Sandy Leavitt, con una
mirada de idiota en el rostro.
—Ja, ja, Livingston, te lo has creído, ¿eh?
—Vete a la mierda, Leavitt —cortó nerviosamente Barney.
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Cuando llegó junto a ella estaba solo. «Respira, Livingston —se dijo a sí
mismo—, desmárcate y apunta bien.» Aguardó otro instante y a continuación...
¡canasta!
Casi se sintió morir en medio de un éxtasis.
Midwood ganaba por tres canastas cuando Madison pidió tiempo muerto.
Mientras ambos equipos se apelotonaban en torno a sus respectivos
entrenadores, Barney miró de nuevo hacia las gradas. ¡Todavía no estaban más
que Laura y Warren!
Tal vez habían sufrido un accidente. No, papá no conducía. Además,
Warren estaba allá. Durante el descanso de la media parte, se retiraron a los
vestuarios y chuparon rodajas de naranja. Con el uniforme empapado en sudor,
Barney se dejó caer al suelo junto a una de las casillas. Cuarenta minutos más
tarde, cuando el partido tocó a su fin con la victoria de Midwood por seis
puntos, Barney habla marcado trece puntos. En lugar de seguir al resto de los
jugadores hasta los vestuarios, se dirigió lentamente hacia Laura y Warren.
Laura habló primero.
—Papá no le ha dejado venir.
—¿Qué?
—Justo después de la cena, papá notó una especie de dolor en el pecho —
explicó entonces Warren—, y el doctor Castellano le examinó.
—¿Qué le pasa?
—Papá cree que no es más que algo que ha comido —añadió Laura
presurosa—, pero, para mayor seguridad, le ha dicho que se quedara en la
cama. —A continuación trató de cambiar de tema—. Has estado fantástico ahí
abajo, Barn. Seguro que publican tu foto en el Argus.
Y Warren añadió:
—Recordaré todas las maravillas que has hecho durante el resto de mi vida.
—Sí, bien —dijo Barney distraído. Y se dirigió a las duchas.
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—Y no sólo ellos, Livingston. He oído que vas por toda la escuela diciendo
que has ligado con tres de las admiradoras. ¿Es cierto?
—Absolutamente, Castellano, absolutamente cierto.
—¿Quieres decir que tú ya lo has hecho?
—No, pero admito que me he jactado de ello.
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—Oye, mira, esto es el centro. Miles de personas entran y salen de ahí cada
día. Probablemente pensarán que eres un enano. Y ahora entra y consígueme
eso.
Mientras su hermano pequeño entraba en la farmacia mascullando, Barney
caminó nerviosamente de un lado a otro, rogando por que ningún amigo de sus
padres, que a menudo hacían compras en los cercanos almacenes A & S, le
pescaran en flagrante delito. A los pocos minutos, Warren apareció por la
puerta con una bolsita de papel blanca en la mano.
—¿Por qué demonios has tardado tanto? —preguntó Barney irritado.
—Un momento, Barn... Me han estado haciendo toda clase de preguntas,
como si los quería lubricados o sin lubricar. No se me ocurría nada que
contestar.
—Y al final, ¿qué dijiste?
—Como no lo sabía, he comprado un paquete de cada.
—Una gran idea —murmuró Barney con un suspiro de alivio. Y rodeó los
hombros de su hermano con un brazo—: Estoy orgulloso de ti, pequeño.
Para entonces Laura era tenida por un modelo a imitar, de tal modo que
muchas de las nuevas le pedían consejo sobre asuntos que iban desde qué
maquillaje utilizar hasta cómo pescar a un chico o cómo manejar a sus padres.
Pero a Laura le disgustaba este papel. En realidad no quería dedicarse a
tranquilizar, aconsejar o consolar a las demás chicas con problemas.
Porque, ¿cómo iba a hacer ella de madre sin ni siquiera haber disfrutado
apenas el lujo de ser una niña?
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todo el verano, más todas las propinas que cada uno obtuviera de los
encantadores padres de los niños. («Si uno de vuestros niños le dice a su padre
que se lo está pasando estupendamente, os dará un billete de cien dólares como
si nada.»)
La cabaña de Barney se componía de un grupo de once niños de nueve
años, siete de los cuales eran niños perfectamente normales y agresivos. El
octavo era un chiquillo dolorosamente introvertido llamado Marvin
Amsterdam el cual, por la sencilla razón de que aún mojaba la cama, era tratado
a patadas por el resto de sus compañeros de barracón.
Marvin era hijo único y cuando sus padres se divorciaron tuvo que
soportar la humillación de enterarse de que ninguno de los dos deseaba su
custodia. Fue enviado interno a un colegio del cual salía únicamente para visitar
a su padre o a su madre durante las largas vacaciones de Navidad o Pascua. En
cuanto acababa la escuela, Marvin era nuevamente exiliado, esta vez al Campo
Hiawatha, donde cada vez más intensamente soñaba con hacerse invisible para
que los demás chicos no pudieran verlo.
Para empeorar las cosas, era una inutilidad para todos los deportes. En el
campo siempre era el último en ser escogido y en la escuela sencillamente no le
dejaban jugar.
Barney habló con Jay Axelrold de los problemas de Marvin una noche
mientras tomaban unas cervezas en la cantina del campo.
—¿No podríamos hacer algo para ayudar al chico? —preguntó Barney.
—Oye, escucha, viejo amigo —respondió Jay—, soy monitor en jefe, no
doctor. Te aconsejo sinceramente que no te relaciones demasiado con ese chico,
Barn. Está condenado a ser un infeliz el resto de su vida.
De vuelta a su barracón, entre los chirridos de los grillos y los resplandores
de las hogueras y de sus propios pensamientos, Barney se dijo que Jay
probablemente tenía razón, Marvin necesitaba la ayuda de un profesional. Sin
embargo, continuaba pensando que ojalá pudiera hacer algo por él.
Con toda seguridad, se dijo, el chico jamás sería jugador de baloncesto y
además aquello no era algo que pudiese aprender en un mes y medio. ¿Y tenis?
Al menos eso le haría sentir menos ignorado.
Por tanto, en el último período de la tarde denominado «de juegos» para
los campistas (y de entrenamiento oficioso para los jugadores del Midwood),
Barney se llevó a Marvin Amsterdam aparte y comenzó a instruirle en el arte de
la raqueta y la pelota.
Al principio asombrado y más tarde henchido de gratitud, Marvin trató
fervientemente de prestar toda su atención a la dedicación repentina de aquella
nueva heroica figura que había aparecido en su vida. Al cabo de dos semanas
ya jugaba bastante aceptablemente. Y al final del verano, Marvin Amsterdam ya
era capaz de vencer a un par de chicos de su grupo.
Barney escribió a Laura:
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«El entrenador está un tanto molesto porque dedico parte del tiempo de los
entrenamientos a practicar con el chico. Pero creo que hacer que Marvin ganara
un poco de confianza en sí mismo me ha proporcionado mayor satisfacción que
cualquier otra cosa que haya hecho en mi vida.»
Sin embargo, el señor Nordlinger no era el único molesto por la
desproporcionada dedicación de Barney a un solo campista. Durante el Fin de
Semana de los Padres, el resto de los muchachos comunicaron a sus familias
que su monitor tenía favoritismos. Como resultado, Barney no obtuvo más que
cuarenta dólares en propinas.
Pero después de sostener una sincera charla con los padres de Marvin (que
hicieron su aparición juntos), sugiriendo con gran diplomacia que su hijo
necesitaba verdaderamente consejo profesional, por primera vez en años,
ambos estuvieron de acuerdo en algo: a saber, que Barney había tenido mucho
valor al decirles cómo debían criar a su hijo.
No había sido un verano demasiado glorioso. De hecho, Barney sólo
encontraba consuelo en el hecho de haber tenido tiempo suficiente para leer la
Interpretación de los sueños, de Freud. Cuando escribía a Laura, recordó un
sentimiento que sólo podía relatar como: «abrir una puerta oculta tras una
pintura de Dalí y hallar un nuevo mundo: el Subconsciente.»
Por otra parte, el otro punto agradable para Barney habían sido las cartas
semanales de Laura. Pero incluso el reparto del correo le producía una pequeña
decepción, ya que Jay Axelrod siempre recibía otra carta con el mismo remite.
Así pues, Barney no se sintió en absoluto triste cuando por fin llegó el
último día y pudo salir del autobús de Greyhound en la Gran Estación Central.
La mayor parte de sus muchachos se lanzaron en brazos de sus padres.
Sin embargo, tan sólo una niñera temporal había ido a recoger a Marvin
Amsterdam, el cual no tenía ninguna prisa por marcharse con ella. El
desesperado pequeño no hacía más que discurrir cosas para discutir con Barney
y posponer el fatal momento de la separación. Barney tuvo mucha paciencia.
—No vayas a perder mi dirección, viejo amigo. Prometo contestar todas tus
cartas.
Se dieron la mano, pero Marvin se resistía a soltar la de Barney.
Finalmente, la impaciente niñera llamó a gritos y Barney observó con
tristeza cómo se alejaba en una limusina con chófer.
«A la mierda los cuarenta dólares —pensó—. Ha valido la pena sólo por
sentir la mano de ese chiquillo.»
Aliviado por el hecho de haber perdido de vista al personal del Campo
Hiawatha, Barney se sintió desazonado al encontrar a Jay Axelrod sentado con
Laura en el porche al llegar.
—Me imagino que vosotros dos ya vais en plan serio —comentó Barney al
día siguiente de que Jay se marchara a pasar la semana a Cornell.
—Bueno, tal vez. Necesitaba comprometerse un poco.
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CAPÍTULO 5
A finales del primer mes de curso, Laura recibió una carta de Jay Axelrod.
Decía, en resumen, que el estar lejos de ella, en aquel paraje salvaje al norte de
Nueva York, había sido una experiencia thoreauviana. Había tenido tiempo de
dar largos paseos y de meditar y había llegado a la conclusión de que
formalizar su relación había sido injusto para Laura. Ella era aún muy joven y,
por tanto, debía citarse con otros chicos hasta que fuera capaz de decidirse por
sí misma. P.D.: ¿Te importaría devolverme la insignia?
—Todo esto son estupideces —se mofó con desprecio Barney—. No es más
que un modo cobarde de dejarte plantada.
Laura asintió.
—Si al menos hubiera sido lo bastante honesto como para admitir que se ha
rajado. —Tomó asiento en silencio durante unos minutos y luego descargó el
puño cerrado sobre una pila de libros y cuadernos—. ¡Maldita sea! Y yo que
pensaba que era un tipo muy honesto.
—Supongo que la mayor parte de los chicos son unos bastardos egoístas
cuando se trata de chicas —dijo él para consolarla.
—¿Tú también, Barney?
—Probablemente. Lo que pasa es que aún no he tenido ocasión de
demostrarlo.
Barney estaba dando en verdad algo con qué excitarse a las admiradoras de
Midwood.
Desde que sonaba el primer pitido hasta que se oía el último, jugaba como
un loco, encestando, pasando, bloqueando y defendiendo su canasta con una
tenacidad que inspiraba al resto de sus compañeros.
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encerraba en su estudio y se ponía a leer algún autor latino hasta la hora del
desayuno. Por eso era el profesor más popular de toda la escuela.
Barney colocaba su mano sobre la de su madre.
—No te tortures, mamá. ¿A quién le importa que ahora tenga que llevar
bastón? Al menos, aún podemos hablar con él.
Ella asintió.
—Tienes razón, deberíamos estar agradecidos. —Y suspiraba con afecto—:
Eres un buen chico, Barney.
Noche tras noche, repetía casi literalmente el mismo monólogo catártico.
A continuación venía la parte más dura de la jornada de Barney, ir a ver a
su padre.
Harold pasaba la mayor parte del tiempo en cama, leyendo. Primero, el
periódico matinal, después trabajos académicos y, cuando despertaba de su
siesta, el World-Telegram. Después de la cena solía estar tan cansado, que no
podía hacer otra cosa que permanecer en la cama y recibir visitas.
Sintiéndose culpable «por no hacer nada útil», cargaba con el peso de la
conversación, discurseando sobre los acontecimientos del día o sobre el libro
que estuviese leyendo en aquel momento. Sin embargo, su voz estaba siempre
teñida de un tinte apenas perceptible de disculpa.
Barney lo había captado e, invirtiendo los tradicionales papeles, trataba de
llevar a su padre un poco de paz mental relatándole los principales
acontecimientos de su propio mundo intelectual. Una noche le comentó su
fascinación por el psicoanálisis.
—Oye, papá —preguntó—, ¿has leído algo de Freud?
—Oh, sí, alguna cosa.
Aquella respuesta sorprendió a Barney. Esperaba que su padre careciera
totalmente de información sobre «esas cosas modernas».
—Cuando estaba en el hospital del ejército —continuó Harold—, había un
psiquiatra muy compasivo que nos visitaba cada día y nos hacía explicarle una
y otra vez cómo nos hirieron. Debió de venir una docena de veces. Y nos
ayudaba. Realmente nos ayudaba.
—¿Cómo, papá? —preguntó Barney con creciente fascinación.
—Verás, sin duda recuerdas cómo explica Freud el proceso de los sueños...
—Sé que dice que los sueños desbloquean nuestro subconsciente.
—Exacto. Verás, este médico trataba de aliviar mi psique haciéndome
«soñar en voz alta». Noche tras noche tuve que revivir aquella explosión, pero
hablar sobre ello una y otra vez puso fin a mis espantosas pesadillas.
Entonces a Harold se le ocurrió una cosa.
—Por cierto, ¿para qué asignatura lees eso?
Un tanto azorado, Barney confesó que leía sobre psicología en su «tiempo
libre». Dado que ambos sabían que no tenía en absoluto tiempo libre, aguardó
expectante una reprimenda por «descuidar su trabajo de la escuela». Pero su
padre volvió a sorprenderle.
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—Mira, hijo, esto no mejorará tus notas. Pero yo siempre he creído que el
verdadero propósito de la educación es estimular la mente para que ésta piense.
Y dime, ¿has leído algo de Jung?
Barney sacudió la cabeza.
—Bueno, ¿por qué no le das un vistazo a su teoría sobre los sueños y sobre
el Subconsciente Colectivo y después lo comentamos?
—Por supuesto, papá, lo haré. A lo mejor mamá puede sacarme un
ejemplar de la biblioteca.
—No hace ninguna falta —respondió Harold—. Tengo uno en mi estudio,
en el mismo estante que Artemiodoro.
A partir de entonces, aquellas visitas a Harold se convirtieron en la mejor
parte de la jornada de Barney.
Sus notas del primer trimestre fueron, como ya esperaba, más bajas de lo
normal. Pero su media aún estaba por encima de noventa, así que la posibilidad
de ir a Columbia no quedaba automáticamente descartada. Especialmente si se
esmeraba en los inminentes exámenes estatales.
La parte crucial de tal examen determinaba la aptitud de los candidatos en
el uso de las palabras y los números. Teóricamente, aquello era como un
análisis de sangre: no había que estudiar nada.
Pero en la práctica, durante las vacaciones de Navidad, los chicos asistían a
unos cursos dirigidos muy caros para mejorar sus «aptitudes». Toda familia que
soñara con prosperar se rascaría los doscientos dólares necesarios para hacer
que sus hijos parecieran más inteligentes de lo que realmente eran.
Inés Castellano calificaba esto de una forma de «hacer trampas», un
compromiso para el honor de las personas. Pero Luis era realista y la corregía
diciendo que por qué iba a estar su hija en desventaja. Llegó incluso a
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Cuando el frío invernal se abatió sobre él, Barney comenzó a volver del
trabajo como un auténtico zombie. A veces no dormía más que cuatro horas.
Pero aquél era el último trimestre, la última etapa de agobio en su casa. En unas
pocas semanas, empezarían a llegar noticias de las escuelas y se acabaría todo
excepto los gritos.
Y los llantos.
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Durante la hora del almuerzo, registró sin ningún éxito la cafetería. A la una,
seguía sin haber hecho el más mínimo progreso.
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CAPÍTULO 6
Sin que ello causara sorpresa alguna, Laura fue aceptada en Radcliffe con
una beca completa. Ella se sentía en éxtasis ante la perspectiva de asistir a la
escuela femenina hermana a Harvard, ya que esto la colocaría en posición
óptima para conquistar la última ciudadela: el Colegio de Médicos de Harvard.
El alborozo de Barney fue bastante menor. Columbia le había aceptado, de
acuerdo, pero tan sólo con una beca tutorial.
—Podrás jugar al baloncesto, ¿verdad? —preguntó Laura.
—Sólo si los entrenamientos son entre medianoche y las 4 de la madrugada
—respondió él amargamente.
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Querida Castellano:
Ésta es la primera cosa que mecanografío en la máquina que tus padres me
regalaron cuando me gradué.
Acabo de mudarme al John Jay Hall. Mi habitación no es exactamente espaciosa. De
hecho, por comparación, hace que una cabina de teléfonos parezca la Gran Estación
Central. Pero ya he conocido a unos cuantos muchachos y a muchos aspirantes al
Colegio de Médicos.
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Sin embargo, resulta curioso el hecho de que no parezco coincidir con ninguno de
los aspirantes que me caen bien. Al parecer, la mayoría quieren especializarse en lo que
podríamos llamar el síndrome del Rey Midas. La lectura de recreo parece ser el
«Economía Médica».
Columbia es fabulosa y a pesar de que tengo que satisfacer todos esos malditos
requisitos científicos, estoy decidido a especializarme en inglés. ¿Cómo podría
desperdiciar la oportunidad de escuchar a pesos pesados como Jacques Barzun o Lionel
Trilling, este último dando un curso de «Freud y la crisis de la cultura»? Eso sí que es
un curso brillante, ¿te imaginas?
Todo sería fantástico si no fuera porque tengo que estudiar química orgánica, pero
quiero quitármela de encima cuanto antes, para no tenerla suspendida sobre mi cabeza
como la espada de Damocles.
Para que te diviertas un rato te diré que la semana pasada fui a los entrenamientos
de baloncesto de los recién llegados. Como sabía que no sería capaz de jugar, ni siquiera
por chiripa, estaba frío y tranquilo como un pepino.
El gimnasio estaba repleto de muchachos, algunos de los cuales hasta parecían
extranjeros, es decir, altos, musculosos y rubios mancebos del Midwest, los cuales, con
toda probabilidad, habían ingresado con una beca completa de recolectores de maíz. (No
lo digas, ya sé que estoy celoso.)
Pero, bueno, poco a poco, el grano se fue separando de la paja (observarás que
continúo con las metáforas agrícolas) y a mí aún no me habían cribado. Cuando faltaba
la última eliminatoria, enloquecí del todo, intentando ridículos lanzamientos a larga
distancia, incluso con la mano izquierda, los cuales sin excepción y por obra de algún
perverso milagro, entraron por el aro.
Al final de la jornada, me encontré a mí mismo siendo acogido por el entrenador del
Columbia, un increíble personaje llamado Ken Cassidy.
Después de que éste hubiera vomitado su increíblemente ampuloso discurso, me
dirigí hacia él y le comuniqué que mis obligaciones financieras me impedían aceptar su
graciosa oferta.
Su respuesta hizo que, de algún modo, su imagen de míster Perfecto se rompiera en
pedazos. Fue algo así como que qué leches hacía un hijo-de-perra como yo
desperdiciando su valioso jodido tiempo si sabía que no iba a poder jugar con ellos, etc.
No había oído algunos de los epítetos ni siquiera en los campos de juego de Brooklyn.
Bueno, ya es hora de que me despida. Echaré la carta camino del trabajo.
Espero que te portes bien.
Con cariño, de
BARNEY
Por Navidad tenían tantas cosas que explicarse que se quedaron charlando
hasta las cuatro de la madrugada. Por el entusiasmo que Barney mostraba hacia
los gigantes a los que había escuchado, Laura concluyó que el aspirante a
graduado medio en Columbia obtenía una educación más esmerada que el de
Harvard.
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Sin embargo, había algo que parecía ser igual en ambas instituciones. Los
aspirantes al Colegio de Médicos eran, casi sin excepción, unos implacables y
competitivos empollones, a los cuales jamás se les ocurriría boicotearte un
experimento en el laboratorio de química mientras te marchabas
precipitadamente respondiendo a la imperiosa llamada de la naturaleza.
—A eso se le llama dedicación total —comentó Barney irónicamente—,
pero sabemos que ésos entrarán en el Colegio de Médicos con toda seguridad.
—Sí —convino Laura—, ojalá supiera cómo consiguen hacerlo. Me refiero a
que no puede ser sólo por el dinero...
—No —respondió Barney tratando de adoptar un tono de analista
profesional—, detecto un alto grado de inseguridad social entre ellos. Me da la
sensación de que esos tipos ven la bata blanca como un seguro que los
protegerá. O míralo de este otro modo: la mayoría de esos borregos sólo
conseguirán una cita en una frutería o algo así. Imagínate la autoridad que les
proporciona el poder decirle a una mujer: «Quítate la ropa y enséñame las
tetas.»
Laura se echó a reír.
—No bromeo, Castellano —insistió él.
—Lo sé; si no me río, me pondría a llorar.
Al día siguiente celebraron otra extensa sesión nocturna. Esta vez para
tratar otro tópico delicado para ambos, sus padres.
Harold Livingston había hallado el modo de resolver su sentimiento de
culpabilidad por no ganar el pan con que alimentar a su familia. Habla decidido
utilizar la habilidad adquirida en el ejército para traducir algunos de los clásicos
de la literatura oriental, empezando por la Fábula de Genjii del siglo XI, la
primera y más famosa novela japonesa.
Barney se sentía orgulloso de su padre y aseguraba a Warren que papá no
sólo estaba llevando a cabo un mero ejercicio terapéutico. Había registrado la
librería de su escuela llegando a la conclusión pragmática de que el trabajo de
Harold llenaría un importante vacío en las estanterías de literatura.
—Podría darle todo un nuevo incentivo a su vida.
Por otra parte, Laura no se sentía ni mucho menos tranquila. Desde el
momento que puso los pies en su casa, tuvo la sensación de que ésta se estaba
viniendo abajo. Sus padres, por turnos, trataron de ganar su confianza, como si
la devoción de Laura diera validez a los diferentes caminos que ambos habían
tomado.
Inés, quien se pasaba el día en la iglesia confesando sus pecados, de tal
modo que no tenía tiempo material de cometer más entre visita y visita, trató de
convencerla para que la acompañara.
—Lo siento, mamá —contestó Laura—. No tengo nada que confesar.
—Todos nacemos pecadores, pequeña.
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Estela no pudo pasar por alto el hecho de que los Castellano no habían
comido sino unas migajas de comida que con tanto cariño había preparado para
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el día de Navidad. Inés permanecía sentada como una estatua. Luis no dejaba
de beber vino y Laura iba siguiendo su mirada, contando no sólo los días, sino
las horas y los minutos que le faltaban para poder escapar a Boston.
El peso de la conversación recaía ahora sobre los débiles hombros de
Harold Livingston.
Se volvió hacia Laura sonriendo.
—Barney me ha dicho que los dos habéis sacado una A en los exámenes de
química orgánica de medio trimestre. Seguid así y «ábrete, sésamo» en el
Colegio de Médicos.
—Para Barney, seguramente —apuntó Laura—, pero mi tutora dice que el
personal médico no mira con buenos ojos a las mujeres aspirantes. Incluso para
conseguir una entrevista hace falta algo así como ser la primera de la clase y
tener una carta de Dios, o al menos de san Lucas.
Por el rabillo del ojo, vio a Inés arrugando el ceño a causa de su
irreverencia.
—Vamos, Laura, seguro que exageras —comentó Harold.
—Ah, muy bien —respondió Laura—, entonces desafío a cualquiera a que
nombre a tres doctoras famosas de la historia.
—Florence Nightingale —intervino Warren inmediatamente.
—Era enfermera, tonto —replicó Barney cortante.
—Bueno —comenzó Harold despacio, aceptando el reto—, habla una tal
Trotula, profesora de Medicina en la Universidad de Salerno en el siglo once.
Incluso escribió varios libros de textos famosos sobre obstetricia.
—Vaya, ése ha sido un buen tanto, señor Livingston —sonrió Laura—. Sólo
faltan dos.
—Bueno, siempre tenemos a madame Curie —continuó Harold.
—Lo siento, señor Livingston, pero sólo era química, y ya tuvo bastante
trabajo para llegar hasta ahí. ¿Os rendís?
—Sí, Laura —concedió Harold—, pero como experta en historia de la
ciencia, deberías ser capaz de responder a tu propia pregunta.
—Muy bien. Directamente extraída de las páginas del New York Times os
puedo hablar de Dorothy Hodgkin, médico titulado, que descubrió la vitamina
B12 para el tratamiento de la anemia perniciosa. Después tenemos a Helen
Taussig, una alumna de Radcliffe, por cierto, aunque no le fue permitido
ingresar en el Colegio de Médicos de Harvard, la cual realizó con éxito la
primera intervención quirúrgica de un «niño azul». Probablemente podría citar
más nombres, pero dudo que llegáramos a reunir los suficientes para jugar un
partido contra la AMA 4.
Llegados a ese punto, Luis rompió su silencio para decir:
—Tú cambiarás todo eso, Laurita. Serás una gran doctora.
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Ese mismo día, un poco más tarde, cuando ambos se hallaban solos, Laura
comentó a Barney de modo casual:
—Creo que no vendré a casa en Pascua.
—Eh, vaya noticia más horrible. ¿Por qué no?
—Francamente, creo que ya he experimentado la Última Cena.
Aquí te volverías realmente loco, Barney, Hay más pastelillos de queso aquí que en
Lindy's.
Tengo laboratorio cuatro tardes por semana y el viernes estoy tan saturada de
ecuaciones, fórmulas y conceptos incomprensibles, como el «efecto Doppler» (¿a quién
demonios le importa realmente la velocidad del sonido?), que todo cuanto deseo hacer el
fin de semana es dormir. A lo mejor se te ocurre algún modo de venir aquí el verano que
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Barney no vio a Laura hasta que ésta se dignó a hacer una breve y
desganada aparición un fin de semana de agosto a la casa de Neponset, para la
compra de la cual los Castellano y los Livingston habían adquirido de un modo
quijotesco los derechos.
Warren, a punto de cursar su último año en Midwood, se hallaba ausente,
trabajando como ayudante de camarero en Greenwood Manor, la famosa
estación de las montañas Catskill. Las propinas, escribió a sus padres en una
misiva que debía ser transmitida a Barney, eran más elevadas para los
camareros que aspiraban a ser médicos. Su profesión elegida, abogacía, apenas
si rozaba el segundo lugar.
Después de comer, Laura y Barney dieron un largo paseo por la playa a la
luz del sol del atardecer.
—¿Cómo están tus padres? —preguntó él.
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1955 sería recordado con afecto como el año en que los norteamericanos
bailaron dos veces de alegría por las calles. Una fue a causa de un
acontecimiento sin precedentes en Brooklyn: los Dodgers lograron vencer a los
Yankees de Nueva York y obtuvieron la Copa Mundial.
Y también tuvo lugar la explosión a nivel nacional desencadenada por el
anuncio, el 12 de abril, de los resultados a gran escala de la vacuna de Jonas
Salk experimentada con los escolares de Pittsburgh. Había dado resultado. ¡La
Ciencia había logrado vencer a la polio!
El país entero enloqueció de alegría, y tal y como un observador recordaba
«tañeron las campanas, sonaron los cuernos, silbaron los timbres de las fábricas,
se dispararon salvas de saludo, los semáforos permanecieron en rojo durante
breves períodos en señal de homenaje, el resto de la jornada se declaró fiesta,
cerraron las escuelas o se convocaron fervorosas asambleas en su interior, se
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CAPÍTULO 7
Era el domingo por la mañana del fin de semana del Día del Trabajo.
Warren se encontraba devorando un bollo relleno de gelatina a la vez que la
sección deportiva del Times. Su padre hojeaba sin demasiado interés un libro.
Parecía más pálido y tembloroso que de costumbre y ya iba por el tercer
cigarrillo del día.
—¿Más café, querido? —preguntó Estela solícita.
—No, gracias. No me encuentro muy bien. Creo que saldré al jardín a
respirar un poco de aire fresco.
—Muy bien. Saldré contigo —respondió ella.
Harold asió su muleta y se puso en pie con dificultad (siempre era muy
tozudo e insistía en rechazar cualquier ayuda).
Warren ya iba por las «Noticias de la semana» cuando oyó la voz de su
madre gritando desde el jardín presa de pánico:
—¡Socorro, socorro! ¡Que alguien me ayude!
En un instante, se plantó en la puerta trasera y vio a su padre postrado en el
suelo. Warren se precipitó hacia él.
—¿Qué ha pasado, mamá?
—Estábamos aquí de pie hablando —sollozó Estela— y de pronto se ha
caído. Creo que está inconsciente, no sé, no sé...
Warren se arrodilló junto a su padre, que tenía los ojos cerrados y la cara de
color ceniciento. Agarró a Harold por un hombro y le gritó como si pretendiera
despertarle:
—Papá, papá. —No obtuvo respuesta.
Sostuvo un dedo estirado bajo la nariz de su padre, pero no fue capaz de
determinar si éste aún respiraba. Él creía que sí, pero no estaba seguro. Después
aplicó el oído a su pecho.
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—Está bien, mamá. Le oigo los latidos, pero suenan muy rápido. Creo que
será mejor llamar al doctor Castellano.
Ella asintió, muda de miedo. Mientras Warren partía a toda velocidad, ella
se arrodilló en el suelo y colocó al cabeza de su marido sobre su regazo.
El coche de Luis no estaba aparcado frente a su casa. Warren subió los
escalones de dos en dos y llamó al timbre de la puerta principal. Al poco, Inés
abrió la puerta.
—Mi padre está enfermo, se ha desmayado o algo así. ¿Dónde está el
doctor Castellano?
—Oh, María Santísima, acaba de salir a visitar a unos pacientes. No sé
cuándo volverá. Escucha, muy cerca de aquí, en Park Place, vive un tal doctor
Freeman —dijo señalando a la izquierda.
—Estupendo. ¿En qué número?
Ella sacudió la cabeza.
—Pues no lo sé, pero es el único apartamento que no es una oficina de todo
el bloque. Su nombre está escrito en un letrero de latón cerca de la puerta
principal. Tú ve a buscar al doctor. Yo voy con Estela a ver si puedo ayudar.
Menos de dos minutos después, Warren se hallaba sin aliento junto al
número 135 de Park Place, apretando el timbre de OSCAR FREEMAN, médico. Al
cabo de un momento, se oyó una voz de hombre por el interfono:
—Aquí el doctor Freeman. ¿En qué puedo ayudarle?
—Se trata de mi padre, doctor. Ha perdido el conocimiento. Quiero decir
que está tendido en el suelo. ¿Puede venir, por favor?
—¿Está inconsciente?
—Sí, sí —respondió Warren casi gritando por la ansiedad—. Por favor,
¿podría darse prisa?
Se hizo un breve silencio.
A continuación, la voz del médico contestó desprovista de toda emoción:
—Lo siento, hijo, creo que será mejor que llames a una ambulancia. Yo no
puedo mezclarme en este tipo de cosas, por razones profesionales.
Después se oyó un clic. Warren se quedó petrificado durante unos
instantes, perdido y confuso. Jamás se le hubiera ocurrido que el médico no
fuese a acompañarle. «Oh Dios —pensó—, ¿qué debo hacer?»
Regresó a todo correr a su casa, empujado por el terror.
La escena del jardín era prácticamente la misma que al marcharse, excepto
que Inés había llevado una manta para tapar a Harold, que estaba temblando.
—¿Dónde está el médico? —preguntó Estela.
—No ha querido venir —respondió Warren colérico—, ¿habéis llamado al
hospital?
—Sí —respondió Inés—, han dicho que vendrían lo antes posible.
La ambulancia llegó veintisiete minutos más tarde.
Llevó a Harold al King's County Hospital, donde ingresó ya cadáver.
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Cuando llegaron a casa era casi medianoche. Laura había llegado de Boston
momentos antes.
—He... mm... preparado un poco de café y algunos bocadillos —dijo
tímidamente—, es decir, por si alguien tiene hambre.
La tristeza de los Livingston era palpable y, no obstante, ella se dio cuenta
de que Barney sufría más allá de la pena.
Luis e Inés llevaron a Estela al piso de arriba, para darle un sedante y
ayudarla a acostarse. Warren cogió un bocadillo y una manzana y se dirigió
hacia su cuarto, para encontrarse a solas con su tristeza.
En la cocina sólo quedaron Barney y Laura.
—Eh, Barney, dime algo —dijo ella suavemente—, sé que estás muy triste y
hablar te ayudará.
Él bajó la cabeza.
Ella se acercó a él, se arrodilló a su lado y le tocó el brazo.
—Di algo, Barn.
Finalmente, él expresó con palabras su obsesión.
—No puedo creerlo, un médico le ha dejado morir.
—Barney, eso ya no importa.
—Bueno, entonces, ¿qué demonios es lo que importa?
Ella le acarició la mejilla y él cogió su mano igual que un hombre a punto
de ahogarse agarraría un salvavidas.
Y se echó a llorar.
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El funeral de Harold, aunque había sido pensado tan sólo para los parientes
cercanos, se vio engrosado por más de una docena de profesores del Erasmus
Hall quienes le recordaban con gran afecto, e incluso por antiguos alumnos
suyos que habían leído la noticia de su muerte en el Brooklyn Eagle.
Una noche, dos semanas más tarde, Estela y sus hijos se hallaban reunidos
en torno a la mesa de la cocina hablando sobre el futuro.
—Estaremos bien —les dijo—. Harold era meticuloso con estas cosas.
Poseemos la casa sin deuda alguna. Su voluntad es que sus hijos compartan su
biblioteca. No fue más específico. Sabía que ambos seríais justos con el otro.
—No podría resistir llevarme ninguno de sus libros —murmuró Barney.
Warren asintió.
—Yo tampoco. Quiero que todo se quede tal y como está.
Estela lo comprendió. Necesitaban tiempo. Todos lo necesitaban.
—Se había cuidado de nosotros —continuó ella—. Su seguro de la
Federación de Profesores nos pagará quince mil dólares y su póliza del ejército
otros diez. Eso significará que no tendremos ninguna preocupación financiera.
Ambos hermanos asintieron.
—He pensado mucho qué hacer con ese dinero —continuó—. Barney,
quiero que dejes de matarte a trabajar. El resto del tiempo que estés en
Columbia, yo me haré cargo de todos los gastos, de manera que puedas dedicar
todo el tiempo a estudiar.
Barney alzó una mano para protestar pero ella le cortó.
—Por favor —insistió, y entonces pronunció las palabras que sabía
pondrían punto final a cualquier discusión—. Es lo que vuestro padre quería.
No penséis que no habíamos hablado de ello.
Barney permanecía sentado absolutamente inmóvil, tratando de imaginar
lo dolorosas que debieron de resultar tales conversaciones para su madre.
—Voy a poner una cantidad igual de dinero en el banco para ti —dijo a
Warren—. Así podrás permitirte ir al Colegio de abogados que desees.
—Pero mamá —dijo Warren suavemente—, ¿y tú con qué te quedas?
—Yo no tendré ningún problema. En cuanto os graduéis podré poner la
casa en venta...
Por un reflejo inconsciente, ambos gritaron al unísono:
—¡No!
—Sed realistas, niños. ¿Alguno de los dos piensa ejercer en Brooklyn? —
preguntó—. Además, la tía Ceil lleva enviándonos prospectos de Florida
durante años y, francamente, desde que convenció a la abuela para que se
mudara, no he dejado de pensar en lo agradable que sería pasar los inviernos
sin necesidad de utilizar chanclos y paraguas.
»Sé lo que este lugar significa para vosotros —continuó—. Posee recuerdos
en cada rincón. Pero, debéis creerme, por favor, podemos vender la casa y
conservar los recuerdos. Esos nos pertenecerán siempre.
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Ahora que se sentía «rico», Barney telefoneaba a Laura al menos una vez
por semana. Ella apenas si podía esperar a febrero, cuando Columbia iría a
Cambridge para jugar contra Harvard.
—Castellano —le advirtió—, tus muchachitos de mantequilla de Harvard
van a ver a la rata más asquerosa de su vida.
Durante todo el trayecto desde Morningside Heights, mientras el resto del
equipo dormía, Barney estaba completamente espabilado, fresco y listo para
soltarse la melena.
El equipo almorzó una comida temprana y mesurada en el Club Varsity de
Harvard. Faltaban cuatro horas para que diera comienzo el juego. Pero Barney
ya había trazado sus planes para este encuentro. Caminó lo más rápidamente
posible por las heladas calles de Cambridge hasta la estación de metro de
Harvard Square, donde cogió el metro hasta Park Street, cambiando luego a
otra línea que le dejaba a tan sólo dos bloques del Colegio de Médicos de
Harvard. Llegó con quince minutos de antelación a la oficina con paneles de
madera del doctor Stanton Welles, director de admisiones.
Bien enterado de la leyenda de que el Colegio Médico de Harvard aceptaba
no sólo a los mejores sino también a los más intrépidos, Barney aprovechó
aquella espera previa a su entrevista para concentrarse en las respuestas que
había preparado para la inevitable pregunta: «¿Por qué quiere ser médico, señor
Livingston?»
A) Porque quiero aliviar y curar el dolor que existe en el mundo. No,
demasiado obvio.
Tal vez:
B) Porque sus inigualables facilidades para la investigación me permitirán
descubrir nuevos remedios, cruzar nuevas fronteras. Como Jonas Salk, que ha
logrado prevenir tragedias como la de la pequeña Isobel. No, demasiado
pretencioso.
Quizás:
C) Porque garantiza subir un escalón en la escala social. Cierto, pero nadie
lo admitiría.
Incluso:
D) Porque quiero hacer un montón de dinero. Podría tomarse como gesto
candoroso, pero ser rechazado por grosería.
O mejor:
E) Porque siempre que miro a Luis Castellano deseo ser un hombre como
él.
Y:
F) Porque un maldito médico fue el causante de la muerte de mi padre y
quiero desenmascarar a todos los asquerosos como él.
Las respuestas E) y F) al menos contaban con la ventaja de ser
genuinamente sinceras. Pero, ¿serían lo bastante buenas?
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—Digamos que no fue tan terrible como en mis pesadillas, así que no te
preocupes.
—No puedo evitarlo, Barn. Estoy absolutamente petrificada. Me refiero a
que sólo aceptan cinco o seis mujeres al año.
Palmer intervino con un interesante aunque irrelevante comentario.
—En Rusia la mayoría de los médicos son mujeres.
—¿Sugieres que presente mi solicitud a la Universidad de Moscú? —
farfulló Laura.
—Desde luego que no —protestó Palmer—. No quiero que te marches de
Boston jamás.
A las once y media estaban en la puerta del gimnasio donde el resto del
equipo de Columbia ya había tomado asiento en el interior del autocar que los
llevaría de vuelta a Nueva York.
—¿Seguro que no quieres quedarte un poco más? —preguntó Palmer
amigablemente—. Me alegraría poder acompañarte luego a la escuela.
—No, no, muchas gracias, pero tengo un montón de cosas que estudiar.
—Debo decir que vosotros los de Brooklyn sois ciertamente ambiciosos.
—Bueno, es algo que lo lleva la tierra —respondió Barney con tanta
gravedad como pudo.
Estrechó la mano de Palmer, dio un beso a Laura y dio media vuelta,
preparándose para aguantar la lluvia de burlas que le lanzarían sus compañeros
de equipo por su ridícula actuación de aquella noche.
Las notas de Laura fueron altas. Las recomendaciones que poseía eran
sinceramente entusiastas, así que sabía que por lo menos llegaría a realizar la
entrevista. Pero en su caso no iban a ser las dos evaluaciones de costumbre para
los aspirantes masculinos, sino tres. De nuevo su voz se alzó contra la falta de
igualdad.
Su primer encuentro se produjo con James L. Shay, doctor en medicina, un
notable interno, en su despacho de Beacon Hill, el cual se hallaba dominado por
una enorme ventana que daba al varadero de botes del río Charles.
—Es usted una chica muy bonita, señorita Castellano —comentó él
asomando los ojos por el borde superior de sus gafas de media luna.
—Gracias —respondió ella (¿qué otra cosa iba a decir? «Usted tampoco está
mal, doctor»).
—Una mujercita como usted debería casarse y tener un montón de niños,
¿no cree?
—Con el debido respeto, señor, no creo que la medicina y la maternidad
sean mutuamente excluyentes.
—Pero lo son, querida. Créame, lo son. Para una mujer es imposible
desarrollar una dedicación plena a una carrera realmente fructífera sin causar
daños irreparables a sus hijos. Usted no querría hacer eso, ¿verdad?
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—Sí, señor.
—¿Por alguna razón en especial?
Al menos lo que preguntaba aquel tipo tenía sentido.
Verá, para empezar mi padre es médico...
—Así que se siente en rivalidad con su padre.
—No, en absoluto. Me gusta, y le admiro.
—Entonces, tal vez piense seguir esta carrera para, por decirlo de alguna
manera, alagarle.
—¿Cómo dice usted?
—Supongo que su madre no es médico. Por tanto, convirtiéndose en
médico, usted la desplazaría como primera mujer de la familia.
—Oh, por favor —protestó Laura exasperada—, eso son un montón de...
tonterías.
—Puede decir de «mierda», Laura. Es usted libre de decir lo que quiera
aquí dentro.
—¿De veras?
—Sí, sí, adelante.
—Muy bien, entonces, doctor, le diré, con toda franqueza, que la directriz
de todas estas entrevistas es una mierda.
Gardner pareció divertirse con esto.
—Continúe, continúe.
Laura ya no se sentía obligada a guardar ningún decoro.
—Mire, doctor, si se hubiera tomado la molestia de leer mi ensayo, habría
visto que mi hermana pequeña murió de polio cuando yo tenía nueve años. Así
que si lo que quiere es escarbar en mi subconsciente en busca de motivos
profundos, ¿qué le parece el sentimiento de culpabilidad del superviviente?
¿Qué tal la idea de que el único modo de justificar mi existencia es tratar de
asegurarme de que otros niños no pierdan a sus hermanos o hermanas? —A
continuación bajó la voz y sin disculparse, preguntó—: ¿Qué le ha parecido?
Gardner la miró directamente a los ojos (por primera vez durante la sesión)
y respondió:
—Creo que es de lo más perceptivo, señorita Castellano. Espero
sinceramente que considere la psiquiatría como posible especialidad.
Había sido un año asombroso. Ya que en 1957 los rusos lanzaron el Sputnik
al espacio. Y para deleite de Luis Castellano, Castro y Che Guevara (un heroico
médico) emprendieron su revolución desde sus baluartes de las montañas
cubanas de Sierra Maestra.
También fue el año en que los Dodgers abandonaron Brooklyn para
cambiarlo por la hierba aún más verde de Los Ángeles. (¡Oh, perfidia! Los muy
puercos parecían llorar.)
Y el 15 de abril fueron entregados sendos telegramas de aceptación en el
Colegio Médico de Harvard, en dos casas adyacentes de Lincoln Place, en
Brooklyn.
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CAPÍTULO 8
Emerson comentó una vez que a Sócrates le habría gustado el ambiente del
Harvard College. Un tranquilo paraíso de mansiones georgianas de ladrillo
rojo, adornadas con vetustos y sabios árboles, el campus hubiese sido un lugar
perfecto para celebrar un seminario al aire libre.
Por la misma razón, el Colegio de Médicos de Harvard habría complacido a
Hipócrates, padre totémico de todos los médicos (y tal vez incluso el propio
médico de Sócrates). La arquitectura del Colegio de Médicos de Harvard era
enfáticamente clásica, con un rectángulo verde bordeado al este y al oeste por
edificios de mármol, y presidido por el sur por un majestuoso templo
apuntalado por fuertes columnas jónicas. Un valioso monumento a Apolo el
curador; a Asclepio, dios de la medicina, y a su hija Higía, diosa de la salud.
Y desde luego existía una frívola leyenda que decía que Hipócrates,
sintiéndose altamente inquieto después de pasarse dos milenios en los Campos
Elíseos con los más sanos y robustos, regresó a la Tierra y solicitó el ingreso en
el Colegio de Médicos de Harvard para observar los progresos conseguidos en
la profesión desde su juventud.
Con el porte de un senior de Harvard que ha logrado ochocientos puntos
en las pruebas de ingreso, se dirigió tranquilo y sereno hacia su entrevista.
Cuando su entrevistador, el respetado cirujano ortopédico Christopher
Dowling, le preguntó qué consideraba él el principio esencial de la medicina,
Hipócrates se citó con gran confianza a sí mismo: «Lo primero, no causar daño
alguno.»
Fue rechazado por no apto.
Hay un considerable debate sobre lo que debería haber dicho. Una escuela
de pensamiento sostiene que el principio de la medicina de nuestros tiempos es,
ante todo, averiguar si el paciente es o no de sangre azul. Pero esto resulta tan
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¿Por qué demonios le había dado ella tantas esperanzas si en realidad no quería
salir? Por lo menos, podía haberse excusado alegando cansancio o cualquier
otra cosa. Estaba a punto de dar un puñetazo a un retrato del doctor John
Warren (1753-1815) cuando aparecieron Palmer y Laura.
—¿Qué haces aquí solo, Barn? Pensé que tenías una cita con Greta.
—Yo también lo pensaba. Supongo que recibió una oferta mejor.
—¿Por qué no vienes con nosotros a comer algo? —ofreció Palmer
sinceramente compadecido—. Venga, la comida es lo mejor que hay después de
ya-sabes-el-qué.
Barney sonrió apreciativamente. Mientras se levantaba y se reunía con
ellos, concedió interiormente que Castellano tenía razón. Palmer era un tipo
simpático.
Lo siguiente que sucedió fue que le metieron en el interior de un Porsche
que se dirigía a toda velocidad hacia Jack y Marion, donde Laura insistió en que
probara un enorme pastel de chocolate.
—Una pequeña cantidad de carbohidratos, aparte de producir
hiperglucemia, levantan el ánimo.
Interiormente, ella estaba más preocupada que Barney, quien al décimo
bocado se había sacudido de encima todos los sentimientos de masculinidad
herida. «Tengo que convivir con esa bomba sexual —se dijo—, y espero que no
me haga volver loca a mí.»
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CAPÍTULO 9
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—¿Y cómo es que te han aceptado aquí? Holmes no ha hecho más que citar
los misterios médicos más elementales, ya sabes, la clase de cosas que nuestra
futura investigación, o al menos la mía, está destinada a resolver.
Aquella voz nasal y condescendiente pertenecía a Peter Wyman.
—¿Es ése su verdadero carácter? —susurró Barney a Bennett.
—Espero que no —respondió su vecino en el mismo tono.
Pero Wyman continuó pontificando.
—¿Empiezo por la leucemia y la diabetes o debo suponer que al menos
sabes algo sobre los leucocitos y el páncreas?
—Lo que sí sé es que ése es peor que un dolor de páncreas —murmuró
Barney.
—¿Qué te hace ser tan inteligente? —preguntó Hank a Wyman.
—Yo diría que la herencia, el entorno y el estudio —respondió Peter.
—¿Cómo te llamas?
—Peter Wyman, doctor en filosofía con sobresaliente cum laude,
investigador de alta tecnología. ¿Y tú?
—Henry X. Dwyer, jesuita... retirado.
—Has realizado una buena elección, Dwyer —observó Peter con tono
paternal— La única religión verdadera es la ciencia.
Mientras Dwyer resoplaba de cólera, Barney susurró a Bennett:
—Creo que el cura le va a dar un puñetazo a ese pedante.
Mientras Wyman continuaba parloteando sin cesar, el resto de la mesa se
sumió en un profundo silencio. Trataban de endurecerse, ya que en menos de
treinta minutos empezarían la primera de sus cuatrocientas cincuenta y cinco
horas obligatorias de anatomía. Los que habían cursado Anatomía comparativa
en la escuela y habían diseccionado ranas y conejos trataron de convencerse de
que el experimento con la especie homo sapiens sería el mismo. Otros habían
trabajado media jornada en un hospital y habían visto cadáveres. Pero ninguno
de ellos había cogido jamás un bisturí, lo había clavado en carne de verdad y
había rebanado un cuerpo humano.
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—En primer lugar, quiero que todos observen con atención la descripción
de la persona que están a punto de diseccionar. Es muy poco probable, pero si
creen que se trata de alguien que conocen no duden en pedir que se los
traslade...
«Dios —pensó Barney—, jamás se me habría ocurrido eso. Alguien que yo
conozco... eso sería realmente grotesco. —Y entonces una fantasía irracional y
terrorífica cruzó por su mente—: ¿Y si fuera mi padre?»
—Muy bien, caballeros —continuó Lubar—. Ahora no quiero que
alberguen duda alguna sobre el punto siguiente. Estos cuerpos que tienen ante
ustedes, antes eran personas vivas, que respiraban y sentían. Fueron lo bastante
generosos como para donar sus propios cuerpos a la ciencia de tal modo que,
incluso después de muertos, pudieran rendir algún servicio a la humanidad.
Por lo tanto, deseo que sean tratados con el máximo respeto. Si veo a alguien
juguetear o bromear, echaré a patadas a quien haya perpetrado ese acto.
¿Queda claro?
Se oyó un murmullo de asentimiento.
A continuación, en un tono más suave, continuó:
—Cada anatomista tiene sus propias ideas acerca de por dónde iniciar su
propio estudio del cuerpo humano. Algunos empiezan por el área más familiar,
la epidermis o superficie epitelial, y van descendiendo a través de la piel, capa
tras capa. Pero yo soy más partidario de ir directo al grano.
Seguidamente, todos se reunieron en torno a la mesa que había en la
primera fila, donde el robusto y peludo cuerpo de un hombre se hallaba
descubierto.
La cara y el cuello permanecían aún tapados, dando la impresión de que
«George» (así había dado en llamarle el catedrático) estaba en trance de recibir
un masaje facial eterno. Algunos de los espectadores ya casi espetaban, o mejor,
temían, que el cadáver lanzara de repente un grito de dolor, ya que Lubar
sostenía el escalpelo justo encima del cuello del cuerpo, en posición de ataque.
Su mano se movió diestramente, realizando una pequeña incisión a la
altura de la nuez. Al igual que un conductor de trenes, iba recitando los
nombres de las estaciones a medida que el instrumento pasaba por ellas:
epidermis, dermis, grasa subcutánea, capa superficial, capa profunda,
músculo...
Finalmente, toda la suave pared exterior estaba abierta. Había efectuado un
corte con el escalpelo hacia abajo y la piel, que se había vuelto tan quebradiza
como el papel de cera, se abrió igual que si tuviera una cremallera.
El instructor se detuvo unos momentos para recobrar el aliento.
A continuación, extrajo de un maletín de piel que contenía lo que parecía
ser una colección de herramientas de carpintero en miniatura un afilado
cuchillo de sierra y lo introdujo en la incisión que había realizado en la parte
superior del hueso pectoral. El sonido de la sierra obligó a los espectadores a
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tambalearse, como si sintieran que eran sus propios huesos los que Lubar
estaba serrando.
Una vez más, el catedrático escupió una rápida retahíla de nombres
anatómicos, mientras continuaba rebanando el esternón: manubrio, xifoides,
músculos intercostales, nervios torácicos... En aquel momento, se oyó un
chasquido, y la caja torácica se abrió en dos mitades igual que una nuez,
dejando al descubierto el motor interior de la vida humana: el corazón. Y,
envolviéndolo, los pulmones.
Los estudiantes se acercaron para poder ver mejor. Y, mientras lo hacían, se
oyó un sonido similar al de un balón al desinflarse, al tiempo que un cuerpo se
desplomaba en el suelo. Todas las miradas confluyeron en lo que iba a ser la
primera anécdota de su vida en el Colegio de Médicos. Espatarrado en el suelo,
y con el rostro más blanco que el del cadáver, yacía Maury Eastman.
Barney se inclinó para tratar de reanimar a su desvanecido compañero de
armas. Por encima de su cabeza oyó la irónica voz de Lubar tranquilizándole:
—No se preocupe, sucede cada año. Si aún vive, llévenle fuera para que
tome un poco de aire fresco. Y si no, pueden colocarle sobre una mesa y le
diseccionaremos.
Barney y otro musculoso compañero llamado Tom ya habían transportado
a Maury en brazos casi hasta la puerta, cuando éste comenzó a reanimarse.
—No, no —protestó débilmente—, llevadme de vuelta. Debe de ser algo
que he comido...
Barney miró a Tom como diciendo, pongámoslo en pie. En cuanto Maury
pudo sostenerse razonablemente derecho, ambos corrieron hacia la mesa de
operaciones dejándole allí plantado.
Lubar les dio una rápida visión de la cavidad torácica, las grandes
cavidades cardiacas, el timo, el esófago, los vasos simpáticos y el nervio vago,
uno de los conductores eléctricos más largos, que se extendía desde la cabeza
hasta los riñones.
Para los estudiantes, era como observar una fotografía borrosa de los
órganos que sólo habían visto en vistosas ilustraciones en color. Todo lo que en
ellas era rojo, rosa y violáceo, aquí no eran sino pálidas gradaciones de color
gris.
De pronto, Lubar interrumpió su propio comentario para preguntar:
—¿Qué ocurre aquí?
Miró una por una las caras de todos los alumnos, mientras éstos trataban
de evitar todo contacto con los ojos de él. Finalmente, el hombre se vio obligado
a señalar un voluntario.
—Usted. —Señaló a un alumno que era demasiado bien educado como
para desviar la mirada—. ¿Qué le ocurre a George aquí?
Hank Dwyer comenzó a sudar y tartamudeó:
—No comprendo, señor. Quiero decir que todo va mal... el cuerpo no le
funciona... Me refiero a que está muerto.
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los hizo en 1487. En realidad, fue un pionero en el uso del sombreado para
lograr un efecto tridimensional.
—Muy bien —convino Bennett— Me gusta Leonardo. Y esos dibujos son
magníficos, sobre todo considerando que la disección en aquellos tiempos
estaba prohibida.
—Aunque, por supuesto, el Renacimiento italiano fue una rara excepción
—continuó conferenciando Alison— En realidad, el propio Leonardo
diseccionó un cuerpo en 1506, probablemente gracias a su amigo, el profesor
Marcantonio della Torre...
—Vale, vale, Alison —interrumpió Barney para poner un torniquete a su
hemorragia verbal—. Ya lo has conseguido. ¿Por qué no ponemos manos a la
obra? ¿Quién quiere hacer el primer corte?
Alison y Bennett se ofrecieron voluntarios.
—Muy bien, yo también soy voluntario —dijo Barney—; así que, ¿por qué
no dejamos a las señoritas primero?
—No tienes por qué sentirte protector, Livingston —replicó Alison con una
mueca y sin disimular su hostilidad—. Soy tan buena como cualquier hombre;
si no, no estaría aquí.
—No lo dudo ni por un segundo —respondió Barney—. Podemos
jugárnoslo con unas pajitas.
—Me parece justo —comentó Bennett—. Pero, ¿quién tiene pajitas?
—Podemos utilizar algunos de mis cigarrillos —dijo Alison extrayendo un
paquete medio vacío de Gauloises del bolsillo.
—Siempre será mejor que fumárselos —comentó sarcásticamente Barney.
—Mi cuerpo no es de nadie más que mío —contestó ella.
—Claro, claro —dijo Barney en tono de media disculpa.
Les interrumpió la voz del profesor Lubar.
—Fíjense en cómo hay que sostener el escalpelo. —Lo agarraba como si
fuera el arco de un violoncelo, efectuando el movimiento pronador que ellos
debían imitar— Traten de penetrar en la piel formando un ángulo de noventa
grados. Háganlo firme pero ligero, ya que deseo que estudien las capas de la
piel, las grasas subcutáneas, las venas y los músculos que encontrarán a su
paso. Por lo tanto, quiero que hagan una incisión en la parte superior del
pectoral mayor.
Barney, que había obtenido el cigarrillo ganador, trató de manejar el
escalpelo a imitación de Lubar, al menos lo mejor que supo. Estaba reuniendo
fuerzas para iniciar la incisión, cuando Alison le preguntó:
—¿Quieres echarle una ojeada al libro antes de cortar?
—No, muchas gracias. Soy un ex jugador de baloncesto. Sabemos por
dónde hay que atacar.
En aquel momento, los tres se hallaban en tensión.
—Vamos, Barney —murmuró Bennett en un inquieto tono alentador— A
por él.
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Barney vaciló durante una milésima de segundo, hasta que reparó en que la
mayoría de sus compañeros ya estaban en ello. En efecto, en la mesa de al lado,
Hank Dwyer se santiguó y comenzó a mover el escalpelo con torpeza hacia
abajo. Quiso desviar la mirada, pero sabía que Alison no le quitaba los ojos de
encima.
Bajó la mano y cortó un trozo de piel apergaminada perteneciente al cuello
de Leonardo. Era como cortar una crujiente manzana otoñal.
No había sangre, lo cual, en cierto modo, facilitó la tarea. Contribuía a hacer
parecer menos humano a Leonardo, más parecido a un maniquí de cera.
—Bien hecho, Barney —murmuró Bennett Landsmann al tiempo que
Alison, por iniciativa propia, cogía unas pinzas quirúrgicas y comenzaba a
separar la piel del pecho y a doblarla hacia detrás.
—Dios —murmuró casi sin aliento—, ésta es la mesa más retrasada de toda
la sala. Venga, vosotros dos. Los de al lado ya casi han llegado al músculo.
Bennett lanzó una rápida mirada a la mesa de al lado y corrigió a su
compañera.
—No tanto, Alison; sólo van por la capa axilar.
—¿Por qué estás tan seguro? —le desafió ella en un tono tan sorprendido
que parecía insinuar que Bennett había cometido algún acto de traición, como
haber cursado ya aquella asignatura.
Pero, por toda respuesta, éste levantó su biblia de anatomía y dijo
dulcemente:
—Lo dice Gray, señorita.
Presintiendo que sería mejor mantener la paz, Barney le tendió el escalpelo
diciendo:
—Toma, Alison, corta tú ahora. Ben y yo tomaremos notas.
Ella cogió el cuchillo y sin más palabras comenzó a diseccionar con una
destreza y una velocidad que sería la envidia de un cirujano experimentado.
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—Es como el Filoctetes de Sófocles —dijo una voz desde la ducha vecina.
—Explica esa oscura referencia —gritó Barney ansioso por quitarse aquel
olor de la cabeza.
—Me sorprendes, Barn, creía que conocías la mitología clásica —respondió
Maury Eastman—. Filoctetes era un héroe griego de la guerra de Troya que
recibió una herida que apestaba de tal modo que ni sus propios compañeros
podían soportarlo. Así que le cogieron y le abandonaron en una isla desierta.
Pero entonces, el gran profeta de todos los tiempos les dijo que sin Filoctetes
(con o sin aquel hedor) jamás tomarían Troya. De modo que fueron a buscarle.
Buena alusión, ¿eh?
—No tanto, Maury, porque por estos alrededores todo el mundo apesta.
De vuelta en su habitación, Barney metió la ropa en su baúl, resuelto a
utilizar siempre la misma para la clase de anatomía. Sin embargo, a pesar de
que se cambió totalmente de ropa y se lavó con gran cuidado el cabello, el olor a
formalina permanecía en cada rincón, flotando sobre su cabeza como un halo
maligno.
El olor tuvo el paradójico efecto de reunir a todos los nuevos juntos, por la
sencilla razón de que nadie en la cafetería quería sentarse cerca de ellos.
—¿Cuántos de esos nombres se supone que debemos recordar? —preguntó
Hank Dwyer—. Quiero decir, ¿creéis que será suficiente con reconocer los
principales grupos de músculos?
—Esto no es un jardín de infancia, Dwyer. Tienes que conocer cada uno de
los trescientos músculos que poseen un nombre, su origen, su situación y
actuación. Por no mencionar los doscientos cincuenta ligamentos, los doscientos
ocho huesos...
—Mierda, Wyman —cortó Barney—. No estamos de humor para oírte decir
lo estúpidos que somos. Si no cierras el pico, te llevamos a la sala y te
diseccionamos para hacer prácticas.
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milímetro del cuerpo? Cualquier imbécil podría aprenderse toda esta mierda de
memoria.
—Por eso hay tanto médico imbécil, Barn, saben los nombres de todo y el
significado de nada. Presiento que no vamos a ver a ningún enfermo al menos
en los dos próximos años.
—Una corrección, Castellano. Ven a verme mañana a la hora del desayuno
y encontrarás un caso de auténtica gravedad.
Barney le dio las buenas noches y bajó a la planta a la máquina de
chocolatinas, sacando ochenta centavos de barritas Hershey, Milky ways, Baby
Ruths y coquitos Peter Paul.
Al volver dando un paseo hacia su habitación, oyó el sonido de una
máquina de escribir. Sólo podía ser una persona, Maury el esteta, cuya puerta
se hallaba abierta de par en par para permitir a los transeúntes un atisbo del
artista trabajando. Barney fingió una gran preocupación interior al pasar frente
a la puerta de Maury. Pero no logró escapar.
—¡Livingston!
—¡Ah, hola, Maur! Me iba a la cama. Estoy hecho trizas de verdad...
—¿Emocionalmente agotado?
—Del todo.
—¿Traumatizado?
—Supongo.
—Y sin embargo, profundamente conmovido por tu primer encuentro con
un cuerpo sin vida.
—Bueno, con franqueza, prefiero los encuentros con cuerpos con vida.
—Vaya, eso ha estado bien, muy bien. —Y mientras Maury iniciaba una
frenética parrafada a máquina, Barney trató de escurrir el bulto—. ¡Livingston!
No puedes marcharte aún.
—¿Por qué no, Maury?
—Tienes que ver cómo es en realidad el primer día en el Colegio de
Médicos.
—¿En serio? ¿Y dónde crees que hemos estado hoy?
—Venga, hombre, venga. Tienes que ver con cuánta viveza he captado el
Sturm und Drang.
Le tendió un fajo de hojas amarillas instándole a leerlas.
Barney no estaba de humor más que para echarse a dormir. No obstante,
había detectado una sombra de pánico en la voz de Maury.
—De acuerdo —dijo Barney rindiéndose. Se desplomó sobre la cama sin
hacer de Maury—. Déjame ver cómo la vida se transforma en arte.
Colocó sobre la cama su provisión de golosinas calóricas.
—Vaya, fantástico —comentó Maury con alegría al tiempo que pescaba una
barrita Hershey y empezaba a desenvolverla. Después, volviéndose hacia
Barney, preguntó con la boca llena— No te importa, ¿verdad, Livingston?
Estaba tan ocupado que no bajé a cenar.
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CAPÍTULO 10
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El decano Holmes asintió, lo cual Barney interpretó como una licencia para
retirarse. Reemprendió el trabajoso camino de regreso a su habitación.
Al pasar frente a la habitación de Maury, Barney reparó en que la puerta
aún estaba entreabierta. Encendió la luz y entró. En la máquina de escribir
portátil había una hoja medio escrita. Barney se inclinó para poder leerla. Las
reflexiones del narrador tras su día de inicio en los estudios médicos.
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—Por mí perfecto. Sólo que eso nos deja con un cadáver llamado Leonardo
entre las manos. ¿Crees que podemos cambiarle de nombre?
Su compañero asintió.
—¿Qué tal Frank?
—Un nombre bastante corriente —observó Barney—. Podría referirse desde
una estrella de cine a un perrito caliente.
—Venga, Livingston, para un auténtico admirador de los deportes, el único
verdadero Frank es Glifford, el inmortal jugador de los Gigantes de Nueva
York...
El cansado rostro de Barney se iluminó.
—En realidad, después de un verdadero accidente múltiple, Frank tenía
mucho peor aspecto.
Ya no podían retrasar por más tiempo el inevitable retorno a la mutilación
de carne humana. Se ciñeron al modelo de incisión del libro de Gray y
comenzaron a abrir con cuidado en dirección al epicardio.
Cuando llevaban unos veinte minutos trabajando en silencio, Bennett
susurró:
—¿Sabes? Ayer por la noche no dormí demasiado.
—¿Tú tampoco?
—No podía dejar de pensar en este laboratorio, en este tipo cuyas entrañas
estamos cortando en pedazos sin reparos. En cierto modo, no me cuesta
comprender por qué esto ha sido ilegal durante tantos siglos.
Barney asintió.
—Sí. Es una especie de intrusión en su intimidad...
—Exacto —convino Bennett—. Y este olor que no hay modo de quitarse de
encima... es como la marca de Caín.
—Tranquilo —respondió Barney—, piensa que no estamos invadiendo su
alma.
Bennett miró a su compañero con gratitud.
—Eso es un modo muy agradable de enfocarlo, Livingston. Me tranquiliza
la conciencia.
Mientras reemprendían la implacable penetración en los órganos vitales de
Frank, Barney pensó sintiéndose culpable: «Lo siento, Maury, debí haber citado
tu nombre.»
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—¿Por qué viene todo el mundo a llorar sobre mi hombro? —se quejó
Laura.
—¿Quién lo hace?
—El decanato en masa, al parecer.
—Bueno, así sabrás cómo me siento yo cuando la gente me escoge como su
confesor.
—Pero a ti te gusta —protestó ella.
—Sí, claro. En realidad encuentro satisfacción en poder ayudar a mis
amigos a resolver sus problemas. Además es una especie de entrenamiento para
ser psiquiatra.
—De acuerdo —concedió ella—, los amigos son una cosa. Pero no tengo
por qué escuchar a todas las chicas del pasillo. Quiero decir que apenas conozco
a Alison Redmond.
—Ah, la buena de Alison. Se escaqueó de nuestra mesa de anatomía...
deslumbrada por el legendario escalpelo mágico de Seth Lazarus.
—Ésa no fue la razón, Barn. Ella se sentía... ¿cómo podría
decirlo?...demasiado estimulada por el cuerpo de cierta persona.
—¿El mío o el del cadáver? —bromeó Barney.
—El de Bennett —respondió ella con una sonrisa.
—Vaya. De todos modos, no puedo sentirme celoso. Es realmente un gran
tipo. Pero, ¿por qué hizo eso que Alison se marchara?
—Puedes imaginártelo, doctor Freud. Tiene miedo de complicarse con él.
—Bueno, ésa es una fantasía muy poco realista. ¿Por qué razón iba Bennett
a fijarse en un roedor como ella?
Laura no se divertía en absoluto.
—Él iba dos cursos por delante de mí en Harvard y puedo afirmar que,
dejando aparte cómo fuera envuelto el paquete, se inclinaba hacia las chicas con
un gran cerebro.
—Entonces, ¿cómo es que no fue a por ti?
—Eso no es asunto tuyo —respondió ella; pero se ruborizó levemente.
—Bueno —continuó Barney—, aunque él prescindiera de tales «detalles»,
cosa que aún dudo, ¿cuál es la objeción de Alison?
—¿Quieres saber la verdad? —preguntó Laura—. La pura verdad es que no
quiere que nada la distraiga de sus estudios. Está absolutamente obsesionada
con ser la número uno. No hemos hecho más que empezar el trimestre, y ya
está tomando pastillas para no dormir y poder estudiar.
—Está loca. En fin, ahórrame el resto de los detalles.
La llegada de Hank Dwyer los interrumpió.
—Eh, Barney, ¿podrías dedicarme unos minutos?
—Claro —respondió éste amablemente—. Siéntate con nosotros.
Hank hizo un gesto con la cabeza en dirección a Laura y dijo visiblemente
incómodo:
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detallados dibujos de las estructuras de todo lo que Pfeifer había comentado tan
breve y amigablemente.
Si había algo parecido a una conciencia colectiva de estudiantes de primer
curso, había caído en la más profunda de las depresiones. La sala retumbaba en
medio de una ecolalia de lamentaciones. A continuación llegó el alegre golpe de
gracia de Pfeifer.
—Para empezar a entrar en calor, creo que lo mejor será que celebremos
nuestro primer examen, digamos, dentro de tres semanas.
Se produjo un extraño silencio. Todos los alumnos habían dejado de
respirar durante unos breves momentos. Sabían que había una pregunta
esencial que necesitaba obtener respuesta y se miraban unos a otros para ver
cuál de ellos tendría el coraje de expresarla de viva voz. En aquel momento,
Laura alzó una mano.
—¿Sí, señorita... su nombre, por favor?
—Laura Castellano, señor. Simplemente quería preguntar si se supone que
debemos aprender de memoria todas estas páginas.
Más de cien cabezas miraron al frente, para oír mejor la respuesta del
profesor.
—Verá, señorita Castellano, eso es ir demasiado rápido. Para entonces ya
habremos dado mucha más materia y toda será de carácter prioritario. Después
de todo, ¿quién puede decir que veintitantos aminoácidos tienen más peso que
las cincuenta y ocho proteínas que contiene nuestra sangre?
—Gracias, profesor.
«Sádico, hijo de perra.»
—¿Alguna pregunta más? —preguntó Pfeifer con magnanimidad.
Barney, que se hallaba sentado en la última fila junto a Bennett Landsmann,
susurró a su compañero:
—Pregúntale dónde suele aparcar el coche para que podamos ponerle una
bomba.
Mientras la clase se dispersaba, Barney gritó:
—Bien hecho, Castellano, eso es tener pelotas. Ahora ninguno de nosotros
conseguirá dormir una sola noche.
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entrar en calor, bajó las escaleras a todo correr en la mitad del tiempo normal,
hasta el gimnasio del sótano.
Estaban a medio partido de baloncesto. No conocía a ninguno de los
jugadores salvo a Bennett Landsmann. La mayoría parecían chicos mayores,
probablemente internos o residentes. Miró desde lejos durante un rato,
encontrando algún alivio en el hecho de que la contienda era dura, casi feroz.
Obviamente, no era el único de por allí que necesitaba de la catarsis física.
Al cabo de cinco minutos largos, un ágil jugador pelirrojo alzó ambas
manos con gesto de disculpa.
—Eh, muchachos, lo siento. Tengo que ayudar a Glanville mientras hace
una pelviolitotomía. —Y dirigiéndose a Barney preguntó—: ¿Te interesa un
partido duro de veras?
Barney asintió ansiosamente.
—Bueno, muchachos —dijo el del cabello color zanahoria—, este pobre
chico quiere romperse las costillas. Venga con él. —Después se volvió hacia
Barney sonriendo—. Diviértete, amigo. Y ten cuidado con ésos, no vayan a
dejarte para recogerte con camilla.
Barney asintió de nuevo, pero no pudo reprimir un repentino recuerdo de
la noche anterior.
Al cabo de media hora, los cinco jugadores contrarios habían acumulado
más hematomas de los que se ven en urgencias en un sábado por la noche. Al
salir del campo, Barney estaba empapado en sudor y sin aliento. Había sido
maravilloso. Bennett le lanzó una toalla medio usada y comentó
admirativamente:
—Vaya, Livingston, has jugado sucio. Recuérdame que siempre me ponga
en tu equipo.
—Viniendo de ti, Bennett, eso es un verdadero cumplido. Tú le has puesto
la zancadilla a su centro al menos cuatro veces. ¿Dónde aprendiste a jugar, en
Sing Sing?
—¿Me creerás si te digo que fue en Turín?
—¿Quieres decir que en Italia? ¿Y qué demonios hacías allí?
—Bueno, verás, mientras estudiaba en Oxford, cada fin de semana cogía un
avión y me iba a jugar para el Fiat-Torino. Me pagaban trescientos dólares por
partido y además tenía la oportunidad de viajar y conocer un montón de sitios
que, de otro modo, jamás habría visto. Pero déjame decirte que lo que les falta a
los europeos en materia de estrategia de juego lo suplen a base de codos y
rodillas. Creo que los rusos consiguen una prima por cada litro de sangre que
logran derramar.
—¿Has jugado contra Rusia?
—Sólo contra el Spartak, uno de sus más famosos equipos. Fue un partido
bastante duro.
—Caray, Landsmann, estoy abrumado. De veras.
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—¿Conocías a Maury?
—Sólo de nombre y por su número, ¿entiendes? He oído que tuvo algún
tipo de crisis familiar. De todos modos, yo ya contaba con alguna cosa así
cuando no quise comprometerme a buscar otro alojamiento. Lo único que no
esperaba es que ocurriera con tan asombrosa celeridad. ¿Conocías tú al pauvre
con?
—Era un tipo agradable —dijo Barney sombríamente.
—¿No fue Hemingway quien dijo que «los tipos agradables son los últimos
en acabar»?
—No, fue Leo Durocher, de los Brooklyn Dodgers.
—Fíjate, soy Lance Mortimer, y todavía tengo que conocer a alguien en el
Colegio de Médicos de Harvard que pueda ser descrito remotamente como algo
que no sea un implacable y ambicioso hijo de perra.
—¿Incluyéndote a ti?
—Especialmente yo. Tengo intención de ser millonario antes de cumplir los
treinta y cinco.
—En ese caso, ¿cómo es que no has ido a la Escuela de Empresariales de
Harvard?
—Dios mío, qué mojigato. ¿De dónde eres?
—De Brooklyn —respondió Barney tajantemente—. ¿Vas a juzgar eso
también o simplemente a reírte, Lance?
—No seas idiota, he oído que es un lugar maravilloso. Lauren Bacall es de
Brooklyn, ¿no?
—Eso creo.
—Bueno, si ella es buena para Bogart, también es lo bastante buena para mí
—sonrió Mortimer como si acabara de decir algo muy ingenioso—. He olvidado
tu nombre.
—Bueno, ¿por qué no lo dejamos así?
—Venga, hombre, viejo amigo —halagó Lance—. ¿Cómo te llamaban en
Brooklyn?
—De muchos modos. Pero mis amigos me llaman Barney o Livingston.
Respondo a ambos nombres.
Aquello también fue motivo de risa.
—¿Te das cuenta de que todos tus pacientes te tomarán el pelo diciéndote:
«El doctor Livingston, supongo»?
—No tengo la intención de tratar a pacientes que «supongan», Lance. Y
ahora, si es que puedes mantener tu estéreo al nivel de ronco rugido, me voy a
estudiar unas transparencias de histología.
—¿Transparencias de histología? —preguntó Lance con asombro casi
histriónico—. ¿Es que te dejan sacar esos preciosos especímenes de tejido
humano fuera del laboratorio?
—De vez en cuando.
—¿Y qué microscopio vas a usar?
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—Siéntate, Hank.
—Ya sé lo ocupado que estás, Barn. No te robaré más de tres minutos.
—Bueno, pero de todos modos, siéntate. ¿Por qué arriesgarte a que te
salgan venas varicosas?
Dwyer asintió y se sentó en el borde de la cama.
—Bueno, Hank, pequeño, escúpelo.
Su visitante empezó a agitarse nerviosamente y apenas si pudo hablar:
—Barney, tengo un problema. Me gustaría que pudieras aconsejarme.
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—Pues claro —respondió él, pensando para sus adentros: «¿Qué demonios
le hace pensar que yo sé más de todo que él?»—. ¿Cuál es la dificultad, Hank?
La perplejidad de Dwyer parecía llenar la habitación. Finalmente, acabó
por declarar su dilema:
—El sexo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Barney inquieto.
—Tengo un problema con el sexo —continuó Dwyer secándose el sudor de
las palmas.
«Oh, no —le gritaba su instinto de conservación—. O mandas a éste a un
psiquiatra de veras o vas a tener tipos saltando por la ventana cada noche.»
—Oye, Hank, ¿no crees que tendrías que hablar de esto con una... bueno, ya
sabes, persona más cualificada?
—No, no, no, Barney. Estoy del todo seguro de que una persona de tu
experiencia puede ayudarme perfectamente.
«Bueno —bromeó Barney para sus adentros—, alguien cree que tengo
carisma.»
—De acuerdo, Dwyer, dilo ya de una vez.
—¿Recuerdas que iba a ser sacerdote?
—Sí.
—¿Y recuerdas que te dije por qué me retiré?
—Sí, por algo así como las directrices «del mundo, la carne y el
estetoscopio».
—Es por Cheryl, Cheryl de Sanctis. La deseo enormemente. Estoy
obsesionado con ella día y noche. No puedo estudiar, ni dormir, ni siquiera
aprender anatomía, porque todo lo que deseo hacer es...
—¿Dormir con ella? —sugirió Barney.
—Sí, Barney. ¿Ves? Sabía que lo entenderías.
—Francamente creo que no es así. Porque hasta ahora no he visto ningún
obstáculo, a menos que Cheryl esté casada... o sea monja.
—Por el amor de Dios, ¿por quién me has tomado? Es una chica estupenda
de mi parroquia... Da clases en un jardín de infancia. Su familia es muy
religiosa. —Hizo una pausa y, con un lamento nostálgico, añadió—: Y tiene el
mejor par de tetas que hayas visto en tu vida.
—Oh —dijo Barney tratando de sacar alguna conclusión— Pero no te hace
caso, ¿es eso?
—Oh, no, ella me ama y estoy seguro de que yo la querría igualmente
aunque no tuviera ese cuerpo tan increíble. Pero ayer por la noche llamó
diciendo que el próximo fin de semana vendrá a verme, y que quiere quedarse
en mi habitación.
—Bueno, no hay ningún problema, Hank. Quiero decir... que yo sepa, lo
único que no nos dejan meter en las habitaciones son armas de fuego y reptiles.
—Creo que quiere llegar hasta el final.
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CAPÍTULO 11
—Oh, oh, oh, tocar y sentir la vagina de una chica; ah, el cielo.
—Laura, no tan alto. Estamos en Boston.
El rostro de Palmer Talbot se había vuelto del mismo color que la langosta
que estaba comiendo. Sus ojos miraron sucesivamente hacia todos los vecinos
de las mesas contiguas que cenaban en el Steuben después de la función teatral.
Laura se divertía. En el curso de una inocente conversación, Palmer le había
preguntado de modo casual si ella y sus compañeros eran capaces de
arreglárselas con «la vasta cantidad de tediosa trivialidad con que los
alimentaban casi por la fuerza».
Ella había contestado que, a lo largo del tiempo, los estudiantes de
medicina habían discurrido varias fórmulas mnemotécnicas, frases inolvidables
que evocarían instantáneamente la información vital requerida del fondo de los
polvorientos estantes posteriores de sus mentes.
—¿Por ejemplo? —había preguntado él.
—Bueno, hay una forma absolutamente infalible de memorizar, por
ejemplo, los doce nervios craneales, los conductos eléctricos que transmiten las
órdenes desde el cerebro hasta las diferentes partes del cuerpo. —Se mesó los
hermosos cabellos rubios y recitó—: Oh, oh, oh, tocar y sentir la vagina,
etcétera...
En aquel punto, el asombrado Palmer tuvo su pequeño ataque de apoplejía
social.
—Eso suena como si lo hubiera inventado Barney —sonrió.
—Demonios, qué va. Ya te he dicho que es algo clásico, parte del folklore.
Por lo que sé, puede que se remonte a Galeno o incluso a Hipócrates. Créeme,
es algo digno de un genio. ¿De qué otro modo podría uno acordarse si no de:
«olfatorio, óptico, oculomotor, troclear...»
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—Ya capto la idea —dijo Palmer— Desde luego es una frase que uno no
olvidará fácilmente. —Y cambiando de tema, susurró con suavidad—: No
soporto estar en la misma ciudad y verte sólo los fines de semana... bueno, ni
siquiera todos los viernes por la noche.
—Tenemos clase los sábados también.
—Es de una barbarie increíble, Laura, absolutamente inhumano.
—Eso, amigo mío, es el Colegio de Médicos resumido en pocas palabras.
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—Estoy a unos diez años del último término —respondió ella con
suavidad. Y añadió—: No voy a ser simplemente una doctora, Palmer. Voy a
ser una doctora muy buena.
Él la miró y murmuró con afecto:
—Te quiero, Laura, y esperaré cuanto sea preciso.
La abrazó como si quisiera sellar el juramento que acababa de hacer. Al
apoyar su mejilla contra la de él, Laura sintió un repentino sentimiento de
tristeza. «Dios mío —pensó—, este tipo tan maravilloso me quiere tanto... Y a
mí me gusta de veras. Pero, ¿por qué no puedo... entregarme? ¿Qué me pasa?»
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enamorados. ¿Sentía lo mismo Palmer por ella? De pronto sintió compasión por
él. Y, sin poder comprender por qué, sintió tristeza por sí misma.
Se encontró vagando en dirección a la habitación de Barney. Iría a ver si
aún no se había acostado y podía charlar un rato con él. Al aproximarse le oyó
recitar en voz alta fórmulas de bioquímica.
Se detuvo, sin deseos, o tal vez sin fuerzas, para molestarle con sus
confusiones inmaduras. Sobre las relaciones. Sobre el amor. Y sobre el resto de
cosillas de adolescentes.
Se fue a su habitación, se deslizó entre las sábanas, abrió el cuaderno de
bioquímica y trató de sumergirse en el olvido letal de los aminoácidos.
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—Me limito a escuchar las cintas una y otra vez —explicó Lance— de
manera que, aunque me duerma, mi cerebro seguirá absorbiendo información
subliminalmente.
—Lance, desde luego eres todo un personaje.
—Sí, ¿verdad? —Su vecino sonrió—. Siento no tener una cinta para
prestártela, pero es que me compré este aparato ayer mismo, en Investigaciones
Acústicas, en Cambridge. ¿Puedo ayudarte de algún otro modo?
—Bueno, sí. ¿Tienes algo que contenga cafeína?
—¿Cómo café, té o Coca-Cola?
—Coca-Cola, y si pueden ser dos, mejor.
—Cógelas tú mismo —dijo Lance señalando la nevera— También tengo un
poco de Camembert, si te gusta.
Se recostó de nuevo en el sillón y regresó a su sesión pedagógica auditiva.
Cuando volvió a su habitación, Barney encontró a Laura tendida en su
cama, profundamente dormida.
Barney observó los círculos negros que rodeaban sus ojos y decidió que
necesitaba descanso más que cualquier otra cosa. Se sentó en la mesa y estudió
durante media hora más. Para entonces estaba demasiado atontado para
continuar. Miró de nuevo a Laura. Seguía durmiendo como un tronco; sería una
crueldad despertarla. Se quitó los zapatos, agarró una manta, enrolló la
chaqueta del pijama para hacerse una almohada, se enroscó en el suelo, y se
durmió al instante.
A alguna hora incierta entre la noche y el amanecer, Laura se despertó
sobresaltada. Tardó unos segundos en darse cuenta de dónde estaba. Después
vio a Barney durmiendo en el suelo y sonrió. Dormía pacíficamente. Recogió
sus cuadernos de apuntes y se disponía a marcharse cuando se le ocurrió mirar
encima de la mesa. Había olvidado ponerse el despertador. Lo puso para que
sonara a las siete y, cerrando cuidadosamente la puerta, se deslizó de puntillas
hacia el vestíbulo.
Todavía había luces debajo de algunas puertas. De hecho, una de ellas
estaba abierta de par en par. Lance Mortimer, sin auriculares, estaba sentado a
su mesa dibujando diagramas. Al pasar ella, levantó la cabeza.
—Hola, Laura —saludó con una sonrisa—, ¿cómo está Barney?
—Durmiendo —respondió ella sin darle importancia.
—Qué suerte —comentó él con mirada maliciosa.
Ella le miró, sintiéndose demasiado cansada para enfadarse y susurró:
—Que te jodan, Mortimer.
Cuando ya se hallaba junto a la escalera, oyó la respuesta de su compañero:
—Cuando quieras, Laura, cuando quieras.
Estaban sentados con los ojos enrojecidos, mordiendo los lápices o
cultivando una úlcera, mientras aguardaban el pequeño test del profesor
Pfeifer. Sus revueltos estómagos y acelerados pulsos apenas si lograban ser
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La segunda pregunta era (tal y como dijo Pfeifer) «un poco más ardua».
Trataba sobre la gluconeogénesis. En otras palabras, la transformación del
azúcar para cubrir las necesidades del tejido corporal:
Dadas cinco moléculas de glucosa, ¿cuánto ATP y cuánto fosfato se necesita para
hacer glucógeno? ¿ Y cuánto dióxido de carbono se produce?
Ilustrar los pasos seguidos para formular la respuesta.
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calorías quemas. Yo diría que estaba empleando unos doce julios por segundo,
según la fórmula I2Rt.
—Dime una cosa, Wyman —le increpó Laura—. ¿Cuando naciste ya eras
tan odioso o tuviste que dar clases?
—Mira, señorita, por lo que a mí respecta, este lugar comenzó a decaer en
picado desde el momento en que empezaron a admitir mujeres.
—Escúchame, muñeco —interrumpió ella—. Si vuelvo a oír otra molécula
de chauvinismo sexual, te sacudo el viejo uno dos de Brooklyn.
—Vaya, vale más que te andes con cuidado —advirtió Barney—, Laura
tiene un puño verdaderamente convincente.
—Eso sí que me lo creo —respondió Wyman con sorna.
No obstante, se alejó imperceptiblemente de ella.
—¿Quién está a favor de que le sacudan? —preguntó Lance Mortimer.
Hubo casi unanimidad entre los doce muchachos que se habían congregado
en torno a Wyman. A continuación, desfilaron hacia el bar de Alberto para
tomar un aperitivo de cervezas y cacahuetes gratis.
Porque realmente tenían algo que celebrar: por primera vez se habían
enfrentado con el potro de torturas de Torquemada y habían sobrevivido, al
menos para luchar un día más. Unas pocas almas valerosas se dirigieron casi
sonámbulas a la clase de anatomía de la tarde, pero la mayoría se limitó a
encerrarse en sus habitaciones y a desplomarse en la cama.
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CAPÍTULO 12
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hacernos la ilusión de que éramos una gran familia. Pero ha habido una serie de
retiradas de última hora.
—¿Quiénes?
—Bueno, Bennett cogerá un avión y se irá a Cleveland para pasar el día con
sus padres...
—Eso es bastante extravagante, ¿no? Debe de tener mucho dinero.
Laura asintió.
—Supongo. A juzgar por su guardarropa, yo diría que él solito mantiene
solvente a los Brook Brothers. Y Livingston también se ha rajado.
—¿Va a ver a sus padres a Brooklyn?
—No me lo ha dicho. En realidad, ha estado muy raro durante la última
semana o así.
—¿Por qué? ¿Es que está enfadado contigo o algo?
Ella se encogió de hombros.
—No creo, a menos que esté molesto porque no le dije la nota que saqué en
el examen de bioquímica.
—¿Qué tal lo hiciste, por cierto? —preguntó Palmer tratando de cogerla con
la guardia bajada.
—Ya te lo he dicho, Palmer —respondió ella—. No me ha ido mal.
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Con toda seguridad, Maury podía incluirse en todos los casos, pero hasta
los más fervientes partidarios de tal procedimiento enfatizaban el hecho de que
sólo debía utilizarse cuando fuera cuestión de horas. ¿Dónde demonios estaba
la premura?, pensó Barney. Maury se limitaba a estar sentado en el porche,
lanzando metáforas igual que una vieja bordando un mantón.
Y había efectos secundarios. En todos los casos había, al menos, cierta
pérdida de memoria, aunque los estudios sugerían que tal cosa solía ser
transitoria. Pero, ¿y si Maury era la excepción que confirmaba la estadística?
¿Resultarían dañadas para siempre sus facultades memorísticas?
¿No fue Thomas Mann quien definió el genio como la sencilla habilidad de
poseer libre acceso psíquico a las experiencias pasadas? ¿No era la memoria la
posesión más preciada de un artista?
Maury era un muchacho inteligente, sensible y creativo, y al menos se
merecía una justa oportunidad para realizarse plenamente como ser humano
completo. Como mínimo, para alzarse o caer por sus propios méritos, y no para
ser derribado por los rayos de un despiadado Zeus.
«Esas máquinas tratan la enfermedad mental como si fuera una gangrena
del cerebro, algo que hay que extirpar. No hay participación alguna de la mano
humana —pensó Barney—. Cuando sea psiquiatra trataré de curar las heridas
interiores, haré personas enteras. Y ninguna máquina puede lograr eso.»
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Lubar alzó el icono del pene mientras discurseaba sobre sus tres columnas
de tejido: el orificio uretral, el prepucio y el contenido creador de vida del
escroto.
Hizo una pausa para comentar con una mueca burlona:
—Espero que lo estén comprendiendo todo.
Y después hizo una pregunta:
—¿Puede alguien decirme qué ocurre cuando la hiperemia de los genitales
llena el cuerpo cavernoso de sangre?
Durante unos momentos nadie reaccionó... de forma manifiesta, se
entiende. ¿Podría estarse refiriendo en serio a...? ¿Sería posible que quisiera
decir...?
Sin razón aparente alguna, el catedrático llamó a Laura.
—Veamos, señorita Castellano. El resultado de la hiperemia es...
—La erección, señor.
Toda la clase suspiró aliviada.
—¿Por qué será —preguntó Lubar— que, a pesar de la preponderancia de
miembros masculinos en esta clase, sólo la señorita Castellano está
familiarizada con el fenómeno de la erección del pene?
Nadie respondió.
Sin perdonar jamás ni una sola oportunidad de realizar un chiste a costa de
sus alumnas (en femenino), Lubar volvió a preguntar a Laura.
—¿Se le ocurre alguna explicación, señorita Castellano?
—Tal vez es que simplemente yo he visto más que ellos, señor —respondió
ella sin darle ninguna importancia.
El catedrático se retrajo con el semblante circunspecto a la Anatomía de
Gray, sugiriendo que la clase iniciara la disección cuidadosa del órgano que
aquel día trataban. Los que tenían cadáveres de hembras se cambiaron a la
mesa de los vecinos. A continuación se pusieron manos a la obra.
Era curioso. A pesar de que ya llevaban tres meses allí y pensaban que
estaban del todo curtidos en la tarea de cortar carne humana, la mayoría de los
estudiantes pusieron mala cara, al menos interiormente, mientras iniciaban el
desmembramiento.
—Dios mío, Castellano —murmuró Barney admirativamente al salir de
clase horas más tarde—. Has dado una lección a todos los chicos de la clase.
—No ha sido nada —respondió ella—. ¿Por qué demonios no abriste la
boca?
—No sé. Supongo que tenía miedo de levantar la cabeza.
Ella le contempló con mirada maliciosa.
—¿La cabeza, Livingston? —Y le guiñó un ojo.
En aquel momento, Greta se reunió con ellos.
—¿No ha sido increíblemente asqueroso? —preguntó arrugando la frente.
—¿El qué? —preguntó Laura.
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—Pero, ¿por qué te sometes a ti misma a una tortura así? Por lo que he
visto, todo lo que has hecho hasta ahora en el Colegio de Médicos ha estado
cargado de temor. ¿Cómo puede alguien en su sano juicio prestarse a ello?
—Pues es así. Es una especie de precio que tengo que pagar.
—Y yo también. ¿Cómo esperas llevar este tipo de vida y mantener una
relación sentimental al mismo tiempo?
Ella suspiró.
—Palmer, por ahora las únicas relaciones en las que puedo pensar son entre
componentes químicos, nervios craneales y especies histológicas. De pronto, ya
no soy una persona, sino un robot que estudia a las personas.
—Pero, si lo odias tanto, ¿por qué no lo dejas?
—Yo jamás he dicho que lo odiara, Palmer.
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CAPÍTULO 13
Era abril de 1945. Las fuerzas aliadas habían cruzado el Rin y avanzaban
hacia el corazón de Alemania. Con el ejército rojo a las puertas de Viena,
resultaba obvio que los nazis no podrían evitar la derrota.
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Por fin, en la mañana del 14 de abril, otras tres unidades del ejército de
Patton se reunieron con ellos, de las cuales la primera traía órdenes de dirigirse
al norte. Cansados como estaban, los hombres se replegaron rápidamente,
ansiosos por abandonar la atmósfera de aquel matadero.
Al amanecer, mientras avanzaban por la carretera hacia Gotha, pequeños
grupos de extrañas y fantasmagóricas figuras comenzaron a materializarse a
ambos lados de la carretera. Una de ellas, un esqueleto que anteriormente debió
de ser un hombre, señaló con el brazo trémulo la estrella blanca que habla en la
bandera del jeep del coronel Bennett y gritó con voz ronca y cavernosa:
—Amerikaner! Die sind Amerikaner! Wir sind gerettet!
Aparecieron más fantasmas vivientes. El coronel ordenó al convoy hacer un
alto. Consciente de sus propias robustas dimensiones, Bennett descendió de su
jeep y caminó hacia uno de los pálidos y atemorizados grupos de esperpentos.
Mientras se aproximaba, ellos retrocedieron unos cuantos pasos.
—Está bien, amigos, no pasa nada. Estamos aquí para ayudarlos.
Extendió el brazo en un gesto tranquilizador.
Ellos no comprendieron sus palabras, pero advirtieron con gran júbilo que
no estaba hablando alemán. Uno de ellos, un hombre alto y ancho de espaldas,
de edad indeterminada, expresó miles de pensamientos de asombro y alegría
con una sola frase:
—¿Son ustedes América?
Linc asintió.
—Eso es. Somos de los Estados Unidos de América.
Lo siguiente que vio fue al hombre echándose a sus pies, llorando y
aullando: «¡Dios bendiga a América!» Linc no pudo contener las lágrimas
mientras ordenaba a sus hombres que reunieran a aquellos despojos humanos y
los acomodaran en los vehículos.
Linc ayudó personalmente al hombre alto a subir a su propio jeep,
confiando en enterarse con mayor precisión de quiénes eran aquellos hombres.
El hombre explicó en un inglés fluctuante («En Berlín mis padres tuvieron un
tutor inglés para mí») que la mayoría habían escapado del campo de Ohrdruf
pocos días antes, mientras el resto de los prisioneros se reunían para marchar
hasta Bergen-Belsen. («De cualquier forma, era la muerte, así que no teníamos
nada que perder.») También dijo que los refugiados llevaban varios días sin
comer. Linc hizo correr entre sus hombres la voz de que les dieran algo de
comer pronto. De cada bolsillo caqui empezaron a salir chocolatinas, que fueron
ofrecidas a los supervivientes, quienes las devoraron con rapidez avariciosa.
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Ante el horror de los soldados, en menos de una hora tres de los hombres
habían muerto, de un exceso de comida.
Cuando los dejó en un puesto provisional de la Cruz Roja a las afueras de
Gotha, el hombre alto fue especialmente efusivo.
—Dios le bendiga, general.
Linc no pudo reprimir una carcajada.
—Gracias por el cumplido, pero ni siquiera soy coronel del todo.
—Bueno, por su amabilidad, merece ser general.
Ambos se dieron la mano y se separaron. Los soldados de Linc entraron
entonces en el pueblo propiamente dicho, encontrando a varias unidades de la
división que ya habían llegado.
El capitán Richard Mclntyre de Birmingham, Alabama, estaba a medio
interrogar a uno de los aldeanos, un hombre de mediana edad, bastante
regordete, cuyos pantalones le conferían un aspecto chocante, como de fugitivo
de un reloj de cuco.
En un principio, el capitán se sorprendió al encontrar a un negro en un
lugar tan remoto. Pero al reparar en las hojas de roble plateadas que había sobre
los hombros de Linc, saludó inmediatamente.
—¿Quién es este caballero, capitán? —inquirió Bennett sucintamente,
habituado ya al desconcierto de los jóvenes oficiales blancos ante su presencia.
—Es el Bürgermeister, el alcalde de este lugar..., señor.
—¿Le ha preguntado si tienen prisioneros?
El capitán asintió.
—Los tenía, señor. Había judíos trabajando en las minas, pero se los
llevaron hace dos días. Por lo que el alcalde ha creído entender, se los llevaban a
Buchenwald.
—¿Por qué?, ¿qué hay allí?
Mclntyre se volvió hacia el Bürgermeister y le expuso la pregunta. Después
se volvió de nuevo hacia Linc y tradujo:
—Cree que no es más que otro campo de trabajo.
—Oh —exclamó con sarcasmo el coronel—. Y eso es todo lo que sabe, ¿no?
—Se volvió hacia el alemán—: No es más que otro «campo de trabajo», ¿eh,
Krauthead?
Sin comprender una palabra, pero tratando frenéticamente de congraciarse,
el alcalde sonrió:
—Na, ja. Ich weiss nicht von diesen Dingen. Wir sind nur Bauern bier.
Mclntyre tradujo rápidamente.
—Dice que no sabe nada. Por aquí todos son granjeros.
—Claro, claro —murmuró Lincoln. Y dirigiéndose al oficial, dijo—: Igual
que usted, capitán.
Mclntyre le saludó elegantemente y Bennett le respondió con igual
formalidad, y salió en dirección a la rústica posada donde sus hombres habían
instalado el cuartel provisional.
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—Entonces ha estado usted en Coney Island, señor mío. Quiero que sus
hombres estén aquí mañana a las 19:00 horas. Estamos en Nordhausen.
—Eso está a unos sesenta kilómetros hacia el norte de donde estamos, ¿no,
señor?
—Exacto. Pero vale más que prepare a sus hombres.
—¿Para qué, señor?
—Nordhausen no es un campo de trabajo. Es un campo de la muerte.
Aquella noche Linc durmió especialmente mal. En parte por el dolor que
sentía en el pecho y en parte por el dolor que sentía en el alma. Cuando lograba
conciliar el sueño, sufría terribles pesadillas, de las que despertaba bañado en
sudor. A las seis de las mañana se duchó y bajó a la planta baja para tomar una
taza de café.
Allí en pie, como una estatua arrugada, estaba el hombre alto que el día
anterior habla dejado en el puesto de la Cruz Roja. Linc se preguntó cuánto rato
llevaría esperando.
—Hola —saludó amistosamente—, ¿quiere comer conmigo?
El hombre asintió con avidez.
—Gracias.
A continuación se sentó a la mesa en una silla de madera frente a Linc y
comenzó a masticar una tostada.
—Eh, ¿por qué no come más despacio y le pone un poco de mantequilla a
la tostada, amigo?
El hombre asintió con la boca llena. De algún modo se las apañó para
transmitir con las manos que tenía demasiada hambre para esperar. Tal vez se
daría el gusto de poner un poco de mantequilla en la siguiente tostada.
Linc sorbió un poco de café y preguntó:
—¿No debería regresar al puesto de la Cruz Roja?
El hombre sacudió la cabeza con firmeza.
—No, no, no. En la Cruz Roja me encontré a una mujer de Berlín también,
una amiga de la familia. Dijo que había visto a mi mujer hacía pocos días, en
Nordhausen. Me he enterado de que va usted hoy a Nordhausen. Tiene que
llevarme.
Linc estaba desconcertado. No tenía la más mínima idea de lo que decía el
libro de ordenanzas sobre aquello. Pero aquella pesadilla trascendía cualquier
protocolo usual.
—¿Cree que está usted lo bastante fuerte para hacer el viaje, señor...?
—Herschel. Llámeme Herschel.
—¿No tiene usted apellido?
—Señor, hasta ayer no era más que un número. «Herschel» será suficiente.
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Ningún miembro del Batallón 386 bajo el mando del teniente coronel
Bennett olvidaría jamás aquella noche. Si anteriormente ya se habían sentido
altamente horrorizados ante la vista de personas hambrientas y demacradas,
allí se enfrentaron con verdaderos muertos vivientes.
Los había a miles. A pesar de haber sido oficialmente liberados el día
anterior por el Tercer Ejército de los Estados Unidos, todavía eran prisioneros
de su propia tristeza, y estaban demasiado asustados hasta para respirar. La
absoluta y total magnitud del número de internos hacía tambalearse. Y la
porquería, los excrementos, los piojos y las ratas eran allí peor que en un
basurero.
Con aquellas caras chupadas, costillas protuberantes y estómagos
distendidos apenas si podían ser reconocidos como seres humanos. Sus andares
eran lentos y sus movimientos débiles.
En cuanto el convoy se detuvo, Herschel obligó a sus doloridas piernas a
posarse en el suelo y avanzó lo más rápidamente que pudo por entre las largas
filas de barracones, de los cuales, incluso a aquella distancia, se oían emerger
los aullidos de dolor de los moribundos.
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Linc le obedeció.
Al prender la insignia dorada en los anchos hombros de Linc, Shelton
comentó:
—Este ascenso le ha estado persiguiendo por toda Europa. Felicidades,
coronel Bennett.
—¿Qué puedo decir, John? —respondió.
—Ahórrate las palabras, porque tan seguro como que Dios creó el mundo
que te aguarda una estrella plateada a la vuelta de la esquina.
A lo cual Linc replicó sonriente:
—No, John, no creo que el ejército esté aún preparado para ascenderme a
general.
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—Le pido disculpas, coronel. No sabía que hubiera nada más que hablar.
¿Qué puedo hacer por usted, además de darle algo para esa tos?
—¿Está usted casado, Endicott? —preguntó Linc.
El médico asintió y dijo:
—Tengo tres hijos.
—Imagine por un instante que se tratara de su mujer. ¿Qué haría para
salvarla?
El médico vaciló durante unos instantes, exprimiéndose el cerebro.
—Escuche..., señor —dijo por fin—: Aquí nadie tiene tiempo para practicar
una histerectomía...
—¿Quiere decir que eso podría salvarla?
La mirada de Endicott le reveló que, por fin, tenía al médico entre la espada
y la pared.
—Verá —protestó Endicott con tanta calma como pudo aparentar—, está
perdiendo tanta sangre que probablemente no sobrevivirá a la operación.
—No me diga que no tiene sangre disponible —replicó Linc con sorna.
—No la suficiente como para desperdiciarla en casos vanos, coronel. Y
ahora, si me disculpan...
—No le he dado permiso para retirarse —dijo Linc cortante—. Todavía no
he acabado. Quiero que alguien practique esa operación. Dios sabe que ya han
sufrido bastante. Al menos se merecen una oportunidad.
El guante ya había sido lanzado. Ya sólo era cuestión de ver cuál de los dos
se echaría atrás. Linc era más alto y sus ojos mostraban una mirada incendiaria.
—Muy bien, coronel —dijo Endicott, aparentando un aire de cordialidad—
Suponga que consigo que alguien practique ese vano procedimiento, digamos,
a las 23.00 horas. ¿Dónde propone usted que consiga los tres o cuatro litros de
sangre que necesitará?
—Dígame cuánto necesita y yo mismo se lo proporcionaré...
El médico se calmó, seguro de haber hecho caer a su adversario en una
trampa.
—Coronel, un hombre de su posición conoce sin duda el reglamento del
ejército de los Estados Unidos. No se nos permite, bajo ninguna circunstancia,
utilizar sangre de negros con pacientes blancos. Esa orden proviene
directamente de nuestro comandante supremo, Franklin Deslano Roosevelt.
¿Me comprende?
—Doctor, me temo que ha pasado por alto un pequeño detalle. Esa mujer
no pertenece al ejército de los Estados Unidos. Ni siquiera es norteamericana.
En realidad, su propio gobierno la declaró como persona inexistente. Por lo
tanto, las normas de Washington no afectan a su caso. ¿Me comprende?
En el silencio subsiguiente, Linc casi podía oír el castañeteo de dientes de
Endicott.
—¿Será suficiente si traigo media docena de hombres, doctor?
—Sí, sí. Ya le comunicaré el grupo sanguíneo —dijo Endicott.
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Casi se habían fumado todos los cigarrillos cuando Browning salió del
quirófano, frotándose los ojos y con la bata blanca cubierta de sangre. Ambos se
levantaron.
—¿Cómo está? —preguntaron casi al unísono.
—Ha soportado muy bien la operación —respondió el joven—. Ya sólo nos
queda esperar que tenga fuerzas suficientes para recuperarse.
—¿Puedo verla ahora? —preguntó Herschel ansioso.
—Verá, en realidad creo que es mejor que la dejemos dormir. De hecho, eso
sería lo mejor que podríamos hacer todos. —Browning suspiró profundamente
y dijo en uno de aquellos tonillos infantiles de estudiante de Oxford, que es lo
que había sido hasta hacía pocas semanas—. En serio, amigos. Con esta
cantidad de gérmenes flotando por todo el campo, lo mejor que podemos hacer
por nuestra salud es retirarnos.
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médico se hallaba junto a él ayudando a una enfermera a echarle otra manta por
encima.
—¿Es usted, Browning? —tosió Linc.
—Tranquilícese, coronel, saldrá de ésta —respondió el médico dándole
unas palmaditas tranquilizadoras en el hombro.
—Oye, muchacho —dijo Linc con el pecho ardiendo de dolor—. Llevo en
este negocio de la guerra mucho tiempo. Y yo diría que esta cama ya está
reservada para otra persona.
Browning carecía tanto de experiencia como de compostura para responder
adecuadamente.
De pronto, Linc masculló suavemente:
—Mierda.
—¿Señor?
—Si tenía que morir en esta maldita guerra, ¿por qué no podía haber sido
en el campo de batalla? Así mi hijo tendría algo de lo que enorgullecerse.
El joven cirujano estaba a punto de echarse a llorar.
—Se pondrá bien, señor.
—Es usted un mentiroso, Browning. Tendrá que aprender mucho si quiere
llegar a ser un buen médico.
Alguien llamó suavemente a la puerta y ésta se abrió despacio.
—Lo siento, no se permiten visitas —dijo el joven rápida pero
amablemente.
Herschel fingió no comprenderle y entró en la habitación con un ramito de
flores silvestres en la mano.
—Por favor —dijo—, he venido a ver a mi amigo.
Browning se encogió de hombros y al marcharse se limitó a saludar con la
cabeza a Herschel diciendo:
—Estaré aquí cerca, coronel. Si necesita algo, llámeme.
Los dos hombres se quedaron solos.
—Estas flores son para usted, Lincoln —dijo Herschel sosteniendo el ramo
en lo alto al tiempo que trataba de sonreír—. ¿Quiere saber una cosa
asombrosa? A pocos metros de este mundo, pasado el alambre de espinos,
crecen los árboles y florecen las flores. Todavía hay vida en el mundo.
«Para mí ya no», pensó Linc para sí. Y preguntó:
—¿Cómo está Hannah?
—Muy bien, muy bien —respondió Herschel exultante—. Casi no tiene
fiebre. Seguramente mañana podré sacarla a pasear un rato. Vendremos a verle.
—Oh, sí. Será estupendo. —De pronto, gritó—: Oh, Dios, mi...
En un segundo Herschel se dio cuenta de que Linc había perdido el
conocimiento. Gritó pidiendo ayuda.
Herschel permaneció con los ojos desorbitados temblando al tiempo que el
personal médico trataba de reanimar a su benefactor.
—No hay pulso en la carótida —dijo una voz.
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CAPÍTULO 14
Las víctimas yacían fuertemente sujetas con correas a las mesas metálicas,
con el pecho palpitante y segregando saliva sin cesar. En el centro de la sala, un
científico de ojos pequeños, redondos y brillantes, blandiendo un escalpelo con
la mano derecha, estaba a punto de demostrar a sus jóvenes discípulos cómo
efectuar la incisión de forma que pudieran extraer enteras las vísceras de una de
aquellas criaturas. Su rubio ayudante, de rostro angelical, como el de un niño
cantor de un coro, sostenía otros dos instrumentos, unos fórceps y un par de
tijeras largas y afiladas.
Flotaba un olor de heces y orina, excretados por los pacientes en un acto
reflejo causado por el miedo al ser atados.
El brazo del maestro se movió hacia abajo en un ángulo de cuarenta y cinco
grados y cortó el abdomen por el medio. Uno de los espectadores lanzó un grito
entrecortado de compasión.
—¿Está seguro de que no sienten nada? —preguntó una voz.
—Se lo he dicho varias veces, señorita Castellano —respondió el catedrático
Lloyd Cruikshank—. Tratamos a estos perros lo más humanamente posible.
En enero habían vuelto para experimentar su primer encuentro con los
sistemas vitales de un ser viviente. Cruikshank iba a guiarles en la «resección»
(un eufemismo médico para el término latino resecare, seccionar) de uno de los
órganos vitales de los perros.
También constituía un ejercicio para desarrollar su tolerancia (que algunos
llamarían inmunidad) hacia el sufrimiento de los demás. Agudizar la mente al
tiempo que se endurece el corazón.
Laura temía tanto aquella perspectiva que había pensado en poca cosa más
durante las vacaciones de Navidad. Cuando era niña acogía y alimentaba a
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El pasillo estaba oscuro como la boca del lobo. Laura encendió una linterna
del tamaño de un lápiz. La intensa luz que proyectaba su punta alumbrada casi
la longitud del pasillo, mostrándoles la última esquina, por la cual tenían que
torcer.
—Eh, ¿de dónde has sacado una linterna como ésa, Castellano?
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Había sido una Navidad bastante extraña para Laura y Barney. Habían
iniciado un viaje que iba a cambiar sus perspectivas sobre la vida. El escaso
conocimiento que poseían ya había empezado a separarlos de los profanos,
cuya aprensión ante la impresionante maquinaria de la vida se hallaba,
literalmente, a flor de piel.
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Casi en cuanto los Castellano y los Livingston acabaron la comida del día
de Navidad, Inés se levantó de la mesa y empezó a ponerse el abrigo y la
bufanda. No podía llegar tarde a la misa vespertina y a la Bendición.
—Déjame ir contigo —insistió Estela.
—Oh, no, por favor, no te sientas obligada.
—De veras, me gustaría ir. El coro resulta siempre maravilloso... y me
encanta cómo suena el latín...
No añadió que oír hablar latín siempre le recordaba a Harold, el cual, sobre
todo en aquella época del año, era una presencia muy vívida en su mente.
—Muy bien, Estela, pero démonos prisa. El padre se disgustará si llegamos
tarde.
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—No era mi intención que la tuviera. En realidad creo que está a punto de
caer en una crisis nerviosa.
Calló durante unos momentos, mientras colocaba un plato sobre otro en
silencio. A continuación, dijo:
—¿Qué me pasa, Barney? Mi propia madre apenas si se percata de mi
existencia. Mi padre es un alcohólico certificado. Me duele tanto que casi estoy
empezando a...
Él comprendió perfectamente el resto de la frase que no fue pronunciada.
—No puedo evitarlo. Sé que debería ser más comprensiva. Quiero decir,
profesionalmente hablando.
—Sí, eso es lo malo, Castellano. Uno nunca puede ser profesional respecto a
su familia. Me refiero que aunque llegues a ser decana del Colegio de Médicos,
aquí siempre te tratarán como a una adolescente.
—Lo sé —convino ella con tristeza—. Y lo que es peor, eso me hace sentir
como una adolescente. Para serte sincera, dado que a ti te puedo ver cuando
quiera en Boston, no hay ninguna razón de peso que me haga volver aquí
nunca más.
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Dos piezas más tarde, Barney divisó a Hank que iba al lavabo. Murmuró
algo al oído de Gloria sobre que tenía que ir a visitar a uno de sus pacientes y
que no bailara con nadie más hasta que él volviera.
Hank estaba solo en el lavabo de caballeros, peinándose el cabello con
brillantina. Vio entrar a Barney a través del espejo y le saludó con un gesto
extasiado.
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CAPÍTULO 15
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resistiera una vida infernal si el decano se enterara de que se rajó. Bueno, ¿qué
dices, Livingston?
—Digo que yo no soy más que un jugador mediocre. Si buscáis a alguien
bueno, ¿por qué no se lo preguntáis a Bennett Landsmann? En realidad él ya ha
jugado semiprofesionalmente para el Fiat-Torino.
—Lo sabemos —respondió Skip en tono bogartiano—. Ya hemos tenido
una charla con él.
—¿Y? —preguntó Barney.
—Está indeciso —explicó el del cabello color zanahoria—. Dice que jugará
si tú lo haces.
—Eh, muchachos —continuó Skip tomando de nuevo las riendas de la
conversación—. Ben tiene una habitación mucho más grande. ¿Por qué no
vamos todos para allá y lo hablamos?
Barney suspiró profundamente y se levantó.
—No es muy alto —comentó sin poder evitarlo el Ricitos.
—No lo jures —replicó el pelirrojo—. En el terreno de juego dirías que es
George Mikan.
La halagadora comparación con el legendario pivot de los Lakers de
Minneapolis envió una descarga de adrenalina por todo el cuerpo de Barney.
Antes de marcharse con el trío, cogió su jersey del Varsity de Columbia y se lo
echó por los hombros. Parecía lo más apropiado.
Diez minutos más tarde estaban todos sentados en el suelo enmoquetado
de la habitación de Bennett Landsmann, estudiando varios documentos
estratégicos.
—El problema que hay con el maldito Colegio de Abogados —explicó
Skip— es que aceptan animales. Me refiero a que de hecho ya cuentan con dos
gorilas que han jugado baloncesto profesional.
Y, refiriéndose a Bennett añadió:
—No me refiero a ligas spaghetti, sino a la NBA. Me refiero a que tienen a
Mack el Camión Wilkinson...
—¿El nuevo pivot de los Knicks de Nueva York? —preguntaron Bennett y
Barney asombrados casi al unísono, a lo cual Skip añadió en tono sombrío:
—Sus dos metros quince.
—Por otra parte —intervino Barney tratando de animar el espíritu del
equipo—, el tipo está retirado. Es viejo. Quiero decir que Mack debe de tener al
menos treinta y dos o treinta y tres años...
—En realidad tiene treinta y cinco —apuntó el Ricitos—. Se escurre como la
melaza.
—Más despacio que eso —dijo Skip—, el tipo no puede ni moverse. —Hizo
una pausa y entonces les reveló el gran secreto—. He enviado algunos espías al
gimnasio del Colegio de Abogados para que echaran un vistazo y todo lo que
hace es mirar por el ojo de la cerradura.
—Vamos —se quejó Barney—, eso no es legal.
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—Maldita sea —jadeó con la cara contraída por el dolor—. Creo que me he
roto algo. Me duele horriblemente.
—Fuera, fuera —gritó una voz imperiosa.
Era el decano Holmes acompañado por dos lumbreras del Colegio de
Médicos.
—Dejen que le dé el aire —pidió un segundo doctor.
Barney y el resto de los jugadores vaciaban taza tras taza de papel llenas de
agua hasta arriba, mientras reconsideraban su difícil situación. ¿Qué pasaría si
Landsmann no podía seguir jugando? ¿Se acabaría el partido o jugarían cuatro
contra cinco? De cualquier modo, la situación se presentaba bastante negra.
Más preocupado por Bennett que por el partido, Barney trató de verle. Pero
las eminencias del Colegio de Médicos habían rodeado totalmente al paciente y
uno de los decanos más jóvenes hizo señas a Barney para que se alejara. Ni
siquiera el árbitro podía ver nada. El tiempo reglamentario seguía corriendo y
tendría que insistir en que el partido continuase.
En cuanto sopló su silbato, el círculo de médicos se deshizo y Bennett
apareció de nuevo ante su vista, al tiempo que un solícito decano Holmes le
ayudaba a ponerse en pie. Se sostuvo torpemente sobre su pie derecho y a
continuación se enderezó con un poco más de confianza. Asintió en dirección al
árbitro y efectuó un gesto tranquilizador hacia Barney.
Los médicos no tuvieron más que bloquear el balón para congelar el
partido. Ya se habían preparado para aquella feliz eventualidad y a pesar de
que los abogados enviaron a una abigarrada muchedumbre al terreno de juego,
los médicos se las arreglaron para abrirse paso entre ella para ir matando el
tiempo y evitar, a la vez, que los matasen a ellos.
Cuando sonó el timbre final, la Copa Ilegal había regresado a su lugar
correspondiente: ¡a la Escuela de Medicina!
El siempre formal decano Holmes dio un salto acompañado de un grito de
júbilo. A continuación, recuperando su compostura, caminó de forma muy
digna para ofrecer su mano al decano del Colegio de Abogados (y tal vez para
recoger los mil dólares de la rumoreada apuesta).
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CAPÍTULO 16
Cuando llegaron al hospital, una enfermera los aguardaba con una silla de
ruedas para Bennett, para poder llevarlo a toda velocidad, sin las habituales y
tediosas formalidades y papeleo, a la unidad de radiología para que lo vieran
por rayos X. Y no era otro que Christopher Dowling, doctor en medicina,
ortopedista en jefe, quien se encontraba allá para examinar las radiografías. A
los pocos minutos, llegó el decano Holmes. Mientras Dowling palpaba con
suavidad la parte inferior de la pierna de Bennett, que se iba inflamando por
momentos, el decano Holmes dijo con voz queda:
—Buena demostración, Landsmann. Esos abogados jamás sabrán lo que les
hicimos.
—Francamente, señor, yo tampoco estoy muy seguro de lo que me han
hecho a mí. ¿Qué es exactamente lo que contenían esas jeringuillas?
—Xenocaína, que es un potente analgésico y, gracias a Dios por la
farmacología, ducozolidan, el más reciente agente antiinflamatorio.
Skip y Barney habían estado contemplando la escena en silencio desde un
rincón. En aquel momento, el estudiante más antiguo susurró:
—He leído algo sobre el «duco». Creo que lo habían probado con caballos o
algo así. Pero no sabía que estaba comercializado.
—¿De veras? —respondió Barney en un tono blando que dejaba traslucir su
creciente indignación—. A lo mejor tiene algún efecto secundario perjudicial.
Dowling podría anotarlo y apuntarse un buen tanto en su bibliografía.
Cuando los dos médicos salieron de la habitación, Skip y Barney se
acercaron a su amigo lesionado.
—¿Cómo va eso, viejo amigo? —preguntó Barney en tono animoso.
—Ya no me duele —contestó con la boca seca— Me han puesto otra
inyección de no sé qué...
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A aquellas alturas, Barney no tuvo valor para preguntar qué tipo de droga
milagrosa podían haberle administrado.
—¿Cuál es el diagnóstico? —preguntó Skip, tratando en vano de parecer
despreocupado.
—Desgarrón del tendón de Aquiles. Y por su tono, parecía bastante serio.
Pero no me he roto ningún hueso.
Barney sabía un par de cosas sobre lesiones deportivas. Estaba claro que el
tendón de Aquiles de Bennett podía no haber estado desgarrado del todo antes
de ponerle las inyecciones. Los pinchazos obviamente le habían «curado» lo
bastante como para poder agravar la lesión hasta el punto de que ahora
necesitara cirugía.
Barney no podía evitar el pensar con gran cólera que aunque el Camión
hubiera destrozado todos los huesos de la pierna de Bennett, los
portaestandartes de la Medicina Moderna habrían hallado el modo de hacerle
seguir jugando hasta el más amargo final.
—Eh —dijo Bennett con voz ronca y fatigada— ¿Por qué no os ponéis en
marcha? Sobre todo tú, Livingston. Necesitaré que me cojas apuntes durante los
próximos dos días o así. Puede que incluso me pierda la gran apertura del
cerebro.
—No se preocupe por eso —intervino el decano Holmes que había oído las
últimas palabras de Bennett al entrar— Le traeré al residente número uno en
neurología mañana a primera hora para que no se quede atrás, Landsmann.
Ahora, descanse.
—¿Seguro que estás bien, Ben? —preguntó Barney sintiéndose culpable
ante la perspectiva de abandonar a su compañero.
—Pues claro. Me aseguraré de conseguir todos los números de teléfono de
las enfermeras guapas.
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ser tan grande como siempre habías soñado. Aquí, si trabajas, el cielo es el
único límite.»
Su hermano europeo no podía evitar el pensar en las señales que estaban
colgadas por todos los campos de concentración: «Arbeit macht freit.» (El trabajo
os hará libres.) Naturalmente, en ese caso quería decir que el trabajo liberaría al
cuerpo de su alma.
Cuando planteaba sus quejas a Hannah, ella trataba de razonar con él.
—¿Cómo puede no gustarte un hombre que no has visto en veinte años? ¿Y
cómo puedes decir que su mujer es una jenta y que sus hijos están mimados si
ni siquiera los has visto en tu vida?
—Hannah —dijo Herschel dándose golpecitos con un dedo en la frente—.
Yo los veo con gran claridad aquí dentro. No me importa lo que él diga, no
pienso meterme en el negocio de mi hermano menor Stefan.
—Querrás decir Steve.
—Para mí siempre será Stefan y un sabelotodo que no sabe nada.
—Él fue lo bastante listo como para salir de Alemania antes de la guerra —
replicó Hannah, lamentando instantáneamente haber llevado la disputa a un
terreno tan doloroso—. Lo siento, Hersch, me he excedido.
—No, tienes razón. Si nos hubiéramos marchado con Stefan, nuestra
Charlotte aún estaría viva. Y nosotros también estaríamos vivos.
—Pero si nosotros...
—No —sentenció él solemnemente—, nosotros respiramos. Pero en un
mundo donde tantos de nuestros hermanos han sido brutalmente asesinados,
ya no podemos contarnos entre los vivos.
Había pasado casi un año desde su liberación cuando por fin pisaron suelo
americano. Los Land habían recorrido todo el camino desde Cleveland en coche
para salir a recibirlos al barco. Y entre todos los demás, confusos, emocionados
y culpables por estar aún vivos, supervivientes, no hubo precisamente escasez
de lágrimas en el muelle.
Steve y Rochelle habían encontrado para los Landsmann un pequeño pero
confortable apartamento en la ladera de las Shaker Heights, el mismo suburbio
donde ellos poseían su «encantadora casa con su encantador jardín».
Y a pesar de todo su mal disimulado recelo, Herschel trabajó para su
hermano. Después de todo, no tenía mucho donde escoger. Pero soñaba con
independizarse, y con poder tratar a su amada esposa del mismo lujoso modo
con que Steve trataba a Rochelle.
Mientras tanto, seguía habiendo una prioridad candente. A través de la
Administración de los Veteranos de Estados Unidos, logró localizar la dirección
del hogar del coronel Abraham Lincoln Bennett. Era Millersburg, un pequeño
pueblo de Georgia a una media hora en coche de Fort Gordon, donde el coronel
había estado destinado como oficial de grado.
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No eran más que unas pocas filas paralelas de chozas, que se distinguían
entre sí por el color desvaído de su madera seca; anteriormente fueron
marrones, verdes o rojas. Aquí y allí había buzones de hojalata con un nombre
grabado encima. BENNETT era, hablando en términos relativos, el más limpio de
todos.
Bajo la inquisitiva mirada de media docena de personas que se hallaban
sentadas en los porches cercanos, Herschel y Hannah llamaron a la puerta. Una
enorme mujerona negra, con el pelo blanco recogido hacia atrás en dirección a
las sienes abrió la puerta.
—¿Puedo ayudarlos? —dijo escudriñando con curiosidad a los visitantes.
—Buscamos la casa del coronel Lincoln Bennett, señora —dijo Herschel
suavemente.
—¿No saben que mi hijo murió, amigos? —preguntó ella con una mezcla
perceptible de ira y tristeza en la voz.
—Sí, señora. Yo le conocí en Europa durante sus... últimos días. Me llamo
Herschel Landsmann y ésta es mi esposa, Hannah. Su hijo me rescató y después
discutió con los médicos para salvar a mi mujer. Queríamos conocer a su
familia y expresar nuestro agradecimiento.
Elva Bennett vaciló durante unos momentos, sin saber cómo actuar. Por fin,
dijo:
—¿Quieren pasar?
Los Landsmann asintieron. Ella abrió la desvencijada puerta cediéndoles el
paso al interior.
—¿Puedo ofrecerles un poco de té con hielo?
—Eso sería estupendo —respondió Hannah mientras entraba en la sala de
estar.
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cada semana desde Atlanta hasta Millersburg sólo para ir a la oficina de correos
y comprobar si había llegado el cheque. El cual, naturalmente, acabó por llegar.
Su indignación era creciente.
—Y, ¿sabe usted, señor Landsmann —preguntó con voz quebrada—, sabe
usted cuántas veces durante aquellos viajes a la caza del tesoro vino a ver a su
hijo? ¡Ni una sola! ¡Y el alto mando del ejército la tomó por el pariente más
cercano! Esa mujer...
El humor de Elva pasó de la tristeza a la indignación.
—¿Por qué iba ella a vivir con un niño al que jamás quiso? Ella nunca
perdonó a Linc por no dejarla que se deshiciese del pequeño antes de nacer. A
Lorraine le gustaba ser una gran dama, no quería estar atada. Yo he criado a ese
niño desde el mismísimo día en que nació.
Se enjugó las lágrimas con el pañuelo de Hannah y se disculpó:
—Lo siento, no debería hablar así. La Biblia nos dice que odiar es pecado.
Herschel trató de explicar delicadamente el motivo de su visita.
—Señora Bennett, no se ofenda, pero ¿puedo saber si usted y su nieto
tienen dificultades financieras?
Ella vaciló durante unos instantes y luego respondió:
—Nos defendemos bien.
—Por favor, se lo pregunto porque nos gustaría hacer algo, cualquier cosa,
para demostrar nuestra gratitud.
Esperaba ganar la confianza de ella con su fervor.
De mala gana, la anciana se confió a ellos.
—Bueno, como es natural, cuando vivía mi hijo siempre nos enviaba una
parte de su paga. Cada mes, regularmente. Puntual como un reloj. Cuando
aquello se acabó, yo contaba con el dinero de la póliza para arreglarnos hasta
que Linc fuera lo bastante mayor para trabajar.
—¿Cuántos años tiene ahora? —preguntó Hannah.
—Cumplirá once el mes que viene. El día veintisiete.
—Eso significa que aún le queda mucho tiempo antes de que tenga que
ponerse a buscar un empleo.
—Por aquí, la mayoría de los chicos empiezan a los catorce, o incluso antes
si son lo bastante altos.
—Pero eso es una pena. Sabemos que su padre quería que tuviera una
buena educación, e incluso que fuera a la Universidad.
—Ese sueño murió con él —respondió ella con suavidad.
Herschel y Hannah se miraron, cada uno sabiendo lo que el otro estaba
pensando.
—Señora Bennett —comenzó Hannah—, tenemos una deuda con su hijo
que no tiene precio. Nos haría un honor si nos permitiera ser de alguna ayuda.
—No somos ricos —continuó Herschel—, pero yo tengo un trabajo y puedo
ahorrar. De este modo, cuando llegue el momento, Lincoln podrá asistir a la
universidad.
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A Elva le costaba trabajo imaginar al joven Linc viviendo con otra familia.
Una familia de blancos, además. Y no sólo blancos...
—Ustedes son israelitas, ¿no es cierto?
—Somos judíos, pero no practicantes —respondió Herschel.
—Pero, ¿creen en Dios Todopoderoso?
Antes de que Herschel pudiera confesar su agnosticismo, Hannah
intervino:
—Sí, sí, naturalmente.
La anciana volvió a sumirse en un largo silencio mientras meditaba
profundamente.
—Su pueblo fue una vez esclavo del faraón de Egipto, ¿verdad?
Herschel asintió de nuevo.
—Sí, hace mucho tiempo.
—Mi abuelo era un esclavo, hace poco tiempo. El señor Lincoln fue nuestro
Moisés. Supongo que eso hace que tengamos algo en común.
—Sin duda nosotros sabemos qué es lo que debe ser perseguido, señora
Bennett —añadió Hannah.
Finalmente, Elva preguntó:
—¿Cómo proponen que lo hagamos?
Hannah respondió lentamente, cada vez más intoxicada por el sueño de su
marido.
—Podríamos llevarle a Cleveland. Viviría con nosotros como uno más de la
familia. Le trataríamos como... —su voz se quebró brevemente— como a la niña
que ya no tenemos.
Elva caviló durante un minuto y luego dijo:
—No puedo decidirlo yo sola. Linc está hecho todo un hombrecito ya.
Tendrá que tomar su propia decisión.
—¿A qué hora vuelve a casa del colegio? —preguntó Herschel con el
corazón acelerado.
—Depende. A veces se queda hasta tarde jugando a la pelota con los demás
chicos. —Sonrió—. Es un deportista, ¿saben? Igualito que su padre.
—Tal vez podríamos ir a verle... —sugirió Herschel inseguro—. Tengo el
coche cerca. Si fuera tan amable de venir con nosotros y mostrarnos el camino...
—Dios mío, no necesitamos el coche para nada. Podemos ir andando. La
escuela para negros está exactamente donde se supone que debe estar. —Sonrió
irónicamente—. Al otro lado de la vía del tren.
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—Herschel, ¿es que estás mal de la cabeza? ¿Tal vez has olvidado que ya no
eres un hombre rico? Has hecho que ese niño tan mono empiece a soñar con
colegios privados, e incluso tutores. ¿De dónde has sacado esas ideas? Sabes
muy bien que estamos a cero en el banco.
—Lo sé, lo sé —dijo él a media voz—, pero deseo tanto hacerlo, como sea,
que daría cualquier cosa...
—Tienes que encararte con la realidad, querido —respondió Hannah—. No
tenemos nada.
Caminaron unos pasos antes de que Herschel hablara.
—Yo sí, Hannah.
—¿El qué?
—Tengo una última posesión que sacrificaría por Lincoln Bennett. —Hizo
una pausa y luego dijo—: El respeto a mí mismo.
Hannah le comprendió en seguida.
—¿Quieres decir que le pedirías a Stefan...?
Herschel se encogió de hombros, medio avergonzado, medio derrotado.
—Ya sé que acordamos no ponernos jamás en situación de deberle favores,
porque aceptar su dinero significa también aceptar sus valores.
Entonces Herschel confesó una cosa.
—Hace dos meses Stefan abrió una cuenta bancaria a nombre nuestro y
puso veinte mil dólares. Dijo que sería para el desembolso inicial para una casa.
Yo ni siquiera te lo dije porque jamás lo habría tocado.
Herschel la miró.
—Pero, Hannah, veinte mil harían entrar a Linc directamente en la
universidad. Por tanto, nu, Hannah, ¿no crees que por eso vale la pena que me
pierda el respeto a mí mismo?
Ella le miró con gran cariño y respondió:
—Querido, no vas a perder nada. Ambos ganaremos algo mucho más
precioso. —Le echó ambos brazos al cuello y le besó—. Quiera Dios que él diga
que sí.
Estaban demasiado excitados para desayunar, así que dieron un paseo por
Millersburg que acabó en un banco de la plaza mayor, delante de la «placa
honorífica» de madera con los nombres de los soldados locales caídos durante
la segunda guerra mundial. Se hallaba coronada por las banderas cruzadas de
estrellas y barras y la de la Confederación.
—Jamás vendrá con nosotros —suspiró Hannah con pesimismo.
—¿Por qué dices eso?
—Mira esa placa. Mira el nombre que hay arriba de todo.
Herschel se fijó en la lista que tenía delante. De todos los nombres de
Millersburg caídos durante la guerra, el mayor rango correspondía al coronel
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Linc trató de ocultar ante los otros chicos del colegio el daño que eso le
produjo, sobre todo a los demás jugadores del equipo, los cuales le acogieron
con los brazos abiertos en el mismo, aunque no en sus hogares. Se pasaba el
tiempo ante el espejo, ensayando una actitud digna con que enfrentarse (y
soportar) las frecuentes humillaciones.
Sólo confió sus verdaderos sentimientos a Herschel y Hannah. De ésta
obtuvo un gran consuelo y de Herschel la fuerza:
—Algún día, Linc, tú serás alto y orgulloso y ellos se sentirán
avergonzados. Ya sé que es duro, pero estás siendo muy valiente.
De este modo, cuando no tenía entrenamiento en el campo, pasaba los fines
de semana con Hannah y Herschel. Con Hannah, que había sido número uno
en sus días de colegio en Berlín, podía hablar sobre temas como la dinámica
newtoniana, ya que Linc estaba, a aquellas alturas, muy adelantado en física.
Herschel leía sus trabajos y le comentaba algunos detalles. Naturalmente, a
veces no se ponían de acuerdo, pero, ¿no es una discusión el verdadero índice
de una auténtica relación emocional?
Y no olvidaron la promesa hecha a su abuela. Apuntaron a Linc a una
escuela religiosa y cada domingo le llevaban a la iglesia baptista local.
Herschel sostenía frecuentes charlas con Linc con el corazón en la mano. Le
habló de Berlín, de la subida al poder de Hitler, de las leyes de Nuremberg de
1935 que privaban a los judíos de sus derechos civiles y de que ojalá, igual que
su hermano, hubiera advertido el aviso del cielo y se hubiese marchado. Pero
Hannah y él estaban tan cómodos, tan aparentemente integrados, que jamás
pensaron que los nazis desearan librarse de ellos.
Ambos hablaron largamente sobre los campos, de las crueles «selecciones»
que determinaban quién moriría y quién viviría. Los nazis sólo permitieron
vivir a aquellos que parecían lo suficientemente fuertes como para trabajar.
También le describió cómo perdieron a su hijita, y Linc tuvo pesadillas durante
una semana. No podía llegar a imaginar una carnicería a aquella escala.
Linc trató de entender aquella calamidad en los términos de la fe que su
abuela le había inculcado.
—Tal vez fue la voluntad de Dios —sugirió.
—¿Su voluntad? —replicó Herschel—. ¿Asesinar a todos los miembros de
nuestra familia?
—No —respondió el chico con gran sentimiento—, permitiros vivir a
vosotros dos... para que pudiéramos encontrarnos.
Herschel le contempló profundamente emocionado.
—Sí, incluso yo podría creer en un Dios así.
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Escrituras cada noche. Antes incluso de que su padre partiera hacia la guerra,
su madre raramente iba por la casa.
—La recuerdo arreglándose y cogiendo el coche para asistir a algún
«compromiso social» en Atlanta. Todos vivíamos en casa de la abuela y ella se
limitó a llamar al Economato Militar para decir que ya no volvería.
—Linc, tal vez fue lo mejor —dijo Hannah comprensivamente—. Tu abuela
te dio todo lo que el amor de una madre podía darte.
—Oh, si no digo que la echara de menos —respondió él apresuradamente,
reprimiendo valientemente el nudo que le producía siempre hablar de aquel
tema, ya que tal vez él había sido una parte causante de la partida de su
madre—. No me importa —dijo sonriendo cariñosamente a Hannah—. Ahora
os tengo a vosotros.
Herschel y su hermano Steve no se llevaban bien. Rochelle, la enormemente
voluble esposa de Steve, se avergonzaba de su acento y hacía todo lo que podía
por invitarlos lo menos posible. Steve no respetaba en absoluto las opiniones o
sugerencias de Herschel. Como máximo, le toleraba como empleado. Mas, ¿qué
otra cosa podía hacer Herschel? Hacía mucho tiempo, había fundado un
próspero negocio en Alemania, pero las botas de montar de Hitler lo habían
pisoteado.
Después, en 1951, todo lo que el Tercer Reich había arrancado brutalmente
de cuajo, la República Federal de Alemania lo devolvió repentinamente. El
canciller Konrad Adenauer anunció que su gobierno pagaría indemnizaciones a
todas las víctimas de sus predecesores.
Una Corte de Restitución constituida especialmente ordenó que el antiguo
propietario de la Konigliche Ledergesellschaft podría recuperar sus fábricas de
Berlín, Frankfurt y Colonia, o bien aceptar una compensación adecuada.
Sin causar el menor asombro, Herschel escogió no regresar a Alemania y
aceptar una compensación «monetaria».
En cuanto recibieron el cheque, Herschel se apresuró hacia la oficina de su
hermano y le devolvió el cheque bancario por los veinte mil dólares.
—Gracias, Steve, a partir de ahora ya no tendrás que tratarme como a un
pariente pobre.
Con su nuevo capital, Herschel financió una nueva Royal Leathercraft,
primero en Cleveland, después en Columbus y luego en Chicago. Al cabo de
dos años, se había convertido en la única abastecedora de calzado infantil de la
cadena de ochocientos almacenes «Rob McMahon».
El joven Linc era un nieto muy cariñoso. Llamaba a Elva cada fin de
semana (Herschel lo había dispuesto todo para que le instalaran un teléfono) y
la iba a ver en Navidad, Semana Santa y dos semanas en verano.
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CAPÍTULO 17
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ojo, lo cual, a causa del insomnio ninguno de ellos tenía tiempo de hacer, se
examinarían de todo. El cuerpo humano en su totalidad: macroscópico,
microscópico e invisible (hay que recordar que hay muchos virus que todavía
no podían verse ni con los aparatos).
El regalo que recibió Barney por su amistad le convirtió en el más
afortunado de todos. Lance le había cedido el microscopio junto con las
transparencias, de forma que podía contemplar, con los ojos inyectados en
sangre, las bellezas del cáncer. Las transparencias del carcinoma, vistas
bifocalmente, irradiaban igual que un tapiz de color fucsia diseñado por Dios.
Y para la bacteriología, contaba con la ayuda de Seth Lazarus, el cual no
sólo conocía la materia, sino que poseía una rara habilidad para enseñársela a
otros.
El único problema era que hablaba tan sumamente bajo que a menos que
uno se sentara a su lado, incluso en las reducidas estancias donde reunía a sus
acólitos, se perdían un montón de palabras. Seth cogía apuntes durante las
clases y después todo el mundo cogía apuntes de Seth. A veces parecía que
fuesen a canonizarle, a pesar de su única excentricidad: siempre se iba a acostar
a las nueve en punto, sin proferir grito alguno, como Horacio sobre el puente; ni
siquiera se comprometía para las nueve y cuarto.
—Por el amor de Dios, Lazarus —se lamentó un día un desesperado
compañero—, ya no eres un niño pequeño. Tu mamá no te dejará sin postre si
no te vas a la camita a las nueve. ¿No puedes atreverte y por una vez retirarte a
las diez?
Las súplicas resultaban inútiles, a pesar de que él se mostraba sinceramente
compungido.
—Lo siento —dijo en su característico susurro atiplado—. Creo que es muy
importante que todos reconozcamos nuestros ritmos circadianos. Y yo sé que
funciono mucho mejor por la mañana, así que me pongo en marcha a las cinco.
Una mente cansada es como una batería gastada. De modo que, lo siento,
muchachos, tengo que ir a recargar. Buenas noches.
—Me pregunto si duerme con un osito de peluche —se mofó Luke
Ridgeway cuando Seth se hubo marchado.
—Eh, corta ya, Ridgeway —ordenó Barney—. El tipo es lo bastante bueno
como para dedicar una parte de su tiempo a unos estúpidos como nosotros.
Deberíamos estarle agradecidos.
—Sí —convino Laura—. Quiero decir que si yo fuera tan inteligente como
Lazarus, probablemente me iría a dormir a las ocho... y vosotros también.
—Cuentos, Castellano —respondió Luke con una mueca.
—Eh, déjalo ya —intervino Barney—. No nos pasemos de la raya.
—Vete a la mierda, Livingston. ¿Es que eres su guardaespaldas o algo así?
—Ahora, escuchad, muchachos —dijo Barney en lo que más tarde
comprendería había sido su primer intento de manejar una terapia de grupo—.
Tenemos que ser conscientes de que estamos a punto de estallar. A veces pienso
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que esto también forma parte de su gran plan para curtirnos. Pero, de cualquier
modo, Seth ha demostrado lo inteligente que es yéndose a dormir. Eso es lo que
todos necesitamos.
—¿Te sabes todos los nervios craneales, Livingston? —le desafió una voz
desde un rincón de la habitación.
—Bueno, puedo recitarlos.
—¿Y también sus raíces y subdivisiones?
—Pues... de memoria, no —concedió Barney.
—Entonces, vete tú a dormir mientras nosotros tratamos de aprenderlos.
Barney se levantó.
—Bueno —dijo con buen humor—, no hay nada como una sesión de
estudio entre amigos para estimular la mente y predisponerla para el examen
que se avecina. Me voy a echar unas cuantas canastas y a tranquilizarme. Pero,
si quieres, Ridgeway, puedo echarte a ti dentro de la canasta en vez del balón.
—Dios —exclamó Ridgeway cuando Barney salía de la habitación—, este
tipo está acabado. ¿Cómo demonios admitieron a una chusma como él en el
Colegio de Médicos de Harvard?
—Que te jodan, Ridgeway.
Fueron palabras de Laura Castellano.
—Mierda —dijo uno de los que tenía la mente más despejada—, salgamos
de aquí antes de que empecemos a matarnos unos a otros.
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Con Laura atisbando por encima del hombro, Barney abrió el cuaderno por
el final.
Tres palabras se repetían línea tras línea, página tras página.
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—Mi sincera opinión —dijo Barney bajando la voz para que su hipótesis
estuviera cargada de mayor autoridad— es que probablemente han visto su
suicidio como una especie de fracaso, un suspenso en la vida, por hablar así.
—¿Y qué te hace llegar a esa conclusión tan definitiva, doctor, si ni siquiera
conoces a sus padres? —preguntó Hank Dwyer.
—Porque, Hank, las neurosis no son como los virus, no son cosas
identificables que flotan en el aire. Proceden de un lugar definido y ese lugar es
una palabra de cinco letras llamada hogar.
—Vaya, vaya, hoy nos sentimos inclinados a pontificar —dijo Peter Wyman
desde el otro extremo de la mesa— ¿Y yo? ¿Qué deduces a partir de mis
padres?
Barney le miró, caviló un rato y se pronunció:
—Bueno, Peter, yo diría que han sido extremadamente desafortunados.
Tratando de aparentar indiferencia, Peter dio la espalda a sus detractores y
se alejó.
—Bueno —dijo Bennett—, ése sí que tendría que cortarse las venas con una
navaja de afeitar.
—No te preocupes —dijo Barney gravemente—, puede que tengas razón.
Después de todo, las estadísticas dicen que se pierden entre tres y cinco de cada
clase por ese medio.
—¿Sabéis qué quiere decir eso? —intervino Hank Dwyer—.
Estadísticamente quiere decir que una de las personas que están sentadas a esta
mesa ahora, estará a dos metros bajo tierra antes de que nos doctoremos.
Todos intercambiaron miradas.
—A mí no me miréis —sonrió Bennett—. Me niego a morirme hasta que me
aseguren por escrito que en el cielo no hay segregación racial.
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—¿Embarazada?
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CAPÍTULO 18
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de eso, había hecho planes para realizar con sus padres un viaje por las islas del
mar Egeo. Y mientras ellos examinaban las ruinas, él exploraría las
profundidades con una escafandra autónoma.
Hank Dwyer consiguió un trabajo de enfermero en un sanatorio privado.
Estaba cerca de su apartamento de Boston, así que podía pasar todo el tiempo
restante con Cheryl, la cual estaba ya en estado avanzado.
Laura había tenido tanto la buena como la mala suerte de haber sido
solicitada para realizar la investigación para Pfeifer. Ya que junto al honor que
representaba, estaba el hecho de que el maldito Wyman sería su jefe.
Al principio, Barney se quedó asombrado ante la elección en segundo lugar
del eminente bioquímico.
—No te ofendas, Castellano, pero ¿por qué demonios te eligió Pfeifer a ti?
Ella se limitó a encogerse de hombros.
—No tengo ni idea, pero me alegro de no tener que volver a casa.
Pero todo se aclaró en cuanto las notas salieron a la luz. Laura Castellano
había obtenido una asombrosa media de A baja. Tal cosa resultó especialmente
increíble para Barney, el cual estaba seguro de haber terminado con una nota
brillante por su B alta.
Pero ahora la verdad estaba a la vista y se enfrentó a Laura con la
evidencia.
—No lo niegues, Castellano, eras uno de los dos noventa y ochos en
bioquímica, ¿no es cierto?
—De acuerdo, inspector, confieso, me ha pillado con las manos en la masa.
—¿Y por qué demonios lo mantenías tan en secreto?
Ella volvió a encogerse de hombros.
—No lo sé. Al principio pensé que no habría sido más que un golpe de
buena suerte y luego...
Pero no tuvo necesidad de concluir la frase, ya que Barney leyó sus
pensamientos. Ella no había querido incomodarle.
Barney no pudo permitirse el lujo de trabajar ni siquiera en los suburbios
del mundo científico. Cuando anunciaron que el Colegio de Médicos iba a subir
las tasas de matrícula, comprendió que tendría que buscarse un trabajo para
que le proporcionara más dinero.
Por esta razón se convirtió en taxista, encargándose del turno de noche del
señor Koplowitz, el cual poseía su propio taxi.
Barney vivió durante todo el verano en su casa tanto por razones
sentimentales como económicas. En otoño la pondrían en venta y cualquier
extraño se instalaría en la habitación que habla albergado los miles de sueños
de su infancia.
Estela, que se había retirado oficialmente a finales de junio, se pasó el
verano en el jardín de la parte posterior, tomando té con Inés Castellano,
charlando con ella cuando ésta se sentía comunicativa y sencillamente
sintiéndose acompañada cuando se sumergía en su propio mundo privado.
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Entonces Estela echaba una mirada circular al jardín y soñaba, recordando los
días en que los tres chicos compartían sus juegos.
Desayunaba con sus hijos, Barney que acababa de llegar y Warren que
estaba a punto de irse. Este último se preparaba para su carrera legal trabajando
en una firma de abogados.
La mayoría de las noches, los chicos salían. Barney iba a trabajar con el taxi
y Warren tenía interminables citas románticas. Y cada vez con mayor
frecuencia, Inés iba a su casa no sólo en busca de compañía, sino también de
refugio.
Para entonces Luis había progresado de una embriaguez tranquila a una
borrachera ruidosa y alocada. Hacia las nueve de la noche, se convertía en un
león furioso. Y más tarde, en un león triunfante. Pues su ídolo, Fidel Castro,
había logrado derribar a Batista y liberar a los cubanos. ¿Significaba aquello una
Cuba libre? ¿O dos? ¿O diez?
Lo que es más, aquellos sentimientos no le hicieron precisamente más
querido por los habitantes de Brooklyn más patrióticos, ya que Castro había
expropiado las fábricas de azúcar de los Estados Unidos, de modo que «¡Viva el
pueblo cubano!» no era una frase que estuviera exactamente en boca de todo el
mundo.
Los vecinos habían empezado a quejarse entre dientes. Uno o dos llegaron
a acercarse a Estela para interceder en nombre de la comunidad a fin de que le
hicieran pasar la embriaguez a Luis. O al menos, para que le hicieran callar.
El que un día fuera un entregado médico empeoraba día a día. Incluso le
habían multado por conducir borracho. Un nuevo incidente y probablemente se
vería privado del permiso de conducir. O tal vez incluso del poder para ejercer.
—¿No puedes hacer nada por él? —preguntó Estela a su amiga.
Inés asintió.
—Estoy rezando por él —murmuró—. He pedido a Nuestra Señora que
haga que deje de sufrir de una vez.
—¡Oh! —exclamó Estela— ¿Y no hay nadie que pueda hablar con él?
—El padre Francisco Javier ha intentado interceder por él.
—¿Quieres decir que llevaste a Luis a la iglesia?
—No —respondió Inés—. El domingo pasado por la tarde invité al padre a
casa.
—¿Y qué sucedió?
—¡Ay! No me lo preguntes. Luis estaba como loco, gritándole al padre
maldiciones a la Iglesia y a todos los obispos españoles que prestaron su apoyo
a Franco. El padre ni siquiera se quedó a tomar el té.
«No me sorprende», pensó Estela para sí.
De pronto, Inés se sumergió en una oración. Y Estela se preguntó, ¿por qué
no ayudó Laura? ¿Cómo podía ésta ignorar a su familia cuando tanto la
necesitaban?
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Seth Lazarus salió del achicharrante autobús para caer bajo el abrasador
sol. Incluso a las siete y media de la mañana, Chicago era insoportable en
verano.
Por fortuna, sólo tenía que andar unos pocos cientos de metros para llegar a
las puertas del hospital donde el laboratorio de patología se mantenía a una
temperatura extremadamente fresca a fin de prevenir la putrefacción de los
«pacientes», como su supervisor, el profesor Thomas Matthews, insistía en
llamarlos.
(«Cuando acabemos con ellos y los enviemos a las pompas fúnebres,
entonces podrás llamarlos cadáveres.»)
Aquél era el tercer verano que Seth pasaba en la «casa de la muerte», tal y
como la denominaban algunos de los residentes. Allí fue donde adquirió su
destreza con el escalpelo, aprendió a cortar los tejidos para examinarlos y
asumió un respeto total hacia el cuerpo humano, vivo o muerto.
El segundo verano, el doctor Matthews le confió la realización de las
incisiones, la primera apreciación de los órganos de los pacientes e incluso la
sugerencia de la posible causa de la muerte. Naturalmente, el médico tomaría la
decisión última, pero Seth acertaba más veces de las que se equivocaba.
La atmósfera en patología era totalmente diferente de la de su clase de
anatomía. Reinaba un silencio casi total, un murmullo respetuoso ante los
muertos. Por contraste, el laboratorio del colegio parecía un pandemónium, con
todos los estudiantes haciendo chistes malos para dominar su inquietud, su
novedad en la materia y su temor.
Seth estaba bastante cómodo allí, a pesar de que a la hora del descanso para
ir a tomar el café se sentaba a mirar por la ventana y contemplaba las ajetreadas
mujeres que circulaban por la calle, preguntándose si el hecho de haber
escogido estar con aquellos cuerpos sin vida que había tendidos sobre la mesa
no le convertía en un ser extraño.
En el colegio tenía una excusa. Al fin y al cabo, estaba tratando de convertir
cuatro años de intenso estudio en tres, de tan impaciente como estaba por llegar
a ser médico. En tales circunstancias, tal vez era comprensible que careciera de
vida social.
Pero en realidad, jamás había hecho amistades con ningún compañero de
uno u otro sexo. La única vez que sus compañeros le buscaron fue durante los
exámenes, cuando irrumpían en su dormitorio y suplicaban su ayuda para que
les explicara la compleja materia.
Durante los dos últimos veranos se había limitado a mirar, con la nariz
aplastada contra la ventana, observando todo lo que había debajo, a lo cual
deseaba unirse, pero sintiendo que no tenía derecho a formar parte de ello.
¿Sería por eso que había escogido la patología? ¿Porque era un modo
seguro de no tener que explicar a los parientes cercanos que la persona querida
sufría un dolor que no podía remediarse?
Una mañana de julio, su jefe le preguntó si iba a ir a la cafetería a comer.
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Como de costumbre, Seth aguardó a que pasara la hora punta para irse a
casa. A las siete y media cogió el autobús que estaba relativamente fresco y
consiguió encontrar un sitio para sentarse y poder leer.
Cuando bajó del autobús, el sol se estaba poniendo y los suaves rayos del
atardecer bañaban la hierba y las flores de los jardines de las casas de aquel
suburbio sin pretensiones. Seth conocía por su nombre a todos los habitantes,
desde los días de la escuela superior, en los que estuvo empleado como
repartidor de periódicos. Incluso ahora recordaba qué casas fueron generosas y
cuáles albergaban a los Ebenezer Scrooge de la vecindad.
Llegó al centro comercial del barrio, donde el Mercado Lazarus de Carne y
Comestibles llevaba haciendo negocios desde los años treinta del siglo anterior.
Al pasar junto a la ventana, vio a su padre cortando un trozo de queso Gouda
para la señora Schreiber y saludó a ambos con la mano. Se dirigió a la parte
posterior del almacén y abrió la puerta que conducía a su apartamento del piso
superior. Su madre le saludó afectuosamente.
—Hola, cariño. ¿Hay alguno nuevo?
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—Mamá —se quejó él un tanto harto, ya que tenían aquel mismo diálogo
cada día— No hay nada nuevo donde yo trabajo. En patología todos los
pacientes están muertos.
—Lo sé, lo sé, pero a lo mejor has descubierto algún remedio para la
muerte. Es posible.
Él sonrió.
—Serás la primera en saberlo. ¿Tengo tiempo de ducharme antes de la
cena?
Rose asintió y regresó a la cocina.
A pesar de la frecuente escasez de agua en verano, las largas duchas
calientes eran una necesidad profesional para Seth. El olor a muerte se le
pegaba a la ropa y cada noche, al llegar del hospital, se frotaba enérgicamente.
A las nueve en punto, Nat Lazarus cerró el establecimiento y cinco minutos
después, la familia estaba sentada a la mesa.
—Así, hijo —le preguntó—, ¿qué hay hoy de nuevo?
—He hallado un remedio para el cáncer —respondió Seth con cara de
pared.
—Eso está bien —murmuró su padre con la atención concentrada en el
marcador del partido de béisbol de la noche anterior—. Te diré una cosa —
anunció repentinamente—, si los Cubs consiguieran otro lanzador, ganaríamos,
eso seguro.
Alentado por su experiencia del mediodía, Seth añadió de buen talante:
—También he encontrado un remedio para los ataques al corazón y
mañana desarrollaré algo que barrerá el resfriado común de la faz del mundo.
De pronto, Nat bajó el periódico.
—¿He oído bien? ¿Has dicho algo para el resfriado? ¿Estás en algo que
puede curar el resfriado?
—¿Cómo es posible que eso te haga mover y mi cura para el cáncer ni
siquiera te haga pestañear?
—Hijo mío —explicó su padre sabiamente—, tú no eres un hombre de
negocios, no vives en este mundo. ¿Tienes idea de la cantidad de jarabes
inútiles que vendo en invierno? Si estuvieras en algo así, lo patentaríamos y
sería una mina.
—Lo siento, sólo bromeaba, papá. El resfriado común es la última frontera.
Es como la Luna para los astrofísicos. Nunca la alcanzaremos en vida.
Nat le miró y sonrió.
—Seth, dile a tu padre una cosa, ¿quieres? ¿Quién le está tomando el pelo a
quién?
—Los dos estáis locos con esa rutina de vodevil que os traéis —anunció la
señora Lazarus—. ¿Quién quiere postre?
Estaban escarbando en el pastel de cabello de ángel de Rosie cuando Seth
comentó sin darle importancia:
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—De hecho sí que ha pasado algo hoy. Me encontré con una chica que iba
conmigo a la escuela superior.
Rosie Lazarus alzó las cejas.
—¿Ah, sí? ¿Es alguien que yo conozco?
—Judy Gordon. Es enfermera y trabaja en la planta de cancerosos.
Nat sonrió con complicidad a su hijo.
—Sethie, tienes que ir con cuidado, no vayas a dejarla preñada.
—¡Por favor! —dijo Rosie—. Os agradecería que no hablarais así delante
mío.
—Usted perdone, señora Reina Isabel —respondió su marido—, pero
déjeme recordarle que si yo no la hubiera dejado a usted preñada, Seth no
estaría aquí ahora. —Se volvió hacia su hijo en busca de una confirmación—.
¿No estoy en lo cierto, doctor?
—Sí, señor —replicó Seth en tono profesional—. Mamá es lo que los
médicos llaman multípara.
—¿Y puedo preguntar qué es eso en lenguaje corriente y moliente?
—Quiere decir que has tenido más de un hijo, mamá.
De pronto todos se callaron. Se produjo un frío y prolongado silencio. Seth
les había recordado (y lo más doloroso de todo, se lo había recordado a sí
mismo) a Howie.
Howie, que empezó su vida como hermano mayor de Seth, pero que,
aunque seguía con vida, no había llegado a convertirse en adulto. Hacía
muchos años, mientras iba sentado en el asiento delantero, sobre el regazo de su
madre, había tenido un accidente. Nat iba al volante y tuvo que hacer un viraje
brusco para no alcanzar a un niño que había salido corriendo de entre dos
coches. Howie salió despedido contra la parte delantera de metal recibiendo
sobre él todo el peso del cuerpo de su madre.
Howie había sufrido un daño craneal tan enorme que aunque había
crecido, apenas si había aprendido a tragarse los alimentos o a permanecer
sentado sin caerse. Que a veces reconocía a sus padres y a veces no. Pero,
¿quién podía decirlo? Howie se pasaba el día entero sonriendo.
Finalmente, Howie tuvo que ser recluido en un hospital. Howie, a quien se
obligaban a sí mismos a visitar al menos dos o tres veces al mes por temor a
olvidarle y a pensar que podían vivir sus vidas sin la sombra de aquel dolor.
¿Sentiría él dolor? No había modo de preguntárselo.
Howie, una fuente de culpabilidad inagotable, irremediablemente inválido,
pero obscenamente robusto en una solitaria inexistencia. No podía morir,
aunque tampoco podía en realidad vivir.
Acabaron la cena y, mientras Seth ayudaba a Rosie a quitar la mesa, Nat
conectó la televisión. Afortunadamente había un partido de béisbol, un
anestésico para el dolor siempre acuciante de la desgracia de Howie.
Mientras estaban en la cocina, Rosie lavando y Seth secando, él preguntó:
—Por cierto, ¿cómo está Howie?
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—¿Cómo ésta? ¡Vaya pregunta! ¿Cómo va a estar? Tal vez cuando seas un
médico de verdad descubras algo para reparar un cerebro destrozado.
Esa vez no estaba bromeando. Y Seth sabía que ella vivía con la constante
esperanza de que los médicos en alguna parte, algún día, inventarían un
milagro para devolverle a su hijo perdido, aunque vivo, a ella y a su familia.
Mientras tanto, por más que lo intentaba, no podía prodigar su amor a Seth.
Porque no era Howie.
Seth podía hablar y andar, podía vestirse y comer él solo, mientras que
Howie necesitaba ayuda para todo.
Cuando acabaron en la cocina, Seth salió a dar un paseo para aclarar su
mente, a fin de poder terminar el informe que había llevado del hospital a casa.
Cuando volvió, su madre ya estaba en el dormitorio con la puerta cerrada y Nat
animaba ruidosamente a los Cubs.
Sabiendo que Nat ya se hallaba piadosamente sedado por su opio de
dieciséis pulgadas en blanco y negro, Seth no le molestó. En lugar de eso, subió
a la habitación que cuando era niño había constituido su dominio, su reino, y
que ahora era su laboratorio. Encendió la luz fluorescente de su mesa y se
sumergió en el mundo de las patologías. Aquél era su modo de olvidarse de
Howie.
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únicamente por la luz de neón del anuncio de Schlitz, «la cerveza que hizo
famosa a Milwaukee».
—Gracias por el paseo —dijo—. Ya te veré en el hospital.
—No, Seth, no voy a dejar que te vayas tan fácilmente.
Seth se quedó sorprendido al comprobar de qué modo la pasión podía
compensar su inexperiencia. Mientras ella acercaba sus labios a los de él, la
rodeó con sus brazos y la atrajo hacia sí mientras la besaba.
Al cabo de un momento, cuando se separaron para tomar aire, preguntó:
—¿Podemos repetir esto alguna otra vez?
—¿Qué parte? ¿La cena o mi desvergonzada actuación?
—¿Son mutuamente excluyentes? —preguntó él—. En cualquier caso, te lo
advierto, la próxima vez seré yo quien haga el primer movimiento.
—Perfecto. ¿Quién sabe adónde nos llevará? Buenas noches, Seth, y gracias
otra vez.
Si sus padres no hubieran estado durmiendo, habría subido bailando hasta
el tercer piso en una enloquecida imitación de Fred Astaire.
Si alguna vez se hacía una lista de todos los lugares de los Estados Unidos
donde no convenía estar en el mes de agosto, Boston sería de los diez primeros.
Naturalmente, el laboratorio de Pfeifer tenía aire acondicionado, para mantener
un ambiente científico constante. Pero el Vanderbilt Hall no. Y era lógico.
Ciertos especímenes serían irreemplazables si llegaban a sobrecalentarse,
mientras que los ayudantes de laboratorio apenas si llegaban a una docena.
Mientras se lavaba antes de ir a la cama, Laura comenzó a entretenerse con
la paranoica fantasía de que Pfeifer obviamente se aprovechaba del tiempo para
alargar sus investigaciones, manteniendo a sus secuaces sumergidos en la
refrescante comodidad del laboratorio durante tanto tiempo como le era
posible.
Al principio, tuvo unos cuantos remordimientos de conciencia a causa de
Palmer, los cuales trató de aliviar diciéndose que, al menos, no era época de
guerra. Sin embargo, seguía pensando que él iba a desperdiciar algunos de los
mejores años de su vida limpiándose las botas, el rifle y tal vez las letrinas,
aunque no estaba segura de si los oficiales tenían que hacer aquel tipo de cosas.
Después, poco a poco, empezó a pensar que en el fondo había hecho algo
que, a largo plazo, sería mejor para ambos.
Y empezó a citarse de nuevo con gente.
Al principio no era más que pizza y una cerveza con uno u otro de sus
colegas de laboratorio (con la excepción de Wyman, claro. De todos modos, ése
no confraternizaba con gente que no tuviera grandes posesiones).
Asistió a conciertos de pop a orillas del río Charles con Gary Arnold, un
guapo residente de neurología de primer curso. Igual que hacían otras miles de
parejas, se sentaron sobre una manta, comieron bocadillos, bebieron vino de un
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CAPÍTULO 19
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Barney reconocía una cosa buena sólo con verla. Susan tenía una actitud
hacia los hombres que recordaba las tradiciones de oriente. Qué cambio en
comparación con los implacables y ambiciosos ejemplares del Colegio de
Médicos. Decir que estaba colado por ella era un eufemismo. Estaba
completamente embriagado por el perfume de la flor de loto y el jazmín.
Laura, con una ambigüedad que ni ella misma reconocía, convino con él
que había encontrado «la pareja ideal».
Como Barney dijo en primer lugar:
—Ella es diferente, Castellano. Ella me mira desde abajo de verdad...
—Pues claro, si apenas mide metro y medio.
—No bromees. Jamás había conocido a una chica tan... no sé... tan
femenina. ¿Sabes cómo se dice «te quiero» en chino?
—No, Barney, pero estoy segura de que tú sí.
—Naturalmente. Wo ai ni. Y Susan lo dice al menos treinta veces al día. Me
hace sentir como un Adonis, un Babe Ruth y un Einstein, todos en uno.
—Ése es un buen peso para llevarlo a rastras, incluso con tu imagen,
Barney. Pero supongo que cuando tu ego se cansa, ella le da masajes.
No obstante, Laura sintió cierta envidia, no sólo por el incuestionable
ascendente de la señoría Hsiang sobre la mente de Barney, sino sobre todo por
la habilidad de Susan para encontrar a un hombre al cual poder adorar.
Por contraste, Laura había crecido con la ambición de trascender a su
propio sexo, de mejorar su estatus y de sentir admiración por sí misma.
Y aquello no hacía nada para aliviar su soledad.
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Aquél iba a ser el año en que todos los miembros de la clase contraerían
una enfermedad mortal. Lance Mortimer fue el primero en caer.
—Barney, ¿puedo hablar contigo?
—Estoy a medio comer, Lance.
Con un gesto llamó la atención de su vecino sobre su acompañante oriental,
que estaba sirviendo la comida en el plato que había sobre su mesa.
—Oh —dijo Lance—, siento interrumpirte, Suzie, pero, ¿te importaría
mucho si hablo un minuto con Barney? Es muy importante.
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—¿Qué puede haber querido decir con eso? —preguntó Herschel a Hannah
cuando estaban en la cama por la noche—. ¿Habrán habido incidentes...?
Ella se encogió de hombros.
—Hannah, cuando me miras así, sé que me estás ocultando algo.
Entonces ella se lo dijo, enfatizando el hecho de que toda aquella
información la había deducido del comportamiento de Bennett y de
comentarios casuales. Tenía la sensación de que el chico había tenido algunas
palabras con alguien, tal vez incluso hubiesen llegado a las manos. Aun en
aquellas circunstancias tan privilegiadas, su hijo había tropezado con la
intolerancia. Por dos razones.
—Además, no es sólo que sea un goyim en la escuela —prosiguió ella—. Tu
maravilloso hermano y su gente no han resultado ser mucho mejores. A Ben
nunca le invitan a las fiestas de Navidad de sus compañeros, ni a los bailes del
templo de tu hermano. El verano pasado, cuando le llevaste a jugar al tenis al
club de campo de Steve, el resto de los miembros cogieron una pataleta. En
realidad, no tiene hogar.
—¿Y nosotros qué somos, pregunto yo? —inquirió Herschel.
—Dos personas mayores... que están empezando a hacerse viejas. ¿Qué será
de él cuando nosotros ya no estemos?
—¿Estás sugiriendo que le mandemos de vuelta a Georgia? —preguntó
Herschel con precaución.
—No, sólo estoy denunciando un hecho. Nuestro hijo es maravilloso. Él es
el niño más dulce y cariñoso que he conocido jamás.
—Pero debemos prepararle, hacer que sea fuerte...
—¿Para qué? —preguntó ella.
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CAPÍTULO 20
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La idea lógica del profesor era que los cuerpos más adecuados para
iniciarse en la diagnosis eran los suyos propios.
Pero instantáneamente se produjo la rebelión. Sin embargo, no por parte de
las mujeres. Ellas eran cuatro y se dividieron sin dificultad en dos parejas de
pacientes y médicos alternativamente. A continuación, en nombre de la
propiedad y la corrección, fueron conducidas a una habitación contigua donde
podrían realizar el ejercicio sin provocar a la mayoría de varones.
Por razones comprensibles, al principio, los hombres se resistían a tocar y a
ser tocados por sus compañeros de clase. Ponerse inyecciones unos a otros
había sido otra cosa. Aunque doloroso, el pinchazo no había sido más que
superficial. Pero el examen exhaustivo del cuerpo era otra cosa muy diferente.
¿Quién demonios quería que Peter Wyman le palpara la próstata o le
toqueteara el escroto?
El profesor Shaw estaba acostumbrado a enfrentarse con la resistencia
masiva, pero jamás a aquella escala.
Todo empezó igual que una especie de murmullo bronquial, que fue
subiendo de tono rápidamente a jadeos espasmódicos de «De ningún modo.
Nadie me va a tocar el culo a mí». Y, esto ya sí que bastante audible, de: «Vete a
la mierda, Shaw.» En aquel momento, el profesor vio, por el rabillo del ojo, que
algunos estudiantes empezaban a escurrirse por la puerta de salida trasera, y
entonces resultó evidente que tenía un motín consumado entre manos.
En vez de dar un suspenso general a la clase, decidió establecer nuevos
parámetros para la sesión inicial.
—Bueno, obviamente no podemos hacerlo todo en una sola clase —
anunció, esperando que no notaran el deje de capitulación en su voz—, así que
creo que en este primer encuentro deberíamos limitarnos a familiarizarnos con
los sonidos del corazón. El rumor, el murmullo, el temblor y la fibrilación.
Y para estar seguro de ganar su buena voluntad, ofreció un incentivo
seductor para sesiones futuras.
—Ya que ello puede significar a veces una cuestión de vida o muerte,
además literalmente —comenzó con rostro impertérrito—. ningún curso de esta
naturaleza puede pasar por alto la correcta instrucción del examen vaginal.
Naturalmente, para este procedimiento tendremos que invitar a pacientes de...
mayor experiencia. Pero, de momento, escuchemos nuestros corazones y su
música.
El murmullo de la sala se fue apagando mientras se alzaban cincuenta y
ocho estetoscopios a fin de auscultar cincuenta y ocho pechos.
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—No hay problema, ya lo he calculado todo. Con tu pensión tienes más que
de sobra para vivir la vida de Riley hasta que yo empiece a ganar pasta como
abogado. Y, tarde o temprano, el viejo Barn acabará esa carrera interminable y
se convertirá en un médico muy rico. Además, Carlton Towers tiene una
pequeña habitación de invitados, de manera que Barney y yo podemos dejarnos
caer algún fin de semana con nuestras esposas.
Estela sonrió.
—¿Y puedo preguntar con quién tienes intención de casarte?
—Claro. Es una gran chica, fantásticamente hermosa, es bachiller de
Barnard, tiene un graduado en derecho por Yale y cocina igual que Julia Child.
—Maravilloso. ¿La conozco ya?
—No —declaró Warren—, y yo tampoco. Pero no pienso conformarme con
menos.
—Escucha —dijo Estela con afectuoso buen humor—, lo más importante es
que te cases con alguien que puedas hablar, que sea tu amiga. Eso es lo que
tuvimos tu padre y yo. No necesitas para nada a esas míticas criaturas con el
cerebro de Einstein y las piernas de Betty Grable.
—Vamos —regañó Warren desaprobadoramente—. ¿No es Laura guapa,
inteligente y simpática?
Estela asintió.
—Sí, pero a veces me pregunto si ella...
—Sí ella, ¿qué?
—Bueno, por desgracia, siempre que lo pienso, en el fondo creo que no es
muy feliz.
—¿Por qué? —preguntó Warren con auténtico asombro.
—Quizá porque es demasiado guapa, demasiado inteligente y demasiado
simpática.
Ni siquiera Laura tenía las fuerzas suficientes para pasar la Navidad sola.
Tres horas antes había despedido alegremente a Barney y Suzie, que se
marchaban en uno de los coches de Lance a una cabaña en Vermont, donde
esperaban que la ventisca provocara nevadas durante toda la semana.
Sentada en la solitaria cafetería, tratando de comer un pavo recalentado que
sabía igual que el plástico artificial de la espantosa decoración que colgaba aquí
y allá, se sintió tan sumamente infeliz que decidió ir a su casa después de todo,
aunque las últimas Navidades que pasó allí fueron sencillamente catastróficas.
Sin embargo, al deslizarse sobre el fango gris de Lincoln Place, se dio
cuenta de que las señales que demarcaban su territorio de la niñez se habían
convertido en algo que le era completamente ajeno.
Incluso la casa de los Livingston, con sus ventanas vacías mirando hacia el
letrero rojo y verde de «EN VENTA» que había delante de ella. Aquello era todo
cuanto el vecindario ofrecía como única decoración navideña.
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—Además, como médico, hoy en día paso más tiempo rellenando los
papeles de los seguros que con los pacientes. En Cuba la medicina es libre y
puedo tratar a cualquiera que me necesite.
Vaciló unos instantes que ella aprovechó para intervenir.
—¿Y piensas dejar a mamá en ese... monjerío?
Él alzó las manos hacia el cielo en un gesto desesperado y dijo:
—Es decisión suya, Laurita.
Se inclinó hacia adelante colocando los codos sobre la mesa.
—Hace mucho tiempo, tu madre y yo estábamos casados —empezó—,
casados en todos los sentidos, los mismos ideales, las mismas creencias, las
mismas preocupaciones sobre cómo criar a nuestros hijos. No puedes llegar a
imaginarte el infierno que vivimos al principio de estar casados. Ella apenas si
se había recuperado de las heridas de bala cuando naciste tú y nos trajiste
alegría, algo que nos compensaba del exilio de la tierra que amábamos. Y
después Isobel... —Calló y respiró profundamente—. Después de todo, aquél
fue el golpe que puso a tu madre de rodillas. Sí, y como verás no es ninguna
metáfora. Se pasaba la vida rezando en la iglesia. Nunca hablábamos, de nada
sustancial, quiero decir. No había odio, ni tensión, pero había algo peor, un
muro de silencio. De repente, un matrimonio que lo tenía todo, ya no tenía
nada...
»Y vivíamos como extraños. Todas sus conversaciones eran con Dios. Era
como si ella me hubiera dejado completamente solo. Empecé a beber mucho. Sí,
ya sé que te diste cuenta. Pero, niña, ya no me quedaba nada en qué creer...
Laura sintió una punzada de dolor. ¿Es que ella no significaba ningún tipo
de consuelo para ninguno de los dos?
—Entonces apareció Fidel. Le vi como mi última oportunidad de vivir la
vida como un verdadero hombre. De ser útil. ¿Lo entiendes? —Ella simplemente
asintió—. Cuando el Ministerio de Sanidad cubano me aceptó, tiré hasta la
última botella a la basura y desde entonces no he tomado ni una copita de jerez.
Una vez más vuelvo a tener una razón...
Laura permanecía sentada, con los ojos desenfocados y tratando de que su
mente lo asimilara todo.
—Así que vais a separaros...
—Lo siento, querida. Esto es el resultado de muchos años. De todos modos,
yo presentía que tú notabas cómo iban las cosas.
—¿Y cómo habías pensado decirme todo esto? ¿En una pequeña postal
desde el corazón de La Habana?
Su voz traicionaba no sólo la furia sino también el dolor.
—No había nada seguro hasta hace unos días —respondió Luis a modo de
disculpa—. Además, en lo único que los dos estábamos de acuerdo era en que
tú serías lo bastante fuerte como para cuidar de ti misma. Siempre lo has sido.
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Cuando por fin Laura llegó al Vanderbilt Hall, lo encontró vacío y frío
como una tumba. Únicamente le saludó la otra persona lo bastante patética
como para estar allí una noche como aquélla.
—Hola, Laura. Me sorprende verte por aquí.
—Con sinceridad, a mí me sorprende estar aquí.
—¿Quieres que cenemos juntos?
—Claro. ¿Qué has pensado?
—¿Qué te parece una pizza?
—Claro. Cualquier cosa. Espera un momento a que suba mis cosas al
decanato.
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Querido Barney:
Ya me he repuesto. Lo que realmente ocurre en este manicomio no es que uno se
cure (ésa es una palabra que ni siquiera un psiquiatra completamente autorizado
emplearía jamás), sino que, igual que un actor cuando se estudia un papel, uno aprende
a interpretar el personaje de una «persona normal». Y cuando por fin se llega a
interpretar a la perfección, todos se sienten tan encantados que te facturan de nuevo al
mundo exterior y se apuntan otro tanto a su favor.
Después de todo, el doctor Cunningham resultó ser un buen hombre de verdad,
sobre todo cuando dejó de atender las llamadas telefónicas de mi padre. Me ayudó a
comprender muchas cosas por mí mismo.
Todavía tengo intención de convertirme en un buen médico, no en Harvard, sino
en algún otro sitio donde la carrera de ratas se parezca más a los estímulos que reciben
los ratones. Lo más importante es seguir avanzando.
Jamás vi a un paciente que le preguntara a un médico qué notas obtuvo en ciencias
elementales.
¿Sabía bioquímica Sigmund Freud?
De todos modos, como podrás ver en esta carta, he logrado dominar mis temores
neuróticos a las entrañas de los cadáveres haciendo lo más contrafóbico que te puedas
imaginar. En el fondo, aún tengo miedo, pero al menos puedo sobreponerme, que es de lo
que se trata según he aprendido del doctor Cunningham.
Por otra parte, he dejado de sentirme culpable por odiar a mi padre. Se lo merece.
Mientras te escribo, no sólo desconoce mi paradero, sino que ni siquiera sabe quién
soy, ya que me he cambiado el apellido por el original de la familia, Esterhazy, el cual,
estoy seguro, él ha suprimido.
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Si todavía estás leyendo esta carta tan aburrida, la acabaré ya diciéndote que
siempre pensaré en ti afectuosamente como un amigo y que te quedo agradecido por la
amabilidad que me demostraste cuando más la necesitaba.
Te deseo una feliz Navidad y espero que ya te hayas casado con la estupenda Laura
Castellano.
Tuyo,
MAURY ESTERHAZY
(nacido Eastman)
«Vaya —pensó Barney—, que Dios nos bendiga a todos. Bien por Maury.
No consiguieron achicharrarle el cerebro, después de todo.»
Parecía que iba a ser un año nuevo maravilloso, sobre todo si la carta que él
estaba a punto de escribir recibía una respuesta favorable.
Acababa de coger el bolígrafo y papel cuando creyó oír el teléfono en el
pasillo. «No importa, no puede ser para mí.» A continuación alguien llamó a la
puerta y la soñolienta (y un tanto molesta) voz de Lance Mortimer anunció
roncamente:
—¡Al teléfono, Livingston! ¿Es que tus admiradoras no duermen nunca?
Barney tiró el bolígrafo y corrió hacia el teléfono. «La buena de Suzie ya ha
empezado a echarme de menos.» En cuestión de segundos tenía el auricular en
la mano y decía:
—Hola, pequeña.
La voz que había al otro lado del hilo tenía un tono de disculpa.
—Barney, siento de veras molestarte tan tarde...
Era Laura.
—En realidad —continuó ella— he estado intentando localizarte durante la
última hora y media. Espero no haberte despertado.
—Está bien, Castellano. ¿Qué pasa?
—Nada monumental. Sólo que todo mi mundo se está derrumbando.
Supongo que podré esperar a mañana.
—De ningún modo. Te veré ahora mismo en el vestíbulo.
—¿Seguro que no te importa? —preguntó con tristeza.
—No seas idiota. Estaré allí en un segundo.
Barney colgó y regresó a su habitación.
Se agachó y empezó a abrocharse los deportivos. Un instante después, ya
estaba listo para salir disparado, pero entonces recordó la importante carta que
había escrito.
Se inclinó sobre el escritorio y la miró.
Queridísima Susan:
Tengo dos preguntas que hacerte:
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CAPÍTULO 21
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—Cheryl, maldita sea, ¿es que no puedes hacer que las niñas estén
calladas?
—Puede que sean gemelas, pero son dos personas distintas, Hank. Se
despiertan en horas diferentes, tienen hambre en horas diferentes, se hacen
pis...
—No tienes por qué explicarme todo eso, por el amor de Dios. ¿Cómo
demonios se supone que voy a estudiar en medio de esta algarabía infernal?
—No tienes por qué gritar, Hank.
—Ah, maravilloso —respondió él con sorna—, tú puedes decirme a mí que
me calle, pero no puedes calmar a dos pequeñas y molestas niñas.
—¿Es así como hablas de tus hijas?
—Oh, quítate de ahí detrás, ¿quieres?
Se levantó, cerró el libro con un golpe seco, recogió los apuntes y cogió el
abrigo.
—¿Dónde vas? —preguntó Cheryl suplicando.
—A algún sitio tranquilo, a la biblioteca. Tengo que aprenderme hasta el
más mínimo detalle de diagnosis médica para el examen de mañana.
—Trata de examinarte la cabeza mientras estás allí —le gritó ella cuando se
marchaba.
Pero el portazo ahogó sus palabras.
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Lubar es un necrofílico
le encanta amontonar cadáveres en un saco
cuando le preguntamos por qué lleva esa clase de vida
dice que le recuerda a su esposa.
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—No, no. Lo primero que tendréis que hacer es extraer muestras de células,
preparar un frotis de flujo y todo eso. Ah, sí, y un cultivo para la gonorrea.
—¿Quieres decir que tendremos que meter nuestras narices justo en medio
de la zona de potenciales enfermedades venéreas? —preguntó Lance ultrajado.
—Nadie ha dicho nada de utilizar la nariz —respondió Skip con una
sonrisa.
Se oyeron algunas risas nerviosas.
—Muy bien —continuó—, cuando hayáis metido el espéculo, lo abriréis, y,
si lo habéis colocado bien, tendréis una vista del cuello del útero, que está atrás
y hacia abajo. Sabréis en seguida cuándo lo habéis encontrado, porque es como
un gran ojo de color rosa. A continuación, prepararéis los frotis y ya podéis
sacar el espéculo de una maldita vez.
Se oyó un suspiro colectivo de alivio.
—Esperad —protestó Skip levantando los brazos igual que un guardia
urbano deteniendo el tráfico—. Eso no es más que la mitad del trabajo. A
continuación, ya podéis poneros un poco de vaselina en el segundo y tercer
dedo para la palpación —hizo una pequeña demostración— y hacer el examen
con las dos manos. Es decir, introducir dos dedos en la vagina, lo cual puede
que sea un procedimiento familiar para algunos de vosotros...
Aguardó los cloqueos apreciativos, pero no se produjo ninguno.
—Bueno, la otra mano la colocaréis sobre el abdomen y trataréis de calibrar
el tamaño y posición del útero, el cual normalmente parece una especie de
limón. El secreto está en que parezca que sabéis lo que hacéis. Todo el maldito
proceso no lleva más de unos cinco minutos. Ah, y una última cosa, tendréis
que controlar muy bien vuestros sentimientos, porque, lo creáis o no, las
primeras veces puede resultar... estimulante sexualmente.
Hizo una pausa y dijo:
—¿Alguna pregunta?
La mano de Hank Dwyer se alzó frenéticamente.
—Dijiste que el cuello del útero era rosa, ¿verdad?
Él asintió.
—Verás —continuó Hank muy consciente—, he estado... mm... practicando
un poco. Ya sabes, con mi mujer...
—¿Sí? —le urgió Skip—. ¿Y cuál fue el problema?
—Bueno, he perdido la cabeza por lo que has dicho. El cuello del útero de
mi mujer parece... bueno... azul. ¿Podría tener algo?
—Bueno —respondió el experto—, veo que no te has estudiado el libro de
texto, viejo amigo. Eso se llama «señal de Chadwick».
La palidez usual de Hank se tornó blancura.
—¿Y eso es grave?
—Bueno —dijo Elsas—. eso depende de tu mujer y de ti. El cuello del útero
azul significa que está embarazada.
A lo cual, el en otro tiempo aspirante a sacerdote exclamó:
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—¡Mierda!
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—El día después del incidente del año pasado, el chico negro puso
objeciones a que el profesor Cruikshank trajera nuevos especímenes sólo para el
experimento final.
—Ése es Bennett Landsmann —intervino el decano.
—Sí, señor, creo que ése es su nombre.
—Si él es el autor, me temo que tendremos que echar tierra al asunto —
comentó el decano.
—Vamos, Courtney —replicó Cruikshank con sarcasmo—. Sólo porque el
chico es negro...
—Haré como si no hubiera oído eso —respondió Holmes severamente—. Y
ahora, Cruikshank, ¿puedo hablar con usted en privado?
El catedrático hizo una seña a sus ayudantes, los cuales se dispersaron
inmediatamente.
Entonces, preguntó:
—¿Cuál es el gran secreto?
—Veo que el nombre de Landsmann no significa nada para usted, Lloyd.
¿Es que no lee el Wall Street Journal?
—Claro que sí.
—Entonces habrá leído que la Federal Clothing acaba de comprar la Royal
Leathercraft (propiedad del señor Herschel Landsmann) por veintiocho
millones de dólares...
—¿Y?
—Para celebrar la ocasión, y para expresar su gratitud a esta universidad
por educar a su hijo, el señor Landsmann ha otorgado un donativo (que insistió
fuera anónimo) de un millón de dólares.
Cruikshank lanzó un silbido.
—¡Dios mío! ¿Conoce usted al joven?
—Sí, un poco. Es un ciudadano íntegro y no parece ser el tipo que
buscamos. Es muy posible que no sea el culpable.
—Supongo que eso nos vuelve a dejar con un loco corriendo por los
pasillos.
—No hay que llevar las cosas tan lejos, Lloyd. Sólo ha matado a unos
cuantos perros.
—Hasta ahora, Courtney —previno Cruikshank.
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Tenía que rociar la transparencia con algún tipo de fijador citológico para
mantenerlo prístino. Tratando de que su voz sonara más sabia y mayor, la bajó
una octava y ordenó a la enfermera:
—Enfermera, por favor, el spray.
Sin pronunciar palabra, ella le tendió una botella de, oh, no, no podía ser
cierto, laca para el cabello Revlon. La miró incrédulo. Ella sonrió y respondió
con ingenuidad:
—Es lo que usan todos los médicos, señor.
—Oh —contestó Barney—. Sí, claro, muchas gracias.
Ya había hecho la mitad. Le quedaba la exploración manual. Sostuvo la
mano en el aire para que la enfermera extendiera el lubricante sobre sus dedos,
mientras pensaba en cuál sería la mejor forma de tranquilizar a la paciente una
vez más. Paradójicamente, después de haber hurgado en sus partes privadas, le
embarazaba mirarla a la cara.
—Muy bien —dijo con gran confianza, aunque sus ojos le delataban—, si
continúa relajada, esta parte ya no le dolerá lo más mínimo.
A lo cual, la paciente replicó:
—Ya estoy relajada.
Y eso hizo maravillas en la confianza de Barney.
Colocó la palma de la mano izquierda sobre el abdomen de la mujer y
empezó a introducir los dedos lubricados en la vagina, y de pronto comenzó a
oír un desconcertante jadeo producido por la paciente que respiraba rápida y
entrecortadamente.
—¿Se encuentra bien, señora? —preguntó con ansiedad.
—Olvidó decirme que hiciera esto, doctor. La respiración rápida y
entrecortada impide que la pared abdominal se ponga tensa.
—Oh, sí, claro, muchas gracias.
Con la amable ayuda de la paciente que iba guiando su mano izquierda,
Barney localizó rápidamente el útero y procedió a determinar su posición,
tamaño, consistencia, contorno y movilidad. A continuación echó una ojeada a
los ovarios y, según las palabras del no tan docto Elsas, «sacó el espéculo de una
maldita vez».
Concluyó la visita con un galante:
—Gracias, señora, ha sido una experiencia muy positiva.
—Gracias, chico, tú tampoco has estado mal.
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apoyados en los estribos mientras abrían sus partes privadas para la torpe
manipulación del sexo opuesto (que aquella noche era más opuesto que nunca).
Sin embargo, los hombres no eran insensibles al hecho de que varios de
ellos habían causado a sus pacientes ansiedad, molestias y daño.
Bennett era de los más compungidos.
—Sé que le he hecho daño a esa mujer —repetía sin cesar— No paraba de
lamentarse, pero es que yo no encontraba por ninguna parte el cuello del útero.
Me pareció que pasaban horas hasta que lo conseguí.
—Me alegro de que no me tocara la tuya —comentó Barney con
sinceridad—. Mi paciente se divirtió mucho más que yo. Cuando no me estaba
tomando el pelo, se reía entre dientes. ¿Quién demonios quiere ser ginecólogo?
—Oh, vamos, Livingston —protestó Lance—. Ésas no eran precisamente
híbridos de Mary Poppins. Eran prostitutas.
—¿Qué quieres decir, prostitutas?
—Eres tonto, Livingston. Te lo diré en términos deportivos. Bill Russell es
al baloncesto lo que ésas son al sexo.
Barney se quedó boquiabierto.
—De ningún modo... nos estás tomando el pelo.
—En serio —respondió Lance—. Palabra de honor. La próxima vez que
queráis hacerle un examen pélvico a una de ellas os costará veinticinco dólares
en el hotel Berkeley.
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—Oh, vamos, cariño, tienes que vivir en el siglo veinte. Te apuesto lo que
quieras a que hasta la mujer de John F. Kennedy toma la píldora.
—Sucede que en este mismo momento está embarazada, Hank.
—Jesús, tienes respuesta para todo, ¿verdad?
De pronto, unas lágrimas resbalaron por las mejillas de Cheryl.
—Ya no te conozco, Hank. Blasfemas a todas horas. No dejas de gritarme.
Creí que me casaba con un santo, pero te estás convirtiendo en un monstruo.
Él no podía soportar verla llorar.
La abrazó y le susurró:
—Lo siento. Debo de estar sobrecargado de trabajo o algo así. En realidad
me parece estupendo. A lo mejor esta vez será un niño.
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—La discreción es la mejor parte del valor. Y, sin duda, los partidos se
reanudarán en cuanto el Camión y sus camioncitos se gradúen.
Bennett sonrió.
—He creído que teníamos que beber para celebrarlo. Tengo dos botellas de
cerveza escondidas detrás de la puerta.
«El bueno de Bennett. Ojalá tuviera más visitas como la tuya.»
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CAPÍTULO 22
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La que una vez fuera una clase más o menos unida, ahora se había
fragmentado en pequeños grupos. Mientras que antes aún podían hallar algún
solaz en el hecho de que los ciento veinte sufrían en manos de tiranos como
Pfeifer, ahora tenían que enfrentarse a médicos igualmente formidables en
grupos de dos a diez.
Barney y Bennett se consideraban afortunados por haber sido asignados a
Brigham. Pues aunque a menudo iban más separados que juntos con sus
respectivos instructores clínicos, al menos estaban en el mismo edificio y podían
animar el trabajo pesado del otro. Barney discurrió un juego que bautizó con el
nombre de «los miniolímpicos». Éste consistía en la realización de diversas
tareas fuera de lo normal, para efectuar las cuales estaba totalmente prohibido
el uso del ascensor.
En primer lugar estaba la carrera por el cuarto piso con las manos libres.
Después seguían varias carreras transportando diversos objetos, muestras de
laboratorios, etc. Y Bennett estableció un «miniconcurso de jabalina», cuyo
objetivo era comprobar cuántas venas de pacientes podían pinchar y extraer
sangre de una tirada. El perdedor tenía que pagar la comida durante la cual
discutían sobre sus logros del día.
A pesar de estar en el mismo turno rotatorio de medicina interna, era
imposible creer que ambos hacían los mismos trabajos, pues tenían puntos de
vista sobre ellos diametralmente opuestos.
—No hay ni pizca de acción, Barney —se quejó Bennett— No me extraña
que llamen «pulgas» a los internos. Si no hacen más que pulular por aquí
husmeando en los rincones. Quiero decir que no le veo el sentido a pasarse la
vida lanzando hipótesis sobre lo que puede o no puede estar sucediendo en el
interior del cuerpo de una persona.
—Yo creo que es fascinante —replicó Barney—, el trabajo detectivesco que
significa ir reuniendo las pistas para resolver el misterio. ¿Por qué no nos
metemos en radiología, Landsmann? Entonces podrías pasarte todo el día solo
en la oscuridad con las pantallas de rayos X.
—No, gracias, doctor Livingston. Yo pienso ser cirujano, la verdadera vita
activa.
—Bueno —comentó Barney—, ya conoces el viejo chiste sobre las distintas
clases de médicos: las pulgas lo saben todo y no hacen nada, los cirujanos no
saben nada y lo hacen todo.
—Ya... y los psiquiatras ni saben nada ni hacen nada.
Barney se echó a reír. Bennett continuó:
—¿Por qué estás dispuesto a pasarte el resto de tu vida sentado en una silla
acumulando tejido adiposo en el trasero y diciendo a la gente que no deberían
querer a sus madres?
—Vamos, Bennett, hay literalmente millones de personas andando por ahí
que verdaderamente necesitan ayuda. A veces pienso que todos nosotros
deberíamos estar institucionalizados.
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Casi cada día la esperaba una carta de Palmer, o del «segundo teniente
Talbot», como ahora se autodenominaba.
«Dios —se decía ella—, ¿por qué empujé a este chico a irse? Ahora estará
visitando lugares exóticos por el Pacífico, probablemente conocerá docenas de
muchachas bellas y núbiles.» A pesar de que sus cartas juraban fidelidad e
implícito celibato, ella estaba segura de que se lo estaría pasando
estupendamente.
Por su parte, ella mantenía su independencia sexual y había tenido un par
de asuntillos inconexos con internos que tampoco significaban mucho para ella.
Y, tras una presión incesante, incluso había concedido una cita al inoportuno
Gary Arnold, el cirujano narcisista que ya estaba de vuelta en Boston.
Pero su segundo encuentro fue tan poco atractivo como el primero. Gary
tenía una tendencia irritante a pontificar.
Un domingo por la noche, mientras estaban tumbados en la cama él
murmuró mirando al techo:
—No te gusta demasiado el sexo, ¿verdad, Laura?
—¿Cómo? —preguntó ella medio dormida.
—Sencillamente he observado que no pareces divertirte haciendo el amor.
—¿Estás insinuando que tengo algún problema, Gary?
—Bueno, para ser del todo sincero, creo que tal vez deberías hablar con
alguien sobre ello.
—¿Sabes? —respondió Laura cada vez más despierta—. Tal vez tengas un
poco de razón. Cuanto más lo pienso, más me doy cuenta de que el sexo no es
tan divertido...
—Ah —dijo el médico en el mismo tono que Arquímedes debió de emplear
para exclamar Eureka.
—No, Gary, lo que quiero decir es que no me gusta hacerlo contigo.
Mientras el repentinamente autista Gary se rompía la cabeza en busca de
una respuesta adecuada, Laura se vistió, se puso el abrigo y se dirigió a la
puerta, no sin antes dejar un regalo de despedida para el bueno del médico.
—¿Sabes cuál es tu problema, Gary? Que confundes tu mente con tu pene,
lo cual es perfectamente comprensible, ya que ambos son igual de patéticos.
Tras lo cual sonrió maliciosamente y salió de puntillas de su vida.
Como bueno y cumplidor hijo que era, Seth Lazarus llamaba a su casa
todos los fines de semana. Su madre siempre le preguntaba: «¿Qué hay de
nuevo?» Y él le seguiría la corriente con su diálogo casi de vodevil: «No mucho.
Sólo he curado un cáncer, ataques de corazón, dolores de muelas y picaduras de
mosquitos.» A lo cual ella siempre replicaba: «¿Y qué más hay de nuevo?»
Después, su padre se pondría y le soltaría su habitual monólogo sobre los
diversos equipos de Chicago y sus perspectivas.
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CAPÍTULO 23
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Y él aún había ido más lejos confiándole que si llegaba a tener algún caso
así, si ellos estaban de acuerdo, los «ayudaría a morir».
—Otra cosa —advirtió Seth en voz alta—, no puedo entrar con el maletín
sin más. Resultarla demasiado obvio.
—Ya lo había pensado —respondió ella—. Creo que en mi bolso habrá
bastante sitio.
Él asintió y dijo:
—Ojalá pudiera sencillamente desenchufar el maldito respirador. Quiero
decir que si aquellos médicos tuvieran un mínimo de sentimientos
humanitarios ya lo habrían hecho. Cuando un caballo sufre, acaban
rápidamente con su agonía. ¿Por qué no hacen lo mismo con un ser humano?
—Supongo que la mayoría de la gente cree que Dios ama a los seres
humanos más que a los caballos.
—No —corrigió Seth—. Obviamente. Él ama más a los caballos porque nos
deja acabar con su sufrimiento.
Llegaron al aparcamiento del Saint Joseph y aparcaron en una esquina
distante. Seth abrió su maletín y extrajo la jeringuilla. De pronto, ésta le pareció
enorme. A continuación, se sacó dos viales que contenían un líquido del
bolsillo.
—¿Qué es eso? —preguntó Judy.
—Cloruro potásico —respondió él—. Es un mineral muy corriente que
posee nuestro cuerpo. Lo necesitan los electrolitos del cerebro. Si se administra
en exceso por vía intravenosa, provoca un paro cardíaco. Esto jamás despertará
sospechas porque nadie cuestionará su presencia.
Quitó la tapa del tubito y empezó a extraer el líquido.
—Al menos, ésta será la última vez que veo sufrir a Howie.
Howie. Era la primera vez que pronunciaba su nombre en todo el día.
Durante toda la noche insomne y también en el avión, había tratado de
despersonalizar al «paciente». «No es tu hermano mayor —se había dicho—,
sino una masa de órganos inservibles que sufre y que carece de identidad real.»
Vació el contenido de la segunda ampolla en el interior de la jeringuilla y se
la tendió a Judy. Ella la envolvió rápidamente en su pañuelo y la guardó en su
monedero.
—Me parece que perderemos una parte sólo con los empujones que nos
dará la gente por el camino.
—No te preocupes —respondió Seth con voz hueca—. Hay... más que de
sobra.
Ella cerró el bolso con cuidado. Salieron del coche y caminaron juntos con
paso lento, mientras sus pisadas resonaban en la crujiente grava del sendero.
Justo cuando cruzaban la puerta principal, un Nat exhausto y sin afeitar
salió del ascensor.
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Laura oyó gritar a una de las enfermeras que quedaban fuera de su campo
de visión:
—Miren, el niño ya está saliendo.
Con una serenidad glacial, Laura dio instrucciones a la enfermera en jefe de
que llenara una jeringuilla con diez centímetros cúbicos de xilocaína.
Mientras aguardaba, introdujo la mano izquierda junto al bebé hasta llegar
hasta el isquion de Marion. A continuación, con el dedo sobre el nervio
pudendal, pidió una «trompeta», un tubo de metal que insertó a fin de guiar la
aguja de veinte centímetros.
Cogió la jeringuilla con la otra mano, la introdujo en la trompeta hasta
llegar al tejido de la pared lateral de la vagina. Seguidamente extrajo la aguja
ligeramente para asegurarse de que no había sangre. Y finalmente, inyectó el
analgésico.
En aquel preciso momento, Marion sufrió otra desgarradora contracción.
—¡Mierda! —jadeó—. La maldita medicina no hace efecto.
Laura respondió en lo que confiaba sería un tono tranquilizador.
—La xilocaína tarda unos dos o tres minutos en hacer efecto, Marion.
Así fue. En menos de cinco minutos, todo iba bien, al menos según Marion.
Laura ya podía llevar a cabo una episiostomía. Con ayuda de un par de tijeras
Mayo rectas, realizó una incisión de unos seis centímetros desde la base de la
vagina en dirección al recto a fin de facilitar la salida del niño.
Marion no sintió ni la más mínima molestia.
Sin embargo, ahora la cosa estaba menos clara. Un torrente de sangre y
mucus manaba por doquier. De alguna forma, las manos de Laura encontraron
a la criatura y con gran cuidado la ayudó a salir. Primero la cara y la barbilla,
luego el cuello.
Igual que el piloto automático de un avión, Laura hizo rotar
cuidadosamente al pequeño y liberó sus hombros de la entrada pélvica de la
madre. Muy despacio («todos los movimientos deben ser lentos», no cesaba de
repetirse), dio la vuelta al pequeño de manera que mirara hacia abajo. El
segundo hombro ya estaba libre. El resto era ya muy fácil. «Pero no te apresures,
Laura, maldita sea. Tu corazón puede latir todo lo rápido que quiera, pero no
dejes de sacar al pequeño suave y lentamente.»
Unos instantes después, ya tenía a la criatura entera en sus manos. Al
menos eso parecería cuando le hubieran limpiado el vernix, la sangre, el mucus
y todas las demás sustancias. Cristo, aquello era de lo más resbaladizo. «¿Qué
pasaría si se me cae? No, lo estoy sujetando correctamente, por la parte trasera
de los talones.» Entonces el niño gritó, ¿o fue un lloriqueo? En cualquier caso
fue el primer sonido que emitió el recién llegado al mundo.
Laura miró la pegajosa criatura que sostenía de un modo más apropiado
para un pollo y gritó:
—¡Es una niña! Marion, tienes una niña.
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de un año adicional con el Ejército. Pero había creído que valdría la pena, sobre
todo después de ver lo fría e indiferentemente que se comportaba Laura.
Pero en aquella ocasión encontró a una Laura que prefería quedarse
sentada junto al fuego del salón de su casa de Beacon Street hablando sobre
cualquier cosa excepto sobre medicina.
Ella se dijo que había olvidado lo apuesto y cariñoso que era y lo bien que
sabía escuchar. No había nadie en el mundo, se dijo convencida, que se
preocupara tanto por ella como Palmer Talbot. Qué tonta había sido
arriesgándose a perderle con la secreta esperanza de encontrar al «Señor
Perfecto». Para entonces ya había decidido que esa persona no sería, desde
luego, el «Doctor Perfecto».
Ella trató de no abrumarle con los dolorosos sentimientos que le había
producido la desintegración de su familia. La separación era ya más que
definitiva, pues a principios de 1961, en enero, para ser exactos, el gobierno de
los Estados Unidos había roto por completo todos los lazos diplomáticos que le
unían al gobierno de Castro. Después de la invasión de la bahía de Cochinos,
emprendida por los cubanos exiliados en Miami en un intento de «liberar» su
país, las escasas relaciones entre ambos países se redujeron de la nada a la
hostilidad.
—Ahora sí que no podría ver a Luis aunque quisiera —comentó Laura con
amargura.
—Bueno, en realidad, sí que podrías —contradijo Palmer—. Todavía es
posible ir a México y tomar un avión desde allí.
Laura le miró y trató de sonar resuelta al decir:
—No siento ningún deseo de visitar Cuba, ni a Fidel, ni a mi padre.
—¿No habéis tenido contacto alguno desde que se marchó?
—Unas pocas cartas que no valen nada. Ni siquiera me molesté en
contestarlas. Quiero decir que el hombre está más que un poco loco para hacer de
revolucionario a su edad. Dice que su máxima aspiración en la vida es que yo
me reúna con él en Cuba para practicar la medicina allí.
Palmer sacudió la cabeza.
—He leído en alguna parte algo sobre hombres que hacen cosas
extravagantes a esa edad, como si fuera una especie de locura senil. Aunque
quisieras, no te dejaría ir tras él.
—No te preocupes, no hay ningún riesgo de que eso pueda ocurrir. Ni de
que desee reunirme con mi madre en su retiro religioso.
—Por cierto, ¿cómo está?
—Oh, hemos hablado por teléfono unas cuantas veces. Dice que se siente
más feliz que nunca desde que «oyó la llamada», como dice ella tan
piadosamente. Creo que espera que vaya a verla, pero yo no tengo ningunas
ganas de ver a una madre que más bien es una «hermana».
Él la tocó en el hombro.
—Sé lo que debes de estar pasando.
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—No creo que puedas saberlo. ¿Sabes?, con mis padres que se han vuelto
locos, tengo miedo de enloquecer yo también.
Palmer sonrió.
—¿Qué tal si enloquecieras por mí?
—Creo que ya lo he hecho —respondió ella rodeándole con ambos brazos.
En aquellos momentos había una buena posibilidad de que el Ejército le
destinara a Boston. Patrocinado por el NDEA (el cuerpo de educación de
defensa nacional), tenía la oportunidad de realizar su último arlo de servicio
siguiendo cursos avanzados de lenguas del Lejano Oriente en algún «colegio o
universidad reconocidos». Dado que el Ejército «reconocía» Harvard, había ido
a discutir el programa con su director, Simon Rybarchyk.
Y para averiguar cuál era su situación respecto a Laura.
La noche anterior a su partida, mientras se hallaban acurrucados uno en los
brazos del otro junto al fuego, él dijo:
—Escucha, Laura, de veras que me gustaría volver a estudiar aquí. Pero no
puedo resignarme a vivir en lo que Shakespeare llamó «los suburbios de tu
afecto». Sé que no estás preparada para casarte. Por lo tanto, estoy dispuesto a
hacerlo a tu manera, siempre que podamos estar juntos... y con esto quiero
decir, vivir juntos.
Laura le miró durante unos momentos y luego dijo:
—Palmer, la chica que no creía en el matrimonio ya no está. En realidad,
creo que «Laura Talbot» suena muy bien.
—No puedo creer lo que estoy oyendo. ¿Quieres decir que estás dispuesta a
convertirte en la doctora Laura Talbot?
—No —dijo ella sonriendo plácidamente—. Seré la señora Talbot, pero la
doctora Castellano.
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CAPÍTULO 24
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—Pero vive con una chica, ¿no? Y no te ha invitado para interpretar Jules et
Jim, ¿verdad?
—Vamos, Ben, Nueva York es la capital del mundo. Desde luego, para la
psiquiatría es tan buena como Boston, y además...
—Además está a cuatrocientos kilómetros de distancia de Laura Castellano.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Vamos, Barn. Has estado de un humor de perros desde que se
comprometió oficialmente.
—Es que él no se la merece, maldita sea.
—Todo el mundo se siente así cuando se trata de sus hermanas, y supongo
que, algún día, de sus hijas. Nadie es lo bastante bueno para ellas. Por todo lo
que he oído, el señor Talbot es un tipo estupendo.
—Lo es —confesó Barney—, no puedo decir nada en contra suya, excepto
que no es adecuado para Laura.
—Y lo crees tan firmemente que no quieres estar por aquí y verla sufrir
cuando reviente la burbuja.
Barney se disponía a replicar, pero calló. Una amplia sonrisa se dibujó en su
semblante.
—Bueno —concedió Bennett—, supongo que estaba siendo egoísta. Pensé
que si los dos estábamos en Boston, podríamos compartir un apartamento y
podríamos convertir nuestras competiciones de costumbre en algo más elevado,
como el número de damiselas que hemos seducido. Mierda, no quiero perderte
cuando te vayas a Nueva York.
Barney levantó la vista y dijo con una mueca maliciosa:
—Entonces, cásate conmigo, Bennett.
—No puedo, Barney. No eres judío.
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—Es como un pasaporte para el premio, ¿no? Quiero decir que parece como
si el paciente se sintiera menos estimado si uno no le da algo tangible. Un
souvenir, un regalo.
—Perdone, Livingston, debe usted mostrar un poco más de respeto por la
investigación científica. ¿Es que daría el calificativo de «regalo» a una vacuna
contra la polio o a una penicilina?
—Por favor, señor —dijo Barney echándose atrás—, mi intención no era ser
irrespetuoso. ¿Pero no es cierto que a veces hasta una aspirina corriente y
moliente disfrazada de terminología fantástica puede actuar como panacea?
Quiero decir que, una receta puede hacer que un paciente sienta que ya
empieza a recuperarse desde el momento que la tiene entre las manos. Creo que
hay mucha literatura que lo respalda.
—Bueno —dijo Cohen en defensa de su importante asignatura—, un buen
médico debería ser capaz de determinar, en primer lugar, si el malestar de su
paciente es de tipo psicosomático.
Una voz en el interior de Barney gritaba: «Cállate, idiota, cierra la boca.
Necesitas aprobar esta asignatura para licenciarte.» De modo que se calló.
Pero el profesor Cohen presentía que Barney tenía algo más que decir.
—Por favor, por favor —halagó en tono sarcástico—, siéntase con entera
libertad para continuar el diálogo. Diga lo que tenga en la cabeza.
—Mmm... bueno —dijo Barney con timidez exagerada—, es sólo que creo
que los síntomas psicofisiológicos no dejan de ser síntomas que necesitan de un
tratamiento.
Y, a toda velocidad, se apresuró a citar palabras de su interlocutor.
—Como usted lo ha expresado a menudo, señor, «hay una dosis para cada
diagnosis».
El tipo parecía un gato al que acaban de acariciar.
—Bien dicho, Livingston. Ahora volvamos a nuestro tema —ronroneó—.
Muy bien, caballeros, echemos una ojeada a las abreviaturas.
Cohen procedió a explicar la razón por la que los médicos continúan
escribiendo las recetas con las abreviaturas latinas.
—Durante siglos, ésta fue la lengua universal de la medicina. Y lo que es
más, el latín había constituido la lengua de la instrucción.
«Sin embargo —pensó Barney, aunque esta vez se guardó muy mucho de
expresarlo—, eso no son más que cuentos. Se nos enseña a escribir en latín sólo
para añadirlo a toda nuestra mística. El paciente jamás sabrá traducir q.i.d.
(quater in die) como "cuatro veces al día", ni p.c. (post cibum) como "después de
las comidas", de modo que siente que está en manos de un gran curador.»
Un médico debe andar con mucho cuidado de no escribir una frase
extranjera que el paciente pudiera comprender. Por ejemplo, nunca escribirá per
rectum, sino que empleará la abreviatura p.r. cuando tenga que recetar una
medicina que debe introducirse por el ano.
Tras aquella clase tan curiosa, Bennett corrió hacia su amigo para regañarle.
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7 Término dialectal empleado por los negros de América que equivale a «ser un gran tipo».
(Nota de la Traductora.)
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CAPÍTULO 25
Su consagración como médicos con todas las de la ley tuvo lugar en junio
de 1962, en una ceremonia celebrada en el campus del Colegio de Médicos. El
podio que se había erigido frente al edificio A se hallaba rodeado por un
semicírculo de espectadores acomodados en sillas de madera.
En aquella húmeda y calurosa tarde, en presencia del panteón médico que
había constituido su profesorado, y de los padres, muchos de los cuales estaban
a punto de ver colmados sus sueños, estaban a punto de recibir sus diplomas. Y,
lo que era más importante, serían iniciados en el apostolado de las artes
curativas al pronunciar el juramento hipocrático.
Estela y Warren estaban allí, Warren con la cámara fotográfica en la mano
para recoger aquella ocasión histórica para la posteridad.
Pero, ¿quién había asistido para contemplar la consagración de Laura? Los
señores Talbot y su prometido, naturalmente, pero, a pesar de todo, ninguno de
ellos podía calificarse aún de «familiares». No habla acudido nadie de Lincoln
Place. Laura había dado instrucciones concretas a su madre para que no
apareciera.
—Pero, ¿por qué, querida?
—¿Me permites recordarte el cuento de «La gallinita roja»? No me ayudaste
a cocer el pan, así que ahora no quiero que vengas a comértelo.
Había actuado movida por el dolor, pero al final empezó a sentirse
culpable.
Justo antes de que el ritual diera comienzo, mientras Laura se ajustaba el
gorro y la capa, dos sacerdotes católicos se acercaron a ella. Uno era joven y con
mejillas de querubín, posiblemente un novicio, y el otro era ya mayor, y, como
sus gafas oscuras parecían indicar, ciego.
—¿Señorita Castellano? —preguntó el más joven.
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—¿Sí?
—Señorita Castellano, éste es el padre Juan Díaz-Pelayo.
Antes de que tuviera tiempo de contestar, el anciano se dirigió a ella en el
más puro castellano de su lengua materna.
—He venido a darle mi bendición —anunció con voz trémula por la edad—
. Yo estuve con su honorable padre en la guerra civil, aunque allí no había
demasiados hombres de iglesia. Tuve la desgracia de caer en manos de,
digamos, compañías «poco amistosas». Su padre me salvó la vida. Estoy seguro
de que tanto él como su madre estarán muy orgullosos de usted en el día de
hoy.
Sus manos casi paralizadas realizaron a continuación la señal de la Cruz, al
tiempo que él decía:
—Benedicat te omnipotens Deus, Pater et Ftlius et Spiritus Sanctus.
—Amén —concluyó el querubín.
Ambos desaparecieron tan rápido como habían hecho acto de presencia.
¿Quién los habría enviado? ¿Su enclaustrada madre? ¿Su padre, que había
logrado transmitir secretamente el mensaje a través de alguna red oculta desde
Cuba?
Barney habla presenciado el encuentro desde lejos y se plantó junto a ella
en cuanto los aparecidos se perdieron de vista.
—¿Te encuentras bien, Castellano? —preguntó—. Estás un poco pálida.
—A decir verdad, me encuentro como si me hubieran puesto LSD en el café
del desayuno. Esos dos personajes han venido a darme su bendición. —Sacudió
la cabeza en señal de incredulidad— No me sorprendería que lo próximo que
apareciera fuese un carro de fuego. No dejes que se me lleven, ¿de acuerdo?
—No te quitaré la vista de encima, tranquila, Castellano.
La familia Dwyer estaba representada por los padres de Hank y Cheryl.
Cada abuela tenía una gemela en brazos; el pequeño estaba sentado en el
regazo de su madre. Todos estaban extasiados ante la perspectiva de aquella
«coronación» de un sencillo muchacho de Pittsburgh.
Por pura curiosidad, varios de los que estaban a punto de graduarse
escudriñaban la multitud de alabastro con la intención de echar un vistazo a los
padres de Bennett. Pero no había ni un solo negro entre ellos.
Barney había cenado con Bennett y los Landsmann la noche anterior en el
Maître Jacques. El afecto que se demostraban entre ellos era más fuerte que
cualquiera que él hubiera visto entre «padres verdaderos» y sus hijos.
Sin embargo, había una pequeña congregación de gente de color
aguardando para lanzar vítores cuando Bennett subió al podio para recibir un
diploma y un apretón de manos del decano. Naturalmente, aquellas personas
no estaban sentadas en el semicírculo sagrado, sino que asomaban por las
ventanas de edificios próximos. El personal no docente del Colegio, porteros y
mujeres de limpieza, también presenciaban la escena desde una distancia
prudencial.
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CAPÍTULO 26
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La orquesta atacó Aquí llega la novia. Laura cogió a Barney del brazo y todos
los invitados comentaron su belleza y la galantería de su apuesta escolta.
Habían transcurrido tres días desde su graduación y el sol brillaba en un
cielo celeste despejado. Sin embargo, una sombra empañaba lo que debería
haber sido una ocasión de lo más luminosa y reluciente. La razón era que todos
los solícitos familiares y amigos sabían demasiado bien quién se hallaba
ausente, con lo cual el deber de llevar a la novia hasta el altar había recaído
sobre Barney.
Mientras recorrían lentamente el improvisado pasillo formado por filas
laterales de sillas en el jardín de la casa de los Talbot, Barney se preguntaba qué
debía sentir Laura. Parecía serena, digna y tranquila, la más hermosa de todas
las novias.
Pero, ¿era feliz?
En menos de media docena de acordes de la marcha nupcial habían llegado
a su destino: el reverendo Lloyd, el vicario local de los Talbot, y, a su derecha,
un Palmer triunfal acompañado de su padrino, Tim («el rubio chiflado del
polo», como Barney se refería a él). (Y qué poca cosa parecía allá sin su caballo.)
Cuando todos estuvieron en sus puestos, el ministro empezó.
—Queridos todos, nos hemos reunido aquí en presencia del Señor y de esta
congregación para unir a este hombre y a esta mujer en santo matrimonio.
Tras hacer hincapié en el carácter de santidad de la ocasión, preguntó si
alguno de los presentes conocía causa alguna por la que Laura y Palmer no
debieran unirse. Barney, que creía firmemente conocer una, resolvió callar para
siempre. Cuando el reverendo preguntó quién entregaba a aquella mujer,
Barney respondió que él la entregaba.
En aquel momento, entregó a Laura a la custodia de Palmer, el cual
prometió torpemente tomarla como su legítima esposa. Y ella, a su vez,
prometió «amarle, honrarle y obedecerle» hasta que la muerte los separara.
A continuación, el padrino ecuestre tendió el anillo, que Palmer cogió y
colocó en el dedo de Laura y, después de una plática bien escogida del
reverendo Lloyd, la pareja se dio un beso por primera vez como marido y
mujer.
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Fue más o menos por aquel entonces cuando Bennett Landsmann empezó a
sufrir una crisis de identidad.
A pesar de que el prejuicio racial no le era ajeno, después de padecer la
segregación más absoluta en Millersburg y posteriormente el ostracismo social
no tan manifiesto (y por lo tanto más insidioso) de Cleveland, ingenuamente
había creído que su estatus como doctor en medicina por Harvard haría que la
gente le mirara con más respeto que otra cosa.
Pero se equivocaba. Muy pronto se dio cuenta de que sus conciudadanos
sólo se fijaban en el color negro de la piel bajo la bata blanca.
La vida en New Haven a causa de su plaza de interno (y con un poco de
suerte, de residente), en el prestigioso Hospital de Yale-New Haven, le había
abierto los ojos y le había dejado perplejo.
No era que el hospital estuviera al lado del ghetto de la ciudad, es que
estaba en el propio epicentro. Y aunque él vivía (y aparcaba su nuevo Jaguar
con matrícula de doctor en Medicina que Herschel le había dado) en un
moderno bloque de apartamentos con aire acondicionado junto al parque que
habla cerca del viejo campus, pasaba la mayor parte del día encontrándose con
la ira de los negros de New Haven.
La universidad y sus estudiantes, casi todos blanquísimos como la nieve,
eran ricos y privilegiados; los negros eran los rebajados, desatendidos y
consignados a la pobreza. El desvío que salía de la carretera 95 y discurría entre
la universidad y el ghetto era considerado como una estrategia maquiavélica
por parte de Yale, una especie de carretera-foso para contener a la chusma y
mantener a raya a los patricios en su tranquila ciudadela.
No se trataba de que existiera segregación a nivel de hospital. Blancos y
negros embutidos en sus atributos médicos eran visibles en igual número. La
única diferencia era que los cirujanos que realizaban las operaciones eran
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Hank estaba a punto de perder la paciencia. ¿Cómo era posible que una
chica sexy, o al menos que antes lo era, como Cheryl no comprendiera que los
hombres jóvenes necesitaban de un modo primario una relación sexual regular,
aunque algunas mujeres católicas gazmoñas y mojigatas pensaran que aquello
era un tanto sucio?
Él se puso en cuclillas junto a ella, sintiendo que los cuádriceps femorales le
dolían de tanto subir y bajar escaleras en el hospital.
—Cariño, estoy que ardo. He entregado a ese maldito hospital mi cuerpo y
mi alma, pero hay una parte muy especial de mí que la reservo sólo para ti. ¿He
hablado lo bastante claro?
La pequeña Rose Marie dejó escapar un llanto. Hank arrugó el ceño como si
aquello constituyera una reprimenda para ella. Cheryl volvió a colocar la boca
de la pequeña en su pecho.
—Hank, comprendo que tienes tus necesidades, pero eres médico. ¿Es que
no te das cuenta que una mujer que acaba de dar a luz...?
—Asisto a mujeres parturientas día y noche, así que no me hables de la
llamada depresión «pospartum». Eso no es más que una excusa para
mantenerme a distancia.
—Vamos, eso no es justo. Yo no he dicho que estuviera deprimida. Sólo
cansada. Ya recuperaré mi viejo entusiasmo.
—Oh, claro, e inmediatamente te quedarás embarazada.
—Mientras estoy dando el pecho, no.
—Oye, ya sé que una mujer que está dando el pecho no puede quedar en
estado. Lo único que quería dar a entender es que cuatro hijos ya es suficiente
para la familia de cualquier médico teniendo en cuenta la lucha que éste tiene
que sostener.
—Pero, Hank, la lucha casi ha terminado. En cuanto te hayas establecido,
ya no tendremos problemas. Además, ya sabes que mis padres quieren
echarnos una mano.
—Tengo mi orgullo, ¿sabes? —pronunció ceremoniosamente—. No quiero
que mis suegros me echen ninguna mano. Todo marido necesita que le
respeten.
—Yo te respeto, cariño. Sabes que te adoro.
—Entonces, ¿por qué no respetas también mis necesidades?
Cheryl se echó a llorar, las lágrimas resbalaban por sus mejillas, caían sobre
su pecho y mojaban a la criatura.
—Hank, hago todo lo que puedo. Esta noche, cuando todo el mundo esté
durmiendo...
—Mal momento —dijo él sarcásticamente—. Siempre hay alguien llorando
para llamar la atención.
Ella estaba desesperada tratando de aplacarle.
—Podemos poner en práctica... algún tipo de control.
Fue incapaz de pronunciar la palabra «contracepción».
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Nunca había una oportunidad de echar una cabezada pues, desde el punto
de vista de Barney, Nueva York hacía honor a su reputación de ser «la ciudad
que jamás dormía».
Trató de consolarse recordando que ya había sido puesto sobre aviso acerca
de los rigores de la función de los internos.
«Pero, ¿por qué —se preguntaba, igual que miles habían hecho antes que
él—, por qué tenemos que hacer estos turnos tan largos e inhumanos?»
Con toda certeza, ninguna línea aérea permitiría jamás que un piloto suyo
volara durante la mitad del tiempo que trabajaba Barney. Entonces, ¿por qué
estarían los internos sometidos a semejante castigo?
Irónicamente, los médicos (las personas que mejor conocían la fisiología)
parecían ignorar el hecho de que los seres humanos no funcionan con
normalidad cuando están cansados. Que los internos estaban siendo empujados
al borde del colapso.
Había tenido la temeridad de preguntar a un miembro veterano del
personal médico la razón lógica de permitir que los jóvenes internos castigaran
sus cuerpos de un modo que en el caso de los pacientes sería calificado de
patológico.
El distinguido médico se limitó a contestar:
—Así lo hicimos nosotros y sobrevivimos.
—No, no, no, señor —argumentó Barney absolutamente poseído por la
somnolencia—, aunque ignoren nuestro estado de salud, ¿qué hay del
desafortunado paciente que caiga en manos de un médico que a duras penas si
puede mantener los ojos abiertos? ¿Es en interés suyo que se debe permitir que
le trate un zombie? La gente agotada comete muchos errores.
El viejo médico miró a Barney desdeñosamente.
—Livingston, eso forma parte de su educación y ya sabe lo que se dice: si
no te gustan las brasas, sal de la cocina.
Por lo tanto Barney continuó su instrucción militar, aunque notaba que su
sangre se iba transformando lentamente en café y su cerebro en un panecillo
tierno, con una loncha de queso encima. Sólo tenía un consuelo: estaba
demasiado cansado para preocuparse por lo poco que sabía, demasiado
exhausto para darse cuenta de que si alguna vez perdía su Manual Merk no
tendría ni idea de a lo que se enfrentaba o de qué hacer.
Una noche relativamente tranquila a media semana, un hombre llegó a la
recepción de admisiones y anunció a la enfermera que «se estaba muriendo de
un cáncer». Pero cuando le pidieron que fuera un poco más concreto,
respondió:
—Sólo puedo explicárselo a un médico.
La enfermera asignó el caso a Barney.
Condujo al hombre a una de las salas de consultas, le invitó a tomar
asiento, fue a buscar sendas tazas de café, se sentó frente a él y le interrogó con
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—Sí, sí —respondió éste con la cara aún entre las manos—. La quiero y
también quiero a mis hijos. No puede usted imaginarse lo mal que me siento.
—Creo que sí —dijo Barney compasivamente—. Yo diría que se siente tan
mal como un hombre con cáncer de corazón.
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Barney sabía que los médicos no pueden salvar a todos los pacientes. Y
estaba preparado para enfrentarse a aquel hecho consumado. ¿Es que no había
muerto ya una víctima que estaba tratando encima de una mesa de operaciones
mientras una sonda intravenosa continuaba insuflando sangre en su cuerpo?
Pero inmediatamente se dio cuenta de cuál era la diferencia. Una cuchillada
es algo muy rápido, y la sangre vital escapa velozmente del cuerpo. Un
psiquiatra tenía que enfrentarse con un fenómeno similar, pero a cámara lenta.
Su trabajo no era tanto coser la herida como tratar de desviar el cuchillo.
—¿Cuándo acabas el turno? —preguntó el psiquiatra residente.
—Lo acabé hace media hora —contestó Barney.
—Yo acabaré en cuanto llegue Sarah Field, lo cual sucederá de un momento
a otro. ¿Quieres que vayamos a comer algo de desayuno?
—No, gracias —dijo Barney, todavía conmocionado—. Sólo deseo dormir.
Quiero tumbarme en la cama y olvidarme de todo esto.
Dio media vuelta y empezó a alejarse.
—No cuentes con ello —gritó Barton a sus espaldas—. La mayoría de los
internos no distinguen entre dormir de dolor y despertarse de dolor. Todo es
una jodida pesadilla.
—Gracias —respondió Barney—. Has sido una gran ayuda.
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CAPÍTULO 27
Seth Lazarus había sido el indiscutible triunfador de todos los médicos que
se graduaron aquel año.
Incluso Peter Wyman estuvo de acuerdo, a pesar de que él también podría
haber reclamado aquel oficioso honor para sí mismo, de no haberle hecho
Harvard una oferta tan preferente. El profesor Pfeifer deseaba que
permaneciera cerca de él, ya que Peter había pasado a ser indispensable para su
propia investigación. Peter creía que Mike (ahora ya se llamaban por su nombre
de pila, por supuesto) deseaba alcanzar «la cresta de la ola». Por tal motivo,
Peter no había solicitado plaza más que en aquellos hospitales que le permitían
ir a pie al laboratorio de bioquímica. Y, naturalmente, fue aceptado por todos.
Su mentor ya se había encargado de que el parco salario de Peter como
interno se viera complementado con fondos del Instituto Nacional de la Salud.
Por lo tanto, nada cambió para Peter, salvo que las tarjetas que se había
hecho imprimir, ahora decían: Peter Wyman, doctor en Medicina y doctor en
Filosofía.
Seth había establecido un récord sin precedentes en la historia de Harvard:
había obtenido una A alta en todas las asignaturas clínicas. Los hospitales le
buscaban del mismo modo que las universidades persiguen a los Premios
Nobel para que se conviertan en profesores suyos. Y lo que es más, a causa de
su polifacético talento, le habían ofrecido rotatorios especiales en cualquier
disciplina que deseara elegir como especialidad. «Piensa en el prestigio de la
cirugía —dijeron media docena de jefes de departamento—. Tienes unas manos
de virtuoso. Tú cortas del mismo modo que Jascha Heifetz toca el violín, con
suavidad, destreza y absoluta precisión. Podrías ser un nuevo Harvey
Cushing.»
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Ni que decir tiene que Seth se sintió altamente halagado por aquella
comparación con el legendario neurocirujano y fisiólogo de Harvard.
Pero declinó todas las ofertas con cortés agradecimiento.
Como confesó a Judy, no deseaba dedicar su vida a tratar seres humanos
que se encontraban en un estado de pasividad e inconsciencia. Incluso razonó
que aquélla podía ser una posible explicación de la cláusula del juramento
hipocrático que prohibía «cortar por lo sano».
Por las mismas razones, más o menos, rechazó la invitación de su antiguo
jefe, Tom Matthews, de unirse al grupo de patología a jornada completa.
Matthews no deseaba otra cosa que la garantía de que Seth sería su sucesor
como jefe del departamento. Pero Seth sólo había contemplado la patología
como mero medio para obtener una finalidad: el modo de reconocer qué
provocaba la muerte del cuerpo humano. En aquel departamento, los pacientes
llegaban a manos de los médicos cuando ya era demasiado tarde.
No, si la cirugía era un trabajo más parecido al de los lampistas o los
carpinteros, patología equivalía a arqueología. Averiguar la causa de la muerte
de un paciente no aporta consuelo alguno a su viuda. Pero, qué alegría
proporcionaría a la esposa el hecho de que uno pudiera descifrar todos los
síntomas de la enfermedad de su marido. A partir de eso, si uno tenía el tiempo
y la experiencia necesarios, podía salvarle la vida.
Por tanto, Seth optó por un camino intermedio: la medicina interna, donde
un diagnóstico astuto podía llegar a ahorrar la intervención quirúrgica al
paciente. Así que, ¿qué importaba que los cirujanos se mofaran de los de
medicina interna llamándolos «pulgas»?
A pesar de las zalamerías que recibió por parte de San Francisco, Houston y
Miami, por no mencionar Boston y Nueva York, él optó por regresar a Chicago.
Se sentía especialmente ligado a su antiguo hospital. Su corazón estaba allí. Su
futura esposa también.
Por desgracia, no había contado con el hecho de que mamá y papá también
estaban allí.
En el tiempo transcurrido desde la muerte de Howie, su madre había
sufrido una metamorfosis. A pesar de que visitaba el cementerio casi tan a
menudo como la residencia donde Howie estuviera interno, comenzó a
obsesionarse con su otro hijo.
En su ingenuidad, Seth cometió un error de estrategia humana. Él y Judy
habían decidido que el siguiente mes de junio, cuando concluyera su rotatorio
como interno, sería el momento ideal para casarse. Ambos acordaron no decirlo
a sus padres. Así pues, cuando Seth regresó a Chicago, inmediatamente
después de su graduación, ya había escogido el camino de la última resistencia
y se había resignado a vivir en su casa.
Rosie, quien antaño apenas si reparaba en que después de cenar Seth no
estaba nunca en casa, pues se iba a estudiar a la biblioteca, ahora se preocupaba
al ver que muchas noches no se presentaba a cenar. Aunque él siempre la
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telefoneaba desde el hospital para decírselo, cuanto más tiempo pasaba, más
veía su ausencia como una muestra de deslealtad filial.
Lo que es más, cuanto más progresaba esta obsesión, la mujer no se iba a
dormir hasta que su hijo volvía a casa. A veces esto no era hasta después del
programa de Johnny Carson. Y mientras cualquier película de la Edad de
Piedra se desarrollaba en la pantalla televisiva, ella continuaba ignorando las
súplicas de Nat de que apagara la tele y le dejara dormir tranquilo.
—No mientras yo esté viva —contestaba ella severamente.
Y permanecía en vela hasta que oía los pasos de Seth aproximándose a su
habitación.
Una noche, cuando El Show de Medianoche ofrecía un clásico musical de los
viejos tiempos, ella aprovechó la melodía para enzarzar a Nat en un diálogo.
—¿Qué crees tú que puede estar haciendo a estas horas? —le preguntó.
Al principio, su marido no contestó, ya que había hallado un modo de
lograr conciliar el sueño tapándose los oídos con la almohada. Rosie le gritó de
nuevo:
—¿Qué crees que estará haciendo, Nat?
En aquel preciso momento, Seth llegó a casa y se dirigió de puntillas hacia
su dormitorio de la planta superior. De ese modo, sin quererlo, oyó la primaria
escena verbal que tuvo lugar entre los dos adultos. Su padre dijo:
—Por el amor de Dios, Rosie, el chico ya casi tiene veinticinco años.
—¿Y qué pasará si ella le atrapa? Ya se sabe que las chicas hacen eso. Todo
son camelos, ¿o tú crees que todo eso está muy bien? Entonces, ¡puf!, de pronto
ella se queda embarazada.
—Pues perfecto —dijo Nat—, así serás abuela mucho antes.
Seth permaneció en las escaleras, asombrado de la conversación.
—Judy no es lo bastante buena —dijo Rosie tristemente—. Él podría
conseguir algo mejor.
Nat se incorporó apoyándose en los codos y replicó:
—Ella es muy buena y los dos se quieren. Por el amor de Dios, pero, ¿tú
qué esperas, que se case con la princesa Gracia?
—Espero algo mejor.
—Escucha, Rosie. Seth es un buen chico. Tiene la cabeza bien puesta sobre
los hombros, pero no es el príncipe Rainiero. Esa chica le hace feliz. ¿Qué más
puedes desear?
Durante la tirante pausa que siguió, Seth se dijo que debería subir a su
habitación y no escuchar una palabra más. Pero sus pensamientos le impidieron
activar las áreas motores adecuadas de su cerebro.
Entonces, oyó cómo su madre decía con voz lúgubre:
—No quiero perderle, Nat. Ya tengo bastante pena por haber perdido a
Howie. No quiero perder a mi otro hijo.
—Pero, ¿quién habla de perderlo? El chico goza de una salud perfecta.
Sencillamente va a tomar esposa.
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Laura había visto fotos de bebés con fisuras palatinas en los libros de texto,
pero, aunque trató de contemplarlo con objetividad clínica, se estremeció al
verlo.
El doctor Lesley hizo señas a los pediatras para que se llevaran a la criatura.
Laura y Fedorko envolvieron al pequeño en unas mantas y las enfermeras se
apresuraron a conducirlo a una isleta en la unidad de Cuidados Intensivos.
Mientras tanto, la madre fue llevada en camilla a su habitación, ya que
permanecería dormida hasta mediodía por los efectos del sedante. Aquello
proporcionaría a Lesley y a su equipo tiempo suficiente para prepararse antes
de enfrentarse a los padres.
Aquel día, Laura aprendió una lección importante. Cuando el médico tiene
buenas noticias que comunicar al paciente, lo hace en persona. Es como una
estrella de ópera; se coloca en el centro del escenario y obsequia al público con
un solo sin acompañamiento. Por el contrario, cuando no todo ha salido a pedir
de boca, la melodía a entonar es diferente, más parecida a un oratorio con todas
las voces que sea posible.
Y para no andarse con tantos preámbulos, en momentos de crisis, los
médicos creen que existe cierta seguridad en las estadísticas.
Laura fue reclutada para tal actuación del equipo, que también comprendía
a Lesley, el residente en jefe, y a Fedorko, que se había convertido en el médico
oficial del pequeño. Doce horas después, se reunieron frente a la habitación 653.
—¿Está todo listo, Paul? —inquirió Lesley.
Fedorko asintió.
—Aquí tengo el libro —dijo. Y volviéndose hacia Laura preguntó—: ¿Te
encuentras bien?
—Para ser del todo sincera, no —respondió ella—. En primer lugar, no sé ni
qué hago yo aquí.
—Bueno, si te vas a dedicar a la pediatría, tendrás que aprender a hacer
esto. Y, francamente, estas cosas siempre son más fáciles si hay una mujer
presente —respondió Paul.
«Mierda —pensó Laura—, así que mi papel va a ser evitar que la madre
actúe "como una mujer", en otras palabras, que se ponga histérica. ¿Qué se
supone que debo decir, que yo también he pasado por esto? ¿O es que también
hay algún cliché aplicable sólo a las chicas jóvenes?»
Se volvió hacia su preceptor.
—¿Para qué es ese libro, Paul?
—Ya lo verás —contestó él y sonrió—. No te preocupes, Laura, ésta es una
de esas ocasiones en las que puedo garantizar casi totalmente un final feliz.
Lesley llamó a la puerta.
Una voz de hombre respondió que entraran. Lo hicieron, y su número hizo
que la habitación pareciera más pequeña. Mort Paley estaba sentado junto a la
cabecera de la cama, cogiendo la mano de su mujer con la suya. Ella aún se
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hallaba más o menos comatosa, pero su marido se puso en pie en cuanto los
médicos entraron.
—Hola, Mort —saludó el tocólogo utilizando deliberadamente su nombre
de pila para reforzar la efectiva relación padre-hijo que siempre concede la
prepotencia al médico—. Felicidades.
—Pero yo sé que pasa algo malo —gritó Kathleen—. He estado
preguntando a todas las enfermeras de esta planta y no dejan de repetirme:
«Espere a que venga el doctor Lesley.» Algo malo pasa, lo veo en sus caras.
El tocólogo empezó de nuevo.
—Permítanme presentarles a mis colegas.
Mort aguardó impaciente a que Lesley acabara de presentar a todos los
miembros de su equipo, añadiendo la función que desempeñaban. Resultaba
obvio que no habían ido a llevar buenas noticias.
Laura se compadeció de él. «¿Por qué demonios tardan tanto en decírselo?
—se preguntó—. ¿Es que no pueden sencillamente decirles la verdad y calmar a
esta pobre gente? Dios, deben de creer que el niño ha muerto.»
—Hay un pequeño problema —dijo Lesley finalmente sin rastro de
emoción.
—¿Cuál? ¿Qué pasa? —preguntó Mort—. ¿Está enfermo o algo así?
Al llegar a aquel punto, Lesley cedió la palabra al pediatra.
—El doctor Fedorko se lo explicará. Es tarea de su departamento.
Paul carraspeó y comenzó la explicación en tono tranquilizador:
—Bien, Mort, supongo que conoce el historial de fisuras palatinas de
Kathleen por parte materna...
—Oh, no —gritó el padre con voz ahogada—. ¿Quieren decir que el niño se
va a parecer al tío de Kathleen? Es prácticamente un monstruo. Ni siquiera
puede hablar con normalidad.
—¿Qué sucede, Mort? —preguntó su mujer—. ¿Es que el niño es como el
tío Joe?
Él cogió su mano para consolarla mientras ella empezaba a sollozar.
—No, no, no... por favor, díganme que no es verdad.
—Mort y Kathleen —interrumpió el tocólogo—, estamos en 1962. Ya
dominamos el modo de corregir ese tipo de deformidad. Permitan que el doctor
Fedorko les muestre el maravilloso trabajo quirúrgico en pediatría que se
realiza hoy en día.
Una vez más se dirigió (o al parecer de Laura más bien volvió a colocarle el
muerto) a su colega.
—Miren estas fotos —dijo Paul con suavidad, abriendo el álbum de
fotografías.
—Oh, Dios —exclamó Mort Paley con voz estrangulada.
—Éstas son las fotos de «antes» —insistió Fedorko—. Miren a los mismos
niños después de haber sido operados. ¿No son maravillosos?
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Querida Laura:
Me alegré de veras al recibir tu carta y me emocioné profundamente al leer la
historia del bebé con fisura palatina. Si los equipos pediátricos son tan buenos como los
de aquí, estoy segura de que el niño quedará perfectamente.
Mi propia experiencia quirúrgica (si es que se le puede llamar así) ha consistido
casi exclusivamente en sostener los retractores mientras otros se encargan de hacer las
incisiones. Un residente de segundo año ha prometido enseñarme un truco para poder
sostener un retractor y dormir de pie al mismo tiempo. Asegura que es el único modo de
poder soportar esta etapa.
En un orden de cosas más personales, mi vida ha sufrido una especie de cambio. El
mes pasado, una noche, me tocó estar de servicio con el residente que te he mencionado,
una excelente persona, casado y con dos hijos.
Ya sabes que cuando es muy tarde y el resto del mundo duerme, una se encuentra
diciendo cosas que en otras circunstancias jamás explicaría. Nos pusimos a hablar sobre
la carrera y el matrimonio y este hombre me confesó sin ambages que si tuviera que
escoger entre un cirujano general sin ningún tipo de vida hogareña o ser un médico
cualquiera en Groenlandia junto a su mujer y sus hijos, optaría por lo segundo sin
pensarlo dos veces. Cuando terminó de preguntarme por qué yo no era esposa y madre,
yo misma empecé a preguntármelo. Y no pude hallar ninguna respuesta satisfactoria.
De modo que supuse que ya era hora de que dejara de ser una adolescente y hablara de
ello con alguien que pudiera ayudarme a conseguirlo.
Total que he empezado a visitarme con un psiquiatra que es realmente fantástico
(puede que incluso hayas oído hablar de él), Andrew Himmerman. Es un hombre
realmente brillante, que ha escrito media docena de libros y un millón de artículos. El
único problema es que él ejerce en el distrito de Columbia y conducir de Baltimore a
Washington tres días por semana a las 5 de la madrugada puede mandarme a la tumba
antes de hora. Así que estoy tanteando el área de Washington para encontrar una plaza
de residente quirúrgico a fin de no tener que desplazarme a tan larga distancia para
acudir al psiquiatra.
En tu carta no eras muy concreta acerca de la vida matrimonial. Pero he supuesto
que como conoces a Palmer hace tanto tiempo, tampoco habrá supuesto un cambio tan
grande. Por otra parte, después de ver los efectos que los largos días (y noches) que nos
tiramos en el hospital han tenido sobre los matrimonios de algunos de los internos, me
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figuro que también debéis pasar una gran tensión. A veces olvido que tú eres
Superwoman.
Tengo que ir a lavarme para entrar al quirófano.
Escribe pronto, por favor.
Con cariño, de
GRETA
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—De cualquier forma, debería haberte llamado, pero todo sucedió del
modo más precipitado. Lo lamento, querido.
Fue a darle un beso a su marido, pero éste se hizo ligeramente a un lado
para evitar su abrazo.
—¿Es que piensas hacerte de rogar? —sonrió ella con afecto.
—Yo diría que eres tú la que juegas a eso —replicó él con sorna.
—Palmer, ¿qué demonios estás insinuando?
—Primo: aunque estoy dispuesto a creer que en Manchester sólo poseen
medios espartanos, no me siento preparado para aceptar que no tengan
ninguna ambulancia que pudiera haber transportado a esos desgraciados niños.
»Secundo: jamás oí nada parecido a que dos médicos condujeran una
ambulancia, y desde luego, menos aún, una con una rueda pinchada.
»Tertio: por el modo con que desgranas tus rapsodias sobre tus colegas
médicos, me imagino que sólo era cuestión de tiempo el que, como dijo el Bardo
en Otelo, "fueras una bestia con dos jorobas".
El centro de la rabia del cerebro de Laura no cesaba de emitir la señal para
que ésta estallara. Pero el resto de su cuerpo estaba demasiado exhausto.
—Primo, mi querido esposo —comenzó su refutación—, deberías acordarte
de que Otelo se equivocaba respecto a su esposa. Secundo, en Manchester no
tienen incubadoras portátiles y nosotros conducíamos una furgoneta y no una
ambulancia. Y, tertio, creo que eres un paranoico y un cabrón por no creerme.
Me refiero a que, ¿cómo sé yo que tú no has pasado la noche con algún pendón?
Y ahora, haz el favor de quitarte de en medio, sólo me quedan cuatro horas para
dormir antes de volver a entrar de servicio.
Mientras desaparecía por la puerta de la cocina, Palmer la llamó:
—Me acabas de dar una buena idea, doctora Castellano, puede que yo
también inaugure mi propia unidad de cuidados intensivos y empiece a
preocuparme de mí mismo.
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Sonó el teléfono.
Bennett Landsmann abrió un ojo, mientras intentaba mantener el resto de
su cuerpo dormido. Eran las dos de la madrugada y acababa de meterse en la
cama después de estar treinta horas de pie en urgencias. Pero el teléfono seguía
sonando insistentemente y por fin, con un suspiro de derrota, cogió el receptor.
—Soy el doctor Landsmann —gruñó.
—Soy el doctor Livingston, pero puedes llamarme Barney.
Bennett abrió el otro ojo y se incorporó.
—Eh, ¿sabes qué hora es?
—No —se burló Barney—. ¿Me la puedes tararear?
—¿Es que te has drogado?
—No, a menos que contemos como tales el Nescafé y las chocolatinas. No,
Landsmann, por primera vez en lo que me parece un mes, he logrado sentarme.
Debo de haber entrevistado a varios millones de pacientes y escrito los
historiales de cada uno de ellos. He perdido la cuenta de los cortes y
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desgarrones que he tenido que coser. Estaba tan aturdido que el residente en
jefe me ha dicho que me fuera a acostar.
»Bueno, como soy un hombre ocioso durante los próximos quince minutos,
he pensado en llamarte para ver cómo te trataban en Yale. ¿Estabas durmiendo
en serio, Landsmann?
—No, claro que no. Estaba realizando algunas investigaciones extra.
Trataba de inventar una cura para la estupidez. Pero, bueno, ¿qué tal te va?
—Estoy hecho polvo. Y tú, ¿qué tal, viejo amigo? ¿Estás moviendo mucho
el esqueleto en posición horizontal?
—Bueno, una o dos enfermeras han sido muy atentas conmigo. Pero en ese
tema también hay un orden de preferencia en el departamento y los residentes
más antiguos se llevan los mejores talentos. De todas formas, voy
sobreviviendo. ¿Qué sabes de Castellano?
—Nada. Es decir, ¿qué esperabas? Trabaja tan duro como nosotros. Y cada
vez que la llamo, lo coge el viejo Palmer y me dice que ella no está. Estoy
convencido de que la mitad del tiempo me toma el pelo.
Estaban a medio intercambiar anécdotas sin importancia, algunas tan
siniestras que sólo un humor negro les permitía reírse de ellas, cuando Barney
puso sin darse cuenta el dedo en la llaga.
—Así que, en otras palabras, aparte de la fatiga más absoluta y de la
privación sexual, ¿eres feliz en New Haven?
Se produjo un silencio.
—Eh, Landsmann, ¿sigues ahí?
Bennett vaciló unos instantes.
—Bueno, verás, es una historia... bastante larga.
Seguidamente recitó una letanía de incidentes desagradables.
Cuando concluyó, Barney dijo:
—Me imagino cómo te sientes.
—¿De veras?
—Diría que estás de un humor negro.
—Exacto, Livingston. Y cada vez es más negro.
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CAPÍTULO 28
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Como residente de primer año en pediatría, Laura tenía una serie de graves
responsabilidades.
Por ejemplo, cuando llegó el momento de que Kathleen y Mort Paley
llevaran a su pequeño de seis meses para someterle a la operación que
solucionaría el problema de su labio (la intervención de fisura palatina se
llevaría a cabo más adelante), Laura permaneció junto al cirujano durante toda
la operación. Observó atentamente mientras Fedorko cerraba el desagradable
desgarramiento, acabando por poner unos puntos de sutura con fibra de nylon
casi microscópicos para conectar el tejido exterior. La desfiguración habla
desaparecido por completo.
Los Paley estaban extasiados. Tres días después, mientras Kathleen ponía el
abrigo y el gorrito al pequeño, Mort comentó a Laura:
—Ha resultado tal y como usted prometió, doctora Castellano. Estamos
enormemente agradecidos... los tres.
Mientras se estrechaban las manos, Laura pensó: «Palabras como éstas son
las que nos empujan a la mayoría a meternos en medicina.»
Querida Laura:
Tengo grandes noticias. Ayer logré realizar una incisión yo sola. De acuerdo, no
fue más que una operación de apendicitis rutinaria. Pero la paciente era una chica del
tipo de las capitanas de animadoras de equipo de dieciocho años, cuya mayor
preocupación era si podría volver a llevar un bikini. De cualquier modo, yo había estado
practicando mi técnica (sobre todo con melocotones y naranjas), así que cuando el
cirujano en jefe se volvió de pronto hacia mí y me tendió un escalpelo diciéndome que me
ocupara, estaba preparada de veras.
Tomé el escalpelo y realicé una incisión verdaderamente limpia (al menos, eso me
pareció) de forma transversal. Me dejó seguir hasta que llegué al peritoneo. Me sentí tan
bien al ver que por fin había conseguido iniciarme...
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También parece que hago bastantes progresos en mi terapia. Andy dice que en uno
u otro momento todos los estudiantes de medicina acaban por acudir en busca de ayuda
psiquiátrica. Me habló de un estudio realizado hace unos pocos años por la Fundación
Markle, y yo fui a la biblioteca a leerlo. ¿Puedes creer que de los 219 000 médicos que
hay en este país sólo 11 000 son mujeres?
Pero lo que de verdad me produjo un shock fue descubrir que la tasa de divorcio
entre las mujeres médicos es cinco veces superior a la de los médicos varones... y Dios
sabe que tampoco ellos lo hacen demasiado bien. Hasta un superhombre como Andy
tiene que conformarse con una criatura absolutamente incapaz de comprender por
esposa.
Tengo que incorporarme al servicio dentro de cinco minutos y estoy escribiendo
esta carta tan desnuda como cuando nací. Será mejor que me dé prisa en vestirme.
Escríbeme y cuéntame cómo estás, por favor.
Con todo el cariño de,
GRETA
Laura sonrió. «La misma vieja Greta de siempre. Todas sus conversaciones
concluyen hablando de su cuerpo. Me pregunto cuándo empezará a trabajar
sobre esa parte de ella su psiquiatra.»
Entonces se le ocurrió algo: «¿Andy?» ¿Es que llamaba a su psiquiatra por
su nombre de pila? ¿Y cómo sabía ella todo aquello sobre su matrimonio? ¿Es
que lo discutían en las sesiones de terapia? Pero estaba demasiado cansada para
seguir meditando sobre el particular.
Se quitó los zapatos en el salón y se dirigió de puntillas a la planta superior.
Las luces del dormitorio aún estaban encendidas. La cama estaba vacía.
Y nadie había dormido en ella.
Laura intuyó que debería preocuparse, pero estaba tan exhausta que ni
siquiera la desaparición de su marido podía impedirle caer en los brazos de
Morfeo.
Fue a las ocho de la mañana del día siguiente cuando asumió el hecho de
que Palmer había desaparecido. Ninguna nota, ninguna explicación. Nada.
Su imaginación repasó una amplia gama de posibilidades. Tal vez había
sufrido un accidente. O quizá le habían atracado y le habían trasladado
inconsciente a algún hospital cercano.
Pensó en llamar a sus padres, pero no quiso alarmarlos.
Después de prepararse una taza de café, observó el tablón de anuncios de la
cocina donde ambos habían escrito sus horarios.
Sus ojos se fijaron en la agenda del día anterior. Palmer había asistido a un
seminario sobre «Historia diplomática anglochina» de 7 a 9 de la noche. Ya
había decidido llamar al profesor para averiguar si efectivamente Palmer había
estado allí la tarde anterior cuando el objeto de sus inquietudes entró de pronto
por la puerta.
—Buenos días, Laura —dijo alegremente.
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—Basta ya, Palmer, no me vengas con que no sabes cómo viven los
residentes y los internos, si es que a eso se le puede llamar vivir. ¿Crees que a
mí me gusta ir por ahí atontada por falta de sueño y sin poderme tener casi en
pie? No soy ninguna masoquista.
—Ninguno de los dos lo somos —replicó él—. A ti no te gustan los turnos
de noche del hospital y a mí tampoco. —Hizo una pausa y añadió—: Mis
compañeros de clase están todos casados, tienen niños y... se divierten. Mientras
tanto, yo, con todos mis buenos propósitos y mi paciencia, vivo como un
ermitaño. Esto es absurdo, Laura, no pienso seguir así.
Ambos permanecieron en pie como si fueran dos personas en orillas
opuestas de un río que cada vez es más ancho.
Por fin, ella habló. Su voz sonó cansada:
—Obviamente, yo no voy a dejar el hospital.
—Obviamente.
—Entonces, ¿qué alternativa propones?
—Bueno, creo que si queremos seguir juntos, tendremos que contraer algún
tipo de compromiso, decidir sobre el modus vivendi.
—Al contrario, Palmer. Creo que tú ya has tomado esa decisión por los dos.
—Suspiró profundamente y preguntó—: Entonces, ¿dónde estuviste
exactamente ayer por la noche?
Él respondió sin emoción aparente:
—Me lo estuve montando.
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Robin era una muchacha oxoniense de negro y rizado cabello que había
ganado una plaza muy solicitada en el Lady Margaret Hall donde daba clases
de fisiología.
Pero lo que hacía que su logro fuera realmente apreciable era el hecho de
que era sudafricana. Y, al menos a ojos de Bennett, compartía con él una
cualidad singular: no se sentía ni negra ni blanca. Pues había nacido en su
nativa tierra de nadie donde existía una mezcla racial de colores.
A los Landsmann les gustó inmensamente. Estaba siempre de buen humor
y, a pesar de todo lo que había sufrido, no estaba en absoluto amargada. Y era
evidente que Bennett estaba colado por ella.
Justo antes del Día del Trabajo, cuando todos acompañaron a Robin al
aeropuerto Logan, ambos se prometieron afectuosamente pasar las Navidades
juntos. Y los Landsmann interpretaron que esas vacaciones coincidirían con su
fiesta de compromiso.
Sin embargo, ante el asombro y la tristeza de sus padres, al cabo de menos
de una semana de haber ingresado en el Colegio de Médicos, Bennett anunció
sin emoción alguna que él y Robin habían roto. No dio detalles y tampoco se le
exigió ninguno.
—Ya es un adulto —repuso Herschel— y no nos debe ninguna explicación.
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—Vamos —urgió él—. Hay luna llena y cuando se refleja en el mar hay
tanta claridad como en Cleveland en invierno.
De modo que se pusieron un jersey y salieron a pasear cogidos de la mano
por la desierta playa.
—Bueno, Herschel —dijo por fin Hannah—. ¿Qué te está pasando por la
cabeza?
Él parecía estar contemplando el vaivén de las olas.
—Bueno, esto tenía que suceder un día u otro —respondió.
—¿El qué?
—Hemos perdido al chico —musitó él.
—¿Perdido? ¿Porque un chico de veintiocho años no va a ver a sus padres a
la playa?
—Padres adoptivos, Hannah. Ben vuelve a casa.
—Su hogar es el nuestro —dijo ella.
—No, querida, no debemos perder de vista que nosotros hemos sido
provisionales. Su hogar está junto a su gente.
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CAPÍTULO 29
Sueño con que llegará un día en que esta nación se alzará y vivirá por fin el
verdadero significado de su credo: «Es una verdad evidente que todos los hombres
fueron creados en condiciones de igualdad...» Sueño con que un día, mis cuatro hijos
pequeños vivirán en una nación donde no serán juzgados por el color de su piel, sino por
el contenido de su carácter.
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Barney se había pasado la noche en pie. Aún le parecía estar viendo a aquel
último interno de Blenheim Ward. Al día siguiente a las once de la mañana, se
celebraría una reunión del personal del centro bajo la presidencia del director
general. Tal vez se enteraría entonces de quién era el tipo aquel.
Se quedó en la cama todo el rato que pudo, pero a las 5.30 de la mañana
sintió que tenía que averiguarlo. Se levantó de la cama, se vistió y se fue
andando, cansado y soñoliento, hacia «la Tierra de los Incurables».
El guardia de seguridad le escudriñó con gran curiosidad. Barney se dio
cuenta de que ni siquiera se había molestado en peinarse o remeterse los
faldones de la camisa en el pantalón. ¿Cómo iba a convencer a aquel tipo de que
era un médico auténtico?
—Buenos días, doctor —saludó el guardia amistosamente.
Barney no pudo evitar el preguntar:
—Oiga, ¿cómo sabe usted que soy médico? Quiero decir, que más bien
tengo pinta de mendigo.
Mientras hablaba, se remetía velozmente los faldones de la camisa.
—Se ha olvidado de la bragueta, doctor —respondió el guardia en el mismo
tono amistoso de antes—. La verdad es que todos los médicos tienen el mismo
aspecto después de estar una noche de guardia. El que recibe la medicación
para dormir como un tronco es el paciente, ¿verdad?
Barney entró en el edificio y caminó lo más suavemente que pudo por la
ancha y vacía «Sala de Actividades» en dirección al despacho de las enfermeras,
donde una joven portorriqueña muy bonita, cuya placa de identificación decía
N. VALDEZ se hallaba sentada. Aunque Barney llamó educadamente a la puerta,
no pudo evitar el sobresalto. Nadie se presentaba nunca a aquella hora gris
comprendida entre la noche y la mañana, salvo en casos de emergencia
anunciados previamente por el timbrazo de las alarmas.
—¿Puedo ayudarle, doctor? —preguntó.
—Sí, me gustaría ver el historial de uno de los pacientes.
—¿Ahora? —preguntó ella mirando su reloj de pulsera— Me refiero a que,
¿no se reúne el comité...?
—Soy el nuevo residente —respondió él—. Estoy ansioso por empezar.
—Desde luego, señor —respondió ella sin estar aún muy segura acerca de
los verdaderos motivos que movían a Barney—. ¿A cuál de los pacientes se
refiere?
—Pues... no lo sé con certeza. Pero, ¿por qué no vamos al dormitorio y se lo
indico?
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directamente. Lo máximo que Barney podía esperar era una alusión en tercera
persona, del tipo: «Tal vez el doctor Livingston no se da cuenta...»
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CAPÍTULO 30
8 WAC: cuerpo femenino del ejército de los Estados Unidos. (N. dt la T.)
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—Me temo que ya hemos hecho todo cuanto era posible —respondió el
doctor Nelson compadeciéndose en la medida de lo posible—. No nos queda
más que esperar que la naturaleza siga su curso.
—¿Y cuánto tardará? —preguntó el hijo mayor ansiosamente.
Nelson se encogió de hombros.
—Con sinceridad, no lo sé. Podría morir en cualquier momento. Por otra
parte, es tan robusto que podría durar así varios días, tal vez hasta una semana.
Doris se volvió suplicante hacia Seth.
—¿No cree usted que es inhumano ver a un hombre tan fuerte acabar así?
El que está tendido en esa cama ya no es mi Mel. Ése no es el hombre con el que
he estado casada durante treinta y cinco años. Él no hubiera querido vivir de
ese modo, lo sé. Ni siquiera a un perro se le deja sufrir lo que él está sufriendo
ahora.
Seth asintió con convencimiento.
Doris se volvió de nuevo hacia el doctor Nelson.
—¿Sabe? Cada noche al salir del hospital voy a la iglesia, me pongo de
rodillas y rezo: «Dios mío, llévate a este hombre. Él sólo desea reposar entre tus
brazos. Jamás hizo daño a nadie. ¿Por qué no le besas y te llevas el aliento de
vida?»
Los dos médicos estaban conmovidos, pero Nelson había visto ya a muchas
Doris Gatkowicz y se había forjado una especie de inmunidad emocional.
—Creo que todos deberíamos rezar por eso —dijo suavemente.
Dio unos golpecitos a la apenada mujer en el hombro, hizo una señal con la
cabeza a los hijos y se alejó con la vista fija en el suelo.
Pero Seth no podía despegarse de aquel grupo de personas medio
enloquecidas por el dolor.
El hijo mayor de Doris trató de consolarla.
—Tranquila, mamá. Ya no tardará mucho.
—No, no, no. Un minuto más ya es demasiado. ¿Por qué Dios no me
escucha? ¿Por qué no acude en su rescate y le deja morir? Me siento como si
debiera ir junto a él y arrancarle todos esos tubos que tiene conectados a los
brazos.
—Calma, mamá, calma —murmuró su hijo.
—No me importa, —gritó ella— Quiero que deje de sufrir.
La familia Gatkowicz se reunió alrededor de su madre como si de aquel
modo pudieran aislarla del inmenso dolor que emanaba del lecho de su padre.
No repararon en el joven médico que había presenciado silenciosamente su
dolorosa agonía.
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Un apretón.
—¿Tiene miedo?
Dos apretones. El hombre estaba preparado para morir.
—¿Sufre usted mucho?
El paciente apretó su mano con más fuerza que nunca... una sola vez.
—¿Quiere usted que yo le ayude? ¿Quiere que le ayude a dormir para
siempre y así no sufrirá más?
El enfermo agarró la mano de Seth con gran fuerza y no la soltó. A Seth le
pareció que le estaba diciendo: «Sácame de esta tortura terrenal. En nombre de
Dios, deja que me vaya.»
—Comprendo, Mel —susurró Seth—. No se preocupe, voy a ayudarle.
La aguja hipodérmica no fue problema alguno. Seth no tuvo más que
retirar momentáneamente una de las sondas intravenosas e inyectar la morfina
de medianoche.
Al cabo de un momento, el paciente estaba inconsciente. A continuación,
Seth le administró la dosis de morfina de las tres de la madrugada y finalmente
el vial que había sustraído. Se guardó en el bolsillo las tres ampollas vacías y,
contemplando el pacífico rostro del paciente, susurró:
—Dios le bendiga, señor Gatkowicz.
Salió de puntillas de la habitación.
Una vez que los pacientes de la sección de crónicos habían tomado las
pastillas para dormir, Barney Livingston tenía relativamente pocos problemas
durante el turno de noche. Naturalmente, se producían calamidades ocasionales
en urgencias, pero la mayoría eran el resultado de intoxicaciones de sábados
por la noche. Sintiéndose incapaz de dormir ante la proximidad de lo que
imaginaba serían pesadillas horriblemente dolorosas, llenaba las horas en
blanco leyendo. Y muy pronto, con otro tipo de actividades.
Al principio, empezó a telefonear a varios de sus compañeros que sabía
tenían el mismo turno que él. (Laura trataba de sincronizar «sus noches» con las
de él.) Barney también podía llamar a la Costa Oeste, donde, a causa de la
diferencia horaria, la gente acababa el servicio diurno y se disponía a disfrutar
de las ya míticas noches de largo y descansado sueño.
Durante una de las llamadas de este último tipo, Lance Mortimer comentó
casualmente:
—Por cierto, le he dado tu nombre a Lindsay Hudson.
—¿Y quién demonios es él o ella?
—Bueno, en el caso de Lindsay, no creo que se haya decidido aún. De todos
modos, el tipo fue al colegio conmigo y ahora es el editor del Village Voice. Me
preguntó si conocía a algún médico letrado, ya que, por lo visto, son más
escasos que los tumores benignos. De modo que sugerí tu nombre.
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Según le había dicho Lance, Hudson, del Village Voice, llamó a Barney dos
días después para preguntarle si podía escribir un breve artículo sobre la
psicodinámica de Albee de ¿Quién teme a Virginia Woolf?
Barney se divirtió inmensamente con aquella tarea, y dejó caer varias
insinuaciones de que estaría muy receptivo ante invitaciones similares.
Obviamente, también era él el más apropiado para evaluar la biografía
cinematográfica de Freud realizada por John Houston, película que Barney
calificó de ser «con toda probabilidad las dos horas y cincuenta minutos del
maestro con menos éxito».
Aquel artículo llamó la atención de un editor del recientemente estrenado
New York Review of Books, el cual invitó a Barney a comer al Four Seasons, un
honor tan extraordinario que Vera accedió a hacerse cargo de su turno.
Al día siguiente, un mensajero llevó un ejemplar del Doctor Zhivago de
Pasternak a Barney, con una petición adjunta de un «artículo reflexivo» sobre
los médicos en la literatura, utilizando a Zhivago como plataforma.
—Debo de estar loco para haber aceptado el encargo, Castellano —comentó
aquella noche—. Equivale a ser un presuntuoso intelectual.
—Vamos, Barney. Por lo poco que he leído, el Review es todo de ese estilo.
Además, sabes muy bien que puedes hacer un trabajo muy bueno.
Cuando estaban a punto de dar por terminada la conversación, ella dijo de
pronto:
—¡Eh, Livingston! Es la primera vez.
—¿Qué quieres decir?
—Es la primera vez que he tenido que reforzar la confianza en ti mismo.
Vera Mihalic era cada día más incapaz de mantener la distancia platónica (o
lo que es lo mismo, profesional) de su colega literato, con el cual compartía el
lavabo, la ducha y, a veces, hasta la pasta de dientes. El sexo siempre había
ocupado un lugar destacado en su psicoanálisis, lo cual es tan superfluo decirlo
como afirmar que la ballena juega un papel esencial en Moby Dick. El problema
personal de Vera era el temor a los hombres. Así fue como lo resumió a su
psicoanalista para impresionarle: «O son demasiado fálicos o demasiado
encefálicos», en otras palabras, o por debajo de la contención, o por encima del
reproche. Ella era, en teoría, la versión femenina del llamado complejo «dual
imago», el cual separa los puntos de vista de los hombres sobre las mujeres en
categorías antitéticas.
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Barney estaba hecho polvo. Uno de los enfermos crónicos había mostrado
una paradójica reacción a los sedantes y se había comportado de un modo tan
salvaje, que él necesitó que le ataran de pies y manos mientras le administraba
una dosis masiva de Torazina.
Por ser el primer personaje en escena, Barney tuvo que enfrentarse con el
tipo hasta que llegaron los de seguridad. Al llegar de nuevo a la sala de
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consultas, estaba tan agotado que no se sentía con fuerzas de mecanografiar una
sola frase más. De modo que se tendió en la cama, cogió el teléfono y pidió a la
operadora que le pusiera con el Children's Hospital de Boston.
Estrictamente hablando, naturalmente, no resultaba muy ético por su parte
realizar llamadas personales. Pero, por otro lado, ¿no era aquella una
conversación entre médicos?
—Aquí la doctora Castellano —dijo una voz cansada.
—Eh —respondió Barney—, pareces tan cansada como yo.
—Oh, Barney, no te puedes imaginar la noche que llevo. ¿Por qué los niños
siempre escogen la media noche para ponerse enfermos?
—¿Quién sabe? —comentó él—. A lo mejor es porque las tarifas telefónicas
son más baratas.
—No —contestó ella—, es porque yo estoy más baja de forma. Y me temo
que soy la mejor residente que está de guardia esta noche. No bromeo, el resto
de los muchachos son unos auténticos inútiles.
Laura estaba a medio explicarle lo mucho que había crecido en la estima de
Palmer desde que publicaba en el New York Review of Books cuando Vera Mihalic
salió del ascensor en la planta de Barney.
—Típico de ese cretino —rezongó Barney—. Siempre se deja impresionar
por las apariencias externas. ¿Por qué no regresas a Nueva York, que es donde
realmente se te aprecia? En realidad, ¿por qué no te dejas caer por aquí el
próximo fin de semana que tengas libre? Yo ya me las arreglaré para hacer
fiesta.
Vera aguardaba fuera de su vista, pero no fuera de su campo auditivo.
—Creí que vivías con alguien —dijo Laura.
—Oh, pero es un arreglo puramente de negocios —respondió él—. Quiero
decir que Vera Mihalic es al sexo lo mismo que las hormigas a las meriendas
campestres.
Los ojos de Vera se humedecieron al tiempo que echaba a correr hacia el
ascensor. Por esa razón, no oyó los cumplidos que siguieron al comentario de
Barney.
—Pero en el fondo es una buena persona, Laura. Me refiero a que las
apariencias engañan.
—Esa afirmación es casi revolucionaria viniendo de ti, Barney.
—Escucha, Castellano, pronto empezaré mi entrenamiento en psicoanálisis
y quiero aclarar mi mente para acabar pronto con él. En estos momentos trabajo
en moderar temporalmente mi libido.
Laura se echó a reír.
—¿De qué te ríes, Castellano?
—Tu libido comenzará a declinar cuando los cerdos puedan volar, doctor
Livingston.
—¿Eso es un cumplido o una crítica?
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Querida Laura:
Espero que estés bien. Yo estoy con la moral más alta que la bandera
estadounidense el cuatro de julio, después de haber logrado dominar todas mis fobias y
de haberme unido a la raza humana como una mujer con todas las de la ley...
—Por el amor de Dios, Laura —protestó Barney—, ¿es que tengo que oír
todo eso?
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Lo que es más, he tenido realmente suerte. Es amor de verdad. Andy dice que jamás
había conocido a nadie tan maravilloso como yo...
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—Dios, Barney —dijo—. ¿Qué he hecho yo para tener un amigo como tú?
—Mudarte a Brooklyn —respondió él alegremente—. Ahora vete a dormir
y ya hablaremos esta noche.
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CAPÍTULO 31
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En 1965, la inminente tormenta del sudeste asiático estalló por fin. Las
primeras series de bombardeos del presidente Lyndon Johnson fueron
ominosamente condenadas.
En el mes de junio, la Casa Blanca anunció que el general Westmoreland
podía movilizar a las tropas del ejército de los Estados Unidos para la batalla
cuando lo creyera conveniente.
Decir que una pequeña llama pronto creció hasta convertirse en una
conflagración sería más que metafórico. Aquél fue el año en que el primer
manifestante antibelicista echó mano de su cartera, extrajo un pequeño pedazo
de papel y le aplicó una cerilla. Fue la primera quema de una cartilla militar y,
ni mucho menos, la última.
Mientras que sus contemporáneos eran ya demasiado viejos para ser
destinados como soldados de a pie, los que se hablan convertido en médicos,
aún estaban en deuda con el sector militar. Y fueron solicitados, en número
creciente, a fin de que hicieran honor a su deuda realizando el servicio en
Vietnam.
Al principio, no hubo oposición de ninguna clase. Tal vez fuese porque la
Administración trataba de ocultar su creciente implicación en el pequeño país
surasiático.
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Habían pasado casi dos meses desde que Barney se mudara a un enorme
aunque un tanto sórdido ático de un guardamuebles de Soho, y aún seguía sin
tener ni la más mínima idea de lo que había provocado el paroxismo
rompebotellas de Vera Mihalic.
A la mañana siguiente del incidente, había interrogado enfadado a Vera,
pero ésta se limitó a gruñirle que le había devastado los productos de aseo, sólo
«porque no le tenía a él a mano en aquel momento». ¿Era así como se
comportaba un terapeuta cualificado? Él empezó a dudar de que su método de
inspeccionar el cerebro de los pacientes no fuera con martillo y escalpelo.
Menos mal que ella se iría en unos pocos meses y ya no tendría que seguir
soportando sus miradas asesinas en el hospital.
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—Yo iba a ser el mejor medio de América. Por desgracia dejé de crecer
cuando medía metro setenta.
—Yo siempre soñé con jugar al baloncesto profesional con los Knicks —
prosiguió Barney—. Pero, el hecho es que algunos consiguen vivir de verdad
sus fantasías. Un corredor como Emil Zatopek, «el Hombre de Hierro» checo,
tiene que haber algo especial dentro de su cabeza que le haga ir más allá de los
límites humanos. Pero hay literalmente docenas de ejemplos.
—La Bomba Negra sería otro ejemplo lógico —intervino Bill.
—Completamente de acuerdo. Joe Louis es un caso fascinante. He ahí a un
tipo que no sabía ni hablar hasta que tuvo siete años, que ha acabado como
campeón del mundo de pesos pesados... y existe toda una categoría de atletas
que empezaron su carrera con impedimentos físicos. Hal Connoly, por ejemplo.
Imagínese... nació con el brazo izquierdo inútil y, de todas las modalidades,
escogió el lanzamiento de martillo, un deporte que acentuaba su incapacidad. Y
acaba ganando la medalla de oro en los Juegos Olímpicos del cincuenta y seis
batiendo el récord del mundo siete veces.
—Eso sería estupendo —convino Bill acogiendo calurosamente la idea.
El maître d'hotel llegó con la cuenta, que fue rápidamente firmada por el
anfitrión de Barney y retirada de la vista.
—Muchas gracias, señor Chaplin —dijo el maître con una pequeña
reverencia acompañada de una inflexión de la voz.
Instantáneamente, los dos hombres volvieron a quedarse solos.
—Bueno —dijo Bill como resumen—, creo que ha tenido usted una idea
maravillosa. Estoy seguro de que podremos llegar a algún acuerdo que
satisfaga a su gente.
«¿Mi gente? —pensó Barney—. ¿Qué demonios querrá decir?»
El siguiente comentario de Chaplin aclaró sus dudas.
—Dígales que me llamen por la mañana. Escuche, siento tener que
abandonarle de este modo, pero tengo que revisar un manuscrito esta misma
noche sin falta. Pero usted quédese a tomar otra copa si lo desea. Por cierto,
¿quién es su representante?
Barney se exprimió rápidamente el cerebro, que por cierto estaba un tanto
cargado de Bordeaux, y, después de lo que le pareció una eternidad, respondió:
—Pues... Chapman, Rutledge y Strauss...
—Ah, abogados —respondió Bill aprobadoramente—. Menos mal que no
tendremos que discutir sobre esos desagradables dieces por ciento. Ciao.
El maître apareció de nuevo como por arte de magia.
—¿Puedo servirle en algo, doctor Livingston?
—Mmm... sí, en realidad, querría un vaso de agua mineral. Y, dígame,
¿tienen ustedes teléfono?
—En seguida, señor.
El genio se desvaneció.
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Había sido una noche relativamente tranquila en el pozo, como los médicos
llamaban a menudo a urgencias, los huesos rotos de costumbre, niños febriles,
víctimas de accidentes de tráfico, etc., hasta que de pronto, la policía advirtió a
las enfermeras de Admisiones que dos víctimas de un atraco particularmente
brutal, ambas con múltiples heridas de navaja y con graves pérdidas de sangre,
iban en camino.
En cuestión de minutos, Seth oyó el sonido de las ambulancias y de los
coches de policía que se acercaban y al cabo de unos segundos se produjo un
gran alboroto en la sala de urgencias. Tal vez las víctimas no fueran más que
dos, pero los ayudantes y los policías que los entraban a toda prisa en camillas
estaban cubiertos de sangre de pies a cabeza.
—¿Quién está al frente de esto? —gritó un sargento de policía.
—Yo —dijo Seth—. Cuéntemelo rápido, creo que no hay tiempo que
perder.
—Lo siento, doc, lo siento. Por lo que he visto, creo que la mujer se ha
llevado la peor parte. Creo que tiene más cuchilladas... y que además la han
violado.
—Gracias, sargento —dijo Seth apresuradamente—. Yo mismo me ocuparé
de ella.
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—¿Cómo?
—Cúbrete Las Espaldas.
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CAPÍTULO 32
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—¿Estaba?
Robbie asintió solemnemente.
—Casi le dije al coroner 10 que anotara como causa de la muerte: Andrew
Himmerman, doctor en medicina.
—¡Jesús! —exclamó Laura—. ¿Por qué no trataste de informarle?
—Lo hice —dijo Robbie con voz átona—, pero el único testigo no podía
declarar.
Bennett tenía graves dificultades para conciliar el sueño, a pesar de los dos
miligramos de Valium que había tomado. Sin embargo, sabía que tenía que
descansar como fuese o no estaría lo suficientemente espabilado para operar. En
cirugía no se puede remolonear los lunes por la mañana.
Finalmente, se sobrepuso a la falta de ganas y cogió el teléfono.
—El doctor Livingston no está —dijo una voz que sonaba exactamente
igual a la de Barney Livingston.
—Eh, tío, soy yo, Bennett. ¿Te he despertado?
—Ah, doctor Landsmann —dijo Barney con un tono teatralmente
profesional—, ¿puedo llamarle yo dentro de un rato? Estoy a medio visitar a un
paciente.
—¿En tu casa y a media noche? Te he llamado al hospital y me dijeron que
hoy no estás de servicio.
—Doctor Landsmann, me temo que deberá llamarme durante las horas de
visita oficiales mañana por la mañana.
Por fin, Bennett cayó en la cuenta.
—¿Estás con una chavala, doc? —preguntó en voz baja.
—Sí, doctor —respondió Barney—. El paciente necesita con urgencia mi
atención médica.
—Lo siento. No deseo obstaculizar el progreso de la medicina.
Barney colgó el auricular y regresó a su habitación, mascullando de modo
histriónico:
—Siempre igual. Los médicos no dejan de recibir llamadas día y noche.
Quiero decir, que sólo porque en Europa sea por la mañana, no tienen derecho
a llamarme.
Entonces preguntó a su paciente:
—Bueno, a ver, ¿dónde estábamos?
—Justo aquí —respondió Sally Sheffield.
10 Coroner oficial de justicia que investiga los casos de muerte violenta o accidentes. (N. de la T.)
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Charlie Drew, uno de los hombres con mayor talento del mundo. En 1950,
resultó herido en un accidente de tráfico en Alabama. Como era negro, no
quisieron admitirlo en un maldito hospital y lo único que podía salvarle era una
maldita transfusión de sangre. ¿Comprendéis? ¿Alguno de vosotros ha tenido
alguna vez ese contratiempo?
Nadie respondió.
—Lo que quería decir es que comprendo que queráis quemar los puentes
que van quedando a vuestras espaldas. Pero, ¿por qué demonios iba nadie a
querer quemar los que le esperan delante?
Reinaba el silencio más absoluto, que fue roto al poco por una Pantera del
otro extremo de la habitación.
—No necesitamos tu maldita opinión. Lo que necesitamos es que te mojes
el culo en primera línea.
Bennett trató de abandonar el escenario lo más calmosamente posible.
—Escuchad, amigos —dijo con voz suave—, queréis delegar en mí una
responsabilidad muy importante y necesito tiempo para pensar. Me encantaría
enseñar primeros auxilios en el ghetto, ya que eso serviría para algo bueno.
Pero creo que no estoy preparado para poner una bomba bajo el sillón de
Lyndon Johnson. Eso es todo.
A continuación, alegando compromisos en el hospital, se excusó y fue hacia
la puerta. Jamal-Jack le alcanzó en el pasillo.
—Escucha, Bennett —dijo a todas luces incómodo—, gano sesenta y ocho
cincuenta con mi trabajo y tengo una mujer e hijos que mantener. ¿No
mencionarás esto...?
—Claro que no, Jack. No te preocupes.
Bennett dio media vuelta y bajó apresuradamente las escaleras hasta la
calle. Se avergonzaba de que le vieran con su Jaguar de nueve mil dólares.
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CAPÍTULO 33
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Ali fue declarado mentalmente no apto para el servicio militar. («Yo dije
que era el mejor, pero no el más inteligente.») Los tiempos estaban cambiando.
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certificado del Consejo para ejercer la psiquiatría, de forma que ya podía visitar
pacientes fuera del hospital en una consulta propia.
A través de los numerosos contactos que había establecido entre los colegas
más veteranos, se enteró de que un experto y reputado psiquiatra, Brice
Wiseman, acababa de perder uno de los jóvenes psiquiatras con los que
compartía el consultorio, pues éste se había alistado.
Barney se sentía enormemente agitado. Se sentó en su recién adquirido
sillón Eames, cerró los ojos e intentó escudriñar en su propio interior a fin de
descubrir lo que le preocupaba.
¿Tal vez era porque el consultorio de Brice Wiseman se hallaba situado en
el lado este de Nueva York, lo suficientemente cerca de Park Avenue con todas
las connotaciones de privilegio que emanaban de la legendaria calle? Sí, en
parte ésa era la razón.
Y luego estaban los muebles. Su predecesor se había dedicado a coleccionar
objetos de arte exóticos y había convertido el despacho en una especie de museo
de un pobre.
Ah, ¿pero era ésa la verdadera razón? «Ningún pobre podría soñar jamás
ser visitado en medio de aquel esplendor —se dijo—. Si yo hubiese necesitado
ayuda cuando no era más que un chiquillo de Brooklyn, ¿habría tenido la
oportunidad de visitar a un doctor Livingston bien intencionado cuyo
consultorio estuviera situado entre las avenidas Madison y Park?» E
inmediatamente pensó, en defensa propia, que en el hospital ya había visitado a
personas necesitadas gratuitamente. Siguió meditando durante un rato,
tratando de descubrir las razones más profundas de su descontento.
Y, finalmente, lo comprendió.
No se trataba de la situación, ni de la lujosa decoración, ni tampoco de los
cuadros. Más allá de sus escrúpulos, en el fondo de su corazón, descubrió lo
que realmente le preocupaba: tenía que ponerse un precio a sí mismo.
Superficialmente podía parecer ridículo que jamás hubiera pensado en
aquello. Pero hasta el momento, había considerado como recompensa más que
suficiente conseguir dormir bien una noche. En el hospital le pagaban un
salario, si es que se le podía llamar así. Y sus artículos le habían proporcionado
algún dinero extra. Al menos, aquél era un trabajo que podía cuantificar de
algún modo.
Pero, ¿cómo podía valorarse a sí mismo, su propio cerebro? Y, si la gente
que acude a un psiquiatra ya está atormentada, ¿cómo iba él a añadir otra
preocupación más con sus tarifas económicas? La verdad era que Freud creía
que el sacrificio financiero formaba parte del incentivo de un tratamiento con
éxito. Pero no todo lo que había dicho el maestro tenía por qué ser correcto.
Después de todo, cuando se psicoanalizaba a sí mismo, después no se enviaba
una minuta.
Barney comenzó a recordar incidentes de su infancia. Una vez oyó a Luis
Castellano hablar con una mujer cuyo hijo se había roto un brazo.
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—Sé cómo te sientes —le dijo Brice al día siguiente—. Pero, aunque tú
fueras Rockefeller y yo tuviera toda la buena voluntad del mundo, tendrías que
cobrar. Hace que los pacientes te tomen más en serio. Existen precedentes
numerosos, no sólo de Freud, sino también de Ferenczi y otros. Naturalmente
puedes hacer alguna excepción cuando se trate de algún caso de indigencia.
Pero, si no, en tu lugar, yo fijaría mis honorarios entre veinte y treinta dólares la
visita.
Pero Barney aún no había logrado acallar su conciencia.
—En la antigua Babilonia, los médicos no cobraban hasta que habían
curado al paciente.
Wiseman se echó a reír.
—Esa regla la formuló Hammurabi en el 1800 a. de C. Creo que hoy en día,
la AMA tiende a contemplarla como algo pasada de moda.
Y una vez más, habló sin rodeos.
—Estás ofreciendo un servicio, Barney. Si lo deseas, puedes verte a ti
mismo como un taxista que conduce al paciente de la enfermedad a la salud. El
taxímetro va corriendo, ¿no?
Wiseman había caído, sin querer, en una metáfora que hacía muy al caso,
ya que Barney había sido taxista anteriormente.
Esbozó una franca sonrisa.
—La única diferencia es que no aceptamos propinas, ¿verdad, Brice?
Wiseman hizo una mueca y dijo:
—Sólo si se trata de un lote numeroso o de un caballo.
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Todo esto fue lo que le pasó por la cabeza mientras permanecían en pie en
la sala de enfermeras sorbiendo cafeína sin parar. Él se alegró de haber podido
reprimir su primer impulso de regañarla. Se sentía más tranquilo y racional.
—¿Estás segura de tomar la decisión correcta? —preguntó.
—No he tomado ninguna decisión, Rob.
—¿Quieres decir que escoger entre Palmer y yo no suponía una elección?
—No, no había elección, Rob. Palmer es mi marido. Lo pensé largo y
tendido antes de casarme con él.
—Claro que tienes elección. Maldita sea, sabes muy bien que yo me casaría
contigo.
Laura cogió tiernamente su mano.
—Escucha, Robbie, lo que hemos vivido ha sido maravilloso. Y yo siento un
gran cariño hacia ti. Pero, sinceramente, creo que estarás mucho mejor
alejándote de mí. No estoy mal para una aventura, pero no soy lo que se puede
llamar una buena esposa.
Robbie se sentía dolido, y no sólo por él, sino también por ella.
—Escucha con atención, Laura, ésta es mi última palabra. —Hizo una
pausa, tomó aliento y dijo suavemente—: Dios te ha jugado una mala pasada.
Te lo dio todo. Sólo que probablemente estaría tan cansado al terminar, que
olvidó añadir un toque final de confianza en ti misma. De acuerdo, yo no soy el
hombre adecuado. No será fácil, pero llegaré a asumirlo. Lo único que espero es
que algún día alguien logre meter un poco de sentido común en tu adorable
cabecita y te ayude a ser más tú misma.
Dio media vuelta, avergonzado de que le viera llorar. Y se alejó de ella.
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CAPÍTULO 34
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—Bill, déjame decirte por enésima vez que un psiquiatra es como un padre
de una familia numerosa. Nuestros pacientes no acuden para que los operen y
se marchan una semana más tarde. Cuando ellos acuden a mí, yo me
comprometo a ayudarlos y tengo que estar disponible siempre que me
necesiten, aunque sea durante años. ¿Qué te parecería si tu piloto decidiera
emprender unas vacaciones sabáticas cuando estáis en mitad de una travesía
transoceánica?
Bill se disculpó con tono aburrido.
—Lo siento, Barn, lo siento. Me he dejado llevar por el entusiasmo. Me doy
cuenta de tus prioridades. ¿Puedo retirar mi oferta, sin que ello deje secuelas?
—Pues claro.
—Muy bien, Barn, te dejo —dijo el editor ansioso por colgar, no sin antes
añadir—: aunque si pudieras terminarlo para agosto...
—Buenas noches, Bill.
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—¡Buenas noticias!
—Vale más que sean muy buenas para justificar una llamada a
medianoche.
Barney, que había estado trabajando hasta muy tarde en las anotaciones
realizadas durante las terapias con los pacientes, acababa de quedarse dormido
cuando la llamada de Bill Chaplin le despertó.
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—Escucha —dijo Bill excitado—, acabo de cenar con el pez más gordo del
Sports Illustrated. La semana pasada le envié tu capítulo sobre Jackie Robinson y
quieren publicarlo en el número extra de baloncesto del mes de abril, para
demostrar cómo han cambiado las cosas. Barney, no tengo ni idea de lo que
puede significar esto.
—Pero, Bill, el capítulo es demasiado largo...
—Bueno, claro, ellos lo acortarán, viejo amigo. Pero no te preocupes. Me
aseguraré de que tú revises el resumen final.
—Muy bien, Bill, perfecto —respondió Barney—. Pero ahora, si no te
importa, vuelvo a la cama. Tengo que visitar a mi primer paciente a las seis
cuarenta y cinco de la mañana.
—Ésta es la verdadera Nueva York para ti, ¿verdad, Barney? —dijo Bill
entusiasmado—. La gente enloquece a cada hora que pasa. Bueno, he aquí una
idea para que duermas bien: cuando se publique tu libro, vas a ser grande.
Barney estaba demasiado cansado hasta para pensar en ser «grande».
—Buenas noches, Bill, y felices sueños.
—Yo nunca sueño —respondió Bill como si hablara entre paréntesis—.
Tengo unas pastillas rojas fantásticas que me dejan la mente en blanco.
—Magnífico —dijo Barney a modo de despedida.
Y, mientras colgaba, pensó: «Buena suerte, Chaplin. Cuando el cerebro se te
haya desquiciado por completo, te alegrarás de veras de haberte enganchado al
Seconal.»
Con toda probabilidad, Lance Mortimer era el único de todo Los Ángeles
que podía hacer reír a carcajadas a una sala repleta de gente sin explicar ni un
solo chiste.
Había descubierto que una de las múltiples ventajas de escoger
anestesiología como especialidad es que puedes conseguir que te inviten a un
montón de fiestas de primera categoría en Beverly Hills, que, de otro modo,
estarían fuera de tu alcance. Incluso su padre, un exitoso guionista de cine,
jamás había sido objeto de tanto honor por parte de los más elevados niveles de
la sociedad de Hollywood. La aparición especial de Lance como invitado
respondía a que iba a asistir acompañado, no sólo de dos hermosas chicas, sino
también de un tanque.
Esto es, de un tanque de óxido nitroso, conocido coloquialmente como gas
hilarante.
Lance había decidido ser anestesista sólo después de una cuidadosa
investigación y de una intensa deliberación.
Primero eliminó todas las demás alternativas posibles. Por ejemplo,
obstetricia. ¿Quién demonios quiere tener que levantarse en mitad de la noche?
Y lo que es más, ¿quién quiere ir a casas ajenas si no es porque le han invitado a
una fiesta? Eso quería decir que medicina interna quedaba también descartada.
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Era ya tarde, incluso para un sábado por la noche, y el piso superior estaba
ocupado por los camareros que limpiaban y despejaban las mesas.
Sentados a una mesa en una esquina, ajenos a todo lo demás, había un par
de monstruos del deporte tratando de competir por ver quién poseía más
reminiscencias recónditas sobre los Dodgers de Brooklyn. Emily había aceptado
el desafío de Barney y él empezó a hacerle preguntas para comprobar si era
capaz de identificar a los jugadores por el número de su camiseta.
—Uno...
—Pee Wee Reese, primera base. Buen guante, bate psa-psa, media de 261.
—Cuatro...
—Irwin Snider el Duque, centrocampista, bateador a larga distancia, mejor
temporada 136 RBIs.
—Seis.
—Cari Furillo el Rifle, derecha, el brazo más potente del béisbol. Media de
vida como bateador 299, ganó la liga en el 53 con 344.
El juego terminó con empate, ya que ambos habían acertado todas las
respuestas sin incurrir en ningún error. A continuación, mientras cambiaban los
numerales por otros tópicos que requerían de verbos, a Barney se le ocurrió una
cosa.
—¿Te das cuenta, Emily, que todos los héroes de los viejos Dodgers tenían
un número de una sola cifra en la camiseta? Entonces aparece Jackie Robinson y
le dan el cuarenta y dos. ¿Crees que no es más que una coincidencia?
—No, puede que tengas razón —respondió ella—, porque a Campy, el
segundo jugador negro de los Dodgers, le dieron el treinta y nueve. Como
médico, ¿qué opinas de eso?
—Bueno —comenzó Barney—, en mi opinión profesional, no diría...
absolutamente nada. Personalmente, yo siempre pedí el número diez, no en
ligas de importancia, claro.
—Sí, lo sé —dijo Emily alegremente.
—¿El qué sabes?
—Sé que antes jugabas al baloncesto, antes de convertirte en un intelectual.
En realidad, tengo que confesarte algo y espero que no lo psicoanalices
demasiado. —A continuación le confió—: Yo solía soñar con tus piernas.
Barney no sabía cómo reaccionar. ¿Sería una nueva tendencia de locución
entre los jóvenes modernos del East Side? («¿Quieres venir a verme las
rótulas?») Respondió en un tono de ligereza similar.
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CAPÍTULO 35
Era un sábado por la mañana del mes de noviembre, fresco como una
manzana otoñal, y el campus de Yale, normalmente terroso y grisáceo como la
piedra, se hallaba salpicado de bufandas de fútbol azules y blancas, cabelleras
rubias pertenecientes a las chicas de Vassar y mejillas sonrosadas por la
excitación, la fiebre futbolística y el frío.
Bennett había concluido su servicio a las 10 de la mañana. Después de
ayudar a Rick Zeltman durante ocho horas en un «trabajo de lampistería» (así
se había referido el veterano cirujano a la compleja operación genito-urinaria),
se encontraba agotado por la tensión psicológica y el esfuerzo físico. Pero estaba
demasiado excitado para irse derecho a la cama.
Paseó hacia el campus universitario con la idea de dejarse caer por la Coop
12 y comprar algún libro para distraer su mente de la sangre y los intestinos.
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—Eh, hermano —le gritó—, ¿te has enterado de las noticias? ¿Estás al
tanto? Si no, más vale que compres uno de éstos. Dos monedas y podrás
enterarte de todo, hermano.
Bennett se metió la mano en el bolsillo, entregó al chico un cuarto de dólar,
se colocó el periódico bajo el brazo y siguió andando.
Media hora después estaba en casa con quince dólares en libros, los cuales,
con un poco de suerte, conseguiría leer entre aquella tarde y el próximo mes de
julio. Puso el estéreo en marcha, se despojó de los mocasines y se sentó
dispuesto a leer.
Pero estaba tan saturado de cortar, empalmar y unir vasos sanguíneos que
ni siquiera las estilísticas parrafadas de Tom Wolfe consiguieron captar su
atención. Como último recurso, empezó a hojear el noticiario de las Panteras
Negras.
La retórica del periódico era estridente y violentamente antiblancos.
«Mierda —pensó Bennett—, me saltaré toda la propaganda. Tal vez tengan una
sección deportiva.»
Pasó rápidamente a las últimas páginas y descubrió con gran contento,
unas viñetas de cómics. «Ah —se dijo—, exactamente el tipo de literatura que
me hace falta en estos momentos.»
Y empezó a leer una. Pero cuando vio la obscena caricatura inicial de «Los
cerdos judíos arrancando la piel a tiras a los negros», estrujó el periódico y lo
lanzó al suelo. Salió del apartamento dando un portazo y se perdió en el frío
aire de New Haven.
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—Oh, Greta, lo siento muchísimo por ti. Espero que esta desagradable
experiencia no te haga renegar de los hombres en general.
—Bueno, y a decir verdad, en este momento no son mi género favorito. Y
por lo que respecta a los médicos varones, son la forma más inferior de vida. Y
adivina quién tiene que abandonar la ciudad a resultas de este escándalo.
—¿De qué hablas?
—Verás —respondió Greta—, al parecer el Departamento de Cirugía de
este hospital opina que no realizo las operaciones demasiado bien, por decirlo
finamente. Han ofrecido mi puesto a otra persona y me han comunicado que,
aunque sería bienvenida si deseaba quedarme, no recibiría sueldo alguno y
tendría que dejarme las entrañas trabajando como voluntaria.
—En otras palabras, te han despedido.
—Bueno —respondió Greta en tono sarcástico—, puede decirse que sí. Pero
«despedida» fue la única palabra que no llegaron a utilizar. Estos médicos son
una especie de fraternidad de una sociedad secreta. Por lo visto, mi falta no fue
dejarme seducir, sino comunicar el asunto a la prensa.
—Greta, me dejas sin habla. ¿Quieres decir que el tipo ese saldrá de esto
bien librado?
—Probablemente. Bueno, naturalmente tendrán que cumplir ciertas
formalidades. Tendrá que declarar ante el Consejo, aunque desde luego en
privado. Sin embargo, él mantiene que soy una histérica que se ha imaginado
todo el asunto. De cualquier modo, ya me he resignado a marcharme. He escrito
a casi todos los hospitales de aquí a Honolulú. Y si no me dan opción, me
alistaré en el ejército.
—¿Cómo? —exclamó Laura incrédula.
—En serio. Necesitan cirujanos con toda urgencia. Probablemente me
embarcarán hacia Vietnam. —Y comentó con voz dolorida—: Con sinceridad,
Laura, si me vuelan la cabeza, no creo que me hagan más daño del que me han
hecho ya.
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Barney se enteró de las noticias cuando llegó al hospital. John Warner, uno
de los residentes bajo su mando, se precipitó hacia él gritando:
—Livingston, ¿has visto el Times de hoy?
—No —respondió Barney—. ¿Hemos establecido algún nuevo récord de
matar niños con napalm?
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Peter Wyman era una figura controvertida. Con toda probabilidad, era el
único hombre que había obtenido el título de doctorado en el Colegio de
Médicos de Harvard que odiaba abiertamente a los enfermos.
Durante su primer año de posdoctorado, se comportó de modo desdeñoso
con todos sus colegas de laboratorio y sólo mostró algo parecido a un aire de
civilización hacia el profesor Pfeifer, su jefe y patrón. Pfeifer no había
contratado a Wyman como ayudante por sus encantos personales. Más bien
consideraba a Wyman como una preciada fuente y estaba dispuesto a mantener
al enemigo a raya (enemigo era cualquier otro investigador de su campo).
Sin embargo, Pfeifer había supuesto que un chico listo como Wyman
conocía las reglas del juego: tú me ayudas a subir al pódium y, cuando llegue el
momento, yo estiraré de ti para que tú también subas. Mientras tanto, está claro
que como ayudante de un catedrático vives cómodamente instalado gracias a la
ayuda económica federal y trabajas en el indiscutiblemente mejor laboratorio de
bioquímica del mundo.
Peter era desconfiado por naturaleza. Conocedor de su propia falta de
escrúpulos, supuso que todos los demás estarían más o menos en las mismas
condiciones de falta de conciencia. En otras palabras, que él era su mejor amigo.
Y también su peor enemigo.
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—Doctor Wyman, sin el beneficio de los datos de los estudios a gran escala
que supuestamente se han llevado a cabo en Amsterdam y Lyon, sus
conclusiones son, por decirlo de un modo suave, prematuras y frágiles.
—Mi teoría es correcta, profesor Pfeifer —dijo Peter suavemente—. Puede
usted hacer otra docena de pruebas y los resultados seguirán siendo los
mismos.
—Pero, Peter, ¿si estaba usted tan seguro, por qué no hizo usted mismo
algún experimento auténtico para demostrarlo? ¿Por qué tenía tanta prisa?
—La presión... no quería que nadie se nos adelantara en este asunto. De
modo que corrí un riesgo calculado.
Su mentor no reaccionó. Peter continuó suplicante:
—Usted no tiene ni idea de lo que es el mundo de la investigación científica
hoy en día. Señor, ¿cree usted que algún otro médico me habría ayudado
simplemente a cambio de un agradecimiento a pie de página?
Pfeifer meditó unos instantes antes de responder.
—Peter, sé que la investigación médica puede llegar a resultar una lucha
callejera en un estrecho callejón; hay muchas cosas en juego. Pero no hay más
que dos formas de actuar. O mostrarse íntegro por encima de todo reproche y
condenar a los tramposos, o ser una persona retorcida y huir con el
descubrimiento. Pero me temo que usted no ha hecho ninguna de las dos cosas.
Peter estaba helado y aguardaba a que Pfeifer pronunciara la sentencia.
Y lo hizo, aunque en un tono grave, a fin de no molestar a las personas que
almorzaban.
—Escúcheme bien, Peter. Quiero que regrese al laboratorio, recoja todas sus
cosas y que se asegure de que todo lo que coge le pertenece. Y quiero que
desaparezca de mi vista antes de acabar el día. Tiene una hora para redactar su
dimisión, que será gustosamente aceptada por el decano esta misma tarde. No
puedo echarle de la ciudad, pero le aconsejo que se mantenga alejado de la
comunidad médica de Boston, digamos, durante el resto de su vida.
Peter se sentía como un tronco de madera, dura y seca. Estaba acabado,
muerto.
Tuvo que obligarse a sí mismo a seguir respirando.
—Mmm... ¿se harán declaraciones? —preguntó por fin.
Pfeifer sonrió. Sin tratar de disimular su desdén, replicó:
—Si permitiéramos que esto se supiera, repercutiría negativamente sobre
Harvard. Además, preferimos no limpiar nuestros trapos sucios en público.
—¿Y qué hay del artículo?
—Será publicado a su debido tiempo. Después de todo, a pesar de ciertos
incidentes desagradables, es un trabajo importante. Y no se preocupe, recibirá el
reconocimiento que merezca. Encontraré sin dificultad a otros dos colegas que
ocupen el lugar de los míticos Charpentier y Van Steen.
Se levantó, mientras Peter seguía adherido a su silla.
—Adiós, Wyman. Buena suerte en la profesión que escoja.
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CAPÍTULO 36
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—Sí, será emocionante, aunque según cómo eso también puede romperme
el corazón.
—Lo comprendo. Mmm... y hablando del tema, me preguntaba si...
—No, Palmer —dijo ella con suavidad—. No lo estoy.
—Oh.
—Ya te dije que no siempre funciona automáticamente la primera vez.
Había muchas probabilidades en contra.
La voz de Palmer sonó entonces como la de un hombre de negocios.
—Bueno... en realidad, no debería tener el teléfono ocupado tanto rato. No
hay demasiados y hay muchos aguardando para llamar...
—Palmer, recuerda que prometiste escribirme aunque sólo sea para
decirme que estás bien. De otro modo, me sentiré casada con un buzón de
correos de dirección única.
—Siempre pienso en ti, Laura. Espero que me creas.
—Yo también pienso en ti.
Laura se sentía más confusa que nunca. Llegó incluso a torturarse por no
haberse quedado embarazada para él. Tal vez el verdadero deseo de Palmer era
consolidar su relación. Ella deseaba que él la amara igual que hacía años.
—Bueno, supongo que tendremos que despedirnos.
—Sí, claro. Adiós.
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Aquello tenía todo el aspecto de ser una comuna. Una de las mujeres ya
había tenido hasta un niño, la otra estaba embarazada, y Mai-ling, la recién
llegada, pronto se enteró de que sus lazos de unión con América se estrecharían
considerablemente si se convertía en madre de un niño cuyo padre era un
oficial del ejército de los Estados Unidos.
Hank recibió la noticia impasible. Si hubiera sido Cheryl la que se lo
hubiera anunciado, habría perdido los estribos e insistido en poner término al
embarazo.
Pero en el sudeste de Asia, las cosas eran completamente diferentes: el
cuidado de los niños era tarea exclusiva de las mujeres. Además, Mai-ling
comprendía que el hombre es polígamo por naturaleza y aguardaba
pacientemente por las noches a que él regresara de... la Calle de la Diversión.
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—Es corto, pero escrito por el propio Ali, «Puede que Livingston sea la
estrella esta noche, pero yo, Ali, soy sin duda el mejor.»
Se oyeron risas apreciativas.
—Guárdalo, Bunny, puede que algún día sea muy valioso —aconsejó
Barney.
—Pienso hacer algo más que eso —respondió ella feliz—, voy a enmarcarlo.
Emily apareció con una bandeja con las más exquisitas delicias que podía
ofrecer el Carnegie Delicatessen y todo el mundo empezó a masticar mientras
continuaban consumiendo champán como si del tónico de apio del doctor
Brown se tratara.
—Oye, Barney —dijo Laura un poco achispada—, entre nosotros los
presentes, de todos los tipos que entrevistaste, ¿quién te pareció el más
impresionante?
—Bueno, sinceramente no lo sé —contestó él bastante más bebido que
ella—, pero puedo asegurarte una cosa. Si tuviera que escoger a una persona en
el mundo para cenar con ella... —hizo una pausa para lograr un efecto
dramático— sería Emily.
El pequeño grupo de borrachos aplaudió alegremente.
—Entonces, ¿cuándo es la boda, Barn? —preguntó Bunny.
Barney tenía los sentidos demasiado embotados para discurrir una
respuesta rápida. Pero Emily se hizo cargo inmediatamente.
—Bunny, serás la primera en saberlo —respondió fingiendo una alegría
que no sentía.
—No, no —protestó Barney—. Yo quiero ser el primero.
Pasadas las diez, Laura se levantó.
—Siento ser una aguafiestas, pero tengo que coger el último avión a Boston.
Bennett se levantó también.
—Creo que ya es hora de que este cirujano se despida también. ¿Quieres
que te deje en algún sitio, Laura? La Guardia está de paso hacia Yale.
—Perfecto, Ben. Así podrás explicarme qué tal te va todo.
Ambos iniciaron la ronda de despedidas. Cuando Laura fue a decir adiós a
Barney, le susurró al oído:
—Emily es estupenda. No la dejes escapar.
—No lo haré —susurró él en respuesta.
Acompañó a Laura y a Bennett hasta la puerta. Cuando volvió a la sala de
estar, Warren se estaba poniendo la chaqueta.
—No sé qué haréis vosotros, muchachos —dijo con un gesto cómico—,
pero yo tengo que trabajar para vivir, Bunny tiene que llevar a los niños a la
escuela y mamá está bastante cansada. Así que os dejamos para que disfrutéis
de la gloria a solas.
Se volvió hacia Emily y le dijo:
—A ver si consigues que mi hermano mayor venga a comer a casa algún
domingo. Es tan irresponsable...
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CAPÍTULO 37
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—Eso es, mayor Talbot. Mi hija Jessica, a la cual dejó embarazada durante
el breve lapso que estuvo destinado en mi estado. Si le parece bien, me gustaría
anunciarlo a la prensa inmediatamente.
—Pero eso es imposible, señor —tartamudeó—. Yo ya estoy casado y no
puedo abandonar a mi mujer.
—Es de apreciar que sea usted tan protector, mayor, pero yo me siento
igual hacia mi pequeña. Le aconsejo en los términos más enérgicos posibles que
trate de ver las cosas a mi modo.
El mensaje sin palabras resultó claro e indudablemente enérgico. Forbes
tenía poder más que suficiente para enviar a Palmer Talbot a primera línea,
donde la tasa de mortalidad crecía a cada minuto.
—Bueno, no se preocupe de nada, mayor Talbot —continuó el senador—.
Me doy cuenta de que habrán uno o dos inconvenientes hasta que podamos
llegar a la ceremonia nupcial. Pero si la actual señora Talbot es una persona
generosa, de lo cual estoy convencido, accederá a un rápido divorcio en México
y todo estará resuelto.
Palmer estaba conmocionado. No quería hacer daño a Laura. Y sobre todo,
no tenía ningún deseo de enfrentarse a su fiero temperamento español.
—Bueno... con el debido respeto, senador —masculló—, me pide que
cometa una acción ultrajante.
—¿Y no considera ultrajante lo que usted ha hecho a mi hija Jessica?
Palmer no sabía qué decir.
—Señor, me gustaría disponer de algún tiempo para ordenar mis
pensamientos antes de...
—Desde luego —interrumpió el legislador— Por esa razón recibirá usted
un permiso de diez días a partir de las 9.00 horas de hoy. Si se da prisa, y confío
de todo corazón en que sea así, podrá estar en San Francisco mañana y en
Boston pasado. Mientras tanto, para acelerar las cosas, diré a uno de mis
abogados que se encargue de ir reuniendo los papeles necesarios, ¿le parece,
mayor?
—Bueno... sí, señor, perfecto.
Pero cuando la conversación tocó a su fin, Palmer permaneció sentado en
un estado de shock, con la cabeza enterrada entre las manos y murmurando sin
cesar para sí:
—Laura, oh, Laura, ¿qué puedo hacer?
Contrariamente a la creencia popular, es posible que un ser humano viva
con toda normalidad en Nueva York durante la noche.
A medida que el cielo se oscurece, el metabolismo de la ciudad también
afloja su ritmo, su pulso hipertenso desciende y el ánimo general se reduce de la
manía diurna a una hipomanía relativamente tranquila.
Barney salió a la terraza y contempló la ciudad, que, en aquellos momentos,
daba la impresión de ser un enorme enjambre de luciérnagas.
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Sus ojos.
Eso fue lo primero que descubrió sobresaltado al abrir la puerta. Sus ojos
eran dos enormes círculos rojos, como si hubieran sido aporreados en una
pelea. Obviamente, ella había estado llorando varias horas seguidas. Tenía la
voz ronca y parecía haber agotado todas sus fuerzas.
—Hola —dijo con un hilillo de voz.
Él cogió la maleta y dijo:
—Entra y siéntate. Creo que te irá bien una copa.
Ella asintió.
—Por el amor de Dios, Laura. ¿Qué ha pasado?
—Palmer apareció de pronto... —empezó e inmediatamente estalló en
lágrimas—. No puedo, Barney. Es demasiado increíble.
—Creí que estaba en Vietnam. ¿Cómo es que se ha presentado tan de
repente? ¿Le han herido o algo así?
—No, Barney —contestó Laura—. A la que han herido es a mí. Quiere el
divorcio.
—Mierda, hacía tiempo que lo veía venir. Pero estoy seguro de que tú
también.
Ella sacudió la cabeza.
—No, no. Tuvimos una especie de reconciliación. Todo empezó a ir bien de
nuevo y de pronto aparece en casa y me arroja unos papeles a la cara.
—¿Qué clase de papeles?
—Un consentimiento para un divorcio rápido en México.
—Vaya, pero eso es una locura, Castellano. ¿Qué prisa hay?
Laura le puso al corriente con voz vacilante.
Barney se sentía incapaz de mantener la objetividad profesional.
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—¿Sabes qué te digo, Castellano? Que buen viaje a ese bastardo. Un tipo
que no te es fiel, no es lo bastante bueno como para ser tu marido. Ella se
encogió de hombros.
—Tal vez es que yo no era lo bastante buena para ser su mujer.
Barney no podía soportar aquella autocensura.
—Por el amor de Dios, Laura —gritó—, sólo porque él te tratara como si
fueras una mierda, no significa que tú debas corroborar su opinión con tus
actos. ¡Que se joda, Castellano! Que se vaya al infierno. Algún día encontrarás a
alguien digno de ti.
Ella sacudió la cabeza.
—En absoluto, Barney. Estoy convencida de que, por lo que a los hombres
se refiere, soy una perdedora nata.
Él la mandó a la cama, a la habitación de los invitados. Después le llevó un
vaso de agua y dos pastillas y se sentó junto a ella.
—Sé que no vas a creerme, pero te prometo que mañana saldrá el sol y eso
significa que tendrás un día entero para recuperar la confianza en ti misma.
Ella se tragó las pastillas y, emocionalmente exhausta, se dejó caer sobre la
almohada.
—Gracias, Barn —musitó.
Él permaneció sentado a su lado hasta que se durmió. Luego salió de
puntillas de la habitación.
Regresó a la máquina de escribir, arrancó la hoja inacabada sobre la
esquizofrenia, puso una hoja nueva en el rodillo y empezó a escribir.
MEMORÁNDUM
Para: Laura Castellano, doctora en medicina.
De: Barney Livingston, doctor en medicina.
Asunto: 101 razones por las que vale la pena vivir.
A la mañana siguiente, le llevó la hoja junto con una taza de café caliente.
Barney estaba hablando por teléfono cuando Laura entró en la sala de estar.
Él colgó el auricular y sonrió.
—Pareces estar mucho mejor, Castellano.
—Sin duda —dijo ella con una mueca irónica—. Acabo de mirarme al
espejo y parece que haya peleado diez asaltos con Muhammad Ali.
—No —la corrigió él—. Ali es un luchador limpio. —A continuación señaló
imperiosamente hacia el sofá y dijo—: Siéntate.
Después de que ella obedeciera, él dijo:
—Acabo de hablar con tu jefe por teléfono y le he explicado (sin explicarle
realmente) que estás enferma y que necesitarías una semana o así para
recuperarte. Ha sido muy comprensivo.
—¿Qué se supone que voy a hacer mientras tanto?
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Barney llamó a Laura desde su consulta a mediodía. Ella parecía casi feliz.
—Puede que no lo creas, pero creo que ya tengo trabajo.
—Vaya, eso sí que es ir rápido. ¿Cómo te las has arreglado?
—Bueno, en realidad mi antiguo supervisor pediátrico llamó a un amigo
suyo del Queen's Hospital de Toronto. Aunque no empiezan el nuevo
programa hasta el año que viene, ya tienen los fondos, de modo que puedo
empezar a trabajar en cualquier momento.
—Eso es fantástico.
—Casi no puedo creerlo —respondió ella—, pero para asegurarme que no
se esfumará, voy a coger un avión hasta Toronto esta noche.
—Eh, Castellano, no tan rápido —previno él—. Acabas de recibir el
impacto de una bomba atómica y necesitas, al menos, otras veinticuatro horas
para recuperar el equilibrio. Además, he hecho una reserva en un restaurante
indio.
—No pienso...
—Eso es exactamente lo que debes hacer, Laura, no pensar. Yo pensaré por
ti hasta que ya no estés bajo mi custodia. Procura estar lista para las siete y
media.
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Ella decidió que él tenía razón. Necesitaba como mínimo otro día entero
para volver a poner en orden su logística mental y para comprarse un poco de
ropa con que protegerse del gélido tiempo de Toronto.
Al cabo de quince minutos, mientras acababa de escribir la lista de las
compras, se abrió la puerta principal.
Emily entró luchando con una enorme maleta de viaje.
Cuando vio a Laura cómodamente sentada en el escritorio de Barney se
quedó sin habla.
Ninguna de las dos encontraba palabras apropiadas.
Por fin, Laura dijo sencillamente:
—¿Te ayudo a entrar la maleta, Emily?
—No, gracias —respondió ella con los músculos de la cara completamente
rígidos.
Mientras Emily arrastraba su equipaje hasta el dormitorio, Laura comentó:
—Barney no te esperaba hasta mañana.
—Ya lo veo —dijo ella quedamente—. Se me presentaron algunas pegas
con el avión de la ABC. No caí en la cuenta de que volviendo a casa un día antes
de lo previsto me convertiría en una intrusa no muy bien recibida.
—Emily, creo que no lo comprendes.
—Me temo que no.
—Verás... Palmer y yo nos vamos a divorciar. Bueno, en realidad ya
estamos divorciados, gracias al gobierno de México.
—Eso es otra buena razón —dijo Emily con voz glacial.
—Iba a marcharme mañana —continuó Laura, tratando aún de que Emily
no cerrara las puertas de sus prejuicios.
—Bueno, no tengas prisa por mí —respondió Emily sarcásticamente—. Yo
me marcho ahora mismo.
Tratando de alejar la catástrofe que se le avecinaba a Barney, Laura reunió
todas sus fuerzas y gritó:
—¡Emily, maldita sea! Espera. Tengo que decirte algo.
Con la mano en el picaporte y la puerta media abierta, se volvió hacia
Laura.
—De acuerdo, habla.
—Yo tenía un grave problema —comenzó Laura suavemente—, y no tenía
a nadie en el mundo a quien recurrir excepto a Barney. Le di pena y me dejó
quedar, eso es todo. He dormido en la habitación de los invitados. Por favor,
Emily, no había nadie más a quien pudiera acudir.
De pronto, Laura se quedó sin habla. Se dio cuenta de que en aquella
situación, la verdad no parecía sino la más imaginativa de las ficciones. Hubiera
sido mucho mejor improvisar alguna mentira extravagante.
—Oye, Laura —dijo lentamente Emily—, deja que sea totalmente sincera
contigo. Hay dos razones por las que nunca me casaría con Barney y tú eres una
de ellas.
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—Por eso hemos venido a suplicarle que la ayude, doctor —dijo el Carson
mayor.
—No le comprendo —dijo Seth con una intuición inquietante.
—Doctor, no permita que ella permanezca sentada en su cama
convirtiéndose en un ser infrahumano repleta de tubos de plástico por todas
partes. No permita que sufra. Deje que se vaya ahora que aún conserva un poco
de dignidad. Ella desea morir.
Se produjo un silencio, tras el cual Carson pronunció sus últimas palabras
de súplica.
—Por favor, doctor, ayúdenos. Quiero decir que la ayude.
Después, sólo silencio. Ya lo habían dicho todo.
Seth se había quedado sin habla. Y también atónito al descubrir que aquel
lejano acto de piedad hacia Mel Gatkowicz había escapado, de algún modo, de
los confines del hospital para traspasar incluso fronteras.
—¿Quién les dio mi nombre? —preguntó tan calmosamente como pudo.
—Un interno nuevo del hospital. El doctor Bluestone.
El anciano rompió el silencio.
—¿Nos ayudará, doctor? —imploró nuevamente—. Por el amor de Dios...
«No —se dijo Seth—, por el amor de los hombres.»
—Digan al doctor Bluestone que llame esta noche a casa —dijo.
Y se levantó.
La familia Carson se levantó a su vez, como si pasara por su lado el prelado
de alguna iglesia. Salieron de la consulta.
Seth apagó todas las luces. Mientras cerraba la puerta con llave y se dirigía
a su coche, pensó en las consecuencias de lo que había accedido a hacer.
Ahora la muerte haría una visita a domicilio.
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CAPÍTULO 38
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—Les dije que conocía a un médico muy compasivo que tal vez pudiera
ayudarlos. No tenía agallas para hacerlo solo, Seth. Además te vi salir de la
habitación de Mel Gatkowicz la noche en que murió. Después estuve pensando.
Seth no pudo responderle. Y tampoco se atrevió a preguntar a quién más se
lo había dicho.
—Estas circunstancias son muy especiales, Seth —suplicó Tim—. Los
Carson son muy buenas personas, gente decente. Y Marge, la mujer, no es más
que un fragmento de ser humano. Está sufriendo unos dolores insoportables. Te
he escrito incluyendo los datos más significativos. Probablemente te llegará
mañana. Escucha, la familia Carson está tan desesperada que me preguntaron
si... ya sabes, si no podría hacer algo. Al principio, me resistí a la idea, pero
durante estos días, al ver cómo se deterioraba Marge, he llegado a la conclusión
de que tienen razón. —Hizo una pausa y le espetó—: Si pudiéramos hacerlo
entre los dos, Seth, podríamos compartir también la carga moral.
«Tim, estúpido —pensó Seth—, ¿no te das cuenta de que una cosa así no se
puede compartir? Aunque otro colabore, la responsabilidad no dejará de recaer
sobre tus hombros del modo más abrumador.»
—De acuerdo. Leeré las notas sobre el caso y te llamaré.
—Por favor, llámame a casa, no al despacho.
—Obviamente —repuso Seth sin poder ocultar su disgusto.
El dossier llegó con el correo del día siguiente. Poco después de las diez,
Seth telefoneó a Tim.
—Tienes razón —dijo—, nadie se merece sufrir así. Debemos seguir
adelante con la... propuesta. Pero tendrá que ser el fin de semana.
—Sí, sí, por descontado.
—Ahora, dime exactamente cómo llegar hasta su casa.
Después de darle instrucciones concretas, Tim añadió:
—Gracias, Seth... Dios, todo este asunto es espantoso.
Seth no se molestó en replicar a la declaración de Tim. Tal cosa habría
significado arengarle sobre los fantasmas que vería en todos sus sueños
posteriores. Bluestone no podía enseñarle nada nuevo acerca del miedo.
—Oye, Tim, ¿dónde viven los hijos?
—El chico está estudiando ingeniería en Northwestern. La hija está casada
con un tipo que tiene un restaurante. A veces le echa una mano como cajera.
—Muy bien, asegúrate que no estén por allí el domingo. ¿Podrás hacerlo?
—Claro.
—Ahora, tengo que saber una última cosa: ¿la mujer está consciente?
—La mayor parte del tiempo. Sólo hay que drogaría fuertemente cuando la
asaltan los dolores.
—Tengo que hablar con ella, así que asegúrate de que esté consciente el
domingo. Llegaré a eso de las nueve.
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Era un suburbio típico de clase media, con casas bifamiliares casi idénticas,
todas con los mismos matorrales y un árbol en el jardín de la parte delantera.
Eran las 9.05 de la noche y la carretera estaba oscura como boca de lobo. Tim
Bluestone paseaba nerviosamente frente al domicilio de los Carson, cuando de
pronto, Seth se materializó ante él.
—¿Bluestone? —preguntó en voz baja.
—Hola, Seth. ¿Dónde está tu coche?
—No importa. Ya lo he aparcado en un sitio adecuado. Entremos.
Seth no comentó que había viajado en el coche de Judy que carecía de las
placas de matrícula que rezaban: «Médico.»
Desde fuera ya se oía el ruido de un partido de béisbol que retransmitían
por televisión. Seth sospechó que el marido lo tenía puesto a todo trapo para
ahogar los sonidos de sufrimiento que emitía su mujer, más que para distraer
su mente.
—Hola, doctor —dijo Irwin Carson con voz desprovista de toda emoción—
Gracias por venir.
—¿Dónde está la señora Carson?
—Arriba. Su dormitorio está en el piso de arriba. Le está esperando. Seth
asintió en silencio. —¿Le gustaría subir a hablar con ella? —dijo al cabo de un
momento.
Su marido vaciló durante unos instantes y después respondió:
—No hemos hecho más que hablar durante toda la tarde. Ya nos hemos
despedido y no creo que pudiera...
Se le quebró la voz.
Los dos médicos asintieron y subieron al piso de arriba.
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En aquel momento los ojos de Seth se posaron sobre una pequeña réplica
del Cristo crucificado que había en la mesilla de noche. Ella era católica, y sin
embargo, al invitarle aquella noche a su casa, ¿no iba a cometer una especie de
suicidio, es decir, incurrir en pecado mortal? Marge respondió a su pregunta
antes de que tuviera tiempo de formularla.
—No se preocupe, doctor —murmuró—. Haga lo que tenga que hacer. El
resto es cosa mía. He rezado tan a menudo, que sé que Él lo comprenderá.
Entonces, Seth miró a Tim para comprobar si, como médico de cabecera,
deseaba decir alguna cosa. Pero éste parecía incapaz de pronunciar palabra.
Seth se volvió de nuevo hacia la señora Carson.
—Voy a inyectar una medicina en la sonda intravenosa, señora Carson, y a
los pocos minutos sentirá mucho sueño...
—¿Y dejaré de sentir dolor?
—Sí, señora Carson —respondió Seth con suavidad—, dejará de sentir
dolor.
La mujer empezó a llorar, mientras las lágrimas resbalaban por las
hendiduras que antaño fueran sus mejillas.
—Oh, Dios —murmuró—, gracias por enviarme a Tu Ángel.
Seth continuó hablando en tono calmoso, consciente de que sus palabras la
consolaban. Mientras introducía el pequeño vial en la sonda de su brazo
derecho, vio por el rabillo del ojo que Tim Bluestone se volvía de espaldas. Ni
siquiera podía mirar. Seth cogió la mano de la señora Carson y la sostuvo con
fuerza mientras la vida y el dolor escapaban de su cuerpo.
Los dos médicos abandonaron la habitación y se reunieron con Irwin
Carson, el cual contemplaba con ojos desenfocados las pequeñas figuras que se
movían en la pantalla. Se levantó.
—Ahora ya descansa —respondió Seth a su silenciosa pregunta.
Carson se santiguó y empezó a sollozar. Tal vez de pena, tal vez de alivio, o
quizá por las dos cosas.
—Yo... no sé qué decir —dijo con voz entrecortada.
El médico más joven tampoco lo sabía.
Mientras se ponía la americana, Seth dijo:
—Señor Carson, quiero que sepa que lo último que Marge dijo fue que
quería hacer esto porque amaba a su familia.
Sin dejar de llorar, Carson asintió indicando que comprendía.
—El doctor Bluestone vendrá por la mañana para hacerse cargo de todo.
Buenas noches.
Irwin Carson permaneció clavado en el suelo, como si hubiera echado
raíces, mientras se cerraba la puerta principal.
Los dos médicos se quedaron de nuevo a solas en la oscuridad.
—¿Cómo podría agradecértelo, Seth? —musitó Tim emocionado.
Seth le miró por encima del hombro y dijo:
—No vuelvas a llamarme. Nunca.
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Y desapareció en la oscuridad.
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Tal cosa resultó aún más evidente cuando el camarero, tocado con un
sombrero alto de color blanco, llegó con un carrito de ruedas que contenía una
gigantesca fuente de acero inoxidable cubierta con una tapa con forma de
huevo, debajo de la cual apareció un enorme y suculento asado de cordero al
estilo londinense, con el cual esperaba satisfacer el apetito de los clientes.
—¡Al ataque! —gritó el orondo caballero.
Todo el clan aplaudió, silbó y lanzó vítores.
En aquel momento el hombre realizó una asombrosa propuesta:
—¿Quién se apuesta algo a que soy capaz de tragarme el asado entero de
un solo bocado?
—Venga, Carlo, de ningún modo —dijo uno de los parientes en tono
desdeñoso—. Ni siquiera un caballo podría.
Carlo fingió una profunda indignación.
—¿Qué te apuestas, Chet?
Se metió una mano en el bolsillo, sacó un fajo de billetes y separó cien
dólares.
—Apuesto cien pavos a que me trago el asado entero. O apuestas o te
callas.
—De acuerdo —respondió Chet con una carcajada—, será el dinero más
fácil de toda mi vida. Venga, adelante.
Con todos los ojos del restaurante fijos en él, Carlo depositó el cuchillo de
trinchar a un lado y empezó a dar vueltas alrededor de su presa como un
matador.
Finalmente, dio un paso al frente, agarró el asado con ambas manos y lo
sostuvo por encima de su cabeza para que todo el mundo pudiera verlo. Se
produjo un aplauso y varios sonidos alentadores procedentes de lo que en
apariencia eran todas las mesas, pero que, en realidad, excluía la de los dos
médicos.
Barney oyó que uno de los parientes de Carlo comentaba a otro:
—Le he visto comerse buenas tajadas, pero esto acabará en el Guinness de
récords.
De repente, todo el mundo se calló, mientras crecía la expectación.
Carlo empezó a meterse la enorme pieza en la boca, mientras la
muchedumbre enloquecía.
Momentos después, se hallaba al borde de la muerte.
Tenía la garganta completamente obstruida y era incapaz de respirar.
Agarrándose con fuerza el gaznate, dio varios tumbos, tratando
desesperadamente de hacer bajar el asado. Mientras tanto, su rostro se iba
volviendo de color azul cianótico.
Su mujer lanzó un chillido, pero todos los concurrentes parecían estar
paralizados.
Barney y Bennett reaccionaron instintivamente.
—La maniobra de Heimlich —dijo Bennett.
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Barney se abrió paso rápidamente por entre las personas que empezaban a
apelotonarse alrededor. Corrió hacia el hombre que se asfixiaba.
La mujer de Carlo intentaba ayudar a su marido a expulsar la carne
frenéticamente, cuando Barney llegó junto a ella y la empujó bruscamente hacia
un lado.
—¿Qué demonios...? —vociferó ella.
—Hágame sitio. ¡Soy médico! Quítese de en medio —gritó sin miramientos.
Era un momento de gravedad y no había tiempo para cortesías.
Barney comenzó a aplicar la técnica estándar de retirar un cuerpo extraño
de la tráquea, por donde debe circular la corriente de aire hacia los pulmones.
Se colocó detrás de Carlo, abrazó la obesa cintura de la víctima, haciendo fuerza
con el puño derecho sobre el izquierdo. A continuación, empezó a apretar el
abdomen entre el ombligo y la caja torácica, con movimientos rápidos y
poderosos.
Pero no obtuvo éxito. El conducto del aire estaba fuertemente bloqueado.
Para entonces, Bennett ya estaba junto a él.
—El Heimlich no da resultado, Ben —gritó Barney—. ¿Qué hacemos ahora?
¡Morirá en seguida!
Bennett sabía exactamente lo que había que hacer.
—Una traqueotomía. Tiéndele en el suelo, ¡rápido!
El hombre había perdido el conocimiento y se hallaba inerte entre los
brazos de Barney, así que lo colocó sin dificultad en el suelo. Los espectadores
estaban demasiado aturdidos para hablar. Bennett agarró un cuchillo de cortar
carne, se arrodilló y clavó la punta del cuchillo en la base de la garganta de la
víctima. La sangre empezó a escaparse a borbotones de la herida.
De pronto, los parientes de Carlo se sintieron sacudidos por una oleada de
ultraje. Se oyeron gritos histéricos de: «Lo ha puesto fuera de combate», «¡Ese
negro intenta matarle!», «Socorro», «Policía», «¡Es un asesino!»
Mientras Barney trataba valientemente de sujetar a Carlo, uno de los más
fornidos espectadores intentó apartar a Bennett.
—Estese quieto, imbécil —gritó Barney—. Mi amigo es cirujano. Está
tratando de salvar a este hombre.
El forzudo o bien no llegó a oír a Barney, o es que no quiso escucharle, pero
el caso es que siguió estirando de Bennett hacia arriba. No había tiempo para
explicaciones educadas. Bennett le asestó un puñetazo con el puño izquierdo en
el plexo solar y le derribó.
La multitud retrocedió atemorizada.
—Soy médico, maldita sea —gritó Bennett incapaz de controlarse.
Mientras tanto, Barney, que continuaba agachado en el suelo, le llamó:
—Vamos, Ben, busca algo que nos sirva de trocar para poder hacer llegar
aire a los pulmones.
Los ojos de Bennett vagaron rápidamente por la habitación, pero no vio
nada. Entonces reparó en el bolígrafo de punta redonda que llevaba un
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—Lo siento, Ben —dijo Barney acercando el vaso de agua a los labios de su
amigo—. Sólo te estaba tomando el pelo.
Bennett lanzó otro gemido.
—Por favor, papá, saca a este loco de aquí. —Descansó un instante, respiró
varias veces y preguntó—: ¿Quién me ha operado?
—El mejor, hijo mío —dijo Herschel—, el jefe de tu departamento.
—¿Estoy en Yale?
—Sí —respondió Barney—. Nuestra primera idea fue que te operaras tú
mismo en tu propio hospital, pero tu jefe dijo que eras demasiado joven.
Bennett volvió a sentir una punzada en las costillas a causa de la risa.
—¿Quién te ha enviado, Livingston? ¿El Ku Klux Klan? Ahora en serio,
léeme el informe médico.
—Ten paciencia, Ben. Creo que ocupará varios volúmenes, pero el
radiólogo ha prometido que traería todas las radiografías en cuanto te
despertaras.
—Ya estoy despierto —dijo Bennett despacio—. Tráeme las radiografías
para que pueda valorar los daños.
—Ya lo he hecho —respondió Barney con voz tranquila— Te han roto el
radio y el cúbito de ambos brazos. Tienes el fémur roto y han marcado por lo
menos cuatro goles con tu cabeza. Digamos que han tenido que recomponerte
los huesos como si se tratara de un rompecabezas.
Bennett presentía que su amigo había omitido algo.
—Vamos —ordenó Bennett—, si eso fuera todo no tendrías esa mirada de
perro degollado, Barney. ¿Qué más hay?
Barney vaciló durante unos momentos y luego dijo del modo más natural
posible:
—También hay una dislocación parcial de la espina dorsal. Tu jefe te hará
una «reducción» en cuanto te repongas lo suficiente como para tragar más gas y
después te sentirás como nuevo.
—No me tomes el pelo, Livingston. Eso me deja fuera de la circulación
durante, al menos, doce semanas.
—No te preocupes, Bennett —intervino Herschel—. No afectará a tu
compromiso con Texas. Y mientras tanto, si te sientes con fuerzas, me gustaría
que discutieras unas cuantas cosas con estos dos caballeros.
En aquel momento, los dos hombres elegantemente vestidos dieron unos
pasos al frente para presentarse. Eran abogados de tal importancia que Bennett
reconoció sus nombres inmediatamente. Uno era el renombrado campeón de la
lucha por los derechos civiles, Mark Sylbert, «el defensor de los desvalidos». El
otro era considerado como el orador más persuasivo en los juzgados de todo el
país.
—No podemos quedarnos aquí sentados y contemplar cómo este país
abandona sus principios básicos —argumentó Sylbert—. Lo ocurrido es un
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CAPÍTULO 39
Querido Barn:
Creo que has tenido una brillante idea (en realidad me siento como si debiera darme
de bofetadas por no habérseme ocurrido a mí primero). En realidad, he visto tantas cosas
increíbles, que hace unos dos años empecé a escribir un diario, el cual pienso releer
detenidamente a fin de enviarte los fragmentos más jugosos. (No puedo fotocopiarlo
entero, porque no explico mis estallidos sexuales ni siquiera a mi psiquiatra.)
Incluyo el relato de un incidente que tuvo lugar a primeras horas de la mañana del
6 de junio de 1970. He camuflado los nombres, no para proteger a los inocentes, sino
para salvar mi propio cuello.
De modo que, obviamente, ahora sabes que el incidente ocurrió en Los Ángeles,
pero yo he inventado un hospital privado llamado Saint David, en Newport Beach. Te
agradecería que mantuvieras mi pequeña ficción. Podrías hacer que la profesión volara
por los aires... si es que ellos no te destruyen antes.
Recuerdos de:
LANCE
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P.D.: Tu libro sobre los campeones fue criticado en el Los Ángeles Time por una
tal Vera Mihalic hace un par de años. Creí que no te gustaría nada lo que escribió, de
modo que no te lo envié.
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Este libro es una de las contribuciones más importantes que se han realizado al
pensamiento psicoanalítico desde hace, por lo menos, una generación. Con toda
seguridad, pasará a ocupar un lugar relevante en el conjunto de los trabajos realizados
en esta disciplina.
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—¿Lo has leído ya? —preguntó Brice Wiseman oteando por encima del
hombro de su compañero de despacho.
—Es casi imposible hacerse con un ejemplar —contestó Barney—. Me
muero de ganas de verlo. Ese tipo era mi vecino en el Vanderbilt Hall.
—Oh, vamos, Livingston. Harvard no puede ir reclamando a todos los
genios del mundo. En la solapa dice explícitamente que Esterhazy aprendió
todo lo que sabe en el Hospital Maudsley de Londres.
—De acuerdo, bajaré la bandera. Pero le conozco. De todas formas, ¿tú has
leído su libro?
Wiseman asintió.
—Ayer por la noche estuve despierto hasta las tres. Sencillamente no podía
dejarlo.
—Eso quiere decir que puedes dejármelo para que yo pueda padecer de
insomnio esta noche —sugirió Barney.
—Claro; te lo llevaré al despacho esta tarde.
—Gracias, Brice —respondió Barney—. Es sorprendente que un simple
libro de medicina pueda llegar a ser tan emocionante. Pero, bueno, si hasta el
título es provocativo.
—La hija legítima de Freud. Parece el título de una novela.
Los dos hombres se separaron, y cada uno de ellos se dirigió a incorporarse
al servicio en su hospital respectivo.
Era un día de invierno claro y despejado, por lo que Barney decidió ir
andando a Bellevue. En realidad, lo que deseaba era quedarse a solas con sus
pensamientos. Quería analizar la asombrosa metamorfosis de Maury Eastman,
al cual vio por última vez hacía quince años como suicida atormentado, con el
alma anulada por el electroshock, transformado en Maurice Esterhazy, el
distinguido graduado del que indiscutiblemente era el mejor hospital
psiquiátrico del mundo.
Trató de desenmarañar sus sentimientos. Se alegraba por Maury,
naturalmente. Pero sentía, tal vez con mucha más fuerza, una gratificación que
rayaba en el Schadenfreude, al ver que un hijo pisoteado conseguía una venganza
tan notable y apropiada de un padre que le había atormentado. Pues, a pesar de
su alto rango en la Asociación Psiquiátrica Americana, el Eastman mayor había
publicado multitud de artículos, pero jamás un libro entero. Y, desde luego,
ninguno había gozado del éxito que disfrutaba Maury en aquellos momentos.
Estaba tan ansioso por leer la obra maestra de Maury, que canceló su cita
para cenar con una núbil estudiante de cardiología en su primer año de
residencia, que acababa de llegar de Holanda.
Se preparó un bocadillo de queso doble, se acomodó en su sillón favorito y
comenzó a leer.
La cubierta ya lo decía todo. El subtítulo de La hija legítima de Freud era «La
psicología de Melanie Klein».
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O tal vez, un fallo humano... Pero, ¿qué había sido aquel cosquilleo que sintió
en los dedos?
Seguía sentado pensativamente en los vestuarios, cuando se oyó un golpe
suave en la puerta, tras el cual la voz de Terri Rodríguez dijo:
—¿Estás solo, Bennett?
—Sí —respondió él—, puedes entrar en el santuario.
—¿Te encuentras bien? —preguntó ella.
—¿Por qué no iba a encontrarme bien?
—No lo sé. Pensé que tal vez estarías preocupado por ese pequeño
accidente. En realidad, no fue nada.
—Vamos, Terri, eres demasiado buen médico para saber que eso ha sido
una demostración horrorosa. Si dejas de mentirme, yo también dejaré de
mentirte a ti.
Durante un momento, ella permaneció silenciosa, y luego dijo:
—Tienes que hacer una masectomía dentro de media hora. ¿Te sientes con
fuerzas?
—¿Por qué demonios no me iba a sentir con fuerzas? —ladró él en tono
enfurecido.
Era la primera vez, en el año que Terri llevaba trabajando con él, que le veía
perder los nervios.
—De acuerdo, Bennett, de acuerdo. Voy a tomar una pasta y un café.
¿Quieres que te traiga algo?
—No, gracias, Ter. Lo siento, he perdido los estribos.
—No pasa nada —dijo ella.
Y se retiró de los dominios que había violado.
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Pero, maldita, sea, él siempre se había enorgullecido de ser honrado con sus
pacientes. Y ahora, sabía que les debía ser honrado consigo mismo.
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CAPÍTULO 40
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—Estoy seguro de que a todos ustedes les resulta familiar la canción Dejé mi
corazón en San Francisco. Yo puedo decirles, con toda seguridad, que, por lo
menos, aquí dejé mi triciclo de cuando era pequeño. Mis colegas psiquiatras
pueden pensar lo que gusten, pero yo he venido para recuperarlo para mis
hijos.
Su sonrisa tranquilizadora animó a la audiencia a relajarse. No había
acudido para denigrar a su padre, ni para elogiarle, ni siquiera para
mencionarle.
El doctor Eastman permanecía sentado más tieso que un huso y con el
rostro impertérrito.
La conferencia de Maury obtuvo una respuesta tan cálida como en Nueva
York, Filadelfia y Boston. Si acaso, la diferencia fue que el diálogo, durante el
turno de preguntas, fue mucho más deferente hacia su persona de lo que había
sido en la Costa Este.
Finalmente, el público empezó a dispersarse con murmullos de admiración.
Llegó la hora del dilema. Los miembros más antiguos habían preparado
una cena en honor del conferenciante invitado. Naturalmente, el doctor
Eastman había sido invitado y, ante su sorpresa, Maury no puso objeción
alguna. La respuesta de su hijo, que le fue transmitida literalmente, había
consistido en un monosilábico: «Bien.»
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Laura aprendía más y más cada día que pasaba en el Queen's, aunque no
había hecho demasiados amigos. Tenía un puñado de conocidas con las que
podía charlar mientras tomaban el café en la sala de enfermeras, pero todo el
mundo la consideraba severa y distante.
Se quejaba constantemente acerca de la burocracia del hospital, de la
cantidad de papeleo que suponía, por ejemplo, trasladar a un bebé enfermo de
la puerta principal a la Sección de Pediatría. Además se mostraba abiertamente
crítica hacia las faltas que pudieran cometer parte de sus colegas, tanto seniors
como juniors.
—Somos seres humanos —se atrevió a recordarle una vez una enfermera
de UCI—. Errar es humano...
—No —dijo Laura sarcásticamente—. Errar es fatal.
En cierto modo, había perdido la habilidad de descabezar breves sueños
durante las guardias nocturnas, pero hacía todo lo que podía para emplear del
modo más provechoso posible su insomnio, leyendo libros profesionales o
escribiendo los borradores de sus propios artículos. Se había interesado mucho
por el problema de las hemorragias en los recién nacidos, lo cual siempre se
detectaba cuando ya era demasiado tarde. Sólo con que pudiera desarrollarse
alguna técnica para alertar tal hecho con un poco de antelación, muchos se
salvarían.
Estaba de servicio una noche, estudiando en una de las salas de visita,
cuando sonó el teléfono. Eran las tres de la mañana y el que llamaba era
Christian Lemaistre, el jefe del departamento de tocología.
—¿Podría hablar con el pediatra de guardia, por favor?
—Soy la doctora Castellano —respondió ella.
—Oh.
Obviamente, él esperaba un barítono y no una soprano.
—¿Puedo ayudarle, doctor Lemaistre?
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El tocólogo sonrió.
—Bien está lo que bien acaba —comentó y volviéndose hacia la
neonatóloga añadió—. A partir de aquí, ya puede encargarse usted, Laura. Si
necesita ayuda, estaré en mi despacho redactando el informe.
Le tendió el oxígeno, hizo un gesto de asentimiento en dirección a las dos
enfermeras, las cuales respondieron al unísono:
—Buenas noches, doctor Lemaistre.
Y salió de la habitación.
Las enfermeras ya estaban recogiendo los utensilios, cuando Laura de
repente gritó.
—¡Mierda! Este tanque está vacío. ¡Rápido, traigan otro!
Una de las enfermeras corrió hacia la pared, descolgó el tanque de oxígeno
de emergencia del gancho y se lo tendió a Laura. Ésta lo cogió y al cabo de un
segundo gritó:
—Maldita sea, éste también está vacío. ¿Pero qué mierda de hospital es
éste?
Se volvió hacia la enfermera más próxima y ordenó:
—Trate de mantener la oxigenación con un Ambu. Volveré tan pronto
como pueda.
Mientras se precipitaba frenéticamente fuera del quirófano, se dio cuenta
de que debería haberse quedado y utilizar ella misma la bolsa de ventilación
mientras otra persona iba en busca del oxígeno. Sin embargo, al instante se le
ocurrió que, dado que sólo ella era consciente de la gravedad de la situación,
iría más rápido.
La enfermera que estaba en la sala de enfermeras del fondo del pasillo dio
un respingo al oír una voz frenética que gritaba:
—¡Oxígeno! ¡Maldita sea, que alguien me dé oxígeno!
Levantó la cabeza y vio a Laura vestida con las prendas verdes de
quirófano y las cubiertas estériles en los zapatos, que corría hacia ella gritando
como una loca. Alargó la mano hacia la llave de la habitación de suministros
justo cuando Laura entraba por la puerta, furiosa y sin aliento.
—En seguida se lo traigo, doctora —dijo nerviosamente, al tiempo que
daba la vuelta y empezaba a abrir la puerta de la habitación de suministros.
Presa de pánico, no conseguía dar con la llave adecuada.
—De prisa, maldita sea —urgió Laura.
La seca admonición no hizo más que turbar aún más a la ya excitada
enfermera. Finalmente, Laura le arrebató el manojo de llaves de la mano, abrió
la puerta, agarró un pequeño tanque de oxígeno y, apretándolo con todas sus
fuerzas, corrió por el pasillo lo más rápido que pudo.
Al principio, las dos enfermeras que había dejado vigilando al pequeño
bloquearon su campo de visión.
—Dejadme pasar —ladró.
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—Sí. No soy de esa clase que temen transmitir una mala noticia. Ya he
administrado a la madre un sedante.
—¿Puedo preguntar cómo se lo ha expuesto?
—Les he dicho que el bebé nació en unas condiciones precarias, y que todos
nuestros esfuerzos no lograron salvarlo. ¿Lo habría expresado usted de modo
diferente, doctora Castellano?
Antes de que tuviera tiempo de responder, él ya había dado la vuelta y
había abandonado la habitación.
Laura permaneció allí, demasiado agotada por el esfuerzo, la muerte del
pequeño y el diálogo posmortem para poder pensar con claridad. Una de las
enfermeras que la habían ayudado en el quirófano se acercó.
—Laura, por favor, no te ofendas si te digo que el doctor Lemaistre es un
hombre muy capacitado... y una buena persona. Estoy del todo segura de que
está tan apenado como tú. Pero ninguno de nosotros puede hacer este trabajo y
lamentarse por cada caso que se nos va de las manos. Nos volveríamos locos.
Laura asintió en señal de mudo agradecimiento. Mientras la enfermera
salía, pensó: «Tú tampoco lo entiendes, hermana, yo no estoy loca, sólo
furiosa.»
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Laura llegaba tarde a su turno, de modo que, en cuanto tuvo escritas las
direcciones de tres de las cartas, las cogió, se precipitó abajo y se las entregó a la
recepcionista, y a continuación, corrió hacia la planta de pediatría. El resto del
día le resultó un espantoso duermevela.
Por fin, a las cinco y media, concluyó su turno y bajó a tomar un bocadillo a
la cafetería.
Poco después, camino de su habitación, se detuvo ante su buzón de correos
para ver si había obtenido respuesta de Washington a su solicitud para ingresar
en el Instituto Nacional de la Salud. Pero no había más que la propaganda de
costumbre (la mayor parte circulares de compañías farmacéuticas), una factura
telefónica... y un sobre con «Laura Castellano» escrito a mano.
Reprimió un bostezo mientras lo abría, pero en cuanto acabó de leer la
misiva, se despertó de golpe.
Echó una ojeada a su reloj de pulsera. Eran las seis y cuarto; apenas si tenía
tiempo de subir, ducharse... y tomar dos aspirinas.
La secretaria del director supo el nombre de Laura sin tener que
preguntárselo cuando llegó, poco antes de las siete.
—Buenas tardes, doctora Castellano. Pase directamente. Llamaré al doctor
Caldwell por el interfono.
Antes de que hubiera acabado de abrir del todo la puerta del despacho del
director, comprendió que aquello no iba a ser un tête-a-tête en la intimidad. Al
contrario, parecía más bien un comité de batas blancas (o tal vez resultaría más
apropiado decir un pelotón) dispuesto a enfrentarse a ella.
—Pase, doctora Castellano —dijo el director que era el único que vestía
ropas de calle, al tiempo que se levantaba cortésmente—. ¿Hay alguien aquí que
no conozca?
Laura lanzó una mirada circular. Reconoció a su jefe de operaciones,
Lemaistre, y su jefe, pero no le resultaba familiar la mujer huesuda con gafas y
cabellos grises, la cual se apresuró a levantarse y presentarse a sí misma.
—Soy Muriel Conway, jefa de enfermeras.
Sonrió y le tendió la mano.
—Siéntese, por favor, doctora Castellano —dijo el director señalando una
silla situada en lo que parecía el epicentro de la habitación.
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Ella tomó asiento obediente, demasiado atontada por la fatiga para estar
nerviosa.
—Bueno —empezó Caldwell—, supongo que sabe por qué le he pedido
que venga.
—Creo que sí —concedió Laura—, pero me sorprende que esto se haya
convertido en un... asunto colectivo.
—Creí que la razón sería más que evidente, doctora —respondió el
director—, ya que su desdichada carta implica tácitamente a cada uno de los
presentes.
—Con el debido respeto, señor, yo no aplicaría «desdichada» a la situación
descrita en mi carta.
El director ignoró su comentario y pasó a darle lo que él juzgaba la versión
correcta de la situación.
—Desde que recibí su nota esta mañana, he llevado a cabo una exhaustiva
investigación de los incidentes ocurridos esta madrugada y me resulta más que
claro el hecho de que se ha comportado usted de modo muy poco profesional.
«¿De qué demonios habla?», pensó ella. Luchó por conservar su frialdad, ya
que su intuición le decía que Caldwell trataba de provocarle un furioso estallido
de cólera para poder despedirla sin más.
Pero se sorprendió a sí misma confesando:
—Yo también he pensado sobre ello, doctor Caldwell, y creo que perdí los
estribos. No debería haber actuado de un modo tan emocional en el quirófano.
No ayudó nada y, desde luego, no devolvió la vida al pequeño.
Hizo una pausa y añadió puntillosamente:
—Sólo el oxígeno hubiera podido hacerlo.
Aquel comentario arrancó unas cuantas toses incómodas a los presentes.
—En cualquier caso, lamento de veras haberme desquiciado.
—Eso es muy maduro por su parte, doctora Castellano, y se lo agradezco.
Pero me temo que está usted eludiendo el tema central.
—¿Perdón, señor?
—Todos somos médicos conscientes. Y todos hemos, como dicen los
jóvenes, «perdido la frialdad» en un momento u otro. Una de las mayores e
inevitables cargas de esta profesión es que demasiado a menudo nos sentimos
emocionalmente ligados a nuestros pacientes.
El doctor Caldwell se inclinó sobre su escritorio y dijo:
—Pero es una regla cardinal que un médico jamás debe impugnar a otro.
—Con el debido respeto, señor, jamás leí eso en ninguna parte. Desde
luego, no figura en el juramento hipocrático.
—Doctora Castellano, ese comentario no merece respuesta. Permítame
repetirle que universalmente se acepta que los médicos deben dar por
descontado que sus colegas albergan las mejores intenciones del mundo.
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—¿Y qué ocurre cuando uno presencia un fallo tan garrafal que no puede
aceptar ese «artículo de fe»? Quiero decir, que si alguien viera, por ejemplo, a
un cirujano borracho que matara a un paciente sano...
—No sea absurda, Laura. Naturalmente debería informar a sus superiores.
Hizo una pausa hasta que observó una mirada de alivio en los ojos de ella y
entonces añadió:
—Pero jamás por escrito.
Una vez más, se oyó como los presentes se removían en sus asientos. El
director se levantó.
—Creo que ya le he dicho todo, doctora Castellano. Gracias por venir a
verme.
Mientras Laura caminaba en dirección a los ascensores, notó que una mano
se posaba en su hombro. Se detuvo. Era el doctor Lemaistre.
—Laura —dijo sonriente—, es usted una mujer muy guapa.
—¿Y qué se supone que significa eso, doctor?
—Significa que no tendrá dificultades para encontrar otro empleo para el
año que viene.
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CAPÍTULO 41
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Barney insistió en llevarle en coche hasta su casa. Por una vez, no hubo
protestas y Bennett se desplomó en el asiento delantero dejando caer la cabeza
hacia atrás abatido.
—¿Estás mareado? —preguntó Barney.
—Sí —contestó Bennett—, pero eso es lo de menos. Dime, Livingston, ¿qué
puede hacer un cirujano cuando ya no puede seguir siendo cirujano?
Aquélla era la pregunta. ¿Cómo se le podía decir a alguien que había estado
preparándose durante casi veinte años y que estaba a punto de iniciar una
carrera quirúrgica que todas aquellas interminables noches de insomnio, sudor
y trabajo duro habían sido aniquiladas por las botas de un policía? Y todo
porque Bennett había actuado de la manera más noble que pueda un médico.
Herschel aguardaba en el apartamento. Se había enterado de que aquél era
el día y deseaba estar presente cuando su hijo recibiera el veredicto.
Bennett le comunicó la noticia desde las profundidades del abismo.
—Escucha, no es el fin del mundo —argumentó Herschel—. Hijo mío,
sigues siendo médico. Existen otras especialidades...
—Como la mía, por ejemplo —intervino Barney—. Podrías estar paralizado
del cuello para abajo y eso no te impediría ser el mejor de los psiquiatras.
—No, gracias —respondió Bennett amargamente—. Sólo haría tu trabajo si
estuviera paralizado de cuello para arriba.
Barney salió a la calle y fue a la pizzería griega de Howe Street a buscar
algo de comer para los tres. A su vuelta, resultaba evidente que Herschel había
propuesto a Bennett todas las especialidades médicas imaginables en las que su
brazo no resultara un impedimento. Sin embargo, su hijo continuaba inflexible.
—Papá, ya te he dicho que no quiero ser un psiquiatra ni una pulga. Y no
soportaría estar haciendo de anestesista mientras otro se encargaba de operar.
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Maldita sea, eso son cosas muy diferentes. Y no creo que pudiera desempeñar, a
causa de mi temperamento, ninguno de esos trabajos.
Miró a Barney.
—Livingston, ¿crees que serías feliz haciendo trasplantes de riñón?
—En absoluto —respondió Barney con doloroso candor. Se volvió hacia el
señor Landsmann—. Señor, me temo que Bennett tiene toda la razón. En los
viejos tiempos, los cirujanos constituían un grupo totalmente aparte del resto de
los médicos. Y Bennett es un cirujano nato. Tiene los reflejos, la mentalidad
adecuada, el valor de moverse con rapidez... y la dedicación...
—Corta ya los elogios —dijo Bennett con una mueca— Guárdatelos para
cuando esté descansando en el ataúd.
Se llevó las manos a las sienes y se quejó:
—Dios, qué dolor de cabeza. Debe de ser por esa maldita anestesia... o el
jaleo que me habéis montado entre los dos. Tengo que salir a tomar el aire.
Se dirigió hacia la puerta de la terraza y estiró del pomo. Estaba atascada.
Volvió a estirar.
Entonces se dio cuenta de que Barney la había cerrado con llave. Se volvió
hacia su amigo y dijo:
—Muy agudo, Livingston, pero, ¿no crees que si quisiera matarme
encontraría otros métodos mucho mejores? Todavía puedo manejar un
escalpelo. Podría rebanarme como un salami. —Y añadió en tono casi
inaudible—: Además, ya estoy muerto.
Barney se levantó y agarró a su amigo por los hombros.
—No, no lo estás, Bennett, maldita sea... ¡Estás vivo! Deja de compadecerte
de ti mismo, siéntate y hablemos. A ver si entre todos discurrimos el siguiente
paso que hay que dar.
—En primer lugar, demandaré a todo el estado de Connecticut —dijo
Bennett colérico.
—¿Y después?
Bennett tomó asiento y sacudió la cabeza hacia los lados.
—No lo sé, Barn —dijo cediendo a los embates de la desesperación—. De
veras que no sé qué hacer. Ayúdame.
Levantó la cabeza y miró a su amigo.
—Por favor.
Barney se sentó frente a Bennett.
—Escucha, pequeño, los doctores no deberían tratar jamás a sus propias
familias. —Y añadió—. Y yo te considero un hermano, de modo que digamos
que esto es oficioso.
—De acuerdo, Barney —respondió Bennett secamente—, oigamos tus
fraternales palabras.
—Bueno, en primer lugar, conoces bien la medicina. Estás capacitado para
ser muy bueno en casi todas las especialidades. Eso, intelectualmente, pero no
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Barney durmió a ratos, hasta que, por fin, decidió rendirse al insomnio,
pasadas las seis. Se levantó, dirigiéndose de la habitación de los invitados a la
cocina, para prepararse un poco de café para despejarse.
Su mirada vagó hacia la puerta de la terraza y, de pronto, lo vio. Bennett se
hallaba de pie, inmóvil, contemplando la ciudad.
—Eh, Landsmann, ¿quieres café? —preguntó Barney.
Pero Bennett no respondió. Parecía estar sumido en una especie de trance.
—Es gracioso... pero desde esta altura se ve todo el hospital. Llevo
mirándolo desde que ha empezado a clarear. Desde aquí, de repente parece una
enorme tumba de piedra. Allí están enterrados los diez mejores años de mi
vida.
—Los gatos tienen nueve vidas —respondió Barney quitándole importancia
al asunto—. Tú eres un auténtico gato, de modo que aún te quedan ocho.
Bennett permanecía inmóvil, con la mirada perdida en los suburbios que se
extendían más allá del hospital.
—Tenías razón —dijo suavemente.
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Las luces que antaño brillaron sobre la pista de baile atestada de gente,
estaban apagadas. Incluso la máquina de discos parecía haber palidecido.
—¿Le sirvo lo de siempre? —preguntó el propietario (que en la actualidad
era su único portero, barman, camarero y jefe de cocina).
—Sí —respondió Hank distraídamente, lamentando haber realizado
aquella visita, la cual ensombrecería sus recuerdos de la euforia vivida cuando
la Calle de la Diversión conoció su apogeo.
Se apoyó en la barra y miró a su alrededor.
Todavía había mujeres. No había escasez de ellas, lo cual no resultaba
extraño en un país que había visto diezmada a toda una generación de sus
hermanos.
—Tenemos una chica completamente nueva —dijo Mikko sirviéndole la
bebida—. Acaba de llegar del campo. Está fresca como una rosa. Y es virgen.
¿Quiere que se la presente?
Antes de que pudiera contestar, el entusiasmado Mikko le presentaba la
nueva adquisición del harén.
—Capitán Dwyer, ésta es... Dio-xi, pero la llamamos «Dixie» para abreviar.
—Hola —dijo Hank admirando lo exquisita que era la joven. Parecía un
querubín o un ángel dibujado en la pared de una iglesia—. ¿Quieres beber algo,
Dixie? Te invito —ofreció.
Ella miró a Mikko en espera de instrucciones.
—Muy bien, Dixie, adelante. El capitán Dwyer es un amigo —dijo éste
amablemente—. Te prepararé un ginger ale.
Con ayuda del rudimentario vietnamita de Hank y del entrecortado inglés
de Dixie, tomaron asiento en una de las mesas y trataron de entablar una
conversación. Y naturalmente, él hizo la inevitable pregunta. Qué-hace-una-
chica-como-tú-en-un-lugar-como-éste. Por lo visto, su pueblo había sido
arrasado, no una sino tres veces. Primero fue el Vietcong, luego las fuerzas
armadas de los Estados Unidos e inmediatamente después, los comunistas otra
vez. Éstos llevaron a cabo una concienzuda y sangrienta venganza sobre los que
habían colaborado con los americanos.
Su padre murió ametrallado. Su madre fue violada y luego ametrallada.
Ella se ocultó detrás de un árbol y logró escapar de todo, salvo de la peor de las
experiencias: presenciar impotente la escena. Su huida concluyó
inevitablemente en la Calle de la Diversión.
Hank la escuchó y en algún punto remoto de su inmunizada conciencia
sintió piedad de la muchacha.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó.
—Dieciséis —respondió ella.
—¿Cuántos tienes en realidad? —insistió.
Ella bajó la cabeza y confesó:
—Doce.
Se produjo un desagradable silencio tras el cual Hank murmuró azorado:
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Gracias a los avances más recientes en técnicas de examen con ultrasonidos, hoy en
día se puede determinar el momento y extensión de las hemorragias y correlacionar
además la relación temporal entre el principio de hemorragia y otros incidentes
importantes que tienen lugar en el bebé.
Por ejemplo, habría que medir regularmente las tensiones de gas en la sangre (nivel
de oxígeno, nivel de dióxido de carbono, grado de acidez de la sangre). Las fluctuaciones
en la presión sanguínea se anotarán, del mismo modo que se controlará la capacidad de
coagulación del neonato, a fin de detectar cualquier tendencia a la diátesis
hemorrágica...
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o aparato (por exótico o extraño que fuera) que no pudiera obtenerse en sesenta
minutos.
Por otra parte, en el Instituto no parecía reinar la atmósfera asfixiante
característica de los campus universitarios. Los juniors sabían que estarían allí
durante un tiempo limitado y aspiraban a llevar a cabo una tarea suficiente (con
resultados publicados) para conseguir el aprecio de sus propias universidades.
Aquello no se parecía lo más mínimo a Química 20, donde el vecino te
sabotearía el experimento sólo con que desviaras la vista hacia la ventana unos
segundos para observar una hoja otoñal.
Los otros dos pediatras con los que compartía el laboratorio y la
computadora eran bastante agradables... y estaban felizmente casados. La
prueba fue la rapidez con que invitaron a Laura a cenar a sus respectivas casas.
Ambos querían que sus esposas disfrutaran de toda una noche para que se
sintieran satisfechas al comprobar que la «Bomba de Boston» (como todo el
mundo la llamaba a sus espaldas) no iba a estallar en sus casas. Y Laura
comprendió a la perfección que si esperaba tener compañía los días que
trabajara hasta horas avanzadas, sería mejor que tranquilizara a las mujeres
respecto a que cualquier actividad nocturna que pudiera llevar a cabo con sus
maridos sería de carácter estrictamente intelectual.
El compromiso de Laura con la pediatría era del todo auténtico. Pero
también indicaba en qué medida habían llegado a serle extrañas sus propias
motivaciones, tanto que no supo reconocer que eran asimismo una muestra de
su poderoso instinto maternal. Tenía treinta y seis años. El tiempo de su reloj
biológico se estaba acabando.
Comenzó a sufrir terribles pesadillas. A pesar de no tener la más mínima
idea del domicilio actual de Palmer y Jessica, sabía que el mismo año que ella y
Palmer se habían divorciado, un niño había venido al mundo. Un diminuto
bebé prematuro, milagrosamente robusto, que había pesado cuatro kilos. En sus
pesadillas recreaba un imaginario encuentro con los nuevos señores Talbot y su
pequeño, al ver al cual gritaba: «No, no, no, ¡es mío! ¡Es mío!»
Y sin embargo, a pesar del constante acoso de Barney, se resistía a buscar
ayuda psiquiátrica. Tenía un miedo terrible de varias cosas: de que se supiera
por todo el Instituto que ella no era ni mucho menos la Mujer Maravillosa, o «El
Peñón», esa gran roca llamada Gibraltar. Pero, lo más importante, temía
enfrentarse a los desesperados conflictos que tenían lugar en su mente. Había
llegado incluso a tener sueños extrañísimos donde desempeñaba dos papeles
distintos al mismo tiempo: era su propia madre, maldiciéndose y castigándose a
ella misma como «la pequeña Laura», por ser tan despreciable como por haber
sobrevivido a un ángel como su hermana pequeña.
En la vida real sólo había una Laura Castellano por la que sentía respeto. La
que, junto con su supervisor, Dain Oliver, había logrado que le aceptaran un
artículo en el Boletín Americano de Pediatría antes de que llegara su primera
Navidad en el INS. (Hasta para los más veloces supercerebros aquello
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CAPÍTULO 42
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¡Querida doctorcillita!
¿Por qué no presentas tu disertación en tu lengua materna?
No te olvides de que todavía eres una verdadera castellana.
Besos y abrazos,
Tu afectuoso papacho.
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había tratado de comer la noche anterior para cenar. Se revivió a sí misma con
una buena taza de café y se dispensó una ración extra de azúcar, aunque como
médico sabía que era poco saludable y por lo tanto normalmente lo rechazaba.
¿Dónde se sentaría su padre?, se preguntó. Después de todo, aquello no
eran las Naciones Unidas. Los médicos de cualquier país podían sentarse
juntos, pero no necesariamente por orden alfabético. Luis podía estar muy lejos
de ella. O bien, podía estar aguardando junto a la puerta más cercana al podio,
para hacerla sentir de lo más azorada al darle un caluroso y fuerte abrazo
paternal.
En cualquier caso, era demasiado tarde para especulaciones. Desde fuera
oía el sistema de dirigirse al público del orador; el que la precedía acababa de
responder su última pregunta ya desde el suelo.
El presidente de la sesión matinal era un rumano de mejillas rubicundas
que insistió en hacer las presentaciones en francés (una de las lenguas oficiales
del congreso). Era la primera vez que oía que se referían a ella como «Docteur
Laura Castellano».
Reunió todo su valor y se encaminó hacia la tarima, con la vista fija en el
suelo y sin volver la cabeza a izquierda o derecha. Aunque el propósito de
todas las horas de ensayo con Oliver había sido establecer un contacto visual
con el público, dio lectura a su artículo precipitada y monótonamente, sin
levantar la vista del texto ni una sola vez.
El presidente Ardeleanu le dio las gracias en su florido francés y volvió a la
audiencia para abrir el turno de preguntas. Cedió la palabra a un joven médico
latino, el cual, de acuerdo con el protocolo, comenzó por identificarse y
mencionar su procedencia: «Jorge Navarro, Facultad de Pediatría, Universidad
Popular de La Habana.»
Laura ya estaba sobre aviso. El Departamento de Estado les había advertido
que podían esperar algún tipo de provocación por parte de los «usuales
politiqueos izquierdistas». Pero ella jamás hubiese imaginado que los secuaces
fueran a dirigir el fuego contra ella.
¿Cuál era la razón, preguntó el doctor Navarro en un rápido español, de
que en los Estados Unidos la tasa de mortalidad infantil fuese más elevada
entre los negros y los hispanos que entre los blancos?
Se alzó un murmullo entre el público, algunos gritos de entusiasmo, pero la
mayoría gruñidos de desaprobación y censura. Incluso entre los simpatizantes
políticos de Navarro reinaba la disensión ante la poco galante elección de una
ingenua joven como blanco propagandístico.
—¿Debo responder a eso? —preguntó Laura al presidente—. Considero
que no tiene nada que ver con mi tema.
El rumano no sabía inglés o fingió no comprenderlo. Inclinó ligeramente la
cabeza hacia adelante y dijo:
—Madame peut répondre.
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—Bueno, las pulgas también son seres humanos —dijo Luis parodiándose a
sí mismo—. Tal vez ellas también se alzarán algún día y romperán sus cadenas.
—Luego dijo rápidamente—: Laura, tengo que irme. He estado haciendo
novillos. Pero escríbeme a la dirección que te he dado, ¿me lo prometes?
Laura asintió.
—Y yo prometo contestar. Puedo hacerlo vía México. Quiero tener noticias
tuyas, de modo que no te limites a enviarme artículos. Quiero una fotografía de
mis nietos, ¿me oyes, niña?
Ella asintió de nuevo. Luis abrió los brazos, envolvió con fuerza a su hija
mayor y le susurró algo al oído.
Era algo que Laura no se atrevió a soñar jamás ni en sus sueños más
inconfesables.
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inteligencia), recibes una o dos invitaciones para cenar de personas que desean
averiguar si también eres una encantadora acompañante.
Y, naturalmente, en el caso de Laura, la personalidad iba envuelta en un
papel tan espectacular, que pronto se convirtió en una invitada bastante
codiciada. Resultaba excitante invitar a una doctora de primera, especialmente
si las anfitrionas andaban escasas de hembras que hicieran buena pareja con un
senador soltero (o con un senador casado que dejaba su anillo de bodas
guardado en casa y sólo lo sacaba en época de elecciones).
Al principio, Laura se divirtió. Al menos trataba de convencerse de que así
era. Podía sonreír de un modo encantador y chispeante, hacer gala de su buen
humor, encandilar al resto de los invitados, ya fueran hombres o mujeres. En
poco tiempo, se convirtió en la Perfecta Invitada.
No obstante, Laura reservaba toda su pasión para su trabajo. Los
fabricantes de equipamiento médico andaban tras ella, a fin de beneficiarse de
los importantes progresos que estaba logrando. A pesar de que su turbulenta
vida social no amainaba, a menudo pedía a sus citas que la dejaran en el
Instituto, de forma que podía pasar las tranquilas horas de la madrugada
dedicada a trabajar sobre sus datos. Y mientras todas las conversaciones de las
fiestas giraban en torno al Watergate y cuál sería la próxima cabeza que rodaría,
ella permanecía en su escondrijo. Las hemorragias infantiles no tenían afiliación
política alguna.
Su segundo artículo fue aceptado. Y también el tercero. No cabía duda
sobre la renovación de su plaza de investigadora. Y, a pesar de tratarse de un
nombramiento dedicado básicamente a la investigación, obtenía una única
gratificación: poder salvar a un puñado de recién nacidos del hospital del INS.
Tenía éxito en casi todos los aspectos. Era una triunfadora y muchas personas la
admiraban, y la satisfacción que derivaba de su trabajo sobrepasaba sus más
ambiciosas esperanzas.
Todo era perfecto. Salvo que ella aún no había conseguido ser feliz.
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CAPÍTULO 43
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14 Juego de palabra entre «west», que significa «oeste» y «soutb», que quiere decir «sur». (N. de
la T.)
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Nadie sabrá jamás con exactitud cuánta gente entraba y salía del
apartamento de Laura, o pululaba por el césped que había dos pisos más abajo.
Las provisiones de Milton respondían a una previsión de cincuenta
personas, pero, en la primera hora, todo se acabó. Por fortuna, Laura había
supuesto que todos los invitados serían unos borrachines. El ponche (en el que
cada vez predominaba más el vodka a medida que la provisión de jugos y
ginger ale escaseaban) corría a raudales.
Poco después de las nueve, Florence (el poder que operaba desde detrás del
trono) se acercó a Laura y gritó:
—Laura, querida, ha venido todo el mundo. Deberías sentirte halagada.
Incluso el doctor Rhodes ha dejado su amado laboratorio para asistir.
—¿Quieres decir que está aquí? ¿Paul Rhodes, el gran hombre del Instituto,
está aquí en persona?
Laura había olvidado que había sido lo bastante osada como para enviar
una invitación al despacho del director supremo. ¡Y él la había aceptado!
Examinó los rostros de los asistentes, sin encontrar el suyo. Entonces, bajó
al jardín, donde Rhodes había reunido a su corte. Cuando éste la vio, gritó:
—¡Ah, Laura! ¡Qué fiesta tan maravillosa! Venga a reunirse con nosotros.
«Dios —pensó ella—, está un tanto achispado. Una de las mayores materias
grises de la medicina y puede que llegue a desplomarse en el césped de mi
casa.»
A su alrededor estaba lo que podría ser el equivalente de su mesa redonda.
Caballeros resplandecientes, que servían únicamente a Dios y a Rhodes (y no
necesariamente en ese orden), de mediana edad, excepto uno que debía de
rondar los treinta. Ignorando el caluroso tiempo, todos vestían corbata y
chaqueta, salvo el más joven, que llevaba unos pantalones cortos de jugar al
tenis.
Laura no pudo evitar fijarse en él. ¿Quién, pensó, se atrevería a presentarse
frente a Paul Rhodes vestido de tal guisa (a todas luces, el invitado venía
directamente del campo de tenis)?
Sus miradas se encontraron y a Laura le desagradó instantáneamente el
hombre. Era uno de esos tipos atractivos, musculosos, de cabello oscuro y
rizado, cuya actitud demostraba claramente que eran conscientes de su
atractivo.
—Hola —saludó en un tono que probablemente consideró pertenecía a un
barítono sexy—. He visto su fotografía en los periódicos, pero no creo que haya
visto la mía, al menos, todavía no. Soy Marshall Jaffe.
—Hola, soy Laura —respondió ella sin el más mínimo entusiasmo.
—Oh, por favor, todo el mundo lo sabe. Nuestra anfitriona e insignia del
Instituto.
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CAPÍTULO 44
Media hora más tarde, Marshall Jaffe se hallaba junto a ella con una
pequeña bolsa blanca de papel en la mano.
—Buenos días, Laura —saludó alegremente.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué le trae por aquí, doctor Maravillas?
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15 Juego de palabras en inglés entre «back to the salt mines» y «back lo assaulí minds», que suenan
del mismo modo. (N. de la T.)
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Pues, por lo que sabía, Bennett no tenía precisamente una apretada agenda
social.
(—Estoy a punto de sublimarme, Barney —le había dicho—. Utilizo la ira
en lugar de las anfetaminas para poder seguir en marcha toda la noche. En
realidad, estoy dando cursos extra para poder acabar con esto en dos años en
lugar de tres. Odio el Colegio de Abogados porque aquí te enseñan a utilizar los
«hechos» para convencer a la gente de tu versión de la verdad, la cual puede
que, en realidad, no lo sea. Al menos en medicina, un cuerpo está vivo y un
cadáver muerto. Pero aquí podrían interpretar una farsa de juicio y sería el
jurado quien decidiría.)
—¿Sigues ahí, Barney? —preguntó Laura.
Su voz le despertó de sus recuerdos.
—Lo siento, Castellano. Estaba pensando en un paciente. —En fin suspiró
al cabo de unos momentos—. ¿No hay nada agradable de lo que podamos
hablar?
—Bueno, en primer lugar, te prometo que dentro de un mes, por estas
mismas fechas, habrás olvidado a tu amada paciente y andarás loco detrás de
alguna nueva madonna.
—Eso que acabas de decir es verdaderamente interesante —comentó
Barney—. ¿De veras crees que me van los tipos «inalcanzables» de madonnas?
—¿Quieres oír la verdad, Barney? ¿O te la envuelvo en papel de celofán?
—Creo que podré soportarla. Me parece que piensas que siempre voy
detrás de mujeres que no están disponibles.
—Bueno, lo que creo es que has estado muy fastidiado desde que se
marchó Emily y que tienes miedo de que vuelva a sucederte.
Barney meditó durante unos momentos. Maldita sea, Castellano tenía
razón.
—Escucha, Laura, esto no me gusta nada. De pronto lees en mí como si
tuvieras una pantalla de rayos X psíquicos. Se supone que ése es mi trabajo.
—No te preocupes, Barn. Yo también te proporcionaré montones de
material para criticar. Marshall Jaffe, por ejemplo.
—¿Y quién demonios es ése?
Entonces, ella se lo contó todo. Por un valor total de nueve dólares y
ochenta y cinco centavos.
Al parecer de Barney, todo el asunto no era más que una propuesta con
todas las de perder.
—No me importa nada tu manera de razonar... ese tipo no está libre. ¿Por
qué no eres lo bastante inteligente y dejas en paz a los que ya están casados?
—Barn, ¿sabías que en Washington la media de hombres libres es respecto
a las mujeres libres de cuatro vacas por cada toro?
—¿Es que no sabes que tú eres diez veces mejor que la «vaca» media? Sólo
si pudieras actuar coherentemente, ya provocarías una estampida.
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CAPÍTULO 45
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Echó un vistazo al interior del despacho del director. Estaban todas las
luces encendidas y la mesa se hallaba cubierta de papeles esparcidos. Rhodes
debía de haber salido a respirar un poco de aire fresco. Esperaría un rato.
No pudo resistir la tentación de sentarse en el sillón del director, el cual
esperaba pasaría a ser suyo en el plazo de un año. Además, aunque Paul le
encontrara con los deportivos encima de la mesa, Marshall sabía que su viejo
colega tenía sentido del humor. Efectivamente, la suya se había convertido casi
en una relación paterno-filial.
Se sentó en el trono, inclinó el sillón hacia atrás, pensando: «Hola, peones,
soy vuestro nuevo director, el rey Jaffe, a punto de empezar el trigésimo año de
mi reinado. El que así lo desee puede venir a besar mi anillo de graduación en
Stanford.»
Saboreó su fantasía. ¿Qué vendría después?, se preguntó. ¿Tal vez una
llamada de la Casa Blanca... o de las Naciones Unidas? Quizá sería una
invitación para aparecer ante el Congreso. Rhodes había recibido montones de
ellas.
«Me pregunto en qué debía estar trabajando esta noche.» La tentación
consiguió vencerle y se inclinó hacia adelante para mirar los papeles más de
cerca.
Y se alegró de haberlo hecho. Pues, encima del escritorio de Paul estaban
las galeradas del Boletín de medicina de Nueva Inglaterra, las que Marshall debería
haber recibido ese mismo día.
Cogió una hoja y trató de encontrar el par de párrafos que él había escrito.
«Dios —pensó—, mi nombre debe estar en alguna parte de este artículo.»
Su pasión creció y comenzó a revolver las páginas en busca de la que
contenía el título y los créditos. Tardó varios minutos en encontrarla, ya que
estaba boca abajo sobre la mesa. En algún sitio, por debajo de los de Rhodes y
Karvonen (o Karvonen-Rhodes, pues sabía que aún estaban discutiendo sobre
eso) debía estar inscrito su propio nombre, como testimonio de su modesta
colaboración.
Se dejó caer en el respaldo y respiró profundamente. El artículo figuraba en
la página uno del boletín. Sólo el título ya daba una idea de su importancia. «El
uso de la bioingeniería en la destrucción de los oncogenes: una nueva
aproximación.»
Y allí estaba. Capturado como en un bocadillo, entre Asher Isaacs y James
P. Lowell: «Marshall Jaffe, doctor en medicina, doctor en filosofía.»
Miró aquellas letras, saboreando el momento de intoxicante
autocongratulación.
Pero entonces se percató de una cosa. Faltaba el nombre de Sirii Takalo. Y...
¿dónde estaba Jaako Fredricksen, con el cual había compartido largas e
interminables noches finlandesas emborrachándose con poytaviina? Mierda,
Jaako llevaba en aquel proyecto mucho más tiempo que él mismo. Corría el
rumor de que él sería el heredero forzoso de Karvonen, un honor que sin duda
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CAPÍTULO 46
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—Basta de rodeos, Jaffe. Tienes que habérselo dicho tú. No había más que
un ejemplar de las pruebas y estaban sobre mi mesa la otra noche. ¿Por
casualidad estás a sueldo de Toivo?
Marshall no se dignó contestar a aquella insinuación.
Rhodes sacudió la cabeza incrédulamente.
—Por mi vida que jamás podía haber imaginado que un ambicioso hijo de
perra como tú fuera a hacerme lo que me has hecho.
—A decir verdad, yo tampoco estoy muy seguro —confesó Marshall—.
Puedes llamarlo aberración... o un espasmo de integridad. Quiero decir que yo
he trabajado en este proyecto y sé lo mucho que ha significado la contribución
de Toivo.
Rhodes fingió un gesto de dolorosa compasión.
—No me cabe en la cabeza que un hombre de tu inteligencia no conozca las
reglas del juego. Cuando yo hacía el posdoctorado en el Técnico, mis jefes
publicaron dos proyectos míos sin mencionar siquiera mi nombre. Son los gajes
del aprendizaje.
—Vamos, Paul, no puedes llamar aprendiz a Karvonen. Además, sin duda
él tiene más escrúpulos. Siento haber tenido que hacerlo, pero era lo correcto.
¿Puedo irme ya?
—Cuando yo lo diga, Jaffe —respondió el director en tono cortante—.
Sencillamente, no quiero que te marches pensando que has realizado un acto de
gran nobleza. Obviamente, el artículo se publicará con todos los nombres de tus
asquerosos colegas de Helsinki. —Calló para saborear su próxima revelación—:
Sólo quería que supieras que yo ya tengo la patente.
—¿Cómo?
—El honor sólo es una parte, chico. Uno no puede limitarse a retirarse para
dormir en los laureles. Es mucho más cómodo descansar sobre el pecunio de los
derechos de autor. Y déjame decirte que mi teléfono no ha dejado de sonar ni
un solo minuto durante las últimas tres horas. Todas las compañías
farmacéuticas desde Suiza al Japón ya me han hecho ofertas tan sustanciosas
que se te pondrían de punta esos ricitos que tienes encima de la cabeza.
Marshall se encogió de hombros. «Mierda —pensó—, Karvonen se irá al
cuerno de todas formas. Mi altruismo ha sido inútil.» Miró a Rhodes.
—Entonces, ¿puedo irme ya, Herr Direktor?
—¿Irte? Mi querido Marshall, mañana ya habrás desaparecido del mapa.
Ve a retirar tus cosas del despacho, es decir, todo lo que te pertenezca. He
pedido al capitán Stevens de Seguridad que te ayude a separar lo tuyo de lo que
es propiedad del Tío Sam. A partir de media noche no te permitirán cruzar la
puerta ni siquiera en calidad de visitante. Buenas tardes.
Fue entonces cuando Marshall cayó en la cuenta de lo duramente que iba a
ser castigado.
Pero aún había más.
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—Por supuesto.
—Como sabrá, normalmente se informa a los investigadores durante la
primavera de su último año, de forma que puedan ir haciendo otros planes, ya
sabe, ir buscando otro sitio. Estoy seguro de que Dain Oliver tendrá varias
sugerencias. Puede usted contar con que esta institución la respaldará
completamente. Además, todavía tiene hasta final de julio...
Laura se había quedado sin habla, y la cabeza le dolía por las aceleradas
pulsaciones que latían en sus sienes. Necesitaba tiempo, tal vez medio minuto,
para poder controlar sus emociones. Estaba decidida a no rendirse sin presentar
batalla.
Mientras tanto, Rhodes deseaba clavar el cuchillo un poco más adentro.
—Lamento terriblemente tener que decirle esto. Usted nos agrada a todos
enormemente. La echaremos de menos en las fiestas.
Para entonces, Laura ya se había recuperado lo suficiente y presentaba su
contraofensiva.
—Paul, no tiene usted ningún derecho a tomar esta decisión de modo
unilateral. Estoy completamente segura de que ni siquiera ha hablado con Dain
o con alguna otra persona de este campo. Tengo intención de apelar al Consejo
y me siento inclinada a creer que revocarán su decisión.
Se produjo un repentino silencio, que Laura interpretó como un tanto a su
favor. Paul se levantó despacio.
—Doctora Castellano, pongamos las cartas sobre la mesa —dijo en un tono
punzante—. Tanto usted como yo sabemos a qué obedece todo esto. ¿Por qué
no discutimos el tema central?
—Perfecto. Una dosis de verdad desnuda será refrescante, para variar.
El director la miró con una mueca socarrona.
—Le gusta Marshall Jaffe, ¿no es cierto? Es más, me atrevería a decir que le
gusta mucho. ¿Me equivoco?
—No tengo por qué contestar a eso.
—Naturalmente que no. A usted le importa mucho... tanto que no quería
hipotecar su carrera, ¿verdad?
—Es uno de los microbiólogos más brillantes de América. Creo que no hay
razón para preocuparme por su carrera.
—Oh, sí, doctora Castellano, ya lo creo que la hay —respondió Rhodes en
tono condescendiente—. No me importa lo inteligente o brillante que pueda ser
ese cerdo traidor. Yo sigo siendo superior a él dentro de la comunidad científica
y puedo cerrarle todas las puertas (y con eso me refiero a todas) en este país. Si
quisiera podría hacer que ni siquiera pudiera obtener una plaza como profesor
de biología en el instituto de bachillerato más miserable de Harlem.
—Él fue profesor con dedicación exclusiva en Stanford —replicó Laura
burlonamente—. Llegaron incluso a ofrecer doblarle el salario cuando le
pidieron que viniera aquí. Estoy segura de que se alegrarán enormemente de
volver a tenerle entre ellos.
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—¿Quién es Ursula?
—Oh, tendrías que verla, Castellano. Es un regalo de Holanda a la
cardiología... y en particular, a mi corazón. En realidad, la cita de esta noche
podría ser decisiva para la medalla de oro en los Juegos Olímpicos
Matrimoniales de Livingston.
—En ese caso, será mejor que cuelgue —dijo Laura en tono de disculpa, con
voz más lúgubre que nunca.
—Oh, vamos, Castellano, ¿cuál es el problema?
—¿Estás sentado? —preguntó ella.
—¿Por qué? ¿Es que me vas a dar un susto de muerte?
—No, pero puede que tarde un rato.
Mientras Barney iba con el teléfono a una cómoda silla, respondió
suavemente:
—Laura, tómate todo el tiempo que necesites. Soy un oyente profesional,
¿recuerdas? Vamos... dispara.
En aquel momento, su dique emocional se vino abajo.
Al cabo de unos cuarenta minutos, él la interrumpió.
—Escucha, Castellano. Tengo que ir volando al aeropuerto.
—Oh, es cierto —respondió ella en tono de disculpa—. Tienes que ir a
buscar a Ursula.
—Negativo. Vive a dos calles de aquí. Quiero tomar el último avión para
Washington.
—No, Barn, te lo ruego. Estoy bien. De veras.
—Eso tengo que decidirlo yo. Vale más que estés allí para recibirme.
Mientras tanto, no bebas. No tomes ninguna pastilla. Ni siquiera conduzcas un
coche. Coge un agradable taxi y espérame. Ah, y no olvides prenderte una rosa
roja en el ojal para que pueda reconocerte.
—Pero, ¿y tus pacientes? —preguntó ella, medio preocupada.
—Eh, pequeña, ¿es que ni siquiera sabes qué día es hoy? Mañana es sábado
y los psiquiatras no trabajan los fines de semana. De modo que, te guste o no,
voy para allá.
A pesar de que de forma inconsciente ella lo esperaba ansiosamente,
protestó débilmente:
—¿Y qué hay de Ursula?
—No te preocupes. Se lo explicaré. Ya está acostumbrada a mis idas y
venidas... Lo entenderá. Tú limítate a ir al aeropuerto —ordenó.
Mientras Barney metía a toda prisa unas pocas prendas en su bolsa de viaje,
llegó la doctora Ursula de Groot.
—¿Dónde has planeado fugarte esta noche? —inquirió desafiante.
—Escucha, Urse, siéntate un segundo. Tengo muy poco tiempo para
explicarte una historia muy larga.
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CAPÍTULO 47
Laura se pasó las dos horas siguientes sin respirar. O, al menos, así lo sintió
ella. Únicamente la esperanza de ver a Barney la mantenía funcionando
mínimamente.
Estaba sentada en la sala de espera cuando él apareció corriendo por la
pista de despegue, con las solapas de la chaqueta subidas a fin de protegerse del
viento helado.
La primera ojeada que echó a Laura le produjo un gran dolor. Parecía una
sábana blanca y daba la sensación de ser muy vulnerable, como si hubiera
consumido todas sus energías.
—Hola, gracias por venir —dijo él abrazándola.
—¿No debería decir eso yo? —preguntó ella débilmente.
—Bueno, como quieras. Pero, ¿dónde vamos a cenar?
—¿A las once de la noche? —inquirió ella.
—Tú no has comido nada, ¿verdad?
Ella sacudió la cabeza.
—No tenía apetito.
—Bueno, si quieres ser anoréxica... Yo estoy hambriento. Tengo que
meterme un poco de pasta en el cuerpo o me moriré de inanición.
Estaban junto a la acera. Mientras un taxi se detenía frente a ellos y Laura se
metía dentro, Barney dijo al taxista:
—¿Cuál es el mejor restaurante italiano entre aquí y la línea de Mason-
Dixon?
—Bueno, mucha gente me pide que los lleve a «Pasquale», en Georgetown.
—En ese caso, llévenos a nosotros también.
Se metió en el taxi y partieron.
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—De nada, Laura. Siempre que pueda serle de alguna utilidad, llámeme al
despacho.
Mientras los guiaban hasta su (excelentemente bien situada) mesa, Barney
miró hacia la mesa del senador y comentó:
—Jesús, ese tipo tiene un hija preciosa.
—No es su hija —respondió Laura como por casualidad.
—¿Su esposa?
—No lo adivinas, Livingston —respondió ella burlona.
—¡Vaya! ¿Es ése uno de los privilegios de ser senador de los Estados
Unidos?
Laura asintió:
—Ya te dije que la proporción de mujeres en relación a los hombres en esta
ciudad es de cinco a uno. De modo que imagínate las posibilidades.
—Sí —respondió Barney—, eso quiere decir que todos los hombres podrían
tener su propio equipo de baloncesto femenino.
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—No lo sé, Barn. Lo que quiero decir es... que yo recuerde, tú siempre has
sido la persona más importante de mi vida.
—No has contestado a mi pregunta, Laura. ¿Por qué soy diferente del resto
de los hombres?
Ella se encogió de hombros.
—Supongo que porque siempre hemos sido... muy buenos amigos.
Él la miró y preguntó suavemente:
—Y eso excluye todo lo demás, ¿no?
Ella había callado de nuevo, de modo que él siguió catequizando.
—Sinceramente, ¿puedes afirmar que jamás has pensado en nosotros
como... una pareja de verdad? Confieso que yo sí. Quiero decir que siempre he
descartado esas fantasías porque nunca he querido poner en peligro la relación
tan especial que hay entre nosotros...
Laura sonrió conscientemente y reunió el valor para admitir:
—Naturalmente que yo también lo he pensado. Me refiero a que me he
pasado la vida explicando a la gente por qué sólo éramos buenos amigos y no,
ya sabes... amantes.
—Ya somos dos, Laura, pero yo ya no puedo seguir haciéndolo.
—¿Cómo?
Él respondió con otra pregunta.
—¿Cuál de los dos crees que está más asustado, Laura?
La pregunta la pilló desprevenida, pero la respuesta siempre habla
ocupado un lugar central en sus pensamientos.
—Yo —respondió ella—. Siempre pensé que conocías demasiado bien
todos mis defectos, para que yo pudiera gustarte de ese modo.
—Pero me gustas de ese modo —dijo él—. Te quiero en todos los aspectos,
Laura.
Ella tenía la cabeza baja, pero, aunque no podía ver su rostro, Barney sabía
que estaba llorando.
—Eh, Castellano. Dime la verdad. ¿He perdido a mi mejor amiga?
Ella alzó la cabeza, mientras las lágrimas que resbalaban por sus mejillas
contradecían su franca sonrisa.
—Espero que sí —dijo con suavidad—, porque siempre he deseado que
pudieras... ya sabes... amarme como mujer. —Hizo una pausa y añadió—: Igual
que yo a ti.
Barney se levantó.
—Estoy completamente sobrio, Castellano. ¿Cómo estás?
—Estoy sobria. Sé lo que me digo.
Ya no siguieron hablando. Barney se acercó a Laura y cogió su mano.
Después se dirigieron lentamente hacia la habitación contigua.
Aquella noche acabó su amistad platónica.
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CAPÍTULO 48
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—No fueron más que tres palabras —respondió ella— Se inclinó hacia mí y
me dijo al oído: «Cásate con Barney.»
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CAPÍTULO 49
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—Aquí. Aquí y ahora. Te darás de baja y nos iremos a algún sitio para que
puedas recuperarte.
—¿Y los niños?
—Podríamos irnos un mes entero y pedir a tu madre que los cuide.
—¿A mi madre, Judy? Tal vez seas tú la que está enloqueciendo. ¿Me
permites recordarte que estás hablando de una mujer que cada doce de enero se
levanta, hace una tarta e invita a amigos imaginarios para que vayan a cantar
«Feliz cumpleaños, querido Howie»?
Aquel recuerdo arrojó un jarro de agua fría sobre sus esperanzas. Ambos
sabían que allí empezó todo. Cuando él «salvó» a su hermano para liberar a sus
padres (y a sí mismo) de aquella vida inútil, de aquella interminable agonía.
Debió haber aprendido la lección en aquel entonces. No salió bien. Para su
madre, enloquecida por la pena, era un fantasma viviente. Y su desaparición
fue, con toda probabilidad, una de las razones de la temprana muerte de su
padre.
—De acuerdo, Seth —dijo gravemente—, haré un trato contigo. Los niños
acaban la escuela el once de junio. El doce te quitarás la bata blanca, guardarás
el estetoscopio y nos iremos de viaje hasta el Día del Trabajo.
—Y la jeringuilla —añadió él con voz hueca—, no nos llevaremos la
jeringuilla.
Ella le tomó la cara entre ambas manos y dijo:
—Se acabó, Seth. Desde este preciso instante, se acabó. Deja que otro se
apiade de ellos, Seth. Tú ya has hecho bastante.
Pero Seth ya había ido demasiado lejos. El sábado por la noche anterior, la
enfermera Millicent Cavanagh le vio atender a un paciente en el Hospital
Lakeshore de Administración de Veteranos (donde ahora trabajaba una tarde
por semana). El paciente, sargento Clarence T. Englund, veterano parapléjico de
la segunda guerra mundial, se estaba muriendo, al cabo de casi treinta años de
hospitalización por sus heridas, de cáncer de huesos.
Fue la propia Millie quien, en su siguiente comprobación rutinaria de los
signos vitales, encontró al paciente muerto. A la mañana siguiente el certificado
de defunción oficial citaba como causa de la muerte el paro cardíaco resultante
de las numerosas secuelas de las dolencias del paciente.
Pero mentalmente, ella consideró que era «asesinato con premeditación».
En los dieciocho años aproximadamente que llevaba trabajando en la
Administración de Veteranos, se había ido encariñando con el «viejo Clarence
T.», como todo el mundo le llamaba. Lo que más admiraba de él era su
asombroso coraje para soportarlo todo, e incluso, para sonreír de vez en cuando
en medio de su inmenso dolor.
Efectivamente, la noche anterior, a pesar de encontrarse comatoso a causa
de los analgésicos que lograron embotarle la mente, pero no mitigar del todo su
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sufrimiento, él le había dicho algo tan hermoso que ella lo recordaba palabra
por palabra: «Cuando llegue al paraíso, Millie, y acabe todo este sufrimiento,
me sentaré a esperarte y los dos viviremos juntos por toda la eternidad.»
También recordaba haberle oído decir: «Veré a san Pedro muy pronto y le
pediré que empiece a buscarnos una nube muy especial para los dos.»
Clarence murió dos días después. Por el amor que sentía hacia él, Millie se
alegró de que su dolorosa agonía hubiese concluido.
Pero, por otra parte, a menudo le había oído suplicar a los médicos (de
hecho, lo hacía cada vez que un nuevo médico iba a visitarle) que pusieran fin a
su vida.
Incluso mientras lloraba su pérdida, Millie no pudo evitar pensar que por
fin había encontrado a un médico que le había ayudado a ver cumplido su poco
cristiano deseo de «suicidio».
Tal vez el impacto de la muerte de Clarence Englund no habría sido tan
grande de no haberse producido justo antes de un año electoral.
El Día de Acción de Gracias, que Millie siempre pasaba con sus padres y
sus dos hermanos, no hizo más que darle vueltas al asunto. Finalmente, su
hermano menor, Jack, la condujo aparte para preguntarle si sucedía algo.
Ella agradeció aquella oportunidad de compartir con alguien la carga que
pesaba sobre sus hombros, en especial con Jack, que era abogado.
Éste se quedó estupefacto al oír la historia y, aunque ella no podría
imaginar la razón, también muy excitado.
—Millie, ¿le contarías esto a otro abogado de mi firma?
De pronto, ella vaciló. Sólo le faltaban dos años para retirarse y no quería
ningún jaleo.
—Por favor, yo no quiero verme envuelta en este asunto —respondió
nerviosamente.
—Eh, escucha, hermanita, te garantizo que tu nombre no saldrá a relucir, en
absoluto. Sólo tienes que repetirle al señor Walters lo que me acabas de contar y
eso es todo. Nosotros nos encargaremos del resto.
—¿Qué quieres decir con encargaros del resto? —preguntó ella inquieta.
—Tú no tienes que preocuparte de nada, hermanita. Y me harás un favor
muy grande.
Edmund Walters, el socio más antiguo de la firma, era fiscal del Tribunal
Supremo del estado de Illinois, y no pretendía que fuera un secreto el hecho de
que albergaba grandes ambiciones políticas. Uno de los puestos senatoriales
quedaría pronto vacante y Ed deseaba ir a por él, aunque sabía que el propio
gobernador tenía los ojos puestos también. Edmund tenía más dinero, pero el
gobernador poseía la ventaja de su mayor visibilidad.
Lo que Walters necesitaba era un caso «célebre», un caso controvertido que
atrajera la atención. Cualquier cosa que le situara en un escenario principal bien
iluminado para catapultarle a la televisión y hacer famoso su nombre.
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—¿Por qué cree que debería leerlo, señor Campos? —preguntó Seth
alzando la cabeza.
Pero el hombre se había esfumado, dejando a Seth con el informe en la
mano, y totalmente aterrorizado.
Seth intentó leer los detalles del caso sin la más mínima emoción. Estaba
decidió a no dejar que hiciera mella en su sentido de la piedad.
Sin embargo, el historial de Frank contenía una breve, aunque explícita,
descripción del desesperado intento de su hermano para acabar con la desdicha
de Frank. Estaba claro que el hombre había enloquecido de dolor y pena.
En aquel momento, Judy entró en el estudio tocada con su bata y se sentó
en el sofá.
—Estoy aquí, Seth —dijo con suavidad—, y no pienso marcharme hasta
que me digas qué te pasa. Sé muy bien lo que tienes en la mano... y no tengo
que preguntarte qué es lo que quieres hacer. Pero si decimos que se acabó y tú
aún persistes, ¿nos detendremos algún día?
—No se trata de «nosotros» —respondió él estoicamente—. Esto es
responsabilidad mía.
—Lo lamento, Seth —contradijo ella—, pero yo comparto tu vida, y
también la culpabilidad.
—El sentimiento de culpabilidad —corrigió él.
—Al menos, podríamos discutirlo.
Él la informó brevemente sobre las terribles mutilaciones del capitán
Campos.
—Oh, Dios —exclamó ella—. ¿Por qué no le dejaron morir en el campo de
batalla? —Concluyó con amarga ironía—: Supongo que eso habría
incrementado las bajas del ejército de los Estados Unidos. De modo que ahora
ese pobre hombre está ahí funcionando como un reloj que no sabe la hora.
—Quiero hacerlo —dijo Seth en voz baja—, por ambos. No creo que mis
manos puedan teñirse de sangre más de lo que ya están.
—Pero, Seth, en el hospital de veteranos será mucho más peligroso. Sólo
vas una vez por semana. Si alguien llegara a sospechar algo, podrían señalar
que la muerte se produjo mientras tú estabas allí.
—Ya lo he pensado —dijo él—. Tendré que encontrar algún tipo de
«contratiempo» que me obligue a volver allí después de la cena. Por la noche no
hay casi nadie. No es como nuestro hospital, donde todas las visitas entran y
salen a todas horas. Aquél es como una casa habitada por fantasmas de gente
que nadie desea ver.
—Seth, no. Tú ya no... ya no eres tú mismo. No estás completamente
capacitado para...
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Antes de que pudiera haber echado a andar, Seth oyó una especie de
emanación que procedía del mutilado, la cual parecía querer decir: «Gracias a
Dios, gracias a Dios.»
Mientras se entrevistaba con Frank, Seth se percató de los toques de afecto
familiar que había sobre la mesilla de noche del capitán. Un crucifijo y algunas
flores de Hector.
Lo que no vio fue el micrófono que el agente Sullivan había instalado allí.
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telefoneando sin descanso hasta que todos los médicos de las costas este y oeste
hubieran dejado su oficina.
—Es una desgracia —dijo Barney enfadado—. No puedo creer que haya
tantos médicos egoístas cuando lo que se halla en juego es la vida de un ser
humano..., además uno de su propia especie.
—Bueno, Barney —dijo Bennett cansadamente—, si te dijera los nombres
de los distinguidos médicos que han rehusado testificar para nosotros hasta
ahora, tu libro se convertiría en un verdadero «¿Quién es quién?» en la
medicina norteamericana.
—¿Tiene artillería pesada la otra parte?
—¿Estás de guasa? —exclamó Bennett—. Tienen a todo un batallón
tascando el freno para condenar la eutanasia. De repente, la profesión médica se
ha vuelto mojigata. Y nunca adivinarías quién es su más eminente testigo
experto (te va a dar algo): no es otro que el decano Courtney Holmes.
—¿Holmes? Estás de broma. ¿Por qué iba a salirse ése del sendero para
testificar contra un ex alumno?
—Bueno, debo decir en su descargo que tuvieron que enviarle una citación.
Existe la posibilidad de que no esté tan dispuesto a testificar contra Seth.
—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó Barney.
Bennett meditó un momento y dijo:
—En realidad, podrías hacer una cosa, Barney. El hermano del finado,
Hector, tiene problemas mentales. ¿Podrías reconocerle y enterarte, de paso, si
en tu experta opinión está capacitado para testificar?
—Pues claro, Ben. Pero, ¿por qué quieres llamar a una persona inestable
como testigo?
—Escucha, Barn —dijo su viejo amigo—, ¿no captas la idea? Nadie en su
sano juicio testificaría en defensa suya.
—Eso no tiene ninguna gracia, Landsmann.
—Te aseguro, Barney, que yo no me estoy riendo. ¿Cuándo puedes venir?
—¿Qué te parece el próximo fin de semana?
—Perfecto. Concertaré la entrevista y te iré a recoger al aeropuerto. Trae a
Laura y así celebraremos una minirreunión. Ah, y gracias por arrimar el
hombro.
—No, Ben, no tienes por qué darlas. Creo que Seth tiene la cabeza bien
puesta sobre los hombros.
Colgó y se volvió hacia Laura.
—Bueno, Castellano, ¿qué te parece la perspectiva de un fin de semana en
la ciudad?
—Fenómeno, pero yo no podré ir.
—Eh, vamos, pequeña. ¿Es que no tenemos un contrato exclusivo los dos
los fines de semana?
—Lo que quiero decir es que no puedo volar, Barn.
—¿Y eso qué es? ¿Un nuevo tipo de fobia?
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CAPÍTULO 51
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—Sabíamos que el hermano menor del capitán trató de matarle las pasadas
navidades. El pobre muchacho tenía una verdadera obsesión con poner fin al
sufrimiento de su hermano. —Sullivan se corrigió inmediatamente—: O, al
menos, a lo que él suponía era un intenso sufrimiento.
—¿Y qué oyeron a través del micrófono?
—Oímos al doctor Lazarus decir al capitán Campos que él le mataría.
—¿Cómo reaccionó el capitán Campos?
—Obviamente estaba muy preocupado, pero, al estar totalmente inválido,
no tenía forma de comunicar sus temores al resto del personal médico.
Bennett le interrumpió colérico.
—Protesto. La grabación demostrará que el capitán, aunque mutilado,
estaba sin duda mentalmente capacitado y contaba con canales más que
suficientes para comunicarse.
Walters se volvió y preguntó directamente a los abogados defensores:
—¿Están dispuestos a aceptar la cinta como auténtica prueba de lo que
realmente sucedió?
—Desde luego —respondió Bennett.
El público se removió en sus asientos. Cuando llevaron la grabadora a la
sala, Walters anunció a modo de maestro de ceremonias:
—Señoría, señoras y caballeros del jurado, a continuación escucharán la
llamada «conversación» entre el capitán Campos y el acusado, doctor Lazarus.
Con un ostentoso ademán, Walters apretó el botón de encendido del
aparato.
La sala entera pudo entonces escuchar cómo Seth preguntaba al marino
herido si podía comprenderle y los penosos gemidos que constituyeron la
respuesta. Una vez más, cuando preguntó al paciente si sufría a causa del dolor
y deseaba morir, se produjo otra serie de lamentos. Finalmente, oyeron a Seth
decir: «Volveré a verle muy pronto.»
Walters apagó la grabadora y miró al jurado sin poder disimular su
satisfacción.
—Señoras y caballeros, dejo en sus manos decidir si esas sílabas torturadas,
esos sonidos animales sin significado alguno y, me atrevería a decir que
patéticos, constituyen un consentimiento o expresiones de un miedo que no
tenía forma de comunicar al mundo exterior.
Seth se tocó la frente como si le doliera horriblemente la cabeza. Unas pocas
filas más atrás, Barney colocó su mano sobre el puño cerrado de Judy, en un
intento por apaciguarla.
Bennett interrumpió.
—Protesto, señoría. Eso constituye una recapitulación, y, como tal, debe
reservarse para el fin del juicio.
Novak asintió.
—Se acepta la protesta. —Y, volviéndose hacia Walters, ordenó—: Prosiga
el interrogatorio, señor fiscal.
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—Bueno, creo que no hubo ninguna. Tal vez el hombre estaba demasiado
drogado.
—O tal vez el capitán Campos ya estaba muerto. ¿Sería posible? —sugirió
Bennett.
—Por el amor de Dios, cualquier cosa entra dentro de lo posible —contestó
irritado el agente Sullivan— Lo que quiero decir es que ya ha oído usted mismo
al doctor Lazarus que había ido allí para ayudar al capitán Campos a morir.
¿Qué diferencia hay?
—Creo que existe una gran diferencia. El defendido ha afirmado en la
declaración previa al juicio que jamás habría llevado a cabo su acción de no
haber recibido el consentimiento racional del paciente. ¿Está de acuerdo?
—Señor Landsmann, llevo en este negocio mucho tiempo. Y siempre que
un policía tropieza con un cadáver y con alguien junto a él con un revólver
humeante en la mano, está bien claro lo que ha sucedido, ¿no cree?
—Lo que está muy claro es lo que usted cree, agente Sullivan. —Bennett
regresó a su asiento y cogió un documento guardado en una fina carpetilla
azul—. Agente Sullivan, ¿ha leído el informe del forense sobre la autopsia del
capitán Campos que fue aceptado como prueba en este tribunal?
—En efecto, señor.
—¿Recuerda usted que el informe concluye que la muerte fue el resultado
de una dosis masiva de hidrocloruro de cocaína?
—Sí, señor.
—¿Encontró el FBI una jeringuilla o cualquier otro instrumento con el cual
pudiera haber sido administrada la cocaína que tuviese huellas del defendido?
Sullivan vaciló unos instantes.
—Eso no quiere decir nada. Le encontramos una hipodérmica encima
repleta de morfina, la suficiente como para matar a un caballo.
—No ha respondido a mi pregunta, señor. No estamos negando que el
doctor Lazarus llevara encima una jeringuilla llena de morfina (estoy seguro de
que el jurado habrá notado que usted mismo acaba de indicar que estaba
completamente llena), pero, ¿cómo deduce usted que el doctor Lazarus
introdujo cocaína en el torrente sanguíneo del finado? Y, ¿cómo explica que no
se haya encontrado ningún instrumento?
—Debió de deshacerse de él.
—Eso es pura especulación por su parte, ¿no cree?
Sullivan convino de mala gana:
—Digamos que sí.
Bennett miró al jurado al tiempo que decía sin darle importancia:
—No hay más preguntas.
Sullivan fulminó a Bennett con la mirada y abandonó el estrado.
Antes de llamar a su próximo testigo, el fiscal general Walters cogió un
voluminoso ejemplar del Código Penal, lo abrió por la página que estaba
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¿Diría que aquellos asesinatos fueron (desde el punto de vista de las víctimas)
un alivio para su sufrimiento?
—Bueno, supongo que así fue.
Walters se volvió hacia el jurado.
—Señoras y caballeros, permítanme exponer que, aunque fuera por
casualidad, el doctor Lazarus era estudiante cuando ocurrieron los extraños
incidentes, únicos en la historia del Colegio de Médicos de Harvard, a saber, los
llamados «asesinatos piadosos» de, ¿cuántos perros fueron, decano Holmes?
—No lo recuerdo.
Walters echó una ojeada a sus notas.
—¿Le refrescaría la memoria si le dijera que fueron nueve muertes la
primera vez y seis la segunda? ¿Llegó a desentrañarse el misterio?
El decano Holmes respondió sin inflexiones en la voz:
—No, nunca.
—¿Volvió a suceder tal cosa en años posteriores?
—No, señor.
Walters se volvió hacia Bennett.
—El testigo es suyo.
Bennett sintió una repentina timidez. A pesar de que se había enfrentado en
innumerables ocasiones con testigos formidables, ahora estaba a punto de
interrogar a uno de sus más respetados profesores. Le costó un enorme esfuerzo
psicológico recordar que ya no era alumno suyo.
—Decano Holmes. Señor, ¿ha publicado algún artículo exponiendo sus
puntos de vista sobre la eutanasia, o ha pronunciado alguna conferencia sobre
el tema?
—En efecto, por ejemplo, en «Conclusiones de la Primera Conferencia
Internacional sobre Ética Médica», y, de vez en cuando, y de forma más breve, a
miembros de la prensa.
—Muy bien, señor; ¿podría decirme en concreto si ha expuesto de forma
pública o incluso defendido enérgicamente puntos de vista a favor o en contra
de lo que comúnmente se denomina «asesinato piadoso»?
Se oyó un siseo a fin de que se hiciera silencio entre el público. Holmes
respondió con serena dignidad.
—Cuando no cabe la esperanza y el sufrimiento alcanza cotas que escapan
a nuestra capacidad de alivio, he visto situaciones en las que los médicos, e
incluso mis propios profesores, debería añadir, han «acelerado» la muerte del
paciente.
Por toda la sala se alzaron voces y murmullos de protesta. El juez golpeó
furiosamente con el mazo pidiendo orden.
—¿Está familiarizado con el debate ético sobre esta cuestión, decano
Holmes?
—Eso creo.
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Seth se levantó, apoyándose en la mesa que tenía detrás, con las piernas
temblorosas. Los ojos del juez llameaban y Seth notó que la cabeza empezaba a
darle vueltas.
—Doctor Lazarus —empezó el juez—, el jurado le ha encontrado culpable.
Pero me gustaría añadir que los abogados de ambas partes también son
culpables de convertir este caso en una cuestión filosófica, religiosa... y en un
escándalo mayúsculo. No le han prestado un gran servicio.
»A pesar de todo, tengo una cosa muy clara. Usted ha consagrado su vida a
aliviar el sufrimiento humano. Ningún ser humano debería ser torturado, ni por
los nazis... ni por un libro de normas. Por lo tanto, le condeno a tres años... de
suspensión en el ejercicio de su profesión.
»Señoras y caballeros, retirémonos con nuestras conciencias a casa.
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CAPÍTULO 52
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intimidar al pobre e ingenuo infeliz al que hayan engatusado para realizar algo
impensable: decir la verdad.
—En realidad echas mucho de menos los quirófanos, ¿verdad?
—No tanto —respondió Bennett sin gran convencimiento, pero al cabo de
un instante confesó—: Sí, y no sólo por la cirugía sino también por la
satisfacción de, no sé, de poder curar. Lo que quiero decir es que la abogacía no
es más que una profesión para mí; en cambio, la cirugía era una vocación.
Dio un sorbo a la copa de champán y cambió de tema.
—Por cierto, ¿qué tal va tu libro?
—Estoy a punto de acabar el borrador. ¿Qué te ha hecho pensar así de
pronto en eso?
—Ha sido el hecho de que hubiera tan pocos médicos dispuestos a testificar
en nombre de la llamada «fraternidad», maldita sea. Ya ves de qué sirve el
juramento hipocrático.
—No te preocupes, Ben, todo aparecerá en el libro, lo bueno y lo malo, e
incluso lo ridículo. Pero tienes que comprender, y no dejo de repetirlo, que los
médicos no son más que seres humanos débiles. Ningún ser humano es inmune
al miedo.
—Vamos, Barn, los médicos pueden ser un montón de cosas, pero no
puedes decir que sean seres humanos. Deberían demandarlos por difamación.
Barney lanzó una carcajada.
—¿Sabes una cosa, Landsmann? Me da la sensación de que eres una
combinación de abogado deprimido y médico desilusionado. Eso también
podía ponerlo en el libro.
Bennett contempló las burbujas de su copa ascender y desvanecerse en la
superficie.
En el silencio que los envolvía, Barney percibió por primera vez lo
desgraciado que se sentía Bennett.
«¿Qué amigos tiene, aparte de Laura y de mí? A veces creo que incluso a
nosotros nos mantiene a distancia. ¿Por qué ha salido con un millón de mujeres,
pero jamás se ha comprometido con una?»
—Ben, ¿puedo hacerte una pregunta muy importante?
—¿A estas horas de la noche? —preguntó sonriente.
Barney vaciló un instante y, sobreponiéndose a su timidez, preguntó:
—¿Por qué eres un solitario?
Bennett no se sintió en absoluto desconcertado.
—Tú eres psiquiatra —respondió—. Dímelo tú.
—No puedo, por eso te lo pregunto. Ni puedo soportar ver a mi mejor
amigo ser tan desgraciado. Por el amor de Dios, háblame. No pienso emitir
ningún tipo de juicio. ¿Dónde están las mujeres de tu vida?
Bennett volvió a contemplar su copa.
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—¿Qué tipo de mujer me corresponde, Barn? Para los judíos, soy un negro;
para los negros, soy un judío; para los blancos soy negro; para mis hermanos
soy una pesadilla. Vivo en una tierra de nadie. ¿Dónde encajo yo?
Barney dudaba, preguntándose si, después de tanto tiempo, se atrevería a
hacer que su mejor amigo se enfrentara con la verdad sobre sí mismo.
—¿Sabes, Landsmann? No todas son así.
—¿Quiénes? ¿De qué demonios hablas?
—El tema eran las mujeres, doctor. Y yo no intentaba más que ofrecerte mi
opinión, tanto profesional como personal, de que no todas las mujeres son como
tu madre.
—¿Hannah?
—No, viejo amigo, me refiero a la madre que te trajo al mundo... y luego
desapareció.
De repente, Bennett perdió el control y empezó a gritar:
—Eso no son más que cuentos, Livingston, basura psiquiátrica. Yo no...
Barney le interrumpió:
—Eh, te he oído decir un millón de veces que ella te importaba un comino.
Pero sinceramente, Ben, creo que estás mintiendo... sobre todo a ti mismo.
—Mierda, todos los psiquiatras sois iguales. ¿Qué sería de vosotros sin las
«madres»?
—Exactamente lo que eres tú sin la tuya.
Barney calló unos momentos en espera de que se apaciguaran los ánimos.
—Escucha —dijo con suavidad—, no todas son como Lorraine. No
desaparecen y te dejan con un agujero en el corazón...
Los dos hombres se miraron, sin saber qué decir a continuación.
Finalmente, Bennett rompió el silencio.
—¿Sabes qué es lo que más me duele? Que tú te hayas dado cuenta y yo no.
La expresión de dolor de su amigo llenó a Barney de remordimientos.
—Eh, muchacho, lo siento. Creo que me he pasado.
Bennett sacudió la cabeza negativamente.
—No, Barn. Para eso están los verdaderos amigos. —Y al cabo de un
instante, añadió—: Lo cual también me lo has enseñado tú.
Su silencio fue interrumpido por la voz metálica de Mark Sylbert —
Perdona, Ben...
Ambos levantaron la vista y, al ver la expresión de inefable tristeza en el
rostro de su colega negro, llegó a una conclusión errónea.
—Oh... supongo que Barney acaba de decírtelo. Ben, lo siento, lo siento
muchísimo.
Bennett le miró asombrado.
—Mark, ¿de qué demonios hablas?
—¿Quieres decir que no sabes nada de tu padre?
Levantándose instintivamente, dispuesto a acudir a cualquier emergencia,
respondió:
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CAPÍTULO 53
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CAPÍTULO 54
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—Laura, no tienes por qué recitarme todas las posibilidades, ni hay razón
para que estés preocupada por ellas. Eso no nos ayudará lo más mínimo.
Dentro de dos semanas te haremos una amniocentesis y lo sabremos.
—¿Este tal Levine es bueno con el sonógrafo? ¿Ha trabajado con él otras
veces? ¿Está seguro de que maneja la aguja con precisión y que no me hará
ningún daño? ¿Dónde hizo las prácticas? ¿Qué tipo de material utiliza? ¿Podría
concertar una entrevista previa con él, sólo para ver...?
Hastings se inclinó sobre la mesa y enterró la cara entre las manos.
—Por el amor de Dios, Laura —se lamentó de modo melodramático—,
quizá sería mejor que Barney y tú llevarais esto los dos solos. Al fin y al cabo,
ambos dormís con una segunda opinión en la misma cama.
—De acuerdo —accedió Laura—, intentaré no hacerlo. Pero Barney me hizo
jurar que le dejaría acompañarme en la próxima visita.
—Bien. Pero avísame para que pueda marcharme de la ciudad.
Laura se levantó despacio sin sonreír siquiera. Hastings no lograba
comprender lo mucho que aquel pequeño significaba para Barney y para ella.
Pero, cuando se disponía a abrir la puerta, oyó la voz calmosa del médico.
—Laura, por favor, no te preocupes. Te prometo que todo saldrá bien.
Ella sonrió ampliamente y dijo:
—Vamos, usted y yo sabemos que ningún médico puede hacer esa
promesa. De manera que hagamos un trato. Usted me ahorra esos discursitos y
yo no le traigo a mi marido.
—Trato hecho —dijo Hastings sonriendo con satisfacción y alivio.
Ya era bastante engorroso que Barney le telefoneara cada vez que
encontraba alguna oscura (pero hipotéticamente posible) anomalía descrita de
pasada por algún tocólogo del siglo XIX.
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Se oyó una sonora carcajada al otro extremo del hilo mientras el tocólogo
tranquilizaba paternalmente al psiquiatra:
—Todo está perfectamente, Barney. Será niño.
Dos días más tarde, Laura llamó a Barney entre paciente y paciente y dijo
lloriqueando:
—Harry me ha dado una patada, Barn. He notado cómo pataleaba.
—¿Ha sido con el pie izquierdo o con el derecho?
—¿Y eso qué importa?
—Si es zurdo, tendré que revisar mi plan de desarrollo deportivo.
Quizá lo más escalofriante del segundo trimestre del embarazo sea que no
ocurre nada. Es decir, no parece ocurrir nada. Los órganos ya están formados en
miniatura y sólo necesitan tiempo para crecer. Lo cual dio a Laura la más
absoluta libertad para imaginar todos los desastres posibles.
Veinte semanas: un bebé nacido tan prematuramente, no tendría ninguna
posibilidad de vivir. Veinticinco: si naciera ahora, las probabilidades serían de
diez a uno en relación con la viabilidad y aún menos en relación con la
normalidad.
Fue cuando midieron al bebé con ultrasonidos, al cabo de veintiocho
semanas, cuando Laura respiró aliviada. Si había llegado a aquel punto, las
posibilidades de viabilidad (en manos de un buen neonatólogo) estaban
totalmente a favor del niño.
De alguna manera consiguieron tranquilizarse mutuamente, y, con ayuda
de las dos clases nocturnas semanales sobre nacimiento natural y el estricto
régimen diario de ejercicios de tonificación muscular del «entrenador
Livingston», lograron mantenerse dentro de los límites de la cordura.
Por fin, llegaron a la semana número cuarenta. Pero no sucedió nada.
Hastings convocó a ambos en su consultorio. Barney estaba enormemente
inquieto, ya que aquélla era la primera vez que Hastings había tomado la
iniciativa al pedirle que fuera.
—No os preocupéis —los tranquilizó—. Más del diez por ciento de los
embarazos superan las cuarenta semanas, especialmente tratándose de
primerizas como tú, Laura. Me refiero a que ya es bastante poco corriente que
las mujeres esperen a alcanzar tu edad para tener a su primer hijo.
Su rostro se volvió solemne.
—Bueno... tengo que haceros una pregunta muy seria a ambos...
A Barney le dio un vuelco el corazón y Laura dejó de respirar.
—Naturalmente, esto es estrictamente confidencial. —Hizo una pausa y
luego continuó casi en un susurro—: Mi matrimonio está atravesando una fase
bastante difícil. En realidad, podríamos decir que está a punto de venirse abajo.
«¿Qué demonios tendrá eso que ver con nosotros?», se preguntó Laura.
Hastings se apresuró a explicarse.
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—Louise y yo hemos acordado que vale la pena intentarlo una vez más. Un
amigo nos ha ofrecido su cabaña junto al lago Champlain. Creo que cinco o seis
días allí podrían evitar el desastre.
Calló y los miró a uno tras otro.
Barney intuyó lo que estaba a punto de decir y casi sintió resentimiento.
—He visto muchos embarazos como éste —continuó Hastings—, y estoy
seguro de que Laura no dará a luz mientras yo esté fuera. Además, si se pone
de parto, hay un pequeño aeropuerto cerca de donde estaré, y puedo volar en
un avión privado para llegar a tiempo. —A continuación, su tono se volvió
paternal—. Escuchad, sé lo importante que este bebé es para ambos y me debo
por completo a vosotros, tanto personal como profesionalmente. Si de algún
modo mi ausencia de la ciudad os inspira inseguridad, no tenéis más que
decirlo y no me marcharé.
Se produjo un silencio. Tanto Barney como Laura se daban cuenta de que
aquello no era una petición sincera, sino un cargo de conciencia. Se sentían
emocionalmente chantajeados por el precio del matrimonio de aquel hombre.
—Escuche, Sidney —empezó Laura—, por supuesto quiero que usted me
asista en el parto. Pero si su equipo es bueno...
—Laura, te prometí un equipo completo y lo tendrás. Ya he hecho todos los
preparativos. En primer lugar, Armand Bercovici tiene mejores manos que
cualquier otro tocólogo del país. Sinceramente, es el único al que confiaría la
vida de mi mujer si ésta necesitara una intervención. Le he proporcionado tu
historial completo y está totalmente familiarizado con tu caso. Y, en lugar de
una enfermera tendrás a nuestro mejor experto en ultrasonografía, un iraní
absolutamente brillante llamado Reza Muhradi. Estará presente sólo para
controlar a través del monitor el estado del bebé, de forma que Bercovici pueda
concentrarse por completo en ti, Laura.
—Vaya, eso es formidable —respondió Barney, mentalmente obsesionado
desde hacía semanas con la visión de su futuro hijo sujeto cabeza abajo bajo los
brillantes focos del teatro de operaciones.
—Pero —reiteró Hastings— si os vais a sentir más seguros estando yo en la
ciudad, cancelaré el viaje. Este niño es demasiado importante.
Barney y Laura se miraron, pero sólo hallaron en los ojos del otro duda y
vacilación. Finalmente Laura habló.
—¡Qué demonios! Su matrimonio también es importante, Sid. Usted
váyase... yo hablaré con el bebé para que aguarde su regreso.
Una expresión de inmenso alivio se dibujó en el semblante de Hastings.
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tanto, consultaré con el anestesista para ver si se le puede dar algo que le alivie
las molestias.
—Bien —dijo Barney con un suspiro de alivio—, eso es estupendo.
—Oye, tigre —llamó Laura—, ¿has comido algo hoy?
Barney se acercó y le cogió una mano.
—No me acuerdo. Pero lo que sí sé es que tú no has comido nada desde
ayer.
—No puedo comer, deberías saberlo. Pero eso no quiere decir que tú tengas
que morirte de hambre. ¿Por qué no bajas y te tomas...?
—No, Laura. Tengo intención de quedarme a tu lado y de ser una especie
de Ralph Nader médico.
En aquel momento, Muhradi volvió a entrar en la habitación, con un
gigantesco anestesista, cuya enorme estatura minimizaba la del otro. El
anestesista inició el tedioso protocolo.
—Hola, me llamo doctor Ball. ¿Siente alguna molestia la damita?
A pesar del dolor, Laura no pudo evitar pensar: «¿Por qué tiene que ser tan
arrogante y pomposo este imbécil?»
Pero, en medio de su impotencia, se limitó a asentir cortésmente:
—Sí. Si pudiera darme algo que me aliviara el dolor, pero que me
mantuviera despierta...
—No hay problema, damisela. No se preocupe de nada. Le pondré una
inyección que le hará volar más alto que la bandera el cuatro de julio.
—Ella no quiere volar, doctor —intervino Barney— Sólo quiere que le
mitigue el dolor.
Sin saber que el propio Barney era también médico, Ball se limitó a asentir
paternalmente:
—Yo me ocupo de todo, hijo. He ayudado a más madres que el viejo doctor
Spock.
Tras lo cual, con una rapidez y habilidad que no cuadraban con sus
dimensiones, puso a Laura una inyección de escopolamina. Eso le produjo un
atontamiento casi instantáneo. El gigantesco hombre hizo una señal con la
cabeza al más pequeño y dijo:
—Llámame cuando esté lista para la epidural.
Y desapareció.
Barney se sentó junto a Laura y le cogió la mano, para ayudarla a respirar.
Tenía la almohada empapada en sudor.
Entró una enfermera con un montón de papeles grapados y se los entregó a
Barney.
—Necesitamos la firma del marido para administrarle los analgésicos y la
epidural. Por favor, firme aquí y también en la segunda hoja.
—Barney —jadeó Laura—, algo va mal. Estas malditas contracciones no
deberían durar tanto. Esto no es normal.
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—Me temo que está usted obstaculizando la puerta del quirófano, señor.
Podría provocar un accidente. Mi deber es pedirle que se vaya a otro sitio.
—Yo soy médico —respondió Barney sarcásticamente—. Yo debería estar
ahí dentro.
—Bueno, el doctor Muhradi ha dejado bien claro que no le quería en el
quirófano.
Barney salió al oscuro y vacío vestíbulo y, a solas con su angustia, gritó:
—¡Que le jodan, doctor Hastings! ¿Es todo lo que usted llama un «equipo
completo»?
Había observado con gran atención al personal mientras entraban en el
quirófano. Ball, Muhradi y dos internos que parecía ser la primera vez que
llevaban pantalones largos.
Volvió a mirar el reloj. Treinta y cinco minutos. Ninguna cesárea normal
tardaba (o debería tardar) tanto rato. Algo debía de haber pasado, y no podía
ser nada bueno.
—Buenas noticias —anunció una voz desde la oscuridad.
Era Muhradi.
Barney se precipitó hacia él.
—Rápido, explíquemelo.
—Todo va bien. Tiene usted un precioso niño.
Barney casi se desmayó de alivio. El iraní se le acercó amistosamente y
rodeando el hombro de Barney con un brazo, dijo:
—¿Qué nombre le van a poner?
—No me acuerdo —tartamudeó Barney e inmediatamente se rehízo y
preguntó—: ¿Cómo está Laura?
—Estará dormida un rato aún en la sala de recuperación. El doctor Ball ha
tenido que administrarle una anestesia general bastante fuerte.
«Ya lo sé —pensó Barney—, lo oí a través de la puerta.»
—Me voy a ver a Laura y al pequeño —dijo Barney—. ¿Dónde están?
—En la sala de recuperación —dijo Muhradi. E inmediatamente añadió
incómodo—: Bueno, su mujer está allí. El bebé está en el piso de arriba.
—¿Qué quiere decir en el piso de arriba? Debería estar con su madre. Si ella
se despierta y no le ve, se llevará un susto terrible.
—Escuche —dijo Muhradi en su mejor intento de resultar paternal—, hubo
un pequeño problema respiratorio y pensamos que lo mejor era llevarle a
Cuidados Intensivos, al menos hasta mañana por la mañana. Estoy seguro de
que su mujer lo comprenderá.
En un segundo, Barney estaba junto a su cama. Las mujeres que había en la
habitación estaban separadas por una simple cortina, de manera que las voces
de las madres y sus maridos (y de sus hijos) eran perfectamente audibles.
Laura estaba en un estado comatoso, aunque hacía esfuerzos por recuperar
la lucidez y averiguar hasta qué punto era grave la situación. Sabía que si su
hijo no estaba con ella, era porque había surgido algún problema.
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El paciente «sin éxito» (que es como los médicos llaman a las personas con
las que no han tenido éxito) es el ser más solitario de todo el hospital.
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Nadie fue a visitar a Barney y a Laura. Incluso las señoras que llevaban la
comida entraban y sallan tan rápidamente, que parecía que temieran que la ira
de Laura fuera contagiosa. Desde que leyó la pantalla del monitor, estaba
furiosa.
Obviamente, su hijo había estado en apuros durante casi una hora y
Muhradi, el supuestamente brillante virtuoso con aquel nuevo instrumento, no
había prestado suficiente atención. Por la sencilla razón de que no había sido lo
bastante consciente como para mirarlo.
Pero les faltaba la pieza clave de la información: ¿cuánto tiempo había
transcurrido realmente entre la primera y la segunda evaluación de los Apgars?
Aquello sería crucial a la hora de determinar cuánto tiempo había estado el
pequeño sin oxígeno. De no haber sido siete minutos, sino más bien nueve (o
incluso diez) las posibilidades de viabilidad del bebé estarían sin duda
comprometidas. Podía sufrir graves lesiones cerebrales.
Naturalmente, Barney había informado a Laura sobre la inquietante
observación que había realizado, que todavía quedaban rastros de manchas
azules en las puntas de los dedos. Sólo eso, ya arrojaba muchas dudas sobre la
puntuación de «Aprobado» del médico referente al «color».
—Tengo que verle —insistió Laura—, tengo que comprobarlo por mí
misma.
—Tranquilízate —dijo Barney—. Acabas de sufrir una operación de cirugía
mayor. Han prometido llevarte a verle esta tarde.
Se oyó un golpe en la puerta, seguido por un alegre saludo.
—Buenos días, ¿han repartido ya los puros habanos?
Era Sidney Hastings.
Laura respondió en tono severo.
—Pase y cierre la puerta.
—Acabo de ver al bebé —prosiguió Hastings en un intento por crear una
pantalla de humo verbal entre ellos—. Parece un auténtico as. Y con una madre
tan...
Barney le cortó en seco.
—No malgaste las palabras, Sidney. Sabe muy bien que, tarde o temprano,
Laura subirá y descubrirá por sí misma lo que está pasando. De modo que, ¿por
qué no tiene la decencia de decirnos la verdad?
—No sé a qué te refieres...
—Vamos, Sidney —interrumpió Laura—. ¿Cuánto tiempo tardaron en
conseguir que respirara?
—Aún no he tenido tiempo de consultar los informes...
—Está mintiendo —volvió a cortarle Barney—, probablemente los habrá
estado estudiando una hora.
—Escucha, Livingston —respondió Hastings con calma, pero con un claro
deje de irritación— No quiero que me hables así. Yo no estaba allí, de modo que
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Bajaron la isleta a fin de que ella pudiera examinar a su hijo sin tener que
ponerse en pie. Ella observó atentamente los dedos de las manos y los pies para
comprobar el color; aplicó el oído a su pecho y escuchó durante varios minutos;
cogió un alfiler y le rascó la planta de los pies.
Barney, que no perdía detalle, pensó: «Gracias a Dios, el pequeño tiene
reflejos.»
La prueba final era la más crucial. ¿Succionaría? Si el daño era tan grande
que ni siquiera podía mamar, sus posibilidades de llevar una vida normal
serían completamente nulas.
Ella le levantó y lo acercó a su pecho. Al cabo de un momento, alzó la
cabeza y dijo a Barney jubilosamente:
—Se pondrá bien.
Se marcharon del hospital tan pronto como los dejaron. Los tres juntos.
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CAPÍTULO 55
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emoción. En realidad, lo único que sintió fue una inmensa gratitud hacia la
intervención de Su Eminencia.
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Por ejemplo, jamás comía carne roja sabiendo, médico como era, que
recientemente se había demostrado que era peligrosa para el colon y no tenía el
más mínimo deseo de estropear sus expectativas de longevidad.
Sólo trabajaba tres días por semana.
Sólo bebía después de las cinco de la tarde.
Y jamás (sin ninguna excepción) se citaba con mujeres mayores de
veinticinco años.
Querido Barney:
Me alegro de tener noticias tuyas. Supongo que deberíamos habernos mantenido en
contacto mientras estuve en Vietnam, pero ya sabes cómo fue todo por allá. Al acabar, yo
estaba bastante desconectado del mundo.
Primero te daré las noticias más tristes. Por razones personales, a Cheryl pareció
desagradarle mi decisión de ir a Vietnam y durante mi segundo turno allí maquinó el
modo de poner fin a nuestro matrimonio y de ser declarada soltera, de modo que pudiera
casarse con algún otro tipo (y hacerle igualmente desgraciado).
Yo me consuelo pensando que la mujer de mis sueños está por ahí, en alguna parte.
Tal vez un día aparecerá montada en una de esas tablas de surf con un bikini dorado.
Pero no creo que yo la haya buscado con demasiado entusiasmo.
Al único compañero de clase que he visto ha sido a Lance Mortimer, que vino aquí
a pasar su primera y segunda lunas de miel. Por alguna razón, ha escogido México para
su tercer matrimonio.
En cualquier caso, le ha ido muy bien. No hace falta que te diga que la anestesia es
una profesión cómoda y Lance trabaja algo así como cuatro días al mes. El resto del
tiempo lo dedica a varios proyectos que está realizando para la televisión. Espero que
tengas noticias suyas. Creo que es uno de los tipos con mayor éxito de nuestra
promoción.
Cambiando de tema: el otro día tropecé con La psicología de un campeón
rebajada, en la librería local, a sólo dos dólares. Déjame decirte que lo encuentro un libro
estupendo. Debes de estar muy orgulloso. Yo me hallaba ausente cuando se publicó, de
modo que desconozco el tipo de publicidad que se le hizo, pero merece ser todo un best-
seller.
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Puedes estar seguro de que cuando tu libro sobre los médicos salga a la venta, no
esperaré a que lo rebajen para comprobarlo. Lo apuntaré en mi lista de prioridades.
Ven a verme si el destino te trae a Hawai alguna vez. Poseo uno o dos pequeños
hoteles y, naturalmente, todos los gastos correrán a cargo de la casa.
Muchos recuerdos de
HANK
P.S.: Adjunto una fotocopia de la página entera que nos dedicó el Honolulú
Advertiser cuando nació nuestro bebé probeta número mil. La foto ya lo dice todo: yo
en el centro de unos cuatrillizos en brazos, rodeado por filas y filas de madres felices
acariciando los pequeñuelos que siempre habían soñado tener.
En un sentido muy real, me siento como el padre de todos ellos.
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CAPÍTULO 56
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—Ya sabes, esa clase de médicos que se creen que sólo tienen que
responder ante Dios, y aun así, no siempre. No es el primero de su clase con el
que he tropezado.
—Ni yo.
—¿Piensas escribir sobre ellos en tu libro?
Él asintió.
—Tengo previsto un capítulo titulado «Los médicos que mienten». El único
problema es que aún no puedo escribirlo.
—¿Y eso?
—Porque todavía estoy demasiado colérico.
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Laura y Barney tuvieron una seria disputa. Ella insistía en que las primeras
sílabas que Harry pronunció (a la edad de ocho meses y medio) fueron «Da-da»
y él se empeñaba en mantener que fueron «Dak-ta», lo cual indicaba que ya
había escogido una profesión.
Por ser un psicoanalista completamente psicoanalizado, Barney tenía el
suficiente conocimiento como para no presionar a su hijo. Por esta razón,
compró a Harry un casco de bombero, además de un equipo de médico de
juguete con motivo de su segundo cumpleaños.
Aquel verano se mudaron a Connecticut. Aunque ello significaba largos
desplazamientos para ambos (Laura redujo sus obligaciones en el hospital a un
día por semana), su hijo podría disfrutar de aire puro, bosques y prados que
habían escaseado en la infancia de ambos.
Para compensarle por su escasa presencia en el hogar durante la semana,
Barney se volcaba en Harry durante los fines de semana. Sin embargo, el
pequeño ya comenzaba a mostrar indicios precoces de comportamiento
altamente sociable, y a menudo prefería la compañía de los dos niños de la casa
de al lado, que tenían un cajón de arena para jugar. Efectivamente, por el modo
de comportarse de su hijo, Barney y Laura estuvieron de acuerdo en que lo que
deseaba era un hermanito y decidieron cumplir su deseo.
Naturalmente, fue un placer iniciar los intentos de procrear. Pero, al cabo
de siete infructuosos meses, Laura fue a ver a su ginecólogo, el cual le comunicó
que necesitaba someterse a una operación quirúrgica que descartaba la
concepción de más niños.
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Por este motivo, todo cuanto tenían, y podrían tener nunca, sería su
pequeño Harry.
La noche que Laura averiguó esto, ella y Barney juraron que jamás
convertirían a Harry en un crío neurótico, sobreprotegido, vigilado más allá de
lo normal y sobrecargado por el peso de sus expectativas.
Laura se encontró a sí misma iniciada en la sociedad secreta más extensa
del mundo: la maternidad.
Los días iban pasando, sin que ella pudiera decir cómo los vivía. Y, sin
embargo, sus recuerdos eran visibles y tangibles: el dinero de juguete en las
manos, una flor que Harry le regaló ligeramente arrugada después del viaje en
su pequeño puño...
Una vez que paseaban (Harry tambaleante) junto a un estanque, se
detuvieron para dar de comer a los patos.
—Mamá, ¿por qué lo patos no llevan zapatos?
Laura, que no estaba preparada para semejantes cuestiones esotéricas, sólo
pudo responder:
—En realidad, nunca me habla dado cuenta. Quizá papá lo sepa. Se lo
preguntaremos cuando vuelva a casa.
Cada día a la hora de comer, cuando Barney preguntaba: «Bueno, ¿qué
habéis hecho hoy?», ella respondía normalmente: «Nada especial.» Pero, en el
fondo, pensaba que todo había sido especial, mágico.
En realidad, no dejaba de repetirse, de modo bastante egoísta por su parte:
«No crezcas nunca, Harry. Quédate así para siempre.»
Laura sintió una punzada de dolor el primer día que llevó al niño a la
guardería (sólo por tres horas). En realidad, cuando hacía rato que ya había
dejado a Harry jugando feliz al escondite con sus nuevos amigos, ella seguía
llorando. «Es tan pequeño, Barney —se lamentaba la noche anterior—, no es
más que un bebé.»
Jamás se había dado cuenta de lo mucho que se había encariñado con él y,
por lo tanto (aunque fuera por poco tiempo), lo mucho que lo echaba de menos.
A pesar de que habían prometido solemnemente no andar examinando al
pequeño a todas horas, no pudieron evitar darse cuenta de que, al acercarse su
tercer cumpleaños, Harry siempre se encontraba ligeramente aletargado. Y,
aunque crecía en altura, no ganaba peso.
Una noche, cuando Laura le estaba lavando, llamó a Barney para que fuera
al lavabo.
—Toca aquí —dijo solemnemente, señalando el estómago de Harry.
Él colocó su mano donde había estado la de ella («Oh, papá. Me duele ahí»)
y comprendió exactamente lo que estaba pensando ella: aumento desmesurado
del tamaño del hígado y el bazo.
Era una pesadilla por la que ya habían pasado mentalmente.
No obstante, aquello no era lo que ambos temían. Lo que es más, no tenía
nada que ver con el desarrollo cerebral. Se trataba de algo totalmente diferente.
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Adam Parry llegó poco después de las siete, estudió los apuntes de Barney
y, después de digerir más o menos los numerosos informes de los especialistas,
confirmó que efectivamente Harry sufría SRS.
—Aunque —confesó— no sé qué demonios nos queda.
Laura respondió suavemente:
—Nos quedan unas pocas semanas de disfrutar a Harry.
—¡No, maldita sea! —gritó Barney—. Encontraremos una solución.
Removeremos cielos y tierra para dar con cualquier médico o curandero... e
iremos a Lourdes, si es preciso, no me importa. Mientras Harry siga respirando,
tenemos que seguir luchando. Me voy al despacho a hacer unas cuantas
llamadas. Laura, tú llama al tipo para el que trabajabas en Children's Hospital.
Antes de que ella tuviera tiempo de asentir, él ya había salido.
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—Ojalá pudiera hacer algo más, Laura. Lo siento muchísimo por ti, de
veras.
—Gracias —respondió ella con voz apenas audible y dejó que el auricular
resbalara hasta ocupar su lugar en el aparato telefónico.
Momentos después, llamaba a California.
Pero la recepcionista dijo con firmeza:
—Lo siento, pero el doctor Wyman ha dado órdenes estrictas de que no se
le moleste jamás mientras esté trabajando en su laboratorio.
—Dígale que soy Laura Castellano... y que se trata de una cuestión de vida
o muerte.
Transcurrieron unos momentos hasta que una voz petulante dijo:
—Vaya, vaya, vaya... ¿Cómo está la réplica de Marilyn Monroe del Colegio
de Médicos de Harvard?
Laura no estaba dispuesta a malgastar su precioso tiempo con lindezas
verbales.
—Tengo que verte, Peter. Tengo que verte en seguida.
—Bueno, eso es muy halagador —dijo él riendo—. Pero soy un hombre
casado. Deberías haberme declarado tus sentimientos hace tiempo.
—Por favor —imploró Laura—, cogeremos el próximo avión que salga
hacia San Francisco.
—¿Puedo preguntar a quién se refiere «vosotros»?
—Mi marido, Barney, yo misma y nuestro hijito. Está muy enfermo, Peter.
Necesitamos verte inmediatamente.
—¿Por qué a mí? Yo soy un investigador científico, Laura. No ejerzo la
medicina.
—Existe una razón especial.
Él suspiró cansadamente.
—De acuerdo —accedió con un gruñido—. Supongo que el momento más
apropiado será por la noche. La mayoría del personal del laboratorio ya se
habrá marchado... entonces es cuando yo me dedico a mis tareas creativas. Si
pudierais pasaros por aquí mañana hacia las diez...
—¿Y qué te parece esta misma noche?
—¿Tan urgente es?
—Sí, Peter. Sólo con que digas una palabra, todavía cogeremos el avión de
mediodía.
—Bueno, debo decir —respondió en su tono pedante de costumbre— que
cada vez tengo más curiosidad. En cualquier caso, será estupendo verte de
nuevo, Laura.
—Gracias, Peter. Nosotros...
—Claro que no puedo decir lo mismo respecto a tu marido, pero si va
incluido en el lote...
—Adiós, Peter. Tenemos que coger el avión.
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—¿Qué piensas, Castellano? —dijo con la voz ronca por la emoción. —Creo
que tiene razón en una cosa, Barn. Debemos llevar a Harry al hospital. Creo que
allí estará más seguro.
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Poco antes de las seis, subieron por la colina junto a Union Square y
atravesaron la puerta decorada de verde y blanco de una especie de pagoda,
cuyos dragones parecían decir: «Dejad aquí fuera vuestras modernas ideas
occidentales y entrad en el sabio y ancestral mundo oriental.»
La calle principal estaba atestada de tiendas de baratijas para turistas, que
ofrecían un lote de porcelanas chinas para llevar consigo «a los amigos de
Dakota del Sur». A derecha e izquierda se abrían callejuelas más estrechas,
como Kearney y Washington, que estaban decoradas de modo que los
inmigrantes chinos pudieran sentirse como en casa: farolillos chinos iluminaban
las aceras, las cuales, en las intersecciones, tenían placas con los nombres de las
calles, en inglés y chino.
—Mira, Harry —dijo Barney con un entusiasmo desesperado y casi
enfermizo—. ¿No es formidable? ¿Te imaginas cómo se sintió Marco Polo la
primera vez que vio una cosa así?
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Laura no dijo nada. Se limitó a sentir indulgencia hacia Barney, cuya mente
racional sabía que Harry estaba demasiado febril para comprender lo que le
estaba diciendo. Sin embargo, Barney trataba desesperadamente de meterle a la
fuerza tantos años de vida como le fuera posible.
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Cuando se sentaron a la mesa para cenar, Harry estaba despierto. Miró con
los ojos como platos las ropas ricamente coloreadas de los Hsiang, figurándose
sin duda, que estaban celebrando una fiesta de disfraces. Señalando el brocado
que adornaba el cheongsam de la señora Hsiang, murmuró:
—Mamá, mira los pajaritos.
La señora Hsiang, tal vez comprendiendo las palabras del pequeño, o tal
vez por pura intuición, le sonrió. A continuación, Harry se volvió hacia Laura e
inquirió:
—¿Por qué está todo el mundo en pijama?
A lo cual, Barney respondió:
—Probablemente porque se van a la cama muy temprano. No como tú,
campeón. Tú vas a estar levantado hasta muy tarde esta noche.
Con gran alivio por parte de Laura, Harry bebía los líquidos sin dificultad.
No sólo la medicina que el doctor Hsiang había mezclado cuidadosamente
(cuyo sabor, por la expresión de Harry, debía de ser horrible), sino también un
poco de sopa.
Cuando llegó la hora de marcharse, el doctor les entregó una botellita con
la medicina de hierbas de Harry, dándoles instrucciones de que se
administraran dos veces más esa misma noche y otra por la mañana. Laura le
dio las gracias cortésmente.
Cuando llegaron al motel, no eran más que las nueve y media, pero ya
tenían un mensaje esperándoles. «Por favor, reúnanse con el doctor Wyman
esta noche a las diez.»
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¿Cómo podía alguien dar las gracias a aquel bastardo? Wyman resolvió el
problema por ellos al mirar su reloj de pulsera y decir:
—Será mejor que me vaya.
Sin embargo, no se movió. Ambos intuyeron que luchaba por decir algo
más.
Finalmente, Peter masculló:
—Yo... bueno... sé cómo me sentiría si se tratara de uno de mis hijos. Quiero
decir que...
Incapaz de completar la frase, Peter se limitó a acercarse a Harry, le acarició
la mejilla y, antes de que sus visitantes pudieran pronunciar palabra, dio media
vuelta y se alejó.
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—¿Y qué podría decirte que no supieras ya? —preguntó ella sonriendo
cansadamente.
—Podrías especular sobre lo que habría sido tu vida si tus padres no se
hubieran mudado a Brooklyn...
Ella le miró respondiéndole sin palabras. Sus ojos decían: «Sin ti, mi vida
no tendría ningún sentido.»
Lo cual él creía con el mismo fervor.
Pero ambos se preguntaban cómo (o si) llegarían a superar la pérdida de
Harry.
No, maldita sea, todavía no tenemos por qué pensar en eso. Ni siquiera
podían enfrentarse a la idea.
—¿Puedo cogerle en brazos un rato, por favor?
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AGRADECIMIENTOS