Canibales y Reyes - Marvin Harris PDF
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Marvin Harris
Caníbales y reyes
Los orígenes de las culturas
ePUB v1.0
hermes 10 16.09.12
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Título original: Cannibals and kings. The origins of cultures
Marvin Harris, 1977.
Traducción: Horacio González Trejo.
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Introducción
Durante siglos, el mundo occidental se ha sentido reconfortado por la creencia de
que el progreso material nunca concluirá. Como prueba de que vivir es hoy mucho
más fácil para nosotros de lo que lo fue para nuestros abuelos, ofrecemos nuestros
coches, nuestros teléfonos y nuestra calefacción central. Aunque reconocemos que el
progreso puede ser lento y desigual —con contratiempos poco duraderos—, sentimos
que, pensándolo bien, será mucho más fácil vivir en el futuro que en el presente.
Las teorías científicas, en su mayoría formuladas hace cien años, alimentan esta
creencia. Desde la superioridad del punto de vista de los científicos victorianos, la
evolución de la cultura pareció ser un peregrinaje por una escarpada montaña desde
cuya cima los pueblos civilizados podían mirar hacia abajo a los diversos niveles de
salvajismo y barbarismo que aún debían superar las culturas «inferiores». Los
victorianos exageraron la pobreza material de los así llamados salvajes y, al mismo
tiempo, inflaron los beneficios de la «civilización» industrial. Representaron la
antigua Edad de Piedra como una época de grandes temores e inseguridades, en que
la gente pasaba los días en una incesante busca de alimentos y las noches amontonada
alrededor del fuego, en cuevas incómodas, acosados por tigres de dientes como
sables. Sólo cuando se descubrió el secreto de la siembra de cosechas, nuestros
antepasados «salvajes» tuvieron suficiente tiempo libre para establecerse en aldeas y
construir viviendas confortables. Sólo entonces pudieron almacenar excedentes
alimenticios y contar con tiempo para pensar y experimentar nuevas ideas. Esto, a su
vez, se supone que condujo a la invención de la escritura, a las ciudades, a los
gobiernos organizados y al florecimiento del arte y la ciencia. Luego llegó la máquina
a vapor, que inició una nueva y más rápida etapa de progreso, la revolución
industrial, con su milagrosa abundancia de máquinas producidas en serie, que ahorran
trabajo, y de tecnología, que realza la vida.
No es fácil superar este tipo de adoctrinamiento. No obstante, un creciente
número de personas no puede evitar la sensación de que la sociedad industrial tiene
un núcleo falso y que, a pesar de las imágenes de los medios de comunicación
referentes a las placenteras horas de ocio, nuestros descendientes tendrán que trabajar
cada vez más duramente para conservar los lujos de que hoy gozamos. El gran auge
industrial no sólo ha estado contaminando la tierra con desperdicios y venenos;
también ha vomitado bienes y servicios cada vez de peor calidad, más caros y
defectuosos.
En esta obra, mi propósito consiste en reemplazar el antiguo punto de vista
victoriano del progreso, la categoría de «adelante y arriba», por una explicación más
realista de la evolución cultural. Lo que ocurre con el nivel de vida de nuestros días
ya ha ocurrido en el pasado. Nuestra cultura no es la primera tecnología que ha
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fracasado. Tampoco es la primera que ha alcanzado sus límites de crecimiento. Las
tecnologías de culturas anteriores fracasaron repetidas veces y fueron reemplazadas
por nuevas tecnologías. Los límites de crecimiento fueron alcanzados y trascendidos
sólo para ser alcanzados y trascendidos una vez más. Una gran parte de lo que
consideramos progreso contemporáneo es, en realidad, una recuperación de niveles
que se gozaron plenamente durante épocas prehistóricas.
Las poblaciones de la Edad de Piedra vivían vidas más sanas que los pueblos que
les sucedieron inmediatamente: en tiempos de los romanos había en el mundo más
enfermedades que en cualquier época precedente, e incluso en la Inglaterra de
principios del siglo diecinueve, la expectativa de vida para los niños no era, con toda
probabilidad, muy diferente a la de veinte mil años atrás. Más aún, los cazadores de
la Edad de Piedra trabajaban para su sustento menos horas de las que trabajan los
campesinos chinos y egipcios típicos… y, a pesar de sus sindicatos, los obreros
fabriles de nuestro tiempo. En cuanto a esparcimientos tales como buena comida,
entretenimientos y placeres estéticos, los antiguos cazadores y recolectores
disfrutaban de lujos que sólo los norteamericanos más ricos de nuestros días pueden
permitirse. En la actualidad, familias enteras trabajan y ahorran durante treinta años
para obtener el privilegio de ver unos pocos metros cuadrados de hierba a través de
sus ventanas. Y esos son unos pocos privilegiados. Los norteamericanos dicen que
«la carne hace a la comida» y su dieta es rica (algunos dicen que demasiado rica) en
proteínas animales, pero dos tercios de la población viven hoy como vegetarianos
involuntarios. En la Edad de Piedra, todos mantenían una dieta rica en proteínas y
pobre en féculas. Y la carne no se congelaba ni se saturaba de antibióticos y de color
artificial.
Pero no he escrito este libro para desvalorizar los niveles de vida norteamericanos
y europeos modernos. Nadie puede negar que hoy vivimos mejor de lo que vivieron
nuestros bisabuelos en el siglo pasado. Nadie puede negar, incluso, que la ciencia y la
tecnología han contribuido a mejorar la dieta, la salud, la longevidad y las
comodidades de centenares de millones de personas. En cuestiones tales como la
contracepción, la seguridad contra las calamidades naturales y la facilidad del
transporte y las comunicaciones hemos superado, obviamente, incluso a las más
opulentas de las sociedades precedentes. La cuestión que ocupa el primer lugar en mi
pensamiento no se refiere a la determinación de si los beneficios de los últimos ciento
cincuenta años son reales, sino a si son permanentes. ¿El reciente auge industrial
puede considerarse como el extremo de una única línea gráfica, siempre ascendente,
de elevación material y espiritual, o es la última y voluble protuberancia de una curva
que desciende con tanta frecuencia como asciende? Creo que la segunda perspectiva
está más de acuerdo con la evidencia y los principios esclarecedores de la
antropología moderna.
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Mi objetivo consiste en demostrar la relación entre el bienestar material y
espiritual y los costos y beneficios de diversos sistemas para incrementar la
producción y controlar el crecimiento de la población. En el pasado, irresistibles
presiones reproductoras surgidas de la falta de medios eficaces y seguros de
contracepción, condujeron reiteradamente a la intensificación de la producción. Dicha
intensificación ha conducido, siempre, al agotamiento ambiental, lo que en general da
por resultado nuevos sistemas de producción… cada uno de ellos con una forma
característica de violencia, trabajos penosos, explotación o crueldad
institucionalizados. Así, la presión reproductora, la intensificación y el agotamiento
ambiental parecerían contener la clave de la comprensión de la evolución de la
organización familiar, las relaciones de propiedad, la economía política y las
creencias religiosas, incluyendo las preferencias dietéticas y los tabúes alimentarios.
Las modernas técnicas contraceptivas y abortivas introducen en este cuadro nuevos
elementos potencialmente decisivos, dado que eliminan los atroces castigos
relacionados con todas las técnicas preexistentes para hacer frente directamente a las
presiones reproductoras a través del control de la natalidad. Pero la nueva tecnología
de contracepción y aborto puede haber llegado demasiado tarde. Las sociedades
estatales contemporáneas se encuentran entregadas a la intensificación del modo de
producción industrial. Apenas hemos empezado a pagar el castigo por los
agotamientos ambientales relacionados con esta nueva ronda de intensificación y
nadie puede predecir qué nuevos tormentos serán necesarios para trascender loe
límites de crecimiento del orden industrial.
Soy consciente de que es probable que mis teorías de determinismo histórico
provoquen una reacción desfavorable. Algunos lectores se sentirán ofendidos por los
vínculos causales que establezco entre canibalismo, religiones de amor y
misericordia, vegetarianismo, infanticidio, costos y beneficios de producción. Como
resultado de ello, se me puede acusar de intentar encarcelar al espíritu humano dentro
de un sistema cerrado de relaciones mecánicas. Pero mi intención es exactamente la
contraria. El hecho de que una forma ciega de determinismo haya gobernado el
pasado no significa que deba gobernar el futuro.
Antes de seguir adelante, deseo aclarar el significado de la palabra
«determinismo». En el contexto de la ciencia del siglo veinte, ya no se habla de causa
y efecto en el sentido de una relación mecánica en proporción de uno a uno entre
variables dependientes e independientes. En la física subatómica hace tiempo que
impera el «principio de indeterminación» de Heisenberg, que suple las certezas
causa-y-efecto por las probabilidades causa-y-efecto con respecto a las
micropartículas. Desde que el paradigma «una excepción refuta la regla» ha perdido
su dominio en la física, yo, por lo menos, no tengo la intención de imponerlo en los
fenómenos culturales. Cuando me refiero a relaciones deterministas entre fenómenos
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culturales quiero decir, meramente, que variables similares, bajo condiciones
semejantes, tienden a producir consecuencias similares.
Puesto que creo que la relación entre procesos materiales y preferencias morales
corresponde a probabilidades y a similitudes más que a certezas e identidades, no
tengo ninguna dificultad en creer que la historia está determinada y que los seres
humanos tienen la capacidad de ejercer la elección moral y la libre voluntad. De
hecho, insisto en la posibilidad de que pueden ocurrir improbables acontecimientos
históricos que impliquen la imprevisible inversión de las relaciones normales causa-
y-efecto entre procesos y valores materiales y, en consecuencia, en que todos somos
responsables de nuestra contribución a la historia. Pero asegurar que los seres
humanos tienen la capacidad de hacer que la cultura y la historia se conformen a las
pautas de nuestra libre elección no es lo mismo que decir que la historia es, en
realidad, la expresión de esa capacidad. Nada de eso. Como demostraré, las culturas
en general se han desarrollado a lo largo de sendas paralelas y convergentes que son
sumamente previsibles a partir de un conocimiento de los procesos de producción,
reproducción, intensificación y agotamiento. Aquí incluyo los rituales y creencias
aborrecidos y amados en todo el inundo.
En mi opinión, la libre voluntad y la elección moral no han tenido, prácticamente,
ningún efecto significativo en la dirección seguida hasta ahora por los sistemas
desarrollados de vida social. Si estoy acertado, importa que quienes se interesan por
proteger a la dignidad humana de la amenaza del determinismo mecánico se me alíen
para reflexionar en la siguiente cuestión: ¿por qué hasta el presente la vida social
estuvo compuesta, de manera terminante, de medidas previsibles más que
imprevisibles? Estoy convencido de que uno de los más grandes obstáculos existentes
para el ejercicio de la libre elección en nombre del logro de improbables metas de
paz, igualdad y opulencia es el fracaso en reconocer los procesos evolutivos
materiales que explican el predominio de las guerras, la desigualdad y la pobreza.
Como consecuencia del deliberado descuido de la ciencia de la cultura, el mundo está
plagado de moralistas que insisten en que han deseado libremente aquello que se
vieron obligados a desear involuntariamente, mientras al no comprender las
probabilidades contrarias a la libre elección, millones de seres que serían libres se han
entregado a nuevas formas de esclavitud. Con el fin de cambiar la vida social para
mejorarla, es necesario comenzar por conocer la razón por la que generalmente
cambia para empeorar. Por tal motivo, considero que la ignorancia de los factores
causales en la evolución cultural y la indiferencia por las probabilidades contrarias a
un resultado deseado, son formas de duplicidad moral.
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1 Cultura y naturaleza
Los exploradores enviados por los europeos durante la gran época de los
descubrimientos fueron lentos en comprender el modelo global de costumbres e
instituciones. En algunas regiones —Australia, el Ártico, los extremos meridionales
de Sudamérica y África— encontraron grupos que todavía vivían de manera
semejante a la de sus antepasados europeos de la Edad de Piedra, tiempo atrás
olvidados: grupos de veinte o treinta personas, diseminados en vastos territorios, en
constante movimiento, que vivían exclusivamente de la caza de animales y de la
recolección de plantas salvajes. Esos cazadores-recolectores parecían ser miembros
de una especie rara y arriesgada. En otras regiones —los bosques del este de América
del Norte, las junglas de Sudamérica y el este asiático— encontraron poblaciones más
densas que habitaban aldeas más o menos estables, basadas en la agricultura y
compuestas, quizá, por una o dos grandes estructuras comunales, pero también allí las
armas y las herramientas eran reliquias prehistóricas.
A lo largo de las riberas del Amazonas y del Mississippi y en las islas del
Pacífico, las aldeas eran de mayor tamaño y, a veces, albergaban a un millar o más de
habitantes. Algunos estaban organizados en confederaciones rayanas en la categoría
de estados. Aunque los europeos exageraron su «salvajismo», la mayoría de esas
comunidades aldeanas coleccionaban las cabezas de sus enemigos como trofeos,
asaban vivos a sus prisioneros de guerra y consumían carne humana en ceremonias
rituales. Debe recordarse el hecho de que los europeos «civilizados» también
torturaban a seres humanos —en procesos por brujería por ejemplo— y que no se
oponían a exterminar la población de ciudades enteras (aunque sintieran escrúpulos
en comerse entre sí).
En otras partes, naturalmente, los exploradores encontraron estados e imperios
plenamente desarrollados, gobernados por déspotas y clases dominantes, y
defendidos por ejércitos permanentes. Fueron esos grandes imperios con sus
ciudades, monumentos, palacios, templos y tesoros, los que atrajeron a todos los
Marco Polo y a todos los Colón a través de los océanos y los desiertos. Existía China,
el imperio más grande del mundo, un reino vasto y sofisticado cuyos líderes
despreciaban a los «bárbaros de cara roja» que suplicaban desde insignificantes
reinos más allá de los límites del mundo civilizado. Y existía la India, una tierra
donde las vacas eran veneradas y las desiguales cargas de la vida se distribuían de
acuerdo con lo que cada alma hubiera merecido en su encarnación anterior. Y estaban
también los estados e imperios nativos americanos, mundos en sí mismos, cada uno
de ellos con sus artes y religiones peculiares: los incas, con sus grandes fortalezas de
piedra, sus puentes colgantes, sus graneros siempre llenos y su economía controlada
por el estado; los aztecas, con sus dioses sedientos de sangre alimentados con
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corazones humanos y su incesante búsqueda de nuevos sacrificios. También existían
los europeos, con sus propias cualidades exóticas —la empresa de la guerra en
nombre de un príncipe de la paz, la forzada compraventa para obtener beneficios—,
poderosos más allá de su fuerza en virtud de un astuto dominio de la destreza
mecánica y de la ingeniería.
¿Qué significó este modelo? ¿Por qué algunos pueblos abandonaron la caza y la
recolección como forma de vida, en tanto que otros las conservaron? Y entre los que
adoptaron la agricultura, ¿por qué algunos se conformaron con la vida aldeana
mientras otros fueron acercándose uniformemente a una categoría de estado? Y entre
quienes se organizaron en estados, ¿por qué algunos crearon imperios y otros no?
¿Por qué algunos adoraban las vacas mientras otros alimentaban con corazones
humanos a dioses caníbales? La historia humana ¿está expresada no por uno, sino por
diez mil millones de idiotas… el juego de la oportunidad y la pasión, y nada más?
Creo que no. Creo que hay un proceso inteligible que preside el mantenimiento de
formas culturales comunes, que inicia cambios y que determina sus transformaciones
a lo largo de sendas paralelas o divergentes.
El núcleo de este proceso es la tendencia a intensificar la producción. La
intensificación —la inversión de más tierra, agua, minerales o energía por unidad de
tiempo o área— es, a su vez, una periódica respuesta a las amenazas contra los
niveles de vida. En tiempos primitivos, tales amenazas surgían, principalmente, de las
modificaciones climáticas y de las migraciones de personas y animales. En los
últimos tiempos, el principal estímulo ha sido la competencia entre estados. Al
margen de su causa inmediata, la intensificación siempre es antiproductiva. En
ausencia de cambio tecnológico, conduce inevitablemente al agotamiento del medio
ambiente y a la disminución de la eficiencia productiva, dado que el esfuerzo
creciente debe aplicarse, tarde o temprano, a animales, plantas, tierras, minerales y
fuentes de energía más remotas, menos fiables y menos munificentes. La disminución
de la eficiencia conduce, a su turno, a bajos niveles de vida… o sea, precisamente, a
unos efectos contrarios a lo deseado. Pero este proceso no concluye cuando todos,
sencillamente, obtienen menos comida, menos protección y menos satisfacción de
otras necesidades a cambio de más trabajo. A medida que disminuye el nivel, las
culturas prósperas inventan medios de producción nuevos y más eficientes, que tarde
o temprano volverán a conducir al agotamiento del entorno natural.
¿Por qué la gente intenta resolver sus problemas económicos intensificando la
producción? Teóricamente, el camino más fácil para alcanzar una nutrición de alta
calidad y una vida prolongada y vigorosa, libre de fatigas y trabajos penosos, no
consiste en aumentar la producción sino en reducir la población. Si por alguna razón
que escapa al control humano —un cambio de clima desfavorable, digamos— la
provisión de recursos naturales percápita se reduce a la mitad, la gente no necesita
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tratar de compensarlo trabajando el doble. Podrían, en cambio, reducir a la mitad su
población. O, diría yo, podrían hacerlo si no fuera a causa de un grave problema.
Dado que la actividad heterosexual es una relación genéticamente estipulada de la
que depende la supervivencia de nuestra especie, no es tarea fácil mermar la
«cosecha» humana. En los tiempos preindustriales, la regulación eficaz de la
población suponía disminuir el nivel de vida. Por ejemplo, si ha de reducirse la
población evitando las relaciones heterosexuales, apenas puede decirse que el nivel
de vida de un grupo se haya mantenido o mejorado. De manera similar, si ha de
disminuirse la fecundidad del grupo haciendo que las comadronas salten sobre el
vientre de la mujer hasta matar al feto —y a menudo también a la madre—, los
supervivientes pueden comer mejor pero su expectativa de vida no habrá mejorado.
De hecho, el método de control de la población más ampliamente utilizado durante la
mayor parte de la historia humana fue, probablemente, alguna forma de infanticidio
femenino. Aunque los costos psicológicos de matar o dejar morir de inanición a las
propias hijas pueden atenuarse culturalmente definiéndolas como no-personas (al
igual que los partidarios modernos del aborto, entre quienes me cuento, definen a los
fetos como no-niños), los costos materiales de nueve meses de embarazo no se borran
tan fácilmente. Es sensato suponer que la mayoría de los pueblos que practican el
infanticidio preferirían no ver morir a sus hijas. Pero las alternativas —disminuir
drásticamente los niveles de nutrición, los de salud y los sexuales de la totalidad del
grupo— han sido consideradas, por lo general, aún más indeseables, al menos en las
sociedades pre-estatales.
Estoy tratando de indicar que la regulación de la población a menudo fue un
proceso costoso, cuando no traumático, y una fuente de tensión individual, como
Thomas Malthus sugirió que sería para todos los tiempos futuros (hasta que su error
quedó demostrado mediante la invención del preservativo). Es esa tensión —o
presión reproductora, como podría ser designada más acertadamente— la que explica
la periódica tendencia de las sociedades pre-estatales a intensificar la producción
como medida de protección o de incremento de los niveles de vida en general. Si no
fuera por los graves costos que entraña el control de la reproducción, nuestra especie
podría haber permanecido por siempre organizada en grupos pequeños, relativamente
pacíficos e igualitarios, de cazadores recolectores. Pero la carencia de métodos
eficaces y benignos de control de la población hicieron inestable este modo de vida.
Las presiones reproductoras predispusieron a nuestros antepasados de la Edad de
Piedra a recurrir a la intensificación como respuesta al número decreciente de
animales de caza mayor, disminución provocada por los cambios climáticos del
último período glacial. La intensificación del modo de producción de la caza y de la
recolección abrió, a su vez, la etapa de la adopción de la agricultura que a su turno
condujo a una competencia muy alta entre los grupos, a una intensificación de la
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guerra y a la evolución del estado. Pero me estoy anticipando.
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2 Asesinatos en el paraíso
La explicación más difundida sobre la transición de la vida grupal a las aldeas
agrícolas solía ser la siguiente: los cazadores-recolectores ocupaban todo su tiempo
en la búsqueda de lo suficiente para comer. No podían producir un «excedente más
allá de la subsistencia», de modo que vivían en el límite de la extinción, padeciendo
enfermedades crónicas y hambre. En consecuencia, era natural que desearan
establecerse y vivir en aldeas permanentes, pero no se les ocurrió la idea de plantar
semillas. Un día, un genio anónimo decidió dejar caer algunas simientes en un hoyo y
muy pronto se iniciaron los cultivos en forma regular. La gente ya no tenía que
trasladarse constantemente en busca de la caza y el nuevo tiempo libre favoreció el
pensamiento. Este hecho condujo a nuevos y más rápidos progresos en la tecnología
y, por ende, a más alimentos —un «excedente más allá de la subsistencia»—, lo que
finalmente hizo posible que algunas personas se apartaran de la agricultura y se
convirtieran en artesanos, sacerdotes y gobernantes.
El primer fallo de esta teoría reposa en la suposición de que la vida era
excepcionalmente difícil para nuestros antepasados de la Edad de Piedra. Los
testimonios arqueológicos del paleolítico superior —alrededor del año 30.000 al
10.000 antes de nuestra era— demuestran claramente que los cazadores que vivieron
en aquellos tiempos disfrutaron de niveles de comodidad y seguridad relativamente
elevados. No eran chapuceros aficionados. Habían logrado el control absoluto del
proceso de quebrar, picar y dar forma a rocas cristalinas, proceso que formaba la base
de su tecnología y que los consagró, merecidamente, como «los mejores artífices de
la piedra de todos los tiempos». Las técnicas industriales modernas no logran
reproducir sus cuchillas extraordinariamente delgadas de «hoja de laurel», finamente
laminadas, de 27 centímetros de largo y de sólo un centímetro de espesor. Con
delicados punzones de piedra y utensilios cortantes llamados buriles, crearon puntas
de arpones de hueso y asta intrincadamente dentadas, empuñaduras de asta para
lanzar los venablos, perfectamente modeladas, y finas agujas de hueso,
presumiblemente utilizadas para confeccionar vestimentas con pieles de animales.
Los artículos de madera, fibras y pieles han desaparecido, pero también éstos
debieron distinguirse por su excelente artesanía.
En oposición a las ideas populares, los «hombres de las cavernas» sabían
construir albergues artificiales y su utilización de cuevas y salientes rocosos dependía
de las posibilidades regionales y de las necesidades de la estación. En el sur de Rusia,
los arqueólogos han descubierto huellas de la vivienda de un cazador, hecha con
pieles de animales, en un hoyo poco profundo, de doce metros de largo por tres y
medio de ancho. En Checoslovaquia, hace más de veinte mil años se utilizaban
albergues invernales con suelos redondos de seis metros de diámetro. Con ricas pieles
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a modo de alfombras y camas, y una gran cantidad de excremento animal seco o
huesos engrasados para el fogón, dichas viviendas pueden ofrecer una cualidad de
refugio superior, en muchos sentidos, a los apartamentos urbanos contemporáneos.
Es difícil conciliar la idea de que vivían al borde de la inanición con las enormes
cantidades de huesos animales acumulados en diversos mataderos paleolíticos.
Grandes manadas de mamuts, caballos, ciervos, renos y bisontes erraban por Europa
y Asia. Los huesos de más de un millar de mamuts —excavados en un paraje de
Checoslovaquia— y los restos de diez mil caballos salvajes a los que se hostigaba, a
intervalos diversos, hasta precipitarse desde un elevado acantilado cercano a Solutré
(Francia), dan testimonio de la habilidad de los pueblos paleolíticos para explotar
sistemática y eficientemente esas manadas. Más aún, los restos de los esqueletos de
los propios cazadores dan pruebas del hecho de que se encontraban
extraordinariamente bien alimentados.
La noción de que las poblaciones paleolíticas trabajaban de sol a sol para
alimentarse también hoy resulta ridícula. Como recolectores de plantas alimenticias
no eran, sin duda alguna, menos eficaces que los chimpancés. Diversos estudios
experimentales han demostrado que en su hábitat natural los grandes simios pasan
tanto tiempo acicalándose, jugando y dormitando como proveyéndose de alimentos y
comiendo. Como cazadores, nuestros antepasados del paleolítico superior debieron
ser tan hábiles como los leones, animales que alternan rachas de intensa actividad con
prolongados períodos de descanso y relajamiento. Los estudios relativos a la forma en
que distribuyen su tiempo los cazadores y recolectores contemporáneos han arrojado
más luz sobre esta cuestión. Richard Lee, de la Universidad de Toronto, llevó un
registro del tiempo que emplea el cazador-recolector bosquimán moderno en la
búsqueda de alimentos. A pesar de su hábitat —el extremo del Kalahari, una región
desértica cuya exuberancia difícilmente puede compararse a la de Francia durante el
período paleolítico superior—, menos de tres horas diarias por adulto es todo lo que
necesitan los bosquimanos para obtener una dieta rica en proteínas y otros alimentos
esenciales.
Los manchiguengas, sencillos horticultores del Amazonas peruano, estudiados
por Alien y Orna Johnson, dedican poco más de tres horas diarias por adulto a la
producción de alimentos y obtienen, mediante este esfuerzo, menos proteínas
animales que el bosquimán. En las regiones arroceras del este de Java, los modernos
campesinos dedican alrededor de cuarenta y cuatro horas semanales al trabajo
agrícola productivo —algo que ningún bosquimán que se respete soñaría hacer— y
los campesinos javaneses rara vez ingieren proteínas animales.
Los granjeros norteamericanos, para quienes cincuenta o sesenta horas semanales
de trabajo son algo corriente, comen bien, de acuerdo con los niveles de los
bosquimanos, pero no puede decirse, indudablemente, que dispongan de tanto tiempo
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libre.
No deseo minimizar las dificultades inherentes a comparaciones de este tipo.
Obviamente, el trabajo relacionado con un sistema de producción alimentaria
específico no se limita al tiempo empleado en la obtención de la materia prima.
También ocupa tiempo someter a un proceso de crecimiento las plantas y animales de
manera que resulten adecuados para su consumo y lleva aún más tiempo
manufacturar y mantener instrumentos de producción tales como venablos, redes,
palos para cavar, cestas y arados. Según los cálculos de los Johnson, el machiguenga
dedica aproximadamente tres horas diarias adicionales a la preparación de la comida
y a la manufactura de artículos primordiales como ropa, herramientas y vivienda. En
sus observaciones de los bosquimanos, Lee descubrió que en una jornada una mujer
podía reunir comida suficiente para alimentar a su familia durante tres días y que
pasaba el resto del tiempo descansando, atendiendo visitas, bordando o visitando
otros campamentos: «Las tareas domésticas tales como cocinar, cascar frutos secos,
amontonar leña y buscar agua ocupan entre una y tres horas del día».
Las pruebas que he citado conducen a una conclusión: el desarrollo de la
agricultura dio por resultado un aumento del trabajo per capita. Existen buenas
razones para que así sea. La agricultura es un sistema de producción alimentaria que
puede absorber mucho más trabajo que la caza y la recolección por unidad de tierra.
Los cazadores-recolectores dependen, esencialmente, del ritmo natural de la
reproducción animal y vegetal; es muy poco lo que pueden hacer para elevar la
producción por unidad de tierra (aunque pueden disminuirla fácilmente). Con la
agricultura, en cambio, es posible controlar el ritmo de reproducción vegetal. Esto
significa que la producción puede incrementarse sin sufrir consecuencias adversas
inmediatas, especialmente si se dispone de técnicas para combatir el agotamiento del
suelo.
La clave para saber cuántas horas dedican a la caza y la recolección pueblos como
los bosquimanos, es la abundancia y la accesibilidad de los recursos animales y
vegetales que tienen a su disposición. En tanto la densidad de la población —y, por lo
tanto, la explotación de dichos recursos— se mantenga relativamente baja, los
cazadores-recolectores pueden disfrutar del ocio y de dietas de alta calidad. Sólo si se
supone que durante la Edad de Piedra la gente no quería o no podía limitar la
densidad de sus poblaciones, adquiere sentido la teoría que afirma que la vida de
nuestros antepasados era «breve, repugnante y brutal». Pero semejante suposición es
injustificada. Los cazadores-recolectores se ven fuertemente motivados a limitar la
población y cuentan con medios eficaces para hacerlo.
Otro punto débil de la antigua teoría de la transición de la caza y la recolección a
la agricultura es la conjetura de que los seres humanos desean, de un modo natural,
«asentarse». Esto no puede ser cierto, dada la tenacidad con que pueblos como los
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bosquimanos, los aborígenes de Australia y los esquimales se han aferrado a su
acostumbrada forma de «vida desenraizada», a pesar de los concertados esfuerzos de
gobiernos y misioneros para persuadirlos de que vivan en aldeas.
A cada ventaja de la vida permanente en una aldea, corresponde una desventaja.
¿La gente anhela compañía? Sí, pero ésta también exaspera. Como ha demostrado
Thornas Greegor en un estudio sobre los indios mehinacu de Brasil, la búsqueda de la
intimidad personal es un tema omnipresente en la vida cotidiana de quienes residen
en pequeñas aldeas. Evidentemente, cada uno de los mehinacu conoce demasiado
sobre los asuntos de los demás para mantener su propio bienestar. A partir de la
huella de un talón o de una nalga son capaces de decir dónde se detuvo una pareja y
tuvo relaciones sexuales a un costado del sendero. Las flechas perdidas delatan el
lugar secreto donde pesca su propietario; un hacha apoyada, contra un árbol es prueba
de una tarea interrumpida. Nadie entra o sale de la aldea sin ser notado. Es necesario
susurrar para guardar la intimidad: con tabiques de paja no existen puertas cerradas.
La aldea está saturada de irritantes habladurías acerca de hombres que son impotentes
o que eyaculan prematuramente, y acerca de la conducta de las mujeres durante el
coito, y el tamaño, el olor y el color de sus genitales.
¿Existe la seguridad física por el hecho de formar parte de una multitud? Sí, pero
también hay seguridad en la movilidad, en la capacidad de apartarse del camino de
los agresores. ¿Existe alguna ventaja en contar con una fuente de trabajo cooperativa?
Sí, pero las grandes concentraciones de personas disminuyen la caza y merman los
recursos naturales.
En cuanto al descubrimiento azaroso del proceso de los cultivos, los cazadores-
recolectores no son tan necios como sugiere el camino descrito por la antigua teoría.
Los detalles anatómicos de las pinturas rupestres de animales descubiertas en las
paredes de cuevas de Francia y España, dan testimonio de un pueblo cuya capacidad
de observación se aproxima a la precisión. Además, nuestra admiración de su
intelecto ha sido llevada a nuevas alturas por el descubrimiento hecho por Alexander
Marshaks en el sentido de que las débiles rayas de la superficie de objetos de hueso y
asta de veinte mil años de antigüedad seguían la trayectoria de las fases de la luna y
otros acontecimientos astronómicos. Es irracional suponer que quienes hicieron los
grandes murales de las paredes de Lascaux, y que eran lo suficientemente inteligentes
para llevar registros cronológicos, hayan sido tan ignorantes del significado biológico
de tubérculos y simientes.
Los estudios de los cazadores-recolectores del presente y del pasado reciente
revelan que a menudo se abandona la práctica de la agricultura no por falta de
conocimientos sino por factores de conveniencia. Por ejemplo, los indios de
California, simplemente recogiendo bellotas, probablemente obtenían cosechas más
cuantiosas y más nutritivas de las que podrían haber obtenido sembrando maíz. En la
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costa noroeste, las grandes migraciones anuales de salmón transformaron el trabajo
agrícola en una pérdida de tiempo relativa. Los cazadores-recolectores despliegan,
con frecuencia, todas las habilidades y técnicas necesarias para la práctica de la
agricultura, salvo pasar a la siembra deliberada. Los shoshoni y los paiutes, de
Nevada y California, retornaban año tras año a los mismos parajes de cereales y
tubérculos silvestres, evitando cuidadosamente dejarlos desnudos e incluso, en
ocasiones, desherbándolos y regándolos. Muchos otros cazadores-recolectores
utilizan el fuego para provocar deliberadamente el crecimiento de las especies
preferidas y retardar el de árboles y malas hierbas.
Finalmente, algunos de los descubrimientos arqueológicos más importantes de los
últimos años indican que en el Viejo Mundo, las primeras aldeas fueron construidas
entre mil y dos mil años antes del desarrollo de una economía agrícola, en tanto en el
Nuevo Mundo se domesticaron plantas mucho antes de que se iniciara la vida
aldeana. Puesto que los primeros americanos tuvieron la idea miles de años antes de
ponerla en práctica plenamente, la explicación del distanciamiento de la caza y la
recolección debe buscarse fuera de sus cerebros. Más adelante volveré a referirme a
estos descubrimientos arqueológicos.
Lo que hasta ahora he expuesto sostiene que en tanto los cazadores-recolectores
mantuvieran baja su población en relación con las presas, podían disfrutar de un
envidiable nivel de vida. Pero ¿cómo hacían para mantener baja la población? Este
tema emerge instantáneamente como el nexo ausente más importante en el intento
por comprender la evolución de las culturas.
Incluso en los hábitat relativamente favorables, con abundantes manadas de
animales, probablemente los pueblos de la Edad de Piedra no permitieron que sus
poblaciones rebasaran el límite de una o dos personas por milla cuadrada. Alfred
Kroeber calculó que en las llanuras y praderas canadienses los cazadores de bisontes
crees y los assiniboins, montados a caballo y equipados con rifles mantuvieron sus
densidades de población por debajo de dos personas por milla cuadrada. Algunos
grupos menos favorecidos de cazadores históricos de América del Norte, como los
naskapis de Labrador y los esquimales de Nunamuit, que dependían del caribú,
mantenían sus densidades por debajo de 0,3 personas por milla cuadrada. En toda
Francia, durante el período neolítico, no había, probablemente, más de veinte mil
seres humanos; y quizás hubiera sólo mil seiscientos.
Los medios «naturales» de control del crecimiento demográfico no pueden
explicar la discrepancia entre estas bajas densidades y la fertilidad potencial de la
hembra humana. Las poblaciones sanas interesadas en maximizar su tasa de
crecimiento promedian ocho embarazos por mujer fecunda. Las tasas de natalidad
pueden elevarse fácilmente. Entre los hutterites, una agrupación de frugales granjeros
del oeste canadiense, el promedio es de 10,7 nacimientos por mujer. Con el propósito
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de mantener la tasa anual de crecimiento calculada en 0,001 por ciento para la
primitiva Edad de Piedra, cada mujer debió de tener un promedio inferior a 2,1 hijos
que sobrevivieron hasta la edad fecunda. Según la teoría convencional, una tasa de
crecimiento tan baja se lograba, a pesar de la elevada fertilidad, a través de las
enfermedades. Pero es difícil sustentar el punto de vista de que nuestros antepasados
de la Edad de Piedra llevaban vidas cargadas de enfermedades.
Sin duda había enfermedades. Pero como factor de mortalidad debieron ser
considerablemente menos significativas durante la Edad de Piedra que en nuestros
días. La muerte de niños y adultos a causa de infecciones bacterianas y virósicas —
disentería, sarampión, tuberculosis, coqueluche, catarros, escarlatina— aparece
notablemente afectada por la dieta y el vigor corporal general, de modo que los
cazadores-recolectores de la Edad de Piedra probablemente contaban con altos ritmos
de recuperación de estas infecciones. Por otro lado, la mayoría de las grandes
enfermedades epidémicas mortales —viruela, tifus, gripe, peste bubónica, cólera—
sólo tienen lugar en poblaciones de alta densidad. Son las enfermedades de las
sociedades de nivel de estado: se propagan en medio de la pobreza y en condiciones
urbanas de hacinamiento y de bajo nivel sanitario. Incluso calamidades como la
malaria y la fiebre amarilla fueron probablemente menos significativas entre los
cazadores-recolectores de la Edad de Piedra. Como cazadores que eran, habrán
preferido los hábitat secos y abiertos a las tierras húmedas en las que se propagan
estas enfermedades. Es probable que la malaria sólo haya alcanzado su impacto pleno
después de que los claros agrícolas en los bosques húmedos crearan mejores
condiciones alimenticias para los mosquitos.
¿Qué es lo que se sabe realmente acerca de la salud física de las poblaciones
paleolíticas? Los restos humanos esqueléticos nos ofrecen importantes indicios. A
partir de índices tales como la estatura promedio y el número de dientes faltantes en
el momento de la muerte, J. Lawrence Angel ha proyectado un perfil de niveles de
salud cambiantes durante los últimos treinta mil años. Angel descubrió que al
principio de dicho período, los adultos del sexo masculino promediaban 1,77 metros
y las del sexo femenino alrededor de 1,65. Veinte mil años después, los hombres no
fueron más altos de lo que habían sido las mujeres —1,65 metros—, en tanto éstas no
promediaron más de 1,53 metros. Sólo en tiempos muy recientes las poblaciones han
vuelto a alcanzar estaturas características de los pueblos de la primitiva Edad de
Piedra. Los hombres americanos, por ejemplo, promediaban 1,75 metros en 1960. La
pérdida de la dentadura muestra una tendencia similar. Treinta mil años antes de
nuestra era los adultos morían con un promedio de 2,2 dientes faltantes; en el 6500
antes de nuestra era con 3,5; y en tiempos de los romanos, con 6,6 dientes faltantes.
Aunque los factores genéticos también pueden tener intervención en estos cambios,
se sabe que la estatura y el estado de la dentadura y las encías dependen en gran
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medida de la ingestión de proteínas, lo que a su vez determina el bienestar general.
Angel llega a la conclusión de que hubo una «auténtica depresión de la salud» con
posterioridad al «punto máximo» del período paleolítico superior.
Angel también intentó calcular el promedio de vida del mismo período, promedio
que sitúa en 28,7 años para las mujeres y en 33,3 para los hombres. Dado que el
muestreo paleolítico de Angel se compone de esqueletos hallados en toda Europa y
África, sus cálculos de longevidad no son necesariamente representativos de ningún
grupo real de cazadores. Si las estadísticas vitales de grupos de cazadores-
recolectores contemporáneos pueden tomarse como representativas de grupos
paleolíticos, los cálculos de Angel pecan por defecto. Los estudios de Nancy Lee
Howell sobre 165 bosquimanas kung muestran que la expectativa de vida en el
momento del nacimiento es de 32,5 años, cifra que sale favorecida en comparación
con las de muchas naciones modernas en vías de desarrollo de África y Asia. Para
colocar estos datos en una perspectiva correcta, según la Metropolitan Life Insurance
Company, la expectativa de vida en el momento del nacimiento, para no-blancos del
sexo masculino, en Estados unidos, en 1900, también era de 32,5 años. Así, como ha
sugerido el paleodemógrafo Don Dumond, existen indicios de que «la mortalidad no
era, efectivamente, más elevada bajo condiciones de caza que bajo las de una vida
más sedentaria, incluida la agricultura». El aumento de enfermedades que acompaña
a una vida sedentaria «puede significar que las tasas de mortandad de los cazadores
eran a menudo significativamente inferiores» a las de los pueblos agrícolas.
Aunque un promedio de vida de 32,5 años puede parecer muy breve, el potencial
de reproducción, incluso de las mujeres que, según Angel, sólo viven hasta los 28,7
años, es bastante elevado. Si una mujer de la Edad de Piedra tenía su primer
embarazo a los dieciséis años de edad, y a partir de entonces un bebé vivo cada dos
años y medio, fácilmente podía tener más de cinco hijos al llegar a los veintinueve.
Esto significa que aproximadamente los tres quintos de los niños de la Edad de Pudra
no podrían vivir hasta la edad de la reproducción si había de mantenerse la tasa
calculada de menos del 0,001 por ciento de crecimiento de la población. Utilizando
estas cifras, el demógrafo antropológico Ferki Hassan llega a la conclusión de que
incluso si había un cincuenta por ciento de mortalidad infantil debida a causas
«naturales», otro 23 al 35 por ciento de toda la descendencia potencial tendría que
haber sido «quitada de en medio» para alcanzar un crecimiento demográfico cero.
Si existe algún error, estos cálculos parecen equivocados al exagerar el número de
muertes por causas «naturales». Dado el excelente estado de salud de que parecía
gozar el pueblo estudiado por Angel antes de convertirse en esqueletos, cabe
sospechar que muchos morían por causas «no naturales».
Durante el período paleolítico, el infanticidio puede haber sido tan elevado que
alcanzara el cincuenta por ciento… cifra que corresponde a los cálculos hechos por
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Joseph Birdsell, de la Universidad de California (Los Ángeles), sobre la base de datos
reunidos entre las poblaciones aborígenes de Australia. Un factor importante en la
corta vida de las mujeres paleolíticas puede haber sido el designio de provocar
abortos con el fin de prolongar el intervalo entre un parto y otro.
Los cazadores-recolectores contemporáneos en general carecen de medios
eficaces, químicos y mecánicos, de impedir el embarazo… mal que le pese al folklore
romántico sobre los contraceptivos herbáceos. Poseen, sin embargo, un amplio
repertorio de métodos químicos y mecánicos para provocar el aborto. En todo el
mundo se utilizan numerosos venenos vegetales y animales que provocan traumas
físicos generalizados o que actúan directamente sobre el útero para poner fin a
embarazos no deseados. También se utilizan muchas técnicas mecánicas para
provocar el aborto, como atarse fajas ceñidas alrededor del vientre, aplicar masajes
vigorosos, someterse a extremos de frío y calor, golpes en el abdomen y saltos sobre
un tablón colocado encima del vientre de la mujer «hasta que mane la sangre por la
vagina».
Tanto el sistema mecánico como el químico concluyen eficazmente con los
embarazos, pero también es probable que concluyan con la vida de la embarazada.
Sospecho que sólo un grupo que se encuentra bajo graves tensiones económicas y
demográficas recurriría al aborto como principal método de regulación de la
población.
Es mucho más probable que los cazadores-recolectores en condiciones de tensión
se vuelquen al infanticidio y al geronticidio (la matanza de ancianos). El geronticidio
sólo es eficaz para reducciones de emergencia a corto plazo. No puede reducir las
tendencias de crecimiento de la población a largo plazo. Tanto en el caso del
geronticidio como del infanticidio, la matanza consciente y directa es, probablemente,
una excepción. Entre los esquimales, los ancianos demasiado débiles para contribuir a
su propia subsistencia pueden «suicidarse» retrasándose cuando el grupo avanza,
aunque los hijos contribuyen activamente al fallecimiento de sus padres mediante la
aceptación de la expectativa cultural de que los ancianos no deben convertirse en una
carga cuando escasean los alimentos. En Australia, entre los murngins de Arnhem
Land, se ayuda a los viejos a ir al encuentro de su destino tratándolos como si
estuvieran muertos cuando enferman; el grupo empieza a representar los últimos ritos
y el anciano responde empeorando. El infanticidio recorre una amplia gama que va
desde el asesinato directo hasta la mera negligencia. El niño puede ser estrangulado,
ahogado, golpeado contra una roca o abandonado a la intemperie. Más comúnmente,
el niño «muere» por negligencia: la madre lo cuida menos de lo necesario cuando
enferma, lo amamanta con menos frecuencia, no trata de buscar alimentos
suplementarios o lo deja caer, «accidentalmente», de sus brazos. Las mujeres
cazadoras-recolectoras se sienten fuertemente inducidas a espaciar la diferencia de
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edad entre sus hijos, puesto que deben dedicar un considerable esfuerzo para llevarlos
a cuestas durante el día. Richard Lee ha calculado que en un período de cuatro años
de dependencia, una bosquimana arrastrará a su hijo un total de ocho mil kilómetros
en expediciones de recolección y traslados del campamento. Ninguna bosquimana
desea cargar con dos o tres críos por vez cuando recorre tales distancias.
El mejor método de control de la población de que disponían los cazadores-
recolectores de la Edad de Piedra consistía en prolongar la cantidad de años que la
madre amamantaba al bebé. Los estudios recientes sobre los ciclos menstruales,
llevados a cabo por Rose Frisch y Janet McArthur han iluminado el mecanismo
fisiológico responsable de la disminución de la fertilidad de la mujer lactante.
Después de dar a luz, la mujer fértil no retoma la ovulación hasta que el porcentaje
del peso de su cuerpo consistente en grasa ha pasado un umbral crítico. Este umbral
(alrededor del 20 al 25 por ciento) representa el punto en que el cuerpo de una mujer
ha almacenado suficiente energía de reserva en forma de grasa para adaptarse a las
demandas de un feto. El costo promedio de energía de un embarazo normal es de
27.000 calorías, o sea aproximadamente la cantidad de energía que una mujer debe
almacenar para poder concebir. Un lactante absorbe alrededor de 1.000 calorías extras
diarias de su madre, lo que dificulta que ella acumule la reserva grasa necesaria.
Mientras el niño dependa de la leche de su madre, existen pocas probabilidades de
que se reanude la ovulación. Al prolongar la lactancia, las madres bosquimanas
parecen lograr retardar la posibilidad del embarazo durante más de cuatro años. El
mismo mecanismo parece ser el responsable del retraso de la menarquia (el principio
de la menstruación). Cuanto más elevada es la relación de la grasa corporal con el
peso corporal, más pronto llega la edad de la menarquia. En las poblaciones
modernas bien alimentadas, la menarquia se ha adelantado aproximadamente a los
doce años de edad, mientras en las poblaciones que se encuentran crónicamente en el
límite del déficit calórico, a una niña puede llevarle dieciocho años o más acumular
las necesarias reservas grasas.
Lo que considero interesante de este descubrimiento es que relaciona la baja
fertilidad con dietas ricas en proteínas y pobres en hidratos de carbono. Por un lado,
si una mujer ha de amamantar satisfactoriamente a un niño durante tres o cuatro años,
debe ingerir una dieta rica en proteínas para mantener su salud, el vigor de su cuerpo
y el flujo de leche. Por otro lado, si consume demasiados hidratos de carbono
empezará a aumentar de peso, lo que desencadenará la reanudación de la ovulación.
Un estudio demográfico realizado por J. K. van Ginneken, indica que la mujer
lactante de países subdesarrollados —donde la dieta se compone principalmente de
granos feculentos y de recolección de raíces— no puede esperar extender el intervalo
entre un nacimiento y otro más allá de los dieciocho meses. Pero las bosquimanas
lactantes, cuya dieta es rica en proteínas animales y vegetales, y carentes de
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elementos feculentos, como ya he dicho, logran impedir el embarazo cuatro o más
años después de cada parto. Esta relación sugiere que durante las épocas buenas, los
cazadores-recolectores pueden confiar en una lactancia prolongada como principal
defensa contra la superpoblación. Inversamente, una disminución en la calidad de la
provisión alimenticia tendería a producir un aumento de la población. A su vez, esto
significaría que tendría que acelerarse la tasa de abortos e infanticidios o que serían
necesarios cortes aún más drásticos en la ración proteica.
No estoy sugiriendo que entre nuestros antepasados de la Edad de Piedra toda la
defensa contra la superpoblación reposara en el método de la lactancia prolongada.
Entre los bosquimanos de Botswana, la actual tasa de crecimiento demográfico es del
0,5 por ciento anual. Esto significa una duplicación cada ciento treinta y nueve años.
Si este ritmo se hubiera mantenido sólo durante los últimos diez mil años de la
primitiva Edad de Piedra, hacia el año 10000 antes de nuestra era, la población de la
tierra habría alcanzado los 604.463.000.000.000.000.000.000 de habitantes.
Supongamos que el plazo de vida fértil fuera desde los 16 hasta los 42 años de
edad. Sin una lactancia prolongada, una mujer podría tener doce embarazos. Con el
método de la lactancia, el número de embarazos se reduce a seis. La menor
frecuencia del coito en las mujeres de más edad podría reducir el número a cinco. Los
abortos espontáneos y la mortalidad infantil provocada por enfermedades y
accidentes podría disminuir el potencial de reproducción a cuatro…
aproximadamente dos más que el número permisible bajo un sistema de crecimiento
demográfico cero. Los dos nacimientos «extra» pueden entonces controlarse
mediante alguna forma de infanticidio basada en la negligencia. El método óptimo
consistiría en descuidar únicamente a las niñas, dado que la tasa de crecimiento de la
población que no practica la monogamia está determinada casi enteramente por el
número de hembras que llegan a la edad de la reproducción.
Nuestros antepasados de la Edad de Piedra eran, pues, perfectamente capaces de
mantener una población estacionaria, aunque al precio de la pérdida de vidas
infantiles. Este costo acecha en el fondo de la prehistoria como una espantosa mancha
en lo que, de otro modo, podría confundirse con el Jardín del Paraíso.
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3 El origen de la agricultura
El período transcurrido entre hace 30.000 y 12.000 años marcó el punto
culminante de millones de años de lenta evolución tecnológica durante los cuales
nuestros antepasados de la Edad de Piedra perfeccionaron, gradualmente, los útiles y
las técnicas para vivir de la caza de grandes animales terrestres. En el Viejo Mundo
existen sitios habitacionales de cientos de miles de años atrás, en donde los
arqueólogos descubrieron restos de algunos paquidermos, jirafas y búfalos, pero
probablemente estos animales murieron de muerte natural o fueron atrapados o
heridos por depredadores no humanos. Durante esa época nuestros antepasados
pueden haber buscado así su alimento, sin haber cazado grandes animales para
obtener carne. Pero hace aproximadamente 30.000 años la situación había cambiado
y diversos grupos de cazadores-recolectores —tanto en el Viejo como en el Nuevo
Mundo— poseían los medios para cazar y dar muerte en forma regular, incluso a los
animales de mayor tamaño.
En Europa y Asia, vastas manadas de renos, mamuts, caballos, bisontes y ganado
salvaje, pastaban en lozanas hierbas regadas por las aguas derretidas de los glaciares.
La persecución de estos animales llegó a dominar la búsqueda de alimentos. Los
cazadores rodeaban a sus presas prendiendo fuego, las atraían hacia los acantilados y
les lanzaban un arsenal de puntas proyectiles de piedra y hueso, lanzas, dardos, largas
cuchillas, arcos y flechas. Durante millares de años, los depredadores humanos y las
presas animales permanecieron en equilibrio ecológico.
Luego, hace alrededor de 13.000 años, una corriente cálida en todo el globo
señaló el comienzo de la etapa terminal del último período glacial. Los glaciares que
habían cubierto la mayor parte del hemisferio norte con láminas de hielo de un
kilómetro y medio de altura, comenzaron a retroceder en dirección a Groenlandia. A
medida que el clima se volvió menos severo, los bosques de árboles de hojas
perennes y de abedules invadieron las llanuras cubiertas de hierba que servían de
alimento a las grandes manadas. La pérdida de estas tierras de pastura, en
combinación con el número de víctimas cobrado por los depredadores humanos,
produjo una catástrofe ecológica. El lanudo mamut, los lanudos rinocerontes, el
bisonte estepario, el alce gigante, el asno salvaje europeo y todo un género de cabras
se extinguieron repentinamente. Aunque sobrevivieron los caballos y el ganado
vacuno, su número decreció agudamente en Europa. Otras especies, como el antílope
saiga y el buey almizclero, sobrevivieron únicamente en cavidades dispersas del
lejano norte. Los científicos no coinciden acerca del impacto relativo de los cambios
climatológicos y la depredación humana en cuanto a la extinción de estos animales.
Decididamente, la depredación humana jugó un papel, puesto que los elefantes y los
rinocerontes habían logrado sobrevivir a diversas corrientes cálidas anteriores,
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provocadas por previos retrocesos glaciales.
El colapso de las culturas de caza mayor en el norte de Europa fue seguido por el
período mesolítico (o media Edad de Piedra), durante el cual la gente obtenía sus
proteínas de los pescados, los mariscos y los ciervos que vivían en los bosques. En
Oriente Medio (lo que hoy comprende el sur de Turquía, Irak, Irán, Siria, Jordania e
Israel), donde la era de los cazadores de caza mayor había concluido mucho antes que
en el norte, las condiciones de subsistencia se volvieron aún más diversificadas. Allí
la gente pasó de la caza del ciervo común y de grandes reses salvajes a la de especies
más pequeñas como ovejas, cabras y antílopes. Empezaron a prestar creciente
atención a los pescados, los cangrejos, mariscos, aves, caracoles, bellotas, pistachos y
otros frutos secos, legumbres y granos silvestres. Kent Flannery, de la Universidad de
Michigan, ha designado este sistema como caza y recolección «de amplio espectro».
La retirada de los glaciares y la intensificación de la caza mayor no tuvo
precisamente las mismas consecuencias en Europa que en Oriente Medio, pero
probablemente ambas regiones sufrieron similares agotamientos del medio ambiente
que elevaron los costos de la obtención de proteínas animales. Según Karl Butzer,
casi toda Turquía, el noreste de Irak e Irán estaban desprovistas de árboles durante el
último período glacial, lo que habría facilitado la caza de animales en manada.
Evidentemente, la reforestación que se produjo a finales del período glacial no fue tan
extensa como en Europa, pero en realidad pudo haber convertido en más grave la
crisis ecológica de Oriente Medio en virtud de un déficit de campo abierto y de
especies forestales.
Si nos referimos a América del Norte y a América del Sur, podemos observar el
mismo proceso. La fase terminal del último período glacial representó el punto
culminante de la caza mayor especializada en el Nuevo Mundo. En algunos parajes
de Venezuela, el Perú, México, Idaho y Nevada, los arqueólogos hallaron puntas de
proyectiles bellamente trabajadas en forma de hoja, buriles y hojas filosas que se
pueden fechar entre los años 13000 y 9000 antes de nuestra era. Algunos de los
utensilios nombrados se relacionan con especies extinguidas de antílopes, caballos,
camellos, mamuts, mastodontes, perezosos gigantes y enormes roedores. Entre los
años 11000 y 8000 antes de nuestra era, los cazadores de caza mayor equipados con
puntas estriadas y acanaladas, desarrollaron su actividad en una amplia extensión de
tierra de América del Norte, pero hacia el año 7000 antes de nuestra era, la
depredación y los cambios climatológicos producidos por los glaciares en retirada
dieron por resultado la total extinción de treinta y dos géneros de grandes animales
del Nuevo Mundo, incluyendo caballos, bisontes gigantes, bovinos, elefantes,
camellos, antílopes, cerdos, perezosos y roedores gigantes.
Paul C. Martin, de la Universidad de Arizona, sostiene que los antepasados de los
indios americanos mataron a esos enormes animales —que reciben el nombre
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colectivo de «megafauna del pleistoceno»— en un breve período de intensa
depredación. Martin atribuye esta rápida extinción al hecho de que los animales
nunca habían sido cazados por seres humanos con anterioridad a la llegada de los
grupos de nómadas siberianos que cruzaron el puente de tierra del Estrecho de Bering
hace 11.000 años. No obstante, hoy sabemos que el descubrimiento de América por
nómadas de Asia tuvo lugar mucho antes, como mínimo 15.000 y posiblemente
70.000 años atrás. Aunque así queda refutada la totalidad de la teoría de Martin, su
idea de la rápida extinción merece una atenta consideración. Utilizando computadoras
para simular diversos ritmos de matanza practicados por una pequeña población
humana inicial, Martin ha demostrado que todos los grandes animales desde Canadá
hasta la Costa del Golfo podrían haber sido barridos en tres siglos si los cazadores
hubieran permitido que su propia población se duplicara en cada generación, tasa de
crecimiento que encaja perfectamente con la capacidad reproductora de los cazadores
paleolíticos.
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proceso de intensificación y agotamiento aparecen con más claridad en el notable
estudio llevado a cabo en el Valle de Tehuacán bajo la dirección de Richard
MacNeish, del Museo de Arqueología de Peabody. El Valle de Tehuacán —una larga
y estrecha depresión localizada en el sudeste del estado mexicano de Puebla, a una
altitud de 1.300 metros— está rodeado por altas montañas que le proporcionan un
clima cálido y seco. Allí, durante el período Ajuereado (7000-5000 antes de nuestra
era), se cazaron caballos y antílopes hasta su extinción. Luego los cazadores
intensificaron la depredación de grandes liebres y tortugas gigantes, las que a su vez
se extinguieron muy pronto. MacNeish calcula que en aquella época la carne
comprendía entre el 76 y el 89 por ciento de la ingestión calórica total de los
cazadores en las estaciones mínima y máxima del año. Durante los siguientes
períodos de El Riego (5000-3400 antes de nuestra era), Coxcatlán (3400-2300 antes
de nuestra era) y Abejas (2300-1850 antes de nuestra era), el porcentaje máximo-
mínimo de calorías estacionales de carne descendió a 69-31, 62-23 y 47-15 por ciento
respectivamente. Aproximadamente en el año 800 antes de nuestra era, cuando aldeas
plenamente sedentarias, basadas en la agricultura, se establecieron finalmente en el
valle, la proporción de calorías proporcionadas por proteínas animales había
descendido aún más y prácticamente había desaparecido la diferencia de hábitos
alimentarios entre las estaciones de caza y las de veda natural. Por último, como
veremos más adelante, la carne se convertiría en un lujo en el antiguo México y su
producción y consumo fue la ocasión para que se implantaran algunas de las más
brutales instituciones de la historia humana.
La implacable disminución en la proporción de proteína animal de la dieta de
Tehuacán fue el resultado de una continua serie de intensificaciones y agotamientos,
acompañada por perfeccionamientos en la tecnología de la caza. A medida que se
agotaba cada especie, los cazadores intentaban compensar el menor rendimiento de
los esfuerzos que realizaban, utilizando armas y técnicas de caza más eficientes.
Pusieron en operación lanzas, lanzadores de arpones, dardos y, finalmente, el arco y
la flecha; todo en vano.
Según los cálculos de MacNeish, el rendimiento del trabajo (calorías obtenidas
por caloría empleada) de las batidas de conejos del período Ajuereado fue de 2,5:1.
La emboscada con lanza comenzó con un rendimiento de 3,2:1 en el temprano
período Ajuereado pero cayó a 1:1 en Abejas y luego no hubo más rendimiento. La
caza del ciervo con dardos se inició con un rendimiento de 7:1 pero descendió
aproximadamente a 4:1 a medida que disminuyó el número de animales. Más
adelante el arco y la flecha ofrecieron un nuevo rendimiento de alrededor de 8:1 o
9:1, pero entonces la caza era tan escasa que la carne sólo podía contribuir de manera
poco significativa a la dieta.
En la prolongada y fútil acción dilatadora contra las consecuencias del
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agotamiento de las especies animales, los esfuerzos primarios de subsistencia de los
pobladores de Tehuacán se desviaron gradualmente de los animales y se volcaron en
las plantas. La intensificación de la producción de plantas dio por resultado una
proporción lentamente creciente de plantas domésticas en el «amplio espectro» que
inicialmente se obtuvo en su totalidad a través de las actividades recolectoras. En los
últimos tiempos de El Riego, los grupos de cazadores habían logrado domesticar
cidracayotes, amarantos, chiles y aguacates. Durante el período Coxcatlán sumaron
maíz y judías, cosechas que fueron cobrando importancia uniformemente a medida
que aumentaba el número de las comunidades y se hacían más sedentarias.
MacNeish calcula que el porcentaje de contribución calórica de plantas
domesticadas o cultivadas fue sólo del 1 por ciento durante el período de El Riego,
del 8 por ciento durante Coxcatlán y del 21 por ciento durante Abejas. Incluso en el
momento que aparecieron las primeras comunidades permanentes, las plantas
domesticadas o cultivadas sólo proporcionaban el 42 por ciento de la ingestión
calórica total.
Como en el caso de la caza, la intensificación de la labranza dio lugar a una serie
de progresos tecnológicos. La horticultura, o la jardinería rudimentaria, fueron
seguidas por la agricultura, que dependió cada vez más de la irrigación. El
rendimiento del trabajo de estos diferentes sistemas de producción alimentaria
ascendió de 10:1 a 30:1 y a 50:1. MacNeish no rechaza la posibilidad de que las
sucesivas disminuciones del rendimiento del trabajo inspiraran el vuelco hacia la
agricultura y la irrigación. Yo no insistiría en que tales declinaciones sean siempre
necesarias para explicar el cambio hacia modos más eficaces de labranza. A fin de
cuentas, la disminución de la producción de proteínas animales sólo podía
compensarse mediante el aumento de la producción de proteínas vegetales. Lo
importante es que —a pesar del hecho de que la agricultura irrigada fue cinco veces
más productiva por hombre-hora que la horticultura— la secuencia de nueve mil años
de intensificaciones, agotamientos e innovaciones tecnológicas dieron por resultado
un deterioro general de las condiciones de nutrición.
Parece claro que la extinción de la megafauna del pleistoceno provocó el cambio
a un modo de producción agrícola tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo. Pero
las dos secuencias suponen diferencias cruciales, vitales para la comprensión de toda
la historia humana posterior. Las aldeas del Valle de Tehuacán no fueron erigidas
hasta varios miles de años después de haber sido domesticadas las primeras plantas.
Esta misma secuencia tuvo expresión en las Américas. (En el Perú, los cazadores de
mamíferos marinos pueden haber erigido aldeas en épocas más remotas, pero este
hecho no juega ningún papel en la secuencia principal de la evolución cultural). En el
Viejo Mundo la secuencia se cumplió en sentido inverso. Primero la gente se reunió
en aldeas y dos mil años después domesticó las plantas silvestres cuyas simientes
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había recolectado. Con el propósito de comprender esta diferencia, echemos una
mirada más profunda a las dos regiones más conocidas: primero Oriente Medio y
luego Mesoamérica (América Central y México).
Hoy se sabe que las primeras aldeas de Oriente Medio se erigieron en conjunción
con una forma de subsistencia que implicaba la recolección de semillas de cebada
silvestre, trigo y otros cereales. Esas semillas maduraban durante un período de tres
semanas, a finales de la primavera. En Anatolla todavía existen parajes de trigo
silvestre lo bastante espesos para que un individuo que emplea una hoz de hoja de
pedernal coseche más de ochocientos gramos de grano por hora, o que una familia de
recolectores experimentados reúna, en un período de tres semanas, todo el grano que
necesita anualmente. Los cazadores-recolectores «de amplio espectro» levantaron las
primeras aldeas permanentes para contar con un lugar donde almacenar el grano,
molerlo en forma de harina y convertirlo en tortas o gachas. Sus casas, paredes, hoyos
de almacenamiento, hornos (para romper los cascabillos) y pesadas amoladoras (para
preparar la harina) eran inversiones que, a diferencia de los campamentos
provisionales, no podían abandonarse fácilmente.
En el Monte Carmelo (Israel), por ejemplo, en el milenio decimoprimero anterior
a nuestra era, los cazadores-recolectores prehistóricos conocidos con el nombre de
natufians abrieron depresiones en forma de cuenca en el frente de sus viviendas de
roca, tendieron caminos pavimentados y construyeron círculos de piedras alrededor
de fogones permanentes. En el valle del río Jordán, en el asiento de doce mil años de
antigüedad de Mallaha, los pueblos que comían semillas pusieron cimientos de piedra
en sus casas redondas y construyeron hoyos de almacenamiento con argamasa. En
esos parajes también se encontraron «hoces» de pedernal que adquirieron un lustre
revelador de tanto cortar tallos de cereales silvestres. Existen testimonios similares
que se remontan a los años 10000-8000 antes de nuestra era, de vida aldeana
preagrícola de recolección de granos y de horneo o almacenamiento de éstos en Zawi
Chemi Shanidar de Irak, a lo largo del desagüe superior del río Tigris, y en Karim
Shahir, en los flancos de las montañas Zagros. En Tell Mureybat, en las cabeceras del
Eufrates (Siria), los arqueólogos han descubierto casas con paredes de arcilla de diez
mil años de antigüedad, piedras de moler, hoyos para asar y dieciocho tipos distintos
de simientes silvestres, incluyendo a los antepasados del trigo y la cebada.
La secuencia del Nuevo Mundo fue muy diferente. Las primeras plantas
domesticadas del Nuevo Mundo —las encontradas por MacNeish en el Valle de
Tehuacán— tienen aproximadamente nueve mil años de edad. Algunas formas
primitivas del maíz, con una pequeña mazorca que sólo contenía dos o tres hileras de
granos, se cultivaban hace alrededor de siete mil años. Pero sólo hace cinco mil
cuatrocientos años que los habitantes de Tehuacán construyeron viviendas
permanentes. Y aún entonces, las viviendas sólo eran habitadas una parte del año,
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dado que la recolección semimigratoria continuaba proveyendo el 50 por ciento de
las plantas utilizadas como alimentos.
Incidentalmente, la prolongada pero peculiarmente distinta secuencia de pasos, y
el conjunto de plantas completamente diferente correspondiente a las fases
incipientes de la agricultura en el Viejo y el Nuevo Mundo, debe desechar
definitivamente la vieja noción de que un desarrollo derivaba del otro. Si de alguna
manera poblaciones de Oriente Medio lograron llegar a Tehuacán hace nueve mil
años, llegaron con las manos vacías y, obviamente, no fueron muy útiles. Los indios
americanos aún tendrían que pasar varios miles de años mejorando y expandiendo su
propio inventario de cultivos. Algunos eruditos —propagandistas acérrimos que
consideran que no es probable que algo tan complejo como la agricultura se haya
desarrollado independientemente más de una vez— intentan explicar la ausencia de
trigo, cebada, centeno o cualquier otra planta alimenticia o de animales domesticados
del Viejo Mundo en Mesoamérica, proponiendo que se transmitió la idea de los
cultivos y no los cultivos propiamente dichos. Pero ya he apuntado que lo que hace
que los cazadores-recolectores se vuelquen a la agricultura no son ideas sino
costos/beneficios. La idea de la agricultura es inútil cuando se puede obtener toda la
carne y los vegetales que se desean con unas pocas horas de caza y de recolección
semanales.
Creo que la razón por la cual las dos secuencias fueron diferentes consiste en que
en el Viejo y en el Nuevo Mundo existían distintas especies de plantas y comunidades
animales después de la destrucción de la caza mayor. En Oriente Medio, la
combinación de animales y plantas se dio de manera tal que, instalándose en aldeas,
los cazadores-recolectores «de amplio espectro» podían incrementar su consumo de
carne y de plantas alimenticias al mismo tiempo. Pero en Mesoamérica, instalarse en
aldeas permanentes recolectores de semillas significaba prescindir de la carne.
Ocurre que las zonas de Oriente Medio en las que surgió la agricultura, no sólo
contenían trigo, cebada, guisantes y lentejas en estado silvestre, sino también los
precursores del ganado lanar y vacuno, así como de los cerdos y cabras en
domesticidad. Cuando se establecieron colonias permanentes pre-agrícolas en medio
de densos campos de granos, las manadas de ovejas y cabras salvajes —cuya fuente
alimenticia más importante eran las hierbas silvestres, incluyendo a los antepasados
del trigo y la cebada— se vieron obligadas a tener un contacto más estrecho con los
aldeanos. Ayudados por perros, éstos podían controlar los movimientos de esas
manadas. A las cabras y las ovejas se las mantenía en los límites de los campos
cerealeros y se les permitía comer el rastrojo pero no el grano en maduración. En
otras palabras, los cazadores ya no tenían que salir a buscar a los animales; éstos,
atraídos por los campos de alimentos concentrados, se acercaban a los cazadores.
Los granos en maduración pueden haber sido tan irresistibles, de hecho, que los
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animales se convirtieron en una amenaza para las cosechas. Esto dio a los cazadores
un doble incentivo y también una doble oportunidad de intensificar su producción de
carne, amenazando en consecuencia a las ovejas y a las cabras con la matanza
excesiva y la extinción. Y esto es, probablemente, lo que les habría ocurrido a estas
especies, como a tantas otras antes que a ellas, si no hubiese sido por el advenimiento
de la domesticación, el más importante proceso conservador de todos los tiempos.
Los pasos reales mediante los cuales los animales se salvaron de la extinción
pueden haber sido sencillos. Muchos cazadores-recolectores y horticultores aldeanos
de nuestros días tienen animales domésticos. Del mismo modo que no fue la falta de
conocimientos acerca de las plantas lo que retrasó el desarrollo de los cultivos, no fue
la falta de conocimientos acerca de los animales lo que impidió que las culturas
primitivas criaran gran número de ovejas y cabras como animales domésticos y las
utilizaran para alimentarse y otros usos económicos. La principal limitación fue, más
bien, el hecho de que las poblaciones humanas pronto se quedarían sin aumentos
vegetales silvestres para sí mismas si tenían que alimentar poblaciones animales en
cautividad. Pero el cultivo de cereales abrió nuevas posibilidades. Las cabras y las
ovejas se alimentaban del rastrojo y de otras porciones no comestibles de plantas
domesticadas. Podían ser acorraladas, alimentadas con rastrojos, ordeñadas y matadas
o demasiado delicados, o que crecían con excesiva lentitud, selectivamente. Los
anímales que eran demasiado agresivos serían comidos antes de que alcanzaran la
edad reproductora.
Esta teoría explica por qué razón la domesticación de plantas y animales se
produjo en los mismos tiempos y lugares del Viejo Mundo. Ambas domesticaciones
formaban parte de una intensificación regional generalizada que sentó las bases de la
aparición de un nuevo sistema de producción. En Zawi Chemi Shanidar —una de las
primeras aldeas de Irak— había ovejas domesticadas hace casi once mil años. En Ali
Kosh (Irán) se hallaron vestigios de cabras domesticadas que se remontan de nueve
mil quinientos a nueve mil años atrás, junto con variedades domesticadas de trigo,
cebada y avena. Algunos arqueólogos han identificado el mismo complejo —plantas
y animales domesticados— en Jarmo, de Irak, que datan de hace ocho mil
ochocientos años.
Retornemos ahora a Mesoamérica. Al igual que sus casi contemporáneos de
Oriente Medio, los cazadores-recolectores «de amplio espectro» del período
Ajuereado en Tehuacán hicieron buen uso de los cereales, dos de los cuales —el
amaranto y el maíz— fueron posteriormente domesticados. MacNeish observa que la
recolección de semillas ofrecía un rendimiento del trabajo comparable a la agricultura
y que, al igual que ésta, proporcionaba cosechas que podían ser almacenadas. ¿Por
qué, entonces, el pueblo de Tehuacán no se asentó cerca de los parajes en que crecía
el amaranto o el grano? ¿Era debido a que carecían de genios que les dijeran cómo
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hacerlo? ¿O fue, como ha sugerido un arqueólogo, a causa de misteriosos «cambios
en la organización sociopolítica que no tenían nada que ver con el clima o la densidad
de la población»? Estas son alternativas muy pobres, dadas las notorias diferencias
entre los vestigios de los restos de las especies animales de México y las de Oriente
Medio. La domesticación de anímales en Tehuacán no mantuvo el mismo ritmo que
la domesticación del amaranto y los cereales por la sencilla razón de que todas las
manadas de animales domesticables se habían extinguido localmente como resultado
de los cambios climatológicos y de la matanza excesiva. Si deseaban comer carne, las
poblaciones de Tehuacán necesitaban trasladarse libremente en respuesta a las
costumbres estacionales de sus presas, principalmente ciervos selváticos, conejos,
tortugas y otros animales y aves pequeños. De ahí su resistencia a invertir el tipo de
esfuerzo que los recolectores de semillas del Oriente Medio ponían en sus casas, en
sus hoyos para asar y en sus instalaciones de almacenamiento. De ahí también su
postergación de una vida aldeana plena hasta después de haber agotado incluso los
animales más pequeños, mucho después de haber domesticado muchas especies de
plantas.
No estoy diciendo que Mesoamérica estuviera totalmente desprovista de especies
domesticables. Hacia finales de la secuencia del Valle de Tehuacán, se criaban perros
y pavos como alimento. Pero el potencial dietético de esos animales era insignificante
en comparación con los rumiantes y herbívoros del Viejo Mundo. Los perros pueden
ser importantes fuentes de proteínas sólo si se los cría como comedores de carroña y
los pavos compiten con los seres humanos por los cereales. Los únicos animales del
Nuevo Mundo comparables a las ovejas y las cabras eran las llamas y las alpacas, que
sobrevivieron exclusivamente en Sudamérica y no pudieron desempeñar ningún papel
en las etapas formativas de la vida aldeana de Mesoamérica.
Por supuesto, los indios sudamericanos domesticaron finalmente a las llamas, a
las alpacas y a los conejillos de Indias (también ausentes de Mesoamérica). Estos
animales sirvieron como importante fuente cárnica de los pueblos andinos desde
aproximadamente el año 2500 antes de nuestra era en adelante. No se conoce lo
suficiente acerca de las fases incipientes de la agricultura de los Andes para explicar a
qué se debió la ausencia de aldeas pre-agrícolas basadas en la recolección de
simientes y en la caza de llamas y alpacas semidomesticadas. Una de las
posibilidades es que resultaba muy difícil criar llamas y alpacas en cautividad. Su
pariente salvaje mas cercano, la vicuña —cuya lana es muy codiciada—, no puede
domesticarse en virtud de que los animales se niegan a celebrar sus elaborados
rituales de cortejo cuando están confinados. Otra de las posibilidades es que los
parajes silvestres de quinoa no eran lo bastante productivos para inducir al
establecimiento de una aldea cercana. Pero el esclarecimiento de este punto exige una
investigación más profunda.
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El agotamiento de recursos animales en las zonas del Nuevo Mundo en las que se
desarrolló la agricultura, tuvieron consecuencias de largo alcance. Determinó
trayectorias divergentes en los dos hemisferios e impartió a cada uno de éstos un
ritmo de desarrollo diferente. Esto explica el motivo que determinó que Colón
«descubriera» América y que Powhatan no «descubriera» Europa, que Cortés
conquistara a Moctezuma y no a la inversa. En el Viejo Mundo, la domesticación de
ovejas y cabras fue rápidamente seguida por la de porcinos, vacunos, camellos, asnos
y caballos. Estos animales fueron incorporados al sistema agrícola y sentaron las
bases de progresos tecnológicos adicionales. En las aldeas plenamente sedentarias,
podía diversificarse el grano para alimentar a los asnos y a los bueyes, que a su vez
podían ser enganchados para arrastrar arados y otros objetos pesados. Las cargas
fueron transportadas en primer lugar sobre narrias, luego sobre cilindros y,
finalmente, sobre ruedas. Esto condujo a un transporte cada vez más eficiente y, más
importante aún, puso los cimientos de la ingeniería mecánica y, en consecuencia, de
todas las máquinas complejas. En el Nuevo Mundo, la rueda fue inventada por los
indios americanos, quizá como contribución a la alfarería y, sin duda alguna, como un
juguete, pero su desarrollo posterior se interrumpió por la falta de animales
adecuados para arrastrar cargas pesadas. Las llamas y las alpacas eran inútiles como
fuentes de tracción y el bisonte —de todos modos difícilmente domable— vivía fuera
de las áreas nucleares de cultivos incipientes y de formación de estados. El fracaso en
desarrollar la tecnología de la rueda significó que el Nuevo Mundo quedó muy
retrasado en todos los procesos de alzamiento, de acarreo, de molienda y de
fabricación en los que desempeñaran un papel importante las poleas, los engranajes,
las ruedas dentadas y las tuercas.
Las diferencias entre las faunas de ambos hemisferios al final de la matanza
excesiva del pleistoceno también tuvieron otras consecuencias. No es posible
comprender los modelos de economía política, religión y preferencias alimenticias de
ambos hemisferios sin tener en cuenta el papel desempeñado por los animales
domésticos como fuente de proteína animal. En capítulos posteriores volveré a
referirme a estos temas.
Lo que hasta este momento he demostrado es que la aparición de la vida aldeana
fue una respuesta a los agotamientos producidos cuando se intensificó el modo de
subsistencia basado en la caza-recolección. Pero en Oriente Medio, una vez hecha la
inversión en el tratamiento del grano y en las instalaciones correspondientes para su
almacenamiento, la elevación de los niveles de vida y la abundancia de calorías y
proteínas hicieron sumamente difícil que no se tolerara o estimulase el aumento de la
población. Las dietas ricas en calorías y medianamente altas en proteínas, redujeron
la efectividad de la lactancia prolongada como método contraceptivo. En esa etapa las
mujeres se habían vuelto más sedentarias y podían cuidar tanto a un nuevo bebé
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como, al mismo tiempo, a un hijo de tres o cuatro años de edad. Las tareas agrícolas
absorbían el trabajo de los niños y las poblaciones podían extenderse hacia tierras
vírgenes. Partiendo de cien mil personas en el año 8000, la población de Oriente
Medio probablemente superó los tres millones de habitantes cerca del año 4000 antes
de nuestra era, o sea que en cuatro mil años multiplicó por cuarenta su población.
Este aumento supuso renovadas presiones en los niveles de vida y dio principio a una
nueva ronda de intensificación y a nuevo ciclo de agotamientos. Los recursos
forestales demostraron ser especialmente vulnerables al incremento de animales
domésticos. Grandes zonas se convirtieron en malezas y las tierras comenzaron a
erosionarse. Una vez más la carne resultó escasa, descendieron los niveles nutritivos,
aumentaron las enfermedades transmitidas por los animales domésticos, las presiones
reproductoras se intensificaron vertiginosamente y toda la región se vio en el umbral
de nuevas y enormes transformaciones que afectarían todos los aspectos de la vida. Y
todo esto no tuvo lugar sin otro costo al que aún debo referirme: el costo de la guerra
en expansión.
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4 El origen de la guerra
Cualquier antropólogo puede nombrar una serie de pueblos «primitivos» que, por
lo que se sabe, nunca hicieron la guerra. Mi lista preferida incluye a los habitantes de
las Islas Andamán, que viven cerca de la costa de la India, los shoshoni de California
y Nevada, los yahgan de Patagonia, los indios mission de California, los semai de
Malasia y los recientemente contactados tasaday de Filipinas. La existencia de los
grupos mencionados sugiere que el homicidio intergrupal organizado quizá no formó
parte de las culturas de nuestros antepasados de la Edad de Piedra. Quizá. Pero la
mayoría de las pruebas ya no sustentan esta perspectiva. Es verdad que unos pocos
pueblos modernos de nivel de grupo no muestran interés por la guerra e intentan
evitarla, pero varias culturas de mi lista se componen de refugiados que han sido
arrojados a zonas lejanas por vecinos más combativos. La mayoría de los cazadores-
recolectores conocidos por los investigadores modernos lleva a cabo alguna forma de
combate intergrupal en el cual los equipos de guerreros intentan, deliberadamente,
matarse entre sí. William Divale ha identificado treinta y siete grupos de este tipo.
Los partidarios de la tesis de que la guerra se originó con las comunidades
aldeanas y con el crecimiento del estado sostienen que los cazadores-recolectores
contemporáneos no son realmente representativos de los pueblos prehistóricos.
Algunos expertos sostienen, incluso, que todos los incidentes de la lucha armada
entre los cazadores-recolectores reflejan la alteración de las formas «primitivas»
como consecuencia del contacto directo o indirecto con las sociedades de nivel
estatal. Los arqueólogos todavía no han podido resolver esta controversia. El
problema reside en el hecho de que las armas de la guerra prehistórica habrían sido
idénticas a las utilizadas para la caza y de que el análisis de esqueletos no permite
determinar con facilidad las muertes provocadas por heridas en los órganos vitales.
Las pruebas de cráneos mutilados y cortados se remontan a quinientos mil años o
más. Los famosos cráneos del hombre de Pekín tenían la base aplastada…
probablemente para obtener un acceso a los sesos. Esta es una práctica común entre
los caníbales modernos, la mayoría de los cuales considera los sesos como un manjar
exquisito. ¿Pero cómo podemos saber si los individuos a los que pertenecen los
cráneos murieron combatiendo? Gran parte del canibalismo actual no se practica con
los enemigos sino con los parientes más próximos venerados. En cuanto a las cabezas
cortadas, pueblos contemporáneos como los manoses de Nueva Guinea guardan los
cráneos de los parientes cercanos y los utilizan en prácticas rituales.
La primera prueba arqueológica realmente fiable acerca de la existencia de la
guerra, es la construcción de aldeas y poblaciones fortificadas. La más antigua es el
Jericó prebíblico, donde en el 7500 antes de nuestra era ya se había construido un
complejo sistema de murallas, torres y zanjas defensivas o fosos, de modo que no
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quedan dudas de que ya entonces la guerra era una parte importante de la vida
cotidiana.
En mi opinión, la guerra es una práctica muy antigua, aunque sus características
difirieron en las épocas sucesivas de la prehistoria y la historia. Durante el período
paleolítico superior, la violencia intergrupal debió estar moderada por la ausencia de
límites territoriales claramente definidos y por los cambios frecuentes de la
pertenencia al grupo a consecuencia del matrimonio entre parientes y de un alto
volumen de visitantes. Los estudios etnográficos han demostrado que el núcleo
residente de un típico grupo cazador-recolector moderno cambia de estación en
estación, e incluso de día en día, a medida que las familias van y vienen entre los
campamentos de los parientes del marido y de la esposa. Mientras la gente se
identifica con el territorio en el que nace, no tiene que defenderlo a fin de ganarse el
sustento. De ahí que la adquisición de territorio adicional como consecuencia de la
derrota o la aniquilación de fuerzas enemigas, rara vez constituye un motivo
consciente para participar en batallas. Los grupos generalmente inician el combate
como consecuencia de una acumulación de agravios personales entre individuos
influyentes. Si las personas agraviadas pueden reunir un número suficiente de
parientes que simpatizan con su causa o que tiene resentimientos propios contra los
miembros del grupo tomado como blanco, es posible organizar una acción bélica.
Un ejemplo de guerra entre grupos cazadores-recolectores tuvo lugar a finales de
los años veinte de nuestro siglo entre los grupos tiklauila-rangwila y mandiiumbula
de Bathhurst y las Islas Melville, del norte de Australia. Los tiklauila-rangwila fueron
los instigadores. Se pintaron de blanco, formaron una agrupación bélica y anunciaron
sus intenciones a los mandiiumbula. Se fijó una hora para el encuentro. Cuando los
dos grupos se reunieron, ambos bandos «intercambiaron algunos insultos y acordaron
encontrarse formalmente en un espacio abierto donde había lugar suficiente». Al caer
la noche —para continuar con el relato ofrecido por Arnold Pilling y C. W, Hart—,
los individuos de los dos grupos intercambiaron visitas, puesto que las agrupaciones
bélicas incluían a parientes de ambos bandos y nadie consideraba a todos los
miembros del otro grupo como enemigos. Al amanecer, ambos grupos formaron filas
a los dos lados del claro. Las hostilidades comenzaron cuando algunos ancianos se
echaron en cara sus agravios, a gritos. Dos o tres individuos se destacaron para recibir
una atención especial.
Asi que cuando comenzaron a arrojarse lanzas, las arrojaron individuos que
actuaban movidos por razones basadas en disputas individuales.
Puesto que los ancianos eran quienes más lanzas arrojaban, la puntería solía ser
poco certera.
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Con bastante frecuencia la persona alcanzada era algún no combatiente inocente o
una de las ancianas chillonas que pasaban entre los luchadores, profiriendo gritos
obscenos y cuyos reflejos para esquivar las lanzas no eran tan rápidos como los de los
hombres… En cuanto alguien era herido, incluso una vieja aparentemente ajena a la
cuestión, la lucha se detenía de inmediato hasta que ambos bandos podían evaluar las
implicaciones de este nuevo incidente.
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desarrollar un medio menos costoso o más benigno de lograr baja densidad de
población y alta tasa de crecimiento.
Antes de discutir esta prueba, reseñaré algunas explicaciones alternativas y diré
por qué considero que ninguna es adecuada. Las alternativas principales incluyen la
guerra como solidaridad, la guerra como juego, la guerra como naturaleza humana
y la guerra como política.
La guerra como solidaridad. Según esta teoría, la guerra es el precio que se paga
para crear la unidad grupal. El hecho de tener enemigos externos crea un sentimiento
de identidad grupal e intensifica el espíritu de cuerpo. El grupo que lucha junto
permanece unido.
He de reconocer que algunos de estos aspectos de esta explicación son
compatibles con otro basado en la presión reproductora. Si un grupo está sometido a
una tensión provocada por la intensificación, la declinación de la eficacia y el
aumento de abortos e infanticidios, sin duda alguna la desviación de la conducta
agresiva hacia grupos o aldeas vecinos es preferible a permitir que ésta prospere en el
seno de la comunidad. No me caben dudas de que desviar la conducta agresiva hacia
los extraños puede actuar como «válvula de seguridad». No obstante, este enfoque no
logra explicar por qué la válvula de seguridad tiene que ser tan mortal. ¿Acaso las
injurias verbales, el combate simulado o los deportes competitivos no serían modos
menos costosos de alcanzar la solidaridad? La afirmación de que la matanza mutua es
«funcional» no puede basarse en alguna ventaja vaga o abstracta de la unidad. Debe
demostrarse cómo y por qué es necesario un recurso tan letal para evitar una
consecuencia aún más mortal; en síntesis, cómo los beneficios de la guerra tienen
más peso que sus costos. Nadie ha demostrado ni podrá demostrar que las
consecuencias de menos solidaridad serían peores que las muertes en el combate.
La guerra como juego. Algunos antropólogos han tratado de equilibrar los costos
y los beneficios materiales de la guerra al representarla como un deporte placentero y
competitivo. Si la gente realmente goza al arriesgar su vida durante el combate, la
guerra puede ser materialmente antieconómica pero psicológicamente valiosa y el
problema se resuelve. Estoy de acuerdo en que las personas, sobre todo los hombres,
frecuentemente crecen convencidos de que la guerra es una actividad dinámica o
ennoblecedora y de que uno debería disfrutar al acechar y matar a otros seres
humanos. Muchos de los indios montados de los Grandes Llanos —los sioux, los
crow, los cheyenne— llevaban cuenta de sus actos de valentía durante la guerra. La
reputación de un hombre estaba relacionada con la cantidad de golpes dados.
Concedían el máximo de puntos no al guerrero con más cadáveres en su haber sino al
que corría más riesgos. La mayor hazaña consistía en entrar y salir de un campamento
enemigo sin ser detectado. Pero el adoctrinamiento para la valentía militar entre los
pueblos grupales y aldeanos no siempre tuvo éxito. Los crow y otros indios de los
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Grandes Llanos dejaban que sus pacifistas vistieran ropas femeninas y los hacían
servir como ayudantes de los guerreros. Hasta el más valiente de los guerreros, como
entre los yanomamo, tiene que estar emocionalmente dispuesto para la lucha
mediante la ejecución de rituales y la ingestión de drogas. Si es posible enseñar a la
gente a que valore la guerra y a que disfrute del acecho y el asesinato de otros seres
humanos, debemos reconocer que también se le puede enseñar que odie y tema la
guerra y que sienta asco ante el espectáculo de los seres humanos que intentan
matarse. En realidad, ambos tipos de enseñanza y aprendizaje tienen lugar
simultáneamente. De modo que si los valores bélicos provocan las guerras, el
problema crucial consiste en especificar bajo qué condiciones se enseña a la gente a
que valore la guerra en lugar de aborrecerla. Pero la teoría de la guerra como juego no
puede hacerlo.
La guerra como naturaleza humana. Un modo constantemente preferido por los
antropólogos para eludir el problema de especificar bajo qué condiciones la guerra
será considerada una actividad valiosa o aborrecible, consiste en dotar a la naturaleza
humana de un impulso criminal. La guerra estalla porque los seres humanos, sobre
todo los hombres, poseen un «instinto criminal». Matamos porque esta conducta ha
tenido éxito desde la perspectiva de la selección natural en la lucha por la existencia.
Pero la guerra como naturaleza humana tropieza con dificultades en cuanto uno
observa que el asesinato no es universalmente admirado y que la intensidad y la
frecuencia de la guerra son muy variables. No logro comprender cómo alguien puede
dudar de que estas variaciones están provocadas por diferencias culturales más que
genéticas, puesto que bruscos cambios de una conducta sumamente belicosa a una
pacífica pueden producirse en una o dos generaciones sin que exista el más mínimo
cambio genético. Por ejemplo, los indios pueblo del sudoeste de Estados Unidos son
famosos entre los observadores contemporáneos por pacíficos, religiosos, no
agresivos y cooperativos. Pero no hace tanto tiempo el gobernador español de Nueva
España los consideraba como los indios que intentaron matar a cuantos colonizadores
blancos encontraron, y que quemaron todas las iglesias de Nuevo México junto con la
mayor cantidad de sacerdotes que pudieron encerrar en su interior y atar a los altares.
Baste recordar el sorprendente giro de la actitud japonesa hacia el militarismo
después de la segunda guerra mundial o la repentina aparición de los israelíes,
supervivientes de la persecución nazi, como dirigentes de una sociedad altamente
militarizada para comprender la debilidad fundamental de la teoría de la guerra como
naturaleza humana.
Evidentemente, la capacidad de tornarse agresivo y de librar batallas forma parte
de la naturaleza humana. Pero cómo y cuándo nos volvemos agresivos es algo que,
más que de nuestros genes, depende de nuestras culturas. Para explicar el origen de la
guerra uno ha de poder explicar por qué las respuestas agresivas adoptan la forma
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específica del combate intergrupal organizado. Como Ashley Montagu nos ha hecho
ver, ni siquiera en las especies infrahumanas el asesinato es el objetivo de la agresión.
En los seres humanos no existen impulsos, instintos ni predisposiciones para matar a
otros seres humanos en el campo de batalla, aunque bajo determinadas circunstancias
se les puede enseñar fácilmente a que lo hagan.
La guerra como política. Otra explicación constante de la guerra sostiene que el
conflicto armado es el resultado lógico de un intento por parte de un grupo de
proteger o aumentar su bienestar político, social y económico a costa de otro grupo.
La guerra se produce porque conduce a la expropiación de territorios y recursos, a la
captura de esclavos o botín y a la recaudación de tributos e impuestos: «El botín
pertenece al vencedor». Las consecuencias negativas para los vencidos pueden
minimizarse, simplemente, como un error: «La fortuna de la guerra».
Esta explicación es totalmente sensata con relación a las guerras de la historia que
son, principalmente, conflictos entre estados soberanos. Evidentemente, dichas
guerras suponen el intento por parte de un estado de elevar su nivel de vida a costa de
otros (aunque tal vez los intereses económicos fundamentales aparezcan encubiertos
por razones religiosas y políticas). La forma de organización política que
denominamos estado surgió precisamente porque pudo llevar a cabo guerras de
conquista territorial y de saqueo económico.
Pero la guerra entre grupos y aldeas carece de esta dimensión. Las sociedades
grupales y aldeanas no conquistan territorios ni someten a sus enemigos. Al carecer
del aparato burocrático, militar y legal del estado, los grupos o las aldeas victoriosos
no pueden cosechar los beneficios en forma de impuestos o tributos anuales. Dada la
ausencia de grandes cantidades de alimentos almacenados o de otros objetos de valor,
el «botín» de guerra no es muy atractivo. Tomar prisioneros y convertirlos en
esclavos no es práctico para una sociedad incapaz de intensificar su sistema de
producción sin agotar su base de recursos y que carece de la capacidad organizadora
para explotar una fuerza de trabajo hostil y subalimentada. Por estos motivos, los
vencedores de las guerras preestatales con frecuencia regresaban portando como
trofeos algunos cueros cabelludos o cabezas, o sin otro botín que el derecho de
jactarse sobre lo valientes que se mostraban durante el combate. En síntesis, la
expansión política no puede explicar la guerra entre las sociedades grupales y
aldeanas porque la mayoría de éstas no participan de la expansión política. La
necesidad de no expandirse con el fin de conservar la proporción favorable entre
población y recursos domina todo su modo de existencia. De aquí que debamos
analizar las contribuciones de la guerra a la conservación de las relaciones ecológicas
y demográficas favorables con el fin de comprender por qué los pueblos grupales y
aldeanos la practican.
La primera de dichas contribuciones es la dispersión de las poblaciones en
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territorios más extensos. Aunque los grupos y las aldeas no conquistan las tierras de
sus contrincantes como hacen los estados, no por ello dejan de destruir colonias ni de
expulsar a los demás de partes del hábitat que, de lo contrario, explotarían
conjuntamente. Incursiones, expulsiones y la destrucción de las colonias suelen
aumentar la distancia media entre éstas y, por ende, reducen la densidad global de
población regional.
Uno de los beneficios más importantes de esta dispersión —beneficio compartido
por vencedores y vencidos— consiste en la creación de «tierras de nadie» en zonas
que normalmente suministran animales de caza, peces, frutos silvestres, leña y otros
recursos. Puesto que la amenaza de las emboscadas las torna demasiado peligrosas
para esos propósitos, estas «tierras de nadie» juegan un papel fundamental en el
ecosistema global como cotos de especies animales y vegetales que, de lo contrario,
serían permanentemente agotadas por la actividad humana. Los estudios ecológicos
recientes demuestran que con el fin de proteger a las especies en peligro —sobre todo
animales grandes que se reproducen lentamente—, se necesitan zonas de refugio muy
extensas.
La dispersión de las poblaciones y la creación de «tierras de nadie»
ecológicamente vitales son, a pesar de los costos del combate, beneficios muy
considerables que surgen de las hostilidades intergrupales entre los pueblos grupales
y aldeanos. Con una condición: después de dispersar los campamentos y las colonias
enemigos, los vencedores no pueden permitir que la población de sus propios
campamentos y colonias aumente hasta el punto que la caza y otros recursos se vean
amenazados por su propio crecimiento de población y su esfuerzo de intensificación.
Bajo las condiciones preestatales la guerra no puede satisfacer esta condición, al
menos no puede hacerlo a través del efecto directo de las muertes por combate. El
problema consiste en que los combatientes son casi siempre hombres, lo que significa
que la mayoría de las bajas bélicas corresponde a hombres. La guerra sólo causa el
tres por ciento de las muertes de mujeres adultas entre los dani y el siete por ciento
entre los yanomamo. Además, las sociedades grupales y aldeanas bélicas casi siempre
son polígamas, es decir que el varón es el marido de varias mujeres. Por ello no
existen posibilidades de que la guerra por si sola puede reducir la rapidez con la cual
un grupo o aldea —sobre todo si es vencedor— crece y agota su entorno. La muerte
de hombres por combate, al igual que el geronticidio, puede producir a corto plazo un
alivio de la presión de la población, pero no puede influir en las tendencias generales
mientras unos pocos supervivientes hombres polígamos sigan sirviendo a todas las
mujeres no combatientes. La realidad biológica consiste en que la mayoría de los
hombres son reproductivamente superfluos. Como ha dicho Joseph Birdsell, la
fertilidad de un grupo está determinada por la cantidad de mujeres adultas más que
por la de hombres adultos. «Sin duda alguna, un hombre sano podría mantener
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continuamente embarazadas a diez mujeres». Evidentemente, se trata de una
afirmación conservadora, puesto que a diez embarazos por mujer el hombre en
cuestión sólo tendría un máximo de cien hijos, en tanto muchos jeques árabes y
potentados orientales no parecen tener grandes dificultades para engendrar más de
quinientos hijos.
Pero sigamos la lógica de Birdsell, que resulta irrebatible a pesar de que se basa
en el ejemplo hipotético de un hombre y sólo diez mujeres:
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guerra para alcanzar tasas muy bajas de crecimiento de la población. No lo lograban
primordialmente a través de la muerte de los hombres en combate —que, como
acabamos de ver, siempre se compensaba fácilmente al recurrir a las excepcionales
reservas reproductoras de la hembra humana—, sino por otro medio que estaba
íntimamente asociado y dependía de la práctica de la guerra a pesar de que no
formaba parte de la lucha real. Me refiero al infanticidio femenino. La guerra en las
sociedades grupales y aldeanas dio especificidad sexual a la práctica del infanticidio.
Alentaba la crianza de hijos, cuya masculinidad era glorificada durante la preparación
para el combate, y la devaluación de hijas, que no luchaban. A su vez, esto condujo a
la limitación de las hijas mujeres mediante la negligencia, los malos tratos o el
asesinato simple y directo.
Los estudios recientemente realizados por William Divale muestran que entre las
sociedades grupales y aldeanas que practicaban la guerra cuando fueron
empadronadas por primera vez, la cantidad de varones de catorce o menos años
superaba en gran medida la cantidad de mujeres de la misma edad. Divale descubrió
que la proporción de chicos y chicas era de 128:100, en tanto la proporción entre
hombres y mujeres era de 101:100. Puesto que la proporción mundial esperada por
sexo en el nacimiento es de 105 varones por 100 mujeres, la diferencia entre 105 y
128 constituye una medida del grado de trato preferente dado a los niños varones y la
caída a 101:100 probablemente sea una medida de la proporción de muertes de
hombres adultos por combate. Esta interpretación se vio fortalecida cuando Divale
comparó este tipo de proporción entre los grupos que habían practicado la guerra en
períodos progresivamente más remotos y aquéllos que la practicaban activamente
cuando fueron empadronados.
Para las poblaciones que fueron empadronadas entre cinco y veinticinco años
después de que la guerra hubiera sido interrumpida, generalmente por las autoridades
coloniales, la proporción media por sexo era de 113 niños y 113 hombres adultos por
100 niñas y 100 mujeres adultas. (El incremento en la tasa por sexo de los adultos de
101:100 en tiempos de guerra a 113:100 cuando ésta había cesado, probablemente sea
el resultado de la supervivencia de los hombres que con anterioridad habrían muerto
durante el combate). Entre las poblaciones que fueron empadronadas más de
veinticinco años después de la guerra, la proporción por sexo de personas de quince y
menos años era incluso menor: 106:100, por lo que se aproximaba a la norma
mundial de 105:100 al nacer.
Estos cambios resultan aún más dramáticos cuando consideramos la frecuencia
registrada de cualquier tipo de infanticidio, masculino o femenino, y la presencia de
la guerra. Entre las poblaciones que todavía practicaban la guerra en el momento del
empadronamiento y que según los informes de los etnógrafos practicaban regular u
ocasionalmente algún tipo de infanticidio, la proporción media por sexo entre los
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jóvenes era de 133 varones por 100 niñas. Pero entre los adultos se reducía a 96
hombres por 100 mujeres. Para las poblaciones en las que la guerra había cesado
veinticinco o más años antes del empadronamiento y en las que se informaba que el
infanticidio era poco común o no se practicaba, la proporción entre los jóvenes era de
104 varones por 100 muchachas y de 92 hombres por 100 mujeres.
No he querido decir que la guerra causara el infanticidio femenino ni que su
práctica causara la guerra. Mejor dicho, planteo que sin la presión reproductora, ni la
guerra ni el infanticidio femenino se habrían extendido, y que la conjunción de ambos
representa una solución salvaje pero singularmente eficaz del dilema malthusiano.
La regulación del crecimiento de la población mediante el trato preferente dado a
los niños varones constituye un «triunfo» excepcional de la cultura sobre la
naturaleza. Se necesitaba una fuerza cultural muy potente para inducir a los padres a
que descuidaran o mataran a sus propios hijos y una fuerza peculiarmente poderosa
para lograr que mataran o descuidaran más niñas que niños. La guerra ofreció esta
fuerza y esta motivación, en tanto hizo depender la supervivencia del grupo de la
crianza de varones preparados para las contiendas. Eligieron a los varones para
enseñarles a luchar pues el armamento se componía de lanzas, mazas, arcos y flechas
y otras piezas manuales. Por ello el éxito militar dependía de la cantidad relativa de
combatientes fornidos. Por este motivo los hombres fueron socialmente más valiosos
que las mujeres y tanto unos como otras colaboraron en «eliminar» a las hijas con el
fin de criar un número máximo de hijos.
Desde luego, a veces la preferencia por el infanticidio femenino tiene lugar en
ausencia de la guerra. Muchos grupos esquimales poseen altas tasas de infanticidio
femenino a pesar de que realizan relativamente pocos combates armados
intergrupales organizados. La explicación reside en el hecho de que en el entorno
ártico el poder muscular superior de los hombres desempeña en la producción un
papel análogo al que juega en la guerra en otras regiones. Los esquimales necesitan
todo gramo extra de músculo para rastrear, atrapar y matar a sus presas animales. A
diferencia de lo que les ocurre a los cazadores en las zonas templadas, los esquimales
encuentran obstáculos para llegar a un exceso de matanzas. Su problema consiste,
simplemente, en conseguir lo suficiente para comer y para evitar que su población
caiga por debajo del nivel de la fuerza de reposición. No pueden confiar en la
recolección de alimentos vegetales como fuente principal de calorías. En ese
contexto, los hijos resultan socialmente más valiosos que las hijas, incluso sin
combates frecuentes, y tanto hombres como mujeres colaboran para limitar la
cantidad de niñas, del mismo modo que si los varones fueran necesarios para el
combate.
En hábitats más favorables, sería difícil mantener altos niveles de infanticidio
femenino en ausencia de la guerra. Los pueblos grupales y aldeanos comprenden
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claramente que la cantidad de bocas a alimentar está determinada por la cantidad de
mujeres del grupo. Pero les resulta difícil limitar la cantidad de niñas a favor de los
varones porque, en otros aspectos, las mujeres son más valiosas que los hombres. Al
fin y al cabo, las mujeres pueden hacer la mayoría de las cosas que los hombres
pueden hacer y son las únicas que pueden dar a luz hijos y criarlos. De no ser por su
contribución a largo plazo al problema de la población, en realidad las mujeres
constituyen un mejor negocio en la perspectiva de la relación entre costos y
beneficios. Los antropólogos se han equivocado con respecto al valor trabajo de las
mujeres en virtud de que, entre los cazadores-recolectores, nunca se han observado
mujeres que cazaran animales de caza mayor. Esto no demuestra que la división del
trabajo observada surja naturalmente de la fuerza muscular de los hombres ni de la
supuesta necesidad de las mujeres de quedarse cerca de la fogata del campamento
para cocinar y atender a los hijos. En termino medio, los hombres quizá sean más
fuertes, más resistentes y corredores más veloces que las mujeres, pero en hábitats
favorables existen muy pocos procesos de producción en los cuales estas
características fisiológicas tornen a los hombres decisivamente más eficaces que las
mujeres. En las zonas templadas o tropicales, la media de producción de carne está
limitada por la tasa de reproducción de las especies de presa más que por la habilidad
de los cazadores. Las cazadoras podrían sustituir fácilmente a los hombres sin reducir
la provisión de proteínas de alta calidad. Varios estudios recientes han demostrado
que entre los horticultores, las mujeres, a pesar de que no practican la caza mayor,
suministran más calorías y proteínas en forma de vegetales alimenticios y pequeños
animales. Además, la necesidad de que las mujeres amamanten a los niños no
conduce «naturalmente» a su papel como cocineras y «personas domésticas». La caza
es una actividad intermitente y nada impide que las mujeres que amamantan dejen a
sus hijos al cuidado de otra persona durante pocas horas una o dos veces por semana.
Puesto que algunos grupos se componen de parientes íntimamente relacionados, las
cazadoras-recolectoras no están tan aisladas como las obreras modernas y no tienen
dificultades para conseguir las equivalentes preindustriales de las cuidadoras y las
guarderías.
La explicación de la exclusión casi universal de las mujeres de la caza mayor
parece residir en la práctica de la guerra, en los papeles sexuales de supremacía
masculina que surgen junto con la guerra y en la práctica del infanticidio femenino,
todos los cuales derivan primordialmente del intento de resolver el problema de la
presión reproductora. Prácticamente todas las sociedades grupales y aldeanas sólo
enseñan a los varones a dominar el uso de las armas y con frecuencia se prohíbe a las
mujeres que incluso las toquen, del mismo modo que generalmente se las disuade o
se les prohíbe que participen en el frente de combate.
La proeza militar masculina está íntimamente asociada con un entrenamiento
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sexualmente diferenciado para una conducta feroz y agresiva. Las sociedades
grupales y aldeanas entrenan a los hombres para el combate a través de la práctica de
deportes competitivos como la lucha libre, las carreras y los duelos. Las mujeres rara
vez participan en estos deportes y jamás compiten con los hombres. Las sociedades
grupales y aldeanas también infunden masculinidad al someter a los muchachos a
pruebas extraordinarias que incluyen mutilaciones genitales como la circuncisión, la
exposición a los elementos y encuentros alucinatorios provocados por las drogas con
monstruos sobrenaturales. Es verdad que algunas sociedades grupales y aldeanas
también someten a las muchachas a rituales de la pubertad, pero generalmente se trata
de pruebas donde predomina el tedio más que el terror. Las muchachas son
confinadas en chozas o habitaciones especiales durante un mes o más, período
durante el cual tienen prohibido tocar su cuerpo; si llegan a sentir algún escozor,
deben utilizar un instrumento semejante a un rasca-espalda. En ocasiones, se les
prohíbe hablar durante el período de reclusión. Asimismo es verdad que algunas
culturas mutilan los genitales femeninos al cortar una parte del clítoris, pero se trata
de una práctica muy poco común y ocurre con mucha menos frecuencia que la
circuncisión.
Persiste la cuestión acerca de por qué todas las mujeres quedan excluidas de ser
entrenadas militarmente como pares de los hombres. Hay mujeres con más fuerza
muscular y potencia que algunos hombres. La ganadora de la prueba femenina de
lanzamiento de jabalina en las Olimpíadas de 1972 fijó un récord de 63 m 88 cm, que
no sólo supera el potencial de lanzamiento de la mayoría de los hombres sino que
también mejora la actuación de varios ex campeones olímpicos de lanzamiento de
jabalina masculino (aunque utilizaron jabalinas ligeramente más pesadas). Si el factor
crucial para la formación de una banda guerrera es la fuerza muscular, ¿por qué no
incluir en ella a las mujeres cuya potencia iguala o supera la del varón enemigo
medio? Creo que la respuesta reside en que el éxito militar ocasional de hembras bien
entrenadas, corpulentas y potentes, contra hombres más pequeños entraría en
conflicto con la jerarquía sexual a partir de la cual se predica la preferencia por el
infanticidio femenino. Los hombres que son guerreros triunfadores son
recompensados con varias esposas y privilegios sexuales que dependen de que las
mujeres sean educadas para aceptar la supremacía masculina. Si todo el sistema ha de
funcionar uniformemente, no se puede permitir que una mujer tenga la idea de que es
tan valiosa y potente como cualquier hombre.
En síntesis: la guerra y el infanticidio femenino forman parte del precio que
nuestros antepasados de la Edad de Piedra tuvieron que pagar para regular sus
poblaciones con el fin de evitar una disminución de los niveles de vida al mínimo
nivel de subsistencia. Creo que la flecha causal apunta desde la presión reproductora
a la guerra y al infanticidio femenino más que a la inversa. Sin las presiones
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reproductoras, carecería de sentido no criar tantas niñas como niños, aunque se
considerara más valiosos a los hombres a causa de su superioridad en el combate
cuerpo a cuerpo. El modo más rápido de ampliar la fuerza combativa masculina sería
considerar a cada niñita como de gran valor y no matar ni descuidar a una sola. Dudo
de que algún ser humano no haya comprendido la verdad elemental de que para tener
muchos hombres ha de comenzarse con tener muchas mujeres. La imposibilidad de
las sociedades grupales y aldeanas de actuar de acuerdo con esta verdad no indica que
la guerra fue provocada por el infanticidio, o éste por la guerra, sino que ambos, así
como la jerarquía sexual que acompañaba estos azotes, fueron provocados por la
necesidad de dispersar a las poblaciones y de disminuir sus tasas de crecimiento.
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5 Las proteínas y el pueblo feroz
La guerra y la valentía masculina juegan un papel tan destacado en la vida de los
yanomamo que el antropólogo Napoleón Chagnon, de la Universidad del Estado de
Pennsylvania, denomina a éstos el Pueblo Feroz. Dramáticas monografías y películas
muestran que los yanomamo, que viven en los bosques que circundan la frontera
entre Brasil y Venezuela, cerca de las cabeceras del Orinoco y del Río Negro,
practican una guerra virtualmente perpetua entre sí. Ya he mencionado que el 33 por
ciento de las muertes de hombres yanomamo son provocadas por las heridas recibidas
durante la batalla. Además, los yanomamo practican una forma especialmente brutal
de supremacía masculina que incluye la poligamia, el frecuente castigo de las esposas
y la violación en pandilla de las mujeres enemigas capturadas.
Los yanomamo constituyen un caso crucial no sólo porque son una de las
sociedades aldeanas mejor estudiadas en las que la guerra se practica activamente,
sino porque Chagnon —que es quien mejor los conoce— ha negado que el alto nivel
de homicidios dentro y entre las aldeas sea causado por presiones reproductoras y
ecológicas:
A pesar del cultivo de llantenes, plátanos y otras mieses, la densidad global de los
yanomamo sólo es de aproximadamente 0,5 personas por milla cuadrada, no muy
distinta a la de los cazadores-recolectores del Amazonas. Según las pautas de los
cazadores-recolectores sus aldeas son grandes, pero las colonias «se fisionan» (es
decir, se dividen) mucho antes de alcanzar un total de 200 habitantes. Esto hace
insignificantes las aldeas yanomamo en comparación con las colonias indias de los
cursos principales de los ríos Amazonas y Orinoco, donde los primeros exploradores
europeos encontraron aldeas de 500 a 1.000 habitantes e hileras continuas de casas
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que bordeaban las orillas a lo largo de ocho kilómetros. Si como sostiene Chagnon
hay abundancia de tierra y de animales de caza, ¿por qué la densidad total y el
tamaño de las aldeas entre los yanomamo han permanecido tan bajos? La diferencia
no puede atribuirse a la guerra puesto que, en todo caso, los pueblos de los cursos
principales eran más belicosos que los que habitan en los bosques. Donald Lathrap ha
sostenido con argumentos bien fundados que todos los grupos que viven lejos de los
ríos principales, como los yanomamo, son las «ruinas» de sociedades más
evolucionadas «obligadas a abandonar las llanuras anegables hacia entornos menos
favorables».
Los yanomamo no intentan ocultar el hecho de que practican el infanticidio
femenino. Esto provoca una proporción por sexos sumamente desequilibrada en la
categoría de edades inferiores a los 15 años. Chagnon ha estudiado doce aldeas
yanomamo situadas en la zona bélica más intensa, donde la proporción media era de
148 muchachos por 100 muchachas. En una aldea belicosa estudiada por Jacques
Lizot, la proporción juvenil por sexos era de 260:100. Por otro lado, tres aldeas
estudiadas por William Smole en la sierra de Parima, fuera de la zona bélica más
intensa, tenían una tasa promedio juvenil por sexos de 109:100.
Según Chagnon, el hecho de que las hembras sean muy solicitadas, exacerbado
por la práctica de la poligamia, constituye una fuente principal de desunión y lucha:
Los mismos yanomamo consideran la lucha por las mujeres como la causa
principal de «sus guerras».
Pero no todas las aldeas yanomamo están habitadas por hombres feroces y
agresivos. Chagnon pone de relieve las diferencias de ferocidad entre las aldeas
situadas en lo que él denomina las zonas «central» y «periférica». Entre las aldeas de
la «periferia»:
Los conflictos con los vecinos son menos frecuentes… la intensidad del combate
está ampliamente reducida… Las aldeas son más pequeñas… las muestras de
agresión y violencia se ven ampliamente reducidas en frecuencia y limitadas en su
forma…
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En consecuencia, estos son los hechos con respecto a los yanomamo que
necesitan explicación: 1) las aldeas pequeñas y la baja densidad de población total a
pesar de la abundancia evidente de recursos; 2) la mayor intensidad de la guerra y del
complejo de ferocidad masculina en la tierra «central» de los yanomamo; y 3) el
asesinato de las niñas a pesar de la necesidad de más mujeres a causa de la
proporción sexual desequilibrada y de la práctica de la poligamia, necesidad lo
bastante poderosa para constituir la motivación de la lucha perpetua y la violencia
homicida.
Todas estas características de la vida social de los yanomamo parecen coincidir
con la explicación general que he dado del origen de la guerra entre las sociedades
grupales y aldeanas. Creo que es posible demostrar que los yanomamo han adoptado
recientemente una nueva tecnología o intensificado una preexistente; que eso ha
provocado una verdadera explosión demográfica, que a su vez provocó el
agotamiento del medio ambiente; y que el agotamiento ha conducido a un aumento
del infanticidio y la guerra como parte de un intento sistemático para dispersar las
colonias y para impedir que se vuelvan demasiado grandes.
Analicemos en primer lugar la situación demográfica. Según Jacques Lizot:
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explosión. El problema consiste en que carecemos de un registro continuo de la
relación cambiante entre el crecimiento de las aldeas yanomamo y la práctica del
infanticidio y la guerra. No he dicho que los pueblos que practican la guerra nunca
sufrirán un incremento de la población. Más bien sostuve que la guerra suele impedir
que la población aumente hasta el punto en el que agota permanentemente el medio
ambiente. De acuerdo con esto, los años inmediatamente anteriores y posteriores a la
escisión de una aldea yanomamo deberían caracterizarse por una intensidad máxima
de la guerra y el infanticidio femenino. La intensidad máxima de la guerra
corresponde a la presión para mantener las pautas de vida mediante la explotación de
zonas más amplias o más productivas en competencia con las aldeas vecinas, en tanto
la intensidad máxima del infanticidio femenino surge de la presión para poner un tope
al tamaño de la aldea, a la vez que se maximiza la eficacia colectiva. En
consecuencia, el hecho de que, globalmente, los yanomamo están implicados tanto en
la guerra como en una explosión demográfica no invalida la teoría de que los
agotamientos ambientales y las presiones reproductoras subyacen en ambos
fenómenos. Por desgracia, todavía no se han reunido los datos necesarios para
demostrar mis predicciones acerca del aumento y la caída de la intensidad bélica en
relación con el crecimiento y la escisión de aldeas específicas. Sin embargo, la
cuestión puede demostrarse de un modo más general al analizar nuevamente las
variaciones de las proporciones por sexo entre los grupos yanomamo más pacíficos y
los más combativos: la proporción juvenil por sexo de 109:100 en las tres aldeas de la
sierra de Parima de Smole comparada con los 148:100 de la zona bélica de Chagnon.
La zona de Chagnon es la que ahora sufre el aumento de la población más rápido
y la dispersión más acelerada hacia territorios no ocupados. Por otro lado, ahora la
zona de Smole cuenta con una población estable o, quizá, decreciente. Las
intensidades máximas de la guerra y el infanticidio en la zona de Chagnon pueden
interpretarse fácilmente como intentos para dispersar a la población creciente y, al
mismo tiempo, para poner un límite al tamaño máximo de las aldeas. Como ya he
dicho, si no existieran limitaciones ecológicas no habría incompatibilidad entre la
práctica de la guerra y la crianza de tantos varones como niñas. Es verdad que la
guerra en sí plantea una demanda con respecto a la crianza de varones para el
combate. Pero el modo más rápido para que los yanomamo críen más varones no
consiste en matar o descuidar al 50 por ciento de sus niñas sino en criar a todas hasta
la edad reproductora. Únicamente si la población apremia en contra de los recursos,
tiene sentido no criar tantas niñas como varones. En seguida analizaré de qué
recursos se trata.
¿Por qué la población yanomamo comenzó a aumentar súbitamente hace
alrededor de 100 años? No se conoce lo suficiente acerca de la historia de la región
para dar una respuesta definitiva, pero puedo apuntar una hipótesis verosímil. Hace
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alrededor de 100 años que los yanomamo comenzaron a conseguir hachas y machetes
de acero de otros indios que estaban en contacto con los comerciantes y los
misioneros blancos. En la actualidad su confianza en esos instrumentos es tan
completa que ya no saben fabricar las hachas de piedra que en otra época utilizaron
sus antepasados. Los instrumentos de acero permitieron que los yanomamo
produjeran más plátanos y llantenes con menos esfuerzo. Y, como la mayoría de las
sociedades preindustriales, utilizaron las calorías extra para alimentar a niños extra.
Es posible incluso que los plátanos y los llantenes hayan representado un nuevo
medio de producción. No son cultivos americanos nativos, ya que entraron en el
Nuevo Mundo desde Asia y África en el período poscolombino. Tradicionalmente, la
mayoría de los indios del Amazonas confiaban en la mandioca para su provisión de
calorías feculentas. La prueba de la aparición de un interés relativamente nuevo en el
llantén y el plátano es el hecho de que son los hombres yanomamo quienes los
plantan, los cuidan y los poseen. Las mujeres ayudan a transportar los pesados
esquejes utilizados para iniciar nuevos huertos y a llevar a casa cargas deslomadoras
de tallos maduros; pero, entre los yanomamo, la horticultura es un trabajo
básicamente masculino. Como sostiene Smole: «Esto contrasta notablemente con
muchos otros pueblos horticultores, de aborígenes sudamericanos», en los que los
huertos son «un reino exclusivamente femenino».
Un factor que promovió el cambio hacia la intensificación de la producción de
plátanos y llantenes pudo ser la pacificación europea y la extinción (probablemente
debido a la malaria y a otras enfermedades introducidas por los europeos) de los
grupos arawak y carib que anteriormente dominaron todos los ríos navegables de esta
región. En épocas aborígenes, los grandes huertos con árboles repletos de frutos
habrían constituido un blanco tentador para esos grupos más numerosos y mejor
organizados. Es importante recordar que las guerras yanomamo tienen lugar,
principalmente, entre aldeas que se han separado de las colonias comunes de los
padres. Los yanomamo se expanden hacia territorios anteriormente ocupados por
pueblos ribereños más poderosos. He indicado que, en general, la adopción de un
nuevo medio de producción —en este caso, instrumentos de acero, huertos de
plátanos y llantenes— provoca el crecimiento demográfico que, a través de la
intensificación, conduce a los agotamientos y a una presión renovada sobre los
recursos en un nivel más alto de la densidad de población. El tamaño medio de las
aldeas estudiadas por Chagnon ha hecho más que duplicarse: hasta 166 en los doce
grupos registrados. Smole indica que la aldea típica, en el corazón del territorio
yanomamo en la sierra de Parima, tiene entre 65 y 85 personas y que «las poblaciones
muy superiores a 100 son excepcionalmente grandes». Otros cálculos sitúan las
aldeas medias de precontacto en un promedio de 40 a 60 habitantes.
¿Qué recursos se han agotado al permitir que las aldeas crecieran hasta tener 166
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habitantes en lugar del límite anterior de 40 a 85? Con excepción de los grupos que
viven a lo largo de los ríos principales y que dependen de las reducidas llanuras
anegables para el cultivo de hortalizas, los recursos más vulnerables de los pueblos
grupales y aldeanos del Amazonas no son los bosques ni los suelos —de los cuales
existen amplias reservas—, sino los animales de caza. Aunque los seres humanos no
practiquen la caza en demasía, los bosques tropicales no pueden sustentar una vida
animal abundante. Como ya he dicho, en épocas precolombinas las grandes aldeas
amazónicas estaban situadas en las orillas de los ríos principales que suministraban
peces, mamíferos acuáticos y tortugas. Los yanomamo sólo han ocupado
recientemente los emplazamientos cercanos a dichos ríos y todavía carecen de la
tecnología para aprovechar los peces y otros animales acuáticos. ¿Pero qué ocurre
con la afirmación de Chagnon en el sentido de que las zonas entre las aldeas son
«pródigas en animales de caza»? En observaciones anteriores, Chagnon daba la
impresión contraria:
Los animales de caza no abundan y una zona se agota rápidamente, de modo que
un grupo ha de mantenerse constantemente en movimiento… He asistido a cacerías
de cinco días con los yanomamo, en zonas en las que durante décadas no se había
cazado, y si no hubiésemos llevado algunos alimentos, habríamos estado sumamente
hambrientos al final de ese período… ni siquiera capturamos comida suficiente para
alimentarnos a nosotros mismos.
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adultos resultan desnutridos y débiles. Por ello, la falta de síntomas clínicos no puede
tomarse como prueba en contra de la existencia de presiones ecológicas y
reproductoras agudas. Gross ha calculado que la ingestión diaria de proteínas
animales per capita en los grupos aldeanos del bosque tropical alcanza un promedio
de 35 gramos. Aunque está muy por encima de las necesidades nutritivas mínimas, es
aproximadamente la mitad de los 66 gramos de proteínas animales consumidos
diariamente per capita en Estados Unidos. Los norteamericanos alcanzarían el cálculo
de ingestión media de proteínas animales de Gross al comer una gran hamburguesa
(5,5 onzas) una vez al día. No es una comparación muy impresionante para los
habilidosos cazadores que viven en medio de la selva más grande del mundo.
¿Cuánta carne obtienen los yanomamo? William Smole ha hecho la única afirmación
definida sobre el tema. Aunque la caza es indispensable para el estilo de vida
yanomamo y a todos les gusta mucho comer carne fresca, Smole informa:
No es excepcional que pasen varios días seguidos durante los cuales ningún
hombre de una shabono [aldea] sale de caza o en los que se come poca o ninguna
carne.
El hecho es que, bajo las condiciones del bosque tropical, se necesita una enorme
cantidad de tierra para asegurarse incluso la modesta ingestión de 35 gramos diarios
per capita de proteínas animales. Además, el aumento proporcional de la zona
esencial para mantener este nivel de consumo es mayor que cualquier otro aumento
en el tamaño de la aldea. Las aldeas grandes provocan disturbios proporcionalmente
mayores que las pequeñas puesto que el nivel cotidiano de actividad de una aldea
grande provoca un efecto adverso en la disponibilidad de animales de caza durante
varios kilómetros a la redonda. A medida que una aldea se expande, sus partidas de
caza tienen que recorrer distancias cada vez mayores para encontrar una abundancia
razonable de animales de caza. Rápidamente se llega a un punto crítico cuando, a fin
de no volver con las manos vacías, los cazadores deben pasar fuera la noche y esto no
es algo que les guste hacer en una región de combates intensos. En consecuencia, los
aldeanos están obligados a aceptar una reducción de las raciones de carne o a
dividirse y dispersarse. Al final escogen esta última posibilidad.
¿Cómo reaccionan los yanomamo ante la presión contra los recursos proteínicos y
cómo la traducen en la división real de una aldea? Chagnon pone de relieve el hecho
de que las divisiones de aldeas están precedidas por un incremento de la lucha por las
mujeres. Gracias al relato de Helena Valero, una brasileña capturada por los
yanomamo, sabemos que las esposas se dedican a insultar a sus maridos cuando la
provisión de animales de caza merma, práctica común entre muchos otros grupos del
bosque tropical. Los mismos hombres, después de regresar con las manos vacías, se
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muestran susceptibles con respecto a la insubordinación real o imaginaria por parte
de sus esposas y de sus hermanos menores. Al mismo tiempo, el fallo de los hombres
envalentona a las esposas y a los hombres jóvenes no casados para indagar la
debilidad de los maridos, los mayores y los caciques. El adulterio y la brujería
aumentan, de hecho y en la fantasía. Las facciones se solidifican y las tensiones
crecen.
La escisión de una aldea yanomamo no puede ocurrir pacíficamente. Los que se
alejan sufren inevitablemente grandes castigos pues están obligados a transportar los
pesados esquejes de plátano y llantén hasta los nuevos huertos, a buscar refugio entre
los aliados y a pagar la comida y la protección con dones de mujeres mientras esperan
que los nuevos árboles maduren. Muchos ataques de una aldea contra otra
representan la prolongación de las disputas intra-aldeanas. Las incursiones entre
aldeas no emparentadas también aumentan con el ascenso de las tensiones dentro de
las aldeas. A medida que las expediciones de caza recorren distancias mayores en
busca de los recursos que disminuyen, los animales de caza, las incursiones en zonas
tapón entre las aldeas, e incluso en los huertos enemigos, se tornan más frecuentes.
Las tensiones en relación con las mujeres conducen a incursiones más frecuentes en
busca de mujeres, como alternativa del adulterio y como validación de la
masculinidad y de las jerarquías de caciques amenazados.
No intentaré describir detalladamente todos los mecanismos que sirven para
anunciar y transmitir la amenaza del agotamiento de recursos animales y que
movilizan la conducta compensatoria de las escisiones y la dispersión de las aldeas.
Pero estoy convencido de que he ofrecido pruebas suficientes para demostrar que el
caso de los yanomamo fortalece la teoría de que la guerra grupal y aldeana forma
parte de un sistema para dispersar a las poblaciones y reducir su tasa de crecimiento.
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6 El origen de la supremacía masculina y del complejo de
Edipo
La práctica de la guerra es responsable de una amplia gama de instituciones de
supremacía masculina entre las sociedades grupales y aldeanas. La existencia de estas
instituciones constituye una fuente de desconcierto y de confusión para los partidarios
de los derechos de la mujer. Muchas mujeres temen que si la supremacía masculina
ha existido durante tanto tiempo, tal vez sea realmente «natural» que los hombres
dominen a las mujeres. Pero es un temor infundado. Las instituciones de supremacía
masculina surgieron como una de las consecuencias de la guerra, del monopolio
masculino de las armas y del empleo del sexo para el fomento de las personalidades
masculinas agresivas. Como ya he mostrado, la guerra no es expresión de la
naturaleza humana, sino una respuesta a las presiones reproductoras y ecológicas. En
consecuencia, la supremacía masculina no es más natural que la guerra.
Lamentablemente, las feministas han intentado oponerse a la opinión de que la
supremacía masculina es natural al negar que existía entre la mayoría de los pueblos
grupales y aldeanos. Entre los no antropólogos, tal criterio condujo a la resurrección
de las teorías místicas acerca de una edad dorada del matriarcado, cuando las mujeres
reinaban supremamente sobre los hombres. Ni los mismos antropólogos han podido
hallar algo que justifique la exhumación de este cadáver del siglo diecinueve. Pero
han intentado mostrar que el alcance y la intensidad del complejo de supremacía
masculina ha sido exagerado. En los casos más extremos, las feministas han insistido
recientemente en que la alta incidencia registrada de instituciones de supremacía
masculina es una ilusión creada por las mentes sexistas de los observadores
masculinos responsables de la mayoría de las descripciones de la vida grupal y
aldeana.
Los que creen que las instituciones de supremacía masculina no son más comunes
que los conjuntos institucionales de supremacía femenina o sexualmente
equilibrados, muestran una falta de comprensión hacia el prejuicio que realmente
domina y dirige las carreras profesionales de los antropólogos culturales, sean
hombres o mujeres. Este prejuicio refleja la tentación casi irresistible de sostener que
uno ha realizado un trabajo de campo en un grupo cuyas costumbres están lo bastante
apartadas de lo común, para justificar el esfuerzo y los gastos vinculados al
aprendizaje de éstas. (Recuerdo muy bien mi propio disgusto por haber elegido un
trabajo de campo entre los bathonga, un grupo patrilineal del sur de Mozambique,
cuando con un poco más de previsión podría haber convencido a la Fundación Ford
de que me dejara ir a una cultura matrilineal más exótica y, en consecuencia,
profesionalmente más satisfactoria, situada ligeramente al norte). En lugar de estar
predispuestos a pasar por alto la existencia de instituciones que moderan el poder y la
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autoridad masculinos, la mayoría de los etnógrafos no conciben nada más
satisfactorio que poder escribir artículos periodísticos sobre «residencia posmarital
uxorilocal» o un bonito caso de «descendencia matrilineal con poliandria». Si pienso
en esto, me resulta imposible creer que las sobrecogedoras regularidades estadísticas
indicativas de prejuicios estructurales prácticamente universales contra las mujeres no
son más que motas en los ojos de los trabajadores de campo masculinos.
En su Ethnographic Atlas, George P. Murdock menciona 1.179 sociedades. En las
tres cuartas partes de estas sociedades, cuando las mujeres se casan deben mudarse al
hogar de su marido o de los parientes paternos de su marido, en tanto que sólo en la
décima parte los novios deben ir a vivir al hogar de su desposada o de los parientes
maternos de su desposada. La cuenta de la descendencia de los hijos muestra una
asimetría semejante. En las mismas 1.179 sociedades, los hijos son considerados
miembros del grupo de descendencia paterna (linaje o clan) cinco veces con más
frecuencia que con la que son considerados miembros del grupo de descendencia
materna; es decir, la patrilinealidad es cinco veces más común que la matrilinealidad.
Y sólo en alrededor de un tercio de las culturas donde la descendencia corresponde a
la línea materna, los hijos casados permanecen con la madre. En otro tercio de dichas
culturas, los hijos varones casados dejan de vivir con la madre y residen en la casa del
hermano de ella. Esta pauta, denominada avunculocalidad (residencia con el
avunculus, palabra latina que significa «hermano de la madre»), implica que es el
hermano de la madre el que controla los hijos y la propiedad del grupo familiar
aunque la descendencia corresponda a la línea femenina. Cabe señalar que la pauta
opuesta no existe, aunque su ausencia no ha impedido que los antropólogos utilizaran
la palabra «amitalocalidad» para identificarla. Si la amitalocalidad existiera, en una
sociedad con descendencia patrilineal un hombre casado estaría obligado a
acompañar a su esposa a la residencia de la hermana del padre de ella. Esto implicaría
que, a pesar de la cuenta de la descendencia en la línea masculina, sería la hermana
del padre la que controlaría los hijos y la propiedad del grupo familiar.
Los tipos de matrimonio también dan fe del dominio de los hombres en los
asuntos internos. La poligamia (un marido, varias esposas) tiene lugar con una
frecuencia 100 veces mayor que la poliandria (una esposa, varios maridos) y es la
forma matrimonial funcionalmente mejor adaptada para utilizar el sexo y las mujeres
como recompensas de la conducta «masculina» agresiva. Por otro lado, la poliandria
es la forma que mejor se adaptaría a una sociedad dominada por mujeres y en la cual
los maridos serviles serían las recompensas de una feminidad feroz y competitiva.
Dichas sociedades tendrían pocas posibilidades de éxito en una guerra contra
enemigos, entre los cuales los especialistas militares fueran hombres robustos y
agresivos. Esto sugiere por qué tan pocas sociedades grupales y aldeanas alientan a
las mujeres para que coleccionen maridos, del mismo modo que tantas alientan a los
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hombres para que coleccionen esposas.
Otra institución común relacionada con el matrimonio ofrece aún más pruebas de
la supremacía masculina culturalmente inducida en relación con la guerra y, en última
instancia, con las presiones ecológicas y reproductoras. En el matrimonio, es
sumamente común una transferencia de objetos de valor por parte de la familia del
novio a la de la novia. Esta transferencia, conocida con el nombre de «precio de la
novia», compensa a la familia de la novia por la pérdida de sus valiosos servicios
productivos y reproductores. Es sorprendente que el opuesto lógico del precio de la
novia —el precio del novio—, prácticamente no exista. (Un solo caso, del que Jill
Nash me informó recientemente, es el de los nagovisi de Bougainville, entre los que
las hermanas y la madre de la novia dan una compensación económica a las hermanas
y la madre del novio por la pérdida de sus valiosos servicios productivos y
reproductores). El término «precio del novio» no debe confundirse con la «dote», que
es otra forma de intercambio de riquezas durante el matrimonio. La dote tiene lugar
en las sociedades patrilineales y es entregada por el padre y el hermano de la novia al
novio o a su padre. Pero no se la considera una compensación por la pérdida de los
servicios productivos y reproductores del novio. Más bien está destinada a ayudar a
cubrir los costes de mantener a una mujer económicamente onerosa, o como pago
para el establecimiento de alianzas políticas, económicas, de casta, o étnicas, valiosas
para el padre y los hermanos de la novia.
Estas relaciones matrimoniales que privilegian al hombre apoyan la teoría del
antropólogo francés Claude Lévi-Strauss de que el matrimonio es un «don» de
mujeres intercambiado entre los hombres. «Los hombres intercambian mujeres; las
mujeres nunca intercambian hombres», insiste Lévi-Strauss. No obstante, Lévi-
Strauss nunca ha ofrecido una explicación de por qué esto es así.
Las instituciones políticas de las sociedades grupales y aldeanas también suelen
estar dominadas por los hombres. Las sociedades patrilineales siempre tienen
caciques aldeanos más que mujeres caciques y el liderazgo religioso en la mayoría de
las sociedades grupales y aldeanas también se centra alrededor del hombre; existen
algunas chamanes —las adeptas a enfrentar las fuerzas sobrenaturales—, pero casi
siempre son menos numerosas y destacan en menor medida que sus equivalentes
masculinos.
Las sociedades grupales y aldeanas consideran que las mujeres son ritualmente
impuras durante la menstruación. Consideran la sangre menstrual como
contaminante. Pero en los rituales utilizan semen con el propósito de mejorar la salud
y el bienestar del grupo. A lo largo y a lo ancho del mundo, los hombres amenazan a
las mujeres y a los niños con «matracas» (objetos resonantes sostenidos de una
cuerda), máscaras y otros objetos cuya naturaleza se mantiene oculta a las mujeres.
Los casinos de hombres, en los cuales se almacenan estos objetos y de los cuales las
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mujeres están excluidas, también forman parte del mismo conjunto institucional. Por
otro lado, las mujeres rara vez amenazan ritualmente a los hombres y no conozco
ninguna aldea que cuente con un casino donde las mujeres se reúnan para protegerse
de la contaminación producida por sus maridos.
Por último, en la mayoría de las sociedades grupales y aldeanas el dominio
masculino se evidencia en la división del trabajo. Las mujeres realizan tareas pesadas
como desherbar, moler y machacar semillas, recoger agua y leña, llevar de una parte
a otra los hijos pequeños y los enseres de la casa y cocinar rutinariamente.
Mi argumento consiste en que todas estas instituciones sexualmente asimétricas
se originaron como consecuencia de la guerra y del monopolio masculino sobre las
armas militares. La guerra exigía la organización de comunidades en torno a un
núcleo residente de padres, hermanos y sus hijos.
Tal proceder condujo al control de los recursos por los grupos de intereses
paternos-fraternos y al intercambio de hermanas e hijas entre esos grupos
(patrilinealidad, patrilocalidad y precio de la novia), a la asignación de mujeres como
recompensa por la agresividad masculina y de ahí a la poligamia. La asignación de
las tareas pesadas a las mujeres y su subordinación y devaluación rituales surge
automáticamente de la necesidad de recompensar a los hombres a costa de las
mujeres y de ofrecer justificaciones sobrenaturales de todo el contexto de supremacía
masculina.
¿Qué ha impedido que otros vieran la relación causal entre la guerra y todas estas
instituciones que privilegian al hombre? El obstáculo siempre ha sido que algunas de
las sociedades aldeanas más combativas parecen haber tenido tendencias muy débiles
o nulas de supremacía masculina. Los iroqueses, por ejemplo, son conocidos por su
lucha incesante y por el entrenamiento de los varones para que logren hacerse
inmunes al dolor. También son famosos por el implacable trato que daban a los
prisioneros de guerra. Los cautivos eran obligados a correr baquetas, les arrancaban
las uñas de los dedos y les cortaban los miembros y, finalmente, eran decapitados o
cocinados vivos en la hoguera… después de lo cual consumían sus restos en festines
de canibalismo. Pero los iraqueses eran matrilineales, matrilocales, no pagaban el
precio de la novia, eran más o menos monógamos y carecían de un elaborado
complejo religioso para intimidar o aislar a las mujeres. Muchas sociedades muestran
una pauta similar de militarismo intenso combinado con una descendencia más
matrilineal que patrilineal y con instituciones de supremacías masculina más débiles
que fuertes. Sin embargo, no olvidemos que las sociedades matrilineales constituyen
algo menos del 15 por ciento de todos los casos.
A decir verdad, la asociación entre instituciones matrilineales y una forma feroz
de militarismo es demasiado constante para que sea producto del azar. Si uno no
estuviera convencido de que la guerra fue responsable de los complejos patrilineales-
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patrilocales, una conclusión lógica consistiría en que, de algún modo, también fue
responsable de los complejos matrilineales-matrilocales. Obviamente, la solución de
este problema radica en que existen diversos tipos de guerra. Las sociedades aldeanas
matrilineales suelen practicar un tipo de guerra distinto al practicado por las
sociedades aldeanas patrilineales, como los yanomamo. William Divale fue el
primero en demostrar que las sociedades matrilineales practican típicamente una
«guerra externa», es decir, la penetración de grandes bandas incursoras en los
territorios de enemigos lejanos que son, lingüística y etnológicamente, distintos de los
atacantes. La guerra entre los grupos y las aldeas patrilineales como los yanomamo,
por otro lado, se denomina «guerra interna» porque implica ataques de pequeños
grupos de incursores en las aldeas cercanas, en las que los enemigos hablan el mismo
idioma y, probablemente, comparten un antepasado común bastante reciente, de ahí la
denominación de «guerra interna».
La lógica que sustenta la relación entre matrilinealidad y guerra externa es la
siguiente: los hombres casados que se mudan a una casa comunal matrilocal iroquesa
provienen de familias y aldeas distintas. El cambio de residencia les impide ver sus
intereses exclusivamente en términos de lo que es bueno para sus padres, hermanos e
hijos y, al mismo tiempo, los pone en contacto cotidiano con los hombres de las
aldeas cercanas. Esto promueve la paz entre las aldeas vecinas y establece las bases
para que los hombres cooperen en la formación de grandes bandas guerreras capaces
de atacar a enemigos situados a cientos de kilómetros de distancia. (Los ejércitos
iroqueses que se componían de más de 500 guerreros organizaron, desde Nueva York,
ataques contra blancos situados en sitios tan lejanos como Illinois). Divale ha
ampliado el número de casos a los que se aplica esta lógica al sugerir que los pueblos
patrilineales atacados por grupos matrilineales y organizados, también tenían que
adoptar una organización semejante en poco tiempo para no ser destruidos.
Pero quiero hacer una advertencia contra la conclusión de que todos los casos de
organización matrilineal están relacionados con la práctica de la guerra externa. La
ausencia prolongada de los hombres por cualquier motivo puede centrar la atención
en las mujeres como portadoras de títulos y guardianas de los intereses masculinos.
Las expediciones de caza y de pesca y el comercio a larga distancia son dos
actividades centradas en torno al hombre, actividades que también se asocian con la
matrilinealidad. La lógica es semejante a la que se aplica a la guerra: los hombres
deben unirse para empresas peligrosas que exigirán que estén lejos de sus casas, de
sus tierras y otras propiedades durante semanas o meses. Esas ausencias tan
prolongadas determinan que las mujeres asuman la responsabilidad de tomar las
decisiones sobre las pautas del trabajo cotidiano y sobre la atención y educación de
los hijos, además de cargar con la producción agrícola de los huertos y los campos.
Los cambios de las organizaciones patrilineales a matrilineales surgen como un
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intento por parte de los hombres ausentes de transferir a sus hermanas el cuidado de
las casas, las tierras y las propiedades de posesión conjunta. Los hombres ausentes
confían en sus hermanas más que en sus esposas porque éstas provienen del grupo de
interés paterno de otra persona y sus lealtades están divididas. Sin embargo, las
hermanas que permanecen en casa tienen los mismos intereses de propiedad que los
hermanos. En consecuencia, los hermanos ausentes desaprueban los matrimonios que
alejarían a las hermanas de la casa en que crecieron juntos. Las hermanas se muestran
muy felices de obedecer, ya que el matrimonio patrilocal las expone a malos tratos a
manos de maridos con supremacía masculina y de suegros y suegras poco
compasivos.
No es necesario que la transición real de la patrilocalidad a la matrilocalidad
implique un cambio institucional súbito y traumático. Puede tener lugar mediante el
simple recurso de cambiar el precio de la novia por el servicio de la novia. En
síntesis, en lugar de transferir objetos de valor como preludio para separar a la novia
de sus familiares, el marido se instala transitoriamente con éstos, caza para ellos y los
ayuda a despejar sus campos. A partir de esta situación, sólo bastará un pequeño paso
para llegar a los tipos de matrimonio característicos de los sistemas matrilineales y
matrilocales. Esos matrimonios son enlaces fáciles de romper en los que los maridos
son considerados, en realidad, como transeúntes temporarios con privilegios sexuales,
a los que puede pedirse que se marchen en cuanto su presencia provoca el más leve
inconveniente. Por ejemplo, entre los matrilocales indios pueblo de Atizona y Nuevo
México, los maridos molestos eran despedidos mediante el simple recurso de colocar
sus mocasines en el lado exterior de la puerta. Las mujeres iroquesas en cualquier
momento deciden ordenar a un hombre que recoja su manta y se marche a otra parte;
Lewis Henry Morgan comentó acerca del matrimonio iroqués: «Los motivos más
frívolos o el capricho del momento bastaban para romper el vínculo matrimonial».
Entre los nayars, una casta matrilineal militarista de la Costa de Malabar, en la India,
la insignificancia de los maridos llegó al punto en que la residencia conjunta estaba
limitada a las visitas nocturnas.
Las familias que se componen de un núcleo residente de madres, hermanas e
hijas, en las que los hombres están lejos en acciones de guerra, otras expediciones o
transitoriamente instalados con la familia de su esposa, son incompatibles con la
ideología y la práctica de la descendencia y la herencia patrilineales. Ya no es en sus
propios hijos —dispersados entre las diversas casas en las que residió durante sus
enlaces ambulantes— en los que un hombre puede buscar la continuidad de su hogar
y sus tierras; más bien es en los hijos de su hermana, que crecerán donde él mismo
creció. O, para analizar la misma situación desde la perspectiva de los hijos, no es a
su padre hacia el cual pueden volverse en busca de seguridad y herencia sino hacia el
hermano de su madre.
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Enfrentemos otra complicación. No todas las sociedades preestatales
expansionistas que practican la guerra externa están organizadas matrilinealmente. En
África, por ejemplo, sociedades de pastores como los nuer y los massai se abocaban a
la guerra externa pero eran patrilineales-patrilocales.
Estos grupos exigen un análisis separado. La mayoría de las sociedades pre-
estatales de pastores nómadas o seminómadas son expansionistas y sumamente
militaristas, además de poderosamente patrilineales o patrilocales más que
matrilineales o matrilocales. El motivo reside en que la fuente principal de
subsistencia y riqueza de los pastores son los animales más que los cultivos en el
campo. Cuando los pastores pre-estatales intensifican la producción y a raíz de la
presión demográfica invaden los territorios de sus vecinos, los combatientes
masculinos no necesitan preocuparse por lo que ocurre en el hogar. Como los
pastores generalmente van a la guerra con el fin de llevar a su ganado a mejores
pasturas, el «hogar» los sigue. Por ello la guerra expansionista de los pueblos pastores
pre-estatales no se caracteriza por las incursiones estacionales a larga distancia desde
una base-hogar, como ocurre entre muchas sociedades matrilineales agrícolas, sino
por la migración de comunidades enteras: hombres, mujeres, niños y ganado.
El descubrimiento de la relación entre la guerra externa y el desarrollo de las
instituciones matrilineales aclara muchos enigmas que durante más de un siglo han
importunado a los antropólogos. Ahora podemos ver por qué el matriarcado jamás
reemplazó al patriarcado, la poliandria a la poligamia o el precio del novio al precio
de la novia. El matriarcado permanecerá excluido mientras los hombres sigan
monopolizando las técnicas y la tecnología de la violencia física. El motivo por el
cual la residencia con los hermanos de la madre —avúnculocalidad— es tan común
en las sociedades matrilineales consiste en que los hombres se niegan a permitir que
sus hermanas dominen el reparto de la propiedad materna conjunta. El motivo por el
cual la amitalocalidad no existe consiste en que las mujeres —las hermanas del padre
— nunca pueden ejercitar sobre la propiedad paterna un grado de control mayor al
ejercitado por sus hermanos. El motivo por el cual el precio del novio virtualmente no
se produce reside en que en los sistemas matrilineales los maridos nunca ocupan una
posición semejante a la de las esposas en los sistemas patrilineales. No se los
incorpora como dependientes en el grupo interno de la esposa ni entregan a sus
hermanas el control de sus asuntos internos; en consecuencia, las esposas no pagan el
precio del novio a las hermanas de su marido en compensación por la perdida de los
servicios productivos y reproductores del hombre. Y el motivo por el cual las
sociedades matrilineales no son poliándricas con la misma frecuencia que son
poligámicas reside en que el sexo sigue utilizándose como recompensa del valor
masculino. Ningún cazador de cabezas o arrancador de cabelleras endurecido por la
batalla se asentará en la felicidad conyugal en compañía de cuatro o cinco de sus
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compañeros inseparables bajo la tutela de una sola mujer (aunque el hecho de
compartir concubinas y la violación en pandilla se resuelve fácilmente).
Todo esto no niega que el desarrollo de las instituciones matrilineales ejerce una
influencia moderadora en la severidad del complejo de supremacía masculina. Por
motivos asociados a la explicación del cambio a la guerra externa, que analizaré más
tarde, la matrilinealidad conduce a una disminución de la preferencia por el
infanticidio femenino e, incluso, a un cambio de preferencia con respecto al sexo del
primogénito. Por ejemplo, un hombre iroqués quería que sus hermanas tuvieran hijas
para que su matrilinaje no se acabara y en los lugares en los que se respeta
estrictamente la matrilocalidad, un hombre que desea tener varias esposas deberá
restringirse a mujeres que sean hermanas. (Como en el caso de los iroqueses, la
poligamia formal fue frecuentemente abandonada en las sociedades matrilineales).
Como ya he dicho, las mujeres rompen fácilmente los matrimonios en las sociedades
matrilineales. Cuando un hombre es un huésped en la casa de su esposa, no puede
maltratarla y esperar que ella lo acepte sin rebelarse. Pero esta moderación de la
jerarquía sexista no debe confundirse con su anulación. En su deseo de subvertir los
estereotipos comunes de la supremacía masculina, algunos antropólogos citan el
efecto moderador de las instituciones matrilineales en el grado de control masculino
como si se tratara de una prueba de igualdad sexual. No debemos dar demasiada
importancia al hecho de que las mujeres iroquesas «se ofendían terriblemente al ser
golpeadas por sus maridos». Y el hecho de que las mujeres «podían suicidarse para
vengarse de los malos tratos» no es indicio de su igualdad con los hombres, como un
investigador ha dado a entender recientemente. Lo importante es que ninguna mujer
iroquesa se atrevería a golpear a su marido. Y si tal agresión alguna vez ocurriera, sin
duda alguna el marido se «vengaría» de un modo más convincente que recurriendo al
suicidio. No veo motivos para dudar de que Lewis Henry Morgan sabía a qué se
refería cuando escribió que el hombre iroqués «consideraba a la mujer como inferior,
dependiente y criada del hombre y, a causa de la educación y la costumbre, ella
misma se consideraba realmente así». Los primeros observadores que expresaron
opiniones contrarias a la de Morgan estaban totalmente anublados por la diferencia
entre descendencia matrilineal y supremacía femenina.
Entre los iroqueses, el efecto moderador de la matrilinealidad fue más poderoso y,
tal vez, hasta más excepcional en la esfera de la política que en el matrimonio y la
vida doméstica. Por lo que sé, de todas las culturas aldeanas de las que tenemos una
información fidedigna, ninguna estuvo más cerca de ser un matriarcado político que
la de los iroqueses. Pero el papel de las mujeres iroquesas como tomadoras de
decisiones políticas no estableció la igualdad política entre los sexos. Las matronas
iroquesas tenían poder para nombrar y deponer a los ancianos que eran elegidos para
el cuerpo gobernante supremo, denominado consejo. Por intermedio de un
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representante masculino en el consejo, ellas podían influir en sus decisiones y ejercer
el poder con respecto a la conducción de la guerra y el establecimiento de tratados.
La elegibilidad para un cargo pasaba a través de la línea femenina y era deber de las
mujeres nombrar a los hombres que actuarían en el consejo. Pero las mujeres mismas
no podían pertenecer al consejo y los hombres poseedores de un cargo tenían el poder
de vetar los nombramientos de las matronas. Judith Brown concluye su investigación
de la jerarquía sexual entre los iroqueses con el comentario de que «la nación no era
un matriarcado, como algunos sostuvieron». Pero agrega que «las matronas eran una
éminence grise». No es ésta la cuestión. Las mujeres siempre son más influyentes
entre bambalinas que lo que parecen serlo en escena. Es el hecho de que rara vez se
las ve en escena lo que resulta tan desconcertante y que, a mi entender, sólo puede
explicarse en relación con la práctica de la guerra.
Al margen de los problemas presentados por las sociedades matrilineales bélicas,
existe otro motivo por el cual la influencia de la guerra en los papeles sexuales ha
sido prácticamente ignorada hasta hoy. Las teorías modernas sobre los papeles
sexuales han estado dominadas por los psicólogos y los psiquiatras freudianos. Hace
mucho tiempo que los freudianos tenían conciencia de que debía existir alguna
relación entre guerra y papeles sexuales, pero invirtieron la flecha causal e hicieron
derivar la guerra de la agresividad masculina en lugar de hacer derivar la agresividad
masculina de la guerra. Esta inversión ha penetrado en otras disciplinas e ingresado
en la cultura popular, donde reposa como una bruma sobre la vida intelectual. Freud
sostenía que la agresividad es una manifestación de las frustraciones de los instintos
sexuales durante la infancia y que la guerra es, simplemente, la agresión socialmente
sancionada en su forma más homicida. El hecho de que los hombres debían dominar
a las mujeres surgía automáticamente del modo en que los poseedores de los órganos
sexuales masculinos y las poseedoras de los órganos sexuales femeninos
respectivamente, experimentaban los sufrimientos de la sexualidad infantil. Según
Freud, los varones compiten con su padre por el dominio sexual de la misma mujer.
Se entregan a la fantasía de que son omnipotentes y que pueden matar a su rival que,
en la realidad o en la fantasía, amenaza con amputarles los órganos sexuales. Freud
llamó a tal fenómeno —el drama central de la teoría psicodinámica freudiana—
complejo de Edipo. Su resolución consiste en que el niño aprenda a no dirigir la
agresividad a su padre sino hacia actividades socialmente «constructivas» (que
pueden incluir la guerra).
Para la niña, Freud imaginó un trauma paralelo pero fundamentalmente distinto.
La sexualidad de una niña también está inicialmente dirigida hacia su madre, pero en
el estadio fálico hace un descubrimiento sorprendente: carece de pene. La niña
«considera responsable a su madre de su estado castrado» y, en consecuencia,
«transfiere su amor a su padre porque éste tiene el apreciado órgano que aspira a
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compartir con él». Pero su amor hacia su padre y hacia otros hombres «se mezcla con
un sentimiento de envidia porque ellos poseen algo de lo que ella carece». Por tal
razón, mientras los varones deben resolver su complejo de Edipo aprendiendo a
expresar la hostilidad contra otros, las niñas deben aprender a compensar la falta de
pene aceptando un papel subordinado y teniendo hijos (que simbólicamente
representan el pene perdido).
Aunque este drama podría parecer una pura simpleza, la investigación
antropológica ha demostrado que existe una aparición extendida aunque no universal
de pautas psicodinámicas que se parecen a las competencias edípicas, al menos en el
sentido mínimo de una hostilidad sexualmente cargada entre los hombres de la
generación mayor y la más joven y de envidia del pene entre las mujeres. Bronislaw
Malinowski señaló que incluso entre los matrilineales y avunculocales habitantes de
las islas Trobriand existen las rivalidades edípicas, aunque no exactamente en la
forma en que Freud había anticipado, ya que la figura de autoridad durante la infancia
es el hermano de la madre más que el padre. Indudablemente, Freud apuntaba a algo,
pero, por desgracia, sus flechas causales lo hacían hacia atrás. Sería pura simpleza la
idea de que la situación edípica es provocada por la naturaleza humana en lugar de
serlo por las culturas humanas. No es extraño que la situación edípica esté tan
extendida. Todas las condiciones para crear temores de castración y envidia del pene
están presentes en el complejo de supremacía masculina: en el monopolio masculino
de las armas y en la educación de los hombres para la valentía y los papeles
combativos, en el infanticidio femenino y la educación de las mujeres para que sean
recompensas pasivas de la actuación «masculina», en el prejuicio patrilineal, en el
predominio de la poligamia, los deportes masculinos competitivos, los violentos ritos
de los varones púberes, la impureza ritual de las menstruantes, en el precio de la
novia y en otras muchas instituciones centradas en torno al hombre. Evidentemente,
donde el objetivo de la crianza es producir hombres agresivos, «masculinos» y
dominantes, y mujeres pasivas, «femeninas» y subordinadas, habrá algo semejante al
temor de castración entre los hombres de generaciones inmediatas —se sentirán
inseguros con respecto a su virilidad— y algo semejante a la envidia del pene entre
sus hermanas, a las que se enseñará a exagerar el poder y el significado de los
genitales masculinos.
Todo esto conduce a una conclusión: el complejo de Edipo no fue la causa de la
guerra; la guerra fue la causa del complejo de Edipo (recordemos que la guerra
misma no fue causa primera sino un derivado del intento de controlar las presiones
ecológicas y reproductoras). Aunque parezca un problema sin solución como el del
huevo y la gallina, existen excelentes motivos científicos para rechazar las
prioridades freudianas. Si comenzamos con el complejo de Edipo, no podemos
explicar las variaciones de intensidad y de alcance de la guerra: ¿por qué algunos
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grupos son más bélicos que otros y por qué algunos practican formas externas y otros
formas internas de incursión? Tampoco podemos explicar por qué el conjunto de las
instituciones de supremacía masculina varía en esencia y en fuerza. Al empezar con
el complejo de Edipo, tampoco podemos explicar el origen de la agricultura, los
caminos divergentes de las intensificaciones y los agotamientos en el Viejo y el
Nuevo Mundo ni el origen del estado. Pero si comenzamos con la presión
reproductora, la intensificación y el agotamiento, podemos comprender los aspectos
constantes y variables de la guerra.
Y a partir de un conocimiento de las causas de las variaciones bélicas, podemos
llegar a una comprensión de las causas de las variaciones de la organización familiar,
las jerarquías sexuales y los papeles sexuales y, desde esta perspectiva, a una
comprensión de las características constantes y variables del complejo de Edipo. Un
principio admitido en la filosofía de la ciencia establece que si uno debe elegir entre
dos teorías, merece prioridad aquella que resuelve más variables con el menor
número de suposiciones independientes y no explicadas.
Merece la pena insistir en este punto porque de cada teoría se infieren
consecuencias filosóficas y prácticas distintas. Por un lado, la teoría freudiana se
parece mucho al enfoque de la guerra como naturaleza humana. Hace que la
agresividad homicida parezca inevitable. Al mismo tiempo, encadena tanto a los
hombres como a las mujeres con un imperativo biológico («la anatomía es destino»),
con lo cual enturbia y estrecha el movimiento para alcanzar la igualdad sexual.
Aunque he sostenido que la anatomía destina a los hombres al entrenamiento para ser
feroces y agresivos si hay guerra, no he dicho que la anatomía, los genes, el instinto o
cualquier otra cosa torne inevitable la guerra. El simple hecho de que todos los seres
humanos del mundo de hoy y del pasado conocido hayan vivido en sociedades
sexistas y belicistas o en sociedades afectadas por sociedades sexistas y belicistas no
es razón suficiente para adjudicar a la naturaleza humana la imagen de las
características salvajes necesarias para librar una batalla con éxito. El hecho de que la
guerra y el sexismo hayan jugado y sigan jugando papeles tan destacados en los
asuntos humanos no significa que deban seguir haciéndolo en cualquier tiempo
futuro. La guerra y el sexismo dejarán de practicarse cuando sus funciones
productivas, reproductoras y ecológicas se satisfagan mediante alternativas menos
costosas. Por primera vez en la historia tales alternativas están a nuestro alcance. Si
no somos capaces de utilizarlas, no será un fallo de nuestra naturaleza sino de nuestra
inteligencia y voluntad.
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7 El origen de los estados prístinos
Antes de la evolución del estado, en la mayoría de las sociedades grupales y
aldeanas el ser humano medio disfrutaba de libertades económicas y políticas que
hoy sólo goza una minoría privilegiada. Los hombres decidían por su cuenta cuánto
tiempo trabajarían en un día determinado, en qué trabajarían… o si trabajarían. A
pesar de su subordinación a los hombres, las mujeres generalmente también
organizaban sus tareas cotidianas y se fijaban un ritmo sobre una base individual.
Existían pocas rutinas. La gente hacía lo que tenía que hacer, pero nadie les decía
dónde ni cuándo. No había jefes ni capataces que se mantuvieran apartados ni que
controlaran el trabajo. Nadie les decía cuántos ciervos o conejos tenían que cazar ni
cuántas batatas silvestres tenían que recoger. Un hombre podía decidir que el día era
bueno para estirar el arco, para apilar hojas, para buscar plumas o para holgazanear
por el campamento. Una mujer podía decidir que buscaría raíces, recogería leña,
trenzaría una cesta o visitaría a su madre. Si se puede confiar en que las culturas de
los pueblos grupales y aldeanos modernos revelan el pasado, las tareas se cumplieron
de este modo durante decenas de miles de años. Además, la madera para el arco, las
hojas para el techo, los pájaros que daban plumas, los leños de los gusanos y la fibra
para la cesta estaban allí para que todos los cogieran. La tierra, el agua, los vegetales
y los animales de caza eran propiedad comunal. Todo hombre y mujer tenía derecho a
una porción igual de naturaleza. Ni las rentas ni los impuestos ni los tributos
impedían que la gente hiciera lo que quería. Todo esto fue arrasado por la aparición
del estado. Durante los últimos cinco o seis milenios, las nueve décimas partes de
todas las personas que vivieron lo hicieron como campesinos o como miembros de
alguna de las castas o clases serviles. Con la aparición del estado, los hombres
comunes que intentaban utilizar la generosidad de la naturaleza tuvieron que
conseguir el permiso de otro y pagarlo con impuestos, tributos o trabajo extra. Fueron
despojados de las armas y de las técnicas de la guerra y la agresión organizada y éstas
entregadas a soldados-especialistas y policías controlados por burócratas militares,
religiosos y civiles. Por primera vez aparecieron sobre la tierra reyes, dictadores,
sumos sacerdotes, emperadores, primeros ministros, presidentes, gobernadores,
alcaldes, generales, almirantes, jefes de policía, jueces, abogados y carceleros, junto
con mazmorras, cárceles, penitenciarías y campos de concentración. Bajo la tutela del
estado, los seres humanos aprendieron por primera vez a hacer reverencias, a
humillarse, a arrodillarse y a saludar humildemente. La aparición del estado significó,
en muchos sentidos, el descenso del mundo de la libertad al de la esclavitud.
¿Cómo ocurrió? Para responder, primero tendré que hacer una distinción entre
cómo ocurrió primero en determinadas regiones del mundo y cómo ocurrió después.
Tendré que distinguir, según la terminología propuesta por Morton Fried, entre el
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origen de los estados «prístinos» y los «secundarios». Un estado prístino es aquel en
el que no hay una situación preexistente que estimule el proceso de formación del
estado. Claro que puesto que ninguna sociedad existe en el vacío, todos los procesos
de desarrollo están influidos por la interacción con otras sociedades, pero «existen
situaciones en las que ninguna de las culturas externas es más compleja que la que se
considera y esas situaciones pueden considerarse como prístinas».
Los arqueólogos tienden hacia un acuerdo en el sentido de que hubo al menos tres
centros de desarrollo estatal prístino y, probablemente, incluso ocho. Los tres casos
definidos son: Mesopotamia, alrededor de 3300 antes de nuestra era; Perú,
aproximadamente en tiempos de Cristo; y Mesoamérica, aproximadamente en el 300
de nuestra era. Es prácticamente seguro que en el Viejo Mundo también surgieron
estados prístinos en Egipto (alrededor de 3100 antes de nuestra era), en el Valle del
Indo (poco antes del 2000 antes de nuestra era) y en la Cuenca del Río Amarillo, en
el norte de China (poco después del 2000 antes de nuestra era). Sin embargo, existen
dudas considerables con respecto a la afirmación de algunos estudiosos de la
prehistoria en el sentido de que también se desarrollaron estados prístinos en Creta y
en el Egeo alrededor del 2000 antes de nuestra era y en la Región Lacustre del este de
África aproximadamente en el 200 de nuestra era. También existen controversias con
respecto a la cuestión de si en el Nuevo Mundo el estado prístino mesoamericano
surgió primero en la región maya de las tierras bajas o en las tierras altas mexicanas,
tema que analizaré en el próximo capítulo.
Aparentemente, el mejor modo de comprender la aparición de los estados
prístinos sería como consecuencia de la intensificación de la producción agrícola. Al
igual que los cazadores-recolectores, las aldeas agrícolas solían intensificar sus
esfuerzos de producción de alimentos a fin de aliviar las presiones reproductoras.
Empero, a diferencia de los cazadores-recolectores, los agricultores de las zonas de
terreno favorecido pueden intensificar sus esfuerzos durante un período relativamente
prolongado sin sufrir agotamientos bruscos ni pérdidas de eficacia. En consecuencia,
los agricultores de aldeas sedentarias suelen desarrollar instituciones especiales que
estimulan la intensificación al recompensar claramente a aquellos que trabajan más
que otros. Una parte clave del proceso por el cual se desarrolló la estructura de
subordinación del estado estriba en la naturaleza característica de las instituciones
responsables de recompensar a los intensificadores de la producción en las aldeas
agrícolas sedentarias pre-estatales.
Los antropólogos se refieren a los intensificadores de la producción agrícola con
el apelativo de «grandes hombres». En su etapa más pura y más igualitaria, la más
conocida gracias a los estudios de numerosos grupos de Melanesia y Nueva Guinea,
los «grandes hombres» juegan el papel de individuos trabajadores, ambiciosos y
llenos de civismo que persuaden a sus parientes y vecinos para que trabajen para ellos
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al prometerles celebrar un enorme festín con los alimentos extras que produzcan.
Cuando el festín tiene lugar, el «gran hombre», rodeado por sus orgullosos ayudantes,
redistribuye ostentosamente —divide— pilas de alimentos y otros regalos pero no
guarda nada para sí. Bajo determinadas condiciones ecológicas y en presencia de la
guerra, estos administradores de alimentos podrían haberse situado gradualmente por
encima de sus seguidores y convertido en el núcleo original de las clases gobernantes
de los primeros estados.
El antropólogo Douglas Oliver, de la Universidad de Harvard, realizó un estudio
clásico de la «condición de gran hombre» durante su trabajo de campo entre los siuai
en Bougainville, en las Islas Salomón. Entre los siuai, un «gran hombre» se llama
mumi; alcanzar el status de mumi es la máxima ambición de todos los jóvenes. Un
joven demuestra ser capaz de convertirse en mumi al trabajar más que todos los
demás y al restringir cuidadosamente su propio consumo de carne y cocos.
Posteriormente convence a su esposa, a sus hijos y a sus parientes cercanos de la
seriedad de sus intenciones y ellos juran ayudarlo a preparar su primer festín. Si el
festín es un éxito, su círculo de partidarios se amplía y él comienza a trabajar para
preparar una muestra de generosidad aún mayor. Luego se propone la construcción de
un casino para hombres en el cual sus seguidores masculinos puedan repantigarse y
en el cual puedan hospedar y alimentar a invitados. Se celebra otro festín durante la
consagración del casino y si éste también es un éxito, su círculo de partidarios —
gente dispuesta a trabajar para el próximo festín— aumenta aún más y comienzan a
llamarlo mumi. ¿Qué obtienen sus partidarios de todo esto? A pesar de que festines
cada vez más grandes significan que las exigencias del mumi hacia sus partidarios se
vuelven más pesadas, el volumen global de la producción asciende. Por eso aunque
de vez en cuando se quejen por lo mucho que tienen que trabajar, los seguidores
permanecen leales mientras su mumi siga manteniendo o aumentando su fama como
«gran proveedor».
Finalmente llega el momento en que el nuevo mumi ha de desafiar a los que
surgieron antes que él. Esto se lleva a cabo en un festín muminai, donde se toma nota
de todos los cerdos, los pasteles de coco y de sagú y almendras que el mumi anfitrión
y sus seguidores ofrecen al mumi invitado y sus seguidores. Si el mumi invitado no
puede devolver las atenciones, aproximadamente un año después, con un festín al
menos tan pródigo como el de sus contrincantes, sufre una gran humillación social y
su caída de la condición de mumi es inmediata. Un mumi debe tener mucho cuidado
antes de decidir a quien desafiar. Procura elegir un invitado cuya caída aumentará su
propia fama, pero debe evitar a uno cuya capacidad de revancha exceda la propia.
Al final de un festín exitoso, el más grande de los mumis todavía se enfrenta con
una vida de esfuerzo personal y de dependencia de los estados de ánimo y las
inclinaciones de sus seguidores. La condición de mumi —al menos según la observó
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Oliver— no confiere poder para obligar a los demás a cumplir sus mandatos ni eleva
su nivel de vida por encima del de los demás. En realidad, puesto que dar cosas es lo
que sostiene la condición de mumi, es posible que los grandes mumis consuman
menos carne y otras exquisiteces que un siuai común y no distinguido. Entre los
kaoka, otro grupo de las Islas Salomón estudiado por H. Ian Hogbin, existe el
siguiente refrán: «El dador del festín coge los huesos y los pasteles pasados; la carne
y la grasa van para los demás».
Además, un mumi no puede dormirse sobre los laureles, sino que debe prepararse
constantemente para nuevos desafíos. En un gran festín celebrado el 10 de enero de
1939 y al que asistieron 1.100 personas, el mumi anfitrión, llamado Soni, ofreció
treinta y dos cerdos más una gran cantidad de pasteles de almendras y sagú. No
obstante, Soni y sus seguidores más cercanos pasaron hambre. «Comeremos la fama
de Soni», dijeron los seguidores. Esa noche, agotados por las semanas de
preparaciones febriles, hablaron del descanso que se habían ganado ahora que el
festín había concluido. Pero a primeras horas de la mañana siguiente fueron
despertados por el sonido retumbante de los gongs de madera que sonaban en el
centro de reunión de Soni. Un grupo de personas soñolientas salió para ver quién
hacía tanto ruido. Era Soni y les dijo lo siguiente:
«¡Volvéis a ocultaros en vuestras casas; copuláis día y noche mientras hay que
trabajar! Si estuviera en vuestras manos, pasaríais el resto de vuestras vidas oliendo el
cerdo de ayer. Pero os aseguro que el festín de ayer no fue nada. El próximo será
realmente grande».
Anteriormente, los mumis eran tan famosos por su capacidad de lograr que los
hombres lucharan por ellos como por su capacidad de lograr que los hombres
trabajaran para ellos. Aunque las autoridades coloniales habían suprimido la guerra
mucho antes de que Oliver llevara a cabo su estudio, el recuerdo de los jefes
guerreros mumi seguía vivo entre los siuai. Como dijo un anciano:
«En los viejos tiempos, había mumis más grandes que los de hoy. Entonces eran
jefes guerreros feroces e implacables. Asolaban el campo y sus lugares de reunión
estaban decorados con los cráneos de las personas que habían matado».
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¡Cuán vacíos de los sonidos del gong estarán todos.
los sitios cuando nos dejes!
Guerrero, Hermosa Flor,
Matador de hombres y cerdos,
¿Quién dará fama a nuestros lugares
cuando nos dejes?
Los informantes de Oliver le dijeron que los mumis tenían más autoridad en la
época en que la guerra aún se practicaba. Algunos jefes guerreros mumi incluso
mantenían uno o dos prisioneros que eran tratados como esclavos y obligados a
trabajar en los huertos de la familia del mumi. Y la gente no podía hablar «ruidosa y
calumniosamente contra sus mumis sin el temor de ser castigados». Esto encaja con
las expectativas teóricas, puesto que la capacidad de redistribuir la carne, los
vegetales alimenticios y otros objetos de valor corre pareja con la capacidad de atraer
a un séquito de guerreros, equiparlos para el combate y recompensarlos con el botín
de guerra. La rivalidad entre los mumis belicistas de Bougainville parecía dirigirse
hacia una organización política de toda la isla cuando llegaron los primeros viajeros
europeos. Según Oliver: «Durante algunos períodos muchas aldeas vecinas luchaban
juntas tan consistentemente que surgía una pauta de regiones bélicas, cada una de las
cuales era más o menos pacífica interiormente y contenía un mumi destacado cuyas
actividades bélicas proveían la cohesión social interna». Indudablemente, esos mumis
regionales gozaban de algunos rudimentos del poder coactivo. No obstante, el
enfoque de los siuai hacia las clases basado en prerrogativas diferenciales de poder
siguió siendo incipiente y efímero. Lo demuestra el hecho de que los mumis tenían
que proveer a sus guerreros de prostitutas llevadas a las casas de reunión y de dones
de cerdos y otras exquisiteces. Un viejo guerrero dijo:
Además, el mumi que quería dirigir una banda guerrera tenía que prepararse
personalmente para pagar una indemnización por cada uno de sus hombres que
muriera durante la batalla y para ofrecer un cerdo para el festín funerario de cada
hombre. (Como si, en interés de mantener un respeto adecuado hacia las vidas
humanas comunes, tuviéramos que obligar a nuestros «grandes hombres» políticos y
militares a pagar de su propio bolsillo el valor asegurado de cada muerte en combate).
Daré otro ejemplo del modo en que los jefes guerreros redistribuidores podían
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haberse convertido poco a poco en gobernantes permanentes con control coactivo de
la producción y el consumo. Aproximadamente a doscientos kilómetros al norte del
extremo oriental de Nueva Guinea se encuentra el archipiélago de Trobriand, un
pequeño grupo de islas bajas de coral estudiado por el gran etnógrafo Bronislaw
Malinowski, nacido en Polonia. La sociedad de los trobriandeses se dividía en varios
clanes y subclanes matrilineales de rango y privilegio desiguales a través de los
cuales se heredaba el acceso a las tierras de cultivo. Malinowski informó que los
habitantes de Trobriand eran «aficionados a la lucha» y que realizaban «guerras
sistemáticas e implacables», aventurándose en mar abierto en sus canoas para
comerciar —o, si era necesario, para luchar— con los pueblos de las islas situadas a
más de ciento cincuenta kilómetros. A diferencia de los mumisiuai, los «grandes
hombres» trobriandeses ocupaban puestos hereditarios y sólo podían ser depuestos
mediante la derrota en la guerra. Uno de ellos, al cual Malinowski consideraba el
«jefe supremo» de todos los trobriandeses, dominaba más de una docena de aldeas
que en conjunto contenían varios miles de personas. (Su status real estaba algo menos
exaltado puesto que otros sostenían ser sus iguales). Las jefaturas se heredaban dentro
de los subclanes más ricos y más numerosos y los trobriandeses atribuían estas
desigualdades a las guerras de conquista llevadas a cabo hacía mucho tiempo. Sólo
los jefes podían usar ciertos adornos de concha como insignias de alto rango y todo
plebeyo tenía prohibido permanecer de pie o sentado en una postura que dejara la
cabeza de un jefe en una elevación inferior a la de cualquiera de los demás.
Malinowski cuenta que vio a todas las personas presentes en la aldea de Bwoytalu
saltar desde sus porches «como arrastrados por un huracán» ante el prolongado
sonido de un «¡O guya´u!» que anunciaba la llegada de un jefe importante.
A pesar de estas muestras de reverencia, el poder real de un jefe estaba limitado.
En última instancia, dependía de su capacidad de jugar el papel de «gran proveedor»,
que se basaba en los lazos de parentesco y matrimonio más que en el control de las
armas y los recursos. Entre los plebeyos trobriandeses, la residencia era normalmente
avunculocal. Los muchachos adolescentes vivían en chozas de soltero hasta que se
casaban. Después llevaban a vivir a sus esposas a la casa del hermano de la madre,
donde trabajaban conjuntamente los huertos del matrilinaje del marido. En
reconocimiento de la existencia de la descendencia matrilineal, en tiempos de
cosecha los hermanos aceptaban que debían a sus hermanas una parte del producto de
las tierras matrilineales y les enviaban regalos de cestas llenas de batatas, su cosecha
principal. El jefe trobriandés confiaba en esta costumbre para mantener su base
política y económica. Se casaba con las hermanas de los caciques de una gran
cantidad de sublinajes. Algunos jefes obtenían incluso dos docenas de esposas, cada
una de las cuates tenía derecho a una dote obligatoria de batatas por parte de sus
propios hermanos. Esas batatas eran enviadas a la aldea del jefe y exhibidas en
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estantes especiales para batatas. Luego parte de ellas eran redistribuidas en complejos
festines en los cuales el jefe revalidaba su posición como «gran proveedor», mientras
el resto se utilizaba para alimentar a los especialistas en construir canoas, los
artesanos, los brujos y los criados familiares que a partir de esto quedaban bajo el
control del jefe y realzaban su poder. Sin duda alguna, en tiempos anteriores las
reservas de batatas también servían de base para iniciar expediciones comerciales y
de incursión a larga distancia.
Por eso, a pesar de que tenían y respetaban a sus jefes guerreros «grandes
proveedores», los plebeyos trobriandeses aún estaban muy lejos de ser reducidos al
status de campesinos. Al vivir en islas, los trobriandeses no tenían libertad para
expandirse y, en la época en que Malinowski los estudió, la densidad de población
había ascendido a sesenta personas por milla cuadrada. Sin embargo, los jefes no
podían controlar suficientemente el sistema de producción para alcanzar un gran
poder. No había cereales, y en tres o cuatro meses las batatas se pudren, lo que
significa que el «gran proveedor» trobriandés no podía manipular a las personas
mediante la entrega de alimentos ni podía sustentar, con sus reservas, una guarnición
policial-militar permanente. Un factor igualmente importante eran los recursos
abiertos de las lagunas y los océanos, de los cuales los trobriandeses extraían su
provisión de proteínas. El jefe trobriandés no podía impedir el acceso a estos recursos
y por este motivo jamás pudo ejercitar un verdadero control político coactivo y
permanente sobre sus subordinados. Pero con formas de agricultura más intensas y
grandes cosechas de cereales, el poder de los «grandes proveedores» evolucionó
mucho más allá que el del jefe trobriandés.
Como Colin Renfrew ha afirmado, los escritos de William Bartram, naturalista
del siglo XVIII, contienen un relato gráfico de la importancia de la redistribución en
la estructura social de las sociedades agrícolas norteamericanas. La descripción que
Bartram hace de los cherokees, propietarios originarios de gran parte del Valle del
Tennessee, muestra un sistema redistributivo que funciona de un modo
aproximadamente semejante al de los trobriandeses, a pesar del «sabor» totalmente
distinto de las culturas del bosque oriental y la Melanesia. Los cherokees, al igual que
los iroqueses, tenían instituciones matrilineales y matrilocales y practicaban la guerra
externa. Sus cosechas principales eran el maíz, las judías y el cidracayote. En el
centro de las colonias principales aparecía un «consejo» amplio y circular donde se
celebraban los festines redistributivos. El consejo de jefes contaba con un jefe
supremo o mico, que constituía el nudo central de la red redistributiva cherokee.
Bartram informó que en el momento de la cosecha un gran pesebre, identificado
como el «granero del mico», se erigía en cada campo. «Cada familia llega y deposita
en él determinada cantidad, según su capacidad o inclinación, o nada si así lo
decide». Los graneros del mico funcionaban como «tesoro público… para correr en
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ayuda» sí la cosecha fracasaba. Como fuente de alimentos «para proveer a
desconocidos o viajeros» y como almacén militar «cuando emprenden expediciones
hostiles». Aunque según Bartram todo ciudadano gozaba «del derecho de acceso
público y gratuito», evidentemente los plebeyos tenían que reconocer que, en
realidad, el almacén pertenecía al jefe supremo puesto que el «tesoro está a
disposición del rey o mico», que tenía «el derecho exclusivo y la capacidad… de
repartir consuelo y bendiciones entre los necesitados». El hecho de que el mico, al
igual que el jefe trobriandés, estuviera lejos de ser realmente un «rey», aparece con
toda claridad en el comentario de Bartram en el sentido de que cuando está fuera del
consejo «se asocia con la gente como un hombre común, conversa con ellos y ellos
con él con una tranquilidad y una familiaridad totales».
Indudablemente, la redistribución ofrece la clave para la comprensión de
numerosos monumentos y estructuras antiguas que, durante siglos, han desconcertado
a estudiosos y a turistas. Como hemos visto, de mumis en adelante, los «grandes
hombres», los caciques y los jefes tienen la capacidad de organizar a la mano de obra
en nombre de las empresas comunales. Entre estas empresas se contaba la
construcción, que incluía a cientos de trabajadores, de grandes canoas, edificios,
sepulcros y monumentos. Colin Renfrew ha llamado la atención sobre la similitud
bastante sorprendente entre los centros circulares de madera para los consejos y
festines cherokees y los misteriosos edificios circulares cuyos agujeros para postes de
madera se han encontrado dentro de los límites de los recintos ceremoniales
neolíticos, o «henges», de Gran Bretaña y el norte de Europa. Las cámaras mortuorias
cada vez más adornadas, los túmulos y las alineaciones megalíticas características del
período del 4000 al 2000 antes de nuestra era en Europa tienen paralelos bastante
semejantes con los túmulos erigidos por los habitantes prehistóricos de los valles del
Ohio y el Mississippi, las plataformas fúnebres de piedra y las estatuas monolíticas de
Polinesia, y los sepulcros y los monumentos conmemorativos monolíticos del Borneo
moderno. Todas estas construcciones desempeñaron un papel en el funcionamiento
uniforme de los sistemas redistributivos pre-estatales y sirvieron como lugar para los
festines redistributivos, los rituales de la comunidad destinados a controlar las fuerzas
de la naturaleza y los monumentos conmemorativos de la generosidad y las proezas
de los jefes «grandes hombres», héroes fallecidos. Sólo resultan enigmáticos porque
son la estructura, y no la esencia, de los sistemas redistributivos. Puesto que no
podemos ver la inversión de trabajo extra en la producción agrícola, la construcción
de monumentos parece una especie de obsesión irracional por parte de estos pueblos
antiguos. Pero vistos dentro del contexto viviente de un sistema redistributivo, los
sepulcros, los megalitos y los templos aparecen como componentes funcionales cuyos
costos son bajos en comparación con las cosechas aumentadas que la intensificación
ritualizada de la producción agrícola permite.
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Cuanto mayor y más densa es la población, más grande es la red redistributiva y
más potente el jefe guerrero redistribuidor. En determinadas circunstancias, el
ejercicio del poder, de un lado por parte del redistribuidor y de sus seguidores más
cercanos y, de otro, por los productores comunes de alimentos, estaba tan
desequilibrado que, en todos los sentidos y propósitos, los jefes redistribuidores
constituían la fuerza coactiva principal de la vida social. Cuando esto ocurría, las
contribuciones a la reserva central dejaban de ser voluntarias. Se convertían en
impuestos. Las tierras de labrantío y los recursos naturales dejaban de ser elementos
de acceso por derecho. Se convirtieron en favores. Y los redistribuidores dejaron de
ser jefes. Se convirtieron en reyes.
A fin de ilustrar estas transformaciones decisivas en el contexto de un pequeño
estado preindustrial, evocaré la descripción que John Beattie hace de los bunyoro.
Dirigidos por un gobernante hereditario llamado mukama, los bunyoro totalizaban
aproximadamente 100.000 habitantes, ocupaban una zona de 5.000 millas cuadradas
de esa parte de la región lacustre central del este de África que hoy se conoce como
Uganda y se ganaban la vida, principalmente, cultivando mijo y plátanos. Los
bunyoro estaban organizados en una sociedad feudal y, sin embargo, auténticamente
estatal. El mukama no era un simple jefe redistribuidor sino un rey. El privilegio de
utilizar todas las tierras y los recursos naturales era una concesión otorgada por el
mukama a alrededor de una docena de jefes, que después traspasaban la concesión a
los plebeyos. A cambio de esta concesión, cantidades de alimentos, artesanías y
servicios laborales se encaminaban a través de la jerarquía de poder, hasta el cuartel
general del mukama. A su vez, el mukama dirigía la utilización de esos bienes y
servicios en nombre de las empresas estatales. Superficialmente, el mukama sólo
parece ser otro jefe redistribuidor «gran proveedor». Según palabras de Beattie:
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mukama podía conceder o denegar el permiso para las venganzas de sangre y el
fracaso de contribuir a los ingresos del mukama podía dar por resultado la pérdida de
las tierras, el destierro o el castigo corporal. A pesar de sus pródigos festines y de su
fama como «gran proveedor», el mukama utilizaba gran parte de sus ingresos para
reforzar el monopolio de las fuerzas de coacción. Mediante su control de las reservas
centrales de cereales mantenía una guardia palaciega permanente y colmaba de
recompensas a los guerreros que mostraban valentía en el combate y lealtad a su
persona. El mukama también dedicaba una proporción considerable del tesoro del
estado a lo que en la actualidad llamaríamos «la creación de la imagen» y las
relaciones públicas. Se rodeaba de numerosos funcionarios, sacerdotes, hechiceros y
de cuidadores de insignias como custodios de lanzas, de tumbas reales, de tambores
reales, de tronos reales y de coronas reales, así como de «colocadores» de las coronas
reales, cocineros, ayudantes de baño, pastores, alfareros, fabricantes de tela de
corteza y músicos. Muchos de los oficiales contaban con varios ayudantes. Otros
consejeros, adivinadores y secuaces permanecían en la corte con la esperanza de que
les asignaran una jefatura. También estaban presentes el amplio harén del mukama,
sus numerosos hijos y las familias de sus hermanos polígamos y de otros personajes
reales. A fin de mantener intacto su poder, el mukama y algunos sectores de su corte
realizaban viajes frecuentes por el territorio bunyoro y se hospedaban en los palacios
locales mantenidos a costa de los jefes y los plebeyos.
Como sostiene Beattie, muchas características de la jerarquía bunyoro también
estaban presentes en la Europa feudal posromana. Al igual que el mukama, Guillermo
el Conquistador y su séquito viajaban constantemente por la Inglaterra del siglo XII,
consultando a sus «jefes» y viviendo a costa de su hospitalidad. Los reyes ingleses de
esa época todavía mostraban pruebas de sus orígenes como «grandes proveedores» a
la cabeza de las redes redistributivas. Por ejemplo, Guillermo el Conquistador
celebraba tres grandes festines anuales durante los cuales llevaba la corona y
hospedaba a un gran número de lores y súbditos. Sin embargo, como ya veremos, la
evolución posterior de los sistemas estatales condujo gradualmente a la eliminación
de todas las obligaciones por parte de los gobernantes para que actuaran como
«grandes proveedores» de sus súbditos.
¿Bajo qué circunstancia es probable que se produjera la conversión de una
jefatura redistributiva en un estado feudal? Sumemos a la intensificación, el
crecimiento demográfico, la guerra, los granos almacenables y los redistribuidores
hereditarios un factor más: el atasco. Como ha propuesto Robert Carneiro,
supongamos que una población servida por redistribuidores se ha expandido dentro
de una región que está circunscrita, o cercada, por barreras ambientales. No es
necesario que estas barreras sean océanos imposibles de cruzar o montañas
imposibles de escalar; simplemente pueden consistir en zonas de transición ecológica
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donde las personas que se han separado de las aldeas superpobladas descubrirían que
tendrían que realizar una severa reducción de su nivel de vida o cambiar todo su
modo de vida con el fin de sobrevivir. Dos tipos de grupos pudieron descubrir que los
beneficios de un status permanentemente subordinado superaban los costos de tratar
de mantener su independencia. En primer lugar, las aldeas que se componían de
parientes y se veían obligadas a entrar en las zonas de transición estaban tentadas de
aceptar una relación de dependencia a cambio de una participación continua en las
redistribuciones patrocinadas por sus colonias matrices. Y, en segundo lugar, las
aldeas enemigas derrotadas durante la batalla podían descubrir que pagar impuestos y
tributos era menos costoso que huir hacia esas zonas.
Sería suficiente una coacción física directa muy leve para mantener a raya al
campesinado naciente. El parentesco sería utilizado para justificar la legitimidad del
acceso privilegiado a los recursos por parte de los linajes de jóvenes y ancianos, o de
los grupos de alianza dadores de esposas y tomadores de esposas (los que daban
esposas esperarían a cambio tributos y servicios laborales). El acceso a los cereales
almacenados podía hacerse depender del cumplimiento de los servicios artesanos o
militares. O los «grandes hombres» del grupo más poderoso podían, simplemente,
iniciar el sistema impositivo al redistribuir menos de lo que recibían. La guerra
externa aumentaría y las aldeas derrotadas serían regularmente asimiladas en la red
impositiva y tributaria. Un cuerpo creciente de especialistas militares, religiosos y
artesanos sería alimentado con las reservas centrales de cereales, ampliando la
imagen de los gobernantes como «grandes proveedores» benéficos. Y la distancia
social entre la élite administrativa-sacerdotal-militar-policial y la clase naciente de
esclavos campesinos productores de alimentos aumentaría aún más a medida que el
alcance de los medios de producción alimenticia integrados aumentara, las redes
comerciales se expandieran, la población creciera y la producción se intensificara aún
más a través de mayores impuestos, reclutamiento de mano de obra y tributos. ¿De
qué modo se corresponde la teoría de la circunscripción y el atasco del entorno con
las pruebas? Las seis regiones en las que es más probable que se haya desarrollado el
estado prístino poseen, sin duda alguna, zonas de producción claramente
circunscritas. Como ha sostenido Malcohn Webb, todas estas regiones contienen
núcleos fértiles rodeados por zonas de potencial agrícola bruscamente reducido. En
realidad, son valles recorridos por un río o sistemas lacustres rodeados por zonas
desérticas o, al menos, muy secas. Es famosa la dependencia de Egipto, Mesopotamia
y la India antiguos de las llanuras anegables del Nilo, el Tigris-Éufrates y el Indo. En
la antigua China, las condiciones del clima, del suelo y de la topografía limitaban las
formas intensivas de agricultura más allá de las orillas de la cuenca del Río Amarillo.
Las tierras altas centrales de México, al sur de Tehuantepec, también son secas y,
además, «sufren gravemente los efectos de sombra de las lluvias en las cuencas
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montañosas y los valles regados por ríos que constituyeron los centros aborígenes de
población». Por último, la costa peruana se caracteriza por el marcado contraste entre
la vegetación exuberante que bordea los cortos ríos costeros que bajan desde los
Andes y las condiciones desérticas que prevalecen en los demás lugares. Todas estas
regiones plantean dificultades especiales para las aldeas que tal vez intentaron
escapar de la concentración creciente del poder en manos de jefes guerreros
redistribuidores muy agresivos.
Además, no caben dudas de que todas estas regiones fueron escenario de un
rápido crecimiento de la población con anterioridad a la aparición del estado. Ya he
mencionado que la población de Oriente Medio aumentó cuarenta veces entre el 8000
y el 4000 antes de nuestra era. Karl Butzer calcula que la población de Egipto se
duplicó entre el 4000 y el 3000 antes de nuestra era. William Sanders calcula que la
población se triplicó o cuadruplicó en las zonas montañosas de la formación estatal
primitiva de México y también se aplican cálculos semejantes a Perú, China y el
Valle del Indo. «En todas las áreas uno recibe la impresión de un aumento no sólo del
numero total de asentamientos, sino también de la densidad de distribución, tamaño y
perfeccionamiento de los emplazamientos».
Malcolm Webb también ha estudiado las pruebas de la guerra. La historia
legendaria de Egipto comienza con un relato de conquista y en el registro
arqueológico aparecen muy pronto instrumentos bélicos especializados y
fortificaciones. En Mesopotamia, las armas y las representaciones de esclavos y
batallas están presentes en los primeros tiempos predinásticos. Las fortificaciones y
las pruebas documentales muestran que la China de los Chang, en el momento de la
aparición de los primeros estados del Río Amarillo, era una sociedad sumamente
militarista. Los descubrimientos recientes en el corazón de los primeros estados del
río Indo han confirmado la existencia de aldeas neolíticas poderosamente fortificadas
que fueron destruidas por la conquista. En el Nuevo Mundo, «tanto el Perú costero
como Mesoamérica muestran una larga historia de guerra». «Los indicios
arqueológicos de las contiendas están presentes no más allá del principio del primer
milenio antes de nuestra era».
Evidentemente, el tipo de guerra que condujo a la evolución del estado debió
implicar combates externos a larga distancia por parte de grandes coaliciones de
aldeas más que el tipo de guerra interna practicada por los yanomamo. Como la
matrilocalidad es un método repetido de trascender la capacidad limitada de los
grupos aldeanos patrilineales para formar alianzas militares multialdeanas, parece
probable que las sociedades al borde de la categoría de estado adoptaran
frecuentemente formas matrilineales de organización social. Según Robert Briffault,
existe un considerable número de pruebas literarias que sustentan la opinión de que
las antiguas sociedades estatales poseían instituciones matrilineales inmediatamente
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antes e inmediatamente después de alcanzar la categoría de estado. Por ejemplo, el
gran egiptólogo Flinders Petrie sostenía la opinión de que las divisiones
administrativas, o nomos del Egipto dinástico primitivo, habían sido en otro tiempo
clanes matrilineales y de que, en los tiempos más antiguos, la residencia posmarital
era matrilocal. Estrabón, el historiador griego, escribió que los antiguos pueblos de
Creta reverenciaban predominantemente deidades femeninas, otorgaban a las mujeres
un papel destacado en la vida pública y practicaban la matrilocalidad. Plutarco afirma
que, en Esparta, el matrimonio era matrilocal y que «las mujeres gobernaban a los
hombres». El gran clasicista Gilbert Murray estaba convencido de que, en tiempos
homéricos, en Grecia, «los hijos se marchaban a aldeas extranjeras para servir y
casarse con las mujeres que poseían la tierra allí». Herodoto dijo de los lisios, que
habitaban el extremo oriental del Mediterráneo: «Tienen una costumbre singular que
los diferencia de todas las demás naciones del mundo: llevan el nombre de sus
madres, no el de sus padres». Con respecto a los germanos primitivos, Tácito escribió
que «los hijos de una hermana tienen la misma posición con respecto a su tío que a su
padre» y «algunos incluso consideran al primero como el vínculo más fuerte».
Para un antropólogo moderno, esta fuerza en el vínculo entre el hermano de la
madre y el hijo de la hermana sugiere claramente la existencia de una organización
matrilineal anterior. Además, la descripción de Tácito sobre el status relativamente
alto de las mujeres en la antigua Germania está sustentada por los descubrimientos de
mujeres vestidas como guerreros y enterradas al lado de hombres vestidos del mismo
modo. Livy informa que las curiae, o primeras divisiones administrativas, recibieron
este nombre por las sabinas a las que supuestamente violaron los seguidores de
Rómulo. Por último, Briffault afirma que la nomenclatura romana de parentesco
hacía una distinción entre el hermano del padre y el hermano de la madre. El primero
se llamaba patruus y el segundo, avunculus. La palabra latina que significa
antepasado es avus. Por ello, como ocurriría en el caso de un sistema matrilineal, el
hermano de la madre era designado con una palabra que denotaba el antepasado
común con el hijo de la hermana. (El hecho de que la palabra inglesa «uncle» —tío—
derive de la palabra que significa «hermano de la madre» denota la importancia
anterior de las relaciones hermano de la madre-hijo de la hermana).
Las figurillas y las estatuas femeninas encontradas en muchas culturas pre-
estatales de Europa y el Sudeste Asiático ofrecen otra línea de pruebas que sugiere
organizaciones matrilineales. Por ejemplo, en Malta, el Templo de Tarxien, erigido
con anterioridad al 2000 antes de nuestra era, contenía una estatua de piedra de un
metro ochenta de altura de una mujer gorda, sentada. El tema de las «señoras gordas»
se repite en varias versiones menores encontradas en los templos malteses, asociadas
con los entierros humanos, los altares y los huesos de los animales sacrificados, lo
cual indica el culto a los antepasados femeninos.
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Aunque la mayoría de estas pruebas pertenecen principalmente a la formación de
los estados secundarios en Europa, son lo bastante consistentes para garantizar la
inferencia de que los estados prístinos habían pasado antes por una etapa matrilineal
semejante. Pero si la hubo, ya sea para los estados prístinos o secundarios, debió ser
breve. Lo que discernimos a través de los escritos de los historiadores griegos y
romanos clásicos son los rastros persistentes de sistemas que ya habían retornado a la
descendencia patrilineal. Muy pocas sociedades estatales antiguas o modernas tienen
descendencia matrilineal o practican la matrilocalidad (motivo por el cual Herodoto
describió a los lisios como diferentes a «todas las demás naciones del mundo»). Con
el surgimiento del estado, las mujeres volvieron a perder influencia. De Roma a
China fueron definidas legalmente como pupilas de sus padres, maridos o hermanos.
Creo que el motivo de esto reside en que la matrilocalidad ya no era funcionalmente
necesaria para el reclutamiento y el entrenamiento de las fuerzas armadas. Los
estados libran batallas mediante especialistas militares cuya solidaridad y eficacia
dependen de los rangos jerárquicos y la disciplina estricta, no de la residencia
posmarital común. En consecuencia, el surgimiento del estado vio que el antiguo
complejo de supremacía masculina volvía a afirmarse con todas sus fuerzas. No creo
que sea un accidente el hecho de que los siuai, los trobriandeses y los cherokees pre-
estatales practiquen la guerra externa y tengan organizaciones matrilineales mientras
el estado bunyoro, que practica una guerra aún más externa, cuenta con instituciones
patrilineales y un fuerte conjunto institucional de supremacía masculina.
Una vez que los estados prístinos se han formado en una región dada, los estados
secundarios comienzan a desarrollarse bajo diversas condiciones especiales. Algunos
estados secundarios se forman para defenderse de las invasiones depredadoras
realizadas por sus vecinos más adelantados; otros se desarrollan a consecuencia de
los intentos por asumir el control de las rutas comerciales estratégicas y el volumen
incrementado de mercancías en tránsito que generalmente acompañan el crecimiento
de los estados en cualquier región. Y otros se forman como parte de un intento de los
pueblos nómadas que viven en los límites de un estado a fin de saquear su riqueza.
Los estados encontrados en regiones de densidad relativamente baja y no atascados
siempre han de analizarse teniendo en cuenta estas posibilidades, antes de llegar a la
conclusión de que la intensificación y las presiones reproductoras no provocaron la
evolución de los estados prístinos de la región. Por ejemplo, los pueblos pastores de
baja densidad —turcos, mongoles, hunos, manchúes y árabes— han desarrollado
repetidamente estados, pero sólo después de depredar los imperios chino, hindú,
romano y bizantino preexistentes. En el oeste de África, los estados secundarios se
desarrollaron a consecuencia de los intentos musulmanes y europeos para controlar el
tráfico de esclavos, de oro y de marfil, mientras en el África austral los zulúes
desarrollaron, en el siglo XIX, un estado para enfrentar la amenaza militar planteada
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por los colonizadores holandeses que invadieron su tierra natal.
En mi opinión, lo más destacado de la evolución de los estados prístinos es que
tuvo lugar como consecuencia de un proceso inconsciente: los participantes de esta
enorme transformación parecen no haber sabido lo que estaban creando. Mediante
cambios imperceptibles en el equilibrio redistributivo de una generación a la
siguiente, la especie humana se comprometió con una forma de vida social en la cual
la mayoría se degradaba en nombre de la exaltación de la minoría. Como dice
Malcolm Webb, al comienzo del extenso proceso nadie podía prever el resultado
final. «Incluso a la vez que se integraba, el igualitarismo tribal desaparecería
gradualmente, sin conciencia de la naturaleza del cambio, y en ese punto la
consecución final del control absoluto sólo parecería una alteración menor de la
costumbre establecida. La consolidación del poder gubernamental habría tenido lugar
como una serie de respuestas naturales, provechosas y sólo ligeramente (si es que lo
eran) extralegales con respecto a las condiciones actuales y cada nueva adquisición
del poder estatal sólo representaba una leve desviación de la práctica
contemporánea». En el momento en que los restos del antiguo consejo quedaran
definitivamente impotentes ante el poder creciente del rey, nadie recordaría la época
en que el rey sólo había sido un mumi glorificado cuyo status exaltado se basaba en
la benevolencia de sus amigos y parientes.
A quienes opinan que mi explicación de la evolución de la cultura es demasiado
determinista y mecánica, propongo que analicen la posibilidad de que en este mismo
momento volvemos a atravesar lentamente una serie de cambios «naturales,
provechosos y sólo ligeramente… extralegales» que transformarán la vida social de
un modo que muy pocos de los que hoy estamos vivos desearíamos imponer
conscientemente a las generaciones futuras. Evidentemente, el remedio para esa
situación no puede consistir en la negación de un componente determinista en los
procesos sociales; más bien debe residir en llevar ese componente a la luz de la
comprensión popular.
Pero más adelante volveremos a referirnos a las implicaciones morales de este
relato. La tarea inmediata que aparece ante nosotros consiste en rastrear las
consecuencias adicionales de la aparición del estado en el contexto de las distintas
pautas regionales de intensificaciones, agotamientos y crisis ecológicas. Me ocuparé
en primer lugar de la historia trágica de Mesoamérica.
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8 Los estados precolombinos de Mesoamérica
Algunos arqueólogos sostienen que las presiones ecológicas y reproductoras
tuvieron poco que ver con el surgimiento del estado de Mesoamérica. Afirman que la
transición a la condición de estado tuvo lugar primero entre los olmecas y los mayas,
que vivían en las tierras bajas pantanosas y en las selvas donde no existía la
posibilidad de practicar formas de agricultura intensiva ni barreras que impidieran la
dispersión de la población. Aparentemente, estos estados selváticos evolucionaron a
causa de los estímulos espirituales característicos de las concepciones mayas y
olmecas del mundo. Como creían que las lluvias, las cosechas y la continuidad de la
vida eran designio de los dioses, los olmecas y los mayas sintieron la necesidad de
construir centros ceremoniales y de albergar y abastecer a una clase sacerdotal de no
productores de alimentos. Puesto que eran más religiosos que otros pueblos aldeanos
preestatales, erigieron templos más grandes y mostraron un respeto y una devoción
excepcionalmente notorios hacia sus sacerdotes y funcionarios. Los costos y los
beneficios carecían de importancia. Su organización política no surgió del
crecimiento demográfico, de la pérdida de eficacia, de la guerra, del atasco… ni de
nada tan burdo. Más bien evolucionó a partir de un sometimiento voluntario a una
teocracia benévola.
Los arqueólogos que postulan este tipo de explicación para el origen del estado en
Mesoamérica parecen entusiasmarse con la idea de que la fe y la inventiva humanas
triunfaron por encima de las condiciones ecológicas adversas.
Aunque simpatizo con el sentimiento que sustenta esta celebración de los logros
creativos de culturas como la olmeca y la maya, me parece mucho más urgente
comprender las limitaciones planteadas por los factores ecológicos y reproductivos,
incluso en las formas más inspiradas de la actividad humana.
Sin lugar a dudas, los olmecas constituyen un caso desconcertante. Descritos por
el arqueólogo mexicano Covarrubias como la «civilización madre» del Nuevo
Mundo, los olmecas habitaron las tierras bajas húmedas y las llanuras costeras de los
estados de la costa del Golfo de México, Veracruz y Tabasco. Entre el 800 y el 400
antes de nuestra era erigieron diversos centros-templos ampliamente separados entre
sí —los más antiguos del Nuevo Mundo— encima de montículos artificiales de dos a
tres acres de longitud. El asentamiento más conocido es La Venta, en Tabasco, en una
isla en el centro de un pantano. La estructura más imponente de La Venta es un cono
de barro de ciento veintiocho metros de diámetro y alrededor de treinta y dos metros
de altura. En torno al emplazamiento aparecen esculturas monumentales que se
componen de planchas de piedra tallada de cincuenta toneladas denominadas estelas,
altares y cabezas humanas enormes y redondas que parecen llevar cascos de
deportistas.
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Aunque los centros ceremoniales olmecas contienen pruebas impresionantes de la
capacidad de los jefes-distribuidores para organizar proyectos cooperativos y
mantener a los artesanos calificados en escultura, mampostería, y la fabricación de
joyas de jade y cerámicas, la escala de sus esfuerzos no coincide con lo que uno
esperaría de una forma de gobierno de nivel estatal. Cada emplazamiento pudo ser
construido por una población de no más de dos o tres mil personas y están demasiado
separados entre sí para configurar un único sistema político interrelacionado.
A fin de mantener en perspectiva a los olmecas, debemos considerar la escala de
construcción característica de los emplazamientos que históricamente se sabe han
alcanzado el umbral de la formación estatal. Por ejemplo, cuando los primeros
exploradores franceses subieron por el Valle del Mississippi, encontraron «ciudades»
populosas y enormes plataformas de barro que sustentaban templos de madera y las
casas de sacerdotes y nobles. Un resto de la mayor de estas estructuras, el montículo
de Cahokia, todavía existe en las afueras del este de St. Louis. Antes de que las
rasadoras lo devoraran, medía más de treinta metros de altura y cubría quince acres
en comparación con los dos o tres acres característicos de los emplazamientos
olmecas. Además, sabemos que bajo los auspicios de los jefes-redistribuidores
«grandes hombres» que carecen de la capacidad de gravar, reclutar y castigar a sus
seguidores, pueden realizarse impresionantes hazañas de construcción. Incluso los
pueblos no agrícolas kwakiutl y haida, del noreste del Pacífico, dirigidos por jefes-
redistribuidores, fueron capaces de cierta habilidad para construir monumentos en
forma de totems y pilares tallados para las casas. En Stonehenge y otros centros
ceremoniales primitivos de Europa relacionados con la extensión de la agricultura, las
jefaturas preestatales lograron erigir complejos monumentos astronómicamente
orientados con bloques de piedra que pesaban bastante más que los hallados en La
Venta. A decir verdad, los emplazamientos olmecas son insignificantes en
comparación con los grandes centros montañosos de la meseta central de México. En
el mejor de los casos representan una etapa de desarrollo que quedó retenida a nivel
de la categoría incipiente del estado. Su imposibilidad de proseguir el desarrollo
estaba evidentemente relacionada con el hecho de que, a causa de las circunstancias
ecológicas, sus densidades regionales de población permanecieron bajas y sin
atascos.
También debo mencionar la posibilidad de que, en las zonas montañosas de la
meseta central, todavía es posible que se descubran estructuras ceremoniales
indicativas de una categoría incipiente de estado más antiguas que las olmecas. Las
excavaciones recientes realizadas por Ronald Grennes Ravitz y G. Coleman
demuestran que las figurillas de tipo olmeca encontradas en Morelos y el Valle de
México son tan antiguas como las halladas en Veracruz y Tabasco. Además, en estos
emplazamientos montañosos los objetos olmecas aparecen por encima de estratos que
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contienen cerámicas tradicionales indígenas de las montañas anteriores al período
olmeca hasta en cuatrocientos años. En consecuencia, es posible que pueda
demostrarse que los centros-templos olmecas dependieron parcialmente del
crecimiento de los primeros estados montañosos. Incluso es probable que los
emplazamientos olmecas representen avanzadas coloniales —tal vez centros de
peregrinación, como han propuesto Grennes Ravitz y Coleman—, en torno a las
cuales se organizaba el comercio entre las tierras bajas tropicales y la meseta central
árida.
Al este de las tierras olmecas se extiende la Península de Yucatán, otra región en
la que el camino hacia la categoría de estado parece ignorar los principios ecológicos.
Aquí vivieron los mayas, un pueblo que inventó un complejo sistema de escritura
jeroglífica y numeración matemática, escribió su historia en libros en forma de
acordeón, realizó observaciones astronómicas exactas, desarrolló un calendario solar
altamente preciso y dominó las artes de la escultura en piedra y la mampostería.
La mitad inferior de la Península de Yucatán está cubierta por una densa región
selvática denominada Petén. Del 300 al 900 antes de nuestra era, los mayas se
dedicaron a la construcción de numerosos centros ceremoniales en el corazón de esta
región. Norman Hammond ha contado 83 emplazamientos principales en la porción
sureña de Yucatán, separados por una distancia media de sólo 15 kilómetros. En estos
centros aparecen edificios de muchas habitaciones complejamente adornados y
agrupados simétricamente alrededor de plazas centrales empedradas; salas de baile
para juegos rituales; estelas de planchas de piedra con fechas conmemorativas, las
genealogías de los gobernantes y otras informaciones históricas que todavía no se han
descifrado; altares con grabados de textos jeroglíficos adicionales e imponentes
estatuas de los dioses y la nobleza. Por encima de todos se ciernen las enormes
pirámides truncadas con caras de piedra tallada y coronadas por templos de piedra. El
emplazamiento más grande es Tikal, cuyas pirámides ascienden 57 metros en escarpa
por encima del suelo de la plaza. En su apogeo, durante el siglo nueve de nuestra era,
Tikal pudo llegar a contar con cerca de 40.000 habitantes en su perímetro rural y la
densidad global fue calculada en 250 personas por milla cuadrada. Así, el Petén
habría estado tan densamente poblado como la Europa moderna. No caben dudas que
los centros mayas más grandes eran las capitales administrativas de los pequeños
estados. Pero no existen posibilidades de que los mayas alcanzaran la categoría de
estado de un modo totalmente independiente de los estados preexistentes de la región
montañosa. Teotihuacán, que analizaré a continuación, ya contenía varias decenas de
miles de habitantes cuando Tikal sólo asomaba por encima de las copas de los
árboles. Teotihuacán se encuentra a más de novecientos kilómetros de Tikal, pero las
ondas de choque militares y económicas emitidas por los grandes imperios
montañosos llegaban regularmente a las regiones más lejanas. Sabemos que en el 300
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de nuestra era Kaminaljuyu, una ciudad maya emplazada en las montañas
guatemaltecas que daban al Petén, había caído bajo la influencia de Teotihuacán.
Kaminaljuyu probablemente contenía una guarnición militar que controlaba las rutas
comerciales entre el Petén, la costa del Pacífico y la meseta central mexicana.
Después del 300 de nuestra era, el comercio de mercancías, los estilos pictóricos y los
motivos arquitectónicos de los centros del Petén permiten afirmar que los
acontecimientos de las tierras altas de la meseta central afectaban a los mayas. No
pueden excluirse los compromisos militares reales entre los estados montañosos del
formativo tardío o el clásico temprano y los estados mayas incipientes en el Petén.
El comercio entre los mayas y sus vecinos de las tierras altas tal vez hayan
acercado a los primeros a la categoría de estado. La región de Petén carece de fuentes
de piedras indígenas adecuadas para la manufactura de metates y manos o cuchillos y
puntas de proyectiles. Estos objetos eran imprescindibles para moler maíz y para las
armas militares. Junto con la sal, los obtenían a través del intercambio con las tierras
altas. Quizás este intercambio acrecentó la distancia entre los jefes-redistribuidores
mayas primitivos y los plebeyos en dos aspectos: era posible obtener términos más
eficaces de intercambio con individuos más poderosos que eran pares de la nobleza
de nivel estatal con la cual tenían que tratar y el control de estos recursos estratégicos
adicionales pudo sumarse al potencial para dominar a los incipientes campesinos
productores de alimentos. De manera general, cuanto mayor era el volumen
comercial, mayor era el movimiento a través del sistema redistributivo y el poder de
los individuos que estaban a cargo del proceso redistributivo.
Las pruebas que permiten considerar a los centros mayas como estados
secundarios no excluyen la posibilidad de que las presiones reproductoras y
ecológicas generadas en la región de Petén también podrían haber contribuido al
proceso de formación estatal. Vista de cerca, la «selva» de Petén está llena de
sorpresas. El primer aspecto que es necesario aclarar es su tamaño: sólo 30.000 millas
cuadradas en comparación con los 2 millones de millas cuadradas de la del
Amazonas-Orinoco. Luego aparece su peculiar tipo de precipitaciones. A medida que
uno avanza hacia el norte, desde Petén hasta el extremo de la Península de Yucatán,
las precipitaciones anuales disminuyen y los bosques son reemplazados por arbustos
espinosos, cactus y otras plantas resistentes a la sequía. Dentro del bosque central de
Petén, la precipitación anual sólo alcanza la mitad, aproximadamente, que la del
Amazonas-Orinoco. La estación seca en Petén es extremadamente severa y tanto el
total anual como el estacional están sometidos a variaciones extremas. Es posible que
no caiga una sola gota de lluvia durante los meses de marzo y abril. Las condiciones
de la sequía suelen prevalecer durante febrero y marzo, e incluso durante la estación
de las lluvias. Según C. L. Lundell:
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La vegetación no posee la exuberancia del auténtico bosque lluvioso, de modo
que se lo podría considerar un bosque casi lluvioso. Las precipitaciones ascienden a
menos de 1.800 mm, máxima que no basta para mantener un auténtico bosque
lluvioso en una región con una estación seca pronunciada.
La mayoría de los árboles de Petén mudan sus hojas en cada estación seca,
tendencia que se ve acentuada durante la sequía. En realidad, esta «selva» a veces
está tan seca que los agricultores ni siquiera tienen que «podar» a fin de despejar los
terrenos de cultivo de la estación siguiente incendiando la maleza. En esas ocasiones,
la preocupación principal es evitar que los incendios se extiendan.
Y ahora nos enfrentamos con el hecho de que la Península de Yucatán tiene una
estructura geológica peculiar. Su lecho de roca se compone casi exclusivamente de
roca caliza (de ahí la necesidad de importar rocas de las montañas para moler el
maíz). En consecuencia, hay pocos ríos y lagos permanentes, ya que la mayor parte
de las precipitaciones se filtran rápidamente a través de la piedra caliza y desaparece
por completo sin ningún desagüe superficial. Durante la estación seca se produce una
escasez de agua potable, salvo donde hay, en la piedra caliza, charcos o agujeros
naturales con el fondo de arcilla, cuyo drenaje interior se ha atascado.
Como podría esperarse, las aldeas mayas más antiguas estaban situadas cerca de
los dos únicos ríos permanentes de la Península de Yucatán: el Usumacinta al
sudoeste y el Belize al sudeste. Alrededor del 600 antes de nuestra era, la región que
rodea Tikal parece haber estado deshabitada, lo que indicaría que sólo después de que
los parajes ribereños favorables a la subsistencia se cubrieron, los agricultores
comenzaron a colonizar el interior del bosque. Seguramente estos colonizadores se
parecieron a los yanomamo y a otros «indios de a pie», sin canoas, que habitan las
zonas deficientes en proteínas de la cuenca del Amazonas-Orinoco, lejos de los ríos
principales. Pero, poco después, la geomorfología y el clima característicos de la
región de Petén habían creado una situación que no tiene paralelos en la Amazonia.
Los agricultores primitivos de Petén no tuvieron la libertad de expandirse
parejamente a través del bosque. Era necesario situar las colonias cerca de los charcos
que con seguridad no se evaporarían durante una aguda sequía. Sabemos que
posteriormente se excavaron cisternas totalmente artificiales, denominadas chultuns,
hasta una profundidad de veinte metros en el lecho de roca de piedra caliza, y se
endurecieron con cal a fin de asegurarse las provisiones de agua dulce. Algunos
chultuns se construyeron debajo de las plazas empedradas de los centros
ceremoniales y, durante las tempestades lluviosas, actuaban como cuencas. En una
aldea moderna de Campeche, el agua potable durante la estación seca se obtenía
bajando 135 metros por debajo de la superficie a través de una caverna subterránea.
Todos los emplazamientos mayas clásicos, incluidos Tikal y otros centros de Petén,
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fueron construidos junto a pozos de almacenamiento o reservorios artificiales o
naturales. El más famoso de los charcos naturales o cenotes está situado cerca de
Chichén Itza, un centro maya tardío en el monte de Yucatán. Las enormes cantidades
de huesos humanos y de objetos de oro extraídos del fondo sugieren que arrojaban en
él a personas y objetos rituales a fin de satisfacer a los dioses de las aguas. Por ello
existen muchas posibilidades de que las colonias primitivas de Petén tendieran a
aumentar más allá del punto normal de división de las aldeas del bosque tropical. Esta
teoría desplaza el problema de la aparición de los centros ceremoniales mayas desde
el reino de los cielos al reino de la tierra y del agua. Los agricultores mayas tenían
una razón muy práctica para no huir a los bosques cuando sus jefes-redistribuidores
comenzaron a actuar como monarcas en lugar de como mumis.
El próximo problema a abordar consiste en determinar de qué modo los mayas,
bajo la dirección de sus jefes-redistribuidores, lograron aumentar la densidad de
población a un nivel que era 250 veces superior al alcanzado en las zonas
interfluviales del Amazonas-Orinoco. En general, los arqueólogos han supuesto que
los mayas antiguos labraban el Petén del mismo modo que sus descendientes
modernos: mediante un sistema conocido con el nombre de poda y quema. Pero,
evidentemente, esto es algo imposible.
La poda y quema constituye una forma de agricultura que se adapta bien a las
regiones que poseen abundante cobertura boscosa y cuentan con altas tasas de
regeneración. El objetivo del sistema de poda y quema consiste en utilizar una
sección de bosque durante algunos años, dejarlo en barbecho lo suficiente para que
los árboles vuelvan a crecer y más tarde volver a utilizarlo. La «poda» se refiere a la
práctica de cortar árboles pequeños, enredaderas y arbustos, y dejarlos secar antes de
prenderles fuego. La quema, que generalmente se realiza poco antes del comienzo de
la estación de las lluvias, crea una capa de cenizas que actúa como fertilizante. Los
cultivos se plantan directamente en el terreno cubierto de cenizas, en agujeros o
pequeños montículos, sin necesidad de labranza. Durante dos o tres temporadas es
posible obtener altas producciones de maíz, judías, cidracayotes y otros cultivos.
Después, las malas hierbas se diseminan desde el bosque circundante no podado e
invaden el campo; al mismo tiempo, las precipitaciones filtran la ceniza fertilizante.
Poco después será preciso encontrar un nuevo terreno. La agricultura de poda y
quema permite altos rendimientos por hectárea y por hombre-hora siempre que se
mantenga entre las quemas sucesivas un intervalo suficiente que permita un nuevo
crecimiento considerable de árboles y arbustos. Cuanto mayor sea la cantidad de
cenizas, más elevada será la producción. Cuanto más largo sea el intervalo durante el
cual un bosque permanece en barbecho, más madera habrá para convertirla en ceniza.
Por este motivo, los agricultores de poda y quema del sudeste asiático se consideran
«el pueblo que come bosques». Cuanto más breve sea el período de barbecho, más
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baja será la producción. En los bosques tropicales el descenso puede ser brusco, no
sólo en virtud de que las fuertes precipitaciones concentradas filtran rápidamente los
nutrimentos del terreno, sino porque las malas hierbas crecen más tupidas cada año
que el campo se mantiene en uso constante.
Sin duda alguna, la poda y la quema fue el sistema utilizado por los primeros
pueblos agricultores que entraron en el Petén, pero no es posible que haya seguido
siendo el modo de subsistencia principal durante y después de la transición al estado.
Al contar las ruinas de los emplazamientos de las casas, Dennis Puleston, de la
Universidad de Minnesota, calcula que en la zona residencial de los alrededores de
Tikal había 2.250 personas por milla cuadrada y 750 por milla cuadrada en la zona
comprendida entre Tikal y su vecina Uxactun. Es imposible que los sistemas de poda
y quema puedan sustentar semejantes densidades. Sherburne Cook, al considerar toda
la zona de Petén, demuestra que mediante las técnicas de poda y quema se podría
haber cultivado maíz, judías y cidracayotes suficientes para sustentar a la población
global calculada en un millón y medio de habitantes. Pero estos cálculos suponen que
los agricultores estaban parejamente diseminados por el bosque y que tenían la
libertad de mudarse a nuevos claros cuando los viejos se agotaban. Ninguno de estos
supuestos es válido porque no toman en cuenta el efecto limitador de la estación seca
con respecto a la disponibilidad de agua potable. Además, durante la estación lluviosa
las zonas bajas se enfrentan con los problemas opuestos —demasiada agua— y están
excesivamente empantanadas para que sea posible utilizarlas sin excavar acequias de
desagüe.
Teóricamente, la imagen de lo que debió ocurrir parece clara. A medida que la
población de Petén aumentaba, debieron intensificar el ciclo de poda y quema, lo que
dio por resultado barbechos más breves entre las quemas y, por ende, una merma del
rendimiento. Así surgieron las condiciones para la adopción y la proliferación de un
sistema más eficaz que implicaba costos iniciales más elevados que, a su vez, crearon
la base para unas densidades de población aun más altas y para la aparición de los
primeros estados menores. ¿Pero cuál era la naturaleza del sistema nuevo y más
productivo? Temo que mi teoría se ha adelantado a los testimonios arqueológicos,
aunque existen algunos indicios esperanzadores de que las pruebas están a punto de
alcanzarla.
Una de las medidas que los mayas adoptaron cuando la eficacia de la poda y
quema declinó, consistió en plantar arboledas de Brosimum alicastrum. Como C. L.
Lundell afirmó en los años treinta de nuestro siglo, éste es el árbol más común que
cubre las ruinas de los centros ceremoniales de Petén. Cuando los arqueólogos
afirman dramáticamente que tuvieron que abrirse paso a hachazos por la selva con el
fin de dejar al descubierto las maravillas de la arquitectura y la escultura mayas,
generalmente se olvidan de agregar que se abrieron paso a hachazos por un huerto
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demasiado crecido. Naturalmente, el cultivo de árboles implica altos costos iniciales
—se debe esperar varios años para que comience a redituar el trabajo invertido en él
—, aunque es altamente productivo por hectárea y por hombre-hora. Recientemente
Dennis Puleston, al descubrir que el emplazamiento de cada casa de Tikal estaba
rodeado por una arboleda de esta especie, llegó a la conclusión de que dichos árboles
suministraban el 80 por ciento de las calorías consumidas por los habitantes de Tikal
durante el siglo IX de nuestra era. Sin embargo, existen otras alternativas que
simplemente podrían haber sido pasadas por alto por la generación de arqueólogos
que prefirió pensar que los templos mayas descendieron del cielo en hilos de oro en
lugar de pensar que fueron construidos con el esfuerzo de las personas que querían
saber de dónde obtendrían la comida siguiente. En este sentido, es posible que uno de
los descubrimientos más importantes sobre los mayas corresponda al realizado en
1975 en Edzna, en Campeche, por Ray Mathenay. Al estudiar las fotografías aéreas
tomadas durante la estación de las lluvias (otros habían limitado las fotografías aéreas
a la estación seca, cuando las condiciones eran «mejores»), Mathenay detectó una red
de canales, fosos y depósitos que se extendían a partir del centro ceremonial. Debido
al denso follaje que los cubre durante la estación de las lluvias y al hecho de que el
agua que contiene se evapora durante la estación seca, estas construcciones son
difíciles de detectar con sólo reconocimientos sobre el terreno.
Los canales tienen aproximadamente un kilómetro y medio de longitud, treinta
metros de ancho y alrededor de tres metros de profundidad. Mathenay supone que
fueron utilizados para almacenar agua potable, para regar a mano los huertos
adyacentes y como fuente de barro para renovar la fertilidad de los campos en
barbecho. Agregaría por mi parte que, en algunas regiones, los canales permitieron
que se practicaran dos cosechas anuales, una basada en drenar las zonas bajas durante
la estación de las lluvias y la segunda plantada en el barro húmedo durante la estación
seca. Aunque Edzna se encuentra fuera de la zona central de Petén, el hecho de que
su sistema de control de las aguas no fuera detectado durante tanto tiempo significa
que todos los juicios con respecto a la ausencia de sistemas intensivos dentro del
Petén han de quedar en suspenso.
Estas indicaciones nos aproximan al aspecto más espectacular del Petén maya.
Después del 800 de nuestra era, las construcciones cesaron en un centro tras otro, no
se realizaron más inscripciones conmemorativas, los templos se llenaron de
desperdicios de los hogares y, en el Petén, toda la actividad gubernamental y
eclesiástica se detuvo de un modo más o menos abrupto. Las autoridades en la
materia difieren con respecto a la rapidez con que disminuyó la población. Pero, en la
época de la llegada de los españoles, la zona de Petén hacía mucho que había
retornado a densidades de población iguales o inferiores a las características de
épocas preestatales y, hasta hoy, la zona sigue prácticamente despoblada. En un
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momento u otro, muchos sistemas estatales mesoamericanos precolombinos, incluido
Teotihuacán, sufrieron colapsos igualmente bruscos. Lo singular del Petén maya es
que no sólo desaparecieron permanentemente los estados, sino también poblaciones
enteras. En las montañas de la meseta central, la caída política generalmente era
seguida de la aparición de estados e imperios nuevos y más amplios, que abarcaban el
territorio y la población de sus predecesores. En consecuencia, lo que se deduce de la
caída de los mayas es que el estado de Petén desarrolló una base ecológica
extraordinariamente vulnerable que, una vez quebrada, no fue posible regenerar.
No podremos saber exactamente cómo destruyeron su base ecológica los mayas
hasta que no comprendamos mejor el modo en que concordaban los diversos
componentes de su sistema agrícola. Por el momento, lo máximo que podemos hacer
es decir que cada componente tenía un límite hasta el cual podía llegar, después de lo
cual retrocedía con consecuencias devastadoras. La poda y quema con barbechos
breves puede convertir las selvas en praderas permanentes. En el corazón mismo de
la zona de Petén existe una enorme sabana cubierta de hierba que probablemente se
creó a causa de una quema excesiva. La deforestación conduce, a su vez, a la erosión
en las laderas. En Petén, la cobertura del terreno de la meseta es sumamente
superficial y desaparece con facilidad cuando la cobertura vegetal no la protege. La
erosión también puede dañar los sistemas de control de agua de las tierras bajas
porque conduce a la concentración excesiva de sedimentos en canales y reservorios.
Por último, al estropear la cobertura boscosa de una zona tan extensa como la de
Petén es muy fácil modificar la pauta regional de precipitaciones anuales,
prolongando la estación seca y aumentando la frecuencia y la gravedad de las
sequías.
Es posible que la desaparición real de cada centro de Petén haya planteado un
drama ligeramente distinto: en algunos, el fracaso de las cosechas; en otros, la
rebelión; la derrota militar en unos terceros o diversas combinaciones según los
acontecimientos locales. Pero no caben dudas de que el proceso esencial lo constituía
el agotamiento del terreno frágil y de los recursos boscosos hasta un punto tan grave
que, para su regeneración, era preciso dejar de utilizarlas durante varios siglos.
Cualquiera que fuese la causa exacta de la caída de los mayas, la razón de la
preeminencia de las tierras altas de Mesoamérica parece evidente. La capacidad de
los valles semiáridos de la meseta central para realizar intensificaciones agrícolas
sucesivas superaba la del bosque casi tropical de los mayas. Mostraré cómo operó
este proceso de intensificación en la historia del imperio de Teotihuacán.
El Valle de Teotihuacán es una rama del Valle de México, que se encuentra
aproximadamente a 38 kilómetros al noreste del centro de Ciudad de México. Al
igual que el Valle de Tehuacán, donde Richard MacNeish encontró las plantas
domesticadas más antiguas, el Valle de Teotihuacán no tuvo aldeas permanentes hasta
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el primer milenio antes de nuestra era. Entre el 900 y el 600 antes de nuestra era, las
aldeas estaban confinadas a las pendientes boscosas superiores del valle, por debajo
de la profundidad de las heladas, pero a suficiente altura para aprovechar las
precipitaciones suplementarias que caen en las laderas. Sin duda, el tipo de
agricultura practicado por los primeros aldeanos era alguna forma de poda y quema
de barbechos prolongados. En el 600-300 antes de nuestra era, se habían formado
varias aldeas más grandes a menor altitud, en el borde del suelo del valle,
aparentemente con el propósito de aprovechar los terrenos aluviales y de practicar
una forma rudimentaria de irrigación. Durante el período siguiente, 300-100 antes de
nuestra era, las colonias crecieron plenamente en el lecho del valle y una de ellas —el
núcleo de lo que se convertiría en la ciudad de Teotihuacán— ya contenía 4.000
habitantes. El movimiento desde las laderas hasta el lecho del valle sugiere
claramente la existencia de presiones reproductoras crecientes a consecuencia de la
intensificación y el agotamiento del sistema de poda y quema, sobre todo por
deforestación y erosión. A medida que la eficacia del trabajo de la agricultura de poda
y quema disminuía, mereció la pena utilizar gastos iniciales y trabajos de
construcción en las estructuras de irrigación. Numerosos manantiales grandes
alimentados por el agua que se cuela a través de las laderas volcánicas porosas hasta
el lecho del valle constituyeron la base del sistema de irrigación de Teotihuacán, que
incluso se utilizan actualmente. A medida que la población de la colonia central
aumentó, la red de canales del tamaño de ríos y alimentados por manantiales se
utilizó para regar alrededor de 14.000 acres de tierras de labranza altamente
productivas y de doble cosecha.
La ciudad de Teotihuacán creció rápidamente a partir del año 100 de nuestra era y
alcanzó una población máxima de aproximadamente 125.000 habitantes en el siglo
VIII. La rigurosa cartografía realizada por René Millón, de la Universidad de
Rochester, muestra que la ciudad estaba dividida en barrios y distritos planificados,
cada uno con sus especialidades artesanales, enclaves étnicos, templos, mercados,
moradas palaciegas de piedra y argamasa para los ricos y poderosas y sombrías casas
de apartamentos multifamiliares para el populacho: en conjunto, alrededor de 2.200
casas de apartamentos. Millón ha contado más de 400 talleres especializados en la
fabricación de herramientas de obsidiana y más de 100 talleres de cerámica. Los
edificios más grandes y decorados bordeaban la enorme avenida escalonada que
recorría la ciudad en toda su longitud, cerca de tres kilómetros, de norte a sur. El
monumento central —la llamada Pirámide del Sol, construida con cascotes con lados
de piedra— mide 210 metros de lado y alcanza una altura de 60 metros.
Alrededor del 700 de nuestra era, Teotihuacán sufrió una caída catastrófica,
debida probablemente a la quema y al saqueo, asociados con la aparición del nuevo
poder imperial: los toltecas, cuya capital se encontraba a apenas 30 kilómetros, en el
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Valle de Tula. Aunque las pruebas son incompletas, considero que el responsable
principal fue el agotamiento del medio ambiente. E1 volumen de agua que surge de
los manantiales de agua fluctúa en relación con las precipitaciones. Una leve
disminución permanente del volumen de agua de los manantiales y del nivel del
subsuelo acuífero situado bajo el lecho del valle, había vuelto inhabitable
Teotihuacán. Sabemos que se produjo la deforestación de un perímetro cada vez más
amplio a medida que la ciudad crecía y consumía mayores cantidades de madera en
vigas y travesaños para las casas, en combustible para cocinar y en la manufactura del
yeso. Esta deforestación se cumplió a una escala lo bastante grande para alterar la
pauta de precipitaciones y desagües de las pendientes superiores del valle. Existía una
solución técnica al problema hidráulico que los habitantes de Teotihuacán no
pusieron a prueba, salvo en una base muy limitada. Esta solución consistía en utilizar
el lago poco profundo y las tierras pantanosas que bordeaban el Valle de Teotihuacán
por el sudoeste y que probablemente en esos días estaban enlazados con el lago
Texcoco, una masa de agua grande y parcialmente salobre que cubría la mayor parte
del contiguo Valle de México. Para aprovechar las orillas del lago, era necesario
construir acequias de desagüe y apilar la tierra extraída en lomos, procedimiento
mucho más costoso que otros tipos de irrigación. Iniciada alrededor del 1100 de
nuestra era, los pueblos que habitaban el Valle de México ya no podían evitar los
altos costos iniciales de esta forma de agricultura. Una red de canales de desagüe y de
lomos altamente productivos, cuya fertilidad se aumentaba constantemente mediante
nuevos dragados, se extendió a lo largo de la orilla del lago y constituyó la base de
subsistencia de media docena de gobiernos en lucha entre sí. Uno de ellos fue el
estado azteca, que se convertiría en el último poder imperial indoamericano de
América del Norte. Dado que Tenochtitlán, la capital de los aztecas, estaba situada en
una isla conectada a la orilla mediante un arrecife, los aztecas gozaron de una ventaja
militar con respecto a sus vecinos y poco después controlaban toda la región lacustre.
A medida que la población alcanzaba densidades sin precedentes, los montículos en
forma de lomo se extendieron hasta el lago propiamente dicho mediante el vertido de
barro encima de maleza, tallos de maíz y ramas de árboles, lo que dio por resultado
chinampas, o «jardines flotantes» (que, como es lógico, no flotaban), fabulosamente
productivos.
Al principio, sólo utilizaron de este modo los brazos de agua dulce del lago. Pero
a medida que las zonas ocupadas por las chinampas aumentaban, los ingenieros
aztecas intentaron disminuir la salinidad de las porciones salobres haciendo diques y
nivelando aquéllas con agua dulce canalizada a través de un complicado sistema de
acueductos y compuertas.
En consecuencia, al analizar la secuencia de desarrollo del Valle de Teotihuacán y
del Valle de México durante el milenio que va del 200 al 1200 de nuestra era,
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podemos distinguir tres amplias fases de intensificaciones agrícolas seguidas por tres
cambios en el modo de producción: en primer lugar, la intensificación de la
agricultura de poda y quema en las laderas; en segundo lugar, la irrigación por
canales alimentados mediante manantiales; y, en tercer lugar, la construcción de las
chinampas. Cada una de estas etapas implicaba inversiones iniciales y de
construcción progresivamente mayores, pero a largo plazo todas sostenían densidades
de población más altas y estados más grandes y poderosos. En esos mil años, la
población del Valle de México se elevó de unas pocas decenas de miles a dos
millones de habitantes, en tanto el alcance del control político iba de uno o dos valles
a todo un subcontinente. Según la vieja teoría del progreso constante y ascendente, el
aumento continuo de la producción agrícola debió significar que los aztecas y sus
vecinos gozaron cada vez más de los beneficios de la «alta civilización», frase que los
antropólogos no han dudado en aplicarles. Pero es una afirmación a todas luces poco
apropiada.
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9 El reino caníbal
Como carniceros metódicos y bien entrenados en el campo de batalla y como
ciudadanos de la tierra de la Inquisición, Cortés y sus hombres, que llegaron a
México en 1519, estaban acostumbrados a las muestras de crueldad y a los
derramamientos de sangre. El hecho de que los aztecas sacrificaran metódicamente
seres humanos no debió sorprenderles demasiado, puesto que los españoles y otros
europeos quebraban metódicamente los huesos de las personas en el potro,
arrancaban brazos y piernas en luchas de la cuerda entre caballos y se libraban de las
mujeres acusadas de brujería quemándolas en la hoguera. Pero no estaban totalmente
preparados para lo que encontraron en México.
En ningún otro lugar del mundo se había desarrollado una religión patrocinada
por el estado, cuyo arte, arquitectura y ritual estuvieran tan profundamente
dominados por la violencia, la corrupción, la muerte y la enfermedad. En ningún otro
sitio los muros y las plazas de los grandes templos y los palacios estaban reservados
para una exhibición tan concentrada de mandíbulas, colmillos, manos, garras, huesos
y cráneos boquiabiertos. Los testimonios oculares de Cortés y su compañero
conquistador, Bernal Díaz, no dejan dudas con respecto al significado eclesiástico de
los espantosos semblantes representados en piedra. Los dioses aztecas devoraban
seres humanos. Comían corazones humanos y bebían sangre humana. Y la función
explícita del clero azteca consistía en suministrar corazones y sangre humanos frescos
a fin de evitar que las implacables deidades se enfurecieran y mutilaran, enfermaran,
aplastaran y quemaran a todo el mundo.
Los españoles vieron por primera vez el interior de un templo azteca principal
como invitados de Moctezuma, el último de los reyes aztecas. Moctezuma todavía no
había tomado una decisión con respecto a las intenciones de Cortés —error que poco
después le resultaría fatal— cuando invitó a los españoles a subir los 114 escalones
de los templos gemelos de Uitzilopochtli y Tlaloc, que se encontraban en la cumbre
de la pirámide más alta de Tenochtitlán, en el centro de lo que hoy es Ciudad de
México. Mientras subían los escalones, escribió Bernal Díaz, otros templos y
santuarios «todos de un blanco resplandeciente» aparecieron ante sus ojos. En el
espacio abierto de la cumbre de la pirámide «se alzaban las grandes piedras donde
colocaban a los pobres indios escogidos para el sacrificio». Allí también había «una
voluminosa imagen como de un dragón, y otras figuras fúnebres y mucha sangre
derramada ese mismo día». Después Moctezuma les permitió ver la imagen de
Uitzilopochtli, con su «rostro muy ancho y los ojos monstruosos y terribles», delante
del cual «quemaban los corazones de tres indios que habían sido sacrificados ese
día». Las paredes y el suelo del templo «estaban tan salpicadas e incrustadas de
sangre que aparecían negras» y «todo el lugar apestaba de modo detestable». En el
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Templo de Tlaloc también todo estaba cubierto de sangre, «tanto las paredes como el
altar, y el hedor era tal que apenas podíamos esperar el momento de salir de allí».
La principal fuente de alimento de los dioses aztecas estaba constituida por los
prisioneros de guerra, que ascendían por los escalones de las pirámides hasta los
templos, eran cogidos por cuatro sacerdotes, extendidos boca arriba sobre el altar de
piedra y abiertos de un lado a otro del pecho con un cuchillo de obsidiana esgrimido
por un quinto sacerdote. Después, el corazón de la víctima —generalmente descrito
como todavía palpitante— era arrancado y quemado como ofrenda. El cuerpo bajaba
rodando los escalones de la pirámide, que se construían deliberadamente escarpados
para cumplir esta función.
Ocasionalmente, algunas víctimas de sacrificio —quizá guerreros distinguidos—
gozaban del privilegio de defenderse a sí mismos un rato antes de que las mataran.
Fray Bernardino de Sahagún, el máximo historiador y etnógrafo de los aztecas,
describió del modo siguiente esas batallas simuladas:
…asesinaban a otros cautivos, luchaban con ellos… que estaban atados a la altura
de la cintura con una cuerda que pasaba a través del agujero de una piedra redonda,
como la de un molino; y [la cuerda] era lo bastante larga para que [el cautivo] pudiera
caminar trazando la circunferencia completa de la piedra. Y le daban armas con las
que podía luchar; y cuatro guerreros se lanzaban contra él con espadas y escudos y
uno a uno intercambiaban golpes de espada hasta que lo derrotaban.
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No todas las víctimas eran prisioneros de guerra. También sacrificaron una
cantidad considerable de esclavos. Además, algunos jóvenes y doncellas eran
elegidos para personificar determinados dioses y diosas. Los trataban con gran
cuidado y ternura durante el año anterior a su ejecución. En el Códice de Dresden,
libro del siglo dieciséis escrito en náhuatl, idioma de los aztecas, aparece el siguiente
relato de la muerte de una mujer que representó el papel de la diosa Uixtociuatl:
Y sólo después de que mataron a los cautivos apareció [la mujer que
personificaba a] Uixtociuatl; sólo apareció al final. Ellos llegaron hasta el fin y sólo
acabaron con ella.
Una vez hecho esto, la colocaron sobre la piedra de sacrificio. La extendieron
boca arriba. Se apoderaron de ella; tiraron y extendieron sus brazos y piernas,
inclinaron [hacia arriba] grandemente su pecho, inclinaron [hacia abajo] su espalda y
estiraron tensamente su cabeza, hacia la tierra. Y se lanzaron sobre su cuello con la
boca fuertemente apretada de un pez espada, llena de púas y espinas; espinosa por
ambos lados.
Y el asesino estaba allí; se puso de pie. Después de lo cual, le abrió el pecho.
Y cuando le abrió el pecho, la sangre salió a borbotones; brotó hacia lo alto
mientras se derramaba, mientras hervía.
Y hecho esto, él elevó el corazón como ofrenda [a la diosa] y lo colocó en la jarra
verde, llamada la jarra de piedra verde.
Y mientras se hacía esto, las trompetas sonaron airosamente. Y cuando concluyó,
bajaron el cuerpo y él corazón de [el retrato de] Uixtociuatl, cubierto por un manto
precioso.
Pero estas muestras de reverencia eran escasas y muy espaciadas entre sí. La
inmensa mayoría de las víctimas no ascendía alegremente los escalones de la
pirámide, tranquilizada por la idea de que estaban a punto de hacer feliz a algún dios.
La mayoría tenían que ser arrastrados de los pelos:
Cuando los amos de los cautivos llevaban a sus esclavos hasta el templo donde
los matarían, los cogían de los pelos. Y cuando les hacían subir los escalones de la
pirámide, algunos cautivos se desmayaban y sus amos los empujaban y los
arrastraban de los pelos hasta la piedra de sacrificio en donde morirían.
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el cual los seres humanos eran alimento de los dioses. El sacrificio humano tampoco
fue una invención de las religiones de nivel estatal. A juzgar por las pruebas de las
sociedades grupales de las Américas y de muchas otras partes del mundo, el sacrificio
humano es muy anterior a la aparición de las religiones estatales.
Desde Brasil hasta los Grandes Llanos, las sociedades indoamericanas
sacrificaban ritualmente víctimas humanas con el fin de lograr determinado tipo de
beneficios. Prácticamente todos los elementos del ritual azteca están prefigurados en
las creencias y las prácticas de las sociedades grupales y aldeanas. Hasta la
preocupación por la extracción quirúrgica del corazón tiene precedentes. Por ejemplo,
los iroqueses competían entre sí por el privilegio de comer el corazón de un
prisionero valiente a fin de poder adquirir parte de su coraje. Los prisioneros varones
fueron, en todas partes, las víctimas principales. Antes de matarlos, los obligaban a
correr baquetas o los azotaban, los apedreaban, los quemaban, los mutilaban o los
sometían a otras formas de tortura y malos tratos. A veces los ataban a estacas y les
daban una maza para defenderse de sus torturadores. En ocasiones, conservaban uno
o dos prisioneros durante períodos prolongados y les suministraban buenos alimentos
y concubinas.
Entre las sociedades grupales y aldeanas, el sacrificio ritual de prisioneros de
guerra generalmente iba acompañado de la ingestión de la totalidad o de una parte del
cuerpo de la víctima. Gracias a los testimonios presenciales ofrecidos por Hans
Städen, un marino alemán que naufragó en la costa de Brasil a principios del siglo
XVI, tenemos una vívida idea del modo en que un grupo, los tupinamba, combinaban
el sacrificio ritual con el canibalismo.
El día del sacrificio, el prisionero de guerra, atado a la altura de la cintura, era
arrastrado hasta la plaza. Se veía rodeado por mujeres que lo insultaban y lo
maltrataban, aunque le permitían expresar sus sentimientos arrojándoles frutas o
fragmentos de cerámica. Mientras tanto, las ancianas, pintadas de negro y rojo y
engalanadas con collares de dientes humanos, llevaban vasijas adornadas en las que
se cocinarían la sangre y las entrañas de la víctima. Los hombres se pasaban la maza
ceremonial que se utilizaría para matarlo con el fin de «adquirir el poder para coger
un prisionero en el futuro». El verdugo vestía una larga capa de plumas y lo seguían
parientes que cantaban y golpeaban tambores. El verdugo y el prisionero se
ridiculizaban entre sí. Daban al prisionero la suficiente libertad para poder esquivar
los golpes y a veces le colocaban un garrote entre las manos para que se protegiera,
aunque no podía devolver los golpes. Cuando al final aplastaban su cráneo, todos
«gritaban y chillaban». Si el prisionero se había casado durante su período de
cautiverio, esperaban que la esposa derramara algunas lágrimas junto a su cadáver
antes de participar del festín posterior. En ese momento las ancianas «corrían a beber
la sangre tibia» y los niños mojaban sus manos en ella. «Las madres untaban sus
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pezones con sangre para que incluso los bebés pudieran sentir su gusto». El cadáver
era troceado en cuartos y cocinado a la parrilla mientras «las ancianas que eran las
más anhelantes de carne humana» chupaban la grasa que caía de las varas que
formaban la parrilla.
Aproximadamente dos siglos después y 16.000 kilómetros al norte, los
misioneros jesuitas presenciaron un ritual semejante entre los hurones de Canadá. La
víctima era un iroqués que había sido capturado junto a varios compañeros mientras
pescaban en el lago Ontario. El jefe hurón a cargo del ritual explicó que el Sol y el
dios de la Guerra estarían satisfechos de lo que se disponían a hacer. Era importante
no matar a la víctima antes del amanecer, por lo que al principio sólo le quemarían las
piernas. Además, durante la noche no debían tener relaciones sexuales. El prisionero,
con las manos atadas, que alternativamente chillaba de dolor y entonaba una canción
de desafío aprendida en la infancia para una ocasión como ésta, fue llevado al
interior, donde se enfrentó con una multitud armada con teas encendidas. Mientras se
tambaleaba de un lado a otro de la estancia, algunas personas cogieron sus manos,
«quebrándole los huesos mediante la fuerza pura; otros le atravesaron las orejas con
astillas que dejaron en ellas». Cada vez que parecía a punto de expirar, el jefe
intervenía «y les ordenaba que dejaran de atormentarlo, diciendo que era importante
que viera la luz del sol». Al amanecer, lo llevaron al exterior y lo obligaron a subir a
una plataforma instalada sobre un andamio de madera, a fin de que toda la aldea
pudiera presenciar lo que le ocurría; el andamio cumplía la función de plataforma de
sacrificio en ausencia de las pirámides de cima chata erigidas con estos propósitos
por los estados mesoamericanos. En ese momento, cuatro hombres asumieron la tarea
de atormentar al cautivo. Le quemaron los ojos, le aplicaron hachas pequeñas al rojo
vivo en los hombros e introdujeron teas encendidas en su garganta y en su recto.
Cuando parecía evidente que estaba a punto de morir, uno de los verdugos «cortó un
pie, otro una mano y casi al mismo tiempo un tercero separó la cabeza de los
hombros, arrojándola a la multitud en la que alguien la atrapó» para llevársela al jefe,
que más tarde hizo «un festín con ella». Ese mismo día, también se organizó un festín
con el tronco de la víctima y durante el regreso los misioneros se encontraron con un
hombre «que transportaba en una broqueta una de sus manos cocinada a medias».
En este punto haré una pausa para analizar las interpretaciones que atribuyen
estos rituales a los impulsos humanos innatos. Me interesan especialmente las
complejas teorías ofrecidas por la tradición freudiana que sostienen que la tortura, el
sacrificio y el canibalismo son inteligibles como expresiones de instintos de amor y
agresividad. Por ejemplo, Eli Sagan ha sostenido recientemente que el canibalismo
«es la forma de agresividad humana más importante» porque supone un compromiso
entre amar a la víctima en la forma de comerla y matarla porque nos frustra.
Significadamente, tal proceder explica por qué a veces las víctimas son tratadas con
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gran amabilidad antes de iniciar su tortura: los verdugos, simplemente, están
reconstruyendo la relación amor-odio con sus padres. Pero este enfoque no logra
aclarar que la tortura, el sacrificio y la ingestión de prisioneros de guerra no puede
tener lugar sin prisioneros de guerra y éstos no pueden ser capturados a menos que
haya guerras. Ya he sostenido que las teorías que atribuyen la guerra a los instintos
humanos universales son inútiles para explicar las variaciones de intensidad y de
estilo del conflicto intergrupal y que resultan peligrosamente engañosas pues dan a
entender que la guerra es inevitable. Los intentos para comprender las causas por las
que los prisioneros son a veces mimados y luego torturados, sacrificados y comidos
en términos de instintos universales basados en conflictos de amor y odio, son
inútiles y peligrosos por la misma razón. Los prisioneros no siempre son mimados,
torturados, sacrificados y comidos y toda teoría que pretenda explicar las causas de
este fenómeno también debería explicar por qué no ocurre. Puesto que las actividades
en cuestión forman parte del proceso del conflicto armado, su explicación ha de
buscarse en los costos y beneficios militares: en las variables que reflejan la
importancia, el status político, la tecnología de armamentos y la logística de los
combatientes. Por ejemplo, la captura de prisioneros es un acto que depende de la
capacidad que una banda incursora tiene para evitar los contraataques y las
emboscadas durante el regreso, al tiempo que carga con cautivos poco dispuestos a
cooperar. Cuando la banda incursora es pequeña y tiene que atravesar considerables
distancias por regiones donde el enemigo puede vengarse antes de que logre llegar a
territorio seguro, la captura de prisioneros puede desaparecer por completo. En esas
circunstancias, sólo pueden llevar piezas del enemigo para probar el cómputo de
cuerpos que les permitan reivindicar las recompensas sociales y materiales reservadas
a la excelencia y la valentía demostradas durante el combate. De aquí surge la
extendida costumbre de llevar cabezas, cueros cabelludos, dedos y otras partes del
cuerpo en lugar del cautivo entero y vivo.
En cuanto el prisionero ha sido llevado de regreso a la aldea, el tratamiento que
puede esperar está determinado, principalmente, por la capacidad de sus anfitriones
para absorber y regular el trabajo servil y la diferencia primordial radica en los
sistemas políticos pre y postestatales. Cuando los prisioneros son escasos y muy
espaciados, no resulta sorprendente que se los trate provisionalmente como invitados
de honor. Cualesquiera sean las profundas ambivalencias psicológicas que puedan
existir en las mentes de los capturadores, el prisionero es una posesión valiosa por la
cual sus anfitriones han arriesgado literalmente la vida. Pero en general no hay modo
de integrarlo en el grupo; puesto que no pueden devolverlo al enemigo, deben
matarlo. Y la tortura tiene su propia y horrible economía. Si, como decimos, ser
torturado es morir mil muertes, torturar a un pobre cautivo significa matar a mil
enemigos. La tortura también es un espectáculo —un entretenimiento— que a través
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de todas las épocas ha demostrado contar con la aprobación del público. No tengo
intención de afirmar que el placer que proporciona la contemplación de personas
heridas, quemadas y desmembradas forma parte de la naturaleza humana. Pero forma
parte de la naturaleza humana prestar una atención fija a visiones y sonidos
excepcionales como la sangre que mana de las heridas, los gritos agudos y los
aullidos. (Aunque después muchos nos apartemos horrorizados).
Una vez más, la cuestión no radica en que disfrutamos instintivamente al ver
sufrir a otra persona, sino que tenemos la capacidad de aprender a disfrutar de ello. El
desarrollo de esta capacidad fue importante para sociedades como la de los
tupinamba y los hurones. Estas sociedades tenían que enseñar a sus jóvenes a
mostrarse implacablemente brutales con sus enemigos en el campo de batalla. Es más
fácil aprender estas lecciones cuando se comprende que el enemigo le hará a uno lo
que uno le ha hecho a él en el caso de caer en sus manos. Sumemos al valor del
prisionero el de su cuerpo con vida, que para el entrenamiento de los guerreros
significaba lo mismo que los cadáveres para los estudiantes de medicina. Luego
aparecen los rituales del asesinato: el sacrificio para satisfacer a los dioses, los
verdugos con su equipo sagrado, la abstención de las relaciones sexuales.
Comprender todo esto significa entender que, en las sociedades grupales y aldeanas,
la guerra es el asesinato ritual, al margen de que el enemigo sea liquidado en el
campo de batalla o en casa. Antes de lanzarse a la batalla, los guerreros se pintan y se
adornan, invocan a los antepasados, toman drogas alucinógenas para contactar a los
espíritus tutelares y fortalecen sus armas mediante hechizos mágicos. Los enemigos
matados en el campo de batalla son «sacrificios» en el sentido de que se afirma que
sus muertes satisfacen a los antepasados o a los dioses bélicos, del mismo modo que
se afirma que los antepasados o los dioses bélicos se sienten satisfechos por la tortura
y muerte de un prisionero. Por último surge la pregunta acerca del canibalismo,
pregunta que, cuando se formula, revela en sí misma un profundo error de
comprensión por parte del que interroga. Las personas pueden aprender que el gusto
de la carne humana les agrada o les desagrada, del mismo modo que pueden aprender
que la tortura les divierte o les horroriza. Evidentemente, existen muchas
circunstancias bajo las cuales el gusto adquirido por la carne humana puede
integrarse en el sistema de las motivaciones que inspiran a las sociedades humanas a
ir a la guerra. Además, comerse al enemigo es, literalmente, extraer fuerzas de su
aniquilación. En consecuencia, es necesario explicar por qué las culturas que no
tienen escrúpulos en matar a sus enemigos se abstienen de comerlos. Pero se trata de
un enigma que todavía no estamos en condiciones de resolver.
Si esta digresión en la relación de costos militares como explicación del complejo
de tortura-sacrificio-canibalismo parece demasiado mecánica, he de agregar que no
niego la existencia de motivaciones psicológicas ambivalentes como las engendradas
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por la situación edípica en las sociedades militaristas de supremacía masculina.
Supongo que la guerra produce emociones contradictorias y significa,
simultáneamente, muchas cosas distintas para los participantes. No niego que el
canibalismo pueda expresar tanto afecto como odio hacia la víctima. Lo que
definitivamente rechazo es la opinión de que las pautas específicas de agresividad
intergrupal puedan explicarse mediante elementos psíquicos vagos y contradictorios,
descaradamente extraídos de las presiones ecológicas y reproductoras específicas
que, en primer lugar, indujeron a las personas a practicar la guerra.
Si volvemos a los aztecas, vemos que la contribución singular de su religión no
fue la introducción del sacrificio humano sino su refinamiento a lo largo de
determinadas sendas destructivas. Lo más notable es que los aztecas transformaron el
sacrificio humano de un derivado ocasional de la suerte en el campo de batalla en una
rutina según la cual no pasaba un día sin que alguien no fuera tendido en los altares
de los grandes templos como los de Uitzilopochtli y Tlaloc. Y los sacrificios también
se celebraban en docenas de templos menores que se reducían a lo que podríamos
denominar capillas vecinales. Uno de estos emplazamientos vecinales, una estructura
baja, circular y de cumbre plana, de alrededor de seis metros de diámetro, quedó al
descubierto durante la construcción del ferrocarril metropolitano de Ciudad de
México. Ahora se encuentra, conservada detrás del cristal, en una de las estaciones
más concurridas. Para ilustración de los viajeros, aparece una placa en que sólo se
dice que los antiguos mexicanos eran «muy religiosos».
Dado que los ejércitos aztecas eran miles de veces más numerosos que los de los
hurones o los de los tupinamba, podían capturar millares de prisioneros en una sola
batalla. Además de los sacrificios cotidianos de pequeñas cantidades de prisioneros y
esclavos en los santuarios mayores y menores, podían realizarse sacrificios masivos
que implicaban centenares y miles de víctimas para conmemorar acontecimientos
especiales. Por ejemplo, los cronistas españoles se enteraron de que en 1487, durante
la consagración de la gran pirámide de Tenochtitlán, cuatro filas de prisioneros de
tres kilómetros de largo cada una fueron sacrificados por un equipo de verdugos que
trabajaron día y noche durante cuatro jornadas. El demógrafo e historiador Sherburne
Cook calculó dos minutos por sacrificio y llegó a la conclusión de que el número de
víctimas relacionadas con ese acontecimiento específico ascendía a 14.100. La escala
de estos rituales podría rechazarse por exagerada si no fuera por los encuentros de
Bernal Díaz y Andrés de Tapia con hileras de cráneos humanos metódicamente
ordenados, y por ello fáciles de contar, en las plazas de las ciudades aztecas. Díaz
escribe que en la plaza de Xocotlán:
había pilas de cráneos humanos dispuestos con tanta regularidad que uno podía
contarlos y los calculé en más de cien mil.
Los postes estaban separados por algo menos de una vara [aproximadamente un
metro] y atestados de varillas en cruz de arriba hacia abajo y en cada varilla había
cinco cráneos atravesados a la altura de las sienes: el que escribe y un tal Gonzalo de
Umbría contaron las varillas en cruz y al multiplicar por cinco cabezas cada varilla de
un poste a otro, como he dicho, descubrimos que había 136 mil cabezas.
Pero eso no era todo. Tapia también describe dos altas torres erigidas
exclusivamente con cráneos unidos con cal, en las que había un número incalculable
de cabezas y mandíbulas.
Las explicaciones tradicionales de la gran escala de esta matanza describen a los
aztecas como un pueblo obsesionado por la idea de que sus dioses necesitaban beber
sangre humana y, en consecuencia, procedían piadosamente a practicar la guerra con
el propósito de cumplir con su sagrado deber. Según Jacques Soustelle:
¿De dónde surgirían más víctimas? Eran primordiales para suministrar a los
dioses su alimento… ¿Dónde se podría encontrar la sangre preciosa sin la cual el sol
y toda la estructura del universo estaban condenados a la aniquilación? Era
primordial continuar en estado de guerra… La guerra no era, simplemente, un
instrumento político: se trataba, sobre todo, de un rito religioso, de una guerra santa.
Pero las guerras santas entre los estados son muy comunes. Los judíos, los
cristianos, los musulmanes, los hindúes, los griegos, los egipcios, los chinos, los
romanos… todos fueron a la guerra para satisfacer a sus dioses o para cumplir la
voluntad de Dios. Sólo los aztecas sintieron que era santo ir a la guerra con el fin de
practicar enormes cantidades de sacrificios humanos. Aunque todos los demás
estados arcaicos, y no tan arcaicos, practicaban carnicerías y atrocidades masivas,
ninguno de ellos lo hizo con el pretexto de que los príncipes celestiales tenían el
deseo incontrolable de beber sangre humana. (Como veremos más adelante, no es
fortuito que los dioses de muchos estados del Viejo Mundo bebieran aguamiel o
ambrosía, comieran rocío y no expresaran ninguna preocupación acerca de dónde
surgiría la próxima comida). Los aztecas estaban tan decididos a capturar prisioneros
para sacrificarlos que frecuentemente se abstenían de aprovechar una ventaja militar
por temor a matar a demasiados contrincantes antes de que pudieran acordarse los
términos de la rendición. Esta táctica les costó cara en los combates con las tropas de
Tan pronto como el corazón había sido arrancado era ofrecido al sol y se arrojaba
sangre hacia la deidad solar. Imitaban el descenso del sol por el oeste y arrojaban el
cuerpo por los escalones de la pirámide. Después del sacrificio, los guerreros
celebraban un gran festín con muchas danzas, ceremonias y canibalismo.
Quizá la forma más persistente de sacrificio humano que se encuentra entre los
estados e imperios primitivos del Viejo Mundo fuera la matanza de esposas, criados y
guardaespaldas, durante los funerales de reyes y emperadores. Los escitas, por
ejemplo, mataban a todos los cocineros, los mozos de caballos y los mayordomos
reales del viejo monarca. También mataban a los mejores caballos del rey, así como a
jóvenes que cabalgarían en ellos en la vida futura. En los primitivos sepulcros
egipcios de Abidos y en los sepulcros reales sumerios de Ur, se han hallado vestigios
de sacrificios de servidores. Los sacrificios de servidores reales cumplían una doble
función. Un rey necesitaba llevarse su corte después de la muerte con el fin de
disfrutar del estilo al que se había acostumbrado en vida. Pero en un sentido más
realista, el asesinato obligatorio de las esposas, los criados y los guardaespaldas de un
soberano le aseguraban que sus asociados más próximos valorarían su vida tanto
como la propia y, por ende, no conspirarían contra su gobierno ni aceptarían la menor
amenaza a su seguridad. Es probable que los chinos, durante la última parte del
segundo milenio anterior a nuestra era practicaran los sacrificios de servidores reales
más numerosos del mundo. Miles de personas eran condenadas a muerte en cada
funeral real. Esta práctica, junto al sacrificio de prisioneros de guerra, fue prohibida
por los Tcheu (1023-257 antes de nuestra era). Durante la dinastía Ts'in, las efigies de
cerámica sustituyeron a personas y animales auténticos. En el 210 antes de nuestra
era, a la muerte de Ts'in Che-Huang-Ti —el primer gobernante de una China
unificada —, 6.000 estatuas realistas de cerámica de tamaño natural, que
representaban soldados y caballos, fueron enterradas en una sala subterránea tan
grande como un campo de fútbol, cerca del sepulcro del emperador.
Lo que destaca en esta visión rápida del sacrificio humano y ritual en las regiones
nucleares de la formación estatal del Viejo Mundo es la falta de una relación estrecha
entre sacrificio humano e ingestión de carne humana. En ninguna parte aparecen
vestigios de un sistema en el cual la redistribución de carne humana constituyera una
de las preocupaciones principales del estado o de sus ramas eclesiástica y militar.
Pausanias de Lidia afirma que los galos, bajo el mando de Combutis y Orestorios,
mataron a toda la población masculina de Callieas, bebieron su sangre y comieron su
carne. Posteriormente se hicieron acusaciones semejantes contra los tártaros y los
mongoles, pero estos informes parecen más relatos de las atrocidades de guerra que
Era una vieja costumbre que cuando estaba por celebrarse un sacrificio todos
fueran al sitio donde se alzaba el templo y llevaran todo lo que necesitarían mientras
durara la fiesta del sacrificio. Todos los hombres llevaban cerveza para esta fiesta.
Todo tipo de ganado vacuno, así como caballar, era sacrificado… y la carne
preparada en una comida sabrosa para los presentes. La fogata se encontraba en el
centro del suelo del templo y sobre ella colgaban las ollas. Las copas llenas eran
pasadas a través del fuego y aquél que ofrecía el festín y era jefe bendecía todas las
copas llenas y la carne del sacrificio.
Gracias a Tácito sabemos que «es costumbre que cada miembro de la tribu dé al
jefe regalos que pueden ser de ganado vacuno o de una parte de sus cosechas», y que
el ganado «es, en realidad, lo más apreciado, sin duda alguna la única riqueza del
pueblo». Como afirma Stuart Piggott, el antiguo relato irlandés «The Cattle Raid of
Cooley» comienza con una escena en la que Alill, jefe de Cruachan, y Medb, su
esposa, se jactan de su riqueza, empiezan por los calderos de hierro, ascienden a
En la época del Imperio Medio (2000 antes de nuestra era), los egipcios
comenzaron a identificar a los cerdos con Set, el dios del mal. Aunque la cría del
cerdo sobrevivió hasta la época posdinástica, los egipcios jamás perdieron su
prejuicio contra el cerdo. Los porqueros egipcios eran miembros de una casta distinta.
Utilizaban sus piaras para esparcirse por algunas millas en la llanura anegable del
Nilo como parte del proceso de sembrado y es posible que esta función útil —sumada
a la disponibilidad permanente de tierras húmedas y pantanos en el delta del Nilo—
pueda explicar la ingestión ocasional de cerdo en Egipto hasta la época de la
conquista islámica. Pero según Heródoto, los porqueros constituían la casta más
…era costumbre matar un gran buey o una gran cabra para dar de comer a un
invitado distinguido. A veces también mataban a una vaca que abortaba o a una vaca
estéril. Atithigva también da a entender que se mataba a las vacas para los invitados.
En los sacrificios se siguen matando muchos animales —vacas, ovejas, cabras y
caballos— y los participantes comen la carne de esos animales de sacrificio.
Y T. H. Shen escribe:
Aunque tanto China como la India han sufrido las consecuencias de milenios de
intensificación, el proceso parece llevado a un extremo mayor en la India. La
agricultura china es más eficaz que la india principalmente a causa de la superficie
mayor cultivada bajo el sistema de irrigación: el 40 por ciento de las tierras de
labrantío en relación con el 23 por ciento de las tierras de labrantío indias. En
consecuencia, la producción media por acre de arroz en China alcanza el doble que en
la India. Dada la disponibilidad del cerdo, el asno, la mula y el caballo y los factores
topográficos y climáticos de producción, en China la intensificación no alcanzó
niveles que exigieran la prohibición total de la matanza de animales por su carne. En
vez de ordeñar a sus animales de tracción, los chinos mataban a sus cerdos.
Aceptaron un poco menos de proteínas animales en forma de carne que las que
podrían haber obtenido en forma de leche si hubiesen empleado la vaca en lugar del
cerdo como animal carroñero.
Tanto los hindúes como los occidentales ven en los tabúes sobre la ingestión de
carne en la India un triunfo de la moral con relación al apetito. Es una peligrosa
interpretación errónea de los procesos culturales. El vegetarianismo hindú no fue una
victoria del espíritu sobre la materia sino de las fuerzas reproductoras sobre las
productivas. El mismo proceso material que fomentó la difusión de las religiones
generosas en Occidente, el fin del sacrificio animal y de los festines redistributivos y
la prohibición de la carne de especies domésticas como el cerdo, el caballo y el asno,
condujeron inexorablemente a la India en dirección a religiones que condenaban la
ingestión de todo tipo de carne animal. Esto no ocurrió debido a que la espiritualidad
de la India superaba la espiritualidad de otras regiones; más bien, en la India, la
intensificación de la producción, el agotamiento de los recursos naturales y el
aumento de la densidad de población fueron empujados mucho más allá de los límites
Butzer admite que con frecuencia estas operaciones requerían «el trabajo
conjunto de la totalidad de la población rural sana de una unidad de cuenca», pero
supuestamente de una sola unidad por vez. Esta conclusión es evidentemente falsa,
Se hicieron intentos para elevar el rendimiento por acre abonando las tierras con
cal y marga, enterrando cenizas de paja con el arado, sembrando más intensamente y
experimentando con nuevas simientes. Pero todo fue en vano. Aunque se incrementó
la producción total, aumentó aún más la población. Entre finales del siglo XII y
principios del XIV, prácticamente se triplicó el precio del trigo, al mismo tiempo que
las exportaciones inglesas de lana aumentaron en un 40 por ciento. La subida del
precio de los cereales significó que las familias que carecían de tierras suficientes
para alimentarse llegaron al umbral de la pauperización o lo cruzaron.
Tal como observé al tratar el tema del crecimiento demográfico entre los
yanomamo, el período inmediatamente anterior e inmediatamente posterior a la
sobrecarga y el agotamiento de un ecosistema preindustrial debería caracterizarse por
los puntos más altos de infanticidio femenino. Aunque esta proposición no puede
comprobarse en el caso de los yanomamo, contamos con datos correspondientes al
período medieval tardío en Inglaterra. Según Josiah Russel, la relación entre menores
de ambos sexos se elevó a un pico de 130:100 entre los años 1250 y 1358, y
permaneció drásticamente desequilibrada durante otro siglo. Naturalmente, dado que
en la tradición judeo-cristiana se consideraba homicidio, los padres hacían todos los
esfuerzos posibles para que las muertes de los hijos no deseados parecieran
puramente accidentales. El estudio de Barbara Kellum referente al infanticidio en los
Cultura y naturaleza
Estoy preparando una obra más técnica (Harris, 1979), con el propósito de
esclarecer mis premisas filosóficas y científicas de carácter general en relación con
los paradigmas alternativos. Una obra anterior (Harris, 1968) expone la historia del
desarrollo del materialismo cultural hasta la década de los sesenta de nuestro siglo. El
tema específico de este libro —la relación de la evolución cultural con las
intensificaciones y los agotamientos— está en estrecha relación con los postulados
teóricos de Michael Harner (1970). Algunos estudiosos que me han precedido al
poner de relieve la relación entre intensificación y evolución cultural son Esther
Boserup (1965), Robert Carneiro (1970), Brian Spooner (1972), Philip Smith (1972),
Colin Renfrew (1974), Richard Wilkinson (1973), M. N. Cohen (1975), y Malcolm
Webb (1975). Importantes diferencias de definición, énfasis y alcance separan mi
enfoque de todos los anteriores. Empero, si todos o algunos de ellos ven en lo que he
escrito un duplicado exacto de una teoría que puedan llamar propia, reconoceré de
buena gana la prioridad de su formulación. Para una visión más amplia de las
diferencias y las semejanzas culturales, véase mi libro de texto (Harris, 1974).
Para las citas completas, véase la entrada en la bibliografía bajo el autor y fecha.
Asesinatos en el Paraíso
El origen de la agricultura
El origen de la guerra
Con respecto a las culturas pacíficas, véase Lesser (1968); sobre la arqueología de
la violencia, véase Roper (1969, 1975). Para la guerra entre cazadores-recolectores,
véase Divale (1972). Para una antropología de la guerra, véase Pried y otros (1968) y
Nettleship y otros (1975). Los tiwi han sido descritos por Hart y Pilling (1960); los
murngin, por Warner (1930); los dani, por Heider (1972). Con respecto a la función
de solidaridad social de la guerra, véase Wright (1965) y Wedgwood (1930). Para la
guerra como juego, véase Lowie (1954). Roben Ardrey es un famoso partidario de la
tesis de la guerra como naturaleza humana. Para una crítica y una refutación rigurosas
de esta posición, véase Montagu (1976). Con respecto a los efectos de dispersión,
véase Vayda (1961, 1971). La cita pertenece a Birdsell (1972, páginas 357-58). Para
los efectos de la guerra moderna sobre la población, véase Livingstone (1968). Para
las pruebas sobre las relaciones entre la guerra y el infanticidio femenino, véase
Divale y Harris (1976). Con respecto al papel de las mujeres en la producción, véase
Las citas pertenecen a Chagnon (1974, págs. 127, 194-195). Para el tamaño de las
colonias, véase Lathrap (1973) y Meggers (1971). Para las proporciones por sexo,
véase Chagnon (1973, págs. 135), Lizot (1971) y Smole (1976). La cita sobre la
disputa por las mujeres pertenece a Chagnon (1968 b, pág. 151); sobre las aldeas
periféricas (1968 b, pág. 114). La cita siguiente corresponde a Lizot (1971, páginas
34-35). Véase Neel y Weiss (1975) y Chagnon (1975). Con respecto a la historia de
los contactos de los yanomamo con los europeos, véase Smole (1976). La cita
anterior corresponde a Chagnon (1968, pág. 33). Debo mucho a Daniel Gross (1975),
Eric Ross (1976) y Jane Ross (1971) en lo que respecta a la discusión sobre las
proteínas animales en el bosque tropical. La fuente que he utilizado con respecto a las
proteínas animales en Estados Unidos es Pimental y otros (1975, pág. 754). La cita
pertenece a Smole (1976, página 175). La historia de Helena Valero aparece en
Blocca (1970). Véase también Siskind (1973).
Con respecto a una exhumación, véase Reed (1975). Para los intentos de
Para los ejemplos sobre el enfoque romántico, véase Morely y Brainerd (1956),
Thompson (1954), Coe (1968) y Covarrubias (1957). Para los datos básicos sobre la
prehistoria mesoamericana, me he basado en Willey (1966) y Weaver (1972). Mis
interpretaciones ecológicas no habrían sido posibles sin la síntesis propuesta por
William Sanders y Barbara Price (1968). Véase también Grennes-Ravitz y Coleman
(1966) y Hammond (1974). Para los cálculos sobre la población maya, véase
Haviland (1969), Sanders (1972) y Cook (1972). Sobre la teoría de los intercambios
comerciales del estado maya, véase Rathje (1971) y para su refutación, véase Price
(1977). El estudio de Lundell (1937) sobre el Petén sigue siendo el mejor de que
disponemos. Para las primeras colonias mayas, véase Gifford (1972) y Grove y otros
(1976). Para la agricultura de poda y quema, véase Cowgill (1962), Boserup (1965),
Meggers y otros (1973) y Conklin (1963). Para el pueblo que se alimenta de
productos que aparecen en los bosques, véase Condominas (1957). Véase también
Puleston (1974), Turner (1974) y Cook (1972). En lo que se refiere a los Brosimun
alicastrum, véase Puleston y Puleston (1971). Véase también Mathenay (1976). Para
la caída de los mayas, véase Culbert (1973). Para la aparición de Teotihuacán, véase
Sanders (1972) y Sanders y Price (1968). Véase Millón (1973), aunque es preferible
ignorar su ataque histérico contra los ecologistas. Para las chinampas, véase Palerm
(1967). Con respecto a las pautas demográficas del Valle de México, véase Parson y
El reino caníbal
El cordero de la misericordia
Para los análisis sobre el canibalismo en el Viejo Mundo, véase Tannahill (1975)
y Sagan (1974). Me he basado en la síntesis sobre los sacrificios humanos de la
Encyclopedia of Religion and Ethics, de Hastings (1921). Véase también Lévi
Carne prohibida
Véase Allchin (1968, pág. 321), Allchin y Allchin (1968, págs. 114, 259),
Hawkes (1973), Marshall (1931) y Thapar (1966). Véase también Prakash (1961,
págs. 15, 16) y Bose (1961, pág. 109). The Cambridge History of India es una fuente
de referencia. Para el período gupta, véase Prakash (1961, págs. 175-176) y Maitz
(1957, págs. 94-95). Con respecto a la demografía histórica, véase Davis (1951),
Spengler (1971) y Nath (1929). Acerca de la deforestación y de la sequía
Mahabharata, véase Bose (1961, págs. 131 y siguientes). Para la ecología cultural del
ganado vacuno en la India, véase M. Harris (1974, 1971, 1966), Raj (1971, 1969),
Heston (1971), Dandekar (1969), Odend’hal (1972) y Embajada de la India (1975).
Véase también Gandhi (1954). Para una discusión sobre la lactasa, véase Harrison
(1975). Véase también Gandhi (1954). En lo que respecta a las comparaciones entre
los ecosistemas de China y la India, véase Buck (1964), Raj (1969), Singh (1971),
Gavan y Dixon (1975), Shen (1951, pág. 290), Phillips (1945), y Sprague (1975). La
cita de Mao corresponde a Raj (1971, página 717). Con respecto al moderno Valle del
Ganges, véase Varma (1967).
La trampa hidráulica
Véase Piggot (1965, págs. 229, 235, 104). En lo que respecta a Roma, véase
Africa (1974). Véase Bloch (1961, 1966). Véase también Wittfogel (1957, pág. 44).
Para la demografía y la economía europea medieval, véase Wolf (1966, pág. 30 y
sgts.) y Van Bath (1963). En lo que concierne a la historia del arado, véase Wailes
(1972). Véase también Wallerstein (1975, pág. 20) y López (1974). Para la «crisis del
feudalismo», véase Wallerstein (1975, pág. 21 y sgts.) y Postan (1972). Véase
también Wilkinson (1973, págs. 76-77).
En lo que respecta al infanticidio, véase Russel (1948), Kellum (1974), Langer
(1974), Trexler (1973a,b), Shorter (1975, pág. 168 y sgts.) y Dickeman (1975). Para
brujería, mesianismo y revueltas campesinas del 1300 al 1500, véase M. Harris
(1974). Para la relación entre la Peste Negra y la crisis ecológica del feudalismo,
véase Russell y Russell (1973. También Nohl (1961). En lo que respecta a la
tecnología china, véase Needham (1970), Needham y Ling (1959), Elvin (1974) y
Wittfogel (1957, págs. 78, 329).
La burbuja industrial