El Corazón de Una Condeza

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1.a edición Febrero 2017

Todos los personajes de esta novela son ficticios, y por lo tanto son producto de la
imaginación de la autora. Cualquier semejanza con personas vivas o fallecidas o con
acontecimientos es mera coincidencia.

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la


autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones
establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra
por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el
tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares
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Copyright © 2017 by Elizabeth Bowman


All Rights Reserved
© 2017 by Ediciones Urano, S.A.U.
Aribau, 142, pral. – 08036 Barcelona
www.titania.org
[email protected]

ISBN: 978-84-16715-75-6
Fotocomposición: Ediciones Urano, S.A.U.
A David Ainse, por devolverme esta historia de entre las sombras.
Y a Ana B., por inspirarme y ser ya por siempre
mi querida señorita de Covas.
«Permitidme que no admita impedimentos
ante el enlace de dos almas fieles,
¿no es amor un amor que cambia siempre por momentos
o que a distanciarse en la distancia tiende?
¡Oh no! Es el faro que imperturbable
contempla las tempestades y nunca se estremece…»

(Fragmento del soneto CXVI de


WILLIAM SHAKESPEARE)
Nota de la autora
Esta es una historia de ficción. Todos los personajes, nombres y situaciones
han sido utilizados de manera ficticia por la autora.
San Julián y el Pazo de Rebolada sí son escenarios reales y han sido
descritos intentando en todo momento permanecer fieles a su realidad,
aunque ambos nombres han sido cambiados. Además, me he tomado la
licencia de concederle un crucero de granito al atrio, un pozo cubierto y un
estanque al jardín, (el Pazo original no dispone de tales ornamentos) y de
imaginarme el interior, puesto que se trata de una propiedad privada no
abierta al público.
La historia y vida de los moradores reales del Pazo nada tienen en común
con la historia y vida de mi protagonista. Ni siquiera el título nobiliario.
Las normas que rigen la estricta educación de mi joven condesa están
inspiradas en un sistema disciplinario real, que formó parte de la rígida
educación de la joven reina Victoria de Inglaterra, conocido como el sistema
de Kensington, y que algunas familias europeas de rancio abolengo adoptaron
después para la educación de sus hijas. He querido que mi condesa fuera una
de esas hijas, en parte debido a mi admiración por esta gran Reina.
Prólogo
Pazo de Rebolada, San Julián. Norte de Galicia, 1850.

Las campanas de la pequeña iglesia parroquial tocaron a difunto.


Casi en ese mismo instante, y como si se tratara de un inquietante signo
premonitorio, un grupo de cuervos abandonó en desbandada la cumbrera del
tejado, quebrando la solemnidad de la tarde con sus espeluznantes graznidos.
La señora del Pazo acababa de abandonar el mundo de los vivos tras una
penosa y larga enfermedad, dejando a su niña, Ana, su única y muy querida
hija, a cargo de un padre déspota y autoritario. Un hombre que lo único que
veneraba más que la visión de su propia imagen reflejada en el espejo era el
olor acre de los billetes que atesoraba en sus arcas. O, siendo más fieles a la
realidad, en las arcas de su difunta esposa, pues todo allí: el Pazo, las
propiedades, la fortuna, la respetabilidad en el pueblo e incluso el título
nobiliario, pertenecían a la finada, siendo él tan solo el más indebido y
afortunado consorte.
Doña Angustias, el ama de cría de la pequeña, se persignó y enjugó las
lágrimas con un pañuelo que siempre guardaba discretamente en la
bocamanga de su vestido.
Al menos la señora había encontrado al fin descanso, dejando sus penurias
y calamidades de pobre niña rica para los que aún moraban entre los vivos.
Como era el caso de su pequeña y desvalida infanta. ¡Cuánto le quedaba aún
por padecer a aquella pobre criatura al lado de un padre incapaz de mostrar el
menor afecto por ella! Aunque a nadie en la Casa Grande le extrañaba un
desapego tan inhumano y antinatural. Hasta los animales sienten querencia
por sus crías, pero el señor conde era de una pasta distinta, tenía un corazón
de piedra dentro de un sayo enteco e insensible. Difícilmente podía sentir
afecto por la niña cuando tampoco había sido capaz de mostrar ni una pizca
de aprecio por la bondadosa y amable señora mientras esta aún vivía. Y ella
sí que era de auténtica pasta de ángel.

Doña Angustias alzó la mirada con resignación hacia la empinada escalera


donde, valiéndose de la evidente ventaja que otorga la juventud, la criatura en
cuestión subía los peldaños de dos en dos.
—¡Ana, no corras, mujer! Que te vas a hacer daño… —La anciana ama
comenzó a subir las escaleras trabajosamente, sujetándose las faldas con
ambas manos mientras jadeaba y resoplaba como un viejo animal cansado—.
¡Diantre de criatura!
Al alcanzar por fin el rellano se detuvo un momento, liberó la gruesa tela
del agarre y se llevó una mano al hígado, que en esos momentos la estaba
matando, para permitirse tomar aire siquiera un segundo. En realidad, apenas
un segundo, pues en el acto, meneando la cabeza con fastidio y resignación,
se obligó a reanudar la persecución de aquella imparable criatura objeto de
todos sus desvelos y cuidados.
—¡Ana, para de una vez! ¡Vas a caerte y a lastimarte de verdad…!
Pero la pequeña, convertida en esos momentos en un dinámico bulto negro
plagado de volantes, lazos y tirabuzones, corría como una exhalación a buena
distancia delante de su cuidadora, haciendo resonar sus pasitos por toda la
galería, desde los lustrados suelos de madera hasta los inalcanzables
rosetones del techo, dejando tras de sí un dulce aroma a agua de rosas y
jazmín.
La anciana exhaló ruidosamente en plena carrera. En realidad, en esos
momentos aquel angelito de cinco años le inspiraba tanta compasión que le
resultaría imposible enfadarse con ella aunque le hiciera arrojar los hígados
por la boca, como parecía muy probable que sucediera en cualquier instante.
En un momento dado, la pequeña paró en seco, se alzó de puntillas, clavó
los deditos cortos y regordetes en el junquillo de la ventana y se encaramó al
cristal, llenando de vaho la superficie delante de su nariz.
A lo lejos, el cortejo fúnebre, presidido por un majestuoso coche tirado por
dos percherones adornados con crespones negros y seguido por un generoso
séquito de almas enlutadas, descendía la ladera muy despacio en dirección al
camposanto, que esperaba la llegada de la nueva moradora a poca distancia
del mar.
—¿A dónde se la llevan? —La voz de la pequeña sonó tan lastimera que
doña Angustias sintió cómo su corazón se desgarraba hasta partirse en dos.
Se detuvo a su espalda, resollando y sudando como un animal de tiro, y
dudó un instante si acariciar o no aquella adornada cabecita; al final se
decantó por dejar su mano suspendida en el aire unos segundos para luego
ocultarla con rapidez entre los pliegues de su falda, cerrándola en impotente
puño.
—Tu madre ya no sufre, cariño. —Y tuvo que silenciarse cuando percibió
una lágrima descendiendo en soledad por los regordetes mofletes de la niña.
Ni un gemido, ni un sollozo. Ana, aun siendo tan pequeña como era, poseía
una dignidad encomiable y una fortaleza digna del más valeroso guerrero. O
de una damita de su posición, tal y como le había sido inculcado.
«¡No se llora, no se gime, no se muestra debilidad! Todo el mundo a tu
alrededor es un enemigo potencial. ¿Lo entiendes, niña boba?», sermoneaba
de continuo su estricto padre en un tono digno de general de campaña.
¡Malditas fueran sus enseñanzas!
—Ya no podré hablar con ella… —No era una pregunta.
—Siempre que quieras, amor; cada vez que cierres los ojos y la busques en
tu corazón, allí la encontrarás.
La niña apretó los párpados con fuerza para cerrar el paso a las lágrimas.
Pero sus esfuerzos fueron en vano, no importaba la fuerza o la voluntad con
que los apretara: las lágrimas empezaron a brotar en ese mismo instante para
correr por su cara como si alguien hubiera abierto de golpe la presa que las
contenía.
—Ya no va a cantarme nunca más por las noches, ni esperará al lado de mi
cama hasta que me duerma…
Doña Angustias no pudo evitarlo. Se inclinó con ímpetu sobre ella, furiosa
con la vida y con el destino, la cogió en brazos y la abrazó muy fuerte,
tratando de consolarla, y a la vez de consolarse a sí misma. La niña rodeó su
cuello en un abrazo desesperado y apoyó su carita sobre el hombro de la
anciana. Una vez amparada en tan amoroso refugio, rompió a llorar en
silencio, como hacía siempre, tragándose todo el dolor y el sufrimiento para
sí misma. Sin pretender dar lástima, sin apenas hacerse oír, sin desear llamar
la atención.
«¡Un noble del reino jamás muestra signos de debilidad delante de sus
inferiores, niña! Nunca lo olvides si esperas hacerte respetar. ¡A nadie le
interesa tu dolor, ni a ti debe interesarte el dolor de los demás! ¿Te ha
quedado claro? ¡Son tales cualidades las que distinguen el grado de nobleza
de cada quien!», solía amonestarla su padre, obligándola a silenciar su llanto
cuando se lastimaba durante sus juegos; cuando, como cualquier otro niño, se
raspaba las rodillas y las manos hasta hacerse sangre. En esos momentos, no
había besitos en la herida ni mimos misericordes, tan solo un brusco
empellón para obligarla a levantarse y una regañina por su torpeza. Quizás
incluso, dependiendo del humor que gastara el progenitor, podría recibir una
bofetada como castigo a tanta indeseable debilidad.
—Yo cuidaré de ti, mi pequeña, y estaré a tu lado cada día de mi vida hasta
la hora en que me muera. —Las lágrimas descendieron también por las
mejillas de la anciana mientras, a lo lejos, la comitiva fúnebre se perdía de
vista tras las oscuras y rumorosas copas de los pinos que, en sintonía con el
momento, deslizaban entre el follaje su lastimoso cántico para lanzarlo al
infinito.
Muy poco tardaría la anciana en comprobar las escasas posibilidades que
iba a tener de cumplir aquella promesa.
1
Villa y Corte de Madrid, trece años después.

Ana Emilia Victoria Federica de Altamira y Covas se sentó muy erguida en el


asiento forrado en cuero negro del coche que su padre había enviado
expresamente para buscarla y llevarla de vuelta a su Galicia natal.
Un ligero movimiento en el asiento de enfrente provocó que desviara la
mirada del manchón grisáceo que conformaban las calles madrileñas,
difuminándose ahora a cierta velocidad al otro lado de la ventanilla, para
fijarla en el enorme bulto cubierto de gasas y organdí que constituía su
acompañante.
Doña Angustias, su anciana ama de cría, había ido a buscarla a la capital a
pesar del tremendo trasiego que un viaje de tantas horas suponía para una
mujer de su edad y envergadura. A esas alturas, luchaba a brazo partido por
encajar sus generosas carnes, y sus voluminosas capas de ropa, en el reducido
habitáculo.
Ana ladeó el rostro para observarla con una ternura infinita, el único modo
en el que se sentía capaz de mirar a aquella buena y amorosa mujer, y una
sonrisa pletórica de afecto ensanchó ligeramente su semblante.
Aquella anciana de rostro colorado y regordete cuyas mejillas flácidas se
descolgaban a ambos lados de su cara como alforjas sobrecargadas había sido
una segunda madre para ella aunque, debido a su edad, su rol se acercaba más
al de una abuela afectuosa y protectora. Una abuela a la que amaba por
encima de todas las cosas y que, estaba segura, la amaba a ella del mismo
modo. Su muy querida nana.
Era muy consciente de que la pobre ama había intentado con todas sus
fuerzas suplir la vacante que su señora había dejado en el corazón de la niña
trece años atrás, y lo había hecho tan bien que Ana apenas sufrió su ausencia
más de lo justo y necesario. De hecho, estaba convencida de que hubiera
disfrutado de una infancia y una primera juventud bastante felices si su padre
no la hubiera arrancado de forma abrupta de su lado, como se arranca una
mala hierba de un bello jardín o la costra de una herida, para desterrarla a un
frío colegio de monjas en un lugar que, en su mente infantil, le pareció tan
remoto como la luna.
Habían sido trece largos años lejos de casa, trece largos años encerrada en
aquel estricto internado para señoritas a donde su padre le había faltado
tiempo para enviarla, pocas semanas después de la muerte de su madre, y
donde nunca se había molestado en acudir a visitarla. ¿Para qué, en realidad?
¿Para obsequiarla con alguna de esas miradas engreídas suyas capaces de
helar la sangre en las venas al alma más intrépida? ¿Para observarla con
estúpido rigor por encima de su artificioso bigote? ¿Para negarle a la cara un
abrazo, una caricia o una simple palabra de aliento? ¿O tal vez para
recordarle lo beneficioso de crecer sin cariño ni compasión, en un colegio
donde el contacto más cercano y personal procedía de los reglazos que las
monjas descargaban sobre sus dedos a la mínima falta?
De su padre, durante aquellos años, había conservado tan solo un pequeño
y compacto atado de cartas breves e impersonales, atado que horas antes de
abandonar el internado se encargó de incinerar en la chimenea del comedor
comunal. El severo don Alejandro Covas no se había molestado en plasmar ni
una mísera pulgarada de afecto en ninguna de sus frases. Más parecía un
esporádico intercambio logístico entre dos empresarios que trataran de cerrar
un negocio que a ambos desagradara, que una comunicación cálida y
afectuosa entre padre e hija.
Las comisuras de sus labios se elevaron en una sonrisa melancólica. ¿Por
qué negarlo? Entre los dos jamás había existido una afectuosa relación padre
e hija; a esas alturas era muy consciente de ello. Dolorosamente consciente de
ello. Su padre, don Alejandro Covas, por alguna razón inexplicable, la
repudiaba. Jamás había entendido el porqué. Tal vez por el simple e
inevitable hecho de haber nacido.
En todo ese tiempo, además, el caballero tan solo le había permitido hacer
cinco visitas fugaces al Pazo durante las vacaciones de Navidad y Pascua.
Cinco visitas a casa en trece años.
Ana torció los labios en una mueca de disgusto que alcanzó también el
verde manzana de su mirada. ¡Por supuesto, nada que pudiera comprometer
su perfecta reputación de caballero distante y atildado, que no desea verse
atrapado por innecesarios lazos afectivos o incómodos lastres a su espalda!
Aunque ese lastre en cuestión fuese la joven condesa de Rebolada y
apareciera perfectamente envuelto en lazos, muselinas, plumas y encajes.
Aunque ese lastre fuera su propia hija.
Exhaló por la nariz conteniendo un jadeo. Por fortuna, doña Angustias
jamás se olvidó de ella y no dejó de escribirle cada quince días enviándole
todo su cariño garabateado en pliegues infinitos de papel, así como recuerdos
furtivos de su San Julián natal en forma de diminutas espigas de lavanda o
capullitos de rosa, que acababan por desecarse y alcanzar la eternidad entre
las hojas de papel vitela. Una vez incluso tuvo el detalle de enviarle el nido
abandonado de un carrizo, aquel pájaro diminuto de plumaje color castaño
cuyo vuelo tanto le gustaba admirar de niña desde su ventana. Estaba segura
de que, si hubiera podido y las severas monjas se lo hubieran permitido, la
cariñosa mujer le habría enviado el propio pajarillo cantor para que la
acompañara en sus horas más tristes.

Un intermitente zarandeo en el asiento de enfrente la apartó de golpe de sus


amargos recuerdos, obligándola a centrar su atención en la anciana ama y, a
consecuencia de ello, ocultar una sonrisa condescendiente bajo el tafilete de
su mano enguantada. Doña Angustias había conseguido a duras penas
acomodarse en su asiento, pero las amplias capas de enaguas, la estructura de
la crinolina, el grueso tejido de la falda y su falta de estilo y coordinación
habían propiciado que la tela se abombara alrededor provocando un efecto
globo, por lo que la buena mujer permanecía ahora a medio sepultar bajo la
profusión de organdí, bordados y encajes. El diminuto sombrero que
coronaba su cabeza, ladeado y adornado con una pluma de faisán, suponía el
colofón final para convertir aquella imagen en una pintoresca acuarela.
Sin poderlo evitar, de sus labios escapó una breve risita que trató de
disimular replegándolos al interior de la boca. Siempre se había considerado
una joven sensata y estaba segura de querer a su ama más que a nadie en el
mundo, segura también de que nadie más bajo las estrellas se merecía más
respeto y afecto que aquella buena mujer, por lo que en ese momento se
sintió terriblemente culpable por haber convertido a la anciana, durante unos
segundos, en el blanco perfecto para su hilaridad, actuando contra su habitual
buen juicio y el profundo afecto que le profesaba. Se recriminó íntimamente
su inmadura conducta, e hizo acto de contrición deslizando la mirada a través
de la ventanilla para evitar caer de nuevo en la tentación.
—¿Contenta de volver a casa? —consiguió farfullar la mujer una vez se
hubo arrellanado a conciencia y recuperado el aliento. Ana fijó sus enormes
ojos verdes en ella y esbozó esta vez una amable sonrisa, gesto que consiguió
embellecer aún más su hermoso rostro.
—Feliz de volver, y esta vez para quedarme —suspiró, y acomodó las
manos sobre el regazo donde, adornadas con ricos guantes de tafilete,
recordaban a dos palomas blancas dormidas sobre un océano lavanda, tal era
en esa ocasión el color de su vestido.
—No sabes la alegría que siento al saber que regresas para permanecer
entre nosotros, niña. No te imaginas lo que te he echado de menos todos estos
años.
Ana percibió la presencia de lágrimas vidriando la mirada de su muy
querida nana, así como un temblor delator agitando su labio inferior, por lo
que se inclinó presurosa hacia adelante y atrapó una de aquellas manos
regordetas entre las suyas. El ligero apretón en los dedos consiguió
transmitirle a la anciana un atisbo de sosiego, y logró mudar su rostro,
súbitamente contrito y presto al llanto, por uno ligeramente más relajado.
Incluso se forzó a asomar una tímida sonrisa con tal de no turbar a su joven
acompañante.
—Tu felicidad solo es comparable a la mía, mi querida nana. —Y esta vez
fueron sus propias lágrimas las que temblaron en los arcos de ébano de sus
pestañas. Pero no iba a permitirse llorar. No cuando se sentía tan
inmensamente feliz por volver a casa al fin, después de toda una vida
encerrada en el internado. Volvía al lado de aquella bondadosa mujer que la
quería con toda el alma. Por eso parpadeó y sonrió para disimular su zozobra
—. Me muero por estar de nuevo en nuestra querida tierra, por sentir el verde
del paisaje acariciándome el alma… —Su expresión se tornó soñadora y su
sonrisa más amplia, como la de un niño que describe la visión anhelada del
paraíso de sus desvelos—. Por contemplar desde la galería ese mar que
extiende su embravecido manto de olas gigantescas más allá de donde
alcanza la vista, y ese ondulante océano verde que va desde el monte hasta la
orilla de la playa…
Doña Angustias sonrió con condescendencia y no pudo retrasar por más
tiempo la pregunta que llevaba acribillándole la cabeza, como cientos de
agujas de calcetar clavándose en un ovillo de lana, desde que abandonara el
Pazo un día antes.
—¿Te sientes preparada para enfrentarte a tu padre?
Ana la miró fijamente, abandonando el paraíso para volver a la realidad.
—Confiaba en que ningún enfrentamiento tuviera lugar.
La anciana chasqueó la lengua y se removió en su asiento. Tal y como
estaba acomodada, con la estructura de la crinolina colocada de cualquier
modo y la tela del vestido arrebujada alrededor, debía de encontrarse bastante
incómoda y con la movilidad muy limitada.
—Quisiera poder asegurarte que no te verás en la necesidad de encararte
con él. Pero conociéndole…
—Y conociendo mis circunstancias… —suspiró, y sus párpados
descendieron en un melancólico mohín— y toda la frustración que mi sola
presencia representa en su vida…
Doña Angustias casi gimió. Nada había más cierto que aquella lamentable
afirmación.
—Niña, yo no me atrevería a poner la mano en el fuego por la paz entre
vosotros…
Ana sonrió con indulgencia. A esas alturas ya se encontraba curada de
espanto y mucho más que acostumbrada a los desaires de su estricto padre.
Pero era natural que tal certeza entristeciera a su buena ama; a cualquiera con
dos dedos de frente y un mínimo de corazón, en realidad.
—Haces bien, querida nana, porque te la quemarías. —Acto seguido inhaló
por la nariz y una sonrisa radiante asomó de nuevo a sus labios. Una sonrisa
capaz de levantar las brumas que empezaban a velar el carruaje—. No te
preocupes por mí, sabes que no es la primera vez que me enfrento a él; estoy
acostumbrada a lidiar en este tipo de contiendas. —Su voz se tornó más
afectuosa si cabe, su cariño alcanzó por extensión aquella mano enlazada a la
suya—. Pero no hablemos más de ello. No quiero angustiarme todo el viaje
pensando en rostros severos y miradas ceñudas, ya habrá tiempo de vestir la
coraza y batallar. Ahora solo deseo pensar en cosas verdaderamente
agradables —sus pupilas acuosas reflejaban una gran ilusión—, porque me
muero por veros a todos y daros un abrazo enorme. ¿Ha cambiado mucho el
Pazo en mi ausencia?
La anciana cabeceó, luchando a brazo partido contra el ejército de lágrimas
que amenazaba con pasar al ataque de un momento a otro.
—Lo encontrarás todo igual de bonito que la última vez. Y todos están
deseando verte.
Tras un último y afectuoso apretón, Ana soltó la mano de doña Angustias
para volver a enderezarse en su asiento con encomiable dignidad. Su
semblante, a pesar de mostrar la hierática expresión de siempre, dejaba
traslucir una dolorosa tristeza, patente a través de la inmovilidad de sus
pupilas o del severo fruncimiento de sus labios. La sombra funesta volvía a
acechar.
—Todos no, estoy segura de ello. —Y devolvió la mirada al paisaje que se
desdibujaba en jirones grises y negros más allá de la ventanilla, dando a
entender con su gesto que no deseaba conversar más acerca de ese tema.
De ese modo también se aseguraba de mantenerse a salvo de la mirada
condescendiente de la anciana, y de preservar su propia intimidad si llegado
el momento algunas certezas la llevaban a un llanto inevitable.
De refilón, pudo distinguir la presencia de uno de los varios jinetes
embozados que cabalgaban a la par del carruaje, bajo la orden de escoltarlo y
custodiarlo durante todo el trayecto hasta su llegada al Pazo. Suspiró con
resignación. Toda su vida había tenido a alguien detrás, respirando sobre su
nuca, pegado a su augusta sombra, demostrándole que jamás daría un paso
sin ser vigilada. Que jamás podría ser libre. Y la presencia de aquellos
embozados centinelas, cuidando que el pajarito de porcelana no sufriera
ningún percance dentro de su jaula de oro, venía a demostrárselo una vez
más.
Apretó los párpados tratando de aliviar el intenso picor que empezaba a
fraguarse detrás de ellos. ¿Cuál era la razón de tanto celo? ¿Acaso a don
Alejandro Covas le importaba lo más mínimo el miserable pajarito y su
seguridad? Estaba completamente segura de que, si por él fuera, él mismo
abriría la portezuela de la jaula para que el pajarito volara en aparente
libertad, solo para regocijarse cuando el primer halcón de paso acabara por
derribarlo en pleno vuelo.

Don Alejandro tamborileó con los dedos, intranquilo e impaciente, sobre la


noble madera de su escritorio. El ceño fruncido, los labios firmemente
apretados y la carne de las mejillas vibrante a causa de la cruel opresión que
sufría la mandíbula evidenciaban su ofuscación. Su hija volvía a casa, y esta
vez de forma definitiva. Esta vez para quedarse.
Por extraño que pareciera, la llegada de aquella criatura, la flamante y muy
querida condesa de Rebolada y señorita de Covas, no le reportaba ni un
atisbo de felicidad. Torció los labios en una sonrisa cáustica. ¡En realidad su
llegada no le hacía sentir más que rabia, envidia y frustración!
Esa muchachita ridícula adornada de lazos, tules y encajes era para él la
nube negra que se instala en el cielo para eclipsar el sol. Simple y llanamente.
—¡Condenada mocosa del demonio! —siseó—. ¿Es que jamás voy a poder
librarme de ti?
Todo el mundo la adoraba, todo el mundo se deshacía en halagos hacia ella,
todo el mundo elogiaba sus bondades y virtudes aun sin haberla tratado
durante trece años. ¡Estúpidos aduladores! ¡Ineptos mequetrefes que no
sabían más que babear tras un vestido de terciopelo o una caída de párpados
ejecutada a tiempo!
Se llevó la mano a unos de los extremos puntiagudos de su bigote para
acicalárselo con minuciosidad, moldeando la punta con severidad hacia
arriba, gesto socorrido cuando se encontraba intranquilo o contrariado, y
resopló con impaciencia.
Ana era un lastre en su vida. Siempre lo había sido, desde el mismo minuto
de su nacimiento. Y por tanto, como todo lastre, estorbo o traba, sea cual
fuere su naturaleza, le incomodaba tenerla cerca. Jamás le había gustado ni
había sido capaz de soportar su cercanía, ni siquiera cuando no era más que
una mocosa de medio metro plagada de bucles, lazos y volantes, que alzaba
hacia él sus manos lechales para solicitarle con insistencia que la aupara.
Resopló torciendo la sonrisa, asqueado hasta la médula por aquellos lejanos
recuerdos que todavía hoy le incomodaban. Ana Emilia Victoria Federica,
Ana de Altamira… ¡tan ridícula como su madre e igual de melindrosa! ¡Tan
inútil para la sociedad y para ostentar el título como ella! ¡Tan inoportuna
para sus planes como lo había sido la condesa finada!
Volvió la cabeza muy despacio para fijar su mirada en el enorme óleo que
presidía su despacho. La desaparecida condesa parecía observarlo con
condescendencia bajo su enorme moño estilo María Antonieta, explotando al
máximo esa mirada de cordero a medio degollar que usaba para derretir a
todo el mundo. ¡Menos a él!
—Por si no me hubiera bastado contigo, ahora tengo que soportar también
la presencia de tu estúpida hija…
Giró la cabeza en el acto, rechazando tanto la mirada de aquella dama
como su presencia. Con la cara ligeramente empolvada con blanquete, los
labios de un rojo carmesí y las mejillas encarnadas por el arrebol, su imagen
se alejaba mucho del ideal de belleza del conde.
¡Aquella boba remilgada nunca había conseguido despertar en él otra
emoción más allá de la repugnancia y la lástima! ¡Pobre niña rica!
¡Despreciable niña rica! Desde el mismo momento en el que fueron
presentados, había detestado a aquella mujer enfermiza, pálida y ojerosa, que
no hacía más que ahogar sus toses contra un pañuelo salpicado de sangre y
que, cada vez que un nuevo estertor la acometía, se aferraba al brazo de quien
cuadraba más cerca con la desesperación de un pajarillo moribundo. Había
odiado, en silencio y hasta el delirio, a aquella ridícula damisela a la que le
había soportado la dosis justa de mojigatería romántica con la esperanza de
poder manipularla a su antojo una vez casados. Porque la cuestión era así de
simple: se había acercado a ella con el único propósito de desposarla, y la
había desposado tan solo con el objetivo de tener acceso a su fortuna.
¡La condesa de Rebolada! ¡La de regio blasón! ¡La de suntuosos carruajes,
espléndidos vestidos y tintineantes arcas! ¡La noble más pudiente del norte de
Galicia, con tierras en la provincia e incluso en el limítrofe Principado!
¿Quién, del uno al otro confín del reino, no habría oído hablar de la augusta
joven rodeada de fastos y admiradores que besaban a su paso el suelo que ella
pisaba?
Todo el mundo sabía que aquella boba padecía el mal de la tisis desde
hacía un par de años y que no caminaría mucho tiempo entre los vivos, por lo
que solo era cuestión de echarle arrojos y atreverse a cortejarla antes de que
hiciera el tránsito.
Alejandro Covas no era tonto, albergaba sed de poder y grandes
ambiciones en su corazón. Por eso y, desde el momento en que pudo
permitirse coincidir con ella en sociedad, se dedicó a perseguirla de salón en
salón con el empeño de un ave rapaz. Y con idéntica porfía que el ave rapaz,
esperó el momento oportuno para cernirse sobre su presa y hacerla suya.
Su acecho pronto llegó a buen término, pues la condesa, que no era
demasiado agraciada, ahuyentaba a todo posible pretendiente con su
languidez, sus toses sanguinas, sus marcadas ojeras, su extrema delgadez y
sus desvaríos románticos. La muy boba era una amante acérrima de los
literatos ingleses y solía aburrir a los asistentes a las veladas en el Pazo
recitando a Shakespeare o a Pope. ¿A quién diablos le importaban aquellos
ridículos poetas extranjeros? Otras veces, ejercía de mecenas de literatos
nacionales, invitándolos a sus veladas para ayudarles a entrar en sociedad;
estas reuniones, donde se congregaban artistas de todo tipo, filósofos e
intelectuales de todo el reino, hacían las delicias de la anfitriona, mientras que
solo conseguían aburrir a gran parte de los asistentes con sus recitales de
poesía o pequeñas representaciones teatrales. Ignorando tal vez que la
mayoría de los moscones que la rodeaban solo estaban interesados en echarle
el guante al relleno de sus arcas, y no en toda aquella parafernalia cultural.
Alejandro Covas, primogénito de un terrateniente venido a menos, sin
títulos, nobleza ni propiedades, era un joven guapo y espigado, de elegante
bigote y abundante cabellera peinada hacia atrás, perfectamente inamovible
gracias al exagerado uso de afeites.
Su constancia, que llegaba hasta el punto de resultar cansino en ocasiones,
su fingido interés, sus miradas arrobadas y sus sonrisas envolventes pronto
dieron sus frutos, y la joven e impresionable condesa no tardó más de unas
pocas semanas en reparar en la presencia del guapo caballero y caer rendida a
sus pies. Todo en uno.
El cortejo fue absolutamente precipitado y la boda se organizó en un visto y
no visto. Como justificación, el joven pretendiente alegó el precario estado de
salud de la novia y su deseo de cubrirla de dicha durante los años que el
Señor tuviera a bien concederles a ambos, y fue este un argumento que nadie
pudo rebatir, máxime tratándose de una noble huérfana, mayor de edad y que
no debía rendir cuentas ante ningún tutor legal.
Para el astuto caballero resultó imperativo tragarse los escrúpulos y ahogar
las arcadas que la sensiblería de la dama y su cuerpo blanco y huesudo le
provocaban, con la expectativa de que, con el paso del tiempo, y más pronto
que tarde, la aristócrata fallecería y todo sería suyo. O al menos tal consigna
era la que le mantenía firme en su empeño y le instaba a perseverar.
Pero sus ínfulas de poder se vieron seriamente arruinadas cuando, con el
correr de los años, resultó que la dama no le hacía el santísimo favor de
morirse, y que su papel en el Pazo se reducía al de un simple consorte.
También se hizo evidente que los habitantes del condado jamás le mirarían
con lealtad ni respeto. Durante todos aquellos años, solo había conseguido ser
una sombra negra y silenciosa que lo único que puede hacer es reptar y tratar
de sobresalir detrás de la persona que acapara injustamente toda la luz.
Después, con la llegada de aquella mocosa, tan pálida, delicada y parecida
en todo a su ridícula madre, su rabia se incrementó al mismo tiempo que su
categoría en aquel maldito condado decrecía. Y sus esperanzas de convertirse
en único heredero, también. No había forma humana de destacar por encima
de la pequeña, a la que todo el mundo veneraba como a una maldita reina.
Los aldeanos se quitaban el sombrero, saludaban y se inclinaban en
reverencia cuando la familia atravesaba los campos en su carruaje de paseo y
la madre mostraba orgullosa a su niña a través de los cristales. Sin embargo,
cuando él recorría en solitario aquellos verdes pastos a lomos de su caballo,
apenas se dignaban a interrumpir sus labores en el campo para ofrecerle una
contrita reverencia o un saludo, que poco o nada tenían de cordial.

No pudo evitarlo y descargó el puño contra el tablero, provocando que el


material de escribanía se tambaleara sobre la mesa.
—¡Maldita! —siseó con rabia. Y no fue posible saber si su desprecio se
dirigía esta vez a la madre o a la hija. Seguramente a ambas.
Por fortuna, la condesa solo sobrevivió cinco años después de haber dado a
luz. ¡Y valiente sacrificio había hecho, pues ni ebrio de brandy hubiera
esperado que aquella criatura enfermiza soportara los trabajos del parto! La
muy ridícula parecía aferrarse a la vida, ¡y a su fortuna!, con desesperación.
¡No se moría de ninguna de las maneras! Y eso que él se encargaba de abrir
las ventanas de su alcoba cada atardecer con la excusa de ventilar la estancia,
pero ni con esas la mujer era atacada por una pulmonía. Siempre acudía
alguna estúpida doncella, horrorizada ante tanta aireación, para cerrar la
ventana y arropar a la inválida, ahuecarle los cojines y proporcionarle un
sorbito de bálsamo cordial. Y, por supuesto, para dirigirle a él una mirada
condenatoria. ¡Al diablo con todos ellos!
La moribunda, cuya voz se iba afectando conforme pasaban los días hasta
asemejarse al débil gorjeo de un pajarillo, rogaba a cada minuto por ver a la
recién nacida: pedía que se la acercaran al rostro y le dejaran besarla,
susurrarle al oído, cantarle o amamantarla. La estampa que formaban las dos
ante sus ojos le provocaba náuseas y unas ganas horribles de arrancarlas del
mundo, ¡a ambas!, él mismo con sus propias manos.
Por fortuna apareció por el Pazo una rolliza mujer del lugar, doña
Angustias, para ocuparse de las labores de cría, y el conde agradeció que se
llevara a la llorona al ala más distante de la casa. ¡Por apartarla de su vista
hubiera permitido que se la llevara a las mismísimas Indias orientales! ¡Y a la
madre también!
Pasaron los meses y, con los meses, los años, y la condesa fue apagándose
como un pajarito. Él evitaba su compañía tanto como le era posible. No
comían juntos, dormían en alcobas separadas y a menudo pasaban semanas
enteras sin que se acercase a la de ella más que para comprobar si vivía o
moría. A pesar de su evidente decadencia, la condesa se resistía a dejarse ir,
hasta que, finalmente, y como debía ser, la de fúnebre crespón ganó la
batalla.
Una vez muerta la diva, el camino empezó a despejarse para él. De pronto,
y gracias a la juventud y consiguiente incapacidad de la pequeña, la sombra
antaño insignificante y nunca tenida en cuenta pasó a convertirse en el único
administrador de los bienes de Rebolada; todo fue a parar a sus manos, tal y
como siempre había soñado.
Deshacerse de la niña resultó sumamente fácil. Solo había tenido que
discurrir enviarla interna a un colegio de señoritas de la capital con la excusa
de ofrecerle la mejor educación, digna de una dama de su categoría, y ya
estuvo hecho.
Durante un tiempo todo salió a pedir de boca. Las visitas al Pazo se
redujeron hasta el punto de extinguirse casi por completo, los años pasaron y
la sociedad empezó a olvidarse de la niña al mismo tiempo que empezaba a
prestar atención al conde viudo. Las invitaciones a tertulias, cenas de
etiqueta, palcos en la ópera, estrenos de teatro y demás, empezaron a llegar al
Pazo de Rebolada con bastante asiduidad, y solo un nombre figuraba en las
tarjetas: «Don Alejandro Covas, conde viudo de Rebolada y señor de Covas».
Como siempre debiera haber sido.
Semejante libertad de pronto, semejante presencia en sociedad, tan
elevadas relaciones con la flor y nata gallegas y el engrosamiento de una ya
de por sí inflamada vanidad llevaron al conde al borde de un abismo al que él
solito decidió asomarse: don Alejandro padecía un trastorno que le obligaba a
jugar, con una urgencia psicológicamente incontrolable. Su afición al juego
solo era equiparable a su incapacidad para salir airoso de cualquier partida,
por más elemental que resultara el pasatiempo. Y la libre disposición de la
fortuna de los Altamira no hizo más que empeorar dicho vicio.
Las deudas empezaron a crecer, al igual que los rumores acerca de lo fácil
que resultaba arrebatarle al conde viudo las monedas de su saquete. Los
mensajes de los acreedores, cada vez más amenazantes y menos permisivos,
se acumulaban en la platea del vestíbulo; negras sombras emergían en los
ángulos oscuros del bosque al paso del carruaje, estorbando a los caballos,
para asomar el brillo funesto de un arma bajo el abrigo de una capa, y en más
de una ocasión, a la salida de algún club, el caballero se había llevado un
apuro por parte de algún enviado de casa solariega para apretar las tuercas al
noble deudor.
Mientras todo esto sucedía, las arcas de los Altamira empezaron a mermar
de forma preocupante. Sin embargo, muy pocos fueron conscientes del
declive en el que empezaba a caer un linaje tan noble y arraigado a causa del
despilfarro descontrolado del único administrador de los bienes. Tan solo los
más allegados, aquellos que frecuentaban sus círculos o padecían las
consecuencias de su irresponsabilidad, empezaron a percatarse de que la
otrora cuantiosa fortuna de la casa Altamira tenía los días contados y
permitiría al conde tan solo unos cuantos años más de pudiente desahogo si
mantenía ese nivel de vida, y todo parecía indicar que así iba a ser.
Don Alejandro tuvo que desprenderse además de algunas tierras para
conseguir salvar las facturas que no admitían mayor demora, a riesgo de
acabar recibiendo cualquier noche un tiro entre pecho y espalda.
Conforme pasaron los años, la camisa empezó a no llegar al cuerpo al
conde, por lo que resultó imperativo trazar un plan para calmar la ira de sus
principales acreedores y salvar el pellejo. Era eso o arriesgarse a convertir
muy pronto el viejo mausoleo de los Altamira en su residencia definitiva.
Su pérfida sesera no tardó mucho en encontrar una solución: Ana regresaba
al Pazo para quedarse, una vez concluida su educación en la Villa y Corte. Él
no tenía el menor interés en tolerar su presencia ni sus ñoñerías de niñita
consentida. A esas alturas no quería ni verla, y mucho menos contemplar en
el espejo de sus ojos el recuerdo de la difunta condesa.
Por lo tanto, la mejor solución era emplearla como moneda de cambio con
el fin de persuadir a alguno de sus acreedores más insistentes. Una vez el pez
más gordo del estanque mordiera el anzuelo encandilado por la presencia de
la bella y joven condesa, lo demás vendría rodado. Si jugaba bien sus cartas,
sobre todo la de aquella reina de corazones de expresión adusta y ojos verdes,
no solo se quitaría de encima a ese incordio de hija, sino que sus deudas
quedarían saldadas y la paz de espíritu regresaría a su persona.
—Eso es lo que se hará —murmuró esbozando una sonrisa pérfida—. Al
fin y al cabo, después de dieciocho años, sí vas a servirme para algo, pequeña
idiota.

Conforme se alejaban de la villa y corte de Madrid, el paisaje fue


cambiando de forma paulatina.
El gris profundo que imperaba en los edificios y suelos adoquinados de la
capital dio paso, poco a poco, a una sucesión de ocres, rojizos y marrones,
anunciando la vasta llanura castellana, que en su dilatada amplitud parecía
una colcha remendada con un sinfín de parches multicolores, todos dentro de
la misma gama de tostados y bermellones. Cada atardecer, el sol se
desangraba lentamente sobre el lejano horizonte, incrementando los
pintorescos tonos fuego y oro de la meseta.
Ana contemplaba el paisaje a través de la ventanilla y doña Angustias se
afanaba en limpiarse el sudor de rostro y escote con un pañuelo de mano,
mientras bufaba y resoplaba como un lechón camino del matadero. Estaba
colorada como una cereza y empapada como un pato zascandileando en su
charco.
Ya no se escuchaba el repique de los cascos de los animales sobre los
adoquines; ahora una densa nube de polvo ascendía en volandas del otro lado
de la ventanilla. Y grandes bandadas de cuervos y grajos volaban sobre la
línea del horizonte, acompañando a las viajeras en su camino mientras
llenaban el aire con sus graznidos.
De vez en cuando se podían apreciar rebaños dispersos de gordas ovejas
aquí y allá, moteando los pastos de un tono blanco sucio. También adornaba
la senda la visión esporádica de pastores trashumantes, acompañados de
perros de aguas enormes que imitaban la apariencia del lobo. Los hombres
alargaban sus cuellos cual lagartijas y usaban su mano a modo de visera para
observar con curiosidad el suntuoso carruaje con los blasones de la casa de
Altamira pintados en cada portilla. Seguramente no se veían todos los días
coches tan señoriales por aquellos lares.
Pararon en varias casas de posta de la ruta para que los caballos
descansaran y las viajeras pudieran refrescarse y comer algo, siempre
perfectamente escoltadas por su pequeño séquito de guardianes y sin
detenerse demasiado tiempo. Dormían en el carruaje, mecidas por el agitado
e incómodo vaivén del camino que, en la mayor parte de las ocasiones,
acababa interrumpiendo su sueño con algún golpe inesperado en sus testas.
Al llegar a Ponferrada, la última posta, las damas se asearon y se cambiaron
de ropa para aligerar el calor y el polvo del camino. Ana se atavió con un
vestido elegante, si bien discreto, confeccionado en damasco rosa palo listado
en marrón, mangas ceñidas hasta los pulsos y prominente falda. Su padre le
había hecho confeccionar un generoso ajuar para iniciar su nueva vida en
Galicia. Un detalle inesperado, por tan amable, teniendo en cuenta el alma
negra de la que procedía. Aunque Ana estaba segura de que tanta generosidad
obedecía a algún interés privado del conde, pues era un hombre que no
acostumbraba a dar puntada sin hilo.
Mientras se recreaba en la imagen que le devolvía el minúsculo espejo de la
fonda, una sonrisa nerviosa curvó sus labios y dos rosas encarnadas
encendieron sus mejillas. Quería causar buena impresión entre su gente,
quería demostrar que ya no era la niña tímida y apocada de antaño, sino una
joven valiente y preparada para asimilar el rol que le correspondía. Sus labios
susurraron la consigna que durante tantos días llevaba macerando en su
cabeza, a modo de repetitivo mantra: «Seré una buena condesa, daré lo mejor
de mí, haré que todos en el condado se sientan orgullosos de mí; incluso él…
Sobre todo, él. Conseguiré que no encuentre nada reprochable en mí o en mi
conducta para poder atacarme después con ello. Seré digna heredera de mi
madre».
Picaron algo de jamón frío, huevos cocidos y pan de maíz que les sirvieron
con toda la ceremonia que tan augusta invitada merecía, y después, ama y
señorita, se recogieron con presteza al interior del carruaje. Pronto estarían en
casa y disfrutarían por fin de la frescura y el salitre del mar besando sus
rostros, así como del fuerte perfume de los frondosos pinares de San Julián,
cargados de aroma y ululares.

Doña Angustias observó con infinita ternura a su niña Ana mientras ésta
dormía. Resultaba incomprensible cómo aquel adorable angelito podía dormir
con tal placidez a pesar del traqueteo del carruaje o del insistente golpeteo de
su cabeza contra la ventanilla. Pese a todo, parecía profundamente dormida, a
juzgar por lo apacible de su respiración y por la expresión relajada de su
rostro. Mientras la miraba, no pudo evitar sentir una infinita compasión por
ella. La misma compasión que sintió años atrás por su difunta madre, que a
pesar de haber vivido rodeada de grandes fastos, nunca había podido ser feliz.
Temía que aquella infelicidad fuera hereditaria. Suspiró. Ana era mucho más
bonita, sin duda, de lo que lo había sido su madre. Y ella contaba además con
la fortuna de gozar de buena salud. Con un poco de suerte, no acabaría
uniendo su vida a la de un hombre interesado y ambicioso que solo buscara
su propio crecimiento personal, como le había sucedido a la difunta condesa.
Con un poco de suerte, ella gozaría de un destino floreciente.
Ana era un ángel. Bonita, blanca y pura como una azucena. De boquita
diminuta como capullo de rosa, ojos verdes como el mar en un soleado día de
verano, y cabello castaño oscuro, perfectamente acicalado en esa ocasión bajo
un bonete de amplia visera de esparto, que realizaba la honorable función de
resguardar aquel rostro níveo e incólume de las inapropiadas caricias del sol.
Discreta y reservada en sus emociones, prudente en sus palabras, de mirada
directa y gesto insondable, con solo dieciocho años, Ana poseía un saber
estar, una dignidad, una entereza y una compostura dignas de una persona de
mucha más edad. Así era como la habían educado, tal consigna era la que se
habían encargado de grabar a fuego en su cabeza.
«Debes aprender a ocultar al resto del mundo lo que bulle dentro de ti, esas
inquietudes, ilusiones y esperanzas que dan alas a tu corazón y te mantienen
con vida. No matarlas o ahogarlas, como otros te sugieren, sino dejarlas
agazapadas en lo más profundo de tu alma hasta que llegue el momento
oportuno de permitirles salir a la superficie; el momento en el que puedas
disfrutar de ellas con absoluta libertad. Entre tanto, muestra un rostro valiente
y una presencia de ánimo admirables. Solo así lograrás protegerte. Solo así
lograrás que no te hagan daño. Y esta lección incluye, por supuesto y
especialmente, a tu señor padre», le había aconsejado ella misma en tantas
ocasiones desde que era niña.
Doña Angustias sabía que un sayo tan perfecto y templado, tan medido e
impertérrito en apariencia, escondía en su interior un alma inquieta que
abrazaba la sensibilidad de corazón, el aleteo incesante e imparable de una
imaginación desbordada y un amor creciente por la naturaleza y las cosas
sencillas. Sabía que era pura, dulce, buena, vehemente, entusiasta, idealista y
romántica… aunque sabía también que jamás dejaría asomar tales emociones,
salvo en presencia de alguien que gozara de su absoluta confianza e
intimidad, por miedo a ser censurada o lastimada.
Ante el resto del mundo, su exterior reflejaría siempre la compostura y la
dignidad propias de su condición.
Todavía mirándola, sonrió con ternura mientras la joven continuaba
durmiendo de forma apacible. Inhaló profundamente, tratando de no
despertarla.
Mucho había sufrido aquella pobre criatura, obligada a crecer
completamente sola y sin el afecto de una verdadera familia. Doña Angustias
meneó la cabeza mientras apretaba los dientes con gesto severo. Pero ahora
sus tribulaciones habían terminado. Ahora volvía a casa y ella se encargaría
de mimarla hasta el delirio, la malcriaría incluso, para resarcirse de todos
aquellos años en los que las habían privado de afecto. A la niña. A ella. A las
dos.
Se inclinó sobre la joven para colocar bajo sus brazos, perfectamente
cruzados sobre el pecho, la manta de viaje que se le había resbalado hasta las
rodillas. Después levantó un poco las capas de ropa que cubrían los pies de la
joven para comprobar que su ladrillo seguía caliente bajo las botinas. Solo
entonces, más tranquila y relajada en su labor de ángel custodio, se repantigó
en su asiento, presta a llamar al sueño y no despertarse hasta llegar a Galicia.
—Ya no estás sola, mi niña —susurró para sí misma y para la durmiente—.
Seguiré cuidando de ti hasta el día que me muera. Y esta vez no consentiré
que te aparten de mi lado. Esta vez cumpliré mi promesa.
2
El Pazo de Rebolada se encontraba emplazado en un altozano, a doscientos
metros sobre el nivel del mar, aprovechando la prominencia que confería el
descenso natural de la ladera antes de morir en plena costa.
El dicho popular «casa grande, capilla, palomar y ciprés: pazo es», que
definía a la perfección las viviendas de la nobleza gallega, cobraba forma
especialmente en el Pazo de Rebolada.
Se trataba de una casa solariega rectangular, de dos plantas, situada de tal
forma que recibía los agradables rayos del sol durante todo el día, lo cual era
posible gracias a su situación privilegiada en la colina. Su fachada se vestía
de cal, por lo que con el paso de los años había adquirido un tono grisáceo,
triando a negruzco, que le confería cierta solemnidad y un indiscutible aire
aristocrático rural, acentuado por el escudo familiar de la condesa, de vistoso
timbre heráldico tallado en granito, que presidía la fachada principal, sobre la
puerta de medio punto, a modo de gala y ornato. El cerramiento era de
madera de color verde en forma de estrechas puertaventanas o pequeñas
ventanas cuadradas, excepto en la fachada sur de la planta superior, donde
adquiría la forma de una amplia y romántica galería orientada mirando al
mar.
En una cabecera, se erguía la capilla adosada al Pazo. Sobria, distinguida,
sencilla. Detrás de la vivienda, mirando al norte, a cierta distancia en el
jardín, se podía encontrar un prominente palomar de diseño cuadrangular y,
muy cerca, un característico hórreo de madera teñida de rojo, alzado sobre
seis pilares de granito.
Escoltando la Casa Grande, cinco oscuros cipreses centenarios, símbolo de
intemporalidad y distinción, permanecían enhiestos e imperturbables al paso
del tiempo, como fieles y legendarios centinelas de aquel señorío.
A un costado de la plaza, justo al lado de la enorme y maciza portilla de
entrada, se erguía la oscura casa de piedra de los sirvientes, en cuyo margen
se emplazaban los establos, un viejo pozo cubierto y algunas dependencias
más. En medio del atrio, un solemne crucero de granito.
Limitaba toda la finca un prominente muro de piedra de considerable altura
que, con el paso del tiempo, se había ido vistiendo de hiedra y maleza.
La propiedad incluía también más de treinta hectáreas de jardín, campo
agrícola y frondoso bosque. Y una generosa vacada que amansaba los
campos de san Julián y contribuía a engrosar las rentas de la casa solariega.

Ana descendió del carruaje valiéndose de la ayuda de un sirviente. Una vez


puesto el primer pie en el suelo, inhaló en profundidad y trató de obviar el
agitado aleteo de su corazón.
Doce amplios escalones de piedra descendían ante ella y la separaban del
atrio. Doce escalones entre su persona y aquel precioso Pazo que siempre
había amado y que, en realidad, apenas había podido disfrutar en toda su
infeliz existencia.
A ambos lados del pórtico distinguió dos largas hileras de sirvientes. A la
izquierda, las doncellas, perfectamente ataviadas con sus rigurosos vestidos
negros, en los que destacaba la manteleta blanca cruzada sobre el pecho, el
delantal blanco del mismo largo y volumen que las faldas y la cofia blanca.
A pesar de la rigidez de su pose, pudo apreciar que muchas se sentían
nerviosas por recibir, en algunos casos seguramente por vez primera, a la
joven condesa. A la derecha, los lacayos, con sus negras e impolutas libreas,
a juego con calzones por la rodilla y sus respectivas medias blancas,
impecables y sin arrugas, camisa blanca y chaleco perfectamente abrochado y
tirante, dirigiéndole furtivas miradas de soslayo mientras se esmeraban por
permanecer en perfecta formación. Y en el centro, bajo el arco porticado, el
implacable dirigente de aquella atribulada compañía. La silueta erguida,
siniestra y temible del tirano: don Alejandro Covas.
Ana jadeó, sintiéndose repentinamente amedrentada, como cuando era niña
y la silueta oscura de su padre se recortaba bajo el umbral, y sabía que acudía
a regañarla o azotarla por un comportamiento indebido.
Alisó con la mano las arrugas inexistentes de la falda en un gesto
sistemático, tratando de atemperar su ánimo. Lejos quedaba ahora aquella
niña indefensa, por lo que no iba a consentir que la presencia de aquel
hombre siguiera torturándola más allá de sus recuerdos. Ahora era una mujer.
La condesa. El reinado de dolor del tirano había tocado a su fin. Y él tenía
que aceptarlo.
Adelante Ana, estás en casa, en el hogar de tu madre, no permitas que él
enturbie este momento también. Su potestad tiene que debilitarse de una vez
por todas hasta desaparecer por completo. No puede dominarte, no puede
dominarte… no se lo permitas.
Manteniendo la costumbre que conservaba de su tierna infancia, se detuvo
al pie del primer escalón, alzó la mano derecha y la mantuvo suspendida en el
aire hasta que doña Angustias la atrapó en la suya. El apretón de dedos de la
anciana consiguió reportarle un ápice de aplomo.
—¿Preparada? —susurró el ama sin apenas mover los labios, con la mirada
fija en el severo conde. Era más que evidente que aquella mujer la conocía
mejor que cualquier otra persona en el mundo.
—Ante él, nunca. —Pero sus palabras no tomaron posesión de su rostro
pues, en el acto, se obligó a esbozar una amplia sonrisa y a descender los
escalones manteniendo la espalda erguida y la barbilla en alto, desafiante,
dando a entender que la presencia de aquel tirano ya no le producía ningún
miedo.
Los pasos de la señorita resonaron sobre la piedra de la escalera, tal era el
silencio solemne que envolvía el momento.
Doña Angustias la observó de refilón, sintiéndose orgullosa de su niña.
¡Temple, sí señor, temple y compostura hasta la sepultura! Aunque por dentro
estuviera muriéndose de miedo, aunque ella pudiera apreciar el temblor de su
mano o la ligera vacilación en sus pasos, por fuera seguiría comportándose
como una auténtica reina; su porte era tan digno y su belleza tan serena que
conseguiría abrumarlos a todos. Incluso al villano. Estaba segura de ello.
Al llegar frente a su padre se detuvo, soltó la mano amiga, alzó la barbilla y
su mirada recorrió en un solo movimiento el temido rostro. El gesto hirsuto
del hombre, y aquel semblante apergaminado de bigote enorme, le
provocaron un estremecimiento que la sacudió de arriba abajo. Efectivamente
su expresión seguía siendo dura, pura piedra tallada en forma humana, pero el
descubrimiento de varias arrugas alrededor de los ojos y en la frente le
hicieron ver que también era mortal y vulnerable al paso del tiempo. No era
ningún Dios intocable, como siempre se había empeñado en parecer.
Aferrándose a ese pensamiento, logró mantener la compostura y no ofrecer
al tirano el menor síntoma de debilidad. Al fin y al cabo, ¿no era eso era lo
que siempre había pretendido inculcarle? Frialdad y compostura. Le
demostraría que había sido una alumna aplicada.
—Ana. —Don Alejandro inclinó la cabeza a modo de saludo.
—Padre. —Realizó una rápida flexión de rodillas, manteniendo el talle
erguido y la mirada fija en él. Ni un beso, ni un abrazo, ni tampoco un frío
besamanos. ¿Para qué? Entre los dos ya estaba todo dicho y no había
necesidad de más.
—Bienvenida al Pazo.
¿Lo decía de corazón o sería una simple formalidad fruto de las
circunstancias? Lo mismo daba; ella también sabía ser sarcástica.
—Gracias, padre. Me siento feliz de estar aquí. —Paseó la vista por los
alrededores, inhaló el fresco aroma de la lavanda y los alhelíes del jardín y
sonrió con suficiencia—. En el hogar de mi querida madre.
Don Alejandro acusó la pulla esbozando una sonrisa más falsa que un real
de madera, se tragó la bilis que ya quemaba su garganta, y apretó los dientes
hasta que las muelas amenazaron con astillarse. Ninguno de los dos supo qué
más decir. Nunca habían encontrado temas de conversación con los que pasar
un rato ameno, y era obvio que sus mutuas presencias les incomodaban por
igual.
Con rapidez, inclinándose de nuevo en una forzada cortesía, el caballero se
hizo a un lado para permitirle el paso, indicándole el camino a seguir con un
movimiento de su brazo. Ella ni siquiera le miró, sintiéndose ligeramente
incomodada con su fingida condescendencia.
—Con su permiso, padre.
Se limitó a traspasar el umbral aguantando la respiración, manteniendo la
pose erguida y la dignidad incuestionable de la condesa de Rebolada; en
definitiva, lo que todos esperaban de ella. Lo que él esperaba de ella.
—Es propio.
Rebasarlo supuso un gran alivio. Era agradable entrar en aquella casa y
permitir que los recuerdos del pasado afloraran a su mente, sobre todo
aquellos que incluían a su muy querida madre.
Dos magníficas alfombras vestían el suelo de gres y servían de apoyo a dos
robustos sillones torneados estilo Fernando VII, que recibían cordialmente al
visitante. Después de un breve recorrido visual, la mirada se volvía de forma
inevitable hasta la gran escalera de madera que conducía a la planta superior,
cuyos peldaños aparecían revestidos con una moqueta de lana en tonos
burdeos. La barandilla del pasamanos, al igual que el pie de arranque y los
balaustres que la acompañaban en el ascenso, era robusta y de laborioso
labrado en madera de roble, y mostraba sin duda un porte señorial y
majestuoso.
Sabiéndola a solas en el gran vestíbulo, y temiendo que se encontrara
perdida, doña Angustias corrió a su lado para confortarla con su presencia.
En el exterior, don Alejandro se dedicaba a dar órdenes al servicio.
—¿Qué tal la primera impresión, mi niña?
Ana no dejaba de deslizar la mirada por todas partes: desde los señoriales
suelos de gres a las paredes forradas de papel pintado; de los muebles
ornamentados y macizos, a la mesita velador de forja, y de ahí a los solemnes
óleos de antiguos Altamira que llenaban el lugar con su sola presencia.
—Al menos sigo de una pieza —ironizó, conteniendo un suspiro—. Me ha
recibido sin la armadura y sin la fusta, lo que es de agradecer.
Doña Angustias secundó su hilaridad con una sonrisa disimulada. Teniendo
en cuenta el carácter del conde, encararse con él y seguir de una pieza no era
poco.
—¿Todo sigue tal y como lo recordabas? —preguntó, viendo cómo la
joven miraba a todas partes con evidente admiración.
—Ahora me parece más bonito aún —dijo, y dedicó una mirada amorosa a
su ama— porque ahora estoy aquí para quedarme.
El ama sonrió y la sujetó con afecto por el codo, instándola a caminar.
—Vamos. Te acompañaré a tu habitación, te ayudaré a acomodarte y te
subiré unos hojaldres con miel, de esos que tanto te gustan. ¿Hace?
Ana arqueó las cejas.
—¡Todavía te acuerdas…! —No era una pregunta.
—Sigo preparándolos todos los domingos después de misa, como antes. —
Le guiñó un ojo con disimulo—. Estoy segura de que aún quedan en la
cocina, si es que los mozos no han dado con ellos. Te los subiré enseguida.
Ana esbozó una sonrisa cómplice mientras paseaba la mirada por la
iluminada estancia.
—Estoy feliz de estar de vuelta; por el Pazo… —la miró a ella, esbozando
una sonrisa radiante— por ti y por tus hojaldres con miel.
Sujetándose las faldas, le ofreció de nuevo la mano para subir las escaleras
en su compañía, con la elegancia y la distinción que la caracterizaban.

Le sorprendió que pocas horas después de su llegada, sin apenas darle


tiempo más que a asearse, degustar unos ricos hojaldres en compañía de doña
Angustias y cambiarse de vestido y peinado con ayuda de su nueva doncella
personal, su padre solicitara audiencia con ella en su despacho.
No debería haber nada de raro en que un padre deseara pasar unos minutos
a solas con su única hija tras un largo periodo separados. Deberían tener tanto
que contarse, tantas preguntas que hacer y tanto tiempo que recuperar…
Ana puso los ojos en blanco y suspiró. Puede que algo así sucediera en una
familia normal, cuya relación entre un padre y una hija normales conseguiría
despertar en ella una envidia malsana. Pero no en el caso de don Alejandro
Covas y Ana de Altamira; no en una relación tan fría, en constante tira y
afloja.
Durante sus escasas visitas por vacaciones, los únicos momentos de
reunión padre-hija procedían del tiempo que permanecían sentados a la mesa
del comedor. Una mesa enorme, por cierto, que ejercía de perfecta barrera
separadora entre ambas almas, pues cada uno solía ocupar su propia cabecera
y ni siquiera levantaban la mirada de su servicio para fijarla en el otro.
Bueno, siendo sinceros, Ana sí lo hacía. Solía dirigir furtivas miradas a su
padre cuando este no se percataba, tratando de entender qué existía de
diabólico en él, o de inaceptable en ella, para que jamás le hubiera dado la
oportunidad de hacerse querer.
Después, durante la comida, el único sonido que llenaba el comedor
procedía del choque ocasional de los cubiertos contra la vajilla, o de algún
carraspeo casual.
Ana suspiró ante la negrura de sus recuerdos.
El hecho de que su padre deseara entrevistarse con ella en privado no podía
más que extrañarle. Que solicitara dicha entrevista pocas horas después de su
llegada, tampoco auguraba nada bueno.
Se miró en el espejo de cuerpo entero de su alcoba, muy erguida,
analizando su aspecto. Un vestido en un suave tono blanquiazul, compuesto
por un cuerpo de seda entallado con amplio escote en barco, mangas
abullonadas a la altura del codo y voluminosa falda se reveló ante ella. El
cabello, raya en medio, peinado en un rodete bajo adornado con horquillas de
coloridos cristales, remataba el conjunto. Sí, sin duda estaba lo
suficientemente aceptable para tan indigno interlocutor. Uno que, con
seguridad, ni siquiera levantaría la vista durante toda la conversación para
fijarla en alguien tan insignificante como ella.
Se calzó los escarpines de raso sostenidos con cintas, entrecruzando las
lazadas alrededor del tobillo, y abandonó su cuarto con la sombra de la
desconfianza empañando su mirada. No quería tener miedo, no podía
permitirse mostrar debilidad ante su padre, pero no podía negar los nervios
que sentía en el vientre.
Doña Angustias la aguardaba al pie del primer escalón, como siempre,
esperándola para bajar las escaleras. Ana resopló hastiada, entregándole su
mano. Aborrecía aquellas estúpidas reglas instauradas por su padre años atrás
con el único objetivo de limitarla y volverla débil y dependiente. No de
protegerla, como rezaba doña Angustias a modo de excusa, sino de
controlarla. Estaba segura de ello.
Prohibido subir o bajar las escaleras sin la ayuda de un adulto, prohibido
relacionarse con personas que su padre considerara inapropiadas —y que
venían a ser todas aquellas a las que él no les concediera previamente su
aprobación—, jamás hablar con personajes de condición inferior ni rebajarse
a ser condescendiente con el servicio, prohibido leer novelas y mucho menos
revistas para señoritas, prohibido escuchar a determinados compositores,
prohibido pintar o tocar cualquier instrumento, por ser considerado por el
señor conde un pasatiempo demasiado frívolo y poco funcional y, sobre todo,
prohibido abandonar el Pazo sola.
—¿Sabes qué es lo que quiere, nana? —preguntó en el primer rellano,
salvando con un saltito el último escalón, a modo de desafío a tanta absurda
normativa. Doña Angustias no la miró, pero aceptó su rebeldía con una
sonrisa cómplice.
—No tengo ni la menor idea, niña.
Ana resopló y continuó bajando las escaleras con paso resignado.
—¿Es que ni siquiera va a dejar que me instale en paz? Acabo de llegar de
la Corte. —Puso los ojos en blanco—. Santo Dios, ¿qué es lo que quiere de
mí? ¿Tanto le fastidia mi existencia que está dispuesto a estorbarla a cada
instante?
—No pienses de ese modo, niña.
—No puedo pensar de otra forma, nana. —Segundo rellano y segundo
saltito para salvar el escalón—. Estoy segura de que si le hubieran dado a
elegir, hubiera preferido un perro en vez de una hija. Un podenco tal vez. —
Torció los labios en una sonrisa irónica—. Al menos un perro le serviría para
cazar.
—Eres la condesa, haz el favor de no compararte con un perro.
Ana se detuvo en mitad del escalón para mirarla con el ceño fruncido.
—Entonces, ¿qué es eso tan urgente que no puede esperar a que la condesa
descanse tras un largo viaje?
—Tal vez desee saber cómo te encuentras…
La joven jadeó, escéptica.
—Muy ingenua demostrarías ser si así piensas, nana. A don Alejandro
Covas solo le importan tres cosas.
El ama arqueó una ceja componiendo una expresión interrogante. Ana
satisfizo su curiosidad en el acto, acompañando sus palabras de un
prolongado suspiro:
—Él, él mismo y otra vez él.
Doña Angustias la acompañó en su suspiro y tiró de ella, que se dejó llevar
con docilidad.
—Te espera una intensa vida social a partir de ahora y tu papel en ella es
muy importante, querida, no lo olvides.
—No lo olvido —resopló—. Una vida social para la que llevo trece años
preparándome.
Doña Angustias continuó sin mirarla, pero su semblante reflejaba ahora una
gran compasión.
—Seguramente el conde querrá explicarte cómo están las cosas por aquí, lo
que sería absolutamente normal. Tienes mucho sobre lo que ponerte al día,
querida.
Ana alzó las cejas.
—Nada hay de normal en mi relación con el señor conde, y lo sabes.
La anciana ignoró el apunte.
—Hay mucho que hacer. Debes conocer a la perfección el funcionamiento
del Pazo y de las restantes propiedades de tu madre para cuando llegue el
momento de hacerte cargo de ellas. Es un asunto muy complicado y que
exige una gran responsabilidad, debes ser consciente de ello.
En el aire flotó lánguido el eco de un suspiro, fruto del aburrimiento y la
resignación.
—Tengo cinco años por delante hasta alcanzar la mayoría de edad y poder
tomar posesión de todo esto; hasta entonces tengo tiempo de sobra para
prepararme, no creo que corra tanta prisa. Además, sé muy bien cómo están
las cosas por aquí, nana—replicó, nada más poner pie en el vestíbulo con un
nuevo y desafiante saltito—: a merced de un dictador implacable al que nadie
soporta.
—Puede que las cosas hayan cambiado. Debes tener fe…
—No lo creo. Mi formación académica ha concluido y las monjitas me
mandan de vuelta. —Se humedeció los labios y miró al frente, dispuesta a
encarar su destino—. Mi padre ha de estar furioso porque no le queda otro
remedio que soportar mi presencia.
Doña Angustias la liberó de su agarre y la dejó ir, sin más palabras. No
eran necesarias: la niña tenía razón en todo lo que había dicho.

Ana cruzó el vestíbulo con aplomo. Sus pasos ni siquiera se sentían sobre el
sobrio gres del suelo. La vaporosa tela de su falda emitía un curioso fru fru al
caminar, producto de la rigidez del tejido y de la ingente cantidad de tela
empleada, a pesar de que esta no descendiera más allá de los tobillos. Su
porte, pensaba doña Angustias al verla alejarse, era absolutamente el de una
reina, o el de una estrella recién nacida refulgiendo por vez primera en su
cielo, un cielo que le había sido arrebatado durante mucho tiempo. Pero no
importaba; ya estaba allí, brillando en lo alto, pura, hermosa, resplandeciente,
imitando en belleza a Selene, la diosa de rostro plateado que cada noche
corona la bóveda celestial en su carro de nácar, derramando a su alrededor el
mismo halo de señorío y donosura que la blanca deidad.
Un lacayo le abrió la puerta del despacho después de obsequiarla con la
debida reverencia. Entró sin mayor ceremonia, enlazando las manos frente al
talle para permanecer de pie en medio de la amplia sala.
En el aire flotaba la esencia amarga del tabaco y la madera seca, una
atmósfera sobria y absolutamente varonil. Hacía años que no entraba allí,
pero todo mostraba el mismo aspecto austero, oscuro y abrumador que
recordaba de niña. Por entonces tenía totalmente prohibido entrar en aquella
estancia, y jamás se sintió tentada a desobedecer: aquel lugar resultaba casi
tan sombrío como el alma que solía ocuparlo.
La escasa iluminación natural procedía de dos únicas ventanas protegidas
por espléndidas caídas adamascadas, habitualmente corridas, que sumían la
estancia en un ambiente de contrastes, luces, sombras y rincones oscuros.
Paneles de oscura madera noble forraban el suelo y las paredes, confiriéndole
al despacho una gran distinción y también un aire sombrío e intimidatorio.
Un inmenso tapiz vestía la pared lateral y representaba la feroz escena de
decenas de perros atacando con saña a un corzo solitario.
Todos contra el más débil, el solitario e indefenso. ¡Qué tópico resulta!
Por fortuna, la visión en la pared principal de un enorme óleo en tonos
pastel que representaba a su madre en pose sedente con fresca naturalidad,
sonriéndole directamente con su cara de ángel y su porte de ninfa hecha de
bruma, consiguió reportarle cierta calma. Algo muy de agradecer en una
dependencia que conseguía ponerle los nervios de punta.
Un escritorio robusto presidía el centro de la estancia. Detrás de él la
esperaba su padre, con las manos entrelazadas sobre el estómago, repantigado
con displicencia en un butacón orejero de estilo afrancesado ricamente tallado
y tapizado.
—Padre —saludó con sequedad, doblando la rodilla derecha mientras
retrasaba el pie contrario—, ¿me ha mandado llamar?
Él cabeceó en señal de bienvenida y, por toda respuesta, hizo un gesto con
la mano para instarla a tomar asiento. Tras un instante de vacilación, Ana
optó por acomodar sus faldas, no en la silla vacante frente al escritorio, como
era de esperar, sino en un butacón más retrasado, cercano a la puerta y, por lo
tanto, lo más distante posible de su padre y propicio para una pronta retirada.
Don Alejandro aceptó el desafío torciendo los labios en una sonrisa
cáustica. ¡Ya le daría él verdaderos motivos para rebelarse dentro de unos
minutos! Si la muy boba consideraba que tenía alguna posibilidad de salir
victoriosa de aquel despacho, se equivocaba con rotundidad.
—Así es, Ana. Te he mandado llamar.
—Pues aquí me tiene, a su merced —inclinó la cabeza en provocadora
reverencia, mientras abría los extremos de la falda para insistir en su cortesía.
Una forma sutil, como otra cualquiera, de desafiar su autoridad.
Don Alejandro exhaló por la nariz conteniendo un exabrupto y las ganas de
abofetear a aquella melindrosa insurgente.
—Soy consciente de que acabas de llegar y de que seguramente te
encuentres todavía cansada del viaje.
Al menos tiene la delicadeza de darse cuenta de ello, aunque no se moleste
en respetarlo.
—No se preocupe, padre —dijo convencida de que, por supuesto, no lo
hacía—; efectivamente, no es un trayecto que haya realizado más que cuatro
o cinco veces durante toda mi vida —la puñalada fue efectiva, a juzgar por el
fruncimiento de ceño del caballero—, pero soy una persona fuerte y estoy
convencida de que, después de una noche de descanso, me sentiré recuperada
por completo. Mi cama, la cama del Pazo, no puede compararse con el
asiento del carruaje, o con la dura y estrecha cama del internado.
Ana casi podría jurar que los extremos del bigote temblaron debido a la
tirantez que sufrieron los labios. Aquel hombre que se sentaba del otro lado
del escritorio era su padre tan solo porque así lo rezaba un documento legal.
Jamás había recibido de él más que desprecio o indiferencia.
—Me alegra que pienses así y que te presentes como una criatura fuerte y
resistente, puesto que, como bien sabes, la vida de un noble no admite pausas
innecesarias ni flaquezas. Hay asuntos que están por encima de nuestros
propios intereses. Nos debemos al pueblo, a aquellos que dependen de
nosotros, y tenemos la obligación de cumplir con nuestras responsabilidades.
Espero que seas consciente de ello. —Ana le miró de soslayo. ¿Ahora
pretendía hablarle de responsabilidades? ¿Él, que siempre había eludido las
suyas como padre?
—Y cumpliré con las mías sin rechistar, como he hecho siempre. —Le
dirigió una mirada retadora, cargada de intención—. Soy consciente de lo que
represento y lo que se espera de mí. He venido para ser la condesa.
Don Alejandro esbozó una amplia sonrisa que elevó aún más los curvos
extremos de su bigote. Su mirada rezumaba tanta maldad que ni la más
radiante de las sonrisas sería capaz de disimularla. Tampoco tenía la menor
intención de hacerlo.
—No esperaba menos de la señorita condesa, que tanto entusiasmo
muestra por ejercer como tal —comentó con retintín—. Desde luego es un
gran papel el tuyo, y debes de sentirte emocionada por representarlo. —La
sonrisa falsa volvió a asomar—. Espero que ese grado de compromiso se
extienda no solo a tus funciones de aristócrata, sino también a las de hija.
Ella arqueó una ceja. ¿A dónde pretendía llegar? No pudo evitar que su
tono rezumara un cierto reproche cuando se expresó a continuación.
—Creo que siempre he sido una hija leal y obediente. No ha de tener queja
de mí. ¿O sí? ¿Le han dicho algo las monjitas?
Don Alejandro la miró sin dejar de sonreír. Sin duda había recibido una
buena educación: su temple y su flema resultaban admirables. Si estaba
asustada, no lo parecía. Si se sentía intimidada, nada en su expresión lo daba
a entender. ¡Brillante!
—Nada me han dicho las monjas. Hasta el día de hoy has sido una buena
hija —concedió.
Desde luego, no se quejará de que le haya dado mucho que hacer durante
estos años.
—Y espero que lo sigas siendo.
—Jamás he cuestionado sus decisiones —musitó—, si a eso se refiere.
Y eso que había motivos suficientes para cuestionar cómo un padre puede
prescindir de su única hija durante trece años tras la muerte de su esposa.
El caballero se tomó un minuto para inhalar una bocanada de aire y sondear
la expresión de su hija. Lacónica, sobria, digna, elegante… ¿A quién
pretendía engañar? Seguramente en el fondo fuera una boba soñadora como
su madre, solo que ésta, muy al contrario que su progenitora, parecía
esconder sus flaquezas tras una máscara de orgullo y altivez. De nuevo, se
quitó mentalmente el sombrero ante ella. Parecía una adversaria digna, pero
él no se dejaría amilanar jamás por una mujer, y mucho menos por una que le
recordara sus limitaciones.
—Supongo que estarás al tanto de que no posees la mayoría de edad
necesaria para administrar tus bienes. —Ana se humedeció los labios. ¡Así
que la había mandado llamar para hablar de dinero! Ahogó un jadeo. ¡Por
supuesto! ¿Qué otra cosa podría importarle más a su viejo y astuto padre?
Sabía que era inútil tratar de mantener cualquier suerte de conversación
elevada con él.
—Estoy al tanto. —Una sola de sus cejas se elevó, concediéndole a su
rostro una expresión de suspicacia—. Es decir, no entiendo mucho de leyes,
pero recuerdo que una vez el abogado de la familia habló de ello durante una
de mis visitas al Pazo.
—Tampoco puedes firmar contratos o manejar propiedades. —Conforme
hablaba, la sonrisa del conde se ensanchaba con maldad, como el truhan que
maquina algo y se regocija ante la perspectiva de llevarlo a cabo—. Ni
siquiera puedes hacerte cargo de la herencia de tu madre. No sin la presencia
de tu tutor legal, en este caso, yo. Solo eres condesa de palabra.
Ana se mordió el interior de las mejillas hasta que el sabor de la sangre se
hizo evidente.
—Soy consciente —declaró con sequedad—. Todavía me faltan cinco
años; cinco años en los que seguiré estando bajo su tutoría y sus designios,
padre. —Inhaló por la nariz hasta que el aire le quemó el interior del tabique
nasal, e hizo ademán de levantarse, dispuesta a poner fin a aquella ofensiva
charla—. Me doy por informada. ¿Se le ofrece algo más?
Él la fulminó con la mirada, obligándola, sin palabras, a detenerse.
—No te he dado permiso para abandonar el despacho, Ana, vuelve a
sentarte.
Al mismo tiempo que Ana abandonaba su plan de escape, el caballero se
levantó de su asiento y empezó a pasearse con arrogancia por la estancia, con
las manos en puños a su espalda, ocultas bajo los faldares de la chaqueta, y la
barbilla erguida. Ana rehusó acompañar sus pasos con la mirada más tiempo
del estrictamente necesario, lo que venía a reducirse a unos pocos segundos.
No sentía el menor deseo de admirar la figura de aquel hombre.
—Cinco años es mucho tiempo para que una mente influenciable y frágil se
mantenga ociosa. Ana Emilia Victoria Federica, Ana de Altamira y Covas…
acabas de salir de un internado que ha actuado sobre tu alma a modo de
burbuja protectora y, por tanto, tu personalidad es débil y maleable. Y ya
sabes lo que opino acerca de la debilidad de carácter.
Ana se mordió el labio inferior. Durante trece años había tenido tiempo de
fortalecer su carácter. Y, sin duda, lo había hecho. Se encontraba en un punto
en el que no se consideraba a sí misma ni débil ni maleable. Puede que fuese
ingenua e inocente, dulce y candorosa en su naturaleza, pero no tonta ni fácil
de persuadir.
—Le aseguro, señor…
Pero él la interrumpió.
—No tienes entereza, experiencia ni talante. —Sus ojos se achicaron con
maldad—. Y tampoco potestad para tomar decisiones importantes, así que yo
las tomaré por ti.
Ana se envaró. No le agradaba el cariz que estaba tomando la
conversación.
—¿Qué pretende decirme, padre? ¿Decisiones? No entiendo de qué me está
hablando.
—Tu condición y tu patrimonio te convierten en apetecible carnaza para los
cazafortunas que pululan de salón en salón, en busca de una incauta que les
arregle la vida. Y la casa Altamira no ha nacido para arreglarle la vida a
cualquier sacacuartos, lo entiendes, ¿verdad?
Ana frunció el ceño, cada vez más confusa.
—No, no lo entiendo. No sé lo que pretende decirme, y disculpe mi
torpeza, señor.
El caballero detuvo en seco su paseo. Resopló, hastiado en verdad de la
simpleza de su hija, para dirigirse a ella con voz firme.
—Debes casarte.
Así, sin paños calientes. A sangre fría y sin escrúpulos.
Sin poder contenerse, Ana se levantó de su asiento con tal ímpetu que
arrastró la butaca sin ningún tipo de ceremonia hasta que acabó impactando
contra la pared, lo que provocó que su padre se envarara y la mirara con el
ceño severamente fruncido. Casi en el acto se arrepintió de dejar a la vista sus
emociones ante un enemigo tan despiadado; pero, a pesar de ello, no se
volvió a sentar. Se limitó a quedarse de pie mientras observaba a su padre con
una rabia insondable borboteando en su interior.
—¿Debo casarme? —replicó sofocada—. ¿Para decirme eso ha organizado
esta entrevista?
—Es un punto muy importante a tener en cuenta. Un punto que debemos
arreglar cuanto antes. En este mismo instante, a ser posible.
Ella jadeó y deslizó la mirada por todas partes sin ser capaz de fijarla en
ningún punto concreto.
—Es mi deseo que contraigas matrimonio, Ana —insistió su padre—. Es
mejor prevenir que lamentar, mejor buscar un candidato apropiado antes de
arriesgarnos a que te desposes con un derrochador que nos hunda en la
miseria. Debemos asegurarnos de mantener a salvo el patrimonio familiar, de
que la fortuna de la casa Altamira no caiga en malas manos.
Ana se ruborizó hasta el nacimiento de sus cabellos.
—¿Y por qué debo casarme? ¿No puedo permanecer soltera? De ese modo
la fortuna que tanto teme perder quedará en manos de la familia —rebatió,
sintiendo una oleada de calor e indignación subiendo por su cuello.
Seguramente había alzado la voz más de lo esperado en un carácter apacible
como el suyo, pero no lo podía ni quería evitar. En esos momentos, ardía en
rebeldía.
—¿Soltera? ¡No seas ridícula! —El conde había alcanzado un cierto grado
de coloración en el rostro, prueba inequívoca del ardor con el que se
expresaba y de lo poco dispuesto que se encontraba a admitir una negativa—.
El matrimonio es un negocio. Y los negocios fortifican los blasones
familiares. ¿Eres consciente de la vergüenza que supondría para esta noble
casa si comprometieras el título y la grandeza de tu apellido por culpa de un
comportamiento desacertado?
Ana apretó los dientes hasta que sintió un profundo dolor en las sienes.
—¿Y por qué habría de comportarme con desacierto? ¿Acaso me considera
tan imprudente? —Sus manos se cerraron en puños a ambos lados de su
cuerpo. Sus uñas se clavaron en las palmas—. ¡Soy una mujer inteligente, sé
cuidarme sola, padre! —rugió entre dientes, arrastrando las palabras—.
¡Llevo trece años haciéndolo!
Don Alejandro exhaló profundamente por la nariz. Ana no podía saberlo,
pero empezaba a perder la paciencia. ¿Desde cuándo aquella mocosa se
atrevía a rebatir sus deseos?
—No se trata de eso. Empiezo a ser consciente de lo inteligente que eres.
—La fulminó con la mirada—. Y la inteligencia en una mujer resulta
absolutamente indeseable.
Ana no pudo evitar dar un respingo. Aquellas palabras habían sonado
demasiado crueles, incluso para un alma cruel por naturaleza.
—Soy joven para casarme, no puede pensar siquiera en obligarme a ello…
—Ana parpadeó, expresándose apenas en un susurro. No sabía cómo rebatir y
defenderse ante un enemigo tan bien preparado. Y estaba claro que el conde
tampoco esperaba que la joven tuviese algo que decir al respecto.
—¡Soy tu padre, y es mi última palabra! —exclamó, dedo acusador en alto
—. ¡No te queda otra opción que obedecer… u obedecer!
Ella tragó saliva y fue consciente de la terrible picazón que empezaba a
fraguarse detrás de sus párpados y de lo que sucedería si no era capaz de
controlarla.
—¡Demonios, no eres una mujer libre, nunca lo has sido y nunca lo serás!
Como te dije, no tienes potestad para negarte a mis designios. ¡Y no me
desafíes o lo lamentarás! —Su voz descendió una octava para adoptar un
registro bajo y sombrío—. No te imaginas cuánto.
Aquella amenaza sonó en su cabeza como la más amarga de las sentencias.
Sintió que las rodillas le fallaban, que a su alrededor la habitación al
completo, con sus fastuosos candelabros, sus tapices y sus jarrones orientales,
se iba a pique con ella dentro. Un sudor frío se instaló sobre su nuca y en su
frente. Se apoyó sin disimulo en el brazo del butacón en el que minutos antes
se había sentado, para no desplomarse.
—¡Y ahora vete a descansar! Serás informada de todo en su justo
momento. ¡Retírate!
Pero Ana no se movió del sitio. Alzó la mirada de forma sistemática y la
visión del enorme retrato de su madre consiguió insuflarle arrojos. No podía
dejarse vencer, no por él.
—Será todo un detalle por su parte mantenerme informada… de la
resolución de mi vida. —Las palabras salieron solas de sus labios, escoltadas
por las lágrimas que ya se agolpaban en sus ojos a la espera del pistoletazo de
salida.
Se llevó una mano a la helada frente y trató de serenarse, pero las lágrimas
empujaban tan fuerte que a duras penas podía contenerlas.
—¿Y si me niego? ¡Soy la condesa! ¿Y si me niego? —protestó entre
sollozos.
—¡Con mayor razón, señorita condesa! —replicó burlón—. Es tu
obligación dar ejemplo. ¡Debes casarte y obedecer a tu padre! —insistió con
rotundidad.
Ella alzó la barbilla, desafiante.
—No voy a casarme, padre. Tendrá que obligarme.
El caballero se llevó dos dedos al puente de la nariz y apretó fuerte
mientras cerraba los ojos, aparentemente agotado.
—No me has entendido, Ana. No te estoy ofreciendo una posibilidad a
considerar. —La miró achicando los ojos y sonriendo ante su inminente
victoria—. Te lo estoy ordenando. —Estrelló el puño contra la mesa,
consiguiendo que su hija diera un respingo—. ¡Y obedecerás! ¡Por mi vida
que obedecerás! ¡Aunque sea lo último que hagas! ¡Si es necesario, te llevaré
a rastras al altar, no te quepa la menor duda!
Ana apretó los labios e inhaló por la nariz. Una lágrima, una sola en
realidad, abandonó su refugio para descender con rapidez por la mejilla.
—Me obliga a abandonar una prisión para encerrarme en otra.
Don Alejandro sonrió con amplitud.
—Es el precio a pagar por ser mujer.
—¡Es el precio a pagar por ser su hija! —estalló. Su vano intento por
contener el llanto provocó que la barbilla y el labio inferior le temblaran—.
Me pregunto qué es lo que gana usted obligándome a casarme. ¿Qué es lo
que quiere? ¿El Pazo? ¿El dinero de los Altamira?
Él sesgó su sonrisa.
—Todo eso ya lo tengo.
—¡Pues quédese con todo! —exclamó, completamente ciega a causa de la
cortina de lágrimas que velaba sus ojos—. ¡Yo no lo quiero! ¡No necesito
nada! —Una chispa de intuición cruzó por su mente. Quizás una salida,
después de todo—. ¡Me meteré en un convento! ¡No le estorbaré! ¡Me meteré
en un convento! Pero se lo ruego, padre, no me obligue a casarme en contra
de mi voluntad.
Don Alejandro mantuvo su característica sonrisa sesgada que le otorgaba
un temible halo de malignidad.
—¡No seas hipócrita! ¿Desde cuándo sientes vocación por la vida
religiosa? Te casarás: es mi voluntad —levantó el dedo acusador hacia ella—
y tú estás obligada a cumplirla, te guste o no. Tu título no es una simple
alhaja para lucir en las reuniones sociales, tu título implica responsabilidades.
Una de ellas es casarte y aceptar con resignación tu destino.
—Ni siquiera he sido presentada en sociedad… —farfulló, esgrimiendo
una última y pobre excusa.
El conde ahogó una risotada.
—¿Quieres un baile de presentación? ¡Lo tendrás! ¡Y después te casarás!
Ana exhaló largamente. Tenía que salir de allí antes de que las lágrimas
surcaran su rostro en desbandada o de que sus rodillas cedieran de forma
definitiva sometiéndola a una humillación mayor. No quería llorar ni
mostrarse débil delante de él, o su triunfo sería aún mayor.
Sin mediar palabra, se dio la vuelta dispuesta a abandonar la estancia. Con
mente fría, contó los pasos que la separaban de la puerta; nunca una distancia
tan corta le había parecido tan insalvable. Cuando por fin su mano acarició el
pomo, su padre soltó el as que guardaba en la manga.
—Mañana, durante la cena, te presentaré a tu prometido.
La mirada que ella le dedicó hubiera sido capaz de traspasarlo si él siquiera
la hubiera tenido en cuenta.
—Lo tenía todo preparado ¿verdad? —siseó, entrecerrando los ojos para
mostrarle su indignación.
La sonrisa del caballero resultaba tan insultante como fuera de lugar.
—No te preocupes, he elegido lo mejor para ti. Espero que no seas tan
necia como para osar siquiera ponerlo en duda.
Ana no pudo contestar; se limitó a fulminarlo con la mirada, deseosa de
que él captara todo el odio que se reflejaba en sus pupilas.
—Ni se te ocurra pensar que tu llegada al Pazo va a alterar de algún modo
la rutina de este lugar o la mía propia. Sigo siendo el que maneja las riendas
de todo esto y de ti misma, no lo olvides —la denigró él—. ¡Retírate! —A
continuación inclinó la cabeza para devolver la mirada a los papeles que
cubrían su escritorio, dando a entender que la conversación había terminado.
Dando a entender que aquel muro resultaría infranqueable.
Y realmente no había mucho más que decir.
3
Ana se refugió en la intimidad de su habitación cerrando tras de sí con un
sonoro portazo. Era la única forma, quizás, en la que le estaba permitido
descargar su frustración. ¡Maldita fuera su condición! ¡En esos momentos
hubiera deseado ser una pobre campesina para poder desfogarse, gritar,
patalear y sacudir el universo entero con su rabia! ¡Desearía…! ¡Santo Dios,
por su vida que no existía en el mundo persona capaz de hacerle perder el
control salvo él!
Se dejó caer boca abajo sobre la impresionante cama de roble tallado de la
que sobresalía un elegante dosel. Su cuerpo rebotó contra la superficie
mullida de la colcha y quedó sepultado por el océano de cojines que la
engalanaban. Y allí, ocultando el rostro entre los almohadones, lloró a placer,
ahogando su llanto y sus gritos de impotencia contra la tela. Pataleó en los
laterales de la cama y descargó sus puños contra el enorme lecho, que
soportaba sus golpes sin inmutarse. Al principio trató de contener las
lágrimas, los jadeos y los sollozos descontrolados, pero pronto dejó de
intentarlo. Santo Dios, siempre había intuido que aquel hombre era malvado
y frío como un témpano de hielo, que en su alma no existía una fibra sensible
capaz de responder al amor o a la bondad. Ahora, conforme lo veía actuar,
conforme lo veía avanzar serpenteante como una víbora, era cada vez más
consciente de que sus suposiciones habían sido del todo acertadas. Aquel
hombre era el mismísimo demonio y, si se había ensañado con ella desde el
mismo momento de su nacimiento, ¿por qué no iba a querer perpetuar su
reinado de dolor? ¿Por qué iba a desistir de continuar arruinándole la vida a
su desdichada hija?
Un ligero toque en la puerta la obligó a silenciarse y contener la
respiración, asomando muy despacio el rostro entre el revoltijo de cojines que
la rodeaba. No respondió, pero la puerta se abrió igualmente, con suma
lentitud, dejando que una cabeza regordeta y colorada, adornada con un moño
bajo de cabello grisáceo, asomara por la rendija.
Ana suspiró en medio del llanto. Aquella buena mujer poseía un
desarrollado y maravilloso don para hacerse sentir en los momentos
oportunos, aquellos en los que más la necesitaba.
Doña Angustias se acercó al lecho, silenciosa como un ratoncito, y se sentó
en el borde. El grueso colchón apenas se hundió bajo su considerable peso.
Reposó una mano sobre la cabeza de Ana, desplazando los dedos adelante y
atrás entre el cabello en una caricia tranquilizadora.
—¿Cómo has subido las escaleras?
Ana bufó. No estaba enfadada con ella, pero en esos momentos la anciana
corría el riesgo de convertirse en la diana perfecta contra la que descargar su
rabia.
—¡Corriendo! —gritó, desafiante—. ¡Sola!
Un suspiro de resignación llenó el ambiente.
—Sabes que no deberías subir las escaleras tú sola…
Ana jadeó, ahogando una risotada y, con un único y brusco movimiento de
las manos que le arrastró la piel hasta deformar las mejillas y los ojos, se
limpió el rostro, completamente desbordado por el llanto.
—¿Por qué? ¡Es ridículo! ¡Ya no soy una niña! —se rebeló, apartando la
cabeza de las dulces caricias del ama, rechazando todo contacto físico—. ¿No
os dais cuenta? ¡Tengo dieciocho años! —Y a continuación, en un registro
bajo y sombrío, añadió—: Dieciocho malditos años…
—Ana, por Dios… —riñó el ama dulcemente.
¿Qué te ha dicho ese viejo monstruo para que estés con el ánimo tan
aguijoneado?

—¿O acaso creéis que a las demás señoritas del internado les daban la mano
cada vez que subían o bajaban las escaleras? ¡Tanto celo es ridículo!
Doña Angustias suspiró.
—Ellas no eran la ilustrísima condesa de Rebolada y señorita de Covas,
cariño.
Ana agarró el cojín que tenía más a mano, uno que mostraba un laborioso
bordado del blasón familiar, y lo arrojó fuera del lecho. Hacerlo, le arrancó
un gruñido de esfuerzo desde lo más profundo de sus entrañas.
—¡Y ojalá yo no lo fuera tampoco! —chilló.
Ladeó la cabeza sobre la cama, apoyando encima de la colcha de raso un
rostro completamente sonrojado, hinchado e insondable. Había dejado de
llorar, pero el aire ausente y el dolor que transmitían su expresión infundían
respeto.
—No se puede cambiar el destino, pequeña. —La voz del ama resultaba
arrulladora de tan calmosa—. Todos tenemos nuestro camino trazado en las
estrellas. Sin duda el tuyo es más brillante y complicado que el del resto de
los mortales, pero ello no implica que no puedas disfrutarlo con sabiduría.
Ana hipó. ¿Cómo iba a disfrutar de su jaula de oro? ¿Cómo, si la visión del
campo abierto y prohibido que se extendía ante sus ojos no hacía más que
torturarla? ¿Cómo, si su padre parecía dispuesto a recordarle a cada instante
sus limitaciones?
—¿Brillante? —Sollozó sin variar su expresión—. ¿Dices que mi destino
es brillante? —Ahora jadeó con escepticismo—. ¡Por Dios que no estamos
hablando de la misma persona ni del mismo destino, querida nana! ¡El único
brillo en mi horizonte es el de las frívolas alhajas de la familia!
Doña Angustias inclinó la mirada y apretó los labios. Era cierto. Al igual
que sucediera con la antigua patrona, la joven condesa de Rebolada lo poseía
todo para ser feliz, y sin embargo, la felicidad para ella parecía lejana,
inalcanzable.
—¡Soy sumamente desdichada! ¡Toda mi vida lo he sido, me temo! Creí
que en el internado estaba atrapada, como el pajarillo que malvive con las
alas atadas. Creí que, al llegar aquí, a casa, respiraría libertad. Pero solo ha
cambiado el carcelero. Ahora comprendo que mi padre jamás me permitirá
ser libre… ni feliz —se lamentó, vencida por la desolación—. Al igual que
sucedió con mi pobre madre, ¿no es cierto? ¡Ella también fue esclava de su
condición y sus circunstancias!
Levantó la mirada hacia el ama intentando encontrar en su rostro la
confirmación a sus palabras, pero doña Angustias, prudente, permaneció
impasible.
—¡Yo no elegí nacer con este linaje! —continuó en un gemido—. Créeme
que me cambiaría por cualquier otra persona del mundo si pudiera. Quisiera
salir de mí, abandonar mi cuerpo y mi vida y ser libre, distinta.
—Mi dulce niña, son muchas las que te envidian y desearían estar en tu
lugar…
Ana gimoteó, meneando la cabeza.
—Es cierto, casi todas las niñas sueñan desde la cuna con todo esto, nana:
con vivir en mansiones lujosas, pasearse en maravillosos carruajes y lucir
vestidos de ensueño, como princesas de cuento. —Su voz había descendido
hasta alcanzar un tono bajo y melancólico, casi un sollozo—. Pero no saben
que toda esta fastuosidad esconde detrás la soledad más absoluta, y que hay
mansiones que no son más que cárceles para quienes viven en ellas y vestidos
que actúan a modo de mortaja. Esta vida de lujo y esplendor encierra un
cúmulo de frivolidad, hipocresía y… soledad.
Doña Angustias apretó los párpados tratando de contener sus propias
lágrimas.
—¡Obligaciones, obligaciones, obligaciones! —continuó Ana en su
desespero—. ¿Y dónde queda mi opinión, dónde mis sentimientos? ¿Es que a
nadie le importan?
No le faltaba razón. Su difunta madre había sufrido en sus propias carnes
las penalidades de ser una niña rica obligada a vivir sola y alejada del mundo,
un mundo que solo había podido disfrutar a través de las puertaventanas del
Pazo o de los ahumados cristales de su carruaje de paseo. Ni siquiera la
llegada de lo que ella consideró su gran amor la había salvado, sino que la
condenó a hundirse más en el negro abismo que la acosaba.
—¡No necesito estos vestidos, ni adornos, ni reverencias a cada paso! —
Inspiró profundamente por la nariz—. Solo sueño con el día en el que me
dejen despegar las alas y volar… y ser feliz —susurró, obligándose a ahogar
una violenta acometida de sollozos contra los almohadones. La anciana
devolvió su mano a la convulsa cabeza de la joven y esta vez la niña no
rehusó el contacto. Doña Angustias elevó la mirada al crucifijo de madera y
bronce que pendía majestuoso de la pared del cabecero, y suspiró.
—¿Qué ha pasado? —preguntó apenas en un susurro—. ¡Santo Dios! ¿Qué
te ha dicho tu padre para que te pongas así?
Durante un rato no hubo respuesta. Ana continuó llorando y gimiendo en
voz baja, ocultando su sufrimiento al mundo en general y a su nana en
particular. La anciana no insistió. Permitió que la niña se desahogara con total
libertad y se mantuvo paciente a su lado, a la espera del momento que ella
considerara oportuno compartir su tragedia personal. Estaba segura de que el
conde había sido el causante de todo aquel sufrimiento, de algún modo u otro.
Parecía que fuera lo único que se le daba bien: hacer sufrir a las almas que le
rodeaban.
—¡Quiere casarme, nana! —La voz llegó amortiguada por la tela de los
cojines.
Doña Angustias se sobresaltó. Aquello era algo totalmente nuevo.
—¿Casarte? —No lo entendía. Nunca se había hablado del tema en la Casa
Grande. En fin, no era que don Alejandro compartiera con el servicio sus
perversas maquinaciones, pero en ese caso, los rumores de un desposorio
deberían haber pululado por la casa, del mismo modo que se decía por el
condado que el señor era aficionado al juego y a la botella. Siempre había
alguien que oía cotilleos en el pueblo o que lo veía en presencia de algún
caballero digno de sospecha. Y sin embargo… nada se sabía de un
casamiento.
Debía de tratarse de una ocurrencia repentina del señor. O acaso se había
vuelto loco de remate, lo que sería bueno para justificar tanta maldad
concentrada en un espíritu tan pequeño.
—¡Lo tenía todo organizado! —gimió Ana—. ¡Una vez más, soy un simple
títere a su merced! ¡Y con qué destreza maneja los hilos! ¡Soy su hija, soy de
su propiedad, y puede hacer conmigo y con mi vida lo que le plazca!
Doña Angustias frunció el ceño y pensó deprisa. Una repentina chispa de
intuición cruzó por su mente, y entonces todas las piezas empezaron a
cuadrar, todo cobró sentido. Al viejo conde le comían las deudas, los
acreedores salían al paso del carruaje al doblar cualquier callejuela, los
cañones de las pistolas salían a relucir cada vez con mayor frecuencia en las
partidas de cartas…
Todo el condado era consciente de ello, para vergüenza de los trabajadores
de la casa, y ahora ella misma se estaba dando cuenta de lo que don
Alejandro tenía en mente para tratar de enmendar tal situación. Iba a
venderla. ¡A su propia hija! A intercambiarla por cualquiera de sus deudas de
juego. ¡Ruin villano del demonio!
—No tiene por qué ser tan malo, niña.
Ana alzó la cabeza para mirar a su ama con gesto escéptico y ojos llorosos.
Doña Angustias se obligó a tragar saliva; ni siquiera ella podía creer en sus
palabras, pero debía encontrar una forma de paliar el disgusto de su niña,
resultaba imperativo amortiguar su dolor.
—Cariño, eres una jovencita preciosa, preciosa de verdad. —Y en su tono
existía un afán de convicción extraordinario—. Posees un corazón noble y el
alma más dulce y hermosa que he visto jamás. Cualquiera puede percibirlo.
Sea como fuere, en la calle o en las veladas del Pazo, en alguna tertulia a la
que serás convidada, en un palco de teatro o en un baile vecinal, un día
conocerás a un caballero del que estoy segura que te enamorarás
perdidamente. —Conforme el ama hablaba, Ana fruncía el ceño y asomaba a
su rostro una mueca escéptica y dolorida—. Y cuando ese momento llegue, te
lo prometo, serás completamente feliz.
—Feliz… —lloriqueó, paladeando la palabra.
—Y verás que no existe nada más hermoso que unir tu corazón al del
hombre que ames y admires a partes iguales.
—Casarme por amor… —replicó, componiendo un mohín burlón—. No
creo que algo así le esté permitido a la señorita condesa. El matrimonio es un
negocio, y los negocios fortifican los blasones familiares —expuso con
retintín, repitiendo las palabras del conde.
—No es tal como dices, Ana. La gente se casa por amor cada día. Cierto
que no es lo más común en las altas esferas, pero tampoco resulta una utopía.
Estoy segura de que sí, nana. Lo habrás visto mil veces entre los
lugareños. La gente humilde puede permitírselo: amarse aunque luego se
mueran de hambre y solo tengan una cebolla para repartir, pensó la joven.
Yo no. A mí jamás me estaría permitido semejante despilfarro emocional.
—Sería tu oportunidad de romper los lazos que te unen a tu padre y formar
tu propia familia. Y ser feliz de verdad. —Esta vez el ama trató de sonar más
práctica que idealista.
La joven esbozó una sonrisa dolorida.
—Romper lazos con un hombre malvado para atarme a otro, quizás más
malvado aún. ¿Es que acaso mi sino es andar dando tumbos por la vida,
zarandeada como un pelele, sin ser dueña de mi propio destino?
—Estoy hablándote de amor, no de ataduras ni zarandeos. ¡Olvida lo que te
ha dicho tu padre hoy! Cuando conozcas el verdadero amor, comprenderás
que no hay nada más hermoso que compartir tu vida con esa persona. Una
persona que no querrá vivir la vida por ti, sino contigo. Una persona que tú y
tu corazón elegiréis. Cuando aparezca ante ti, lo sabrás, y entenderás todo
esto que hoy te digo.
Ana estalló en un sollozo inesperado, meneando la cabeza y ahogando un
cúmulo de jadeos y gemidos que la sorprendieron de pronto.
—¡No lo entiendes, nana! —exclamó en un tono lastimero y sombrío—.
¡Tampoco tendré la oportunidad de elegir! ¡Ni de enamorarme, ni de soñar
con esa vida hermosa de la que hablas! ¡Yo no soy como las demás
muchachas! —Doña Angustias arqueó las cejas—. ¡Mi padre ya ha elegido
por mí! Me obliga a casarme con alguien que ni siquiera conozco, alguien
que él mismo se ha tomado la molestia de escoger.
—No lo entiendo —farfulló. Y realmente no entendía. ¿Ya estaba todo
concertado?—. ¿Qué te ha dicho el señor conde?
—¡Todo y nada! Dice que mañana, durante la cena, me presentará a mi
prometido, sea quien sea el afortunado —gimió, llenando el aire de
aspavientos—. ¿No te das cuenta? ¡Lo tenía todo planeado! ¡A saber cuánto
tiempo lleva rumiando su plan! ¡Por eso me ha enviado a buscar con tanta
urgencia! ¡Por eso ordenó que se me custodiara con tanto celo! Soy su
mercancía más preciada en este instante. —Y acto seguido enterró la cabeza
en el océano de almohadones para continuar desgranando su alma en un
llanto incesante—. ¡Ojalá no hubiera un mañana! ¡Ojalá no amaneciera para
mí! ¡Ojalá esta maldita mercancía se estropeara para siempre! ¿Acaso no
podría morirme esta misma noche? ¡Si así fuera, sería completamente feliz!
Doña Angustias se envaró. Aquello no tenía pies ni cabeza, y resultaba tan
precipitado como pérfido y falto de lógica. Sin duda, era una idea digna de
don Alejandro Covas. El ruin buitre acechante, siempre asomado a su tétrico
torreón, maquinando la forma más eficaz de arruinar la vida a todas las almas
nobles de su entorno.

—¡No es de su incumbencia! —bramó don Alejandro, descargando su puño


sobre la mesa.
Doña Angustias dio un respingo, pero se obligó a mantener la compostura y
la dignidad delante de aquel déspota. Sabía que, efectivamente, no se trataba,
ni por asomo, de algo de su incumbencia, pero ¡por el amor de Dios!, se
trataba de su niña Ana, y por lo tanto, aquel asunto le afectaba directamente a
ella también. No podía verla sufrir. La quería demasiado como para observar
sus padecimientos desde las trincheras sin intervenir, aunque en realidad poco
podía hacer frente a los arbitrios de aquel estirado caballerete salvo protestar
y mostrarle su descontento, como hacía ahora.
Había presenciado cómo la chiquilla se había saltado la cena alegando una
terrible jaqueca y cómo su ausencia esa noche en la mesa le había importado
bien poco a su padre, que igualmente había dado buena cuenta de su pierna
de cerdo con jovial apetito y gesto de despreocupación. Después, cuando
pegó la oreja a la puerta de su habitación para saber si se encontraba mejor,
había escuchado con nitidez sus gemidos y su llanto entrecortado, y no se
había atrevido a llamar. Simplemente se le había encogido el alma y había
procurado respetar su dolor. ¡Por su vida que aquella criatura no merecía
sufrir más!
Por eso no había dudado un solo segundo en acercarse al despacho del
señor, como el estúpido cordero que camina por propia voluntad hacia el
degolladero, con la ingrata tarea de solicitar unos minutos de audiencia y
tratar de indagar qué había de cierto en las palabras que la niña había
compartido con ella apenas unas horas antes. ¿De veras iba a casarla? ¿Con
quién? ¿Y con cuánta inmediatez? ¿Acaso era la única solución para salvarse
de la ruina? ¿Hasta ese punto había llegado su desatino?
—¡Y tampoco veo por qué debería darle mayor explicación a una simple
sirvienta! —continuó. La vena de su sien empezó a latir de forma perceptible.
Quizás en cualquier momento fuera posible incluso que se le saltara un ojo, a
juzgar por lo alejados que parecían de sus órbitas en ese instante.
—¿Quizás porque llevo dieciocho años al servicio de esta casa? —La
anciana separó los labios, habitualmente sellados, para expresarse, algo con
lo que el señor no contaba. Su audacia provocó que enarcara una ceja y
centrara su atención en ella por primera vez—. ¿O tal vez por todas las cosas
que en estos años he presenciado y me he callado?
Don Alejandro se revolvió en su asiento, como si de repente hubieran
aparecido un millón de pulgas sobre el tapizado y se atrevieran a morder su
fausto trasero.
—¿Me está amenazando? —resopló con incredulidad, traspasándola por
completo con el frío acerado de su mirada—. ¿Usted, miserable mujer, osa
amenazar a su patrón?
La anciana fue consciente entonces de que acababa de rebasar la fina línea
que separa la prudencia de la insensatez, por lo que trató de enmendarse
expresándose con sumisión, inclinando la cabeza y la mirada mientras
enlazaba las manos trémulas frente al talle y rezaba por obtener el perdón de
alguien incapaz de mostrar ni un atisbo de misericordia hacia sus semejantes.
—Jamás osaría hacer algo así, señor. Siempre he sido leal a la familia.
El caballero, todavía mostrando una cierta desconfianza en su mirada,
pareció aceptar el gesto de sumisión del ama; al fin y al cabo, las vidas de
todos aquellos miserables que infestaban el Pazo estaban en sus manos, y era
consciente de ello. Todos lo eran. Rumió algo por lo bajo, una maldición, una
queja o a saber qué oscura letanía, y a continuación se dirigió a ella en un
tono ligeramente más calmado, aunque sin ser capaz de mirarla a los ojos, tal
era el desdén que borboteaba en su fuero interno. ¡Por el amor de Dios, no
debería perder ni un segundo de su valioso tiempo atendiendo los desvaríos
de aquella caduca matrona!
—Agradezca seguir entre nosotros, porque podría echarla en este mismo
instante y nadie me culparía por ello. ¡Mírese, por el amor de Dios! —Arrugó
la nariz en un gesto de desprecio mientras la señalaba con la palma extendida
—. Es usted demasiado vieja, y su pupila demasiado mayor como para
necesitar realmente de sus servicios, así que procure no incordiar demasiado
o de lo contrario la pondré de patitas en la calle. —Ahora sí alzó la mirada
para clavar en ella unos ojos preñados de perfidia y supremacía—. ¿Y a
donde iría después de haber rebasado los sesenta, pobre desgraciada?
Se congratuló ante la ausencia de respuesta. Aquello ya estaba mejor:
sumisión y obediencia absolutas, ese era el único comportamiento que
toleraba bajo su techo. ¡Y pobre del que osara levantar la mirada del suelo,
porque se la haría inclinar de inmediato con un buen pescozón!
—Cuando la señorita fue enviada al internado, continuó usted sirviendo en
el Pazo como ama de llaves; creo que no me he portado tan mal después de
todo. Otro patrón la hubiera enviado por donde ha venido, una vez sus
servicios dejaran de ser necesarios.
Agitó la mano en el aire con displicencia, desviando la mirada al papeleo
que cubría su mesa.
—Retírese, haga el favor, no puedo perder más el tiempo; soy un hombre
muy ocupado.
Pero doña Angustias no se movió del sitio, lo que provocó que el caballero
alzara la vista de las cuartillas para mirarla con incredulidad y el ceño
profundamente fruncido.
—¿Tan poca valía posee para usted la chiquilla?
Don Alejandro apretó los dientes tan fuerte que durante un segundo temió
que se le saltara un empaste. No estaba seguro de si había oído bien, si su
imaginación le jugaba malas pasadas o si aquella vieja era una completa
imbécil. Muy probablemente las tres cosas a la vez.
—¿Cómo dice? —jadeó, ahogando una risotada incrédula.
—Para querer casarla de forma tan precipitada. ¿Tan poco significa Ana
para usted?
Chasqueó la lengua. La absurda sirvienta insistía, por algún motivo
incomprensible; estaba claro que aquella estúpida quería dormir fuera de los
muros de Rebolada esa noche.
—¿O acaso es que no encontró mejor canje tras los muros del Pazo? ¿Ha
agotado ya todas sus opciones y ahora tiene que recurrir a tal bajeza?
Quiso hablar, o más bien soltar un poderoso rugido capaz de hacer
tambalear a aquella vieja deslenguada que se atrevía a desafiarlo, pero cuando
despegó los labios para soltar su bramido de rey de la manada, la anciana,
que acababa de tomar impulso, dejó escapar todo lo que pensaba, obligándolo
a escuchar y a quedarse absolutamente pasmado ante su descaro. Tan solo
pudo liberar su indignación clavando los dedos con firmeza en el borde de la
mesa, con tal nervio que pareciera que la madera se fuera a fundir de un
momento a otro como mantequilla bajo su presión.
—He visto cómo arruinó la vida a la difunta señora, cómo hacía oídos
sordos a sus súplicas de afecto, cómo la hundía, cada día un poco más, en el
pozo sin fondo de su indiferencia. —El caballero abrió y cerró la boca, pero
no dijo nada pues ella no se lo permitió, aún no. Sabía que estaba llevando su
indignación demasiado lejos, pero a esas alturas ya no podía parar—. No voy
a consentir que haga lo mismo con Ana. Ella… —gimió— ella es una buena
muchacha, una niña buena y noble. No la corrompa.
El caballero debía de pensar que, permaneciendo sentado, se encontraba en
una posición menos ventajosa para él, por lo que se irguió muy despacio,
dispuesto a no dejarse avasallar por una simple y decrépita sirvienta. La
lentitud conferida a sus movimientos, propia del felino que tantea a su presa
segundos antes de atacar, era un signo premonitorio de la fatalidad que se
avecinaba y que la anciana percibió en el acto.
Doña Angustias se vio obligada a retroceder un paso ante la imponente
imagen del señor que, pese a ser ya un hombre mayor, delgado y no
especialmente atlético, era al menos dos cabezas más alto que ella. Su rictus
furibundo, sus ojos achicados hasta quedar reducidos a dos finas ranuras
transversales y su bigote engolado, con las puntas vueltas hacia arriba, le
proporcionaban un aspecto tan temible como despiadado. Si el demonio
tuviera rostro humano, sería ese.
—Y usted es una vieja estúpida que no hace más que meterse donde no la
llaman, ¿verdad? No se contenta con que le dé asilo en esta magna casa en
lugar de echarla de aquí a patadas, tal y como me gustaría hacer y como
debiera haber hecho hace tiempo, ¿verdad? —siseó entre dientes—. ¡Dígame
una sola razón para no echarla del Pazo esta misma noche, maldita alcahueta
del demonio!
Doña Angustias tragó saliva. De nuevo, tanto su imprudencia como su
amor desmedido por la chiquilla la habían perdido. Otra vez se daba cuenta
de ello y otra vez se lamentaba por haberse dejado llevar. ¿Cómo podía haber
sido tan idiota? Era consciente de que, si el señor la echaba, y tenía toda la
potestad para hacerlo, la niña se quedaría completamente sola en aquella
ratonera a merced del gato sediento de sangre. ¡Malditas fueran su
imprudencia y su insensatez!
—Le ruego me disculpe, señor. Esta cabeza vieja a veces chochea y hace
que la lengua hable más de lo debido, sin hacer caso a la sesera. —Procuró
conferir a sus palabras un tono lo suficientemente humilde. En realidad, en
ese instante sentía tantas ganas de llorar que de buena gana se hubiera
lanzado a sus pies para cubrir de besos los lustrados botines del villano.
¡Cualquier cosa con tal de evitar su salida inminente del Pazo y el
consiguiente abandono de la chiquilla!
—Precisamente por ese solo motivo debiera prescindir de usted: una
cabeza que chochea y una lengua rota no pueden resultarme útiles de ningún
modo. —Deslizó un dedo sobre el tablero de la mesa, rodeándola y
situándose al lado de la anciana. Desde su posición pudo percibir que el ama
temblaba como una vara verde, arrebujada sobre sí misma, cargando los
hombros hacia delante e inclinando la cabeza. Una sonrisa triunfal asomó a
sus labios; sabía cuál era el talón de Aquiles de la vieja, y disfrutaba
lastimándoselo, haciéndole sangre. Por supuesto, no tenía pensado echarla.
Aquella vieja estúpida era la única persona en quien la muchacha confiaba,
así que le vendría muy bien para conseguir llevar a cabo sus planes. Ningún
becerro asustado es capaz de conducirse solo hasta el matadero sin un ronzal
apropiado.
—¡Le ruego, señor, que no me eche del Pazo! —A esas alturas sollozaba
como una niña, lo que a él le provocó una gran satisfacción, pero aún quería
ver cómo se humillaba un poco más. Todo sería poco para enmendar su
osadía.
—¿Por qué debería escucharla? ¿Por qué debería perder mi tiempo con
usted?
La anciana alzó hacia él unos ojos llorosos de pobre perro apaleado
pidiendo clemencia, o acaso un último golpe certero que acabara con sus
miserias.
—¡Porque no tengo a donde ir! —estalló en un sollozo, cediendo a la
desbandada de lágrimas que descendieron en tropel por sus flácidas mejillas
—. ¡Y porque quiero a Ana con toda mi alma!
El caballero hizo un mohín, asqueado ante tanta indeseable sensibilidad. La
mujer se llevó las manos a la boca tratando de ahogar los sollozos que
brotaban de su garganta. Convulsionaba e hipaba a partes iguales. Y él cada
vez se sentía más al borde de la náusea. Odiaba ese tipo de escenas, le
provocaban urticaria y unas tremendas ganas de deshacerse a patadas de la
causante de tanta sensiblería. Nunca había soportado las demostraciones
gratuitas de debilidad. Por ello levantó la mano y la sacudió en el aire, como
quien pretende apartar de sí un animalillo que no hiciera más que estorbar.
—¡Apártese de mi vista antes de que me arrepienta de dejarla quedarse
aquí, vieja del demonio!
Doña Angustias no esperó a que se lo repitiera. Todavía aovillada sobre sí
misma, retrocedió hasta la puerta, sin ofrecer la espalda al enemigo, para
hacer girar el pomo con mano trémula. Las lágrimas descendían de forma
atropellada por su rostro.
Ni siquiera dirigió una mirada al interior de la estancia mientras cerraba
tras de sí procurando hacer el mínimo ruido.
4
El cielo lucía pesado y plomizo, como si de un momento a otro fuera a
deshacerse sobre el mundo en un millón de gotas de lluvia.
Ana cerró los ojos, alzó la barbilla, inclinó la cabeza hacia atrás y se dejó
embriagar por las sensaciones que invadían su alma en aquel instante.
El aroma a salitre, a algas pudriéndose sobre la arena en plena bajamar,
llegó en volandas hasta ella desde la playa, que extendía su manto de arena y
roca a lo largo de kilómetros y kilómetros de litoral y que divisaba
perfectamente gracias a la privilegiada ubicación del Pazo.
A su espalda, el arpado rumor de las altas copas de los pinos, que parecían
querer arrullarla meciéndose en cadencioso baile, llegaba desde el bosque que
circundaba la finca y formaba parte del condado. Sin duda, aquel era un lugar
pacífico, inalterable al paso del tiempo, y delicioso. Un auténtico remanso
donde abandonar el cuerpo y dejar volar el alma.
Abrió los ojos muy despacio para continuar su paseo por los hermosos
jardines del Pazo. Deslizó los dedos en sutil caricia sobre la superficie
coniforme de boj y las erguidas espigas de lavanda, intentando que la belleza
del lugar aflojara el nudo que oprimía su alma. Nudo que su padre se había
encargado de crear y apretar después con saña, como quien ciñe los lazos de
un corsé en un cuerpo demasiado flácido.
Meneó la cabeza tratando de apartar de su mente la sombra funesta de su
progenitor. No quería darle cabida, sino dedicarse a contemplar fascinada los
dos enormes naranjos que se alzaban ante ella, cuyas ramas más altas
sobresalían con orgullo y altivez por encima del tejado de la casa solariega.
También reparó en el oscuro pino canadiense que llevaba siglos soportando la
agreste brisa del mar en aquella parte del jardín, con sus ramas extendidas
hacia el paisaje, como si pretendiera abarcarlo todo bajo su sombra.
Amaba aquel lugar. El Pazo era el legado de su madre; en él habían vivido
antiguas generaciones de Altamira, dando la espalda al bosque y mirando al
mar desde el mismo lugar privilegiado donde ahora se situaba ella,
disponiendo para su disfrute personal de la maravillosa e infinita panorámica
de la costa y de los océanos de ondulante hierba que extendían sobre el
pueblo de San Julián un verde manto de esperanza.
Quizás sus ancestros también habían experimentado esa misma imponente
sensación de dominio… y de soledad. La misma que ahora sentía ella,
parapetada en su poderosa atalaya. Con el mundo en sus manos, pero a la vez,
infinitamente lejos del mundo.
Tomó aire por la nariz, sintiendo despertar los sentidos gracias a la fresca
brisa marina que se deslizaba con descaro desde la playa. Los desgarrados
graznidos de las gaviotas sobrevolando en círculos la bóveda celestial,
llamaron su atención y consiguieron aflojar sus labios en una sonrisa plácida.
Y continuó paseando, acariciando con sus finos dedos de nieve aquella
barriguda formación de boj dispuesta en perfecta hilera, como un ejército
vegetal presto a la batalla.
En un acto reflejo, alzó la mirada y volvió la cabeza hacia la casa. El
corazón dio un vuelco en su pecho. El aliento quedó suspendido entre sus
labios.
Desde la ventana de su despacho, el implacable cancerbero la observaba,
amparado por la privacidad que le concedía mirar al exterior a través de los
cristales de una habitación en penumbra.
Pero ella sabía que estaba ahí. Sentía su negra presencia acechándola, como
un cuervo funesto, siempre apostado en su torreón, esperando el momento
oportuno, aquel de mayor flaqueza, para dejar caer su pesado y destructivo
mazo sobre la víctima elegida. Y regocijarse después con su victoria.
Cuadró los hombros y sintió que su momentáneo estado de felicidad
desaparecía por completo, del mismo modo que se desvanece un puñado de
agua en la cuenca de la mano.
Apretó los dientes y, sosteniéndole la mirada, contó los segundos: uno, dos,
tres… antes de llevarse la mano al bonete para ajustárselo a la cabeza y darse
media vuelta, reduciéndole a aquella sombra acechante el campo de visión.
No iba a permitir que la mirara a la cara, no iba a permitir que pudiera
apreciar su dolor.
Y que Dios la perdonara, porque seguramente dar cabida en su interior a
sentimientos de esa naturaleza hacia alguien de su propia sangre era pecado,
pero, a esas alturas, estaba totalmente convencida de odiar a su malvado
padre. Con toda la fuerza de su corazón.

A don Jenaro Monterrey le chocó bastante la repentina e inesperada


invitación a cenar por parte del conde viudo de Rebolada.
De todos era sabido que aquel hombre de aspecto almidonado, bigote
quijotesco e insoportable petulancia arrastraba abundantes deudas de juego,
consecuencia de un vicio que le corroía el alma desde dentro, como una
enfermedad imparable que fuera a terminar por consumirlo. Y el conde, en
apariencia ya a medio consumir, cargaba dichos débitos como el apocado reo
que arrastra sus cadenas por la vida, sin ser capaz de librarse de ellas. Muy al
contrario: a cada paso, el pobre infeliz añadía un nuevo eslabón a su grillete,
y lejos de tratar de enmendarse, tozudo como el asno, todavía volvía a por
más con insistencia, perfectamente escoltado por la hembra de cuello largo de
cristal por la que se hacía acompañar en sus noches mundanas.
Alejandro Covas, un don nadie que se creía tanto y que en realidad no era
más que un esclavo de sus vicios, un prepotente vanidoso y un alma
mezquina, se apuntaba a cualquier timba de la que tuviera conocimiento. Y lo
mismo daba tresillo, revesino o mus, pues sea como fuere, de todos los
juegos acababa saliendo indignamente desplumado aquel gallo presuntuoso.
Y, al igual que un pavo por navidad, con el buche perfectamente atemperado
de alcohol. Cosa mala, por cierto, en un sayo descarnado que apenas toleraba
el licor y que sumía a su propietario, de continuo, en los estados más
vergonzosos, absurdos e intratables que nadie pudiera desear.
Algunos, compadecidos ante la decadencia del infeliz, viendo cómo él
mismo se humillaba a cada paso y, sobre todo, por respeto a la noble casa a la
que representaba, se retiraban a tiempo con tal de no dejar al pobre caballero
en calzones, lo que, teniendo en cuenta lo poco afable que resultaba y lo
elevado de su arrogancia, no le estaría mal empleado después de todo.
El propio don Jenaro se había dado cuenta de lo deshonroso de la situación,
quizás demasiado tarde, puesto que el noble ya había acumulado una
cuantiosa suma en contra de las arcas de Monterrey. ¿Cuánto le debía ya? No
podía calcularlo, pero seguramente más de lo que cualquier infeliz
arrendatario soñara con acumular durante toda su vida. Lo suficiente, a buen
seguro, para dejar al noble en calzones y ligueros.
Ya le había advertido en varias ocasiones, e incluso le había enviado al
Pazo al abogado de la familia Monterrey en pos de reclamar la deuda, pero el
insensato conde no se daba por avisado y seguía con su vida decadente como
si nada. Sumando deudas por todas partes.
Don Jenaro no era un prohombre, no poseía títulos ni blasones con los que
adornar su fachada, pero sin duda, contaba con generosas arcas, engrosadas
gracias a la beneficiosa aportación de una fructífera industria de salazones y
conservas de la que él mismo era gerente y propietario, ubicada en la zona
portuaria de San Julián.
Don Jenaro tenía su residencia habitual en la ciudad de Orense, villa del
interior, pero disponía de una cómoda casita de dos plantas al lado de la
fábrica, donde pernoctaba cada vez que acudía a supervisar la producción,
asunto que acontecía varias veces al mes.
Viudo, con setenta achacosos años a su espalda, aficionado a la buena vida,
esclavo de los pecados capitales, especialmente sometido a los de la gula y la
lujuria, y afecto al juego, aunque con templanza, el empresario no era
precisamente un santo devoto ni un ejemplo de moralidad. Ciertamente era
conocido allá donde pisara por sus aires libertinos y su apego indiscutible a
los vicios de la carne. Y su carne, en verdad, poseía dimensiones suficientes
para albergar todos los vicios de la humanidad.
Por eso le desazonaba un poco que aquel zorro liante le invitara ahora a
cenar. ¡Precisamente a él, uno de sus principales acreedores! No tenía mucho
sentido, salvo que se tratara de un ardid del conde para hacerse perdonar la
deuda o concederse un poco más de tiempo, lo que no sería de extrañar en
una alimaña maquinadora como él. Por lo tanto, resultaba imperativo
mostrarse cauteloso en su presencia y no descuidar las defensas en ningún
momento.

El conde le recibió en su elegante despacho, claro ejemplo de la grandeza de


la Casa de Altamira. Don Jenaro le vio levantarse con displicencia y
abandonar su fortín tras el escritorio para acercarse a él y tenderle la mano.
Aceptó el saludo con reticencias. Cada vez estaba más convencido de que
debería haber rechazado la invitación pues, procediendo de aquel individuo
mezquino, era probable incluso que las viandas que sirvieran en su plato
estuvieran emponzoñadas. ¿Qué mejor forma de deshacerse de un acreedor?
¿Y aquella mano tendida afablemente hacia él? ¿Y aquella sonrisa de rata
asomando bajo el bigote?
Nada tenía sentido, y a cada segundo se daba cuenta de que nunca debería
haber acudido al Pazo. No sin un abogado y en presencia de las autoridades
pertinentes, la única forma en la que cualquier hombre en su sano juicio
debería acercarse a la madriguera de aquel viejo zorro. O si no, en compañía
de un padrino competente, para poder cruzarle la cara de un guantazo a aquel
cretino y exigirle la consabida satisfacción.
—¡Señor Monterrey! —saludó el conde como si tal cosa, estrechándole la
mano con vigor a su pasmado convidado. Percatándose de la expresión
confusa del hombre, se apresuró a añadir—. Supongo que le habrá
sorprendido mi invitación.
Acto seguido alargó un brazo para ofrecerle asiento en el elegante butacón
orejero emplazado frente a la mesa.
Don Jenaro accedió a sentarse un poco a regañadientes, pues no quería
sentirse en desventaja ante el conde, ni acomodarse demasiado en sus
dominios. Sería como si el incauto ratón fuera tan estúpido de despreocuparse
en presencia de la cobra. Solo cuando observó que el noble hacía otro tanto
del otro lado del escritorio, se permitió relajarse un poco.
No pudo cruzar las piernas a la altura de las rodillas a causa de la
prominencia de sus muslos, así que se limitó a cruzarlas a la altura de los
gruesos tobillos para permitirse observar al conde con desconfianza.
—Tengo que admitir que así es. Acababa de llegar a la fábrica cuando me
comunicaron su deseo de contar con mi presencia en —deslizó la vista por la
estancia, abrumado ante la riqueza y elegancia de la decoración— su augusto
Pazo.
Todas estas piezas de arte, mobiliario y tapices, podrían servir para saldar
la deuda. ¿Qué hacemos hablando? ¡Al tajo de una buena vez!
El otro sonrió con suficiencia.
—Me advirtieron que nos visitaría usted durante esta quincena para pasar
unos días en la costa, por lo que decidí que no podía dejar pasar tan propicia
ocasión.
Don Jenaro enarcó una ceja, acusando su desconfianza.
—¿Propicia para quién?
—¡No se muestre usted reticente, caballero, pues mi invitación es del todo
cordial! —exclamó alegre el conde—. Y le aseguro que saldrá usted de aquí
de lo más satisfecho.
Jenaro Monterrey estiró los labios en una sonrisa escéptica.
—¡No me diga que al fin está dispuesto a saldar sus deudas! ¿Será este el
tan glorioso día? Porque, de ser así, me cuidaré de señalarlo en el almanaque.
Don Alejandro estiró los labios en una sonrisa absolutamente hipócrita. Se
revolvió un poco en su asiento y decidió ignorar la puñalada. Sin duda
guardaba en la manga un bocado más apetitoso para el rollizo pachón.
—Creo que puedo ofrecerle algo mejor. —Y su gesto, su sonrisa y su
mirada se volvieron por momentos más ladinos—. O, al menos, algo que le
resultará más tentador que el peso de unas miserables monedas en su bolsa.
Don Jenaro plegó los labios.
¿Miserables monedas? ¿Cómo puede expresarse con semejante ligereza
cuando por mucho menos podría ir a la cárcel o verse envuelto en un duelo?
—No lo crea, siento un gran aprecio por el contenido de mi bolsa. Sobre
todo, por las monedas ausentes.
El conde se humedeció los labios. El viejo era duro de roer, pero eso no le
preocupaba. Como sucede con todos los peces gordos, estúpidos y babosos,
solo era cuestión de mostrar el cebo adecuado para conseguir que picara de
lleno. Y sin duda, su cebo resultaría muy apetecible a aquel lameruzo.
—Según tengo entendido, es usted viudo desde hace muchos años. —Don
Alejandro paladeó las palabras, como la cobra que saborea con regustillo su
propio veneno antes de ensañarse con su próxima víctima—. Voy a
proponerle un trato, señor Monterrey. Uno que no podrá rechazar.

En el mismo instante en el que hizo su entrada al comedor esa noche, Ana


no pudo evitar quedarse clavada al suelo bajo el umbral, como si un funesto
espectro hubiera chocado de lleno con ella, obligándola a permanecer
inmóvil, con el aliento en suspenso entre los labios, la mirada petrificada y el
corazón martilleando con fuerza en el pecho.
Doña Angustias no le había advertido de la presencia de un invitado para la
cena, seguramente porque ni siquiera la buena mujer habría sido informada
de semejante circunstancia. El conde solía ser muy reservado con sus ideas,
sobre todo cuando éstas ocultaban una doble intención y quería ejecutarlas
sin que nadie le estorbara. ¡Maldito fuera una vez más!
Por un momento, mientras trataba de acompasar la respiración y de
serenarse para que el corazón no se saliera de su frágil carcasa, consideró
seriamente la posibilidad de dar media vuelta y refugiarse en su habitación,
aprovechando que doña Angustias permanecía todavía al pie de la escalera.
Podía hacerse. No tenía por qué estar allí, ni siquiera tenía hambre y no le
apetecía en absoluto malgastar ni un minuto de su tiempo en compañía de su
padre. Después de su último encuentro, estar en la misma habitación que él
era lo que menos ansiaba.
Ahogando un jadeo, que sotto voce derivó en gemido, se dio cuenta de que
ya era demasiado tarde para iniciar cualquier plan de escape: los dos
ocupantes del comedor acababan de percatarse de su presencia.
En ese momento, si hubiera dado media vuelta para evitar la velada,
barbilla en alto y arrojos en alza, su comportamiento habría supuesto un
desacato absoluto a las buenas formas. Y aunque las formas y la etiqueta eran
lo que menos le preocupaba en esos momentos, sobre todo teniendo en cuenta
la persona falta de ella contra la que atentaría, las represalias por parte del
conde serían de órdago. Estaba segura de que el señor de Covas se levantaría
de su asiento y la obligaría a regresar de inmediato, aunque tuviera que tirar
de ella. Y no dudaba que tiraría de ella, aún en presencia de invitados, sin el
menor escrúpulo, así tuviera que agarrarla del moño o apresarla por el
vestido.
Sus ojos pasearon con nerviosismo de la silueta de su padre, sentado en la
cabeza de mesa, a la de aquel anciano situado a su diestra que la miraba como
un pasmarote, boca abierta y labios descolgados. ¡Qué visión tan repulsiva
ofrecía aquel desconocido!
Un escalofrío la sacudió de arriba abajo, fruto de la chispa de comprensión
que iluminó su mente. No podía tratarse de lo que ella suponía, ¡con
grandísimo horror, cielo santo bendito!, pues en ese caso su padre
demostraría haber perdido todo su buen juicio por completo. Aunque, a decir
verdad, dudaba que alguna vez lo hubiera tenido.
«Mañana, durante la cena, te presentaré a tu prometido», había dicho. Y
aquel era el único hombre ajeno a la casa presente durante la cena.
No podía ser cierto… ¡Si era un anciano, por el amor de Dios! ¡Un anciano
que, a pesar de las elegantes ropas con las que se ataviaba, no podía dejar de
aparecer repulsivo y decrépito a sus ojos!
No había más que fijarse en la flacidez de sus carnes, que con cada
movimiento bailaban como un pudin de gelatina, en el color encarnado de su
rostro, seguramente a causa de la anticipación que le provocaba la perspectiva
de una suculenta cena —¡o peor aún, la visión de la recién llegada!— o en la
fina capa de sudor que perlaba toda su piel.
¡Cielo Santo, a esas alturas el pobre hombre goteaba como una vela
encendida! ¿Acaso nadie iba a tener compasión de su pobre alma y arrojarle
por encima un cubo de agua fría?
Se fijó también en sus cabellos blancos, tan grasos y esperpénticamente
largos como escasos, peinados sin disimulo hacia el lado derecho de la
cabeza para retejar una calvicie más que inminente. El rostro era alargado de
forma exagerada y formaba un único conjunto con el cuello. De hecho, toda
la prominente papada descansaba sobre la base de los hombros en una
cascada de pliegues de carne que el lazo del cravat apenas podía abrazar.
Replegó los labios al interior de la boca y trató de no llorar, a pesar de que
la anticipación ante lo que estaba por venir la empujaba precisamente a ello.
Concentrada en semejante propósito, apretó los puños y se encaminó hacia la
mesa. Un conde malvado sin escrúpulos y un anciano gelatinoso a punto de
licuarse la esperaban.
Ave Caesar, morituri te salutant; el pensamiento surgió solo dentro de su
cabeza. Y ciertamente se sentía como esos pobres cristianos que eran
arrojados al anfiteatro ante la mirada golosa y salvaje de los leones. En este
caso, de un león salvaje y de un jabalí goloso.

Desde el preciso momento en que la condesa apareció bajo el umbral, don


Jenaro ya no fue capaz de apartar su mirada de ella ni de cerrar la boca. Había
oído rumores acerca de que la hija de la difunta Altamira y del ludópata
arrogante era una auténtica perita en dulce, pero jamás habría dado crédito si
no lo hubiera comprobado por sí mismo.
La señorita lucía un vestido de raso brillante en un tono verde botella, a
juego con sus hermosos ojos. De escote discreto, ribeteado en delicada
puntilla blanca, solo dejaba a la vista la parte alta de los hombros, las finas
clavículas y una brevísima parcela de busto. Y no hacía falta nada más. La
blanquísima piel destacaba gracias a la vistosa tonalidad del vestido, y ni
siquiera la elegante gargantilla de oro que adornaba el cuello de cisne podría
llamar más la atención que la dulce y serena belleza de la niña. Un discreto
recogido, raya en medio y sin tirabuzones festoneando, remataba tan sencillo
como precioso conjunto.
La vio acercarse tambaleante y un extraño regocijo se apoderó de su alma.
Era obvio que la chiquilla estaba nerviosa y que se había quedado blanca
como la tiza nada más verlo sentado a la mesa. Quizás, al fin y al cabo, su
padre llevara razón.

—Ella se encuentra muy ilusionada con la perspectiva de una boda —le había
asegurado, aun cuando él tenía sus reticencias al respecto. Demasiado joven,
según decían, demasiado bonita…
—¿Está seguro de ello, señor Covas?
—¡Le aseguro que es su deseo casarse, Monterrey! —insistió el conde, tal
vez con demasiada porfía—. Ya sabe usted que todas las niñas son educadas
para eso, máxime las pertenecientes a tan alto linaje. Son conscientes de que
deben casarse y realizar un buen matrimonio para perpetuar la estirpe. Y esta
en concreto obedecerá a su padre, se lo garantizo. Es su cometido en este
mundo, al fin y al cabo.
—Sí, pero… ¿casarse con alguien que podría ser su abuelo? Incluso mi
único hijo es mayor que la condesa.
Don Alejandro había torcido el gesto, tal vez porque ignoraba que el
empresario tuviera un hijo o que este fuera mayor que la propia Ana. Pero…
¿a esas alturas, escrúpulos? ¡Jamás los había tenido! Y mucho menos cuando
su propia integridad física y su bienestar social estaban en juego. Era Ana o
él, y Ana le importaba un bledo.
—¡Desea casarse! ¡Y desea obedecer a su padre! Me he permitido hablarle
de usted —el conde sabía sacar partido de los halagos, estaba claro, y
Monterrey se dejó camelar con gusto—, y no ha dudado en consentir.

Paladeó tales palabras con emoción. Había dudado, y mucho, de que el trato
propuesto por el astuto conde le beneficiase. Le había visto venir: estaba
claro que el escogerle precisamente a él para desposar a su hija obedecía al
único propósito de resolver la deuda contraída. Sí, era obvio, y él no era un
bobo.
Pero después de ver en persona a la condesita, no le cabía la menor duda de
que podría aceptar el trato sin reparos. La deuda del conde a cambio de
aquella muchacha de piel lechosa, hechizantes ojos verdes, pálida sien, rostro
sereno y figura delicada. Casi se le hizo agua la boca. Sin duda salía ganando
con el cambio. Sin duda bebería hasta saciarse de aquellos pechos que se
intuían lechosos y blandos bajo las capas de raso y encaje. Sin duda aquella
criatura valía el triple que todas las monedas del adeudo.

—¿Y qué saca usted a cambio, señor conde? —le había preguntado en su
despacho.
—Obviamente saldar mi deuda… y que usted me ayude a liquidar las
restantes. —Monterrey sesgó la sonrisa. Aquella era la verdadera cara del
zorro: la de alguien que no da puntada sin hilo y solo piensa en sí mismo—.
Y, por supuesto, continuar viviendo en el Pazo. No quiero abandonar
Rebolada ni prescindir de los beneficios de la casa de Altamira. Quiero gozar
de todos los privilegios que conlleva el título de conde viudo, a pesar de que
los bienes de Ana serán propiedad de usted tras el matrimonio.
—Un extraño acuerdo, sin duda —opinó el empresario—. Parémonos a
pensar: olvido la cuantiosa suma que me debe, saldo las que usted mantiene
con otros… ummm, ¿realmente me beneficia en algo este trato, caballero?
El conde le miró de forma aviesa.
—¿Le desagrada la oferta? ¿Acaso mi hija no resulta lo bastante deseable
para usted?
Monterrey sonrió con retranca. Si la joven condesa no fuera suficiente
reclamo, ¿qué más estaría dispuesto a ofrecer el viejo zorro? Pero para
fortuna del conde, lo era. Tan deseable como la ambrosía para un sediento
mortal.
—Me permito recordarle que se trata de una joven recién desperezada al
mundo y a la vida. Pura, casta y sumisa. Además de bonita, como usted podrá
comprobar. Sin duda su valor es mucho mayor que el de una saca de
monedas.
—Puede que resulte un buen trueque, no digo que no, aunque solo me
permitiré juzgarlo cuando vea a la señorita —razonó, consiguiendo sacar los
colores al noble—. De todas formas, no puede ser una candidata tan
apetecible cuando su propio padre la desmerece convirtiéndola en moneda de
cambio.

Miró a la joven, que se disponía a ocupar la silla enfrentada a la suya, y tanto


la lividez de su rostro como esa mirada inclinada que no osaba levantarse por
nada le dieron a entender que se sentía cálidamente azorada ante su presencia.
Se congratuló de tal modo que hinchó el pecho cual palomo. Estaba
equivocado: era una candidata más que apetecible. Tanto que se moría por
abalanzarse sobre ella en aquel mismo instante, cabalgando incluso por
encima de la mesa, para levantarle las faldas, bajarle el escote y saborearla
ipso facto. En lugar de eso se limitó a recorrerla de arriba abajo con mirada
de lobo veterano, despojándola de las capas de ropa con la lujuria innegable
que destilaban sus pupilas.
¡Jenaro Monterrey prometido! ¡Quién se lo iba a decir cuando puso los pies
en esa casa! De hecho, hasta hacía escasas horas no había considerado
siquiera semejante posibilidad. Llevaba muchos años viudo; cuando había
sentido la llamada de la carne y había precisado desfogarse, había recurrido a
la compañía siempre sumisa y complaciente de mujeres de vida disoluta.
Ahora, viendo ante sí a aquella jovencita tímida y temblorosa, nada podría
reportarle mayor satisfacción que la idea de desposarla y hacerla suya. Una
perita en dulce que nadie había catado con anterioridad y que su propio padre
le ofrecía en bandeja de plata. ¡Y todo a cambio de una deuda de juego!
¡Bendito mus y bendito tresillo! Por su vida que iba a salir ganando con el
cambio. Y disfrutaría mucho de él. Ni cien mil rameras valían lo que aquella
virgen.
Tuvo que hacer acopio de toda su contención para no llenarse la pechera de
babas ante los pensamientos libidinosos que danzaban por su mente y que
tenían a aquella joven como protagonista, ataviada esta vez con ropajes
mucho más livianos y accesibles que aquel elegante vestido de raso verde.
5
—No creo que conozcas a nuestro invitado —comentó don Alejandro,
haciéndose ligeramente a un lado para que una doncella empezara a servirle
su consomé de almejas.
Ana alzó la mirada de su servicio para clavarla en su padre, cuyo gesto de
suprema satisfacción le producía un fatal desasosiego. La mirada de ella, por
el contrario, no podría resultar más cortante ni aun habiéndoselo propuesto.
Aquello era una emboscada en toda regla… ¡y qué diestro era el conde en
estrategia militar!
—Permítame recordarle que no ha tenido usted la deferencia de
presentármelo, padre. —A sus labios asomó una sonrisa falsamente sumisa.
Don Alejandro la fulminó con la mirada. Si se hubieran encontrado a solas,
muy probablemente le hubiera soltado un sopapo. Por fortuna, don Jenaro no
parecía ofendido; al contrario, el pachón se mostraba tan obnubilado con la
joven que, aunque se abriera la tierra bajo sus pies o el cielo se desplomara
sobre sus cabezas, continuaría con la mirada cosida a la figura de la dama. No
le habría sorprendido si hubiera empezado a babear. ¡Ridículos vejestorios!
¡Pero cuán beneficioso resultaba aquel en concreto para su ardid!
—El señor Monterrey es un empresario muy reconocido en toda la
provincia —continuó el conde, dispuesto a no dejar que aquella boba
estorbara sus propósitos—, su empresa es una de las más prósperas del
litoral. Quizás hayas oído hablar de las salazones y conservas Monterrey.
Ana torció el gesto. ¡Jamás había oído tal nombre, ni tenía el menor interés
en conocer a aquel personaje! Bueno no sería si se codeaba con el villano de
su padre.
—Nos congratulamos de exportar más allá de las fronteras del reino —
añadió el hombre, pagado de sí mismo—. El pescado de nuestro mar es el oro
azul de la familia Monterrey.
Ana elevó las cejas hasta que rozaron el nacimiento del cabello. ¡No hacía
falta que lo jurara! No había más que permanecer en un corto perímetro para
percibir el tufillo a pescado que emanaba aquel individuo. Otra excelente
cualidad que añadir a aquel dechado de virtudes.
—Una familia muy próspera de la que esperamos formar parte —dijo el
conde, intercambiando una mirada cargada de intención con su invitado.
—El placer, por supuesto, sería todo mío de formar parte de la suya. —Y
tras estas palabras, obsequió a la condesa con una mirada salaz y una sonrisa
que pretendía ser seductora, pero que solo llegó a esperpéntica.
Ana se sintió horrorizada. Estaba claro que su padre pretendía halagar al
anciano pestilente y rodearlo de fingidas adulaciones, a falta de blasones y
virtudes. Y no sería un mal intento si la joven pudiera obviar la repulsión que
aquel hombre le producía.
Su nariz, tan excesivamente chata que las fosas nasales parecían haber sido
horadadas directamente sobre el rostro, contaba con la visita constante de un
dedo que exploraba con insistencia en sus profundidades, como si buscara
oro o alguna suerte de piedra preciosa. Un vicio nauseabundo que su
propietario no podía evitar y que trataba de disimular, una vez que era
sorprendido durante la exploración, toqueteándose la nariz como si
pretendiera aliviar algún molesto picor. Un par de veces le había visto
además llevarse el dedo a los labios, teniendo entonces que obligarse a sí
misma a desviar la mirada y tragar saliva para no arrojar la bilis allí mismo.
Además, se limpiaba los dientes con la lengua entre plato y plato,
produciendo un sonido molesto y poco decoroso, mezclado con muecas
estrafalarias procedentes de su inadecuado gesto.
¿Y sus dientes? ¡Por el amor de Dios! Los incisivos superiores sobresalían
en una boca que, a causa de ellos, era incapaz de cerrarse. Aquellas paletas
enormes color crema conferían a su propietario la apariencia de un conejo
horrible y rechoncho, calvo, colorado y sudoroso. ¡Y hambriento de carne!
¡De su carne!
¡Y además de todo eso, que no era poco, era un anciano! ¡Un anciano
mucho mayor que su propio padre e incluso que doña Angustias! ¡Tenía más
años que los caminos o que el hábito de andar a pie! Sería un milagro que
pudiera controlar los esfínteres.
Frunció el ceño. Seguramente su boca se torció también en una mueca de
desagrado. Su padre debía de haber perdido la cabeza si creía que ella se iba a
cruzar de brazos mientras se producía aquella injusta transacción. Puede que
no lograra evitarlo, que las circunstancias y su minoría de edad la obligaran
finalmente a claudicar, pero no iba a ponérselo fácil. No iba a rendirse sin
presentar batalla. No iba a colgarse del cuello, a modo de indeseable alhaja,
un cartelito que rezara: «Propiedad de…».
¡Y mucho menos del viejo conejo con sobrecrecimiento dental que atufaba
a pescado!

Ana era incapaz de levantar la mirada de su plato y, especialmente, de probar


bocado, por más apetecible que fuera la comida. Y, sin duda, era obvio que la
cocinera se había esmerado esa noche para agasajar al augusto invitado.
Torció el gesto de nuevo en una expresión de desagrado, de desánimo tal vez.
Sentía el estómago cerrado y los nervios campando a sus anchas en su
interior. Estaba convencida de que, si ingería cualquier líquido o sólido, su
cuerpo lo arrojaría al exterior sin el menor preámbulo.
Se sentía tan impotente, furiosa e indignada que le daba la sensación de que
la sangre hervía en su interior. Ardía en sus venas como auténtico fuego
líquido, llevándola toda ella a arder bajo el mismo fuego.
En todo momento, era consciente de la mirada del anciano sobre ella. El
hombre, tocándose la barbilla mientras asentía a las palabras de su anfitrión,
parecía evaluarla y considerar lo que podría o no podría hacer con ella, como
si de una mercancía se tratara. A juzgar por las sonrisitas salaces que
asomaban a sus labios cada vez que la repasaba con la mirada, estaba segura
de no querer conocer la naturaleza de sus pensamientos.
¡Qué hombre más asqueroso! ¡Ojalá se mordiera la lengua o se le cayeran
sobre el mantel esos ojos tan cargados de lujuria, maldito cochino!
Además, y esto último era algo que le molestaba hasta el delirio, tenía que
escuchar el inadmisible descaro con el que aquellos dos hombres se referían a
su persona, a su vida y a su porvenir, obviando que ella se encontraba
presente. La mentaban una y otra vez, la miraban con insolencia y
cabeceaban en su dirección mientras trataban de organizarle la vida, sin pedir
en ningún momento su opinión ni permitirle participar en la conversación.
¿Acaso en verdad no iba a tener voz ni voto en aquel tema? ¡Por el amor de
Dios, se trataba de su vida!
No puedo soportarlo más. No voy a permitir que me traten como
mercancía.
No lo dudó ni un instante. No quería seguir formando parte de aquella
pantomima ni un minuto más o, de lo contrario, acabaría por volverse loca o
desmayarse allí mismo. Sujetó su copa por el fino tallo haciendo amago de
llevársela a los labios, pero antes de que alcanzara su destino, giró la muñeca
derramando todo el vino de naranja sobre el escote. La brillante tela de raso
se tiñó de oscuro en el acto.
—¡Oh, qué fatal descuido! —exclamó, toqueteándose el vestido con
fingido disgusto. Para secundar la actuación, sus mejillas se tiñeron de
escarlata. No era una buena actriz y tampoco estaba acostumbrada a ese tipo
de pantomimas, pero sin duda, situaciones desesperadas requieren medidas
desesperadas—. ¡Cielos, qué torpeza tan grande!
Una doncella se inclinó sobre ella de inmediato, dispuesta a auxiliar a la
afligida señorita, pero ella la frenó con una mirada. Se incorporó de su
asiento, dándose aire con una mano para secundar su sofoco y su aflicción.
Los hombres, como era obligado, la imitaron al instante.
—Creo que voy a tener que retirarme antes de que la mancha se seque. —A
pesar de la aparente firmeza de su tono, sus rodillas temblaban cuando
ejecutó la debida reverencia, tratando de no enseñar demasiado escote a aquel
cretino baboso—. Con su permiso, caballeros.
Su padre parecía querer fulminarla con la mirada mientras el señor
Monterrey continuaba enfrascado en la dificultosa tarea de masticación,
consecuencia fatal de esos dientes suyos tan…
Parpadeó para apartar aquella visión repulsiva mientras rodeaba la silla y se
disponía a separarse de la mesa.
—¿Pero nos deja usted ya, señorita Altamira? —habló el anciano, cuando
por fin pudo tragar bocado—. ¿Nos va a privar tan pronto del placer de su
compañía?
—Nuestro invitado lleva razón, Ana, deberías quedarte por deferencia a su
persona —siseó su padre, arrastrando las palabras entre los dientes y
achicando los ojos en claro ademán amenazante. En ese instante parecía un
lobo embozado que, una vez libre del bozal, estaría encantado de abalanzarse
sobre su víctima para arrancarle el alma a dentelladas.
—Y es por deferencia a él que me retiro —se obligó a decir con fingida
zalamería, aderezando sus palabras con una sonrisa forzada—. No quiero que
el caballero se lleve una impresión errónea de mi persona al recordarme con
un vestido echado a perder. ¡Qué poco digno resultaría en una dama
semejante abandono! —E inclinándose nuevamente en reverencia, añadió—:
Con su permiso, caballeros.
—Es propio, señorita —consiguió farfullar el anciano, tras engullir casi de
una pieza el último trozo de lacón que daba vueltas en el interior de su boca
—. Y no se disguste tanto por un simple vestido, no le hace falta para
ensalzar su belleza. —Su sonrisa se tornó tan insoportablemente almibarada
que Ana tuvo que esforzarse para contener las arcadas—. Yo mismo
encargaré dos docenas para usted a la capital, de raso, seda o muselina, si eso
la hace feliz.
No se imagina usted lo que verdaderamente me haría feliz, señor
Monterrey.
Una oleada de calor, consecuencia de tanta indignación reprimida, ascendió
por su escote, haciéndola sudar bajo las capas de ropa. Sin embargo, se
esforzó por dedicarle una sonrisa amable, que él respondió con la más lasciva
de las suyas. Definitivamente, aquel hombre era asqueroso.
Tragándose la repulsión, se dispuso a abandonar la estancia. No quiso mirar
a su padre, pues supuso que la expresión de este debía de ser tan feroz que
conseguiría amedrentarla, e incluso impedirle abandonar el comedor. Justo
antes de atravesar el umbral, la voz del empresario la obligó a detenerse.
—¿Me permitirá visitarla mañana?
Lágrimas de impotencia acudieron a empañar sus ojos, pero ella se cuidó
mucho de guardarlas a buen recaudo.
—Creo que lo más oportuno es que tal asunto lo decida mi padre —
murmuró con marcado sarcasmo sin mirar a ninguno de los caballeros,
mucho menos al aludido—. Al fin y al cabo, él es el único director de este
teatrillo. Se le da bastante bien disponer de la vida de su hija. Buenas noches,
caballeros.
Y se retiró. Don Alejandro observó su erguida espalda desaparecer tras la
puerta mientras sentía la lava de un volcán a punto de erupcionar
borboteando en su interior. Con gusto la agarraría del moño y arrastraría su
ilustre figura por los elegantes suelos de madera y mármol hasta que
suplicara una clemencia que él le negaría.
Puede que aquella insensata hubiera ganado ese primer asalto pero, por su
vida, que jamás ganaría la guerra.

Ana permanecía con la mirada perdida en el infinito, fascinada


seguramente con algún invisible átomo flotante que solo ella parecía capaz de
apreciar. Su semblante reflejaba la misma expresión insondable que
acostumbraba a mostrar cuando ninguna emoción la dominaba. Aunque en
esos momentos la dominaran un millón de emociones diferentes.
Suspiró, tratando de liberarse de la tensión sufrida hacía escasos minutos.
Se hallaba sumergida de cuerpo entero en la elegante bañera lacada de
cerámica, sujetándose con las manos a los bordes lobulados; tan solo los
hombros y las redondeadas rodillas asomaban en aquella agua coronada de
espuma y fragancias.
A su lado, acuclillada en el suelo, una joven doncella se esmeraba en asear
a su señorita con una esponja marina, deslizando su mano con suma
delicadeza por aquella piel de porcelana.
Sentada en un cómodo butacón, doña Angustias contemplaba la escena a
poca distancia, sin dar crédito aún a todo lo que su querida niña le había
referido. Aquel hombre estaba loco de remate, y ahora más que nunca se
hacía evidente. ¿Desposarla con Jenaro Monterrey? ¡Cielo Santo, ni siquiera
ella consideraría a aquel hombre como posible candidato para sí misma!
Viejo, decrépito, gordo y repulsivo, aquel tipo resultaba asqueroso y
sorprendentemente impúdico a pesar de su avanzada edad. Su reputación le
precedía. Era el peor candidato que un padre podría considerar para una hija.
—¡Es un anciano, nana! —había dicho Ana horrorizada y llena de espanto
cuando llegó momentos antes a la alcoba—. Un anciano horroroso que no
dejaba de mirarme como si quisiera devorarme. ¡Tendrías que haberlo visto,
es un auténtico esperpento!
—Hombres maduros se casan con jovencitas de dieciocho años todos los
días, Ana —le dijo sin ningún convencimiento, con el único afán de intentar
consolarla. Y al instante se silenció, puesto que Monterrey no era maduro: era
un anciano, y de los más réprobos y maliciosos que una pudiera imaginar.
—¡Pero no con ancianos achacosos que no dejan de hurgarse la nariz y
sudar como cerdos! —se quejó—. Estoy segura de que incluso se pedorreará
en público, entre otros motivos porque sus esfínteres ya no deben ni de
obedecerle.
—¡Ana! —regañó el ama, pero al instante se llevó la mano a los labios para
contener una sonrisa. De hecho, la doncella tenía también serios problemas
para mantenerse seria.
—¡Pero es cierto, nana! Ese hombre debería limitarse a sentarse frente a un
fuego con una manta sobre las rodillas y una tisana en el regazo, y
entretenerse jugando con la ceniza. ¡Y padre desea que me case con él! ¿Por
qué? ¿Para qué?
—No lo sé —admitió el ama.
—¿Es una especie de penitencia? ¡Estoy segura de que tiene que tratarse de
eso! Pero ¿por qué? ¿Qué he hecho para merecer tal castigo?
—No lo sé. —Y un suspiro resignado e impotente secundó las palabras del
ama.
—¡No es noble, no es joven, ni siquiera es agradable! ¿Qué sentido tiene
algo así?
De improviso, y sin que nadie allí esperara tan funesta intromisión, la
puerta de la alcoba se abrió con un movimiento enérgico que provocó que la
manilla impactara con violencia contra la pared.
La silueta de don Alejandro, cruzando la estancia apenas en dos zancadas
como la negra sombra que era, obligó a la doncella a retroceder en el acto y
pegarse a la pared.
Ana dio un respingo y, sujetándose con mayor empeño a los bordes de la
bañera, se agachó en el agua, tratando de ocultarse de la vista de aquel
demente. Doña Angustias, por su parte, no tuvo tiempo ni de reaccionar, por
lo que permaneció sentada en su butaca, con la boca y los ojos abiertos de par
en par.
—¡No vuelvas a dejarme en ridículo! —rugió, enarbolando contra la joven
su dedo acusador—. ¿Me has oído? ¡Puede que seas la condesa, pero yo soy
tu padre!
Ana le sostuvo la mirada. A pesar de lo asustada que se sentía tras tan
brusca e improcedente interrupción, no quería mostrar signos de debilidad
ante él. Quería dejarle claro que no iba a dejarse vencer y que estaba
dispuesta a hacerle frente. Aunque saliera escaldada de la confrontación.
Su rostro se tensó, su pulso se aceleró y su corazón bombeó con furia, pero
procuró que su expresión no reflejara nada de todo ello.
—No debería estar usted aquí, señor… —amonestó doña Angustias, sin
levantar demasiado la voz, puesto que conservaba todavía en el alma las
cicatrices de su reciente desencuentro con el conde.
—¡Usted cállese, vieja alcahueta! —bramó el caballero, sin desviar los ojos
de la mirada verde y dura de la condesa. Doña Angustias dio un brinco en su
asiento, apretándose contra el respaldo.
—¡No le consiento que hable así al ama, padre! —La voz de Ana sonó
firme e incontestable, pero, a pesar de ello, el conde sonrió burlonamente.
—¿Y quién me lo va a impedir? —siseó—. ¿Ella, una vieja decrépita que
no hace otra cosa más que comer y dormir a nuestra costa? —Los ojos de
Ana se achicaron hasta reducirse apenas a dos finas líneas transversales—.
¿O tú, una muchachita insignificante con ínfulas de gran diva?
Cerró las manos con fuerza sobre el borde de la bañera mientras las muelas
rechinaban bajo la cruel opresión conferida.
—No se te ocurra desafiarme nunca más —advirtió su padre en un siniestro
tono siseante, el dedo acusador nuevamente en alto—, o de lo contrario
sabrás lo que implica provocar a tu padre.
—¡No me exponga a situaciones que me obliguen a rebelarme y le aseguro
que dejaré de hacerlo!
—¿Quién te has creído que eres?
Furioso, don Alejandro dio un zarpazo a la superficie del agua, provocando
que gran parte de líquido y espuma se derramara sobre la alfombra. Ana se
acurrucó todavía más, temiendo que su desnudez quedara expuesta ante el
ogro.
—Tienes suerte de que el viejo parezca entusiasmado contigo —sentenció
en tono amenazante—. Me temo que, por mucho que te alces en rebeldía, no
conseguirás mermar su interés por ti. —Se inclinó para susurrarle al oído—:
Se muere por desposarte.
Ana tragó saliva, sintiendo una náusea repentina en la boca del estómago.
Aquella era sin duda la sentencia más amarga con que podría condenarla.
—Y yo, porque te despose.
Una vez cumplido su cometido atemorizante, que en realidad era lo único
que lo había movido hasta allí, el conde volvió sobre sus pasos mostrando la
resolución de un demente. Antes de desaparecer por el hueco de la puerta
abierta, se volvió hacia su hija y señaló con un alzamiento de barbilla el
vestido de raso verde que permanecía estirado sobre la cama.
—Sinceramente espero que tu vestido no se haya arruinado por completo.
Sería una auténtica lástima, condesa: te sienta muy bien. —Le guiñó un ojo
con malicia—. Y al viejo parece gustarle mucho.
6
A través de las cortinas de su habitación, Ana observó, ya rebasado el
meridiano del día, cómo un jinete desconocido se acercaba al Pazo a lomos
de un caballo pinto.
Su gesto se transformó en una mueca de desolación cuando distinguió con
nitidez la silueta del propietario de salazones y conservas Monterrey,
embozada hasta los ojos y cubierta por un sombrero quizás demasiado escaso
para una testa de proporciones tan considerables.
—¿Pero será posible, caballero, que su insistencia no conozca mesura? —
susurró horrorizada, llevándose la mano a la frente.
El susodicho se aproximaba al lugar acatando el paso calmoso de su
montura que, bajo las ingentes dimensiones del jinete, parecía un simple
pony.
Un sirviente se personó en el atrio, saliendo al encuentro del caballero para
hacerse cargo del caballo; un segundo empleado apareció al punto para
ayudar al jinete a desmontar, pues era obvio que aquel hombre jamás podría
hacerlo por sí mismo dada su envergadura, sus extremidades demasiado
cortas y su falta de agilidad.
El ceño de la joven se ensombreció ante la visión de aquel individuo
grotesco que, a pesar de la ayuda recibida, a punto estuvo de dar con sus
huesos y con los del infeliz ayudante en el suelo, creando una situación
esperpéntica y digna de risa. Sin duda, el lacayo no contaba con que su tarea
conllevara el riesgo de que se le viniera encima una auténtica y devastadora
mole humana.
—¡Ay! —gimió, componiendo una expresión de disgusto—. ¿Por qué no
se habrá quedado en su casa? ¿Es que no tiene nada mejor que hacer que
mortificarme?
Una vez recompuesto, el conejo pestilente se ajustó con suficiencia los puños
y los extremos del chaleco, que asomaban por la abertura frontal de su capa.
Paseó la vista por la fachada de la casa, afortunadamente sin reparar en la
cabecita que curioseaba tras las cortinas de una de las ventanas de la segunda
planta, y se encaminó hacia el portón de entrada, con la barbilla alzada y el
pecho ridículamente inflado, avanzando a pequeñas zancadas, que era todo
cuanto le permitían sus piernas cortas y rechonchas. ¿Acaso no era consciente
de lo ridículo que resultaba todo él? ¿De lo absurdo de su imagen, con esos
calzones hasta la rodilla que no hacían más que acentuar su baja estatura, esas
medias de seda perfectamente arrugadas y esos arcaicos zapatos negros con
hebilla, quizás tan viejos como él?
Un sonido leve cerca de su habitación llevó a Ana a desviar la vista del
exterior durante un segundo. La puerta se abrió y la silueta prominente de
doña Angustias asomó bajo el umbral, seguida por el fru fru de sus faldas.
Un suspiro resonó en la estancia, procedente de una aliviada Ana.
—¡Ay, nana, tienes que ayudarme! —Ana corrió hacia ella, que acogió su
impetuoso recibimiento con una expresión de sorpresa y una sonrisa
prudente. Tomó sus manos entre las suyas y la miró con ojos suplicantes—.
¡Está aquí! ¡Ese hombre ha venido! ¿Te lo puedes creer?
—¿Quién? ¿A quién te refieres?
Ana chasqueó la lengua con impaciencia y tiró de ella hasta la ventana,
para que lo viera por sí misma. Para su disgusto, en esos momentos solo
quedaba el sirviente, que conducía el caballo pinto hasta los establos.
—¡Al señor Monterrey! —expresó con fastidio. La anciana elevó las cejas
—. Parece ser que padre ha tenido la feliz ocurrencia de concederle permiso
para visitarme —Ana habló ahora con un ligero tono de enfado en su voz—,
lo que no debería extrañarme, teniendo en cuenta que previamente se lo ha
concedido para desposarme.
Frunció los ojos y los labios hasta que se transformaron en tres apretadas
ranuras.
—¿Está aquí? —fue lo único que preguntó el ama, que continuaba
observando el atrio sin ser capaz de ver nada más allá del empedrado del
suelo o el crucero de granito que ornaba la plaza—. ¿Tan pronto? ¡Si te fue
presentado ayer mismo!
—¡Te lo prometo, acabo de verlo desmontando de su caballo! —Puso los
ojos en blanco y resopló, a pesar de que sabía que su ama desaprobaba un
gesto tan vulgar y poco digno de una dama—. O, mejor dicho, tratando de no
caerse como un saco de patatas mientras lo hacía.
Doña Angustias se esforzó por contener la carcajada delante de ella, para
no alentar ese tipo de comentarios, pero se imaginaba la escena y, por su
vida, que se prestaba a reír hasta que se reventara el corsé.
—Pues teniendo en cuenta su edad y su envergadura, y el hecho de que su
casa se encuentra a una media hora larga de distancia del Pazo —la voz del
ama descendió una octava para adoptar un gracioso tono de confidencia—, ha
debido de resultar un viaje sumamente molesto para las ingentes posaderas
del señor Monterrey.
—¡Oh, pobrecito señor Monterrey! —exclamó Ana sarcástica—. ¡No sabes
la compasión que me inspira en este momento!
—Muy audaz por su parte venir a caballo, ¿no te parece, mi pequeña?
Como un donjuán o un Lancelot en pos de su damisela.
Ana puso los ojos en blanco.
—¡Oh, nana, no me mortifiques más! ¿Donjuán? ¿Lancelot? ¡Yo diría que
se asemeja más a Sancho Panza! —gimió—. Su única audacia es intentar
hacerse agradar cuando su presencia no podría resultarme más repulsiva.
—Sin duda debe de estar muy interesado…
Ana resopló con impaciencia. ¡Un interés del todo inapropiado y recibido
con auténtico disgusto! ¡Un interés que rayaba en lo ridículo al proceder de
un emisor de tan avanzada edad, y que aún se volvía más extravagante al ir
dirigido a una joven debutante!
Cuando escuchó la aldaba golpeando contra la puerta principal, sintió que
la sangre se helaba en sus venas y que el corazón detenía sus latidos. Un
sudor frío ascendió por su espalda y perló su frente. Seguramente, en pocos
minutos una doncella llamaría a su puerta para anunciarle la visita del
caballero y su interés por verla. ¡Y por su vida que no deseaba estar allí para
afrontar tal situación! ¡Y mucho menos disponer de la atención exclusiva de
aquel hombre!
—¡Nana, ayúdame, te lo ruego! No quiero verlo… —Su voz resultaba tan
suplicante y urgente, y su mirada tan lastimera, que la anciana no pudo evitar
compadecerse.
Tampoco ella deseaba un destino así para su niña. Aquella unión era
inaceptable, y no solo por la abismal diferencia de edad, sino por la verdadera
intención del padre al concertar tan disparatado enlace, y por el hecho
ineludible de que, por todos era sabido, Monterrey era un patán incorregible,
sucio, de rudos modales y aficionado a vicios muy desaconsejables para un
hombre de bien.
—¿Qué quieres que haga? —soltó en un suspiro—. ¿Qué podría hacer yo?
Ana trató de ordenar sus pensamientos con rapidez. No había mucho
tiempo, tenía que trazar un plan de huida con la destreza y la astucia de un
general de campaña que planificara la retirada de sus huestes.
—¿Dónde está padre?
—Ha salido con el apoderado a ver unas fincas.
Ana se mordió el labio inferior. Le beneficiaba que su padre no se
encontrara presente: de ese modo podría actuar con mayor libertad y sin la
necesidad de arriesgarse a sufrir represalias. De lo contrario, estaba
convencida de que don Alejandro le pondría él mismo un ronzal y le
entregaría las riendas al conejo pestilente.
—¡Ayúdame a salir por la puerta trasera! —pidió, suplicó en realidad,
sosteniendo aún las manos regordetas del ama entre las suyas—. ¡Ayúdame a
salir de la casa sin ser vista! —Las verdes pupilas de la joven eran en ese
momento vivo espejo de las lágrimas—. ¡Ayúdame a huir de él!
Doña Angustias meneó la cabeza, a pesar de que estaba considerando la
propuesta.
—¿Y a dónde piensas ir?
—¡No lo sé…! —La urgencia de su voz iba acompañada de miradas
fugaces y aterrorizadas a la puerta, esperando lo inminente.
—¿Vas a esconderte en la capilla? ¿En el palomar? ¿O en el huerto de
naranjos? —La anciana negó con la cabeza—. Ese hombre es capaz de
recorrer la finca con tal de encontrarte si sospecha que le engañamos. No
dejará rincón sin husmear.
¡Si carece de nariz, nana! Solo posee dos agujeros horadados en la cara a
tal efecto.
—¡Pues daré un paseo por el bosquecillo! No creo que se arriesgue a
caminar monte a través para encontrarme.
A pesar de parecerse a una liebre.
La anciana se escandalizó un instante.
—¿Por el bosque? ¡Ahí fuera hay zorros y toda clase de alimañas, niña, de
dos y de cuatro patas!
—¡Prefiero morir devorada por los zorros que pasar un solo minuto en
compañía de ese hombre, nana!
—No me parece bien; el bosque es peligroso, no lo conoces lo suficiente, y
además, sabes que no puedes abandonar el Pazo sola, ¿verdad? Tu padre te
matará, nos matará a ambas si se entera.
Ana pateó el suelo con la punta de su botina. Le fastidiaban aquellas
ridículas normas que seguían vigentes a pesar de que ya no era una niña. ¿Y
todo para qué? ¿A qué tanto celo? ¿Para acabar entregándola a un anciano
pestilente de mirada libidinosa y dientes enormes?
—No te preocupes, no me alejaré: permaneceré a la espera entre los
árboles. Nadie lo sabrá, padre no está aquí… —Se inclinó para conceder
mayor énfasis a su súplica—. Por favor, nana, por favor. Ese hombre es
repulsivo…
Doña Angustias meneó la cabeza justo antes de ayudarla a enderezarse y
llevarse las manos de la joven a los labios para besarlas con ternura. Acababa
de claudicar, una vez más, y lo haría cien mil veces con tal de verla feliz.
Aquel Monterrey nunca debiera haber aparecido en el camino de la chiquilla.
O mejor dicho: su padre no lo debería haber colocado allí. Era tan ridículo
que solo de pensarlo le provocaba arcadas.
—Está bien, te ayudaré a escaparte. —Ante la repentina expresión de
felicidad en el rostro de la muchacha, trató de componer una expresión
severa. No quería parecer demasiado débil o condescendiente a sus ojos—. Y
permanecerás atenta, entre los árboles de la linde del bosque, ni un solo metro
más allá. —Para enfatizar sus palabras, agitó el dedo índice—. Justo cuando
él abandone la propiedad, regresarás a casa por el mismo sitio por el que vas
a salir. Te esperaré en la puerta, ¿entendido? ¡Ni un minuto más tarde!
Ana, con la sonrisa en los labios, levantó la mano derecha.
—Lo prometo, nana.

Alberto Monterrey no daba crédito a la información que acababa de recibir


hacía tan solo unas horas.
Había llegado al alba a la casa que su padre poseía en la costa gallega para
sorprenderlo con una de sus esporádicas visitas, justo cuando el sol
escarchaba el cielo en decenas de ronchas anaranjadas.
Solía aparecer sin ser anunciado, esperando así que la inconveniencia de su
llegada propiciara que la visita acabara siendo más corta debido a
compromisos previos de su padre que, por no ser avisado con antelación, no
le hubiera sido posible cancelar. Además, y tenía que reconocerlo, le gustaba
provocar al viejo, incluso molestarlo, actuando de forma inconveniente y
poco respetuosa, como era el hecho de entrar y salir a su libre albedrío, sin un
anuncio, sin una simple nota. Dando a entender que no lo tenía en tan alta
estima como para ello.
Esa misma mañana, mientras le acompañaba durante un desayuno
tempranero, el anciano le soltó la perla de que pretendía desposarse en pocos
meses. Así, como quien menciona un asunto tan intrascendente como el
tiempo.
Al escuchar semejante estupidez, espurreó con violencia el café que le
acababa de servir una de las doncellas de la casa. Había pretendido
desestabilizarlo con su visita inesperada, y ahora resultaba que era él el
sorprendido y el desestabilizado. ¡Viejo zorro! Siempre acababa saliéndose
con la suya. Pero… ¿Casarse? ¿Con setenta años? ¿En su estado de
decrepitud? ¡Por su vida que no había escuchado disparate igual en mucho
tiempo!
Si bien había que reconocer que en cada decisión del empresario había
bastante de absurdo y muy poco de sensatez. Así era desde que él le conocía
o, al menos, desde que había empezado a tener uso de razón para poder
juzgarlo con cierto criterio.
Jenaro Monterrey: un hombre extravagante en su apariencia, grotesco en
sus ademanes, zafio en su comportamiento y demasiado liberal y poco
juicioso en su mentalidad.
Esas, entre otras muchas conductas censurables, habían sido las causas que
llevaron a su único vástago a apartarse de su padre de forma paulatina, hasta
el punto de que, en la actualidad, entre ellos el contacto había desaparecido
casi por completo.
¿Podría decirse que mantenían una relación… cordial? Ni tan siquiera eso,
puesto que para alimentar una relación cordial hacía falta un poco de
amabilidad y, entre los dos, el trato era tan frío y distante como complicado.
Rara era la ocasión en la que no acabaran discutiendo a voz en grito, y eso
que sus encuentros se reducían al mínimo. Con todo, y a pesar de lo poco que
se veían, padre e hijo podían acabar lanzándose por la boca, el uno al otro,
sapos, culebras y demás delicias verbales con absoluta facilidad.
Dos o tres breves visitas al año, por tanto, eran más que suficientes para
Alberto, pues, de haber tenido que soportar la presencia del anciano más a
menudo, hubiera acabado por perder la cabeza. O directamente, por
arrancársela a él de cuajo.
Así estaban las cosas desde que su santa madre falleciera muchos años
atrás. La buena mujer se había ganado un sitio en el cielo tan solo por
soportar a aquel hombre durante tanto tiempo y en silencio, sin protestar,
cargando con todo el peso de aquella relación infame con el mismo empeño e
igual resignación con la que Atlas cargaba el peso del mundo sobre sus
hombros. Ella había sido la única capaz de meter en vereda y atar en corto, al
menos en apariencia, a aquel potro desbocado y, a su vez, había aportado la
única dosis de raciocinio y sensatez a aquella relación. Una vez la parte
lógica hubo desaparecido, el hombre se volvió intratable. Seguramente ya lo
fuera con anterioridad, pero la gran dama que guardaba sus espaldas se
encargaba también prudentemente de disimular frente al mundo sus deslices,
para conseguir que aquel cavernario aparentara ser solo un poquito más…
cívico.
Por ello, una vez que Alberto Monterrey consiguió formarse, terminar su
carrera de derecho y convertirse en un activo importante para la sociedad,
aprovechando el impulso que le proporcionó la ausencia de su madre, la
única del dúo chocante a la que en realidad amaba, decidió poner tierra de por
medio y marcharse lo más lejos posible de Galicia, de tantos dolorosos
recuerdos, de una vida incompleta y, por supuesto, de su padre. En la Villa y
Corte encontró al fin su lugar, y allí llevaba años ejerciendo su profesión en
un bufete que había abierto en sociedad con un compañero de la universidad.
Ya no había nada que le atara a Galicia, máxime desde que su propio padre,
años atrás y aún en vida de su esposa, pusiera el grito en el cielo al descubrir
que su único hijo no deseaba perpetuar la tradición familiar de las salazones,
sino estudiar una carrera ridícula que, a sus ojos, le convertiría en un
señoritingo engolado y presuntuoso. Un indigno hijo de su padre.
Desconocía tal vez el señor Monterrey que el sentimiento de vergüenza e
indignación era recíproco.

Cuando su padre le comunicó que no podría atenderlo durante unas horas


puesto que se disponía a visitar a su prometida, sintió un infinito alivio por sí
mismo, y una lástima ingente por la incauta afortunada. ¡Y condesa, además!
Desde luego, estaba claro que en la alta sociedad las mentes involucionaban,
en vez de avanzar. ¿De qué otra forma podía entenderse que un hombre
sensato desposara a su única hija, una jovencita de dieciocho años y
aristócrata, para más señas, con un vejestorio que podría ser su abuelo? ¡Y
encima uno como su padre, muy poco agradable a la vista, por cierto, y con
un alma aun más horripilante que su apariencia!
La condesa de Rebolada y señorita de Covas, le había informado su padre,
ebrio de presunción, era su futura prometida.
Y, ciertamente, no tenía el gusto de conocerla. Aunque si, como le había
dicho, acababa de salir de un colegio de señoritas donde había permanecido
interna toda su vida, ni siquiera debía de haber debutado en sociedad, por lo
cual era normal que nadie hubiera tenido aún el privilegio de contemplar a la
exquisita flor.
¡Pobre muchacha, que nada más despertar al mundo ya se topaba de bruces
con una realidad bien cruda y desagradable! Ni siquiera le habían dado la
oportunidad de florecer, de exhibirse, de disfrutar de la vida, de su lozanía y
de los privilegios que conllevaba su condición noble. Verdaderamente, era
muy digna de lástima. Sentía una gran curiosidad por conocerla, pero ya
llegaría el momento oportuno.
Con ese pensamiento por bandera, y aprovechado su estancia en la costa,
decidió acercarse a los establos, mandar ensillar uno de los caballos y salir a
cabalgar para explorar un poco y distraerse de las locuras del mundo… y de
su padre. Al fin y al cabo, se encontraba allí por un tiempo indefinido, y no
era cuestión de desaprovechar el viaje. Por lo que recordaba de sus años
jóvenes, Galicia era un lugar muy bello plagado de esencias. Los bosques
cercanos serían una grata opción para perderse por unas horas.
¡Al diablo con las condesitas desafortunadas, con los viejos verdes
deseosos de dar guerra, con los padres que solo piensan en casar a sus niñas
con peces gordos insufribles y con los incautos como él que se veían
obligados a vivir en semejante sociedad de hipócritas!

Lucía en esas horas un sol radiante de principios de abril en un cielo


inesperadamente despejado, lo que por aquellos lares no sucedía demasiado a
menudo y resultaba muy de agradecer.
Desatendiendo las indicaciones de doña Angustias, y faltando a su palabra,
Ana acabó por adentrarse en el bosquecillo que circundaba la propiedad,
movida por su amor innato por la naturaleza y por el placer que le reportaba
extraviarse en cada uno de sus rincones, más que por un mero instinto de
desobediencia. Y no se trataba de campo raso sencillo de explorar, o de un
jardín acicalado como el del Pazo, sino de un empinado monte infestado de
helechos que proliferaban como una plaga. Pinos, eucaliptos, robles y
castaños salpicaban por doquier el verde manto de la foresta y, como única
vereda en tan abrumadora acuarela, un serpenteante sendero de cabras
trazado en severa pendiente por el que no resultaba fácil avanzar, debido a su
condición agreste y a las piedras sueltas que lo componían. Por supuesto, el
vestuario y la endeble condición física de la caminante también contribuían a
hacer que el camino pareciera intransitable. Si cualquier caballero
consideraba que ser mujer era sencillo, pensaba ella a cada paso, no tenía más
que intentar ascender una ladera ataviado con un par de capas de enaguas,
metros de pesada tela, un miriñaque que no hacía más que estorbar e
incomodar a cada paso y unas botinas que se ceñían dolorosamente a los
tobillos. Cualquier otra odisea no tendría comparación.
En un rellano del camino, justo en un altillo que se abría en una curva
despejada a modo de mirador, se paró, brazos en jarras, cogió aire y
contempló fascinada la inmensidad que se extendía ante sus ojos.
Olor a pino, a tierra mojada, a vegetación y a mar llegó en volandas hasta
ella. A salitre y a libertad.
—No creo que exista belleza semejante en el mundo… —murmuró para sí
misma. Siempre había creído que la situación del Pazo era privilegiada, y sin
duda lo era, pero desde allá arriba, viendo ahora incluso la señorial propiedad
de los Altamira tan pequeñita, se daba cuenta de la magnificencia real de la
naturaleza. Y de lo insignificantes que resultaban los seres humanos en
comparación.
Animada ante la perspectiva de la belleza que aún debía de quedar por
descubrir, se sujetó de nuevo las faldas y continuó ascendiendo con brío.
Había tenido la prudencia de tocarse con un sombrero de generosa visera, lo
que era de agradecer ya que el sol se derramaba sobre su cabeza con empeño.
Jadeando a causa del esfuerzo, alcanzó al fin la cima del monte. A partir de
ahí todo sería más fácil, se dijo a sí misma para sobrellevar el dolor en las
piernas y la falta de aire. Brazos en jarras, sonrió, alzando la mirada al cielo.
Un cielo azul e imponente que contemplaba ahora a través de la vidriera
verdosa que formaban las ramas de los árboles, entrelazadas sobre su cabeza,
agitando sus hojas en el aire para filtrar los rayos del sol que llegaban hasta
ella en zigzagueantes haces de luz. Un verde intenso y una luminosidad
cegadora se derramaron sobre su rostro, proporcionándole una agradable
sensación de calor y de libertad.
Abrió los ojos de golpe y una amplia sonrisa ensanchó su rostro. ¡Libre!
¡Libre como el propio sol, como las mariposas y como la canción del viento
entre el follaje!
No se lo pensó dos veces.
Alzando los brazos para intentar no tropezar con la maleza, se lanzó
sendero abajo a todo correr. Con todo, las ramas bajas de los árboles no
dejaban de golpearla, enganchándose en el sombrero o en los brazos alzados
durante el descenso. El aire azotaba su rostro y amoldaba al torso y a la
estructura de la crinolina la tela de su vestido. A pesar de tales
incomodidades, la sensación de libertad resultaba indescriptible.
Hasta el justo momento en el que sus propias piernas se enredaron con
algo, tal vez entre sí mismas, con las propias enaguas o con el aro, y acabó
por resbalar y caer al suelo de espalda, cuan larga era. Consecuencia de ello:
un terrible dolor en la parte baja de la espalda y el vestido seguramente
echado a perder.
Gimiendo, trató de incorporarse, pero en realidad el dolor en cierta zona era
tan fuerte que desistió.
Todavía continuaría lamentándose para sus adentros de su falta de
coordinación y de lo terrible de aquel momento, de no ser por la repentina
interrupción que tuvo lugar.
—¿Puedo ayudarla? —Una voz masculina surgida a su espalda, desde
algún lugar entre la maleza, la asustó, provocando que diera un respingo y
volviera la cabeza en la dirección de la que procedía.
El propietario de la voz asomó entre los helechos. Detrás apareció un
caballo blanco que él guiaba tirando suavemente del ronzal.
Ana lo evaluó rápidamente con la mirada, calibrando si existía en él algún
vestigio de peligrosidad que lo convirtiera en una presencia amenazante. Era
un hombre joven y muy apuesto, si bien debía de acercarse ya a la treintena, a
juzgar por su fuerte complexión, su porte varonil y la expresión sobria de su
rostro. Vestía tres cuartos de paño marrón oscuro, un pantalón en tonos beige
con bolsillera frontal y un sencillo chaleco a juego con el pantalón. Calzaba
lustrosas botas de montar y no usaba sombrero, por lo que su abundante
cabello rizado quedaba a la vista. Seguramente fuera la marcada ondulación
del cabello la que le confería a aquella oscura mata una apariencia despeinada
e ingobernable. Y a la vez, le proporcionaba a su propietario un seductor
aspecto salvaje. Dos abundantes patillas enmarcaban un rostro serio, pero
agradable a la vista.
Apartó la mirada con rapidez; demasiado agradable a la vista, a decir
verdad.
En un acto reflejo, estiró la tela de la falda, tratando de mantener los
tobillos ocultos de la vista del hombre.
Una vez a su altura, el caballero cabeceó en cortesía. Ella hizo lo propio
con un movimiento breve y apenas perceptible.
—Disculpe mi intromisión, señorita. Espero no haberla asustado, pero no
sabía de qué otra forma podía si no ayudarla. He visto cómo tropezaba y se
caía —aclaró, soltando las riendas del caballo para acuclillarse a su lado—.
¿Se ha hecho usted daño?
Sí, muchísimo: en mi dignidad.
Ana se ruborizó hasta el mismo nacimiento de sus cabellos. Mantenía la
cabeza inclinada y vuelta a un lado, sin ser capaz de mirar directamente al
caballero, tanto por vergüenza como por recato. Su respiración, a causa de la
caída y de tantos sentimientos, se había vuelto entrecortada.
—Me encuentro bien, gracias… —compuso el agradecimiento con los
labios en un leve susurro.
La había visto caer. Por lo tanto, habría percibido lo indigno de su caída y
la aparatosidad de la misma. También, si era un poco avispado, se habría
dado cuenta de la zona de su anatomía más resentida en esos momentos.
La vergüenza que experimentó no podría ser mayor en modo alguno, ni
tampoco el calor y la tonalidad que debía de encender sus mejillas.
7
—Le ruego que acepte mi brazo como apoyo. —Ante la mirada dubitativa de
ella y, a la vista de las vibrantes pupilas que asomaban en un gesto mohíno,
continuó—: soy un buen tipo, se lo prometo.
Y una sonrisa amable secundó sus palabras mientras tendía su antebrazo
con gentileza. Ana dudó unos segundos. Aquel hombre era un extraño, un
completo desconocido, y los dos se encontraban solos en el bosque.
No es de recibo, no está bien, no le hables, no permitas ni que te toque…,
martilleaba en su cabeza la sensata y siempre prudente voz de la conciencia.
Pero te has hecho daño, no puedes ni levantarte sola, seguramente hasta
cojearás, ¡ay! ¿No te das cuenta de que te has caído como un saco de
patatas, muchachita imprudente? Necesitas ayuda… azuzaba en el otro
hemisferio de su cabeza, la picajosa voz de la lógica.
Suspirando en profundidad, componiendo un gesto de disgusto y tratando
de mantenerse neutra ante la batalla emocional que se disputaba en su
interior, pasó finalmente su mano por el hueco que ofrecía el brazo del
hombre, dispuesto para ella formando un perfecto asidero.
Al levantarse del suelo, con ayuda del caballero, un dolor agudo traspasó
cierta zona innombrable de su anatomía y, para tratar de ocultar tanto su
vergüenza como su dolor, se mordió el labio inferior mientras apretaba los
párpados con fuerza, hasta ver chiribitas en la negrura. Una vez en pie, se
recompuso el vestido con risible dignidad, tratando de conservar todo el
aplomo arruinado durante la caída, aunque el brillante arrebol que adornaba
sus mejillas se lo ponía difícil.
Alberto Monterrey, a su vez, se obligó a contener una sonrisa, percatándose
del gesto contenido de su acompañante. Era consciente de que la joven no se
había lastimado seriamente y, por lo tanto, su preocupación se reducía a la
caballerosidad obligada en esos casos.
De ese modo, mirándose de forma furtiva, entre risas contenidas y
disimuladas muecas de dolor, empezaron a caminar sendero abajo.
—Despacio. No deseamos sufrir un nuevo percance, ¿verdad? —bromeó,
tratando de quitar hierro al asunto. Aunque solo consiguió que la joven se
sintiera todavía más avergonzada ante el recordatorio de su incidente—.
Tampoco tenemos prisa, no vamos a apagar ningún fuego; lo importante es ir
pasito a paso. ¿Puede caminar bien? ¿Es preciso que la lleve en brazos?
Ella asintió con gran vigor, para después negar con idéntico brío,
totalmente ruborizada. Si la cogía en brazos, ¡en sus brazos!, corría un serio
peligro de incinerarse por combustión espontánea. Y si no acababa muerta de
ese modo, lo haría de un inevitable ataque de vergüenza.
Caminaron un pequeño trecho en silencio, con el caballo siguiéndolos a
escasa distancia, como un centinela respetuoso. La fuerte respiración del
animal y las pisadas de ambos sobre la alfombra de agujas de pino se unieron
a los diversos sonidos del bosque.
Ana no sabía qué decir, ni si se esperaba que dijera algo, por lo que se
limitó a caminar con la cabeza inclinada y dos rosas encarnadas en las
mejillas. No podía dejar de imaginarse a sí misma en brazos de aquel apuesto
Lancelot, visión que no contribuía a la relajación de espíritu ni a la
concentración mental, sino a un repentino y evidente coloreamiento del
rostro, con su consiguiente atropello respiratorio.
Suspiró de forma apenas perceptible. Jamás se había visto en una situación
semejante y, por supuesto, era la primera vez que paseaba del brazo de un
caballero. ¡Y especialmente de uno tan apuesto como aquel!
Tras ese pensamiento, no pudo evitar dirigir a su acompañante y salvador
una nueva mirada furtiva.
Puede que fuera totalmente inexperta en las lides de la vida y las relaciones
sociales, pero tenía ojos en la cara, aunque en esos momentos hubiera
preferido mil veces ser ciega y, por lo tanto, inmune a la presencia de aquel
bello ángel de la guarda.
Era alto —la cabeza de ella apenas rozaba su hombro—, fuerte, atlético y
de atractivo rostro de mandíbula cuadrada, en el que destacaba una barbilla
varonil provista de hoyuelo. La perfecta imagen de un héroe.
—¿Dónde vive? —La pregunta de él resultó tan inesperada que la joven no
pudo más que balbucear sílabas inconexas. Él sonrió, divertido ante su
turbación—. No se preocupe, le he asegurado que soy un buen tipo: solo
deseo escoltarla hasta su casa para comprobar que llega usted bien.
—No creo que sea lo más prudente, señor —susurró, avergonzada.
Llegar al Pazo colgada de su brazo era lo más imprudente que podría
pasársele por la cabeza; máxime con el conejo dentudo rondando.
—Insisto, me quedaré más tranquilo si sé que no vuelve a resbalarse
durante su paseo. Es lo menos que un caballero debería hacer.
Ana se mordió el labio inferior e inclinó de nuevo la mirada. Seguramente,
en sus adentros, el caballero se burlaba de ella o, al menos, ese temor era el
que martilleaba en su cabeza, torturándola y humillándola a cada paso un
poco más. Debía de haber resultado muy cómico para él ver cómo, entre
correteos inapropiados, aquella señorita se caía en medio del camino con tan
poca dignidad; aunque en su favor debía reconocer que no había hecho
ningún comentario jocoso al respecto, y que había acudido en su auxilio
como un auténtico salvador. Por tanto, resultaba injusto por su parte pensar
mal de él.
—Vivo muy cerca de aquí —atajó con brusquedad, pero trató de
enmendarse sonando más amable a continuación—. Será suficiente si me
acompaña hasta la linde del bosque, al pie del camino real.
—¿Me pide que la deje sola en el bosque? ¡Vaya, eso sí suena
imprudente… y muy poco caballeroso por mi parte!
—Le aseguro que vivo muy cerca, señor, mi casa se yergue justo en la
linde del bosque.
Alberto decidió no insistir. Al fin y al cabo, la joven parecía encontrarse
bastante bien. Ni cojeaba, ni se resentía a simple vista del golpe. Y además,
podía seguirla a una distancia prudencial para asegurarse de que llegaba sana
y salva. Su caballerosa conciencia cumpliría perfectamente su función y ella
no se sentiría incomodada.
—Está bien, usted manda —concedió.
Ana esbozó una sonrisa de suficiencia, porque era la primera vez que
alguien le otorgaba semejante potestad de mando.
Mientras continuaban caminando, despacio y en silencio, Alberto dirigió a
la joven una nueva mirada furtiva, ¡y ya iban unas cuantas!, tan solo para
confirmar lo que había constatado desde un principio: era hermosa como una
flor, y fresca y radiante como si la hubiera besado el rocío de la mañana.
Sonrió de medio lado, tratando de disimular el gesto. Sí, sin duda su
expedición por los bosques estaba resultando de lo más interesante. Mucho
más, desde luego, que soportar las presunciones románticas de su despótico
padre.
Había abandonado la residencia del salazonero intentando despejar la
cabeza de malos humores y, a media hora de distancia, bosque adentro, se
había topado con una auténtica ninfa, de esas de las que solo se tiene
constancia a través de las leyendas y el folklore popular.
Una sonrisa, esta vez más radiante y menos contenida que la anterior, curvó
sus labios, al tiempo que empezaba a mofarse de sí mismo.
¿Te has vuelto loco, Alberto? ¿O acaso el salitre afecta a tu sentido
común? ¿Ninfas? ¿Flores radiantes? ¿Besos de rocío? ¡Ja, valiente bobo
estás hecho!
Exhaló muy despacio, tratando de borrar de su cabeza esos desvaríos
matutinos dignos de Espronceda. No era una ninfa, por el amor de Dios, ni él
era un poeta, pero estaba claro que no se trataba tampoco de una campesina, a
juzgar por la elegancia y la calidad de sus ropas, por su piel de porcelana o la
finura de sus manos; por fuerza debía ser una joven de buena cuna. La hija de
un terrateniente, o de un activo importante del condado. Aunque ninguna
joven de buena familia, sensata y prudente, cuya reputación se velara a cada
segundo con celo, pasearía sola por el bosque sin carabina.
Frunció el ceño cuando un innato instinto protector y censor, digno de
cualquier caballero que se preciara de serlo, arraigó en su pecho. ¿Dónde
estaba su carabina?
—Si me permite la apreciación, señorita, no debería usted pasear sin
compañía tan lejos de su casa. Resulta muy poco juicioso por su parte.
Ana parpadeó, tensándose sin querer ante la inesperada amonestación.
—Le he dicho que vivo muy cerca, mi casa queda apenas a unos pocos
metros —expuso en un tono de protesta, encarnándose todavía más a causa
de la vehemencia de su defensa—. Resulta perfectamente juicioso y
aceptable.
Alberto sonrió, divertido ante el inesperado viso rebelde que percibió en las
palabras de la muchacha. La jovencita tenía carácter… y orgullo. Buena cosa.
O quizás no tan buena: cuanto más la miraba y la escuchaba expresarse, más
le gustaba.
—Ha tenido usted suerte de toparse conmigo —añadió, chinchándola—,
pero una mujer sola en medio del bosque puede presentarse como una presa
demasiado fácil y apetecible.
—¿Una presa para los zorros y las alimañas, quiere decir? —preguntó ella,
sumándose a la chanza y recordando las palabras de doña Angustias.
—¡O para los salteadores de caminos y otras almas descarriadas que se
ocultan en las sombras! Créame, las criaturas que se mueven sobre cuatro
patas son las menos peligrosas que se encontrará por estos lares —atajó él,
concediéndole a sus palabras un tono intrigante, sesgando los ojos y bajando
la voz—. Me temo, señorita, que el mundo está plagado de gente malvada
dispuesta a corromper a las pobres almas, incautas e inocentes, que se pasean
en soledad por los bosques más oscuros. —Irguió la barbilla con solemnidad
para rematar su discurso—. Le sorprendería a usted todo lo que hay ahí fuera.
Ana se humedeció los labios y ahogó un jadeo.
—Pero no se mortifique, está usted perfectamente a salvo conmigo —
continuó él—. Ningún rufián se atreverá a corromper su alma mientras
permanezca bajo mi amparo.
—Me alegra saberlo, señor.
Alberto sonrió con amplitud, mientras ajustaba sutilmente el brazo de Ana
sobre el suyo, provocando con ese gesto que un millón de hormigas
corretearan sin control por el vientre de la joven.
—La acompañaré a casa.
—A la linde del bosque —corrigió ella con suavidad.
—A la linde del bosque —concedió, sin aflojar su sonrisa, ni su amabilidad
—, y así me quedaré más tranquilo, sabiendo que ni usted ni su alma han
sufrido un nuevo percance. ¿Le parece bien?
—Me parece bien —asintió, arrebolada y nerviosa, consciente de la extraña
calidez, del agradable cosquilleo, que ascendía en oleadas desde lo más
profundo de un vientre torturado por millones de hormigas saltarinas—. ¿Es
usted de San Julián? —preguntó, y acto seguido, se mordió la lengua para
ruborizarse después con intensidad.
¡Tonta, tonta, más que tonta!, se recriminó mentalmente mientras, a modo
de penitencia, seguía mordiéndose la punta de la lengua y notaba cómo el
rostro le ardía en fuego puro.
Cualquier señorita con un mínimo de juicio y sensatez en su adornada
sesera se limitaría a permanecer con la cabeza y la mirada inclinadas, y la
boca perfectamente sellada, osando abrirla tan solo para responder a las
preguntas pertinentes —si las hubiere— dirigidas a su persona. Y en ese
caso, dicha señorita prudente y juiciosa, se limitaría a responder empleando
los monosílabos de rigor. Pero ella… ¿Qué había sido de su cordura? ¿Dónde
había quedado su sensatez? ¿Qué iba a pensar aquel intrépido héroe de ella?
Pero el caballero no pareció acusar la falta ni darle mayor importancia al
asunto. Sin dejar de sonreír con condescendencia y caminar erguido como un
guerrero, respondió:
—No, no soy de aquí. Solo he venido a visitar a un pariente. —Alberto
enmudeció un segundo, calibrando si debía revelar el parentesco que le unía
al tirano. Seguramente, la gente de san Julián tendría un mal concepto de su
padre. Era inevitable en cualquiera que le conociera siquiera un poco. El viejo
siempre había sido un tirano, un déspota y un viva la Virgen. Su fama debía
de precederle. Y en esos momentos, lo que menos deseaba era que aquella
muchachita de aspecto dulce lo asociara con él, un alma corrompida y negra.
Por tanto, calló—. Solo me quedaré una semana o dos en el pueblo, a lo
sumo.
Sin saber por qué, Ana sintió una punzada de decepción. De algún modo,
durante el paseo, se había atrevido a formar castillos de naipes en su cabeza.
Castillos de los que aquel caballero era el rey indiscutible.
—¡Oh! Entiendo… —E inclinó la vista para fijarla, bajo un ceño
profundamente fruncido, en el tapiz verde y ocre del suelo.
Pero no lo entendía, no. ¡Qué mala suerte la suya! La única persona que
había podido conocer desde su llegada al Pazo, la única alma extramuros,
aparte de aquel horroroso Monterrey que le revolvía el estómago, era su bello
ángel guardián. Y ahora acababa de descubrir que ni tan siquiera podría
seguir disfrutando de su compañía, no podría tratarlo ni deleitarse con su
bello porte, puesto que tan solo estaba de paso en el pueblo…y, por lo tanto,
en su vida. ¡Qué injusto era el destino!
Siguieron caminando en silencio, cada cual perdido en sus cavilaciones (el
uno considerando el infortunio que suponía estar emparentado con aquel
viejo verde, la otra maldiciendo su mala suerte y la dolorosa sensación de
vacío que se había formado de pronto en su pecho), hasta que el caballero
detuvo sus pasos, obligándola a levantar la mirada. Se encontraban en los
lindes del bosque, junto al camino real. A poca distancia de la jaula de oro.
Jamás un paseo le había resultado a Ana tan corto y frustrante.
—Bien, los límites del bosque, tal y como usted solicitó.
Ojalá el bosque se extendiera hasta el otro extremo del pueblo, pensó ella.
—La libero de mi compañía, señorita, para que pueda volar libre hasta su
nido.
Hasta mi jaula.
Con indisimulable pesar, Ana deslizó su brazo del amable asidero que le
había sido dispensado, inclinó la cabeza en reverencia y sonrió con timidez.
Detestaba tener que poner fin a aquel breve paseo, puesto que jamás se había
sentido tan cómoda, y a la vez en continua tensión, en presencia de otra alma.
Una tristeza insondable se apoderó de ella, acrecentando el agujero de su
pecho y la sensación de abandono que amenazaba con enseñorearse de su
alma.
—Agradezco su amabilidad, espero no haberle incomodado demasiado —
murmuró la joven, alargando el momento de la despedida y, por tanto,
torturando a su corazón.
Él meneó la cabeza, y su amable sonrisa llenó de luz el alma de Ana. Una
luz y una sonrisa que ella se prometió guardar como un tesoro entre sus
recuerdos.
—¡Oh, no! Ha sido muy grato ejercer de caballero andante, créame: lo
mejor en lo que podría ocupar mi tiempo. Aunque confío en que, en el futuro,
tenga usted más cuidado; no salga sola ni corretee por el bosque, ¿me lo
promete? —Ana, ruborizándose hasta el nacimiento de sus cabellos, asintió
despacio—. No siempre voy a contar con la suerte de estar cerca de usted
para socorrerla. —Haciendo perdurar su sonrisa, él prosiguió hablando, lo
que provocó que decenas de mariposas aletearan en el estómago de su
acompañante—. De verdad, ha sido un placer escoltarla hasta aquí, señorita.
Me alegro de que no haya sufrido un mal mayor.
Ana agradeció sus palabras con una sonrisa nerviosa, realizó una rápida
flexión de rodillas y se volvió para alejarse con paso rápido. Era eso o
arriesgarse a que su corazón sufriera algún tipo de colapso.
—¿Es ese edificio que se ve a lo lejos, entre los árboles, el Pazo de
Rebolada? —Aquella voz, una octava más alta de lo normal, la obligó a
detener sus pasos en seco.
Giró ligeramente la cintura para mirarlo a los ojos. Unos ojos profundos de
color obsidiana, ahora fijos en un punto más allá de ella. Un estremecimiento
la sacudió de arriba abajo al tiempo que una suave oleada de calor subía por
su espalda.
Devolvió la mirada al frente y pudo trasver, entre los pinos y los viejos
robles del lugar, los oscuros muros del Pazo, sus paredes vestidas de cal, su
señorial tejado de pizarra y sus augustas chimeneas.
Un nudo se formó entonces en su garganta. No había contado con que,
desde aquel lugar, en los límites del trazado del bosque, el Pazo quedaba
perfectamente a la vista. De hecho, destacaba con absoluto descaro entre los
árboles, como un pendón que, lejos de esconderse, se empeñara en sobresalir
y hacerse notar.
—Sí, ese mismo es —murmuró, volviéndose lentamente, con el rostro
demudado en una máscara de preocupación y temor. Pudo apreciar un brillo
extraño en los ojos del caballero, que asoció de inmediato con el pasmo y la
fascinación que embargaba a todo cristiano ante la primera visión del Pazo.
El Pazo de mi familia, mi hogar, el que mi padre ha convertido en una
prisión.
—He oído hablar de él… y de sus moradores. —Ana tragó saliva. De
forma inconsciente, acababa de referirse a ella como moradora del Pazo y, sin
embargo, había apreciado un ligero matiz de ignorancia en la voz del
caballero—. ¿Se dirige usted allí? —preguntó de nuevo, sin dejar de mirar la
fortificación.
Ana cabeceó en asentimiento, nerviosa, con el ceño ligeramente fruncido.
¿No la había reconocido como la condesa? ¿De veras no se había dado cuenta
de que se trataba de ella? Sin saber por qué, una agradable sensación de alivio
la recorrió, y el nudo que oprimía su garganta, desapareció. Por un momento,
aunque se tratara del momento más fugaz e irrelevante, se sintió libre.
—Vivo allí —dijo, apenas en un susurro.
El asintió, sin apartar los ojos de aquellos muros agrisados. Mucha gente
viviría en el Pazo: doncellas, domésticos, asistentes personales, damas de
compañía, parientes de noble nacimiento pero de rango inferior al de su
anfitriona…
La curiosidad le carcomía por dentro. ¿Qué lugar ocuparía aquella joven en
el Pazo? Quería preguntar, quería conocer detalles acerca de la condesa, su
futura madrastra. Necesitaba saber tantas cosas para tratar de entender…
Su padre debía de estar en esos momentos en el interior del Pazo, reunido
con su prometida, tal y como había proclamado muy ufano antes de salir de
casa. La señorita condesa de Rebolada. ¿Cómo sería ella? ¿Digna de lástima?
¿O por el contrario, merecedora de la penitencia que se le venía encima?
Parpadeó con insistencia, devolviéndose a la realidad, dejando en un
segundo plano la visión del edificio señorial y su curiosidad acerca de sus
habitantes, para centrarse en aquella dulce joven que estaba junto a él y que
parecía mirarlo con el corazón en un puño.
—Antes de despedirnos, ¿puedo preguntar el nombre de la dulce damisela
que he tenido el privilegio de socorrer?
Ella sonrió y sintió cómo toda la sangre de su cuerpo se concentraba en sus
mejillas.
—Ana… —Pensó deprisa. Ya que él no la había identificado, por una vez
deseó ser otra persona distinta y verse libre de convencionalismos. Deseó no
ser quien era, para poder ser quien ella quisiera. Y en ese momento de
inspiración, de locura e inconsciencia, acudió a su mente el apellido de su
ama de cría, que decidió hacer suyo en ese mismo instante—. Ana Guzmán.
Y dobló las rodillas en una tímida reverencia.
—Ana Guzmán —susurró muy despacio, como si paladeara el nombre,
como si pretendiera grabarlo a fuego en su memoria. Como ella lo miraba
con insistencia y gesto interrogante, se dio cuenta de su despiste y se apresuró
a enmendarlo—. ¡Oh, disculpe, Alberto, Alberto Mont…!
Justo en ese instante, una voz aflautada y perfectamente agitada, sonó
desde algún lugar cerca de aquellos muros, interrumpiendo las presentaciones
y suspendiendo la media reverencia que el caballero había iniciado.
—¡Ana, niña Ana! ¿Dónde estás?
La respuesta de Ana fue abrir unos ojos como platos, formar una «o»
perfecta con su boquita de piñón, sujetarse las faldas y echar a correr hacia el
lugar del que procedía la voz a toda la velocidad que soportaban sus piernas.
Ni una mirada a modo de despedida, ni una simple cabezada; su recuperado
sentido común la instaba a alejarse de allí de inmediato con el fin de tratar de
enmendar su falta. ¡El ama iba a regañarla hasta hartarse!
Alberto la observó alejarse con una sonrisa en los labios. Sin duda, había
sido una expedición muy provechosa e inspiradora la de aquella mañana.
Aunque la señorita no fuera una ninfa de los bosques ni una náyade de los
ríos, sino simplemente, Ana Guzmán.

—¡Te dije que no te alejaras! —la regañó doña Angustias, sujetándola por
la muñeca y tirando de ella, no con enfado o violencia, pero sí con
determinación.
—Me despisté… De repente sentí la imperiosa necesidad de aire fresco y
de un paseo por la naturaleza —protestó Ana, lo suficientemente bajito como
para demostrar que era consciente de su error.
Había faltado a su palabra motivada por su innegable fascinación hacia la
naturaleza y por un primario instinto de libertad. Algo que jamás podría
experimentar entre las cuatro paredes de su jaula de oro. Pero tampoco había
sido algo tan grave e irreparable, pensaba para sus adentros; no había habido
consecuencias negativas, y nadie había salido mal parado, salvo ella y su
malogrado trasero. Muy al contrario: gracias a ese pequeño acto de rebeldía,
había conocido a un caballero apuesto y agradable. Su ángel guardián.
La sonrisa que asomó de forma inconsciente a sus labios provocó un nuevo
bufido de doña Angustias que, delante de ella y desconociendo sus
pensamientos, caminaba apretando el paso, resoplando, meneando la cabeza
y protestando de forma airada bajo las amplias capas de tela.
—¡Aire fresco y un paseo por la naturaleza! ¿Y qué pasa con tu vestido? —
Con un repentino aspaviento, como si ambas ejecutaran un controvertido
paso de baile, hizo girar delante de sí a la joven, obligándola a mostrarle la
espalda. Ana deslizó las manos por la tela, tratando de alejar la atención de la
mujer de esa parte del vestido. Su sentido de la culpabilidad no tardó ni
medio segundo en teñir sus mejillas de escarlata.
—¡Ay, nana, me caí! —protestó, empezando a perder la paciencia. Algo
que sucede cuando se tiene mucho que ocultar y pocas ganas de sacarlo a la
luz—. No creo que sea un crimen contra la humanidad el hecho de que la
señorita condesa se resbalara y se cayera, ¿verdad?
—¡Lo será si tu padre se entera de todo esto! —Y acto seguido jadeó con
resignación, venció los hombros hacia delante y dedicó a la niña la típica
mirada que conceden los padres permisivos a sus amados hijos, por más
diabluras que estos lleguen a discurrir. Ana, consciente de la flaqueza del
ama, parpadeó con coquetería, mirándola por debajo de unas cejas alzadas
con conmiseración. Rendida ya del todo, doña Angustias no pudo menos que
ceder—. Vamos, debemos regresar antes de que lo haga tu padre, o nos
mandará azotar a ambas.
Ana se dejó llevar, caminando con los hombros descolgados y el ánimo
abatido.
—Seguramente lo esté deseando —chasqueó la lengua—, al menos en lo
que a mí respecta.
—Pues no le daremos esa satisfacción, ¿verdad? —Doña Angustias
caminaba sin mirar atrás y Ana solo era capaz de distinguir su generosa
espalda y su contoneante trasero revestido de tela y más tela. También la
pequeña cofia que recogía su cabello entrecano—. Monterrey se fue hace ya
un buen rato. Creí que no se tragaría el cuento de que te encontrabas
indispuesta por culpa de una terrible jaqueca.
—Y la tendría si tuviera que soportarlo.
Doña Angustias bufó sin aflojar un ápice el paso, lo que provocaba que, al
hablar y caminar —dos actividades que para ella eran difíciles de
compatibilizar—, se le entrecortara el aliento.
—Llegué a temer que subiera él mismo a tu alcoba a llevarte la medicina
para el dolor. —Y jadeó de nuevo, encogiéndose de hombros—. ¡Qué
hombre tan empecinado!
Ana puso los ojos en blanco y suspiró. El empecinamiento debía de ser la
más amena de sus cualidades censurables.

Don Jenaro hincó los talones con saña en los costados del animal. Una
forma como otra cualquiera de liberar sus frustraciones. Había realizado tan
fastidioso trayecto a caballo, con las penosas consecuencias que ello
acarreaba —dolor en las ingles, incomodidad en las posaderas, tormento en la
espalda y molestia en las pantorrillas—, con el único fin de visitar a la dulce
condesita y pasar con ella al menos los treinta minutos de rigor que se
estilaban en las visitas diarias. Con un poco de suerte, el astuto zorro del
conde extendería la invitación hasta la hora de la merienda o, inclusive, a la
cena.
«Visítenos cuando quiera, Monterrey. Le aseguro que la señorita condesa
estará encantada de recibirle y agasajarle con su compañía», le había dicho la
noche anterior durante la cena. Y con tal incentivo se había personado al día
siguiente, rebasado el meridiano del día, tal y como correspondía para una
visita de cortesía. ¡Cuál no sería su sorpresa cuando una vieja con cara de
perro le salió al paso en el vestíbulo para contarle que la señorita se
encontraba indispuesta a causa de una terrible jaqueca! ¡Temprano empezaba
con las jaquecas la bella flor! ¿Acaso esas delicadas criaturas eran tan frágiles
y ridículas como para indisponerse por un simple dolor de cabeza?
¡Intolerable! ¡Ya le daría él jaquecas una vez casados! ¡No habría excusa que
le valiera! No tendría más remedio que obedecer y acatar sus deseos como
buena esposa sumisa, o de lo contrario, ¡la tomaría a la fuerza tantas veces
como quisiera para bajarle los humos!
Con ese pensamiento por bandera espoleó de nuevo al animal, aunque no
sirvió de mucho. El caballo acataba un paso tan indolente que empezaba a
temer que, aunque le clavara en el alma la fusta de un soldado, no se movería
con más brío.
Resopló, decepcionado con lo que la mañana le había reportado. ¡Y para
más inri ahora debía llegar a casa y soportar la presencia indeseada de su
hijo!
Ahogó una blasfemia bajo el emboce de su capa. Aquel desagradecido
aparecía y desaparecía cuando le venía en gana; a veces incluso podía pasar
semestres enteros sin dar señales de vida. Estaba claro que le habían
malcriado y, a consecuencia de ello, ahora escapaba a su control. ¿La
culpable? Una madre ridículamente amorosa y permisiva que, para empezar,
le había dejado ir a la universidad a formarse en esa inútil carrera de leyes.
¿Para qué, teniendo en casa el emporio familiar de las salazones y conservas?
¿Qué hijo respetuoso con la labor de sus ancestros no hubiera querido
perpetuar la tradición familiar? ¡Pero no, estaba claro que aquel insensato
tenía a poco el trabajo en la fábrica! Él quería más, quería la vida de esos
relamidos de la capital que se pasan el día de un lado para otro con un
cartapacio bajo el brazo, sin hacer otra cosa más que inmiscuirse en asuntos
ajenos con el pretexto de preservar la justicia. ¡Y la idiota de su madre le
había alentado a ello!
De nuevo hincó los talones en los vacíos del animal, irritado con la vida,
con los hados, con su mala fortuna y, sobre todo, con el ingrato de su hijo.
Con un poco de suerte, ese desagradecido de Alberto desaparecería de su vida
en pocos días y se mantendría convenientemente ausente, tal vez durante
medio año o más. Ni una carta, ni una visita, ni una invitación a la Corte… ¡y
lo mismo le daba! ¡Al diablo él y sus ínfulas de señoritingo de ciudad!
Con un mohín de niño caprichoso presto a encorajinarse durante horas,
escupió al borde del camino, deseando que, junto a sus fluidos, se esfumara
también la mala sangre que le provocaba aquel descastado.
Ni siquiera le invitaría a la boda. ¿Para qué? A buen seguro aquel cretino
hijo de su madre se la aguaría con sus sermones. Envidioso, eso es lo que era.

Alberto esbozó una sonrisa seguramente de lo más boba, consecuencia de


las emociones y pensamientos que discurrían en su interior.
Después de la mala sazón que su padre había dejado en su ánimo esa
misma mañana con la ridícula noticia de una boda, cuando no esperaba que
nada fuese capaz de iluminar su día, la repentina aparición de aquella
muchacha en medio del bosque, como una ninfa patosa o un hada que hubiera
perdido sus alas, parecía haber conseguido lo imposible. Y por eso sonreía
como un tonto mientras la recordaba.
Era una joven hermosa y adorablemente tímida, lo que era de esperar en
una señorita de buena cuna y aún mejor educación. Los rubores constantes de
sus mejillas y sus oportunas caídas de párpados daban buena fe de ello.
Además, moraba en un Pazo, así que debía de serlo, por fuerza.
Y no solo se trataba de su agradable carácter, con un atractivo viso de
independencia y rebeldía, sino de que Ana Guzmán poseía sin duda los ojos
más verdes y hermosos que había visto jamás, preciosos broches de una
expresión sumamente dulce en un óvalo de porcelana. ¿Y sus labios? Una
fresa madura elegantemente tronchada en dos.
No pudo resistirse a amagar una carcajada. ¿Eran suyos tales
pensamientos? ¿Desde cuándo se había vuelto todo un romántico, digno
discípulo de Don Juan, de Espronceda o del famoso Lord Byron inglés? ¿O
acaso las filosofías sentimentales de aquel joven literato barbudo con el que
había coincidido en un par de tertulias madrileñas y que firmaba sus escritos
como Gustavo Bécquer se habían colado, sin darse cuenta, en su cabeza,
como las hiedras que se aferran con ahínco a una viejo muro de piedra, hasta
convertir al regio letrado en alguien irreconocible?
¡Estás para encerrar, Alberto!
Meneó la cabeza sin dejar de sonreír. Debía de ser el clima gallego, que lo
trastornaba; quizás el húmedo aroma del musgo vestido de rocío que trepaba
por los troncos de los árboles, ansiando arañar las altas copas; tal vez la
niebla vaporosa y reptante del amanecer, o el leve crujido de las agujas de
pino bajo los cascos del caballo. Lo que fuera, alteraba sus sentidos hasta
acercarlo al abismo del delirio. Y estaba claro que era ese un abismo al que
no deseaba asomarse por ninguna mujer.
—No juegues con fuego, Alberto —se dijo a sí mismo. Tan solo él y su
apacible montura fueron testigos del improvisado monólogo—. No te
compliques la vida. Estás de paso, por lo que no merece la pena inmiscuirse
en asuntos de faldas que no te reportarán más que complicaciones
innecesarias. Ha sido un hecho puntual, un encuentro puntual; ahora debes
olvidarla.
Y con esa consigna en su cabeza, continuó su viaje de vuelta a la residencia
de Jenaro Monterrey. Pero no fue capaz de evitar que, pese a su empeño, o
quizás a causa de él, los hados se carcajearan en su cara, danzando con sorna
ante sus ojos, adentrándose en su sesera y burlando su firme empeño, pues
durante todo el trayecto no pudo pensar en otra cosa más que en Ana Guzmán
y en sus adorables ojos verdes.
Una vez a solas en su alcoba, Ana se dejó caer boca arriba sobre el lecho
para organizar sus pensamientos, con los pies colgando del borde de la cama
y la mirada inmóvil en los elevados artesones del techo, que veía enmarcados
por el dosel.
Alberto. Ese era el nombre de su caballero andante, de su héroe, de su
salvador. ¡Qué bello nombre para un héroe, para un galán!
Alberto…
La palabra sonaba como eco celestial en su cabeza. Si tuviera delante un
piano, le compondría una hermosa tonada. Si fuera poetisa, le escribiría los
versos más hermosos.
Se mordió con picardía el labio inferior mientras un gesto de febril
ensoñación asomaba a su rostro.
Alberto…
¡Qué apariencia tan agradable, qué rostro tan hermoso!
No había podido escuchar su apellido, pues el ama le había interrumpido en
plena presentación, pero no importaba: por alguna extraña razón, no había
podido dejar de pensar en él, con o sin apellido, ni un solo segundo, ni
siquiera cuando doña Angustias tiraba de su brazo y la sermoneaba por su
imprudencia. Además, ¿qué importancia podía tener un apellido, existiendo
en el mundo un hombre tan perfecto como él?
Se tumbó de lado, escondiendo una mano bajo un cojín, mientras
descansaba en él su cabeza cargada de pensamientos. Pensamientos que
tenían nombre propio y un porte apuesto, unos ojos insondables del color de
la noche, un varonil rostro de mandíbula cuadrada escoltado por pobladas
patillas, y un hermoso cabello ondulado en el que extraviar los dedos.
Suspiró. Y a la vez, una sonrisa lánguida asomó a sus labios.
Alberto, Alberto…
Bien podría acompañar dicho nombre un rotundo «del Lago» o «de
Leonis», o tal vez un «de Gaula», pues, al igual que los caballeros de las
leyendas artúricas, ese hombre se dibujaba ya en su cabeza como un auténtico
caballero andante. ¿Y si uno de esos fuera en verdad su apellido?
¡Y además tenía un caballo blanco!
¡Aaay!
Rodó sobre la cama hasta quedar boca arriba, con los brazos en cruz
encima de la colcha, y cerró los ojos sin dejar de sonreír.
Alberto poseía una elegancia natural, apreciable al caminar y en cada uno
de sus movimientos, un exterior galante, viril, y parecía muy fuerte, a juzgar
por la firmeza de su brazo, por sus hombros anchos y su figura erguida.
Un nuevo suspiro resonó en la estancia. Demasiados suspiros para ser
obviados por un alma que jamás había suspirado por motivos semejantes.
—Alberto… —Y esta vez sus pensamientos se convirtieron en palabras,
pronunciadas en un tono dulce y soñador. Un tono a juego con la mirada de
su propietaria y la sonrisa que embellecía su rostro.
En su vida hasta el momento había existido un cierto orden; impuesto por
otros, efectivamente, pero un orden al fin y al cabo, una normativa que no se
había atrevido a desobedecer, aunque sí a cuestionar mil veces. O, en vez de
un orden, podría entenderse como una obligada sumisión a un destino carente
de fulgor, una vida perpetuamente oscurecida bajo la sombra funesta y
alargada de su padre. Bajo el peso de sus blasones y su nobleza. Bajo el viso
de una libertad que jamás podría alcanzar.
Pero en cuestión de segundos, la irrupción de Alberto había conseguido
desbaratar ese orden impuesto y adueñarse de todo, convirtiendo su vida, su
encuentro fortuito, en la perfecta escena de una novela romántica. Desde su
encuentro casual en el bosque, no había podido sacarlo de su cabeza y a cada
segundo estaba llenando su pensamiento, ocupándolo todo, imperando sobre
la sensatez y la obediencia.
El simple recuerdo de su mirada obsidiana, de su rostro hermoso y maduro,
de su porte varonil o del olor a cedro y cuero que desprendía, la simple
evocación de su vestuario, de su conversación, de su sonrisa torcida o del
modo en que se inclinaba en reverencia provocaba que cientos de mariposas
bailaran en su estómago. Cielo santo… ¿de dónde habían salido tantas
intrépidas aladas de pronto?
Sin darse cuenta, se descubrió a sí misma sonriendo. Y no se trataba de una
simple sonrisa a medio esbozar, sino de una risita que derivó en carcajada y
que tuvo que amortiguar contra el cojín.
¿Qué le sucedía? ¿Se había vuelto loca de pronto? ¿Acaso había sido capaz
de olvidar todo el infortunio que la rodeaba para dejarse envolver por las
gasas rosadas y etéreas del enamoramiento? ¿Acaso eso que sentía
emergiendo desde lo más profundo de sus entrañas para aposentarse y aletear
en su pecho era el amor del que tanto había leído en las novelas y del que le
había hablado doña Angustias?
Alberto, querido Alberto…
Pero también recordó que él había mencionado estar de paso, que se
marcharía en una semana o dos. Una tristeza infinita barrió con brusquedad la
sonrisa de su expresión e hizo desaparecer las gasas rosadas y etéreas que la
envolvían. Se llevó las manos al rostro para ocultar unos ojos ya
completamente vidriados, y gimoteó. Estaba segura de que, cuando aquel
maravilloso ser abandonara San Julián, su corazón huiría tras él.

Por fortuna, don Alejandro tuvo la decencia de no invitar al señor


Monterrey a cenar. Contar con su presencia dos noches seguidas hubiera sido
más de lo que los sensibilizados ánimos de Ana podían soportar.
Por lo tanto, la cena transcurrió en silencio, como solía acontecer cuando
padre e hija se sentaban a la mesa.
El uno comía con tal ansia y voracidad que parecía que llevase días de
ayuno, y la otra no hacía más que jugar con la comida, componiendo dibujos
sobre la loza con la verdura de la guarnición, mientras dejaba asomar a sus
labios, de forma totalmente inconsciente, breves sonrisas que amortiguaba
mordiéndose el labio inferior. Por fortuna, el conde no fue testigo de ese
ánimo absorto ni del comportamiento repentinamente soñador; tenía asuntos
mucho más interesantes de que ocuparse, como las codornices rellenas con
salsa de uva o las patatas guisadas del plato, antes que prestar atención a la
boba que presidía la cabecera opuesta. El único pensamiento que podría
entorpecer levemente su gula era el de ver prosperar, y cuanto más rápido
mejor, el cortejo del viejo Monterrey. Si conseguía quitarse de en medio a su
principal acreedor, saldar con su ayuda el resto de las deudas y, a su vez,
asegurarse de que su sitio en Rebolada y su nivel de vida estaban
garantizados, su horizonte se vería libre de brumas.
Sin duda, el viejo estaba interesado en la florecilla, así que ahora solo hacía
falta alentarlo para que la boda tuviese lugar lo antes posible. O al menos, si
acaso el cortejo se alargaba un poco más, que el viejo aflojara la gallina y
saldara las deudas del conde cuanto antes. Después, que hiciera lo que le
viniera en gana. Como morirse, por ejemplo. ¿A quién le importaba?
8
—¿Vamos, nana? ¡Di que sí, anda! —Ana tironeaba con insistencia de la
bocamanga del vestido de doña Angustias, componiendo un gesto mohíno y
suplicando como una niña pequeña que solicitara un agasajo muy merecido.
La anciana permanecía sentada en el acogedor sillón de mimbre que
presidía su habitación, justo al lado del ventanal, desde donde poseía una
magnífica vista del exterior, mientras la señorita continuaba de rodillas, hecha
un ovillo a sus pies, con las faldas derramándose alrededor como un inmenso
anillo de seda natural de un suave rosa palo. Bajo los dos volantes inferiores
de la falda asomaban zapatos con borlas del mismo tono. Las mangas se
ceñían al codo en una populosa marea de encaje blanco. Una enorme lazada
blanca trazada al frente estrechaba la fina cintura, y una tiara de flores de
seda rosa y violeta enmarcaba su cabeza, proporcionando ornamento y color
a un peinado muy sencillo. En verdad parecía una muñeca de porcelana.
—Ay, niña, no sé si es prudente…
—¿Y por qué no, nana? —gimió la señorita, alzando las cejas y
adelantando el labio inferior—. Padre ha salido, lo acabo de ver en el atrio
hace un rato. Se llevó su caballo, sus podencos, su ropa de caza y dos o tres
lacayos como escolta.
Doña Angustias cabeceó. Era cierto que el señor había sido invitado al coto
de caza de uno de sus amigos, uno sin nombre y seguramente sin
honorabilidad ya que trataba con él, pero en verdad a ella poco le importaban
las idas y venidas del conde, ni tampoco sus cuestionables amistades. Como
el resto del mundo, el ama sabía que el patrón era aficionado a la bebida y a
los naipes, y que una cosa o la otra, o quizás ambas a la vez, acabarían siendo
su perdición. Por desgracia, también la de su hija. Suspiró. Ciertamente, tal
vez la de toda la casa de Altamira.
—Va a asistir a una cacería, se lo oí comentar en la cocina a uno de los
sirvientes que lo acompañan.
—¿Ves? —La joven esbozó una sonrisa radiante. Aquella era una noticia
maravillosa—. ¡Permanecerá fuera todo el día, pasándoselo bien mientras
amenaza con su odiosa escopeta a esas pobrecitas liebres que nada le han
hecho! —Al hablar así compuso de nuevo una expresión suplicante. Doña
Angustias puso los ojos en blanco e inspiró por la nariz. Resultaba
convincente, la muy tunanta. Y ella, sin duda, demasiado maleable. Ese era el
problema—. ¿Y nosotras qué? ¿Pasaremos todo el día encerradas en el Pazo,
aburridas como dos peces atrapados en su estanque, mirando las musarañas y
contando las arañas de los rincones? ¿Es eso lo que nos espera? —Adelantó
el labio inferior de forma exagerada—. ¿Vas a permitirlo, nana?
—Ana…
—¡No es justo, nana! —protestó con énfasis, consciente de la grieta que
acababa de abrir en la determinación de la anciana—. ¿Por qué tendríamos
que aburrirnos si existe otra opción? ¿Por qué tenemos que ver la vida pasar
sin hacer nada, salvo esperar a que nos concedan permiso para disfrutarla?
Doña Angustias suspiró.
—Porque somos mujeres, es nuestro destino.
Ana chasqueó la lengua y meneó la cabeza con fastidio, de modo que los
pétalos de las flores de seda de su tiara se bambolearon graciosamente.
—¡Pues no es justo! —se quejó. Y acto seguido, endulzando la voz—:
¡Anda, vayamos al mercado! He oído las cornetas de los buhoneros esta
mañana. ¡Vayamos! Recuerdo que una vez me llevaste cuando era una niña.
¿Lo recuerdas tú?
La anciana cabeceó y una breve sonrisa iluminó su rostro.
—¡Me cargaste en brazos toda la mañana mientras íbamos y veníamos
entre los puestos de los campesinos! ¡Vayamos otra vez! ¡Tal vez podamos
comprar fresas! —Y compuso una exagerada expresión soñadora—. ¡Me
encantan las fresas! ¡Y los fresones, nana!
La anciana dudó. Lo cierto era que podía resultar entretenido revivir
aquellos momentos de antaño, pasar un tiempo a solas las dos y permitirle a
la niña despegar un poco las alas. Al fin y al cabo, la pobrecita era una bella
mariposa que merecía salir y ver la luz del sol, en lugar de permanecer toda
su vida, hasta marchitarse, encerrada en un invernáculo frío y gris.
—No es tiempo de fresas, Ana, estamos en abril. —Tuvo que esforzarse
mucho para disimular la sonrisa que escoltaba su excusa.
La joven se humedeció el labio inferior mientras pensaba una alternativa.
—¡Pues compraremos flores! Estoy segura de que los campesinos venderán
flores muy bonitas recién cortadas de sus campos —Sus ojos brillaban con un
nuevo fulgor—. ¡Ramos, quiero muchos ramos para mi alcoba! ¡Lavanda,
madreselva… qué popurrí más precioso sería, nana!
—¿Más bonitas que las flores del jardín de Pazo? —La anciana la miró con
suspicacia—. Lo dudo. En Rebolada tenemos los macizos y ornamentos más
envidiados de toda la provincia.
Empezaba a quedarse sin argumentos, así que optó por entristecerse
exagerando el gesto, dejando clara su decepción. Se le daba condenadamente
bien alzar las cejas, inclinar los párpados y adelantar el labio inferior en un
irresistible puchero.
—Iremos al mercado —consintió al fin la anciana, arrastrando las palabras.
Ana mudó su expresión al instante, sonriendo con entusiasmo mientras
daba palmas como una chiquilla. Se puso en pie de un salto, lo que provocó
que la tela de su falda susurrara un arrullador fru fru.
—Nana, ¿puedo pedirte algo más?
La anciana la miró con gesto resignado y alzó una ceja con suspicacia.
—¿Mi sangre? Porque ya es lo único que me queda por concederte, y a ti
por pedirme.
Ana rio con naturalidad.
—¡No, nana, se trata de algo mucho más sencillo! —El ama compuso una
mueca de incredulidad—. ¿Podemos dejar el carruaje al inicio del mercado y
adentrarnos en la plaza caminando? —La anciana se disponía a replicar
cuando la señorita la interrumpió con un argumento que ablandó del todo su
corazón—. Por una vez no quiero ser la condesa, nana, quiero ser una joven
como otra cualquiera, una joven que va al mercado a disfrutar de los colores
y las especias que cargan el ambiente, paseando y disfrutando de la mañana
en compañía… —parpadeó zalamera, tomándola del brazo— de alguien de la
familia. La persona más querida para ella.
Aquella mención al parentesco fue el colofón final para convencer a la
anciana y derribar todas sus frágiles barreras. Barreras que, en lo
concerniente a Ana, eran débiles como palillos.
—Una joven normal y corriente no llevaría un vestido de seda plagado de
encajes, mi niña —murmuró, alzando las cejas con condescendencia—.
Tampoco una elegante tiara coronando su cabeza, como si de una reina se
tratara.
La muchacha se miró a sí misma frunciendo el ceño. La chispa de una
nueva idea tardó solo unos segundos en iluminar su mirada. Con un
movimiento rápido, se quitó el ornamento de la cabeza.
—¡Me cubriré con un guardapolvo pasado de moda! ¡El más feo y oscuro
que encuentre en mi guardarropa! —exclamó, como si hubiera descubierto de
pronto la fórmula de la felicidad— O tal vez incluso pueda pedirle un abrigo
a una de las doncellas más jóvenes. ¡Eso haremos! ¡Le pediré su abrigo de los
domingos a Silvana, mi doncella personal! Es muy buena y no me lo negará.
¡Y me haré un nuevo peinado, más sencillo y sin adornos! ¿Qué te parece?
Nadie se fijará en mi vestimenta ni en mí.
Doña Angustias torció el gesto, pero optó por no rebatir. Su niña tenía que
estar loca para pensar que un triste guardapolvo y un peinado sencillo serían
capaces de eclipsar la belleza y la elegancia natural de su pose, su piel de
nieve o sus andares señoriales.

Acababa de discutir con su padre. Una vez más. Y esta vez había sido una
de esas discusiones en las que uno de los dos debía mostrar la sensatez y la
prudencia de abandonar el ring o, de lo contrario, acabarían llegando a las
manos. ¡Y nada le causaría mayor satisfacción, aunque estuviera mal pensarlo
siquiera, que darle un buen pescozón al viejo, a ver si de ese modo entraba en
razón y los engranajes de su cabeza volvían a su sitio!
Esa mañana, las faltas de respeto que solían imperar en sus discusiones
habían traspasado ya la fina línea del enfrentamiento verbal para derivar en
un nivel superior en el que, muy seguramente, ninguno de los dos podría
parar, y que acabaría acarreando consecuencias catastróficas.
Como sucedía siempre, el sensato y, por tanto, el primero en abandonar y
tragarse la bilis, había sido él. El viejo era tan obtuso que, si por él fuera,
seguiría embistiendo contra la pared durante horas.
Don Jenaro había insistido en que le acompañara a la fábrica para
supervisar la producción y observar de cerca las tareas de los trabajadores.
Además, entre otras muchas cosas, quería mostrarle a su hijo la balsa de
salmuera que habían construido en la parte nueva del edificio.
Por supuesto, y siguiendo la costumbre, él se había negado, lo cual había
desatado la furia del viejo titán.
Muy al contrario de lo que pensaba su padre, no se trataba de que tuviera a
menos el trabajo en la nave de salazones y conservera. En los duros tiempos
que corrían, cualquier trabajo resultaba digno, máxime teniendo en cuenta las
terribles condiciones en las que trabajaban aquellos hombres y mujeres bajo
la mano dura e inflexible del viejo Monterrey: jornadas de trabajo que
superaban las doce horas, pasando frío, con las manos metidas todo el día en
aquellas gruesas arenas de salitre o, por el contrario, en la balsa de agua fría
rebosante de sal. Y si alguno de los empleados estaba enfermo, incapacitado
o moribundo, era rápidamente sustituido, sin el menor preámbulo o
escrúpulo.
Alberto no podía estar de acuerdo con un trato tan inhumano e injusto, y
eso era lo que suponía para él el método empresarial de su padre. Toda la
fortuna de la casa Monterrey se erigía en base a la explotación de gente
sencilla que necesitaba trabajar para sobrevivir. Y a él, como hombre de leyes
y defensor de la justicia, le roía las entrañas presenciar tal desatino.
Su padre, por el contrario, vivía sumamente feliz y complacido con el
avance de la fábrica y el engrosamiento de sus arcas, incapaz de entender en
su cabeza de chorlito que sus métodos de trabajo resultaban tan primitivos
como inhumanos.

Alberto abandonó la casa con un sonoro portazo y echó a andar calle abajo,
bordeando la zona portuaria, buscando algún tipo de entretenimiento capaz de
distraerlo de sus problemas familiares.
Detuvo un carro descubierto de alquiler y le pidió al mayoral, que se
sentaba con altivez en el pescante mientras estrujaba un cigarro entre los
labios, que le llevase a cualquier sitio capaz de distraerle. ¡Cualquier
pasatiempo sería bien recibido con tal de no volver sobre sus pasos y gritarle
al viejo cuatro cosas que, por lo visto, nadie se atrevía a decirle, pero que eran
lo único que el tirano merecía oír!

Hacía bastante fresco, a pesar de la presencia de la esfera brillante, que


resplandecía con gracia sobre el tapiz ampliamente despejado del
firmamento. Era una de las consecuencias de vivir junto al mar: la brisa del
norte procedente de mar adentro no permitía que las temperaturas
concordaran con la sonrisa limpia y radiante del astro rey. En San Julián
siempre hacía fresco, y siempre era necesario vestir prendas de abrigo, aun en
pleno verano.
El viento sacudía con vigor, como si fuera a arrancarlos de cuajo, los toldos
del mercado, así como los amplios y oscuros refajos de las campesinas que
cruzaban la plaza con la mercancía sobre sus cabezas, apoyadas encima de
rodetes de paño, sujetando aquellos enormes barreños repletos de pescado
fresco y verdura apenas con una mano, o con ninguna, mientras caminaban
con andares erguidos y una tonada popular en los labios.
Ana observaba con curiosidad a su alrededor. Había pisado el pueblo en
contadas ocasiones, muy pocas veces en un día tan concurrido como el del
mercado, por tanto todo resultaba novedoso a sus ojos. Y todo despertaba en
ella curiosidad: el bullicio que provocaban las vendedoras, sentadas en
pequeñas banquetas anunciado a voz en grito sus productos, el correr de los
chiquillos inmersos en sus juegos, o la multitud de voces y conversaciones
que flotaban en el aire y llegaban a sus oídos arrastradas por el viento.
El repique de los zuecos de madera de los aldeanos resonaba en el suelo
empedrado del mercado, y el olor de los excrementos del ganado, de las balas
de heno humedecidas, los estridentes rebuznos de los pollinos y los mugidos
agónicos de las vacas añorando a sus crías, las risotadas de los hombres en las
cantinas y los aromas del pulpo y de los erizos de mar cociéndose en enormes
cacerolas de cobre ascendían en volandas por todas partes, llenándolo todo.
Doña Angustias la llevó calle arriba, bordeando los puestos, tratando de
sacarla de su estado de ensimismamiento para evitar que se tropezara o tirara
la mercancía expuesta. No pudo evitar sonreír de pura satisfacción,
observándola con mal disimulada ternura, cuando descubrió los ojos verdes
de la niña abiertos como platos y sus labios ligeramente separados en una
expresión de muda fascinación.
Ana era como un niño pequeño que descubriera el mundo por primera vez,
y se sintió orgullosa de ser ella la que se prestara a mostrárselo en esa
ocasión.
Había cestos a rebosar de simientes: maíz, trigo, centeno… y otros con
berzas, repollos tempranos, cebollas, coliflor, tomates y ristras de ajos.
Arenques, cangrejos y productos típicos de un puerto pesquero. Cabritos
asándose al espeto. También vieron gallinas rubias cacareando y escarbando
la tierra por todas partes, conejos enormes apiñados en cestos de mimbre, de
color gris y mirada despierta, que hicieron sonreír a la niña ante el parecido
que guardaban con cierto pretendiente indeseado; vacas con sus terneros,
caballos, yeguas de tiro, mulos e incluso cerdos atados como si fueran un
perro doméstico en presencia de su amo. Todo estaba a la venta. Aperos de
labranza, carros agrícolas, huevos, quesos caseros, pilas de leña de castaño
para la lumbre, enormes cacerolas de cobre, mantas maragatas… a Ana no le
alcanzaban los ojos para mirarlo todo y grabar los trazos de aquella
pintoresca acuarela en su mente.
Con su brazo enlazado al de doña Angustias, alzaba la cabeza y estiraba el
cuello para apreciarlo todo y no perderse detalle. Miraba la mercancía en
venta, pero también miraba a la gente, escuchaba de refilón sus
conversaciones, sonreía y alzaba las cejas, motivada por ellas, sintiéndose
testigo de cotilleos maliciosos que su mente ingenua ni siquiera habría
llegado a sospechar. Parecía disfrutar de aquel instante de libertad como si le
fuera la vida en él, sabedora de que, tal vez, tardaría mucho en repetirse.

Doña Angustias fue consciente de cómo los dedos de Ana se cerraban con
fuerza sobre su brazo, y de cómo incluso le clavaba las uñas a pesar de los
guantes y de la gruesa tela de su manga. Le dirigió una mirada amonestadora,
pero contuvo sus palabras al descubrir la expresión de su rostro.
De repente, estaba lívida como la cera y su semblante parecía reflejar en
cada poro un torbellino de emociones reprimidas. Siguió la dirección de sus
pupilas para detener la mirada a pocos metros, en la silueta de un hombre
que, a su vez, las observaba con una fijación extraña.
Doña Angustias parpadeó con nerviosismo tratando de entender por qué los
dedos de la niña seguían cerrados con fuerza sobre su brazo o por qué
diantres sus uñas se clavaban de forma cruel en su piel. Pero lo único que
veía era la mirada inmóvil de Ana cosida a la silueta de aquel desconocido y,
a su vez, la oscura figura del hombre parado a escasa distancia, siendo
también él muy consciente de la presencia de ambas.
Frunció el ceño y lo evaluó con rapidez. Nunca lo había visto por el pueblo
y, desde luego, no tenía aspecto de mercachifle. Era un hombre maduro que
seguramente rondaría la treintena, o incluso, la rebasaba; frente despejada con
algunos frunces fruto de la edad y la experiencia; mirada firme y penetrante,
tal vez debido a la profundidad de sus ojos oscuros, a la severidad de sus
cejas gruesas o a la arruga invariable que se dibujaba en su entrecejo;
abundante cabello ondulado peinado con raya a un lado, largas patillas y
aspecto cuidado.
El caballero vestía un gabán de paño oscuro y enorme solapa, bajo el que
asomaban un chaleco de tweed, los puños impecables de una camisa blanca y
el elaborado lazo de un pañuelo color crema que vestía su cuello.
Aparecía en esos momentos ligeramente cargado de hombros,
observándolas con el brazo izquierdo cruzado sobre el pecho, recogida la
mano en el pliegue del brazo derecho, que se alzaba hasta acariciar con los
dedos la barbilla. Una pose comedida y que a su vez acusaba los aires
obviamente distinguidos de su propietario.
—Nana, sujétame fuerte porque creo que me voy a desmayar en este
mismo instante… —murmuró la niña para su sorpresa, justo en el momento
en el que el hombre rompía su pose de estatua inanimada para acercarse a
ellas.
Doña Angustias le vio acercarse al mismo tiempo que era consciente de
cómo se incrementaba la dolorosa presión de aquellos dedos enguantados
sobre su antebrazo. Como la niña siguiera apretando de ese modo, iba a
dejarla sin circulación.
El hombre se paró frente a las dos, inclinó la cabeza en una enérgica
reverencia que ambas respondieron con flexiones rápidas de rodillas y habló
con una voz grave y, ¿a qué negarlo?, seductora.
—Señorita Guzmán, ¡qué inesperada sorpresa!
Por alguna razón inexplicable, se había dirigido a ella, pues a pesar de su
avanzada edad, su condición de soltera seguía convirtiéndola en señorita;
pero sus profundos ojos negros no la miraban a ella, sino a su niña Ana.
Observó entonces a la joven y descubrió dos rosas escarlata manchando sus
mejillas, así como un curioso brillo cintilando en sus pupilas. Y casi podría
asegurar que el corazón juvenil estaba a punto de salirse de la suave coraza de
seda rosa y encajes que lo cubrían. ¿Acaso aquellos dos se conocían? Todo
parecía indicar que sí. Y en ese caso… ¿cómo era posible?

Ana tragó saliva. Sentía la garganta seca y el corazón zumbando desbocado


en su pecho. No lo había creído posible cuando le distinguió de pronto entre
el gentío, a pesar de que a esas alturas sabía que reconocería su rostro en
cualquier lugar, aun existiendo una multitud de por medio, como era el caso.
Por algo había estado presente en sus pensamientos desde el día anterior,
adueñándose de sus sentidos y de todas y cada una de sus horas de sueño.
Pero ahora que había dejado de ser un sueño para convertirse de nuevo en
una persona real, ahora que se había acercado a ellas y había hablado con
aquella voz tan grave y viril, su corazón había reaccionado actuando como un
demente, golpeando del mismo modo que las feroces olas del Cantábrico
contra las rocas: sin ningún tipo de piedad.
Se humedeció los labios para intentar hablar, aunque era consciente de que
haría falta mucho más que eso para que la voz brotara con normalidad de su
garganta. Si sus palabras temblaban tanto como sus piernas, aquello iba a ser
un auténtico desastre. Y no quería ponerse en ridículo por segunda vez
delante de él.
—Señora… —Alberto se inclinó hacia la anciana que escoltaba a la joven,
ignorando su identidad. Ana fue consciente del detalle y se apresuró a hablar:
—¡Le presento a doña Angustias Guzmán! —Miró a su ama con intención
y los ojos abiertos de par en par, ejecutando un alzamiento de cejas mal
disimulado—. Mi madre.
Esperaba que la anciana fuera buena y le siguiera el juego, pero no contó
con la expresión de pasmo que asomó al rostro de la buena mujer, ni con el
inesperado ataque de tos, fruto de la sorpresa y la incredulidad, que la
acometió y casi la llevó a desgañitarse. Tras unos segundos de sofoco, en los
que Ana palmeó su espalda, la anciana se recompuso, encarnada como una
amapola y jadeante como un jamelgo tras una inesperada carrera, para
fulminar a su niña con la mirada. Ana, por toda respuesta, esbozó una sonrisa
tímida y rezó para que no la descubriera. En efecto, el ama continuó callada
como una bendita, aunque si las miradas mataran…
—Es un auténtico placer, señora Guzmán —dijo él, insistiendo en la
reverencia a la mujer. A continuación, se dirigió de nuevo a la joven—. No
esperaba encontrarla esta mañana en el mercado.
Ella se ruborizó con intensidad y fue consciente del suave calor que subió
por su pecho.
—Tampoco yo a usted, teniendo en cuenta que solo está de paso. Pensé…
—temí, en realidad—, que ya se habría usted ido.
Él cabeceó en negación.
—Permaneceré todavía unos días en San Julián, como le comenté. —Doña
Angustias alternaba la mirada de uno a otro, sin entender nada.
—¿Y le complace el pueblo? —Fue lo único que pudo decir Ana sin que la
lengua se le trabara.
Alberto amplió la sonrisa y asintió con un movimiento apenas perceptible,
como si calibrara en una balanza los pros y los contras de aquel lugar.
Contras: la presencia de su padre y las incomodidades propias de provincias,
frente a las facilidades de la Corte. Pros: aquella hermosa criatura. Ella, toda
ella, solo ella.
—San Julián es un auténtico remanso, debo reconocerlo —su voz
descendió una octava para adquirir un registro bajo y seductor—, y todo lo
que veo me complace sobremanera.
Ana, encendida, inclinó la mirada, consciente de que el cumplido iba
dirigido exclusivamente a ella.
—Sin duda es un lugar pacífico e inalterable —comentó, pues era necesario
decir algo—, aunque seguramente no a la altura de las exigencias de la gente
de ciudad.
Ese comentario no era casual en absoluto, sino que tenía el objetivo de
sonsacar al caballero su procedencia. Si estaba de paso, su residencia habitual
se encontraba en otro lugar. ¿Dónde? Alberto picó el anzuelo al instante.
—Cierto que es muy diferente de la Villa y Corte, pero créame que de vez
en cuando resulta agradable poder pasear por las calles sin necesidad de
sortear carruajes o burlar la presencia de individuos con los que uno no desea
encontrarse. —La divertida malicia de aquel comentario, obligó a Ana a
esbozar una sonrisa—. Aquí resulta más sencillo evitar presencias
indeseadas. Además —el brillo de su mirada se acentuó, volviéndola más
insondable y penetrante—, siempre he oído que los bosques gallegos poseen
una magia antigua e inexplicable, y que albergan en sus profundidades
criaturas maravillosas. Hace muy poco he podido descubrir que así es. ¿Sabía
usted que estos bosques están plagados de hadas? Aunque algunas, me temo,
no son demasiado ágiles y no hacen otra cosa más que caerse entre los
arbustos.
De nuevo, Ana se obligó a descender la mirada. Por fortuna, Doña
Angustias permanecía en silencio, mudo testigo de la conversación, sin
entender nada de lo que allí se decía. ¿Sería ella consciente de que las lisonjas
del caballero iban dirigidas a su persona, o acaso tal suposición era tan solo
fruto de una inflamada imaginación?
El caballero, perfectamente erguido y manos en puños a su espalda, volvió
ligeramente la cabeza para observar al gentío, apenas unos segundos, y
comentar con divertimento:
—¿Por qué parecemos ser objeto de interés para todos? —sonrió zalamero
—. Aunque puedo imaginármelo: dos mujeres tan hermosas en la plaza del
pueblo siempre acaban llamando la atención.
Para tratar de disimular su embarazo ante un halago tan descubierto, Ana
desvió la mirada y percibió que, en verdad, se había formado un pequeño
corrillo que les miraba con mal disimulada atención. Pero no los
contemplaban a ellos dos como pareja chocante, tampoco a la anciana ama
que se recuperaba a marchas forzadas de su ataque repentino de tos, sino a
ella en particular. Escuchó cuchicheos, observó miradas de admiración
recorriendo su figura de arriba abajo… Vio incluso cómo algunas mujeres la
señalaban sin pudor con el dedo. Un calambre, producto de un estado de
nervios agitado, sacudió su estómago. Instintivamente, cerró el guardapolvo
con fuerza sobre el pecho, tratando de que la ajada prenda actuara a modo de
escudo.
Aunque la mayoría de los habitantes del condado no sabría identificarla,
puesto que no la habrían visto desde que abandonara el Pazo con cinco años,
todos eran conscientes de que doña Angustias trabajaba en Rebolada al
servicio de la condesa. Y ahora aparecía en el pueblo en compañía de una
joven foránea a la que nadie sabía identificar. Resultaba demasiado obvio.
Si Ana hubiera sido consciente del borboteo en las entrañas de su querida
nana, hubiera puesto fin a aquello de inmediato. Pero, en esos momentos, la
señorita no percibía más que la presencia de Alberto y la profundidad de sus
ojos negros fijos en ella. Y, como suele suceder con las mentiras, lo que
empezó siendo tan solo un pequeño copo de nieve, luego empezó a rodar
rápidamente convirtiéndose en una bola cada vez más grande e imparable.
—¡Oh, pueda ser tal vez porque mi madre es el ama de cría de la señorita
condesa! —dijo con cierto bochorno, y cerró los dedos en torno al antebrazo
de la anciana, rogando para que la buena mujer siguiera con la charada solo
un poco más. La anciana, sumisa y maravillosa, cabeceó en señal de
asentimiento, apretando la sonrisa hasta reducirla a una fina y severa línea
transversal—. Y los moradores del Pazo siempre han llamado la atención
entre los habitantes del condado, me temo.
—Oh, ¡cierto, me había dicho usted que residía en el Pazo! —exclamó
Alberto, componiendo una expresión de despiste. ¡Como si hubiera podido
olvidarlo!—. ¿De verdad? ¿Ama de cría de la condesa? —preguntó, esta vez
mirando directamente a la anciana, que ladeó la cabeza en mudo asentimiento
mientras forzaba una sonrisa. De nuevo, miró a Ana—. ¿Y cómo es vivir en
una casa tan augusta? Todo allí debe de ser lujos y comodidades.
—En realidad, nosotras residimos en las dependencias del servicio, por
supuesto —se apresuró a aclarar—. La casa grande es exclusiva de los
señores.
Alberto comprendió. La había considerado una pariente de la noble, tal vez
una prima cercana o lejana, una que sin duda rivalizaría en belleza y gracia
con su señora, pero ahora acababa de descubrir que tan solo era la hija de su
ama de cría. Posiblemente, y eso era mucho suponer por su parte, ejerciera
como dama de compañía de la condesa. No obstante, no se sintió
decepcionado con el descubrimiento. Aquella criatura parecía estar muy lejos
de decepcionarle de modo alguno.
—Siempre me han despertado curiosidad los linajes antiguos. Lugares de
tal solera deben contar con historia propia, como si una antigua magia
emanara de cada muro. Y tengo entendido que la casa de Altamira reúne
todos estos requisitos: antigüedad, historia… —Exhaló con fuerza,
desinflando el pecho—. ¡Estoy de paso en el pueblo, pero ni se imaginan todo
lo que he oído mencionar a esa familia en las últimas horas!
Ana se puso en guardia.
—Espero que fuera para bien —añadió, azorada, y empezó a caminar con
paso distraído, incapaz de controlar su desasosiego, obligando a sus dos
acompañantes a seguirla—. Supongo que a todo el mundo le fascina la
pompa que rodea a los Altamira, las historias que encierra un Pazo tan
antiguo y la distinción que acompaña al apellido. Se trata de una de las
familias más ilustres de la provincia, y de toda Galicia, me atrevería a decir.
Alberto caminaba a su lado con los brazos recogidos a su espalda y las
manos ocultas bajo los faldones de su gabán. Una ilustre familia que, por lo
visto, muy pronto estaría emparentada con la suya a través de los lazos del
matrimonio. De un matrimonio tan absurdo como esperpéntico, todo había
que decirlo. Ojalá pudiera entrevistarse a solas con la condesa para advertirla
de lo inapropiado de tal unión. Le pediría que reconsiderara sus opciones
antes de emparejarse de por vida con un patán al que solo le faltaba rebuznar
para ser en todo como un asno.
—¿Es amable la señorita condesa? —preguntó de pronto, absorto todavía
en sus cavilaciones. Lo que en verdad quería decir era: «¿Merece lo que se le
viene encima?».
Doña Angustias boqueó y alzó una mano, amagando una respuesta, pero
Ana la silenció en el acto, ciñendo con fuerza su brazo, bajando su mano
alzada y apresurándose a responder en su lugar.
—¡Lo es, sí, muy amable! ¿Verdad, madre? —Y miró al ama, abriendo
mucho los ojos y elevando las cejas en una silenciosa regañina.
El ama carraspeó, tratando de aclararse la voz y de quitarse el pasmo de
encima. Su ceño fruncido, dedicado exclusivamente a su niña, y su sonrisa
forzada eran prueba más que evidente de su conflicto interior.
—Es una muchachita un poco… intrigante —respondió la mujer, dilatando
las aletillas de la nariz con una profunda inhalación.
En respuesta, Ana esbozó una sonrisa exageradamente amplia.
—¿Intrigante… pero amable? —Alberto también sonrió, confuso. Ninguna
condesa amable merecería ser desposada con su infame padre. Prefería que
fuera intrigante, incluso malvada, frívola e intratable, para juzgarla digna de
su aciago destino—. Siempre he tenido a estas señoritas de alta alcurnia por
damas frívolas y consentidas, acostumbradas a hacer lo que les viene en gana.
Bellos escaparates de un apellido, bonitos adornos para una casa, ornados
floreros para un baile, pero sin nada a tener en cuenta en la sesera. Si usted
me dice que la señorita condesa, en lugar de todo esto, es una dama amable
y…
De nuevo, doña Angustias boqueó en un intento de intervenir y dar su
opinión real acerca de la intrigante condesita, pero Ana se lo impidió con un
nuevo apretón en el brazo.
—La señorita de Altamira no es así, ni boba ni pretenciosa, se lo aseguro
—corroboró, muy seria—. Es una buena muchacha—suspiró—. Apuesto a
que a todas las jóvenes que se pasean ahora mismo por esta plaza les
encantaría estar en la piel de la condesa de Rebolada y señorita de Covas —
continuó. Y en su voz, cualquiera podría apreciar una extraña tristeza que,
por supuesto, no pasó desapercibida a Alberto, que alzó la mirada para
observarla con curiosidad—. De ser así, no pueden imaginar siquiera el triste
alcance de sus deseos.
—¿Y a usted no?
Ana volvió la cara para dedicarle una mirada profunda. De este modo, sus
ojos se encontraron durante un segundo en el que el mundo dejó de girar y el
oxígeno de recorrer sus cuerpos.
—¿Cómo dice?
—¿No le encantaría ocupar el rol de la condesa, aunque fuera por unas
horas? Usted ve cómo vive, la trata a diario. ¿No le gustaría ser ella?
—No, a mí no. —Y rápidamente desvió sus pupilas a los cestos llenos de
víveres, devolviendo el dinamismo a las figuras que, mientras hablaba con
Alberto, habían permanecido invisibles a sus ojos—. Si pudiera elegir, sería
cualquier cosa menos la señorita condesa de Rebolada. Créame.
Los dos permanecieron en silencio durante unos minutos, andando con
paso distraído entre los puestos de verduras, pescado fresco y animales de
corral.
Doña Angustias, caminando en el lado opuesto a la pareja, realizaba a la
perfección su papel de carabina silenciosa. Una incapaz de estorbar con su
presencia a sus acompañantes, y mucho menos a su consentida señorita.
Aunque por dentro estuviera que echaba humo y deseara pillar por banda de
una vez por todas a su niña para interrogarla a conciencia y descubrir el
origen de aquella absurda charada.
—Confieso que la condesa me provoca una cierta curiosidad, ya lo ve usted
por mis preguntas —habló de repente Alberto, consiguiendo que sus palabras
intrigaran a su acompañante hasta el punto de dedicarle una mirada ceñuda—.
¡Pero es normal, se lo aseguro! Estas grandes personalidades siempre me han
llamado la atención, siempre he deseado ver más allá de lo que muestran a
través de su bella y cuidada fachada. En el fondo no dejan de ser personas
normales que sienten y padecen como el resto de los mortales, ¿no lo cree
usted?
Ana le miró intrigada y el ceño fruncido se aligeró. ¿Le gustaría ver más
allá? ¿Le gustaría saber qué pensaba y qué sentía? ¿Quería conocer lo que
guardaba en su interior, lo que la torturaba y la hacía feliz?
—Cuando paseo por delante del Palacio Real, la persona de su Majestad
me produce la misma curiosidad —continuó él—. Todos estos personajes
parapetados tras los muros de sus mansiones lo hacen, me temo. Deben de
sentirse tan lejos de todo, tan apartados del mundo dentro de sus enormes
heredades… Al menos yo me sentiría así.
Ana parpadeó muy deprisa. ¿La comparaba con la reina?
—¡Puedo asegurarle que la condesa es una joven muy sencilla! —se
apresuró a argumentar, con demasiado énfasis tal vez—. ¡No existe
comparación posible con su Majestad! Ella no es, la señorita condesa no es…
—meneó la cabeza, rendida—. ¡No es como muchos piensan que debe ser!
—Se silenció un segundo, sopesando las palabras. Tanta vehemencia podía
resultar contraproducente. Y delatora.
—Pero no me ha comprendido usted —rio él, intrigado por el repentino
sofoco de la joven—. Cuando pienso en estas grandes personalidades mis
pensamientos no van acompañados de ligereza o banalidad, envidia o
desazón, no me malinterprete. Más bien podría decir que siento… lástima de
ellas.
Es el único sentimiento que puede inspirarme esa desgraciada si va a
desposarse con el viejo avaro.
Ana de nuevo fijó en él una mirada penetrante. Sus pupilas brillaban. Sus
labios, temblaban.
—¿Lástima? —jadeó—. ¿Por la reina… y la condesa?
—Sí, compasión. —Ella separó ligeramente los labios en mudo gesto de
sorpresa. Su corazón estaba a punto de colapsar—. Imagino lo lamentable
que debe de resultar saberse una marioneta a merced de cualquier despiadado
titiritero —Pensó en la dama de Altamira y en su padre, en su próxima y
desacertada unión y meneó la cabeza con desaprobación—. Su señorita
condesa, tan joven, tan indefensa, tan inexperta, tan condenada a
condescender… y tan obligada a hacerlo.
Ana sintió una punzada en el alma, un zarpazo en el corazón y un ejército
de mariposas en el estómago. En algún momento había surgido un agujero en
el centro mismo de su pecho; un agujero que crecía a cada paso hasta
alcanzar dimensiones opresivas. Continuó mirándolo con interés y secreta
fascinación. Aquel hombre parecía entenderla y leer en su alma. No la veía
como una diva inalcanzable. Comprendía sus demonios. Aunque, en la
cabeza del caballero, aquella empatía fuera dirigida a otra persona. A la
supuesta condesa.
—¿Y qué otra cosa podría hacer ella? Al fin y al cabo la condesa no es más
que una mujer, una que ni siquiera posee la mayoría de edad suficiente para
dirigir su vida. —Expresar en voz alta aquella amarga sentencia dejó un
regusto desagradable en su alma.
—¿Qué podría hacer? ¡Rebelarse, santo Dios! —exclamó él con
vehemencia, simplemente pensando en su padre—. ¡Y cortar esos hilos que la
mantienen atada a quienes pretenden manejarlos! Y si no pudiera cortarlos, al
menos aflojarlos para permitirse cierta libertad de movimientos. ¡Debería
darse la vuelta y librarse de los grilletes que le han impuesto, y jamás acatar
órdenes que le impidan actuar con criterio propio!
Ana le miró fascinada, y él le devolvió una mirada profunda y penetrante.
—Porque quiero pensar que la muchacha no es una completa cabeza hueca,
sino que es capaz de pensar por sí misma y tomar sus propias decisiones.
—Lo es, se lo aseguro —dijo apenas en un susurro, mientras, una vez más,
sus ojos permanecían firmemente enlazados con hilo invisible durante más
tiempo del estimado prudente—. Pero no creo que esa liberación sea tan
sencilla. Su padre… —y acto seguido meneó la cabeza en negación, temerosa
de hablar más de la cuenta— jamás le permitiría decidir por sí misma.
—En ese caso, debe aprender a ser más lista que los que la rodean: adivinar
la siguiente jugada y encontrar el modo de capearla. En definitiva, usar su
inteligencia y ese sexto sentido atribuible a su sexo, para sobrevivir dentro
del tablero de juego y salvarse.
Y elegir así su propio destino, y ser capaz de rechazar elecciones
desacertadas. ¡Santo Dios! ¿Mi padre? ¿Por qué?
—Estoy segura de que así lo haría, si pudiera —murmuró Ana, ceñuda—.
Pero creo poder asegurar que no es una mujer libre, jamás lo ha sido en
realidad, ni le dejarán serlo. Sus cadenas son demasiado gruesas y su
carcelero, demasiado severo.
—¿No es libre… o no es valiente?
Ana suspiró. De repente se sentía muy cansada.
—Desde el momento de su nacimiento, su destino ha dejado de
pertenecerle, doy fe de ello. Su vida va firmemente unida a un título y a un
sinfín de obligaciones que no puede desatender.
Como la de casarse con alguien que le repugna por un mero capricho de
su padre.
Alberto caviló unos minutos en silencio mientras continuaban el paseo.
—Usted también la compadece.
Las mejillas de Ana se tiñeron de escarlata una vez más.
—¿Cómo dice?
—A la joven dama —aclaró—. Comprendo que no desee usted cambiarse
por ella; al fin y al cabo, a una persona a la que le arrebatan la posibilidad de
ser libre, de expresarse, de alzar su voz, también se la arrebatan de ser feliz.
Ana fue incapaz de tragar saliva, a pesar de la sequedad de su garganta y
del nudo que apretaba fuerte en ella. Una sola gota de líquido bastaría para
deslizarlo hacia abajo y, sin embargo, ahí estaba y ahí permanecería per
secula seculorum, firme e inamovible como la negra sombra que empañaba
su destino.
Continuaron paseando por el mercado durante un buen rato, hablando de
mil y un temas intrascendentes, como el tiempo y el estado de los caminos,
nunca más de la condesa o los habitantes del Pazo, aunque la mayoría de las
veces se dejaron envolver por los silencios. Hablaron más las miradas de
ambos que todo aquello que pudieran llegar a decir los labios, y mucho más
los silencios arrobados, las caídas de párpados, los puños apretados a la
espalda y las sonrisas cargadas de timidez que cualquier palabra dicha.
Hay almas, sin duda, que pueden perfectamente hablar y expresarse a
través de los ojos, y corazones capaces de compenetrarse sin necesidad de
palabras.

Finalmente, se detuvieron al pie de la bocacalle que comunicaba la plaza con


las afueras del pueblo, donde, medio oculto tras unas altas y floridas acacias,
permanecía el carruaje con el rico timbre heráldico de la casa Altamira
tallado en las portillas.
Sabiendo que era el momento de separar sus caminos, muy a su pesar, el
caballero les ofreció un contenido cabeceo a modo de despedida, sintiéndose
incapaz de apartar los ojos de Ana, y las mujeres ejecutaron a su vez sendas
flexiones de rodillas en rápida reverencia. Pero ninguno se movió.
De forma sorpresiva, Alberto tomó la mano de la joven, sujetándola apenas
por la punta de los dedos, provocando en ella un ligero sobresalto, e hizo
ademán de llevársela a los labios. Todavía inclinado hacia ella, rozando la
fina tela de los guantes con los labios y traspasándola por completo con sus
penetrantes ojos negros, susurró de forma que tan solo ella pudo oírlo:
—Espero que el cielo me permita deleitarme de nuevo, y pronto, con la
visión de su ángel más bello. —Acto seguido, se volvió hacia doña Angustias
para expresarse en un tono perfectamente normal—. Señora, ha sido un
placer.
Ana no fue capaz de decir nada; bastante tuvo con disimular la sonrisita
boba que amenazaba con desbordarse, afianzar su agarre en el brazo del ama
y tirar de ella con brío calle arriba, mientras los braseros de sus mejillas
ardían con fuerza, y sus ojos, estaba segura de ello, brillaban como dos
luceros del alba.
En un momento dado, en mitad del callejón, volvió la cabeza para
encontrarse con la mirada del caballero que, al pie de la calle, continuaba en
la misma pose en la que lo habían dejado, observándola con mirada fija e
inescrutable.
Se mordió el labio inferior, dejó aflorar la sonrisa y se volvió a toda prisa
para continuar calle arriba, hasta desaparecer finalmente del campo de visión
de su querido Alberto.
Por fortuna para ellas, el caballero no fue consciente de cómo un grupo de
chiquillos se acercaba entre risas a las mujeres para rogar una limosnita,
conscientes de la identidad de la dama joven.
—Tocado y hundido… para siempre —murmuró Alberto, una vez a solas
en la embocadura del callejón, hablando en realidad para los elegantes nudos
de su cravat.

—Espero que me expliques qué ha sido todo eso —siseó el ama, en el


mismo instante en que ambas se sentaban en el carruaje y las portillas eran
cerradas, proporcionándoles la deseada intimidad.
—Nana, gracias por no delatarme, estoy en deuda contigo. —Ana se
inclinó hacia adelante para tomar las manos de la anciana y besar con
devoción sus nudillos, uno a uno.
—¡Por supuesto que lo estás, y una deuda muy gorda, me temo, señorita de
Altamira! —Doña Angustias bufó, tratando de mostrarse debidamente
ofendida, aunque en el fondo era consciente, las dos lo eran, de que daría
hasta la sangre de las venas con tal de ver feliz a su niña del alma—. ¿O tal
vez debiera decir «señorita Guzmán»?
—¡No te enojes conmigo, nana querida! No he hecho nada malo en
realidad. —Y la visión de ese labio inferior estratégicamente adelantado fue
su perdición. Cuando habló a continuación, su voz sonó mucho más
comedida y dulce, como la madre transigente a la que una hija zalamera
acaba de ganar la batalla por millonésima vez.
—¡Has mentido!
—Solo he adornado un poco la realidad —se excusó, componiendo una
expresión lánguida.
—¡Yo diría más bien que la has empañado! ¡Convertirte a ti misma en la
hija de una sirvienta! —Meneó la cabeza con incredulidad, provocando que
los volantes de su cofia se agitaran—. ¡Vivimos en las dependencias del
servicio, por supuesto! —remedó, aflautando la voz—. ¿Conocías a ese
hombre? ¿Cómo es posible?
Ana puso los ojos en blanco y esbozó una sonrisa de rendición al tiempo
que su rostro adoptaba un delator tono a cereza y leche.
Suspiró. Sabía que su ama era la única en la que podía confiar dentro de
aquel mundo de lobos en el que le había tocado vivir, por lo que empezó a
relatarle con pelos y señales la aventura del día anterior en el bosque. La
anciana escuchó la narración con el rostro fruncido, y cabeceó en señal de
negación cuando llegó a la parte que mencionaba la caída.
Por supuesto, Ana evitó referir que dicho caballero andante se había
adueñado desde entonces de su raciocinio y de todos y cada uno de los latidos
de su corazón. Tampoco mencionó que le parecía apuesto, seductor,
encantador y galante. No sería capaz de exteriorizar tales pensamientos sin
morirse de vergüenza o prenderse entera como una pira de leña seca.
—¿Y qué es eso de que soy tu madre y tú la simple hija de una sirvienta?
—jadeó, llenando el aire de aspavientos. Tenía que protestar, que indignarse,
que amonestarla; era su obligación, y cualquier excusa era válida para
mostrar su enfado y su indignación—. ¡Oh, Ana, sabes que te quiero como a
una hija, pero creo que esta mentira no te llevará a ninguna parte! ¿Por qué
ocultar quien eres? ¿Qué tiene de malo ser Ana de Altamira?
—¿Qué tiene de malo? —repitió, incrédula—. ¡Ahora mismo… todo!
Doña Angustias levantó el dedo acusador para esgrimirlo como un bastión
irrefutable.
—Las mentiras tienen las patas muy cortas, señorita, no lo olvides.
—¿Y qué más da? —suspiró, encogiéndose de hombros—. Al fin y al cabo,
solo está de paso; no creo que permanezca en San Julián más de una semana
o dos. Después se irá y nada de esto tendrá ya importancia.
Doña Angustias fue consciente de la tristeza implícita en esa afirmación.
—No me parece prudente, niña, ni razonable. Se trata de un juego
peligroso, y no lo apruebo. Yo ya lo he dicho; ¡allá tú y tus mentiras! —
murmuró, y afianzó sus brazos sobre el pecho para manifestar su descontento,
a pesar de la compasión que desbordaba su alma.
Al fin y al cabo, ese era su cometido en el Pazo: ser la guía de la señorita
condesa, su ángel de la guarda, la voz de su conciencia. No podía
condescender a todas sus ocurrencias sin protestar un poco antes, o mostrarse
debidamente severa. Pero no fue capaz de decir nada más. Porque, en
realidad, el caballero le parecía amable, de buenos modales y encantador, y
no pudo apreciar en él ninguna falta reprochable más allá de su ingenuidad
por creer en las invenciones de la joven.
Ana suspiró y desvió la mirada al paisaje verde, húmedo y vistoso que se
dibujaba del otro lado de la ventanilla. De repente, parecía que todo el peso
del mundo volvía a recaer sobre sus hombros. Ya no había rastro de la joven
entusiasta de hacía escasos minutos: de nuevo volvía a ser la condesa, la
insondable, la pobrecita inocente atrapada en una existencia que odiaba.
—¿Recuerdas que dijiste que, cuando me enamorara, mi corazón elegiría a
la persona a la que entregar mis afectos?
Doña Angustias suspiró.
—Lo recuerdo.
—¿Recuerdas que dijiste que reconocería ese amor una vez lo tuviera
delante?
—¿A dónde pretendes llegar?
Ana tomó aire en profundidad.
—Creo que mi corazón ha elegido, nana.
Doña Angustias se tensó y quiso jadear, pero se limitó, por respeto a la
señorita, a abrir y cerrar la boca como un pez arrojado fuera del agua.
—¡Pero si ni siquiera le conoces! ¡Por lo que dices, has hablado con él en
dos ocasiones contadas! ¿Cómo que tu corazón ha elegido? ¿Acaso se ha
vuelto loco tu corazón?
Ana volvió rauda la mirada para fijarla en su anciana ama, y la mujer
descubrió entonces, en las verdes pupilas, el espejo de cientos de lágrimas.
Las suyas también se humedecieron en el acto.
—¿Y cuánto tiempo se necesita para darte cuenta de que quieres a alguien?
¡Oh, nana, el tiempo no determina absolutamente nada! ¡En un minuto, un
corazón puede sobrecogerse… mientras que, en trece años, otro puede
permanecer perfectamente sepultado bajo una capa de hielo! —Ana esgrimía
sus razones como una heroína a la que no le hiciera falta nada más que
empeño para defender su causa.
La anciana tragó saliva, incapaz de refutar tal alegato.
—¡Ni siquiera sabes nada de él! ¿Alberto… qué más? ¡No conoces ni su
apellido ni sabes quién es su familia! ¿Dónde vive? ¿A qué se dedica? ¡No
sabes nada!
Percibió cómo Ana apretaba la mandíbula tan fuerte que un nervio palpitó
en su mejilla. La joven desvió de nuevo la mirada al paisaje verde y generoso
de San Julián.
—Lo único que sé es que no quiero al señor Monterrey. Y mucho menos
ahora que mi corazón ha elegido.
9
La tarde transcurrió lentamente. Por desgracia para la joven condesa, don
Alejandro no tuvo la deferencia esta vez de abstenerse de invitar a Monterrey
a cenar.
El conde había regresado a media tarde de su jornada cinegética,
visiblemente satisfecho con el resultado y deseoso de alardear ante un tercero
impresionable de la cantidad de liebres y perdices que atestaban su cinturón
de caza, así que lo primero que hizo al llegar fue enviar un mensajero a la
residencia del empresario para convidarlo a catar las delicias obtenidas por
tan diestro cazador.
A esas alturas, todo San Julián sabía que no poseía la menor destreza en el
manejo de las armas, sino tan solo el servicio inestimable de sus perros de
caza y sus fieles lacayos, que eran los que en verdad levantaban la pieza, se la
ponían a tiro y hacían todo el trabajo. Incluso con los ojos cerrados, sería
imposible errar el disparo. Luego, por divertimento del patrón, estos pobres
serviles corrían a la par de los canes, azuzados como tales, en busca de la
pieza abatida para ofrecérsela al señor conde. Aquellos pobres siervos no
poseían dignidad, ni el señor les permitiría tenerla jamás.

Ana, previamente advertida de tan aciaga invitación por boca de su querida


ama, permanecía sentada frente al tocador de palisandro con la mirada
perdida en la imagen que le devolvía el espejo, dejándose hacer por Silvana,
su amable doncella personal, como una muñeca de porcelana a la que su
propietaria peinara y acicalara sin necesitar su consentimiento. La muchacha
se afanaba en alisar los lacios mechones color miel, perfectamente ceñidos a
la sien y tirantes hacia atrás, para reconducirlos después y trenzarlos en un
discreto rodete sobre la nuca. La cabeza se vencía a los lados ante el
concienzudo cepillado por parte de la doncella, meneándose sobre un cuello
que por momentos parecía no ser suficiente para soportar el peso de sus
pensamientos. La doncella bien podría deshacer el sencillo peinado y colocar
en su sitio un despeluchado nido de mirlo, o incluso cortarle de un tajo todo
el cabello hasta que quedara al ras, y la absorta propietaria de aquella
hermosa marea castaña seguiría sin inmutarse. Tenía la mirada perdida, vacía,
y el semblante carente de expresión. Su rostro era el espejo perfecto de la
desolación que crecía en su alma.
Una vez rematado el peinado, Ana se levantó con aire derrotista, como el
reo que camina sin escape o posibilidad de indulto hacia el cadalso alzado
para él, y se paró en el centro de la habitación, acatando la rutina a la que
había tenido que adaptarse a su vuelta de Madrid: dejarse vestir, asear y
componer como si fuera una inútil o una muñeca sin personalidad.
La doncella, siempre dócil y amable, ajena a la desazón de la señorita,
continuó con su labor para ayudarla a completar su atavío. El siguiente paso
consistía en apretar los cordoncillos del corsé. La joven, sujetándose a los
pilares del dosel, soportó los fuertes apretones cerrando los ojos y ahogando
la respiración. Con cada nuevo empellón, sentía cómo se le contraía el alma y
cómo su interior se vaciaba de emociones. En verdad, rezaba con desesperado
fervor para que el siguiente ceñimiento le hiciera perder el sentido, la llevara
a desfallecer o a morirse allí mismo; cualquier cosa con tal de librarse de su
destino.
Mientras la señorita continuaba desmotivada y resignada, la doncella le
ayudó a vestir un sobrio vestido de tafetán y seda natural, con recuadros en
violeta y blanco; abrochó los botones que cerraban el cuello, ahuecó los
bullones de los hombros, encajó la cinturilla y alisó la falda con la mano,
acomodando la pesada tela por encima del armador.
Ana se volvió despacio y se contempló en el espejo. Había elegido un
vestido sin escote, con recatado cuello de caja y sobremanga en forma de
pagoda rematada con doble volante, cuya manga interior de gasa terminaba
en un puño ceñido de encaje. Uno de los pocos vestidos de su armario que
dejaban la menor parcela de piel al descubierto. Lo había hecho a posta. No
poseía la presencia de ánimo para arreglarse y agasajar a su padre o alimentar
la lujuria de aquel anciano detestable. Y a partir de ahora, así sería siempre:
cada vez que tuviera la odiosa obligación de soportar la presencia de
Monterrey, luciría sus atavíos más sobrios, horrorosos y pasados de moda.
Puede que se tratara de una reacción sumamente pueril, pero estaba
dispuesta a cualquier cosa con tal de desmotivarle, de afearse a sus ojos… o,
al menos, de no resultar tan apetecible. Recordó entonces la siseante
afirmación de su padre cuando interrumpió su baño nocturno: «Me temo que,
por mucho que te alces en rebeldía, no conseguirás mermar su interés por ti.
Se muere por desposarte».
Un escalofrío, producto del más profundo horror, la sacudió de arriba a
abajo y se obligó a parpadear para hacer desaparecer las lágrimas que
asomaron a sus ojos. No lo iba a permitir. Si al final tenía que claudicar y
entregarse, lo haría tras luchar a brazo partido contra su destino. Y lucharía
hasta vencer o desfallecer.
Volvió el rostro hacia la doncella.
—¿Qué te parece, Silvana? —Abrió los brazos para exponerse ante la
joven, como un objeto envuelto en un modesto papel de regalo—. ¿Qué
imagen ofrece esta pobre condesa?
La sirvienta pareció evaluar su respuesta unos segundos.
—El vestido no le hace demasiada justicia, señorita, me atrevería a decir
que es demasiado sencillo para ornar su belleza como se merece.
¡Bien! Era justo lo que pretendía, pensó, sonriendo por dentro.
—¿No desea elegir otro más vistoso de su vestidor? Tiene usted tantos y
tan bonitos… Si quiere puedo prepararle uno ahora mismo, no tardaré más de
cinco minutos.
Ana sonrió con amargura a la muchacha.
—Este es perfecto, gracias.
Perfecto para disuadir a un espantajo dentudo.

Una vez ante las puertas del comedor, no pudo evitar pararse bajo el umbral,
más por cobardía que por presunción, provocando que su detención, para su
desgracia, causara un mayor efecto en su entrada. Si hacía un minuto, allá
arriba, se había sentido decidida a luchar por su destino y su libertad, a
enfrentarse al déspota, al lujurioso, al tirano y al depravado, ahora, en
presencia de aquellos dos terribles enemigos, en la soledad de un campo de
batalla de mármol y caoba, notaba que su aplomo y su valor estaban a punto
de flaquear, sino directamente por los suelos. Temblaba, temblaba como una
vara verde, y lo que más temía era que sus acompañantes pudieran
apercibirse de ello y atacaran allá donde más sabían que le iba a afectar.
Suspiró. Ojalá pudiera abandonar la estancia con cualquier pretexto para
refugiarse en su habitación, aunque a juzgar por la severa mirada de su padre,
que acababa de levantarse seguido por el otro caballero, no creía estar a salvo
de él ni aun ocultándose en el último confín del mundo.
Una breve sonrisa asomó a sus labios cuando reparó en la expresión del
conde. ¡Bien! Su pequeño acto de rebeldía había surtido efecto, al menos en
el severo y malicioso conde de Rebolada. El otro caballero no ofreció
muestra alguna de perturbación o desencanto, para desolación de Ana. El
señor Monterrey parecía ser más tonto de lo que ella pensaba.
Pero la expresión airada de su padre le reportaba, por el momento,
satisfacción suficiente. Seguramente, el aristócrata pensaría que aquel no era
uno de los mejores vestidos para engatusar a ningún pretendiente, aun
tratándose de uno viejo y carente de gracia, gordo, apestoso y desagradable.
Ana cruzó la estancia completamente envarada, más por necesidad que por
arrogancia, sintiendo su estómago bullir con fiereza y una tirantez dolorosa
en la espalda. Apenas se sentía capaz de caminar, de tan agarrotados como
notaba todos los músculos de su cuerpo y a causa del temblor que hacía
entrechocar sus rodillas. Con esa pesimista certeza por bandera, inhaló y
continuó su fatídica cruzada, que en esos momentos poco o nada tenía que
envidiar a la de los Pobres Caballeros de Cristo en Tierra Santa. Tan solo
deseaba acabar cuanto antes con aquella tortura; si, además, la gruesa tela de
su vestido tuviera a bien colaborar y no emitiera el delator fru fru al caminar,
y si las miradas de los dos hombres —lasciva una y censora la otra—, no se
dirigieran a ella, sería la criatura más feliz del mundo. Pero sus deseos y sus
esperanzas fueron en vano: ni el vestido colaboró con su silencio, ni ninguno
de los presentes apartó la mirada de ella durante un solo segundo.
Un sirviente le retiró la silla de respaldo alto y Ana ocupó su sitio en la
cabeza opuesta de la mesa. Rogó al cielo que aquellos dos intrigantes
continuaran con la conversación que mantenían antes de su llegada al
comedor, se tratara de lo que se tratara, con tal de que no se fijaran en
adelante en su presencia. Pero todo parecía indicar que tal plegaria tampoco
iba a ser escuchada: por el rabillo del ojo observó con desagrado que el
anciano no le quitaba la vista de encima.
—Permítame decirle que está usted encantadora esta noche, señorita de
Altamira.
Ana puso los ojos en blanco y ahogó una maldición. ¿Acaso aquel bobo no
tenía ojos en la cara? ¿O acaso sería tan necio como para adularla y devorarla
con la mirada a pesar de su soso atavío? La próxima vez, se vestiría con un
saco de patatas.
—Gracias por su gentileza, señor Monterrey. También usted está
sumamente… elegante. —El elogio casi se le atragantó, y supo en ese mismo
instante que iría directa al infierno a causa de la mentira que acababa de
soltar. ¿Elegante? Tan elegante como podría estarlo un cerdo con levita.
Le sorprendió ver que su padre le hacía señas a la doncella para que no
sirviera en su copa vino de naranja, sino tan solo agua. Ana clavó en él una
mirada con ceño que su padre advirtió de inmediato y respondió con una
sonrisa pérfida, unida a un comentario, si cabe, igual de malicioso.
—Nada de vino esta noche, querida, no nos arriesgaremos a que estropees
un vestido tan… bonito —el retintín era obvio— por culpa de una bebida
derramada a destiempo, ¿verdad?
Ana se mordió el interior de las mejillas hasta que el sabor de la sangre se
hizo presente. Se sentía acorralada y sin salida, como la mosca a la que
arrinconan contra el quicio de la ventana esperando el momento oportuno
para aplastarla. Y el conde parecía estar preparado y con el dedo en alto para
tal fin.
Un buen rato después, un hondo suspiro, surgido de lo más profundo y
sincero de su alma la sorprendió por completo, vaciándola por dentro.
Bajo la mesa, cerró los puños en un arrebato de frustración. ¡Maldita fuera
la hora en la que abandonó el internado! Al menos allí, en compañía de las
monjitas y de sus estiradas compañeras, se encontraba más o menos a salvo.
Jamás le habían prestado la menor atención, cierto; no había hecho ni una
triste amiga en trece años, pero tampoco la habían molestado en demasía. No
como ahora.
Al menos en el internado se encontraría a salvo de convertirse en un
bocado apetecible para aquel anciano baboso y pestilente. Porque estaba
segura de que el tufillo a pescado que invadía el comedor procedía de él, y no
de la merluza en salsa verde que presidía la mesa.
Pero, aunque ella esquivaba los ojos de aquellos dos hombres, era muy
consciente de que las frías pupilas del conde permanecían clavadas en su
persona, pendientes de cada movimiento, analizando sin piedad sus gestos
para poder después amonestarla con conocimiento de causa. Sin duda, en
esos instantes debía de arderle la sangre al ver el poco aliento que ofrecía la
muchacha a su cortejador. ¡Ni aun siendo muda, sorda o ciega podría hacerle
menos caso!
Las pupilas de Monterrey, sin duda licuadas bajo el calor de la lujuria,
estaban prendidas en su imagen, calibrando, imaginando, valorando la
mercancía expuesta y barajando la mejor forma en la que podría darle uso. Y
la certeza de semejantes pensamientos consiguió encenderla e indignarla a
partes iguales. ¡Si pudiera levantarse y abofetear aquel rostro flácido hasta
cansarse, sería la mujer más feliz del mundo!

Una vez terminada la cena, los caballeros se levantaron y se encaminaron al


salón contiguo, dispuesto para que los integrantes del sexo masculino
hicieran sobremesa, fumaran y hablaran de sus cosas. Fue el momento que
Ana aprovechó para planificar su huida y ponerse a salvo. De no ser por la
fluida cháchara de Monterrey, ambos hubieran podido percibir el suspiro de
alivio que huyó de sus labios nada más traspasó el umbral del comedor para
perderse en el pasillo.
Sus pasos, breves y comedidos en un principio, pronto alcanzaron la
categoría de carrera, hasta el punto de que, por un instante, se vio a sí misma
cruzando el corredor con las faldas agarradas y huyendo en estampida.
Cualquier cosa antes de que los caballeros tuvieran la feliz idea de solicitar su
presencia una vez terminaran con sus puros y su coñac.
Justo antes de alcanzar el pie de la escalera y reclamar la presencia del ama
para iniciar el ascenso, sintió una prensa cerrarse sobre su brazo derecho,
reteniéndola con dureza por el codo. Se volvió, asustada, y se encontró con la
mirada rapaz del conde, atravesándola bajo una dura mirada con ceño.
—¿Qué crees que estás haciendo?
Ana tragó saliva y sostuvo su mirada, ignorando el cruel golpeteo del
corazón que, en lo más profundo de su pecho, sonaba como un mazo loco
percutiendo hueco y rotundo dentro de una caja.
—Me retiro a mi alcoba, señor —murmuró—. Me encuentro cansada.
Fue consciente de la dura opresión que su padre confería a la mandíbula, a
juzgar por la pulsación que percibió en sus mejillas y por las finas líneas en
que se convertían sus labios.
—¿Piensas subir las escaleras tú sola?
Ana casi bufó. Era obvio que su padre no se encontraba molesto por esa
nimia circunstancia, pero, en aquel instante, fue una excusa tan válida como
otra cualquiera. La enarboló con ganas, como el estilete perfecto para romper
la fina pared de hielo que los separaba emocionalmente.
—El ama está a punto de llegar. —Y deseó que tal certeza resultara
suficiente disuasión.
—Me decepcionas, Ana —dijo él secamente—. Te consideraba más
inteligente.
Con un movimiento rápido, ella se zafó del agarre, liberando el brazo y
alzando la barbilla con decisión.
—¡También usted me decepciona a mí, padre! —protestó, apretando los
dientes—. ¡No se imagina cuánto!
Don Alejandro, manos en puños a los costados, la miró con dureza un
instante, calibrando la posibilidad de maltratarla y obligarla a acompañarlo de
vuelta al salón. Podría hacerlo. Estaba en su derecho. Podría llevarla a rastras,
obligarla a sollozar, a suplicar, destrozar su soso peinado y su altivez; con
gusto lo haría y disfrutaría de ello. Sin embargo, se limitó a recorrerla de
arriba a abajo con una mirada censora y un gesto de desagrado en los labios.
—¿Es esto lo mejor que tienes? —escupió, sujetando un extremo de la
falda para zarandearlo con desprecio—. ¿Para esto me gasto el dinero en
modistas y varas de las telas más caras del mercado? ¡Vergüenza debiera
darte vestir como una sirvienta!
De un brusco tirón, el conde desgarró la tela, que se descosió por la unión
de los volantes a la altura de la cintura. El sonido de la tela al quebrarse imitó
perfectamente el que emitió el interior de Ana justo en el momento en el que
se rompía el fino hilo de su paciencia.
—¡No veo qué tiene de malo este vestido! —Con resolución, recuperó el
extremo de tela vapuleado, para alisarlo después con dolorosa dignidad. No
sirvió de mucho: el desgarro era evidente y la falda se arrugaba ahora de un
modo feo—. A mí me gusta.
—Te gusta… —rugió entre dientes, arrastrando las palabras y sonriendo
con malicia—. ¡Te gusta! —Su rabia y su penosa contención eran visibles a
través de sus ojos inyectados en sangre y de la vena latente de su sien—.
Disfrutas provocándome, ¿verdad?
Ana continuó con la barbilla en alto, sosteniendo su mirada. Su aplomo en
esos momentos era notable. El temblor que hacía entrechocar sus rodillas,
también, aunque por fortuna el villano no parecía apercibirse de ello.
—No sé por qué dice eso, padre. ¿Provocarle? ¡Ha sido usted quien ha roto
mi vestido sin motivo aparente! —Le miró de hito en hito, y sus verdes
pupilas refulgieron, frías y duras como dos piedras preciosas. Tras varios
segundos de escrutinio, sacudió la cabeza, rendida—. Solo pretendo retirarme
a mi habitación. Estoy muy cansada.
—¡No será a causa de lo mucho que has sociabilizado con nuestro
convidado! ¡Una maldita hija muda, eso es lo que parecía tener esta noche!
—bufó. Las palabras seguían sonando en su boca como arena arrastrándose
entre los dientes—. ¿Cómo puede ser tan soberbia, señorita de Altamira?
Ana le vio aflojar y apretar el puño en un único movimiento, y por un
instante temió que lo levantara contra ella. Golpearla era la última bajeza que
le quedaba por cometer.
—¿Soberbia, dice? —jadeó, escéptica—. ¿Qué espera de mí? ¿Qué quiere
que haga? ¿Pretende que me venda? ¿Pretende que obsequie con mis afectos
a ese anciano apestoso?
Don Alejandro la aferró con saña del brazo, sin importarle el daño que le
pudiera provocar. En ese instante, sus dedos de acero impedían toda
circulación sanguínea, clavándose en la carne.
—Ese anciano apestoso será muy pronto tu marido —siseó, con aire
siniestro—. ¡Asúmelo de una maldita vez! ¡Tu marido! ¡Tu amo y señor! —
La zarandeó con violencia antes de soltarla de golpe. En un intento por
recuperar la compostura, tiró con suficiencia de los puños de la camisa y de
los extremos del chaleco—. Puedes hacerlo fácil o difícil, Ana, eso lo dejo a
tu elección, aunque permíteme señalarte que cuanto más difícil se lo pongas,
más disfrutará Monterrey. Es de esa clase de personas a las que les gustan los
retos.
Ana compuso una expresión furiosa mientras cerraba las manos a los
costados. La rigidez de su pose no impidió que la sangre le hirviera en las
venas. Es más, en esos momentos, borboteaba como un caldero de lava
hirviente.
—¡No lo haré! ¡No voy a casarme con él! ¡Antes me mato! ¿Me oye? ¡Me
mato!
El conde no pasó por alto los ojos desorbitados de su hija y por una vez,
aquella falta de contención, nunca antes observada, le descolocó. Ana
siempre había sido una esfinge de indiferencia, una criatura aparentemente
sin sangre en las venas. Toda aplomo y mesura.
—Te casarás —su voz, de tan tranquila, sonó especialmente amenazante,
por lo que Ana no pudo evitar estremecerse— o pagarás las consecuencias. Y
créeme que entonces desearás en verdad estar muerta.
La condesa alzó la barbilla con fingida dignidad mientras se esforzaba por
no llorar. No, delante de aquel monstruo, nunca.
—Creo que de algún modo ya estoy muerta.
El conde hizo oídos sordos.
—Jamás me desafíes, porque no sacarás ningún provecho de ello, pequeña
consentida. Y la desobediencia conlleva un severo castigo.
—¿Incluso para su hija?
—Especialmente para mi hija. Obedece, y tus últimos días como soltera te
resultarán soportables. Desafíame, y solo conseguirás pasar de un infierno a
otro. ¡Buenas noches, señorita condesa!
Inclinó la cabeza con energía hasta rozar la pechera de su camisa con la
barbilla, giró sobre sus talones y desapareció entre los claroscuros del
corredor. Todo ello después de haber traspasado completamente a su hija con
la intensa ira de su mirada.

Medio pueblo todavía dormía y la otra mitad se desperezaba con el familiar


aroma de la madera seca alimentando las chimeneas o el graznido incesante
de las gaviotas dando en el puerto la bienvenida a los botes que volvían de
faenar.
Había amanecido un día fresco y húmedo, cansino y pesado, empañado por
una neblina goteante que amenazaba con perdurar todo el día.
Un caballero elegantemente vestido, ataviado con sombrero de copa, capa
de paño y bigote quijotesco, abandonó el despacho del notario de San Julián
portando un discreto cartapacio bajo el brazo y una sonrisa triunfal en los
labios. A su lado caminaba, con los andares bamboleantes de un ganso, un
caballero de escasa estatura, extremidades especialmente cortas y tronco
ovoide, embozado en una capa que en nada favorecía a su breve y redonda
constitución; a cada paso bufaba, sudaba y se enrojecía su blandengue rostro.
Ambos trataban de abrigarse del clima zigzagueando bajo los soportales y
alzando las solapas de sus abrigos. Acababan de firmar de mutuo acuerdo un
documento en el que el señor Monterrey perdonaba el adeudo que el conde
viudo había contraído con su persona meses atrás. Un adeudo que había
hecho boquear al mismísimo notario, y cuyo documento el noble se apresuró
a firmar.
Desde el momento en que la suma había alcanzado los seis dígitos, don
Alejandro fue consciente de su incapacidad para saldarla. No porque no
dispusiera de tal cantidad en efectivo en las arcas de la familia, sino porque a
esas alturas aquella no era la única deuda que cargaba sobre los hombros.
Existían otras igual de abundantes, y cada semana seguían sumándose más; a
ese paso, ni la Corona sería capaz de liquidarlas y permanecer solvente.
Pero esa misma mañana, ante notario, su principal acreedor había
certificado que la deuda más ingente de todas las acumuladas hasta el
momento había sido satisfecha, lo que suponía un gran desahogo y un
importante paso para el astuto zorro. Todo estaba saliendo a pedir de boca y,
si el plan seguía adelante, también conseguiría que el viejo salazonero pagara
las deudas restantes. A camino largo, paso corto, o eso solía decirse.
—¿Y si nos dejáramos caer por una taberna para mojar el gaznate y
celebrar los avances de nuestro satisfactorio acuerdo? —propuso el conde, a
esas alturas ya innegablemente eufórico.
—¡Ea, unas tazas de vino siempre son bien recibidas! —El anciano se tocó
el ala de su anticuado sombrero de tres picos, tratando tal vez de disimular un
desasosiego que a su acompañante no parecía importar—. Aunque permítame
decir que, por el momento, el único en obtener alguna satisfacción está
siendo usted, señor conde. Por más que me diga o me deje de decir, no
observo yo ningún tipo de avance o predisposición en la señorita de Altamira.
Don Alejandro, pecho inflado cual palomo, atrajo hacia sí con firmeza y en
un acto reflejo, el cartapacio. Lo que había en su interior era lo único que le
importaba.
—¡Bobadas! —exclamó, al borde de la risa—. ¡No entiende usted la
mentalidad femenina, Monterrey! —El aludido alzó las cejas, dispuesto a
rebatir su falta de experiencia en esas lides, pues era tan amplia como
incuestionable—. Mi hija es una muchacha decente, honrada y virginal. Ha
sido educada en la prudencia y en la moralidad, por lo que es natural que no
muestre abiertamente sus inclinaciones. Tal actitud no sería propia de una
hidalga de rancio abolengo. —Le miró tratando de cambiar las tornas a su
favor, intentando componer una expresión ofendida—. ¿Hubiera preferido
acaso que se comportara como una vulgar campesina, insinuándose por las
esquinas?
—No es eso. Yo juraría que mi presencia le es del todo indiferente, señor
conde.
El conde chasqueó la lengua.
—¡No se deje engañar por las apariencias! ¡Timidez, caballero, timidez
femenina! —Y le palmeó un omóplato con suficiencia—. Debe insistir en su
cortejo, hacerlo más evidente, mostrar abiertamente sus deseos, agasajarla
con su compañía. Ser más insistente, señor mío, de eso se trata. Ella no le
rechazará, se lo garantizo. No deje de pasarse por el Pazo tanto como guste,
siempre será usted bien recibido en nuestra casa. Además —y al hablar así
achicó los ojos con malicia—, todavía tenemos que liquidar ciertos puntos de
nuestro acuerdo, no nos olvidemos de ello.
Monterrey torció el gesto ante la velada mención a las restantes deudas del
conde, que él se habría comprometido a saldar a cambio de la mano, y del
cuerpo entero, de la esquiva dama.
—Me temo, señor conde, que ya he pagado un gran anticipo sin haber
obtenido la más leve compensación por ello. —Aunque caminaba al lado del
de Covas, en apariencia afable, y ambos se disponían a beber hasta
embriagarse y que los sirvientes los metieran a la fuerza en sus carruajes, el
tono de su voz sonó firme y encerraba una sólida amenaza—. Pocos hombres
pagan una mercancía antes de catarla, y este viejo empresario no piensa soltar
un mísero real hasta que no observe algún avance con la señorita Altamira.
El conde apretó los dientes tan fuerte que temió por un instante que alguno
se le astillara. Tendría que mover pieza con astucia antes de que el viejo se
retirara del juego. Cierto que ya había conseguido mucho, pero los restantes
acreedores, aunque con menores sumas contra él que el viejo, eran insistentes
y poseían muy pocos escrúpulos. Cualquier noche podían asaltarle en el
camino al Pazo y darle una soberana paliza, o incluso algo peor. Y no podía
arriesgarse a tal suceso ahora que escondía bajo los faldones de su chaqueta,
y a buen recaudo, a la gallina de los huevos de oro. Solo era cuestión de
peinarle el plumaje con maestría para camelarla y mantenerla conforme. ¡Y
que la dichosa gallina se tragara sus exigencias de una buena vez! ¿Acaso
pretendía pedirle peras al olmo? ¿Acaso esperaba que una muchacha, una
virginal doncella, se rindiera de amor ante un viejo gordo y zafio como él?
¡Bastante logro era para aquel patán que una perita en dulce como Ana se
casara con él, para encima venir con exigencias ridículas!
—Obtendrá sus avances, Monterrey, yo mismo me encargaré de ello. —Y
descansó una mano en su espalda para animarlo a traspasar el humilde
umbral de aquella taberna abarrotada de bebedores, mientras en su fuero
interno ahogaba mil y una maldiciones contra una hija melindrosa que se
rebelaba a sus deseos.

La lluvia caía sin fuerza, sin prisa, aunque a un ritmo cadencioso e


incesante, en forma de ese molesto y cansino sirimiri tan habitual en aquel
rinconcito del mundo. Con su habitual velo traslúcido, el llanto monocorde de
los cielos empañaba el paisaje verde, húmedo y fértil de San Julián,
transformando aquella adorable visión en una acuarela melancólica y
desdibujada. En una perfecta cortina húmeda y ondulante que se desplazaba
por la pradera a un ritmo suave y lento.
Ana, sentada frente a los ventanales, permitía que Silvana le cepillara la
melena con mimo, alisando la marea castaña en toda su adorable longitud
para realizar después con ella un discreto recogido.
Había elegido semejante ubicación puesto que no quería contemplar su
reflejo en el tocador, porque era consciente de que las lágrimas acudirían a
sus ojos en el instante en que la joven del espejo clavara en ella sus ojos
angustiados y suplicantes de auxilio. Sabía que enfrentarse a su propia mirada
implicaría llorar. Sabía que aquel reflejo no haría otra cosa más que
recordarle su imposibilidad de liberarse. De salvarse de su destino.
Contemplarse sería reconocer su derrota. No podría soportar enfrentarse a
aquella jovencita de mirada triste.
—¿Le hago daño, señorita? Le ruego me disculpe, por favor.
Ana parpadeó, devolviéndose a la realidad, y se percató de que una lágrima
descendía en solitario por su mejilla. Con un movimiento rápido, se limpió la
humedad del rostro con los dedos.
—¡Oh, no, Silvana! —musitó, forzando una sonrisa—. De hecho, que te
cepillen el pelo es uno de los grandes placeres de la vida. Más si se hace con
el mimo con que lo haces tú. —Echó la cabeza hacia atrás para mirarla a los
ojos y esforzarse en componer para ella una sonrisa agradecida.
Silvana observó la hermosa cara vuelta hacia arriba, con los ojos, muy a
pesar de su propietaria, velados por un llanto inminente, y se sintió
desconcertada. Llevaba muy poco tiempo sirviendo en el Pazo: había entrado
pocos días antes de que lo hiciera la propia condesa, pues su finalidad
exclusiva en aquel lugar era la de ejercer de doncella personal de la hidalga.
Silvana, cuya edad rondaba la de su patrona, sentía una profunda admiración
por aquella criatura hermosa como un ángel, elegante como una reina y
bondadosa como correspondía a una dama de su categoría. La condesa era
una señorita muy humilde y cercana, muy noble y agradable, y ella le había
tomado un gran afecto —resultaba imposible tratarla y no quererla, en
realidad—, por lo que, en su bonanza servil, se negaba a que ningún
infortunio acechara su existencia. Por ello, quizás extralimitándose en sus
funciones, y siendo consciente de tal hecho, habló con voz trémula, mientras
continuaba con el cepillado.
—Entonces esas lágrimas son porque está usted triste, señorita. Y un alma
noble y generosa como la suya no debería estar triste por nada en el mundo.
Ana tragó saliva, apretó los párpados aplastando dichas lágrimas y se
entregó al suave vaivén en el que las habilidosas manos de la doncella mecían
su cabeza. No debería estar triste, pero lo estaba. No podía ser de otra forma.
Su padre había decidido casarla con aquel hombre repulsivo y, a juzgar por
su insistencia, no parecía dispuesto a que el matrimonio se demorara
demasiado. ¿Por qué tanta prisa? ¿Tanto le importunaba su presencia en el
Pazo como para querer despacharla de forma tan precipitada?
Mientras permaneció en el internado, él se había visto perfectamente libre
de soportar su presencia, pero ahora que había regresado al Pazo, la
perspectiva de tolerarla cada día del resto de su vida debía de antojársele una
pesadilla. Y pocas cosas puede haber peores, ni más dolorosas para un hijo,
que ser consciente del desprecio y la repulsión que despierta en un padre. Es
algo… contra natura.
—No esté triste, señorita —insistió la doncella con pueril empeño—. Le
haré un recogido tan bonito que sin duda será usted la flor más encantadora
del Pazo. ¡Y de todo el condado, ya lo verá!
—Creo que la tristeza que siento no se puede aliviar con recogidos ni
florituras, Silvana —murmuró sin abrir los ojos—, porque mi tristeza procede
de dentro, de lo más profundo de mi alma.
Al menos, ninguna modista había acudido aún al Pazo a tomar medidas y
presentar telas para el ajuar de la futura novia, y tampoco se había hecho un
anuncio oficial ni una pedida de mano simbólica, lo que suponía un gran
alivio. En el momento en el que algo de todo aquello sucediera, el descenso
hacia el abismo sería ya irreversible.
—¡Ay señorita condesa, no diga usted eso! —Y su pena se contagió a la
afectuosa doncella, que tuvo que suspender el cepillado para fijar la mirada
en el paisaje exterior, completamente velado por el llanto de los cielos—. Los
corazones buenos siempre salen victoriosos de las batallas que emprenden. Y
si no, mire usted ahí fuera —Ana despegó los párpados y obedeció a la
muchacha, fijando sus acuosos ojos verdes en el húmedo paisaje que se
vislumbraba a través de la ventana—: ahora llueve, todo está empañado y
parece que nunca vaya a escampar, ¿verdad?
Ana asintió muy despacio, prestando atención al exterior. El cielo lloraba,
mostrando una extraña empatía con su presencia de ánimo.
—¡Pero lo hará, escampará! Y todo se verá más limpio y brillante que
antes. Señorita —y se inclinó ligeramente para observarla cara a cara y
obtener su atención—, su corazón sanará de tristezas, ya lo verá. La bruma
pasará y volverá a latir con fuerza y alegría.
Ana trató de retener las lágrimas, que ya picaban y bailaban en el borde
enrojecido de los ojos.
—¡Ay, mi dulce Silvana, me temo que a nadie le importa el corazón de esta
condesa, ni sus tristezas, ni sus infortunios! Tan solo desean utilizarlo en
propio beneficio mientras les sea rentable. Después… lo tirarán al caldero de
los desperdicios y se lo darán de comer a los cerdos. —Jadeó con fuerza y
cerró de nuevo los ojos, inclinando la cabeza hacia atrás y entregándose por
completo a su acicalamiento personal.
La doncella no fue capaz de decir nada más. Inspiró hondo y continuó
mimando con el cepillo aquella hermosa marea castaña, sintiendo una
dolorosa compasión por la flor más bella e infeliz de aquel majestuoso lugar.
10
Ana retorció las manos de forma frenética y convulsa, en un gesto
perfectamente a la altura de su nerviosismo.
Había sido una mala idea. ¡No! Seguramente había sido una idea pésima,
Santo Dios. Pero en el mismo instante en que la lluvia hubo escampado —
siguiendo las predicciones de la buena de Silvana—, una única idea,
llamémosle intuición, se instaló en su cabeza, aportando un rayo de esperanza
a su aciaga existencia. Por eso decidió aferrarse a dicha idea, con idéntico
empecinamiento con el que un heroico guerrero se aferraría a su estandarte.
Y sí, Silvana tenía razón: ahora todo parecía más brillante y hermoso que
antes de la tormenta. Y ella más boba e ingenua que nunca.
Suspiró en profundidad y, después de ello, recorrió por enésima vez el
mismo espacio de terreno en un paseo tan obsesivo como metódico. De
hecho, se podía apreciar perfectamente la breve parcela sobre la que la joven
había descargado su ansiedad, pues la hierba humedecida aparecía pisoteada,
y un estrecho surco se había creado bajo los repetitivos pasos de la nerviosa
caminante. Una y otra vez. Venga a un lado y venga al otro. Y las manos que
continuaban retorciéndose con frenesí. De no ser por la presencia de los
guantes, a esas alturas tendría los dedos enrojecidos y sangrantes.
—No va a venir, no va a venir… ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Acaso te lee la
mente? —murmuró para sí misma, sin poder aflojar la severa arruga de su
entrecejo ni el convulso aleteo de decenas de mariposas en su estómago. Y
casi mejor que no fuera.
Había conseguido convencer a doña Angustias para que la acompañara a
dar un paseo, alegando su necesidad de oxigenarse después de haber pasado
toda la mañana encerrada en el Pazo. Aunque en realidad, y su corazón bien
lo sabía, su anhelo era otro muy distinto.
El ama había aceptado, seguramente alentada por el revitalizante olor de la
tierra mojada después de la lluvia. La buena mujer se había quedado
reposando unos metros más abajo, sentada en el tronco derribado de un viejo
roble, resollando y apretándose los vacíos, achacando a su edad y a su
reumatismo la imposibilidad de ascender siquiera medio metro más. Y por
más que su niña se lo pidió y tiró de ella, la anciana se plantó en aquel
reclinatorio natural e insistió en que no movería ni un solo músculo no siendo
para regresar a casa.
Ana hizo un mohín. Quería subir un poco más, solo hasta el pequeño
mirador desde el que se distinguía toda la costa. Solo hasta donde la última
vez…
La anciana, percibiendo su decepción, la alentó a continuar sola, ya que
realmente se trataba de una distancia muy corta; que tratara de disfrutar de la
hermosa panorámica y luego volviera para reunirse con ella. Ana aceptó
encantada.
Pero ahora empezaba a pensar que había sido una mala idea. Nada le
garantizaba que Alberto fuera a pasar por allí. Que lo hubiera encontrado por
casualidad en aquella parte del bosque la primera vez que se vieron no
garantizaba que fuera a encontrarlo también esta vez, ¿verdad? ¿Quién sabía
por qué habría pasado por allí? ¿Casualidad? ¿El destino? ¿Quién sabía a
dónde se dirigía entonces?
No, no había sido una buena idea. Y las tripas así se lo confirmaron
retorciéndose en un movimiento constrictor.
—¡Oh, Dios, Ana, maldita la hora en que hiciste caso a tu corazón! ¿Y tú,
corazón, por qué no te limitas a enternecerte con poesías y dejas las
cuestiones prácticas para el cerebro?
Se llevó una mano temblorosa al escote y jugueteó con los galones
bordados en hilo de seda de su capellina, acariciando a su vez con devoción
el relieve de su medallita de santa Ana.
En medio del fresco ambiente primaveral, del follaje y del cántico de los
gorriones, sonó lánguido el eco de un suspiro.
—Estás perdida, Ana de Altamira, tan perdida como enamorada, y de nada
te sirve ni una cosa ni la otra.
Se miró la puntera enlodada de sus botinas y los bajos del vestido echados
a perder de barro, frunció el ceño y casi sollozó. ¿Acaso no era cierto que se
sentía desesperada por verle? ¿Acaso no era cierto que había memorizado
cada palabra de las conversaciones mantenidas hasta el momento? Su rostro,
su pelo, su aroma, su vestimenta. ¿Acaso no era cierto que todos sus suspiros
iban destinados a él?
El agitado relincho de un caballo la hizo estremecer y la obligó a volver la
cabeza en la dirección de la que procedía el pequeño alboroto para, acto
seguido, llevarse una mano al pecho y esbozar una sonrisa trémula.
El corazón seguía vivo… y latía fuerte.

Alberto descendió de un salto de su caballo. Del mismo modo brincó el


corazón en su pecho, con una cabriola digna de un saltimbanqui circense. Se
sentía como un inocente crío que viera hacerse realidad su sueño más
anhelado, sin ser él mismo consciente, hasta ese momento, de la profundidad
de tal anhelo. Al menos fue así cuando divisó la silueta de Ana en el camino.
¡Qué casualidad más grata haberla encontrado allí! Aunque, teniendo en
cuenta que el bosque se encontraba a más de media hora de camino de casa
de su padre, y que la primera vez que la vio fue en aquel lugar, las
casualidades no parecían tener mucha cabida.
¡Ah, idiota, si has venido a este lugar con un único objetivo en mente! ¿A
quién intentas engañar? A estas alturas estás más pillado que una liebre
atrapada en un cepo.
Cuando salió de casa esa misma mañana, su padre ya no se encontraba en
sus aposentos. Los sirvientes le dijeron que había abandonado la casa apenas
rayar el alba. ¡A saber en qué asuntos andaría enredado el perro viejo para
tanto madrugar, condición de la que nunca había sido partidario! Además, se
había llevado su capa nueva, según informes del servicio, y el pequeño
tílburi, según él mismo pudo comprobar cuando cruzó por las cocheras en
dirección a los establos.
Desde su llegada a San Julián, apenas había cenado en casa. Corría el
rumor entre el servicio de que el anciano Monterrey se había vuelto
convidado habitual en el Pazo de Rebolada, hasta tal punto que pareciera que
pasaba más horas en la casa solariega que en su propia residencia. ¡Dios,
ojalá pudiera mantener una entrevista privada con la señorita condesa! De ese
modo la advertiría, si acaso la pobre criatura todavía permanecía ciega en ese
sentido, de lo equivocado de desposarse con aquel hombre que, además de
viejo y decrépito, era un patán rudo, vulgar y muy poco dado a
sentimentalismos, lo que podría acabar dañando la sensibilidad de una
muchacha de su condición. Ni su padre era merecedor del cuerpo virginal y el
alma incorrupta de una inocente, ni aquella pobre criatura merecía un destino
tan aciago.

—Señorita Guzmán —cabeceó en señal de saludo al llegar a su altura—. El


cielo ha escuchado mis plegarias y me concede de nuevo la compañía de uno
de sus ángeles.
La joven respondió al halago con una rápida flexión de rodillas y dos
hermosas amapolas desplegándose en sus mejillas. Cuando alzó los ojos
hacia él, Alberto descubrió además un fulgor resplandeciente en sus pupilas.
Ahora, en medio del bosque húmedo y brillante, le parecían si cabe más
verdes y vívidas que nunca.
—¡Qué grata sorpresa, señor…! —En ese momento, de nuevo, echó en
falta conocer su apellido pues, a todas luces, el nombre de pila o, peor, el
apelativo de querido Alberto con el que lo mentaba en sus sueños, no
resultaría apropiado.
Aunque, sin duda, querido Alberto era la única y mejor forma en la que
podría referirse a él, si se mantenía fiel a sus sentimientos.
Le miró, y al hacerlo, su corazón dio un vuelco. Estaba realmente apuesto
ataviado con un gabán de paño hasta las rodillas, de tono verde musgo,
completamente desabrochado, que permitía distinguir debajo un chaleco
brocado del mismo tono y unos sencillos pantalones con bolsillera frontal.
Calzaba botas de montar y un elegante sombrero que le hacía parecer aún
más alto de lo que ya era. Contuvo un nuevo suspiro; ciertamente parecía un
príncipe azul en medio de la espesura.
—Señorita… —Meneó la cabeza con desaprobación, y su tono, a pesar del
alzamiento irónico de una ceja y de su sonrisa ladeada, encerraba una clara
reprimenda—. ¿De nuevo la encuentro sola paseando por el bosque?
Ana balbuceó tornándose, para su disgusto, todavía más encarnada.
—No me riña, no estoy sola. Mi… mi madre se encuentra descansando
muy cerca de aquí. —Alargó el brazo para señalar un punto invisible sendero
abajo—. La pobre se agota con facilidad después de un rato de caminata.
Aquello sonaba a pretexto; el tono escarlata de sus mejillas, el temblor de
los labios, la vehemencia de su voz y los movimientos nerviosos de sus
manos así lo evidenciaban. Alberto percibió además el improvisado caminito
pisoteado a su espalda y tuvo que contener la sonrisa. Una punzada de ternura
y otra de deseo cruzaron a un tiempo por su pecho. Estaba claro que no había
sido el único en buscar la presencia del otro y forzar un encuentro. Saberlo
resultaba muy reconfortante a esas alturas. Era eso, o pensar que
definitivamente el clima gallego y aquellos ojos verdes le habían hechizado.
—¿Será correcto que hablemos entonces, a pesar de que su madre no se
encuentre presente? —inquirió con una sonrisa traviesa—. ¿O tal vez
deberíamos hacer como que no nos hemos visto y seguir cada cual con su
camino?
Ana percibió el juego y contuvo la sonrisa.
—¿Seguir su camino? ¿Es eso lo que desea? —Se encogió de hombros,
continuando la charada—. Además, no estoy sola, si le tenemos en cuenta a
usted y a los pajarillos que nos rodean.
—Cierto es. —Y se quitó el sombrero para enarbolarlo en una cómica
reverencia—. Puede usted contarnos a los pajarillos, a mi caballo y a mí: le
aseguro que este noble animal será mudo testigo de nuestras confidencias, y
no acusará la falta. —Le guiñó un ojo, que acentuó los ya encendidos rubores
de la joven—. Lucero es bastante condescendiente en tanto a formalidades se
refiere.
Ana sonrió ahora de forma abierta y adelantó la mano para acariciar la
frente albina del animal.
—No existe falta alguna. Ya hemos sido presentados —respondió—. Y no
es la primera vez que conversamos. ¿O acaso lo ha olvidado?
La mirada obsidiana de Alberto imitó en negrura y profundidad el halo
insondable de los pozos sin fondo. Dos pozos en los que Ana ya se sentía
irremediablemente atrapada. Dejó de sonreír; se puso serio de pronto y habló
con una voz más grave de lo habitual.
—Creo que no podré olvidarlo mientras viva.
Quizás fue ese el momento exacto en el que el corazón de Ana dejó de latir
y el aliento huyó de sus labios. El momento preciso en el que un escalofrío la
sacudió de arriba abajo y la boca se tornó seca y áspera como un cauce
estéril. ¿Cuánto duró su turbación? Unos segundos, minutos tal vez; el tiempo
que sus miradas permanecieron enlazadas y todo lo demás dejó de tener
importancia. Con todo, se las arregló para devolverse a la vida y continuar
hablando.
—Entonces creo que por esta vez podremos hacer la vista gorda, con
permiso de su montura y de nuestros amigos los pájaros. —E insistió en la
caricia a la testuz del animal, que acogió su cariño con un leve empujón del
hocico.
Alberto la miró embelesado. Algo que resultaba inevitable teniendo delante
a aquella ninfa de piel de porcelana, labios de fresa y mirada de agua quieta
de lago.
—¿Le gustan los caballos?
Ella asintió, mirando el animal con dulzura y una extraña nostalgia.
—¿Monta usted?
Ella negó con la cabeza.
—Me gustan los caballos, y de niña solía montar en el regazo de mi madre.
—Su tono adoptó un registro melancólico y soñador—. A ella le gustaba
mucho montar, y solía hacerlo cuando disponía de buena salud. Lo hacía
realmente bien: saltaba, galopaba… aunque yo nunca podría ser demasiado
objetiva con ella. Para mí, era la mejor amazona del mundo.
Alberto frunció el ceño, tratando de asociar esa información con la imagen
que tenía de doña Angustias. No podía imaginarse a aquella mujer oronda
como una perfecta amazona. Sesgó los ojos. Había algo en los recuerdos de
Ana que le resultó extraño. Algo que no cuadraba. Algo que, a la vez, sonaba
lejano y doloroso en los labios de ella.
—¿Y ya no monta? —Ana parpadeó, devolviéndose a la realidad—. Su
madre, quiero decir.
Ana sintió como si acabaran de asestarle una patada en el estómago. Fue
por eso, quizás, que boqueó.
—¡Oh, no, ya no! —E inclinó la mirada, avergonzada de su desliz.
—¿Tampoco usted?
Replegó los labios, y sonrió cuando el animal embistió su hombro con el
morro, en respuesta a sus mimos.
—Mi padre no lo permite. —Su sonrisa se tornó dolorosa y resignada—.
En el Pazo hay muchos caballos, pero ni siquiera me deja acercarme a los
establos. Me temo que jamás me permitiría tener un caballo propio.
—Debe de ser muy severo su padre, si me permite la apreciación. —Y acto
seguido, en el mismo tono grave y sensual de antes—: No imagino qué clase
de persona podría negarle algo que usted quisiera.
Ana acusó el halago tornándose más encarnada, si es que en algún
momento su piel había perdido dicha coloración en presencia de Alberto.
—Pues mi padre es una de esas personas —sentenció, con voz amarga.
Todos los recuerdos de su infancia, aquellos que no pertenecían a los
momentos felices compartidos con su amorosa madre, pasaban por la imagen
de su padre vociferando. Lo recordaba erguido y amenazante como un titán,
como una sombra funesta, fulminándola con la mirada, destrozando sus
sueños, sus ilusiones, sus proyectos infantiles en pos de una bofetada o un
castigo injusto—. Es un hombre… intransigente y duro.
—Lamento oírlo.
Y en verdad lo lamentaba. Cualquier sufrimiento infringido a aquella
criatura, por algún motivo, le desgarraba el alma. Por ello, casi sin darse
cuenta, se descubrió apretando la mandíbula con fuerza.
Ana exhaló por la nariz, humedeciéndose los labios al tiempo. El verde de
sus pupilas se había vuelto de pronto más oscuro y cortante.
—No se preocupe, creo que a estas alturas ya me he acostumbrado a las
peculiaridades de su carácter. —Hizo una breve pausa antes de continuar—.
Aunque no dejen de sorprenderme.
Y lastimarme.
Alberto se silenció. No sabía qué decir, y sin embargo sentía un deseo
incontrolable de decir todo… de abrazarla y confortarla entre sus brazos, de
borrar con suaves besos la leve arruga de su entrecejo y curvar hacia arriba
las sonrosadas comisuras de sus labios. Deseaba protegerla y decirle que todo
estaría bien, que nadie ensombrecería jamás su bello rostro si él podía
evitarlo.
Como no sabía por dónde salir ni cómo liberar su impotencia y su
frustración, se limitó a tirar levemente de las riendas del animal mientras
decía con fingido tono animoso:
—Demos un paseo. ¿Le apetece? Según recuerdo de la otra vez, un poco
más arriba hay un pequeño saliente a modo de mirador desde el que se
distingue gran parte de San Julián.
Ella cabeceó en señal de asentimiento y sus ojos brillaron de nuevo,
apartando de sí el velo oscuro que los había nublado hacía tan solo unos
segundos.
—Sí, el punto exacto donde me caí…
—Donde nos conocimos —apostilló él.
Ana sonrió.
—Las vistas desde allí son inmejorables. Se ve casi todo san Julián. Los
campos de espadañas y los esponjosos brezos rosados están preciosos en esta
época.
¡Qué alegremente regresó Ana a casa! ¡Con qué algarabía saltaba en el
pecho su corazón!
Había pasado los últimos y más maravillosos quince minutos de su vida en
compañía de su querido Alberto; no más de quince, o de lo contrario doña
Angustias hubiera acusado su ausencia y la habría obsequiado con la
consabida reprimenda y una mirada con ceño. Y no sería porque el ama no
estuviera a esas alturas perfectamente advertida de las inclinaciones
románticas de su niña, o porque no conociera el destino real de sus afectos,
pero sucedía que el ama era una mujer mayor que se guiaba por una moral
intachable y unas convenciones absurdas. Sin duda desaprobaría esos
coqueteos furtivos que nada tenían de malo y que, al fin y al cabo, le daban la
vida a su niña del alma. Y mucho menos los consentiría sin la presencia
oportuna de una carabina y centinela moral.
Suspiró. La próxima vez consentiría en que la acompañara, si acaso lograba
convencerla de ello y la buena mujer no se deshacía en cruces y
amonestaciones, y de ese modo la entrevista podría prolongarse más de
quince brevísimos e insignificantes minutos.
Muy poco podía sospechar la muchacha que su gozo, una vez traspasadas
las murallas de su hogar, iba a ahogarse en un pozo, en uno cenagoso,
pestilente, de aguas infectas y espesas, que la recibió con una sonrisa
amarillenta de formidables paletas y una mirada que rezumaba falso almíbar.
¡Con qué rapidez el corazón puede pasar del júbilo más pleno y de la
algarabía más rotunda, del dulce aleteo del enamoramiento y las alegres
palpitaciones de la ilusión, a la desazón más profunda y al más oscuro sopor,
hasta el punto de parecer silenciarse por completo dentro de un pecho
repentinamente sin vida!
El conejo dentudo y pestilente paseaba por los jardines del Pazo en
compañía del conde, y ambos parecían enfrascados en una conversación de lo
más interesante, a juzgar por sus risas socarronas y sus cabeceos briosos.
Ana frenó en el acto sus, hasta el momento, gráciles pasos, y se detuvo por
completo. Tan solo la presencia de doña Angustias a su espalda impidió que
se desplomara o emprendiera una huida poco sutil.
—¡Señorita de Altamira! —Incluso la reverencia que le fue ofrecida a lo
lejos le pareció ridícula.
Flexionó las rodillas dos veces, una por cada uno de los hombres que se
alzaban ante ella.
—Aprovechando la oportuna llegada de la condesa —apuntó el conde,
dirigiendo a su hija una mirada preñada de intención, sin duda una velada
reprimenda por no encontrarla en el Pazo cuando llegaron—, me retiro.
Asuntos impostergables me aguardan en mi despacho.
Ana, perfectamente escoltada por doña Angustias, cerró las manos en
puños. Estaba segura de que era mentira. De que no se trataba más que de una
sucia treta para forzarla a soportar la presencia de aquel hombre. Para
obligarla a hacerle compañía.
—Es propio, don Alejandro —habló Monterrey, que parecía muy
complacido ante el repentino estado de laboriosidad de su acompañante.
—Queda usted en buenas manos, Monterrey, Ana puede perfectamente
ejercer de anfitriona para usted. Le mostrará cualquier rincón del parque que
desee conocer.
—En las mejores manos, no lo dudo —coreó el anciano, mirando a la joven
con su habitual lascivia coronada de enormes paletas sobresalientes—. Por
supuesto sin ánimo de ofenderlo a usted, señor conde.
—No me ofende. —Ambos se miraron como si entre los dos existiera una
clave de entendimiento indescifrable para el resto de los mortales.
Seguramente así fuera. Cuando don Alejandro dejó escapar las siguientes
palabras, el corazón de Ana dio un vuelco. Un vuelco que nada tenía de
romántico y mucho de enfermizo—. Doña Angustias, haga el favor de
acompañarme dentro. Tengo que darle indicaciones para un evento que
tendrá lugar en el Pazo en unos días.
Doña Angustias boqueó, sintiéndose impotente, mirando de forma
alternativa al severo y ceñudo conde y a una aterrorizada Ana, que compuso
con los labios un mudo y suplicante: «por favor, no», desorbitando los ojos y
empalideciendo al instante. Finalmente, no pudo más que cabecear en
asentimiento y abandonar la escolta de su niña para disponerse a seguir al
patrón, inclinando la cabeza hasta apoyar la barbilla en el pecho. Aquel gesto
de rendición por parte del ama consiguió enardecerla hasta límites
insospechados. No iba a rendirse a su destino sin pelear.
—¿A solas, padre? ¡No me parece oportuno ni prudente!
Enmudeció en el acto, dándose cuenta de lo poco que le había importado
hacía tan solo unos minutos permanecer a solas con Alberto. ¡Pero es que se
trataba de algo completamente distinto! ¡Alberto nada tenía que ver con el
atroz Monterrey!
—¡No veo qué tiene de particular! —atajó el conde, fulminándola con la
mirada. Esta vez no iba a permitir ridículas insubordinaciones. Esta vez tenía
que complacer a la gallina de los huevos de oro, y no iba a consentir que una
estúpida pollita estorbara sus planes—. Don Jenaro es un caballero que goza
de mi absoluta confianza y, teniendo en cuenta el grado de parentesco que
pronto alcanzará dentro de esta familia, no veo nada de malo en que pasees
en su compañía. ¡Y por nuestro Pazo, además!
Ana inclinó la mirada para perderla en el denso tapiz trebolado del suelo.
En realidad, era incapaz de ver nada, puesto que la neblina de la ira cegaba
sus ojos.
—¡Pero no es de la familia! —se quejó. Y dirigió al anciano una mirada
retadora que habría sido capaz de traspasarlo si las capas de carne en su
cuerpo fueran menores—. ¡Todavía no!
¡Concédanme al menos esa venia!
—Ese no ha de ser inconveniente. No lo es para mí, que soy el cabeza de
familia y tu tutor, por tanto, tampoco debe serlo para ti —zanjó el conde, y
esa vez, si alguien no vio las chiribitas en sus ojos, fue porque no quiso
verlas. Una sonrisa mordaz asomó bajo su bigote acaracolado—. ¡No sabía
que tuviera una hija tan reservada, santo Dios, te han enseñado bien las
monjitas! —Mirando a un sonriente Monterrey—. Se lo dije, señor mío: casta
y pura como una santa. Va a llevarse usted un tesoro.
Ana chasqueó la lengua y pateó el suelo con su botina, consumida por la
impotencia y la indignación.
—Jamás lo he dudado, señor Covas. —La sonrisa salaz de aquel anciano
asqueroso, cuyas enormes paletas asomaban entre unos labios gordos como
morcillas, consiguió hacer hervir la sangre en sus venas—. Un tesoro que
disfrutaré mucho de desenterrar con mis propias manos.
—¡Le recuerdo que nada se ha hecho oficial, padre! ¿Qué pensarán los
sirvientes? ¿No debemos, acaso, dar ejemplo? —gimió, esgrimiendo tal vez
su último recurso, aun a sabiendas de que, al hacerlo, podía destapar la caja
de los truenos. Y así fue. Los primeros relámpagos no se hicieron esperar.
—A eso, querida, le pondremos solución mucho antes de lo que imaginas.
Que no te atormente.
Con un cabeceo lento y amenazante, y un escueto: «¡Doña Angustias!», el
conde se despidió de la desigual pareja, seguido muy de cerca por los pasos
apretados y renqueantes del ama, que un par de veces se volvió para mirar a
su niña con el alma contrita y los ojos bañados en llanto.
—Y bien, señorita de Altamira, me gustaría mucho contemplar de cerca
esos cipreses centenarios de los que me ha hablado su padre —sonrió,
mirándola como si fuera a devorarla una vez se hubieron quedado a solas.
Ana suspiró y solo pudo enlazar las manos frente al talle y encomendarse al
Señor.

Llevaban ya un buen trecho caminado y la incomodidad para Ana no podría


ser mayor ni más insoportable. Su postura era una clara evidencia de su
desazón: caminaba exageradamente erguida, con los brazos rígidos a los
costados, el cuello agarrotado, las manos en puños y la mirada perdida en
algún punto distante, seguramente en un universo a años luz de aquel lugar.
El individuo que la acompañaba no parecía apercibirse de la tirantez de su
pose, ni de gran cosa en realidad.
¿De verdad iba a pedirle la mano? ¿Para qué, si no, aquel paseo a solas por
el jardín? Tragó saliva y apretó los párpados. ¿Hincaría su rodilla en el suelo?
Casi jadeó al imaginarlo. Si Jenaro Monterrey hincaba su rodilla en el suelo,
muy probablemente ya nunca más sería capaz de levantarse. Tampoco
parecía hombre de muchos discursos, así que supuso que sería rápido y,
posiblemente, tosco. ¡Oh, sí, tosco como un jabalí hambriento rondando un
maizal!

Jenaro Monterrey avanzaba renqueante como un ganso mareado, sudando y


resollando por la nariz como un cerdo al que apuraran al degolladero. A cada
segundo, se llevaba el pañuelo de mano a su reducido cuello para sacarlo
completamente empapado de sudor. Goteaba como una vela encendida, y los
mechones ralos de su cabello, así como la inservible lazada de su pañuelo,
húmeda, desceñida y sucia, daban buena fe de ello.
Santo Dios, pensaba Ana a cada paso, un hombre como él no estaba ya para
semejantes trotes. ¿Por qué se empeñaba en someterse a ellos? Debería
quedarse en casa, con las pantuflas puestas y un chaleco de franela bien
abrochado, sentado frente al fuego mientras se asentaba el cuerpo con un
caldo de pollo.
—Señorita de Altamira —empezó a hablar, una vez hubo realizado una
pasada con el pañuelo por toda su enrojecida faz—, como supongo que usted
sabrá, su padre espera que nuestras familias se unan muy pronto en feliz
compromiso. —Su voz, tratando de sonar seductora, imitó el siseo de una
cobra—. Sinceramente, yo también lo espero con ansia.
—El jardín está precioso en primavera ¿verdad? —interrumpió ella con voz
nerviosa—. Los jardineros del Pazo realizan un buen trabajo.
Y se mordió el labio inferior tratando de aliviar su estado de nervios y sus
crecientes ganas de huir. Toda ella temblaba y, de no haber tenido las manos
apretadas en puños, no habría sabido qué hacer con ellas. Santo Dios…
¡Todo apuntaba a que iba a declararse!
Don Jenaro hizo caso omiso a la apreciación paisajística. En realidad, le
importaban muy poco los aderezos ornamentales del jardín, y mucho menos
los rodeos con que la joven pretendiera evitar su conversación. ¿Timidez
femenina, había dicho el padre? ¡Ja! ¡Pues bueno estaba él para andarse con
enredos pueriles a esas alturas!
—Su padre me ha asegurado que dicha unión es aceptada de buen grado
por usted…
—¡La primavera, la estación de las flores! ¡Mi favorita entre todas! ¿Ha
visto qué hermoso luce todo? ¿Y con qué alegría cantan los pajarillos entre el
follaje? —expresó en un jadeo exaltado. Y acto seguido su tono descendió—.
Se dice que las haditas de la estación son las que cuidan de las flores y las
llenan de colores y aromas para nosotros. Las hortensias violáceas están
preciosas…
Y, abrazándose a sí misma, se desvió un poco para caminar entre dichas
hortensias, las azaleas y las adelfas en flor con paso nervioso, evitando al
menos durante unos pocos metros la compañía de aquel hombre. No pudo
caminar mucho tiempo, no obstante, pues las rodillas se entrechocaban de tal
forma que apenas podía avanzar. El intenso picor que empezaba a fraguarse
detrás de sus párpados le advirtió además que el tiempo de contención se
agotaba y que en pocos minutos la presa que retenía las lágrimas se abriría de
golpe.
—¿Señorita de Altamira? —La voz de él sonó una octava más alta de lo
normal.
—¿Si? —dijo trémula, sin ni siquiera volverse.
—Pretendo iniciar una conversación con usted…
¡Pues desista, se lo ruego, silénciese en este mismo instante! No me torture
con sus atenciones ni me haga partícipe de ellas.
—¡Le ruego que me escuche! —A juzgar por su tono, aquello no era un
ruego.
Ahogó un sollozo. En el interior de sus párpados, un molesto picor in
crescendo se hacía notar.
—Hable, pues.
El anciano carraspeó, y Ana, abrazándose con fuerza y sin intención de
soltarse, elevó la mirada al cielo suplicando un poco de presencia de ánimo.
—Usted sabe que yo no soy noble, no poseo blasones ni títulos en mi
familia —el anciano seguía parloteando a cierta distancia detrás de ella,
ignorando tal vez que el corazón de Ana había alcanzado la garganta y latía
allí amenazando con salir al exterior—, pero dispongo de una buena renta
gracias a la empresa de salazones y conservas, por lo que la perspectiva de
una vida acomodada queda absolutamente garantizada —continuó, sin apartar
la mirada de la espalda de Ana: de sus hombros que ascendían y descendían
en agitado vaivén, de su hermosa capellina y de la parte posterior de su
bonete—. Aunque supongo que las rentas y posesiones son un tema delicado
para tratar con una mujer.
Ana jadeó.
—Resulta un tema un poco… violento, a decir verdad.
Aunque no esperaba menos de semejante oso.
—Y fuera de lugar, puesto que las mujeres nada entienden de números ni
economía…
Ana no pudo replicar como se merecía aquel patán, puesto que, dando
muestra de una agilidad inesperada en un individuo como él, tanto por
dimensiones como por edad, el anciano apareció de pronto frente a ella para
tomarle la mano con urgencia y muy poca delicadeza.
¡Que no se arrodille, por Dios, que no se arrodille o no podría soportarlo!
—¡Suyo es todo lo mío, señorita condesa, se lo ofrezco con gusto!
Ana, horrorizada, forcejeó unos segundos para liberar su mano del agarre.
Don Jenaro insistía con muy poca gentileza en retenerla aun en contra de su
voluntad, aunque al final, gracias a un tirón brusco, muy poco fino, consiguió
recuperarla. En el acto, ambas manos corrieron a ocultarse tras las faldas,
poniéndose a salvo.
—¡Señor Monterrey! —gimió espantada.
—Cuando nos casemos, todas mis posesiones estarán a su merced. ¡Y mi
persona, por supuesto!
¡Su persona es lo que menos me interesa!
—¡Señor Monterrey, no considero apropiado ni necesario tratar un tema
como el presente en estos momentos!
¡Ni en ninguno, en realidad! Su ceño fruncido y la ferocidad repentina de
su voz demostraban su indignación.
—Está bien, lo comprendo —sonrió con forzada zalamería—. A las
mujeres de noble cuna como usted debe uno ganárselas desde el corazón, no
con menciones a rentas y propiedades. He mostrado muy poco tacto al
referirme a nosotros como a una simple transacción. —Se inclinó hacia ella
para enroscar en un dedo uno de los caracolillos que asomaban indiscretos
bajo la visera—. No le quepa duda, mi joven dama, de que puedo ser un
hombre de sangre caliente y grandes pasiones si me lo propongo. No un
poeta, desde luego, pero sí alguien capaz de satisfacer sus apetitos.
Con un sutil ladeo de rostro, Ana desligó su rizo de aquel dedo corto, gordo
y rechoncho. El anciano, impelido por su errónea creencia de que la
muchacha tan solo era tímida, pero estaba bien dispuesta, levantó una mano
para acariciar con el dorso la ardorosa mejilla. Esta vez, Ana se vio obligada
a realizar un violento quite para esquivar la indeseada caricia. El anciano
sostuvo la mano en el aire durante unos segundos, sin duda asombrado por el
inesperado rechazo. Acto seguido, esbozó una sonrisa y recuperó el dominio
de su extremidad, ocultándola tras la espalda.
—No se preocupe, señorita, puedo ser paciente si la compensación merece
la pena —afirmó, mirándola con innegable lascivia. A esas alturas solo le
faltaba babear, y seguramente ya tenía la boca llena de agua—. Y estoy
seguro de que, en su caso, teniendo en cuenta la valía del premio final, valdrá
la pena esperar.
—¡Absténgase de tocarme y de dirigirse a mí en estos términos tan poco
decorosos, señor, se lo exijo! —siseó, con los ojos anegados en llanto. La
rabia que la roía era tan grande, y tan difícil la tarea de contenerla, que la
barbilla, los labios y toda ella temblaban como un junco a merced del viento.
Él ladeó el rostro, mirándola con divertimento. Como el lobo que calibra un
delicioso cordero segundos antes de lanzarse sobre él para devorarlo.
—Dicen que el cariño verdadero no entra por el corazón, sino a través de
cierta parte de la anatomía femenina que en estos momentos no voy a mentar
—continuó provocando, lamiéndose los labios mientras sesgaba la sonrisa—.
Sabré esperar, y esperaré hasta el momento en que sea usted mía. Entonces
podrá comprobar de primera mano la certeza de este dicho.
Ana no pudo soportarlo más. Barajó seriamente la posibilidad de
abofetearlo, y de hecho sus manos, cerrándose en puños y estirándose
después, evidenciaron su conflicto interior. Finalmente optó por desistir:
aquel necio ni siquiera era merecedor de semejante desprecio.
Abrazándose a sí misma, más para insuflarse fuerzas y sostenerse que por
otra cosa, jadeó indignada, se dio la vuelta y se alejó del lugar a grandes
zancadas, sin importarle lo más mínimo que aquella huida le acarreara graves
consecuencias ante su padre. En esos momentos prefería soportar las afrentas
del conde, que la abofeteara y la encerrara de por vida en su alcoba si ese era
su deseo, antes que verse en la necesidad de sufrir la lascivia de aquel sátiro
desvergonzado.

—Pues ya sabe usted todo cuanto necesita saber. Envíe a alguien al


mercado a buscar pescado fresco y buenas piezas de ternera —habló el
conde, perfectamente repantigado y complacido detrás de la mesa de su
despacho—. Y advierta a las doncellas que no economicen en velas, esta vez
no. Todo tiene que estar listo y dispuesto para el sábado.
¿El sábado?
Doña Angustias, ceño fruncido y manos temblorosas enlazadas frente al
talle, boqueó como un pez fuera del agua.
—¡Oh, señor, pero falta muy poco para el sábado y está todo por hacer! —
protestó con timidez—. Si pudiera postergar la velada solo un poco más, la
organización resultaría más satisfactoria…
En realidad, el ama no pedía tiempo para organizar la dichosa fiesta,
aunque era consciente de que cualquier evento de índole festivo —y tan
inusitado en aquella casa habitualmente triste, fría y reacia a recibir invitados
—, significaba trabajo extra para todo el servicio, y para ella misma, en su
papel de ama de llaves; pero no lo hacía por eso, sino que reclamaba tiempo
para su niña. ¿Así que aquel era el dichoso evento que pretendía organizar el
señor y que tanta prisa corría, como para dejar sola y desamparada a la
condesa en presencia de aquel…? ¿Una fiesta para anunciar el compromiso
de su única hija con el viejo verde? Santo Dios de los cielos, ¿de modo que
aquella calaverada ya estaba en marcha? Ana iba a morirse en cuanto se
enterara de las intenciones del conde.
—Lleva usted trece años sin dar palo al agua en esta casa. Por una vez que
se le exija un poco de celeridad no va a suceder nada, ¿verdad? —El conde se
expresaba con ese siseo amenazante, tan habitual en él y en las cobras a las
que tan fielmente emulaba, mientras achicaba los ojos hasta reducirlos apenas
a dos simples ranuras maliciosas—. Además, siempre está usted a tiempo de
recoger sus bártulos y dejar el puesto de ama de llaves a alguien más joven,
dispuesto y competente.
Doña Angustias acusó la puñalada en el mismo sitio de siempre: encima de
las viejas heridas aún sin cicatrizar asestadas por el conde durante trece largos
años. Justo encima del corazón. Inclinó la mirada y trató de no desangrarse
delante de él.
—El sábado estará todo dispuesto, señor —dijo lacónicamente.
El conde sonrió de forma aviesa, de manera que las comisuras de sus labios
de serpiente asomaron bajo los extremos emperifollados de su bigote.
—Haga venir aquella discreta orquestina de la otra vez. No cobran mucho y
son bastante aceptables, al menos estos son capaces de mantenerse sobrios
durante su intervención. Mañana le pasaré la lista de invitados para que lo
organice todo y envíe a cada casa la consabida invitación. —El hombre
replegó los labios en una mueca despectiva—. ¡Y no ponga esa cara de
becerro asustado, por el amor de Dios, no serán demasiados!
Doña Angustias cabeceó en resignado asentimiento.
¡Por descontado que no serán demasiados! Teniendo en cuenta que a la
mitad de la crema le debe usted dinero, y que la otra mitad no le puede ni
ver, no creo que se arriesgue a encerrar en su casa a todas esas hienas
hambrientas. Sería un suicidio impropio del astuto zorro.
—¡No te imaginas lo que me ha dicho, nana! ¡Ese hombre es un auténtico
degenerado! —Se llevó las manos a las acaloradas mejillas y sollozó. Las
pestañas todavía permanecían húmedas a causa de las recientes lágrimas—.
¡Cielo santo, me hierve la sangre solo de recordarlo! ¿Cómo se puede ser tan
desvergonzado?
—No hace falta que lo jures, criatura. —El ama, de pie detrás de ella,
deshacía con mimo el peinado de la joven mientras esta permanecía sentada
frente al tocador—. Conozco demasiado bien la reputación de ese hombre
como para saber que es un sucio patán y un mujeriego.
—¿Y acaso no está prevenido padre de dicha reputación? ¿O es que le da
igual?
—¡Debes decírselo! Esa no es forma de dirigirse a una muchacha inocente
como tú, máxime teniendo en cuenta tu grado de nobleza frente a la ausencia
de la suya. ¡No es correcto! Y por más que sea tu… prometido —le costaba
articular la palabra y, de hecho, la pronunció asqueada—, no debería tomarse
semejantes licencias. —Ana arqueó las cejas en una mueca desolada,
acompañando el gesto de un suspiro—. Si él está acostumbrado a tratar con
mujeres de mala vida y dudosa moralidad, y que Dios me perdone —se
persignó, meneando la cabeza hasta hacer bailar los volantes de su cofia—, tú
no tienes la culpa. Tu padre debería reprenderlo.
—Nada ganaría diciéndoselo a padre —suspiró, venciendo los hombros
hacia atrás hasta reposar la espada contra el respaldo de la silla—. Por alguna
razón que desconozco, ambos parecen formar parte de un extraño consorcio.
No le coarta, no le limita, sino que le jalea. No entiendo el porqué, en otras
circunstancias, un hombre zafio como el señor Monterrey jamás se
encontraría entre las relaciones habituales de padre. Carece de clase, de
elegancia, de prestigio, ¡de educación! No tiene sentido, nana, al menos no en
mi cabeza.
Doña Angustias se mordió la lengua. Ella sabía el porqué. En realidad, a
esas alturas toda la casa lo sospechaba y murmuraba sobre ello. No era justo
seguir ocultándolo por más tiempo para tratar de evitarle a la niña la
vergüenza resultante de saberlo, cuando, en realidad, sus posibilidades de
alcanzar una existencia dichosa estaban a punto de desmoronarse por culpa
de esa triste verdad.
—Creo que se trata de un asunto de dinero —dijo, escueta—. Monterrey
carece de todo eso que has dicho y más. Pero tiene mucho dinero. Y eso es lo
único que busca tu padre.
Ana alzó los ojos y sus miradas se encontraron en el espejo.
—¿De dinero, nana? —jadeó, escéptica—. ¡Pero si somos los Altamira!
¡Los condes de Rebolada! ¿Un pescadero posee más solvencia que nosotros?
El ama meneó la cabeza muy despacio en triste negación.
—Nada es como crees, pequeña mía. La casa de Altamira ha dejado de ser
lo que era. Desde el fallecimiento de tu santa madre, que Dios la tenga en su
gloria, todo ha sido un descenso vertiginoso hacia el abismo.
Ana parpadeó inquieta, sin acabar de comprender.
—Deudas de juego, cariño. —La vergüenza que experimentó al destapar la
caja de las miserias de la familia solo podría ser comparable a la de la
condesa, que acusó tal sentencia como quien recibe una puñalada certera en
el corazón—. Tu padre es un hombre rendido al poder de los naipes. Jugador
y bebedor. Sus vicios le han dominado, convirtiéndose a estas alturas en una
enfermedad. —Adelantó las manos para acunar en ellas las mejillas de la
joven, acariciándole la suave piel del rostro con los pulgares—. Me temo que
las arcas de la familia no son tan prósperas como lo fueron en el pasado, y
toda la culpa es del mal vicio de tu padre y de su espíritu derrochador.
Y dicho esto, empezó a relatar a su querida niña todo lo que sabía y
sospechaba, lo que había oído y lo que se rumoreaba en el condado.
Propiedades vendidas a toda prisa y de forma furtiva, mensajes extraños
acumulándose en el vestíbulo, sombras amenazantes merodeando por los
alrededores al caer la tarde, invitaciones canceladas con el pretexto de
haberse convertido el conde en presencia non grata en ciertos lugares…
Ana, conforme escuchaba el relato del ama, sentía cómo el corazón se
encogía en su pecho hasta alcanzar las dimensiones de un higo seco, cómo las
fuerzas se desvanecían como un puñado de bruma entre los dedos y cómo las
lágrimas corrían por su cara en desbandada. Al principio de la narración, trató
de retenerlas para soportar serena la verdad; después ya dejó de intentarlo,
rendida a la dolorosa realidad. El linaje de su familia se desmoronaba por
culpa de aquel tirano, y ahora también su propia vida estaba a punto de
arruinarse en sus manos.
—¡Me vende a un hombre que ni siquiera él mismo soporta, solo para
saldar una deuda de juego y cubrirse las espaldas! —No era una pregunta,
sino la dura confirmación de la verdad—. ¡Oh! ¿Acaso se puede ser más ruin
y egoísta, nana? —Se cubrió el rostro con las manos cuando un violento
sollozo la acometió y supo que no iba a poder afrontarlo con dignidad—.
¿Acaso no es esto lo peor? —Sollozó entre los dedos, entrecortando las
palabras a causa del profuso llanto—. ¡Hubiera preferido mil veces que lo
hubiera hecho por otra razón, por preservar mi moral, como justificó en su
momento, por mantenerme a salvo de cazafortunas…! ¡Cualquier cosa! Esto
no es más que una nueva muestra de lo poco que significo para él, de que es
capaz de destruir mi vida y mis posibilidades de ser feliz por propio capricho.
¿Es esto justo?
Rendida, se debruzó sobre el tocador para entregarse por completo a un
llanto desmedido. Doña Angustias se limitó a hacerle sentir su presencia
reposando las manos sobre sus hombros, que convulsionaban movidos por el
llanto. La impotencia la consumía. Ojalá tuviera en sus manos la llave mágica
capaz de sanar su alma y, al tiempo, la clave para liberarla de la sombra
funesta de aquel hombre corrosivo que lo único que hacía, una y otra vez, era
arruinar la vida de aquellos que le rodeaban.
—Ahora lo entiendo todo. Santo Dios, ¡por eso su urgencia! ¡Por eso su
empeño en que sea amable con el señor Monterrey! ¡Seguramente ese
hombre sea su principal acreedor! —La voz llegó amortiguada desde el
profundo abismo de donde emergía. Ana hablaba sin levantar la cabeza del
soporte que formaban sus brazos dispuestos sobre el tocador—. No podía
esperar… Ni él ni los acreedores, ¿verdad?
Doña Angustias cerró los dedos sobre los hombros de la chiquilla, tratando
de reconfortarla. Aunque tampoco su presencia de ánimo era encomiable en
ese instante.
—¡Qué vergüenza, nana! ¡Mi madre se moriría otra vez si se viera obligada
a presenciar semejante atropello!
Alzó de pronto la cabeza con una vehemencia inesperada para fijar la
mirada en el espejo. En él se reflejaba un rostro hinchado y enrojecido por el
llanto, humedecido y trasformado en una mueca de dolor. Ojos inyectados en
sangre, labios febriles y temblorosos y una firme determinación en la mirada.
Sus centelleantes pupilas se encontraron con los acuosos ojos del ama en el
espejo.
—¡Pero no voy a ser su moneda de cambio, nana, me niego a ello! Un hijo
no tiene por qué pagar las faltas de su padre. ¡Y menos las de un padre injusto
y cruel como Alejandro Covas!
—Eso es cierto, niña, tú no tienes nada que ver con él. Tu alma no es negra
ni está contaminada como la suya —le sonrió a la imagen del espejo con
dulzura—, tú eres noble y buena como tu madre.
—¿Y cómo acabó madre, que tan buena era? —En dos enérgicos
movimientos se limpió con las manos la humedad del rostro, empleando una
brusquedad innecesaria—. ¡No, nana, yo no acabaré como ella! ¡Yo no
pienso concederle semejante poder al tirano! No sucumbiré, le
desobedeceré… ¡Por mi vida que le desobedeceré!
De forma repentina, el ama se inclinó sobre ella para rodear en un abrazo
protector los hombros de la chiquilla y apretar fuerte. La mención a la señora,
el recuerdo del daño que aquel dictador le había infringido durante años hasta
el punto de acabar llevándola a la tumba con su desdén, fue el resorte
definitivo que enervó su ánimo. Porque una vez se había visto obligada a
mantenerse al margen y permanecer, en apariencia, impasible, pero ahora no
había cabida para una segunda.
—Ni yo permitiré que lo hagas, niña. Te protegeré con la mía si es
necesario, pero no permitiremos que destruya tu vida.
11
Ana, perfectamente escoltada por su querida ama, gastaba las horas hasta el
almuerzo paseando por el atrio, haciendo resonar sus pasos sin rumbo sobre
el suelo empedrado. Ninguna de los dos hablaba. Y tampoco hacía falta.
Después de haberse sincerado la noche anterior, no precisaban palabras para
un buen entendimiento. Perfectamente comprendía el ama los silencios de la
niña. Y los respetaba. Mucho tenía encima la pobre, y bastante valentía y
presencia de ánimo mostraba al intentar sobrellevarlo con entereza. Al fin y
al cabo, no dejaba de ser una chiquilla. Una chiquilla que capeaba las
tempestades con mayor dignidad que cualquier adulto.
La mirada de Ana no se detenía en nada. Ni en el crucero de granito, —a
cuyo Cristo había rezado ya esa mañana todo cuanto sabía—, ni en los
jarrones de cantería vestidos de musgo; tampoco en el muro de piedra
cubierto de verdín, y mucho menos en las grotescas gárgolas de ojos ciegos
que las observaban a ambas desde los ángulos remotos del tejado. Bastante
pasatiempo suponía pensar en sus desgracias, que a esas alturas tenían
nombre y apellidos: Alejandro Covas y Jenaro Monterrey, y en la mejor
forma de librarse de ellas. Por más que se devanara los sesos, no encontraba
solución a su desdicha.
Podría escaparse, fugarse del Pazo y abandonar Galicia, embarcarse y
cruzar el océano en dirección a ultramar. Muchos gallegos lo habían hecho
ya, buscando una nueva vida en tierras de arena y sol, y ella sabía que el ama
la acompañaría hasta el fin del mundo si fuera preciso; además, tenía unos
ahorrillos guardados y algunas joyas de calidad, así que no resultaba tan
descabellado. Pero su condición de mujer y, además, menor de edad, la
convertía en presa fácil. Su padre la mandaría a buscar hasta debajo de las
piedras. E igualmente la obligaría a casarse después de castigarla por su
espantada.
También podría resultar que la de fúnebre crespón viniera a reclamar el
alma impía de Monterrey en cualquier momento. Teniendo en cuenta su
apego a la gula y a los vicios de la carne, y lo avanzado de su edad, no
resultaba disparatado que tal acontecimiento se produjera en el instante
menos pensado. Y mejor que sucediera antes que después.
Se mordió el labio inferior y apretó los párpados, girando la cabeza hacia el
Cristo crucificado de granito. Que Dios la perdonara por pensar de un modo
tan poco cristiano y, a la vez, tan siniestro, pero a esas alturas su
desesperación era tan grande que se aferraría hasta a un clavo ardiendo.
Máxime después de haber sido informada por el ama de la intención de su
padre de celebrar una fiesta de anuncio de compromiso en solo cuatro días.
¡Cuatro días hasta su juicio final!

La irrupción de uno de los recaderos del Pazo, que llegó al atrio tirando de las
riendas de un caballo, apartó a ambas mujeres de sus respectivas
cavilaciones.
Ana no pudo evitar fijarse en el animal: un hermoso tordo atruchado de
línea cartujana, alto, de hueso ancho, poderosa grupa y línea barroca, que
caminaba detrás del mozo con paso manso y la cabeza inclinada. Nunca le
habían dejado tener un caballo, pero era este un animal que le gustaba y
cuyas razas conocía bastante bien. En el pasado, le había dicho nana alguna
vez, su abuelo había poseído uno de los establos mejor surtidos de la
provincia.
—¿Qué hay, José? —saludó doña Angustias afablemente, como era
habitual en ella, acercándose al recién llegado.
—¡Buen día nos dé Dios, doña Angustias! —El chico se quitó la visera y
cabeceó a modo de saludo, apretando el gorro, hecho un gurruño, contra el
pecho—. Señorita condesa. —Acentuó su reverencia al dirigirse a la joven.
Pero Ana apenas reparó en la cortesía, puesto que ya se había adelantado y
acariciaba la ternilla del animal con una sonrisa radiante en los labios. Doña
Angustias sintió una punzada de ternura en el pecho. Era la primera sonrisa
que le había visto esbozar ese día.
—¿No es precioso, nana?
—Preciosa, señorita —corrigió el mozo, azorado al verse obligado a
corregir a la patrona—. Es una yegua.
Ana ensanchó su sonrisa; sus ojos resplandecían. Sujetando las correas de
la cabezada, continuó acariciando al animal sin dejar de mirarlo. Todo su
cuerpo aparecía salpicado de motitas marrón clarito que se confundían con su
blancura, y solo se podían apreciar muy de cerca. Como si de pecas o
diminutos lunares se tratara. Una yegua llena de pecas y lunares. ¡Era tan
linda y tierna!
—¡Oh, nana, es un criatura maravillosa! —Y deslizó su mano enguantada
por el cuello musculado del animal. Sus crines blancas, lacias e impolutas
como si hubieran sido tejidas en hilo de nieve, se mecían suavemente al son
de la brisa.
—No había visto antes este ejemplar en los establos —admitió la anciana.
Se dirigió al mozo—. ¿Desde cuándo lo tenemos, José?
El mozo carraspeó y se puso la visera de cualquier modo. Las guedejas de
un pelo demasiado largo y sin peinar sobresalieron a los lados.
—Técnicamente no es nuestro, doña Angustias… o mejor dicho, no lo era.
Acaba de traerlo para usted un mensajero del pueblo. —Ana dejó de acariciar
al animal para mirar al joven con sorpresa. A continuación se volvió hacia el
ama, que tenía los ojos a punto de salírsele de las órbitas y la boca abierta de
par en par.
—¿Para mí?
—Usted es la única señorita Guzmán del Pazo de Rebolada, ¿no es verdad?
El ama cabeceó en asentimiento, tan despacio que parecía que se le hubiera
roto algún hueso del cuello y tuviera miedo de que se le descolgara al menor
descuido.
—Pues parece ser que es un regalo… para usted, doña Angustias. —Y el
mozo sonrió a la mujer con picardía.
Ante la impasibilidad del ama, los labios de Ana se cerraron formando una
«o» perfecta. Sus mejillas ya se habían manchado de escarlata y su corazón
había iniciado un violento baile, acoplándose a la agitada respiración.
—¡Oh, es el mejor regalo que podrías desear! ¿No estás de acuerdo, nana?
—preguntó con cierto sofoco.
Doña Angustias esbozó una sonrisa pasmada que se heló en un extraño
rictus de incomprensión.
—¿Quién lo envía? —atinó a preguntar.
El mozo soltó una exclamación, seguida de una disculpa, y se puso a
rebuscar en los bolsillos de su chaleco. Tras unos segundos de búsqueda
infructuosa, le alargó a la mujer un pequeño rectángulo de papel
perfectamente lacrado.
—El mensajero solo me dio esta carta. No dijo más. —Su tono se volvió
pícaro y juguetón y una sonrisa intensa asomó a sus labios, mostrando una
dentadura mellada—. Usted sabrá si tiene algún admirador en San Julián,
señora.
La mirada censora que le dirigió al joven hizo que este se silenciara de
inmediato e inclinara la mirada al suelo, avergonzado de haberse tomado
semejante licencia con una mujer tan mayor y bondadosa como el ama.
Doña Angustias retuvo el papel entre los dedos sin saber qué hacer con él.
Era evidente que el obsequio no era para ella, y no era correcto que leyera
una correspondencia que no iba dirigida a su persona, sino a la niña. La única
señorita Guzmán capaz de recibir regalos en Rebolada.
—Ana, hazme el favor, léela tú. Estoy demasiado sorprendida para hacerle
justicia. —La mirada intencionada que le dirigió, con alzamiento de cejas
incluido, hizo que la joven se ruborizara con mayor intensidad.
Ana tomó el papel con ansia, dándole vueltas al sobre entre los dedos,
incapaz de reconocer la letra y mucho menos el escudo del lacre. El corazón
zumbaba en su pecho como un enjambre de abejas fuera de control. No
esperaba ningún regalo, y mucho menos uno como aquel. Rasgó el sello y
desplegó una cuartilla perfectamente plegada en tres dobleces. Sus ojos
recorrieron con agitación aquellas líneas elegantemente garabateadas y,
conforme avanzaba en la lectura, los rubores se acrecentaban en sus mejillas
y las suaves comisuras de sus labios se elevaban en una radiante sonrisa.
Incluso tuvo que llevarse una mano a los labios para disimular una risita.

Espero que ni su padre ni su madre se ofendan por mi atrevimiento.


Mucho menos usted. Me parecía terriblemente injusto que alguien que
ama a los caballos no pudiera disponer de uno para su disfrute personal.
Me he asegurado de encontrar un ejemplar tranquilo, de buen
temperamento y en absoluto brioso. Uno que jamás tiraría a su bella
amazona de la montura.
Pequitas está a su disposición…
PD. La próxima vez le haré llegar alguno de esos pajarillos amigos,
leales testigos de nuestros paseos por el bosque, para que le hagan
compañía.

Interrumpió la lectura para encontrarse con la mirada del ama, que la


observaba con gesto interrogante. En respuesta, la obsequió una nueva
sonrisa, antes de inclinar la mirada sobre el papel y seguir con la lectura. Más
que leer, devoraba con los ojos aquellos renglones perfectamente derechos.

Me gustaría mucho verla esta tarde, señorita Guzmán, en nuestro


mirador, allí desde donde el mundo parece más pequeño y más nuestro.
¿Cree que sería posible? Allí la esperaré contando los minutos hasta
verla aparecer, que, en su ausencia, seguro se harán eternos.
Haga el favor de no venir sola esta vez, no me gusta que se pasee sola
por el bosque.
Siempre suyo,
Alberto M.

No supo qué le causaba mayor felicidad: si el hecho de que Alberto pensara


en ella y se tomara la molestia de hacerle un regalo tan valioso, lo que
significaba que la escuchaba, que tenía en cuenta sus gustos y se afanaba por
complacerlos; o tal vez, que se refiriera al mirador del bosque como «nuestro
mirador», creando de repente un maravilloso vínculo entre los dos, algo que
de algún modo pertenecía solo a ambos, algo que los unía de forma
maravillosa; o quizás el hecho de que se preocupara por su seguridad, ¡una
vez más!, hasta el punto de atreverse a regañarla de nuevo… ¡ay, querido
Alberto, ay, soñado Alberto! O puede que se tratara de la visión de esa
misteriosa «M» que daba forma a su apellido y que porfiaba por mantener su
esencia de héroe misterioso.
Se llevó la carta al pecho, haciéndola reposar justo encima del agitado
corazón, y continuó sonriendo al mundo. En realidad, se sentía incapaz de
parar, aun a sabiendas de que se encontraba en presencia de dos almas que la
miraban con curiosidad. Sobre todo el mozo, que no entendía qué podía hacer
tan feliz a la señorita de una carta dirigida a su ama de cría.
—¡Oh, nana, es una yegua adorable! ¡Pequitas, ese es su nombre! ¡Y es tan
apropiado! Es pecosa como una dulce criatura besada por el sol, como un
duendecillo travieso o un hada —exclamó, mirando a la yegua con embeleso
—. Imagina qué sensación de libertad a su lado y lo maravilloso que debe ser
galopar con ella por los bosques, con el cabello suelto y el viento
acariciándote el rostro.
Doña Angustias cruzó los brazos sobre su generoso pecho y cabeceó
impaciente, haciendo bailotear los volantes de su cofia.
—Galopar por los bosques… —refunfuñó, poniendo los ojos en blanco—.
¿Y bien? ¿Qué más dice?
—¡Si no la quieres, yo puedo hacerme cargo de ella! ¡Sabemos que tú no
vas a cabalgar, así que…! —atajó, guiñándole un ojo con disimulo—. La
cuidaré como si fuera mía, lo prometo. Pequitas será mi tesoro. ¿Puedo?
¿Puedo?
Doña Angustias exhaló con impotencia.
—Tu padre no lo consentiría, y lo sabes. Nunca ha permitido que tuvieras
un caballo, ni siquiera un inofensivo palafrén, así que mucho menos dejará
que tengas uno como este.
—Esta se ve muy tranquila y buena —intervino el mozo, saliendo en
auxilio de la condesa, que agradeció el gesto con una amable sonrisa.
—Además, tampoco tiene por qué saberlo, ¿verdad? —añadió Ana con
picardía, apoyando la mejilla contra la frente del animal—. Será nuestro
secreto. Nuestro y de José. ¿Verdad, José, que nos guardarás el secreto?
¿Verdad que Pequitas se queda en el Pazo?
El mozo inclinó la cabeza, ruborizándose al momento. El ama resopló,
sabiéndose a merced de aquellos dos embaucadores.
—¿A quién debo agradecer tan generoso regalo, pues? —suspiró resignada.
Ana ahogó una risita y, entre saltitos pueriles, se acercó al ama, se alzó
ligeramente de puntillas y le susurró al oído, tapando sus labios con una
mano para privatizar sus palabras. No hizo falta sin embargo tanta
precaución, puesto que José, a un cabeceo del ama, se retiró a los establos
para acomodar a la recién llegada.
Doña Angustias, al conocer el emisor del obsequio, abrió unos ojos como
platos y se dirigió a ella en un tono suave y condescendiente.
—¿Crees que es correcto aceptar un regalo de alguien que conocemos tan
poco?
Ana jadeó.
—¿¡Tan poco!? ¡Oh, nana, creo que es la persona que más conozco en el
mundo, después de ti, por supuesto! ¡Y todo lo que conozco de él me agrada!
—¡Y no ha de agradarte!
Ante las palabras escépticas de la mujer, Ana continuó con mayor énfasis.
—¡No me mires así! Puede que no sepa mucho de él, de su procedencia o
de su familia, tampoco de ese dichoso apellido que tanto te preocupa, pero al
menos es la única persona que se ha acercado a mí sin importarle quien soy
en realidad —bufó—. ¡La simple hija de un ama de cría, piensa él, y le da lo
mismo! —Inclinó la mirada, su énfasis se debilitó, la tristeza acudió a su
rostro y sus labios se expresaron apenas en un susurro—. Si quieres que
rechace el regalo, lo haré, por supuesto. Sabes que jamás haría nada que
conllevara tu censura —frunció el ceño y su rostro se ensombreció—, pero no
me digas que no es propio, que le conozco poco o que no es nadie para mí,
porque mi corazón me dice que es lo mejor que podía pasarme en esta vida.
Desde luego, mucho mejor que lo que el señor conde tiene en perspectiva
para mí. —Alzó la mirada para encontrarse con las pupilas condescendientes
del ama—. Y estoy segura de que lo quiero, nana…
Doña Angustias no supo a ciencia cierta si se refería al regalo o al emisor
de dicha ofrenda. Muy seguramente, a ambos. En respuesta, suspiró.

Ana lo descubrió de inmediato. Su figura destacaba sobre el paisaje como


destacaría la silueta de una hermosa golondrina sobre un tapiz verde. Lo
observó y lo admiró en la distancia, consciente de que el caballero no se
había apercibido aún de su presencia.
Alberto, el misterioso Alberto de apellido desconocido, aparecía realmente
apuesto, como cada vez que se atrevía a recrear la imagen de él en su cabeza,
lo que sucedía cuando se encontraba a solas en la intimidad de su alcoba
durante las largas noches, y su pensamiento se derretía en pos de aquel
hombre, como se derrite la manteca en verano.
Vestía un sobrio y sencillo redingote verde oscuro, de calce perfecto e ideal
para complementar el conjunto de pantalón marrón, botas de montar, chaleco
oscuro pulcramente abrochado y cuello alto de camisa con pañuelo en crema.
No llevaba sombrero, por lo que su abundante cabello rizado permanecía a la
vista, adornando un rostro hermoso, maduro y circunspecto.
A Ana el corazón se le colapsó en el acto. Ni siquiera fue consciente del
prolongado suspiro que huyó de sus labios hasta que escuchó las palabras del
ama a su espalda, tan burlonas como inofensivas.
—Ahí está el caballero andante, donador de hermosas yeguas blancas,
propietario de galante sonrisa y hermosos rizos…
Ana volvió la mirada hacia ella para observarla con ceño.
—¡Oh, nana! —riñó entristecida—. ¿Te burlas acaso de mi pobre corazón?
Doña Angustias suspiró con condescendencia.
—Tu corazón es lo más importante para mí, querida niña, al igual que tu
cordura y tu reputación. —Acarició el brazo de la joven, que todavía
reposaba sobre el suyo, y continuó—. Anda, ve, yo me quedaré aquí,
fingiéndome debidamente ciega y sorda mientras hago que me entretengo
contando los trebolillos del suelo y que, por momentos, incluso descuido la
vigilancia de mi pupila.
Ana estiró los labios en una sonrisa agradecida. Sus verdes ojos brillaban
de puro contento.
—Gracias, nana. Sabes que te quiero, ¿verdad?
La anciana cabeceó en asentimiento y le soltó el brazo, instándola a
avanzar.
—¡Y no has de quererme, truhana! Ve, no hagas esperar a tu corazón. Ni a
tu héroe, por supuesto.

Cuando Ana llegó a su altura, Alberto se apresuró a guardar en el bolsillo


del chaleco el reloj que acababa de consultar por enésima vez en los últimos
quince minutos.
Sus miradas se entrecruzaron, tan profundas y apretadas que resultaba
impensable el separarlas. Ana sonrió y sus mejillas se vistieron de escarlata.
Alberto continuó mirándola y en su interior sintió que ya estaba
irremediablemente perdido.
—Muchas gracias por Pequitas. Es… preciosa —habló Ana tras una rápida
flexión de rodillas, adornando sus palabras con una sonrisa trémula. Sus
pupilas, inseparables de las de él, vibraban de dicha—. Pero no creo que deba
aceptarla.
—¿Por qué no? —inquirió de forma lacónica. Extrañamente serio. Ana no
podía saber que en esos momentos se moría por dentro. Moría de deseo,
moría de afecto—. ¿Teme que la condesa desapruebe el regalo?
Ella exhaló por la nariz, perpetuando su sonrisa y negando con vehemencia.
—Sé que no lo desaprueba —rio, jadeante—. La condesa de Rebolada es
una buena muchacha, ya se lo he dicho.
—¿Acaso su madre ha dicho algo al respecto?
—Lo que la prudencia y el recato le obligan a decir, nada menos.
—Entonces acéptela, no tiene nada de malo recibir un regalo de una
reciente amistad. Además, estoy seguro de que en ningún otro lugar la
recibirían con su mismo entusiasmo. —La mirada penetrante de Alberto
conseguía desestabilizarla—. Pequitas será muy feliz a su lado.
Ana no podía dejar de sonreír, por los nervios y por la felicidad que sentía.
—Y yo al suyo. Gracias de todo corazón. Será mi mayor tesoro, mi único
tesoro.
Se produjo un momentáneo silencio, lleno de sonrojos y sonrisas, miradas
penetrantes y pasiones contenidas. Silencio que Alberto se encargó de
romper.
—He oído que va a casarse muy pronto.
Ana se tensó. El corazón empezó a zumbar como un loco en su pecho. Su
mirada se enturbió y, por un momento, sintió un avasallante deseo de huir
despavorida, de desfallecer o de dejarse morir.
—¿Quién? —balbuceó.
—La condesa, por supuesto —rio él—. La hemos mentado antes.
Ana fue consciente del suspiro de alivio que huyó de sus labios en ese
instante. Miró rápidamente a doña Angustias, intentando recuperar la
presencia de ánimo, pero la anciana parecía, tal y como había prometido,
encontrarse a años luz de allí.
Alberto siguió la dirección de sus ojos y se encontró con la figura sedente
de la vieja matrona, que fingía entretenerse sin demasiada credibilidad
organizando un pequeño ramillete de flores silvestres sobre el halda. Esbozó
una sonrisa, satisfecho y enternecido. Al menos Ana le había hecho caso y no
se había aventurado a salir a caminar sola esta vez. Buena muchacha.
Visto que la joven no iba a soltar prenda sobre el asunto, continuó
indagando.
—Su prometido, según tengo entendido, es un anciano empresario de la
comarca, bastante reputado, por lo que dicen.
Ana esbozó una sonrisa sarcástica, paseando la mirada con nerviosismo por
todas partes sin ser capaz de fijarla en un punto concreto, tal era la repulsa
que le provocaba la simple mención de aquel individuo. De no haber sido
tomado como un gesto de escasa educación, hubiera puesto los ojos en blanco
antes de resoplar.
¿Anciano? Yo diría más bien que es más viejo que los caminos.
Pero se obligó a no decir nada y a disimular su desagrado.
—Jenaro Monterrey —insistió él.
Los ojos de ambos se encontraron de nuevo. Alberto acababa de poner
nombre y apellidos a su peor pesadilla. ¿Por qué ensuciaba sus bellos labios
mentándolo?
—¿Le conoce usted?
—Sí, da la casualidad de que sí —suspiró él, descolgando ligeramente los
hombros mientras desviaba la mirada al suelo.
¡Y no sabe usted hasta qué punto me avergüenzo de ello!
¿Qué pensaría de él si supiera que era hijo de Monterrey? Seguramente la
mancha que empañaba la reputación del viejo alcanzaría por extensión a su
único vástago. Y Ana pensaría lo peor de él.
—¡Pues yo también le conozco! —habló Ana de pronto con inusitada
vehemencia, alzando la barbilla y acalorándose, de pura indignación—. ¡Y no
me gusta nada ese hombre, lo lamento si es un conocido de usted!
Alberto esbozó una sonrisa amplia, divertido ante el mohín de disgusto que
asomó a aquellos labios fruncidos y sonrosados. Era obvio que ella había
sabido ver qué tipo de persona era su padre, y el descubrimiento de un nuevo
punto en común le reportó una gran satisfacción. Pero no estaba allí para
hablar de la condesa, aunque se muriera de curiosidad, y mucho menos de su
despótico e insufrible padre, sino para permanecer cerca de Ana y disfrutar de
cada instante en su compañía.
Suspiró, levantó la mirada y sus ojos se encontraron de nuevo con los de
ella. La magia volvió a restablecerse. Aquella era Ana, su Ana, la misma
criatura con la que llevaba soñando todas las noches desde que se conocieron.
—No se preocupe, tampoco a mí me gusta en realidad.
—Pues ya tenemos algo en común. —Sonrió nerviosa.
Alberto fijó en ella su penetrante mirada del color de la brea.
—Yo diría que tenemos muchas más cosas en común que ese triste
personaje. —Alzó lentamente su brazo derecho para ofrecérselo a la joven, al
tiempo que levantaba una ceja en ademán interrogante. Ana aceptó el
ofrecimiento de inmediato, sin desviar los ojos un solo segundo de la mirada
profunda e insondable de él. Como si toda su vida hubiera sido ideada para
desembocar en ese fin: pasear por siempre del brazo de Alberto—.
Seguramente le habrá visto usted pasearse mucho últimamente por el Pazo.
—¡Oh, más de lo que hubiera deseado! —gruñó, sin poder evitar que el
pensamiento cobrara forma en sus labios.
—Pero no hablemos de la condesa, ni de sus bobos pretendientes —dijo
Alberto, sonriendo ante la respuesta de la joven—. Creo que en este
momento, en tan bello entorno y en tan maravillosa compañía, podremos
encontrar temas de conversación mucho más interesantes.
—Y menos desagradables.
Empezaron a caminar muy despacio por el trillado sendero de cabras.
Doña Angustias, percatándose del movimiento de los jóvenes, se levantó a
regañadientes, con el consiguiente crujir de todos y cada uno de los huesos de
su cuerpo, para seguirlos a una distancia prudencial, concediéndoles así un
poco de intimidad. Confiaba en aquel agradable muchacho de buenos
modales y mirada serena y, por supuesto, confiaba en su niña y en sus
inclinaciones románticas. Seguramente fueran acertadas. Desde luego, no
existía comparación entre el aura que despedía la muchacha en presencia de
Monterrey y la que lucía cuando estaba con aquel muchacho apuesto y bien
formado.
Ana estaba enamorada de él y, muy posiblemente, era correspondida. No
había más que vigilarlos durante un rato, aun a cierta distancia, para percibir
las miradas engoladas que él le dirigía o para percatarse de cómo el cuerpo
del caballero actuaba por cuenta propia, inclinándose hacia ella como si
buscara, por inercia, su compañía y su calor. Rubores, poses contenidas,
risitas nerviosas, párpados inclinados, labios humedecidos constantemente,
también la evidente tensión y distensión de las manos del caballero, el
fruncimiento de su ceño, el intercambio de peso de un pie a otro, las palabras
que se quieren decir y que la moralidad obliga a silenciar… ¡Ah, divina
juventud y divinos amores que se desperezan como una flor al primer sol de
la mañana! ¡Qué lástima que aquel afecto fuera un imposible, qué pena que
su destino fuera otro! ¡Qué triste que el pobre Alberto, el apuesto Alberto,
hubiera llegado tarde a la vida de la niña!

—Espero que la presencia de Pequitas no suponga un nuevo enfrentamiento


entre su padre y usted —empezó a hablar Alberto—. He preguntado por la
opinión de la condesa y por la de su madre, pero no he tocado el punto más
crucial. Desde luego, no deseo que la ofrenda sea motivo de conflicto entre él
y usted.
Ana caminaba perfectamente sujeta de su brazo. Tan feliz y orgullosa como
si caminara del brazo de un príncipe. Su príncipe.
—No se preocupe, mi padre no lo sabrá. —Las comisuras de sus labios
temblaron de nerviosismo. ¿Sería Alberto consciente del ejército de
mariposas que mortificaban su estómago?—. He conseguido que sea un
secreto. Afortunadamente, cuento con algunos cómplices dentro del Pazo.
—Me siento orgulloso de formar parte de su secreto, o de ser el artífice de
él, en este caso, si mi humilde ofrenda va a permitirme apreciar esta chispa de
ilusión en sus hermosos ojos. —Su voz, de tan grave, sonó fascinante y
seductora. Pura seda o terciopelo. Su mirada se mantuvo firme e inamovible.
—Pequitas es lo más hermoso que me ha pasado en la vida. Nunca he
tenido nada que pudiera sentir mío en realidad. —Alzó los ojos con timidez,
arrobada y temblorosa, para encontrarse con su mirada.
Alberto dejó de andar y se perdió en sus ojos. Las rodillas de Ana se
entrechocaron y su estómago bailoteó de nervios. Había hablado —¡no sabía
ni cómo había logrado hacerlo!— posiblemente más de la cuenta, y sus
palabras habían provocado aquella maravillosa mirada en Alberto. Por un
momento, deseó desvanecerse entre sus brazos y que aquella mirada fuera su
último recuerdo terrenal.
Con sutileza, casi como por descuido, Alberto dejó caer su mano sobre la
mano de la muchacha, que reposaba en su antebrazo. Fue un gesto protector,
anhelante y contenido.
Ana se forzó a tragar saliva cuando sintió aquella mano enorme y caliente
descender sobre la suya, aquel contacto suave, posesivo, acariciante, amoroso
y dulce, aquellos dedos que cubrían con ternura los suyos.
—¿Qué sucedería si yo pensara en usted en los mismos términos? —dijo él
al fin.— ¿Si la considerara a usted lo más hermoso que podría acontecer en la
vida de este triste mortal?
Ana jadeó, sintiéndose ahogar por la oleada de calor que ascendió por su
cuello.
—Que moriría de felicidad, de ser cierto.
La escena duró solo unos segundos, el tiempo de un parpadeo tal vez,
puesto que, de inmediato, el caballero retiró su mano para evitar ser
descubierto por la amable carabina. Sin embargo, fue tiempo suficiente para
que todas las terminaciones nerviosas de la joven se encresparan y el corazón
abandonara su habitual trote ligero para entregarse a un galope brutal.
—Y cierto es, mi dulce Ana. Llevaba muerto toda mi vida y desperté el día
que la conocí.
Ana tragó saliva, sintiendo el corazón en la garganta. Vio como el hombre
acercaba lentamente la misma mano acariciante de antes a su rostro. Cerró los
ojos y se dejó llevar por las sensaciones. Notó cómo los dedos de él se
entrelazaban con los caracolillos que pendían de su sien, deslizándose como
suave peine para recogerlos con mimo por detrás de la oreja. Cuando abrió
los ojos, muy despacio, como despertando de un sueño, se encontró con la
mirada de él, inamovible, profunda, cargada de emoción.
—¿De verdad podría atreverme a pensar de este modo? ¿Me estaría
permitido, o debo resignarme a que se trate solo de un desvarío romántico
digno de un hombre soñador?
—¿A qué modo se refiere? —La intensidad de su pregunta, a pesar de la
obligada contención, era obvia.
—¿No lo sabe, Ana?
Fue ella la que alzó ahora, en respuesta, la mano contraria para deslizarla
entre ambos y rozar apenas con la yema de los dedos la mano del caballero,
encajándose perfectamente. Sus mejillas ardían, la vergüenza la consumía,
pero ello no mermó la dulzura de su caricia.
Cerró los dedos alrededor de los de él, apretando suavemente, atreviéndose
a expresar sus anhelos. El roce fue sutil, pero consiguió producir en ambos
una violenta sacudida capaz de despertar sus sentidos. Y de hacerles
comprender que ambos compartían un mismo y cálido sentimiento.
—Sabiendo con certeza que no se trata tan solo de un sueño o de un
secreto, sino de la realidad, de una maravillosa e inesperada realidad, una
realidad alcanzable… —Alberto retuvo su mano más tiempo del permitido,
apretando con delicadeza aquellos dedos enguantados entre los suyos. La
miró en profundidad y durante unos segundos no hicieron falta palabras.
—Un maravilloso sueño…
—No es ningún sueño y, en ese caso, ambos soñamos lo mismo. Ana, mi
dulce Ana, ¿me permite que le llame así? Esto es nuestra realidad, o, en su
defecto, un sueño compartido del que no deberíamos despertar jamás.
Ana entreabrió los labios, secos y temblorosos, dejando escapar un aliento
entrecortado. Alberto se lamió los suyos en un gesto lento y sensual. Porque
las almas que saben expresarse en silencio a través de los ojos, también saben
besar y acariciarse a través de la mirada.
—Ojalá siempre me llame y me mire así.
Un leve carraspeo a su espalda los obligó a deshacer la magia del
momento, separar las manos y devolverse a la realidad. Realidad que los
acogió con una gran sonrisa en los labios y un destello de ilusión en sus
miradas. También con dos enormes rosetones de puro fuego en las mejillas de
ella.
Ana cerró los dedos con fuerza sobre el brazo de su acompañante y ambos
continuaron su paseo. Después de aquel mudo intercambio, sus corazones
galopaban con fuerza.
Doña Angustias miró a la pareja y se sintió enternecida y llena de gozo. Lo
cierto era que formaban un buen dúo, un precioso dúo.
Él hablaba de forma fluida a través de la voz de la experiencia, con pose
circunspecta y ademanes de hombre seguro de sí mismo, y ella le miraba
fascinada sin dejar de reír. Pocas veces había visto reír el ama de forma tan
abierta y despreocupada a su muy querida niña. Pocas veces había apreciado
ese brillo en sus pupilas y esas redondeces en sus mejillas, producto de una
sonrisa amplia y sin reservas.
No sabía de qué hablaban, cierto era. En determinado momento, había
creído escuchar retazos de poesía en sus labios, lo que, tratándose de dos
jóvenes, solo podía referir algo muy concreto; otros, estaba segura de que sus
palabras rozaban un inocente coqueteo, a juzgar por los rubores de ella y las
miradas intensas de él. También en un momento dado percibió cómo él
apartaba con sumo cuidado un mechón de cabello que se le habría soltado a
la joven de sus horquillas, reteniéndolo entre los dedos como quien atrapa un
retazo de bruma o un rayo de sol. No estaba segura, no podría asegurarlo,
pero le pareció distinguir que se lo llevaba a los labios en tenue caricia
mientras sus miradas permanecían firmemente entrelazadas. Fue testigo
también de cómo, en un alto del paseo, él se había inclinado solícito para
recoger, en la orilla del camino, una campanilla azul que le entregó a su
acompañante con la mayor de las ceremonias. Y, ciertamente, si se hubiera
tratado de una orquídea ornamental, Ana no la hubiera recibido con mayor
arrobo o agradecimiento.
Se gustaban, estaba claro, y también estaba claro que Alberto era incapaz
de apartar la mirada de Ana ni un solo segundo. Aquello que el ama
presenciaba entre los dos, aquello que estaba fraguándose de forma suave,
elegante y sutil, obedecía a un cortejo en toda regla. Y ni el caballero podría
negar sus inclinaciones hacia la joven, ni Ana podría mostrarse más
complacida con las atenciones recibidas. ¿Qué hubiera pasado si en vez del
viejo verde hubiera sido aquel joven el que se hubiera cruzado en el camino
del conde?
La tragedia personal de Ana de Altamira no tendría cabida. Aquel
compromiso vergonzoso e injusto nunca habría acontecido.
Aunque, a decir verdad, y cada vez estaba más convencida de ello, Alberto
jamás habría sucumbido a las artimañas del astuto zorro. Jamás le habría
seguido el juego, aceptando la inocencia de una jovencita noble y buena a
cambio de un fajo de billetes.
Alberto sentía algo puro y bonito por Ana, que nada tenía que ver con el
dinero y el enriquecimiento.

—Nunca me he llevado bien con mi padre —confesó en un momento dado,


abriendo su alma a aquella joven que le escuchaba con atención. Con ella
parecía tan fácil… Era como pensar en voz alta o hablar consigo mismo. Sin
pliegues, sin vueltas de hoja, sin prejuicios, gestos de espanto o miradas
censoras. Solo ellos dos y un afán inmenso por adentrarse en el otro—. Ni él
me entiende a mí ni yo he tratado de entenderle jamás.
—Lamento oírlo.
Alberto esbozó una sonrisa queda.
—Las relaciones idílicas, me temo, no están al alcance de todo el mundo,
Ana. Y mucho menos en lo que a la relación entre un padre y este hijo se
refiere.
Y golpeó las hierbas altas de su lado con la varita de fresno que sostenía en
la mano desde hacía un rato.
—Lo sé —suspiró Ana—. Por alguna extraña razón, mi padre jamás me ha
querido. Ni a mí, ni a mi pobre madre, me atrevería a decir. Ha procurado
siempre mantenerme al margen, prudentemente alejada, como si mi sola
presencia le recordase que solo soy un error en su vida. Algo que nunca debió
existir.
Alberto se detuvo para mirarla con intensidad.
—No imagino qué clase de hombre sería capaz de no quererla o de
mantenerla alejada después de haberla conocido.
Ana, encarnada como una amapola, entornó los párpados y asimiló el
halago con gran dicha de su corazón. Los momentos furtivos en compañía de
Alberto eran lo único que la instaba a continuar, lo único que le concedía
fuerzas para capear las negras sombras que se cernían sobre ella.
Pero Alberto no deseaba turbarla o incomodarla con sus adulaciones,
máxime encontrándose doña Angustias tan cerca. Cierto que le gustaría
estrecharla entre sus brazos, besarla con dulzura y hablarle de ese tornado de
sentimientos que habían surgido de pronto y de manera tan inesperada.
Sentimientos que le volvían loco y que le hacían sentirse como un tonto
adolescente experimentando en propias carnes las sacudidas del primer amor.
Pero nada de eso era posible, no aún, por lo que desvió el tema para continuar
hablando de algo que le agradaba igualmente: ella.
—Y, dígame, ¿ha vivido usted siempre en San Julián?
—No —una sonrisa tímida asomó a sus labios de fresa—, la mayor parte
de mi vida he estado fuera de Galicia. Mi padre me envió con cinco años a un
colegio de señoritas a Madrid, y salvo las contadas ocasiones en que se me
permitía volver por Pascua o Navidad, he vivido fuera del condado toda mi
vida. Hasta ahora.
Alberto la miró con ternura y compasión. Sin duda, la de aquella pobre
muchacha no había sido una infancia feliz. Debió de ser más bien triste,
melancólica y solitaria; la infancia de una niña alejada de sus seres queridos
para formarse sola, lejos de todo su mundo, aislada de todos. No entendía
como su madre, la amable doña Angustias, había consentido la separación,
aunque sabía por propia experiencia que una mujer poco puede hacer contra
los deseos de su esposo.
—¿Y usted? —terció ella, interrumpiendo sus pensamientos—. Me debe
información.
Alberto carraspeó, obligándose a reaccionar.
—En realidad, nací en Galicia —Ana elevó las cejas en señal de asombro
—, en la villa de Orense. Mi primera infancia transcurrió en tierras gallegas,
por tanto. Mi padre poseía una empresa familiar bastante próspera de la que
estaba muy orgulloso —jadeó en tono burlón—. Creo que todavía sigue
sintiéndose orgulloso de ella y de sus logros.
—¡Vaya, es usted hijo de un empresario próspero!
Él cabeceó en señal de asentimiento, sintiéndose apenado por la chispa de
admiración que apreció en sus ojos. Seguramente, si supiera quién era su
padre, esa admiración se tornaría en repulsa.
—Así es. Pero, por alguna razón, nunca me interesó seguir su camino ni el
engañoso brillo de su prosperidad. Quizás porque desapruebo sus métodos y
quizás porque me parece que su éxito se debe, no a su habilidad para regentar
el negocio, sino a que se ha dedicado a explotar a sus trabajadores para
beneficio propio. Mi padre no es una buena persona, Ana.
—Lamento que piense de ese modo. Por mi parte, considero que la
explotación es otra forma de esclavitud.
—Muy cierto. En verdad creo que a él solo le falta blandir un látigo para
imitar la conducta de los auténticos tiranos —comentó, sintiéndose orgulloso
del punto de vista de Ana. La mayoría de las mujeres que había conocido en
Madrid solo se preocupaba de los aderezos de sus sombreros, de encontrar la
seda perfecta para confeccionar sus sombrillas de paseo o del número
apropiado de abanicos con que debían contar en su guardarropa. Ninguna
osaría gastar su tiempo pensando en temas tan banales como la explotación
de los trabajadores o la tiranía de los empresarios—. Quise marcharme para
formarme lejos de aquí y, con ayuda de mi madre, llegué a Madrid. Terminé
la carrera de Derecho y desde entonces soy socio de un pequeño bufete de la
calle Real.
—Abogado. Un hombre de ley y justicia. No sé por qué, pero no me
sorprende. —Ana le miró con admiración. Porque, sin duda, le admiraba.
Alberto, más allá de todo lo que a esas alturas representaba para ella, era un
hombre valiente que se había hecho a sí mismo y que había luchado por
alcanzar sus metas. Un ejemplo de superación y tesón—. No solo ha
conseguido formarse en la disciplina que deseaba, sino que además es usted
dueño de su propio negocio.
—Uno de los socios… —corrigió.
—¡Haga el favor de no quitarse méritos! —regañó, golpeándole
ligeramente en el antebrazo—. Ha perseguido un sueño y lo ha alcanzado. La
mayor parte de los mortales no puede presumir de ello. Dueño de su
destino… Admirable.
Alberto suspiró.
—Habla usted como mi madre… —Ante el gesto interrogante de Ana, se
apresuró a añadir—: Falleció poco después de que yo me hubiera marchado.
Me temo que nunca gozó de una buena vida al lado de mi padre. En realidad
—mirándola con una ternura infinita —, mi padre siempre ha sido un hombre
poco o nada merecedor de los privilegios de los que goza hoy en día.
—Lo lamento…
—Y yo lamento tener que hablar de él en estos términos delante de usted.
Detestaría que me tomara por una mala persona o, tal vez, por una carente de
sentimientos filiales.
Ana meneó la cabeza, restándole importancia.
—Jamás podría pensar mal de usted —y sus pupilas vibraron, clavadas en
las de él, para expresarse apenas en un susurro—, ni basándome en ese ni en
cualquier otro argumento.
Animado por esa declaración de sentimientos, Alberto continuó.
—Mi relación con él nunca ha sido buena, quizás porque somos muy
distintos. Como agua y aceite.
—Usted sin duda es mucho mejor que él —concedió, y sus mejillas se
encendieron con viveza—. ¿Su padre vive aún en Orense?
Ciertamente, la curiosidad la carcomía desde el mismo momento en que le
conoció, aunque era consciente de que aquel dato no podía resultar
demasiado relevante.
—Va y viene. Posee también una casita en la costa —comentó con
indiferencia, ocultando que dicha casita se encontraba en el propio San Julián
—. Yo le visito de vez en cuando, ni siquiera sé por qué —suspiró,
inclinando la mirada—. O tal vez sí lo sepa: quizás en el fondo albergo la
esperanza de que, durante alguna de mis visitas, pueda encontrarle cambiado,
percibir algún rasgo humano en él, algo que me permita sentirlo más humilde
y cercano. Un padre en realidad.
Ana cabeceó despacio, porque no podía negar que albergaba también tales
esperanzas en lo referente a su propio padre.
—Sueño con encontrarme con un hombre sensato y juicioso, como
correspondería en alguien de su edad y situación, en vez de con un crápula.
Puede que, un día, el monstruo derive en el humilde mortal que en verdad
debería ser y que él se niega a aceptar, aunque por el momento mis
esperanzas naufragan cada vez que le veo.
Ana, ceño fruncido y corazón en un puño, sintió el vacío de un agujero
enorme en su pecho.
—Espero que su padre recapacite a tiempo para poder disfrutar de la valía
de su hijo.
Alberto esbozó una sonrisa irónica.
—No confío en ello, Ana. Él nunca ha encontrado nada meritorio en lo que
hago. La abogacía es para él un trabajo digno de lechuguinos, jamás una
profesión digna de un hombre de los pies a la cabeza. Creo que lo que ocurre
es que nunca me ha perdonado que no quisiera perpetuar la tradición familiar.
Ana se encontró de pronto odiando a aquel hombre desconocido que tan
poco apreciaba las virtudes de su vástago. Alberto era un luchador, un
hombre noble y de ley, y aquel individuo egoísta no era capaz de verlo. Solo
por ello ya se había ganado su desprecio y su condena para toda la eternidad.
No quería conocerle, le daba miedo el momento en el que un encuentro
casual entre los tres tuviera lugar.
—¡Y ahora ya ni siquiera importa! —exclamó Alberto de pronto, con una
dolorosa sonrisa asomando a sus labios—. El viejo zorro va a casarse de
nuevo —Ana le miró con incredulidad—, ¡y con una muchacha de la que
podría ser su abuelo! —Elevó las manos al cielo en muda e impotente
plegaria—. ¿Acaso esa pobre incauta no sabe lo que le espera? Mejor le
hubiera sido meterse a monja, o abrazar la soltería, antes que condenarse a
pasar la vida al lado de un viejo zorro, egoísta, frío e insensible como él.
Ana cabeceó en asentimiento, muy despacio. ¡Pobre muchacha! Al
instante, su corazón dio un quiebro. Casi sintió ganas de reír de amargura, de
reír por no llorar, de reír por no llevarse las manos al pecho y tratar de
desgarrarse el alma y arrancarse el corazón para alejarlo de sí. ¿Pobre de
aquella desconocida que iba a casarse con un anciano? ¡Pobre de ella misma,
por el amor de Dios, que tenía por delante un destino similar y con un
hombre espantoso! ¿Realmente ninguna joven iba a poder mantenerse a salvo
de los matrimonios de conveniencia, cuanto más disparatados mejor?
—¡Qué infames son los matrimonios carentes de amor! —murmuró, casi
para sí misma, como si el pensamiento huyera de sus labios sin su
consentimiento.
—Los matrimonios de conveniencia son el cementerio de miles de sueños.
Son puro negocio, y nadie debería negociar con los sentimientos. —Ana
parpadeó, devolviéndose al presente. A un presente en el que Alberto la
miraba fascinado.
—Siempre he creído que me casaría por amor, como muchas de las grandes
heroínas de la literatura. Sin embargo… —se silenció, meneando la cabeza
para tratar de alejar de sí sus negros pensamientos.
Sin embargo, voy a tener que hipotecar mi futuro al lado de un viejo
horrendo para saldar los errores de mi padre.
—¿Y quién se lo impide? —Ana le miró con ceño—. Por fortuna, está
usted exenta de pertenecer a esa clase social que se rige por falsas apariencias
y convencionalismos. No creo que sus padres la empujen a un matrimonio
amañado —cabeceó, señalando con la barbilla la presencia no demasiado
lejana de doña Angustias, que en esos momentos olisqueaba un pequeño
jaramago al pie del camino—. No lo creo, al menos en doña Angustias.
El agujero en su pecho se hizo mayor; de seguir así, acabaría ocupando
también el corazón y los pulmones. Quizá llegara un punto en el que le fallara
la presencia de ánimo y se desplomara allí mismo. No resultaba tan
descabellado, después de todo.
¡Ay, pobre querido Alberto, si tú conocieras los pesares que tienen lugar
en el corazón de esta infeliz condesa! ¡Si supieras las negras sombras que mi
padre ha vertido sobre mí!
—A menudo, las cosas no son tan fáciles como parecen —se limitó a
afirmar con aire distraído, como quien observa el vuelo de las aves de paso
sabiendo que quizás no volverán—. A veces no somos dueños de nuestras
propias vidas, especialmente en el caso de una mujer.
—Lo sé, y es injusto. Pero, hace un momento, usted misma me hablaba de
lo heroico de perseguir un sueño, ¿verdad? —Su voz sonaba firme e
incontestable, la tonalidad perfecta e inequívoca de un hombre seguro de sí
mismo con las ideas muy claras—. Si ese es su propósito en la vida, alcanzar
el verdadero amor, no debería rendirse. No, al menos, sin luchar. Es probable
que, muy cerca de usted, los ecos de su corazón sean correspondidos con
idéntico brío.
Aquellas palabras se incrustaron en su alma como un necesario baluarte
para la lucha que le esperaba.
—¿Y usted? —se aventuró a indagar—. ¿Cree en el amor?
Alberto estiró los labios en una sonrisa dulce.
—No creo en para siempres, ni en eternamentes pronunciados con
ligereza, mi bella dama. Prefiero quedarme con los pequeños momentos que
se van fraguando a fuego lento, con cariño y respeto, y se prolongan toda la
vida. —Levantó una mano con delicadeza para acariciar el redondeado
pómulo con el dorso de los dedos.
12
Don Alejandro Covas se levantó de su asiento tras el escritorio como
impulsado por un resorte invisible y se dirigió a la chimenea con diabólica
determinación aunque evidente zozobra; una vez allí, relajó el peso de su
tambaleante cuerpo sobre la repisa de mármol blanco. Por el camino derribó
un par de esculturas de loza, que tuvieron mal fin al encontrarse en la
trayectoria del conde después de que este tropezara con una arruga de la
alfombra, que le hizo trastabillar y casi perder el equilibrio. Poco faltó, de
hecho, para que el noble se metiera de bruces en el hogar encendido; por
suerte, pudo frenar a tiempo contra la repisa de mármol, usando sus manos
como parapeto. El golpe, no obstante, no le devolvió la lucidez.
Permanecía en mangas de camisa, arremangadas por descuido una hasta el
codo y otra hasta el antebrazo; el chaleco se mostraba mal abrochado, sin
corresponderse cada botonadura con su ojal correspondiente, y las dobles
lazadas de su pañuelo colgaban con dejadez a ambos lados del cuello,
suspendidas sobre un pecho que no dejaba de ascender y descender en
violento vaivén, y una nuez que subía y bajaba sin parar. En sus labios
perduraba aún el aliento acre y amargo del alcohol, perceptible también en su
expresión por los ojos achicados, vidriosos e inyectados en sangre.
Llevaba ya muchas horas bebiendo y la evidencia descansaba en forma de
botellas de bohemia tiradas vacías sobre la alfombra, derramando sobre el
tapiz los últimos restos ambarinos de su contenido, como cadáveres agónicos
a medio desangrar.
Quedaba patente también su elevado estado de ebriedad a través de la
escasa verticalidad y del precario equilibrio que mostraba a cada paso, o aun
permaneciendo quieto. Y ni las elegantes ropas que vestía, ni el hecho de que
aquello no fuera una taberna, sino el despacho de un viejo conde viudo,
tenían la menor trascendencia.
Cerró la mano que descansaba sobre la repisa y ahogó un gruñido. Dentro
del puño, dos octavillas de papel agonizaban, víctimas del despiadado
estrujamiento de aquellos dedos largos y huesudos.
Contra la casa Monterrey había contraído una deuda infame, sin duda la
madre de todas sus deudas, pero, al menos, aquel viejo y su pestilente
olorcillo a pescado jamás habían incurrido en amenazas. ¡Jamás! No como
aquellos perros rastreros que no dejaban de acecharlo por las esquinas, de
salir al paso de su carruaje con el único afán de meterle miedo en el cuerpo, y
que todas las semanas daban en la flor de hacer llegar al Pazo notas con
claros visos de amenaza. Como vulgares bandoleros. Como viles alimañas.
Era consciente de la falta de blasones en su abolengo, pero jamás llegó a
pensar que acabarían actuando como vulgares cuatreros.
Un medicucho del tres al cuarto, un terrateniente con más vacas que
honorabilidad y el segundo hijo de un vizconde venido a menos que se
pasaba todo el mes con el mismo traje de paño. Amenazas, amenazas y más
amenazas. Sus cartas contenían descripciones detalladas de lo que tenían en
mente hacer con su augusto sayo en cuanto pudieran echarle el guante. Y se
lo echarían en cualquier momento, según decían en sus notas: mientras
dormía apaciblemente en su alcoba, mientras acudía a algún club a esparcirse
o, simplemente, cuando menos lo esperase. Porque siempre, y así rezaban
aquellas lúgubres cuartillas, siempre estarían al acecho hasta hacerle pagar,
aunque fuera con sangre, las deudas contraídas.
El conde prorrumpió en una blasfemia mientras arrojaba las cuartillas al
fuego, tal y como hacía siempre con todas ellas, y las veía retorcerse hasta
acabar convertidas en gurruños negros. En su fuero interno, recreaba esa
misma escena con las figuras de sus enemigos y se regocijaba al imaginar
cómo se retorcerían entre las mismísimas llamas del averno. Cómo
suplicarían clemencia y cómo él no solo se la negaría, sino que azuzaría el
fuego hasta que los consumiera por completo. ¡Ni un atisbo de piedad para
los que se atrevían a poner en apuros a Alejandro Covas!
Jadeó desolado y descargó un puñetazo sobre la implacable repisa, con el
consiguiente dolor que ascendió por su brazo. Gruñó, blasfemó, gritó y pateó
los leños humeantes con la bota hasta que un montón de partículas de ceniza
se esparcieron por el ambiente.
Aquel escrupuloso Monterrey se negaba a liquidar las deudas de su futuro
suegro hasta no ver algún indicio de accesibilidad por parte de la condesita.
Creyó, ingenuo de él, que el anuncio de la fiesta del sábado, donde se haría
público el compromiso, calmaría los temores y el ansia del empresario, pero
hasta el momento, el viejo verde se negaba a soltar un solo real más.
¡Diantres! ¿Qué más quería aquel estúpido anciano? ¡Ya le había ofrecido a
su hija, una perita en dulce, y por ende el título de conde consorte! ¡Más de lo
que nunca podría atreverse a soñar el apestoso carcamal!
Se llevó las manos a las quijadas y clavó los dedos con saña en la carne,
simulando arrancárselas de cuajo, mientras exhalaba un grito gutural. ¿Qué
iba a hacer?
Con aquellos perros sedientos de venganza acechando, su vida corría serio
peligro, y a esas alturas no podía permitirse aumentar la escolta. Tampoco se
fiaba de nadie. Contratar nuevo personal implicaba arriesgarse a meter en el
Pazo un posible infiltrado de aquellos crápulas. El enemigo a las puertas. Y
no, su vida valía demasiado para exponerla de forma tan obvia.
En aquellos momentos, su rabia hacia los infelices que se atrevían a
acecharlo y, para mayor escarnio, a hacer públicas sus amenazas, se
incrementó hasta el punto de desbordarlo por completo. Rojo de ira e
indignación, espumajeando por la boca como un animal contenido, giró sobre
sí mismo con precaria estabilidad para dirigir su ofuscación a la persona que
tenía más a mano: la infeliz que, pese a su mojigatería y sus aires de niña rica,
no conseguiría engañarle ni reblandecerle el corazón. ¡Estúpida beata!
¡Maldita inútil! ¡Debiera obedecer, debiera comportarse como una niña
sumisa y leal a su padre, y lo único que hacía era ponerle cada día las cosas
más difíciles!
—Decías que le conocía muy poco, nana, y sin embargo siento que le
conozco mejor que a nadie en el mundo. Le siento tan cercano y parecido a
mí en todo que es como si le conociera de toda la vida. —Ana, tumbada boca
arriba sobre la colcha, hablaba en tono soñador, adornando sus palabras con
una sonrisa radiante mientras miraba con fijeza los artesones del techo, como
si en ellos viera representadas las más memorables escenas de aquella tarde.
Doña Angustias, sentada a su lado, alisaba con la mano los plegados
encajes de la colcha mientras esbozaba una sonrisa tímida, haciendo suya la
alegría de la niña, aunque tratando de no manifestarlo, por prudencia.
—Está bien, admito que es posible que me haya equivocado.
—¿Es posible? —Ana rio escéptica—. ¡Nana, hoy me ha confiado muchos
detalles de su vida! ¡Asuntos personales que un hombre jamás compartiría
con una mujer si no se sintiera cómodo en su compañía! —Y levantó una
mano para empezar a enumerar con los dedos—. Hemos hablado de la
relación con su padre, de sus sueños, de su profesión… —suspiró con
teatralidad—. ¿No es maravilloso que me haya elegido para ser partícipe de
sus anhelos? ¿No es maravilloso que confíe en mí? ¡Oh, nana, le quiero, le
quiero!
Doña Angustias pareció divertida de pronto ante la ocurrencia que acababa
de cruzar por su mente como una centella, y así se lo hizo ver:
—Bien, mi querida niña, lo reconozco: parece un hombre correcto y un
excelente conversador. Has hablado con él más que con cualquier otra
persona en el mundo, descartándome a mí misma, por supuesto. Pero tanta
transparencia, tanta cercanía, tanta familiaridad y conversación de pronto, no
pueden resultar beneficiosas en modo alguno. ¿De qué vais a conversar en la
próxima ocasión? ¿Acaso habéis dejado algo en el tintero? No, creo que no
—bufó, riendo—. La próxima vez que os veáis toda vuestra bonita nube rosa
de flores y corazones se desvanecerá por completo.
—Eso no va a suceder —jadeó risueña y, apoyándose sobre los codos, se
incorporó para encontrarse con la mirada del ama—. Creo que siempre
tendría algo que decirle, y que él encontraría el modo de dirigirse a mí.
Aunque fuera para hablar de los caminos o del tiempo, de la amortiguación
de los carruajes o de los botes que duermen en el puerto. Siempre habrá
nubes rosas y corazones.
El ama inclinó la mirada, concentrándose en estirar los pliegues de la
colcha.
—¿Me desapruebas, nana? —preguntó ceñuda, sinceramente deseosa de no
decepcionar a su querida nana—. Sé que he sido imprudente y arriesgada,
que debería haberme mostrado más tímida en su presencia, hablar menos y
escuchar más, lo sé —se inclinó hacia adelante para atrapar una de las
arrugadas manos del ama entre las suyas—, pero creo que mi cabeza no
entiende de prudencia a estas alturas ni podría cortarle las alas a mi corazón.
Mi corazón siente, nana, y se siente absolutamente inclinado hacia él. ¡No te
imaginas de qué modo le quiero!
—Es obvio. A estas alturas, a tu querido caballero andante, de nombre
Alberto —arqueó una ceja con intención— y de apellido sin descifrar, no
debe de quedarle ninguna duda del estado de tus afectos. —Doña Angustias
se inclinó para acariciarle la mejilla con el pulgar—. ¿Y él? ¿Te ha hablado
de sus sentimientos?
—¡Nana! —exclamó, fingiéndose indignada. ¡Resultaba tan tierno ese
pequeño viso de inocencia!
—Sería importante que lo hiciera, así tendrías a qué atenerte, querida mía.
Así, al menos, contaríamos con una oportunidad.
Ana inclinó la mirada para pasearla por todas partes: por la superficie fina y
rosada de su falda, por los elaborados encajes de la colcha, por los torneados
pilares del dosel de la cama, por el trenzado de la alfombra e incluso por las
filigranas del papel pintado de la pared.
—Pues no, no lo ha hecho, nana. —El ceño fruncido ensombreció su
mirada—. Nada ha dicho directamente, no con esas palabras… pero sus
miradas, sus gestos, su tono de voz, indican que no le soy indiferente. Creo
que siente lo mismo.
El ama suspiró y se llevó la mano a los párpados, tratando, con ese sencillo
movimiento, de alejar de sí todo el cansancio acumulado.
—Pero nada ha dicho, y sabes que el sábado es la fiesta de tu padre —
señaló—, en la que se hará público tu compromiso con Jenaro Monterrey.
Ana, impulsada por un resorte invisible, se levantó de la cama de un salto.
Alisó y recompuso las faldas a su alrededor y se dirigió al centro de la
habitación con la brusquedad de un demente para, con la misma vehemencia,
quedarse completamente quieta, como si la hubiera ensartado un rayo.
—¿Y qué quieres que haga? —replicó sin volverse—. ¿Forzarle a
declararse? ¿Proponerle que nos fuguemos? ¿Casarnos a escondidas? Padre
me buscaría hasta debajo de las piedras y me traería de vuelta.
Como si el mentar al diablo implicase su aparición, la puerta de la alcoba se
abrió con inusitada violencia y el pomo de cerámica impactó contra la pared.
Un fuerte olor a alcohol, a sudor y a miseria humana saturó el ambiente, al
tiempo que una figura torva y encorvada asomaba bajo el umbral como un
espectro del inframundo.
Ana ahogó un grito, llevándose las manos a los labios, y trató de huir, pero
el animal airado que acababa de irrumpir en la alcoba se lo impidió,
sujetándola con crueldad por el brazo y retorciéndoselo con saña hasta
inmovilizarla por completo.
—¡Aquí te escondes, mala pécora desagradecida! —bramó fuera de sí. Sus
ojos desorbitados, su cabello despeinado, sus ropas descompuestas y la
lividez de su rostro indicaban que no era dueño de sí mismo—. ¡Aquí,
recluida entre gasas y oropeles, te consideras a salvo de tus
responsabilidades! ¿Verdad? ¿De eso se trata? ¿De tirar la piedra y esconder
la mano?
—¡Padre, suélteme! —chilló asustada. En esos momentos, el hombre la
zarandeaba sin piedad, como si se tratara de un muñeco de trapo—. ¡Me hace
daño! ¡Me está lastimando!
—¡Señor, recapacite, suelte a la señorita condesa! —Doña Angustias se
puso en pie de un salto, lo que resultaba admirable teniendo en cuenta sus
dimensiones, para acudir en auxilio de su niña. Pero el señor la repelió con un
brusco empellón, provocando que la mujer cayera al suelo entre el airoso
revoloteo de sus faldas. O más bien, derramándose como un cesto roto sin
posibilidad alguna de enmienda, agitando entre las capas de ropa unas
canillas nerviosas.
—¡Apártate de mi vista, vieja alcahueta! —rugió, contemplando los inútiles
aspavientos del ama para tratar de levantarse—. ¡Y tú, pequeña hija del
demonio! —bramó, centrando su atención en Ana, que forcejeaba para
intentar liberarse—. ¿Crees que vas a reírte de mí? ¿Crees que vas a salirte
con la tuya? —Cruzó la habitación a grandes zancadas, llevándola a rastras
tras de sí, gimiendo y llorando. Una vez frente a la cama, la liberó para
arrojarla con desprecio sobre la colcha. Tan brusca fue la caída que su cuerpo
rebotó sobre el colchón—. ¡Te aplastaré como la sabandija que eres! ¡Maldita
seas, hija del demonio!
Ana se aovilló en el lecho, acariciándose el brazo magullado, juntando las
rodillas con el pecho en una pose que procuraba resultar defensiva y que, en
lugar de eso, le confería el aspecto de absoluta indefensión. Por vez primera,
su padre había dejado de inspirarle respeto para inspirarle miedo, un miedo
atroz. Aquel hombre que, allí de pie, traspasándola con la mirada, jadeando y
resollando como un animal salvaje, parecía un auténtico trastornado.
—¡Te dije que debías ser condescendiente con el viejo! —bramó,
espumando por la boca, con los ojos inyectados en sangre y las manos en
garras—. ¡Te advertí que debías obedecerme!
Ana apretó los dientes hasta que un dolor agudo traspasó sus sienes. ¿Así
que de eso trataba semejante exabrupto? ¿De Monterrey y su complacencia?
Se obligó a contener un jadeo escéptico. ¡Por supuesto! Lo único que le
interesaba de ella a aquel villano era su valía como moneda de cambio. Y
para que el viejo se encontrara debidamente satisfecho con su monedita, ella
tenía que hacer lo que fuera necesario para agradarle, aunque en el intento
arrojara los hígados.
—¡Ese hombre es un réprobo y un sátiro! —siseó entre dientes, arrastrando
las palabras e intentando insuflar a su tono todo el desprecio que sentía.
—¡Y tú, una hija desobediente y desleal a su padre y a sus obligaciones! —
Gruesos espumarajos huían de su boca, entremezclados con el olor acre del
alcohol. Estaba claro que se encontraba ebrio, aunque de haber estado sobrio,
no habría sido más amable ni menos pérfido.
—¡Entre mis obligaciones, no se encuentra sufrir las consecuencias de que
mi padre sea un mal perdedor!
—¡Maldita! —Fuera de sí, alzó una mano en claro ademán de golpearla.
Solo el hecho de que Ana rodara sobre sí misma encima de la colcha hacia el
lado contrario la salvó de sufrir su ira pues, de hecho, la mano impactó en
forma de puño sobre el colchón—. ¡Obedecerás, así sea lo último que hagas
en esta vida! ¡Complacerás a Monterrey y serás leal a tu padre!
Ana, que había alcanzado el borde, bajó de la cama, manteniéndola como
obstáculo entre los dos.
—¡Jamás! —desafió, intercambiando el peso de un pie a otro, preparada
para escapar en caso de ser necesario—. ¡Ya se lo dije una vez y se lo repito
ahora: intentaré desagradar a ese hombre con todas mis fuerzas! ¡Solo
encontrará en mí desprecio e indiferencia! ¡Le detesto, le detesto! ¡Y a usted
también!
Un gruñido gutural brotó del conde, que se revolvió como un demonio
tratando de rodear la cama para alcanzar a su hija. Sus movimientos, torpes y
violentos, le llevaron a derribar el palanganero que había al lado de la cama.
El sonido metálico de la jofaina rodando por el suelo resonó por toda la
estancia, y la alfombra adquirió un tono más oscuro allí donde el agua se
derramó.
Por fortuna, Ana pudo escapar a tiempo y ponerse a salvo. Avanzó hasta
donde doña Angustias se mantenía aún acuclillada y la ayudó a levantarse,
aprovechando la confusión de trastos y la precaria estabilidad de su padre.
Haciendo gala de una agilidad de la que no disponía el conde, Ana se
movió con rapidez hasta la chimenea para apropiarse del atizador. Con él en
su poder, se sintió de pronto más segura. Lo enarboló como si de una espada
se tratara para apuntar con él a su padre, que frenó en seco al darse cuenta de
lo que sucedía.
—Ahora dé media vuelta y váyase por donde ha venido, padre —ordenó
sin bajar el hierro, que apuntaba directamente entre los ojos del conde.
El hombre esbozó una sonrisa torcida.
—No te atreverías a hacerme daño. Eres como tu madre, débil y cobarde.
Siempre has sido como ella, una ridícula pusilánime.
Aquella dolorosa mención a su madre ausente le mordió las entrañas.
—Esta noche ha golpeado al ama y ha intentado hacerme daño a mí —su
voz sonaba firme e incontestable—, así que no le quepa la menor duda de que
sí me atrevería, ¡oh, sí, se lo aseguro! —Trazó un círculo en el aire con su
improvisada arma—. ¡Váyase ahora mismo y no vuelva a molestarnos! ¡Y
complazca usted a ese viejo sátiro si así lo desea!
Don Alejandro mostró las palmas en señal de rendición, aunque sin dejar
de sonreír con falsedad. Retrocedió sin dar la espalda a su hija, pasando al
lado de la anciana magullada.
—Sé amable con el viejo —advirtió apenas en un susurro—. En unos días
se hará el anuncio oficial y más te vale que seas agradable con él o, de lo
contrario, una vez casados, puede que Monterrey no muestre tanta paciencia
como en el presente. —Bajo su emperifollado bigote asomaron dos comisuras
erguidas en mueca burlona—. Aunque, a decir verdad, lo que suceda después
me importa un bledo.
Y desapareció bajo el umbral, dando tumbos por el pasillo en penumbra.
Ana se abalanzó contra la puerta, apoyando en ella todo el peso de su
cuerpo, y la cerró con llave. Una vez a salvo, jadeó y dejó resbalar la espalda
contra la madera. De repente, se sentía tan cansada como si todo el peso del
mundo hubiera recaído sobre sus hombros. Doña Angustias caminó hacia ella
para abrazarla con fuerza, tratando de confortarse ambas.
—Ya ha pasado, mi niña, ya ha pasado…
—Jamás pasará, nana. ¿No te das cuenta? ¡Está loco! —murmuró entre los
brazos del ama, con los ojos prendidos en el vacío—. Jamás va a dejarme
vivir en paz.

Alberto suspiró en profundidad y siguió paseándose por la habitación,


inquieto y meditabundo, alternando pensamientos con suspiros y sonrisas con
expresiones serias y reflexivas. A cada paso, con cada respiración agitada y
cada firme zapateado por la estancia, se paraba, meneaba la cabeza, sonreía y
perdía la mirada en un punto distante e invisible. Luego, volvía a retomar su
paseo regular, sus suspiros, sus sonrisas y sus muecas contritas con idéntico
brío.
No había sido algo premeditado; lo que menos esperaba al realizar una de
sus ocasionales visitas a Galicia era terminar absolutamente rendido y
enamorado de una joven provinciana. Aunque, en verdad, los orígenes de la
joven eran lo de menos: provinciana o capitalina, lo cierto era que jamás
había esperado que su corazón se entregara tan presto a una agitación febril
de naturaleza romántica. ¡Y cuán febril y agitado bombeaba su corazón, hasta
el punto de parecer salirse de su sitio con cada ágil golpeteo!
La amaba. Y que Dios le perdonara por su debilidad, por su poca cabeza o
por su comportamiento soñador, tan solo digno de un zagal o de un poeta,
pero a esas alturas era muy consciente de que la amaba. ¿Cuándo lo había
sabido con certeza? Quizás en el momento en el que se dio cuenta de que no
podía dejar de pensar en ella a todas horas, recordando constantemente su
imagen y evocando las diferentes escenas de sus encuentros, las
conversaciones, cada gesto, cada mirada, cada sonrisa cómplice. Quizás
cuando descubrió que, desde su llegada a San Julián, salía de casa de su padre
con un único fin, y que sus pies parecían actuar por cuenta propia,
conduciéndolo sin remedio hasta cierta parte del bosque donde era más
probable encontrarse con ella. La buscaba a todas horas, tanto en la realidad
como en sus pensamientos, y siempre la veía hermosa, suave y blanca como
una azucena, dulce y pura como un copo de nieve recién caído del cielo.
Cuanto más la conocía, más la admiraba. Era una muchacha sensata a pesar
de su juventud, una criatura que había sufrido en la vida y que, a pesar de
contar con el apoyo de una amorosa madre como doña Angustias, había
conocido la soledad y el abandono por parte de un padre que la repudiaba. Un
padre que, a esas alturas, y sin ni siquiera haberlo conocido, él ya detestaba
con toda su alma.
Y, si de algo estaba seguro, era de que Ana no merecía conocer ningún tipo
de sufrimiento. Ningún alma noble debería conocerlo. Y mucho menos ella.
Trataría de hacerla feliz a como diera lugar; haría lo que fuera para impedir
que los recuerdos del pasado, de una existencia sin el afecto de un padre
amoroso y digno, volvieran a entristecer sus hermosos ojos. Nunca más
aquella mirada de jade debería ensombrecerse, y mucho menos soltar perlas
de tristeza.
Incluso ya no deseaba irse de San Julián. Por ella, y por vez primera, estaba
dispuesto a permanecer en aquella casa todo el tiempo que fuera necesario
con tal de prolongar su estancia en el pueblo.
Aunque sabía que algo así resultaba tan impropio como indeseable. Aparte
de las correspondientes obligaciones derivadas de su profesión, que le
mantendrían alejado de aquella remota y apacible parte del mundo, compartir
techo —o siquiera provincia— con su padre le resultaba insoportable.
¡Maldita fuera su suerte! ¡Su padre, siempre su padre!
Sintiéndose ahogar entre aquellas cuatro paredes, salió al pasillo, decidido
a aligerar la carga de sus pensamientos de cualquier forma. Necesitaba
airearse y no pensar más o, de lo contrario, sabía que iría al Pazo en ese
mismo instante para pedir la mano de la señorita Guzmán. Y no, no sería
prudente. Al menos, todavía no. Debía cortejarla durante un tiempo
prudencial, profundizar en su conocimiento, aprender a llegar a su corazón y
ganárselo con todas las de la ley. Actuar con sensatez. Seguramente no le
negaran su mano. Él era un abogado con futuro y ella, la hija de dos
empleados del Pazo. El enlace sería justo, no tenían por qué desmerecerlo en
modo alguno. Pero debía prepararse mentalmente para enfrentarse al terrible
señor Guzmán y a sus posibles alegatos.
Se llevó las manos a la frente, peinando hacia atrás los rizos del cabello,
aplastándolos en el proceso, y resopló. No era tiempo aún de correr al Pazo a
declarar sus afectos. No todavía, de forma atropellada y sin un discurso
correcto. Por lo tanto, debía ocuparse en algo con urgencia, antes de que sus
impulsos tiraran por tierra su sensatez.
Tal vez podía salir y respirar el olor a salitre y algas descomponiéndose en
la playa que llegaba a la casa desde la costa. Quizás pasear por el litoral,
donde con marea baja podían apreciarse los restos de antiguas construcciones
castrexas brotando del acantilado, descalzarse y sentir bajo los pies la textura
de aquella arena finísima y clara. Sí, puede que hiciera eso.
Animado, encaminó sus pasos por el pasillo, aunque su ímpetu y su
entusiasmo fueron igual de breves esta vez. La presencia cercana de la fábrica
de salazones y conservera, con su peculiar e intenso olor acre, impediría
cualquier esperanza de disfrute odorífero, pues estropearía las fragancias
marinas, estaba seguro de ello.
Al llegar al vestíbulo, se encontró con su padre que, bastón en mano y
sombrero sobre la testa, parecía dispuesto a salir.
A Alberto se le agrió el humor en el acto. La presencia de aquel hombre de
orondas dimensiones siempre conseguía ensombrecer sus perspectivas de
felicidad.
—¡Ah, estás aquí! —comentó el anciano con dejadez, ajustándose el
sombrero. Lo que resultaba inútil: su cabeza era demasiado grande para
encajar en ella cualquier prenda corriente.
Alberto le contempló de soslayo. Viejo, encorvado, cargado de años y de
kilos, flácido en sus carnes, escaso en su cabello, abundante en incisivos y
excesivo en lo disoluto, aquel hombre debería dedicarse a gastar sus últimos
años en casa, al amor de una buena lumbre, calzando unas cómodas
alpargatas y leyendo la prensa local en lugar de andar cortejando a jovencitas.
Bien podría ser digno de lástima si no fuera porque su actitud mordaz
impedía que nadie albergase tales sentimientos hacia su persona.
—Y usted sale, por lo que veo. —El sarcasmo en el tono de Alberto era
más que obvio.
—Me esperan en el Pazo —expresó lacónico.
—Si ni siquiera son las diez de la mañana… —protestó, deseando que el
anciano percibiera lo inapropiado de su visita tempranera. Desconocía las
peculiaridades de las costumbres rurales, pero estaba convencido de que
pasar a visitar a alguien antes de las tres de la tarde podía considerarse una
absoluta y completa falta de distinción. Lo que, procediendo de un personaje
absoluta y completamente carente de ella, tampoco resultaba tan
extravagante.
—Soy bien recibido en el Pazo sea la hora que sea, muy al contrario de lo
que sucede en mi propia casa, me temo, y entre los miembros de mi familia
—declaró con intención—. Además, nada hay de extraño o imprudente en el
hecho de que un hombre visite a su prometida, aunque el día no haya
alcanzado su meridiano. —Ahora esbozó una sonrisa cruel, a juego con el
achique malicioso de sus ojos—. Pero ¿qué sabrás tú de eso, si no eres más
que una rata de despacho que nada sabe de mujeres ni de la vida?
Alberto encajó la puñalada con entereza. Seguramente fuera cierto que no
sabía de asuntos de faldas ni de amoríos, pero, al menos, se sentía agradecido
de no ser un carroñero profanador de damiselas como él.
—Visitar a su prometida… —Torció el gesto, burlón—. Debería dejarse de
absurdeces y centrarse en asuntos más apropiados para un hombre de su edad.
Jenaro se revolvió como si le hubiera mordido una serpiente en las canillas,
pero no dijo nada. Alberto continuó, pues, desenrollando su carrete. Apenas
había podido coincidir con su padre en todo ese tiempo y al fin tenía la
oportunidad de darle su opinión.
—¿Casarse? ¿A estas alturas de su vida? —jadeó, escéptico y asqueado—.
¿Y con una pobre niña? ¡Padre, por el amor de Dios! ¡Desista de tal
despropósito y no se ponga más en ridículo!
—¿Qué sabrás tú, necio? ¿Pobre niña? ¡Ja! ¡De pobre nada! ¡Condesa, por
más señas! —exclamó airado, lo que provocó que la papada y las alforjas
sobrecargadas que tenía por mejillas bailaran como gelatinas.
—Era lo único que le faltaba al arrogante ánimo de Jenaro Monterrey,
¿verdad? Un título nobiliario que añadir a su tarjeta de presentación. Conde y
salazonero… Tiene gracia. ¿Cuál aparecerá primero en sus esquelas?
—¡Mal que te pese, desgraciado! —rugió él, asiendo la manecilla de la
puerta con toda la dignidad que su porte y su respiración aflautada le
permitían—. ¡Voy a casarme con la señorita condesa, contando con su
beneplácito y con el de su padre! ¡Una muchacha joven y hermosa, algo a lo
que tú jamás podrás aspirar!
Alberto meneó la cabeza, frustrado. Dudaba mucho que una debutante, de
sangre noble y rancio abolengo, aceptara por propia iniciativa a un anciano
decrépito. No le entraba en la cabeza. Aquello tenía que ser, por fuerza, un
acuerdo entre varones. Pero ¿por qué diantres un conde iba a querer
emparentar con un empresario del pescado, de mala fama y peores
costumbres? ¿Solo por dinero? ¿Un dinero sucio y desleal?
—¿Tendré que llamarle señor conde, o acaso su ilustrísima, a partir de
ahora?
—Ríete, tú ríete… —rugió, fulminándolo con la mirada—. Seguramente
todavía no crees en la buena fortuna de tu padre, desagradecido infame, y en
sus posibilidades para encontrar una esposa joven y sumisa. —Con un
movimiento innecesariamente brusco, abrió la puerta para apostarse bajo el
umbral y volverse de nuevo hacia él—. Pues te comunico que este sábado se
hará el anuncio oficial en el Pazo y entonces tendrás que morderte la lengua.
¡Y yo disfrutaré viendo cómo te la muerdes y te atragantas con el veneno! —
Alzó la barbilla con decisión provocando que la papada se bambolease—. Por
cierto —sus labios se replegaron en una mueca de desagrado—, ¿no te
esperan en la Villa? ¿No tienes pelagatos a los que asesorar?
—¿Acaso mi presencia le incomoda? —encaró—. ¡Si es así, recogeré mis
cosas y me alojaré en una pensión, por mí no se sienta desasosegado!
—No puede incomodarte aquello que no tienes en consideración. Haz con
tu vida lo que te plazca.
—Usted ya hace lo propio con la suya.
—La envidia te corroe, muchacho. —El viejo sonrió con malignidad—.
Pensaré en ti y en tu cara de amargado mientras me encuentre gozando entre
los muslos de la jovencita. Una madrastra joven y hermosa, noble y dulce
como una flor. No me extraña que estés rabioso.
Y dicho esto cerró tras de sí con un sonoro portazo que obligó a Alberto a
cerrar los ojos un segundo.
Por un instante, trató de olvidarse de la brusca reacción de su padre, de la
arrogancia y la altivez que acababa de mostrar, trató de ignorar sus miradas
de desdén y la suficiencia de su postura, crecido al saberse muy pronto
casado con una hidalga. ¡Él, un vulgar tratante de pescado! ¡Un anciano que
debería estar unido a una pipa de opio y pendiente de sus ataques de gota en
lugar de deambulando por clubes, casinos y salones de jóvenes debutantes!
Trató de no pensar en condesitas bobaliconas dispuestas a hipotecar su
futuro y en condes tan necios como para obviar ese detalle. Desde que tuviera
conocimiento del futuro enlace de su padre con la muchacha, había deseado
poder entrevistarse con ella para advertirla de la encrucijada en la que iba a
meterse. Aunque era cierto que no había puesto demasiado empeño en tal
asunto y que con gusto se había dejado distraer por el camino por un hada de
ojos verdes y piel de nácar. Al fin y al cabo, no era asunto suyo. Su padre era
mayorcito y él hacía mucho tiempo que había dejado de formar parte de su
vida.
Trató de obviar todo ello y pensó tan solo en el evento que tendría lugar en
el Pazo en unos días, y en la posibilidad de volver a ver a Ana.
No había sido invitado, y seguramente su padre se encargaría de
mantenerlo al margen. Pero entre el batiburrillo de gente, de idas y venidas,
de lacayos deambulando de un lado a otro… ¿quién le impediría colarse
dentro?
Ante la idea, una sonrisa radiante ensanchó su rostro. Ya no tenía el menor
interés en conocer a su futura madrastra, tampoco en contemplar la boba
expresión de satisfacción en el rostro de su padre. Solo tenía un único
objetivo en mente: volver a ver a Ana.
13
—Señorita de Altamira, le estoy hablando. ¿Acaso no me ha oído?
Ana parpadeó, regresando a la odiosa realidad. ¿Cómo no oírlo? ¡Por
fuerza! Si el conejo dentudo no hacía otra cosa más que parlotear al lado de
su oreja como si fuera dura de oído. Y, por si eso fuera poca tortura, tenía la
generosidad de rociarla con gruesos perdigonazos de saliva que huían de su
boca acompañando cada palabra. Hablaba y hablaba, saturándole la cabeza
con un molesto runrún capaz de arrebatarle toda la paz del momento.
—Lo lamento, señor, estaba distraída. —Se concentró en acariciar con
mayor tesón y los dedos en garras la frente de la amorosa y preciosa
Pequitas, que recibía los mimos con paciencia y cariño, para no pensar en
aquel detestable truhan que se había pegado a ella como una lapa y que
amenazaba con no apartarse y ser su sombra hasta la hora del almuerzo.
Aprovechando que su padre se encontraba ausente, había pensado en salir a
pasear con la hermosa yegua, pero estaba claro que aquel hombrecillo, que
había tenido la genial idea de visitarla a media mañana, iba a impedírselo.
—¡Distraída! —bufó el hombre. Y a continuación se esforzó en sonreír con
condescendencia, lo que provocó en su rostro la aparición de una mueca
extraña—. No puedo reprochárselo, mi querida señorita: queda muy poco
para el anuncio oficial y comprendo que su cabeza se encuentre en las nubes.
No obstante, debería usted darle descanso a su mente… y a su corazón. —
Alzó una mano para dejarla caer como un peso muerto sobre el hombro de
Ana. Ella acusó el contacto como si una losa cayera sobre ella, y por eso dio
un respingo—. Muy pronto estaremos casados y sus tribulaciones habrán
pasado.
Ana frunció el ceño y ladeó el rostro para contemplar aquellos dedos cortos
y rechonchos cerrándose con demasiada fuerza alrededor de su hombro. Vio
también las uñas cortas y anchas adornadas con una fina línea de mugre bajo
cubierta, y una náusea la sacudió por dentro.
—¡Señor! —cortó, y esta vez era obvia la vehemencia de su tono—. ¡No
considero apropiado hablar de ese tema! ¡Sea usted respetuoso, le ruego que
se abstenga de mencionarlo siquiera!
Y con un brusco movimiento, liberó su hombro del indeseado contacto. La
rudeza de su quite provocó que el animal se asustara y cabeceara inquieto,
golpeando con el hocico el brazo del caballero. Monterrey hizo un
aspaviento, limpiándose con enfado la manga de las supuestas babas de la
yegua. Nadie diría que el golpe recibido procediera del inofensivo morro de
un caballo; a juzgar por su exaltación, parecía que acabara de embestirlo un
buey.
—¡Maldito caballo, alguien debería amaestrarte mejor! —bramó, haciendo
ademán de levantar la mano para descargarla en forma de puño sobre el
húmedo belfo. Pero Ana, indignada, se interpuso, encarándolo con ceño.
—¡Pequitas es una yegua excelente, no se le ocurra ponerle la mano
encima o lo lamentará! —repuso con firmeza y los dientes apretados.
Jenaro Monterrey la calibró durante un tiempo y acabó por bajar la mano
que, durante unos segundos, permaneció en puño a un costado. Luego fingió
serenarse, sonrió con exagerada amplitud y se centró en sacudirse las mangas,
casi se podría decir que con rabia, antes de volver a hablar. Su rostro
permanecía encarnado como una cereza madura. Sin duda, no le agradaba
doblegarse ante una mocosa, por más hidalga que fuese. Máxime cuando en
breve se convertiría en su esposa y ella debería someterse a él.
—A veces uno se encuentra ejemplares que, por bellos que parezcan a
simple vista, resultan difíciles de amansar. Son tercos, orgullosos y altivos, se
creen superiores a los demás. —Hablaba con los dientes apretados y los
labios fruncidos, siguiendo el ejemplo de su ceño oscuro y frondoso. Y era
obvio que no se refería al animal—. Pero le aseguro que el secreto para
conseguirlo radica en la paciencia y en la mano dura, cualidades de las que
me siento perfectamente dotado, se lo aseguro.
Ana no dijo nada. Se limitó a permanecer entre Pequitas y aquel ogro
despiadado, mirándolo con desprecio, como quien observa al más indeseable
de los seres y debe resignarse a su contemplación. Sus puños, cerrados a los
costados, y el vaivén de su pecho, evidenciaban su estado alterado de nervios.
—Una vez tuve una joven yegua en mis establos que no dejaba que la
montara. Era caprichosa y altiva, poseía unos aires que había que bajarle a
todas luces, aunque fuera a base de palos —continuó, traspasándola con la
mirada mientras se expresaba apenas en un susurro, como la cobra que sisea
ante su presa—. Con el tiempo descubrí que ni los palos ni los castigos
surtían efecto en ella. Era joven y testaruda, creía sin duda que podía
vencerme. ¡A mí, su amo y señor! ¿Sabe cómo conseguí doblegarla? —Sus
enormes dientes color crema centellearon en siniestra sonrisa—. Se la ofrecí a
mi semental más salvaje, una semana entera —siseó— y se doblegó.
Ana tragó saliva horrorizada. La sonrisa de aquel bruto evidenciaba que sin
duda él mismo disfrutaría doblegándola del mismo modo. Agarró las riendas
de Pequitas y se dio media vuelta, sin una palabra, sin una reverencia, sin ni
siquiera una mirada. Dispuesta a alejarse de aquel odioso semental —en
realidad, todo un cabestro—, antes de que fuera demasiado tarde y no pudiera
evitar la tentación de cruzarle la cara de un bofetón. ¡Por su vida que
cualquier cosa sería preferible antes que entregar su futuro y su destino a
aquel ser mezquino!

En el aire flotaba la esencia amarga y picante del tabaco y el opio,


mezclada con los vapores ingentes del alcohol y un pútrido olor a humedad,
sudor y a espacio cerrado. Una densa humareda, procedente de los cigarros
de los presentes, se desplazaba por el local a media altura, en lento impulso
invisible, como una peculiar legión aérea y etérea que empañaba todo y, a su
vez, pretendía ocultar la perfidia de los allí reunidos. En vano, pues muy
seguramente las almas de los presentes eran tan negras como el humo o el
moho que culebreaba en ambiciosa ascensión por aquellas paredes encaladas.
No se trataba de ningún club de caballeros, tampoco de la residencia
particular de alguno de ellos, si no de la parte de atrás de una vulgar cantina
portuaria, el lugar más digno, si cabe, de aquel cuchitril, para que los
individuos de cierta categoría pudieran entregarse a sus disipaciones
inconfesables manteniéndose perfectamente al margen de la chusma del
pueblo, campesinos y marineros.
Una mesa octogonal con pedestal presidía la estancia, adornados sus
laterales con cajones y recubierta por un tapete verde sobre el que descendían
y se desplegaban los naipes —y los puños— con inusitada rapidez y una
cierta violencia.
Alrededor de la mesa se reunían cuatro hombres de aspecto sombrío y
endemoniado, siempre acompañados por sus respectivos vasos de licor y sus
cigarros colgando entre los labios; entre ellos, don Alejandro Covas.
El brillo pérfido y enfermizo de la avaricia asomaba en las pupilas
achicadas por el humo y la penumbra.
A la estancia no llegaba el seguro alboroto de la taberna, ni las miradas
curiosas de los simplones reunidos del otro lado, solo el vago rumor de
aquellas almas negras entregadas a sus pasiones enfermizas y los breves
sonidos carentes de humanidad que derramaban.
—Le toca robar del mazo, señor conde —anunció uno de los jugadores con
tono mecánico.
Don Alejandro observó el abanico de tres cartas desplegadas ante sus
narices y apretó los labios. Sudaba. A pesar del cuello desabrochado, de las
mangas arremangadas de su camisa y del torso parcialmente descubierto
gracias a que se había desabotonado la pechera, una fina capa de sudor
perlaba la piel a la vista. Sus manos temblaban mientras sostenían las cartas.
Como siempre, iba perdiendo, y ya no le quedaba efectivo sobre la mesa… ni
en los bolsillos, ni apenas en las arcas del Pazo. Había tenido que apostar
varios caballos de los establos e incluso una petaca de plata con el escudo de
los Altamira bruñido en su superficie. Y los había perdido también. Si
hubiera apostado su propia alma, seguramente a esas alturas tampoco le
pertenecería; si bien era cierto que, desde hacía tiempo, incluso su alma había
cambiado de propietario para pasar a ser pertenencia del mismísimo demonio.
Sus contrincantes ya le conocían, todos los perros de la misma calaña
acaban conociéndose en un mundo tan pequeño, y a pesar de que
recientemente no había contraído grandes deudas con ellos, sí eran las
suficientes para que, sumadas a las de esa noche, fueran motivo de verdadero
enfado.
Robó del mazo y la nueva adquisición fue un auténtico fiasco. Trató de
disimular su apuro, pero los regueros de sudor que descendían por su cara y
humedecían el cuello de su camisa, el temblor de sus manos y de su labio
inferior, los continuos resoplidos que huían de su boca, y su mirada errática
lo delataban.
—¿Una mala noche, señor conde? —azuzó un segundo jugador, divertido
ante su evidente apuro.
El aludido chasqueó la lengua y desvió la mirada a su abanico de naipes. El
desánimo afloró a su semblante.
—Me pregunto si tiene algo que apostar o estamos perdiendo el tiempo con
usted.
El conde carraspeó antes de hablar. No podía ablandarse ante el enemigo, o
al menos no podía mostrarse medroso ni abatido, aunque por dentro se
encontrara desolado.
—Les extenderé un pagaré, pierdan cuidado…
Los hombres reunidos alrededor de la mesa bufaron al unísono y cambiaron
de postura, apoyando sus espaldas contra el respaldo de sus asientos con un
movimiento brusco. Uno de ellos, el que parecía más enfadado de todos y se
sentaba frente al conde, arrojó su abanico de naipes sobre la mesa justo antes
de descargar su puño contra el tablero.
—¡Me temo que ya no es tiempo de pagarés, señor mío! —rugió. Y a
continuación, habló con siniestra amabilidad—. Mi esposa es una mujer muy
estricta en lo que a la administración de nuestros bienes se refiere. No deja de
decirme: «Raimundo, necesitamos dinero para unas cortinas nuevas» o
«Raimundo, necesito confeccionarme un vestido con esa tela tan bonita que
está de moda en Madrid, todas mis amigas tienen uno», «Raimundo, me
gustaría una capota de lona para el coche nuevo»…
Un tercer hombre rio la gracia con retranca.
—Las mujeres… una dulce tortura, me temo —continuó el primero—. La
mía lleva toda la semana diciéndome: «Pídele al conde el dinero que nos
debe, querido, quiero ir a La Coruña al teatro a ver esa nueva obra que tanto
anuncian en las gacetas. Al fin y al cabo, nuestro es. ¡Recupéralo! ¡No
vuelvas a casa sin él o dormirás en los establos!». —Suspiró con fingido
fastidio—. Y como comprenderá, un esposo devoto no puede ni debe llevarle
nunca la contraria a su mujer, y mucho menos dormir en los establos. —Fue
el momento de achicar los ojos para traspasar al conde con la mirada—. Exijo
cobrar mi deuda esta noche —miró en derredor y sonrió—, y me temo que no
soy el único en pensar de este modo.
El conde se llevó la mano a la nuca y apretó. El cuello se le había
contracturado desde hacía un buen rato y apenas podía moverlo. De su
presencia de ánimo, mejor no hablar. Las tripas no dejaban de rugir y
retorcerse en su vientre como si se hubiera tragado una boa constrictora. Era
el miedo, la anticipación que previene a la rata del momento justo en el que
está a punto de caer en la ratonera.
—No puedo pagarles —confesó apenas en un murmullo, sin levantar la
mirada de las cartas.
Los otros se miraron entre sí y los ánimos se caldearon. No era la primera
vez que escuchaban tan socorrida excusa. Tampoco la primera que el conde,
escudándose en ella, salía indemne de la situación. Y esta vez no estaban
dispuestos a claudicar.
—¿Cómo ha dicho? —jadeó incrédulo el cabecilla—. He creído entender
que…
—¡Que no puedo pagarles! —cortó, nervioso. A continuación se apresuró a
añadir—. Hoy no, al menos. Pero muy pronto me encontraré en condición de
hacerlo.
El que hablaba se cruzó de brazos y exhaló una ingente cantidad de aire
para mirarle después atentamente.
—Ah, sí. He oído que se ha buscado un escudero. Ese salazonero
aficionado a las rameras… ¿Monterrey, verdad? ¿Es él quien solventa ahora
sus deudas?
El conde se mordió el interior de las mejillas hasta que paladeó el sabor de
la sangre.
¡La culpa es del viejo, que se niega a soltar un mísero real más!
—Y para conseguirlo solo ha tenido que sacrificar a su única hija. —La
ironía era evidente en las palabras del hombre, la burla aparecía implícita en
su sonrisa torcida—. ¡Pero, hombre de Dios, desperdiciar tan dulce manjar en
la boca mellada de ese viejo! ¿Y total para qué? ¿No se da cuenta de que, a
pesar del sacrificio, sigue usted en deuda con nosotros?
El conde soportó las chanzas de los jugadores apretando las mandíbulas
hasta que le restallaron las sienes. Tenía que tragar, al menos esa noche o, de
lo contrario, aquellos tres podían volverse contra él de un momento a otro,
sacar sus trabucos y ponerlo mirando al cielo.
—Saldaré la deuda —cortó, y su altivez habitual se había esfumado por
completo, a pesar de sus vanos intentos por no desmoronarse—. Solo
necesito unos días y podré pagarles. —Deslizó una mirada nerviosa por los
presentes, apretando a la vez la mandíbula con tanta fuerza que los músculos
faciales palpitaron—. ¡A todos!
El que ejercía de líder continuó en su pose altiva, observándolo con
displicencia.
—¿Unos días? —Chasqueó la lengua—. Mi esposa quiere ir a La Coruña al
teatro, señor…
Temblando, nervioso y enfadado por la burla y la indignidad a la que le
estaban sometiendo, ¡a él, un noble del reino!, don Alejandro desplazó la silla
para levantarse como impulsado por invisible resorte, como si un millón de
pulgas le hubieran mordido el trasero. Aunque en realidad no fueran pulgas,
sino sanguijuelas voraces que anhelaban chuparle la sangre.
Pensó en la fiesta del sábado, donde se haría el anuncio oficial del
compromiso de su hija con el viejo; pensó en que ese día él habría cumplido
su parte y el otro debería cumplir la suya. Y entonces tendría que aflojar su
saquete.
—Solo unos días. El domingo tendrán su dinero, caballeros.
—Más le vale, o saldrá usted de su Pazo con los pies por delante.

Doña Angustias entró en la alcoba ocultando algo entre las manos.


Hacía un buen rato que Ana se había retirado a sus aposentos después de
una cena en la que no se había visto obligada, por fortuna, a soportar la
ruindad de su padre ni la lascivia de Monterrey. Una cena agradable y
tranquila, para variar; una cena libre de griteríos, incomodidades, miradas
soeces o comportamientos mezquinos. La primera en mucho tiempo. Y
seguramente el ama agradeciera tal gentileza tanto o más que su apocada
niña.
Como sus manos eran cortas y regordetas, y más imitaban la forma de dos
pies que la de dos manos, Ana no fue capaz de adivinar lo que el ama
escondía entre los dedos. Pequeño debía de ser, para poder camuflarse entre
sus cortos apéndices con semejante facilidad.
Tan solo cuando estuvo a su vera y ocupó la silla vacía al lado del tocador
en el que la niña, ataviada con un rico camisón de lazos, encajes y finas
puntillas, se cepillaba la larga melena, extendió hacia ella un recorte cuadrado
y compacto de papel. Ana lo cogió sorprendida, girándolo entre los dedos
para observar la caligrafía que asomaba en la cara frontal de la carta. Por
supuesto, la reconoció en el acto.
—Un mensajero acaba de traerlo para la señorita Guzmán —dijo,
recalcando la identidad de la joven con retintín.
Ana rasgó el sobre con vehemencia y desplegó ante sí un papel doblado en
dos. Leyó para sus adentros, esbozando al hacerlo una sonrisa brillante que
hizo refulgir también sus verdes pupilas. Cuando terminó la lectura privada y
su corazón se regocijó, compartió con su querida nana el mensaje, leyendo en
voz alta para hacerla partícipe de sus propios gozos.

Se dice que cuando se mira a una estrella y se pide un deseo, todos los
sueños se hacen realidad. ¿Es posible que esta noche, bajo el mismo
cielo, los dos miremos a la misma estrella para hacer de nuestro deseo,
uno?
Felices crepúsculos, mi bella dama.
Alberto.

El ama jadeó escéptica.


—¿Una nota tan solo para desearte buenas noches y hablar de las estrellas?
—Meneó la cabeza con fingida desaprobación. Y aunque pretendía sonar
escandalizada, la sonrisa que asomaba a sus labios la delataba—. ¿Y para eso
desperdicia media cuartilla de papel vitela y hace venir un mensajero al Pazo?
¡Qué insensato!
—¡Qué romántico! —contradijo ella, con los labios estirados en una
radiante sonrisa.
—En mis tiempos, un comportamiento así no se consideraba romántico,
querida, sino una tontuna. ¿Quién es, el poeta Larra? ¿O acaso Espronceda?
¡Qué despilfarro de dinero y tiempo!
Ana se llevó la carta al pecho y suspiró de forma prolongada, mientras
entornaba los ojos y se entregaba a los efluvios del romance. Besó una y otra
vez el papel, colmándolo de esos afectos que no podía entregarle al hacedor
de tan maravillosas letras. Su corazón ardía de amor, sus sentidos se
deleitaban con este sentimiento que la embargaba por dentro, llenando su
mundo de rosas, deseos y estrellas. Puede que no fuera un poeta, pero sus
letras, adornadas con el romanticismo que ella les otorgaba, sonaban en su
cabeza como la poesía más maravillosa del mundo.
—Pues ojalá esta tontuna dure toda la vida…
El ama suspiró también, pero su suspiro fue de absoluta impotencia. ¿Toda
la vida? ¿Cómo iba a durarle toda la vida si en breve iba a anunciarse su
compromiso con Monterrey? ¿Cómo, si el noble héroe todavía no le había
hablado de sentimientos? ¿Tan difícil era para los hombres de esa generación
hincar su rodilla en el suelo y declararse después de haber tonteado con una
muchacha? ¿A qué esperaba? ¿Durarle toda la vida? ¡Ah, infeliz! ¿Acaso la
desdichada condesa iba a pedirle a su galán que se convirtiera en su amante,
una vez casada con Monterrey?
—Está bien, señorita Guzmán —su tono, tan condescendiente como
rendido, llamó la atención de la joven, que se devolvió de inmediato a la
realidad—, ¿cuánto tiempo más ha de durar esta mentira? ¿Hasta cuándo vas
a tenerlo engañado?
Ana miró ceñuda la carta que dormía ahora en su regazo, sintiendo la
calidez de las lágrimas amenazando detrás de los párpados.
—Bien sabe Dios que no es mi deseo engañarle, nana, bien sabe que
quisiera gritar al viento, bien alto, mis afectos y esta inclinación devota que
siento, porque le amo, nana, le amo con toda el alma. —Sus hombros se
descolgaron hacia adelante, decayendo a la vez que el entusiasmo de su tono
—. Pero ya no sé cómo hacerlo. Él cree que soy Ana Guzmán; tal vez si
supiera que soy la condesa, esa pobrecita a la que dice compadecer por su
falta de voluntad y por los grilletes que le impiden avanzar, me despreciaría.
—¿Y crees que no va a enterarse jamás? —replicó doña Angustias—. Muy
ingenua demuestras ser si eso piensas.
Ana se llevó dos dedos al puente de la nariz y suspiró, apretando los
párpados y frunciendo el ceño. El ama, compadecida por la dureza de sus
palabras, trató de sonar más amable esta vez.
—Salta a la vista que no puede quitarte los ojos de encima, que bebe los
vientos por ti y que incluso besaría el suelo que pisas si tal cosa no resultara
demasiado comprometida. Es imposible que te desprecie.
Las verdes pupilas refulgieron de nuevo.
—¿Tú crees?
—Esta vieja tonta apostaría su alma cual Fausto y no la perdería. —Su tono
a continuación fue el propio de una reprimenda—. ¿Permitirás que se
enamore de una persona que no existe? ¿De alguien que te has inventado?
—¡Pero sí existo, nana! ¡Aquí me tiene si así lo desea: alma, cabeza y
corazón! Los tres, propiedad de una misma persona, los tres, perfectamente
afectos y devotos a él, dispuestos para amarle… —Miró el papel y sonrió con
ternura—. Soy lo que ha visto, es mi corazón el que ha escuchado y mis
sentimientos los que ya sospecha. La Ana que soy es la Ana que él conoce.
—Pero no sabe, sin duda, que la dama a la que ronda es la condesa de
Rebolada y señorita de Covas. Una joven hidalga prometida a otro hombre.
Él se ha prendado de Ana Guzmán, no de Ana de Altamira. No es lo mismo
cortejar a una joven sencilla y libre de cargas que a alguien como tú, mal que
nos pese.
Ana apretó los párpados tratando de aplastar las primeras lágrimas.
—¿Y tengo yo la culpa de eso? ¿Tengo yo la culpa de haber nacido en este
Pazo en lugar de en una casita de marineros o campesinos? —se lamentó—.
¡En lo tocante a mi compromiso… son enredos de padre y de ese hombre
despreciable: un matrimonio concertado por conveniencia! ¡Y no por la mía,
precisamente! Bien sabes tú que nada tiene que ver en ello mi corazón, que
ha sido una cruel emboscada… ¡y por mi alma que mientras viva y disponga
de arrojos y cordura, no aceptaré esta imposición!
Pues no sé yo cómo vamos a librarnos de ella, mi dulce niña.
—Deberías decírselo, Ana. Dile la verdad, tiene derecho a saberlo. Tiene
derecho a saber a quién ha entregado su corazón.
Ana suspiró con tal dolor que pareció que se le acabara de quebrar el
espíritu.
—No me aceptará, me odiará por esta mentira. —Un breve sollozo huyó de
sus labios—. Es un hombre de ley, repudia las falsedades, está acostumbrado
a censurarlas. Lucha contra ellas… Para él no seré otra cosa que una
mentirosa.
—Si te ama, te aceptará con todas las consecuencias. Pero no puedes seguir
con esta farsa, acabarán pillándonos. Las mentiras no son buena base para
levantar ninguna relación que merezca la pena. —Suspiró, agotada tal vez por
la dureza de su argumento—. Esto ya ha llegado demasiado lejos, niña, el
tiempo se te acaba… —Levantó una mano para dirigirla a la joven y
colocarle con afecto un mechón de cabello por detrás de la oreja—. Debes
ponerle fin y decirle la verdad.
Ana inclinó la cabeza para atrapar la mano del ama entre su mejilla y el
hombro, forzando así una caricia confortante. Cerró los ojos unos segundos,
sosteniendo aún la carta en el regazo, para hablar después con suavidad y
rendición.
—Lo haré. Lo prometo. Pero necesito tiempo, necesito encontrar el
momento adecuado.
—Tiempo, mi niña, es precisamente de lo que careces.

—¿Qué sucede, Ana? La encuentro especialmente melancólica y taciturna


hoy —preguntó Alberto, mientras paseaban ambos por el sitio de siempre, en
el bosque, mudo testigo, junto con la condescendiente doña Angustias, de sus
encuentros.
Ana inhaló despacio por la nariz. ¿Cómo hacerle partícipe, así de pronto, de
todo cuanto la torturaba? ¿Cómo decirle que le amaba, pero que le había
engañado? ¿Cómo confesarle que estaba a punto de ser prometida a un
hombre que le repugnaba, y al que había sido entregada directamente por su
propio padre? ¿Cómo, sin perder el candor y la dulzura que representaba ella
ahora ante sus ojos?
—¿Qué le preocupa? —insistió él—. Cuénteme sus penas, mi querida Ana.
—Me preocupa el futuro —confesó, abrazándose a causa de un repentino
escalofrío—. Y me asusta pensar en todo lo que el destino, el porvenir o la
vida puedan deparar a cada uno de nosotros. Tengo mucho miedo de todo
ello.
Alberto frunció el ceño y deseó abrazarla para confortarla pero, cuando
alzó la mirada con disimulo por encima del hombro, comprobó que doña
Angustias se encontraba demasiado cerca como para arriesgarse a ello.
A menudo, cuando la buena mujer se despistaba, disfrutaban con un poco
más de libertad e intimidad de la presencia del otro. Con movimientos
disimulados, como al descuido y tratando de no ser vistos, se cogían las
manos, las primeras veces con timidez, después con ardor, pasión y corazón.
Luego se soltaban con rapidez, entre risas, cuando el ama carraspeaba al
descubrirlos, o cuando los pasos lentos y pesados de la mujer sonaban
demasiado cercanos a sus espaldas. Las caricias inocentes se sucedían a cada
paso, suaves y fugaces como pétalos al viento; él le recogía mechones
dispersos por detrás de la oreja, ella deslizaba un dedo distraído por el
antebrazo de Alberto, a veces recorriendo su mano, sus dedos, los nudillos,
hasta cerrarse una mano sobre la otra en un gesto de amorosa pertenencia.
Una vez, incluso, se había atrevido a acariciarle de forma fugaz el pelo
mientras él la miraba arrobado, deslizando sus dedos de nieve entre aquellos
gruesos y oscuros mechones rizados.
Pero en aquella ocasión, ningún gesto cómplice e íntimo había tenido lugar.
En parte, por la cercanía de la señora Guzmán, en parte, porque Ana parecía
abstraída en sus propias cavilaciones. Apenas hablaba, suspiraba mucho y
perdía la mirada con frecuencia entre el follaje o los trebolillos del suelo.
—No tema al futuro ni a lo desconocido —la tranquilizó Alberto—. La
vida depara cosas buenas a las almas buenas.
Ana no respondió, porque estaba convencida de que no era así. El querido
Alberto se equivocaba esta vez. A veces, la vida podía ser muy cruel y se
ensañaba especialmente con las almas buenas. Daba fe de ello.
Tan distraída estaba en sus pensamientos, plagados de bruma y decepción,
que no vio la raíz sobresaliente que cruzaba el camino, por lo que se
enganchó la botina sin remedio. Trastabilló un par de pasos antes de que
Alberto pudiera rescatarla de una caída inminente, sosteniéndola entre sus
brazos, levantándola ligeramente en el aire.
Ana sintió aquel repentino contacto como una oleada de fuego líquido
abrasándola por dentro, lamiendo su piel desde lo más profundo de sus
entrañas, como si su corazón, su alma y su cuerpo al completo hubieran
sucumbido de pronto ante la tibieza del roce de Alberto, del cuerpo de
Alberto. Su profundo y varonil olor, la respiración entrecortada que ambos
compartían y la profunda mirada obsidiana del caballero traspasándola por
completo la llevaron a un punto sin retorno. A sentirse etérea, bruma, rayo de
sol o partícula de luz entre sus brazos.
—Estoy seguro de que le espera un futuro lleno de dicha —susurró él
contra sus labios.
—No, si usted se va… —jadeó, atrapada en las emociones que le
provocaba la cercanía de Alberto, su aliento contra los labios, su olor
invadiendo sus fosas nasales, su imagen dominando su raciocinio.
—¿A dónde voy a irme?
—A Madrid.
—Mi vida está en Madrid, pero mi corazón hace tiempo que pertenece a
otro lugar.
—¿A cuál?
No hubo respuesta. En cambio, Alberto se acercó a ella hasta que sus labios
se rozaron.
No hubo beso, porque en ese mismo instante doña Angustias carraspeó con
rudeza deshaciendo la magia del momento. Todavía temblando, ambos
recuperaron sus posiciones y el precario dominio de sus personas. Sus
miradas permanecían firmemente enlazadas, sus rostros estaban sonrojados,
el aliento escaseaba en ambos cuerpos.
Algo había cambiado, ambos lo sabían, dando paso a un sentimiento
imparable y fuerte que ya no admitía ser disimulado.

A pesar de que entre las dos procuraran no hacer mención a tal asunto, lo
cierto era que los preparativos para el evento del sábado no dejaron de
sucederse discretamente durante aquellos cuatro días.
Las arcas de los Altamira no gozaban de su próspera salud de antaño, ni el
conde pensaba derrochar en aquel maldito acontecimiento más de lo
estrictamente necesario. Su único deseo era complacer a Monterrey para que
el viejo soltara la gallina de los huevos de oro, y si podía hacerlo con menos
en lugar de con más, mejor. Al fin y al cabo, los escrúpulos del salazonero,
amén de sus desconfianzas y anhelos de afirmación, iban a costarle caro al
señor de Covas, y eso era algo que no estaba dispuesto a pasar por alto.
Acabaría sacándoselo de los bolsillos con creces.
Al final, tras modificar un par de listas, consultar los invitados con el
anciano, añadir a unos a regañadientes y excluir a otros por necesidad, el
número de invitados ascendió a veinte, un generoso número teniendo en
cuenta la cantidad de enemigos que tenía el anfitrión. Eran muchas las
personalidades de la flor y nata, y de las que no pertenecían a esta pomposa
categoría, a las que el conde debía dinero, pero algunos de ellos tenían trato
directo con Monterrey y el anciano se empeñaba en incluirlos en un
acontecimiento que era de vital importancia para él. Finalmente, tras una
serie de conversaciones, copa va y copa viene, y del chantaje implícito que
asomaba en la mirada ratonil del salazonero, el conde se vio en la obligación
de enviar veinte invitaciones.
Doña Angustias trató de serenarse y alternar sus atenciones a Ana con la
labor impuesta por su padre. Durante esos cuatro días, evitó hacer
comentarios sobre cómo avanzaban los preparativos, a sabiendas de que
romperían el corazón de su niña. Bastante sacrificio suponía ya para la pobre
infeliz el tener que soportar a Monterrey, que parecía no tener casa propia y
haber decidido, para su propia felicidad, en realidad, instalarse en el Pazo de
forma indefinida. O tolerar los gestos del señor conde, que cada vez que
coincidía con su hija en el comedor o se encontraban por infortunio por los
corredores de la casa, esbozaba una sonrisa maliciosa, como si en su fuero
interno se regocijara ante su supremacía y, sobre todo, ante la injusticia que
estaba a punto de cometer. Seguramente así fuera.
De todas formas, el conde parecía cambiado en los últimos días. Más
exaltado, sombrío y taciturno que de costumbre. También más malhumorado,
si algo así era concebible.
Cada vez que sonaba la aldaba del portón principal, daba un salto y paseaba
la mirada con nerviosismo por todas partes, mirando sin ver, como el alma
medrosa a la que atormenta la presencia de un ánima impía que solo ella es
capaz de percibir entre los claroscuros. Cada vez que aparecía el mozo del
correo, se ponía lívido como un muerto, como si esperara correspondencia
directamente desde el infierno. Las llamadas al portón a deshora le
sobresaltaban hasta el punto de enardecerlo de forma incomprensible, y
aunque las doncellas le confirmaran después que se trataba solo de
inofensivos pedigüeños, él ponía el grito en el cielo y los hacía correr de la
propiedad a patadas o con cubos de agua fría. Husmeaba por detrás de las
cortinas y ya no abandonaba el Pazo si no era bien pertrechado de un trabuco
en su cinto. Incluso el ayuda de cámara había llegado a afirmar en las
cocinas, siempre sotto voce, por supuesto, que el señor había adquirido la
extraña y pueril costumbre de hacer mirar bajo la cama y dentro del
guardarropa antes de acostarse. Estaba claro que el patrón tenía miedo, pero
¿de qué? ¿De quién? ¿Por qué?
La mayoría de los sirvientes afirmaban que lo que el señor temía era que
los demonios del infierno vinieran a reclamar su negra alma como tributo a
sus pecados. Y que él mismo sabía que no estaba a salvo en ningún escondite
del mundo mortal.

De forma discreta, cuando Ana no precisaba de la compañía de su nana y ella


disponía de cierta intimidad, en realidad a base de restarse horas de sueño,
doña Angustias se dedicó con paciencia y esmero a sacar de su confinamiento
la hermosa vajilla cartujana, de esmalte colorado, que no se había usado
desde tiempos de la difunta condesa y que llevaba años durmiendo en lo más
profundo de una cristalera; mandó pulir la antigua cubertería de plata; airear
la mantelería de hilo con encajes de Camariñas, revisando que no estuviera
picada; sacudir las pesadas alfombras de lana merina que, encaramadas sobre
las ramas de los árboles, ocuparon gran parte de la arboleda del jardín trasero
y llenaron de colorido y pelusas aquel rincón; ordenó ventilar todas las
estancias, y no se olvidó tampoco de comprobar que las chimeneas contaran
con suficiente suministro. No tenía mucha experiencia en organizar fiestas
pues, desde su llegada al Pazo, jamás se había celebrado ninguna entre sus
muros, pero tampoco era tonta y sabía lo que cualquier invitado de cierta
alcurnia esperaría por parte de su anfitrión, por muy crápula y arrogante, por
muy Alejandro Covas que fuera.
Después de conocer las preferencias del conde y su deseo de gastar cuanto
menos mejor, respiró tranquila sabiendo que no se le exigirían delicattesen;
en realidad, con que hubiera buenos tajos de carne en los platos, vino
abundante en las copas, y puros y naipes para la sobremesa, el conde se daría
por satisfecho. Además, Monterrey se había ofrecido a colaborar aportando
pescado de su propia factoría, por lo que el gasto se recortaba
considerablemente. Pensando así, libre de presiones en ese aspecto, se reunió
con la cocinera y con las jóvenes mozas de la cocina y, entre todas, diseñaron
un menú sencillo, de estilo bufé, en el que predominaría la pesca y la caza
típicas de la zona.

No podía imaginar el ama que el sábado por la mañana, Ana bajaría a las
cocinas, silenciosa y discreta como una sombra o un ratoncito buscado
amparo.
La sorprendió desayunando y, lejos de abandonar la estancia o
impacientarse por la lentitud del ama, apartó una silla para sentarse a la mesa,
callada, a su lado.
Doña Angustias la observó con tristeza. A pesar de su semblante alicaído y
de las comisuras inclinadas de sus labios, seguía siendo la rosa más bella… y
la más triste de aquel jardín.
—¿Has terminado ya con los preparativos? —preguntó con tono distraído,
sin levantar la mirada de la mesa, desplazando la uña del pulgar por el
sencillo bordado del mantel. Al hablar así, a la anciana le hizo pensar en un
reo que pregunta al carcelero por el estado de su cadalso.
Cabeceó en asentimiento y siguió masticando muy despacio su leche con
avena.
—Alberto no está invitado, ¿verdad? —Y alzó hacia ella unos ojos
preñados de esperanza—. Dime que no lo está y me permitiré respirar
tranquila.
¡Pobre niña! ¡Pobre corazón doliente!
—No figuraba ningún Alberto en las invitaciones que se enviaron.
Silencio.
—Pero puede que asista acompañando a su padre, que al fin y al cabo es un
empresario notable de Orense. ¿Has visto…?
—El único empresario que figura en la lista es el señor Monterrey —cortó,
para aliviar cuanto antes el sufrimiento de la joven.
Ana tragó saliva y pareció sentirse mejor.
—¡Oh, bien! —Y jadeó nerviosa. Su pecho ascendía y descendía en
violento vaivén bajo la suave muselina—. Sería como obligarle a asistir a mi
ajusticiamiento —una sonrisa torpe escapó de sus labios—, y no quiero que
me mire a la cara mientras me enroscan la soga al cuello.
—Ana, santo Dios…
—¡Pero así es como me sentiré! —Se llevó la mano a la frente y trató de no
llorar.
Doña Angustias no fue capaz de comer más. Apartó con la mano el cuenco
de leche y apoyó los brazos sobre la mesa.
—Quizás todo se arregle, niña.
Ana jadeó y volvió la cara hacia el ama. Sus ojos enrojecidos y extraviados
de dolor evidenciaban su tormento.
—¿Cómo? ¿En qué modo, por Dios? ¿Monterrey desistirá de su porfía,
aquejado de una colitis? ¿O tal vez de un ataque de gota? —Se encogió de
hombros mientras una lágrima descendía en soledad por su mejilla—. Es
mayor, puede que incluso tenga la decencia de morirse antes de la boda.
—¡Ana, no digas semejantes barbaridades!
Las lágrimas descendían ahora por su rostro como si brotaran directamente
de un surtidor. No obstante, su expresión permaneció inalterable en una
perfecta máscara de desolación.
—Sé que es un deseo cruel y despiadado, nana, y que no debería siquiera
considerar esa posibilidad. Yo no soy así, ¿verdad? —murmuró con los ojos
cosidos al vacío—. Pero a estas alturas, mi corazón ya no es capaz de pensar
más que en la muerte como único escape a este infortunio. Pienso en la
muerte, nana, como en una grata liberación. —Se silenció un segundo antes
de continuar con mayor énfasis mientras el ama negaba con la cabeza—. Si
no en la suya, tal vez en la mía propia.
—No soporto oírte hablar así, como si no hubiera un mañana para ti…
—¿Y lo hay? Quiero huir de mi destino y no puedo, ¡no puedo, nana!
¡Porque mi maldito destino me persigue y está ahí fuera cada día, a cada hora,
esperándome con sus dientes de conejo y su mirada sucia!
Apretó los puños e hizo ademán de estrellarlos contra la mesa, pero se
contuvo. Se limitó a mantener las manos en puños, tan oprimidas que los
nudillos se tornaron blancos de inmediato, y a apretar las mandíbulas para
tratar de tragarse su frustración.
—Y es triste, nana, muy triste, que la única persona a la que quiero sea
precisamente la que nunca pueda tener, y que la más me repugne sea la que
me persiga con incansable tenacidad.
14
Los típicos engordabuches que se apuntan a cualquier evento destacable: el
sacerdote del lugar —tragaldabas donde los hubiera—, la máxima autoridad
del consistorio municipal, terratenientes poco escrupulosos acompañados de
sus esposas y polluelos y, en definitiva, cuatro caras más o menos
destacables, por uno u otro motivo, entre la sociedad de San Julián, paseaban
su languidez y su ridícula pompa por los jardines del Pazo, llenando sus
estómagos con las bebidas que les eran ofrecidas y los suculentos manjares
que ocupaban las mesas del bufé.
Se habían formado inevitables corrillos, y en unos y en otros, dependiendo
del sexo de sus integrantes o de la afinidad surgida entre ellos, se hablaba de
política, religión, de atavíos a la última moda o de vastas propiedades de las
que enorgullecerse, a la vez que sotanas, tules, muselinas y terciopelos,
tocados imposibles y moños apretados se paseaban con insolencia por el
empedrado exterior, cotilleando sin recato cada rincón, y adulando y
criticando a conveniencia. En todos los corrillos, sin excepción, se
murmuraba acerca de la naturaleza de aquel evento y de la extraña coalición
formada por el conde y el gerente de salazones y conservas Monterrey.
Muchos sospechaban la verdad, pero ninguno se atrevía a dar crédito a sus
sospechas. Resultaba ridículo darles forma en la cabeza de cada cual.
La suave brisa nocturna de principios de mayo trasladaba en volandas las
dulces fragancias que desprendían el dondiego de noche, los jazmines y los
alhelíes en flor, y camuflaba las frívolas e interesadas conversaciones de los
visitantes.

Ana deambulaba por los jardines como alma en pena, esquivando los
diferentes corrillos de comadres deseosas de echarle el guante con la sola
intención de arrancarle confesiones de índole privada. Y, seguramente, para
mofarse con disimulo, y aun sin él, del perfecto prometido que se había
buscado. La condesa de Rebolada se encontraba perfectamente a salvo de que
otra candidata se interpusiera entre la pareja: ninguna mujer querría para sí
misma a aquel viejo verde.
Ataviada con un vestido de raso brillante en tonos dorados, de amplio
escote, mangas abullonadas, guantes del mismo tono a la altura del codo y
amplia falda, la joven condesa se escabullía entre las sombras tratando de
escapar de su fatalidad, escuchando de lejos conversaciones ajenas de gente
que a todas luces parecía mucho más feliz que ella. Seguramente, en ese
instante cualquier mortal bajo las estrellas fuera infinitamente más feliz que
ella.
No lució ni una sonrisa, ni un solo gesto que denotara un mínimo de
alegría. Tan solo un exterior alicaído y resignado, unos hombros hundidos y
unos ojos que apenas se levantaban del suelo, no siendo para alzarse hasta el
cielo y suplicar en silencio al recuerdo de su madre un poco de presencia de
ánimo. Ni siquiera la música que llegaba al exterior procedente de la
orquestina que entretenía a los invitados en el salón principal era capaz de
tentarla.
¿Qué expectativas albergaba para esa noche? ¡Ninguna! Salvo hundirse
inevitablemente en el cenagal sobre el que la habían obligado a caminar. Iba a
prometerse a Monterrey. ¡Iban a prometerla a Monterrey! Y todo San Julián
lo sabría, todo San Julián sería consciente de ello. Al día siguiente sería la
comidilla de todos los corrillos de comadres del lugar. Eso… al día siguiente.
Pero hoy la mirarían con ojos llenos de burla, incredulidad y compasión. Y
no era de extrañar. Si fuera otra la que ocupara su lugar, ella sentiría lo
mismo.
Todos hablarían del asunto. De ella. Del anciano. De los dos. ¡De los dos!
¡Qué doloroso y repugnante pensar en ambos como en un conjunto, cuando
en realidad se sentía como una res emparejada a otra a la fuerza, bajo un
mismo yugo!
Suspiró mientras bordeaba los setos perfectamente recortados para crear un
pequeño muro vegetal. Al menos debía dar las gracias, aunque sonara
patético debido al alcance de su infortunio, porque el padre de Alberto,
empresario de prestigio sea quien fuere, y por extensión el propio Alberto, no
hubieran sido invitados al doloroso evento. Sería el fin de todo su mundo y de
sus ilusiones, y también la mayor de sus vergüenzas, si Alberto llegara a ser
testigo de su tragedia personal.
Caminando con paso distraído, retrasó la mano para acariciar bajo el
delicado tacto de sus guantes las diminutas hojas que formaban la superficie
compacta de boj. Miró de nuevo al cielo y buscó en el terciopelo negro de la
bóveda celestial una estrella, tal y como le había sugerido Alberto, aunque
fuera una sola, para pedir su deseo: verse a salvo de sus circunstancias
presentes.
Había conseguido evitar a Jenaro Monterrey desde que la fiesta diera
inicio. Seguramente, porque el muy necio se habría quedado enganchado en
la primera mesa del bufé, perfectamente entregado a las codornices rellenas y
los cachelos asados, y allí permanecería hasta que su buche se sintiera
plenamente satisfecho. Teniendo en cuenta la prominencia del mismo y su
notable empuje horizontal, Ana dispondría de cierto margen para verse libre
de su presencia.
Tampoco su padre había dado señales de vida. Se encontraría, quiso pensar,
alternando con sus invitados predilectos, alardeando de la fastuosidad de los
condes de Rebolada en tanto trataba de ocultar su innegable decadencia.
¿Sabrían aquellas gentes que el conde era un miserable ludópata endeudado
hasta la médula, uno tan poco escrupuloso y tan desapegado como para usar a
su propia hija como pagaré? Sí, seguramente lo supieran. Si los sirvientes
estaban al tanto, era más que probable que a oídos de sus patrones hubiera
llegado también el rumor. Y tal certeza la hizo morirse de vergüenza. Porque,
entre otras razones, los asistentes a la velada serían conscientes del rol que
jugaba ella en aquella transacción y de la poca valía que, por tanto, tenía su
opinión.
Alberto la vio deslizarse entre las sombras del jardín. Ni siquiera sabía
cómo había sido capaz de distinguirla entre todo el barullo de gente que
saturaba los exteriores del Pazo. Tal vez fuera cosa del destino, o tal vez un
sexto sentido le llevaba a sentir la presencia de Ana mucho antes de verla con
sus propios ojos.
El caso es que la había visto de lejos… y estaba preciosa.
Alzando el cuello por encima de aquella marea humana en movimiento, se
las ingenió para seguirla con la mirada, sin apartar los ojos de su figura ni el
anhelo de sus pasos. Ana destacaba de forma espectacular entre aquellos
corrillos de gruesas comadres que no hacían más que rumiar los entrantes con
los carrillos llenos, hablar lanzando groseros perdigonazos y reírse a
carcajadas, mostrando sus muelas cariadas y hasta la campanilla, sin
importarles en absoluto si sus gorgoritos imitaban el barruntar de un elefante
o la quejicosa risotada de una hiena. Elefantes y hienas ataviados de gasas,
perlas y terciopelo, en todo caso.
Y en medio de aquel tumulto, como si tratara de algún modo de escapar de
él, al igual que el salmón que nada contracorriente, Ana se deslizaba entre las
sombras como se deslizaría un ángel que pisara nubes. Bella entre las flores,
etérea bajo los arcos de glicinias, dulcemente envuelta por los aromas del
dondiego y la madreselva. Adorablemente hermosa.
Se había colado en el Pazo como una sombra furtiva, algo que no resultó
demasiado complicado entre el ir y venir de carruajes y el trasiego de lacayos,
propios y ajenos, con la única esperanza de verla. Necesitaba verla y
confesarle sus sentimientos de una vez por todas. Ya no podía ocultarlos por
más tiempo. ¡La amaba, la deseaba y necesitaba saber si ella respondía a su
corazón con idéntica reciprocidad!
Pero lo que no había esperado era encontrarla con ese aspecto desangelado,
vagando por el jardín como un hada que hubiera perdido sus alas. Su rostro
era una auténtica máscara de desolación. Taciturno, macilento, apagado. Ni
una sonrisa, ni siquiera cuando se cruzaba con algún grupo y la cortesía la
obligaba a mostrarse sociable, ni un brillo de vida en sus pupilas. ¿Por qué?
Semejaba, a pesar de su belleza o quizás precisamente debido a ella, una rosa
marchitándose poco a poco, sin que nadie a su alrededor se percatara de ello.
La vio doblar un recodo, desfilando con andares lánguidos bajo un arco de
pasifloras, camuflándose bajo las hojas estrelladas y las exóticas flores, para
refugiarse en un ángulo oscuro y apartado del jardín. Se las arregló para
seguirla a cierta distancia ocultándose entre los arbustos, los jarrones de
piedra vestidos de musgo y los ángeles de granito, mohosos y oscurecidos a
causa de la humedad del clima. Tenía que guardar precauciones; no podía
arriesgarse a ser descubierto y que le arrebataran la oportunidad de abrirle su
corazón. Debía actuar como un furtivo. Y, en cierto modo, lo era. Como tal,
se había colado en propiedad privada, vulnerando con sus actos sus propios
principios y la ley, exponiéndose a ser detenido y a echar a perder su
reputación por una imprudencia romántica. Pero no se arrepentía. Era lo que
le había pedido su corazón, y en esos momentos, la cabeza nada tenía que
opinar.
Allí donde estaban, apenas llegaba el vago rumor de las conversaciones, ni
siquiera se percibía el armónico son de la orquestina interpretando sus piezas.
Tan solo se escuchaba el sonido de los grillos tomando las pulsaciones a la
noche con sus vibrantes cri cri, o el cadencioso rumor del viento entre el
follaje, desplazando maravillosas oleadas de aroma por la apacible atmósfera
nocturna.
Avanzó un par de pasos hasta que la estrecha espalda de la joven, bajo el
raso brillante de su vestido dorado y el ornamento de un enorme lazo de
terciopelo verde que caía en cascada sobre la parte posterior de la falda,
quedaron perfectamente al alcance de su mano. Era ahora o nunca. Y tenía
que ser ahora.

Ana permanecía con la mirada perdida al frente, sin ver nada en realidad.
Ante ella, una vasta e intrincada rosaleda se extendía en todo su esplendor
alternando especies y colores. Un intenso y delicioso popurrí de fragancias se
desplazaba por la atmósfera en lento impulso invisible, convirtiendo aquel
rinconcito en el más bucólico y apacible de todo el jardín. También en su
particular Monte de los Olivos.
Apenas fue consciente del ligero movimiento que percibió por el rabillo del
ojo hasta que una sombra sinuosa se situó a su lado. No le hizo falta volver el
rostro para descubrir su identidad. Su corazón, aleteando vigoroso en su
pecho, no podía equivocarse: aunque su presencia allí fuera inesperada, sabía
que se trataba de la persona más querida, pero también de la última a la que
deseaba ver ese día.
Inhaló en profundidad y trató de ignorar el intenso picor detrás de los
párpados. No había llorado en toda la noche, y aquel sin duda era el peor
momento para empezar a hacerlo.
—¿Por qué no me ha invitado? Hubiera deseado que me pidiera que viniera
—Alberto permanecía impasible mirando al frente, tal y como hacía ella, con
las manos recogidas a su espalda y un tono de ligero reproche en su voz —.
¿Acaso no deseaba verme tanto como yo a usted?
De algún modo, ella supo que había llegado el momento crucial. El
momento de volver boca arriba las cartas que permanecían sobre la mesa.
Aunque perdiera. Y estaba claro que iba a perder.
—¿Qué sentido hubiera tenido invitarle? —Su voz sonaba lejana, como si
surgiera desde lo más profundo de un pozo—. No tiene razón de ser alargar
ciertos asuntos, darles alas y alimentarlos con falsas esperanzas… cuando
usted se irá en unos días y todo habrá terminado.
Alberto alzó una ceja y volvió raudo el rostro para mirarla fijamente. ¿Ese
era el problema? ¿Su pronta partida?
Ella continuaba impasible mirando al frente, pero esta vez su barbilla
temblaba ante la ardua tarea de contener el llanto. Sus pupilas brillaban a
causa de las lágrimas no derramadas. Aquella implícita demostración de
sentimientos dio alas y arrojo al corazón del hombre.
—¿Y si no me fuera?
Ahora fue ella la que volvió el rostro para mirarlo a los ojos, bajo un ceño
profundamente fruncido. ¿Se estaba burlando de ella y de su pobre corazón?
¿Cómo podía ser tan cruel como para jugar de ese modo con sus esperanzas?
—¿Y si no me fuera? —repitió—. ¿Y si me quedara?
Al punto, Alberto atrapó la mano de la muchacha bajo la suya y tiró de ella
para ocultarse ambos bajo la sombra de un intrincado arco entretejido de
rosales. En esos momentos, bajo un pecho varonil y curtido, su corazón
golpeaba como un ejército de tambores en plena avanzadilla, y casi se sintió
ridículo. Era un hombre hecho y derecho y, sin embargo, en aquel preciso
instante temblaba como un mozalbete.
—Ana, no soy un hombre rico, no tengo dinero, título ni propiedades;
tampoco grandes relaciones sociales y mucho menos un lugar como este para
ofrecérselo a usted… —Empezó a hablar con prisa, casi con desesperación,
como si temiera que, por algún infortunio del destino, aquel instante, y su
consiguiente oportunidad de confesar sus sentimientos, fuera a desvanecerse
de un momento a otro como arena entre los dedos—. Solo soy un pobre
letrado que vive de su trabajo en un modesto apartamento alquilado de la
capital. No vivo mal, pero tampoco puedo permitirme grandes lujos.
Sujetó con firmeza la mano de Ana entre las suyas, fijándose con excesiva
porfía en las costuras del guante y en las arruguitas que formaba la tela entre
los dedos. Solo precisaba insuflarse ánimos antes de continuar, ordenar sus
pensamientos, ahora atropellados, y dejar que fuera su corazón el que se
expresara a través de los labios. Elevó las oscuras pupilas para fijarlas en
aquellos dos jades temblorosos.
—Nada soy y poco tengo. En realidad, no puedo responder por nada más
que lo que guardo dentro de mí, lo único de lo que soy consciente y
plenamente responsable: mis sentimientos.
Ana, con la espalda ligeramente apoyada contra el arco, escuchaba sin
parpadear las palabras de Alberto, sin poder evitar que una sonrisa
temblorosa curvara sus labios. Él le soltó la mano para reposar las suyas con
suavidad sobre su talle en posesiva caricia, y continuó, agitado y nervioso:
—¡La amo, Ana! ¡Nada existe para mí más que usted: su presencia, su
recuerdo, su fragancia, su voz…! Desde el mismo instante en que la conocí,
todo lo demás ha dejado de tener importancia, ¡incluso yo mismo! ¡Tan solo
usted, usted y siempre usted!
Unas pisadas cercanas sobre el sendero de grava les pusieron en alerta y
Alberto, sujetándola aún por el talle, la desplazó hasta un ángulo más oculto
de la rosaleda. Las pisadas, sumadas a unas risitas juveniles, pasaron de
largo, y sus respiraciones, que hasta el momento habían permanecido en
suspenso, se normalizaron.
—¡Ana, mi dicha o mi desgracia están en su mano! —continuó él,
profundamente agitado. Levantó una mano deseando tocarla, su rostro, su
pelo… pero temblaba tanto y era tal el respeto y la adoración que ella le
inspiraba, que no pudo más que descenderla de nuevo al fino talle—.
Aliénteme con sus palabras o fréneme en seco. ¡O si no, ni siquiera hace falta
que hable, si es el recato el que la vence! Soy muy poco caballeroso al
solicitarle que sus palabras me concedan dicha, cuando de sus labios no
podría salir jamás nada que perturbe el decoro y la cautela. No hable, no hace
falta, solo míreme y que sean sus ojos los que dicten sentencia.
El silencio se hizo más denso y las fragancias que los envolvían, más
intensas. Por toda respuesta, Ana se inclinó hacia delante, temblando; sus
ojos se encontraron y en verdad no hizo falta más que la intensidad de los
sentimientos de ambos para que los labios se rozaran hasta dar lugar a un
beso. Un beso suave, dulce y sensual que actuó como fiel reflejo de todas las
emociones que flotaban en el aire y permanecían a flor de piel. Un beso a
través del cual las almas se entrelazaron y las pasiones, junto con los labios,
se fundieron.
Alberto bebió de su aliento con avidez, enmarcando el rostro de Ana con
sus manos trémulas mientras le acariciaba los labios con los suyos y
jugueteaba con su nariz.
Cuando sus ojos y sus labios se separaron, con la lentitud propia del alma
que actúa en contra de su voluntad, Alberto descubrió una lágrima
descendiendo en soledad por la mejilla sonrosada de Ana. De manera
involuntaria, ella volvió el rostro para ocultarla, pero él la sujetó por la
barbilla para obligarla a mirarlo a los ojos.
—¿Qué sucede?
Ella jadeó y forzó una sonrisa, pero nuevas lágrimas siguieron a la primera.
Tenía que confesarle que le había mentido, que no era una simple doncella de
compañía ni la hija de un ama de cría. No podía seguir adelante con aquel
embuste. Tenía que confesar que era algo completamente distinto de lo que él
creía, que su destino y su futuro estaban condenados sin remedio, pero no
tenía fuerzas para hacerlo. No ahora, después del beso. No ahora, que bebía
de su aliento y respiraba tan de cerca su masculino aroma a cuero y esencias.
No ahora, cuando él había abierto su corazón y ella lo había encontrado tan
acogedor.
—Nada.
—¿Llora por nada? —acarició con los pulgares las humedecidas mejillas.
—Es que jamás imaginé que mi primer beso fuera a ser un beso de
despedida…
Él la miró con ceño, sin entender nada.
—¿Cómo de despedida?
Ana alzó la mirada y sus pupilas vidriadas por el llanto se fijaron en las
suyas. Abrió y cerró la boca un par de veces sin llegar a emitir sonido alguno
antes de que las palabras abandonaran por fin los labios.
—Lo será, en cuanto confiese todo lo que tengo que decirle.
Alberto meneó la cabeza en un gesto que reflejaba su ignorancia.
—¿Qué podría ser tan grave como para forzar una despedida entre
nosotros? —Y sonrió, dando a entender que ningún asunto lograría separarlos
jamás.
—Muchas cosas pueden interponerse, me temo —sollozó—. Alberto,
necesito decirle la verdad…
—No hay mayor verdad que la fuerza de mis sentimientos en este instante
—cortó él.
Ella inclinó la mirada y meneó la cabeza en negación, mientras las lágrimas
seguían recorriendo su rostro. Alberto le arrebató ambas manos para asirlas
con firmeza y besar uno a uno los nudillos recubiertos de tela. De pronto, se
paró y la miró fijamente. Una chispa de intuición acababa de prender en su
cabeza.
—La he interrumpido cuando quería confesarme algo. ¿Acaso es incapaz
de corresponder y recibir los sentimientos que le ofrezco con absoluta
sinceridad? ¿Es esa su verdad? —Cuadró los hombros al barajar dicha
posibilidad—. Si es así, necesito saberlo, aunque me rompa el corazón y me
desgarre el alma. Hable, Ana. ¿Acaso sus ojos y sus labios me han mentido
hace un rato?
Ana jadeó, desesperada.
—¡Es usted mi vida entera! —confesó entre sollozos, y liberó una mano
para acariciar con dolorosa ternura la mejilla, perfectamente rasurada, de
aquel hombre que tanto amaba—. El aire que respiro y la luz en la que vuelco
todas mis esperanzas… —retiró la mano e inclinó la mirada—, pero me temo
que yo no soy lo que espera. No soy lo que cree ver en mí.
—Deje que eso lo decida yo, ¿quiere?
Ana negó con la cabeza y las lágrimas siguieron descendiendo en
desbandada por sus mejillas. Justo en ese instante, en el momento de mayor
intensidad e intimidad entre los dos, se escuchó un repique extraño en las
cercanías, parecido al que provoca el golpeteo rítmico de un cubierto al
chocarse contra el cristal de una copa. Y seguramente se tratara de eso.
También en ese instante se escuchó la voz firme del conde, reclamando lo
que era suyo con absoluta rotundidad y un ligero timbre de ebriedad en su
voz.
—¡Ana, Ana de Altamira y Covas, sal de tu escondite y acude a deleitarnos
con tu presencia, chiquilla desconsiderada! ¡Tu padre y tu futuro prometido te
reclaman a su lado! ¡Tus invitados te esperan!
Alberto no fue consciente de cómo el corazón de Ana daba un vuelco, ni de
cómo la sencilla tarea de tragar saliva se volvía imposible para ella. Él
continuó mirándola embelesado, como si aquel reclamo no fuera con ellos. Al
fin y al cabo, ¿qué podía importarle a él nada referente a los señores del Pazo,
ni siquiera la joven condesa, cuando su corazón ardía de pasión por Ana
Guzmán? ¿Qué más daba que ese futuro prometido que mencionaba el conde
fuera su propio padre, o que muy en el fondo sintiera una punzante curiosidad
por ponerle cara a aquella incauta con la que iba a desposarse? Su futura
madrastra…
Lo único que le importaba estaba allí, ante él, con los labios entreabiertos y
el aliento agitado, con los ojos brillantes y empañados a causa de la emoción
y el rostro bañado en lágrimas. Lágrimas de felicidad, supuso.
Lo único que le importaba estaba allí… y un instante después se deslizó de
su lado, sin apartar sus ojos de los suyos, para abandonar el idílico remanso
en el que habían abierto el uno al otro sus corazones.
La miró confuso, como si acabaran de propinarle una patada en el
estómago, como si le hubieran arrancado la mitad de su alma y ahora le
dejaran desangrándose y roto, con el pecho abierto, el costillar al aire y el
corazón completamente expuesto.
Frunció el ceño y separó los labios para tratar de formular una pregunta. En
vano, pues su incomprensión era tanta que parecía haber olvidado el habitual
y necesario uso de la palabra. Ni siquiera en su cabeza fue capaz de
componer una frase con sentido.
Los labios de ella solo pronunciaron dos sencillas palabras apenas
susurradas:
—Lo siento… —Y el profuso descenso de las lágrimas silenció cualquier
nuevo intento de justificación verbal.
Alargó una mano para tratar de retenerla, pero sus dedos tan solo
alcanzaron a rozar la lazada verde que caía por su espalda. La vio alejarse de
la rosaleda muy despacio y sin mirar atrás, caminando entre las sombras
como el ángel o la ninfa o el hada que siempre había creído que era. Su
cabeza se llenó con mil interrogantes.
¿Qué sucede? ¿Por qué se va? ¿Qué es lo que escapa a mi entendimiento?
No sabía qué pensar, tal vez porque ya intuía la respuesta y no quería
creerla. En el aire, había sonado rotundo el eco de un nombre: «Ana de
Altamira y Covas», y ella se había soltado de su mano, desvaneciéndose de
pronto, como tanto había temido que fuera a suceder.
Apretó su dentadura tan fuerte que temió por un segundo que la mandíbula
se le desencajara. Las lágrimas acudieron a empañar sus ojos, unas lágrimas
desconocidas que no había sentido brotar desde hacía muchos años, azuzadas
esta vez por un dolor para el que no estaba preparado.
Cuando, segundos después, asomó su contraído rostro entre los arbustos
para contemplar la repentina concentración de gente en el atrio, y distinguió
bajo el arco porticado aquel trío, sus ojos, ahora más negros e insondables a
causa del tremendo dolor, se vidriaron por completo.
Un caballero enjuto, de mejillas descarnadas y bigote quijotesco, que
identificó como el conde de Rebolada, depositaba la mano de Ana, ¡de su
Ana!, sobre el brazo de aquel anciano en un claro signo de ofrecimiento.
Vio cómo Jenaro Monterrey se llevaba a los labios el dorso de aquella
mano enguantada que minutos antes él había besado, para besarla ahora con
hiriente lujuria, y cómo ella torcía el rostro en sentido contrario, escondiendo
al resto del mundo su expresión. ¿Así de fácil le resultaba ocultar sus
emociones?
—¡Oh, vamos… vamos! —rugió entre dientes—. Cielo santo, ¿de verdad
se trata de esto? ¿De verdad?
En un momento dado, los ojos de Ana se deslizaron sobre la multitud de
cabezas, rodetes y tocados, y sus miradas se encontraron en medio del
bullicio y de la dicha de otros. Se miraron en silencio, ¿cuánto tiempo? ¿Unos
segundos? ¿Un tortuoso minuto, tal vez? La negrura que asoló sus almas fue
tan densa e inescrutable; la fuerza de sus sentimientos, tan violenta; el dolor
que los traspasó, tan lacerante, y la certeza que traía la realidad, tan
devastadora, que ambos apartaron los ojos al punto, a riesgo de acabar por
destruirse o romperse en mil pedacitos por dentro. Fue tan solo una fracción
de segundo, lo que dura un parpadeo tal vez. Cuando Ana volvió la vista a las
sombras, al punto distante más allá de los rostros desconocidos que la
miraban expectantes, necesitada de un último consuelo visual, el rostro de
Alberto ya había desaparecido.
Y fue en aquel preciso instante cuando supo que acababa de rompérsele el
corazón y que nada más importaba. Que había jugado y que, al igual que su
padre, había sido una mala jugadora, había apostado todo y lo había perdido.
Y lo peor de todo: al hacerlo, había lastimado a quien más le importaba.
También fue ese el preciso instante en el que a Alberto le quedó claro que
el destino se había burlado descaradamente de él. Y junto con el destino,
también aquella chiquilla y toda la cohorte de titiriteros que la rodeaban.
Dio media vuelta antes de seguir obligándose a presenciar aquella
blasfemia, para abandonar el Pazo a grandes zancadas. Por el camino, tropezó
con un lacayo que portaba una bandeja repleta de copas; todo el contenido
acabó estrellándose en el suelo de piedra y convirtiéndose en mil millones de
fragmentos de cristal. Ni siquiera se detuvo para disculparse o tratar de
enmendar las consecuencias de su precipitación, si no que se deshizo del
infeliz incordio con feroces aspavientos y blasfemias. Nada importaba ya. Las
lágrimas descendían ahora por sus mejillas y tampoco le importaba. ¡Era un
hombre, sí! ¿Y qué? ¿Acaso ese hombre no acababa de recibir la mayor
decepción de su vida? ¿Acaso no le habían apuñalado el corazón? ¿Acaso no
le habían abierto los ojos, a la fuerza, a una horrible realidad?
Acababa de abrir su corazón, lo había ofrecido con sinceridad, y se lo
habían tomado directamente del pecho tan solo para arrojarlo bruscamente al
suelo y pisotearlo después delante de sus narices. ¿Ni siquiera en tales
circunstancias le estaba permitido llorar? ¡Y que el universo se diera por
satisfecho si esa era, por el momento, la única forma de desahogo escogida,
porque bien podría decantarse por otras más perniciosas! ¡Ansias homicidas
no le faltaban!
Una vez traspasados los muros del Pazo, se detuvo un instante, ocultándose
entre los claroscuros del camino, jadeante y ofuscado como una bestia
ensartada por el enemigo en lo más profundo de su alma. Allí, lejos de los
sonidos dolorosamente alegres que brotaban del Pazo, de las risas, los
aplausos, los insultantes vítores y la música de la orquestina, liberó su dolor
rugiendo como un animal herido, gritando al cielo mil y un improperios, mil
y un reproches, mientras descargaba su rabia contra los impasibles troncos de
los pinos y permitía que el dolor físico tomara ventaja al dolor del alma. Ya
nunca más volvería a ser consciente de su alma…, o tal vez sí: solo que ahora
sería negra como la boca del Averno. El corazón, por más señas, lo había
perdido en el camino, en aquella olorosa rosaleda del jardín.
15
—¿Y bien? Yo ya he cumplido, Monterrey, ahora le toca a usted. —Don
Alejandro se expresaba con nerviosismo y una inseguridad impropia de un
hombre de su condición.
Para más inri, se encontraba en su despacho, jugando en su propio terreno,
y parecía tan inquieto como si lo hiciera en campo contrario. Sudaba y
temblaba a partes iguales, y esto último era evidente cada vez que sostenía el
vaso de brandy para llevárselo a los labios y apurar un trago. El agitado
tintineo de los hielos le delataba, y también el jadeo que soltaba ante la
agresividad del líquido ambarino al descender por su garganta, gestos ambos
que ya no sorprendían a su contertulio. Desde la pasada noche, desde hacía
tiempo en realidad, era consciente de que el conde había tocado fondo. Su
pulso no era el de una persona saludable, su equilibrio dejaba mucho que
desear y su mirada, extraviada a todas horas, le delataba. El conde estaba
enfermo. Y no solo en sentido físico.
Sentado del otro lado de la vasta mesa de escritorio, Monterrey le
observaba bajo la salvaje generosidad de sus espesas cejas y las grotescas
hendiduras que surcaban su frente. Si sus muslos no hubieran sido tan
rollizos, seguramente se hubiera dado el gusto de cruzar las piernas a la altura
de las rodillas para concederse una postura más digna y señorial, pero la
prominencia de sus carnes le obligaba y le condenaba a sentarse con las
piernas separadas o, a lo sumo, cruzadas a la altura de los tobillos. Su vientre
tampoco concedía libertad para posturas más variadas.
—Cierto que me ha complacido mucho al anunciar el compromiso, señor
Covas. Me congratulo por ello y confieso sentirme satisfecho con su proceder
—concedió—. Creí sinceramente que marearía usted la perdiz hasta obtener
de mí lo que necesitaba y que luego me mandaría al cuerno.
Don Alejandro carraspeó mientras se servía otra copa de brandy. Había
barajado, efectivamente, tal posibilidad, pero en cuanto vio que el viejo era
un trozo de pan duro, supo que debía cumplir su parte del trato si quería
obtener algo más de él.
La licorera tembló en sus manos, entrechocándose sonoramente con la
copa. Varias gotas de sudor descendieron por su frente y por sus descarnadas
mejillas.
—¡Soy un hombre de palabra —rugió— y esperaba de usted otro tanto!
Monterrey cabeceó en asentimiento. Puede que el conde fuera astuto, pero
también él era zorro viejo. Un zorro mucho más viejo y astuto que aquel que
tenía delante, de hecho. No iba a consentir que unos cuantos blasones le
intimidaran, cuando en realidad el conde hacía tiempo que había perdido toda
credibilidad. No hacía falta ser muy listo para saber que lo único que quedaba
de notable en aquella casa era el apellido y el título nobiliario, amén de las
regias paredes de un Pazo que muy pronto caería en sus manos.
—Le proporcionaré la suma que necesite una vez me despose con la
señorita de Altamira, ni un solo minuto antes. —Su voz firme no admitía
réplica—. Será mi modo de asegurarme de que no se vuelven, usted o su hija,
atrás en el trato. Tómelo como mi regalo de bodas. El regalo de un yerno
agradecido a su suegro.
—¡Un caballero nunca se vuelve atrás en la palabra dada, señor! ¡Es
cuestión de honor!
Monterrey chasqueó la lengua.
—Un verdadero caballero no, no me cabe la menor duda de ello. —Los
ojos del conde, inyectados en sangre a causa de la ira mal contenida y de la
cantidad de alcohol que ya había ingerido a esas horas, fulminaron al
empresario—. Pero su hija sigue sin mostrarse muy por la labor. Durante la
fiesta de compromiso me rehuyó continuamente, y debo admitir que me sentí
un tanto desairado en público. He oído comentarios entre los invitados.
Comentarios que aseguraban que la joven no consentía a este matrimonio,
sino que había sido empujada a él por la fuerza.
—¡Maldita sea! —rugió el conde—. ¡Maldita sea, esto no es lo acordado!
¿Ahora se deja influenciar por comentarios malintencionados de comadres
del buen tono? ¡Creí que era usted un hombre maduro y libre de prejuicios!
—Eso mismo opino yo, que esto no es lo acordado —terció el anciano—.
Usted me dijo que su hija consentía y que se mostraría complacida con este
compromiso. Pero no encuentro yo ni una brizna de sumisión o agrado en la
condesa, si me permite la apreciación.
—¡Seguramente se da cuenta de que su prometido no está siendo leal a su
padre! —Y dio un largo trago a su bebida—. ¡Usted, señor mío, está faltando
a su palabra! ¡Está tomándolo todo sin dar nada a cambio!
—¿Nada a cambio? —Monterrey chistó con la lengua, a modo de negación
—. Yo creo que lo que le he concedido hasta el momento es más de lo que
ningún morador de esta casa se merece.
—¿Cómo se atreve? ¡Tenemos un acuerdo!
—Nunca pusimos fecha a dicho acuerdo, creo recordar. He perdonado un
gran adeudo y no he obtenido beneficio alguno a cambio.
—¡Tenemos un papel firmado ante notario, maldita sea! —El conde
observó el vaso vacío y, sintiéndose impotente, lo estrelló contra la pared.
Monterrey esbozó una sonrisa, cuyos protagonistas indiscutibles fueron sus
enormes paletas color crema.
—Una nota informativa que reza que usted ha saldado su deuda para
conmigo, nada más. Y no es poco. —Alzó las cejas, burlón—. Pretendía
tenerme atado y bien atado, ¿verdad? Pero le recuerdo, señor conde, que no
hay nada que me obligue a entregarle ni un solo real, salvo nuestro acuerdo
verbal. Y las palabras, caballero, me temo que se las lleva el viento a
conveniencia. —Se palmeó los muslos antes de levantarse, renqueante—.
Cuando nos casemos, tendrá el resto. Es mi última palabra. —Y barrió el aire
con su mano, dando por zanjada la conversación—. Procure que la boda se
celebre cuanto antes, por su bien, si es que acaso esas deudas contraídas le
importan. Dinero por hija. —Cabeceó en hipócrita despedida—. Buenas
tardes, señor conde.
Ana ya no tenía fuerzas, ni espíritu, ni motivación alguna para seguir con
vida. Solo se dejaba llevar, como una hoja a merced del viento, como un
títere en manos del destino, y que fuera precisamente ese destino —o la vida
o quien quiera que tuviera potestad sobre su alma— el que decidiera por ella
y la forzara a continuar. Ella ya no se sentía capaz. Llegado ese punto, estaba
convencida de que ni siquiera había vida dentro de ella. Simplemente estaba
allí, atrapada dentro de su cuerpo, y, para su completa desgracia, la de
fúnebre crespón no parecía dispuesta a concederle la venia de ir a por su
pobre alma de una maldita vez. Así que allí seguía ella. O lo que quedaba de
ella. Atrapada. Condenada. Prisionera de un cuerpo del que desearía huir y
que tan solo actuaba como la más asfixiante de las mortajas.
Permaneció sentada frente al ventanal de su habitación durante muchos
días, aparentemente impasible, como una estatua de alabastro, con las manos
enlazadas sobre el regazo y la mirada prendida en algún punto más allá del
mundo terrenal. Rehusando comer, rehusando dormir, rehusando incluso
vivir… pero condenada a ello.
Pasaron muchos días, y lo único que cambiaba en aquella penosa estampa
era el decorado exterior. Las ramas de los árboles bamboleándose por el
viento, los pajarillos acercándose al alféizar de la ventana en mudo saludo, las
altas copas de los cipreses doblegándose a merced de la brisa y las olas del
mar encrespándose hasta lanzar al aire cientos de miles de besos de espuma.
Todo ello sucedía ante la mirada ciega de una espectadora inanimada.
Doña Angustias la observaba con desolación y el ánimo contrito pero, al
mismo tiempo, procurando concederle distancia para que pudiera liberar sus
aflicciones sin ningún reparo o vergüenza. Aunque en realidad la niña no
liberaba gran cosa, puesto que permanecía todo el día frente a la ventana sin
parpadear siquiera, mirando al exterior, seguramente sin ver nada en realidad.
Doña Angustias rezaba en silencio porque la niña estallara de una buena
vez, porque se arrancara en llanto, soltara al aire su sufrimiento y gritara
hasta que se le desgarrara la garganta, pues de este modo la anciana sabría
que el dolor había alcanzado el siguiente nivel, que avanzaba, en lugar de
permanecer estancado. Si avanzaba, había posibilidad de cura; si permanecía
estático, las cosas podían mantenerse en ese punto por un tiempo indefinido.
Pero el dolor no avanzó ni la joven mostró indicios de mejora. Ana de
Altamira era como una muñeca vencida, completamente inerte, una muñeca
que se limitaba a dejarse asear y vestir cada mañana para luego permanecer
allí sentada durante todo el día, quieta, sin apenas respirar, marchitándose
lentamente como una flor arrancada de la tierra. La anciana solamente tenía
conciencia de que la joven seguía viva cuando veía alzarse, muy levemente,
la tela que cubría su escote o cuando, a la caída de la tarde, su aliento pintaba
de un vaho blanquecino el cristal de la ventana. Luego, al anochecer, entre
ella misma y Silvana, se las ingeniaban para llevar aquel peso muerto al
lecho, desvestirlo y tumbarlo entre las mantas. Y así cada día, la misma
melancólica rutina.
Mientras el cuerpo de Ana se encontraba en ese estado catatónico, su
cabeza seguía funcionando con dolorosa lucidez, facultad que, sin duda,
concede el demonio a las almas torturadas. Pensaba en Alberto y en la
posibilidad de una vida sin él, tratando de asumir algo que ya estaba
sentenciado, pero, más pronto que tarde, se dio cuenta de que no había
posibilidad de vida sin él.
Alberto se había erigido como su luz en la oscuridad, como su único hilo de
esperanza en la negrura. Ahora, sin ese faro imperturbable para guiarla en
medio de la noche eterna que era su vida, todo era oscuridad y caos. Y
desolación y desesperanza. Y Jenaro Monterrey.
Un día, de repente, a la hora pensativa del atardecer, un hipido sonoro brotó
de lo más hondo de aquel pecho yermo, el mismo sonido que produce un
ahogado cuando es extraído de las aguas y devuelto a la vida, una asfixia
abrupta que desgarró su pecho en dos y la obligó a jadear sin aire… y
aparecieron las lágrimas. Fue probablemente igual la sorpresa para la joven
que para el ama. Ana ni siquiera intentó contenerlas. Dejó que descendieran
por sus mejillas libremente, entre sollozos e hipidos, hasta estrellarse con el
elegante cuello de encajes de su vestido. Y aquel estallido sonoro, aquella
primera muestra de vida en muchos días, fue lo mejor que podía sucederle a
la niña, al menos así pensaba doña Angustias, pues el hecho de que Ana
reaccionara a su dolor de algún modo, era buena señal.
Finalmente, los ahogados sollozos fueron diluyéndose poco a poco, con el
correr de las horas, en gimoteos bajitos y monocordes, apenas audibles hasta
que el agotamiento acabó por cerrar aquellos ojos hinchados y enrojecidos, y
el letargo, fruto del cansancio y de un intenso dolor para el que no había ya
salida, acabó por amodorrar sus sentidos, pasando factura a tantos días de
sufrimiento silencioso.
Doña Angustias la llevó al lecho como pudo y veló su sueño. Acunada por
las amables palabras del ama, por sus dedos acariciándole el cabello y por la
perspectiva de un futuro sin ninguna luz, Ana de Altamira y Covas se dejó
engullir por el negro abismo del sueño, sintiendo la montaraz lengua del
sufrimiento envolverla por completo. Cuando ya tenía los ojos cerrados, pero
aún era consciente del limbo en el que se encontraba, deseó no despertar
jamás.

Por fortuna, en todo ese tiempo, su padre no la importunó obligándola a


abandonar su habitación y ni siquiera prestó atención cuando, tres veces al
día, veía bajar intacta la bandeja con el servicio. Si Ana hubiera tenido la
suficiente presencia de ánimo como para abandonar sus aposentos e ir a ver a
su progenitor, se hubiera dado cuenta de que el conde bastante tenía con
intentar mantener a raya sus propios fantasmas. El hombre vivía atemorizado
y es que, después de la última sarta de amenazas en el club y de haber
prometido saldar las deudas de sus acreedores el domingo siguiente al
anuncio de compromiso, se veía incapaz de mantener la palabra dada, y el
miedo atroz que alimentaba en sus entrañas hacía que la camisa no le llegara
al cuerpo.
Monterrey, por contra, no tuvo la delicadeza de espaciar sus visitas al Pazo.
Por lo visto, al haberse hecho público su compromiso con la condesita,
parecía sentirse en su derecho de reclamar con descaro e insistencia lo suyo.
Después de una primera visita frustrada en la que la vieja con cara de perro
le anunció que la muchacha se encontraba indispuesta a causa de una jaqueca,
¡otra vez!, el incansable prometido se retiró airado, decidido a no tolerar tanta
ridícula dolencia y tantos mimos pueriles una vez estuvieran casados. Pero
tras la primera negativa a ser recibido, vino otra y otra más; así hasta cuatro
negativas en un mismo día, día tras día, hasta que el anciano, más rabioso que
un perro atacado de pulgas, se dijo así mismo que aquello debía terminar. No
podía obligarla a recibirle, pero pensaba resarcirse de tanta tontería una vez el
anillo sobre el dedo de la muchacha le concediera la potestad para hacerlo.
Si la delicada flor quería un tiempo a solas para despedirse de sus muñecas,
de su vida pasada, del estúpido celo con el que era tratada y de los esmeros
con que todos la mimaban, siempre ocultándose bajo las faldas de su ama de
cría y esgrimiendo su inocencia como mejor defensa, él estaba obligado a
concedérselo. No le quedaba otra. Era eso o subir a su habitación, donde
permanecía ridículamente atrincherada, y obligarla a bajar. Lo que no era de
recibo.
Claudicaría, al menos por el momento. Una vez se hubiera convertido en su
esposa, él se encargaría de arrancar de sus entrañas tanta tontería para
convertirla en una mujer y exigirle que cumpliera con sus obligaciones al
respecto. Se resarciría, ¡oh, por Dios que sí!, de tanto desplante acumulado, y
le haría saber quién mandaba allí. ¡Maldita niña malcriada!
¡Y por su vida que, después, una estúpida jaqueca no iba a mantenerla a
salvo!

Alberto abandonó la casa de su padre la misma noche de la velada.


Regresó a caballo, tal y como había acudido al Pazo, y se deslizó en el
interior de la residencia Monterrey usando su propia llave y cuidándose de no
despertar a ningún sirviente. Teniendo en cuenta su apariencia y su estado
emocional, si alguien saliera a recibirle, seguramente pensaría que se trataba
de un energúmeno con los cables cruzados en lugar de un hombre de bien.
Aquel no era el sensato y juicioso Alberto Monterrey que todos conocían. Ni
su aspecto físico ni su proceder mental tenían nada que ver con el serio y
medido letrado. No, no era prudente despertar a los criados y convertirse en
pasto para murmuraciones. O, seguramente, en objeto de burla para todos.
Aparte de eso, no le apetecía encontrarse con ningún ser vivo. No quería ver
a nadie, no deseaba responder a preguntas. No deseaba tener que responder
con los puños, y esa era la única forma en la que le apetecía responder.
Cuanto menos se supiera en aquella maldita casa y en aquel pueblo, de sus
desgracias personales, mejor.
Resultaba imperativo abandonar la vivienda de su padre antes de que éste
regresara o, de lo contrario, temía no ser capaz de responder de sus actos.
Porque si hasta el momento le repugnaba la idea de que su padre se
desposara en segundas nupcias con una muchachita, ahora tal enlace le
enfurecía hasta el delirio y le desgarraba el alma. Ya no se trataba de una
pobre condesita condenada a una vida al lado de un ogro lujurioso como
Monterrey, sino que ahora se trataba de la mujer de su vida.
—¡Malditos sean mi suerte y me destino! —siseó entre dientes, en medio
de la tempestad que asolaba su alma.
Mientras recogía sus escasas pertenencias, bufando, soltando risotadas
sarcásticas y meneando la cabeza al recordar ciertas escenas de su relación
con Ana, trató de controlar su rabia y de sentirse tan solo un poco menos
estúpido. Una risotada feroz, gutural y demoníaca brotó de lo más hondo de
su garganta.
¡Cómo ha jugado con este pobre imbécil, señora, cómo habrá disfrutado
riéndose de él!
Y de no ser por el inevitable asomo de las lágrimas en la cuenca de los
ojos, bien podría parecer que la ira dominaba por encima de otros
sentimientos más profundos.

No habían transcurrido ni diez minutos cuando abandonó la casa sin causar


ningún destrozo, lo que podía considerarse todo un éxito, a la vista de cuanto
borboteaba en su interior y del ansia homicida que le devoraba. Los que sí
afloraron mientras caminaba con paso apretado por las calles del muelle
fueron dos sentimientos completamente encontrados, diferentes entre sí, pero
ambos totalmente devastadores. Muy seguramente, los únicos sentimientos a
los que se sentía capaz de dar cabida y reconocer en medio del tornado que
asolaba su alma.
Uno era la sensación de ridículo que le roía por dentro, una emoción que le
hacía sentirse vulnerable y absurdo por haberse comportado como un
soñador. ¿Quién se creía que era, poeta del tres al cuarto, para idealizar a una
muchacha a la que acababa de conocer hasta el punto de ensalzarla como una
deidad?
¡Y casi una niña, por más señas, una niña que se había burlado de él y de su
absurdo corazón con una habilidad encomiable! ¡Bobo, estúpido, ridículo!
El otro era la ira. Sí, se sentía muy enfadado con ella por haberle mentido.
¡Tan joven, y tan predispuesta a burlarse de los sentimientos entregados!
¡Qué destreza para llevarlo a cabo, qué temple, qué sangre fría y qué vileza
de corazón!
Al pensar en ello, la sensación de ridículo y de humillación apareció de
nuevo. Y la confluencia de esas dos emociones, cólera y vejación, en una
misma alma, fue devastadora.
También él había mentido. O quizás lo suyo no se tratara de una mentira
deliberada, sino más bien de una simple ocultación. Y de todas formas, su
falta de sinceridad no resultaba tan perniciosa como la de ella.
Al fin y al cabo, ¿qué podría haberle importado a la hija de un ama de cría
que él fuera hijo de Jenaro Monterrey?
Pero a la inversa… ¡oh, Dios! ¡A la inversa se trataba de la señorita
condesa, la misma joven que desde el primer día supo comprometida con su
padre! ¡La misma de la que en su día se burló, la que trató en vano de
comprender y la que finalmente compadeció por su indeseable destino!
Él no podía saberlo, ni tampoco la pobre condesa desolada en su Pazo, pero
ambos experimentaban en esos momentos dos sentimientos muy diferentes
orbitando alrededor de un mismo punto.
El corazón de la condesa solo era capaz de alimentar un profundo
sentimiento de culpa que la hacía sufrir de forma horrorosa. Sabía que su
insensatez había causado el dolor que ahora empañaba su alma. Y eso que se
lo había advertido el ama: que las mentiras tenían las patas muy cortas y no
llevaban a ninguna parte. Por ello, se torturaba a sí misma considerándose la
única culpable de sus desdichas.
En el corazón de Alberto solo había rabia, enojo y frustración. Se sentía
enfadado y se mantenía en la creencia de que Ana se había reído de él, de que
su romance simplemente se había tratado del pasatiempo de una niña rica que
buscaba entretenerse hasta la hora de su compromiso. ¡Y qué bien lo había
hecho, que había conseguido engañarle como a un niñato! No era capaz de
ver más allá.
En medio de la noche, detuvo un carruaje de punto y se subió a él dispuesto
a poner tierra de por medio. Nada le ataba ya a San Julián más que una rabia
inmensa, una profunda decepción y un corazón roto que debía sanar lejos de
allí.
Sentado en el carruaje, observando a través de la ventanilla la oronda esfera
plateada que se alzaba en todo su esplendor mostrando su ennegrecida
orografía por encima de las oscuras copas de los pinos, se obligó a odiar a
Ana.
Si quería olvidarla, y tenía que hacerlo a riesgo de volverse loco, debía
odiarla.
Decían los malditos entendidos que del amor al odio solo hay un paso y,
siendo así, debía encontrar el eslabón necesario para volcar sus sentimientos
en sentido contrario. Era la mejor opción para borrarlo todo de un plumazo y
seguir adelante con su vida. ¡Debía odiarla por haberle mentido, por haber
jugado con él de un modo tan frívolo y cobarde, por haberse silenciado
cuando debería haber abierto la boca…! ¡Toda ella había sido una falsa, una
embustera y una embaucadora!
Se llevó las manos a las sienes y apretó, al tiempo que emitía un gruñido de
frustración.
¿Con qué malicia premeditada la vida, o el demonio, habían dotado de
belleza y falso candor a aquella criatura? ¿Con qué intención? ¿Acaso su
hermosura era solo un cebo para atraer a incautos como él y luego reírse de
ellos en su cara? ¿Era solo una trampa perfecta e infalible para atrapar
ingenuos?
¡Pues qué perfecta trampa, señora mía!
Un gruñido animal brotó de lo más profundo de su alma, resonando en el
pequeño habitáculo como lo haría si fuese una bestia quien berreara de dolor
en su madriguera.
Porque recordar sus impecables facciones le llevó a pensar también en sus
labios de fresa, en sus ojos verdes y grandes como dos broches de jade sobre
un manto de armiño, en su barbilla afilada, en el cascabeleo de su risa, en sus
adorables clavículas asomando en un hermoso escote de alabastro…
¡Dios de los cielos…!
Se llevó la mano en forma de puño a la boca para contener un jadeo y
morder los nudillos con desesperación. Recordó todo eso… y lo amó. A pesar
de toda la rabia que ardía en su pecho, lo amó con toda la devoción de su
corazón.
Estaba perdido. Loco y perdido.
Llevaría cinco o seis kilómetros lejos de San Julián cuando golpeó con
brusquedad el techo del carruaje para obligar al chófer a detenerse.
En medio de la nada, sumido en la oscuridad tan solo bañada por el llanto
argentado de la luna, Alberto bajó del coche, cogió sus cosas y desanduvo lo
andado para volver a pie a aquel maldito pueblo del demonio en el que
permanecía anclado su corazón a un infinito abismo de tristeza.
¡Malditos su corazón y su locura! ¡Maldito él, por estar irremediablemente
perdido!

Dos semanas después, Ana tuvo la certeza absoluta de que su corazón se


había roto y ya sin posibilidad de enmienda.
Pasada la desolación inicial, aquel momento terrible en el que el cuerpo y
el alma de la chiquilla permanecieron al borde del abismo, dando muestras
hora sí y hora también de su incapacidad para soportar otra mísera cota de
dolor, la agonía mortal se transformó en aceptación y resignación. Una etapa
diferente en la que el tormento inicial permaneció disimulado por el fino velo
del conformismo, un velo irreal, puesto que, en el fondo, el dolor seguía
siendo tan terrible y lacerante como al principio. Ya no había lágrimas, cierto
era, ni gritos; todo ello había dado paso a un estado mental de completo
abandono, pero la herida que atravesaba la víscera romántica seguía abierta y
sangraba, secretamente, al menor descuido.
Visiblemente más delgada, con el rostro lívido como el de un muerto en su
mortaja, los labios faltos de color y dos surcos azulados bajo los ojos, la
condesa decidió que era el momento de abandonar su habitación, convertida
durante esas semanas en su perfecto mausoleo, y asomarse al mundo.
La naturaleza había seguido su curso en su ausencia y la primavera ya
rezumaba vida en cada ángulo del jardín, supurando colores y fragancias. La
lavanda alzaba sus espigas al sol, como si pretendiera arañar con ellas la
inalcanzable bóveda libre de nubes. Los pajarillos se esmeraban en hacer sus
nidos en los aleros y los carrizos creaban sus diminutos refugios en las
riberas, entre las piedras del muro o en los zarzales del lugar. Un océano de
hierba ondulante se extendía ante sus ojos, más allá de los límites del Pazo,
mostrándole la magnificencia, la vistosidad y la belleza del campo en todo su
esplendor. ¡Qué extraña se sintió al verse de nuevo imbuida en aquella
inesperada acuarela! Como si la vida, avanzando impasible, como si la
naturaleza, germinando impávida, se riera en su cara de las ridículas
tribulaciones de una simple alma mortal. ¡Como si al mundo y a la madre
Tierra le importaran en lo más mínimo los delirios y necedades de una
absurda chiquilla!
La claridad diurna, la fresca brisa del norte, cargada de salitres y aromas
boscosos, y la visión alegre de los cormoranes y las gaviotas recorriendo la
costa, fueron el ramalazo definitivo para despertarla de su letargo y obligarla
a reaccionar.
Si la de fúnebre crespón se decidía a ir a por ella, ¡y ojalá lo hiciera
pronto!, la encontraría paseándose entre los macizos en flor o en los
cañaverales, con el viento sacudiéndole el cabello y lamiéndole las heridas, y
no enjaulada en su celda de oro.

Pasaron los días y Ana no volvió a tener noticias de Alberto. ¡Ninguna! De


nada sirvió que le esperara hora tras hora en el sendero del bosque, o que
aguardara la corneta del mozo de correo como quien espera escuchar las
trompetas del coro celestial anunciando su salvación. Parecía que se lo
hubiera tragado la tierra y, de algún modo, supo que, efectivamente, para ella
había desaparecido.
Siempre tuvo claro que era un viajero de paso. Sabía que su estancia en san
Julián tenía los días contados, y ahora que la vida le había abierto los ojos a la
realidad, nada había en aquel lugar capaz de tentarlo o retenerlo. Ni siquiera
ella. Mucho menos ella.
Alberto la había visto entre su padre y Monterrey. Seguramente habría
contemplado su mano reposando, a la fuerza, en el brazo de él, y muy
posiblemente hubiera escuchado los festejos del conde en honor al
compromiso de su única hija.
¡Cuánto horror debió de sentir al presenciar semejante escena después de
haber abierto su corazón!
¿Seguiría ahora compadeciendo a la condesa de Rebolada como hacía
antes? No, muy posiblemente la repudiara y ningún sentimiento amable
tuviera cabida ya en su pecho.
En lo alto del mirador, en su monte de siempre, allí donde le conoció y
donde se enamoró, inhaló en profundidad, cerrando los ojos y abriendo los
brazos en cruz, permitiendo que el viento agitara sus faldas, abofeteara su
rostro con ansia y sacudiera su alma. Y no lloró. Sufrió en silencio su pena,
pero no lloró.
16
Doña Angustias apareció en aquel rinconcito del jardín donde Ana
permanecía sentada, tranquila, escuchando el trinar de los pajarillos y
permitiendo que los suaves rayos de la primavera besaran su rostro. Llegó
con andares tan presurosos que resultaba gracioso verla corretear renqueante
como un ganso, sujetándose las faldas hasta el punto de permitir la visión de
sus botinas y de parte de sus pantorrillas. Las faldas, arremolinadas en torno a
sus canillas, le conferían un aspecto más grueso y rechoncho del que ya le
correspondía por sus dimensiones, y los volantes de su cofia no dejaban de
aletear sobre su cabeza como un pajarillo al que sometieran a una carrera
indeseada.
Ana no se rio: respetaba demasiado a su nana como para exteriorizar de
forma tan poco amable sus impresiones. Además, su alma había olvidado el
ejercicio de la risa. No sabría cómo llevarlo a cabo sin sentir que estaba
traicionando lo que en verdad bullía en su interior: la culpabilidad, la pena y
la resignación ante el abandono.
—¡Niña, niña! —jadeó, deteniéndose a su lado, resollando como un lechón
y llevándose la mano al hígado para aliviar un punto doloroso—. ¡Niña, no
sabes lo que acabo de descubrir!
Ana se incorporó despacio para situarse a su altura y rodear sus hombros
con el brazo, atrayéndola hacia sí.
—Respira, nana, y después cuéntame lo que sea que te ha dejado tan
alterada.
Así lo hizo la buena mujer. Exhaló más que inhaló y trató de acompasar la
respiración con los agitados latidos de su corazón. Su rostro, completamente
color cereza, aparecía perlado por una finísima capa de sudor.
—José, el mozo… —Se silenció con una fuerte inspiración para llenar sus
pulmones, que se habían quedado sin aire.
—Nuestro José —ayudó Ana. Doña Angustias asintió e inspiró de nuevo
para continuar en un tono más comedido.
—Acaba de llegar del pueblo. No me preguntes cómo, pero ha descubierto
algo que te va a dejar, seguro, más trastocada todavía que a mí.
Ana enarcó una ceja. ¿Por qué la gente se empeñaba en retrasar ciertas
informaciones con acertijos y pausas innecesarias? En el caso de doña
Angustias era inevitable, razonó: el ama corría el riesgo de ahogarse si daba
rienda suelta a su lengua después de haber venido corriendo desde el Pazo
hasta el jardín.
—Ha descubierto quién es Alberto. Tu Alberto.
Puede que no estuviera preparada para escuchar su nombre en voz alta
después de tanto tiempo, o quizás fuera el hecho de que el ama precediera
aquel nombre de un posesivo, cuando, si algo sabía con certeza, era que lo
había perdido para siempre. Tal vez sucediera que se había empeñado en
empezar a olvidarlo y su sola mención le traía de nuevo de vuelta a su vida.
Si es que acaso, de verdad, se había retirado de ella alguna vez.
Después de la punzada que sintió en el pecho, no supo cómo reaccionar,
qué debía pensar ni qué tenía que decir; solo tuvo claro que, a esas alturas,
aquel dato daba bastante igual. Y así se lo hizo saber al ama.
—No lo entiendes, mi niña —insistió la mujer—. Alberto, Alberto M., no
es otro que Alberto Monterrey.
Si le hubieran abierto el pecho de un tajo y le hubieran extraído el corazón
clavado en la punta de un cuchillo, no le habría dolido más. Aunque lo que
sintió en realidad no era verdadero dolor; después de tantos días sufriendo de
verdad, se sentía lo suficientemente capacitada para dar buena fe de ello. No
era dolor. Era incomprensión, sorpresa, incredulidad, pasmo… cualquier
sinónimo sería apropiado.
—¿Lo entiendes? ¿Sabes lo que eso significa? ¡Es el hijo de Monterrey! —
completó la anciana.
Ana frunció el ceño y enlazó las manos frente al talle, retorciéndolas
frenéticamente hasta que los nudillos se tornaron blancos, y los dedos, rojos.
Todo empezaba a cuadrar: su curiosidad por la condesa, los datos que le
había dado sobre sí mismo, la porfía de su padre por casarse con una
jovencita que no consideraba apropiada para él…
Un profundo horror la traspasó. ¿Acaso estaba siendo verdaderamente
consciente de la realidad? ¡¡Iba a convertirse en la madrastra de Alberto!!
¡¡La madrastra del único hombre que había amado y que amaría durante lo
que le restaba de vida!!
De no ser porque doña Angustias actuó con celeridad, se hubiera
desplomado en el sitio, puesto que las rodillas le fallaron en ese mismo
instante y la cabeza amagó un vahído.
—¿Cómo…? —Pero no pudo completar la pregunta. Doña Angustias la
acompañó bajo la sombra de una higuera y ambas se sentaron en su base
nudosa. Una vez al fresco, Ana cerró los ojos durante unos segundos e inhaló
la cantidad de oxígeno suficiente para recuperarse.
—No está en casa de su padre. Por lo visto se marchó de allí aquella misma
noche.
Ana asimiló la información sin apenas parpadear. No le extrañó; siempre le
había dicho que la relación con su padre era casi nula. Al menos en eso no le
había mentido. Al punto, se sintió una completa hipócrita. ¿Cómo podía
reprocharle una mentira cuando ella había hecho otro tanto?
—Se habrá ido de San Julián —dijo apenas en un susurro—. A estas alturas
estará ya en la Villa y Corte, muy lejos de nosotros.
Doña Angustias negó con énfasis.
—José piensa que no. Cree que sigue en el pueblo.
Ana parpadeó un par de veces, presa de un molesto tic nervioso.
—¿En el pueblo? —balbuceó—. ¿Cómo es eso posible? —Meneó la
cabeza tratando de ordenar sus atropellados pensamientos—. Quiero decir…
¿qué sentido tiene?
—No sé qué sentido puede tener que permanezca aún en San Julián
después de haberse descubierto este tinglado —inclinó la cabeza para
expresarse con mayor complicidad—, aunque quizás, en el fondo, ambas
sepamos perfectamente lo que significa, ¿verdad? Varios carboneros amigos
de José le han asegurado que un señorito ha alquilado una habitación en un
hostal de los arrabales en la fecha que nos ocupa. No saben su nombre, pero
es muy posible que se trate de nuestro Alberto.
Los dedos de Ana, delgados y pálidos, se cerraron con fuerza alrededor del
brazo del ama.
—¡Oh, nana! ¡Oh, nana! ¿Sigue aquí? ¿Tan lejos y a la vez tan cerca?
El ama cabeceó.
—Te dije que quizás no estuviera todo perdido.
Ana no quiso ni siquiera pensar en ello. No podía permitirse soñar despierta
y reabrir la herida que llevaba días luchando por curar, no podía exponer de
nuevo su corazón, apostarlo todo y perderlo todo.
Ahogó un jadeo. Quizás estaba en sus genes el ser una pésima jugadora, a
la vista de los infortunios de su padre, pero no quiso creerlo.
Por el contrario, solo podía pensar en una cosa: buscar papel, pluma, tintero
y grandes dosis de arrojo y elocuencia para redactar una carta. Una carta en la
que hablaría de todo y que entregaría a José, al que de ahora en adelante
tendría como mensajero de su corazón. Sabía que era un hombre de fiar, a
juzgar por lo bien que había guardado el secreto de Pequitas y, dadas sus
circunstancias, resultaba imperativo rodearse de aliados.
Una carta, el salvoconducto de su alma.

Sentada frente al elegante buró de su alcoba, Ana empezó a redactar una


extensa carta con pulso febril.
Tanto apretaba la plumilla entre los dedos que parecía que en cualquier
momento fuera a quebrarse bajo su firme empeño. El dedo que la sostenía y
que la guiaba con violenta rapidez sobre el papel permanecía blanco desde la
uña hasta la primera falange. La lengua asomaba sonrosada entre los labios, y
una profunda arruga presidía su entrecejo en un gesto de profunda
concentración.
La pluma rasgaba la vitela sin detenerse más que para ser humedecida de
vez en cuando en el tintero de hueso.
Ana recorría cien veces cada frase recién escrita con ojos ávidos, moviendo
los labios en silencio para comprobar cómo sonaba lo escrito una vez salía de
su cabeza y se materializaba en presurosa caligrafía sobre la cuartilla. A
veces se detenía en seco y clavaba la mirada en el infinito mientras se mordía
con gesto distraído el labio inferior para, acto seguido, continuar
garabateando de un modo tan metódico como convulso.
Finalmente, alzó el papel en alto, lo releyó mentalmente un par de veces, lo
espolvoreó con secante, redujo sus dimensiones a tres dobleces
concienzudamente plegadas, lo introdujo en un sobre y lo selló con el lacre
del Pazo de Rebolada.
Ya estaba hecho, pensó.
En presencia de doña Angustias, buscó a José y le pidió, ¡le rogó!, que
hiciera lo imposible para que la carta llegara cuanto antes a manos de aquel
que, suponían, era Alberto. El mozo recogió el encargo y lo guardó en el
bolsillo interior de su chaleco con tal celo que, más que una simple misiva,
parecía el mapa del tesoro de los Nibelungos. Jamás ninguno de sus antiguos
patrones le había suplicado que hiciera algo privado por ellos: siempre se
había limitado a acatar sus órdenes en el acto, a riesgo de llevarse un
pescozón o acabar de patitas en la calle. Y el conde nunca había sido menos.
Por eso, el hecho de que la dulce y bondadosa condesita le hablara ahora
como a un igual, asegurándole que confiaba tanto en su pericia como en su
discreción, era algo que le hinchaba el pecho y le instaba a complacerla raudo
y dispuesto como el rayo. Y de ese modo partió.
—Oh, nana, ¿y si no se trata de Alberto? —preguntó, sin desviar la mirada
de la ventana, vigilando cómo el mozo se alejaba del Pazo montado en un
pollino blanco y peludo.
—Si no es él, José no le entregará la carta. No te apures, es un buen chico.
—Quizás no debí apresurarme tanto, cabe la posibilidad…
—¿Qué probabilidades hay —interrumpió el ama— de que un forastero
bien vestido, apuesto y de oscuro cabello rizado se hospede en ese hostal, no
siendo nuestro Alberto?
Ana suspiró, dejándose convencer por las amables palabras del ama. Tenía
que ser Alberto. Quería que fuera Alberto. Ahora solo le quedaba esperar.
En aquella carta había vertido sus sentimientos. Se había sincerado y, sobre
todo, se había disculpado. Explicó que no había existido maldad en sus actos
y, mucho menos, intención de hacer daño en su corazón. Que solo deseó ser
libre por un momento y ese anhelo la superó, dominándola por completo y
adueñándose de todos y cada uno de los instantes que pasaron juntos. Y esa
sensación de libertad, tan agradable como ficticia, se le fue de las manos.
Aparte de ese punto, no había existido otro obstáculo entre los dos. La Ana
que él había conocido era la Ana que moraba en su interior, la de verdad, la
única. De hecho, pocas personas, aparte del ama, habían llegado a conocerla
tan bien como él. Asimismo, había sido dueña de todas y cada una de sus
palabras: tampoco sus sentimientos habían sido fingidos. Así se lo hizo saber
en cada línea de aquella misiva de dos cuartillas.
Sus letras no suplicaban amor, sino perdón. No se sentía digna de recuperar
los afectos de Alberto, tan solo albergaba la esperanza de ser perdonada. Así,
él podría partir en calma, y ella podría morir en paz.
La espera se le hizo eterna y cada hora que pasaba encaramada a aquella
ventana resonaba en su cabeza como el segundero de un reloj: hueca,
rotunda, lacerante… e infinita.
Por fortuna, los hados estuvieron de su parte y el martirio solo se prolongó
hasta el crepúsculo, cuando la silueta oscura de José se recortó en la lejanía,
renqueante y tranquila sobre su pollino blanco.
Su corazón, en respuesta a tal visión, dio un brinco en el pecho. Cuando le
vio traspasar la cancilla del Pazo fue en su busca, perfectamente escoltada por
su inseparable y muy querida ama, y casi se le escapa el alma en un suspiro
cuando, bajo el arco porticado de la entrada, José deslizó en su mano un
recorte cuadrado de papel.
¡Entonces el forastero era Alberto! ¡No se había ido de San Julián! ¡Quizás
doña Angustias tuviera razón y no todo estuviera perdido aún! ¡Quizás su
alma aún pudiera alcanzar la paz!
Cuando inclinó la mirada hacia la cuenca de su mano, la ilusión inicial
tornó en pronta decepción y la sonrisa que ya curvaba sus labios quedó
funestamente truncada, confiriéndole a su semblante una expresión tan
pasmada como incrédula.
José le traía de vuelta la misma carta que le había sido entregada horas
antes. El sobre había sido abierto, a juzgar por las repetidas dobleces del
papel, la carta había sido leída, pero del mismo modo que había llegado al
receptor, huía de sus manos.
—¿No hay respuesta, José? —preguntó extrañada, sintiendo el rojo de la
vergüenza y la decepción colorear sus mejillas.
—Sin respuesta, señorita —anunció compungido, y en verdad parecía
entristecerle el hecho de entregar a su señorita noticias tan poco alentadoras.
Ana no podía creerlo. Sin respuesta, sin reproches, sin acusaciones. Solo
silencio.
Miró al ama y las lágrimas asomaron bien dispuestas a sus ojos. Pero no iba
a dejarlas escapar. No esta vez. No así, sin palabras, sin una reacción a sus
lamentos.
Después de todo lo que habían compartido, después de haberle abierto a
ella su corazón, ¿iba a escudarse ahora en el silencio como única respuesta?
¿Iba a ocultarse como un cobarde cuando ella había hecho acto de expiación
ante él?
Apretó los labios, inhaló en profundidad y se encaminó a su alcoba con la
barbilla en alto y paso apretado, sosteniendo entre sus manos la carta
rechazada.
Una vez en su habitación, acompañada por la única alma a la que siempre
estaba dispuesta a admitir a su lado, se sentó frente al buró para redactar una
segunda misiva, más breve y directa, que José llevó al pueblo pocos minutos
después.
Al igual que la primera, la segunda carta vino de vuelta aquella misma
noche. Y a esa segunda le siguieron una tercera y una cuarta a lo largo de la
mañana y tarde del día siguiente, todas con idéntica respuesta. Ninguna
ofrecía otra resolución más allá del silencio.
Al menos habían sido abiertas y leídas, Alberto no las había rechazado de
pleno, repudiando tanto el mensaje como a la emisora. Y eso era algo bueno,
quiso pensar. Porque de ese modo, por muy ofendido que se encontrase, a
esas alturas ya conocería sus motivos y habría recibido sus disculpas.
Pero también era algo que le preocupaba hasta el delirio, puesto que se
imaginaba a Alberto leyendo aquellas líneas y devolviéndolas después al
sobre que las contenía sin ofrecer mayor expresión que su ceño fruncido y sus
labios apretados. Recordó sus ojos del color de la brea, tan profundos como
intensos, y un sacudimiento de mal agüero la recorrió de los pies a la cabeza.

Después de haber leído sus cartas, Alberto tuvo claras dos cosas. Primera:
aquella joven, fuera condesa o no, fuera Ana de Altamira o Ana Guzmán, no
había sido una muchacha feliz. En eso no le había mentido. Su existencia
había estado presidida por un celo excesivo y por la obligación, inculcada
desde niña, de agradar y complacer a los demás. En especial, a un padre
déspota y desapegado. La presencia cariñosa de doña Angustias había
ejercido como necesario tablón de salvación, evitando que acabara convertida
en una hidalga fría, implacable y despiadada, pero no había sido suficiente
para llenar de calor y seguridad en sí misma a un alma que avanzaba por la
vida a trompicones, con miedo de tropezar y, por ende, tropezando a cada
paso.
No pretendía justificar sus actos ni disculparla, aunque en el fondo fuera
precisamente eso lo que estaba haciendo, pero con cada línea perfectamente
redactada que leía, con cada carta que rechazaba, con cada fragancia a rosas y
jazmines que emanaba del sobre abierto, se daba cuenta de que su enfado
inicial, su indignación y sus ganas de darle una buena azotaina por haberle
convertido en blanco de sus travesuras, iban desapareciendo para dar paso a
la comprensión y la compasión. Y que el cálido sentimiento que se había
instalado en su corazón desde hacía tiempo y había cobrado mayor fuerza con
aquel primer beso, volvía a surgir y a caldear sus entrañas de forma
impetuosa.
Lo segundo que supo al leer sus cartas fue que, a esas alturas, estaba
perdida e irremediablemente loco por ella. Lo sabía desde hacía tiempo y le
había quedado constancia aquella noche en la que, en su intempestiva fuga de
San Julián y de la propia Ana, había detenido el carruaje en plena noche y en
mitad del monte para volver sobre sus pasos. Y no le importó caminar
durante un buen trecho por un camino de cabras, sin más luz que la
proporcionada por la esfera de plata del cielo, con el equipaje al hombro y las
emociones a flor de piel.
Suspiró. La quería. Y lo sabía. Cuánto tiempo podría permanecer perfecta y
necesariamente indignado antes de condescender, era algo que desconocía.
Pero sí tenía clara una cosa, y es que estaba deseando perdonarla. En realidad
hacía días, antes incluso de la primera carta, que no necesitaba demasiadas
presiones para acceder a los requerimientos de Ana puesto que, ahora más
que nunca, estaba deseando verla de nuevo.
Y esta vez no iba a dejarla escapar, aunque tuviera que batirse con un
conde despiadado e incluso con un anciano corruptor de jovencitas.
Se llevó dos dedos al puente de la nariz y, al tiempo que apretaba fuerte
cerrando los ojos, suspiró de nuevo.
No podía permitir que Ana se casara con Jenaro Monterrey. No porque él
fuera su padre, sino porque ella era la mujer de su vida.
17
Había pasado un día desde la última carta sin respuesta y Ana no se había
decidido a escribir más. No sabía qué hacer ni cómo proceder, pero estaba
claro que tenía que pensar a conciencia el siguiente paso para conseguir tocar
alguna fibra sensible de Alberto. Era eso o resignarse a su mutismo y a la
consiguiente sensación de impotencia más absoluta.
Necesitaba encontrar algo capaz de provocarle alguna reacción y estaba
dispuesta a devanarse los sesos para llegar a ello. Si tenía que dejar de lado
los formalismos y la mesura, incluso el buen tino, para conseguir algún tipo
de reacción en él, estaba más que dispuesta. Cualquier cosa con tal de hacerle
salir de su escondite. Aunque ella misma tuviera que ir a buscarle.
Sobre eso meditaba, sentada en la sala de lectura, haciendo como que leía
cuando en realidad ni siquiera la excelente prosa de un joven Bécquer
haciendo llegar a su cabecita las más misteriosas leyendas, parecía capaz de
tentarla en ese momento. Cuando el reloj que descansaba sobre la repisa de la
chimenea anunció la hora con tres campanazos unos suaves golpes en la
puerta la pusieron en guardia.
Uno de los lacayos de la casa apareció bajo el umbral. Su semblante, por
extraño que pareciera en aquellos personajes obligados a la inexpresividad,
mostraba un visaje de disgusto. O quizá la boca torcida de aquel hombre
obedecía a algún extraño tic.
—Don Jenaro Monterrey, señorita —anunció sin mayor ceremonia, como
quien anuncia la llegada de una borrasca o de una fiebre infecciosa.
Ana comprendió: no se trataba de un tic del lacayo, por supuesto, sino de la
presencia de alguien capaz de disgustar incluso a quienes no tenían la
necesidad de interactuar con él.
El sirviente se hizo de inmediato a un lado para dejar paso a la figura del
anciano, que asomó arrollador en su corpulencia, ocupando todo el vano de la
puerta.
Ana se enderezó en su asiento y bajó los pies del escabel en un gesto que
pretendió constatar su incomodidad y que, a la vez, resultaba defensivo: en
esa nueva postura podía levantarse y huir si era necesario. Y estaba
convencida de que, tratándose de Jenaro Monterrey, en algún momento lo
sería.
Al mirar a su… prometido —¡menudo escalofrío la sacudió al pensar así!
—, le vino a la mente esta vez la imagen de otro animal distinto al conejo,
criatura que, desde el primer momento, le había representado en su cabeza.
Vestido con un traje de tweed completamente negro, una pechera amplia y
absolutamente blanca, teniendo en cuenta sus dimensiones y su escasa
estatura, sus brazos pegados al cuerpo y sus andares renqueantes, el señor
Monterrey le recordó esta vez a un pingüino, y no precisamente por su
elegancia innata.
El anciano cabeceó a modo de saludo y Ana, que ni siquiera se levantó,
ladeó la cabeza amagando un gesto de cortesía. «Amagando» era el término
correcto pues, a pesar de la forzada cordialidad del gesto y de los labios
estirados en cortante sonrisa, su rictus era tan tenso como el del cordero ante
la visión del matarife.
—Buenas tardes, señorita de Altamira, ¿me permite acompañarla unos
minutos? —El anciano permanecía encorvado, cargando los hombros hacia
delante, ladeando la cabeza en su dirección y sonriendo con su habitual
expresión desagradable.
—Estoy sola —respondió cortante.
—No creo que nadie nos censure por entrevistarnos a solas durante unos
minutos, al fin y al cabo la puerta está abierta y usted y yo ya estamos
prometidos de forma oficial.
Ana suspiró, levantó el libro y fingió retomar la lectura. No era un
comportamiento muy apropiado ignorar con tanto descaro a un invitado, pero
tampoco eran apropiados el invitado en cuestión ni las razones que le traían a
aquel lugar, máxime cuando, de entrada, las blandía a modo de estandarte.
—Haga lo que desee —espetó, lacónica—. Lo hará de todos modos.
El empresario esbozó una sonrisa maliciosa y procedió a sentarse en una
butaca cercana, demasiado cercana tal vez. Estaba claro que aquel hombre no
tenía el menor sentido del recato ni la decencia, a juzgar por la cercanía que
imponía a la joven o por su manera de contemplar sus rodillas hundidas entre
los pliegues de tela del vestido, como si aquella molesta invasión supusiera
un avance en sus propósitos.
Ana se envaró, y no solo a causa del disgusto que sentía, sino por la repulsa
que aquel hombre, con su sempiterno rezumar a pescado y sudor, a lascivia y
desvergüenza, le provocaba. ¿Qué se había creído? ¿Cómo se atrevía a
comportarse con tan poco tiento en la casa de su padre? ¿Cómo podía existir
algún parentesco entre el dulce y querido Alberto y aquel hombre de las
cavernas?
Para no tener que soportar su cercanía un solo segundo más —¡santo Dios,
si hasta sentía su aliento acre abofeteándole el rostro!—, se levantó para
dirigirse a la estantería y devolver el tomo a su lugar, demorándose un poco
de más en la apreciación de las hermosas letras torneadas que adornaban el
lomo.
Una vez finalizada esta tarea, se cuidó de no regresar al asiento. Se dirigió
a la ventana, apartó ligeramente el visillo y fingió entretenerse en la
contemplación de los jardines. Estaba empezando a considerar seriamente la
posibilidad de retirarse sin previo aviso cuando la voz de aquel hombre rasgó
el silencio.
—Veo que continúa usted tan esquiva como de costumbre —sentenció,
enderezándose en su asiento—. Me pregunto cuánto más durará este
comportamiento.
Ana ni siquiera se volvió para contestarle.
—Todo el tiempo que usted insista en importunarme con sus atenciones.
El anciano ahogó una risotada. Ayudándose del repentino empuje que
conceden la desvergüenza y la falta de tacto, se levantó de su asiento con el
ímpetu de un tentetieso.
—¿Importunarla? ¿Desde cuándo las atenciones de un hombre hacia su
prometida se consideran inoportunas?
—¡Pues lo son, se lo aseguro! Y en este caso, tan innecesarias como
indeseadas.
—No es eso lo que me aseguró el conde.
Ana se estremeció cuando sintió la presencia de él a su espalda, su aliento
erizándole el vello de la nuca y sus dedos acariciando su brazo en lento
movimiento ascendente. Con un quite violento se sacudió la caricia,
volviéndose al instante para mirar al anciano con dureza y tratar de detener
sus avances.
—¡Pues le han informado mal, señor! —siseó entre dientes, fulminándolo
con la mirada—. ¡Jamás he manifestado ningún deseo de que me convirtiera
usted en el centro de sus atenciones! Y ahora que lo soy, le aseguro que me
siento terriblemente mortificada por ellas.
Monterrey chasqueó la lengua y se humedeció los labios para mirarla a
través de unos párpados entornados. Lo que estaba pensando en esos
momentos solo él y el demonio lo sabrían.
—Es la inexperiencia la que habla por su boca, me temo, por tanto la
disculpo, querida. —Ana resopló, sintiéndose impotente—. Pero ha de saber
que, en el futuro, no siempre seré tan condescendiente. La paciencia no es
una de mis virtudes, señorita de Altamira.
¿Acaso dispone de alguna virtud?
Ana pateó el suelo con su botina y gimió.
—¿Es que no lo entiende, señor? ¿No escucha mis palabras? ¿O acaso no
soy lo suficientemente clara?
El anciano suspiró en profundidad evidenciando que, efectivamente,
empezaba a perder la paciencia.
—¿Es la diferencia de edad la que le causa reparo? —Y de nuevo trasladó
aquellos dedos cortos y regordetes al brazo de Ana para mortificarlo con
torpes caricias—. Porque le aseguro que, a la hora de consumar nuestro
matrimonio, no tendrá la menor queja de mí…
Ana se apartó de él, tan espantada como si se le hubiera aparecido ante los
ojos un espectro desgreñado del averno. Manos en garras, brazos separados
ligeramente del cuerpo, piel de gallina y ojos desorbitados, su imagen era la
viva estampa de la repulsa y el pavor.
—¡Absténgase de la licencia de tocarme de nuevo o de hablarme en esos
términos, señor, o de lo contrario…! —amenazó, enarbolando en alto el dedo
acusador.
—No podrá eludir la realidad eternamente, muchacha. Ni esconderse o
ampararse detrás de excusas y estúpidos dolores de cabeza —interrumpió
sonriendo, todo dientes y malicia—. Nuestro compromiso es solo el primer
eslabón para llegar a usted. Y lo he salvado sin dificultad.
Vio que, de nuevo, él amagaba otro avance con su mano suspendida en el
aire, por lo que retrocedió un paso para ponerse a salvo.
—Haré lo imposible para que nunca llegue a salvar los tramos restantes, se
lo aseguro.
La sonrisa color crema se ensanchó.
—El anuncio ha sido hecho oficial y su padre ha dado palabra.
—¡Pero yo no consiento ni consentiré jamás!
Él meneó la cabeza sin dejar de sonreír. Se sentía como el gato que acorrala
a un ratoncito contra una esquina y sabe que el insignificante roedor no tiene
la menor oportunidad de escapar.
—Me temo que eso es lo de menos, preciosa. Es usted menor de edad, ¡y
una insignificante mujer! Que consienta o deje de consentir no tiene la menor
importancia.
Las verdes pupilas centelleaban y pronto resplandecieron a causa de la
acumulación de lágrimas no derramadas. Las manos se aflojaron, laxas y
desoladas. El corazón dio un vuelco.
—Me pregunto por qué insiste en casarse con alguien que sabe que no
podrá sentir por usted más que repulsa e indiferencia.
—¿Es eso lo que siente?
Ana lo miró muy seria, preguntándose si su opinión iba a ser tenida en
cuenta por vez primera por aquel hombre. ¿Pudiera ser que el sincerarse
acerca de sus sentimientos fuera suficiente para disuadirlo de continuar con
aquella infamia? No lo sabía, pero tenía que intentarlo. Por tanto, por toda
respuesta, cabeceó con energía.
Jenaro Monterrey alzó la barbilla, dejando al descubierto la bamboleante
grasa de su papada, entornó los ojos y continuó sonriendo.
—Pues es una verdadera lástima que sea usted tan terca, señorita condesa.
Aunque le aseguro que tanta terquedad dará pronto paso a otras sensaciones
bien diferentes.
—Jamás podré sentir por usted nada diferente a lo que siento ahora.
Monterrey exhaló una profunda bocanada de aire y sonrió, claudicando por
el momento. No tenía sentido discutir con aquella mocosa que llevaba
claramente las de perder. Por más que se rebelara, su destino estaba escrito…
a su lado. ¡Dejaría que la joven albergara alguna estúpida posibilidad de
liberarse de las ataduras, que se considerara autónoma, porque al fin y al
cabo, tales ideas de libertad no eran más que una ridícula utopía!
—No olvide lo que le conté acerca de aquella yegua indomable. Lo
recuerda, ¿verdad?
Ana le miró con repulsa, torciendo los labios en una mueca de desagrado y
náusea.
—Será para mí un gran placer domarla y bajarle esos humos de potrilla
exaltada, condesita. Torres más altas y gallardas han caído, sépalo usted …
—Habla como si yo fuera… un objeto o un animal de su propiedad.
—Un bello animal, en cualquier caso. Pero sí, asúmalo mi querida señorita
condesa, muy pronto será usted de mi propiedad. —E inclinando la cabeza a
modo de saludo, sin aflojar su insultante sonrisa de los labios, se dio la vuelta
y abandonó la sala, agasajando a la dama con la visión de su silueta oscura y
renqueante haciendo mutis bajo el umbral.
Después fue en busca de un lacayo que lo condujera a otra estancia para
martirizar un rato al señor conde. Porque sabía que lo hacía, sabía que su sola
presencia y el olor del dinero que rezumaba de sus bolsillos, y que la nariz
ambiciosa de aquel noble que debiera haber nacido sabueso captaba a la
perfección, hacían que el conde se sintiera mortificado cada segundo que
pasaba en su compañía. Y aquella tortura, aquella consciencia de dominación
y poder, suponía para el empresario un delicioso pasatiempo.
Si en un principio el astuto hidalgo había pretendido manejarlo como a una
marioneta, forzándolo a liquidar su deuda a cambio de la perita en dulce que
le era ofrecida, ahora las tornas habían cambiado y él se había convertido en
el único amo del juego, el que verdaderamente sostenía la sartén por el
mango. Y el conde viudo, cada vez más arruinado y desquiciado, era un títere
inesperado en sus manos.

Pero aquella tarde, la tortura anhelada por Monterrey no tuvo lugar, puesto
que no encontró al conde de Rebolada en el Pazo por más que insistió en
comparecer ante él. Don Alejandro Covas había abandonado a media tarde la
casa solariega en su mejor carruaje, una forma como otra cualquiera de
sentirse arropado y poderoso cuando uno se ve en la obligación de hacer
incursiones en terreno enemigo, y con el buche y la sesera perfectamente
atemperados de buenas cantidades de alcohol, también una forma socorrida
de insuflarse falsos arrojos cuando uno carece de ellos.
Después de haber sido acribillado a amenazas en las últimas semanas por
parte de aquellos a los que había prometido pagar y con los que no pudo
cumplir debido a la negativa del viejo pescadero a soltar un mísero real más;
después de que, en varias ocasiones, lo despertara en mitad de la noche el
sonido de piedras estrellándose contra su ventana y quebrando cristales, y
encontrara después en el suelo de la habitación cosas tan siniestras como
pequeñas alimañas muertas o bostas secas, había decidido que debía tomar
cartas en el asunto y calmar los ánimos de aquel nuevo y desmandado grupo
de acreedores antes de que las cosas fueran a peor.
Iban a por él, estaba claro, y a juzgar por el contenido de las notas
amenazantes y por los actos con los que acompañaban sus cartas, los
caballeros estaban profundamente enfadados.
Y el conde sabía que podían ser tan fríos y desalmados como para darle
garrote y después limpiarse las manos e ir al teatro con sus señoras como si
tal cosa.
Pero ¿qué puede hacer un pobre diablo, por más conde que sea, cuando no
tiene dinero y sin embargo debe tanto? Pues lo único que se le ocurría hacer
al pobre diablo, lo único que siempre se le había ocurrido, jugar. Jugar en un
intento desesperado por recuperar el saldo de sus precarias arcas. Jugar como
único remedio posible a su decadencia y, a la vez, como conclusión
inevitable de su enfermedad. Jugar, aunque su capacidad para salir airoso de
cualquier juego emprendido fuera tan nula que, en vez de ayudarle a salir a
flote, le arrastraba cada vez más hacia el fondo, como un atajo de algas que se
enredan entre las piernas del náufrago y tiran de él hacia el abismo infinito
del fondo del mar.
Y de ese modo regresaba el conde a casa pasado el meridiano de la noche:
como el náufrago arrastrado por la marea que, tras horas de penosa zozobra,
tan solo ansía tocar la costa para librarse de tanto mareo y poder al fin
descansar. Y respirar. O morir en paz.
Había acudido a un casino de tierras del Principado como último recurso a
sus quiebros. A un lugar lejos de su tierra gallega, donde nunca había ido a
jugar y donde todavía podía ser bien recibido. Al fin y al cabo, era un noble
de Galicia: los asturianos deberían recibirlo entre reverencias y algarabías.
Pero nada de eso encontró: ni vítores ni halagos. Entre prostitutas, bebidas
y juego, malas palabras y aún peores miradas, había salido del local
absolutamente desplumado y con la dignidad por los suelos, puesto que uno
de los matones de la puerta le había invitado a abandonar el club sin ninguna
ceremonia una vez perdida la última baza.
Se había quedado sin un solo real en su saca, había empeñado los gemelos
de plata, el reloj de bolsillo e incluso su gabán nuevo de terciopelo peinado.
Saqueado completamente.
Y ni la mención de su título nobiliario, sus protestas o la visión de aquel
bigote quijotesco perfectamente engolado ofrecieron garantía suficiente para
que aquellos nuevos necios le perdonaran la deuda. Mucho había tenido que
insistir para que le dejaran regresar con los zapatos de hebilla plateada en los
pies, pues a uno de los jugadores contra los que incurría la deuda se le habían
antojado por capricho. Sin embargo, su pipa y su cravat de seda parecieron
contentar al astur esa noche.

Yacía desmadejado en el asiento del carruaje, con la camisa abierta y


desmañada por fuera de la cinturilla del pantalón, el chaleco desabrochado y
sucio de manchurrones oscuros, el pelo revuelto y el bigote torcido,
roncando, pedorreando y eructando su ebriedad. Estaba tan consumido por el
sueño, los vapores del alcohol y la frustración que apenas fue consciente del
momento en el que el carruaje se detuvo con un movimiento seco.
La inercia de la parada le empujó directo al suelo, donde acabó
despatarrado con tan poca dignidad como el gallo que acaba de salir ileso de
una pelea en la que nadie hubiera apostado por él.
Blasfemó en voz alta, injuriando contra el chófer y su ayudante, jurando
que una vez llegados al Pazo los pondría de patitas en la calle por su
ineptitud. Y tendrían suerte si no les cosía la espalda a latigazos.
Como pudo, se levantó para acercarse a tientas a la ventanilla. La caída le
había provocado además un escape inesperado en las partes bajas, por lo que
el bolsillero frontal del pantalón aparecía ahora ligeramente más oscuro a
causa de los orines. Blasfemó y no dejó un solo santo en pie en toda la corte
celestial.
A tientas y tambaleante, y no por la falta de luz, sino por el poder
subyugante del alcohol, se puso de rodillas y se encaramó a la ventanilla.
Cuando apartó los visillos a un lado, la oscuridad le devoró completamente.
Pegó la cara al cristal y torció el rostro en una contorsión esperpéntica,
tratando de situarse o de ver algo.
El carruaje se encontraba detenido en un camino amurado por ribazos de
tierra a izquierda y derecha, donde solo cabían un carro, el diablo y nada más.
Atrapado y encajonado en medio del monte, lejos de casa, lejos de su tierra.
Engullido por la oscuridad y la incertidumbre.
Sin saber por qué, o quizás sabiéndolo perfectamente, se le hizo un nudo en
el estómago y la garganta se le secó. Se pasó una mano por la cara,
esmerándose un poco más en los ojos, para tratar de despejarse.
O el carruaje había sufrido un accidente, en cuyo caso los dos estúpidos
que lo conducían iban a sufrir las consecuencias en sus propias carnes, o
aquel parón repentino obedecía a una emboscada.
A tientas, se palpó la parte trasera del cinto tratando de encontrar el trabuco
que normalmente lo acompañaba en sus salidas nocturnas, pero, por más que
tanteó, no fue capaz de dar con él. Pocos segundos después recordó que había
tenido que empeñarlo también cuando uno de los jugadores, impaciente, sacó
su navaja a relucir para persuadirlo a pagar su deuda.
Su miedo pasó entonces por tres rápidas fases: maldijo, chasqueó le lengua
y después rezó para que no se tratara de una emboscada.
En esas estaba cuando sintió bullicio en el exterior: golpes secos en el techo
del carruaje y en los laterales, como si alguien quisiera amedrentar a los
ocupantes, y también imprecaciones y quejas procedentes de las voces
familiares del chófer y el mayoral.
Se arrebujó en su esquina, en el suelo, alzando las rodillas a modo de débil
escudo, sintiéndose acorralado como el ratón que se sabe atrapado en la
ratonera, sin ser capaz de apartar la mirada febril de la portilla, que en
cualquier momento se abriría y dejaría asomar el rostro del demonio que
venía a reclamar su alma. Esperó rezando a todos los santos a los que minutos
antes había maldecido, aguardando su fin con los nervios a flor de piel y las
entrañas convulsionando a causa de las tremendas ganas de defecar que
provoca el miedo, consciente de que su vida disponía tan solo de escasos
segundos antes de quebrarse como un fino cristal.
No iba a suplicar ni a pedir clemencia. Un par del reino no se rebajaba a tal
humillación ante malandrines, aunque le fuera la vida en ello, como era el
caso.
La puerta se abrió con brusquedad y el conde no pudo ver más que dos
feroces ojos azules que asomaban a un rostro cuidadosamente embozado, y
una única pupila negra y enorme que lo enfocaba directamente sin parpadear.
—Buenas noches, señor conde. Lejos de casa he venido a dar con usted.
El conde trató de balbucear, pero la sangre se había helado en sus venas y
la lengua permanecía agarrotada y tiesa en la garganta.
—Me encomiendan hacerle llegar saludos de parte de ciertos caballeros a
los que usted conoce bien —ladró el desconocido desde lo más profundo de
los oscuros pliegues de su ropa—, y un aviso que no admite demora: dichos
caballeros se han cansado de esperar. No me mire mal, que nada tengo contra
usted, soy un simple mandado necesitado de perras.
Una sonrisa siniestra asomó a los labios del desconocido. Sonrisa que el
conde, por fortuna, no pudo apreciar pues quedaba oculta tras el emboce. No
importó: sus ojos reflejaron perfectamente sus intenciones. Y el conde supo
que todo había terminado.
—Salude a Satán de mi parte y de la de ellos.
Y dicho esto, la del ojo negro y siniestro de porfiadora fijeza vomitó una
única voluta de humo, acompañada de un estruendo sordo y hueco.
El conde no se movió ni medio centímetro.
En el rictus de la muerte, su boca permaneció entreabierta y de una de las
comisuras brotó un fino hilo de sangre; su mirada permaneció estática y
ciega, vidriada a causa de la falta de vida; su cabeza, ladeada contra la pared
del vehículo, como llamando al sueño eterno.
Una vez desvanecida la humareda que llenó el carruaje, apareció en su
pecho un enorme boquete oscuro y humeante, grande como un puño, que le
había traspasado por completo y del que brotaba a borbotones una horrorosa
cantidad de sangre.

Aunque serena y callada


a tus suspiros me veas,
no indiferente me creas;
es que el alma enamorada
diciendo está embelesada
Alberto, bendito seas.

Si a responderte no acierto
cuando me vienes hablando,
¿piensas que tu voz no advierto?
Pues es que estoy murmurando
con un acento muy blando
bendito seas, Alberto.

Alberto, ¿qué más deseas


de quien tanto vive amando?
Yo te ruego que me creas,
que aunque callada me veas
estoy entre mí cantando
Alberto, bendito seas.

Muda estoy, fáltame vida;


queda el espíritu muerto,
la mente desvanecida;
pero esta voz repetida
forma en el alma concierto:
¡Bendito seas, Alberto! *

Alberto releyó aquellos versos y un cálido sentimiento inundó su corazón.


No podía seguir torturándose de ese modo cuando era obvio que Ana estaba
siendo sincera y reconocía a viva voz sus sentimientos.
Si en el pasado había obrado mal, era fuerza de obviarlo, teniendo en
cuenta el tesón que la joven mostraba en ser creída y escuchada.
Y estaba también la circunstancia ineludible de que él la amaba, por lo que
era hora de dejar a un lado su orgullo y ceder a la realidad.
Había estado enojado, cierto, se había sentido herido e indignado, cierto
también, pero a esas alturas su amor por Ana, en vez de verse menguado por
las adversidades, se había fortalecido hasta tal punto que ya no era tiempo de
seguir obviándolo más. Resultaba imperativo romper las defensas que había
erigido en torno a sí y lanzarse a por la mujer de su vida. Porque cada día que
pasaba separado de ella, encerrado en aquel modesto hostal, dándole vueltas
al asunto en su cabeza, era una auténtica tortura.
Tenía que verla y hablar con ella, tenía que mirarla a los ojos y preguntarle
si estaba dispuesta a dejarlo todo e irse con él. Si su padre no consentía, se
fugarían. Otras parejas lo habían hecho. Nobles, aristócratas e incluso
miembros de la realeza. En pocos días podrían estar muy lejos de San Julián
y casarse en secreto. Solo se necesitaba un testigo, y estaba seguro de que
doña Angustias ejercería como tal sin poner demasiados reparos. El cariño
que mostraba por Ana parecía sincero y las miradas afables con las que
consentía sus atenciones hacia la niña, también. Después de eso regresarían
convertidos en marido y mujer, y ya nadie podría separarlos.
Sí, pensó decidido, eso era lo que debía hacerse.

* Poesía de Carolina Coronado, poetisa extremeña.


18
Apenas despuntaban las primeras luces del alba y el cielo rompía en mil
ronchas anaranjadas, los gallos del corral se desgañitaban dando la
bienvenida al nuevo día y los pajarillos empezaban a canturrear entre el
follaje, cuando el juez de paz de San Julián se personó en el Pazo escoltado
por dos carabineros.
Fue recibido por la siempre madrugadora ama de llaves que, después de
haber escuchado atentamente lo expuesto por el juez, mano en boca, ojos
como platos y aliento en suspenso, hizo pasar al grupo de hombres a la sala,
donde les invitó a acomodarse frente a un fuego recién encendido y a unas
agradecidas tazas de café, mientras iba a avisar a la señorita condesa.
El juez de paz, un hombre maduro y curtido en las experiencias de la vida,
chepudo, de extremidades asombrosamente largas y completamente vestido
de negro, como un cuervo enorme y anguloso, se removió un poco en su
asiento. Sabía que no era plato de gusto el trago que tenía por delante. Avisar
a una hija de la muerte de un padre nunca es agradable, y mucho menos si la
muerte es tan violenta como debió de ser la del conde de Rebolada.
Cuando llegó el aviso a su casa, en plena noche, por parte del chófer del
Pazo y su acompañante, y él se personó en el vecino Principado escoltado por
dos miembros de la autoridad, se encontró con una estampa muy
desagradable. De hecho, solamente le salvó el ser un hombre curtido que
había visto de todo y más.
El señor conde permanecía acurrucado en una esquina, sentado y con la
vista fija en un punto infinito, como un niño castigado en un rincón que se
hubiera quedado pasmado mirando los átomos de polvo flotantes.
A pesar de la naturalidad de su pose, delataba su estado la ausencia de color
en su piel, el hilillo seco, rojo y costroso que surgía de la comisura de su boca
y el enorme boquete abierto en su pecho, negro y descarnado, entremezclado
con jirones de ropa, carne y sangre seca. Aquello era una auténtica
escabechina. De hecho, no solo el cuerpo del conde aparecía traspasado, sino
que la pared del carruaje, a su espalda, también había sufrido las
consecuencias del disparo. Era habitual rellenar los trabucos no solo con
pólvora, sino también con trozos de hierro y metralla, lo que producía una
auténtica masacre.
Esperaba sinceramente que la pobre condesa no se viera en la necesidad de
tener que ver el cadáver antes de que lo envolvieran en su mortaja.
En esos momentos, permanecía en el ambulatorio para que el galeno lo
analizara; puro trámite, no había más que observar el boquete ennegrecido de
su pecho para concluir definitivamente la causa de la muerte: un disparo a
bocajarro.
La condesa apareció en la sala apenas una hora después. Su rostro lívido y
contraído evidenciaba que había sido puesta al día de la terrible tragedia
acaecida sobre la casa solariega. Además, la joven retorcía frenéticamente los
dedos frente al talle en un gesto tan nervioso como sistemático, haciendo que
los nudillos permanecieran enrojecidos.
Los caballeros se levantaron en el acto e inclinaron la cabeza en un gesto
de cortesía. Sintieron una inmediata compasión por ella. Parecía tan joven y
dulce para enfrentar la realidad que tenían la obligación de contarle…
Ella flexionó las rodillas en pausada reverencia y se sentó en el butacón
enfrentado a la chaise longue que ocupaban los hombres. El ambiente era
claramente de duelo, y la sobriedad de su vestido gris, así como la lividez de
su semblante, lo evidenciaban.
—Señorita de Altamira, siento anunciarle que no traemos buenas noticias
para esta casa —principió a hablar con voz solemne el juez de paz—. Como
ya le habrán comunicado…
Mientras el caballero exponía su discurso con sobriedad, Ana permanecía
tan rígida y envarada que a esas alturas el dolor de espalda la atormentaba
muy vivamente. Tampoco sería incapaz de relajar su pose aunque se lo
propusiera. Su incomodidad y su disgusto eran más que notables y,
realmente, a pesar de todo lo sabido y de todo lo vivido, no sentía la
necesidad de disfrazar sus sentimientos.
Aunque en su cabeza resultara complicado de asimilar, estaba desolada, y
nadie podía culparla por ello. Fuere como fuere su padre y por más que
siempre la hubiera tratado con desprecio, Ana no era como él y poseía una
sensibilidad de la que el conde carecía. Aunque la relación paternofilial nunca
hubiera sido la debida, la certeza de saber que él era su única familia, sangre
de su sangre y el último de su linaje sobre la faz de la tierra, hacía que entre
los dos existiera un vínculo inevitable. No se soportaban, jamás se habían
llevado bien, y no por causa de Ana, sino por libre elección del conde, pero
los lazos de sangre, a falta de los afectivos, estaban ahí. Y ella no era una
desalmada capaz de mantener a raya sus sentimientos o regularlos a
conveniencia.
Atendió en silencio y con el alma aparentemente en calma toda la
exposición del juez de paz que, como hombre sensato y juicioso, se guardó
para sí los detalles más escabrosos. Procuró ser sutil, aunque en casos como
el que les ocupaba, la sutileza no tenía mucha razón de ser. Le habían
asesinado y punto.
Los salteadores de caminos abundaban en esos tiempos, bandoleros,
rufianes y ladrones del tres al cuarto y, según se pudo comprobar, al conde le
habían sido arrebatadas determinadas pertenencias con las que había salido
del Pazo, como el abrigo, el arma y otros objetos de uso personal. Así se lo
hizo saber a la muchacha, que recibió tal conclusión llevándose la mano a la
boca y ahogando un jadeo.
Las doncellas ya habían procedido a detener relojes y cubrir espejos, y
aunque nadie lloraba al conde, porque realmente nadie era capaz de lamentar
su ausencia, el ambiente de duelo en la casa era evidente. Se sentía en el
excesivo silencio que rodeaba los movimientos del servicio, conduciéndose
casi de puntillas por miedo a importunar aquel ambiente de contención, en la
actitud lánguida y lívida de la condesa, escuchando con cansada fijación las
palabras del juez de paz y, sobre todo, en la presencia de aquel hombre que
recordaba por su aspecto a un pájaro de mal agüero, escoltado por sus dos
carabineros.
Apenas una hora después de haberse iniciado la reunión, el lacayo anunció
una nueva visita: la del abogado de la familia. El hombre ofreció su más
sentido pésame a la hija del difunto y, muy en su papel de hombre de leyes
alejado de todo atisbo de sentimentalismo o flaqueza emocional, abrió su
cartapacio y empezó a exponer los motivos de su presencia en aquella casa,
como quien se enfrenta a un trámite habitual y rutinario, como seguramente
era para él.
El conde había fallecido sin dejar testamento, y tampoco había nombrado
ningún tutor legal para que, en caso de faltar él siendo su hija menor de edad,
se hiciera cargo de su tutela. Por tanto, era la autoridad judicial quien debía
elegir un tutor que considerara conveniente.
Ana y doña Angustias se miraron. La joven se abrazó a sí misma,
estremecida al pensar en las terribles posibilidades que aquello podía
suponerle, pero el letrado continuó:
—En casos como este, se busca entre los miembros de la familia: abuelos si
los hubiere, segunda esposa del padre, hermanos mayores o tíos. Pero
teniendo en cuenta que el fallecido era el único vínculo sanguíneo con la
condesa, lo más natural sería nombrar a la persona que, de hecho, ha cuidado
de ella durante todo este tiempo, aunque no sea de la familia. —El letrado
miró directamente a doña Angustias—. Usted fue su nodriza. Sería
importante saber si se ofrece de forma voluntaria para ejercer de tutora legal
de la condesa hasta su mayoría de edad o, de lo contrario, la autoridad
nombrará uno a conveniencia.
Doña Angustias balbuceó e, incapaz de expresarse con palabras, se limitó a
cabecear en asentimiento. Ana dejó escapar un ligero suspiro de alivio.
Aquello era lo mejor que podía sucederle, teniendo en cuenta la posibilidad
de que las autoridades judiciales escogieran como tutor legal, por ejemplo, a
su prometido. En ese caso, podía darse por muerta en vida. Y en ese caso,
hubiera deseado estarlo.
—Entonces, y si no hay ningún inconveniente, procederé a redactar los
documentos pertinentes a tal efecto. —Guardó el papeleo en su cartapacio y
se cuadró ante el grupo, inclinando la cabeza hacia la joven—. Y de nuevo le
ofrezco mis sentidas condolencias, señorita de Altamira, imagino el golpe
que esto debe suponer para usted.
Ana agradeció el gesto con un breve cabeceo, mientras el ama le rodeaba
los hombros en un abrazo cariñoso.
Poco después de haberse retirado el letrado, el juez de paz y sus hombres
hicieron lo propio, asegurándole a la joven que harían todo lo posible por
encontrar a los asesinos y hacer justicia. No le ocultó la dificultad del caso:
por desgracia, el país estaba lleno de gitanos y salteadores de caminos
extendiendo sus fechorías por doquier, y a esas horas los asaltantes podían
estar muy lejos de allí. En tierras de Castilla, en Portugal, o puede que delante
de sus narices. No debía albergar demasiadas esperanzas. Y lo cierto era que
Ana no las albergaba. Tan solo deseaba que aquella pesadilla terminara.

A última hora de la tarde, el abogado regresó con todo el papeleo en orden.


Ya solo fue necesario que doña Angustias firmara para que la custodia legal
de la condesa recayera en su persona.
También a última hora de la tarde llevaron el cadáver del conde,
perfectamente envuelto en su mortaja, lo que evitó que Ana se viera en la
necesidad de enfrentarse a una última visión que seguramente la habría
atormentado de por vida.
El cuerpo del difunto se acomodó en una de las salas de recibir para su
posterior velatorio, y aunque a Ana le horrorizaba la imagen de su padre en
medio de la estancia dentro de un cajón de pino, intentó imaginárselo
dormido y eso ayudó a que pudiera sobrellevarlo. También ayudó permanecer
en la sala únicamente el tiempo necesario para recibir a las visitas que se
acercaban a ofrecer su último adiós al noble de San Julián. Cuando las visitas
se iban, ella se encerraba en su alcoba y evitaba pensar que en la sala inferior
permanecía el cuerpo sin vida de su padre.
Sentimientos encontrados la atormentaban. Quería pensar que no sentía
nada, que aquello debiera darle más o menos igual teniendo en cuenta la fría
relación existente entre los dos. Recordó lo mal que la había tratado en los
últimos tiempos, los pocos escrúpulos que mostró al ofrecerla como pagaré y
lo desagradable y violento que había sido obligándola a complacer a
Monterrey. Quiso obligarse a no sentir.
Pero ella no era un alma brumosa como lo había sido su padre. Ella sentía.
Y aunque aquel hombre que yacía en el piso inferior nunca hubiera ejercido
como padre, no dejaba de ser un pobre mortal al que habían arrebatado la
vida de forma violenta. Y tal certeza la afligía hasta el punto de desgarrarle el
alma.
Fue inevitable que sintiera compasión por él y por su pobre alma y, después
de la compasión, vino una inevitable tristeza y un sincero dolor.
No fueron muchas las personas que se acercaron a despedir al hidalgo, y
los pocos que se dignaron a acercarse al ataúd para susurrar una oración lo
hicieron de forma tan desapasionada que Ana llegó a preguntarse si realmente
acudían a presentar sus respetos o a asegurarse de que el conde estaba
muerto. No le hubiera extrañado que algún crápula indecente hubiera sacado
un espejito del bolsillo para colocarlo bajo las hidalgas narices del difunto y
así quitarse la duda.
También hubo mucho de cotilleo y murmuración. Llegaron a formarse
corrillos que no hacían otra cosa más que deslizar con descaro la vista por la
estancia examinando todo el mobiliario, para a continuación cuchichear
acerca de la calidad de la madera del suelo, del grosor de los cortinajes o de
la acertada, o no, distribución de la estancia. Muchos aprovecharían aquella
jornada de puertas abiertas para visitar el Pazo y comprobar si las
habladurías de que el conde estaba arruinado eran ciertas o no. Lo que
resultaba vergonzoso y denigrante, dada la situación, pero inevitable en un
ambiente rural, propicio al cotilleo.
Después de la última tanda de visitas, doña Angustias y Ana abandonaron la
estancia para estirar un poco las piernas y despejarse paseando por los
jardines traseros. El día permanecía brumoso, gris y plomizo, y ambas
mujeres se encontraban tan cansadas y conmocionadas por lo acontecido en
las últimas horas que nada les resultaba más de agradecer que un instante a
solas en apacible intimidad. Aunque no hiciera el calor que se esperaba en un
mes de mayo, sino un día sin sol, ornado por la fresca brisa del norte
procedente de mar adentro que habitualmente se hace acompañar por una
pegajosa neblina.
—Ya ves, nana, cómo al final sí que eres lo más parecido a una madre para
mí —comentó Ana haciendo referencia a su situación legal. Ambas
caminaban cogidas del brazo, sin prisa, disfrutando de su mutua compañía y
de la visión de los jardines en flor—. Siempre te he considerado como tal, has
suplido a la perfección la vacante que madre dejó en mi vida años ha; siempre
te consideré una segunda madre, mi querida nana… y ahora lo eres de forma
legal. Te doy las gracias por ello.
—Estoy orgullosa de serlo, mi niña. Te he querido y te quiero como a una
hija. —Deslizó la mano en tierna caricia por el antebrazo de la joven—.
Aunque ojalá no tuviera que ejercer de tutora por estos motivos.
—Es una tragedia, ¿verdad? —La mirada de Ana permanecía cosida a
algún punto distante delante de ellas—. Asesinado en plena noche y lejos de
casa, ¿no resulta muy triste?
—Lo es.
—Triste y solitario. Y es verdad lo que suele decirse: padre murió tal y
como vivió —exhaló muy despacio—. ¿Debería sentirme desgarrada, nana?
El ama frunció el ceño, sin acabar de comprender.
—Es decir, me siento triste por su muerte, conmovida por el lamentable
final que ha tenido padre, pero no más de lo que pudiera estarlo si el finado
hubiera sido cualquier conocido de la familia. No me taches de fría o
indiferente, nana, porque en verdad me siento conmocionada, tanto como
debería estarlo, creo, pero no albergo esa sensación de pérdida. Me hubiera
muerto si en su lugar hubieras sido tú, nana querida; me hubiera puesto
mucho más triste si la finada fuese la dulce Silvana o el fiel José. ¿Soy una
mala persona? ¿Una mala hija?
—No lo eres, niña. No sientes esa sensación de pérdida o vacío porque en
realidad… —hizo una pausa para llevarse la mano de la chiquilla, cerrada en
puño, a los labios y besarla con afecto— creo que eras muy consciente de no
haberlo tenido nunca. Aunque duela reconocerlo, solo fue tu padre porque así
lo decían los lazos de sangre que os unían, pero jamás existió algún lazo
afectivo real entre vosotros.
—Es lo que yo siento —concedió ella.
Caminaron un rato en silencio, hasta que Ana volvió a rasgarlo con
palabras calmosas.
—Creo que mi madre estaría muy triste. —Inclinó la mirada—. No es un
buen final para ningún mortal, me temo, mucho menos para alguien a quien
ella amó y en quien depositó su confianza.
Doña Angustias suspiró. No resultaba plato de gusto ensuciar la memoria
de los muertos, pero tampoco era justo que el ánimo de la niña se
ensombreciera por culpa de la irresponsabilidad del que había sido su padre.
Aunque resultaba duro admitirlo, el conde solamente había recogido lo que
antes había sembrado. Lo suyo no había sido otra cosa más que una muerte
anunciada.
—Tu padre nunca fue un hombre prudente ni juicioso, nunca supo cuidar lo
muchísimo que le fue concedido. Pudo tenerlo todo: el amor sincero de una
mujer, una gran fortuna, respetabilidad, nobleza y una niña que se moría por
quererlo… —Ana inclinó aún más la mirada y cabeceó en asentimiento—. Y
todo le vino tan grande que al final no supo qué hacer con ello. Su alma se
perdió por el camino a causa de tanta libertad mal traída. Es un final
lamentable, pero me temo que él solo se abocó a buscarlo.
Ana levantó la mirada y la fijó en el ama.
—¿Crees que realmente no se ha tratado de un asalto casual, sino de un
ajuste de cuentas? ¿Crees que estaremos a salvo? Si mi padre ha contraído
tantas deudas como para llevarlo a tal final, ¿podremos nosotras vivir
tranquilas?
Doña Angustias meditó un rato en silencio. No quería transmitir a la joven
los temores que en verdad la embargaban.
—No te preocupes, cariño. Pondremos todo en manos del abogado y del
administrador y haremos lo posible para contactar con los acreedores y saldar
las deudas que pesen sobre la familia.
Ana asintió. Era sin duda lo que debía hacerse. Y cuanto antes.
—No necesito mucho para vivir, nana, venderemos lo que sea menester.
Fincas, propiedades, la madera de los bosques, cualquier cosa de lo que no se
hubiera deshecho padre ya. Podemos desprendernos de algunas reses de la
vacada y tampoco necesitamos tantos carruajes. Lo importante es liberarnos
de la deuda y permanecer en paz. Limpiar el nombre de la casa de Altamira y
continuar adelante, ¿no lo crees así?
Doña Angustias sonrió, porque sin duda su niña estaba actuando con una
entereza y una sabiduría encomiables. Sería una buena patrona, y aunque las
propiedades del condado se vieran notablemente mermadas a causa de la
mala cabeza del conde, estaba convencida de que su hija sería capaz de
levantarse donde él se había caído, para devolver el esplendor a la casa
solariega. Solo hacían falta tesón, sacrificio, buena mano para la
administración, templanza y sabiduría. Y Ana, a pesar de sus dieciocho años,
estaba sobrada de todas esas cualidades.
La aparición de uno de los lacayos corriendo sobre el sendero de grava que
serpenteaba el jardín las sorprendió a ambas. El muchacho venía falto de
aliento y sobrado de rubores, corriendo con pose torcida y andares
patizambos, y una vez ante la condesa, se inclinó en deferencia.
—Acaba de llegar una nueva visita —anunció con voz entrecortada—. El
señor Jenaro Monterrey, señorita.
Ana resopló en voz alta, hundiéndose bajo el peso que acababa de caer
sobre sus hombros.
—¡Oh, santo Dios!
Ya le había extrañado que el conejo dentudo no se dejara ver en todo el día,
sobre todo cuando la noticia debía de haber trascendido ya más allá de las
fronteras de San Julián. Muy posiblemente incluso la prensa se hubiera hecho
eco con una esquela. Solo era cuestión de tiempo que el carroñero acudiera a
hacer leña del árbol caído y reclamar lo que era suyo. Y tal certeza la hizo
estremecer, sacudiéndola de arriba abajo como si alguien hubiera vertido por
su espalda un caldero de agua helada.
—Dígale que estamos aquí, Serapio —mandó el ama con voz firme. Ana se
volvió para mirarla espantada. ¿Acaso se había vuelto loca? ¿La falta de
sueño o las impresiones de aquel día la habían trastornado?
El lacayo cabeceó y se retiró raudo, y el ama le dirigió a su niña una mirada
condescendiente.
—Ya es hora de poner fin a este disparate de una buena vez —anunció.
Ana la miró sin acabar de comprender, por lo que el ama continuó hablando
—. Te encuentras en una terrible disyuntiva, mi niña: tú detestas a Jenaro
Monterrey… y tu tutora legal no le puede ni ver. Algo tendremos que hacer al
respecto, ¿no crees?

Alberto observó el ir y venir de monturas atravesando las murallas del


Pazo. Era la primera vez que abandonaba el hostal en semanas y, al hacerlo,
se había encontrado con la terrible noticia del asesinato del conde de
Rebolada.
Al principio no supo si creerlo, pues lo había oído de dos pescaderas que se
cruzó de camino a la casa solariega, y bien se sabe que los chismes, al pasar
de boca en boca, siempre acaban exagerándose más de lo debido. Pero una
defunción, máxime tratándose de un asesinato, era una cosa seria de la que
nadie se atrevería a hacer escarnio.
Muerto lejos de la tierra. Con un tiro entre pecho y espalda.
Ahora, contemplando con sus propios ojos la afluencia de gente que
entraba y salía del lugar, estaba convencido de que las murmuraciones eran
ciertas.
Entonces pensó en Ana y en lo desolada que debía encontrarse. Le había
dicho en alguna ocasión que la relación entre su padre y ella había sido casi
inexistente, pero él sabía que Ana era una criatura noble y que en su alma era
incapaz de albergar sentimientos de naturaleza cruel. No podría decirse lo
mismo de él: si hubiera sido su padre el fallecido, no sería capaz de
experimentar ninguna clase de desolación. Estaba convencido de ello. Él era
terriblemente más práctico que sentimental y, desde luego, su corazón no
podía compararse con el corazón dulce y generoso de Ana. No era tan buena
persona como ella.
Iba a traspasar el muro que delimitaba la propiedad para ofrecer sus
condolencias cuando vio llegar el caballo percherón de Monterrey bajo la
figura oronda y desproporcionada del susodicho.
Un ramalazo de rabia e indecisión le detuvo, obligándolo a retroceder para
ocultarse. ¿Acaso Jenaro Monterrey tenía más derecho que él a estar allí?
En apariencia, puede que sí, pero ¿acaso no era él el que debería estar
consolando en esos momentos a la mujer de su vida? ¿Por qué se veía en la
necesidad de esconderse? De nuevo, y por millonésima vez en su vida, odió a
su padre con toda el alma.
A su pesar, permaneció oculto entre los pinos, observando cómo el anciano
descendía trastabillando de la montura para, una vez en tierra firme, tirar con
presunción de las mangas y los extremos del chaleco y traspasar la cancilla
con la barbilla en alto y actitud todopoderosa.
Alberto deseó bajarle los humos y quitarle toda esa presunción de encima
de algún modo. Entonces pensó en su pobre madre y en todo lo que había
tenido que soportar, pensó en lo valiente que había sido, en lo estoico de su
aguante y en su fortaleza, en cómo le había sacado adelante sola a pesar de
aquel hombre y de todos los obstáculos que erigía en torno a ellos. Pensó en
cuántos desplantes habría sufrido la pobre mujer, cuántas infidelidades y
cuánta afrenta y desvergüenza. No iba a permitir que Ana pasara por algo así.
Definitivamente, aquel matrimonio no podía ser.
Si ella no le aceptaba no sería por su culpa, pero desde luego no permitiría
que se casara con el Monterrey equivocado.
A pesar de haber tomado esa resolución, su sentido común decidió que no
era buen momento para intervenir. Que por respeto a Ana y al conde
fallecido, no debía hacer ninguna escena ni convertirse a sí mismo, ni a la
familia Altamira, en pasto para murmuraciones. En esos momentos había
demasiada gente en el Pazo, almas deseosas de descubrir todos sus trapos
sucios.
Tendría que esperar entre bambalinas a que llegara su turno, tragarse la
bilis, las ansias homicidas que le torturaban y aguardar a que la sombra negra
y funesta del anciano dejara libre el horizonte.

—Señorita de Altamira, le ofrezco mi más sincero pésame —dijo


Monterrey, inclinando la cabeza en reverencia ante la presencia de Ana y de
su insufrible escolta, que apreció por el rabillo del ojo una vez se hubo
incorporado.
Ana cabeceó con los labios apretados. Mirar a aquel hombre le revolvía las
entrañas, especialmente después de haber razonado con el ama y haber
llegado a una conclusión.
En ese momento, querría apartarlo de delante de un manotazo, patearlo en
las canillas, gritarle al oído que se alejara de su vida de una maldita vez…
pero la educación la obligaba, ¡la condenaba!, a ser cordial. Por fortuna, la
tortura sería breve esta vez.
—Gracias, señor.
—No me imagino lo mal que debe de estar pasándolo usted —continuó el
anciano, carente, por supuesto, de cualquier atisbo de sensibilidad—. Un
hombre garrido y jovial como el conde, en la flor de la vida… —chasqueó la
lengua—, ¿quién iba a esperar algo así?
Ana frunció el ceño, consciente de que se estaba burlando de la memoria de
su padre. Y por más afecto al juego que fuese el conde, por más crápula e
irresponsable que se hubiera comportado en el pasado, no era merecedor de
semejante tratamiento estando de cuerpo presente. Sobre todo, porque
Monterrey no era mejor que él.
—Agradezco sus condolencias, señor Monterrey —cortó, deseosa de poner
fin a aquel indeseado encuentro—, y ahora, si me disculpa, confío en que
sepa hacerse cargo de las múltiples ocupaciones que esta tragedia nos ha
ocasionado.
Flexionó las rodillas a modo de reverencia y dio un paso al frente,
dispuesta a dejar atrás al inoportuno visitante y regresar al velorio de su
padre, cuando una nueva intervención del anciano la detuvo.
—Me hago cargo. —Dirigió una mirada aviesa al ama, invitándola a
retirarse de una conversación en la que no era bien recibida. Pero el ama no
se movió ni un ápice; continuó un paso por detrás de la condesa, mirándolo
ceñuda. Monterrey torció el gesto—. Lo comprendo y me ofrezco a aliviar su
carga, señorita. Estoy a su disposición para cualquier cosa que se le ofrezca.
Todo cuanto necesite…
—No será necesario —cortó, impaciente y deseosa de continuar su camino.
Pero el hombre la retuvo, sujetándola por el codo. Ana se vio obligada a
detenerse, efectivamente, pero la mirada que dirigió al anciano fue lo bastante
cortante y feroz como para que el hombre la liberara de su agarre.
—¡Insisto! —apuntó, esforzándose en sonar dócil y sonriendo con
zalamería—. Al fin y al cabo, es mi obligación como su prometido y futuro
esposo. Soy de la familia. Puede usted apoyarse en mí.
Aquellas palabras revolvieron las entrañas de la joven. Miró al ama de
refilón, que cabeceó hacia ella en un gesto cómplice. Carraspeó, inhaló en
profundidad una generosa bocanada y habló así:
—Le reitero que no es necesario, señor, es más, creo que lo más sensato es
que en adelante se abstenga de visitarnos.
Monterrey alzó las cejas, jadeó y mostró una sonrisa torcida, fruto de la
incredulidad.
—¿Cómo dice?
Le pareció que Ana estaba sorprendentemente serena. Demasiado serena y
segura de sí misma, a decir verdad. ¿Se habría tomado una buena dosis de
láudano para aliviar el dolor y ahora estaba completamente insensibilizada?
Su rostro aparecía lívido y sobrio, sus ojos brillantes de determinación y
lucidez, ya no tan esquivos ni huidizos como en el pasado. Tenía que tratarse
de los efectos del láudano, o de lo contrario no entendía nada.
—Le libero de las obligaciones que este compromiso conlleva, señor
Monterrey, y por ello le pido que no vuelva a pasar por el Pazo. Su presencia
no será bien recibida en adelante.
El anciano miró al ama y, de nuevo, a la joven. Por sus expresiones supo
que no estaban bromeando.
—Entiendo que este duro golpe la ha trastornado. —El anciano hablaba de
forma atropellada, y una fina capa de sudor empezaba a perlar su frente. Su
rostro permanecía encarnado como un tomate maduro—. Le concederé
tiempo para sobreponerse…
Ana suspiró, agotada ante la porfía del hombre, e inclinó la cabeza,
descolgándola entre los hombros, para solicitar apoyo moral a su
acompañante. Fue la señal que doña Angustias estimó oportuna para
intervenir.
—Creo que la señorita condesa ha sido suficientemente clara, señor.
El anciano se volvió hacia la sirvienta. ¿Cómo se atrevía aquella vieja
pachona a inmiscuirse en asuntos de los señores? Torció los labios en un
gesto de desagrado, como el que haría ante la contemplación de una boñiga,
para ladrar luego en una octava más alto de lo normal:
—¿Quién le ha dado permiso para intervenir, vieja matrona?
Ahora fue Ana la que salió en auxilio de su ama, zanjando el tema de una
vez por todas.
—¡Doña Angustias ha sido nombrada por la justicia mi tutora legal, y será
la encargada de velar por mi felicidad hasta mi mayoría de edad! Tiene todo
el derecho a intervenir ahora y cada vez que lo estime oportuno. —El anciano
abrió unos ojos como platos ante la información recibida. Boqueó, pero no
fue capaz de pronunciar palabra—. Los deseos de mi tutor serán órdenes para
mí —añadió, con un ligero deje de malicia que no dejó de congratularla
íntimamente—, como fueron los de mi padre cuando se me obligó a
acatarlos. Soy una discípula sumisa y obediente, señor Monterrey.
El anciano se llevó una mano regordeta a la calva para tratar de limpiarse el
sudor que ya descendía en gruesos regueros por su cabeza. Toda la piel le
resplandecía ante la capa húmeda que revestía su rostro.
—No creo que algo así pueda ser válido… ¡Una simple ama de llaves! —
jadeó desesperado—. ¿En qué cabeza cabe?
Ana se cuadró decidida ante él.
—Pero lo es. Así consta ante Dios y ante la justicia. Y debo informarle de
que mi tutora legal considera que este compromiso es del todo inapropiado,
por lo que se ha decidido que lo más conveniente es anularlo.
—¿Cómo? ¿Quién lo ha decidido? —Levantó una mano para señalarlas
indistintamente—. ¿Ustedes dos? ¿Se han vuelto locas? —Boqueó como un
pez arrojado fuera del agua, pero no pudo decir nada más hasta después de un
rato, una vez se hubo repuesto del síncope. Se llevó la mano al pañuelo que
rodeaba su cuello tratando de aflojarlo con desesperación, como si en vez de
un complemento de seda se tratara de una anaconda dispuesta a ahogarlo—.
¡No creo que sea ético contradecir la palabra dada por un difunto! ¡Y menos
cuando la decisión es tomada por dos insignificantes mujeres! ¡Recurriré,
ténganlo por seguro! ¡Tengo mis propios abogados, esto no quedará así!
Ana encajó el estoque con encomiable dignidad.
—Es perfectamente ético si se tiene en cuenta la escasa moralidad de quien
ha dado su palabra y del que la ha tomado por buena.
—¡Usted, como hija, debe respetar los deseos del conde! ¡Es su obligación!
Y el conde quería que se casara conmigo. ¡Se ha señalado el compromiso a la
vista de la sociedad! ¿Será tan imprudente como para romperlo? —Señaló al
ama—. ¡Y usted, como simple sirvienta, debiera mantener las narices fuera
de lo que no le concierne! ¿Quién se cree que es, maldita vieja?
—¡Pero le concierne! —interrumpió Ana, indignada ante tanta porfía—.
¡Acabo de decirle que mi ama, y ama de llaves del Pazo, es ahora mi tutora
legal! —Acto seguido inhaló en profundidad, tratando de serenarse—. Y no
es más vieja que usted, caballero, así que contenga su lengua.
—¡Caerá en desgracia, miserable! —amenazó el salazonero—. ¡La
sociedad la condenará! ¡Una muchacha insensata que desacredita las
decisiones de su difunto padre! ¿Dónde se ha visto tal cosa? ¡Una mula terca
que rompe un compromiso semanas después de haberse dado por bueno, y
contando con la bendición de su padre! ¡Caerá en desdicha! ¡Se convertirá en
una hereje social!
—No lo creo, señor. Y aunque así fuera, no me importaría lo más mínimo
—sentenció ella, barbilla en alto—. Todo el mundo comprenderá lo
desatinado de la decisión de mi padre y lo juicioso de la mía. Últimamente, el
conde parecía haber perdido el buen juicio, y la gota que colmó el vaso fue
pretender desposar a su única hija con un anciano soberbio y desagradable.
Jenaro Monterrey encajó el golpe frunciendo los labios e inhalando por su
chata nariz, lo que propició que las fosas nasales adquirieran unas
dimensiones fabulosas. Cuadró los hombros, frunció el ceño y su rostro se
ensombreció. Inclinándose de forma amenazadora hacia delante, avanzó un
paso en dirección a la joven, decidido a intimidarla y posiblemente también a
golpearla. Pero doña Angustias, en toda su formidable dimensión, se
interpuso entre los dos. Y sus formas generosas poco tenían que envidiar a las
del empresario.
—Le pediría que se retirara, señor, antes de que me vea obligada a llamar a
dos lacayos para que le ayuden a encontrar la salida.
Como invocados por sus palabras, dos mozos altos y fuertes se colocaron
detrás de las mujeres, surgiendo de algún lugar entre los macizos en flor y los
setos.
El anciano jadeó y resopló como un jabalí recién ensartado. Y realmente
acababan de ensartarle en su orgullo y en su vanidad. Completamente airado,
desconcertado y ofendido, sabiéndose esta vez perdido y sin el apoyo del
único en aquella casa que le respaldaba, alzó el dedo acusador en alto y lo
enarboló a modo de espada ejecutora.
—¡Ha de saber, jovencita, que este compromiso del que ahora habla tan a
la ligera ha liberado a su padre de una infame deuda de juego! —Ana asimiló
la información con toda la dignidad que fue capaz de encontrar dentro de sí
—. ¡Si tuviera usted un mínimo de honradez y sentido de la lealtad, aceptaría
este compromiso como pago a todo lo que he hecho por su familia!
Ana exhaló muy despacio.
—No estoy al tanto de los tratos entre mi padre y usted, pero le aseguro que
no seré moneda de cambio para cerrar sus negocios. Mi corazón no está en
venta, señor Monterrey.
—¡Pero me lo debe! ¡Si no acepta desposarse por obediencia a su padre, al
menos hágalo por honor, en pago por haber salvado esta casa de su caída!
Ana sintió que más indignación en su interior ya no tenía cabida.
—¡No le debo nada, señor! —exclamó, pateando el suelo con su botina—.
¡Y cualquier deuda moral que esta casa haya contraído con usted queda
suficientemente saldada con los malos ratos que me ha hecho pasar! —exhaló
y alzó la barbilla con suficiencia—. ¡Considérese resarcido!
El anciano apretó la mandíbula tan fuerte que las muelas sonaron al
encajarse.
—No tiene usted vergüenza —escupió—. Después de lo que he hecho por
su padre…
Esta vez Ana perdió la paciencia y, arrebolada a causa de la indignación, se
expresó a viva voz.
—¡No se proclame mártir de una causa inexistente, señor Monterrey! Usted
se ofreció a ayudar porque salía beneficiado con el trato. ¡No venga ahora
proclamando sus cualidades de buen samaritano, porque no será capaz de
engañar a nadie en el Pazo ni en todo el condado! —Tragó saliva y desvió la
mirada al frente, a algún punto lejano y tal vez inexistente, evidenciando su
interés por terminar la conversación y apartar de su vida a aquel hombre que
nunca debió entrar en ella—. Y ahora, si quiere presentar sus respetos al
difunto, es libre de hacerlo. De lo contrario, le pediría que abandonara el Pazo
de una buena vez y para siempre. Váyase de buena fe o haré llamar al
aguacil.
Jenaro Monterrey replegó los labios en una mueca despótica hasta que las
paletas quedaron completamente a la vista. Sudaba y bufaba como un animal
herido.
—¿Presentar mis respetos? ¿A ese crápula? —resolló—. ¡Ojalá ese maldito
bribón se pudra en el infierno! ¡Y usted detrás de él!
Y, trastabillando a causa de la ira que cegaba su visión, cruzó los jardines
blasfemando a viva voz como alma que lleva el diablo, tomándose además la
molestia de patear por el camino cuanto macizo, jarrón o adorno floral
encontraba a su paso. Causó algún estropicio en un ángel de granito y ojos
ciegos que llamaba al silencio con un dedo de piedra sobre los labios, y en
una discreta rocalla que tuvo a bien destrozar con sus lustrados zapatos de
hebilla plateada. Seguramente para él fuera un modo tan bueno como
cualquier otro de aplacar la tormenta que acababa de desatarse en su interior.
Ahora debía encontrar el modo de sacarla fuera. Y cualquier opción sería
bienvenida.

El sepelio del conde de Rebolada tuvo lugar aquella misma tarde.


Aunque no era habitual que las mujeres acompañaran el cortejo fúnebre,
Ana decidió que recorrería detrás del carruaje el pequeño trayecto desde el
Pazo hasta el cementerio que descansaba al lado del mar, algo que no había
podido hacer de niña en el entierro de su muy querida madre.
Completamente de negro, con un sombrero con velo cubriéndole el rostro,
caminaba erguida y en silencio del brazo de su inseparable doña Angustias.
Aparte de ellas dos, apenas otras cinco o seis personas acompañaba al conde
en su último paseo por el pueblo.
El proceso fue rápido. El sacerdote ofició el servicio con absoluta
solemnidad y entre varios paisanos introdujeron el ataúd de Alejandro Covas
en el nicho del panteón familiar de los Altamira. Iba a dormir al lado de su
esposa. Si en vida no la había soportado, ahora la eternidad le obligaba a
permanecer por siempre a su vera.
No hubo plañideras, tampoco lamentos acerca de lo desafortunado de
aquella defunción. Apenas un par de coronas florales y algunas oraciones
susurradas por el alma del finado.
Una vez terminado el oficio, los escasos asistentes se retiraron, no sin antes
ofrecer por última vez su sentido pésame a la condesa. Aunque nadie en San
Julián soportaba al conde y nadie sentía verdaderamente su pérdida, aquella
joven, la última de su estirpe, les inspiraba mucha lástima.
Una vez a solas, mientras el sepulturero tapiaba el nicho, un chiquillo del
pueblo se acercó a la hidalga, gorra en mano, para ofrecerle una rauda
reverencia, entregarle una nota y desaparecer después entre las lápidas como
el rayo.
La joven desplegó el pequeño rectángulo de papel, que cabía fácilmente en
la palma de su mano, y leyó con rapidez las breves líneas:

Ha de saber la bella azucena que siempre podrá contar a su lado con la


presencia del pobre y desdichado ruiseñor, aquel que, por cobardía e
insensatez, huyó despavorido de su lado, y que hoy comprende que no es
nada sin su bella flor.
Alberto.

Ana alzó la mirada con urgencia, casi con desesperación, pero en el


camposanto ya no había nadie, tan solo el ama, ella misma y el afanado
sepulturero.
El corazón golpeaba en su pecho como un ejército de tamborileros
partiendo hacia el campo de batalla, mientras se guardaba la carta en la
bocamanga del vestido. En su vientre, un millón de mariposas aleteaban al
unísono.
Volvió a pasear la vista por el lugar y esta vez dirigió la mirada más lejos,
al altozano que se levantaba extramuros. Recortándose contra el sol que se
desangraba lentamente sobre el horizonte, distinguió un perfil conocido, el
perfil de un hombre que permanecía de pie, con las piernas ancladas con
firmeza al suelo y los brazos arqueados, separados ligeramente del cuerpo.
No podía ver su rostro puesto que la luz del ocaso surgía directamente a su
espalda, pero distinguió y reconoció el contorno alborotado de su cabello, su
pose viril y el aleteo de los faldares de su gabán.
Los latidos de su corazón alcanzaron cotas peligrosas, hasta el punto de que
las palpitaciones parecían hacer temblar la tela que cubría el enlutado escote.
—Alberto… —dijo apenas en un susurro.
Y de hecho, solo el cuello de encajes de su gorguera la escuchó. Bajó la
vista un segundo, tratando de buscar serenidad en su alma y arrojo en su
corazón, pero cuando levantó la mirada de nuevo para dirigirla al altozano,
solo encontró las ronchas rojizas con que el sol se desgarraba en sus últimos
segundos de vida.
19
Ana paseaba en soledad por los jardines, con el chal caído y enrollado con
dejadez a lo largo de los brazos, a modo de innecesario complemento, y la
mirada perdida. Ceñuda y lánguida, se sentía incapaz de encontrar nada que
la entretuviera, a pesar de toda la vida que se desplegaba a su alrededor. Ni en
los carrizos que crecían en las rocallas, ni en los mirlos alejándose con un
griterío indignado ante su aparición, ni en el lejano mugido de las vacas, ni en
los chillidos desgarrados de las gaviotas sobre la costa. Nada era capaz de
distraerla más de un minuto completo.
Deslizó las manos, con los dedos extendidos, sobre el océano de lavanda
que erguía orgullosa sus espigas hasta el cielo, y se encaramó al pequeño
estanque para apreciar el agua verde y parada, plagada de bulliciosas ranas,
pequeños renacuajos, zapateros, líquenes y demás plantas acuáticas. Pero
nada de eso la persuadió tampoco, por lo que enseguida se volvió para seguir
deambulando sin rumbo por los senderos de grava, sombría y taciturna,
analizando con mente agotada los sentimientos que confluían en su interior.
Amaba a Alberto, ¡le amaba con toda el alma!, y ahora que su compromiso
con Jenaro Monterrey se había disuelto felizmente, era libre para entregar su
corazón. Pero, ¿acaso Alberto lo querría? ¿Estaría dispuesto a aceptar a una
joven que anteriormente había estado comprometida con su propio padre?
¿Estaría dispuesto a asumir una situación tan esperpéntica como irregular?
Enlazó las manos frente al talle y las retorció con inquietud, sintiendo que
un millón de mariposas sacudían su vientre con el violento impulso de sus
alas. Caminó varios pasos hacia delante, se detuvo en seco, todavía más
ceñuda y contrariada, meneó la cabeza y desestimó el camino elegido;
retrocedió dos o tres pasos, inclinó la cabeza, suspiró… y su turbación
permaneció intacta. Su mente y su corazón continuaban igual de atribulados.
Quizás no, quizás el amor que poco tiempo antes le había ofrecido no fuera
tan fuerte como para soportar un revés de esa índole.
Suspiró, vaciando todo el aire de los pulmones. No lo culpaba. Todo había
sido un auténtico galimatías desde el principio. Una mentira tras otra, sin
maldad, sin ánimo de hacer daño, pero mentiras al fin y al cabo.
El sonido producido por la puertaventana acristalada del Pazo, situada en la
fachada posterior, al abrirse y luego cerrarse, la sobresaltó.
Se movió hacia un lado, sin aliviar la arruga de su entrecejo, para estirar el
cuello por encima de los macizos de verónica en flor y distinguir la silueta del
propio Alberto abandonando la casa en su dirección. Caminaba a buen paso,
con la determinación pintada en el semblante, sujetando el sombrero en una
mano y con el gabán aleteando libremente detrás de sus andares recios.
Hermoso, apuesto, viril.
Ana tragó saliva y abrió mucho los ojos. Cerrar la boca, que se había
abierto en expresión de asombro, le llevó un poco más de tiempo.
De pronto sintió miedo, incertidumbre y vergüenza. El recuerdo de la nota
del camposanto le insufló esperanzas, pero también rememoró su rostro
aquella noche en el jardín, su posterior ausencia y la negativa de respuesta a
sus cartas, y solo sintió un acuciante deseo de llorar.
En un acto reflejo, se dio la vuelta, se abrazó la cintura y barajó la
posibilidad de huir o de esconderse entre los macizos del jardín. Podía
hacerlo, si acaso las piernas le respondían, lo cual dudaba seriamente a juzgar
por el temblor que se había apoderado de sus rodillas; podía ocultarse y él se
pasaría un buen rato buscándola sin resultado. Entonces desistiría y se
marcharía.
Sintió una punzada en el pecho cuando ese pensamiento cruzó por su
mente. Se marcharía. Y puede que esta vez sí lo hiciera para siempre.
Por tanto, se volvió para recibirle y asumir la responsabilidad de su
desacertada conducta, temblando como un junco al viento, retorciendo los
dedos como si fueran de gelatina. Tal vez venía a despedirse. Y era lo menos
que ella podía ofrecerle: una despedida digna. Compuso en su rostro una
sonrisa forzada y exageradamente amplia a causa de su estado de nervios.
Temblaba. No podía dominar su cuerpo a esas alturas y un temblor delator la
sacudía entera. ¡Qué complicado resultaba mantenerse firme y tratar de
mostrar una emoción, cuando realmente era otra la que la consumía!
Por imposible que pareciera a juzgar por el brío con el que avanzaba,
Alberto fue perfectamente capaz de detenerse frente a ella. Un cabeceo a
modo de saludo, que ella correspondió con una trémula flexión de rodillas,
fue el primer intercambio que tuvo lugar entre la pareja. Después sus miradas
se encontraron. Y entonces el mundo dejó de girar y sus corazones
bombearon al unísono, eclipsándolo todo.
—Le presento mis condolencias por la reciente defunción de su padre,
señorita… —carraspeó— de Altamira.
Alberto se expresaba con voz trémula, y seguramente no a causa del
enérgico paseo desde la casa al jardín. Fue incapaz de sostener su mirada
mucho más tiempo, por lo que, a pesar de permanecer erguido frente a ella,
bajó la vista para centrarse en la puntera de sus botas de montar. Era evidente
que también se encontraba nervioso… o incómodo. Tal vez ambas cosas a la
vez. Y que aquel nuevo tratamiento era algo a lo que aún no se había
acostumbrado. También a ella le costaría asimilar que el apellido que
precedía el nombre del querido Alberto fuera el de Monterrey.
—Gracias… —jadeó—. Y gracias también por haberme acompañado en el
camposanto, señor…Monterrey.
Sus miradas se cruzaron de nuevo y un ramalazo de sentimiento los sacudió
a ambos, aunque los dos se guardaron de dejarlo traslucir.
—Me hubiera gustado hacer mucho más, pero… —Se silenció en el acto.
—¡Pero ha hecho mucho! —insistió ella con vehemencia, sin dejar de
retorcer los dedos y contener las lágrimas—. Créame que sus palabras aquel
día… y su presencia en el altozano, fueron muy importantes para mí.
Entonces se dio la vuelta con brusquedad para exhalar profundamente y
tratar de acompasar los dolorosos latidos de su corazón. También para ocultar
su turbación, su vergüenza y su terrible necesidad de romper en llanto.
Empezó a caminar muy despacio en sentido opuesto por el sendero de grava
en el momento en el que las palabras comenzaron a brotar solas de sus labios.
—No sé qué palabras usar para justificarme. He sido boba, inmadura e
irresponsable y actué sin pensar en las consecuencias que podían acarrear mis
actos. Ni siquiera me paré a pensar que pudiera haber consecuencias. Mi
buena ama me lo advirtió… y no supe hacerle caso. —Se volvió en ese
instante para encontrarse con la mirada de Alberto, que la había seguido en
silencio, a escasa distancia—. No voy a ofrecerle un discurso, porque en
todas las cartas que le envié ya puse mi corazón, mi alma y mis afectos.
Hablaron las letras todo cuanto mi boca tuvo que callar, ¡por vergüenza, por
inmadurez! Le pedí disculpas… —inclinó la mirada mientras las lágrimas
acudían a empañar sus ojos—, ¡y hoy de nuevo se las pido! ¡Se las pediré mil
veces si es necesario con tal de que comprenda que estoy siendo sincera y
que me arrepiento de mi proceder!
—Aligere la culpa de su corazón, Ana, se lo ruego, porque no he venido a
buscar sus disculpas ni a torturarla con mi presencia. —La voz de Alberto
sonó suave como el terciopelo.
Ana frunció el ceño, confusa.
—¿Y qué otra cosa podría pretender de mí, aparte de mis disculpas? No
soy digna de ofrecerle ni de esperar nada más.
Alberto dio un paso hacia ella y atrapó sus manos trémulas entre las suyas.
—¡Ana, mi querida Ana! Tampoco yo fui sincero cuando me acerqué a
usted. No a sabiendas, por supuesto, sino por funestas casualidades del
destino. Fui silenciado por una tonta coincidencia y ya nunca más reparé en
el hecho de que no me había presentado correctamente. De que ni siquiera le
había dicho mi apellido, un apellido del que no dejo de avergonzarme.
Después, cuando debí comportarme como un hombre y demostrar la
veracidad de mis sentimientos, aquellos de los que tan alegremente hice
mención y que luego no supe sostener, solo fui capaz de huir como un
cobarde, abrumado por las circunstancias. Circunstancias ante las que la dejé
completamente sola. Soy yo el que pide perdón.
Ana negó con la cabeza y el siguió hablando.
—Tal vez, de haber sabido que yo era un Monterrey, me hubiera detestado,
así pensaba en todo momento. —La vehemencia de su tono se truncó de
golpe para dar paso a una repentina desolación—. Y no la culpo… Podría
detestarme en este preciso instante y seguiría sin culparla. Aunque me
retracte por mi cobardía, seguiré siendo un Monterrey.
Ana esbozó una amplia sonrisa. Y esta vez en absoluto forzada, sino
generosa y radiante como el sol que cada mañana asoma a la ventana. Las
lágrimas brillaban en sus ojos.
—Solo podría detestarle si mi corazón no albergara ya otro sentimiento
más intenso hacia usted.
Alberto correspondió a su sonrisa, súbitamente esperanzado.
—Entonces… ¿quiere decir que todavía hay esperanza para este pobre
infeliz? ¿Acaso es posible que nuestros sentimientos regresen a aquel punto
del pasado en el que le abrí mi corazón para ofrecérselo entero? ¿A aquel
punto en el que parecía usted dispuesta a corresponder a este pobre corazón?
—Muchas cosas han sucedido desde entonces, como sabe —habló ella,
tratando de serenarse—. Un compromiso… —Alberto rechinó los dientes y
apartó la mirada.
—Ese compromiso…
—El fallecimiento de mi padre, el cambio de tutor… —Ahora él devolvió a
ella su mirada obsidiana—. Doña Angustias ha sido nombrada mi tutora hasta
que yo alcance la mayoría de edad, lo que tendrá lugar dentro de cinco años.
Atendiendo a mis deseos y a la dirección que tomaron mis sentimientos, mi
tutora ha decidido felizmente disolver el compromiso adquirido con el señor
Monterrey.
Alberto soltó las manos de la joven para acunar con ellas su delicado
rostro, acariciando las mejillas con los pulgares. Su sonrisa, constante desde
hacía un rato, estalló en carcajada.
—Entonces, ¿es usted libre?
Ana se humedeció los labios solo para volver su sonrisa más radiante.
—Lo sería si mi corazón no perteneciera desde hace tiempo a otra persona.
A usted, querido Alberto.
Alberto exhaló para mirarla con dulzura.
—Mi querida Ana, mi dulce Ana… ¡Lo mismo me da Ana Guzmán que
Ana de Altamira! ¡La quise cuando la conocí, y sigo queriéndola hoy con
mayor ardor, pasión y corazón! —Afianzó sus manos enmarcando el adorado
rostro—. ¡Sé que no es propio, que el duelo está aún muy presente en su
corazón! —De nuevo exhaló inquieto, emocionado, alterado… enamorado—.
Pero… ¿hará el favor de aceptarme y ser mi esposa?
Ahora las lágrimas descendieron sin mesura por las mejillas de la joven,
humedeciendo los dedos que acunaban su rostro.
—¡Sí, y mil veces sí, mi muy querido Alberto!
Y se alzó levemente de puntillas mientras él se inclinaba hacia ella hasta
que sus labios se encontraron y sucedió un beso.

Jenaro Monterrey estaba que se lo llevaban los demonios. No podía creer


que aquella niñata y su estúpida perra guardiana se hubieran mofado de él.
¡Romper el compromiso! ¡Así, sin más! ¿Con qué derecho aquellas inútiles
mujeres habían hecho algo así? ¿Era legal? ¿Podía serlo? Parecía ser que sí,
según le había confirmado su propio abogado.
Con la impotencia y la rabia por bandera, descargó su puño contra la mesa.
Había perdonado y, por ende, perdido, una cantidad de dinero absolutamente
monstruosa a cambio de la posibilidad de gozar de aquella perita en dulce. ¡Y
ahora la perita acababa de agriársele sin siquiera haberla catado!
No iba a consentirlo, no iba a permitir que aquellas dos estúpidas, la
mocosa malcriada y su perra pachona, se mofaran de él como si de un
imberbe se tratara.
Había pretendido en un principio mofarse el padre, y él se lo había
impedido, así que no iba a consentir ahora que aquella zorrita envuelta en
gasas lo dejara en evidencia delante de todo el pueblo.
Airado, abandonó la casa con una firme determinación: ir al Pazo y
reclamar lo que era suyo. Si aquella estúpida seguía manteniendo la porfía de
negarse al compromiso, la tomaría allí mismo, la comprometería delante de
su gente y le quitaría todo resquicio de altivez para demostrarle que de Jenaro
Monterrey no se reía nadie, y menos una ridícula condesita.
Consumido por sus propios deseos, por la rabia más endemoniada,
enloquecido por el desaire y la lujuria, mandó ensillar uno de los caballos
más rápidos, un corcel brioso y joven. Necesitaba salvar la distancia que le
separaba de aquel nido de presuntuosos cuanto antes, necesitaba demostrarle
a aquella boba quién era el amo del juego.
Por supuesto, tuvieron que ayudarle a montar varios mozos. Aquel
ejemplar canela era mucho más alto y enérgico que el percherón que
acostumbraba a montar, y nada más sentir el ingente peso del jinete sobre su
lomo, se encabritó y empezó a patear el aire con los cascos delanteros.
Pero los ánimos de Monterrey no estaban para distracciones, y mucho
menos para tratar de aplacar a un animal demasiado alzado. Ya se encargaría
de bajarle los humos cuando estuvieran de regreso; unos buenos fustazos, y la
bravosidad de la juventud daría paso a la debida sumisión. Por el momento,
se contentó con descargar su fusta entre las orejas del animal, que recibió el
castigo desorbitando los ojos y relinchando inquieto. Después de hincarle los
talones en los costados, abandonó el patio a pleno galope, imprudencia que
por poco le tira de la montura y pone fin a su mente trastornada.
Pocos minutos después habían abandonado las callejuelas empedradas del
pueblo para recorrer a galope tendido los bosques circunvecinos. El animal se
deslizaba con la rapidez de un enviado del diablo y apenas obedecía las
directrices de su jinete, entre otras cosas porque éste le exigía a fustazos
correr más cuando era imposible, a menos que le salieran alas en los
costados. Espumarajeaba por la boca y los ollares, relinchaba y soltaba coces,
aun en pleno galope, y a pesar de aquellas claras señales de alerta, el
enervado jinete continuaba blasfemando e incordiándolo con sus castigos.
En un momento dado, cuando se vieron en la necesidad de salvar un
pequeño regato que cruzaba el camino, el animal se detuvo de golpe y
empezó a encabritarse sin control, alzando las patas delanteras y relinchando
como un poseso.
Monterrey trató de controlarlo tirando con fuerza de las riendas, pero
cuanto más tiraba para reprenderlo, más se alteraba el animal. Fue inevitable.
Con un violento y repentino quite, el anciano se soltó y cayó de espaldas
sobre una roca que asomaba en el ribazo. Ante tal visión, el caballo huyó
asustado lanzando coces y dejando atrás al incordio que le había torturado
desde el mismo momento que lo montó.
Jadeante, con el rostro contraído de dolor, Monterrey se llevó una mano al
pecho para tratar de acompasar la respiración, que ahora se había convertido
en un doloroso estertor. El corazón parecía salirse de su sitio para asomar a
través de la boca. Pero no se trataba del corazón, sino de una abundante
voluta de sangre que brotó de su garganta, manchando sus dientes de rojo y
amenazando con ahogarlo.
Jadeó y trató de que respirar a pesar del líquido denso que lo llenaba todo.
—¡Maldita sea la casa de Altamira! —farfulló, y acto seguido, cuando el
dolor que le atravesaba se volvió insoportable, ladeó la cabeza y la
inconsciencia se apoderó de sus sentidos.
Poco después, varios labriegos que regresaban a San Julián tras una jornada
en el campo encontraron al empresario a un lado del camino, lo reconocieron
y lo llevaron a casa en uno de sus carros agrícolas. Fue toda una odisea
levantarlo de donde estaba, y no solo por sus generosas dimensiones, sino
porque el hombre parecía hecho de frágil cristal. Donde quiera que se le
tocaran, le dolía, y cada mínimo movimiento acarreaba una sarta de
blasfemias y alaridos espeluznantes.
Una vez en la casa del empresario, y entre varios sirvientes, le recostaron
en el lecho. El anciano no dejaba de retorcerse y gemir, llegando incluso a
gritar a viva voz en algunos momentos. Fue llamado el doctor del pueblo, que
no se demoró más de media hora en personarse en la vivienda. Después de
examinarlo durante un buen rato, tratando de sobreponerse a los alaridos del
anciano y a sus reproches ante el dolor que le causaba la exploración,
determinó que Jenaro Monterrey se había fracturado la columna al caerse del
caballo y que varias costillas se habían roto y amenazaban con perforar los
pulmones. Era posible que, con ayuda de Dios, se salvara, puesto que el
trauma en la columna no llegaba a ser mortal, pero jamás volvería a poseer
movilidad en el cuerpo. Lo único que se podía hacer era administrarle
láudano de por vida para calmar el dolor, mantenerlo todo lo inmóvil que
fuere posible en aquella cama, rezar y tener paciencia. Si no se presentaban
hemorragias internas ni posteriores inflamaciones, si las costillas no
atravesaban el pulmón y soldaban con normalidad, era probable que
sobreviviera al golpe. De todos modos, resultaría prudente avisar a cualquier
familiar cercano.
Y así lo hicieron los sirvientes.

Si, tras la muerte del conde, Alberto consideró que Ana era mucho mejor
persona que él por ser capaz de sentir compasión hacia alguien que le había
causado tanto perjuicio en el pasado, ahora supo que su opinión de sí mismo
había sido muy pobre. Él era también una persona noble con un corazón
inmenso. Y tuvo certeza de ello cuando le llegó aviso al hostal de que su
padre acababa de sufrir un terrible accidente con un caballo.
El primer sentimiento que le sobrevino fue el de la compasión, seguido de
inmediato por la nostalgia. Se recordó a sí mismo de niño implorando cariño
a un hombre que lo único que sabía hacer era regañarlo por todo y vociferar,
en ocasiones incluso delante de invitados. Un hombre que le había levantado
la mano en múltiples ocasiones y que le había destrozado cientos de sueños
infantiles como quien desbarata un simple castillo de naipes.
Todo lo que él hacía estaba siempre mal, y su padre nunca se había
reprimido en hacérselo ver de este modo. Por tanto, después de la compasión
y la nostalgia, llegó la desilusión. Y el recuerdo de su madre, una mujer
bondadosa que, en su lecho de muerte, le había pedido que tuviera paciencia
con él. Con todo, Alberto jamás había respetado esa última petición: su padre
era un ser con el que le resultaba imposible ser paciente.
Acompañado por esos recuerdos, con el corazón traspasado de emociones y
mil sentimientos muy dispares batallando en su interior, se personó en casa
de Monterrey nada más recibió la noticia. Era su deber y su obligación, y él
era un hombre que siempre cumplía con sus obligaciones.
Lo encontró tumbado boca arriba en su cama, con la mirada inamovible en
los artesones del techo, las sábanas sometidas bajo los brazos y el cuerpo
rígido, cubierto por la colcha, que se adaptaba a su generosa silueta.
Cuando le vio entrar, el anciano giró la cabeza en su dirección y se le
quedó mirando sin articular palabra. Alberto no supo distinguir lo que vio en
su mirada: si era reproche, humillación, desprecio o repulsión. Lo que estaba
claro era que no había ni un atisbo de gratitud en sus pupilas, y mucho menos
de afecto.
—Padre… —murmuró, sacándose el sombrero y estrujándolo entre las
manos. Estaba claro que aquella imagen del viejo ogro imposibilitado era
mucho más de lo que su naturaleza podía soportar—. Padre, ¿cómo se
encuentra?
Tampoco resultaba agradable para el ogro sentirse mermado ante quienes
consideraba sus enemigos. Para confirmarlo, bufó y desvió la mirada al
techo.
—¿Cómo crees que me encuentro? —ladró—. ¿No me ves? ¡Estoy aquí
tirado como un mueble! ¡Convertido en un inútil!
A pesar del agrio recibimiento, Alberto sujetó el respaldo de una silla y la
acercó al lecho para sentarse en ella.
—El médico ha dicho que el láudano será un buen paliativo. Debe tomarlo
a cada hora para calmar el dolor —continuó hablando como si nada—. Al
principio será doloroso, seguramente padecerá usted grandes tormentos…
pero después el dolor amainará y lo llevará mejor. Podrá tener una vida más o
menos aceptable.
El hombre volvió hacia él una mirada iracunda.
—¿Y tú qué sabrás? ¿Acaso ahora los abogaduchos entienden de
medicina? —Frunció los labios en una mueca de desprecio—. No tienes ni
idea. Nunca la has tenido.
Alberto inclinó la mirada para fijarla en el ala de su sombrero, que hacía
girar a gran velocidad entre los dedos. El doloroso pasado volvía a salir de la
fosa donde lo había sepultado dentro de su cabeza. Siempre sucedía en
presencia de su padre, por eso procuraba evitar, dentro de lo posible, estar
junto a él. Pero ahora ese tiempo había pasado. El reinado de terror de Jenaro
Monterrey había tocado a su fin.
—Nunca me ha tenido en consideración. Siempre me ha hecho usted muy
infeliz, padre —declaró, con la vista aún anclada en su sombrero—. Yo
deseaba quererle, madre deseaba quererle… y nunca nos lo permitió. Apartó
de su lado con desdén a cuantos queríamos un poquito de su afecto. Usted
solo pensaba en su fábrica y en sus caprichos personales. Yo no importo, he
sabido salir adelante sin usted, he sabido asumir su indiferencia y convivir
con ella, pero mi pobre madre… la hizo usted sufrir muchísimo. La ha tratado
peor que… —un hondo sollozo le silenció—. No sé si alguna vez podré
perdonarle por ello. No sé si usted lo merece.
El anciano no respondió. Su pecho ascendía y descendía en agitado vaivén,
pero sus labios permanecían apretados.
—¿A eso has venido? ¿A hacerme reproches ahora que sabes que no puedo
valerme por mí mismo?
Alberto negó con la cabeza.
—No. No he venido a eso.
—¿A qué, entonces? ¿A burlarte de mí? ¿A regodearte de mi estado?
—Yo no soy como usted, padre. Jamás haría leña del árbol caído. Solo he
venido a presentarle mis respetos y a decirle que… —exhaló, alzando la
mirada hacia el rostro del anciano, que se contorsionaba de dolor, y tomó
fuerzas— que he contratado a dos enfermeras para que velen por usted día y
noche. En todo momento estará atendido y sus necesidades quedarán
perfectamente cubiertas. No tendrá de qué preocuparse ni temer por su
dignidad. Además, tendrá un médico personal a su entera disposición. Todo
ello costeado con mi sueldo de infeliz abogaducho.
El anciano torció los labios en una mueca de desprecio, evitando mirarle en
todo momento.
—¡No necesito de tu caridad, poseo suficiente dinero para mantenerme!
¿Qué te has creído?
—Lo sé, pero es algo que quiero hacer, quizás mi última obligación hacia
usted como hijo. —Se palmeó los muslos unos segundos antes de ponerse en
pie—. Quería informarle, además, de que, cuando llegué a San Julián, conocí
a una joven. —Esta vez el anciano giró el rostro para clavar en él una mirada
escéptica y, a la vez, burlona, satírica y malvada.
—¿Tú? ¿Has estado zascandileando con alguna campesina? ¡Y la has
dejado preñada! ¡Tan típico de ti caer tan bajo! ¡Nunca has tenido
aspiraciones, y ahora te enredas con una vulgar provinciana!
Alberto ignoró tal desprecio, consciente de la satisfacción que le reportaría
desvelar la realidad.
—No es algo que hubiera planeado y desde luego no era mi intención
buscar a una persona en la que depositar mis afectos. Mucho menos que esa
persona fuera capaz de corresponderlos con idéntica intensidad. Pero sucedió,
ha sido algo mágico e imparable, como el empuje del mar o la caída del ocaso
al final del día.
El anciano hizo una mueca ante el ridículo romanticismo que mostraba
aquel muchacho; desde luego, un hombre indigno de ser Monterrey.
—¡Qué falta de gusto referir a tu padre tus escarceos con una pueblerina
zafia y vulgar! ¿Es este el respeto que te inspiran mis circunstancias, que
vienes a traerme chismes que no me interesan?
Alberto ignoró el apunte y continuó.
—Le he pedido que sea mi esposa y ella me ha concedido el grandísimo
honor de aceptar.
—¿Quieres mi bendición? ¡Pues al demonio tú y tu ramera!
Alberto se silenció un minuto para tomar aire y continuar.
—Solo quería, ambos queríamos, que usted la conociera. Ella es la mujer
con la que me voy a casar. Es parte de mi alma, mi otra mitad.
Y para secundar sus palabras, se hizo ligeramente a un lado. Los ojos de
Monterrey se deslizaron en aquella dirección para encontrarse con la silueta
de Ana de Altamira, que aparecía con timidez bajo el umbral. Lo que
experimentó a continuación sería muy difícil de describir con palabras, pero,
haciendo un esfuerzo y tratando de ser fieles a la verdad, baste decir que su
rostro tornó completamente grana, hinchándose de inmediato, haciendo que
sus flácidas carnes bailaran ante la rabia que lo embargó. Sus ojos, inyectados
en sangre, casi se salieron de sus órbitas; sus fosas nasales se dilataron en pos
de una respiración entrecortada, y su boca empezó a farfullar palabras
inconexas, salivando y espumando a partes iguales, tal era la furia y el
desprecio que gobernaba aquel alma infame.
Alberto se cuadró ante él y cabeceó a modo de despedida.
—Buenos días tenga usted, padre.
Se volvió para tomar a Ana de la mano y juntos abandonaron la estancia.
Epílogo
Alberto y Ana de Altamira se casaron apenas un mes después. En respeto a la
situación de duelo de la novia, la boda no tuvo mayor repercusión por deseo
expreso de ambos contrayentes, y se celebró en la capilla del Pazo en
absoluta intimidad. Tan solo los integrantes del servicio, la muy querida nana
y algunos de los amigos más íntimos de Alberto, entre ellos su socio de la
capital, fueron testigos de su promesa de amor eterno.
La noche de bodas, mientras Ana se desvestía en su alcoba con ayuda de
Silvana, su doncella personal, encontró entre sus cobijas una carta
perfectamente doblada. En ella destacaban las palabras que un Alberto
enamorado derramaba sobre el papel desde lo más profundo y sincero de su
corazón.

Ana, mi dulce Ana, no quiero más paraíso que el que me sea concedido a
tu lado. Te amo y te amaré mientras quede un aliento de vida en mi
alma.
Tuyo eternamente,
Alberto.

Se llevó el papel al pecho, lo besó después y lo humedeció con sus labios.


Porque amaba a Alberto con toda su alma y lo amaría mientras existiera un
resquicio de vida en su cuerpo, tal y como expresaba él.

Los nuevos condes de Rebolada convirtieron el Pazo en su hogar. Alberto


continuó manteniendo la sociedad en su bufete de la capital, pero asimismo
abrió su propio despacho en el pueblo de San Julián y pasó a hacerse cargo de
los asuntos legales del Pazo.
Aunque los casos que se le presentaban no iban más allá de simples
contiendas entre vecinos por cuestiones de marcos que, inexplicablemente,
cambiaban su posicionamiento, hurtos en corrales o refriegas en las tabernas,
el señor letrado supo encontrar un cierto equilibrio, no exento de
divertimento, en el hecho de representar la justicia en aquel lugar.
Ana jugó un papel muy importante en la administración de las propiedades
y, asesorada por su esposo, consiguió saldar las deudas contraídas por su
padre y sacar adelante la hacienda. Aunque en el proceso tuvo que
desprenderse de muchos terrenos, obras de arte, reses y objetos personales, el
beneficio que obtuvo después resultó mayor y más satisfactorio. Nada hay
comparable a la paz del alma, la cabeza descansada y la plenitud del corazón.

Jenaro Monterrey vivió todavía muchos años más, y ese sin duda fue su
mayor castigo. Obligado por su incapacidad, cedió la gerencia de su empresa
de salazones y conservas al capataz, que más tarde acabó por comprar todas
las acciones y convertirse en único propietario. Además, la presencia de su
hijo, que acudía a visitarle una vez cada quince días, le hacía hervir la sangre.
Aunque ni siquiera intercambiaban una sola palabra, el hecho de verle feliz y
con los ojos radiantes de dicha solo conseguía enfurecerle por dentro. Porque
la buena vida que aquel necio se estaba dando, su libre disposición del Pazo y
de todas las propiedades vinculadas, y el goce que le ofrecería aquella loba
con piel de cordero eran cosas que debería estar disfrutando él, en lugar de
pudrirse en una cama.
Lo que desconocía tal vez Monterrey era que Alberto no solo gozaba del
respeto y la admiración de todo el condado, y de los privilegios de conde
consorte, sino, además, de todos los afectos y glorias que albergaba el
corazón de su condesa.
Agradecimientos
A veces, solo a veces, los sueños se hacen realidad; y si para la consecución
de dichos sueños han intervenido diversas almas, una se ve en la imperiosa
—y gloriosa— obligación de mostrar su gratitud a todas y cada una de ellas.
Gracias, mil veces gracias al maravilloso equipo de Titania editorial, por su
profesionalidad, su confianza, por apostar por esta soñadora sin remedio y
por manejar con tanta destreza la varita mágica hacedora de sueños. Gracias
especialmente a Soledad, y a Esther, mi editora, por su cercanía, su apoyo
incondicional, su comprensión y su infinita paciencia. Ambas sois las
perfectas hadas madrinas.
A Olalla Pons, por prestarme a Lucero y por hablarme de Pequitas. Te
adoro.
A Kelly Dreams, porque hay lazos que no necesitan ser de sangre para
resultar inquebrantables, y tú eres mi hermana. Gracias por mantenerme
cuerda.
A mi querida Marta Fernández, gran amiga, mejor persona e increíble
apoyo. Por todo, lo sabes, te adoro y te quiero siempre en mi vida. Gracias
por acompañarme en la lucha.
A Silvana, Mily y Ana, os quiero y os debo mucho. Gracias por estar a mi
lado, auparme cuando me caigo, reñirme cuando me rindo y quererme
siempre.
A Eva María Rendón, por ser lectora emotiva, entusiasta y sensible, una
amiga cariñosa y una gran persona.
A Patricia Rodríguez, por tantos momentos compartidos de risas y ánimos.
Y que sean muchos más.
A Claudia Cardozo, por estar y formar parte de mi vida, ya para siempre.
A Tamara López, por ser mi amuleto en esta aventura.
A mis niñas de ultramar, Patricia Lodigiani, Leticia Aparicio, Anabel
Reyes, Sandra Arredondo y Micaela González, por quedarse a mi lado y
soñar.
A Miranda Kellaway, por haber reaparecido cuando más te necesitaba. En
realidad, por no haberte ido nunca.
A Monserrat Suáñez, por esos mails intercambiados sobre la nobleza
española del XIX y los derechos legales de las hidalgas menores de edad.
A Diego y a Elizabeth, la piedra angular de mi existencia, mi ás de guía, el
faro imperturbable en la tempestad. Por vosotros, todo, sin vosotros, nada.

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