Anderson, Poul - La Gran Cruzada
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La gran cruzada
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Capítulo I
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Vi que la puerta era doble, con una recámara entre los dos paneles. Una rampa
metálica se deslizó hacia el suelo como si fuera una lengua. Apenas tenía tres yardas de
largo y se apoyó en el trigo. Alcé el crucifijo mientras salían de mis labios unas Aves
temblorosas.
Salió uno de los miembros de la tripulación. ¡Dios Todopoderoso! ¿Cómo describir
el horror de aquella primera aparición?
—¡Sí —aullé en mi interior—, es un demonio procedente de las más oscuras
regiones del infierno!
Medía casi cinco pies de alto; era grande y fuerte, vestido con una túnica que
despedía reflejos plateados. Su piel sin pelo era de color azul oscuro y se le veía una
cola corta y espesa. Las orejas eran largas y puntiagudas, muy visibles a ambos lados
de su redonda cabeza; estrechos ojos de color ámbar brillaban en un rostro aplastado,
pero la frente era alta.
Alguien empezó a aullar. John el Rojo blandió el arco.
—¡Calma! —rugió—. ¡Por los clavos de Cristo, mataré al primero que se mueva!
No me pareció un momento adecuado para proferir blasfemias. Alcé aún más la
cruz y obligué a mis miembros vacilantes a que realizaran algunos pasos hacia adelante,
mientras seguía balbuceando algunos exorcismos. Estaba seguro de que no serviría de
nada, pues el fin del mundo había llegado.
Si el demonio se hubiera quedado quieto, habríamos escapado a la carrera, en
desbandada, sin duda alguna, huyendo. Pero blandió un tubo en la mano. Brotó una
llama de un blanco cegador. La escuché crepitar en el aire inmóvil y un hombre a mi
lado fue alcanzado por ella. Por encima de él estalló una llamarada y cayó muerto,
con el pecho abrasado y abierto.
Otros tres demonios salieron del navío.
Los soldados estaban entrenados para reaccionar y no pensar en circunstancias
como aquélla. El arco de John el Rojo restalló. El primer demonio que ocupaba la rampa
se inclinó, con una flecha clavada en el pecho. Le vi escupir sangre y morir. Como si
aquel primer golpe fuera una señal de aviso, el aire se convirtió en una masa grisácea
producida por las silbantes flechas. Los otros tres demonios se derrumbaron, alcanzados
por tantos dardos que parecían los blancos de un concurso de tiro.
—¡Se les puede matar! —bramó sir Roger—. ¡Adelante, por san Jorge y la Alegre
Inglaterra! —Espoleó al caballo y se lanzó hacia la rampa.
Se dice que del miedo nace un valor sobrenatural. Un enorme grito de alegría
brotó de mil pechos y todo el ejército cargó tras él. He de confesar que también yo
empecé a bramar y que corrí con ellos hacia el navío.
Conservo pocos recuerdos claros de aquel combate que destruyó y devastó
todos los camarotes y pasillos. En algún momento, alguien me entregó un hacha. Sólo
tengo confusas impresiones de golpes asestados a los abominables rostros azules que se
alzaban ante mí para detenerme. Resbalé en la sangre, caí, me levanté y seguí
golpeando. Sir Roger era totalmente incapaz de dirigir las operaciones. Sus hombres,
sencillamente, carecían de control. Viendo que podían matar a los demonios, su único
pensamiento fue matar y terminar con todo.
La tripulación del navío no constaba más que de unos cien demonios. Muy pocos
de ellos iban armados. Descubrimos en las calas, a continuación, muchas máquinas
extrañas, pero los invasores habían contado con sembrar el pánico con su mera
presencia. Como no conocían a los ingleses, creyeron que todo les resultaría muy fácil. La
artillería del navío estaba lista para ser utilizada, pero no tenía valor ni utilidad si
nosotros ya estábamos en su interior.
En menos de una hora los exterminamos a todos.
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Capítulo II
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—Más incluso, sire —declaró uno de sus capitanes—, pues no pueden tener alma.
—Sus miserables almas no me interesan —dijo sir Roger con voz de desdén—.
Quiero averiguar lo que es su navío. Lo inspeccioné después del combate. ¡Por Nuestra
Señora, qué navío más monstruoso! Podríamos meter dentro todo Ansby y aun
quedaría sitio. ¿Le habéis preguntado al demonio para qué necesitaban tanto espacio
sólo cien hombres?
—No habla ningún idioma conocido, señor —le respondí.
—¡Qué tontería! Todos los demonios conocen, por lo menos, el latín. Es
testarudo, eso es todo.
—Una pequeña charla con nuestro torturador quizá pudiera... —dijo con sorna un
caballero, sir Owain Montbelle.
—No —dije—. Si le place al señor, mejor será no emplear ese método. Parece que
quiere aprender deprisa. Ya repite conmigo muchas palabras. No creo que esté
fingiendo ignorancia. Dadme unos días y quizá pueda entonces hablar con él.
—Dentro de unos días, puede ser ya demasiado tarde —protestó sir Roger. Arrojó
a los perros el hueso de buey que acababa de terminar y se chupó los dedos
sonoramente. Lady Catalina frunció el ceño y señaló el lavamanos y la servilleta que
tenía ante él—. Lo siento, querida —murmuró el noble—. Siempre olvido tus novedades.
Sir Owain le sacó del apuro preguntando:
—¿Por qué decís que dentro de unos días podría ser tarde? ¿No pensaréis que
puede llegar otro navío?
—No, pero los hombres van a estar cada vez más agitados e impacientes.
¡Cuando estábamos a punto de partir, llegar esa cosa!
—¿Y qué? ¿No podemos irnos, pese a todo, en la fecha fijada?
—¡No, cabezota! —El puño de sir Roger se estrelló en la mesa. Una copa saltó por
los aires—. ¿No comprendéis la suerte de lo que nos ha ocurrido? ¡Es un regalo de los
propios santos!
Como todos estábamos aterrorizados, añadió vivamente:
—A bordo de ese navío se puede transportar todo un ejército. Y todo su
avituallamiento. Caballos, vacas, cerdos, gallinas... no habrá problemas con la comida.
Las mujeres... ¡toda la comodidad del hogar! ¿Y por qué no a los niños? No nos
tendríamos que preocupar por las cosechas, pues podríamos abandonarlas por un
tiempo, y sería más seguro quedarnos todos juntos por si recibiéramos alguna nueva
visita.
»No sé cuáles serán los poderes ocultos del navío, salvo que puede volar, pero
su mera aparición difundirá tanto terror que no tendremos que combatir. Lo
llevaremos al otro lado de la Manga y la guerra con los franceses terminará en un mes...
¡Después, iremos a liberar Tierra Santa y volveremos a tiempo para las nuevas cosechas!
A aquellas palabras siguió un largo silencio; a continuación, estalló una
tormenta de aplausos que ahogó mis débiles protestas. Aquel plan me parecía pura
locura. A lady Catalina, y a algunos otros, como pude ver, también se lo parecía. Pero el
resto del grupo gritaba y reía, llenando el salón con un sorprendente griterío.
Sir Roger se volvió hacia mí con el rostro enrojecido de excitación.
—Todo depende de vos, padre Parvus. Sois el mejor de nosotros para las
cuestiones del idioma. Tenéis que hablar con el demonio, o enseñarle a hablar. ¡Tiene
que enseñarnos a hacer volar el navío y a dirigirlo!
—¡Noble señor! —empecé, con voz temblorosa.
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—¡Bien, muy bien! —Sir Roger me dio una palmada en la espalda que estuvo a
punto de ahogarme y derribarme de la silla—. Como recompensa, ¡podréis
acompañarnos!
A decir verdad, era como si la ciudad y el ejército estuvieran poseídos por el
demonio. La única solución sabia se habría encontrado de haber enviado un mensaje
urgente con el correo más rápido al obispo, a Roma quizá, para pedir consejo. Pero no,
había que partir... inmediatamente. Las esposas no podían abandonar a sus maridos,
los padres a sus hijos, ni las doncellas a sus enamorados. Hasta el más humilde siervo
de la gleba alzaba los ojos y soñaba con liberar Tierra Santa y hacerse, entre tanto, con
un cofre Heno de oro.
¿Qué más se podía esperar de una raza compuesta por sajones, daneses y
normandos entremezclados?
Volví a la abadía y me pasé la noche de rodillas, rezando para que el cielo me
enviara una señal. Pero los santos observaron la mayor reserva. Tras los maitines, fui
con un nudo en el corazón a ver a mi abad y le dije lo que me había ordenado el
barón. Le irritó el que no le permitieran contactar de inmediato con las autoridades de
la Iglesia, pero decidió que, en tales circunstancias, lo mejor era obedecer. Me
dispensaron de mis otras tareas para que pudiera estudiar el mejor modo de hablar con
el demonio.
Me dispuse para la lucha y descendí a la celda en que le habíamos encerrado. Era
una habitación estrecha, medio subterránea, utilizada por los penitentes. El hermano
Thomas, nuestro herrero, había fijado al muro con unas argollas las cadenas que
retenían a la criatura. El demonio estaba tendido sobre un camastro de paja y era un
espectáculo terrible en aquella oscuridad. Las cadenas resonaron cuando se levantó al
detectar mi entrada. Los cofrecillos con las reliquias se encontraban a su lado, pero fuera
del alcance de sus impíos dedos, para que el fémur de san Osbert y el molar de san
Willibald le impidieran romper sus cadenas y huir para volver al infierno.
Aunque a mí no me hubiera apenado que ocurriera algo parecido.
Hice la señal de la cruz y me acuclillé a su lado. Sus ojos amarillos me miraron
enfurecidos. Había llevado conmigo papel, tinta y plumas de oca para emplear el poco
talento de que yo disponía para el dibujo. Esbocé la silueta de un hombre y le dije al
demonio:
—Homo —pues me parecía más sabio enseñarle el latín antes que cualquier
idioma que perteneciera tan sólo a una nación. Luego dibujé a otro hombre y le enseñé
que a dos homo juntos se les llamaba homines. Así seguimos, y reconozco que aprendía
deprisa.
No tardó en darme a entender por señas que quería papel, y se lo entregué.
Dibujaba muy bien. Me dijo que su nombre era Branithar y que su raza era Wersgorix.
No pude encontrar tales términos en ninguna demonología. A continuación, le dejé ser
el guía de nuestros estudios, pues su raza había hecho toda una ciencia de la
adquisición de un nuevo idioma; nuestra tarea adelantó a grandes pasos.
Trabajé con él durante muchas horas y vi muy poco el mundo exterior en los
días siguientes. Sir Roger mantenía sus dominios cortados para el resto del país. Creo
que su mayor temor era que un conde o un duque se apoderasen del navío.
Acompañado por su hombres más bravos y audaces, el barón pasaba gran parte
de su tiempo en la nave, intentando sondear todos los misterios y maravillas que
encerraba.
Poco tiempo después, Branithar supo latín suficiente como para quejarse del
régimen que recibía —pan duro y agua— y amenazar con vengarse. Yo seguía teniéndole
miedo, pero supe aguantar el tipo. Nuestra conversación era, naturalmente, mucho más
lenta de lo que la describo, y había largas pausas mientras buscábamos las palabras
adecuadas.
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—Vosotros quisisteis que pasase todo esto —le dije—. Fuisteis muy imprudentes al
atacar a los cristianos sin que mediara ninguna provocación.
—¿Cristianos? ¿Qué es eso? —interrogó.
Confundido, creo que simulé ignorancia. Para probarle, recité el Pater Noster. No
se desvaneció en una nube de humo, lo que me intrigó.
—Creo comprender —dijo—. Te refieres a algún panteón tribal primitivo.
—¡Esto no tiene nada que ver con esas ideas paganas! —exclamé, indignado.
Intenté explicarle la Santísima Trinidad, pero apenas había llegado a la
transubstanciación cuando esbozó un gesto de impaciencia con su mano azulada.
Aquella mano se parecía mucho a una mano humana, a excepción de las uñas gruesas y
puntiagudas.
—No tiene importancia —replicó—. ¿Son todos los cristianos tan feroces como
vuestro pueblo?
—Habríais tenido más suerte con los franceses —admití—. Lo malo es que
aterrizasteis entre los ingleses.
—Una raza muy obstinada —dijo, haciendo un gesto con la cabeza—. Os costará
caro. Pero, si me soltáis inmediatamente, intentaré atenuar la venganza que, sin duda,
caerá sobre vosotros.
Se me pegó la lengua al paladar. Sin embargo, recuperé el habla y le pedí,
fríamente, que se explicara. ¿De dónde venía, cuáles eran sus intenciones?
Necesitó bastante tiempo para aclararme las cosas, pues los conceptos eran
bastante extraños. Me convencí de que mentía, pero, al menos, aprendió cada vez más
latín en aquellas conversaciones.
Unas dos semanas después del aterrizaje del navío, sir Owain Montbelle apareció
por la abadía y me pidió audiencia. Me encontré con él en el jardín del claustro;
buscamos un banco y nos sentamos.
Aquel Owain era el hijo más joven, por segundo matrimonio con una mujer del
País de Gales.de un barón de las Marcas. Creo que el antiguo conflicto entre las dos
naciones se incubaba en su pecho, pero también era heredero del encanto galés.
Primero paje, a continuación escudero de un caballero de la corte del Rey, el joven Owain
se hizo dueño del corazón de su amo, que le educó con todos los privilegios de un rango
más elevado que el que le correspondía. Viajó mucho por el extranjero, se convirtió en
trovador de cierto renombre y, al recibir el espaldarazo, se encontró brusca mente sin
fortuna y sin esperanzas. Probó suerte un poco por todas partes, hasta que terminó por
llegar a Ansby, donde se reunió con los compañeros libres que partían para la guerra.
Bravo, valiente, poseía una sombría belleza que no gustaba a los hombres y se decía de
él que ningún marido se sentía seguro cuando estaba en los alrededores. Lo que no era
totalmente cierto, pues sir Roger se encaprichó con él, admirando tanto su juicio como
su educación, feliz por que lady Catalina tuviera alguien con quien hablar de lo que más
le interesaba en el mundo.
—Vengo de parte de sir Roger, hermano Parvus —empezó Owain—. Desea
saber cuánto tiempo necesitaréis todavía para domar a nuestra bestia salvaje.
—¡Oh! Ya sabe hablar muy bien —respondí—. Pero se empecina firmemente en
decir mentiras tan descaradas, que aún no os he querido informar de nada.
—Sir Roger está cada vez más impaciente y le costará trabajo contener a los
hombres mucho tiempo más. Se lo comen todo y no pasa una noche en que no haya
riñas y asesinatos. Hemos de partir de inmediato o no partir nunca.
—En ese caso, os lo suplico, no partáis —pedí—. No en ese navío infernal. —Podía
ver su torre que daba vértigo. La punta coronada de nube se alzaba por encima de los
muros de la abadía. Me aterraba.
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a Jerusalén a bordo del mismo? Como dice nuestro Señor, sería tan prudente como
agradable llevarnos a las mujeres, a los niños, a los hombres libres y a los aldeanos. ¿Le
habéis preguntado a la bestia los encantamientos necesarios para hacer volar la nave?
—Sí —dije a mi pesar—. Dice que el timón es muy sencillo de manejar.
—¿Le habéis dicho lo que le pasará si no nos guía honestamente y traiciona
nuestra confianza?
—Se lo he dado a entender. Dice que obedecerá.
—Bien, en ese caso, podremos partir dentro de uno o dos días. —Sir Owain se
apoyó en la pared, pensativo, con los ojos entornados—. Habrá que advertir a su
pueblo cuando llegue el momento. Se podría comprar mucho vino y divertir a muchas
mujeres con el dinero de su rescate.
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Capítulo III
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Capítulo IV
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que mujeres. Las francesas son guapas y las muchachas sarracenas no estarían mal
tampoco —dicen que son muy agradables cuando se las pellizca—, pero a juzgar por
los pieles azules a los que hemos vencido... ¡bueno, sus hembras no deben de ser
auténticas bellezas!
—¿Qué sabéis vos? Quizá retengan cautivas a hermosas princesas que se
mueren de ganas por ver un honesto rostro inglés.
—Quizá, sire, quizá.
—Procurad que los arqueros estén listos para el combate en cuanto lleguemos.
—Sir Roger apretó el hombro del gigante y fue a ver a sus otros capitanes para hablarles
con el mismo talante.
Mencionó un poco más tarde la cuestión de las mujeres en mi presencia y me
horroricé.
—¡Gracias hay que darle a Dios por haber hecho tan horribles a los Wersgorix y,
además, de otra especie! —exclamé—. ¡Su providencia es enorme!
—Es verdad que no son muy guapos, pero, ¿estáis seguro de que no son
humanos? —preguntó el barón.
—Ojalá y Dios quisiera que conociera la respuesta —contesté tras pensarlo—. No
se parecen a nada que pueda verse en la Tierra. Sin embargo, caminan sobre dos
piernas, tienen manos, voz, razonamiento.
—De todos modos, tiene poca importancia —decidió.
—¡Oh, sí la tiene! —repliqué—. Mirad, sire, si tienen alma, nuestro más
preclaro deber es ganarlos para la Fe. Pero si carecen de ella, sería blasfemo darles los
sacramentos.
—Bien, es cosa vuestra descubrir la verdad —respondió sir Roger con indiferencia.
Me apresuré hacia el camarote de Branithar, custodiado por dos soldados
armados con lanzas.
—¿Qué quieres? —me preguntó cuando me senté.
—¿Tienes alma? —pregunté.
—¿Una qué?
Le expliqué lo que significaba spirítus. Pareció muy intrigado.
—¿Crees de verdad que una miniatura de ti mismo vive en tu cabeza? —interrogó.
—¡Oh! No. El alma no es material. Es lo que da la vida... no, no es eso, pues los
animales están vivos... es la voluntad, es lo que es uno.
—Entiendo. El cerebro.
—¡No, no, no! El alma, bueno, es lo que vive después de la muerte del cuerpo
y lo que deberá padecer el juicio por los actos de esta vida.
—¡Ah! ¿Crees que la personalidad sobrevive después de la muerte! Interesante
problema. Si la personalidad es algo así como un esquema más que un objeto
material, como parece razonable pensarlo, es teóricamente posible que ese esquema
pueda ser transferido a otra cosa; el mismo sistema de relaciones pero en otra matriz
física.
—Deja de divagar —pedí, impaciente—. Eres peor que un albigense. Dime
simplemente si tienes o no tienes alma.
—Nuestros sabios han hecho investigaciones al respecto y se han dedicado al
problema del concepto de la personalidad como esquema, pero, por lo que sé, carecen
de datos en los que basar una conclusión sólida.
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—De nuevo divagas —dije, suspirando—. ¿No puedes darme una respuesta más
sencilla? ¿Decirme únicamente si tienes o no tienes alma?
—No lo sé.
—¡Ah! No eres de mucha ayuda —le reprendí y me marché.
Los capellanes y yo debatimos el problema largamente, pero, salvo el hecho
evidente de que podíamos bautizar provisionalmente a cualquier no humano que lo
desease, no llegamos a ninguna conclusión. Era un asunto que incumbía a Roma,
cuestión que, quizá, necesitaba todo un concilio ecuménico.
Mientras pasaba todo esto, lady Catalina dominó sus lloros y se paseó con
altanería a lo largo de los pasillos, buscando aligerar mediante el movimiento su
tormento interior. En la gran sala en la que cenaban los capitanes, ella encontró a sir
Owain con su arpa. El caballero se puso de pie de un salto e hizo una reverencia.
—¡Señora! Qué agradable... me atrevería a decir fascinante... sorpresa.
La dama se sentó en un banco.
—¿Dónde estamos ahora? —preguntó, dejándose dominar por la fatiga.
Percibiendo que sabía la verdad, sir Owain replicó:
—No lo sé. El propio Sol se ha hecho tan pequeño que le hemos perdido entre
las otras estrellas. —Una lenta sonrisa iluminó su rostro sombrío—. En esta
habitación, sin embargo, brilla otro sol.
Catalina se sintió ruborizar. Bajó los ojos y los clavó en sus zapatos. Sus labios
esbozaron, contra su voluntad, una sonrisa.
—Estamos realizando el viaje más solitario que haya emprendido jamás el
hombre —dijo sir Owain—. Si mi señora me lo permite, intentaré borrar una hora con un
ciclo de canciones dedicado a vuestros encantos.
Lady Catalina no lo rechazó ni una sola vez. La voz del caballero se alzó hasta
llenar toda la habitación.
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Capítulo V
Poco se puede decir de nuestro viaje por el espacio. El aburrimiento fue el más
mortal de los peligros. Los caballeros intercambiaban amargas palabras y John
Hameward debió golpear más de una cabeza contra otra para mantener el orden entre
sus arqueros. Los siervos se tomaron mejor las cosas; cuando no se ocupaban del
ganado, comían o, sencillamente, dormían.
Observé que Lady Catalina conversaba a menudo con sir Owain y que su
marido ya no se sentía tan encantado como antes. Sin embargo, sir Roger siempre
estaba ocupado con planes y preparativos diversos y el joven caballero le daba a la
mujer algunas horas de distracción e, incluso, alegría.
Sir Roger y yo pasamos mucho tiempo con Branithar, que nos hablaba
voluntariamente de su raza y de su imperio. Acabé por creer, poco a poco y con
disgusto, en sus afirmaciones. Era extraño que seres tan feos viviesen en lo que yo
consideraba el Tercer Cielo, pero el hecho no podía negarse. Y, además, pensaba, cuando
las Escrituras mencionan los cuatro rincones del mundo, no hacen alusión a nuestra
Tierra, sino a un universo cúbico. Más allá debía encontrarse la morada de los elegidos y
los bienaventurados. Algunas observaciones de Branithar sobre el interior en fusión de
la Tierra se acercaban bastante a las visiones proféticas del Infierno.
Branithar nos dijo que había unos cien mundos como el nuestro en el Imperio de
Wersgor. Todos rodeaban a estrellas separadas, pues existían muy pocas posibilidades
de que alrededor de un sol hubiera más de un planeta habitable. Cada uno de aquellos
mundos era habitado por algunos millones de Wersgorix, a quienes gustaba disponer del
mayor espacio posible. Pero los planetas situados en las fronteras del Imperio, como
aquel Tharixan hacia el que nos dirigíamos, tenían fortalezas que actuaban, asimismo,
como bases para las naves espaciales. Branithar puso mucho cuidado para hacernos ver
lo bien armados e inexpugnables que resultaban aquellos castillos.
Si un planeta utilizable tenía indígenas inteligentes, eran exterminados o
reducidos a la esclavitud. Los Wersgorix no realizaban trabajos serviles y dejaban estas
tareas en manos de pobres ilotas o meros autómatas. Ellos mismos eran soldados,
administradores de aquellos vastos dominios, mercaderes, propietarios de fábricas,
políticos, cortesanos. Sin armas, las naciones esclavizadas no tendrían ninguna
esperanza de rebelarse contra el relativamente corto número de señores extranjeros.
Sir Roger murmuró algo sobre repartir armas entre aquellos seres oprimidos en
cuanto llegásemos... algo mencionó de una sublevación. Pero Branithar adivinó sus
intenciones, se rió y dijo que Tharixan nunca había estado habitado y que no había en
todo el planeta más que unos pocos cientos de esclavos.
Aquel imperio ocupaba una inmensa esfera en el espacio, algo así como dos mil
años luz de diámetro. (Un año luz era la increíble distancia que cubría la luz en un año
normal de Wersgor, casi un diez por ciento más largo que el mismo período terrestre.)
Comprendía millones de soles rodeados de mundos. Pero la mayor parte de ellos
resultaban inútiles para los Wersgorix y eran ignorados, bien por poseer un aire
emponzoñado o por albergar formas de vida mortales.
Sir Roger le preguntó si eran la única nación que había aprendido a volar entre
las estrellas. Branithar se encogió de hombros con desprecio.
—Hasta ahora, nos hemos encontrado con tres razas que también han dominado
el aire —dijo—. Viven en la esfera de influencia de nuestro Imperio, aunque, hasta el
momento, no las hemos sometido. No vale la pena hacerlo, habiendo planetas tan
primitivos y fáciles de dominar. Permitimos que esas razas sigan dedicándose al
comercio, viajando y manteniendo el reducido número de colonias que han establecido
en otros sistemas planetarios. Pero no las dejamos que sigan extendiéndose. Dos o tres
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guerras limitadas han zanjado toda la cuestión. No nos aprecian y saben que un día,
cuando nos sea útil y cómodo hacerlo, las destruiremos, pero no pueden hacer nada
ante una fuerza tan superior como la nuestra.
—Ya veo —dijo el barón, sacudiendo la cabeza.
Me dio instrucciones para que empezase a aprender el idioma de Wersgor.
Branithar encontró muy divertida la enseñanza y el duro trabajo apagó mis temores,
con lo que avanzamos muy deprisa. Su lengua era bárbara, sin ninguna de las nobles
inflexiones del latín, pero, a causa de ello, fácil de aprender.
En la torre de navegación descubrí cajones llenos de mapas y tablas numéricas.
La escritura y la representación eran tan bellas como exactas. Con tales escribas,
pensé, es una lástima que no hayan iluminado las páginas. Intenté descifrarlas,
utilizando lo que había aprendido hasta entonces del idioma y el alfabeto de Wersgor.
Concluí que se trataba de un conjunto de directivas de navegación.
Encontré un mapa del planeta Tharixan, base de la expedición. Transcribí los
símbolos correspondientes a la tierra, al mar, a los ríos, a las fortalezas, y así
sucesivamente. Sir Roger lo estudió durante horas. El mismísimo mapa sarraceno que
su padre trajera de Tierra Santa resultaba grosero si se lo comparaba; aunque, por
otra parte, los Wersgorix demostraban bastante incultura: no se veía la menor
imagen de sirenas, hipogrifos, ni siquiera los cuatro vientos, ni el menor ornamento.
Descifré también las leyendas de algunos de los instrumentos del panel de
navegación. Resultaba fácil entender los cuadrantes de altitud y velocidad. Pero, ¿qué
quería decir «carburante» y cuál era la diferencia entre «velocidad sublumínica» y
«velocidad hiperlumínica»? Palabras y abreviaturas extrañas que transcribo letra por
letra. A decir verdad, eran poderosos sortilegios, aunque fuesen paganos.
Así fueron pasando los monótonos días. Tras un tiempo que nos pareció un
siglo, apareció una enorme estrella en las pantallas. Fue creciendo hasta hacerse tan
brillante y tan enorme como nuestro propio sol. Luego, descubrimos un planeta,
semejante al nuestro aunque con dos pequeñas lunas. Nos dirigimos hacia él; no tardó
en dejar de ser una pelota colgada en el cielo para transformarse en una extensión de
accidentado paisaje, corriendo bajo nuestros pies. Cuando vi que los cielos volvían a
ser azules, me arrodillé en el puente y recé al Señor.
La barra inmóvil se alzó con un movimiento seco. El navío se detuvo y se quedó
suspendido entre el cielo y la tierra, a una milla del suelo. Habíamos alcanzado
Tharixan.
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Capítulo VI
Sir Roger me llamó para que acudiera a la torre de navegación, con Sir Owain
y John el Rojo, que llevaba atado a Branithar. El arquero se quedó con la boca abierta
ante las pantallas y murmuró horribles juramentos.
Se hizo correr la voz por todo el navío de que se armasen los hombres. Los dos
caballeros portaban la coraza y sus escuderos esperaban a la puerta con los escudos y
yelmos. Los caballos relinchaban en las calas, trotando a lo largo de sus pasillos. Las
mujeres y los niños se mantenían agrupados, con los ojos brillantes y atemorizados.
—¡Hemos llegado! —dijo sir Roger con una amplia sonrisa. Era bastante
horrible verle tan alegre como un niño, cuando todo el mundo tenía la garganta seca y
sudaba hasta convertir el aire en ponzoñoso. Pero un combate, incluso contra los poderes
infernales, era algo que mi señor podía comprender—. Hermano, preguntadle al
prisionero en qué parte del planeta nos encontramos.
Le transmití la pregunta a Branithar, que tocó un botón. Una pantalla, hasta
entonces vacía, se iluminó y mostró un mapa.
—Estamos donde se cruzan los dos cuadrantes —nos dijo—. El mapa irá
presentándose a medida que sobrevolemos la zona.
Comparé la pantalla con el mapa que yo llevaba en las manos.
—La fortaleza llamada Ganturath parece encontrarse a unas cien millas al nor-
nor-este, señor —dije.
Branithar, que ya sabía un poco de inglés, asintió con la cabeza.
—Ganturath es sólo una fortaleza secundaria. —Para fanfarronear recurría
siempre al latín—. Sin embargo, en ella hay muchos navíos espaciales y algunas flotillas
de naves aéreas. Las armas de fuego del suelo pueden destruir este navío y las
pantallas de fuerza detendrán todos los rayos que podamos lanzar con nuestros
cañones. Lo mejor sería que os rindierais.
Cuando lo hube traducido, sir Owain opinó:
—Quizá sea lo más prudente, señor.
—¿Qué? —bramó sir Roger—. ¿Decís que un inglés se va a rendir sin combatir?
—¡Pensad en las mujeres, señor, y en los pobres niños!
—No soy rico —replicó sir Roger—. No puedo permitirme el pago de un rescate. —
Se dirigió pesadamente a causa de la armadura hasta el asiento del piloto, se sentó y
apretó botones y manijas.
A través de las pantallas inferiores vi cómo el suelo corría rápidamente bajo
nosotros. Sus ríos y montañas tenían formas familiares, que recordaban las de nuestro
mundo, pero los tintes verdosos de la vegetación poseían un ligero y desconcertante
tono azulado. La región parecía agreste y desolada. De vez en cuando, se veían
algunos edificios redondos en medio de inmensos campos de cereales cultivados por
máquinas, pero, salvo aquello, no se veía un alma, lo mismo que en el Bosque Nuevo.
Me pregunté si sería aquello un coto real, pero no tardé en recordar lo que me había
dicho Branithar: el Imperio de Wersgor estaba muy poco habitado.
Hablando con el ronco lenguaje de los rostros azules, una voz rompió el silencio.
Nos sobresaltamos y miramos a nuestro alrededor. Los sonidos provenían de un
pequeño instrumento negro insertado en el panel principal.
—¡Ah! —exclamó John el Rojo sacando la daga—. ¡Hemos llevado durante todo el
viaje a un pasajero clandestino! ¡Dadme una palanca, señor, y le sacaré de ahí.
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enormes armas apuntaban y disparaban casi por sí solas. Cuando se acercaron las
patrulleras, sir Roger soltó todo.
Cegadores rayos infernales brotaron de la nave. Envolvieron en llamas al
primer navío. Vi que otro era partido en dos por la enorme espada de fuego. Otro
cayó, como hierro al rojo, explotando. El trueno retumbó. Luego, no vi más que
fragmentos de metal girando por el aire.
Sir Roger quiso poner a prueba las afirmaciones de Branithar... y éstas
resultaron ser ciertas. Sus rayos golpearon en la pantalla pálida y traslúcida. Gruñó.
—Lo esperaba. Lo mejor será descender antes de que envíen un verdadero
navío de guerra a por nosotros, antes de que abran fuego con sus cañones—. Sin dejar
de hablar, nos precipitó hacia el suelo. Una llamarada alcanzó nuestro casco, pero ya
estábamos muy bajos. Vi las construcciones de Ganturath que se precipitaban hacia
nosotros y me armé de valor para enfrentarme a la muerte.
El casco se desgarró, hubo rugidos de metal retorcido y toda la nave se
conmocionó. La propia torrecilla en la que nos encontrábamos estalló al rozar una torre
de vigilancia, derribando las fortificaciones. Con sus dos mil pies de largo y un peso
incalculable, el Cruzado hizo estallar bajo sí mismo la mitad de Ganturath.
Sir Roger se puso en pie antes incluso de que se detuvieran los motores.
—¡Adelante! —aulló—. ¡Dios protege la razón! —Y se lanzó por el puente roto y
destruido. Le arrancó el yelmo de las manos al aterrado escudero y se lo puso sin dejar
de correr. El muchacho le siguió; sus dientes rechinaban, pero no abandonó el escudo
de los Tourneville, como le habían encargado.
Branithar se quedó sentado, mudo. Me alcé la sotana y eché a correr en busca de
un sargento, para que pusiera a nuestro precioso cautivo a buen recaudo. Cuando lo
hube hecho, pude ser testigo de la batalla.
Estábamos tendidos sobre un costado. El navío no se había estrellado de cola. Los
generadores de peso artificial nos habían impedido caer unos sobre otros en su interior. A
nuestro alrededor no se veía más que devastación, edificios destruidos y muros en
ruinas. Wersgorix azules salían en tromba de la fortaleza; era el caos.
Cuando alcancé la salida, sir Roger ya estaba fuera, con la caballería. No se
detuvo ni a disponerla para la batalla, sino que cargó de frente contra el enemigo que se
acercaba. Su caballo se encabritó, flotando sus crines al viento y brillando la armadura
de mi señor; la larga lanza empaló tres cuerpos simultáneamente. Cuando el arma se
rompió, mi señor sacó la espada y empezó a despedazar enemigos alegremente. La
mayor parte de los que le seguían no tenían escrúpulo alguno en lo relativo a las armas;
dignos o no de los caballeros, sacaron de las calas fusiles de mano, espadas y hachas.
Los arqueros y el resto de los soldados salieron en tromba del navío, aullando. Su
propio terror les convertía en seres salvajes. Rodearon a los wersgorix antes de que
nuestro enemigo pudiera lanzar sus rayos en masa. No tardó en entablarse el
combate cuerpo a cuerpo, una lucha sin jefe ni dirección, en la que el hacha, la daga,
la porra, eran más útiles que los rayos de fuego y los fusiles de bala.
Cuando hubo despejado cierto espacio a su alrededor, sir Roger hizo que el
negro semental que montaba se alzase sobre las patas traseras. Levantó la chirriante
visera del yelmo y se llevó el cuerno a los labios. El aullido se alzó por encima de la
barahúnda, llamando a las fuerzas montadas. Más disciplinadas que las de los hombres
a pie, abandonaron inmediatamente el combate cuerpo a cuerpo y acudieron a
reunirse con el barón. A sus espaldas se formó un cuadro de inmensos caballos, de
hombres parecidos a torres de acerco, con escudos blasonados, plumas agitadas por el
viento y lanzas en ristre.
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Con una mano cubierta por un guantelete, señaló los edificios que se alzaban al
norte del bosque, en los que las bombardas orientadas hacia el cielo habían abandonado
su inútil ataque.
—¡Tenemos que conquistarlos antes de que se reagrupen! —gritó—.
¡Seguidme, hombres de Inglaterra, por Dios y por san Jorge!
Tomó de su escudero una nueva lanza, espoleó al caballo y se puso al galope.
Tras él, se alzó una tormenta de cascos martilleando en el suelo.
Los defensores wersgorix del fuertecillo se lanzaron hacia adelante para detener
el asalto. Llevaban cañones y fusiles de todas clases, y pequeños proyectiles explosivos
que lanzaban con la mano. Alcanzaron a dos jinetes. Pero la distancia era demasiado
corta entre las dos masas de combatientes y no tenían tiempo para calcular tiros de
más alcance. De todos modos, iban desmontados. No hay nada más terrible que una
carga de caballería pesada.
Lo que más lastraba a los wersgorix era que habían ido demasiado lejos. Estaban
desentrenados para combatir en el suelo y llevaban equipo inadecuado. Poseían, es
cierto, rayos de fuego, así como pantallas de fuerza capaces de detener las del enemigo.
Pero nunca habían pensado en montar defensas terrestres.
Fuera como fuese, la terrible carga de los caballeros alcanzó sus líneas
fatalmente y fueron arrastrados, pisoteados en el lodo; los caballeros siguieron cargando
sin aminorar la marcha.
Uno de los edificios que se alzaban ante sir Roger estaba totalmente abierto. Un
pequeño navío del espacio —tan grande, sin embargo, como el más grande de nuestra
tierra— salió de él. Se mantenía erguido sobre la popa, con los motores rugiendo,
dispuesto a alzarse por los aires para desde allí bañarnos en llamas. Sir Roger dirigió
hacia él a su caballería. Los lanceros atacaron en masa. Las lanzas se rompieron, los
caballeros fueron desarzonados. Pero, no obstante, piénsenlo durante un momento: un
jinete a la carga transporta con él el peso de su armadura y bajo él mil quinientas
libras de caballo. Todo ello se mueve a varias millas por hora. El impacto es terrible.
El navío fue derribado. Cayó de lado, inutilizable.
Sir Roger y sus jinetes no tardaron en invadir el fortín. Pisotearon,
desgarraron con las espadas, golpearon con las hachas, machacaron con los cascos de
los caballos. Los wersgorix morían como moscas. Digamos antes que las moscas eran
pequeños navíos patrulleros que zumbaban por encima de nuestras cabezas y que no
podían disparar a la multitud sin matar a los suyos. Sir Roger siguió encargándose de la
matanza y, cuando los wersgorix se dieron cuenta de la situación, ya era demasiado
tarde.
En el lugar en que yacía el Cruzado, el combate no fue más que una matanza:
se abatió a los rostros azules, se hicieron algunos prisioneros y se persiguió a los demás
hasta el cercano bosque. Todo era confusión y John Hameward el Rojo sintió que
malgastaba la habilidad de sus ballesteros. Les formó en destacamento y avanzó
rápidamente por terreno descubierto para acudir en ayuda de sir Roger.
Los navíos descendieron un poco más, girando como pájaros hambrientos:
aquella presa sí podían devorarla. Sus delgados rayos no tenían mucho alcance. Con la
primera descarga, murieron dos arqueros. John el Rojo aulló una orden.
El cielo se volvió negro a causa de las flechas. Una buena flecha lanzada por un
arco de seis pies puede atravesar a un hombre con armadura y al caballo que le
transporta. Los navíos se lanzaban a la perdición atravesando aquella tormenta de
grises plumas de oca. Ninguno escapó. Atravesados, con los pilotos transformados en
acericos, se estrellaron contra el suelo. Los arqueros rugieron de alegría y se
abalanzaron hacia la turbamulta que rodeaba a sir Roger.
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Poul Anderson La gran cruzada
El navío del espacio derribado por las lanzas aún contaba con su tripulación, la
cual pareció recuperar el sentido. Los cañones de las tórrelas lanzaron llamas
súbitamente; sólo eran armas de mano, pero la tempestad se estrelló contra las
murallas. Un caballero y su montura, rodeados por las llamas, desaparecieron en un
instante. Los rayos vengadores barrían la tierra.
John el Rojo empuñó una enorme viga de acero, caída de la cúpula abatida por
las bombardas. Cincuenta hombres corrieron en su ayuda. Se precipitaron hacia el panel
de entrada de la nave. ¡Una vez, dos veces... y cedió! La puerta se rajó y los hombres
libres de Inglaterra se lanzaron al interior de la nave.
La batalla de Ganturath duró algunas horas, pero la mayor parte de aquel
tiempo fue dedicado a descubrir los restos ocultos de la guarnición. Cuando el extraño
sol se hundió lentamente por el oeste, rojizo, quizá habían muerto veinte ingleses. No
había ninguno gravemente herido, pues los fusiles de llamas mataban limpiamente
cuando alcanzaban su blanco. Los wersgorix quizá habían perdido trescientos hombres
y habíamos capturado a otros tantos; a estos últimos solía faltarles un miembro, o una
oreja. Creo que no serían más de un centenar los que consiguieron escapar a pie. Irían
a dar las noticias a los parajes más próximos... que, a Dios gracias, estaban bastante
lejos. La rapidez de nuestro primer ataque había dejado fuera de servicio, a todas luces,
los altavoces de distancia de Ganturath antes de que pudieran dar la alarma.
Pero el desastre que nos esperaba no se descubrió hasta más tarde. No nos
preocupó la pérdida del navío en que llegamos, pues teníamos a nuestra disposición
otros muchos que, en conjunto, nos albergarían a todos. Sus tripulantes sólo podían
emplearlos con una condición. No obstante, con aquel terrible aterrizaje, la torreta de
navegación del Cruzado estalló y con ello perdimos todas las notas de navegación
wersgorix.
Pero, de momento, todo era disfrutar el triunfo. Cubierto de sangre, sin aliento,
con la armadura abollada, sir Roger de Tourneville volvió a lomos de su agotado caballo
hasta la fortaleza principal. A sus espaldas avanzaban los lanceros, los arqueros, los
hombres libres, vestidos con harapos, doloridos, con los hombros cargados, agotados.
Pero entonaban un Te Deum que se alzaba hacia las desconocidas constelaciones que
brillaban en el cielo oscuro, mientras sus banderas ondeaban al viento gallardamente.
¡Oh, qué maravilloso era ser inglés!
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Capítulo VII
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—Me gustaría quedarme aquí —replicó—, aunque he de reconocer que hay mucha
verdad en lo que decís, amigo mío. Siempre podremos volver a destruir este nido de
demonios cuando hayamos reconquistado la Tierra Santa.
—Sí —aprobó sir Brian—. Estamos aislados, somos pocos, y nos molestan las
mujeres y los niños, los viejos y el ganado. Sería una locura combatir contra un imperio
con tan pocos hombres capaces de portar armas.
—Sin embargo, me gustaría romper unas cuantas lanzas con estos wersgorix —
dijo Alfred Edgarson—. Todavía no he ganado ni una moneda de oro.
—El oro no nos servirá de nada si no volvemos a casa —le recordó el capitán
Bullard—. Partir de campaña a los calurosos desiertos de Tierra Santa ya es bastante
duro; aquí, no sabemos siquiera si las plantas están envenenadas, ni cuándo llegará el
invierno. Lo mejor es irse mañana mismo.
Un murmullo de asentimiento se alzó de su grupo.
Carraspeé. Yo acababa de pasar toda una hora con Branithar y era quizá el más
desgraciado de todos ellos.
—Señores —empecé.
—Sí. ¿Qué pasa? —preguntó sir Roger, mirándome con furia.
—Sire, no creo que podamos encontrar el camino de regreso a la Tierra.
—¿Cómo? —Fue algo así como un rugido. Algunos de los presentes se levantaron
de un salto. Oí que lady Catalina profería un grito de horror.
Expliqué que las notas tomadas por los wersgorix sobre la ruta hasta nuestro sol
habían resultado destruidas en la contienda. Yo mismo las anduve buscando, en
compañía de un grupo de hombres, entre los escombros, con la esperanza de
recuperarlas. En vano. El interior de la torreta estaba ennegrecido por el fuego, las
paredes se habían fundido en algunas partes. Concluí que un rayo de fuego había
penetrado por alguno de los agujeros abiertos, alcanzando uno de los cajones abiertos
por la violencia del aterrizaje y reduciendo los papeles a cenizas.
—¡Pero Branithar conocía el camino! —protestó John el Rojo—. ¡El mismo
condujo la nave! ¡Le arrancaré la verdad, Señor!
—No os precipitéis —le aconsejé—. No se trata de navegar a lo largo de una costa,
con unos puntos de referencia conocidos de antemano. Hay millones de estrellas, un
número incalculable. La expedición de exploración siguió un camino zigzagueante entre
ellas, buscando un planeta que cubriera sus necesidades. Sin las cifras y los cálculos
anotados por el capitán a medida que avanzaban, uno podría pasar toda la vida
buscando nuestro sol s i n poder encontrarlo.
—¿No recuerda nada Branithar? —preguntó sir Owain.
—¿Cómo acordarse de cien páginas de cálculos? —respondí—. Nadie podría
hacerlo. Branithar, además, no era el capitán del navío, ni el que anotaba el camino
que seguían, ni llevaba la bitácora, ni se ocupaba de la navegación. Nuestro cautivo no
era más que un noble de rango menor, cuya misión consistía en velar por la tripulación y
en trabajar en los demoníacos motores que...
—Basta. —Sir Roger se mordió los labios y clavó la vista en el suelo—. Esto lo
cambia todo. Pero, ¿no era conocida de antemano la ruta del Cruzado} Quizá por el
duque que lo envió, pongo por ejemplo.
—No, sire —contesté—. Los exploradores de Wersgor viajan al azar en cualquier
dirección, al capricho del capitán, inspeccionando todas las estrellas que les parecen
prometedoras. El duque no sabe a dónde han ido más que al volver y recibir informes.
Se alzó un gemido. Todos eran hombres valientes, pero había allí cosas capaces
de atemorizar a cualquiera. Sir Roger se dirigió a su esposa, muy tensa, y murmuró:
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Capítulo VIII
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—¿Por qué no atacan? —aulló—. ¿Por qué no hacen otra cosa que esperar
revoloteando sobre nuestras cabezas?
—Me parece que resulta evidente. No habría ni que mencionarlo. ¿No
tienen buenas razones para temernos? —replicó sir Roger.
—¿Qué? —dije—. Naturalmente, sire, somos ingleses, pero... —Miré a nuestras
espaldas, hacia las miserables tiendecillas plantadas alrededor de la fortaleza, a los
soldados ennegrecidos por el humo, vestidos con harapos, a las mujeres y a los viejos
reunidos atemorizados, a los lloriqueantes niños; vi el ganado, los cerdos, las ovejas,
las gallinas, atendidos por los siervos con un juramento en los labios; vi las perolas en
las que hervía la papilla de centeno del desayuno—... Pero, señor —continué—, por el
momento, más parecemos franceses.
El barón sonrió.
—¿Qué saben ellos de franceses e ingleses? —Además, mi madre estuvo en
Bannockburn, donde un puñado de miserables escoceses armados con picas derrotó a la
caballería de Eduardo II. Todo lo que los wersgorix saben de nosotros es que hemos
llegado de ninguna parte y —si las bravatas de Branithar son ciertas— que hemos
conseguido lo que nadie había logrado antes: conquistar una de sus fortalezas. ¿No
avanzarías con prudencia si fueras su condestable?
Groseras risotadas se alzaron de entre los caballeros y no tardaron en alcanzar a
los infantes, hasta que todo el campamento acabó por reír. Vi temblar a los prisioneros
enemigos, acercándose los unos a los otros, cuando aquellos crueles sonidos llegaron
hasta ellos.
Cuando el sol se alzó en el cielo, algunos navíos de Wersgor aterrizaron muy
lentamente, con muchas precauciones, a una milla de nosotros. No les disparamos. Se
animaron e hicieron salir a sus tropas, que empezaron a montar su campamento sobre
el terreno.
—¿Vais a dejarles construir un castillo ante nuestros ojos? —gritó Thomas
Bullard.
—Hay menos oportunidades de que nos ataquen si se creen seguros —respondió
el barón—. Quiero que comprendan claramente que deseamos parlamentar. —Su sonrisa
se hizo algo amarga—. Recordad, amigos míos, que nuestra mejor arma es nuestra
lengua.
Los wersgorix no tardaron en hacer aterrizar numerosos navíos en formación
circular, como los grandes menhires que habían erigido los gigantes en Inglaterra antes
del Diluvio. Formaron un campo amurallado con la extraña vibración casi invisible de la
pantalla de fuerza. Vigilado por bombardas móviles, estaba cubierto por navíos de
guerra que no dejaban de sobrevolarlo. Cuando terminaron, enviaron un heraldo.
La forma delgada avanzó con bastante audacia a través de los pastos, aunque
sabía perfectamente que podíamos abatirle. Sus ropas metálicas brillaban bajo el sol
de la mañana, pero vimos que nos presentaba las manos vacías. Sir Roger acudió ante
él en persona; le acompañé sobre un palafrén, murmurando Padre Nuestros.
El wersgor hizo una ligera reverencia, mientras que el enorme semental negro y
la torre de hierro que lo remataba se acercaban amenazantes. No tardó en recobrar el
aliento y la palabra.
—Si te portas bien, no te mataré; así podremos discutir.
Sir Roger se echó a reír cuando se lo traduje desmañadamente.
—Dile —me ordenó— que no emplearé mis propios rayos, tan poderosos que no
puedo jurar que no se vayan a disparar solos y destruir su campamento si hace algún
gesto demasiado rápido.
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Capítulo IX
Larga era la espera hasta que llegaba el mediodía de Tharixan. Mi señor convocó
un consejo de capitanes. Montaron una gran mesa sobre unos trípodes ante la
construcción central y todo el mundo pudo sentarse.
—Por la gracia de Dios, hemos sido perdonados. De momento, estamos a salvo.
He exigido que todos sus navíos se posen en tierra, como podéis ver. Negociaré para
ganar tanto tiempo como sea posible. Hemos de registrar el fuerte de punta a cabo,
tomar los mapas, los libros, todas las fuentes de información. Los hombres más
dotados para las artes mecánicas deberán estudiar y probar todas las máquinas que
encontremos, para que podamos aprender a levantar una pantalla de fuerza e
igualarnos a nuestros enemigos. Pero todo hemos de hacerlo en secreto, pues si se
enterasen de que todavía no sabemos nada de esos instrumentos... —Sir Roger sonrió y
se pasó un dedo por la garganta.
El buen padre Simón, nuestro capellán, pareció volverse ligeramente verde.
—¿Y para qué? —dijo con voz débil.
Sir Roger le hizo un gesto con la cabeza.
—También tengo un trabajo para vos. El hermano Parvus deberá acompañarme
para traducir al wersgor. Pero tenemos un prisionero, Branithar, que habla latín.
—No me atrevería a decir que lo habla —le interrumpí—. Sus declinaciones son
atroces y no puedo describir lo que les hace sufrir a los verbos irregulares.
—Sin embargo, hasta que haya aprendido inglés suficiente, nos hace falta un
clérigo para hablar con él. Tendrá que explicarnos lo que no entiendan los que estudien
los aparatos capturados, y habrá de servir como intérprete con los prisioneros wersgor
si hemos de interrogarlos.
—¿Querrá hacerlo? —dijo el padre Simón—. Es un recalcitrante pagano, hijo mío, y
dudo que tenga alma. Apenas hace unos días, cuando viajábamos en la nave, y con la
esperanza de ablandar un corazón tan duro, fui a su celda y empecé a leerle las
generaciones desde Adán y Noé. Apenas había pasado de Jared cuando vi que se había
dormido.
—Que le traigan —ordenó mi señor—. Y que venga Hubert el Tuerto. Decidle que
se traiga todos sus instrumentos.
Mientras esperábamos, asustados y hablando en voz baja, Alfred Edgarson
observó que yo no estaba muy tranquilo.
—Bien, hermano Parvus, ¿qué pasa? —preguntó con voz tronante—. ¿Qué podéis
temer vos, un hombre de Dios? En cuanto a nosotros, si nos portamos bien, no hemos
de temer más que un poco de purgatorio. Iremos a reunimos con San Miguel y seremos
los centinelas de los muros del paraíso. ¿Qué pasa?
Me repugnaba desanimarles diciendo en viva voz lo que me había pasado, pero
insistieron y acabé por decir:
—Bien, amigos míos, me temo que esto es muy malo.
—¿Qué? —aulló sir Brian Fitz-William—. ¿De qué se trata? ¡No sigáis
lloriqueando!
—Durante el viaje no hemos contado con ningún método seguro de contar el
tiempo —murmuré—. Los relojes de arena no son muy precisos y desde que estamos en
este diabólico planeta incluso hemos olvidado darles la vuelta. ¿Cuánto dura aquí un
día? ¿Qué hora es en la Tierra?
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Un soldado nos trajo a Branithar, que se plantó ante nosotros con aire de
desafío.
—Buenos días —le dijo amablemente sir Roger con mi mediación—. Vamos a
necesitar tu ayuda para interrogar a los prisioneros y para instruirnos cuando
estudiemos los aparatos capturados.
El wersgor se irguió con todo el orgullo de un guerrero.
—Es inútil insistir —escupió—. Cortadme la cabeza y acabemos con todo. Me
equivoqué una vez con vuestra capacidad y eso costó la vida a muchos hombres de mi
pueblo. No volveré a traicionarles.
Sir Roger hizo un gesto con la cabeza.
—Esperaba una respuesta parecida. ¿Dónde está Hubert el Tuerto?
—Aquí, señor, aquí. Aquí está el viejo Hubert —y el verdugo del barón avanzó
cojeando, colocándose el capuchón. Llevaba un hacha pasada por el delgado codo y una
cuerda enrollada alrededor de la cintura—. Estaba paseando, señor, recogiendo flores
para la más joven de mis hijas, sire. Ya la conocéis, esa hermosa niña con bucles de oro a
la que tanto gustan las margaritas. Esperaba que alguna de estas flores paganas le
recordase nuestras queridas margaritas de Lincolnshire y pudiera hacerse una corona.
—Tengo trabajo para ti —dijo sir Roger.
—¡Ah! Bien, señor. Bien, muy bien. —El ojo único y legañoso del anciano se
entrecerró, se frotó las manos y se rió—. ¡Ah, gracias, sire! No es por criticar, el viejo
Hubert no debe hacerlo, y conoce también su humilde puesto, pues os sirvió de
caballero, y a vuestro padre y al padre de vuestro padre, como verdugo de los
Tourneville. No, sire, conozco mi puesto y en él me mantendré, como ordenan las
Santas Escrituras. Pero, por Dios, a decir verdad, habéis tenido mucho tiempo sin hacer
nada al pobre Hubert. Vuestro padre, por ejemplo, sire —sir Raymond—, era llamado
Raymond Manos Rojas... ¡aquél hombre sí que apreciaba mi arte! Y su padre, vuestro
abuelo, señor, el viejo Nevil Matamoros, del que también me acuerdo, ¡hacía respetar
su justicia en tres condados! En su tiempo, sire, la gente del pueblo conocía cuál era
su lugar y los gentilhombres podían encontrar un buen servidor a un precio razonable;
no es como ahora, cuando todo se soluciona con una multa o un día en la palestra. Es
un escándalo.
—Basta ya —dijo sir Roger—. El cara azul se muestra testarudo. ¿Sabrás
persuadirle?
—¡Naturalmente, sire, naturalmente! —Hubert se lamió las desdentadas
encías, pura y simplemente encantado. Dio la vuelta alrededor de nuestro cautivo,
tieso e inmóvil, estudiándole desde todos los ángulos posibles.
—Muy bien, muy bien, vuelven los viejos buenos tiempos. ¡Que el Cielo
bendiga a mi amo! No he traído conmigo todos mis instrumentos, aunque aquí tengo
unas empulgueras, algunas pinzas y, en poco tiempo, podré construir un potro. Quizá
encontremos una marmita llena de aceite. Siempre he dicho, sire, que un día triste y
gris se alegra bastante con un brasero lleno de ruego y un caldero de aceite hirviendo.
Esto me hace pensar en mi viejo padre y consigue que llore mi viejo ojo, sire. Veamos,
veamos... —Se puso a medir a Branithar con la cuerda.
El wersgor retrocedió, asustado. El poco inglés que sabía le había permitido
comprender el sentido de la conversación.
—¡No iréis a hacer eso! —aulló—. Ningún ser civilizado osaría...
—Abrid un poco la mano, por favor. —Hubert sacó unas empulgueras del saco y
las colocó en las manos azules—. Sí, sí, van como un guante—. Mostró todo un conjunto
de cuchillos—. Llega el verano y canta el cuco —canturreó.
Branithar, con la garganta seca, habló muy débilmente.
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Capítulo X
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—Silencio, por favor. —Se lo habría explicado, pero su abominable idioma parecía
carecer de alguna palabra que significase plegaria; ya había interrogado a Branithar al
respecto—. Pater noster, qui es in coelis —empecé; todos los ingleses se arrodillaron
conmigo.
Oí que uno de los wersgorix murmuraba:
—Ya lo veis, ya os dije que eran bárbaros. Se trata de algún rito supersticioso.
—No estoy tan seguro —replicó el jefe con aspecto dudoso—. Los jairs de Boda
tienen ciertas fórmulas que les permiten alcanzar la integración psicológica. Les he visto
doblar de ese modo su fuerza temporalmente, o detener la sangre de una herida, o
pasar dos días sin dormir. El dominio de los órganos internos mediante el sistema
nervioso... Y a pesar de toda la propaganda que hemos hecho contra ello, sabéis
perfectamente que los Jairs son tan buenos científicos como nosotros.
Comprendí aquellos intercambios clandestinos fácilmente, y ellos no parecían
darse cuenta de que podía hacerlo. Recuerdo que el propio Branithar me pareció un
poco sordo. Parecía evidente que los wersgorix poseían orejas menos finas que las
humanas. Me enteré más tarde de que aquel hecho era debido a que su planeta de
origen tenía un aire más denso que el de la Tierra y que en él los sonidos resonaban más
fuerte. Sobre Tharixan, el aire era casi como el de Inglaterra y había que alzar la voz
para hacerse oír.
De momento, acepté con reconocimiento aquella particularidad como un don de
Dios, sin detenerme en sorpresas que advirtieran al enemigo.
—Amén —concluí. Todos nos sentamos alrededor de la mesa.
Sir Roger miró con fijeza al jefe wersgorix con sus severos ojos grises. Una
verdadera puñalada.
—¿Voy a tratar con alguien del rango adecuado? —preguntó.
Traduje.
—¿Qué entiende por «rango»? —se cuestionó el jefe wersgorix—. Soy gobernador
de este planeta y me acompañan los principales oficiales de las fuerzas de seguridad.
—Quiere decir —expliqué— que le gustaría saber si sois de cuna lo
suficientemente alta como para que no se rebaje a tratar con vos.
Parecieron quedarse cada vez más estupefactos. Expliqué lo mejor que pude los
conceptos de una alta cuna; con mi vocabulario limitado, no fui muy brillante.
Debatimos durante algún tiempo antes de que uno de los extranjeros le dijera a su
jefe:
—Creo que ya lo entiendo, Grath Huruga. Si saben más que nosotros acerca de
los cruces para obtener determinados rasgos —interpreto palabras totalmente
nuevas para mí a partir del concepto—, quizá lo hayan aplicado a su propia raza. Quizá
toda su civilización se ha organizado como una fuerza militar, poniendo a su cabeza a
seres superiores cuidadosamente producidos y entrenados. —Se estremeció ante aquel
pensamiento—. Y, naturalmente, no querrán perder tiempo hablando con seres menos
inteligentes que ellos.
Otro oficial exclamó:
—¡Imposible, es fantástico! A lo largo de todas nuestras exploraciones nunca
hemos encontrado...
—Hasta ahora no hemos explorado más que fragmentos diminutos de la Vía
Galactea —respondió lord Huruga—. No podemos presumir que sean menos de lo que
dicen hasta que nos hayamos informado más ampliamente.
Me contenté con ofrecerles mi sonrisa más enigmática mientras me quedaba
sentado escuchando lo que ellos tomaban por murmullos.
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El gobernador me dijo:
—En nuestro Imperio no hay rangos inmutables y cada uno alcanza el rango que
merece. Yo, Huruga, soy la más alta autoridad de Tharixan.
—Entonces puedo tratar con vos hasta que puede verme con vuestro emperador
—dijo sir Roger por mi mediación.
Tuve algunos problemas para traducir la palabra «emperador». De hecho, el
dominio de los wersgor no se parecía en nada a lo que conocíamos. Las personas más
ricas e importantes vivían en inmensos terrenos con una escolta de mercenarios de cara
azul. Se comunicaban con los instrumentos que hablaban a distancia y se visitaban con
sus rápidos navíos aéreos o con naves del espacio. Había otras clases que ya he
mencionado: guerreros, mercaderes, políticos. Pero ninguno nacía perteneciendo a una
clase en la que debía seguir durante toda la vida. Según la ley, todo eran iguales y
libres de luchar lo mejor que supieran para alcanzar riqueza y posición. A decir verdad,
incluso habían abandonado la idea de la familia. Los wersgorix no tenían nombres
propios. Se les identificaba por números en un registro central. Los machos y las
hembras vivían raramente más de unos pocos años juntos. Se enviaba a los niños,
desde muy pequeños, a la escuela; allí vivían hasta alcanzar la edad adulta, pues sus
padres les consideraban muy a menudo más como una carga que como una bendición.
Y sin embargo, aquel estado, en teoría una república de hombres libres, era en la
práctica una de las peores tiranías que el mundo haya conocido, incluso contando la era
del terrible Nerón.
Los wersgorix no sentían ningún afecto especial por el país en que habían nacido;
no reconocían lazos de parentesco ni de deber. Como resultado, un individuo no tenía a
nadie que se interpusiera entre él y el gobierno central. En Inglaterra, cuando el rey
Juan se hizo más presuntuoso, se impuso a las leyes antiguas y a los intereses privados
locales; los barones le hicieron doblegarse y consiguieron la libertad de la que hoy gozan
todos los ingleses. Los wersgor eran una raza de aduladores, incapaces de protestar
contra los decretos arbitrarios de sus superiores. «Ascender por méritos» no significaba
otra cosa que «ascender según la utilidad que se tenía para los ministros imperiales».
Pero he hecho una larga digresión, una mala costumbre que no pierdo y por la
que mi arzobispo me ha obligado a la penitencia en algunas ocasiones. Volvamos a aquel
día en que nos encontrábamos sentados en el pabellón de nácar. Huruga volvió hacía
nosotros sus terribles ojos y dijo:
—Parece que entre vosotros hay dos variedades, dos especies, ¿cierto?
—No —dijo uno de sus oficiales—. Hay dos sexos. Son, claramente, mamíferos.
—Ah, sí. —Huruga miró la ropa de los que se sentaban al otro lado de la mesa:
profundos escotes, según la desvergonzada moda de los tiempos modernos—. Sí, ya lo
veo.
Cuando se lo traduje a sir Roger, mi señor dijo:
—Explicadle, para satisfacer su curiosidad, que nuestras mujeres saben llevar la
espada lo mismo que los hombres.
—¡Ah! —Huruga se lanzó casi sobre mí—. Esa palabra, espada, significa un arma
cortante?
No tuve tiempo para pedir consejo a mi amo. Recé interiormente para
mantenerme firme y respondí:
—Sí. Habréis visto que las llevaban todos nuestros hombres. Consideramos que
son las mejores armas para los combates cuerpo a cuerpo. Pregúntaselo a los miembros
de la guarnición de Ganturath.
—Ejem... sí. —Uno de los wersgorix adoptó un aspecto feroz—. Abandonamos la
táctica de combates de ese tipo hace siglos, Grath Huruga. La necesidad parecía ya fuera
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de cuestión. Pero recuerdo uno de los roces en las fronteras clandestinas de los jairs.
Ocurrió en Uloz IV y utilizaron largos cuchillos con efectos desastrosos.
—En ciertos casos, sí, ya lo veo. —Huruga frunció el ceño—. Sin embargo, el
hecho es que los invasores deambulan sobre animales vivos.
—Que no necesitan más carburante, Grath, que vegetación.
—Pero que no pueden resistir ni rayos de calor ni plomos. Y estos seres blanden
armas que pertenecen a un pasado prehistórico. No llegan sobre una de sus naves, sino
en una nuestra. —Dejó de murmurar y espetó—: Bueno, ya hemos perdido mucho
tiempo. Ceded, haced lo que os pidamos u os mataremos a todos.
Traduje.
—Las pantallas de fuerza nos protegen de vuestras armas de rayos —dijo sir Roger
—. Si queréis atacarnos, recibiréis una buena acogida.
Huruga se puso púrpura.
—¿Imagináis que una pantalla de fuerza puede detener proyectiles explosivos? —
rugió—. ¡Basta con enviar uno solo y hacerlo estallar en el interior de vuestra pantalla
para destruiros a todos!
Sir Roger pareció menos desconcertado que yo.
—Ya hemos oído hablar de esas armas explosivas —me dijo—. Naturalmente,
intenta meternos miedo. ¡Cómo iba a bastar un solo disparo! Ningún navío podría
despegar con una carga así de pólvora. ¿Me toma por un patán, por un palurdo que se
cree los cuentos de las viejas? Admito que podría lanzar sobre nuestro campamento
algunos barriles llenos de explosivos.
—¿Qué debo decirle? —pregunté, lleno de temor.
Los ojos del barón brillaron.
—Traducid mis palabras con exactitud, hermano Parvus: hasta el momento no
hemos utilizado nuestra artillería porque queremos parlamentar con vosotros y no
exterminaros. Si insistís, si queréis bombardearnos, hacedlo enseguida, por favor.
Nuestras defensas acabarán con vuestros planes. ¡Acordaos también de que tenemos
prisioneros wersgorix!
Vi que la amenaza les impresionaba. Con todo, aquellos despiadados corazones
habrían matado de buen grado a unos cuantos centenares de los suyos. Nuestros
rehenes no podían retenerles mucho tiempo, pero podíamos emplearlos para negociar y
ganar tiempo. Me pregunté cómo hacer que aquel tiempo jugase a nuestro favor... no vi
otro modo que ponernos entre tanto en buena disposición para la muerte.
—Bien —dijo Huruga con tono brusco—, estoy dispuesto a escucharos. Todavía no
habéis dicho por qué habéis llegado de un modo tan inesperado y sin ser provocados.
—Atacasteis vosotros primero y nunca os habíamos hecho mal alguno —
respondió sir Roger—. En Inglaterra, un perro no muerde nunca dos veces. Mi rey me
ha enviado para daros una buena lección.
Huruga: ¿Con un solo navío? ¿Un navío que ni siquiera es vuestro?
Sir Roger: No traemos más que lo necesario.
Huruga: ¿Qué queréis?
Sir Roger: Vuestro Imperio debe someterse a mi señor, el rey de Inglaterra, de
Irlanda, del País de Gales y de Francia.
Huruga: Bueno, hablad en serio.
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Sir Roger: Hablo en serio, os lo advierto solemnemente. Pero, para evitar más
pérdida de sangre, me gustaría vérmelas en combate singular con vuestro campeón y con
las armas que elijáis para dejar zanjada esta cuestión. ¡Dios protegerá la razón!
Huruga: ¿Os habéis escapado de algún asilo?
Sir Roger: Considerad nuestra posición. Os hemos descubierto y averiguado que
sois una nación pagana, con armas y artes semejantes a las nuestras, aunque inferiores.
Podréis molestarnos hasta cierto punto, hacer expediciones a nuestros planetas menos
defendidos. Eso nos obligará a aniquilaros, pero somos demasiado misericordiosos como
para disfrutar con ello. Lo único razonable es aceptar vuestra rendición.
Huruga: ¿Y esperáis honestamente que un puñado de hombres montados sobre
animales, armados con espadas...? —Se sofocó; a continuación, dialogó con sus oficiales
—. ¡Maldito problema de traducción! —se lamentó—. No estoy nunca seguro de haberles
entendido del todo. Supongo que podrían ser una expedición punitiva. Por razones de
secreto militar pueden haber empleado uno de nuestros navíos para mantener en
reserva sus armas más poderosas. Todo esto parece insensato, pero no más insensato
que ver que un bárbaro me dice con toda sangre fría que yo, representante del más
poderoso reino del universo, debo rendirme y abandonar mi autonomía. A menos que
todo esto no sea más que una baladronada. Quizá no hayamos comprendido sus
demandas... quizá tenemos de ellos una falsa opinión, lo que podría resultar muy grave
para nosotros. ¿Tiene alguien alguna idea?
Mientras hablaba, le dije a sir Roger:
—¿No hablaréis en serio, señor? Pensad lo que decís.
Lady Catalina no pudo resistir más tiempo y dijo:
—¿Por qué no?
—No. —El barón sacudió la cabeza—. Claro que no. ¿Qué haría el rey Eduardo con
todas estas caras azules? Ya tiene bastante con los irlandeses. No; sólo espero cerrar
un trato. Si podemos arrancarles algunas garantías, si prometen no atacar la Tierra...
si podemos conseguir algunos cofres llenos de oro para nosotros.
—Y un guía para volver a casa —añadí sobriamente.
—Es un problema que resolveremos más adelante —dijo con voz seca—. Ahora
no tenemos tiempo. No podemos admitir ante el enemigo que no somos más que pobres
niños perdidos.
Huruga se volvió hacia nosotros.
—Comprenderéis, supongo, que sabéis lo descabelladas que son vuestras
ofertas. Pero si podéis demostrarnos lo que vale vuestro reino, nuestro emperador se
sentiría encantado de recibiros en embajada.
Sir Roger bostezó y dijo con hastío:
—Es inútil insultarnos. Mi monarca quizá aceptase recibir a vuestros emisarios si
es que antes adopta la Fe verdadera.
—¿Qué Fe es ésa? —preguntó Huruga, empleando la palabra inglesa.
—La verdadera creencia, naturalmente —dije—. La verdad sobre Aquel que es
fuente de toda sabiduría y virtud, Aquel a quien rezamos humildemente para que nos
guíe.
—¿De qué está hablando ahora, Grath? —murmuró un oficial.
—No lo sé —susurró Huruga—. Estos ingleses parece que poseen una
gigantesca calculadora a la que someten todas sus decisiones... ¿quién sabe? ¿Cómo
interpretarlo? Dejemos correr las cosas. Hay que ver cómo actúan; hay que considerar
lo que acabamos de saber.
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Capítulo XI
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Era el más grande de los navíos que pudieran desplazarse fácilmente, pero era
demasiado pequeño como para transportar armas poderosas. Sir Roger estuvo
examinando durante todo el día los proyectiles explosivos que disparaba un cañón
determinado. Un aterrado ingeniero wersgor le explicó cómo armar los cohetes para
disparar. El navío transportaba varios de aquellos artilugios, así como un armadijo en
piezas fabricado por nuestros artesanos.
Todos los que no se ocupaban del navío trabajaron en reforzar las defensas del
campamento. Incluso mujeres y niños manejaron la pala y el pico. Las hachas resonaban
en el cercano bosque. La noche, bastante larga de por sí, nos pareció interminable,
dedicados como estábamos a aquellos agotadores trabajos. No nos detuvimos más que
para comer apresuradamente algún trozo de pan o dormir unos instantes. Los wersgorix
pudieron ver lo afanados qué nos encontrábamos, cosa imposible de evitar, pero
intentamos ocultar lo que realmente hacíamos. No tenían que descubrir que
rodeábamos Ganturath de postes, fosas, trampas y frisas. Por la mañana, bajo la
radiante luz del sol, nuestros dispositivos quedaron ocultos bajo las altas hierbas.
Recibí con alegría aquellos irritantes trabajos, pues me hicieron olvidar mis
temores. Pero mi mente volvía a ellos en cuanto me sentaba para descansar, como
un perro que vuelve a por un hueso olvidado. ¿Se había vuelto loco sir Roger? ¡Había
cometido ya tantos errores! Y, sin embargo, a todas las preguntas que se me pasaban
por la cabeza no podía dar otra respuesta que las suyas.
¿Por qué no habíamos huido inmediatamente después de la conquista de
Ganturath, en vez de esperar la llegada de Huruga? Porque habíamos perdido el
camino de vuelta y no teníamos esperanza alguna de encontrarlo sin la ayuda de los
mejores navegantes espaciales (si podíamos dar con ellos). Más valía morir que vagar a
ciegas entre las estrellas... donde nuestra ignorancia acabaría por matarnos.
Sir Roger había logrado una tregua. ¿Por qué correr el riesgo fatal de romperla
atacando Stularax? Porque estaba claro que la tregua no duraría mucho tiempo. En
cuanto tuviera tiempo de pensar en todo lo que viera, Huruga comprendería la vanidad
de nuestras pretensiones y nos aniquilaría. Nuestra audacia podía desanimarle y quizá
así siguiera creyéndonos más fuertes de lo que realmente éramos. Aunque, si decidía
combatir, nosotros seríamos más fuertes que en la Tierra con las nuevas armas de las
que nos apoderaríamos en la expedición.
¿Creía realmente sir Roger que un plan tan insensato podría funcionar? Sólo
Dios y él podían responder a aquella pregunta. Yo sabía que el barón improvisaba a
medida que pasaban las cosas. Era como un corredor que tropieza y debe avanzar más
deprisa para no caerse.
¡Pero, por lo menos, corría gloriosamente!
Aquellas reflexiones me tranquilizaron. Confié mi suerte al Cielo y manejé la
pala con mayor calma.
Justo antes del alba, cuando la bruma se dispersó entre los edificios, las tiendas
y las bombardas, cuando el primer rayo de luz atravesó el cielo, sir Roger vio partir a
sus soldados. Eran veinte:
John el Rojo y los mejores entre sus arqueros, dirigidos por sir Owain.
Resultaba curioso ver cómo el corazón, a menudo pusilánime, del caballero cobraba valor
al tener a la vista una acción arriesgada. Se mostraba tan alegre como un niño, envuelto
en su capa escarlata, escuchando las órdenes.
—Cruzad los bosques y manteneos a cubierto hasta llegar al navío —le dijo mi
señor—. Esperad a mediodía y luego echad a volar. Sabéis emplear los mapas
desplegables para guiaros, ¿verdad? Bien. Cuando lleguéis a Stularax, cosa que os
llevará una o dos horas a velocidad razonable, aterrizad donde podáis manteneros a
cubierto. Enviad algunos proyectiles con la catapulta para reducir las defensas
exteriores. Luego, salid y cargad a pie mientras reina la confusión; coged cuanto
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podáis del arsenal y volved. Si todo sigue tranquilo por aquí, manteneos ocultos en el
bosque. Si el combate ya ha empezado, haced lo que consideréis oportuno.
—Lo haré, señor. —Sir Owain le estrechó la mano. Un gesto que, por decisión
del destino, no volvería a repetirse entre ellos.
Se encontraban ambos bajo un cielo que se ensombrecía, cuando una voz les
llamó.
—Esperad. —Todos los hombres volvieron la vista hacia el fortín, donde la
bruma era más espesa, casi como humo. Lady Catalina se adelantó.
—Acabo de enterarme de que partís —le dijo a sir Owain—. ¿Era necesario
mandar a veinte hombres contra una fortaleza?
—Veinte hombres —hizo una reverencia y una sonrisa iluminó su rostro como un
sol naciente— y yo, y vuestro recuerdo, señora.
Su pálido rostro se ruborizó. Lady Catalina pasó ante sir Roger, tiesa como una
pica, y se dirigió al joven caballero hasta que le miró fijamente a los ojos. Todo el mundo
vio que sus manos estaban ensangrentadas. Sujetaba una cuerda.
—Esta noche, cuando no fui capaz de seguir sujetando la pala, tensé las cuerdas
de los arcos —murmuró mi señora—. No tengo otro presente que daros.
Sir Owain lo aceptó con profundo silencio. Se lo puso en el interior de la cota de
malla y besó los dedos heridos. Se irguió y la capa revoloteó a su alrededor. Dándose
la vuelta, guió a sus hombres hacia el bosque.
Sir Roger no hizo ni un gesto. Lady Catalina asintió suavemente con la cabeza.
—Sin duda, te sentarás a la mesa con los wersgorix para negociar, ¿verdad? —le
preguntó.
Lady Catalina se alejó entre la bruma hacia el pabellón que ya no compartían.
Sir Roger esperó a que se marchara para hacerlo él.
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Capítulo XII
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—Recordad que nadie prestó juramento ni se prometió nada. Pero decidle a ese
bribón de Huruga que me esperaba algo parecido y estoy protegido. —El barón oprimió
el sello del anillo que le adornaba el dedo y apretó el puño—. Acabo de armarlo. Si
abro el puño por lo que sea antes de haberlo desarmado, la piedra estallará con fuerza
suficiente para enviarnos a todos a reunimos con san Pedro.
Castañeteándome los dientes, traduje aquel engañoso mensaje. Huruga se puso
en pie de un salto.
—¿Es cierto? —bramó.
—S-sí —dije—. Lo juro por Mahoma.
Los oficiales azules se apretujaron. Por sus agitados murmullos, deduje que, en
teoría, era posible tener una bomba tan pequeña como aquella piedrecilla. Pero
ninguna raza conocida por los wersgor había sido hasta entonces lo bastante hábil
como para construirla.
Al fin, se restableció la calma.
—Bien —dijo Huruga—, parece que hemos llegado a un punto muerto. A mi
entender, mentís, pero no quiero arriesgar mi vida. —Se volvió a guardar el fusil bajo la
túnica—. Sin embargo, debéis comprender que estamos en una situación imposible. Si
no puedo obtener por mí mismo que soltéis a los prisioneros, tendré que informar al
Imperíum de Wersgorixan.
—No nos precipitemos —le dijo sir Roger—. Trataremos bien a nuestros rehenes.
Podéis enviar a vuestros médicos para que velen por su salud. En garantía de buena fe,
os vamos a pedir que guardéis todas vuestras armas. A cambio, nosotros montaremos
guardia contra los sarracenos.
—¿Los qué? —preguntó Huruga, con su ósea frente arrugada por la sorpresa.
—Los sarracenos. Los piratas paganos. ¿Todavía no los habéis encontrado?
Apenas puedo creerlo, pues sus expediciones llegan hasta muy lejos. En este mismo
instante, un navío sarraceno podría lanzarse contra esta planeta y saquearlo y arrasarlo.
Huruga se sobresaltó. Llamó aparte a uno de sus oficiales y le murmuró unas
palabras. No pude entender lo que se decían. El oficial salió precipitadamente.
—Dime algo más sobre todo esto —pidió Huruga.
—Con mucho gusto. —El barón se aplastó confortablemente en el respaldo de la
silla y cruzó las piernas. Yo hubiera sido incapaz de fingir una calma tan grande. En la
medida en que podía juzgarlo, el navío de sir Owam ya debía haber llegado a Stularax;
recordad, por favor, que la conversación era infinitamente más larga y lenta de lo que
escribo, pues hay que contar con la traducción, las detenciones para explicar alguna
palabra mal comprendida o las búsquedas de frases concretas.
Y, sin embargo, sir Roger se dedicaba a sus historias como si tuviera todo el
tiempo del mundo. Explicó que nosotros, los ingleses, nos habíamos lanzado contra los
wersgonx con tanta ferocidad porque su ataque sin provocación nos había hecho creer
que eran los nuevos aliados de los sarracenos. Supusimos que, con el tiempo, Inglaterra
y Wersgorixan podrían aliarse para llegar a un acuerdo contra la común amenaza...
El oficial azul entró como una flecha. A través de la cortina que ocultaba la
puerta, vi soldados que corrían a sus puestos en el campamento extranjero; el gruñido
de las máquinas llegó a mis oídos.
—¿Y bien? —le preguntó Huruga a su subordinado.
—Dicen los transmisores de palabras que se ha visto un gran brillo... Stularax
destruida... un proyectil superpoderoso —contestó el pobre hombre, sin aliento.
Sir Roger intercambió conmigo una mirada mientras se lo traducía. ¿Stularax
destruida? ¿Completamente destruida?
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Capítulo XIII
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difíciles de alcanzar que la gran mayoría llegarían hasta nosotros incluso bajo el
fuego de las bombardas.
Aquellos pequeños vehículos se mantuvieron, no obstante en la retaguardia,
cubriendo a la infantería de Wersgor. La primera línea de batalla consistía en
vehículos de pesadas corazas. Se desplazaban muy lentamente para ser armas de
aspecto tan poderoso: apenas alcanzaban el paso de un caballo al galope. Debía ser
tanto por su enorme tamaño —aproximadamente el de la choza de un campesino— como
por la espesa coraza de acero, capaz de resistirlo todo excepto una explosión directa. Las
bombardas giraban en las torretas, rugían, levantaban polvo... parecían dragones.
Conté más de veinte: enormes, impenetrables, extendidas en una larga línea que lo
aplastaba todo bajo sus bandas giratorias. Por donde pasaban, de la hierba y la tierra no
quedaba más que un surco lleno de pedrisco.
Me contaron que uno de nuestros artilleros había aprendido a usar los cañones
con ruedas capaces de lanzar proyectiles explosivos; salió de entre nuestras filas y corrió
hacia uno de ellos. Sir Roger, armado de pies a cabeza, se lanzó tras él y le derribó con la
lanza.
—¡Detente! ¿Qué quieres hacer? —preguntó.
—Disparar, sire —respondió el soldado, jadeando—. Disparemos contra ellos
antes de que traspasen nuestro muro.
—Si no estuviera seguro de que nuestros arqueros son capaces de ocuparse de
esos caracoles gigantes, te dejaría usar ese tubo —replicó mi señor—. De momento,
recoge la pica.
Aquel discurso causó muy buena impresión entre la pobre gente armada con
lanzas, de pie, empuñando las armas, que se disponía a recibir aquella terrible carga.
Sir Roger no vio ninguna razón para explicarles que (a juzgar por lo que había pasado en
Stularax) no se atrevía a emplear los explosivos a tan corta distancia por miedo a
destruirnos también a nosotros al tiempo que al enemigo. Podría haber comprendido
que los wersgonx contaban con proyectiles de diferentes fuerzas, pero, ¿quién piensa en
todo?
Fuera como fuese, los conductores de aquellas fortalezas móviles debieron
quedarse muy intrigados al ver que no disparábamos contra ellos. ¿Qué tendrán en
reserva?, debieron preguntarse. Lo descubrieron cuando el primer carro de guerra
cayó en uno de los fosos ocultos.
Otros dos cayeron en la trampa antes de que pudieran comprender que no
eran obstáculos ordinarios. Los santos del cielo nos ayudaron, seguro. En nuestra
ignorancia, cavamos agujeros tan anchos como hondos, pero de los que habrían
podido salir con toda facilidad aquellos poderosos vehículos si no hubiéramos añadido,
por la fuerza de la costumbre, unas grandes vigas de madera, como si hubiéramos
esperado empalar con ellos a no sé qué tipo de caballos gigantes. Algunas se
engancharon en las bandas giratorias que rodeaban las ruedas de las máquinas, que no
tardaron en quedar inutilizables, bloqueadas por la pulpa de madera.
Otro carro evitó las fosas, pues éstas no se hallaban dispuestas en filas
continuas. Se acercó a los parapetos. Lanzó unos cuantos disparos rápidos, en busca
de la distancia correcta, agujereando nuestro muro de tierra con pequeños cráteres.
—¡Dios protege la razón! —rugió sir Brian Fitz-William. Su caballo se adelantó de
entre nuestras líneas, seguido de cerca por media docena de jinetes. Galoparon en
semicírculo, fuera del alcance de los cañones. El vehículo avanzó pesadamente,
intentando seguirles con el cañón más pequeño. Sir Brian lo condujo en la dirección que
quería, sopló en la trompa de guerra y volvió al galope, poniéndose a cubierto
mientras el carro se sumía en un hoyo.
Las tortugas de guerra retrocedieron. Entre la alta hierba, con nuestros hábiles
camuflajes, no podían saber dónde se encontraban las trampas. Aquellas máquinas eran
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las únicas de su estilo que había en Tharixan y no podían hacerlas correr riesgos a la
ligera. Los ingleses, nuestras tropas, sin embargo, temblaron al pensar en que podrían
cargar contra nosotros. Una sola de ellas habría bastado para destruirnos si hubiera
cruzado el muro.
A mi entender, Huruga debió ordenar a los pesados carros que lo hicieran,
aunque los datos que tuviera acerca de nosotros, de nuestra fuerza y de la posibilidad de
recibir refuerzos por vía aérea fuesen limitados. A decir verdad, las tácticas de los
wersgonx eran deplorables desde cualquier punto de vista. Hay que recordar sin
embargo que no luchaban en tierra desde hacía mucho tiempo. Sus conquistas sobre
planetas retirados no eran más que sencillas riñas; sus escaramuzas con las naciones de
las estrellas rivales eran, sobre todo, aéreas.
Huruga, descorazonado por los fosos, pero reconfortado porque no hubiéramos
empleado obuses de baja potencia, decidió retirar los enormes carros. Su idea evidente
era descubrir un camino entre las trampas e indicárselo a las poderosas máquinas
para que éstas pudieran pasar.
Los soldados azules avanzaron corriendo, divididos en pelotones apenas visibles
entre las altas hierbas. Como yo me encontraba bastante retirado de la línea de
combate, veía de vez en cuando el reflejo de un casco y la altura de las picas que
clavaban para indicar a los pesados carros un camino sin problemas. Sin embargo, sabía
que se trataba de varios millares de hombres. Mi corazón latía desbocado en el pecho y
mi seca garganta ansiaba un jarro de cerveza.
Adelantando a los soldados, los carros ligeros avanzaron a toda velocidad.
Algunos cayeron en los fosos y, a aquella marcha, quedaron totalmente demolidos.
Pero la mayor parte siguió avanzando en línea recta, derechos hacia las vigas clavadas
en la hierba cerca de los parapetos, dispuestos para detener una carga de caballería.
Eran tan rápidos que aquel sistema defensivo les hizo casi tan vulnerables como
caballos. Vi uno que se alzaba en el aire, daba la vuelta y se estrellaba en el suelo,
rebotando dos veces antes de despedazarse. Vi que otro se empalaba, escupiendo
líquido, y que explotaba envuelto por las llamas. Un tercero giró, se deslizó y se estrelló
contra un cuarto.
Otros varios, rodeando a los vencidos, pasaron sobre las trampas preparadas un
poco por doquiera. Las picas de hierro penetraron en los flojos anillos que rodeaban sus
ruedas. Cuando aquello pasaba, lo mejor que podía hacer el vehículo era marcharse
del campo de batalla a trompicones.
Debieron enviarse muchas órdenes por las máquinas wersgor de hablar a
distancia, pues la mayoría de los vehículos abiertos, intactos, dejó de girar en redondo.
Se dispusieron en formación regular, bastante lejos unos de otros, y avanzaron
lentamente.
¡Pan! Las catapultas. ¡Boom! Las bombardas. Bombas, piedras y calderos de
aceite hirviendo recibieron de atroz modo a los vehículos en marcha. Muy pocos
resultaron inutilizados, pero su línea aflojó, dudó y frenó el paso.
Entonces, cargó nuestra caballería.
Algunos de nuestros caballeros perecieron en medio de una tormenta de
plomo. Pero no tenían que avanzar mucho para encontrarse con el enemigo. Los
fuegos de hierba prendidos por los calderos de aceite produjeron un humo espeso que
impidió que los wersgorix vieran a más de dos pasos. Oí ruido de metal, chasquidos,
mientras las lanzas se rompían en los costados de acero, pero no pude ver mucho del
combate. Sé sólo que las lanzas no pudieron dañar seriamente los vehículos. Aquello, sin
embargo, sorprendió a los conductores hasta el punto de que no intentaron siquiera
defenderse contra lo que siguió. Los caballos se encabritaron sobre las patas traseras y
estrellaron las pezuñas en las delgadas placas de acero, dispuestos a destrozarlas;
algunos hachazos, mazazos o estocadas acababan con los ocupantes de los vehículos.
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Algunos de los hombres de sir Roger emplearon con bastante fortuna pequeños cañones
de mano o pequeños obuses redondos que explotaban al lanzarlos tras haber quitado un
seguro. Todos los wersgorix contaban con armas parecidas, naturalmente, pero las
utilizaban con menos determinación.
Los últimos carros huyeron presas del terror, a toda prisa, siendo perseguidos
por los caballeros ingleses.
—¡Volved! —aulló sir Roger. Sacudió la lanza nueva que le entregó el escudero—.
¡Volved, miserables cobardes! ¡Volved y combatid, paganos serviles! —Debía ser un
espectáculo magnífico: metal brillante, plumas, escudo blasonado, montado en un
magnífico semental negro. Pero los wersgorix no practicaban la caballería. Eran más
prudentes, más precavidos que nosotros. Lo que les costó muy caro.
Nuestros caballeros tuvieron que retroceder, pues los infantes azules estaban
muy cerca y disparaban con sus fusiles, al tiempo que se amontonaban para lanzarse
al asalto de los parapetos. Una armadura no era protección, sino, más bien, un
brillante blanco. Sir Roger tocó el cuerno, llamó a sus hombres y todos se dispersaron
por la llanura.
Los wersgorix lanzaron un alarido de desafío y se precipitaron contra el
campamento. En la terrible confusión oí a un capitán de arqueros impartiendo órdenes.
Una bandada de ocas grises echó a volar hacia el cielo acompañada por el ruido de un
huracán.
Descendió de modo terrible entre los wersgorix. La primera andanada de
flechas seguía elevándose cuando partió la segunda. Una flecha, lanzada con tanta
fuerza, atraviesa un cuerpo de lado a lado. Los ballesteros, más lentos, aunque también
más poderosos, empezaron a disparar contra los asaltantes más cercanos. Creo que en
los últimos minutos del asalto los wersgorix perdieron casi la mitad de sus hombres.
Sin embargo, aunque no eran tan empecinados como los ingleses, llegaron a los
pies del muro. Allí, nuestros soldados ya estaban listos para recibirles. Las mujeres
disparaban sin cesar y abatieron a bastantes enemigos. Los que se acercaron lo
suficiente para que los fusiles pudieran ser útiles, se encontraron con una pared de
hachas, picas, garfios, mazas, dagas y sables.
A pesar de sus terribles pérdidas, los wersgorix eran todavía dos o tres veces
más que nosotros. Pero el combate era muy desigual, pues ellos no llevaban armaduras.
Su única arma para el combate cuerpo a cuerpo era un cuchillo enganchado al cañón de
los fusiles de mano, lo que hacía del arma una pica muy rara. O empleaban el fusil a
modo de bastón. Algunos llevaban bajo el brazo armas de plomo que nos infligieron
algunas pérdidas. Pero, por regla general, cuando John Cara Azul disparaba contra
Harry el Inglés, fallaba, incluso a dos pasos, en medio del desorden reinante. Antes de
que John pudiera disparar de nuevo, Harry le había abierto en dos con la alabarda.
Cuando volvió nuestra caballería, atacando a la infantería wersgor por detrás
y derribándola como leñadores en el bosque, fue el fin. El enemigo huyó a la
desbandada, pisoteando a sus propios camaradas, aterrados. Los jinetes les persiguieron
lanzando alegres gritos, casi como si estuvieran de cacería. Cuando estuvieron ya a
buena distancia, los ballesteros volvieron a probar fortuna.
Muchos escaparon, a pesar de que habrían debido resultar empalados, pues sir
Roger vio pesados carros que se volvían hacia nosotros, rodando con aspecto vengativo.
Hizo que su gente se retirase. Por la gracia de Dios, yo estaba tan ocupado en curar a
los heridos que me llevaban sin cesar que no supe nada de aquel instante en que
nuestros propios jefes pensaron que, después de todo, estábamos condenados. Pues,
aunque la carga de los wersgorix había sido inútil, había demostrado a los carros tortuga
cómo evitar las fosas. Por el contrario, veíamos que los gigantes de hierro cruzaban un
campo convertido en un rojo lodazal, sin saber cómo detenerlos.
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—No quisiera parecer ingrato —dijo—, pero creo que Dios nos envía ayuda por
mediación de sir Owain más que de un modo directo. Deberíamos encontrar a su
grupo en él bosque antes de que lo hagan las máquinas volantes enemigas. Padre
Simón, supongo que sabréis cuáles son los mejores cazadores furtivos de vuestra
parroquia...
—¡Hijo mío! —exclamó el capellán.
Sir Roger sonrió con malicia.
—No os pido secretos de confesión. Sólo os pido que señaléis a algunos,
digamos, hombres que se las apañen bien en los bosques, para que se deslicen entre las
hierbas hasta los árboles. Que descubran dónde se oculta sir Owain y le digan que no
dispare hasta que yo se lo ordene. No hace falta que me digáis a quiénes elegís, padre.
—En ese caso, hijo mío, se hará como pides. —El sacerdote me llevó a un aparte y
me dijo que fuera a ofrecer consuelo espiritual a los heridos y moribundos, actuando
como su locum tenens mientras él conducía a su pequeño grupo de exploradores hacia
el bosque.
Pero mi señor me encontró otra tarea. Su escudero, él y yo nos dirigimos
hacia el campamento wersgor bajo una bandera blanca. Presumíamos que el enemigo
tendría luces suficientes como para comprender aquel símbolo, aunque ellos no lo
utilizasen en caso de tregua. Así fue. El propio Huruga vino a nuestro encuentro en un
carro descubierto. Sus mejillas azules se veían marcadas y le temblaban las manos.
—Vengo para que os rindáis —le dijo el barón—. No me hagáis aniquilar a vuestros
pobres siervos ignorantes. Os doy mi palabra de que serán tratados con justicia y
podrán escribir a los suyos para pedirles el rescate.
—¿Que ceda a unos bárbaros como vosotros? —gritó el wersgor con voz ronca—.
¿Simplemente porque tenéis un maldito cañón que ha escapado a cualquier intento de
detección? ¡Ah, no! —Hizo una pausa—. Pero, para librarme de vosotros, os dejo partir
con los navíos del espacio que habéis robado.
—Sire —dije, jadeando, cuando acabé de traducir lo anterior—, ¿al fin hemos
ganado la huida?
—Claro que no —respondió sir Roger—. No sabríamos encontrar el camino de
vuelta, recordadlo. Y no podemos arriesgarnos a pedir un hábil navegante que nos guíe
sin descubrir nuestra debilidad y ser atacados de nuevo. Aunque pudiéramos volver a
nuestra patria, este nido de demonios podría tramar algún nuevo plan para atacar
Inglaterra. No, me temo que el que monta en un tigre...
Con el corazón pesado me vi forzado a decirle al cara azul lo poco que nos
importaban sus miserables navíos del espacio pasados de moda y que, si no se rendía,
tendríamos que devastar su tierra. Huruga se limitó a responder con un gruñido y se
marchó hacia su campamento.
Nosotros volvimos al nuestro. John Hameward el Rojo llegó poco después con el
grupo del padre Simón, con el que se encontró mientras se dirigía al campamento.
—Volamos sin ocultarnos hasta el castillo de Stularax, sire —nos contó—. Nos
encontramos con otros dos navíos celestes, pero ninguno hizo ademán de detenernos,
pues nos tomaron por uno de los suyos. Sin embargo, sabíamos que los centinelas de la
fortaleza no nos dejarían aterrizar sin formular algunas preguntas. Nos posamos en
un bosque a pocas millas del fuerte. Montamos el armadijo y pusimos dentro uno de
esos obuses explosivos. Sir Owain pensaba lanzar algunos para derribar las defensas
exteriores. Así, habríamos podido avanzar a pie, dejando un grupo en retaguardia que
siguiera disparando contra las murallas. Pensábamos que la guarnición entera saldría
en su busca y que así podríamos entrar, matando a los guardias y saqueando cuanto
pudiéramos de su arsenal y volviendo al navío.
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Capítulo XIV
Sir Owain se posó en el suelo como algún héroe de canción de gesta que hubiera
llegado a la Tierra. Sus triunfos no le habían costado mayor esfuerzo. Mientras se
paseaba entre la flota de Wersgor, incluso tuvo tiempo para calentar agua y afeitarse.
Avanzó con paso ligero y gracioso, con la cabeza erguida, la cota de malla brillando bajo
el sol y la enorme capa escarlata flotando al viento. Sir Roger acudió a su encuentro
junto a las tiendas de los caballeros, sucio, sudoroso, con la armadura abollada,
cubierto de sangre coagulada. Su voz sonaba ronca a causa de los gritos.
—Os felicito, sir Owain, por esta brillante acción y por vuestra bravura sin par.
El joven se inclinó profundamente —ante él— y, luego, sutilmente, ante lady
Catalina, que salió de la multitud enardecida.
—No podría haber hecho menos —murmuró sir Owain—, llevando la cuerda de un
arco junto a mi corazón.
Lady Catalina se ruborizó. Los ojos de sir Roger fueron de uno a la otra.
Formaban, realmente, muy buena pareja. Vi que sus manos se cerraban en torno a la
guarda de la espada dañada por los combates.
—Id a vuestra tienda, señora —le dijo a su esposa.
—Todavía queda mucho trabajo que hacer con los heridos, sire —replicó lady
Catalina.
—Trabajaréis para todos, excepto para vuestro esposo y vuestros hijos, ¿verdad?
—Sir Roger hizo un esfuerzo para parecer sarcástico, pero sus labios se inflamaban allí
donde un plomo rebotase después de estrellarse en la visera del yelmo—. Id a vuestra
tienda, os digo.
Sir Owain pareció impresionado.
—Esas palabras no deben dirigirse a una dama, sire —protestó.
—¿Serían más adecuados vuestros satánicos halagos? ¿O alguna palabra susurrada
que arreglase una cita? —rezongó sir Roger.
Lady Catalina palideció. Hizo falta un tiempo para que recuperase el aliento y el
habla. Nos rodeó a todos un pesado silencio.
—Pongo a Dios por testigo de que todo esto es una calumnia —dijo mi señora. Su
vestido flotó tras ella al partir. Cuando hubo desaparecido en su pabellón, oí los
primeros sollozos.
Sir Owain miró al barón con horror.
—¿Habéis perdido la cabeza? —dijo al fin, casi sin aliento.
Sir Roger encogió los fuertes hombros como si estuviera levantando un pesado
fardo.
—Todavía no. Que todos mis capitanes vengan a verme cuando se hayan lavado
y cenado. En cuanto a vos, sir Owain, será más prudente que os ocupéis de la
salvaguarda del campamento.
El caballero se inclinó de nuevo. No era un gesto insultante, pero todos
pensamos que sir Roger había pecado contra las buenas maneras. Sir Owain partió y se
ocupó activamente de su tarea. Los centinelas no tardaron en estar en su puesto. A
continuación, el caballero se llevó a Branithar a dar una vuelta por el campamento
wersgor, lo que quedaba de él, para examinar con él el equipo que se había encontrado
lejos de la explosión y que aún podía resultarnos útil. Durante aquellos últimos días, por
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turbulentos que fuesen, el cara azul encontró tiempo para perfeccionar su inglés. Lo
hablaba imperfectamente, cierto, pero con mucho ardor; sir Owain le escuchaba con
atención. Les vi en el oscuro crepúsculo, mientras yo me dirigía apresurado hacia la
conferencia. No pude escuchar lo que hablaban.
Ardía una gran hoguera y habían plantado fogatas en el suelo. Los jefes ingleses
se habían sentado a la redonda mesa de conferencias. Extrañas constelaciones titilaban
encima de nuestras cabezas. Oí los murmullos de la noche correr por el bosque. Todos
los hombres estaban mortalmente cansados, caídos casi sobre los bancos, aunque sus
ojos no dejaron de mirar al barón ni un solo instante.
Sir Roger se levantó. Bañado, vestido con ropa limpia y sencilla, con un arrogante
anillo de zafiro en el dedo, no dejaba que la fatiga le traicionase más que por el tono
sordo de su voz. Eché un vistazo a la tienda en que dormía lady Catalina con sus hijos.
La oscuridad la ocultaba.
—Una vez más —decía mi señor—, Dios, en su grandísima piedad, nos ha ayudado
a vencer. Pese a las destrucciones, contamos con un buen botín de vehículos y armas,
más de las que podemos utilizar. El ejército que se lanzó contra nosotros ha huido,
diezmado, y sólo queda una fortaleza en todo el planeta.
Sir Brian se rascó el mentón constelado de pelo blanco.
—Pueden lanzarnos explosivos —dijo—. ¿No es arriesgado seguí aquí? Cuando se
hayan repuesto, se nos van a echar encima.
—Cierto. —Sir Roger hizo un gesto con su rubia cabeza—. Esa es una de las
razones por las que no hemos de demorarnos. Hay otra: estamos muy mal alojados.
El castillo de Darova, por lo que dicen, es mucho más grande, mucho más sólido y está
mucho mejor defendido. Cuando nos hayamos apoderado de él, nada habremos de
temer de los obuses. Aunque el duque Huruga no cuente con nuevas armas sobre este
mundo, podemos estar seguros de que se habrá tragado el orgullo y habrá enviado
navíos a las estrellas para pedir ayuda. Hemos de esperar la llegada de una armada
de Wersgor. —Hizo como si no viera los temblores de la audiencia y añadió—: Por todas
esas razones, hemos de apoderarnos de Darova... intacta.
—¿Y podríamos vencer a las flotas de cien mundos? —gritó el capitán Bullard—.
Sir, vuestro orgullo se ha convertido en locura. Echemos a volar mientras podamos y
recemos a Dios para que nos guíe a la Tierra.
Sir Roger golpeó la mesa con el puño. El sonido cubrió todos los murmullos de la
noche.
—¡Por los clavos de Cristo! —rugió—. ¡El día en que hemos logrado una victoria
como no se veía desde los tiempos de Ricardo Corazón de León, queréis huir con la
cola entre las piernas! ¡Os creía un hombre!
Bullard emitió un sordo gruñido.
—A fin de cuentas, ¿qué ganó Ricardo? El pago de un rescate que arruinó el país.
Pero sir Brian Fitz-William le escuchó y murmuró:
—No soportaré el tener que escuchar perfidias y palabras traicioneras.
Bullard se dio cuenta de lo que había dicho, se mordió los labios y se mantuvo
en silencio. Sir Roger siguió hablando.
—Debieron vaciar los arsenales de Darova para venir a atacarnos. Poseemos
ahora casi todo lo que queda de armas y hemos matado a la mayoría de su guarnición.
Si les damos tiempo, recobrarán el valor y unirán a todas sus tropas. Harán venir a los
hombres libres y a los mercenarios de todo el planeta para lanzarlos contra nosotros.
Pero, de momento, en sus filas debe reinar el mayor desorden. Podrán, en el mejor de
los casos, poner a algunos hombres en las murallas. El contraataque está fuera de su
imaginación.
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Nadie le disparó. Otro escapó, luego, otro más. Hasta que todo el rebaño echó a correr
hacia la fortaleza.
Aquella misma tarde, Huruga cedió.
—Asunto fácil —bromeó sir Roger—. ¡Hay que imaginarse a todos ellos allí
dentro! Y dudo que tengan vituallas suficientes, pues el arte del asedio se ha olvidado
en esta región. Le he enseñado que puedo devastar todo el planeta... aun
venciéndonos, tendría problemas. Además, le he enviado todas estas nuevas bocas que
alimentar. —Me dio una buena palmada en la espalda. Cuando me hube repuesto, añadió
—: Hermano Parvus, ahora que este mundo es nuestro, ¿os gustaría ser el abad de su
primera abadía?
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Capítulo XV
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Lady Catalina habría colgado sus tapices y recubierto el suelo de juncos y paja.
Los muros oscuros quedarían iluminados por velas colocadas en apliques dorados, para
que el lugar pareciera menos fantástico. Espera, vestida con un ropaje glorioso
mientras su esposo se despide de los niños. La pequeña Matilda no llora. Robert contiene
las lágrimas mientras puede, hasta que la puerta quede a espaldas de su padre;
después de todo, es un Tourneville.
Sir Roger se incorpora lentamente. Ya no se afeita por falta de tiempo. La espesa
barba le recubre la parte baja de la cara, rematada por la nariz aguileña. Los ojos grises
se muestran ausentes y uno de los músculos de su mejilla no deja de moverse. Con el
agua caliente que sale a voluntad de los grifos se ha lavado; pero, como de costumbre,
sigue llevando el viejo jubón de cuero gastado, las cómodas calzas. El tahalí de su vieja
espada chirría cuando se acerca a su esposa.
—Y bien —dice con desgana—. He de partir.
—Sí. —Su delgada espalda se mantiene muy derecha.
—Creo... —Se aclara la garganta—. Creo que sabéis cuanto hace falta saber. —Ella
no responde—. Recordad lo importante que es que los muchachos sigan estudiando el
idioma de los wersgonx. Si no lo hacen, estaríamos sordomudos entre nuestros
enemigos. Pero no confiéis jamás en los prisioneros. Siempre debe haber dos hombres
armados a su lado.
—Confiad en ello. —Ella asiente con la cabeza. Lady Catalina no lleva cofia. La luz
de las velas se desliza sobre las capas de cabello dorado.
—Tampoco olvidaré que no es necesario dar a los cerdos el mismo grano con
que alimentamos a los otros animales.
—Eso es muy importante. Aseguraos de que la fortaleza tiene siempre suficientes
provisiones. Aquellos de los nuestros que han probado la comida indígena siguen con
vida. Podíais requisar los almacenes de Wersgor.
Se establece un pesado silencio.
—Bien —dice el barón—. He de irme.
—Que Dios os acompañe, señor.
El se queda inmóvil durante un momento, intentando averiguar lo que ocultan
los matices de su voz.
—Catalina...
—Sí, señor...
—He sido injusto con vos —se obliga a decir—. Y, lo que es peor, os he
despreciado.
Las manos de lady Catalina se tienden hacia él como siguiendo una voluntad
propia. Rudas palmas se cierran a su alrededor.
—De vez en cuando, todos los hombres se equivocan —murmura mi señora.
Al fin, el barón se atreve a mirarla fijamente a sus azules ojos.
—¿Me daríais una prenda...?
—Para que volváis sano y salvo...
Sir Roger la toma de la cintura, la atrae hacia sí y grita, alegre:
—¡Y por la victoria final! ¡Dame esa prenda y pondré un imperio a tus pies!
Mi señora se libera del abrazo, con expresión de horror.
—¿Cuándo empezaréis a buscar el camino de nuestra Tierra?
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Capítulo XVI
Los jairs, como las otras naciones libres, no eran gente inculta. Nos invitaron
a posarnos en su suelo y a ser los huéspedes de su planeta. Fue una estancia muy
rara, casi como si nos encontrásemos en el eterno Reino de los Elfos. Recuerdo
pequeñas torres, graciosas, unidas mediante puentes aéreos de elegante arco, ciudades
en las que los edificios desaparecían en medio de enormes parques para convertir el
conjunto en una inmensa zona de recreo, barcos en lagos centelleantes, sabios
ataviados con túnicas y velos que discutían conmigo acerca del saber inglés, enormes
laboratorios de alquimia, música que aún me viene a la mente en los sueños. Pero no
estoy escribiendo un libro de geografía. Y el relato más sobrio acerca de aquellas
civilizaciones no humanas le parecería más fantástico a un hombre de Inglaterra que las
fabulaciones del célebre veneciano llamado Marco Polo.
Mientras que los sabios, políticos y jefes jairs intentaban sacar de nosotros mil
datos de modo cortés, enviaron apresuradamente una expedición a Tharixan para
averiguar lo que había pasado. Lady Catalina les recibió con toda pompa y les permitió
interrogar a todos los wersgorix que quisieran. No ocultó más que a Branithar, que
podría haber revelado más verdades que los otros. En cuanto a sus compatriotas,
incluyendo al propio Huruga, no tenían más que confusas impresiones de ataques y
asaltos irresistibles.
Los jairs no sabían diferenciar la apariencia humana y fueron incapaces de darse
cuenta de que la guarnición de Darova estaba compuesta por nuestro flanco más débil.
Pero pudieron contar sus fuerzas y se vieron y se las desearon para creer que una
fuerza tan pequeña hubiera cumplido tantas hazañas. ¡Sería por los misteriosos
poderes que teníamos en reserva! Cuando vieron a nuestros boyeros, caballeros,
mujeres cocinando en hornos de madera, aceptaron con bastante facilidad las
explicaciones que les dieron: los ingleses preferían el aire libre y la sencillez, una vida lo
más natural posible. Era un ideal que compartían.
Nos alegró mucho que las barreras del lenguaje limitaran su descubrimiento de
la verdad de lo que veían. Los jóvenes que estaban aprendiendo el wersgor no habían
alcanzado más que un primer nivel, demasiado poco para mantener una conversación
inteligible. Muchos hombres normales y corrientes, incluso los guerreros, habrían
podido descubrir su temor e ignorancia y rogar que les devolvieran a su casa, si
hubieran podido expresarse. Siendo como era la situación, cualquier conversación con
los ingleses debía filtrarse a través de mí. Y pude devolverle la alegre arrogancia a sir
Roger.
No les ocultó que los wersgorix enviarían a Darova una flota vengadora. Incluso
se pavoneó por ello. La trampa estaba lista, les dijo. Si Boda y los otros planetas que
viajaban entre las estrellas no querían ayudarle a reducirla, tendría que pedir refuerzos
a Inglaterra.
Los jefes jairs se sintieron muy turbados ante la idea de la armada de un reino
totalmente desconocido entrando en sus regiones espaciales. Algunos de ellos, estoy
seguro, nos tomaron por simples aventureros, incluso por forajidos, que no podrían
contar con ayuda alguna por parte de su patria. Pero otros debieron discutir y decir,
por ejemplo:
—¿Nos vamos a mantener al margen sin participar en lo que va a pasar?
Aunque sean piratas, esos recién llegados han conquistado un planeta y no tienen miedo
ni de todo el imperio de Wersgor. En todo caso, tenemos que armarnos, pues es posible
que Inglaterra sea —aunque ellos lo nieguen— más agresiva que la nación de los rostros
azules. ¿No sería mejor reforzar nuestra posición ayudando a sir Roger a ocupar
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planetas y a que se haga con un buen botín? ¡La alternativa es aliarnos con Wersgor, lo
que resulta impensable!
Lo más importante de todo es que habíamos seducido la imaginación de los
jairs. Vieron a sir Roger y a sus brillantes compañeros galopar a lo largo de sus
tranquilas avenidas. Oyeron el relato de la derrota que había infligido a sus viejos
enemigos. Su folklore, basado desde antiguo en el hecho de que no conocían más que
una reducida porción del universo, les predisponía a creer en la existencia de razas
más antiguas y fuertes fuera de los espacios marcados en sus mapas. Cuando
escucharon a sir Roger haciendo su llamamiento para la guerra, se enardecieron y
pidieron batalla casi a gritos. Boda era una verdadera república, no un simulacro como
la de los wersgorix. La voz popular se dejaba oír alta y clara en su Parlamento.
El embajador wersgor protestó. Amenazó con destruirlo todo. Pero estaba lejos
de su planeta y sus mensajeros tardarían en llegar y, mientras tanto, la multitud se
dedicó a apedrear su palacio.
Sir Roger conferenció también con los dos emisarios de otras dos naciones que
navegaban entre las estrellas, los ashenkoghli y los pr?otanos. Los dos signos que he
intercalado en este último nombre son obra mía, y representan respectivamente un
silbido y un gruñido. A modo de ejemplo de todas las conversaciones que se
mantuvieron, mencionaré, simplemente, una de ellas.
Se mantuvo, como era costumbre, en idioma wersgor. Tuve más problemas de
interpretación que de costumbre, pues el pr?otan se encontraba en una caja que
mantenía a su alrededor el calor y el aire envenenado que necesitaba. Hablaba, lo que
es más, por medio de una especie de altavoz, con un acento peor que el mío. Ni
siquiera intenté aprenderme su nombre personal y rango, pues aquellos implicaban
conceptos que, para la mente humana, eran aún más complicados y sutiles que los
libros de Maimónides. Sólo pude llegar a la siguiente aproximación: Maestre Terciario
de los Huevos del Enjambre del Noroeste. En privado, decidí llamarle Ethelbert.
Nos encontrábamos en una fresca habitación azul que dominaba la ciudad.
Mientras Ethelbert, una forma tentacular percibida oscuramente a través del cristal, se
esforzaba trabajosamente por decir las más corteses lindezas, sir Roger echó un
vistazo al panorama.
—¡Qué fácil sería atacar un lugar con tantas ventanas abiertas! —murmuró—.
¡Qué ocasión! ¡Me gustaría asaltar este lugar!
Cuando empezaron las negociaciones, Ethelbert dijo:
—No puedo cerrar ningún convenio que haga que los Enjambres sigan
determinada política. Sólo puedo enviar recomendaciones. Sin embargo, como
nuestros pueblo tiene mentes menos individualistas que la media, puedo añadir que
mis recomendaciones serán de gran peso. Pero reconozco que yo mismo soy bastante
difícil de convencer.
Aquello ya nos lo imaginábamos. En cuanto a los ashenkoghli, se dividían en
clanes; su embajador en Boda era el jefe de uno de ellos y podía convocar a su flota
bajo su propia autoridad. Aquello simplificó tanto las negociaciones que vimos en ello
la mano de Dios. La confianza que logramos con ello fue un tanto precioso.
—Conoceréis sin duda, sire, los argumentos que les hemos dado a los jairs —
dijo sir Roger—. Son también aplicables a Pur... Pur... en fin, a sea cual sea el nombre
diabólico de vuestro planeta.
Me sentí ligeramente exasperado: siempre me dejaba el peso de la traducción,
pero si me obligaba a inventar continuamente frases corteses... me impuse un rosario
de penitencia por tan mal pensamiento. El wersgor es un idioma tan bárbaro que yo
era incapaz de pensar convenientemente con su vocabulario. Cuando traducía el
francés de sir Roger, siempre necesitaba pasar la parte esencial del discurso al inglés
de mi infancia y transformarlo a continuación en elegantes frases latinas, sobre cuyas
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firmes bases podía elaborar una estructura wersgor que Ethelbert traducía
mentalmente al pr?°tan. ¡Qué milagrosas son las obras de Dios!
—Los Enjambres los han padecido —admitió el embajador—. Los wersgorix
limitan nuestra flota espacial y nuestras posesiones extraplanetarias. Nos sangran con
un duro tributo en metales raros. Pero nuestro mundo resulta para ellos inhabitable e
inútil, de modo que no pensamos que vayan a invadirnos algún día, como podrían
hacer con Boda y Ashenk. ¿Por qué provocar su cólera?
—Me parece que estas criaturas no tienen ninguna idea de lo que es el honor —
me murmuró el barón—. Decidles que serán liberados de esas restricciones y de los
tributos cuando Wersgorixan sea vencida.
—Es evidente —fue la fría respuesta—. Sin embargo, las ganancias nos parecen
ínfimas comparadas con los riesgos de un bombardeo de nuestro planeta y sus colonias.
—El riesgo será casi inexistente si todos los enemigos de Wersgonxan actúan
juntos. Los jefes wersgor estarán demasiado ocupados como para pensar en ofensivas.
—Pero no hay ninguna alianza entre sus enemigos.
—Tengo razones para creer que el señor Ashenkoghli, presente en Boda, tiene
intención de unirse a nosotros. Y muchos otros clanes de su reino se le unirán, aunque
no sea más que para que no se convierta en alguien poderoso.
—Sire —protesté en inglés—, sabéis que la criatura de Ashenk no está dispuesta a
arriesgar su flota en este asunto.
—Decidle a ese monstruo lo que acabo de decir.
—¡Pero, señor, es falso!
—Pero podría ser verdad; no es una mentira.
Aquella casuística estaba a punto de sofocarme, pero hice lo que me pedía.
Ethelbert me replicó de inmediato.
—¿Qué os lo hace creer? El de Ashenk es conocido por su prudencia.
—Cierto. —Fue una pena que el tono despectivo de sir Roger no fuera
interpretado por aquellos oídos no humanos—. Por eso no anunciará de inmediato sus
intenciones. Pero su estado mayor... hay quien dice que no pueden resistir las
alusiones.
—¡Hay que enterarse! —dijo Ethelbert. Yo podía leer sus pensamientos, o casi.
Enviaría espías, mercenarios jairs, a documentarse.
Nos dirigimos a toda prisa a otro lugar, donde proseguimos las conversaciones
que empezara previamente sir Roger con un joven ashenkogh. Aquel bravo centauro
deseaba ardientemente una guerra, en la que podría ganar gloria y riqueza. Nos explicó
en detalle la organización, las relaciones, las comunicaciones. Todos lo: datos que
necesitaba sir Roger. Después, el barón le instruyó sobre los documentos que había que
preparar para que los agentes de Ethelbert los descubrieran. Le dijo las palabras que
debía deslizar en medio de una borrachera, mencionando los desafortunados intentos
de comprar a los oficiales jairs... Antes de que pasara mucho tiempo, todo el mundo
sabía —a excepción del propio embajador ashenkoghli— que tenía intención de unirse a
nosotros.
Ethelbert envió a Pr?°tan recomendaciones para entrar en guerra. Partieron
en secreto, naturalmente, pero sir Roger compró a un inspector jair que tenía por
misión transmitir los mensajes diplomáticos mediante las cajas especiales que se
albergaban en las naves espaciales. Se le prometió al inspector todo un archipiélago en
Tharixan. El plan resultó muy juicioso, pues mi señor le pudo dar a leer el despacho al
jefe ashenkoghli antes de que éste siguiera adelante Puesto que Ethelbert mostraba
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tanta confianza en nuestra causa, el jefe envió a buscar su propia flota y escribió cartas
que invitaban a los señores de los clanes aliados a hacer lo mismo.
Los servicios secretos militares de Boda sabían ya lo que pasaba. No podían
permitir que Ashenk y Pr?°tan consiguieran tan rica cosecha mientras que su planeta se
quedaba al margen. Recomendaron que también los jairs se unieran a aquella alianza. El
parlamento se reunió y declaró la guerra a Wersgorixan.
Sir Roger sonrió de oreja a oreja.
—No ha sido muy difícil —dijo cuando sus capitanes le cumplimentaron—. No he
tenido más que aprender a hacer las cosas como las hacen por aquí, / el asunto no era
un secreto. Todas estas criaturas de las estrellas caen en las más tontas trampas, cosa que
no harían ni los más memos de los príncipes alemanes.
—Pero, ¿cómo es posible, sire? —preguntó sir Owain—. Pertenecen a una raza más
antigua, más fuerte y sabia que la nuestra.
—Más fuerte y más vieja, sin duda —asintió el barón. Estaba de buen humor y se
dirigía a sir Owain incluso con franca camaradería—. Pero no más sabios. Cuando se trata
de intrigas, no soy como los italianos. Pero esta pobre gente de las estrellas son como
niños. ¿Por qué? Bien, en la Tierra, desde hace siglos, hay naciones y muchos señores,
todos en lucha entre sí, bajo un sistema feudal demasiado complicado como para
entenderlo del todo. ¿Por qué tantas guerras contra Francia? Porque el duque de Anjou
era, por una parte, rey soberano de Inglaterra y, por otra parte, francés. Ya podéis ver a
lo que conduce un ejemplo tan insignificante. En nuestra tierra hemos aprendido por la
fuerza todas las artimañas posibles.
»Pero aquí, desde hace siglos, los wersgorix han sido el único poder real. Lo han
conquistado todo con un solo método, destruyendo a las razas que no tenían armas
para combatir contra ellos Por la fuerza y el azar han conseguido el mayor de los reinos y
han impuesto su voluntad a otras tres naciones que poseían igualmente un arte militar.
Impotentes, ni siquiera han sido capaces de complotar contra Wersgorixan. Todo el
asunto no ha requerido más diplomacia y estrategia que la necesaria para una guerra de
bolas d< nieve. He tenido que emplear muy poca habilidad para jugar con si simplicidad,
su avaricia, su creciente miedo y las rivalidades mutuas.
—Sois demasiado modesto, sire —sonrió sir Owain.
—¡Ah! —El placer del barón desapareció—. Satán reina en este tipo de tratos. Ahora
sólo hay una cosa importante: estaremos aquí inmovilizados hasta que se arme la flota y
el enemigo ya esté en camino.
En verdad, aquel fue un período de pesadilla. No podíamos dejar Boda para
reunimos con las mujeres y los niños de la fortaleza, pues la alianza era todavía muy
frágil. Sir Roger debió poner la: cosas a punto en cien ocasiones, utilizando medios que
le resulta rían muy caros cuando llegase a la otra vida. En cuanto a nosotros dedicamos
el tiempo a estudiar la historia, el idioma, la geografía (¿debería decir la astrología?) y las
artes mecánicas, merecedoras de apelativo de brujerías, de Boda. Estudiamos aquellas
últimas bajo e pretexto de compararlas con las que teníamos en la Tierra, despreciando
a las suyas, claro está. Felizmente para nosotros —aunque e. hecho no fue totalmente
debido al azar, pues sir Roger elimine cualquier referencia oficial antes de nuestra
partida de Tharixan— algunas de las armas capturadas eran secretas. Podíamos hacer
demostraciones con un fusil de mano o una bala explosiva especial mente eficaces y
pretender que procedían de Inglaterra, procurando que nuestros aliados no pudieran
observarlas muy de cerca.
La noche en que el navío de enlace de los jairs retornó de Tharixan con la noticia
de que la armada enemiga ya había llegado, sir Roger se retiró solo a su dormitorio. No
sé lo que pasó, pero al di; siguiente su espada estaba sin filo y todos los muebles de la
alcobas eran un montón de leña.
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los wersgorix entre nuestra flota y Darova, cuyos proyectiles más grandes podían
alcanzar el espacio y destruir los navíos enemigos.
No puedo describir la aparición de san Jorge, pues no tuve el privilegio de tal
visión. Sin embargo, más de un soldado digno de confianza juró que había visto al santo
caballero descendiendo de la Vía Láctea en medio de una riada de estrellas, empalando
los navíos enemigos con la lanza como si fueran simples dragones. Sea como sea, tras
varias horas de las que apenas me acuerdo confusamente, los wersgorix abandonaron
la partida. Se retiraron ordenadamente, tras haber perdido la cuarta parte de su flota, y
no les perseguimos mucho trecho.
En lugar de ello, sobrevolamos la calcinada Darova. Sir Roger y los jefes aliados
descendieron en una nave. En la gran sala central subterránea, la guarnición inglesa,
negra de pólvora, agotada por días de combate, lanzó varias débiles aleluyas. Lady
Catalina se tomó cierto tiempo para bañarse y ataviarse con sus mejores ropas para
mantener su honor a salvo. Avanzó con paso de reina para saludar a los capitanes.
Pero, al ver a su esposo, cuya silueta se recortaba en la fría luz de la entrada,
vestido con su armadura espacial totalmente abollada, su paso se hizo más titubeante.
—Mi señor...
Sir Roger se quitó el casco acristalado. Los tubos del aire molestaron ligeramente
el gesto del caballero; se lo colocó bajo el brazo y dobló ante ella la rodilla.
—No —gritó mi señor—, antes bien: Mi señora y mi amor.
Lady Catalina avanzó como sonámbula.
—¿Es vuestra la victoria?
—No. Es vuestra.
—Y ahora...
Sir Roger se levantó, esbozó una mueca, pues las necesidades de la acción
volvían a requerirle.
—Conferencia —dijo—. Y reparar los daños, preparar nuevos navíos, nuevas
armas. Intrigar con nuestros aliados, castigar, animar. Combatir, seguir combatiendo.
Hasta que, si Dios quiere, los rostros azules sean devueltos a su propio planeta y se
rindan. —Se detuvo. El rostro de lady Catalina había perdido todo color—. Pero esta
noche, señora —dijo torpemente, aunque debía haber repetido la escena mil veces—,
creo que hemos ganado el derecho a estar solos para que pueda rendiros mi homenaje.
Lady Catalina suspiró largamente.
—¿Sigue vivo sir Owain? —preguntó. Como no dijo lo contrario, ella se persignó y
una suave sonrisa revoloteó por sus labios. A continuación, les dio la bienvenida a los
capitanes extranjeros y les presentó la mano para que se la besaran.
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Capítulo XVII
Llego ahora a una parte dolorosa de mi historia, y la más difícil de escribir. Pues,
salvo a su final, no asistí a ella.
Todo ocurrió porque sir Roger se lanzó con toda su alma a una cruzada como
si quisiese huir de algo, lo que, en cierto sentido, era verdad. Y fui arrastrado por él
como una hoja llevada por el viento de la tormenta. Yo era su intérprete, pero, cuando
no teníamos nada que hacer, era también su profesor y le instruía en el idioma
wersgor hasta que mi pobre y débil carne no podía resistir más. Cuando me dormía,
veía aún la vela que trazaba surcos de sombras y luz en el rostro de mi señor. A veces,
convocaba a algún sabio y docto jair que le enseñaba aquel otro idioma hasta que
llegaba el alba. A aquel paso, necesitaría muy pocas semanas para poder empezar a
jurar atrozmente en los dos idiomas.
Mientras aprendía, hizo la vida muy dura, tanto para sí como para sus propios
aliados. No había que darles a los wersgorix ni una sola oportunidad de rehacerse. Había
de atacarse planeta tras planeta, teníamos que reducirles y guarnecer cada nuevo
mundo para que el enemigo siempre estuviera a la defensiva. En aquella tarea recibimos
la ayuda de todas las poblaciones indígenas reducidas a la esclavitud. Por regla general,
bastaba con darles armas y un jefe. Entonces, atacaban a sus amos mediante hordas,
con tanta ferocidad que los wersgorix se refugiaban entre nosotros buscando
protección. Los jairs, los ashenkoghli y los pr?°tanos estaban horrorizados. No estaban
acostumbrados a asuntos como aquél; mientras que sir Roger conocía la actividad de los
jacobinos franceses. Desorientados, los jefes aliados aceptaron paulatinamente su
indiscutible autoridad.
Los altibajos de aquellas guerras, de aquellas acciones, son demasiado complejos,
demasiado diferentes de mundo a mundo, como para ser referidos en este humilde
relato. Pero, en esencia, los wersgorix habían destruido la esencia de la civilización
original de cada planeta habitado. Pero había llegado el turno de la caída del sistema
wersgor. En aquel vacío —irreligión, anarquía, bandidaje, hambre, la amenaza siempre
constante del regreso de los caras azules, la necesidad de entrenar a los indígenas para
reforzar nuestras parcas guarniciones— sir Roger avanzó. Tenía la solución para
aquellos problemas, una solución forjada en Europa a lo largo de los siglos, tras la
caída de Roma, en circunstancias muy parecidas: el sistema feudal.
Pero, en el mismo momento en que colocó la piedra angular de la victoria, todo
se derrumbó sobre él. ¡Que Dios se apiade de su alma! Nunca he conocido a más bravo
caballero. Hoy mismo, toda una vida después de lo que narro, las lágrimas enturbian mis
pobres ojos y pasaré apresuradamente sobre esta parte de la crónica. Fui testigo de
tan pocas cosas que quedaré excusado de hacerlo.
Pero los que traicionaron a su señor no lo hicieron súbitamente. Titubearon,
fueron ayudados por el azar. Si sir Roger no hubiera permanecido ciego ante tantos
signos premonitorios, nada de todo esto habría pasado. No contaré lo ocurrido tan sólo
con algunas frases frías, sino que me apoyaré en la antigua práctica consistente en
imaginar escenas completas. De este modo, uno se acerca quizá más a la verdad que
con un rico relato en el que se revive a hombres convertidos en polvo, llegando a
conocerles no como factores de abstractas villanías, sino como almas débiles de las que
Dios, finalmente, se habrá apiadado.
Empezaremos en Tharixan. La flota acababa de partir para apoderarse de la
primera colonia wersgor como principio de una larga campaña. Una guarnición jair
ocupaba Darova. Las mujeres, los niños y los ancianos ingleses que tan valientemente
habían sostenido el asalto recibieron de sir Roger la recompensa que estaba en sus
manos darles. Les transportó a una isla, la misma en que pacía nuestro ganado.
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Poul Anderson La gran cruzada
Pudieron habitar en sus bosques y campos, construir casas, guardar sus rebaños,
cazar, sembrar y recolectar, casi como si estuvieran en la Tierra. Lady Catalina fue
puesta a su frente. De todos los cautivos wersgorix, se quedó tan sólo con Branithar,
tanto para que no revelase a los jairs más de lo necesario, como para que siguiera
instruyéndola en su idioma. Mi señora se quedó con un pequeño navío espacial, muy
rápido, para casos de urgencia. Se incentivaron muy poco las visitas de los jairs
situados al otro lado del mar, para que no tuvieran ocasión de ver las cosas muy de
cerca.
Fue un período apacible, pero no ocurrió lo mismo en el corazón de nuestra
señora.
Su gran prueba empezó al día siguiente en que sir Roger embarcó. Mi señora se
paseaba a través de un prado florido, escuchando cómo el viento suspiraba entre los
árboles. La seguían dos sirvientas. De los bosques se alzaron voces, el ruido de un
hacha, el ladrido de un perro... todo aquello parecía tan lejano como un sueño.
Súbitamente, lady Catalina se detuvo y abrió los ojos desmesuradamente. Se
llevó la mano al crucifijo que pendía sobre su pecho.
—María, Madre de Dios, ten piedad de mí. —Sus sirvientas, bien educadas, se
mantuvieron fuera del alcance de su voz.
Sir Owain Montbelle se adelantó tropezando por el claro. Llevaba ropas muy
alegres y sólo su espada recordaba la guerra. La muleta en la que se apoyaba ocultaba
muy poco su elegancia. Se despojó del sombreo emplumado y se inclinó.
—Ah —gritó—. En este momento, el bosque es la Arcadia, y Hob, el viejo
porquero con quien me acabo de encontrar, es el pagano Apolo tocando alguna canción
con su lira para la gran hechicera que es Venus.
—¿Qué pasa? —Los hermosos ojos azules de lady Catalina se mostraban
terriblemente turbados—. ¿Ha vuelto la flota?
—No. —Sir Owain se encogió de hombros—. Todo es por culpa de mi propia
torpeza. Jugaba a la pelota, di un paso en falso y me torcí el tobillo. Está tan débil, tan
sensible, que sería inútil en la batalla. He debido traspasar el mando al joven Hugh
Thorne y he volado hasta aquí en una navecilla. He de esperar a curarme y luego tomaré
un navío y un piloto jair y me reuniré con mis camaradas.
Catalina intentó desesperadamente decir algunas palabras razonables.
—En sus... sus... lecciones, Branithar nos ha hablado de las artes médicas de los
pueblos de las estrellas. —Sus mejillas estaban inflamadas—. Tienen lentillas con las que
pueden ver... incluso dentro de un cuerpo humano... y pueden inyectar cosas que
cicatrizan las peores heridas en pocos días.
—Ya lo he pensado —dijo sir Owain—. No querría vaguear mientras hay guerra.
Luego recordé las estrictas órdenes de nuestro señor: nuestra esperanza descansa por
completo en que hemos convencido a esas razas demoníacas de que somos tan sabios
como ellos.
La mano de Catalina apretó fuertemente el crucifijo.
—No me he atrevido a pedir ayuda a sus médicos —siguió el noble—. Por el
contrario, les he dicho que me he rezagado para ocuparme de ciertos asuntos
urgentes y que llevaría muleta como penitencia por un pecado. Cuando la naturaleza
me haya curado, partiré. Aunque, a decir verdad, será como arrancarme el corazón
cuando me separe de vos.
—¿Sabe sir Roger todo esto?
Sir Owain asintió con la cabeza. Pasaron como con prisa a otra cosa. Aquel
signo con la cabeza era una mentira descarada. Sir Roger no sabía nada. Ninguno de sus
hombres se había atrevido a decírselo. Quizá yo debiera haberme arriesgado, pues él
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El caballero continuó:
—Dios ha puesto límites a todo. Una ambición sin freno es fruto de Satán, y de
ella sólo puede nacer la desgracia. ¿No os parece, mi señora, cuando os quedáis durante
toda la noche en vela sin poder dormir, que presumimos de nuestras fuerzas y eso nos
conducirá a la ruina?
Tras un buen momento, añadió:
—Por eso, repito, ojalá Cristo y su Madre protejan a los niños.
—Qué podemos hacer? —exclamó lady Catalina, angustiada—. Hemos perdido el
camino que conduce a la Tierra.
—Podríamos encontrarlo.
—¿Buscándolo durante cien años?
La miró un instante en silencio antes de contestar.
—No querría despertar falsas esperanzas en tal dulce pecho. Pero, de vez en
cuando, hablo con Branithar, Conocemos muy mal nuestros idiomas mutuos y concede
muy poca confianza a los seres humanos... pero, sin embargo, me ha dicho algunas
cosas, que me han hecho pensar que quizá pudiéramos encontrar el camino de la
Tierra.
—¿Cómo? —Sus dos manos tomaron las de él, desesperadamente—. ¿Cómo?
¿Dónde? Owain, ¿estáis loco?
—No —replicó con estudiada brusquedad—. Pero supongamos que fuera verdad y
que Branithar pudiera guiarnos. No lo haría sin pedir un precio. ¿Creéis que sir Roger
renunciaría a la Cruzada y volvería a Inglaterra tranquilamente?
—El... pero...
—¿No ha dicho una y mil veces que Inglaterra se encuentra en mortal peligro
mientras exista el imperio de los wersgorix? Si encontramos la Tierra, ¿no redoblaría
con ello sus esfuerzos? ¿Para qué saber cuál es el camino de vuelta? La guerra seguirá
hasta que todos perezcamos.
Lady Catalina se estremeció y se santiguó.
—Mientras esté aquí —dijo al fin sir Owain—, intentaré averiguar si podemos
encontrar el camino de vuelta. Quizá podríais imaginar un modo de emplear esas
indicaciones antes de que sea demasiado tarde.
Le deseó cortésmente buen día, cosa que mi señora ni siquiera escuchó, y se alejó
cojeando hacia el bosque.
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Capítulo XVIII
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—Señora, eso no nos sería de ninguna utilidad —le dijo Branithar—. No tenéis
costumbre ni conocéis el arte de identificar a simple vista tipos estelares. Admito que
yo tampoco. No he recibido educación ni entrenamiento al respecto; sé algunas cosas
sobre los trabajos de los demás, pero las he aprendido en conversaciones aisladas. Tuve
la suerte de estar una vez en la torreta de navegación mientras el navío orbitaba la
Tierra para hacer observaciones de larga distancia, pero no presté atención especial a
las constelaciones, por lo que no recuerdo su configuración.
Lady Catalina pareció perder el coraje.
—¡En ese caso, estamos perdidos para siempre!
—No del todo. Quizá debiera haber dicho que no tengo ningún recuerdo
consciente. Pero los wersgorix sabemos desde hace mucho tiempo que la mente está
compuesta de muchas cosas de las que no nos damos cuenta conscientemente.
—Es verdad —opinó lady Catalina con aspecto reflexivo—. Existe el alma.
—Bueno... no es eso exactamente lo que quería decir. En la mente hay abismos
inconscientes o semiconscientes que son la base de los sueños y... en resumidas
cuentas, os baste con saber que ese inconsciente nunca olvida nada. Registra incluso el
detalle más nimio que pueda impresionar los sentidos. Si yo entrase en trance y me
guiaran del modo adecuado, podría dibujar una representación exacta y precisa del cielo
terrestre tal y como pude verlo.
«Una vez hecho, un navegante hábil y experimentado, empleando las tablas
estelares, podría cribar la búsqueda gracias al arte de las matemáticas. Llevaría tiempo.
Por ejemplo, muchas estrellas azules podrían ser Gratch, y sólo un estudio detallado
podría eliminar las que estuvieran relacionadas de un modo imposible con (digamos) el
cúmulo esférico que habría de ser Torgelta. Poco a poco, sin embargo, eliminaría
posibilidades y llegaría a esa reducida región de la que os hablaba. Podría volar hasta
allí con algún piloto del espacio que le ayudase y podrían visitar todas las estrellas
amarillas del entorno hasta que dieran con vuestro sol.
Catalina aplaudió.
—¡Es maravilloso! —exclamó—. Oh, Branithar, ¿qué recompensa deseáis? ¡Mi
señor os dará todo un reino!
De pie, bien plantado sobre sus pesadas y separadas piernas, Branithar alzó los
ojos hacia el rostro de la baronesa desde las sombras y dijo con el testarudo valor que
empezábamos a conocer:
—¿Qué alegría me daría un reino edificado con los jirones de mi propio Imperio?
¿Por qué habría de ayudaros a volver a Inglaterra, si así sólo conseguiría la llegada de
más locos ingleses?
Mi señora apretó los puños y dijo con frialdad normanda:
—En ese caso, habréis de decirle cuanto sabéis a Hubert el Tuerto.
Se encogió de hombros.
—No se evoca fácilmente la mente inconsciente, señora. Y vuestras bárbaras
torturas podrían, por el contrario, alzar una infranqueable barrera. —Metió la mano en
la túnica y, súbitamente, un cuchillo brilló bajo la luz de la luna—. ¡Además, no lo
soportaría! ¡Retroceded! Me lo ha dado Owain. Y sé dónde se encuentra mi corazón.
Catalina reculó lanzando un sordo grito.
El caballero le apoyó ambas manos en los hombros.
—Escuchadme antes de juzgar —pidió—. Desde hace semanas, intento sondear a
Branithar. Ha dejado caer algunas alusiones. Yo hice lo mismo. Hemos tratado como
dos comerciantes sarracenos, sin admitir nunca abiertamente que estábamos
haciéndolo. Al fin, habló de la daga: sería el precio a pagar para que me enseñase su
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mercancía. ¿Cómo iba a dañaros con un arma así? Nuestros hijos se pasean con armas
más mortíferas que un simple cuchillo. Se lo prometí y él me contó lo que acaba de
deciros.
Lady Catalina pareció relajarse con un estremecimiento. Había padecido
demasiadas impresiones en muy poco tiempo, temiendo y padeciendo excesiva soledad.
Sus fuerzas estaban agotadas.
—¿Qué pedís? —le murmuró a Branithar.
El wersgor pasó el dedo por el filo del arma, hizo un gesto con la cabeza y lo
enfundó. Luego, habló con cierta suavidad.
—Primero habrá que encontrar un buen médico mental wersgor. Quizá encuentre
a algún especialista en el Libro del Castro de Darova. Habrá que enviarle a ver a los
jairs con un motivo u otro. El médico deberá trabajar con un hábil navegante, que le
dirá qué preguntas formular para que pueda guiar mi lápiz mientras dibujo los mapas
en estado de trance. Luego necesitaremos un piloto espacial, y dos cañoneros, insisto
en ello. Se les podrá encontrar en Tharixan. Les podéis decir a vuestros aliados que es
por razones de investigar las técnicas secretas del enemigo.
—¿Y cuando tengáis el mapa de las estrellas?
—Bien, ¡no se lo daré al punto a vuestro marido! Por nada del mundo. Podríamos
ir a buscarle en secreto a bordo de vuestra nave del espacio. Cada uno tendrá una
parte: los humanos, las armas; los wersgorix, el saber. Destruiremos tanto las notas
como a nosotros mismos si nos traicionáis. Negociaremos de lejos con sir Roger.
Vuestros ruegos deberían influir en su decisión. Si abandona esta guerra, volveréis a
casa y vuestra nación se comprometerá a dejarnos en paz para siempre.
—¿Y si no atiende a razones? —Su voz carecía de expresión.
Sir Owain se inclinó junto a su oído para murmurar en francés:
—En ese caso, vuestros hijos... y vos misma, seremos conducidos a la Tierra. Pero
no hay que decírselo a sir Roger, naturalmente.
—No puedo pensar... —Se cubrió el rostro con las manos—. ¡Padre Nuestro que
estás en los Cielos, no sé qué hacer!
—Si los vuestros insisten en seguir con esta guerra insensata —siguió Branithar—,
sólo conseguirán su final destrucción.
Sir Owain le había repetido mil veces lo mismo durante aquel tiempo en que era
el único noble de todo el planeta, el único con quien ella podía hablar. Le recordó los
cadáveres calcinados de las ruinas de la fortaleza, le recordó el modo en que la
pequeña Manida lloraba durante el asedio de Darova cada vez que un obús alcanzaba
los muros; lady Catalina pensó en los verdes bosques de Inglaterra en los que ella
había cazado halcones con su esposo y señor, al poco de casarse, y en los años que
él ansiaba seguir combatiendo para alcanzar una meta que ella no podía comprender.
La baronesa descubrió el rostro, levantó la cabeza hacia las lunas, la fría luz hizo
brillar sus lágrimas, y dijo: -
—Sí.
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Capítulo XIX
No puedo decir lo que impulsó a sir Owain a cometer aquella traición. Quizá
dos almas se albergaban en su pecho. En lo más profundo de su corazón nunca debió
olvidar hasta qué punto había sufrido la patria de su madre a manos del pueblo de su
padre. Sus sentimientos eran, sin duda, sinceros en parte cuando le explicó a lady
Catalina el terror de la situación, sus dudas sobre nuestra victoria, su amor por su
persona y su preocupación por su seguridad. Pero también existía un motivo menos
honorable, que quizá empezó siendo tan sólo una idea seductora para ir cobrando
fuerza con el tiempo: ¡cuántas cosas se podrían hacer en la Tierra con las armas de
Wersgor! Lectores de mi crónica, cuando recéis por las almas de sir Roger y lady
Catalina, añadid una palabra para el pobre sir Owain de Montbelle.
El felón actuó con audacia e inteligencia, fuera cual fuese la verdad que se
desenvolvía en el fondo de su alma. Vigiló de cerca a los wersgorix que llegaron para
ayudar a Branithar. Durante las semanas llenas de esfuerzos, mientras se arrancaba de
su sueño el saber que Branithar había olvidado para estudiar aparatos y sistemas
matemáticos de un ingenio más alto que el de los árabes, el caballero preparó calmada
y discretamente el navío del espacio para su marcha. Y había de vigilar continuamente
para que el valor de la baronesa, conspiradora con él, no se debilitase.
Su resolución vacilaba, lloraba, se atenuaba, le gritaba que se fuera de su lado.
Arribó un navío con órdenes de sir Roger: había que enviar gente para colonizar otro
planeta capturado. También llegó una carta del barón dirigida a su esposa. Me la dictó,
pues su ortografía no era siempre muy ortodoxa, de modo que me vi obligado a rehacer
sus frases para que a través de su brusquedad se adivinaran sus sentimientos, su
humilde y eterno amor. Catalina respondió inmediatamente, reconociendo cuanto había
hecho y suplicando perdón. Pero sir Owain estaba prevenido para aquel movimiento; se
apoderó de la carta antes de la marcha del navío, la quemó y convenció a la baronesa
para que siguiera fiel a su plan. Le juró que era por el bien de todos, incluido el de su
señor.
Al fin, dio a su pueblo, cada vez más vacío, algunas explicaciones: tenía que
reunirse con su señor durante un tiempo. Embarcó con sus hijos y dos sirvientas. Sir
Owain había aprendido lo suficiente del arte de la navegación celeste como para dirigir
el navío hacia un destino concreto y conocido —sólo tenía que apretar estos y aquellos
botones—, de modo que podía ir con ella sin más preámbulos. La noche precedente,
había hecho subir a escondidas a los wersgorix: Branithar, el médico, el piloto, el
navegante y dos soldados expertos en el empleo de las bombardas que erizaban el
casco.
Las armas resultaban inutilizables desde el interior del navío. Owain y Catalina
eran los únicos que portaban fusiles. En el cofre de ropa de sus aposentos se ocultaban
otras armas de mano, y ante el cofre siempre se encontraba una sirvienta. Las dos
mujeres se aterraban ante los rostros azules; sólo uno intentó acercarse a por un arma,
pero sus gritos llamaron la atención de sir Owain, que no tardó en aparecer.
Sin embargo, el caballero y la dama no podían dejar de vigilar a sus socios.
Branithar, evidentemente, habría podido dirigir el navío hacia Wersgonxan y decir a su
emperador dónde se encontraba la Tierra. Con toda Inglaterra de rehén, sir Roger se
habría tenido que rendir. El mero conocimiento del hecho de que no pertenecíamos a
una gran civilización que sabía navegar por el espacio, sino que más bien éramos una
congregación de sencillos e inocentes cristianos, pobres corderos conducidos hacia el
matadero, habría reconfortado y animado a los wersgorix y desmoralizado a nuestros
aliados, de modo que no podían consentir bajo ningún concepto que Branithar pudiera
comunicar en secreto con su mundo.
No antes de que los planes de sir Owain hubieran fructificado. Y quizá nunca.
Estoy seguro de que el propio Branithar preveía un momento de embarazo cuando
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hubiera dejado a sus camaradas humanos en tierra inglesa. Y, sin duda alguna, tenía
algún plan tortuoso en mente para impedirlo. De momento, no obstante, sus intereses
corrían paralelos.
Estas consideraciones acallarán ciertas cínicas historias acerca de lady Catalina.
Sir Owain y ella no se atrevían a velar nunca al mismo tiempo. Habían de estar
continuamente en guardia, empuñando las armas, para no correr el riesgo de ser
capturados por la tripulación, de tal modo que tuvieron las mejores carabinas del
mundo. La baronesa no tuvo ocasión de comportarse mal. Habría podido flaquear por la
turbación y el miedo, pero nunca fue infiel.
Sir Owain pensaba que las indicaciones dadas por Branithar eran exactas, pues
confiaba en su interés común por el buen término del plan, pero insistió en recibir
pruebas. El navío voló durante diez días por la región designada del espacio. Durante
otras dos semanas, vagaron y examinaron diferentes estrellas de utilidad. No intentaré
relatar en esta crónica lo que sintieron los humanos cuando las constelaciones
empezaron a resultar familiares y en lo alto de los cielos pudieron percibir, durante
un instante, los estandartes flotando al viento sobre el castillo que se alzaba en los
blancos acantilados de Dover. Creo que nunca lo mencionarán.
Su navío salió de la atmósfera con largos silbidos agudos y volvió a ponerse en
marcha hacia las hostiles estrellas.
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nuestra debilidad bastase para hacerles pactar con el enemigo. En todo caso, sir Roger
no volvería a ver ni a su mujer ni a sus hijos.
Lady Catalina apareció en la pantalla. Me acuerdo de sus palabras, pero prefiero
no consignarlas aquí. Cuando el mensaje terminó, yo mismo borré la grabación.
Mi señor y yo nos quedamos en silencio durante un instante.
—¿Y bien? —preguntó con la voz de un viejo.
Mantuve la vista clavada en mis pies.
—Montbelle dice que volverán a estar al alcance de nuestras comunicaciones
mañana a determinada hora para saber vuestra decisión —rezongué—. Podríamos enviar
muchas naves sin tripulantes, cargadas de explosivos provistos de nariz magnética (así
es como comprendía el invento) y capaces de seguir el rayo de la máquina de hablar a
distancia. Podríamos destruirle.
—Ya habéis exigido mucho de mí, hermano Parvus —dijo sir Roger. Seguía
hablando con una voz muerta—. No me pidáis que asesine a mi mujer y a mis hijos... y
que mueran sin confesión.
—Sí. ¿No podríamos capturar el navío? No —respondí yo mismo—. Es una
imposibilidad práctica. Un solo disparo a cierta distancia de un navío tan pequeño
bastaría para convertirlo en polvo y era imposible intentar alcanzar sólo los motores. Si
el daño no fuese de importancia, huiría a mayor velocidad que la luz.
El barón alzó hacia mí un rostro que parecía una máscara inmóvil.
—Pase lo que pase, nadie debe saber el papel de mi dama en este asunto. ¿Me
habéis comprendido? Ha de tener el alma destrozada. Quizá un demonio se haya
apoderado de su mente. Está poseída.
Le miré con acrecentada piedad.
—Sois demasiado valiente para ocultaros detrás de tales tonterías —le dije.
—Entonces, ¿qué puedo hacer? —gruñó.
—Podéis combatir...
—Si Montbelle llega a Wersgorixan, sin esperanza...
—O aceptar sus condiciones.
—¿Y durante cuánto tiempo creéis que los rostros azules dejarían en paz a la
Tierra?
—Sir Owain debe tener alguna razón para creerles —adelanté con precaución.
—Es un loco, un imbécil. —Sir Roger golpeó con el puño en el brazo del sillón. Se
incorporó y la dureza de su voz fue para mí como una pobre muestra de esperanza—. O
un negro Judas que quiere convertirse en virrey después de la conquista. ¿No veis que
los wersgorix tendrán que invadir nuestro planeta por más motivos que por el
aumento de sus territorios? Nuestra propia raza ha demostrado ser mortalmente
peligrosa para ellos. De momento, en nuestro mundo, los hombres no tienen defensa.
Pero dadles algunos siglos para prepararse y podrían construir sus propios navíos del
espacio y conquistar el universo.
—Los wersgorix han sufrido mucho con esta guerra —intenté decir, débilmente—.
Les hará falta mucho tiempo para recuperar lo perdido, aunque nuestros aliados
renuncien a todos los mundos conquistados. Quizá encontrasen más cómodo dejar
en paz a la Tierra durante uno o dos siglos.
—¿Hasta que todos hayamos muerto y estemos seguros? —Sir Roger sacudió la
cabeza, agotado—. Esa es la mayor tentación. El mejor modo de comprarnos. Pero, si
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traicionamos a los niños que aún no han nacido, ¿no mereceríamos arder en el
infierno?
—Quizá es lo mejor que podemos hacer por nuestra raza —expresé—. Lo que no
está en nuestro poder se encuentra en manos de Dios.
—No, no, no. —Se retorció las manos—. No puedo. Mejor morir ahora como
hombres... Pero, Catalina...
Tras un pesado silencio, dije:
—Quizá no sea tarde para persuadir a Owain de que renuncie a su plan. Un
alma nunca se pierde irremisiblemente mientras queda un instante de vida. Podríais
apelar a su honor, mostrarle lo insensato que es contar con las promesas wersgor u
ofrecerle el perdón y un alto rango...
—¿Y lo ocurrido con mi esposa? —preguntó, tenso.
Pero, tras un instante, añadió:
—Podríamos intentarlo. Pero preferiría hacer estallar su diabólico cerebro. Pero,
quizá... una conversación... Intentaré mostrarme humilde, rebajarme... ¿Me
ayudaréis, hermano Parvus? No quiero maldecirle ni injuriarle. ¿Intentaréis dar fuerza a
mi alma? ¿Os atreveréis a darme valor?
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Capítulo XXI
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«...He dicho que sir Roger de Tourneville estableció el sistema feudal sobre los
mundos recién conquistados en los que sus aliados le habían entregado el gobierno.
Como consecuencia, de acuerdo con mi noble amo, dieron a entender que, si había
actuado así era porque no conocía otra solución y era lo mejor que podía hacer. Cosa
que refuto. Como he dicho antes, la caída de Wersgorixan no puede dejar de compararse
con la caída de Roma y, a problemas semejantes, soluciones semejantes. La ventaja de
sir Roger fue que tenía la respuesta a mano y, a sus espaldas, la experiencia de muchos
siglos terrestres.
»Es cierto que cada planeta representaba un caso especial, que requería un
tratamiento diferente. Sin embargo, la mayor parte de ellos tenían algunas cosas
importantes en común. Las poblaciones indígenas no pedían otra cosa que encontrarse
bajo el mando de sus libertadores ingleses. Dejando aparte toda gratitud, aquellas
pobres gentes ignorantes, cuya civilización había sido aniquilada mucho antes,
necesitaban ser guiadas en todo. Abrazando la Fe, demostraron que tenían alma. Lo
que obligó a nuestros clérigos ingleses a conferir ordenamientos entre los conversos. El
padre Simón descubrió textos en las Escrituras y entre los escritos de los Padres de la
Iglesia que apoyaban aquella necesidad práctica. Y, a decir verdad, aunque él mismo
nunca lo confirmó, nos parecía que el verdadero Dios nos había mandado a ello al
enviarnos tan lejos in partibus infidelium. Una vez admitido este hecho, el padre Simón
no sobrepasó los límites de su autoridad sembrando la semilla de nuestra propia Iglesia
Católica. Naturalmente, en su momento, procuramos hablar del Arzobispo de Nueva
Canterbury como de «nuestro» Papa, o del «Vice Papa», para mantener siempre en la
mente la idea de que no era más que un simple agente del verdadero Santo Padre, al
que no podíamos llegar. Lamento la negligencia de las nuevas generaciones en todas
estas cuestiones de titulación.
»Lo raro es que muchísimos wersgorix aceptaron muy pronto aquel orden
nuevo. Su gobierno central siempre había sido para ellos algo lejano, un cobrador de
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impuestos, un instrumento para hacer respetar leyes arbitrarias. Muchos caras azules
se dejaron seducir por nuestras brillantes ceremonias y por un gobierno de nobles
señores con quienes podían verse cara a cara. Lo que es más, sirviendo lealmente a
aquellos soberanos, podían esperar conseguir tierras, incluso títulos. Entre los wersgorix
arrepentidos y convertidos en buenos cristianos ingleses, me basta mencionar a
Huruga, nuestro antiguo enemigo, a quien todo el mundo de Yorkshire honra como a
su arzobispo William.
»En el comportamiento de sir Roger nada se puede tachar de falsario. Nunca
traicionó a sus aliados, como le acusaron algunos. Trató lealmente con ellos y salvo el
hecho de que disimuló —totalmente obligado— nuestro verdadero origen (una
mascarada que abandonó en cuanto fuimos lo suficientemente fuertes como para no
temer que se supiera el secreto), siempre se mostró franco y leal. No es culpa suya que
Dios ayude siempre a los ingleses.
»Los jairs, los ashenkoglhi y los pr?°tanos aceptaron de buen grado las
proposiciones de sir Roger. No tenían idea real de lo que era un imperio. Si les
dejábamos un planeta recién conquistado, no les importaba poner en manos de los
humanos la tarea, inmensamente fatigosa, de gobernar el gran número de planetas en
que existían poblaciones esclavas. A menudo, apartaban la vista hipócritamente de las
necesidades, a menudo sangrantes, de tal gobierno. Estoy seguro de que muchos
políticos aliados se regocijaron secretamente al pensar que cada nueva responsabilidad
disminuía y dispersaba las fuerzas de sus enigmáticos aliados; sir Roger, con cada nueva
conquista, creaba un duque y algunos nobles secundarios para dejarlos en el planeta,
con una pequeña guarnición que entrenara y educase a los indígenas. Levantamientos,
sangrientas guerras internas, contraataques wersgorix, redujeron aquellas exiguas
tropas. Pero como los jairs, los ashenkoglhi y los pr?°tanos tenían pocas tradiciones
militares, no comprendieron que aquellos crueles años acabarían por establecer lazos de
lealtad entre los campesinos indígenas y los aristócratas ingleses. Como sus razas
estaban también un poco agotadas, no pudieron prever el vigor y el ardor con que se
multiplicarían los humanos.
»Y, cuando al fin, todos aquellos hechos estuvieron claros como la luz del día, era
ya demasiado tarde. Nuestros aliados no eran más que tres naciones distintas con
modos e idiomas diferentes. A su alrededor se habían alzado cientos de razas unidas
por la cristiandad, el inglés y la Corona Inglesa. Si los humanos lo hubiéramos deseado,
no habríamos podido cambiarlo. A decir verdad, fuimos sorprendidos, lo mismo que
ellos.
«Para demostrar que sir Roger nunca tramó nada contra sus aliados, considerad
hasta qué punto le habría sido sencillo invadirles cuando gobernaba la más poderosa
nación que se viera entre las estrellas. Pero siempre se contuvo, por generosidad. No
fue culpa suya si las jóvenes generaciones, impresionadas por nuestros logros,
empezaron a imitar cada vez más nuestro modo de actuar...”
El capitán dejó el manuscrito y echó a andar hacia el panel de entrada
principal. Hablan abatido la rampa y un gigante humano de cabellos rojos avanzó
para saludarle. Vestido de un modo fantástico, con una flameante espada
ornamental, llevaba también un revólver de balas explosivas totalmente
impresionante. A sus espaldas se mantenía en guardia una escolta de honor formada
por fusileros vestidos con el verde traje de Lincoln. Por encima de sus cabezas
ondeaba una bandera con las armas de una rama menor de la gran familia de los
Hameward.
Las manos del capitán desaparecieron en una capa ducal y velluda. El sociotec
tradujo un inglés bastardo.
—¡Al fin! ¡Dios sea loado! Al fin han aprendido a construir naves del espacio
en la buena vieja Tierra. Sed bienvenido, señor.
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—Pero, ¿por qué nunca nos hemos encontrado antes... este... monseñor? —
balbuceó el capitán. Cuando lo tradujeron, el duque se encogió de hombros y
respondió:
—No, estuvimos buscando. Durante generaciones, todos los caballeros jóvenes
partían en busca de la Tierra, a menos que no eligiesen la búsqueda del santo Grial.
Pero ya sabéis cuántos malditos soles existen. Sobre todo, en el centro de la galaxia,
donde encontramos a otros pueblos navegadores del espacio. El comercio, la
exploración, la guerra... todo nos ha retenido aquí, lejos de esa espiral con tan pocas
estrellas. Os daréis cuenta, supongo, que habéis dado con una provincia apañada. El
rey y el papa viven muy lejos, en el Séptimo Cielo.. Finalmente, la búsqueda no valió
de nada. En los siglos pasados, la Tierra fue sólo una tradición. —Su enorme rostro
parecía brillar de alegría—. Pero ahora todo ha cambiado. ¡Nos habéis descubierto!
¡Formidable! ¡Maravilloso! Pero, decidme ahora mismo si se ha liberado la Tierra Santa y
vencido a los paganos.
—Bien —dijo el capitán Halevy, ciudadano leal del Imperio Israelí—, bien, sí.
—Lástima. Me habría gustado partir a una nueva cruzada. La vida se ha vuelto un
poco aburrida desde que conquistamos a los Dragones hace diez años. Sin embargo,
dicen que las expediciones reales a las nubes estelares de Sagitario han descubierto
algunos planetas muy prometedores. Venid al castillo. Os recibiré lo mejor que pueda y
os equiparé para el viaje hasta el rey. La navegación es delicada, pero os proporcionaré a
un astrólogo que conoce el camino.
—¿Qué acaba de decir? —preguntó el capitán cuando la baja voz terminó el
discurso.
El sociotec se lo explicó.
El capitán Halevy adquirió un color rojo ladrillo.
—¡Ningún astrólogo tocará nunca mi navío!
El sociotec suspiró. Tendría mucho trabajo en los años venideros.
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