Símbolos en La Ciudad Lecturas de Antropología Urbana

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Símbolos en la ciudad.

Lecturas de antropología
urbana

FRANCISCO CRUCES VILLALOBOS

UNIVERSIDAD NACIONAL DE EDUCACIÓN A DISTANCIA


SÍMBOLOS EN LA CIUDAD.
LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

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© Universidad Nacional de Educación a Distancia


Madrid, 2011

www.uned.es/publicaciones

© Francisco Cruces Villalobos

ISBN electrónico: 978-84-362-6229-2

Edición digital: mayo de 2011


A Octavio, Darío y Maritza.
ÍNDICE

Introducción

1. Presentación de la antropología urbana

2. Sobre el estudio del ritual en las sociedades contemporáneas

3. La caravana de los animales

4. Imágenes de protesta en Ciudad de México

5. El intruso en su ciudad

Referencias citadas
INTRODUCCIÓN

El presente libro reúne cinco textos realizados en diferentes momentos y


con objetivos diversos. Se trata de artículos de investigación publicados a lo
largo de los años noventa en varias revistas de antropología. El propósito de
reunirlos aquí ha sido fundamentalmente didáctico: proporcionar a los
alumnos de la licenciatura de antropología en la UNED lecturas adecuadas
para algunos de los temas del programa de la asignatura Antropología
Urbana.
En nuestro campo, una etnografía a menudo vale más que mil argu-
mentos. No serviría de mucho convencer al alumno de las posibilidades
puramente teóricas del estudio de la cultura urbana sin descender a la tarea
—siempre más expuesta— de ofrecerle algunos análisis de casos. Pues la
etnografía es, sin duda, el valor añadido que singulariza a esta disciplina
frente a otros abordajes —posibles y necesarios— en el estudio de la ciudad.
La etnografía, la comprensión de procesos culturales considerados de
manera holista en su contexto local, es lo que imprime tangibilidad, concre-
ción e interés a las discusiones de otro modo abstractas (y a veces vacías) so-
bre «imaginarios», «globalización», «espacio-tiempo» y otros tópicos de la
urbanología contemporánea.
La primera finalidad de este texto es, por tanto, la de ilustrar. El capí-
tulo 3, «La caravana de los animales», y el capítulo 4, «Imágenes de protes-
ta en Ciudad de México» buscan documentar, respectivamente, las posibi-
lidades del análisis simbólico aplicado a una fiesta de barrio en el Madrid
de los años noventa y a las marchas por la geografía de la capital mexica-
na. Ciertamente, el paciente lector podrá encontrar mejores y más convin-
centes ejemplos del valor de la antropología urbana en los textos del brasi-
leño Roberto Da Matta, el argen-mex Néstor García Canclini, el sueco Ulf
Hannerz, la británica Ruth Finnegan, el alemán Gerd Baumann, la italiana
Amalia Signorelli o el español Manuel Delgado, todos ellos propuestos
como lecturas complementarias en el programa de esta asignatura. Ese

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SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

valor se manifiesta en la habilidad de los maestros del oficio para articular


problemas y revelar aspectos insospechados de nuestras ciudades. Pero he
querido vencer la tentación de escudarme en los trabajos de otros, hacien-
do lo que Quevedo afeaba en los malos espadachines, que «amagan, pero
no dan». Por eso animo al estudiante interesado a que vaya más allá de mis
lecturas, visitando por sí mismo esos modelos de trabajo.
El capítulo sobre la romería de San Antón, en Madrid, forma parte de la
investigación que desarrollé para la tesis doctoral Fiestas de la ciudad de
Madrid. Un estudio antropológico (Cruces, 1995). Las vueltas de los romeros
en torno a una ermita urbana para una bendición de animales sirve de
doble pretexto. Por una parte, permite ensayar la pertinencia de algunas
categorías caras al análisis simbólico del carnaval, como los ritos de inver-
sión, los rebajamientos bajtinianos o la communitas turneriana. Más allá de
ese ejercicio, el caso invita a interrogarse por el papel de las imágenes de
comunidad y tradición en una fiesta reinventada en el proceso de intensifi-
cación festiva de los años setenta («recuperada», dirían sus actores) e inten-
samente mediada por las agencias racionalizadoras de la política, la cultu-
ra y los medios de comunicación.
El análisis de las marchas de protesta en la Ciudad de México respon-
de a mi participación en el programa de Estudios de Cultura Urbana de la
UAM-I en el año 1995. Durante algunos meses me integré en un equipo de
trabajo que, bajo la dirección de Néstor García Canclini, reunía a una
docena de investigadores de nacionalidades diversas. Ensamblamos etno-
grafías de objetos tan heterogéneos como interconectados: los patrones
urbanísticos del espacio, los centros comerciales, los medios de comuni-
cación, los problemas de las periferias, los barrios de autoconstrucción, los
usos del centro histórico, los viajes por la ciudad, el público de museos, las
salas de baile, la música popular, la convivencia vecinal en los condomi-
nios, los movimientos urbanos. (Para una presentación bastante exhausti-
va de los trabajos incluidos en el programa, puede consultarse García
Canclini et al., 1998). Mi aportación se centró en un fenómeno significati-
vo en ese momento de transición política y crisis urbana: las marchas de
protesta. Combinando etnografía, revisión documental, análisis de pren-
sa y trabajo de archivo analicé distintas formas de autopresentación
colectiva en mítines, plantones y manifestaciones por parte de diversos
actores sociales. En particular, el trabajo identificaba dimensiones ritua-

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INTRODUCCIÓN

les y simbólicas en las puestas en escena del movimiento estudiantil, los


sindicatos, las asociaciones de mujeres, el movimiento inquilinario, los
grupos de gays y lesbianas, los indígenas y campesinos y los exodistas lle-
gados desde provincias al Distrito Federal. Frente a una lectura mera-
mente estratégica de tales eventos, el artículo aquí presentado aporta cla-
ves culturales para apreciar el sentido de la toma del espacio público por
parte de esos movimientos sociales durante el período post-salinista. Al
mismo tiempo, trata de relacionar el contenido local de esa etnografía con
el problema, más general, de las transformaciones del espacio público en
las ciudades contemporáneas.
Además de estos dos casos etnográficos, he creído conveniente incorpo-
rar otro tipo de materiales que considero de utilidad para el alumno.
El capítulo 1 proporciona una sucinta presentación de la antropología
urbana, acotando su objeto de estudio, su historia y sus aportaciones en
relación con otras disciplinas. Éste es un merodeo obligado para situar al
estudiante ante un campo por definición difuso, escurridizo. Como la ciu-
dad misma, la antropología urbana tiene límites difíciles de establecer. Así
que más que ofrecer una pseudohistoria tranquilizadora con final feliz (la
que desemboca en un objeto bien cerrado) me limito a identificar algunos
de los problemas que han ido vertebrando este campo, y algunas de las
variopintas facetas etnográficas que se recogen en él.
El capítulo 2 se centra en cuestiones de orden teórico-conceptual, con
una discusión terminológica sobre la aplicación del concepto de «ritual» al
análisis de las sociedades contemporáneas. El trabajo sobre el ritual ha sido
una de las marcas de identidad de la antropología como disciplina, así
como una herramienta sometida a continua revisión —y desgaste— en la
historia de su desarrollo. Una revisión de la vigencia de su uso en nuestros
contextos cotidianos tiene algo de paradigmático. Resulta un buen analiza-
dor de los dilemas a que nos aboca la puesta en práctica de algunas de nues-
tras categorías favoritas.
El capítulo 5 es de carácter metodológico. Fue realizado en coautoría
con Ángel Díaz de Rada, a quien agradezco su generosidad por permitir-
me reproducirlo. Sistematiza algunas reflexiones derivadas de nuestras
primeras experiencias como etnógrafos at home, es decir, como «intrusos
en nuestra ciudad». Fue presentado en unas Jornadas de Antropología de

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SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Madrid en el año 1991. Probablemente, la indefinición de rol que aqueja a


la posición investigadora del antropólogo en contextos urbanos centrales
no sea el único problema metodológico a enfrentar por una antropología
urbana. Pero es, sin duda, uno de los más acuciantes. Al problema del rol
(o más bien: de la carencia de rol) del investigador habremos, sin duda, de
añadir otros: el del holismo (¿cómo trascender los fragmentos, las visiones
parciales?), el de la cronotopía (¿cuándo y dónde debe situarse uno, en
relación con qué escala espaciotemporal?), el de la escritura (¿cómo narrar
la ciudad?), el del registro (¿cómo evitar ser cancerizado por el exceso
informativo?). El problema del rol es, no obstante, de orden fenomenoló-
gico, fundante. Saber quién eres —y quién puedes llegar a ser— para ese
otro que pretendes estudiar es un paso previo que nuestro modus operan-
di dista de haber resuelto.
Leído desde el presente, encuentro que en ese artículo Ángel y yo está-
bamos tematizando dos problemáticas analíticamente diferenciables, si
bien entrelazadas en la práctica. El asunto clave parecía ser el del rol del
investigador en «instituciones urbanas centrales». En el argumento vienen
a solaparse una dimensión institucional (la que se encarna en la oposición
entre las instituciones burocrático-formales y el mundo de la vida cotidia-
na) y otra estrictamente territorial (que se expresa en la dicotomía rural ver-
sus urbano). De alguna forma, ese solapamiento resultaba de nuestras dos
posiciones diferentes como etnógrafos. Ángel estaba relativamente bien
inserto dentro de dos instituciones de enseñanza, mientras que yo vaga-
bundeaba por el espacio público —crecientemente semipúblico— de la ciu-
dad: tierra de nadie.
Hoy resulta clara la penetración imparable de las instituciones expertas
(con su desencantamiento del mundo y su lógica racional-burocrática) tam-
bién en el ámbito territorial de las comunidades rurales, urbanizándolas.
De modo que en zonas de población rural (que haríamos mejor en empezar
a describir como asentamientos rururbanos) podemos observar procesos
plenamente «urbanizados», a los que las consideraciones metodológicas del
«intruso en su ciudad» se aplican plenamente. También es preciso recono-
cer la situación inversa: existen ámbitos en la vida urbana que escapan a
una definición cicateramente institucionalista. Con todo, es cierto que la
médula de la vida urbana está representada por la presencia y el poder de
tales instituciones expertas. De modo que resulta lógico que algunos de

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INTRODUCCIÓN

nuestros trabajos posteriores hayan seguido por esa misma senda de análi-
sis (ver Velasco et al., 2006).
Excepto en el maquillaje de pequeños detalles y la actualización de refe-
rencias, me he abstenido de modificar sustancialmente los artículos origi-
nales. También he optado por mantener, en el capítulo 4, los mexicanismos
y la jerga local. Si el precio a pagar es un cierto regusto de anacronismo o
extemporaneidad, pido de antemano la benignidad del lector. Ya no escri-
biría estos artículos exactamente como lo hice; pero así los escribí.
La lista de mis deudas como investigador es demasiado larga para sal-
darla en breves líneas. El estudio sobre las fiestas madrileñas que dió lugar
a los capítulos 2 y 3 fue financiado con una beca de FPI del Ministerio de
Educación y con un proyecto de la Comunidad de Madrid (HO02-91). La
estancia en México fue posible por una beca de la UAM-Iztapalapa y la
Rockefeller Foundation. Y los materiales para el capítulo 1 fueron elabora-
dos durante el disfrute de una estancia en el Centro de Estudios
Latinoamericanos y el Departamento de Antropología de la Universidad de
Chicago, con una invitación de la Tinker Foundation. Tanto en el Programa
de Estudios Urbanos de la UAM-I, como en la Universidad de Salamanca,
el Departamento de Antropología Social y Cultural de la UNED y la SibE-
Sociedad de Etnomusicología, he gozado del privilegio de contar con exce-
lentes colegas y amigos cuyas ideas se reflejan en este texto. En particular
quiero singularizar a Ángel Díaz de Rada y Honorio Velasco, por su gene-
rosidad. Las trazas del magisterio de Jose Luis García, Néstor García
Canclini, Jesús Martín Barbero, James Fernandez, Germán Rey, Gonzalo
Abril, Renato Ortiz, Eugenio Fernández, Ruth Finnegan y Bruno Nettl
acaso se vean más (¡o menos!) de lo que yo he sabido reconocerles; estoy
seguro que ellos sabrán pasarlo por alto. Maritza Guaderrama fue siempre
mi apoyo en el campo, la calle y la casa. Y en cuanto a mis otros muchos
deudores, me limitaré a pedirles lo que los campesinos boyacenses al decir
adiós a sus visitas: «Vayan perdonando».

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PRESENTACIÓN DE LA ANTROPOLOGÍA URBANA

La antropología urbana se refiere a una tradición de estudios etnográfi-


cos en y sobre ciudades que comenzó a institucionalizarse a partir de los
años sesenta con los procesos generalizados de urbanización y descoloniza-
ción que tuvieron lugar tras la Segunda Guerra Mundial en los estados
donde habitualmente trabajaban los antropólogos. No es que anteriormente
éstos se hubieran desentendido por completo del estudio de la ciudad, como
puede documentarse en la obra de autores singulares y de tradiciones loca-
les de estudio como la llamada «Escuela de Chicago» —una escuela de pen-
samiento sociológico que trabajó profusamente con el método etnográfico
en el periodo entre las dos guerras mundiales—. Pero la conformación de
una subdisciplina como tal, dedicada al estudio de los procesos urbanos, es
relativamente tardía y se hace esperar hasta la segunda mitad del siglo XX,
en Estados Unidos, Francia, Alemania, Inglaterra, Italia y los países nórdi-
cos. Es claro que los procesos de la urbanización, descolonización y forma-
ción de nuevos estados en el llamado Tercer Mundo imprimieron visibilidad
y urgencia al estudio de la cultura urbana, al tiempo que desdibujaban los
contornos de otros «objetos de estudio» (en realidad, «sujetos») más asenta-
dos y legitimados hasta ese momento en las tradiciones de la antropología
académica, como eran los trabajos sobre campesinado, comunidades rura-
les y poblaciones organizadas en bandas y aldeas.
De modo que el marchamo de recién llegados a la ciudad del que se
duele Josepa Cucó no carece de justificación (2004: 16). Otras disciplinas
como la historia, la geografía, la sociología y la ecología, antes que la nues-
tra, ya se habían ocupado por extenso del problema de la formación, natu-
raleza y desarrollo de la cultura de las ciudades (Mumford, 1979).
El corpus fundamental de literatura antropológica sobre la ciudad ha
surgido, en buena parte, como reacción a —y en diálogo con— algunas de
las asunciones más comunes sobre la vida urbana derivadas de estas tradi-

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SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

ciones. En particular, la forma canónica que fue adoptando la conceptuali-


zación sociológica del tipo ideal de ciudad a partir de la obra de las deno-
minadas «Tradición alemana» (Max Weber, Georg Simmel, Oswald
Spengler) y «Escuela de Chicago» (Robert Park, Louis Wirth, Ernest
Burgess, Roderick McKenzie, Harvey Zorbaugh) será una referencia recu-
rrente en los trabajos de los antropólogos. Los temas estrella de la primera
antropología urbana —la humanidad de la ciudad, la diversidad de los
modelos de urbanización, los destinos de la comunidad en el contexto urba-
no, la naturaleza de la ciudad preindustrial— pueden considerarse como
una reacción directa a las formulaciones de sus colegas de la sociología de
la primera mitad del siglo XX1 (cf. Gmelch y Zenner, 1988; Hannerz, 1986;
Gulik, 1989). Si por una parte la antropología recoge como herencia las dis-
cusiones derivadas del urbanismo industrial moderno, por otra lo cuestio-
na y amplía, al tratar de depurarlo de su etnocentrismo originario y situar-
lo en perspectiva comparativa.

Los clásicos: el estudio del urbanismo

Existe un sentido común urbano. En nuestra conversación cotidiana,


por ejemplo, vivir en ciudad significa experimentar las prisas, los agobios
de tráfico, los apretones en metro o autobús. Guiarse por la agenda y el
reloj. Calcular de forma precisa los desplazamientos por el espacio público:
al puesto de trabajo a primera hora, la vuelta a casa por la tarde, a comprar
en el supermercado o recoger a los niños del colegio. Establecer relaciones
anónimas, impersonales, a menudo frías, con buen número de personas
con las que el trato apenas excederá de unos breves segundos y se atendrá
a un mero intercambio funcional —de información, dinero, mercancías—.
Rostros que no se recuerdan. Relacionarse, también en actitud rutinaria,
con distintos tipos de objetos —coches, ordenadores, teléfonos, electrodo-
mésticos, parquímetros, máquinas de tabaco, expendedoras de aperitivos—.
Adoptar las tecnologías como extensiones del yo: cargar con walkmans, bol-
sos, cochecitos de niño, carpetas de libros, buscapersonas, callejeros.

1
También hubo una contribución importante de antropólogos en las formulaciones de la Escuela
de Chicago, como por ejemplo las de Robert Redfield y Milton Singer. En puridad, en la formación de
este núcleo de pensamiento e investigaciones empíricas sobre la ciudad lo que se produjo fue un inter-
cambio fértil entre autores provenientes de disciplinas diversas —la psicología social, la filosofía, la
sociología, la antropología y la historia—, conformando un campo interdisciplinar que eventualmente
viene a ser denominado como «estudios urbanos» (Sennet, 1969).

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PRESENTACIÓN DE LA ANTROPOLOGÍA URBANA

Orientarse con soltura por el laberinto del transporte, adivinando quién va


a detenerse, qué peatón va a cambiar repentinamente de rumbo, qué auto-
bús puede arrollarnos. Reaccionar con indiferencia neutral a los estímulos
y situaciones humanas que no nos conciernen y que, al pasar junto a nos-
otros, apenas nos tocan de manera fugaz —un pedigüeño, un encuestador,
un choque, alguien que se sintió mal, un robo de bolso—. Contemplar dis-
tanciadamente el espectáculo que proporciona esa peculiar yuxtaposición
de contrastes, tanto humanos como arquitectónicos y materiales, que la
ciudad ofrece: rascacielos y chabolas, manifestantes y turistas, churros y
pizza, árboles y anuncios.
El sentido común cotidiano nos hace concebir esta experiencia como
algo coherente, compacto, dotado de una cualidad particular —«lo urba-
no»—. Es esa cualidad integrada, que hace del ambiente urbano un mundo
y del urbanita un tipo humano con perfil singular, lo que llamó la atención
de los primeros sociólogos de la ciudad, estimulando su imaginación teóri-
ca. Lo que comparten los textos de Georg Simmel, Max Weber, Robert
Park, Louis Wirth y otros autores de la primera mitad del siglo XX es, pre-
cisamente, el intento de identificar las rasgos definitorios del «urbanismo
como modo de vida» (en palabras de Wirth), y de explicarlos por relación a
distintos factores e instituciones que convergen en las ciudades industriales
modernas: la competencia por el espacio; el dinero y las relaciones mer-
cantiles; el cosmopolitismo; los contactos efímeros y superficiales con gran
cantidad de personas; la moda; la heterogeneidad cultural y étnica; la con-
centración de poder político y económico.
Hay dos características en esta tradición de trabajos que los vuelven una
referencia para los antropólogos de la ciudad. Por una parte, su noción del
urbanismo como objeto de estudio, es decir, la idea de que la ciudad no es
meramente un hecho espacial (una forma arquitectónica), ni el resultado
de la mera suma de las instituciones que se concentran en ella, sino una
expresión cultural y un producto de relaciones sociales. Es sobradamente
conocida la definición con que Robert Park abre su ensayo programático de
1916, The City:
La ciudad [...] es algo más que una combinación de hombres individuales
y conveniencias sociales —calles, edificios, farolas, tranvías, teléfonos,
etcétera; algo más, también, que una mera constelación de dispositivos
administrativos e instituciones —tribunales, hospitales, escuelas, policía y

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SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

funcionarios civiles de distinto tipo—. La ciudad es, más bien, un estado


de mente, un cuerpo de costumbres y tradiciones, y de actitudes y senti-
mientos organizados que son inherentes a dichas costumbres y se trans-
miten por medio de dicha tradición. En otros términos, la ciudad no es un
mero mecanismo físico ni una construcción artificial. Está involucrada en
el proceso vital de la gente que la compone: es un producto de la natura-
leza, y en particular, de la naturaleza humana (Park, 1969: 91).

En la definición anterior, resulta llamativo el que se haya incluido en la


conceptualización de la ciudad tanto la idea de tradición (es decir, de for-
mas de continuidad cultural que se transmiten en el seno de la localidad
urbana) como las referencias a la vida mental (las reacciones del individuo
a su entorno físico y social). Ciertamente, con la perspectiva del tiempo se
colocará bajo sospecha el organicismo de una visión que invita a contem-
plar cada ciudad singular como un ser vivo autónomo, en autorregulado
equilibrio, y a tratar de determinar las «leyes naturales» de su desarrollo.
Pero en el contexto del surgimiento de estas primeras teorías sobre la ciu-
dad lo que hay apreciar es, fundamentalmente, su resistencia a entender de
manera reduccionista y mecánica la vida cultural de los asentamientos
urbanos. Según Richard Sennet, fue precisamente la intensa transforma-
ción de las ciudades industriales de la Europa del siglo XIX la que generó
una consciencia cada vez más aguda de «la cuestión urbana», la cual hasta
ese momento había sido tratada como un resultado directo, mecánico, de
la libre competencia de las fuerzas económicas:
Es el imperio de la idea de una economía de mercado generando mecánica-
mente las condiciones sociales urbanas a lo que [estos autores] trataron de
enfrentarse. Sintieron que resultaba demasiado simple y que descartaba de
modo reduccionista la complejidad de experiencia que tiene lugar en una
ciudad. De modo significativo, ninguno de estos nuevos pensadores desafió
la idea del mercado en sí misma, sino que intentaron mostrar que la vida
económica de la ciudad estaba parcialmente conformada, o al menos man-
tenía una relación simbiótica con, condiciones no económicas que son pecu-
liares de las áreas urbanas. De esta forma, estos clásicos de la teoría urbana
ensancharon los géneros, las fuerzas creativas, que entendemos han produ-
cido las condiciones específicas de la cultura de las ciudades (1969: 5).

Probablemente, al colocar en un mismo bloque las ideas de estos auto-


res clásicos se desdibujan particularidades interesantes. Max Weber, en su

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PRESENTACIÓN DE LA ANTROPOLOGÍA URBANA

abstracto ensayo de 1905 La ciudad, enfatizó como definitorios de la misma


ciertos aspectos institucionales: las instituciones del mercado y el comercio
y un sistema de relaciones políticas libres bajo la protección directa y amu-
rallada de un príncipe, según el modelo de asentamiento urbano emergen-
te durante el Renacimiento en Flandes o Italia. Por su parte, Georg Simmel
se interesó más, en su ensayo de 1903 sobre La metrópolis y la vida mental,
por la sensibilidad peculiar del habitante urbano de inicios del siglo XX en
respuesta a un entorno social mediado por las relaciones monetarias, el
exceso de estímulos y su carácter volátil, efímero y superficial2. El dato fun-
damental de la vida moderna en grandes ciudades sería, a juicio de este
autor, «el exceso de estimulación psíquica». En un entorno que sobrepasa
al yo obligándolo a un permanente esfuerzo defensivo, la subjetividad tien-
de a replegarse en formas de relación con los demás calculadoras, raciona-
les, impersonales. En cuanto a Robert Park y sus discípulos, buscaron inte-
grar partes del argumento de ambos en un discurso que se pudiera aplicar
al estudio pormenorizado de la diversidad interna de la ciudad. Ello les
llevó a enfatizar la existencia de una ecología peculiar de la urbe —con una
diferenciación en áreas naturales de carácter cambiante, en función de la
división social del trabajo industrial—, y también a investigar la idiosincra-
sia de diversos sectores urbanos entendidos como mundos separados, si
bien en relación de mutua influencia.
Resultado de esta aproximación fue una serie de monografías sobre
diversos aspectos del Chicago de entreguerras: la de Nels Anderson sobre el
hobo o trabajador temporero de los bajos fondos; la de Frederic Thrasher
sobre gran número de pandillas; la de Louis Wirth The Guetto sobre los ju-
díos de la ciudad; la de Harvey Zorbaugh sobre el Lower North Side, un
barrio heterogéneo que incluía clases acomodadas, zonas de pensiones y el
barrio bajo; la de Paul Cressey sobre las chicas de alquiler en los salones de
baile (cit. en Hannerz, 1986: 43 y ss.).
La segunda razón por la que los antropólogos contemplamos este con-
junto de textos como referencia obligada es, entonces, de orden metodoló-

2
Como hace notar Richard Sennet, un agudo comentarista de la obra de estos clásicos, «Simmel
llegó a un retrato de las características de la vida de la ciudad moderna muy similar al de Weber en
cuanto a la impersonalidad, las burocracias sin rostro y los procesos racionales del mercado. Pero
Simmel pensaba que estos rasgos eran el producto de una condición urbana de naturaleza psicosocial,
mientras que Weber creyó que eran el producto de esa confluencia de fuerzas económicas y no econó-
micas denominada capitalismo moderno. Simmel también entrevió posibilidades de vida en estas ciu-
dades que el argumento indirecto de Weber ni siquiera contemplaba» (1969: 9).

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SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

gico. La propuesta programática de la que surgieron conducía de forma


natural a la etnografía como posible técnica de obtención de datos y al méto-
do comparativo como lógica de construcción teórica. Invitaba a tomar el
estudio de la vida urbana con las herramientas y perspectiva con que los
antropólogos estaban estudiando otras sociedades lejanas. En palabras de
Park,
La antropología, la ciencia del hombre, se ha ocupado hasta el presente del
estudio de los pueblos primitivos. Pero el hombre civilizado es un objeto de
investigación igual de interesante, y al mismo tiempo su vida está más
abierta a observación y estudio. La vida y la cultura urbanas son más varia-
das, sutiles y complicadas, pero los motivos fundamentales son los mismos
en ambos casos. Los métodos pacientes de observación que antropólogos
como Boas o Lowie han dedicado al estudio de la vida y maneras del indio
norteamericano pueden aplicarse igualmente, y con más provecho incluso,
a la investigación de las costumbres, creencias, prácticas sociales y concep-
ción general de la vida vigentes en Little Italy o el Lower North Side de
Chicago, o para registrar el más sofisticado folklore de los habitantes de
Greenwich Village y el vecindario de Washington Square en Nueva York
(1969: 93).

El modelo wirthiano

Quien sin duda dió una forma canónica al estudio del urbanismo fue
Louis Wirth (1938). Wirth modelizó y sintetizó, en forma de tipo ideal,
algunas de las enseñanzas principales recibidas de Park y Simmel. Al
decir que es un tipo ideal, se asume que se trata de una representación
prototípica de un fenómeno determinado; los casos empíricos siempre
diferirán, en grados diversos, respecto del modelo, que sólo persigue
representar en forma abstracta sus parámetros fundamentales. Wirth
trató de definir la realidad de la vida urbana a partir de tres variables: el
tamaño, la densidad y la heterogeneidad de los asentamientos; es bien
conocida su sintética definición de ciudad como «un asentamiento relati-
vamente grande, denso y permanente de individuos socialmente hetero-
géneos» (1969: 148). Según advierte, se trata de una definición sociológi-
ca porque no se limita al número de habitantes o los límites territoriales
de la ciudad, de naturaleza administrativa y por tanto arbitrariamente

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PRESENTACIÓN DE LA ANTROPOLOGÍA URBANA

establecidos. A lo largo del texto irá atribuyendo los variados rasgos del
urbanismo como modo de vida a alguna de esas variables, o a una com-
binación de ellas. El elevado tamaño de la población sería responsable de
la existencia de variación interna, segregación espacial, sustitución de
vínculos de solidaridad por controles formales de conducta, anonimato y
escaso conocimiento interpersonal, relaciones humanas parcializadas
(vínculos secundarios), reserva e indiferencia entre los individuos, ano-
mía, relaciones «predatorias» e instrumentales entre los sujetos, exten-
sión del principio de mercado a todos los ámbitos de la vida, elevada divi-
sión del trabajo y funcionamiento político por delegación. La densidad
implica, por su parte, una diferenciación y especialización internas, la
combinación de «contactos físicos estrechos» y «contactos sociales dis-
tantes», fuertes contrastes entre grupos de diferente estatus, disociación
de lugares según funciones, segregación residencial, una actitud relativis-
ta y tolerante ante la desviación y la diversidad, el imperio de controles
formales como el reloj o el semáforo, soledad y estrés. La heterogeneidad
social y cultural, por último, conlleva la organización según clases socia-
les más que por castas o estamentos, movilidad social y residencial, una
actitud de aceptación del cambio, refinamiento y cosmopolitismo, la posi-
bilidad de establecer pertenencias múltiples, una rotación rápida en las
relaciones que obstaculiza su intimidad y estabilidad, el debilitamiento de
los vínculos de vecindad, fenómenos de sugestión de masas, la desperso-
nalización asociada a la producción en serie, la economía monetaria, el
triunfo de la propaganda. Como puede apreciarse, esta pintura reunía
diversos tópicos evolutivos sobre el paso de las sociedades de status al
contrato (Maine), de las relaciones primarias a las secundarias, de la
comunidad a la sociedad (Tönnies), de la solidaridad mecánica, basada en
la similitud entre unidades sociales, a la orgánica, basada en su especiali-
zación y en la división social del trabajo (Durkheim). Su tono era más
bien pesimista, sin la fascinación que Robert Park mostrara hacia las ili-
mitadas posibilidades de desarrollo de un hombre liberado de ataduras en
el nuevo medio urbano:
La superficialidad, el anonimato y el carácter transitorio de las relaciones
sociales urbanas hace inteligible, también, la sofisticación y la racionalidad
que generalmente se atribuye a los habitantes de la ciudad. Nuestros cono-
cidos tienden a estar en una relación utilitaria con nosotros, en el sentido de
que el papel que cada uno de ellos juega en nuestra vida es considerado

17
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

sobre todo como un medio para el cumplimiento de nuestras propias metas.


Mientras que, por un lado, el individuo gana cierto grado de emancipación
o libertad respecto a los controles personales y emocionales de los grupos
pequeños, por otro, pierde la autoexpresión espontánea, la moral y el senti-
do de participación que acompañan al hecho de vivir en una sociedad bien
integrada. En eso consiste esencialmente el estado de anomía o vacío social
al que alude Durkheim en su intento de dar cuenta de varias formas de des-
organización social en la sociedad tecnológica (Wirth, 1969: 153).

Según Wirth, las tres variables permiten identificar a poblaciones con-


cretas dentro del continuo que va de lo rural a lo urbano. Pues en este
esquema, la contrapartida implícita de la forma de vida urbana es lo rural,
el campo. El propio autor matizaría años más tarde (en un artículo de
1956), el hecho sensible de un desdibujamiento progresivo de los límites
entre ambos, así como la relativa confusión de la forma de vida urbana con
el industrialismo de la que el modelo inicial adolecía3:
Cambios profundos recientes en la tecnología del vivir, especialmente en los
Estados Unidos, pero en cierta medida en todo el mundo, han vuelto obso-
letas las nociones que teníamos sobre las diferencias y similitudes entre lo
rural y lo urbano. La ciudad se ha metido en el campo. Ciertos modos de
vida urbanos han tomado, en cierto modo, un tono rural, especialmente en
los suburbios. Al mismo tiempo, la industria, que hasta ahora fue caracte-
rística de las ciudades, se ha trasladado al campo. El transporte ha vuelto
la ciudad accesible para los habitantes rurales. La radio, y más reciente-

3
En este texto, Wirth exhibe una autocrítica en línea con las que algunas décadas más tarde hará
la propia antropología urbana:
Así como las ciudades difieren entre sí, también los asentamientos rurales difieren unos de
otros. En cuanto a cada uno de mis criterios de la vida urbana —tamaño, densidad, perma-
nencia y heterogeneidad—, las ciudades representan un vasto continuum que se va desdibu-
jando según nos aproximamos a los asentamientos no urbanos. Lo mismo es cierto para los
asentamientos de tipo rural, ya se trate de poblaciones rurales no agrícolas, aldeas o granjas
dispersas. Apilar junta la gran variedad de ciudades y asentamientos rurales oscurece más de
lo que revela sobre las características distintivas de cada uno. Establecer conceptos típico-idea-
les bipolares como yo lo he hecho —y muchos otros antes que yo—, no prueba que la ciudad
y el campo sean fundamental y necesariamente diferentes. No justifica tomar las característi-
cas hipotéticas atribuibles a los modos de vida rural y urbano como hechos establecidos, como
a menudo ha ocurrido. Sólo sugiere ciertas hipótesis que han de ser comprobadas a la luz de
una evidencia empírica que debemos reunir asiduamente. Desgraciadamente, no contamos
con esa evidencia hasta el punto de poder contrastar críticamente ninguna de las hipótesis
propuestas (1969: 166).

18
PRESENTACIÓN DE LA ANTROPOLOGÍA URBANA

mente la televisión, anuncian una verdadera revolución. Ha llegado la hora


de reexaminar los conceptos de «lo urbano» y «lo rural» [...] Urbanismo no
es ya sinónimo de industrialismo, como el ruralismo ya no se puede seguir
identificando con el trabajo no mecanizado. Puesto que el contacto social
depende cada vez menos de las relaciones personales, el tamaño de la
comunidad y su localización son menos determinantes del modo de vida
(1969: 165).

La sociedad folk y el papel de las ciudades

En la misma época en que Wirth elaboraba estas imágenes de lo urba-


no, un antropólogo de Chicago, Robert Redfield, formulaba su concepto
ideal de la sociedad folk o sociedad comunal [folk society]. En escritos que
van desde los años veinte a los cincuenta, este autor elaboró el contraste
entre lo comunal y la ciudad, así como la influencia de la ciudad en la trans-
formación de lo comunal. Y ello a partir de proyectos de investigación etno-
gráfica realizados sobre poblaciones yucatecas con diversos grados de
urbanización. En la construcción del tipo ideal de Redfield, lo urbano no
aparece, por tanto, en contraste implícito con lo rural (como en el modelo
sociológico de Wirth), sino con lo comunal, caracterizado como un contex-
to tradicional, poco cambiante, homogéneo, aislado, sin escritura, comuni-
tario, distintivo, de pequeño tamaño, autosuficiente. En la recreación que
hace Ulf Hannerz de las ideas de Redfield, la sociedad folk típica
[...] sería una sociedad aislada con un mínimo de contactos exteriores. Sus
miembros están en íntima comunicación entre sí. Hay muy poca movilidad
física o no hay ninguna, por lo menos del tipo que alteraría las relaciones
dentro de la sociedad o que acrecentaría las influencias externas. La comu-
nicación es solamente hablada: no hay escritura ni lectura que compitan con
la tradición oral o la limiten. Los miembros de la sociedad comunal son muy
parecidos. Al tener contacto solamente unos con otros, aprenden las mismas
formas de pensar y actuar: «los hábitos son lo mismo que las costumbres».
Los viejos ven a los jóvenes hacer lo que ellos mismos hicieron a la misma
edad, ya que hay pocos cambios. Hay un sentido muy fuerte de unidad y per-
tenencia; cada miembro «exige fuertemente las simpatías de los demás». La
división del trabajo se limita a la que existe entre hombre y mujer; la división
de los conocimientos también. La sociedad comunal es autosuficiente, pues
la gente produce lo que consume y consume lo que produce.

19
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Su cultura es en buena medida de una sola pieza. Normas, valores y


creencias son los mismos para todos. Lo que la gente piensa que se ha de
hacer es coherente con lo que creen que se hace. Todo en la cultura está
íntimamente relacionado con todo lo demás. La ronda de la vida no va de
una actividad a otra diferente. Es una sola gran actividad, de la cual no se
puede separar ninguna parte sin afectar al resto. El poder de la sociedad
para actuar de un modo coherente y afrontar con eficacia las crisis no
depende del poder de los individuos o de la devoción a un principio único,
sino que se debe a la coherencia general de las acciones y los entendimien-
tos. Uno no está predispuesto a reflexionar sobre la tradición de una mane-
ra crítica u objetiva. No hay sistematización del conocimiento.

Las convenciones que atan entre sí a las personas son más bien tácitas
que explícitas y contractuales. Se espera que la otra persona responda a las
situaciones de la misma forma que uno, y se la trata más como a una per-
sona que como una cosa. De hecho, esta tendencia se extiende de forma
que también las cosas son a menudo tratadas como personas. Más aún: las
relaciones no son sólo personales, sino familiares. Las relaciones se con-
ceptualizan y categorizan en los términos de un universo de lazos de
parentesco, que crean las diferencias que llegan a existir entre esas rela-
ciones. «Los parientes son las personas modelo para todas las experien-
cias».

La sociedad comunal es una sociedad de lo sagrado. Las nociones de


valía moral se vinculan a las formas de pensar y actuar. Todas las activida-
des son fines en sí mismas y expresan los valores de la sociedad. No hay
lugar para el móvil enteramente mundano de la ganancia comercial. La dis-
tribución de los bienes y servicios es un aspecto de la estructura de las rela-
ciones personales. Los intercambios son prendas de buena voluntad
(Hannerz, 1986: 75).

Como puede apreciarse, esta pintura de la sociedad folk o comunal


resulta ser una especie de imaginaria anti-ciudad: de pequeña escala, basa-
da en el conocimiento interpersonal, aislada del exterior, oral, integrada,
igualitaria, tecnológicamente simple, sin apenas división del trabajo, auto-
suficiente, internamente interdependiente, convencional y tradicional en
sus comportamientos, basada en lealtades de parentesco y relaciones recí-
procas, regulada por la costumbre, inclinada al mito y el ritual. Se trata de

20
PRESENTACIÓN DE LA ANTROPOLOGÍA URBANA

una imagen invertida, una puesta del revés del tipo urbano que la escuela
chicaguense estaba estableciendo4.
El trabajo de Redfield, que se desarrolló hasta los años cincuenta,
habría de matizar los polos de la dicotomía para dar cabida a tipos inter-
medios, entendidos como un gradiente de urbanización. Además, Redfield
iría desplazando el énfasis ecológico de los de Chicago por el espacio urba-
no hacia un énfasis más antropológico en las civilizaciones como objeto de
análisis —es decir, fijándose no tanto en la discontinuidad entre campo y
ciudad como en la articulación cultural que se produce entre ambos, en pro-
cesos de larga duración—. La ciudad es el centro intelectual y ceremonial
donde se refina y desarrolla una «Gran Tradición» de las élites a partir de
—o en conflicto con— las diversas «pequeñas tradiciones» regionales de su
entorno. En un artículo escrito con Milton Singer en 1954, «El papel cultu-
ral de las ciudades», trataron de mostrar la variedad de formas en que histó-
ricamente se habría producido esa relación entre los grandes núcleos urba-
nos y sus áreas campesinas o aldeanas de influencia. Por un lado estarían las
antiguas ciudades ortogenéticas, centros intelectuales y ceremoniales de clé-
rigos, astrónomos, imanes y sacerdotes cuya función habría sido «desarro-
llar hacia dimensiones sistemáticas y reflexivas una vieja cultura». Por el
contrario, las ciudades heterogenéticas serían aquellas que —tanto antes
como sobre todo después de la extensión de un sistema económico mundial
o ecúmene universal— «crean modos originales de pensamiento que poseen
autoridad más allá de, o en conflicto con, las antiguas culturas y civilizacio-
nes». En ambos casos las ciudades serían centros de cambio cultural, si bien
de distinto modo. Ciudades ortogenéticas como Pekín, Quito, Delhi o Kioto
transforman la cultura folk en su versión civilizada, depurada y erudita:
La ciudad ortogenética no es estática; es el lugar en el que especialistas reli-
giosos, filosóficos y literarios reflejan, sintetizan y crean, a partir del mate-
rial tradicional, nuevos arreglos y desarrollos que son sentidos por la gente

4
Redfield lo explica del siguiente modo:
«Este tipo es ideal, es una construcción mental. Ninguna sociedad conocida se corresponde de
modo preciso con él, pero las sociedades que han constituido el principal interés de los antro-
pólogos son las que más se le aproximan. La construcción del tipo se apoya, de hecho, en el
conocimiento especializado de grupos tribales y campesinos. La sociedad folk ideal se podría
definir ensamblando, en la imaginación, los rasgos lógicamente opuestos a los que cabe encon-
trar en la ciudad moderna, siempre que antes tuviéramos un conocimiento tal de las gentes no
urbanas que nos permitiera determinar cuáles son, realmente, los rasgos característicos de la
vida urbana moderna» (1969: 181).

21
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

como derivados de lo antiguo. Los nuevos cambios no se ven más que como
una reafirmación de lo que ya había antes (1969: 213).

Por contra, el cambio cultural en las ciudades comerciales y administra-


tivas como Brujas, Nueva York, Shangai o Bombai implica una ruptura con
las formas anteriores de concepción cultural. Son ciudades, dicen Redfield
y Singer, de inteligentsia y no de literati. Desestabilizan el antiguo orden
moral de la sociedad folk, y ello por dos razones: (a) porque la fuente pre-
dominante de su organización ya no tiene que ver con el viejo orden moral
de la sociedad comunal, sino con la regulación administrativa, los negocios
y la conveniencia técnica5; (b) porque están pobladas por gentes de origen
diverso, desanclados de sus contextos originarios. En consecuencia, tales
ciudades «[...] son un lugar de conflicto entre tradiciones diferentes, centros
de heresía, heterodoxia y disidencia, de la interrupción y destrucción de la
tradición antigua, de desenraizamiento y anomía» (1969: 213).
La distinción tipológica entre ciudades ortogenéticas y heterogenéticas
da pie para concebir dos patrones de urbanización diferenciados, los cua-
les habrían transformado la sociedad comunal en diferentes momentos y
direcciones. En una primera fase, la urbanización que denominaron pri-
maria transforma una sociedad comunal en sociedad campesina, depen-
diente de un centro urbano. Dicha urbanización es primaria en el sentido
de que sus pobladores conservan una cultura común, la cual continuará
siendo la matriz básica de las culturas campesina y urbana que se desarro-
llen en el curso del proceso. Éste se produce lentamente, con la transfor-
mación por parte de los letrados urbanos de las tradiciones regionales en
una sola Gran Tradición depurada de su origen folk.

5
La posición de Redfield respecto a la relación entre relaciones de mercado y cambio heterogené-
tico es muy matizada. Escribe:
«La presencia del mercado no es por sí misma un factor de cambio heterogenético. Regulado
por la tradición, mantenido por tales costumbres y rutinas durante largos periodos de tiempo,
el mercado puede florecer sin cambio heterogenético. En la ciudad musulmana medieval
encontramos una ciudad ortogenética; el mercado y el encargado de vigilarlo sometían las acti-
vidades económicas a una definición cultural y religiosa explícita de las normas. En el occi-
dente guatemalteco, quienes vienen al mercado apenas se comunican excepto a lo tocante a com-
prar y vender, de modo que el mercado tiene un rol heterogenético escaso. Por otra parte, en
muchos casos el mercado proporciona ocasiones para que gentes de tradiciones diversas puedan
comunicarse y discrepar; y también en el mercado se produce ese intercambio sobre la base de
estándares utilitarios universales que resulta neutral a órdenes morales particulares, y de algún
modo hostil a todos ellos» (1969: 213).

22
PRESENTACIÓN DE LA ANTROPOLOGÍA URBANA

El patrón de urbanización secundaria reflejaría, por el contrario, el caso


en que una sociedad comunal, campesina o parcialmente urbanizada es
transformada bruscamente por el contacto intensivo (expansión o invasión)
con otros pueblos ya urbanizados. Dicho patrón produce rápidamente nue-
vas formas de vida urbana y nuevos tipos sociales, tanto en la urbe como en
el campo6.
Desde esta perspectiva comparativa a gran escala, vemos que los patro-
nes de urbanización descritos por Wirth aparecerían entonces como una
posibilidad culturalmente específica, ligada a ciertos procesos de urbaniza-
ción secundaria en la historia de occidente. El «modo de vida urbano» des-
personalizado, individualizado, emocionalmente atomizado, secularizado,
racionalista y cosmopolita sería primariamente una consecuencia de la
urbanización secundaria, no de la vida en ciudad por sí misma. En parti-
cular, resultaría más propio de las fases críticas de transformación hetero-
genética de un asentamiento, cuando la desorganización cultural y perso-
nal se hallan en su punto máximo. Para poner tales consecuencias en
perspectiva resulta necesario, según Redfield y Singer, compararlas con,
por un lado, las benignas consecuencias de la urbanización primaria y, por
otro, con aquellas situaciones de urbanización secundaria que producen
nuevas formas de integración personal y cultural (1969: 223).

La reacción de los antropólogos

Estas últimas apreciaciones marcan lo que será una tónica general de


argumentación de la antropología urbana: limitar las pretensiones univer-
salistas del modelo del urbanismo como modo de vida. No resulta casual
que Gmelch y Zenner lo evoquen —mediante una alusión a la conocida
fábula del ratón de campo y el ratón de ciudad— al comienzo de su Urban
Life. Readings in Urban Anthropology, la compilación de textos más utiliza-
da desde los años ochenta en la enseñanza de esta materia:

6
«Puede ser el caso que en la historia de cada civilización haya, por fuerza, urbanización secun-
daria. En la civilización occidental moderna las condiciones son tales que hacen de la urbanización
secundaria la regla. Pero incluso en civilizaciones más antiguas no resulta fácil encontrar ejemplos
cabales de urbanización primaria —a causa de múltiples interacciones, de fluctuaciones violentas en lo
económico y lo militar, de conflictos y competencia entre ciudades y dinastías, así como de las incur-
siones de nómadas—» (1969: 218).

23
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Este temor [del ratón de campo] expresa la idea de sentido común sobre las
diferencias entre la vida en el campo y la ciudad. La primera es tranquila
pero aburrida, mientras que la vida en la ciudad tiene variedad, estímulo y
temor. La gente del campo es llana y moral. Se conocen y se preocupan
unos de otros. En realidad, saben tanto unos de otros que hay poca o nin-
guna privacidad. Mientras que las preocupaciones materiales, la soledad y
la privacidad son las marcas de la vida urbana, en el campo la vida «se hace
con los demás» [...]

Este estereotipo de las diferencias entre el pueblo (el campo) y la ciudad


fue el punto de partida de la investigación social sobre las diferencias entre
lo rural y lo urbano, abriéndose camino hasta el modelo de Louis Wirth
sobre «El urbanismo como forma de vida». El interés de los sociólogos en
la ciudad, que condujo a la formulación de Wirth, tenía sus raíces en el rápi-
do crecimiento de las ciudades industriales de Europa y Norteamérica. [...]
Aunque Wirth enfatizaba claramente el urbanismo industrial moderno,
escribió como si estuviera describiendo un modelo universal. El modelo
subraya como características de la ciudad el tamaño, la densidad de pobla-
ción y la heterogeneidad. Wirth relaciona estos rasgos con la ruptura de los
grupos primarios, como la familia y la comunidad, así como con el indivi-
dualismo y anomía consiguientes (desviación, alienación y anarquía).
Impera la burocracia —un tipo impersonal de estructura social—, y la gente
tiene un sentimiento de impotencia individual (Gmelch y Zenner, 1988: 2).

La crítica al sentido común urbanita de los euroamericanos (derivado


en buena medida de la experiencia histórica de ciudades como Berlín,
Manchester o Chicago en los albores del siglo XX) vendría por distintos
caminos. El primero de ellos es la línea de argumentación que podríamos
denominar la de «los pueblos urbanos», un género importante en la inves-
tigación comparativa norteamericana, consistente en mostrar mediante
monografías etnográficas la calidez, intensidad y profundidad de vínculos
residenciales, vecinales y de parentesco existentes en el seno de ciudades
modernas. En esa línea cabe incluir trabajos tempranos de sociología cua-
litativa como Street Corner Society de William F. Whyte (1993) o The Urban
Villagers de Herbert Gans (1962) sobre grupos de italoamericanos en la ciu-
dad de Boston. También las críticas más específicamente antropológicas,
por ejemplo en los trabajos de Oscar Lewis sobre las vecindades en Ciudad
de México (1965) o los de Carol Stack sobre el importante papel y la flexi-

24
PRESENTACIÓN DE LA ANTROPOLOGÍA URBANA

bilidad de estrategias en el mantenimiento de vínculos de parentesco entre


los afroamericanos de los ghettos del centro de grandes ciudades (1988). Al
describir la intensidad y vigencia de vínculos primarios en pequeños gru-
pos, los antropólogos subrayaron el hecho de que la vida social cotidiana
tiene lugar en el seno de unidades como la familia, la iglesia o el barrio; la
mayor parte de las veces uno no se halla «perdido en la multitud». La debi-
litamiento de la comunidad y las relaciones sociales íntimas que predecía
el modelo no se corresponden con la fuerza y persistencia de esos vínculos
de solidaridad y asistencia mutua (Lyon, 1989).
En la ciudad de México, Lewis no podía comparar sus resultados con nin-
gún estudio local precedente; pero se preguntó en cambio si las concepcio-
nes que tenían Wirth, Redfield y Simmel del urbanismo en general podían
servir de descripción de la vida de los barrios de clase baja que conoció en
la ciudad. Hasta donde él podía ver, no servían. Las personas de las vecin-
dades7, inmigrantes del campo, no habían sufrido mucho de nada que se
pudiera llamar «desorganización», y sus vidas apenas estaban caracteriza-
das por el anonimato y la impersonalidad. Parecía como si los lazos de la
familia extensa se hubieran fortificado y aumentado, más que lo contrario,
aunque las unidades domésticas no fueran tan grandes como en el pueblo.
Otra razón por la que la descripción de las relaciones sociales en Wirth no
se aplicaba era que las personas que Lewis conoció en la ciudad eran habi-
tantes no tanto de ésta en general como de barrios particulares de un carác-
ter pueblerino. Era allí donde tenían la mayoría de sus contactos, con con-
siderable estabilidad e intimidad [...] Tampoco parecía que estos habitantes
de la vecindad se hubieran convertido en secularizados creyentes de la cien-
cia. De hecho, «la vida religiosa se volvía más católica y disciplinada» y las
creencias y remedios de la aldea persistían (Hannerz, 1986: 86).

Al tratar de trasladar el argumento wirthiano sobre el urbanismo a lati-


tudes tan distantes como Timbuctoo en África, también Miner encontró
que, mientras que algunas de sus características podían aplicarse al
macronivel del conjunto de la ciudad, no resultaban válidas para el nivel
de la vida familiar y vecinal, mucho más integrado. De modo similar,

7
En cursiva en el original. Se refiere a los antiguos edificios del centro de la ciudad con patio o
corrala en el interior, que fueron progresivamente fragmentados y ocupados por familias de estratos
populares.

25
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Bascom trabajó en los años cincuenta sobre las ciudades yoruba de


Nigeria, que consisten en asentamientos tradicionales considerablemente
densos, sin encontrar ni el tipo de alienación respecto a los grupos prima-
rios ni la separación neta entre ciudad y campo que la teoría predecía
(Gmelch y Zenner, 1988: 2).
Posiblemente el argumento de la escuela de Chicago no describía sino
una experiencia histórica particular, la de la ciudad industrial moderna. En
La ciudad preindustrial (1965), Gideon Sjoberg trató de teorizar las carac-
terísticas esenciales de un modo de urbanismo diferente, compartido tanto
por las ciudades antiguas y feudales en Europa como por una buena parte
de las del llamado Tercer Mundo. De acuerdo con este autor, la ciudad
preindustrial se basa en una tecnología dependiente de energía animal o
humana, más que mecánica. La mayoría de la población de una sociedad
así es agrícola y está sometida a una clase dirigente que vive en ciudades y
se halla unida por vínculos particularistas de parentesco. La ciudad prein-
dustrial se sostiene sobre los excedentes agrícolas en manos de una mino-
ría instruida que controla el complejo político-religioso de la ciudad, con un
comercio en gran medida en función de sus necesidades como clase gober-
nante. Serían característicos de ella el amurallamiento defensivo y los edi-
ficios dominantes del palacio, el templo y la fortaleza. Su estructura social
se basa en una intensa segregación entre dos clases: de un lado, la élite; del
otro, las clases bajas: mercaderes, artesanos, sirvientes, transportistas,
mendigos, ladrones y criminales. La organización de las clases bajas urba-
nas sería característicamente gremial, según estratos ocupacionales. Así, lo
propio de esta forma de urbanidad no es, como en el modelo de Wirth, la
movilidad y el anonimato sino, a la inversa, la rigidez del sistema de clases,
una mínima interacción entre ellas y un anonimato escaso. Lo importante
en una ciudad así no es qué eres, sino quién eres.
El modelo de Sjoberg ponía juntas en un tipo ideal, bajo la dudosa cate-
goría del «feudalismo», realidades histórica y geográficamente muy distan-
tes, y por ello fue también criticado. No obstante, apunta a un hecho impor-
tante: la experiencia urbana puede ser más diversa que lo que un ralo
sentido común industrial nos da a entender.
Como destacan Gmelch y Zenner en la introducción a su manual, la
mayoría de los antropólogos han seguido desde entonces una estrategia dife-

26
PRESENTACIÓN DE LA ANTROPOLOGÍA URBANA

rente a ésta de tratar de delinear tipos ideales o modelos únicos.


Reconociendo que hay ciertas características que podemos considerar gené-
ricamente como «urbanas» cuando aparecen juntas —el gran número de
población, una elevada especialización económica, tanto en lo tocante a per-
sonas como a locales y actividades, zonas dedicadas de manera permanente
a funciones específicas como el gobierno, el comercio o el culto religioso, una
tradición letrada— existe la posibilidad de que ciertas sociedades tengan cen-
tros urbanos que sin embargo carezcan de alguno de estos rasgos (Gmelch y
Zenner, 1988: 3).
Otros autores encontraron interesante elaborar y profundizar el mode-
lo de Wirth, con la salvedad de considerarlo como una explicación del urba-
nismo industrial moderno —restringido, por tanto, a una experiencia cul-
tural e histórica concreta—. Anderson (1962), por ejemplo, reinterpretó y
resumió desde este punto de vista los rasgos del urbanismo moderno: (1) un
alto grado de especialización del trabajo y producción en masa de bienes y
servicios, (2) la dependencia casi total de fuentes mecánicas de energía, (3)
un despegue creciente de los individuos respecto a controles tradicionales
de conducta, mayor volatilidad en los vínculos y las lealtades y una depen-
dencia creciente de instituciones secundarias como burocracias estatales y
corporativas, (4) una alta movilidad —en los desplazamientos diarios, en
cambios de empleo y residencia, en status social—, (5) un cambio constan-
te en el entorno construido, incluyendo la renovación de infraestructuras y
la innovación tecnológica, (6) la subordinación de la actividad de indivi-
duos y grupos a la medida mecánica del tiempo, con el control por el reloj
de los movimientos y la coordinación, (7) considerable anonimato, (8)
expectativas de cambio y gusto por el mismo, (9) conformidad con el regis-
tro formal de la conducta y su uso en funciones de control y supervisión.
En esta nueva reinterpretación de las ideas del grupo de Chicago, Anderson
no atribuye a las variables ecológicas de heterogeneidad, tamaño y densi-
dad un efecto por sí solas, enfatizando en cambio otros factores del sistema
productivo, como la tecnología o la división del trabajo industrial.
Uno de los resultados de la antropología urbana emergente durante los
años sesenta y setenta fue desplazar el foco desde el urbanismo como modo
de vida a la urbanización como proceso; un proceso abierto y variable, que
había que investigar empíricamente, sin darlo dogmáticamente por supues-

27
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

to. Al situar el punto de vista en actores concretos, como los campesinos


que se desplazaban a la ciudad, o las redes de migrantes que se facilitaban
trabajo y recursos en los barrios, contribuyeron a hacer tangible la huma-
nidad y habitabilidad de las ciudades —los «pequeños mundos» de los que
también éstas están compuestas—, y el papel activo de esos agentes en su
incorporación a la cultura urbana local. La ciudad cambiaba con ellos,
según ellos se la iban apropiando. En otras palabras, el proceso de urbani-
zación es siempre ambivalente, tiene una doble dirección. La urbanización
de los migrantes es también, en cierto modo, una ruralización de los entor-
nos urbanos (lo que Oscar Lewis denominó urbanization without break-
down, es decir, urbanización sin ruptura). Al apropiarse la ciudad, contri-
buyen a conformarla. Por ejemplo, en un iluminador artículo sobre la vida
de los migrantes rurales en El Cairo, escribe Janet Abu-Loughod:
Los sociólogos que estudian la adaptación de los migrantes rurales a la vida
de la ciudad se han dejado atrapar en un dilema fabricado por ellos mis-
mos. Incluso tras el reemplazo de la dicotomía rural-urbano por un conti-
nuum más razonable, la secuencia y dinámica de esa adaptación se han
seguido asumiendo de manera deductiva, como si esa dicotomía fuese váli-
da. Pese a las declaraciones a favor de tener en cuenta las retroalimenta-
ciones y la asimilación mutua, tales asunciones han llevado a muchos estu-
diosos a la imagen simplificada de un ajuste unilateral por parte del
migrante rural a un cultura urbana supuestamente «estable» [...]

La dicotomía es tan inválida en Egipto y otras naciones en proceso de


formación como lo es en Occidente, si bien por razones distintas. En este
caso, la dicotomía no se puede aplicar debido a la constante ruralización de
las ciudades.

Basta mencionar un hecho en apoyo de esta afirmación: más de un ter-


cio de los residentes permanentes en El Cairo han nacido fuera, es decir,
uno de cada tres cairotas es emigrante de un tipo u otro, y la inmensa mayo-
ría procede de las regiones interiores de Egipto. Hablar de una adaptación
unilateral a una cultura urbana estable cuando semejante minoría trae con-
sigo sus necesidades y costumbres de origen rural sería absurdo. Las cifras
por sí solas deberían alertarnos de que lo más probable es que los migran-
tes estén dando forma a la cultura de la ciudad tanto como se adaptan a ella
(Abu-Loughod, 1988: 188).

28
PRESENTACIÓN DE LA ANTROPOLOGÍA URBANA

Los antropólogos en ciudades de varios continentes también mostraron


la necesidad de concebir estos cambios no de forma dicotómica, sino como
un sistema de viajes de ida y vuelta, de vínculos y alternancias entre la ciu-
dad y el campo. Así, una interpretación sutilmente diferente de la anterior
sobre la complejidad de las relaciones entre el campo y la ciudad en África
la encontramos en los trabajos de la llamada «Escuela de Manchester», que
ha venido produciendo desde los años cincuenta una larga serie de mono-
grafías acerca de la urbanización centro y surafricana. La escuela se deno-
minó así por la vinculación permanente establecida entre los antropólogos
de la universidad de Manchester (en particular Max Gluckman) y los tra-
bajos de investigación del Instituto Rhodes-Livingstone en Lusaka (antigua
Rodesia del Norte, hoy Zambia). Los estudios de Godfrey y Mónica Wilson,
Max Gluckman, Clyde Mitchell, Elizabeth Colson, Arnold Epstein y otros
antropólogos aplicaron al estudio de varias ciudades africanas (y en parti-
cular las de la zona minera del Cooperbelt) el interés tradicional del estruc-
tural-funcionalismo británico por el análisis y comparación de estructuras
sociales. Aunque se centraran en el proceso de destribalización en las ciu-
dades de la colonia (la adaptación de la población de origen tribal al inte-
grarse en ciudades como Broken Hill o Luanshya), el énfasis se fue despla-
zando hacia documentar la complejidad de ese ajuste, que incluía tanto una
reorganización de las lealtades de origen como un uso situacional de la
identidad tribal para acomodarse al nuevo ambiente. Por ejemplo, en un
texto que suele mencionarse como ejemplo de lo que denominaron «análi-
sis situacional», La danza Kalela, Clyde Mitchell (1956) mostró cómo
mediante canciones y danzas satíricas, un grupo de danzantes bisa cons-
truía un sistema de referencias que ayudaban a situar a danzantes y públi-
co, tanto en relación con la cultura hegemónica de los colonos blancos
como en relación con un sistema intertribal de distancias sociales. Así, las
danzas no eran una supervivencia traida del campo. Eran significativas
como enunciados acerca del encuentro interétnico que se producía en la
ciudad. En los términos más generales con que Gluckman planteó el pro-
blema de la continuidad étnica de los africanos emigrados al contexto urba-
no, la cuestión era entender por qué, pese a las expectativas de los admi-
nistradores coloniales, en la ciudad el tribalismo persistía, aunque tomara
formas nuevas como las de la danza kalela.
[Los administradores coloniales] habían supuesto —implícita o explícita-
mente, consciente o inconscientemente— que la destribualización era un pro-

29
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

ceso lento y prolongado, aunque avanzara siempre en la misma dirección. De


modo gradual, las relaciones sociales de los inmigrantes urbanos cambiarían
y su compromiso con las costumbres tradicionales se atenuaría. Gluckman
no se sorprendía de que los administradores, como «hombres prácticos», die-
ran por sentado tal concepto; naturalmente, veían a la gente que afluía a las
ciudades en contraste con la vida del poblado que acababa de dejar. Para un
antropólogo, por otra parte, debía ser evidente que la ciudad tiene que se con-
siderada como un sistema social aparte. Así pues, el comportamiento de los
citadinos se tenía que entender en términos de los papeles urbanos aquí y
ahora, sin que importaran factores como sus orígenes y personalidades. En
una frase que desde entonces se ha vuelto clásica de la antropología: «un urbí-
cola africano es un urbícola, un minero africano es un minero».

Tal punto de partida cambiaría radicalmente la visión de lo que real-


mente sucedía con la migración rural-urbana en África. La destribualiza-
ción, en vez de ser un proceso unidireccional, que estaba lejos de terminar
cuando el inmigrante llegaba a la ciudad, era un fenómeno intermitente.
[...] El inmigrante debía considerarse destribualizado, en un sentido, en
cuanto tomaba una posición en la estructura urbana de relaciones sociales;
y desurbanizado en cuanto dejaba la ciudad y reingresaba en el sistema
social rural con su conjunto de papeles o funciones (roles). En la ciudad, el
sistema industrial era la realidad dominante, y los puntos primarios de
orientación para un urbícola eran las comunidades de interés y el sistema
de prestigios que se derivaban de él. A ojos vistas, los africanos llevaban una
carga de cultura tribual a la vida urbana; pero esto era ahora analíticamen-
te secundario. Tenía que entenderse claramente que esa cultura operaba
ahora en un medio urbano, y que por tanto podía tener formas nuevas y
adquirir otro significado. Así pues, «la tribu» en el contexto urbano, como
habían mostrado tanto Mitchell como Epstein, no se refería tanto a una
unidad política operativa, cuanto a una manera de clasificar y tratar a la
gente que el habitante de la ciudad se encontraba en el trabajo, en el barrio
o en la cervecería. En el área rural, en cambio, el sistema político de la tribu
todavía funcionaba, fundamentado firmemente en el sistema de tenencia de
la tierra, y la mayoría de los habitantes de la ciudad enfrentados con las
inseguridades del trabajo asalariado mantenían un pie también allí
(Hannerz, 1986: 163).

30
PRESENTACIÓN DE LA ANTROPOLOGÍA URBANA

Hay que hacer notar que la dirección del argumento de Abu-Loughod


sobre la ruralización de la ciudad y el de los de Manchester sobre la resig-
nificación urbana de lo tribal no conducen, necesariamente, en la misma
dirección. No obstante, ambos ejemplifican bien la idea de la urbanización
como proceso, y el tipo de crítica antropológica a las nociones heredadas
sobre la consistencia y estabilidad de la cultura urbana que dieron inicial-
mente cuerpo a esta disciplina.
El interés de los antropólogos urbanos por los destinos de la comunidad
y la sociabilidad en la urbe les ha llevado también a interesarse por el de-
sarrollo del análisis de redes como técnica de investigación. El estudio de los
vínculos sociales en un contexto abierto y heterogéneo hace difícil determi-
nar unidades de estudio autocontenidas, que se puedan establecer discreta-
mente en función sólo de criterios territoriales, administrativos o de cual-
quier otro tipo. Por eso a menudo resulta más útil concebirlos como una
red, tratando de representar su amplitud, densidad y composición. Una de
las adaptaciones más notables de la estructura social en el medio urbano es,
de hecho, la tendencia a tomar la forma de una red de vinculaciones más o
menos electivas, más que la de un sistema de pertenencias sociales inclusi-
vas. Eso fue precisamente lo que encontró Elizabeth Bott al estudiar com-
parativamente las redes sociales de distintos tipos de familias en Londres
(1995; 1990). Bott llegó a la conclusión de que la distribución de roles al
interior de la unidad doméstica (segregada vs. conjunta) estaba en relación
con la extensión y densidad de las redes, las cuales dependían a su vez de
un complejo múltiple de factores que incluía la clase social, la residencia,
la movilidad ocupacional, así como la propia acción electiva de las familias
sobre su entorno urbano (1995: 372 y ss.).
En la literatura sociológica sobre la familia, hay frecuentes referencias a «la
familia en comunidad», con la implicación de que la comunidad es un
grupo organizado en el cual se halla incluida la familia. Nuestros datos
sugieren que este uso es equívoco. Desde luego, cada familia ha de vivir en
alguna clase de zona residencial, pero muy pocas zonas urbanas pueden ser
denominadas «comunidades» en el sentido de formar grupos sociales cohe-
sivos. Es mejor considerar como entorno social inmediato de las familias
urbanas, no la zona en la que viven, sino la red de relaciones reales que
mantienen, no importa si éstas se confinan al área local o traspasan sus
límites (1995: 370).

31
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

A juicio de Bott, esta forma de inserción de las familias urbanas en la


sociedad global difiere de lo que ocurre con las familias en una sociedad de
pequeña escala, relativamente cerrada. En ésta, la mayoría de los servicios
que precisa una familia pueden ser provistos por otras dentro de su grupo
local o de parentesco. En una sociedad urbana industrializada, por el con-
trario, dichas tareas y servicios son parcelados y asignados a instituciones
especializadas (el médico, la escuela, la empresa de trabajo, etcétera).
Mientras que en el primer tipo de sociedad cada familia pertenece a un
pequeño número de grupos, cada uno de ellos con muchas funciones, una
familia urbana se encuentra en una red de muchas instituciones separadas,
desconectadas, cada cual con una función específica. En el primer caso, el
grupo local y el de parentesco median entre la familia y la sociedad global;
en una sociedad industrializada no existe un único grupo o institución
encapsulante que medie de forma exclusiva entre ambas (Bott, 1995: 371).
La situación puede sintetizarse diciendo que las familias urbanas están más
individuadas que las familias de comunidades relativamente cerradas. Creo
que este término describe la situación de las familias urbanas con mayor
precisión que el término «aisladas», que es el comúnmente utilizado. Con
«individuación» quiero dar a entender que la familia nuclear es un grupo
social separado, diferenciado en sí mismo, y en algún grado autónomo.
Desde luego, en la mayoría de las sociedades la familia nuclear está indivi-
duada en alguna medida; si no fuera así no se podría decir que existe como
grupo social. La diferencia en cuanto a individuación entre una familia
urbana y una de una comunidad relativamente cerrada es de grado. Debería
recordarse, no obstante, que las familias urbanas difieren entre sí en su
grado de individuación; las familias con redes de alta densidad están menos
individuadas que las que tienen una red dispersa» (1995: 372).

Al atribuir estas diferencias a la compleja división del trabajo social pro-


pia de una sociedad industrializada, Bott estaba apuntando a la que será
una última e importante fuente de críticas al modelo wirthiano: las relacio-
nes entre la ciudad como contexto espacial y la sociedad mayor en la que
ésta se incardina. Por una parte, tamaño, densidad y heterogeneidad no
parecen, en la mayoría de los casos, variables que se puedan considerar por
separado. Por otra, resulta difícil, si no imposible, deslindar el modo de
vida urbano así descrito del industrialismo y el capitalismo como sistemas

32
PRESENTACIÓN DE LA ANTROPOLOGÍA URBANA

productivos. Es posible que el contexto espacial de la ciudad sea el lugar


donde adquieren mayor intensidad y visibilidad aspectos del sistema social
como un todo que, no obstante, no tienen su origen en la ciudad por sí
misma. Fox (1977), Rollwagen (1988) o Leeds (1994) son algunos de los
autores que, desde la antropología, han abogado por la necesidad de un
enfoque relacional al considerar la ciudad, no como una unidad de análisis
aislable, sino como un nodo de relaciones de poder e intercambio asimétri-
cos con el resto del conjunto social. En los términos irónicos de Leeds,
«Ninguna ciudad es isla de sí misma» (cit. en Sanjek, 1990: 154). Desde este
punto de vista, si se lo concibe relacionalmente, el campesinado que pro-
duce para la ciudad no es menos «urbano» que los clientes que consumen
sus productos, pues ambas realidades se codeterminan.
Desde fines de los años setenta, se ha ido extendiendo en antropología y
otras disciplinas un enfoque en el análisis de las ciudades que enfatiza su
relación inextricable con la economía política mundial —es decir, con los
flujos asimétricos de capital, personas y mercancías, con las disparidades
de reparto del poder geopolítico y con la reorganización mundial de las
relaciones entre culturas ligada a los procesos de integración productiva y
globalización económica––. En términos de Rollwagen, la antropología
urbana solo es concebible si se sustituye la aproximación «aislacionista»
tradicional por otra evolutiva, centrada en el estudio de las transformacio-
nes del sistema mundial como un todo:
La creación de una antropología urbana significativa depende de replan-
tear algunas de las premisas básicas heredadas de la antropología cultural
a partir de la cual surgió. Quizás la más fundamental sea la que anima bus-
car la quintaesencia de un sistema cultural, aislándolo conceptualmente de
los otros sistemas culturales con los que está entrelazado. El objetivo de la
etnografía tradicional ha sido recrear la esencia de un sistema social en un
momento de su evolución previo a que esta esencia fuera destruida por la
aculturación del mundo exterior. [...]

La base de una perspectiva evolucionista [alternativa a la aislacionista]


es el concepto de proceso. Todos los sistemas culturales se encuentran en
un proceso continuo de interacción adaptativa respecto a su entorno total.
La inmensa mayoría de los sistemas culturales en el mundo contemporáneo
están interactuando adaptativamente unos con otros dentro de un sistema

33
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

mayor, totalmente unificado y jerárquico de sistemas culturales que pode-


mos denominar «el sistema mundo» (ver Rollwagen, 1980). La evolución de
este sistema mundo proporciona el contexto para la continua evolución de
los varios sistemas culturales en su interior, puesto que cada sistema cultu-
ral individual está en interacción adaptativa con el conjunto. La evolución
de las ciudades contemporáneas, la urbanización mundial, pueden ser exa-
minadas más productivamente en el seno de la evolución de este sistema
mundial (1988: 150).

Así, en esta propuesta de economía política se adopta una perspectiva


global, abocada a (1) el análisis de relaciones causales a un nivel sistémico,
(2) la consideración del colonialismo y la herencia colonial como contexto
dominante de la urbanización en los últimos quinientos años y (3) la des-
cripción de las fuerzas y procesos del sistema mundial que dan forma a la
ciudades contemporáneas, en la medida en que éstas cumplen funciones
del sistema mayor. La introducción de una perspectiva de sistema mundial
implica, por un lado, la necesidad de apoyar la etnografía en macroanálisis
que, a una escala supralocal, facilitan otras ciencias sociales; por otro, con-
lleva de manera natural el predominio de preguntas sobre la redistribución
desigual de los recursos económicos, las causas de la pobreza o las nuevas
formas de división transnacional del trabajo:
La redistribución masiva de recursos económicos que es la función de la
economía mundial redistribuye los recursos de forma desigual (ver Hay,
1977: 85-86). Muchos de los sistemas culturales reciben poco a cambio de
la participación de sus miembros. [...] Hay descripciones de los alguna vez
autosuficientes «primitivos» cuya incorporación cada vez más rápida al sis-
tema mundial desde 1500 ha destruido el tejido mismo de sus culturas; hay
descripciones de campesinos que son proveedores de materias primas para
la economía mundial y consumidores de sus productos manufacturados;
hay descriciones del pobre urbano que arranca apenas su subsistencia en
una relación marginal respecto al control de medios de producción de su
sociedad, pero que sigue siendo esencial para su funcionamiento. La signi-
ficatividad de muchas de estas investigaciones se echa a perder solo porque
la tradición aislacionista en la antropología cultural pone más énfasis en la
búsqueda de casos etnográficos que en buscar causas y procesos en el sis-
tema mayor, que es responsable de los resultados descritos en esas mono-
grafías (1988: 152).

34
PRESENTACIÓN DE LA ANTROPOLOGÍA URBANA

En cuanto al análisis de los macroprocesos del sistema mundial, la


adopción de una perspectiva de este tipo supone una convergencia de la
antropología con puntos de vista previamente desarrollados de forma sis-
temática desde la economía, la historia y la sociología (como por ejemplo
los de Ferdinand Braudel, Emmanuel Wallerstein o Manuel Castells).
Aplicando nociones marxistas al análisis de la crisis urbana, este último
autor denunció en los años setenta la visión simmeliana que atribuye mecá-
nicamente a la acción del espacio una responsabilidad sobre problemas
que, si bien se localizan y expresan en el espacio de la urbe, tienen en rea-
lidad su causa en el modo de producción y reproducción del orden capita-
lista —en las contradicciones inmanentes a la sociedad mayor y los con-
flictos que en ella se derivan entre capital y trabajo (Castells, 1991)—. En
décadas posteriores este autor ha ido elaborando el argumento en la direc-
ción de una teoría de la sociedad de la información (1994; 1995). En su
esquema, las ciudades se vuelven especialmente importantes como opera-
dores informacionales del orden global —nodos de toma de decisiones, pro-
visión de servicios y planificación estratégica en un sistema industrial por
lo demás considerablemente deslocalizado—. Sigue siendo clave, por tanto,
considerar los efectos urbanos de las transformaciones en el sistema pro-
ductivo de la sociedad informacional.

La institucionalización de la antropología urbana

En 1990 y 1996, Roger Sanjek y Setha Low publicaron sendos artículos de


revisión del estado del arte en antropología urbana en la revista Annual
Review of Anthropology, útiles para identificar los problemas y temas princi-
pales de investigación en la antropología urbana de las últimas dos décadas8.
En «Urban Anthropology in the 1980s: a World View», Sanjek comien-
za trazando una breve génesis de la institucionalización de la antropología

8
Hay que tener en cuenta, no obstante, que ambas, pese a su horizonte mundial, se limitan de
hecho a tratar de la bibliografía aparecida en inglés y fundamentalmente en el entorno de la academia
angloamericana. La representación de textos importantes de la bibliografía latinoamericana, europea,
africana y asiática es casi inexistente —se buscará sin encontrarla referencia a la obra del argentino
Néstor García Canclini, el brasileño Gilberto Velho, el francés Gerard Althabe o la italiana Amalia
Signorelli—. Una ironía especialmente sangrante en una disciplina que declara dedicarse al estudio de
las ciudades «beyond the West» (cf. Gugler, 2004).

35
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

urbana. Ésta se habría producido como «un cuerpo de investigación auto-


denominado, que emergió en los años sesenta, al cual seguirían varios tex-
tos, compilaciones y colecciones de ensayos en los setenta». Las raíces de
su desarrollo habría que buscarlas en trabajos previos de los años treinta y
cuarenta que en su mayoría hemos comentado más arriba, como los de
Lloyd Warner sobre Yankee City y Chicago, Robert Redfield en Yucatán,
William Whyte en Boston y Godfrey Wilson en Broken Hill. La inspiración
más directa para esa institucionalización se hallaría en las etnografías de
los años cincuenta por Oscar Lewis, Elizabeth Bott, Michael Banton, Aidan
Southall, Clyde Mitchell y Arnold Epstein. La lista de autores que Sanjek
considera representativa del periodo de institucionalización de la discipli-
na en las dos décadas posteriores es demasiado larga para reproducirla
aquí. Lo que nos interesa resaltar son sus características comunes:
1. La presentación de la pobreza urbana (con argumentos a favor o en
contra de las explicaciones de Oscar Lewis sobre su naturaleza).

2. La documentación de la migración del campo a la ciudad (el tema de


«campesinos en ciudades»).

3. La etnografía de la vida en los vecindarios residenciales (tipo «aldeas


urbanas»).

4. Atención a la estructura y las funciones «adaptativas» de las asocia-


ciones voluntarias (pero no tanto a su rol en la política local o nacional).

5. Demostración de la «persistencia» de relaciones de parentesco exten-


sivas (si bien un menor interés por qué tipo de relaciones, o el porqué de las
mismas).

6. Un interés técnico en esquemas de diferenciación de roles, y en aná-


lisis de redes (aunque con poca puesta a prueba de para qué sirve el análi-
sis de redes).

7. Fascinación con la etnicidad (especialmente en la medida en que se


expresa en el voto, la violencia o la iniciativa empresarial) (Sanjek, 1990: 152).

A juicio de este autor, el trabajo acumulado durante los años ochenta ha


ido haciendo visibles las limitaciones y debilidades de la antropología urba-
na de ese periodo anterior: (1) La preocupación por los pobres y los migran-

36
PRESENTACIÓN DE LA ANTROPOLOGÍA URBANA

tes no estaba equilibrada por el estudio de las clases medias y trabajadoras


bien establecidas, de los ricos urbanos o de los decisores políticos. Los antro-
pólogos no «estudiaban hacia arriba» [study up]. (2) Los incrementos y
decrementos culturalmente significativos en la migración rural-urbana e
internacional no eran contextualizados en análisis históricos de la movilidad
global y la recomposición del capital; se echaba en falta una «perspectiva
mundial». (3) En comparación con los lugares y actividades residenciales, a
los lugares y actividades de trabajo se les concedía menor atención. (4)
Cuestiones de género, mujer y sexualidad apenas se hacían visibles. (5) Se
carecía de una perspectiva de ciclo vital; la etnografía no se extendía a los
jóvenes, la educación, el aprendizaje o los mayores. (6) La acción política de
base apenas era un tema de estudio. (7) La religión urbana, la salud y la cul-
tura popular eran de interés menor. (8) La antropología urbana acentuaba
el orden y la interconexión en la vida urbana; hacía poco por investigar o for-
mular las relaciones sociales efímeras, transitorias o tangenciales.
El periodo de institucionalización de la disciplina durante los años
ochenta ha permitido, según Sanjek, contar con un cuerpo de investigación
etnográfica nutrido y sistemático que contribuye a cubrir o equilibrar estas
deficiencias. Así, (1) Se estudiaron otras clases urbanas distintas de los
pobres y los migrantes. (2) Una perspectiva de economía política encontró
creciente aceptación. (3) Floreció una antropología urbana del trabajo. (4)
Según los avances feministas se consolidaban, se hicieron visibles cuestio-
nes de mujer, género y sexualidad. (5) La etnografía urbana se extendió a lo
largo del ciclo vital, abarcando también a la juventud y la educación, los
procesos de transmisión y aprendizaje, los adultos y los mayores. (6) Se vol-
vieron temas de investigación importante la política y el conflicto locales.
(7) Recibieron considerable atención la religión, la sanidad y la cultura
popular urbanas. (8) Emergió un interés etnográfico en relaciones sociales
efímeras, transitorias y tangenciales —por ejemplo, en estudios sobre
homeless y sobre personal de servicio.
Lo paradójico es que esta lista de éxitos no impide que Sanjek se apre-
sure a declarar muerta la antropología urbana —al menos, en la forma en
que fue concebida entre los años cincuenta y setenta, como una especiali-
dad separable del resto de la antropología—. Mientras que la tendencia de
la población humana parece ser a urbanizarse, el destino de una antropo-

37
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

logía específicamente urbana sería el de disolverse «en una antropología


socio-cultural reintegrada», es decir, liberada de particiones artificiales:
A pesar de la cantidad de libros de antropólogos escritos en los años ochen-
ta que se basan en investigación en ciudades, la «antropología urbana» tal
y como la conocimos entre los años cincuenta y setenta está muerta. Poco
del trabajo aquí revisado remite intelectualmente a aquella antropología
urbana distintiva, y la corrección de sus deficiencias no fue el resultado de
esfuerzos concertados. Uno de los mensajes teóricos más fuertes de la
antropología urbana fue elocuentemente argumentado desde mitad de los
años sesenta por Leeds —«Ninguna ciudad es isla de sí misma»; las ciuda-
des son nodos dentro de sociedades, o formaciones sociales—. Las relacio-
nes sociales urbanas tienen lugar dentro de —y contextualizadas por— el
estado, y por instituciones estatalmente reguladas que se ocupan de educa-
ción, comunicación, transporte, producción, comercio, seguridad social,
culto, orden público, vivienda y uso del suelo. Leeds ha sido oído, o al
menos su mensaje es hoy día casi dado por supuesto. Consecuentemente,
separar de la «antropología urbana» el estudio de tales relaciones e institu-
ciones en contextos periurbanos y transurbanos es imposible además de
innecesario. [...]

A finales de los noventa, más de la mitad de los seis billones de perso-


nas del mundo vivirá en ciudades; veinte de ellas cobijarán a más de once
millones de personas. La proporción de habitantes urbanos aumentará
todavía más en el siglo que viene. Las diversas antropologías9, si no una
antropología unificada, habrán de seguir esa transición, desplazando así a
la «antropología urbana». Como este desplazamiento de las antropologías
al interior de las ciudades estaba ya en marcha en los años ochenta, muchas
de las deficiencias de la vieja antropología urbana se superaron (1990: 154).

La revisión de Setha Low (1996), «The Anthropology of Cities:


Imagining and Theorizing the City» es menos radical en esta predicción de
autodisolución para la antropología urbana. En continuidad con la tradi-
ción recibida, aunque matizándola, parece reclamar una relativa entidad y
autonomía para la ciudad como objeto de estudio:

9
Sanjek se refiere a la partición temática de la antropología general en antropología médica, antro-
pología del género, antropología cognitiva, antropología de la educación, antropología simbólica, antro-
pología del parentesco, antropología política, etcétera.

38
PRESENTACIÓN DE LA ANTROPOLOGÍA URBANA

En revisiones anteriores, Fox (58, 59), Jackson (88) y Gulick (73) abogaron
por una antropología de la ciudad, en lugar de una en la ciudad. Argumen-
taron que la distinción no es «trivial o nimia», (73: xiv), sin embargo su
perspectiva ha sido acusada de esencializar la ciudad como institución, y de
identificarla por medio de cosas como la densidad de población, las cuali-
dades o apariencia física distintiva y los estilos de interacción social (136).
Yo no estoy argumentando a favor de un esencialismo de la ciudad, pero sí
de atender a las relaciones sociales, símbolos y economías políticas que se
manifiestan en ella, y de contemplar «lo urbano» como un proceso, más que
como un tipo o categoría.

Teorizar la ciudad es parte necesaria de la comprensión de los tiempos


cambiantes en que vivimos —un momento postindustrial, postmoderno, de
capitalismo avanzado—. La ciudad como lugar de práctica cotidiana pro-
porciona insights valiosos sobre los vínculos que ligan los macroprocesos
con la textura y el tejido de la experiencia humana. La ciudad no es el único
lugar donde se pueden estudiar esos vínculos, pero la intensificación de
tales procesos —así como sus resultados humanos— se produce en las ciu-
dades, y es en ellas donde puede ser mejor comprendida. Así, la «ciudad»
no es una reificación, sino el foco de manifestaciones culturales y sociopo-
líticas de vidas urbanas y prácticas cotidianas (Low, 1996: 384).

La ciudad de la que nos habla la antropología urbana revisada por Setha


Low (1996: 387-399) no es, ni mucho menos, unívoca. Es más bien pluri-
forme y caleidoscópica. Respondiendo a la multiplicidad de aproximacio-
nes desarrolladas hasta la fecha —modelos de ecología urbana; análisis de
comunidades, familias y redes; críticas del saber/poder en la planificación
y la arquitectura; análisis de los vínculos entre lo local y lo supralocal;
modelos de economía política, representacionales y discursivos—, la auto-
ra resume esta diversidad mediante una serie de metáforas e imágenes que
incluyen:
—la ciudad étnica (por ejemplo, la Miami multicultural);
—la ciudad partida (la Berlín del muro, pero también el «apartheid resi-
dencial americano»);
—la ciudad generizada (la de la migración femenina, la feminización del
trabajo en sectores informales y la visibilización de la presencia urbana de
las mujeres);

39
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

—la ciudad en disputa (reflejando los procesos de resistencia, conflicto


y contestación);
—la ciudad desindustrializada (en declive por la deslocalización de fábri-
cas);
—la ciudad global (el eje Nueva York-Tokio-Londres descrito por Saskia
Sassen, producto directo de las consecuencias urbanas de la globalización
económica);
—la ciudad informacional (en la que el espacio de los flujos reorganiza
el espacio de los lugares);
—la ciudad modernista (la planificación racional de Brasilia; también el
impacto urbano de la plaza española en el trazado colonial en América);
—la ciudad postmoderna (un no-lugar, ciudad de ilusión, Disneylandia
recreada como pura escenografía por la lógica cultural del capitalismo tar-
dío);
—la ciudad fortificada (Los Ángeles de Mike Davis, con la militarización
del espacio urbano y la destrucción de lo público);
—la ciudad sagrada (que organiza las vidas de los urbanitas en lugares
del Islam o de la India);
—la ciudad tradicional (con imágenes sobre la continuidad de la vida
tradicional en urbes de Japón, India y China).
Tal vez esta larga lista de imágenes de las ciudades tematizadas por los
antropólogos en sus monografías recientes no permita cerrar definitiva-
mente el campo de acotación de una disciplina por definición escurridiza.
En un tiempo en que las ciudades mismas, su entidad cultural y territorial,
tiende a desdibujarse (en las formas ubicuas de la ciudad-flujo, la ciudad-
red y hasta la ciudad-virtual), sería demasiado esperar una acotación cerra-
da del campo. De lo que sí da pruebas esta colección de metáforas es de su
interés y vitalidad. En definitiva, la mejor y más propia contribución de la
antropología en este terreno ha sido ayudar a que nuestro sentido común
urbano se haga más rico y más complejo.

40
2

SOBRE EL ESTUDIO DEL RITUAL EN LAS SOCIEDADES


CONTEMPORÁNEAS10

El concepto de ritual es un lugar común de la antropología. Lo es en


el sentido peyorativo de un tópico, una fuente de trivialidad discursiva:
hoy día, decir de cualquier cosa que «es ritual» no significa casi nada si
no se lleva el análisis más lejos. Pero constituye, además, un lugar común
en el sentido —mucho más respetable— de un topos: un punto de encuen-
tro entre colegas, generador de entendimientos sutiles y visiones compar-
tidas. Es precisamente el desgaste asociado a todo espacio excesivamente
transitado el que exige que periódicamente nos preguntemos por el valor
analítico de esa categoría, tratando de alguna manera de renovarlo. ¿Por
qué calificar ciertas situaciones, y no otras, como «rituales»? ¿Dónde
están los límites para una aplicación científicamente productiva del tér-
mino? ¿Qué supuestos explicativos introducimos al preferirlo a otras
categorías locales?
Aceptando de partida lo que Jose Luis García (1999: 501) denomina «el
ritualismo» de los antropólogos (y la consecuente necesidad de «podar sus
desmesuras»), el presente artículo se plantea justamente la tarea inversa:
trata de identificar, pese a su carácter problemático, cuál es el núcleo ana-
líticamente provechoso del concepto de cara al estudio de las sociedades
contemporáneas. Pues el ritualismo antropológico halla su contrapartida
en una sociedad antirritualista, que no se autoconcibe en tales términos.
Aunque sólo sea por esa razón, una reflexión sobre el lugar de lo simbólico
en contextos modernizados se vuelve inexcusable.

10
Publicado originalmente como «Notas sobre la problemática del concepto de ritual en el estudio
de las sociedades contemporáneas» (1999). En: Salvador Rodriguez Becerra (coord.) Religión y cultura.
Sevilla: Fundación Machado, págs. 1-19.

41
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Tal debate no representa sino un ejemplo ilustrativo de la disolución de


las categorías tradicionales de estudio de la antropología. Lo que con fre-
cuencia subyace a discusiones de apariencia terminológica no son, en el
fondo, sino maneras diferentes de entender la modernidad y su relación
con variadas tradiciones de acción simbólica. Dado que los usos retóricos
del concepto en la etnografía derivan de una extensión del campo del com-
portamiento religioso a otras esferas de acción social, se produce una visi-
ble divergencia entre los tipos ideales a partir de los cuales se forjó la cate-
goría de ritual (p. ej., los ritos del totemismo, la magia simpática, el
sacrificio maussiano, los tabús alimenticios o sexuales, el animismo) y los
casos empíricos a los que de hecho la solemos aplicar (las devociones
populares, las fiestas de la ciudad, las ceremonias del Estado-nación, las
reuniones de organizaciones formales, las competiciones deportivas, las
celebraciones familiares).
El presente texto trata de interrogarse por las condiciones de legitimi-
dad de ese desplazamiento, explorando algunas de sus consecuencias epis-
temológicas. En el primer apartado, comenzaré exponiendo tres problemas
asociados al uso del concepto en antropología: (1) su sobreexensión semán-
tica; (2) la secularización de sus contenidos; (3) la existencia de categoriza-
ciones alternativas a «ritual». A continuación, discutiré la encrucijada teó-
rica que subyace al uso o abandono del concepto, para finalmente acabar
proponiendo un modelo procesual y performativo del ritual contemporá-
neo, concebido como una forma débil —pero operante— de sacralidad.

El ritual como problema

En un principio (en la obra de autores como Tylor, Durkheim o


Robertson Smith), la categoría de ritual se reservaba para la descripción de
patrones de conducta vinculados a creencias compartidas sobre lo sagrado.
El rito y el mito eran las dos dimensiones indisociables —culto y dogma—
de la religión primitiva. En este contexto, «ritual» designaba un medio de
comunicación y contacto con el mundo sobrenatural, así como de influen-
cia sobre el mismo.
Los desarrollos posteriores del concepto fueron extendiendo progresi-
vamente su dominio de aplicación en el sentido de configurarlo más como
una categoría de acción social por derecho propio que como el resultado
consecuente y sistemático de un cuerpo de creencias religiosas.

42
SOBRE EL ESTUDIO DEL RITUAL EN LAS SOCIEDADES CONTEMPORÁNEAS

Ciertamente, puede argumentarse que esta labilidad del ritual para absor-
ber los residuos de otras categorías de explicación —para convertirse en
una especie de categoría comodín— estaba ya presente en las descripciones
del siglo diecinueve; según Gumperz, constituía en gran medida «un térmi-
no de refugio para catalogar las prácticas que el antropólogo no podía
entender en otros términos» (1975: xii). Así, desde su nacimiento el ritual
habría sido concebido por exclusión: aquellos comportamientos estereoti-
pados y recurrentes en los que la relación medios-fines no es explícita ni
obedece a una clara racionalidad instrumental.
Esta evolución constituyó un progresivo enriquecimiento del concepto,
pero también su estiramiento para dar cabida cada vez a nuevos compor-
tamientos y funciones. Así, la noción de rito de paso acuñada por Arnold
Van Gennep incluirá los procedimientos simbólicos que marcan la trans-
formación del status de los individuos a lo largo de su ciclo vital o en su
tránsito por diferentes estamentos institucionales; el ritual de intensifica-
ción, los comportamientos colectivos tendentes a la expresión o exaltación
de los vínculos corporativos, más allá de cualquier atribución de eficacia

Cementerio de San Isidro (Madrid). Beber en la fuente del Santo sigue siendo
un acto central de la romería.

43
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

ultramundana; el ritual de interacción de los microsociólogos, las pautas de


acción simbólica del orden cotidiano como el saludo o las rutinas de la con-
versación, contempladas desde el mismo prisma ceremonial que las gran-
des ocasiones de la etiqueta; el ritual de aflicción, los comportamientos
socialmente restauradores para prevenir o remediar los acontecimientos
desgraciados. La versión etológica del concepto adoptó el ritual como un
punto de continuidad con las pautas repetidas de acción que, en todo el
reino biológico, sirven a la transmisión de comunicaciones entre individuos
de la especie (Velasco, 1992; Cruces y Díaz de Rada, 1991).
En segundo lugar, este proceso de sobreextensión semántica lo es tam-
bién de occidentalización, en la medida en que en un comienzo «rituales»
eran, sobre todo, los comportamientos aparentemente absurdos de los
primitivos que las explicaciones clásicas hacían comprensibles al poner-
los en relación con la creencia en espíritus, fuerzas o seres sobrenatura-
les. La noción de ritual secular supondrá un último paso en ese proceso
inequívocamente secularizador. Moore y Myerhoff (1977: 3) argumentan
convincentemente que lo sagrado es una categoría más amplia que la reli-
gión definida, al modo tyloriano, como todo aquello que tiene que ver con
seres sobrenaturales: el rasgo central de lo sagrado sería la incuestionabi-
lidad de ciertas ideas, imperativos o doctrinas. Las ideologías políticas del
mundo moderno y las ceremonias colectivas de todo tipo representan dra-
matizadamente la incuestionabilidad de sus pretensiones de igual modo
que lo hacen las ceremonias religiosas (p. ej., símbolos patrióticos, lealtad
al país y la familia y similares). De ahí que, en lugar del criterio de la fina-
lidad religiosa o mágica (que implica la presencia de fuerzas místicas o
cualidades suprasensibles), el criterio central para la definición del ritual
en contextos secularizados sean ciertas formalidades del comportamiento.
Lo propio de tales formalidades es su virtud tradicionalizadora para
enviar un mensaje a los actores sobre la perpetuación social y cultural del
grupo. Moore y Myerhoff destacan seis rasgos formales que inciden en
producir dicho efecto: (1) repetición (de ocasión, contenido o forma); (2)
actuación (en el sentido teatral de representar un papel); (3) estilización o
carácter extraordinario de la conducta; (4) orden como modo dominante
(aunque se contengan episodios acotados y prescritos de caos y confu-
sión); (5) estilo presentacional, evocador (dirigido a provocar un determi-
nado estado mental); (6) dimensión colectiva. Dado que tales rasgos se
hallan también presentes en otras categorías de eventos (particularmente
en el espectáculo, el juego, el arte o la competición) la separación entre

44
SOBRE EL ESTUDIO DEL RITUAL EN LAS SOCIEDADES CONTEMPORÁNEAS

Fiestas de la Paloma (Madrid). Los vecinos visten


de color algunas fachadas del centro.

éstas y el ritual secular no es completa. Habrá áreas de solapamiento


donde la diferencia se localice no tanto en el nivel formal como en el de
los significados y los efectos del evento (Moore y Myerhoff, 1977: 3 ss.).
Desde la sociología, el intento de aproximación a estas mismas cuestio-
nes se ha hecho a través del concepto de religión civil. El término, adoptado
por Robert Bellah en 1967 a propósito de la historia nacional norteamerica-
na y su plasmación en ceremonias institucionales, se inspira en la idea de
«religión de la humanidad» que Durkheim recogió de su maestro Saint
Simon y que se hallaba ya formulada en los textos clásicos de Rousseau.
Para Durkheim, la religión de la humanidad era una exigencia de la exten-

45
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

sión del régimen industrial al conjunto de la especie humana, y se concebía


como una moral cívica que habría de regular las fuerzas del interés econó-
mico constituyendo como objetos de sacralidad al individuo y la sociedad.
Se trata por tanto de una religión intramundana, donde «la distinción cen-
tral no se sitúa entre Dios y el mundo, sino entre una realidad humana trans-
cendente y transfigurada y una realidad humana cotidiana difusa y contin-
gente» (Prades, 1992: 5). Así, en la definición de Salvador Giner, religión
civil es
[...] un proceso de sacralización de ciertos rasgos específicos de la vida
comunitaria, que se plasmaría en un conjunto de rituales públicos, liturgias
cívicas o políticas y piedades populares encaminadas a conferir poder y
reforzar la identidad de una colectividad socialmente heterogénea, atribu-
yéndole trascendencia, mediante la dotación de carga numinosa a sus sím-
bolos mundanos o sobrenaturales así como de carga épica a su historia (cit.
en Ariño, 1992).

A juicio de Giner, dicha investidura de carácter numinoso es propia


de sociedades pluralistas donde impera la tecnocultura y se caracteriza
por tener fronteras imprecisas, ser ambigua y polivalente (en el sentido
de que admite una diversidad de interpretaciones), precaria en sus nive-
les de consenso y liviana en sus exigencias (no reclama una obediencia
ciega).
Un ritual secular parece, a primera vista, una contradicción en térmi-
nos; más aún una religión civil. El campo de fenómenos recortado por
tales rótulos exige un tratamiento en continuidad con la tradición dur-
kheimiana del análisis del ritual; y, no obstante, supone también un reco-
nocimiento explícito de que los contextos racionalizados en los que traba-
jamos alteran sustancialmente su sentido original. A mi parecer, el
término «ritual secular» tiene la ventaja de traer a primer plano acciones
en lugar de creencias. Al diferenciar de manera tajante entre «sagrado» y
«religioso» desvincula al ritual del etnocentrismo implicado en las defini-
ciones evolucionistas de la religión y la magia (en asociación con las cua-
les surgió), enfatizando en consecuencia el componente de eficacia opera-
cional de la formalidad ceremonial sobre los componentes ideológicos o
doctrinales de la creencia.
Junto al ensanchamiento del ritual como categoría de análisis y su secu-
larización, el contexto de la modernidad trae a primer plano otras catego-

46
SOBRE EL ESTUDIO DEL RITUAL EN LAS SOCIEDADES CONTEMPORÁNEAS

Cementerio de La Florida (Madrid). Homenaje institucional


a los fusilados anónimos de 1808.

rizaciones solapadas o en competencia con ella. Obviaremos aquí referirnos


a «etiqueta», «rito» y «ceremonia», términos más o menos intercambiables,
según el contexto, con el sentido más amplio de «ritual». No es ese el caso
de festival. El término está generalizado en el entorno anglosajón para refe-
rirse a formas de celebración modernizadas, secularizadas e informales que
se presentan en contraste expreso con el ritual tradicional. Según
Abrahams (y en contraposición al punto de vista de Moore y Myerhoff ante-
riormente expuesto), el festival se diferencia del ritual como lo profano de
lo sagrado y la diversión de la obligación. Si el ritual subraya, mediante su
formalidad y estereotipia, un sentido de continuidad, confirmación, regu-
laridad, autoridad, orden y armonía social en el mundo real, el festival
opone subversión, desorden, yuxtaposición dramática, cuestionamiento de
la autoridad y del orden; todo ello tomado de forma no seria, sino como un
motivo de diversión que se agota en sí mismo.
Tanto rito como festividad incluyen actos estilizados, imitativos, repetibles,
llevados a cabo en tiempos y espacios cargados de significación. Ambos
invocan «rutinas» de habla y actuación aprendidas y ensayadas y concen-

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SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Cabezuela del Valle (Cáceres). Paseando al Judas


de Semana Santa sobre un tractor antes de su quema: «Judas
Iscariote/mató a su padre/con un garrote».

tran su poder en focalizar la atención en el contraste entre el tiempo ordi-


nario y la ocasión extraordinaria. Ambos tienden a transformar el mundo y
a los individuos que están en él. Pero en los festivales, las transformaciones
son para divertirse, para ser mantenidas sólo en ese mundo especial. Si en
el ritual ocurren transformaciones, son trasladadas a la vida corriente [...]
En el mundo ritual, la repetición normalmente se lleva a cabo con fines de
intensificación. Hacer las cosas al unísono acarrea el mensaje de que la
comunidad existe y la comunión es posible. En el festival, la repetición es
tan central como en el ritual, pero con una anticipación y resultado dife-

48
SOBRE EL ESTUDIO DEL RITUAL EN LAS SOCIEDADES CONTEMPORÁNEAS

rentes. Aquí, divertirse es la clave de la ocasión, y divertirse a menudo sig-


nifica divertir, imitar con propósitos cómicos (Abrahams, 1987: 179).

Afincado en la tradición cultural norteamericana, con su desconfianza


de la formalidad (como vaciedad o falsedad de las formas) y su acento en
la autenticidad y espontaneidad de la experiencia —un valor individualista
caro a las clases medias—, el festival vendría a resumir los aspectos expre-
sivos de apertura e impredictibilidad en una sociedad secularizada. La apa-
rición de un nuevo vocabulario festivo conectado con la noción moderna de
ocio (vacaciones, weekend, guateque, etc.) apuntaría en esa misma direc-
ción. En términos generales, esta posición es asumida en las compilaciones
disponibles en torno a la comparación transcultural de festivales, si bien las
relaciones conceptuales entre ritual y festival están sometidas a debate
(Manning, 1982; Fallasi, 1987; McAloon, 1984).
La categoría de juego [play] constituye otro modo alternativo de catego-
rización. El juego coincide con el ritual en la acotación de una esfera tem-
poral y espacial al margen de la vida corriente en la que se establecen for-
mas de repetición y alternancia capaces de generar orden e imágenes de
perfección (Tambiah, 1985: 127). No obstante, frente a la constricción de
las normas rituales y la pautación prevista de sus resultados, la categoría de
juego se caracteriza por sus elementos de tensión, incertidumbre de desen-
lace, libre ejercicio de construcción y negociación de significados, libertad
innovadora y visiones alternativas a un cosmos ordenado y cerrado. Si el
ritual aparece como medio para un fin de contacto con lo sagrado, el juego
es autotélico —constituye un fin en sí mismo.
Un buen ejemplo del lugar creciente de esta categoría en el análisis de
la evolución de pautas tradicionales lo constituye el intento de Jeremy
Boissevain de identificar los aspectos de las fiestas que han decaído y los
que se hallan en expansión y son responsables de la intensificación festiva
de los pueblos malteses en las últimas décadas, para lo cual distingue entre
los aspectos «rituales» y «de juego» de las celebraciones. Tal distinción es
principalmente operativa y se fundamenta, por un lado, en la percepción
por el observador externo de la diferencia entre la faceta «religiosa» y la
«profana» de los actos; por otro, en la distinción nativa entre fiesta interna
[festa ta’gewwa] que tiene lugar al interior de la iglesia, y fiesta externa
[festa ta’barra] que se celebra en la calle:

49
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Por jotas en la Plaza Mayor.

La primera es organizada por el clero y se conforma de manera bastante


estricta a la liturgia prescrita. La segunda generalmente es organizada por
uno de los curas de la parroquia asistidos por un comité o un grupo de
voluntarios que se ocupan de la decoración de las calles, la música y los fue-
gos artificiales, así como de conseguir la mayor parte de los fondos. La fies-
ta interna se caracteriza por reglas rituales y formales y es más estable. La
fiesta externa es más lúdica y abierta a la improvisación, y por tanto más
susceptible de cambio (Boissevain, 1992: 139-140).
De este modo, Boissevain detecta una disminución de los aspectos devo-
cionales, formales y organizados del ritual religioso, frente al incremento
de elementos populares de juego como disfraces y vestuario, teatro, bandas
de música, procesiones desordenadas, fuegos artificiales y manifestaciones
espontáneas en la calle. Vemos que en este caso «ritual» y «juego» se usan
como secuencias componentes de toda celebración, si bien el aumento de
uno supondría de algún modo el detrimento correlativo del otro.
Manifestaciones afines a esta idea de juego [play] son el juego de reglas
[game], las competiciones y el teatro. El juego de reglas constituye, en pala-

50
SOBRE EL ESTUDIO DEL RITUAL EN LAS SOCIEDADES CONTEMPORÁNEAS

Piornal (Cáceres). La figura sacrificial y carnavalesca


del Jarramplas da fiesta al pueblo
bajo una andanada de nabos.

bras de Don Handelman (1990), «la domesticación de la idea de juego»,


pues conlleva su acotación tempoespacial con el establecimiento de metas,
instrucciones definidas y estados de incertidumbre que se resuelven a tra-
vés de una acción autorregulada. Las competiciones serían una forma par-
ticular de esta acotación donde la lucha entre contendientes es el eje cen-
tral del curso de la acción. En la caracterización efectuada por Levi-Strauss,
la diferencia esencial entre juego competitivo y ritual estriba en el carácter
disyuntivo del efecto del primero (producir una diferencia a partir de la

51
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Maratón popular de Madrid, ¿fiesta, competición, ritual?

equivalencia inicial entre competidores), por comparación con el efecto


conjuntivo del segundo (producir una unidad a partir de actores inicial-
mente segregados). Por último, el concepto de drama hace referencia no ya
al teatro como género desarrollado en Occidente, sino a las variadas formas
de representación actuada propias de numerosas culturas. En una compi-
lación sobre el tema, Aijmer y Boholm consideran la relación entre tales
formas y el ritual en los términos siguientes:
Cuando los antropólogos ven tales actuaciones simbólicas que cuentan his-
torias de un más allá listo para ser conocido, tienden a hablar de «rituales».
Y ésta es también la razón por la que tan a menudo el teatro ha sido discu-
tido en términos de ritual, siendo la cuestión básica: ¿es el teatro una forma
de ritual? Si, al estilo antropológico, pensamos en el ritual como la puesta
simbólica en acción de fenómenos de otro mundo, la respuesta es sencilla.
El teatro es una actividad ritual que proporciona insights extraordinarios
acerca de las complejidades de la vida (Aijmer y Boholm, 1994: 3).

Quizá haya sido Victor Turner (1982) quien más ha abogado por este
tipo de contemplación de la vida social en términos de drama, y la de éste

52
SOBRE EL ESTUDIO DEL RITUAL EN LAS SOCIEDADES CONTEMPORÁNEAS

a su vez en términos de ritual, hasta el punto de que sus críticos han visto
en esa sobreextensión un intento de liminalizar toda la vida social más allá
de la acotación de la eficacia simbólica a los tiempos y modos del ritual
prescrito. Uno de esos críticos ha sido Max Gluckman, quien en aras de la
claridad analítica propone conservar las distinciones entre ritual, ceremo-
nia, drama y juego de reglas o competición:

Llamar «ritual» a toda formalidad y ceremonial es borrar la distinción entre


las actividades formales dirigidas al mundo del espíritu y a moverlo (lo que
yo llamo «ritual») y las que no. Mezclar lo que había sido segregado analí-
ticamente sólo se justifica si la reclasificación es iluminadora. No veo que
se gane gran cosa con poner bajo una misma rúbrica todas las ocasiones en
que los hombres tienen un sentimiento de hermandad, ni que se obtenga
refinamiento analítico por ensanchar la así limitada categoría de «ritual»
hasta incluir cualquier cosa que pueda considerarse formalidad colectiva
(Gluckman y Gluckman, 1977: 242).

Así, la propuesta de los Gluckman es reservar «ritual» para la relación


con, y operación sobre, poderes ocultos, y «ceremonia» para aquellas situa-
ciones de conducta marcadas por alta ceremonialidad y convencionalidad
donde las creencias en tales poderes no están presentes. La evolución social
en este terreno implicaría un giro desde las ritualizaciones propias de socie-
dades tribales a las ceremonias de los estados modernos. Las primeras son
simbolizaciones de conflictos entre principios de organización social donde
se hace un uso dramatizado mediante el ritual de roles tomados del día a
día, para el bien de la comunidad o alguno de sus miembros. Por el con-
trario, las modernas ceremonias no dramatizan de este modo conflictos
sociales, sino que ponen un patente énfasis en afirmar rango y status, fuer-
za y unidad. Por contraposición a los símbolos ambivalentes del ritual tri-
bal, los signos unívocos de status y poder de la ceremonia secular actúan
sobre la emoción de un modo directo. Por otra parte, aunque ritual, drama
y competición compartan elementos en común (la expresión canalizada de
conflictos y valores morales), sus diferencias aconsejarían, a juicio de los
Gluckman, mantener separadas tales categorías. Un ritual siempre sigue
una misma secuencia hacia su final prescrito; los roles de los personajes
están fijados; el evento mítico es reactualizado con visos de realidad. Por el
contrario, en el drama los personajes son individuos de pleno derecho, el

53
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Dos de Mayo en Madrid, honra fúnebre, desfile y espectáculo.

desarrollo de los acontecimientos está abierto a las consecuencias de sus


acciones y a la presentación de la acción no se le concede realidad actual.
Estos argumentos rezan a fortiori para la distinción analítica entre compe-
ticiones o juegos y ritual (Gluckman y Gluckman, 1977: 227-243).

Una encrucijada teórica

A través de los ejemplos propuestos, podemos apreciar en qué medida


los debates en torno al concepto de ritual no sólo responden a la lógica
interna de la disciplina, sino también a transformaciones particulares de la
cultura contemporánea. A ese respecto es inevitable vincular esta discusión
terminológica con procesos como la secularización, el desdibujamiento de
los objetos tradicionales de estudio de la antropología y el surgimiento de
formas racionalizadas de reflexividad.
¿Cuál es, en el plano conceptual, la respuesta adecuada a tales cambios?
Una primera opción disponible es lo que podríamos llamar una reconver-

54
SOBRE EL ESTUDIO DEL RITUAL EN LAS SOCIEDADES CONTEMPORÁNEAS

sión sociológica. Esta se basaría, como en la argumentación de Gluckman y


Gluckman, en el confinamiento del concepto de ritual en sentido estricto a
sociedades premodernas; o lo que es lo mismo, su abandono definitivo
como herramienta (y el del horizonte en que se forjó) con objeto de hacer
justicia a otras formas de expresión social dominantes en las sociedades
actuales.
El alegato de Jack Goody «contra el ritual» (1977) representa la argu-
mentación más refinada en esta dirección. A juicio de Goody, la categoría
de ritual acarrea las siguientes deficiencias: (a) entendido adjetivalmente,
como un aspecto de toda acción social, es demasiado universal y nos
enfanga en estériles discusiones nominalistas. (b) Entendido como una
categoría especial de acción, carece de utilidad explicativa, no indicando
otra dirección de análisis que la propia categorización por el observador
de cierta relación medios/fines. (c) Su vaguedad y falta de límite (se pue-
den incluir en él tipos de acciones hasta el infinito) obliga a una recalifi-
cación más significativa de las categorías incluídas en su interior. (d)
Acotado a «conducta formal en el ámbito no tecnológico» (Turner), es de
limitado alcance y genera un gran vacío entre la conceptualización del
observador y la del actor. (e) La comprensión de los variados campos de
acción social por relación con el criterio tecnológico es impertinente y
carece de peso analítico. (f) Al sustituir «ritual secular» por «ceremonia» o
«actos públicos», los contenidos de las afirmaciones sobre ellos se vuelven
tautológicos: el término sólo introduce la presuposición de una especie de
clave oculta. (g) Al no distinguir entre formas de actuación absolutamente
diversas, trivializa su estudio; al ser omniabarcante, inhibe la investigación
tanto de las posibles variaciones como de las asociaciones entre catego-
rías. (h) La tesis común del ritual como preservador del sistema y la cohe-
sión de grupo pasa por alto los cambios de sentido por olvido o elabora-
ción (la reiteración como pérdida de sentido), así como por innovación y
creación (los cambios en las situaciones sociales que los originaron). (i)
Los rituales no proporcionan una clave interpretativa especialmente buena
de acceso a los valores, sino especialmente mala, por su carácter de for-
malidad, retraso temporal, componente público y enmascaramiento del yo
individual tras los convencionalismos sociales.
Tras ese chaparrón de críticas, la propuesta de Goody es sustituir el tér-
mino por una traducción detallada de cada una de sus acepciones particu-

55
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

lares, discriminando entre los distintos sentidos de formalidad, repetición,


convencionalidad o regularidad que se hallan contenidos en ellas. «Las
nociones de costumbre, hábitos, etiqueta, normas, expectativas, estructura,
continuidad, solidaridad, todos estos conceptos privilegiados del sociólogo
incluyen esta noción» (Ibíd.). No caben dudas sobre las virtudes asociadas
al desplazamiento de paradigma aquí propuesto (bajo la amenaza final de
que, en otro caso, probablemente el edificio mismo de la antropología se
acabe derrumbando). Desde luego, si algo no ha caracterizado a la antro-
pología como disciplina es el haber sido capaz de fraguar un lenguaje ana-
lítico potente, parsimonioso y sensible a la falsación. Con espíritu poppe-
riano, Goody reclama rigor categorial en aras de la claridad y la
operatividad en el análisis de la acción.
Sin embargo, esa misma claridad representa un problema en la medida
en que proyecta un exceso de luz en un terreno plagado de sombras y ambi-
güedades. Para la antropología esta aproximación resulta autocancelatoria,
como la crítica misma deja entrever. Por un lado, hace demasiadas conce-
siones a la tradición del análisis sociológico que ha tendido a excluir como
residuo, resistencia o anacronismo parroquialista cuanto no se adecuara a
sus categorías tipológicas de acción. Si la antropología se pliega a confor-
mar sus categorías (que por tradición empirista obligan a una depuración
del etnocentrismo occidental a través de su contrastación con la totalidad
de las culturas humanas presentes y pasadas) a la medida de la experiencia
y la sociedad contemporáneas, perderá de vista la pluralidad de horizontes
culturales incorporados en su vasta tradición. Parte de esa riqueza está
encapsulada en conceptos como «ritual», cuando no en préstamos léxicos
tomados directamente de las culturas estudiadas (mana, totem, tabú). Por
otro lado, la estrategia que propone Goody hace también concesiones exce-
sivas al propio punto de vista nativo. Por ejemplo, al hacer trabajo de
campo sobre la gestión cultural de los políticos de la ciudad, sobre torneos
deportivos o sobre los gustos artísticos de los jóvenes, resulta claro que no
podemos iluminar demasiado esas esferas de actividad pensándolas en sus
propios términos. Sólo al precio de una recodificación que las traduzca
según modelos más generalistas somos capaces de alumbrar desde una
nueva perspectiva lo que para los actores aparece como autoevidente, dado
por supuesto. El error categorial es un precio natural de ese intento. Goody
ha tomado para su crítica todo lo que una antropología en casa necesaria-
mente conlleva de tentativa espuria y recalificación vana, olvidando que un

56
SOBRE EL ESTUDIO DEL RITUAL EN LAS SOCIEDADES CONTEMPORÁNEAS

Gran cocido madrileño. El megabanquete reúne fondos contra el hambre en África.

concepto de ritual usado como heurístico de alumbramiento y distancia


también puede rendir insights valiosos. No todo lo que hay en la actividad
simbólica es reductible a la aritmética racionalista propia de las teorías
sociológicas de la acción.
Una segunda opción teórica la encarnan quienes continúan haciendo
una antropología del ritual tomado al pie de la letra en sus acepciones más
literalmente religiosas. Se abren aquí dos posibilidades que podemos deno-
minar la tradición como pureza y la reducción de lo moderno.
Entender la tradición ritual como pureza, como repetición, como cohe-
sión, resulta de una traslación de los modos de trabajo de los contextos
comunitarios y tradicionales a contextos societarios y modernizados,
haciendo la vista gorda de las transformaciones experimentadas por los
objetos de estudio. La actitud a la que me refiero no consiste en un cues-
tionamiento (más o menos tradicionalista) de la dicotomía modernidad/tra-
dición, sino en un voluntario encerramiento en los confines de ésta última.
La tradición ritual aparece entonces como un apriori incuestionable. Nos

57
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

referimos a estudios de fiestas sin mención de quiénes las organizan; estu-


dios de «identidad» donde la entidad, completud y homogeneidad de los
sujetos sociales se dan por supuestos en lugar de constituir el principal
interrogante; estudios de una religiosidad popular de intocado fervor y
espontánea adhesión —sin rostros reconocibles—. Esta opción, adecua-
damente revestida de su correspondiente dignificación científica, es la
tentación más poderosa para el investigador en nuestro país porque, lejos
de romper con la imagen de la antropología o desdibujar su rol, se ajusta
a las expectativas de una demanda social de legitimación de la memoria
histórica y de los constructos patrimoniales por parte de diversas agen-
cias políticas e institucionales. El antropólogo —y, más genéricamente,
«el especialista» en materia cultural— es reclamado como coleccionista o
compilador que recoge y construye la totalidad cultural; o como juez que
la certifica poniendo la denominación de origen a las creencias y las prác-
ticas de grupos en pugna —ya sea según líneas de sentido histórico, étni-
co, territorial, político, clasista o de género—. Con ello entra de lleno a
formar parte de los procesos que describe.

Los damnificados de una cooperativa de viviendas revientan


el discurso de las autoridades madrileñas.

58
SOBRE EL ESTUDIO DEL RITUAL EN LAS SOCIEDADES CONTEMPORÁNEAS

No debe creerse que esta demanda se limita necesariamente a los con-


sabidos trapicheos institucionales con la identidad. Resulta también de
aspiraciones contrahegemónicas, efectiva y legítimamente sentidas en
poblaciones que ven en entredicho sus fronteras identitarias en el proceso
de globalización y que sólo al precio de generar un fuerte autorreconoci-
miento pueden sobrevivir como entidades sociales y hacer oir sus preten-
siones —algo especialmente crucial en un sistema pluralista donde los pro-
blemas sólo toman carta de existencia en la medida en que un grupo sea
capaz de forzar su reconocimiento ante los demás.
Tal vez la posibilidad de insertar el trabajo del antropólogo en el con-
texto local pase por una reacomodación de la lógica científica a estas
demandas y procesos. No obstante, con independencia de su oportunidad
social, esta función práctica de nuestra profesión conlleva un riesgo de
vaciamiento de su valor conceptual. Calificar una tradición, certificándola,
no es, desde el punto de vista de la pragmática, un acto en absoluto tradi-
cional, sino un momento más del proceso de racionalización.
Tradicionalmente, las «tradiciones» no se certificaban; sencillamente se
asumían. La intervención de instancias mediadoras (organismos públicos,
medios de comunicación masiva, iglesia, productores culturales, eruditos
locales, ciencias humanas) en la conformación final de la así llamada «cul-
tura popular» en la sociedad moderna es masiva. Por supuesto, puede obje-
tarse que esa mediación no consiste en realidad tanto en una «certifica-
ción» o «descubrimiento» como en formas de recreación, reconocimiento,
animación y reinvención. Pero con ello nos salimos del supuesto del antro-
pólogo que se mantiene en su rol de «confirmador de lo tradicional» y, en
consecuencia, nuestro lenguaje analítico tendrá que comenzar a ser revisa-
do públicamente y dar razón de lo que significan una «tradición inventa-
da», una «gestión cultural», etc. En ese ajuste de cuentas con los tópicos
legitimantes de la tradición perdemos un tanto de la autoridad que se
demanda del especialista. Tal vez hacer teoría de la tradición inhabilite
para hacer tradición, y viceversa; en cualquier caso, las tradiciones (espe-
cialmente las modernas) son constructos; las teorías que dan cuenta de
ellas, deconstrucciones.
Si en la anterior versión de una antropología tradicionalmente practi-
cada el antropólogo acude a buscar bajo la alfombra lo que él mismo ha
escondido, existe otra, mucho más audaz, que aspira a reducir la comple-

59
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

El Jurásico y África, parte de la Navidad.

60
SOBRE EL ESTUDIO DEL RITUAL EN LAS SOCIEDADES CONTEMPORÁNEAS

jidad de lo moderno a categorías heredadas de análisis sin apenas modifi-


carlas. Cada cierto tiempo el lenguaje de las ciencias sociales absorbe
expresiones que revelan este tipo de traslaciones mecánicas: las «tribus
urbanas», la «aldea global», la «música étnica». Por ejemplo, las «tribus urba-
nas» es una metáfora de la moderna sociabilidad juvenil que, significativa-
mente, ha calado en el discurso de los propios actores hasta el punto de que
hoy los jóvenes madrileños hablan con toda naturalidad de «tribus» para
explicarse la realidad de sus propias segmentaciones sociales según gustos
musicales. Esta especie de regresiones terminológicas revelan, a mi juicio,
una dificultad para encontrar el horizonte apropiado de interpretación ante
los residuos, vacíos y amalgamas que por doquier deja a su paso la reflexi-
vidad moderna. La tentación resulta particularmente inevitable en contex-
tos históricos donde la hibridación entre tendencias culturales ha sido tan
profunda que se carece de nuevos nombres para los viejos fenómenos (y
viceversa).
En resumen, la antropología simbólica de las sociedades contemporá-
neas ha de superar, para encontrar un espacio propio, dos tentaciones
igualmente invalidantes. Por un lado, la de trasladar mecánicamente sus
categorías basándose en una noción apriorística de la ubicuidad de lo sim-
bólico y perfilando un hombre abstractamente entregado a la creación y
manipulación de un mundo de representaciones ilusoriamente autónomo
—homo festus, homo ludens, homo religiosus—. Esta operación conceptual
no es más que una especie de puesta boca abajo de los reduccionismos
favoritos de la modernidad: el homo faber, el homo æconomicus y el zoon
politicon.
La tentación inversa es sucumbir por completo a la lectura reductiva
que de Weber vino a hacer una buena parte de la corriente sociológica
dominante, condensada en la generalización de dicotomías rígidas que
separan tradición y modernidad; autoridad racional, tradicional y caris-
mática; comunidad y sociedad, etc. Se trata de hipóstasis de conceptos que
estuvieron en su momento destinados a dar cuenta del origen de la moder-
nidad y hoy se encuentran incorporados a ella de un modo más normativo
que descriptivo (el caso más visible es, con toda seguridad, la categoría de
«democracia», pero también las de «racionalidad» o «valor»). Esta lectura
conduce a una visión dominantemente estratégica de la cultura moderna
que deja poco espacio para la idea de ritual —ya se trate del diagnóstico

61
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Cabezuela del Valle (Cáceres). El ritual suspende simbólicamente las dimensiones


del tiempo y el espacio. Izquierda: la procesión patronal actualiza cíclicamente
la presencia del Apóstol Santiago entre la comunidad. Derecha: diez minutos más tarde,
un «desembarco» de bailarinas brasileñas.

pesimista de la «jaula de hierro» o de su contraparte triunfalista, secula-


rista e ilustrada.
Una antropología en contextos modernizados exige una continuidad en
el uso de los conceptos recibidos, pero también su permanente reformula-
ción de acuerdo con los propios cambios en la realidad. Por ello, el argu-
mento de una cierta «reconversión» presentado más arriba tiene algo de
ineluctable. Dado que, como Giddens ha puesto de manifiesto, la reflexivi-
dad del mundo moderno es esencialmente sociológica (1992: 45), no veo
cómo podría la antropología contemporánea sustraerse, en una «sociedad
post-tradicional», a un considerable grado de sociologización de su lengua-
je, sus herramientas analíticas y su modo de construcción de los objetos de

62
SOBRE EL ESTUDIO DEL RITUAL EN LAS SOCIEDADES CONTEMPORÁNEAS

estudio. Lo que es preciso meditar son los límites que no debemos traspa-
sar en ese diálogo necesario entre universos conceptuales no siempre coin-
cidentes y que a mi juicio se cifran en el desarrollo por parte de la antro-
pología de una noción de cultura local bajo condiciones universales de
modernidad.

Tres propuestas útiles: el ritual como modelo débil


de sacralidad, como proceso y como multimedia performativo

En lo que sigue daré una muestra del tipo de tratamiento del ritual que
me parece que conserva un valor heurístico de cara al análisis de fenóme-
nos de la sociedad contemporánea. Lo propio de tales usos de «ritual» resi-
diría en que no se agotan en una mera recalificación de los comportamien-
tos que describen, sino que, por ese medio, también los iluminan en algún
aspecto. En esa medida, suponen una actualización válida de la tradición
teórica de la antropología del ritual.
Dicho modelo se basa en tres soportes: (1) La distinción goffmaniana
entre reglas de conducta sustantivas vs. expresivas, una distinción que
extiende eficazmente su ámbito de aplicación más allá de las situaciones
estricta y solemnemente ceremoniales. (2) La visión procesual del ritual
como una secuencia que manipula de una diversidad de modos —tanto en
la dirección de la formalidad extrema como en la del extremo desorden—
las normas sociales convencionales. Esta visión del ritual como un corte
temporal que da pie a varias modalidades de conducta se opondría a otras
visiones más tipológicas que insisten en la discontinuidad entre ellas (p. ej.,
entre rito religioso, ceremonia profana, juego, festival, teatro y etiqueta). (3)
La noción de Tambiah del ritual como un polo de conducta sin solución de
continuidad con otras formas de acción social y caracterizado por su natu-
raleza performativa —es decir, comunicativamente eficaz—. Me detendré
brevemente en cada uno de estos puntos.

El ritual como modelo débil de sacralidad

El trabajo de Ervin Goffman constituye el modelo de lo que podemos


llamar la posición difusora del concepto de ritual, desplazando éste desde
las ceremonias socialmente reconocidas como tales a toda dimensión

63
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

expresiva en el comportamiento. El fundamento de la argumentación de


Goffman se halla en una distinción básica entre reglas sustantivas y reglas
ceremoniales. Tal distinción es remitida a los escritos fundacionales de la
teoría social (si bien, como él mismo aclara, en ocasiones dicha dicotomía
puede hallarse en Durkheim, Parsons o Radcliffe-Brown bajo la fórmula
«íntrínseco» o «instrumental» vs. «expresivo» o «ritual»). Una regla sustan-
tiva es
[...] la que orienta la conducta en relación con asuntos acerca de los cuales
se siente que tiene importancia por derecho propio, aparte de lo que la
infracción o el mantenimiento de la regla expresan sobre el yo de las per-
sonas involucradas [...] Se considera oficialmente que las implicaciones
expresivas de las reglas sustantivas son secundarias; esta apariencia debe
mantenerse aunque en algunas situaciones especiales todos presientan que
a los participantes les interesaba principalmente la expresión.

De manera inversa, una regla ceremonial


...es la que orienta la conducta en asuntos respecto de los cuales se siente
que tienen una significación secundaria, o inclusive ninguna, por derecho
propio, y que su importancia principal —por lo menos en términos oficia-
les— es la de un medio convencionalizado de comunicación por el cual el
individuo expresa su carácter o trasmite su apreciación de los demás parti-
cipantes en la situación (Goffman, 1970: 53-54).

Los códigos que gobiernan en nuestra sociedad las reglas sustantivas


abarcarían la legislación, la moral y la ética, mientras que el que gobierna
las reglas ceremoniales estaría incorporado en lo que llamamos etiqueta.
Goffman pone como ejemplo del primer tipo de reglas la abstención de
robar y como ejemplos de las segundas los regalos y anillos de boda, la
galantería, el quitarse el sombrero, las coronaciones, los saludos y las pre-
sentaciones.
Dos de las mayores críticas que ha acarreado el uso del concepto de
ritual en antropología han sido, por un lado, su amplitud de referencia y,
por otro, su carácter de tipo ideal. Goffman es explícito sobre ambas cues-
tiones. En cuanto a la primera, hace notar las implicaciones de su empleo
del término «ceremonia» en este sentido sobreextendido:
Este empleo se aparta del cotidiano en que la «ceremonia» tiende a impli-
car una secuencia extensa, altamente especificada, de acción simbólica eje-

64
SOBRE EL ESTUDIO DEL RITUAL EN LAS SOCIEDADES CONTEMPORÁNEAS

Tornavacas (Cáceres). Procesión del Corpus Christi.


La comunidad se autorrepresenta como corporación de grupos de edad.

cutada por augustos actores en ocasiones solemnes, en las cuales es proba-


ble que se invoque sentimientos religiosos. En mi intento de subrayar lo que
es común a prácticas tales como las de quitarse el sombrero y las corona-
ciones, haré caso omiso, necesariamente, de las diferencias que hay entre
ellas, en una medida que quizá muchos antropólogos considerarían imprac-
ticable (Goffman, 1970: 54).

Es decir, más allá de los usos limitados, circunscritos, del ritual en situa-
ciones reconocidas como tales, Goffman identifica un ámbito general de
aplicación de convenciones expresivas en la interacción ordinaria al que
concede una extrema importancia de cara al mantenimiento y reproduc-
ción del orden social. De hecho, sus modos favoritos de detectar la existen-
cia y reconstruir el funcionamiento de dicho orden son, sea la trivialidad,
sea la transgresión: enfermeras que cierran la puerta a sus enfermos, casua-
les interrupciones de la conversación, un blanco que toma asiento junto a
un afroamericano en un autobús.

65
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

La distinción así generada entre actividad ceremonial y sustancial es


de carácter analítico, no empírico. No se dan hechos de conducta cere-
moniales o instrumentales en estado puro. De este modo, lo que delinea
la distinción no es una clasificación de situaciones, sino más bien la exis-
tencia de dos órdenes diferentes, si bien no radicalmente disociables, en
la constitución de todo comportamiento social. Por un lado, los gestos
ceremoniales difieren en el grado en que poseen valor sustantivo, el cual
puede ser integrado de manera sistemática como parte del valor de comu-
nicación del acto. Ese es, por ejemplo, el caso del regalo. Aunque todo
regalo posea un valor sustantivo, si se diera la situación de que éste lle-
gara de hecho a constituirse en valor único para los participantes, sería
percibido como un abuso del sistema de símbolos. De forma inversa, toda
la actividad que es principalmente sustantiva en su significación tendrá
cierta significación ceremonial siempre que su ejecución sea percibida
por otros: «La forma en que se lleva a cabo la actividad, o las interrup-
ciones momentáneas que se permiten para intercambiar sutilezas de
menor importancia, impregnará de importancia ceremonial a la situación
instrumentalmente orientada» (Goffman, 1970: 55).
La categoría goffmaniana de ritual se encuadra en esta distinción bási-
ca, y se refiere a «actos por medio de cuya componente simbólica el actor
muestra cuán digno es de respeto o cuán dignos son los otros de ese respe-
to». Esta visión paga un cierto peaje a la definición más bien terribilista del
ritual contenida en los primeros trabajos de Radcliffe-Brown, en los que el
dominio de lo sagrado es entendido fundamentalmente en términos de acti-
tudes de reverencia, solemnidad o sumisión. No obstante, el propio
Goffman aclara que el respeto que el actor siente hacia el destinatario no
tiene por qué ser temeroso. Hay otras clases de respeto que se expresan
también mediante rituales interpersonales: la confianza, la estima de la
capacidad, el afecto y el sentimiento de pertenencia. En lo sustancial, por
consiguiente, el argumento goffmaniano va en la dirección de extender,
más allá de la ceremonia en sentido estricto y del respeto en su sentido
jerárquico, la noción de una forma de acción cuya eficacia no reside en el
valor sustantivo de las reglas de comportamiento, sino en los significados
que tales reglas expresan para los actores.
Lo que en último término justifica este empleo de la categoría de ritual
es la sacralidad de la persona. La cara de cada individuo (y a fortiori, la del

66
SOBRE EL ESTUDIO DEL RITUAL EN LAS SOCIEDADES CONTEMPORÁNEAS

grupo) es, para el orden de la interacción cotidiana, algo sagrado. La per-


secución de los intereses particulares en el flujo del trato ordinario supone
una amenaza constante para su precario equilibrio, que ha de ser restaura-
do y protegido por una orla mínima de incondicionalidad. Ésta encuentra
expresión no sólo en las modalidades más formalizadas de la etiqueta, sino
también en los gestos improvisados de la deferencia (formas de evitación y
de presentación) y del proceder y la compostura (porte, vestimenta y mane-
ras). Es notable cómo esta manera de ver las cosas conduce a considera-
ciones sobre la eficacia social y la pertinencia del concepto de ritual exac-
tamente opuestas a las acusaciones de insustancialidad de Goody:
Los gestos que a veces denominamos vacíos son quizás, en rigor, los más
llenos de todos. Por lo tanto tiene importancia advertir que el yo es en parte
una cosa ceremonial, un objeto sagrado que debe tratase con adecuados
cuidados rituales y ser presentado a su vez, ante los otros, bajo una luz ade-
cuada (Goffman, 1970: 85).

El ritual como proceso de acción simbólica que marca


el tiempo colectivo

El aspecto que he denominado procesual está bien encarnado en la


propuesta de Edmund Leach en sus «Dos ensayos sobre la representa-
ción simbólica del tiempo» (1971). Aunque el objeto de ese texto no es
la relación entre ritual y fiesta, sino la categoría de «tiempo» y su cons-
trucción cultural, nos interesa destacar el modo en que son usados tales
conceptos.
Leach habla del contraste y las similitudes en la construcción del senti-
do temporal en sociedades premodernas (como la grecia clásica o los
Kachin) y un vago «nosotros» contemporáneo en el que el sentido del tiem-
po ha sufrido el influjo racionalizador de la ciencia, los cronómetros y los
calendarios astronómicos. Para adoptar un punto de vista comparatista y
generalizador se sirve la categoría de ritual en su sentido más clásico, ads-
cribiéndolo directamente al dominio de la creencia religiosa y atribuyén-
dole una negación implícita de la muerte y la irreversibilidad del tiempo en
la vida humana.
Dicha categoría de «ritual» es holista, procesual y vinculada al dominio
de lo sagrado: una esfera de acción segregada del transcurso de la vida ordi-

67
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Procesión de la Almudena (Madrid). El Arzobispado pone su solemnidad en escena.

naria y dotada de importantes funciones en la conformación de las creen-


cias. Leach hace la sugerencia de que el calendario tradicional de fiestas
traspone la visión pendular del tiempo presente en los ritos de paso (con su
metáfora cíclica de muerte y renacimiento) a la conceptualización del tiem-
po social. Éste puede entenderse transculturalmente desde el esquema clá-
sico de Durkheim, Hubert, Mauss y Van Gennep en tres fases (sacralización
/estado marginal /desacralización o agregación), a las que añade con fines
de su argumentación los estados normales o periodos del tiempo profano,
secular. Las fiestas serían subclases de ritual que permiten la periodización
del tiempo social como si de una persona moral se tratase, a través de una
separación simbólica de ciertos intervalos donde el comportamiento
corriente se transforma en diferentes direcciones: (a) Formalidad: «los com-
portamientos que sancionan el respeto a las formas; los hombres se visten
de uniforme, el atuendo y la etiqueta se subrayan con precisión; las dife-
rencias de status y la obediencia a las reglas morales es rigurosa y ostensi-
va». (b) Mascarada: situaciones en que «el individuo, en lugar de acentuar
su personalidad social y su status oficial, trata de encubrirlos. El mundo se

68
SOBRE EL ESTUDIO DEL RITUAL EN LAS SOCIEDADES CONTEMPORÁNEAS

Carnaval, noche de queens.

pone la máscara y se olvidan las reglas formales de la vida ortodoxa». (c)


Inversión de papeles: «una forma extrema de diversión en la que los partici-
pantes desempeñan papeles totalmente opuestos a los que habitualmente
acostumbran a desempeñar [...] la vida social normal es invertida totamen-
te, con todo tipo de transgresiones» (Leach, 1971: 210).

Estas tres modalidades responden a momentos diferentes del proceso


festivo y dan lugar a combinaciones diversas. Como caracterización inter-
na a la categoría de fiesta, Leach distingue dichos comportamientos en fun-

69
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

ción de su grado de formalidad y su relación con la estructura social ordi-


naria (pues la formalidad se opone a la mascarada como la inversión a la
estructura de roles del tiempo profano).
Cabe notar algunos aspectos interesantes de esta forma de categoriza-
ción. En primer lugar, a diferencia de la oposición de Abrahams entre el
festival y el ritual, presupone la idea de diversión, pero no la coloca como
principio diferenciador de las situaciones, sino como un momento del curso
festivo. En segundo lugar, la ubicuidad del concepto de ritual que tanto dis-
gustaba a Goody tiende aquí a desdibujarse, en la medida en que la hetero-
geneidad y aparente contradicción de los tipos de comportamiento com-
prendidos en él se reabsorben como fases o momentos de una unidad de
acción reconocida como tal por los actores. «Ritual» es tanto ceremonia
como desorden y diversión. Se trata de fases relacionadas de un mismo pro-
ceso. El enfoque de la ritualidad de la fiesta no ha de ser, en consecuencia,
tanto taxonómico como procesual. Frente a la visión común de que hay fies-
tas que expresan estructura y otras que la invierten, Leach propone tipos de
comportamiento susceptibles de combinarse en distinta medida y en dis-
tintos momentos al interior de cada fiesta, y al interior del conjunto que for-
man todas ellas en el ciclo. De la propuesta de Leach se deriva la necesidad
de estudiar, no la relación de una fiesta con la estructura social, sino su
alternancia.

El ritual como multimedia performativamente eficaz

La eficacia del ritual es, desde la definición clásica de Mauss («Actos tra-
dicionales eficaces que versan sobre cosas llamadas sagradas»), caballo de
batalla de la interpretación antropológica (1970: 142). La larga andadura del
concepto es indisociable de una especie de giro o atajo interpretativo por el
cual las acciones de los participantes son analizadas en términos simbólicos,
es decir, por referencia a sentidos que no son reductibles ni a una relación
instrumental de medios/fines ni a una acción comunicativa intencional. Los
debates sobre el valor de «ritual» tienen que ver con este giro interpretativo,
a veces sólo implícito —hasta el punto de que algunos autores ven en él la
seña distintiva de la antropología frente a otras disciplinas afines:
Independientemente de lo razonables y utilitarias que puedan resultar las
justificaciones que los miembros de una cultura dan a sus prácticas, el

70
SOBRE EL ESTUDIO DEL RITUAL EN LAS SOCIEDADES CONTEMPORÁNEAS

antropólogo tiende a contemplar la conducta como algo dotado tanto de


componentes racionales y orientados a fines, como componentes conven-
cionalizados, arbitrarios y culturalmente específicos. Es la clarificación de
los aspectos de conducta ritualizados, rutinizados, inconscientes y a menu-
do pasados por alto, del modo en que entran a formar parte de las opera-
ciones y tareas de cada día, lo que mejor caracteriza la contribución del
antropólogo a nuestra comprensión de la sociedad humana y del lugar del
lenguaje en ella (Gumperz, 1975: xii).

Al conceptualizar cualquier práctica desde la perspectiva del ritual se


desplazan —justificadamente o no— las claridades de un análisis en térmi-
nos de instrumentalidad, intencionalidad o propósito comunicativo hacia
el terreno movedizo y siempre borroso de una eficacia simbólica de cuyo
trabajo sólo nos llegan los resultados; muy especialmente cuando se trata
de prácticas modernas y racionalizadas que se reclaman de otro orden de
realidad. El acercamiento a esta misteriosa eficacia de la vida simbólica se
ha hecho con frecuencia desde dos posiciones igualmente reductivas. Por
un lado, la visión semiologizada del simbolismo de la que habló Dan
Sperber (1988: 111) según la cual «los símbolos significan» de acuerdo con
el modelo de una semántica intensional, componencial y analítica cuya fun-
damentación última estaría en la ingeniería de la información. Por otro, un
enfoque de tipo «es mero ritual», para el que cualquier idea de significado
se disuelve en favor de funciones estratégicas de ocultación, distancia-
miento o enmascaramiento —del self de los actores tras la rutina ceremo-
nial; de las relaciones jerárquicas tras su mistificación religiosa; de la domi-
nación tras una ideología igualitaria—. Así, la eficacia simbólica se
reduciría a tender una cortina de humo sobre otros niveles de la vida social
dotados de mayor «realidad».
Ambas posiciones comparten el supuesto de equiparar «sentido» a
«mensaje» y «comunicación» a «información». En consecuencia, concluyen
bien que el comportamiento ritual carece propiamente de sentido, bien que
precisa de una criptología basada en conjeturas incontestables sobre signi-
ficados ocultos. En ambos casos se desdeñan como ruido los aspectos
«poco informativos» de la conducta.
Tras poner al descubierto las deficiencias de la teoría de la información
en materia de simbolismo, Stanley J. Tambiah ha señalado cómo una teo-
ría performativa del ritual habría de basarse en una concepción no infor-

71
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

macionalista del significado redundante, tratándolo «en términos de ‘confi-


guraciones’ de diversas clases» y no como una mera reducción de incerti-
dumbre (Tambiah, 1985: 385). Su objeto sería mostrar la articulación entre
la semántica de los símbolos y su uso pragmático en un proceso de evolu-
ción nunca exento de cambios, renovaciones e involuciones —una dinámi-
ca en la cual los símbolos, en términos de Moore y Myerhoff, «arden» o «se
enfrían» (1977:14). El ámbito de dicha articulación es la experiencia de los
propios actores, para quienes eficacia y significatividad en el rito son dos
aspectos normalmente integrados.
Tambiah aborda el problema de la identificación de las situaciones
rituales en los siguientes términos:
Aunque en ninguna sociedad es posible demarcar, ni linguistica ni ostensi-
vamente, un dominio del ritual separado de otros dominios, toda sociedad
ha nombrado y señalado actuaciones, ejecuciones y festividades que se pue-
den identificar como ejemplos típicos o focales de acontecimientos «ritua-
les». Constituyen casos paradigmáticos del fenómeno al que me quiero refe-
rir aquí.

Así, la identificación de «ritual» se convierte en una cuestión de grado


dentro de un contínuum de formalidad, contando con el valor añadido de
que ese modo de categorización por prototipos es también el que adoptan
los propios nativos. Todas las culturas reconocen ciertas situaciones espe-
ciales por su formalidad, estereotipia, condensación y redundancia. La defi-
nición resultante es abierta y recoge una pluralidad de parámetros en torno
al carácter de performatividad comunicativa.
Ritual es un sistema culturalmente construido de comunicación simbólica.
Está constituido por secuencias ordenadas y pautadas de palabras y actos,
a menudo expresadas por múltiples medios, cuyo contenido y disposición
se caracterizan por grados variables de formalidad (convencionalidad),
estereotipia (rigidez), condensación (fusión) y redundancia (repetición)
(Tambiah, 1985: 128).

Conclusión: el valor de «ritual»

Pese a todos sus problemas definicionales, el ritual permanece como


uno de los heurísticos más eficaces de la antropología simbólica. De la vita-

72
SOBRE EL ESTUDIO DEL RITUAL EN LAS SOCIEDADES CONTEMPORÁNEAS

lidad del concepto da cuenta la presencia del término en la literatura antro-


pológica de las últimas décadas. Pero además, en cierto modo la propia
sociedad contemporánea hace legítima esta ubicuidad del ritual: para los
gestores e inventores de «modernas tradiciones festivas», por ejemplo, el
ritual tradicional sigue representando el modelo de acción colectiva más
poderoso de que disponen (Velasco, Cruces y Díaz de Rada, 1996).
Tal vez estos rituales modernizados, secularizados, desdibujados y
moralmente poco vinculantes de una sociedad plural no quepan demasia-
do bien en definiciones estrechas o excesivamente meridianas de lo sagra-
do. No obstante, he tratado de argumentar los beneficios de una mirada
antropológica sobre los mismos basada en un modelo débil y más abierto
de sacralidad —procesual, performativo y gradual—. Puesto que tales feno-
menos tienen lugar en la intersección entre formas de apropiación locales
y condiciones universales de modernidad, su manifestación no es necesa-
riamente unívoca. Sin embargo, podemos documentar su capacidad para
generar identidad, congregar grupos sociales heterogéneos, construir imá-
genes de comunidad, producir sentidos de lealtad universalista, estimular
redes de relación, regular los tiempos colectivos, organizar la diversidad de
los intereses, dar profundidad histórica al «nosotros» protagonista de esos
actos. Ciertamente, esto no se realiza desde la pureza de una tradición
local, ni tampoco desde una racionalidad de la acción por entero transpa-
rente, sino en una tierra de nadie donde convergen lógicas dispares.
Nuestros conceptos llevan la marca de esa complejidad.

73
3

LA CARAVANA DE LOS ANIMALES11

San Antón, patrón de los animales, es celebrado en el barrio de


Hortaleza de Madrid con una peculiar romería. Perros, gatos y otros ani-
males domésticos dan tres vueltas alrededor de la antigua parroquia del
Santo en amable cabalgata, recibiendo la bendición del cura «para que los
libre de todo mal». La celebración, revitalizada a comienzos de los ochenta
tras décadas de abandono, implica desde luego una recreación moderna de
la imaginería costumbrista, pero también la vigencia y el poder evocativo
de formas simbólicas y modelos tradicionales de acción y representación.
En la vida de la ciudad moderna, los animales siguen siendo «buenos para
pensar».

Una romería urbana

El viandante que pasee por las céntricas calles de Hortaleza, Barceló o


Fuencarral, en Madrid, un diecisiete de Enero —a eso de las seis de la
tarde— habrá de verse sorprendido, al tratar de cruzar la calle, por el paso
de un camello, una batahola de perros ladrando, guiados por sus dueños, o
un cerdo gigantesco. Deteniéndose un momento tras las vallas que cortan
el tráfico escuchará los comentarios, divertidos o intrigados, de otros espec-
tadores. «¡Cómo flipan!». «Es que no veas si vienen caballos ni ná!». «¡Pero
esto qué es!». «¿Qué significa esto?». «Mira, un cerdo; ¿nos lo comemos con
patatitas?». «Viene un gorrino así de alto, te lo juro».
La romería de San Antón, patrón de los animales (y, particularmente, de
los ganados de cerda) es, para muchos, un acontecimiento sorprendente y
curioso en el Madrid de hoy. Viola radicalmente nuestra expectativa ordi-

11
Publicado originalmente como «Símbolos en la ciudad. La caravana de los animales» (1994).
Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, XLIX(1):39-69.

74
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

naria sobre el uso del espacio urbano, cediéndolo temporalmente a una


cabalgata de perros, gatos, canarios, caballos y tortugas. No es habitual ver
a estos animales pasear por las calzadas (ni aun acompañados por sus pro-
pietarios). Es de esta pequeña transgresión de donde deriva buena parte de
la diversión y el sentido de fiesta que uno puede percibir en la sonrisa ama-
ble de todos los participantes.
La festividad de San Antón (san Antonio Abad) se celebra dando tres
vueltas alrededor de la parroquia que lleva su nombre. Con su hisopo, el
párroco bendice los animales rociándolos de agua, para mantenerlos con
salud. En el interior de la iglesia se adora la reliquia del santo, y por una
puerta lateral se venden sus «panecillos», unos dulces asimismo bendeci-
dos. Éste es el núcleo de acciones estipuladas por la tradición. El actual
programa de fiestas, soportado económicamente por la Junta de Distrito
del Ayuntamiento, comienza unos días antes del de la celebración.
Incluye pregón, una conferencia, algún concierto de música clásica en el
recinto de la iglesia, una «diana» para avisar a los vecinos en la mañana
del día diecisiete. Además, la parroquia organiza una novena y misa
mayor, concelebrada.
La fiesta ha sufrido una larga historia de transformaciones a través de
las cuales resulta visible el proceso de urbanización y racionalización de la
vida local. Sus distintas formas han tenido que adaptarse, por un lado, a la
normalización impuesta por las autoridades estatal, municipal y eclesiásti-
ca y, por otro, a cambios de fondo en el tejido de la ciudad misma. Tal y
como hoy la vemos es un producto reciente; forma parte del proceso de
«recuperación» o «revitalización» de fiestas y tradiciones locales que acom-
pañó, a comienzos de los años ochenta, el ascenso de los primeros gobier-
nos municipales de izquierda.
Siguiendo a folcloristas e historiadores, podemos resumir dicha tra-
yectoria de la manera que sigue12. El antecedente directo de la romería,
establecida en el XVIII, fue una fiesta grotesca en la que los porqueros de
la villa elegían un rey de los cerdos y un rey de los porqueros. Resultaba
rey entre los puercos, ataviados ese día con cintas y campanillas, el que

12
Para esta breve reconstrucción me he servido de distintas fuentes —que refieren en ocasiones
unas a otras, aunque sin citarse—: Caro Baroja, 1986; Azorín, 1984; Montoliú, 1990.

75
82
LA CARAVANA DE LOS ANIMALES

ganaba a los demás en la carrera hasta una artesa llena de comida. El


cargo de rey de los porqueros era sorteado entre los más jóvenes de la
profesión.
[...] al que designaba la suerte, se le vestía de San Antón, dándole un bácu-
lo por cetro y una campanilla que tocaba a cada instante, y montándosele
en un burro, el más viejo y matalón que se hallaba, al que se adornaba de
sartas de ajos y de otras frutas extravagantes, como nabos, zanahorias, etc.,
se le conducía en triunfo a la ermita de San Antonio... Rompían la proce-
sión porción de mozos del campo montados en encintados borricos, tocan-
do unos roncos cuernos adornados con lazos de varios colores, y con cape-
ruzas puntiagudas por sombreros; después seguían los porqueros,
conduciendo, atados de dos en dos, seis cerdos llenos de cascabeles y cam-
panillas; detrás iban los machos de las piaras, con unos grandes esquilones
al pescuezo, y montados en ellos mozos vestidos con disfrazes ridículos;
seguían luego los barracos de la villa, con reposteros o mantillas muy lujo-
sas, acompañando al rey de los cerdos, que había salido en la carrera, el
cual llevaba una corona de ajos y guindillas; y seguía a éste el porquero ves-
tido de San Antón, que llevaba por escolta una porción de chusma monta-
da en borricos y haciendo un ruido infernal con cencerros, cuernos y tam-
bores (Sebastián de Castellanos, cit. en Caro Baroja, 1986: 337).

A este joven trasunto del santo, tocado con barba postiza y «un manto
de estera pintarrazada», se le montaba sobre el cerdo-rey y se le coronaba
rey de los cochinos con la misma corona de ajos y guindillas que momentos
antes lucía puesta el animal. Se desplazaban entonces a la iglesia de San
Antón donde, por intermedio de su rey, solicitaban a los religiosos la ben-
dición para la cebada y la paja que llevaban como alimento de sus ganados,
y para los panecillos que aquéllos habían preparado, marcados por los sím-
bolos del santo: el báculo con la letra tau, un cerdo con una campanilla, o
la campanilla sola. La celebración se prolongaba luego hasta altas horas
con hogueras y bailes.
Paradójicamente, conocemos estos hechos a través de las provisiones y
disposiciones dictadas durante los siglos XVII y XVIII para restringirlos,
reprimirlos o modificarlos: un bando de 1619 «disponiendo que la fiesta se
celebrara fuera de la villa»; otro de 1697 «prohibiéndola terminantemente»;
el mismo, repetido en 1722 «por no haber hecho caso de su publicación

76
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

anterior» (Caro Baroja, 1986: 338). Años más tarde volvería a ser permiti-
da, pero ya limitada a la romería y la bendición.
Hacia 1725 se reanudó la costumbre de bendecir panes, cebada y ani-
males, si bien estos últimos dejaron de atravesar la ciudad. En tiempos de
Bonaparte se interrumpió de nuevo, para alcanzar un gran auge, según
Pedro Montoliú (1990: 46), durante el reinado de Isabel II, con embotella-
mientos de carruajes en torno al templo, charangas, presencia de los famo-
sos de la época y reseñas en los periódicos. Fue por entonces cuando la
masiva afluencia de público obligó a fijar un amplio itinerario de varias
manzanas en torno a la iglesia para la realización de las vueltas.
La pintura que la literatura de costumbres hace de la romería hasta la
época de la República y la Guerra Civil es la de unos romeros que condu-
cen sus caballerías, adornadas con flores de papel y cencerros al cuello, en
un entorno de guirnaldas, farolillos, puestos de venta ambulante y golosi-
nas verbeneras. Una imagen que contrasta considerablemente con los
intentos de reactivación de la fiesta durante la posguerra, a partir de los
años cuarenta. Al grueso de la caravana, formada esta vez por perros y
gatos, se incorporaron elementos como un pregón, algunos animales del
circo Price, los alumnos de las escuelas hípicas y la Guardia de Franco. A
finales de los sesenta se suspendieron las vueltas, para evitar el corte del
tráfico, aunque se siguiera bendiciendo a los animales desde la ventana
exterior de la parroquia.
Es bien conocido el proceso de reactivación de las fiestas que, a finales
de los años setenta y comienzos de los ochenta, se asoció, en Madrid y en
toda España, al advenimiento de las primeras administraciones municipa-
les democráticas. En el caso madrileño, ya desde el último gobierno muni-
cipal de UCD resulta perceptible (por ejemplo, en la prensa de la época) ese
interés por lo que entonces se llamó «la recuperación». Primero obtuvieron
resonancia algunas fiestas de barrio, como las del Dos de Mayo en
Malasaña, o las de Vallecas. Luego se consiguió ampliar y dar relieve a las
patronales de San Isidro. A continuación aparecieron los Carnavales, las
fiestas de los distintos distritos, los Veranos de la Villa, las Fiestas de la
Comunidad. En 1983 el alcalde Tierno Galván leía el pregón de San Antón,
facilitando en 1985 el corte de calles para hacer las «vueltas». En cada uno
de esos casos el proceso fue diferente. Algunas celebraciones tuvieron su
origen en una intensa actividad de organizaciones cívicas y vecinales, más

77
LA CARAVANA DE LOS ANIMALES

o menos combativas políticamente. Otras fueron diseñadas enteramente ex


nihilo por técnicos y responsables municipales. Cada distrito se proveyó, en
cualquier caso, de una estructura administrativa que garantizara una cier-
ta presencia de los administrados en la gestión de sus fiestas13.
La romería de San Antón se organiza de manera conjunta desde la
parroquia, sede tradicional de su liturgia y sus símbolos, y la Junta
Municipal correspondiente, que es la del Distrito Centro. En su reanuda-
ción ha intervenido de manera estelar el párroco, un hombre con carisma
en el barrio y empeñado personalmente en sacarla adelante. Hay que con-
tar también con la continuidad de la devoción vecinal a lo largo de los años
y, por supuesto, con el proceso general de institucionalización festiva que
venimos comentando, y del cual es buena muestra la intervención del
Ayuntamiento en la preparación y desarrollo de la fiesta.
El ritual del que voy a hablar es, por tanto, a la vez muy nuevo y muy
viejo. Es muy nuevo porque forma parte de un proceso relativamente recien-
te que ha resignificado en el plazo de unos pocos años toda actividad públi-
ca festiva y su ocupación de las calles, convirtiéndolas en un ejercicio de ciu-
dadanía. Es muy viejo porque, ciertamente, a San Antón (y a su cerdo) se los
celebra en la ciudad desde tiempos remotos. Pero aún más que por eso, es
viejo porque cuantos quieren «reverdecer las costumbres» —en palabras del
cura párroco— tienen como referencia obligada, precisamente, esa lejanía
temporal. Aun cuando se trate de una antigüedad estipulada, pretendida, la
tradición y sus imágenes proporcionan un buen modelo de acción y de
representación; en particular, de acción simbólica y de representación de la
continuidad social. Un modelo, desde luego, interpretado y apropiado desde
la modernidad y por agentes sociales modernos. En ese sentido, la tradición
no es el modelo único, si es que lo fue alguna vez. Es sencillamente uno más,
en imbricada madeja con otros modelos a los que sociólogos, antropólogos
y economistas nos hemos venido refiriendo de modo diverso como «acción
estratégica», «racionalidad instrumental», «cálculo maximizador», «lógica
burocrática», «procedimientos técnicos», etc.

13
Si bien el caso español posee facetas propias, conectadas principalmente con la transición
política y la instauración de administraciones autonómicas, esta reactivación ha sido general en
toda Europa. Jeremy Boissevain ha tratado de explorar sus causas, destacando sobre todo las reac-
ciones locales a la modernización, la emigración, la pérdida de poder de las instituciones eclesiás-
ticas y la democratización de algunos Estados. Lo característico del proceso sería, a su juicio, un
progresivo protagonismo del juego sobre el ritual (Boissevain, 1992).

78
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Espero poder mostrar que la tradición, si se la concibe como un proce-


so de sujeción a convenciones compartidas, tiene un lugar de importancia
entre todas esas categorías, que son en buena medida las definitorias de la
modernidad. De modo que en lo que sigue veremos regresar desde el fondo
de la calle de Hortaleza al cerdo de San Antón, si bien en la versión edul-
corada y risueña que le permite una sociedad urbana, moderna e ilustrada
como la nuestra. Una sociedad que se quiere despojada de los tonos ácidos
y la violenta descompostura de aquel fascinante rey de los cochinos.

La cabalgata de los animales

«La cabalgata de los animales» es el encabezamiento con que una rese-


ña periodística aludía a la romería. Los medios escritos —no sólo la pren-
sa, sino, en general, la cultura libresca— son un elemento de peso para re-
crearla y conformarla. No es sólo que el párroco y otros agentes activos
muestren interés por documentar históricamente la fiesta y ajustarla a la
tradición. Es que documentarse es parte de la fiesta misma, una actividad
festiva entre otras. Para el pregón y la conferencia se acude a «personajes
de altura»: Mingote, el alcalde Tierno, Gutiérrez Mellado, cronistas de la
Villa, escritores, periodistas. En palabras del párroco, «se intenta que la
fiesta no sea simplemente una fiesta, sino que sea cultura. Que sea educa-
tiva para el pueblo».
La presentación del programa, el día quince de Enero, tiene aires de per-
formance institucional. La iglesia está llena a medias, por ancianos del
barrio. En la puerta, los organizadores del equipo de gobierno de la Junta
Municipal hacen tiempo, esperando la llegada del Concejal y el Alcalde;
también los fotógrafos y la policía. El padre Villar, cura párroco, da vueltas
de un lado a otro, disponiéndolo todo. En la familiaridad un poco irreve-
rente con que se dirige a la autoridad civil se percibe que se siente en su
terreno: en su parroquia, su fiesta. Protocolariamente, el Alcalde llega el
último; también es corriente que se marche el primero. Se hace a la entra-
da la foto de rigor con el párroco y el pregonero, avanzando a continuación
por el pasillo central hasta el altar mayor transformado en mesa de autori-
dades. La disposición es jerárquica.
El pregonero, naturalmente de traje, en una esquina y flanqueado por
las banderas de España, la Comunidad y el Ayuntamiento, habla durante

79
LA CARAVANA DE LOS ANIMALES

media hora de los problemas de la vida en la ciudad (el tráfico, la deshu-


manización, el paro, la violencia, la contaminación), invocando la necesa-
ria protección del santo. Aprovecha la polisemia de «caballo», «camello» y
«mono» para hablar del mundo de la droga. Mediante una analogía animal,
nos representa una sociedad de «borregos» y «lobos», «cuervos» y «palo-
mas». Es éste un tema recurrente que he escuchado en varias ocasiones.
Pero los pregoneros tienen libertad para elegir el tema de su preferencia. El
padre Villar les facilita, a modo de guía, los pregones de años anteriores. Al
finalizar el pregonero se le entrega una panorámica enmarcada de la Plaza

80
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Mayor. Posando para los fotógrafos, el alcalde mira hacia proscenio, son-
riente, mostrando este regalo institucional que se viene repitiendo en los
últimos años. Antes de retirarse, besa públicamente la reliquia del santo. El
párroco bromea hacia la audiencia: «Es para que bendiga a todos los ani-
males, ¿eh?»14.
Esta actitud desenfadada del cura se acentúa, si cabe, el día de la fiesta,
salpicando con agua bendita a sus feligreses, entre bendición y bendición
de perros y gatos, diciendo «¡los hombres somos animales... racionales!»,
haciendo bromas a los niños, hablando con los animales que se resisten a
dejarse bendecir. A lo largo de la mañana se bendice desde la capillita que

14
Como puede apreciarse en este punto, el estilo que he decidido adoptar en esta descripción es el
caracterizado por Renato Rosaldo como realismo etnográfico: «una amalgama de observaciones y entre-
vistas repetidas, que intenta perfilar un acontecimiento al mismo tiempo como específico de, y como
general en, una particular forma de vida. Tales relatos agrupan materiales dispares, confiando en que
el patrón que revelan represente la forma universal» (1986: 100). La inclusión de particularidades casua-
les e irrepetibles, como la actuación de un pregonero en concreto, resulta necesaria en nuestro caso para
recuperar algo de la viveza y el sentido suspensivo de acontecer temporal que se da en toda fiesta, y que
tan bien sabe recoger la narrativa novelística.

81
LA CARAVANA DE LOS ANIMALES

da a la calle, con una imagen de San Antón rodeada de flores y velas. El


santo lleva en una mano un libro, a sus pies tiene un cerdito con una cam-
panilla al cuello15. Las personas se acercan con sus animales de compañía,
a menudo tomándolos en brazos para que no puedan escabullirse. A veces
vienen con alguna otra persona con el fin de que les tire una foto, de modo
que fotógrafos, periodistas y mirones nos vamos arracimando frente a la
capilla. El cura recita siempre la misma oración: «Reciban, Señor, tu ben-
dición estos animales con la cual sean salvos en el cuerpo y por la interce-
sión de San Antonio, se vean libres de todo mal». Los dueños dan el
«amén»; algunos ofrecen limosna. Hay sonrisas y comentarios en voz alta,
sobre todo cuando los bichos se asustan. «¡Le tienen miedo al agua!». «No
les gusta a ellos, no». «Es lógico». «Ni bendiciéndose se está quieta». «Pues
menos mal que no le echa un viaje a la mano».
En la calle lateral de la iglesia se venden los panecillos. Poniéndose a la
cola y haciéndose un poco el tonto, el etnógrafo recaba algunas explica-
ciones. Según unos, los panecillos son «para los perros» y se compran por-
que «están benditos». Según otros, «son para comer las personas», «son
como el suizo», «una especie de galleta dura», «para mojar en el café». De
hecho, es posible ver comiéndolos tanto a los animales como a sus amos.
Se compran «porque es cosa de toda la vida», «por la tradición», «un capri-
cho». A diferencia de otros contextos urbanos, éste tolera muy bien la igno-
rancia del preguntón. La tradición se concibe ante todo como una parti-
cular forma de relación con una práctica marcada por la fidelidad a lo
largo del tiempo. Consiste en comprar los panecillos; cada cual hará luego
con ellos lo que guste. Afirma una señora: «Se pone el panecillo con un
duro envuelto en un papel dentro de un armario, y no falta el pan ni el
dinero en todo el año».
Con esta laxitud doctrinal contrastan las explicaciones tradicionaliza-
doras del costumbrismo escrito, preocupadas por autentificar la fiesta a
partir de sus orígenes. Destacan que el panecillo es recuerdo de aquél que
san Antón recibiera del pico de un cuervo durante su estancia como ermi-

15
Ésta es sólo una de las formas iconográficas de representar a san Antón, si bien la preferida por
los fieles. Preguntado por la importancia de la reliquia y las imágenes del santo en el culto, comenta el
padre Villar: «El papel que juega la reliquia, ninguno, que la gente se ve como más cerca de San Antón.
El Santo más que otra cosa es lo que se llama hoy los medios audiovisuales, el Santo es como visuali-
zar algo que quieres ver. A la gente le gusta siempre ver a San Antón con el cerdito».

82
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Comprando los panecillos.

taño en el desierto de la Tebaida; que su fórmula, mantenida en secreto


durante siglos, es antiquísima —egipcia o árabe— y permite conservar el
alimento durante meses; que era considerado por los romeros como fuente
de fortuna (Montoliú, 1990: 38). La práctica de los panecillos, es, por tanto,
remitida en última instancia al mito hagiográfico, tal y como lo relatara
Santiago de la Vorágine en la Leyenda Dorada y lo representara Velázquez
en el cuadro San Antonio Abad y San Pablo, primer ermitaño.
San Antonio, que se había retirado al desierto, tuvo en sus sueños la reve-
lación de que le había precedido otro eremita; se fue a buscarlo, y se trope-
zó con un centauro y luego con un sátiro, por fin con un lobo (el santo no
se extrañaba de esas apariciones, a las que estaba acostumbrado en sus
«tentaciones») que, cortésmente, le dirigieron hacia la cueva de San Pablo.
Pero éste, queriendo mantener su soledad, se había encerrado con cerrojos.
Por fin se decidió a abrir y a la hora de comer apareció un cuervo que le lle-
vaba en el pico doble ración de pan de la de los días ordinarios. Tras la visi-
ta, San Antonio emprendió el regreso, pero al ver a unos ángeles que trans-

83
LA CARAVANA DE LOS ANIMALES

portaban el alma de San Pablo, volvió a la cueva de éste y lo encontró muer-


to, pero arrodillado, en actitud de rezar. No sabía cómo excavar su sepul-
tura, pero unos leones le evitaron el trabajo y la hicieron con sus garras.
(Domínguez Ortiz, 1990: 288).

El relato original de La leyenda dorada incluye también una divertida


escena de bendición colegiada de ese pan, recibido del cielo:
Cuando iban a iniciar la comida, surgió entre ellos una piadosa discusión
acerca de cuál de los dos, atendida su correspondiente dignidad, habría de
bendecir el alimento. Decía Antonio que el honor de bendecir y partir el pan
correspondía a Pablo, por ser de mayor edad. Replicaba Pablo:
—Tú eres mi huesped; procede que seas tú quien bendigas y repartas lo
que vamos a comer.
Por fin pusiéronse de acuerdo, optando por asir ambos a la vez uno de
los panes y tirar de él simultáneamente; y, al hacer esto, el pan se dividió en
dos partes exactamente iguales (De la Vorágine, 1984: 98).

La adoración de la reliquia parece un acto menor en el conjunto de la


fiesta. Sus devotos acuden tras la celebración de las «vueltas» para besarla
sobre el altar mayor. Entran en la iglesia con el perro, los niños, las bolsas
de panecillos. Dan la reliquia a besar a los críos, o los levantan en vilo. Al
irse, miran con devoción la imagen del retablo. Ningún fiel ha sabido decir-
me qué parte del cuerpo del santo está en el relicario.
Las «vueltas» comienzan a las cinco de la tarde. En la más ancha de
estas calles se disponen dos estrados de terciopelo rojo. Uno de ellos se des-
tina a las autoridades de la Corporación y a un animador que va haciendo
comentarios por megafonía. En el otro, sobre la acera opuesta, se sube la
imagen del santo, rodeada de niños y flanqueada por las jaulas de los perri-
llos que esa tarde libera el centro municipal de sacrificio de animales aban-
donados, y que se rifan o entregan a particulares como elemento de la fies-
ta. Desde ahí el cura parroco, tocado con estola y con el hisopo en la mano,
va bendiciendo colectivamente la caravana a su paso.
El año 1992 tuvo lugar de la siguiente manera. El primer animal en ser
bendecido fue un espectacular cerdo que cerraba el cortejo en la primera
vuelta, y que el padre Villar presentó por la megafonía como «el cerdo de
San Antón».

84
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Y ahí, lo mejor que viene, lo mejor que viene no es la pantera negra, ni la


pantera rosa, ¡es el cerdo de San Antón! Ahí le pueden ver... ¡Al cerdo hay
que aplaudirle, ¿eh?, porque es el cerdo de San Antón! A los demás se les
mira y se les admira, al cerdo se le aplaude. Observen el cerdo de San
Antón, un ejemplar auténtico. Sería cuestión de ver lo largo que es y lo que
pesa... Empezamos la bendición de los animales con la del cerdo de San
Antón.

El animal —que, asustado por el gentío, reculaba tratando de huir—


venía acompañado por un cuidador tocado con sombrero de ala ancha,
chaqueta de pana, vara y puro habano, y por un grupo de músicos rurales
con dulzainas y tambor. Tan pintoresca pareja acude a la romería por lo
menos desde el año 1989, si bien en aquel año compartió su protagonismo
con el poni, la llama y el camello del Zoo. Además de los niños, asediaban
al cerdo los periodistas con sus flashes.
Acto seguido iban pasando ordenadamente a bendecirse las distintas
categorías de animales, conducidos por sus dueños, al tiempo que el ani-
mador y el párroco los presentaban. Primero, los perros antidroga y antiex-

85
LA CARAVANA DE LOS ANIMALES

El alcalde y sus perros de raza.

plosivos de las policías municipal y nacional, en formación. A continuación,


los perros del alcalde, quien solicitó ser también rociado con el agua ben-
dita. Explicaba el cura: «Ahora bendecimos los perros del señor alcalde y de
los demás madrileños. Él, como primer madrileño; y los demás, como
segundos que somos. Al alcalde no lo bendecimos, porque es un animal
racional como todos los demás». Y como aquél gesticulara en señal de pro-
testa, corrigió, «¡Ha dicho que también! Pues para todos». Y añadió: «Las
personas también esta mañana han pasado muchas por la capilla del Santo.
Para que aprendamos de las virtudes de los animales: fidelidad, lealtad...».
Junto con la del cerdo de san Antón, la imagen de la autoridad bendicién-
dose es uno de los temas estrella de la crónica gráfica, por lo que los perio-
distas se agolpaban a su alrededor, andando de espaldas, cámara en mano.
Detrás iba el común de la gente con sus perros, gatos, canarios, ratones,
tortugas. Aunque la bendición fuese colectiva, los romeros querían a toda
costa que les cayera el agua encima, con lo que se agolpaban bajo el estra-
do pese a las protestas reiteradas del animador y el cura. Éste argumenta-
ba que con dar las vueltas ya iban «quedando bendecidos todos». «¡Con lo

86
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

bien que se están portando los animales, a ver si los humanos nos portamos
tan bien como ellos!».
Una agrupación de castizos llevaba un pato ataviado con un gran collar.
Seguían las bandas de trompetas y timbales a caballo de la Policía y la
Guardia Civil, interpretando frente a las tribunas aplaudidos solos de cla-
rín. Coches de caballos de distintos cuerpos del ejercito, montados por chu-
lapos y chulapas. Una jaula con palomas de la Unidad Colombófila del
Ejército. Varias cabras del zoo de la Casa de Campo. Una pantera negra
(enjaulada) del zoo de Parquegrande.
La tercera vuelta, preceptiva según la tradición, realmente no la dio
nadie. Las autoridades ya se habían marchado, los caballos y carrozas fue-
ron descolgándose de la cabalgata poco a poco, y ya nadie atendía, porque
el público se aglomeraba en torno a los puestos donde un sponsor distribuía
gratis alimento para animales. La cebada de antaño ha venido a ser susti-
tuida por latas de Pal para perros, gatos y canarios.
Como cierre del acto, el comentarista invitó a los participantes a regre-
sar al año siguiente:
Que el año que viene vengan muchos más animales, los animales de verdad;
los que están haciendo el animal por ahí que dejen de hacer el animal; y que
vengan los animales irracionales aquí, tan buenos y tan magníficos como
han venido hoy, sin problemas, sin organizar follones, y como si no fueran
unos perros españoles.

Rebajamientos, inversiones y communitas:


tres sugerencias interpretativas

Una vez al año, esta romería focaliza nuestra atención sobre los ani-
males y su mundo de significaciones. Dentro de ese mundo, es lógico que
hoy día sean los animales de compañía quienes han cobrado un lugar pre-
dominante; pero la cabalgata incluye también otros, evocadores de varia-
das formas de relación entre hombre y animal. El lugar estelar lo ocupa
desde hace unos años ese cerdo que hemos presentado más arriba, y que
viene a recrear, en vivo, una antigua imaginería festiva. Su presencia
constituye un elemento de continuidad entre la celebración actual y sus
presuntos orígenes, conectando entre sí el conjunto de los símbolos:

87
LA CARAVANA DE LOS ANIMALES

santo, panecillos y animales. Podemos decir con Víctor Turner (1980: 33)
que es un símbolo dominante porque, como vamos a ver, condensa algu-
nos de los sentidos más importantes del ritual. También podríamos decir,
parafraseando jocosamente a James Fernández (1994), que este cerdo
anuda los tiempos, evocando en mitad de nuestras calzadas de asfalto una
ficticia continuidad con el Madrid premoderno en que los puercos aun
andaban sueltos por las calles16. En cualquier caso, es un útil pretexto
para tratar de hacer visible, a través de él, el abanico de temas implícitos
en la etnografía que acabo de exponer.
Desde luego, la fiesta antigua y su ritual de coronación del rey de los
cochinos se prestan muy bien a una lectura bajtiniana en términos de
ambivalencia, dado que tanto la inversión carnavalesca de la autoridad
como la bendición protectora del alimento venían a converger sobre las
figuras de San Antón y de su cerdo. Como señaló Mijail Bajtín, en nume-
rosas prácticas medievales como la risa pascual, la fiesta de los locos, las
diabladas y las parodias sacras, también los personajes y actos sagrados del
culto oficial servían como motivo para el regocijo carnavalesco (1988: 19,
72). Esta pauta, calificada de risa popular y realismo grotesco, sería a su jui-
cio característica de toda la cultura popular prerrenacentista. Bajtín defi-
ne el estilo grotesco como un sistema de imágenes que desdibuja las fron-
teras de las formas vegetales, animales y humanas, subrayando la
continuidad entre los seres de un universo en proceso constante. Una tal
comprensión carnavalesca del mundo coloca en primer plano lo material,
la risa y el cuerpo como principios regeneradores. Por eso su lógica es la
del rebajamiento y la inversión, la de poner «el mundo del revés» transfi-
riendo todas las cosas al lenguaje paródico de lo bajo e inferior: la tierra,
la tumba, las heces, la comida, lo carnal. Pero, nos avisa este autor, hay
que cuidarse de ver en ello un sentido crítico-moral de negación e impug-
nación abstracta, propio del pensamiento moderno y ausente en el grotes-
co medieval. Lo peculiar de tales injurias, rebajamientos, parodias, inver-
siones, degradaciones, profanaciones, coronaciones y derrocamientos
bufonescos era su ambivalencia. Degradaban y mortificaban a la vez que
regeneraban y renovaban (1988: 5 ss.).

16
Al parecer, esto fue frecuente hasta el siglo XVIII, pese a provisiones en contra desde la época
de los Reyes Católicos (cf. Montoliú, 1990: 42).

88
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Fuera como fuere en la fiesta de los porqueros, lo cierto es que esta idea
bajtiniana de la ambivalencia del rebajamiento (la idea de que lo «inferior»
pueda ser ritualmente regenerador), es innegablemente sugestiva como
punto de partida para el análisis del caso que nos ocupa. Pues también la
fiesta que actualmente celebramos consiste en poner en primer término,
como en un mundo del revés, a esos que ordinariamente aparecen como
inferiores nuestros (inferiores en la escala evolutiva y en la ordenación
social del mundo).
Varios conceptos de la antropología han subrayado también el hecho
de que algunos rituales implican una suspensión radical de las normas,
jerarquías y modos de comportamiento ordinarios. Durante tal suspen-
sión, acotada temporal y situacionalmente, aspectos de la cultura por lo
común negados o subordinados pueden hacerse explícitos, y hasta se pres-
criben, dejando espacio a la licencia, el sinsentido, el absurdo, el desorden
y el trastocamiento de roles y fronteras sociales que, fuera del contexto
ritual, resultan impermeables. Max Gluckman agrupó bajo el término ritos
de inversión aquellas ocasiones prescritas en que los principios dominan-
tes de la estructura social y las figuras que encarnan poder y autoridad son
temporalmente degradados o depuestos en su status. Frente a los análisis
del primer estructural-funcionalismo, proclive a ver en toda conducta
expresiva una manifestación directa del orden social, para Gluckman el
ritual sirve a la expresión de los conflictos, si bien de una manera subli-
mada y ordenada. No obstante, «conflicto» no se refiere aquí principal-
mente a las luchas abiertas o las situaciones normales de competencia
entre individuos, sino a «discrepancias fundamentales entre los principios
sobre los que se basa una sociedad»; a incompatibilidades e inconsisten-
cias lógicas y pragmáticas, derivadas de las propias normas estructurales
de la organización social (como, por ejemplo, las que genera sobre una
esposa zulú la alternativa entre patrilinealidad por un lado y fidelidad al
linaje de procedencia por otro). Paradójicamente, la explicitación de tales
principios conflictivos por medio de los símbolos rituales constituiría un
mecanismo reparador para asegurar el mantenimiento del sistema. En la
visión de Gluckman, los rituales de rebelión desembocan en la restaura-
ción renovada del orden (1978: 265 ss.).
Yendo más allá en esa misma línea de cuestionamiento del estructural-
funcionalismo, del cual también procedía, Victor Turner acuñó el concep-

89
LA CARAVANA DE LOS ANIMALES

to de communitas para dar cuenta de lo que ocurre en las situaciones ritua-


les que denominó liminales (del latín limen, «umbral»). El prototipo de
estas situaciones lo constituye la fase de seclusión o segregación de los ritos
de paso. Durante ésta los neófitos, desprovistos de su status ordinario, de-
sarrollan intensas relaciones igualitarias entre ellos. Al homogeneizarlos,
despojándolos de los atributos que habitualmente los diferencian según su
rango, posición, propiedad o rol, y al someterlos a privaciones o estimula-
ciones extraordinarias, el ritual desdibuja su identidad secular y les pro-
porciona una experiencia de su propia sociedad distinta de la que caracte-
rizan los vínculos estructurales corrientes, organizados en términos de
género, edad, casta, clase, jerarquía u oposición segmentaria. Es a esta par-
ticular experiencia de un vínculo social generalizado a lo que Turner se
refiere con los términos communitas y antiestructura. Communitas no es lo
mismo que «comunidad»; ni en el sentido vulgar de una zona común de
residencia, ni en el sentido de la Gemeinschaft de Tönnies y Weber17. Es una
fase o estado del constante proceso dialéctico por el que pasa la sociedad,
en cíclica alternancia. Escribe Turner:
Parece como si existieran aquí dos «modelos» básicos de interrelación
humana, yuxtapuestos y alternativos. El primero es el de la sociedad como
un sistema estructurado, diferenciado, y a menudo jerárquico de posicio-
nes político-económico-legales con muchos tipos de evaluación que distin-
guen a los hombres en términos de «más» y «menos». El segundo, que
surge de forma reconocible durante el período liminal, es el de la sociedad
en cuanto comitatus, comunidad o incluso comunión entre iguales, sin
estructurar o rudimentariamente estructurada, y relativamente indiferen-
ciada (1989: 103).

Tanto esta communitas como las inversiones de Gluckman y la ambiva-


lencia de los rebajamientos bajtinianos se dirigen a contradecir cualquier
identificación simplista entre estructura y sociedad. La estructura, produc-
to de unas relaciones sociales objetivadas, es un momento —aunque el de
mayor visibilidad— en el proceso más amplio de la vida social, esencial-
mente dinámico («dialógico», diría Bajtín). Y de hecho, según sugieren
algunos, la función de muchos rituales residiría precisamente en mostrar,

17
La communitas turneriana conserva no obstante ecos de la Gemeinschaft de Tönnies. Sobre la
oposición Gemeinschaft vs. Gesselschaft, véase Dumont, 1987: 142, 147; también Parsons, 1968: 836.

90
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

mediante la presentación de paradojas, transformaciones e inversiones, la


contingencia del orden vigente. No se trata con ello de que el orden sea
impugnado o derrocado, sino de que sea reconocido como tal —como
orden a un tiempo posible y necesario—. El proceso ritual es paradójico
porque nos lleva a darnos cuenta del orden, gracias al desorden. Los rasgos
clave de nuestra cotidianidad se tornan perceptibles a través de las imáge-
nes que nos proporciona su suspensión transitoria.
La «cabalgata de los animales», con sus pacíficas vueltas en torno a la
parroquia de San Antón, no tiene desde luego el sentido de transgresión
radical que se atribuye al carnaval popular de la Edad Media, ni mucho
menos la dramática intensidad ceremonial de la circuncisión ritual
Ndembu que Turner describió. Su forma particular de eficacia simbólica
nos resulta más cotidiana; conjuga la advocación litúrgica a un santo con
un sencillo rito religioso para la protección de las bestias. Y sin embargo,
es posible rastrear en aspectos y momentos de la fiesta matices de anties-
tructuralidad, de ambivalencia y de inversión que la emparentan, siquiera
sea lejanamente, con aquellas otras formas rituales.

Un cerdo singular

Siguiendo la útil distinción propuesta por Turner (1980: 56) y en aras de


la claridad expositiva, organizaremos nuestra interpretación distinguiendo
analíticamente entre significado operacional, posicional y exegético del ritual.
Con ello segregamos artificialmente lo que en la etnografía se ofrece de hecho
como una totalidad indisociable. Voy a eludir entrar a fondo en la espinosa
cuestión del «significado del significado» de los símbolos rituales, así como
en la discusión sobre las condiciones de verificabilidad de cualquier ejercicio
hermenéutico sobre los mismos. Baste decir, para nuestros limitados fines,
que el ritual parece prestarse poco a lecturas en términos de significado
semántico-proposicional, según el modelo de la vieja lingüística seaussuria-
na. A la inversa, tampoco parece, por definición, reductible a valores púra-
mente estratégicos, pragmáticos, instrumentales. El ritual no es un texto a
descifrar; no es exclusivamente expresivo. El ritual no es tampoco una mera
cortina de humo irracional y vacía de contenido para otros fines y funciones;
no es exclusivamente instrumental. Es performativo, lo cual significa que es,
a la vez e indisociablemente, expresivo e instrumental —aunque probable-

91
LA CARAVANA DE LOS ANIMALES

mente sus sentidos carezcan de la transparencia de un discurso esclarecido y


su orientación a fines no se arrogue la sistematicidad de una tecnología.
(Sobre este debate, ver Sperber, 1988; Goody, 1977; Tambiah, 1985; Velasco,
1986).
1.— El significado operacional hace referencia a los sentidos implícitos
en la acción ritual y la manipulación de los símbolos. Como siempre que se
habla de «significado» tendemos a entender «significado semántico-propo-
sicional», puede parecer a primera vista chocante que se empiece por este
nivel pragmático, de uso: qué se hace, quién lo hace, cómo lo hace, con qué
cualidad afectiva, con qué resultados. Pero es que no debe olvidarse que la
acción simbólica es ante todo acción eficaz, busca alterar de distintas for-
mas los estados del mundo. En términos de Geertz, las representaciones de
que se sirve son modelos de la realidad, pero también, e indisolublemente,
modelos para conformarla (Geertz, 1992: 91. Para una definición clásica del
ritual como acto eficaz, v. Mauss, 1970).
En la fiesta de San Antón las personas realizan variados actos de inte-
gración social con sus animales. El más notorio es, desde luego, la bendi-
ción misma, pero no es el único. Al dedicarles un día —su día— se les colo-

92
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

ca temporalmente en el centro de la atención, y también espacialmente, al


interrumpir el tráfico. En palabras del cura párroco, «ese día no hay quien
moleste a un perro. Porque el perro, es su día, es el amo de la calle». En cier-
to sentido, la integración consiste en una asimilación antropocéntrica del
animal al orden simbólico y social de las personas, del cual la procesión
constituye un modelo. Yendo en procesión, los animales ejecutan un acto
social. Por eso se supone que los dueños acuden, más que nada, en calidad
de acompañantes de sus animales, ya sean alcaldes, niños, ancianitas o
policías. Los animales van especialmente aseados, sus dueños los llevan sin
reparo hasta el interior de la iglesia, y en algunos casos los tocan con ador-
nos o vestidos antropomórficos. Recuerdo haber visto un perro con foulard
y otro con gafas y sombrero.
Con todo, la asimilación no es inmediata, directa. El animal participa de
la sociedad sólo a través de su condición de bien, sea como recurso pro-
ductivo o como animal de compañía. El ritual protector de la bendición
permite saltar la barrera que los separa de nosotros: es como si los anima-
les, por pertenecer a una categoría radicalmente distinta de la nuestra, no
pudieran asimilarse sin más, y tuvieran que hacerlo por la sagrada inter-
mediación del santo. Cristianizar al animal es una forma más —aunque
ejemplar— de socializarlo. La ruptura momentánea de la frontera pone de
manifiesto cuán grande es, en realidad, ese salto.
Un segundo aspecto a destacar es que esta incorporación simbólica de
los animales a la sociedad supone una forma de igualación por abajo. Es,
en esa medida, una fiesta de communitas con los animales. Mientras que en
muchos otros rituales de comensalidad son ellos los que sirven de alimen-
to al hombre, en éste hombres y animales comparten un mismo alimento.
O por lo menos alimentos igualmente bendecidos por el santo (si bien nadie
come las latas de comida para perros, sí hay quien da a sus perros los pane-
cillos de «mojar en el café»). Esta importante dimensión de reciprocidad
está reflejada en el mito, que recoge justamente la escena inversa, cuando
el cuervo alimentó al santo con un pan venido del cielo. La acción ritual y
la leyenda expresan dos momentos de una misma relación de reciprocidad.
Pero donde más claramente podemos observar dicho igualamiento con
el inferior es en ciertas bromas y gestos que son, precisamente, los que dan
el tono cariñoso, amable y risueño de la celebración: la gente que decide
bendecirse junto con su perro; el cura que moja a la concurrencia amena-

93
LA CARAVANA DE LOS ANIMALES

zando con el agua sagrada; la sugerencia metafórica, en fin, de que todos


somos animales (incluidos el párroco y el alcalde, como ellos mismos tratan
de hacer constar). De estos pequeños rebajamientos, concebidos también
como una dignificación del animal, procede el humor levemente carnava-
lesco de esta romería.
2.— El significado posicional hace referencia a la naturaleza representa-
tiva de los símbolos rituales, su cualidad de funcionar como modelos de. Los
símbolos son, por definición, representaciones condensatorias y polisémi-
cas, están en sustitución de un abanico de denotata. Su significado es posi-
cional porque, como destaca Turner, depende del contexto y el momento en
que aparezcan dentro del proceso ritual (1980: 56). Dicho de otra manera,
los símbolos simbolizan por oposición, a partir de relaciones de contraste,
inclusión y analogía establecidas en una red de referencias mutuas.
Una cabalgata de animales no es, como acaso pudiera parecer, un espec-
táculo trivial. Es un llamativo muestrario de alusiones a nuestra relación
con otros seres y lo que para nosotros significan, un escaparate vivo que
reclama participación en él. La contemplación del animal mueve a actuali-
zar empáticamente sus significaciones. En algunos casos éstas nos llegan a
través de comentarios espontáneos de admiración, cariño o burla. En otros
las percibimos sencillamente en gestos y actitudes. Pero de lo que no cabe
duda es de que, lo mismo entre nosotros que entre las organizaciones toté-
micas, los animales siguen siendo «buenos para pensar».
Al margen de cualquier otra connotación de lo porcino en nuestra len-
gua y nuestra cultura, me gustaría argumentar que la creciente centralidad
del cerdo de San Antón en esta fiesta se halla relacionada con su capacidad
para conectar entre sí distintos sentidos de la misma, condensándolos en
una sola imagen. En primer lugar, en ciertos momentos de la fiesta el cerdo
es escogido sinecdóticamente, como pars pro toto, para denotar el reino ani-
mal en su conjunto, y consecuentemente para connotar todos los valores
positivos que le son atribuidos a éste por contraste comparativo con el
mundo de los seres humanos. Los momentos más visibles de su protago-
nista papel son el comienzo de la bendición colectiva y la construcción grá-
fica de la noticia en prensa. En otros momentos son otros los animales uti-
lizados para construir este peculiar «argumento de imágenes»: los
inocentes e indefensos cachorros de perro que indulta el ayuntamiento; los
leales y serviciales caballos de la polícia; los bellos y exóticos animales del

94
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

zoo18. Pero el cerdo parece funcionar especialmente bien como prototipo.


En tanto que caso representativo de su género, se le concede una notorie-
dad considerable, sirviendo de vehículo a la oposición hombre-animal.
Dicha oposición, persistente leitmotiv de la celebración, articula un abani-
co de connotaciones valorativas del tipo siguiente:
«Animal» «Hombre»
irracional racional
pacífico, festivo violento
maltratado maltratador
inocente malintencionado
desprotegido, carente de poder dominante
natural: espontáneo, ser vivo no natural: artificioso, maquinal (artificial)
acorde con su naturaleza desnaturalizado
recíproco: agradecido, leal interesado
fuente de desahogo y compañía fuente de stress y competencia
infantil adulto

Frente a un mundo envuelto en guerras y violencias, se trata de llamar


la atención sobre el carácter pacífico de los animales; frente a un ejercicio
arbitrario del poder que genera sufrimientos a otros seres vivos, las bestias
son «inocentes», vulnerables y carentes de maldad; su «sencillez» y espon-
tánea «naturalidad» se contrastan sistemáticamente con un entorno huma-
no caracterizado por el maquinismo, la artificialidad y la desvinculación de
la naturaleza; a diferencia de los hombres, sujetos a los vaivenes de su ego-
céntrico interés, los animales son «nobles», leales, y permanentemente recí-
procos. Y, en fin, suponen un escape del mundo social competitivo y hostil
de la ciudad, un depósito de valores básicos. Como los niños, los animales
recuerdan a los hombres cosas que contrastan vivamente con su experien-
cia cotidiana adulta (la homologación de niños y animales en virtud de su
«inocencia» no es sólo predicada sino también representada, al llenar de
niños y cachorros el estrado desde el cual se dan las bendiciones).

18
Sobre el ritual como argumento de imágenes capaz de proporcionar identidad mediante predi-
caciones metafóricas y entrelazado de tiempos, ver Fernández, 1986, 1994 y 2006.

95
LA CARAVANA DE LOS ANIMALES

No obstante, ese gran cerdo que tan bien ejemplifica la categoría «ani-
mal» no es, según nos avisaba el párroco, un cerdo cualquiera. Es uno muy
singular. Quiere encarnar al cerdo de san Antón: el mismo que aparece al
pie del santo, y que la gente gusta de ver junto a él. La pareja del santo con
su cerdo es de este modo casualmente evocada y actualizada en la proce-
sión —como lo era, de hecho, también en aquella otra procesión burlesca
del rey de los cochinos—. A imitación de dicha pareja paradigmática, la
«cabalgata de los animales» es en realidad una cabalgata de hombres con
sus animales, una cabalgata de pares animal/hombre. Podríamos decir que
pone sintagmáticamente en escena la relación modélica entre san Antón y
su cerdito, una relación —el mito lo dice— marcada por la reciprocidad.

96
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Más allá, por tanto, del contraste distintivo entre los animales y los hom-
bres, la evocación del santo preside un sistema de analogías digno de hacer
las delicias de cualquier estructuralista, y fundamentado en la relación recí-
proca, complementaria, entre tipos de animales y tipos de hombres:
cerdito santo
¨ ¨
gran cerdo ganadero
¨ ¨
caballos Policía
¨ ¨
camello Zoo
¨ ¨
pato Asociación Castiza
¨ ¨
perros indultados Ayuntamiento
¨ ¨
animales domésticos romeros
¨ ¨
¨ ¨
¨ ¨
[«animal»] [«hombre»]

A diferencia de una metáfora atributiva o una mera colección de con-


trastes entre dos términos, un esquema analógico de este tipo es suscepti-
ble de leerse en varias direcciones. Como vimos antes, si comparamos glo-
balmente los términos de la derecha con los de la izquierda, se hacen
aparentes las «virtudes de los animales», y destacan sus contrastes con el
mundo humano. Pero podemos también leer la columna procesional ver-
ticalmente, por parejas. En ese caso lo que destaca es el vínculo que une
cada término con su par, y la homología entre todos ellos: el cerdo es a san
Antón como los caballos a la policía y como cada animal de compañía a su
dueño. Vistas así las cosas, el cerdo no sólo representa prototípicamente al
resto del reino animal; en calidad de «cerdo de San Antón» evoca además,
metafóricamente, la relación recíproca que los hombres mantienen con
sus animales. Una relación idealizada en el caso del santo, pero materiali-
zada y renovada en la práctica por los participantes en cada reedición de
la fiesta.
Tal homología entre las parejas de términos es sólo relativa. Todas se
bendicen bajo la protección del santo, y en esa medida todas se ratifican y

97
LA CARAVANA DE LOS ANIMALES

Caballos de la guardia municipal durante las vueltas.

sancionan socialmente. Pero responden a modos variados de relación


entre hombres y animales. La romería es, no lo olvidemos, una romería
urbana, y su muestrario de animales es también un muestrario de las
diversas formas de esa vinculación dentro de una sociedad plural.
Predominan los animales de compañía de individuos privados que se pre-
sentan desagregadamente, como corresponde a una moderna societas
estructurada de acuerdo con principios individualistas (Dumont, 1987).
Pero existen otras presencias destacables: la de diversas instituciones del
Estado como el ejército y la policía, con sus animales «funcionales» al ser-
vicio de tareas necesarias para la comunidad; la de los zoológicos y su
espectacularización del mundo animal, convertido en objeto de esa activi-
dad peculiar de las sociedades industrializadas que llamamos «ocio»; pero
sobre todo la de ese cerdo agropecuario y rural, acompañado por dulzai-
neros y un pastor con cayado, propios de un contexto donde el animal es,
ante todo, un medio de producción que hay que proteger porque se vive de
él. Aunque la romería nos recuerde que la mayoría ya no vivimos de los
animales, sino sólo con algunos de ellos, la ciudad permanece abierta en
su heterogeneidad a lo que expulsó fuera de sí. El padre Villar, su princi-

98
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

pal artífice, nos confiesa que lo que él querría traer, realmente, son
muchos animales de granja. Y con ello llegamos al último nudo de signifi-
caciones asociadas al cerdo: es un animal chocantemente fuera de contex-
to. Como un recordatorio de lo que fueron la ciudad y su fiesta, nos remi-
te a un universo tradicional que, siendo nuestro (por tradición), al mismo
tiempo ya no lo es (porque hemos cambiado).
3.— El significado exegético hace referencia al nivel de la interpretación
indígena, donde Turner propone distinguir entre las interpretaciones esoté-
ricas de los especialistas rituales y las interpretaciones exotéricas del común
de los celebrantes.
Los comentarios espontáneos, sobre el terreno, del público y los partici-
pantes en las vueltas pueden agruparse en tres categorías. (a) Algunos son
comentarios jocosos, de regocijada impugnación de lo que se está viendo u
oyendo, comunes a cualquier contexto festivo: como por ejemplo el mucha-
cho que gritaba «¡Vivan los burros! ¡Viva la Guardia Civil!» O el que suge-
ría, «Como para tener cuatro o cinco gatos y echarlos con unos cuantos
ratones...» (b) En segundo lugar, hay comentarios sobre el desarrollo del
acontecimiento que se ofrece en calidad de espectáculo: se admiran los ani-
males llamativos, se aplauden las ejecuciones musicales; se ríen las ocu-
rrencias del animador. (c) Las interacciones más interesantes son las que
tienen lugar entre personas desconocidas a propósito del animal: «¡Qué
lindo es, qué ojillos tiene». «Es muy bueno, sólo que está un poco nervio-
so». Junto con las caricias a los animales propios y ajenos, forman parte de
un incremento del contacto social por intermedio de aquéllos.
La paradoja de esta fiesta consiste en el hecho de que la communitas con
los animales genere también, y sobre todo, communitas entre las personas.
La fiesta humaniza al hombre al celebrar la humanidad en sus animales;
moraliza la vida social, al proteger la vida animal y usarla como pretexto
para pensar la sociedad. Así lo explica su principal organizador:
Es una fiesta de amistad. ¿Por qué? Porque nadie pinta ahí nada, el único
que pinta es el animal. Entonces, la gente, al darse cuenta de lo que puede
significar el animal en la vida, el animal como compañero, como animal
doméstico, la gente... no es que se sublime, ni que se le valoricen sus valo-
res humanos, pero que... realmente aporta un algo dentro de sí. Madrid deja

99
LA CARAVANA DE LOS ANIMALES

de ser un día al año la ciudad pues, del asfalto y... de todo, y se convierte un
poquitín en más humana. ¡A base de los animales, que es lo ridículo! Se
convierte en más humana a base de los animales, que no es porque seamos
más humanos entre nosotros, sino porque ese día, ¡ah, ah!...

Antropología de la sospecha e importancia de las romerías

Escribía con mucha ironía Néstor García Canclini que los antropólogos
entran en las ciudades a pie, los sociólogos llegan en coche y por la auto-
pista principal, y los comunicólogos en avión. De modo que ven, en una
misma ciudad, tres ciudades bien distintas (1989: 16).
El chiste me parece iluminador; no sólo porque sea cierto que la realidad
de la ciudad es pluriforme (puede ser descrita de muchas maneras y desde
muchos puntos de vista), sino ante todo porque caricaturiza las distintas
inercias a las que ha obedecido cada tradición de investigación social a la
hora de construir su objeto en el contexto de la ciudad. Los antropólogos, por
ejemplo, han tendido a reproducir en ella las islas culturales desde las cua-
les los clásicos fundamentaron su modo de hacer y las técnicas del trabajo
de campo. Han buscado comunidades (étnicas, religiosas, residenciales),
corporaciones (grupos bien definidos, con fronteras culturales comunes,
como por ejemplo ciertas categorías socioprofesionales), barrios. También
se han servido de nociones como «cultura popular» para acotar un recinto
de observación: prácticas simbólicas ligadas a la identidad colectiva, al sen-
tido de tradición, a la continuidad social de los grupos. Esto se hizo muchas
veces, y se hace, a costa de pasar por alto la maniobra política de esa acota-
ción, e implicando un cierto grado de folklorización del objeto (pues no hay
«cultura popular» sino por su exclusión de la «cultura culta», que es la que
en definitiva demarca sus límites). El resultado de todo ello es la tendencia
a hacer antropología en la ciudad más que una antropología de la ciudad
(Durham, 1986: 17-37; Prat, 1986). Una antropología más centrada en su
periferia que en sus centros (periferia en un sentido social —grupos margi-
nales y minorías étnicas—; pero también periferia en cuanto al tipo de con-
ductas escogidas para estudio —por ejemplo, dejando fuera el mundo labo-
ral, las tomas de decisión de las organizaciones, las interioridades de la
trama de relaciones políticas y económicas formalizadas de la que la ciudad

100
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

es laboratorio—). Una antropología en ocasiones idealizadora de ciertas for-


mas culturales («populares» y «locales») en contra de otras («modernas» y
«universales»). Hay etnografías en las que apenas hacen aparición la televi-
sión o la radio, la relación con el consumo, las escuelas y las neveras.
Por otro lado, el chiste acusa a los sociólogos de haberse preocupado
por los fenómenos de la urbanización sólo en tanto que síntomas de moder-
nización, y de haber pasado por alto cuanto en la cultura de las ciudades no
se ajusta o no cabe en un autoconcepto ilustrado de la sociedad. Por expre-
sarlo en una jerga weberiana, lo que escapaba o resistía al proceso de racio-
nalización de la vida social, al «desencantamiento del mundo», era conce-
bido como supervivencia, resistencia o residuo: algo que con el tiempo
habría de morir (aunque Honorio Velasco nos ha hecho notar que la «cul-
tura popular» lleva ya dos siglos muriéndose, sin llegar a morirse nunca; cf.
Velasco, 1994; De Certeau, Julia y Revel, 1970). El culmen de esa tendencia
modernocéntrica lo constituiría precisamente un cierto tipo de análisis de
la cultura de masas que se concentra exclusivamente en la estructura de los
medios y la industria cultural como estrategia para diagnosticar todo lo que
ocurre en la sociedad. Como si tales fenómenos no pasaran por lecturas,
rediseños y adaptaciones propias de las culturas locales. Como si existiera
un lugar de privilegio desde el que realmente se pudiera ver «todo lo que
ocurre en la sociedad» (Martín Barbero, 1987).
En un mundo sin islas culturales, sociólogos y antropólogos afrontan el
problema del desdibujamiento de sus objetos de estudio y de las hibrida-
ciones que desde la propia realidad empírica ponen en cuestión distincio-
nes convencionales entre lo «popular»/lo «culto»/lo «masivo», lo «moder-
no»/lo «tradicional», y otras distinciones similares que justificaban los
especialismos en el tratamiento de distintas facetas de la cultura urbana.
El proceso de globalización con sus pretensiones universalizadoras —con-
tinúa el argumento de García Canclini— no debe ser entendido como una
ineluctable homogeneización y nivelación de todas las diferencias, sino
más bien como su rearticulación en un sistema más amplio que las absor-
be, subordinándolas y emborronando los límites entre ellas. Así, nos cuen-
ta el autor, los artesanos purépechas de Ocumicho (México) representan
hoy a sus tradicionales diablos de barro montados en motos y aviones; o
incluso utilizan temas de grabados de la Revolución Francesa, obedecien-

101
LA CARAVANA DE LOS ANIMALES

do a un encargo museístico que les vino desde el otro lado del océano. Y
acaba ironizando: «Parece que los antropólogos tenemos más dificultades
para entrar en la modernidad que los grupos sociales que estudiamos»
(1989: 200 ss.).
Y bien, objetará el lector llegado este punto. ¿Es que no es ése el caso? ¿No
será en realidad el «cerdo de San Antón» semejante a dichos diablillos en
sidecar: un producto híbrido que conviene contemplar también, y antes que
nada, desde la perspectiva de su pertenencia a la modernidad? ¿No habría
que plantearse, en lugar de tanto análisis de símbolos, la hipótesis nula de
que todo ese asunto de las fiestas no sea más que «pan y toros» (o «pan y
calleja», como decían antiguamente), un puro intercambio instrumental
entre instituciones deseosas de legitimarse y ciudadanos sedientos de espec-
táculo? Una visión, por otra parte, frecuentemente defendida desde la prensa
y algunas instancias de la propia institución municipal. ¿Dónde está la espe-
cificidad urbana de la anterior descripción? ¿En qué medida pueden rituales
como la bendición de los animales ser «urbanos» y «modernos»?
Estas preguntas apuntan a la complejidad de los procesos de la revita-
lización festiva, y también a la insuficiencia de reducirla esquemática-
mente mediante las dicotomías al uso entre lo moderno y lo tradicional, lo
espontáneo y lo programado, lo propio y lo foráneo. En algún otro lugar
hemos ensayado análisis más acabados de lo que supone esa peculiar eco-
nomía política de la tradición (ver, por ejemplo, Cruces, 1992; Cruces
1995; Velasco, Cruces y Díaz de Rada, 1996). Aquí quiero limitarme a esbo-
zar algunas direcciones de análisis complementarias a la que hasta aquí he
seguido, señalando a modo de ejemplo dos puntos importantes en los que
creo que se desvía de las asunciones implícitas en otras descripciones
estándar, por así llamarlas, del trabajo simbólico del ritual en contextos
tradicionales de investigación. En dichas descripciones, de las que cual-
quier romería rural podría representar un prototipo, suele darse por
supuesto (a) que el horizonte social por excelencia del ritual es el de las
relaciones de comunidad; (b) que la tradición proporciona el programa de
acción colectiva definitorio del ritual, las guías apropiadas de conducta
para los participantes.
(1) ¿Quién es el sujeto de la romería? Desde un punto de vista objetivo,
resultaría difícil mantener la ficción de que el protagonismo festivo de la

102
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

fiesta de San Antón corresponde a una comunidad; ni en un sentido terri-


torial estricto, ni en el sentido más profundo de un modo de vinculación
holista entre los sujetos participantes como miembros de un todo orgáni-
co19. Distintos organizadores tienen en mente referencias variables a los fie-
les de la parroquia, a los vecinos del barrio, a los vecinos del distrito y a los
ciudadanos de la ciudad. En su desarrollo observamos un abanico de posi-
bles posiciones de participación: como organizador, romero, espectador
interesado, observador casual, sufridor del embotellamiento del tráfico. El
primer problema que plantea por tanto cualquier fiesta urbana a sus gesto-
res (y, por ende, a periodistas y antropólogos) es saber quién es su público,
y hasta qué punto va a estar dispuesto a «participar» en ellas.
La paradoja reside en que la organización centralizada y coordinada de
los actos durante la fiesta proyecta sobre la congregación de celebrantes una
imagen de comunidad, por ficticia que sea. En consecuencia se podría decir
que la comunidad existe sólo por la fiesta, en tanto dura la fiesta. La comu-
nidad es, más que un vínculo real, el resultado de un pacto de lectura. Es
sobre todo una comunidad hermenéutica, capaz de movilizarse a partir de
un consenso sobre símbolos por encima de las fronteras sociales y de inte-
reses que, de ordinario, separan a los sujetos que la componen.
(2) ¿Cuál es el lugar de la tradición en la fiesta? Varios datos ilustran el
hecho de que la tradición es una guía de comportamiento insuficiente en el
contexto de esta celebración; lo cual resulta muy natural si se tiene en cuen-
ta que desde los años sesenta se había dejado de celebrar. En 1989, las vuel-
tas no se pudieron llegar a terminar, porque la mayoría de los romeros pre-
firió adoptar la actitud prevenida de ver la procesión y luego tratar de
conseguir llegar a la capilla por su cuenta para obtener a título particular la
bendición de su animal. Se montó una zapatiesta en la calle: los caballos no
podían pasar, los perros ladraban, y el cura párroco acabó recriminando a
los participantes su falta de respeto a san Antón. El año 1991 llovía. Sobre
su podio, y ante la desbandada general, el locutor pedía ayuda a la organi-
zación: «¡Bueno, que alguien me diga cuántas vueltas son y lo que tengo que
decir!» Pregunté con malicia a uno de los organizadores municipales si sabía

19
En la caracterización que por ejemplo hace Parsons de las relaciones de Comunidad (Gemeinschaft)
frente a las de Sociedad (Gesellschaft), para las que toma como ejemplo las relaciones familiares, destaca
el ser «una relación más amplia de solidaridad sobre un área general bastante indefinida de vida e intere-
ses» en la que, a diferencia de ésta, nunca se trata de «un objetivo limitado y específico» (1968: 839).

103
LA CARAVANA DE LOS ANIMALES

cuántas vueltas había que dar. «Si se sigue la tradición, tienen que ser
cinco», me respondió, «pero con esta lluvia no sé si se harán». Casi todo el
mundo se fue durante la segunda, siguiendo el ejemplo de las autoridades.
Con esto damos en una nueva paradoja: la tradición es mediada por
instituciones universalistas cuya autoridad, por contraste, no se presenta
como «tradicional». La tradición es parte de un programa, esto es, de un
ejercicio de ordenación racional concebido, gestionado y ejecutado por
distintos tipos de mediadores. Ya he destacado el lugar de las fuentes
librescas en esta mediación: los que quieren «reverdecer las costumbres»
han de guiarse para ello, entre otras cosas, por reconstrucciones letradas
que estipulan lo que la tradición era y significaba en tiempos precedentes.
Recientemente algunos antropólogos han prestado atención al efecto auto-
ritativo y sancionador de estas reconstrucciones sobre las prácticas mis-
mas en el campo (por ejemplo, Cowan, 1988: 245-59). En segundo lugar, la
institución política considera la fiesta un bien público y un campo legíti-
mo de actuación. Su posición es inevitablemente ambigua, en la medida
que, en una sociedad democrática, servirse de la tradición para legitimar-
se ante los ciudadanos implica también someterse públicamente a ella.
Ninguna celebración lo muestra mejor que la Cabalgata de Reyes, en la
que tres concejales del Ayuntamiento disfrutan el extraño privilegio de ser
por un día nada menos que reyes de Oriente. En tercer lugar, ¿cómo no
interrogarse por el papel mediador de la iglesia? La figura del párroco ha
sido crucial en todo el proceso, buscando enganches y soportes institucio-
nales que aseguren su continuidad; destacando el lado «simpático» y
«amable» del evento; tratando de promocionar su imagen; seleccionando
las lecturas válidas de la devoción al santo, en contra de «fetichismos» y
«tribalismos» a su juicio exagerados.
Por último, los medios de comunicación masiva tienen un papel nada
desdeñable en la construcción del acontecimiento. En términos generales,
tienen el efecto de textualizar las actividades del ritual, en dos sentidos dife-
rentes. (a) Ponen las acciones en discursos que las interpretan, haciéndolas
así comprensibles como mensajes unívocos a una audiencia amplia. Por
dar un ejemplo, la composición del Villa de Madrid de enero de 1992 hacía
de la fiesta un acto de defensa ecológica, al colocarlo bajo otra noticia sobre
el gamberrismo contra los gatos en un parque de Ciudad Lineal. La cróni-
ca de san Antón rezaba, consecuentemente: «Todavía hay quien quiere a los
animales». (b) Acentúan la dimensión externa de la actividad frente a su

104
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

sentido interno para los propios celebrantes, tendiendo a que se enfaticen


en la ejecución aquellos momentos que condensan la intencionalidad
comunicativa de los participantes de puertas para afuera y son susceptibles
de ser ofrecidos a receptores lejanos como espectáculo visual.
Así, se hace evidente que nuestro cerdo es recreación moderna y media-
ta de una imaginería costumbrista. Ahora bien, ¿cómo han de ser entendi-
dos estos usos modernos de la tradición? ¿Significa la «invención de tradi-
ciones» (como quiera que ésta sea definida) una simple y llana
instrumentalización por parte del poder del capital de consenso contenido
en los símbolos? ¿Habrá que pensar que la modernidad es algo así como el
grado cero de la vida simbólica? Mi visión sería más bien la contraria. En
las complejas relaciones entre distintos modelos de mediación la tradición
se cuela, por decirlo de algún modo, por las rendijas de la racionalización
institucional, presentándose como un modelo implícito, y extraordinaria-
mente eficaz, de continuidad social y de integración conductual. Dicho en
otros términos, proporciona pautas allí donde de lo que se trata es de poner
a la gente junta a hacer cosas. La tradición como proceso implica siempre
mediaciones que la instrumentalizan; sólo una visión estática y muerta de
las culturas tradicionales nos ha permitido ignorar a cuantos la interpreta-
ban, recreaban, inventaban, rehacían y confundían en el proceso mismo de
su apropiación y transmisión. Eso no significa que la cultura, en el sentido
en que los antropólogos usamos el término, pueda someterse enteramente
a un diseño de fines racionalmente estipulados. A diferencia de la memoria
instrumental —ha escrito Martín Barbero— la memoria cultural «no es la
memoria que podemos usar, sino aquella otra de la que estamos hechos»
(Martín Barbero, 1987: 200)20.
A mi juicio, las dificultades para hacer trabajo de campo urbano desde
una perspectiva simbólica tienen que ver, precisamente, con esta imposi-
bilidad de desimbricar la madeja de lógicas diferentes que se dan siempre
juntas, y de hacer comprensible a los informantes lo que buscamos en
ella. La conexión de la acción simbólica con un corpus orgánico de creen-
cias sistematizadas y trascendentes, que caracterizó en sus orígenes al
concepto de ritual en el ámbito de la historia de las religiones, ha pasado

20
Sobre la dimensión externa del ritual como mensaje dirigido a otros, ver Baumann, 1992. Sobre
la invención de tradiciones, Hobsbawm y Ranger, 1983. Para un análisis de los numerosos cambios en
las mediaciones de la cultura popular en Europa, ver Burke, 1991.

105
LA CARAVANA DE LOS ANIMALES

Presencias antitaurinas explotan el eco mediático de la romería.

a tener para los que investigamos en este contexto el status de una mera
sospecha: la de que en determinados comportamientos se da algo más que
el puro actuar con arreglo a metas, sin que en la mayoría de los casos
sepamos muy bien especificar de qué se trata. Consecuentemente, todo el
trabajo de investigación de una «antropología en casa» deviene un ejerci-
cio sistemático de sospecha en múltiples direcciones. La gente sospecha
del antropólogo, porque no entiende qué demonios quiere, ni cuáles son
sus intereses como estudioso, ni mucho menos dónde está el interés de lo
que estudia. El investigador sospecha de su propio trabajo, en el que ve
permanentemente las huellas de lo que no parece sino capricho: lo mar-
ginal, lo tradicional, lo residual, lo anacrónico. Sospecha para colmo de
la cultura que estudia —que es la suya propia—, ciega para percibirse a
sí misma con los ojos del observador, e ingenuamente pagada de su racio-
nalidad y transparencia.
Tengo que terminar haciendo la salvedad de que no considero estos
matices contradictorios, sino complementarios del tipo de análisis que

106
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

presenté al comienzo; necesarios por tanto para resituarlo en su correcta


dimensión. Una dimensión que, sin llegar a ser la de muchas romerías
rurales, tampoco se corresponde con la visión ingenuamente racionaliza-
da e iluminista con que las instituciones dominantes de nuestra sociedad
tienden a concebirse a sí mismas en términos utilitaristas de razón prác-
tica. Al estudiar «símbolos en la ciudad», lo que tenemos delante no es
precisamente un abstracto y unidimensional homo aeconomicus ocupado
en maximizar la racionalidad de sus cálculos y estrategias. Ni tampoco
unas instituciones devoradas por la jaula de acero de su lógica burocráti-
co-instrumental, sustraídas a cualquier sentido de tradición local y
memoria cultural. Es cierto que los ámbitos diversificados de la política,
la economía, el arte, la ciencia y el derecho (que la modernidad se ha ocu-
pado de ir autonomizando de modo irreversible) son el espacio de una
poderosa presión racionalizadora, donde hablar de acción simbólica, no
digamos de ritual, puede sonar oscuro, periférico y fuera de lugar (y
puede, de hecho, serlo en numerosas ocasiones). Pero haríamos un mal
negocio si, para llevar la antropología a esos ámbitos olvidáramos los
beneficios de nuestra tradición de análisis, sintiendo la tentación de ads-
cribirnos a una concepción exclusivamente estratégica de la cultura21.
El que estemos sujetos a símbolos resalta que nuestra condición es una
más, entre otras muchas, de todas las formas de cultura y de tradición. Por
eso he tomado como excusa, para argumentar en favor del estudio del ritual
urbano, una hermosa e intrascendente romería. Para que sirva de homena-
je a algunos de mis predecesores y maestros, que también las estudiaron y
las estudian. Para que se divierta el lector, que buena falta hace. Y para que
nos bendiga a todos san Antón.

21
Acerca de la autoconcepción de la modernidad en términos estratégicos, v. Sahlins, 1988;
Habermas, 1989; Díaz de Rada y Cruces, 1994.

107
4

IMÁGENES DE PROTESTA EN CIUDAD DE MÉXICO22

La manifestación política es el paradigma de un repertorio de acción


colectiva que surgió en algunos países europeos durante el siglo XIX, para
universalizarse luego como un componente importante del imaginario polí-
tico moderno, individualizante y desterritorializado. Eso no impide que, en
su realización concreta, las manifestaciones se carguen de contenidos cul-
turales específicos y locales. En este capítulo, las marchas en la ciudad de
México serán tomadas como ventana etnográfica para reflexionar sobre las
direcciones actuales de redefinición de la esfera pública y conceptos cone-
xos (como «bien común» o «cultura cívica»), tal y como se plasman en el
acto de protestar. Algunos procesos considerados serán: (1) la fragilidad del
orden urbano; (2) la transformación de las fronteras entre público y priva-
do; (3) la creciente teatralización y festivización de la protesta.

Tres hipótesis sobre las transformaciones de lo público

En un artículo de hace ya algunos años, John Keane cuestionaba el


modelo recibido de comprensión de la esfera pública como un contexto de
interlocución política y cultural unificado a nivel del estado nación, capaz de
procesar democráticamente las demandas sociales y de asegurar su expre-
sión en la opinión pública (1995). En su debate con Garnham y la escuela de
Westminster, paradigma de la defensa del modelo clásico de esfera pública
y sus presupuestos —y sin desmerecer los logros de las políticas de inter-
vención estatal de las socialdemocracias europeas—, Keane llamaba la aten-
ción sobre los déficits de ese modelo: por una parte, su autocomercialización
y su retraso tecnológico en competencia con el mercado; por otra, la apari-

22
Publicado originalmente como «Las transformaciones de lo público. Imágenes de protesta en
Ciudad de México» (1998) Perfiles latinoamericanos, 12: 227-256. Una versión más detallada de la etno-
grafía de la protesta mexicana se encuentra en Cruces, 1998.

108
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

ción de tendencias disolventes o disgregadoras de dicha esfera ligadas a los


procesos de globalización económica y a la difusión de tecnologías y pro-
ductos de comunicación navegables e interactivos (videojuegos, redes infor-
máticas).
El diagnóstico de Keane sustituye la imagen unificada y centralizada de
la esfera pública nacional, dialógicamente transparente y argumentativa,
por la idea de un mosaico de esferas de distinto nivel vagamente articula-
das, que incorporan lenguajes no necesariamente conmensurables y que
desbordan por arriba y por abajo la escala nacional. Con esto señala la
emergencia de una macroesfera de opinión pública internacional a la zaga
del flujo económico, así como la de microesferas nuevas asociadas a movi-
mientos sociales que en algunos casos resisten a dicho flujo, y en otros son
expresión del estallido fragmentador de las identidades locales tradiciona-
les y de la incapacidad del sistema político para procesar demandas seg-
mentadas. Otros indicadores de esta transformación son la disminución del
margen de espacio libre entre la intervención estatal directa y los sectores
oligopólicos del mercado y, sobre todo, la ruptura entre la distinción feliz
entre lo público y lo privado que fuera clave del surgimiento de una esfera
pública burguesa desde la Ilustración.
Desde luego, cabe matizar muchos aspectos del argumento, como el
propio Garnham se ha encargado de hacer (1995: 23-25). Independiente-
mente de ello, su interés reside en el diagnóstico de un estado de transfor-
mación profunda de lo público a nivel mundial. De ahí que lo tomemos
como punto de arranque para incorporar algunos matices a la discusión
sobre el espacio público en ciudades multiculturales a partir de un corpus
muy concreto de observación etnográfica, cual es el de las marchas de pro-
testa en México.
Partiré por consiguiente de la noción de un conjunto de transformacio-
nes recientes en la configuración del espacio público, así como de la nece-
sidad de afinar nuestra comprensión de su dirección y alcance. A mi juicio,
no existe propiamente una ruptura radical con el modelo clásico, ni mucho
menos su disolución. Ni la transformación de los límites entre público y pri-
vado habla sin más de un desdibujamiento, ni está dotada de un significa-
do unidireccional. No hay cancelación o discontinuidad respecto al pasado,
sino más bien una acentuación de tendencias implícitas en la modernidad-

109
IMÁGENES DE PROTESTA EN CIUDAD DE MÉXICO

mundo (cf. Ortiz, 1994). Sería necesario ir desbrozando y documentando


los diversos sentidos de esta rearticulación, más allá de dos interpretacio-
nes igualmente reductivas: (a) la teoría del simulacro, según la cual la esfe-
ra pública es enteramente vasallizada y fagocitada por el papel teatraliza-
dor de los medios —una concesión excesiva a su poder que desconoce las
presencias locales—; (b) el efecto de reclusión, según el cual el repliegue
defensivo del ciudadano en la esfera de la privacidad la convierte en un
refugio aislante, atomizador y socialmente disolvente.
Mantendré tres tesis en relación con este panorama. La primera es que
el dato fundamental de la esfera pública en la ciudad multicultural es su fra-
gilidad. Lo que se llama público en contextos como la ciudad de México es,
de manera creciente, un orden precario de convivencia que, habiéndose
fragmentado y erosionado, sigue sin embargo funcionando como centro
articulador de la vida social. Quiero insistir en la idea de que ese orden
puede ser simultáneamente precario y central. La pregunta sobre el signifi-
cado y las causas de esta precariedad está en el centro de las recientes polé-
micas sobre la modernidad de América Latina (p. e. Brunner, 1994; García
Canclini, 1995; Martín-Barbero, 1994; Ortiz, 1988). Por sí mismo, el dato
de la precariedad no significa que estas sociedades sean premodernas,
modernas o posmodernas: probablemente significa que son todas esas
cosas a la vez. En lo que se traduce es en un estrechamiento de lo común
a nivel territorial; una fragmentación de los públicos; una disminución de
la capacidad de las instituciones de nivel nacional para imponer legitimi-
dad cultural; el crecimiento de un puzzle de demandas desconectadas. Y,
sobre todo, la persistente emergencia de microrreordenaciones particula-
res que son, según la perspectiva desde la que se mire, también formas de
microcaos.
Segundo, el relativo desdibujamiento de las fronteras entre público y pri-
vado no significa su cuestionamiento indiferenciado. Desde la pantalla de
observación proporcionada por las marchas de protesta lo que se contempla
son tendencias dispares. Mientras algunos aspectos apuntan a una instru-
mentalización teatralizante de lo privado para fines públicos, otros indican
una valoración y reconstrucción de esferas intersubjetivas a salvo del juicio
crítico general, de la «opinión general». A mi entender hay en este terreno
(que es prioritariamente el de los debates del feminismo y el movimiento

110
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

gay) un cambio importante en cuanto a la comprensión de lo común, cuyo


mejor indicador es el reconocimiento explícito de que cada vez más, sobre
ciertos temas, no puede existir una opinión general como dictado de la
mayoría, sino sólo unos mínimos de la convivencia como respeto a las dife-
rencias de la minoría. Lo que se percibe es, por tanto, un desplazamiento de
la idea de «bien común» como eje de lo público en dirección a una ética de
mínimos (en términos, por ejemplo, de riesgos compartidos por diferentes
colectivos).

En tercer lugar, sostendré que teatralidad y fiesta aparecen como el len-


guaje común de la multitud fragmentada en la urbe. En ese sentido, las for-
mas de protesta se revelan, aún en tiempos de predominio de la videopolí-
tica, como una ventana de privilegio para asomarse a la constitución de lo
público-urbano. Nos dicen de qué materia está hecha, cómo se conforma la
voz de la calle en una megalópolis multicultural y, más genéricamente, en
una sociedad de modernidad tardía. El lenguaje del simulacro, de la más-
cara, del baile y el juego aparece como una suerte de mínimo común deno-
minador que permite contactar de forma efímera pero tangible las redes
desagregadas que constituyen la ciudadanía. De ahí probablemente la uni-
versalidad y la proliferación de la manifestación como forma de expresión
política. En este lenguaje básico puede hallarse una suerte de reencanta-
miento débil. Es débil en el sentido de que, a diferencia de prácticas ritua-
les tradicionales, no se halla mediado por dogmas o credos compartidos,
sino por la capacidad de trazar actos significativos a distancia (en el caso
del teatro) y de actuar juntos con una coordinación no vinculante (en el
caso de la fiesta, la música y el baile). Es débil también en el sentido de su
opcionalidad individual y su volatilidad. Pero aún es encantamiento, pues
aspira a crear poderosas imágenes de totalidad y a transformar la expe-
riencia de los individuos en relación con el todo resultante. Hay en dichos
reencantamientos de la sociedad civil un paralelo claro con el efecto ejerci-
do por las ceremonias seculares del estado en el nivel de la constitución de
los locus del espacio público clásico: las naciones, las clases, las etnias
(Ariño, 1992; Giner, 1992). Es por ello que defiendo la pertinencia de leer
estas formas expresivas en términos de ritual, así como su importancia en
la génesis de microesferas culturalmente fragmentadas pero susceptibles de
movilizar masas de adherentes en momentos precisos.

111
IMÁGENES DE PROTESTA EN CIUDAD DE MÉXICO

Para desarrollar estas ideas recurriré a un rodeo etnográfico por las


marchas de protesta. Por razones de extensión hay dos puntos importantes
que no voy a tocar. Uno es el de la vigencia de la calle como lugar de lo
público —es decir, la cuestión de las relaciones entre espacio físico y polí-
tica; o, si se quiere, entre los espacios reales de encuentro entre agentes y el
espacio público como metáfora de aquéllos23—. Sin duda, entre las claves
actuales de transformación de lo público están la desterritorialización de la
cultura, la descentralización de las comunicaciones y la suplantación de los
foros políticos localizados por la televisión. Por ello, cabría dudar de la per-
tinencia de tomar la calle como termómetro de procesos centrales de la vida
política. Sin embargo, asumiré que, pese a lo que se ha dado en llamar
«videopolítica» (Landi, 1992), tanto la «calle-política» como la «política de
despacho» siguen gozando de un papel cierto en la constitución de lo públi-
co. Dado que además mi interés en las marchas se centra sobre todo en su
capacidad para generar imágenes culturalmente relevantes, lo que cuenta
no es tanto si inciden o no en la toma efectiva de decisiones como el hecho
de que vehiculan todo un universo susceptible de ser posteriormente
ampliado e interpretado por los medios masivos. En dicho universo los
temas de la legitimidad política, la naturaleza del bien común y las relacio-
nes entre cultura local y política moderna se actúan (en un sentido teatral),
volviéndose tangibles para actores y público.
El otro punto que no abordaré es el de los vicios y virtudes del concep-
to de ritual en relación con este objeto específico. Para ambas cuestiones
me remito al informe etnográfico más completo sobre marchas en la ciu-
dad de México publicado con el Programa de Cultura Urbana, así como a
otras publicaciones anteriores (Cruces, 1998; Cruces 1995. Para un trata-
miento consistente de la manifestación desde un punto de vista contrario al
concepto de ritual, v. Champagne, 1990).

23
Merece la pena hacer notar las relaciones metafóricas que, condensadas en nuestros usos léxi-
cos, expresan esta homología. La expresión «espacio público» toma los espacios reales donde se realiza
el encuentro entre agentes sociales como predicación del encuentro mismo (al igual que hablamos de
«foros», de «plaza» pública. Y ahora, para hablar de un espacio público europeo, hablamos también de
la «casa común» europea). La dirección de la metáfora corre a la inversa en expresiones menos eviden-
tes, cuando hablamos de mítines, congresos y parlamentos como si de espacios físicos se tratara —olvi-
dando que las raíces originales de esas palabras (del ingles «meeting», y del castellano «congregar» y
«parlamentar») anuncian a las claras que se trata primero de actos sociales, y sólo secundariamente de
los lugares en que éstos se realizan.

112
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Las marchas de protesta como ventana etnográfica.


Del motín del XVIII a las mentadas por la avenida de Reforma

¿Por qué utilizar las marchas de protesta24 como pretexto para hablar
del espacio público en la ciudad? En primer lugar, porque son un fenóme-
no con relevancia local. En México, desde mediados de los ochenta, con la
apertura política del salinismo y la crisis económica e institucional, se gene-
ralizaron las manifestaciones de toda índole, un síntoma del desgaste del
monopolio priísta del poder y de la creciente exigencia de democratización
por parte de movimientos opositores. En los años noventa se llegó a cifras
promedio de una o dos manifestaciones diarias. Esta elevada incidencia
derivaba tanto de la conflictividad propia de una ciudad de más de dieciséis
millones de habitantes, cuya mancha urbana se había extendido incesante-
mente y con escasa planificación a lo largo de dos décadas, como del esque-
ma administrativo del país, fuertemente centralizado, el cual provocaba
que cada conflicto significativo en el interior de la República acabara des-
embocando en su megacentro. Según las estimaciones oficiales, la mayoría
de estas protestas no competía a las instituciones del D.F.; las que sí compe-
tían tenían que ver con tenencia de la tierra, vivienda, ambulantaje, ecolo-
gía, servicios públicos y relaciones laborales25.
Más allá de estas razones de tipo coyuntural, lo que me interesa desta-
car es el valor etnográfico de la manifestación como una modalidad de
acción colectiva vinculada al universo político de la democracia moderna
que, no obstante, se pliega a matices culturalmente situados. En la termi-
nología de James Fernandez, diríamos que es un «argumento de imágenes»:
un conjunto coherente de comportamientos ritualizados que aspira a pre-
sentar de manera persuasiva un mundo de sentido y a transformar la expe-
riencia de quienes comulgan con él (cf. 1986; 2006). Obviamente, en la mar-
cha hay más cosas: estrategias y apuestas en el campo político; intenciones

24
A lo largo de todo el texto las expresiones «marcha de protesta» y «manifestación» son usadas
como sinónimos, si bien en el contexto cultural mexicano serían susceptibles de algunos matices. La
segunda es más general y se halla más universalizada, mientras que la primera designa de modo muy
explícito el desplazamiento procesional por la vía pública. En la medida que este canon de acción es el
prototipo de la manifestación y, más genéricamente, de la movilización callejera, los usaré de manera
indistinta.
25
Datos de la Secretaría de Protección y Vialidad del DDF y de la base de datos de prensa CD Press,
1991-1993.

113
IMÁGENES DE PROTESTA EN CIUDAD DE MÉXICO

propagandísticas de cara a los medios; rutinas funcionales de la organiza-


ción. Pero en la medida que se trata de publicitar un conjunto de deman-
das mediante el simple desplazamiento colectivo, acarrea implicaciones
que están ausentes en otras modalidades de intervención política: la con-
gregación de una multitud; su constitución como sujeto visible; el trazado
de una trayectoria significativa; la producción de un momento de suspen-
sión temporal sobre el ritmo ordinario de la ciudad; el recurso a símbolos
movilizadores, gestos dramáticos e imágenes convincentes. El interés de
esta forma de acción se halla en la diversa profundidad histórica y alcance
cultural de las expresiones que amalgama. Pues, junto con aspectos del uni-
versalismo moderno que atraviesan las culturas contemporáneas y tienen
que ver con la definición ilustrada del espacio público en términos de dia-
logicidad y transparencia, encontramos otros temas culturalmente especí-
ficos, ligados a sensibilidades locales. Las manifestaciones usan un lengua-
je mixto: por un lado, el de las formas convencionales y reconocidas de
hacer política en democracia; por otro, el de dominios de significación de
mayor amplitud y arraigo, que trascienden lo político en su sentido res-
tringido y permiten contemplar la acción estratégica inserta en un contex-
to cultural determinado.
Ilustraré esta idea mediante la comparación de tres imágenes. La pri-
mera remite a la Francia de mediados del XIX. Es el comentario de un
periodista lionés que, por aquél entonces, aún podía escribir a propósito de
las primeras manifestaciones obreras con considerable sentido de novedad:
Las manifestaciones van a volverse frecuentes: se llama así a los paseos por
la ciudad de una multitud considerable de obreros y de delegados de clubs
marchando con música y banderas a la cabeza, normalmente en perfecto
orden y con el fin de expresar un deseo, sea al alcalde de turno, sea al dele-
gado gubernamental. Estas demostraciones son pacíficas, pero crean una
profunda inquietud en la población, hacen imposible la vuelta de la con-
fianza y el crédito y son además por sí mismas un síntoma inequívoco de
anarquía. Mientras estén permitidas, no habrá orden público (cit. en
Robert, 1990: 69).

Esta observación nos remite de golpe a aquel tiempo no tan lejano en


que los presupuestos del manifestarse como acto colectivo no estaban aún
bien establecidos y precisaban explicación. Según algunos historiadores, la
manifestación en su forma actual —como una teatralización no violenta de

114
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Bosque de banderas en el Zócalo. La estética de la repetición replica ad líbitum colores,


columnas y manifestantes.

la protesta ciudadana que controla electivamente el tiempo y el espacio en


que se realiza— no emergió propiamente en Europa hasta la época del
Chartismo inglés y la revolución parisina de 1848 (cf. Tilly, 1984; Robert,
1990). Aún así, pasarán lustros hasta su completa institucionalización
como medio de expresión pacífico y, hasta cierto punto, consensuado con
las instancias de autoridad. Puede decirse que desde entonces la manifes-
tación ha sido un canon de acción inequívocamente moderno. Junto con la
huelga, el mítin y las campañas nacionales de opinión, forma parte de un
repertorio de acción colectiva que ha venido de la mano del proceso de
especialización del campo político y sus mecanismos representativos, así
como de una eufemistización correlativa de las relaciones de conflicto
(Champagne, 1990)26.

26
La cultura popular preindustrial también tuvo formas de lucha política vinculadas a la movi-
lización de multitudes (de «la plebe» como categoría preclasista). Edward Thompson ha mostrado a
propósito del siglo XVIII inglés que la protesta de la sociedad preindustrial podía plantear demandas
políticas a través de formas tradicionales de acción que iban desde el motín de subsistencias al cha-
rivari, pasando por los anónimos amenazantes o las procesiones bufas (Thompson, 1984; Robert,

115
IMÁGENES DE PROTESTA EN CIUDAD DE MÉXICO

La segunda imagen es mucho más próxima. Nos muestra el aspecto pre-


visible de una gran movilización de masas en el México de hoy —por ejem-
plo, la que fue convocada el primero de Mayo de 1995 por los sindicatos
independientes—:
Espesa marea de gente y parasoles, sin un hueco entre las dos filas de árbo-
les de una ancha avenida (puede ser Reforma, Juárez, o 20 de Noviembre).
Densa masa de manifestantes; al fondo, la Torre Latinoamericana, el
Monumento a la Revolución o el Hemiciclo a Juárez. Abre la marcha una
compacta fila de personalidades sindicales y partidarias, todos agarrados
por el antebrazo. Tras ellos, se replican hasta el infinito las pancartas, las
banderas, los globos, las insignias. Los contingentes, identificados según
organizaciones, secciones y lugares de procedencia, se suceden ordenada-
mente uno tras otro. En primer plano un grupo de hombres grita y agita el
puño, al unísono. Alguno de ellos hace gesto de embudo con las manos, pro-
yectando la voz. Al frente o al lado de la columna manifestante se deja ver
la de los granaderos, hombro con hombro, preparados para intervenir en
caso necesario.

En esta imagen, los presupuestos sobre el orden manifestante que lla-


maban la atención del periodista decimonónico resultan ya absolutamente
triviales, autoevidentes. Precisamente por ello, querría destacar su capaci-
dad para vehicular de forma automática ciertos aspectos universales del
imaginario político moderno: el valor del gran número (asociado a la regla
de mayoría en democracia); el principio de representación (los manifestan-
tes, que son representados por sus portavoces, representan a su vez a cier-
ta categoría o sujeto social en cuyo nombre hablan); el carácter agregatorio
del cuerpo político en una sociedad de masas; la electividad y opcionalidad
de las vinculaciones partidarias.
Dos tópicos principales permiten la expresión colectiva de estos prin-
cipios. Los he denominado la imagen-Potemkin y la imagen-clon. La ima-
gen-Potemkin (recuérdese las películas de Einsenstein) nos presenta a
una masa decidida y acéfala, avanzando imparable como un río humano.
Aquí lo importante es la metáfora subyacente, actuada por los partici-

1990). Pero la importancia de la costumbre en la determinación de las formas de esta protesta y su


paso sin solución de continuidad a episodios de revuelta e insurrección son rasgos que marcan un
punto de inflexión respecto a la manifestación moderna.

116
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Imagen Potemkin: avanzar es triunfar. Descubierta del sindicato de profesores de la UNAM.


Al fondo, el monumento republicano al Ángel.

pantes, de orientación y poder, donde el avance es de algún modo tam-


bién una elevación, una victoria simbólica. Como en el sofisma de «la
mayoría no puede equivocarse», la imagen-Potemkin permite una emo-
cionante contaminación semántica entre número, fuerza y razón, por la
que los muchos somos los más y además los mejores. Por virtud del des-
plazamiento horizontal, la experiencia se transforma verticalmente
«hacia arriba». La multitud se encarna en razón histórica. En palabras de
un informante: «Cuando entras al Zócalo27 y lo encuentras lleno, dices
‘‘puuuta, ya ganaste’’».
La imagen-clon construye lo que podríamos llamar el individuo-masa,
estableciendo, mediante una estética de la repetición, una relación moná-
dica entre cada participante y el todo. «Todos somos Marcos», «Zapata vive
y vive», «aquí no se raja nadie»: todos somos uno. Pues la paradoja de la

27
La plaza central de las ciudades mexicanas, heredada del modelo colonial.

117
IMÁGENES DE PROTESTA EN CIUDAD DE MÉXICO

Imagen clon: todos somos uno.

sociedad moderna es que en ella, como dice Marramao, «el totum es el


totem» (1993: 20). Tal imagen destaca la densidad, infinitud y multiplica-
ción clónica como atributos del todo manifestante, haciéndonos apreciar lo
compacto del grupo, la replicación interminable sobre la vía pública de las
personas, los emblemas y los objetos. Una lógica visual que tiene su réplica
en el plano sonoro con el unísono antifonal de los cánticos y las consignas
(mediante una voz solista y un coro que retornan una y otra vez sobre los
mismos temas). Y en el plano gestual, en la coordinación rítmica y miméti-
ca de los movimientos: en las «olas», las «porras», las «mentadas»28. «¡Duro,
duro, duro, duro!».
La última imagen que quiero evocar es menos previsible. Entre la trama
de aspectos canónicos de la manifestación se cuelan otros que dan su ros-

28
«Porras» son gritos de animación coreados colectivamente, mientras que las «mentadas» y sus
variantes («chifladas» y «señaladas») hacen referencia a formas más o menos estilizadas de injuria verbal.

118
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Hombre mensaje: yo soy un él.

tro peculiar a cada acto y están ligados a la manera de ser y de hacer de


quienes se manifiestan. Son las imágenes culturalmente densas que atraen
la mirada del reportero gráfico en busca de una anécdota capaz de con-
densar poéticamente el sentido del evento.

En la marcha por el aniversario luctuoso de Zapata hay una proliferación


de sombreros entre los campesinos venidos de fuera de la ciudad. Algunos
llegan con la manta al hombro; otros con trajes típicos, a modo de emble-
ma viviente. Su forma de marchar es especial; frente al bullicio estudiantil,
la puesta en escena guerrillera o la disciplinada combatividad de los movi-
mientos urbanos, ellos caminan silenciosos, agrupados, con mirada taci-

119
IMÁGENES DE PROTESTA EN CIUDAD DE MÉXICO

El sacrificio ritual como argumento. Movimientos


campesinos conmemoran el aniversario luctuoso de Zapata.

turna. En cierto modo es una exposición agonística. No es de extrañar que


uno de los grupos de Michoacán lleve, en lugar de pancartas, un Zapata o
campesino crucificado (con bigote, sombrero de paja y sendas banderas
mexicanas en las manos), trasponiendo el esquema procesional del miste-
rio católico a la marcha civil. Más atrás, leemos: «Por nuestros muertos.
¿Cuánta sangre más? Que no sea inútil su silencio». «No nos abandonen.
No nos dejen morir sólos. No dejen nuestra lucha en el vacío de los grandes
señores». Caminan por delante los hombres, con seriedad ascética, y detrás
van las mujeres y los niños. Una mujer sostiene en una esquina, al paso
de la marcha, una representación del cadáver de un campesino ahorcado
—según explica, para denunciar lo que el gobierno hace con ellos en todo el

120
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

país—. Es un esperpento siniestro, tocado con paliacate al cuello y andra-


jos, movido por el aire. Algunas pancartas campesinas mantienen similar
tono. «La tierra nos pertenece, porque ya la pagamos con nuestra hambre,
sangre y miseria». «Por amor a la tierra, fieles a Zapata». «Todos somos
zapatistas porque tenemos sed y hambre de justicia, democracia y paz».
«¡Porque el color de la sangre jamás se olvida!».

El esquema rutinario de la manifestación es apropiado de distinto modo


por cada grupo, dando paso a expresiones culturalmente arraigadas. En
este caso concreto, el ethos campesino es abiertamente agonístico, cargado
de valores visuales arcanos, de larga durée, centrados en la idea ritual de
sacrificio: la sangre, el hambre, la tierra. Sentidos que remiten a lo que
Thompson llamara «la economía moral» de los pobres, con alusiones a la
reciprocidad, al sufrimiento, a la restitución inmediata, al tiempo largo, al
sujeto comunitario (1984: 62-134). Los valores corporales del trabajo
(sudor, hambre, agotamiento, sangre, muerte) son usados como razones,
significantes de una posición en el mundo. Así, en alguna pancarta se pre-
senta el dolor como forma de pago, mientras que el Cristo-pancarta contie-
ne una alusión no escrita al «nosotros» campesino crucificado —es decir,
victimizado, inocente y sagrado29.
En México la cultura de la protesta incluye sensibilidades y temáticas
que van de lo tradicional a lo postmoderno, de lo religioso a lo irreverente,
de lo mesiánico a lo burlesco, de lo interesado a lo divertido: luchadores
enmascarados como Superbarrio Gómez se mezclan con concheros vesti-
dos con plumas de quetzal; junto a las pancartas con demandas explícitas
se portan flores, banderas nacionales, efigies de Zapata, hasta preservativos
convertidos en improvisados globos; los exodistas del interior de la
República, antes de visitar la residencia presidencial en los Pinos, pueden
acudir al santuario de la Villa para «cumplirle» a la Virgen de Guadalupe;

29
También en la teología cristiana hay una exégesis de la muerte sacrificial como pago. Podemos
hipotetizar así que en ciertos usos políticos de un modelo sacrificial por parte del campesinado vienen
a converger, superponiéndose, distintas lecturas del sentido ritual del sacrificio: el modelo sencillo de
reciprocidad con la tierra (devolverle lo que te da); el sentido de justicia restitutiva, comunitario (ojo
por ojo); los sentidos cristianos de pago de salvación y cordero sacrificial (muerte que da vida); y las lec-
turas secularizadas del heroísmo civil como fama eterna (Zapata vive). Lo que llama la atención de este
pathos campesino es que en ciertos momentos el componente ascético y religioso del sentido de sacri-
ficio —un modelo posiblemente mucho más antiguo, poderoso y arraigado— llega a resultar dominan-
te sobre las visiones seculares.

121
IMÁGENES DE PROTESTA EN CIUDAD DE MÉXICO

Ironía antiheroica. Superbarrio Gómez, líder


del movimiento vecinal Asamblea de Barrios,
un enmascarado «chaparrito, sopero y taquero»
que conecta con la popular afición por el catch.

el placer de la injuria y la mentada se alterna con el homenaje conmovido


a los ausentes, el desahogo iracundo y la charla partidaria; en fechas con-
memorativas los gays construyen con zempasuchitl y veladoras altares a
sus muertos por sida, así como los indígenas pueden invocar la imaginería
nacionalista de una mexicanidad irrenunciable30.

30
Superbarrio Gómez era la figura emblemática de un movimiento ciudadano llamado Asamblea
de Barrios, que aglutinaba desde los años ochenta distintas asociaciones del centro histórico de la capi-
tal. Surgido al calor de la resistencia de los vecinos a los desalojos de vecindades tras el terremoto de

122
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

De esta alquimia compleja de lenguajes y gestos podemos sintetizar


algunos rasgos. En primer lugar, la presencia viva en la protesta de expre-
siones de la cultura popular, tanto tradicionales como contemporáneas:
ficciones mediáticas, imágenes religiosas y sacrificiales, elementos festi-
vos. Acaso este fenómeno contraste con la reciente de-simbolización de
toda la izquierda europea; un proceso entre voluntario y forzado de
reconversión política de los partidos de clase al sistema catching-all que
expresa a juicio de algunos una renovación y, a juicio de otros, una pro-
funda crisis de identidad (cf. Kertzer, 1992). Segundo, la existencia de
una auténtica topografía urbana de la protesta, bien conocida por los par-
ticipantes, concentrada en el eje Chapultepec-Zócalo y entendida como
«un recorrido por la historia de México»31. Tercero, el centralismo, el
nacionalismo y el tapadismo32 como rasgos del sistema político mexicano
que se transfieren de una forma directa o indirecta a la morfología de las
movilizaciones de oposición. Cuarto, la dignidad ciudadana como un leit-
motiv unificador de la cultura de la protesta. La idea de dignidad es con-
cebida por oposición a las formas paternalistas y cooptadoras de relación
entre estado y ciudadanos. Dicha noción aparece conectada en principio
con ideas vernáculas propias de la órbita de sacralidad personal del indi-
viduo (como el «respeto», la «humanidad» o la «vergüenza»), pero que
son susceptibles de ser extendidas al ámbito público como argumento
político. Así, la dignidad traduce localmente los conceptos abstractos y

1985, Superbarrio es un luchador enmascarado que en parte parodia la lógica heroica del comic, y en
parte adopta el gusto popular por la lucha libre para llevarlo a la arena del combate por los derechos
ciudadanos. Se hace presente con su capa y su antifaz en las manifestaciones y protestas de la calle, pero
también ante los medios y en los reductos de la política formal, como el Congreso de Diputados. Es baji-
to y barrigón —dicen los militantes del movimiento—, sopero y taquero.
Los concheros son un grupo ritual de corte nativista —se reclaman herederos de los aztecas—, una
de cuyas principales actividades consiste en danzar al toque de tambor frente a la pirámide del Templo
Mayor, junto al Zócalo de la ciudad.
Los «exodistas» se refiere a la práctica de marchar en grupo durante días o incluso semanas desde
provincias para hacer oir ante las autoridades de la capital las reivindicaciones políticas y sociales que
no encuentran resolución en sus respectivos estados.
31
Ese recorrido incluye, entre otros lugares, el Zócalo, el Hemiciclo a Juárez, el céntrico paseo de
Reforma, los monumentos al Ángel y a Cuauhtemoc, así como el parque de Chapultepec, antigua sede
del palacio presidencial.
32
El «tapadismo» designa la manera velada en que durante el dominio electoral del Partido Revo-
lucionario Institucional (PRI) se establecía el nuevo candidato presidencial mediante una oculta desig-
nación por parte del presidente saliente, designación que sólo se «destapaba» llegado el momento de la
campaña electoral. Cf. Vogt, 1977 y Adler Lomnitz et al., 1990.

123
IMÁGENES DE PROTESTA EN CIUDAD DE MÉXICO

juridico-legales de ciudadanía (sobre el concepto de «ciudadanía cultu-


ral», v. Rosaldo, 1994).

La fragilidad y precariedad del orden urbano

La protesta obtiene su expresividad de la violación intencionada y colec-


tiva de un orden de convivencia, de la transgresión de ciertas normas sobre
el uso del tiempo y el espacio de la ciudad. Hay por tanto una homología
entre la suspensión del macroorden urbano propuesta por este tipo de actos
y otras múltiples microviolaciones individuales. Lo que ambas ponen de
manifiesto es la fragilidad de una ordenación que continúa, no obstante,
siendo el hilo conductor de la vida urbana.
En términos ideales, dicho orden contempla tres ejes básicos.
1) Un ideal de autonomía individual expresado en el encuentro inter-
personal como distancia, autocontrol y anonimato. Todo ello se sintetiza
inmejorablemente en el rótulo acuñado por Goffman: desatención cortés
(que no es una forma de desinterés por el otro, sino, al contrario, de defe-
rencia distante hacia el desconocido que pasa a tu lado por la calle) (cit. en
Giddens, 1994: 83). Como ya notara Georg Simmel a comienzos del siglo
XX, la cohabitación en las ciudades industriales modernas conlleva una
suspensión de las relaciones de presencia que fueron la tónica dominante en
los núcleos rurales y en la ciudad premoderna, hecha de segmentos yuxta-
puestos.
2) Un ideal de unidad e integración, que deriva del carácter compartido
de los espacios públicos y de la necesidad de asegurar su disfrute. La últi-
ma razón de ser del orden urbano está en la preservación de ciertos umbra-
les de convivencia cuyo símbolo más evidente es el comportamiento respe-
tuoso en lugares públicos —ademas de esos lugares en sí mismos—. De ahí
que en la idea de urbanidad vengan a amalgamarse nociones civilizatorias
(como la educación y el progreso) con otras convivenciales (como la lim-
pieza y los modales corteses).
3) Ambos ideales (autonomía y unidad) se funden en un ideal de distin-
ción entre público y privado; diferenciación entre la casa y el mundo (por
citar la expresión de Simmel) que se quiere feliz, cómoda y respetada.

124
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Pintadas en la Avenida Reforma.


El gesto efímero importa tanto como su rastro escrito.

La manifestación extrae sus potencialidades expresivas de dejar


momentáneamente en suspenso este orden racionalizador y restrictivo de
la vida urbana. Marchas, plantones y movilizaciones pueden contemplarse
como fenómenos de ruptura. Por una parte, ruptura de la feliz distinción
entre público y privado. Dormir en medio del Zócalo, tendiendo la ropa
interior frente al edificio presidencial; pintar las paredes y los monumen-
tos; exhibir el cuerpo, la miseria, la agresión, el enfado, el coraje; exigir y
arrancar reconocimiento; de eso trata la protesta. Por otra parte, significa
hacerse visible en un orden particular regido por el anonimato, las reglas
abstractas —impersonales— de convivencia, y la prioridad del desplaza-
miento lineal sobre el encuentro en el espacio público. Es decir, supone

125
IMÁGENES DE PROTESTA EN CIUDAD DE MÉXICO

arrancar un reconocimiento de diferencias en un contexto de igualación e


invisibilización cultural y esgrimir la corporalidad de la multitud como un
elemento no racionalizable. De ahí su potencialidad para evocar el miedo a
las multitudes y la amenaza de desorden. De ahí también el repudio que
suscita en buena parte de la población, disciplinada por otro tipo de perte-
nencia a la ciudad.
Lo llamativo al preguntarse sobre el asalto diario de las multitudes a
dicho orden es que, en realidad, no constituye sino un capítulo más, relati-
vamente regulado, de los asaltos permanentes que éste sufre desde otros
muchos frentes. Están las invasiones de tierras. Está el comercio ambulan-
te en las calles. Los conductores, reinterpretando cada cual el tráfico a su
modo. Los funambulistas del segundo en los semáforos. Los tendidos ile-
gales de luz en los ranchitos. El verjado y topeado de calles y colonias,
cerrando el paso. La gritería de vendedores. La mordida por los agentes
policiacos. Las bocinas que tocan la cucaracha o el submarino amarillo.
Las alarmas que se disparan, el silbido de los camotes, el niño con la trom-
peta y el tambor. El mendigo dormido sobre el camellón. El viajero dur-
miendo en el metro. La música del reventón a gran volumen. La mentira
cortés: ahorita se lo sirvo...
Sería fácil seguir en este tono, recitando la lista interminable de peque-
ñas y grandes contravenciones a un orden ideal, fraguado a imagen de la
ciudad ilustrada y moderna que han venido soñando los urbanistas desde
el XVIII. El riesgo evidente sería el de miserabilizar la descripción hasta
pasar por alto aquellos aspectos esenciales en los que la ciudad de México
se configuró urbanística y culturalmente según un proyecto inequivoca-
mente modernizador. Los usos de la calle ligados a la hegemonía de la línea
recta y la eficacia funcional. La deslocación de las comunicaciones y acti-
vidades. Las avenidas o ejes rápidos. Los millones de personas transporta-
das diariamente por el metro. Los grandes edificios de la central avenida de
Reforma, de corte similar a los de cualquier city mundial. Estilos de vida
fundamentados sobre valores de autonomía, confort y consumo. El derribo
de edificios viejos en el centro histórico. El ensanche de avenidas. La difu-
sión del multifamiliar y el condominio. Los grandes centros comerciales.
No me estoy preguntando si México es o no una ciudad moderna en sen-
tido pleno. Lo que me pregunto es si estas violaciones permanentes al
orden, sus fracturas y disrupciones, no forman parte integral de su moder-

126
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

nidad. La precariedad es un modo de ser moderno. Ciudad de México es un


milagro permanente que, a pesar de todo y de todos, funciona.
Como forma expresiva universalista, difundida mundialmente, la mani-
festación remite implícitamente a un universo ciudadano que está lejos de
cumplirse cabalmente en nuestras ciudades. El negativo de la cotidianeidad
que recortan marchas y plantones (sentadas) nos hace sentir hasta qué
punto dicho orden es frágil e incompleto en el caso de la megápolis multi-
cultural. El ideal de la autonomía individual, con su ethos de distancia y
autocontrol, se va al traste en la proliferación de formas de relación donde
el contrato formal es permanentemente recodificado en términos de reci-
procidad y piedad (la «tranza», la «palanca» y la «mordida»; pero también
el «respeto», la «dignidad» y el «compadrazgo»). El ideal de integración
unitaria de la esfera pública se ve confrontado con el estallido fragmenta-
dor de horizontes culturales entre categorías sociales heterogéneas; una
atomización de la que se derivan no pocos deterioros de la convivencia. El
ideal de la distinción público-privado también está en cuestión; me ocupa-
ré de él de forma específica en el siguiente apartado.
Querría apuntar la insuficiencia de contemplar estas dificultades desde
planteamientos del tipo «modernización sin modernidad», es decir, desde
el ideal puro de una urbanidad a prueba de culturas locales. En cierto
modo, lo extraño no es el fracaso de las lealtades cívicas. Como dice
Jonathan Spencer, lo que más bien hay que explicarse es cómo y bajo qué
circunstancias las lealtades abstractas que constituyen en últimas el entra-
mado de la ciudadanía (pagar impuestos, respetar el turno, no pisar el ces-
ped) llegan a suplantar o a superponerse a otras fidelidades más básicas
(1994). Desde el modelo funcionalista imperante del flujo lineal en la ciu-
dad —que se convirtió en un modelo práctico para construirla (cf. Ballent,
1998; Martín Barbero, 1994)— las reordenaciones locales, tácticas, apare-
cen como meras disfunciones del orden mayor. Sin embargo, en realidad
son ellas —pequeñas astucias, prácticas contingentes e inteligencias del
momento— las que permiten no sólo la supervivencia individual en la
megaciudad, sino también una cierta predictibilidad en el comportamiento
de los demás. Como guías para la acción, las pequeñas microrreordenacio-
nes hacen vivible ese ideal precario. Al contrario de lo que suele pensarse,
en ellas no se trata sólo de lo antiguo que persiste frente a lo nuevo, ni del
interés egoísta frente a la responsabilidad cívica. Se trata también de lo

127
IMÁGENES DE PROTESTA EN CIUDAD DE MÉXICO

nuevo que aparece como pluralidad rebelde a las macroordenaciones cen-


tralizadas del espacio público. Y de formas de solidaridad prerreflexiva que
escapan a la gestión distribuidora de las organizaciones estatales. Por ejem-
plo, la descripción de Monsivais de la reacción popular tras el sismo de
1985 y los roces que se originaron entre los grupos vecinales de autoayuda
y las autoridades por su lentitud e ineficacia (1987) pone de manifiesto
hasta qué punto la noción única de «fragilidad del orden» esconde, en rea-
lidad, la coexistencia de una pluralidad de órdenes asimétricos, no siempre
conmensurables.
¿Cómo percibe uno este problema procediendo de ciudades como las
nuestras, a medio camino entre las desbaratadas ciudades latinas y las
«civilizadas» de Europa? En México experimenté cierta sorpresa ante el
grado de tensión existente entre lo que Jovellanos llamaba «el furor de man-
dar» y el gusto correspondiente por desobedecer. No es que esa tensión nos
sea en absoluto ajena. Puede rastrearse facilmente en la literatura sobre el
proceso de democratización de las actitudes ciudadanas en España —con
su soterrada contienda entre «cínicos» y «legales», apocalípticos e integra-
dos—. Está presente en la cuestión de la picaresca como carácter nacional
y en la de «España como problema». El caso es que en el México de hoy
dicha tensión toma formas verdaderamente agudas; por ejemplo, en esa
señal de tráfico que uno encuentra en las autopistas y que reza: «No des-
truya las señales». En la metaseñal que se vuelve sobre las reglas constitu-
tivas del juego mismo de la reglamentación hay todo un síntoma del dete-
rioro o la debilidad de los consensos que hacen posible el juego.
La emergencia de la esfera pública moderna como espacio eminente-
mente discursivo sólo ha sido posible al precio de una domesticación de
las culturas populares y de una eufemistización correlativa de las relacio-
nes de dominio. Al tratar del estrechamiento y la fragilidad de este orden
consensuado, la inercia lleva a hacer énfasis en la insuficiencia del prime-
ro de estos procesos, señalando lo que he llamado el «gusto por desobede-
cer»33. Pero qué duda cabe que la otra cara de la moneda es la persistencia
del «furor de mandar»: regañar y perseguir como parte de una norma que

33
Este gusto es, en México, un dato cotidiano —a veces divertido, a veces dramático—. Recuerdo,
por ejemplo, un cartel en el río Actopan que rezaba «Prohibido bañarse en trusa». Al preguntar al veci-
no del lugar qué era una trusa, me señaló con una sonrisa al grupo que se estaba bañándo en ropa inte-
rior justo junto al cartel: «Eso son trusas».

128
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

no se acata por convicción, sino por una suerte de interiorización del auto-
ritarismo.
En cierta manera, el problema de la fragilidad de lo público viene ins-
crito en el modelo de orden mismo: en su incapacidad para reconocer la
pluralidad constitutiva de sociedades como la mexicana. O al menos en su
interpretación desde una visión juridicista y normativista de la convivencia.
Por supuesto, éste sería sólo un lado del problema; el otro tiene que ver con
los mínimos que hagan posible convivir pese a la fragmentación. Lo «ciu-
dadano» no tiene ya tanto que ver con la pertenencia cultural y política
como con la posibilidad de compartir un mismo espacio.

Cambios en las fronteras entre público y privado

Es casi un lugar común señalar la existencia de modificaciones en los


límites entre las esferas pública y privada. En el artículo citado, Keane
menciona algunas: por un lado, temas tradicionalmente confinados al
dominio de las relaciones domésticas se vienen a constituir en objeto del
interés público; en sentido inverso, la sacralidad de dicho ámbito tiende a
ser crecientemente profanada por controversias en torno a las relaciones
de poder en su interior (1995: 16). El fenómeno tiene una expresión direc-
ta en el desarrollo de nuevos géneros mediáticos. Junto a la melodramati-
zación y banalización de la política competitiva (quintaesenciada en la fas-
cinación por el «lado humano» de los líderes) aparecen géneros como el
reality show, fundamentados en un juego con los límites de la realidad
(«más real que lo real») y de la veracidad (crónica roja, judicialización de
la política) (Castañares, 1995; Alfaro et al., 1995). Mas si lo cotidiano inva-
de los géneros, el enclaustramiento en la privacidad por parte del televi-
dente permite nuevas formas de ingerencia en las que el mundo público se
introduce en su alcoba y su comedor, los medios marcan sus ritmos coti-
dianos, meten al poder en su cama y su mesa. Lo cotidiano no se consti-
tuye ya en oposición a los medios de comunicación sino, en buena medi-
da, a través suyo.
Podemos preguntarnos qué correlatos tienen estos cambios en el domi-
nio de la protesta callejera. El borramiento de los límites entre público y
privado tiene lugar en las manifestaciones observadas en dos direcciones
diferenciables. La primera es una publicitación de lo privado, teatralizante

129
IMÁGENES DE PROTESTA EN CIUDAD DE MÉXICO

y transgresiva, destinada a interpelar a las autoridades del estado y a los


públicos potenciales. Consideremos, a título de ejemplo, algunas imágenes.
Los miembros del movimiento urbano popular que se fotografían en el
Zócalo sentados en un tresillo frente a Palacio Nacional, leyendo tranquila-
mente el periódico. Los marchantes del desfile de un Primero de Mayo cual-
quiera, que se descamisan al pasar bajo el balcón del Presidente como gesto
de disidencia. Los homosexuales que se besan profundo con los laureles de
Benito Juárez al fondo. Los campesinos que bloquean con sus tractores el
cuadro central de la ciudad. Los indígenas que desfilan taciturnos con sara-
pe, guaraches y sombrero, ejerciendo de sí mismos. Las señoras de Neza
que invaden la autovía con sus cubos vacíos, clamando por agua.
En todos estos casos, algún elemento del privado-cotidiano es colocado
intencionalmente en el centro de la atención pública con objeto de interpe-
larla. Si consiguen hacerlo es porque suponen violaciones expresas de lo que
Goffman denomina la omisión deferente que regula la presentación en públi-
co de las personas y que implica una autorrestricción de los aspectos no
públicos de la cara (1970). Por razones de notoriedad periodística, estas for-

Cocinar, comer y dormir junto a Palacio Nacional.

130
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

mas teatralizadas y llamativas son privilegiadas por la cobertura de los


medios. Pero además se añaden a ellas los efectos imprevistos de la mera
presencia de la multitud, con la irrupción simbólica de formas de cultura
locales (y su componente refractario a racionalización). Petroleros tabas-
queños que duermen al raso en el Zócalo, semidescalzos, sobre cartones,
agotados por un éxodo de tres mil kilómetros a pie. Gentes que comen tor-
tillas, paletas y raspados, que hacen mentadas, chifladas y señaladas, que
bailan y gritan. «Marías» indígenas que acuden con sus hijos atados a la
espalda. Grupos de estudiantes alegres, burlones, albureros. De esta emer-
gencia de imágenes normalmente desapercibidas extraen las mejores mani-
festaciones su carácter profundamente emotivo, sentimental —su capacidad
de mover al que las presencia.
Pero ésta es sólo una de las direcciones, la más aparente, de trasvase
entre lo privado y lo público en el contexto de la manifestación. Existe otro
movimiento más sutil, y a mi juicio, de mayor trascendencia interna para
algunos de los grupos manifestantes. Se trata de auténticas reconstituciones
de la privacidad en función del trabajo político de movilización y concien-
ciación provisto por las marchas.

131
IMÁGENES DE PROTESTA EN CIUDAD DE MÉXICO

Esto es claro, por ejemplo, en el caso del movimiento de gays y lesbianas,


para quienes asistir a una marcha puede adquirir el valor de un paso liminal,
de cruce de una frontera. Dentro del movimiento se habla de «salir del clo-
set» (armario); también de la «segunda marcha» para referirse a aquellos
homosexuales que la observan desde la acera. En primera instancia, lo que se
busca es revertir la invisibilidad del estigma, induciendo a los individuos a
traspasar la línea, venciendo el miedo a la familia, al dogma religioso, a per-
der el trabajo o ser expulsado de la escuela. La publicitación teatral de lo pri-
vado es fundamental en ese primer momento de exteriorización; es la irrup-
ción paródica y carnavalesca del estigma en la esfera pública —lo que gusta
a los medios—: travestis semidesnudos, muchachos con faldita escolar y
botas militares, disfraces de cheer-leader, de quinceañera, besos ante la cáma-
ra. Mas, en un segundo término, este tipo de movimiento alienta también una
reconstrucción de la subjetividad y la afectividad sobre bases nuevas, aboli-
dos el secreto, la verguenza y el estigma. En esa medida, enfrenta el proble-
ma de la indefinición de la identidad colectiva en relación con la cultura hete-
rosexual hegemónica. Si politizar el mundo privado de la sexualidad es un

El don como argumento. Flores para las presas frente a la reja del Reclusorio Oriente.

132
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

paso necesario para obtener espacios de libertad, queda encontrar qué hacer
con los espacios conquistados. Es esta reconstitución, su horizonte y sus lími-
tes lo que está más abierto a debate e invención dentro de la comunidad gay.
Si para ciertos homosexuales mexicanos la marcha del orgullo gay
puede implicar «salir del closet» a la luz dura del espacio público, para
algunas mujeres del movimiento urbano popular su participación en mar-
chas de protesta y otras formas de movilización ha tenido como efecto un
proceso progresivo de pérdida del miedo, de adquisición de una voz propia
que acarrea cambios en su autopercepción como amas de casa y como ciu-
dadanas (cf. Massolo, 1994; Sevilla, 1995). Entre risas, madres de familia
me contaron con orgullo los forcejeos con los granaderos; las críticas de
vecinos o maridos que las tachan de «revoltosas»; el valor catártico de las
mentadas callejeras. «Al principio sí, me daba pena [vergüenza]. La verdad,
me daba pena y ahora soy de las primeras que grita. ¡Ya no me quedo calla-
da!». Con independencia del alcance real de estos cambios, no hay duda de
que su resultado concomitante es una cierta politización de las relaciones
domésticas. Originada inicialmente en la necesidad comunitaria de defen-
der el espacio barrial y de obtener concesiones en el terreno de la repro-
ducción familiar, la politización puede extenderse por su propia inercia a
las relaciones entre mujeres y hombres dentro del movimiento, generando
contradicciones internas. Un proceso que se confronta además con la des-
movilización posterior del barrio, cuando las concesiones han sido arran-
cadas y los vecinos tornan a replegarse en su privacidad, lejos ya de los
esfuerzos compartidos durante el momento movilizador.
En resumen, los límites entre público y privado reciben una reformula-
ción desde arriba a través del sistema de los medios, tendiente ya sea a
«domestizar» ciertos ámbitos públicos (melodramatización de la política,
reality shows), ya sea que la esfera pública se entrometa en la conformación
de lo cotidiano. Pero reciben también una reformulación desde abajo —es
decir, desde microesferas generadas en el mundo de la vida que aspiran de
hecho a insertar sus mensajes en el sistema de medios—. En esa reformu-
lación es posible distinguir varios tipos de proceso: (a) la publicitación de lo
privado debida a la teatralización intencionada de elementos escogidos de
la vida cotidiana con miras a interpelar a los poderes públicos; (b) la publi-
citación de lo privado que resulta, de una forma mucho más espontánea, de
la presencia irruptiva de las masas en un orden urbano que tiende a excluir-

133
IMÁGENES DE PROTESTA EN CIUDAD DE MÉXICO

las o invisibilizarlas; (c) la politización consistente en problematizar públi-


camente las relaciones de poder en terrenos convencionalmente prepolíti-
cos —como la preferencia sexual, las relaciones de género, la reproducción
doméstica o el consumo individual—; (d) los procesos de reprivatización y
despolitización que implican una reconstitución de tales espacios, acotando
esferas de actividad según reglas de juego diferenciadas y recreando cotos
de intersubjetividad en los espacios de libertad conquistados.
Querría terminar este apartado haciendo notar el carácter silencioso,
utópico, tentativo, ambiguo y plural de ésta última clase de procesos, frente
al carácter mucho más unidimensional y ruidoso de la publicitación y la
politización de la esfera privada. Por varias razones, el momento politizador
es necesariamente teatral, irruptivo, hasta tajante: propende a producir una
ruptura en el orden lineal de la esfera pública, constituyendo un grupo pre-
viamente inexistente y dotándolo de poder en un terreno inicialmente des-
politizado, donde los balances de fuerzas estaban acríticamente dados por
supuesto. Para tal fin, las marchas de protesta representan un instrumento
fundamental de ruptura simbólica. Sin embargo, el desarrollo de las nego-
ciaciones de poder que caracteriza las reconstrucciones de la privacidad
implica, por definición, un transcurso abierto e indeterminado. Identificar y
describir estos modos diferenciados de despolitización (¿o reprivatización?)
es una tarea en buena medida por realizar para una mayor comprensión de
las dinámicas del espacio público ligadas a nuevos movimientos sociales.

Creciente teatralización y festivización de la protesta

Un último aspecto de reflexión es el de las formas preferidas para la pro-


testa. Por supuesto, entre ellas encontramos la rutinizada liturgia del
enfrentamiento de clase, de tipo sindical o partidista. Pero junto a ésta figu-
ra un espectro muy amplio de expresiones menos convencionales: desde
variantes sobre el tema de la marcha (éxodos; caminatas; caravanas de flo-
res, autobuses y bicicletas; marchas silenciosas, nocturnas y testimoniales;
sepelios; desfiles) hasta formas de lo que yo llamaría festival y simulacro
(disfraces; representaciones teatrales; conciertos; bailes; «cuhetes»; bandas
de música; canto de «porras» y corridos; asaltos de lucha libre; simulacio-
nes de holocausto, de entierro, de desalojo de un juzgado, de juicio políti-
co). Mientras marchas y plantones estructuran la acción colectiva sobre el

134
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

hecho espacial de la movilidad o la permanencia, las categorías de festival


y simulacro recogen acciones de tipo autotélico (juego y fiesta) o represen-
tacional (teatro y ficción). La marcha provee de un esquema simbólico bási-
co al que añadir elementos como una actuación de rock, una lucha de
Superbarrio contra el Regente, una misa, una mascarada, una ofrenda de
flores, una suelta de palomas, una entrega de premios, una quema de ban-
deras, de tarjetas de crédito o de muñecos. Constituye así una suerte de
canon mínimo para la acción coordinada —de donde seguramente resulta
su carácter universal y aculturado entre las formas modernas de actuar en
la calle (cf. Favre, 1990)—. A ella se superponen de manera espontánea o
programada aquellas otras formas, más sensibles a modos locales de expre-
sión. En el caso de la ciudad de México su incorporación al repertorio here-
dado de la protesta se halla asociada a los movimientos estudiantiles en la
UNAM y a la génesis de identidad local entre las organizaciones vecinales
durante los años ochenta.
Este proceso puede contemplarse desde varios ángulos. Por una parte,
la preeminencia de las formas teatrales etiquetadas como simulacro obede-
ce de forma directa al influjo de la sociedad mediática. La manifestación no
es, en realidad, sino un momento dentro de la cadena de producción del
evento noticiable. Los efectos de las movilizaciones se juegan mucho más
en el campo de las interpretaciones periodísticas que en el espacio físico de
la acción manifestante (Champagne, 1990). En consecuencia, las estrate-
gias comunicativas de la marcha se han desplazado del bloqueo de vías o la
ocupación de edificios a su escenificación; y de la producción de documen-
tos y discursos a la de imágenes espectaculares.
Por supuesto, el carácter presencial, cuerpo-a-cuerpo de la marcha es
algo constitutivo; siempre quedará latente en ella una amenaza de enfren-
tamiento. La manifestación nunca ha dejado de ser una hija maquillada del
motín preindustrial. Por ello hay ciertos tópicos que continúan siendo fun-
damentales en la notoriedad de un acto, como el número de participantes,
los choques con la policía o la adhesión de personalidades.
No obstante, el simulacro y el happening son las formas favoritas con las
que los medios construyen lo noticioso de tales eventos. Conseguir violar
mediante una imagen inesperada el orden simbólico de la convivencia ordi-
naria es colocarse en el centro de la mirada pública. Así, se instalan en la
protesta el valor de lo efímero y lo alegórico. Señoras con escobas, lim-

135
IMÁGENES DE PROTESTA EN CIUDAD DE MÉXICO

Una expresión de deseos: el ex presidente Salinas cargado de cadenas.

piando el país de corrupción; periodistas famosos figurando estar en paro,


con su cartelito junto a la verja de Catedral; profesores de la UNAM traba-
jando por un día como cerillos de supermercado; panistas que obsequian
con sacos de huesos a los priístas; maquetas de pozos petroleros en el
Zócalo; representaciones de entierros, lutos y defunciones... A diferencia
del teatro auténtico, cuyas convenciones son conocidas de antemano, el
simulacro juega con los ambiguos límites entre realidad y representación.
La consecuencia es una desrrealización de las acciones. Ya no hace falta
asaltar Televisa: basta con que Superbarrio tumbe al Tigre Azcárraga en la
lona. Y si no hay otro modo de apresar al expresidente Salinas, se le pone
en efigie entre rejas34.
Desde un punto de vista más general, distintos autores han apuntado la
centralidad del drama entre las formas expresivas de la modernidad.

34
La verja de la catedral es el lugar donde tradicionalmente se colocan distintos tipos de trabaja-
dores (como albañiles, fontaneros o transportistas) ofreciendo sus servicios. El término «hueso» signi-
fica también soborno. Azcárraga es el nombre del principal propietario del holding de Televisa.

136
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Cantando porras bajo la lluvia.

Raymond Williams llama la atención sobre el hecho de que el nivel de expo-


sición regular y constante a géneros dramáticos en nuestros días (a través
de la televisión y el cine) no tiene parangón en culturas no modernas (1975:
59). Y Turner ha propuesto el drama como una de las formas rituales de la
modernidad propicia al despliegue de la sociedad civil (1982). La teatrali-
zación sería entonces el resultado de una tendencia a largo plazo. En ella se
inscribe el origen mismo de la manifestación, surgida en el campo político
como una forma de actuar exclusivamente simbólica —en el sentido literal
de ficticia, irreal, mise en scene—. Cierto que es posible una lectura de este
desarrollo en términos peyorativos según la cual el conjunto de la realidad
social contemporánea se agota en lo que pasa por la falaz pantalla de los
medios. O, más sutilmente, la visión de la escuela de Francfort de la míme-
sis como una modalidad de acción regresiva y pasiva, propia de una cultu-
ra totalizada por la razón instrumental (cf. Horkheimer, 1960). Existe, pese
a ello, otra lectura más benigna de la mímesis si la tomamos como un voca-
bulario simbólico elemental que permite que agentes sociales dispares se
vinculen fáticamente a distancia. La multitud urbana se constituye por imi-

137
IMÁGENES DE PROTESTA EN CIUDAD DE MÉXICO

tación dramática, sencillamente porque ese es el procedimiento comunica-


tivo más accesible para generar acción común en un contexto de contactos
efímeros y deslocalizados; un aspecto innegablemente asociado con el
ensanchamiento y dispersión de las comunidades virtuales.
La otra forma privilegiada de expresión es el festival y, en términos más
amplios, la fiesta35. En la medida en que el mundo de la política ha sido nor-
malmente considerado como paradigma de «lo serio» y «lo importante», la
incorporación de la fiesta a la acción política puede parecer un hecho sor-
prendente. Tradicionalmente, la formalidad de la política y lo que Bajtín
llama «la risa popular» han estado disociadas, cuando no directamente
enfrentadas. Sin embargo, éste no es sino un dato más de la actual pene-
tración de la fiesta como modo colectivo de expresión particularmente legi-
timado en la sociedad contemporánea. Por supuesto, hablamos de una fies-
ta domesticada y suavizada; ya no es en absoluto la risa grotesca del
carnaval medieval de la que hablara Bajtín, con su capacidad profanatoria
para poner el mundo del revés (1988). Ha sido convenientemente civilizada
y modernizada por las instituciones de mediación del estado, la cultura
letrada y las clases dominantes. Aún así, esta fiesta que se extiende por
doquier contradice las predicciones agoreras del desencantamiento del
mundo en su forma simple, según las cuales la industrialización terminaría
de una vez por todas con el reventón, el bonche y la matraca (cf. Boissevain
1992; Gellner, 1989). A decir verdad, hoy encontramos una verdadera pro-
liferación festiva, organizada desde loci tan dispares como las asociaciones
civiles, las vecindades y pequeñas poblaciones, los municipios de las gran-
des ciudades, el estado, las iglesias, las empresas. Y hasta las organizacio-
nes de la política formal, con sus mítines-fiesta, sus concentraciones-con-
cierto, sus cenas electorales. La fiesta parece el lenguaje universalizante de
la multitud desagregada, al mismo tiempo que su vínculo natural con las
organizaciones estructuradas de la sociedad postindustrial.

35
Como hemos visto en el capítulo 2, esos dos conceptos de la antropología simbólica descansan
sobre tradiciones culturales distintas. En Norteamérica, la idea de festival remite a los valores indivi-
dualistas y seculares caros a la clase media blanca, con su desconfianza del ritual y todo lo que impli-
que ceremonia solemne. Implica connotaciones de subversión, cuestionamiento de la autoridad, desor-
den, diversión y operación en un mundo meramente ficcional. Por su parte, la idea de fiesta responde
a la tradición hispana y, más ampliamente, a la tradición católica: es sobre todo el tiempo sagrado y
comunitario, por oposición al tiempo profano del trabajo y las ocupaciones particulares. En esa medi-
da, conjuga un pasar itinerante de momentos de ritual a momentos de juego, del orden al desorden, de
la diversión a la solemnidad (Velasco, 1984; Cruces, 1995).

138
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

¿Qué significan esta teatralización y festivización de la protesta? En pri-


mer lugar, expresan un cambio en la concepción de la política y sus rela-
ciones con la cultura por parte de los movimientos sociales. El desplaza-
miento del conflicto de clase de su forma tradicional (como contradicción
entre trabajo asalariado y capital) a las esferas del consumo, la reproduc-
ción doméstica, el medio ambiente y la identidad territorial ha tenido como
consecuencia una profunda filtración de nuevos modos de expresividad en
las rutinas heredadas de la acción callejera. En México, las nuevas sensibi-
lidades amalgaman la devoción religiosa, la apropiación de la tradición, la
celebración popular y bulliciosa. Algunos de los líderes de los movimientos
se cuestionan actualmente sobre las estrategias a seguir en las formas de
lucha; de lo que no cabe duda es de la incorporación a las mismas de un
imaginario masivo y popular36.
En segundo lugar, cabe pensar que, frente a la ceremonia rutinizante, la
fiesta pone de manifiesto una suerte de retorno a una legitimidad prepolí-
tica —como la que da sostén a prácticas comunitarias basadas en la cos-
tumbre frente a los poderes legalmente reconocidos—. El sujeto agente de
la fiesta, su contenedor, es la comunidad de participantes. Por esa razón,
como recurso de poder siempre resulta paradójica; su virtualidad reside en
no ser plenamente apropiada por nadie que no se someta a ese tipo difuso
de legitimidad comunitaria. Frente a otras formas de control de la acción
colectiva, resulta considerablemente centrífuga. Un desfile se controla
desde fuera; la fiesta auténtica tiende a ser controlada por quienes están en
ella. En el contexto de la protesta, la acción festiva posibilita dar eventual
expresión a culturas emergentes, a personajes invisibilizados y a canales no
preestructurados de participación. Es, además, una red efímera y liviana
para contactar con otros.
Teatro y fiesta constituyen procedimientos de contacto en un mundo
crecientemente dislocado, desespacializado. Aunque tal vez operen en

36
Hay tendencias y estilos. Mientras los más conservadores se apegan a las rutinas heredadas de
la movilización obrera, otros se declaran innovadores, buscando «tocar una fibra» de las bases junto
con una mayor llamada de puertas afuera. Existe también una reflexión sobre los riesgos de banaliza-
ción en esta clase de acciones que buscan generar simpatía e identificación: se trata de inventar, «pero
no cualquier cosa, con tal de que se venda». A juicio de algunas personas, este proceso habría llegado a
un cierto estancamiento en virtud de la saturación de marchas, los efectos indeseables sobre la convi-
vencia en la ciudad y la facilidad con que el discurso oficial de los medios los revierte en su contra.

139
IMÁGENES DE PROTESTA EN CIUDAD DE MÉXICO

Lo alto y lo bajo. Arriba, la política del gobierno es injuriada mediante el préstamo


de una plástica escatológica, de comic. Abajo, las figuras de la oposición se benefician
de tonos pastel más propios de la imaginería religiosa y las estampas de santos.

140
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

direcciones diferentes. Pues el simulacro, al generar imágenes comprensi-


bles a distancia para un público generalizado, lo hace en la línea de la des-
composición de la unicidad de la esfera pública por los medios —con su
intromisión en la atomizada casa de cada quién—. Por el contrario, la fies-
ta tiende a una clara reafirmación territorial, reforzando la importancia de
la copresencia como eje de la acción.
En términos negativos, estas dimensiones hablan de las dificultades de
la sociedad contemporánea para encontrar espacios unificados de acción
simbólica, para centralizar y cohesionar de otra forma la heterogeneidad de
lenguajes y grupos. Existe por ello una relación entre la extensión de estas
formas expresivas y la precariedad del orden multicultural de la que hablá-
bamos. Fiesta y teatro no son meros «procedimientos» comunicativos al
servicio de las organizaciones, sino que constituyen las formas light de
reencantamiento del mundo que convienen a una sociedad caracterizada
por la secularización y por un alto grado de fragmentación de los credos y
las ideas. Es por ello que se va a buscar un mínimo denominador común
allí donde, pese a toda diferencia, aún puede encontrarse: en el lenguaje

Mujer portando a la Virgen de Guadalupe: ¿icono o estandarte?

141
IMÁGENES DE PROTESTA EN CIUDAD DE MÉXICO

universalizado del cuerpo y su inagotable capacidad para inducir imágenes


de comunidad. En esta recreación numinosa de lo común se opera una
suerte de trivialización y generalización de lo sagrado en esferas de expe-
riencia cercanas y familiares a los individuos. Desde una posición raciona-
lista, es posible plantear dudas sobre la veracidad y universalidad de estos
lenguajes para constituir esfera de discusión pública —es decir, en teoría,
los modos argumentales en que se dirimen las diferencias y se ventilan
democráticamente los asuntos comunes—. Bailar salsa, agitar banderas o
besarse en la calle tal vez no se consideren los modos idóneos para intro-
ducir racionalmente asuntos en la agenda política. Mas lo que muestran
tales modos de estar juntos es una gran capacidad para hablar, por medio
de imágenes, a aspectos significativos de la experiencia común a los que no
llega la jerga de los profesionales de la política.

142
5

EL INTRUSO EN SU CIUDAD37
Ángel Díaz de Rada
Francisco Cruces

Con su diario de campo todavía en blanco el etnógrafo se dispone a rea-


lizar su entrada a una comunidad rural. Aunque con toda probabilidad
conoce a esa gente mucho más que lo que su desorientación inicial le da a
entender, todos los signos que los lugareños le exteriorizan, y por los que
las personas estamos acostumbradas a comprender nuestra posición con
respecto a los otros, se dirigen a hacerle notoria su condición de extraño:
una condición ciertamente incómoda que en los primeros momentos de la
investigación le hará dar algunos paseos aparentemente injustificados con
el único objeto de hacerse ver, de indicar su presencia. Si entabla conver-
sación con alguien, comprenderá al instante que justificar su viaje equiva-
le, en primer lugar, a situarse para su interlocutor en algún punto de la
tupida red de relaciones sociales de la comunidad; en definitiva, equivale
a dar respuesta a la sencilla cuestión «¿Usted por quién pregunta?», o sea,
a quién conoce usted, a quién busca. Después quedará por determinar, si
la conversación se extiende, cuál es el fin que le ha conducido hasta allí.
Sin entrar en detalles, el antropólogo, que en cualquier situación de campo
es el primero en ser entrevistado, dará a entender lo que hasta allí le con-
dujo: «Vengo a estudiar sus costumbres... su forma de vivir»; en suma, y
traduciendo el mensaje tal y como lo interpreta el receptor: «Usted viene
aquí porque está interesado en nosotros, en nuestras cosas».
Desde ese momento la posición de forastero interesado en lo ajeno justi-
ficará por sí misma la presencia del antropólogo en la comunidad y rendi-

37
Publicado originalmente como «El intruso en su ciudad. Lugar social del antropólogo urbano».
En Malestar cultural y conflicto en la sociedad madrileña. II Jornadas de Antropología de Madrid. Madrid:
Asociación Madrileña de Antropología, 1991, pp. 101-111.

143
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

rá, con mayor o menor éxito, los frutos que todos conocemos. Esa posición
inicialmente incómoda se convierte así en acicate y razón de ser de la pes-
quisa, en la que el informante ofrecerá una identidad diferenciada expresa-
ble en el relato de una tradición.

Desde su problemática pero bien asentada posición de forastero, el


investigador desarrollará su trabajo como un proceso de injerencia en una
red social identificable, sabiendo siempre que los datos que van comple-
tando su diario no son independientes de los contextos de interacción en
que se han producido. Ésta es, a nuestro juicio, la peculiaridad metodoló-
gica de ese impreciso conjunto de técnicas que solemos designar bajo la
denominación trabajo de campo. Filtrada por el control y el análisis del
etnocentrismo, esta forma de injerencia ha caracterizado la labor etnográ-
fica desde sus inicios y se enfrenta desde hace años al duro hueso de las
llamadas sociedades complejas.

En adelante, nos ocuparemos de elaborar algunas conjeturas sobre las


condiciones de aplicación del trabajo de campo en contextos urbanos cen-
trales, es decir, no marginales, partiendo de la comparación con experien-
cias como la que hemos esbozado al abrir este artículo. Desde hace algún
tiempo venimos persiguiendo el objetivo de desarrollar técnicas de investi-
gación en instituciones urbanas bajo la perspectiva metodológica del tra-
bajo de campo; un punto de vista que de un modo u otro supone para el
investigador una entrada —palabra nada ingenua del argot— en el tejido
diferenciado de las relaciones sociales del grupo sometido a estudio. Uno de
nosotros, a la búsqueda de centros productores de rituales urbanos, ha vol-
cado su atención en los organizadores ceremoniales de los grandes hoteles;
el otro se ha dedicado al análisis de la institución educativa de enseñanza
media en la ciudad de Madrid38.
Como se piensa desde Weber, la característica esencial de estos dispo-
sitivos burocráticos consiste en su orientación hacia el cumplimiento de
fines racionales, explícitamente articulados. De cara al público, una radio-

38
En el año de publicación de este artículo, Ángel Díaz de Rada había iniciado el trabajo de campo
etnográfico en instituciones de enseñanza media que desembocaría algunos años más tarde en la publi-
cación de su tesis doctoral (1998). Por mi parte, yo me encontraba en los primeros tanteos de una etno-
grafía sobre rituales urbanos que acabaría derivando hacia el estudio de las fiestas madrileñas (1995).

144
EL INTRUSO EN SU CIUDAD

grafía de la ciudad que destacase sus centros de actividad cotidiana sería,


ante todo, una radiografía laboral. Por supuesto, es también conocido que
bajo esa apariencia de laboratorio se esconden redes informales que dan
corpulencia al espacio social en el que se desarrolla la actividad técnica.
Sin embargo, en ese segmento inicial de la investigación que venimos
denominando «entrada», la institución se manifiesta con lo que tiene a
mano, o sea, con su imagen de lugar para el trabajo; o, por utilizar la jerga
habermasiana, que expresa con exactitud lo que queremos decir, la insti-
tución se manifiesta como un sistema de acciones racionales con respecto
a fines, y no como un sistema de acciones simbólicamente mediadas orien-
tadas al ejercicio de la comunicación (Habermas, 1984). De este modo, la
primera cuestión que la institución plantea al etnógrafo no pretende valo-
rar su posición en el mapa de las relaciones —qué grado de proximidad
tiene usted a nosotros, usted por quién pregunta—, sino que se dirige a
averiguar directamente, como consecuencia de un evidente sociocentris-
mo laboral, qué es lo que le lleva por allí —«¿en qué puedo servirle?»—
dándose por sobreentendido en tal contexto que la respuesta ha de ser con-
cisa e instrumental.
Si en la comunidad rural hay un lugar social definido para el investiga-
dor, que justifica una actitud diletante aparejada a la curiosidad del foras-
tero, en las instituciones urbanas esa actitud no encuentra una justificación
directa: allí se va a trabajar y no a mirar ni a curiosear mientras la gente
trabaja. Las instituciones urbanas no admiten forasteros, lo que deja sin
suelo a la figura del antropólogo como entrevistador u observador en puri-
dad; tendrá que apañárselas para hacer además alguna otra cosa si quiere
permanecer allí, es decir, desarrollar una estancia. Como consecuencia, la
observación participante no es en este caso una opción, sino que represen-
ta una necesidad impuesta. Pero además, y lo que es más importante, el con-
texto no permite una participación en el proceso subrepticio de la formación
de lazos sociales. Eso vendrá después, cuando el observador haya mostrado
la utilidad técnica de su presencia como trabajador o como cliente.
Si la participación en comunidades rurales supone para el antropólogo
un problema en lo que concierne al ejercicio de sus habilidades sociales, la
participación continuada en las organizaciones del medio urbano le exige
además, y en primer lugar, una competencia laboral específica: la observa-

145
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

ción participante ha de situarse de entrada al servicio de la investigación


aplicada. Mientras que al forastero curioso se le exige una docta ignorancia,
del entrometido urbano se espera que sepa algo más que hacer preguntas,
bajo el supuesto tecnicista de que difícilmente la ignorancia puede ser docta.
La persistencia de los contactos sociales que es condición sine qua non
de la práctica de campo en tanto que posibilita la evaluación de la infor-
mación a la luz de los contextos en toda su densidad, se ve aquí obstruida
al no existir una casilla que permita la interacción continuada al margen de
los fines explícitos de la institución. El efecto paradójico de esta realidad es
que el investigador de campo —un producto característicamente urbano—
encuentra su posición social más definida en los contextos menos caracte-
rísticamente urbanos.
Como es obvio, en esta situación el antropólogo también puede actuar
como simple curioso; o sea, puede obrar como lo haría en una comunidad
rural. Tal estrategia suele conducir a la descalificación automática de su
labor, cuando no de su persona. De tanto mostrar ignorancia ante lo evi-
dente corre el riesgo de ser considerado un ignorante; sencillamente,
alguien que «estudia tonterías». La investigación aplicada suprime de un
modo automático este malentendido. Uno de nosotros, que comenzó ofre-
ciendo servicios de psicólogo en la institución escolar, recibió ipso facto el
sambenito de «experto en asuntos educativos», y desde esa atalaya la mani-
festación de curiosidad cobra otro tinte, genera otro contexto y evoca otras
respuestas. En una institución urbana se puede ser curioso porque se es
experto, pero no ignorante; lo que viene a ser una reformulación en térmi-
nos de conocimiento de la proposición que antes expresábamos usando
categorías sociales: la institución urbana no admite forasteros.
Si, en cambio, la pregunta ignorante del forastero es posible en una
comunidad rural, eso se debe a que entre la pregunta y la respuesta media
la conciencia de pertenencia a una tradición que identifica y señala al entre-
vistado como nativo de un contexto exclusivo. Es el supuesto de la tradición
el que da razón de ser a la interacción entre antropólogo e informante y el
que otorga pleno sentido a la conceptualización de la fase inicial del traba-
jo de campo como una entrada. En la negociación de las preguntas perti-
nentes que se produce en toda situación de entrevista, el concepto de tradi-
ción provee de un espacio capaz de satisfacer las exigencias de

146
EL INTRUSO EN SU CIUDAD

conocimiento del antropólogo y, simultáneamente, de hacer comprensible


la tarea de éste al entrevistado. En un examen somero de la relación entre
institución urbana y tradición encontramos que los agentes institucionales
se autoconciben como ajenos a cualquier tradición en lo que se refiere al
ejercicio de sus roles laborales; lo que, por otra parte, es perfectamente con-
gruente con el hecho de que se los entienda como reglas ordenadoras de la
conducta sujetas a fines racionales. Parece que para estas personas la tra-
dición es cosa de otros, de manera que cuando uno se declara abiertamen-
te antropólogo en funciones en un instituto de bachillerato se expone a reci-
bir comentarios como «pero esos se dedican a estudiar a los africanos,
¿no?»; o cuando el investigador animoso se presenta en un gran hotel ante
un organizador de convenciones habrá de esperar que le respondan «me
parecería más interesante que estudiaras a los salvajes de Papúa». La tra-
dición, para los informantes, no es cosa que se dé en los centros de traba-
jo. Y desde esta presunción se les hace difícil comprender qué puede inte-
resar a quién y con qué fines.
Eliminada la mediación de la identidad como tradición (Velasco, 1988),
pierde sentido cualquier intento de injerencia. En las sociedades rurales
existe un rol para el forastero, es decir, un sistema de expectativas que regu-
la los límites de su conducta, y en este rol se fundamenta su tarea etnográ-
fica. Todo aquel que haya pasado por la experiencia de una estancia conti-
nuada en uno de estos contextos y haya tenido que explicar a los
informantes en qué consiste exactamente su trabajo, habrá percibido que a
la larga más que como especialista en los asuntos de la cultura se lo trata
simplemente como a un extraño; tal vez como a un extraño especial debido
a su insistencia o al status que haya mostrado en su protocolo de presenta-
ción, pero un extraño al fin y al cabo. En contraste, la institución urbana
no contempla la existencia de un rol demarcado para el foráneo, ni existe
un corpus definido de regulaciones con respecto a su conducta. La posición
que pudiera ocupar un antropólogo que realizase trabajo de campo al uso
tradicional no está prevista, sencillamente porque en una gran ciudad no
aporta ninguna información sobre la naturaleza de los códigos sociales a
tener en cuenta. «Forastero» es palabra rural. No es que en la ciudad no
haya forasteros, sino que el sistema de categorización social de las institu-
ciones urbanas es excesivamente amplio para que dicha categoría resulte de
alguna utilidad. En un ciudad todos somos, por así decirlo, forasteros.

147
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

Se da, pues, en la etnografía urbana una primera anomalía: la que se


deriva del carácter imprevisto e indefinido de la posición social del etnó-
grafo. Si toda etnografía supone una negociación de los contenidos cultura-
les en la interacción entre antropólogo e informante (Werner y Schoepfle,
1987), en este caso la falta de marco que se genera en el ejercicio de un rol
inesperado fuerza a una negociación previa sobre la forma de la negocia-
ción. Así puede interpretarse la paralización de los potenciales informantes
cuando, al presentarse el investigador en uno de los grandes hoteles, la
señorita de recepción les comunicó su demanda con un lacónico: «Aquí hay
uno que quiere haceros unas preguntas», ante lo que ellos, interrumpiendo
su actividad laboral, suspendieron la mirada dejando por unos instantes de
teclear en sus ordenadores. Y parece lógico que ante la profundidad que el
antropólogo pretende imprimir a las respuestas del entrevistado, éste
comente, «Yo no te puedo hacer el trabajo. Para saber lo que quieres ten-
drías que venir a vivir aquí, y eso no es posible» —comentario que por su
sabiduría sobre las condiciones óptimas para el desarrollo del trabajo de
campo merecería hallarse en los manuales.
Pero esta primera anomalía cede paso, si el trabajo llega a comenzarse,
a una segunda no menos importante. La práctica de campo en el propio
contexto genera desconcierto. George y Louise Spindler, en un artículo
famoso para los etnógrafos de la institución escolar (1982), recomiendan
practicar un ejercicio de extrañamiento ante lo que a simple vista resulta ser
trivial, sirviéndose de los instrumentos analíticos en su función objetivado-
ra. Si bien el ejercicio resulta factible para el etnógrafo, parece que no
puede pedirse lo mismo al informante. Es posible para un investigador
entrenado extrañarse ante lo trivial, pero como agente social liso y llano es
difícil que se soporte sin hastío a alguien que sostiene esa postura durante
mucho tiempo. Es obvio que el control del etnocentrismo por parte del
antropólogo supone dos actitudes bien diferenciadas cuando se acerca a lo
extraño y cuando se extraña de lo evidente: en el extremo del primer caso
uno puede ser acusado de osadía, en el extremo del segundo, de necedad.
Así pues, para el informante el antropólogo urbano exhibe dos rarezas
de difícil clasificación. En un primer momento, la de presentarse como
ajeno donde todos lo son. En segundo lugar, la de exclamar con asombro
ante los acontecimientos más insulsos empeñándose en ser extraño en tie-
rra de nadie. En tal situación, el etnógrafo corre el riesgo de agotar a su

148
EL INTRUSO EN SU CIUDAD

interlocutor en la tarea de interpretar su posición (la del etnógrafo); como


en el chiste conductista de la rata que condiciona al experimentador a sol-
tar la descarga eléctrica cuando ella se aproxima al tubo del alimento.
En esencia, nuestro punto de vista a la hora de juzgar la dificultad de
una tarea etnográfica en los contextos urbanos centrales no se basa en el
argumento de la distancia cultural, tal y como lo formulan los Spindler. No
es solamente que el trabajo de campo haya de montarse sobre un sistema
de lentes que invierta el punto de vista del antropólogo como nativo de los
contextos que busca analizar. A nuestro juicio, el zoom que propone
Spindler puede resultar útil en el fuero interno del investigador, pero no
para sostener una comunicación veraz con el informante. El problema del
trabajo de campo en este tipo de instituciones se debe primordialmente a
que sus «nativos» no se consideran portadores de tradiciones que se lleven
encima por adscripción, como la nacionalidad o el apellido, sino que se con-
templan a sí mismos sobre todo como poseedores de un conocimiento
adquirido. Si uno quiere hacerse con ese conocimiento puede dar los pasos
necesarios —y socialmente reglamentados— para adquirirlo; si, más allá y
como exige el trabajo de campo, lo que uno busca es un lugar en una red
social, es evidente que el horario de trabajo no es el mejor momento para
hacer relaciones. La prueba de que no se trata, en primera instancia, de una
mera cuestión de distancia cultural se halla en el hecho de que en los con-
textos rurales la información sobre la vida cotidiana también se ofrece
como evidente. Es la conceptualización de una tradición a la que el antro-
pólogo sólo puede acceder mediante la comunicación con su informante,
pero que nunca podría soñar con ejercer, la que construye una distancia
dotada propiamente de sentido cultural. En términos generales, no es que
el etnógrafo se halle más cerca del sistema normativo de un hotel de cinco
estrellas que del de un contexto cotidiano en el ámbito rural (hay ocasiones
en que más bien pudiera afirmarse lo contrario). Lo que sucede es que en
el segundo es el propio informante el que establece una barrera que justifi-
ca la comunicación sobre lo obvio, porque es él quien se atribuye una
marca de identidad diferencial con respecto al etnógrafo. «El campo se
escribe con letra gorda», «nosotros no sabemos ni oler», dicen algunos de
nuestros informantes del campo para dar a entender el carácter infran-
queable de esa frontera. En suma, el problema no reside tanto en una dis-
tancia objetivable entre investigador y nativo como en una distancia esti-
pulada dentro del sistema de categorización social de este último. La

149
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

cuestión es si el informante concibe una distancia lo suficientemente


importante como para entender que merece la pena expresar su conoci-
miento. A partir de ese punto, es sencillo generar la ilusión de tratar los
lugares comunes como si no lo fueran.
Que la base del trabajo de campo en instituciones urbanas no se redu-
ce a situarse a la distancia suficiente se comprueba también por el hecho
de que, una vez instalado en una posición de rendimiento técnico, el
antropólogo encuentra pocas dificultades para elaborar una interacción
orientada a obtener información relevante. En definitiva el trabajo de
campo consiste en respetar las reglas de juego de la institución de que se
trate, sea ésta urbana, rural o del tipo que sea. Entre esas reglas cobra
especial interés para nosotros el sistema que establece los patrones de
interacción con el etnógrafo, ya se lo conciba como curioso, forastero,
turista, extranjero, erudito, intruso, ajeno, cliente, experto, extraño, o
cualquiera de sus variaciones pertinentes. Un sistema que en un caso deri-
va de la autoconcepción de la comunidad rural como entidad poseedora
de una tradición genuina transmitida por adscripción, y que en el otro, las
organizaciones urbanas, parece conformarse a un modelo de conoci-
miento adquirido e instrumental.
La multiplicidad de los fines, así como el sentido adscriptivo que se les
concede en los entornos rurales, otorga al rol de evaluador un carácter más
abstracto que se manifiesta como telón de fondo del contexto de investiga-
ción sin constituirse por sí mismo en materia de negociación. Los nativos
de una comunidad rural pueden sentirse evaluados con respecto al valor
dominante del «progreso» o, de manera más difusa, con respecto a la pose-
sión de un «nivel cultural» determinado que pudiera colocarles en buen
lugar respecto a los modelos urbanos. Sin embargo, el supuesto de la iden-
tidad provoca, tanto en el informante como en el etnógrafo, la atribución
de un sentido unidireccional a esta comparación. Mientras que el nativo, si
se lo propone, puede acceder a los sistemas de conocimiento y acción
característicamente urbanos, el etnógrafo nunca podrá acceder al ejercicio
de una tradición en la que no ha nacido. Esta unidireccionalidad desbara-
ta cualquier idea de competición, favoreciendo la codificación de la activi-
dad evaluadora del etnógrafo no en los términos de la estipulación de una
competencia, sino en los términos de una diferencia esencial, y por lo tanto
abstracta e irreparable, en los modos de vida.

150
EL INTRUSO EN SU CIUDAD

En definitiva, lo que aquí defendemos es que la posesión de una actitud


distanciada con respecto al objeto de estudio no resuelve el problema meto-
dológico del antropólogo en la ciudad. Desarrollar tal actitud es cuestión
que atañe a la formación del investigador, en tanto que el trabajo de campo
se fundamenta en una interacción continuada entre investigador e infor-
mante. Encontrar el contexto óptimo para el desarrollo de esa interacción
es el principal obstáculo a superar y representa, desde nuestro punto de
vista, la mayor dificultad en el empeño de llevar a cabo un trabajo de campo
urbano. Una dificultad que, por cierto, no se supera con el afán etnográfi-
co de percibir con extrañeza lo que de otro modo nos resultaría familiar. En
el fondo, la labor etnográfica nunca se hubiera inventado si no hubiera sido
porque, históricamente, consistió en recabar información en una situación
de contraste cultural que se producía independientemente de las actitudes
ideales de los investigadores. La actitud de control de etnocentrismo, así
como el uso de instrumentos conceptuales para la interpretación de los sis-
temas culturales, ha sido, si se quiere, un paso posterior al «choque cultu-
ral». Un choque, no debemos olvidarlo, de naturaleza bidireccional, puesto
que afecta tanto al investigador como al sujeto que le aporta los materiales.
El problema, pues, consiste en que el trabajo de campo es cosa al menos de
dos partes, de manera que es ilusorio suponer que sólo una de ellas puede
hacerlo todo creando en el contexto de investigación una barrera con la que
el interlocutor no cuenta en absoluto.
En el terreno puramente práctico, la ausencia de una verdadera fronte-
ra intercultural construida sobre la autoconsideración del informante como
portador de una tradición provoca un problema importante a la hora de
armar entrevistas que den juego. La situación que comúnmente puede pro-
ducirse es aquélla en la que tanto el entrevistador como el entrevistado tie-
nen plena conciencia de estar hablando de lo que ambos conocen, es decir,
«demostrar lo evidente». Solemos pensar que sólo hay una razón para usar
persistentemente el lenguaje sin decir nada, y ésta es la de expresar, por
medio de sus funciones no representacionales, contenidos sobre la natura-
leza o el estado de la relación entre los interlocutores. Si bien gracias al uso
de sus categorías analíticas el etnógrafo puede encontrar un caudal de
información relevante en el discurso sobre lo obvio, el informante (que no
participa de ese juego) suele interpretar la situación de diálogo como un
mero contacto social sin relieve informativo, con lo que reduce su partici-
pación a un ejercicio puramente fático con el ánimo de no contrariar la

151
SÍMBOLOS EN LA CIUDAD. LECTURAS DE ANTROPOLOGÍA URBANA

dirección que el sentido común daría a la respuesta. De este modo, el obje-


tivo consiste en construir entrevistas que provean información sin producir
respuestas inducidas; o, dicho de otro modo, cómo diseñar preguntas que
siendo interesantes tanto para el etnógrafo como para el informante no pro-
voquen respuestas automáticas y aquiescentes.
Hoy por hoy, y según nuestra experiencia, no hemos encontrado mejor
modo de salvar esta situación que el de hacer al informante partícipe de ese
juego que consiste en fruncir el entrecejo ante informaciones aparente-
mente triviales; un juego que sólo se puede ejercer con legitimidad cuando
el investigador es concebido como un doble agente, es decir, alguien que
habla en unos términos y piensa en otros: un científico, un «experto». Como
es evidente, en una institución urbana contemporánea la imagen del cien-
tífico social se halla muy lejos del cinematográfico modelo decimonónico
del curioso inveterado. Y la misma regla que otorga legitimidad al etnógra-
fo para extrañarse ante lo evidente le exige que ese extrañamiento se corres-
ponda con un rendimiento estimable para la institución. Un experto, en tal
contexto, es sobre todo un técnico; y, por poner un ejemplo, éste ha sido de
hecho el camino del trabajo de campo urbano en instituciones escolares
(v. Ogbu, 1981).
Se mire como se mire, el problema de la realización de trabajos de
campo en contextos urbanos centrales no tiene una solución sencilla. Y la
salida de ejercer en la institución un papel técnico coloca al etnógrafo en
una inevitable tensión ante el problema esencial del control del etnocen-
trismo, en la medida que resulta prácticamente imposible desarrollar una
actividad al servicio de los fines institucionales sin participar, de un modo
u otro, de sus sistemas de valor.

152
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