Testimonios de David Wilkerson
Testimonios de David Wilkerson
Testimonios de David Wilkerson
Conversión
«Dios me llamó para que trabajara para él cuando tenía once años. Ese verano fui a un
campamento juvenil con una beca de trabajo, ya que mis padres no podían pagarme la
matrícula. Lo pasé muy mal. Los otros muchachos me decían «el flaco» o «el hijo del
predicador», y se burlaban de mis lentes gruesos.
Cuando escogían a los que iban a formar parte de un equipo para un juego determinado,
nadie quería al flaco. Recuerdo una vez que quedamos seis sin escoger para ninguno de
los dos equipos para un partido de básquetbol. Bud Impesivo, excelente atleta pero que
también me parecía en esa época el peor abusador del mundo, gritó: «¡Tomaremos a
estos cinco si se quedan con el flaco!».
Así fue todo el tiempo en ese campamento. Había ido con la esperanza de disfrutar de un
cambio en relación con la escuela, donde había estado sacando malas notas en clase y
pasando momentos difíciles fuera de ella, pero resultó todavía peor en el campamento.
Me preguntaba por qué había venido.
«No importa quién eres», decía, «Dios te quiere. No importa si eres grande o no, qué
edad tienes. No importa cuán flaco seas y si sacas malas notas en la escuela».
Esto me impactó. Seguí escuchando con toda atención, mientras proseguía: «Lo que Dios
quiere de ti es un corazón dispuesto. Quiere oírte decir: «Heme aquí, utilízame!».
Cuando el orador invitó a los jóvenes que acampaban allí a que pasaran al frente para
entregar sus vidas a Cristo, recorrí apresurado el pasillo para ir a arrodillarme y
levantando las manos por encima de la cabeza lo más alto que pude, exclamé con todas
mis fuerzas: «Jesús, no soy nada, pero quiero que me utilices. Toma lo que tengo. Es
todo tuyo».
Esa noche comenzó a arder en mi alma el fuego de Dios y supe que nunca más volvería a
ser el mismo. Después de esto, muchas veces, cuando otros muchachos jugaban, yo
oraba. Mientras otros veían películas o leían historietas, yo buscaba a Dios o leía la Biblia.
Había aprendido que mi vida tenía un propósito y una misión, y nunca he perdido esto de
vista».
Predicador callejero
Toda esta extraña aventura comenzó tarde una noche mientras sentado en mi despacho
leía la revista Life, y volví una página.
A primera vista, no parecía que hubiera nada en la página que me interesara. Figuraba un
dibujo a tinta de un proceso que se realizaba en la ciudad de Nueva York, a unos 560
kilómetros de distancia. No había estado jamás en Nueva York, ni había deseado ir allí
nunca, excepto quizá para ver la estatua de la Libertad.
“Ve a la ciudad de Nueva York y ayuda a esos muchachos”. Lancé una ruidosa carcajada.
«¿Yo? ¿Ir a Nueva York? ¿Un predicador rural meterse en una situación que desconoce
por completo?»
Ve a la ciudad de Nueva York y ayuda a esos muchachos. El pensamiento estaba aún allí,
vívido como siempre y al parecer del todo independiente de mis propios sentimientos e
ideas.
«Seré un necio si voy. No sé nada de muchachos como ésos. Y no quiero tampoco saber
nada de ellos». Pero no había nada que hacer. La idea no se borraba de mi mente: tenía
que ir a Nueva York y además era imprescindible que lo hiciera de inmediato, mientras se
ventilaba el proceso.
La noche siguiente era miércoles, noche de culto de oración en la iglesia. Decidí informar
a todos respecto de mi experimento de oración de las doce a las dos de la mañana y
acerca de la extraña sugerencia que había resultado de ese experimento de oración. La
noche era fría. Era a mediados del invierno y había comenzado a nevar. No muchas
vinieron esa noche a la iglesia. Los agricultores, según creo, temían ser sorprendidos por
una tormenta de nieve en el pueblo. Hasta las gentes del pueblo que asistían al culto
llegaron tarde y ocuparon los últimos asientos de la iglesia, que es siempre una mala
señal para el predicador. Significaba que tendría una congregación «fría» a la cual dirigir
la palabra.
No intenté siquiera predicar un sermón esa noche. Cuando me puse de pie tras el púlpito
pedí que todos pasaran a sentarse en las primeras bancas, «porque tengo algo que
quiero enseñarles,» les dije. Abrí la revista Lije y se la enseñé.
«Miren bien la cara de esos muchachos», les dije, y luego les narré cómo el llanto había
acudido a mis ojos y cómo había recibido instrucciones claras de ir yo mismo a Nueva
York y procurar ayudar a esos muchachos. Mis feligreses me miraban impasibles. No me
daba a entender y me daba cuenta del porqué. El instinto natural de cualquiera sería de
aversión hacia esos jóvenes, y no de simpatía. Ni aún yo podía entender mi propia
reacción.
Luego ocurrió algo maravilloso. Le informé a la congregación que quería ir a Nueva York
pero no tenía dinero. A pesar de que había tan pocas personas presentes esa noche, y de
que no entendían lo que yo trataba de hacer, mis feligreses se pusieron de pie en silencio,
avanzaron hacia el frente de la iglesia, y uno por uno colocaron su ofrenda sobre la mesa
de la comunión.
La ofrenda alcanzó a setenta y cinco dólares, más o menos, lo suficiente para un viaje de
ida y vuelta en automóvil a Nueva York.
La vida renovada
Ahora, permítame decirle cómo me llegó la muerte, qué me mostró Dios horas antes del
momento de morir.
La crucifixión es un acto, no una forma de vida. Gracias a Él, las siguientes verdades que
nunca había llegado a comprender del todo, comenzaron a convertirse en reales. Nuestra
crucifixión finaliza cuando nosotros, con Cristo en nuestra cruz, podemos gritarle al mundo
entero: «Consumado es». Debemos reconocer de una vez por todas que Jesús completó
la obra, que no es nuestra, sino de él.
Ministrando en Europa
Una de las experiencias más irritantes de toda mi vida la tuve en Finlandia, en una iglesia
repleta de jóvenes inquietos. La liturgia formal no les interesaba. Me encontraba sentado
en el presbiterio, de ornamentación recargada, y mientras se interpretaba un majestuoso
coral en el grandioso órgano, vi la luz oscilante de unos fósforos: dos jóvenes barbudos y
una muchacha de minifalda estaban encendiendo cigarrillos. Durante un himno muy largo
capté el intercambio de miradas entre una muchacha vestida de forma extravagante y su
compañero de pelo largo que se encontraban en la segunda banca. Sus miradas eran
más elocuentes que las palabras: «Todos estos lamentos son demasiado; ¡larguémonos!»
Eso colmó mi copa. Le hice llegar el siguiente mensaje al pastor: «Si en dos minutos no
me cede el púlpito, ¡me voy!».
La dureza de mis palabras debe de haber sacudido al buen ministro hasta las entrañas,
porque en una forma muy elegante dio por concluido el himno y me invitó a que tomara el
púlpito. Lo que dije probablemente le chocó todavía más. Pero quería conseguir
rápidamente la atención de esos jóvenes.
Esa tarde, al recorrer las calles de esa gran ciudad finlandesa, había visto revistas
increíblemente explícitas expuestas a la vista de todos. Había hablado con decenas de
confundidos adolescentes. Había orado con dos de los drogadictos más desesperados de
Europa. Y ahora, de pie en el púlpito, mirando a esa gran cantidad de jóvenes, podía
sentir con cuánta ansia muchos de ellos buscaban la realidad. Intenté, de una manera
muy sencilla y directa, hacerles ver claramente que el único camino para salir de la
confusión y el aburrimiento es por medio de una entrega total a Jesucristo. Les hablé del
poder que yo mismo he visto y que ha cambiado las vidas de centenares de criminales,
drogadictos y suicidas en potencia.
Antes de que hubiese acabado de hablar, pude sentir que ese poder estaba actuando en
medio nuestro. Poco a poco, en pequeños grupos, algunos de esos jóvenes comenzaron
a pasar al frente del gran santuario y a arrodillarse ante el altar. Esa noche más de
doscientos se concentraron en la parte delantera para encontrarse con la realidad.
La Visión
He tenido solamente dos visiones en mi vida. La primera me vino en 1958, cuando una
visión de Dios me llevó de una pequeña población de Pennsylvania a la ciudad de Nueva
York, a trabajar con las pandillas de adolescentes y con los adictos a las drogas.
Aquella no fue una falsa visión. Ahora, transcurridos los años, su realidad queda
demostrada por los centros juveniles esparcidos por todo el mundo. No solo se han
convertido pandillas y adictos, sino que muchos de ellos están incluso predicando el
evangelio.
Una segunda visión vino a mí este verano (1973). Ha sido una visión de cinco trágicas
calamidades que vienen sobre la tierra. No vi luces deslumbradoras; no escuché voces
audibles ni oí hablar a un ángel. Mientras yo estaba orando tarde una noche, estas
visiones de calamidades mundiales vinieron sobre mí con un impacto tal, que no pude
hacer otra cosa que seguir arrodillado, estupefacto, y captarlo todo.
Al principio yo no quería creer lo que había visto y oído. El mensaje de la visión era
demasiado amedrentador, demasiado apocalíptico, demasiado aflictivo para mi mente
materialista. Pero la visión volvió a mí noche tras noche. No podía librarme de ella. En lo
profundo de mi corazón yo estoy convencido de que esta visión procede de Dios, que es
verdadera, y que llegará a verificarse (…) Partes de esta visión vendrán a ocurrir en un
futuro muy próximo. Algunos de los eventos son más remotos. ¡Pero estoy seguro de que
todos los eventos que se mencionan, habrán de acontecer e esta generación!».