El Corazón de Una Condeza
El Corazón de Una Condeza
El Corazón de Una Condeza
Todos los personajes de esta novela son ficticios, y por lo tanto son producto de la
imaginación de la autora. Cualquier semejanza con personas vivas o fallecidas o con
acontecimientos es mera coincidencia.
ISBN: 978-84-16715-75-6
Fotocomposición: Ediciones Urano, S.A.U.
A David Ainse, por devolverme esta historia de entre las sombras.
Y a Ana B., por inspirarme y ser ya por siempre
mi querida señorita de Covas.
«Permitidme que no admita impedimentos
ante el enlace de dos almas fieles,
¿no es amor un amor que cambia siempre por momentos
o que a distanciarse en la distancia tiende?
¡Oh no! Es el faro que imperturbable
contempla las tempestades y nunca se estremece…»
Doña Angustias observó con infinita ternura a su niña Ana mientras ésta
dormía. Resultaba incomprensible cómo aquel adorable angelito podía dormir
con tal placidez a pesar del traqueteo del carruaje o del insistente golpeteo de
su cabeza contra la ventanilla. Pese a todo, parecía profundamente dormida, a
juzgar por lo apacible de su respiración y por la expresión relajada de su
rostro. Mientras la miraba, no pudo evitar sentir una infinita compasión por
ella. La misma compasión que sintió años atrás por su difunta madre, que a
pesar de haber vivido rodeada de grandes fastos, nunca había podido ser feliz.
Temía que aquella infelicidad fuera hereditaria. Suspiró. Ana era mucho más
bonita, sin duda, de lo que lo había sido su madre. Y ella contaba además con
la fortuna de gozar de buena salud. Con un poco de suerte, no acabaría
uniendo su vida a la de un hombre interesado y ambicioso que solo buscara
su propio crecimiento personal, como le había sucedido a la difunta condesa.
Con un poco de suerte, ella gozaría de un destino floreciente.
Ana era un ángel. Bonita, blanca y pura como una azucena. De boquita
diminuta como capullo de rosa, ojos verdes como el mar en un soleado día de
verano, y cabello castaño oscuro, perfectamente acicalado en esa ocasión bajo
un bonete de amplia visera de esparto, que realizaba la honorable función de
resguardar aquel rostro níveo e incólume de las inapropiadas caricias del sol.
Discreta y reservada en sus emociones, prudente en sus palabras, de mirada
directa y gesto insondable, con solo dieciocho años, Ana poseía un saber
estar, una dignidad, una entereza y una compostura dignas de una persona de
mucha más edad. Así era como la habían educado, tal consigna era la que se
habían encargado de grabar a fuego en su cabeza.
«Debes aprender a ocultar al resto del mundo lo que bulle dentro de ti, esas
inquietudes, ilusiones y esperanzas que dan alas a tu corazón y te mantienen
con vida. No matarlas o ahogarlas, como otros te sugieren, sino dejarlas
agazapadas en lo más profundo de tu alma hasta que llegue el momento
oportuno de permitirles salir a la superficie; el momento en el que puedas
disfrutar de ellas con absoluta libertad. Entre tanto, muestra un rostro valiente
y una presencia de ánimo admirables. Solo así lograrás protegerte. Solo así
lograrás que no te hagan daño. Y esta lección incluye, por supuesto y
especialmente, a tu señor padre», le había aconsejado ella misma en tantas
ocasiones desde que era niña.
Doña Angustias sabía que un sayo tan perfecto y templado, tan medido e
impertérrito en apariencia, escondía en su interior un alma inquieta que
abrazaba la sensibilidad de corazón, el aleteo incesante e imparable de una
imaginación desbordada y un amor creciente por la naturaleza y las cosas
sencillas. Sabía que era pura, dulce, buena, vehemente, entusiasta, idealista y
romántica… aunque sabía también que jamás dejaría asomar tales emociones,
salvo en presencia de alguien que gozara de su absoluta confianza e
intimidad, por miedo a ser censurada o lastimada.
Ante el resto del mundo, su exterior reflejaría siempre la compostura y la
dignidad propias de su condición.
Todavía mirándola, sonrió con ternura mientras la joven continuaba
durmiendo de forma apacible. Inhaló profundamente, tratando de no
despertarla.
Mucho había sufrido aquella pobre criatura, obligada a crecer
completamente sola y sin el afecto de una verdadera familia. Doña Angustias
meneó la cabeza mientras apretaba los dientes con gesto severo. Pero ahora
sus tribulaciones habían terminado. Ahora volvía a casa y ella se encargaría
de mimarla hasta el delirio, la malcriaría incluso, para resarcirse de todos
aquellos años en los que las habían privado de afecto. A la niña. A ella. A las
dos.
Se inclinó sobre la joven para colocar bajo sus brazos, perfectamente
cruzados sobre el pecho, la manta de viaje que se le había resbalado hasta las
rodillas. Después levantó un poco las capas de ropa que cubrían los pies de la
joven para comprobar que su ladrillo seguía caliente bajo las botinas. Solo
entonces, más tranquila y relajada en su labor de ángel custodio, se repantigó
en su asiento, presta a llamar al sueño y no despertarse hasta llegar a Galicia.
—Ya no estás sola, mi niña —susurró para sí misma y para la durmiente—.
Seguiré cuidando de ti hasta el día que me muera. Y esta vez no consentiré
que te aparten de mi lado. Esta vez cumpliré mi promesa.
2
El Pazo de Rebolada se encontraba emplazado en un altozano, a doscientos
metros sobre el nivel del mar, aprovechando la prominencia que confería el
descenso natural de la ladera antes de morir en plena costa.
El dicho popular «casa grande, capilla, palomar y ciprés: pazo es», que
definía a la perfección las viviendas de la nobleza gallega, cobraba forma
especialmente en el Pazo de Rebolada.
Se trataba de una casa solariega rectangular, de dos plantas, situada de tal
forma que recibía los agradables rayos del sol durante todo el día, lo cual era
posible gracias a su situación privilegiada en la colina. Su fachada se vestía
de cal, por lo que con el paso de los años había adquirido un tono grisáceo,
triando a negruzco, que le confería cierta solemnidad y un indiscutible aire
aristocrático rural, acentuado por el escudo familiar de la condesa, de vistoso
timbre heráldico tallado en granito, que presidía la fachada principal, sobre la
puerta de medio punto, a modo de gala y ornato. El cerramiento era de
madera de color verde en forma de estrechas puertaventanas o pequeñas
ventanas cuadradas, excepto en la fachada sur de la planta superior, donde
adquiría la forma de una amplia y romántica galería orientada mirando al
mar.
En una cabecera, se erguía la capilla adosada al Pazo. Sobria, distinguida,
sencilla. Detrás de la vivienda, mirando al norte, a cierta distancia en el
jardín, se podía encontrar un prominente palomar de diseño cuadrangular y,
muy cerca, un característico hórreo de madera teñida de rojo, alzado sobre
seis pilares de granito.
Escoltando la Casa Grande, cinco oscuros cipreses centenarios, símbolo de
intemporalidad y distinción, permanecían enhiestos e imperturbables al paso
del tiempo, como fieles y legendarios centinelas de aquel señorío.
A un costado de la plaza, justo al lado de la enorme y maciza portilla de
entrada, se erguía la oscura casa de piedra de los sirvientes, en cuyo margen
se emplazaban los establos, un viejo pozo cubierto y algunas dependencias
más. En medio del atrio, un solemne crucero de granito.
Limitaba toda la finca un prominente muro de piedra de considerable altura
que, con el paso del tiempo, se había ido vistiendo de hiedra y maleza.
La propiedad incluía también más de treinta hectáreas de jardín, campo
agrícola y frondoso bosque. Y una generosa vacada que amansaba los
campos de san Julián y contribuía a engrosar las rentas de la casa solariega.
Ana cruzó el vestíbulo con aplomo. Sus pasos ni siquiera se sentían sobre el
sobrio gres del suelo. La vaporosa tela de su falda emitía un curioso fru fru al
caminar, producto de la rigidez del tejido y de la ingente cantidad de tela
empleada, a pesar de que esta no descendiera más allá de los tobillos. Su
porte, pensaba doña Angustias al verla alejarse, era absolutamente el de una
reina, o el de una estrella recién nacida refulgiendo por vez primera en su
cielo, un cielo que le había sido arrebatado durante mucho tiempo. Pero no
importaba; ya estaba allí, brillando en lo alto, pura, hermosa, resplandeciente,
imitando en belleza a Selene, la diosa de rostro plateado que cada noche
corona la bóveda celestial en su carro de nácar, derramando a su alrededor el
mismo halo de señorío y donosura que la blanca deidad.
Un lacayo le abrió la puerta del despacho después de obsequiarla con la
debida reverencia. Entró sin mayor ceremonia, enlazando las manos frente al
talle para permanecer de pie en medio de la amplia sala.
En el aire flotaba la esencia amarga del tabaco y la madera seca, una
atmósfera sobria y absolutamente varonil. Hacía años que no entraba allí,
pero todo mostraba el mismo aspecto austero, oscuro y abrumador que
recordaba de niña. Por entonces tenía totalmente prohibido entrar en aquella
estancia, y jamás se sintió tentada a desobedecer: aquel lugar resultaba casi
tan sombrío como el alma que solía ocuparlo.
La escasa iluminación natural procedía de dos únicas ventanas protegidas
por espléndidas caídas adamascadas, habitualmente corridas, que sumían la
estancia en un ambiente de contrastes, luces, sombras y rincones oscuros.
Paneles de oscura madera noble forraban el suelo y las paredes, confiriéndole
al despacho una gran distinción y también un aire sombrío e intimidatorio.
Un inmenso tapiz vestía la pared lateral y representaba la feroz escena de
decenas de perros atacando con saña a un corzo solitario.
Todos contra el más débil, el solitario e indefenso. ¡Qué tópico resulta!
Por fortuna, la visión en la pared principal de un enorme óleo en tonos
pastel que representaba a su madre en pose sedente con fresca naturalidad,
sonriéndole directamente con su cara de ángel y su porte de ninfa hecha de
bruma, consiguió reportarle cierta calma. Algo muy de agradecer en una
dependencia que conseguía ponerle los nervios de punta.
Un escritorio robusto presidía el centro de la estancia. Detrás de él la
esperaba su padre, con las manos entrelazadas sobre el estómago, repantigado
con displicencia en un butacón orejero de estilo afrancesado ricamente tallado
y tapizado.
—Padre —saludó con sequedad, doblando la rodilla derecha mientras
retrasaba el pie contrario—, ¿me ha mandado llamar?
Él cabeceó en señal de bienvenida y, por toda respuesta, hizo un gesto con
la mano para instarla a tomar asiento. Tras un instante de vacilación, Ana
optó por acomodar sus faldas, no en la silla vacante frente al escritorio, como
era de esperar, sino en un butacón más retrasado, cercano a la puerta y, por lo
tanto, lo más distante posible de su padre y propicio para una pronta retirada.
Don Alejandro aceptó el desafío torciendo los labios en una sonrisa
cáustica. ¡Ya le daría él verdaderos motivos para rebelarse dentro de unos
minutos! Si la muy boba consideraba que tenía alguna posibilidad de salir
victoriosa de aquel despacho, se equivocaba con rotundidad.
—Así es, Ana. Te he mandado llamar.
—Pues aquí me tiene, a su merced —inclinó la cabeza en provocadora
reverencia, mientras abría los extremos de la falda para insistir en su cortesía.
Una forma sutil, como otra cualquiera, de desafiar su autoridad.
Don Alejandro exhaló por la nariz conteniendo un exabrupto y las ganas de
abofetear a aquella melindrosa insurgente.
—Soy consciente de que acabas de llegar y de que seguramente te
encuentres todavía cansada del viaje.
Al menos tiene la delicadeza de darse cuenta de ello, aunque no se moleste
en respetarlo.
—No se preocupe, padre —dijo convencida de que, por supuesto, no lo
hacía—; efectivamente, no es un trayecto que haya realizado más que cuatro
o cinco veces durante toda mi vida —la puñalada fue efectiva, a juzgar por el
fruncimiento de ceño del caballero—, pero soy una persona fuerte y estoy
convencida de que, después de una noche de descanso, me sentiré recuperada
por completo. Mi cama, la cama del Pazo, no puede compararse con el
asiento del carruaje, o con la dura y estrecha cama del internado.
Ana casi podría jurar que los extremos del bigote temblaron debido a la
tirantez que sufrieron los labios. Aquel hombre que se sentaba del otro lado
del escritorio era su padre tan solo porque así lo rezaba un documento legal.
Jamás había recibido de él más que desprecio o indiferencia.
—Me alegra que pienses así y que te presentes como una criatura fuerte y
resistente, puesto que, como bien sabes, la vida de un noble no admite pausas
innecesarias ni flaquezas. Hay asuntos que están por encima de nuestros
propios intereses. Nos debemos al pueblo, a aquellos que dependen de
nosotros, y tenemos la obligación de cumplir con nuestras responsabilidades.
Espero que seas consciente de ello. —Ana le miró de soslayo. ¿Ahora
pretendía hablarle de responsabilidades? ¿Él, que siempre había eludido las
suyas como padre?
—Y cumpliré con las mías sin rechistar, como he hecho siempre. —Le
dirigió una mirada retadora, cargada de intención—. Soy consciente de lo que
represento y lo que se espera de mí. He venido para ser la condesa.
Don Alejandro esbozó una amplia sonrisa que elevó aún más los curvos
extremos de su bigote. Su mirada rezumaba tanta maldad que ni la más
radiante de las sonrisas sería capaz de disimularla. Tampoco tenía la menor
intención de hacerlo.
—No esperaba menos de la señorita condesa, que tanto entusiasmo
muestra por ejercer como tal —comentó con retintín—. Desde luego es un
gran papel el tuyo, y debes de sentirte emocionada por representarlo. —La
sonrisa falsa volvió a asomar—. Espero que ese grado de compromiso se
extienda no solo a tus funciones de aristócrata, sino también a las de hija.
Ella arqueó una ceja. ¿A dónde pretendía llegar? No pudo evitar que su
tono rezumara un cierto reproche cuando se expresó a continuación.
—Creo que siempre he sido una hija leal y obediente. No ha de tener queja
de mí. ¿O sí? ¿Le han dicho algo las monjitas?
Don Alejandro la miró sin dejar de sonreír. Sin duda había recibido una
buena educación: su temple y su flema resultaban admirables. Si estaba
asustada, no lo parecía. Si se sentía intimidada, nada en su expresión lo daba
a entender. ¡Brillante!
—Nada me han dicho las monjas. Hasta el día de hoy has sido una buena
hija —concedió.
Desde luego, no se quejará de que le haya dado mucho que hacer durante
estos años.
—Y espero que lo sigas siendo.
—Jamás he cuestionado sus decisiones —musitó—, si a eso se refiere.
Y eso que había motivos suficientes para cuestionar cómo un padre puede
prescindir de su única hija durante trece años tras la muerte de su esposa.
El caballero se tomó un minuto para inhalar una bocanada de aire y sondear
la expresión de su hija. Lacónica, sobria, digna, elegante… ¿A quién
pretendía engañar? Seguramente en el fondo fuera una boba soñadora como
su madre, solo que ésta, muy al contrario que su progenitora, parecía
esconder sus flaquezas tras una máscara de orgullo y altivez. De nuevo, se
quitó mentalmente el sombrero ante ella. Parecía una adversaria digna, pero
él no se dejaría amilanar jamás por una mujer, y mucho menos por una que le
recordara sus limitaciones.
—Supongo que estarás al tanto de que no posees la mayoría de edad
necesaria para administrar tus bienes. —Ana se humedeció los labios. ¡Así
que la había mandado llamar para hablar de dinero! Ahogó un jadeo. ¡Por
supuesto! ¿Qué otra cosa podría importarle más a su viejo y astuto padre?
Sabía que era inútil tratar de mantener cualquier suerte de conversación
elevada con él.
—Estoy al tanto. —Una sola de sus cejas se elevó, concediéndole a su
rostro una expresión de suspicacia—. Es decir, no entiendo mucho de leyes,
pero recuerdo que una vez el abogado de la familia habló de ello durante una
de mis visitas al Pazo.
—Tampoco puedes firmar contratos o manejar propiedades. —Conforme
hablaba, la sonrisa del conde se ensanchaba con maldad, como el truhan que
maquina algo y se regocija ante la perspectiva de llevarlo a cabo—. Ni
siquiera puedes hacerte cargo de la herencia de tu madre. No sin la presencia
de tu tutor legal, en este caso, yo. Solo eres condesa de palabra.
Ana se mordió el interior de las mejillas hasta que el sabor de la sangre se
hizo evidente.
—Soy consciente —declaró con sequedad—. Todavía me faltan cinco
años; cinco años en los que seguiré estando bajo su tutoría y sus designios,
padre. —Inhaló por la nariz hasta que el aire le quemó el interior del tabique
nasal, e hizo ademán de levantarse, dispuesta a poner fin a aquella ofensiva
charla—. Me doy por informada. ¿Se le ofrece algo más?
Él la fulminó con la mirada, obligándola, sin palabras, a detenerse.
—No te he dado permiso para abandonar el despacho, Ana, vuelve a
sentarte.
Al mismo tiempo que Ana abandonaba su plan de escape, el caballero se
levantó de su asiento y empezó a pasearse con arrogancia por la estancia, con
las manos en puños a su espalda, ocultas bajo los faldares de la chaqueta, y la
barbilla erguida. Ana rehusó acompañar sus pasos con la mirada más tiempo
del estrictamente necesario, lo que venía a reducirse a unos pocos segundos.
No sentía el menor deseo de admirar la figura de aquel hombre.
—Cinco años es mucho tiempo para que una mente influenciable y frágil se
mantenga ociosa. Ana Emilia Victoria Federica, Ana de Altamira y Covas…
acabas de salir de un internado que ha actuado sobre tu alma a modo de
burbuja protectora y, por tanto, tu personalidad es débil y maleable. Y ya
sabes lo que opino acerca de la debilidad de carácter.
Ana se mordió el labio inferior. Durante trece años había tenido tiempo de
fortalecer su carácter. Y, sin duda, lo había hecho. Se encontraba en un punto
en el que no se consideraba a sí misma ni débil ni maleable. Puede que fuese
ingenua e inocente, dulce y candorosa en su naturaleza, pero no tonta ni fácil
de persuadir.
—Le aseguro, señor…
Pero él la interrumpió.
—No tienes entereza, experiencia ni talante. —Sus ojos se achicaron con
maldad—. Y tampoco potestad para tomar decisiones importantes, así que yo
las tomaré por ti.
Ana se envaró. No le agradaba el cariz que estaba tomando la
conversación.
—¿Qué pretende decirme, padre? ¿Decisiones? No entiendo de qué me está
hablando.
—Tu condición y tu patrimonio te convierten en apetecible carnaza para los
cazafortunas que pululan de salón en salón, en busca de una incauta que les
arregle la vida. Y la casa Altamira no ha nacido para arreglarle la vida a
cualquier sacacuartos, lo entiendes, ¿verdad?
Ana frunció el ceño, cada vez más confusa.
—No, no lo entiendo. No sé lo que pretende decirme, y disculpe mi
torpeza, señor.
El caballero detuvo en seco su paseo. Resopló, hastiado en verdad de la
simpleza de su hija, para dirigirse a ella con voz firme.
—Debes casarte.
Así, sin paños calientes. A sangre fría y sin escrúpulos.
Sin poder contenerse, Ana se levantó de su asiento con tal ímpetu que
arrastró la butaca sin ningún tipo de ceremonia hasta que acabó impactando
contra la pared, lo que provocó que su padre se envarara y la mirara con el
ceño severamente fruncido. Casi en el acto se arrepintió de dejar a la vista sus
emociones ante un enemigo tan despiadado; pero, a pesar de ello, no se
volvió a sentar. Se limitó a quedarse de pie mientras observaba a su padre con
una rabia insondable borboteando en su interior.
—¿Debo casarme? —replicó sofocada—. ¿Para decirme eso ha organizado
esta entrevista?
—Es un punto muy importante a tener en cuenta. Un punto que debemos
arreglar cuanto antes. En este mismo instante, a ser posible.
Ella jadeó y deslizó la mirada por todas partes sin ser capaz de fijarla en
ningún punto concreto.
—Es mi deseo que contraigas matrimonio, Ana —insistió su padre—. Es
mejor prevenir que lamentar, mejor buscar un candidato apropiado antes de
arriesgarnos a que te desposes con un derrochador que nos hunda en la
miseria. Debemos asegurarnos de mantener a salvo el patrimonio familiar, de
que la fortuna de la casa Altamira no caiga en malas manos.
Ana se ruborizó hasta el nacimiento de sus cabellos.
—¿Y por qué debo casarme? ¿No puedo permanecer soltera? De ese modo
la fortuna que tanto teme perder quedará en manos de la familia —rebatió,
sintiendo una oleada de calor e indignación subiendo por su cuello.
Seguramente había alzado la voz más de lo esperado en un carácter apacible
como el suyo, pero no lo podía ni quería evitar. En esos momentos, ardía en
rebeldía.
—¿Soltera? ¡No seas ridícula! —El conde había alcanzado un cierto grado
de coloración en el rostro, prueba inequívoca del ardor con el que se
expresaba y de lo poco dispuesto que se encontraba a admitir una negativa—.
El matrimonio es un negocio. Y los negocios fortifican los blasones
familiares. ¿Eres consciente de la vergüenza que supondría para esta noble
casa si comprometieras el título y la grandeza de tu apellido por culpa de un
comportamiento desacertado?
Ana apretó los dientes hasta que sintió un profundo dolor en las sienes.
—¿Y por qué habría de comportarme con desacierto? ¿Acaso me considera
tan imprudente? —Sus manos se cerraron en puños a ambos lados de su
cuerpo. Sus uñas se clavaron en las palmas—. ¡Soy una mujer inteligente, sé
cuidarme sola, padre! —rugió entre dientes, arrastrando las palabras—.
¡Llevo trece años haciéndolo!
Don Alejandro exhaló profundamente por la nariz. Ana no podía saberlo,
pero empezaba a perder la paciencia. ¿Desde cuándo aquella mocosa se
atrevía a rebatir sus deseos?
—No se trata de eso. Empiezo a ser consciente de lo inteligente que eres.
—La fulminó con la mirada—. Y la inteligencia en una mujer resulta
absolutamente indeseable.
Ana no pudo evitar dar un respingo. Aquellas palabras habían sonado
demasiado crueles, incluso para un alma cruel por naturaleza.
—Soy joven para casarme, no puede pensar siquiera en obligarme a ello…
—Ana parpadeó, expresándose apenas en un susurro. No sabía cómo rebatir y
defenderse ante un enemigo tan bien preparado. Y estaba claro que el conde
tampoco esperaba que la joven tuviese algo que decir al respecto.
—¡Soy tu padre, y es mi última palabra! —exclamó, dedo acusador en alto
—. ¡No te queda otra opción que obedecer… u obedecer!
Ella tragó saliva y fue consciente de la terrible picazón que empezaba a
fraguarse detrás de sus párpados y de lo que sucedería si no era capaz de
controlarla.
—¡Demonios, no eres una mujer libre, nunca lo has sido y nunca lo serás!
Como te dije, no tienes potestad para negarte a mis designios. ¡Y no me
desafíes o lo lamentarás! —Su voz descendió una octava para adoptar un
registro bajo y sombrío—. No te imaginas cuánto.
Aquella amenaza sonó en su cabeza como la más amarga de las sentencias.
Sintió que las rodillas le fallaban, que a su alrededor la habitación al
completo, con sus fastuosos candelabros, sus tapices y sus jarrones orientales,
se iba a pique con ella dentro. Un sudor frío se instaló sobre su nuca y en su
frente. Se apoyó sin disimulo en el brazo del butacón en el que minutos antes
se había sentado, para no desplomarse.
—¡Y ahora vete a descansar! Serás informada de todo en su justo
momento. ¡Retírate!
Pero Ana no se movió del sitio. Alzó la mirada de forma sistemática y la
visión del enorme retrato de su madre consiguió insuflarle arrojos. No podía
dejarse vencer, no por él.
—Será todo un detalle por su parte mantenerme informada… de la
resolución de mi vida. —Las palabras salieron solas de sus labios, escoltadas
por las lágrimas que ya se agolpaban en sus ojos a la espera del pistoletazo de
salida.
Se llevó una mano a la helada frente y trató de serenarse, pero las lágrimas
empujaban tan fuerte que a duras penas podía contenerlas.
—¿Y si me niego? ¡Soy la condesa! ¿Y si me niego? —protestó entre
sollozos.
—¡Con mayor razón, señorita condesa! —replicó burlón—. Es tu
obligación dar ejemplo. ¡Debes casarte y obedecer a tu padre! —insistió con
rotundidad.
Ella alzó la barbilla, desafiante.
—No voy a casarme, padre. Tendrá que obligarme.
El caballero se llevó dos dedos al puente de la nariz y apretó fuerte
mientras cerraba los ojos, aparentemente agotado.
—No me has entendido, Ana. No te estoy ofreciendo una posibilidad a
considerar. —La miró achicando los ojos y sonriendo ante su inminente
victoria—. Te lo estoy ordenando. —Estrelló el puño contra la mesa,
consiguiendo que su hija diera un respingo—. ¡Y obedecerás! ¡Por mi vida
que obedecerás! ¡Aunque sea lo último que hagas! ¡Si es necesario, te llevaré
a rastras al altar, no te quepa la menor duda!
Ana apretó los labios e inhaló por la nariz. Una lágrima, una sola en
realidad, abandonó su refugio para descender con rapidez por la mejilla.
—Me obliga a abandonar una prisión para encerrarme en otra.
Don Alejandro sonrió con amplitud.
—Es el precio a pagar por ser mujer.
—¡Es el precio a pagar por ser su hija! —estalló. Su vano intento por
contener el llanto provocó que la barbilla y el labio inferior le temblaran—.
Me pregunto qué es lo que gana usted obligándome a casarme. ¿Qué es lo
que quiere? ¿El Pazo? ¿El dinero de los Altamira?
Él sesgó su sonrisa.
—Todo eso ya lo tengo.
—¡Pues quédese con todo! —exclamó, completamente ciega a causa de la
cortina de lágrimas que velaba sus ojos—. ¡Yo no lo quiero! ¡No necesito
nada! —Una chispa de intuición cruzó por su mente. Quizás una salida,
después de todo—. ¡Me meteré en un convento! ¡No le estorbaré! ¡Me meteré
en un convento! Pero se lo ruego, padre, no me obligue a casarme en contra
de mi voluntad.
Don Alejandro mantuvo su característica sonrisa sesgada que le otorgaba
un temible halo de malignidad.
—¡No seas hipócrita! ¿Desde cuándo sientes vocación por la vida
religiosa? Te casarás: es mi voluntad —levantó el dedo acusador hacia ella—
y tú estás obligada a cumplirla, te guste o no. Tu título no es una simple
alhaja para lucir en las reuniones sociales, tu título implica responsabilidades.
Una de ellas es casarte y aceptar con resignación tu destino.
—Ni siquiera he sido presentada en sociedad… —farfulló, esgrimiendo
una última y pobre excusa.
El conde ahogó una risotada.
—¿Quieres un baile de presentación? ¡Lo tendrás! ¡Y después te casarás!
Ana exhaló largamente. Tenía que salir de allí antes de que las lágrimas
surcaran su rostro en desbandada o de que sus rodillas cedieran de forma
definitiva sometiéndola a una humillación mayor. No quería llorar ni
mostrarse débil delante de él, o su triunfo sería aún mayor.
Sin mediar palabra, se dio la vuelta dispuesta a abandonar la estancia. Con
mente fría, contó los pasos que la separaban de la puerta; nunca una distancia
tan corta le había parecido tan insalvable. Cuando por fin su mano acarició el
pomo, su padre soltó el as que guardaba en la manga.
—Mañana, durante la cena, te presentaré a tu prometido.
La mirada que ella le dedicó hubiera sido capaz de traspasarlo si él siquiera
la hubiera tenido en cuenta.
—Lo tenía todo preparado ¿verdad? —siseó, entrecerrando los ojos para
mostrarle su indignación.
La sonrisa del caballero resultaba tan insultante como fuera de lugar.
—No te preocupes, he elegido lo mejor para ti. Espero que no seas tan
necia como para osar siquiera ponerlo en duda.
Ana no pudo contestar; se limitó a fulminarlo con la mirada, deseosa de
que él captara todo el odio que se reflejaba en sus pupilas.
—Ni se te ocurra pensar que tu llegada al Pazo va a alterar de algún modo
la rutina de este lugar o la mía propia. Sigo siendo el que maneja las riendas
de todo esto y de ti misma, no lo olvides —la denigró él—. ¡Retírate! —A
continuación inclinó la cabeza para devolver la mirada a los papeles que
cubrían su escritorio, dando a entender que la conversación había terminado.
Dando a entender que aquel muro resultaría infranqueable.
Y realmente no había mucho más que decir.
3
Ana se refugió en la intimidad de su habitación cerrando tras de sí con un
sonoro portazo. Era la única forma, quizás, en la que le estaba permitido
descargar su frustración. ¡Maldita fuera su condición! ¡En esos momentos
hubiera deseado ser una pobre campesina para poder desfogarse, gritar,
patalear y sacudir el universo entero con su rabia! ¡Desearía…! ¡Santo Dios,
por su vida que no existía en el mundo persona capaz de hacerle perder el
control salvo él!
Se dejó caer boca abajo sobre la impresionante cama de roble tallado de la
que sobresalía un elegante dosel. Su cuerpo rebotó contra la superficie
mullida de la colcha y quedó sepultado por el océano de cojines que la
engalanaban. Y allí, ocultando el rostro entre los almohadones, lloró a placer,
ahogando su llanto y sus gritos de impotencia contra la tela. Pataleó en los
laterales de la cama y descargó sus puños contra el enorme lecho, que
soportaba sus golpes sin inmutarse. Al principio trató de contener las
lágrimas, los jadeos y los sollozos descontrolados, pero pronto dejó de
intentarlo. Santo Dios, siempre había intuido que aquel hombre era malvado
y frío como un témpano de hielo, que en su alma no existía una fibra sensible
capaz de responder al amor o a la bondad. Ahora, conforme lo veía actuar,
conforme lo veía avanzar serpenteante como una víbora, era cada vez más
consciente de que sus suposiciones habían sido del todo acertadas. Aquel
hombre era el mismísimo demonio y, si se había ensañado con ella desde el
mismo momento de su nacimiento, ¿por qué no iba a querer perpetuar su
reinado de dolor? ¿Por qué iba a desistir de continuar arruinándole la vida a
su desdichada hija?
Un ligero toque en la puerta la obligó a silenciarse y contener la
respiración, asomando muy despacio el rostro entre el revoltijo de cojines que
la rodeaba. No respondió, pero la puerta se abrió igualmente, con suma
lentitud, dejando que una cabeza regordeta y colorada, adornada con un moño
bajo de cabello grisáceo, asomara por la rendija.
Ana suspiró en medio del llanto. Aquella buena mujer poseía un
desarrollado y maravilloso don para hacerse sentir en los momentos
oportunos, aquellos en los que más la necesitaba.
Doña Angustias se acercó al lecho, silenciosa como un ratoncito, y se sentó
en el borde. El grueso colchón apenas se hundió bajo su considerable peso.
Reposó una mano sobre la cabeza de Ana, desplazando los dedos adelante y
atrás entre el cabello en una caricia tranquilizadora.
—¿Cómo has subido las escaleras?
Ana bufó. No estaba enfadada con ella, pero en esos momentos la anciana
corría el riesgo de convertirse en la diana perfecta contra la que descargar su
rabia.
—¡Corriendo! —gritó, desafiante—. ¡Sola!
Un suspiro de resignación llenó el ambiente.
—Sabes que no deberías subir las escaleras tú sola…
Ana jadeó, ahogando una risotada y, con un único y brusco movimiento de
las manos que le arrastró la piel hasta deformar las mejillas y los ojos, se
limpió el rostro, completamente desbordado por el llanto.
—¿Por qué? ¡Es ridículo! ¡Ya no soy una niña! —se rebeló, apartando la
cabeza de las dulces caricias del ama, rechazando todo contacto físico—. ¿No
os dais cuenta? ¡Tengo dieciocho años! —Y a continuación, en un registro
bajo y sombrío, añadió—: Dieciocho malditos años…
—Ana, por Dios… —riñó el ama dulcemente.
¿Qué te ha dicho ese viejo monstruo para que estés con el ánimo tan
aguijoneado?
—¿O acaso creéis que a las demás señoritas del internado les daban la mano
cada vez que subían o bajaban las escaleras? ¡Tanto celo es ridículo!
Doña Angustias suspiró.
—Ellas no eran la ilustrísima condesa de Rebolada y señorita de Covas,
cariño.
Ana agarró el cojín que tenía más a mano, uno que mostraba un laborioso
bordado del blasón familiar, y lo arrojó fuera del lecho. Hacerlo, le arrancó
un gruñido de esfuerzo desde lo más profundo de sus entrañas.
—¡Y ojalá yo no lo fuera tampoco! —chilló.
Ladeó la cabeza sobre la cama, apoyando encima de la colcha de raso un
rostro completamente sonrojado, hinchado e insondable. Había dejado de
llorar, pero el aire ausente y el dolor que transmitían su expresión infundían
respeto.
—No se puede cambiar el destino, pequeña. —La voz del ama resultaba
arrulladora de tan calmosa—. Todos tenemos nuestro camino trazado en las
estrellas. Sin duda el tuyo es más brillante y complicado que el del resto de
los mortales, pero ello no implica que no puedas disfrutarlo con sabiduría.
Ana hipó. ¿Cómo iba a disfrutar de su jaula de oro? ¿Cómo, si la visión del
campo abierto y prohibido que se extendía ante sus ojos no hacía más que
torturarla? ¿Cómo, si su padre parecía dispuesto a recordarle a cada instante
sus limitaciones?
—¿Brillante? —Sollozó sin variar su expresión—. ¿Dices que mi destino
es brillante? —Ahora jadeó con escepticismo—. ¡Por Dios que no estamos
hablando de la misma persona ni del mismo destino, querida nana! ¡El único
brillo en mi horizonte es el de las frívolas alhajas de la familia!
Doña Angustias inclinó la mirada y apretó los labios. Era cierto. Al igual
que sucediera con la antigua patrona, la joven condesa de Rebolada lo poseía
todo para ser feliz, y sin embargo, la felicidad para ella parecía lejana,
inalcanzable.
—¡Soy sumamente desdichada! ¡Toda mi vida lo he sido, me temo! Creí
que en el internado estaba atrapada, como el pajarillo que malvive con las
alas atadas. Creí que, al llegar aquí, a casa, respiraría libertad. Pero solo ha
cambiado el carcelero. Ahora comprendo que mi padre jamás me permitirá
ser libre… ni feliz —se lamentó, vencida por la desolación—. Al igual que
sucedió con mi pobre madre, ¿no es cierto? ¡Ella también fue esclava de su
condición y sus circunstancias!
Levantó la mirada hacia el ama intentando encontrar en su rostro la
confirmación a sus palabras, pero doña Angustias, prudente, permaneció
impasible.
—¡Yo no elegí nacer con este linaje! —continuó en un gemido—. Créeme
que me cambiaría por cualquier otra persona del mundo si pudiera. Quisiera
salir de mí, abandonar mi cuerpo y mi vida y ser libre, distinta.
—Mi dulce niña, son muchas las que te envidian y desearían estar en tu
lugar…
Ana gimoteó, meneando la cabeza.
—Es cierto, casi todas las niñas sueñan desde la cuna con todo esto, nana:
con vivir en mansiones lujosas, pasearse en maravillosos carruajes y lucir
vestidos de ensueño, como princesas de cuento. —Su voz había descendido
hasta alcanzar un tono bajo y melancólico, casi un sollozo—. Pero no saben
que toda esta fastuosidad esconde detrás la soledad más absoluta, y que hay
mansiones que no son más que cárceles para quienes viven en ellas y vestidos
que actúan a modo de mortaja. Esta vida de lujo y esplendor encierra un
cúmulo de frivolidad, hipocresía y… soledad.
Doña Angustias apretó los párpados tratando de contener sus propias
lágrimas.
—¡Obligaciones, obligaciones, obligaciones! —continuó Ana en su
desespero—. ¿Y dónde queda mi opinión, dónde mis sentimientos? ¿Es que a
nadie le importan?
No le faltaba razón. Su difunta madre había sufrido en sus propias carnes
las penalidades de ser una niña rica obligada a vivir sola y alejada del mundo,
un mundo que solo había podido disfrutar a través de las puertaventanas del
Pazo o de los ahumados cristales de su carruaje de paseo. Ni siquiera la
llegada de lo que ella consideró su gran amor la había salvado, sino que la
condenó a hundirse más en el negro abismo que la acosaba.
—¡No necesito estos vestidos, ni adornos, ni reverencias a cada paso! —
Inspiró profundamente por la nariz—. Solo sueño con el día en el que me
dejen despegar las alas y volar… y ser feliz —susurró, obligándose a ahogar
una violenta acometida de sollozos contra los almohadones. La anciana
devolvió su mano a la convulsa cabeza de la joven y esta vez la niña no
rehusó el contacto. Doña Angustias elevó la mirada al crucifijo de madera y
bronce que pendía majestuoso de la pared del cabecero, y suspiró.
—¿Qué ha pasado? —preguntó apenas en un susurro—. ¡Santo Dios! ¿Qué
te ha dicho tu padre para que te pongas así?
Durante un rato no hubo respuesta. Ana continuó llorando y gimiendo en
voz baja, ocultando su sufrimiento al mundo en general y a su nana en
particular. La anciana no insistió. Permitió que la niña se desahogara con total
libertad y se mantuvo paciente a su lado, a la espera del momento que ella
considerara oportuno compartir su tragedia personal. Estaba segura de que el
conde había sido el causante de todo aquel sufrimiento, de algún modo u otro.
Parecía que fuera lo único que se le daba bien: hacer sufrir a las almas que le
rodeaban.
—¡Quiere casarme, nana! —La voz llegó amortiguada por la tela de los
cojines.
Doña Angustias se sobresaltó. Aquello era algo totalmente nuevo.
—¿Casarte? —No lo entendía. Nunca se había hablado del tema en la Casa
Grande. En fin, no era que don Alejandro compartiera con el servicio sus
perversas maquinaciones, pero en ese caso, los rumores de un desposorio
deberían haber pululado por la casa, del mismo modo que se decía por el
condado que el señor era aficionado al juego y a la botella. Siempre había
alguien que oía cotilleos en el pueblo o que lo veía en presencia de algún
caballero digno de sospecha. Y sin embargo… nada se sabía de un
casamiento.
Debía de tratarse de una ocurrencia repentina del señor. O acaso se había
vuelto loco de remate, lo que sería bueno para justificar tanta maldad
concentrada en un espíritu tan pequeño.
—¡Lo tenía todo organizado! —gimió Ana—. ¡Una vez más, soy un simple
títere a su merced! ¡Y con qué destreza maneja los hilos! ¡Soy su hija, soy de
su propiedad, y puede hacer conmigo y con mi vida lo que le plazca!
Doña Angustias frunció el ceño y pensó deprisa. Una repentina chispa de
intuición cruzó por su mente, y entonces todas las piezas empezaron a
cuadrar, todo cobró sentido. Al viejo conde le comían las deudas, los
acreedores salían al paso del carruaje al doblar cualquier callejuela, los
cañones de las pistolas salían a relucir cada vez con mayor frecuencia en las
partidas de cartas…
Todo el condado era consciente de ello, para vergüenza de los trabajadores
de la casa, y ahora ella misma se estaba dando cuenta de lo que don
Alejandro tenía en mente para tratar de enmendar tal situación. Iba a
venderla. ¡A su propia hija! A intercambiarla por cualquiera de sus deudas de
juego. ¡Ruin villano del demonio!
—No tiene por qué ser tan malo, niña.
Ana alzó la cabeza para mirar a su ama con gesto escéptico y ojos llorosos.
Doña Angustias se obligó a tragar saliva; ni siquiera ella podía creer en sus
palabras, pero debía encontrar una forma de paliar el disgusto de su niña,
resultaba imperativo amortiguar su dolor.
—Cariño, eres una jovencita preciosa, preciosa de verdad. —Y en su tono
existía un afán de convicción extraordinario—. Posees un corazón noble y el
alma más dulce y hermosa que he visto jamás. Cualquiera puede percibirlo.
Sea como fuere, en la calle o en las veladas del Pazo, en alguna tertulia a la
que serás convidada, en un palco de teatro o en un baile vecinal, un día
conocerás a un caballero del que estoy segura que te enamorarás
perdidamente. —Conforme el ama hablaba, Ana fruncía el ceño y asomaba a
su rostro una mueca escéptica y dolorida—. Y cuando ese momento llegue, te
lo prometo, serás completamente feliz.
—Feliz… —lloriqueó, paladeando la palabra.
—Y verás que no existe nada más hermoso que unir tu corazón al del
hombre que ames y admires a partes iguales.
—Casarme por amor… —replicó, componiendo un mohín burlón—. No
creo que algo así le esté permitido a la señorita condesa. El matrimonio es un
negocio, y los negocios fortifican los blasones familiares —expuso con
retintín, repitiendo las palabras del conde.
—No es tal como dices, Ana. La gente se casa por amor cada día. Cierto
que no es lo más común en las altas esferas, pero tampoco resulta una utopía.
Estoy segura de que sí, nana. Lo habrás visto mil veces entre los
lugareños. La gente humilde puede permitírselo: amarse aunque luego se
mueran de hambre y solo tengan una cebolla para repartir, pensó la joven.
Yo no. A mí jamás me estaría permitido semejante despilfarro emocional.
—Sería tu oportunidad de romper los lazos que te unen a tu padre y formar
tu propia familia. Y ser feliz de verdad. —Esta vez el ama trató de sonar más
práctica que idealista.
La joven esbozó una sonrisa dolorida.
—Romper lazos con un hombre malvado para atarme a otro, quizás más
malvado aún. ¿Es que acaso mi sino es andar dando tumbos por la vida,
zarandeada como un pelele, sin ser dueña de mi propio destino?
—Estoy hablándote de amor, no de ataduras ni zarandeos. ¡Olvida lo que te
ha dicho tu padre hoy! Cuando conozcas el verdadero amor, comprenderás
que no hay nada más hermoso que compartir tu vida con esa persona. Una
persona que no querrá vivir la vida por ti, sino contigo. Una persona que tú y
tu corazón elegiréis. Cuando aparezca ante ti, lo sabrás, y entenderás todo
esto que hoy te digo.
Ana estalló en un sollozo inesperado, meneando la cabeza y ahogando un
cúmulo de jadeos y gemidos que la sorprendieron de pronto.
—¡No lo entiendes, nana! —exclamó en un tono lastimero y sombrío—.
¡Tampoco tendré la oportunidad de elegir! ¡Ni de enamorarme, ni de soñar
con esa vida hermosa de la que hablas! ¡Yo no soy como las demás
muchachas! —Doña Angustias arqueó las cejas—. ¡Mi padre ya ha elegido
por mí! Me obliga a casarme con alguien que ni siquiera conozco, alguien
que él mismo se ha tomado la molestia de escoger.
—No lo entiendo —farfulló. Y realmente no entendía. ¿Ya estaba todo
concertado?—. ¿Qué te ha dicho el señor conde?
—¡Todo y nada! Dice que mañana, durante la cena, me presentará a mi
prometido, sea quien sea el afortunado —gimió, llenando el aire de
aspavientos—. ¿No te das cuenta? ¡Lo tenía todo planeado! ¡A saber cuánto
tiempo lleva rumiando su plan! ¡Por eso me ha enviado a buscar con tanta
urgencia! ¡Por eso ordenó que se me custodiara con tanto celo! Soy su
mercancía más preciada en este instante. —Y acto seguido enterró la cabeza
en el océano de almohadones para continuar desgranando su alma en un
llanto incesante—. ¡Ojalá no hubiera un mañana! ¡Ojalá no amaneciera para
mí! ¡Ojalá esta maldita mercancía se estropeara para siempre! ¿Acaso no
podría morirme esta misma noche? ¡Si así fuera, sería completamente feliz!
Doña Angustias se envaró. Aquello no tenía pies ni cabeza, y resultaba tan
precipitado como pérfido y falto de lógica. Sin duda, era una idea digna de
don Alejandro Covas. El ruin buitre acechante, siempre asomado a su tétrico
torreón, maquinando la forma más eficaz de arruinar la vida a todas las almas
nobles de su entorno.
—Ella se encuentra muy ilusionada con la perspectiva de una boda —le había
asegurado, aun cuando él tenía sus reticencias al respecto. Demasiado joven,
según decían, demasiado bonita…
—¿Está seguro de ello, señor Covas?
—¡Le aseguro que es su deseo casarse, Monterrey! —insistió el conde, tal
vez con demasiada porfía—. Ya sabe usted que todas las niñas son educadas
para eso, máxime las pertenecientes a tan alto linaje. Son conscientes de que
deben casarse y realizar un buen matrimonio para perpetuar la estirpe. Y esta
en concreto obedecerá a su padre, se lo garantizo. Es su cometido en este
mundo, al fin y al cabo.
—Sí, pero… ¿casarse con alguien que podría ser su abuelo? Incluso mi
único hijo es mayor que la condesa.
Don Alejandro había torcido el gesto, tal vez porque ignoraba que el
empresario tuviera un hijo o que este fuera mayor que la propia Ana. Pero…
¿a esas alturas, escrúpulos? ¡Jamás los había tenido! Y mucho menos cuando
su propia integridad física y su bienestar social estaban en juego. Era Ana o
él, y Ana le importaba un bledo.
—¡Desea casarse! ¡Y desea obedecer a su padre! Me he permitido hablarle
de usted —el conde sabía sacar partido de los halagos, estaba claro, y
Monterrey se dejó camelar con gusto—, y no ha dudado en consentir.
Paladeó tales palabras con emoción. Había dudado, y mucho, de que el trato
propuesto por el astuto conde le beneficiase. Le había visto venir: estaba
claro que el escogerle precisamente a él para desposar a su hija obedecía al
único propósito de resolver la deuda contraída. Sí, era obvio, y él no era un
bobo.
Pero después de ver en persona a la condesita, no le cabía la menor duda de
que podría aceptar el trato sin reparos. La deuda del conde a cambio de
aquella muchacha de piel lechosa, hechizantes ojos verdes, pálida sien, rostro
sereno y figura delicada. Casi se le hizo agua la boca. Sin duda salía ganando
con el cambio. Sin duda bebería hasta saciarse de aquellos pechos que se
intuían lechosos y blandos bajo las capas de raso y encaje. Sin duda aquella
criatura valía el triple que todas las monedas del adeudo.
—¿Y qué saca usted a cambio, señor conde? —le había preguntado en su
despacho.
—Obviamente saldar mi deuda… y que usted me ayude a liquidar las
restantes. —Monterrey sesgó la sonrisa. Aquella era la verdadera cara del
zorro: la de alguien que no da puntada sin hilo y solo piensa en sí mismo—.
Y, por supuesto, continuar viviendo en el Pazo. No quiero abandonar
Rebolada ni prescindir de los beneficios de la casa de Altamira. Quiero gozar
de todos los privilegios que conlleva el título de conde viudo, a pesar de que
los bienes de Ana serán propiedad de usted tras el matrimonio.
—Un extraño acuerdo, sin duda —opinó el empresario—. Parémonos a
pensar: olvido la cuantiosa suma que me debe, saldo las que usted mantiene
con otros… ummm, ¿realmente me beneficia en algo este trato, caballero?
El conde le miró de forma aviesa.
—¿Le desagrada la oferta? ¿Acaso mi hija no resulta lo bastante deseable
para usted?
Monterrey sonrió con retranca. Si la joven condesa no fuera suficiente
reclamo, ¿qué más estaría dispuesto a ofrecer el viejo zorro? Pero para
fortuna del conde, lo era. Tan deseable como la ambrosía para un sediento
mortal.
—Me permito recordarle que se trata de una joven recién desperezada al
mundo y a la vida. Pura, casta y sumisa. Además de bonita, como usted podrá
comprobar. Sin duda su valor es mucho mayor que el de una saca de
monedas.
—Puede que resulte un buen trueque, no digo que no, aunque solo me
permitiré juzgarlo cuando vea a la señorita —razonó, consiguiendo sacar los
colores al noble—. De todas formas, no puede ser una candidata tan
apetecible cuando su propio padre la desmerece convirtiéndola en moneda de
cambio.
—¡Te dije que no te alejaras! —la regañó doña Angustias, sujetándola por
la muñeca y tirando de ella, no con enfado o violencia, pero sí con
determinación.
—Me despisté… De repente sentí la imperiosa necesidad de aire fresco y
de un paseo por la naturaleza —protestó Ana, lo suficientemente bajito como
para demostrar que era consciente de su error.
Había faltado a su palabra motivada por su innegable fascinación hacia la
naturaleza y por un primario instinto de libertad. Algo que jamás podría
experimentar entre las cuatro paredes de su jaula de oro. Pero tampoco había
sido algo tan grave e irreparable, pensaba para sus adentros; no había habido
consecuencias negativas, y nadie había salido mal parado, salvo ella y su
malogrado trasero. Muy al contrario: gracias a ese pequeño acto de rebeldía,
había conocido a un caballero apuesto y agradable. Su ángel guardián.
La sonrisa que asomó de forma inconsciente a sus labios provocó un nuevo
bufido de doña Angustias que, delante de ella y desconociendo sus
pensamientos, caminaba apretando el paso, resoplando, meneando la cabeza
y protestando de forma airada bajo las amplias capas de tela.
—¡Aire fresco y un paseo por la naturaleza! ¿Y qué pasa con tu vestido? —
Con un repentino aspaviento, como si ambas ejecutaran un controvertido
paso de baile, hizo girar delante de sí a la joven, obligándola a mostrarle la
espalda. Ana deslizó las manos por la tela, tratando de alejar la atención de la
mujer de esa parte del vestido. Su sentido de la culpabilidad no tardó ni
medio segundo en teñir sus mejillas de escarlata.
—¡Ay, nana, me caí! —protestó, empezando a perder la paciencia. Algo
que sucede cuando se tiene mucho que ocultar y pocas ganas de sacarlo a la
luz—. No creo que sea un crimen contra la humanidad el hecho de que la
señorita condesa se resbalara y se cayera, ¿verdad?
—¡Lo será si tu padre se entera de todo esto! —Y acto seguido jadeó con
resignación, venció los hombros hacia delante y dedicó a la niña la típica
mirada que conceden los padres permisivos a sus amados hijos, por más
diabluras que estos lleguen a discurrir. Ana, consciente de la flaqueza del
ama, parpadeó con coquetería, mirándola por debajo de unas cejas alzadas
con conmiseración. Rendida ya del todo, doña Angustias no pudo menos que
ceder—. Vamos, debemos regresar antes de que lo haga tu padre, o nos
mandará azotar a ambas.
Ana se dejó llevar, caminando con los hombros descolgados y el ánimo
abatido.
—Seguramente lo esté deseando —chasqueó la lengua—, al menos en lo
que a mí respecta.
—Pues no le daremos esa satisfacción, ¿verdad? —Doña Angustias
caminaba sin mirar atrás y Ana solo era capaz de distinguir su generosa
espalda y su contoneante trasero revestido de tela y más tela. También la
pequeña cofia que recogía su cabello entrecano—. Monterrey se fue hace ya
un buen rato. Creí que no se tragaría el cuento de que te encontrabas
indispuesta por culpa de una terrible jaqueca.
—Y la tendría si tuviera que soportarlo.
Doña Angustias bufó sin aflojar un ápice el paso, lo que provocaba que, al
hablar y caminar —dos actividades que para ella eran difíciles de
compatibilizar—, se le entrecortara el aliento.
—Llegué a temer que subiera él mismo a tu alcoba a llevarte la medicina
para el dolor. —Y jadeó de nuevo, encogiéndose de hombros—. ¡Qué
hombre tan empecinado!
Ana puso los ojos en blanco y suspiró. El empecinamiento debía de ser la
más amena de sus cualidades censurables.
Don Jenaro hincó los talones con saña en los costados del animal. Una
forma como otra cualquiera de liberar sus frustraciones. Había realizado tan
fastidioso trayecto a caballo, con las penosas consecuencias que ello
acarreaba —dolor en las ingles, incomodidad en las posaderas, tormento en la
espalda y molestia en las pantorrillas—, con el único fin de visitar a la dulce
condesita y pasar con ella al menos los treinta minutos de rigor que se
estilaban en las visitas diarias. Con un poco de suerte, el astuto zorro del
conde extendería la invitación hasta la hora de la merienda o, inclusive, a la
cena.
«Visítenos cuando quiera, Monterrey. Le aseguro que la señorita condesa
estará encantada de recibirle y agasajarle con su compañía», le había dicho la
noche anterior durante la cena. Y con tal incentivo se había personado al día
siguiente, rebasado el meridiano del día, tal y como correspondía para una
visita de cortesía. ¡Cuál no sería su sorpresa cuando una vieja con cara de
perro le salió al paso en el vestíbulo para contarle que la señorita se
encontraba indispuesta a causa de una terrible jaqueca! ¡Temprano empezaba
con las jaquecas la bella flor! ¿Acaso esas delicadas criaturas eran tan frágiles
y ridículas como para indisponerse por un simple dolor de cabeza?
¡Intolerable! ¡Ya le daría él jaquecas una vez casados! ¡No habría excusa que
le valiera! No tendría más remedio que obedecer y acatar sus deseos como
buena esposa sumisa, o de lo contrario, ¡la tomaría a la fuerza tantas veces
como quisiera para bajarle los humos!
Con ese pensamiento por bandera espoleó de nuevo al animal, aunque no
sirvió de mucho. El caballo acataba un paso tan indolente que empezaba a
temer que, aunque le clavara en el alma la fusta de un soldado, no se movería
con más brío.
Resopló, decepcionado con lo que la mañana le había reportado. ¡Y para
más inri ahora debía llegar a casa y soportar la presencia indeseada de su
hijo!
Ahogó una blasfemia bajo el emboce de su capa. Aquel desagradecido
aparecía y desaparecía cuando le venía en gana; a veces incluso podía pasar
semestres enteros sin dar señales de vida. Estaba claro que le habían
malcriado y, a consecuencia de ello, ahora escapaba a su control. ¿La
culpable? Una madre ridículamente amorosa y permisiva que, para empezar,
le había dejado ir a la universidad a formarse en esa inútil carrera de leyes.
¿Para qué, teniendo en casa el emporio familiar de las salazones y conservas?
¿Qué hijo respetuoso con la labor de sus ancestros no hubiera querido
perpetuar la tradición familiar? ¡Pero no, estaba claro que aquel insensato
tenía a poco el trabajo en la fábrica! Él quería más, quería la vida de esos
relamidos de la capital que se pasan el día de un lado para otro con un
cartapacio bajo el brazo, sin hacer otra cosa más que inmiscuirse en asuntos
ajenos con el pretexto de preservar la justicia. ¡Y la idiota de su madre le
había alentado a ello!
De nuevo hincó los talones en los vacíos del animal, irritado con la vida,
con los hados, con su mala fortuna y, sobre todo, con el ingrato de su hijo.
Con un poco de suerte, ese desagradecido de Alberto desaparecería de su vida
en pocos días y se mantendría convenientemente ausente, tal vez durante
medio año o más. Ni una carta, ni una visita, ni una invitación a la Corte… ¡y
lo mismo le daba! ¡Al diablo él y sus ínfulas de señoritingo de ciudad!
Con un mohín de niño caprichoso presto a encorajinarse durante horas,
escupió al borde del camino, deseando que, junto a sus fluidos, se esfumara
también la mala sangre que le provocaba aquel descastado.
Ni siquiera le invitaría a la boda. ¿Para qué? A buen seguro aquel cretino
hijo de su madre se la aguaría con sus sermones. Envidioso, eso es lo que era.
Acababa de discutir con su padre. Una vez más. Y esta vez había sido una
de esas discusiones en las que uno de los dos debía mostrar la sensatez y la
prudencia de abandonar el ring o, de lo contrario, acabarían llegando a las
manos. ¡Y nada le causaría mayor satisfacción, aunque estuviera mal pensarlo
siquiera, que darle un buen pescozón al viejo, a ver si de ese modo entraba en
razón y los engranajes de su cabeza volvían a su sitio!
Esa mañana, las faltas de respeto que solían imperar en sus discusiones
habían traspasado ya la fina línea del enfrentamiento verbal para derivar en
un nivel superior en el que, muy seguramente, ninguno de los dos podría
parar, y que acabaría acarreando consecuencias catastróficas.
Como sucedía siempre, el sensato y, por tanto, el primero en abandonar y
tragarse la bilis, había sido él. El viejo era tan obtuso que, si por él fuera,
seguiría embistiendo contra la pared durante horas.
Don Jenaro había insistido en que le acompañara a la fábrica para
supervisar la producción y observar de cerca las tareas de los trabajadores.
Además, entre otras muchas cosas, quería mostrarle a su hijo la balsa de
salmuera que habían construido en la parte nueva del edificio.
Por supuesto, y siguiendo la costumbre, él se había negado, lo cual había
desatado la furia del viejo titán.
Muy al contrario de lo que pensaba su padre, no se trataba de que tuviera a
menos el trabajo en la nave de salazones y conservera. En los duros tiempos
que corrían, cualquier trabajo resultaba digno, máxime teniendo en cuenta las
terribles condiciones en las que trabajaban aquellos hombres y mujeres bajo
la mano dura e inflexible del viejo Monterrey: jornadas de trabajo que
superaban las doce horas, pasando frío, con las manos metidas todo el día en
aquellas gruesas arenas de salitre o, por el contrario, en la balsa de agua fría
rebosante de sal. Y si alguno de los empleados estaba enfermo, incapacitado
o moribundo, era rápidamente sustituido, sin el menor preámbulo o
escrúpulo.
Alberto no podía estar de acuerdo con un trato tan inhumano e injusto, y
eso era lo que suponía para él el método empresarial de su padre. Toda la
fortuna de la casa Monterrey se erigía en base a la explotación de gente
sencilla que necesitaba trabajar para sobrevivir. Y a él, como hombre de leyes
y defensor de la justicia, le roía las entrañas presenciar tal desatino.
Su padre, por el contrario, vivía sumamente feliz y complacido con el
avance de la fábrica y el engrosamiento de sus arcas, incapaz de entender en
su cabeza de chorlito que sus métodos de trabajo resultaban tan primitivos
como inhumanos.
Alberto abandonó la casa con un sonoro portazo y echó a andar calle abajo,
bordeando la zona portuaria, buscando algún tipo de entretenimiento capaz de
distraerlo de sus problemas familiares.
Detuvo un carro descubierto de alquiler y le pidió al mayoral, que se
sentaba con altivez en el pescante mientras estrujaba un cigarro entre los
labios, que le llevase a cualquier sitio capaz de distraerle. ¡Cualquier
pasatiempo sería bien recibido con tal de no volver sobre sus pasos y gritarle
al viejo cuatro cosas que, por lo visto, nadie se atrevía a decirle, pero que eran
lo único que el tirano merecía oír!
Doña Angustias fue consciente de cómo los dedos de Ana se cerraban con
fuerza sobre su brazo, y de cómo incluso le clavaba las uñas a pesar de los
guantes y de la gruesa tela de su manga. Le dirigió una mirada amonestadora,
pero contuvo sus palabras al descubrir la expresión de su rostro.
De repente, estaba lívida como la cera y su semblante parecía reflejar en
cada poro un torbellino de emociones reprimidas. Siguió la dirección de sus
pupilas para detener la mirada a pocos metros, en la silueta de un hombre
que, a su vez, las observaba con una fijación extraña.
Doña Angustias parpadeó con nerviosismo tratando de entender por qué los
dedos de la niña seguían cerrados con fuerza sobre su brazo o por qué
diantres sus uñas se clavaban de forma cruel en su piel. Pero lo único que
veía era la mirada inmóvil de Ana cosida a la silueta de aquel desconocido y,
a su vez, la oscura figura del hombre parado a escasa distancia, siendo
también él muy consciente de la presencia de ambas.
Frunció el ceño y lo evaluó con rapidez. Nunca lo había visto por el pueblo
y, desde luego, no tenía aspecto de mercachifle. Era un hombre maduro que
seguramente rondaría la treintena, o incluso, la rebasaba; frente despejada con
algunos frunces fruto de la edad y la experiencia; mirada firme y penetrante,
tal vez debido a la profundidad de sus ojos oscuros, a la severidad de sus
cejas gruesas o a la arruga invariable que se dibujaba en su entrecejo;
abundante cabello ondulado peinado con raya a un lado, largas patillas y
aspecto cuidado.
El caballero vestía un gabán de paño oscuro y enorme solapa, bajo el que
asomaban un chaleco de tweed, los puños impecables de una camisa blanca y
el elaborado lazo de un pañuelo color crema que vestía su cuello.
Aparecía en esos momentos ligeramente cargado de hombros,
observándolas con el brazo izquierdo cruzado sobre el pecho, recogida la
mano en el pliegue del brazo derecho, que se alzaba hasta acariciar con los
dedos la barbilla. Una pose comedida y que a su vez acusaba los aires
obviamente distinguidos de su propietario.
—Nana, sujétame fuerte porque creo que me voy a desmayar en este
mismo instante… —murmuró la niña para su sorpresa, justo en el momento
en el que el hombre rompía su pose de estatua inanimada para acercarse a
ellas.
Doña Angustias le vio acercarse al mismo tiempo que era consciente de
cómo se incrementaba la dolorosa presión de aquellos dedos enguantados
sobre su antebrazo. Como la niña siguiera apretando de ese modo, iba a
dejarla sin circulación.
El hombre se paró frente a las dos, inclinó la cabeza en una enérgica
reverencia que ambas respondieron con flexiones rápidas de rodillas y habló
con una voz grave y, ¿a qué negarlo?, seductora.
—Señorita Guzmán, ¡qué inesperada sorpresa!
Por alguna razón inexplicable, se había dirigido a ella, pues a pesar de su
avanzada edad, su condición de soltera seguía convirtiéndola en señorita;
pero sus profundos ojos negros no la miraban a ella, sino a su niña Ana.
Observó entonces a la joven y descubrió dos rosas escarlata manchando sus
mejillas, así como un curioso brillo cintilando en sus pupilas. Y casi podría
asegurar que el corazón juvenil estaba a punto de salirse de la suave coraza de
seda rosa y encajes que lo cubrían. ¿Acaso aquellos dos se conocían? Todo
parecía indicar que sí. Y en ese caso… ¿cómo era posible?
Una vez ante las puertas del comedor, no pudo evitar pararse bajo el umbral,
más por cobardía que por presunción, provocando que su detención, para su
desgracia, causara un mayor efecto en su entrada. Si hacía un minuto, allá
arriba, se había sentido decidida a luchar por su destino y su libertad, a
enfrentarse al déspota, al lujurioso, al tirano y al depravado, ahora, en
presencia de aquellos dos terribles enemigos, en la soledad de un campo de
batalla de mármol y caoba, notaba que su aplomo y su valor estaban a punto
de flaquear, sino directamente por los suelos. Temblaba, temblaba como una
vara verde, y lo que más temía era que sus acompañantes pudieran
apercibirse de ello y atacaran allá donde más sabían que le iba a afectar.
Suspiró. Ojalá pudiera abandonar la estancia con cualquier pretexto para
refugiarse en su habitación, aunque a juzgar por la severa mirada de su padre,
que acababa de levantarse seguido por el otro caballero, no creía estar a salvo
de él ni aun ocultándose en el último confín del mundo.
Una breve sonrisa asomó a sus labios cuando reparó en la expresión del
conde. ¡Bien! Su pequeño acto de rebeldía había surtido efecto, al menos en
el severo y malicioso conde de Rebolada. El otro caballero no ofreció
muestra alguna de perturbación o desencanto, para desolación de Ana. El
señor Monterrey parecía ser más tonto de lo que ella pensaba.
Pero la expresión airada de su padre le reportaba, por el momento,
satisfacción suficiente. Seguramente, el aristócrata pensaría que aquel no era
uno de los mejores vestidos para engatusar a ningún pretendiente, aun
tratándose de uno viejo y carente de gracia, gordo, apestoso y desagradable.
Ana cruzó la estancia completamente envarada, más por necesidad que por
arrogancia, sintiendo su estómago bullir con fiereza y una tirantez dolorosa
en la espalda. Apenas se sentía capaz de caminar, de tan agarrotados como
notaba todos los músculos de su cuerpo y a causa del temblor que hacía
entrechocar sus rodillas. Con esa pesimista certeza por bandera, inhaló y
continuó su fatídica cruzada, que en esos momentos poco o nada tenía que
envidiar a la de los Pobres Caballeros de Cristo en Tierra Santa. Tan solo
deseaba acabar cuanto antes con aquella tortura; si, además, la gruesa tela de
su vestido tuviera a bien colaborar y no emitiera el delator fru fru al caminar,
y si las miradas de los dos hombres —lasciva una y censora la otra—, no se
dirigieran a ella, sería la criatura más feliz del mundo. Pero sus deseos y sus
esperanzas fueron en vano: ni el vestido colaboró con su silencio, ni ninguno
de los presentes apartó la mirada de ella durante un solo segundo.
Un sirviente le retiró la silla de respaldo alto y Ana ocupó su sitio en la
cabeza opuesta de la mesa. Rogó al cielo que aquellos dos intrigantes
continuaran con la conversación que mantenían antes de su llegada al
comedor, se tratara de lo que se tratara, con tal de que no se fijaran en
adelante en su presencia. Pero todo parecía indicar que tal plegaria tampoco
iba a ser escuchada: por el rabillo del ojo observó con desagrado que el
anciano no le quitaba la vista de encima.
—Permítame decirle que está usted encantadora esta noche, señorita de
Altamira.
Ana puso los ojos en blanco y ahogó una maldición. ¿Acaso aquel bobo no
tenía ojos en la cara? ¿O acaso sería tan necio como para adularla y devorarla
con la mirada a pesar de su soso atavío? La próxima vez, se vestiría con un
saco de patatas.
—Gracias por su gentileza, señor Monterrey. También usted está
sumamente… elegante. —El elogio casi se le atragantó, y supo en ese mismo
instante que iría directa al infierno a causa de la mentira que acababa de
soltar. ¿Elegante? Tan elegante como podría estarlo un cerdo con levita.
Le sorprendió ver que su padre le hacía señas a la doncella para que no
sirviera en su copa vino de naranja, sino tan solo agua. Ana clavó en él una
mirada con ceño que su padre advirtió de inmediato y respondió con una
sonrisa pérfida, unida a un comentario, si cabe, igual de malicioso.
—Nada de vino esta noche, querida, no nos arriesgaremos a que estropees
un vestido tan… bonito —el retintín era obvio— por culpa de una bebida
derramada a destiempo, ¿verdad?
Ana se mordió el interior de las mejillas hasta que el sabor de la sangre se
hizo presente. Se sentía acorralada y sin salida, como la mosca a la que
arrinconan contra el quicio de la ventana esperando el momento oportuno
para aplastarla. Y el conde parecía estar preparado y con el dedo en alto para
tal fin.
Un buen rato después, un hondo suspiro, surgido de lo más profundo y
sincero de su alma la sorprendió por completo, vaciándola por dentro.
Bajo la mesa, cerró los puños en un arrebato de frustración. ¡Maldita fuera
la hora en la que abandonó el internado! Al menos allí, en compañía de las
monjitas y de sus estiradas compañeras, se encontraba más o menos a salvo.
Jamás le habían prestado la menor atención, cierto; no había hecho ni una
triste amiga en trece años, pero tampoco la habían molestado en demasía. No
como ahora.
Al menos en el internado se encontraría a salvo de convertirse en un
bocado apetecible para aquel anciano baboso y pestilente. Porque estaba
segura de que el tufillo a pescado que invadía el comedor procedía de él, y no
de la merluza en salsa verde que presidía la mesa.
Pero, aunque ella esquivaba los ojos de aquellos dos hombres, era muy
consciente de que las frías pupilas del conde permanecían clavadas en su
persona, pendientes de cada movimiento, analizando sin piedad sus gestos
para poder después amonestarla con conocimiento de causa. Sin duda, en
esos instantes debía de arderle la sangre al ver el poco aliento que ofrecía la
muchacha a su cortejador. ¡Ni aun siendo muda, sorda o ciega podría hacerle
menos caso!
Las pupilas de Monterrey, sin duda licuadas bajo el calor de la lujuria,
estaban prendidas en su imagen, calibrando, imaginando, valorando la
mercancía expuesta y barajando la mejor forma en la que podría darle uso. Y
la certeza de semejantes pensamientos consiguió encenderla e indignarla a
partes iguales. ¡Si pudiera levantarse y abofetear aquel rostro flácido hasta
cansarse, sería la mujer más feliz del mundo!
La irrupción de uno de los recaderos del Pazo, que llegó al atrio tirando de las
riendas de un caballo, apartó a ambas mujeres de sus respectivas
cavilaciones.
Ana no pudo evitar fijarse en el animal: un hermoso tordo atruchado de
línea cartujana, alto, de hueso ancho, poderosa grupa y línea barroca, que
caminaba detrás del mozo con paso manso y la cabeza inclinada. Nunca le
habían dejado tener un caballo, pero era este un animal que le gustaba y
cuyas razas conocía bastante bien. En el pasado, le había dicho nana alguna
vez, su abuelo había poseído uno de los establos mejor surtidos de la
provincia.
—¿Qué hay, José? —saludó doña Angustias afablemente, como era
habitual en ella, acercándose al recién llegado.
—¡Buen día nos dé Dios, doña Angustias! —El chico se quitó la visera y
cabeceó a modo de saludo, apretando el gorro, hecho un gurruño, contra el
pecho—. Señorita condesa. —Acentuó su reverencia al dirigirse a la joven.
Pero Ana apenas reparó en la cortesía, puesto que ya se había adelantado y
acariciaba la ternilla del animal con una sonrisa radiante en los labios. Doña
Angustias sintió una punzada de ternura en el pecho. Era la primera sonrisa
que le había visto esbozar ese día.
—¿No es precioso, nana?
—Preciosa, señorita —corrigió el mozo, azorado al verse obligado a
corregir a la patrona—. Es una yegua.
Ana ensanchó su sonrisa; sus ojos resplandecían. Sujetando las correas de
la cabezada, continuó acariciando al animal sin dejar de mirarlo. Todo su
cuerpo aparecía salpicado de motitas marrón clarito que se confundían con su
blancura, y solo se podían apreciar muy de cerca. Como si de pecas o
diminutos lunares se tratara. Una yegua llena de pecas y lunares. ¡Era tan
linda y tierna!
—¡Oh, nana, es un criatura maravillosa! —Y deslizó su mano enguantada
por el cuello musculado del animal. Sus crines blancas, lacias e impolutas
como si hubieran sido tejidas en hilo de nieve, se mecían suavemente al son
de la brisa.
—No había visto antes este ejemplar en los establos —admitió la anciana.
Se dirigió al mozo—. ¿Desde cuándo lo tenemos, José?
El mozo carraspeó y se puso la visera de cualquier modo. Las guedejas de
un pelo demasiado largo y sin peinar sobresalieron a los lados.
—Técnicamente no es nuestro, doña Angustias… o mejor dicho, no lo era.
Acaba de traerlo para usted un mensajero del pueblo. —Ana dejó de acariciar
al animal para mirar al joven con sorpresa. A continuación se volvió hacia el
ama, que tenía los ojos a punto de salírsele de las órbitas y la boca abierta de
par en par.
—¿Para mí?
—Usted es la única señorita Guzmán del Pazo de Rebolada, ¿no es verdad?
El ama cabeceó en asentimiento, tan despacio que parecía que se le hubiera
roto algún hueso del cuello y tuviera miedo de que se le descolgara al menor
descuido.
—Pues parece ser que es un regalo… para usted, doña Angustias. —Y el
mozo sonrió a la mujer con picardía.
Ante la impasibilidad del ama, los labios de Ana se cerraron formando una
«o» perfecta. Sus mejillas ya se habían manchado de escarlata y su corazón
había iniciado un violento baile, acoplándose a la agitada respiración.
—¡Oh, es el mejor regalo que podrías desear! ¿No estás de acuerdo, nana?
—preguntó con cierto sofoco.
Doña Angustias esbozó una sonrisa pasmada que se heló en un extraño
rictus de incomprensión.
—¿Quién lo envía? —atinó a preguntar.
El mozo soltó una exclamación, seguida de una disculpa, y se puso a
rebuscar en los bolsillos de su chaleco. Tras unos segundos de búsqueda
infructuosa, le alargó a la mujer un pequeño rectángulo de papel
perfectamente lacrado.
—El mensajero solo me dio esta carta. No dijo más. —Su tono se volvió
pícaro y juguetón y una sonrisa intensa asomó a sus labios, mostrando una
dentadura mellada—. Usted sabrá si tiene algún admirador en San Julián,
señora.
La mirada censora que le dirigió al joven hizo que este se silenciara de
inmediato e inclinara la mirada al suelo, avergonzado de haberse tomado
semejante licencia con una mujer tan mayor y bondadosa como el ama.
Doña Angustias retuvo el papel entre los dedos sin saber qué hacer con él.
Era evidente que el obsequio no era para ella, y no era correcto que leyera
una correspondencia que no iba dirigida a su persona, sino a la niña. La única
señorita Guzmán capaz de recibir regalos en Rebolada.
—Ana, hazme el favor, léela tú. Estoy demasiado sorprendida para hacerle
justicia. —La mirada intencionada que le dirigió, con alzamiento de cejas
incluido, hizo que la joven se ruborizara con mayor intensidad.
Ana tomó el papel con ansia, dándole vueltas al sobre entre los dedos,
incapaz de reconocer la letra y mucho menos el escudo del lacre. El corazón
zumbaba en su pecho como un enjambre de abejas fuera de control. No
esperaba ningún regalo, y mucho menos uno como aquel. Rasgó el sello y
desplegó una cuartilla perfectamente plegada en tres dobleces. Sus ojos
recorrieron con agitación aquellas líneas elegantemente garabateadas y,
conforme avanzaba en la lectura, los rubores se acrecentaban en sus mejillas
y las suaves comisuras de sus labios se elevaban en una radiante sonrisa.
Incluso tuvo que llevarse una mano a los labios para disimular una risita.
Se dice que cuando se mira a una estrella y se pide un deseo, todos los
sueños se hacen realidad. ¿Es posible que esta noche, bajo el mismo
cielo, los dos miremos a la misma estrella para hacer de nuestro deseo,
uno?
Felices crepúsculos, mi bella dama.
Alberto.
A pesar de que entre las dos procuraran no hacer mención a tal asunto, lo
cierto era que los preparativos para el evento del sábado no dejaron de
sucederse discretamente durante aquellos cuatro días.
Las arcas de los Altamira no gozaban de su próspera salud de antaño, ni el
conde pensaba derrochar en aquel maldito acontecimiento más de lo
estrictamente necesario. Su único deseo era complacer a Monterrey para que
el viejo soltara la gallina de los huevos de oro, y si podía hacerlo con menos
en lugar de con más, mejor. Al fin y al cabo, los escrúpulos del salazonero,
amén de sus desconfianzas y anhelos de afirmación, iban a costarle caro al
señor de Covas, y eso era algo que no estaba dispuesto a pasar por alto.
Acabaría sacándoselo de los bolsillos con creces.
Al final, tras modificar un par de listas, consultar los invitados con el
anciano, añadir a unos a regañadientes y excluir a otros por necesidad, el
número de invitados ascendió a veinte, un generoso número teniendo en
cuenta la cantidad de enemigos que tenía el anfitrión. Eran muchas las
personalidades de la flor y nata, y de las que no pertenecían a esta pomposa
categoría, a las que el conde debía dinero, pero algunos de ellos tenían trato
directo con Monterrey y el anciano se empeñaba en incluirlos en un
acontecimiento que era de vital importancia para él. Finalmente, tras una
serie de conversaciones, copa va y copa viene, y del chantaje implícito que
asomaba en la mirada ratonil del salazonero, el conde se vio en la obligación
de enviar veinte invitaciones.
Doña Angustias trató de serenarse y alternar sus atenciones a Ana con la
labor impuesta por su padre. Durante esos cuatro días, evitó hacer
comentarios sobre cómo avanzaban los preparativos, a sabiendas de que
romperían el corazón de su niña. Bastante sacrificio suponía ya para la pobre
infeliz el tener que soportar a Monterrey, que parecía no tener casa propia y
haber decidido, para su propia felicidad, en realidad, instalarse en el Pazo de
forma indefinida. O tolerar los gestos del señor conde, que cada vez que
coincidía con su hija en el comedor o se encontraban por infortunio por los
corredores de la casa, esbozaba una sonrisa maliciosa, como si en su fuero
interno se regocijara ante su supremacía y, sobre todo, ante la injusticia que
estaba a punto de cometer. Seguramente así fuera.
De todas formas, el conde parecía cambiado en los últimos días. Más
exaltado, sombrío y taciturno que de costumbre. También más malhumorado,
si algo así era concebible.
Cada vez que sonaba la aldaba del portón principal, daba un salto y paseaba
la mirada con nerviosismo por todas partes, mirando sin ver, como el alma
medrosa a la que atormenta la presencia de un ánima impía que solo ella es
capaz de percibir entre los claroscuros. Cada vez que aparecía el mozo del
correo, se ponía lívido como un muerto, como si esperara correspondencia
directamente desde el infierno. Las llamadas al portón a deshora le
sobresaltaban hasta el punto de enardecerlo de forma incomprensible, y
aunque las doncellas le confirmaran después que se trataba solo de
inofensivos pedigüeños, él ponía el grito en el cielo y los hacía correr de la
propiedad a patadas o con cubos de agua fría. Husmeaba por detrás de las
cortinas y ya no abandonaba el Pazo si no era bien pertrechado de un trabuco
en su cinto. Incluso el ayuda de cámara había llegado a afirmar en las
cocinas, siempre sotto voce, por supuesto, que el señor había adquirido la
extraña y pueril costumbre de hacer mirar bajo la cama y dentro del
guardarropa antes de acostarse. Estaba claro que el patrón tenía miedo, pero
¿de qué? ¿De quién? ¿Por qué?
La mayoría de los sirvientes afirmaban que lo que el señor temía era que
los demonios del infierno vinieran a reclamar su negra alma como tributo a
sus pecados. Y que él mismo sabía que no estaba a salvo en ningún escondite
del mundo mortal.
No podía imaginar el ama que el sábado por la mañana, Ana bajaría a las
cocinas, silenciosa y discreta como una sombra o un ratoncito buscado
amparo.
La sorprendió desayunando y, lejos de abandonar la estancia o
impacientarse por la lentitud del ama, apartó una silla para sentarse a la mesa,
callada, a su lado.
Doña Angustias la observó con tristeza. A pesar de su semblante alicaído y
de las comisuras inclinadas de sus labios, seguía siendo la rosa más bella… y
la más triste de aquel jardín.
—¿Has terminado ya con los preparativos? —preguntó con tono distraído,
sin levantar la mirada de la mesa, desplazando la uña del pulgar por el
sencillo bordado del mantel. Al hablar así, a la anciana le hizo pensar en un
reo que pregunta al carcelero por el estado de su cadalso.
Cabeceó en asentimiento y siguió masticando muy despacio su leche con
avena.
—Alberto no está invitado, ¿verdad? —Y alzó hacia ella unos ojos
preñados de esperanza—. Dime que no lo está y me permitiré respirar
tranquila.
¡Pobre niña! ¡Pobre corazón doliente!
—No figuraba ningún Alberto en las invitaciones que se enviaron.
Silencio.
—Pero puede que asista acompañando a su padre, que al fin y al cabo es un
empresario notable de Orense. ¿Has visto…?
—El único empresario que figura en la lista es el señor Monterrey —cortó,
para aliviar cuanto antes el sufrimiento de la joven.
Ana tragó saliva y pareció sentirse mejor.
—¡Oh, bien! —Y jadeó nerviosa. Su pecho ascendía y descendía en
violento vaivén bajo la suave muselina—. Sería como obligarle a asistir a mi
ajusticiamiento —una sonrisa torpe escapó de sus labios—, y no quiero que
me mire a la cara mientras me enroscan la soga al cuello.
—Ana, santo Dios…
—¡Pero así es como me sentiré! —Se llevó la mano a la frente y trató de no
llorar.
Doña Angustias no fue capaz de comer más. Apartó con la mano el cuenco
de leche y apoyó los brazos sobre la mesa.
—Quizás todo se arregle, niña.
Ana jadeó y volvió la cara hacia el ama. Sus ojos enrojecidos y extraviados
de dolor evidenciaban su tormento.
—¿Cómo? ¿En qué modo, por Dios? ¿Monterrey desistirá de su porfía,
aquejado de una colitis? ¿O tal vez de un ataque de gota? —Se encogió de
hombros mientras una lágrima descendía en soledad por su mejilla—. Es
mayor, puede que incluso tenga la decencia de morirse antes de la boda.
—¡Ana, no digas semejantes barbaridades!
Las lágrimas descendían ahora por su rostro como si brotaran directamente
de un surtidor. No obstante, su expresión permaneció inalterable en una
perfecta máscara de desolación.
—Sé que es un deseo cruel y despiadado, nana, y que no debería siquiera
considerar esa posibilidad. Yo no soy así, ¿verdad? —murmuró con los ojos
cosidos al vacío—. Pero a estas alturas, mi corazón ya no es capaz de pensar
más que en la muerte como único escape a este infortunio. Pienso en la
muerte, nana, como en una grata liberación. —Se silenció un segundo antes
de continuar con mayor énfasis mientras el ama negaba con la cabeza—. Si
no en la suya, tal vez en la mía propia.
—No soporto oírte hablar así, como si no hubiera un mañana para ti…
—¿Y lo hay? Quiero huir de mi destino y no puedo, ¡no puedo, nana!
¡Porque mi maldito destino me persigue y está ahí fuera cada día, a cada hora,
esperándome con sus dientes de conejo y su mirada sucia!
Apretó los puños e hizo ademán de estrellarlos contra la mesa, pero se
contuvo. Se limitó a mantener las manos en puños, tan oprimidas que los
nudillos se tornaron blancos de inmediato, y a apretar las mandíbulas para
tratar de tragarse su frustración.
—Y es triste, nana, muy triste, que la única persona a la que quiero sea
precisamente la que nunca pueda tener, y que la más me repugne sea la que
me persiga con incansable tenacidad.
14
Los típicos engordabuches que se apuntan a cualquier evento destacable: el
sacerdote del lugar —tragaldabas donde los hubiera—, la máxima autoridad
del consistorio municipal, terratenientes poco escrupulosos acompañados de
sus esposas y polluelos y, en definitiva, cuatro caras más o menos
destacables, por uno u otro motivo, entre la sociedad de San Julián, paseaban
su languidez y su ridícula pompa por los jardines del Pazo, llenando sus
estómagos con las bebidas que les eran ofrecidas y los suculentos manjares
que ocupaban las mesas del bufé.
Se habían formado inevitables corrillos, y en unos y en otros, dependiendo
del sexo de sus integrantes o de la afinidad surgida entre ellos, se hablaba de
política, religión, de atavíos a la última moda o de vastas propiedades de las
que enorgullecerse, a la vez que sotanas, tules, muselinas y terciopelos,
tocados imposibles y moños apretados se paseaban con insolencia por el
empedrado exterior, cotilleando sin recato cada rincón, y adulando y
criticando a conveniencia. En todos los corrillos, sin excepción, se
murmuraba acerca de la naturaleza de aquel evento y de la extraña coalición
formada por el conde y el gerente de salazones y conservas Monterrey.
Muchos sospechaban la verdad, pero ninguno se atrevía a dar crédito a sus
sospechas. Resultaba ridículo darles forma en la cabeza de cada cual.
La suave brisa nocturna de principios de mayo trasladaba en volandas las
dulces fragancias que desprendían el dondiego de noche, los jazmines y los
alhelíes en flor, y camuflaba las frívolas e interesadas conversaciones de los
visitantes.
Ana deambulaba por los jardines como alma en pena, esquivando los
diferentes corrillos de comadres deseosas de echarle el guante con la sola
intención de arrancarle confesiones de índole privada. Y, seguramente, para
mofarse con disimulo, y aun sin él, del perfecto prometido que se había
buscado. La condesa de Rebolada se encontraba perfectamente a salvo de que
otra candidata se interpusiera entre la pareja: ninguna mujer querría para sí
misma a aquel viejo verde.
Ataviada con un vestido de raso brillante en tonos dorados, de amplio
escote, mangas abullonadas, guantes del mismo tono a la altura del codo y
amplia falda, la joven condesa se escabullía entre las sombras tratando de
escapar de su fatalidad, escuchando de lejos conversaciones ajenas de gente
que a todas luces parecía mucho más feliz que ella. Seguramente, en ese
instante cualquier mortal bajo las estrellas fuera infinitamente más feliz que
ella.
No lució ni una sonrisa, ni un solo gesto que denotara un mínimo de
alegría. Tan solo un exterior alicaído y resignado, unos hombros hundidos y
unos ojos que apenas se levantaban del suelo, no siendo para alzarse hasta el
cielo y suplicar en silencio al recuerdo de su madre un poco de presencia de
ánimo. Ni siquiera la música que llegaba al exterior procedente de la
orquestina que entretenía a los invitados en el salón principal era capaz de
tentarla.
¿Qué expectativas albergaba para esa noche? ¡Ninguna! Salvo hundirse
inevitablemente en el cenagal sobre el que la habían obligado a caminar. Iba a
prometerse a Monterrey. ¡Iban a prometerla a Monterrey! Y todo San Julián
lo sabría, todo San Julián sería consciente de ello. Al día siguiente sería la
comidilla de todos los corrillos de comadres del lugar. Eso… al día siguiente.
Pero hoy la mirarían con ojos llenos de burla, incredulidad y compasión. Y
no era de extrañar. Si fuera otra la que ocupara su lugar, ella sentiría lo
mismo.
Todos hablarían del asunto. De ella. Del anciano. De los dos. ¡De los dos!
¡Qué doloroso y repugnante pensar en ambos como en un conjunto, cuando
en realidad se sentía como una res emparejada a otra a la fuerza, bajo un
mismo yugo!
Suspiró mientras bordeaba los setos perfectamente recortados para crear un
pequeño muro vegetal. Al menos debía dar las gracias, aunque sonara
patético debido al alcance de su infortunio, porque el padre de Alberto,
empresario de prestigio sea quien fuere, y por extensión el propio Alberto, no
hubieran sido invitados al doloroso evento. Sería el fin de todo su mundo y de
sus ilusiones, y también la mayor de sus vergüenzas, si Alberto llegara a ser
testigo de su tragedia personal.
Caminando con paso distraído, retrasó la mano para acariciar bajo el
delicado tacto de sus guantes las diminutas hojas que formaban la superficie
compacta de boj. Miró de nuevo al cielo y buscó en el terciopelo negro de la
bóveda celestial una estrella, tal y como le había sugerido Alberto, aunque
fuera una sola, para pedir su deseo: verse a salvo de sus circunstancias
presentes.
Había conseguido evitar a Jenaro Monterrey desde que la fiesta diera
inicio. Seguramente, porque el muy necio se habría quedado enganchado en
la primera mesa del bufé, perfectamente entregado a las codornices rellenas y
los cachelos asados, y allí permanecería hasta que su buche se sintiera
plenamente satisfecho. Teniendo en cuenta la prominencia del mismo y su
notable empuje horizontal, Ana dispondría de cierto margen para verse libre
de su presencia.
Tampoco su padre había dado señales de vida. Se encontraría, quiso pensar,
alternando con sus invitados predilectos, alardeando de la fastuosidad de los
condes de Rebolada en tanto trataba de ocultar su innegable decadencia.
¿Sabrían aquellas gentes que el conde era un miserable ludópata endeudado
hasta la médula, uno tan poco escrupuloso y tan desapegado como para usar a
su propia hija como pagaré? Sí, seguramente lo supieran. Si los sirvientes
estaban al tanto, era más que probable que a oídos de sus patrones hubiera
llegado también el rumor. Y tal certeza la hizo morirse de vergüenza. Porque,
entre otras razones, los asistentes a la velada serían conscientes del rol que
jugaba ella en aquella transacción y de la poca valía que, por tanto, tenía su
opinión.
Alberto la vio deslizarse entre las sombras del jardín. Ni siquiera sabía
cómo había sido capaz de distinguirla entre todo el barullo de gente que
saturaba los exteriores del Pazo. Tal vez fuera cosa del destino, o tal vez un
sexto sentido le llevaba a sentir la presencia de Ana mucho antes de verla con
sus propios ojos.
El caso es que la había visto de lejos… y estaba preciosa.
Alzando el cuello por encima de aquella marea humana en movimiento, se
las ingenió para seguirla con la mirada, sin apartar los ojos de su figura ni el
anhelo de sus pasos. Ana destacaba de forma espectacular entre aquellos
corrillos de gruesas comadres que no hacían más que rumiar los entrantes con
los carrillos llenos, hablar lanzando groseros perdigonazos y reírse a
carcajadas, mostrando sus muelas cariadas y hasta la campanilla, sin
importarles en absoluto si sus gorgoritos imitaban el barruntar de un elefante
o la quejicosa risotada de una hiena. Elefantes y hienas ataviados de gasas,
perlas y terciopelo, en todo caso.
Y en medio de aquel tumulto, como si tratara de algún modo de escapar de
él, al igual que el salmón que nada contracorriente, Ana se deslizaba entre las
sombras como se deslizaría un ángel que pisara nubes. Bella entre las flores,
etérea bajo los arcos de glicinias, dulcemente envuelta por los aromas del
dondiego y la madreselva. Adorablemente hermosa.
Se había colado en el Pazo como una sombra furtiva, algo que no resultó
demasiado complicado entre el ir y venir de carruajes y el trasiego de lacayos,
propios y ajenos, con la única esperanza de verla. Necesitaba verla y
confesarle sus sentimientos de una vez por todas. Ya no podía ocultarlos por
más tiempo. ¡La amaba, la deseaba y necesitaba saber si ella respondía a su
corazón con idéntica reciprocidad!
Pero lo que no había esperado era encontrarla con ese aspecto desangelado,
vagando por el jardín como un hada que hubiera perdido sus alas. Su rostro
era una auténtica máscara de desolación. Taciturno, macilento, apagado. Ni
una sonrisa, ni siquiera cuando se cruzaba con algún grupo y la cortesía la
obligaba a mostrarse sociable, ni un brillo de vida en sus pupilas. ¿Por qué?
Semejaba, a pesar de su belleza o quizás precisamente debido a ella, una rosa
marchitándose poco a poco, sin que nadie a su alrededor se percatara de ello.
La vio doblar un recodo, desfilando con andares lánguidos bajo un arco de
pasifloras, camuflándose bajo las hojas estrelladas y las exóticas flores, para
refugiarse en un ángulo oscuro y apartado del jardín. Se las arregló para
seguirla a cierta distancia ocultándose entre los arbustos, los jarrones de
piedra vestidos de musgo y los ángeles de granito, mohosos y oscurecidos a
causa de la humedad del clima. Tenía que guardar precauciones; no podía
arriesgarse a ser descubierto y que le arrebataran la oportunidad de abrirle su
corazón. Debía actuar como un furtivo. Y, en cierto modo, lo era. Como tal,
se había colado en propiedad privada, vulnerando con sus actos sus propios
principios y la ley, exponiéndose a ser detenido y a echar a perder su
reputación por una imprudencia romántica. Pero no se arrepentía. Era lo que
le había pedido su corazón, y en esos momentos, la cabeza nada tenía que
opinar.
Allí donde estaban, apenas llegaba el vago rumor de las conversaciones, ni
siquiera se percibía el armónico son de la orquestina interpretando sus piezas.
Tan solo se escuchaba el sonido de los grillos tomando las pulsaciones a la
noche con sus vibrantes cri cri, o el cadencioso rumor del viento entre el
follaje, desplazando maravillosas oleadas de aroma por la apacible atmósfera
nocturna.
Avanzó un par de pasos hasta que la estrecha espalda de la joven, bajo el
raso brillante de su vestido dorado y el ornamento de un enorme lazo de
terciopelo verde que caía en cascada sobre la parte posterior de la falda,
quedaron perfectamente al alcance de su mano. Era ahora o nunca. Y tenía
que ser ahora.
Ana permanecía con la mirada perdida al frente, sin ver nada en realidad.
Ante ella, una vasta e intrincada rosaleda se extendía en todo su esplendor
alternando especies y colores. Un intenso y delicioso popurrí de fragancias se
desplazaba por la atmósfera en lento impulso invisible, convirtiendo aquel
rinconcito en el más bucólico y apacible de todo el jardín. También en su
particular Monte de los Olivos.
Apenas fue consciente del ligero movimiento que percibió por el rabillo del
ojo hasta que una sombra sinuosa se situó a su lado. No le hizo falta volver el
rostro para descubrir su identidad. Su corazón, aleteando vigoroso en su
pecho, no podía equivocarse: aunque su presencia allí fuera inesperada, sabía
que se trataba de la persona más querida, pero también de la última a la que
deseaba ver ese día.
Inhaló en profundidad y trató de ignorar el intenso picor detrás de los
párpados. No había llorado en toda la noche, y aquel sin duda era el peor
momento para empezar a hacerlo.
—¿Por qué no me ha invitado? Hubiera deseado que me pidiera que viniera
—Alberto permanecía impasible mirando al frente, tal y como hacía ella, con
las manos recogidas a su espalda y un tono de ligero reproche en su voz —.
¿Acaso no deseaba verme tanto como yo a usted?
De algún modo, ella supo que había llegado el momento crucial. El
momento de volver boca arriba las cartas que permanecían sobre la mesa.
Aunque perdiera. Y estaba claro que iba a perder.
—¿Qué sentido hubiera tenido invitarle? —Su voz sonaba lejana, como si
surgiera desde lo más profundo de un pozo—. No tiene razón de ser alargar
ciertos asuntos, darles alas y alimentarlos con falsas esperanzas… cuando
usted se irá en unos días y todo habrá terminado.
Alberto alzó una ceja y volvió raudo el rostro para mirarla fijamente. ¿Ese
era el problema? ¿Su pronta partida?
Ella continuaba impasible mirando al frente, pero esta vez su barbilla
temblaba ante la ardua tarea de contener el llanto. Sus pupilas brillaban a
causa de las lágrimas no derramadas. Aquella implícita demostración de
sentimientos dio alas y arrojo al corazón del hombre.
—¿Y si no me fuera?
Ahora fue ella la que volvió el rostro para mirarlo a los ojos, bajo un ceño
profundamente fruncido. ¿Se estaba burlando de ella y de su pobre corazón?
¿Cómo podía ser tan cruel como para jugar de ese modo con sus esperanzas?
—¿Y si no me fuera? —repitió—. ¿Y si me quedara?
Al punto, Alberto atrapó la mano de la muchacha bajo la suya y tiró de ella
para ocultarse ambos bajo la sombra de un intrincado arco entretejido de
rosales. En esos momentos, bajo un pecho varonil y curtido, su corazón
golpeaba como un ejército de tambores en plena avanzadilla, y casi se sintió
ridículo. Era un hombre hecho y derecho y, sin embargo, en aquel preciso
instante temblaba como un mozalbete.
—Ana, no soy un hombre rico, no tengo dinero, título ni propiedades;
tampoco grandes relaciones sociales y mucho menos un lugar como este para
ofrecérselo a usted… —Empezó a hablar con prisa, casi con desesperación,
como si temiera que, por algún infortunio del destino, aquel instante, y su
consiguiente oportunidad de confesar sus sentimientos, fuera a desvanecerse
de un momento a otro como arena entre los dedos—. Solo soy un pobre
letrado que vive de su trabajo en un modesto apartamento alquilado de la
capital. No vivo mal, pero tampoco puedo permitirme grandes lujos.
Sujetó con firmeza la mano de Ana entre las suyas, fijándose con excesiva
porfía en las costuras del guante y en las arruguitas que formaba la tela entre
los dedos. Solo precisaba insuflarse ánimos antes de continuar, ordenar sus
pensamientos, ahora atropellados, y dejar que fuera su corazón el que se
expresara a través de los labios. Elevó las oscuras pupilas para fijarlas en
aquellos dos jades temblorosos.
—Nada soy y poco tengo. En realidad, no puedo responder por nada más
que lo que guardo dentro de mí, lo único de lo que soy consciente y
plenamente responsable: mis sentimientos.
Ana, con la espalda ligeramente apoyada contra el arco, escuchaba sin
parpadear las palabras de Alberto, sin poder evitar que una sonrisa
temblorosa curvara sus labios. Él le soltó la mano para reposar las suyas con
suavidad sobre su talle en posesiva caricia, y continuó, agitado y nervioso:
—¡La amo, Ana! ¡Nada existe para mí más que usted: su presencia, su
recuerdo, su fragancia, su voz…! Desde el mismo instante en que la conocí,
todo lo demás ha dejado de tener importancia, ¡incluso yo mismo! ¡Tan solo
usted, usted y siempre usted!
Unas pisadas cercanas sobre el sendero de grava les pusieron en alerta y
Alberto, sujetándola aún por el talle, la desplazó hasta un ángulo más oculto
de la rosaleda. Las pisadas, sumadas a unas risitas juveniles, pasaron de
largo, y sus respiraciones, que hasta el momento habían permanecido en
suspenso, se normalizaron.
—¡Ana, mi dicha o mi desgracia están en su mano! —continuó él,
profundamente agitado. Levantó una mano deseando tocarla, su rostro, su
pelo… pero temblaba tanto y era tal el respeto y la adoración que ella le
inspiraba, que no pudo más que descenderla de nuevo al fino talle—.
Aliénteme con sus palabras o fréneme en seco. ¡O si no, ni siquiera hace falta
que hable, si es el recato el que la vence! Soy muy poco caballeroso al
solicitarle que sus palabras me concedan dicha, cuando de sus labios no
podría salir jamás nada que perturbe el decoro y la cautela. No hable, no hace
falta, solo míreme y que sean sus ojos los que dicten sentencia.
El silencio se hizo más denso y las fragancias que los envolvían, más
intensas. Por toda respuesta, Ana se inclinó hacia delante, temblando; sus
ojos se encontraron y en verdad no hizo falta más que la intensidad de los
sentimientos de ambos para que los labios se rozaran hasta dar lugar a un
beso. Un beso suave, dulce y sensual que actuó como fiel reflejo de todas las
emociones que flotaban en el aire y permanecían a flor de piel. Un beso a
través del cual las almas se entrelazaron y las pasiones, junto con los labios,
se fundieron.
Alberto bebió de su aliento con avidez, enmarcando el rostro de Ana con
sus manos trémulas mientras le acariciaba los labios con los suyos y
jugueteaba con su nariz.
Cuando sus ojos y sus labios se separaron, con la lentitud propia del alma
que actúa en contra de su voluntad, Alberto descubrió una lágrima
descendiendo en soledad por la mejilla sonrosada de Ana. De manera
involuntaria, ella volvió el rostro para ocultarla, pero él la sujetó por la
barbilla para obligarla a mirarlo a los ojos.
—¿Qué sucede?
Ella jadeó y forzó una sonrisa, pero nuevas lágrimas siguieron a la primera.
Tenía que confesarle que le había mentido, que no era una simple doncella de
compañía ni la hija de un ama de cría. No podía seguir adelante con aquel
embuste. Tenía que confesar que era algo completamente distinto de lo que él
creía, que su destino y su futuro estaban condenados sin remedio, pero no
tenía fuerzas para hacerlo. No ahora, después del beso. No ahora, que bebía
de su aliento y respiraba tan de cerca su masculino aroma a cuero y esencias.
No ahora, cuando él había abierto su corazón y ella lo había encontrado tan
acogedor.
—Nada.
—¿Llora por nada? —acarició con los pulgares las humedecidas mejillas.
—Es que jamás imaginé que mi primer beso fuera a ser un beso de
despedida…
Él la miró con ceño, sin entender nada.
—¿Cómo de despedida?
Ana alzó la mirada y sus pupilas vidriadas por el llanto se fijaron en las
suyas. Abrió y cerró la boca un par de veces sin llegar a emitir sonido alguno
antes de que las palabras abandonaran por fin los labios.
—Lo será, en cuanto confiese todo lo que tengo que decirle.
Alberto meneó la cabeza en un gesto que reflejaba su ignorancia.
—¿Qué podría ser tan grave como para forzar una despedida entre
nosotros? —Y sonrió, dando a entender que ningún asunto lograría separarlos
jamás.
—Muchas cosas pueden interponerse, me temo —sollozó—. Alberto,
necesito decirle la verdad…
—No hay mayor verdad que la fuerza de mis sentimientos en este instante
—cortó él.
Ella inclinó la mirada y meneó la cabeza en negación, mientras las lágrimas
seguían recorriendo su rostro. Alberto le arrebató ambas manos para asirlas
con firmeza y besar uno a uno los nudillos recubiertos de tela. De pronto, se
paró y la miró fijamente. Una chispa de intuición acababa de prender en su
cabeza.
—La he interrumpido cuando quería confesarme algo. ¿Acaso es incapaz
de corresponder y recibir los sentimientos que le ofrezco con absoluta
sinceridad? ¿Es esa su verdad? —Cuadró los hombros al barajar dicha
posibilidad—. Si es así, necesito saberlo, aunque me rompa el corazón y me
desgarre el alma. Hable, Ana. ¿Acaso sus ojos y sus labios me han mentido
hace un rato?
Ana jadeó, desesperada.
—¡Es usted mi vida entera! —confesó entre sollozos, y liberó una mano
para acariciar con dolorosa ternura la mejilla, perfectamente rasurada, de
aquel hombre que tanto amaba—. El aire que respiro y la luz en la que vuelco
todas mis esperanzas… —retiró la mano e inclinó la mirada—, pero me temo
que yo no soy lo que espera. No soy lo que cree ver en mí.
—Deje que eso lo decida yo, ¿quiere?
Ana negó con la cabeza y las lágrimas siguieron descendiendo en
desbandada por sus mejillas. Justo en ese instante, en el momento de mayor
intensidad e intimidad entre los dos, se escuchó un repique extraño en las
cercanías, parecido al que provoca el golpeteo rítmico de un cubierto al
chocarse contra el cristal de una copa. Y seguramente se tratara de eso.
También en ese instante se escuchó la voz firme del conde, reclamando lo
que era suyo con absoluta rotundidad y un ligero timbre de ebriedad en su
voz.
—¡Ana, Ana de Altamira y Covas, sal de tu escondite y acude a deleitarnos
con tu presencia, chiquilla desconsiderada! ¡Tu padre y tu futuro prometido te
reclaman a su lado! ¡Tus invitados te esperan!
Alberto no fue consciente de cómo el corazón de Ana daba un vuelco, ni de
cómo la sencilla tarea de tragar saliva se volvía imposible para ella. Él
continuó mirándola embelesado, como si aquel reclamo no fuera con ellos. Al
fin y al cabo, ¿qué podía importarle a él nada referente a los señores del Pazo,
ni siquiera la joven condesa, cuando su corazón ardía de pasión por Ana
Guzmán? ¿Qué más daba que ese futuro prometido que mencionaba el conde
fuera su propio padre, o que muy en el fondo sintiera una punzante curiosidad
por ponerle cara a aquella incauta con la que iba a desposarse? Su futura
madrastra…
Lo único que le importaba estaba allí, ante él, con los labios entreabiertos y
el aliento agitado, con los ojos brillantes y empañados a causa de la emoción
y el rostro bañado en lágrimas. Lágrimas de felicidad, supuso.
Lo único que le importaba estaba allí… y un instante después se deslizó de
su lado, sin apartar sus ojos de los suyos, para abandonar el idílico remanso
en el que habían abierto el uno al otro sus corazones.
La miró confuso, como si acabaran de propinarle una patada en el
estómago, como si le hubieran arrancado la mitad de su alma y ahora le
dejaran desangrándose y roto, con el pecho abierto, el costillar al aire y el
corazón completamente expuesto.
Frunció el ceño y separó los labios para tratar de formular una pregunta. En
vano, pues su incomprensión era tanta que parecía haber olvidado el habitual
y necesario uso de la palabra. Ni siquiera en su cabeza fue capaz de
componer una frase con sentido.
Los labios de ella solo pronunciaron dos sencillas palabras apenas
susurradas:
—Lo siento… —Y el profuso descenso de las lágrimas silenció cualquier
nuevo intento de justificación verbal.
Alargó una mano para tratar de retenerla, pero sus dedos tan solo
alcanzaron a rozar la lazada verde que caía por su espalda. La vio alejarse de
la rosaleda muy despacio y sin mirar atrás, caminando entre las sombras
como el ángel o la ninfa o el hada que siempre había creído que era. Su
cabeza se llenó con mil interrogantes.
¿Qué sucede? ¿Por qué se va? ¿Qué es lo que escapa a mi entendimiento?
No sabía qué pensar, tal vez porque ya intuía la respuesta y no quería
creerla. En el aire, había sonado rotundo el eco de un nombre: «Ana de
Altamira y Covas», y ella se había soltado de su mano, desvaneciéndose de
pronto, como tanto había temido que fuera a suceder.
Apretó su dentadura tan fuerte que temió por un segundo que la mandíbula
se le desencajara. Las lágrimas acudieron a empañar sus ojos, unas lágrimas
desconocidas que no había sentido brotar desde hacía muchos años, azuzadas
esta vez por un dolor para el que no estaba preparado.
Cuando, segundos después, asomó su contraído rostro entre los arbustos
para contemplar la repentina concentración de gente en el atrio, y distinguió
bajo el arco porticado aquel trío, sus ojos, ahora más negros e insondables a
causa del tremendo dolor, se vidriaron por completo.
Un caballero enjuto, de mejillas descarnadas y bigote quijotesco, que
identificó como el conde de Rebolada, depositaba la mano de Ana, ¡de su
Ana!, sobre el brazo de aquel anciano en un claro signo de ofrecimiento.
Vio cómo Jenaro Monterrey se llevaba a los labios el dorso de aquella
mano enguantada que minutos antes él había besado, para besarla ahora con
hiriente lujuria, y cómo ella torcía el rostro en sentido contrario, escondiendo
al resto del mundo su expresión. ¿Así de fácil le resultaba ocultar sus
emociones?
—¡Oh, vamos… vamos! —rugió entre dientes—. Cielo santo, ¿de verdad
se trata de esto? ¿De verdad?
En un momento dado, los ojos de Ana se deslizaron sobre la multitud de
cabezas, rodetes y tocados, y sus miradas se encontraron en medio del
bullicio y de la dicha de otros. Se miraron en silencio, ¿cuánto tiempo? ¿Unos
segundos? ¿Un tortuoso minuto, tal vez? La negrura que asoló sus almas fue
tan densa e inescrutable; la fuerza de sus sentimientos, tan violenta; el dolor
que los traspasó, tan lacerante, y la certeza que traía la realidad, tan
devastadora, que ambos apartaron los ojos al punto, a riesgo de acabar por
destruirse o romperse en mil pedacitos por dentro. Fue tan solo una fracción
de segundo, lo que dura un parpadeo tal vez. Cuando Ana volvió la vista a las
sombras, al punto distante más allá de los rostros desconocidos que la
miraban expectantes, necesitada de un último consuelo visual, el rostro de
Alberto ya había desaparecido.
Y fue en aquel preciso instante cuando supo que acababa de rompérsele el
corazón y que nada más importaba. Que había jugado y que, al igual que su
padre, había sido una mala jugadora, había apostado todo y lo había perdido.
Y lo peor de todo: al hacerlo, había lastimado a quien más le importaba.
También fue ese el preciso instante en el que a Alberto le quedó claro que
el destino se había burlado descaradamente de él. Y junto con el destino,
también aquella chiquilla y toda la cohorte de titiriteros que la rodeaban.
Dio media vuelta antes de seguir obligándose a presenciar aquella
blasfemia, para abandonar el Pazo a grandes zancadas. Por el camino, tropezó
con un lacayo que portaba una bandeja repleta de copas; todo el contenido
acabó estrellándose en el suelo de piedra y convirtiéndose en mil millones de
fragmentos de cristal. Ni siquiera se detuvo para disculparse o tratar de
enmendar las consecuencias de su precipitación, si no que se deshizo del
infeliz incordio con feroces aspavientos y blasfemias. Nada importaba ya. Las
lágrimas descendían ahora por sus mejillas y tampoco le importaba. ¡Era un
hombre, sí! ¿Y qué? ¿Acaso ese hombre no acababa de recibir la mayor
decepción de su vida? ¿Acaso no le habían apuñalado el corazón? ¿Acaso no
le habían abierto los ojos, a la fuerza, a una horrible realidad?
Acababa de abrir su corazón, lo había ofrecido con sinceridad, y se lo
habían tomado directamente del pecho tan solo para arrojarlo bruscamente al
suelo y pisotearlo después delante de sus narices. ¿Ni siquiera en tales
circunstancias le estaba permitido llorar? ¡Y que el universo se diera por
satisfecho si esa era, por el momento, la única forma de desahogo escogida,
porque bien podría decantarse por otras más perniciosas! ¡Ansias homicidas
no le faltaban!
Una vez traspasados los muros del Pazo, se detuvo un instante, ocultándose
entre los claroscuros del camino, jadeante y ofuscado como una bestia
ensartada por el enemigo en lo más profundo de su alma. Allí, lejos de los
sonidos dolorosamente alegres que brotaban del Pazo, de las risas, los
aplausos, los insultantes vítores y la música de la orquestina, liberó su dolor
rugiendo como un animal herido, gritando al cielo mil y un improperios, mil
y un reproches, mientras descargaba su rabia contra los impasibles troncos de
los pinos y permitía que el dolor físico tomara ventaja al dolor del alma. Ya
nunca más volvería a ser consciente de su alma…, o tal vez sí: solo que ahora
sería negra como la boca del Averno. El corazón, por más señas, lo había
perdido en el camino, en aquella olorosa rosaleda del jardín.
15
—¿Y bien? Yo ya he cumplido, Monterrey, ahora le toca a usted. —Don
Alejandro se expresaba con nerviosismo y una inseguridad impropia de un
hombre de su condición.
Para más inri, se encontraba en su despacho, jugando en su propio terreno,
y parecía tan inquieto como si lo hiciera en campo contrario. Sudaba y
temblaba a partes iguales, y esto último era evidente cada vez que sostenía el
vaso de brandy para llevárselo a los labios y apurar un trago. El agitado
tintineo de los hielos le delataba, y también el jadeo que soltaba ante la
agresividad del líquido ambarino al descender por su garganta, gestos ambos
que ya no sorprendían a su contertulio. Desde la pasada noche, desde hacía
tiempo en realidad, era consciente de que el conde había tocado fondo. Su
pulso no era el de una persona saludable, su equilibrio dejaba mucho que
desear y su mirada, extraviada a todas horas, le delataba. El conde estaba
enfermo. Y no solo en sentido físico.
Sentado del otro lado de la vasta mesa de escritorio, Monterrey le
observaba bajo la salvaje generosidad de sus espesas cejas y las grotescas
hendiduras que surcaban su frente. Si sus muslos no hubieran sido tan
rollizos, seguramente se hubiera dado el gusto de cruzar las piernas a la altura
de las rodillas para concederse una postura más digna y señorial, pero la
prominencia de sus carnes le obligaba y le condenaba a sentarse con las
piernas separadas o, a lo sumo, cruzadas a la altura de los tobillos. Su vientre
tampoco concedía libertad para posturas más variadas.
—Cierto que me ha complacido mucho al anunciar el compromiso, señor
Covas. Me congratulo por ello y confieso sentirme satisfecho con su proceder
—concedió—. Creí sinceramente que marearía usted la perdiz hasta obtener
de mí lo que necesitaba y que luego me mandaría al cuerno.
Don Alejandro carraspeó mientras se servía otra copa de brandy. Había
barajado, efectivamente, tal posibilidad, pero en cuanto vio que el viejo era
un trozo de pan duro, supo que debía cumplir su parte del trato si quería
obtener algo más de él.
La licorera tembló en sus manos, entrechocándose sonoramente con la
copa. Varias gotas de sudor descendieron por su frente y por sus descarnadas
mejillas.
—¡Soy un hombre de palabra —rugió— y esperaba de usted otro tanto!
Monterrey cabeceó en asentimiento. Puede que el conde fuera astuto, pero
también él era zorro viejo. Un zorro mucho más viejo y astuto que aquel que
tenía delante, de hecho. No iba a consentir que unos cuantos blasones le
intimidaran, cuando en realidad el conde hacía tiempo que había perdido toda
credibilidad. No hacía falta ser muy listo para saber que lo único que quedaba
de notable en aquella casa era el apellido y el título nobiliario, amén de las
regias paredes de un Pazo que muy pronto caería en sus manos.
—Le proporcionaré la suma que necesite una vez me despose con la
señorita de Altamira, ni un solo minuto antes. —Su voz firme no admitía
réplica—. Será mi modo de asegurarme de que no se vuelven, usted o su hija,
atrás en el trato. Tómelo como mi regalo de bodas. El regalo de un yerno
agradecido a su suegro.
—¡Un caballero nunca se vuelve atrás en la palabra dada, señor! ¡Es
cuestión de honor!
Monterrey chasqueó la lengua.
—Un verdadero caballero no, no me cabe la menor duda de ello. —Los
ojos del conde, inyectados en sangre a causa de la ira mal contenida y de la
cantidad de alcohol que ya había ingerido a esas horas, fulminaron al
empresario—. Pero su hija sigue sin mostrarse muy por la labor. Durante la
fiesta de compromiso me rehuyó continuamente, y debo admitir que me sentí
un tanto desairado en público. He oído comentarios entre los invitados.
Comentarios que aseguraban que la joven no consentía a este matrimonio,
sino que había sido empujada a él por la fuerza.
—¡Maldita sea! —rugió el conde—. ¡Maldita sea, esto no es lo acordado!
¿Ahora se deja influenciar por comentarios malintencionados de comadres
del buen tono? ¡Creí que era usted un hombre maduro y libre de prejuicios!
—Eso mismo opino yo, que esto no es lo acordado —terció el anciano—.
Usted me dijo que su hija consentía y que se mostraría complacida con este
compromiso. Pero no encuentro yo ni una brizna de sumisión o agrado en la
condesa, si me permite la apreciación.
—¡Seguramente se da cuenta de que su prometido no está siendo leal a su
padre! —Y dio un largo trago a su bebida—. ¡Usted, señor mío, está faltando
a su palabra! ¡Está tomándolo todo sin dar nada a cambio!
—¿Nada a cambio? —Monterrey chistó con la lengua, a modo de negación
—. Yo creo que lo que le he concedido hasta el momento es más de lo que
ningún morador de esta casa se merece.
—¿Cómo se atreve? ¡Tenemos un acuerdo!
—Nunca pusimos fecha a dicho acuerdo, creo recordar. He perdonado un
gran adeudo y no he obtenido beneficio alguno a cambio.
—¡Tenemos un papel firmado ante notario, maldita sea! —El conde
observó el vaso vacío y, sintiéndose impotente, lo estrelló contra la pared.
Monterrey esbozó una sonrisa, cuyos protagonistas indiscutibles fueron sus
enormes paletas color crema.
—Una nota informativa que reza que usted ha saldado su deuda para
conmigo, nada más. Y no es poco. —Alzó las cejas, burlón—. Pretendía
tenerme atado y bien atado, ¿verdad? Pero le recuerdo, señor conde, que no
hay nada que me obligue a entregarle ni un solo real, salvo nuestro acuerdo
verbal. Y las palabras, caballero, me temo que se las lleva el viento a
conveniencia. —Se palmeó los muslos antes de levantarse, renqueante—.
Cuando nos casemos, tendrá el resto. Es mi última palabra. —Y barrió el aire
con su mano, dando por zanjada la conversación—. Procure que la boda se
celebre cuanto antes, por su bien, si es que acaso esas deudas contraídas le
importan. Dinero por hija. —Cabeceó en hipócrita despedida—. Buenas
tardes, señor conde.
Ana ya no tenía fuerzas, ni espíritu, ni motivación alguna para seguir con
vida. Solo se dejaba llevar, como una hoja a merced del viento, como un
títere en manos del destino, y que fuera precisamente ese destino —o la vida
o quien quiera que tuviera potestad sobre su alma— el que decidiera por ella
y la forzara a continuar. Ella ya no se sentía capaz. Llegado ese punto, estaba
convencida de que ni siquiera había vida dentro de ella. Simplemente estaba
allí, atrapada dentro de su cuerpo, y, para su completa desgracia, la de
fúnebre crespón no parecía dispuesta a concederle la venia de ir a por su
pobre alma de una maldita vez. Así que allí seguía ella. O lo que quedaba de
ella. Atrapada. Condenada. Prisionera de un cuerpo del que desearía huir y
que tan solo actuaba como la más asfixiante de las mortajas.
Permaneció sentada frente al ventanal de su habitación durante muchos
días, aparentemente impasible, como una estatua de alabastro, con las manos
enlazadas sobre el regazo y la mirada prendida en algún punto más allá del
mundo terrenal. Rehusando comer, rehusando dormir, rehusando incluso
vivir… pero condenada a ello.
Pasaron muchos días, y lo único que cambiaba en aquella penosa estampa
era el decorado exterior. Las ramas de los árboles bamboleándose por el
viento, los pajarillos acercándose al alféizar de la ventana en mudo saludo, las
altas copas de los cipreses doblegándose a merced de la brisa y las olas del
mar encrespándose hasta lanzar al aire cientos de miles de besos de espuma.
Todo ello sucedía ante la mirada ciega de una espectadora inanimada.
Doña Angustias la observaba con desolación y el ánimo contrito pero, al
mismo tiempo, procurando concederle distancia para que pudiera liberar sus
aflicciones sin ningún reparo o vergüenza. Aunque en realidad la niña no
liberaba gran cosa, puesto que permanecía todo el día frente a la ventana sin
parpadear siquiera, mirando al exterior, seguramente sin ver nada en realidad.
Doña Angustias rezaba en silencio porque la niña estallara de una buena
vez, porque se arrancara en llanto, soltara al aire su sufrimiento y gritara
hasta que se le desgarrara la garganta, pues de este modo la anciana sabría
que el dolor había alcanzado el siguiente nivel, que avanzaba, en lugar de
permanecer estancado. Si avanzaba, había posibilidad de cura; si permanecía
estático, las cosas podían mantenerse en ese punto por un tiempo indefinido.
Pero el dolor no avanzó ni la joven mostró indicios de mejora. Ana de
Altamira era como una muñeca vencida, completamente inerte, una muñeca
que se limitaba a dejarse asear y vestir cada mañana para luego permanecer
allí sentada durante todo el día, quieta, sin apenas respirar, marchitándose
lentamente como una flor arrancada de la tierra. La anciana solamente tenía
conciencia de que la joven seguía viva cuando veía alzarse, muy levemente,
la tela que cubría su escote o cuando, a la caída de la tarde, su aliento pintaba
de un vaho blanquecino el cristal de la ventana. Luego, al anochecer, entre
ella misma y Silvana, se las ingeniaban para llevar aquel peso muerto al
lecho, desvestirlo y tumbarlo entre las mantas. Y así cada día, la misma
melancólica rutina.
Mientras el cuerpo de Ana se encontraba en ese estado catatónico, su
cabeza seguía funcionando con dolorosa lucidez, facultad que, sin duda,
concede el demonio a las almas torturadas. Pensaba en Alberto y en la
posibilidad de una vida sin él, tratando de asumir algo que ya estaba
sentenciado, pero, más pronto que tarde, se dio cuenta de que no había
posibilidad de vida sin él.
Alberto se había erigido como su luz en la oscuridad, como su único hilo de
esperanza en la negrura. Ahora, sin ese faro imperturbable para guiarla en
medio de la noche eterna que era su vida, todo era oscuridad y caos. Y
desolación y desesperanza. Y Jenaro Monterrey.
Un día, de repente, a la hora pensativa del atardecer, un hipido sonoro brotó
de lo más hondo de aquel pecho yermo, el mismo sonido que produce un
ahogado cuando es extraído de las aguas y devuelto a la vida, una asfixia
abrupta que desgarró su pecho en dos y la obligó a jadear sin aire… y
aparecieron las lágrimas. Fue probablemente igual la sorpresa para la joven
que para el ama. Ana ni siquiera intentó contenerlas. Dejó que descendieran
por sus mejillas libremente, entre sollozos e hipidos, hasta estrellarse con el
elegante cuello de encajes de su vestido. Y aquel estallido sonoro, aquella
primera muestra de vida en muchos días, fue lo mejor que podía sucederle a
la niña, al menos así pensaba doña Angustias, pues el hecho de que Ana
reaccionara a su dolor de algún modo, era buena señal.
Finalmente, los ahogados sollozos fueron diluyéndose poco a poco, con el
correr de las horas, en gimoteos bajitos y monocordes, apenas audibles hasta
que el agotamiento acabó por cerrar aquellos ojos hinchados y enrojecidos, y
el letargo, fruto del cansancio y de un intenso dolor para el que no había ya
salida, acabó por amodorrar sus sentidos, pasando factura a tantos días de
sufrimiento silencioso.
Doña Angustias la llevó al lecho como pudo y veló su sueño. Acunada por
las amables palabras del ama, por sus dedos acariciándole el cabello y por la
perspectiva de un futuro sin ninguna luz, Ana de Altamira y Covas se dejó
engullir por el negro abismo del sueño, sintiendo la montaraz lengua del
sufrimiento envolverla por completo. Cuando ya tenía los ojos cerrados, pero
aún era consciente del limbo en el que se encontraba, deseó no despertar
jamás.
Después de haber leído sus cartas, Alberto tuvo claras dos cosas. Primera:
aquella joven, fuera condesa o no, fuera Ana de Altamira o Ana Guzmán, no
había sido una muchacha feliz. En eso no le había mentido. Su existencia
había estado presidida por un celo excesivo y por la obligación, inculcada
desde niña, de agradar y complacer a los demás. En especial, a un padre
déspota y desapegado. La presencia cariñosa de doña Angustias había
ejercido como necesario tablón de salvación, evitando que acabara convertida
en una hidalga fría, implacable y despiadada, pero no había sido suficiente
para llenar de calor y seguridad en sí misma a un alma que avanzaba por la
vida a trompicones, con miedo de tropezar y, por ende, tropezando a cada
paso.
No pretendía justificar sus actos ni disculparla, aunque en el fondo fuera
precisamente eso lo que estaba haciendo, pero con cada línea perfectamente
redactada que leía, con cada carta que rechazaba, con cada fragancia a rosas y
jazmines que emanaba del sobre abierto, se daba cuenta de que su enfado
inicial, su indignación y sus ganas de darle una buena azotaina por haberle
convertido en blanco de sus travesuras, iban desapareciendo para dar paso a
la comprensión y la compasión. Y que el cálido sentimiento que se había
instalado en su corazón desde hacía tiempo y había cobrado mayor fuerza con
aquel primer beso, volvía a surgir y a caldear sus entrañas de forma
impetuosa.
Lo segundo que supo al leer sus cartas fue que, a esas alturas, estaba
perdida e irremediablemente loco por ella. Lo sabía desde hacía tiempo y le
había quedado constancia aquella noche en la que, en su intempestiva fuga de
San Julián y de la propia Ana, había detenido el carruaje en plena noche y en
mitad del monte para volver sobre sus pasos. Y no le importó caminar
durante un buen trecho por un camino de cabras, sin más luz que la
proporcionada por la esfera de plata del cielo, con el equipaje al hombro y las
emociones a flor de piel.
Suspiró. La quería. Y lo sabía. Cuánto tiempo podría permanecer perfecta y
necesariamente indignado antes de condescender, era algo que desconocía.
Pero sí tenía clara una cosa, y es que estaba deseando perdonarla. En realidad
hacía días, antes incluso de la primera carta, que no necesitaba demasiadas
presiones para acceder a los requerimientos de Ana puesto que, ahora más
que nunca, estaba deseando verla de nuevo.
Y esta vez no iba a dejarla escapar, aunque tuviera que batirse con un
conde despiadado e incluso con un anciano corruptor de jovencitas.
Se llevó dos dedos al puente de la nariz y, al tiempo que apretaba fuerte
cerrando los ojos, suspiró de nuevo.
No podía permitir que Ana se casara con Jenaro Monterrey. No porque él
fuera su padre, sino porque ella era la mujer de su vida.
17
Había pasado un día desde la última carta sin respuesta y Ana no se había
decidido a escribir más. No sabía qué hacer ni cómo proceder, pero estaba
claro que tenía que pensar a conciencia el siguiente paso para conseguir tocar
alguna fibra sensible de Alberto. Era eso o resignarse a su mutismo y a la
consiguiente sensación de impotencia más absoluta.
Necesitaba encontrar algo capaz de provocarle alguna reacción y estaba
dispuesta a devanarse los sesos para llegar a ello. Si tenía que dejar de lado
los formalismos y la mesura, incluso el buen tino, para conseguir algún tipo
de reacción en él, estaba más que dispuesta. Cualquier cosa con tal de hacerle
salir de su escondite. Aunque ella misma tuviera que ir a buscarle.
Sobre eso meditaba, sentada en la sala de lectura, haciendo como que leía
cuando en realidad ni siquiera la excelente prosa de un joven Bécquer
haciendo llegar a su cabecita las más misteriosas leyendas, parecía capaz de
tentarla en ese momento. Cuando el reloj que descansaba sobre la repisa de la
chimenea anunció la hora con tres campanazos unos suaves golpes en la
puerta la pusieron en guardia.
Uno de los lacayos de la casa apareció bajo el umbral. Su semblante, por
extraño que pareciera en aquellos personajes obligados a la inexpresividad,
mostraba un visaje de disgusto. O quizá la boca torcida de aquel hombre
obedecía a algún extraño tic.
—Don Jenaro Monterrey, señorita —anunció sin mayor ceremonia, como
quien anuncia la llegada de una borrasca o de una fiebre infecciosa.
Ana comprendió: no se trataba de un tic del lacayo, por supuesto, sino de la
presencia de alguien capaz de disgustar incluso a quienes no tenían la
necesidad de interactuar con él.
El sirviente se hizo de inmediato a un lado para dejar paso a la figura del
anciano, que asomó arrollador en su corpulencia, ocupando todo el vano de la
puerta.
Ana se enderezó en su asiento y bajó los pies del escabel en un gesto que
pretendió constatar su incomodidad y que, a la vez, resultaba defensivo: en
esa nueva postura podía levantarse y huir si era necesario. Y estaba
convencida de que, tratándose de Jenaro Monterrey, en algún momento lo
sería.
Al mirar a su… prometido —¡menudo escalofrío la sacudió al pensar así!
—, le vino a la mente esta vez la imagen de otro animal distinto al conejo,
criatura que, desde el primer momento, le había representado en su cabeza.
Vestido con un traje de tweed completamente negro, una pechera amplia y
absolutamente blanca, teniendo en cuenta sus dimensiones y su escasa
estatura, sus brazos pegados al cuerpo y sus andares renqueantes, el señor
Monterrey le recordó esta vez a un pingüino, y no precisamente por su
elegancia innata.
El anciano cabeceó a modo de saludo y Ana, que ni siquiera se levantó,
ladeó la cabeza amagando un gesto de cortesía. «Amagando» era el término
correcto pues, a pesar de la forzada cordialidad del gesto y de los labios
estirados en cortante sonrisa, su rictus era tan tenso como el del cordero ante
la visión del matarife.
—Buenas tardes, señorita de Altamira, ¿me permite acompañarla unos
minutos? —El anciano permanecía encorvado, cargando los hombros hacia
delante, ladeando la cabeza en su dirección y sonriendo con su habitual
expresión desagradable.
—Estoy sola —respondió cortante.
—No creo que nadie nos censure por entrevistarnos a solas durante unos
minutos, al fin y al cabo la puerta está abierta y usted y yo ya estamos
prometidos de forma oficial.
Ana suspiró, levantó el libro y fingió retomar la lectura. No era un
comportamiento muy apropiado ignorar con tanto descaro a un invitado, pero
tampoco eran apropiados el invitado en cuestión ni las razones que le traían a
aquel lugar, máxime cuando, de entrada, las blandía a modo de estandarte.
—Haga lo que desee —espetó, lacónica—. Lo hará de todos modos.
El empresario esbozó una sonrisa maliciosa y procedió a sentarse en una
butaca cercana, demasiado cercana tal vez. Estaba claro que aquel hombre no
tenía el menor sentido del recato ni la decencia, a juzgar por la cercanía que
imponía a la joven o por su manera de contemplar sus rodillas hundidas entre
los pliegues de tela del vestido, como si aquella molesta invasión supusiera
un avance en sus propósitos.
Ana se envaró, y no solo a causa del disgusto que sentía, sino por la repulsa
que aquel hombre, con su sempiterno rezumar a pescado y sudor, a lascivia y
desvergüenza, le provocaba. ¿Qué se había creído? ¿Cómo se atrevía a
comportarse con tan poco tiento en la casa de su padre? ¿Cómo podía existir
algún parentesco entre el dulce y querido Alberto y aquel hombre de las
cavernas?
Para no tener que soportar su cercanía un solo segundo más —¡santo Dios,
si hasta sentía su aliento acre abofeteándole el rostro!—, se levantó para
dirigirse a la estantería y devolver el tomo a su lugar, demorándose un poco
de más en la apreciación de las hermosas letras torneadas que adornaban el
lomo.
Una vez finalizada esta tarea, se cuidó de no regresar al asiento. Se dirigió
a la ventana, apartó ligeramente el visillo y fingió entretenerse en la
contemplación de los jardines. Estaba empezando a considerar seriamente la
posibilidad de retirarse sin previo aviso cuando la voz de aquel hombre rasgó
el silencio.
—Veo que continúa usted tan esquiva como de costumbre —sentenció,
enderezándose en su asiento—. Me pregunto cuánto más durará este
comportamiento.
Ana ni siquiera se volvió para contestarle.
—Todo el tiempo que usted insista en importunarme con sus atenciones.
El anciano ahogó una risotada. Ayudándose del repentino empuje que
conceden la desvergüenza y la falta de tacto, se levantó de su asiento con el
ímpetu de un tentetieso.
—¿Importunarla? ¿Desde cuándo las atenciones de un hombre hacia su
prometida se consideran inoportunas?
—¡Pues lo son, se lo aseguro! Y en este caso, tan innecesarias como
indeseadas.
—No es eso lo que me aseguró el conde.
Ana se estremeció cuando sintió la presencia de él a su espalda, su aliento
erizándole el vello de la nuca y sus dedos acariciando su brazo en lento
movimiento ascendente. Con un quite violento se sacudió la caricia,
volviéndose al instante para mirar al anciano con dureza y tratar de detener
sus avances.
—¡Pues le han informado mal, señor! —siseó entre dientes, fulminándolo
con la mirada—. ¡Jamás he manifestado ningún deseo de que me convirtiera
usted en el centro de sus atenciones! Y ahora que lo soy, le aseguro que me
siento terriblemente mortificada por ellas.
Monterrey chasqueó la lengua y se humedeció los labios para mirarla a
través de unos párpados entornados. Lo que estaba pensando en esos
momentos solo él y el demonio lo sabrían.
—Es la inexperiencia la que habla por su boca, me temo, por tanto la
disculpo, querida. —Ana resopló, sintiéndose impotente—. Pero ha de saber
que, en el futuro, no siempre seré tan condescendiente. La paciencia no es
una de mis virtudes, señorita de Altamira.
¿Acaso dispone de alguna virtud?
Ana pateó el suelo con su botina y gimió.
—¿Es que no lo entiende, señor? ¿No escucha mis palabras? ¿O acaso no
soy lo suficientemente clara?
El anciano suspiró en profundidad evidenciando que, efectivamente,
empezaba a perder la paciencia.
—¿Es la diferencia de edad la que le causa reparo? —Y de nuevo trasladó
aquellos dedos cortos y regordetes al brazo de Ana para mortificarlo con
torpes caricias—. Porque le aseguro que, a la hora de consumar nuestro
matrimonio, no tendrá la menor queja de mí…
Ana se apartó de él, tan espantada como si se le hubiera aparecido ante los
ojos un espectro desgreñado del averno. Manos en garras, brazos separados
ligeramente del cuerpo, piel de gallina y ojos desorbitados, su imagen era la
viva estampa de la repulsa y el pavor.
—¡Absténgase de la licencia de tocarme de nuevo o de hablarme en esos
términos, señor, o de lo contrario…! —amenazó, enarbolando en alto el dedo
acusador.
—No podrá eludir la realidad eternamente, muchacha. Ni esconderse o
ampararse detrás de excusas y estúpidos dolores de cabeza —interrumpió
sonriendo, todo dientes y malicia—. Nuestro compromiso es solo el primer
eslabón para llegar a usted. Y lo he salvado sin dificultad.
Vio que, de nuevo, él amagaba otro avance con su mano suspendida en el
aire, por lo que retrocedió un paso para ponerse a salvo.
—Haré lo imposible para que nunca llegue a salvar los tramos restantes, se
lo aseguro.
La sonrisa color crema se ensanchó.
—El anuncio ha sido hecho oficial y su padre ha dado palabra.
—¡Pero yo no consiento ni consentiré jamás!
Él meneó la cabeza sin dejar de sonreír. Se sentía como el gato que acorrala
a un ratoncito contra una esquina y sabe que el insignificante roedor no tiene
la menor oportunidad de escapar.
—Me temo que eso es lo de menos, preciosa. Es usted menor de edad, ¡y
una insignificante mujer! Que consienta o deje de consentir no tiene la menor
importancia.
Las verdes pupilas centelleaban y pronto resplandecieron a causa de la
acumulación de lágrimas no derramadas. Las manos se aflojaron, laxas y
desoladas. El corazón dio un vuelco.
—Me pregunto por qué insiste en casarse con alguien que sabe que no
podrá sentir por usted más que repulsa e indiferencia.
—¿Es eso lo que siente?
Ana lo miró muy seria, preguntándose si su opinión iba a ser tenida en
cuenta por vez primera por aquel hombre. ¿Pudiera ser que el sincerarse
acerca de sus sentimientos fuera suficiente para disuadirlo de continuar con
aquella infamia? No lo sabía, pero tenía que intentarlo. Por tanto, por toda
respuesta, cabeceó con energía.
Jenaro Monterrey alzó la barbilla, dejando al descubierto la bamboleante
grasa de su papada, entornó los ojos y continuó sonriendo.
—Pues es una verdadera lástima que sea usted tan terca, señorita condesa.
Aunque le aseguro que tanta terquedad dará pronto paso a otras sensaciones
bien diferentes.
—Jamás podré sentir por usted nada diferente a lo que siento ahora.
Monterrey exhaló una profunda bocanada de aire y sonrió, claudicando por
el momento. No tenía sentido discutir con aquella mocosa que llevaba
claramente las de perder. Por más que se rebelara, su destino estaba escrito…
a su lado. ¡Dejaría que la joven albergara alguna estúpida posibilidad de
liberarse de las ataduras, que se considerara autónoma, porque al fin y al
cabo, tales ideas de libertad no eran más que una ridícula utopía!
—No olvide lo que le conté acerca de aquella yegua indomable. Lo
recuerda, ¿verdad?
Ana le miró con repulsa, torciendo los labios en una mueca de desagrado y
náusea.
—Será para mí un gran placer domarla y bajarle esos humos de potrilla
exaltada, condesita. Torres más altas y gallardas han caído, sépalo usted …
—Habla como si yo fuera… un objeto o un animal de su propiedad.
—Un bello animal, en cualquier caso. Pero sí, asúmalo mi querida señorita
condesa, muy pronto será usted de mi propiedad. —E inclinando la cabeza a
modo de saludo, sin aflojar su insultante sonrisa de los labios, se dio la vuelta
y abandonó la sala, agasajando a la dama con la visión de su silueta oscura y
renqueante haciendo mutis bajo el umbral.
Después fue en busca de un lacayo que lo condujera a otra estancia para
martirizar un rato al señor conde. Porque sabía que lo hacía, sabía que su sola
presencia y el olor del dinero que rezumaba de sus bolsillos, y que la nariz
ambiciosa de aquel noble que debiera haber nacido sabueso captaba a la
perfección, hacían que el conde se sintiera mortificado cada segundo que
pasaba en su compañía. Y aquella tortura, aquella consciencia de dominación
y poder, suponía para el empresario un delicioso pasatiempo.
Si en un principio el astuto hidalgo había pretendido manejarlo como a una
marioneta, forzándolo a liquidar su deuda a cambio de la perita en dulce que
le era ofrecida, ahora las tornas habían cambiado y él se había convertido en
el único amo del juego, el que verdaderamente sostenía la sartén por el
mango. Y el conde viudo, cada vez más arruinado y desquiciado, era un títere
inesperado en sus manos.
Pero aquella tarde, la tortura anhelada por Monterrey no tuvo lugar, puesto
que no encontró al conde de Rebolada en el Pazo por más que insistió en
comparecer ante él. Don Alejandro Covas había abandonado a media tarde la
casa solariega en su mejor carruaje, una forma como otra cualquiera de
sentirse arropado y poderoso cuando uno se ve en la obligación de hacer
incursiones en terreno enemigo, y con el buche y la sesera perfectamente
atemperados de buenas cantidades de alcohol, también una forma socorrida
de insuflarse falsos arrojos cuando uno carece de ellos.
Después de haber sido acribillado a amenazas en las últimas semanas por
parte de aquellos a los que había prometido pagar y con los que no pudo
cumplir debido a la negativa del viejo pescadero a soltar un mísero real más;
después de que, en varias ocasiones, lo despertara en mitad de la noche el
sonido de piedras estrellándose contra su ventana y quebrando cristales, y
encontrara después en el suelo de la habitación cosas tan siniestras como
pequeñas alimañas muertas o bostas secas, había decidido que debía tomar
cartas en el asunto y calmar los ánimos de aquel nuevo y desmandado grupo
de acreedores antes de que las cosas fueran a peor.
Iban a por él, estaba claro, y a juzgar por el contenido de las notas
amenazantes y por los actos con los que acompañaban sus cartas, los
caballeros estaban profundamente enfadados.
Y el conde sabía que podían ser tan fríos y desalmados como para darle
garrote y después limpiarse las manos e ir al teatro con sus señoras como si
tal cosa.
Pero ¿qué puede hacer un pobre diablo, por más conde que sea, cuando no
tiene dinero y sin embargo debe tanto? Pues lo único que se le ocurría hacer
al pobre diablo, lo único que siempre se le había ocurrido, jugar. Jugar en un
intento desesperado por recuperar el saldo de sus precarias arcas. Jugar como
único remedio posible a su decadencia y, a la vez, como conclusión
inevitable de su enfermedad. Jugar, aunque su capacidad para salir airoso de
cualquier juego emprendido fuera tan nula que, en vez de ayudarle a salir a
flote, le arrastraba cada vez más hacia el fondo, como un atajo de algas que se
enredan entre las piernas del náufrago y tiran de él hacia el abismo infinito
del fondo del mar.
Y de ese modo regresaba el conde a casa pasado el meridiano de la noche:
como el náufrago arrastrado por la marea que, tras horas de penosa zozobra,
tan solo ansía tocar la costa para librarse de tanto mareo y poder al fin
descansar. Y respirar. O morir en paz.
Había acudido a un casino de tierras del Principado como último recurso a
sus quiebros. A un lugar lejos de su tierra gallega, donde nunca había ido a
jugar y donde todavía podía ser bien recibido. Al fin y al cabo, era un noble
de Galicia: los asturianos deberían recibirlo entre reverencias y algarabías.
Pero nada de eso encontró: ni vítores ni halagos. Entre prostitutas, bebidas
y juego, malas palabras y aún peores miradas, había salido del local
absolutamente desplumado y con la dignidad por los suelos, puesto que uno
de los matones de la puerta le había invitado a abandonar el club sin ninguna
ceremonia una vez perdida la última baza.
Se había quedado sin un solo real en su saca, había empeñado los gemelos
de plata, el reloj de bolsillo e incluso su gabán nuevo de terciopelo peinado.
Saqueado completamente.
Y ni la mención de su título nobiliario, sus protestas o la visión de aquel
bigote quijotesco perfectamente engolado ofrecieron garantía suficiente para
que aquellos nuevos necios le perdonaran la deuda. Mucho había tenido que
insistir para que le dejaran regresar con los zapatos de hebilla plateada en los
pies, pues a uno de los jugadores contra los que incurría la deuda se le habían
antojado por capricho. Sin embargo, su pipa y su cravat de seda parecieron
contentar al astur esa noche.
Si a responderte no acierto
cuando me vienes hablando,
¿piensas que tu voz no advierto?
Pues es que estoy murmurando
con un acento muy blando
bendito seas, Alberto.
Si, tras la muerte del conde, Alberto consideró que Ana era mucho mejor
persona que él por ser capaz de sentir compasión hacia alguien que le había
causado tanto perjuicio en el pasado, ahora supo que su opinión de sí mismo
había sido muy pobre. Él era también una persona noble con un corazón
inmenso. Y tuvo certeza de ello cuando le llegó aviso al hostal de que su
padre acababa de sufrir un terrible accidente con un caballo.
El primer sentimiento que le sobrevino fue el de la compasión, seguido de
inmediato por la nostalgia. Se recordó a sí mismo de niño implorando cariño
a un hombre que lo único que sabía hacer era regañarlo por todo y vociferar,
en ocasiones incluso delante de invitados. Un hombre que le había levantado
la mano en múltiples ocasiones y que le había destrozado cientos de sueños
infantiles como quien desbarata un simple castillo de naipes.
Todo lo que él hacía estaba siempre mal, y su padre nunca se había
reprimido en hacérselo ver de este modo. Por tanto, después de la compasión
y la nostalgia, llegó la desilusión. Y el recuerdo de su madre, una mujer
bondadosa que, en su lecho de muerte, le había pedido que tuviera paciencia
con él. Con todo, Alberto jamás había respetado esa última petición: su padre
era un ser con el que le resultaba imposible ser paciente.
Acompañado por esos recuerdos, con el corazón traspasado de emociones y
mil sentimientos muy dispares batallando en su interior, se personó en casa
de Monterrey nada más recibió la noticia. Era su deber y su obligación, y él
era un hombre que siempre cumplía con sus obligaciones.
Lo encontró tumbado boca arriba en su cama, con la mirada inamovible en
los artesones del techo, las sábanas sometidas bajo los brazos y el cuerpo
rígido, cubierto por la colcha, que se adaptaba a su generosa silueta.
Cuando le vio entrar, el anciano giró la cabeza en su dirección y se le
quedó mirando sin articular palabra. Alberto no supo distinguir lo que vio en
su mirada: si era reproche, humillación, desprecio o repulsión. Lo que estaba
claro era que no había ni un atisbo de gratitud en sus pupilas, y mucho menos
de afecto.
—Padre… —murmuró, sacándose el sombrero y estrujándolo entre las
manos. Estaba claro que aquella imagen del viejo ogro imposibilitado era
mucho más de lo que su naturaleza podía soportar—. Padre, ¿cómo se
encuentra?
Tampoco resultaba agradable para el ogro sentirse mermado ante quienes
consideraba sus enemigos. Para confirmarlo, bufó y desvió la mirada al
techo.
—¿Cómo crees que me encuentro? —ladró—. ¿No me ves? ¡Estoy aquí
tirado como un mueble! ¡Convertido en un inútil!
A pesar del agrio recibimiento, Alberto sujetó el respaldo de una silla y la
acercó al lecho para sentarse en ella.
—El médico ha dicho que el láudano será un buen paliativo. Debe tomarlo
a cada hora para calmar el dolor —continuó hablando como si nada—. Al
principio será doloroso, seguramente padecerá usted grandes tormentos…
pero después el dolor amainará y lo llevará mejor. Podrá tener una vida más o
menos aceptable.
El hombre volvió hacia él una mirada iracunda.
—¿Y tú qué sabrás? ¿Acaso ahora los abogaduchos entienden de
medicina? —Frunció los labios en una mueca de desprecio—. No tienes ni
idea. Nunca la has tenido.
Alberto inclinó la mirada para fijarla en el ala de su sombrero, que hacía
girar a gran velocidad entre los dedos. El doloroso pasado volvía a salir de la
fosa donde lo había sepultado dentro de su cabeza. Siempre sucedía en
presencia de su padre, por eso procuraba evitar, dentro de lo posible, estar
junto a él. Pero ahora ese tiempo había pasado. El reinado de terror de Jenaro
Monterrey había tocado a su fin.
—Nunca me ha tenido en consideración. Siempre me ha hecho usted muy
infeliz, padre —declaró, con la vista aún anclada en su sombrero—. Yo
deseaba quererle, madre deseaba quererle… y nunca nos lo permitió. Apartó
de su lado con desdén a cuantos queríamos un poquito de su afecto. Usted
solo pensaba en su fábrica y en sus caprichos personales. Yo no importo, he
sabido salir adelante sin usted, he sabido asumir su indiferencia y convivir
con ella, pero mi pobre madre… la hizo usted sufrir muchísimo. La ha tratado
peor que… —un hondo sollozo le silenció—. No sé si alguna vez podré
perdonarle por ello. No sé si usted lo merece.
El anciano no respondió. Su pecho ascendía y descendía en agitado vaivén,
pero sus labios permanecían apretados.
—¿A eso has venido? ¿A hacerme reproches ahora que sabes que no puedo
valerme por mí mismo?
Alberto negó con la cabeza.
—No. No he venido a eso.
—¿A qué, entonces? ¿A burlarte de mí? ¿A regodearte de mi estado?
—Yo no soy como usted, padre. Jamás haría leña del árbol caído. Solo he
venido a presentarle mis respetos y a decirle que… —exhaló, alzando la
mirada hacia el rostro del anciano, que se contorsionaba de dolor, y tomó
fuerzas— que he contratado a dos enfermeras para que velen por usted día y
noche. En todo momento estará atendido y sus necesidades quedarán
perfectamente cubiertas. No tendrá de qué preocuparse ni temer por su
dignidad. Además, tendrá un médico personal a su entera disposición. Todo
ello costeado con mi sueldo de infeliz abogaducho.
El anciano torció los labios en una mueca de desprecio, evitando mirarle en
todo momento.
—¡No necesito de tu caridad, poseo suficiente dinero para mantenerme!
¿Qué te has creído?
—Lo sé, pero es algo que quiero hacer, quizás mi última obligación hacia
usted como hijo. —Se palmeó los muslos unos segundos antes de ponerse en
pie—. Quería informarle, además, de que, cuando llegué a San Julián, conocí
a una joven. —Esta vez el anciano giró el rostro para clavar en él una mirada
escéptica y, a la vez, burlona, satírica y malvada.
—¿Tú? ¿Has estado zascandileando con alguna campesina? ¡Y la has
dejado preñada! ¡Tan típico de ti caer tan bajo! ¡Nunca has tenido
aspiraciones, y ahora te enredas con una vulgar provinciana!
Alberto ignoró tal desprecio, consciente de la satisfacción que le reportaría
desvelar la realidad.
—No es algo que hubiera planeado y desde luego no era mi intención
buscar a una persona en la que depositar mis afectos. Mucho menos que esa
persona fuera capaz de corresponderlos con idéntica intensidad. Pero sucedió,
ha sido algo mágico e imparable, como el empuje del mar o la caída del ocaso
al final del día.
El anciano hizo una mueca ante el ridículo romanticismo que mostraba
aquel muchacho; desde luego, un hombre indigno de ser Monterrey.
—¡Qué falta de gusto referir a tu padre tus escarceos con una pueblerina
zafia y vulgar! ¿Es este el respeto que te inspiran mis circunstancias, que
vienes a traerme chismes que no me interesan?
Alberto ignoró el apunte y continuó.
—Le he pedido que sea mi esposa y ella me ha concedido el grandísimo
honor de aceptar.
—¿Quieres mi bendición? ¡Pues al demonio tú y tu ramera!
Alberto se silenció un minuto para tomar aire y continuar.
—Solo quería, ambos queríamos, que usted la conociera. Ella es la mujer
con la que me voy a casar. Es parte de mi alma, mi otra mitad.
Y para secundar sus palabras, se hizo ligeramente a un lado. Los ojos de
Monterrey se deslizaron en aquella dirección para encontrarse con la silueta
de Ana de Altamira, que aparecía con timidez bajo el umbral. Lo que
experimentó a continuación sería muy difícil de describir con palabras, pero,
haciendo un esfuerzo y tratando de ser fieles a la verdad, baste decir que su
rostro tornó completamente grana, hinchándose de inmediato, haciendo que
sus flácidas carnes bailaran ante la rabia que lo embargó. Sus ojos, inyectados
en sangre, casi se salieron de sus órbitas; sus fosas nasales se dilataron en pos
de una respiración entrecortada, y su boca empezó a farfullar palabras
inconexas, salivando y espumando a partes iguales, tal era la furia y el
desprecio que gobernaba aquel alma infame.
Alberto se cuadró ante él y cabeceó a modo de despedida.
—Buenos días tenga usted, padre.
Se volvió para tomar a Ana de la mano y juntos abandonaron la estancia.
Epílogo
Alberto y Ana de Altamira se casaron apenas un mes después. En respeto a la
situación de duelo de la novia, la boda no tuvo mayor repercusión por deseo
expreso de ambos contrayentes, y se celebró en la capilla del Pazo en
absoluta intimidad. Tan solo los integrantes del servicio, la muy querida nana
y algunos de los amigos más íntimos de Alberto, entre ellos su socio de la
capital, fueron testigos de su promesa de amor eterno.
La noche de bodas, mientras Ana se desvestía en su alcoba con ayuda de
Silvana, su doncella personal, encontró entre sus cobijas una carta
perfectamente doblada. En ella destacaban las palabras que un Alberto
enamorado derramaba sobre el papel desde lo más profundo y sincero de su
corazón.
Ana, mi dulce Ana, no quiero más paraíso que el que me sea concedido a
tu lado. Te amo y te amaré mientras quede un aliento de vida en mi
alma.
Tuyo eternamente,
Alberto.
Jenaro Monterrey vivió todavía muchos años más, y ese sin duda fue su
mayor castigo. Obligado por su incapacidad, cedió la gerencia de su empresa
de salazones y conservas al capataz, que más tarde acabó por comprar todas
las acciones y convertirse en único propietario. Además, la presencia de su
hijo, que acudía a visitarle una vez cada quince días, le hacía hervir la sangre.
Aunque ni siquiera intercambiaban una sola palabra, el hecho de verle feliz y
con los ojos radiantes de dicha solo conseguía enfurecerle por dentro. Porque
la buena vida que aquel necio se estaba dando, su libre disposición del Pazo y
de todas las propiedades vinculadas, y el goce que le ofrecería aquella loba
con piel de cordero eran cosas que debería estar disfrutando él, en lugar de
pudrirse en una cama.
Lo que desconocía tal vez Monterrey era que Alberto no solo gozaba del
respeto y la admiración de todo el condado, y de los privilegios de conde
consorte, sino, además, de todos los afectos y glorias que albergaba el
corazón de su condesa.
Agradecimientos
A veces, solo a veces, los sueños se hacen realidad; y si para la consecución
de dichos sueños han intervenido diversas almas, una se ve en la imperiosa
—y gloriosa— obligación de mostrar su gratitud a todas y cada una de ellas.
Gracias, mil veces gracias al maravilloso equipo de Titania editorial, por su
profesionalidad, su confianza, por apostar por esta soñadora sin remedio y
por manejar con tanta destreza la varita mágica hacedora de sueños. Gracias
especialmente a Soledad, y a Esther, mi editora, por su cercanía, su apoyo
incondicional, su comprensión y su infinita paciencia. Ambas sois las
perfectas hadas madrinas.
A Olalla Pons, por prestarme a Lucero y por hablarme de Pequitas. Te
adoro.
A Kelly Dreams, porque hay lazos que no necesitan ser de sangre para
resultar inquebrantables, y tú eres mi hermana. Gracias por mantenerme
cuerda.
A mi querida Marta Fernández, gran amiga, mejor persona e increíble
apoyo. Por todo, lo sabes, te adoro y te quiero siempre en mi vida. Gracias
por acompañarme en la lucha.
A Silvana, Mily y Ana, os quiero y os debo mucho. Gracias por estar a mi
lado, auparme cuando me caigo, reñirme cuando me rindo y quererme
siempre.
A Eva María Rendón, por ser lectora emotiva, entusiasta y sensible, una
amiga cariñosa y una gran persona.
A Patricia Rodríguez, por tantos momentos compartidos de risas y ánimos.
Y que sean muchos más.
A Claudia Cardozo, por estar y formar parte de mi vida, ya para siempre.
A Tamara López, por ser mi amuleto en esta aventura.
A mis niñas de ultramar, Patricia Lodigiani, Leticia Aparicio, Anabel
Reyes, Sandra Arredondo y Micaela González, por quedarse a mi lado y
soñar.
A Miranda Kellaway, por haber reaparecido cuando más te necesitaba. En
realidad, por no haberte ido nunca.
A Monserrat Suáñez, por esos mails intercambiados sobre la nobleza
española del XIX y los derechos legales de las hidalgas menores de edad.
A Diego y a Elizabeth, la piedra angular de mi existencia, mi ás de guía, el
faro imperturbable en la tempestad. Por vosotros, todo, sin vosotros, nada.