Sinclair Upton - Petroleo
Sinclair Upton - Petroleo
Sinclair Upton - Petroleo
su idealista hijo Bun vehiculan el mejor retrato literario de la California del siglo
XX jamás escrito. Sin ocultar en exceso sus referentes reales y tomando como punto
de partida Beach City (Long Beach), los personajes de Sinclair introducen al lector
en un turbulento mundo poblado por combativos líderes sindicales y empresarios
sin escrúpulos, banqueros ávidos de poder y falsos mesías, políticos corruptos y
actrices dispuestas a vender su alma… Un estremecedor reflejo de los escándalos
económicos y políticos protagonizados por la llamada «banda de Ohio» durante la
presidencia de Warren G. Harding (1921-1923); una novela que nos golpea
directamente en el estómago.
Upton Sinclair
Petróleo
Las cartas ya están barajadas y está a punto de empezar una nueva partida.
Difiere esta partida de la anterior, a pesar de que se trata de la misma baraja y
hasta del mismo juego, a pesar de que se juega con el mismo espíritu. Una nube de
tabaco envuelve a los jugadores, que permanecen graves y silenciosos.
Algo parecido ocurre con esta novela, que reproduce la civilización del sur
de California observada por el autor en once años de residencia en aquel país.
El frío viento mañanero silbaba por los costados como un torbellino de fases
variables que rugían y se completaban incansablemente. Parapetándose tras el
parabrisas, se desviaban las corrientes y se resguardaba la cabeza. A veces, apetecía
tender la mano hacia arriba para sentir el frío choque del aire, o bien asomar la
cabeza a un lado buscando el azote del viento que encrespa los cabellos.
La mayor parte del tiempo, sin embargo, lo correcto era permanecer en una
postura digna, tal como hacía papá. Las actitudes de papá constituían la ética de la
conducción.
La única diferencia entre ellos, aparte de la edad, era que papá llevaba un
grueso cigarro negro en la comisura de la boca, reminiscencia de los duros tiempos
pasados, cuando guiaba una yunta y mascaba tabaco.
Ochenta kilómetros por hora ya era bastante. Papá se tenía por hombre
metódico.
Sobre una cima lejana se dibujaba otro coche, pequeño punto negro que se
perdía de vista en ciertos intervalos y aumentaba de volumen al reaparecer.
Momentos después, rápido y con fuerza como un proyectil disparado por un
cañón, se acercaba la endiablada máquina. Era el momento de poner a prueba el
nervio de un conductor.
Las reglas del buen conductor le prohíben salir de la carretera sin grave
necesidad, y el pequeño viraje a la derecha no evita que la distancia entre los
coches, al cruzarse, deje de ser comprometida. Tales trances parecen peligrosos
cuando se explican, pero la mecánica celeste se rige por leyes semejantes, y aunque
los astros pueden chocar, entre choque y choque hay un largo intervalo suficiente,
en el sistema planetario, para la formación de nuevos cuerpos, y en la tierra, para
que los hombres de negocios olviden el accidente anterior y organicen grandes
demostraciones deportivas.
El coche que venía en sentido contrario pasó como una exhalación, con un
chasquido seco. Iba al volante otro hombre con gafas de concha; crispaba las
manos, asidas al volante, y tenía idéntica fijeza cataléptica en la mirada.
No había que volver la vista atrás, porque a ochenta kilómetros por hora es
preciso tener en cuenta lo que hay delante, y aquellos que ya han pasado no
pueden estorbar.
II
Papá no hizo el menor esfuerzo para demostrar que sabía leer, y se mostró
tan inalterable como el indicador de velocidad. Tenía el criterio de que los rótulos
se escriben para uso de las gentes que no saben conducir. La regla era, para la
minoría competente: «A cualquier velocidad, manténgase el vehículo en el centro
de la carretera».
Otra concesión que hacía papá: cada vez que era preciso girar a la derecha,
bordeando la mole montañosa, hacía sonar la bocina.
Era una gran bocina, ronca, disimulada, en parte, por la amplia capota del
coche; instrumento apropiado para un hombre cuyos negocios le hacen ser
imperioso y usar la velocidad y la prisa atravesando un territorio tan grande como
un antiguo imperio. Viajes de negociante que sigue derecho su camino de día o de
noche, tanto en la tempestad como en la calma.
El sonido de la bocina era breve y militar, sin el más leve matiz de efecto o
cortesía. No hay lugar para tales delicadezas a ochenta kilómetros por hora. Lo que
importa es que las gentes dejen paso franco y que no se entretengan; para ello está
la bocina. El ronquido se oía en las curvas rápidas, cerca de los promontorios, en
los virajes… Siempre aquel «¡Uuang!» gangoso a través del paisaje. ¡Arriba, arriba!
Los rocosos muros de Guadalupe reproducían el extraño sonido, mientras las
bandadas de pájaros giraban en un gran movimiento de alarma. Las ardillas se
metían en sus guaridas. Se cruzaban con el orgulloso coche los colonos de los
ranchos guiando desvencijados Fords. Los turistas se dirigían a California
meridional en compañía de la chiquillería, con variadas aves de corral, colchones y
sartenes atadas a los estribos. Los turistas se apartaban hasta el último centímetro
disponible de su lado. El magnífico coche de papá, pequeño y rápido, seguía su
carrera triunfal.
¿Qué arte de magia habrá creado todo aquello? Papá daba la explicación
terminante: el dinero. Quienes lo poseen, tienen suficiente poder. Acudieron
ingenieros y peritos con indios y mexicanos de piel bronceada, peones con picos y
palas; se pidieron máquinas excavadoras y niveladoras. Las grúas tendieron sus
brazos inmensos, las perforadoras de acero y los petardos de dinamita, las
trituradoras, las máquinas que devoraban sacos de cemento por millares y
engullían el agua, que llegaba por un conducto enorme, entraron en juego.
En un año o dos se trabajó con fatiga, metro a metro, para extender la cinta
mágica. Jamás, desde que el mundo es mundo, habían existido hombres tan
poderosos como los que creaban aquella magnificencia.
Papá era uno de esos poderosos, muy capaz de realizar proyectos como
aquél. Por cierto que trataba de llevar a cabo algún plan parecido. A las siete de la
tarde, en el vestíbulo del hotel Imperial, de Beach City, le esperaba Ben Skutt, su
apoderado, una especie de sabueso que espiaba para agenciarse negocios. Tendría
preparada una gran proposición y los documentos dispuestos y en regla para la
firma. Por lo mismo, tenía derecho papá a que le dejasen el camino Ubre, y bien
podía la bocina extremar sus demostraciones: «¡Uang, uang! ¡Que viene papá!».
El niño permanecía sentado con los ojos ávidos y el espíritu alerta. Como los
hombres habían soñado el mundo en tiempo de Haroun al Raschid, así lo veía Bun:
desde un caballo mágico, galopando entre nubes que formaban una alfombra de
ensueño.
¡Siempre hacia arriba! Subían, trepando al runrún sordo del motor. Bajo el
parabrisas había un conjunto complicado de esferas, agujas y contadores; el
indicador de velocidad, con un pequeño trazo rojo; un reloj; un nivel de aceite; otro
de gasolina; un amperómetro; un termómetro, que sufría las naturales alteraciones
al ascender.
III
Debe ser cosa terrible la profesión policíaca, que tiene por enemigo al género
humano. ¡Rebajarse un hombre a ejecutar actos tan poco gallardos como el de
ocultarse entre la maleza con un reloj en la mano, mientras un poco más lejos le
imita un colega y una línea telefónica les permite comprobar la velocidad! Incluso
se había inventado un juego de espejos que colocaban al borde de la carretera, de
manera que un solo hombre pudiera observar la imagen proyectada por el coche y
registrar la velocidad. Era un contratiempo que exigía la vigilancia exquisita del
conductor para disminuir la marcha ante la menor sospecha, como quien se da
cuenta de que ha sobrepasado los límites de la prudencia.
Tenía ante los ojos un espejo dispuesto de manera que pudiese vigilar a los
enemigos de la raza humana. El niño no veía el espejo y estaba en vilo, sin poder
darse cuenta de lo que ocurría.
—No, pero todo se arreglará. Sabe que íbamos con exceso de velocidad. Se
ha puesto en esta recta larga porque todos corren por ella a sus anchas. Date
cuenta, hijo mío, de la depravación que se requiere para ser policía. Elige el agente
un observatorio en parajes donde se puede ir deprisa, y lo convierte en un
cazadero. Es muy natural que queramos desquitarnos aquí de las curvas y de los
virajes difíciles. Si se ocuparan los policías con el mismo celo en impedir el juego…
Nunca olvidaría el niño la fecha en que papá se vio obligado a dejar de lado
sus asuntos y acudir a San Jerónimo, comparecer enjuicio y sufrir la reprensión de
aquel autócrata anciano.
Todos los periódicos del país relataron el caso en primera página: «Un
magnate del petróleo reprueba los reglamentos sobre velocidad. J. Arnold Ross
declara que debe cambiar el sistema».
IV
Dijo papá al encargado que quitase sus cadenas. El hombre fue a buscar las
herramientas y levantó el coche. El niño saltó a tierra cuando el automóvil se
detuvo, abrió el maletero que iba en la parte trasera y se hizo con un pequeño saco
donde iban las cadenas. Sujetó la bomba de engrasar.
Papá quiso desentumecer las piernas. Era una gran figura envuelta en un
gran abrigo. Tenía la cara fresca y recién afeitada; mirándole atentamente se
observaban bajo los ojos unas pequeñas bolsas hinchadas; no carecía de arrugas y
el cabello se hacía gris. Había tenido muchas preocupaciones y se hacía viejo. Era
de facciones amplias, cara llena, redonda y potente mandíbula, que contraía, a
veces, ferozmente. En conjunto, la expresión era plácida, casi bovina. Se veía que
era hombre de lento pensar, más insistente que genial. En ocasiones como aquélla,
adoptaba aire bonachón. Le gustaba hablar con gentes sencillas como las que se
encuentran por las carreteras, personas de su misma condición moral, que no
reparaban en el acento excesivamente vulgar de papá, ni trataban de sacarle mucho
dinero.
—¿Necesita gasolina?
Papá era maniático y sólo quería usar su propia marca de gasolina, si bien no
hacía ostentación para no herir el amor propio del otro.
Sin hacer caso del agente, iniciaron la marcha. A papá, se le ocurrió pensar
entonces que el policía trataba de utilizar el depósito de gasolina para cazar
incautos.
Efectivamente: apenas habían recorrido dos o tres kilómetros a velocidad
moderada, cuando un coche les alcanzó y pasó delante como una tromba. Un
minuto después dijo papá, que vigilaba, mirando el retrovisor:
El padre no era tan mayor como para renunciar a la emoción del deporte.
Además, podía vigilar al enemigo y éste iba delante, lo que era una ventaja.
El coche de papá se lanzó a toda marcha, y ante la línea roja del indicador
empezó la danza de cifras en progresión ascendente, hasta marcar noventa
kilómetros por hora.
El niño se incorporó sobre el asiento con los ojos radiantes y los puños
apretados. Parecía acabarse la cinta de hormigón y el coche rodaba por una
superficie de macadán llana y amplia, serpenteando en curvas vacilantes a través
de una región de apacibles colinas cubiertas de trigales. El suelo era duro y tenía
pequeñas depresiones. Saltaba el coche de una a otra con seguridad, porque
llevaba admirables resortes que amortiguaban los choques y suavizaban la
trepidación. Ante ellos se elevaban nubes de polvo que el viento barría y enviaba a
las cercanas colinas. Se hubiera dicho que seguían a un ejército en marcha.
—¡Es un imbécil ese conductor que va delante! —dijo papá—. ¡Un hombre
que arriesga la vida por no pagar una pequeña multa!
Los dos habían tenido que asistir, como testigos, poco tiempo antes, a un
litigio judicial a consecuencia de un accidente de automóvil.
—No, Excelencia… Aquel hombre no tenía nada que hacer a la izquierda del
camino. Estábamos muy cerca de él y no tuvo tiempo de adelantar al coche que le
precedía.
O bien:
Éste quedaba algo cortado, porque no quería reconocer que se había dejado
arrastrar por su imaginación. Pero papá lo comprendía todo, y sonreía.
«En este bajo mundo —pensaba papá—, es preciso empezar por ayudarse a
sí mismo».
VI
La calle Mayor de Santa Inés era una avenida doble, en la que se veían
muchos automóviles colocados cada uno de ellos en sentido oblicuo, a lo largo de
la línea central y de cada una de las anchas aceras, lo que dificultaba el tránsito
rodado. Los coches, en el mejor de los casos, titubeaban y rozaban sus
guardabarros.
Se advertía que era aquélla una ciudad del Oeste. Calles anchas, almacenes
nuevos, recién pintados de blanco, guirnaldas de lámparas eléctricas que pendían
del centro de la calle, el indio viejo y desmedrado que movía los labios como
murmurando, el «cowboy», con pantalones a la moda mexicana, caracterizaban y
daban color al pueblo.
O bien:
Los viajeros no tenían tiempo que perder, porque iban con retraso. Papá
pidió un asado de conejo. Bun no imitó a su padre al pedir la comida: se negaba
mentalmente a comer conejo, no porque le repugnase, sino porque recordaba haber
visto uno de esos animalitos aplastados en la carretera.
Como nunca había visto un cerdo muerto, pidió unos trozos de lomo, que le
sirvieron con puré de patatas, formando como una bola grande y en el centro un
hoyo lleno de salsa oscura y gelatinosa, con trozos de zanahoria, una hoja de
lechuga y mermelada de manzana.
Papá dio medio dólar de propina a la camarera, cosa que jamás se había
visto en aquel mostrador y que parecía casi un escándalo. La camarera aceptó sin
escandalizarse.
Había nombres pintorescos: «Camino del Jardín del Diablo», «Carretera del
Fin del Mundo», «Cuesta de la Fuente Alta», «Riachuelo de Nieve», «Las Mil
Palmeras», «Camino de Juan, el de los Higos», «Paso del Coyote». También
hallaron la «Carretera del Telégrafo», lo que llamó la atención del niño, porque
recordaba una batalla de la guerra de Secesión, que se refería a la toma de un
«Camino del Telégrafo». Se imaginó la infantería oculta en la maleza y la caballería
cargando a través de los campos.
—¿Qué pasa?
Era preciso disminuir la marcha y estar alerta. Todo eran cruces de caminos,
desembocaduras y advertencias escritas a derecha e izquierda.
La circulación era intensa en los dos sentidos. Había que dar prueba de
juicioso discernimiento para saber si podía tomarse la delantera antes de que se
echase encima el coche que llegaba en sentido contrario, con el consiguiente
peligro.
Era emocionante observar las maniobras de papá en los casos difíciles, y ver
cómo vencía. Cada cinco o diez millas se encontraban pueblos. Era indispensable
disminuir la velocidad a causa del excesivo número de coches. Se exigían marchas
reglamentarias que hubieran irritado a un caracol. Pasaba la carretera por la calle
principal de cada ciudad. Decía papá que los comerciantes habían dispuesto las
cosas para que los viajeros se detuvieran a hacer compras. Si la carretera hubiera
pasado por los arrabales, los comerciantes se hubieran trasladado allí.
Papá hacía notar tales estratagemas con la indulgencia cordial de quien las
ha utilizado en otro tiempo para provecho propio. Se veía que era difícil engañarle
así como así.
Parecía que los agentes de compraventa habían leído Las mil y una noches, o
los cuentos de hadas de Grimm. Se instalaban en despachos pequeños y
extravagantes, con el techo en punta o inclinado, como marino ebrio,
pintarrajeados de rosa, azul o verde, con las tejas de colorines.
—¿Por qué hacen las gentes eso que me dices? ¿Y por qué hacen aquello? —
decía Bun para sí.
Llegaron a Beach City, cuya larga carretera bordea el litoral. El reloj del
coche señalaba las seis y media; era exactamente la hora que se había convenido
para encontrarse. Se detuvieron, por fin, ante el inmenso hotel. Bun descendió del
coche y abrió el maletero trasero. El portero llegó de un salto. Conocía a papá y
sabía que los dólares danzaban en sus bolsillos. Se apoderó de maletas y abrigos, y
los llevó al hotel.
El chicuelo, muy erguido, porque tenía conciencia de que era J. Arnold Ross,
el joven, nada menos, dio un apretón de manos al agente y le preguntó:
El inmueble ocupaba el número 5.746 del Paseo de los Robles. Era preciso
estar acostumbrado al optimismo del país para no tener en cuenta que el edificio se
levantaba en un campo de coles. Los robles estaban unos kilómetros más allá, al
comienzo del paseo, en el centro de Beach City, donde la vista distinguía hasta
cuatro robles. El número 5.746 del paseo estaba en el flanco de una colina árida y
escarpada, adornada con unas filas de coles; en la parte baja, ya en terreno llano,
había remolacha azucarera. Los mágicos proyectos de urbanización, secundados
por instrumentos de agrimensura, no impedían llegar a la conclusión de que en el
Paseo de los Robles había una zona despoblada, con matas de col al borde de un
camino polvoriento.
Dos años hacía que los propietarios de solares habían llegado a aquellos
parajes con sus trapos rojos y amarillos. Se ofrecía gratuitamente el viaje en
automóvil desde Beach City, y, por añadidura, se regalaba un almuerzo —
panecillos y embutidos, pastel de manzana y una taza de café.
Se contó días después, entre risas homéricas, que los fugitivos se habían
lamentado de la pérdida de sus ropas más delicadas ante aquella inundación de
oro negro, que valía más de un millón de dólares.
Mientras tanto, los obreros trabajaban con furor para detener la corriente.
Andaban de uno a otro lado, medio ciegos por la nube negra. No había donde
tomar aliento ni resguardarse. La grasa lo cubría y lo regaba todo. Se agitaban
entre tinieblas y tanteaban en torno sin más guía, para determinar la posición del
monstruo movible, que el rugido, las terribles salpicaduras que alcanzaban
bastante lejos y los húmedos latigazos en el rostro.
II
La casa número 5.746 del Paseo de los Robles pertenecía a Joe Groarty,
sereno de los almacenes de madera de la Sociedad Altmann, de Beach City. Su
mujer tuvo un obrador de planchado para contribuir a la educación de los siete
hijos que habían nacido del matrimonio. Una vez dispersados los hijos, mayores
ya, la esposa de Groarty criaba pollos y conejos.
El marido empezaba a velar a las seis de la tarde, pero tres días después del
«acontecimiento», tuvo arrestos para dejar el trabajo, menudeando sus visitas al
portal de su casa, donde aparecía el bonachón Joe Groarty, de cabellos grises,
vestido con un traje negro y luciendo un cuello de celuloide. Tal era la
indumentaria dominguera del sereno: el traje de entierros y bodas.
Llegó en primer lugar la viuda de Murchey, que vivía en una casita al final
de la manzana con sus dos hijas. Llevaba mitones negros y tenía aspecto de
persona tímida. Se extasió ante el vestido de la dueña de la casa, a la que felicitó
por la suerte de vivir en la parte sur de la colina, donde era posible vestirse de
aquella manera. Por la parte norte, el viento contenía petróleo, y todo lo echaba a
perder. No faltaba quien temía encender fuego por temor a una explosión.
Llegaron luego el señor Walter Black y su esposa, con el hijo mayor. Eran
propietarios de una parcela en el extremo sudoeste, y el marido desempeñaba en la
ciudad el cargo de agente de compraventa. El señor Black llevaba un traje a
cuadros y tenía maneras graves. Luda como colgante de la cadena del reloj un
amuleto, pequeño monstruo de oro. Su mujer, voluminosa como el marido, tenía
vestidos tan espléndidos como la de Groarty, pero opinaba que no merecía ponerse
de punta en blanco para ir a un campo de coles.
Entraron los Bromley, matrimonio de edad, que tenía capital y vivía con
holgura. Les acompañaban los Lholker, dos sastres judíos, a quienes los Bromley
no hubieran dirigido la palabra en otros tiempos, fuera de la sastrería. Pero como
los Bromley, con los Lholker, reinaban sobre cuatro de las parcelas medias, zonas
suficientes para instalar un negocio petrolífero, y podían cortar en línea recta la
manzana de un lado a otro, se permitían amenazar al resto de los participantes con
un contrato separado.
Tras ellos entraban los Sivón, que llegaban a pie desde su casa, situada al
nordeste. Eran gentes presuntuosas porque tenían un coche de segunda mano
completamente pasado de moda, lo que les autorizaba para desdeñar a la
vecindad. Fueron ellos los que tomaron la iniciativa de negociar la concesión y
todos estaban seguros de que cobrarían una buena comisión. No había medio de
probarlo y nada podía hacerse. Se había visto en otras ocasiones que los
negociantes hacían promesas por el estilo.
Entró por fin Sahm, un estuquista que vivía en un garaje arrendado junto a
la propiedad de los Sivón. Su parcela no tenía apenas ningún valor, lo que no
impidió que reclamase más enérgicamente que nadie para que se impusiera al
arrendador el pago de gastos de traslado del inquilino. Llegó hasta querer imponer
una cláusula estipulando una indemnización por las filas de hortaliza plantadas en
su parcela. Quisieron hacerle callar los propietarios, y, ante la consternación de
todos, el silencioso Dumpery se levantó, declarando escuetamente que la
proposición le parecía razonable. El mismo tenía maíz y alubias en plena floración,
y pedía una cláusula puntualizando que el primer pozo se horadara sobre una
parcela yerma, dando tiempo a los hortelanos para recoger el fruto.
III
Eran las siete y media, hora convenida para la reunión, y todos se miraban
unos a otros, esperando que alguien empezara a hablar. Se levantó, por fin, un
desconocido, hombre de seis pies de alto, que se expresaba de manera desenvuelta,
como apoderado de los señores de Black, propietarios del terreno situado en el
extremo sudoeste. Se llamaba M. ET. Merriweather. Por su mediación, los
poderdantes pedían una ligera modificación en el texto del contrato. Hank, con su
cara que recordaba la hoja de un cuchillo, se apresuró a intervenir en el acto:
—Se trata sólo de cuestiones de poca monta. —Pero el señor Ross va a llegar
dentro de quince minutos dispuesto a firmar…
—¿Cómo?
—¡Qué disparate!
—¡Ni pensarlo!
—Creo que la señora de Groarty está muy poco familiarizada con las leyes
petrolíferas de California, que tienen preceptos terminantes, y que la ignorancia
produce estos equívocos lamentables…
—Pero su parcela llega a la mitad del Paseo de los Robles, que tiene ochenta
pies de ancho.
—Y la suya a la mitad de la calle lateral.
—En efecto, pero esa calle es el Paseo del Centro, que sólo tiene sesenta pies
de ancho.
—¿Y pretende usted de que firmemos eso? —dijo Hank—. Ese propósito
demuestra que trataba usted de estafarnos.
—Para hablar con franqueza —gritó Lohlker—, déjenme poner las cosas en
su punto. La carretera de Eldorado no es tan ancha como el Paseo de los Robles, de
modo que nosotros, los de la mitad este, obtenemos menos que los otros
participantes.
—No hay que hilar tan fino —advirtió Merriweather—. Calculen ustedes lo
que les corresponde, y ya veremos luego.
—En efecto.
—¿Ha calculado usted que la ley le concede un plus de quince pies a lo largo
de la carretera? Goza usted de una especie de privilegio sobre los que representan
otras parcelas.
—¿Y las parcelas que no están al extremo del paseo, las porciones más
modestas? ¿Qué va a ser de nosotros?
IV
Lo urgente era asociar una manzana entera, capaz de contener media docena
de pozos. Sólo así se podía tratar con las grandes empresas, consiguiéndose que las
obras se iniciaran inmediatamente y, sobre todo, se estaría seguro de cobrar la
renta cuando el negocio llegara al alza.
—Suba usted, señor Dumpery. ¿No le gusta mi coche? ¿Le gustaría que
fuera suyo? Me encantaría regalárselo, si pudiera convencer a su grupo de que se
cedieran los derechos al Sindicato Couch.
Todos conocían la vida de J. Arnold Ross. La Prensa local decía que otro
gran negociante de petróleo deseaba competir con aquél. Las revistas publicaban el
retrato de J. Arnold Ross y detalladas biografías.
Respondió el aludido:
—Y yo tengo que advertir que la ley obligará a usted a firmar si la mayoría
lo decide.
—¿Y es usted, bribón, el que clamaba por los derechos de los propietarios
modestos? Usted, sangre de víbora…
De repente se apagaron las voces, los puños cerrados se aflojaron como por
encanto y se aplacaron aquellas lenguas terribles. Sonó en la puerta un golpe rudo
y autoritario. A todos les invadió el mismo pensamiento: J. Arnold Ross…
Se levantaron seis hombres para ofrecerle una silla. Eligió una, bastante
sencilla, dándose cuenta, sin duda, de la situación embarazosa de la dueña de la
casa ante la evidente escasez de asientos.
—Hecho, y deshecho.
—Hay personas que se han dejado aconsejar por agentes listos en exceso y
han hecho una combinación que dicen es perfectamente lícita y legal, pero que no
interesa al resto de los compañeros.
—Pero, ¿cree usted que puede romper un compromiso así como así?
Intervino Dibble:
—Soy también abogado y digo, como tal, que mis colegas presentes estarán
conmigo al apreciar que el contrato es sólido, un contrato de hierro.
—Lo mismo nos da que nos robe una banda de ladrones que otra —declaró
la intrépida señorita Snypp.
—Sería mejor que el señor Arnold Ross expusiera su plan, ¿no les parece?
¿Vamos acaso a tirarnos de los pelos antes de tiempo?
VI
Lo que habían oído eran cosas de peso, y nadie se atrevía a contender con
Arnold Ross en aquel torneo.
—Acabamos de oír lo que propone el señor Arnold Ross con la cordura que
corresponde a su condición y preeminencia. Por mi parte, confieso que soy un
convencido y tengo confianza en que los compañeros estarán de acuerdo conmigo
en adoptar una decisión prudente, la que requiere el magno interés del asunto.
—Estoy autorizado para declarar —dijo—, en nombre del señor Walter Black
y su esposa, que, altamente impresionados por las palabras del señor Arnold Ross,
están dispuestos a cuanto sea necesario para llegar a un acuerdo. Retiran la reserva
formulada en principio y se prestan a firmar el contrato tal como está.
—Pero, ¿han oído ustedes? —gritó la señorita Snypp—. Ese caballero, que
decía hace media hora que era preciso volver al acuerdo primitivo…
VII
El padre contestaba que así era la vida y de nada servía hacerse ilusiones.
Bun tendría que vivir algún día por su cuenta en el mundo real, cuanto antes
aprendiera a conocerlo, mejor.
Bun escuchaba con atención. Asociaba unas ideas a otras y recordaba las
cláusulas del contrato de que había oído hablar a su padre, a Ben Skutt y a Prentice
cuando iban hacia el territorio de la concesión en el coche del último.
—Me ruega el señor Arnold Ross que les advierta a ustedes que no acepta
contratos parciales, porque no le interesa una parte del terreno, sea cual sea. No
quiere contar sólo con un pozo, sin tener espacio para los laterales. Si no pueden
ponerse de acuerdo sobre ese punto esencial, aceptará otra solución que se me ha
ocurrido.
La declaración estremeció a todos y cortó la disputa. El magnate se dio
cuenta de ello y se apresuró a hacer una seña al sabueso, como queriéndole animar
a que continuara.
—Al señor Arnold Ross —dijo el agente—, le han hecho una oferta en el
flanco norte, que presenta buenas perspectivas, porque la vena de petróleo se
dirige a ese lado y la superficie pertenece a una sola persona, de modo que será
fácil llegar a un acuerdo.
—Oye, oye —dijo la voz del exterior—. Oye lo que digo, pero disimula…
Que no sepan que estoy aquí.
—Soy Pablo Watkins. La señora que vive en esta casa es mi tía. No quiero
que sepa que estoy aquí, porque me hará volver a casa. Vivo en un rancho, ahí
arriba, en San Elido. He huido de casa porque estar allí me resulta insoportable.
Quiero buscar trabajo, pero necesito antes comer algo, porque estoy muerto de
hambre. Mi tía me daría comida, porque me quiere mucho, pero a condición de
que volviera a casa, que es lo que no quiero. Yo mismo podría ir a la cocina, y
comer allí… Cuando trabaje, devolveré el importe; hoy sólo quiero un préstamo…
Quisiera que me abrieses la puerta de la cocina para hacerme con algunos
panecillos o un trozo de tarta. Di a mi tía que te deje ir a la cocina a beber agua,
deja Ubre la entrada, y vienes aquí. Si quieres cerciorarte de que no trato de
engañarte, puedes observar lo que hago… Anda, sé buen compañerito, que bien lo
merezco y no puedo resistir el hambre. No he comido en todo el día, y he tenido
que correr mucho. Estoy destrozado. ¿Quieres que te cuente mi vida? Ven a
encontrarme, pero no me hables desde la ventana, porque se darían cuenta de que
estás hablando conmigo.
Bun creyó que bastaba pedir agua con aquellas palabras, sin sospechar que
la señora de Groarty estaba en plan de imitar la cortesía de la aristocracia y
pensaba constantemente en las exigencias del protocolo, aun cuando sólo se tratase
de beber un vaso de agua. Se sintió invadida por un catarata de simpatía hacia el
hijo del millonario, y desapareció el acento avinagrado de su voz:
—Supongo, señora, que la galería tendrá también algo que admirar… Qué
calor hace aquí, ¿no le parece a usted?
—¡Qué agradable es el aire! Desde aquí puede usted ver todos los pozos,
señora. Sería curioso estar en esta galería cuando empiecen a trabajar en la
manzana.
Bun preguntó a la señora de Groarty si sentía frío con el vestido sin mangas
que llevaba.
Ella se sentía tan encantada con los modales de la aristocracia que no se dio
cuenta de que Bun cerraba la puerta de la galería al salir de ella, pero sin girar la
llave. Puso la señora el vaso vacío en el secadero, dijo Bun que no tenía más sed y
volvió con la terrible arpía al comedor, donde seguían discutiendo los
asambleístas.
VIII
Durante unos momentos sólo se oyó el ruido que hacía Pablo, mientras
comía como un desesperado. El desconocido apenas representaba en aquellos
instantes un ser corpóreo; más bien era una sombra parlante. Bun notó, a la luz de
las estrellas, que Pablo tenía una cabeza más grande que la suya, que era delgado y
moreno.
—No es, precisamente, una diversión tener hambre —dijo Pablo—. ¿Quieres
algo?
—He cenado ya, y no me permiten que tome nada entre comida y comida.
—¡Santo Dios!
—¿De qué?
—¡Qué cosa más rara! ¡Si supieras lo que me asombra eso que dices! ¡Con lo
que me ha costado a mí acostumbrarme a la idea de ir al infierno! ¿Maldices alguna
vez?
—No mucho.
—¿Cómo?
—Si quieres que te sea franco, no estaba seguro, ni lo estoy ahora. Creo que
nunca podría enfrentarme contra la inmensidad de los siglos. No conozco a nadie
tan malo como yo. Mi padre, que es pastor de la iglesia…
—¿Que salta?
—¿Qué dices?
—¿Por qué?
—Al parecer, nadie te ha dicho que tenías un alma. ¡Si supieras los
quebraderos de cabeza que te ahorras!
—No creas, me ha sido difícil escapar de casa, y lo peor es que acabaré por
volver. Es triste pensar que mis hermanitos pasan hambre y que no puede ponerse
remedio.
—¿Cuántos sois?
—He sentido marcharme por dejar en casa a Ruth. Ella misma me dijo que
huyera, pero, ¿qué será de ella y de todos? En casa no pueden trabajar tanto como
yo. No creas que me asusta trabajar; es que quiero llegar a ser algo. ¿Qué me
importaría estar en casa, si no pensara como pienso? No hay salida para nosotros,
ni solución, ni remedio. Mi padre se empeña en llevarnos a oír sermones a una
misión y tenemos que escuchar las cosas más raras. El Espíritu manda que se
emplee todo el dinero disponible en convertir a los ateos, así es que no faltan
misiones en Inglaterra, en Francia, en Alemania, en todas las naciones sin Dios. Mi
padre promete a los misioneros más de lo que puede, y tiene que darlo porque el
dinero ya no le pertenece a él, sino al Espíritu Santo. Ya sabes por qué he escapado
de casa.
—Nada de eso. Se casó con un católico. Mi padre dice que es una ramera de
Babilonia, y no quiere que hablemos de ella, pero no es mala; sabía que me daría
de comer. Cuando me vi solo, pensé en acercarme aquí.
—Toma.
—¿Qué es?
—Unas monedas.
—¿Por qué?
—Oye, amigo mío: en casa hay mucho dinero y papá me da lo que le pido.
Quiere alquilar todos estos terrenos, incluso los de tu tía, y no va a fijarse en
pequeñeces.
—No.
—Pues bien, ¿vendrás a almorzar conmigo mañana?
—¿Qué importa?
Llegaba un gran vocerío, como clamor que dominaba los martillazos y los
ruidos de la vecindad. Fue creciendo el alboroto cada vez más; se oían terribles
alaridos y exclamaciones. Los dos amigos se asomaron a la ventana.
IX
Parecía que todos, en el comedor, habían llegado a las manos, pero no era así
porque algunos asambleístas separaron a los coléricos compañeros, llevándolos
aparte.
—¡Voy, papá!
Los tres hombres del grupo Arnold Ross —éste, su agente y el abogado— se
dirigieron hacia la avenida con Bun, que acababa de incorporarse.
—¡Bun!
No quiso aceptar dinero del omnipotente Arnold Ross, quien suponía que la
felicidad de un hombre consistía en tener lo que él tenía. Pensaba Bun que su
amigo le despreciaría por el hecho de que el hijo del millonario le ofreció una
limosna. ¿O había otras razones que justificaban la antipatía de aquel joven
excepcional que huía de él? Que huía de él para siempre.
CAPÍTULO III
¡A PERFORAR LA TIERRA!
Semejante estrépito quería decir: «J. Arnold Ross nos espera, porque es ya
titular de la concesión. Todo está a punto, y es absolutamente preciso que
lleguemos a tiempo. ¡Paso Ubre!».
En lo alto del cargamento iban trabajadores jóvenes, con sus trajes azul y
caqui manchados y deteriorados, como para demostrar que el pozo donde
trabajaron antes escupía materias de valor. Sin embargo, tenían limpio el rostro y
cruzaban el panorama soleado con luminosas sonrisas en los labios. Cantaban
canciones y cambiaban, gritando, bromas joviales con los que se cruzaban.
Enviaban besos a las jóvenes de los cortijos, a las que estaban en las barracas donde
se expende gasolina, a las cocineras y a las camareritas de los quioscos de refrescos.
Emplearon dos días en el viaje. Durante ese tiempo demostraron los obreros
no sentir la menor preocupación. Pertenecían al gran Arnold Ross que procuraba,
ante todo, pagar el salario correspondiente la noche de cada fin de quincena,
mejorando en un dólar en comparación con lo que ganaban otros obreros de la
región. Percibían el salario, no sólo cuando trabajaban, sino también cuando iban
sobre la maquinaria a través de un paraíso con bosques de naranjos. Los cantos de
los trabajadores aludían a la novia que espera en la ciudad, a las delicias del amor
y a los corazones jóvenes.
II
Tenía el propósito de pedir otras seis grúas que necesitaba para el trimestre
siguiente. El pozo que se proponía perforar Arnold Ross atraería posibles clientes.
Lo que el potentado petrolífero intentaba, según él, era una especie de servicio de
carácter público, y todos debían ayudarle. Por lo demás, estaba organizando un
sindicato en el que los socios participarían cobrando algo de lo que produjese el
primer pozo, negocio para gentes que sabían darse cuenta de las cosas, y
celebrarían el acierto aun antes de que fuese efectivo.
Explicó Ascott que surgían muchas complicaciones por el mal estado de las
carreteras. Arnold Ross ya lo sabía y era preciso, según él, tomar medidas con
urgencia. Precisamente trataba de ver al jefe de Obras Públicas del condado.
—Me parece muy bien, y puede contar conmigo para apoyar las gestiones.
En el despacho del jefe de Obras Públicas tuvo Arnold Ross otra entrevista
confidencial con el funcionario Benzinger, hombre pequeño y vivaracho. En la
manera de ir vestido demostraba que no era rico. Bun lo comprobó, además, con
agudeza, observando que el tono de voz del burócrata era mucho más bajo que el
de su padre.
Había llegado a Beach City para emprender una obra que daría trabajo a
centenares de hombres, lo que significaba una lluvia de millones para la
comunidad. Se requería, pues, la ayuda de las autoridades.
Todo aquello parecía tan lógico y razonable, que Bun escuchaba con máxima
atención y ojos muy abiertos la moraleja del millonario. «Cuida de tu dinero». Su
padre podía morir víctima de un accidente, y Bun tendría sobre sus hombros el
peso de las mayores responsabilidades. Todos tratarían, por medios más o menos
hábiles, de dar un zarpazo a la bolsa.
—Ya lo sé; pero también es verdad que la familia está chiflada. Pablo
también está chiflado, aunque su chifladura responde a otro registro.
III
Al abrir los ojos a la mañana siguiente en el confortable lecho del hotel, entre
sábanas blancas y suaves, espléndidas mantas color fresa madura, en un cuarto
limpio y ordenado, dedicó a Pablo su primer pensamiento. ¿Habría dormido en el
suelo el buen compañero? ¿Tendría cobijo y compañía? Cuando Bun se sentaba un
momento en el suelo, la abuela le reprendía recitando una especie de cantilena,
siempre la misma, sobre el peligro de enfermedades mortales.
Ahora se ponían a disposición de Arnold Ross para negociar. Les dijo Bun
que su padre había salido con el geólogo; podían esperar, pero Bun conocía la
decisión inquebrantable del millonario. No había, pues, posibilidades de que
aceptase una concesión parcial.
Bun se sentó en un banco junto a la señora de Groarty, con intención de
averiguar si Pablo se había presentado a ella. Confesó el jovencito a la matrona que
la noche última había dejado abierta una puerta y que el hecho constituía una
acción reprobable. Fiel a su decisión de ser verídico, declaró que alguien pudo
entrar en la cocina y aprovecharse de alguna provisión. No quería descubrir al
culpable, pero se había sentido compasivo con él. Si la señora de Groarty lo
consentía, pagaría…
—¡Eh, niño!
—La carta viene de San Pablo. Dice que no le busquemos, porque no quiere
quedarse allí… Sin duda ha salido ya de San Pablo.
La residencia de San Elido era una pequeña finca propia para el pastoreo de
cabras, en un valle rocoso. De todo el terreno, sólo un par de acres podía cultivarse
bombeando el agua a mano. Era un paraje desierto y no comprendía que la familia
pudiera vivir sin la ayuda de Pablo. Les daría algo cuando ganara dinero con los
negocios del petróleo, aunque no sabía si Abel, el padre de Pablo, aceptaría nada.
¡Estaba tan chiflado con la religión!
El convoy de los camiones llegó al atardecer con ruido infernal. Todo se veía
polvoriento y sudo sobre aquellos monstruos movibles. El barranco que bordeaba
la carretera se había cegado con piedra machacada, para hacer accesible la
concesión. Los doce camiones se alineaban cerca de la grúa, iluminada con
derroche de luz eléctrica. Los operarios esperaban con las mangas de la camisa
remangadas. Tenían energía para trabajar porque les guiaba el dueño de todos
ellos y del salario que cobraban. Respetaban al viejo; conocía el oficio y nadie podía
engañarle. Le tenían simpatía porque sabía atemperar la rudeza con cierta dosis de
amabilidad. Era sencillo y asequible, no tenía pretensiones. Cuando apremiaba el
trabajo, se le veía comer alubias y tomar café en un banco, cerca de los obreros.
Era un hombre excepcional que tenía millones y barriles de dinero. ¿Qué era,
a su lado, un prestidigitador que extrae de la manga conejos y metros de cinta?
¿Acaso Arnold Ross no podía tener doce grúas, tuberías de acero sin tasa, enormes
depósitos, camiones y carreteras disponibles?
Una cadena de acero sujetaba tres pesados tubos; funcionó la polea, y éstos,
que tenían veinte pies de largo y pesaban diecinueve libras, fueron izados. Cuando
los tubos descendían a mil seiscientos metros de profundidad, se podía calcular el
peso que sostendría la grúa: cincuenta toneladas de acero. Los cables tendrían que
ser fuertes para soportarlas y las máquinas muy resistentes. Hablaba la gente de lo
caro que iba el petróleo, pero no tenían en cuenta los gastos para obtenerlo.
Bun había oído frases por el estilo un centenar de veces, pero su padre no se
cansaba de repetir lo mismo ni quedaba satisfecho si el pequeño se entretenía en
diálogos con una señora obesa como la de Groarty, o en excursiones con un
vagabundo como Pablo; era preferible atender al aprendizaje de los negocios.
Cuantos tenían las manos limpias fueron a estrechar las de Arnold Ross,
cuando el contramaestre gritó desde su puesto: «¡A bordo, que vamos a China!».
Entre los entusiastas estaba el matrimonio Bankside, propietario de la tierra en que
se hacía el sondeo.
Arnold Ross y Bun, invitados por aquella pareja feliz, bebieron una copa de
champán por el éxito de la perforadora. Había penetrado ya unas seis pulgadas, y
todos bebieron y brindaron con entusiasmo.
La casa tenía revoque exterior de yeso aplicado sobre tela metálica de la que
se pone en los gallineros. En el interior todo brillaba como en el chalet de la señora
de Groarty aunque no había imitaciones de encina, sino de caoba pulimentada. El
vestíbulo comunicaba con un salón, y, por una puerta opuesta, con el comedor,
muy decorado y a la última moda, incluso con relieves.
Había seis dormitorios en el piso superior, con decoración distinta cada uno,
a gusto de alguna señora acostumbrada a recorrer los almacenes de muebles.
Poco creía Arnold Ross en la eficacia de los libros: decía que la cultura era un
reclamo, y días después entonaba himnos a la ciencia. No era más que un rústico y
deseaba que Bun aprendiera algo, aunque recelaba que se le enseñara alguna
disciplina inconveniente, peligrosa. En esto no dejaba de recelar con algún
fundamento, porque el profesor había dicho a Bun que hay en el mundo cosas
mucho más importantes que el petróleo.
Emma era la viuda del hijo que murió alcoholizado. La felicidad también
llegó hasta ella con retraso.
Arnold Ross no fijaba límite a los gastos. Las damas podían pedir lo que se
les antojara y gastar sin límite a cuenta del millonario. Emma, pues, frecuentaba los
almacenes mejor provistos, encargaba vestidos costosos y mantenía en sociedad el
prestigio de la familia. Asistía a las asambleas de los clubes femeninos. Allí oía
disertar a personalidades de relieve sobre «El elemento femenino de las obras de
Shakespeare», «El valor terapéutico del optimismo» y «Lo que conviene hacer en
favor de la juventud».
Una vez al mes las dos señoras tomaban el té, y Arnold Ross se las arreglaba
para salir de casa, pretextando negocios urgentes.
VI
—Por lo visto, trata usted de que paremos por completo por averías
importantes, que es lo que ocurrirá si vamos más deprisa.
Llegaba el cartero con noticias de los pozos, y Arnold Ross contestaba cartas
y telegramas. Otras veces llamaba por teléfono. Un día dijo, al volver, a su hijo:
—Ese imbécil de Impey se ha roto una pierna en Lobos River. ¿Te acuerdas?
Es aquel del bigote negro…
—Le despedí, y volvió al trabajo porque pensé que tiene hijos y mujer. Le
hallé entre las cadenas y la máquina, y sabía él que ésta no tenía válvula de
seguridad… Trataba de apoderarse del extremo de un cable, y fracasó. ¿Para qué
hemos de preocuparnos de gente que no sabe resguardar los dedos y la cabeza?
¡Idiota! No me explico que lleguen a vivir lo suficiente para que tenga tiempo de
crecerles el bigote.
—¡Llévame!
—Ya tendrá todo lo que le queda de vida para aprender historia y preceptiva
literaria. Lo mejor es que se entere de cuanto tiene relación con el petróleo,
mientras yo pueda enseñárselo.
VII
—Los peces gordos huyen —dijo Arnold—, porque se van a otros parajes…
Lo mismo ocurre con los agentes que vigilan la carretera.
Un policía les siguió hasta que salieron de Beach City, y les espió cuando
pasaban por una «ratonera». Sonrió Arnold Ross y se felicitó por no ir deprisa.
Permanecían los obreros en pie, como colegiales que oyen una reprimenda.
El que tuvo la culpa de todo no estaba ya entre sus compañeros; había sido
despedido.
Se presentó, sin saber cómo, un hombre en el tajo; dijo que era dueño de un
aparato patentado para resolver el conflicto y «pescaría» la herramienta, añadiendo
que garantizaba el resultado. Puesto a prueba el aparato, no sólo fracasó, sino que
quedó también en el pozo. Seguramente estaba hincada la herramienta, de través.
Arnold Ross insinuó que era preciso recurrir a la dinamita.
¿Habéis oído una explosión a cuatro mil pies bajo tierra? Pues así
recuperaron la herramienta perdida. Inmediatamente empezaron los trabajos
necesarios para reparar los desperfectos y hacer limpieza en el pozo.
Así aprendía Bun las lecciones de su padre. Correteaba por el campo con
Arnold Ross, el geólogo y el capataz del sondeo, cuando estudiaban
emplazamientos de otros pozos.
Intentó Bun contar a Berta las peripecias de Lobos River. La niña contestó de
manera terriblemente mordaz, llamándole «gnomo del petróleo», y diciéndole que
tenía unas uñas horribles. Parecía que Berta se avergonzaba de tener que ver con el
petróleo, lo cual era algo extraño, ya que antes se interesaba en el negocio y
discutía con Bun, dirigiéndole como corresponde a una hermana mayor.
Usaba Berta una jerigonza nueva y extraña para expresarse. A lo mejor salía
con que su interlocutor «era un ciruelo cargado de fruta». La frase tenía su
intención y su antecedente histórico, según Berta, antecedente que no descubría.
Hacía una pirueta y exhibía su fantástica ropa blanca con cintas color violeta,
mientras reía a carcajadas y se permitía otros ejercicios de sociedad.
—¿Acaso no soy una damisela moderna que va a la hora?
Esta y otras frases asustaban a la abuela y hacían sonreír a Arnold Ross con
leve dejo burlesco.
Condescendió Berta, por fin, transigiendo con Bun, y fue al campo para
presenciar la construcción de nuevas grúas. Paseando los dos hermanos hallaron a
la señora de Groarty, que se apeaba del Ford frente a su casa. Bun se alegró y quiso
hacer las presentaciones de rigor.
Bun se desconcertó. Era difícil para Berta admirar nada que no fuera dinero,
y podía ella, mediante una sabia intuición, clasificar a las personas por su capital.
¿Cómo admirar a un hombre empeñado en no tener más dinero que el que ganaba
con su esfuerzo?
Supo Bun otro día, por la misma señora, que Pablo había escrito desde el
norte, enviando un billete de cinco dólares y diciendo que se gastaran en comida y
no se diera a los misioneros. Añadía el valiente nómada que no podía resistir en
una ciudad determinada. «¿Cómo ahorrar con salario de aprendiz?», terminaba
preguntando Pablo.
Las nuevas del fugitivo no hacían más que poner al rojo vivo la admiración
de Bun, quien tuvo la secreta inspiración de enviar un billete de cinco dólares a
Ruth Watkins, llevando él mismo la carta al correo.
La señora de Groarty recibía muy a gusto las visitas de Bun; éste sabía que la
matrona le miraba con tanto interés como si fuera un pozo de petróleo. Bun se
libraba del asedio de la señora entregando a la voracidad de ésta algunas
informaciones relativas a los negocios. Pidió Bun a su padre informes de Sliper y
Wilkins, y contestó Arnold Ross que eran unos fanfarrones. Las parcelas medias
firmaron, a pesar de todo, con la pareja, y no tardaron en arrepentirse. El primer
paso que dieron Sliper y Wilkins fue vender la concesión a un sindicato;
inmediatamente instalaron una tienda en la parcela contigua a la de los Groarty, y
se sirvieron allí desayunos gratuitos a multitud de gentes que un charlatán
reclutaba por las calles de Beach City, con el cebo de la propaganda, la promesa de
unos bocadillos y el anuncio de ganancias fabulosas.
Se instaló una grúa a toda prisa, y se llamó el negocio «Bonanza número 1».
Se horadaron unos cien pies, aproximadamente.
Mientras la fama de Arnold Ross llegaba al cénit, halló Bun, en una calle, a
Dumpery, que se apeaba de un tranvía, después de trabajar sobre un tejado; a
Sahm, el estuquista, que cultivaba su jardincillo y regaba unas plantas de maíz.
Veía también el niño a la señora de Groarty dando comida a los pollos o limpiando
las conejeras, pero no pudo admirar nunca el fantástico vestido amarillo de otro
tiempo. Entraba y se sentaba Bun, para inspirar familiaridad, y usaba siempre la
más exquisita cortesía. Dos cosas seguían en aquella casa destinadas a ser
imperecederas: el libro que guiaba a la señora de Groarty para alternar en
sociedad, y la fantástica escalera que no conducía a ninguna parte. El libro estaba
mucho más deteriorado.
Bun lo escrutaba todo con avidez, y tomaba nota del menor detalle. Entonces
se daba perfecta cuenta el jovencito de lo que decía su padre: «Los negocios
petrolíferos se parecen a las cosas celestiales, ya que son muchos los llamados, y
pocos los elegidos».
VIII
El surtidor brotaba con ímpetu. El ruido era un silbido que zumbaba sin
cesar y saltaba hacia arriba y hacia abajo. En aquella hora crepuscular, el cielo era
de color púrpura.
—Puede decir que le llueven trece dólares por minuto, tanto si llueve como
si no, si es de día o de noche. ¡Por todos los dioses! ¡No se quedará sin comer, el tal
Arnold Ross, con esa renta!
—Acepta las cosas con serenidad, hijo mío —dijo el padre—. Que no se te
suba el éxito a la cabeza. Recuerda que no has ganado tú ese dinero y que si obras
con ligereza, lo perderás irremediablemente.
La señora Lang interrogaba a Bun sobre los asuntos del millonario, y el niño
sabía que a su padre no le gustaba que se comentara nada que le afectara. Se
quejaba siempre la madre de carecer de dinero; sólo tenía una pensión de
doscientos dólares al mes. ¿Iba a vivir con tan poco dinero una encantadora y joven
divorciada como aquélla?
Por otra parte, había leído la señora Lang en los periódicos ciertas
informaciones sobre el negocio de los pozos y sabía exactamente que Arnold Ross
podía contar con dinero en abundancia. Trató de que Bun persuadiera al
millonario para que aumentara la pensión, aunque hizo hincapié en que el
chiquillo no descubriera la iniciativa de la madre. La extraña propuesta de la
señora Lang sorprendía a Bun en el preciso momento de renunciar el niño a decir
mentiras.
Los amigos de la señora Lang iban a verla, con escándalo del hijo, cuando se
hallaba con ella. Aquellos caballeros podían ser o no ser agradables a Bun, y, sin
embargo, se plantaban allí como dueños. Cuando volvía Bun a casa de su padre,
tía Emma le hacía preguntas que evidenciaban su deseo de saber algo acerca de los
amigos, aunque procurando que Bun contestara sin darse cuenta de la
estratagema.
Tales cosas producían un efecto especial sobre Bun. Así como Arnold Ross
tenía en el banco una caja de caudales que nadie más que él mismo podía abrir,
Bun tenía un lugar secreto en su propia conciencia.
Resultaba claro que en las acciones de los seres humanos se advertía una
especie de tácito acuerdo, una conspiración silenciosa para impedir a Bun conocer
el pasado, rincones oscuros y misteriosos en las vidas de quienes le rodeaban. Bun
respetaba en otro tiempo los secretos de su padre, pero las cosas no podían seguir
así. La mente trata siempre de llegar a ensanchar la comprensión. No solamente los
pájaros, los pollos y los perros eran motivos para excitar la imaginación; las
estúpidas personas mayores persistían en hablar de manera que Bun no tenía más
remedio que dudar.
Emma tenía la firme convicción de que todas las señoras iban detrás de
Arnold Ross, haciéndole la rosca y expresando con los ojos situaciones patéticas.
II
Fue preciso contratar a una agencia de trasportes para trasladar los muebles
de las oficinas del socio de Arnold Ross al nuevo domicilio del mismo, lo que no
representaba una extorsión para Bankside, que se había instalado anteriormente en
un magnífico palacio bien dispuesto frente al mar y cerca de la vivienda del
millonario.
—Porque trabajas en exceso. Dice tía Emma que estás abusando de tu salud,
y lo mismo cree el médico.
Por el gesto de Arnold Ross conoció su hijo que iba a hacer concesiones.
—Todo lo que quieras; pero puedo decirte que nunca se acaban allí las
codornices.
—Ya lo sé…
—¿Qué te propones?
—Me parecería muy bien que adquirieras el crédito del banco para que los
Watkins puedan seguir en la granja. Es una vergüenza que se arroje a gente así de
su propia casa, después de pasarse la vida trabajando.
—Lo sé, hijo; pero nunca podremos desprendernos de ellos, si les ayudamos
ahora.
—Creo que te equivocas; los Watkins son muy dignos. La señora de Groarty
dice que no aceptarán tu dinero, como no lo aceptó Pablo… Pero no pueden
impedir que tú compres la hipoteca al banco… Hay otra solución: compra la tierra,
y la cedes a Watkins en arrendamiento. Un tío de Pablo dijo que vio petróleo en esa
finca.
Habló así Arnold Ross, que se alejó momentos después, mientras pensaba:
«¡Qué ocurrencias le nacen a este chiquillo en la cabeza!».
III
El valle de San Elido linda con un páramo y hay que atravesar una zona de
tierra desnuda para llegar a él: rocas cocidas por el sol, con escasas, grises y
polvorientas plantas esteparias. Se pasaba por una carretera muy cuidada y
pavimentada. El país sirvió de tránsito para las caravanas, que en otro tiempo lo
recorrieron con fatiga y peligro.
Sujeto al estribo del automóvil se veía un paquete grande cubierto con tela
impermeable: era una tienda de campaña. Bun se sentía en plena ráfaga de
felicidad ante la perspectiva de vivir a la intemperie, como los hombres de diez mil
años atrás. Sostenía con cada mano una escopeta de repetición, que no
abandonaba. Le gustaba el contacto de las armas; por otra parte, no era legal
llevarlas en estuches o fundas.
Cerca del borde del valle se bifurcaba un camino polvoriento que tenía esta
indicación en un cartel: «Paradise, ocho millas».
—Está con las cabras allá abajo. No es fácil dar con él. ¿Tienen ustedes
intención de llegar allí esta noche?
—Eso es lo de menos —contestó Arnold Ross—. Podemos acampar en
cualquier parte.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes.
Siguieron la marcha.
—¡Me gustaría vivir aquí, papá, y montar a caballo como ese hombre!
Sabía que el deseo impresionaría a su padre, porque el jinete tenía el aspecto
que, según el magnate, convenía a un hombre: alto, fuerte, moreno y rojizo como
un indio. No sería difícil convencer al padre para que comprara la propiedad.
—Oye, ¿sabes lo que se me ocurre? Sería fácil hallar aquí petróleo, pero, de
todas maneras, no hables de eso con nadie, con nadie absolutamente. ¿Lo oyes?
Puedes referirte a Pablo, pero no se te ocurra mentar el petróleo. Deja que lleve yo
el asunto por mi cuenta.
—Sí, hermano.
Era una voz débil, insegura y doliente, que hizo estremecer a Bun. Sabía éste
que aquella voz acostumbraba a susurrar en extrañas lenguas por gracia divina, y
que todos los miembros de la familia podían empezar la danza mística de un
momento a otro.
—Vamos cazando —explicó el padre—, y nos han dicho que éste es un buen
paraje para acampar. ¿Hay agua?
—Vamos a ver si por ahí, fuera de las veredas, hay algún árbol grande que
pueda darnos sombra…
Otra vez se impresionó Bun, porque Elias era un ser privilegiado a quien
había bendecido el Espíritu Santo y podía hacer cosas maravillosas. ¿No había
curado a la señora Bugner con sólo ponerle las manos encima?
IV
Subió Elias por el sendero; detrás iba el coche y Watkins padre siguiéndolos
a corta distancia.
El roble tenía al pie una porción de terreno despejado. Arnold Ross situó el
coche de manera que los faros proyectaran luz sobre el árbol. No hay que temer a
la oscuridad cuando se tiene un coche bien provisto.
Se deslizó Bun al suelo y se dispuso a sacar la tienda de campaña, que se
desenrolló en un periquete. Parecía que el bulto contenía objetos de magia. La
tienda era de seda impermeable, y tan ligera, que podía ir en un paquete no mayor
que el que forma un traje de hombre. Sacó también Bun el bastidor o armazón de la
tienda, formado por varias pértigas articuladas; también figuraban en el
espléndido equipo de campo unas estaquillas y una azuela que podía servir para
cortar y clavar; no faltaba el surtido obligado de tres tirantes, además de una
cubierta impermeable, dos almohadas y dos colchones neumáticos; una maleta con
utensilios de aluminio que encajaban uno con otro y tenían el mango desmontable;
caja y fiambreras del mismo metal, divididos en compartimientos.
Bun se fijó con avidez en la muchacha, porque había dicho Pablo que era
inteligente. Le ordenó su padre que sirviera unos huevos. Arnold Ross mostró
deseos de comer pan.
—No tenemos pan —dijo Watkins—; no hay tierra para trigo, y el maíz no
madura bien, pero podemos traer patatas.
Les hizo notar el granjero que las noches eran frías y que había escarcha al
amanecer.
Era cosa fácil, porque en las alturas había ramaje seco. Se hizo Elias con unas
brazadas y partió los troncos pequeños, sirviéndose de la rodilla en ángulo. Fue
después a buscar unas piedras, que abundaban extraordinariamente en la finca;
apenas era posible dar un paso sin tropezar.
Arnold Ross invitó a la familia a comer algo. El granjero dio las gracias y dijo
que habían cenado ya.
Cuando Arnold Ross y Bun se tendieron plácidamente sobre las mantas, les
propuso Watkins que Elias montara la tienda.
Reunió Bun sartenes y platos, y Melie, la hija segunda, llevó los utensilios a
la granja.
—Desde luego.
—Sí, hermano.
—A la Verdadera Palabra.
—¡Ese viejo está loco! Si le hablé con rudeza a última hora, ya comprenderás
que era preciso: había que cerrarle la boca.
El código de su padre era distinto del suyo, porque aquél mentía cuando le
parecía conveniente, alegando que muchas personas no estaban dispuestas
siempre a admitir la verdad y hasta no sabían qué hacer con ella. A pesar de todo,
su padre no mentía en presencia de Bun, ni quería que éste mintiera. Su padre
fumaba y bebía una copa de tanto en tanto, pero no quería que su hijo bebiera ni
fumara. ¡Eran muchos contrasentidos!
Sentía frío el jovencito en la cabeza, pero no en el resto del cuerpo. Seguía
fantaseando. Sus pensamientos empezaban a esfumarse, pero de pronto se sintió
completamente despierto. Se movía el colchón y le hacía rodar de un lado a otro.
Tuvo que apoyarse con los codos.
—Ha sido una sacudida terrible, papá; ¿crees que habrá desaparecido
alguna ciudad?
—¡Tienen tan pocas diversiones! Seguramente les gusta exagerar las cosas y
temblar como tiembla la tierra.
Bun quedó, por fin, adormecido. Al abrir los ojos, se distinguía la tenue
claridad del alba tras las colinas. Arnold Ross se dispuso a ponerse el traje de caza,
que era cómodo y de color caqui. Se vistió Bun en unos momentos. El frío pelaba
los huesos. Trepó el hijo a lo alto de una loma próxima y volvió con brazadas de
leña, que encendió, poniendo una cacerola sobre la llama. Apareció Elias con los
platos limpios.
Elias tenía el cabello amarillento y largo, sin peinar; sus ojos eran de color
azul pálido; la mirada parecía la de un jovenzuelo perpetuamente azorado; tenía
cuello largo y muy saliente la nuez. Las piernas eran más largas que los
pantalones, dejando al descubierto los zapatos sin calcetines. Permanecía ante los
excursionistas como ensimismado, fijándose en la indumentaria ciudadana y
tratando de bucear en las almas.
Arnold Ross estaba muy ocupado friendo jamón y huevos, y contestó que
deseaba leche recién ordeñada para desembarazarse de la mística oficiosidad de
Elias.
Bun sólo tenía una vaga idea de la concupiscencia, pero recordaba que su
padre había mentido tranquilamente poco antes del temblor de tierra. ¿Qué
augurio no deducirían los Watkins si se enteraran?
—¡La vida es triste en estas soledades, señor! Sólo tenemos el consuelo del
Evangelio, que nos compensa y nos enardece.
VI
Llevó las codornices que le dieron a la granja; había allí un tajo para
despedazarlas, y agua abundante. Bun se sentó para descansar, recostóse luego,
levantó las piernas al nivel de la nariz, y llamó a su padre.
—¡Petróleo!
—¿Estás seguro?
—¡Mira!
—¡No, papá! Fíjate; está empapada la suela. ¿Cómo hubiera podido meter
las botas en el equipaje sin darme cuenta? He debido pasar por algún charco de
petróleo. ¿Será que después del temblor de tierra ha subido por alguna grieta
abierta?
Examinó Arnold Ross las botas, y empezó por advertir, con su cautela de
siempre, que no era prudente hacerse ilusiones; se hallaban con frecuencia rastros
de petróleo cerca de la superficie del terreno, pero generalmente se trataba de
existencias limitadas y de escaso valor.
—A pesar de todo —añadió—, no hay que pasar por alto esta circunstancia.
Después de comer, haremos el mismo camino, por lo que pudiera ser.
El sueño de Bun podría, tal vez, ser una realidad. ¿No quería adquirir su
padre terrenos petrolíferos en los que pudiera ejercer pleno dominio? ¿Acaso no
demostraba el millonario, como dos y tres son cinco, que explotar una concesión
petrolífera pagando al dueño de la tierra la sexta parte del beneficio, equivalía a
desprenderse de la mitad neta de las ganancias, ya que era preciso costear los
sondeos por cuenta propia, subvenir a la conservación de los pozos y procurar la
venta del producto? El socio se embolsaba bonitamente la mitad del rendimiento
líquido, sólo por ser el titular de la tierra petrolífera. ¡Quién sabe si algún día
llegaría ser posible tal acumulación de negocios en terrenos propios,
convirtiéndose su padre en rey de un Estado petrolífero! …
¿Cómo descubrir esos terrenos? Tal era la idea fija de Bun. Había vivido, a
pesar de sus pocos años, como un bravo que ama la aventura. Tropezaba en el
suelo, y salía petróleo. ¿Qué era lo más conveniente? Ocultar el rastro, comprar las
fincas vecinas y constituir una empresa grande; Bun podría participar como socio,
naturalmente. Y no era fácil que el negociante en cierne hallara petróleo en
cualquier cueva, que lo obtuviera a costa de esfuerzos inauditos. Estas y otras
hipótesis danzaban en la imaginación de Bun; todo le parecía natural y se
confesaba que no había pensado nunca en la extraordinaria eventualidad de que
un temblor de tierra abriera unas grietas para que manara petróleo, en el preciso
momento en que su padre cazaba codornices por aquellos andurriales.
Estaba tan excitado que apenas saboreó la comida: patatas fritas, un plato de
nabos y un guiso de codorniz. Arnold Ross apuró un cigarro y salieron del
campamento. Iban mirando al suelo y se paraban de vez en cuando para discutir la
exactitud del itinerario. Apenas recorrieron media milla, las codornices echaron a
volar. El millonario las mató al vuelo, y cuando iba a buscarlas, gritó a su hijo:
—¡Aquí, aquí!
—¿Están muertas?
Se arrodilló Arnold Ross para empapar los dedos, que examinó después a
plena luz. Rompió una raíz alargada que se veía cerca, en un arroyo, y la introdujo
en la hendidura del terreno que manaba petróleo; quería saber la profundidad.
—Sí, sí, seguro; es petróleo… Creo que no estará de más que compremos la
finca.
—A ver, a ver cómo se presenta el asunto. Y ahora, ¡boca cerrada! Que nadie
sepa absolutamente nada, ni siquiera cuando el campo sea mío… Me convendrá,
seguramente, redondear la propiedad adquiriendo las fincas vecinas, y no creo que
sea difícil… Unas rocas como éstas se compran en buenas condiciones.
—Pagaré la tierra, hijo mío, pero no el petróleo. Si le hago una oferta alta,
sospechará, y tal vez se niegue a vender. ¿Qué va a hacer Watkins? ¿Puede meterse
en trotes? En un millón de años el petróleo no sería nada para él, y suponiendo que
con ese carácter que tiene llegara a triunfar, a su edad, ¿qué haría ese viejo chocho
con el petróleo que sacara de la tierra y con el dinero que sacara del petróleo?
Sabía Bun que el propósito de su padre era firme, y que no podría oponerse,
pero no dejó de plantearse un grave problema moral, que sería para él una
obsesión en adelante. ¿Qué derecho tenían los Watkins sobre el petróleo dormido
en su finca?
—¿Quiere usted que entremos en la casa? Deseo hablar con usted y con su
señora.
VII
Remontó Bun el arroyo, para hacer algo, y vio en lo alto de una cuesta el
rebaño de cabras. Se fijó bien, y vio a Ruth sentada sobre una roca. Llevaba las
piernas desnudas y la cabeza al descubierto; el vestido, viejo y apedazado, era de
percal; crecía Ruth deprisa para que resultara holgado o siquiera ajustado. Era
delgada; a pesar del color moreno, como estaba anémica, en su cara no entraba la
menor cantidad de rojo. La frente era redonda, abombada, los ojos azules, como
todos los de aquella familia, y llevaba el pelo liso, sujeto por detrás con un trozo de
cinta vieja.
Cuando Ruth vio a Bun se inmutó un tanto. No era corriente que llegaran
forasteros a la finca. Pero Bun podía hablar de Pablo, cuyo nombre era un sortilegio
para Ruth, la hermana predilecta.
—¿Dónde?
Bun contó la primera entrevista que tuvo con Pablo, sin aludir ni
remotamente al petróleo, y poniendo en la narración el caluroso sentimiento de
amistad que le unía al vagabundo.
Era Ruth muy seria y concentrada. Las impresiones más fuertes se hacían
profundas en ella, sin dejar que apareciera nada en la superficie. Bun sabía que a
pesar de la reserva de Ruth, ésta quería extraordinariamente a su hermano.
—Ni tal vez lograra conocerle si le hallara por ahí. ¿Sabes algo de él?
—Tuve tres cartas escritas desde sitios diferentes. Dice que vendrá a verme,
pero a mí sola. Tiene miedo de nuestro padre.
—¿Qué le hacía?
Pero no era aquello lo que quería decir, sino lo que dijo momentos después:
—El que he recibido en cuatro cartas con las señas de aquí y cinco dólares en
papel, que venían en cada carta. Mi padre decía que los enviaba el Espíritu Santo,
pero eras tú.
Ante aquel ataque decisivo, no tuvo Bun más remedio que confesar de
plano, haciendo un signo afirmativo con la cabeza. Dio las gracias Ruth con
palabras que eran más bien un murmullo entrecortado, un tartamudeo.
Y contó luego que Arnold Ross iba a comprar la finca, a rescatar la hipoteca
y a dejar que la familia Watkins siguiera viviendo en la granja mediante una cuota
muy reducida.
Este ardía como una llama viva, y no ciertamente por Ruth, tan sensible y
sentimental, sino por el cúmulo de problemas morales que se le presentaban día
tras día.
«La verdad es que mi padre vino aquí porque le indiqué el deseo de ayudar
a la familia Watkins, y si no hubiera petróleo, mi padre compraría también la finca,
aunque hubiésemos tenido que discutir para convencerle».
«Mi padre no sabe cómo pueden gastar el dinero los Watkins… Muy
sencillo. Ruth está aquí, en el campo, y lleva las piernas desnudas. ¿Por qué otras
mujeres lucen medias de seda como mi tía Emma? Y no sólo medias de seda; mi tía
recibe corsés de París, que guarda en el escaparate de drogas y menjunjes. ¿Por qué
no viene aquí tía Emma, con las piernas desnudas, a apacentar cabras?».
VIII
—Vamos a Paradise… Cámbiate antes las botas… Que nadie pueda ver el
petróleo…
El jefe de la familia estrechó la mano de Arnold Ross y dijo que ya sabía que
Dios le protegería. El comprador explicó que, en efecto, era una especie de enviado
celestial y que lo sabía por revelación de la Verdadera Palabra. Watkins se prestó,
pues, con docilidad, a cuanto el Señor le ordenaba por boca del potentado.
Arnold Ross se decidió a poner en orden los asuntos de aquella familia.
Nada de dar dinero a los misioneros. El Señor ordenaba que se empleara en nutrir,
vestir y educar a la prole. El importe de la tierra se depositaría en un banco, y
proporcionaría una pequeña renta, quince dólares al mes, aproximadamente, en
vez de tener que pagar diez dólares mensuales por intereses de la hipoteca. El
Señor ordenaba, además, que el depósito figurara en el banco a nombre de los
hijos. Pablo tenía, pues, que agradecer a Bun que le hubiera salvado su parte.
Dijo Watkins que Pablo era una oveja descarriada, indigna de la misericordia
divina. Replicó Arnold Ross que por descarriada que estuviera una oveja, el Señor
podía llamarla al buen camino. Los esposos Watkins aceptaron, complacidos, la
revelación de la Verdadera Palabra, y convinieron, sin discusión, en las cláusulas
de la escritura con el magnate.
Estaba sentado Hardacre con los pies sobre la mesa y un cigarro en la boca
esperando su presa. Parecía una enorme y voraz araña. No se dejó engañar por los
trajes de campo que llevaban los visitantes y comprendió que se trataba de gente
acaudalada, por lo que apartó los pies de la mesa y, levantándose, saludó a los
recién llegados.
Se sentó Arnold Ross; empezó a hablar del tiempo y del reciente temblor de
tierra, declarando, por fin, que tenía un pariente a quien convenía la vida al aire
Ubre, porque no estaba bien de salud. Contó que acababa de adquirir la propiedad
de Abel Watkins, y que el pariente enfermo quería dedicarse al negocio de ganado
cabrío en gran escala. ¿Se podía contar con terrenos contiguos a la finca adquirida?
Contestó Hardacre, sin vacilar, que podía venderle cuanta tierra quisiera:
estaba en venta la finca de un tal Bandy. En un plano que el corredor sacó de la
biblioteca, marcó la propiedad: unos mil acres de terreno rocoso y barato.
—Desde luego, pero no estoy seguro de que podamos actuar con reserva.
Hay que hablar en exceso y perder muchas horas antes de que pueda ultimarse un
contrato. Por otra parte, estos pueblos son pequeños; todos se conocen, y hasta se
espían.
Hardacre acabó por decir que se avenía a todo, pero que en el caso de verse
abandonado por Arnold Ross, tendría que declararse en quiebra.
Contó Arnold Ross unos billetes, hasta llegar a la suma de mil dólares, y dijo
al corredor que no perdiera ni una hora de tiempo.
—¿Qué más?
—¡Ya lo creo!
Pasó poco después un joven alto, robusto, aunque algo encorvado. Llevaba
sombrero de paja. Al cruzarse con ellos, les miró de manera altiva y apenas inclinó
la cabeza para contestar al cordial saludo de Arnold Ross.
Bun pudo ver a Ruth más tarde, junto al cercado de las cabras. Miró ella
tímidamente en torno para asegurarse de que nadie podía oírla, y murmuró:
Había llegado sin avisar para ver a su hermana, y entregó a ésta quince
dólares que tenía ahorrados.
—Según él, vender las cabras, pagar al banco, y cultivar fresas como hacen
otros, para ser independientes.
—¡Qué orgulloso es! No parece sino que hayamos dado una limosna…
—¿Sabes que aquel hombre que pasó junto a nosotros a pie era Pablo? —
dijo, después, Bun, a su padre.
Los jóvenes de ambos sexos constituían grupos con espíritu de clase, grupos
que se subdividían, a su vez, formando asociaciones secretas, a pesar de
terminantes y repetidas prohibiciones.
Había siempre algo, sin embargo, que le aislaba de los otros; algo reservado
y extraño que tenía en él poderosas raíces. No en vano era, a pesar de su corta
edad, un hombrecito que sabía cómo se negocia con petróleo.
Antes de entrar en el colegio discutió con su padre, teniendo con éste la que
llaman los mayores «una conversación seria». La entrevista fue algo
desconcertante. Ante todo, iban a comprarle un coche a Bun, y había que pactar.
Nada de consentir que ningún amigo llevara el volante, ni correr a más velocidad
que la legal, lo mismo en el campo que en la ciudad.
¿No era aquello una injusticia? ¿Por qué el padre prohibía al hijo lo que
hacía él?
Salió al paso Arnold Ross: cuando se llega a la edad madura, es fácil darse
cuenta del peligro y, además, se justifica la prisa con los negocios. Bun, en cambio,
no tenía más obligación que ir temprano a la escuela y conducir por pasatiempo.
Podía llevar amigos en el coche, aunque sin tolerar que otros condujeran. No
era prudente instalar un garaje para los colegiales. Que repitiera Bun a todo el
mundo lo que le decía su padre. Tenía que comprometerse a no beber alcohol hasta
los veintiún años.
Tenía Bun cierta predisposición a confiar en las mujeres, por lo que convenía
darle saludables consejos. Le contó su padre la vida de algunos jóvenes de familias
ricas que se arruinaron, con escándalo público y deshonor para los padres. No
podía pasarse por alto la cuestión de las enfermedades. Las mujeres de vida libre
podían estar enfermas; si le ocurría algún percance, era preciso buscar al médico
inmediatamente.
Pensaba Bun que el discurso de su padre no le aludía a él. Sabía que hay
jóvenes libertinos; él no lo era, ni pensaba serlo.
Cuando hacía mal tiempo, la pareja se veía en casa de Rosa, cuyos padres
tenían la manía de coleccionar estampas inglesas. Las había en las paredes y en las
mesas: siglo XVIII, caballeros vestidos de rojo, cazando en bosques seculares con
jaurías de raza; rubicundas mozas que servían cerveza clara a unos bebedores con
grandes pipas, junto a la portalada de una venta. Bun daba la razón a su novia y
calificaba aquellas estampas de verdaderamente «maravillosas». En plena
adolescencia, el enamorado lo contemplaba todo con éxtasis. Le bastaba comprarse
un sombrero de paja para elevarse al quinto cielo si encontraba a Rosa en la calle y
hacía los ingenuos comentarios que con tanta delicia esperaba el colegial.
II
Arnold Ross viajaba solo, a no ser que el viaje coincidiera con el fin de
semana. Disponía Bun de parte del sábado y del domingo y tenía, además, alguna
temporada de vacaciones. En estos casos acompañaba a su padre, pero si se trataba
de un viaje inaplazable, y Bun tenía que ir al colegio, el magnate renunciaba, no sin
pena, a la compañía del heredero. Al regresar, hacía que Bun le explicara
menudamente lo ocurrido mientras duraba la ausencia.
—Lo único que puedo decirte es que si hay quien me tome por topo, le
demostraré que se equivoca de medio a medio.
III
Para los negociantes como Arnold Ross, la guerra tenía una significación
especial. Podían ganar dinero por partida doble: traficando con los aliados
directamente, y con las potencias centrales por mediación de agentes en Holanda y
Escandinavia. Pusieron el grito en el cielo cuando los ingleses trataron de impedir
el aprovisionamiento de Alemania valiéndose del bloqueo.
—Eso son tonterías —dijo Arnold Ross—. ¿Qué culpa tengo yo de que en
Europa se empeñen en romperse la crisma? Si los beligerantes hacen demandas,
que las paguen al precio del mercado.
Cuando iban a verle los especuladores y trataban de convencerle de que con
su gran base financiera podía el millonario comprar calzado, barcos, lacre, o
cualquier otra cosa, para centuplicar el capital, contestaba que su único oficio era el
de buscar petróleo.
Mientras los hombres al otro lado del mar se arrancaban los ojos y las
entrañas y vacilaban entre el lodo de las trincheras, brillaba el sol de paz en
California. Bun tenía frente a él, en las gradas del campo deportivo, dos millares de
colegiales que gritaban para ensordecer a los jugadores.
Volvía Bun a casa con poca voz para relatar el partido, pero radiante,
apasionado y alegre. Hacía resaltar Emma que Bun seguía la moda y que la familia
iba situándose convenientemente en la vida mundana.
Desde que podían contar con un ingreso de quince dólares al mes, en vez de
tener que desembolsar diez, estaban mucho mejor.
Padre e hijo salieron a cazar codornices y volvieron con un saco lleno de
volatería. Al mismo tiempo observaron los rastros de nafta, que estaba endurecida,
cubierta de arena y polvo.
Explicó que iba allí en lugar de Elias porque éste cuidaba a la señora Puffer,
enferma de jaqueca. Elias había hecho mucho bien con sus curas, lo que producía
en la zona cierta excitación, acudiendo muchos enfermos para que aquél les
impusiera las manos.
—¿Con la mano?
Por lo que decía Ruth, sospechó Bun que la joven no estaba tan disgustada
como él mismo.
—¿Qué libro era el que leías?
—No.
—He oído hablar de ese libro —dijo el padre—. El autor es un tal Tom Paine,
que tuvo un papel preponderante en la Revolución americana. No he leído el libro
ni tengo muchas referencias, pero sí la seguridad de que Watkins se hubiera
sentido ultrajado por el solo hecho de consentir que se leyera. Si Pablo se aficiona a
tales lecturas, es porque ha «corrido» mucho.
No podía Bun conformarse con tales interpretaciones. Era sacar las cosas de
quicio aprobar la vocación de disciplinante que demostraba el «hermano» Watkins.
Toda la tarde habló del caso: debía haber una ley para que no pudieran ocurrir
tales cosas. Arnold Ross dijo a Bun que la ley no intervenía más que en el caso de
que los castigos fueran crueles y excesivos.
—Lo que podías hacer es valerte de la influencia que tienes con el viejo.
—De nada serviría querer razonar con un zoquete como Watkins. Cuanto
más discutamos, peor… y peor para Ruth. ¿No ves que si tengo alguna influencia
con Watkins se debe a que me cree hombre de convicciones religiosas, que tienen
cierta afinidad con las suyas?
—Lo que nos interesa, hijo mío, es fundar una religión nueva.
IV
Watkins saludó amablemente a los dos personajes. Dos de las hijas les
cedieron las sillas en que estaban sentadas, y se acomodaron en un rincón sobre
cajas de madera.
Los Watkins, hijos y padres, fijaron los ojos en el magnate. Parecían estatuas.
¿Qué significaban aquellas palabras?
Hablaba Arnold Ross con tal solemnidad, que Bun estaba aturdido. ¿Pues no
se expresaba su padre con la elocuencia de un misionero?
—Aquí, en esta granja, sin ir más lejos, vivía un hombre de pocos años y
excelsas condiciones —siguió diciendo el magnate—. Ese hombre, a quien se arrojó
de Paradise, personifica el verdadero espíritu de la Tercera Revelación. Conozco
sus pensamientos, he podido ver sus ojos azules y su cabello rubio. Gracias a mi fe
en la Verdadera Palabra adivino en él al mensajero que esperamos anhelantes. Es
de estatura aventajada y tiene voz profunda, como un trueno, el mensajero del
cielo, el que anuncia a los hombres la Buena Nueva de la libertad.
Elias, en cambio, no las tenía todas consigo, porque miraba al magnate como
desafiándolo. Se levantó de la silla el curandero, y empezó a gritar.
Elevó Elias los brazos como un poseso y Watkins se levantó, al conjuro de las
frases proféticas, gritando estentóreamente:
—¡Gloria, gloria!
Abel Watkins se enardeció, tendió los brazos como si fuera a volar, y gritó
con fuerza:
Atravesaron un arroyo que corría por una de las fincas propias, y vieron, con
sorpresa, que tenía una casita muy bien situada, con porche rodeado de arbustos,
que, en primavera, estarían cuajados de flores color púrpura.
Se veían muchos topos. Según Arnold Ross, era un buen augurio para luchar
con Bandy.
—Vámonos, Bun, sin ver otro torbellino como aquél. ¡Qué degradación!
—¿Has oído? Repite las mismas palabras que dijiste tú en la granja. ¿Crees
que es sincero?
Antes de marchar se las ingenió Bun para tener una entrevista con Ruth, y
expuso a su amiga lo que tenía pensado.
Tenía Ruth la misma edad que Bun, ya que ambos iban a cumplir dieciséis
años.
—Dentro de poco tiempo serás mayor de edad, y podrás obrar con entera
libertad, Ruth… Sé por mi padre, que a los dieciocho años se puede prescindir de
los padres… No tengas miedo; te reúnes con Pablo y os instaláis en la casita. ¿A
qué andar rodando por el suelo «dejándote llevar»? Lo que importa es que te
instruyas mientras vas creciendo junto al hermano a quien tanto quieres. Te
liberarás de Elias y de sus pretensiones de profeta, porque si ese energúmeno odia
a mi padre, te aseguro que mi padre le corresponde.
VI
—Es que fui yo quien descubrió aquella tierra de promisión, aparte de que
deseo saber algo de Ruth y de Pablo; hasta me intrigan los sermones de Elias y su
Tercera Revelación.
Llegó una carta del agente Hardacre comunicando que Bandy, padre, había
sido víctima de un accidente: le acometió un toro en el campo y estaba grave.
Añadía el agente que el hijo no se avendría a vivir en la finca y que,
probablemente, se iría a la ciudad. ¿Insistía Arnold Ross en comprar aquella
hacienda?
Escribió Arnold Ross otra carta a Watkins para que hiciera limpiar la casita
de Rascum, que ocuparía temporalmente con su hijo; dijo a éste que hablara con
Emma y compraran lo necesario para que pudiera haber todas las comodidades
posibles en el refugio: muebles, utensilios de cocina, conservas.
No hay que decir con qué alegría cumplió Bun el encargo de su padre. La
instalación serviría para que Pablo y Ruth vivieran en la casa. Cuando se es hijo de
millonario, cuesta poco convertir una ilusión en realidad.
Explicó Pablo que había llegado la víspera para ver a Ruth, que deseaba
puntualizar las cosas con su padre. Tenía ya diecinueve años y le parecía tiempo de
obrar por su cuenta.
—No está para pegar a nadie. El reuma va de mal en peor, y tiene el genio
más avinagrado que nunca. Me dijo que no le molestara y que ya rogaría por mí
aunque me fuera con el diablo.
Notó Bun que Pablo no llamaba a su padre con el diminutivo familiar, y que
hablaba correctamente; era un hombre instruido.
Comieron los cuatro. Arnold Ross quiso que se sentaran Ruth y Pablo, y
celebraron un verdadero festín.
Bun quiso conocer con detalle la vida de Pablo; recordó las circunstancias
que mediaron al conocerse y echó en cara a su amigo que aquella noche no quisiera
escucharle. Se habló luego de la señora de Groarty y de sus acciones, depreciadas,
inservibles casi.
Sabía Pablo, por su hermana, que Bun había enviado alguna cantidad a la
señora de Groarty. Dio las gracias, y prometió que se la devolvería.
Terció Arnold Ross y dijo que la observación de lo que ocurre con la raza de
los caballos podría aclarar el problema, con lo que Pablo estuvo conforme y ofreció
a su interlocutor un libro que tenía, diciéndole que le interesaría mucho.
—Viviré cerca del pabellón y Ruth vendrá a verme hasta que nuestro padre
se acostumbre a la ausencia y podamos estar juntos al frente de todo.
No podían irse, los dos a la vez, de la casa paterna. Elias pasaba fuera la
mayor parte del tiempo. El negociante se enteró de los incidentes que provocaba en
la comarca la manía religiosa del curandero.
Poco después de que Elias predicara en Paradise, llegó a conferenciar con él
una comisión de fieles de Roseville. Dijeron que había llegado a sus oídos la fama
del curandero, y que fuera a hablar a Roseville.
No se hizo rogar Elias. A medida que pasaban los días adquiría mayor
audacia. Alguien le ayudaba en las peregrinaciones porque usaba automóvil en sus
correrías. Tras el coche llevaba un haz de muletas que se exponían ante los
congregantes; casi siempre aumentaba el número de muletas en cada viaje, y
también la recaudación, copiosa y pronta, que Elias percibía como administrador
de los asuntos celestiales. Tenía el título de «Profeta de la Nueva Revelación». Por
él se sabría la hora en que Cristo volvería a la tierra.
VII
Les dijo Hardacre que tenía una oferta de Bandy, quien pedía veinte mil
dólares por su finca.
—Lo que ocurre es que sabe que usted es un negociante de petróleo, y cree
que va a hacer sondeos.
—Pues dígale que empiece por buscar quien sondee en su tierra, y que, en
tal caso, yo sondearé en la mía. Entretanto, mi propiedad será un coto de
codornices y procuraré que haya todas las que permite la ley en los cazaderos. Lo
más que estoy dispuesto a pagar es doce mil dólares. Si Bandy rechaza la
proposición, no quiero oír hablar más del asunto.
—Escribe Pablo que Ruth se va a vivir con él, de modo que no tendremos
donde alojamos cuando volvamos. Vamos ahora mismo, y construyamos el
pabellón inmediatamente.
Arnold Ross iba perdiendo agilidad a medida que se hacía viejo. Podía
sentarse en la glorieta, bajo las enredaderas, vestido con un traje ligero, mientras
Bun y Pablo trabajaban. Si su padre no se avenía, Bun hablaría con el doctor
Blakiston.
—Sí, hijo mío, haré lo que quieras, incluso adoptar a la pareja de Watkins,
que es tu debilidad…
Lo más asombroso era que Pablo había hecho trasportar sus libros al
pabellón. La mayor parte de los tomos estaban en cajas, porque había poco sitio,
pero Pablo construyó una librería con madera de embalar, y allí estaban Haeckel,
Renán y otros autores absolutamente funestos, enemigos del alma. Watkins padre
había perdido los ánimos de otro tiempo; la oveja descarriada era ya mayor; Elias,
por otra parte, no podía curar el reuma de su padre.
—¡Fíjate, papá! ¡El sermón de santa Lucía! Se dice que la gente se entusiasmó
oyendo decir a Elias que tenía la misión de construir el Tabernáculo de la Tercera
Revelación, todo él de mármol blanco como la nieve, con un frisa o relieve en oro.
Ocupará una manzana entera en Angel City, y tendrá las dimensiones que fija
Elias, porque se le han revelado en un sueño.
Vieron a Hardacre, quien les dijo que Bandy arriaba velas, y se iba con sus
padres a la ciudad.
—¿Y mi oferta?
—La acepta.
Entregó Arnold cuatro mil dólares contra el escrito firmado por los Bandy, y
dijo que pagaría los restantes ocho mil cuando se otorgara el documento definitivo.
Aplacados los nervios de Bun, se puso éste a trabajar como peón en las obras
de carpintería. Se hubiera sentido feliz a no ser por una grave aprensión: ¿En qué
términos comunicaría a los dos hermanos la noticia de que se iba a sondear?
¿Juzgarían ellos a Arnold Ross por el hecho de haberse valido éste de una falsedad
para adquirir la tierra de Watkins?
Ocurrió entonces algo que apenas sucede dos veces en mil años. Hacía tres
días que los Bandy habían firmado el compromiso de vender su tierra, cuando
Melie Watkins, la hermana menor de Ruth, llegó al pabellón con capucha azul y
una noticia sensacional: el anciano Wrinkum había estado en la granja de Paradise,
explicando que una gran empresa, la Excelsior Petroleum Company, se quedaba
con el terreno de Cárter, al otro lado del valle, a una milla en dirección oeste de
Paradise, y trataba de hacer sondeos. Arnold Ross supo de la sensacional noticia y
llamó a su hijo y a Pablo, que estaban colocando el entarimado del pabellón.
Acudieron ellos con Ruth, y se miraron unos a otros, tras unas palabras de
asombro.
—Mi tío Eby decía que no faltaba aquí petróleo —afirmó Ruth.
—¿Es posible?
Llegó Banning, el geólogo, y lo primero que hizo fue asestar un mazazo a las
ilusiones de Bun, diciendo que Arnold Ross no se equivocaba al atribuir poca
importancia al rastro de nafta hallado a flor del suelo. Las arenas petrolíferas
podían estar a cien o a doscientos pies de profundidad, pero no había garantías
para asegurar que fueran de valor estimable. Se podían hacer pruebas con uno de
los aparatos pequeños de sondeo que se usan en Pensilvania.
Recorrió las colinas con el magnate y Bun. Estudiaron las depresiones del
terreno, eligiendo, por fin, el flanco de una colina de la finca que cultivaba Watkins
padre, no lejos del sitio donde dialogó Bun con Ruth, cuando guardaba ésta el
rebaño de cabras.
Los cónyuges Carey abrieron los ojos desmesuradamente cuando les habló
Arnold Ross de un bosque de grúas petrolíferas que se alzaría cerca de allí. La
realización del negocio sólo dependía del buen estado de las carreteras. Era
evidente que no se podía hacer el transporte de material pesado por una vereda
ganadera, que aquel mismo día fue causa de una avería importante en su coche.
—Haré lo que pueda por mi parte, señor mío, pero ya comprenderá usted
que los asuntos públicos no pueden resolverse en un santiamén. Es preciso emitir
obligaciones y obtener, por elección, la legalidad de los gastos.
—Comprenda que no hago más que indemnizarle por el tiempo que emplee,
y de ninguna manera intento que altere usted el sentido de la resolución legal.
Volveremos a vernos; tal vez me vea en su finca, algún día, a salto de mata.
—Hay que distinguir entre teoría y práctica. Esa señora no ha tenido que
hacer, seguramente, ningún sondeo, ni tampoco ha hecho trasladar material
pesado por caminos ganaderos. Lo que importa a la profesora es sentarse en una
poltrona para pronunciar palabras grandilocuentes: «ideal», «democracia»,
«servicios públicos»… ¡Qué fastidiosa es la enseñanza oficial! Las gentes que
enseñan jamás han hecho nada, ni tienen conocimiento real del mundo.
Explicó Arnold Ross la diferencia entre los negocios públicos y los privados.
En la empresa propia, es uno mismo el patrón, y puede obrar libremente, pero si se
tropieza con la autoridad, se es víctima de intromisiones, inercia y despilfarro. ¿Y
aún había seres embrutecidos, obstinados en reclamar la propiedad única para el
Estado? Cuando esos seres consigan su objetivo —seguía diciendo el magnate del
petróleo—, será preciso suscribir una docena de instancias y esperar la decisión de
los funcionarios, antes de comprar una miga de pan.
—En la vida que llevas, Bun, puedes aprender lecciones de ciudadanía, que
harás bien en trasladar a la profesora. Si crees que vamos a conseguir la reparación
de la carretera sin dar propina al hortelano Carey y a otros de su ralea, estás en un
error.
En efecto: pasaron dos días y habló por teléfono con Carey. Comprendió
Arnold Ross que el funcionario había cambiado impresiones con sus colegas y que
se manifestaba alguna oposición. Como habían surgido muchas protestas por el
derroche de fondos, y la Junta cesaba en otoño, nadie quería comprometerse. La
Junta se reuniría al cabo de una semana, y si Arnold Ross contaba con alguna
influencia, llegaba el momento de emplearla.
—Ya ves, Bun, qué ejemplos de ciudadanía. ¿Sabes lo que significa la actitud
de Carey? Pues, sencillamente, que los restantes miembros del Consejo se llaman a
la parte y quieren cobrar. Voy a pagar de una vez, una gran cantidad y deprisa,
antes de que la empresa rival se dé cuenta de lo que sucede. Es nuestra única
salida, y tengo una idea.
—En primer lugar, iría yo a ver a Jake Coffey; luego volvería a casa, y
descansaría —dijo, sonriendo maliciosamente.
II
Se había roto el hielo. Coffey aceptó un puro, que cambió por el suyo, medio
masticado, y se sentaron luego los dos para hablar de negocios.
—Por ahora, una carretera hasta Paradise. Sin carretera, no hay sondeo, ni
más ni menos. Hágase cargo de que usted mismo tiene también material pesado, y
que alguna vez lo habrá llevado por esos andurriales.
—Sí, en efecto.
—Tendrá usted el dos por ciento de los gastos de explotación, que ascienden
a cien mil dólares, correspondiéndole, inicialmente, la suma de dos mil dólares. Si
el pozo resulta productivo, llegará a cobrar cinco, diez y hasta treinta y cuarenta
mil dólares. Casos semejantes suceden con frecuencia. Cuento, claro está, con que
seamos amigos, y nos ayudemos, mutuamente, en cuantas incidencias pudieran
presentarse.
—Mire usted, señor Arnold Ross, vamos a hacer una especie de permuta:
prefiero que destine dos mil dólares a los fondos electorales y que me entregue
cinco mil.
Así acabó el coloquio. En una hoja del talonario de cheques escribió Ross
unas palabras ante su firma: dos mil dólares en favor del Comité electoral del
Partido Republicano. Preguntó luego a Coffey si tenía algún cargo oficial.
—De acuerdo.
—Mi hijo es un perfecto aprendiz y sabe lo que son los negocios: esté
completamente convencido de que no ha de hablar nunca de nada que pueda
perjudicarme.
—Los caciques rehúyen destinos y cargos públicos, a fin de tener las manos
libres para los negocios. Carey puede ir a presidio si se prueba que admite dinero;
Coffey, en cambio, no tiene destino en ninguna plantilla, aunque lo maneja todo, y
es imposible perseguirle. Los que regentan cargos públicos suelen ser pobres
diablos que necesitan ganar un sueldo ínfimo, o bien vanidosos insoportables,
amigos de ostentar presidencias, oír aplausos y ver su efigie en los periódicos.
Nunca verás el retrato de Coffey en los periódicos; sus negocios son de trastienda,
y no necesita candilejas ni bambalinas.
III
Aceptó Pablo Watkins, y se entendió con Arnold Ross para trazar los planos.
—Tendrán que hacerse bien las barracas. El pozo lleva el nombre de Bun, y
mi hijo es un reformador social… Creo que trata de dar a los obreros hasta
mantequilla.
Supo, cuatro días después, que la Junta de Obras Públicas había celebrado
una reunión extraordinaria, votando la reparación inmediata de la carretera.
Llegaron los peones con material apropiado, caballos y carros. ¿Cómo había
tantos carros en el condado? Se procedió a remover el suelo y se apartaron con
palancas los bloques de piedra. Un grupo se dedicó a nivelar la tierra con gradas y
no tardó en verse la carretera casi terminada. Llegaron camiones de piedra
triturada, procedente de Paradise. Había máquinas para fijar el firme y rodillos
movidos a vapor para allanarlo. Era verdaderamente maravilloso lo que podía
hacerse con el dinero de Arnold Ross.
Llegó la madera para las barracas. Pablo empezó a trabajar con un equipo de
seis hombres, contratados por teléfono desde Paradise. Si alguno de los operarios
se sentía humillado por estar a las órdenes de un capataz de diecinueve años, el
cheque de veintidós dólares que recibía el sábado amortiguaba la impresión.
Les parecía a los Watkins que su granja era el centro del condado.
Aumentaban los precios de todo lo que vendían y no podían menos de alegrarse,
aunque supieran que el mismísimo Satán andaba por medio. Ruth resplandecía de
felicidad por el éxito de Pablo. Servía a los propietarios y a su hermano. Le sentaba
bien el trabajo. Las mejillas se le colorearon, compró calzado, medias, vestidos
claros y limpios. Bun no dejó de darse cuenta de que Ruth era muy hermosa.
Compartía ella la idea de Bun, de que el negociante era un gran hombre, y le
regalaba con sabrosos manjares de repostería, sin tener en cuenta que Arnold Ross
quería adelgazar.
Al atardecer, acabada la labor del día, cenaban juntos los cuatro bajo las
enredaderas de la glorieta, comentando lo hecho y haciendo planes. El mundo no
era un valle de lágrimas.
IV
Era el tiempo de volver al liceo, que esperaba a Bun con sus profesores
engolados, pero el joven iría antes a visitar a su madre.
Era una pobre víctima, triste y plañidera. Su hijo no podía imaginar que
todos se cebaran en la pobre abandonada, indefensa y acongojada.
—Todos huyen de mí. Hasta mi hija Berta se niega a pasar unos días
conmigo. ¿Qué significa eso?
Se explicó Bun lo mejor que supo. Creía que Berta tenía un carácter especial
y deliraba por la vida mundana… Volaba muy alto, y no tenía tiempo que dedicar
a la familia.
A pesar de los informes de Bun, lo cierto es que Berta tuvo una entrevista
con su hermano para saber a qué atenerse respecto a su madre. Emma había
puesto en antecedentes a su sobrina; y la joven hablaba a su hermano con
franqueza que aclaraba el pasado de los padres.
Se había casado Arnold Ross a los cuarenta años con la niña mimada del
pueblo, creyendo hacer una gran conquista. Tenía en aquella época el comerciante
un bazar. La esposa puso los ojos lejos del campo y trató de arrastrar al marido, sin
conseguirlo, hasta que, por fin la casquivana huyó con un agente de Bolsa de Angel
City, que tenía posición desahogada, y vivió con él, aunque no tardó en
abandonarlo.
La huida de la esposa con el agente libertó a Arnold Ross. Reflexionó éste,
pensando que el dinero es el móvil de las acciones humanas. No ganaba lo
suficiente, y se burlaban de él. ¡Se iban a enterar de quién era él!
—No vale la pena darle más dinero. Pertenece a esa clase de gentes que no
saben reducirse a lo que tienen y andan trampeando. Puedes creer que no soy
mezquino ni vengativo. Tiene suficiente dinero para vivir como soñaba cuando se
casó conmigo. ¿No soy justo? No ha intervenido lo más mínimo en mis éxitos.
¿Qué derecho tiene a aprovecharse de ellos? Si consigue dinero valiéndose de ti,
acabará por hacerme intolerable la vida… Por eso no quiero transigir. Los
acreedores pueden demandar a tu madre por deudas, pero no cobrarán; lo juicioso
viene a ser, pues, cerrar la puerta al crédito; así no se enreda en nuevas trampas. Es
una cuestión espinosa, pero llega la hora de que vayas conociendo a las mujeres. ¡Si
quieren hacerse con tu dinero, ten la seguridad de que llegarán, incluso, a casarse
contigo!
Iba Bun al liceo y tuvo que prescindir del encanto que tenía para él el
torbellino de la explotación. Arnold Ross recibía noticias detalladas y diarias del
capataz, quien se mostraba prolijo por mandato del patrono. Mientras cenaban
padre e hijo, informaba aquél a éste de los incidentes del día.
—No hay que hacerse mala sangre… Tiempo nos queda hasta el fondo del
pozo.
Llegó, por fin, la gran hora de Bun. Pidió vacaciones el colegial, un viernes, y
se las concedieron. No era frecuente que un pozo de petróleo llevara el nombre de
un colegial. Tenía que ir a presionar la palanca y poner en movimiento la
maquinaria.
Estaba Pablo entre los trabajadores, formando parte del equipo. Ruth y su
familia presenciaban la solemnidad. Les saludó Bun con verdadero afecto, incluso
a Abel Watkins, a pesar de la escena de las danzas místicas.
Estaba allí toda la vecindad. Conocía Bun a muchas personas por su nombre,
y en todo caso, las conociera o no, tenía siempre en la boca unas palabras amables.
No faltaba quien se sentía pesaroso por haber vendido la tierra tan barata. ¡Si
hubieran sabido esperar!
Hizo algunas preguntas Arnold Ross, dio una mirada a todo y se disponía a
decir: «Vamos», cuando vio un elegante coche que llegaba por la carretera, a
bastante velocidad. ¿Quién venía en él? ¡Santo Dios! Un joven encorvado, alto,
desgarbado, curtido por el sol, de ojos azules y con un mechón de cabellos color
trigo: Elias Watkins, el profeta de la Tercera Revelación, con cuello almidonado y
corbata negra, traje de paño negro, y un aspecto desabrido como el ademán. Se le
veía dominado por esa mezcla de humildad y orgullo que engendra la profesión
religiosa. Le seguía un señor viejo que ayudó a salir del coche a dos señoras, cuya
indumentaria hubiera podido pasar por la edición femenina de la de Elias. Eran
dos de las nuevas convertidas a la Verdadera Palabra.
—¡Ya, hijo!
—Mira, Bun; está bien que te engañes a ti mismo, pero no que trates de
engañarme a mí.
—¿Qué pasa?
Se sentía Bun sin fuerzas para seguir oyendo. ¿Sería Pablo la víctima?
—No, señor.
—¿Tiene familia?
Miraba Arnold Ross fijamente a la lejanía y nadie decía nada. Era sabido que
el patrono sentía verdadero interés por los obreros y que tenía el orgullo de
atenderles. Bun estaba descorazonado; en su pozo, en el primero que llevaba su
nombre, ocurría una gran desgracia. No se sentía capaz de gozar con la riqueza de
aquel pozo que se había tragado un hombre.
—Ya lo sé, pero es preciso. Después de todo, no hay que pensar que pueda
estar vivo. Ajustad bien el garfio y haced que descienda más abajo del cuerpo de
Joe… Daos prisa… y escarmentad en cabeza ajena… Tú, hijo, lleva el equipaje al
pabellón, y explica a Ruth lo que ocurre.
Fue Pablo a la celda de Joe y se dispuso a hacer inventario de los objetos del
muerto para enviarlos a la viuda. Se hallaron unas cartas en la celda y Arnold Ross
se hizo con ellas. Quiso demostrar el padre a Bun que la vida no era un juego, y le
entregó la correspondencia.
Como Arnold Ross tenía un contrato con una compañía de seguros contra
accidentes del trabajo, la viuda cobraría la correspondiente indemnización. Tal vez
le correspondieran cinco mil dólares, y esperaba el magnate que los colocara en
valores del Estado, sin caer en la tentación de obtener ganancias rápidas
comprando valores industriales o acciones de negocios petrolíferos.
El muerto al hoyo y el vivo al bollo. Dijo Arnold Ross que tenía deseos de
volver a cazar codornices. Se avino Bun a seguir a su padre aunque sin el
entusiasmo de otras veces. En su imaginación se confundían los estragos de la
guerra, el cadáver de Joe Gundha y las codornices.
VII
El negocio iba muy bien. Estaban a dos mil pies de profundidad en blanda
arcilla. No había habido incidentes.
Excelsior Pete era una broma familiar. Emma creía que se trataba de un
nombre propio, Peter, y como conocía las reglas del bien hablar, lo pronunciaba
según creía correcto.
—¿En Paradise?
—Muy sencillo; he gastado cien mil dólares para complacer a mi hijo, que
podrá ejercitar su aprendizaje en terreno propio. Ahora resulta que Bun me enseña
a mí.
—Respecto a los hijos, lo único que puedo decir es que deseo que pierdan si
juegan, porque así escarmientan.
—Bien; pero es que arriesgo algo muy serio en el juego: el alma de Bun.
Tres días antes de Navidad sonaron las palabras mágicas: se había llegado a
las arenas petrolíferas. Era prematuro decir nada más; se había sacado una
muestra, y eso era todo.
Era preciso parar el coche a un cuarto de milla del pozo. Desde allí se oía el
estruendo de la Excelsior Pete, que era una catarata.
La perspectiva visual era una nube negra. Soplaba viento fuerte, y la cortina
negra se extendía progresivamente. Quedaba oculta la grúa. Había que maniobrar
para no exponerse a ser víctima de la turbonada.
Empezó Bun a gritar y vio a su padre que llamaba agitando los brazos. Se
dirigió aquél hacia Arnold Ross y, de repente, ocurrió algo espantoso: la masa de
petróleo se inflamó de golpe.
Jamás se pudo averiguar la causa del siniestro. Quizá una chispa eléctrica, el
hornillo de la caldera, el choque de una roca, proyectada fuera del pozo, con un
trozo de acero…
—¿Hay heridos?
—No…
Quiso Pablo ir a dar una vuelta por el corral. Las cabras se habían abierto
camino, escapando arroyo abajo.
Al volver Bun por el camino encontró a Arnold Ross que iba a buscar
dinamita, desapareciendo en las tinieblas.
Bun y Pablo se dirigieron hacia el pozo y vieron que los obreros estaban
cavando una fosa a tan poca distancia del surtidor como podían resistir. Había
organizado la defensa contra el fuego, colocando delante dos cubas de hierro
forjado, de las que se emplean para mezclar el cemento; lanzaban contra ellas una
corriente de agua que no tardaba en transformarse en vapor. Penetraba un operario
en aquella atmósfera apenas respirable, daba unos golpes en el suelo o retiraba los
escombros y escapaba; corría otro tras él y hacía lo mismo.
Daba órdenes Arnold Ross y la fosa se hacía más profunda por momentos.
Quería ayudar Pablo a los trabajadores, y se reunió con ellos, pero el capataz
le ordenó que se retirase. Tuvo, pues, que quedarse a distancia contemplando los
estragos del siniestro. Todo lo que podía hacer era requemarse un poco la cara.
Le abrazó su padre.
—¡Animo, hijo! Se trata de una broma del fuego, pero no es ninguna broma
lo que voy a decirte: eres millonario, multimillonario.
—¿De veras?
—Tenemos aquí un océano de petróleo, que nadie más que nosotros puede
aprovechar, porque el terreno es nuestro. ¿Vas a preocuparte por una cantidad
miserable?
Había once grúas hacia el oeste del valle. Desde lo alto de las crestas se
podían contar unas cincuenta que pertenecían a diferentes sociedades. Hacia el
este, otras doce, por el camino que conducía a los terrenos de Arnold Ross.
—Los obreros están muy satisfechos con los pabellones —decía Arnold Ross.
Había un punto en el que Bun no estaba conforme. ¿Por qué todo cuanto se
relaciona con la industria petrolífera ha de ser necesariamente feo? Era preciso
hacer algo en el terreno inmediato a los pabellones. Le pidió parecer a Ruth, y en
un vivero de San Elido compró Bun cien acacias jóvenes, en potes de hierro blanco,
y doscientos rosales trepadores, cada uno de éstos con las raíces protegidas por un
envoltorio de yute. Los pabellones tendrían, pues, un árbol joven cerca de la
puerta. A lo largo de la carretera se montarían unos arcos para formar un
espléndido túnel florido. Se permitía que Ruth tuviera a su cargo árboles y rosales,
con ayuda de un obrero. Ruth ganaría diez dólares al mes y podría ostentar el
imponente cargo de superintendente de los trabajos de jardinería.
Si los autores de obras sociales sugerían algo útil, ponía mucho empeño en
asimilarlo. Escuchaba las explicaciones en clase, leía lo que se le recomendaba y,
cuando volvía a su casa, hacía preguntas a su padre para disipar alguna duda. La
didáctica del liceo establecía que no había oposición entre el capital y el trabajo,
que los dos valores sociales debían estar de acuerdo y contribuir al progreso social.
Asentía el magnate, aunque se apresuraba a aclarar la cuestión, estableciendo que
una cosa es la teoría y otra la realidad. Sostenía que los obreros son ignorantes, y
que pedían lo que la industria no podía permitirse el lujo de dar. De ahí nacían los
conflictos. No sabía cómo solucionar estos problemas ni, en realidad, le
preocupaban gran cosa. Verdad es que eran excesivas sus ocupaciones y Bun no
tenía derecho a quejarse, porque le había estimulado apasionadamente a ampliar la
extensión de sus negocios.
II
Contestó Bun que su padre no tenía buena opinión de los sindicatos, pero
que no se opondría a que Pablo adoptara la actitud que creyera conveniente. De
todos modos, ya hablarían más adelante.
Tuvieron los dos y Arnold Ross una entrevista que no fue, precisamente, una
reproducción de las clases del liceo. El magnate no desaprobaba la organización:
siempre había sido partidario de ella, aplicándola a las variadas actividades de la
vida, y los obreros no eran una excepción.
—Pero los patronos dan malos ejemplos —objetó Pablo—, porque se han
agrupado estrechamente y gobiernan celosamente la industria. Me han dicho que
cuando empezó usted a organizar sus negocios, pagaba a los obreros un dólar más
de lo que exigía la tarifa, a fin de seleccionar el personal. Al venir aquí se somete
usted a la tarifa impuesta.
—Si todos los patronos fueran razonables como usted —advirtió Pablo—, no
sería muy difícil suavizar la lucha. La mayor parte de los patronos sólo se rinden
ante la fuerza, y los obreros no pueden tenerla si no se agrupan. ¿Por qué los
carpinteros tenemos el horario de ocho horas? Porque estamos organizados en
todo el país y sería difícil contar con personal no sindicado. Los trabajadores del
petróleo, en cambio, no tienen organización. Por eso pueden existir dos relevos
permanentes de equipos de doce horas de labor cada una, cosa inhumana, razón
única de que los obreros no frecuenten la biblioteca.
En las palabras de Pablo había intensa tristeza, que el joven disimuló con
una sonrisa. Sabía que sus razonamientos no podían satisfacer a Bun ni a su padre.
—La cuestión de las ocho horas —dijo Pablo— tiene tal importancia, que no
tardará en plantearse decididamente, ya que los trabajadores del petróleo se
organizan a toda prisa, aquí mismo.
Siguió diciendo Pablo que los patronos que no aceptan el sindicato son
cortos de vista, y que empujan a los trabajadores a ingresar en los I.W.W. (The
Industrial Workers of the World, Trabajadores Industriales del Mundo). Ante
semejantes palabras se estremeció Arnold Ross. Los federados de aquella
asociación tenían fama de hombres peligrosos, según el patrono.
—Me gustaría conocerle —dijo Bun—. Y tú, papá, ¿no quieres hablar con él?
—Tengo muchas cosas que hacer con los tubos y la refinería… Tal vez me
interese más adelante ver a ese hombre…
Sin duda querría hablar con Bun, aunque la entrevista dejaría a salvo,
naturalmente, el derecho de Axton para organizar a los trabajadores de Paradise.
Los obreros que integraban el equipo de noche olvidaron que tenían sueño y
se quedaron en los alrededores de la biblioteca.
Tom Axton hablaba con dicción suave y lenta; era alto y fuerte; procedía del
sur y se le notaba en el acento; necesitaba ser vigoroso para soportar el trato que se
le daba. No podía demostrar Axton que fuera la federación patronal la que enviaba
unos cuantos hampones para agredirle y tratar de inutilizar su esfuerzo, pero como
siempre se encontraba con aquellos hampones en el territorio de California del Sur,
deducía lógicas conclusiones.
—Su padre cree —dijo Axton— que la organización de los sindicatos es obra
de vendidos o parásitos. Quisiera que le preguntara usted si conoce a los dirigentes
de la federación patronal. Se dará usted cuenta de que el señor Arnold Ross no está
en antecedentes respecto a su sindicato, como la mayor parte de los obreros no
actúan en el suyo o lo hacen de manera pasiva…
Los aliados, dueños del mar, se propusieron aislar a Alemania del resto del
mundo, organizando el bloqueo, y Alemania contestó con la guerra submarina.
Opinaron entonces los patronos petrolíferos que era una prueba de poco
patriotismo lo que intentaban los obreros: jornada de ocho horas y aumento de
salario. Cuando el país iba a defenderse y tendría necesidad de acumular grandes
cargamentos de petróleo, ¿se empeñaban los obreros en suscitar dificultades?
Replicaban los trabajadores que los patronos no hacían ninguna concesión
espontáneamente, y que llegaba el momento de presionar.
Tres obreros fueron a hablar con Arnold Ross. Uno de aquéllos era antiguo
en la casa, los otros, nuevos. Los tres eran jóvenes. Los obreros del petróleo pasan
apenas de los treinta y cinco años, y son, por regla general, americanos de raza
blanca.
—Impedir que se sindiquen los obreros. Hice notar a los patronos que
parecían unos esquiroles. El presidente, Fred Naumann, me lanzó un dardo con
estas palabras: «Usted lo dice». Constituirán una organización de esquiroles si
estalla el conflicto. Así se expresó Raymond, el vicepresidente de la Victor.
Intervino después Ben Skutt…
—¿Ben Skutt?
—¿Y el petróleo?
—Dime qué clase de gentes son las que han de ir contigo, papá.
—Un grupo algo difícil de definir; puede decirse que son patronos de
«fabrica abierta», es decir, que no admiten personal sindicado. Puede decirse que
dominan en Angel City y en el territorio que circunda la ciudad y viven de ella, o
al revés, si te parece mejor. Además del tacto de codos en la federación de patrones
del petróleo, cuentan con la Asociación Industrial, la Cámara de Comercio y el
Consorcio Bancario. Están compenetrados unos con otros, y el mismo grupo,
reducido y oficioso, dirige todas esas entidades. Basta que Naumann llame por
teléfono a una docena de hombres, para que nos veamos reducidos a la condición
de parias del negocio. Ningún banco nos facilitaría créditos, ni las empresas
tampoco; algunas se negarían, incluso, a aceptar pagos al contado.
—Oye, papá; ¿no tienes medio de proceder de otra manera? Suspende las
obras en ejecución ideadas a base de crédito, apóyate en dinero contante y sonante,
y avanza despacio. Después de todo, sería lo mejor. Emprendes excesivos
proyectos y necesitas descansar.
—Podría ser. No he podido ver nunca casos semejantes. Todo lo que puedo
afirmar es que no tolerarán mi deserción. Es eso tan seguro, como que el sol no
dejará de salir mañana.
IV
Sentíanse algo cohibidos los delegados. ¿No era violento, para un modesto
obrero, enfrentarse con un magnate del petróleo, poseedor de la mágica aureola
del dinero?
Pertenecían al campo cerca de tres mil obreros y asistieron todos, así como
gentes de la ciudad y gran número de granjeros. Toda la región, al parecer,
simpatizaba con los huelguistas.
Algunos polizontes de los que retrataba Tom Axton estaban entre el público
y no es fácil que saborearan el discurso.
—¿Es tolerable, papá, que haya aquí gente armada contra nuestros propios
obreros?
—¿Por qué?
Abel Watkins iba a Rascum con su carreta y cargaba provisiones que llevaba
a Paradise y vendía a los huelguistas.
Los Watkins habían cerrado su tienda de la carretera porque sólo pasaban
los guardias, a quienes no hubieran vendido ni un trozo de pan. Así decía Melie,
mientras Ruth miraba a Bun algo azorada, pensando que no debía enterarse el
joven de aquellas cosas.
Ésta tenía ya dieciocho años, edad pareja de la de Bun, aunque, como ocurre
casi siempre, se tenía la joven por más vieja. Las mejillas se coloreaban en la cocina.
La mirada era cándida y serena y ahuyentaba las reservas y las mentiras. Tenía los
ojos azules de todos los Watkins y una cabellera rubia deslumbrante.
En aquel tiempo vivía Bun una intensa experiencia: su primer amor serio.
Eunice Hoyt era una joven rica y complicada. Conocerla suponía unas veces placer
y otras tormento. Ruth, en cambio, con su sencillez y aspecto apacible, era como
una mañana de fiesta. Su vida entera se fundamentaba en la convicción de que
Pablo era un hombre bueno y digno. Mientras Pablo estaba con los huelguistas,
hacía la comida para todos. Cuando no pudieran pagar los obreros, les serviría de
la misma manera.
Se dirigió Bun a la ciudad y callejeó para averiguar algo. Nada horraba sus
íntimas angustias. No pudo ver a Pablo porque estaba en el local del sindicato, y la
presencia del hijo del patrono se hubiera visto con recelo. Ya no era Bun el príncipe
del petróleo; no le halagaban ya, ni le mimaban. Veía hostilidad en las miradas de
los obreros. Era su situación la del soldado que comprende la injusticia de su causa
y no tiene ánimo para luchar, aunque vea con terror su propia derrota.
Cuando descubrió la princesa que Bun simpatizaba con las ideas de Pablo y
tomaba partido por «la gentuza», declaró solemnemente que su hermano era un
perrillo faldero.
Volvió Arnold Ross a la ciudad pocos días después y excitó la ira de Berta,
hasta un extremo delirante, cuando recomendó a la familia cierta saludable
prudencia en los gastos hasta que se resolviera la huelga. Estaba en un momento
difícil.
—Como el «querido amigo» de Bun. ¿Por qué vas allí y dejas que esos
Watkins te sirvan la comida? Me han contado que los huelguistas, en una fonda,
envenenaron la sopa.
—No digo que Pablo y Ruth sean capaces de algo semejante, pero creo que
les disgustará guisar para los huelguistas y para ti… No te indigna nada,
hermanito, y atribuyes un montón de excelencias a Pablo y a Ruth, que…
Era una princesa que sabía gastar el dinero con prodigalidad en compañía
de gentes de tan brillante posición como ella. Se dejaba llevar hasta el torbellino
mundano; sólo se referían las conversaciones a lo que hacían y a lo que poseían. La
vida de Berta era fogosa, intensa y divertida. Rara vez volvía a casa antes de la
madrugada. ¿Para qué sirve el dinero, si no proporciona la felicidad? En nombre
de la felicidad acosaba Berta a su hermano, empeñado en no desearla. Emma era
un eco de Berta.
¿Para qué llevar el peso del mundo sobre los hombros? ¿Qué se podía hacer
contra las adversidades de «los otros»? Todo estaba ordenado, reglamentado,
inscrito en códigos y leyes…
VII
Arnold Ross tenía noticias frecuentes del campo, informándose Bun también
de lo que ocurría. Los patronos habían conseguido reclutar personal esquirol
pagando salarios altos. Por regla general, no eran hombres del oficio, y se
producían muchos accidentes. Algunos pozos volvían a producir petróleo y hasta
se intentaba algún sondeo. En el terreno «Ross Hijo» se había paralizado toda
actividad. Veía Bun que aquella situación irritaba a su padre, quien perdía una
fortuna y se desacreditaba ante sus colegas, ya que le consideraban
alternativamente como un chiflado o como un traidor.
Los cinco grandes magnates del petróleo se regocijaban viendo en tan mala
situación a uno de los burgueses independientes, pero fingían indignación, hacían
campañas tendenciosas contra el rival y exageraban los perjuicios que se derivaban
de su actitud.
Pensaba Bun en los obreros que en medio del intenso dramatismo de sus
vidas, se aferraban a la esperanza de un mañana mejor. Tenían derecho a vencer;
era preciso que vencieran.
Los huelguistas erraban por las calles, mientras los guardias seguían en los
terrenos petrolíferos. Si se improvisaba un discurso en un solar, se agolpaba la
multitud y escuchaba religiosamente. Era el tiempo propicio que aprovechaban los
iluminados, Jos predicadores ambulantes, los oradores socialistas, los vendedores
de específicos… Se les escuchaba a todos imparcialmente.
El jefe de la fuerza confirmó, hablando con Arnold Ross, que los guardias
tenían alcohol a su disposición.
—¿Cómo quiere usted que estén sin alcohol en estas soledades? —preguntó
el capitán.
Volvió Bun a visitar a Ruth y a Melie. Éstas seguían trabajando, pero, ¿no se
puede hablar mientras se trabaja?
Ruth rebajó el precio del pan que vendía a los huelguistas, porque éstos no
podían comprarlo al precio normal. Se iban extinguiendo los modestos ahorros de
los obreros, y las cotizaciones procedentes de otros campos significaban muy poco
para las necesidades de los luchadores.
Pablo, que ahorró dinero para instruirse, lo ahorraba también para ayudar a
los obreros, procurando que no vivieran de manera precaria, poco menos que en la
indigencia. ¿Y qué hacían entretanto Ruth y Melie? Se entregaban generosamente
al trabajo, velaban y se conmovían ante la pobreza de los huelguistas, les ayudaban
denodadamente; la madre, anciana y enferma, les ayudaba en la medida de sus
fuerzas.
—¿Y cómo pueden ser fuertes, si todos están contra ellos? Ya sabes que al
volver al trabajo no se admite al personal sindicado.
—¿Y qué quieres que te diga? Por mi parte, sólo puedo decir que no me es
posible permanecer inactivo, con los pozos cegados…
—Tengo algo que decirte, Bun; quisiera que dejaras en paz a mi hermana.
—¿Qué dices?
—Melie sabe que estuviste allá anoche, y que no sales del pabellón.
Era imposible desoír aquellas razones tan sinceras, y se aplacó un tanto la ira
de Pablo.
—Es que no sois dos chiquillos, y aunque tú tengas una novia de tu clase,
podría ocurrir que mi hermana acabara por quererte… En fin, dejemos esto y
procura no hacer visitas a Ruth.
—Tal vez hice yo daño al mío… No sé… ni tú tampoco sabes nada. Tu padre
comete una injusticia; no ignoras que quiere negarnos los derechos más
elementales, que lanza contra nosotros la jauría… Nada puedes hacer, porque eres
un «blando». Como siempre te sirven lo que deseas en bandeja de plata y no has de
esforzarte para nada, has llegado a ser un hombre débil, que tiembla si ha de
causar un disgusto.
Tuvo Bun que volver la cabeza para que no viera Pablo la emoción intensa
que le dominaba. ¿No sentía que iba a llorar? ¿Y no era aquella emoción una
prueba de lo que Pablo decía?
Y desapareció.
IX
En las clásicas tragedias griegas, cuando los destinos de los hombres están
tan embrollados que no hay quien pueda entender nada, desciende un dios del
Olimpo y resuelve las situaciones más confusas, facilitando el triunfo de la virtud y
el castigo del vicio.
Una divinidad yanqui, aquel viejecito de barba nívea con bandas rojas y
blancas consteladas de estrellas, el tío Sam, extendió un brazo, haciendo un
ademán de poder, y declaró que los obreros del petróleo eran seres humanos,
además de ciudadanos; se les protegería en sus derechos.
¡Qué alegría en Paradise cuando llegó la noticia de que los pistoleros iban a
escabullirse, volviendo a sus antros!
Eunice Hoyt era hija de Tommy Hoyt, socio éste de la casa Hoyt y Brainerd,
que se dedicaba al negocio de valores bancarios y publicaba anuncios y reclamos
en los periódicos de Beach City.
Solía Tommy asistir a las carreras y a los combates de boxeo; iba a cada
espectáculo con una señora muy maquillada y peripuesta que llevaba, a veces, un
velillo sobre la cara. Los espectadores apartaban la mirada de la pareja, dándose
cuenta de que Tommy se entregaba al juego del amor, y en efecto: se mostraba con
frecuencia en compañía de mujeres distintas.
Una tarde Bun ganó las doscientas yardas de una carrera, quedando
convertido en héroe y mereciendo felicitaciones estruendosas de sus colegas.
Terminada la prueba deportiva y la ducha, fue en busca de su coche. Como Eunice
se preparaba en aquel momento a ocupar el suyo, llamó a Bun.
—Vente conmigo.
Se dirigieron a la cima de una colina. Había allí un café con terraza, que
daba a una bahía. Pasaba cerca una línea ferroviaria, que serpenteaba entre rocas
costeras; habría tenido fama, de estar la vía en Italia. Cenaron y charlaron
animadamente. Hablaron del colegio y de los incidentes deportivos. Dijo ella que
su madre sabía, por otra persona, que Tommy gastaba grandes sumas en las
mujeres.
—Mi madre se puso furiosa y dijo que los hombres son unos idiotas, que
gastan sin necesidad.
—Algo burlona soy, en efecto, pero creo que, a veces, la chanza es una
manera de guardar reservas mentales, un procedimiento para tener secreto lo que
no es burla. Tenía miedo, viéndote tan comedido, porque soy charlatana y tonta…
A Bun le pareció incorrecto negar que aquel paseo fuera una excursión
galante, y calló.
—Hay hombres que se dedican a atracar a las parejas que se aventuran por
estas soledades; algunos son atrevidos, bestiales… ¿Qué harías si apareciera uno
de repente?
—No querría oír disparos a pesar de lo que dije antes, porque ya hay
bastante tela cortada en casa para los que les gusta chismorrear… Vamos a vagar
un poco por ahí…
—No te preocupes… Por algo soy tu profesora, y por algo soy una mujer
prevenida.
II
Tal fue la iniciación amorosa de Bun. Quedaban atrás los días de inocencia,
cuando se sentía feliz reteniendo las manos de la cándida Rosa entre las suyas. El
amor era ya para él un descubrimiento y una experiencia. Le asustaba el cúmulo de
emociones nuevas y más aún la actitud de la mujercita que tenía en sus brazos.
Agitaba a Eunice una especie de frenesí y se contraía como una gata en celo…
Deliraba… Bun tenía que compartir aquel delirio porque ella lo exigía; era como
una sacerdotisa del eterno rito del amor… Quedó Bun como anonadado, pero ella
le dijo, abrazándole estrechamente:
Bajo la luna primaveral de California —la misma que alumbra otra zona
cualquiera del mundo—, se amaron hasta que el frío de la noche les invadió y
tuvieron que atravesar las dunas en busca del coche, besándose infinitas veces.
—Los viejos no saben más que repetir las mismas antiguallas, aunque
también tienen sus tapadillos. ¿Por qué nos hemos de conformar con sus teorías? El
amor puede satisfacerse al margen del matrimonio, cuando se evitan los hijos. La
mayor parte de las parejas son desgraciadas. Si los jóvenes podemos encontrar la
felicidad, que se nos deje en paz. Lo que ignoran los viejos no les produce ningún
disgusto. ¿Te parece mal lo que digo?
—De ninguna manera. Eunice… Mi timidez sólo se sostenía por una razón:
porque no te conocía.
Deseaba saber si había otras jóvenes como Eunice, y cuando oyó algunos
nombres en labios de su amante, quedó desconcertado, porque se trataba de
muchachas distinguidas en el liceo y con excelente fama.
—¿Bicolor?
Cuando Bun confesó a su padre que había hecho una excursión con Eunice,
dijo Arnold Ross.
—¿Quién es?
—Toma las cosas con calma, y no trates de vivir treinta o cuarenta años en
un par de semanas.
Por lo que respecta a Berta, el caso era distinto. ¿Sabía algo? ¿Había
descubierto la aventura de las «zulúes»? He aquí lo que dijo:
—Me alegro de que, por fin, te interese algo más que el petróleo y que los
huelguistas.
III
Bun era joven para formar en las filas del ejército, pero aprendía las prácticas
militares y ello le daba nueva aureola y atractivo.
Era peor el caso de Berta, porque su compañero de baile era miembro de una
agrupación de contraespionaje y conocía los nombres que figuraban en las listas
negras. Su indignación estaba llena de sombrías referencias y adoptaba la actitud
de quien conoce importantes secretos.
—Los discursos están muy bien —decía Arnold Ross—, aunque la guerra no
se hace con discursos, sino con metralla. El petróleo nutre los camiones que llevan
las municiones al frente, impulsa barcos y destructores, lubrica la maquinaria de
las fabricas y no puede prescindirse de la enorme importancia que tiene. Desde
que terminó la huelga, he firmado muchos contratos con el gobierno y hemos
abierto una docena de pozos en Paradise. Lo único que me molesta es no poder
triplicar contratos y pozos. Los grandes magnates dominan en los bancos y no me
facilitan suficiente crédito, porque tratan de que me una a ellos y les ceda la mayor
parte de las ganancias. ¿No soy yo beligerante de otra guerra? Lo peor es que el
discurseo presidencial no acabará con ella… Reflexiona, Bun, que no hay más
remedio que limitar el delirio idealista.
IV
En Paradise iba todo a las mil maravillas. Se habían reintegrado los obreros
al trabajo, incluso los que figuraban en las listas negras. Se concedió un dólar más
de jornal diario y la promesa de otro aumento. Un buen obrero valía casi su peso
en oro.
—No me quedaré en el taller, señor Arnold Ross. Hay carpinteros que tienen
familia, saben el oficio tan bien o mejor que yo, y pueden quedarse… Yo me voy al
cuartel.
Amigo, otra vez, de Bun, pasados los incidentes de la huelga, no cesaba de
discutir con él. Creía Bun que Pablo no se mostraba muy partidario de la guerra.
Fue febril aquel verano para Bun; entre la guerra y el amor exigente de
Eunice, estaba siempre en vilo.
—Estás obsesionado con el petróleo… ¿Para qué quieres tanto capital? ¡Por
lo que más quieras te pido que me permitas pedir dinero a mi padre, si necesitas
algo!
Dijeron en sus casas respectivas que habían pasado la noche con los amigos.
Nadie quiso averiguar nada, obedeciendo, tal vez, al temor de saber demasiado.
VI
Fue Bun a Paradise para quedarse una semana con su padre. Pablo estaba
allí con licencia de tres días. Al parecer, no cruzaría el mar rumbo a Europa. Le
habían destinado a trabajar en la construcción de barracas, pero sin ganar diez
dólares diarios como en el taller de Paradise, sino treinta al mes y la manutención.
Era una de las consecuencias de la guerra para un trabajador. No ganaba tres
millones en unas horas traficando con barcos viejos, como Hoyt, ni los ciento veinte
mil dólares que semanalmente cobraba Arnold Ross por el suministro de petróleo
al Estado. ¿Quién pensaba en tales cosas, si podían oírse estupendos discursos, y
todos, desde el presidente de la República a los oradores «minuteros», exaltaban el
patriotismo y la democracia?
Con el uniforme caqui parecía Pablo más guapo y fornido. Ruth era feliz,
porque su hermano no tendría que ir al desolladero. Melie era también feliz
porque tenía un bebé en camino, y Sache no se mostraba menos encantada de la
vida: un granjero aspiraba a merecer su amor.
Todos eran felices menos Bun. Eunice se había disgustado y corría el riesgo
de perderla.
—Si me dejas, te aseguro que no estaré sola, y que te acordarás de mí, Bun.
VII
Bun halló a Eunice en casa de ésta. No había buscado otro amante. Ensayaba
un experimento que conocía gracias a un libro de su madre, que trataba de la
sugestión a distancia.
—Ya sabía yo que ibas a venir, y que no me olvidarías. Estoy sola… Mamá se
fue a recaudar donativos para los huérfanos serbios. Vamos, Bun…
—¿Y tu madre?
—¡Con lo felices que somos ahora! ¿Quieres que destruyamos esa felicidad?
Se ruborizó Bun, bajó los ojos y dio la razón a su padre. Procuraría portarse
mejor en adelante.
IX
Sufrió Eunice la más tremenda de las pataletas al enterarse de que Bun se iba
a Paradise. Asió a su amante por el cabello y le empujó hasta el cuarto de su madre,
que presenció el atropello con aristocrática impavidez. Juró Eunice que Bun era un
miserable, que llamaría a Billy Chalmers y que se divertiría con el capitancito los
días de Navidad o los que le diera la gana.
Le parecía vivir tan rápidamente, que se miraba al espejo cada mañana para
ver si tenía canas. Cazaba sin gusto, comía por fuerza y pensaba en zigzag.
Entre las «zulúes» se difundió el rumor de que el príncipe del petróleo había
reñido con Eunice, y algunas vivarachas damiselas, que pretendían convertirse en
sucesoras, le insinuaron claramente sus intenciones. Todo fue inútil. Tenía Bun el
corazón herido y se juró a sí mismo que no volvería a hacerlo servir de blanco.
Se sentía cohibido viviendo con los Watkins, a quienes compró la tierra por
tres mil setecientos dólares y sacaba una millonada. Quería hacer algo por aquellos
seres, aunque temía regalarles en exceso, porque podían creerse que merecían la
predilección del magnate y acostumbrarse a malos vicios. Propuso, por fin, una
excursión familiar. Llevaría a las tres hijas de Abel Watkins, con Bun, en su coche, y
alquilaría otro para los viejos. Irían todos al campamento donde estaba Pablo, le
harían una visita y verían grandes masas de soldados. Pasarían un par de días en
un hotel próximo al campo; verían todo lo que hubiera que ver; oirían los sermones
de Elias, que seguía su vocación de misionero con insistente furia apostólica, y
predicaba en un barracón cerca del campamento de Pablo.
Las muchachas se mostraron muy contentas. ¡La primera vez que hacían un
viaje largo en automóvil! Bun expuso el programa a Ruth, quien lo comunicó a su
madre y ésta a Abel Watkins, consiguiendo la promesa de que intercedería con el
Espíritu Santo para que no le hiciese danzar ni hablar la jerga angélica hasta llegar
al barracón donde, por lo menos, tenían un profeta de su parte.
El Espíritu Santo declaró, por boca de Elias, que la gimnasia mística había
llenado ya sus fines y debía suprimirse. Corrieron vagos rumores de que la gente
acaudalada y nada ascética que subvencionaba la propaganda de Elias, estaba poco
conforme con los delirios coreográficos; respecto al idioma de los arcángeles,
opinaban los ricos que no era inteligible para los oídos humanos.
Uno de los discípulos de Elias era juez y otro especiero. Sus esposas se
sentían protegidas por el profeta, aunque, en realidad, fueron ellas las que le
enseñaron el arte de usar modales distinguidos y hablar con cierta corrección. Le
enseñaron también a usar el cubierto en la mesa y a vestirse con elegancia,
llegando Elias a ser poco menos que un petimetre.
—Sin duda habrá habido algo de eso, como en todas las revoluciones, pero
recordemos el trato que daban al pueblo ruso las clases dominantes. Hay que
juzgar esa revolución por sus propias normas, no por las nuestras. Me parece un
error que usted, patrono americano, que trata razonablemente a sus obreros, se
confunda con los plutócratas que en Rusia la emprendían a latigazos con los
siervos…
—¿Sabe usted lo que se dice sobre el tratado de paz entre Rusia y Alemania?
Al parecer, los alemanes recelan de los rusos, como recelamos nosotros. Los
bolcheviques combaten a las clases gobernantes de todos los frentes, y a los
alemanes puede resultarles esa paz más peligrosa que la misma guerra. La
propaganda revolucionaria puede extenderse en su ejército y llegar al frente
occidental.
—¡Bah! Si los rusos quieren ayudarnos para servir todos la causa de la paz y
de la justicia, ¿para qué se desentienden de la guerra antes de que termine?
—Nada sé de eso.
—Puede usted estar seguro, Pablo, de que esos pretendidos tratados secretos
resultarán invenciones de los bolcheviques. ¿No da a conocer nuestro gobierno
ciertos documentos que prueban lo que dije hace un momento, que los
bolcheviques son agentes alemanes? ¿Acaso no le merecen garantía esas
informaciones? Algún día podrá usted convencerse de que está en un error.
Le chocaba a Bun oír ciertas frases de Pablo que encerraban una crítica para
los superiores. Llamó aparte a su amigo y le repitió los argumentos patrióticos que
oía a los oradores «minuteros». Pablo se contentó con darle unas palmadas en la
espalda y decirle sonriendo:
II
Fueron todos, una tarde, a oír a Elias. En una tienda tan grande como tres
circos —bancos de madera, soldados, granjeros, mujeres, jóvenes, serrín en los
pasillos, miles de coches fuera— se celebraba una especie de mitin. El evangelista
estaba en una gran plataforma. Llevaba túnica blanca y una estrella dorada en el
pecho, lo que le daba aspecto de mago persa.
En la banda dominaban las trompetas brillantes. Cuando la trompetería
iniciaba el himno de gloria, y los fíeles entonaban un cántico, la parte alta de la
tienda parecía elevarse hacia el cielo.
¿Se entendía que aquella salvación era hipotética hasta que intervenía el
profeta?
III
A pesar de las inquietudes que agitaban a Bun, podía éste hacer su vida
habitual.
Al volver a su casa halló a Nina Goodrich, una compañera de clase. Iba ella
en automóvil, cubierto el cuerpo con espléndida capa sobre el traje de baño. ¡Qué
incidentes, al parecer insignificantes, cambian el rumbo de una vida!
Era Nina una de las miles de pródigas Junos caldeadas por el sol de
California. Sus piernas eran fuertes como columnas; las caderas estaban
admirablemente construidas, como los senos. Tenía rubio el cabello y su tez estaba
bronceada por el sol. El pequeño traje de baño revelaba bastante más del cincuenta
por ciento de sus naturales encantos. Nunca un marido podía llamarse a engaño en
el sur de California.
—Sí.
No amaba a Nina, criatura del todo extraña a él, y vaciló al ardor de sus
besos.
—¿Por qué?
—¿Y Barney?
—Está lejos.
—No estás segura de eso, y repito que me parece una incorrección robarle la
novia a Barney mientras combate por América.
—¿No te das cuenta, hijo mío, que tu deber es quedarte aquí para
ayudarme?
Al hablar así le falló la voz, y por poco tuvieron que sacar los pañuelos, cosa
que hubiera turbado a ambos.
VI
Regresó Bun a Beach City para ser protagonista de una escena de parecida
índole. La abuelita no gritó ni se desmayó. Se metió en el estudio y no apareció ni a
la hora de comer. Cuando Bun se dispuso a marchar, subió al estudio, llamó a la
puerta y entró en aquel templo del arte. La anciana apenas podía sostenerse; estaba
medio muerta, rígida. Sólo los marchitos párpados enrojecidos por el llanto
revelaban su estado de ánimo.
—Chiquillo —dijo a su nieto, como si éste fuera un niño—, eres una víctima
más de los crímenes de los hombres. Estas palabras no significarán, de momento,
nada para ti; pero cuando me muera, seguro que recordarás lo que digo.
Consiguió Bun una licencia de tres días para asistir a los funerales, y tuvo
que volver a despedirse del resto de la familia.
Los muebles eran de roble y de época antigua; tan pesados, que apenas
podían moverse. El magnate tampoco deseaba moverlos y se sentaba sin exigencias
en cualquier silla. El único sitio donde se encontraba bien era en su madriguera:
gran sillón de cuero, estuches con magníficos cigarros y un plano de Paradise que
cubría por completo una de las paredes.
—Se trata de hacer lo que requieren los negocios normales, hijo. ¿Vamos a
luchar por un simple gazpacho? El público tendrá su parte, porque la cotización
llegará a doscientos en el primer año, como podrás comprobar tú mismo. Hemos
sido los dos, tú y yo, ¿oyes?, los iniciadores de sondeos en Prospect Hill, en
Paradise, en Lobos River… El gobierno desea que abramos otros cien pozos, que
contribuyamos a ganar la guerra. ¿Y cómo lo lograremos si repartimos el dinero
entre gentuza, que lo gasta en juergas? Fíjate en esas mujeres que se venden con el
pretexto de la guerra y andan de aquí para allá, y ten en cuenta lo que se derrocha
en Nueva York…
VIII
Los alemanes iniciaron otra ofensiva colosal contra los franceses: «la
tormenta de la paz», según los germanos, acontecimiento que decidiría la guerra
con la llegada a París de las huestes del kaiser.
No se supo nada de Pablo en muchos meses. Recibía Bun cartas de Ruth con
preguntas angustiadas: «¿Qué cree usted? Si estuviera vivo, ¿dejaría de
escribirme?».
IX
Era Roscoe un mago de los negocios, el más inteligente que encontró Arnold
Ross en su vida de cazador de dólares.
Subieron a Paradise. Ruth parecía diez años más vieja. La cara pálida, la
sonrisa difícil y el cabello hacia atrás le daban, con las faldas hasta los tobillos,
aspecto de solterona… Y todo por atormentarse pensando en Pablo.
—Ya sé que ha muerto —dijo Ruth—. Lleva cinco meses fuera. ¿No
comprenden que mi hermano es incapaz de olvidarme tanto tiempo?
—Vamos, criatura… Las desgracias que se imaginan son siempre peores que
las reales. Voy a pedir noticias de mi contramaestre ahora mismo.
Dos días estuvo Ruth pendiente del timbre del teléfono. Llamó, por fin, Jake
Coffey.
Entre los papeles de Pablo había un atlas viejo en el que estudió Ruth los
nombres de Siberia y se aprendió de memoria las estaciones del Transiberiano:
Omsk, Tobolsk, Tomsk…
Al magnate le hacían gracia aquellos nombres y los hizo repetir. Sabía Ruth
cuantos detalles constaban en el atlas, incluso los más insignificantes. Sólo había un
inconveniente: que las informaciones tenían veinte años. En vista de ello, se iría
Ruth a Roseville; compraría un atlas nuevo y los libros que pudieran dar
orientaciones.
Bun la llevó a la ciudad. En una librería hallaron el atlas que buscaban; entre
las reproducciones había una vista de Irkutsk; la plaza con algunos edificios,
iglesias, mezquitas o como se llamasen, con cúpulas redondas, la cima puntiaguda.
Se veía nieve en la tierra y trineos con pintorescos arreos en el cuello de los caballos
de tiro.
—No hay que alarmarse. En Siberia tendrá medio de abrigarse bien, porque
se acumularon reservas y equipos: cuando esté Ubre la vía, no sufrirán allí y
estarán muy bien.
XI
—Me temo que no estés conforme, padre, pero he de decirte que mi deseo es
ir a la universidad.
—No, hijo… Si vas allí, te creerás tan por encima de nosotros, que nos
perderás de vista. Si quieres ser un empresario del petróleo, el estudio que te
interesa es el del petróleo.
—No sé… La verdad es que soy joven para saber lo que quiero, y no me falta
dinero para…
—No se trata de dinero, sino del trabajo; más concretamente: del oficio. Ya
sabes mi deseo: quisiera tenerte conmigo.
El magnate tuvo que ceder. Sentía en su mundo interior una pugna, mezcla
de respeto por la cultura y de recelo. Temía que se exacerbara el idealismo de Bun
en la universidad, incapacitándole para ser el perfecto heredero de veinte millones
de dólares.
CAPÍTULO X
LA UNIVERSIDAD
El hecho de que vivieran en aquel centro docente cinco mil jóvenes de ambos
sexos le impresionó aún más. Cuando veía que una gran masa de gente hacía lo
mismo, deducía que se trataba de algo normal y constructivo. Más tranquilizador,
si cabe, fue para el magnate el gesto del rector, Alonso T. Cowper, doctor en
Teología, Filosofía y otras disciplinas. La misión de Cowper era entrevistarse con
los padres de los escolares. Le eligieron los síndicos de la fundación por su
habilidad para sonsacar a los millonarios.
Se entregó Bun por completo al estudio y obtuvo las primeras notas: cinco
puntos de Inglés, dos de Español, siete de Sociología y catorce de Historia
Moderna.
Como todas las universidades del Oeste, la del Sur del Pacífico era
coeducativa, exponiéndose Bun de nuevo al choque con la feminidad refinada y
tentadora: rostros agraciados, finos tobillos, brazos gordezuelos, blancos o
morenos; trajes que reproducían los colores de las mariposas brasileñas; una
sucesión de sonrisas, miradas brillantes y céfiros fragantes perfumados con lilas,
jazmines y azahar de California… Algo tendría que ocurrirle a Bun en aquel
ambiente, y más saliendo de un campamento sólo para hombres.
Enriqueta era alta y esbelta, amable, de voz suave y carácter reservado hasta
el remilgo. Había muerto su madre, y Enriqueta llevó luto hasta un año después
del funeral. Pertenecía a la Iglesia Episcopal. Los domingos por la mañana se ponía
largos guantes de cabritilla, y con un devocionario y un libro de himnos,
encuadernados ambos en piel negra con cantos dorados, se dirigía a la capilla.
III
Aceptó Bun las explicaciones de su padre sin discutir. Después de los meses
pasados en el campamento, había adquirido el punto de vista militar y estaba
alerta contra el peligro de la propaganda bolchevique; incluso se proponía
denunciar lo que supiera. Tan inocente y poco conocedor era de las sutilezas del
enemigo, que estaba lejos de sospechar en sí mismo conatos de infiltración
bolchevique. Procedía el veneno de un profesor de la más cristiana y conservadora
de las universidades, del templo de Minerva de Angel City.
En todas las universidades hay, por regla general, unos alumnos barrenas
que se anticipan a suscitar cuestiones litigiosas y despiertan la curiosidad de sus
camaradas. Lo que interesaba al profesor Irving, en tales casos, era dejar libre la
iniciativa de los heterodoxos. Estimulada la curiosidad del grupo, quedaba
flotando en el ambiente esos miasmas que, según los principios pedagógicos de la
enseñanza japonesa, son las ideas peligrosas. En la clase de Bun había un
condiscípulo racionalista; otro de sus camaradas ostentaba nada menos que un
apellido moscovita.
—¿Qué te parece, papá? Los hechos parecen dar razón a los bolcheviques y a
Pablo.
—No sé qué decirte, ni tengo criterio sobre eso. Hay que esperar…
Las cosas iban de mal en peor mientras se esperaba, y era evidente que hacía
Wilson lo que Arnold Ross aseguraba que no haría nunca el presidente de los
catorce puntos: dejar que le hincaran las espuelas.
Como el agua que se desliza bajo un dique, se extendió una corriente sutil de
escepticismo entre la masa escolar de la clase número 14 de Historia. Irving no
tenía por qué discutir la conferencia de la paz, sino procurar que se refinara la
memoria de los alumnos para retener nombres de batallas y de caudillos de la
guerra francoprusiana; pero no resulta muy difícil pasar de un tema a otro como
quien no quiere. Por otra parte, ¡era tan violento dominar a los heterodoxos! En
varias aulas ocurría algo semejante, y hasta en otros medios de la República. Así se
difundían las ideas peligrosas, que no tardaron en llegar al Parlamento. Intervino
la Prensa como si una tormenta asolara el país. Un millón de idealistas, que tenían
la mentalidad de Bun, abrieron los ojos súbitamente y vieron que el hada de sus
sueños era un depósito de aserrín.
IV
¿Cómo podía nadie darse cuenta del problema global? Cada grupo nacional
favorecía la propaganda del propio interés egoísta. El presidente Wilson se alzaba
en medio de la confusión, empujado de un lado para otro, impotente para imponer
los principios que proclamaba. El reflejo de aquellas escenas de Europa disgustó a
los ciudadanos de América y les decepcionó.
Llegó Bun a ser tan diestro en las explicaciones que daba a Ruth, como un
diplomático que goza de inmunidad extraterritorial. No dejó de ejercitar sus dotes
oratorias en el campo de Paradise. Los alemanes, entretanto, se veían en el trance
de firmar un tratado tan oneroso, que era sumamente difícil expresar
numéricamente la cuantía de las reparaciones.
La tarea patriótica de Bun se hizo imposible después de leer una carta, sin
importancia, al parecer, escrita por ruda y tosca mano en pliegos de papel barato.
Procedía de Seattle y figuraban en el sobre las señas de Bun, en Paradise. He aquí
lo que se leía en la carta:
La carta tardó cinco días en llegar a su destino. A los siete de ser depositada
en Correos, recibió Bun la visita de un desconocido que habló con sobria
elocuencia de posibles negocios petrolíferos en Siberia, lo que interesó mucho a
Bun. Éste se refirió a las tropas expedicionarias, criticó la actitud del gobierno
sosteniéndolas en aquel territorio, y acabó por mostrar al desconocido la carta de
Jeff Korbitty. Pero como el desconocido resultó ser un confidente de las
autoridades, y poco después recibió Bun una carta de Korbitty, diciendo que le
habían apresado y mandando al infierno al príncipe del petróleo, que adquirió otra
experiencia en su vida de ingenuo idealismo.
Aceptó el profesor.
—Tengo un amigo en Siberia; lleva cerca de un año allí sin que sepa yo lo
que hace, ni lo comprenda tampoco después de leer sus cartas, que llegan con
intermitencias inexplicables…
—Sólo con que explique usted a sus familiares lo que opino de la cuestión de
Siberia, pensarán en cumplir el imperioso deber de delatarme.
Así iba cayendo Bun en las redes que le tendían los bolcheviques…
VI
Circularon los más extraños rumores sobre tal incidente, viéndose asediado
Bun por amigos y conocidos que deseaban conocer las cartas y discutir con él. Sólo
permitió leer la correspondencia a un condiscípulo, que declaró su punto de vista
de manera concluyente: «Los rusos tienen derecho a gobernar su país». El
condiscípulo simpatizante se llamaba Billy George; su padre era un rico fabricante
de cañerías de hierro.
Los ficheros de los archivos se enriquecieron una vez más con otro nombre:
el de Billy George.
Tenían las fichas seis por ocho pulgadas y estaban impresas por ambos
lados. A Bun le correspondía la siguiente:
«Ross, James Arnold, hijo, alias “Bun”, vive en San Mendocino, 679, Angel
City, Calif., y también en Paradise, San Elido, Calif.; veinte años, talla cinco pies y
nueve y media pulgadas, cabello oscuro, ojos negros, rasgos regulares; fotografía
adjunta. Hijo de J. Arnold Ross, vicepresidente de la Ross Consolidada, socio de
Roscoe, Angel City. También es el padre negociante independiente del petróleo.
Capital que se le calcula: veinticinco millones de dólares. Graduado el hijo en 1918,
Liceo Beach City, Calif.; informes escolares favorables. Sensibilidad sexual. Informe
agente 11.497. Simpatizante huelga Paradise 1916-17, íntimo amigo de Pablo
Watkins, líder de la huelga. Véase 1.272-W-17. Intimidad supuesta con Ruth
Watkins, hermana de Pablo. Destacado para prácticas Camp Arthur 1917-18,
informe satisfactorio. Escribió al diputado Leathers, incitado por soldado con
licencia por enfermo Korbitty. Véase 9.678-K-30 y también informe adjunto 23.672.
Promoción 1923. Universidad Sur Pacífico, miembro de la sociedad escolar Kappa
Gamma Tau, buen corredor carreras atletismo. Discípulo del profesor Irving, véase
327.118: simpatiza sentimentalmente con los bolcheviques; suscriptor Nation y New
Republic. Para más informes, agente 11.497, condiscípulo de Bun, y también 9.621,
íntimo de la hermana del mismo, Berta Ross».
VII
VIII
Los pozos de petróleo son negros y grasientos, pero una refinería tiene
distinto carácter. El producto circula por cañerías subterráneas y se extrae por
métodos limpios. Una refinería puede ser obra de jóvenes idealistas como Bun;
admite setos en su inmediación, plantas trepadoras y rectángulos verdes como
praderas en miniatura entre caminos de grava.
Arnold Ross convenía en que todo iba bastante mal. Los japoneses tenían
más petróleo que nadie en Saghalian; los ingleses se dedicaban a reparar las
cañerías distribuidoras de Bakú, y en Mosul tenían manos libres; ingleses y
franceses se apoderaban de Persia y Siria. ¿Qué hacía el tío Sam? Roscoe, según
Arnold Ross, poseía algunos derechos en Bakú y echaba chispas. ¿Qué importaba
propinar un puntapié a los bolcheviques, si ocupaban su sitio los angloholandeses?
Se detuvo con cierto temor porque estaba presente el profesor Irving, pero
éste se echó a reír:
IX
Bun pasó gran parte de aquel verano leyendo ciertos libros doctorales
escritos por tratadistas de política internacional y estudió detalladamente los
informes secretos de los agentes que tenía la empresa petrolífera en el extranjero.
Las grúas escalaban otras dos colinas en el campo de Paradise.
Insistía Berta en sus cartas para que Bun ingresara en la vida del gran
mundo y tratara de elegir mujer en el círculo limitado y elegante que frecuentaba
ella. No había manera de rehusar aquellas insinuaciones insistentes, y se prestó a
acompañar a su hermana a la mansión ultraelegante de Woodbridge Rileys,
situada en lo alto de una montaña. Era una especie de club, abierto tan sólo a los
selectos entre los selectos. Los habituales de aquel mundillo elegante nadaban y
remaban de vez en cuando, pero no dejaban de llevar una vida complicada. Se
debatían en una maraña de compromisos, esclavos de la etiqueta rigurosa, que
ordena frecuentes cambios de indumentaria y tiene una exigencia para cada hora.
Bebían copiosamente por la noche. Bailaban al son de una orquesta de jazz hasta la
madrugada. La gente joven se distraía, después del baile, dando paseos a caballo y
estimulando el apetito en espera de la hora del desayuno; dormían dos horas
escasas y se vestían para sentarse a comer otra vez.
Allí conoció Bun a Eldon Burdick, que había sido pretendiente de Berta y
novio favorito de ésta dos años seguidos. El noviazgo no tenía trazas de terminar
en boda porque, hablando Berta del asunto con su padre, le dijo que deseaba
atenerse a sus compromisos personales sin intervención de nadie, ni siquiera de su
padre.
Descubrió Bun que la pareja había regañado y hasta vio lágrimas en los ojos
de su hermana, colérica porque Eldon sólo pasaba en aquel club un par de días a la
semana. La joven se vengaba bailando con otros hombres, pero ni ella ni Eldon
secretearon con Bun, no permitiéndose éste tampoco la menor oficiosidad con
ellos.
Era Eldon arrojado y elegante deportista, con menudo bigote negro; parecía
un apuesto teniente del ejército inglés. Se mantenía siempre estirado y rígido, y
Bun descubrió que poseía mentalidad de militar profesional.
¿Conocía Eldon, por Berta, las ideas de Bun? Invitó aquél al hermano de
Berta a dar un paseo a caballo y trató de sondearle. Era Eldon un patriota
convencido y ardiente, hasta el extremo de no molestar a sus jacas de polo durante
todo el verano, porque se dedicaba a salvar a la sociedad.
Berta se acercó a su hermano para decirle con trágica y fría altivez de diosa
ultrajada:
Volvió Bun a Paradise. Estudió, meditó y esperó. Llegó otra postal de Pablo
sin más noticias que las que caben en ocho líneas indiferentes. Estaba bien,
trabajaba y se cuidaba. Tenía otra carta de Ruth y saludaba a los Ross.
Conocía Bun los litigios sensacionales del mundo para comprender la
amargura de su amigo al verse forzado a escribir así. Pensó que a él le
correspondía enviar noticias a Pablo, y le dirigió una postal diciéndole que se
producía mucho petróleo para contribuir a la derrota de los enemigos de América.
Añadió: «Pienso mucho en nuestras cosas», pero la frase le pareció
comprometedora y escribió otra postal, terminándola con otra coletilla mucho más
peligrosa: «Estoy completamente de acuerdo con Tom Axton». No pensaba Bun
que el censor conociera el nombre de Tom Axton, organizador de los obreros de
Paradise y promotor de la huelga.
XI
Era creencia general que los rusos serían impotentes para defenderse del
frente único capitalista. Sin embargo, conseguían sostenerse y no era aventurado
suponer que vencerían. En las informaciones telegráficas de los frentes
antibolcheviques se observaban extrañas cosas. Según el texto, ganaban grandes
batallas los aliados y se apoderaban de Perm y Ufa, capturando millares de
enemigos. Obtenían posteriormente dos nuevas victorias, y los patriotas se
entregaban al delirio, pero si se les ocurría consultar el mapa, se veían en el caso de
reconocer que la segunda victoria correspondía a un lugar situado a retaguardia
del ejército aliado.
Era difícil organizar una protesta eficaz por la situación especial en que se
colocaba el gobierno. El presidente de la República pronunció elocuentes discursos
para convencer a los ciudadanos de que debían estar satisfechos, una vez firmada
la paz. Habló en Angel City. Arnold Ross y su hijo asistieron al mitin en un local de
vastas proporciones, capaz de contener las diez mil personas que aplauden a una
señal y se sientan o se levantan obedeciendo los dictados de una etiqueta que no se
diferencia de la palaciega.
Las palabras del gran hombre eran tan inseguras como su gesto. Parecía
abatido, cansado, rendido.
Días más tarde se supo que el presidente estaba mal de salud. Tuvo que
regresar apresuradamente a la capital federal, y no tardó en ser víctima de un
ataque apopléjico. Mientras yacía imposibilitado, inconsciente, medio muerto,
gobernaba el país un extraño triunvirato: un secretario particular católico, un
médico militar y una de las más encopetadas damas de la sociedad de Washington.
La Universidad del Sur del Pacífico tenía sus clases sociales, que se
agrupaban tácitamente. En el curso ordinario de los acontecimientos, un joven
como Bun —elegantes maneras, riqueza, buen mozo— se asociaba tan sólo con los
miembros de ciertas fraternidades escolares.
Conoció Bun en sus excursiones libres, a Peter Nagle, cuyo padre presidía
una agrupación racionalista. Sostenía el hijo, reproduciendo las teorías de su
progenitor, que no habrá progreso hasta que los hombres prescindan de la
divinidad. Puede imaginarse el escándalo que producirían tales teorías en un
centro docente de origen y desarrollo devoto y metodista.
Raquel Menzies pertenecía a la raza judía, elegida por el Señor, pero no por
el cuerpo estudiantil. Era Raquel bastante guapa, de tipo exótico por el color
sombrío de la tez. De pequeña estatura, regordeta y descuidada, no tenía
pretensiones. Iba a la universidad con medias de algodón negro y llevaba una
blusa que no armonizaba con la falda. Se decía que su padre trabajaba en un taller.
Protestó Bun:
—No hay que censurar a nadie por las disculpas —dijo Raquel.
III
Llamó Bun a Ruth por teléfono y le dio la nueva. Dos días después llegaba
Pablo a Paradise. Era viernes, y al enterarse Bun de la gran noticia, saltó al coche y
se dirigió rápidamente a la finca. Su padre estaba «pescando» petróleo en Lobos
River.
—He reñido con casi todas las personas que conozco, por la cuestión de
Rusia, Pablo, y te esperaba para que me dijeras algo…
Hubo una pausa. Cerró Pablo los ojos como buscando algo que estaba en su
recuerdo.
—No; era carpintero y sólo luchaba disputando con los japoneses, que no se
avenían a ser aliados nuestros. Estaban allí para apoderarse del país, y no les
interesaba mucho que triunfaran los rusos blancos ni los rojos. Lo primero que se
les ocurrió a los nipones fue falsificar papel moneda del ejército blanco y
produjeron millones y millones de rublos falsos, comprando bancos, hoteles,
almacenes, fincas… todo lo que podían. Se hicieron capitalistas por ese
procedimiento tan expeditivo y arruinaron a los blancos multiplicando emisiones
falsas. Molestaba nuestra presencia a los japoneses y se inmiscuían en nuestra
zona. Cuando formábamos, era preciso amenazarles para que se alejaran. Siempre
acosaban a nuestra gente. A mí me dispararon tres tiros: una bala me atravesó el
sombrero, y otra la camisa.
Escuchaba Ruth con las manos juntas y el rostro pálido. Imaginaba las balas
horadando la camisa de Pablo. A buen seguro que siempre conservaría ella su
repugnancia hacia la guerra.
IV
—Tienes un ejemplo que puede serte útil para juzgar las cosas de Rusia,
Bun; el conflicto de Paradise. Pregúntate a ti mismo lo que significaba la represión
de aquella huelga y te explicarás lo que no comprendas de Rusia, Washington y
Angel City. La federación de Explotadores del Petróleo, enemiga de nuestra
huelga, tenía el mismo plan que los negociantes promotores de la expedición a
Siberia. Leí ayer en un periódico que un sindicato de patronos petrolíferos ha
conseguido algunas concesiones en Saghalian. Recuerdo un nombre: Vernon
Roscoe… Es uno de los grandes hurones de la industria petrolífera, ¿no es eso?
Al relatar tales tragedias, estaba Pablo sólo con Bun y éste se horrorizó.
Los informes eran tan distintos de lo que Bun esperaba, que le costaba
adherirse a ellos. Interrogaba repetidamente a su amigo:
—Algo sé…
—Ya te contaré: los bolcheviques son los únicos que tienen fe y solidaridad.
¿Cómo combatir contra ellos, si luchan voluntariamente por su causa?
VI
Oyó explanar tales ideas en distintas ocasiones sin adherirse a ellas, pero no
se trataba ya de discursos; las teorías se realizaban en una zona considerable del
mundo. Un pueblo de cien millones, que ocupaba la sexta parre de la tierra, se
había apoderado del engranaje industrial y acabaría por triunfar. ¡Si la codicia
organizada del mundo quisiera apartarse y dejarlos solos!
Relacionó Bun sus ideas con el campo de Paradise. ¿No había engañado su
padre a los Watkins? Los títulos de propiedad eran legales, pero poco honestos,
poco limpios, Pablo pensaría lo mismo. Entre tales reflexiones descubrió de repente
Bun la improcedencia de su inútil tortura, porque Pablo no trataría nunca de
reivindicar la propiedad de Paradise para él ni para su familia, sino para los
trabajadores, a los que pertenecía. La refinería era como un melocotón maduro que
cuelga de un árbol y espera que alguien lo elija. Sólo faltaba que hubiera alguien
capaz de propagar aquellas verdades. Si Pablo no estuviese enfermo, pocha ser el
hombre que diera la voz revolucionaria, para seguir el trabajo normal al día
siguiente, sin amo. ¡Todo el poder para los soviets!
VII
Nagle oyó, boquiabierto, la frase de Bun. Nikolaieff salió con que todo
aquello podía ser cierto, tan cierto como que los bolcheviques habían metido a su
primo en la cárcel. Raquel Menzies añadió que había millares de socialistas en la
cárcel. Billy George hizo una proposición:
Los refinados camaradas del grupo de Bun pasaban con él hasta medianoche
discutiendo las recusaciones de Bun a todo lo que ellos consideraban bueno.
El local estaba atestado. Creyó Arnold Ross, al ver dos o tres mil personas
congregadas allí, que nunca se había reunido tanta gente peligrosa: rostros
exóticos, de color oscuro y siniestro: intelectuales de mirada intensa y largas
melenas; mujeres de cabello corto y lentes desmesurados; trabajadores hoscos,
sombríos, de expresión agreste y dura… Y aquel hombrón del Oeste, aquel Seager
que había comido con él, hablaba del «tren de la muerte»; más de dos mil seres,
mujeres y hombres, embutidos en vagones de ganado, prisioneros de los blancos,
que no sabían qué hacer en Siberia con aquella masa humana y la llevaban de un
lado a otro, desviando el tren hacia líneas muertas, inmovilizándolo semanas
enteras, mientras las víctimas morían de hambre, de sed o de cualquier otra
enfermedad, porque todas eran incurables… Y las tropas americanas sosteniendo a
los asesinos, dándoles armas y dinero… Y a todo eso, los polacos invadían el
territorio ruso con municiones y uniformes procedentes de Estados Unidos…
VIII
Para empezar con buen pie se convino en que los interesantes informes de
Harry Seager figuraran en primer término. Raquel sometió al maestro a un
interrogatorio que desarrolló luego la ferviente israelita en forma de entrevista,
empleando dos mil palabras. Otro de los rebeldes reunió datos sobre un estipendio
clandestino del tesoro estudiantil para subvencionar el viaje a Angel City de unos
famosos atletas. A Bun se le indicó un tema alusivo a la vida universitaria y al
exclusivismo de los estudiantes refinados que rechazaban el ingreso en el círculo
universitario a un joven indio de buenos antecedentes escolares.
—¿Una pelea?
—¿Un accidente?
—¿Tiene un ejemplar?
IX
Antes de este incidente, la puerta del Colegio Seager quedó desencajada por
los detectives que acudieron allí por la noche. Utilizaron también un hacha, y
cuando llegó Seager por la mañana, encontró los papeles en desorden y el material
escolar pisoteado por los zapatos del patriotismo. Se apoderaron los patriotas, no
sólo de los papeles del maestro, sino también de los ejercicios de mecanografía de
los alumnos. Seager no les hacía escribir frases como ésta: «El astuto zorro salta
sobre el perezoso dogo», sino máximas de propaganda revolucionaria: «Los
hombres nacen todos libres e iguales», «Dame la libertad o la muerte».
X
Cuando se dio cuenta Bun de lo que ocurría, recordó que, como hijo de
millonario, estaba acostumbrado a hacer valer sus derechos, y preguntó a uno de
los que le interrogaban:
Ante aquellos hombres, no pudo Raquel contener las lágrimas y dijo que su
padre no era comunista, sino socialista, como si el distingo tuviera la menor
importancia para un patriota.
XI
Berta estaba fuera de sí. Invitada a una reunión muy esperada por ella, se
sentía avergonzada. ¿Cómo mostrarse ante la sociedad elegante? Era fatal; tan
pronto como obtenía un triunfo en los salones, salía Bun y lo inutilizaba con alguna
idiotez. Era lo más fastidioso que podía ocurrir: Bun demostraba sus gustos
plebeyos, soeces. Se querían mucho los dos hermanos y se insultaban con fraternal
franqueza.
Arnold Ross no hizo la más leve pregunta a nadie… Era todo un carácter.
Cuando Bun se dispuso a darle explicaciones, le interrumpió diciendo:
—¿Un estudiante?
Puede usted conocer al traidor por lo que se dan a conocer los de su cuerda:
hablan mucho y no hacen nada…
—¿Será Billy George? Ahora recuerdo que prometió ayudarnos a vender los
periódicos y no apareció cuando llegó el momento… Nunca éramos bastante
extremistas para él, que defendió a capa y espada el poema del ateo, una tontería
inoportuna… Últimamente se ha escabullido y no ha sonado su nombre estos
días…
Sonrió Irving.
No iban mal las cosas en Paradise. Pablo era maestro carpintero y trabajaba
en el campo, repuesta ya su salud. El trabajo de construcción era escaso después de
la guerra.
Ruth parecía feliz. Tres obreros estaban enamorados de ella, pero Ruth sólo
pensaba en Pablo. Éste estudiaba de firme, pero no libros de biología, sino obras de
carácter social.
Muchos de los soldados que habían hecho la guerra pensaban como Pablo y
se reunían con él dos veces por semana para leer en alta voz las obras de más
interés y comentarlas amigablemente.
II
Pasó Bun las vacaciones de Pascua en Paradise. Vernon Roscoe fue a visitar a
su padre.
Llegó con Roscoe una endiablada borrasca procedente del páramo. Por regla
general, el tiempo era soportable en Paradise, y las noches frescas, pero tres o
cuatro veces al año se levantaba una ventolera caliente. «Con tantos grados a la
sombra, no hay sombra», decían los obreros mientras trabajaban al sol y bebían con
frecuencia agua de cebada. Lo peor era que la ardiente ventolera soplaba toda la
noche y se calentaban las casas. Como hornos estaban durante tres o cuatro días.
—¡Hola, Bun! ¡Por los clavos de Cristo, qué calor hace! ¿Seguirá soplando
mañana este viento infernal?
—¿Cómo está usted? —añadió Bun, sin osar darle la mano, porque Roscoe la
hubiera apretado con excesivo ímpetu. Había sido marcador de ganado en
Oklahoma y se decía que llegó a apoderarse de un potro salvaje, domando sus
ímpetus. A pesar de la grasa que tenía en el cuerpo, conservaba la fuerza.
—Tiene usted que quedarse… No puedo seguir el trabajo del campo Bandy
hasta que examine usted todos los datos. Si es preciso, le sentaremos sobre hielo,
pero quédese.
Y dirigiéndose a Bun:
El interpelado iba a entrar en los veintiún años, pero Roscoe era huésped de
su padre y no tuvo más remedio que sonreír.
III
Llegaron cuatro obreros con una caja metálica grande, de paredes dobles;
hicieron un agujero en el fondo de la caja para el ventilador; metieron media
tonelada de hielo y un par de sacos de sal en la caja, funcionó el ventilador y bajó la
temperatura en gran proporción.
—Es que esos doscientos mil dólares podrán recobrarse con enorme
beneficio. Es un capital que vamos acumulando O’Reilly, Fred Orpan y yo, y no
queremos que se enteren más que unos pocos.
—Tengo los ojos puestos en un campo, que conozco bien por haberlo
estudiado diez años seguidos. ¡Una maravilla! La Excelsior Pete abrió dos pozos de
prueba y dejó de trabajar, manteniendo el secreto. Hay un informe oficial, que se
refiere a ese campo, pero se oculta cuidadosamente, aunque he podido obtener una
copia: ¡cuarenta mil acres de terrenos petrolíferos!
—El gobierno cuenta con ese campo para extraer petróleo con destino a la
Marina, pero, si no se explota, ¿de dónde se saca el petróleo? Creen los ignorantes
que pueden emprenderse trabajos en los pozos y obtener producción en un
santiamén, mientras el Parlamento vota una declaración de guerra… Entremos
nosotros en ese campo, y ya venderemos a la Marina todo el petróleo que pida.
—Haría usted bien en contar con la fiscalía del Tribunal Supremo, además
de la cartera del Interior.
—Bun conoce todos mis asuntos desde que andaba a gatas… Y sobre la
cuestión de los doscientos mil dólares, cuente usted con el cheque en el momento
que quiera…
IV
Se ocultaba el sol y Roscoe tenía que marcharse, pero esperaba la cena. Una
vez apurada la crema helada y la taza de café apartó la silla de la mesa y respiró
con aire alegre. Mientras desprendía la vitela de un habano, se dirigió a Bun.
—De vista.
—¿La has visto en Madama Tee Zee? ¡Es algo portentoso! Me quiere como una
madre… Si llega a estar aquí, no hubiera bebido yo tanta cerveza, puedes estar
seguro… Es desinteresada, encantadora… Ven a mi casa y la tratarás. Es
casamentera, y nunca se considera tan feliz como cuando busca la media naranja
de alguien… ¿Por qué no te vienes ahora conmigo?
Se deducía, en efecto, que Roscoe tenía muy buen corazón. Parecía dispuesto
a introducir a Bun en los goces de la vida.
—Se lo prometo.
—Ya lo sé; el único posible. Si quiero, puedo prescindir de jugar, porque soy
lo bastante rico, pero no es ése el caso.
—Está bien que imaginemos cómo debe ser el mundo, hijo, pero no se trata
de eso, sino de producir petróleo. Con el procedimiento socialista quedaría entre
las manos la riqueza que puede producirse. Transferir derechos al Estado es como
enterrar riqueza. Habláis de las leyes, pero hay leyes económicas que no puede
alterar el gobierno ni nadie. Cuando el poder público hace mal las cosas y los
hombres de negocios le obligan a rectificar, no se les debe hacer objeto de crítica.
Estamos en la era del petróleo. ¿Se quiere impedir la producción? Es lo mismo que
cegar las cataratas del Niágara.
¿Por qué no rompió con su padre? ¿Cobardía? No. Bun sabía poco de la vida
para temerla. No había ganado un dólar, pero creía que podía vivir bien
trabajando. La dificultad estaba en que no nació para hacer sufrir a nadie. Por ello
le había dicho Pablo que era blando y dúctil. Se adaptaba fácilmente al parecer
ajeno. ¡Veía con tanta claridad el intento de Roscoe y el de su padre!
Sentado horas más tarde entre sus amigos, los trabajadores, y pensando en
la escena que había presenciado, comprendía con perfecta claridad el punto de
vista de aquéllos sobre la expropiación.
VI
El único de los rojos que estaba ocioso era Bun. No sabía qué hacer de su
vida.
Ni siquiera podía regar las plantas del jardín sin entrometerse en la tarea del
jardinero. Resolvió estudiar en los libros de Pablo, pero ¿quién estudia ocho horas
seguidas? Y respecto a ayudar a su amigo, no se tenía por un perfecto carpintero y
le parecía tarde para ser aprendiz.
VII
Hizo Berta nuevos esfuerzos para atraer a Bun hacia las delicias del gran
mundo. ¿No le pertenecía hacer vida de sociedad por derecho propio?
—Era un lechuguino, un tonto —dijo Berta a Bun. Siempre quería salirse con
la suya.
Tenía otro pretendiente: Carlos Norman, hijo único del difunto Augusto
Nerman, fundador de Aceros-Occidente.
—Una cabeza algo loca, pero un hombre fascinante, y tan rico como Craso…
Tenía una madre vanidosa que trataba de pasar por joven. Se vestía como
una chiquilla y hacía intervenir la más radical cirugía en el rostro para impedir las
arrugas. Como poseía un espléndido yate, rogó a Berta que llevara a bordo a su
arrogante hermano. Éste supuso que su hermana estaría en algún gran apuro, pues
contaba con la poca dispuesta afición de Bun para alternar con aquella gente
encopetada.
El yate Sirena era una espléndida mansión blanca, con brillantes metales; un
barco de maravillosas maderas talladas, entre las que abundaba la caoba. Se veían
a bordo profusión de tapices de seda.
Los marineros que pulían los metales y los filipinos que transitaban por el
yate, llevando espléndidas bandejas con cristalería tallada, eran jóvenes, vestían de
blanco y parecían recién vestidos para representar un vodevil.
VIII
—Quisiera saber cómo me las arreglaría para que estudiara Carlos; sólo
piensa en el juego y en el amor.
Carlos anunció, al disponerse a salir del yate con los jugadores, que su
madre no les acompañaba.
IX
Creyó éste que la señora Norman empleaba una táctica especial como
posible suegra de su hermana, y le habló de la manera más agradable que pudo.
Presumiendo que no sería indiferente a las cuestiones prácticas, se refirió a la
próspera industria de su padre.
Le hizo preguntas sobre sus ideas. Al parecer, nada sabía de los sucesos de la
universidad. Bun se apresuró a hacer un discurso sumario del que se deducía que
las riquezas del mundo estaban mal distribuidas.
—Todo eso es material, poco elevado… Creo que debemos aspirar a las
alturas.
Surgía una cuestión espinosa y Bun la soslayó con tino, empezando luego la
señora Norman a hablar de ella misma:
—Mi vida ha sido un desastre… Me casé muy joven, sin saber lo que hacía, y
por obedecer a mis padres. Mi marido fue una mala persona: tuvo amantes y me
trató cruelmente. He dedicado los mayores esfuerzos a la educación de Carlos,
pero confieso el fracaso… Carlos está siempre enamorado, pero nada sabe, en
realidad, del amor. Y usted, joven, ¿qué piensa del amor?
—¿Qué sé yo? Las gentes se atormentan unas a otras… Tengo mucho que
aprender, y, francamente, no sé a qué atenerme en cuestión tan complicada…
Deseaba Bun leer una revista. Recostado en la lujosa litera que tenía
almohadas de seda rosada bordadas a mano y una lámpara dorada sobre ella, se
entregó a la lectura. No tardó en trasladarse imaginativamente a Rusia, a la
tragedia sangrienta, con las carreteras sembradas de cadáveres… Pensó también en
Hungría, donde se aplastó la Revolución social por el expeditivo procedimiento de
asesinar a cuantos creían en ella, utilizando municiones americanas y dólares.
Estaba Bun tan absorto, que no oyó el rumor de la puerta que se abría, ni la
llave que giraba por la parte interior.
La víctima tuvo que decir que sí, y la dama cayó de rodillas junto a la litera.
Tembló la suave voz de la aparecida.
—Me encuentro tan sola y soy tan desgraciada… ¿Sabe usted lo que significa
la soledad de una mujer? Usted es el único ser a quien he deseado confiar hace
tiempo mis inquietudes. Sé que doy un paso poco correcto, pero le pregunto: ¿por
qué no admitir la sinceridad de una mujer?
—¡No me desprecie, por Dios! Deseo ser feliz, ¡y hay tan pocos seres dignos
de amor! Dígame, ¿está enamorado de alguna mujer?
Hubiera sido una solución decir que estaba enamorado, pero no se atrevió a
mentir. Al oírle la viuda, brilló una sonrisa dulce en su rostro, como el sol tras un
aguacero primaveral.
—¡Soy una tonta! ¡Las lágrimas van a afearme! Permítame que apague la luz.
—¡Señora Norman!
—Ya sé que soy vieja, pero las jóvenes son unas tontas… Haré todo lo que
pueda, le daré lo que necesite…
Sabía Bun que sólo tenía que tender los brazos. Eunice había sido su
maestra. Podía haber caído en éxtasis y desde aquella hora hubiera sido su esclava
la viuda, la hubiera dominado, gastado su dinero con otras mujeres… Estaba en el
trance de comprender que había tahúres.
El joven aprendió de Eunice que los besos son seductores cuando se está
dispuesto al amor, y repelentes en el caso contrario.
—¡Dios mío! Ya sé que soy muy poca cosa, pero sólo quiero que piense en
que le quiero.
—Nada de eso, Telma. ¿Qué razón hay para reñir por el hecho de que no me
sienta enamorado?
Estaba tan abatida, que Bun sintió lástima y quiso consolarla alargando la
mano. Ella la cubrió de besos, lo que impresionó a Bun, mientras recordaba que un
poeta inglés del siglo XVIII había descubierto que la piedad mueve al alma hacia el
amor.
Se abrió la puerta y quedó solo Bun, que dio vuelta a la llave. Jamás
olvidaría la precaución de cerrar la puerta.
—¿Te hizo el amor Telma? ¿Hasta dónde? Eres tonto teniendo secretos con
tu hermana… Algo ha ocurrido entre los dos… ¡Bah! Las luces son discretas en el
yate, y no están puestas para ayudar a ningún detective a perseguir fantasmas. Te
advierto que no sois los primeros… Ahora, que no vayas a creer que te quiere para
marido… Habla mucho de la reencarnación, pero no tiene el menor interés en
renunciar a sus millones.
XI
—Hay mucho dinero en los bancos, pero sólo los grandes magnates
disponen de él.
Irving habló con Bun y le dijo que la alta política bancaria gobernaba la
economía y tenía el privilegio de emitir ilimitada cantidad de papel moneda en
tiempo de crisis. El papel volvía a los grandes bancos, que prestaban a las
industrias potentes, cuya seguridad protegían, mientras los independientes, en
épocas difíciles, se verían entre la espada y la pared. Llegaba el turno a los
propietarios de tierra, que estaban desorganizados y huérfanos de protección.
Tenían que apresurar la venta de cosechas y los precios oscilaban
desfavorablemente por la abundancia de ofertas. Millones de hacendados
quebrarían antes de finalizar el año. El precio de los géneros manufacturados no
bajaría en la misma proporción, porque las grandes concentraciones que contaban
con la Banca de Wall Street defendían sus valores.
Dio Bun tales explicaciones a su padre, quien las comunicó a Roscoe. Sabía
éste quién gobernaba los intereses de la alta banca en la costa del Pacífico: un
grupo poderoso, que hacía enormes compras, pero no podría adquirir la propiedad
de la Ross Consolidada.
El dinero abundaba tan poco, que Berta no pudo comprar un coche después
de inutilizarse en un accidente el que tenía. Habló Arnold Ross de economizar en
el presupuesto casero. Emma aprovechó los restos de filete desde que supo la
verdad. Todos hablaban de crisis excepto los periódicos, que la ocultaban lo mejor
que podían, aunque se adivinaba entre líneas.
—¿No sabes lo que pasa? Elias está metido ahora en un lío. En las afueras de
la ciudad halló la manera de hacerse con la voluntad de algunos granjeros y
consiguió reunir solares suficientes para construir el templo de la Tercera
Revelación. Encontró algunos propietarios que tenían influencia con las
autoridades locales, y se le permitió contar con terreno para edificar. La palabra del
Señor quedaba confirmada y el templo se alzaría por fin, pero, por razones que
desconozco, no ha sustraído el Señor a Elias del pánico general y tiene que atender
a los vencimientos como cualquier hijo de vecino que no comunica con las alturas.
Hace cerca de un mes que debió pagar ciento setenta y cinco mil dólares, y como
las colectas fracasan, el Señor le indicó que reuniera fondos por otro
procedimiento.
XII
—Si has entregado quinientos dólares a Elias por pura broma, deseo otros
quinientos para cosa más seria.
—He visto al profesor Irving, que está muy apurado, sin encontrar trabajo.
Le han puesto en las listas negras. Como al solicitar una plaza hace constar que ha
estado de profesor en la Universidad del Sur del Pacífico, se piden informes a
Cowper, y, naturalmente, dice que Irving es un bolchevique.
Sonrió ligeramente Bun. Era la actitud más cuerda ante aquellas palabras del
astuto viejo, que sabía penetrar en el futuro y comprender la realidad.
CAPÍTULO XIII
EL MONASTERIO
II
Les llevó a una fonda elegante, sin tener en cuenta que molestaría el
ambiente y la etiqueta a los invitados. Verdaderamente, es más fácil que un
camello pase por el ojo de una aguja, que un rico comprenda los sentimientos de
los desheredados.
El local del mitin estaba lleno de trabajadores con los ánimos en tensión. El
Comité local había decidido expulsar a los miembros de la extrema izquierda. Las
minorías, a su vez, eran partidarias de expulsar a sus rivales.
—La Revolución rusa surgió por la ruina que produjo la guerra, pero los
banqueros americanos necesitarían diez años de guerra para verse en mala
situación. ¿Qué hacéis vosotros? Si hay confidentes de la policía que se introducen
en el movimiento obrero, se debe al extremismo de la izquierda…
Decir aquello a los extremistas era lo mismo que tremolar una bandera roja
ante una manada de toros bravos.
—¿Qué dice usted de la policía? —dijo Ikey a su padre—. ¿Qué hacen los
socialdemócratas en Alemania? Se han hecho cargo de la función policíaca y
disparan contra los comunistas en beneficio de la burguesía.
—Lo mismo harán en California —gritó el otro hermano—. Sois los eternos
colaboradores de la burguesía.
Los rojos del país se dividieron en tres grupos. Ikey y Joe Menzies dejaron el
hogar paterno y se fueron a vivir con dos muchachas que pensaban como ellos.
Contestó Bun:
—Hola, Bun. Llamaba para invitarte a venir. Ana Bella está aquí y se
alegrará de verte. Viola Tracy nos acompaña y también Harvey Manning.
—Iré.
Dijo Arnold Ross a su hijo que la vida doméstica de Roscoe era algo
complicada.
Se abrió la puerta y entró Bun con su coche. Ascendió por el repecho de una
colina y desde la cima —¡oh, maravilla!— vio una hondonada verde y amarilla que
lindaba con el mar y las grises torrecillas de piedra de El Monasterio. ¡Montañas, y
el mar por límite! Si algún pobre mortal trataba de penetrar en El Monasterio,
tendría que hacerlo a fuerza de remos o a nado.
El crucero catedralicio ocultaba un ascensor del que vio salir Bun una
diminuta figura: traje color limón, sombrero y zapatos del mismo color, una
verdadera pastora de tapiz.
Pertenecía Bun al noventa por ciento de los hombres civilizados que podían
contar el número de pestañas de Ana Bella, situar en un diagrama los hoyuelos de
la estrella y dibujar el curso de sus lágrimas a lo largo de las mejillas. En el
Paraguay, Madagascar, el Tibet y Nueva Guinea, la proporción de los admiradores
no pasaba del setenta por ciento.
Había visto Bun a Ana Bella convertida en hija de un rey del acero, de
Pittsburg, castigada duramente por sus insensateces y arrepentida al fin. La
conocía también como favorita de un rey de Francia, muriendo con elegancia para
expiar elegantes pecados; como rica heredera raptada de un palacio de Georgia;
como gentil pastora descalza de las Montañas Azules…
—¿Es usted uno de los invitados? —dijo Ana Bella con gesto de escena
muda.
—Sea usted amable con él, Harvey, para que vuelva otra vez. Ha pasado por
la universidad, lee mucho y lo sabe todo. ¡Le vamos a parecer ignorantes y frívolos!
—Se empeña en cazar a los rojos… aunque dice que los rosados son peores
que los rojos… Conste que me ha preocupado usted de veras.
Diose cuenta Bun de que las frases de Harvey eran una broma de salón,
como las que se hacen para endulzar la vida a los hombres ociosos, jóvenes o
viejos.
Pero Ana Bella era agradecida. Alguna vez soñó en imponer alguna obra
maestra, ganar ocho millones y vindicar su amor. Era emocionante y respetable ver
que Ana Bella pagaba lo que debía a Roscoe dedicándose por entero a él.
—Ya sabes que si repito lo que me dijiste la última vez que te dejaste llevar
por el vino…
Calló Roscoe con el vaso en el aire.
—¿Lo digo?
—Me rindo…
Por extraño que pueda parecer, Ana Bella era una piadosa católica.
—¡Harvey! —dijo Ana Bella—. Puede usted acompañar a Bun; que conozca
la casa.
—Como esas águilas están algunos de sus amigos rojos: en la cárcel —dijo
Harvey.
El hombre más hastiado del mundo se interesa por algo, según pudo
observar Bun en su visita. Eran las seis y media; se imponía la vuelta.
Hablaba Roscoe con Fred Orpan de cuestiones políticas. ¡La paliza que iban
a propinar a los demócratas! Roscoe llevaba la batuta, porque su interlocutor era
poco locuaz. Tenía el rostro grande y enjuto como el de un caballo, y extraños ojos
de color gris verdoso que en algunos momentos parecían vacíos. Se hubiera dicho
que su cabeza estaba también vacía, cuando escuchaba durante una hora sin decir
nada.
También estaba allí Bessie Barrie. No podía faltar, según la etiqueta, cuando
se invitaba a Orpan, ya que éste protegía a Bessie en su carrera de estrella, y ésta
pagaba con fulgores amorosos el coste de la protección. Era un caso distinto al de
Ana Bella y Roscoe, porque Bessie había amado a su director, le trataba aún y la
amistad entre los dos hombres distaba de ser cordial… Todo esto fue lo que dijo
Harvey a Bun. Harvey era una especie de jefe de chismografía; después de beber se
le soltaba la lengua.
Observó Bun que Ana Bella situó a los dos rivales en los lados opuestos de la
mesa.
Junto a Duchane había un asiento vacante. ¿Se retrasaba alguna señora? Era
inexperto Bun hasta el extremo de no saber que llegar un poco tarde acredita y
confirma la elegancia de una mujer. No había tratado el joven a las artistas, ni sabía
que actúan, a veces, lejos de la escena.
VI
—Miss Tracy.
—Míster Ross.
La actitud de Viola Tracy era perfecta, de pie ante la mesa. Tommy Paley, su
director, que le había enseñado aquella actitud y estaba observando, gritó de
repente:
—¡Cámara!
Jamás hablaba mal de nadie Ana Bella; en eso no se le parecía Viola Tracy.
Tenía ésta una lengua tan poderosa como sus puños, y el compañerito de mesa
quedó algo aturdido oyéndola hablar con desaforada desenvoltura. Empezó por
murmurar de una señora recientemente llegada del extranjero con
acompañamiento de bombo y platillos.
—Llévese eso. ¡Qué horror! Tiene fécula… Por lo visto Ana Bella quiere
inutilizarme para la profesión… Óigame usted, señor Ross: se dice que nadie
puede comerse una codorniz diaria durante un mes, pero yo me impongo durante
siete años el siguiente régimen: dos chuletas de cordero y tres trozos de piña cada
día.
VII
—Señor Ross —dijo Ana Bella, dirigiéndose a Bun—, observo que no bebe…
Tenga confianza en el vino… Es anterior a la guerra.
Observó Bun el increíble, pero general fenómeno, de que ciertas gentes del
gran mundo, desconfiadas de suyo, llegan a repetir candorosamente lo que les
cuenta cualquier desastrado contrabandista.
—El licor procede de Canadá, y era de un duque turista que visitaba el país.
Todos contenían el aliento, porque sabían que Koski era dueño y señor de
cientos de artistas.
VIII
Y dirigiéndose a Bun:
Hubo una discusión técnica, y Bun aprendió algunas tretas del séptimo arte
relativas a los cortes o supresiones en las cintas.
Durante todo este tiempo, se había deslizado una figura espectral entre la
oscuridad, con chinelas color púrpura. Era el chinito que llevaba la bandeja con
rosados, verdes y amarillos licores. Iba de un lado a otro sin hacer ruido: nadie le
hablaba. En realidad, no hacía falta: bastaba con beber. Trescientos años atrás, un
poeta inglés se preguntaba por qué los hombres introducen al enemigo por la boca
para que les arranque el cerebro. En El Monasterio parecía preocupar a todos la
necesidad de beber, y el chinito tenía la misión de recordarla, por si había algún
desmemoriado.
—¡No bebas!
Casi todos bebían; las lenguas iban haciéndose ágiles y las conversaciones
animadas. Hasta Fred Orpan se sentía locuaz, y como Roscoe acostumbraba a
hacer bromas a todos, éste se las devolvió, levantándose para decir con voz de
falsete:
—¿Sabe alguien cómo empezó la vida este trapisondista? ¿Le han visto
nadar? No es posible. Si está en seco, dice que el agua es fría, y si ha de nadar, que
el agua está sucia. La razón es que le falta un dedo en un pie. Cuando abrió el
primer pozo de petróleo, se quedó sin dinero y no podía seguir. Suscribió una
póliza de seguros, salió a cazar y se disparó un tiro en el pie, con lo que obtuvo
dinero y terminó los trabajos del pozo. ¿Estoy en lo cierto, zorro viejo?
—Mi doctor sólo quiere que beba una sola vez por la noche, y necesito que
me acompañe un amigo sobrio.
Accedió Bun a acompañar a Viola; bailó con la dueña de la casa y con la más
rubia de las hadas: Bessie Barrie. Charlaban en los intermedios. El espectro chino
circulaba sin cesar, y por momentos se descubrían en los invitados las
profundidades de sus almas; el licor soltaba las lenguas.
—¿Cómo todo?
—Absolutamente todo.
—¡Pero, hombre! ¿No va usted a la universidad? ¿Qué sabe quien, como yo,
empezó repartiendo periódicos? Cuando se frecuentan las aulas…
Acudió Harvey junto al joven. No se podía tener de pie, y cayó sobre una
silla diciendo con voz gangosa, de borracho perdido:
—¿Se niega a hablar? ¿Por qué? ¿Me cree borracho? Repito que quiero saber
lo que decían. Me preocupa el cultivo de la propia reputación, ¿sabe usted?
Dígame: ¿hablaban de mí? Creo que hablo claro. ¿Va usted a obligarme a preguntar
toda la noche?
Luchó Harvey con Anderson, pero éste era fornido y la víctima quedó
inválida, como si tuviera una serpiente enroscada en el cuerpo.
—Déjame, déjame, quiero volver. ¿Por qué me tratas como a un niño? ¡Qué
ultraje! Soy mayor de edad y tengo derecho a beber.
—¡Ross! —dijo Viola—. Fíjese en que siempre se oyen dos gritos en las
reuniones de habituales de Hollywood: uno de protesta: «¡No quiero marcharme!»,
y otro de conformidad.
Cuando despertó Bun el lunes por la mañana, tenía todo El Monasterio para
él. Almorzó, leyó los periódicos, dio un paseo y renovó su amistad con las águilas.
Descubrió una vereda que conducía a la costa y siguió por ella, caminando un par
de millas, hasta llegar a la playa.
Era todo aquello tan curioso, que Bun se permitió levantar la envoltura de
una de las estatuas, quedando turbado al ver la redonda lozanía de unas pétreas
piernas, probablemente germánicas. La estatua sostenía una copa en la mano y
tenía una trenza gruesa, marmórea.
Había en el jardín treinta y dos estatuas, gruesas figuras de mujer con las
espaldas cubiertas por la cabellera. ¡Sería sorprendente el espectáculo de aquellas
matronas bajo raudales de luz eléctrica y sin más testigos que las focas!
Paseó por la playa. El sol estaba alto; las olas verdiblancas no eran altas para
temerlas, en cambio, eran tentadoras, por lo que Bun, seguro de que estaba solo, se
desnudó, adentrándose en el mar.
Tal era el soliloquio de Bun. Como ante las ardillas, filosofaba ante las focas.
Sus estudios no le habían sacado de dudas y su filosofía era la de un autodidacta.
XI
Nadó lentamente aquel tritón apurado, y procuró que las pérfidas olas no le
descubrieran.
—Estamos bajo el sol más hermoso del mundo… ¿Por qué no sale del agua?
—«Tu cuello es esbelto como la torre de David, sobre la que hay miles de
broqueles…».
Dio algunos pasos Bun hasta que las olas apenas alcanzaban a su cintura.
—«El Amado es blanco, esbelto y tierno, único entre diez mil. Su cabeza
tiene el oro a raudales. Sus guedejas son tupidas y rizadas…».
—¡Óigame, Viola! ¡Por todos los dioses y por todos los reyes! ¡Voy a salir del
agua!
—«Las piernas del Amado son pilares de mármol sobre bases de oro fino. Su
figura es bella y grácil como un cedro… Eres hermoso como Jerusalén, arrollador
como un ejército tras la bandera… Aparta tus ojos de mí, amor mío, porque me
subyugas…».
—Regular.
Se lanzó Bun a correr a razón de veinte millas por hora y oyó el galope del
caballo tras él. No sabía lo que duraría el ejercicio y aminoró la velocidad. Deseaba
indagar si, efectivamente, era un griego.
El cielo era azul, el mar verde y la arena brillante. Era aquélla una
espléndida mañana, el despertar del mundo.
Llegaron a una zona de la playa donde había barcas, carriles que llegaban
hasta la misma orilla del mar y pescadores. Tres hombres remaban en una barca y
dejaron los remos inmóviles al ver una amazona y un Adán corriendo aún más.
Pero Viola había retado a Bun y sólo su iniciativa sería válida para dar
terminada aquella carrera. ¿Sostendría ella las consecuencias de su paganismo?
—¡Me rindo!
Volvió grupas el caballo de Viola, dio media vuelta Bun y se inició otra veloz
carrera en sentido contrario.
XII
—¿Se ha fijado usted en esas figuras de pesadilla? —dijo ella al pasar ante
las estatuas enfundadas—. El viejo Hank Thatcher se empeñó en poblar este jardín
de manera tan extraña. ¿No ha oído hablar de Thatcher, el rey de la uva de
California?
—¿Está loca?
II
Ruth dio tales noticias a Bun con la pena reflejada en sus ojos.
—Es una vergüenza, Bun, porque Riley no sabe qué hacer ni tiene dónde ir,
y están con él su compañera y dos pequeñuelos.
—Mi padre ha dicho que no ocurrirían esas cosas.
—Es que mi padre no tiene nada que ver con el despido de personal, y no
querrá chocar con el encargado.
Eran odiados por los jefes obreristas rivales, y los periódicos se referían a
ellos como si fueran asesinos y criminales. El primer I.W.W. que conoció Bun le
pareció un muchacho que tendía al ideal de los primitivos mártires cristianos. Los
I.W.W. eran perseguidos como salvajes a consecuencia del «criminal atentado
sindicalista» de California. Cada uno de ellos que entraba a trabajar se exponía a
ser detenido por un alguacil o un polizonte. La posesión de un carnet que
acreditase pertenecer a aquella entidad era suficiente para pasar catorce años en un
presidio.
Cabalgaban por playas y colinas con corceles sin silla y los hacían entrar en
el mar ante la gran perplejidad de las focas. Dejaban luego a los caballos en libertad
y hacían carreras a pie. Nadaban. Las olas no eran más salvajes que la estruendosa
y alegre risa de Viola con el cabello suelto. Se sentaban caldeándose al sol en la
orilla y explicaba ella historietas de Hollywood, no menos saladas que las ondas
del Pacífico. En Hollywood ocurrían cosas extraordinarias, y Viola conocía a los
protagonistas.
IV
—No soy una chiquilla, Bun, ni me parece sensato ocultar, como otras, que
en el principio de mi carrera artística tuve que abrirme camino y pagar el tributo
que pagan todas al emprender el vuelo. Oirá usted decir muchas mentiras, pero no
hay santos en el mundo de la pantalla.
—¿No pueden darse por satisfechos con encontrar una buena actriz?
—Desde luego; pero una buena actriz durante el día, puede ser buena
amante por la noche, y los hombres lo quieren todo.
—Le diré a usted: la competencia hace tales estragos que, si se trata de subir,
nada importa más que eso… Lo sé por experiencia. Rodé por las puertas de los
estudios, pasé fatigas y hambre y tuve que entregarme al diablo.
—Hay que tener en cuenta que si una joven dispone de apoyo efectivo
(vestidos, coches, boato), las dificultades son menores. Es lógico que los moralistas
se muestren despreciativos, porque lo ignoran todo, pero el hombre que me facilitó
trabajo fue lo mismo que un dios para mí, y simple cuestión de correspondencia
darle lo que deseaba. Me convencí luego de que era un loco y un estúpido… ¡Bah!
Le supongo a usted extrañado oyéndome hablar con esta desenvoltura… Aunque
no crea usted, puedo borrar el pasado representando el papel de una mujer
decorosa, porque he logrado reunir algunos ahorros. Si le digo que soy una
inocente virgen, ¿qué medio tiene usted para saber la verdad? Si le hablo de que
tengo algo de dinero, quiero decirle que esa circunstancia me permite no volver a
mentir.
—No mucho…
—Poca cosa… He oído que tenía usted relaciones con él y que está
desconsolada desde que le falta.
Y dio una voltereta, manteniéndose después con los pies en alto y las manos
apoyadas en el suelo, en cuya posición se dirigió hacia el mar y se lanzó al agua.
Aprendió Bun, oyendo a Viola, una lección de modestia. Había tenido ella
que luchar contra las adversidades de la vida. Él, en cambio, no tuvo nunca que
luchar. Si hubiera deseado dedicarse a la escena muda, su padre le habría facilitado
el camino. ¿Con qué derecho podía juzgar mal a Viola?
Los brazos de Bun estrecharon a Viola con más fuerza de la que requería el
enlace: «Va a despreciarme», pensó.
Pero Viola no le despreció. Hay un refrán que dice: «Los dedos son
anteriores a los tenedores»; de la misma manera puede decirse que los abrazos son
anteriores a las palabras. Se dio cuenta Bun de que le devolvía Viola el abrazo con
el ímpetu de quien puede levantar una persona y arrojarla al mar.
Y permanecieron con los brazos y los labios unidos mientras surgían del
órgano resonancias triunfales.
Y se separó de él.
—De que seamos sensatos y prudentes. Me parece que nadie puede ser feliz
con el amor, y he jurado a Dios no dejarme llevar por la pasión.
—¿Qué sabes lo que haré, ni qué sabes de mí? Me quieres sin saber
realmente lo que soy. Pude haberte mentido un millón de veces y no sabrías nada;
otra mujer podría decirte un millón y una mentiras, y ¿cómo llegar a la verdad por
tu parte?
—Tú me lo dirás.
—No, Bun, nada de eso… Lo único que debemos hacer es resolver nuestro
caso a sangre fría.
—De acuerdo.
—Yo poseo lo que necesito, y, además, trabajo. Seamos libres los dos y
encontrémonos cuando queramos.
—Será un noble juego que tendrá sus normas, y cuando las rompamos…
—Pueden vernos aquí, Bun. Déjame entrar para estar un ratillo en el salón y
despedirme… En mi cuarto te espero luego…
VI
¿Les había visto alguien bajo la pálida luz de la luna? ¿Había descubierto el
secreto Viola a Ana Bella? ¿O era, sencillamente, que la felicidad brillaba en los ojos
de aquella pareja? Parecía que la verdad no era ya un secreto y que había una
atmósfera de alegría en la quinta.
Se reunieron, al fin, los dos hermanos y Viola. Todo fue a las mil maravillas.
Viola se mostró modesta, ávida de agradar. Berta fue la gran señora de gracias
supremas, lo que estaba de acuerdo con las costumbres del gran mundo porque
Viola era una artista y ella pertenecía a la sociedad más aristocrática, figurando su
nombre en una sección del periódico, donde las estrellas no podían brillar.
Dijo Berta a Bun, después del almuerzo, que Viola le podía dar lecciones de
cordura, afirmación que en aquella hermana significaba un extremo de cordialidad.
—¡Quiá! Mi padre está más enamorado de ti que yo, y supone que eres la
estrella más brillante de la constelación de Hollywood.
—Es usted muy amable… ¿No podrá asistir a los mítines socialistas?
—Es que la ayudaría a usted sin hacer ningún sacrificio, facilitándole medios
para seguir estudiando. ¿Acaso no le será más fácil ganar dinero si cuenta con un
título universitario? Entonces podrá devolverme lo que le presté. ¿Por qué no
admite usted el dinero de mi padre?
Vio Bun que la familia Menzies vivía en una casucha de los barrios bajos,
con tres habitaciones detrás de un solar y sin una mata verde a la vista.
Entre los torrentes de gemidos de la vieja, Menzies dio las gracias a Bun y le
dijo que la crisis de Raquel duraría lo que durara la huelga, y que si podía
favorecer a la familia, la joven se ayudaría a sí misma. Bun corrió a decir a su padre
que tenía el compromiso de sostener a un grupo de trabajadores del textil mientras
durara el conflicto.
VIII
Podía disponer de tiempo para verla trabajar en una nueva película, pero
ella no se lo permitió. Estaba tan enamorada de él, que no podía concentrarse
mientras le veía.
Una mañana dejó de aparecer Raquel por la universidad. Recibió Bun una
carta de su amiga diciendo que la policía había herido con una porra, dejándole sin
sentido, a Jacobo Menzies. Jacobo era el ala derecha de la familia.
Al día siguiente vio Bun en El Ladrido, de Angel City, una cabecera llamativa
de titulares, que decían: «La policía practica un registro en un centro rojo». Y
relataba que los agentes habían invadido los locales sociales de los trabajadores del
textil, interviniendo un montón de documentos para probar que el conflicto estaba
organizado por los revolucionarios rusos.
Otro apuro para Bun. ¿Gomo saldría de él? Su padre estaba en Paradise y no
se le podía consultar. Fue Bun a visitar al abogado Dolliver, hombre astuto y
hablador que no simpatizaba con los rojos, pero estaba dispuesto siempre a
resolver los asuntos que se presentaran. Llamó a la Jefatura Superior de Policía y
averiguó que Menzies padre sería procesado al día siguiente y se determinaría la
cuantía de la fianza que Bun tendría que pagar al contado o mediante embargo de
bienes raíces que tuvieran doble valor que el importe de la fianza.
—Nada tengo que ocultar, Bun. He sido miembro del Partido Socialista
veinte años seguidos y creo en la política electoral. Nada sabrán que pueda
contradecirme, a menos que lo inventen. Estaba explicando a estos muchachos lo
que es el socialismo, y puedo repetir mis explicaciones al agente que le acompaña.
He contribuido a la unión de los obreros para que puedan vivir más
humanamente, teniendo fe en mí mismo para seguir ayudándoles.
Por la tarde llamó Bun a su padre por teléfono y le explicó lo que ocurría. El
joven estaba acostumbrado a firmar cheques de cualquier valor en nombre de su
padre sin abusar del privilegio, pero hacían falta quince mil dólares. Se fijaría una
fianza elevada con objeto de retener a Menzies preso mientras el conflicto siguiera
en pie. Dijo Bun a su padre que no había ningún riesgo, porque el preso era un
hombre de honor y no intentaría escapar.
No podía imaginar Arnold Ross los motivos que tenía Bun para mostrarse
tan excitado, y acabó por acceder, aconsejando que fuera el abogado a depositar la
fianza, sin que el nombre de Bun sonara en ninguna parte.
Salió Ross a la hora de comer, y antes de las tres de la misma tarde apareció
Caín Menzies en un automóvil, libre de la cárcel. Iba polvoriento y con la barba
crecida, pero dispuesto a seguir trabajando por la causa del proletariado. No tenía
la menor idea de lo ocurrido. Los carceleros no le dieron explicaciones, ni Caín se
entretuvo en hacerles preguntas. Nunca supo el motivo de su libertad, ni lo supo
tampoco Raquel, porque Arnold Ross dijo a su hijo que se trataba de una prueba
de la secreta ciencia que atesoran los negociantes del petróleo.
—¿Ben Skutt?
—¿Qué le dijiste?
—Le di quinientos dólares y le dije que fuera a entregárselos a quien había
metido en la cárcel a Menzies, añadiendo que entregaría a Ben Skutt otros
quinientos dólares cuando saliera el preso… ¿Comprendes ahora la necesidad que
tenemos de intervenir en política?
XI
—Pues que no atiende usted a mi hijo como sería mi deseo. Está metido en
un enredo con los bolcheviques… a causa de que usted le tiene olvidado.
—Mi preocupación ha sido siempre que su hijo estudiara, creyendo que era
ése el deseo de usted.
Después de este diálogo supo Bun que podía ver a Viola a cualquier hora del
día o de la noche. Nunca le dijo ella la razón de tal novedad, porque sus normas de
sinceridad no llegaban a tanto. Le dejó entrever que la única causa del cambio eran
sus irresistibles encantos, y el amor propio de Bun quedó satisfecho.
—Tu padre va a creer que te hago perder el tiempo y me tendrá por una
vampiresa.
¡Eran tan felices! La exaltación de sus frescas y jóvenes almas, el ardor de sus
cuerpos estremecidos de placer, se difundía mágicamente, poetizando el sonido de
la voz, los gestos, los coches que guiaban y las casas donde vivían. Las telefonistas
estaban abrumadas poniéndolos continuamente en comunicación. Se convirtió Bun
en un pequeño contrabandista escolar que sabe adular a los profesores y amañar
lecciones. Su conciencia estaba tranquila. ¿No había cumplido su deber con los
socialistas? Además, la huelga había terminado favorablemente para los
trabajadores. Salieron a la calle los presos y las pretendidas maniobras de Moscú
acabaron por perder actualidad.
—¡Oh, Bun! Juré que no me enamoraría, y aquí me tienes más loca que
nunca… Si me dejas, me moriré.
XII
El destino, amable con Viola, señaló una hora gloriosa para la estrella. La
película se anunciaba en las carteleras de la ciudad: «Schmolsky-Superba presenta
a Viola Tracy en la superproducción especial El enviado del diablo, drama
sentimental de la Revolución rusa. Coste de la superproducción: un millón de
dólares».
Y así se suceden las emociones, hasta que a la hora sagrada de las ocho y
media de la tarde, sobreviene la suprema, la maravillosa apoteosis: «Viola Tracy
desciende de su coche. Acompaña a la artista su amigo J. Arnold Ross, hijo,
descubridor y presunto heredero del campo petrolífero Ross Hijo, de Paradise
(California). Viola Tracy y su acompañante pasan bajo los arcos. Lleva Viola Tracy
una capa de esplendoroso armiño. Sus chinelas son de raso blanco con adornos de
perlas. El collar que lleva es también de perlas, obsequio de J. Arnold Ross, padre,
como la diadema, igualmente de perlas. Viola Tracy y el señor Ross, hijo, están
saludando a los dueños del teatro en el vestuario…».
Y así van historiándose los pasos de la emperatriz hasta que se sienta en una
especie de trono…
XIII
Vio Bun la película. Su amada era la bella desposada de un gran duque. Los
ademanes, los besos, los raptos de amor se prodigaban a un magnífico personaje de
barba puntiaguda, con uniforme militar y muchas condecoraciones.
—¿Qué te parece?
En los pasillos y fuera del teatro intervenía la fuerza pública para contener la
impaciencia del público, que deseaba ver a sus favoritos. Viola y Bun salieron casi
los últimos, saludando a los conocidos. Vio Bun muchas caras que le eran
familiares: entre éstas una que no esperaba ver en aquel lugar: Raquel Menzies.
Quería dialogar con Raquel, pero no allí, y pidió a la joven que le permitiera
ayudarla a salir del teatro. En aquel momento apareció Viola en medio del tropel
que rodea a las grandezas humanas. La estrella no quería que Bun se separase de
ella. Ya estaba comprometido otra vez el honor de un joven idealista. No podía
dejar de presentar la ajada trabajadora a la esplendorosa dama de las perlas.
Fue compromiso de honor para Viola ser amable y cordial con Raquel, a la
que tendió la mano. La joven socialista no hizo ningún ademán y mantuvo quieta
la diestra, irguiendo el talle para decir con seca corrección:
Bun oyó la pregunta y la juzgó más peligrosa que una bomba lanzada por el
enviado del diablo. Buscó en su aturdida imaginación la manera de decir que
Raquel era socialista como él, pero se anticipó ésta:
Interrumpió Bun:
—Se trata de propagar el odio a Rusia, y una mujer que contribuye a que se
realice tal propósito es una desgracia para su sexo.
—¡Mala zorra!
Se puso entre las dos y se apoderó de la mano de Viola para impedir que
agrediera de nuevo a Raquel.
—No, Viola…
Un corpulento agente completó la maniobra de bloquear el espacio entre las
dos protagonistas, y Raquel se perdió por el teatro.
XV
—¡Vaya un tipo!
—Si te permites decir lo que piensas, ¿por qué no concedes esa libertad a los
demás?
—Pero, ¿tienes valor para defenderla? ¡Odio a esa gentuza! Son sucios, bajos,
envidiosos. Sólo piensan en apoderarse de las cosas que gana la gente trabajando.
—¿Dónde vamos?
—¡Qué horror!
—Bun, Bun, ¡no matemos nuestro amor! ¡No riñamos! ¿Por qué tratas a esa
gente? Que me digan lo que quieran, y no me molestaré otra vez… Haré lo que
quieras; llevaré a paseo a esa muchacha y le daré explicaciones, pero, ¡por piedad!
¡No matemos nuestro amor!
Era la primera vez que Bun veía a Viola desesperada y el trance producía
muy mala impresión en el protector. La estrechó fuertemente, sin compasión para
el elegante traje, se inflamó el amor y las inquietudes se quemaron en el fuego
apasionado, jurándose los dos que nada ni nadie les separaría.
Horas después, cuando descansaba uno en brazos del otro, murmuró Viola:
—¡Qué absurdo, Viola! ¿Por qué? Nunca me dio la menor prueba de afecto.
—Pero, chiquilla…
¿Valía la pena discutir? Parece una fatalidad, pero las mujeres tienen el
convencimiento de que todas las hijas de Eva están enamoradas del hombre que
aman. Cuando Bun habló a Viola de Enriqueta Ashleigh, la artista supuso que
Enriqueta estaba enamorada de él y que había callado por orgullo de casta.
Cuando le habló de Ruth, la estrella creyó que aquella moza campesina tenía el
corazón herido por él. ¿Cómo se explicaba que Ruth fuera tan indiferente para el
afecto de los trabajadores? ¿Cariño de hermana? ¡Bah! ¡Por los hermanos no se hace
tanto ruido!
Recordó Bun que Berta coincidía con Viola y con Eunice. Por la misma
razón, Eunice no había querido ir a Paradise.
Decidió el joven que lo más sensato era no hablar a una mujer de otras
mujeres, ni presentarlas.
—Si golpeara yo a algún detenido con la furia que la estrella empleó para
golpear a su rival —afirmaba el detective—, tengo la seguridad de que me
procesarían.
XVI
—Ya lo sé, pero no tenía derecho a hablar como hablé, tratándose de una
amiga de usted. ¡Estaba tan excitada, después de ver aquella película!
—Ya supongo que hablaría con ella, y que luego se arrepentiría. ¡Bah! Los
judíos estamos acostumbrados a que nos golpeen, y los trabajadores también.
¡Cuántas veces han de agredirnos mientras subsista la guerra de clases! Lo
inevitable es el veneno de la película, que ella desparramará por el mundo… Por
esa ofensa nunca podrá disculparse.
—Nada bueno tengo que decir de la película, pero creo que debe usted ser
indulgente con Viola Tracy, que no sabe tanto acerca de Rusia como usted y como
yo.
—¿Cree que ignora la estrella las crueldades de la vieja Rusia? ¿No sabe
Viola Tracy que el zarismo equivale al terror?
—¿Ignora que los hombres que se presentan como criminales han poblado
los calabozos por sostener su fe?
—Usted oye lo que ella dice, y trata de creer en la bondad ajena… Le voy a
decir lo que pienso, aunque después no quiera dirigirme la palabra. Quien hace
una película como ésa no es más que una prostituta, y el hecho de que cobre
espléndidamente su trabajo, agrava el calificativo.
—Pero Raquel…
—Ya sé; parezco ruda y cruel, pero la verdad es que Viola Tracy ha cobrado
por envenenar a la gente, aceptando ella el precio como tantas veces. No sé nada
acerca de la vida privada de la estrella, pero si usted inquiere su pasado,
averiguará que ha vendido el cuerpo y el alma.
Ante aquella ardorosa repulsa, pensó Bun que lo más sensato era retrasar el
momento señalado para reconciliar a las dos mujeres.
CAPÍTULO XV
VACACIONES
Tendrían que contribuir los magnates a los gastos; ascendían, en total, a unos
cincuenta millones de dólares, según dedujo Bun de ciertas conversaciones en
Paradise y en El Monasterio. El dinero salía de los grandes intereses protegidos, de
las corporaciones, de los bancos, de cuantas cajas pertenecían a gentes que trataban
de obtener algo del gobierno y de los políticos.
Bun vivía en una altura olímpica, mirando como un dios el ajetreo de los
míseros mortales. Su padre y Roscoe no le ocultaban nada, seguros de que, al fin y
al cabo, aceptaría el punto de vista que sostenían con tanto denuedo. Tenían una
filosofía decisiva que les protegía como cota de malla contra toda especie de
vacilaciones y dudas: los asuntos del país debían ser resueltos por hombres de
reconocido tacto y evidente experiencia, y puesto que la masa no podía elegir con
acierto, se imponía el engaño.
Era preciso inventar consignas rápidas, gritos vibrantes para la batalla. Era
un arte: los expertos cumplían y cobraban, pero, ¡por los dioses!, había que sudar
sangre.
El senador Harding tuvo gran mayoría: más de siete millones de votos sobre
el candidato demócrata. Fue la mayoría más considerable que registraba la historia
electoral de Estados Unidos.
II
Llegó Navidad. Las codornices cantaban en las colinas de Paradise. Ya no
había tantas como en años anteriores, pero abundaban en los terrenos adyacentes,
donde el príncipe del petróleo y su real padre eran bien recibidos cuando iban a
cazar.
Una vez lejos de las grúas y del olor de la refinería, se gozaba el encanto
campestre con la delectación de siempre. Se podía expulsar de la sangre el veneno
del alcohol, y del alma los recuerdos molestos.
Ana Bella se exaltó al oír a Roscoe, y le echó en cara su impiedad. Sabía que
el poder celestial es celoso y propenso a crueles castigos.
Ruth deseaba saber, después de dar tales informes a Bun, si Arnold Ross
facilitaría dinero para la fianza de Piatt. Era un muchacho moreno, severo y
resuelto, de cabello oscuro, tan digno de ayuda como un sastre judío. En la cárcel
daban la comida con un surtido abundante de gusanos y no tenían ni una mala
manta para cubrirse.
Conocía Bun al juez de San Elido y al fiscal del distrito. Sabían que debían el
cargo a su padre y podía dar órdenes. ¿Querrían enfrentarse con los dirigentes de
la Ross Consolidada? Seguramente, no. Así, pues, todo lo que hizo fue dar
doscientos dólares a Ruth para comprar víveres y enviarlos a los presos.
Arnold Ross había sido uno de los pequeños patronos, pero escalaba ya el
Olimpo. La federación patronal del petróleo decidió prescindir de las sugerencias
del gobierno federal y de las organizaciones obreras, anunciando una nueva escala
de salarios para la industria. Tenía Arnold Ross una copia de las tarifas que
trataban de imponerse, las cuales representaban un diez por ciento de rebaja en los
jornales.
Estaba tan preocupado Bun con el conflicto que se cernía en el ambiente, que
apeló a Roscoe, recurriendo a él sin decir nada a su padre. Como se trataba de
negocios, lo conveniente era visitar a Roscoe en su despacho y pidió una entrevista
al secretario.
—Para no llegar a ese «último caso», hay que actuar ahora. Lo que quiero
decirte es que si esos hijos de zorra imaginan que van a cobrar mis salarios
mientras están preparándose para robarme, se equivocan de medio a medio, y si
han de ir a la fábrica de yute de San Quintín, no conseguirán dinero de mi caja
para la fianza.
—Conozco las frases idealistas de esa gente: todo, según ellos, es agradable
y dulce cuando se trata del bien de la humanidad, pero saben que se trata de un
cebo para idiotas… Si supieras cómo se ríen de ti cuando vuelves la espalda, te
darías cuenta del triste papel que haces. Te conviene saltar la barrera y ponerte a
salvo en el lugar que te corresponde, antes de que empiece el tiroteo.
—Eso desean tus amigos, los bolcheviques, para arrancarnos de las manos lo
que tenemos.
—Pero, ¿cómo es posible que sigan ese consejo los trabajadores? ¿Van a
convertirse todos en explotadores?
—Apuesta lo que quieras a que no… Sólo podrán los que tengan cerebro.
Los otros tienen que trabajar. Por muchas preocupaciones que me asalten, no
faltará la nómina de jornales cada sábado por la noche… Si llega algún tipejo
charlatán y se interpone entre yo y mis hombres para decirles que no puedo tratar
con ellos más que dándoles lo mío, le echaré del campo, ¡y la fabrica de yute con él!
IV
—¿No ves que tu padre es un hombre viejo y enfermo? Poco vivirá, por
desgracia, y cuando despiertes de ese mal sueño, comprenderás lo cruel que has
sido con él. El viejo no tiene más pensamiento que facilitarte el camino. Di que no
te importa, pero la verdad es que sólo vive para ti. Le escupes a la cara, amiguito.
Según vosotros, tu padre no obra bien, pero, ¿qué motivos tenéis para afirmarlo? Él
se recome y se desespera. Se le odia porque ha hecho bien, y los que le odian son
incapaces de hacerlo. Si crees que el viejo no siente eso, te equivocas… Piensa en lo
que te digo y rectifica, antes de que sea tarde… ¿Quieres malgastar el dinero de tu
padre? Espera a que muera, y serás dueño de todo…
Viola Tracy fue a visitar a Bun. Había terminado el trabajo en otra película.
No se trataba de Rusia. La estrella se había impuesto y no representaba papeles
que pudieran herir las convicciones del joven príncipe.
Se trataba de una película en ocho episodios titulada ¡Ojo avizor! Viola estaba
encantadora rompiendo corazones de equipier, once corazones muertos a un
tiempo en el patio de la universidad. Incidentalmente, descubría Viola la
organización de un complot para secuestrar un caballo favorito de carreras.
Mediaban apuestas por valor de un millón…
—No.
—Hay una conferencia en Nueva York y Roscoe quiere saber si voy a tomar
parte en ella… A mi vez, quiero saber si podrías ir tú, tomándote unos días de
vacaciones.
—¿Pensarás siquiera una vez en papá? ¿Te lo llevarás para que descanse?
La excursión planteó un curioso problema. ¿Cómo era posible viajar con una
amante llevándola a tierra de puritanos, que llegaban a expulsar a las parejas de los
hoteles cuando no presentaban documentos legales?
—¿Tendremos que encontrarnos clandestinamente? —preguntó a Viola. Ésta
lució su experiencia.
Para Arnold Ross el viaje fue miel sobre hojuelas, una embriaguez sin mal
sabor de boca. Insistió en pagar las facturas. Todo ocurría como por arte de magia:
facilidades en el tren, en el hotel, en los taxis…
¿Qué más podía apetecer para completar la gloria? Sólo que Viola comiera
normalmente y que pudiera estar en la cama toda la mañana, en vez de ir al
gimnasio para conservar la línea.
Las escenas del estreno en el teatro eran parecidas a las de Angel City.
Ovaciones, cercos de admiradores y flores.
VI
—Se trata de un licor exquisito. ¿Temen ustedes que no sea bueno? Es algo
especial; procede de buen origen, lo mejor que puede encontrarse en Nueva York…
Por la mañana iban los amantes al gimnasio, formando una pareja diestra y
ágil.
—Si tu padre se arruinara y yo no pudiera trabajar por tener mala vista, creo
que no tendríamos que apurarnos: ganarías algunos cientos de dólares en una
pista, ¿no te parece, Bun?
El joven halló otros jóvenes ricos como él y supo que la amistad se reducía a
pagar algunas facturas. Con Viola no había caso: cuando invitaba, pagaba ella
misma.
—¿Qué te pasa, Bun? ¿Ya estás pensando en esa horrible huelga y en los
bolcheviques?
Sentarse a leer un libro era un placer desconocido para Viola. Leía periódicos
y revistas, naturalmente, porque los tenía a mano, pero siempre estaba dispuesta a
interrumpir la lectura para charlar o contemplar un vestido. Adentrarse en la
lectura por completo no era muy correcto, como no lo era pasar una noche entera
dominada por un libro. Nunca había oído decir que semejante cosa fuera posible.
Mucha gente tiene un libro en un rincón, pero contar con un palco ya es más difícil;
un palco cedido desinteresadamente por la empresa, una bombonera para que el
público fijara los ojos en ella con tanto o más interés que en la pantalla.
Uno de los profesores del Instituto del Trabajo estaba en Nueva York y Bun
fue a verle. Hablaron sobre el movimiento proletario mundial. El príncipe del
petróleo quería ver, de nuevo, al profesor y asistir a mítines y actos públicos, pero
Viola adivinaba los deseos de su amante, y se propuso salvarle lo mismo que si
hubiera deseado fumar opio o beber absenta. Le comprometía con seducciones
nuevas, reclamándole constantemente con frases zalameras y empaque de amante
antojadiza. Bun ya sabía que trataba de salvarle Viola por consejo de Arnold Ross,
que querían todos, a porfía, garantizarle la salvación del alma, pero, de todas
maneras, era un fastidio.
La madre de Bun se había casado otra vez. Tenía marido rico y vivía a lo
grande, pero Bun necesitó dominar su consternación al ver a la dama.
Representaba ésta el terrible ejemplo de la mujer que se entrega a los placeres de
una mesa bien provista. Se había convertido en una blanca bola de manteca blanda,
rubia, obesa y cuarentona. Para complacer a su hijo se vistió como una reina.
Ostentaba la compañía de un perrito de lanas al que Viola hubiera adjudicado el
papel de armonizar y hacer juego con el rostro de su dueña.
VII
Iba a otorgar valiosos contratos a los negociantes por poca cosa, pero tenía
que comprar a los políticos después de las elecciones, como antes. Los políticos no
son serios como los hombres de negocios, que permanecen en su sitio y deciden las
cosas sin aparato.
Arnold Ross trataba de consultar con un abogado, el más famoso del país, y
establecer una especie de asociación que se encargara de comprar a los altos
funcionarios. El magnate del petróleo no afirmó su propósito con tan rudas
palabras, pero, en realidad, no se proponía otra cosa.
Roscoe decía que se fuera todo al infierno y que Arnold Ross se quedara en
Nueva York en espera de los acontecimientos, procurando rechazar a O’Reilly y a
Fred Orpan.
—Se trata de una cosa hacedera y correcta y contamos, además, con el mejor
abogado del país.
—¿Estás seguro de que Roscoe no trata de echar toda la carga sobre tus
hombros?
Era evidente que Arnold Ross y Roscoe estaban de acuerdo para hacer
presión sobre Bun. Viola quería también prolongar las vacaciones. Podían ir a
Canadá, y a la vez que se ocupaban del negocio, estarían en el campo; en vez del
tedioso ejercicio del gimnasio, harían excursiones por los bosques y cruzarían un
hermoso lago.
Como Arnold Ross no estaba en aquellos momentos con Bun, enseñó éste el
telegrama a Viola.
—¿Y qué?
Le echó los brazos al cuello, pero apenas pudo darse cuenta Bun de la
zalamería; sólo pensaba en que Pablo estaba preso.
—Él y el resto de los patrones. ¿Acaso los funcionarios de San Elido son otra
cosa que agentes de los explotadores? Antes de que Roscoe estuviera tan
estrechamente ligado a nuestros negocios, he visto con mis propios ojos que mi
padre compraba a los burócratas.
—Me dijo Roscoe que había confidentes en juego, y no sé lo que esos viles
han podido tramar. Además, fíjate en los cargos: se sospecha de Pablo que es un
sindicalista revolucionario. Lo que llaman las autoridades «sindicalismo
revolucionario» significa para ellas el intento de derribar el gobierno, pero no
detienen más que por sospechas. Piensa en lo que un ignorante o un cobarde
vendido puede calificar de «peligroso» o de «sospechoso». Se consuma la
arbitrariedad, y ¡a la cárcel! Pueden tener un año al preso sin que se celebre una
causa.
Estaba muy exaltado, y siguió dando grandes pasos, hasta que Viola le echó
otra vez los brazos al cuello.
—Óyeme, Bun… Creo que podré yo buscar el dinero sin que tu padre se
entere de nada. ¿Para qué disgustarle? Además, si Roscoe llega a saber algo, no
tendrá que reprocharnos nada.
Telegrafió Bun a Ruth diciendo que ni él ni su padre podían hacer nada, pero
que un amigo se interesaba directamente y había pagado la fianza de Pablo en la
Caja de Depósitos. La sucursal de Angel City entregaría la cantidad.
Y se abrazaron tiernamente.
IX
Fue Bun con Viola y Arnold Ross al campo canadiense, un campo con lago
de nombre indio muy largo. Nadaron, pescaron, bogaron, recorrieron los bosques.
Tenían el ambiente indio ante los ojos y todo era romántico; al mismo tiempo
contaba con agua caliente y fría en las habitaciones y vivían de manera confortable
como en la avenida Cuarenta.
Leía las escenas que él conocía tan bien, las luchas con los guardias, las
detenciones, las suscripciones en favor de las víctimas, los sufrimientos de los
presos, los atropellos de la fuerza pública, las insolencias del poder y la falta de
veracidad de los periódicos…
—¿No has hecho que pongan en libertad a Pablo? ¿No has prometido
pagarme con amor centuplicado durante todo el verano?
Le escuchaba porque le quería. Pretendía estar de acuerdo con él, pero como
si Bun tuviera el sarampión y ella esperara la cura; como si él estuviera bebido y
tratara ella de que fuera abstemio. Viola sacó a Pablo de la cárcel y se disculpó tras
la escena violenta con Raquel, pero, en realidad, sólo quería complacer a Bun.
Odiaba implacablemente a Ruth, a aquella intrigante que pretendía con zalamerías
de campesina, seducir a todo un príncipe del petróleo.
Según Viola, no existían mujeres sencillas y apenas había doncellas. Ruth era
una mujer fastidiosa que siempre interrumpía la felicidad de los amantes con
algún absurdo telegrama. ¿Pues no se atrevía a enviar otro?
Se indignó Bun contra los jueces. Viola no dijo nada por temor a disgustar al
bolchevique, pero creía indispensable vigilar a los huelguistas, y algo había que
hacer.
Cruzó una nube por aquel cielo de amor de Viola. Bun envió quinientos
dólares a Ruth para los presos; éstos se negaron a admitir nada, y la joven entregó
la cantidad al Comité de huelga.
Era un terrible trance ver que los niños pasaban hambre y que se utilizaba el
poder de la autoridad contra ellos. La inocente Ruth, al decir tales cosas, trataba de
aludir al padre de Bun, por supuesto.
¿Qué haría Viola mientras estudiaba Bun, preparando sus exámenes? Los
hados dieron la solución. Telegrafió Arnold Ross a la Universidad de Harvard, que
facilitó un profesor. Era alto, de ojos azules, ensortijado bigote rubio, cutis cubierto
de pelusilla tan dorada como la de un bebé. Llevaba lentes de oro y tenía la voz
pausada y serena. Poseía la cultura de una de esas mentes capaces de enseñar
cualquier disciplina científica, si se les avisa con una semana de tiempo.
—Comprende que soy una actriz, que me gano la vida trabajando, y que me
conviene poseer los más completos antecedentes acerca del amor. ¿Cómo puedo
poseerlos si no lo ensayo?
—Algunos de los hombres que nos adjudican en Hollywood son tan sosos,
que parecen muñecos. He de advertirles lo que han de hacer en una escena y,
naturalmente, me parece muy útil documentarme. ¡Oh, Bun! Es la cosa más
sorprendente del mundo… Se arrodilla a mis pies, llora desesperadamente, y
puede recitar de memoria todos los versos del mundo. Parece un actor
shakesperiano; es una gran oportunidad que se me ofrece para cultivar mi gusto y
refinarme.
XI
Viola demostró que sabía leer. Empleó una hora en enterarse de los más
completos detalles del argumento. Los huracanes que habían barrido la tierra de
Ontario no eran nada comparados con los que iban a soplar. ¡Paso a La princesa del
Pachuli! Era una especie de opereta convertida en película. Pachulí era un reino
balcánico embalsamado por las auras vienesas de Strauss.
Regresaba a veces del baño Viola con sus dos amigos y, de repente, quería
ensayar un papel de princesa.
Los imprudentes jóvenes se habían puesto en la boca del lobo, según decía
Raquel, pero, ¿cómo se detenía a los hombres por sus ideas? Era atormentador
pensar que hubiera seres encerrados en horribles jaulas.
Preguntó Bun el importe de las fianzas, y Raquel le dijo que dos mil dólares
por hermano. Empezó Bun a explicar el desacuerdo entre él y su padre, y la
impotencia en que se hallaba para favorecer a los perseguidos. Raquel comprendió
lo que ocurría. No iba Bun a proteger a todos los presos. A pesar de tal
consideración, la conciencia de Bun estaba intranquila y excitada.
Harry Seager, por otra parte, había sido derrotado por sus enemigos y
trataba de vender el colegio. Iba a comprar un terreno con nogales. Sería muy
difícil boicotear los árboles.
II
Fue Bun a visitar a Pablo y a Ruth. Era una casa de pobre aspecto situada en
el barrio de Angel City reservado a mexicanos y chinos. Una mujer vieja le envió al
segundo piso y halló a Ruth cuando se disponía a abrir la puerta.
—Han cortado los árboles que plantamos… Todo lo necesitan para los
tanques.
Sacó Bun su libro de cheques, pensando salvar su conciencia con un presente
a sus amigos.
—De ninguna manera —dijo Ruth—. Estoy segura de que Pablo no admitiría
ningún donativo. Es un buen carpintero, y probablemente hallará algún patrono a
quien no importe que haya estado en la cárcel.
Como Bun intentó persuadir a la joven de que aceptara dinero, ella insistió
en la negativa.
El príncipe del petróleo se marchó sin esperar a que Pablo volviera. No tenía
valor para permanecer allí vestido con el elegante traje que Viola le había elegido
en Nueva York, mientras esperaba en la calle el magnífico automóvil. ¿Acaso no
podía volver Pablo desanimado por falta de trabajo, pálido y enfermo, con los
vivos recuerdos de injusticias y traiciones?
¡Dinero, dinero, dinero! Fluía sobre Arnold Ross y Roscoe. Nunca llegó el
petróleo a alcanzar precios tan altos. Millones y millones que los negociantes
planeaban convertir en decenas de millones. Era una partida maravillosa,
irresistible. Todo el mundo la jugaba. ¿Por qué no podía interesar a Bun? ¿Por qué
rebuscaba lo malo que hacían los jugadores y se entretenía en descubrir las
trampas?
Era gloriosa la Universidad del Sur del Pacífico. Sus triunfos deportivos
resonaban a lo largo del litoral. Pronto hubo un estadio y se organizaron
importantes acontecimientos atléticos. Los estudiantes se sentían orgullosos y
aquel entusiasmo juvenil constituía el espíritu de la universidad.
IV
—Lo que se hace con esos hombres no tiene precedente en nuestra ley. Si se
mantiene, representa el fin de la justicia americana. El preso debe estar en
antecedentes de la acusación, pero en estos casos de sindicalismo revolucionario,
las autoridades alegan que se ha violado la ley… En tan vagos términos se
fundamenta todo. ¿Quién puede preparar una defensa y presentar testigos y
pruebas, cuando no se sabe a qué hora y en qué lugar se ha delinquido? Hay que ir
al juicio con una venda en los ojos, amarrado y amordazado. Los jurados están tan
dominados, que ningún juez pedirá al fiscal que haga una acusación detallada.
Al salir Bun del despacho de Harrington, fue a visitar a Ana Bella. Era buena
y comprensiva. Se lo refirió todo el joven, y Ana Bella llegó a llorar ante el cuadro
lastimoso.
—¿No podría usted hacer algo para apartar a Bun de la compañía de los
malditos rojos, Viola? —Procuraré intentarlo.
Con estas frases trataba Viola de convencer a Bun apartándole del mal
camino. Recordó Bun la frase de Viola a Appleton: «Bun hace tan mal el amor
como si estuviéramos casados».
VI
Esperaba Arnold Ross que la vida social acabaría por interesar a Bun más
que las andanzas de los bolcheviques… Además, los O’Reilly tenían una hija
casadera…
Conocía Bun al hijo de O’Reilly. ¿Quién sabe si los hijos sucederían a los
padres, dominando, como éstos, a los gobernantes de América?
Patricia era hija del matrimonio O’Reilly; sabía representar con tal perfección
los papeles sociales que se imponía, que Bun sentía deseos de hacer copiar sus
gestos a un director de cine.
La joven era alta como su padre; tenía tendencia a la más plebeya de las
gorduras, por lo que tomaba medicinas para adelgazar, ya que deseaba convertirse
en una damisela pálida, cimbreante y aristocrática. Se movía como una muñeca
francesa. Sentada junto a Bun, hacía las delicias de su madre. ¿Se unirían las dos
dinastías? ¡Qué boda tan espléndida entre los murmullos de cincuenta mil
personas y los directores de cine!
Cuando quedaron solos Bun y Cowper, aventuró éste alguna alusión sobre
el sarampión rojo de Bun, y el entusiasmo disminuyó algunos grados al observar
que la epidemia seguía destrozando al príncipe del petróleo.
—¿Y por qué no te libras de todos esos enredos? ¿No tenemos bastante
dinero?
—Nos hallamos en medio del río, y hay que bracear, hijo… Me he gastado
en esas trapisondas cerca de seiscientos mil dólares y he de seguir… Cuando
tengamos las concesiones, todo será coser y cantar. Los terrenos petrolíferos que
nos interesan pertenecían a la jurisdicción de Marina, y ha habido que emplear la
prestidigitación para que pasaran a depender del secretario Crisby. Se ha discutido
si podía hacerse ese cambio de jurisdicción por un simple decreto o era preciso
recurrir a una ley. Los burócratas han tergiversado las cosas para obtener más
dinero… El hijo de O’Reilly, por fin, se puso en camino y pagó lo necesario en
Washington… Otra dificultad es que una pequeña compañía ha invadido
Sunnyside, que debe ser nuestro. Se apoya la compañía en una concesión más
antigua y habrá que gastar para echarla de allí…, porque eso se hace
discretamente, silenciosamente. Desea Roscoe que vaya a ese campo. ¿Quieres
acompañarme? Sunnyside será una de las maravillas del mundo petrolífero.
Paradise no podrá compararse con aquello… Cuando tengamos la jugada hecha,
descansaré una buena temporada.
VII
Berta estaba en una clínica de cierta ciudad lejana. Una enfermera llamó a
Bun por teléfono de parte de su hermana. No era nada grave, y por ello deseaba la
enferma que no supiera nada la familia.
—Una cosa repentina… Estuve muy mal, pero ya estoy mejor. ¡Se portan
todos tan bien conmigo!
—Mira, Bun, para nuestra familia y para todo el mundo, me han operado de
apendicitis, pero tú puedes saber la verdad: vine aquí porque iba a tener un hijo.
No hagas aspavientos, hombre, que no eres ningún inocente.
—¿Quién es él?
—¡Berta, Berta!
—¿Y por qué tratabas de «atrapar» a Carlos? ¿Por lo rico que es? ¿No tienes
tú bastante dinero?
—¡Qué cosas tienes! Pues, ¿no ha de querer, criatura? Juega con inteligencia,
no lo dudes.
Explicó Bun los motivos que tenía para no estar muy satisfecho de Viola, y
Berta se apresuró a discutir con su hermano desde su habitual punto de vista de
creyente en el dinero y en las cosas que puede procurar.
—Pues oye lo que pienso, porque he reflexionado mucho en esta cama. Creo
que lo más conveniente para mí es hacer las paces con Eldon Burdick. Es un infeliz;
siempre se sabe dónde encontrarle, y eso me parece ahora una virtud.
—¿Y le vas a decir la verdad? ¿Sabrá que has estado aquí y el motivo?
—¿Para qué? Sabe que he tenido relaciones con Carlos, y, a pesar de todo,
me quiere aún… Te hablaba antes de nuestra influencia en Washington porque
podemos procurar un cargo diplomático para Eldon… Me entusiasmaría ir a
Europa, vivir en París, acostumbrarme a aquel ambiente y tratar a toda la gente de
importancia… Además, según Eldon, tendremos los americanos que encargarnos
de Europa…
—Si eso es lo que deseas, no creo muy difícil que puedan complacerte,
aunque a Eldon no le complazca poco ni mucho tenerme por cuñado.
VIII
El Ministerio de Marina desahució a la pequeña compañía que trabajaba en
la zona petrolífera de Sunnyside, enviando algunos equipos de la Armada para
ocupar los terrenos. El hecho, que no tenía precedentes, provocó muchos
comentarios, lo que preocupó en gran manera a Arnold Ross y a Roscoe. Éste tenía
un agente en el campo para que tamizara las cuestiones que, al pasar a los
periódicos, llegaran al dominio público.
—El Instituto del Trabajo se fue a pique —dijo Irving apenas vio al joven—.
Es descabellado sostener tales instituciones mientras los burócratas mantengan su
influencia en la organización obrera. La semana pasada hubo un asalto al local y
los asaltantes se lo llevaron todo excepto las deudas. He decidido pagar lo que se
debe con mis ahorros y dejar la institución.
—¡Gran Dios!
—Voy a averiguar lo que ocurre… Por cierto que, siendo Roscoe socio de
ustedes, me parece poco delicado intervenir en este asunto sin ponerles en
antecedentes, ya que han sido tan amables conmigo y han contribuido a los gastos
del Instituto.
—Cierto.
Estrechó Bun la mano del profesor. A pesar de la gran emoción que sentía
oyendo a Irving, no dio señales de impaciencia mientras hablaba el profesor,
portándose como un perfecto jugador.
Entregó un cheque a Irving para pagar las deudas del Instituto del Trabajo, y
se despidió del profesor deseándole el mayor éxito en su nueva empresa.
—No es posible…
Los procesados, por su parte, estaban dispuestos a afirmar que el propio Ben
Skutt había propuesto en los medios obreros las más violentas soluciones. Mientras
duró la huelga, insistió repetidamente en la necesidad de que un grupo de
hombres decididos quemara media docena de pozos.
—Explícame…
—Ben Skutt tenía un plan que era una maravilla. Ya sabes que en Prospect
Hill la gente quería que se empezaran los sondeos y mostraba una impaciencia
loca. Ben Skutt y otro sujeto traficaban con los propietarios de lotes. El compinche
de Ben otorgaba a éste ciertos derechos sobre un terreno, derechos ilusorios, desde
luego, pero que servían como amenaza para sacar dinero. Cuando se iniciaban los
trabajos de explotación por los pequeños propietarios, surgía Ben Skutt como
titular de derechos litigiosos, y era imposible hallar al compinche, que se ocultaba
o huía. Como la solución del pleito tardaba unos seis meses en producir derecho
legal, la oportunidad de la concesión quedaba en la balanza y había que pagar a
Ben Skutt cinco o seis mil dólares…
—Todo tiene sus peligros, y Ben Skutt cayó en la celada, en otra celada; una
mujer le dejó limpio de dinero y el sabueso se dedicó desde entonces a confidente
de los patriotas.
Sabía Bun que Arnold Ross no debía nada a aquel bribón y que a su padre
no le importaría que se desenmascarara a tal abyecto sujeto, mientras no sonara el
nombre de Bun. Sería fácil llevar el asunto adelante buscando las notas relativas a
las ventas y compras de bienes raíces del confidente en los registros del condado.
Las mismas víctimas de Ben Skutt declararían, en caso de necesidad.
¿Se sentía Bun satisfecho? Andaba olfateando con aire preocupado. Quería el
Destino que Bun descubriera siempre el lado peor de los negocios de su padre.
Trabó conversación con un campesino del país a poco de llegar. Era un viejo
apergaminado que llevaba sesenta años desafiando el calor, el frío, el viento y la
tempestad. Tenía los ojos azules y húmedos, y llevaba siempre consigo un rollo de
papeles que guardaba celosamente hasta el punto de no dejarlos en su casa por
temor de que se los robasen.
Deseaba el viejo que Arnold Ross tratara con él por si se prestaba a aceptar
algún contrato referente a ciertas parcelas, pero el magnate no se avino a tratar con
él.
Consiguió el viejo enseñar los papeles a Bun. Eran documentos legales con
abundantes sellos y firmas.
Todo esfuerzo del Estado para reivindicar los terrenos encontraba una fuerte
oposición sostenida por marrulleros abogados, políticos y jueces vendidos.
Trató Bun de interesar a su padre y fue en vano. ¿Qué podía hacer en favor
de Carberry, a quien había arrojado de su casa la Mid Central Pete? A buen seguro
que Arnold Ross no iría a olfatear por los alrededores de la casa de Roscoe.
CAPÍTULO XVII
EL ESCÁNDALO
Las celdas estaban dispuestas unas sobre otras. En cuarenta años, muchos
hombres se habían vuelto locos oyendo a todas hora del día y de la noche los
horribles chirridos.
¿Ha pasado alguien por la experiencia de ver a un ser querido tras los
barrotes de una cárcel? Bun estuvo a punto de desmayarse. Había presos jóvenes
como él mismo. Estaban amontonados como venados. Su lastimoso clamor, la
agradecida expresión de los rostros, apenaba de veras. Eran campesinos que
habían crecido a la intemperie, pero en la cárcel aparecían sucios, polvorientos,
decaídos, con ajadas mejillas y hundidos ojos.
Jick Duggan tosía mucho, y no había ningún preso que tuviera aspecto
saludable. Si Bun hubiera creído a aquellos hombres capaces de algo malo… Pero,
no; estaban allí por amor a la causa de los trabajadores.
II
—Tal vez no creas que tengo derecho a hablar así porque vivo a costa tuya,
pero puedo dejar la universidad y ponerme a trabajar.
—Y le dirás a Roscoe que quiero llevar a Ana Bella al mitin. Diré a ésta que
Roscoe quiere tenerla presa en una jaula dorada.
III
—Te has portado muy bien, Bun —dijo Pablo—; peto temo que pienses que
no soy muy agradecido cuando sepas lo que voy a hacer con mi libertad.
—Explica…
—¡Ya lo creo! Pero se trata de una palabra vana, inexpresiva, y sólo puede
tener efectividad cuando hayamos roto el cerco de los grandes negocios. La lucha
no puede hacerse democráticamente. Imagínate que los papanatas agrupados por
Elias tuvieran que dirigir los negocios de Roscoe.
—Es un hombre práctico y siento respeto por él. Desea hacer algo, descubre
la manera de hacerlo y actúa. No tolera la intromisión del gobierno y lo compra.
¿Has leído la carta de Irving?
—No.
Hubo una pausa. Pablo vio en el rostro de su amigo una inquietud intensa.
—Enviará tropas.
IV
Pocos días más tarde, se supo que se había designado a Eldon como
secretario de la Embajada de Estados Unidos en París.
Cuando los novios salieron para la capital francesa, deslumbrada Emma por
su éxito como casamentera, enfocó sus artes sobre Bun con motivo del estreno de
La princesa del Pachulí, especie de acontecimiento familiar. Sabía Emma, por Arnold
Ross, que iban a representar tan suntuosa obra de arte, y fue a presenciar el estreno
del brazo de su cuñado, seguidos de Viola y Bun.
Nada más natural que Viola fuera presentada a Emma, que pareció
maravillarse después de conocerla. Se dio cuenta Bun de que estaba dirigido por el
tacto habitual de la mujer. Viola era, según Emma, una perfecta aristócrata en
maneras y gestos.
—Probablemente me rechazaría.
—Alguna alusión.
Emma quedó muy satisfecha de lanzar tan maligna picardía, que quería
decir: «No tratéis de poner a los viejos en un anaquel; por el contrario, contad con
ellos».
—¡Oh, Dios mío! ¡Pobre ingenua y confiada alma blanca! Los rojos son
capaces de aprovecharse de tu ignorancia hasta agotarla, como se agota un pozo de
petróleo. Es preciso que ni Ana Bella ni Roscoe sospechen que conoces a Irving, ni
que le ayudabas… Si saben algo, renunciarán a nuestra amistad y nos considerarán
como viles traidores, o se convencerán de que eres una cabeza de chorlito y de que
es peligroso tenerte cerca.
—Probablemente, Roscoe lo sabe todo por mi padre, a quien hablé yo del
asunto.
De todos los personajes que conocía Bun, el único feliz le parecía Elias
Watkins, el profeta de la Tercera Revelación. El Señor cumplió la promesa hecha a
los atletas bíblicos de Maratón, induciendo a un gran banquero, Mark Eisenberg,
para que facilitara la construcción del Nuevo Tabernáculo. Estaba ya terminado el
edificio, y se inauguraron las solemnidades religiosas con tal gloria y pompa, que
jamás se había visto nada igual en California.
El sur de este país está formado por colonos retirados procedentes del
corazón y del oeste, que han salido de allí para morir entre sol y flores. Desean ser
felices después del tránsito, tener la seguridad de que continuarán las flores y el
sol. Angel City es, por ello, un país de fantástica y variada actividad religiosa, que
asombra cuando se conoce. Leer en los periódicos la explicación de los distintos
ritos y solemnidades provoca lágrimas o carcajadas, según el temperamento del
lector.
Elias ganaba ventaja sobre todos los profetas, ya que procedía del campo.
Había sido pastor, y tenía experiencia de lo que es un rebaño. Lo mismo que en sus
años de adolescente con las cabras, hacía después con los fieles, salvándolos de las
estratagemas de Satán como a las cabras de los peligros del monte.
Llevaba Elias cayado de pastor y vestiduras blancas. Llamaba a los rebaños
patéticamente, como antaño a las cabras. Cuando pasaba la bandeja, los borregos
se esquilaban a sí mismos.
Elevaba el cayado, que parecía un báculo, y decía: «Dejad que los niños se
acerquen a Mí». Al momento surgía un hormiguero de chiquillos que llegaban a la
plataforma de Elias, gritando desaforadamente: «¡Gloria al Señor!».
La primera vez que el gran público se dio cuenta del invento de las
trasmisiones, lo consideró una maravilla. Fueron radiadas las ceremonias
inaugurales de un hotel de Angel City, pero resultó que todos los que participaban
en la inauguración del hotel —tres millones de dólares costaba— se
emborracharon. Los radioyentes tuvieron que aguantar las más soeces
obscenidades.
Arnold Ross paseaba durante media hora antes de comer, según le había
aconsejado el médico, y oía en los paseos los sermones de Elias, sin perder una sola
palabra.
Las familias oían aquello con júbilo lagrimal, con raptos delirantes. Mientras
se cocía la cena o se lavaban los pañales, se extasiaban las almas. Arnold Ross se
sentía también algo inquieto.
VI
El presidente Harding tenía unos compadres llegados del campo, como él,
que formaban su guardia. Los periódicos les llamaban «la banda de Ohio», que
trataban de aprovecharse de todo. Barney Brockway dio a uno de esos secuaces un
empleo de policía secreta y la facultad de intervenir en fijar la cuantía de un
soborno.
—Sí, la política está podrida. Ya ves que es una locura confiar los negocios a
los políticos. Si nos hubieran entregado al principio los terrenos petrolíferos, ¿qué
necesidad había de sobornar a nadie para obtenerlos?
Gruñía Arnold Ross con saña al saber que su querido y tierno hijo estaba en
la oposición en vez de adherirse a las mentiras de su padre.
Cuando Bun era jovencito, leyó las aventuras del capitán Mayne Reid.
Recordaba la escena de un halcón que capturaba un pez; inmediatamente
descendía un águila y arrebataba la presa al halcón. Así pasaba en el juego del
petróleo. Había halcones y águilas que se conducían como las de Mayne Reid.
VII
—Sé que Roscoe está de muy mal humor —dijo Bun—. ¿Cómo puede
atender a los huéspedes?
Dijo Schmolsky:
—No tolero que hables de política para molestar a Bun —dijo Ana Bella.
Cuando, algo más tarde, se embriagó Harvey Manning, sentóse sobre las
rodillas de Bun y le dijo en el tono amable y gangoso que le era peculiar.
—¿A quién?
John Groby, uno de los socios de Roscoe, afirmaba que el trato a los rojos
estaba justificado, porque eran unos lagartos. No sabía Groby que le escuchaba un
lagarto, y siguió hablando tranquilamente.
Ana Bella hizo que Bun se sentara a su lado como para protegerle… Y en
verdad que la estrella tuvo ocasión de hacer alarde de maternidad, ya que explicó
al joven los episodios de su nueva película: El corazón de una madre.
—Se trata de una cinta que tiene carácter algo anticuado, pero que
seguramente gustará al gran público, sobre todo a las mujeres. Tal vez crea usted
que es una película sentimental… Viola, también tiene un director de escena muy
inteligente para la nueva cinta. El lecho de oro, título de largo alcance, ¿no es eso?
Entre el dulce murmullo de la voz de Ana Bella, oía Bun las estruendosas
alabanzas de Groby a la Legión. El joven estuvo a punto de preguntarle por la
opinión de los legionarios sobre el caso de la famosa «banda de Ohio», que se
aprovechaba de los fondos designados a los inválidos.
Schmolsky, judío de Rumania o Rumelia —lo mismo da—, añadió luego que
no era preciso que las películas extranjeras penetraran en Estados Unidos. Una
hora más tarde le oyó decir Bun que las películas de Hollywood acaparaban el
mercado alemán.
VIII
Resultaba claro para Bun que los trabajadores debían señalarse ellos mismos
las tácticas más propias. ¿Podía realizarse ese pensamiento? Las querellas estaban
en la misma complejidad del problema. Si se creía en una transición apacible, había
que actuar de una manera, y si no se creía, de otra. Si tenía fe en persuadir a la
masa de electores, era forzoso ser prudente y político, evitando la intervención de
los extremistas, cuyos procedimientos violentos desagradaban a aquéllos.
Sabía Bun, por los socios de su padre, que los grandes capitalistas tenían
secretas agencias de reclutamiento para aplastar el movimiento obrero. Tales
agencias adoptaban distintas tácticas, según las circunstancias. Sobornaban a
algunos militantes viejos que se encargaban de desacreditar una huelga de posible
éxito o de alentar un movimiento prematuro para que fracasara.
Siempre mantenía Bun el ideal de que no hubiera rencillas entre sus amigos.
Llevaba a Raquel a casa de Pablo, pero no conseguía que reinara la paz. Las
diferencias llegaban incluso a taponar una conversación política o a evitarla, con
tan exquisito cuidado como si los beligerantes estuvieran en El Monasterio.
Conocía Pablo a los hermanos menores Menzies, y sabía que Bun y Raquel
contribuyeron a aplastar al confidente Ben Skutt.
—Sí, camarada Watkins, pero si ustedes fracasan, las cosas irán de mal en
peor.
—¿Y Ruth?
—Es usted ingenuo, camarada Ross. ¿Cómo ha de ver Pablo con buenos ojos
que una socialista influya en el carácter de su hermana?
Por mucho que hiciera Bun, no podía conseguir que sus amigas entablaran
amistad entre ellas:
Pocos días después, supo Bun que Raquel se hallaba frente a un grave
dilema. Había seguido cuatro cursos en la universidad para aprovechar los
estudios en la propaganda social, pero una amiga a la que Raquel tenía en gran
consideración le dijo que malograba su propósito colaborando en las Juventudes
Socialistas. Resultaba difícil que una trabajadora de abolengo israelita pudiera
tener una carrera profesional sin prescindir de sus convicciones socialistas. Tendría
que esperar Raquel la oportunidad de tener una posición, establecerse y resolver
su problema personal. ¿Qué iba a hacer? Tal vez pudiera ganarse la vida
trabajando en pro de sus ideales, si no tenía medio de colocarse.
Se despidió Bun de Raquel y fue a cenar con Viola. Después de oír a Raquel,
tenía en el rostro una expresión preocupada y la conciencia encrespada. Ninguno
de los dos pudo ocultar sus simpatías íntimas al separarse.
—Yo sabes que no puedo hacer eso… Quede para vosotros. ¿Acaso Roscoe
me dejaría en paz? Hay algo que me parece absurdo en esa industria, y trato de
desenvolverme libremente.
—Sí…
—Lo sé, y no creas que dejo de sufrir, pero insisto en lo que te dije antes.
—Sí.
—Lo sé, pero tampoco puedo ser el rabo de una estrella. Me ahogaría en el
lujo… Tengo convicciones propias y quiero contrastarlas en el mundo del trabajo.
—Pues te aseguro que son más viejas que nosotros: al menos tienen
veinticuatro siglos.
XI
Las teorías de Freud eran incompatibles con la teología metodista, por lo que
no había penetrado en el sur del Pacífico. Bun las ignoraba por completo antes de
disponerse a acompañar a Gregorio Nikolaieff. Por entonces cayó enfermo el
magnate del petróleo, y tuvo Bun que demorar el viaje. El enfermo estuvo unos
días luchando entre la vida y la muerte. Le había afectado como a un freudiano la
resolución de Bun, quien sintió el remordimiento que le predijo Roscoe. Pensó, al
mismo tiempo, en la poco grata perspectiva de tener que manejar los millones de la
herencia.
Salió el enfermo con vida del trance, aunque muy débil. El médico aconsejó
a la familia que cuidara al paciente con la mayor atención, evitándole disgustos y
preocupaciones, ya que el corazón quedaba muy débil después de la crisis. El
espíritu de Arnold Ross debía estar contento, porque era imposible que su hijo le
abandonara. Estrechaba la mano a Bun como a un niño, y Bun le tenía que leer la
triste y tierna historia del príncipe Siddhartha.
—Explícate más…
La oferta, ¿no era una especie de soborno? Así lo comprendió Bun, porque
tenía que administrar la pensión. Escribió a Raquel y la invitó a almorzar. Tenía
una colocación para ella.
Los estudiantes aprenderían algo acerca de las ideas del mundo del trabajo,
del movimiento obrero y del socialismo… No tanto acerca del comunismo, porque
Arnold Ross consideraría que se trataba de propagar extremismos revolucionarios.
CAPÍTULO XVIII
LA HUIDA
Ser editor de un periódico, poder decir lo que se piensa semana tras semana
y lanzarlo a los cuatro vientos sin que el decano de la universidad se crea ultrajado
y salga a arrebatar los paquetes a la calle… ¡Qué agradable fue para Bun aquel
verano de 1923! Enviar el semanario a los amigos y soñar que se curaban de sus
prejuicios…
Seguía, pues, la tutela de Raquel, lo que casi equivalía a estar casado con
ella.
Recibía Bun frecuentes cartas de Berta, que se sentía arrebatada por la alta
sociedad de París. ¡Qué magnificencia! ¡Qué acontecimientos tan importantes!
Comía con el príncipe de Tal y cenaba con la duquesa de Cual. ¿Por qué no iban a
París Bun y su padre? ¡Qué brillantes bodas había en perspectiva!
Sonreía Arnold Ross al leer las cartas. Le hacía mucha gracia la idea de ir a
París y silabear el francés como una cotorra.
II
Se suscribió a un periódico editado por los rivales místicos del profeta Elias.
En las columnas de aquella publicación se leían graves acusaciones contra Elias y
se descubrían las trampas del famoso prestidigitador religioso.
—¿Vive aquí?
El magnate lanzó una mirada al registro del hotel, y leyó: «T. C. Brown y
señora, procedentes de Santa Inés». Eran garabatos de puño y letra de Elias
Watkins, como los que había trazado el profeta de California al escribir sobre
asuntos de negocios.
Arnold Ross tuvo que esforzarse para no soltar la carcajada. Si daba cuenta
de lo que acababa de descubrir al clérigo rival de Elias, la Tercera Revelación
volaría como un cohete.
III
Cayó la noticia como un rayo sobre los magnates del petróleo. Sus sabuesos
de Washington no pudieron prever semejante incidente, y Roscoe quiso ir a la
capital federal para contener el peligro con un desembolso heroico.
—No habló de setenta y ocho mil dólares, sino de seis u ocho vacas.
¿De dónde procedían los cien mil dólares? Los que trafican con el escándalo
se regocijaban como chiquillos mimados. Algunos, como Irving, trasladaban a la
Junta investigadora lo que se murmuraba en Washington. Se citó a declarar a
O’Reilly, hijo, quien quedó también en el asador. Declaró que había entregado a
Crisby la insignificante cantidad de cien mil dólares metidos en un saquito negro.
—Se trataba de un préstamo. Aquí está el recibo, es decir, la firma del recibo,
porque el texto ha debido romperlo mi señora… Soy muy descuidado y no sé qué
hacer con los papeles…
IV
Iba a estrenarse El corazón de una madre, de Ana Bella. Bun iría con Viola, y
Arnold Ross con Emma. Todo sería agradable, por aquella noche al menos.
Al volver Bun a su casa, después de leer las pruebas del número que se
estaba confeccionando, halló a su tía en el vestíbulo. Estaba excitadísima.
—¿Detener a mi padre?
Metió Bun unos trajes sin marcas ni iniciales en una maleta y saltó a su
coche. En el extremo de la calle había otro automóvil. Cuando Bun echó a andar, el
otro coche le siguió.
Giró por media docena de esquinas; el otro coche siguió su ruta… ¡Bah! El
centro de la ciudad sería un torbellino, porque se agolpaban los vehículos a aquella
hora —entre cinco y seis de la tarde—. Los guardias encargados de ordenar la
circulación estarían en los cruces y sería fácil maniobrar para adelantar cuando la
señal de la campana obligara a esperar al coche que iba detrás.
Llegaron los reporteros. El magnate, con tranquila dignidad, les dijo que no
trataban de rehuir la investigación senatorial. Iban a la Columbia inglesa a tramitar
ciertos negocios. El presunto escándalo de Washington era, en realidad, una
insignificancia. Las concesiones eran ventajosas para el gobierno de Estados
Unidos. En cuanto a la organización domiciliada en Canadá, sólo podía producir
beneficios al país.
—Nada tengo que decir respecto al particular —respondió Arnold Ross con
dignidad.
Vancouver era para ellos una ciudad fronteriza sin interés y con un clima
endiabladamente frío. Probablemente necesitaría estar desterrado el magnate
cierto tiempo. El Parlamento seguiría actuando, y los agitadores mantendrían el
escándalo del petróleo para utilizarlo como arma en las elecciones presidenciales.
—¿Y qué vas a hacer, hijo, cuando me vaya? En Angel City está Viola, tu
dulce corazón enamorado, y seguramente te esperan los compañeros del periódico.
Creo que debes volver allí.
Bun, por su parte, trató de procurarse una carta semanal del profesor Irving.
Padre e hijo podían, pues, seguir al detalle la controversia sobre el petróleo,
aunque estuvieran en Europa.
VI
—¡Hola, hola! ¡Diablo con el viejo! ¡Yo que le suponía destrozado por el
rodillo ruso!…
—Supongo, joven bolchevique, que llevarás a tu padre por ahí a que conozca
la capital de Inglaterra. Ya sabrás por los libros que aquí hay un lugar donde se
cortaban cabezas hace quinientos años; además de cortar cabezas se organizaban
otros joviales espectáculos…
Se daba un curioso caso, observado por Bun, de que Roscoe era un fugitivo,
pero al mismo tiempo, dominaba la política exterior de Estados Unidos en lo
concerniente al petróleo. Los embajadores de su país y el ministro del Exterior de
Washington parecían amanuenses del potente Roscoe. Había, naturalmente, otros
explotadores del petróleo, y tenían cientos de agentes fuera de América. Roscoe,
hombre de singular actividad, tenía tal apoyo en Washington, que los restantes
magnates no hacían más que seguir sus huellas. Aunque el presidente Harding
había muerto, su espíritu vivía y se cotizaba. Se introdujo Roscoe en los medios
ingleses con la desenvoltura de un buey en las planicies del Sudoeste. No iba a
presentar manjar blanco porque era un ganadero de Oklahoma, y si «el viejo del
monóculo» —así llamaba al principal magnate inglés del petróleo— no estaba
conforme, le arrumbaría.
VII
Arnold Ross no tenía interés en visitar el lugar donde, cinco siglos atrás, se
decapitaba a los reos. Bun pensó en hacer la visita, pero se le ocurrió que no era
cuestión de gran monta. Lo que preocupaba a Bun era hallar ocasión de conocer a
los hombres que estaban en peligro de ser ejecutados. El movimiento proletario de
Inglaterra atendía a la educación social de los trabajadores. Algunos grupos
juveniles combatían a los dirigentes por su falta de actividad revolucionaria. El
Estudiante —nombre del semanario que Bun editaba en Angel City—, mantenía el
cambio con El Proletario —publicación inglesa—. Fue Bun a visitar a sus camaradas
de Londres, y se documentó sobre el movimiento proletario.
«Os supliqué que vinierais a París; quería que conocierais lo más selecto de
esta sociedad, pero tú, Bun, ya estás de nuevo metido entre la chusma. ¿Puedes
pensar en el daño que ocasionas a la familia? Eldon está a punto de ascender, y
llega a Europa su cuñadito para comprometernos a todos. No te das cuenta de que
esto no es California. La gente toma aquí muy en serio el peligro rojo y te verás
aislado por completo. ¿Cómo van a confiarle a Eldon sus superiores ninguna
delicada cuestión de Estado, si saben que un miembro de su familia simpatiza con
los rufianes sanguinarios de Moscú?».
Replicó el joven Ross que se trataba, realmente, de un caso trágico, pero que
Berta y su marido podían repudiar a Bun y prescindir de él. De todas maneras,
estaba dispuesto a no claudicar y se proponía estudiar el movimiento proletario de
los países que visitara.
—¡Hola, presidiario!
VIII
Emma y Berta se entendían perfectamente. Sus gustos eran iguales; por nada
del mundo se hubieran burlado de la diplomacia ni de los príncipes.
Llegó Ana Bella de paso para Londres, donde iba a estrenarse su película El
corazón de una madre. Luego estaría con Roscoe en Rumania y en Constantinopla.
Roscoe apoyaba al gobierno turco para exprimir el petróleo de Mosul fuera de
Inglaterra. La Excelsior Pete, rival de Roscoe en América, trataba de negociar con
él. ¿No era nada comprar al gobierno de Estados Unidos? La actitud de la empresa
rival significaba que se tenía en cuenta el genio industrial y financiero de Roscoe.
Ana Bella estaba familiarizada con los negocios y Arnold Ross se felicitaba
por ello: podía conversar con su amiga.
Se quedaría en Europa Arnold Ross y Bun con él. Para que las cosas fueran
bien Schmolsky se había convertido en cazador de estrellas alemanas, lo que era
otro paso para dominar en el mundo de los negocios.
—Es una vergüenza lo que hacen con usted —decía Schmolsky al magnate
—. El mozo con su padre, y el padre con el mozo. ¡Qué cuadro tan admirable! Viola
podrá venir cuando se estrene aquí El lecho de oro.
Ruth daba tales informes a Bun. Era terrible esperar una sentencia
condenatoria, pero ya se iban acostumbrando a todo. Pablo se había ausentado y
no estaba autorizada Ruth para decir dónde se hallaba su hermano.
—No me inquieta.
—En este hotel vive la viuda Olivier. Es de Boston y estuvo casada con un
francés hasta hace poco. Empecé a relacionarme con ella, y me dijo que era
espiritista. Tenía un famoso médium que daba sesiones en el hotel y me invitó a
asistir a ellas. ¡Qué asombrosas cosas ocurren en este mundo! Los cuerpos flotan en
el aire, entre sonidos extraños y luces vacilantes. Aparecen luego los espíritus y,
finalmente, el de mi madre, que preguntó por el «chiquito». El «chiquito» era yo…
¿Cómo puede un médium saber esas cosas?
Ya tenía algo que hacer el desterrado. Frecuentó las sesiones con afición y no
tardó en imponerse el rito espiritista.
Fue testigo Bun de extraños fenómenos. Sabía que la magia espiritista, como
otras magias, puede ser mera prestidigitación. Veía a los creyentes exaltados,
enardecidos. Se cansó después de la primera sesión, y volvió al socialismo, dejando
a su padre que siguiera en el espiritismo, si le hacía feliz.
Cuando se enteró Berta del asunto, tuvo una pataleta. ¿En qué pensaba Bun?
¿Por qué dejaba que su padre cayera en la trampa? Y aquella señora Olivier, ¿no
era una aventurera que trataba de arrebatarles el dinero y casarse con su padre?
—¡Eres un estúpido!
XI
Recordó Arnold Ross que había visto a Elias en un hotel de la playa, y dijo
en una tertulia:
—Ese tipo nos está tomando el pelo… Seguro que anda huido con alguna
hija de Eva.
Arnold Ross tenía, tal vez, la clave de los hechos. ¿Era obligado cablegrafiar
al reverendo Poober, el clérigo rival de Elias?
Éste contó lo ocurrido. Al sentirse arrebatado por las olas, invocó al Señor,
que dio poderes a tres ángeles para que sostuvieran en el agua al profeta. El
nombre de uno de aquellos ángeles era Steve; el segundo ángel pertenecía al sexo
femenino y se llamaba Rosie; en cuanto al tercero, podía decir que era de origen
mexicano y llevaba el nombre de Felipe. Los ángeles salvaron a Elias sosteniéndole
por las hombreras del traje de baño. Cuando se sentía débil el místico náufrago,
volaba uno de los ángeles y se hacía con provisiones de boca. Mientras dormía
Elias sobre el mar, le sostenían los tres espíritus protectores. Permaneció unas
semanas nadando y durmiendo, hasta que compareció el diablo, se encaró con los
ángeles y les apartó del lugar de la escena; Satanás ató las manos por detrás a Elias
y éste se fue al fondo, pero invocó de nuevo al Señor; acudieron los ángeles,
sacaron a flote al desdichado Elias, gracias al uso de una lata providencial con
bordes afilados que sirvieron para cortar las cuerdas diabólicas, y el profeta se
salvó tras aquella laboriosa intervención celestial que se vahó, por fin, de un
pescador bíblico para llevar a buen término la aventura.
Se depositó la pluma del ángel en una urna de cristal, colocada detrás del
lugar donde predicaba Elias. Era tal la misericordia divina, que el creyente se vería
libre de toda dolencia y contaminación contemplando la reliquia; incluso se
liberaría del pecado de lujuria.
CAPÍTULO XIX
EL CASTIGO
II
Ocultó Bun en lo más recóndito del alma la única nube que amenazaba su
segunda luna de miel. En Berlín y Viena se editaban publicaciones socialistas, y se
consideró obligado a saludar a los camaradas y frecuentar su trato, invitándoles a
comer. Se publicaba en Viena un periódico en lengua inglesa dedicado a defender
a los presos políticos. Era un periódico comunista, aunque disimulado, y Bun trató
de saludar a los editores, sin conocer el verdadero carácter de la redacción. En
Europa, como en América, socialistas y comunistas estaban en guerra abierta.
Le presentaron los colegas un ser humano que vivía apenas, una especie de
esqueleto cubierto de piel verdosa y amarillenta; veía por un ojo y tenía sólo una
oreja; no hablaba, porque tenía arrancada la lengua; le faltaban la mayor parte de
los dientes; se veían en las mejillas unos hoyos hechos a fuego; las uñas de los
dedos habían sido desprendidas violentamente, y sus manos aparecían taladradas
por husos de hierro candente. Desnudaron al ser desdichado ante Bun y pudo ver
éste que la carne del pecho aparecía marcada por la huella del látigo.
—He oído hablar, en efecto —contestó Bun, sin dar a entender que su padre
y Roscoe tenían que ver en el asunto.
La víctima del terror blanco era de Besarabia, país arrebatado a Rusia, según
el principio de libre determinación de los pueblos. Sus pobladores eran labriegos
rusos, y sus naturales luchas por la libertad fueron reprimidas ferozmente con
martirios y asesinatos.
—¿Te preocupan las cosas de los rojos que has visto en Viena, Bun?
Por extraño que pueda parecer, apenas impresionaron a Arnold Ross las
noticias de América. La señora Olivier había descubierto un nuevo médium de
singulares condiciones, una campesina polaca, epiléptica y casi desdentada, que
husmeó entre las profundidades de la conciencia universal, hasta descubrir el
espíritu de un antepasado del magnate, de su abuelo, quien había cruzado un
continente en un carro y pereció en el desierto de Mohavia. Acudió al llamamiento
del médium un cacique indio, a quien el abuelo de Arnold Ross mató en una de sus
exploraciones. ¡Qué extraña impresión causaban aquellos ecos de luchas antiguas
entre pieles rojas y blancos!
—Tú has podido salvar a nuestro padre de las zarpas de esa vampiresa…
—Óigame, piel roja «Lobo mojado»: ¿será usted amable con nosotros esta
tarde? Estamos pendientes de sus palabras. Le oirá el biznieto del explorador Ross.
Bun Ross. ¿De qué color es el rostro de los pieles rojas en su feliz inmortalidad?
¿Blanco?
Viola estuvo con Bun en París, la gran ciudad que exhibía ante el mundo el
colapso del imperialismo capitalista. En los teatros parisienses podían verse
mujeres desnudas y policromadas. Algunas de ellas morían envenenadas a
consecuencias de las filtraciones del color, mientras Francia seguía hablando de
libertad y democracia.
Algunos artistas de París se enojaron con la dirección del Metropolitano,
porque se negó a admitir un anuncio obsceno. Para demostrar su desprecio a la
pudibunda censura, un centenar de varones y hembras irrumpieron desnudos en
los coches del ferrocarril subterráneo. Los creadores de belleza y guías del futuro,
celebraban cada año el «Baile de las Cuatro Artes», famoso acontecimiento al que
fue invitada Viola Tracy.
—No seas majadero. Se trata del espionaje de aquí. ¿Crees, acaso, que el
gobierno francés va a dejar de seguirte la pista? ¿Supones que tolerarán que París
sea un centro de conspiración contra la paz de Europa?
—De todos los países del mundo, se te ocurre elegir a Rumania —dijo Berta
llorando—. Hemos conseguido que Eldon ocupara un alto cargo diplomático
sirviéndonos de Roscoe en Washington, y de la influencia del príncipe Marescu…
En el momento más inoportuno, se te ocurre amontonar basura… Además, loco o
ciego estás, si no adviertes que Marescu se interesa por Viola. ¿Tratas de cedérsela?
El príncipe sabrá lo que ocurre, porque el gobierno francés arma a Rumania contra
Rusia… Suponte que el príncipe Marescu vuelve a París y te desafía…
IV
Comieron los dos amigos en un café de las afueras y pasaron buena parte de
la tarde conversando.
Contó Bun lo que había visto en Viena, y que en París le habían robado el
artículo que relataba las atrocidades del terror blanco.
—En todas las capitales europeas hay más espías que piojos. Probablemente
habrá algún confidente aquí mismo, cerca de nosotros, tratando de oír lo que
decimos. A mí me saquearon el equipaje… Esos imbéciles de gobernantes, a la vez
que se dedican a reprimir el movimiento obrero, están apilando municiones y
armamentos para otra guerra, que hará el bolcheviquismo inevitable como la
aurora.
—Pues no pienses; así resultará más fácil la tarea de los traficantes que la
preparan… Viajando por Europa he pensado muchas veces en la noche que nos
vimos por primera vez, ¿la recuerdas? No sabía lo que decían aquellas gentes, que
peleaban discutiendo centímetros y dólares, pero luego he podido comprender que
la diplomacia es una pelea en grande por las concesiones de petróleo. Cada nación
aborrece a las otras mientras pacta con ellas para venderlas después. No hay
crimen que no se haya cometido. ¿Recuerdas la pelea de los propietarios, aquella
noche? Pues lo mismo es la política internacional… Los derechos, la ley… Sólo que
en el mundo internacional no hay ley. Estaban los propietarios tan ciegos con su
avaricia, que hubieran perdido dinero con tal de que triunfara su tesis, por lo que
malograron el negocio… Todos en el campo se condujeron de la misma manera.
Aun como sistema de producción fracasa el capitalismo por las rencillas… y la
guerra… Ya recordarás la algazara que se armó cuando uno de aquellos
energúmenos pegó a otro y todos gritaban y reñían tratando de cortar una riña.
Los trabajadores hacen la guerra y los banqueros la cotizan.
VI
¡Tenían que hablar de tantas cosas! Bun se refirió a las andanzas de Elias,
que el carpintero desconocía.
—En los tres últimos años he vivido con una estrella de la pantalla.
—¿Ruth?
—Había una joven en Angel City que me gustaba, pero hace un par de años,
cuando me di cuenta de que ella no soportaría mis principios, acabé por renunciar.
Se encuentra uno como preso en un laberinto sentimental; se pierde el tiempo que
se necesita para trabajar.
VII
—¿De modo, hermanito, que tu querido amigo Pablo Watkins está en París?
—No podemos decirle nada del súbdito americano Pablo Watkins, pero nos
complacería tener noticias de un americano, hijo de un millonario, que no sabemos
hasta qué punto abusará de la hospitalidad del gobierno francés, dando dinero a
los enemigos de la seguridad pública.
Avisó Berta a Viola Tracy para que influyera en Bun y pudieran evitarse
complicaciones. La estrella se propuso intentar el último esfuerzo.
Al volver Bun al hotel encontró una carta de Viola. «Querido Bun —se
escribía en ella—; acabo de saber el motivo de tu escapatoria, que ha determinado
mi asistencia a una sesión espiritista, en vez de ir a la ópera contigo. ¿Por qué me
envías a hablar con los espíritus? Me voy a otro hotel y espero elijas entre los
bolcheviques y yo, diciéndome lo que resuelvas por carta. No hablaré contigo
mientras la cuestión no se resuelva. Un corte rápido y neto de nuestra relación es lo
que exijo si ha de romperse. No quiero soportar la humillación de tenerme que ver
confundida con peligrosos criminales, y a menos que me quieras lo bastante para
abandonar a tus amigos, no volverás a verme. Puedes tomarte el tiempo preciso
para reflexionar, pero no más del preciso. Tuya, Viola».
VIII
No quiso Bun mimar su disgusto. Fue a ver a los dirigentes comunistas para
que se sirvieran de un abogado —a costa del príncipe del petróleo, naturalmente
—, y pudiera saberse, por medios legales, el paradero de Pablo Watkins.
Tenía Bun tan poca confianza en las autoridades francesas, que decidió
enviar un telegrama a Pablo, con respuesta pagada. No se hizo esperar el mensaje
de Pablo, que decía: «Camino de Paradise».
Tres días después, leyó otro mensaje de Viola en los periódicos. Era una
proclama, dirigida al mundo entero, que anunciaba la boda de Viola Tracy con el
príncipe Marescu. La noticia voló a todas las zonas del mundo, y se reprodujo
hasta en Madagascar, Paraguay, Nueva Zelanda, Tíbet y Nueva Guinea…
Invitaron a Bun a fiestas y bailes, pero la mayor parte de los días iba a los
mítines socialistas. Cuando pensaba en las mujeres, su fantasía volaba hasta Angel
City. Era tan noble y buena Ruth Watkins, que no abandonaba a su hermano por el
hecho de que éste se hiciera bolchevique. ¿Y Raquel Menzies? ¡Qué amable
corresponsal y excelente carácter! Enviaba las liquidaciones con exactitud y
puntualidad, y cuidaba de todo con tal interés, que Bun no tenía que preocuparse
por la marcha económica de la publicación.
IX
Al terminar el verano, Arnold Ross tuvo que hacer un esfuerzo para confesar
cierto secretillo.
—Ya sabes que tengo buena amistad con la señora Olivier, y hemos pensado
los dos…, bueno…, tenemos las mismas ideas y nos hemos dado cuenta de que
podemos sostenemos mutuamente.
—Esperaba que acabarías por darme esa noticia, y estoy seguro de que serás
feliz.
En una alcaldía de las cercanías de París se casó Arnold Ross a los pocos
días. Besó Bun en ambas mejillas a su madrastra, el alcalde hizo lo mismo con los
contrayentes y hasta besuqueó a Bun.
Llamó el novio a su hijo y le entregó un sobre: era una orden a Roscoe para
que transfiriera a Bun tres mil doscientas acciones de la Ross Consolidada, clase B.
La cesión suponía, aproximadamente, un millón, y podía liquidarse
inmediatamente, por haber dejado Arnold Ross la documentación en regla.
—Escríbeme, hijo.
Enterado Arnold Ross, que andaba alejado de París, aunque cerca de los
espíritus, rogó a Bun que apresurara el viaje a California. «Mis mejores afectos y
deseos, Bun».
¡Las últimas palabras de Arnold a su hijo! Las últimas, exceptuando las que
viajan por las rutas de los espíritus.
—Es hijo de un rey del petróleo… Por cierto, que se les ha quemado un
pozo.
—Por lo visto.
Todo era agradable a bordo para Bun. Podía danzar con encantadoras
mujercitas hasta la una de la madrugada, o deslizarse sobre cubierta con alguna de
ellas, si lo prefería.
Paseó éste sobre cubierta. Sentía los remordimientos que le predijera Roscoe
en cierta ocasión. ¿Por qué no fue más tolerante y amable con su padre, que tal vez
estuviera muriéndose lejos? En un momento podía morir. ¿Qué perspectivas se
presentaban a la vista? ¿Seguirían dominando los sistemas de soborno para
amañar gobiernos?
Otro telegrama: «Tu padre está igual. Seguiré informando. Muchos afectos».
Nunca faltaba este complemento amable.
Salió para su casa vía Washington, y leyó en el tren los periódicos atrasados:
relatos de lo que había ocurrido en el campo de Paradise, paraíso de su
adolescencia. Enormes océanos de llamas iluminaron la noche, convirtiéndola en
día, y el día en noche con las nubes de humo.
Una cosa esperaban los plutócratas: que rebajara los impuestos. En las
restantes cuestiones, el presidente no significaba nada.
—Ese dinero supone mucho más de lo que hemos podido soñar. Tratábamos
de obtener cien dólares al mes para costear mayor número de ejemplares y
enviarlos gratuitamente, y nos parecía algo difícil…
—Le entregaré los mil dólares al mes a condición de que cobre usted
doscientos. ¿Cómo puede tolerarse que viva usted con estrecheces y que hasta
tenga deudas, por atender al trabajo?
II
Telegrafió Bun al secretario de Arnold Ross para saber si entre los papeles
del difunto se había hallado el testamento. La contestación del secretario —como
luego la de Berta— fue negativa.
Llegó Bun a Angel City. Más telegramas. No había testamento en París. «La
infame viuda ha debido destruir el testamento. ¿Tienes algún documento a prueba
de la última voluntad de nuestro padre?», decía Berta.
Sonrió ásperamente Bun al leer la carta del letrado. ¡Un choque entre los
espíritus y el socialismo, y otro entre el capitalismo y el socialismo!
—Tu padre se equivocó al creer que contamos con algún valor de la clase B
en la Ross Consolidada. Esas acciones se vendieron hace tiempo, por orden de tu
mismo padre, que, evidentemente, perdía la memoria después de su enfermedad…
O tal vez desdeñaba los negocios cuando llegó a familiarizarse con los espíritus…
Mira, Bun, tus asuntos presentan mal cariz. La Ross Consolidada está en
bancarrota. Hoy mismo me comunican que las compañías aseguradoras se resisten
a pagar, sosteniendo que el siniestro fue intencionado. No lo dicen explícitamente,
pero dan a entender que yo o mis agentes hemos provocado la catástrofe, que el
mercado iba mal y hemos querido salvar intereses comprometidos cobrando el
seguro.
III
Sabían que Bun estaría triste por la muerte de su padre y la catástrofe del
campo. Se amontonaron alrededor de Bun, le hablaron de diversas cosas a la vez.
Raquel mostró a Bun los periódicos que no había podido recibir y las pruebas del
que se estaba confeccionando.
—Me prometió escribir cada día, por lo menos una postal… Si no tengo
noticias, imagino a mi hermano en un calabozo.
Miraba Bun con simpatía a Ruth, que hablaba con cálido entusiasmo. Era ya
enfermera y podía ayudar a Pablo si éste se veía en alguna necesidad. Estaba, a
pesar de su jovialidad, un poco desmejorada y pálida.
IV
Tuvo Berta que tragar una píldora amarga. Su abogado declaró que no había
recurso legal para desposeer a la Añuda de la mitad de los bienes. El testimonio de
Bun no tenía valor probatorio, y a menos que encontraran otro testamento, había
que plegarse a la ley. Tenían, pues, que ponerse de acuerdo con la viuda para sacar
todo lo posible de Roscoe.
Declaró Roscoe que aquellos valores habían sido pignorados por Arnold
Ross con propósitos desconocidos. Replicó Berta que esa opinión era una idiotez, y
que Vernon Roscoe era el mayor ladrón del mundo. Tenía acceso a la caja de
caudales de Arnold Ross y se había apoderado del contenido.
—Tú tienes la culpa, Bun. Roscoe sabe que tratas de hacer política
revolucionaria y te ha dejado sin nada.
No pudo negar Bun que aquella deducción era razonable. Parecía fácil
imaginarse a Roscoe diciendo que Bun era un peligro social; Berta, una
malgastadora y la viuda, una tonta, pero Roscoe teñí un papel de potencia
eficiente.
De cualquier modo, allí estaba la cantidad. Bun era libre para considerarla
como fracción de la que su padre le ofreció en París, pero decidió, orgullosamente,
que no podía dedicarse a ocultar y saquear el dinero. Entregaría los títulos y
nutrirían el activo de su padre.
Bun tenía un plan que maduró pacientemente y reunió a sus amigos para
obtener la conformidad: el viejo Menzies, que era una especie de fiscal del
movimiento obrero, trabajaba en una sastrería y dedicaba el tiempo libre a la
organización de mítines; Jacobo Menzies, el pálido estudiante, se dedicó a la
enseñanza, hasta que supieron quién era y le despidieron, teniéndose que ganar la
vida con el corretaje de seguros; Harry Seager cultivaba bosques de nogales y
escapaba así de las crisis de trabajo y del odio de los patronos; Peter Nagle
ayudaba a su padre montando tuberías en una ciudad de contrato libre y gastando
sus ganancias en redactar un libelo de cuatro páginas mensuales contra Dios;
Gregorio Nikolaieff había hecho propaganda socialista y era ayudante de un
médico que tenía un gabinete de radiología.
VI
—¿Qué os parece?
—Una colonia más —dijo el viejo Menzies—. Las colonias son absurdas y
perjudican al movimiento obrero. ¿Qué es una colonia? Si quienes la integran están
satisfechos, o si no lo están, que no lo estarán, dejan de pensar en la lucha de
clases… Viven apartados del resto de los trabajadores.
—Es que lo que trato de que hagan los camaradas del instituto no es holgar.
Sonrió Menzies.
—¡Bah! ¿Se reunirán unos jóvenes universitarios para vivir peor que los
trabajadores?
—No quiero que el Instituto sea una especie de balneario, sino una escuela
donde los jóvenes se preparen para la lucha de clases. Si no podemos obtener
disciplina de otra manera, cada estudiante se comprometerá a ir a la cárcel por un
período de treinta días.
—¿Va a romper las leyes de la velocidad el estudiante que sigue una carrera
deportiva? —inquirió Menzies.
—Sí; pero se puede topar con un juez que condene a seis meses en vez de
condenar a uno.
—Pues habrá que correr ese riesgo. Ningún estudiante puede ayudarnos sin
haber pasado, por lo menos, treinta días en la cárcel.
—Una estancia en la cárcel cada tres años o cada cinco —contestó Bun.
—El fundador tendrá que tolerar la libertad mientras tenga dinero —dijo
Irving.
Se discutió ampliamente si era posible interesar a los jóvenes en la idea de la
autoeducación. ¿No era peligroso establecer normas excesivamente cómodas? Si se
imponía disciplina rigurosa no tendrían alumnos, y si se dejaba excesiva libertad,
no tendrían disciplina.
Bun, el joven idealista, opinaba que era preciso imponer normas rígidas.
Seager, que no se podría prescindir del tabaco.
—Mi ideal es el campo abierto —dijo Bun—. Que los alumnos hagan sus
estatutos y acuerden lo que les parezca mejor. Que ayuden los profesores en la
medida de sus fuerzas. ¡Campo abierto! ¡Foro abierto!
—Creo que tendremos que plegarnos a las normas burguesas —declaró Bun.
Tuvo que ver Bun a los abogados para salvar todo lo posible de la herencia
paterna. Discutía con Berta y comprobaba que las cosas andaban de mal en peor.
Insistía Roscoe en que la Ross debía contar con fondos para cubrir sus gastos
corrientes. Los herederos querían que Roscoe les pagara. El único activo de la
empresa era el campo y la reclamación del seguro.
Buscaba Bun lugar apropiado para su Instituto del Trabajo, tarea más
agradable que huronear en busca de petróleo. Se proponía estudiar las condiciones
del paisaje y la composición de la tierra. No carecía de interés la excursión, ni iba a
derrocharse dinero; se podían hacer análisis del terreno, recorrer los bosques y
procurar el alumbramiento de aguas.
—¿Cuántos acres?
—¿Y sólo sesenta y ocho mil dólares? ¡Hay que cerrar el contrato!
Había aprendido Raquel a obrar con rapidez desde que viajaba en el coche
de Bun.
—El precio es ventajoso —dijo él—, si podemos contar con que es buena la
composición de la tierra y hay agua abundante.
II
—Sólo hay una cosa que me preocupa de todo esto —dijo Bun—. Tengo
miedo de provocar un escándalo. Andamos continuamente juntos, yendo y
viniendo… Tarde o temprano, la gente se fijará en nosotros.
—¡Qué tontería!
Era ya tarde para que pudiera ver Raquel el destello de los ojos de Bun.
—No, no… Soy de origen israelita. No interprete mal lo que voy a decirle,
pero estoy orgullosa de mi raza. Todos sus amigos pensarán que hace usted un
disparate.
—¿Mis amigos?
—Su hermana…
—No sabe bien cómo siente una mujer. Me temo que obre por generosidad y
que luego no se considere feliz. ¿Cómo va a casarse con una chica que trabaja para
vivir?
—En las bodas de esas espléndidas anglosajonas rubias, dice el oficiante: «Si
hay algún impedimento, por el cual no pueda hacerse este matrimonio, el que lo
sepa está obligado a manifestarlo, o, en otro caso, tendrá que guardar silencio
perpetuo».
—Bien, Raquel; pues si quiere que hablemos con solemnidad, sepa que no he
querido nunca a una mujer rubia; he vivido con dos mujeres, y las dos morenas
como usted. ¿Sabe lo de Viola Tracy?
—Sí.
—Se lo diré: estoy cansado de reñir con la gente; desde que empecé a pensar
por mí mismo, he luchado con los míos y con el círculo, un poco más extenso, de
mis amistades, y no sabe usted qué sensación de paz me invade al pensar en usted.
Me parece que descanso… He vacilado antes de decidirme, porque no estoy muy
orgulloso después de lo ocurrido con Viola Tracy. Soy un hombre de segunda
mano… o de tercera… Y conste que si le hago notar esos inconvenientes es para
contrapesar la gordura que dice ataca a las israelitas después de los primeros
partos.
—Estaba yo dolorida porque Viola Tracy era una egoísta y temía que lo
descubriera usted algo tarde, cuando no hubiera remedio… En fin, lo probable es
que me sintiera celosa.
—¿Es que puedo dejar de amarle? Es otra la cuestión: ¿me quiere usted a mí?
—Pues no me lo demuestra.
Bun perdía el tiempo, y, como siempre, le iniciaban las mujeres. Dio un paso
hacia ella y la estrechó en sus brazos. La israelita sollozaba como si se le fuera a
romper el corazón.
III
Fue Bun a visitar a Ruth. Estaba algo descontento sin saber por qué. Todo el
mundo había creído —Berta, Viola, los amigos— que Ruth estaba enamorada
secretamente de Bun. ¡Son tan perspicaces las mujeres para analizar los
sentimientos de sus posibles rivales! Mediaba, además, un hecho muy expresivo.
Cuando volvió de París estuvo preguntándose constantemente si era preferible
elegir por mujer a la campesina californiana o a la israelita, pero Pablo era un
inconveniente. Con cadenas de acero estaba ligada la buena Ruth a su hermano;
casarse con Ruth era lo mismo que aventurarse en el radicalismo comunista. Tarde
o temprano, tendría que estar en un sector; ¿caería el capitalismo por medio del
voto electoral, o por acción directa?
Vio claro Bun que la decisión final dependía de la clase capitalista. Se hacían
preparativos para nuevas guerras, y ello significaba el triunfo del bolchevismo al
principio o al fin de la contienda. Tratarían los socialistas de impedir la guerra; si
fracasaban, había que ceder el paso a la Tercera Internacional, pero Bun prefería la
tendencia socialista. No gustaba de la violencia; tenía un temperamento pacífico. Si
era preciso la violencia, que disparara primero el enemigo.
Ruth se mostró alegre al saber que Bun estaba ya casado. Fueran los que
fuesen los sentimientos íntimos de la joven, no manifestó más que alegría.
—¡Ya lo creo!
Acababa Pablo de llegar de allí. Hablaba con cálida emoción de las escuelas,
del ejército, de los libros, de la Prensa, del terror blanco y de la resistencia al asalto
capitalista, en un frente de diez mil millas.
Llamó Bun a Ruth al día siguiente para que ésta avisara a Pablo. Trataba Bun
de explicar a su amigo lo que se había decidido respecto al Instituto del Trabajo.
Bun fue a Prospect Hill con Raquel. Uno de los camaradas se encargaba del
semanario. Bun guiaba el coche con una mano, y estrechaba con la otra la de
Raquel; ésta tenía miedo cuando iban muy deprisa, porque los dioses tienen celos
de la felicidad.
No sabía Raquel lo que era un pozo de petróleo y se acercó a uno con Bun.
Les dijeron que al primer propietario, Culver, le habían estallado los tímpanos al
tratar de contener el surtidor.
Era un hecho que se había enterrado mucho dinero; más del que valía el
petróleo extraído. El tesoro de petróleo, explotado convenientemente, hubiera
durando treinta años; se había salvado una sexta parte, y las cinco restantes se
habían malogrado. Aquélla era la bendita y consagrada competencia que las clases
burguesas enseñaban a venerar.
Al caer la tarde llegaron a una casa campestre que tenía cerca unos tanques,
una grúa y cobertizos.
Se detuvo Bun ante la fonda; estaba señalada con el número 5.746 del
Bulevar de los Robles.
—Aquí vive la señora de Groarty, tía de Pablo. En esta casa se reunieron los
propietarios de fincas, y a través de esa ventana oí por primera vez la voz de Pablo.
—¡Pues ya lo creo! ¡Cómo pasa el tiempo! Le veo con una mujer. ¡Vaya, vaya!
Mi marido leyó que su padre había muerto… ¿Quieren ustedes pasar?
—He aquí los papeles de nuestro lote; he ido a buscarlos al despacho del
abogado, porque no hacía más que sacarnos el dinero sin hacer nada.
—Ahora nos piden dinero para colmo de burla, a pesar de que no hemos
sacado un céntimo del petróleo.
Avanzaron por el Paseo del Puerto, que tiene unas quince o veinte millas,
con almacenes, factorías, puentes, vías férreas y barricadas obreras. Es uno de los
grandes puertos del mundo que se señala por la rapidez del tráfico. Los amos
veían ante ellos la amenaza de la acción directa y del sindicalismo revolucionario.
Los I.W.W tenían un local social y los patronos les hacían la más cruda guerra.
Estaba el local en una barriada obrera. Había un hermoso vestíbulo con luces
en las ventanas. Se oía cantar una voz infantil. Entre los coches estacionados, vio
Bun un sitio vacante y quiso ocuparlo.
Al apearse Bun, le detuvo Raquel. Por la calle iban varios autos, dos de ellos
en avanzada, bloqueando enteramente el camino. Saltó de los coches una nube de
hombres armados con porras, hachas y tubos de hierro. Ocuparon la entrada y cesó
la música. Se oyeron gritos, golpes, choques de cristales rotos.
Estaba Bun fuera de sí, y su esposa le contenía con una fuerza enorme,
diciéndole que no se moviera. En aquellos momentos conoció ella el terror que
había de perseguirla siempre. Algún día habría de morir, pero no en plena luna de
miel…
Fue aquello como un vendaval que pasa rápidamente. Salieron los agresores
del vestíbulo con la misma presteza que entraron, llevándose media docena de
detenidos en los autos, que rugían al emprender de nuevo la marcha.
—¡Pablo, Pablo!
También se veía otra víctima con la mano partida. Una mujer desgarraba su
falda para hacer vendajes. Gemía una pequeñuela dando alaridos de agonía;
alguien trataba de sacarle las medias y con ellas la piel…
Todo era confusión. Mujeres con ataques histéricos; caídas otras en el suelo
sollozando. No había mueble entero, ni siquiera el piano, cuyo cordaje se veía
desparramado sobre el pavimento. Los platos estaban rotos, como las botellas y
copas, y la gran cafetera metálica, vaciada; el café formaba charcos humeantes. Los
polizontes habían arrojado a tres niñas a las enormes cafeteras antes de vaciarlas.
La carne colgaba; estaba recocida y achicharrada. Las criaturas, arrancadas
brutalmente de los brazos de sus padres, quedarían mutiladas para toda la vida.
Una de las víctimas tenía diez años y era como el ruiseñor de los I.W.W.
Sus amigos Raquel y Bun estaban a la cabecera del lecho. Con la sagacidad
femenina, Raquel leía los pensamientos de Bun.
—¡Oh, Raquel, di lo que quieras, pero ese cerebro destrozado era el mejor
que he conocido!…
Dos horas más tarde, volaba Ruth escalera arriba con un gesto de espanto y
anhelo.
La asistieron los amigos y se acercó al lecho sin separar los ojos del rostro del
herido. Extendía los brazos hacia él y tenía que retirarlos porque era imposible
tocar a Pablo. Pero como si los brazos no pudieran resistir la acción de tenderse
hacia el pobre herido, volvían a moverse… Flaquearon sus piernas y cayó al suelo,
sollozando.
Viola había dicho en otro tiempo que una joven no podía sentir tan intenso
afecto por un hermano, pero Bun comprendía esa escena de fraternidad. Pablo y
Ruth, hijos de padres fanáticos, crecieron en la soledad de un monte y tuvieron que
sufrir las invectivas y hasta los azotes de Abel Watkins. Ruth comprendió que su
hermano era un gran carácter, y le siguió. Conocía las etapas de la educación social
de Pablo, y todo lo que sabía se lo debía a él, ¡a él, que estaba casi muerto por el
golpe de una mala bestia!
VII
No era posible hacer nada. Había una fonda a pocos pasos y descansarían
allí. La enfermera les avisaría si ocurría algo anormal.
Viola se había referido con extrañeza al afecto de Ruth por Pablo, y lo mismo
se había referido Berta. Aquellos apasionados sentimientos llamaban también la
atención de Raquel.
Trató Raquel de distraer a Bun con caricias y consiguió que el joven quedara
dormido, pero ella no dormía: le sostenía con los brazos. Bun se estremecía, se
agitaba como si tratara de salvar a Pablo. ¿O recordaba la dulce amistad de Ruth?
¿Veía en sueños los episodios de la primera huelga, el viaje de Pablo a Siberia para
defender los dólares de Wall Street? ¿Veía a Roscoe arrastrando a Pablo hacia la
cárcel, y el terror del capitalismo mundial, que acusa, amenaza, acorrala y mata?
VIII
Como Bun quería guiarse por los deseos que atribuía a Pablo, no avisó a
Elias Watkins, pero sí al viejo Abel, enviándole un telegrama con la noticia de la
gravedad de Pablo.
IX
Como no había ninguna razón para contrariar aquel deseo, se alejaron todos
del cuarto de Pablo.
Ruth miraba frente a ella y sus labios temblaban. No pudo beber ni un sorbo
de leche. Lloró con desconsuelo.
Salió Elias sin decir una palabra. Los altos designios del Señor no eran
comprensibles para los vulgares mortales.
Los que velaban a Pablo se enteraron del resultado de las elecciones por el
altavoz del vecino. A causa de la diferencia de hora, California conoce las noticias
del Este antes que las propias, aunque aquel martes por la noche, los cincuenta
millones de dólares invertidos en la campaña electoral sirvieron para que se
supiera, en el Este y en el Oeste, que «el fuerte y silencioso estadista» había
obtenido más votos que todos sus contrincantes juntos.
Como las estaciones emisoras, lo mismo que los periódicos y las iglesias,
tenían interés en difundir el triunfo de la candidatura del «fuerte y silencioso
estadista», la noticia se detalló con ciertos alardes estruendosos, no exentos de
humor. Después de anunciar que Massachusetts votaba en proporción de tres a
uno, se oyó en el altavoz musiquilla de jazz. Los ecos alegres y placenteros no
podían ser oídos por Pablo.
XI
Llegó éste, reconoció a Pablo, le tomó el pulso e hizo unos gestos pesimistas.
¿Qué zonas del cerebro estaban afectadas? Los sonidos eran incoherentes. No se
podía saber lo que decía el enfermo, que tal vez permanecería en igual estado
durante días y días.
Se distinguieron los sonidos del herido con más claridad. Hablaba en idioma
extraño…
—Revolutziya, sovietam…
—¡Es preciso que averigüemos lo que dice! —observó Ruth—. Tal vez
pregunta algo.
Pensaba Ruth que Raquel había salvado al hombre amado. ¿Qué sabía ella lo
que era un corazón fraternal que ve morir a un héroe?
—Quiero saber, a toda costa, lo que dice Pablo… ¿No podríamos encontrar
un intérprete?
Llamó Bun a Gregorio Nikolaieff, y le dijo que se personara inmediatamente
en la clínica.
Siguió Pablo hablando con tono algo más alto mientras sonaban en el
altavoz unas joviales palabras: «Muñeca mía, bésame en el cuello».
Escribió Bun los sonidos que emitía Pablo, y cuando llegó Gregorio
Nikolaieff pudo explicar el significado:
XII
XIII
Otra vez se oía el rumor del altavoz. Los gritos de los salvajes del Congo
contribuían, con el jazz, a nutrir los programas de radio. Recordó Bun el salón de
baile donde danzó con Eunice y Viola Tracy. Allí estarían sus amigos de otro
tiempo, la plutocracia triunfante. Habría banderas en los muros y airosos
gallardetes. Algunos patriotas llevarían banderitas. ¡Era la ocasión más solemne
desde que se firmó el armisticio! ¡Hurra! ¡Viva Coolidge! El salón rebosaría, y
muchos de aquellos patriotas delirantes se tambalearían como barcos en mala mar.
Obesos financieros con la pechera apabullada, esbeltas amantes de espaldas al aire,
pechos semidesnudos, labios pintados y orejas llenas de diamantes, danzarían al
son de un «tam tam» del Congo, con trompetas, campanas, lamentos de saxófono y
bocinazos. Las nalgas del obeso financiero se relajarían y se arrastrarían sus pies
entre el estrépito y el raudal de luz.
XIV
Bun y Gregorio Nikolaieff le sujetaban los brazos; Ruth y Raquel los pies. La
enfermera se hizo con una camisa de fuerza. La cara de Pablo enrojeció; las venas
parecían a punto de estallar, pero se rindió a la rigidez del aparato.
—«Ardiente negra que, a los nueve años, trabajando en una mina, te comiste
una caja de cerillas» —decía la voz chillona de la radio.
XV
Deseaban los comunistas dedicar a Pablo un entierro rojo, pero Elias se
apresuró a intervenir. Puesto que Pablo se había convertido, entregándose a Jesús,
sería enterrado según el rito de la Tercera Revelación.
Tres días más tarde, el cadáver del héroe fue conducido hacia una colina de
Paradise. Seguía el público tras los restos, y no faltaba, en la retaguardia, un
camión cargado con aparatos de radio. Ciento noventa mil, de las doscientas mil
amas de casa de California, abandonaron sus quehaceres para oír el discurso que
pronunciaría Elias.
Mientras Elias predicaba sobre el tema del hijo pródigo, miraba Ruth hacia
las blancas nubes que desaparecían lentamente tras las cimas distantes.
Se pueden ver las tres sepulturas limitadas por tosca empalizada. Las grúas
de la industria desaparecerán algún día, como la empalizada y las sepulturas.
Otras jovencitas, como Ruth, correrán descalzas por las colinas y serán más felices
que ella si los hombres encadenan al negro y cruel demonio que mató a los nobles
hermanos Watkins y al mismo Arnold Ross… Poder infernal que vaga por la tierra
mutilando cuerpos humanos, predicando la destrucción con el señuelo de
inmerecida riqueza, explotando y esclavizando a los trabajadores.
UPTON SINCLAIR (Baltimore, 1878 - Bound Brook, 1968). Novelista y
dramaturgo estadounidense de la Escuela Realista de Chicago, llevó la crítica
social y los ideales de la lucha política a la ficción testimonial.
[1]
«Jist», justo, exactamente. <<
[2]
El galón es una medida inglesa de capacidad que equivale a 4,5 litros. <<
[3]
La bandera estrellada (himno nacional estadounidense). <<
[4]
Bésame, dulce chiquilla. <<