Ensayos y Conferencias

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ENSAYOS Y

CONFERENCIAS

José Luis Ramírez


ÍNDICE

José Luis Ramírez (currículum)…………………………………………………………3


El significado del silencio y el silencio del significado…………………………………9
La existencia de la ironía como ironía de la existencia………………………………...30
Democracia como estructura y como forma de vida…………………………………...55
Los límites de la democracia y el quehacer educativo…………………………………72
El espacio del género y el género del espacio………………………………………….86
La ciudad y el sentido del quehacer ciudadano………………………………………...96
La teoría del diseño y el diseño de la teoría…………………………………………..110
Ciencia social y mitologías modernas………………………………………………...121
La invención de territorios: “yo”, “el otro”, “el mundo”, “el cosmos”……………….136
Arte de hablar y arte de decir………………………………………………………….142
Homo instrumentalis…………………………………………………………………..155
3

JOSÉ LUIS RAMÍREZ

Datos Personales
Antecedentes Académicos y actividades profesionales
Publicaciones
Otros

Datos Personales

RAMÍREZ GONZÀLEZ, José Luis

Nacido en Madrid , 1935.

Antecedentes Académicos y actvidades profesionales

-Examen de Magisterio 1956

-Examen de ingreso en Filosofía y Letras (Madrid).

-Estudios comunes y estudios de licenciatura en Filosofía (Madrid 1956-1960)

-Estudios de Filosofía y Filología en Marburg (Tyskland) 1960-62

-Estudios de Filosofia teórica y filología hispánica, Uppsala 1962-1965, -Estudios de


Filosofía práctica y de fonética, Stockholm 1965-67.

-Redactor de Radio Suecia, Servicio internacional, sección de programas en español,


1974-1977

-Bibliotecario del Archivo Histórico del Movimiento Obrero, Stockholm 1967-1976.


Redactor de la revista Punto de Vista difundida en todo el ámbito sindical de habla
hispana (España clandestinamente y Latinoamérica).

-Concejal del Ayuntamiento de Haninge y miembro de su Junta de Gobierno, 1970-


1980. Entre 1977 y 1980 Teniente de Alcalde responsable del Plan Municipal.
Responsable de varios projectos municipales de participación ciudadana, Presidente del
Comité Municipal de Información, de la Junta de Inmigración, de una Fundación
Municipal de Viviendas y de una decena más de poyectos y comisiones.

-Jefe Municipal de la Sección de Cultura y Bibliotecas del Ayuntamiento de Ludvika,


1980-1984
4

-Participante en el Curso anual de Postgrado del Instituto Nórdico de Planificación


(Nordplan), Stockholm 1981.

-Curso de doctorado en planificación (Nordplan), Stockholm 1984-1987

-Profesor asistente de cursos de doctorado del Instituto Nórdico de Planificación


(Nordplan), Stockholm 1987-1993

-Creador y director del curso Filosofía para planificadores e investigadores de


planificación (Nordplan) 1990 y 1991.

-Profesor y co-director, junto con el catedrático, del curso anual de 5 semanas en Teoría
de la acción como ciencia humana (Nordplan) 1992-1996.

-Director de un proyecto de investigación sobre Teoría de la Acción y de la


Planificación como ciencia humana, financiado por el Consejo de Investigaciones
Urbanísticas, 1993-1995.

-Lectura (presentación y defensa) de la tesis doctoral: Skapande mening - bidrag till en


humanvetenskaplig handlings- och planeringsteori («El sentido creador -
fundamentación de una teoría de la acción y la planificación como ciencia humana» el 5
de mayo de 1995. ( Como es costumbre en Suecia. La defensa frente a dos oponentes
seguida de preguntas del jurado (5 personas) y ex auditorio)

-Oponente de tesis doctoral (Inga Michaeli Omsorg och rättvisa, «Atención social y
justicia», Nordplan, 11/12 1995)

-Oponente de tesis doctoral (Christina Mörtberg: Gränsvandrerskor formas och formar


informationsteknologi sobre la mujer y la nueva tecnología informática, Universidad
ténica de Luleå, Sección de Ciencias del Trabajo, 15/5 1997).

-Promovido a Docente en Planificación Territorial en la Sección de Infrastructura y


Planificación Pública de la Escuela Superior Politécnica de Estocolmo el 13/6 1997.
Lección magistral: Sobre el conocimiento tácito de los planificadores.

-Designado profesor de Teoría de la acción y de la planificación en la Institución de


Arquitectura del Paisaje de la Universidad Agraria.

- Ramírez cuenta con 30 años de intensa actividad como conferenciante y director de


seminarios y 10 años como organizador de cursos.

Publicaciones

1. Mjukdata i samhällsplaneringen (sobre el método cualitativo en planificación


pública) Conferencia de la Federación Sueca de Municipios, Stockholm, 1978).

2. Haninge centrum - beskrivning av ett politiskt problem (Planificación del Centro


Comercial de Haninge, problemática) Ayuntamiento de Haninge, 1977.
5

3. Haninge centrum - återblick och slutsatser (Idem, recopilación de un debate y


conclusiones) Ayuntamiento de Haninge, 1978.

4. Kommunplaneringen i Haninge - en modell för kommunal planeringsverksamhet,


(Conceptos y proceso de la planificación municipal) Ayuntamiento de Haninge, 1979.

5. Presentación de los métodos de participación ciudadana en el Ayuntamiento de


Haninge. Conferencia sobre Medborgarinflytande i kommunal planering red. Örjan
Wikforss, Karin Fridell, Byggforskningsrådet, Stockholm, 1980.

6. Planering för kultur i kommunen (Planificación cultural en un municipio) Plan 3-


4/1981.

7. Individens ställning i det kommunala självstyret, Nordplan, Med. 1985:11,


Stockholm. (Véase 13)

8. Om frihet («Sobre la libertad) Nordplan, Med. 1986:4, Stockholm.

9. Handlingsfrihetens villkor. En undersökning av pliktens och ansvarets problematik


(Las condiciones de la libertad de acción - Un estudio sobre el deber y la
responsabilidad») Nordplan, Med. 1987:1, Stockholm.

10. Arbete och ekonomi - Om möjliga och omöjliga framtider. (Nordplan, Med. 1988:5).

11. Notas sobre fenomenología semántica. Congreso internacional de fenomenología.


Santiago de Compostela, 1988.

12. Categorías de vida urbana pública y privada. Jornadas de Sociología y vida urbana,
Barcelona, 1989.

13. Individuo y sociedad en la Suecia actual. Un estudio de la transformación histórica


del sistema local de autogobierno, ("Ética día tras día - Homenaje al profesor
Aranguren", Trotta, Madrid, 1991).

14. El significado del silencio y el silencio del significado, Universidad de Verano, San
Roque (Cádiz); Ed. Alianza, Madrid, 1992.

15. La retórica como lógica de la evaluación, Sociedad española de pedagogía, Revista


Bordón, Vol. 43 nº4, Madrid, 1992.

16. La participación ciudadana en los países nórdicos. Conferencia Europea sobre


Participación Ciudadana en los Municipios, Córdoba, 1992 (Publicado en separata de la
Comunidad de Madrid).

17. Positivism eller hermeneutik(«Positivismo o hermenéutica») Nordplan, Med.


1992:2, Stockholm.

18. Stadens dubbla betydelse eller Stadsbyggnad som logik och som retorik («Los dos
significados de la ciudad», Nordisk Arkitekturforskning, nr.3/1993.
6

19. Strukturer och livsformer. Om design i ett humanvetenskapligt perspektiv,


(«Estructuras y formas de vida - Sobre el diseño desde una perspectiva humanística»)
Nordplan, Med. 1993:3, Stockholm.

20. Democracia como estructura y como forma de vida, Conferencia »Variedades y


límites de la democracia», Universidad Internacional »Menéndez Pelayo», Valencia,
1993.

21. Förnuft som plats för känsla («La razón como lugar del sentimiento», capítulo de un
libro sobre el sentimiento y el lugar), BFR, Stockholm, 1994.

22. La existencia de la ironía como ironía de la existencia, Universidad de Verano


1993, San Roque (Cádiz).

23. Los límites de la democracia y la educación, ICE, Universitat de Lleida. 1994.

24. Inom Europas gränser - Iberien och Skandinavien / En un contorno europeo - Iberia
y Escandinavia (bilingüe), Nordplan Med. 1994:4, Stockholm.

25. Två kiasmer av tystnad och ironi («Dos quiasmos de silencio e ironía» recopilación
bilingë de los textos 14 y 22), Nordplan, Med. 1995:1, Stockholm.

26. Artículos "Retórica" y "Val d'Aran" para el nº 10 de la Revista MAMA (Magasin


för modern arkitektur: En stadens encyklopedi «Una enciclopedia de la ciudad», 1995.

27. Skapande mening - Bidrag till en humanvetenskaplig handlingsteori, («El sentido


creador - Aportación a una teoría científicohumana de la acción») Nordplans
avhandlingsserie 13:1, Stockholm, 1995.

28. Skapande mening - En begreppsgenealogisk undersökning om rationalitet,


vetenskap och planering, («El sentido creador - Una investigación
genealógicoconceptual de la racionalidad, la ciencia y la planificación») Nordplans
avhandlingsserie 13:2, Stockholm, 1995.

29. Om meningens nedkomst - En studie i antropologisk tropologi («El parto del sentido
- Un estudio de tropología antropológica») Nordplans avhandlingsserie 13:3,
Stockholm, 1995.

30. Designteori och teoridesign, Nordplans Medd. 1995:3, Stockholm. (Véase 41)

31. Retorik och samhälle («Retórica y sociedad») Dokumentos de un simposio


(redacción y artículos) Nordplans Rapport 1995:2, Stockholm.

32. La ciudad y el sentido del quehacer ciudadano, ICE, Universitat de Lleida, 1995.

33. El exilio como forma de vida, (Conferencias en castellano sobre "El exilio y la
literatura") Nordplan, 1995.

34. Ps. 6996: Lära och leva - leva och lära. Om kiasmens heuristik och om kunskapsetik
(«Sobre la heurística del quiasmo y sobre la ética del saber» en Chimärerna - Porträtt
7

från en forskarutbildning, Nordiska institutet för samhällsplanering 1971-1985, red.


Gunnar Olsson, Nordplan 1996).

35. Planering är mer än konsekvensanalys («La planificación es algo más que análisis
de consecuencias», artículo de debate, Revista PLAN 3-1996)

36. Genmäle till Kaj Nymans recension av José Luis Ramírez avhandling (Respuesta a
la recensión de Kaj Nyman sobre la tesis doctoral de JLRamírez en la Revista Nordisk
arkitekturforskning, 1996-2).

37. Humanism som romantik och som vetenskap («El humanismo como romanticismo y
como ciencia», artículo de debate en la Revista PLAN, 1996)

38. Planeringsteori som humanvetenskaplig aktivitet («La planificación como actividad


humanocientífica» en Poste restante, red. Gunnar Olsson, Nordplan, 1996).

39. El espacio del género y el género del espacio. Revista ASTRÁGALO, Madrid, nov.
1996.

40. Om K O Arnstbergs School of Planning och andra dyrbara sagor («Acerca de la


School of Planning de K O Arnstberg y otros cuentos costosos» Réplica final a un
debate en la Revista PLAN 1-1997).

41. La teoría del diseño y el diseño de la teoría (Revista ASTRÁGALO, Alcalá-


Valladolid, aug. 1997)

42. Konsten att tala - Konsten att säga. En botanisering i retorikens trädgård («Arte de
hablar y arte de decir - Una excursión botánica en el jardín de la retórica» en la Revista
RHETORICA SCANDINAVICA, NR. 3/1997).

43. Synekdoke: Om begreppsfenomenologi och om retorik som praktikens kunskapsteori


(«Sinécdoque: sobre fenomenología del concepto y sobre retórica como teoría del
conocimiento práctico») Conferencia sobre Conocimiento y Acción, Sociologiska
institutionen, Lund, 1997.

44. Ciencia social y mitologías modernas: un estudio de las metonimias del pensar
(Comunicación al simposio "Hacia una ideología para el siglo XXI", Asociación
Española de Estudios Canadienses & Instituto de Filosofía del CSIC, Residencia de
Estudiantes, Madrid, 21-23 noviembre 1997.

45. La invenció de territoris: "jo", "l'altre", "el món", "el cosmos", Revista Transversal,
6.1998, Lleida.

Otros

Corresponsal de la Revista CIUDAD Y TERRITORIO, Ministerio de Medio Ambiente.


8

Miembro del Consejo de Redacción de la revista Rhetorica Scandinavica.


9

EL SIGNIFICADO DEL SILENCIO Y EL SILENCIO DEL SIGNIFICADO

José Luis Ramírez

Ponencia leída ante el Seminario de Antropología de la conducta, Universidad de


Verano, San Roque (Cádiz), 1989. Publicado en Castilla del Pino, Carlos (Compilador).
El silencio. Madrid: Alianza Editorial, 1992.

Dedicatoria

Al visitar por vez primera esta ilustre provincia andaluza de Cádiz, siendo el motivo de
la visita intervenir en este seminario relacionado con el tema del lenguaje, quiero
aprovechar la ocasión para honrar la memoria de un ilustre lingüista gaditano, nacido en
1822 y fallecido en 1910, cuya obra, a través de discípulos, contribuyó en mi juventud a
cimentar mi interés por la filosofía del lenguaje. Me refiero al autor de la magna
Arquitectura de las Lenguas y Del Arte de hablar o Gramática filosófica de la lengua
castellana, don Eduardo Benot, cuyas ideas lingüísticas, hoy totalmente ignoradas,
adelantan análisis estructuralistas que años después habrían de hacer famosos a otros.
Hora sería de que su obra fuera desempolvada y sacada de nuevo a luz en esta
universidad gaditana.

Silencio y lingüística. Preámbulo

Nos hemos reunido en este seminario de verano y en este rincón andaluz de España para
dedicarnos durante tres días a hurgar en los entresijos de esa realidad enigmática e
inaprehensible que llamamos silencio. La tarea que se me ha encomendado con miras a
este seminario es la de abordar el problema del silencio como signo, lo que equivale a
considerarlo como algo dotado de sentido y, por tanto, portador de esa estructura de
significante y significado que va asociada al nombre de Saussure. El gaditano Benot, en
su obra póstuma de 1910, escribía: «Para que una cosa sea signo, basta una sola
inteligencia que perciba relación entre lo significante y lo significado. Mas para que
algo sea signo de lenguaje, se necesitan dos inteligencias: una que expresamente haga
aparecer la cosa significante con intención de dar a conocer una relación entre ella y la
cosa significada, y otra inteligencia perceptora de esa relacion.» Apuntaba aquí Benot a
la diferencia entre lo semiótico y lo estrictamente lingüístico, diferencia que tendrá
cierta relevancia para mi consideración del significado del silencio. El fenómeno
lingüístico es un caso específico de lo semiótico. Utilizar el lenguaje como modelo
general para estudiar fenómenos semióticos, lingüísticos o no lingüísticos, no está
exento de confusiones.

El problema del silencio ha sido suscitado, en ocasiones, por el estudio del lenguaje.
Algunos investigadores, entre los que se encuentra el ilustre director de este seminario,
han advertido la poca atención prestada al problema del silencio en las investigaciones
lingüísticas. Parece como si se pretendiera postular una concepción del lenguaje que
incluya su propia negación, como una síntesis hegeliana del decir y del no decir. Pues,
se piensa, si la función expresiva es característica del lenguaje, el silencio, cuya
10

expresividad es manifiesta, ha de ser de interés para los estudios lingüísticos. No faltan


autores que, de la constatación de que el lenguaje es expresivo, concluyen que todo lo
expresivo es lenguaje. La palabra «lenguaje» es utilizada entonces en sentido
metafórico. A esa primacía absoluta atribuida al lenguaje contribuye, de un lado, el
hecho de que el lenguaje, indudablemente, es el instrumento más desarrollado de la
expresión humana, y, de otro, su antinómica naturaleza, ya que, siendo el lenguaje una
parte de la realidad que entendemos, tiene como función la de representar toda realidad,
inclusive la suya propia.

Mi interés personal por el tema del silencio no fue, sin embargo, suscitado por el
lenguaje, sino por el contraste entre el ambiente hispano en que crecí y me formé y el
contorno social sueco al que emigré ya hace 27 años. Mi adaptación a una sociedad
política y culturalmente diferente me hizo advertir la presencia de silencios donde cabía
esperar palabras y también, aunque con menos frecuencia, de palabras donde se
esperaban silencios. Esto me hizo consciente de que el uso y el sentido del silencio
ofrecían matices diferenciales muy reveladores. La comprensión de la realidad del
silencio, para la que había sido, si no ciego, sordo en mi propia cultura, mostró ser muy
valiosa para entender la cultura nórdica en que me estaba adentrando. Y aun cuando el
silencio se manifestaba en la ausencia de palabras, se me hizo evidente que su
comprensión no se lograba adecuadamente reduciendo el silencio a la condición de
hecho lingüístico, sino entendiendo tanto el silencio como la palabra hablada como el
cemento que une a individuo y sociedad. En la expresión «individuo y sociedad» el
elemento más importante no viene dado por ninguno de los dos sustantivos, sino por la
conjunción «y», que los une por el hecho de separarlos y los separa por el hecho de
unirlos. Es importante, pues, colocarse, como el dios Jano, en la frontera marcada por
esa conjunción, para contemplar las dos vertientes articuladoras de toda vida humana y
social en mutua dependencia e interacción.

El propio Saussure intuyó -como Benot había hecho a su modo- que la estructura de
significado y significante, característica del signo, transcendía el ámbito lingüístico,
subsumiéndolo dentro del sistema de los signos humanos en general. He ahí el porqué
de la aparición de una teoría de los signos o semiología, un saber que, según Barthes (a
mi juicio con gran razón) todavía está por construir, por más que su bibliografía resulte
ya inabarcable.

Cada vez que hablamos y cada vez que nos negamos a hablar nos vemos implicados en
un acto de poder. Al propio tiempo que hacemos uso de competencias en las que somos
partícipes, luchamos contra un poder que se erige dentro de nosotros mismos. «Toda
palabra -ha dicho Maurice Blanchot- es violencia.» «Y al mismo tiempo -dirá- sabemos
bien que los que discuten no se golpean y que el lenguaje es la empresa mediante la cual
la violencia renuncia a ser abierta para hacerse secreta.» La relación sociedad/individuo
se formaliza, en la obra saussuriana, en la dicotomía de la lengua y el habla. La
diferencia entre estos dos niveles del hecho lingüístico es notable. El nivel o espacio de
la lengua, que es abstracto y teórico, equivale a una descripción y se halla orientado al
pasado, mientras que el ámbito del habla, que es concreto y empíricamente verificable,
es creador y está orientado al futuro. La lengua es norma establecida, el habla es acción
fluyente e inapresable. La primera es de índole parmenídea, la segunda de carácter
heraclíteo.
11

Las teorías lingüísticas -con excepción quizá de algunas que se ocupan del lenguaje
poético- están dominadas por la perspectiva de la lengua y las semiologías al uso
manifiestan también un cierto horror por la perspectiva del habla, pues, como dice
Umberto Eco «el signo se puede estudiar y definir a nivel de la lengua, en cambio, a
nivel del habla, parece escapar a toda determinación». Al eludir el habla y colocarse en
el ángulo de visión de la lengua, tanto la lingüística como la semiótica se someten sin
saberlo a la perspectiva del poder, contribuyendo así (como ha visto Bourdieu) a su
legitimación. Ello conduce a una serie de concepciones equívocas como es la reducción
del significante al término aislado, concebido éste, por añadidura, en analogía con el
sustantivo designador de cosas físicas discernibles por la vista y el tacto, como si el
mundo a que se refieren los signos del lenguaje estuviera totalmente integrado por
caballos, árboles, mesas y cosas por el estilo. La ortodoxia lingüística ha logrado
también dar por supuesta e indiscutible la tesis de que la conexión entre significante y
significado es unívoca y producto de una convención. El convencionalismo de la lengua
es, sin embargo, tan ficticio como los supuestos contratos sociales originarios del estado
en las filosofías políticas. Con excepción de ciertos términos de jergas especiales y de
señales o consignas que son producto de un acuerdo entre individuos, los signos y sus
significados establecidos son producto de una invención impuesta, no de una
convención. Arbitrariedad del signo lingüístico quizá, convencionalidad jamás. El
sentido oficialmente «aceptado» por la lengua y constantemente amenazado por las
libertades que el habla se toma, es, en el caso de los signos socialmente establecidos (y
el lenguaje es un sistema de signos de esa índole), una imposición sociocultural. En el
caso de los signos naturales, en cambio (cuyo ejemplo clásico es el humo como signo
del fuego) la imposición es obra de la fuerza de los hechos.

Un estudio del lenguaje como acto de habla presta atención primordial al discurso, al
contexto y a la connotación, no a los términos ni a la denotación estricta, y se interesa
más por la hermenéutica y los juegos de lenguaje que por los códigos y los mensajes
estereotipados. Umberto Eco coincide en esta opinión, diciendo acertadamente que «en
la hermenéutica no se construye ninguna teoría de las convenciones sígnicas: se
escucha, con espíritu de fidelidad, una voz que habla desde aquel lugar en el que no
existen convenciones, porque sigue directamente al hombre». Por eso recomienda, a
renglón seguido, a los que estén imbuidos de esa manía hermenéutica, que abandonen la
lectura de su libro.

Julia Kristeva abriga el deseo de que se desarrolle una lingüística del habla. No sé si eso
es posible, aunque hay que reconocer que ésa es la intención, por lo menos inicial, de
Chomsky. A nivel semiótico tenemos la metapsicología lacaniana como, a mi juicio, el
mejor de los esfuerzos en ese sentido. Como es sabido, fundamenta Lacan su
concepción en la tesis de que el inconsciente está estructurado como un lenguaje.
Expresión no totalmente carente de equívoco, que yo desearía reformular diciendo que
el inconsciente está estructurado semióticamente.

Aunque este preámbulo se dilate un poco, no quiero dejar de nombrar la importancia


para una semiótica del habla de ciertas aportaciones de la retórica clásica,
tradicionalmente consideradas como cuestiones puramente lingüísticas, que se están
sacudiendo esa etiqueta para exhibir su oculto significado psíquico y no sé si incluso
biológico, precursor y aun condicionante del lenguaje. Durante estos últimos años he
llegado a la conclusión de que la comprensión de lo antropológico ha de comenzar por
la de lo tropológico y que una investigación del fenómeno de la metonimia (ese viejo
12

mecanismo de cambios de sentido basado en la contigüidad) considerado no como mero


recurso expresivo, sino como la respuesta de la mente humana a una realidad en
permanente cambio, puede ayudarnos a comprender qué es eso que llamamos mundo y
qué son los signos que lo constituyen, siendo signos y mundo, para mí, dos expresiones
que, como el lucero matutino y el vespertino para Frege, poseen idéntica referencia
aunque tengan diferente sentido. Lo que Lacan llama deseo, y yo instinto, metonímico,
es la fuerza que dirige la construcción del mundo humano y de sus signos. Lo que yo
por mi parte (y quizá Lacan por la suya) pretendo, es alcanzar no ya una semiología,
sino una semiosofía supletoria de la tradicional filosofía del conocimiento y
fundamentadora de una forma de entender la filosofía primera o metafísica.

Silencio y sentido

Al adentrarnos en la problemática del silencio considerado como signo, y de sus


significados, sostengo, por tanto, que ese tema, aun en el caso de que interpretáramos el
silencio como hecho estrictamente lingüístico, sólo es posible tratarlo desde el punto de
vista del habla y no de la lengua. Preguntarse lo que significa el silencio en un caso
determinado no equivale a preguntar qué significa una cosa determinada, sino qué
significa el hecho de que alguien, en un momento determinado, no diga nada. Qué
quiere decir el no decir nada en ese caso concreto. Pues tan difícil sería codificar a priori
un significado del no decir nada en general, como saber qué valor concreto van a
adoptar los comodines de una baraja antes de comenzar el juego y haber repartido las
cartas.

Mientras la lengua tiene como modelo lo visual, siendo su expresión más perfecta el
lenguaje escrito, el habla prefiere el oído y gusta del lenguaje oral. Si el silencio es
primordialmente algo, es silencio auditivo, no visual.

Considerar al silencio como signo es tratar de discernir la relación entre significado y


significante de la famosa fracción Saussuriana. Pero el modo de representar dicha
fracción, mediante una «S» (grande) y otra «s» (pequeña), escritas ambas, una sobre la
otra, en la misma superficie visible del papel, se presta a equívocos. La «s» del
significado no se oculta tras de la «S» del significante, como cabría esperar y la teoría
estructuralista promete, sino que ambas se escriben inconsecuentemente en forma
visible, una como numerador y otra como denominador. La fracción saussuriana
adolece además de la ambigüedad de que el significante tiende a entenderse como una
imagen mental en la que se dan cita confusa la palabra y el concepto de una cosa.

Quiero suponer que ninguno de los que me escuchan está esperando de mí una mera
elucidación de lo que significa la palabra silencio, sino más bien de lo que significa el
silencio mismo, al que a veces damos nombre y otras veces solamente exhibimos, como
hecho no nombrado. Esto fortalece mi opinión de que el silencio como signo debe ser
considerado semióticamente, más bien que lingüísticamente.

Voy a desarrollar mi consideración del silencio dentro de tres esferas de sentido. Una
abarcará el Silencio, en singular, y las otras dos los silencios, en plural. La primera de
estas dos últimas incluirá el silencio en sentido propio, como hecho social,
comprendiendo la segunda al silencio como lo tácito en el decir. Sólo el hecho social del
silencio, pues, que trataré en segundo lugar, lo es en acepción primaria, los otros dos
sentidos son figurados, metafórico el uno y metonímico el otro.
13

Resumiendo el esquema a seguir:

1. El Silencio (acepción metafórica).


2. Los silencios,
a) como hecho social (acepción primaria)
como lo tácito en el decir (acepción metonímica).

Empiezo con una distinción entre el Silencio y los silencios (y escribo el silencio en
singular y con mayúscula) porque es necesario que cobremos conciencia de que el paso
del plural al singular en la forma determinada de los sustantivos de las gramáticas
occidentales, no supone un mero cambio de número gramatical, sino que
fundamentalmente encierra una mutación metonímica de sentido. La realidad
empíricamente observable de las cosas es siempre plural. Lo que empíricamente
observamos son los hombres, los árboles, las casas. Pero cuando de «los hombres»
pasamos a «el hombre» (respectivamente «el árbol», «la casa»), nos elevamos de lo
concreto a lo abstracto y universal, a la esencia, realizando así una de las metonimias
fundamentales del ontocentrismo occidental0.(1). Pues lo mismo que el rey Midas
convertía en oro todo cuanto tocaba, nuestro padre Parménides nos enseñó a congelar la
realidad cambiante en formas abstractas y sustantivas, en esencias, estableciendo así una
forma de pensamiento ontocéntrico, origen remoto de nuestra civilización tecnológica,
cuyos cimientos fueran echados por el platonismo y reforzados por el aristotelismo. El
concepto de Ente es una operación metonímica originaria, creadora de los signos del
mundo sobre los que descansa nuestro conocimiento, ya que conocimiento humano es
siempre conocimiento de algo (la realidad) mediante algo distinto (el signo).

El Silencio como entidad es una construcción abstracta con raíces en el pensar mítico,
mientras que los silencios son propiamente hechos, acciones, cuya condición queda
falseada al someterlos a la forma gramatical del sustantivo.

En consecuencia, con la concepción de Parménides, padre del ontocentrismo occidental


(ese coloso cuyos pies de arcilla quedan al descubierto en las aporías de Zenón de Elea),
el silencio, como la ausencia, pertenecería al ámbito del no ser. «No se puede pensar ni
decir lo que no es», afirmaba Parménides, contradiciéndose al decir lo (según él)
indecible. Según eso, del silencio no podría haber discurso ni ciencia alguna. Mas lo que
la semiótica puede enseñarnos, poniendo patas arriba al padre Parménides, es que todo
aquello que decimos o pensamos, por el hecho de decirlo o pensarlo, ya es. Es decir, que
todo aquello a lo que damos sentido pensándolo y diciéndolo, aunque sea el mismísimo
No Ser, pasa automáticamente a integrar el reino del ser. Podríamos ilustrarlo de la
siguiente manera:

SER
SER NO-SER

En el callejón sin salida del ser parmenídeo construyó Aristóteles la salida de


emergencia de la analogía del ser, sin renunciar por ello a la herencia ideológica
eleática.

Palabras como «caballo», «árbol», «mesa», son signos lingüísticos de otros signos que
son la propia idea de caballo, árbol y mesa, construída a su vez a partir de una
interpretación de sensaciones que representan objetos bien delimitados. Pues, como dice
14

Vico (De Antiquissima), «así como las palabras son los símbolos y notas de las ideas,
las ideas son los símbolos y notas de las cosas». Otros sustantivos de la lengua, que son
mayoría (y me limito aquí a la categoría de sustantivo, para simplificar) son signos que,
si bien no crean la realidad, sí crean en la realidad aquello que expresan, su sentido. Son
signos de razón con fundamento en la realidad. El lenguaje puede tener sentido aun
cuando la referencia no exista o sólo lo haga por virtud del lenguaje y el pensamiento.
La realidad vivida desborda siempre, sin embargo, el sentido de nuestros signos
expresivos, que nunca pueden denotarla exhaustivamente. Podemos expresar una misma
experiencia de realidad de muchas maneras diferentes y con palabras diversas, pero
siempre quedará un resto de silencio, un algo sentido, inexpresable o inexpresado, quizá
connotado pero no denotado. El lenguaje de la poesía lírica constituye la empresa más
decidida por dar expresión a una totalidad vivida, a base de quebrantar el sistema de la
lengua y sus códigos, liberando los recursos expresivos del significante.

El Silencio como entidad

El silencio que nombramos en singular, concebido como algo abstracto, no se nos


muestra, pues es significado y no significante y sólo el significante, por definición, se
muestra. Por eso, exige el silencio en singular que lo nombremos para, a través del
nombre, evocarlo, hacerlo presente como si se tratara de una entidad mítica. Por eso, lo
escribo también con mayúscula. El Silencio es el nombre que damos no a algo que
aparece, a un fenómeno, sino a algo que no aparece, a la no aparición o desaparición.
Esto otorga automáticamente al Silencio connotaciones metafísicas y existenciales,
viniendo así a ser la metáfora de lo inefable o inexpresable.

Encontramos ese silencio nombrado en la poesía y en la religión. Veamos como


ejemplo el texto de una canción del indio argentino Atahualpa Yupanqui que dice:

Le tengo rabia al silencio


por lo mucho que perdí.
Que no se quede callado
quien quiera vivir feliz.
Un día monté a caballo
y en la selva me metí
y sentí que un gran silencio
crecía dentro de mí.
Hay silencio en mi guitarra
cuando canto el garabí
y lo mejor de mi canto
se queda dentro de mi.

La sustancial oquedad del silencio se convierte, estrofa tras estrofa, en una especie de
fuerza cósmica misteriosa que posee un profundo carácter existencial para la etnia del
indio hispano. El silencio humano, la condición taciturna del indio, es utilizada por
Yupanqui como significante poético de algo mucho más hondo y arcano. Es sabido que
en las concepciones míticas de los indios se habla del Gran Silencio, como algo
sobrenatural, a la vez sobrehumano e intrahumano. La palabra «silencio» es usada para
movilizar todo el haz de connotaciones que es capaz de sugerir, logrando así esa «honda
palpitación del espíritu» que, según Antonio Machado, caracteriza a la poesía. Y
hablando de Machado, el poeta sevillano utiliza por su parte, en varias ocasiones, la
15

palabra silencio como significante para dar solidez a la hueca e inadvertida realidad de
la ausencia de sonido, como un marco espacio-temporal en el cual, por contraste, el
sonido real se haga aún más real. Así en un ejemplo de «Soledades, galerías y otros
poemas»:

Rechinó en la vieja cancela mi llave:


con agrio ruido abrióse la puerta
de hierro mohoso, y, al cerrarse, grave,
golpeó el silencio de la tarde muerta.

El silencio, que ya no es un silencio humano, sino el silencio del parque solitario al caer
la tarde, sirve de marco y realza el ruido del abrir la verja, a lo cual contribuyen una
serie de efectos fonéticos y semánticos, como es la aliteración a base de palabras con
sonido de R. El silencio se conecta fácilmente con los adjetivos viejo y grave, con la
tarde y con el calificativo de muerta, atribuido a ésta. Silencio y muerte son dos ideas
mutuamente connotadoras. En el poema titulado «En el entierro de un amigo», realza
Machado el ruido del ataúd depositado en la fosa, diciendo:

Y al reposar sonó con recio golpe,


solemne en el silencio.

Ni una sola vez se utiliza la palabra «muerte» en este poema, cuyos significantes todos
están, sin embargo, enlazados por el contenido de esa idea.

Otro ejemplo de la connotación zanática del silencio lo da el otro gran poeta andaluz,
García Lorca, en su poema titulado «¡Cigarra!»:

Todo lo vivo que pasa Con habla de pensamiento.


por las puertas de la muerte Sin sonidos... Tristemente,
va con la cabeza baja cubierto con el silencio
y un aire blanco durmiente. que es el manto de la muerte.

El uso del contraste entre el sonido y el silencio, permite a Lorca convertir al silencio en
protagonista propio del poema. El silencio es, al mismo tiempo, un «habla de
pensamiento», el silenciamiento del significante. Mientras Machado utilizaba el silencio
como marco para realzar el sonido, García Lorca utiliza el sonido para dar entidad
objetiva y aun personal al silencio. Veamos un ejemplo de «Canción primaveral»
(1919):

Salen los niños alegres


de la escuela,
poniendo en el aire tibio
del abril canciones tiernas
¡Qué alegria tiene el hondo
silencio de la calleja!
Un silencio hecho pedazos
por risas de plata nueva.

Lorca gusta de utilizar el silencio como fuerza cósmica, a la manera de los mitos del
origen del mundo. Así, en «Hora de estrellas» (1920) habla de «El silencio redondo de
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la noche sobre el pentagrama del infinito». Y en el pequeño poema titulado justamente


«El silencio», escribe:

Oye, hijo mío, el silencio.


Es un silencio ondulado,
un silencio,
donde resbalan valles y ecos
y que inclina las frentes
hacia el suelo.

Ese «inclinar de las frentes» recuerda, otra vez, ligeramente, la connotación existencial
de la finitud, que es una variante de la idea de muerte. Veamos un último ejemplo de su
«Elegía al silencio» en el que éste se hace más sonido que el propio sonido:

Huyendo del sonido


eres sonido mismo,
espectro de armonía,
humo de grito y canto.

Y termina el poema haciendo del silencio el ámbito original anterior al tiempo y a las
cosas del mundo:

Vuelve a tu manantial,
donde en la noche eterna
antes que Dios y el tiempo
manabas sosegado.

En la estructura sígnica, el significante se distingue del significado por la presencia


empírica del primero y la ausencia del segundo. Por eso, el significante, que en la
concepción saussuriana es una representación mental del signo como algo visible,
audible o tangible (todos imaginamos oír las mismas palabras y ver o tocar los mismos
símbolos), induce a pensar en una univocidad correlativa de significado, que no existe,
pero que la autoridad de la lengua, el poder sígnico del discurso oficial, tratan de
hacernos creer, imponiéndonos un sentido y obligándonos a silenciar los demás. Todo
discurso social es una lucha en la que la tradición lingüística y los detentores del poder
significante imponen ciertos sentidos y silencian otros. Un sistema político legítimo se
distingue del que no lo es por su poder de imponer, sin violencias físicas, el aparente
consenso de los signos. Sólo cuando la legitimidad del poder desaparece se hace
corriente «la dialéctica de los puños y de las pistolas», según la expresión de José
Antonio Primo de Rivera. De lo que Franco y su prensa dijo durante más de cuarenta
años, nadie creyó nada. La respuesta civilizada y lingüística a los puños y las pistolas,
expresivos de la impotencia de un poder ilegítimo, son los juegos de sentido del humor
y la sátira, género literario favorito de los oprimidos políticos. Por otra parte, el quid del
lenguaje de la poesía lírica es justamente romper la univocidad del signo aun en
situaciones sociales de paz y legitimidad.

Si la univocidad de términos positivos es engañosa, más aún lo es -contra lo que pudiera


parecer- la de los significantes de lo negativo y de la ausencia, como es el silencio. La
engañosa unicidad de la palabra «silencio» oculta toda una serie de significados
huidizos como los peces en un río. La denominación de «silencio» en los trozos de
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poemas mencionados es, sin embargo, huidiza de una manera especial. Se utiliza el
término silencio para designar, sin duda, algo que carece de término propio, que es de
suyo indecible y cuyo sentido se pretende vislumbrar, pero jamás poseer. El Silencio de
Yupanqui, Lorca y Machado es una metáfora, pero una metáfora de índole especial.
Como Michel Le Guern.(2) afirma en su análisis sobre los motivos de la metáfora,
existe una diferencia esencial entre aquella metáfora en la que los dos sentidos o
referencias conectados están a nuestro alcance (por ejemplo, cuando hablamos del oro
de los cabellos o del corazón de piedra), y la metáfora que utiliza el nombre de algo
fácilmente distinguible (en este caso la ausencia de ruido, de sonido y de palabras) para
apuntar, más que designar, a algo que desborda al lenguaje, diciendo lo indecible. Ese
tipo de metáfora, que funciona como una ventana en la cárcel de la lengua, es
característico del lenguaje místico y religioso, pero también de la poesía lírica y de la
especulatión metafísica.

Los silencios como hecho

Dejemos ahora la consideración del Silencio sustantivo, singular y con mayúscula,


semejante a an ente de la mitología, para adentrarnos en el tema de los silencios, en
plural, que aunque gramaticalmente se presentan también como sustantivos, su
verdadero significado requeriría la forma verbal. Este es otro efecto de las metonimias
del ontocentrismo occidental desarrollado por Platón. El silencio es una acción, no una
sustancia o una cosa que se puede coleccionar y etiquetar, como en aquel cuentecillo de
Heinrich Böll titulado «La colección de silencios del doctor Murke».

Antes de estudiar cada una de las dos formas de silencio que van a ocupar el resto de mi
disertación, permítaseme ejemplificarlas con dos nuevas citas poéticas. Todos ustedes
conocen aquel famoso terceto de Quevedo que dice:

No he de callar, por más que con el dedo,


ya tocando la boca, ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo.

Esto ya es una exhibición de semiótica social: el silencio del significante como hecho
impuesto. La otra alusión al silencio la tomaré de un texto del gran poeta sueco Gunnar
Ekelöf: en un poema que titula justamente «Poética» nombra Ekelöf al silencio, no
como referente poético, sino como elemento fáctico e ingrediente de la propia poesía.
Permítaseme presentar aquí una traducción un tanto libre, para que el sentido del texto
sueco aflore lo más posible en su réplica castellana:

Es el silencio lo que debes escuchar,


el silencio oculto tras los apóstrofes, tras las alusiones
el silencio de la retórica
o de la llamada forma poética perfecta.
Es decir, la búsqueda del sinsentido de lo significativo
y de lo significativo del sinsentido.
Pues todo lo que yo, con tanto arte, intento escribir
es, por contraste, algo carente de arte,
siendo todo su relleno algo vacío.
Lo que yo he escrito
lo he escrito entre líneas.
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Tenemos aquí al silencio entendido como lo tácito, el no decir diciendo y el decir no


diciendo. Un silencio relativo pero socialmente muy importante porque regula el
sistema de la gravitación social mediante una sutil dialéctica de aproximación y
distanciamiento.

El ejemplo de Quevedo y de Ekelöf me llevan a las otras dos consideraciones del


silencio que presenté en mi esquema inicial. Dediquemos el apartado siguiente al
silencio a que alude Quevedo.

Silencio y acto de poder

En el mundo homérico el skeptron, que nosotros llamamos cetro, no era sólo un símbolo
regio, sino el símbolo en general del derecho a hablar, del derecho a hacer callar y del
derecho a juzgar. En algunas universidades europeas se exhiben todavía, en los actos
solemnes en que está presente el rector magnífico, los llamados skeptra academica,
llevados por bedeles, como un símbolo de autoridad científica y pedagógica0.(3). Es
posible hallar no pocas expresiones metonímicas del cetro en nuestra cultura occidental.
Recuérdese el uso de la vara que algunos maestros sostienen en la mano durante su
labor docente. No es simplemente una vara para castigar, ni para señalar en la pizarra,
sino la vara que otorga el derecho a hablar. Cuando un alumno es exhortado a hablar, le
entregan la vara y le hacen subir al podio. Exactamente igual hacían los heraldos en los
poemas homéricos, poniendo el skeptron en manos de los oradores. El feminismo ha
puesto al descubierto los aspectos fálicos de los cetros o skeptra del poder, algo que
rima perfectamente con la vieja máxima: «Mulier tacet in ecclesia».

En una sociedad iconoclasta como la sueca, una serie de símbolos visibles, de


significantes, se han ido destruyendo sistemáticamente, sin por ello lograr anular los
viejos significados, soterrados en formas más discretas de prácticas sociales mediante
las que se ejerce el poder administrador de la palabra y el silencio. El presidente de una
reunión o asamblea, grande o pequeña, se llama en sueco «ordförande», algo así como
«dirigente de palabra». Todo el que pide la palabra se dirige a él, llamándole por ese
nombre. Todo discurso o argumentación hecho desde la tribuna, finge ser transmitido al
auditorio a través del ordförande, al cual, tanto con su forma de expresión como en su
actitud corporal, se dirige el orador de turno. Provisto de un mazo, reencarnación del
desaparecido cetro, el ordförande administra la palabra y el silencio de una manera
extraordinariamente precisa, siguiendo unas técnicas exactas de reunión que merecerían
un estudio por parte de las comunidades europeas. Una comparación entre las normas
españolas de reunión y las suecas da la impresión de que en Suecia se trata de
administrar la palabra y defender su uso, mientras que en España se trataría más bien de
impedir su abuso y administrar el silencio. Por algo se denominan en castellano
«moderadores» los dirigentes de asamblea. Con esto no he prejuzgado que la sociedad
sueca sea más amante del derecho a la palabra que la española. Sólo quiero indicar, sin
poder aquí hacer un análisis exhaustivo de un tema sin duda interesante, que la cultura
sueca aborda la dicotomía palabra/silencio desde una perspectiva diametralmente
opuesta a la española. Dicho de otra manera: el silencio español ha sido
tradicionalmente impuesto desde fuera hasta brutalmente (como en la alusión
quevediana citada), mientras que en la cultura sueca el silencio es una autoimposición
interna del individuo, producto de socialización. La mentalidad hispana es más
discursiva, haciendo uso de la palabra a menos que haya motivos para callar. La
mentalidad sueca es más pragmática: allí se calla si no hay motivo para hablar. El sueco
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no siente la misma necesidad de dar su opinión y exponer su YO que el español. El uso


del pronombre YO se halla reprimido en la cultura sueca, en la que un observador
foráneo atento advierte un patológico uso del pronombre NOSOTROS.

El poder social ha estado tradicionalmente asociado al derecho a hablar, a dejar hablar y


a hacer callar. «El uso del poder -escribe Pierre Clastres0.(4)- garantiza el dominio de la
palabra(...) La palabra y el poder mantienen tales relaciones que el deseo del uno se
realiza en la conquista del otro. El hombre de poder, sea príncipe, déspota o jefe de
estado, es no solamente aquel que habla, sino la única fuente de la palabra legítima (...)
Siendo cada uno de por sí extremos inertes, poder y palabra no subsisten el uno sin el
otro, siendo el uno la sustancia del otro (...) Toda toma de poder es también una
conquista de la palabra.»

Instituciones fundamentales de la sociedad de derecho se llaman Parlamento y


Audiencia, haciendo con su nombre alusión al hablar y al oír. La legitimación de
significantes y de significados se institucionaliza en órganos legislativos y Academias.
El poder de los reyes en las monarquías constitucionales se ha transferido a los
parlamentos. La reciente constitución sueca es la que va más lejos en ese sentido,
otorgando el poder de resolver las crisis de gobierno no al rey, sino al presidente del
parlamento, que ya no se llama «ordförande» (dirigente de palabra), como en las
asambleas, sino «talman» (el hombre símbolo de la voz pública, de la facultad de
hablar).

Toda violencia, como dice Blanchot, tiende a convertirse en violencia simbólica,


canalizada por la palabra. A medida que evoluciona la sociedad política y
tecnológicamente, a medida que se van instaurando los parlamentos y se desarrollan los
medios de comunicación de masas, aumentan en importancia y complejidad los
sistemas de regulación de la palabra y del silencio. Bourdieu ha advertido la semejanza
entre los micrófonos y los cetros o skeptra antiguos0.(5). Al propio tiempo que los
demás elementos técnicos (las cámaras, los operadores, los tableros de mandos) se
mantienen al margen de lo visible en la pantalla de televisión o en la escena, es
manifiesto el exhibicionismo del micrófono en manos del director de programa y de
aquellos a quienes éste otorga el uso de la palabra, poniendo en sus manos (o en sus
solapas) el símbolo falo-cétrico del micrófono, como el heraldo homérico hiciera con
Telémaco y Ulises en la Ilíada y la Odisea. El skeptron y el micrófono son así dos
etapas extremas del proceso metonímico que enhebra históricamente la vida social de
occidente.

Todo régimen social, sea descaradamente despótico u oficialmente democrático,


desarrolla sus propias técnicas para administrar la palabra, imponer el silencio y regular
las relaciones entre significantes y significados. En un régimen se combina la tiranía de
los signos con la violencia física, pasando del dicho al hecho; en el otro toda violencia
se hace sígnica, pasando de lo hecho a lo dicho.

El silencio utilizado como instrumento de poder es el significante del miedo, de la


inseguridad y de la desconfianza, el signo de lo imprevisible y difícil de interpretar, a un
tiempo significado de significante inaprehensible y significante de esotérico y fluctuante
significado, una especie de fantasma al revés en el cual el sudario es invisible pero el
ánima palpable. En su cuadro titulado «El Coloso o El Miedo» ha logrado Goya plasmar
algo semejante. Contra lo que a primera vista parece, se teme más al que calla que al
20

que habla, siempre que el que calla lo haga por decisión propia y no por imposición
externa. Pues a pesar de todas sus simulaciones y equivocidades de sentido, el que habla
descubre siempre huellas de su postura y sus intenciones. Por eso dicen que por la boca
muere el pez. Si el habla es polisémica, el silencio es metonimia pura, un camaleón de
sentidos.

No es, por tanto, cierto que la conducta característica del poder, ni siquiera el poder
despótico (éste menos aún), sea la exigencia de silencio. El dictador teme al silencio
más que al mismísimo diablo. Quien cree lo contrario no advierte la relatividad que rige
el hablar y el callar. Aunque gramaticalmente se exprese por un sustantivo, el silencio
no es un ente sino una acción. La valoración del silencio depende entonces de cuál sea
su objeto y quién sea su sujeto, es decir, de quién es el que calla o dice y qué es lo que
se calla o se dice. No hay que olvidar que toda relación de poder tiene como paradigma
la asimetría, gozando de la irreversibilidad del embudo social.

El poderoso practica a menudo el silencio propio pero exige el habla de los demás. Un
dictador que habla o se exhibe demasiado, como hacía el general Primo de Rivera, no se
jubila en el poder. Franco entendía esto mejor que nadie.

Que el fin del poder no es sólo hacer callar sino también hacer hablar adquiere su
extrema expresión en el uso de la tortura. El torturador que quita la vida a su víctima,
sumiéndola en el silencio definitivo, sin arrancarle ninguna confesión, es un torturador
fracasado. Otra cosa es que el tirano desee que no haya secretos para él, pero sí para los
demás. De ahí la asimetría. El sello, el sigilo, es un símbolo del silencio jánico, que
calla con una boca y habla con otra. Es la mano que no sabe del obrar de la otra. Un
gobierno, totalitario o democrático, sin policía secreta y espías, jamás ha existido.

Al mismo tiempo que se oculta tras el silencio y las fluctuaciones caprichosas de


sentido, que le hacen inaccesible e indescifrable, el Poder exige la transparencia y
univocidad de sus subordinados. La semiótica del poder es una semiótica asimétrica. El
que manda quiere leer en los que obedecen como en un libro abierto, y quiere estar en
posesión del código secreto que le permite descifrar lo más hondo y subversivo de sus
intenciones. Lo que no permite es que proliferen significantes prohibidos o metonimias
no sancionadas por el sistema oficial de signos. He aquí el punto crucial en el que hablar
y silencio se hacen convertibles. El sistema oficial bloquea todo el espacio disponible
colonizándolo con signos, si no oficiales, por lo menos inocuos. Ese es el sentido de la
conocida diversión de las masas (el circo en Roma y el fútbol en la España franquista).
Uno de los papeles de la propaganda es silenciar estrangulando el espacio de los signos
disidentes. Aunque no sea exclusivo de éstos, los regímenes totalitarios han gustado
siempre de crear escenarios de autobombo y ceremonias ritualizadas para propagar sus
signos. Las técnicas de comunicación e información constituyen hoy un poder que
deforma el sentido oficial de la democracia bajo la apariencia de ser el garante de la
libertad democrática de expresión, convirtiéndose en barberos de un colectivo lavado y
peinado de cerebro. En la tribuna, las técnicas de asamblea saben administrar el espacio
del habla de tal manera que el uso de la palabra disidente se vea constreñido a unos
minutos. Y cuando, a pesar de todo, la palabra disidente se deja ver u oír, en la prensa o
en la tribuna, lo importante en la técnica del poder es evitar el error de contradecirla o
responderla, pues un príncipe sagaz sabe muy bien que la negación explícita del signo
no aniquila a éste, sino que contribuye a reproducirlo y mantenerlo. En sueco se llama a
esta técnica «matar a silencio». La persona o el tema disidentes se rodean
21

cuidadosamente de un cinturón inquebrantable de silencio que florece copiosamente


abonado por la cobardía y el miedo.

Todo sistema de poder se apoya empero, no solamente en las mordazas del silencio de
los disidentes, sino al mismo tiempo en la tarea incansable de todo un gremio de
hiladores de signos oficiales. En la sociedad teocrática medieval esa era la función de la
teología, al propio tiempo que los místicos siempre eran tratados con recelo. La teología
de la sociedad del bienestar es la economía política.

Se hace entonces importante alimentar la moral de los adeptos con sopa de letras
cocinadas con los signos del sistema. Es importante que no quede tiempo para pensar en
cosas peligrosas. Por eso hay que desarraigar el ocio (esa madre de todos los vicios) y
fomentar el lenguaje oficial y el pleno empleo. Por otro lado hay que impedir la
tentación de la crítica que siempre encuentra algún resquicio para surgir. Un portavoz
del sistema no puede correr el peligro de hacerse recipiente de ideas y palabras
subversivas. La compra del silencio de los adeptos se lleva a cabo por la inculcación del
sentimiento de lealtad o por la amenaza tácita de la pérdida de los beneficios con que el
sistema remunera a sus ortodoxos. El filósofo noruego Skjervheim analizaba ese
problema, en relación con el estalinismo, de la siguiente manera: una vez surgido el
comunismo se desarrolla como contrapartida el anticomunismo, la crítica en boca de las
derechas y la burguesía. Como contraposición al anticomunismo se desarrolla el anti-
anticomunismo. Pero éste ya no consiste en decir nada, sino en callarlo todo. La
perversión y los crímenes del estalinismo son evidentes también para los comunistas,
pero, para evitar el llevar agua al molino del adversario, se aplica la técnica de la vista
gorda y del silencio. Más vale -se dirá- el comunismo, aun con crímenes y persecución,
que el capitalismo. Atacar al comunismo por sus crímenes es dar la razón al enemigo.
Sin necesidad de llegar a situaciones extremas como la del estalinismo, una serie de
variantes de esa técnica se deja notar no sólo en los partidos políticos modernos sino en
todo tipo de organización ideológica o de defensa de intereses. El silencio adquiere
entonces nombres positivos como «solidaridad», «compañerismo», «lealtad a las ideas»,
etc. Una ética de la discreción, en la que el silencio culpable adopta, metonímicamente,
significantes eufemísticos como los mencionados, va invadiendo la sociedad llamada
democrática. El viejo lema de que el silencio es oro se aprovecha oportunistamente
entendiéndolo como la virtud del no hablar más que en caso de absoluta necesidad,
según una máxima semejante a la famosa navaja de afeitar de Ockham que diría:
«Verba praeter necessitate non multiplicanda.» Cuando la injusticia y la corrupción
pública amenazan al estado de derecho, se hace necesario, sin embargo, romper con esa
ética conformista. Lo que la sociedad actual está exigiendo es una máxima de carácter
no ockhamista: «Di siempre la verdad que sabes, aunque nadie te pregunte y parezca
innecesario hacerlo.» Quevedo iba todavía más lejos, desafiando al miedo y a la
cobardía: «No he de callar por más que con el dedo, ya tocando la boca, ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo.»

Todas estas reflexiones sobre el silencio como hecho social no solamente son aplicables
al Poder con mayúscula que es el poder público, pues donde quiera que haya una
relación de asimetría entre dos personas, existe una situación de poder latente. El
individuo se halla expuesto a una serie de micropoderes en su familia, en su grupo, en
su trabajo, y por doquier se mueva entre seres humanos. Y todas las relaciones sociales
a cualquier nivel están regidas por normas tácitas y leyes de silencio. La sanción social
en la familia y en los grupos humanos es, por tácita e internalizada, no menos rigurosa.
22

Los códigos de la vida familiar, organizativa y laboral no siempre coinciden unos con
otros y contradicen a veces incluso a las normas del poder público. La lógica social hace
que lo no prohibido y lo permitido sean a menudo conceptos diferentes y que hasta lo
oficialmente prohibido sea a veces obligatorio, según el código secreto que rige incluso
en instituciones oficiales, no digamos en los partidos políticos y otras asociaciones. En
un trabajo de hace unos años mostré como el ejercicio de un derecho establecido en las
leyes y en la constitución puede ser implacablemente castigado por los códigos y hasta
por los rituales internos de los partidos políticos0.(6).

La ley del silencio, sin embargo, no es negativa en todos los aspectos de la vida social.
En una infinidad de situaciones contribuye, por el contrario, a hacerla posible. Como
Ortega y Gasset señala, si una persona dijera a la otra absolutamente todo lo que piensa
y sabe de ella, la convivencia se haría imposible. No se mienta la soga en casa del
ahorcado. Hay silencios de tolerancia y amistad de gran valor social. El respeto a los
demás exige ocultaciones, disimulos y omisiones perfectamente justificables.

Una forma retórica de silencio semejante a las mencionadas es el llamado eufemismo.


El eufemismo es una metonimia del significante que trata de paliar rasgos negativos o
desagradables de la realidad, expresándola en tintas más suaves. El eufemismo puede
afectar a las personas o a las cosas. Cuando el eufemismo no es voluntariamente
elegido, sino producto de la coacción social, estamos en presencia de un tabú. Con la
expansión del sector público en la sociedad moderna se han ido también produciendo
cambios terminológicos motivados por el deseo de ocultar realidades poco apetecibles.
La palabra «pobre» se sustituye por «económicamente débil», se dice «minusválido»
por «inválido», «tercera edad» por «vejez», «país en vías de desarrollo» por
«subdesarrollado», «drogadicto» por «narcómano», etc. La elección de vocabulario
revela generalmente una valoración o actitud positiva o negativa de lo que se menciona.
Llamamos a alguien «tonto» o «distraído» según el aprecio que tengamos de él. Un
abogado defensor y un fiscal describen los mismos hechos, no sólo subrayando un
detalle u otro, sino cargando o aligerando tintas. Donde uno habla de «contrabando»
hablará el otro de «importación ilegal». Es preciso aprender a escuchar la manipulación
del lenguaje oficial del poder político y administrativo, que siempre envuelve medidas
negativas o impopulares en una terminología neutralizante.

Silencio como amenaza y silencio como paz

El silencio no tiene por qué ser un espíritu maléfico del que haya que huir. Dos personas
unidas por amor o por amistad entrañable pueden pasar muchos buenos ratos en
silencio, mientras que en un matrimonio desavenido el silencio del otro siempre es
motivo de irritación. El silencio del amigo nunca asusta, el de un desconocido es,
cuando menos, causa de malestar o sospecha. Por eso existen palabras que Jakobson
llamaba fáticas cuya única función es llenar un espacio de silencio para deshacer miedos
o sospechas. Hablamos del tiempo o preguntamos a la gente cómo les va, simplemente
para ahuyentar la desazón que produce el silencio. Esas palabras rituales se asemejan al
origen de la costumbre de estrechar la mano, como un signo de no llevar armas.

Pero el silencio, digo, no significa siempre amenaza, sino también tranquilidad,


reflexión, armonía. La meditación, la contemplación mística y la vida monástica
siempre se consideraron como formas edificantes de silencio. Junto a los espacios del
ruido, la biblioteca y la iglesia eran los espacios del buen silencio. Algo hay, sin
23

embargo, de patológico en la actitud de la sociedad moderna frente al silencio. Parece


como si la sociedad tecnológica hubiera hecho de él el enemigo que hay que confinar y
suprimir. Nuestros espacios público y privado se ven invadidos totalmente por el ruido,
el sonido y la palabra. Desde las calles y los medios de transporte hasta la intimidad de
la vivienda. El silencio no es una cualidad que los urbanistas y planificadores tengan en
cuenta; al contrario, parece como si hubiera una política de colonización del espacio de
silencio por el ruido, una conspiración de ruido. La civilización tecnológica puede
entenderse así como una exorcización del silencio, en la cual se manifiesta su instinto de
dominio y poder. Hay que mantener distraída y ocupada a la gente. El ocio y el silencio
del pueblo son una amenaza para el poder. Las nuevas generaciones han sido educadas
en el horror al silencio y muchos jóvenes son incapaces de concentrarse en una tarea sin
tener la radio puesta o la grabadora en marcha. La radio encendida en el coche o en el
local público, la televisión en el café o en medio de la conversación hogareña parecen
ser el medio de ahuyentar toda autonomía en el pensar o en el conversar humanos.

La libre opción al silencio es uno de los Derechos Humanos todavía no escritos en las
declaraciones oficiales cuya exigencia se está haciendo más urgente.

El silencio como lo tácito

Al tomar en consideración lo que algunos entienden como silencio en sentido


lingüístico, es decir, el fenómeno de lo tácito del lenguaje, es mi opinión que este tipo
de cuestiones sólo puede ser considerado como silencio en un sentido figurado
metonímico. Se trata aquí, no ya de silencios en sí sino de recursos o técnicas usados en
las prácticas del silencio como hecho social, a que me he referido en el apartado
anterior.

Todo hablar, dijimos, es, en cierto modo, un acto de violencia. Cada vez que me dirijo
al otro comunicando, expresando, o preguntando algo, lleva esto implícita una exigencia
de respuesta. La salida de escape del silencio es interpretada como una forma de
respuesta. La única escapatoria en una situación parecida es la simulación, o sea, el
decir evasivo que implica una forma indirecta de silencio. Dar la callada por respuesta
supone en cambio un acto de autoviolencia para el que lo realiza. Como el
psicosociólogo finlandés Johan Asplund ha mostrado magistralmente0.(7), no es fácil
dejar de saludar al vecino con el que uno está enojado. Quizá se logre reprimir la
palabra de saludo, pero las cejas, el rostro y otras partes del cuerpo tratarán de rebelarse.
Y si, a pesar de todo, se logra llevar a cabo el propósito, será a costa de un irreprimible
sentimiento de malestar y asco. Es violento no responder o negar el saludo.

Aun cuando no diga nada, lo que hago revela algo de mí mismo, sea consciente o no de
ello. Cada vez que me siento en una silla, muestro, sin decirlo, que entiendo lo que es
una silla en sentido corriente. A veces las sillas se convierten en armas de agresión y
defensa, lo cual también revela algo de los contendientes. Toda conducta humana es
signo de una serie de saberes tácitos, hábitos y disposiciones. En mis movimientos y
acciones revelo siempre más de lo que tengo intencion de decir y expresar.

Los saberes tácitos me permiten moverme entre las cosas y entre los demás con soltura
y familiaridad, constituyendo un depósito de competencias que he ido acumulando con
el tiempo y, en gran manera, con ayuda del lenguaje. El lenguaje es el instrumento
24

humano que nos ha puesto en posesión de los saberes adquiridos y no olvidados por
nuestros antecesores, saberes que trascienden lo meramente lingüístico.

Lenguaje y conducta están tan perfectamente conectados que su separación es


imposible. El lenguaje como una forma de obrar, como un sistema de signos que
construimos para desarrollar nuestra conducta y para suplirla. El ámbito del lenguaje
aumenta constantemente en relación con las otras formas de conducta. Toda forma de
interacción humana tiende, más y más, como dijimos antes, a transformar las formas de
violencia física en acción de lenguaje. Algunos consideran que el lenguaje es una
especie de conducta y otros que la conducta es una especie de lenguaje. Todo depende
de qué metáfora (conducta o lenguaje) adoptemos como percha para colgar nuestra
interpretación racional. De la metáfora que sirve de fundamento dependerán tanto el
sistema de conceptos como el método de la investigación.

Aun cuando intentemos distinguir entre actos lingüísticos y conducta, nos será difícil
dejar de considerar como conducta lingüística la forma de expresión fonética y
estilística reveladora de la procedencia de una persona y su formación. Un campesino
no habla igual que un hombre de la ciudad, ni un andaluz igual que un vasco. Oímos la
diferencia entre un hombre culto y otro inculto. La forma lingüística se adapta además
al contexto de la situación (conversacional, oratoria, solemne, epistolar, íntima, escrita u
oral, etc.). El estilo es una conducta lingüística sumamente reveladora.

La consideración del habla como una forma de conducta conecta íntimamente lo tácito,
como dije antes, con los hechos sociales de violencia y poder, a que me referí en el
apartado anterior. Pues, como dijimos, el poder se manifiesta principalmente en el uso
de hablares y silencios. Ese no decir diciendo y ese decir no diciendo, que es la esencia
del uso retórico de la lengua en el habla y que constituye el objeto de este apartado, es el
instrumento normal humano de ejercicio de poder. Por tanto es un mundo de
metonimias, de transformaciones y simulaciones continuas de sentido.

Si es cierto que el hacer o dejar de hacer da a entender mucho que no es necesario decir,
cuando lo que hacemos es justamente decir algo, este hacer del decir, como todos los
demás haceres, revelará mucho que no se dice. Es ese decir oculto, revelado por el hacer
que es el decir, lo que nos interesa ahora primordialmente considerar.

La perplejidad surge cuando nos empecinamos en considerar el lenguaje desde la


perspectiva abstracta y cerceadora de lo que Saussure llamaba lengua. Considerado en
cambio desde la perspectiva del habla, las palabras se convierten en palabras vivas,
abiertas a toda una serie de estratos de sentido, de los cuales lo dicho no es más que la
momentánea cumbre del iceberg que emerge por encima del agua, ocultando el resto.
«En el principio era el habla», es decir, el mito. La sedimentación del habla en lengua o
lógos es un proceso lento y la difusión del lenguaje escrito ha dado a la lengua la
hegemonía lingüística sobre el habla. «La imprenta -dice Mc Luhan- hizo estallar en
pedazos a la sociedad tribal... Al imponer al hombre occidental el predominio de lo
visual sobre los otros sentidos, de lo analítico sobre lo global, engendró el pensamiento
abstracto, la ciencia de la naturaleza y la técnica industrial.» La observación es
interesante, aunque Mc Luhan confunde el efecto con la causa, pues el dominio de lo
visual y lo analítico, la herencia griega, es lo que crea tanto la imprenta como el interés
por el lenguaje escrito. «Los pueblos -dice, y a esto no tengo nada que objetar- han
tomado la conciencia de su lengua al verla impresa.» La imprenta contribuye a hacer
25

extensiva a todos la racionalidad que anteriormente era patrimonio de unos pocos. La


escolaridad obligatoria completará esa obra socializadora.

Empecemos por constatar que el lenguaje engendra un silencio básico al estar formado
de conceptos abstractos, pues un concepto abstracto no es otra cosa que un signo que se
construye resaltando aspectos escogidos y silenciando los demás. La abstracción es así
una forma de silencio y todo ese sedimento que es la lengua se erige sobre una cumbre
de despojos conceptuales de lo real. Sin ese silenciamiento fundamental no podría la
lengua crear ese almacén finito y limitado de signos, de los cuales nos servimos para
referirnos a una infinitud de situaciones concretas, siempre nuevas e imprevistas. «La
lengua, dice Ortega, es una amputación del decir.» Pero el decir es siempre una
transgresión de la lengua. Cada expresión concreta del habla se forja con materiales de
sedimento histórico social, pero también individual. Por eso supone toda expresión
hablada enunciados tácitos e ideas preconcebidas que, a mi juicio sólo son silencio en
un sentido derivado y metonímico.

Mientras que la abstracción lingüística es el silencio en el mismo seno de la lengua,


pone el habla al descubierto, unas veces, toda una larga serie de afirmaciones nunca
dichas, pero presupuestas o insinuadas, y otras una serie de opiniones preconcebidas y
prejuicios, en frecuente subversión con la norma semántica y lógica. Si pregunto a
alguien por qué no vino ayer, estoy afirmando que no vino ayer. Si digo que mi
hermano ya no fuma, estoy descubriendo que antes fumaba. Si declaro que un
determinado individuo es de fiar a pesar de ser gitano, estoy descubriendo mis
prejuicios sobre los gitanos.

Las formas implícitas del decir nos permiten también hacer afirmaciones solapadas, sin
tener que hacernos responsables de lo dicho, obteniendo así un arma efectiva de ataque
sin respuesta. Conocido es el lenguaje de la insinuación y de las llamadas indirectas. El
aludido no puede ni siquiera darse por tal sin exponerse al ridículo o a la vergüenza.
Decimos explícitamente que preferimos guardar silencio justamente cuando queremos
dar más fuerza a lo que callamos: «No me obligues a decirte la verdad.» «Más vale
callar.» «Podría poner muchos ejemplos, pero prefiero no hacerlo», etcétera. Si
verdaderamente prefiriera callar, no diría ni siquiera que prefiero callar.

Hay decires tácitos intencionados y los hay involuntarios, pues es sabido que de la
abundancia del corazón habla la lengua. Aquel jurista del cuento que dividía a los
hombres en dos clases: los criminales y los que todavía no han cometido ningún crimen,
mostraba los prejuicios que el ejercicio de una profesión puede engendrar. Creencias e
ideologías de toda índole son puestas al descubierto indirectamente en muchos de
nuestros enunciados.

La voluntariedad o involuntariedad como tal, de lo que expreso, es un hecho en sí


mismo capaz de ser entendido e interpretado por un interlocutor. Esto nos incita a la
práctica de la simulación, que consiste en decir algo fingiendo que «se me escapa», es
decir, que es involuntario, sin serlo. La estructura de lo tácito y lo expreso se complica
así extraor-dinariamente. Podemos incluso simular que simulamos y un interlocutor
puede interpretar como simulación lo que no lo es.

Las muletillas suelen tomarse como indicadores de rasgos de carácter y los lapsus como
reveladores de convicciones ocultas. Esos repetidos «¿Usted me comprende?» y
26

«¿Verdad?» y «¿No?» revelan matices diversos de indecisión e inseguridad o funcionan


como mecanismos persuasivos. Tuve una secretaria que solía repetir a menudo, sin
darse cuenta, la frase, «Si le voy a ser a usted sincera...», hasta que un día respondí:
«Pues ya es tiempo de que empiece usted a serlo.» En un texto penal sueco se deslizó
una vez el siguiente lapsus: «El registro domiciliario está permitido incluso cuando haya
sospechas de delito contra el titular del domicilio.» La palabra «incluso» revelaba un
sentido tácito en modo alguno voluntariamente expresado. Descubierto por un
humorista de la televisión, ese lapsus hizo enrojecerse a los miembros de la Comisión
de Leyes, que se apresuraron a introducir una enmienda.

Este último ejemplo saca a colación todo un sistema de sentidos insinuados


indirectamente por ciertas palabras, especialmente adverbiales: «Sólo yo estuve allí»
(significa que otros no estuvieron), «No lo he visto más» (luego lo he visto
anteriormente), etc. Severo Catalina decía graciosamente: «No hay cosa más incierta
que la edad de las señoras que se dicen de cierta edad.» Palabras como «cierto»,
«seguro» y otras por el estilo, tienen la facultad de decir justamente lo contrario de lo
que dicen: «Seguro que vendrá» indica que estoy todo menos seguro.

Según un dicho español, hay palabras que a una cosa miran y a otra tiran. Todas las
formas de sentidos tácitos e indirectos que acabo de ejemplificar y muchos otros, han
sido desde la antigüedad clásica minuciosamente clasificadas y etiquetadas en los
manuales de retórica. La realidad lingüistica cotidiana del habla es un lenguaje retórico
que nunca puede ser interpretado de la forma directa y descontextualizada en que se
presentan los ejemplos contenidos en los manuales de lingüística. Hablan éstos del
lenguaje dando por supuesto que los términos conservan alguna de las acepciones
recogidas en los diccionarios (lo cual supone no entender lo que es un diccionario) y de
que las proposiciones reflejan literalmente situaciones concretas. Sin embargo, los
términos e incluso las oraciones de lenguaje, cuando están fuera de contexto carecen de
fijeza significativa y cuando están dentro de él presentan polisemias y connotaciones
que hacen su sentido sólo parcialmente expresable. «La lengua en su auténtica realidad,
dice Ortega, nace y vive y es como un perpetuo combate y compromiso entre el querer
decir y el tener que callar. El silencio, la inefabilidad, es un factor positivo e intrínseco
del lenguaje.» El sentido de una gran cantidad de términos, incluso en el lenguaje
científico, está modificado por transformaciones metafóricas o metonímicas
accidentales, muchas de ellas incorporadas a la lengua por catacresis, permaneciendo su
carácter de tropo retórico invisible para un hablante normal. Y por lo que afecta a las
oraciones del lenguaje corriente, lo característico no es el enunciado directo, sino la
elipsis. Bajo la neutral apariencia de descripciones de hechos enmascaramos
prescripciones, deseos y preguntas, pues nada resulta más violento e intruso que dar
órdenes o hacer preguntas, cuando son preguntas personales. En lugar de exigir, resulta
más sagaz informar de lo que exige o de las consecuencias de un incumplimiento: «El
viajero que carezca de billete abonará un recargo de X pesetas.» Es más fácil lograr que
una persona se quite los pantalones diciéndole que se le ha metido en ellos un alacrán,
que ordenándoselo explícitamente. No es socialmente lícito hacer preguntas personales
o dar órdenes sin un derecho tácito, consistente en gozar de la confianza del interpelado
o contar con su subordinación. La forma de imperativo se evita, empero, ya mediante
aparentes descripciones, ya con preguntas inocuas. «Es peligroso asomarse» leemos en
el tren. Y para algo tan banal como pedir una cerilla utilizamos el rodeo metonímico a
través de la pregunta «¿Tiene usted fuego?», como si la otra persona fuera un estufa.
27

El uso de lo tácito afecta, pues, en muchos casos, a significados o sentidos diferentes de


los que la norma lingüística asignaría a los significantes empleados. Otras veces
descubre afirmaciones, órdenes, recommendaciones y preguntas, expresadas como si
fueran enunciados de otra índole. Pone también al descubierto creencias o convicciones
concretas o incluso sistemas complejos de creencias. Además de eso, pueden desvelar
estructuras más profundas del pensamiento, determinantes de su forma lógica, de su
forma de categorizar la realidad y de su concepto del mundo. La tarea fundamental de
toda hermenéutica consiste en aprender a leer los silencios incluidos en todo texto
lingüístico.

Hemos señalado el papel estructuralmente silenciador de la abstracción conceptual. El


encadenamiento de los enunciados en el habla descubre también una estructura de
normas, no siempre conscientes, que rigen la secuencia lógica de nuestro pensar.

«¿De dónde vienes?», pregunta alguien a una amiga. «Del salón de belleza», responde
la interpelada. «Y estaba cerrado, ¿verdad?» Aparte de varios juegos de sentido que
intervienen en la producción del efecto cómico de este chiste de Eugenio, el que lo
escucha se ríe porque es capaz de entender una afirmación tácita: «La amiga en cuestión
es fea.»

Los razonamientos conversacionales están llenos de este tipo de huecos o silencios que
dan colorido al lenguaje. Pero también en el lenguaje oficial y aun científico se silencian
premisas o conclusiones, que sin embargo se captan por deducción a partir de los
elementos expresa-dos. «Mañana no se trabaja porque es fiesta» presupone «Los días de
fiesta no se trabaja». «El agua no hierve porque no ha alcanzado los 100 grados»
presupone «El agua hierve a los 100 grados». Lo tácito que estos ejemplos descubren no
es sólo las afirmaciones presupuestas por inferencia, sino el hecho mismo de la
inferencia, como sistema de conexión y deducción de proposiciones.

Este juego de silencios, mediante el cual transmito a un interlocutor lo que tengo en la


mente sin necesidad de enunciarlo directamente y a veces hasta sin darme cuenta ni
quererlo, es posible porque cuento con la existencia en él de determinadas normas de
conexión y deducción. Lo que digo es el indicio que lleva al otro a entender lo no dicho.
«A buen entendedor, con pocas palabras basta» dice el refrán.

Lo mismo que la lengua oculta, en su propia estructura, el silencio presupuesto por la


abstracción de los conceptos, toda construcción científica y racional está también basada
en silenciamientos impuestos por la propia lógica y el propio método científico. El
principio de causalidad, por ejemplo, es también una abstracción, un acto de
silenciamiento. Pues A es causa de B sólo con la condición de que el resto de los
factores que pueden afectar a este hecho, permanezcan constantes e inmutables. Este
silenciamiento se expresa en el principio llamado ceteris paribus, sin el cual las
verdades científicas se hundirían. Se habla a veces, a este respecto, de lo contrafáctico:
A es causa de B a menos que algo lo impida. Pero la serie de presupuestos tácitos de un
hecho es infinita. Como experimento, tratemos de enumerar hechos que presuponen lo
que estamos haciendo en estos momentos. Podemos estar aquí celebrando un seminario
porque la Universidad lo ha organizado, porque nos da la gana de participar, porque
somos seres humanos y nos podemos entender en una lengua común, porque
entendemos el calendario gregoriano y la hora del reloj, porque hay medios de
comunicación para llegar aquí y no han sido entorpecidos, porque no nos hemos muerto,
28

porque la sala existe, porque no está ocupada por otro acto académico o de otra índole,
porque no hay un tigre salvaje en ella, porque no está inundada de agua, porque la tierra
tiene atmósfera, porque rige la ley de la gravedad, y así sucesivamente. Los
presupuestos fácticos de un hecho son siempre incontables. Con razón decía Pascal que
la nariz de Cleopatra era culpable de la evolución sufrida por el imperio romano.

Los enunciados de la lengua ocultan, por su parte, otros enunciados que les dan sentido.
Cabe preguntarse si también éstos son en número infinito. Noam Chomsky, en su
gramática generativa, ha distinguido entre estructura superficial y estructura profunda
de los enunciados, desarrollando una forma de análisis para desmontar los elementos de
un enun-ciado de partida, descubriendo así otros enunciados implícitos, más simples.
Siguiendo un modo de ver inspirado por Lacan, diríamos que cada vez que queremos
explicar con palabras el significado que da sentido a un significante, lo que hacemos es
crear un nuevo significante (nuevas palabras), que automáticamente encierra un nuevo
significado, que puede ser expresado a su vez en nuevos términos, y así
indefinidamente. Eso muestra el deseo metonímico, según el cuál el significado nunca
se deja apresar totalmente. Por eso dice Lacan que hay que doblar la barra que separa
significante y significado. Esto revela que la llamada cárcel del lenguaje es cárcel de la
comunicación, pero no del pensamiento, pues entendemos e intuimos siempre mucho
más de lo que decimos.

Chomsky cree en una gramática de validez universal, condición previa de todo hablar
humano. Otros se han preguntado si el hablar una lengua no presupone una visión del
mundo. Por supuesto que heredamos con la lengua materna formas de distinguir
aspectos de la realidad que varían de una lengua a otra. Mi pregunta es si la gramática
no encierra una concepción metafísica determinada y si podría haber otras lenguas y
otras gramáticas basadas en metafísicas diferentes. Conocidas son las hipótesis de Sapir
y Whorf y su estudio de lenguas indianas, diferentes de las occidentales.

Fritz Mauthner ha puesto de manifiesto que las tres categorías de sustantivo, adjetivo y
verbo fundamentan tres modos diferentes de entender el mundo y que una misma
realidad puede contemplarse de esas tres maneras0.(8). Mi opinión es que las lenguas
occidentales han sido conformadas por una gramática basada en una metonimia
fundamental entre la acción y la sustancia, observable continuamente en el uso del
lenguaje, otorgando a la sustancia la función fundamentadora de todas las demás y
originando así una gramática del sustantivo. El Ente parmenídeo no es más que el gran
Signo arquetípico de Occidente, el perchero de todo nuestro pensar y nuestro obrar. Esta
forma de pensar, desarrollada por Platón y Aristóteles y transmitida al resto de
Occidente, tiene como modelo lo tacto-visual y lo espacial y como paradigma la
geometría y la geografía, relativizando lo temporal y lo auditivo. El tiempo se mide por
el espacio: ése es el principio del reloj, sin el cual nuestra cultura moderna no existiría.
El nominalismo vio claramente la discrepancia entre lenguaje y realidlad. Pero ¿de qué
servía esa convicción si el uso del lenguaje suponía lo mismo que negaban? Lo único
que hemos ganado con ello es que de un mentir sin saber, que es el uso ingenuo del
lenguaje, pasamos al saber mentir.

¿Es esa forma de pensar y hablar racional la única posible a los humanos, como
consecuencia de nuestra constitución psicosomática? ¿Estamos realmente presos en la
cárcel del lenguaje? A la primera pregunta no sabría responder. A la segunda hay que
replicar que el que es capaz de pensar la cárcel, ya está mentalmente fuera de ella y que
29

toda huida de la cárcel exige la utilización de los propios muros y las propias sábanas de
ella.

Lo que desde luego sí podemos afirmar es que hay que desconfiar del lenguaje oficial
de la ciencia y de la política, si no queremos hacernos cómplices del silencio que esos
lenguajes encierran con respecto a muchos aspectos de la realidad humana que son
quizá los que le otorgan su sentido más profundo.

NOTAS
1. Hago aquí una afirmación de carácter general acerca del significado de la forma determinada del sustantivo singular.
Naturalmente, en contextos determinados, puede darse algún ejemplo que no siga esta regla.

2. Le Guern, Michel La metáfora y löa metonimia, Cátedra, Madrid, 1985.

3. Broady, Donald Rätten att tala, i Skeptron, Texter om läroplansteori och kulturreproduktion, 1, Symposion, 1984.

4. Clastres, Pierra La société contre l'État, Éd. de Minuit, Paris, 1974.

5. Véase Broady, op. cit. & Bourdieu, Pierre Ce que parle veut dire. L'économie des échanges linguistiques, Libr. A. Fayard, Paris,
1982.

6. Ramírez, José Luis Individuo y sociedad en la Suecia actual. Un estudio de la transformación histórica del sistema local de
autogobierno (En »Ética día tras día» Homenaje al profesor Aranguren en sus ochenta años, Ed. Trotta, Madrid, 1991) [Es un texto
resumido del original sueco].

7. Asplund, Johan Om hälsningsceremonier, mikromakt och asocial pratsamhet, Korpen, Göteborg, 1987.

8. Mauthner, Fritz Die drei Bilder der Welt, Verlag der philosophischen Akademie, Erlangen, 1925.
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LA EXISTENCIA DE LA IRONÍA COMO IRONÍA DE LA EXISTENCIA

José Luis Ramírez

Ponencia leída ante el Seminario de Antropología de la conducta, Universidad de


Verano, San Roque (Cádiz), 1992.

Presentación y marco

El fundamento de mi disertación puede resumirse en tres tesis:

1. La ironía significa la condición existencial humana como ser en el mundo.


2. El discurso sobre la ironía es un discurso de antropología.
3. No hay antropología sin tropología

En el programa del seminario se ha anunciado mi conferencia bajo el título de «La


existencia de la ironía y la ironía de la existencia». El título por mí propuesto era, sin
embargo: «La existencia de la ironía como ironía de la existencia». El enlace de los dos
elementos del quiasmo de mi título mediante el comparativo «como» es significativo,
siendo quizá la palabra puente «como» la piedra clave del enfoque de mi exposición.
Pues siendo la ironía, como trataré de hacerles ver, la fuente arcana del lenguaje
humano en general, el comparativo «como», que representa la igualdad de lo diferente,
es una categoría gramatical y semántica directamente emanada de dicha fuente. Una
pequeña errata del programa, me da pie para hacer este comentario anunciador del
enfoque de mi discurso de la ironía.

La ironía anida y deja su huella en el vocabulario de una lengua. Palabras hay cuya
función es, como en política, restringir la aserción que se está haciendo o incluso
significar lo contrario de lo que dicen. Escribe Severo Catalina que «no hay cosa más
incierta que la edad de las señoras que se dicen de cierta edad». Y decimos
«seguramente» cuando estamos todo menos seguros de algo. Tampoco hay seguramente
palabra más socrática que la palabra «quizá». Estableciendo una comparación entre las
dos interpretaciones de la ironía históricamente más destacadas, dice Jankelevitch.(1)
que «mientras la sabiduría socrática desconfía tanto del conocimiento de sí mismo como
del conocimiento del mundo y llega al saber de su propia ignorancia, la ironía romántica
aniquila el mundo para tomarse más en serio a sí misma». Se me hace difícil afiliarme a
uno u otro de esos dos polos. Quizá me parezco más (sin saberlo) a los románticos, pero
me identifico (a sabiendas) más con la postura socrática. Y como los españoles nos
quedamos solos exagerando, simpatizo con aquel hispanoportugués, emigrado como yo,
(me refiero a Francisco Sánchez) que, más socrático que Sócrates, comenzaba su libro
Quod nihil scitur («Que nada se sabe») diciendo: «Ni esto siquiera sé, que nada sé».

Es la ironía tema escurridizo, imposible de tratar sistemáticamente. Los estudios


extensos, menos aun exhaustivos, sobre ella son pocos y bien conocidos. No es sin
embargo mi intención suscitar aquí esos nombres y sus enfoques. Pues es costumbre de
los profesionales españoles de filosofía el disertar más sobre lo que otros pensadores
han dicho que sobre lo que ellos mismos sostienen. Extraña actitud irónica ésta. Pues
aun cuando revela inseguridad acerca de la propia opinión, finge sin embargo estar al
31

corriente de la opinión de toda una serie de autores, cosa que es todavía más
problemática. Rompiendo con esta costumbre de hablar inseguramente de la inseguridad
de otros, voy a tratar de hacer una aportación, modesta y también insegura, pero
original, tratando de articular más bien lo que he asimilado que lo que he acumulado.
Siempre me gustaron aquellas palabras de Antonio Machado en su autorretrato: «Dejar
quisiera mi verso, como deja el capitán su espada: famosa por la mano viril que la
blandiera, no por el docto oficio del forjador preciada».

Sí me anima, y quiero declararlo, un cierto espíritu aristotélico que me inculcó, hace


más de treinta años, en aquella facultad matritense, el maestro Aranguren, aquí presente
hoy. Es también una ironía del destino que ninguno de los discípulos de Aranguren, que
integran una familia numerosa de filósofos morales y políticos, se haya adscrito a la
línea aristotélica, de la cual hasta parecen avergonzarse. Yo en cambio, vástago
disidente y emigrado de la familia aranguriana, que abandoné la filosofía como
asignatura profesional y como conocimiento cumulativo para dedicarme a la práctica de
la filosofía en otros terrenos sobre base asimilativa y experiencial, he seguido fiel a
aquello que aprendí irónicamente, es decir entre líneas, de las lecciones del profesor
Aranguren cuya compañía en esta mesa me honra.

El trabajo más original sobre la ironía se debe seguramente a Kierkegaard.(2), cuya tesis
doctoral de 1841 se titulaba justamente «Sobre el concepto de ironía». Pues bien, más
que del concepto de la ironía quiero yo ocuparme de la ironía del concepto. Y así como
Wayne C. Booth (1974) ha escrito un magnífico libro sobre la retórica de la ironía, mi
propio interés se ve atraído por la ironía de la retórica.

Conocemos, en efecto, la ironía principalmente a través de la retórica, la cual es para mí


algo más profundo que un arte de elegancia y convencimiento. Nietzsche decía con todo
acierto que las figuras retóricas son la esencia del lenguaje. En esa línea (y no porque lo
dijera Nietzsche) vengo yo trabajando desde 1989, fecha en que acudí a este Seminario
de Verano de San Roque por primera vez, para abordar el tema del Significado del
Silencio.(3). Esa aportación, suscitada por la amable invitación del Dr. Castilla del Pino,
supuso mi conversión definitiva de la semiótica a la retórica. Pues habiendo intentado
durante dos semanas desarrollar el texto de mi conferencia sobre el Silencio desde un
punto de vista semiótico, se me reveló ese camino tan inaccesible a la esencia de dicho
fenómeno, que tuve que encomendar el manuscrito al cesto de los papeles, redactando el
texto definitivo desde una perspectiva diferente: la perspectiva retórica. Mi disertación
de hoy es así una continuación de aquel ensayo sobre el Silencio, enriquecido por cuatro
años de continuada tarea.

El ejemplo y la oblicua transparencia del lenguaje

Quisiera exhortarles a adoptar una actitud irónica al escuchar (o leer) mi discurso sobre
la ironía. No identifico empero la ironía, como frecuentemente se hace, con el
distanciamiento, sino más bien con la oblicuidad. «Da doble luz a tu verso, para leído de
frente y al sesgo», decía también Machado. Lee y escucha siempre al sesgo si quieres
entender, diría yo. Lee un texto y escucha una disertación no sólo atendiendo a lo que el
autor dice, sino también a lo que el autor hace al decirlo. «Cuando se ha llegado tan
lejos en sinsentido como yo lo he hecho -decía Gunnar Ekelöf.(4)- cualquier palabra
resulta de nuevo interesante». Y cuando hemos aprendido, como yo mismo he hecho, a
sacar provecho incluso de textos mediocres y de conferencias aburridas o de poca
32

calidad, estamos en buen camino de alcanzar el verdadero entendimiento. Gadamer


sostiene, por su parte, que «a veces el investigador puede aprender más del libro de un
aficionado que de los libros de otros investigadores». No siempre son más valiosos los
textos o los autores más comentados; conviene buscar el tesoro oculto bajo el polvo y el
olvido de las bibliotecas o de los archivos.

La actitud irónica supone el tomar cada acontecimiento como un ejemplo. Y el ejemplo,


me enseñó Aristóteles, es en retórica lo que la inducción es en lógica. Lo importante del
ejemplo -y cada elocución concreta no es más que un ejemplo- no es tanto lo que dice
como lo que muestra, cosa que nuestros políticos han olvidado y el electorado, para
desgracia de ellos, parece saber, aunque sea de manera intuitiva o inconsciente.

La enseñanza del ejemplo no depende de su bondad, pues también el mal ejemplo


muestra y enseña. La maldad advertida, cuando transciende ciertos límites, nos impulsa
a reflexionar y a hacernos mejores, hasta el punto de que, a veces, sólo la nequicia es
capaz de sacudir nuestra indiferencia y comodidad. Tiene que llegar la sangre al río para
que la gente comience a rasgarse las vestiduras y a manifestarse. Las mayores
perversidades suelen conducir a las mayores tomas de conciencia sobre lo vitando.

También los errores descubren, pues, caminos. Mi intento -acertado o descabellado- de


descifrar y entender lo que significa la ironía, quizá provoque a un oyente atento y
reflexivo a hacerlo mejor que yo. Pues una conferencia o una charla no debe hablar
meramente para la memoria, sino sobre todo para el entendimiento. Mi intención aquí
no es enseñar al oyente o lector lo que sé sino describirle el camino recorrido por mí,
estimulándole a que emprenda su propio viaje y a que se forme su propio criterio
durante el recorrido. Tal es la esencia del diálogo, palabra que no significa simplemente
«conversación». Pues ni el prefijo griego dia significa «dos», ni es posible concebir al
«logos» -prefijos a un lado- sin un interlocutor real o ficticio. Diálogo es llegar a algo
dia logos, «a través del logos», a través del decir. O sea, sin quedarse en lo
escuetamente dicho, al contrario transcendiéndolo. La ironía tiene así en común con el
diálogo esa oblicua transparencia que da más valor al hacer del decir que a lo dicho
mismo.

El punto de partida para entender algo son los ejemplos a través de los cuales ese algo
se manifiesta. Para tratar de entender lo que es la prudencia o la virtud moral,
Aristóteles no nos remite a su definición, sino a la indagación de los ejemplos vivos de
hombres prudentes y virtuosos. «Nada hay en el entendimiento que antes no se halle en
el sentido» dice un conocido postulado gnoseológico. Leído al sesgo, ese enunciado
dice sencillamente que todo conocimiento universal de algo se alcanza a través de sus
manifestaciones o ejemplos concretos. Esto, que suena a pura fenomenología, nos
enseña que la apariencia no siempre engaña, sino, para una mente atenta, desvela. Pues
desvelar es lo mismo que «verdad» (alezeia) en griego. A través de lo que aparece, de lo
contingente o fortuito, alcanzamos al meollo o sentido de las cosas. Un realismo que
toma totalmente en serio las cosas mismas, es más ilusionista que realista. Pero no
faltan los que todavía creen que el dinero son las monedas que llevamos en el bolsillo.
Y ¿para qué preocuparse del valor de la moneda? ¿No dice acaso su cuño, o el texto
impreso en el billete de banco, cuál es su valor? «Todo necio, confunde valor y precio»,
decía Machado. También la devaluación de la moneda es pura ironía.
33

Si el ejemplo, concepto hoy vacío y desgastado por el uso cotidiano, en realidad


representa el eje de todo conocimiento humano, la ironía es el gozne que articula ese
conocimiento con el ser mismo del hombre. La ironía es el eje de lo antropológico, ya
que, siendo la fuente de todo sentido figurado y de todo tropo retórico, puede decirse
que toda antropología incluye y presupone una tropología y que el tercer libro de la
retórica aristotélica, que en apariencia se ocupaba de la elocuencia en el discurso, hace
relación a la condición general del ser humano en el mundo, en su doble vertiente de
existencia y conocimiento.

Ahora bien, hay dos maneras de preguntarse por aquello que se oculta bajo la realidad
inmediata, es decir bajo la apariencia. Ante algo que se nos hace presente cabe
preguntar ¿Qué es esto?, pero también ¿Qué significa esto? La pregunta por el ser es
una pregunta acerca de la realidad, mientras que la pregunta por el significado nos
recuerda más bien la interpretación de un texto. Para quien sostiene que toda realidad se
asemeja a un texto, la pregunta positiva acerca del ser carece de sentido directo, ya que
todo sentido ha de ser interpretado. Esto plantea arduos problemas acerca de la relación
entre ser y sentido y entre sentido y significado. Aun sin ser un seguidor de la semiótica,
me hallo también en la línea de los que buscan el sentido de la realidad en la
interpretación de aquello que se presenta como su significante. Para evitar confusiones
explicaré que considero a la semiótica no como una teoría del sentido, sino como una
teoría positivista y materialista del significado, diametralmente opuesta a la retórica y a
la hermenéutica. Umberto Eco no me va. Y, aun cuando la estructura saussuriana del
signo ha sido para mí un punto importante de partida, tampoco soy un seguidor del
estructuralismo lingüístico, sino más bien de una filosofía del lenguaje, «por supuesto,
no en sentido wittgensteiniano», sino en el de Fritz Mauthner (del que Wittgenstein
abjura), pero sobre todo humboldtiana y viquiana. Me apunto también a una
hermenéutica de origen, como los buenos vinos, no a esa hermenéutica surgida de la
decepción de toda filosofía analítica, que nunca logra liberarse del todo de su «aire de
familia».

Hago esta división de campos porque considero que el entendimiento del fenómeno
irónico depende del camino que se elija. Considero importante evitar la confusión
habitual de la ironía con su mera manifestación o expresión. Me explico.

Se llama ironía, en ciertas ocasiones, a ese fenómeno que consiste en decir algo para
insinuar o expresar algo distinto e incluso, si bien no siempre, totalmente contrario.
Otras veces se denomina ironía la incongruencia entre una intención y un resultado, o el
desencaje entre un efecto y aquello que racional o moralmente cabía esperar. El primer
tipo de ironía mencionado lo recoge la retórica, el segundo la tragedia. Pues bien, esas
cosas, esos hechos y dichos, siendo expresiones de la ironía, síntomas de que algo como
la ironía existe, no son la ironía misma; a no ser que el propio término «ironía» sea
metonímicamente desviado en su sentido, ironizando así con la propia ironía.

Para comprender lo que es la ironía es preciso descubrir lo que revelan ese fenómeno de
desviación del sentido literal o esa aparente falta de lógica y consecuencia, captando lo
que se oculta tras el fenómeno y lo explica. Se trata de entender, a través de lo que esos
ejemplos o fenómenos específicos significan, no ya lo que la ironía produce (su ergon),
sino lo que la ironía misma es (su energeia). La respuesta al Qué significa y al Qué es a
secas no nos ayudan, sin embargo, suficientemente a explicar y a distinguir, ya que esas
dos preguntas están también irónicamente viciadas por sendas ambigüedades.
34

«Ser» puede entenderse como substantivo o como verbo, de ahí que unas veces tenga el
significado de sustancia y otras el de actividad. Para el filósofo realista, que identifica la
metafísica con la ontología, la ironía es concebida como algo realmente sustancial y
gramaticalmente sustantivo, aun cuando ese insinuar o decir ocultando, en que ese algo
de la ironía consiste, son propiamente acciones. A lo sumo se concibe la ironía como
kinesis, un hacer que viene explicado por el resultado al que conduce (su ergon u obra),
no como energeia, que es un actuar u obrar constitutivo en sí de sentido. La ironía se
concibe así como un algo objetivo que hacemos con las palabras, un resultado del acto
de habla. Heidegger fue quizá el filósofo más consciente de este problema y de la
condición de la ironía como categoría existencial humana, aunque -como Jean Wahl
parece haber visto.(5)- no logró liberarse del prejuicio ontológico. Por eso quedó
inacabada su obra sobre El Ser y el Tiempo. Tomando el rábano por las hojas, la
ontología confunde el SER con su huella.

A diferencia del ser, alude el «significar» a una relación según la cual una cosa remite a
otra diferente, a la cual representa.(6). Lo que se expresa o muestra (el significante)
remite a un significado tácito. La concepción del signo se aproxima así, de una manera
inquietante, a la concepción usual de ironía. ¿Es que acaso el signo y la ironía son una
misma cosa? Por ahí van los tiros. Volveremos sobre esta cuestión. Quiero no obstante
prevenirles de la existencia de una concepción del significado que prácticamente no
difiere de la ontología. Preguntarse «qué significa la ironía» lleva a menudo (como
ocurría con la pregunta por el significado del silencio), a una confusión entre lenguaje
objetivo y metalenguaje. Decir que la ironía es «dar a entender lo contrario o algo
distinto de lo que se dice» no es desvelar el significado de la ironía, sino simplemente el
de la palabra «ironía». El significado de las palabras se establece en los diccionarios
sustituyendo un significante por otro nuevo de palabras diferentes, las cuales exigen
nuevos significados, expresados en nuevas palabras significantes, y así hasta el infinito.
Decir que «jabalí» significa «cerdo salvaje» tiene sólo sentido para el que, no sabiendo
lo que es un jabalí, sabe en cambio lo qué significa «cerdo» y «salvaje». Según esto,
saber algo nuevo exigiría saber de antemano algo de mayor extensión y menor
contenido. Todo aprendizaje a partir de cero se haría así imposible, exigiendo siempre
un saber previo y negando toda experiencia capaz de crear conocimiento sin conceptos
innatos. Las teorías lingüísticas del significado quedan encerradas en una regresión
infinita, sin jamás poder apresar significado último alguno, ya que todo significado
expresado no es ya un significado sino un nuevo significante. El significado se esconde,
pues, cuando tratamos de apresarlo, dando lugar a eso que Lacan llamaba el deseo
metonímico.

La ironía y el escándalo del lenguaje

La ontología es una semiótica disimulada y viceversa. Tanto el ontologismo como el


semioticismo confunden la ironía con los hechos y situaciones específicos a los que se
da el nombre de ironía, lo cual es una petición de principio, dejando intacto el ser de la
ironía misma. Cuando yo me pregunto qué es la ironía o qué significa la ironía, lo que
busco es justamente el sentido explicativo de esos hechos y esas situaciones, la
respuesta a ¿cómo es posible decir lo diferente de lo que se dice?, o a ¿qué revela el
hecho de que alguien diga algo para dar a entender lo contrario o lo distinto?.

De un acto de perplejidad (Zaumadsein) surge, según Aristóteles, toda pregunta


auténtica y radical. Mi pregunta acerca de la ironía es provocada por la perplejidad que
35

me produce el hecho de que algo pueda significar una cosa distinta de lo que
literalmente dice, cosa que, a todas vistas, es una flagrante contradicción y debería
suponer una imposibilidad. La pregunta sobre la ironía, (otra ironía de la ironía, pues
toda pregunta es irónica por esencia) se alza pues sobre un escándalo, que es el
escándalo del conocimiento y del lenguaje humano. El mejor intérprete de ese escándalo
es quizá Nietzsche, pero ya Vico había anticipado una concepción del lenguaje en esa
misma dirección.

Posteriormente a Vico y Nietzsche, seguirán planteando el problema como escándalo


tanto Kierkegaard como Wittgenstein, para quedar al final malabaristamente
tergiversado en las teorías del significado al uso, incluída en parte la del propio
Wittgenstein. Si el lenguaje es un sistema de significantes y lo esencial de todo
significante es remitir a algo distinto de él, sin que le una a ello ninguna necesidad
causal sino la mera conexión realizada por una mente, la ironía será algo subyacente a la
esencia misma del lenguaje. Pero las teorías de la significación posteriores a Saussure,
disimulan el abismo sobre el que se alzan, a base de interpretar la significación según el
viejo modelo de la verdad como correspondencia. De poco sirve a este respecto que
aludan a la llamada arbitrariedad del signo (teoría también torcida, porque se basa en
una verdad a medias) o que hayan advertido, a su manera, el fenómeno de la polisemia y
las desviaciones de sentido; pues al considerar éste fenómeno como algo accidental en
el uso lingüístico, dejan de ver, como lo vio Nietzsche, que la polisemia y la desviación
del sentido caracterizan al lenguaje como tal y no sólo a ciertas expresiones de él. El
lenguaje se comporta como la superficie del agua, que al ser atravesada por un rayo
luminoso, lo refracta y desvía.

Ni existe pues paralelismo o correspondencia directa entre lenguaje y sentido, como


supone la lingüística, ni tampoco la arbitrariedad del lenguaje es total, como ella cree.
Los signos del lenguaje son arbitrarios sólo hasta cierto punto, ya que pueden recibir
significados diferentes sin perder su inteligibilidad, pero no cualquier significado.
Aunque las elija e incluso las cree libremente, nadie usa o inventa palabras sin un
motivo y sin tener en cuenta usos establecidos, no meramente convenidos. Entendemos
por mediación del significante, pero no gracias a él. Si un león pudiera hablar -decía
Wittgenstein- no lo entenderíamos. El hecho de que los seres humanos podamos
entendernos unos con otros a través del lenguaje (dia-logos), está basado en algo que
transciende al lenguaje mismo y que posibilita su uso como instrumento. Podemos
entender el lenguaje porque lo hemos hecho nosotros, siguiendo la teoría viquiana

del factum verum. Pero también es cierto que unas mismas palabras pueden entenderse
de maneras diferentes y que un mismo significado puede usar expresiones dispares. El
lenguaje aparece como un vidrio ventanal, a través del cual (dia-logos), damos
expresión al sentido.

Ironía, retórica y gestación lingüística

Los tratados de Retórica, esa retórica mutilada e instrumental que nuestro siglo heredó,
han tratado de encerrar los problemas de la polisemia y la desviación de sentido en un
apartado especial que es la teoría de los tropos. ¡Cómo si esas desviaciones afectaran
sólo a ciertos usos del lenguaje! En su prolija clasificación de desviaciones semánticas y
su inacabable lista de recursos estilísticos, la retórica trata a la ironía como un tropo
particular cualquiera, caracterizándola escuetamente como un «decir algo expresando lo
36

contrario», lo cual supone una notable reducción. Por si era poco suele añadir que el
sentido de lo dicho irónicamente se desprende de los gestos que lo acompañan o de
otras huellas o conocimientos previos del oyente, que le ayudan a no interpretar lo dicho
en sentido literal. Con lo cual el sentido de la ironía desaparece. Tratar de deshacer la
paradoja de la ironía es tan vano como intentar dar expresión a un significado
formulando nuevos significantes. La ironía, como el sentido, se esconde siempre detrás
de lo que mostramos, siendo lo mostrado su mero ejemplo y su significante.

Al incluirla entre los tropos, los manuales de retórica hacen una separación virtual entre
la ironía y las demás figuras de dicción, como la metáfora y la metonimia. Pero lo que
en realidad se hace es dar el nombre de ironía a algo que ya no lo es propiamente.
Confinada en una camisa de fuerza estilística se resiste la ironía a dejarse encerrar en un
solo término de la expresión. Mientras las restantes figuras retóricas constan en
principio de una sola palabra o de una expresión que sólo es parte de un enunciado, se
manifiesta la ironía en enunciados completos y a veces en un complejo de varios
enunciados. Por eso hay dudas entre los retóricos acerca de su supuesto carácter de
figura, queriendo algunos convertirla en figura de pensamiento, más que de dicción. La
reducción de la ironía a tropo o figura es, en realidad, el resultado de una metonimia
seguida de una sinécdoque: primero se la identifica con su mera expresión lingüística
(con su ejemplificación) y acto seguido se la reduce a sólo una parte de lo que esa
expresión abarca.

Al hacer de la ironía un tropo específico, los manuales de retórica son, como los
recetarios de cocina, incapaces de sustituir a la experiencia de un buen cocinero. La
Retórica, como la Política, considerada como mera técnica, promete más que cumple.
Para poder jugar al ajedrez hay que aprender sus reglas antes de practicarlas, pero para
argumentar o hablar bien hay que tener ya una práctica adquirida antes de estudiar las
reglas de la lógica o la retórica. La retórica como recetario sólo puede ser útil para el
perfeccionamiento del que ya domina bien el discurso y la argumentación. Bueno es que
seamos conscientes de nuestros actos, pero una conciencia exagerada supone más bien
una traba que una ventaja del arte. Sólo cuando, una vez aprendido y asimilado, sin
dejar de saber lo que hacemos, dejamos de pensar en cómo lo hacemos para
simplemente hacerlo, podemos considerarnos maestros en una técnica o actividad.

El propio uso cotidiano de la palabra «ironía», por no hablar de su etimología, desborda


y contradice el concepto instrumental de la ironía como figura retórica. Pues decimos
hacer uso de la ironía, no sólo cuando expresamos lo contrario de lo que significamos,
sino sencillamente cuando desviamos expresivamente el sentido de lo que decimos, por
inseguridad, modestia, reticencia u otros motivos. Llamamos además ironías a
situaciones trágicas y cómicas en las que el principio y el final, la premisa y la
conclusión son incongruentes con lo que la lógica, la justicia o el sentido común harían
esperar. El valor atribuído a la tragedia clásica reside en su capacidad reveladora de la
ironía como condición existencial humana.

Todo uso de la ironía como recurso o triquiñuela, toda instrumentalización de lo irónico,


aunque conserve su aire familiar, tiende a alejarnos de su auténtico sentido. Hacemos
conscientemente uso de la ironía con malicia o bondad. Malignamente en la invectiva,
el comentario mordaz, la sátira. Benignamente en el humor. Pero el uso consciente y
oportunista la desvirtúa, al convertirla en mero instrumento arbitrario. La ironía
auténtica es una constante tensión, un flujo reiterado que nutre la fantasía, abona la
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invención y mantiene vivo el hilo del discurso y de la acción, sin apenas darnos cuenta
de ello, en esa antesala de lo consciente que Freud llamaba preconsciente o inconsciente
descriptivo (latente), por oposición al inconsciente dinámico, límite de lo reprimido.(7).

En su magnífico libro sobre El Gran Humor.(8), explica el filósofo danés Harald


Höffding que la diferencia entre ironía y humor es que mientras la ironía expresa lo
cómico mediante lo serio, el humor expresa lo serio mediante lo cómico. Pero ambas
son expresiones de una ironía que Höffding llama «la gran ironía», a diferencia de la
pequeña, de modo semejante a como yo distingo entre la expresión de la ironía y la
ironía en sí, como categoría existencial humana.

El uso corriente confunde, dije, la ironía con su resultado. Una cosa es la ironía y otra
son los ejemplos en los que ésta se hace patente. Una aproximación a la ironía como
aquello que fundamenta y transciende sus ejemplos, nos lleva a una concepción
socrática de ella, acorde con la propia etimología de la palabra «ironía». La eironeia
socrática arraiga en esa condición humana que nos otorga conciencia de que, en el
fondo, nada podemos saber ni expresar con adecuación plena. Entre el absoluto no saber
y el creer saber, aparece la ironía como una tensión que da origen al modo lingüístico de
la interrogación. La interrogación es ignorancia a sabiendas, ya que todo el que
interroga ignora y sabe, al mismo tiempo, algo. Tanto Collingwood como Gadamer.(9)
han visto en el preguntar, que es la expresión primera de la ironía, la fuente de la lógica
y del discurso. No hay enunciado, ni siquiera científico, que sea del todo verdadero,
sino que cada enunciado es una respuesta a una pregunta motivada y tácita. La ciencia
es un sistema de respuestas a preguntas tácitas cuyo resultado no es un saber, sino una
pretensión de saber y un intento de decir de clara raigambre irónica. Mas la ironía no es
la propia pregunta, sino aquella condición del individuo humano cuya manifestación
lingüística más propia es la pregunta.

La ironía no se deja definir, siendo más bien ella la que promueve los intentos de
definición, dando coherencia a todos los recursos lingüísticos y a todas las figuras
retóricas, que también son recursos lingüísticos. Podemos caracterizar la ironía, pero no
definirla. En su tesis doctoral sobre la ironía la interpretaba Kierkegaard como una
forma de negatividad. Solamente en su obra madura llegó el filósofo danés a
comprender el valor positivo auténtico de la ironía. El rasgo distintivo de la ironía más
comúnmente aceptado quizá sea el distanciamiento, pero, a mi juicio, también éste es
vacilante, puesto que la ironía no sólo distancia sino que, al propio tiempo, como toda
tensión, aproxima y sujeta. La ironía supone la facultad humana de merodear la realidad
sensible asentando en ella el nido del sentido. Se trata de un merodear discursivo, pues
mientras Dios sólo necesita de la intuición, siendo un Acto Puro que todo lo entiende en
su propia idea, es condición de un dios a medias como el hombre, el verse sometido al
rodeo del discurso y de los signos para hilar el sentido de su mundo y entenderlo. Ese
rodeo obligado del discurso en torno al sentido representa a la ironía. La posición
existencial del hombre, intermedia entre el dios y la bestia, se debe a que, siendo cuerpo
vivo, sin embargo no es sólo cuerpo. La zoé no conoce ironías, las ironías son siempre
ironías de la bios.

Al psicoanálisis y a la psicolingüística se debe en gran parte la superación de la doctrina


retórica de las figuras, presa en sus condicionamientos instrumentales, restringidamente
expresivos y literarios. Giambatista Vico que, 200 años antes de Nietzsche, era ya
consciente del valor de la retórica como saber antropológico por excelencia, había
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reducido la lista de las figuras o tropos a cuatro: la metáfora, la metonimia, la


sinécdoque y la ironía. César Dumarsais, en su tratado sobre los tropos de 1793, había
hecho notar que las figuras de dicción no sólo aparecen en el discurso premeditado de la
oratoria y la literatura, sino que están presentes en todo uso espontáneo del lenguaje. En
un solo día de mercado en París decía Dumarsais haber advertido más metáforas que en
toda la literatura francesa.

La psicolingüística moderna viene a establecer lo que ya Nietzsche sabía, que las


estructuras retóricas y la teoría de las figuras no son meros instrumentos de la
elocuencia ni mera habilidad de agudos e ingeniosos, sino mecanismo necesario de todo
hablar, de la formación misma de los conceptos y de la estructuración normal del
discurso. El esquema viquiano de cuatro figuras ha quedado para Roman Jakobson
reducido a dos: metáfora y metonimia. Intuye Jakobson el carácter psicolingüístico
profundo de éstas, rastreando sus huellas en los desajustes articulatorios de los afásicos,
mediante experimentos bien conocidos.(10). Jacques Lacan, por su parte, identificando
la encrucijada de la condensación y el desplazamiento, en la interpretación freudiana de
los sueños, como expresión metafórica y metonímica respectivamente, utilizará los dos
viejos tropos retóricos en la elaboración de una metapsicología en la que el inconsciente
se considera estructurado como un lenguaje.(11).

Sin estar en deuda directa con ellos (deudas indirectas tengo, sin saberlo, con muchos),
me ha cabido la satisfacción de ver que mis conclusiones sobre la retórica y sus figuras
concuerdan bien, aun sin coincidir en detalle, con lo que Lacan y sobre todo Nietzsche
sostienen. Al estar redactando el texto de esta conferencia llega a mis manos el libro de
Enrique Lynch Dioniso dormido sobre un tigre.(12), sobre la teoría del lenguaje de
Nietzsche, que inesperadamente aporta apoyo y fundamento a mi exposición.
Reduciendo el esquema viquiano de los tropos a dos: metáfora y metonimia, que
incluye a la sinécdoque dentro de la metonimia, como una variante suya, queda la ironía
totalmente fuera del esquema. Lo cual supone un progreso, pues su alineamiento entre
las figuras de dicción sólo contribuía al torcido entendimiento de su carácter.

Siendo la ironía para mí una categoría existencial, la metáfora y la metonimia


representan el instrumento mental a su servicio. Por debajo de los usos lingüísticos
concretos, la metáfora y la metonimia constituyen dos coordenadas mentales integrantes
de un mecanismo psicofísico mediante el cual se manifiesta y opera la ironía.
Permítaseme considerar más detenidamente su uso lingüístico, antes de bucear en las
entrañas del fenómeno de los tropos y de la ironía.

Desplazamientos metonímicos

Se cuenta que Napoleón, dirigiéndose a sus soldados, alineados al pie de las pirámides
de Egipto, dijo: «Soldados: desde lo alto de estas pirámides cuarenta siglos os
contemplan».

Cabe preguntarse a santo de qué hacía el general francés esa extraña afirmación. Si nos
atenemos literalmente a lo que las palabras dicen, nos encontramos con algo tan
disparatado como pretender que los siglos transcurridos, cual si de personas humanas se
tratara, poseen ojos y, habiéndose encaramado en la cúspide de las pirámides de Egipto,
se dedicaban a la dudosa diversión de observar a las tropas de Napoleón.
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Si el lenguaje figurado, como pretende una retórica de orfebrería, no es más que la


dicción elegante de algo que podría decirse en sentido directo, entonces bastaría con
traducir la perorata napoleónica a ese lenguaje directo: «Soldados, estas pirámides, bajo
las cuales os encontráis, tienen cuarenta siglos de antigüedad». La frase napoleónica se
convierte así en un enunciado informativo, propio de un guía turístico moderno. Pero la
intención del caudillo galo era, sin duda, otra. Napoleón, de cuya afición al turismo cabe
dudar, estaba arengando a sus soldados para estimular su espíritu de valentía, no para
contarles historias.

Sin necesidad de seguir las recetas retóricas, Napoleón sabía por instinto social lo que es
usar metonimias en el discurso. Los siglos que según él contemplaban a sus soldados,
representaban a las generaciones pasadas, que tantos hechos habían presenciado y tanta
experiencia habían acumulado. Su paso por aquel lugar histórico exigía del ejército
francés un alarde de sus mejores dotes guerreras. Napoleón sabía que es más fácil
despertar un sentimiento en lenguaje indirecto que dando órdenes. Decir: «Te vas a
quemar» es más efectivo para hacer a un niño que deje de acercarse a un fogón que
ordenarle «No te acerques aquí».

Si, dejando a un lado situaciones intencionadamente solemnes como la de la anécdota


napoleónica, en las que se trata de «hacer cosas con las palabras» más que de decir algo,
observamos otros usos lingüísticos más corrientes, cotidianos u oficiales, que parecen
pretender decir algo informativo de un modo directo, advertimos que tampoco en esos
casos puede el lenguaje evitar los usos metafóricos o metonímicos. Lo mismo que un
significante al tratar de descifrar su significado sólo produce nuevos significantes, al
tratar de explicar expresiones metafóricas y metonímicas en lenguaje llamado directo,
cometemos nuevas metáforas y nuevas metonimias aún más sutiles. Cuando yo hace un
momento trataba de redecir la frase napoleónica en sentido directo, lo único que hice
fue usar nuevas palabras de sentido oblicuo menos patente que las anteriores.
«Encontrarse» bajo las pirámides «tener años» y «años de antigüedad« ¿qué es esto sino
hablar indirectamente?

El español diario, quizá en mayor medida que otras lenguas europeas, es riquísimo en
usos lingüísticos metonímicos. La expresión «Encender la luz», por ejemplo, es un
desvío semántico común a muchos idiomas. «Tirar de la cadena», en lugar de
«enjuagar», refiriéndose a ese recipiente de nombre tabú al que también
metonímicamente llamamos «retrete», es una denominación cada vez más obsoleta para
la que el español, no ha elaborado un sustituto. Nuestra lengua es extrema en usos
desviados innecesarios y hasta cómicos. A la salida de escuelas con mucho tráfico
rodado, por ejemplo, figura un letrero que dice: «Peligro, escolares». Y no deja de
resultar sorprendente para el usuario telefónico no hispano que marca por equivocación
un número carente de abonado, el escuchar en el auricular una voz rotunda que dice:
«¡El número que usted ha marcado, no existe!». Ejemplos como éstos son tan divertidos
como inocuos. Más peliagudo es, en cambio, el uso kantianizante español de «poder»,
en lugar de «deber». No hace mucho, al intentar entrar en un edificio público de interés
artístico, me salió al paso un ordenanza diciendo: «¡No se puede entrar!». Me limité a
demostrarle que sí se podía, entrando. Usos lingüísticos de esta índole pueden ser
síntomas de una mentalidad y un orden social algo perversos. Como los lapsos
lingüísticos en el psicoanálisis, esos usos muestran y dicen más de los hablantes (como
individuos o como grupo social) que de aquello de lo que se pretende hablar.
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El sentido indirecto tiene, pues, tres fundamentos:

1. el uso intencional consciente,


2. la costumbre arraigada e inconsciente y
3. la necesidad lingüística.

La retórica de manuales sólo se ocupa del primer tipo, el uso consciente. La ciencia
moderna del lenguaje ha comenzado a ocuparse del segundo, el uso inconsciente. La
antropología, tal y como yo la entiendo, penetra en el tercer tipo. Este es el nivel
profundo de la ironía, cuyas obreras son la metáfora y la metonimia.

Metáfora y metonimia, obreras del sentido al servicio de la ironía

Me he venido refiriendo a metáforas y metonimias inconscientes, tan evitables como, a


veces, vitandas. Pero la metáfora y la metonimia en general son inevitables para
cualquier uso lingüístico. Detrás de todo acto de habla se ocultan, como en la tramoya
de un escenario, esos dos elementos estructurantes del sentido del discurso. La
formación de enunciados, la creación de nuevos conceptos e incluso nuestra forma de
ver (noten que digo «ver») la realidad, están sometidas a una incesante y coordinada
tarea metafórica y metonímica. Al hablar de «visión de la realidad», estamos diciendo,
sin darnos cuenta, que la realidad es algo que se ve, a diferencia de lo que se oye. Esta y
otras muchas observaciones de los usos lingüísticos desenmascaran la prioridad que un
hablante occidental otorga, sin advertirlo, al sentido de la vista complementado por el
tacto. Lo auditivo es reducido a lo visual y la lengua escrita se convierte en norma de la
lengua hablada. Metafórica y metonímicamente creamos conceptos nuevos a partir de
otros viejos y conceptos abstractos a base de objetos materiales. Nótese que he dicho
«concepto», palabra procedente del latín «capio» (a-garrar), y lo califico de «material»
(que originariamente significa «de madera»).

La «visión» occidental de la realidad y su pensamiento científico están determinados


por el paradigma del espacio y de la geometría. El famoso pórtico de la Academia de
Platón sigue simbolizando la entrada al mundo de la cultura europea, cuyos vástagos
son la tecnología, la ingeniería social del Estado del Bienestar y la moderna economía
política, reemplazadora en la sociedad moderna de la función que en la antigua
desempeñaba la teología. La transición metonímica (no sólo metafórica como Nietzsche
cree) de «los hombres» a «el hombre», transitando de una forma plural a una falsa
forma de singular que es mera abstracción de la pluralidad, nos conduce a ese «hombre»
de la estadística que es al mismo tiempo todos y ninguno. Ser europeo es ser fanático de
la identidad y angustiado de la diferencia. Eso es el etnocentrismo.

Pensar es pesar. Lo corporal determina lo conceptual y la metonimia no sólo actúa a


nivel semántico, sino también a nivel categorial, lo cual pocos han advertido.(13)
Concebimos fuerzas y acciones reificándolas y substantivándolas. Explicamos las
acciones por las cosas o por las personas corpóreas, interpretando la fuerza y la
actividad desde su sujeto o desde su objeto, cuando lo fenomenológicamente adecuado
sería explicar las cosas y las personas (que son la apariencia, el signo) por las acciones,
las fuerzas o las operaciones que las crean y les dan sentido.(14). Los antiguos
convertían metonímicamente actividades y cualidades abstractas en personas míticas.
En el Olimpo habitaban el Amor, la Justicia, la Guerra, el Comercio... Nuestro fingido
monoteísmo, no sólo no ha desterrado a los viejos dioses, sino que ha aumentado su
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número. El Socialismo ha sido sustituído por su antagonista, el Mercado. La Crisis


Económica es la culpable de nuestros males nacionales, sin que surja un Edipo que
resuelva el enigma de la Esfinge. La Inflación y el Paro son dragones ante los que
nuestros héroes nacionales se hallan impotentes. El Desarrollo es un santo de universal
veneración. Y todos adoran en su fuero interno, criticándolo en lo público, a ese tal
Enrique Cimiento. Dicen que la Peseta está amenazada, ¡la pobre!. Desaparecido el latín
de la liturgia eclesiástica, los teólogos de la sociedad del bienestar, expertos en Ciencias
Económicas, llevan años invadiendo el espacio social de la comunicación con una jerga
ritual que, como todos los ritos, es tan conocida y usual como ininteligible. A pesar de
la afición de los españoles al juego de palabras, no sé quien juega más si ellos con las
palabras o las palabras con ellos.

Pero la desviación del sentido no es siempre, repito, una perversión eludible, sino un
elemento constitutivo del habla y, por ello, inevitable. Adviértase cómo en nuestros
enunciados manejamos el sujeto gramatical como si fuera un agente responsable:
decimos que «El poder corrompe», que «El Sida hace estragos», que «La polución
envenena a las ciudades» y que «Los precios han subido». Reificamos las acciones y
personificamos las cosas y los hechos. No para eximirnos de nuestra responsabilidad,
aunque la verdad es que el efecto es el mismo, pues mientras sea «el poder» el que
corrompe, el poderoso es más bien una víctima. El mismo fenómeno se da, sin embargo,
en situaciones tan poco sospechosas de intencionalidad o malicia como por ejemplo:
«El curso ha comenzado», «Se fue la luz», «El coche no quiere arrancar» o «La fuente
se ha secado y las azucenas están marchitas en el camino verde que va a la ermita»,
como decía la vieja canción.

Todo lenguaje humano, sea a nivel semántico inmediato o a nivel histórico y


etimológico, se cincela en el taller de la metáfora y la metonimia. Podemos, a lo sumo,
ser conscientes de este hecho, pero jamás eludirlo. Suprimir la metáfora y la metonimia
sería suprimir el lenguaje. Sin embargo, siendo éstas condición necesaria del lenguaje,
no son condición suficiente. Sin la presencia del sentido articulado por ellas, reducimos
el lenguaje a un mero sistema de signos formales como la matemática, en la cual buscan
su modelo la ontología y la semiótica. Mas como el ser humano es inseparable del
lenguaje (pues o se comunica lingüísticamente o no es humano) y hablar o comunicarse
es dejar al sentido expresarse, tiene necesariamente que hacerlo indirectamente y con
rodeos. El hombre es así un animal retórico. Mientras que la razón lógica puede
encomendarse a una computadora, que hace su tarea y saca sus conclusiones con más
exactitud y rapidez que nosotros, la razón propia e inalienable del hombre es una razón
retórica, discursiva. El ritual de los signos semánticamente impregnados, es lo que
permite al hombre entender la realidad y dominarla pero también alienarse,
confundiendo los signos que usa con el significado que crea y les atribuye. Toda
objetivación es alienación y enmascaramiento. Podemos afirmar que vemos, por
ejemplo, buzones de correos, aparcamientos de automóviles, escuelas. Pero «ver» eso es
imposible y afirmarlo literalmente es absurdo. Lo único que hacemos es interpretar
buzones, aparcamientos o escuelas en las impresiones sensibles que esos objetos o
«realidades» nos producen. Para poder ver un buzón de correos hay primero que haber
aprendido a verlo, viviendo en una cultura humana que construye y utiliza esos
artefactos. Por eso decía Vico que el hombre sólo entiende lo que él ha hecho. Lo demás
sólo lo entiende su creador, Dios. (Ciertas cosas, como la política moderna, no las
entiende ni Dios). Pero cuando vemos los árboles del bosque y los interpretamos en
nuestro contexto humano, introducimos lo natural en la cultura. Pues todo conocer
42

humano, es decir todo conocer, es cultura, interpretación, desviación y manipulación de


sentido: ironía.

La raíz biológica de los tropos

Estoy describiendo la situación original del hombre como ser en el mundo a base, por
un lado, de dos coordenadas (metáfora - metonimia) que le ayudan a estructurar el
pensamiento y el lenguaje como instrumento para manejar la realidad, preñándola de
sentido, y, por otro lado, de una categoría existencial, la ironía, que sustenta y justifica
la labor de dichas coordenadas.

En la superficie de la vida lingüística afloran lo que la retórica llama metáforas y


metonimias como ejemplos o resultados concretos de actuaciones cuya clasificación ha
dado lugar a esos dos conceptos substantivos. Pero la metáfora y la metonimia no son
simplemente un algo, no son palabras, ni sustancias, ni cosas, sino mecanismos
psíquicos e incluso psicofísicos, que estructuran los significantes para engarzar en ellos
el significado. Los propios nombres de «metáfora» y «metonimia» con que los retóricos
-separando a la una de la otra- designan a ciertos recursos expresivos, son metonimias
del nombre de una actividad mental en la que cooperan inseparablemente mecanismos
metafóricos y metonímicos. Metáfora y metonimia son el reverso del acto mental de la
identidad y la diferencia que, de modo elemental, está presente en todo ser biológico.
También el animal identifica y diferencia, asocia y disocia a su manera. En el conocido
experimento de Pavlov advertimos la raíz biológica del fenómeno metonímico: cuando
el perro oye la campana habitualmente anunciadora del alimento se le hace la boca
agua. Muchos fenómenos biológicos humanos y espontáneos gozan de ese carácter
asociativo puramente animal. La proximidad del alimento pone en función las glándulas
salivares. Todo macho siente atracción sexual por la hembra al verla o al percibir su
cercanía. Metáfora y metonimia son, a nivel biológico elemental, una especie de
instinto.

Esa fuerza biológica de mero psiquismo animal se sintetiza y sublima mentalmente en el


hombre, otorgando fundamento a la construcción conceptual de la realidad. Lo que
entendemos por causalidad (que Nietzsche consideraba una metáfora) es producto del
mecanismo metonímico de asociación por contigüidad. Y el paso lógico de las premisas
a las conclusiones es una ruta marcada por el instinto o impulso metonímico (que Lacan
llama deseo) imitado y utilizado por la mente. En el fondo se trata de mecanismos para
sobrevivir y dominar, cimentando lo que para Nietzsche sería la voluntad de poder.

La mecánica de metáfora y metonimia es también el origen de la abstracción, que es una


metonimia de lo concreto a lo abstracto y de lo particular a lo universal, acuñandose su
determinación o identificación sígnica por obra de la metáfora. Nietzsche ha aludido al
elemento metafórico de este proceso, pero no al metonímico. Mientras la metonimia
supone el paso de lo uno a lo otro, la metáfora es lo que da nombre a esos elementos
sucesivos. La metonimia es como el autobús urbano en marcha, siendo la metáfora el
timbre que lo hace detenerse, al propio tiempo que el conductor anuncia el nombre de la
parada.

Mucha tinta se ha vertido acerca de la metáfora. Pocos son en cambio los libros
dedicados a la metonimia. Cosa altamente significativa de nuestra mentalidad
occidental, que consagra el altar de su conocimiento al ídolo de la Identidad. Lo que
43

calificamos corrientemente (en terminología retórica) de metáfora es, sin embargo, sólo
la obra de la metáfora, su ergon, cuyo mecanismo creador sólo es inteligible en
coordinación con la obra de la metonimia. Metáfora y metonimia, como mecanismos -
no como efectos sustantivos de ellos- se hallan estrechamente ligados uno al otro, al
servicio de la condición existencial humana de la ironía. Consideradas
(metonímicamente) como meras figuras retóricas, como productos lingüísticos, la
metáfora es más patente y más fácil de identificar que la metonimia, ya que la metáfora
supone identificación, pero la metonimia deslice y ocultamiento. La metonimia es, por
ello, tanto más enigmática e interesante, incluso a nivel retórico, ya que en ella se basan
los deslices más vergonzantes y las manipulaciones del sentido más sibilinas.

La metáfora como tropo o figura se define como una semejanza perceptible entre lo que
se nombra y aquello de lo que se toma el nombre. Por ejemplo, cuando decimos que una
situación dada es un «lío» o que una persona es «una lumbrera». La metonimia es
escurridiza e inaprehensible y se basa en un desplazamiento del nombre de algo a lo que
le es contiguo o mantiene relación con ello. Decir «El cabeza de familia» o nombrar a la
monarquía como «La corona», son expresiones metonímicas fácilmente identificables;
más difícil es advertirla en expresiones como «zapatos rebajados» (cuando lo rebajado
es el precio de los zapatos, siendo «rebajar», por añadidura, una metáfora) o en la de
«acusar a Estados Unidos» (cuando es a sus dirigentes políticos a quien se acusa). Y
todavía más inadvertible resulta cuando un hombre público dice «Nosotros» o «El
Gobierno» o cuando un ministro sueco de trabajo promete a los trabajadores mayor
influencia en la dirección de la empresa, otorgando al Sindicato representación en ella.
Mucho se ha hablado del poder de la metáfora, pero muy poco de las metonimias del
poder, que son más interesantes, ya que todo ejercicio de poder está basado en
desplazamientos sutilísimos del sentido. Todo discurso político está lleno de
metonimias que funcionan como la ironía vuelta del revés, otra ironía de la ironía, ya
que no tratan de dar a entender lo contrario de lo que dicen, sino de dar a entender
justamente lo que dicen, significando algo distinto.

Las gramáticas occidentales están montadas sobre un transposición metonímica de lo


auditivo a lo visual y de la acción al sustantivo. Y la ontología, hermana de esa
gramática, vive -aunque crea lo contrario- de la reducción de lo espiritual (Geist) a lo
material. Según los antropólogos, los indios hopi, expresan que «Un hombre corre»
diciendo algo así como «Lo corriente hombrea». Nosotros llamamos «mesas» a las
cosas que mesean (que hacen de mesas) para nosotros. A raíz de las últimas elecciones
se leía un letrero sobre una pared madrileña, que decía: «La democracia es corrupción».
Me vino a las mientes otra frase que, diciendo literalmente lo contrario, podía no
obstante conservar el mismo sentido: «La corrupción no es democracia». Ambas frases
pueden ser simultáneamente verdaderas y apuntar al mismo mensaje, con la condición
de que el concepto de «democracia» se conciba desde dos perspectivas diferentes. En el
primer ejemplo se identifica «democracia» con «parlamentarismo», con la actividad
reglamentada de la clase política, en el segundo con una ética o forma de
comportamiento ciudadano. Los desplazamientos inadvertidos entre la actividad y la
estructura de la actividad son fenómeno constante y desempeñan un papel importante en
la evolución semántica de la lengua. La palabra latina «civitas», por ejemplo, ha
originado la palabra «ciudad» y como tal la traducimos. Sin embargo, como testimonia
San Isidoro de Sevilla, «civitas» se refería a la actividad de los ciudadanos, llamándose
«urbs» a la fábrica o artefacto material que nosotros llamamos «ciudad», ámbito físico
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dentro del cual esa vida se desarrolla.(15). Decimos también «camino» pensando unas
veces en lo que vemos en el terreno y otras, como en el poema machadiano, en el andar.

Metonímicas son estas alteraciones de perspectiva conceptual, que sin afectar al


contenido semántico propiamente dicho, se diferencian sólo en la perspectiva desde la
que ese contenido se contempla, otorgando prioridad a un aspecto sobre otro. «Ciudad»
es para nosotros en primer lugar la estructura física, pero también, derivadamente, la
actividad humana desplegada dentro de ella. Para los latinoparlantes era al revés:
primero la actividad humana, la cual abarcaba entre otras cosas la propia construcción
de la estructura física, y sólo en segundo lugar dicha estructura. Metonímicamente
unifica cada uno también en la metáfora que es el pronombre «yo» la sucesión de
hechos que constituyen su historia personal, utilizando el cuerpo como lugar. "Yo"
expresa la unidad histórica de una serie de sucesos diferentes.

La metáfora es el nombre de un lugar, de un topos, que no es lo mismo que un mero


trozo de espacio, sino la confluencia o desembocadura en la que el sentido se establece
o encarna. No hay, por eso, nada peor dicho que la frase «El saber no ocupa lugar»,
pues lo que el saber no ocupa es espacio. Aristóteles hace de los lugares, topoi, un
concepto central de la retórica, equivalente a los axiomas de la lógica. Los lugares son
la opinión, la experiencia y los valores compartidos, los puntos de coincidencia de
sentido que nos permiten entendernos y convencernos unos a otros e incluso, en general,
hablar. Pues para comunicarse no es suficiente con un sistema de significantes.

Tampoco es el lugar histórico un mero emplazamiento físico, sino los sucesos que lo
constituyen. La ironía del urbanismo moderno reside en la destrucción de lugares con la
pretensión construir otros nuevos, sin a menudo lograr otra cosa que construir meros
espacios. La sombra irónica de Edipo, que al final resulta ser el propio homicida
buscado, se cierne sobre nuestros políticos y nuestros ingenieros sociales. La ironía es
un bumerang.

Si en lugar de quedarnos al nivel objetivo o sustantivo de los tropos de la retórica


tradicional, buceamos en el reino mental de la construcción del mundo, la metáfora y la
metonimia se nos dibujan como una encrucijada conceptual. Pues de modo semejante a
la visión de Constantino el Grande cuando se le apareció en el cielo una cruz con el
emblema «In hoc signo vinces» («En este signo vencerás»), una vez superado el nivel
de los tropos retóricos, podemos imaginarnos una cruz cuyo eje vertical es la metáfora y
el horizontal la metonimia, con un emblema que reza: «In hoc signo vides» («En este
signo bien verás»). Al tratar, hace un par de años, de estudiar los dos tropos o figuras
como esquemas o signos para entender la función del lenguaje, fui vislumbrando un
nuevo esquema en el que el carácter figurativo se iba diluyendo para dejar paso a otro
más profundo. Lo cual superaba, sin hacerlo inútil, el camino seguido hasta entonces,
como el montañista que contempla desde la elevada meta la trayectoria recorrida. No se
trataba de una falsificación sin más de las figuras retóricas como tales, considerándolas
como un error, sino solamente de una etapa provisional del entendimiento en busca de
la comprensión. Sin abordarlas primero como figuras o tropos no habría llegado a
descubrir su encrucijada oculta. Lo cual en sí es una ejemplificación de lo que son el
signo, la representación y el conocimiento: un descubrimiento sucesivo que rima
perfectamente también con la concepción griega de la verdad como alezeia. Las figuras
retóricas en sí no explican nada o lo explican a medias, pero su presencia anuncia un
fondo oculto, urgiendo su explicación.
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Metáfora y metonimia son pues dos aspectos de una mecánica creadora. La metonimia
representa su elemento dinámico, que busca y colecciona, y la metáfora el ancla que
«limpia, fija y da esplendor», eligiendo la palabra adecuada, como nuestra ilustre Real
Academia. Metonimia y Metáfora son como realidad e imaginación o como inteligencia
y voluntad. La metonimia y la metáfora son inseparables una de otra y pierden su valor
cuando se las divorcia. Un estudio de la metáfora separado de la metonimia, como
hacen Lakhoff y Johnson.(16) o como hizo Sterner.(17) y otros que confunden
metáforas con metonimias, no supera el nivel del tropo retórico, quedándose sólo a las
puertas del entendimiento de la creación lingüística.

Precisemos. A nivel objetivo, como usos o ejemplos concretos, metáfora y metonimia se


distinguen mutuamente. A nivel psíquico, como actividades mentales, son inseparables,
aunque tampoco confundibles.

La ironía del concepto

Escarbando en el paradójico fenómeno de las desviaciones lingüísticas de sentido


descubrimos el mecanismo de la creación y articulación de conceptos. Ya la Escolástica
distinguía entre concepto formal y concepto objetivo, separando el acto mental de su
producto. Escalada la vertiente montañosa del concepto de la ironía, vislumbramos la
vertiente antes oculta de la ironía del concepto. ¿Qué revela esa incompatibilidad entre
lenguaje y sentido y esa paradójica necesidad de unirlos? Consideremos la íntima
relación existente entre lenguaje, sentido e ironía.

Se nos ha inculcado que todo lenguaje racional sigue las normas de la lógica formal.
Pero la Lógica y el principio de no-contradicción son solamente válidos en un sistema
de significantes escuetos, en un decir como simple decir, cuyo modelo es la matemática
o la ciencia positiva. Entre el decir y su sentido la discrepancia y la ambigüedad son
constantes. El mero lenguaje como producto o estructura (ergon) jamás haría posible la
comunicación sin el lenguaje como actividad (energeia). Y aunque un león pudiera
hablar -decía Wittgenstein- no lo entenderíamos. El entendimiento entre humanos a
través de los signos y del discurso se debe a que el ser humano transciende al mundo
fenoménico y físico y además participa de un ámbito común a los otros seres humanos.
Sometidos al mundo corporal y a los signos del lenguaje que utilizamos, son éstos por sí
solos incapaces de expresar el sentido de nuestra existencia. Pero para encarnarse en la
historia humana, ese sentido no tiene otro camino que lo corporal y los signos.

El hombre se hace un hombre dentro de una comunidad humana, encarnando y


desarrollándose a través del cuerpo y del lenguaje. He aquí la tragedia o la ironía de la
existencia humana: la compulsión a un paradójico quehacer. Wittgenstein, que había
entendido esto perfectamente, acercándose mucho a Kierkegaard en sus comentarios
sobre ética y religión, decía en el Tractatus que de aquello que no podemos hablar es
necesario que callemos. El mundo objetivo de los hechos era el único ámbito del que el
hablar era posible. En cambio, hablar de ética o de religión, hablar del sentido de la vida
humana, «es arremeter contra los límites del lenguaje» y, por imposible, renunciable.
«Este arremeter contra las paredes de nuestra jaula es perfecta y absolutamente
desesperanzado», decía.(18). Lo cierto es, sin embargo, que la existencia humana
transcurre en un constante hablar justamente de aquello de lo que en principio no
podemos hacerlo. Kierkegaard diría, que, en sentido estricto, no nos es posible hablar
absolutamente de nada. Ni siquiera de los hechos que componen el mundo objetivo.
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Pero nuestra condición humana consiste justamente en vernos forzados, a hacer eso que
es imposible. En ello se funda propiamente la libertad humana. Hegel lo denominaba
astucia de la razón. El hombre es el ser que se sale con las suyas obedeciendo las
condiciones que se le imponen. Bacon decía lo mismo desde la perspectiva opuesta:
«Natura nisi parendo non vincitur» (Sólo se vence a la naturaleza obedeciéndola). Lo
que eleva al hombre por encima de la naturaleza viviente es, al mismo tiempo, una
capacidad y una exigencia de transformar en posibilidad lo que en principio se presenta
como necesidad; como el prisionero que, en su fuga, hace de las sábanas y los muros de
la propia cárcel el instrumento de su libertad. El proyecto, hoy perfectamente realizable,
de una cárcel en que la evasión sea absolutamente imposible, no se pone en obra -según
nos decía el director de un centro penitenciario danés- porque la vida de los reclusos
perdería totalmente su sentido si la posibilidad, siquiera remota, de la fuga no alentara
en sus mentes. Y encerrado en aquella sórdida e inhumana mazmorra del convento
toledano, el más grande de nuestros místicos, San Juan de la Cruz, concibió
(¡maravillosa ironía!) las palabras más bellas y más llenas de sentido, aquellas palabras
de La noche oscura del alma. Su evasión espiritual precedió incluso a su huída física y
quizá incluso la inspiró.

El sentimiento trágico de la vida es la ironía kierkegaardiana. Para el filósofo danés se


constituye el sujeto individual humano como una paradójica articulación de lo infinito
con lo finito, de lo transcendente y lo contingente.(19). La ironía supone la exigencia
existencial de conjugar dos ámbitos mutuamente incomensurables. Escindido entre dos
reinos incompatibles, el ser humano sólo puede consumar su humanidad asumiendo la
paradoja de su existencia, no tratando de resolverla o evitarla. La dialéctica
kierkegaardiana es, como dice Torsten Bohlin, una dialéctica cualitativa propia de la
existencia individual, por contraste con la dialéctica cuantitativa de raíz hegeliana.(20).

La concepción moderna, ontológico-positivista, según la cual el lenguaje siempre


describe o representa un algo objetivo, induce a Wittgenstein a negar (si bien
respetuosamente) no la ética, sino el sentido de la ética y de todo aquello que
transciende al mundo de los hechos constituyendo un ámbito de valores. En Aristóteles,
sin embargo, encontramos (¡quién iba a decirlo!) una concepción radicalmente diferente
de la razón y del lenguaje. En un párrafo de la Política, a menudo leído y rara vez
justamente valorado, nos dice Aristóteles que la razón por la cual el ser humano, en
mayor grado que ningún otro animal gregario, como la abeja, puede ser llamado animal
social, es porque tiene logos. Y tiene logos, según el filósofo, no por su capacidad de
expresar lo que siente, que eso también lo hacen a su modo los animales; pues éstos
emiten meros sonidos, pero los hombres, gracias al logos, tienen la facultad de emitir
palabras. Y ese logos que es el don de la palabra, consiste en poder distinguir, dice el
texto aristotélico lo justo de lo injusto y lo bueno de lo malo. No habla de distinguir «lo
verdadero de lo falso», como quizá era de esperar, sino lo justo de lo injusto.(21).

Párrafo éste alucinante y sorpresivo. Aquello que la concepción moderna de la razón


quiere desterrar de ella es justamente lo que la justifica. La razón aristotélica por
antonomasia no es la razón teórica, sino la razón práctica. Pero ni siquiera una razón
práctica en el sentido moderno de la palabra «práctica», que supone una actividad
dirigida por su fin o resultado, sino un obrar que tiene sentido en sí mismo y da sentido
último también al hacer finalista y a su resultado.
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El problema de Wittgenstein y del pensamiento occidental moderno es la reducción por


metonimia de la acción a su sujeto o a su resultado, convirtiendo el sentido verbal en
sustantivo gramatical. El sentido se concibe así como una esencia que constituye
objetivamente las cosas del mundo; el lenguaje se reduce a las palabras y la ironía a las
expresiones bizcas de sentido. Pero eso es nombrar los signos, no hablar de lo que los
signos revelan. El sentido, el lenguaje, la ironía no son ergon sino energeia, no son algo
producido, sino la fuerza que produce y otorga ser. Decir que el lenguaje son las
palabras, que el sentido es la esencia independiente y objetiva de las cosas y que la
ironía es la expresión de sentido desviado y sobreentendido, son formas secundarias y
derivadas de hablar, pura desviación metonímica. Las palabras no son propiamente el
lenguaje, sino el instrumento de su actividad expresiva, siendo las expresiones
lingüísticas el resultado de esa actividad. El sentido es propiamente el acto de
iluminación y colorido mental que da el hombre a las cosas para engarzarlas en el
mundo humano. Y la frase de sentido torcido o el final trágico no son propiamente la
ironía, sino el testimonio, respectivamente lingüístico e histórico, de que la existencia
humana es un puente tendido sobre un abismo infranqueable.

La encarnación del espíritu y la ironía del sentido

Ironía, lenguaje y sentido son gramaticalmente sustantivos pero enmascaran, como


muchas otras palabras, un significado cuya expresión adecuada sería el verbo. A pesar
de que «verbo» significa etimológicamente lo mismo que «palabra», lo cual haría de él
la palabra o categoría gramatical por antonomasia, es notable cómo las lenguas
occidentales otorgan al sustantivo la hegemonía del discurso y el trono de la lengua. Es
la herencia ontológica de Parménides y Platón. Todo aquello que en propiedad cabría
expresar en forma verbal se transforma metonímicamente en sustantivo. Incluso la
propia palabra «palabra». Pues unas veces significa ésta lo que el hombre hace, la
facultad de hablar, el verbo. Otras el material del lenguaje, los elementos
estructuradores, la categoría de sustantivo.

Al predominio occidental del sustantivo corresponden paralelamente la prioridad del


cuerpo sobre la mente, de la materia sobre el espíritu, de la teoría sobre la praxis, de la
lengua y la escritura sobre el habla, del significante sobre el significado, de la vista
sobre el oído, de la geometría sobre la historia, del espacio sobre el tiempo, de la
ontología sobre la generación, de la cosa sobre la acción, de lo masculino sobre lo
femenino y de la metáfora sobre la metonimia.

Ese ontocentrismo o falocentrismo de la mentalidad occidental, reifica y sustantiva


todas las actividades humanas y el propio concepto de actividad. Toda actividad se
convierte así en el ergon de la norma estipulada. Confundimos entonces la democracia,
que es una forma de vida, con el parlamentarismo que es un código de reglas de juego.
El poder, que es una forma de obrar, se convierte en algo mítico, en un atributo. Y la
libertad, convertida en un fin u objetivo alcanzable, da lugar a esos contradictorios
movimientos de liberación que hablan de un camino hacia la libertad y lo allanan
pasando por encima de cadáveres sin cuento, como si la libertad fuera la meta y no el
camino mismo. Esta ceguera conceptual ha conducido a una disyuntiva ética que, unas
veces subordina la acción a su resultado y otras a una regla preestablecida. En esta
perspectiva, la ética política aristotélica, en la que la bondad del obrar se genera en su
propio ejercicio, resulta totalmente incomprensible para una Polis moderna cada vez
más menesterosa de esa virtud ciudadana que reclamaba el filósofo.
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La búsqueda del sentido de la ironía conduce a la inquisición sobre la ironía del sentido.
Y como el sentido se confunde unas veces con el significado y otras con la finalidad, me
voy a ver obligado a decir algo acerca de esa relación conceptual, para lo cual resulta
inestimable la semántica aristotélica. No deja de ser una ironía que, un filósofo que tan
poco supo apreciar lo que significa la ironía, sin embargo nos haya proporcionado las
mejores herramientas para comprenderla.

La palabra castellana «sentido» no es una metáfora muy afortunada. La sueca «mening»


o la inglesa «meaning» son más apropiadas al uso a que nos estamos refiriendo. Además
«meaning» mantiene su proximidad al verbo «to mean», mientras que «sentido» y
«sentir» se hallan divorciados. La palabra española «sentido», como designativa de
nuestra actividad mental valorativa, ha quedado totalmente sustantivada. Debo por eso
hacer tanto más hincapié en que hablo de sentido primordialmente como una fuerza
creadora -presente no sólo en el lenguaje sino en toda obra de creación humana- que da
inteligibilidad y coherencia al mundo contingente en que el ser humano, que es mente,
logos, se halla encarnado.

En lenguaje ordinario llamamos «sentido de algo» solamente al producto de esa


creación de la mente humana. Pues el sentido se encarna en las cosas -tanto en las ya
existentes como en las que el hombre mismo va creando- haciéndolas significativas. La
cultura no es sino una articulación y transformación de la realidad corpórea y finita por
obra del sentido. Donde se agotan las cosas, lo perceptible y sensorialmente demarcable,
crea el hombre una esfera cristalina de palabras, que son también cosas artificiales,
mucho más fáciles de usar para fines diversos que las cosas tangibles. Con el material
de las palabras, construye el hombre un mundo de instituciones y relaciones
inmateriales. Si el hombre da sentido a la realidad mundana y a las palabras es porque el
sentido no son las cosas ni las palabras mismas, ni reside en ellas. La actividad de dar
sentido, atravesando el ventanal de vidrio del lenguaje, va propiamente dirigida, como
quería Wittgenstein, al mundo de las cosas. Pero una vez creado y desarrollado el
lenguaje como sistema de palabras, lo aplica el hombre también para volverse hacia
fuera del mundo, hacia sí mismo y hacia el propio lenguaje, designando incluso aquello
que propiamente no es designable: Dios, lo ético, el sentido de la vida. Lo así
significado no es carente de sentido, como Wittgenstein (por cierto, con poca
convicción) pretendía. No se trata de que un hablar de lo transcendente carezca de
sentido, pues lo que trasciende al mundo es el propio sentido, la fuerza creadora que da
significado a las cosas del mundo. Su sentido no puede expresarse porque es él mismo
el que crea la expresión. Y toda expresión lingüística ha sido desarrollada con base en el
mundo corporal apoyado en la imaginación, siendo también las palabras abstractas
acerca de los hechos del mundo, aplicaciones metafóricas que hacen de toda realidad
una realidad en cierto modo sensible, visible y tangible, o por lo menos imaginable
como tal.

La metáfora se basa siempre, en último término, en la identificación imaginativa con


algo anteriormente visto o tocado. Las descripciones de los místicos («la noche oscura»,
«la casa», «la llama de amor viva») son expresiones metafóricas que no ponen ya en
relación dos cosas comparables, sino que son la manera de denominar lo inefable en
términos mundanos, para hacerlo de algún modo inteligible y comunicable. La metáfora
mística utiliza una imagen recogida en el mundo, carente de objeto de comparación: un
significante sin significado detectable. De manera semejante a los significantes
musicales, su significado no es explicable en ningún lenguaje. Pero también los
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significantes intramundanos, en los cuales apoyamos el sentido que damos a las cosas y
a los hechos, son productos de un cajón de sastre figurativo que hemos ido formado con
anterioridad y que ya nuestros padres nos entregaron repleto. Los nombres que
proyectamos sobre las cosas, nos hacen creer que entendemos lo que son las cosas
mismas, cuando en realidad no hacen sino apresar y dar color determinado al propio
sentimiento de nuestro estar-en-el-mundo. Creemos que hablamos de las cosas cuando
son más bien las cosas las que hablan de nosotros.

Sentido y significado

La ironía es concebida, dijimos, como la tensión de un ser que es al propio tiempo


mente y cuerpo, espíritu y materia, infinitud y contingencia. Esa tensión trata de dar
sentido al mundo corporal desde el mundo mental, sin propiamente conseguirlo. Mejor
dicho, trata de utilizar el mundo corporal como la matriz en que el sentido engendra su
expresión. Por ello el quehacer de la vida es el hacer la vida y al preñar de sentido al
mundo realiza el hombre su propia historia y su propio sentido.

La encarnación de Cristo personifica, en la narración religiosa, la ironía de la existencia.


Dios hecho hombre es el símbolo más expresivo del sentido de la ironía. Wittgenstein
tenía razón al afirmar que la ética, como lo absolutamente valioso, no puede ser una
ciencia. Pero sería no menos desatinado creer que la ciencia describe la realidad,
gozando de sentido objetivo. La metonimia categorial, transformadora de lo verbal en
sustantivo, no es más que una expresión omnipresente de nuestra condición humana de
seres espirituales hechos carne y hueso. Por algo llamamos Verbo al hijo de Dios. «Que
aquí existe una conexión -decía Wittgenstein, según testifica F. Waisman.(22)- lo han
sentido y expresado los hombres de este modo: Dios Padre creó el mundo, mientras que
Dios Hijo (o la palabra procedente de Dios) es lo ético. Que los hombres hayan dividido
la divinidad para después unirla de nuevo, indica el hecho de que aquí hay una
conexión.»

La creencia en un sentido objetivo y sustantivo es el presupuesto de toda ontología. Pero


el sentido, para serlo, tiene que ser algo inspirado desde fuera de la realidad mundana
que otorga a cada cosa su cualidad, aunque las cosas no lo merezcan (que en eso reside
la ironía). La creencia ontológica en un sentido que habita las cosas mismas y engendra
a su vez la ilusión de una ciencia objetiva de la realidad en sí, se debe a la confusión
entre el hacer y el obrar y entre el sentido y la finalidad. Toda ontología es en principio
atea, a pesar de sus simulaciones.

Sentido y significado se toman a menudo como términos sinónimos. Otras veces se


habla del sentido como de la finalidad de algo. El sentido es además el nombre de los
órganos con que percibimos el mundo exterior y de la dirección en que algo se mueve.
Por si era poco tenemos la palabra «sentimiento» y el ambiguo verbo «sentir» que crean
un campo semántico abigarrado. Advirtamos ahora la relación de «sentido» con
«finalidad», por un lado, y con «significado», por otro. «Significado» y «finalidad» se
presentan como denominaciones de algo estrictamente objetivo, mientras que «sentido»,
sin ser verbo, se deja más fácilmente asociar a una actividad.

La vida del individuo humano se desenvuelve en la encrucijada de una actividad (una


energeia) que es la mente o, si se quiere, el sentido, y una realidad material en la que ese
sentido se encarna. No hay una sustancia pensante y otra extensa, hay la conjunción de
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una actividad y una realidad (en el sentido lacaniano de «lo real»). Conjunción
ontológica y paradójica de la que surgen tanto el sujeto como el objeto. El verbo, que es
el sentido, la actividad, la mente, crea las palabras, el signo (ergon). Los objetos del
mundo se constituyen en perchas del sentido y con los sonidos que emite constituye el
hombre fonemas y palabras significativos. Lo que en el fondo sea ese mundo real al que
la mente se enfrenta, es inútil dilucidarlo. Hasta nuestro propio cuerpo es un extraño. Lo
único que el hombre entiende es lo que él mismo ha hecho (factum verum).

Esa coadunación, que tanto ha preocupado a los filósofos, de dos realidades totalmente
heterogéneas, es tan incontrovertible como inexplicable. La existencia humana está
irremediablemente anclada en una paradoja y su única forma de existencia es la ironía
que consiste en vernos compelidos a utilizar categorías materiales y finitas como signo
de algo que las desborda, dando lugar a una manera indirecta e impropia de entender. La
caída en la tentación objetivista y en la arrogancia de la verdad como correspondencia
dan origen a la ontología y a la ciencia positiva. Tratar de transcender lo finito, lo
material y lo sígnico, colocándonos imaginativamente más allá de la ontología, como si
nos levantáramos a nosotros mismos de los pelos, es una actitud metafísica cultivada en
las filosofías orientales. En nuestra cultura, quienes más se han acercado a una
inteligencia de este problema metafísico serían quizá Fichte y, sobre todo, su homólogo
sueco Benjamin Höijer, si no fuera por su vocación demasiado sistemática y monista.
Mas lo que yo busco no es tanto una metafísica cuanto una metapsicología.

En el mundo y en el lenguaje encuentra y elige el individuo humano la forma de


expresión que ha de realizar el sentido de su propia existencia. Las alternativas son
incontables. Pero su -en principio ilimitada- libertad creadora se ve delimitada por las
condiciones materiales del mundo y por el sistema de significaciones establecidas por la
cultura. El individuo humano tiene que aceptar las leyes de la materia y nace ya dentro
de una tradición cultural determinada. Las condiciones naturales y los usos de los
hombres que le han precedido aportan los instrumentos con los que el individuo hace su
vida y determinan el escenario en que ésta ha de desarrollarse. Toda herencia supone
simultáneamente libertad y determinación, posibilidad de actuar y elegir unida a norma
y limitación. Sin esos elementos necesariamente impuestos, la vida humana individual
carecería, sin embargo, de toda posibilidad de realizarse. Sin unas normas sociales y un
sistema preexistente de significantes marcados por su uso, desaparecería el individuo
humano. Y llamo individuo humano, no a un cuerpo animado y abstracto, sino al ser
concreto que está siendo mientras hace su historia. El hombre no es sustancia ni
naturaleza, sino actividad e historia.

La sociedad humana se constituye a base de relaciones de sentido en las que nos


valemos de significantes cuyos usos acumulados permiten la continuidad de las
generaciones. Esos usos acumulados son los significados propiamente dichos. He aquí
pues una posibilidad de distinguir el significado del sentido. El significado es algo
objetivado y común perteneciente al orden social. El sentido es la actividad informante,
mediante la cual los individuos humanos activan esos significados en situaciones
concretas y en discursos específicos. El lenguaje no es ni totalmente arbitrario ni
totalmente libre. Puedo usar de diferentes maneras las palabras que he aprendido, pero
no puedo usarlas de cualquier manera. La retórica aparece así como la virtud o arte de
activar y crear expresiones, más o menos acertadas, más o menos brillantes, para
comunicarnos (para hacer patente nuestra comunidad) con otros hombres. La
posibilidad de entendernos a través del lenguaje no reside en las palabras mismas, sino
51

en el hecho de que, siendo seres humanos, pertenecemos a un mundo común de sentido.


Nos entendemos a pesar de que las palabras son incapaces de canalizar el chorro del
sentido. Hablar es como coger agua con las manos, pero «a buen entendedor con pocas
palabras basta». A un león no le entenderíamos aunque pudiera hablar.

Esa comunidad de sentido que es la comunidad de un destino y unos valores, se expresa


en la palabra griega pistis, (origen de la latina fides: la fe, la fidelidad, el crédito, la
confianza, la familiaridad con algo, el reconocimiento) que es el eje conceptual de la
Retórica de Aristóteles. La propia mentira, que es la ironía vuelta del revés, sería
imposible si la comunicación no echara sus raíces en el terreno de la confianza. Ser
hombre supone pertenecer a una comunidad de sentido que nos hace entendernos y
creer, aunque hablemos desviadamente, y aun cuando nuestra intención sea aviesa.

La confianza original puede sin embargo deteriorarse o fortalecerse. Sin confianza no


hay vida social y la misión fundamental de la política es fomentarla. La tragedia de
España, si se la compara con la sociedad sueca, por ejemplo, ha consistido y está
volviendo a consistir en la destrucción de la confianza. Los políticos modernos creen
que su tarea es hacer cosas. «La política es cuestión de actuar y de obtener resultado»,
declaraba con orgullo hace poco uno de las nuevas figuras del socialismo sueco. ¡Dios
nos coja confesados! Una visión aristotélica de la política nos enseña que la misión del
político reside sobre todo en el buen ejemplo, que fomente la confianza en las
instituciones y en su buen funcionamiento. Pues con confianza sobran las reglas, pero
sin ella no hay reglas que basten.

La ironía no consiste simplemente en la incompatibilidad entre lo transcendente y lo


finito de que hablaba Kierkegaard y en la incongruencia entre una actividad espiritual y
un mundo de cosas materiales. La ironía está a la base del lenguaje mismo, por la
sencilla razón de que cada acto de expresión se realiza ante una situación totalmente
nueva y única, a partir de significantes usados con anterioridad y portadores de un
significado general. Solamente un lenguaje que creara sus palabras para cada situación
concreta, sería capaz de expresar su sentido directamente. Pero entonces dejaría
automáticamente de ser lenguaje, ya que un signo que se agote en un uso único y no
tenga la capacidad de ser usado repetidas veces, no es signo. La significación se
establece a base de una operación mental que reduce una infinidad de casos semejantes
a sus rasgos más comunes, constituyendo así su concepto abstracto. Todo concepto
supone así al propio tiempo un empobrecimiento y una posibilidad. El hombre se
expresa ante las situaciones y las cosas que van apareciendo en el tiempo, recurriendo a
los conceptos acumulados que le parecen adecuados, no sin remendarlos
constantemente, haciéndolos adaptarse a nuevas condiciones de uso. El espíritu más
creador es el que sabe encontrar posibilidades inusitadas en los instrumentos que se le
ofrecen. Hablar es siempre, sin embargo, vestirse con ropas de segunda mano.

La transición mental que, de los casos concretos de la experiencia, crea un concepto


válido en general, es un proceso fundamentalmente metonímico en el que la metáfora
actúa como ayudante. Y la utilización del concepto acuñado para expresarnos ante la
situación concreta, es un proceso dirigido por la metáfora con la ayuda de la metonimia.

Pretender que la ciencia positiva dice la verdad sobre lo que sucede en el mundo es
absurdo, pues no hay ciencia de lo particular, sino de lo general, y sólo lo particular
sucede de hecho. El lenguaje en que se expresa la ciencia es un cajón de sastre del que
52

nos servimos para, sesgadamente, irónicamente y a distancia, explicar lo que pasa. El


lenguaje que trata de hablar de lo que realmente pasa, participando en el propio hecho
que expresa, es el lenguaje cotidiano y retórico, declaradamente irónico e indirecto. La
mayor ironía de todo esto es, no obstante, que el lenguaje que más se distancia de todo,
el lenguaje científico, siendo más irónico que ninguno, logre arrogarse el monopolio de
la exactitud y la verdad. La diferencia entre la narración literaria y el texto científico
reside en que la primera enseña fingiendo y el segundo finge enseñar.

Antonio Machado trataba de contraponer a los universales de la razón unos universales


del sentimiento, que serían la base de la poesía. Y Pascal hablaba de las razones del
corazón que la razón no entiende. Encuentro yo un dualismo entre los conceptos
universales de la razón teórica y lo que yo llamaría los universales del sentido,
alcanzables por la razón práctica. Los conceptos se forman por la vía teórica de la
inducción y tienen como resultado el significado que se aplicará apriori, como una
norma. El sentido se intuye a través de los ejemplos vividos, sin pretender ser
formulado en palabras, como los significados. Los significados se acumulan para
usarse; el sentido se asimila para actuar en la aplicación de un significado a una
situación concreta.

Sentido y finalidad

Lo que el mundo moderno llama práctica no es más que una aplicación instrumental de
la razón teórica constitutiva de la mentalidad tecnológica. Es esencial en esa mentalidad
la reducción del sentido a la finalidad. La Etica de Aristóteles nos permite reconstruir
una distinción para la que nos hemos quedado ciegos. Distingue él entre un obrar (verbo
intransitivo) que tiene su sentido en sí mismo y llama «praxis» y un hacer (verbo
transitivo) cuyo sentido reside en la finalidad prevista, llamado «poiesis». La
mentalidad moderna reduce toda praxis a poiesis y da al conjunto formado por ambos el
nombre de la vieja praxis. En esta simbiosis conceptual tiene lugar la confusión del
sentido con la finalidad.

En un pasaje de la Ética que ha dado ciertos quebraderos de cabeza, al referirse a la


deliberación (boulesis), dice Aristóteles que no se delibera acerca del fin sino acerca de
los medios. La palabra traducida como «fin» no es otra que la griega «telos». A mi
juicio, lo que Aristóteles quiere significar con «telos» es lo que nosotros llamamos
«sentido», palabra que sólo metonímicamente puede reducirse a «fin». Pues el fin es
algo que aparece al límite de una trayectoria, mientras que el sentido es aquello que
inspira los momentos de ella, moviéndonos a elegir un medio u otro, un camino u otro.
Si el sentido de la vida humana fuera el fin de ella, nuestro sentido se realizaría sólo con
la muerte. Esa confusión está a la base del Ser-para-la-muerte del existencialismo. Sería
desde luego una ironía de la existencia el que nuestra vida tenga que haber llegado a su
negación para alcanzar su sentido. Pero el sentido no es un objeto a alcanzar, sino
aquello que alumbra cada oportunidad (kairos) y cada elección de nuestra existencia.

Es cierto que nuestra vida puede descomponerse en tramos finalistamente analizables.


Viajo desde Estocolmo hasta San Roque para participar en este seminario leyendo esta
conferencia. Para ello he tenido que escribirla previamente. Ahora bien, ¿Por qué doy
esta conferencia? ¿Será por la cuantía de su remuneración? Dudosamente. ¿Por la
vanidad del honor de ser escuchado y, quizá, alabado? Es posible. ¿Por la satisfacción y
felicidad que el hacerlo supone? ... Esta última pregunta no busca ya el por qué
53

instrumental de un hacer, sino el sentido de un obrar. Elegimos medios para llegar a una
meta, pero todavía cabe preguntarnos qué sentido tiene esa meta perseguida, cuál es el
telos de esos fines.

En un hacer instrumental la idea del objeto concreto o meta perseguidos alumbra


ciertamente la elección de los medios materiales, pues todos aplicamos las técnicas que
conducen al fin propuesto. Pero lo que unifica a todos los segmentos finalistamente
analizables y a las metas perseguidas en cada uno de esos segmentos existenciales, es
algo profundo e inexplicable que constituye el sentido de nuestra vida. Todo lo que
hacemos lo hacemos para realizar ese sentido, arrepintiéndonos o regocijándonos de lo
ya realizado, según se identifique o no con nuestra aspiración de vida. El criterio
unificador de todo lo que hacemos es el sentido. Y, a diferencia de los fines y los
medios analizables, ese sentido no puede objetivarse en palabras por la sencilla razón de
que es él mismo, como actividad, lo que crea los objetos y las palabras. El es la palabra,
el verbo.

Colofón

Aquí termina mi discurso de la ironía. Les he obligado a hacer un viaje no sólo


demasiado apretados sino, para colmo de males, demasiado largo. Mi discurso ha estado
lleno de incoherencias, alguna contradicción y mucho lenguaje indirecto. En esto soy
consecuente con lo que sostengo y vivo como predico, haciendo lo que digo. El discurso
en su totalidad es en cambio más problemático, ya que trata de hacer una descripción de
la ironía que pretende ser verdadera, al mismo tiempo que sostiene que una descripción
objetiva verdadera es imposible. Cometo ahí la ironía de hacer lo contrario de lo que
digo, dando además mal ejemplo. Mi discurso de la ironía ha sido una ironía del
discurso. La culpa la tienen las reglas impuestas por la circunstancia concreta en que
tiene lugar. La ironía no es un tema que se ajuste a las formas universitarias y
académicas. Enseña más sobre la ironía una representación de Edipo o la lectura del
poema épico Aniara de Harry Martinson, que todas las conferencias eruditas o
filosóficas. Tomen pues mi descripción de la ironía como un cuento que, ni pretende
haber reflejado la verdad literal ni ser el único cuento posible. El que me escucha o me
lee sabrá albergar en sí su propia experiencia del sentido de lo que tratamos.

NOTAS
1. Wladimir Jankelevitch La ironía, Taurus, Madrid, 1982.

2. Søren A. Kierkegaard Om Begrebet Ironi, («Samlede værker» B. 1)[Theses, dissertationi danicæ de notione ironiæ, annexæ quas
ad jura magistri artium in Universitate Hafniensi rite obtinenda, die XXIX Septemb. hora 10., publico colloquio defendere
conabitur. Severinus Aabye Kierkegaard, theol. cand. MDCCCXLI»] 3. udgave, Gyldendal, København, 1982. (1. udgave 1906)

3. Esta conferencia se publica también aquí con traducción sueca.

4. Ekelöf, Gunnar Dikter. Bonniers, Stockholm, 1965.

5. Jean Wahl Vers la fin de l'ontologie. Ètude sur l'introduction dans la métaphysique par Heidegger, Société d'Édition de
l'Enseignement Supérieur, Paris, 1956.
54

6. El ejemplo, al que he aludido antes (pág. V), se comporta así también como una especie de significante al servir de medio para el
conocimiento de otra cosa.

7. Freud, Sigmund El yo y el ello y otros escritos de metapsicología, Alianza Editorial 1973 (pág. 8 ss.).

8. Harald Høffding Den store Humor, Gyldendals, København, 1967.

9. Collingwood, R.G. Autobiografía, Fondo de Cultura Económica, 1953. Gadamer, Hans-Georg «Verdad y método II», Sígueme,
1992.

10. Jakobson, Roman Fundamentals of language, Mouton, Haag, 1956.

11. Lacan, Jacques El Seminario, Libro 3: «Las psicosis, 1955-1956», Paidós, Barcelona, 1984.

12. Subtítulo: «A través de Nietzsche y su teoría del lenguaje», Destino, 1993.

13. Sí lo ha advertido Nietzsche, aunque cae en la trampa occidental gnoseológica (que por otro lado quiere combatir) de la
metáfora y la identidad, sin tener suficientemente clara la función de la diferencia y la metonimia.

14. Tanto para la fenomenología husserliana como para el cartesianismo, lo auténticamente inmediato e indubitable es el acto de
pensar, siendo tanto el objeto, para el uno, como el sujeto, para los otros, elementos derivados de ese pensar.

15. «Civitas (ciudad) es una muchedumbre de personas unidas por vínculos de sociedad, y recibe ese nombre por sus ciudadanos
(cives), es decir, por los habitantes mismos de la urbe [porque concentra y encierra la vida de mucha gente]. Con el nombre de urbe
(urbs) se designa la fábrica material de la ciudad, en tanto que civitas hace referencia, no a sus piedras, sino a sus habitantes.»
(Etymologiarum, XV, 2, trad. española de la Biblioteca de Autores Cristianos).

16. Lakoff, George & Johnson, Mark Metáforas de la vida cotidiana, Cátedra, 1991.

17. Sterner, Gustaf Meaning and Change of Meaning, Indiana Univ. Press, 1931.

18. Wittgenstein, Ludwig Conferencia sobre ética, Paidós, Univ. Autónoma, Barcelona, 1989.

19. Kierkegaard, Søren Afsluttende uvideskabelig Efterskrift («Samlede værker» 9 & 10 bind), Gyldendal, København, 1982.

20. Bohlin, Torsten Sören Kierkegaards etiska åskådning, med särskild hänsyn till begreppet "den enskilde". Ak. avh.,
Diakonistyrelsens bokförlag, Stockholm, 1918.

21. Aristoteles Política, ed. bilingüe, 2ª ed., 2ª reimpr. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989. {1253a}

22. En Lectures and conversations, trad. francesa «Leçons et conversations sur l'esthétique, la psychologie et la croyance
religieuse», Gallimard, Paris, 1971.
55

DEMOCRACIA COMO ESTRUCTURA Y COMO FORMA DE VIDA.


SINTESIS DE LA EXPERIENCIA NÓRDICA DE UN EMIGRANTE
MEDITERRÁNEO.

José Luis Ramírez

Democracia como estructura y como forma de vida Síntesis de la experiencia nórdica


de un emigrante mediterráneo. Seminario sobre variedades y límites de la democracia.
Universidad Internacional Menéndez Pelayo, Valencia 6-10 de septiembre de 1993

Dos son a mi juicio los problemas fundamentales que la sociedad moderna debe
plantearse y resolver seria y honradamente, si seria y honrada es su aspiración a realizar
un orden social democrático: Uno es el problema de la representatividad política; el
otro es el de la competencia ciudadana. Ambos están íntimamente relacionados, no
pudiéndose resolver el primero sin abordar el segundo: sin competencia ciudadana no
hay verdadera representatividad.

Carente de esa premisa, el intento moderno por superar el despotismo ilustrado conduce
a una forma de democracia meramente formal, enmascaradora del paternalismo de una
sociedad del bienestar, obra de ingenieros sociales. En el mejor de los casos lo que hoy
llamamos democracia no ha pasado de ser una nueva forma de aristocracia, y en el peor
de ellos una forma de oligarquía. Michel Foucault ha descrito muy bien el proceso
histórico de transformación de las técnicas de poder, desde un ejercicio brutal y
despótico a un ejercicio suave y bondadoso cuya denominación adecuada es
paternalismo.

Afincada en un racionalismo instrumental, la mentalidad moderna construye sus teorías


de la sociedad a través de dos patrones alternativos: uno de raíz kantiana, que busca el
establecimiento de sistemas regulativos que garanticen a priori la igualdad y la justicia,
y otro de raíz utilitarista que mide la actuación humana desde el rasero de la eficacia y
del resultado. Ambos criterios aparecen barajados en proporciones diferentes en las
formas concretas de sociedades democráticas existentes, dando el Estado Social
prioridad a las reglas, mientras el Régimen de Mercado acentúa el criterio utilitarista.
Común a ambos modelos es la reducción de la pluralidad concreta de «los hombres» a
la pluralidad abstracta y descarnada de «el hombre», ese hombre de la estadística que es
al mismo tiempo todos y ninguno; es decir, la reducción de la subjetividad de un «tú» y
un «yo» a la objetividad de un «él», sin por ello dejar de hablar de Yos transcendentales
y de intersubjetividades. Mientras que lo que preocupa, por ejemplo, a John Rawls es la
construcción de un ámbito institucional que garantice la bondad de las acciones
distributivas de la justicia, quiere Habermas establecer a priori los cauces de un diálogo
social que garantice el consenso y la legitimidad democrática. La participación
ciudadana en esas teorías de la sociedad es una participación abstracta, alejada de toda
concreción cotidiana.

A este lado del Pirineo, sin ser filósofo político, nuestro Antonio Machado nos recuerda
que no hay caminos a priori, sino que todo camino se hace al andar. El comportamiento
democrático no reside en obrar con la mira puesta en un resultado socialmente deseable
y estipulado de antemano, pues de buenas intenciones sabemos que está empedrado el
56

camino del infierno; ni tampoco en obedecer a un sistema perfecto de reglas de juego,


elaborado por varones sabios o expertos. Ni la virtud necesita reglas, ni el vicio se frena
por más reglas que le pongan. La ejemplaridad del comportamiento, una conducta que
muestra más que dice, debía ser de mayor importancia en la vida política que esa
producción de buenos resultados que nos recuerda las palabras de Mefistófeles al doctor
Fausto: «Ich bin ein Teil von jener Kraft, die Böses will und Gutes schaft». Y la bondad
de las instituciones depende más de la calidad moral de los individuos que las
administran, que de la perfección de sus estatutos y sus reglas directrices.

Pero -dirán ustedes- ¿acaso las reglas mismas no son resultados de la actividad de los
individuos? Justamente eso es lo que sostengo. El diálogo y el acuerdo no necesitan
reglas previas, las reglas se forjan en el propio diálogo. Si no hemos de caer en un
utilitarismo de la regla, lo importante será la capacidad cívica y ética de los individuos,
pues donde hay buen cocinero la buena cena se da por añadidura, pero donde los
cocineros tienen que estar siguiendo las recetas culinarias al pie de la letra, la calidad
del resultado es altamente insegura. Una cosa son las reglas como expresión de una
experiencia asimilada («Del acto nase la costume e de la costume nase la ley» como
diría el Rey Sabio) y otras son las reglas estipuladas por unos para ser seguidas por
otros. Si no jugamos todos, más vale romper la baraja.

El porvenir democrático de la sociedad del siglo XXI no depende de meras


constituciones y parlamentos; lo más importante es la capacidad y la convicción
democrática de los ciudadanos, desarrollada en su propio ejercicio. Lo decisivo para el
diálogo político y social no son las reglas que le dan estructura sino el derrotero del
diálogo y la conciencia de que no se dialoga dentro de un cauce de valoraciones y
convicciones preestablecidas e inalterables -lo cual implica manipulación y ejercicio de
poder-. El valor de un diálogo auténtico, reside en que él mismo va estableciendo y
modulando convicciones y valoraciones.

Estoy apuntando a una concepción de la democracia fundamentada en la ética y en la


retórica, no en la ciencia jurídica y en la politología. Sin negar el valor de las buenas
reglas y de los buenos resultados, pongo por encima de ellos el valor de la virtud cívica.
Pues es ésta la que da sentido a las reglas y a los resultados; no al contrario, como nos
induce a creer la ciencia social positiva. Se trata de una comprensión a partir de la
actividad, no de la estructura. A un discurso del sustantivo y una ética del adjetivo, tan
amados por la modernidad, quiero anteponer un discurso del verbo y una ética del
adverbio.

La democracia así concebida no es una esencia ni una sustancia, a pesar de que la


palabra que la designa es un sustantivo, sino un quehacer y un talante. Se trata,
digámoslo claro, de una democracia de cuño aristotélico. Pues una lectura de
Aristóteles, una lectura no objetiva sino orientada a nuestro propio interés, enseña
mucho a una sociedad moderna que se halla ante la coyuntura histórica de o dar el paso
definitivo hacia la democracia o entregarse de una vez por todas en manos de la
meritocracia y la tecnología. En los medios universitarios se habla a menudo con
aversión de un neoaristotelismo o comunitarismo que Habermas y otros asocian con el
más reaccionario de los conservadurismos. No me he parado a medir mi aristotelismo
con el de McIntyre, Taylor, Nussbaum y otros, porque, aunque leo bastante, no soy
filósofo profesional ni libresco. Para mí la filosofía no fue nunca una materia
acumulable, sino una forma de asimilar experiencias. Por eso abandoné la filosofía
57

universitaria, para dedicarme a aprender filosofía ejerciéndola, emigrando a los países


nórdicos, donde he pasado la mayor parte de mis años. La política, como el nadar, sólo
se entiende mojándose. El modelo sueco de democracia y de planificación de la
sociedad me ofreció un terreno más apto para la reflexión filosófica que las aulas y los
seminarios. Pues aun cuando la experiencia sin libros es ingenua, los libros sin
experiencia son estériles. Y los azares del destino y -hay que decirlo- el propio empeño,
me depararon la oportunidad de participar activamente en una experiencia municipal y
participativa, generadora de las posiciones sobre las que ahora estoy trabajando.

Durante los últimos decenios, Suecia y su modelo político han tenido fama de ser la
forma más avanzada de democracia social. Fama que Suecia ha sabido aprovechar para
granjearse internacionalmente una posición política y económica privilegiadas. Mientras
España ha asumido la responsabilidad histórica de su fracasada ansia imperial de otrora,
Suecia, que entre 1611 y 1718 también tuvo ambiciones semejantes y vio frustrados sus
deseos de expansión y dominio, ha sabido (como la zorra de las uvas) soterrar las
huellas de esos deseos, haciendo de la necesidad una virtud. El país nórdico ha sabido
comprender las ventajas que acarrea el mantenerse al margen de la guerra durante casi
dos siglos, sobre todo si se tiene la ventaja (hoy también perdida) de ser el primer país
productor de hierro, proveyendo sin discriminación (que por algo se es neutral) a ambos
contendientes durante los dos grandes conflictos bélicos. Paz interior, prosperidad
económica y fachada neutral, son condiciones favorables para el desarrollo de
instituciones democráticas. Es más fácil ser buenos cuando todo nos va bien. Lo peor de
todo es que acabamos creyéndonos que somos buenos e incluso que somos los mejores.

El modelo sueco de los años 50 a esta parte, es la desembocadura de una evolución


social e histórica en la que parlamentarismo y democracia se convierten en conceptos
intercambiables. Para un sueco moderno el índice no sólo necesario sino además
suficiente de toda democracia es la existencia de un sistema de reglas, una forma de
organización y unas técnicas de discusión y de decisión. La democracia queda reducida
a una cuestión de procedimiento, un orden establecido a priori.

La técnica sueca de reuniones, por ejemplo, es una geometría minuciosa del uso de la
palabra, muy diferente a la practicada en latitudes meridionales. Administrar el uso de la
palabra en la cultura nórdica no es lo mismo que en la mediterránea.

El que dirige una asamblea en Suecia se llama «Conductor de Palabra» (ordförande),


mientras que en España se le denomina «Moderador». Pues mientras el español habla
generalmente siempre que las circunstancias no le obligan a callar, el sueco calla
siempre que no tiene necesidad u obligación absoluta de hablar. Todo esto, que, en
cierto modo, es una virtud cívica nórdica, permite mejor, como contrapartida, la
manipulación del ciudadano. Suecia es un país donde la disidencia ha estado largo
tiempo mal vista y donde llevar la contraria a los órganos oficiales acarrea la
calificación de agresivo, follonista o revientareuniones. La reducción sin residuo de la
democracia al parlamentarismo es la mejor manera de establecer una técnica autoritaria
de poder con visos de democracia y refrendo general. Para ver esos mecanismos al
desnudo hay que estudiar regímenes políticos como el de Méjico, donde hasta la propia
revolución se institucionalizó en el partido del gobierno (PRI), que siempre obtiene casi
el 100% de los votos, sin necesidad de fraudes electorales. Parecerá extravagante
comparar dos países tan radicalmente distintos como Méjico y Suecia. Por supuesto que
en Suecia es todo más discreto y civilizado, pero también aquí la participación
58

democrática consiste más bien en votar que en elegir, siendo las candidaturas fruto de
los mecanismos de poder, más bien que de la representatividad de la opinión popular.
Los candidatos son elegidos por los órganos internos de poder de los partidos y las
organizaciones. Lo mismo que el elector mejicano a nivel de comunidad local, el elector
sueco a nivel de partido accede a ser representado, no tanto por quien defiende su
opinión cuanto por quien tiene mayor facilidad de hacerse oír y obtener decisiones
favorables de los núcleos de poder. El mayor mérito del candidato político es lo que los
suecos llaman su «anclaje»: el ser bienquisto en los centros de poder, lo cual favorece a
la comunidad o grupo representado. El concepto de representación se hace entonces un
tanto ambiguo, y el político elegido para un órgano director dejará automáticamente de
actuar como representante de sus electores dentro de dicho órgano, pasando a
representar al órgano en cuestión ante los electores, solidarizándose, frente al
electorado, con todas las decisiones tomadas. Conducta ésta a menudo no sólo aceptada,
sino aplaudida y hasta exigida por los propios electores. La democracia así entendida
significa que nadie es elegido para que lleve la contraria a sus compañeros de dirección,
sino para que se ponga de acuerdo con ellos. Pues sólo la unión hace la fuerza y en
Suecia se da más valor a la fuerza como tal que a su orientación. Filosofía que oculta
aquel principio formulado por Calicles de que el derecho es la fuerza, discretamente
inspirado por la filosofía uppsaliense del derecho a comienzos de siglo, que tanto ha
influído en el constitucionalismo sueco actual.

La dilución del concepto de «representación» va acompañada del uso de un concepto de


«solidaridad» que se traduce en silenciar los errores de correligionarios y dirigentes. El
concepto de solidaridad, tan amado por los filósofos profesionales de la ética y la
política en España, es uno de los conceptos ornamentales más manipulativos de nuestro
lenguaje cotidiano. En nombre de la solidaridad se vienen silenciando inmoralidades y
hasta crímenes execrables en la historia de la sociedad moderna.

La reducción de la democracia a mera técnica y estructura procedimental conduce a un


trastocamiento del sistema de conceptos, a base de fijaciones metafóricas y de
desplazamientos metonímicos. La obsesión parlamentaria por reducir el número de
participantes en las decisiones públicas conduce a repudiar como utópica toda
democracia directa. En estas propias aulas valencianas declaraba el año pasado una de
nuestras más ilustres filósofas de ética y política lo aberrado de una democracia directa.
Apoyándose en el hecho incontrovertible de que las decisiones de un grupo humano
relativamente numeroso no pueden tomarse en asamblea popular directa, se concluye
falazmente, cosa muy arraigada entre los suecos, que para sustentar la opinión o
defender los intereses colectivos, aunque se trate de un grupo muy reducido de
personas, hay que elegir una (o unas pocas) que las represente a todas. Tan arraigada en
Suecia es la idea de que no hay democracia fuera de la vía representativa, que es
ridículo hablar en público utilizando el pronombre YO. Lo oportuno es dar a sus
opiniones el peso de un Nosotros. Jamás olvidaré aquella ocasión en que un
representante sindical, al cual tuve la osadía de contradecir en una reunión política, me
anatematizó diciendo: «Has atacado al Sindicato». La metonimia de aquella frase de «El
Estado soy yo» ha trascendido, sin que nos demos cuenta, las barreras que separan el
absolutismo antiguo de la democracia moderna. Y en la sociedad sueca el representante
no es un mandatario al servicio de sus representados, sino la encarnación de su esencia.
Los representantes saben por eso mejor que sus representados lo que conviene a éstos.
Una cosa es que «el poder proceda del pueblo» y otra que «sea» el pueblo.
59

Despreciada como imposible y utópica toda democracia directa, desaparece el único


nexo o criterio que une al parlamentarismo con el ejercicio ciudadano y cotidiano de
una conducta democrática. Pues si la democracia directa -aun siendo difícil y, en
situaciones complejas, imposible de practicar- desaparece del horizonte político como
criterio democrático básico, la llamada democracia representativa deja de ser tanto
representativa como democracia y tiende a convertirse en una manipulación de mudos
satisfechos, por obra de los expertos de la política. Aun cuando sea tan corriente que ni
siquiera lo advirtamos, no deja de ser una aberración el hecho de que una minoría se
dedique de la mañana a la noche a decidir sobre cuestiones que afectan a la vida y al
bienestar de todos, mientras que la inmensa mayoría de la población carece totalmente
de influencia en los asuntos que afectan a su vida colectiva.

Decir que el poder político procede del pueblo debiera significar que toda
representación política a niveles complejos ha de tener sus raíces en una conducta lo
más cercana posible a la participación directa, cosa que sólo puede darse a nivel local y
de organización básica. Por eso, una Europa democrática no puede ser simplemente una
Europa de las regiones sino una Europa de los ayuntamientos, de las comunidades
locales. Pero también la palabra «ayuntamiento» o la palabra «comuna» (como dicen los
suecos) ha sufrido una transformación metonímica. «Ayuntamiento» implica hoy más
bien separación que «ajuntamiento» y «comuna» (en la Suecia de hoy) no es nada
común a todos más que en el sentido de las cargas tributarias. El ayuntamiento o
comuna es hoy una institución constituída por unos señores (y unas pocas señoras) que
mandan sobre nosotros, en lugar de representarnos y estar al servicio de la comunidad.

Como sistema de reglas organizadoras de una democracia representativa, el


parlamentarismo puede adoptar una forma netamente representativa o corporativa. La
adopción de una u otra forma depende de la evolución histórica de la sociedad en
cuestión, siendo normal la mezcla de elementos de una y otra. El parlamentarismo de
representación es un sistema en el que los políticos son elegidos a título personal,
mientras que el parlamentarismo de corporación está basado en la representación por
grupos de intereses. El sistema actual de partidos, tanto en Suecia como en España, es
una forma de parlamentarismo corporativo. Los intereses partidistas y su visión de la
vida colectiva, recogidos en una ideología y un programa, están por encima de los
intereses meramente individuales. Los candidatos elegidos son los expertos de dicha
ideología. La praxis interna de los partidos políticos, tal como funcionan hoy, contradice
sin embargo a una serie de reglas democráticas establecidas por las leyes que rigen los
organismos públicos de gobierno para proteger la libertad de opinión y el derecho de las
minorías. Las leyes sólo controlan y dirigen lo que sucede en el ámbito público. La
constitución y los organismos públicos, delegan la elección de representantes y otras
decisiones en los partidos, limitándose a incorporarlas como propias, sin poder controlar
lo democrático de su gestación. El ámbito interno de los partidos es un ámbito privado
en el que rigen a menudo prácticas que estarían prohibidas y serían motivo de litigio en
un organismo o asamblea públicos. El Congreso de un partido, considerado como el
órgano supremo de decisión de éste, carece de auténtica representatividad y practica
frecuentemente técnicas que en un órgano público serían antidemocráticas. La actuación
de los partidos modernos, actuando a través de sus representantes en la decisión pública,
desvirtúa el principio clave de la democracia formal, que es el principio mayoritario. La
mayor parte de las decisiones verdaderamente importantes en un órgano parlamentario
son decisiones minoritarias basadas en la fuerza del poder y no en la libertad de opinión.
Lo único que tiene valor para los dirigentes políticos es la cifra obtenida, no los medios
60

utilizados para obtenerla. La «solidaridad» hace que el voto de los representantes en la


asamblea pública esté previamente atado por una decisión del partido o del grupo
parlamentario, lo cual origina una democracia semejante a las cajitas chinas o a esos
muñecos rusos que contienen otros cada vez más pequeños. En un parlamentarismo de
partidos sólo tienen influencia directa, y tampoco mucha, los ciudadanos afiliados a
ellos. Pero esto a costa de una serie de lavados y peinados de cerebro, en los cuales la
«solidaridad» (que suena mejor que obediencia) cumple un papel importante.

Un parlamentarismo representativo sería aquel en que la responsabiliadad de los


mandatarios ante los electores no se halle mediatizada por un partido. En la medida en
que es viable, evita muchos de los problemas que la intervención del aparato de los
partidos crea en las decisiones públicas, pero encierra otros peligros. Un sistema de
representación no mediatizada corporativamente engendra políticos carismáticos y
oportunistas, abona la demagogia y la manipulación por la palabra y origina una política
menos coherente en su totalidad. Así pues, ni con partidos ni sin ellos, puede el
parlamentarismo ser democrático por la propia virtud de sus reglas de juego. La
democracia tiene que darse en el añadido de un ininterrumpido esfuerzo vigilante de las
formas de actuación y de un perseverante ejercicio de la competencia ciudadana que
mantenga viva la isegoría, el juicio valorativo del discurso político y el
desenmascaramiento de la manipulación retórica. Tarea ésta poco fácil y carente de
garantías, pero no por ello menos urgente.

Para un sueco de hoy es inconcebible un parlamentarismo sin partidos. Basta sin


embargo con estudiar detenidamente el texto de la ley municipal, documento jurídico
magistral, para advertir que ni una sola vez hace mención a los partidos políticos. Las
viejas ordenanzas municipales, varias veces revisadas, son el documento básico de la
democracia sueca, una democracia arraigada en la autonomía local. En la comunidad
local, una vez sustituído el sistema tradicional de asambleas populares por el de
parlamentos municipales, los representantes eran responsables directamente ante los
electores, sin mediación de organizaciones políticas. Así era también a nivel nacional.
En los comienzos del parlamentarismo sueco los partidos políticos surgen como meros
aparatos para elaborar listas de candidatos y organizar las campañas electorales,
terminando su función en las urnas. Hoy día comienza propiamente en ellas.

El dominio total de un parlamentarismo partidista se consuma en Suecia entre 1953 y


1969, época en que se van creando bloques municipales, con la irrupción de los partidos
nacionales en el régimen local, aun sin alterar sus textos legales y sus formas rituales. El
momento decisivo es la promulgación en 1969 de una ley que permite la financiación
municipal de las actividades de los partidos, cosa que hasta entonces estaba en
contradicción con la ley de autonomía local.

Una organización democrática se caracteriza, según concepto admitido, por la


participación de sus miembros tanto en las tareas de decisión como en las cargas de
mantenimiento; esto ya se trate de asociaciones de diversa índole como de
ayuntamientos democráticos suecos, donde la autonomía frente al Estado es tan alta
como lo es la aportación económica de los ciudadanos en proporción a sus ingresos. El
ciudadano sueco de a pie participa hoy en las cargas del ayuntamiento, pero no en sus
decisiones. El afiliado a una organización establecida (sindicatos, movimientos
populares) no participa apenas ni en una ni en otra.
61

La democracia de una organización se ve amenazada no sólo por la introducción de


formas viciadas de trabajo que incapacitan a sus miembros para participar en las tareas,
sino también cuando la organización deja de necesitar sus aportaciones personales,
convirtiéndose en un mero aparato burocrático. Lo característico de un aparato es no
mantenerse de sus miembros, pero mantener a un gran número de ellos, pasivizando al
resto.

Este problema es semejante al de las criticadas libertades democráticas del liberalismo.


La libertad de prensa, por ejemplo, sólo existe para el que, teniendo competencia
lingüística suficiente, cuenta además con medios para imprimir y difundir una
publicación, o con el apoyo de quien tiene esos medios.

Un régimen en el que los ayuntamientos se hacen económicamente dependientes de la


subvención del Estado, pierden su autonomía y debilitan la competencia democrática de
sus miembros. Y un mantenimiento de los partidos políticos con medios ajenos a las
aportaciones económicas y personales de sus afiliados origina una desigualdad de
influencia en las decisiones. La subvención a pública a los partidos políticos a nivel
local, desequilibra el poder entre los ciudadanos o grupos de opinión sin medios de
influencia y los partidos oficiales.

Para entender la evolución de la sociedad sueca hacia una de las mejor organizadas
democracias parlamentarias hay que considerar la confluencia de tres factores
históricos. Hemos mencionado la tradición de una autonomía democrática local,
arraigada en una sociedad todavía agraria y codificada en las Ordenanzas Municipales
desde 1850. Añadiré a ella el surgimiento y evolución, desde el comienzo de la época
industrial de finales del siglo pasado, de una serie de movimientos populares. Un tercer
factor es el fuerte sentimiento de confianza en las autoridades y funcionarios públicos,
arraigado en el carácter sueco desde hace varios siglos. Menciono ese rasgo del carácter
sueco por su gran importancia para la evolución pacífica del discurso político. La
confianza o pistis es el concepto eje de la Retórica aristotélica. Sin confianza no es
posible el orden social e incluso la mentira deja de serlo si desconfiamos de todo cuanto
se dice. La carencia de confianza es quizá una de las raíces de los problemas de España.
La confianza es el capital sobre el que se erige toda conducta democrática, y su
malversación por obra de los políticos, ocasiona un daño irreparable al cuerpo social.
Ahora bien, cuando la confianza se convierte en mera credulidad carente de crítica,
llegamos al otro extremo: la manipulación social. Ese es el problema de Suecia. Si bien
el funcionario público y el político sueco mantienen un bajo nivel de corrupción,
también se han ido atrofiando los organismos de control. Para que la confianza sea un
elemento generador de democracia, tiene que ir unida a un cierto sentido crítico. España
necesitaría un poco de la confianza de los suecos, y Suecia algo del espíritu de
disidencia y crítica del español. Pero están cambiando mucho las cosas, por lo menos en
Suecia.

Decía que uno de los tres elementos fundamentales de la evolución sueca hacia la
democracia parlamentaria fueron los movimientos «populares». Estos movimientos son
de tres clases: movimientos religiosos contra el monopolio de la iglesia nacional,
movimientos de lucha contra el alcoholismo y el movimiento obrero con sus dos brazos
político y sindical. Entre 1880 y 1930 se llevó a cabo una amplia tarea de formación
popular, cívica, cultural y humana, que fue decisiva para la evolución del modelo sueco
de la etapa industrial. En el seno de esos movimientos se planteó seriamente por primera
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vez la cuestión de la representación y la competencia ciudadanas. El éxito en la


formación popular en pro de una amplia competencia ciudadana fue sin embargo
limitado. Un motivo de ello fue quizá el propio éxito obtenido. Los movimientos
populares lograron sus metas con demasiada rapidez, antes de haber consolidado las
virtudes cívicas que los inspiraban y se fueron convirtiendo en aparatos
económicamente poderosos, bien por la adquisición de empresas y bienes propios, bien
por su transformación en apéndices del Estado copiosamente subvencionados por él. La
democracia sueca se corporativizó, fenómeno que han señalado los investigadores de la
ciencia política.

Otro motivo ligado al anterior del relativo fracaso de esos movimientos es la confusión
entre formación popular y mero aprendizaje. En lugar de una formación humana que
enseñe a asimilar la propia experiencia, se desarrolla una tarea de aprendizaje
cumulativo de conocimientos. En lugar de llegar a ser alguien, el pueblo ha aprendido a
hacer cosas. El ser bueno consiste así en hacer cosas bien hechas. Este tipo de
formación va acompañado de una perversión del lenguaje que fomenta un espíritu
crítico de lo externo, pero carece de autocrítica. Nunca más adecuada aquella cita de
Marx que dice: «Las armas de la crítica no deben olvidar la crítica de las armas».

Alguien ha querido comparar Suecia con la distopía «1984» de Orwell. En efecto el


ciudadano sueco moderno es un individuo de lección bien aprendida, semejante a un
ordenador bien programado. Ningún ciudadano europeo ha aprendido tantos principios
de respeto, democracia y solidaridad, pero son -digo- principios acumulados (como los
slogans), más bien que asimilados. Cuando los frenos sociales se debilitan,
accidentalmente como en el uso del alcohol o de modo más persistente como en las
crisis económicas, el sueco se convierte de nuevo en vikingo. La educación sueca crea
un ciudadano que confunde el obrar con el hacer y el hablar con el decir (como el loro).
Lo que no se puede decir es impensable. Suecia es el único país que ha hecho realidad la
utopía del falansterio convirtiéndolo en paradigma del Estado. Pero, eso sí, Suecia es
también el país que ha llegado más lejos en la construcción de cauces o estructuras de
democracia formal. Y este es un mérito indiscutible.

Mi descripción del parlamentarismo parecerá a algunos demasiado negativa. Sin


embargo, ni es mi intención condenar al parlamentarismo como cauce de actuación y
como estructura de reglas establecidas, ni simpatizo en modo alguno con la concepción
anarquista de la sociedad. Lo único que digo es que, aun siendo la forma adecuada para
una democracia representativa, el parlamentarismo no es la democracia y su valor
instrumental sólo se realiza cuando existe una competencia democrática que otorga
participación real a sus ciudadanos y hace de sus representantes verdaderos mandatarios
de la opinión popular.

A pesar de su alejamiento geográfico e histórico de los focos de la cultura urbana


occidental, el modelo sueco es quizá el aprendiz más fiel de esa mentalidad. El divino
Platón, si hubiera vivido hoy, habría tenido más éxito en Estocolmo que el que tuvo en
Siracusa.

Entre 1971 y 1980, decenio que dediqué a los temas de la participación ciudadana en la
planificación pública a nivel local, fui llegando a la convicción de que la ética necesaria
para dar sentido democrático a los parlamentarismos de una u otra especie tiene que ser
una ética discursiva. Toda vida social y política es, sin residuo, resultado de una
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construcción discursiva. Su ética tiene por eso que estar íntimamente ligada a ese
discurso y no meramente a sus técnicas y reglas. Pero a diferencia de lo que proponen
las «éticas discursivas» al uso, considero que una ética de esa especie es conciliable y
tiene que ser, en gran parte y por varias razones, una ética de corte aristotélico.

Al identificarme con Aristóteles no niego el valor de un Habermas, menos aún el de un


Apel. Pero Habermas, además de quedarse corto, niega el valor del diálogo con el
aristotelismo, cosa que contradice su propia postura dialógica. El modelo de Habermas
se queda a medias porque su razón comunicativa no es más que una nueva versión de la
vieja razón teórica ilustrada. Como Habermas opino que hay que afirmar los ideales
humanos de la Ilustración. Jamás ha dispuesto la sociedad humana de mejores medios
para realizarlos, desarraigar la miseria y hacer extensiva la justicia. Pero la razón
ilustrada cojea de una de las dos piernas sobre las que debe sostenerse, utilizando sólo la
que sostiene el pensamiento teórico y científico, de inspiración platónica. Por eso se
hace necesario recuperar la pierna racional anquilosada. En mis reflexiones sobre la
democracia a mediados de los años 70, andaba yo muy cerca de la posición de los
discursivistas alemanes, pero poco a poco me fui dando cuenta de la necesidad de
superarla, atendiendo a aspectos que se daban por supuestos e incontrovertidos. Y esa
superación, que no menosprecia a Habermas, despierta en cambio el menosprecio de los
habermasianos. Pues, por si era poco, no sólo he caído en la herejía del neoaristotelismo
sino además en la del neonietzscheanismo, lo que me hace reo de un doble anatema de
la arrogante iglesia habermasiana.

Los filósofos de la acción comunicativa hablan con desprecio de un retroceso


aristotélico (lo de Nietzsche no sé qué será) que para mí supone un avance. Pues ni
Aristóteles ni Nietzsche, como tampoco anteriormente Habermas y Apel, han supuesto
para mi puntos de partida, sino puntos de llegada o de paso. Pues, como dije, mi postura
no procede de la experiencia de los libros, sino de los libros de la experiencia. Nietzsche
da expresión a posiciones a las que yo mismo he llegado por otros caminos y Aristóteles
me facilita análisis y distinciones que, aplicadas a nuestra situación y utilizadas a veces
desde una perspectiva diferente a la de Aristóteles, me ayudan a comprender mejor lo
que tengo a la vista. Habermas, cuyos méritos no dejo de reconocer, practica la filosofía
del avestruz, abjurando de Aristóteles como de un leproso, para evitar -dice-
contaminarse de sus prejuicios metafísicos. Como si su condición de filósofo, de
europeo y de germanoparlante no le atará por la espalda, nollens volens, a Aristóteles.
Huyendo del Estagirita lo único que hace Habermas, como los filósofos de la Escuela de
Uppsala con su lema metaphysica esse delenda, es dar prioridad a la otra fuente griega,
la fuente platónica, madre de las utopías y los totalitarismos. Una filosofía de la
comunicación y del diálogo que repudia, sin siquiera tomarla en consideración, la
herencia de uno de sus abuelos, es una contradicción práctica.

Quizá el problema de las éticas discursivas al uso resida en confundir el plano del
lenguaje como energeia -la actividad llamada logos que diferencia a todo ser humano
tanto de la bestia como del dios- de la lengua como ergon, es decir el resultado e
instrumento lingüístico que son los sistemas concretos de palabras e idiomas. Pues la
dimensión pragmática del lenguaje de que hablan los discursivistas oficiales, se limita a
considerar lo que hacemos con las palabras, sin preocuparse de cómo hacemos las
palabras y de lo que las palabras hacen con nosotros. Las armas de la crítica no deberían
olvidar -como dije antes citando a Marx- la crítica de las armas.
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Quien valore el diálogo como elemento articulador de un orden social democrático,


debiera estar interesado por un conocimiento y un uso del lenguaje que nos haga
verdaderamente dueños de él y no meros portadores de fonemas. Ni los conceptos ni las
palabras se hacen solos: el horno de los conceptos y el telar de las palabras, en los que
operan los mecanismos de la metáfora y la metonimia, son decisivos para nuestra
manera de entender y expresar el mundo. Y una forma u horma de entender y expresar
el mundo que es eficaz para la ciencia natural y para la técnica dominadora de la
materia, no lo es tanto para la intelección y la modelación de la acción humana. Así se
explica cómo una sociedad declaradamente monoteísta o laica sigue manteniendo vivo
el olimpo de los viejos dioses (el Amor, la Guerra, la Justicia, el Comercio, la Ciencia)
añadiendo constantemente deidades nuevas (el Socialismo, el Capitalismo, el Mercado,
el Desarrollo) que se hagan responsables de lo que nos sucede. Es cómodo decir que «el
poder corrompe», porque siendo el Poder mismo el que hace cosas tan feas, el político o
el poderoso se nos presentan más bien como víctimas. Los políticos achacan la culpa de
nuestros problemas a la Crisis y hablan del Paro como de una bestia apocalíptica. El
dirigente socialista sueco Ingvar Carlsson, sucesor de Olof Palme, excusaba aquel
«paquete» de medidas económicas que nos metieron el otoño pasado, diciendo que se
había hecho necesario porque «el interés crediticio había ascendido al 500 %», como si
el señor Interés Crediticio hubiera subido por su propio pie. Tal medida -que según
decían había sido adoptada por el Riksbanken, como si el Banco fuera alguien, y no por
unas personas de carne y hueso que lo regentan con el beneplácito de, entre otros,
Ingvar Carlsson- era una medida de defensa, ya que la señora Corona Sueca (como
después la Peseta) estaba amenazada (¡la pobre!). Nuestro lenguaje tiene una enorme
agilidad en crear por doquier explicaciones que nada explican, a base de sustantivos en
forma determinada singular, comparables a las viejas deidades.

Una investigación del léxico occidental nos muestra que éste da prioridad a lo visual
frente a lo auditivo y al substantivo frente a la acción. Decimos que vemos coches,
buzones de correos o pastelerías, como si eso se pudiera ver y no fuera una mera
interpretación, mediatizada por los usos y la cultura, de lo que nos manifiestan los
sentidos. Agotada la posibilidad de apoyarnos en objetos visibles o tangibles,
objetivamos las acciones humanas en sustantivaciones lingüísticas como «democracia»,
«poder», «libertad», «justicia» etc. Explicamos las acciones por las cosas y los
sustantivos, siendo las acciones las que racionalmente explican tanto las cosas como
esos complejos de sucesos que gramaticalmente empaquetamos en sustantivos. Eso
explica la vigencia social de la mitología del dinero y de la nueva clase sacerdotal de los
economistas. Obsoleto el latín eclesiástico, desarrollan esos teólogos modernos todo un
discurso ritual de «inflaciones», «créditos», «inversiones», «moneda», «alza y baja»,
«curvas de crecimiento», «economía», etc. etc. tan familiar al oído como vacío al
entendimiento.

Ocuparse de cómo actuamos en concreto con las palabras y de lo que las palabras hacen
con nosotros significa interesarse por la retórica como ciencia genuina del discurso.
Pero a pesar de tanto hablar de «teoría de la argumentación», nada quieren los
habermasianos saber ni de Perelman ni de nadie que se interese por la retórica
aristotélica. La retórica es hoy considerada como el arte de la manipulación por el
discurso. Pero ¿acaso no es la retórica la que nos enseña la mejor manera de
argumentar? ¿y no consiste la mejor manera de argumentar en usar el mejor argumento?
¿pero, no es el mejor argumento el criterio habermasiano que pretende sustituir al
tradicional concepto de la verdad como correspondencia?
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Quisiera distinguir tres niveles en la retórica. Uno es la retórica artificial consciente,


desarrolladora de estratagemas discursivas, manipuladoras o sinceras. Este es el nivel
más conocido e insensatamente repudiado; pues si podemos ser manipulados
conscientemente por el discurso, debería estar en nuestro interés el hacernos conscientes
de las triquiñuelas retóricas para evitar ser engañados. Especialmente debía interesar
esto a Habermas, para poder distinguir el argumento correcto del falaz.

Otro nivel de la retórica es el natural o semiconsciente, objeto propio de la


psicolingüística y el psicoanálisis, más importante que el consciente; pues nadie aprende
a argumentar según las recetas de la retórica si no sabe ya hacerlo de antemano. El que
intente planear conscientemente y en detalle su discurso, lo hará peor que quien,
sabiendo hablar bien, hable sin reflexionar en lo que está haciendo. Y el manipulador
consciente peca contra un principio retórico básico, que nos exige creer en lo que
estamos diciendo. Pues no hay arma más poderosa para convencer al auditorio que la
propia convicción, pero fingirla sin que se nos vea el plumero, no es fácil.

El estudio de la retórica espontánea nos conduce a un tercer nivel, el antropológico,


explicativo de la expresión del sentido y de posibilidad de la comunicación por obra del
discurso. Es ahí donde la ironía como concepto existencial y la articulación de los
tropos (la metáfora, la metonimia) muestran ser algo más que un recurso estilístico,
conduciéndonos a una comprensión más profunda del fenómeno lingüístico y por ende
del ser humano; pues toda antropología implica una tropología, convirténdose así la
retórica en hermenéutica del logos y del hombre.

En un pasaje de la Política, tan conocido como mal leído, nos dice Aristóteles que el ser
humano no es el único animal social; pero si lo es en mayor medida que cualquier
animal gregario (como la abeja) se debe a que tiene logos, esa síntesis de pensamiento y
lenguaje que ha dado lugar a nuestro desfigurado concepto de «razón». Y continúa
diciendo que el logos no sólo faculta al hombre para expresar lo que siente, que eso
también lo hacen los animales a su modo. Pues el animal -dice- tiene voz, pero el logos
nos otorga el don de la palabra, permitiéndonos distinguir entre lo bueno y lo malo,
entre lo justo y lo injusto. No dice Aristóteles en ese texto que la razón consista en
distinguir lo verdadero de lo falso, sino lo justo de lo injusto. He aquí el punto de
partida para una concepción aristotélica de la razón discursiva. Este pasaje nos revela
que la razón propiamente dicha es la razón práctica. Y todos sabemos hoy que, si la
razón fuera una mera facultad deductiva de verdades, las ordenadoras electrónicas
serían más razonables que el hombre. La razón humana o es práctica o no es razón. Y el
uso del discurso en la elaboración teórica (que también es una forma de actuar, una
forma de práctica) supone la invención o elección de palabras justas y de argumentos
adecuados. Justas y adecuados, no verdaderos o falsos. Nunca oí decir que un libro de
texto, una tesis doctoral o una ponencia sean verdaderos o falsos, sino buenos o malos.
Toda razón o es práctica y constructiva, o sea discursiva, o no es razón.

La discursividad es esencial a la condición humana y a su manera de obrar y conocer,


porque el ser humano, colocado entre el dios y la bestia, sólo puede comprender el
mundo, los otros hombres y a sí mismo a través de un encadenamiento de signos. Dios,
según la teología, no necesita del discurso, comprendiéndolo todo en la intuición de sí
mismo. El hombre en cambio sólo puede entender mediatamente, con ayuda de un
rodeo simbólico-discursivo. Por eso dicen algunos que el hombre es un animal
simbólico, aunque yo prefiero decir que es un animal retórico.
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Comulgo pues con los que no conciben la ética sin el diálogo. Pero me diferencia de los
discursivistas al uso la concepción misma del lenguaje. La teoría habermasiana es
demasiado analítica y demasiado positivista para atribuirse el nombre hermenéutica. Y
en lo que respecta al diálogo, es preciso advertir que el prefijo griego «dia» no significa
«dos», como si diálogo y monólogo fueran dos términos contrapuestos. Si el logos,
como la cita aristotélica mencionada decía claramente y los habermasianos y apelianos
sostienen, es necesariamente social, no precisa que le añadan prefijos redundantes para
hacerlo comunicativo. El prefijo griego «dia» significa «a través de». El hombre es el
ser que sólo comprende indirectamente, «dia logos», a través del logos, a través de un
«hablar» orientado al otro. Pero entonces el diálogo no es un instrumento para llegar a
un fin, sino aquello mediante lo cual el sentido halla expresión mundana, aquello
mediante lo cual el verbo se hace carne, como señaló Wittgenstein.

La ironía de la razón ilustrada reside en su incapacidad de resolver los problemas


humanos y realizar el proyecto de sociedad justa y democrática a que aspira, a pesar de
que el desarrollo técnico ha puesto en sus manos los medios para ello. La mentalidad
tecnológica posibilita y entorpece al propio tiempo la realización de su ideal. Esto se
debe a una ceguera conceptual que trasforma metonímicamente toda acción en
sustancia. No puedo profundizar aquí en estas desviaciones conceptuales ni en la
diferencia entre nuestra forma de ver el mundo y la de otras culturas menos
dominadoras de la materia y más cuidadosas del espíritu. Aludiré simplemente a dos
ejemplos de estructura conceptual típicos de la mentalidad tecnológica y de su ceguera
ética. Me refiero a la confusión entre el hacer y el obrar y entre la finalidad y el sentido.
Una lectura parcial e interesada de Aristóteles nos facilita distinciones útiles.

Distingue Aristóteles cuidadosamente en la Ética a Nicómaco entre un obrar valioso y


un hacer cosas valiosas. Al uno le llama praxis, al otro poiesis. Poiesis, que sólo ha
sobrevivido en la palabra «poesía», ha desaparecido como expresión de todo quehacer
productivo. Praxis, que significaba «obrar», a secas, persiste en nuestras lenguas, pero
ha asimilado el significado de la poiesis griega, desfigurando el significado originario.
La praxis (Marx es un ejemplo destacado) se ha convertido para nosotros en un «hacer
cosas». El hecho de que «obrar» sea un verbo intransitivo y «hacer» transitivo, revela,
incluso en castellano, una diferencia. Pero nosotros no advertimos esos matices,
barajando el obrar y el hacer como sinónimos. Lo que llamamos hoy «un experto» sería,
en la concepción aristotélica, alguien que domina una poiesis. El hombre poseedor de
praxis, el prudente, sería para Aristóteles lo que nosotros llamaríamos «un hombre de
experiencia». Las poiesis concretas, las tareas o trabajos, se repartían: uno hacía casas,
el otro araba. La praxis afectaba a todos y cada uno de los ciudadanos. No todo
ciudadano tenía que saber pintar, pero todos, incluso los que pintaban, eran sujetos de
un comportamiento humano y de una ciudadanía.

Hacía Aristóteles otra distinción emparentada con la anterior: una cosa es -decía-
realizar un esfuerzo con miras a un resultado externo y otra dedicarse a una actividad
por su valor intrínseco. A la primera la llamaba kinesis, un movimiento o proceso cuyo
producto externo concebible o perceptible llamaba ergon. A la segunda la llamaba
energeia. El hacer algo, la poiesis, es así una kinesis, pero el obrar, la praxis aristotélica,
es una energeia. La producción de algo requiere un transcurso de tiempo, teniendo el
proceso de producción que haber llegado a su fin o término (peras) para alcanzar su
resultado. El proceso y su resultado se excluyen temporalmente. Una actividad humana
valiosa se caracteriza en cambio por su perfección inmediata. Cuando dicha actividad
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finaliza no queda nada de ella; en cambio la mera producción tiene que llegar a su
término para que surja lo más importante de ella: su resultado. Edificar es un proceso
productivo que desemboca en la casa terminada. Habitarla es una actividad humana
valiosa que o se realiza del todo en cada instante o no se realiza en absoluto. Puede
haber expertos en construir viviendas, pero en habitarlas es cada uno su propio juez. He
aquí el motivo por el que la intención de los ciudadanos tiene que estar por encima de la
de los expertos. Por eso dice Aristóteles que el navegante sabe en cierto modo mejor
que el constructor lo que es un buen barco y el convidado mejor lo que es la buena cena
que el cocinero.

Aristóteles es el primer teórico de la Sociedad del Bienestar. Concibe la polis como una
asociación humana para el bienestar común en la cual las poiesis van encaminadas a
resultados cuyo sentido viene dado en las praxis. La tarea de los expertos no está sólo al
servicio de la efectividad de los medios y los fines, pues lo que da valor,
transcediéndolos, a los fines de las actividades productivas es el sentido de la vida de
los ciudadanos. Cierto que los actos valiosos y las cosas bien hechas se combinan en la
vida humana y social; pero mientras las cosas bien hechas son meros fines, los valores
que éstas facilitan o promueven vienen dados por el uso a que van destinados. Ahora
bien, ¿no es acaso el fin de una acción aquello por lo que hacemos algo? Barajamos
normalmente el fin con el sentido y la finalidad con la teleología. Sólo puedo hacer aquí
un breve comentario al respecto.

También Kant entendía que una acción llevada a cabo con miras a un resultado no es
una acción perfecta. Pero su exigencia por formular en palabras un imperativo
categórico de la razón, le hizo perder de vista el sentido profundo de su propia
observación. Se ha criticado a Kant de caer póstumamente en la teleología, después de
haber repudiado la finalidad. ¿Pero es telos lo mismo que «fin»? Así traducimos la
palabra griega telos y el propio texto aristotélico da pie a esa confusión. Sin embargo, el
llamar teleológica (en sentido aristotélico) a la ética utilitarista me parece un desatino
sin límites. Y el calificar la ética de Aristóteles de teleológica (en sentido utilitarista)
apoyándose en sus comentarios sobre la mal entendida y peor traducida eudaimonia, se
explica por nuestra manía metonímica de confundir el fin con los medios y el lenguaje
con las palabras.

Hablar de fin es hablar de límite o término, como en el resultado de un hacer


productivo. Y es cierto que el resultado, con miras al cual actuamos, en cierto modo, da
sentido a lo que hacemos. Pero

¿de dónde le viene su valor al resultado? Todo fin explicativo suscita un nuevo «¿por
qué?» que lo convierte en medio. Sólo la razón tecnológica e instrumental deja de
hacerse preguntas, como si el fin mencionado fuera una respuesta definitiva o como si
fines y medios pudieran eslabonarse en una cadena indefinida, semejante a la de las
causas y los efectos. Medios y fines son términos aplicables a segmentos temporales y
quehaceres concretos. Hablar de un fin último es una noción equívoca usada para evitar
la proyección al infinito. La vida humana es un manojo de segmentos de medios y fines
pero no una cadena finalista continua, porque ni la vida ni la historia son planificables.
El fin último de la vida es la muerte, pero la muerte no es el sentido de la vida, como
algunos existencialistas pretenden, confundiendo el fin con el sentido. Un fin es lo que
se halla al final, aquello a lo que se llega o en lo que se desemboca. El sentido, que es
maduración interna de nuestra vida y nuestra conciencia, tiene más de principio y de
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proyecto que de final. El sentido es el criterio que -con mayor o menor acierto- alumbra
la elección de los fines dándoles su valor de tales y su expresión concreta. El sentido
formula los fines sin poder ser él mismo formulado, dicho o expresado categóricamente.
Si el decir pudiera ser dicho, esto nos retrotraería al infinito. El sentido es la atalaya
transcendente desde la que el sentido del mundo y la comunicación cobran realidad. El
fin de la vida es la muerte, pero su sentido es lo que va dando calidad y valor a los
sucesos de nuestra historia, desde que nacemos hasta que morimos. Paralelamente a una
«formación profesional» y a un adiestramiento en hacer cosas, va madurando la
conciencia del sentido de nuestra vida, al cual vamos ajustando nuestra elección de
fines, siendo ese sentido indecible, porque él mismo es el lenguaje, el logos.

La finalidad es propia de un quehacer y todo fin es una cosa o se entiende como una
cosa. El sentido es la cualidad de una forma de acción humanamente valiosa. La
mentalidad tecnológica a que nos ha conducido la razón ilustrada nos incita a dedicar la
vida humana a un eterno quehacer cuyo sentido se pierde de vista. Esta es la alienación.
Vivimos para trabajar, trabajamos para obtener dinero. Obtenemos dinero para comprar
cosas. La cadena explicativa se ha vuelto del revés.

Todo esto tiene importancia para la concepción de una ética del diálogo y una
democracia como forma de vida. Está de moda hablar de diálogo. Los políticos y
funcionarios quieren el diálogo con los ciudadanos. Los planificadores y los
investigadores sociales proponen la planificación dialogada. Pero el diálogo de que
hablan no es un dia-logos, no es un diálogo transparente, sino instrumentalizado. Se
trata de la mera conversación del experto con el lego, del hombre de poder con el
hombre de la calle, dictando el experto y el poderoso las condiciones del encuentro. Es
un diálogo concebido como poiesis no como praxis, como proceso orientado a un fin
previsto, no como una actividad valiosa en sí misma.

El hombre es un ser discursivo, dialógico. A través del lenguaje va madurando el


sentido de su mundo y de su vida en común. La vida política y las instituciones públicas
son constitutivamente discursivas. Es de importancia evitar el discurso y el diálogo
planificados, la retórica consciente orientada a un fin previsto, un diálogo en el que el
interlocutor sea considerado como un mero medio para lograr nuestros fines. La tercera
fórmula del imperativo categórico kantiano encaja bien en esta concepción del diálogo.
El diálogo de la democracia tiene que ser un diálogo sin otra intención que el propio
dialogar.

Estoy de acuerdo con Habermas en casi todo menos en lo que niega. Él estaría en
cambio casi totalmente en desacuerdo conmigo, si mi insignificante persona le
mereciera la más pequeña atención. Para los discursivistas habermasianos la
racionalidad reside en el decir y en las palabras. Para mí reside en el hablar como modo
fundamental de obrar. Lo que decimos no son más que concretizaciones o ejemplos de
lo que es el hablar. El hablar no es lo dicho, pero se manifiesta en el decirlo. Junto al
universal del nominalismo, existe un universal revelado en el decir concreto, un
universal inteligido a través del ejemplo y no destilado mediante la inducción. El
ejemplo es en la retórica lo que la inducción en la lógica, comparable a la relación entre
ficción literaria y hecho científico: la obra literaria enseña fingiendo, el libro científico
finge enseñar.
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El Quijote nos enseña lo que es el hombre. Mi estima por una persona no es el ramo de
flores que le entrego, pero la entrega del ramo de flores muestra mi estima por ella. Los
segmentos de nuestra vida y de nuestro discurso no son más que ejemplos fugaces que
van desvelando el sentido. La racionalidad no puede por ello ser lo que decimos, sino
algo que se manifiesta a través de lo que decimos y de lo que hacemos. Y al decir, como
al hacer, nos vamos ejercitando más y más en esa racionalidad, nos vamos haciendo
racionales. La racionalidad no es una cualidad de las proposiciones, es una virtud que se
adquiere comportándose y ejercitándose y haciendo proposiciones discursivamente. Esa
es la competencia sustentadora de la democracia. Frente a un concepto de la democracia
como diálogo encaminado a las decisiones, me adhiero a un concepto de la democracia
como un diálogo en que las decisiones no son fines, sino resultados accidentales y
huellas de nuestro paso, caminos hechos al andar. Un diálogo así parte de la base de que
hablando se entiende la gente pero también de que nadie opina exactamente lo mismo
que otro. Podemos ponernos de acuerdo, pero nunca estar de acuerdo. El consenso es
una voluntad de acuerdo, no un estado. La decisión mayoritaria sólo puede adherirse a
una frase o una palabra, nunca a un sentido o una opinión, porque tenemos
necesariamente perspectivas diferentes de las mismas cosas. Al usar las mismas
palabras creemos que estamos hablando de lo mismo, pero una cosa son las palabras y
su significado establecido y otra el sentido que expresan para cada actor en un momento
determinado. La democracia y la planificación de la sociedad es una arena de discusión
sobre significantes de apariencia unívoca pero de significado siempre ambiguo. Los
habermasianos parecen tener miedo a la ambigüedad, pero el verdadero peligro reside
en la univocidad.

Una ética discursiva para la sociedad moderna tiene que afrontar de modo crítico y
radical el concepto habitual del poder. En Suecia y en Noruega se han creado sendas
comisiones de investigación científica sobre el poder que, después de años de análisis y
especulación, han dejado intocado el meollo del problema, al entender el poder como
algo sustantivo (una cosa que se posee o una relación establecida, una posibilidad o una
posición) en lugar de entenderlo desde un punto de vista adverbializante, como una
forma de acción, que es la perspectiva aristotélica. Por eso caemos en la paradoja de
estar siempre luchando por el poder, al mismo tiempo que lo criticamos como
detestable. Los investigadores sociales optan por considerar al poder como algo neutral
en sí, afirmando que sólo el uso puede implicar maldad. Con esto se abre la puerta al
paternalismo, que consiste en un uso aparentemente benigno y servicial del poder.

Si dejamos de confundir el poder con la mera asimetría, que es su punto necesario de


partida, pues siempre hay una desigualdad de origen (del padre con el hijo, del sabio
con el tonto, del rico con el pobre, etc.) para dar el nombre de poder al modo de
actuación que tiende a conservar las asimetrías y a aumentarlas, entonces tendremos que
estar de acuerdo en que el poder consiste en una actuación esencialmente maligna,
concepción que concuerda perfectamente con el sentido común. En toda relación
humana surgen inevitablemente situaciones de superioridad e inferioridad. El que está
en situación de superioridad tiene dos alternativas de actuación: una manipulativa, que
fortalece su posición frente al otro (esto es lo que yo llamo poder), y otra emancipatoria
que trata de contrarrestar la inferioridad del otro. Una cosa es ayudar a un cojo a andar
apoyándose en nosotros y otra proveerle de una prótesis. Una cosa es hacer a sus hijos o
a sus súbditos depender de nuestra reiterada ayuda, y otra es ponerles en camino de una
autonomía que les permita participar en una vida social digna. Una política social del
bienestar es paternalista cuando la ayuda prestada prolonga la dependencia y la relación
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de desigualdad. El político paternalista es un individuo que ayuda al débil para sentirse


satisfecho de su propia bondad. Por eso necesita que la debilidad nunca desaparezca.
Mas lo importante para el débil no es la simple ayuda personal momentánanea, aunque
sea reiterad, sino una solución que trate de poner fin a su debilidad y a su situación de
dependencia.

Si, venciendo mi aversión a las fórmulas éticas, tuviera que expresar en un imperativo la
ética de abstención de poder, diría así: «Obra siempre procurando que las asimetrías
existentes antes del comienzo de una actuación concreta entre tí y los demás, hayan
disminuído, si es posible, o por lo menos no hayan aumentado por efecto de tu
actuación». Nótese que hablo de procurar, no de logros o resultados. El mérito de este
modo de obrar, aunque mi formulación dé la impresión de ello, no reside tanto en su
resultado como en su ejercicio, implicando la humildad de reconocer errores y de
intentar ser mejor. Pues ni la libertad ni la justicia son metas (como creen los
movimientos de liberación que indefectiblemente se convierten en tiranías) sino modos
de moverse hacia la meta. No hay un camino a la libertad y a la justicia, la libertad y la
justicia son el camino, que es, como dijimos, el propio caminar. Y no hay un abuso del
poder, pues el poder es el abuso, siendo el paternalismo el disimulo del poder.

Textos del conferenciante de interés para el tema abordado

Individuo y sociedad en la Suecia actual. Un estudio de la transformación histórica del


sistema local de autogobierno. En "Ética día tras día - Homenaje al profesor
Aranguren", Trotta, Madrid, 1991

Categorías de vida urbana pública y privada. Jornadas de Sociología y vida urbana,


Barcelona, 1989.

El significado del silencio y el silencio del significado. En "El Silencio", comp. por C.
Castilla del Pino, Universidad de verano de San Roque, Alianza Editorial, 1992.

La retórica como lógica de la evaluación. Revista Bordón, Vol. 43/4, 1992.

La participación ciudadana en los países nórdicos. Conferencia Europea sobre


Participación Ciudadana en los Municipios, Córdoba, 1992.

La existencia de la ironía como ironía de la existencia. (De futura aparición en "La


ironía", Conferencias de la Universidad de verano de San Roque 1993, en Alianza
Editorial.

Kommunalplaneringen i Haninge. (Byggforskningsrådet 1982, obra conjunta con A.


Alvarsson och B. Westman).

Medborgarinflytande i kommunalplanering. (Byggforskningsrådet 1980, red. av Örjan


Wikforss).

Kommunplaneringen i Haninge - en modell för kommunal planeringsverksamhet.


(Övergr. planering i Haninge 1979:17)
71

Haninge centrum - beskrivning av ett politiskt problem. (Övergr. planering i Haninge,


1977:6)

Haninge centrum - återblick och slutsatser (Övergr. planering i Haninge, 1978:4)

Planering för kultur i kommunen. Tidskr. Plan 3-4/1981

Individens ställning i det kommunala självstyret - Ideologikritisk genomgång av en


historisk förändring. (Nordplan Med. 1985:11)

Om frihet. (Nordplan Meddelande 1986:4)

Handlingsfrihetens villkor - En undersökning av pliktens och ansvarets problematik.


(Nordplan Med. 1987:1)

Arbete och ekonomi - Om möjliga och omöjliga framtider. (Nordplan Meddelande


1988:5)

Positivism eller Hermeneutik - Handling, planering och humanvetenskap. (Nordplans


Meddelande 1992:2)

Strukturer och livsformer - Om design i ett humanvetenskapligt perspektiv. (Nordplan


Meddelande 1993:3).

Plats för känsla i förnuftet eller Att bygga livet (Om kulturens blinda fläckar). (En
"Plats för känsla", de próxima aparición), BFR, Stockholm, 1993.

José Luis Ramírez González es responsable, en el Instituto Nórdico de Planificación y


Urbanismo (Nordplan), de un proyecto de investigación sobre teoría de la acción desde
el punto de vista de la ciencia humana titulado "Planificación pública: creación y
transformación del sentido".

La dirección de NORDPLAN es: Nordplan, Box 1658, S-111 86 STOCKHOLM

Fax +46 8 611 51 05


72

LOS LÍMITES DE LA DEMOCRACIA Y EL QUEHACER EDUCATIVO

José Luis Ramírez

José Luis Ramírez. Los límites de la democracia y la educación. Lleida: Universitat de


Lleida (Colección Pensaments, nº 2), 1994.
Conferencia pronunciada en la Universitat de Lleida. Institut de Ciències de l'Educació
Fòrum educatiu Perspectives educatives davant els valors i el canvi social. Lleida, 11 i
12 de marc de 1994.

El tema de mi conferencia es la relación entre democracia y formación humana o, como


yo más bien diría, la democracia como formación humana.

La democracia no es como el agua de un manantial o como un fruto silvestre. La


democracia es más bien como una acequia o, quizá mejor, como el cultivo de un huerto.
La democracia no es una aceptación o una afirmación de lo establecido. Como muchas
otras de las ideas normativas que inspiran la vida activa de un ser humano libre, la
democracia, más bien que en afirmar algo establecido, consiste en decir que no a un
ambiente social de desigualdad, que surge de un modo natural y espontáneo si no se le
opone resistencia. La democracia, concebida normalmente como una estructura o
sistema de reglas, es más bien una ética y un estilo de vida. Pero hay una ética utópica y
fundamentalista, notoriamente peligrosa, basada en la afirmación de ideas abstractas y a
priori, desconectadas de lo cotidiano. La ética a que me refiero es aquella que,
advirtiendo lo inaceptable de muchos aspectos de nuestra vida social, dice que no y trata
de transformarlos y superarlos. Esa ética no supone tanto la realización de lo bueno, que
es la utopía, cuanto el esfuerzo por realizar nuestra vida, mejorando sucesivamente lo
que existe.

Hay también éticas ecologistas que creen que lo ético es aceptar el orden natural
establecido. Pero en la naturaleza reina también la violencia, la asimetría y el poder del
más fuerte. Lo naturalmente dado es -valorado desde un punto de vista humano- algunas
veces bueno y muchas veces malo. Y como André Gorz afirmaba hace muchos años, el
mal es más fuerte que el bien; pues el hombre pacífico fracasa constantemente en la
tarea de hacer pacífico al belicoso, pero el belicoso puede obligar al pacífico a entrar en
el juego de la violencia, aunque no sea más que en defensa propia. Lo malo y
defectuoso, o la amenaza de perder la calidad lograda, estimulan nuestra reflexión ética
más que lo bueno que existe sin nuestra intervención. Los conservadurismos, tanto en lo
social como en lo natural, adolecen de miopía ética. Etica es decir que no antes de decir
que sí.

Democracia es etimológicamente poder popular. El kratos que la democracia quiere


poner en manos del demos es un poder público y social. Reina en Occidente una
concepción pervertida del poder considerado como algo neutral, como un mero
instrumento cuya bondad o maldad depende del uso que de él se haga. Concebido como
una cosa o un instrumento que se posee y se utiliza, caemos así fácilmente en la
degeneración paternalista, que supone un uso autoritario, aunque benigno, del poder. En
el peor de los casos, el concepto del poder engendra la metáfora española de la tortilla
que se vuelve, una metáfora que escinde a la sociedad en dos sectores antagónicos, que
73

se asemejan tanto más cuanto más se combaten. Es una lucha por sustituir unos actores
por otros, sin cambiar la meta ni menos aún los métodos de lucha. La democracia como
ética no supone un mero cambio de los agentes del poder, una sustitución del monarca o
de los mejores por el pueblo en su totalidad, sino un cambio de objetivos y -sobre todo-
un cambio de hábitos de conducta en la dirección de la sociedad civil.

La forma de manifestación del poder y la base sobre la que se erige es la asimetría: el


ver sin ser visto, la posibilidad y el saber unidireccionales e irreversibles. El acto de
poder es sociobiológico, se apoya en una condición natural de inevitable aparición que
se extiende a lo social y a la que hay que decir que no. Como la mala hierba o la
enfermedad, lo que posibilita el poder es una desigualdad amenazadora de los valores
sociales, que, si no nos oponemos conscientemente a ella, se mantiene por sí misma. La
mala hierba o la enfermedad, como el punto de partida asimétrico del poder, son lo
vitando inevitable, aquello que surge constantemente sin que lo deseemos y que sólo
una constante vigilancia nos permite mantener en jaque.

El poder no es ni la asimetría que le da fundamento, ni una cosa poseída, ni una


posición ocupada. El poder es un modo de actuar a partir de una posición ventajosa dada
en principio por las circunstancias. El poder no es una relación sino un modo de obrar.
No es la asimetria misma, sino la actuación que, basada en la asimetría, trata de
mantenerla o aumentarla. El poder es la actuación manipulativa del que se encuentra
frente a los demás en posición de ventaja. Pero esa actuación no es necesaria. La
alternativa al acto de poder es la acción emancipativa, que lejos de mantener la propia
ventaja trata de igualar la relación con el otro. Si, venciendo mi aversión a las fórmulas
éticas, tuviera que expresar en un imperativo la ética de abstención del poder, diría así:
«Obra de tal manera que la ventaja que te separa del otro disminuya, o por lo menos no
aumente, como efecto de tu actuación». Quiero no obstante subrayar que el mérito de
este modo de obrar no reside tanto en su resultado como en su ejercicio.

La democracia como ética no es una teoría ni una práctica del poder, sino -siendo el
poder un modo de obrar- un desarme del poder. Esto no significa, aunque lo parezca,
una concepción anarquista de la sociedad, menos aun una exhaltación del caos, ya que
no es -dije- una afirmación de lo natural, sino del esfuerzo por algo mejor.

Si el poder es algo de lo que cabe recelar, su instalación dentro de la propia palabra


«democracia» tiende a corromper el propio concepto. La democracia, el poder del
pueblo según la etimología griega de la palabra -y para muchos la democracia sigue
siendo griego (o incluso chino)- suena a la aludida vuelta de la tortilla.

El lenguaje, como tradición heredada, nos precede y está más arraigado que nosotros
mismos. En gran parte somos obra del lenguaje. Creemos que decimos las palabras,
cuando más apropiado sería afirmar que las palabras nos dicen a nosotros. La palabra y
el concepto representado, el significante y su significado, no son empero un matrimonio
avenido e indisoluble. Hay entre ellos una amenaza constante de divorcio. Sin perder la
huella de los matrimonios o las significaciones anteriores -desde el significado
originario, etimológico, que lo vio nacer metafóricamente- cada significante va
acumulando constantemente usos nuevos, desfiguradores del originario. Tradición y
cambio se enlazan dialécticamente en el proceso de la historia del lenguaje, como en el
de todo lo humano. Y nada constituye al hombre más esencialmente que el lenguaje. Sin
lenguaje no hay hombre, sin hombre no hay lenguaje.
74

La palabra «democracia», creada por los griegos para distinguir un régimen de


participación popular de una concepción monárquica o aristocrática del poder público,
aparecía en Aristóteles cargada de negatividad. Después de las experiencias atenienses
posteriores a Pericles, la democracia representaba para él la degeneración o abuso de
una idea correcta, la degeneración de un régimen en el que todos los ciudadanos son
iguales en derechos y deberes. Algunos deducen que Aristóteles era partidario de una
aristocracia intelectual y adversario de la democracia en el sentido positivo que
otorgamos a la palabra. Esto es erróneo.

En primer lugar, Aristóteles ni quitaba ni ponía rey, sino se limitaba a constatar que el
rey, o la aristocracia, se dan en determinados regímenes y por específicas circunstancias
sociales e históricas. Y así como la monarquía degenera a veces en tiranía y la
aristocracia en oligarquía, Aristóteles no podía sino constatar críticamente que un
«gobierno del pueblo» como la democracia ateniense, había degenerado en demagogia y
que el dominio de lo cuantitativo sobre lo cualitativo se había convertido en un cáncer
para la ciudad. Aristóteles no se pasaba con esto a la línea de los antidemócratas. Al
contrario, a lo que él se adhería era a un auténtico gobierno de todos los ciudadanos
(aun cuando en la sociedad de esa época, en Grecia no todo ser humano era ciudadano),
en régimen de igualdad. Y para diferenciar ese régimen de la degeneración en que había
caído la democracia, creaba la denominación de Politeia para designar a una
democracia auténtica y no corrompida.

El gobierno de todos los ciudadanos, la llamada Politeia, por contraposición a la


degeneración de la democracia ateniense, se alza sobre una virtud, sobre una areté
cívica que hace del buen ciudadano un hombre prudente, capaz de participar en una
deliberación racional sobre los asuntos comunes, es decir capaz de autogobierno. La
democracia entendida como politeia se halla así, en el momento de su concepción por
Aristóteles, unida a otro importante concepto de nuestra herencia griega, el concepto de
paideia, que es la idea de una educación ciudadana basada en una formación humana.

Democracia y formación son así los dos conceptos básicos de una tradición histórica
que arranca de la Grecia precristiana y se extiende hasta la sociedad europea moderna.
Es el espíritu de esa tradición bicéfala armonizadora de lo social y lo individual, lo que
hoy nos reúne aquí.

Quizá la tragedia de nuestra sociedad occidental consista justamente en la aspiración a


una politeia que nunca pasa de ser a lo sumo «democracia» en sentido aristotélico,
negativo. Lo cual corroboraría mi afirmación inicial de que la democracia no ha de ser
un dormirse en los laureles, sino un esfuerzo constante por superar límites impuestos
por la naturaleza y la sociedad. Seguiré aquí usando la palabra «democracia» con el
pensamiento puesto en la politeia aristotélica.

La democracia ha estado siempre constreñida por un límite. Pero lo que durante largo
tiempo fue un límite o imposibilidad externos, es hoy día un límite autoimpuesto,
interno a nosotros mismos, creado por nuestra propia ceguera mental y nuestra
conducta. Durante siglos fue la democracia una idea irrealizable, porque las condiciones
externas y la evolución del saber no permitían la emancipación e igualación humana que
esa democracia suponía. Sin esclavos no habría sido posible, en la sociedad antigua, una
evolución del saber por obra de una minoría privilegiada. Sin proletarios encadenados a
los instrumentos de producción no habría podido la sociedad industrial desarrollar su
75

técnica y su riqueza haciéndola potencialmente accesible a todos. Pero cuando esas


limitaciones externas se han superado, las limitaciones o hábitos mentales creados por el
propio esfuerzo de superarlas, nos incapacitan para la realización de un ideal hoy
posible y largo tiempo anhelado. El desarrollo de un saber técnico que transforma
nuestras condiciones externas de vida, crea al mismo tiempo nuevos límites mentales y
éticos que obnubilan el sentido de lo que hacemos y de nuestra propia vida. Después de
tantos siglos de lucha contra los límites externos de la pobreza y la ignorancia, al
desaparecer éstos, parece que hemos olvidado el porqué de nuestros esfuerzos. Somos
incluso incapaces de pensar o de decir aquel ideal de vida que inspiraba nuestro afán.
Nuestra pobreza de hoy consiste en la ignorancia de valores.

«Tú que vas, la barba en la mano, meditabundo


has dejado pasar, hermano, la flor del mundo». (Rubén Darío)

Aquel lema de Francis Bacon que promulgaba la identidad entre saber y poder, o el
manifiesto kantiano de la Ilustración que anunciaba la liberación humana de su
autoimpuesta tutela y de la incapacidad en el uso de su inteligencia, suenan como un
piano desafinado en los oídos de un europeo de fines del siglo XX. Lo que Kant
describía como superable se parece más a lo que la Ilustración estaba a punto de
engendrar que a lo que pretendía abandonar. Y un saber que estaba llamado a
otorgarnos poder, se ha convertido en nuestra peor amenaza.

La Edad Moderna ha estado tan absorbida por la vida de la ciencia que ha olvidado la
ciencia de la vida. ¿Cómo? -dirán- ¿No es la biología la ciencia de la vida? Ciertamente.
Pero, ¿de qué vida habla la biología? «Biología» es palabra de raíces griegas, pero lo
que nuestra biología estudia es algo distinto de lo que los griegos llamaban bios. La vida
que estudia nuestra ciencia de la vida se llamaba en griego zoon. El sentido auténtico de
bios lo conservamos en la palabra «biografía» pero brilla por su ausencia en el mundo
del saber. El oscurecimiento de la distinción griega entre dos conceptos de vida nos
ciega. El usar el nombre de biología para una ciencia natural, supone no solamente un
parricidio, sino además la usurpación del nombre del padre. Con lo cual el muerto sigue
en pie y la ocultación se hace total. Haría falta un Mendelejev, descubridor de la tabla
completa de los elementos químicos, para descubrir ese hueco vacío en el cuadro de
nuestros conocimientos.

Nuestra palabra «vida» no es la única que, comparada con la lengua griega, manifiesta
la desaparición de un matiz distintivo entre dos conceptos complementarios. Nuestro
lenguaje moderno no es ciego, pero sí tuerto. Hay varios parricidios semejantes al de la
palabra «vida». El más importante de todos ha sido perpetrado con el concepto de
praxis, que supedita el obrar auténticamente humano a un quehacer manufacturero y
artesano, creador de una mentalidad consumista que destierra los valores humanos y
hace del hombre un medio para la técnica, en lugar de hacer a la técnica un instrumento
de la vida humana como bios. La hoy inevitable concepción de una política del pleno
empleo y la elevación del dinero a la categoría de fin son prueba de ello.

La democracia exige no sólo unas condiciones materiales adecuadas, que sólo se logran
con el esfuerzo del conocimiento y de la técnica, sino además una armonización entre lo
social y lo individual que sólo se consigue mediante un cultivo del elemento social del
individuo que es su formación, su paideia. Y en el esfuerzo por ofrecer una formación
extensiva a todos los ciudadanos, reside la emancipación de que los ilustrados hablaban.
76

Una emancipación que debiera suponer el combate contra las desigualdades y asimetrías
características del poder, en lugar del culto al poder en que hemos caído.

En estos momentos de euforia por la consolidación de una democracia europea, quizá


estemos asistiendo a la extremaunción de la democracia. No es posible edificar una
democracia en la cumbre, si no está arraigada en la base. Es alarmantemente
significativo que incluso filósofos destacados de la política como Victoria Camps
(muchas de cuyas ideas sin embargo comparto), consideren que la democracia directa es
absurda y trasnochada, siendo la única forma hábil de la democracia la llamada
democracia representativa. Pues si la democracia directa, es decir la participación de
todos y cada uno de los ciudadanos individuales en la deliberación de los asuntos
comunes, no sigue siendo la inspiradora de una democracia representativa, si la clase
política que se está formando en las alturas de Bruselas no echa sus raíces y no absorbe
su savia de un diálogo social entre individuos a nivel de la Polis, de la comunidad local,
¿qué esperanza de éxito le cabe al viejo proyecto griego, en una situación histórica en
que las condiciones externas ya no deberían ser un límite, sino un instrumento?

La ética, como ciencia de la conducta, no es materia básica en nuestros planes oficiales


de enseñanza. Sí lo es la moral, sobre todo la moral cristiana, pero no la ética como
teoría de la acción humana. Pero -sea o no conscientemente estudiada- la ética, como
estilo o forma típica de actuación, es constitutiva de la vida humana. Vivir es actuar y al
actuar diseñamos una trayectoria que se hace hábito y, aunque no sea consciente ni se
declare en palabras, se manifiesta en la propia actuación.

No digo que no se hable de ética en la sociedad moderna, si por hablar de algo


entendemos el mencionar su nombre a menudo. Se habla de ética y mucho. La ética es
un tópico. Se ha puesto de moda el aludirla como quien conjura a una deidad. En la vida
profesional se oye hablar cada vez más de códigos éticos. En Suecia incluso la policía
ha tratado de codificar una ética profesional. Pero un código ético es como hierro de
madera, una contradicción in terminis, ya que un código es un documento jurídico y lo
jurídico es distinto de lo ético, aunque tenga cierto fundamento ético. Los códigos éticos
o contienen lugares comunes, o son listas de principios de actuación que, más bien que
fomentar la responsabilidad individual, la descargan. Con referencia a mi código
profesional puedo actuar sin tener por qué responsabilizarme de mis actos, limitándome
a obedecer órdenes.

Las formas de actuación de las instituciones y los hombres de nuestra sociedad moderna
revelan la presencia de dos modelos éticos complementarios: el modelo legalista o
deontológico y el modelo utilitarista, mal llamado teleológico. Coincide además esta
clasificación con la de los tratados de ética al uso. Las acciones individuales o
colectivas se valoran, o bien con referencia a una regla o principio de actuación, o bien
con referencia al resultado obtenido. El modelo legalista caracteriza sobre todo al estado
social paternalista que está ahora en crisis. El modelo utilitarista es apto para la
mentalidad de mercado que hoy se considera la panacea de todos los males. Los dos
modelos se barajan en nuestra sociedad, en proporciones diversas, según el tipo de
actividad de que se trate.

Ambas formas de ética, una emparentada con la ética autoritaria y religiosa y la otra
procedente de la economía política moderna, coinciden en su ceguera o en su
desconfianza frente a la competencia y la autonomía de la acción humana. O bien se
77

considera al individuo humano incapaz de obrar, si no se le conduce, en dirección a lo


justo y bueno, o bien se considera la acción humana como un mero medio para la
producción de algo. En cualquier caso, la capacidad del individuo de emanciparse de las
cadenas a que le condenan la ignorancia y la escasez de medios, punto de partida del
ideal de la Ilustración, no parece ser corroborada por la práctica establecida. El ser
humano necesita un tutor o un producto que mida su competencia. Como el juez del
cuento, la sociedad moderna parece clasificar a los ciudadanos de a pie en dos
categorías: los delincuentes y los que todavía no han cometido delito.

Sería imposible hacer aquí una exposición amplia acerca de las raíces de nuestra
precaria situación mental. La racionalidad teórica e instrumental que nos domina hunde
sus raíces en el giro que el pensamiento griego tuvo con las concepciones de
Parménides y Platón y que podría llamarse paradigma ontocéntrico del pensamiento.
Pero como concepción objetivante, cientificista y ciega acerca de la acción humana,
sería inexplicable sin la invención de la escritura fonética y del alfabeto de vocales y
consonantes.

La expansión de la lengua escrita no es sólo un instrumento de divulgación del


conocimiento. Es también una forma de afianzamiento del poder del Estado sobre los
individuos y los grupos humanos. ¿No fue precisamente un español, autor de la primera
gramática moderna, quien dijo que la lengua es la compañera del imperio? De estas
cosas saben los catalanes más que los españoles de otras latitudes.

La revolución técnica más importante de occidente no es la imprenta, sino la escritura.


Con la escritura se convierte el LOGOS griego en una razón teórica regida por la
dicotomía cientificista de la verdad y la falsedad, por el desprecio de la opinión, por el
dominio lingüístico del substantivo sobre el verbo, por la predominancia del ojo sobre el
oído y por la hegemonía de la cosa sobre la acción. El modelo científico del
ontocentrismo y de la razón teórica es la geometría. La razón teórica explica el mundo
como reunión de cosas y las acciones como hechos dados. La ontología otorga a las
cosas un sentido propio, independiente de nosotros, que fundamenta y explica las
acciones que realizamos con ellas. Es muy revelador que para la razón teórica
instrumental lo único que cuenten sean los hechos. Pues la palabra «hecho» es participio
del verbo «hacer». Luego los hechos no pueden ser la explicación originaria, ya que
como hechos remiten a una creación o producción previa. Es la actividad humana la que
en verdad da sentido a esas cosas que creemos ver y que simplemente interpretamos.
Pero esta verdad innegable es totalmente ignorada en nuestras sociedades y en nuestros
centros de enseñanza. Cuando el creador de la fenomenología, Husserl, exhorta a la
modernidad a volver los ojos «a las cosas mismas», no logra sino envolver una intuición
correcta en una fórmula descabellada. Si algo hubiera necesitado Occidente es
precisamente dejar las cosas a un lado y volver su mirada a la acción humana causante
de dichas cosas. Pues lo único que el hombre entiende -decía Vico- es lo que él ha
hecho. Lo demás sólo lo entiende su creador, Dios. Algunas obras del hombre no las
entiende sin embargo ni Dios.

El desarrollo racional del lenguaje y la expansión de la escritura permiten al hombre


crear todo un mundo de cosas que, sin poderse ver o tocar, se significan por medio de
las palabras que metafóricamente las crean y las representan. Ese es el origen de los
mitos antiguos en los cuales las entidades abstractas adquirían el carácter de deidades.
En nuestro mundo racional somos ciegos para ver las nuevas mitologías que vamos
78

creando, con apoyo en la forma gramatical del substantivo determinado y singular. No


sólo figuras abstractas, que representan simultáneamente a todos y a ninguno de los
individuos de una clase (por ejemplo el Hombre de las estadísticas) llenándonos la
cabeza de prejuicios; las acciones y los deseos humanos se revisten también de formas
míticas que, dejando de ser medianeras entre subjetos y objetos a los que incluso crean,
pasan a funcionar como tales sujetos u objetos, según los mecanismos metonímicos del
pensar y el decir. Así surgen entidades como la Libertad, la Justicia, la Solidaridad, la
Democracia, el Consenso, el Progreso. Olvidándonos de la verdad machadiana de que el
camino no existe, sino que se hace al andar, nos convertimos en viajeros provistos de
manuales de viaje, más bien que en descubridores de mundos ignotos. Convertidos en
turistas de la existencia, más que en artistas de ella, lo importante para nosotros son las
paradas, no el viaje.

¿Cuál es la verdad? ¿El río


que fluye y pasa,
donde el barco y el barquero
son también ondas del agua?
¿O este soñar del marino
siempre con ribera y ancla? (Machado)

Estamos tan metidos en el lenguaje que no nos damos cuenta de lo que literalmente
afirmamos e inconscientemente pensamos. Decimos que «los Precios suben», como si
fueran individuos con piernas, que «el Poder corrompe», como si el corrupto fuera una
víctima de «el Poder», que «la Vida está cara», que «el Fraude lo perturba todo», y
todos decimos repudiar, amándolo en nuestro fuero interno, a ese señor llamado
«Enrique Cimiento». Este modo de hablar no es exclusivo del lenguaje cotidiano.
También el lenguaje científico es mitológico y, tomado al pie de la letra, absurdo.

Siempre fue misión de las clases sacerdotales y de la teología oficial el elaborar


ideologías y creaciones imaginarias y mitológicas que contribuyeran a mantener el
orden social establecido. En nuestra época ilustrada y laica la teología dominante es la
economía política y los economistas constituyen su sacerdocio. No en vano el discurso
político ha venido a convertirse en un discurso económico. La economía suministra toda
una serie de dioses y demonios que explican la situación y nos eximen de la
responsabilidad de nuestras propias acciones: La Inflación, la Crisis, el Paro, el Interés,
la Efectividad, El Producto Nacional Bruto, etc. Los políticos achacan nuestros
problemas a la Crisis y hablan del Paro como de una bestia apocalíptica. El dirigente
socialista sueco Ingvar Carlsson, sucesor de Olof Palme, excusaba aquel «paquete» de
medidas económicas que nos metieron a fines de 1992, diciendo que era inevitable
porque «el interés crediticio había ascendido al 500 %», como si el señor Interés
Crediticio hubiera subido por su propio pie. Tal medida -que según decían había sido
adoptada por el Riksbanken, como si el Banco fuera alguien, y no por unas personas de
carne y hueso que lo regentan con el beneplácito de, entre otros, Ingvar Carlsson- era
una medida de defensa, ya que la señora Corona Sueca (como después la Peseta) estaba
amenazada (¡la pobre!). Muchas de las explicaciones que se dan acerca de actuaciones
públicas son contrasentidos de esta índole, difíciles de ver porque caemos en las
trampas del lenguaje.

Esa tendencia del lenguaje a transformar las acciones en cosas o sustancias, ha hecho
posible confundir la democracia, que es una forma de conducta, con el parlamentarismo,
79

que es un sistema procedimentalista de reglas de juego. Atendemos así más a la


estructura de las instituciones, que son sistemas colectivos de reglas, que a la formación
ética y ciudadana de los individuos que las administran.

A una ética de la regla o del resultado cabe oponer una ética de la acción y del carácter,
que es lo que la palabra «ética» significaba para el creador de la propia palabra,
Aristóteles. La ética aristotélica es una teoría de la acción y del sentido de la realidad
humana. A su base se halla una concepción práctica de la razón, del Logos.

En un pasaje extraordinariamente esclarecedor -a menudo mal citado y peor leído por


sus comentaristas- de la Política de Aristóteles, alude el filósofo al carácter social del
ser humano. Nos dice Aristóteles que el ser humano no es el único animal social; pero si
lo es en mayor medida que cualquier animal gregario (como la abeja) se debe a que
tiene logos, esa síntesis de pensamiento y lenguaje que ha dado lugar a nuestro
desfigurado concepto de «razón». Y continúa diciendo que el logos no sólo faculta al
hombre para expresar lo que siente, que eso también lo hacen los animales a su modo.
Pues el animal -dice- tiene voz, pero el logos nos otorga el don de la palabra,
permitiéndonos distinguir entre lo bueno y lo malo, entre lo justo y lo injusto. No alude
Aristóteles para nada, en ese texto, a la verdad de los hechos, sino a la distinción entre
lo justo y lo injusto. He aquí el punto de partida para una concepción aristotélica de la
razón discursiva. Lo que caracteriza la racionalidad humana no es esa capacidad
computadora de verdades, sino la estipulación de valores. Lo racional para Aristóteles
es lo razonable, es decir lo ético que consiste en otorgar sentido al mundo en una acción
que selecciona y valora cualitativamente.

El pasaje mencionado nos revela que la razón propiamente dicha es la razón práctica. Si
la razón fuera una mera facultad deductiva de verdades, las ordenadoras electrónicas
serían más razonables que el hombre. Y el uso del discurso en la elaboración teórica
(que también es una forma de actuar, una forma de práctica) supone la invención o
elección de palabras justas y de argumentos adecuados. Justas y adecuados, no
verdaderos o falsos. Nunca oí decir que un libro de texto, una tesis doctoral o una
ponencia sean verdaderos o falsos, sino buenos o malos. La razón humana, o es práctica
y constructiva, o sea discursiva, o no es razón.

La verdad del hecho no puede sustituir la bondad del hacer. Pero la bondad de una
acción en una ética aristotélica, es decir en la ética propiamente dicha, no depende de
que obedezca a reglas externas, ni se mide tampoco por la supuesta bondad de un
resultado. Pues ningún resultado es bueno si no enriquece la vida humana, que es
acción. La bondad de las acciones se desarrolla en su propio ejercicio, siendo más
importante aquí ser bueno que saber qué es lo bueno, cosa que los políticos deberían
aprender. Nos hacemos músicos ejercitando la música y entendemos lo que es buena
música escuchando la actuación de alguien que es un virtuoso de la música. La
experiencia de los libros jamás puede sustituir al libro de la experiencia. El buen
cocinero no sigue las recetas del libro de cocina, sino actúa por hábito inconsciente.
Pues lo que mejor hacemos, lo hacemos sin ser conscientes de nuestro hacer, aun
cuando lo hayamos sido en el momento de aprender a hacerlo o aunque podamos
reflexionar sobre lo que hacemos, después de hacerlo. El inconsciente dinámico
descubierto por Freud es ese ámbito del saber humano que constituye su acción. La
obsesión por identificar saber y conciencia nos ha llevado a confundir el saber con un
saber del objeto.
80

Dime tú ¿cuál es mejor?


¿Conciencia de visionario
que mira en el hondo acuario
peces vivos, fugitivos,
que no se dejan pescar?
¿O esta maldita faena
de ir arrojando a la arena
muertos los peces del mar? (Machado)

Cuando Aristóteles alude a las actividades del músico o del artesano como ejemplo de
la bondad en ejercicio, induce sin embargo a una confusión entre el productor y el buen
ciudadano. Pero es el mismo Aristóteles quien dice que es preciso distinguir el hacer
bien las cosas del obrar bien. El hacer bien las cosas es propio del experto, pero el obrar
bien es propio del prudente, del hombre de experiencia que ha vivido y participado, del
ciudadano con competencia. El empeirós griego no necesitaba distinguir entre la
experiencia del hacer y la del obrar, como nosotros hacemos entre el ser experto y el
tener experiencia. Se debe sin embargo a Aristóteles la distinción entre el saber y el
obrar que en griego era la distinción entre poiesis y praxis. La poiesis era un hacer
constructivo orientado hacia un fin concreto y previsto, hacia una cosa o un estado. La
praxis era una acción humana que no iba orientada a un fin externo, sino a su propia
realización. La praxis era siempre una acción, nunca una cosa o un mero estado, y
además era su propia perfección carente de finalidad externa. El bios poietikós y el bios
politikós constituían dos vertientes diferentes de la vida humana en sociedad.

Nuestro lenguaje ha logrado eclipsar la distinción aristotélica, dando muerte al concepto


aristotélico de praxis, pero dejando a la poiesis, al mero hacer, atribuirse el nombre del
muerto. Lo que, por ejemplo Marx, llama praxis, y lo que nosotros llamamos
«práctica», no es ya una acción sino un quehacer, no es una tarea ética, orientada a la
realización de la vida humana, sino una producción de bienes por obra de expertos.

No deja de ser significativo que en el título de la conferencia que se me ha encargado


desarrollar hoy se hable precisamente de un «quefer educatiu», de un quehacer
educativo. Pues el sistema de enseñanza de nuestra sociedad está considerado como una
producción de expertos. La formación humana ha quedado reducida a una formación
profesional que, cuanto más especialidades desarrolla, más ciega es para la formación
humana.

Nos hemos habituado a confundir los fines con el sentido, como si el hecho de ser
experto en construir edificios otorgara al arquitecto o al constructor monopolio sobre la
experiencia de habitarlos o usarlos. El saber construir artefactos u organizaciones y el
hacerlo según las reglas del arte, no puede sustituir la discusión acerca de su
oportunidad o inconveniencia para satisfacer necesidades vitales humanas, discusión en
la que no hay expertos, pero si hombres con experiencia. La ética de la sociedad
moderna se transforma en eficacia, en cálculo de medios y fines. Pero medios y fines
son términos altamente equívocos, pues los fines de que hablamos no son más que
medios para algo que los transciende y que constituye el sentido de nuestra vida, la vida
que queremos realizar. En un cálculo de eficacia puede hablarse también del crimen
perfecto, pues la eficacia da los fines por supuestos y calcula los medios, sin
preocuparse de la bondad de esos fines. La bondad de un medio depende de la eficacia
con que conduce a su fin. Cualquier fin justifica sus medios. Pero ¿qué justifica ese fin?
81

La economía ha logrado embarullar todavía más las cosas confundiendo el valor con el
precio:

¡Quién fuera diamante puro!


Dijo un pepino maduro.
Todo necio
confunde valor y precio. (Machado)

Sabemos que Adam Smith, fundador de la ciencia económica, era profesor de ética y
profesaba el utilitarismo como moral. Con la reducción utilitarista de la ética se
convierte todo obrar en una hacer cosas valiosas, determinándose el valor de ellas no
por su contribución a una vida humana más digna, sino por la cantidad de dinero que
cuesta, como efecto de una abstracta demanda en el mercado. La mentalidad consumista
es un hecho, producto del lenguaje monetario, que es más abstracto y alienante que el
lenguaje escrito. La reducción del valor de uso a valor de cambio que Marx recogió del
libro de la Política de Aristóteles, hace del dinero una de las construcciones humanas
más engañosas y crea un límite mental a la emancipación humana en busca de una vida
digna. El término griego «economía» significaba para Aristóteles el uso adecuado de los
recursos a nuestro alcance para el desarrollo de una eudamonía política, es decir de un
bienestar o bienvivir ciudadano. En esa economía el dinero era un instrumento que
facilitaba el intercambio de los valores de uso. Pero el propio Aristóteles preveía que el
valor de cambio podía acabar independizándose del valor de uso pervirtiendo la
distribución del trabajo y el intercambio. Aristóteles negaba a la especulación, en la que
el dinero sólo compra dinero, el valor de economía, llamándola krematistiké.

El paradigma de la eficacia se halla a la base de la concepción parlamentaria de la


democracia, una formalización procedimentalista en la que el cálculo, el análisis en
términos de medios y fines y la cuantificación desfiguran los aspectos cualitativos.

Como sistema de reglas organizadoras del juego democrático, el parlamentarismo puede


adoptar una forma representativa pura o corporativa. La adopción de una u otra forma
depende de la evolución histórica de la sociedad en cuestión, siendo normal la mezcla
de elementos de una y otra. El parlamentarismo de representación pura es un sistema
en el que los políticos son elegidos a título personal, mientras que el parlamentarismo
de representación corporativa está basado en grupos de intereses. La evolución del
sistema de partidos ha originado una forma especial de parlamentarismo corporativo.
Los intereses partidistas y su visión de la vida colectiva, recogidos en una ideología y
un programa, están por encima de los intereses meramente individuales. Sus políticos
son los expertos de dicha ideología.

La praxis interna de los partidos políticos, tal como funcionan hoy, contradice una serie
de reglas democráticas legales que rigen los organismos públicos de gobierno para
proteger la libertad de opinión y el derecho de las minorías. Las leyes sólo controlan y
dirigen lo que sucede en el ámbito público. La constitución y los organismos públicos,
incorporan como propias, sin poder controlar lo democrático de su gestación, la elección
de representantes y otras decisiones internas de los partidos. El ámbito interno de éstos
es un sector privado en el que rigen a menudo prácticas que estarían prohibidas y serían
motivo de litigio en un organismo o asamblea públicos. El Congreso de un partido,
considerado como el órgano supremo de decisión de éste, carece de auténtica
representatividad y practica frecuentemente técnicas que en un órgano público serían
82

antidemocráticas. La actuación de los partidos modernos en la decisión pública, a través


de sus representantes, desvirtúa el principio clave de la democracia formal, que es el
principio mayoritario. La mayor parte de las decisiones verdaderamente importantes en
un órgano parlamentario son decisiones minoritarias basadas en actos de poder y no en
la libertad de opinión. Lo único que tiene valor para los dirigentes políticos es la cifra
obtenida, no los medios utilizados para obtenerla. El voto de los representantes en la
asamblea pública está previamente atado por una decisión del partido o del grupo
parlamentario, lo cual origina una democracia semejante a las cajitas chinas o a esos
muñecos rusos que contienen otros cada vez más pequeños. En un parlamentarismo de
partidos sólo tienen influencia directa, y tampoco mucha, los ciudadanos afiliados a
ellos. Pero esto a costa de una serie de lavados y peinados de cerebro, en los cuales la
«solidaridad» (que suena mejor que obediencia) cumple un papel importante.

Un parlamentarismo representativo puro evita que la responsabilidad de los mandatarios


ante los electores se halle mediatizada por un partido. En la medida en que es viable,
evita muchos de los problemas que la intervención del aparato de los partidos crea en
las decisiones públicas, pero encierra otros peligros. A un sistema de representación no
mediatizada corporativamente le es difícil verse libre de políticos carismáticos y
oportunistas, abonando la demagogia y la manipulación por la palabra y originando una
política menos coherente en su totalidad.

He hecho esta rápida descripción del parlamentarismo a base de mi experiencia del país
considerado más democrático del mundo: Suecia. Pero no me entiendan mal. No estoy
pretendiendo que la democracia sea imposible, aunque no es fácil. Lo que sostengo es
que el parlamentarismo, con partidos o sin ellos, no puede ser democrático por la propia
virtud de sus reglas de juego. La democracia tiene que darse en el añadido de un
ininterrumpido esfuerzo vigilante de las formas de actuación y de un perseverante
ejercicio de la competencia ciudadana que mantenga viva la isegoría o libertad e
palabra, el juicio valorativo del discurso político y el desenmascaramiento de la
manipulación retórica. Tarea ésta difícil y carente de garantías, pero no por ello menos
urgente.

El concepto parlamentario de democracia olvida la conexión necesaria con la paideia,


con la formación humana, sin la cual la democracia degenera. Con la excusa de que es
imposible reunir asambleas decisivas de muchas personas, se afirma que toda
democracia directa es imposible y que hay que crear sistemas representativos. Pero
¿cómo se establece la representividad? Por procedimientos meramente cuantitativos
que, como la sopa comida con tenedor, dejan fuera aquello que es más esencial. El
parlamentarismo reduce la democracia a una técnica y la política a una labor de
expertos. Lo que llamamos democracia es en realidad una forma de aristocracia: la
meritocracia o la burocracia. Para mistificar más las cosas se habla de los políticos
como expertos de fines, a diferencia de los expertos de medios. Y mientras el mérito
principal del político en una concepción aristotélica consiste en ser ejemplo del buen
ciudadano que sabe razonar con prudencia, el político moderno ve su misión principal
en tomar decisiones y hacer cosas buenas para los ciudadanos, para lo cual se siente más
capacitado que éstos. Y lo peor del caso es que lo es, ya que la formación ciudadana es
un ave rara. No deja de asombrarme la perversidad de una sociedad humana en la que la
tarea de una minoría de señores y de muy pocas señoras, hasta que se jubilan, consiste
en tomar decisiones que afectan a los demás, sin tener otra experiencia personal de las
situaciones humanas sobre las que deciden que las aulas y ciertos libros mal digeridos.
83

Hay todavía políticos con cierta experiencia de vida normal, pero el número de los
profesionales de la política, sobre todo en los puestos decisivos del Estado, va
aumentando a medida de la complejidad de la sociedad.

He dicho antes que la democracia no son las paradas sino el viaje mismo. El valor de las
decisiones se fragua en el discurso del cual las opiniones sobre lo bueno o lo malo, lo
justo y lo injusto, van surgiendo. Frente al discurso científico de lo verdadero o lo falso
y al cálculo de los medios y los fines, el discurso de la actuación humana, que es el
discurso de la ciudadanía, es un discurso sobre lo opinable y lo valorativo. El discurso
científico y la formación profesional parte de enseñanzas acumuladas, codificadas
mediante el lenguaje. El discurso humano de la acción se basa en la experiencia
asimilada y utiliza el lenguaje como actividad creadora de la vida y los valores.

La discursividad es esencial a la condición humana y a su manera de obrar y conocer,


porque el ser humano, colocado entre el dios y la bestia, sólo puede comprender el
mundo, los otros hombres y a sí mismo a través de un encadenamiento de signos. Dios,
según la teología, no necesita del discurso, comprendiéndolo todo en la intuición de sí
mismo. El hombre en cambio sólo puede entender mediatamente, con ayuda de un
rodeo simbólico-discursivo. Por eso dicen algunos que el hombre es un animal
simbólico, aunque yo prefiero decir que es un animal retórico. Pero mientras el discurso
científico sólo ve el lenguaje como los signos para aprender lo que estos dicen (como un
ergon, una obra o producto), el discurso de la acción humana ve el lenguaje como
energeia, como la propia actividad significativa y creadora de sentido.

La dicotomía de teoría y práctica es ficticia, pues lo que llamamos teoría es una forma
efectiva de práctica inventada por el hombre que utiliza el lenguaje escrito, como
instrumento para apresar conocimientos como si fueran cosas. En la ética aristotélica la
teoría no es lo que leemos en los libros, sino lo que hacen los teóricos. Tanto el
conocimiento como las teorías son formas de actuación humana, no productos ni cosas
para consumir. Y si bien una teoría o un libro de ciencia pretenden codificar lo
verdadero, se dice que son buenos o malos, que están bien hechos o mal hechos. Los
fines y los medios de las acciones son formulaciones lingüísticas, pero esa formulación
es también una obra de la actividad creadora del lenguaje. Las palabras no tienen
sentido, el sentido es la acción humana que pone su nido en las palabras. El sentido es el
lenguaje como actividad fecundante de las palabras.

La democracia es una vida social en la que todos los ciudadanos obtienen una formación
humana que les capacita para participar en el discurso de la acción. Sólo así, y no en una
formación profesional especializada, se producen auténticos representantes políticos. No
es posible que todos participen en la toma de decisiones a niveles por encima del local,
pero sólo una sociedad en la que todo ciudadano adulto sea en principio competente de
representar a sus conciudadanos, sin profesionalismos especializantes, es una sociedad
democrática. Esto supone competencia para elegir representantes auténticos, para
dirigirse a ellos y opinar sobre su gestión.

La ética de la sociedad democrática es una ética discursiva y su pedagogía una


pedagogía del diálogo. La racionalidad no es una cualidad de las proposiciones como la
verdad o la falsedad, sino una virtud que se adquiere comportándose y ejercitándose y
haciendo proposiciones discursivamente. Esa es la competencia sustentadora de la
democracia. Sin negar el valor de las buenas reglas y de los buenos resultados, está por
84

encima de ellos el valor de la virtud cívica. Pues es ésta la que da sentido a las reglas y a
los resultados; no al contrario, como nos induce a creer la ciencia social positiva. Se
trata de una comprensión a partir de la actividad, no de la estructura. A un discurso del
sustantivo y una ética adjetiva, tan amados por la modernidad, hay que anteponer un
discurso del verbo y una ética adverbial. Pues el modo de obrar es más importante que
lo que se hace.

Despacito y buena letra:


el hacer las cosas bien
importa más que el hacerlas. (Machado)

El porvenir democrático de la sociedad futura no depende de meras constituciones y


parlamentos; lo más importante es la capacidad y la convicción democrática de los
ciudadanos, desarrollada en su propio ejercicio. Lo decisivo para el diálogo político y
social no son las reglas que le dan estructura sino el derrotero del propio diálogo y la
conciencia de que no se dialoga dentro de un cauce de valoraciones y convicciones
preestablecidas e inalterables -lo cual implica manipulación y ejercicio de poder-. El
valor de un diálogo auténtico, reside en que él mismo va estableciendo y modulando
convicciones y valoraciones.

Es preciso sin embargo precisar lo que significa el diálogo, ya que esta es una de las
palabras favoritas y también de las más maltratadas de nuestra vida política.

Está de moda hablar de diálogo. Los políticos y funcionarios quieren el diálogo con los
ciudadanos. Los planificadores y los investigadores sociales propugnan la planificación
dialogada. Pero el diálogo de que hablan no es un dia-logos, no es un diálogo
transparente, sino instrumentalizado. Se trata de la mera conversación del experto con el
lego, del hombre de poder con el hombre de la calle, dictando el experto y el poderoso
las condiciones del encuentro. Es un diálogo concebido como poiesis no como praxis,
como proceso orientado a un fin previsto, no como una actividad valiosa en sí misma.
Es preciso advertir que el prefijo griego «dia» no significa «dos», como si diálogo y
monólogo fueran dos términos contrapuestos. Si el logos es necesariamente social, no
precisa que le añadan prefijos redundantes para hacerlo comunicativo. El prefijo griego
«dia» significa «a través de». El hombre es el ser que sólo comprende indirectamente,
«dia logos», a través del logos, a través de un «hablar» orientado al otro. Con lo cual el
diálogo deja de ser un instrumento para llegar a un fin, para convertirse en aquello
mediante lo cual el sentido halla expresión mundana, aquello mediante lo cual el verbo
se hace carne.

El hombre es un ser discursivo, es decir dialógico. A través del lenguaje va madurando


el sentido de su mundo y de su vida en común. La vida política y las instituciones
públicas son constitutivamente discursivas. Es de importancia evitar el discurso y el
diálogo planificados, la retórica consciente orientada a un fin previsto, un diálogo en el
que el interlocutor sea considerado como un mero medio para lograr nuestros fines. El
diálogo de la democracia tiene que ser un diálogo sin otra intención que el propio
dialogar.

Frente a un concepto de diálogo democrático encaminado a las decisiones, hay que dar
paso a un concepto del diálogo político en que las decisiones no son fines, sino
resultados accidentales, huellas de nuestro paso, caminos hechos al andar. Un diálogo
85

así parte de la base de que hablando se entiende la gente pero también de que nadie
opina exactamente lo mismo que otro. Podemos ponernos de acuerdo, pero nunca estar
de acuerdo. El consenso es una voluntad de acuerdo, no un estado o una meta. La
decisión mayoritaria sólo puede adherirse a una frase o una palabra, nunca a un sentido
o una opinión, porque tenemos necesariamente perspectivas diferentes de las mismas
cosas. Al usar las mismas palabras parece que estamos hablando de lo mismo, pero una
cosa son las palabras y su significado establecido y otra el sentido que cada actor les
otorga en un momento determinado. La democracia y la planificación de la sociedad es
una arena de discusión sobre significantes de apariencia unívoca pero de significado
siempre ambiguo.

Al hacer estas afirmaciones me habré merecido el epíteto de relativista y la acusación de


ambiguëdad. Pero el relativismo es un problema solamente para la angustiada razón
teórica, que no puede vivir en la inseguridad y sólo concibe lo que no puede ser de otra
manera. Pero la razón práctica se caracteriza por la elección y la inseguridad, pues sólo
donde las cosas pueden ser de otra manera hay libertad y elección. Y por lo que respecta
a ambigüedad ¿cuando se ha visto una razón práctica y creativa que persiga la
univocidad? El mérito de un buen escritor está en escribir su propia novela, expresando
así de un modo único lo que tantos otros escritores han expresado a su manera. En la
acción y en la obra de arte cada uno expresa a su modo lo que sentimos juntos. Ese es el
quid de toda comunicación. Dialogamos para, a través del discurso del otro y del propio,
ir dando expresión al sentido de nuestra vida y comprendiéndonos a nosotros mismos.

Todo esto tiene importancia para la concepción de una ética del diálogo y de una
democracia como forma de vida.

Textos del conferenciante en castellano:

Individuo y sociedad en la Suecia actual. Un estudio de la transformación histórica del


sistema local de autogobierno. En "Ética día tras día - Homenaje al profesor
Aranguren", Trotta, Madrid, 1991

Categorías de vida urbana pública y privada. Jornadas de Sociología y vida urbana,


Barcelona, 1989. (No publicado)

El significado del silencio y el silencio del significado. En "El Silencio", comp. por C.
Castilla del Pino, Universidad de verano de San Roque, Alianza Editorial, 1992.

La retórica como lógica de la evaluación. Revista Bordón, Vol. 43/4, 1992.

La participación ciudadana en los países nórdicos. Conferencia Europea sobre


Participación Ciudadana en los Municipios, Córdoba, 1992. (No publicado)

La existencia de la ironía como ironía de la existencia. (De futura aparición en "La


ironía", Conferencias de la Universidad de verano de San Roque 1993, en Alianza
Editorial.
86

EL ESPACIO DEL GÉNERO Y EL GÉNERO DEL ESPACIO

José Luis Ramírez González

El espacio del género y el género del espacio. Astrágalo - Cultura de la Arquitectura y


la Ciudad, núm. 5, noviembre 1996. El texto procede de la Conferencia para el
seminario "Espacio y género" Universidad Carlos III de Madrid - 15 de marzo de 1995

El propósito de mi intervención en este seminario es desentrañar la relación existente en


nuestra cultura occidental entre el género o sexo humano y la concepción espacial. Y lo
haré siguiendo mi inveterada afición al quiasmo, esa figura retórica que consiste en
invertir los dos términos de una expresión, en este caso el espacio y el género.

La función del quiasmo en comparación con otras contraposiciones conceptuales

El quiasmo es una figura retórica que consiste en un cruzamiento o repetición de dos


conceptos en orden invertido. El quiasmo obliga a los dos conceptos relacionados por
una expresión a intercambiar sus papeles, de manera que lo determinante se convierte en
determinado y viceversa. Al decir «el espacio del género y el género del espacio»,
advertimos cómo «espacio» y «género» se determinan alternativamente creando de esa
manera una especie de campo magnético semántico que nos descubre algo que cada uno
de los conceptos, por sí solo, dejaba oculto.

Un quiasmo tiene así la habilidad de activar las posibilidades significativas de los


conceptos relacionados al considerarlos desde dos aspectos contrapuestos. Pues lo
interesante de un concepto no es su contenido -que es ficticio, pues un concepto es un
instrumento que a lo sumo apunta a algo, no lo encierra- sino la perspectiva que ilumina
su sentido. Bien entendía esto Machado cuando recomendaba: «Da doble luz a tu verso,
para leído de frente y al sesgo».

Recuerda el quiasmo a las parejas conceptuales que dominan la lógica y el pensamiento,


como la dicotomía y la pareja dialéctica. Estos juegos conceptuales están mal
estudiados y a veces se confunden las dicotomías con las parejas conceptuales de otra
índole. Permítaseme dilucidar someramente esta cuestión.

Todo pensar racional parece tener su origen en una división binaria que organiza los
conceptos y hace posible el razonamiento lógico. Tanto el lógos griego como el tao de
los chinos hablan de las parejas de contrarios. Hay diferentes maneras de entender esta
contraposición conceptual, pero a mi juicio no podríamos pensar sin una distinción
primaria que establece un límite entre algo que se considera y lo que queda fuera de
ello. No puedo detenerme aquí demasiado en dilucidar esta cuestión exhaustivamente.
Permítaseme simplemente postular que la pareja conceptual de la Identidad y la
Diferencia constituye, a mi juicio, el paradigma de todas las otras oposiciones
conceptuales y el origen de la lógica. Pensar racionalmente es, en su origen, identificar
y distinguir.

Quiero ahora distinguir entre las llamadas dicotomías y las parejas dialécticas, por un
lado, y las simples oposiciones de conceptos y las oposiciones complementarias, por
87

otro. Son éstas formas de enfrentamiento conceptual diferentes que no obstante suelen
confundirse.

La dicotomía es, estrictamente hablando, una pareja que agota la realidad considerada,
de tal manera que la mera negación de uno de los conceptos enfrentados define la
afirmación del otro, como en la lógica de clases o conjuntos. La expresión formal o
matemática de la dicotomía es la de «A o no-A». Todo aquello que no caiga bajo un
concepto cae bajo su negación. O se es español o no se es español. La dicotomía se
enmascara cuando la negación adquiere un nombre positivo: «el que no es tonto, es
listo». De esa manera se ha logrado en muchos países desarrollar una política para
extranjeros o inmigrantes, como si la palabra extranjero o inmigrante tuviera otro
contenido que la mera negación de la nacionalidad del país en cuestión. En Suecia, por
ejemplo, se habla tradicionalmente del problema de los inmigrantes, problema que
radica en no ser suecos. La inmigración es un problema para los suecos pero se presenta
como si fuera un problema de los inmigrantes. Por supuesto que un inmigrante tiene
problemas concretos de carácter económico, social etc. pero esos problemas son
comunes a todos, incluso los propios suecos. Que un inmigrante puede acumular un
mayor número de esos problemas que un ciudadano sueco con dificultades es cierto,
pero eso se debe fundamentalmente a la actuación de los propios suecos hacia los
extranjeros. Gran parte del problema de los inmigrantes sólo podría resolverse
cambiando la actitud de los suecos. El problema específico de los inmigrantes en Suecia
es que los suecos tienen problemas con los inmigrantes. Los demás problemas de los
inmigrantes no son específicos de ellos, aun cuando sí lo sea el conjunto de esos
problemas.

Las parejas dialécticas, a diferencia de las dicotomías estrictas, constan de conceptos


positivos que se determinan mutuamente, sin necesidad de suponer una división
dicotómica total. Así, la pareja hegeliana clásica de «el señor y el esclavo» crea una
relación dialéctica en la que los dos términos se justifican mutuamente: el señor da
sentido al esclavo en la misma medida en que éste da sentido al señor.

Una pareja conceptual puede sin embargo ser dicotómica y dialéctica a la vez. La
expresión «hombre y mujer» se halla en este caso. Hombre y mujer agotan la totalidad
del género humano y además se dan sentido mutuo. Sin la mujer, el concepto de hombre
como sexo determinado carecería de sentido y viceversa. Pero mientras la concepción
dicotómica vaciaría la palabra «mujer» de significado propio, reduciéndola a la mera
negación de la masculinidad («mujer» = «no-hombre») la pareja dialéctica respeta el
valor de ambos y hace a ambos conceptos participar en la creación del sentido del otro.
Se me viene a mientes aquél ejercicio de dialéctica poética que Machado atribuyera a la
máquina de trovar de Jorge Meneses:

Dicen que el hombre no es hombre


hasta que no oye su nombre
de labios de una mujer.

El problema fundamental del machismo consiste sobre todo en su manía de concebir la


relación «hombre-mujer» como una dicotomía pero no como una pareja conceptual
dialéctica.
88

Sin ser ni dicotómicas ni dialécticas, hacemos usos de otras oposiciones conceptuales


complementarias o de otra índole, como por ejemplo cuando hablamos de «cielo y
tierra», de «espacio y tiempo», de «cuerpo y espíritu», etc. «Espacio» y «género», que
es la pareja que nos va a ocupar aquí, son dos conceptos que no establecen una
dicotomía, ni siquiera un par dialéctico, sino una simple pareja complementaria.

El quiasmo puede interpretarse como un par dialéctico complejo o como una oposición,
no ya entre dos términos, sino entre dos expresiones formadas por los mismos dos
términos pero en orden invertido, creando una simetría que por lo general, si se la
observa atentamente, no es tal simetría. Normalmente, el quiasmo establece dos
relaciones alternativas e invertidas entre dos términos o elementos cualesquiera (como
en la frase histórica «Más vale honra sin barcos que barcos sin honra» o la frase
cotidiana «una cosa es comer para vivir y otra vivir para comer»).

Las asimetrías reveladoras de poder en los pares conceptuales

Toda pareja de conceptos, y en especial toda dicotomía, enmascara muy a menudo,


como vamos a ver, una relación asimétrica o de dominio. Y el uso del quiasmo,
aplicado a una dicotomía o a una pareja conceptual, desenmascara a menudo esa
relación de poder, a base de unir los dos extremos dicotómicos por una palabra
conectiva (generalmente la preposición de genitivo «de», como en el título de esta
disertación). Si en el caso del hombre y la mujer hacemos un juego de quiasmo,
utilizando la conectiva preposicional «para», podemos decir: «El hombre no es para la
mujer lo que la mujer es para el hombre». La relación asimétrica entre «hombre» y
«mujer» queda así desenmascarada.

En las parejas conceptuales de opuestos y especialmente en las dicotomías con que el


pensamiento se mueve (p.ej. «espacio y tiempo», «sociedad e individuo», etc.) puede
advertirse que uno de los términos es decisivo o domina sobre el otro. No basta con que
los dos términos se contrapongan mentalmente uno a otro, siendo indiferente cuál figure
en primer lugar, para constituir una dicotomía o una pareja de opuestos. Los dos
términos de una oposición conceptual: «señor | esclavo», «hombre | mujer», «identidad |
diferencia», «teoría | práctica», «vida | muerte», «esto | lo otro», etc. no mantienen,
contra lo que pudiera pensarse, una estructura simétrica. Lo normal es que uno de ellos
sea el término dominante, ocupando por lo general el lugar de la izquierda, siendo el
término de la derecha subordinado a él. Suena raro decir «esclavo y señor», «mujer y
hombre», «diferencia e identidad», »práctica y teoría», «muerte y vida», «lo otro y
esto», aun cuando no deje de haber excepciones (decimos indiferentemente «día y
noche» o «noche y día», «sociedad e individuo» o «individuo y sociedad» y decimos
«tú y yo» en lugar de «yo y tú» e incluso, cosa extraña, «izquierda y derecha» más bien
que «derecha e izquierda», que sería lo culturalmente normal).

También el quiasmo refleja este régimen de dominio. El título de esta conferencia es «el
espacio del género y el género del espacio» y sonaría raro si dijéramos «el género del
espacio y el espacio del género». Volveré sobre esto.

Hay pues generalmente una asimetría o desequilibrio y, diríamos, un dominio


disimulado del término conceptual o de la expresión sometida a quiasmo que se coloca
en el lugar de la izquierda, es decir en el primer lugar, sobre el término o expresión
invertida que se coloca a la derecha. La relación entre elemento izquierdo y derecho es
89

una relación de dominio. Dicho breve y quiasmáticamente: el espacio del dominio


conlleva un dominio del espacio.

Aplicación de lo dicho al espacio y al género

Al confrontar «el espacio del género» con «el género del espacio» se ponen de
manifiesto dos cosas importantes para nuestro tema. De un lado que el espacio crea una
división localizadora de los dos sexos humanos, de tal manera que hay un espacio para
lo masculino y otro para lo femenino, al mismo tiempo que el espacio, mismo en
castellano, ostenta uno de los dos géneros, el género masculino. Pues a pesar de lo
adventicio del género gramatical castellano de las entidades inanimadas o abstractas, no
deja de ser una significativa coincidencia el hecho de que «el espacio» en castellano sea
un substantivo de género masculino.

La experiencia de que no todos los espacios son propios de ambos géneros está tan
arraigada en nuestra cultura que dirige nuestra conducta sin que siquiera lo advirtamos.
Aquella frase paulina que dice mulier tacet in ecclesia («la mujer calla en la
asamblea»), no indica, como algunos interpretan, que el hombre es quien habla y la
mujer calla, cosa que contradice la opinión de que las mujeres hablan mucho. Lo que
dice la frase bíblica es que la mujer ha de callar en el espacio público de la asamblea o
ecclesia (especialmente en la asamblea religiosa o iglesia), puesto que este espacio está
reservado para el hombre. Que se lo digan a las mujeres suecas, que todavía siguen sin
ser aceptadas por gran parte de la masculinidad eclesiástica, a pesar del hecho
legislativamente consumado de su elevación al sacerdocio.

El hecho de que el género del espacio sea masculino, no ya gramaticalmente, como es el


caso en castellano, sino socialmente, implica también que lo masculino ostenta el
dominio de la repartición genérica del espacio. Por eso el orden normal del quiasmo es
«el espacio del género y el género del espacio», y sonaría extraño, como dije antes, si
invirtiéramos el orden diciendo «el género del espacio y el espacio del género».

También cuando usamos la pareja conceptual de «espacio y tiempo», advertimos que,


en nuestra cultura, el espacio domina al tiempo, de tal manera que hasta para concebir el
tiempo lo reducimos a la medida del espacio. Nos imaginamos el tiempo como una línea
o como un círculo y hablamos de «espacios de tiempo», pero no se nos ocurriría hablar
de «tiempos de espacio», pues en nuestra cultura el espacio es la medida y la
comprensión de lo temporal, no al revés. Sólo cuando se logró encerrar al tiempo en un
movimiento circular uniforme medible, producido mecánicamente por un aparato de
relojería -cosa que Foucault ha visto claramente en su libro «Vigilar y castigar»-, se
produjo el avance social que conocemos con el nombre de Modernidad. En la lengua
griega existían todavía dos palabras para expresar el concepto de «tiempo»: Chrónos y
Kairós, que representan respectivamente el tiempo abstracto y físico, espacial, y el
tiempo de vida. Se podría hablar de tiempo masculino (Chrónos) y femenino (Kairós).
Pero sólo el primero ha sobrevivido a las transformaciones mentales de la cultura
tecnológica.

Siendo una categoría totalizadora de la extensión a que los cuerpos se hallan sometidos,
el espacio se convierte en una categoría mental clasificadora que establece ámbitos
separados para los sexos humanos: el ámbito político del ágora, para el hombre, y el
ámbito privado de la oikía, para la mujer. Más lo que a primera vista parece un reparto
90

impenetrable de espacios, semejante a la mutua impenetrabilidad física de los cuerpos,


es una impenetrabilidad meramente ficticia y unidireccional.

Sin caer en comparaciones con la penetrabilidad sexual, como hacen Julia Kristeva y
otras feministas, no cabe duda de que el espacio masculino se puede a menudo permitir
el lujo de invadir el espacio femenino o gineceo, pero no al revés. Hay siempre un
espacio exclusivo destinado al hombre o a algunos hombres, al que no tienen acceso
todos los hombres ni, genéricamente, ninguna mujer. La exclusión de hombres es
individualizada y se debe a motivos de jerarquías sociales. Con ciertas excepciones,
como la del antisemitismo o los gitanos, no existen en occidente, por lo general, las
castas que se advierten en la India. La separación de clases no es en principio
insuperable para los individuos que pertenecen a ellas. En cambio la exclusión de lo
femenino es genérica, absoluta e indiferenciada. Toda posible excepción en este caso
tiene a menudo el carácter de alibi. Durante mis primeros veinte años, de los treinta que
llevo en Suecia, (están cambiando las cosas últimamente aunque no siempre sea para
bien) he presenciado con frecuencia el hecho de que, de vez en cuando se elegía a una
mujer como rehén, para no dar la impresión de machismo. Pero, llegado ese momento,
siempre se elegía a una mujer dócil y manejable, evitando a las que tuvieran demasiadas
ideas propias y pudieran crear problemas.

Espacio y poder se presentan pues ligados en nuestra cultura. El dominio del espacio
específicamente masculino sobre el femenino halla su correspondencia lingüística en el
uso gramatical del masculino como representativo de ambos sexos. «Hombre» significa
no sólo el varón, sino también el género humano común al hombre y a la mujer. Y basta
que haya un solo hombre en una multitud para que el artículo «las» o el pronombre
personal «nosotras» o «ellas» se convierta en «los» y en «nosotros» o «ellos». Nada más
lógico en una cultura que piensa de esta manera que un sistema de representación
política en el que el hombre representa a la mujer, mientras que ésta sólo se representa a
sí misma.

Espacio e Identidad en el paradigma mental de Occidente

La categoría del espacio, que originariamente se presenta como una abstracción de la


experiencia corporal de la extensión, viene a constituir un paradigma mental que marca
la pauta del pensamiento y la acción en nuestra sociedad y en nuestra cultura. El espacio
socio-cultural es un espacio mental. Cuando encima del pórtico de la Academia de
Platón aparecía aquel letrero que prohibía la entrada a quien no supiera geometría, se
declaraba abiertamente que el camino de la filosofía y de la ciencia, es decir el camino
del progreso y del poder, estaba reservado a un pensamiento estructurado por el modelo
espacial que sería administrado por un sector dominante representativo de los valores
viriles. La identificación entre espacio y civilización y entre éstas y masculinidad es una
clave fundamental explicativa del elemento griego identificador de nuestra cultura. Y
digo identificador porque el otro elemento: lo judío y lo femenino, como elemento
diferencial, actúa como justificador de la identidad dominante. Sin 'el otro' no seríamos
nada. El hombre necesita lo femenino como diferencia para confirmar su identidad, lo
mismo que la España cristiana necesitaba combatir lo árabe y lo judío, para poder
sentirse europea.

Los sistemas de oposición conceptual no son característicos de formas específicas de


pensar, de sectores parciales del pensamiento, sino que constituyen el elemento
91

fundamental estructurante de todo pensar conceptual humano. El ser humano lo es,


según la expresión de Aristóteles en su Política, por estar dotado de lógos. Y aun
cuando la consciencia de este hecho constitutivo se debe a los griegos, el lógos se halla
presente doquiera existen seres humanos. Y la presencia del lógos en su forma más
general y arquetípica se expresa en el hecho de concebir la oposición entre Identidad y
Diferencia. Sin esa encrucijada constitutiva del pensar racional no existiría un mundo
concebido humanamente. La pareja de Identidad y Diferencia es el paradigma de todo
un inacabable sistema de oposiciones, entre las cuales el pensar y el obrar humanos se
mueven como entre Escila y Caribdis. El movimiento del pensamiento al que llamamos
discurso o razonamiento, se hace posible gracias a esa oposición conceptual de
identidad y diferencia, modelo arquetípico de todas las otras oposiciones conceptuales.

Debemos pues a los griegos el conocimiento del lógos, mas no su existencia. Pues
también el pensar oriental se constituye y mueve entre parejas de opuestos, como el
Yin/Yang de la filosofía china.

Ahora bien, en la oposición conceptual arquetípica de Identidad y Diferencia, lo


interesante, desde el punto de vista que consideramos aquí, no es la oposición como tal,
sino el carácter asimétrico que dicha oposición cobra, especialmente en el pensamiento
y en la sociedad occidental. Pues hay en principio dos maneras de concebir la relación
de oposición entre Identidad y Diferencia, una simétrica e igualatoria y otra asimétrica y
dominadora. La identidad siempre necesita de la diferencia para constituirse. Nos
identificamos por relación a lo diferente. Mas cuando reina la armonía entre lo idéntico
y lo diferente, mi propia identidad arranca de la consideración respetuosa de lo otro, sin
destruir sus matices diferenciales, su diferenciada diferencia. Es entonces, de la
constatación de que los otros existen y de que yo no soy como ellos, de lo que se nutre
mi identificación. Me identifico en ese caso afirmando a los demás. Esta ha sido
también, creo yo, la forma típica de autoidentificación femenina en nuestra cultura. La
mujer se ha habituado a hallar su propia identidad partiendo de la conciencia de que no
es hombre.

Frente a esta relación igualitaria entre los dos opuestos, la oposición dominante en la
mentalidad occidental es una total dicotomización en la que la Identidad no distingue
más cualidad en los otros que la de ser justamente «otros». Ni siquiera advierte su
pluralidad. Todo lo que no somos nosotros se mezcla confusamente en una
indiferenciada diferencia. De noche todos los gatos son pardos. Todo lo que no diga sí
es un NO. El que no está con nosotros está automáticamente contra nosotros. Los otros
se convierten en LO OTRO. Surge así una identificación narcisista en la que lo otro es
solamente el espejo en que me veo y reconozco a mi mismo. Esta forma dicotómica y
asimétrica de oposición es hija de la voluntad de poder de que hablara Nietzsche y
originadora tanto del etnocentrismo como del falocentrismo, pero también del
pensamiento abstracto, silenciador de toda pluralidad mediante la mecánica
reduccionista de los conceptos universales, como trataré más adelante.

Los dos tipos de oposición, que yo llamaría oposición excluyente o dicotómica (que por
ende es asimétrica) y oposición integrante o dialéctica (a lo que se debe añadir
simétrica), se expresan en la diferencia entre eros y filía, entre el erotismo y la amistad.
Mientras el erotismo es invasor y devorador de lo otro, supone la amistad el respeto, no
sólo a la diferencia sino a las diferencias. La amistad une a los diferentes, el erotismo
trata de destruir la diferencia. La pasión erótica es hija del poder. El erotismo no permite
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la competencia, la amistad en cambio se hace más perfecta cuando los amigos son
muchos.

El hecho de que el lógos griego esté contaminado por la voluntad de poder explica cuál
es la raíz de la racionalidad típica de occidente, una racionalidad cientificista imbuída
por la idea de dominio. Esa racionalidad crea una lógica inspirada por lo espacial cuya
ciencia es la geometría. Toda lógica formal exige, decía, la creación de conceptos
universales abstractos; por ejemplo el concepto de Hombre, que gramaticalmente es
singular pero abarca a la totalidad genérica. Ese «hombre» del que hablan la ciencia y la
estadística, es un hombre que no somos ni tú ni yo, sino al mismo tiempo todos y
ninguno.

En la oposición clásica entre espacio y tiempo, el espacio se convierte en el elemento


dominante y creador de todas las fórmulas de explicación científica. Para entender el
tiempo hay que reducirlo a la categoría de espacio. Y cualquier fenómeno que busque su
explicación científica se ha de someter a la medida, que es una forma espacial.

El espacio y el desarrollo del paradigma falocéntrico

En una mentalidad que no estuviera dominada por el poder, la categoría espacial


conviviría con la temporal, constituyendo una lógica de la acción, una lógica no formal,
cuya forma de conocimiento sería la interpretación y su ciencia fundamental la historia.
De la lógica totalitaria del espacio surge una metafísica ontocéntrica o falocéntrica, en la
que solamente lo dado y la presencia cuenta. El principio fundamental de esta lógica,
obsesa de la cantidad, es el principio de tercero excluído. En cambio, una lógica
articulada por la temporalidad vivida y cualitativa, no por la temporalidad espacial o
cronológica, una lógica respetuosa de la pluralidad y de los valores y responsable de la
acción, lo único que excluye es el propio principio de tercero excluído. La metafísica
del lógos temporal es una metafísica no ontológica sino genealógica. Es significativo
que la palabra «hecho», participio del verbo hacer, se haya convertido para occidente en
un sinónimo de «lo dado». Esta racionalidad supone, a la larga, una castración de la
facultad creadora del ser humano, convirtiéndole en esclavo de sus propios artefactos.

En la Odisea y en el Edipo nos ha dejado la literatura griega dos alegorías de la


racionalidad occidental en su época de incubación. La narración de Ulises y Polifemo es
el testimonio de una visión cartográfica y tuerta de la realidad y la confusión entre la
palabra y la cosa a la que pretende representar. La tragedia de Edipo es como una
metáfora de la política moderna en la que las buenas intenciones acaban empedrando el
camino del infierno, mientras que los llamados a dar ejemplo, vigilar y hacer justicia
resultan ser los culpables del delito. Es el alguacil alguacilado de los andreotis y los
roldanes.

La imposición de lo espacial como patrón de lo racional supone una forma de pensar en


la que todo lo que no sea palpable, diferenciable y definible se da por no existente. Esta
forma de racionalidad sólo puede imponerse cuando el dominio de lo estático y lo visual
sobre lo fluyente y auditivo se hace total. El instrumento decisivo de dominio del
tiempo y del oído por el espacio y el ojo, es el alfabeto fonético vocálico y la escritura.
La invención de la imprenta significó un paso decisivo en la implantación de la
racionalidad teórica de los griegos, pero el verdadero invento transformador de la
mentalidad occidental no fue la imprenta sino la lengua escrita fijadora de fonemas que
93

Grecia adoptó allá por el siglo VII antes de Cristo. De un golpe se dieron cita la
escritura vocálica (que va un paso más allá que la escritura silábica de los pueblos
semitas), el pensamiento científico, la concepción abstracta de la moneda, la democracia
y la planificación urbana. Con la escritura, todo lo que antes era fluyente e inapresable
se hace «concebible», es decir abarcable por los conceptos, palabra que procede del
latín «capio» que significa coger con las manos.

El espacio elevado a categoría mental, el dominio del pensamiento y de la palabra por el


espacio, se extiende al orden social. Nadie como Michel Foucault ha sabido mostrar
cómo esa mentalidad espacio-científica va articulando los quehaceres humanos y la
distribución de la justicia. El motor de dicho quehacer y de dicho orden social es la
efectividad. Y la efectividad se establece por un cálculo de medios y fines en el que la
finalidad reemplaza al sentido y lo destierra. Dos vástagos de esa mentalidad eficacista
son (¡quién lo diría!) el existencialismo sartriano y el esteticismo del arte por el arte.

La gramática del espacio: el ojo y el sustantivo

La conciencia del ojo conduce a una gramática en la que, a pesar de ostentar el verbo la
denominación antonomásica de la palabra, es el sustantivo quien toma el poder. No es
difícil distinguir el lenguaje masculino de la política oficial y de la burocracia del
lenguaje usado por una mujer todavía no entrenada en la oratoria pública. La lengua
femenina y la lengua cotidiana cultivan el verbo, mientras que la lengua del poder
reduce el número de verbos a un mínimo y usa en su lugar el sustantivo, prefiriendo
también la interpelación anónima a la mención personal diferenciada. Es mucho más
solemne y digno de obediencia decir «Prohibido el paso» que «No deben ustedes entrar
aquí». A nadie se le ocurriría grabar la segunda frase en un cartel prohibitivo.

El mundo del poder es el mundo mítico de las personificaciones abstractas. Se achacan


los males al Mercado, a la Crisis económica, a la Inflación, etc., del mismo modo en que
los antiguos hablaban del Amor y la Justicia como divinidades. Y diciendo que el Poder
corrompe, el político corrupto queda reducido a la condición de víctima.

La obsesión substantiva en el lenguaje no es más que un reflejo de una forma de pensar


en la que, siendo ciegos para las acciones, éstas se explican y se miden por las reglas a
priori o por los resultados obtenidos. Toda ética es o utilitarista, siguiendo el modelo de
la economía política, o deontológica, confundiéndose con la legislación. Y mientras
proliferan esos engendros llamados «códigos éticos», lo cual es una contradictio in
terminis, se obnubila el sentido del obrar reduciéndolo al mero hacer, mientras que la
obediencia y la disciplina sustituyen a la ética.

En el terreno de la política se pone esto de manifiesto en la confusión de la democracia,


que es una forma de obrar, con el parlamentarismo, que son sus reglas de juego. Hemos
llegado a una forma política en la que las reglas de juego rigen la democracia, en vez de
lo contrario. Traducimos la civitas romana, designadora de la actividad ciudadana, con
la palabra «ciudad», que designa a la estructura física y el ayuntamiento pasa a ser una
casa y una institución, en lugar de ser la comunidad de los ciudadanos. Con lo cual la
actividad de éstos se deja enmarcar en un escenario construído por obreros y
tramoyistas profesionales y aprende su papel memorizando los libretos escritos por el
poder público.
94

Al concebir toda una serie de cualidades adverbiales del obrar como si fueran adjetivos,
el reformador social machista confunde la libertad y el igualitarismo con una meta o
estado a alcanzar, creando esas entelequias de los procesos de liberación que corrompen
a sus actores de tal manera que toda libertad se hace imposible, ya que la libertad no es
la meta sino el propio camino y el que ha luchado por la libertad corrompiendo su
carácter, jamás dará paso a la libertad cuando las condiciones de ésta teóricamente estén
dadas.

La lógica del sustantivo crea una falsa dicotomía entre teoría y práctica y coloca al
análisis y a la definición al comienzo de todo proceso discursivo, como si el camino no
se hiciera primero al andar.

Las secuelas del pensamiento espacial falocéntrico y los riesgos de un feminismo


falocéntrico

En el terreno social, el orden machista no se limita a la segregación del sexo. El dominio


mental y físico del espacio origina todo un sistema jerárquico que afecta también a los
hombres. El criterio aplicado no es propiamente el género, sino la diferencia. Y la
distribución de espacios sociales no se limita a la discriminación de la mujer, sino que
establece un modelo masculino arquetípico (el hombre maduro, esbelto y fuerte como el
dirigente de empresa de la propaganda medial) que va relegando a niveles
sucesivamente inferiores no sólo a la mujer, sino al niño, al anciano, al enfermo, al
homosexual, etc. El hecho de que el género sea más visible en esa jerarquía que también
subyuga a otras categorías masculinas, se debe al hecho de que en el caso del género se
toma la diferencia de un modo indiscriminadamente colectivo, semejante a la
aniquilación de los judíos por los nazis. El género se convierte en mera dicotomía, como
dije antes. Y en toda dicotomía sólo se afirma lo uno mediante la negación total de lo
otro.

El orden falocéntrico se deja así notar, no solamente en la relación entre hombre y


mujer, sino en toda relación humana, incluso en la relación entre hombre y hombre.
Pues el espacio masculino engendra una mentalidad y un estilo de vida que influye en
todo el entorno social y no sólo destruye al otro, sino a la larga es autodestructivo. Por
eso dice muy bien el psicoanalista alemán Horst E. Richter que la mujer representa una
reserva cultural que puede suponer la salvación de nuestra civilización.

La mentalización del espacio revierte históricamente en el espacio material en forma de


expansión y dominio territorial, del que tan claros ejemplos tenemos en nuestros días.
La guerra no supone otra cosa sino la implementación total del espacio, en un intento de
desterrar de él totalmente lo diferente. Y el trato dado en nuestros días a los exiliados es
también una prueba de esa idiosincrasia masculina reacia a compartir su espacio con el
extraño.

Estamos viviendo ahora unos tiempos en los que el dominio patriarcal, por primera vez
en la historia moderna de Occidente, se está viendo seriamente amenazado. Una prueba
de ello es el seminario en que nos encontramos. Tanto en el terreno social como en el
terreno de la racionalidad, el feminismo está exigiendo un giro total de la sociedad.

El proceso emancipativo se inició durante la postguerra al comenzar la mujer a reclamar


la participación de espacios hasta ahora reservados al sexo masculino. En honor a la
95

verdad hay que decir que el orden falocéntrico contribuyó a cavar su propia fosa, al
disolver el orden familiar tradicional para integrar oportunistamente a la mujer en la
vida del trabajo asalariado, cosa que era exigida por el incremento indefinido de la
producción, que es también una consecuencia de la racionalidad patriarcal en su etapa
industrial. En principio, lo que hizo la sociedad machista del pleno empleo fue crear
nuevos espacios femeninos de bajos salarios para la atención hospitalaria, el servicio de
oficinas, la limpieza, etc. Hoy día reclama la mujer su parte alícuota en la universidad,
en la política y en la dirección de las empresas. En Suecia las mujeres pueden hoy ser
sacerdotes y ya están exigiendo que se eleve una mujer a la dignidad episcopal. Dentro
de algunos partidos políticos se ha impuesto la cuota del 50 % en el parlamento y en el
gobierno y el Ministro de Educación propuso no hace mucho tiempo que en la
promoción a cátedras se elija a un opositor femenino aun cuando su competencia sea
menor que la de los candidatos masculinos. Ese planteamiento, que creó gran revuelo,
es sintomático. Lejos de tratar de cambiar la mentalidad discriminatoria en sí, lo que el
ministro proponía era la vuelta de la tortilla. Pues una cosa es decir que hay que elegir a
aquellas mujeres que son tan competentes o más que los hombres, que las hay, y otra es
establecer como principio la elección de un candidato menos competente.

Es de prever que en el término de una o dos décadas, en los países más militantes de la
igualdad de sexos, desaparezca el dominio del espacio por el hombre. Pero eso no
desarraiga sin más el dominio del hombre por el espacio. El problema que se plantea al
movimiento feminista no es sólo la ruptura del dominio masculino, sino la destrucción
de la mentalidad que originó ese dominio masculino. En el peor de los casos lo que
puede suceder es que el espacio del dominio se reestructure sin alterar el dominio del
espacio.

Que conste que no estoy tratando de moralizar ni de defender al género masculino, pues
donde las dan las toman y el que siembra vientos recoge tempestades. Si hemos creado
un orden social perverso, de poco cabe rasgarse hipócritamente las vestiduras al pasar a
ser víctimas de un sistema que hemos venido administrando durante siglos. Pero lo que
necesita la humanidad más que nunca, no es que la mujer pase a ocupar el espacio y a
imitar la mentalidad falocéntrica que tantos males ha originado tanto para mujeres como
para hombres. Lo que está siendo necesario es una nueva pauta del pensamiento y de la
acción que las mujeres están capacitadas para crear mejor que nadie. Pero seguir usando
el argumento del género en la deconstrucción del orden falocéntrico es dejar las cosas
como están. Junto a la alternativa del cambio de jefes tenemos la de suprimir las
jefaturas.

Conclusión

He tratado de mostrar en mi conferencia que el problema básico de la mentalidad


occidental no es el espacio del género, sino el espacio del poder y, sobre todo, el poder
del espacio. A mi juicio es la voluntad de poder la que ha originado la asimetría y la
postergación del género femenino por el masculino. La voluntad de poder es la causa,
no el efecto. El poder, considerado como algo sustantivo y apetecible, es, creo yo, la
raíz de los males de nuestra cultura. Mientras sigamos dando culto al poder y creyendo
que el poder es un medio utilizable tanto para el bien como para el mal, no saldremos de
la caverna en que nos encerró el propio Platón.
96
96

LA CIUDAD Y EL SENTIDO DEL QUEHACER CIUDADANO

José Luis Ramírez

Reproducido de: La ciudad y el sentido del quehacer ciudadano. Lleida: Universitat de


Lleida (Colección Pensaments, nº 5), 1995. 45 p. Conferencia pronunciada el 20 de
marzo de 1995 en el Institut de Ciències de l'Educació.

La ciudad como estructura y como vida

En su famosa enciclopedia llamada Etimologías, escrita en plena época Visigoda, nos


explica San Isidoro de Sevilla que la palabra latina Civitas designa una pluralidad de
seres humanos unidos por lazos sociales y debe su nombre al de los ciudadanos (cives),
es decir a los habitantes de la Urbs, que concentra y abarca, dentro de sus muros, la vida
de muchos. Con la palabra urbs se designa la fábrica o estructura material de la ciudad,
mientras que la palabra civitas, se refiere a los ciudadanos, no a las piedras. Y explica
San Isidoro a continuación que existen tres formaciones sociales o sociedades: las
familias, las ciudades y las naciones (Etymologiarum XV, 2)

El ilustre obispo sevillano da testimonio de una transformación conceptual, que en


nuestro lenguaje moderno se ha hecho inadvertible. Para nosotros la palabra «ciudad»
(que es la derivada castellana de la latina civitas), significa primordialmente el conjunto
de edificios y vías de tráfico dentro de los cuales se desarrolla la vida y actividades de
los ciudadanos. Es decir llamamos normalmente «ciudad» a lo que en propiedad debiera
llamarse «urbe» y traducimos la palabra latina civitas como «ciudad» con la mente
puesta en la urbs de los romanos. Es cierto que también usamos «ciudad», en algunos
casos, como designadora de los seres humanos reunidos en ella, como cuando los
periódicos escribían, no hace mucho, que «toda la ciudad de Sevilla participó en la boda
de la Infanta», por ejemplo. Por otro lado ya para los mismos latinohablantes estaba la
romana civitas tomando sabor a piedra. San Isidoro advirtió esa incipiente vacilación
conceptual; en otro caso no habría tenido sentido el comentario hecho por el erudito
obispo hispalense.

De modo análogo, cuando los textos griegos nos hablan de la pólis y nosotros pensamos
en «ciudad» nos hacemos cómplices de una traducción que, sin ser propiamente
incorrecta, nos hace trasladar palabras de una cultura griega a una visión totalmente
diferente de la sociedad. La palabra pólis siguió en la Grecia antigua un derrotero
inverso al de la latina civitas en las lenguas romances. De haber designado el ámbito
amurallado en que residía el rey o basileus, se trasladó la palabra pólis a la actividad
que tenía lugar en el ámbito público del ágora en el que se desarrolló tanto la
democracia como el mercado y el uso de la moneda. En el ágora obraban los
ciudadanos en régimen de igualdad, dependiendo el intercambio de palabras o de
mercancías del valor de unas y otras. La vieja pólis se convirtió en acrópolis (la pólis de
arriba) y la significación de pólis se humanizó, desplazándose metonímicamente de la
piedra a la actividad. Todo esto sucedía 700 años antes de Cristo en la colonia griega de
Mileto, como obra del establecimiento de la escritura y del pensar racional. Y como una
significativa paradoja de todo ello, al mismo tiempo que la pólis pasaba a designar la
vida ciudadana, asistimos también al primer ejemplo de planificación urbana con planta
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reticulada, como en el Plan Cerdà de Barcelona, por obra del primer urbanista de la
antigüedad griega, Hipodamo de Mileto.

La transformación del sentido de la palabra «ciudad», que heredamos de la «civitas»


romana y de su precedente griego «polis» que todavía vive en nuestras palabras
«política», «policía», etc., indica que la revolución de los conceptos no es simplemete
una evolución o transformación de su contenido. Tanto «civitas» como «ciudad»
admiten las dos interpretaciones: piedras o actividad humana. Pero el aspecto del
concepto ha cambiado. Al decir civitas pensaban los romanos en primer lugar en la
actividad humana y sólo en segundo lugar en la estructura física, mientras que para
nosotros la palabra «ciudad» despierta inmediatamente la imagen de las calles y sólo en
acepción secundaria nos permite pensar en los seres humanos. Traducir por lo tanto
«civitas» como «ciudad» sin más, no es incorrecto, pero conlleva cierta confusión.

Los cambios conceptuales, es decir la transformación de sentido en el uso de palabras


que parecen seguir siendo las mismas, es uno de los detectores de que algo está
cambiando en la visión y forma de vida de un grupo humano. Si logramos documentar
un período temporal en que el significado antiguo de un término sigue presente en la
conciencia de los hablantes, al mismo tiempo que uno nuevo se está imponiendo
usualmente, habremos localizado el momento de transición en la manera de ver o
mentalidad, obteniendo así la clave de su explicación. Esos cambios pueden ser
semánticos (como por ejemplo en la evolución de la palabra griega poíêsis a la de
«poesía») o meramente aspectuales, como en el caso mencionado de «ciudad».

La transformación del aspecto conceptual de la palabra latina civitas en su transición a


las lenguas romances, indica un cambio paradigmático en nuestra concepción de la
actividad ciudadana y del urbanismo. De una perspectiva que yo llamaría histórica o
social de la ciudad, en la que la estructura de la ciudad y su arquitectura es un resultado
espontáneo, colectivo o anónimo, de la forma de vida de una localidad, hemos
transitado a un paradigma que yo llamo geométrico o científico, en el que la ciudad se
va construyendo por la tarea consciente de individualidades de nombre conocido, que se
distinguen del conjunto de los ciudadanos.

Es característico de la forma de pensar predominante en la modernidad el hacerse


inconsciente de su propia capacidad creadora. Hablamos de «hechos», palabra que
denota la existencia de un agente o hacedor, divino o humano, como si fuera
simplemente lo «dado». Una vez producido algo por nosotros pasa automáticamente a
integrar el mundo de lo necesario, un dato más, como los productos de la mera
causalidad natural. Lo que es simple resultado de nuestra actividad humana se
independiza de nosotros, imponiéndosenos como una entidad extraña. El hombre
moderno es un ser que se somete a sus propias creaciones, olvidando a menudo el saber
que las creó.

Nuestra palabra «ciudad» no designa ya en primer lugar la vida ciudadana, sino el


escenario en el que esa vida ciudadana se desarrolla. Y las instituciones creadas para
posibilitar y promover la actividad ciudadana se nos presentan como entidades ajenas a
nosotros a las que jerárquicamente estamos subordinados. El Ayuntamiento, que
originariamente es la reunión de los ciudadanos, unidos (ajuntados) por los la>
98

Transfer interrupted!

l, se ha convertido en nuestra mente en un ser aparte a nosotros, una autoridad a la que


debemos subordinación y dependencia, y de la que esperamos ayuda para nuestros
asuntos.

Como consecuencia de esta alienación, los saberes que integran la vida ciudadana han
sufrido un trueque en el que un saber experiencial y cotidiano, que es el saber de lo que
es conveniente para la vida humana e indicador del sentido de nuestra existencia, se ve
subordinado y determinado a una serie de saberes parciales en manos de expertos. La
ciudad y su arquitectura, así como sus instituciones, ya no son un producto de la propia
actividad ciudadana, ni están inspirados por un ideal de vida en cuya formulación
participen todos según su capacidad. La ciudad es una estructura física y las
instituciones son sistemas de reglas, ambos creados por profesiones que se arrogan el
conocimiento de lo que es bueno y conveniente para la vida de los ciudadanos y el
diseño de aquello que ha de facilitar la realización del sentido y las aspiraciones de
todos.

Surgen así en la sociedad moderna tres perversiones de la vida democrática que llamaré:
paternalismo, profesionalismo y esteticismo, con lo que no quiero decir que la
paternidad, la profesión o el sentido estético, de suyo sean perversos. Es la exageración
de su función lo que pervierte a la ciudad.

Enfermedades de la vida ciudadana

En sociedades poco desarrolladas el fenómeno social del paternalismo es una


enfermedad infantil. En las sociedades democráticas modernas, en cambio, el
paternalismo es un virus. Llamo paternalismo a esa buena voluntad que va acompañada
de un prurito de superioridad, esa bondad de carácter patológico que enmascara el uso
del poder bajo la apariencia de ayuda y socorro. El paternalismo se manifiesta como
despotismo ilustrado, como caciquismo, como simple beneficencia y ayuda al débil o
como espíritu de servicio aparentemente altruista. Un paternalista en nuestra época es, a
menudo, alguien que se ha abierto camino por su propio esfuerzo, empezando desde
cero, y que se halla poseído por una exacerbada vocación social y redentora. Le
preocupan tanto sus conciudadanos que está convencido de que éstos se hundirán si él
no resuelve sus problemas. El paternalismo posee grandes dosis de heroismo y
autosacrificio.

Una actuación paternalista se caracteriza por ayudar al prójimo exhonerándole de una u


otra carga, sin promover soluciones ni aplicar medidas que puedan conducir a una
emancipación del beneficiario, que haga innecesaria en el futuro la ayuda. Un
paternalista quiere ayudar a los débiles, sin destruir la debilidad y sus causas. Pues el
ayudar a los demás es lo que justifica la vida del paternalista y, si esa ayuda se hiciera
innecesaria, su vida dejaría de tener sentido. El paternalista típico es a menudo persona
de larga experiencia, una experiencia que le ha enseñado todo menos humildad. El
paternalista tiene muchas horas de vuelo y sabe mejor que sus protegidos lo que a éstos
les conviene. El autobombo y la ausencia de autocrítica son rasgos destacados de su
personalidad. Se siente insustituible y tiene que sacrificarse asumiendo todo tipo de
tareas, pues en otro caso, cree, se hundirá todo.
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Esta descripción del paternalismo parecerá un tanto simplista y digna de una obra de
Molière. Al realzar los rasgos negativos del paternalista como en una caricatura pongo
de relieve los síntomas de la enfermedad. Todos adolecemos de cierta dosis de
paternalismo mientras que un paternalista cien por cien, afortunadamente, es un ave
rara. El paternalismo es una especie de uso benigno del poder, un uso discreto y sin
violencias basado en cierta superioridad y apto para sociedades igualitarias en las que
las jerarquías y la actitud prepotente no están bien vistas. El paternalismo presenta
muchos rasgos de lo que Foucault llamara tecnologías de poder y ha de estudiarse como
tal.

El profesionalismo aparece no pocas veces como aliado del paternalismo, aunque su


origen es diferente. Mientras que las raíces del paternalismo son éticas y
sociopsicológicas, el profesionalismo es una herencia de la racionalidad moderna y del
ideal científico con el que la Ilustración pretendía resolver todos los problemas
humanos. Mientras el paternalismo conduce con frecuencia al uso del poder social y
político sobre los demás seres humanos, el profesionalismo supone un uso de poder por
la vía del conocimiento. De ahí la consigna de Francis Bacon «SABER ES PODER».
La transformación de la sociedad y la liberación del hombre se llevarían a cabo, según
esta ideología, mediante el desarrollo del saber humano considerado como un «saber
objetivo», como un conocimiento objetivo de la realidad. Se trata de un ideal científico
que convierte a los profesionales y especialistas en héroes de la liberación humana.

El profesionalismo representa una forma de actuación técnica dominada por una ética de
la eficacia, consistente en aplicar análisis de hechos establecidos o datos y de estrategias
de actuación regidas por un sistema dado de fines y medios. Su método es sistemático y
analítico, buscando resultados seguros y predecibles ante la elección de una u otra forma
de actuar. El profesionalismo conduce a una alta especialización y fragmentación del
saber objetivo, en la que el conocimiento de detalles cada vez más pequeños nos va
alejando a menudo de la comprensión global del problema. El conocimiento técnico
desarrolla sistemas instrumentales cada vez más complicados en los que la eficacia da
por supuesto el sentido que la inspira sin preguntarse siquiera por él. El profesionalismo
no es en sí un poder social y político, pero se convierte en el instrumento más
importante del poder social y político para dominar sin violencia, haciendo a los
ciudadanos obedientes y los actos de éstos predecibles. La utilización del
profesionalismo como instrumento de poder supone el uso de una retórica manipulativa
encubierta que contrasta fuertemente con su declarado desprecio de la propia retórica.
Pues, acusando a otros del delito que nosotros mismos cometemos, alejamos la
sospecha de nosotros para seguir actuando impunemente.

El esteticismo es un producto derivado del espíritu tecnológico y profesional y, al


mismo tiempo, su forma más clara de expresión. Llamo esteticismo al intento de paliar
la indigencia de sentido de la sociedad tecnológica. Cuando ignoramos por qué hacemos
lo que estamos haciendo, lo mejor es pensar que el hacer es su propio sentido, el hacer
por hacer. El quehacer se identifica así con «lo divertido».

El ser humano se diferencia de otros animales porque tiene lògos. El lógos se


caracteriza por dar sentido a lo que hacemos. No podríamos vivir si lo que hacemos
careciera de sentido. Pero si no logramos entender un sentido valioso tras de lo que nos
ocupa, podemos imaginarnos que la expresión misma, el mismo quehacer, es su sentido.
Es como si el significante se convirtiera en su propio significado, como en una especie
100

de autoreferencia. Esa es la filosofía de toda política del Pleno Empleo, como diré más
adelante.

Las utopías o el funcionalismo son fenómenos sociales de índole esteticista. Se elabora


en detalle una solución o receta creyendo que ésta da expresión a la vida buena en
cualquier circunstancia y para cualquier ser humano «normal». Los funcionalistas
trataron de encontrar la forma universal que diera expresión a la buena sociedad. Una
forma universal resultante de análisis detallados de las funciones más importantes,
llevados a cabo mediante deducciones científicas, habría de ser la panacea de todos y
cada uno de los problemas planteados o por plantear. Se trata de lograr una solución que
contemple al ciudadano medio, un traje igual para todos, que obliga a todos a adaptarse
a la solución propuesta, sin que la solución tenga que adaptarse a nadie en concreto.

El esteticismo desfigura la democracia y hace de la política una técnica de la eficacia,


cuya figura representativa es Machiavelli. La política se convierte al mismo tiempo en
una profesión y el político en una persona que cree estar en el secreto de lo que hay que
hacer y cree saber lo que conviene a los demás mejor que ellos mismos. Se pretende dar
solución a problemas humanos a base de puras medidas políticas y poder construir un
escenario libre de riesgos en el que los ciudadanos desarrollen su papel en régimen de
seguridad. El socialismo llamado real, que ya ha dejado realmente de existir, tomó muy
en serio su papel de transformar al hombre y sus condiciones de vida sin contar con él.
Pero también otros modelos como la sociedad sueca del bienestar, que hoy está en
crisis, adoleció de ese detallado intervencionismo que pasiviza a los individuos y los
convierte en clientes.

Un ejemplo del dominio del esteticismo en la sociedad moderna es la hegemonía


adquirida por el dinero así como la transformación de la economía, que de ser un arte de
administrar los recursos existentes se ha convertido en lo que Aristóteles llamaba
«crematística», es decir especulación. «Pues algunos -decía el filósofo- hacen negocio
de todas las cosas, como si este fuera su sentido y todo tuviera que servir a ello en todas
partes».

El esteticismo se manifiesta en muchas actuaciones y modos de vida, pero la expresión


oficial del esteticismo, el esteticisno político por antonomasia, es la llamada Política del
Pleno Empleo. En una Sociedad del Bienestar como la nórdica en que yo vivo, el Pleno
Empleo ha sido durante muchos años el eje y paradigma de toda la actividad social. El
Pleno Empleo es una ideología que soporta y da sentido a la vida social y a las
instituciones, sin explicar qué es lo que da sentido a la propia política del Pleno Empleo.
Cualquier explicación queda envuelta en una terminología economicista que todo lo
reduce a movimientos de capital, evitando cualquier relación a los valores del mundo de
la vida. El Dinero representa en la sociedad moderna la idea de Lo Bueno en sentido
platónico.

El llamado Desempleo amenaza, dicen, la existencia de la sociedad moderna del


bienestar. El trabajo humano, concebido como producción material o como aportación
al desarrollo del conocimiento, a las tareas sociales, etc. es ciertamente la contribución
del individuo humano al bienestar colectivo. Ahora bien, una vez que el concepto de
trabajo se reduce a trabajo a sueldo, trabajo pagado con dinero, toda aportación humana
o actividad que no sea medible y contable en dinero es considerada como No-trabajo,
como desempleo. El sentido de la producción se operacionaliza en pérdida o ganancia.
101

Su lenguaje es el dinero y todo lo que no se exprese en forma monetaria es indecible e


impensable en el discurso público. El dinero no conoce las virtudes humanas por mucho
que dichas virtudes sean la base de la vida ciudadana.

Se habla hoy constantemente de la Crisis que nos domina como de una especie de
Leviatán, la bestia apocalíptica, y nuestros políticos recurren a ella constantemente
como causa de todos nuestros males. Es una crisis que parece haber venido para no
desaparecer jamás. Pues ¿qué otra explicación más socorrida podrían tener a mano los
políticos para explicar lo que sucede y disculpar su propio fracaso? La superación de esa
crisis quizá resida en la negación del esteticismo y en la afirmación de lo ético. Pero
esto supondría repensar totalmente nuestra sociedad. Ya lo intentaron los utopistas y los
ingenieros sociales. Sin lograrlo, puesto que eran hijos del mismo espíritu que trataban
de reformar. Ya es sabido que toda revolución, pacífica o violenta, está llamada al
fracaso, puesto que nada puede cambiar el orden social establecido mientras persista la
mentalidad que lo origina. Y la mentalidad no cambia sin ejercicio y ambiente
adecuados ... Pero no hay que dejarse paralizar por el pesimismo. El no estar seguros de
lograr nuestros objetivos no nos impide ni exime de obrar de la forma que consideremos
justa. Desde luego, renunciando a obrar en la búsqueda de dichos objetivos podemos
estar seguros de no alcanzarlos jamás. Pero parece que el ser humano de la modernidad
prefiere estar seguro del fracaso y renunciar a obrar como debe, que arriesgarse a perder
asumiendo su deber. Eso de morir con las botas puestas se ha pasado de moda y lo que
priva es la moral del éxito.

Como el profesionalismo, del cual a menudo es una forma de expresión, el esteticismo


es un instrumento al servicio del poder social y político. El poder de la estética se hace
estética del poder. Quien aprende a ser dócil y a hacer lo que se le dice, puede, con
cierta sagacidad e ingenio, realizarse a sí mismo. El arte mudéjar, por ejemplo, nos
muestra cómo una clase sometida supo hacer de la necesidad una virtud. El
compromiso, lazo de la recíproca promesa, expresa la condición esteticista del ser
humano, que los prudentes logran utilizar en la realización de un sentido propio,
mientras que los menos listos se ven reducidos a una odisea sin fin.

Al referirme al paternalismo, al profesionalismo y al esteticismo como tres fenómenos


negativos para la sociedad democrática y para la ciudadanía, no he querido, como dije
antes, condenar ni a los padres, ni a los profesionales ni a la estética. Como fenómenos
normales, el ejercicio de la paternidad y de la profesión, como el uso expresivo o
estético, son elementos normales integrantes de la vida ciudadana y contribuyentes a su
buen desarrollo. Se convierten en problema sólo cuando se arrogan el papel de fines o
de determinadores del sentido de la vida ciudadana.

Los saberes de la ciudad

La ciudad, considerada al modo isidoriano y al aristotélico, supone una coordinación de


saberes y actividades mediante las que los individuos hacen su aportación conjunta al
bien común. Leemos en la Ética a Nicómaco lo siguiente:

...debemos determinar a grandes rasgos, al menos, cual es este bien y a cual de las
ciencias o facultades pertenece. Parecería que ha de ser la suprema y directiva en grado
sumo. Esta es, manifiestamente la política. En efecto, ella es la que regula qué ciencias
son necesarias en las ciudades y cuáles ha de aprender cada uno y hasta qué extremo.
102

Vemos además que las facultades más estimadas le están subordinadas, como la
estrategia, la economía, la retórica. Y puesto que la política se sirve de las demás
ciencias y prescribe además qué se debe hacer y qué se debe evitar, el fin de ella incluirá
los fines de las demás ciencias, de modo que constituirá el bien del hombre.

La política es por consiguiente, para Aristóteles, el saber global de la ciudad, el


conjunto de sus saberes y actividades. Decir «saberes y actividades» es aquí un tanto
redundante. El saber o conocimiento no ha de considerarse en primer lugar como un
saber objetivo, acumulado en frases recogidas en libros o en ordenadoras electrónicas.
Conocimiento o saber es una disposición adquirida por medio de un constante ejercicio,
constitutiva de esa capacidad de los individuos que les permite confiar unos en otros y
prestarse mutua ayuda. No se trata pues de un conocimiento o saber objetivos, sino de
una disposición subjetiva e individual, pero provechosa para un orden social
intersubjetivo y colectivo. Necesitamos por supuesto instituciones sabias y competentes,
pero una institución nunca puede ser competente en sí misma, si no está dirigida y
administrada por individuos competentes. A la larga es mejor la competencia humana
sin instituciones que las instituciones sin competencia humana, como es preferible la
democracia sin parlamentarismo que el parlamentarismo sin democracia. Sólo una
sociedad paternalista y profesionalizada puede imaginarse que son las instituciones las
que hacen buenos a los hombres y no al revés.

Es tarea fundamental de la ciudadanía el administrar y fomentar el desarrollo de sus


saberes. Por eso, la formación humana, que los griegos llamaban paideia, es la base de
la vida de la ciudad democrática. La formación humana no se basta con instituciones
que dirijan el quehacer humano imponiendo el qué del hacer humano. La formación
ciudadana exige instituciones que fomenten el cómo de actividades mediante las cuales
los ciudadanos se hagan capaces de encontrar sus propios qués y de ir enseñándose unos
a otros nuevos cómos en un ambiente de creatividad y concordia. Enseñar es mostrar
cómo, no imponer qué.

Ahora bien los saberes humanos de los que se nutre y aprovecha la vida de la ciudad
para su prosperidad y su desarrollo son de varias índoles, unas más fundamentales que
otras. Hay un tipo de saber que desarrolla el conocimiento de nuestro entorno objetivo y
de las condiciones en que nuestra vida se desarrolla. Sin un conocimiento de lo dado, de
los hechos que nos permiten o nos impiden actuar, ignoramos cuales son nuestras
posibilidades de actuación y nos exponemos a caer o en la pasividad o en la osadía. Este
tipo de conocimiento es por lo tanto relativo (digo «relativo») a la vida. Junto a ese tipo
de conocimiento, subordinado al obrar, que se diversifica en una serie amplia de saberes
parciales y que dan base a una serie de profesiones, hay además un saber que afecta al
obrar humano como tal, un conocimiento que ya no consiste en saber a qué atenernos
sino en saber elegir lo que es adecuado para nuestra vida ciudadana. Hay por
consiguiente que distinguir entre un saber para obrar y un saber obrar, dos cosas que la
mentalidad tecnológica moderna ha llegado a confundir. Voy a detenerme un poco en
desentrañar los rasgos y el contexto de estos saberes o conocimientos.

Atendiendo al objeto de que se ocupan, los saberes humanos pueden reducirse a tres
tipos: conocimiento apodíctico, conocimiento asertórico y conocimiento problemático.

El conocimiento apodíctico es un conocimiento de objetos en los que rige la necesidad


absoluta. No se trata de un conocimiento de objetos existentes en sí, sino de estructuras
103

formales cuya realidad coincide con nuestro concepto. Me estoy refiriendo a los objetos
de la matemática, que por ser objetos ideales nos permiten establecer sistemas de
verdades absolutas. Es éste un conocimiento totalmente objetivable e independiente de
la experiencia, aun cuando sus principios fundamentales procedan de la experiencia
corporal y espacial de nuestra propia vida. La formulación de este sistema de verdades
presupone la utilización de sistemas visibles gráficos, es decir de una u otra forma de
escritura.

El conocimiento apodíctico es un conocimiento axiomático, deductivo y tautológico,


que no ofrece de suyo ninguna información que no esté ya contenida en sus propias
premisas. En esta forma de conocimiento ha encontrado el hombre, desde la antigüedad,
un instrumento seguro para dar una estructura ordenada a las otras formas de
conocimiento. Su seguridad es tal que una vez inventada una máquina computadora
capaz de encargarse de sus cálculos, esta máquina puede reemplazar con ventaja al ser
humano, resolviendo ecuaciones complicadas con una rapidez extraordinaria. Desde
Descartes viene ésta forma de conocimiento considerándose como el modelo
paradigmático del pensamiento racional. No deja de ser paradójico sin embargo que la
forma de pensar que consideramos más racional es la que más fácilmente podemos
encomendar a aparatos que, aun construídos por nosotros, nos son ajenos. Una
computadora electrónica realiza sus operaciones de modo extraordinariamente más
rápido y más perfecto que cualquier cerebro humano.

El conocimiento asertórico es el llamado conocimiento de los «hechos» objetivos


(expresión, como dije, un tanto equívoca) que son observables, posibles de descripción
y universalmente válidos. Se trata aquí del conocimiento llamado científico en su
acepción más directa, lo que los griegos llamaban epist_m_. Un suceso o incidente no es
un «hecho» en este sentido. Aristóteles decía de esta forma de conocimiento que era un
conocimiento de lo que no podía ser de otra manera, es decir de aquello cuya existencia
o generación no dependía de nosotros. Hoy sabemos que precisamente el fin del saber
científico es poder provocar justamente lo que el hecho científico nos enseña, utilizar las
leyes naturales para alcanzar los fines que nos proponemos. El conocimiento asertórico,
así llamado porque se compone de una serie de proposiciones asertóricas, de
afirmaciones que pretenden ser verdaderas, describe hechos generales que suponemos
se esconden detrás de los episodios incidentales observables. Lo que veo suceder en el
caso particular es sólo un ejemplo concreto de lo que sucede siempre en este tipo de
casos.

Entre las ciencias objetivas se encuentran hoy no sólo las ciencias de lo natural, sino
toda una serie de conocimientos pretendidamente objetivos acerca del hombre y su
conducta. Y digo «el hombre», no los hombres, porque tras de esa forma singular
masculina se enmascara la abstracción representativa de una pluralidad. Los episodios
de los hombres concretos de carne y hueso son estudiados por la historia, no por las
ciencias llamadas sociales. Y mientras los hechos generales se describen, los
acontecimientos particulares se narran, se cuentan. La ciencia positiva trata de decir
algo verdadero aplicable a los sucesos concretos a través de descripciones de hechos
generales, mientras que tanto la narración literaria como la historia tratan de facilitarnos
una comprensión generalizable a través de narraciones de hechos (de actuaciones)
concretos, reales o ficticios.
104

Con esto me aproximo al tercero de los tipos de conocimiento que estoy describiendo, al
que he llamado conocimiento problemático, de índole totalmente diferente a los dos
anteriores y que desempeña un papel fundamental para la vida ciudadana. No se trata ni
de un conocimiento puramente objetivo, ni de un sistema de verdades abstractas. Se
trata en parte de una valoración e interpretación de sucesos y situaciones concretas, en
contextos determinados y por hombres de carne y hueso. Pero se trata también y sobre
todo de una valoración en apoyo de una u otra decisión de actuar.

Entre los conocimientos basados en la mera interpretación de hechos o sucesos


humanos se encuentran la historia y las llamadas ciencias humanas. Éstas, aunque han
tratado de acercarse al ideal de las ciencias positivas y han desarrollado cuerpos
generalizables de conocimiento, no tratan siempre de hechos abstractos y objetivos, sino
de hechos o acciones concretas, de sucesos determinados que, pudiendo haber sido de
otra manera, se han desarrollado sin embargo, por motivos de intenciones humanas,
justamente de éste y no de otro modo. Nos encontramos aquí ante un tipo de hechos de
los que no cabe una descripción verdadera en sentido estricto, pero sí una descripción
coherente o aceptable, ya que depende del sentido que esos hechos posean para la vida
humana que los alberga. No son por lo tanto hechos objetivos, puesto que su valor está
en relación con hombres concretos, en una situación histórica determinada.

Con lo dicho nos hemos aproximado a aquello que es fundamental en el saber de la


pólis, en el saber político. Lo esencial en la vida de la ciudad es el obrar, un obrar
racional que conduzca a la realización del sentido de la vida de los ciudadanos. La
ciudad necesita cultivar, enseñar y desarrollar todos los saberes a que me he referido
hasta ahora, pero esos saberes que son un saber para obrar bien, necesitan ser
completados por un saber obrar bien. Saber para obrar es un saber instrumental y
subordinado, saber obrar es lo que constituye la vida humana que es a la vez individual
y colectiva, ya que el hombre es inevitablemente social.

El saber obrar es el objeto de la ética y de la política en el sentido que Aristóteles les


diera. Hoy día la ética se ha venido a convertir en un sistema de reglas para obrar
moralmente y la política en una técnica para ejercer el poder del Estado. La ética, en
este sentido originario aristotélico, es un saber del obrar racional y la política un saber
del obrar ciudadano para lograr una vida común aceptable. Ese saber no es un saber
verdadero, sino un saber justo. Pues mientras que la ciencia positiva se refiere a hechos
consumados estipulando lo que ya irremediablemente es, la ciencia del obrar que es la
ética y, en su prolongación, la política, es un saber de lo que todavía no es pero debe ser.
Es el hombre quien, por su decisión libre, convierte lo que debe ser en ser, eligiéndolo y
realizándolo. Por supuesto que no se trata aquí de una creación ex nihilo. El
conocimiento de lo que ya es, de lo que condiciona las posibilidades de nuestra
elección, es necesario, pero no basta para determinar qué es lo que debe ser. Ese deber
ser requiere un discurso racional que nos lleve a la conclusión de lo que es justo y
aceptable. Se trata aquí de un conocimiento que, como decía Aristóteles, versa sobre lo
que puede ser de otra manera, de aquello que tiene el principio de su generación en
nosotros mismos, y no en lo inexorablemente dado.

Contra lo que nos han enseñado algunos de sus intérpretes escolásticos, la racionalidad
aristotélica no es una racionalidad teórica de búsqueda de verdades, sino una
racionalidad práctica y política de búsqueda de lo que es más convenciente para el
hombre. En un pasaje destacado de la Política escribe Aristóteles:
105

La razón por la cual el hombre es, más que la abeja o cualquier otro animal gregario, un
animal social, es evidente: la naturaleza, como solemos decir, no hace nada en vano, y
el hombre es el único animal que tiene palabra (lógos). La voz es signo de dolor y de
placer, y por eso la tienen también los animales, pues su naturaleza llega hasta tener
sensación de dolor y de placer y significársela unos a otros; pero la palabra es para
manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre el
tener él solo el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, etcétera, y la
comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad.

Habla Aristóteles de la distinción entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto (no
entre lo verdadero y lo falso) como característica de la razón humana frente a los
animales y frente a los dioses. La distinción entre lo verdadero y lo falso se le puede
encomendar a las computadoras de datos y si un juez tuviera que aplicar la ley de una
manera matemática en los casos concretos, sería más seguro encomendarle esa
aplicación a un sistema de deducción electrónica. Pero la decisión de lo que es deseable
o indeseable para el hombre sólo la puede hacer el hombre mismo. Y para hacer esto
tiene que hacerlo discursivamente, lingüísticamente. Y esa forma de racionalidad
discursiva es dialógica y radicalmente diferente de la racionalidad deshumanizada y
solipsista de que se sirve el pensamiento científico.

La racionalidad de que nos habla Aristóteles es una racionalidad con dos vertientes: una
comunicativa y otra cognitiva. Ambas vertientes son importantes, pero, si hay que dar la
prioridad a alguna, sería a la vertiente comunicativa. En la evolución del concepto de
racionalidad, aun sin negar el valor de la comunicación, hemos independizado el
aspecto cognitivo del comunicativo, dando además prioridad ontológica al primero. Nos
imaginamos que primero concebimos algo en la mente y luego lo comunicamos a
nuestros congéneres humanos. Pero esto no es cierto, como explicaré más adelante.

La ciencia nos ha hecho creer que para actuar o razonar hay que partir de una definición
previa. La experiencia muestra todo lo contrario. Primero es la actividad, luego el
concepto, en tercer lugar la explicación del significado del concepto. Sólo cuando una
actividad, que veníamos ejerciendo sin reflexionar en ella, se nos hace consciente,
empezamos a darle un nombre. Y solamente después de una aplicación del nombre y de
una observación detenida del camino que sigue esa actividad, su método, llegamos a la
posibilidad de definir conceptos. Definir es llegar al fin, al límite, por eso no se puede
definir antes de comenzar. Esa es la realidad que el conocimiento como actividad nos
muestra. Lo que pasa es que, el que ya ha recorrido el camino y se dedica a enseñárselo
a otros, les participa el resultado último como si fuera lo primero y la clave de su
entendimiento. Esa pedagogía nos ciega creyendo que la enseñanza es lo que se dice, no
lo que se enseña al decirlo. Que por algo se le llama «enseñar», es decir exhibir o
mostrar directamente, no simplemente decir. Si yo por ejemplo hablo castellano,
muestro que lo sé aunque ni siquiera lo haya afirmado. El hecho mostrado es de suyo
creíble, mientras que lo que simplemente afirmamos puede ser mentira.

Ètica y retórica: el hacer y el decir del saber ciudadano

En una concepción práctica de la racionalidad el hombre necesita hablar no sólo para


comunicarse, no sólo para dar a entender, sino para entender el mismo. El ser humano
es un animal simbólico porque entiende siempre a través de otra cosa, que es el signo de
ella. Hablamos con los demás para entendernos a nosotros mismos. Y al decir lo que
106

pensamos, nuestro pensamiento se va esclareciendo para nuestra propia comprensión.


Eso hace que el discurso de la ética sea la ética del discurso. La ética no consiste en
seguir unas normas de conducta formuladas a priori, sino en construir las normas de
conducta para cada caso concreto a base de razonar, discursivamente. No decimos lo
que ya hemos entendido, sino que vamos entendiendo y profundizando en ese
entendimiento mientras hablamos. Por lo cual la ciencia del discurso ético y político no
es la lógica de la matemática y la ciencia, sino la lógica de lo problemático que es la
retórica. Y una ética que sólo discuta la aplicación de reglas dadas, no es ética sino
técnica jurídica.

El lenguaje de la ciudad, un lenguaje que va dilucidando lo que debemos hacer y lo que


debemos evitar, no es por lo tanto un lenguaje objetivado, un sistema de fórmulas
acumuladas como en los tratados científicos. El lenguaje es aquí la propia actividad de
hablar y el conocimiento de cómo ese propio hablar ha de ser un hablar bien. El
malhablado no es nunca buen ciudadano. El ideal del retórico para Quintiliano era el
hombre bueno que es diestro en hablar (vir bonus dicendi peritus). El arte de construir
la ciudad es un arte basado en un hablar atento tanto a lo que es bueno y conveniente
como a la forma de expresarlo en palabras. La política es un arte de bien decir, no
solamente de un bien hacer, pues todo hacer se fundamenta en un razonar y un decir que
también es una acción, la acción fundamental que, por lo tanto, debemos atender y
perfeccionar.

Esta intelección del lenguaje como actividad constitutiva de la ciudadanía, nos lleva a
una concepción estricta del diálogo. Se nos ha metido en la cabeza que «diálogo»
significa «conversación», hablar entre dos, como si el prefijo griego dia significara
«dos», cuando lo que realmente significa es «a través de», «mediante». La pluralidad de
los hablantes, la conversación, ya estaba incluída en el propio concepto de lógos, tal y
como Aristóteles lo presentaba en la cita antes mencionada. Todo lógos es un pensar
hablando o un hablar pensando que supone, en principio, un otro que a veces soy yo
mismo en mi diálogo interior. Lo que nos enseña el diálogo es que el hombre sólo puede
comprender dia lógos, a través del lógos, mediante la palabra que aclara su
pensamiento. El diálogo de la ciudad no puede ser, por eso, una mera conversación
asimétrica en la que el uno está embaucando o imponiendo su opinión al otro. El
diálogo supone que ambos dialogantes están dispuestos a permitir que el propio
discurso les vaya ayudando a descubrir lo que es conveniente, matizando la opinión
previa y profundizándola. De un dialogo auténtico ninguno de los participantes sale
como estaba. La opinión de todos ellos se transforma y completa mediante el discurso,
dia lógos.

Condición ineludible de ese discurso o diálogo ciudadano es la confianza, la pistis, que


en latín se llama fides y ha dado lugar a una serie de términos crediticios. El crédito es
lo que da sentido a las palabras y al dinero. Sin confianza ni hay ciudad ni hay mercado.
Pero confianza no quiere decir que todo obrar sea honesto y que todo decir sea verídico.
La confianza es una cualidad mucho más básica y constitutiva. La confianza es lo que
hace posible incluso que la mentira o el fraude sean entendidos como tales. La
confianza es esa familiaridad de lo conocido que hace inteligible todo mensaje, sea su
intención verídica o fraudulenta. Donde la confianza no existe, no hay manera de
distinguir la mentira de la verdad.
107

En la retórica aristotélica aparece la pistis como algo que los traductores suelen llamar
«argumentación». Esa traducción, un tanto inadecuada, pone sin embargo de manifiesto
la relación entre pistis y lógos. La pistis es la familiaridad con un mensaje inteligible
que hace al lógos capaz de distinguir entre lo bueno y lo malo, lo verídico y lo falso.

Un ambiente de confianza es terreno abonado para la amistad. La amistad o filía es para


Aristóteles la cualidad o virtud humana que hace posible la convivencia ciudadana. Sin
amistad, lo mismo que sin crédito, no hay ciudad. La filía es una forma de afecto
diferente del eros o amor pasional. Mientras el amor erótico tiene ánimo de dominio y
trata de aniquilar la diferencia, la amistad es un afecto entre hombres en el que se
aprecia al otro, siendo diferente de mí, por lo que es. La filía es un afecto respetuoso
hacia el otro y hacia su diferencia y, lo mismo que la democracia es más valiosa que el
parlamentarismo, la amistad supera y sustituye a la justicia. Es decir: la amistad hace la
justicia innecesaria. Pues donde hay amistad existe una reciprocidad que no se funda en
la medida (tanto te doy tanto me das), mientras que la falta de amistad impone la
necesidad de un sistema minucioso de medida, de justicia y distribución.

Es cierto que no hay amistad si el dar no es correspondido de algún modo. Pues la


amistad no es altruismo puro ni autosacrificio. El gorrón no es amigo y destruye a la
larga la amistad del otro. Y el paternalista no quiere recibir cuando da, pues el
paternalismo se sustenta de la deuda inamortizable del beneficiado hacia su benefactor;
por lo cual, lo que existe entre ellos es dependencia, no amistad. Lo que caracteriza a la
amistad no es sin embargo el toma y daca, no el mero dar para recibir ni la justicia que
todo lo mide y todo lo iguala. La amistad supone mutualidad pero no impone
reciprocidad estricta. Ayudo a mi amigo porque necesita de mi, confiando en que él hará
otro tanto cuando yo necesite de él. Pero eso no supone que tengamos que necesitar
exactamente lo mismo el uno del otro, ni que lo que necesitemos uno del otro sea
comensurable o equiparable. La base de la ayuda mutua es la amistad, pero el carácter y
cualidad de la ayuda depende de la necesidad que la motive.

Dije antes que la amistad supone una valoración del otro y un respeto de su idiosincrasia
diferente de la nuestra. La amistad se funda en la diferencia, en la riqueza de lo
múltiple, no en la identidad o la uniformidad. Pero la valoración amistosa es una
valoración sincera, distinta de la lisonja, por un lado, y de la injuria, por otro. Pues es en
la relación amistosa donde el diálogo cobra su expresión más auténtica. Todos vemos la
espalda de los otros pero no la propia. La amistad y el diálogo con el amigo es lo que
me permite formarme una imagen adecuada de quién soy. Sin amistad no nos
conoceríamos nunca a nosotros mismos. La identidad de cada uno se forja en la opinión
de los demás. Las cosas reciben su sentido de los hombres y éstos reciben su sentido
unos de otros. De ahí que el lógos sea constitutivo de la identidad humana. Pero sin un
logos de confianza, sin un diálogo amistoso, nunca sabría a qué atenerme de mi mismo.
El verdadero amigo, repito, ni lisonja ni injuria, sino que nos dice lo que
verdaderamente advierte en nosotros y que nosotros mismos no advertimos.

He hecho antes una distinción de pasada entre el hacer y el obrar, al mismo tiempo que
he identificado el hacer y el decir, siendo el decir una forma fundamental de hacer y
hasta aquella forma de hacer que une al hacer con el obrar. Nuestra mentalidad actual
confunde en efecto hacer y obrar y diferencia en cambio el dicho del hecho.
108

Lo que hacemos y lo que decimos no son estrictamente un obrar, tal como yo lo


entiendo, sino la expresión o manifestación empíricamente constatable del obrar. Nótese
que el verbo hacer es transitivo y requiere un objeto, mientras que obrar es intransitivo y
se queda en el sujeto. El obrar está relacionado con la intención y con la ética. El hacer
está estructurado técnicamente, es decir tiene una estructura de medios y fines. La
intención y el sentido de lo que hacemos se oculta siempre tras de lo que hacemos y
decimos. Es decir se oculta, pero también se revela a través de ello. Pues la intención
sólo se capta hermenéuticamente, mediante una interpretación. Una misma intención
puede hallar muchas formas diferentes de expresión en diferentes situaciones, mientras
que actuaciones o expresiones semejantes pueden también revelar intenciones diversas.

El obrar y el hacer son en cierto modo inseparables pero no debieran confundirse. El


obrar es la acción que elige una forma de hacer y decir para realizarse. Mientras el hacer
y el decir bien muestran destreza operativa, habilidad, el obrar bien muestra prudencia y
juicio, virtud. El obrar da así sentido al hacer y al decir y revela el carácter ético del
autor, su intencionalidad.

He aquí pues que el saber de la ciudad es un saber obrar que incumbe a todos los
ciudadanos, ya que afecta al bien común. Ese saber obrar determina sin embargo la
dirección en que han de moverse otros saberes particulares, los saberes profesionales y
la destreza específica de cada uno para aportar su grano de arena a la realización de ese
bien común. El saber obrar dirige el saber hacer, ya que lo que se hace se hace para
alcanzar fines conretos pero estos fines adquieren su sentido de una concepción del bien
común que es el obrar bien.

Estoy pues aludiendo a una nueva diferencia entre el fin, propio del hacer, y el sentido,
propio del obrar. Pues es corriente confundir el fin de nuestra actuación con el sentido
de ella. El fin es algo que, como la propia palabra indica, se halla al término de ese algo,
un algo que ha de entenderse como un hacer, no como una cosa. Iniciamos procesos
productivos de fines para alcanzarlos, pero una cosa es lo que hacemos para alcanzar
esos fines y otra los fines mismos. Una cosa es construir y otra cosa es el edificio
construido. En cierto modo puede decirse que el fin da sentido a los medios, ya que es
por alcanzar éste por lo que se ponen en práctica aquellos. Pero aceptado esto cabe
preguntarse cuál es el sentido de esos fines propuestos.

Distingo por lo tanto aquello que es un producto o fin del hacer y el sentido que revela
su obrar. Distingo la elección de esos fines y esos medios, que obra a través de ellos.
Pues obrar es elegir fines y medios, no esos fines y esos medios. El hacer tiene fines, el
obrar tiene sentido. O mejor aún: el obrar es el sentido. Pues el sentido no es algo
definible sino aquello que define los medios y los fines. El sentido no es un fin porque
es un principio; un principio de acción que inspira lo que emprendemos en una situación
determinada y va concretándose y explicándose en nuestros 'hechos'. He aquí la
conexión entre el hacer y el decir. Pues lo mismo que mediante decir (dia lógos) lo que
pensamos y queremos vamos comprendiéndonos a nosotros mismos, las acciones que
elegimos van también poniendo en claro el sentido profundo, la intención de nuestra
vida.

La ciudad se forma de la articulación de dos tipos de discursos: un discurso del hacer


que concierne a cada uno, de la tarea propia de cada individuo y cada empresa o
institución, y un discurso del obrar que es un discurso ético que integra esos saberes y
109

haceres particulares en un 'sentido común' que es el bien común de la ciudad. Ese


concepto del bien común es un mero nombre indicador, no un concepto definido. Alude
simplemente a una intención que va eligiendo o desterrando una u otra actuación
concreta, un fin u otro, unos medios u otros de alcanzar fines.

Si el obrar se manifiesta de modo inmediato en un discurso sobre el bien común que ha


de elegir y dar sentido a los fines que han de regir el quehacer de los ciudadanos, esto
significa que no hay una descripción a priori del bien común, una regla a seguir. Las
leyes de la ciudad rigen ciertamente la actuación de los ciudadanos, pero las leyes
expresan, no constituyen el sentido de la vida de la ciudad. Las leyes son un producto de
un saber obrar que define reglas. El obrar, lo ético no está en seguir las reglas, sino en
formularlas. Lo cual significa que la ética se identifica con el propio discurso de la ética.
Ese es el sentido del diálogo. Mediante un continuo hablar y argumentar (dia lógos)
vamos formulando lo conveniente y lo aceptable. Es ese un diálogo abierto a todos y
sólo aquello que logra convencer a la mayoría es admitido como bueno, sin que por ello
se cierre el diálogo ni se llegue a una convicción definitiva y definitoria. En eso se
diferencia la retórica, el discurso ético del quehacer ciudadano, del discurso profesional
del quehacer productivo o técnico. En éste último se detiene el discurso al llegar a la
conclusión verdadera: dado esto y lo otro, hay que aceptar tal o cual cosa. El discurso
del obrar es un diacurso abierto y problemático en el que los conceptos nunca se hacen
abstractos sino que estan abiertos a la riqueza del contexto de cada situación. Una ética
cerrada es fundamentalista. La ética abierta es una ética íntimamente ligada al discurso.
Etica et rhetorica convertuntur. Por eso, mientras la misión del profesional en la
colectividad es el saber hacer las cosas bien, la misión del político, como ciudadano
primus inter pares, es (o debiera ser) el hablar bien acerca de lo que debe hacerse Como
decía nuestro compatriota romano, el calagurritano Quintiliano ya mencionado, el
orador, es decir el político, ha de ser un vir bonus dicendi peritus, un hombre bueno que
experto en el decir. El buen decidor debe ser un ejemplo de buen obrar, trayendo lo uno
consigo a lo otro. La demagogia no es un buen decir ya que es un mal obrar. En esto
tiene razón el saber popular que exige una correspondencia entre palabra y obra. Pero la
ejemplaridad del político no debe ser la de aquel que vive como enseña, que esto es más
bien fundamentalismo, sino la de aquel que, siendo honrado, enseña como vive.
110

LA TEORÍA DEL DISEÑO Y EL DISEÑO DE LA TEORÍA

José Luis Ramírez

Reproducido de: Astrágalo - Cultura de la Arquitectura y Ciudad, núm. 6, abril 1997.

Un algo perogrullesco Mao Tse-Tung escribió una vez que todo aquel que quiere hacer
la guerra tiene que saber lo que significa hacer la guerra y el que quiere hacer guerra
revolucionaria tiene que saber además lo que supone una guerra revolucionaria. Pero si
la guerra revolucionaria se va a llevar a cabo en China, entonces tendrá que saber por
añadidura lo que implica una guerra revolucionaria en China.

El conocimiento teórico es como una cebolla. Démosle la vuelta a la argumentación del


revolucionario chino. Una teoría del diseño que, para ser teoría, no sepa independizarse
de todos los tipos concretos de objeto, será una teoría del diseño de esos objetos, pero
no una teoría general del diseño.

Alguien ha dicho que no existe el "diseño en sí". El fundador de la fenomenología,


Edmundo Husserl, había formulado un pensamiento parecido al enfrentarse al axioma
cartesiano del "Pienso, luego existo" con su propia formula de que el pensar supone
siempre un pensar en algo. No es posible pensar sin objeto de pensamiento. Mas no por
eso quería decir que, para entender lo que es el pensar, haya que mezclar el acto de
pensar con su objeto.

Que el diseño sólo se manifiesta en ejemplos concretos no es nada que sea privativo del
diseño. Toda actividad o función que pueda pensarse en general o abstractamente se
hace patente solamente a través de acciones concretas o se expresa a través de una
afirmación concreta. No podemos tampoco, por ejemplo, comer sin comer esto o
aquello, pero comprender lo que es el comer no debe confundir, por ejemplo, el comer
con el comer fideos. Cuando nos apercibimos de una actividad, advertimos también su
modalidad específica, la manera especial mediante la cual se efectúa o el sector de la
realidad en la que se aplica.

Lo genérico no existe más que en nuestra representación. En la realidad sólo se dan


concreciones. Esto es también lo que significa la palabra "existencia" (de "ex" y
"sistere" = estar fuera de). Es posible el pensamiento de lo abstracto, pensar lo
abstracto, pero el pensamiento abstracto o el pensar abstractamente -como a veces se
oye decir- es imposible.

No podemos por consiguiente diseñar sin diseñar algo concreto, pero si queremos
entender lo que queremos decir con diseño tenemos que tratar de desarrollar una teoría
del diseño en sí. El que reduce la teoría del diseño a una teoría de cómo se diseña algo
en particular cae en una paradoja. Pues si no podemos hablar del diseño en sí, sino
solamente del "diseño de algo", entonces tampoco tendremos la posibilidad de hablar de
"diseño arquitectónico" o de "diseño industrial".

"Diseño arquitectónico" será en tal caso, como "diseño", algo abstracto y general,
puesto que tampoco se pueden diseñar casas en general, sino solamente casas
111

determinadas. Es realmente cierto que se pueden hacer dibujos y esquemas que sirvan
como modelo general para varias casas, por ejemplo; pero entonces es el mismo dibujo
o esquema algo concreto. Lo que se diseña es el modelo y éste ha de servir para orientar
a otras personas en lo que van a diseñar, ayudándolas a dar forma a las casas concretas.
La conexión entre el diseño de modelos y la conformación de algo a partir de un modelo
es a menudo cuestión de retórica y comunicación.

La misma objeción que puede hacerse contra el "diseño en sí" puede por lo tanto
hacerse contra el "diseño arquitectónico en sí". De lo que se trata pues es de decidir si a
lo que uno se quiere dedicar es a hacer teorías o a hacer algo concreto. Pero dedicarse a
hacer teorías es también hacer algo concreto, a saber teorías. Las teorías y los modelos
se hacen, sin embargo, para poder efectuar mejor tareas concretas, ayudándonos a
comprender mejor cómo hacemos. Una teoría puede ser una teoría para lo concreto, no
sólo de lo concreto. La teoría trata siempre de lo abstracto y de lo general, pero es en sí
misma también concreta. Acerca de lo concreto hay experiencia, nunca teoría en sentido
propio. Vamos no obstante a ver cómo teoría puede significar dos cosas diferentes.

Toda teoría exige un cierto nivel de abstracción. Prescindiendo de los casos concretos
en los que nuestros conceptos generales se hacen patentes o se expresan, nos elevamos a
un nivel teórico. Una teoría general del diseño exige que dejemos a un lado lo que es
específico de las casas, los puentes, los artículos industriales, las organizaciones, etc.,
para concentrarnos en cambio en lo que quiere decir diseñar en todos los ejemplos que
puedan darse y de todas las maneras habidas y por haber, sin diferenicia entre ellas.

Aun cuando una teoría puede formularse mejor o peor, más o menos pedagógicamente,
exige que evitemos el fijarnos demasiado en las palabras que usamos para formularla y
que pensemos sobre todo en lo que las palabras pretenden describir y a lo que se
refieren. Lo que se quiere decir y cómo se dice son aspectos diferentes de una expresión
y por ende de una teoría. "Lo que" se refiere a lo abstracto, "cómo" se refiere a lo
concreto. Una teoría del diseño consiste en hacer un "lo que" de un "cómo", es decir
saber lo que un cómo es. Por eso es una teoría del diseño tan difícil de aprehender.

Las concreciones y los ejemplos verifican lo que es generalmente válido haciéndolo


visible y comunicable. Los principios del arte de la guerra -en el ejemplo de Mao Tse-
tung- guiaron a éste cuando hacía la guerra contra Chang Kai-shek. Entendemos lo que
es diseño advirtiendo su concreción en los ejemplos en que es aplicado o entendiendo su
descripción teórica. Pero no entendemos lo que es diseño obcecándonos demasiado en
los productos que resultan del diseño o en los ejemplos en los que se verifica, sino más
bien pensando cómo han sido hechos o cómo pueden hacerse. Es ese cómo lo que la
teoría del diseño pretende describir.

Toda abstracción es reconocible en sus ejemplificadas concreciones y puede expresarse


en una descripción teórica, la cual es también una concreción. No se piensa nunca en
que también las teorías son expresadas concretamente en formulaciones teóricas
concretas. Decir que "Los metales se dilatan por el calor" es formular una proposición
concreta que afirma algo que tiene valor genérico y puede comprobarse en muchos
casos concretos; pero esa proposición está construída con material que se ha sacado del
tesoro lingüístico, que ha sido organizado en un orden gramatical determinado y que se
ha fijado sobre el papel en forma de garabatos negros concretos. El mismo mensaje
puede ser expresado con otras palabras o en otras lenguas que el castellano.
112

Entender el diseño no es entender lo que es diseño arquitectónico o diseño industrial,


aun cuando esas regiones de la actividad diseñadora ilustren también lo que el diseño en
general es, ayundándonos a su comprensión. Siempre corremos empero el riesgo de
tomar lo típico, lo que sólo es válido para un tipo de diseño (arquitectura, instalaciones
industriales, muebles, organizaciones, etc.) como rasgo o elemento del diseño en
general. Lo mismo que en el ejemplo de Mao acerca de la guerra, una cosa es el diseño,
otra el diseño arquitectónico y una tercera el diseño dirigido por Moneo del Museo de
Arte Moderno de Estocolmo. Se trata de diferentes niveles de abstracción que no han de
reducirse necesariamente a tres, sino que pueden ser infinitos (diseños de museos,
diseños de museos de arte, etc.). El conocimiento del diseño se halla presente en el
diseño del Museo de Arte Moderno. El Museo de Arte Moderno es un ejemplo que hace
patente, pero no determina la teoría del diseño.

Hay algo de común entre el construir un edificio y, por ejemplo, crear una organización,
escribir un libro de texto o dar una conferencia. Lo común entre esos ejemplos dispares
es el diseño. Lo típico y distintivo del diseño arquitectónico, el diseño de
organizaciones, la formulación de teorías, la pedagogía, etc. no debe confundirse con lo
común y general que los une.

Entender el diseño es comprender cómo podemos realizar construcciones materiales de


diferentes especies (casas, artículos, organizaciones, escritos o teorías) a partir de
representaciones inmateriales y generales. Según los escolásticos medievales se creaba
un objeto mediante una unión de materia y forma, siendo la materia el principio de
individuación, aquello que hacía al objeto concreto e individual, mientras que la forma
era lo esencial, el principio general. De la fusión de esos dos principios surgía la
concreción de este objeto, esta casa, etc. La forma no era por lo tanto concreta sino que
se hacía concreta, dando su sentido a lo concreto, mediante la materia. Aquí tenemos el
origen de la idea del diseño como conformación, como la concreción material de una
forma pensada. Platón creía que las formas abstractas existían como entidades del
mundo de las ideas, con lo cual hacía de las abstracciones algo concreto. Esta confusión
persiste hoy en nuestro modo teórico de pensar. Platón vive en nosotros más de lo que
podríamos creer.

El concepto de una teoría del diseño conlleva una dificultad, que el lector atento habrá
quizá adivinado mediante lo hasta ahora dicho: no es posible hablar de una teoría del
diseño que no abarque el diseño de su propia teoría. Creemos a menudo que las teorías
son abstractas y generales, pero una teoría se patentiza mediante descripciones concretas
hechas en palabras concretas. Palabras concretas que, no obstante, refieren a lo abstracto
y general. Una teoría trata de lo abstracto y general pero ella misma esta constituída por
formulaciones lingüísticas concretas. Lo general es lo que la teoría dice, no el decirlo,
no su expresión lingüística. Si la teoría del diseño fuera una teoría sobre cómo
diferentes cosas se crean, pero no cómo se elabora la propia teoría del diseño, nos
encontraríamos en la misma paradójica situación que el barbero de aquel pueblo que
afeitaba a todos los que no se afeitaban a sí mismos. Siguiendo esa regla se veía
obligado a afeitarse y al mismo tiempo a no hacerlo.

Toda formulación de una teoría del diseño es un ejemplo concreto de diseño de una
teoría. Una teoría del diseño que no advierte el diseño de la teoría del diseño deja de ser
una teoría crítica del diseño, convirtiéndose en una teoría dogmática de una forma
limitada o de un modelo determinado de diseño, aun cuando abarque más que la mera
113

arquitectura, la industria u otro tipo específico. Una teoría del diseño tiene pues que
tomar en cuenta como se conforma la propia teoría del diseño, es decir tiene que ser un
conocimiento mediante la acción, pues es en ésta, la más reflexiva de las teorías, donde
el diseño puede mostrarnos más clara e incontaminadamente lo que es el diseño.
Cuando hayamos comprendido de verdad lo que es el diseño, nos será más fácil
entender lo que es p.ej. el diseño arquitectonico, de la misma manera que el diseño
arquitectónico nos ayudará a entender cómo hemos de dar forma al edificio que vamos a
construir y por qué(1).

Todo diseño es una actividad que consiste en dar expresión a una forma concebida
inmaterialmente. Una teoría da expresión sistemática, de palabra y siguiendo ciertas
reglas formales, a lo que podemos saber acerca de algo. Una teoría del diseño expresa
por consiguiente en palabras lo que podemos saber sobre el diseño en general. La
construcción teórica es una forma de diseño en el que las palabras se utilizan como
material y en el que se siguen ciertas reglas mentales. La construcción teórica se hizo
posible solamente cuando la escritura fue inventada y obtuvo un cierto desarrollo y
cuando la alfabetización fue divulgada y instituciones especiales (escuelas y
universidades) organizaron esta actividad de diseño teórico.

La actividad diseñadora que advertimos en una cultura oral no es teórica en el sentido


que la palabra teoría ha cobrado para nosotros. En una comunidad humana de esa índole
se sustituye la teoría del diseño por la experiencia transmisible mediante la actividad
narrativa que acompaña al ejercicio activo concreto.

Cuando tratamos de formular una teoría del diseño estamos por consiguiente ya
sometidos a ciertas reglas de actuación que se hallan determinadas a su vez por un uso
lingüístico también sometido a reglas y por normas lógicas y científicas. Damos por
supuestos ciertos métodos de actuación: definir, analizar, seguir un cierto orden en el
discurso, etc.
Si el lector se siente un poco perdido en el laberinto de mi descripción de la paradójica
manera de ser de la teoría del diseño, si incluso esta descripción le parece una
especulación compleja y un tanto sin sentido, esto es debido quizá a la dificultad que
entraña un dualismo, inadvertido en el uso cotidiano, implicado en el concepto de teoría.
Se nos hace difícil advertir, acostumbrados como estamos a su uso, que la palabra teoría
oscila entre dos significados diferentes:

(A) un sistema bien ordenado de afirmaciones que pueden acumularse, almacenarse,


transmitirse y ser objeto de enseñanza. En relación con el diseño constituye la teoría,
en este sentido, un modelo para la actividad.

(B) una actividad que conduce a la construcción o formulación de ciertos sistemas de


afirmaciones (es decir de "teorías" en el sentido de (A), las cuales pueden ser
acumuladas, almacenadas y transmitidas.

El significado (A) (= modelo) se ha hecho fundamental para nuestra mentalidad por arte
de la escritura, pero el significado (B) (= actividad) es de hecho fundamental para la
existencia de (A). Hay por lo tanto una paradoja (impuesta por la cultura) en nuestra
modo habitual de usar el concepto de teoría.
114

Si contemplamos la teoría del diseño como un modelo, siguiendo el significado (A), se


impone la pregunta de cómo ha surgido (A), es decir cómo y quién la ha diseñado. Esto
exige una actividad del tipo (B). Si esta actividad a su vez ha de obedecer a un modelo
determinado, entonces haría falta otra teoría del tipo (A) de otro orden o rango, una
metateoría; lo cual exigiría una nueva actividad (B') creadora de esa metateoría (A') y
así hasta el infinito. Si nos preguntamos cuál es primero, la actividad o el modelo, la
teoría en el sentido (B) o en el sentido (A), nos vemos forzados a dar prioridad a la
actividad i a contemplar aun el más original de los modelos (A) como el resultado de
una actividad(2). Tenemos pues que imaginar una actividad primera que tuvo lugar sin
modelos preconcebidos: "En en principio fue la acción".

Sin actividad teórica no habría teoría alguna. Pero mientras que un producto objetivo se
independiza de su creador, cada actividad se halla íntimamente unida al sujeto humano
que la realiza.

Permítaseme ahora introducir una distinción en el concepto de teoría, llamando a (A)


teoría dogmática y a (B) teoría zetética. La palabra griega zetesis se refiere a una
actividad de búsqueda, crítica y sin prejuicios(3). Una teoría del diseño que no quiere
ser dogmática y por ende caer en una regresión infinita, tiene que ser considerada, a
diferencia de otras teorías, como una actividad.

La filosofía práctica de Aristóteles nos es de gran ayuda para entender una teoría del
diseño zetética, es decir fundada en la actividad. El valor del aristotelismo para la
discusión moderna de la teoría del diseño es debido a que el Estagirita, en la Ètica,
entendía la theôría justamente como una actividad, no como un resultado. La ciencia
(epistêmê) era para él una competencia o virtud que se adquiere mediante el ejercicio de
la actividad teórica. El sujeto obrante se halla siempre detrás de los conceptos
aristotélicos. Para nosotros en cambio, tanto la ciencia como la teoría se han convertido
en la codificación objetiva e impersonalizada del resultado del conocimiento.

Al igual que otros muchos conceptos hemos recibido la palabra teoría como una
herencia de los griegos. Durante el período presocrático significaba theôría, pura y
simplemente, contemplación. Se trataba pues de una actividad. Platón y Aristóteles
reducían el concepto a un tipo especial de actividad, abriendo así el camino que llevaría
el concepto de teoría a significar lo mismo que un sistema de afirmaciones formuladas
mediante palabras (escritas). La concepción de la teoría como una actividad
especulativa sigue existiendo en la lengua cotidiana, pero en un contexto intelectual y
profesional la teoría se convierte en un modelo definido, resultado de la actividad
teórica.

Aristóteles, que vivía en la transición entre la cultura oral y la cultura escrita, sacó de la
lengua cotidiana los conceptos que habían de dar cohesión a un conocimiento científico
(escrito). El filósofo griego se ocupa principalmente, como he dicho, de los conceptos
de teoría y de ciencia no ya en sus escritos teóricos, sino en la Ética, es decir en su
tratado de teoría de la acción humana. Esos conceptos son todavía considerados como
actividades, pero están ya dando fundamento a una concepción del modelo. Hay un
dualismo que hace a Aristóteles aun más interesante y que muestra claramente el
aspecto jánico de la teoría. Si leemos la Ética de Aristóteles con atención podemos,
desde nuestra perspectiva moderna, comprender lo que el filósofo estaba haciendo
mejor que él mismo.
115

El par conceptual teoría / práctica, que ha adquirido tanta importancia para el hombre
moderno, es de entrada una dicotomía aristotélica. Pero la práctica suponía para
Aristóteles dos cosas diferentes: poíêsis y prãxis:

CONCEPTO MODERNO CONCEPTOS ARISTOTÉLICOS

Actividad Competencia
humana (virtud)

Teoría Theôría (investigación) Epistêmê (Saber)

Poìêsis(producción) Téchnê (Técnica)


Praxis
Prãxis (acción) Frónêsis (Sentido)

Una actividad repetida generaba, según Aristóteles, un hábito racional o competencia en


el sujeto practicante. La distinción entre poìêsis y prãxis suponía para él distinguir entre
las actividades instrumentales y las acciones que tienen en sí mismas su propio sentido.
Una actuación instrumental es aquella que se efectúa para alcanzar un fin previsto (por
ejemplo construir una casa). El sentido de estas actuaciones reside fuera de ellas, en el
fin alcanzado. La acción con sentido propio, en cambio, es aquella que conlleva nuestra
propia realización, la satisfacción de una necesidad vital (por ejemplo el habitar la casa).
La actuación productora supone un proceso que conlleva un transcurso de tiempo hasta
que alcanza su fin. El fin y el proceso no se dan, en la actuación productora,
simultáneamente. Sólo cuando el proceso de producción ha terminado aparece el fin
realizado. La acción creadora de sentido no es un proceso, sino que es, por así decir, un
fin en sí misma. La acción y su sentido coinciden. Mientras la acción se realiza, se
realiza su sentido y su fin, en otro caso desaparecen. Por eso, la palabra fin es
inadecuada y debe reservarse para el resultado de la actuación instrumental o
productiva. La expresión "fin en sí mismo" es una manera de expresar la acción con
sentido en términos instrumentales. Yo prefiero distinguir entre finalidad y sentido.

Los dos conceptos aristotélicos (poíêsis och prãxis) se han fundido en una sola palabra
en nuestras lenguas modernas. Mientras que la palabra poíêsis ha sido reservada para la
actividad poética(4), abandonando su antiguo uso, nuestra palabra práctica ha venido a
sustituir a ambos conceptos a la vez, pero su significado propio para nosotros, el aspecto
desde el cual se la entiende, es el hacer, la actuación productora o instrumental, lo que
Aristóteles llamaba poíêsis. La Poíêsis desplaza a la Prãxis aristotélica y se apodera de
su nombre y su identidad. Nuestra mentalidad tecnoadicta moderna no ve ya la
necesidad de distinguir entre dos tipos de actuación humana, entre el sentido y la
instrumentalidad. Toda una dimensión de nuestra existencia, que para Aristóteles tenía
plena actualidad, se relega para nosotros al inconsciente. Pues la función del concepto
es actualizar algo en la conciencia y cuando esto desaparece de la conciencia cultural,
pediendo su carácter de algo, su concepto se hace superfluo. Una investigación de
116

genealogía conceptual puede sin embargo descubrir las huellas de los conceptos
desaparecidos(5).

Una lectura minuciosa de Aristóteles muestra que, aun cuando el filósofo distingue
explícitamente entre poíêsis y prãxis, el divorcio no es total. "Si queremos entender lo
que una persona quiere decir -escribe el académico Karl Ragnar Gierow en un libro
sobre la vida y obra del filósofo uppsaliense Benjamin Höijer(6)- puede a veces ser útil
partir de una afirmación en la que el autor parece contradecirse a sí mismo. Sucede a
veces que la contradicción advertida descubre un vacío en el razonamiento, pero otras
veces contribuye, si nos fijamos un poco, a aclarar un contexto". Si tomamos en serio la
distinción aristotélica y sacamos sus últimas consecuencias (consecuencias que van
mucho más lejos que lo que el texto aristotélico permite y seguramente más lejos que la
intención del filósofo) se manifiesta una relación importante entre poíêsis y prãxis, entre
la actuación instrumental y la acción con sentido. Trataré este tema espinoso de una
manera muy breve y esquemática.

Los humanos actúan para alcanzar fines previstos, pero quieren alcanzar esos fines para
con ello realizar el sentido de su vida. El ser humano se realiza a sí mismo justamente
mediante lo que hace. El sentido no es el fin. El sentido es lo que nos hace elegir ciertos
fines y ciertos medios, dejando a un lado otros. Medios/fines es una pareja conceptual
que se asemejan a la de causa/efecto. En una actividad técnica se piensa de la siguiente
manera: "si queremos alcanzar esto o aquello tenemos que actuar de tal o cual manera".
Pero ¿por qué queremos justamente eso? El sentido de lo que apetecemos como fin y la
aceptabilidad o no aceptabilidad de los medios que a ello conducen es algo que
sobrepasa la actuación instrumental y técnica. Una actuación puramente instrumental
puede estudiarse como un suceso objetivo y puede carecer de sentido, aun cuando deba
tenerlo.

El sentido no es, como a veces se pretende, un fin último, ya que el fin es lo que se
alcanza al final, mientras que el sentido es lo que desde el comienzo inspira la elección
y formulación de los fines a lo largo del camino que media hacia ellos. El sentido
mismo no puede ser formulado porque él mismo es la acción formuladora o, si se
quiere, la acción diseñadora de los fines.

Hay sin embargo actuaciones con sentido (acciones) que no son instrumentales: amar,
vivir la vida, pensar. Estas pueden ser nombradas pero no descritas. Son actuaciones
que están ligadas a la vida (es decir la historia humana, no la biología) y se desarrollan
para su propia realización, no para lograr un resultado externo. Pero las actuaciones
instrumentales elegidas también son expresión de nuestras intenciones y de nuestro
sentido. Entregar un ramo de flores puede significar expresión de afecto, construir un
puente es la expresión de un deseo de comunicación humana. Una actuación
instrumental puede así describirse como un suceso, pero puede además interpretarse y
se interpreta generalmente como una expresión de intenciones, de sentido, de acciones.
Matar a alguien puede significar asesinato, homicidio o accidente. Sólo en el último
caso puede considerarse como un mero suceso, en los otros se trata de acciones.

La existencia humana lleva consigo la realización del sentido de la vida mediante la


elección de lo que hemos o no hemos de hacer y de lo que hemos o no hemos de crear.
El humano muestra su sentido mediante sus actuaciones instrumentales. Poíêsis/téchnê
da expresión a prãxis/frónêsis. Para conformar su vida está el humano obligado a elegir
117

libremente (extraña paradoja) lo que ha de hacer o lo que ha de decir. Nos expresamos


mediante la palabra y mediante las acciones. No hay diferencia entre hablar y obrar,
pues hablar es la manera más fundamental de obrar que tiene el ser humano. Podemos
elegir hacer esto o lo otro, lo mismo que podemos decidir decir una cosa u otra, pero no
nos es posible dejar de usar el lenguaje si somos humanos. El habla es la acción
primordial y sin lenguaje jamás se habría desarrollado nuestra capacidad de acción. En
la Política de Aristóteles ({1253a 14-18}) leemos lo siguiente:

«Es evidente por qué razón el ser humano es, más que la abeja o cualquier otro animal
gregario, un animal social: la naturaleza, como solemos decir, no hace nada en vano, y
el hombre es el único animal que tiene palabra (lógos). La voz es signo de dolor y de
placer, y por eso la tienen también los animales, pues su naturaleza llega hasta tener
sensación de dolor y de placer y significársela unos a otros; pero la palabra es para
manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del humano
el tener él solo el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, etcétera, y la
comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad.»

El ser humano no es para Aristóteles el único animal social, como afirman los que no
han leído o han leído este texto aristotélico distraídamente. Y también el animal tiene
voz y puede expresar a su manera lo que siente. El hombre es simplemente más social
que los animales domésticos o gregarios y esto se debe a que tiene lógos, concepto que
resume el código cultural de occidente y significa al mismo tiempo pensamiento y
capacidad lingüística. Solemos traducirlo por "razón"(7). Nótese sin embargo que
Aristóteles no menciona aquí para nada la verdad. La razón no es para él una razón
teórica pura. La función de la razón práctica es la distinción entre el bien y el mal y la
elección entre lo justo y lo injusto. El ser humano crea lo que cree aceptable y justo y se
realiza con ello a sí mismo, dando sentido a su vida.

La razón práctica no anula la teórica, sino que la fundamenta y amplia. La teoría del
diseño no trata de lo verdadero sino de lo cualitativamente bueno; no trata de "lo que"
sino de "cómo", no de lo que una cosa es sino de cómo se hace. Un producto no es
verdadero o falso, sino mejor o peor hecho.

El ser humano surge con la capacidad de hablar, con el lógos. Aristóteles deja claro en
varios lugares que el lógos diferencia al ser humano tanto de Dios como de los otros
animales. Pues Dios no necesita de la razón y el discurso para entender mientras que los
animales irracionales carecen de esa capacidad. Las formas de entendimiento son por lo
tanto dos: la intuición y el discurso. Intuición es una forma inmediata de entendimiento,
discurso una forma mediata dia lógos, es decir mediante el pensar y hablar. El prefijo
griego dia no significa "dos", sino "por medio de". Diálogo no es, por lo tanto, mera
conversación. La comunicación ya está contenida en el lógos; lo que el dia añade es otra
cosa. Diálogo es entender mediante el lenguaje, mediante la articulación del sentido en
la palabra.

Se nos ha antojado que el habla es la expresión de lo previamente pensado. Creemos


que la cognición es una condición previa de la comunicación, pero en realidad es la
comunicación la condición sine qua non de la cognición, lo cual se desprende de la cita
aristotélica anterior. No hablamos porque hemos entendido, hablamos para entendernos
(unos a otros y a nosotros mismos). Hablar es prãxis, pero cuando utilizamos el
lenguaje como instrumento para expresar lo que ya hemos pensado y nos hemos dicho a
118

nosotros mismos, cuando empleamos el lenguaje solamente como un medio para lograr
un fin, para manipular, entonces el lenguaje se ha reducido a poíêsis.

Todo no es lenguaje, pero sin lenguaje no podríamos entender ni siquiera que todo no es
lenguaje(8). El lenguaje como actividad de hablar es una forma de obrar, aquella forma
de obrar que hace ser humano al ser humano, posibilitando sus restantes acciones. Pero
en la lengua escrita la cognición es condición previa de la comunicación. Pues escribir
es poíêsis, producción. Atar los cordones de sus zapatos o plegar sus vestidos da el
mismo testimonio de la presencia del lógos que el decir o escribir. Por eso se llama obra
lo que un autor escribe. El lógos, la razón expresable, es el límite que atraviesa el
humano para dejar al sentido expresarse en el mundo y hacerse inteligible para la
interpretación de otros humanos.
Aristóteles vio la diferencia que existe entre producción y sentido, entre actuación
instrumental y acción con sentido, pero no alcanzó nunca a entender bien lo que esto
suponía, puesto que él, al igual que su maestro Platón, nunca comprendió lo que era el
arte. Los griegos confundían la creación con la producción de algo. Por eso, la palabra
téchnê en Aristóteles puede significar tanto arte como conocimiento productivo. Un
artista era para los griegos un productor de cosas bellas, algo que nosotros seguimos
aceptando. La Estética como teoría de lo bello es un producto de la modernidad(9). Fue
Baumgarten, en el siglo XVIII, quien dio su nombre a la Estética.

Kant desarrolló una teoría estética en su tercera Crítica, partiendo del juicio de gusto, es
decir el juicio que establecemos cuando algo despierta nuestro agrado. Kant determinó
que un juicio de esa índole ofrece características comunes, de un lado con la teoría y de
otro con la práctica. Lo estético era, por lo tanto, según Kant, una categoría intermedia
entre teoría y práctica:

Teoría
(Estética)
Práctica

Cuando expresamos un juicio de gusto carece éste de motivación práctica, de finalidad.


Al igual que una teoría, carece de motivaciones utilitarias. Pero mientras una afirmación
teórica siempre da expresión a algo abstracto y general, el juicio estético será la
expresión de un sentimiento ante un objeto concreto de nuestra contemplación. En este
sentido se asemeja el juicio estético al práctico que también apunta a una acción
determinada.

Voy ahora a confrontar el esquema conceptual kantiano con el aristotélico que presenté
más arriba. Aristóteles distinguía entre theôría, de un lado, y poíêsis/prãxis, de otro.
Pero aun cuando él quería creer que la theôría era una actividad de conocimiento por el
conocimiento mismo, separada de toda producción (poíêsis), no cabe duda que su
theôría implicaba lo que para nuestra moderna concepción de teoría es evidente: la
producción de un sistema de afirmaciones (escritas). Ya he hecho constar que un
concepto de teoría que se refiera a una actividad científica, sólo puede entenderse como
una producción de escritos y tesis teóricos. El mismo Aristóteles llegó a producir una
obra teórica bastante amplia. El que él no equiparase la teoría a la producción se debe en
parte a que -siguiendo la huella de Platón- quería considerar la actividad teórica como
un estilo de vida humana por encima del que caracterizaba a los artesanos, de rango
social inferior. Pero se debe también al hecho de que él nunca advirtió cómo un
119

concepto tomado de la cultura oral se estaba convirtiendo en un concepto adaptado a la


cultura escrita. Para nosotros es la teoría un conocimiento totalmente objetivado.

El creer, como los griegos, que lo teórico es conocimiento puro sin intereses externos es
un error. Nuestras teorías serán entendidas a partir del siglo XVIII también como
instrumentos para obtener resultados y dominar la naturaleza. "Saber es poder"
proclamará Bacon.

En un contexto de teoría del diseño la dicotomía teoría/práctica es una ficción que sólo
contribuye a crear confusión, puesto que la teoría es una actividad (zetesis) que, en
paridad con la actuación instrumental, trata de proporcionarnos un producto, a saber un
modelo teórico (dogma). Si la teoría en el esquema aristotélico se puede reducir a
producción, el fenómeno estético no puede ya colocarse entre la teoría y la práctica, sino
entre la acción con sentido y la actuación productora, es decir, en términos aristotélicos,
entre la prãxis y la poíêsis. El esquema conceptual que propongo es el siguiente:

Acción con sentido

(ARTE)

producción simbólica (teorías etc.)


Actuación productiva
producción de objetos de uso y similares

Por arte entiendo una actividad que no se orienta a la satisfacción de un uso, sino que es
expresión pura del sentido de su creador, aun cuando esto no excluya la posibilidad del
uso. De ello se desprenden varias consecuencias:

1. El arte y el lenguaje (como actividades) son lo mismo. Pintar o narrar, por ejemplo,
son dos modos de expresión(10).

2. La producción de objetos de uso es compatible con la creación artística, pero no es


la misma cosa, como Aristóteles y Platón creyeron. Un pintor puede pintar un cuadro
para venderlo, pero el aspecto artístico consiste en el pintar por pintar. Como expresión
de un sentido, la arquitectura es también arte, pero como objeto de uso la casa no es
arte.
Una teoría dogmática del diseño es una descripción de cómo un modelo se aplica a un
objeto concreto. Esto es diseño técnico, diseño de algo.

Una teoría zetética del diseño es la comprensión de cómo se realiza la creación de algo,
inclusive la creación del propio modelo. Lo que aquí se contempla es la expresión del
sentido y se trata de diseño ético.
120

El modo según el cual el sentido se expresa en la conformación concreta de algo es lo


que llamamos arte. La percepción y vivencia de la expresión del arte es lo que produce
el fenómeno estético y el juicio de gusto.

La teoría del diseño es como una teoría invertida del conocimiento. Mientras que la
teoría del conocimiento es una teoría de cómo es percibida y entendida la realidad y de
cómo se adecuan nuestras ideas con la realidad externa, la teoría del diseño es una teoría
de cómo la realidad es producida y cómo las ideas y la experiencia pueden dar forma a
una realidad externa.

NOTAS
1. Para saber simplemente cómo basta con la experiencia práctica del hacer. Una teoría científica exige además el saber por qué.

2. Esto no sería aceptado por Chomsky y los propulsores de la llamada gramática generativa. Según éstos la mente humana esta
provista desde el principio de una especie de código genético, una gramática profunda. Eso es una hipótesis indemostrable y tanto
daría suponer un modelo de base como una actividad de base, creadora del modelo. Jacques Lacan dice que el inconsciente está
estructurado como un lenguaje. Mi opinión es que las estructuras o modelos se establecen tras de una actividad, inconsciente
primero y consciente después, que se abre paso pragmáticamente, es decir orientada por la finalidad y adaptada al medio con el que
tiene que contar para realizar su tarea. Además de esto insisto en que el lenguaje hablado carece de teorías, siendo éstas una
secuencia de la lengua escrita, lo cual ya supone una técnica.

3. He tomado la distinción entre dogma y zetesis del filósofo alemán del derecho Theodor Viehweg (véase su Tópica y filosofía del
derecho, Gedisa, 1991).

4. Esta reducción del concepto (llamada en retórica sinécdoque) se había ya iniciado en tiempo de Platón, como se testimonia en El
Banquete {205}.

5. Sobre esta genealogía conceptual he escrito en sueco mi libro Skapande mening - en begreppsgenealogisk undersökning om
rationalitet vetenskap och planering ("El sentido creador - una investigación de genealogía conceptual acerca de la racionalidad, la
ciencia y la planificación"), NORDPLAN, Stockholm, 1995, que todavía no ha sido traducido al castellano.

6. Benjamin Höijer (Svenska akademiens minnesanteckningar), Norstedts, 1971. Höijer, amigo de Fichte y detentor de una filosofía
de la acción que bien pudiera servir de base a una teoría del diseño, es tan interesante como desconocido.

7. En la ratio latina tiende a perderse el elemento linguístico, quedándose solamente con el pensamiento. Por eso se veía Cicerón
obligado a traducir lógos con ratio et oratio. Al desgajar palabra y pensamiento se obtiene una concepción cognitivista según la cual
primero pensamos y luego decimos lo pensado. Esta concepción es absurda, pues hemos aprendido a pensar a través del hablar, aun
cuando podamos dar la patada a la escalera cuando ya la hemos utilizado para subir.

8. Por lenguaje entendemos a veces las series de palabras que utilizamos y las reglas de su uso, pero yo me refiero aquí a la
actividad de hablar, de la que las palabras sólo son instrumento.

9. En Aristóteles se encuentran algunas nociones de estética en su Poética.

10. Me adscribo aquí a la opinión de Benedetto Croce (Estética como ciencia de la expresión y lingüística general, Librería de
Francisco Beltrán, Madrid, 1912) y de R.G. Collingwood (Los principios del arte, Fondo de Cultura Económica, 1985).
121
121

CIENCIA SOCIAL Y MITOLOGÍAS MODERNAS. ACERCA DE LAS


METONIMIAS DEL PENSAR

José Luis Ramírez

Comunicación presentada en el Symposio Hacia una ideología del siglo XXI. Madrid,
21-23 de septiembre de 1997

Los estadios del espíritu según la filosofía positiva

"En el estado teológico, el espíritu humano, al dirigir esencialmente su investigación


hacia la naturaleza íntima de los seres, hacia las causas primeras y finales de todos los
efectos que le sorprenden, en una palabra hacia los conocimientos absolutos, se
representa los fenómenos cual si fueran producidos por la acción directa y continua de
agentes sobrenaturales más o menos numerosos, cuya intervención arbitraria explica
todas las anomalías aparentes del universo."

Con estas palabras describía Augusto Comte en su Curso de filosofía positiva(1) la,
según él, superada forma de pensar de sociedades humanas primitivas. El segundo
estadio, también pretendidamente superado, al que Compte llamaba "estadio
metafísico", no era "sino una modificación del primero", ya que "los agentes naturales"
- yo diría las divinidades - "son reemplazados por fuerzas abstractas, verdaderas
entidades (abstracciones personificadas) inherentes a los diversos seres del mundo, y
concebidas como capaces de engendrar por si mismas todos los fenómenos observados,
cuya explicación consiste entonces en asignar a cada uno la entidad correspondiente".

La intención y programa de Augusto Comte era acceder a un estado positivo en el que el


espíritu humano superase esa ambición metafísica y "al reconocer la imposibilidad de
obtener nociones absolutas, renuncia(ra) a buscar el origen y el destino del universo y a
conocer las causas íntimas de los fenómenos para limitarse sólo a descubrir, mediante el
uso bien combinado del razonamiento y de la observación, sus leyes efectivas, es decir
sus relaciones invariables de sucesión y de similitud."

Vivimos hoy en un ambiente intelectual dominado por las ciencias sociales. Entre ellas,
la Sociología representa la filosofía del sistema social moderno, mientras que la
Economía Política es algo así como su teología, con una clase sacerdotal que son los
economistas. La Ciencia Política se ocupa de la liturgia y el protocolo que regulan las
formas de uso del poder. Hay toda una serie de vástagos menores, adscritos o derivados,
pero es ese triunvirato disciplinario el que otorga estructura y legitimidad a la sociedad
democrática moderna, definiendo su sistema de valores, sirviendo de base y fundamento
a su paradigma de conocimientos y a la praxis que rige todo el conjunto de saberes
útiles y los cauces por los que se ha de mover la formación de sus súbditos.

La vieja distinción entre ciencias naturales y ciencias humanas ha visto así nacer y
desarrollarse un nuevo ámbito disciplinario e ideológico que, compitiendo con las
ciencias humanas y deslumbrado por el prestigio de la ciencia y de la técnica en una
sociedad ya postindustrial, hace profesión de fe en el paradigma positivista,
pretendidamente antimetafísico, que preconizara Comte, obligando incluso a las
122

ciencias humanas tradicionales a adaptarse a él manteniendo la tesis de la unidad de la


ciencia.

No es difícil advertir en la Europa actual cómo los programas nacionales de enseñanza


están inspirados cada vez más por el ideal de una formación social a despecho de una
formación histórica y humanística. Se trata de una subordinación de los valores
personales a los valores colectivos, siendo la manipulación del individuo, más bien que
su formación, la preocupación fundamental de los regímenes vigentes. El estudio de las
humanidades se ha ido convirtiendo cada vez más en un lujo carente de utilidad
práctica, siendo el propio utilitarismo ético también un producto de la hegemonía de las
ciencias sociales y su más fiel compañero de viaje.

Las nuevas e inevitables mitologías

Las esperanzas positivistas de Compte se han visto en gran medida realizadas, pero no
su pretendida superación de las etapas teológica y metafísica del pensar, cuya
ininterrumpida vigencia encuentra nuevas formas en nuestras sociedades modernas y en
el lenguaje usual de las ciencias sociales y de la política que en ellas se apoya. Si los
antiguos erigían en divinidades a la Justicia, la Guerra, el Amor, el Comercio, etc.,
tampoco nosotros, educados en la ciencia moderna, carecemos de agentes divinos o
abstracciones metafísicas que se presentan como causas o explicaciones últimas de los
acontecimientos humanos. Yo diría incluso que nuestro Olimpo está aun más poblado
que el de los antiguos. Hablamos, como si fueran seres sobrenaturales, del superado
esperpento de la Guerra Fría y decimos que el Socialismo ha muerto; nos sentimos hoy
sometidos a los caprichos del veleidoso Mercado y asolados por el azote del Desempleo
y de la Droga. A falta de mejor excusa, los detentores de la política atribuyen la culpa
de la inestabilidad económica, no a su propia falta de competencia y previsión, sino a un
fantasma denominado Crisis - y digo fantasma porque su envoltura conceptual carece de
contenido aprehensible. No faltan en nuestra sociedad equívocas deidades domésticas a
las que damos culto de una manera un tanto vergonzante y ambigua. Me refiero a
deidades de segundo orden como un tal Enrique, apellidado Cimiento (Enrique
Cimiento), al que todos persiguen públicamente y aman secretamente como si fuera un
Luis Candelas redivivo. O como ese otro gran personaje llamado el Poder, tan admirado
como vilipendiado. Oímos decir que el Poder corrompe, maravilloso subterfugio que
nos despoja de toda responsabilidad; pues siendo el Poder quien corrompe, el prepotente
o poderoso es reducido a la condición de víctima.

Nuestra gramática habitual concede articulación lógica a la fingida actuación de una


serie de entidades abstractas a las que aludimos como causas responsables de lo que nos
sucede: la Pasión, la Envidia, el Engaño, la Miseria, la Enfermedad, la Ganancia, el
Dinero. Y aludimos también con substantivos ficticios a aquello por lo que nos
afanamos y aquello que exigimos: el Salario Justo, la Solidaridad, la Libertad, la
Igualdad. El propio Augusto Comte, que criticaba y pretendía superar la reificación y la
personificación, elevó a los altares de la sociedad moderna al Orden y al Progreso, que
inspiraron al pensamiento político de los países jóvenes y hoy figuran en el emblema
nacional del Brasil. Tanto en el lenguaje cotidiano como en el discurso de la ciencia,
cada vez que usamos un nombre substantivo en forma determinada singular, nos
hallamos en la inmensa mayoría de los casos ante una personificación o reificación de
entidades abstractas. Los médicos estudian y pretenden curar la Enfermedad, como si
123

fuera ésta la que existe y no los enfermos y como si el Cáncer o la Diabetes fueran
entidades existentes en sí mismas y no meras denominaciones abstractas obtenidas de la
comparación de síntomas concretos advertidos en seres humanos individuales. La
mayor parte de las abstracciones que se presentan como explicación de algo, no hacen
sino urgir esa explicación. Pero no nos damos cuenta de ello ni de nuestro autoengaño.
Las declaraciones políticas y los comentarios económicos están llenos de
pseudoexplicaciones de esa índole. Un primer ministro sueco se excusaba hace unos
años de la serie de medidas impopulares a que nos sometió su gobierno, diciendo que
eran necesarias porque la Renta Pública (como se denomina en Suecia la cuota de
interés fijada por el Banco Nacional) había ascendido al 500 %. Como si la Renta o
Interés fueran seres provistos de pies y capaces de subir o bajar por sí mismos. La
verdadera explicación era que el Director del Banco Nacional, con la aprobación del
gobierno entonces regente y de sus correligionarios políticos, ante la ola de
especulación desencadenada en Europa, en lugar de devaluar la moneda sueca (lo cual
era inevitable y al final tuvo que hacerse), intentó insensata y fanfarronamente
protegerla, "costara lo que costara", poniendo a los ciudadanos en una precaria situación
económica. Una mayor prudencia, aun sin haber podido evitar los perjuicios de una
devaluación, habría ahorrado la gravosa añadidura creada por la equivocada
intervención gubernamental. Es fácil echar la culpa a la subida del Interés, a la Inflación
y a otros monstruos parecidos, omitiendo investigar quién es el progenitor de los
monstruos. El lenguaje de la Economía moderna, que ha venido a dominar totalmente
los canales de la información y el discurso político, nos ha acostumbrado a someternos a
una serie de supuestas entidades que, siendo meras creaciones de la mente y de la acción
humana, se presentan con los atributos de lo necesario e inevitable. Pues también la
Necesidad, la Ananke de los griegos, es una deidad prolífera de deidades menores.

Una filosofía como la de Comte, que decía luchar contra las mitologías del espíritu
humano, no hacía sino, inconscientemente, renovarlas. También se contradecía
flagrantemente el Curso de Filosofía Positiva al contraponer su ideal científicista a un
pensamiento interpretativo-historicista, pues esa obra no hace en realidad sino
interpretar la historia estableciendo las edades de su evolución ideológica y social. Mas
no se trataba de establecer una sociología vista desde el punto de vista de la historia -
como exigiría el gran crítico de la sociología americana de la postguerra, el malogrado
Charles Wright Mills(2) - sino de contemplar la historia desde el punto de vista de la
sociología. La concepción positivista comptiana no trataba de dar sentido a su ciencia de
la sociedad en el contexto de una sucesión histórica inacabada, sino de mostrarnos que
la historia precedente no era más que una justificación y una preparación del
advenimiento de la concepción positivista de Comte. Lo que Comte aporta de razón - ha
señalado Ortega y Gasset- no es histórico y lo que aporta de histórico no es racional.
Comte no habla de la historia, sino del fin de la historia. Para lo cual más valiera que se
hubiera dejado de historias.

La ciencia social como saber abstracto: el culto de los hechos y el descuido del
hacer

Comte hablaba de la sociología como una "física social", abogando por un equiparación
metodológica entre la ciencia natural y la ciencia social. La física es la operación
analítica que reduce los hechos complejos a un repertorio de hechos más simples. "La
llamada naturaleza - escribía Ortega(3)-, por lo menos lo que bajo este nombre escruta
el físico, resulta ser un aparato de su propia fabricación que interpone entre la propia
124

realidad y su persona." En cambio "La razón histórica no acepta nada como mero hecho,
sino que fluidifica todo hecho en el fieri de que proviene: ve cómo se hace el hecho".
Con otras palabras: la ciencia natural, como quehacer humano, también es susceptible
de comprensión histórica, mientras que la historia y la actividad humana son
incomensurables para la ciencia natural. Una coordinación de naturaleza e historia -que
está siendo cada vez más urgente para fomentar nuestra amenazada supervivencia
ecológica- sólo se puede llevar a cabo desde la perspectiva humana, no desde la
perspectiva física o natural. Y el estudio de la metodología de la ciencia física es
externo a la propia ciencia física e incumbencia propia de la ciencia humana. La tesis
positivista establece una relación invertida, de fatales consecuencias, entre los saberes
humanos.

La reducción del estudio de la vida social a la descripción objetiva de los hechos


observados es expresada por Émile Durkheim diciendo que "Los fenómenos sociales
son cosas y deben ser tratados como tales"(4). Pero las "cosas" que estudia la sociología
no son individuos y sucesos concretos o hechos históricos, sino hechos abstractos
semejantes a las ideas platónicas y a las personificaciones de la mitología y de la
metafísica. La Sociología no estudia los hombres, sino el Hombre y toda alusión
sociológica al individuo humano hace referencia a un Individuo medio, establecido
estadísticamente, carente de existencia real. Al buscar una objetividad que, por
definición, es abstracta, el positivismo social crea una paradójica contradicción entre la
objetividad real y la realidad objetiva. Pues lo real no es el hombre, sino los hombres,
pero acerca de las individualidades, según el positivismo científico, no es posible la
ciencia. Toda ciencia es, según esa concepción, ciencia de generalidades. Pero si la
ciencia positiva dice ocuparse de los "hechos", al ser estos un participio del verbo hacer,
quedan desenmascarados como productos de la manipulación científica, no de la
realidad pretendidamente objetiva. "La importancia atribuída a un factor social -dice
Wright Mills- depende de la facilidad de su tratamiento por métodos estadísticos". "El
empiricismo abstracto se fija en un detalle del proceso investigado y lo deja dominar
por completo". Esto origina, según Wright Mills, un "fetichismo del concepto".
Justamente el mismo fetichismo que, según Comte, caracterizaba a una de las etapas del
pensamiento teológico primitivo.

El divorcio entre la ciencia social y las humanidades se manifiesta a veces en una cierta
aversión a mezclarse con la psicología. En Durkheim, esa actitud antipsicológica era
explícita. Dentro del campo de la filosofía se desarrolló a fines del siglo XIX y
principios del XX una polémica contra la psicologización de la lógica y de la teoría del
conocimiento. La victoriosa acusación logicista contra el psicologismo de confundir la
conciencia con su contenido, contribuyó al surgimiento de movimientos filosóficos
valiosos como la fenomenología, pero inhibió al mismo tiempo, a mi juicio, la búsqueda
de una comprensión de lo humano que ha estado proscrita en Occidente desde los
tiempos de Platón. Al tirar el agua sucia se tiró también al niño. Un resultado de esta
lucha entre la lógica y la psicología ha contribuído a la aproximación y hasta
identificación de la psicología con la ciencia natural y a la reducción del estudio de la
actividad humana a mero conductismo o behaviourismo. La confusión sociológica del
concepto de acción con el concepto de relación es, a este respecto, sintomática.

La concepción de la nueva lingüística y de la metodología estructuralista por obra de


Saussure, ha favorecido también el estudio de la lengua en una dirección positivista. Ni
siquiera el pragmatismo, que considera el lenguaje como actividad, ha logrado
125

mantenerse al margen de la contaminación positivista del semioticismo y la semántica.


Peirce es una buena prueba de ello. La hegemonía de la perspectiva de la langue sobre
la parole en los estudios lingüísticos, es concomitante con la hegemonía de la
perspectiva lógica frente a la psicológica. Pero aun las explicaciones psicológicas están
dominadas por el positivismo. Sólo el psicoanálisis utiliza la vía hermenéutica como
contrapartida del positivismo. Y sin embargo ni siquiera Lacan, con todos sus méritos,
ha logrado mantenerse fuera del estructuralismo.

Frente a la lingüística no ha faltado una ciencia del lenguaje que lo estudia como
actividad, reduciendo las palabras a la condición de mero instrumento. Me estoy
refiriendo a la concepción de Guillermo de Humboldt, p.ej. Giambattista Vico es en esto
un gran inspirador. Ludwig Wittgenstein ejemplifica las dos concepciones del lenguaje,
una en el Tractatus y la otra en las Investigaciones filosóficas. Hay sin embargo no dos,
sino tres niveles diferentes en el estudio del lenguaje: el estudio del hablar, el estudio
del decir y el estudio de lo dicho. El positivismo lingüístico sólo se interesa por el
último aspecto. Sobre esta problemática me he extendido en otra parte y no me es
posible detenerme aquí. Hay que advertir, sin embargo, que la hermenéutica no es
absolutista, no se desentiende de los temas que interesan y son adecuados al
positivismo, sino que los abarca. Es el positivismo quien no acepta competencia alguna.

La consideración estructuralista del lenguaje, junto con la pretensión de que toda


actividad humana puede estudiarse como una forma de lenguaje -es decir como si
tuviera estructura lingüística-, ha originado una nueva metodología extensible a todas
las ciencias, excediendo el ámbito de la propia lingüística. El estudio de la actividad
humana se orienta entonces a la determinación de una estructura y de un sistema
generalizables y apriorísticos, válidos para todas las actividades del mismo género. La
actividad humana se convierte así en un fenómeno científicamente predecible,
respondiendo a la exigencia científica del conocimiento de lo invariable en la variedad
o, en palabras de Comte "de sus relaciones invariables de sucesión y de similitud". Al
decir "exigencia científica" se entiende, claro está, la exigencia científiconaturalista,
determinadora de causas y efectos. Pero si ni la historia ni las otras disciplinas humanas
se ajustan a esa concepción científica, lo único que hacemos es crear una concepción
tuerta del saber científico, renunciando a comprender lo que significa la acción humana.

No todas las escuelas ni todos los autores dedicados a las ciencias sociales están de
acuerdo con la concepción de éstas como una física (Comte) ni de su objeto de estudio
como una "cosa" social (Durkheim). Un cuadro completo de las escuelas sociológicas
muestra que ha habido y hay concepciones sociológicas que no han despreciado ni el
método hermenéutico, ni la comprensión histórica. Hay gran distancia entre la idea de
ciencia social en Comte y la sociología alemana de un Weber o un Simmel, la
psicología social y el interaccionismo de un Mead y el psicoanálisis en sus diferentes
vertientes y aplicaciones. La obra del antes mencionado Charles Wright Mills, trata de
replantear la ciencia social justamente como una forma de conocimiento humano
diferente de la ciencia natural. No es sin embargo mi intención hacer aquí una
exposición de las diferentes corrientes sociológicas, sino de detectar la orientación de la
ideología social dominante en la política y en la organización de la sociedad moderna
dos años antes de la inauguración de un nuevo milenio y ante la perspectiva de una edad
postindustrial dominada por la cibernética, los lenguajes artificiales y una serie de
complicados sistemas simbólicos. La ciencia social positiva ha logrado acotar una
facultad con cátedras universitarias propias, distanciándose arrogantemente de las
126

humanidades y del conocimiento histórico. Desde la segunda postguerra, viene la nueva


ideología social estableciendo la pauta de los programas nacionales de enseñanza
contando con un número creciente de seguidores y ocupando los estamentos
profesionales más importantes para el diseño de la sociedad moderna. Mi experiencia
más directa es la del modelo sueco, pero creo advertir que la evolución de los países
occidentales a partir de la postguerra, dentro de condiciones y matices nacionales
específicos, han ido imponiendo en los sistemas de enseñanza y en las profesiones ese
mismo ideal científico-social positivista.

El límite del fundamento occidental del saber y del pensar - A la búsqueda de una
ética para la Edad Cibernética

Contrariamente a la interpretación comtiana que detectaba una trasformación radical en


la mentalidad occidental desde la antigüedad hasta la modernidad, se advierte una
asombrosa continuidad en los presupuestos determinantes de esa mentalidad desde
Platón hasta nuestros días. Con riesgo de ser acusado de hegelianismo diría yo que las
diferentes edades en que dividimos la historia de occidente no son más que diferentes
circunstancias accidentales a través de las cuales se va desarrollando el espíritu griego
configurado por la concepción platónica. El propio positivismo de Comte no es más que
una etapa en una misma línea evolutiva que arranca de Parménides y Platón y pasa por
Descartes para desembocar en la ideología de la Sociedad moderna del Bienestar. Es
difícil advertir los rasgos dominantes y las personas representativas de la etapa histórica
en que uno mismo vive. Sólo después de transcurridos varios decenios podemos
entender el papel de nuestra época y de nuestros personajes en esa evolución. No
obstante hay que vivir muy irreflexiva y despreocupadamente en estos días de 1997 para
no experimentar un sentimiento de encrucijada histórica, como si estuviéramos llegando
a un límite y como si algo totalmente imprevisible se nos estuviera echando encima.

A mi juicio, quizá la concepción platónica vigente esté llegando a un límite que exige
un cambio de fundamento si no queremos asistir al hundimiento de nuestra civilización.
Si esta conjetura tiene algo de cierto -y no faltan indicios de ello a juzgar por los temas
más frecuentes de discusión-, la encrucijada de este final de siglo consistirá en la
necesidad de abordar un problema que la mentalidad platónica ha venido proscribiendo
o relegando a un plano secundario durante 25 siglos: el problema de la asunción de la
responsabilidad humana; lo cual exige una auténtica ciencia de la acción humana, una
ética de índole diferente a la que venimos profesando. Para decirlo breve y
emblemáticamente: En lugar de una reforma moral basada en la ciencia, lo que ahora se
impone es una reforma de la ciencia basada en la moral.

El miedo a la libertad y a la responsabilidad que ésta conlleva, se manifiesta primero en


la religación teológica del ser humano. La obediencia a Dios es después sustituída por la
obediencia a la Razón. La Ilustración se presenta a sí misma como la asunción de la
responsabilidad humana por el hombre y la "liberación de su autoimpuesta tutela" y de
su "incapacidad de usar la inteligencia sin ayuda externa", en palabras de Manuel Kant,
para quien esa tutela "no dependía de la falta de inteligencia, sino de la falta de coraje y
decisión a hacer uso de ella sin la ayuda de una autoridad". Pero la autoconciencia
ilustrada es una conciencia falsa. Entre el dicho y el hecho se abre un abismo y las
palabras de Kant siguen todavía esperando su realización. Lo que ha hecho el hombre
occidental no ha sido sino sustituir la norma divina por una regla racional tan externa
como la teológica. Ha trocado una divinidad por otra. La acción humana pasó a ser
127

dirigida, en la etapa ilustrada, por la norma de una razón transcendente al individuo


humano. Eso es la ética deontológica, cuyo modelo ha sido diseñado por el mismo Kant.
Su constante alusión a la Ley y a la Obligación desenmascaran el carácter jurídico de
una ética que se arroga la defensa de la Libertad humana. La sociedad ilustrada está
dirigida por principios ideales, muy del agrado de un Comte. Hablando de la fe religiosa
decía Ortega que lo específico de ésta se sostiene sobre una construcción tan conceptual
como puede ser la didáctica o la física. Las ideas regulativas del tipo Libertad, Igualdad,
Fraternidad -diría yo-, poseen una estructura conceptual semejante a la de los conceptos
matemáticos(5).

Entre las divinidades principales de la Ilustración figuran la Ciencia y el Progreso cuya


mutua cooperación conduce al uso de la ciencia para el dominio de las leyes naturales y
el desarrollo de la técnica. Una vez logrado ese desarrollo, la norma externa de la acción
pasará a ser el producto o bien material y la ética se hará utilitarista. La acción justa y
aceptable es entonces aquella que produce la mayor cantidad de bienes posibles para el
mayor número posible de usuarios. Mientras la ética deontológica ponía su punto de
referencia en los principios jurídicos, la ética utilitarista se relaciona con los principios
de la economía.

Teológica, deontológica, utilitarista, he ahí las tres etapas éticas recorridas por la
civilización occidental. Pero se trata de paradigmas éticos, de éticas predominantes, no
exclusivas, pues ni las valoraciones y las actuaciones utilitaristas han estado ausentes en
la época regida por la teología, ni las éticas teológica y deontológica han desaparecido
en nuestra sociedad primordialmente utilitarista y consumista. Esas tres etapas son
además etapas recorridas de hecho, no ciclos impuestos por ninguna ley histórica, como
era el caso en la filosofía de Comte (o en la de Marx). Lo que sucede es que lo pasado,
al estudiarlo, se nos antoja lógico y necesario, puesto que ya no puede cambiarse y las
razones fácticas que lo hicieron surgir están patentes, en tanto que las contrafácticas, lo
que pudiera haber sido, quedan ocultas. Si miramos hacia adelante podemos reflexionar
acerca de cuál es la ética urgida por la sociedad que se vislumbra a fines de este
intricado siglo XX. Las condiciones en que vivimos están pidiendo a voces una ética de
la responsabilidad, es decir una ética que no busque su norma fuera de sí misma. Pero
no hay garantía alguna de que realmente elijamos lo que, a todas vistas, deberíamos
elegir. Nada indica que estemos dispuestos a buscar formas alternativas de
conocimiento más bien que a seguir obcecados en aumentar el conocimiento de lo
mismo.

La persistencia del ontocentrismo y el miedo a la inseguridad

Decía que la mentalidad occidental se mantiene en el fondo asombrosamente idéntica


desde los tiempos de Platón. Es verdad que la historia de Europa está llena de rupturas,
de cambios radicales, de sustituciones de unas ideas regulativas por otras. Pero todas
esas transformaciones no son más que variaciones sobre un mismo tema de fondo que
domina toda la evolución cultural. Ese tema es la ontología parmenídea y la intangible
objetividad del ser, el supuesto de la sustancia y de la infraestructura, la necesidad de un
algo invariable que explique las variaciones. La investigación social ha tratado de
buscar el origen y comienzo de nuestra situación actual en las ideas y el espíritu de la
Ilustración, pero la sociedad ilustrada no es sino el fruto maduro de la semilla griega.
128

El concepto del saber occidental se refiere a un saber de algo intemporal. A los griegos
les dejaba perplejos el movimiento o cambio. Gran parte de su filosofía se dedicó a la
solución de la paradoja que esto supone. Movimiento significa traslado o
transformación, cambio de lugar o cambio de forma o de esencia. Como fenómeno
objetivo de la naturaleza se produce por su propia iniciativa y la única forma de
entenderlo es captar el esquema constante de ese movimiento o transformación. Si no
hay una sustancia fija, por lo menos habrá una ley o estructura fija que le dé
consistencia y lo haga inteligible.

Ahora bien, al movimiento o cambio que se produce por propia iniciativa natural hay
que añadir el cambio que se produce por iniciativa de un ser provisto de voluntad. He
aquí la diferencia entre el movimiento o cambio natural y la acción o actuación humana.
Movimiento y acción no se excluyen, pues la acción es también principio de
movimiento o cambio, pero pertenecen a órdenes diferentes, ya que no todo cambio
tiene su principio en la acción. En la medida en que la acción humana origina
movimientos o cambios surgen dos perspectivas de explicación. P.ej.: "César murió
porque un cuchillo atravesó su cuerpo interrumpiendo sus funciones vitales"; "César
murió porque Bruto, haciéndose cómplice de una conspiración en el Senado, lo
asesinó". He aquí dos tipos de explicación, natural la una, histórica la otra, que exigen
dos formas de saber y dos metodologías diferentes. Sin embargo caemos siempre en la
tentación de reducir las explicaciones del segundo orden mencionado a las del primero,
por la sencilla razón de que éstas son más exactas. Y son más exactas porque en ellas
nos hemos cuidado de dejar a un lado todo aquello que esté sujeto a la interpretación y
ofrezca inseguridad o ambigüedad. A la explicación o descripción exacta la llamamos
"objetiva", sin plantearnos el problema de su elaboración conceptual y lingüística.

Una explicación natural puede ser verdadera o falsa mientras que una explicación
histórica podrá estár bien fundada, ser convincente o verosímil, pero nunca verdadera en
un sentido absoluto. Lo cual encierra un engaño. Pues ¿quién nos asegura que la
explicación científica es correcta? ¿No está acaso una demostración científica también
sometida a la exigencia del buen fundamento? ¿No ha de ser acaso convincente? ¿No
está toda afirmación científica condicionada por la reserva del ceteris paribus, que pone
la afirmación científica en entre dicho? Popper ha mostrado que lo único
definitivamente seguro es la falsedad, no la verdad. La elaboración científica es también
un producto de la acción humana y toda teoría que pretende ser verdadera tiene primero
que ser una buena teoría, una teoría bien hecha. Luego toda explicación natural tiene su
fundamento en una explicación humana e histórica. Lo bueno y lo verdadero no están al
mismo nivel, sino que lo bueno es más fundamental para los humanos que lo verdadero.
Para Platón sin embargo, lo bueno era algo tan objetivo como lo verdadero.

Para llegar a lo absolutamente cierto abstrahemos de nuestros conceptos y de nuestras


teorías todo aquello que da concreción a la realidad, todo aquello que la hace interesante
para nuestra vida cotidiana. Pero ¿no es acaso la vida una actuación que se mueve entre
reiteradas incertidumbres? Si solamente obráramos en el terreno de lo seguro nos
quedaríamos paralizados, no podríamos vivir. Vivir es arriesgarse a errar y la
experiencia (que no es el experimento) se va acrisolando a lo largo de una serie de
tentativas, a lo largo de una serie de aciertos y errores. El saber científico busca
exactitud, el obrar busca precisión. Toda experiencia, sea teórica o sea práctica, se va
afianzando mediante el ejercicio que pone a prueba nuestra competencia personal. Todo
conocimiento adquirido supone un arte. Y ahora, cuando en la sociedad moderna todo
129

arte se está convirtiendo en ciencia y en objeto de enseñanza universitaria, se hace más


necesario que nunca recordar que también la ciencia es producto de un arte, del arte de
razonar e investigar bien y de expresar lo investigado correcta e inteligiblemente. Lo
que hace a un médico ser un buen médico no es su dominio de la patología, sino su
conocimiento de la biografía del paciente. Pues -como decía Aristóteles en diatriba
contra Platón-, no basta para ser buen médico el conocer lo que es la salud y la
enfermedad; lo que hay que saber es curar a los enfermos. Y -añade el Estagirita, como
si presintiera la ciencia social y la estadística moderna- tampoco se trata de curar al
Hombre, sino a Sócrates, Kallias y otros seres humanos determinados. La diferencia
entre Platón y Aristóteles es más radical que lo que se ha venido afirmando, pero fue
Platón el que marcó en Occidente la pauta del saber científico único y absoluto(6).

La totalitaria reificación del ontocentrismo y el sustantivo como paradigma del


lenguaje

El recalcitrante y persistente objetivismo platónico a lo largo de la historia de nuestra


concepción del saber, introduce una escisión en el concepto griego de lógos, separando
el pensamiento del lenguaje y reduciendo -a pesar de la teoría de las ideas- la realidad a
las cosas. El ser serán en lo sucesivo las cosas y todo lo que haya de ser entendido ha de
reducirse a la condición de cosa, como propusiera Durkheim. El divino Platón, el gran
precursor del idealismo, no era sino un materialista empedernido que buscaba en las
cosas el modelo de las ideas, no al revés, como él mismo creía. Pero no las cosas
individuales y concretas. La ontología es una metafísica de la cosa abstracta, cuyo
modelo son las entidades matemáticas.

El vocablo griego lógos significaba algo así como "razón parlante", aunque Platón, que
paradójicamente decía menospreciar la palabra, sobre todo la palabra escrita de la cuál
sin embargo es uno de los primeros maestros, se esforzaba en separar los dos aspectos
integrantes del concepto de lógos. En la ratio latina el concepto apunta ya sólo al
pensamiento y Cicerón se ve obligado a hacer un juego de palabras en la expresión ratio
et oratio, para reparar el conceptual divorcio del pensamiento y la palabra. El lenguaje y
la gramática determinan sin embargo -nollens volens- los conceptos y obligan a los
aspectos dinámicos de la realidad a adaptarse al paradigma del sustantivo. A pesar de
que "verbo" significa etimológicamente "palabra", la categoría lingüística por
antonomasia es el sustantivo y no el verbo. Si hacemos el experimento de pedir a
alguien que diga una palabra cualquiera al azar, la respuesta es siempre un sustantivo.
Esto es debido a la necesidad, inscrita en la reflexión humana y en el pensar lógico en
que nos educamos, de objetivar la realidad. Objetivación es tanto como reificación. Con
la consolidación del poder de la lengua escrita y del alfabeto vocálico, ese proceso de
reificación se hace total. El sustantivo es la categoría correspondiente a la cosa y cada
palabra escrita se nos hace visible como algo delimitado, como una cosa. Todas las
palabras que hacen relación al conocer se construyen en lo sucesivo metafóricamente
con referencia al sentido de la vista. La idea (compárese con uideo) es una imagen
visual y entender es como ver. La palabra originariamente dicha y oída se convierte en
una entidad delimitada y, diríamos, palpable, que el ojo ve y la mano construye. Este
cambio de sentido (en ambas acepciones de la palabra "sentido") es fundamental para
entender la evolución de nuestra civilización occidental. Walter J Ong(7) ha mostrado
como el paso de la cultura hablada a la escrita, del pensamiento narrado al pensamiento
alfabéticamente escrito -condición necesaria del desarrollo de la ciencia y de la técnica
modernas y de la democratización del conocimiento- conlleva la hegemonía de un
130

pensamiento y un lenguaje dominados por la cosa y el sustantivo. No solamente la


palabra se configura como un objeto definido al ser escrita y no sólo dicha, sino que
todo movimiento y actividad, todo aquello que se refiere a un cambio o a una conducta
es expresado mediante sustantivos gramaticales como si fueran objetos aprehensibles y
no actividades o cualidades. La propia palabra "movimiento" es un buen ejemplo de
ello. Hablamos de "subidas" o "bajadas", de la "dilatación" o el "enfriamento", de la
"caída de los cuerpos" y de la "velocidad". Nos escandalizamos de la "desvergüenza" o
del "robo", alabamos la "generosidad", exigimos la "libertad", criticamos el "poder" y
decimos practicar la "democracia". Las abstracciones a las que reducimos cualidades y
elementos accidentales de la realidad proliferan en nuestro lenguaje. El discurso diario
se llena así de dioses: nos quejamos de la "carestía de la vida", del "despotismo", de la
"demagogia" y de la "política", admiramos la "poesía", el "arte" y la "sabiduría",
cultivamos la "amistad" y anhelamos la "tranquilidad" y el "bienestar". Si se analiza el
texto aquí presentado y no solamente las menciones ahora aludidas, podrá verse que yo
mismo he hecho uso de centenares de sustantivaciones impropias. Es imposible hablar
sin hipostasiar. Se trata de un fenómeno que propiamente no es metafórico sino
metonímico, como veremos después.

Todo conocimiento y todo saber es conocimiento y saber humano. El mundo es un


mundo humano, un mundo tal y como lo concibe el ser humano. Se puede por ello
propiamente hablar de un conocimiento de lo objetivo, pero un "conocimiento objetivo"
es una contradictio in terminis. Tampoco es posible un "pensamiento abstracto", aun
cuando haya pensamientos de lo abstracto. Lo abstracto, el objeto, es una objetivación
humana, una concepción hecha por la mente humana en un acto concreto de pensar.
Toda realidad en sí es siempre concreta y cada pensamiento es un acto mental concreto
aunque en él tratemos de aprehender algo general y abstracto que haga referencia en un
solo acto a una pluralidad de realidades concretas.

La desatendida mediación gnoseológica del lenguaje

Platón y las teorías del conocimiento modernas (Descartes, los empiristas, Kant) se
plantean el problema de la relación entre el conocimiento humano y el mundo conocido
como si el lenguaje no contara. Mas lo que está claro es que el lenguaje tiene una
influencia directa en la estructura del conocimiento del mundo. La interpretación de la
realidad depende íntimamente de las distinciones conceptuales que hagamos y éstas se
hallan en dependencia de las categorías gramaticales en las que engarzamos los objetos
aprehendidos. Toda discusión filosófica y científica depende del sistema de conceptos
en que se enmarque y una buena comprensión exige un sistema de conceptos bien
dispuesto. Lo que llamamos mundo y realidad son un mundo y una realidad
conceptualmente estructurados. Pero los conceptos se hallan en íntima relación con las
categorías gramaticales y con los hábitos semánticos adquiridos con nuestra lengua
materna. Negar hechos tan evidentes es como creer que se puede comer sopa con
tenedor y que los instrumentos que elijamos son irrelevantes para la tarea a realizar con
ellos. Si el pensamiento y el lenguaje no tuvieran influencia en la forma de captar y
expresar la realidad, entonces todos la entenderíamos y describiríamos exactamente de
la misma manera y el error sería imposible. Bastaría con abrir los ojos y decir lo que
vemos; propiamente ni siquiera tendríamos que decirlo, pues ni siquiera habría lenguas
diferentes. Pero al pensar y al hablar hacemos uso de una forma de pensar y de hablar
heredada culturalmente. Al comunicarnos con los otros hacemos patente lo que
pensamos, para ellos y para nosotros mismos, en un lenguaje que nos es común. Sin
131

lenguaje el pensamiento humano se habría anquilosado en su evolución. Pero es fácil,


una vez adquirida y desarrollada la capacidad de pensar con ayuda del lenguaje, darle la
patada a la escalera que nos ayudó a subir. Es fácil habérselas solitariamente como un
Robinson cualquiera, cuando ya hemos aprendido de la sociedad lo que necesitábamos
para podernos bastar a nosotros mismos aislándonos de ella.

Un atento examen fenomenológico de cómo formamos y cómo usamos nuestros propios


conceptos -llamo a este tipo de investigación "fenomenología del concepto"- nos ayuda
a advertir nuestras propias gafas intelectuales y a descubrir por lo menos algunas de las
deformaciones a que nuestra comprensión de lo real se ve sometida. La comparación de
unas lenguas con otras y el conocimiento histórico de la evolución semántica,
fonemática y morfológica de las palabras -a lo cual llamo "genealogía conceptual"-, es
también valioso para descubrir las trampas del lenguaje y de los conceptos. La
supresión del estudio del griego y del latín, especialmente del griego, declarados como
inútiles en nuestros programas de enseñanza, supone la renuncia al conocimiento de
nuestro subconsciente cultural y por ende la renuncia a una comprensión mejor de
nuestra manera de pensar y de hablar. Hay que estudiar lo griego, no porque haya
muerto, sino porque vive en la mente y en el lenguaje de cada uno de nosotros.
Debemos mucho al latín, pero el griego es la única lengua europea todavía accesible que
nos muestra cómo una cultura hablada se convierte en cultura escrita y cómo se
formaron los conceptos fundamentales más antiguos y más usados de nuestra
comunidad humana occidental.

La realidad como cosa o como actividad

Un escrutinio fenomenológico pone de manifiesto que lo que aprehendemos como


realidad no son solamente las cosas entre las que nos movemos, como pretenden la
ontología y el positivismo. Nuestra experiencia nos hace denotar constantemente
actividades en las que nos hallamos implicados. Hasta diría que lo que verdaderamente
constituye nuestro mundo, nuestra realidad humana, es la actividad. Pues podemos
dudar de la existencia de las cosas y de su esencia, pero jamás de las actividades; es
decir de las actividades propias, pues por lo que respecta a las actividades que
advertimos en los demás y que sólo podemos ver desde fuera como los cambios
naturales, las interpretamos por analogía con las nuestras. Cuando Descartes buscaba un
punto indubitable de partida y se encontraba con la certeza absoluta de la actividad
pensante, estaba en el camino que yo describo aquí. Pero, como buen platónico, no se
ciñó a la evidencia de la actividad pensante que le imponía la conciencia -en honor de la
verdad debiera haber resultado en un cogito ergo cogitare verum est-, sino que la hizo
derivar a la afirmación de la existencia del propio Yo (cogito ergo sum), un yo, sujeto
de la conciencia, que es tan cuestionable como los objetos de ésta.

La ontología postula un mundo externo de cosas con esencias propias, independientes


de nuestra conciencia. Pero lo que sean las cosas independientemente de nuestra
conciencia y de nuestra posibilidad de servirnos de ellas es algo que queda fuera de
nuestro interés, por no decir de nuestro alcance. Pues, como decía Vico, el ser humano
sólo puede entender lo que él mismo ha creado, lo demás sólo lo entiende Dios. Lo que
llamamos esencia de las cosas y lo que tratamos de aprehender en definiciones o
descripciones, ¿es acaso algo más que lo que las cosas significan para la vida humana?
El significado y la esencia conocida de una cosa está dado por su contexto con otras y
por su relación con el hombre. Es esta relación y este contexto lo que el hombre concibe
132

interesadamente (inter esse) como esencia y como significado. Todo significado es un


"significado para".

Hagamos una prueba. Vamos por la calle y decimos ver casas, buzones de correos,
paradas de autobuses, zonas de aparcamiento, policías de tráfico. Digo "decimos ver"
porque ninguna de esas cosas son visibles. Por supuesto que los sentidos corporales
detectan objetos, pero para poder identificar lo que vemos con un buzón, una parada, un
aparcamiento o un policía tenemos que saber de antemano lo que es un buzón, una
parada, etc., lo cual supone pertenecer a una cultura que usa ese tipo de objetos para una
actividad determinada.

Podríamos analizar uno por uno de los objetos o realidades materiales que se presentan
a nuestra observación y uso y constataríamos que ninguno de ellos podría "ser" lo que
decimos que es si no estuviera en relación con otros objetos o realidades y si no
ofreciera, impusiera o insinuara una posibilidad de actuación o uso a los seres humanos
que los describen. La conciencia de la realidad exterior consiste pues en ver algo como
"algo". Y el ser que atribuimos a las cosas es un ser-para. Cuando Berkeley formuló su
tesis del esse est percipi no andaba tan descaminado, aun cuando se fuera por los cerros
de Rhode Island, que debían ser parecidos a los de Úbeda.

De este análisis se deduce una conclusión sobremanera inquietante. Si lo que define a


las cosas no es lo que vemos de ellas, sino nuestra interpretación de ellas, aquello para
lo que nos sirven, es decir las acciones que éstas posibilitan y promueven, entonces
resulta que lo más real de nuestra realidad no es lo visible sino justamente lo invisible.
Pues ninguna acción es visible, sino solamente objeto de intuición e interpretación.
Vemos naturalmente externamente lo que los hombres hacen unos con otros y con las
cosas, en sentido estrictamente físico de movimientos del cuerpo y de sus diferentes
partes, sobre todo las manos; pero el significado o sentido de ese hacer empíricamente
constatable no sería entendido describiendo el suceso físico-material que presenciamos,
sino interpretando lo que entendemos a través de ello. Las cosas y los movimientos o
cambios que vemos no son nada en si, mientras que la actividad que se manifiesta a
través de lo que vemos, siendo ella misma invisible, es lo que da significado a las cosas,
a los cambios y hasta al sujeto que ejecuta las acciones. Pues conocemos a los hombres
por sus obras, por su mera presencia física simplemente los reconocemos.
Reconocimento que quiere decir que entendemos lo que son por lo que sabemos de
antemano, por experiencia de sus acciones anteriores. Aristóteles, de cuya supuesta
ontología habría mucho que hablar, hablaba de la energeia o actividad (al movimiento, a
la mutación visible, lo llamaba kinesis) y era esa actividad lo que daba su ser a los entes.
Era el alma y la vida humana, no el cuerpo humano, lo que hacía hombre al hombre.
Incluso Dios podía entenderse como Pura Acción(8).

El equívoco concepto de concepto

Nadie puede por consiguiente, por más que lo afirme, ver un buzón o una parada de
autobús o un policía de tráfico. Todo eso son cosas que se entienden, pero no se ven.
Pero aunque no las entendamos o no las entendamos del todo, podemos nombrarlas.
Pero -dirá alguien- ¿cómo vamos a poder nombrar y nombrar correctamente, es decir de
una manera inteligible para otros, algo que todavía no entendemos? ¿No va acaso el
nombre unido a su significado? He aquí otra de las patrañas del pensamiento positivista
y cientista que ha logrado hacer extensiva esta superstición a las otras formas de saber y
133

al saber de la experiencia cotidiana. Para deshacer el enredo hay que investigar el propio
concepto de "concepto" y advertir que el concepto que de él tenemos es muy dudoso.
Plantearé aquí sólo algunos aspectos escogidos del problema.

El único saber en el que los conceptos suponen sus definiciones es el saber matemático,
por la sencilla razón de que en esa disciplina el concepto y la realidad a que se refiere
coinciden. En el concepto de triángulo está dado plenamente el triángulo y su mera
enunciación racional conlleva su entendimiento y su posible definición. El concepto
matemático es apriori. Partiendo de él como modelo elaboró Platón su teoría de las
ideas, haciéndola equivocamente extensiva a todo el conocimiento humano. En la
ciencia natural, sin embargo, nos encontramos con que una cosa es el concepto y otra es
la realidad a que el concepto se refiere. Si de la ciencia natural transcendemos a otras
formas de conocimiento, la independencia entre un nombre y lo que significa aquello a
que el nombre alude se hace todavía más patente y sólo el contexto en que se usa puede
determinar su significado, si es que éste posee cierta claridad, cosa que no es tan
frecuente como los semánticos quieren hacer valer. Hay una excepción de cierto
apriorismo ideal en los conceptos regulativos de la conducta humana y la sociedad, p.ej.
la justicia, el honor, la solidaridad. Pero esos conceptos son difíciles de definir e
imposibles de realizar.

La función denotativa precede a la significativa

Las denominaciones y formulaciones con que objetivamos y hacemos bosquejos de


descripción de los aspectos de la realidad tienen en un principio, en el mejor de los
casos, referencia, pero sólo a posteriori van adquiriendo significado. La designación
más elemental es el mero nombre. Una madre señala con el dedo a un perro y le dice a
su niño: "Perro". El niño aprende así a designar correcta e irreflexivamente muchas
cosas cuyo significado se le irá haciendo claro con el transcurso de los años. Pero no
todos los objetos nombrados son susceptibles de ser señalados con el dedo. La mayor
parte no lo son. El darle nombre a un fenómeno de carácter problemático no es más que
la manera de hacerlo presente en nuestro discurso para, aludiéndolo o nombrándolo, ir
desentrañando en qué consiste y cómo se debe afrontar. La denominación tiene, en ese
caso, una referencia más o menos clara, pero carece de definición. En la enseñanza en
cambio suele comenzarse con las definiciones, lo cual crea una conciencia engañosa.
Para la investigación la definición es lo último a que se llega. La investigación
comienza por nombrar, aunque sea provisoriamente, a un fenómeno, objeto o actividad
que nos interesa o nos preocupa pero que quizá no sabemos bien lo que significa. La
función de la denominación es justamente, como el nombre indica, denotativa, se trata
de hacer presente como objeto aquello que queremos desentrañar. El dar nombre es
señalar un camino de diálogo e investigación. Preguntamos p.ej. ¿Qué es la democracia?
Así comenzamos cuando queremos ponernos de acuerdo en la significación de algo de
lo que en principio tenemos ideas imprecisas. Lo cual quiere decir que el discurso
humano está lleno de palabras y proposiciones gramaticalmente correctas sin que en
realidad sepamos lo que queremos decir. Gran parte del discurso científico social,
especialmente la llamada ciencia económica, nos ha familiarizado con conceptos sin
significado reconocible y explicaciones que no explican nada. Y no notamos su
vaciedad justamente porque nos hemos familiarizado con ellos.

La actividad está en íntima relación con la conciencia, es un modo de conciencia. Ese es


el motivo de que la actividad, ocupada con su objeto, no se advierta bien a sí misma.
134

Sólo un acto de reflexión, un traslado del QUÉ al CÓMO, nos hace plenamente
conscientes de nuestra actividad. Podemos haber realizado una actividad determinada
muchas veces y haberla realizado bien, sin siquiera planteárnosla ni menos darle
nombre. Cuando advertimos que lo que hacemos nos sale mal, comenzamos a
preocuparnos del CÓMO, a hacer la actividad objeto de la propia actividad consciente.
El CÓMO se convierte en QUÉ de la conciencia. Y para poder hablar de ella, abrir un
diálogo que nos ayude a esclarecerla, le damos un nombre. ACTIVIDAD - NOMBRE -
DEFINICIÒN o DETERMINACIÒN CONCEPTUAL. Ese es el orden del
conocimiento, no lo que nos han acostumbrado a creer.

Pero el hecho de que la actividad tenga que ser objetivada para ser investigada, es al
mismo tiempo lo que nos tiende la trampa de reificar las actividades, de concebirlas
como cosas, confundiéndolas con su resultado. Antonio Machado:

Hay dos modos de conciencia Dime tú, ¿cuál es mejor?


una es luz y otra es paciencia. ¿Conciencia de visionario
que mira en el hondo acuario
Una estriba en alumbrar peces vivos, fugitivos,
un poquito el hondo mar. que no se pueden pescar,
La otra en hacer penitencia
con caña o red, y esperar o esta maldita faena
al pez como pescador. de ir arrojando a la arena
muertos los peces del mar.

Es así cómo nos imaginamos que la arquitectura son los edificios, no el arte de
construirlos o confundimos la pintura con el cuadro pintado por el pintor. Y llenamos
también el lenguaje y el pensamiento de una infinidad de seres a los que atribuímos
actividades.

La metonimia y la metáfora en la creación y desviación del concepto

La explicación de este fenómeno nos la proporciona la retórica en su teoría de las


figuras o tropos. Ya Vico había notado que lo que llamamos metáfora y metonimia no
son meros recursos estilísticos para dar elegancia al decir, sino recursos
psicolingüísticos mediante los cuales damos expresión del pensamiento. Más tarde,
tanto Nietzsche como la psicolingüística de Roman Jacobsson y el psicoanálisis de
Jacques Lacan, han insistido en esta concepción de los tropos. Cuando Sigmund Freud,
en su Interpretación de los sueños, hablaba de los elementos complementarios de la
condensación y el desplazamiento, estaba aludiendo a lo que yo llamo función
metafórica y función metonímica. La reducción de actividades a posiciones exernas a
ellas (reglas, resultados, etc.) es una desviación metonímica a la que he dedicado una
serie de trabajos que constituyen un estudio de fenomenología conceptual(9).

La sociedad moderna vive de una serie de mitos que son debidos a nuestra forma de
pensar y al uso de nuestro lenguaje. Si bien no se puede culpar a las ciencias sociales de
ser las causas originarias de la mitología espontánea, siendo ellas mismas un producto
del pensamiento mítico de origen platónico, sí les incumbe la responsabilidad de haber
consolidado esa mitología como ciencia. El deber de la ciencia -el mismo Comte lo
diría- es desenmascarar la falsa conciencia y los mitos engañosos de la sociedad -las
idola, como las llamaría Francis Bacon. Pero en lugar de ejercer su función depuradora,
135

las ciencias sociales, a 300 años de la Ilustración han asumido la función de dar
legitimidad científica a las nuevas mitologías y perpetuar la autotutela del ser humano y
su sometimiento a poderes ajenos a su razón y a su voluntad.

NOTAS

1. Comte, Cours de philosophie positive, nouvelle. éd., Classiques Garnier, Paris, 1949,
t. I, pág. 6.

2. Wright Mills, Charles: The sociological imagination, 1959.

3. Historia como sistema, Revista de Occidente, 1941.

4. Durkheim, Émile: Les règles de la méthode sociologique, 1895.

5. Lo que caracteriza a un concepto matemático es que el concepto es su propia realidad


y no apunta a nada fuera de sí mismo.

6. También Ortega advirtió esa peculiaridad aristotélica que exige una lectura más
atenta y menos platónica que la que las exégesis posteriores han hecho: "A la
concepción estática de los puros griegos, este hombre (Aristóteles, mi aclaracion),
nacido en el borde de la Hélade, sustituye una concepción dinámica. Ya no cabe poner
como ejemplo del ser una figura geométrica que es puro aspecto o espectáculo, sino que
"ser" va a significar el esforzado sostenerse de algo en la existencia" (En Ideas para una
historia de la filosofía).

7. Orality and literacy. The technologizing of the word, 1982

8. La concepción de una realidad constituída por la actividad está presente en Fichte, al


que se ha tachado de idealista. Pero también la denominación de idealismo es un
concepto confuso.

9. Ramírez Om meningens nedkomst (El parto del sentido) y La existencia de la ironía


como ironía de la existencia (ponencia presentada al Seminario de Antropología de la
Conducta de la Universidad de verano de Cádiz en San Roque).
136

LA INVENCIÓN DE TERRITORIOS: "YO", "EL OTRO", "EL MUNDO", "EL


COSMOS".

José Luis Ramírez (1)

Publicado originalmente en: Transversal, nº 6. Lleida: Departament de Cultura de la


Paeria.

Hay una forma racional, cartesiana de imaginarse el descubrimiento y apropiamiento del


entorno que procede en forma de círculos concéntricos. Según esa forma artificial y
preconcebida de descubrimiento, primero me descubriría a mí mismo, después
descubriría al otro y luego continuaría avanzando en mi entorno terrestre, para llegar
finalmente al descubrimiento del universo entero. ¿Qué método cabría imaginar más
lógico que éste? Se trata sin embargo de un proceder racionalista que recuerda al
omfalopsiquismo, aquella secta helénica cuya actividad caraterística era la
contemplación del propio ombligo. Es una forma de proceder, digo, meramente
imaginaria y totalmente engañosa. Frente a esa forma de descubrimiento propongo un
planteamiento fenomenológico, una inquisición o investigación del proceso de nuestro
conocimiento, tal como realmente se inicia y se desarrolla. Planteamiento
fenomenológico digo, siguiendo a Husserl, que consiste en dirigir la atención "a las
cosas mismas", en hacerse consciente de lo que realmente hace la mente y de lo que a
ella de manera inmediata se ofrece.

"Somos" -escribe Antonio Machado en su prólogo a Campos de Castilla- "víctimas de


un doble espejismo. Si miramos afuera y procuramos penetrar en las cosas, nuestro
mundo externo pierde en solidez, y acaba por disipársenos cuando llegamos a creer que
no existe por sí, sino por nosotros. Pero si, convencidos de la íntima realidad, miramos
adentro, entonces todo nos parece venir de fuera, y es nuestro mundo interior, nosotros
mismos, lo que se desvanece. ... Un hombre atento a sí mismo, y procurando
auscultarse, ahoga la única voz que podría escuchar: la suya; pero le aturden los ruidos
extraños. ¿Seremos, pues, meros espectadores del mundo? Pero nuestros ojos están
cargados de razón, y la razón analiza y disuelve. Pronto veremos el teatro en ruinas, y,
al cabo, nuestra sola sombra proyectada en la escena."

***
Se debe a la modernidad el descubrimiento del individuo. Y se debe al racionalismo el
establecimiemto del YO como centro del universo. Se ha hablado de revoluciones y
contrarrevoluciones copernicanas, según las cuales el hombre unas veces se considera
centro y otras periferia. Para Descartes todo saber cierto -que no es un cierto saber, sino
el "saber" sin más- comenzaría con el YO. Pero una observación atenta de la afirmación
Cogito ergo sum, «Pienso, luego (yo) existo», pone de manifiesto que ese YO, en torno
al cual girará la sociedad y el mundo, no es, fenomenológicamente hablando, el punto
de partida, sino una mera deducción. Cuando Descartes dice: "luego existo", la
conjunción "luego" está denunciando el carácter deductivamente posterior del YO. El
pensamiento no es un producto de la actividad de un YO previo, sino que el YO es
constituído por el pensar: primero pienso que pienso, y luego, por deducción, pienso
que existo yo. El Sujeto no es más que el lugar donde el lenguaje se lleva a cabo, dirá
Lacan. Lo realmente innegable, ineludible, aquello que no puedo negarme a mi mismo
137

sin contradecirme y saber que miento, no es la existencia de mi "yo" sino la existencia


de mi pensar. Intuyo el pensar, no el yo. Si existo o no existo yo es algo cuestionable,
pura deducción, pero mi experiencia de la discursividad del pensar es algo
fenomenológicamente evidente, algo que no podría negar sin la conciencia de que estoy
mintiendo. Es cierto que al decir que "pienso" lo digo conjugando el verbo en primera
persona, pero eso no hace al YO menos hipotético.

Pero el propio pensar no es tampoco lo que, biográficamente hablando, descubrimos o


nos es dado en primer lugar. La conciencia de lo exterior a nosotros precede al
pretendido descubrimiento de nuestro pensar y de nuestro yo. Y cuando finalmente
accedemos a ello, cabe preguntarse si no se trata de algo emejante al alguacil
alguacilado.

"En principio era el Verbo", dice la Escritura. Para nosotros, sin embargo, en principio
es el Sustantivo. Es difícil para una mente moderna (indoctrinada por los prejuicios de
la gramática, obra a su vez de la alfabetización y de la lengua escrita, reguladora del
pensar y, como decía Nebrija, compañera del dominio de unos hombres sobre otros),
concebir una realidad que no arranque de lo sustantivo. La idea inmutable, la cosa en sí
y no la actividad, es, desde Parménides y Platón, lo que se supone otorga estructura y
punto de partida a la realidad. He ahí el origen del pensamiento ontológico. Sin
embargo, lo realmente originario en nuestro contacto con la realidad es la actividad, el
devenir, el hacerse. Es la actividad la que da sentido a las cosas y a nosotros mismos, no
al revés. Nuestro yo es constituído por nuestro pensar y por nuestro obrar. Y también el
ser inteligible de las cosas se constituye en relación a nuestra actuación, pues sólo
entendemos el mundo al tratar de intervenir en él activa, no pasivamente. Si además
cabe hablar de un ser no inteligible de las cosas (lo que Kant llamaría "la cosa en si"),
de ese ser que, según Vico, sólo Dios entiende, también éste se constituye en un
hacerse, en télos. Naturaleza y finalidad o tendencia a la realización eran para
Aristóteles conceptos equivalentes (Fýsis télos estín). Así lo revela la propia palabra
"naturaleza" (que viene de natura, que viene de nascere = nacer) que, al igual que su
correspondiente griega, la fýsis, no significa el entorno de la cosas, sino el proceso que
las da origen y desarrollo. Es muy significativo que en la terminología gramatical
llamemos "verbo" a la categoría significante de la actividad y el movimiento. Pues
"verbo" significa sin más "palabra", es decir la palabra por antonomasia. La concepción
originaria de la realidad, esa concepción que originó las explicaciones míticas del
Cosmos por el hombre antiguo, no era una concepción ontológica, sino genealógica.
Nietzsche vio esto claro. La oración gramatical originaria es una oración sin sujeto:
"Llueve", "Truena", "Hace sol". Es falso que la oración exija sujeto y verbo. La oración
originaria es una oración sin sujeto, pero sin verbo no hay afirmación o negación
alguna.

***
El yo y la individualidad son cosas del pensamiento moderno. En la Edad Media la
persona humana tenía dificultad para separar incluso su cuerpo del entorno en que se
hallaba. La moderna manía de la higiene es algo que no sólo hace relación a la
preservación de la vida y de la salud, sino a la tendencia a aislar y a definir, a delimitar
y separar mi cuerpo. Y en la antigüedad griega el yo tampoco gozaba de la
individuación que nosotros le otorgamos. Los griegos atribuían -como dice el filólogo
sueco Jesper Svenbro, del Centre National de la Recherche Scientifique en París (en
Historia de la lectura en el mundo occidental, Taurus, 1998- escaso espesor psicológico
138

al "yo". Parece ser que la cultura micénica ni siquiera conocía el concepto. Cabe
preguntarse si el YO es posible en una cultura material arcaica en la que el espejo
todavía no se ha inventado. La posibilidad de ver la propia imagen reflejada residía en
usar la superficie del agua a guisa de espejo. El mito de Narciso surge de la
contemplación de su imagen en la fuente y de la tragedia de jamás poder alcanzar su
posesión. Es sabido que Protágoras afirmaba que "el hombre es la medida de todas las
cosas", pero sería exagerado, como algunos pretenden, interpretar ese "hombre", al que
el sofista alude, como individuo humano, atribuyendo así a Protágoras una concepción
relativista de la verdad y del conocimiento. Más ajustado parece entender la proposición
del homo mensura como una afirmación de que la humanidad, el hombre genéricamente
hablando, es decir "los hombres", determinan en comunidad o consenso tácito lo que es
y lo que no es.

Nos hemos acercado así al verdadero origo o punto de partida en el descubrimiento


humano de territorios. Nadie parte, en la biografía del conocimiento, del YO, sino del
TÚ y del NOSOTROS. Jacques Lacan, en su ponencia sobre el Estadio del Espejo, puso
de manifiesto que el descubrimiento del yo por el niño se inicia entre los 6 y los 12
meses, cuando el infante advierte e identifica su propia imagen en el espejo. Pero el uso
de la denominación "yo" no se produce generalmente hasta el tercer año de vida.

*
No es el YO -la "yoidad" fichteana- el primer territorio a descubrir. Pues el ser humano
nace alienado, sumido en su entorno inmediato: primero en la madre, luego en el
entorno más próximo. Un ver más lejano, un ver "mas allá de sus narices", exige cierto
esfuerzo pero es, al fin y al cabo, accesible y constituye la tarea más inmediata. Lo más
difícil de todo, lo más tardío y casi inasequible, es estudiar la propia nariz sobre la cual
reposan los lentes que configuran nuestra visión de la realidad. Y cuando al fin se nos
antoja que arribamos a ello, lo hacemos mediatizados por lo externo. Lo inmediato es
descubrir lo de fuera, el entorno: primero la madre que nos dio el ser y los objetos
circundantes, luego el entorno más lejano, el que nos entra por los ojos en la estrellada
noche y el que nos llega por el oído en la narración, ese mundo encantado de los cuentos
que la escuela sustituirá por las narraciones históricas y las descripciones geográficas.
Ser el sujeto de esos descubrimientos es algo distinto que ser objeto del mismo
descubrimiento. El YO que descubre no es el YO descubierto. La conciencia es en
principio necesariamente inconsciente de sí misma. Lo inconsciente es la conciencia
misma como acto. Quien no entiende esto jamás entenderá a Freud que ha planteado
esta cuestión en su trabajo acerca de El Yo y el Ello. Para los otros animales la propia
conciencia permanece definitivamente oculta. El animal humano en cambio, que posee
el don del lenguaje y con ello la capacidad y la compulsión de entender algo a través de
algo distinto, a través de los signos mediatizadores de todo conocimiento (que por algo
decía Lacan que la conciencia está estructurada como un lenguaje), puede llegar a erigir
una imagen de sí mismo y hacer de ella su Significante. En esto reside la caída en la
sustantivación, ya que incluso la actividad se sustantiva en la palabra, especialmente
cuando ésta es escrita y visible. El paso a la autoconciencia, que supone la objetivación
del propio yo, surge sin embargo solamente en una etapa avanzada del descubrimiento
del mundo. Lo cual tampoco deja de ser un paso en falso, pues lo único que
encontramos en la búsqueda del yo es un reflejo en el que ese yo se desvanece, como
insinuaba Machado en la cita recogida al comienzo de este artículo.
*
139

El TÚ y el NOSOTROS que descubrimos en las primeras etapas de nuestra excursión


por la vida, determinará y mediatizará nuestros sucesivos descubrimientos del entorno o
mundo y el descubrimiento del propio yo como una proyección o reflejo del exterior.
Pues el "yo" es una mera palabra vacía, deíctica (como el "aquí" y el "ahí", el "ésto" y el
"aquello") un mero dedo índice que nada significa sin la persona o máscara que lo
muestra al exterior. Ser "yo" es ser visto y oído, dejarse ver y oír, y la persona no es
sino el rol que desempeñamos en el juego del nosotros. Son los otros, antes que nada el
otro fundamental que es la madre y el Orden Paternal (le Nom du Père, le Non du Père,
diría Lacan) los que me dan el ser y me dicen quien soy, antes de que otras personas
empiecen a participar en mi identificación y mucho antes de que me la plantee a mí
mismo. Y cuando lo haga, lo haré en términos de ellos, ya que todo lenguaje es lenguaje
nuestro. NOSOTROS es el espejo de mi identidad. Por eso decía Aristóteles que lo
social es primario y el individuo humano sólo secundario, que el hombre sin sociedad
no puede ser hombre. De ahí lo genéricamente humano de la comunicación lingüística.

La primera etapa de descubrimiento territorial humano es pues el entorno de un nosotros


y el entorno inmediato del mundo real. Pero también la identificación de este mundo
real se debe a la comunidad del "nosotros", cuyo lenguaje configura mi imagen del
mundo. Como individuos humanos nacemos dotados de competencia lingüística, pero el
lenguaje concreto en el que esa competencia pasa de la potencia al acto, nos lo facilita
primordialmente nuestra madre. Sin lengua materna careceríamos del instrumento o
clave para descubrir el mundo. Y cuando comenzamos a descubrir el funcionamiento de
la realidad, las leyes que rigen el mundo, lo hacemos por relación a la comunidad
humana que nos enseña a conceptualizar la realidad. La Ley natural es así una metáfora
tomada de la Ley de la ciudad, no al revés, como quizá pudiera creerse. La forma
originaria de descubrir y entender el mundo es el mito, la narración en la que los
fenómenos naturales se comportan como si se tratara de actuaciones humanas, como si
fueran personas, esas personas que son sujetos actuantes, no yos puros. La manía de
personificar nos acompañará a lo largo de toda nuestra vida: decimos que "los precios
suben", que "el poder corrompe" y que "Cataluña está en fiestas", como si el Precio, el
Poder o el Territorio gozaran de personalidad propia para subir, para corromper y para
festejar. El lenguaje, incluso el más científico, está plagado de mitos, de metáforas que
predeterminan nuestra visión de la realidad física y sobre todo social, haciendo del
territorio objetivo un territorio inventado. La aparición de las llamadas Ciencias
Sociales supone la creación de un soporte supuestamente científico a los mitos de la
sociedad moderna, en la que los hombres son suplantados por el Hombre abstracto de la
Estadística.

***
La comunidad humana inventa el territorio, pero no lo hace sino dentro de una
perspectiva dada. Las condiciones materiales son codeterminantes de la forma de
descubrir y entender nuestros territorios. La comunidad del nosotros determina la
imagen individual del mundo porque los individuos que la integran son de constitución
semejante. En otro caso la comunicación y la influencia mutua serían imposibles.
"Aunque un león pudiera hablar", decía Wittgenstein, "no podríamos entenderlo". Pero
como seres humanos somos semejantes, aunque no iguales, y por eso formamos una
comunidad. Si nuestra estatura normal aumentara 100 veces o disminuyera 1000, si nos
convirtiéramos en dinosaurios o en insectos sin menoscabo de la facultad racional, la
concepción de nuestro entorno se vería transformada y muchos aspectos que ahora nos
pasan desapercibidos serían de pronto los más importantes, perdiendo al mismo tiempo
140

de vista otros que hoy nos son primordiales. Pues lo más importante en el
descubrimiento del territorio no es la sensación, sino la atención. Es la atención
(espontánea o libremente provocada) la que nos ayuda a captar unos rasgos dejando
otros de lado. No existe visión total objetiva de la realidad. Todo territorio es territorio
interpretado.

A partir del giro racionalista moderno, que trata de colocar al fantasma del YO en el
centro, se produce una transformación en el propio concepto de territorio. El límite
territorial es una invención moderna. Los territorios antiguos eran territorios sin
fronteras claramente definidas. Una vez circundado el mundo y descubiertos todos los
territorios que constituyen el globo terráqueo, la territorialidad comienza a ser
determinada por las fronteras. La determinación pontifical de la línea divisoria entre los
territorios pertenecientes a los descubridores hispanos y a los portugueses es el
paradigma de lo que la territorialidad vendría a significar en lo sucesivo. La historia de
las guerras y de los armisticios modernos es una historia de la fijación de límites y del
control de fronteras. Y la xenofobia, más que un resto de irracionalidad y primitivismo,
será una enfermedad moderna. Como toda delimitación, la del territorio se hace
necesaria cuando la identidad territorial flaquea. El hombre antiguo se consideraba más
ligado a la tierra; en la sociedad feudal la clase inferior eran los siervos de la gleba,
adscritos de por vida a su terreno. La sociedad moderna liberará al individuo humano de
esa adscripción mediante la concepción abstracta del trabajo, según la cual lo que se
vende no es ya la persona sino su fuerza laboral. El individuo de la sociedad moderna
será libre, libre de morirse de hambre o de trabajar para otros. Si es que hay quien
quiera darle trabajo, habrá que añadir en estas postrimerías del milenio.

La economía política transcendió de la fisiocracia, en la que la riqueza era la propia


tierra, a la economía capitalista que supone una riqueza de cosas, un sistema de
producción de artículos. Una empresa capitalista no se halla ya atada al territorio, sino
que puede trasladarse en cualquier momento a otros lugares en los que las condiciones
de producción sean más rentables. Los territorios del capitalismo som territorios
evanescentes e imaginarios que rompen las fronteras del espacio, en esa telépolis o
territorialidad global que la tecnología va creando. El internacionalismo capitalista tiene
como contrapartida los nacionalismos de Estado en los que el territorio es la frontera
que protege nuestras cosas contra la intromisión y la utilización foránea. El poder del
Estado postmoderno no reside ya en el dominio del territorio geográfico, sino en el
control de los individuos y de sus actividades. La aduana controladora del paso de
hombres y mercancías es el símbolo de la diferencia territorial establecida por el Estado
actual. Dentro de éste, sin embargo, los nacionalismos culturales evocan un concepto
vernacular del territorio, tratando de conquistar su autonomía y de rescatar sus formas
de vida y sus códigos de interpretación de la realidad, sus formas de descubrimiento de
territorios condicionada por la lengua materna.

***
La exaltación del YO por la modernidad, acompañada de la aceleración científica y
tecnológica, ha venido así a crear una paradójica reducción de los territorios de nuestra
conciencia: al mismo tiempo que la técnica permite la exploración de territorios
extraplanetarios, la atención humana se restringe a territorios infraplanetarios más
estrechos, discontinuos y esporádicos. El proceso de urbanización y la electrificación
del territorio atraen la atención del hombre moderno hacia lo más inmediato y el interés
mítico del hombre arcaico por el Cosmos, pierde su carácter poético y pasional para
141

hacerse utilitarista y racional. La luz de la ciudad electrificada (colonizadora del


ambiente rural como en el caso de la Canadiense y el ejemplo de la explotación del
territorio leridano en aras de Barcelona) desplaza la atención humana del cielo nocturno
estrellado a los anuncios luminosos y a las atracciones comerciales y lúdicas. El hombre
moderno carece ya, a pesar de la nueva física, de mitologías sobre el origen y la
estructura del universo. Sólo las mitologías del Mercado y del Consumo están hoy
presentes en la llamada Sociedad el Bienestar.

Jamás ha tenido el ser humano más facilidad de desplazarse de un territorio a otro. Sin
embargo, el contacto con el otro no exige ya que nos movamos de nuestro escritorio o
de nuestra sala de estar. Requiere casi más esfuerzo entrar en contacto con el vecino de
la casa de al lado que con un antípoda terrestre. Y cuando, a pesar de todo, nos
desplazamos a territorios alejados, constatamos que todos los territorios se van
pareciendo cada vez más unos a otros y que "en todas partes cuecen habas", siguiendo
además la misma receta culinaria. Hasta las extravagancias, que por definición
representan lo inusual, son exactamente las mismas en todas las urbes: las cabezas
rapadas, los Hara Krisna, el pantalón vaquero andrajoso, la droga.

El desarraigo territorial del hombre moderno se advierte no menos en lo que respecta al


conocimiento de los detalles de su ambiente más próximo. Cuando el desplazamiento
geográfico todavía requería tiempo, el individuo humano tenía ocasión de ir registrando
y estudiando con minuciosidad los pormenores de la naturaleza y de la ciudad que
recorría a pie o en un transporte lento. Curiosamente, cuanto más rápidamente nos
movemos, menos tiempo decimos tener. El ahorro de tiempo que suponen las
comunicaciones y los transportes modernos ha hecho de la carencia de tiempo un rasgo
definitorio de nuestra cultura. Un tiempo que se medía en jornadas, pasó en nuestro
siglo a medirse primero en horas y ahora hasta en décimas de segundo. En un solo día
recorremos lugares que, tan sólo hace unos decenios, requerían muchos días de viaje.
Nuestra capacidad cotidiana de recepción no ha aumentado, pero los objetos que
reclaman nuestra atención son cada vez más numerosos. La conciencia de los detalles
desaparece así con la velocidad. La configuración del territorio se desvanece. Hemos
adquirido la perspectiva del dinosaurio a que antes aludí, sin siquiera haber
incrementado nuestro volumen corporal. Resultado de esta transformación de nuestra
conciencia es la extraterritorialidad que nos caracteriza, un estar siempre en otra parte
que hace del hombre moderno un ser desarraigado y un exiliado nato.

Nota biográfica sobre el autor: José Luis Ramírez es doctor en filosofía de la


planificación por el Instituto Nórdico de Planificación de Estocolmo (hoy reconvertido
en Centro Nórdico de Estudios Territoriales) y privatdozent en Planificación Territorial
por la Escuela Superior Politécnica de Estocolmo. Esta dedicado a la tarea de
desarrollar, con alumnos de doctorado en arquitectura del paisaje, diseñadores y
urbanistas, una teoría de la acción humana y de la intervención pública desde el punto
de vista de la ciencia humana. Ramírez reside en Suecia desde 1962 y ha desarrollado
tareas municipales de planificación y de política cultural.
142
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ARTE DE HABLAR Y ARTE DE DECIR. UNA EXCURSIÓN BOTÁNICA EN


LA PRADERA DE LA RETÓRICA

José Luis Ramírez

Reproducido de: Arte de hablar y arte de decir. Una excursión botánica en la pradera
de la retórica. Relea, Caracas: Universidad Central de Venezuela, Facultad de
Ciencias Económicas y sociales, septiembre 1999.

Hablar y decir no es lo mismo, aun cuando son interdependientes. Hablar es actuar, un


acto intransitivo; decir es hacer, que supone transitividad. De la diferencia entre hablar y
decir se derivan dos concepciones complementarias de la retórica. El autor de este
artículo afirma que el «arte de hablar» exige una perpectiva fundamentalmente
antropológica. La retórica se convierte así, en competencia con la filosofía, en una
ciencia fundamental que influye en todo conocimiento humano de cualquier índole, pero
especialmente el conocimiento práctico que supone la deliberación sobre nuestras
actuaciones y el planteamiento y resolución de nuestros problemas.

Después de más de un siglo de incomprensión y desprecio asistimos desde hace dos


decenios a lo que podría llamarse el renacimiento de la Retórica. El interés por la vieja
disciplina aumenta día a día a ritmos diferentes según los países. Nuevas instituciones,
actividades y pu-blicaciones que propugnan la restauración de los estudios retóricos van
surgiendo en estos momentos de transición tanto secular como histórica entre la
sociedad postindustrial y lo que llaman sociedad de la información. Vivimos sin
embargo en unos tiempos en que la chrêmatistikê, el espíritu financiero, y la retórica del
Mercado dominan nuestra vida y nuestro pensar de una manera inevitable. Como en el
siglo de la Sofística, estamos expuestos a un uso de la retórica de variopintas
intenciones.

El dar nombre a algo no implica sin más que ese algo conlleve una descripción o una
definición clara y unívoca. Cuanto más frecuente es el uso de una denominación
concreta, más probabilidad hay de que vaya adquiriendo sentidos diferentes. La
denominación de retórica no se aplica a algo que pueda definirse o delimitarse sin más.
La retórica es un lugar, un topos -por usar un término retórico-, una especie de hogar
que reúne en su torno narraciones diferentes, o un parque de recreo en el que cada uno
juega su juego. El filólogo noruego Øivind Andersen publicó en 1995 uno de los
mejores libros sobre la evolución y los diferentes aspectos de la retórica que hayan visto
la luz durante los últimos años. Ha dado el autor nórdico a su libro el sugestivo título de
"En la pradera de la retórica» (I retorikkens hage, Andersen [1995]). La comparación
entre la retórica y una pradera en la que proliferan plantas y flores de diversas especies y
en donde muchos tipos diferentes de actividades pueden tener lugar, es sumamente
acertada y ha inspirado el subtítulo de mi artículo.

Hablar y decir

Para ir distinguiendo especies en la pradera de la retórica, voy a empezar por distinguir


entre el hablar y el decir y, con ello, entre dos concepciones -ciertamente coordinadas,
mas no por ello menos diferentes- de la retórica como arte de hablar y como arte de
143

decir. Elegir la primera concepción implica acercarse a la filosofía y a la


psicolinguística, mientras que la segunda nos conecta con la ciencia de la literatura o
estilística y con la semiótica.

Hablar y decir parecerán quizá expresiones respectivamente sinónimas y ciertamente el


uso cotidiano las intercambia e iguala. Pero si alguien dice, por ejemplo: «El Jefe del
Gobierno habló en la televisión ayer» y un interlocutor responde preguntando: «Y ¿qué
dijo?», esta pregunta carecería de sentido si el hablar y el decir significaran exactamente
lo mismo. Hablar es en efecto hacer uso de una facultad, decir es usar esa facultad en
un acto de expresión concreta, empíricamente apreciable. Esto hace relación a la
distinción aristotélica entre prãxis y poíesis a la que volveré más adelante. Naturalmente
que nadie puede hablar sin decir o formular expresiones concretas en una lengua
concreta y ningún ser viviente puede decir nada concreto sin poseer la facultad de
hablar. No obstante, hablar y decir son aspectos diferentes del acto concreto de hablar,
dando esto lugar a sectores de estudio y análisis diferentes.

La retórica ha venido a concentrarse cada vez más, durante los siglos transcurridos
desde su creación, en el aspecto del decir, más bien que en el aspecto del hablar.
Haciendo otra distinción más, es de notar también cómo el análisis de lo dicho, que
propiamente es objeto de la poética y de la estilística, ha atraído mayor interés que el
estudio del propio decir. Durante el siglo XIX, el interés de los estudiosos de la retórica
se concentró casi exclusivamente en la teoría de las figuras, a despecho de las otras
partes de la retórica (inventio, dispositio, elocutio, memoria, etc.). Lo primero en el
conocimiento es lo último en el ser. Yo quiero hacer resaltar aquí el aspecto hablante
como fundamentador del aspecto dicente y el acto de decir como creador de lo
fácticamente dicho. Dicho en orden inverso: distingo entre el arte y su producto, la
acción de pintar del cuadro pintado, haciendo así que el interés por lo especialmente
dicho quede en tercer lugar; pero además doy prioridad al acto de hablar como tal sobre
el acto de decir, retrotrayendo así la comprensión de la retórica a su origen genuino que
es el habla, la oralidad.

El origen de la retórica como materia de estudio se halla ceñido a una paradoja, pues
resi-diendo dicho origen, de un lado, en la facultad humana de hablar, no se convierte
propiamente en objeto de estudio hasta que el alfabeto y la lengua escrita han quedado
establecidas, convirtiendo al acto de hablar en algo no sólo audible, sino visible,
analizable y planificable. Gracias a la lengua escrita surge la reflexion sobre el hablar
que lleva el nombre de Retórica. Lo cual hace a la retórica como disciplina depender de
la lengua escrita de un modo que atenta a la esencia de la retórica misma, pues la lengua
hablada es el uso directo de una facultad humana y con ello una acción, mientras que la
escritura (especialmente la escritura alfabética inventada 700 años antes de Cristo) es
una tecnología. En este hecho reside la tecnificación de la retórica y su transformación
en instrumento de manipulación. «La invención de la imprenta, con ser importante, no
es fundamental, si se compara con la invención de las letras», escribe Hobbes en su
Leviatán. Sin lengua escrita, ni la imprenta ni la ciencia habrían surgido, ni mucho
menos se habrían divulgado. Por eso califica Walter J. Ong (Ong [1982]) a la escritura
como tecnología y no sólo como técnica. Lo que diferencia a la tecnología de la mera
técnica, según Neil Postman (Postman [1992]) es que la técnica, el mero uso de un
instrumento, resuelve problemas determinados y realiza tareas previstas, mientras que la
tecnología va más alla de nuestras intenciones, transformando las estructuras que
determinan nuestra forma de pensar y de actuar. Con la técnica hacemos algo, la
144

tecnología en cambio hace algo con nosotros. Lo cual no supone que el lenguaje escrito
no tenga que ver con la retórica, pero una comprensión propia y profunda de la retórica
supone el restablecimiento de la lengua hablada como el fundamento a partir del cual
también se comprende la lengua escrita. La alfabetización, que tantas ventajas aporta a
la humanidad, transforma radicalmente, al mismo tiempo, nuestra mentalidad.

Cuando Ferdinand de Saussure creó su teoría linguística partió también de la lengua


hablada como fundamento último. Pero sin el descubrimiento del concepto de fonema y
sin la creación de un alfabeto fonético la linguística habría sido imposible. La
lingüística saussuriana vino así a ser una teoría semiológica, una teoría de la langue, no
una teoría de la parole. La teoría lingüística de Saussure adolece de una contradicción
interna entre la pareja Significante/significado y la pareja lengua/habla a la que he
dedicado mi atención en un texto en lengua sueca titulado «El parto del sentido»
(Meningens nedkomst, Ramírez [1995b]).

El doble sentido de la palabra arte

A la ambigüedad de la retórica entre el hablar y el decir hay que añadir otra ambigüedad
en el propio concepto de retórica considerada como arte. Por arte entendemos unas
veces la habilidad o competencia que se adquiere mediante el ejercicio y que se
manifiesta en la actividad, aun cuando el que la realiza no siempre sea capaz de dar
cuenta de ella. Otras veces, sin embargo, al hablar de arte nos referimos a un
conocimiento objetivado, a una descripción de cómo se crea un producto de cierta
índole o cómo se produce un efecto de carácter previsto. Este último concepto del arte
se convierte fácilmente en una técnica, es decir en un sistema explícito de reglas de
acción para lograr algo. Nuestra palabra "técnica» procede precisamente, no sin motivo,
de la palabra griega correspondiente al arte (téchne). El arte puede así referirse bien al
conocimiento o bien a lo conocido, ora al conocimiento que alguien posee, ora a un
conocimiento acerca de algo. El conocimiento como actividad se da en individuos
humanos concretos, mientras que lo conocido adquiere una existencia propia
extrapersonal, transmisible y acumulable al ser formulado sobre todo gracias a la
escritura.

Si la retórica ha de ser considerada como un arte, cabe entonces preguntarse si nos


estamos refiriendo a la habilidad personal y espontánea en el hablar o bien al
conocimiento reflexionante acerca de en qué consiste esa habilidad (el conocimiento
del conocimiento). El texto de la Retórica de Aristóteles se inicia justamente señalando
el hecho de que se puede ser buen retórico sin siquiera ser consciente de ello, de la
misma manera -esto ya no lo dice Aristóteles sino Molière- que aquel personaje que
había escrito en prosa toda su vida sin saber lo que era la prosa. Todos los seres
humanos -dice el Estagirita- se esfuerzan por argumentar y sostener afirmaciones, por
defenderse o acusar. La mayor parte lo hace irreflexivamente o por un hábito que reside
en su carácter. Pero si podemos hacer una cosa espontánea o incons-cientemente -
continúa el filósofo griego-, podremos también, por supuesto, reflexionar sobre cómo lo
hacemos y crear un método de acción, teorizando así sobre el modo en que logramos
nuestro fin, tanto si actuamos espontáneamente como si lo hacemos por hábito. Y todos
admitirán -añade- que un conocimiento de esa índole puede denominarse arte
(Aristoteles Rhêt. {1354 a 6-12}). El arte espontáneo debería, no obstante, considerarse
como el arte propiamente dicho, mientras que la teorización de un arte correspondería
145

más bien a lo que se denomina una ciencia práctica(1). Así sucede cuando Quintiliano
prescinde de la palabra ars y utiliza la expresión scientia bene dicendi, para referirse a
la retórica (Andersen [1995] pág. 16). También los romanos hablaban de rhetorica
docens y rhetorica utens, para distinguir la teoría, que se aprende en el aula, del
conocimiento que se adquiere mediante el ejercicio (Andersen [1995] pág. 12). El
profesor danés de retórica Jørgen Fafner habla de «retórica» y de «ciencia retórica» para
distinguir entre la facultad de hablar bien y el saber objetivo acerca de ello.

Mi punto de partida, por lo tanto, es que la Retórica considerada como disciplina se


ocupa de investigar teórica o, si se quiere, científicamente el arte de hablar. Damos sin
embargo con frecuencia el nombre de retórica al arte de hablar bien, como si hubiese
además un arte de hablar mal. Un «arte de hacer algo bien» es una redundancia, pues -
como Aristóteles dice al comienzo de su Ética a Nicómaco {1094a, 1-2}- «Todo arte y
toda investigación y, de la misma manera, toda acción y toda elección, parecen
orientarse hacia algo bueno». El crimen perfecto es, por lo tanto, una acción censurable,
bien realizada sin embargo dentro de su género. Esto es así porque lo bueno, en
discrepancia con la opinión platónica, puede decirse de muchas maneras (Aristóteles,
Ética a Nicómaco {1096a 23 ss.}.

Pero una investigación teórica acerca de un arte puede a su vez dar lugar a dos actitudes
científicas que suelen denominarse ciencia descriptiva y ciencia normativa. No es lo
mismo describir que prescribir. La Retórica comparte esa ambigüedad científica con la
Lógica. Al incluir el arte el buen resultado en su propio concepto, podemos preguntar si
estudiamos un arte para describir cómo se practica algo o para prescribir esa práctica.
Nos hallamos ante la diferencia entre el ser y el deber ser del arte. Hacer de la retórica
una técnica, estipulando un sistema de reglas que aplicamos conscientemente en
determinadas situaciones de habla, es una tentación que ha dado y da todavía lugar a
muchos cursos y a muchos manuales de retórica. Por otra parte sabemos, sin embargo,
que aquello que mejor hacemos lo hacemos inconscientemente y por hábito. Cuando la
técnica domina sobre el arte, cuando aceptamos de antemano una regla de acción,
somos víctimas de un fundamentalismo que contradice sus propias intenciones. Pues la
finalidad de la retórica debiera ser la de contribuir, mediante una reflexión consciente, a
alcanzar una habilidad de actuación que no necesite seguir regla alguna. Se trata de
asimilar, no de acumular conocimiento.

Esto significa que la retórica no tiene por qué crear técnicas que dicten modos de actuar
en situaciones previstas, todavía no actualizadas. Lo que sí hace es proporcionarnos
reflexiones y experiencias que son aprovechables para las situaciones concretas, a
menudo imprevistas, que se presenten. Esas reflexiones y experiencias pueden quizá
asemejarse a las reglas técnicas, pero no son más que meros consejos o advertencias. Se
trata de recomendaciones o indicaciones de aquello que debe tenerse en cuenta o
aquello en lo que se debe pensar para actuar en situaciones futuras(2). Es empero la
propia situación la que determina lo conveniente. Esto actualiza la consideración del
concepto griego de kairós. Como dice el catedrático de retórica danés Christian Kock:
«La materia concreta y la situación concreta determinan la totalidad del discurso en
cuestión, la cual a su vez determina sus partes. Solamente comprendiendo lo que es el
kairós puede el retórico producir una expresión en la que las partes sean el todo, una
acción coordinada y relevante para una situación». «No es buena retórica seguir un
procedimiento fijo, con un inventario fijo de figuras y recursos retóricos».
146

También yo he estudiado la función del concepto de kairós en un contexto semejante


(Ramírez [1995a] pág. 166 ss.). Tras el concepto de kairós - que Christian Kock
relaciona con un uso empírico prudente y yo con la prudencia en la elección y en la
actuación-, se oculta el concepto aristotélico de frónêsis, que es la virtud intelectual de
la prudencia en el obrar, el buen juicio. Sería interesante considerar por qué Aristóteles
llamaba a la Retórica téchnê y no frónêsis, pero ello nos apartaría demasiado de nuestro
razonamiento. Todo estudioso de retórica debe saber que todo discurso muestra mucho
más de lo que dice. Mi lectura de Aristóteles me hizo comprender -aunque el Filósofo
no lo diga explícitamente- que la retórica es frónêsis, prudencia en el uso de la palabra,
y no mera téchnê o habilidad oratoria. Ello reside en la propia naturaleza del arte, tal y
como yo la he descrito antes. Lo que hace artista a un pintor de cuadros no es su
conocimiento de la técnica del color y del uso de los pinceles y otros instrumentos, que
desde luego son conocimientos útiles para él. El arte propiamente dicho reside en la
prudencia de utilizar esas técnicas y esos instrumentos para dar expresión a aquello que
el artista, aquí y ahora, desea expresar. La retórica que Aristóteles calificó de téchnê no
es algo que haya que seguir al pie de la letra, sino algo que hay que utilizar con
prudencia para lograr un buen resultado. El arte elige la técnica y el uso adecuados. Y
ese uso prudencial supone que la propia técnica se va ampliando y perfeccionando,
mediante nuevas intuiciones y nuevos ejemplos. Se trata pues más bien de heurística
que de metodología. Pero para distinguir entre lo que se quiere expresar y el modo
concreto o material de expresarlo es necesario tener clara la distinción conceptual entre
el hacer y el obrar o actuar, que en terminología aristotélica es distinguir entre poíêsis y
prãxis. Pero esa distinción ha desaparecido con la instrumentalización nuestra
mentalidad y de nuestra cultura (Ramírez [1995])(3).

El hombre, animal retórico

Cinco principios fundamentales, que yo llamaría aspectos o caminos de investigación,


propone Jørgen Fafner para lograr una comprensión amplia y adecuada de la retórica: la
concepción de lo humano, la concepción de lo que es el lenguaje, la credibilidad (pístis),
la habilidad (que yo llamo arte) y la oralidad (Fafner [1997]). Es un esquema muy útil al
que me adhiero sin reservas. El primer principio o aspecto, el principio antropológico de
la retórica, encaja bien con la concepción que yo sostengo de la retórica como disciplina
fundamental. La tesis de partida para esta concepción antropológicamente
fundamentada de la retórica puede encontrarse en un lugar tan leído como mal meditado
y analizado de la Política de Aristóteles {1253a 7-18}:

«Está claro por qué razón el ser humano es un animal social en mayor medida que
cualquier abeja o cualquier animal gregario: la naturaleza no hace -como es usual decir-
nada en vano y entre los animales solamente el ser humano está en posesión de lógos. El
sonido producido por la voz es signo de dolor y de placer y por eso también los
animales lo tienen, pues su naturaleza les permite sentir dolor y placer y dar a conocer
ese sentimiento entre ellos; pero el lógos permite manifestar lo provechoso y lo nocivo,
así como lo justo y lo injusto siendo atributo exclusivo del ser humano, a diferencia de
otros animales, el tener conocimiento de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, etc. Y
la participación en estas cosas es lo que da su origen a la sociedad doméstica y a la
sociedad civil.»

Este pasaje central representa el punto de partida de una antropología y de una teoría de
la acción comunicativa que puede medirse con la de Habermas aventajándola. El lógos
147

griego, que significa tanto la acción de pensar como la de hablar (ratio et oratio, como
diría Cicerón, jugando con las palabras, para reconstruir el viejo concepto griego que la
ratio latina convierte en unilateralmente cognitivo) es lo que caracteriza y distingue al
hombre del animal, por un lado, y de Dios por otro. Estudiar la facultad discursiva del
ser humano es lo mismo que estudiar al propio ser humano, pues la facultad de palabra
es la diferencia específica del ser humano y comprender al hombre es comprender lo
que supone el hablar. Con esto se constituye la retórica, concebida como la
investigación científica del uso de esa facultad, en lo que Jørgen Fafner llama una
ciencia fundamental (Fafner [1997]), yo diría que el más fundamental de nuestros
conocimientos teóricos.

Aun cuando Aristóteles comienza su tratado de retórica señalando que la retórica es la


contrapartida (antístrofos) de la dialéctica -siendo la dialéctica, junto con la analítica,
los nombres que Platón y Aristóteles utilizaran para referirse a lo que llamamos lógica-
la tradición ha querido asociar la retórica a la poética más bien que a la lógica. Se ha
dicho que la concepción occidental de la racionalidad y de la ciencia habrían sido muy
diferentes si los escritos retóricos de Aristóteles hubieran sido clasificados entre los
escritos que Andrónico de Rodas denominó Órganon, es decir entre sus escritos lógicos.
Yo creo sin embargo que la explicación que cabe es justamente la inversa: la
concepción de la ciencia, la racionalidad y la lógica dominante en Occidente, una
concepción en la que la inspiración platónica ha mantenido una influencia decisiva hasta
nuestros días, ha influído también en los compiladores que clasificaron los escritos
aristotélicos. El desprecio platónico de la mera opinión cotidiana (dóxa) y su admiración
por el pensamiento exacto de la matemática siguen vigentes en nues-tra cultura. La
retórica, que parte de la actitud lingüística espontánea del hombre en su entorno, era
menospreciada Platón.

Se nos ha enseñado a considerar a Aristóteles como el padre de la lógica y del lenguaje


científico; pero cuando el Estagirita, en el pasaje citado, describe al lógos (entendido no
ya como mera racionalidad, sino como facultad de expresar el pensamiento en palabras)
como la propiedad diferencial del ser humano, no habla para nada de un conocimiento
«verdadero». La capacidad del lógos supone en ese pasaje central la capacidad de
distinguir entre lo justo y lo injusto, entre lo provechoso y lo perjudicial, más bien que
entre lo verdadero y lo falso, a lo cual no alude explícitamente(4). Con esto, por lo
menos en el pasaje citado, el lógos aparece unido para Aristóteles no a la razón teórica,
sino a la razón práctica, a una forma de pensa-miento que no se dirige a la consecución
de ningún conocimiento exacto o científico, sino a un conocimiento que oriente al ser
humano en la elección de sus actos. El filósofo vuelve repetidas veces en sus escritos a
esta distinción entre lo que él describe como «un conocimiento de aquello que no puede
ser de otra manera» (el conocimiento científico) y «un conocimiento de lo que puede ser
de otra manera» (el conocimiento del obrar), es decir entre lo que es dado por necesidad
natural y aquello que depende de la actuación de los seres humanos (Ét. a Nic. {1112a
18 ff}, {1140a 30 ff} Ret. {1359 a 30 ff}). Pues cada forma de conocimiento exige su
método especial, escribe en Ét. a Nic. {1094b 11 ss}. Lo sistemático y lo problemático
son sectores diferentes del conocimiento que hemos de tratar de manera diferente
(Ramírez [1995a] cap. V). Demostrar y deducir es una tarea lógica, razonar y elegir es
una tarea discursiva y, por ende, retórica. Pensar lógicamente es como calcular o ir
explicando lo que está dado. El discurso retórico en cambio supone razonar acerca de lo
que puede llegar a ser y de lo que hay motivo suficiente para admitir. La lógica se ocupa
de lo teórico y universalmente válido, la retórica se ocupa de lo práctico y de lo
148

cotidiano y de lo probable. Con lo cual todo tipo de razonamientos acerca del obrar o el
hacer, ya se trate de asuntos diarios, de política, de planificación y urbanismo, de
tratamiento de problemas y situaciones concretas o de decisiones de diferentes clases, es
objeto de actividad retórica, discursiva.

La primacía de la práctica

Oponer dicotómicamente la lógica a la retórica y la teoría a la práctica es, sin embargo,


fomentar una falacia. En principio no existen ni la lógica ni la teoría en sentido propio,
sino que el punto de partida de éstas es la práctica, la acción retórica. La propia teoría y
la propia lógica son también resultado de una práctica intelectual, ya que una teoría y
una ciencia tienen también que ser hechas y la lógica es un sistema formal que también
se crea mediante una actividad retórica, reflexiva y deliberante. Incluso Gottlob Frege
advirtió que, cuando los matemáticos discuten y razonan entre ellos, surge un discurso
retórico. Sin el estadio previo de la lengua escrita no existirían sin embargo ni la lógica
ni la ciencia.

La retórica como ciencia es el conocimiento de cómo el ser humano construye su


mundo dia lógos, mediante el lógos. En principio era el Lógos. La retórica como arte es
el uso de esa facultad de hablar que nos ha enseñado a pensar y que crea nuestro mundo
humano. Eso es el factum verum (Vico [1710]): el ser humano sólo puede comprender
lo que él mismo ha hecho, lo demás sólo es comprensible para Dios. El ser humano no
tiene naturaleza sino que tiene historia. Retórica es el conocimiento del hablar y del
decir, no de lo dicho, mientras que una teoría es siempre algo ya dicho o, más
propiamente, ya escrito. Para la teoría y para la lógica vale estrictamente sólo lo dicho,
las palabras. Éstas son tomadas como semánticamente unívocas y todo cálculo lógico
exige que a cada significante corresponda solamente un significado a lo largo del
proceso lógico. Todo lo que no sea metafísica de la presencia reificada es aquí inválido.
Pero el ser humano es, como decía Protágoras, la medida de todo, tanto de lo dado como
de lo que se oculta o no aparece. La retórica como el conocimiento de la actividad
fundamental del ser humano se hace consciente y considera tanto lo que se dice como lo
que no se dice. Pues también el callar o el dar de lado a un asunto es significativo; en
cambio una semiótica del silencio es imposible, puesto que la semiótica exige como
punto de partida un signo, siendo incapaz de manejar adecuadamente su ausencia. El
silencio, lo omitido al ha-blar, puede ser entendido y tiene significado sólo para una
investigación retórica (Valesio [1986], Ramírez [1995]). Mientras que para la semiótica
lo más importante es el significante y en éste ve el semántico el representante
aprehensible del significado, para la retórica tiene valor todo lo que se manifiesta o hace
patente mediante el decir (dia lógos); pues la retórica no toma las palabras «al pie de la
letra», ya que la retórica sabe que el lenguaje se yergue so-bre la ironía y que el decir
dice siempre más y a menudo otra cosa que lo que parece decir. Por eso es
constantemente necesario interpretar y reinterpretar lo dicho (Ramírez [1992]).

De lo dicho se desprende que la retórica, como yo la presento aquí, es propiamente una


teoría de la acción humana, una teoría del hablar y del decir. Hablar es prãxis, decir es
poíêsis. Se trata de entender lo que hacemos, no sólo lo que decimos con las palabras. Y
así de las pala-bras se transciende a la Palabra, a la acción, no quedándose en el mero
resultado de la acción. En este sentido la retórica se vislumbra como una teoría de, en
primer lugar, el arte de hablar y, en sentido derivado o secundario, como una teoría del
arte de decir: no una teoría de las palabras usadas, sino de la propia elección y uso de
149

las palabras. Séneca consideraba la elo-cuencia como el arte de las artes y como el
camino de acceso a cualesquiera otras artes. Para mí es la retórica el conocimiento de la
actividad fundamental del hombre. Pues la actividad locutoria y el hecho de que el ser
humano tiene la facultad de hablar están presentes en todas las demas actividades
específicas del ser humano. Sin esa facultad no se habría desarrollado ninguna de las
otras actividades humanas. Por eso no es tan absurdo o exagerado como al- guien quizá
piense el considerar la retórica como una teoría de la acción.

El estudio de la retórica coincide pues con el propio discurso humano (Valesio [1986]).
Pensar y hablar es la actividad fundamental presente o latente en cada actividad humana
pero especialmente en actividades intelectuales y universitarias. Aprender una disciplina
práctica y realizar la tarea a que esa disciplina va encaminada es una actividad que parte
de una deliberación acerca de lo que se deba o no se deba hacer y acerca de la manera
adecuada de llevar a cabo la tarea prevista. La retórica es el conocimiento de lo que es
común a y está presente en toda acción humana, sin ser específico de ninguna acción
concreta. Construir ciudades, curar enfermedades, organizar empresas o instituciones,
toda actividad práctica de cualquier tipo, parte de un fondo común lingüístico-
conceptual retórico. «Unos seres humanos lo hacen sin reflexionar o por costumbre,
pero ya que puede realizarse de esta manera, también ha de ser posible estudiar su
método. Pues podemos investigar por qué los que siguen su costumbre o actuan sin
reflexionar en lo que hacen tienen éxito en su tarea. Y una investigación de esta índole
es lo que llamaríamos un arte.» (Aristoteles Ret. {1354 6 ff}). «Otras artes buscan su
materia en diferentes fuentes, pero lo que afecta al arte de hablar es inmediatamente
accesible y afecta a la relación entre los seres humanos y a la comunicación cotidiana»,
dice Cicerón (Andersen [1995] 6.4). Toda acción humana, cotidiana o profesional exige
una actividad racional que consiste en entender la situación, describir adecuadamente el
problema y la tarea, deliberar acerca de lo que deba hacerse y proponer la manera
adecuada de realizarlo. Este arte común de evaluar, juzgar y deliberar mediante el
pensamiento y la palabra, de buscar el concepto adecuado y la expresión correcta para
cada situación, es lo que la disciplina retórica se propone investigar. Por ello es la
Retórica una disciplina humanista fundamental acerca de la acción humana que afecta a
todas las otras actividades humanas, sean profesionales o no.

Retórica y filosofía

Algún lector se estará preguntando si no trato de otorgar a la Retórica un papel que


tradicionalmente ha estado reservado a la Filosofía. La filosofía pretende también ser un
saber que afecta a todos los demás conocimientos humanos. La filosofía es el saber del
saber. En No-ruega se mantiene todavía hoy un examen philosophicum obligatoria para
toda enseñanza superior, instaurado por iniciativa del filósofo Arne Næs. Mas a pesar
del papel que se ha arrogado en todos los tiempos, desde los griegos hasta nuestros días,
la filosofía se halla al margen de la mayor parte de las discusiones más importantes de
nuestro tiempo(5).

La filosofía dice ocuparse de la teoría del conocimiento, de la lógica y de la ética. Pero


una investigación a fondo muestra que la Teoría del Conocimiento que se profesa en
nuestras instituciones de filosofía es solamente una teoría del conocimiento teórico. El
que los términos «teoría del conocimiento» y «epistemología» se hayan convertido en
sinónimos en las lenguas nórdicas y anglosajona es muy revelador, ya que
150

epistemología significa etimológicamente teoría de la ciencia. La teoría del


conocimiento práctico se llama Retórica y la retórica no tiene cabida en las instituciones
de filosofía(6). La filosofía se dedica al conocimiento verdadero y un conocimiento de
esa índole sólo se puede dar en la ciencia. «La filosofía busca la verdad en el mundo y
detrás del mundo. La retórica se ocupa de la realidad que es creada por los hombres en
el lenguaje», escribe Øivind Andersen (Andersen [1995] 6.4).

El instrumento del conocimiento téorico y de la ciencia es la lógica, un cálculo objetivo


y en la actualidad además formalizado, que se desentiende del pensamiento práctico y
de la acción. Pues esa lógica formal de la acción que von Wright y otros filósofos han
intentado elaborar(7), no ha conducido a resultados de aplicación práctica. La lógica de
la práctica se denomina también Retórica y la retórica no se deja reducir a cálculos
formales.

Por lo que se refiere a la filosofía llamada práctica, la ética moderna huye de la acción
como del demonio. La justificación de una acción se establece, según esta ética, o bien
con referencia a su resultado (ética utilitarista) o bien a una regla preestablecida (ética
deontológica). Pero la ética no puede consistir ni en obedecer a una regla ni en adaptarse
a un resultado. Ética es teoría de la acción humana y lo que sea la acción justa en cada
situación se decide en una deliberación racional, es decir en un discurso retórico.
Retórica y ética son dos caras inseparables de la acción humana. La Ética, la Política y
la Retórica establecen en la obra de Aristóteles un triángulo de hierro que da expresión a
la filosofía práctica. Pero mientras que la retórica y la ética aristotélicas constituían dos
aspectos complementarios de la frónêsis, desemboca la filosofía práctica moderna o
bien en un callejón sin salida metaético que encajaría bien en la épistêmê aristotélica, o
en una disciplina normativa que equivale a la téchnê. Eso de frónêsis le «suena a
griego» a la filosofía universitaria de nuestros días.

Es sin embargo Isócrates, más bien que Aristóteles, quien en la Atenas del siglo V a. de
Cr. defendía la íntima relación entre la filosofía y la retórica. El ideal de su escuela era
la formación humana o paideía y esa formación se alcanzaba mediante una comprensión
(frónêsis) que conlleva la facultad de elegir lo justo y de ser convincente en cada
situación concreta (kairós). Para Isócrates es kairós uno de los conceptos centrales de la
retórica. Pero debemos a Aristóteles el desarrollo de la concepción de ciudadanía
(polîteía) y de comunidad (koinõnía). En su obra encontramos conceptos y elementos
para una discusión moderna acerca de una sociedad del bienestar de carácter totalmente
diferente al modelo de sociedad consumista y pesetero que nos ha tocado en suerte
vivir.

La retórica de la retórica

En la sociedad moderna la denominación de "retórica» ha venido a referirse al discurso


manipulador, como si hubiera discursos no retóricos. Retórica y ética se han venido a
concebir como extremos opuestos. Cuando la retórica ha sido utilizada como método de
análisis, se ha puesto al servicio de la agitación política o de la propaganda comercial.
En el mundo universitario la ciencia de la literatura ha sabido utilizarla para sus análisis
de textos. La filosofía práctica ha incorporado a veces algunos elementos de la retórica
en una teoría de la argumentación que es una prolongación de la lógica. Diferentes
escuelas lingüísticas como los sociolingüistas, han sacado también provecho de alguna
parte del tesoro retórico. Cognitivistas y teóricos de la comunicación también se han
151

aproximado a la perspectiva retórica. Por lo demás, la retórica se ha concebido como un


arte de persuadir que simplifica y empobrece la riqueza de aspectos de una retórica
fundamental. Ciertamente que todo acto comunicativo lleva implícito el intento de
convencer, de la misma manera que apagar la sed es un efecto relacionado con la
bebida, pero un efecto deseado no constituye sin más el ser de una acción o de una cosa.
El luchar obcecada y unilateralmente por un fin aislado conduce a menudo a lo opuesto
de lo que se pretendía. Esto exigiría sin embargo una disquisición más extensa de lo que
me permite este artículo.

La retórica abarca una pluralidad de aspectos y no resiste que se la escinda sin que su
núcleo esencial se pierda. Si pensamos, por ejemplo, en los tres elementos clásicos de la
retórica que constituyen la base de todo discurso convincente (ethos, pathos, lógos)
éstos no pueden ser utilizados cada uno de por sí, excluyendo a los otros, sin que el
objetivo se vea malogrado. La efectividad retórica se determina mediante la atención
coordenada a esos tres elementos inseparables. Algo semejante sucede con las partes
tradicionales de la retórica, conocidas desde Herenio: inventio, dispositio, elocutio,
memoria, pronunciatio. Si se toman en consideración como partes separadas e
independientes, el discurso pierde su vigor y efecto. El orden del discurso o dispositio y
su desarrollo práctico o elocutio exigen creatividad y genio (inventio), la inventiva no
puede existir sin la memoria, y así sucesivamente. Esos elementos retóricos integrados
en una totalidad no constituyen meras reglas sino que son llamadas de atención o
sugerencias acerca de lo que es preciso tener en cuenta para analizar, entender o
preparar situaciones de habla. Una preparación excesiva daña sim embargo la calidad
del discurso. Un acto de habla resulta a menudo mejor si se desarrolla de una manera
espontánea basada en una larga experiencia. De la abundancia del corazón habla la
lengua. Estar dispuesto es más importante que estar preparado.

La retórica se concibe y se ha usado como instrumento analítico de crítica, lo que


subraya su parentesco con la filosofía. Una regla de oro en filosofía es la que
recomienda probar las tesis planteadas con esas misma tesis o lo que, citando Marx,
podría formularse: «Las armas de la crítica no deben olvidar la crítica de las armas».
Esta norma de acción intelectual conduce a veces a paradojas, pero es justamente a esas
paradojas a lo que hay que estar atento. Aplicado a la retórica, dicha norma exige una
investigación retórica de la retórica, es decir una investigación de la retórica de la
retórica. Pues «nada cae fuera de la retórica, ni siquiera sus propios procedimientos»
(Valesio [1986]).

Esta autocrítica o autoinvestigación nos hace justamente transcender de lo dicho al decir


y del decir al hablar. Con otras palabras: conduce de la cosa a la acción. Es importante
no dejarse engañar por sus propias palabras y comprender cómo los conceptos dan
forma y a veces deforman nuestra realidad. Piénsese por ejemplo en el propio concepto
de "concepto». Esa denominación nos lleva a creer que el concepto tiene un contenido,
lo cual conduce a conclusiones catastróficas. Un concepto retórico aparece de este modo
a una nueva luz. Un ejemplo de esto es la tópica, que para los investigadores alemanes
de la literatura se refería a ciertas expresiones o formulaciones establecidas, pero que en
un sentido más profundo se refiere a la manera de crear y utilizar esas expresiones o
fórmulas (Viehweg [1963]). Otro ejemplo es el de la figuras o tropos, que durante largo
tiempo ocupó el interés total de la retórica.
152

Haciendo retórica de la retórica alguien ha dicho que la palabra «metáfora» es una


metáfora y que una teoría de la metáfora supone una metáfora de la teoría, algo que
resulta más ingenioso que inteligible. Pero lo importante es quizá reconocer que lo que
la retórica llama metáfora y metonimia, ambas son resultado de un desplazamiento
metonímico. Metáfora y metonimia representan en realidad procesos mentales ocultos
tras el resultado semántico a que se dedican los manuales de retórica al uso. Sin negar el
valor de los muchos e inteligentes estudios que se han hecho acerca de la metáfora y de
los pocos que se han hecho acerca de la metonimia, los dos conceptos retóricos
tradicionales descubren, en una investigación atenta, una esencia más profunda que lo
que una figura retórica al uso supone. En realidad se trata de procesos de creación
conceptual. Quien vio esto bien fue Nietzsche. Pero ya Vico había indicado el camino y
el psicoanálisis y la psicolingüística, especialmente Roman Jakbsson y Jacques Lacan,
han ido allanándolo a través de intrincados parajes. Todo ello me llevó a mi a entender
que Metáfora/metonimia es el mecanismo mental que crea nuestros conceptos y hace
visible el sentido del mundo mediante el lógos (dia lógos). No es difícil mostrar que no
sólo algunas palabras especiales sino todas las palabras de la lengua som creadas
mediante una acción metafórica combinada con una búsqueda dinámica que es una
acción metonímica (Ramírez [1995b][1992 & s.]. De esto y de la ironía como
fundamentación del lenguaje y como paradoja existencial en sentido kierkegaardiano
(Kierkegaard [1846]), me he ocupado en una parte de mi investigación retórica que he
dado en denominar Fenomenología del Concepto y que todavía no ha transcendido del
ámbito de las aulas y del seminario.

NOTAS

1. El teorizar sobre un arte supone, sin embargo, a su vez un nuevo arte: el arte de
teorizar, es decir el arte de formular y describir lo que se piensa de manera adecuada,
inteligible y convincente.

2. Cabe por lo tanto hablar más bien de heurística que de método predeterminado.

3. No es nada extraño que la ética moderna tienda a reducirse o al utilitarismo o a la


deontología, perdiéndose de vista la ética del obrar como tal, es decir la ética en el
sentido que esta palabra tenía para su creador, Aristóteles.

4. Es cierto que añade kaì t_n áll_n («y todo lo demás» o etcétera), pero lo significativo
es que destaca los valores de la razón práctica y deja en el anonimato a los de la razón
teórica.

5. Esto es palpable en Suecia, donde la filosofía, encerrada en sus instituciones


universitarias y dominada por el positivismo lógico, de una parte, y por el utilitarismo
de la otra, no participa todavía en ninguno de los proyectos pluridisciplinarios
modernos.

6. En Dinamarca, donde ha habido más sensibilidad para estas cosas, hay una
institución en Copenhague que se denomina Institución de Filosofía, Pedagogía y
Retórica. Quintiliano se sentiría muy a gusto.
153

7. Véase p. ej. su Logic of preference de 1963, o Norm and Action, que ha sido
publicada al castellano por la editorial Tecnos en 1970 con el título de «Norma y acción.
Una investigación lógica».

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Viehweg, Theodor [1963] Topik und Jurisprudenz, C.H.Beck'sche Verlag, München.


155

HOMO INSTRUMENTALIS. REFLEXIONES (NO SÓLO PESIMISTAS)


ACERCA DEL DOMINIO DE LA TECNOLOGÍA Y DE LA RENUNCIA
HUMANA A LA LIBERTAD

José Luis Ramírez

Homo instrumentalis. Reflexiones (no sólo pesimistas) acerca del dominio de la


tecnología y de la renuncia humana a la libertad. Aportación de al Cicle de
Conferencies "Qué guanyem? Qué perdem? - La informació, el coneixement i la saviesa
a través de les noves tecnologies"

El hombre es por natura


la bestia paradójica,
un animal absurdo
que necesita lógica.

Estas palabras de Antonio Machado resumen en cierto modo el tema que voy a
desarrollar hoy y que muy bien podría haberse titulado: "Gloria y miseria del Lógos".
Voy a hablar someramente -- pues un análisis exhaustivo exigiría mucho más espacio --
de la dependencia instrumental humana, tanto en el conocimiento como en la acción.

El hombre es un animal sometido a la lógica, dice Machado. Y la lógica es aquello que


los compiladores de Aristóteles clasificaron como Órgano o instrumento del saber. Mas
no sólo del saber, diría yo, sino también del saber obrar. Pues eso del saber por el saber,
que le gustaba tanto a los filósofos griegos, se ha convertido en un mito. Queremos
saber para saber obrar. Unos con éxito, otros con cordura, según el tipo humano a que
pertenezcamos.

En un lugar extraordinariamente sugestivo de la Política de Aristóteles, un lugar que


muchos citan sin haber leído y que algunos han leído sin entenderlo en toda su
profundidad, dice lo siguiente:

"El hecho de que el ser humano sea un animal social en mayor grado que la abeja o de
cualquier otro animal gregario, tiene una explicación evidente. Es común afirmar que la
naturaleza no hace nada en vano y el ser humano es el único que goza de la facultad de
la palabra (lógos). Pues mientras la voz pura y simple es expresión de dolor o placer y
es común a todos los animales, cuya naturaleza les permite sentir dolor o placer y la
posibilidad de señalárselo unos a otros, la palabra humana o lógos sirve para manifestar
lo que es conveniente y lo que es perjudicial, así como lo justo y lo injusto. Pues esto es
lo que caracteriza al ser humano, distinguiéndole de los demás animales: el hecho de
poseer en exclusiva el sentido del bien y del mal, de la justicia y de la injusticia, y de los
demás valores. Y la participación en común de éstas cosas es constitutiva de la familia y
de la comunidad local." (Pol. {1253a 7 ss.}).

Estas palabras del filósofo griego encierran al mismo tiempo una concepción
antropológica y una teoría del conocimiento y de la acción humana pero sirven sobre
todo de fundamento a una concepción de la comunicación humana, a a cual no puede ni
compararse la tan divulgada como aplaudida Teoría de la Acción Comunicativa de
Jürgen Habermas.
156

Lo que Aristóteles afirma es que mediante el lógos puede el ser humano conocer lo que
es bueno, conveniente o aconsejable y comunicarlo a sus semejantes, creando esto un
intercambio razonable de conocimientos que es indispensable para el desarrollo de la
sociedad humana.

La palabra griega lógos se convirtió en la ratio latina y en lo que nosotros llamamos


razón, lo cual supone una restricción significativa del polisémico término griego que
integraba el pensamiento y el uso de la palabra, haciendo referencia además a la
actividad discursiva humana y al cálculo. Mientras que la razón, en su acepción
moderna, se refiere más bien al aspecto intelectual y especulativo del pensar, el lógos
griego concebía primordialmente el uso de la palabra como un elemento estructurador
del pensamiento. Consciente de esa limitación de la ratio, decía Cicerón, jugando con
las palabras, que el lógos griego era a la vez ratio et oratio. Pero en lo que más
contrasta el texto aristotélico con cierta concepción moderna de lo racional es en que no
se reduce a un lógos meramente teórico. El filósofo no atribuye, en ese pasaje, al uso del
lógos el conocimiento de la verdad, sino la determinación de lo conveniente o lo
perjudicial, de lo bueno y de lo malo. Es decir que se trata de un lógos eminentemente
práctico, ya que el entendimiento de lo bueno, lo conveniente y lo justo está dirigido a
la actuación humana, no a la mera especulación.

Según ese texto aristotélico el ser humano se halla sometido, tanto en su conocer como
en su obrar, a la mediación del lógos. Se trata de una mediación o instrumentalidad
simbólica que de un lado suple y reemplaza a la impresión de lo externo concreto,
organizándolo conceptualmente, y de otro otorga estructura a nuestra actuación
consciente. El ser humano es capaz de exteriorizar lo que tiene en la mente o en la
memoria mediante sonidos articulados, mediante palabras, mientras que los demás
animales sólo exteriorizan lo que sienten de un modo inmediato, mediante sonidos
expresivos, siendo incapaces de tomar en consideración lo que está bien y lo que está
mal. Es decir obran espontáneamente pero no pueden deliberar lo que debe o no debe
hacerse. Por mucho que se quiera otorgar poder comunicativo a los animales
irracionales, nunca encontraremos en éstos el poder de reflexionar, de crear segundas
intenciones y de hacer valoraciones éticas o estéticas. Los animales, decía Wittgenstein,
quizá se comuniquen entre ellos, pero nunca podrán ponerse de acuerdo en hacer algo,
por ejemplo, "el miércoles que viene".

Tomado de un modo general, ese carácter instrumental no es específico del ser humano,
pues todo ser vivo, también el animal precisa de medios de orientación y actuación para
poder sobrevivir. Pero lo que caracteriza al uso de utensilios o instrumentos por el
hombre es que éstos se le hacen conscientes, son pensados y creados con ayuda de su
capacidad racional y comunicativa.

Nos interesa pues examinar cómo se manifiesta esa instrumentalidad del conocimiento y
de la acción humanas, teniendo en cuenta que lo más importante en mi disertación es la
acción y que el conocimiento es considerado también por mi como una forma de
actuación orientadora del obrar. Desisto pues de reducir el hacer y el actuar, lo teórico y
lo práctico, a la condición de dicotomías semánticas, ya que en el fondo todo es práctica
o actividad humana y esas parejas conceptuales se relacionan de modo diferente al
dicotómico, como he analizado en otra ocasión(1). La teoría se hace teorizando y el
teorizar es una forma especial de práctica humana, cuya misión es contemplar y explicar
la propia práctica y aquello que la condiciona. El ser humano conoce su mundo para
157

poder vivir en él, es decir para actuar, y actúa de tal modo que ello aumenta su
conocimiento para el futuro. Es decir, la práctica produce experiencia y la experiencia
incrementa el conocimiento teórico. Pero el ser humano se comunica además con otros -
- que para eso existe el lenguaje --, sin lo cual la evolución del conocimiento y del obrar
serían imposibles. Pues, como añade Aristóteles en la continuación del texto aludido, "si
alguien no puede vivir en comunidad o es tan autosuficiente que no necesita nada de
ella, o es una bestia o es un dios, pero no un ser humano". Ni el animal tiene lógos ni
Dios lo necesita. Lo que en el animal es una carencia, resulta superfluo para Dios, que
es autosuficiente y no necesita razonar, ni en voz alta ni en voz baja, para llegar a
ninguna conclusión. La función esencial del lógos es, por lo tanto, la comunicación y la
deliberación humana, lo cual supone, según Aristóteles, una ventaja con respecto al
animal y una compensación con respecto a la divinidad.

Ese lógos humano es el origen y fundamento del instrumentalismo de nuestra existencia


humana. Y utilizo en mi disertaciób primordialmente el término de instrumento, o
también de utensilio, aun cuando otros autores hablan a menudo de herramientas. Mi
sentimiento lingüístico -- un tanto exacerbado por mi larga residencia en en extranjero --
me impide disociar la palabra herramienta de su metáfora constitutiva, el hierro. Me
suena mal eso de herramienta y prefiero hablar de instrumento, a veces de órgano, o
también de utensilio.

Ser "humano" significa tener un cierto (pero sólo cierto) dominio de su entorno, tanto en
lo que se refiere al mero conocimiento de él como a la posibilidad de actuar y
transformarlo o utilizarlo para sus fines. Pero el conocimiento y la actuación humanas
no se realizan de modo directo sino de modo mediato. El ser humano sólo puede
conocer algo a través de otras cosas y sólo puede actuar sirviéndose de instrumentos o
prótesis que faciliten esa operación. El hombre no es solamente un homo faber, sino
primordialmente un homo instrumentalis y solamente porque es instrumental puede
también ser productor.

Pero cuando hablo de instrumentalidad, no me refiero simplemente al uso de objetos


externos con los cuales realizamos tareas a la que nuestra mera constitución corporal no
tiene acceso. No me refiero a esa carencia y limitación del cuerpo humano que le mueve
a la búsqueda y desarrollo de utensilios y técnicas basados en elementos exteriores. La
instrumentalidad humana se halla inscrita ya en nuestro propio cuerpo y en nuestra
propia mente. Para poder actuar y existir, el ser humano -- y en esto no se diferencia de
los demás animales -- está dotado de órganos corporales, sentidos y facultades naturales
que le permiten entrar en contacto con el entorno y manejarlo en servicio de su propia
pervivencia. Lo que diferenciará radicalmente al ser humano del resto de los animales es
su capacidad de objetivar la función de esos órganos, de pensarlos y verlos como un
"algo", de reflexionar sobre ellos y hasta de poder corregirlos o adaptarlos a sus
necesidades. La parte más automática e ignorada del organismo son nuestras vísceras.
El estómago, el hígado, el corazón, etc. realizan su función sin que nos hagamos
conscientes de ello y aunque ni siquiera conozcamos su localización y su existencia. En
la tecnología médica moderna estos órganos e incluso los sistemas glandulares, el
sistema nervioso, la circulación de la sangre o los genes, se han convertido en objetos de
estudio, siendo posible llegar a realizar avanzadísimas manipulaciones y aun
transplantaciones. Parece que la civilización moderna quisiera poder transformarlo todo,
incluso los elementos primarios de la propia transformación. Ya no pretendemos
solamente avance y progreso, que son en sí meras transformaciones, queremos
158

transformar el propio avance y el propio progreso, queremos transformar la


transformación.

Si las vísceras y otros organismos internos nos pasan un poco desapercibidos, somos
más conscientes en lo que afecta al uso de órganos naturales que nos relacionan con el
exterior, tales como los sentidos corporales: la vista, el oído, o los miembros con que
nos movemos. Estos órganos son sometidos a entrenamiento que los perfecciona;
aprendemos a dirigirlos conscientemente y hasta los corregimos y enmendamos con
ayuda de la técnica (gafas, sonotones, protesis). La construcción de prótesis
compensadoras o complementarias del cuerpo humano ha llegado a extremos increíbles
y la persona más inválida puede hoy hacer una vida casi normal.

Durante nuestra vida entrenamos y desarrollamos nuestras potencias físicas. De gran


importancia para la funcionalidad instrumental del cuerpo humano es la mano, nuestro
instrumento corporal básico para la elaboración de todo otro tipo de utensilios y
prótesis. Liberada de su función original de apoyo y modelada para realizar tareas
avanzadas y precisas -- entre otras cosas gracias a la capacidad de agarrar y de enfrentar
un dedo a los otros cuatro -- es, junto con el lenguaje, el instrumento propio e inmediato
más valioso que tenemos. La mano y el lenguaje son instrumentos de instrumentos. La
mano es el instrumento a partir del cual surgirán los utensilios materiales y tangibles y
el lenguaje es el instrumento creador de los utensilios inmateriales y simbólicos. Y
cuando hablo de lenguage, no me refiero a las palabras, sino a la palabra, a la actividad
que se servirá de las palabras de uno u otro idioma como utensilios para ejercer su tarea.

Me detengo a insistir en este aspecto porque uno de los problemas de la


instrumentalidad humana residen en la tendencia a convertir todo en cosas y en reducir
las actividades a sustantivos, de la misma manera que el rey Midas convertía en oro
todo lo que tocaba. Esta tendencia a la reificación a ver cosas en todo, es resultado de la
condición propia de nuestra concienca que sólo puede funcionar objetivando.

Cuando Aristóteles hablaba del lógos, no se refería a las palabras, sino al uso de las
palabras por el hablar y el pensar. Pero como sin el instrumento concreto de las palabras
la función de la palabra no sería posible, nos lleva esto a confundir la cosa y la función
y a convertir las funciones inmateriales y las acciones en cosas, Hablamos por ejemplo
de la inteligencia y hasta pretendemos medirla, como si fuera algo tangible. Cuando
pregunto dónde se encuentra la Universidad de Lleida, alguien me señala con el dedo un
edificio, que lo mismo podía utilizarse como universidad que como hospital o como
gobierno civil. La universidad propiamente dicha no son ni las casas, ni los muebles, ni
las personas, sino una actividad dirigida por fines a que se dedican los seres humanos de
una forma organizada.

Podría ir todavía más lejos, diciendo que cuando afirmo que veo mesas o buzones de
correos, estoy desvirtuando la realidad, pues lo que llamo mesa es simplemente un
utensilio que usamos para mesear. Y a nadie se le ocurriría en verdad decir que ve un
buzón de correos, si no supiera ya de antemano, por costumbre adquirida en la cultura
que le enseñó para que sirven ciertas cosas, qué significa escribir y enviar cartas y la
función para la que ha sido utilizado ese depósito amarillo que reconocemos como
buzón de correos.
159

Me será imposible hacerles comprender lo que entiendo por instrumentalismo humano


si no logran deshacerse del prejuicio de la existencia de las cosas. Es decir, no es que las
cosas no existan, lo que pasa es que las cosas no son lo que decimos que son, pues lo
que entendemos como el ser de las cosas no es más que la función que les otorgamos o
los aspectos a que atendemos por su relevancia con nuestra actividad humana.

Acción y materialidad son las dos coordenadas que articulan nuestra realidad mundana,
no la cosa pensante y la cosa extensa que concibiera Descartes. Lo material será
siempre, en el fondo, ininteligible para nosotros. La misma existencia de las cosas es
imaginaria y puede ser puesta en tela de juicio. En cambio el quehacer que nos ocupa en
cada momento, nuestra actividad consciente (que puede estar inconsciente de sí misma
pero es siempre consciente de un algo que la ocupa), es innegable. Adviertan que no
digo que sea verdadera, sino innegable, imposible de negar. Podré dudar de si el papel
en el que estoy leyendo es real o ficticio, podré dudar de si el público que me escucha es
real o imaginario, pero mentiría si afirmara que no estoy leyendo, cuando leo, o que no
estoy hablando con alguien, cuando lo hago. No se trata ya de la verdad, se trata de la
evidencia. La verdad es una utopía platónica; si poseyéramos la verdad seríamos dioses,
no humanos. Esta evidencia de la actividad a que me dedico es lo que hizo a Descartes
advirtir que le era imposible pensar que no pensaba. Pero como Descartes era un obseso
del materialismo encubierto, es decir de la sustancia, pretendía que el pensamiento
exigía un sustrato, un sujeto previo. Pues lo evidente es que pensamos, no que
existimos.

Para la mayor parte de la ciencia y la psicología actual, que no ha superado el


sustancialismo u ontologismo metafísico cartesiano, el yo se identifica con el cerebro.
Mi pregunta es si el cerebro explica el pensamiento o si no es al revés, el pensamiento el
que explica el cerebro. Pues solamente gracias a que sabemos lo que supone el pensar
podemos comprender que el cerebro es un órgano adecuado para ejercer dicha función.
Entendemos lo adecuado de las llamadas cuerdas vocales (que de cuerdas no tienen
nada) para emitir sonidos articulados constitutivos del lenguaje humano. Pero a falta de
laringe, el ser humano habría encontrado otros instrumentos para ejercer su función más
característica, su lógos. También los sordomudos hablan, porque son humanos.

No deja de ser significativo que llamemos órganos a aquellas partes del cuerpo que nos
ayudan a realizar funciones de interacción con el medio, pues órgano significa
justamente instrumento y un instrumento o utensilio (algunos le llaman herramienta,
como si fuera de hierro), es un medio para realizar una función. Algo semejante puede
decirse de los objetos externos. Por eso decía que solamente el que de antemano conoce
para qué sirve un buzón de correos, o un aparcamiento de coches, pongamos por caso,
puede decir, aun cuando impropiamente, que "ve" un buzón o un aparcamiento. Algo
había de verdad en la teoría platónica de las ideas, si la entendemos desde un punto de
vista funcional: entendemos las cosas al reconocer en ellas su función o su utilidad, que
nos es conocida previamente porque la hemos aprendido antes. Pero reconocemos las
cosas no por anámnesis, sino por experiencia. Aprendemos de niños a entender la mesa
como mesa y la cuchara como cuchara (no como juguete). Pues cuando la mamá ve al
niño jugar con la cuchara y le dice "Eso no es un juguete", le está imponiendo al niño
una manera diferente de entender lo que para él es un juguete y no una cuchara.

Si partimos de que lo verdaderamente real en nuestra vida son nuestras actividades,


aquello a lo que estamos dedicados, y no las cosas que nos rodean, ya que la realidad de
160

las cosas que nos rodean depende de nuestras actividades, llegamos a la conclusión de
que nuestro cuerpo y nuestras facultades mentales son los primeros instrumentos al
servicio de nuestra actividad creadora. O lo que es lo mismo, que no hay primero un
sujeto dado y luego una actividad, sino que la actividad crea tanto el sujeto como el
objeto. Lo que nos distingue como personas humanas concretas son nuestras
actividades. "Por sus obras los conoceréis", hemos oído decir. Un yo o una persona que
no haya obrado en absoluto, no es ni yo ni persona. Un cuerpo inerte no es un ser vivo y
la vida consiste en la actuación mediatizada por lo material, que sirve como soporte de
la actividad y recibe su sentido de ella.

No obstante, el ser humano no se limita a los utensilios materiales. El lógos humano


posee la capacidad de crear utensilios inmateriales y simbólicos que son justamente la
ventaja que le coloca por encima del animal, pero también lo que nos hace perdernos en
un mundo de ficciones creadas por nosotros mismos. La función simbólica del
conocimiento y el obrar humanos tiende a confundir la actividad y su sentido con el
utensilio en que dicha actividad se apoya. Confundimos incluso un instrumento por
otro. Creemos que el dinero es algo sustancial y que el nombre de una cosa es la cosa
misma.

Recapitulando: nuestra actividad más inmediata hace uso de utensilios que no se hallan
fuera, sino dentro de nosotros; que no se hallan al alcance de la mano sino que son la
propia mano y el propio lenguaje. A partir de estos instrumentos por así decir innatos,
comienza la incesante búsqueda humana de nuevos utensilios que prolonguen nuestra
capacidad corporal y nuestro ámbito de actuación e influencia a distancias cada vez
mayores en el tiempo y en el espacio. Al usar órganos o instrumentos externos
materiales tendemos a olvidarnos cada vez más de que su carácter instrumental no
habría surgido sin el uso de nuestra instrumentalidad innata, de nuestra conciencia y
nuestras facultades internas. Las técnicas y mecanismos que utilizamos en el manejo de
utensilios externos e incluso las medidas preparatorias que tomamos para ello, son
fundamento de nuestra instrumentalidad. Esas técnicas y esos mecanismos comienzan
en nuestra propia mente, en la estructura lógica del pensar discursivo, en la
conceptualización, en las representaciones y prejuicios adquiridos, en nuestros hábitos,
virtudes y vicios y, sobre todo, en el lenguaje que utilizamos para nuestra comunicación
con los demás.

La historia del desarrollo humano revela una incesante búsqueda de nuevas tareas a
realizar y de nuevos instrumentos para realizarlas. Desde la piedra natural concebida
como instrumento rudimentario hasta el sistema informático moderno el ser humano ha
aprendido a instrumentalizar todo lo que ha hallado en su camino y a crear utensilios
cada vez más complicados y de mayor alcance espacio-temporal con ayuda de otros
utensilios precedentes más simples. La propia creación de instrumentos exige, ella
misma, instrumentos.

La condición instrumental del ser humano domina su existencia en tal grado que
conlleva, cuando menos, dos peligros de alienación. Y al decir alienación quiero
significar la tendencia humana a confundir los medios con que actuamos con los fines
por los que actuamos.

Una primera forma de alienación consiste en perder de vista la finalidad y el sentido de


lo que hacemos. Todo instrumento o utensilio supone un fin externo. Se elige un
161

instrumento para alcanzar otra cosa diferente del propio instrumento. Cuando un
instrumento o utensilio se agota en su propio uso (los alimentos, el jabón y cosas por el
estilo) tenemos un objeto de consumo. Lo que me importa aquí, sin embargo, no son los
artículos de consumo, sino los instrumentos de producción de algo, aquellos cuya
finalidad es alcanzar algo externo al propio utensilio, no su mera consumición. Pero un
instrumento puede tener como finalidad la producción de otro instrumento, creando
incluso una serie de instrumentos de instrumentos de instrumentos cuya finalidad última
se desvanece. Toda construcción de utensilios envuelve utensilios anteriores y corremos
siempre el peligro de perder de vista su sentido transcendente, como si en la propia
construcción de utensilios o instrumentos residiera toda la finalidad de nuestra acción.
La organización de la sociedad moderna tiende a engendrar esta forma de alienación. Al
ir desapareciendo las tareas penosas y aborrecibles, convirtiéndose en tareas agradables
y entretenidas, nos entregamos a actividades instrumentales que carecen de sentido
externo, perdiendo fácilmente la noción de lo éticamente bueno o malo, e incluso
buscando explicaciones que apoyan su mantenimiento. Y el que todavía está sometido a
tareas poco agradables (pues alguien tiene que transportar basuras y atender a las
miserias humanas) hace esto quizá, no por idealismo, sino por obtener un salario en
dinero. El dinero es otro utensilio que se ha convertido en fin, un fin por el cual
hacemos cualquier cosa sin preguntarnos sobre su utilidad social. La vigilancia y
fomento de la utilidad social se la encomendamos a la mano invisible y reguladora del
mercado, de que hablaba Adam Smith, pensando que, si lo que hacemos no fuera útil,
nadie pagaría por ello.

Otra causa de alienación que no se separa sino que refuerza la anterior, haciéndonos no
ya perder de vista el fin al que conducen los utensilios, sino incluso el control y
determinación absoluta de esos fines, es la complejidad creciente a que se ven
sometidos. Creamos utensilios, en principio, para obtener fines previstos. Pero al mismo
tiempo que dominamos un utensilio, el utemsilio obliga nuestro modo de actuar a
adaptarse a las condiciones de él. Cuando el instrumento llega a una complejidad
extrema, originando posibilidades y consecuencias que no habían sido previstas en su
creación, conduce esto a efectos o resultados inimaginables, capaces de transformar
nuestra forma de vida y hasta nuestra ética. Diríamos, para hablar con algunos
investigadores modernos de este fenómeno, que un utensilio técnico puede convertirse
en una tecnología y que mientras que la técnica está todavía sometida a nuestro control
y dominio, la tecnología nos domina y transforma, para bien o para mal, a nosotros. Ya
no se trata de lo que nosotros hacemos con el instrumento, se trata de lo que el
instrumento hace con nosotros. La tecnología ha creado unas formas de vida moderna
que, no sólo han hecho obsoletos los hábitos de vida y las prácticas de tiempos pasados,
sino que además nos obligan inexorablemente a adaptar nuestra vida cotidiana a ellas.
La tecnología es, sobre todo, un medio ineludible de control de los individuos en manos
de las burocracias de la tecnópolis de que nos habla Neil Postman.

Nos hallamos aquí ante un cercenamiento de la razón, ante la escisión de la doble


vertiente de que gozaba el lógos aristotélico. La razón se ha reducido a razón
instrumental, un nuevo modelo de racionalidad que se impone desde el nacimiento de la
Modernidad. Su característica más visible es el desarollo del conocimiento científico y
técnico que, a ritmo cada vez más acelerado, superando el nivel del antiguo
conocimiento mecanicista ha penetrado profudamente en la era de la energía motriz y ha
desarrollado la informática o manipulación de datos, originando una jamás prevista
162

proliferación de artefactos sin precedentes en la historia y la globalización de las


relaciones humanas a que estamos asistiendo.

Es preciso ahora aclarar que el peligro de la tecnología, hija de la razón instrumental y


raíz de la alienación humana que nos convierte en servidores de nuestros propios
utensilios, es un peligro derivado de la propia condición de nuestra conciencia, del
carácter prculiar del lógos que, al propio tiempo que nos ofrece una ventaja, nos tiende
una trampa. Pues aun cuando es característico de la conciencia humana tanto el poder
dirigirse hacia fuera de sí misma, hacia la realidad externa, como el poder reflexionar
sobre sí misma, sobre su propia actividad interna, lo primordial de la conciencia es sin
embargo mirar hacia fuera, dar estructura a lo que advertimos en nuestro entorno. Bien
es sabido que el concepto de yo y la facultad de pensar en uno mismo, de pensar que
pensamos, surge en un período posterior de la infancia, cuando ya los instrumentos
mentales del pensamiento y la comunicación han sido conformados en la mente infantil,
con ayuda del lenguaje, por la familia y la sociedad en la que ha nacido. Ver más alla de
sus narices no es tan difícil como a veces pretendemos. Lo qu es difícil es ver su propia
nariz. Pues a pesar de que nos pasamos la vida reflexionando sobre nuestras formas de
pensar y sobre lo que nos mueve a ver las cosas y a actuar de una manera o de otra,
jamás llegamos a conocernos a nosotros mismos tanto como creemos conocer el entorno
que nos rodea. Si no fuera por el espejo, nunca podría estudiar mi propia nariz y si no
fuera por el otro, nunca sabría quien soy yo. "Busca en tu prójimo espejo, pero no para
afeitarte, ni para teñirte el pelo", dice Machado.

Hacemos nuestra nariz, es decir nuestra conciencia interna, visible para nosotros
mismos, solamente a la manera de Pinocho, alargando la nariz delante de nosotros a
fuerza de mentirnos a nosotros mismos. Pues algo hay de equívoco en el acto de
autoconciencia. Digámoslo de una vez, clara y concisamente: ser consciente de algo es
objetivarlo. La objetivación es la condición constitutiva de la conciencia humana. Sin
conciencia no hay objeto, sin objeto no hay conciencia; aun cuando conciencia y objeto
no son lo mismo. Para conocer algo y poderlo utilizar tenemos primero que convertirlo
en objeto externo a la conciencia, tenemos que reificarlo. Solamente lo que se nos
aparece como algo, como cosa, es cognoscible y pensable. Lo cual quiere decir que
también el propio pensamiento y la propia conciencia, tienen que ser reificados y
objetivados para ser conocidos y estudiados en un acto reflexivo de introspección.

La tendencia reificadora de nuestra conciencia y la necesidad de reificarse a sí misma en


la autoconciencia es lo que nos hace buscar utensilios externos que suplan y representen
a nuestra competencia interna. La extroversión de nuestra conciencia nos incita a
dominar el mundo aunque sea a costa de perder el dominio de nosotros mismos.

La primera manifestación tecnológica de importancia decisiva para nuestra cultura y


que supuso una exteriorización de la facultad interna más fundamental para el hombre,
fue la creación del alfabeto y de la lengua escrita basada en éste. En la invención del
alfabeto está la clave y el origen de todas las tecnologías modernas posteriores. Si la
tecnologización de la sociedad no surge hasta la Edad Moderna es debido a que la
alfabetización y la socialización de la lectura y la escritura requería un medio de
difusión como la imprenta, que no aparece en Europa hasta el siglo XV y se va
imponeindo y perfeccionando lentamente. La imprenta supone la divulgación de algo
que ya existía mucho antes. "Aun siendo la invención de la imprenta un hecho
163

importante -- escribe Hobbes -- no es nada en comparación con la invención del


alfabeto".

El lenguaje humano hablado constituía en principio un arte, un uso y una experiencia


personal cuyo alcance instrumental en el tiempo y en el espacio era limitado a la
situación concreta en que se producía. La repetición memorística trataba de darle cierto
alcance espacio-temporal, pero no llegaba muy lejos, aun cuando algunas narraciones
han perdurado hasta nuestros días, gracias sim embargo a que, en algún momento, han
sido recogidas por escrito. Al encontrar un instrumento que, por ser visible y no
meramente auditivo, lograba objetivar totalmente el pensamiento y la palabra, el
lenguaje se independiza de los sujetos humanos y se convierte en una tecnología que
transformará totalmente la cultura humana. Se estaba todavía lejos delmomento en que
también lo dicho y lo escuchable adquiere perdurabilidad por medio de la cinta
magnética. Una actividad hasta entonces dependiente de la boca y del oído se puso, a
partir del siglo VI antes de Cristo, a disposición de la mano y del ojo revolucionando
totalmente la concepción del conocimiento humano, dando origen al análisis y a la
ciencia y convirtiendo en utensilio externo algo que pertenece al fuero interno del ser
humano. La escritura no sólo crea la gramática como sistema objetivable, sino que
transforma la gramática natural humana.

La hegemonía del substantivo sobre el verbo, impuesta por el dominio de la lengua


escrita en nuestro pensamiento, nos hace olvidar que "verbo", en su origen latino,
significa palabra y que por ello debería ser el verbo, no el sustantivo, la palabra por
antonomasia, la categoría gramatical más importante, forma básica de expresión de la
actividad y eje del lenguaje. Hagan ustedes este experimento: pidan a cualquiera que les
diga una palabra. El interrogado les dirá inmediatamente un sustantivo. Vivimos en un
mundo imaginario de cosas y nuestro lenguaje está dominado por la obsesión del
substantivo. El propio lenguaje, el lógos en una de sus acepciones o aspectos, que
designaba a una facultad humana y a su actividad correspondiente, ahora designa más
frecuentemente el sistema de palabras de que se sirve esa actividad.

La objetivación y reificación de competencias y facultades humanas, como si fueran


algo exerno, consumible y desligado de los individuos concretos, crea una cultura
autista que convierte el saber en mera información y desfigura el significado de
conceptos tales como conocimiento, experiencia, arte y ciencia. Nuestros programas de
formación hablan de conocimiento como si fuera algo recogido en las palabras escritas,
en los libros y en los archivos electrónicos. Nos comportamos como el gato, que cuando
le señalamos el plato de la comida mira al dedo y no al plato. Vivimos en la creencia de
que el conocimiento se salva simplemente con archivar escritos, como si el valor de
esos escritos y esos sistemas codificados no dependiera de un conocimiento personal
capaz de reactivar su sentido y de interpretarlos.

El propio Platón, que aun siendo el principal culpable del pensamiento tecnocrático
sustancialista y ontocéntrico que nos domina y el padre de muchos de los problemas que
tiene la sociedad de ingenieros sociales en que vivimos, advirtió el peligro que conlleva
otorgar a la escritura un valor que no reside en ella misma. En aquel maravilloso mito
del Fedro en que el dios Theut muestra con complacencia su invención de las letras al
rey egipcio Thamus, presentándola como "un logro que aumentará la sabiduría y la
memoria de los egipcios", "una medicina infalible para la memoria y la sabiduría",
comenta Platón por boca de Thamus:
164

"¡Que ingenuo eres, Theut! Una cosa es descubrir cosas nuevas y otra el juzgar qué
utilidad conllevan. Como padre de la escritura, tienes tanto cariño a tu invento que le
atribuyes un valor del que carece. Porque este arte en nada fomentará la memoria de los
que lo practiquen, sino el olvido; confiándose en la escritura, creerán poder activar su
memoria con signos externos y no con sus propios recursos internos. Has descubierto
una medicina para recordar, no para crear memoria. Y tus seguidores quizá puedan
hacer ostentación de una sabiduría de la que en realidad carecen; recibirán información
pero no serán instruídos y se les tomará por eruditos cuando en realidad son ignorantes.
Ensoberbecidos en una sabiduría aparente, carecerán de la verdadera sabiduría,
convirtiéndose en un lastre para la sociedad."

En interesante constatar como un cuento o narración, un ejemplo ficticio y una obra


literaria o poética saben expresar concisamente verdades que exigirían cientos de
palabras en una descripción objetiva y científica, sin llegar por ello al mismo grado de
precisión. La narración platónica me ahorra así algo que se haría poco menos que
interminable. Voy a apuntar simplemente a algunas conclusiones.

El ser humano está dotado de una capacidad natural de dominar las fuerzas naturales y
de mejorar su calidad de vida y la de sus semejantes. Tiene también la posibilidad de
planificar su actuación y de determinar lo que es conveniente o perjudicial y lo que es
deseable o no, tanto desde el punto de vista de la consecución de un fin concreto como
desde el punto de vista ético o de interés social. Para ello se halla empeñado en la
construcción de artefactos e instrumentos, tanto materiales como inmateriales cuyo
alcance en el tiempo y en el espacio está llegando a límites que asombrarían a nuestros
predecesores de hace apenas cincuenta años. En pocos segundos podemos comunicar
con cualquier lugar de nuestro planeta y en un período corto de tiempo podemos hacer
que artefactos creados por el ser humano se desplacen a distancias asombrosas. La
perspectiva de vida humana no ha aumentado tanto, apenas un par de decenios, si
comparamos con la vida de comienzos de siglo, pero la cantidad de escenarios y
situaciones que el ser humano ouede experimentar o recorrer en un solo día es decenas
de veces mayor que lo que podían experimentar nuestros abuelos. Las transformaciones
del entorno humano por obra de nuestra actividad, que en la época industrial todavía
seguían un curso lento, dando tiempo a los humanos a aprender y a adaptarse a las
nuevas condiciones impuestas, hoy día evolucionan de un modo tan rápido que el ser
humano apenas se ha acostumbrado a una novedad instrumental cuando ésta ha quedado
obsoleta, siendo sustituída por otra nueva. Esto crea un problema fundamental para la
existencia humana cuya actividad no está ya dirigida y controlada por un hábito del bien
hacer y del buen obrar basado en una práctica reiterada, sino por el seguimiento
circunstancial de instrucciones externas. El ser humano de la modernidad se está
convirtiendo en un aficionado a todo y un experto en casi nada. Pero, sobre todo, se está
transformado paulatinamente en un servidor de la lámpara, como en el cuento de
Aladino.

La sociedad global es una sociedad de ideología taylorista. Solamente si los individuos


renuncian a su personalidad, dejándose disciplinadamente llevar por las normas que
rigen el conjunto social, las comprendan o no, podemos aspirar a una felicidad
compartida. Al mismo tiempo se sigue hablando de la emancipación humana, de la
igualdad y de la democratización de los regímenes políticos y de las costumbres. Difícil
ecuación ésta. Es cierto que el poder personificado está despareciendo y que los más
destacados y poderosos personajes pueden ser puestos en la picota y convertidos en el
165

hazmerreír de todos (ahí tenemos al Sr. Clinton, a Pinochet o a nuestros propios


políticos juzgados y vilipendiados públicamente). Está pasando en la política como ya
pasó en la economía de las empresas. A la riqueza personal han seguido las sociedades
anónimas. Ya no hay poder personal sino poder posicional. El poder reside en el
mandato no en la habilidad personal. Y la habilidad de mantenerse en la posición
depende de la aceptación de un juego de poderes anónimos. Todos somos culpables
pero nadie es responsable.

La sociedad de expertos se ha estado sustentando en una racionalidad instrumental en la


que el aprendizaje iba encaminado al dominio de técnicas o actividades productivas
creadoras de nichos profesionales cuya finalidad social se perdía de vista. Hoy día
somos especialistas en nichos cada vez más reducidos y cabe preguntarse si no estamos
llegando al límite de la sociedad especializada. Los slogans que corren por ahí
preconizan un aprendizaje ininterrumpido a lo largo de toda la vida y no deja de ser
significativo el hecho de que personas de 50 años se vean jubiladas mientras que la
demanda de trabajo se dirige a la juventud de experiencia más corta. No es que echemos
de menos la sociedad especializada, pero si la alternativa es la sociedad fragmentada, el
remedio es peor que la enfermedad.

Paulatinamente ha ido siendo sustituída la competencia personal adquirida en la práctica


por un sistema de soluciones y medidas de seguridad externas. El médico, por ejemplo,
no necesita ya basar su habilidad diagnóstica en la práctica clínica y en la costumbre de
observar enfermos concretos. Las diagnosis médicas las hacen los análisis químicos y
los aparatos. Ahora lo que importa ya no es el enfermo, sino la enfermedad.

Una multitud de destrezas obtenidas mediante entrenamientos corporales diferentes y


mediante deliberaciones y cálculos de índole diferente, hoy día se están reduciendo a
una sola destreza, la del teclado, el ratón y la pantalla. Un mismo artefacto resuelve hoy
problemas profesionales que antes abarcaban todo un amplísimo espectro de destrezas.
Para ahorrarnos aun más competencia personal e incluso competencia lingüística, las
ordenadoras electrónicas nos van a ayudar a corregir hasta las faltas de ortografía y
pretenden incluso llegar a pensar por nosotros mismos.

Nuestro lenguaje público se ha hecho altamente equívoco, pues toda una serie de
palabras que se usaban antaño, siguen usándose subrepticiamente con significados
nuevos. La peor torre de Babel no es aquella en la que hablamos lenguajes diferentes,
sino aquella en la que creemos estar hablando el mismo lenguaje. Hablamos de
competencia, de aprendizaje y de ciencia como si la referencia de esas palabras siguiera
siendo la misma y no hubiera sufrido una transformación radical.

El conocimiento se menciona como el producto más útil para la sociedad moderna, pero
conocimiento significa simplemente información y se cree, como lo hacía el dios Theut,
que el consiste en un depósito de verdades codificadas, no en una práctica humana
creadora de destrezas y hábitos. Pero si algo se opone al conocimiento como práctica es
precisamente la información, puesto que ésta supone una acumulación de datos apenas
digeridos y menos valorados. El exceso de información sin valorar y sin contextualizar
es tal que perturba el sano conocimiento. La labor más acuciante, como afirma Neil
Postman, es discernir aquella información que contiene utilidad, de la información
basura que prolifera cada vez más, reduciendo luego la información así obtenida a
aquello que tiene utilidad para nuestra "formación".
166

Antiguamente se distinguía entre la Ciencia y el Arte, es decir entre un saber


fundamentado teórico y un saber fundamentado práctico. El uno conducía a la
comprensión de la realidad, el otro a la producción de algo. El primero se ocupaba del
ser, el segundo del deber ser. El primero buscaba la verdad, en la medida que nos sea
accesible, el segundo buscaba la bondad del hacer, lo bien hecho. Un tercer saber,
también práctico pero no productivo, la prudencia, se refería al obrar y al obrar bien, es
decir al saber de lo ético.

El nombre de Arte se utiliza hoy para designar una actividad productiva, pero más bien
decorativa y sin utilidad concreta, mientras que todos los saberes, teóricos y prácticos,
se atribuyen el nombre de ciencias. Lo mismo da aprender matemática o ciencia natural
o sociología que aprender ciencia política, ciencia de la educación, ciencia económica,
ciencia del trabajo, trabajo social o economía de la empresa. Todo se llama ciencia. Al
mismo tiempo que todas las artes se han convertido así en ciencias, se ha olvidado que
también la ciencia es un arte, un arte de pensar y un arte de averiguar, ya que también
los científicos desarrollan una práctica, justamente la práctica científica. Pero la
confusión no se detiene ahí, porque lo que sucede en realidad es que la ciencia misma
ha sido desterrada de la universidad a pesar de que se la nombra por todas partes. Lo
que se aprende no es ciencia, sino una técnica del conocimiento, modelos fijos de pensar
y de investigar codificados en manuales y sistemas de datos que el alumno aprende a
usar, no ha elaborar o reproducir por si mismo ni menos a criticar. Predomina entonces
la metodología, y se ignora la heurística; se usan instrumentos dados, no se construyen.
Con la excepción de investigadores de cierto nivel, la formación universitaria y
profesional no enseña a pensar o a investigar, sino a pensar de un modo determinado y a
investigar siguiendo técnicas y reglas dadas. Nunca más adecuado el nombre de
disciplinas para las asignaturas que se imparten en nuestros centros de enseñanza.

El instrumentalismo se ha extendido por supuesto a la propia ética. Una acción humana


será buena si sigue una regla establecida como buena, como dicen los partidarios de la
ética deontológica, o si está orientada a la producción de un bien para uno mismo y para
los demás, como dicen los éticos utilitaristas. La confusión de la ética con la legalidad
en el primer caso y con la Economía Política en el segundo es clara.

El pensamiento tecnológico trata de dar seguridad al conocimiemnto y a la actuación a


base de crear sistemas instrumentales externos a nosotros, haciéndonos cada vez menos
responsables de nuestra competencia interna. Ya no es preciso cultivar y crear hábitos
de destreza y prudencia, ya no son precisas ni las virtudes intelectuales, ni las
productivas, ni las éticas. Con hacer lo que prescriben las técnicas establecidas bastará
para que obremos bien y para que alcancemos los fines adecuados.

Hablaba al principio de los instrumentos internos de los que partimos para el desarrollo
de nuestra actividad mundanal. Algunos de esos instrumentos estaban constituídos por
vísceras, órganos y miembros corporales. Esos órganos todavía no están amenazados
del todo. Si bien una serie de destrezas desaparecen o se anquilosan ante el avance de
los instrumentos externos al cuerpo, seguimos ejercitando la vista, el oído, las manos,
los movimientos, etc. Lo que está en peligor es una serie de instrumentos internos
inmateriales que no están basados en órganos corporales, sino que son creados por
nuestra propia actividad, dirigida por el lógos.

Volvamos a aludir al inventor de la ética, a Aristóteles:


167

"En todo auello que es resultado de nuestra naturaleza, adquirimos primero la capacidad
y después producimos la operación. Esto es evidente en el caso de los sentidos: no
adquirimos los sentidos porque hayamos visto u oído muchas veces, sino al contrario:
los usamos porque los tenemos, no los tenemos por haberlos usado. Adquirimos en
cambio las virtudes mediante el ejercicio previo, como en el caso de las demás artes:
pues lo que hay que hacer después de haber aprendido, lo aprendemos haciéndolo. Por
ejemplo: nos hacemos constructores construyendo casas y citaristas tocando la cítara. Y
también nos hacemos justos practicando la justicia, morigerados practicando la
templanza y fuertes de ánimo practicando la fortaleza." (NE {1103a 26ss.)

Y, para que no haya malentendidos, vaya por delante que

"las virtudes no se producen ni por naturaleza ni contra naturaleza, sino por tener aptitud
natural para recibirlas y perfeccionarlas mediante la costumbre"

Aquí tenemos la raíz de la idea de paideia o formación humana, totalmente diferente al


aprendizaje en cursos profesionales en que todo se aprende de un maestro y de unos
libros.

El hombre moderno vive al mismo tiempo en el mejor y en el más peligroso de los


mundos posibles. Los medios necesarios para resolver los problemas más acuciantes y
para dar acceso a todos los seres humanos a una vida digna y a un bienestar equilibrado
nunca han sido tan viables. La investigación científica nos permite saber cuáles son los
peligros que tenemos que evitar y cuales son las medidas a tomar para hacer del planeta
tierra un planeta del bienestar. Lo único que amenaza al ser humano es el propio ser
humano. Una sociedad global encierra graves problemas de entendimiento y
comunicación cuya solución es difícil pero no imposible. Pero no estoy muy seguro de
que la humanidad logre salir con éxito de esta tarea.
Por lo menos no hay todavía indicios de ello.

Estocolmo octubre de 1999

Nota
1. El espacio del género y el género del espacio .

Lecturas recomendadas
Postman, Neil [1992] Tecnópolis - La rendición de la cultura a la tecnología, trad. de Vicente Campos, Barcelona: Galaxia
Gutenberg, Círculo de Lectores 1994.

Aspe Armella, Virginia El concepto de técnica, arte y producción en la filosofía de Aristóteles, México: Fondo de Cultura
Económica 1993.

Aristoteles, Ética a Nicömáquea, Introd. Emilio Lledó, trad. Julio Palli. Biblitexa Clásica Gredos, 1985.
168

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