Yukio Mishima
Yukio Mishima
Yukio Mishima
El sol y el acero
Últimamente, vengo observando dentro de mí una acumulación de toda suerte de
cosas que no encuentran adecuada expresión en una forma objetiva de arte como la
novela. Un poeta lírico de veinte años podría plasmarlas, pero yo ya no tengo veinte
años y, en cualquier caso, nunca he sido poeta. Así pues, he buscado a tientas otra
forma que se adaptara a temas personales como estos y he dado con una especie de
híbrido entre la confesión y la crítica, un modo de expresión sutilmente ambiguo al
que podríamos llamar «crítica confidencial».
Yo lo veo como un género crepuscular a medio camino entre la noche de la
confesión y el día de la crítica. El «yo» del que voy a ocuparme no es el «yo» que
concierne estrictamente a mí mismo, sino algo más, el residuo que queda después de
que todas las palabras que he pronunciado redundan en mí, algo que ni concierne ni
redunda.
Meditando sobre su naturaleza, llegué a la conclusión de que el «yo» en cuestión
se correspondía exactamente con el espacio físico que yo ocupaba. En resumidas
cuentas, lo que estaba buscando era un lenguaje del cuerpo.
Si mi ser era mi morada, entonces mi cuerpo era como un huerto alrededor de la
misma. Una de dos, podía cultivar ese huerto en toda su extensión, o dejar que la
maleza se adueñara de él. La elección era libre, pero esa libertad no era tan ostensible
como se podría pensar. En efecto, mucha gente acaba llamando «destino» a los
huertos de sus respectivas moradas.
Un día se me ocurrió la idea de cultivar mi huerto con todo el empeño posible. A
tal efecto, me serví del sol y del acero. La luz del sol y las herramientas de acero se
convirtieron en los principales elementos de mi labranza. Poco a poco, el huerto
empezó a dar frutos y buena parte de mi conciencia fue ocupada por pensamientos
acerca del cuerpo.
Todo esto, quede claro, no sucedió de la noche a la mañana. Y tampoco empezó
sin que mediara una motivación profunda.
Cuando examino atentamente mi primera infancia, me doy cuenta de que mi
recuerdo de las palabras precede con mucho a mi recuerdo de la carne. Imagino que,
en general, el cuerpo precede al lenguaje. En mi caso, lo primero en venir fueron las
palabras; después —tardíamente, a todas luces con la máxima renuencia y ya
revestida de conceptos— vino la carne. Estaba ya, huelga decirlo, tristemente
malograda por las palabras.
Primero viene el pilar de madera, luego la termita que se alimenta de él. Pero en
lo que a mí respecta, las termitas estaban allí desde el principio y el pilar de madera
surgió más tarde, medio carcomido ya.
Que el lector no me reprenda por comparar mi oficio con la termita.
Esencialmente, todo arte que depende de las palabras utiliza su capacidad de
carcomer —su función corrosiva— del mismo modo que el aguafuerte depende del
poder corrosivo del ácido nítrico. Pero el símil no es del todo exacto, pues el cobre y
el ácido nítrico que empleamos en el aguafuerte están a la par en el sentido de que ambos se extraen
de la naturaleza, mientras que la relación de las palabras con la realidad no es la del ácido con la
lámina. Las palabras son un medio de reducir la realidad a una abstracción a fin de transmitirla a
nuestra razón, y detrás de su poder cáustico acecha inevitablemente el peligro de que las propias
palabras sean corroídas.
De hecho, sería más apropiado comparar su acción a la de un exceso de jugos
gástricos que digieren y gradualmente corroen el estómago mismo.
Mucha gente se mostrará reacia a creer que semejante proceso pudiera darse ya en
los primeros años de un individuo. Pero fue eso, sin duda alguna, lo que me sucedió a
mí, allanando el terreno para dos tendencias contradictorias: una fue la determinación
de avanzar con la función corrosiva de las palabras y hacer de ello la obra de mi vida;
la otra, el deseo de hacer frente a la realidad en un terreno donde las palabras no
jugaran ningún papel.
En un proceso evolutivo más «saludable», ambas tendencias pueden asociarse sin
entrar en conflicto —aun en el caso de un escritor nato—, dando pie a un deseable
estado de cosas en que el aprendizaje de las palabras lleva a descubrir de nuevo la
realidad. Pero ahí lo que cuenta es el redescubrimiento; para que eso ocurra, es
necesario, en el inicio de la vida, haber poseído la realidad de la carne no mancillada
por las palabras. Cosa muy distinta de lo que me sucedió a mí.
Mi profesor de redacción solía mostrarse descontento con mis trabajos, que
estaban exentos de toda palabra que pudiera considerarse acorde con la realidad.
Parece ser que yo, a mi manera, tenía un presentimiento de las sutiles y meticulosas
leyes del lenguaje, y que era consciente de la necesidad de evitar en lo posible entrar
en contacto con lo real a través de las palabras si uno quería sacar provecho de su
función corrosiva y eludir su faceta negativa; si uno, por decirlo de otra manera,
quería conservar la pureza de las palabras. Mi instinto me decía que la única
alternativa posible era mantener una constante vigilancia sobre esa acción corrosiva,
no fuera que esta se topara con algún objeto que pudiera corroer.
El lógico corolario de esta tendencia era que yo solo debía admitir sin ambages la
existencia de la realidad y del cuerpo allí donde las palabras no tenían parte alguna;
realidad y cuerpo se convirtieron para mí en sinónimos, objetos, casi, de una suerte de
fetichismo. Sin duda alguna, estaba ampliando inconscientemente mi interés por las
palabras de forma que abarcara también ese mismo interés; esta clase de fetichismo
se correspondía exactamente con mi idolatría de las palabras.
En esta primera fase, me identificaba yo con las palabras dejando la realidad, la
carne y la acción en el otro lado. No hay duda, por lo demás, de que mi prejuicio
respecto de las palabras venía reforzado por esta antinomia creada premeditadamente,
y que mi arraigada incomprensión de la naturaleza de la realidad, la carne y la acción
se formó de la misma manera.
Esta antinomia descansaba en la suposición de que yo mismo estaba desprovisto
de carne, de realidad, de acción. Es cierto, desde luego, que al principio la carne llegó
a mí tardíamente, pero yo ocupaba la espera con palabras. Sospecho que debido a la
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tendencia que he mencionado antes, yo no la percibía, entonces, como «mi cuerpo».
De haberlo hecho, mis palabras hubieran perdido su pureza. Habría sido violado por
la realidad, que se convertiría así en algo ineludible.
Curiosamente, mi obstinada negativa a percibir el cuerpo se debía ni más ni
menos que a una bella pero errónea concepción de la idea de cuerpo. Desconocía que
el cuerpo de un hombre jamás se manifiesta como «existencia». Pero tal como yo
veía las cosas, el cuerpo debería haberse manifestado, de forma clara e inequívoca,
como algo existente. De lo que se sigue que cuando se manifestó irrefutablemente
como una aterradora paradoja de la existencia —como una forma de existencia que
rechazaba la existencia—, me entró el mismo pánico que si hubiera visto un
monstruo, y en consecuencia lo odié. No se me ocurrió pensar que para otros
hombres —todos sin excepción— era lo mismo.
Posiblemente es lógico que este tipo de pánico, aunque claramente producto de un
error de concepto, postule otra y más deseable existencia física, otra realidad más
deseable. Sin llegar a imaginar que el cuerpo existente en una forma que rechazaba la
existencia fuese universal en el varón, me puse a construir mi existencia física
hipotética e ideal dotándola de todas las caraterísticas opuestas. Y puesto que mi
propia, anómala existencia corporal era sin duda producto de la corrosión intelectual
de las palabras, el cuerpo ideal —la existencia ideal— debía seguir siendo, me decía
a mí mismo, absolutamente libre de toda interferencia por parte del lenguaje. Sus
características podrían resumirse en dos: taciturnidad y belleza formal.
Paralelamente, decidí que si el poder corrosivo de las palabras tenía alguna
función creativa, había que buscar su modelo en la belleza formal de este «cuerpo
ideal», y que el ideal en las artes verbales debía consistir tan solo en la imitación de
esa belleza física; dicho de otro modo, en la búsqueda de una belleza que estuviera
libre de toda corrosión.
La contradicción era obvia, pues esto se concretaba en un intento de privar a las
palabras de su función esencial y de despojar a la realidad de sus características
esenciales. No obstante, en otro sentido, era un método muy inteligente e ingenioso
de garantizar que las palabras y la realidad que debía ser su objeto no se vieran las
caras.Mi mente, sin percatarse de lo que estaba haciendo, contemporizó con estos dos
elementos contradictorios y, divina, procedió a tratar de manipularlos. Fue así como
empecé a escribir novelas; y ello aumentó aún más mi sed de realidad y de carne.
Mucho más adelante, gracias al sol y al acero, iba yo a aprender el lenguaje de la
carne como quien aprende un idioma extranjero. Fue mi segunda lengua, un aspecto
de mi desarrollo espiritual. Mi intención es hablar de ese desarrollo. Como historia
personal, me temo que será distinta de todo lo conocido y, en consecuencia,
extremadamente difícil de seguir.
Cuando yo era pequeño, me fijaba en los jóvenes que desfilaban por las calles en
ocasión de la fiesta local de las reliquias. Estaban como embriagados por su tarea, y
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en sus rostros había un indescriptible abandono, un gran distanciamiento; los había
que apoyaban incluso la nuca en las varas del relicario que portaban a hombros, de
forma que sus ojos miraban al firmamento. Y a mí me obsesionaba el enigma de lo
que esos ojos podían reflejar en aquel momento.
Mi imaginación no me proporcionaba pista alguna en cuanto a la naturaleza de la
embriagadora visión que yo detectaba en aquel violento esfuerzo físico. Durante
muchos meses, por tanto, ese enigma siguió ocupando mis pensamientos; no fue
hasta mucho más tarde, después de que me iniciara en el lenguaje de la carne, cuando
ayudé a portar en hombros un relicario y pude resolver al fin el misterio que me
atormentaba desde la infancia. Aquellos jóvenes miraban simplemente al cielo. No
había en sus ojos ninguna visión: solo el reflejo del cielo azul y absoluto de principios
del otoño. Empero, ese cielo azul era un cielo insólito que yo tal vez no volvería a ver
jamás: tan pronto colgado allá en lo alto, como ya sumiéndose en las profundidades;
siempre cambiante, extraña mezcla de lucidez y locura.