La Historia de Nadie
La Historia de Nadie
La Historia de Nadie
Nada podía progresar, dado su corriente impetuosa e insondable. Ningún ser viviente,
ni flores, ni hojas, ni la menor partícula de cosa animada o sin vida volvía jamás del
océano desconocido. La corriente del río oponía enérgica resistencia, y el curso de un
río jamás se detiene, aun cuando la tierra cese en sus revoluciones alrededor del sol.
La familia Bigwig (compuesta por los personajes más importantes de los alrededores,
y los más turbulentos también) tomó a su cargo la misión de evitar que pensara por sí
mismo, manejándolo y dirigiendo sus asuntos. "Porque, verdaderamente -decía él-,
carezco del tiempo suficiente, y si son tan buenos al cuidarme, a cambio del dinero
que les pagaré -pues la situación monetaria de dicha familia no estaba por encima de
la suya-, estaré aliviado y muy agradecido al considerar que ustedes entienden más
que yo." Aquí continuaban los golpes y tumultos, y las extrañas imágenes de caballos
ante las cuales se esperaba debía arrodillarse y adorar.
-No comprendo nada de eso -dijo, frotándose confuso la frente arrugada-. Debe tener
un significado seguramente, que yo no alcanzo a descubrirlo.
-Eso significa -contestó la familia, sospechando lo que quería decir- honor y gloria en
lo más alto, para el mayor mérito.
Pero cuando miró hacia las imágenes de hierro, mármol y bronce, no encontró ningún
compatriota suyo de valor. No pudo descubrir ni uno de los hombres cuyo saber lo
rescató a él y a sus hijos de una enfermedad terrible, cuyo arrojo elevó a sus
antepasados de la condición de siervos, cuya sabia imaginación abrió una existencia
nueva y elevada a los más humildes, cuya habilidad llenó de infinitas maravillas el
mundo del hombre trabajador. En cambio descubrió a otros acerca de los cuales no
había escuchado jamás nada bueno, y otros más, aún, sobre quienes sabía que
pesaban muchas maldades.
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-¡Jum! -se dijo para sí-. No lo entiendo del todo.
De modo que se fue a su casa y se sentó junto a la lumbre, para no pensar más en
ello.
Pero la familia Bigwig estalló en violentas discusiones acerca de lo que era legítimo
enseñar a los hijos de ese hombre. Algunos miembros insistían en que determinados
asuntos eran primordiales e indispensables, y la familia se separó en distintas
facciones, escribió panfletos, convocó a sesiones, pronunció discursos, se acorralaron
unos a otros en tribunales laicos y cortes eclesiásticas, se arrojaron barro, cruzaron las
espaldas y cayeron en abierta pugna e incomprensible rencor. Mientras tanto, este
hombre contempló al demonio de la ignorancia irguiéndose y arrastrando consigo a
sus hijos. Vio a su hija convertida en una prostituta andrajosa, a su hijo embrutecerse
en los senderos de baja sensualidad, hasta llegar a la brutalidad y al crimen; la
naciente luz de la inteligencia en los ojos de sus hijos pequeños cambiaba hasta
convertirse en astucia y sospechas, a tal punto que los hubiera preferido imbéciles.
-Tampoco soy capaz de entenderlo -dijo entonces-; pero creo que no puede
justificarse. ¡No! ¡Por el cielo nublado que me ampara, protesto y me reconozco
culpable!
Cuando varias voces pudieron escucharse, se le propuso enseñar las maravillas del
mundo, las grandezas de la creación, los notables cambios del tiempo, la obra de la
naturaleza y las bellezas del arte en cualquier período de su vida y cuanto pudiera
contemplarlas. Esto originó entre los miembros de la familia Bigwig tanto desorden y
desvarío, tantos tribunales y peticiones, tantos reclamos y memoriales, tantas mutuas
ofensas, una ráfaga tan intensa de debates parlamentarios donde el "no me atrevo"
seguía al "lo haría si pudiera", que dejaron al pobre hombre estupefacto, mirando
extraviado a su alrededor.
-Yo he provocado esto -se dijo, y se tapó aterrorizado los oídos-. Sólo intento hacer
una pregunta inocente, surgida de mi experiencia familiar y del saber común de todo
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hombre que desea abrir los ojos. No lo entiendo y no soy comprendido. ¿Qué surgiría
de semejante estado de cosas?
Inclinado sobre su trabajo, se repetía con frecuencia esta pregunta cuando comenzó a
extenderse la noticia de una peste que había aparecido entre los trabajadores,
provocando muertes a millares. Al mirar a su alrededor, pronto descubrió que la noticia
era cierta. Los moribundos y los muertos se mezclaban en las casas estrechas y
sucias en que vivieron. Nuevos venenos se filtraban en la atmósfera siempre triste,
siempre nauseabunda. Los fuertes y los débiles, la ancianidad y la infancia, el padre y
la madre, todos eran derribados a la par.
¿Qué medios de escape poseía? Quedose allí y vio morir a aquellos a quienes más
amaba. Un benévolo predicador vino hacia él, tratando de decir algunas plegarias con
las cuales calmar su corazón entristecido, pero él replicó:
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Pero el amo respondió:
-Señor -replicó-. No soy nadie y tengo escasas posibilidades de ser escuchado, o tal
vez no desee ser oído, excepto cuando existe alguna queja. Pero ella nunca tiene
origen en mí, y nunca puede terminar conmigo. Tan seguro como la muerte que
desciende hasta mí para hundirme.
Había tanta razón en lo que decía, que la familia Bigwig llegó a notificarse y,
terriblemente asustada por la reciente catástrofe, resolvió unirse a él para hacer las
cosas con más justicia, en todo caso, hasta donde esas mismas cosas estuvieran
asociadas con la inmediata prevención, humanamente hablando, de una nueva peste.
Pero en cuanto desapareció el temor, cosa que sucedió muy pronto, se reanudaron las
mutuas querellas y no se hizo nada. En consecuencia, la desdicha volvió a reaparecer,
rugió como antes, se extendió como antes, vengativamente hacia arriba, arrastrando
un gran número de descontentos. Pero ni un solo hombre entre ellos quiso admitir, aun
en el más ínfimo grado, ser uno de los culpables.
¿No tiene nombre?, preguntarán. Tal vez se llama Legión. Importa poco cuál sea su
nombre verdadero.
Si han estado en los pueblos belgas, cerca del campo de Waterloo, habrán visto en
alguna iglesia pequeña y silenciosa el monumento erigido por fieles compañeros de
armas a la memoria del coronel A., del mayor B., de los capitanes C, D y E, de los
subtenientes F y G, alféreces H, 1 y J, de siete oficiales y ciento treinta soldados que
cayeron en el cumplimiento de su deber en un día memorable. La Historia de Nadie es
la historia de los soldados anónimos de la tierra. Ellos tomaron parte en la batalla, les
corresponde parte de la victoria; cayeron y no dejaron su nombre más que en
conjunto. La marcha del más orgulloso de nosotros se encauza en el sendero
polvoriento que ellos atravesaron. ¡Oh! Pensemos en ellos este año, ante el fuego de
Navidad, y no los olvidemos después que este se haya extinguido.
FIN
Nobody'sStory
Fuente:http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/dickens/la_historia_de_nadie.htm