La Politica El Poder y La Legitimidad Del Aguila

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El presente M anual de Ciencia Política es el resultado

del trabajo de un grupo de especialistas de diversos


niveles académ icos y procedentes de diferentes insti­
tuciones universitarias. Su objetivo es ofrecer al lector,
con claridad expositiva, una introducción a la ciencia
de la política y a sus principales problem as contem­
poráneos, incorporando los desarrollos teóricos y
prácticos m ás recientes.
C ada uno de los capítulos ha sido redactado por
un especialista en la materia. Aun cuando el orden en
el que aparecen los diversos bloques temáticos es un
orden de lectura recom endado, siempre es posible leer­
los por separado dado que los participantes en este
m anual han redactado su contribución de manera
autónom a, agotando el ámbito del tema tratado y evi­
tando repeticiones innecesarias. Por ello, el lector ten­
drá ocasión de com probar que cada uno de los capí­
tulos posee un perfil propio que, aunque conectado
con el resto, permite abordarlo individualmente si así
se desea.
Capítulo 1

LA POLÍTICA: EL PODER Y LA LEGITIM IDAD

Rafael del Agu i l a


Universidad Autónoma de M adrid

I. LA PO L ÍT IC A

I )e las muchas posibles definiciones de la política, existe una que


quizá nos resulte útil en un principio: política es la actividad a través
de- la cual los grupos humanos toman decisiones colectivas (Hague
rt a l., 19 94).
Definida en estos términos, una enorme variedad de actividades
deben ser consideradas políticas: desde las realizadas en el seno de
nn pequeño grupo de amigos o de una familia hasta las grandes
decisiones de la comunidad internacional. En el contexto de este
libro, el lugar central de la actividad política al que nos referiremos
y del que trataremos será el Estado, entendido como aquella insti­
tución que recaba para sí, con éxito, el monopolio de la violencia
legítima dentro de un territorio (Weber). N o obstante, es muy im­
portante retener desde un principio que la política es una actividad
que subyace y excede el marco estatal.
Por otro lado, la definición que ofrecemos tampoco prejuzga
<timo se toman aquellas decisiones: por consenso, por mayoría, de­
mocráticamente, por la violencia, por la fuerza, por la instancia más
•autorizada», etc. Es decir, en el contexto de la definición sería po­
sible hablar tanto de política democrática como de política autorita-
i i.i o totalitaria. Igualmente dentro de esa definición caben com-
l>ielisiones más aristotélicas (y cooperativas) o más maquiavelianas
(v c onllutivas) de la política.
Sej’im Lis primeras, la política es la actividad que nos convierte
m Mies humanos al hacernos usar la palabra y la persuasión en la

/I
H A I A I I M i l A ■. I I I I

deliberación en común de lo que a lodos aléela. l;n este sentido, la


política ocupa un lugar central en la vida de los ciudadanos, muy
superior en importancia a cualquier otro y generador de la ética
compartida por la comunidad, así como del poder de la comunidad
m ism a1. Sin embargo, esta visión amable de lo político, esta visión
que resalta su importancia, su carácter educativo y ético para el cuer­
po político, su sentido de colaboración en una empresa común, etc.,
no es hoy la dominante.
En efecto, las definiciones maquiavelianas de lo político señalan
que esta actividad (la política) es esencialmente algo conflictivo y
transgresor cuando no directamente inmoral. Con palabras de Ma-
quiavelo, quien quiera hacer política debe estar dispuesto a inter­
narse en la «senda del mal», es decir, debe estar dispuesto a sacrificar
su ética al objetivo político que tenga que obtenerse. La política, de
hecho, no es una actividad cooperativa, sino de conflicto entre per­
sonas, grupos, intereses, visiones del mundo, etc. La ciencia de la
política se convierte aquí en la ciencia del poder.
Pues bien, en democracia ambas concepciones, la cooperativa y
la conflictiva, la que busca el acuerdo y el consenso y aquella basada
en el conflicto y la contraposición de intereses, conviven la una con
la otra. De hecho, la democracia liberal es un sistema que intenta
solucionar algunos de los problemas derivados de esas diferentes
concepciones y que trata igualmente de establecer un marco de en­
tendimiento del poder y la legitimidad que haga justicia a lo que
pueda haber de verdad en cada una de ellas.
Por esta razón, en lo que sigue de este capítulo se ofrecerán dos
visiones de lo que es el poder y la legitimidad: la primera (epígrafes
III y IV), más cercana a los planteamientos conflictivistas de la polí­
tica; la segunda (epígrafe V), más preocupada por resaltar los aspec­
tos cooperativos y consensúales. Pero antes de abordarlas debemos
hacer algunas precisiones conceptuales.

1. Para apreciar por qué es una actividad tan importante debemos intentar en­
tender el contexto histórico en el que esa idea de la política se desarrolla. Piénsese, por
ejemplo, en las diferencias entre la vida en la polis y la actividad en la asamblea de
Atenas, por un lado, y la vida aislada en una pequeña aldea del mundo antiguo con
pocos contactos humanos y menos variedad en las interacciones entre sus habitantes,
por otro. Mientras en el primer caso tenemos (al menos idealmente) a un conjunto de
ciudadanos iguales, discutiendo en común sobre a lo que todos interesa, educándose
mutuamente mediante las discusiones, aprendiendo unos de otros y generando de este
modo el poder de la comunidad y sus instituciones, en el segundo caso sólo tenemos
aislamiento, falta de acceso a otros seres humanos, a los medios de educación cívica, y,
sea como fuere, un tipo de vida con pocos horizontes.

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I A I' 1 1I I I I ' A II I' < » I ) I M i I A I I ( . I I I II I I >A I >

II. ii roni'K

I) I I poder no es una rosa que uno tiene (como se tiene una espada
0 un tanque), el poder es el resultado de una relación en el que unos
obedecen y oíros mandan. No es posesión de nadie, sino el resulta­
do de esa relación.
.>) Por esa razón, el poder está estrechamente vinculado no sólo
ni pnoritariamene con la fuerza o la violencia, sino con ideas, creen-
1ttis y valores que ayudan a la obtención de obediencia y dotan de \
.uiioridad y legitimidad al que manda.
}) Así, aun cuando el miedo al castigo es un componente de todo
poder, 110 es su componente fundamental. Un viejo dicho asegura que
t on las bayonetas puede hacerse cualquier cosa... menos sentarse
•.obre ellas. Es decir, todo poder que aspire a estabilizarse debe con­
tar, además de con la violencia, con un conjunto de creencias que
liistiliquen su existencia y su funcionamiento (que hagan creer al que
obedece en la necesidad, las ventajas, etc., de la obediencia).
4) Los ciudadanos no consideran del mismo m odo: a) pagar
impuestos, detenerse ante la señal de un policía de tráfico, que se
enc arcele a un delicuente, la obligación de participar en una mesa
electoral, etc., que b) ser asaltado por un ladrón que nos exige dine-
i o, ser secuestrado por un particular, que se nos impida la libre cir-
1 1 ilación por una acera de un barrio debido al capricho de una pan­
dilla, etc. La diferencia entre a) y b) está en que los que ordenan en
<1 primer caso son considerados autoridades legitimadas para exigir­
án>s la obediencia, mientras que los segundos (que seguramente tie­
nen medios más directos e inmediatos de ejercer violencia sobre no­
sotros) no lo son2.
5) Para apreciar cómo se ordena, se concentra o se dispersa el j .
poder en un sistema político concreto no es suficiente el estudio de f
sus leyes. Aun cuando éstas son, por decirlo así, el retrato de los j
<ircuitos de poder, éste desborda en su funcionamiento la estructura ^
le)’,al, no porque la transgreda, sino porque funciona de forma más
general y dispersa de lo que puede recogerse en cualquier texto le-
)•,.»I. Así, por ejemplo, el poder que los partidos políticos tienen en i. - í
nuestras democracias contemporáneas es mucho mayor y más im- í
portante del que podría deducirse de su regulación legal en cada \f7¡

1. Naturalmente, todos los casos del grupo a) pueden ser considerados injustos
«» ilegítimos, producto de, digamos, una tiranía intolerable, y eso les acercaría al caso
/>) IVro lo crucial ahora es comprender que existen poderes legítimos y otros que no
• uiisulcramos como tales.

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K A I A I l l) I I A (,II ll A

caso. Pensemos que sólo un artículo de nuestra Constitución de


1978 trata de los partidos políticos, de modo que su poder real en el
funcionamiento del sistema político español no podemos deducirlo
simplemente de una lectura de ese texto.

III. T E O R ÍA S E ST R A T É G IC A S D EL PO D ER

¿Qué es el poder político?, ¿qué necesitamos para explicarlo?, ¿cuá­


les son sus rasgos esenciales? Dado que, según hemos dicho, el poder
es una relación entre partes, la respuesta a las anteriores preguntas
requiere que aclaremos primero qué es una acción social y qué tipo
de acción social resulta típica de las relaciones de poder. M ax Weber
ofrece la definición más influyente de poder político conectándola a
su propia idea de lo que es una acción teleológica o estratégica.
Weber define la acción estratégica como aquella en la que el
actor: 1) define el fin que quiere o le interesa alcanzar y 2) combina
e instrumenta los medios que son necesarios o eficientes en la conse­
cución de aquel fin. Puesto que se trata de una acción social, el actor
para la consecución de sus fines ha de incidir sobre la voluntad y el
comportamiento de otros actores. Y es así como se desemboca en la
idea de poder. El actor estratégico, interesado en conseguir sus fi­
nes, dispone los medios de tal forma que el resto de los actores
sociales se comporten, por medio de amenazas o de la persuasión,
de manera favorable al éxito de su acción. Los ejemplos de este tipo
de comportamiento son múltiples: un candidato maneja estratégica­
mente los medios con que cuenta para obtener un escaño en las
elecciones; una persona calcula qué debe decir a sus amigos para
convencerles de ir a ver una determinada película; un dictador ma­
nipula los datos económicos para mantenerse en el poder, etc. De
este modo, Weber define el poder como la posibilidad de que un
actor en una relación esté en disposición de llevar a cabo su propia
voluntad, pese a la resistencia de los otros, y sin que importe por el
momento en qué descansa esa posibilidad (en la persuasión, en la
manipulación, en la fuerza, en la coacción, etc.). M ás simplemente,
entonces, el poder sería la posibilidad de obtener obediencia incluso
contra la resistencia de los demás.
La politología estadounidense intenta aplicar esta definición a
los procesos que tienen lugar en las instituciones de un sistema polí­
tico y producen como resultado el que los fines e intereses de deter­
minados grupos se impongan y prevalezcan sobre los de otros. Exis­
ten tres grandes formas de contemplar este tema (Lukes, 1985).

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1 A P i >I ! I I ' A II I' < > I > I K Y l A I l (, I I I M I I) A D

I. II o í loque unidimensional. Aquí A tiene poder sobre B en la


medula en que puede hacer a B realizar algo que, de otro modo, B
no haría. Para hablar de la presencia del poder es, pues, necesario
que sobre las cuestiones en disputa exista una oposición real y di-
tei í i ¡ de intereses. Es decir, el conflicto expreso y consciente de
intereses es el fundamento de las situaciones de poder. Si seleccio­
namos en una comunidad dada un conjunto de cuestiones clave y
estlidiamos para cada decisión adoptada quién participó iniciando
o|u iones, quién las vetó, quiénes propusieron soluciones alternati­
vas, etc., obtendremos un cómputo de éxitos y fracasos y determi­
naremos quién prevalece (quién tiene el poder) en la toma de deci­
siones sobre los demás.
Para el enfoque bidimensional la concepción anterior es insu-
lu u nte. Necesitamos analizar también cualquier forma de control
efn tivo de A sobre B. Desde esta perspectiva donde se manifiesta el
poder es en la movilización de influencias que opera tanto en la
iesolución de conflictos efectivos (como en el caso anterior) como
m la manipulación de ciertos conflictos y la supresión de otros. El
<ontrol de la agenda política, qué cuestiones se considerarán claves
v í nales no, el poder de no adopción de decisiones, etc., se convierte
.u 1111 en crucial. Se trata ahora de incluir en el concepto de poder no
solo la oposición explícita de intereses, sino también los «conflictos
implícitos» que podrían (o no) ser excluidos por el poder de la agen­
da de problemas a tratar.
Para el enfoque tridimensional es necesario desechar la re­
ducción del poder al proceso concreto de toma de decisiones y hay
que c entrarse en el control global que el poder puede ejercer sobre
la agenda política. N o se trata ahora de buscar conflictos efectivos y
observables (explíticos o implícitos), sino de considerar oposiciones
tetdes de intereses. Tales oposiciones pueden no ser conscientes para
los actores, pero pese a ello existen. Supongamos, por ejemplo, que
un pueblo de la costa española ha de decidir si debe urbanizar o no
todo su conjunto histórico para obtener grandes beneficios con el
tmismo. Supongamos que los intereses de, digamos, las élites eco­
nómicas y políticas son la urbanización. Supongamos que para el
» onjunto de los ciudadanos también la urbanización sea la decisión
i adoptar. En este caso no existe conflicto de intereses (ni explícito
m implícito). Sin embargo, para los partidarios del enfoque tridi­
mensional del poder podría hablarse de relación de poder si pudiera
demostrarse que los intereses reales (aunque no conscientes) del
<on)unto del pueblo son la preservación del equilibrio ecológico en
la /ona y la conservación de su patrimonio histórico. El problema

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K A I A I I D l l A (, I I I I A

para este enfoque es, naturalmente, quiénes pueden o deben decidir


sobre esos intereses reales, si no son los propios implicados. Sin
embargo, los partidarios de este tercer enfoque deben esforzarse
por dar una definición objetiva de intereses, y tal tarea es, sin duda,
muy problemática.

En las tres variantes aquí analizadas del poder hay diferencias en


qué se entiende por interés o la forma en que se articula o se mani­
fiesta. Pero no hay diferencia en el concepto de poder propiamente
dicho, que sigue siendo una relación estratégica entre dos polos (A y
£), mientras la visión de la política sigue anclada en su considera­
ción como juego de opciones representativas de intereses, conflictos
y preeminencia de unos sobre otros. M ás adelante (ver epígrafe V)
trataremos de otra perspectiva sobre este tema. Ahora debemos com­
pletar los fundamentos de estas teorías estratégicas del poder con
una referencia a la autoridad y la legitimidad.

IV. P O D E R , A U T O R ID A D Y L E G IT IM ID A D

Com o ya se ha señalado, el poder está íntimanente ligado a los valo­


res y las creencias. Este vínculo es el que permite establecer relacio­
nes de poder duraderas y estables en las que el recurso constante a la
fuerza se hace innecesario. De nuevo M ax Weber distinguía entre
poder y autoridad3.
Autoridad sería el ejercicio institucionalizado del poder y con­
duciría a una diferenciación, más o menos permanente, entre gober­
nantes y gobernados, los que mandan y los que obedecen. La institu-
cionalización de la dicotom ía poder-obediencia, así, se produce
como consecuencia de la estabilización en las relaciones sociales de
determinados roles (papeles sociales) y status. Cuando esto ocurre
la obediencia se produce de forma distinta a cuando el mandato del
poder se da en un medio no institucionalizado. Tiene lugar ahora
una abstracción respecto de la persona concreta que emite la orden
y una localización de la autoridad en la institución que esa persona
encarna. Por ejemplo, uno obedece la orden de un guardia de tráfi­
co porque, según su rol social de «conductor de coche», viene obli­
gado a hacerlo, con independencia de si ese guardia en particular y

3. N os limitaremos aquí a una sola definición de la autoridad dejando de lado,


por razones de espacio, las elaboraciones clásicas del mundo antiguo, etc.

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I A I' < > I I I I < A II ( ' <* ( >( ^ í I A I I <, I I I M I I ) A I >

<■*».i oi (l( n específica le parecen in d ig n o s de o b e d ie n c ia « p e rs o n a liz a ­


da y c <>iícrel<1 >>. Así, la a n l o n d a d im p lic a u n a serie de su puestos (Mu-
n ll o , I ‘í 72):

,/) Una relación de supra-subordinación entre dos individuos o


grupos.
h) I ,a expectativa del grupo supraordinado de controlar el com ­
portamiento del subordinado.
<) La vinculación de tal expectativa a posiciones sociales relati-
v.miente independientes del carácter de sus ocupantes.
</) La posibilidad de obtención de obediencia se limita a un con­
tenido específico y no supone un control absoluto sobre el obedien­
te (piénsese en un guardia de tráfico que pretendiera ordenarnos
Mimo debemos pagar nuestros impuestos o si debemos vestir con
» oí bata o que nos ordena traerle un café).
r) La desobediencia es sancionada según un sistema de reglas
vainillada a un sistema jurídico o a un sistema de control social
r \t i ajurídico.

1)e este modo, la autoridad hace referencia a la rutinización de


la obediencia y a su conexión con los valores y creencias que sirven
de apoyo al sistema político del que se trate. Dicho de otra forma, el
poder se convierte en autoridad cuando logra legitimarse. Y esto
nos conduce necesariamente a preguntarnos qué es la legitimidad.
I egítimo, diría de nuevo Weber, es aquello que las personas
* i een legítimo. La obediencia se obtiene sin recurso a la fuerza cuan­
do el mandato hace referencia a algún valor o creencia comúnmente
it e p ta d o y que forma parte del consenso del grupo.
Así las cosas, nada tiene de extraño que los primeros tipos de
le g itim id a d que encontramos en la historia hagan referencia a los
valores religiosos de las comunidades. De este modo, encontramos
en el antiguo Egipto la figura del rey-dios, figura legitimante espe-
» ial m ente fuerte, ya que liga directamente a la autoridad política
» oh la voluntad ordenadora del universo, de modo que la desobe­
diencia n o desafía a un orden particular sino nada menos que al
<h den del universo de los vivos y los muertos. En la misma línea está
la idea de origen divino de la autoridad, es decir, que se considere a
un iey o un emperador como hijo de dios o algo similar, con lo que
la luer/a legitimante es igualmente muy alta al suponer a la autori­
dad un vínculo de sangre con el/los que ordenan el universo. Por
u lt im o , dentro de estas variantes religiosas tenemos la idea de voca-
. /o// divina como principio ordenador del gobierno legítimo. Aquí

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K A I A I I I >I I A (,U I I A

la autoridad de los reyes o los jefes procede de dios mismo y ellos


gobiernan «por la gracia de dios»4.
En todo caso, el proceso de secularización de Occidente en la
modernidad hace que los recursos legitimantes de cuño religioso
pierdan importancia, aun cuando éste es un proceso largo y a veces
contradictorio. De nuevo una clasificación ofrecida por Weber es
pertinente aquí.
Weber distingue tres tipos de legitimidad. La legitimidad tradi-
cional, que apela a la creencia en la «santidad» o corrección de las
tradiciones inmemoriales de una comunidad como fundamento del
poder y la autoridad y que señala como gobiernos legítimos a aque­
llos que se ejercen bajo el influjo de esos valores tradicionales (la
legitimidad monárquica sería el ejemplo evidente de este tipo de le­
gitimidad). L a legitimidad carism ática, que apela a la creencia en las
excepcionales cualidades de heroísmo o de carácter de una persona
individual y del orden normativo revelado u ordenado por ella, con­
siderando como dignos de obediencia los mandatos procedentes de
esa persona o ese orden (la autoridad de líderes y profetas tan distin­
tos entre sí como Gandhi, Mussolini o Jomeini vendría a caer en esta
categoría). L a legitimidad legal-racional, que apela a la creencia en la
legalidad y los procedimientos racionales como justificación del or­
den político y considera dignos de obediencia a aquellos que han sido
elevados a la autoridad de acuerdo con esas reglas y leyes. De este
modo, la obediencia no se prestaría a personas concretas, sino a las
leyes (cuando el liberalismo puso sobre el tapete la idea de «gobierno
de leyes, no de hombres» lo hizo siguiendo este tipo de legitimidad).
En todos estos casos la legitimidad está vinculada a la creencia en
la legitimidad, es decir, es legítimo aquel poder que es tenido por
legítimo. Esta perspectiva, que ofrece un amplio campo al análisis
empírico sobre la legitimidad en los sistemas políticos, tiene, sin em­
bargo, algunas deficiencias. N o la menor de ellas sería (al menos en el
caso de la legitimidad legal-racional) el hecho de la reducción de la
legitimidad a pura legalidad. Esto es, la legitimidad de una decisión o
de una autoridad se reducen a la creencia en el procedimiento (legal)
con el que esa decisión se adoptó o esa autoridad se eligió. N os halla­
mos ante una legitimidad de origen puramente legal. Del mismo modo

4. Todavía en algunas de las monedas de Francisco Franco, hasta muy reciente­


mente en circulación en nuestro país, se puede leer: «Francisco Franco, Caudillo de
España por la G. de Dios», siendo la «G.» la gracia. Esto demostraría, entre otras cosas,
la persistencia de ciertas formas de legitimidad y su mezcla con otras más modernas
como mecanismos legitimadores concretos.

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I A r ( )I I I I < A II I* c > I > I K i I A I I ( , I I I M I I ) A [>

l.i legitimidad de ejercicio ele* la autoridad en cuestión se reduce a su


i umplimiento escrupuloso de la legalidad en el ejercicio del poder.
Sin tu gar que ésos son componentes cruciales de cualquier ac-
i ion o autoridad legítima en nuestro contexto de Estados democrá-
lu os y de Derecho, no es menos cierto que una visión tan estrecha
tic la legitimidad elimina cualquier consideración sobre la legitimi­
dad material de un orden político cualquiera. Es decir, la califica-
• ion de legítimas referida a reglas u órdenes políticos puede prescin­
dí! de toda justificación material y no tiene sentido investigar si la
1 1 cencía láctica en la legitimidad responde o no a la «justicia» o a la
• i ,u'tonalidad» o al «interés común» de los implicados. Al procurar
i (instruir un concepto científico y neutral de legitimidad, las teorías
que siguen en la estela weberiana no poseen forma de considerar
ilegitima a una autoridad que ha conseguido reconocimiento me­
diante la manipulación, a la que han dado una apariencia de legali­
dad. De este modo, para poder enfrentar este problema hemos de
saín del paradigma diseñado por Weber y continuado por buena
paite de la politología estadounidense y europea y ofrecer una vi­
sión alternativa del poder político y de la legitimidad.

V. PO D ER Y L E G IT IM ID A D D E M O C R Á T IC A S

Al igual que el concepto weberiano de poder político partía de una


d( terminada concepción de la acción social teleológica o estratégi-
• a, el concepto alternativo de poder y legitimidad que analizaremos
i n lo sucesivo se fundamenta en la idea de acción comunicativa o
t o m criada.
I 'l concepto de acción comunicativa responde a la idea aristoté-
lit a de que existen acciones que se realizan por sí mismas sin que sean
meros medios para la obtención de un fin distinto. Así, por ejemplo,
» n aiu lo u n actor interpreta su papel en el escenario o un bailarín eje-
i uta una danza, su actividad como tal no es algo separado y distinto
«(« I luí que persiguen (la creación de placer estético), sino que tal fin
*.< p io d u c e dentro de la actividad misma, por así decirlo. Pues bien,
po d e m o s imaginar que un grupo de individuos entran en una activi­
dad vomunicativa que busca a través del diálogo y el consenso resol­
vía alj»,unos problemas que les afectan a todos. En este caso, la acti­
vidad de deliberar conjuntamente tiene como finalidad la elaboración
di una voluntad común (no forzada ni lograda a través de coacción
o i oerc ión, sino producto de la razón) que sirva para enfrentarse al
pi o b lem a del que se trate. No estamos, pues, ante el supuesto de que

29
K A I A I I I )I I A (. I)I l A

unos manipulan a otros para imponer «su solución» al problema, sino


ante la idea de elaboración conjunta de soluciones comunes. La apli­
cación de este instrumento teórico a la teoría del poder tiene conse­
cuencias muy importantes.
H. Arendt, en línea con lo que acabamos de decir, rompe con la
idea del poder como un mecanismo que responde al esquema medios/
fines y lo define como «la capacidad humana no sólo de actuar, sino
de actuar en común, concertadamente». Según eso, el poder no es
nunca propiedad de un individuo, sino que «pertenece» al grupo y se
mantiene sólo en la medida en que el grupo permanezca unido. Cuan­
do decimos que alguien está en el poder queremos hacer referencia a
que es apoderado de cierto número de gente para que actúe en su
nombre. En el momento en que el grupo a partir del cual se ha origi­
nado el poder desaparece, su poder también se desvanece. Sin el «pue­
blo» o el grupo no hay poder. Es, entonces, el apoyo del pueblo lo que
otorga poder a las instituciones de un país y este apoyo no es sino la
continuación del consentimiento que dotó de existencia a las leyes.
Bajo las condiciones de un sistema democrático-representativo
se supone que los ciudadanos «dirigen» a los que gobiernan. Las
instituciones, por tanto, que no son sino manifestaciones y materia­
lizaciones del poder, se petrifican y decaen tan pronto como el po­
der del grupo deja de apoyarlas.
Esta forma de concebir el poder une ese concepto con la tradición
de la antigua Grecia, donde el orden político se basa en el gobierno de
la ley y en el poder del pueblo. Desde esta perspectiva se disocia al
poder de la relación mandato-obediencia, de la coerción, del conflic­
to y del dominio. El poder es consensual y es inherente a la existencia
misma de comunidades políticas: surge dondequiera que el pueblo se
reúna y actúe conjuntamente. Así, lo importante ahora es el procedi­
miento de adopción de las decisiones, más que las decisiones mismas.
El poder, lejos de ser un medio para la consecución de un fin, es real­
mente un fin en sí mismo, ya que es la condición que posibilita que un
grupo humano piense y actúe conjuntamente. El poder, por lo tanto,
no es la instrumentalización de la voluntad de oíro, sino la formación
de la voluntad común dirigida al logro de un acuerdo.
Arendt desarrolla en este punto una teoría de las instituciones y
las leyes como materialización del poder que aclara bastante bien las
consecuencias de este concepto de poder. Hay leyes, dice, que no son
imperativas, que no urgen a la obediencia, sino directivas, esto es,
que funcionan como reglas del juego pero no nos dicen cómo hemos
de comportarnos en cada momento, sino que nos dotan de un marco
de referencia dentro del cual se desarrolla el juego y sin el cual no

30
I A I' < > I I I I • A I I I ' < > I ' I I' i I A I I ( . I I I 11 I I > A I

podría iener lugar. I .o esencial para un actor político es que compar-


l.i esas reglas, que se someta a ellas voluntariamente o que reconozca
su val ule/.. Pero es muy importante apreciar que no se podría parti-
i ip.u en el juego a menos que se las acate (del mismo modo que no
es posible jugar al fútbol o al ajedrez si no se acatan las reglas, aunque
siempre sea posible hacer trampas). Y el motivo por el que deben
,u rpiarse tales reglas del juego es que dado que los hombres viven,
ai i uan y existen en pluralidad, el deseo de intervenir en el juego (po-
Imu o) es idéntico al deseo de vivir (en comunidad). Por supuesto esas
leglas, producto del poder como actividad concertada, pueden in-
Icniar cambiarse (el revolucionario, por ejemplo, lo intenta) o pue­
den ser transgredidas (el delincuente, por ejemplo, lo hace), pero no
pueden ser negadas por principio, porque eso significa no desobe­
diencia, sino la negativa a entrar en la comunidad. Las leyes, así, son
diiectivas, dirigen la comunidad y la comunicación humanas y la
gai .11 ít ía última de su validez está en la antigua máxima romana: pacta
\unt servanda (los pactos obligan a las partes).
Pero, indudablemente, en la realidad política no todo funciona
ile acuerdo con ese esquema consensual y deliberativo que funda­
menta el poder y la comunidad. Cuando estamos en presencia de la
imposición de una voluntad a otra, dice Arendt, eso no cabe deno­
minarlo poder sino violencia. El poder es siempre no violento, no
ni.imputativo, no coercitivo. Poder y violencia son opuestos, la vio-
l< ni ía aparece allí donde el poder peligra, pero dejada a su propio
mi M) acabará con todo poder. El poder requiere del número, mien-
ii as la violencia puede prescindir de él, ya que se apoya en sus ins-
immentos (armas o coerción). Esos instrumentos pueden ser, desde
luego, muy eficientes en la consecución de la obediencia, «del cañón
Je un arma brotan las órdenes más eficaces», pero lo que nunca
1 »<»t11 .i surgir de ahí es el poder. La violencia en sí misma concluye en
im po ten cia. Donde no están apoyados por el poder, los medios de
destrucción acabarán impidiendo la aparición de poder alguno.
I ii definitiva, Arendt nos ofrece un concepto de poder que puede
nuli/.arse normativamente a favor de un democratismo radical y en
<Mima de la erosión de la esfera pública en las democracias de masas
• imiemporáneas. Porque el peligro de estas últimas está en suplantar
il poder así definido por las mediaciones de burocracias, de «especia-
ira av-, de partidos y otras organizaciones que tienden a eliminar la
• Iim iision pública de los asuntos y establecen las bases para un domi­
nio i ii.mico de lo no-político, del no-poder, de la violencia y la mani-
pnlai ion.
I a separación del concepto weberiano del poder es así evidente.

31
K A I A I I I >I I A <, I I I I A

Este último concepto, a través de su implicación con la idea de inte­


rés o voluntad individuales, oculta bajo el manto del análisis avalo-
rativo la insinuación de que la única acción racional de los hombres
radica en la manipulación estratégica del interlocutor para obtener
dominio sobre otros. Para Arendt el poder es la espada de Damocles
que pende sobre la cabeza de los gobernantes, mientras para Weber
y sus seguidores éste no sería sino esa misma espada en manos de los
que dominan (Habermas, 1977).
Sin embargo, este concepto de poder parece proyectar demasia­
do la idealización de la polis griega a nuestras sociedades actuales.
En efecto, parece que aun cuando nos desvela importantes fenóme­
nos políticos a los que había permanecido insensible la ciencia polí­
tica moderna, los márgenes de aplicación de tal análisis son dema­
siado estrechos como para que resulte fructífero. Si este concepto de
poder está vinculado a un «supuesto de laboratorio», ¿cuál sería su
utilidad en la sociedad postindustrial de masas gobernada en mucho
mayor medida por el paradigma weberiano?
Jürgen Habermas propone, en este sentido, una distinción entre
el ejercicio del poder (o sea, el gobierno de unos ciudadanos por otros)
y la generación del poder (o sea, su surgimiento). Sólo en este último
caso (el de la generación o surgimiento del poder) el concepto de poder
de Arendt y sus referencias deliberativas y consensúales son pertinen­
tes. Es cierto, sin embargo, que ningún ocupante de una posición de
autoridad política puede mantener y ejercer el poder si su posición no
está ligada a leyes e instituciones cuya existencia depende de convic­
ciones, deliberaciones y consensos comunes del grupo humano ante el
que responde. Pero también hay que admitir que en el mantenimiento
y en el ejercicio del poder el concepto estratégico weberiano explica
gran cantidad de cosas. Lo que ocurre es que, a la vez, todo el sistema
político depende de que el poder entendido como deliberación con­
junta en busca de un acuerdo, legitime y dote de base a ese poder
estratégico. Por muy importante que la acción estratégica sea en el
mantenimiento y ejercicio del poder, en último término, este tipo de
acción siempre será deudora del proceso de formación racional de una
voluntad y de la acción concertada por parte de los ciudadanos. Los
grupos políticos en conflicto tratan de obtener poder, pero no lo crean.
Esta es, según Habermas, la impotencia de los poderosos: tienen que
tomar prestado su poder de aquellos que lo producen.
En estas condiciones, la violencia puede aparecer como fuerza
que bloquea la comunicación, la deliberación y el consenso necesa­
rios para lograr generar el poder que el sistema requiere. Aquí es
donde la comunicación distorsionada, la manipulación y la forma-

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I A I' < >i I I I < A II l ' n h l I! i I A I I (, I I I M I I) A I)

» Min de c onvicciones ilusorias e ideológicas hacen surgir una estruc-


1111 ,i de poder político que, al institucionalizarse, puede utilizarse en
» i mi i .i de aquellos que lo generaron y de sus intereses. Pero para de-
ii'iiiiin.ir correctamente este proceso necesitamos de instrumentos
imi i» os que nos hagan capaces de distinguir una deliberación racio­
nal de I<is ciudadanos de un acuerdo logrado a través de la fuerza, la
violencia y la manipulación. Es decir, necesitamos determinar cuán­
do el poder surge deliberativamente y cuándo es un producto mani­
pulado que unos cuantos utilizan en detrimento del colectivo. Para
ello inevitablemente debemos referirnos al tema de la legitimidad y
«le la instilicación colectiva de normas práctico-políticas.
I a vía por la que Habermas intenta resolver el asunto es, enton-
. es, la de especificar ciertas condiciones formales o procedimentos
m í n i m o s que nos hagan capaces de distinguir una deliberación con­
junta basada en la razón y el interés general de otra basada en la
fue i /a, la manipulación o el engaño.
Ahora bien, ¿cuál es el contenido de un procedimiento delibera­
tivo legítimo?, ¿cuáles son las reglas que dotan de fuerza legitimante
i las decisiones políticas tomadas a su amparo?, ¿qué es lo que ga-
ia n t i/ a formalmente la deliberación política legítima? Simplifican­
do, podríamos resumirlas en tres.
Primero, libertad de las partes para hablar y exponer sus distin­
tos pu n to s de vista sin limitación alguna que pudiera bloquear la
des* i ipción y argumentación en torno a lo que debe hacerse. Gran
• a n u d a d de derechos y libertades típicos del liberalismo democráti-
• o i indarían de este principio de libertad de las partes: libertad de
•Apiesion, de conciencia, etc.
Sej»undo, igualdad de las partes de modo que sus concepciones y
.linimientos tengan el mismo peso en el proceso de discusión. Am­
bas pi ( condiciones tienden a garantizar a todos las mismas opciones
pai a iniciar, mantener y problematizar el diálogo, cuestionar y res­
pond er a las diversas pretensiones de legitimidad y, en general, pre-
t» nden mantener unas garantías mínimas que permitan poner en
« nestion todo el proceso y cualquier resultado al que eventualmente
pihlieia llegarse. También aquí el constitucionalismo liberal-demo-
• i atu o nos ofrece ejemplos de reglas destinadas a proteger la igual­
dad de las partes en los procesos deliberativos: libertad de asocia-
• ion, libertad de prensa, sufragio universal e igual, etc. Del mismo
m o d o , los reglamentos que regulan instituciones deliberativas (el
I* u lamento, por ejemplo) cuidan de establecer reglas que garanticen
• ii los procesos de discusión esa igualdad de las partes.
I a tercera condición se refiere a la estructura misma de la delibe­

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KAI Al I m i AI.IIII A

ración en común: lo que debe imponerse en la discusión es la fuerza


del mejor argumento sin que sea posible acudir a la coacción o a la
violencia como elemento integrante de la misma. Por supuesto, lo que
en cada momento histórico ha sido considerado como mejor argumen­
to varía y se transforma, pero lo esencial aquí es que los participantes
sean capaces de reconocer la fuerza de cada argumento de acuerdo
con sus convicciones, creencias y valores no manipulados. Las prohi­
biciones de utilizar la coacción o la violencia en los procesos
deliberativos de nuestras democracias están dirigidos a garantizar esto.
Ahora bien, parece que esta idea de legitimidad ligada a procedi­
mientos, deliberaciones conjuntas y acuerdos racionales favorece los
valores liberal-democráticos en detrimento de otros (tradicionales, au­
toritarios, etc.). Esto es, en parte, cierto. Pero lo crucial aquí es que si
alguien quisiera demostrar la superioridad de los valores tradicionales o
autoritarios sobre los democráticos vendría obligado a hacerlo también
según este esquema procedimental (discutiendo en libertad e igualdad
y bajo la fuerza del mejor argumento la superioridad de aquellos va­
lores autoritarios o tradicionales frente a los democráticos).
Así pues, y resumiendo, dentro del paradigma arendtiano del
poder y de la legitimidad procedimental habermasiana, considerare­
mos una acción, una norma o una institución como legítima si fuera
susceptible de ser justificada como tal dentro de un proceso delibe­
rativo. Y este proceso deliberativo deberá regirse por reglas tales
como la libertad y la igualdad de las partes, y deberá igualmente estar
guiado por el principio del mejor argumento y la exclusión de la coac­
ción. Aunque ninguno de estos elementos garantiza el resultado final
(que el acuerdo efectivamente alcanzado sea «el mejor», por ejem­
plo), la democracia liberal se basa precisamente en la idea de que si
nos equivocamos, al menos lo haremos por nosotros mismos y en
muchas ocasiones, como diría John Stuart Mili, es preferible equivo­
carse por uno mismo que acertar siguiendo los dictados ajenos.

B IB LIO G R A FÍA

Arendt, H. (1977): Crisis de la República, Taurus, Madrid.


Beetham, D. (1991): The Legitimation o f Power, MacMillan, London.
Habermas, J. (1977): Problemas de legitimidad en el capitalismo tardío,
Amorrortu, Buenos Aires.
Hague, R., Harrop, M . y Breslegin, S. (1993): Comparative Government
and Politics: An Introduction, M acM illan, London.
Lukes, S. (1985): E l poder: un enfoque radical, Alianza, Madrid.
Murillo, F. (1979): Estudios de Sociología política, Tecnos, Madrid.
Weber, M .: Economía y Sociedad, FCE, M éxico.

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Capítulo 2

LA FORM ACIÓN DEL ESTADO M O D ERN O

José Antonio de G a b r i e l
Universidad Autónoma de M adrid

I i\ comprensión de cualquier fenómeno político contemporáneo


)»i«‘supone un cierto conocimiento de sus orígenes históricos, de su
june.llovía, de sus precedentes. Cuando se analiza, por ejemplo, la
* utini i política de un país, el conjunto de actitudes políticas que
p t ( d o m i n a n en una determinada sociedad, no puede huirse del in­
t i m o de deslindar lo que en esas actitudes hay de tradicional, de
luí(d.ulo, y lo que hay de novedoso, lo que supone un cambio.
I of.it .miente, una obra como ésta tiene que renunciar, en casi todos
lo*, icmi.is que aborda, a dedicar a la historia de sus conceptos un
i mi amplio y diferenciado. El Estado, sin embargo, constituye
mu excepción, y esto nos da idea de su formidable importancia
Htiim concepto y como realidad política. El Estado, en su doble
liu el. i de escenario y de actor de la política, es tal vez el único
i oiiinn de nominador mundial de la política a finales del siglo xx. El
«nenio, en nuestra época, cae sobre la política estatal. Los otros
4ml»nos de la política, como el local, el regional o el supraestatal,
i mu sei importantes y recibir cada día una atención más concreta de
Iim* polnologos, no pasan de suscitar un interés secundario o de
di spi ii . 11 curiosidad por su carácter novedoso y experimental en el
• im» de Lis organizaciones supranacionales de integración. E inclu-
*»»• i n estos ámbitos, los temas estrella tienen el horizonte estatal
imiihi Iondo. Por debajo del Estado, nada hace correr tanta tinta
i miiim l.is reivindicaciones de estatalidad de entidades subestatales,
Iimi i/o n ie implícito o explícito de toda una categoría de nacionalis-
iiim\ I m el ámbito de las organizaciones supraestatales, el predomi­
n i o « n m o objeto de estudio de la Unión Europea es tal que este

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