Pandillas Que Matan
Pandillas Que Matan
Pandillas Que Matan
Mi hermano murió ahí, en la calle. Yo corrí y lo vi tirado en el suelo, ensangrentado, con los
ojos fijos, abiertos. Intenté cargarlo, pero no respondía. Llegó una patrulla. Los policías me
ayudaron a montarlo y lo llevamos al Paso de La Alboraya, pero allá no lo quisieron atender”.
Willington Manzur, alias Salsa, vio morir en sus brazos a Davidson un 25 de diciembre. Tenía 16
años, pero ya estaba acostumbrado a las riñas entre pandillas en el barrio Carrizal de
Barranquilla. Entró a los 13 años a los Tomasopa y a los Cara e’ diablos, dos pandillas que
conformaron “una sola familia”, para conocer amigos, pero con el paso de los días los mayores
le hicieron probar las drogas.
La muerte de su hermano lo llenó de odio y lo afianzó aún más en las calles. Hoy, a sus 20
años, sigue siendo amigo de sus compañeros de pandilla, pero ya se considera “un pelao bien”.
Entró al programa Va Jugando, que apunta a resocializar pandilleros en la Arenosa, donde
aprendió plomería y tatuaje. Allí se encontró con varios “enemigos”, incluso con uno que casi
mata con una escopeta calibre 16. “Gracias a Dios está vivo”, asegura.
Pero no todos los jóvenes tienen esa suerte. Las pandillas no son bandas criminales (bacrim) ni
organizaciones delincuenciales integradas al narcotráfico (odin). Son grupos juveniles
identitarios de más de dos años, en su mayoría compuestos por menores de edad. No son
necesariamente delincuentes, pero con los años el consumo y venta de estupefacientes y el
reclutamiento de los grupos criminales agrava su vulnerabilidad.
Las ciudades más afectadas son Barranquilla, Bogotá, Cali, Cartagena y Medellín, con 109, 149,
105, 86 y 90 pandillas, respectivamente. Si bien algunos programas sociales desactivan algunos
grupos y hasta logran disolverlos, no ha sido posible contener la aparición de nuevos ‘combos’
y mucho menos la escalada de violencia de los que ya existen.
En Bogotá, “el aumento histórico del número de pandillas no es dramático, pero cada vez se
vinculan más a los mercados ilegales”, le dijo a SEMANA Ariel Ávila, subdirector de la Fundación
Paz y Reconciliación. Esto responde a la “subcontratación criminal”: las estructuras
delincuenciales no buscan tomarse las ciudades, sino que contratan a las pandillas para que
operen el microtráfico. El narcomenudeo requiere cada día más jóvenes, que terminan en
medio de la red ilegal. En la capital, por ejemplo, las pandillas BXRS Banda Extrema de Ratas y
la 29 tienen una disputa a muerte en Usme, a pesar de que presuntamente ambas trabajan
para los Llaneros.
En Medellín, entre tanto, sigue el legado ochentero de Pablo Escobar: los pandilleros quedaron
a disposición de los señores de la droga, lo que los convirtió no solo en ladrones y jíbaros sino
en sicarios. La Alcaldía cuenta nueve odin, entre las que están Los Triana y San Pablo, que
reclutan pandillas de las comunas para ejercer control social a través de cuotas de vigilancia,
hurtos agravados y limpieza social.
Pero cada urbe guarda sus singularidades. En Bucaramanga, por ejemplo, se descubrió que, a
diferencia del resto del país, las mujeres protagonizan las pandillas urbanas. En Cartagena, por
su lado, aunque aún no se ha establecido una relación directa con las bandas criminales, las
riñas entre jóvenes pandilleros se traducen en toques de queda para el barrio entero, como en
Olaya Herrera, Ricaurte y Pablo Sexto.
En Barranquilla, además de las batallas campales en medio de los ‘arroyos’, en los últimos
meses se ha gestado una práctica macabra: las pandillas pintan las casas que consideran
‘objetivo militar’, ya sea porque no pagan las extorsiones o porque sus integrantes cruzaron las
fronteras imaginarias. No obstante, tal vez el caso más preocupante es Cali, donde algunas
pandillas se están uniendo al Clan Úsuga, que crea verdaderas escuelas sicariales y casas de
pique. Así, en la capital vallecaucana las pandillas cada día se están pareciendo más a las
temibles maras centroamericanas que hicieron de El Salvador uno de los países más violentos
del mundo.
Monstruo sin cabeza
El fenómeno tiene múltiples aristas y obliga a que diversas entidades participen en el trabajo
de erradicarlas. Esto, en vez de articular recursos, se traduce en paquidermia estatal. “El
problema es que en Colombia hay tantos programas como pandillas”, le dijo a SEMANA el
senador Antonio Correa, impulsor del debate político sobre pandillismo en la Comisión VII.
Entonces, mientras se multiplica la burocracia, la inseguridad crece como hiedra.
Según el Ministerio del Interior, hay 964 planes municipales integrales de seguridad y
convivencia aprobados por el Comité de Orden Público. No obstante, el repertorio de delitos
parece ser cada vez mayor (ver infografía). Para el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario
(Inpec) la cantidad de jóvenes recluidos entre 2005 y 2015 se ha multiplicado por 3.000,
fenómeno que se recrudece con el consumo local de estupefacientes como la marihuana y la
cocaína.
¿Mano dura?
Colombia debe cumplir los requisitos de los tratados internacionales de los que hace parte y
seguir las reglas de Beijing y las directrices de Riad de la ONU para la administración de justicia
con base en el bienestar del menor. Además, los psicólogos coinciden en que a tan temprana
edad el adolescente no conoce las sanciones por su comportamiento y que lo que debe
hacerse es un plan integral para su inclusión. Como generalmente crecen en núcleos familiares
descompuestos, las pandillas se convierten en el círculo de identidad y cohesión a través de
códigos y simbolismos y el mecanismo para conseguir dinero fácil.
La criminalidad paisa obedece a dinámicas inexistentes en el resto del país. Desde los años
ochenta, cuando el cartel de Medellín empezó a consolidarse como la mafia más grande de
América Latina, los capos supieron reclutar las nuevas formas de delincuencia que emergían
en los barrios periféricos.
Con la demanda local de drogas y cuando los paramilitares derrotaron a las milicias, nació en
Medellín una estructura de bandas, combos y parches para administrar plazas de microtráfico
y extorsiones. Grandes grupos criminales, entre los que se cuentan los Triana, la Oficina, el
Clan del Golfo y los Chata, tienen a su servicio unos 150 combos encargados de hacer rentable
el negocio. Por ejemplo, en la comuna 5 cerca de 20 combos se sirven de pequeños parches de
10 jóvenes a los que les pagan 100.000 pesos semanales por vender drogas y cobrar
extorsiones en las esquinas.
Llevan registro de toda la mercancía y, en caso de descuadre, el muchacho del parche debe
responder. Cuando las autoridades incautan la droga, debe recuperarla con el pago de un
rescate. Además, las mafias lavan su dinero a la vez que extorsionan: han entrado en la venta
de huevos y arepas y obligan a los tenderos del barrio a comprarles.
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