Símbolos en La Ciudad Lecturas de Antropología Urbana
Símbolos en La Ciudad Lecturas de Antropología Urbana
Símbolos en La Ciudad Lecturas de Antropología Urbana
Lecturas de antropología
urbana
www.uned.es/publicaciones
Introducción
5. El intruso en su ciudad
Referencias citadas
INTRODUCCIÓN
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SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA
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INTRODUCCIÓN
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INTRODUCCIÓN
nuestros trabajos posteriores hayan seguido por esa misma senda de análi-
sis (ver Velasco et al., 2006).
Excepto en el maquillaje de pequeños detalles y la actualización de refe-
rencias, me he abstenido de modificar sustancialmente los artículos origi-
nales. También he optado por mantener, en el capítulo 4, los mexicanismos
y la jerga local. Si el precio a pagar es un cierto regusto de anacronismo o
extemporaneidad, pido de antemano la benignidad del lector. Ya no escri-
biría estos artículos exactamente como lo hice; pero así los escribí.
La lista de mis deudas como investigador es demasiado larga para sal-
darla en breves líneas. El estudio sobre las fiestas madrileñas que dió lugar
a los capítulos 2 y 3 fue financiado con una beca de FPI del Ministerio de
Educación y con un proyecto de la Comunidad de Madrid (HO02-91). La
estancia en México fue posible por una beca de la UAM-Iztapalapa y la
Rockefeller Foundation. Y los materiales para el capítulo 1 fueron elabora-
dos durante el disfrute de una estancia en el Centro de Estudios
Latinoamericanos y el Departamento de Antropología de la Universidad de
Chicago, con una invitación de la Tinker Foundation. Tanto en el Programa
de Estudios Urbanos de la UAM-I, como en la Universidad de Salamanca,
el Departamento de Antropología Social y Cultural de la UNED y la SibE-
Sociedad de Etnomusicología, he gozado del privilegio de contar con exce-
lentes colegas y amigos cuyas ideas se reflejan en este texto. En particular
quiero singularizar a Ángel Díaz de Rada y Honorio Velasco, por su gene-
rosidad. Las trazas del magisterio de Jose Luis García, Néstor García
Canclini, Jesús Martín Barbero, James Fernandez, Germán Rey, Gonzalo
Abril, Renato Ortiz, Eugenio Fernández, Ruth Finnegan y Bruno Nettl
acaso se vean más (¡o menos!) de lo que yo he sabido reconocerles; estoy
seguro que ellos sabrán pasarlo por alto. Maritza Guaderrama fue siempre
mi apoyo en el campo, la calle y la casa. Y en cuanto a mis otros muchos
deudores, me limitaré a pedirles lo que los campesinos boyacenses al decir
adiós a sus visitas: «Vayan perdonando».
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También hubo una contribución importante de antropólogos en las formulaciones de la Escuela
de Chicago, como por ejemplo las de Robert Redfield y Milton Singer. En puridad, en la formación de
este núcleo de pensamiento e investigaciones empíricas sobre la ciudad lo que se produjo fue un inter-
cambio fértil entre autores provenientes de disciplinas diversas —la psicología social, la filosofía, la
sociología, la antropología y la historia—, conformando un campo interdisciplinar que eventualmente
viene a ser denominado como «estudios urbanos» (Sennet, 1969).
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Como hace notar Richard Sennet, un agudo comentarista de la obra de estos clásicos, «Simmel
llegó a un retrato de las características de la vida de la ciudad moderna muy similar al de Weber en
cuanto a la impersonalidad, las burocracias sin rostro y los procesos racionales del mercado. Pero
Simmel pensaba que estos rasgos eran el producto de una condición urbana de naturaleza psicosocial,
mientras que Weber creyó que eran el producto de esa confluencia de fuerzas económicas y no econó-
micas denominada capitalismo moderno. Simmel también entrevió posibilidades de vida en estas ciu-
dades que el argumento indirecto de Weber ni siquiera contemplaba» (1969: 9).
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El modelo wirthiano
Quien sin duda dió una forma canónica al estudio del urbanismo fue
Louis Wirth (1938). Wirth modelizó y sintetizó, en forma de tipo ideal,
algunas de las enseñanzas principales recibidas de Park y Simmel. Al
decir que es un tipo ideal, se asume que se trata de una representación
prototípica de un fenómeno determinado; los casos empíricos siempre
diferirán, en grados diversos, respecto del modelo, que sólo persigue
representar en forma abstracta sus parámetros fundamentales. Wirth
trató de definir la realidad de la vida urbana a partir de tres variables: el
tamaño, la densidad y la heterogeneidad de los asentamientos; es bien
conocida su sintética definición de ciudad como «un asentamiento relati-
vamente grande, denso y permanente de individuos socialmente hetero-
géneos» (1969: 148). Según advierte, se trata de una definición sociológi-
ca porque no se limita al número de habitantes o los límites territoriales
de la ciudad, de naturaleza administrativa y por tanto arbitrariamente
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establecidos. A lo largo del texto irá atribuyendo los variados rasgos del
urbanismo como modo de vida a alguna de esas variables, o a una com-
binación de ellas. El elevado tamaño de la población sería responsable de
la existencia de variación interna, segregación espacial, sustitución de
vínculos de solidaridad por controles formales de conducta, anonimato y
escaso conocimiento interpersonal, relaciones humanas parcializadas
(vínculos secundarios), reserva e indiferencia entre los individuos, ano-
mía, relaciones «predatorias» e instrumentales entre los sujetos, exten-
sión del principio de mercado a todos los ámbitos de la vida, elevada divi-
sión del trabajo y funcionamiento político por delegación. La densidad
implica, por su parte, una diferenciación y especialización internas, la
combinación de «contactos físicos estrechos» y «contactos sociales dis-
tantes», fuertes contrastes entre grupos de diferente estatus, disociación
de lugares según funciones, segregación residencial, una actitud relativis-
ta y tolerante ante la desviación y la diversidad, el imperio de controles
formales como el reloj o el semáforo, soledad y estrés. La heterogeneidad
social y cultural, por último, conlleva la organización según clases socia-
les más que por castas o estamentos, movilidad social y residencial, una
actitud de aceptación del cambio, refinamiento y cosmopolitismo, la posi-
bilidad de establecer pertenencias múltiples, una rotación rápida en las
relaciones que obstaculiza su intimidad y estabilidad, el debilitamiento de
los vínculos de vecindad, fenómenos de sugestión de masas, la desperso-
nalización asociada a la producción en serie, la economía monetaria, el
triunfo de la propaganda. Como puede apreciarse, esta pintura reunía
diversos tópicos evolutivos sobre el paso de las sociedades de status al
contrato (Maine), de las relaciones primarias a las secundarias, de la
comunidad a la sociedad (Tönnies), de la solidaridad mecánica, basada en
la similitud entre unidades sociales, a la orgánica, basada en su especiali-
zación y en la división social del trabajo (Durkheim). Su tono era más
bien pesimista, sin la fascinación que Robert Park mostrara hacia las ili-
mitadas posibilidades de desarrollo de un hombre liberado de ataduras en
el nuevo medio urbano:
La superficialidad, el anonimato y el carácter transitorio de las relaciones
sociales urbanas hace inteligible, también, la sofisticación y la racionalidad
que generalmente se atribuye a los habitantes de la ciudad. Nuestros cono-
cidos tienden a estar en una relación utilitaria con nosotros, en el sentido de
que el papel que cada uno de ellos juega en nuestra vida es considerado
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En este texto, Wirth exhibe una autocrítica en línea con las que algunas décadas más tarde hará
la propia antropología urbana:
Así como las ciudades difieren entre sí, también los asentamientos rurales difieren unos de
otros. En cuanto a cada uno de mis criterios de la vida urbana —tamaño, densidad, perma-
nencia y heterogeneidad—, las ciudades representan un vasto continuum que se va desdibu-
jando según nos aproximamos a los asentamientos no urbanos. Lo mismo es cierto para los
asentamientos de tipo rural, ya se trate de poblaciones rurales no agrícolas, aldeas o granjas
dispersas. Apilar junta la gran variedad de ciudades y asentamientos rurales oscurece más de
lo que revela sobre las características distintivas de cada uno. Establecer conceptos típico-idea-
les bipolares como yo lo he hecho —y muchos otros antes que yo—, no prueba que la ciudad
y el campo sean fundamental y necesariamente diferentes. No justifica tomar las característi-
cas hipotéticas atribuibles a los modos de vida rural y urbano como hechos establecidos, como
a menudo ha ocurrido. Sólo sugiere ciertas hipótesis que han de ser comprobadas a la luz de
una evidencia empírica que debemos reunir asiduamente. Desgraciadamente, no contamos
con esa evidencia hasta el punto de poder contrastar críticamente ninguna de las hipótesis
propuestas (1969: 166).
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Las convenciones que atan entre sí a las personas son más bien tácitas
que explícitas y contractuales. Se espera que la otra persona responda a las
situaciones de la misma forma que uno, y se la trata más como a una per-
sona que como una cosa. De hecho, esta tendencia se extiende de forma
que también las cosas son a menudo tratadas como personas. Más aún: las
relaciones no son sólo personales, sino familiares. Las relaciones se con-
ceptualizan y categorizan en los términos de un universo de lazos de
parentesco, que crean las diferencias que llegan a existir entre esas rela-
ciones. «Los parientes son las personas modelo para todas las experien-
cias».
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una imagen invertida, una puesta del revés del tipo urbano que la escuela
chicaguense estaba estableciendo4.
El trabajo de Redfield, que se desarrolló hasta los años cincuenta,
habría de matizar los polos de la dicotomía para dar cabida a tipos inter-
medios, entendidos como un gradiente de urbanización. Además, Redfield
iría desplazando el énfasis ecológico de los de Chicago por el espacio urba-
no hacia un énfasis más antropológico en las civilizaciones como objeto de
análisis —es decir, fijándose no tanto en la discontinuidad entre campo y
ciudad como en la articulación cultural que se produce entre ambos, en pro-
cesos de larga duración—. La ciudad es el centro intelectual y ceremonial
donde se refina y desarrolla una «Gran Tradición» de las élites a partir de
—o en conflicto con— las diversas «pequeñas tradiciones» regionales de su
entorno. En un artículo escrito con Milton Singer en 1954, «El papel cultu-
ral de las ciudades», trataron de mostrar la variedad de formas en que histó-
ricamente se habría producido esa relación entre los grandes núcleos urba-
nos y sus áreas campesinas o aldeanas de influencia. Por un lado estarían las
antiguas ciudades ortogenéticas, centros intelectuales y ceremoniales de clé-
rigos, astrónomos, imanes y sacerdotes cuya función habría sido «desarro-
llar hacia dimensiones sistemáticas y reflexivas una vieja cultura». Por el
contrario, las ciudades heterogenéticas serían aquellas que —tanto antes
como sobre todo después de la extensión de un sistema económico mundial
o ecúmene universal— «crean modos originales de pensamiento que poseen
autoridad más allá de, o en conflicto con, las antiguas culturas y civilizacio-
nes». En ambos casos las ciudades serían centros de cambio cultural, si bien
de distinto modo. Ciudades ortogenéticas como Pekín, Quito, Delhi o Kioto
transforman la cultura folk en su versión civilizada, depurada y erudita:
La ciudad ortogenética no es estática; es el lugar en el que especialistas reli-
giosos, filosóficos y literarios reflejan, sintetizan y crean, a partir del mate-
rial tradicional, nuevos arreglos y desarrollos que son sentidos por la gente
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Redfield lo explica del siguiente modo:
«Este tipo es ideal, es una construcción mental. Ninguna sociedad conocida se corresponde de
modo preciso con él, pero las sociedades que han constituido el principal interés de los antro-
pólogos son las que más se le aproximan. La construcción del tipo se apoya, de hecho, en el
conocimiento especializado de grupos tribales y campesinos. La sociedad folk ideal se podría
definir ensamblando, en la imaginación, los rasgos lógicamente opuestos a los que cabe encon-
trar en la ciudad moderna, siempre que antes tuviéramos un conocimiento tal de las gentes no
urbanas que nos permitiera determinar cuáles son, realmente, los rasgos característicos de la
vida urbana moderna» (1969: 181).
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como derivados de lo antiguo. Los nuevos cambios no se ven más que como
una reafirmación de lo que ya había antes (1969: 213).
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La posición de Redfield respecto a la relación entre relaciones de mercado y cambio heterogené-
tico es muy matizada. Escribe:
«La presencia del mercado no es por sí misma un factor de cambio heterogenético. Regulado
por la tradición, mantenido por tales costumbres y rutinas durante largos periodos de tiempo,
el mercado puede florecer sin cambio heterogenético. En la ciudad musulmana medieval
encontramos una ciudad ortogenética; el mercado y el encargado de vigilarlo sometían las acti-
vidades económicas a una definición cultural y religiosa explícita de las normas. En el occi-
dente guatemalteco, quienes vienen al mercado apenas se comunican excepto a lo tocante a com-
prar y vender, de modo que el mercado tiene un rol heterogenético escaso. Por otra parte, en
muchos casos el mercado proporciona ocasiones para que gentes de tradiciones diversas puedan
comunicarse y discrepar; y también en el mercado se produce ese intercambio sobre la base de
estándares utilitarios universales que resulta neutral a órdenes morales particulares, y de algún
modo hostil a todos ellos» (1969: 213).
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«Puede ser el caso que en la historia de cada civilización haya, por fuerza, urbanización secun-
daria. En la civilización occidental moderna las condiciones son tales que hacen de la urbanización
secundaria la regla. Pero incluso en civilizaciones más antiguas no resulta fácil encontrar ejemplos
cabales de urbanización primaria —a causa de múltiples interacciones, de fluctuaciones violentas en lo
económico y lo militar, de conflictos y competencia entre ciudades y dinastías, así como de las incur-
siones de nómadas—» (1969: 218).
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Este temor [del ratón de campo] expresa la idea de sentido común sobre las
diferencias entre la vida en el campo y la ciudad. La primera es tranquila
pero aburrida, mientras que la vida en la ciudad tiene variedad, estímulo y
temor. La gente del campo es llana y moral. Se conocen y se preocupan
unos de otros. En realidad, saben tanto unos de otros que hay poca o nin-
guna privacidad. Mientras que las preocupaciones materiales, la soledad y
la privacidad son las marcas de la vida urbana, en el campo la vida «se hace
con los demás» [...]
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En cursiva en el original. Se refiere a los antiguos edificios del centro de la ciudad con patio o
corrala en el interior, que fueron progresivamente fragmentados y ocupados por familias de estratos
populares.
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Hay que tener en cuenta, no obstante, que ambas, pese a su horizonte mundial, se limitan de
hecho a tratar de la bibliografía aparecida en inglés y fundamentalmente en el entorno de la academia
angloamericana. La representación de textos importantes de la bibliografía latinoamericana, europea,
africana y asiática es casi inexistente —se buscará sin encontrarla referencia a la obra del argentino
Néstor García Canclini, el brasileño Gilberto Velho, el francés Gerard Althabe o la italiana Amalia
Signorelli—. Una ironía especialmente sangrante en una disciplina que declara dedicarse al estudio de
las ciudades «beyond the West» (cf. Gugler, 2004).
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Sanjek se refiere a la partición temática de la antropología general en antropología médica, antro-
pología del género, antropología cognitiva, antropología de la educación, antropología simbólica, antro-
pología del parentesco, antropología política, etcétera.
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En revisiones anteriores, Fox (58, 59), Jackson (88) y Gulick (73) abogaron
por una antropología de la ciudad, en lugar de una en la ciudad. Argumen-
taron que la distinción no es «trivial o nimia», (73: xiv), sin embargo su
perspectiva ha sido acusada de esencializar la ciudad como institución, y de
identificarla por medio de cosas como la densidad de población, las cuali-
dades o apariencia física distintiva y los estilos de interacción social (136).
Yo no estoy argumentando a favor de un esencialismo de la ciudad, pero sí
de atender a las relaciones sociales, símbolos y economías políticas que se
manifiestan en ella, y de contemplar «lo urbano» como un proceso, más que
como un tipo o categoría.
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Publicado originalmente como «Notas sobre la problemática del concepto de ritual en el estudio
de las sociedades contemporáneas» (1999). En: Salvador Rodriguez Becerra (coord.) Religión y cultura.
Sevilla: Fundación Machado, págs. 1-19.
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Ciertamente, puede argumentarse que esta labilidad del ritual para absor-
ber los residuos de otras categorías de explicación —para convertirse en
una especie de categoría comodín— estaba ya presente en las descripciones
del siglo diecinueve; según Gumperz, constituía en gran medida «un térmi-
no de refugio para catalogar las prácticas que el antropólogo no podía
entender en otros términos» (1975: xii). Así, desde su nacimiento el ritual
habría sido concebido por exclusión: aquellos comportamientos estereoti-
pados y recurrentes en los que la relación medios-fines no es explícita ni
obedece a una clara racionalidad instrumental.
Esta evolución constituyó un progresivo enriquecimiento del concepto,
pero también su estiramiento para dar cabida cada vez a nuevos compor-
tamientos y funciones. Así, la noción de rito de paso acuñada por Arnold
Van Gennep incluirá los procedimientos simbólicos que marcan la trans-
formación del status de los individuos a lo largo de su ciclo vital o en su
tránsito por diferentes estamentos institucionales; el ritual de intensifica-
ción, los comportamientos colectivos tendentes a la expresión o exaltación
de los vínculos corporativos, más allá de cualquier atribución de eficacia
Cementerio de San Isidro (Madrid). Beber en la fuente del Santo sigue siendo
un acto central de la romería.
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Quizá haya sido Victor Turner (1982) quien más ha abogado por este
tipo de contemplación de la vida social en términos de drama, y la de éste
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a su vez en términos de ritual, hasta el punto de que sus críticos han visto
en esa sobreextensión un intento de liminalizar toda la vida social más allá
de la acotación de la eficacia simbólica a los tiempos y modos del ritual
prescrito. Uno de esos críticos ha sido Max Gluckman, quien en aras de la
claridad analítica propone conservar las distinciones entre ritual, ceremo-
nia, drama y juego de reglas o competición:
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estudio. Lo que es preciso meditar son los límites que no debemos traspa-
sar en ese diálogo necesario entre universos conceptuales no siempre coin-
cidentes y que a mi juicio se cifran en el desarrollo por parte de la antro-
pología de una noción de cultura local bajo condiciones universales de
modernidad.
En lo que sigue daré una muestra del tipo de tratamiento del ritual que
me parece que conserva un valor heurístico de cara al análisis de fenóme-
nos de la sociedad contemporánea. Lo propio de tales usos de «ritual» resi-
diría en que no se agotan en una mera recalificación de los comportamien-
tos que describen, sino que, por ese medio, también los iluminan en algún
aspecto. En esa medida, suponen una actualización válida de la tradición
teórica de la antropología del ritual.
Dicho modelo se basa en tres soportes: (1) La distinción goffmaniana
entre reglas de conducta sustantivas vs. expresivas, una distinción que
extiende eficazmente su ámbito de aplicación más allá de las situaciones
estricta y solemnemente ceremoniales. (2) La visión procesual del ritual
como una secuencia que manipula de una diversidad de modos —tanto en
la dirección de la formalidad extrema como en la del extremo desorden—
las normas sociales convencionales. Esta visión del ritual como un corte
temporal que da pie a varias modalidades de conducta se opondría a otras
visiones más tipológicas que insisten en la discontinuidad entre ellas (p. ej.,
entre rito religioso, ceremonia profana, juego, festival, teatro y etiqueta). (3)
La noción de Tambiah del ritual como un polo de conducta sin solución de
continuidad con otras formas de acción social y caracterizado por su natu-
raleza performativa —es decir, comunicativamente eficaz—. Me detendré
brevemente en cada uno de estos puntos.
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Es decir, más allá de los usos limitados, circunscritos, del ritual en situa-
ciones reconocidas como tales, Goffman identifica un ámbito general de
aplicación de convenciones expresivas en la interacción ordinaria al que
concede una extrema importancia de cara al mantenimiento y reproduc-
ción del orden social. De hecho, sus modos favoritos de detectar la existen-
cia y reconstruir el funcionamiento de dicho orden son, sea la trivialidad,
sea la transgresión: enfermeras que cierran la puerta a sus enfermos, casua-
les interrupciones de la conversación, un blanco que toma asiento junto a
un afroamericano en un autobús.
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La eficacia del ritual es, desde la definición clásica de Mauss («Actos tra-
dicionales eficaces que versan sobre cosas llamadas sagradas»), caballo de
batalla de la interpretación antropológica (1970: 142). La larga andadura del
concepto es indisociable de una especie de giro o atajo interpretativo por el
cual las acciones de los participantes son analizadas en términos simbólicos,
es decir, por referencia a sentidos que no son reductibles ni a una relación
instrumental de medios/fines ni a una acción comunicativa intencional. Los
debates sobre el valor de «ritual» tienen que ver con este giro interpretativo,
a veces sólo implícito —hasta el punto de que algunos autores ven en él la
seña distintiva de la antropología frente a otras disciplinas afines:
Independientemente de lo razonables y utilitarias que puedan resultar las
justificaciones que los miembros de una cultura dan a sus prácticas, el
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Publicado originalmente como «Símbolos en la ciudad. La caravana de los animales» (1994).
Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, XLIX(1):39-69.
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Para esta breve reconstrucción me he servido de distintas fuentes —que refieren en ocasiones
unas a otras, aunque sin citarse—: Caro Baroja, 1986; Azorín, 1984; Montoliú, 1990.
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A este joven trasunto del santo, tocado con barba postiza y «un manto
de estera pintarrazada», se le montaba sobre el cerdo-rey y se le coronaba
rey de los cochinos con la misma corona de ajos y guindillas que momentos
antes lucía puesta el animal. Se desplazaban entonces a la iglesia de San
Antón donde, por intermedio de su rey, solicitaban a los religiosos la ben-
dición para la cebada y la paja que llevaban como alimento de sus ganados,
y para los panecillos que aquéllos habían preparado, marcados por los sím-
bolos del santo: el báculo con la letra tau, un cerdo con una campanilla, o
la campanilla sola. La celebración se prolongaba luego hasta altas horas
con hogueras y bailes.
Paradójicamente, conocemos estos hechos a través de las provisiones y
disposiciones dictadas durante los siglos XVII y XVIII para restringirlos,
reprimirlos o modificarlos: un bando de 1619 «disponiendo que la fiesta se
celebrara fuera de la villa»; otro de 1697 «prohibiéndola terminantemente»;
el mismo, repetido en 1722 «por no haber hecho caso de su publicación
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anterior» (Caro Baroja, 1986: 338). Años más tarde volvería a ser permiti-
da, pero ya limitada a la romería y la bendición.
Hacia 1725 se reanudó la costumbre de bendecir panes, cebada y ani-
males, si bien estos últimos dejaron de atravesar la ciudad. En tiempos de
Bonaparte se interrumpió de nuevo, para alcanzar un gran auge, según
Pedro Montoliú (1990: 46), durante el reinado de Isabel II, con embotella-
mientos de carruajes en torno al templo, charangas, presencia de los famo-
sos de la época y reseñas en los periódicos. Fue por entonces cuando la
masiva afluencia de público obligó a fijar un amplio itinerario de varias
manzanas en torno a la iglesia para la realización de las vueltas.
La pintura que la literatura de costumbres hace de la romería hasta la
época de la República y la Guerra Civil es la de unos romeros que condu-
cen sus caballerías, adornadas con flores de papel y cencerros al cuello, en
un entorno de guirnaldas, farolillos, puestos de venta ambulante y golosi-
nas verbeneras. Una imagen que contrasta considerablemente con los
intentos de reactivación de la fiesta durante la posguerra, a partir de los
años cuarenta. Al grueso de la caravana, formada esta vez por perros y
gatos, se incorporaron elementos como un pregón, algunos animales del
circo Price, los alumnos de las escuelas hípicas y la Guardia de Franco. A
finales de los sesenta se suspendieron las vueltas, para evitar el corte del
tráfico, aunque se siguiera bendiciendo a los animales desde la ventana
exterior de la parroquia.
Es bien conocido el proceso de reactivación de las fiestas que, a finales
de los años setenta y comienzos de los ochenta, se asoció, en Madrid y en
toda España, al advenimiento de las primeras administraciones municipa-
les democráticas. En el caso madrileño, ya desde el último gobierno muni-
cipal de UCD resulta perceptible (por ejemplo, en la prensa de la época) ese
interés por lo que entonces se llamó «la recuperación». Primero obtuvieron
resonancia algunas fiestas de barrio, como las del Dos de Mayo en
Malasaña, o las de Vallecas. Luego se consiguió ampliar y dar relieve a las
patronales de San Isidro. A continuación aparecieron los Carnavales, las
fiestas de los distintos distritos, los Veranos de la Villa, las Fiestas de la
Comunidad. En 1983 el alcalde Tierno Galván leía el pregón de San Antón,
facilitando en 1985 el corte de calles para hacer las «vueltas». En cada uno
de esos casos el proceso fue diferente. Algunas celebraciones tuvieron su
origen en una intensa actividad de organizaciones cívicas y vecinales, más
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Si bien el caso español posee facetas propias, conectadas principalmente con la transición
política y la instauración de administraciones autonómicas, esta reactivación ha sido general en
toda Europa. Jeremy Boissevain ha tratado de explorar sus causas, destacando sobre todo las reac-
ciones locales a la modernización, la emigración, la pérdida de poder de las instituciones eclesiás-
ticas y la democratización de algunos Estados. Lo característico del proceso sería, a su juicio, un
progresivo protagonismo del juego sobre el ritual (Boissevain, 1992).
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Mayor. Posando para los fotógrafos, el alcalde mira hacia proscenio, son-
riente, mostrando este regalo institucional que se viene repitiendo en los
últimos años. Antes de retirarse, besa públicamente la reliquia del santo. El
párroco bromea hacia la audiencia: «Es para que bendiga a todos los ani-
males, ¿eh?»14.
Esta actitud desenfadada del cura se acentúa, si cabe, el día de la fiesta,
salpicando con agua bendita a sus feligreses, entre bendición y bendición
de perros y gatos, diciendo «¡los hombres somos animales... racionales!»,
haciendo bromas a los niños, hablando con los animales que se resisten a
dejarse bendecir. A lo largo de la mañana se bendice desde la capillita que
14
Como puede apreciarse en este punto, el estilo que he decidido adoptar en esta descripción es el
caracterizado por Renato Rosaldo como realismo etnográfico: «una amalgama de observaciones y entre-
vistas repetidas, que intenta perfilar un acontecimiento al mismo tiempo como específico de, y como
general en, una particular forma de vida. Tales relatos agrupan materiales dispares, confiando en que
el patrón que revelan represente la forma universal» (1986: 100). La inclusión de particularidades casua-
les e irrepetibles, como la actuación de un pregonero en concreto, resulta necesaria en nuestro caso para
recuperar algo de la viveza y el sentido suspensivo de acontecer temporal que se da en toda fiesta, y que
tan bien sabe recoger la narrativa novelística.
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Ésta es sólo una de las formas iconográficas de representar a san Antón, si bien la preferida por
los fieles. Preguntado por la importancia de la reliquia y las imágenes del santo en el culto, comenta el
padre Villar: «El papel que juega la reliquia, ninguno, que la gente se ve como más cerca de San Antón.
El Santo más que otra cosa es lo que se llama hoy los medios audiovisuales, el Santo es como visuali-
zar algo que quieres ver. A la gente le gusta siempre ver a San Antón con el cerdito».
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bien que se están portando los animales, a ver si los humanos nos portamos
tan bien como ellos!».
Una agrupación de castizos llevaba un pato ataviado con un gran collar.
Seguían las bandas de trompetas y timbales a caballo de la Policía y la
Guardia Civil, interpretando frente a las tribunas aplaudidos solos de cla-
rín. Coches de caballos de distintos cuerpos del ejercito, montados por chu-
lapos y chulapas. Una jaula con palomas de la Unidad Colombófila del
Ejército. Varias cabras del zoo de la Casa de Campo. Una pantera negra
(enjaulada) del zoo de Parquegrande.
La tercera vuelta, preceptiva según la tradición, realmente no la dio
nadie. Las autoridades ya se habían marchado, los caballos y carrozas fue-
ron descolgándose de la cabalgata poco a poco, y ya nadie atendía, porque
el público se aglomeraba en torno a los puestos donde un sponsor distribuía
gratis alimento para animales. La cebada de antaño ha venido a ser susti-
tuida por latas de Pal para perros, gatos y canarios.
Como cierre del acto, el comentarista invitó a los participantes a regre-
sar al año siguiente:
Que el año que viene vengan muchos más animales, los animales de verdad;
los que están haciendo el animal por ahí que dejen de hacer el animal; y que
vengan los animales irracionales aquí, tan buenos y tan magníficos como
han venido hoy, sin problemas, sin organizar follones, y como si no fueran
unos perros españoles.
Una vez al año, esta romería focaliza nuestra atención sobre los ani-
males y su mundo de significaciones. Dentro de ese mundo, es lógico que
hoy día sean los animales de compañía quienes han cobrado un lugar pre-
dominante; pero la cabalgata incluye también otros, evocadores de varia-
das formas de relación entre hombre y animal. El lugar estelar lo ocupa
desde hace unos años ese cerdo que hemos presentado más arriba, y que
viene a recrear, en vivo, una antigua imaginería festiva. Su presencia
constituye un elemento de continuidad entre la celebración actual y sus
presuntos orígenes, conectando entre sí el conjunto de los símbolos:
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santo, panecillos y animales. Podemos decir con Víctor Turner (1980: 33)
que es un símbolo dominante porque, como vamos a ver, condensa algu-
nos de los sentidos más importantes del ritual. También podríamos decir,
parafraseando jocosamente a James Fernández (1994), que este cerdo
anuda los tiempos, evocando en mitad de nuestras calzadas de asfalto una
ficticia continuidad con el Madrid premoderno en que los puercos aun
andaban sueltos por las calles16. En cualquier caso, es un útil pretexto
para tratar de hacer visible, a través de él, el abanico de temas implícitos
en la etnografía que acabo de exponer.
Desde luego, la fiesta antigua y su ritual de coronación del rey de los
cochinos se prestan muy bien a una lectura bajtiniana en términos de
ambivalencia, dado que tanto la inversión carnavalesca de la autoridad
como la bendición protectora del alimento venían a converger sobre las
figuras de San Antón y de su cerdo. Como señaló Mijail Bajtín, en nume-
rosas prácticas medievales como la risa pascual, la fiesta de los locos, las
diabladas y las parodias sacras, también los personajes y actos sagrados del
culto oficial servían como motivo para el regocijo carnavalesco (1988: 19,
72). Esta pauta, calificada de risa popular y realismo grotesco, sería a su jui-
cio característica de toda la cultura popular prerrenacentista. Bajtín defi-
ne el estilo grotesco como un sistema de imágenes que desdibuja las fron-
teras de las formas vegetales, animales y humanas, subrayando la
continuidad entre los seres de un universo en proceso constante. Una tal
comprensión carnavalesca del mundo coloca en primer plano lo material,
la risa y el cuerpo como principios regeneradores. Por eso su lógica es la
del rebajamiento y la inversión, la de poner «el mundo del revés» transfi-
riendo todas las cosas al lenguaje paródico de lo bajo e inferior: la tierra,
la tumba, las heces, la comida, lo carnal. Pero, nos avisa este autor, hay
que cuidarse de ver en ello un sentido crítico-moral de negación e impug-
nación abstracta, propio del pensamiento moderno y ausente en el grotes-
co medieval. Lo peculiar de tales injurias, rebajamientos, parodias, inver-
siones, degradaciones, profanaciones, coronaciones y derrocamientos
bufonescos era su ambivalencia. Degradaban y mortificaban a la vez que
regeneraban y renovaban (1988: 5 ss.).
16
Al parecer, esto fue frecuente hasta el siglo XVIII, pese a provisiones en contra desde la época
de los Reyes Católicos (cf. Montoliú, 1990: 42).
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Fuera como fuere en la fiesta de los porqueros, lo cierto es que esta idea
bajtiniana de la ambivalencia del rebajamiento (la idea de que lo «inferior»
pueda ser ritualmente regenerador), es innegablemente sugestiva como
punto de partida para el análisis del caso que nos ocupa. Pues también la
fiesta que actualmente celebramos consiste en poner en primer término,
como en un mundo del revés, a esos que ordinariamente aparecen como
inferiores nuestros (inferiores en la escala evolutiva y en la ordenación
social del mundo).
Varios conceptos de la antropología han subrayado también el hecho
de que algunos rituales implican una suspensión radical de las normas,
jerarquías y modos de comportamiento ordinarios. Durante tal suspen-
sión, acotada temporal y situacionalmente, aspectos de la cultura por lo
común negados o subordinados pueden hacerse explícitos, y hasta se pres-
criben, dejando espacio a la licencia, el sinsentido, el absurdo, el desorden
y el trastocamiento de roles y fronteras sociales que, fuera del contexto
ritual, resultan impermeables. Max Gluckman agrupó bajo el término ritos
de inversión aquellas ocasiones prescritas en que los principios dominan-
tes de la estructura social y las figuras que encarnan poder y autoridad son
temporalmente degradados o depuestos en su status. Frente a los análisis
del primer estructural-funcionalismo, proclive a ver en toda conducta
expresiva una manifestación directa del orden social, para Gluckman el
ritual sirve a la expresión de los conflictos, si bien de una manera subli-
mada y ordenada. No obstante, «conflicto» no se refiere aquí principal-
mente a las luchas abiertas o las situaciones normales de competencia
entre individuos, sino a «discrepancias fundamentales entre los principios
sobre los que se basa una sociedad»; a incompatibilidades e inconsisten-
cias lógicas y pragmáticas, derivadas de las propias normas estructurales
de la organización social (como, por ejemplo, las que genera sobre una
esposa zulú la alternativa entre patrilinealidad por un lado y fidelidad al
linaje de procedencia por otro). Paradójicamente, la explicitación de tales
principios conflictivos por medio de los símbolos rituales constituiría un
mecanismo reparador para asegurar el mantenimiento del sistema. En la
visión de Gluckman, los rituales de rebelión desembocan en la restaura-
ción renovada del orden (1978: 265 ss.).
Yendo más allá en esa misma línea de cuestionamiento del estructural-
funcionalismo, del cual también procedía, Victor Turner acuñó el concep-
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La communitas turneriana conserva no obstante ecos de la Gemeinschaft de Tönnies. Sobre la
oposición Gemeinschaft vs. Gesselschaft, véase Dumont, 1987: 142, 147; también Parsons, 1968: 836.
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Un cerdo singular
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Sobre el ritual como argumento de imágenes capaz de proporcionar identidad mediante predi-
caciones metafóricas y entrelazado de tiempos, ver Fernández, 1986, 1994 y 2006.
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No obstante, ese gran cerdo que tan bien ejemplifica la categoría «ani-
mal» no es, según nos avisaba el párroco, un cerdo cualquiera. Es uno muy
singular. Quiere encarnar al cerdo de san Antón: el mismo que aparece al
pie del santo, y que la gente gusta de ver junto a él. La pareja del santo con
su cerdo es de este modo casualmente evocada y actualizada en la proce-
sión —como lo era, de hecho, también en aquella otra procesión burlesca
del rey de los cochinos—. A imitación de dicha pareja paradigmática, la
«cabalgata de los animales» es en realidad una cabalgata de hombres con
sus animales, una cabalgata de pares animal/hombre. Podríamos decir que
pone sintagmáticamente en escena la relación modélica entre san Antón y
su cerdito, una relación —el mito lo dice— marcada por la reciprocidad.
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Más allá, por tanto, del contraste distintivo entre los animales y los hom-
bres, la evocación del santo preside un sistema de analogías digno de hacer
las delicias de cualquier estructuralista, y fundamentado en la relación recí-
proca, complementaria, entre tipos de animales y tipos de hombres:
cerdito santo
¨ ¨
gran cerdo ganadero
¨ ¨
caballos Policía
¨ ¨
camello Zoo
¨ ¨
pato Asociación Castiza
¨ ¨
perros indultados Ayuntamiento
¨ ¨
animales domésticos romeros
¨ ¨
¨ ¨
¨ ¨
[«animal»] [«hombre»]
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pal artífice, nos confiesa que lo que él querría traer, realmente, son
muchos animales de granja. Y con ello llegamos al último nudo de signifi-
caciones asociadas al cerdo: es un animal chocantemente fuera de contex-
to. Como un recordatorio de lo que fueron la ciudad y su fiesta, nos remi-
te a un universo tradicional que, siendo nuestro (por tradición), al mismo
tiempo ya no lo es (porque hemos cambiado).
3.— El significado exegético hace referencia al nivel de la interpretación
indígena, donde Turner propone distinguir entre las interpretaciones esoté-
ricas de los especialistas rituales y las interpretaciones exotéricas del común
de los celebrantes.
Los comentarios espontáneos, sobre el terreno, del público y los partici-
pantes en las vueltas pueden agruparse en tres categorías. (a) Algunos son
comentarios jocosos, de regocijada impugnación de lo que se está viendo u
oyendo, comunes a cualquier contexto festivo: como por ejemplo el mucha-
cho que gritaba «¡Vivan los burros! ¡Viva la Guardia Civil!» O el que suge-
ría, «Como para tener cuatro o cinco gatos y echarlos con unos cuantos
ratones...» (b) En segundo lugar, hay comentarios sobre el desarrollo del
acontecimiento que se ofrece en calidad de espectáculo: se admiran los ani-
males llamativos, se aplauden las ejecuciones musicales; se ríen las ocu-
rrencias del animador. (c) Las interacciones más interesantes son las que
tienen lugar entre personas desconocidas a propósito del animal: «¡Qué
lindo es, qué ojillos tiene». «Es muy bueno, sólo que está un poco nervio-
so». Junto con las caricias a los animales propios y ajenos, forman parte de
un incremento del contacto social por intermedio de aquéllos.
La paradoja de esta fiesta consiste en el hecho de que la communitas con
los animales genere también, y sobre todo, communitas entre las personas.
La fiesta humaniza al hombre al celebrar la humanidad en sus animales;
moraliza la vida social, al proteger la vida animal y usarla como pretexto
para pensar la sociedad. Así lo explica su principal organizador:
Es una fiesta de amistad. ¿Por qué? Porque nadie pinta ahí nada, el único
que pinta es el animal. Entonces, la gente, al darse cuenta de lo que puede
significar el animal en la vida, el animal como compañero, como animal
doméstico, la gente... no es que se sublime, ni que se le valoricen sus valo-
res humanos, pero que... realmente aporta un algo dentro de sí. Madrid deja
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LA CARAVANA DE LOS ANIMALES
de ser un día al año la ciudad pues, del asfalto y... de todo, y se convierte un
poquitín en más humana. ¡A base de los animales, que es lo ridículo! Se
convierte en más humana a base de los animales, que no es porque seamos
más humanos entre nosotros, sino porque ese día, ¡ah, ah!...
Escribía con mucha ironía Néstor García Canclini que los antropólogos
entran en las ciudades a pie, los sociólogos llegan en coche y por la auto-
pista principal, y los comunicólogos en avión. De modo que ven, en una
misma ciudad, tres ciudades bien distintas (1989: 16).
El chiste me parece iluminador; no sólo porque sea cierto que la realidad
de la ciudad es pluriforme (puede ser descrita de muchas maneras y desde
muchos puntos de vista), sino ante todo porque caricaturiza las distintas
inercias a las que ha obedecido cada tradición de investigación social a la
hora de construir su objeto en el contexto de la ciudad. Los antropólogos, por
ejemplo, han tendido a reproducir en ella las islas culturales desde las cua-
les los clásicos fundamentaron su modo de hacer y las técnicas del trabajo
de campo. Han buscado comunidades (étnicas, religiosas, residenciales),
corporaciones (grupos bien definidos, con fronteras culturales comunes,
como por ejemplo ciertas categorías socioprofesionales), barrios. También
se han servido de nociones como «cultura popular» para acotar un recinto
de observación: prácticas simbólicas ligadas a la identidad colectiva, al sen-
tido de tradición, a la continuidad social de los grupos. Esto se hizo muchas
veces, y se hace, a costa de pasar por alto la maniobra política de esa acota-
ción, e implicando un cierto grado de folklorización del objeto (pues no hay
«cultura popular» sino por su exclusión de la «cultura culta», que es la que
en definitiva demarca sus límites). El resultado de todo ello es la tendencia
a hacer antropología en la ciudad más que una antropología de la ciudad
(Durham, 1986: 17-37; Prat, 1986). Una antropología más centrada en su
periferia que en sus centros (periferia en un sentido social —grupos margi-
nales y minorías étnicas—; pero también periferia en cuanto al tipo de con-
ductas escogidas para estudio —por ejemplo, dejando fuera el mundo labo-
ral, las tomas de decisión de las organizaciones, las interioridades de la
trama de relaciones políticas y económicas formalizadas de la que la ciudad
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do a un encargo museístico que les vino desde el otro lado del océano. Y
acaba ironizando: «Parece que los antropólogos tenemos más dificultades
para entrar en la modernidad que los grupos sociales que estudiamos»
(1989: 200 ss.).
Y bien, objetará el lector llegado este punto. ¿Es que no es ése el caso? ¿No
será en realidad el «cerdo de San Antón» semejante a dichos diablillos en
sidecar: un producto híbrido que conviene contemplar también, y antes que
nada, desde la perspectiva de su pertenencia a la modernidad? ¿No habría
que plantearse, en lugar de tanto análisis de símbolos, la hipótesis nula de
que todo ese asunto de las fiestas no sea más que «pan y toros» (o «pan y
calleja», como decían antiguamente), un puro intercambio instrumental
entre instituciones deseosas de legitimarse y ciudadanos sedientos de espec-
táculo? Una visión, por otra parte, frecuentemente defendida desde la prensa
y algunas instancias de la propia institución municipal. ¿Dónde está la espe-
cificidad urbana de la anterior descripción? ¿En qué medida pueden rituales
como la bendición de los animales ser «urbanos» y «modernos»?
Estas preguntas apuntan a la complejidad de los procesos de la revita-
lización festiva, y también a la insuficiencia de reducirla esquemática-
mente mediante las dicotomías al uso entre lo moderno y lo tradicional, lo
espontáneo y lo programado, lo propio y lo foráneo. En algún otro lugar
hemos ensayado análisis más acabados de lo que supone esa peculiar eco-
nomía política de la tradición (ver, por ejemplo, Cruces, 1992; Cruces
1995; Velasco, Cruces y Díaz de Rada, 1996). Aquí quiero limitarme a esbo-
zar algunas direcciones de análisis complementarias a la que hasta aquí he
seguido, señalando a modo de ejemplo dos puntos importantes en los que
creo que se desvía de las asunciones implícitas en otras descripciones
estándar, por así llamarlas, del trabajo simbólico del ritual en contextos
tradicionales de investigación. En dichas descripciones, de las que cual-
quier romería rural podría representar un prototipo, suele darse por
supuesto (a) que el horizonte social por excelencia del ritual es el de las
relaciones de comunidad; (b) que la tradición proporciona el programa de
acción colectiva definitorio del ritual, las guías apropiadas de conducta
para los participantes.
(1) ¿Quién es el sujeto de la romería? Desde un punto de vista objetivo,
resultaría difícil mantener la ficción de que el protagonismo festivo de la
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SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA
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En la caracterización que por ejemplo hace Parsons de las relaciones de Comunidad (Gemeinschaft)
frente a las de Sociedad (Gesellschaft), para las que toma como ejemplo las relaciones familiares, destaca
el ser «una relación más amplia de solidaridad sobre un área general bastante indefinida de vida e intere-
ses» en la que, a diferencia de ésta, nunca se trata de «un objetivo limitado y específico» (1968: 839).
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cuántas vueltas había que dar. «Si se sigue la tradición, tienen que ser
cinco», me respondió, «pero con esta lluvia no sé si se harán». Casi todo el
mundo se fue durante la segunda, siguiendo el ejemplo de las autoridades.
Con esto damos en una nueva paradoja: la tradición es mediada por
instituciones universalistas cuya autoridad, por contraste, no se presenta
como «tradicional». La tradición es parte de un programa, esto es, de un
ejercicio de ordenación racional concebido, gestionado y ejecutado por
distintos tipos de mediadores. Ya he destacado el lugar de las fuentes
librescas en esta mediación: los que quieren «reverdecer las costumbres»
han de guiarse para ello, entre otras cosas, por reconstrucciones letradas
que estipulan lo que la tradición era y significaba en tiempos precedentes.
Recientemente algunos antropólogos han prestado atención al efecto auto-
ritativo y sancionador de estas reconstrucciones sobre las prácticas mis-
mas en el campo (por ejemplo, Cowan, 1988: 245-59). En segundo lugar, la
institución política considera la fiesta un bien público y un campo legíti-
mo de actuación. Su posición es inevitablemente ambigua, en la medida
que, en una sociedad democrática, servirse de la tradición para legitimar-
se ante los ciudadanos implica también someterse públicamente a ella.
Ninguna celebración lo muestra mejor que la Cabalgata de Reyes, en la
que tres concejales del Ayuntamiento disfrutan el extraño privilegio de ser
por un día nada menos que reyes de Oriente. En tercer lugar, ¿cómo no
interrogarse por el papel mediador de la iglesia? La figura del párroco ha
sido crucial en todo el proceso, buscando enganches y soportes institucio-
nales que aseguren su continuidad; destacando el lado «simpático» y
«amable» del evento; tratando de promocionar su imagen; seleccionando
las lecturas válidas de la devoción al santo, en contra de «fetichismos» y
«tribalismos» a su juicio exagerados.
Por último, los medios de comunicación masiva tienen un papel nada
desdeñable en la construcción del acontecimiento. En términos generales,
tienen el efecto de textualizar las actividades del ritual, en dos sentidos dife-
rentes. (a) Ponen las acciones en discursos que las interpretan, haciéndolas
así comprensibles como mensajes unívocos a una audiencia amplia. Por
dar un ejemplo, la composición del Villa de Madrid de enero de 1992 hacía
de la fiesta un acto de defensa ecológica, al colocarlo bajo otra noticia sobre
el gamberrismo contra los gatos en un parque de Ciudad Lineal. La cróni-
ca de san Antón rezaba, consecuentemente: «Todavía hay quien quiere a los
animales». (b) Acentúan la dimensión externa de la actividad frente a su
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Sobre la dimensión externa del ritual como mensaje dirigido a otros, ver Baumann, 1992. Sobre
la invención de tradiciones, Hobsbawm y Ranger, 1983. Para un análisis de los numerosos cambios en
las mediaciones de la cultura popular en Europa, ver Burke, 1991.
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LA CARAVANA DE LOS ANIMALES
a tener para los que investigamos en este contexto el status de una mera
sospecha: la de que en determinados comportamientos se da algo más que
el puro actuar con arreglo a metas, sin que en la mayoría de los casos
sepamos muy bien especificar de qué se trata. Consecuentemente, todo el
trabajo de investigación de una «antropología en casa» deviene un ejerci-
cio sistemático de sospecha en múltiples direcciones. La gente sospecha
del antropólogo, porque no entiende qué demonios quiere, ni cuáles son
sus intereses como estudioso, ni mucho menos dónde está el interés de lo
que estudia. El investigador sospecha de su propio trabajo, en el que ve
permanentemente las huellas de lo que no parece sino capricho: lo mar-
ginal, lo tradicional, lo residual, lo anacrónico. Sospecha para colmo de
la cultura que estudia —que es la suya propia—, ciega para percibirse a
sí misma con los ojos del observador, e ingenuamente pagada de su racio-
nalidad y transparencia.
Tengo que terminar haciendo la salvedad de que no considero estos
matices contradictorios, sino complementarios del tipo de análisis que
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Acerca de la autoconcepción de la modernidad en términos estratégicos, v. Sahlins, 1988;
Habermas, 1989; Díaz de Rada y Cruces, 1994.
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4
22
Publicado originalmente como «Las transformaciones de lo público. Imágenes de protesta en
Ciudad de México» (1998) Perfiles latinoamericanos, 12: 227-256. Una versión más detallada de la etno-
grafía de la protesta mexicana se encuentra en Cruces, 1998.
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Merece la pena hacer notar las relaciones metafóricas que, condensadas en nuestros usos léxi-
cos, expresan esta homología. La expresión «espacio público» toma los espacios reales donde se realiza
el encuentro entre agentes sociales como predicación del encuentro mismo (al igual que hablamos de
«foros», de «plaza» pública. Y ahora, para hablar de un espacio público europeo, hablamos también de
la «casa común» europea). La dirección de la metáfora corre a la inversa en expresiones menos eviden-
tes, cuando hablamos de mítines, congresos y parlamentos como si de espacios físicos se tratara —olvi-
dando que las raíces originales de esas palabras (del ingles «meeting», y del castellano «congregar» y
«parlamentar») anuncian a las claras que se trata primero de actos sociales, y sólo secundariamente de
los lugares en que éstos se realizan.
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¿Por qué utilizar las marchas de protesta24 como pretexto para hablar
del espacio público en la ciudad? En primer lugar, porque son un fenóme-
no con relevancia local. En México, desde mediados de los ochenta, con la
apertura política del salinismo y la crisis económica e institucional, se gene-
ralizaron las manifestaciones de toda índole, un síntoma del desgaste del
monopolio priísta del poder y de la creciente exigencia de democratización
por parte de movimientos opositores. En los años noventa se llegó a cifras
promedio de una o dos manifestaciones diarias. Esta elevada incidencia
derivaba tanto de la conflictividad propia de una ciudad de más de dieciséis
millones de habitantes, cuya mancha urbana se había extendido incesante-
mente y con escasa planificación a lo largo de dos décadas, como del esque-
ma administrativo del país, fuertemente centralizado, el cual provocaba
que cada conflicto significativo en el interior de la República acabara des-
embocando en su megacentro. Según las estimaciones oficiales, la mayoría
de estas protestas no competía a las instituciones del D.F.; las que sí compe-
tían tenían que ver con tenencia de la tierra, vivienda, ambulantaje, ecolo-
gía, servicios públicos y relaciones laborales25.
Más allá de estas razones de tipo coyuntural, lo que me interesa desta-
car es el valor etnográfico de la manifestación como una modalidad de
acción colectiva vinculada al universo político de la democracia moderna
que, no obstante, se pliega a matices culturalmente situados. En la termi-
nología de James Fernandez, diríamos que es un «argumento de imágenes»:
un conjunto coherente de comportamientos ritualizados que aspira a pre-
sentar de manera persuasiva un mundo de sentido y a transformar la expe-
riencia de quienes comulgan con él (cf. 1986; 2006). Obviamente, en la mar-
cha hay más cosas: estrategias y apuestas en el campo político; intenciones
24
A lo largo de todo el texto las expresiones «marcha de protesta» y «manifestación» son usadas
como sinónimos, si bien en el contexto cultural mexicano serían susceptibles de algunos matices. La
segunda es más general y se halla más universalizada, mientras que la primera designa de modo muy
explícito el desplazamiento procesional por la vía pública. En la medida que este canon de acción es el
prototipo de la manifestación y, más genéricamente, de la movilización callejera, los usaré de manera
indistinta.
25
Datos de la Secretaría de Protección y Vialidad del DDF y de la base de datos de prensa CD Press,
1991-1993.
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IMÁGENES DE PROTESTA EN CIUDAD DE MÉXICO
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La cultura popular preindustrial también tuvo formas de lucha política vinculadas a la movi-
lización de multitudes (de «la plebe» como categoría preclasista). Edward Thompson ha mostrado a
propósito del siglo XVIII inglés que la protesta de la sociedad preindustrial podía plantear demandas
políticas a través de formas tradicionales de acción que iban desde el motín de subsistencias al cha-
rivari, pasando por los anónimos amenazantes o las procesiones bufas (Thompson, 1984; Robert,
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La plaza central de las ciudades mexicanas, heredada del modelo colonial.
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«Porras» son gritos de animación coreados colectivamente, mientras que las «mentadas» y sus
variantes («chifladas» y «señaladas») hacen referencia a formas más o menos estilizadas de injuria verbal.
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También en la teología cristiana hay una exégesis de la muerte sacrificial como pago. Podemos
hipotetizar así que en ciertos usos políticos de un modelo sacrificial por parte del campesinado vienen
a converger, superponiéndose, distintas lecturas del sentido ritual del sacrificio: el modelo sencillo de
reciprocidad con la tierra (devolverle lo que te da); el sentido de justicia restitutiva, comunitario (ojo
por ojo); los sentidos cristianos de pago de salvación y cordero sacrificial (muerte que da vida); y las lec-
turas secularizadas del heroísmo civil como fama eterna (Zapata vive). Lo que llama la atención de este
pathos campesino es que en ciertos momentos el componente ascético y religioso del sentido de sacri-
ficio —un modelo posiblemente mucho más antiguo, poderoso y arraigado— llega a resultar dominan-
te sobre las visiones seculares.
121
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Superbarrio Gómez era la figura emblemática de un movimiento ciudadano llamado Asamblea
de Barrios, que aglutinaba desde los años ochenta distintas asociaciones del centro histórico de la capi-
tal. Surgido al calor de la resistencia de los vecinos a los desalojos de vecindades tras el terremoto de
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1985, Superbarrio es un luchador enmascarado que en parte parodia la lógica heroica del comic, y en
parte adopta el gusto popular por la lucha libre para llevarlo a la arena del combate por los derechos
ciudadanos. Se hace presente con su capa y su antifaz en las manifestaciones y protestas de la calle, pero
también ante los medios y en los reductos de la política formal, como el Congreso de Diputados. Es baji-
to y barrigón —dicen los militantes del movimiento—, sopero y taquero.
Los concheros son un grupo ritual de corte nativista —se reclaman herederos de los aztecas—, una
de cuyas principales actividades consiste en danzar al toque de tambor frente a la pirámide del Templo
Mayor, junto al Zócalo de la ciudad.
Los «exodistas» se refiere a la práctica de marchar en grupo durante días o incluso semanas desde
provincias para hacer oir ante las autoridades de la capital las reivindicaciones políticas y sociales que
no encuentran resolución en sus respectivos estados.
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Ese recorrido incluye, entre otros lugares, el Zócalo, el Hemiciclo a Juárez, el céntrico paseo de
Reforma, los monumentos al Ángel y a Cuauhtemoc, así como el parque de Chapultepec, antigua sede
del palacio presidencial.
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El «tapadismo» designa la manera velada en que durante el dominio electoral del Partido Revo-
lucionario Institucional (PRI) se establecía el nuevo candidato presidencial mediante una oculta desig-
nación por parte del presidente saliente, designación que sólo se «destapaba» llegado el momento de la
campaña electoral. Cf. Vogt, 1977 y Adler Lomnitz et al., 1990.
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Este gusto es, en México, un dato cotidiano —a veces divertido, a veces dramático—. Recuerdo,
por ejemplo, un cartel en el río Actopan que rezaba «Prohibido bañarse en trusa». Al preguntar al veci-
no del lugar qué era una trusa, me señaló con una sonrisa al grupo que se estaba bañándo en ropa inte-
rior justo junto al cartel: «Eso son trusas».
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no se acata por convicción, sino por una suerte de interiorización del auto-
ritarismo.
En cierta manera, el problema de la fragilidad de lo público viene ins-
crito en el modelo de orden mismo: en su incapacidad para reconocer la
pluralidad constitutiva de sociedades como la mexicana. O al menos en su
interpretación desde una visión juridicista y normativista de la convivencia.
Por supuesto, éste sería sólo un lado del problema; el otro tiene que ver con
los mínimos que hagan posible convivir pese a la fragmentación. Lo «ciu-
dadano» no tiene ya tanto que ver con la pertenencia cultural y política
como con la posibilidad de compartir un mismo espacio.
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El don como argumento. Flores para las presas frente a la reja del Reclusorio Oriente.
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paso necesario para obtener espacios de libertad, queda encontrar qué hacer
con los espacios conquistados. Es esta reconstitución, su horizonte y sus lími-
tes lo que está más abierto a debate e invención dentro de la comunidad gay.
Si para ciertos homosexuales mexicanos la marcha del orgullo gay
puede implicar «salir del closet» a la luz dura del espacio público, para
algunas mujeres del movimiento urbano popular su participación en mar-
chas de protesta y otras formas de movilización ha tenido como efecto un
proceso progresivo de pérdida del miedo, de adquisición de una voz propia
que acarrea cambios en su autopercepción como amas de casa y como ciu-
dadanas (cf. Massolo, 1994; Sevilla, 1995). Entre risas, madres de familia
me contaron con orgullo los forcejeos con los granaderos; las críticas de
vecinos o maridos que las tachan de «revoltosas»; el valor catártico de las
mentadas callejeras. «Al principio sí, me daba pena [vergüenza]. La verdad,
me daba pena y ahora soy de las primeras que grita. ¡Ya no me quedo calla-
da!». Con independencia del alcance real de estos cambios, no hay duda de
que su resultado concomitante es una cierta politización de las relaciones
domésticas. Originada inicialmente en la necesidad comunitaria de defen-
der el espacio barrial y de obtener concesiones en el terreno de la repro-
ducción familiar, la politización puede extenderse por su propia inercia a
las relaciones entre mujeres y hombres dentro del movimiento, generando
contradicciones internas. Un proceso que se confronta además con la des-
movilización posterior del barrio, cuando las concesiones han sido arran-
cadas y los vecinos tornan a replegarse en su privacidad, lejos ya de los
esfuerzos compartidos durante el momento movilizador.
En resumen, los límites entre público y privado reciben una reformula-
ción desde arriba a través del sistema de los medios, tendiente ya sea a
«domestizar» ciertos ámbitos públicos (melodramatización de la política,
reality shows), ya sea que la esfera pública se entrometa en la conformación
de lo cotidiano. Pero reciben también una reformulación desde abajo —es
decir, desde microesferas generadas en el mundo de la vida que aspiran de
hecho a insertar sus mensajes en el sistema de medios—. En esa reformu-
lación es posible distinguir varios tipos de proceso: (a) la publicitación de lo
privado debida a la teatralización intencionada de elementos escogidos de
la vida cotidiana con miras a interpelar a los poderes públicos; (b) la publi-
citación de lo privado que resulta, de una forma mucho más espontánea, de
la presencia irruptiva de las masas en un orden urbano que tiende a excluir-
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La verja de la catedral es el lugar donde tradicionalmente se colocan distintos tipos de trabaja-
dores (como albañiles, fontaneros o transportistas) ofreciendo sus servicios. El término «hueso» signi-
fica también soborno. Azcárraga es el nombre del principal propietario del holding de Televisa.
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Como hemos visto en el capítulo 2, esos dos conceptos de la antropología simbólica descansan
sobre tradiciones culturales distintas. En Norteamérica, la idea de festival remite a los valores indivi-
dualistas y seculares caros a la clase media blanca, con su desconfianza del ritual y todo lo que impli-
que ceremonia solemne. Implica connotaciones de subversión, cuestionamiento de la autoridad, desor-
den, diversión y operación en un mundo meramente ficcional. Por su parte, la idea de fiesta responde
a la tradición hispana y, más ampliamente, a la tradición católica: es sobre todo el tiempo sagrado y
comunitario, por oposición al tiempo profano del trabajo y las ocupaciones particulares. En esa medi-
da, conjuga un pasar itinerante de momentos de ritual a momentos de juego, del orden al desorden, de
la diversión a la solemnidad (Velasco, 1984; Cruces, 1995).
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Hay tendencias y estilos. Mientras los más conservadores se apegan a las rutinas heredadas de
la movilización obrera, otros se declaran innovadores, buscando «tocar una fibra» de las bases junto
con una mayor llamada de puertas afuera. Existe también una reflexión sobre los riesgos de banaliza-
ción en esta clase de acciones que buscan generar simpatía e identificación: se trata de inventar, «pero
no cualquier cosa, con tal de que se venda». A juicio de algunas personas, este proceso habría llegado a
un cierto estancamiento en virtud de la saturación de marchas, los efectos indeseables sobre la convi-
vencia en la ciudad y la facilidad con que el discurso oficial de los medios los revierte en su contra.
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EL INTRUSO EN SU CIUDAD37
Ángel Díaz de Rada
Francisco Cruces
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Publicado originalmente como «El intruso en su ciudad. Lugar social del antropólogo urbano».
En Malestar cultural y conflicto en la sociedad madrileña. II Jornadas de Antropología de Madrid. Madrid:
Asociación Madrileña de Antropología, 1991, pp. 101-111.
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rá, con mayor o menor éxito, los frutos que todos conocemos. Esa posición
inicialmente incómoda se convierte así en acicate y razón de ser de la pes-
quisa, en la que el informante ofrecerá una identidad diferenciada expresa-
ble en el relato de una tradición.
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En el año de publicación de este artículo, Ángel Díaz de Rada había iniciado el trabajo de campo
etnográfico en instituciones de enseñanza media que desembocaría algunos años más tarde en la publi-
cación de su tesis doctoral (1998). Por mi parte, yo me encontraba en los primeros tanteos de una etno-
grafía sobre rituales urbanos que acabaría derivando hacia el estudio de las fiestas madrileñas (1995).
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