Querido Amigo Un Caso de Identidad

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—Querido amigo —me dijo Sherlock Holmes, sentados ambos a uno y otro lado de la chimenea

de su apartamento de Baker Street—, la vida es infinitamente más extraña que cuanto pueda
inventar la mente humana. No nos atreveríamos a concebir ciertas cosas que en la realidad son
habituales en nuestra existencia. Si pudiéramos salir volando por la ventana cogidos de la mano,
sobrevolar esta gran ciudad, levantar con cuidado los tejados y fisgar las raras cosas que suceden,
las extrañas coincidencias, los proyectos, los malentendidos, las extraordinarias cadenas de
acontecimientos que actúan a lo largo de generaciones y desembocan en los resultados más outré,
ello haría que todas las historias de ficción, con sus convencionalismos y sus previsibles
conclusiones, nos parecieran rancias e inútiles.

—Pues yo no estoy convencido de que sea así —repliqué—. Los casos que aparecen en los
periódicos son, por lo general, bastante anodinos y vulgares. En los informes de nuestra policía
encontramos el realismo llevado a sus últimos límites, y hay que confesar, sin embargo, que el
resultado no es fascinante ni artístico.

—Para lograr un efecto realista hay que valerse de cierta discreción e ingenio —observó
Holmes—. Esto es lo que falla en los informes policiales, donde tal vez se pone más énfasis en los
largos sermones del magistrado que en los detalles que, para un buen observador, encierran lo
esencial y vital del caso. Tenga la seguridad de que no hay nada tan poco natural como lo vulgar y
común.

Sonreí y negué con la cabeza.

—Entiendo perfectamente que piense así —dije—. Desde luego, en su condición de asesor
extraoficial y apoyo de todo aquel que se encuentra absolutamente desconcertado, a lo largo y
ancho de tres continentes, entra usted en contacto con los casos más extraños e insólitos. Pero
veamos —y recogí del suelo el periódico de la mañana—. Vamos a hacer una prueba práctica. Este
es el primer titular que me salta a la vista: «Crueldad de un marido con su mujer». Hay media
columna de texto, pero, sin leerlo, sé que todo me va a resultar familiar. Tenemos, claro está, la
otra mujer, la bebida, los insultos, los golpes, las lesiones, la hermana o la casera compasiva. Ni el
menos imaginativo de los escritores podría inventar algo más obvio.

—Pues ha elegido usted un ejemplo sumamente desacertado para apoyar su teoría —dijo
Holmes, mientras cogía el periódico y le echaba una ojeada—. Se trata del caso de separación de
los Dundas, y me he dedicado a esclarecer algunos detalles relacionados con él. El marido era
abstemio, no había otra mujer, y el motivo de queja de la esposa era que él había adquirido la
costumbre de concluir todas las comidas quitándose la dentadura postiza y arrojándola contra
ella, lo cual reconocerá usted que no es la clase de actuación que se le puede ocurrir a un novelista
corriente. Tome una pizca de rapé, doctor, y admita que le he marcado un tanto.

Me alargó su cajita de rapé de oro viejo, con una gran amatista en el centro de la tapa. Su
magnificencia contrastaba de tal modo con la vida sencilla y las costumbres hogareñas de mi
amigo que no pude evitar un comentario.

—¡Ah! —me dijo—. Olvidaba que llevamos semanas sin vernos. Es un pequeño recuerdo del
rey de Bohemia, como pago de mi ayuda en el caso de Irene Adler.
—¿Y el anillo? —pregunté, contemplando un espléndido brillante que resplandecía en su
dedo.

—Pertenecía a la familia real de Holanda, pero el asunto en que le presté mis servicios es tan
delicado que no puedo confiárselo ni siquiera a usted, que ha tenido la gentileza de reseñar un par
de mis problemillas.

—¿Y tiene ahora algún caso entre manos? —pregunté con curiosidad.

—Diez o doce, pero ninguno que presente aspectos interesantes. Son importantes, sabe, pero
no tienen interés. En realidad, he descubierto que suele ser en cuestiones poco importantes
donde hay mayor campo para la observación y para el rápido análisis de causa y efecto que
constituyen el atractivo de una investigación. Los delitos más importantes tienden a ser los más
simples, pues cuanto más notorio es el crimen más evidente es, por regla general, su motivo. En
los presentes casos, salvo en un asunto bastante intrincado que me han encargado desde
Marsella, no hay el menor rastro de interés. No obstante, es posible que disponga de algo mejor
antes de que transcurran unos minutos, pues, o mucho me equivoco, o aquí tenemos a uno de mis
clientes.

Se había levantado de su silla y estaba de pie ante el hueco que quedaba entre las dos
cortinas, observando la grisácea y monótona calle londinense. Atisbé por encima de su hombro y
vi en la acera de enfrente a una mujer corpulenta, con una gruesa estola de piel alrededor del
cuello y una gran pluma roja prendida a un sombrero de ala ancha, que llevaba coquetonamente
inclinado sobre la oreja, a la manera de la duquesa de Devonshire. Bajo esa gran panoplia, la mujer
miraba, nerviosa y dubitativa, hacia nuestra ventana, mientras su cuerpo oscilaba hacia delante y
hacia atrás y sus dedos jugueteaban con los botones de sus guantes. De repente, en un súbito
impulso, como el nadador que se lanza al agua, cruzó presurosa la calle y oímos un enérgico
campanillazo.

—He visto en otras ocasiones estos síntomas —dijo Holmes, arrojando su cigarrillo al fuego—.
Las oscilaciones en la acera delatan siempre un affaire de coeur. Le gustaría recibir un consejo,
pero teme que el asunto sea demasiado delicado para confiárselo a nadie. Y, no obstante, también
aquí hay que establecer distinciones. Cuando una mujer ha sido agraviada por un hombre, ya no
oscila, y el síntoma habitual es un cordón de campanilla roto. En esta ocasión, podemos dar por
seguro que se trata de un asunto amoroso, mas la muchacha no está tan indignada como perpleja
y dolida. Pero aquí llega en persona para resolver nuestras dudas.

Mientras hablaba, sonó un golpe en la puerta y entró el botones para anunciar a la señorita
Mary Sutherland, cuya figura se cernía sobre la pequeña figura negra del muchacho como un gran
velero mercante tras un bote piloto. Sherlock Holmes la recibió con la espontánea cortesía que le
caracterizaba y, tras cerrar la puerta e invitarla a acomodarse en un sillón, la examinó del modo
minucioso y a la vez abstraído que le era peculiar.

—¿No le parece —dijo— que, dada su miopía, es un poco molesto escribir tanto a máquina?

—Al principio, sí —respondió ella—, pero ahora ya sé dónde están las letras sin necesidad de
mirar el teclado.
Entonces, advirtiendo de pronto el alcance de las palabras de Holmes, se sobresaltó
visiblemente y le miró con el temor y el asombro reflejados en su rostro ancho y afable.

—¡A usted le han hablado de mí, señor Holmes! —exclamó—. Si no, ¿cómo podría saber todo
esto?

—No tiene importancia —dijo Holmes, riendo—. Mi oficio consiste en saber cosas. Tal vez me
haya ejercitado en ver aquello que a otras personas les pasa inadvertido. De no ser así, ¿por qué
habría acudido usted a consultarme?

—He acudido a usted, caballero, porque me habló de usted la señora Etherege, a cuyo marido
encontró con tanta facilidad, cuando la policía y todo el mundo le daba ya por muerto. ¡Ojalá,
señor Holmes, pueda hacer lo mismo por mí! No soy rica, pero dispongo de una renta de cien
libras anuales, más lo poco que me saco con la máquina de escribir, y lo daría todo por saber qué
ha sido del señor Hosmer Angel.

—¿Por qué ha venido a consultarme con tantas prisas? —preguntó Sherlock Holmes, juntando
las puntas de los dedos y fijando los ojos en el techo.

De nuevo apareció una expresión de sobresalto en el rostro algo vacuo de la señorita Mary
Sutherland.

—Sí, salí escopeteada de casa —dijo—, porque me indignó ver la tranquilidad con que lo
tomaba todo el señor Windibank, o sea mi padre. Él no quería acudir a la policía, no quería acudir
a usted, y finalmente, en vista de que no quería hacer nada y seguía diciendo que no había
ocurrido nada malo, me he enfurecido y, tal como estaba, he venido directamente a verle.

—¿Su padre? —inquirió Holmes—. ¿Querrá decir su padrastro, ya que el apellido es diferente?

—Sí, mi padrastro. Le llamo padre. Aunque suena un poco raro, porque solo tiene cinco años y
dos meses más que yo.

—Y su madre, ¿vive?

—Oh, sí, mamá vive y está bien. No me gustó demasiado, señor Holmes, que volviera a casarse
tan pronto, después de morir mi padre, y con un hombre casi quince años más joven que ella. Mi
padre era fontanero en Tottenham Court Road, y dejó un negocio rentable, que mi madre siguió
llevando junto con el señor Hardy, el encargado, pero cuando apareció el señor Windibank le hizo
vender el negocio, porque el suyo, tratante de vinos, era muy superior. Sacaron cuatro mil
setecientas libras por la empresa y la clientela, que era mucho menos de lo que habría sacado mi
padre de estar vivo.

Yo hubiera esperado que Sherlock Holmes se impacientara ante aquel relato disperso e
incoherente, pero, muy al contrario, lo escuchaba con gran atención.

—Su pequeña renta —preguntó—, ¿procede de este negocio?

—Oh, no, señor. No tiene nada que ver y es un legado de mi tío Ned de Auckland. Está en
valores neozelandeses, dan el cuatro y medio por ciento. Eran dos mil quinientas libras, pero solo
puedo cobrar los intereses.
—Muy interesante —dijo Holmes—. Dado que dispone usted de una cantidad tan elevada
como cien libras al año, junto con lo que gana escribiendo a máquina, sin duda viajará un poquito
y se permitirá muchos caprichos. Creo que una señorita soltera puede arreglárselas muy bien con
unos ingresos de sesenta libras.

—Yo podría arreglármelas con muchísimo menos, señor Holmes, pero usted comprenderá que
mientras viva en casa no me gusta ser una carga para ellos, así que ellos manejan el dinero
mientras yo esté allí. Desde luego, es solo por el momento. El señor Windibank cobra mis intereses
cada cuatro meses y se los paga a mi madre, y yo me las compongo bien con lo que gano
escribiendo a máquina. Son dos peniques por hoja, y a menudo puedo hacer quince o veinte hojas
en un día.

—Me ha dejado muy claro cuál es su situación —dijo Holmes—. Le presento a mi amigo, el
doctor Watson, ante el cual puede hablar con tanta libertad como ante mí. Ahora explíquenos, por
favor, todo lo relativo a su relación con el señor Hosmer Angel.

El rubor cubrió el rostro de la señorita Sutherland, y tironeó nerviosa del borde de su


chaqueta.

—Le conocí en el baile de los empleados del gas —dijo—. Le enviaban invitaciones a papá
cuando vivía, y después se seguían acordando de nosotros y se las mandaban a mi madre. El señor
Windibank no quería que fuéramos. Nunca quería que fuéramos a ninguna parte. Se ponía como
loco si yo quería ir a una merienda de la escuela dominical. Pero esta vez yo estaba decidida a ir, e
iba a ir porque ¿qué derecho tenía él a impedírmelo? Dijo que la gente no era adecuada para
nosotras, cuando iban a estar allí todos los amigos de mi padre. Y dijo que yo no tenía nada
adecuado para ponerme, cuando tenía mi vestido de felpa púrpura, que casi no había sacado del
armario. Al final, cuando no se podía hacer nada más, se marchó a Francia para asuntos del
negocio, pero mi madre y yo fuimos con el señor Hardy, que había sido nuestro encargado, y fue
allí donde conocí al señor Hosmer Angel.

—Supongo —dijo Holmes— que cuando el señor Windibank regresó de Francia le enojó
mucho que hubieran asistido al baile.

—Bueno, pues lo tomó de lo más bien. Recuerdo que se echó a reír, y se encogió de hombros,
y dijo que no servía de nada negarle algo a una mujer, porque ella siempre se sale con la suya.

—Ya veo. Y he entendido que en el baile de los empleados de gas usted conoció a un caballero
llamado Hosmer Angel.

—Sí, señor. Le conocí aquella noche, y vino al día siguiente para preguntar si habíamos llegado
bien a casa, y después le vimos… Es decir, le vi yo dos veces para pasear, pero después mi padre
regresó de otro viaje, y el señor Hosmer Angel ya no volvió a casa nunca más.

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