El Nino Que Se Fue en Un Arbol
El Nino Que Se Fue en Un Arbol
El Nino Que Se Fue en Un Arbol
PROLOGO
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huerto familiar. Lo curioso es que sobre esta base se logra, precisamente,
tanto aquí como en los demás cuentos, un clímax de honda emotividad y
suspenso. El desenlace de la historia es por otra parte igualmente inesperado y
quizá por eso impacta reiteradamente en cada relato, salvo tal vez en El
pececito que tenía sed, a nuestro juicio el de menor inventiva y calidad
literaria. Y aunque más de alguno de ellos recordará al lector habitual los
grandes clásicos infantiles (de un modo, por cierto, difícilmente precisable),
como El gigante egoísta de Wilde, o El principito de Saint – Exupéry
(descontando, evidentemente, la riquísima fuente de inspiración que
constituyen los cuentos de hadas tradicionales), la originalidad creadora de
Jacqueline Balcells va quedando una y otra vez plasmada en el encanto, la
finura y esa sugerente mezcla de ingenuidad y sabiduría ancestral, de
ambigüedad y precisión tanto del sentimiento mismo como de la intuición
poética que se concreta línea a línea en este texto.
“Seré para siempre tu hijo en las estrellas”, le dice el niño “que se fue en
un árbol” a su madre adoptiva, con quien ha establecido los irrompibles y
misteriosos lazos del amor materno-filial, único por su gratuidad, entrañeza y
raigambre, único _ también _ en sus infinitas e imprevisibles prolongaciones.
“Seré para siempre tu hijo en las estrellas”… Bien sabe la autora de hijos
(y bien sabe, en verdad, de estrellas): por algo a los 24 años, cuando comienza
su actividad literaria, lo hace para entretener a sus propios hijos y
desarrollarles una imaginación sin trabas que vuele más allá de los límites del
espacio.
Nacida en Valparaíso en 1944, Jacqueline Marty abandona los cerros de
su ciudad natal para estudiar en Santiago, primero en la Alianza Francesa y
después en la Cruz Roja. Luego de desempeñarse como arsenalera en el
Hospital Militar, viaja a México, Estados Unidos y Europa. A su regreso ingresa
a la escuela de Periodismo de la Universidad Católica. En 1966 se casa y se
traslada a vivir a Valparaíso, donde comienza a escribir cuentos para sus hijos,
actividad que no abandona hasta el día de hoy, e inicia paralelamente una serie
de trabajos periodísticos que tomarán otro giro a raíz de su residencia en
Francia desde 1982 hasta 1985 (París). Allí participa en seminarios de teología
e imparte catequesis en la Parroquia de Saint Laurent; organiza la biblioteca de
la Embajada de Chile en París; escribe en la revista Année Bateaux; traduce
diversos temas para la revista Poesié y publica, finalmente, cuentos infantiles
en la colección J’aime Lire, de la Editorial Orial Bayard Presse, uno de los
cuales (Le Raisin Enchantée) aparece entre los más leídos del año 1984, según
las encuestas pertinentes.
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Hoy, tras su regreso a Chile en 1985 y sin abandonar del todo a sus
lectores franceses, la autora publica en la Editorial Andrés Bello su exitoso
cuento La pasa encantada, entre otros que configuran este volumen.
La versión española de aquel mantiene el sin límite de una imaginación
desbordante que no cae, a pesar de una temática difícil de abordar para el
niño, en el morbo de la tragedia excesiva. Por el contrario, el humor que corre,
imperceptible, por cada línea del relato va salvando del absurdo cada una de las
situaciones que le tocan de soslayo, de manera tal que, en vez de aterrorizarse
por los efectos que la reiterada desobediencia de sus vástagos ha provocado
en la madre del cuento, el lector infantil no podrá sino gozar con el triunfo
final de esta: por mucho que se halle convertida literalmente en una arrugada
pasa, según tantas veces le había anunciado en su desesperación a la prole, ella
logra permanecer junto a sus hijos para seguirles entregando su amor
desmedido… y para seguir aleccionándolos en el plano ético, como lo había
venido haciendo cuando aún conservaba la gracia y el garbo de… su figura
humana. No faltan, de paso, las críticas sutiles al acendrado machismo de una
sociedad como la nuestra, donde “a mujer muerta, mujer puesta” en una
consideración de la fémina como un trasto inútil o útil, pero fácilmente
reemplazable. Todo ello, más una acción vertiginosa, que muchas veces,
paradójicamente, parece estancada, hacen que el lector quede prisionero en las
redes de una trama genial aunque, en el fondo, espeluznante y, sobre todo,
maravillosa, maravillosa.
Difícil será olvidar, por otra parte, esa suerte de bíblica pero
desenfadada parábola moderna que es Cómo empezó el olvido, donde los
matices más sobresalientes de la psicología femenina y masculina van quedando
plasmados ya desde los comienzos del mundo; lo mismo ocurre con ese
cautivante relato que constituye La princesa y el enano verde , en el cual baila,
junto al humor más genuino, toda la inocencia de un mundo incontaminado donde
lo bueno es bello y donde lo malo es, naturalmente, de horripilante y/o ridículo
aspecto.
Como una sombra cultural siempre presente, Las Metamorfosis de Ovidio
parecen ordenar el caos latente en cada historia, especialmente en ese cuento
escrito, al parecer, bajo la inspiración nostálgica del recuerdo de Chile, esta
tierra nuestra cuyos reiterados remezones quedan plenamente “justificados”
ante los ojos infantiles con la historia de ese Gigante enterrado que se mueve,
inquieto, ante la añoranza del mar…
Aventura, magia, realidad, sicología, humor, belleza y ¡maravilla! son los
ingredientes que Jacqueline Balcells maneja a voluntad, aprisionando en su
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relato a un lector que bien puede tener cinco, cincuenta o quinientos años de
vida. ¡Todo depende de la capacidad de asombro que cada uno, en definitiva,
posea!
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EL NIÑO QUE SE FUE EN UN ÁRBOL
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Y agachándose, tomó con mucha precaución el albo paño por una esquina y
le dio un tirón hacia atrás. Inmediatamente el género voló por los aires y se
deshizo como si fuera una telaraña barrida por el más feroz de los huracanes.
Y lo que quedó ahí en el suelo, entre la señora Pérez y sus tres hijos, era tan
inesperado, que los cuatro se quedaron boquiabiertos mirándolo.
Acostada de espaldas y completamente desnuda, una guagua gorda y
rosada los miraba con dos enormes ojos negros. Pataleaba, manoteaba y hacia
un ruido tan curioso que no parecía llanto, sino, más bien, el grito de algún
pájaro. Su carita estaba bañada en lágrimas.
La señora Pérez, sin vacilar un instante, se inclinó y tomó a la guagua
entre sus brazos. Y esta, inmediatamente, dejó de chillar.
_ ¡Pobrecito! ¡Pobrecito! _ dijo la buena señora, mientras lo mecía. Por el
momento no se le ocurría otra cosa que decir.
Los niños, en cambio, la atiborraron de preguntas:
_ Mamá, ¿de quién será?
_ ¿Quién lo habrá dejado aquí?
_ ¿Qué vamos a hacer con él?
La madre, entrando a la casa con el niño, les contestó:
_ Por el momento lo abrigaré y le daré de comer. Luego, veremos…
Por la tarde, cuando se puso el sol y las faenas del campo terminaron, el
señor Pérez volvió a su casa. En cuanto abrió la puerta, los niños se abalanzaron
a darle la noticia.
_ ¡Papá, tenemos una guagua! _ dijo Manuel.
_ ¡Papá, encontramos un paquete en la puerta! _ habló Melisa, agitada.
_ ¡Papá, no me gusta como llora… parece un horrible pájaro! _ agregó
José.
_ ¡Pero que tonterías hablan! ¿Dónde está la mamá? _ dijo el señor
Pérez.
_ ¡Está con la guagua! _ contestaron los tres a coro.
_ ¡Si es una broma… _ los amenazó el padre medio enojado _ van a ver lo
que les pasará…!
Y en dos pasos atravesó la sala y entró a la cocina. Allí estaba la señora
Pérez, sentada en un banco, dando un biberón de leche a una robusta guagua
vestida con unas ropas que le quedaban enormes.
_ ¿Y este niño? ¿Quién lo dejó a tu cargo? _ le preguntó a su mujer.
_ No lo sabemos… _ contestó ella con voz compungida.
_ ¡Cómo que no lo sabemos! _ vociferó el señor Pérez.
_ ¡Lo dejaron en la puerta! _ dijo Melisa, que estaba a su lado.
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El señor Pérez apretó los puños y comenzó a hablar con voz
extremadamente calmada:
_ ¿Que-rrían ex-pli-car-me, antes de que me dé un ataque de furia, de
que se trata es-to? _ y señaló con su dedo a la guagua que lo miraba
plácidamente desde los brazos de la señora Pérez.
Ella entonces le contó en detalle y con calma cómo la habían encontrado.
Cuando terminó, su marido dio media vuelta y salió de la casa diciendo:
_ ¡Esto no puede ser! Iré a averiguar quién lo dejó aquí…
Se fue donde los vecinos más próximos y luego siguió hasta el pueblo.
Habló con toda la gente que conocía y finalmente preguntó en la iglesia y a los
carabineros. Pero nadie pudo decirle nada.
Volvió a su casa cabizbajo y preocupado. Encontró a sus hijos ya
durmiendo y a la nueva guagua junto a la cama de su mujer en una vieja cuna
rescatada del desván. La señora Pérez le preguntó por el resultado de sus
averiguaciones y, al saberlo, se quedó largo rato en silencio. Luego, cuando el
señor Pérez ya se dormía, le dijo:
_ ¿Sabías que hoy también apareció un árbol nuevo en el huerto? Es un
naranjo que no parece naranjo… Muy raro, muy raro…
_ Déjate de hablar tonterías _ le contestó malhumorado su marido _ No
sabemos qué hacer con esta guagua y tú preocupada de un árbol…
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_ Bueno… finalmente eres tú quien lo cuidará. Al fin y al cabo una boca
más…
No alcanzó a terminar la frase, cuando su mujer estaba ya abrazándolo.
_ ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Verás cómo llegarás a quererlo! Además nos ha
traído buena suerte: justo el día de su llegada descubrí el nuevo árbol. ¡Ahora
tenemos cuatro hijos y cuatro naranjos!
_ ¿Un niño de la suerte? ¡Vamos, vamos, mujer! Con esta sequía tremenda
no hay niño ni suerte que valgan.
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hacha lo estuviera cortando a él en pedazos y, avanzando torpemente, se colgó
del brazo de su padre adoptivo.
El señor Pérez, soltándose furioso, llamó a su mujer para que se lo
llevara.
_ Además que este árbol es más duro que una roca, tengo que soportar a
este tonto y sus graznidos…
_ Es que es su árbol predilecto _ le dijo Melisa _ A lo mejor cree que los
hachazos le duelen…
_ Cada vez que rompe un juguete y lo retamos, se viene a esconder
detrás de este árbol _ añadió Manuel.
_ Un día yo lo encontré abrazado al tronco, como tonto que es _ terminó
diciendo José, el más chico y el más picado.
Pero aunque la señora Pérez se llevó a Galo para que no se oyera su llanto
y el señor Pérez le pegó al árbol todo lo que quiso, no logró sacarle ni una sola
astilla.
_ ¡Árbol maldito! _ gritó el señor Pérez, agotado y furioso _ ¡Mañana le
cortaré las raíces!
Esa noche Galo no quiso comer ni siquiera un pedacito de pan, y la buena
señora pensó que estaba enfermo. Varias veces se levantó a mirarlo y lo
encontró despierto en su cama, con los enormes ojos negros muy abiertos, que
la miraban angustiados.
Al día siguiente el señor Pérez tomó la picota y el chuzo y se fue directo
al árbol. El niño trató otra vez de seguirlo, pero la señora Pérez lo encerró en
la casa y le dio una aspirina, pues pensó que estaba afiebrado. Galo lloraba y
lloraba y trataba con dificultad de abrir la puerta que daba al huerto. Los
hermanos se reían de él diciéndole que su árbol ya estaba en el suelo.
Mientras tanto el señor Pérez trataba desesperadamente de arrancar
las raíces con el chuzo. Estas eran tan grandes, tan duras y tan profundas como
él no había visto nunca antes. Parecían haber crecido tanto hacia abajo, como
las ramas de la copa hacia el cielo.
_ ¡Árbol del demonio! _ exclamó el señor Pérez, luego de tres horas de
esfuerzo y ya agotado _ ¡Para sacar estas raíces tendría que destruir la mitad
del huerto! _ Y entró a la casa, vencido y furioso. Galo, por suerte, al ver su
árbol en pie todavía, se había calmado.
Así siguieron pasando los días y los meses sin que ninguna gota de agua
cayera del cielo. Pero el árbol raro, sin frutos ni hojas, al cual el señor Pérez no
había regado más, seguía igual creciendo. Los otros tres naranjos, en cambio, a
duras penas seguían vivos con los pocos litros de agua que le tocaban a cada
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uno. Galo, por su parte, tenía un tamaño tan desmesurado que ya estaba más
alto que el mayor de los hermanos. Pero seguía siendo lerdo para moverse y no
hablaba ni una sola palabra. Solamente hacía ruido cuando lloraba. Y la única
manera de hacerlo callar entonces era dejando que fuera a abrazar al tronco
de su árbol, aunque hiciera frío o hubiera caído la noche.
Llegó el verano, los campos se quemaron, no quedaba ya casi nada que
comer salvo las naranjas del huerto. El señor Pérez se desesperaba, la señora
Pérez rezaba el rosario. Manuel, Melisa y José trepaban por los tres tristes
naranjos buscando las frutas que quedaban más arriba. Galo trataba también
de subir, pero, aunque de gran tamaño, era tan poco coordinado que terminaba
siempre en el suelo, dándose un gran costalazo. Los hermanos se reían de él y
se comían solos las últimas naranjas. Galo corría a acurrucarse junto a su gran
árbol y desde allí los miraba entristecido.
_ ¡Cómete las naranjas de tu árbol! _ le gritaban entonces Manuel,
Melisa y José, burlándose.
Pero una tarde en que el señor y la señora Pérez habían ido a la iglesia a
rezar por la lluvia y los niños estaban solos en el huerto mirando si todavía
quedaba alguna naranja escondida entre las hojas, José, el menor de los
hermanos, gritó:
_ ¡Miren! ¡Miren! Arriba en el árbol de Galo, allá en la punta… ¡Una
naranja enorme, enorme…!
Y era cierto. En la punta del gigante, diez veces más arriba que las más
altas ramas de los otros tres naranjos, una naranja dorada y única se mecía con
el viento.
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_ ¡Cómo no la habíamos
visto antes…! ¡Voy a cogerla! _
dijo Manuel, el mayor. Y
comenzó inmediatamente a
encaramarse por el árbol. Pero
no había subido metro y
medio, cuando ¡cataplúm!, cayó
al suelo.
_ ¡Ay! _ gritó _ Este
árbol parece estar
embetunado con aceite… es
resbaloso.
_ ¿Resbaloso? _ le
contestó Melisa _ ¡Vas a ver
como yo subo!
Trepó entonces hasta la
primera rama, luego hasta la
segunda, y ¡pum!, cayó también
al suelo.
_ ¡No es que sea
resbaloso! ¡Sus ramas se sacuden! _ reclamó enojada, mientras se sobaba el
trasero.
_ ¡Ustedes los mayores se creen la muerte y no saben hacer nada! _
habló José _ ¡Mírenme a mí!
De un salto comenzó a trepar el árbol, como un mono. Pero llegando a la
tercera rama comenzó a gritar:
_ ¡Ay, ay…! Este árbol tiene algo que pincha… ¡Ay, no puedo más…!
Y de otro salto se dejó caer a tierra.
Galo, que se había quedado mirando embobado la gran naranja dorada
que colgaba en la punta de su árbol, parecía no haberse dado cuenta de lo que
les sucedía a sus hermanos.
En ese momento el señor y la señora Pérez llegaron de vuelta a casa.
Adoloridos, los niños les mostraron la naranja y les contaron de sus fracasos en
alcanzarla. El padre les contestó, vociferando:
_ ¡Árbol miserable! Yo iré por esa fruta, niños…
Pero el señor Pérez no llegó ni a la segunda rama: apenas había abrazado
el tronco cuando cayó al suelo como un saco de papas. Su mujer y sus hijos, muy
asustados, corrieron hacia él y lo ayudaron a levantarse.
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Poniéndose de pie, medio cojo, alzó los puños y le gritó al árbol, como si
este pudiese oírlo:
_ ¡Ya verás árbol detestable! Echaré acido en tus raíces, te pondré una
bomba, llamaré al ejército para que te destruya…
Y la naranja, en la punta, parecía reírse de los esfuerzos que hacían los
Pérez por alcanzarla.
En esa estaban padre e hijos, sobándose sus piernas y espaldas, cuando
oyeron un susurro que venía desde lo alto, como el que hace la brisa en el
follaje. Miraron hacia arriba y vieron que Galo subía penosamente por el tronco
del árbol y que este, aun cuando no soplaba viento alguno, se había puesto a
temblar entero, entrechocando las puntas de sus ramas.
_ ¡Se va a matar! _ dijo Melisa.
_ ¡Caerá sobre nosotros! _ gritó Manuel.
_ ¡Y otra vez se pondrá a llorar! _ exclamó José.
El señor Pérez, asustado, le ordenó:
_ ¡Galo, baja inmediatamente!
Y la señora Pérez, desesperada, le rogó:
_ ¡Galo, hijo mío, ese árbol te matará! ¡No subas! ¡Te vas a caer! ¡Baja,
por favor, baja!
Pero Galo parecía no oírlos y ya había alcanzado la primera rama. El árbol
se movía ahora como si un huracán lo azotara y el silbido agudo del aire
ahogaba los gritos de la señora Pérez:
_ ¡Qué horror! ¡Se caerá! ¡No quiero mirar! _ lloraba con la cara entre las
manos, mientras su marido y sus tres hijos miraban inmóviles y boquiabiertos a
Galo, que seguía, impertérrito, trepando.
_ ¡Llegó! ¡Llegó hasta la segunda rama! ¡La rama se está doblando…! ¡Se va
a caer! ¡Ayyyy! _ gritaron los niños.
Más Galo, a pesar de toda su torpeza y de los feroces barquinazos que
daba el árbol, ni se caía ni se asustaba. Y cuando llegó a la tercera rama y
siguió hacia arriba, los Pérez se dieron cuenta de que estaban presenciando un
milagro: el árbol en verdad estaba ayudando al niño a que trepara. Todos esos
temblores y sacudones de las ramas no tenían otro objeto que ponerle apoyos
en los pies y en las manos, cada vez que Galo vacilaba. Las ramas más gruesas
se doblaban como brazos humanos para sostener y empujar hacia arriba a ese
niño, que ni una sola vez había mirado hacia el suelo donde estaba su familia
adoptiva.
_ ¡Dios mío! ¡Dios mío! _ lloraba en silencio la madre, viéndolo como se
achicaba y se perdía en la altura inmensa del naranjo tembloroso.
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El señor Pérez, pálido, no movía ni un músculo de su cara.
_ ¡Alcanzará la naranja! _ gritó Melisa, aplaudiendo.
Y al fin, en la copa del árbol zumbante, sostenido por sus más débiles
ramas que lo ceñían como largos dedos, Galo extendió su brazo y cogió la gran
naranja. Y entonces, de repente, el árbol se quedó inmóvil y el silbido
ensordecedor se acalló. La señora Pérez, sin saber por qué, lanzó un grito
horrible. La naranja, tocada por Galo, se encendió como un farol y comenzó a
hincharse más que un melón, más que un zapallo. Y desde la punta hasta el pie
del tronco, el árbol se iluminó por dentro como si estuviese hecho de vidrio. A
medida que crecía, la naranja fue perdiendo el color, hasta que se transformó
en un globo blanco radiante, a cuyo lado Galo apenas se veía. Ni el señor ni la
señora Pérez podrían gritar o moverse y los niños abrían y cerraban los ojos,
muertos de miedo ante esa torre de luz en que se había convertido el árbol. El
niño, en ese momento, desde la cumbre, se volvió hacia ellos, agitó una mano y,
abriendo la boca, les gritó con una voz potente como ninguna:
_ KIKLI KILI NITI LISI NIFLI TIKLI MILI…
Y entonces, en un lado del globo se abrió suavemente una especie de
escotilla, y Galo, sin vacilar, entró por ella. La escotilla volvió a cerrarse y, a
pesar de la luz enceguecedora, los Pérez todavía pudieron ver la pequeña
sombra de aquel que había sido su hijo y su hermano, moviéndose en el interior
de la altísima esfera.
Un estremecimiento sacudió la tierra. Luz, estruendo y temblor se
juntaron, y el árbol de Galo, convertido en un cohete plateado, se alejó
lentamente del suelo.
Los cinco Pérez se quedaron parados en el huerto, sin habla. Los tres
niños, aferrados a sus padres y muy asustados. No se atrevieron a abrir los
ojos durante un largo rato. En el silencio de la tarde y desde el fondo de la
tierra, allí donde un profundo orificio marcaba el lugar donde había estado el
árbol, se comenzó a oír un ruido sordo y lejano. ¡Blup! ¡Bluuuup! ¡Bluuuuuuuuuup!
Cada vez más fuerte, como si un sacacorchos gigante estuviese destapando una
botella del tamaño de una casa, el ruido subía y subía. Los Pérez, que seguían
inmóviles, paralizados de asombro, tenían ahora sus ojos fijos en ese hoyo en la
tierra.
_ ¡Bluuuup! ¡Bluuuuuuuup! ¡BLUUUUUUUUUUUUUUUUP! El sonido
aumentó y aumentó, hasta terminar en un estampido como el de una colosal
botella de champaña que se destapa. Y desde el hoyo del árbol de Galo, un gran
chorro de agua pura se elevó, altísimo, por los aires. En un dos por tres los
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Pérez tenían frente a ellos lo que hacía meses y meses les faltaba
desesperadamente: un pozo ancho y profundo, repleto de agua.
_ ¡Agua! ¡Agua! _ repetía el señor Pérez, como atontado _ ¡Agua para mis
cosechas! ¡Estamos salvados!
Los niños se habían acercado a la orilla del pozo y tocaban el agua con las
manos.
_ ¡ KIKLI KILI NITI LISI NIFLI TIKLI MILI…! _ gritaban a coro, sin
saber si reírse de las extrañas palabras o estar tristes por la desaparición de
Galo.
La señora Pérez sonreía y lloraba.
De pronto, José dijo:
_ ¡Miren allí! Algo brillante flota en el agua…
Melisa corrió a buscar una rama. Y con ella en la mano y estirando el
brazo, Manuel hizo llegar a la orilla una gran naranja dorada.
_ ¡La naranja de Galo! _ gritaron los niños.
_ ¡Será otra igual! _ los corrigió el señor Pérez.
_ ¡Yo la pelaré! _ dijo Manuel. Y trató de enterrarle las uñas. Pero no
pudo ni siquiera rasguñarla.
_ ¡Déjame a mí! _ habló José. Mas tampoco tuvo éxito.
_ ¡Yo trataré! _ gritó Melisa. La naranja, como si fuera de piedra, ni se
abolló con los golpes que le dio la niña.
_ ¡Pásenmela! _ ordenó el señor Pérez. Pero a pesar de el cortaplumas
con que trató de cortarla, no logró hacerle ni un hoyito. Cansado al fin, se la
pasó a su mujer para que esta la guardara en recuerdo de Galo. La señora Pérez
la tomó en sus manos y en ese mismo momento la naranja comenzó a pelarse
sola desenvolviéndose y dejando caer su cascara. Unos gajos rojos como el rubí
aparecieron dentro y la madre, sin dudarlo un instante, sacó uno y se lo comió.
El señor Pérez y los niños se la quedaron mirando, para saber, por la expresión
de su rostro, que gusto tenía esa fruta tan rara.
_ ¡Ay, mi pobre Galo, hijo querido, ahora entiendo! _ exclamó la señora
Pérez, mientras que, con los ojos llenos de lágrimas, les daba a sus hijos y a su
marido los gajos que quedaban.
Y cuando estos comieron, ellos también se pusieron a llorar, mirando
hacia el cielo que, entretanto, se había llenado de estrellas.
Gracias a esa naranja, las únicas, últimas y extrañas palabras que le
habían oído a Galo resonaban ahora con toda claridad en sus oídos, como si lo
estuviesen oyendo hablarles en castellano:
_ KIKLI KILI NITI LISI NIFLI TIKLI MILI
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“Madre de la tierra: gracias por haberme criado. Parto a buscar a los
míos. Seré para siempre tu hijo en las estrellas”.
La Biblia nos dice que el primer hombre que existió fue Adán y la
primera mujer, Eva. Luego habla de Caín y Abel, sus hijos mayores, y de muchos
otros que fueron poblando la tierra. Pero lo que la Biblia no cuenta es que Dios
envió un último regalo a Adán y Eva, cuando estos envejecieron: tuvieron unos
trillizos morenos y unas trillizas rubias, que les alegraron sus últimos días y
ayudaron a sus padres, ya ancianos, a terminar su tarea en este mundo.
Una tarde en que se paseaban por el campo, Adán mostró a su mujer
unos arbustos, diciéndole:
_ ¡Mira, Eva, qué lindos rosales!
_ ¿Rosales? _ le contestó Eva sorprendida _ ¡Pero si son hibiscos!
_ Hibiscos… ¡tienes razón! Ahora que lo pienso… _ susurró Adán, sin
terminar la frase.
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_ ¿Estas mal de la vista?
_ No, no son mis ojos… Creo que es la memoria la que me está fallando.
_ Eso es muy grave, Adán _ dijo Eva, preocupada _ Tú eres el que le puso
nombre a cuanta cosa hay en la Tierra y si comienzas a olvidar… ¡Será
espantoso!
_ Tienes razón, mujer, como siempre _ asintió Adán _ Tendré que pensar
que hacer al respecto…
_ ¡Ya sé! _ dijo ella _ Antes de que pierdas la memoria del Paraíso, ¿por
qué no recorres la Tierra con nuestros tres últimos hijos y les vas nombrando
las cosas, explicándoles además, para que sirve cada una de ellas?
_ ¡Eva! ¡Eva! _ le contestó él abrazándola _ ¿Qué haría yo si tú no me
dieras ideas?
Entonces llamó a sus tres hijos: León, Laurel y Oro, y los invitó a un largo
viaje.
Partió primero con León y recorrió con él las selvas, las montañas y los
océanos. Y le nombró los animales de la Tierra y sus cualidades: cuáles eran
mansos y cuáles fieros, los que eran escasos y los que abundaban, los que se
podían domesticar y los que eran salvajes. Le mostró pájaros de mil colores y
peces de los mares más lejanos. También los caracoles, las chinitas, las
hormigas, los murciélagos y los dromedarios.
_ Ese con cola larga es un mono tití _ le decía _ que despierta con sus
gritos al cazador que se queda dormido. Y esa de más allá es una abeja, que
sirve para hacer miel, el mejor de los manjares. Y ese es un pájaro que le
enseña al hombre cómo se danza en primavera.
Así León no sólo supo qué hacer con el caballo, la gallina o el perro _ lo
que hoy también sabemos _ sino para que servían las cebras, los lobos, las
gaviotas y las moscas, cosa que hoy hemos olvidado.
León volvió de su largo viaje con la cabeza dándole vueltas y muy
cansado.
_ ¡Papá, eres un genio! _ le dijo _ me has nombrado a todos los animales
de la Tierra. ¿Cómo puedes tener tan buena memoria? Yo en cambio estoy
totalmente confundido…
Adán no alcanzó a responderle, porque tenía que partir de prisa con su
otro hijo. No podía perder ni un minuto en esta tarea; su memoria cansada con
los años ya estaba fallando…
Se fue entonces con Laurel a las planicies, a las montañas y a los valles.
También estuvieron en las selvas y los desiertos.
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_ Ese, hijo, es un cardenal, y sirve para que las niñas chicas se pinten las
uñas. Esta es una amapola, en cuyos pétalos duermen siesta las mariposas. Y
aquí está el álamo temblón, que hace oír el ruido del mar a los que viven tierra
adentro.
Así, le mostró a Laurel los árboles, las plantas y las flores; tanto las de
los campos, como las de los desiertos, las que flotan sobre las aguas y las que
viven sumergidas. De todas ellas Laurel conoció sus nombres y cualidades. No
sólo supo para que servían las lechugas, las encinas y los manzanos _ lo que hoy
sabemos _ sino que supo también qué hacer con los sauces llorones, los cactos,
las enredaderas y los yuyos _ cosa que hoy hemos olvidado.
Laurel volvió a la casa mareado con tantos nombres.
_ ¿Cómo puedes saber tantas cosas? _ le preguntó a su padre _ En
cuanto a mí, no sé lo que haré para recordar tal infinidad de vegetales y su
usos…
Adán lo dejó pensando solo, porque no tenía tiempo para contestarle.
Partió con su hijo Oro a recorrer por tercera vez la Tierra y hacerle conocer
el nombre y utilidad de las rocas, las tierras, las aguas, las nieves y los
minerales.
_ Estos son los diamantes, que endurecen el corazón de quien los posee _
comenzó diciéndole _ Y este es el hierro que brilla en los arados; y aquí está el
carbón, que calienta los cuerpos avivando el fuego…
Caminaron recorriendo la Tierra lo más rápido que daban las viejas
piernas del padre, a quien, por suerte, de todo lo que vieron, nada se le había
olvidado.
Y así Oro no solamente conoció los rubíes, la plata y el plomo, y supo qué
hacer con ellos _ tal como lo sabemos nosotros hoy día _ sino que aprendió de
su padre muchos usos de las rocas, las aguas saladas y la tierra de los pantanos
_ los que hoy hemos olvidado completamente.
Oro volvió a su casa con los pies deshechos por haber caminado tanto y
tan ligero. Además muy preocupado por la cantidad de nombres que tenía que
memorizar.
_ ¿Qué haces tú, papá, para acordarte de tantas cosas? _ le preguntó _
yo estoy agotado y confuso
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