ENSAYO SOBRE EL SUFRIMIENTO ANIMAL Unilibre
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-Ensayo-
XVIII, WILLIAM HOGARTH, nos revela (con no poca crudeza) la capacidad del
hombre para infligir los tratos más crueles y reprochables a la especie animal. Es
así como en su First Stage of Cruelty (primera etapa de crueldad, de cuatro en
total) se observa a un grupo desenfrenado de mozalbetes arremetiendo contra un
perro al que le introducen, por el ano, una punta de flecha. En la misma estampa
aparece otro gamberro que logra quemarle el ojo a un pájaro, mientras se deleita
con su compañero de fechorías. En una escena próxima, un grupo de chicos
celebran la tortura impuesta a dos desafortunados gatos que han sido colgados de
sus respectivas colas. En tanto que, desde una buhardilla, un sujeto arroja al
vacío un felino doméstico, no menos desafortunado que los anteriores, que se
precipita con un par de alas artificiales que le han sido atadas, previamente, a sus
costados. La abrumadora visión estética de HOGARTH, con todo el peso del
reproche moral que se desprende de la misma, se equipara a la de un fedante de
su tiempo que da cuenta, plumilla en mano, del comportamiento cruel y
despiadado del hombre contra especies que no corresponden a su propia
naturaleza. Para HOGARTH, en efecto, los animales se muestran en sus grabados
cual seres indefensos, desvalidos, a merced de la violencia humana que les
produce dolor y sufrimiento. Podría inferirse de su obra, de manera especial en
First Stage of Cruelty, como en Second Stage of Cruelty, una probable explicación
de dicho comportamiento invocando una suerte de antropocentrismo, consistente
en el auto-otorgamiento de una supremacía absoluta del hombre sobre las demás
criaturas, producto de ubicar su lugar en el universo desde la perspectiva de un
centro dominante, clasista, al que se pliega sin mayor objeción la periferia. Los
animales, en orden jerárquico, ocuparían algún grado distante de aquella periferia.
Empero, si consideramos el sufrimiento animal como de valor inferior al
experimentado por el hombre, la sola idea antropocéntrica requiere una mayor
argumentación, tanto del orden moral como jurídico, con objeto de explicar por qué
razón al sufrimiento humano se le adjudican conceptos como la dignidad, la
consideración, el respeto y la compasión frente a otras especies proclives a recibir
el dolor y la muerte sin mayores cuestionamientos. ¿Acaso, solo es estimable la
vida en la medida en que ésta pueda generar un tipo de conciencia de su estar en
el mundo? Si esto fuese así, solo el hombre tendría oportunidad de ejercerla.
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1
JENNY UGLOW. Hogarth: a life and a world. Farrar, Straus and Giroux Inc, editors. New York,
2002, pp. 800.
1
La conciencia subjetiva del estar inserto en el mundo, esgrimida por el hombre
desde el racionalismo cartesiano, no justifica en modo alguno la agresión contra
otras criaturas al considerarlas inferiores por estar desprovistas de dicha
conciencia. El status de racionalidad, cantado en coro por la modernidad, lejos de
permitirnos la comprensión de otras especies como cohabitantes del planeta, nos
ha conducido a una estrecha percepción, de corte especieísta 2, de nuestras
relaciones con otras formas de vida, en concreto con los animales a quienes
hemos asumido dentro del rol de simples medios materiales al servicio de
nuestros intereses. No ha sido difícil dar el salto del antropocentrismo al
especieísmo (a fin de cuentas otra forma de centrismo antropológico), cuando
consideramos que el universo moral es un mundo exclusivamente humano y que,
por la tanto, la prioridad del hombre consiste en otorgarle un trato preferente a los
de su misma especie. El 3 de noviembre de 1957, a bordo de la nave soviética
Sputnik 2, fue enviado a orbitar alrededor de la Tierra un canino hembra llamado
Laika. Su nombre sería recordado para siempre en la historia de la astronáutica y
del hombre por conquistar el espacio exterior. Con apenas 6 kg. de peso, Laika
fue el primer ser vivo en remontar los cielos superiores, salir de la Tierra y girar
alrededor de ella. No obstante, detrás de la historia heroica, se nos plantea el
siguiente interrogante moral: ¿Por qué exponer la vida de un animal y no la de un
ser humano? Laika murió incinerada al ingresar la nave espacial, envuelta en
llamas, en la atmósfera terrestre. La especie humana, en un acto de gratitud muy
humano, le erigió un portentoso monumento en su honor por los servicios
prestados al progreso de la humanidad. La comunidad canina, por su parte,
continúa ladrándole a la luna sin sospechar, siquiera, que uno de sus miembros
escribió historia para otra especie. Exponemos la vida del animal porque este
especieísmo, tan fuerte y tan arraigado en nosotros, nos ha convencido, a través
de los tiempos, de que somos un fin en sí mismos, y no un medio, al adquirir
conciencia de nuestro estar en el mundo y de cada acto que realizamos. En
apoyo a esta premisa han acudido las más variadas posturas y corrientes del
pensamiento, desde el aristotelismo clásico, pasando por la escolástica
agustiniana y tomista, hasta desembocar efusivamente en el humanismo
cartesiano y luego en la Ilustración kantiana. Como fin en sí mismo, reclamamos
el triunfo de Laika como nuestro, en la medida en que pudo ser reemplazada ésta
como medio para lograr dicho triunfo. Y así, somos conscientes del logro
alcanzado, y esto supone, temerariamente, unas prerrogativas muy por encima del
bienestar y de la vida del animal sacrificado.
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2
Término introducido por RICHARD RYDER, en su libro Animal Revolution, en los años setenta.
2
Si en los grabados de HOGARTH, la visión perturbadora de unos chicos infligiendo
actos crueles a los animales, se invirtiera transformando a los primeros en
víctimas de los últimos, sobrevendría todo un problema jurídico y moral. De una
parte, si consideramos que el Derecho es una construcción propia del hombre,
producto de su cultura y no de la naturaleza, entonces solo podríamos hablar de
normas, derechos y deberes, en relación con el hombre como agente capaz de ser
titular de pretensiones legales. De otra parte, el sufrimiento humano nos podría
conducir a estimar la posibilidad de matar al animal, para asegurar nuestra
sobrevivencia, no sin antes zanjar el dilema moral de si sería legítimo dar muerte a
una criatura que no comprende sus actos o que precisamente, comprendiéndolos,
los lleva a cabo por libre determinación. La zoología, y en especial interés la
etología, nos han enseñado que los animales matan por motivos relacionados con
la satisfacción de sus necesidades primarias, como son la consecución de
alimentos y la defensa de su territorio vital; también suelen hacerlo por temor o en
defensa de su propia integridad física y de sus crías. Tanto en First Stage of
Cruelty, como en Second Stage of Cruelty, los chicos agreden a los animales, de
manera voluntaria y autónoma, por motivos totalmente ajenos al hambre, a la
territorialidad, al temor o a la defensa propia de sus vidas.
La crueldad, y con ella la capacidad humana para ejercerla contra los animales, no
obedece al terreno agreste de los instintos, sino más bien, por paradójico que
figure, a la racionalidad del hombre para entender y ser consciente de aquello que
realiza o pretende realizar. En este punto de discusión, únicamente los
enajenados y los incapaces (debido a alguna discapacidad del orden cognitivo)
pueden ser eximidos de tener consciencia, y con ella responsabilidad, de sus
actos, por más crueles y deplorables que éstos sean. Luego, resulta necesario
que entendamos que si el hombre impone tratos crueles y despiadados a los
animales es porque puede hacerlo en razón de una superioridad numérica,
tecnológica (posee instrumentos y armas) y técnica (ha desarrollado métodos y
modos para someterlos). Ya veríamos los apuros de un cazador frente a una
hipotética liebre gigante y asidua lectora de Popular Mechanics Magazine, que
fabricara y lanzara dardos o que dispusiera de trampas mortales. En tanto, los
desdichados animales que adornan los grabados de HOGARTH, sucumben,
indefensos, ante la crueldad de sus captores que son muchos, que poseen
cuerdas e instrumentos letales, pero que por sobre todo, son autónomos y
conscientes de lo que hacen y para qué lo hacen (así corresponda a la sombría
satisfacción de un sentimiento morboso o de una inclinación perversa). El hombre
autónomo se encuentra en capacidad de escoger la senda que afirma la vida o
3
aquella otra que la niega, sin importar
a qué especie corresponda. Resulta evidente que el torturar y mutilar animales
se traduce también en una forma de negarla y, en tal sentido, de despreciarla y
suprimirla.
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3
I. KANT. Lecciones de ética. Editorial Crítica, Barcelona, 2002, pp. 312.
4
B. SPINOZA. Ética. UNAM, México D.F., 1983, parte IV, Prop. LXVII.
4
posibles causas, motivos, y hasta justificaciones, que deseemos para pretender
explicar esas muertes. El resultado continuará siendo igual: la indiferencia ante
la vida, la supresión de ésta. Para la ética kantiana el buen trato hacia los
animales, por parte del hombre, se impone como un deber moral de éste y no
como un conjunto de derechos inherentes a los animales, los cuales no siendo
agentes morales, tampoco son titulares de derechos y deberes. Su sufrimiento ha
de ser evitado por el hombre como expresión de un compromiso ético que se
extiende, más allá de sus congéneres, cobijando también a los seres vivos no
humanos, y en beneficio de nuestra sensibilidad ética para reconocer y avalar la
vida. El deber moral del hombre consiste en otorgar un trato benévolo a los
animales, en función del carácter racional que nos identifica como fin en sí mismo,
con capacidad para decidir libremente.
El hombre que mata una vaca para alimentarse, no dista mucho del león
hambriento que rompe la yugular de un antílope para saciarse. Pero cuando el
hombre mata por placer, con el único propósito sádico de gozar el sufrimiento del
animal, se convierte en algo de mayor brutalidad que la impresión dejada por el
león: en una criatura que conociendo, de antemano, lo que no necesita hacer, sin
embargo, lo hace para acrecentar su falta de amor por lo vivo.
5
A esa falta de amor, a ese rechazo, por todo lo que rezuma vida, la llamó
“necrofilia” el doctor ERICH FROMM en su bellísima obra El corazón del hombre 5,
en contraposición al concepto de “biofilia”, que se identifica con el amor por lo vivo.
Con base en la elección que podemos efectuar de la vida o de la muerte, como
seres con capacidad de discernimiento y libre albedrío, el sufrimiento animal
causado por el hombre no constituiría un acto ineludible de éste, sino más bien un
acto subjetivo de elección moral. Los gamberros que maltratan a los animales en
los grabados de HOGARTH, no lo hacen en contra de su libertad para elegir, como
si fuese un comportamiento impuesto por un poder moral exógeno, sino que
deciden ejecutar dichos actos por sí mismos, porque les place imponer la tortura y
la crueldad a los animales sometidos a su cautiverio. Producir su sufrimiento,
considerarlo de inferior valor al humano, no poder justificarlo más que por una
burda superioridad antropológica de las oscuras fuerzas destructivas del hombre,
se constituye no en un desconocimiento de posibles derechos de los animales,
sino en un flagrante incumplimiento del deber moral de otorgarles buen trato, en
razón de la sensibilidad ética extensible a otras especies no humanas. Según
PLATÓN: “La diferencia entre el malvado y el justo es que el primero lleva a cabo
las fechorías que el otro sueña y descarta” 6. Por consiguiente, cuando el hombre
tortura, mutila, inflige sufrimientos y mata, complaciéndose en ello, se aleja del
amor por lo vivo y por todo aquello que lo exprese; y se torna malo, se endurece
su corazón y materializa (de forma repetitiva) sus ideas de crueldad y destrucción
de la vida. De hecho, todo acto necrófilo (de desprecio por la vida), obedece a
una falta de coherencia del hombre con respecto a la razón, de sus impulsos en
relación con la consciencia de sí mismo; de su incapacidad individual para
comprender que, como solía enunciarlo certeramente el escritor británico GRAHAM
GREENE, ser humano es también un deber, y que hasta que no cumplamos con
este deber, no lo seremos. Los animales, como otras especies sobre el planeta,
requieren que cada vez más aprendamos a ser humanos, más cumplidores de
dicho deber, con mayor lucidez, para que su integridad física y su oportunidad de
vivir no se extingan con el primer arrebato de sadismo de parte nuestra. La locura,
interpretada como suicidio de la razón y símbolo de un mundo interior
desconectado de la realidad, puede ser encubierta tras el velo de prácticas
socialmente reconocidas, como la tauromaquia o las peleas de gallos, pero no por
eso dejará de manifestar su verdadera esencia: el hastío del hombre por la vida,
su cautiverio en un campo de exterminio espiritual.
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5
ERICH FROMM. El corazón del hombre. Editorial F.C.E., México D.F., 1992, pp. 179.
6
Citado por FERNANDO SAVATER, en El valor de educar. Barcelona, editorial Ariel, 2008, pp. 81.
6
Los animales se encuentran sujetos a las posturas éticas que sobre ellos
asumamos los humanos cada tanto tiempo, de manera especial acerca del trato
que se les debiera conceder, así como la valoración que hagamos de su
sufrimiento. ¿Por qué se valora más el sufrimiento humano que el animal? Con el
advenimiento del pensamiento ecologista, luego de la Segunda Guerra Mundial, y
la articulación de movimientos a favor de las especies no humanas, al hombre ya
no le bastó la posición kantiana que, con méritos innegables, había conseguido
superar la visión aristotélica, reasumida por San Agustín y Santo Tomás de
Aquino, dentro de un cristianismo forjado en el derecho natural y que definió a los
animales como simples seres creados para provecho del hombre, con ausencia de
toda consideración moral. Bajo el estado actual de ideas pro-ambientalistas,
cuando le adjudicamos al animal intereses propios como la vida, la alimentación,
la reproducción, el espacio vital o el buen trato, estamos aceptando (en contravía
de la ética kantiana) que los animales son sujetos de derechos, también titulares
de prerrogativas equiparables a las del hombre, en una clara antropologización de
la vida de éstos. Por cuenta de esta concepción, que ha terminado por
trasladarse al mundo de lo jurídico, en 1978 la UNESCO proclamó la famosa
Declaración de los derechos de los animales en la que se establecieron como
derechos fundamentales, entre otros: el reconocimiento de su existencia, en
términos igualitarios; el respeto de su ambiente y ritmo de vida naturales, para los
animales silvestres; el alimento y reposo apropiados, para aquellos de faenas; la
muerte solo necesaria y el trato benévolo; la no explotación con fines de
esparcimiento humano; la dignificación de su vida.
7
El 10 de agosto de 1785, el almirante Jean Francois de Galaup, conde de La
Pérouse 7, había zarpado del puerto francés de Brest para cruzar el océano
Atlántico hacia el gran Mar del Sur, como se Ilamaba entonces al océano Pacífico.
Se trataba de un viaje con fines científicos, geográficos y nacionalistas, alentado
por las ideas humanistas del movimiento Enciclopedista, en plenitud de la época
de la Ilustración. Los nativos de la Bahía de Lituya, en la áspera región de
Alaska, los Tlingit, registraron en su tradición oral la impresión de aquel encuentro
entre culturas extrañas, provenientes de dos mundos diferentes: el pacifismo que
caracterizaba a los expedicionarios franceses. En efecto, la orden que había
recibido La Pérouse había sido bastante contundente: no lastimar a ningún
miembro de las especies que hallasen en su largo camino, además de no
intervenir en su natural modo de vida. El código ético que observaba la
expedición, muy similar al que se le impone en nuestros días a los astronautas, es
un memorable ejemplo de la manera en que el hombre está en capacidad de
pensar y de elegir moralmente, en plena libertad y autonomía de sus fuerzas, el
trato que puede otorgarle a otras criaturas no humanas. Y si el hombre decide
causar sufrimientos y daños a los animales, no es solo porque pueda hacerlo
físicamente, sino porque además, al margen de su elección, cuenta con una
actitud invertida a la señalada por SPINOZA: piensa y se regocija más en la muerte
que en la vida, y convierte su crueldad en un himno de alabanza a la destrucción,
a su apabullante necrofilia. El sufrimiento del animal, bajo esta actitud de
desprecio por la vida no humana, necesita minimizarse, rebajarse hasta lo
indecible, para lograr liberar al hombre despiadado de toda imputación moral, de
todo sentimiento de culpabilidad, que le permita, a su vez, salir indemne de su
obrar. En suma, cuanto más observemos los derechos “de” o “para” los animales,
cuanto más respetemos el valor de la vida, en general; y cuanto más
reconozcamos el deber moral de asumir una conducta de buen trato a los
animales, estaremos en camino de mejorar notablemente nuestras propias
relaciones como especie. Quizás hoy como ayer, el código ético de la altruista
expedición de La Pérouse sea tan necesario como definitivo para dignificar el
papel del hombre en el mundo y asegurar, con él, la prolongación de la vida en
sus más diversas manifestaciones. El gran almirante jamás regresó a puerto,
desapareció en el océano, pero su legado ético aún persiste y nos conmueve cada
vez que dirigimos la mirada hacia nuestras montañas, selvas y bosques; hacia
nuestros lagos, ríos y mares; hacia nuestros desiertos, valles y ciudades; porque
siempre habrá allí una criatura humana y no humana merecedora de la vida.
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7
CARL SAGAN. Cosmos. Barcelona, editorial Planeta, 1980, pp. 302 y ss.
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