Joseph Brodsky o La Quimera de Venecia
Joseph Brodsky o La Quimera de Venecia
Joseph Brodsky o La Quimera de Venecia
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A la memoria de José Flórez, mi padre.
Vivía en Leningrado, era poeta, tenía veintitrés años y sería arrestado. Las
autoridades soviéticas lo acusaron de ser holgazán y de propagar estados de ánimo
decadentes.
Joseph Brodsky había nacido en 1940 un año después de que los alemanes
sometieran su ciudad natal a un pavoroso bloqueo.
A la orilla del río Neva junto al mar Báltico queda esta ciudad de clásicas
proporciones. No es posible imaginar otra ciudad tan entregada a las palabras y a la
literatura. Sus seres fantásticos y extravagantes del siglo 19 produjeron las
narraciones de Gogol. El desmesurado poder de los zares dio origen a una literatura
crítica en la que el hombre es aplastado por un poder estatal inhumano. La casi
irrealidad de las enormes avenidas y de sus simétricos palacios clasicistas con el
horizonte del mar que arroja neblinas sobre la urbe fue el lugar de los símbolos y
del amor disolvente del poeta Alexander Blok.
Allí nació y vivió hasta los 32 años el poeta Joseph Brodsky. Fue en uno de sus
tribunales donde escuchó el veredicto de condena a cinco años de trabajos forzados,
que gracias a la presión de sus amigos, entre ellos estaba la poeta Anna Ajmatova, se
redujeron a dos. El juicio se realizó el 29 de noviembre de 1963, en el mismo año en
que escribió su magnífica oda al predicador y poeta inglés John Donne.
No sospechaba Brodsky que la condena le crearía su exiliado destino posterior de
penetrante ensayista y poeta ruso norteamericano, con su obra en idioma ruso
censurada en la URSS y escribiendo ensayos sarcásticos que rezumaban una indómita
nostalgia. El idioma sería el inglés y los personajes vendrían de los confines del
Occidente cultural y geográfico inventado modernamente: Bizancio, Piter (el cariñoso
diminutivo de Sanct Petersburgo, con el que sus habitantes cultivados llamaban a
Leningrado), Alejandría, el Caribe del poeta de Santa Lucía, Derek Walcot.
Nunca dejó de ser un ruso viviendo en el territorio entrañable de su idioma y exiliado
de su ciudad. Jamás escribiría un ensayo sobre Nueva York, aunque allí
transcurrieran los últimos años de su vida. Puedo imaginarlo como a un aristócrata de
la cultura, detestando la vulgaridad, los significados deglutidos por los medios de
comunicación y rememorando los orígenes bizantinos de la cultura rusa. Cuando ya
no podría regresar a Piter, viajaba al pasado donde Bizancio y Occidente se
encontraron para crear la más bella ciudad italiana. Allí estaban también sus propias
raíces culturales y espirituales. En Venecia podía recordar en enero, las heladas de su
inalcanzable ciudad natal. Podría dar forma en ensayos, en poemas y en actitud vital,
a la nostalgia de los poetas rusos por Italia. Pero en Venecia podría palpar la
decadencia en imágenes perfectas de la belleza y encontrar el tono preciso de
desprendimiento y de realismo frente a su poesía y a su vida de poeta.
La elegía a John Donne, que fue mi primer encuentro con la obra de Brodsky es a mi
juicio la obra maestra de la juventud de Joseph Brodsky. Este trabajo establecería
una pauta de creación para su poesía. Joseph Brodsky volvería frecuentemente con
un consumado arte poético al género de la elegía. Fue en aquellos años posteriores
a su condena a trabajos forzados, cuando el poeta imaginaba un escenario decadente
para su desdicha, como lo escribiría en el ensayo sobre Venecia “ Fondamenta degli
incurabili”: “ Juré que si lograba escaparme del imperio, antes que nada llegaría a
Venecia, tomaría en arriendo una habitación en el primer piso de algún Palazzo, así
podría sentir el ruido de las olas, chapoteando contra la ventana, provocadas por las
barcas; escribiría en aquel lugar un par de elegías mientras iría apagando las colillas
sobre el piso de piedra. Bebería y me consumiría la tos. Cuando el dinero estuviera
a punto de acabarse, en lugar de conseguir el pasaje del tren de regreso, compraría
una pequeña Browning y me pegaría un tiro en la sien. No viajaría a Venecia para
morir de muerte natural”.
El poeta no se suicidó en Venecia, pero en el transcurso de veintitrés años la
visitaría cada invierno, cuando la urbe en las islas se sumerge en una luz fantástica:
“Tú sientes la fatiga de la luz que va reposando sobre las fuentes de mármol,
mientras la tierra gira y ofrece su otra mejilla al astro. La luz invernal en su expresión
auténtica no trae ni calor ni energía…el único deseo de sus partículas consiste en
llegar hasta un objeto pequeño o grande para hacerlo visible. La luz de Venecia es
particular, es la luz de Giorgionne o la de Bellini, no se trata ni mucho menos de
aquella luz del Tieppolo o la del Tintoretto”.
Viajar en los inviernos a Venecia, durante sus vacaciones luego de las clases como
profesor de literatura rusa en N. Y. fue el viaje mítico a las claves de su nostalgia y
de su convicción poética acerca de la cultura como exclusiva forma de existencia. La
estética y la filosofía de Bizancio moldearon ciertas maneras mentales rusas. Fueron
bizantinos los que llevaron a Rusia la forma de los templos ortodoxos, la filosofía
griega y el arte maravilloso de los iconos. Andrey Rubliov, un discípulo del pintor
Feofan el Griego, pintó los sublimes iconos de la Trinidad y de los apóstoles que se
encuentran en la Galería Tretiakov de Moscú. Fueron traficantes de objetos
suntuarios y aventureros influidos por el esplendor de la arquitectura de Bizancio,
quienes llevaron las formas y el espíritu de aquella belleza, a las islas desde donde
los canales, las calles venecianas, sus iglesias y catedrales desafían la destrucción.
Existe un aire de identidad entre Venecia y las formas de los templos ortodoxos de
Rusia.
Brodsky había sido expulsado de otra ciudad sobre la isla Vasilievsky diseñada para
que los ríos y los canales produjeran espejismos. Pero él provocó su exilio. El poeta
emigró a los E. U., secundado por su mentor y traductor el gran poeta
norteamericano de origen inglés H. Auden y aprovechando la decisión de Brehznev
de intercambiar trigo por visas israelíes otorgadas a rusos de origen judío. Nunca
regresaría a Leningrado luego de abandonarla el 4 de junio de 1972.
En E.U. se convertiría en ensayista de la literatura norteamericana. Recrearía a sus
sombras amadas: A. Ajmatova, A. Platonov, K. Kavafy, en los ensayos del libro
“Less than one” que le valieron el premio de la crítica norteamericana al mejor libro
de asuntos literarios de 1986. En inglés escribiría sobre procedimientos poéticos,
evocaría la habitación y media donde vivió con sus padres, a Estambul cubierta de
polvo. Pero en el idioma ruso, en que seguiría escribiendo sus versos lejos de su
país, existiría como el poeta. Si no podría regresar a Leningrado, tenía al idioma
natal para recuperar el ritmo poético donde se encontraban la historia y las máscaras
adoptadas para que la víctima pudiera sobrevivir aunque fuera de esa manera
virtuosa e imaginaria: en los versos.
Leningrado es además de su imagen de granito, una ciudad inventada por la
literatura. Los relatos de N. Gogol (1809-1852) le añadieron una factura fantástica
que ya sospechaba A. Pushkin (1799-1837) cuando escribió su poema el Caballero de
Bronce. La ciudad fundada sobre un pantano, con su deslumbrante arquitectura es
un mundo irreal bajo la luz blanca del sol de medianoche, y ha hipnotizado a sus
artistas con la armoniosa medida racional, diseñada por arquitectos italianos, rusos y
por Pedro Primero el déspota ilustrado.
En la historia rusa la tragedia va de la mano con acciones descomunales. Dicha
noción del desastre es transmitida por la poesía de Brodsky. La tragedia rusa también
en las primeras décadas del siglo 20, no había sido precisamente complaciente ni
con las figuras centrales ni con los coros. La prosa y el verso en idioma ruso
evidencian como Brodsky lo analiza en Dostoyevsky, Platonov y en A. Ajmatova que
“El idioma es un instrumento milenario y la historia no lo es”. Por historia se debiera
entender en el idioma de Brodsky, al experimento político colectivista que vivió
Rusia, conducida por el tirano Stalin.
La historia es una fuerza destructiva que infiltra a las frases y a los periodos de la
prosa. Esta idea es la que explica, según Brodsky la prosa de Platonov, el gran
novelista. La visión de Brodsky es desolada: “Tal fue la magnitud de lo que ocurrió en
Rusia en este siglo que todos los géneros a disposición de la prosa se vieron y
todavía se ven, infiltrados por la presencia hipnotizante de la tragedia. Mírese donde
se mire, siempre se capta la mirada de la historia semejante a la de la Gorgona”.
El pesimismo como inevitable actitud que provocaban los hechos que,
invariablemente se volvían sobre sus protagonistas, destrozándolos, provocó en
muchos poetas rusos la fascinación obsesiva por las formas de belleza clásica de los
palacios, avenidas y canales de Sanct Petersburgo o Leningrado. Vista en perspectiva
y con los testimonios al lado, la historia parecía sin propósito, en el sentido de un
absurdo incomprensible que iba esparciendo ruinas, ¿por qué no expresar con
perfección formal la incoherente experiencia del destrozo? La lección era conocida:
Osip Mandelshtam había sido llevado a la locura, Mayakovsky el optimista social,
decidió pegarse un tiro en su pequeña habitación donde lo acompañaban un espejo y
un teléfono. Como un trágico ukaz la lista de suicidas resplandece con los nombres
de Esenin y de Marina Tsvitaeva.
Sanct Petersburgo reunió a poetas, músicos, arquitectos y narradores que ante la
sevicia del Moloch: La Historia (al que rendían culto los revolucionarios, los
racionalistas materialistas o idealistas del S. 19) que iba borrando sin piedad las
huellas de los frágiles individuos, decidieron como lo pensaba Brodsky, no ser
sacrificados inútilmente por la jeringonza sangrienta en que inevitablemente se
transformaban las utopías. La jeringonza terminaba en pesadilla, mejor era
disolverse en el idioma para que permaneciera la cultura. Ellos podrían resultar
impotentes frente a la historia o el Estado con rostro de Zar de Todas las Rusias o de
Secretario General. Pero si uno sobrevivía perduraría a través del arte. A su manera y
en su tiempo, los artistas de Leningrado, es decir la generación a la que pertenecía
Brodsky, replanteó la máxima latina Ars longa Vita brevis. No era que la vida fuera
pasajera, la tragedia la haría efímera, aplastando a los seres humanos, destruyendo
su yo, su personalidad y sus lazos íntimos. Los hornos crematorios de Hitler y los
gulags stalinistas estaban allí como la evidencia. Pero aquella generación se entregó
al arte para salvarse.
En su discurso como laureado durante la ceremonia de entrega del premio Nobel de
literatura de 1987, Brodsky lo dice de esta manera: “La literatura no era una huida de
la historia, ni tampoco significó el sofocamiento de la memoria”, “¿cómo se puede
crear música después de Auschwitz? –preguntaba Adorno y cualquiera que conozca la
historia rusa puede repetir la misma pregunta, – haciéndolo con mayor derecho
inclusive, porque el número de personas que perecieron en los gulags de Stalin,
supera ampliamente al número de quienes murieron en los campos de concentración
hitlerianos”. A esta generación, la que nació precisamente cuando los crematorios de
Auschwitz trabajaban con toda su potencia, cuando Stalin se hallaba en el cenit de su
poder cuasi divino, absoluto, ratificado casi que por la naturaleza; a ella le
correspondió la tarea de continuar lo que debería haber sido aniquilado en aquellos
crematorios y en las fosas comunes y anónimas”. “Nuestra generación se planteó la
tarea de reconstruir la sucesión de la cultura recreando sus formas y sus metáforas”.
El Estado que atendía los designios de la historia (como sea que ella se considere: ley
inevitable del materialismo histórico o idea del progreso social) trituraba los destinos
individuales. Brodsky hizo una elección estética, la fatalidad planteó el dilema: hay un
sometimiento que te aniquila y un despotismo que te subordina exigiéndolo todo,
pero que te ofrece la liberación a través de la absoluta belleza. Para el poeta de Piter
(Leningrado) la decisión estética fue una elección ética. El Estado era inmoral porque
aplastaba a los individuos sospechando de su individualidad que los hace únicos. El
arte en tal contexto apareció como el santuario donde tenían existencia los actos más
individuales. Si Brodsky eligió la poesía para defender su individualidad, no
desconoció que entraba en una “dependencia absolutamente despótica”. En el
lenguaje de Brodsky ha de entenderse el despotismo de la lengua sobre el poeta, en
el sentido de que el idioma y la poesía son como fuerzas que poseen las dimensiones
inconscientes y racionales del individuo; igualmente, si el Estado anulaba la libertad
de la individualidad, sólo se podría contrarrestarlo con las poderosas imágenes
interiores que traen la métrica absorbente e hipnótica de los poemas. Para que el
dominio del Estado fuera completo sobre los niveles más íntimos de la psique
individual debía apoderarse de los sentidos de las palabras, de sus imágenes, de la
voluntad de sus creadores. Brodsky por ello entendía que “el poeta no era otra cosa
que el medio de existencia de la lengua”; es decir, el último sitio para defenderse del
Estado, era la poesía. Las ideas de teóricos del lenguaje como Jakobson y los
formalistas rusos, se convirtieron en un magnífico argumento para mostrar la
autonomía del lenguaje y de la poesía frente a la ingerencia esclavizante del Estado
totalitario.
Pero los asuntos así definidos sólo nos proporcionan una clave para comprender a
Brodsky. Si las formas de la poesía le permitían la convicción ética que evitaba que el
pesimismo y el horror se convirtieran en una íntima baba grotesca, las formas de las
ciudades y las civilizaciones tocadas por la belleza y la decadencia estimulaban la
emoción y los hallazgos de su sensibilidad. En uno de sus mejores ensayos “La
canción del péndulo” dedicado a Constantin Kavafy; uno puede conjeturar que a
través del poeta de Alejandría, Brodsky se resuelve a sí mismo y se confiere certezas.
Brodsky muestra la fascinación de Kavafy, en sus poemas históricos, por el declive
del mundo helénico. Con sus condiciones, el mundo del que provenía Brodsky era un
mundo que se disolvía, no era tan evidente en aquellos años, pero las convicciones
mentales de quienes hacían parte del imperio hacía rato estaban minadas y eso
Brodsky lo intuía.
Los desgarramientos de aquel mundo en decadencia evocado por Kavafy, también
podrían ser los del poeta ruso expulsado de su ciudad, habitando entre dos mundos y
sin pertenecer a ellos. Brodsky estaba extendido como una cuerda entre dos ciudades
imaginadas y dos lenguas, la rusa y la inglesa. En los poemas de Kavafy había una
ciudad entrevista. Alejandría era un consuelo en la memoria y la desesperanza que
existía mágicamente en la cadencia; a lo mejor al descubrir las cinco capas de la
Alejandría imaginaria de Kavafy: la ciudad literal, la ciudad metafórica, la ciudad
sensual, la Alejandría mítica y el mundo del helenismo, Brodsky mirara su propia
situación ante su ciudad evocada en sus ensayos y en sus versos.
Traducido a una métrica el recuerdo se despoja de lo puramente doloroso, se
convierte en equilibrios y no importa que nos traigan la noticia del desastre o del
absurdo. La memoria puede deleitarse con las proporciones. ¿ No era acaso esto lo
que otorgaban la imagen recreada en la memoria de un frontispicio sobre el agua
gris, junto al cielo, o la sabia medida de un dáctilo o un yambo que retornan al ser
leídos en los poemas de donde proceden las voces del pasado?. Si la experiencia fue
un fracaso, la medida del verso puede, deseándolo mucho, producir la sugestión que
sosiega a la memoria, al oído, y a los ojos para el caso de la arquitectura.
La Alejandría de la poesía histórica de Kavafy no era la ciudad en la que vivió Kavafy.
A diferencia de la Alejandría mítica de cuyos monumentos no quedaba nada, en
Leningrado perduraba la conmovedora proporción de la arquitectura que había dado
origen a su leyenda. Los dos poetas para resarcirse del presente reinventaron a sus
ciudades y a sus pobladores tocados por la sensualidad evocadora y el amor, en la
métrica que las evocaba. Aunque para Brodsky la ciudad del pasado continuaba
hablando con las voces vivas de sus padres, al otro lado del Atlántico, imposibilitados
de salir.
Kavafy tenía las crónicas para rehacer en sus versos históricos a la Alejandría mítica.
Leningrado para el poeta emigrado, no podría ser distinta de la memoria de un
mundo perdido. Brodsky no disponía ni de la libertad de regresar ni del empeño
cuando al fin el viaje pudo hacerse; sus padres habían muerto y el viaje desde el
pasado ya lo había llevado demasiado lejos de la Leningrado real como para intentar
zafarse de la ciudad imaginaria de donde ya no volvería jamás. El idioma ruso se
convirtió en su comunicación con el pasado modelado en su imaginación, del mismo
modo que Kavafy con las imágenes escogidas del anecdotario de la historia, con su
particular “sesgo hedonístico” logró cultivar su poesía en griego para recuperar a la
Alejandría mítica y al mundo fenecido del helenismo.
Dice Brodsky que “el hombre es lo que lee y todavía más los poetas”, bien pudo ser
que el Kavafy poeta sirviera de espejo en el que se veía el poeta Brodsky,
examinando y adaptando los procedimientos y el sentido frente a la historia que le
facilitaron una máscara primero a Kavafy y se podría intuir, leyendo el ensayo de
Brodsky que también a él mismo.
Ambos hicieron del arte una “forma alternativa de existencia”. Kavafy reinventó en
sus versos a la ciudad, independientemente de que decidiera quedarse para siempre
en la desolada Alejandría real. Brodsky siguió el procedimiento de manera contraria,
reinventaría a su ciudad literal, en inglés y a miles de kilómetros de allí.
En los años anteriores a la partida al desconocido Occidente, las anécdotas que se
susurraban acerca del pasado reciente de Leningrado, eran lo suficientemente
aleccionadoras para que Brodsky sopesara sin engañarse, sus oportunidades, en el
caso de que decidiera permanecer. Las cosas habían “mejorado” desde el año 38
cuando Stalin condenara a trabajos forzados al poeta Osip Mandelshtam. Después en
una atmósfera de terror, Mandelshtam sería obligado a abandonar definitivamente a
Leningrado. Moriría en un gulag como un prisionero anónimo. El poeta en un poema
satírico había llamado “montañés” a Stalin. Los huesos del poeta, o lo que hubiera
quedado de ellos en una perdida fosa común, fueron el recordatorio del
comportamiento de la historia para la generación de Brodsky, quien nacería justo dos
años después de la locura y de la muerte de Osip Mandelshtam. La “mejora”
consistía en que veinticinco años más tarde Brodsky había regresado vivo de sus
cinco años de trabajos forzados, habiendo purgado solo dos. Después del
encarcelamiento no tenía ningún chance como poeta, nadie se atrevería a publicar
sus libros. Así que decidió emigrar definitivamente pues la visa oficial de salida tenía
una frase especial para su caso: sin derecho a regresar.
Por esta vez el individuo poeta le ganó la partida al Estado. Aunque Brodsky el poeta
a través de una métrica desolada, entendiera que la elección de marcharse como
gesto de libertad, si bien retribuía a su dignidad individual, tenía un precio elevado.
En 1989 lejos de su pasado y de sus orígenes, en un punto del océano Atlántico, al
otro lado de la ciudad báltica de su juventud, el poeta escribía:
En N.Y. seguía escribiendo habiendo logrado con otra decisión de libertad, superar la
dependencia idiomática que ata a un escritor con su antigua vida, pues ahora escribía
agudos y originales ensayos en inglés. Podría decirse que no hacía otra cosa que
verter parte de su experiencia en ruso a las sofisticadas formas del análisis de la
métrica de sus poetas, al desciframiento de las máscaras de autores predilectos y a la
exploración de ciudades imaginadas desde su cultura y su pasado. Aunque se repetía:
“Lo poco que logro recordar, se reduce aún más ahora que lo recuerdo en inglés”.
Luchaba con el recuerdo poderoso de su idioma natal que al ser evocado en su
contenido vivido, se desprendía en girones de sus frases escritas en un inglés preciso
y refractario al pasado en otro idioma.
Los términos del lexicón ruso-soviético que Brodsky traducía en los fragmentos de
sus memorias escritas en inglés impecable, a lo mejor fueran entendidas por sus
nuevos lectores en la clave que el más detestaba, la de la sovietología, porque los
ricos matices de la evocación de su infancia y de su juventud que están en la
estupenda narración “poltary komnaty” o “habitación y media”, quedaban para sus
lectores en Rusia. Que no tenían libertad de leerlo y que no sospechaban de la
existencia del poeta, exceptuando una ínfima minoría de sus amigos.
Y así el costo equilibraba la ganancia, o la sobrepasaba. El poeta que había escrito
en su discurso al recibir el Nóbel, acaso se viera a sí mismo: “La tragedia rusa, es
precisamente la tragedia de una sociedad cuya literatura quedó convertida en
prerrogativa de una minoría, la célebre intelligentzia rusa”. Era su tragedia personal
como escritor, pues él mismo estaba convertido en código de una muy pequeña
minoría lectora de sus ensayos en inglés, pero que no podrían serlo de sus poemas
escritos en un idioma cuyo desciframiento, cuyos múltiples matices cotidianos,
culturales, cuyas alusiones quedaban para los lectores de poesía en Piter.
Como Bulgakov, el narrador de las acechanzas del diablo en la Moscú atea de los
años treinta y como Mandelshtam, sería leido treinta años después.
El inglés reemplazaba ahora al idioma ruso aunque no lo sustituyera. La memoria del
poeta no podía ser contenida en las sílabas cortas del idioma anglosajón. Joseph
Brodsky entonces le fue dando un nuevo continente a su nostalgia, se marcharía a
Venecia, en el mar Adriático, más cerca del norte.
Todos los inviernos aprovechando sus vacaciones de maestro de literatura en N.Y. el
poeta regresaba a la fabulosa ciudad sobre las islas en el norte de Italia. Desde los
versos de A. Pushkin a la ciudad sobre el mar, Venecia ha sido un sueño de la
poesía escrita en Sanct Petersburg. El viaje anual de Brodsky, era a su manera una
expedición a las quimeras de la poesía en ruso escrita en el siglo 19. Era una manera
de trasladar su amor a Piter sin traicionarse.
El artista se dejaba envolver por las formas de los canales sobre el agua de una
ciudad que no le pertenecía. Ella además, era la encarnación más perfecta de la
noción que su generación compartía sobre la cultura, la historia, la arquitectura y la
belleza tocada por la decadencia. Su amor por Venecia era la creación de su destino
escogido y de la soledad que lo acompañaba.
La amaba pues él no esperaba ninguna respuesta. De la misma manera como amaba
el idioma ruso, siendo un escritor casi sin lectores. Así volvía a Venecia donde a duras
penas él se expresaba en lengua italiana, volvía para entre otras cosas, encontrar el
rostro fugaz de una veneciana que alguna vez, hacía muchos años había conocido en
Piter. Y cuya belleza, descubre Brodsky en Venecia, es una forma vacía. Ella era un
bello estilo de la moda, lo único que quedaba en Italia de su gran arte, era el fashion
de Giorgio Armani.
Uno puede sospechar que el poeta se deleitaba con la belleza absurda de quien se
halla obsedido por un amor sin contrapartida. Brodsky regresaba a Venecia que
aunque escuchara sus declaraciones, o lo viera por sus plazas, le prestaba poca
atención. Los venecianos sabían que los turistas iban a gastar su dinero y ellos les
vendían a cambio fotos de su ciudad; un turista no tiene nada de poético, son
clientes con dinero. El poeta no ignoraba tal indiferencia. Era suficiente que le
proporcionara el deleite intraducible de retornar a través de las imágenes del agua y
la arquitectura de otra época y las heladas de enero (en uno de sus viajes fue tal la
helada en el hotel que casi se muere y tuvo que abandonar la ciudad) a Piter, la
ciudad en el Báltico. Venecia podría convertirse en la imaginación del poeta en su
espejismo estético de Sanct Petersburg.
“…. en ningún caso, ni con una pistola en la sien vendría a Venecia en verano, no
aguanto el calor ni el mal olor de los motores y el de los sobacos mucho menos. Las
manadas en shorts, sobre todo las que ladran en alemán, irritan a los nervios debido
a la grosería de su anatomía que no puede compararse con las columnas, los pórticos
y las estatuas… Independientemente de cómo se mantenga tu cuerpo, en esta
ciudad hay que cubrirlo con vestidos”.) El poeta Brodsky aún con su sarcasmo
disolvente hacía parte de la misma tradición de los poetas Anna Ajmatova, o
Alexander Blok. Italia para ellos era la obstinación junto a la muerte del arte que
sobrevive después de todo: a la vulgaridad, a la historia, a los Estados. Bizancio
había sido destruida, pero el arte de Venecia permanecía como continuaba viva en el
desastre de su historia, la lengua rusa (en parte continuadora del ritmo de la Grecia
que preservó Bizancio). Ella seguía existiendo para que el ojo fuera instrumento de la
arquitectura reflejada en sus aguas, para que el poeta fuera instrumento de la
lengua que podía evocarla.
Al regresar Brodsky con convicción y sin esperanza a Venecia, estaba poseído por
aquel amor irracional y cultivado intelectualmente por la ruinosa ciudad de viejas
formas culturales. El sabía el costo de su amor : “A pesar de todo el tiempo, la
sangre, la tinta, el dinero y todo lo demás que gasté y despilfarré, nunca pretendí
convincentemente, incluso ante mí mismo, que hubiese adquirido un poco de los
aires de por aquí, que hubiera podido convertirme, aunque fuera en un modesto
sentido en un veneciano. La débil sonrisa de reconocimiento de la dueña del hotel o
de las tratorías, no cuentan y a nadie podrían engañar los vestidos comprados aquí.
Paulatinamente me fui convirtiendo en inquilino permanente de dos estados”.
Es precisa y como él lo había deseado en su elección, la condición bajo la que se
examina Brodsky: ni residente ni ciudadano, exactamente un inquilino enamorado de
sus relaciones de paso, de la incomodidad de su comunicación fragmentaria, de una
veneración que te vacía el bolsillo y el corazón. Un amor absolutamente fracasado e
incierto. “Considero que se puede hablar de fidelidad si regresas año tras año al lugar
del amor, por fuera de la temporada, sin ninguna garantía de correspondencia. Pues
como cualquier virtud, la fidelidad comienza a tener algún valor, solo desde el
momento en que hace parte del instinto o del carácter y no de la razón. Además en
una edad específica y con una determinada profesión, el amor correspondido, para
hablar con precisión, no es indispensable. Es esta la razón por la que se puede amar
las ciudades, la arquitectura per se, la música, los poetas muertos o en el caso de un
temperamento especial, a la divinidad”. ( Fondamenta degli incurabili”, 1989).
No había una imagen más estéticamente precisa para la desesperanza de aquella
vieja idea decadente de la juventud de Brodsky, de pegarse un tiro en algún Palazzo,
después de escribir un par de elegías, que la del escritor escribiendo anotaciones
para sus versos en ruso, sobre un mundo muerto para él (sin lectores probables) y
observaciones en inglés sobre la calidad estética del agua y la ruina maravillosa de la
ciudad (inquilino de paso que vuelve con las heladas de invierno a la ciudad). Y con
la certeza de que no es Venecia sino Piter la que persigue en sus evocaciones teñidas
de sarcasmo y nostalgia.
El poeta había ganado, al decidir emigrar de Piter en 1972, la libertad negada a sus
padres, quienes hacían penosos recorridos por las oficinas de Leningrado para
conseguir la autorización de visitar a su hijo en N.Y. El Estado que aplastó a
Mandelshtam y a millones sobrevivió a la muerte de los padres de Brodsky, siete
años más. Pero los tres jamás volvieron a encontrarse.
Si uno piensa en una categoría con tan sospechosas connotaciones como la del
“destino” y lo hace a través de la imagen de un gran poeta, como en el caso de I.
Brodsky, podría ver que la elección humana, como acto de libertad, tiene una
dimensión estética que nos muestra muy bien que si la elección acarrea una “vita
nuova” es a la mayor soledad y desprendimiento de sí. Cada uno si le alcanza la
obstinación, enfrenta su “Venecia” y no importará que en aquel sueño las calles
imaginadas tengan soledad y belleza porque nuestra antigua vida habrá sido borrada.
A lo mejor eso sea lo que llaman destino.
Elegía a Leningrado
I
.
.
Quisiera vivir en una ciudad donde el río
surge debajo del puente, como una mano de la manga
que desembocara en el golfo abriendo los dedos
igual que Chopin quien jamás mostró su puño a nadie.
En una ciudad así, habría una ópera en la que un viejo tenor
puntualmente cantaría en las tardes el aria de María;
en la que el tirano aplaudiría desde su palco y yo
en la platea, entre dientes murmuraría con odio :“animal”.
Habría en esa ciudad un yatch club y un equipo de fútbol.
La ausencia de humo en las chimeneas de las fábricas
sería señal de que es domingo.
Yo uniría mi voz al aullido general,
allá donde el pie continúa lo que empezó la cabeza.
De todas las reglas del código de Hamurabi
el penalti y el corner son las más importantes.
II
III
.
Estaría allí en aquel café donde venden deliciosos helados,
y cuando alguien comentara, qué necesidad hay del siglo XX
si ya tuvimos al diecinueve, vería como las miradas de los colegas
por un momento se detendrían en el tenedor o el cuchillo.
Debería verse allá, cierta calle con dos hileras de árboles,
el portal con el torso de la ninfa y otros embelecos
y habría en la sala un retrato que mostraría
cual fue el aspecto de la anfitriona en su juventud.
Escucharía atento a la voz que iría relatando
asuntos sin ninguna relación con la cena,
a la luz de los candelabros.
El fuego en la chimenea proyectaría
destellos y sombras violetas sobre el traje verde.
Pero al final se apagaría.
El tiempo que pasa a diferencia del agua
es horizontal de martes a miércoles,
allá en la penumbra suavizaría las arrugas
y desvanecería las propias huellas.
.
IV
.
En esa ciudad existirían monumentos, reconocería los nombres,
no sólo de los jinetes de bronce que estamparon sus plantas
en los estribos de la historia, imponiéndolas a otros cuadrúpedos,
vería sus marcas impresas en los habitantes de la ciudad.
Con el cigarrillo pegado de los labios regresaría
a mi casa por las calles a media noche, como un gitano
adivinaría la suerte en las grietas del asfalto
y en las palmas de la mano extendida.
Y cuando al final me detuvieran acusado de espionaje,
actividad subversiva, vagabundeo y menage à trois
rodeado por la horda que apuntaría con los dedos,
gritando enfurecida: -¡no es de los nuestros!-
íntimamente feliz, me diría en silencio
mira, es tu oportunidad de saber como se ve desde adentro
aquello que por mucho tiempo viste desde fuera;
no olvides los detalles cuando grites “¡Vive la Patrie!
Telémaco hijo,
La guerra de Troya ha terminado.
Quién fue el vencedor, no lo recuerdo.
Tal vez los griegos, es costumbre suya
arrojar tantos cadáveres fuera de sus casas…
Y a pesar de todo tan largo resultó el camino a casa,
como si durante nuestra ausencia
Poseidón hubiera prolongado el regreso.
No sé dónde estoy, ni qué hay al frente.
En esta isla asediada por la desidia,
por el rastrojo, por los muros sin concluir y por el gruñido
de los cerdos; hay una princesa y un jardín desolado,
no veo más que piedras y vegetación.
Amado Telémaco, todas las islas se parecen
al final de tantos viajes y la mente
se extravía contemplando a las olas,
los ojos, agobiados por el horizonte,
se llenan de lágrimas.
No recuerdo qué pasó después de la guerra,
ni cuántos años tienes ahora.
Crece Telémaco, querido,
sólo los dioses saben si habremos de vernos.
Ya no eres el niño de entonces,
¿recuerdas que me veías enfrentar a los toros?
Si no hubiera sido por Palamedas, estaríamos juntos.
Pero acaso tenía razón, sin mí
te has librado del complejo de Edipo,
y tus sueños no serán retorcidos.
Ingresé a la celda en lugar del salvaje animal,
consumí mi tiempo y atravesé la histeria en una barraca,
viví junto al mar, aposté al azar,
vestido de frac cené con quien resultaría un traidor.
Desde la altura de un glaciar avizoré medio mundo,
tres veces naufragué, dos veces fui cortado.
Abandoné al país donde me alimentaron.
Con los que me olvidaron se poblaría una ciudad.
Me fui errante por las estepas llenas de los ecos de Atila,
estaba vestido con lo que siempre pasaba de moda,
sembré centeno y me protegía con encerado para embalajes.
Y lo único que no bebí fue agua seca.
Admití en mis sueños la negra pupila del centinela,
sin perder una migaja devoré el pan del destierro.
Mis cuerdas vocales emitieron todos los sonidos, más allá del aullido,
modulé después el susurro.
He cumplido cuarenta años.
¿Qué debo decir sobre la vida? que resultó dilatada.
Sólo siento solidaridad con el dolor.
Pero mientras no tapen mi boca con barro,
lo único que tendré serán palabras agradecidas.
24 de mayo de 1980
Ahora que sé tanto de mi vida,
de las ciudades, de las prisiones y de las habitaciones
donde perdía la razón, sin volverme loco.
acerca de los mares en los que
me ahogaba y sobre aquellos
a quienes al final no retuve entre mis brazos,…
Ahora hubieses podido decir, suspirando:
“La suerte fue generosa con él”
y los sentados junto a la mesa
asentirían en silencio.
Cómo saberlo, es posible que tengas razón,
haz de agregar a mis otras virtudes: la presbicia.
Entonces, hace tantos años cuando jugábamos
en la acera cerca de la sala de cine
¿quién hubiera podido imaginar la distancia
que habría de abrirse,
más insalvable que la que queda
entre la cara o el sello de la moneda?
Nadie. El trivial gesto de despedida
con las manos, al final de la calle
se convirtió en primer signo de la ausencia:
por estas tierras forasteras el aire
recuerda con mucha frecuencia a una hoja de papel.
Y la lluvia arroja una sombra sobre las huellas.
Quién sabe, es posible que ahora
cuando escribo estas líneas, sentado
en una pequeña ciudad de ladrillos
en el centro de Norteamérica, tú camines
a lo largo de un edificio color mostaza
entre cuyas húmedas paredes
se consume una generación más
apretujándose en la mancha frambuesa,
gris y parda de un hemisferio clandestino.
En resumen: no pasó lo peor.
Lo peor sucede solamente
en las novelas y a los que son mejores que nosotros,
tanto, que los pierdes en el momento de verlos
y los ecos de sus tragedias
se confunden con el canto del huso.
Como el sonido de un aeroplano distante
con el zumbido de una abeja atrapada entre los pétalos.
Y no habremos de vernos, porque
físicamente hemos cambiado tanto.
De habernos encontrado, no seríamos nosotros,
sino aquello que hicieron con nuestra carne
los años que sólo tuvieron compasión de nuestros huesos,
y el perro no reconocería al recién llegado
ni por el olor ni por la cicatriz.
¿Dices que ha sido generosa la vida? Ah… sí,
las olas del mar son generosas con los troncos.
Pues bien, quien no se lamenta por la suerte
no es digno de ella. Pero si el tiempo
reconoce al final sus trabajos
en la nebulosidad de los recuerdos,
entonces, pienso que tu rostro
puede adornar perfectamente
un monumento de bronce, o en el fondo del bolsillo
servir de relieve para una moneda sin gastar.
1984
La estrella de Navidad
24 de diciembre de 1987
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