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Narrativas y estética de la víctima

Victim Narratives and Aesthetics in Contemporary Culture

Jaume Peris Blanes


UNIVERSITAT DE VALENCIA · [email protected]

Profesor de cultura y literatura latinoamericana, ha investigado las


representaciones de la violencia de Estado en la cultura contemporánea, tanto
en América Latina como en España. Anteriormente, trabajó durante dos años
como profesor en la Université d’Antananarivo (Madagascar). Actualmente,
lleva a cabo una investigación sobre los vínculos entre cultura y conflicto
político desde los años 60 hasta la actualidad y es editor principal de
Kamchatka. Revista de análisis cultural. Ha publicado los libros La imposible
voz. Memoria y representación de los campos de concentración en Chile
(Cuarto Propio, 2005) e Historia del testimonio chileno. De las estrategias de
denuncia a las políticas de memoria (Quaderns de Filologia, 2008), así como
diferentes artículos sobre cultura y violencia, que pueden consultarse en su
blog Desvanecidos en el aire.
RECIBIDO: 20 DE OCTUBRE DE 2014
ACEPTADO: 6 DE DICIEMBRE DE 2014

Resumen: El texto analiza algunas películas españolas Abstract: The text deals with some Spanish movies: El
contemporáneas, El Bola, Te doy mis ojos y Las trece Bola, I give you my eyes and Thirteen roses analyzing
rosas, como diferentes momentos en la consolidación de them as main cultural productions on the
una estética audiovisual y cultural de la víctima. La consolidation of a victim cultural narrative. Two
investigación se plantea a partir de dos preguntas en torno questions are in the basis of this text. In one hand: in
a esas propuestas. En primer lugar: ¿de qué modo estas which way these stories, images and discourses of the
narrativas, imágenes y discursos de la víctima cada vez más victim are transforming our conception of social
estandarizados están transformando nuestra concepción relationships and displacing complex social dynamics
de las relaciones sociales y leyendo bajo un mismo into the basic scheme of victim narrative? In second
esquema conceptual dinámicas sociales muy diversas y de hand: what does imply the fact that some memory
gran complejidad? En segundo lugar, ¿qué implicaría, en discourses are using the ‘victim scheme’,
términos de comprensión social de la historia reciente, el conceptualizing a complex historical process in terms
hecho de que los discursos de memoria recurran a of victimization?
esquemas consolidados en las narrativas de la víctima,
conceptualizando un proceso histórico complejo en
términos de victimización?

Palabras Clave: Víctima; cine español; memoria; era de la Key Words: Victim, Spanish Cinema; Memory; Age
víctima. of Victim.
.
DOI: 10.7203/KAM.4.4410

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ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 293-324 293
Jaume Peris Blanes

A principios de la década del 2000, El Bola (Achero Mañas, 2000) y Te doy mis
ojos (Iciar Bollaín, 2003) redefinieron los parámetros de lo que hasta ese momento podía
entenderse como ‘cine social español’, a partir de un esquema narrativo similar que situaba
en el centro del relato a un niño violentado por su padre y a una mujer maltratada por su
marido. El enorme éxito y aceptación de ambas películas1 debe pensarse en relación con la
gran proliferación de discursos y voces que, en los años anteriores, habían situado la
categoría de víctima en el centro del foco. De algún modo, estas películas y otras propuestas
del periodo llevaron al ámbito de la cultura de prestigio esa centralidad de la víctima que
llevaba ya años inundando los magazines de tarde y algunos programas televisivos. Más
importante que eso, le dieron una sintaxis audiovisual eficaz y construyeron unos recursos
estéticos y narrativos de gran precisión, que naturalizaron una cierta tendencia en la
representación de la víctima de maltrato (paterno o de género)2.
En la primera parte del artículo trataré de reflexionar sobre las claves narrativas y
estéticas de ambas películas, conectándolas con la construcción y consolidación de un
imaginario de la víctima. ¿Qué tipo de imágenes, de estructuras narrativas y de recursos
audiovisuales movilizan esas producciones culturales? ¿Qué sentidos producen e instalan
sobre el concepto de víctima? ¿Desde qué perspectivas se ponen en escena las violencias
sociales de las que dan cuenta? El análisis se basará en una concepción de las películas
como textos sintomáticos de un momento cultural atravesado por múltiples tensiones, en el
que la figura de la víctima todavía estaba en proceso de consolidación.
En la segunda parte del artículo reflexionaré sobre el modo en que, en este contexto
cultural, la comprensión y representación de la historia reciente está siendo mediatizada por
esta centralización ideológica de la categoría de víctima. Pareciera, de hecho, como si
algunas representaciones culturales del pasado reciente hubieran encontrado en las
narrativas de la víctima un esquema conceptual idóneo para la comprensión y
representación de la violencia social. Trataré de responder, pues, a la siguiente pregunta:
¿en qué medida las representaciones culturales de la represión franquista recurren a
modelos narrativos, texturas de la representación y tramas argumentales que están ya
establecidas en el imaginario cultural como propias de la representación de la víctima, sea
esta política o no?
Para ello, analizaré las claves estéticas de Las trece rosas (Emilio Martínez-Lázaro,
2007) y los complejos mecanismos de representación de los que se sirve para
descontextualizar, deshistorizar y abstraer la violencia política de sus circunstancias
históricas y buscar una identificación emocional con el público actual. A través de
diferentes estrategias, Las trece rosas hace uso de algunos esquemas narrativos consolidados
en lo que anteriormente he llamado las ‘narrativas de la víctima’, en este caso las víctimas
actuales de la violencia machista, y articula su representación del proceso histórico en torno
a una figuración de la víctima deshistorizada y voluntariamente anacrónica. Lee, pues, la

1 Las dos ganadoras del Goya a la Mejor Película, Mejor Dirección (novel, en el caso de Achero
Mañas) y Mejor Guión en sus respectivas ediciones.
2 Mis reflexiones sobre ambas películas se nutren, en buena medida, de la discusión mantenida en

torno a ella y otros materiales con Gabriel Gatti, David Casado, Josebe Martínez, Iñaki Robles y
Andrés Gómez. De los interrogantes abiertos en esa discusión surge este artículo.

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complejidad del pasado histórico desde el esquematismo universalizador y homogeneizador


de las estéticas de la víctima actuales.
Dos preguntas de fondo laten, pues, bajo el análisis cultural que presento en estas
páginas. En primer lugar: ¿de qué modo estas narrativas, imágenes y discursos de la víctima
cada vez más estandarizados están transformando nuestra concepción de las relaciones
sociales y leyendo bajo un mismo esquema conceptual dinámicas sociales muy diversas y de
gran complejidad? En segundo lugar, ¿qué implicaría, en términos de comprensión social
de la historia reciente, el hecho de que los discursos de memoria recurran a esquemas
consolidados en las narrativas de la víctima, conceptualizando un proceso histórico
complejo en términos de victimización?

1. La emergencia de las víctimas en la cultura contemporánea

Es un hecho difícilmente refutable que nuestras sociedades contemporáneas se


han vuelto, con el paso de los años y la mejora en las condiciones de vida, más y
más analgésicas. (…) Poca sorpresa produce, en consecuencia, que la experiencia
íntima o social del dolor se viva a menudo con ciega desesperación, pues se juzga
nacida del sinsentido y de una falsa fatalidad. En cambio, y por paradójico que
parezca, la exposición a la visión del dolor ajeno se aferra con contumacia a
nuestros medios de comunicación, que nos colman de representaciones del
pesar y la congoja humanos.
De este extraño panorama de la aflicción ha surgido un nuevo protagonista: la
víctima. Esta ha acabado por concitar una adhesión tan incondicional como
espontánea, sustituyendo antiguos valores que, desde tiempos de la épica,
aureolaban a los héroes. No cabe sino rendirse a la evidencia: la nuestra no es
época de héroes, sino de víctimas (Sánchez Biosca, 2011: 5-6).
Las víctimas no siempre han estado ahí. O dicho de otro modo, la hipervisibilidad
social y cultural de la víctima y de su discurso traumatizado es un fenómeno relativamente
reciente, que ha modificado nuestra percepción de la violencia, las formas de representarla
y comprenderla y el modo de gestionar y afrontar sus efectos, tanto individual como
colectivamente. Pero la condición de víctima no es un dato objetivo, sino una construcción
de sentido que no es, en absoluto, neutral ni inocente 3. Una construcción de sentido que
exige, en muchos casos, un determinado relato que explique las relaciones sociales,
precisamente, en clave de victimización.
Si, como apunta la cita anterior, la emergencia de la víctima como protagonista de
nuestro tiempo está estrechamente ligada a una transformación en la experiencia social del
dolor y el sufrimiento, los relatos que nos hablan de ella tratan de afrontar, con mayor o

3 En el proceso de investigación que dio lugar a mi tesis doctoral tuve la oportunidad de


entrevistarme con múltiples supervivientes de los centros de detención y tortura de las dictaduras
chilena y argentina. La mayoría de ellos, que habían sufrido directamente las más sofisticadas
técnicas de la violencia extrema desplegadas por estas dictaduras, rehusaban sin embargo ser
categorizados como víctimas. Se trataba, para muchos de ellos, de una categoría que les ubicaba en
una posición de pasividad ante los conflictos sociales, restándoles capacidad de agencia y anulando
sus elecciones ideológicas y políticas. Ver al respecto Peris Blanes (2008).

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menor complejidad, las peculiaridades de esa transformación. Y al mismo tiempo, sin duda,
inciden en ella, apuntalándola, naturalizándola, ofreciéndole marcos narrativos que la hagan
inteligible y, dependiendo de cada caso, legitimando una u otra concepción de la naturaleza
del dolor y de la idea de víctima que lleva aparejada.
Un recorrido de ida y vuelta, pues. Los relatos culturales sobre víctimas absorben
una preocupación social largamente madurada, tratan de darle forma comunicable y una
sintaxis narrativa que, en lo esencial, consiga capturar esa experiencia del dolor que difiere
radicalmente de la de otros momentos históricos. Y para ello necesitan modificar, desplazar
o revisar los moldes narrativos y estéticos disponibles, pues estos surgieron en mundos
sociales con visiones del mundo muy diferentes. En ese sentido, esos relatos culturales
contribuyen a consolidar y a expandir ciertas ideas de la víctima, de su naturaleza y de su
entorno. Pero a la vez, al crear marcos narrativos para su comprensión e imágenes que
tratan de simbolizarla modifican (o potencialmente pueden hacerlo) las ideologías de la
víctima de las que se hacen eco y las tramas de sentido y afectos sobre las que estas se
sostienen.
La emergencia de la víctima como actor social privilegiado ha supuesto, en cierta
medida, una reordenación de algunas de las categorías fundamentales que sostienen la
experiencia social. Es lo que apunta desde la sociología Michel Wieviorka, que señala un
‘giro antropológico’ que convertiría a la víctima en el elemento central de una redefinición
de las relaciones sociales.
El giro antropológico que tiene lugar con la emergencia de las víctimas en el
espacio público (…) supone una mutación de las instituciones, un
desplazamiento en la definición de las fronteras entre el espacio público y el
privado; y por otra parte, hace de una categoría invisible, o casi, una figura
mayor de la modernidad contemporánea, un sujeto individual y eventualmente
colectivo (Wieviorka, Michel, 2003: 31).
Como el propio Wieviorka plantea, esta creciente legitimidad social de las víctimas
está, en un sentido histórico, vinculada con las demandas de colectivos que han logrado
visibilizar sus luchas e instalar en el espacio público sus demandas de reconocimiento y
reparación. A una escala global, el creciente reconocimiento de los supervivientes del
Holocausto, desde los años sesenta, como merecedores de reparación histórica y como
portadores de una verdad moral ha ido de la mano de su progresiva conceptualización
como víctimas de un acontecimiento único e incomparable. En su intento por diferenciarse
cualitativamente de otros supervivientes, una parte de la comunidad judía consiguió
transformar la vergüenza postraumática por haber sido aniquilada y humillada en un
orgullo ligado a su condición de víctima de un acontecimiento inconmensurable 4. Sin duda
ese proceso, que llegó a producir una verdadera ‘competencia de las víctimas’ (Chaumont,

4La figura de Elie Wiesel y el debate sobre la ‘unicidad’ de la Shoah jugaron un importante papel en
ese proceso. Jean Michel Chaumont (1997) ha analizado con detenimiento la relación entre las
demandas de reconocimiento de las víctimas de la Shoah y construcción de nuevas identidades
sociales ligadas a la condición de víctima.

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1997) en sus demandas de reconocimiento y distinción social, se halla en el origen de la


centralidad social y cultural de las víctimas contemporáneas.
Los estudios de Gabriel Gatti y su grupo de investigación5 han tratado de
conceptualizar las particularidades de estas nuevas víctimas, propias de los mundos
hispánicos contemporáneos. Se trata, sin duda, de algo difícil de periodizar o localizar con
precisión, pero que debe diferenciarse de las concepciones clásicas de la víctima, tal como
había sido conceptualizada en la sociología francesa o anglosajona. Probablemente esa
diferencia tenga que ver con las condiciones político-sociales de lugares de institucionalidad
débil:
sometidos al vaivén permanente de la narrativa transicional, o la de lo post
(sociedades postviolentas, postdictatoriales, postcoloniales) y tendentes, en
definitiva, a la refundación periódica de sus pactos nacionales, pactos en los que
tropos como la memoria o personajes como la víctima devienen centrales para
(re)construir sus respectivas narrativas nacionales (Gatti, 2014: 288).
En esos espacios –tan dispares como la España postfranquista, la Argentina y el
Chile post-militar o la Sudáfrica posterior al apartheid...- la figura de la víctima habría
servido para sellar los nuevos pactos nacionales, establecer consensos y construir nuevos
relatos en los que la condición de ciudadanía se definiera por algún tipo de relación (muy
directa o más oblicua, dependiendo del caso) con algún tipo de víctima histórica o social.
Señala Gatti que en el caso español el nuevo espacio de las víctimas presenta tres rasgos
fundamentales: 1/ es un espacio habitado por sujetos ordinarios; frente a la excepcionalidad
de la víctima clásica; 2/ las causas de la víctima se han pluralizado hasta hacerse masivas –
abarcando un impresionante abanico que va desde motivos trascendentes y prestigiosos
hasta otros cotidianos y accidentales-; y 3/ el espacio de las víctimas se ha profesionalizado
y ritualizado generando todo un mapa de instituciones, oficios, técnicas y normas para la
gestión del dolor (Gatti, 2014: 282-283).
¿Cómo la esfera cultural se hace eco de esa progresiva victimización del espacio
público? ¿Qué marcos narrativos, qué imágenes, qué palabras le ofrece para dar sentido a
esa nueva calidad del sufrimiento y de los mundos afectivos que se derivan de él? ¿Cómo
traduce a claves estéticas las formas de la empatía que tienen lugar en ese nuevo espacio de
las víctimas? Se trata, sin duda, de preguntas difíciles de contestar, tanto por la falta de
distancia histórica como por la gran cantidad de relatos culturales que, en los últimos
quince años, han tenido a la víctima como actor principal. Y sin embargo, algunos de estos
relatos han tenido tal resonancia social que, quizás, acercándonos a ellos podamos
vislumbrar algunas de las lógicas que, de un modo otro, caracterizan a estas nuevas
narrativas y estéticas de la víctima.

5 Gatti dirige el proyecto de investigación ‘Mundo(s) de víctimas. Dispostivos y procesos de


construcción de la víctima en la España contemporánea’.

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2. De la situación-víctima a la identidad-victima

Detengamos pues nuestra mirada en dos películas


centrales en la consolidación de este nuevo imaginario:
El Bola y Te doy mis ojos. Sería inexacto decir que hasta
ese momento el cine y la cultura españolas no habían
tematizado el problema de las víctimas, pero lo cierto es
que ambas películas supusieron una redefinición
completa, y en condiciones de gran visibilidad, de los
parámetros desde los que éstas iban a ser representadas.
Durante toda la década de los noventa los nuevos
formatos audiovisuales habían llevado al interior de los
hogares a sujetos que buscaban en la televisión una
escucha de su condición de víctima que le aparecía
negada en otros ámbitos sociales. La entrevista, el
testimonio o el relato de vida fueron los géneros,
fundamentalmente televisivos, a partir de los cuales se
consolidaron los nuevos imaginarios de la víctima6 y
contribuyeron a instalar en el espacio público una serie
de problemáticas como el maltrato infantil, el abuso de menores, el acoso sexual o la
violencia de género, cuyas víctimas comenzaban a tener rostro y visibilidad.
El Bola supuso, en ese contexto, la redefinición de los parámetros estéticos y
narrativos del cine social español en su adaptación a los nuevos imaginarios de la víctima7.
Como film que, en cierta medida, marcaba una transición en el tratamiento del problema
social de la infancia, El Bola partía de un modelo narrativo más o menos reconocible ‒el
relato de iniciación juvenil8‒ para, en su último tramo, derivar toda la carga dramática hacia
el problema del maltrato infantil y la violencia paterna, haciendo del Bola una víctima social
que reconocía y asumía su condición de tal9.

6 No por casualidad Annette Wieviorka (1998) ha hablado de la aparición de una ‘era del testigo’,
en la que aquel que ha vivido el acontecimiento parece ser el más legitimado para producir un saber
moral sobre él. El testimonio sería, sin duda, el género narrativo por excelencia de la ‘era de las
víctimas’.
7 Ese es el valor fundamental que, a menudo de forma entusiasta, ha hallado en ella la crítica

académica: “El Bola rompe uno de los silencios más prolongados en la historia del cine español
acercándose y descubriendo una realidad oculta, desconocida y en muchos casos voluntariamente
ignorada por gran parte de la sociedad española (…). Este film supone un nuevo hito en la historia
del cine peninsular, una ruptura diacrónica en el film social español al acercarse a esta problemática,
algo que no se había producido con antelación” (González del Pozo, 2008: 57).
8 El propio Mañas escribía: “Es una historia, que yo manejaba en mi cabeza, sobre la amistad entre

dos chavales de doce años. Yo había trabajado en tres cortometrajes con niños y creí que merecía la
pena hacer un largometraje que contara esta historia. Buscaba que perteneciesen a dos mundos
completamente antagónicos. Lo que me movió a hacer El Bola fue la idea de ver a niños con
problemas que, de pronto, en un entorno totalmente distinto, reaccionan de una forma diferente”
(en Gozalvo: 5).
9 Efectivamente, toda la parte inicial de la película tenía la forma de un relato de iniciación

adolescente y narraba el desarrollo de la amistad entre el Bola y Alfredo. En ese tramo del film, la

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El tramo final de la película, en


el que se desvelaba la situación de
violencia en la que transcurría la vida
del protagonista, definía con precisión
una concepción muy determinada de la
condición de víctima, que conectaba
estrechamente con los imaginarios de la
víctima que se estaban consolidando en

De relato de iniciación juvenil a retrato de la violencia otras esferas del mundo social.
Fundamentalmente, se trataba de
alguien marcado por una posición de debilidad, aislamiento e indefensión, lo que, de alguna
forma, le hacía ver como normal su propia situación y, por tanto, le impedía reconocer su
condición de víctima. En el caso del Bola, su edad infantil y el carácter cerrado y
conservador de su familia, definían esa situación de debilidad. Por ello, la clausura del film,
en la que el Bola, tras una noche de violencia y huída era ayudado por la familia de su
amigo a denunciar su situación, resultaba enormemente significativa e implicaba varias
cuestiones centrales en la construcción de una ideología de la víctima.
En primer lugar, la idea central de que la única salida posible para la condición de
víctima suponía asumir su lugar como tal, hablar desde él y reorganizar sus relaciones
sociales desde ahí. La autoconceptualización como víctima, por tanto, como la condición de
posibilidad de su posible liberación de la violencia que le atenazaba. En segundo lugar, la
comprensión del testimonio como el discurso propio de la víctima y como la clave de una
cierta terapéutica, individual y social, con respecto al problema social de las víctimas.
El tramo final de la película se estructuraba, pues, como un trayecto entre dos polos
narrativos casi opuestos pero interconectados. La situación-víctima aparecía claramente
diferenciada de la identidad-víctima: la primera aparecía como una situación inestable y
ligada a la confusión, la incomprensión y el aislamiento, en la que la experiencia de
sufrimiento estaría ligada a la vergüenza, a la culpabilidad y a la imposibilidad de
comunicarla a los demás; la segunda se propondría como un lugar de llegada y de
superación, ciertamente paradójico: para dejar de ser víctima habría que concebirse como
tal; para liberarse de la carga destructora de la violencia habría que nombrarla y
comunicarla a los demás. Así pues, la identidad-víctima supondría, de alguna forma, la
superación de la situación-víctima, un lugar de asunción de la propia condición y de
enunciación denunciante de su propio sufrimiento. Si la primera estaba signada por la
vergüenza y la culpabilidad, la segunda se hallaría atravesada, por el contrario, por la
dignidad y, de algún modo, por la exigencia de reparación.

violencia del padre del Bola era simplemente verbal y no se adivinaban las condiciones de violencia
extrema en las que vivía el protagonista, cuyo carácter huidizo parecía atribuirse a otras cuestiones.
Así, la violencia paterna iba apareciendo poco a poco y adueñándose del relato en el tramo final,
pero no era ‘el tema’ del film desde el principio, que progresivamente iba virando de un relato de
iniciación a un relato de denuncia y de una exploración de la subjetividad adolescente a una
radiografía social de la víctima de violencia infantil.

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El Bola prestando declaración

La escena final -en la que el Bola testimoniaba ante la policía con el rostro marcado
por los golpes- supondría la culminación narrativa de esa concepción de la víctima: de un
estado confuso, inestable y violentado la víctima pasaría, a través de esa declaración, a una
cierta estabilización subjetiva, ciertamente herida, pero reconocida institucionalmente como
dañada y, por tanto, como merecedora de reparación. El testimonio, por tanto, o la
declaración policial –o en otros relatos la confesión de víctima al entorno- operarían como
canales de un nuevo tipo de subjetivación: a través del acto de comunicar y denunciar la
violencia sufrida emergería el sujeto-víctima, identificado con su carácter de tal y con las
narrativas e imágenes que se le asocian.
Así pues, la denuncia y declaración final producían un doble efecto de clausura
narrativa. Por una parte, el Bola era definitivamente separado de su padre y el espectador
podía suponer que la intervención del Estado y sus diferentes tecnologías de regulación –la
policial, la judicial…- iban a asegurar que dejara de sufrir su maltrato y, por tanto, que
dejara atrás su situación-víctima. Por otra, se cerraba exitosamente la intervención de la
familia de Alfredo, que era la que había permitido que el Bola denunciara a su padre,
abrazara el testimonio como discurso propio y construyera su identidad como víctima.
De hecho, uno de los conflictos más agudos que presentaba el film era el debate, en
el interior de la familia de Alfredo, sobre la forma más efectiva –teniendo en cuenta las
dificultades legales y las exigencias sociales- de ayudar al Bola a salir de su situación. La
solución a ese conflicto narrativo no ofrecía dudas: había una relación directa entre las
posibilidades de la víctima de dejar de serlo y la actitud y las decisiones de su entorno
animándole a reconocerse como tal.
La familia de Alfredo desempeñaba, de hecho, un rol narrativo crucial porque -
además de suponer un polo social e ideológico opuesto a la familia del Bola10-, era el foco
de una de las cuestiones principales que la película planteaba al espectador: ¿cómo afrontar
un caso de violencia paterna desde fuera?, ¿cómo actuar? Más que analizar las causas y

10 La violencia, tal como se representaba en la película, aparecía muy vinculada a la clase social y al
grado de ilustración. La familia del Bola estaba representada con los atributos clásicos de una familia
trabajadora y tradicional, basada en el autoritarismo paterno y en una serie de valores morales
conservadores como la obediencia y los códigos tradicionales paterno-filiales. La familia de Alfredo
aparecía como el negativo de esa situación familiar: estética y moralmente encarnaba unos valores
casi libertarios que se verificaban en otro tipo de trabajo y en otro tipo de relaciones humanas
mucho más abiertas y comprensivas.

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mecanismos de la violencia, El Bola conceptualizaba la violencia como algo socialmente


dado, y ponía su energía narrativa en pensar el modo de actuar, como ciudadanos, ante ella.
Dicho de otra forma, más que una representación o una fenomenología de la experiencia
del maltrato, la película era una dramatización de la necesidad social de detectar a las
víctimas, ofrecerles ayuda e incluso ayudarles a conceptualizarse como tales para poder
denunciar y salir así del círculo de violencia.
De hecho, la película abordaba un importante problema: su personaje principal,
aquel sobre el que deseaba proyectar la empatía y solidaridad del espectador, pertenecía a
un mundo afectivo y generacional que, aunque reconocible y fácilmente identificable,
guardaba una cierta distancia con respecto al habitado por su espectador potencial. De
alguna forma, el Bola constituía un otro social para el espectador, aunque un otro investido
con los atributos de la normalidad11 (una familia común): alguien con quien el espectador
difícilmente podía identificarse, pero a quien podía reconocer como propio de su mundo
social. ¿Cómo entonces generar esa respuesta empático-solidaria que el film buscaba en su
espectador?
Para ello, el relato proponía una estructura narrativa que, aunque marcada por una
concepción clásica, poseía un carácter singular: se articulaba sobre un doble sistema de
identificación espectatorial. Por una parte, el primer tramo del film focalizaba totalmente en
la percepción del Bola y, a pesar de su probable distancia social, el espectador podía
identificarse con su búsqueda de amistad y de experiencias. Generada esa identificación, el
final de la película derivaba en una fuerte empatía hacia el personaje golpeado y violentado.
Pero por otra parte, una buena parte
del film focalizaba en Alfredo y en su
ambiente familiar, permitiendo una
segunda identificación del espectador
–quizás más cercana ideológicamente
al espectador modelo de la película12-
basada en sus dilemas éticos y
emocionales con respecto a la figura
del Bola: ¿cómo ayudarle a salir de su
situación de violencia? El tatuaje. Las marcas en el cuerpo 1

11 De hecho, el mundo del Bola estaba representado desde los atributos de la normalidad, una
normalidad, sin embargo, en la que iba a emerger por la violencia: “Hay dos familias contrapuestas y
una de ellas está relacionada con un mundo no usual, como es el mundo del tatuaje, que se relaciona
con la violencia; yo quise convertirla en una familia con ambiente liberal, con un comportamiento
más consecuente con lo que es la educación, sobre la base del diálogo con los hijos. En cambio, una
familia de clase media, donde todo es aparentemente normal porque tienen su tiendecita y parece
que no hay problemas, pues es donde yo quería que surgiera el problema” (Achero Mañas en
Gozalvo: 10).
12 Al principio del film, la familia de Alfredo estaba representada, en contraposición a la del Bola,

por las marcas de lo inusual (el mundo del tatuaje, el ambiente relajado…). Pero poco a poco la
película iba acercándola al espectador a través de una serie de situaciones en las que quedaba muy
clara su ética y coherencia moral, contrapuesta a la de la familia del Bola.

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Marcas en el cuerpo 2
De ese modo, el relato realizaba una sutil operación: permitía al espectador oscilar
entre una empatía directa con la víctima –con la que, sin embargo, mediaba una importante
distancia social y generacional- y una empatía indirecta13 canalizada a través de la familia de
Alfredo –mucho más cercana, previsiblemente, al mundo del espectador-. Esa doble lógica
empática era la que definía la posición del espectador ante la figura de la víctima (alguien
perteneciente a un mundo social ajeno pero a la vez conectado al del espectador) y la que
mediatizaba su reacción emocional ante ella (el conflicto ético-emocional de la familia de
Alfredo servía de canalizador de la respuesta del espectador).
En esa construcción narrativa de la víctima, ¿cómo aparecía representada
visualmente la violencia que convertía al Bola en sujeto-víctima? Frente a los excesos de los
lenguajes televisivos con los que sin duda dialogaba, la película de Achero Mañas se
caracterizaba por un sumo cuidado visual. A su sutil caligrafía emocional se le sumaba un
cierto pudor en la mostración de la violencia, que en general se desplazaba hacia escenas de
tensión pero que no llegaban al uso de la fuerza física. Efectivamente, su representación
visual estaba limitada a una de las secuencias finales, que era la desencadenante de la huída
y la denuncia del protagonista. Hasta la última y definitiva paliza del padre, la violencia física
no aparecía representada directamente: las palizas que, sabíamos, recibía el Bola, ocurrían
tras un fundido en negro o en el intervalo entre dos secuencias.
Sí aparecían, sin embargo, representadas a través de sus efectos y huellas: las marcas
en la espalda y el costado eran lo que permitía a Alfredo sospechar y compartir la sospecha
con sus padres; las marcas en la cara eran lo que le impedían ir al colegio y las que daban al
padre de Alfredo la seguridad sobre la responsabilidad del padre del Bola14. Y, en el tramo

13 El concepto de ‘empatía indirecta’, central en este análisis, surgió de forma colectiva en las
discusiones que tuvieron lugar en los seminarios y talleres organizados por Gabriel Gatti dentro del
marco del proyecto ‘Mundo(s) de víctimas’. A los participantes en esas discusiones debo, pues, el
concepto.
14 La idea de las ‘marcas en el cuerpo era central en la articulación narrativa. Señala Mañas,

comparando los tatuajes de Alfredo (realizados por su padre, tatuador profesional) con las marcas

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final, su rostro contusionado, hinchado y lleno de heridas era, sin duda, la prueba
encarnada de su condición de víctima.

Marcas en el cuerpo 3
No se trataba, sin embargo, de una representación barroca ni impactante del cuerpo
de la víctima. Las imágenes del cuerpo violentado no suponían un golpeo al ojo, sino que
estaban integradas en la narración y cumplían más una función narrativa –hacer que los
otros personajes reconocieran su condición de víctima- que un intento de impactar
visualmente al espectador. Esa contención en la mostración de la violencia era, sin duda,
coherente con el clasicismo de su articulación narrativa, que más que buscar efectos
visuales, trataba de afectar al espectador a través del desarrollo dramático del relato.
Ello era coherente con el propósito general del film: crear un ejemplo representativo,
que sirviera como ejemplo individual de un problema social. Así, la película se situaba en la
estela de una cierta tradición del realismo español cercano en algunos aspectos (aunque no
en otros) al naturalismo15 aunque alejada, sin duda, de cualquier deriva tremendista. La
ubicación de la historia en el extrarradio y los apuntes sobre las condiciones marginales de
algunos de los compañeros del Bola, conectaban con una perspectiva sociologista del
problema de la violencia, que hacía del análisis del ambiente social un elemento inseparable
de la comprensión posible del maltrato16.

de la violencia física en el rostro de el Bola: “hay un padre que es capaz de marcar a su hijo a través
de la violencia y el dolor para toda su vida, y un padre que, a través del amor, es capaz también de
marcar a su hijo. Son dos formas de marcar. Uno marca a través de las palizas, y otro padre marca a
su hijo por el camino del amor y por otra circunstancia, pero también le marca” (en Gozalvo: 10).
15 En las palabras del propio Achero Mañas puede hallarse la idea, tan propia del naturalismo, de

acercarse personalmente a la realidad que se pretende describir para, a través del conocimiento
personal, modificar el punto de vista sobre ella: “Maduré la historia después de tratar con chavales
de la calle, afectados por situaciones extremas de violencia. Hasta entonces quería abordar el mundo
de la infancia, pero no sabía de qué manera” (2000).
16 Escribía el propio Mañas al respecto: “No creo en el mal por el mal, pienso que muy poca gente

hace el mal con premeditación y alevosía. La violencia esconde situaciones psicológicas concretas y
cualquier persona puede llegar a ejercerla en algún momento extremo. Pero no quería justificar la
violencia, sino situarla en su contexto y evidenciar que ciertas situaciones pueden ser
incontrolables” (2000).

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3. Reimaginando lo social a través de sus víctimas

Pareciera, pues, que ese intento de dar con las claves narrativas y estéticas adecuadas
para representar a las nuevas víctimas estaba relacionado con una redefinición de las claves
cinematográficas para pensar lo social, que conectaba con algunas de las tendencias que, a
finales de los noventa y principios de la década, convulsionaron el cine europeo en la
búsqueda de nuevos códigos del realismo. De hecho, esa voluntad, explícita en El Bola, de
analizar y describir un problema sociológico con las herramientas de la ficción la separaba
del existencialismo experiencial que había caracterizado a las aproximaciones a la infancia
del cine de los 80 y 90 y, aunque desde parámetros estéticos muy diferentes, suponía un
intento de responder al reto lanzado por movimientos como Dogma 95 o el cine de los
hermanos Dardenne en su búsqueda de nuevos realismos contemporáneos.
Efectivamente, tanto El Bola como Te doy mis ojos formaron parte de un momento
muy concreto del cine español en el que diferentes directores jóvenes trataron de anudar
sus figuras de autor –y las consecuencias estéticas que implicaba esa autofiguración- a la
reevaluación de los códigos del llamado ‘cine social’ español. Las películas de Fernando
León de Aranoa, Barrio y Los lunes al sol, supusieron las puntas de lanza de esta
renovación estético-política que no estaba, desde luego, exenta de contradicciones, pero
que supuso una estimulante revisión de algunas de las categorías desde las que se estaba
planteando la relación entre política y estética en el campo cinematográfico.
Ángel Quintana, en una reflexión estimulante pero muy crítica, se refirió a esta
tendencia con la categoría de ‘realismo tímido’, poniendo el acento en su dependencia de
modelos narrativos clásicos (basados en un guión férreamente diseñado) alejados de la
experimentación de otros realismos contemporáneos (en los que la emergencia del azar en
el proceso de rodaje supone un elemento fundamental)17. Desde la óptica que nos interesa,
esa crítica apuntaba a un elemento fundamental: el modo en que desplazaba los conflictos
sociales estructurales a conflictos dramáticos basados en sentimientos complejos y a veces
contradictorios.
El cine del realismo tímido se caracteriza sobre todo por ser un laboratorio de
sentimientos, a veces contradictorios como la tensión entre amor y desamor de
Te doy mis ojos de Icíar Bollaín. En Mar adentro de Alejandro Amenábar, la
pulsión sentimental se encuentra milimétricamente diseñada en el proceso de
estructura de guión. Este proceso de búsqueda de la empatía es lo que acaba
generando las adhesiones del público ante unos temas desagradables –el maltrato
a las mujeres o la vida ordinaria de un tetrapléjico–, que podrían resultar
molestos para el acomodado ojo del espectador pero que han sido sabiamente
maquillados (Quintana, 2005:19).

17 “La mayoría de películas del realismo tímido se caracterizan por su deseo de constituirse como
mundos autónomos donde las leyes del guión adquieren más importancia que el mundo que se
quiere reflejar. Son películas que copian o imitan el mundo, poniendo en evidencia sus múltiples
limitaciones, pero que en ningún caso pretenden reproducir el mundo para poder reflejar mejor sus
ambigüedades” (Quintana, 2005: 18).

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Narrativas y estética de la víctima

Dejando a un lado el juicio de valor que se deriva de la cita, se puede resaltar un


hecho crucial: la renovación de la ‘temática social’ se llevaba a cabo a través de la empatía y
la identificación emocional con aquellos sujetos que sufrían los efectos de los problemas
sociales. Estas películas, de hecho, construían un espectador fuertemente empático, que
debía proyectar sus afectos –directamente o mediante personajes interpuestos, como se ha
visto en el análisis de El Bola- en la condición de vulnerabilidad de la víctima social. De un
modo involuntario, estos films construían una sintaxis muy eficaz para canalizar
narrativamente esa oleada empática que, en otros ámbitos de lo público, estaban generando
las nuevas figuras de la víctima.
No se trataba, pues, de analizar narrativamente las causas o los dispositivos que
hacían posible las lógicas de la discriminación o las nuevas formas de la exclusión, sino de
explorar los efectos que éstas producían en las personas que las sufrían, convertidas en
lugar de empatía espectatorial. León de Aranoa construyó dramas personales en torno a
sujetos que sufrían el fracaso de las políticas asistenciales y de integración social; si Barrio
tematizaba a los adolescentes de la periferia madrileña como víctimas de un sistema que no
les ofrecía alternativas, Los lunes al sol exploraba el trauma social de los parados de los
astilleros del puerto de Gijón años después de la reconversión industrial.
No hay duda de que esta forma de poner en relato los conflictos y desgarrones
sociales guardaba una estrecha relación con esos imaginarios de la víctima anteriormente
comentados: todos los procesos sociales podrían ser explicados a través del sujeto que sufre
sus efectos18. La víctima, pues, como elemento central que permitiría reimaginar las
relaciones sociales desde un prisma nuevo.
No es descabellado afirmar, pues, que la reemergencia de lo político que tuvo lugar
en la cultura española del cambio de siglo fue de la mano de una reconceptualización de lo
social desde el prisma reorganizador de sus víctimas. Y puestas así las cosas, no es de
extrañar que las ‘temáticas sociales’ a las que mayoritariamente se adscribieron estas
películas y textos culturales fueron aquellas en las que la figura de la víctima fuera más
nítidamente enunciable. Es decir, si se trataba de reimaginar las relaciones sociales desde
sus víctimas, qué mejor que hacerlo desde esas zonas de lo social en que la condición de
víctima –y de victimario- aparece más clara y definida.
Slavoj Zizek reflexionó hábilmente sobre las diferentes formas de violencia y la
visibilidad social de las relaciones que genera. Para ello diferenció entre tres tipos de
violencia: la violencia subjetiva (ejercida por un sujeto concreto, ya sea en lo físico o en lo
psicológico), la violencia objetiva o sistémica (los efectos del sistema económico y político) y
la violencia simbólica (la relacionada con la representación, el lenguaje y sus imposiciones
de un sentido del mundo).
La cuestión está en que las violencias subjetiva y objetiva no pueden percibirse
desde el mismo punto de vista, pues la violencia subjetiva se experimenta como
tal en contraste con un fondo de nivel cero de violencia. Se ve como una
perturbación del estado de cosas ‘normal’ y pacífico. Sin embargo, la violencia

18 Es este procedimiento de tematización de lo social muy similar al del cine clásico, pero en el
contexto que nos ocupa adquiere una significación muy diferente, que es la que interesa a este
artículo.

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objetiva es precisamente la violencia inherente a este estado de cosas ‘normal’. La


violencia objetiva es invisible puesto que sostiene la normalidad de nivel cero
contra lo que percibimos como subjetivamente violento. La violencia sistémica
es por tanto algo como la famosa ‘materia oscura’ de la física, la contraparte de
una (en exceso) visible violencia subjetiva. Puede ser invisible, pero debe
tomarse en cuenta si uno quiere aclarar lo que de otra manera parecen ser
explosiones ‘irracionales’ de violencia subjetiva (Zizek, 2009: 10).
No por azar las películas que nos ocupan pusieron el acento, fundamentalmente, en
formas de la violencia subjetiva en las que era fácilmente escenificable y dramatizable la
relación de dominación entre ‘víctima’ y ‘victimario’. Podría argumentarse, quizás, que al
poner el foco en esa violencia subjetiva –el maltrato infantil y la violencia machista- estas dos
películas desatendían las violencias sistémicas o estructurales de las que ésta dependía. Sin
duda, ese es el riesgo que corren aquellas propuestas culturales que focalizan su atención en
las escenas más visibles de la violencia social: que el impacto que genera la mostración de la
violencia directa oscurezca la comprensión de aquellas lógicas sociales, más complejas y
subterráneas, que influyen en ella y le dan un carácter estructural.

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306 ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 293-324
Narrativas y estética de la víctima

4. Hacia una estética de la víctima: Te doy mis ojos

Te doy mis ojos trataba de conjurar ese peligro


representando la violencia de género desde una
concepción integral, analizando y describiendo las
diferentes dimensiones del maltrato machista y el sistema
institucional que trataba de hacerse cargo de él. No se
trataba, de hecho, de un tema cualquiera: la violencia de
género había adquirido una gran notoriedad pública y
mediática a finales de los años noventa, y muy
especialmente a partir del asesinato de Ana Orantes en
1997, que sirvió de verdadero disparador para la
movilización social. Desde entonces el problema ganó una
centralidad social y discursiva que, en buena medida,
respondía a las luchas que los colectivos feministas habían
desarrollado en las décadas anteriores, pero que convergía
también con la creciente consolidación del paradigma de la
víctima como reorganizador semántico de los conflictos
sociales19.
En 2001 Icíar Bollaín estrenó un cortometraje titulado Amores que matan, en el que
imaginaba un ficticio Centro de Reeducación de Agresores donde diversos maltratadores se
sometían a un proceso de terapia y rehabilitación. Cruzando las estrategias del falso
documental y la ficción narrativa, Bollaín presentaba, aunque de forma embrionaria,
algunas de las situaciones narrativas que iba a desarrollar en Te doy mis ojos, aunque con
una importante salvedad: Amores que matan se centraba en el análisis de la subjetividad del
maltratador –interpretado brillantemente, como el de Te doy mis ojos, por Luis Tosar- más
que en la de la maltratada20. Incluso, en algunas de las falsas entrevistas a pie de calle que la
película incorporaba en su estrategia documentalista, se tematizaba la necesidad de
entender qué pasaba por la mente del maltratador para comprender sus estallidos de
violencia en toda su complejidad. Esa llamativa estrategia parecía responder a una cierta
saturación de las representaciones estandarizadas de la víctima de violencia de género que
ya estaban inundando las pantallas televisivas y los magazines de tarde.

19 Dos años antes de Te doy mis ojos, y a medio camino entre la estela abierta por El bola y el
melodrama televisivo, se habían estrenado Solo mía (2001, Javier Balaguer) y María la portuguesa
(2001, Dácil Pérez de Guzmán), que se centraban también casos de violencia de género. Apenas
unos años antes Dulce Chacón había publicado la novela Algún amor que no mate (1996), centrada
en el mismo tema, y que llegaría a alcanzar un cierto éxito de público.
20 Sobre ese ángulo de representación escribía Bollaín: “Y es que tal y como se habla del tema en los

medios de comunicación, hacerle a él protagonista no era lo más politicamente correcto. Pero no


podíamos dejar de preguntamos precisamente eso: ¿Por qué no se habla de ellos? ¿Quiénes son
estos hombres? ¿Por qué hacen tanto daño? Y si son ellos quienes agreden, ¿Por qué son ellas las
que tienen que huir de sus casas, esconderse y ser tratadas psicologicamente? Que se vayan ellos,
pensamos, que se "arreglen" ellos la cabeza. Y nos inventamos un centro de reeducación donde un
hombre, interpretado por Luis Tosar, acudía a ‘arreglarse’” (2003: 24).

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Te doy mis ojos supuso, con respecto a Amores que matan, una inversión de la
perspectiva narrativa21: el relato se organizaba en torno a Pilar -interpretada por Laia
Marull- que, desde la primera escena, era identificada como una víctima de violencia
machista en huída de su marido. Si El Bola partía de un relato clásico de iniciación juvenil
para desembocar en un relato de víctima, Te doy mis ojos se centraba desde el primer
momento en la situación-víctima. La película se abría así: tras unos planos que servían para
situar la escena en la noche de la periferia toledana, una mujer nerviosa y con signos visibles
de miedo recogía su ropa y salía de casa acompañada de su hijo; los planos entrecortados
reforzaban la sensación de nerviosismo y urgencia, generando un cierto desasosiego en el
espectador; una vez en la calle Pilar trataba de parar un taxi pero no lo conseguía y al subir
al autobús nocturno, acompañada de su hijo, se daba cuenta de que había huido, en plena
noche, con zapatillas domésticas. La víctima en estado de shock, pues, desde la primera
escena.
La trama de la película se sostenía sobre una concepción de la víctima y su identidad
similar a la que que había presentado El Bola, aunque llevaba su desarrollo narrativo a un
punto mayor de complejidad. Al igual que en el film de Achero Mañas, el tramo final de la
película consistía en un trayecto de toma de conciencia de la víctima de su condición de tal,
que tendría efectos liberadores. La identidad-víctima, por tanto, como punto de llegada de
la narración: la toma de conciencia como proceso de subjetivación que conducía a ella.
La película dramatizaba ese proceso de autoconceptualización como víctima a través
de los personajes de la hermana –interpretada por Candela Peña- y la madre –por Rosa
María Sardá- de la protagonista, que formaban dos polos extremos en la construcción de la
identidad-víctima. Mientras la hermana señalaba lo anormal de la situación y denunciaba
directamente a Antonio, el marido, como un agresor, la madre trataba de normalizar esa
situación de violencia, inscribiéndola en una genealogía familiar y en una cultura de la
abnegación y el sacrificio por el bien del matrimonio y los hijos. El vaivén emocional de la
protagonista hacia su hermana y su madre escenificaba su propio conflicto interno hacia
esas dos formas antagónicas de afrontar su experiencia matrimonial violenta.
Pero, obviamente, la simpatía del espectador y de la película recaía sobre el
personaje de la hermana, que desempeñaba en la película un rol similar al de la familia de
Alfredo en El Bola. Con una vida de pareja totalmente libre de violencias y tensiones,
aparecía como un modelo alternativo de convivencia opuesto en todo al matrimonio de
Antonio y Pilar. Más que eso, como un espacio no contaminado por la violencia, desde el
que sentir empatía y solidaridad con la víctima.
De nuevo, pues, un sistema de doble identificación espectatorial que le hacía oscilar
entre la empatía directa -con alguien cuyo carácter de víctima de malos tratos la alejaba en
cierta medida del espectador modelo- y la empatía indirecta, mediatizada por la figura de la
hermana –mucho más cercana a la posición que la película diseñaba para su espectador

21 Alicia Luna, coguionista de ambos filmes, se refería a ese cambio de perspectiva del siguiente
modo: “Habíamos hecho Amores que matan que era un cortometraje-documental, falso
documental, en el que planteamos una hipótesis: ¿qué pasaría si reeducásemos a los maltratadores?
Y después de terminarlo Icíar quiso hacer Te doy mis ojos. Quiso hacer una película investigando
por qué una mujer aguanta” (en Molina).

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Narrativas y estética de la víctima

ideal-. Esa empatía oscilante era, también, una forma de traducir emocionalmente el
trayecto entre situación-víctima e identidad-víctima que estructuraba la trama: Pilar
necesitaba incorporar y aceptar la mirada de su hermana, que desde el principio la había
conceptualizado como víctima, para acabar identificándose como tal.

El claroscuro
En ese entramado narrativo que, en lo esencial, era similar al de El Bola, tenía lugar,
sin embargo, una más compleja representación visual de la víctima, que incorporaba y daba
funcionalidad dramática a algunos elementos de la tradición pictórica barroca, como el
claroscuro o la representación tensional del cuerpo de la víctima. Se trataba de recursos
puntuales, que aparecían en el interior de una narración de corte clásico y realista, pero que
ayudaban a construir una cierta textura visual y emotiva para inscribir la representación de
la víctima.
En el tramo inicial de la película predominaban ambientes nocturnos que daban una
tonalidad oscura a la película. Esa oscuridad adquiría una fuerte expresividad en la primera
escena en que, ya separados, Antonio y Pilar se encontraban por primera vez, pero solo a
través de la rejilla del portón de la casa en la que ella estaba alojada. En esa escena, que
construía eficazmente un clima de aislamiento y miedo, Bollaín utilizaba el claroscuro y,
aunque de un modo leve, alguna técnica que podría identificarse con el tenebrismo. Era una
forma de generar un ambiente visual acorde con el desarrollo de la secuencia en la que
Antonio, a través de la rejilla, terminaba por coger el rostro de Pilar y estrujarlo
violentamente, mientras le gritaba que
abriera la puerta que ella, bloqueada
por el miedo, se negaba a abrir. Al
final de la escena, y como cierre de ese
primer estallido de violencia, el rostro
de Pilar aparecía tensado hasta casi
llegar a su límite. Como si la
experiencia que estaba viviendo solo
pudiera expresarse o canalizarse a
través de la contorsión. Y ahí radicaba
uno de los elementos fundamentales
sobre los que iba a pivotar la
El rostro en tensión de la víctima representación cinematográfica de la

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víctima: su cuerpo como espacio metafórico.


Efectivamente, en Te doy mis ojos el cuerpo era el lugar en el que se representaba la
violencia y el trauma y el que, de alguna forma, llevaba las marcas de la violencia. La
violencia física extrema no se representaba visualmente, pero sus efectos en el cuerpo
adquirían una crucial importancia narrativa. De hecho, en la escena en que la hermana leía
en los partes médicos sobre las diferentes lesiones de Pilar se clarificaba para el espectador
la naturaleza brutal de la violencia que estaba sufriendo, que sin embargo la película se
negaba a representar, centrándose mucho más en la violencia psicológica y en la
humillación sistemática.
La película, en un gesto inteligente y pudoroso, tampoco representaba las posibles
marcas en el cuerpo de la protagonista. Pilar no aparecía con el ojo morado, ni coja ni con
el brazo escayolado. Lo que su cuerpo hacía evidente eran los efectos traumáticos de la
violencia machista. Durante toda la película, la actriz construía una mirada huidiza, una
posición corporal abatida y una gestualidad vacilante, que se extremaba en los momentos
en que Antonio entraba en casa o lo veía aparecer en cualquier sitio. Ese registro de
actuación, que desplazaba a la posición corporal la condición psicológica del personaje,
solo se suspendía en los momentos en que Pilar empezaba a liberarse del control del
marido22, pero se trataba, claro, de cambios momentáneos y carentes de continuidad. Pero
a través de ese cambio en el registro actoral la película escenificaba la transformación
vacilante de la protagonista y sus ‘progresos’ para salir del círculo de la violencia.

El cuerpo de la víctima fuera de control


En las escenas de máxima violencia de la película -que, como ya he aclarado, no
consistían en palizas físicas sino en humillaciones subjetivas profundas- el cuerpo de Laia
Marull se llevaba a una máxima tensión y ahí sí aparecían técnicas de figuración que
conectaban directamente con una representación barroca del cuerpo. Tanto en la escena de
la puerta y la mirilla, anteriormente comentada, como en la escena de violencia final -en la
que Antonio impedía a Pilar presentarse a una oferta de trabajo y la dejaba desnuda en el

22En el tramo del relato en el que comenzaba a trabajar en el museo y, especialmente, cuando se
convertía en guía de arte y se reinventaba ante el público.

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balcón- el rostro de Laia Marull aparecía desencajado y todo su cuerpo se retorcía en un


gesto dislocado de pavor. Era como si el cuerpo estallara incapaz de contener tanto dolor.
Pero, en línea con lo expuesto anteriormente, no se trataba de un dolor físico ni de una
herida corporal sino de un dolor subjetivo y un miedo psicológico profundo. El cuerpo,
pues, no como huella de la violencia física, sino como expresión de la dislocación subjetiva.

El rostro desencajado de la víctima


En ese sentido, el cuerpo fuera de control de Pilar era la forma de representar la
inconmesurabilidad de su herida interior. Una identificación, la del cuerpo abatido y la
subjetividad desestructurada, sobre la que insistía constantemente la película: en la escena
en la que Pilar denunciaba la situación a la policía ésta le exigía, siguiendo el protocolo, un
parte médico o de marcas externas. Ante ese requerimiento Pilar afirmaba: “Me ha roto por
dentro”. Ante la exigencia de marcas físicas, la imposibilidad de documentar una
conmoción interior.
Esa representación del cuerpo en tensión y fuera de control rimaba paradójicamente
con algunas escenas de la película en las que Pilar experimentaba placer sexual con
Antonio, en esos momentos en que la convivencia entre ambos parecía relajarse. Había una
escena especialmente llamativa a este respecto: tras una dura discusión, Antonio llegaba con
regalos a casa y acariciaba a Pilar mientras ella permanecía sentada. El cuerpo de ella se
tensaba en una especie de éxtasis sexual que se acercaba, en su composición visual, a las
imágenes del cuerpo fuera de control por la violencia. La película planteaba así una idea: la
sexualidad era una más de las herramientas a través de las cuales Antonio sometía a Pilar, y
de ese sometimiento no estaban excluidos ni el placer ni la fascinación erótica. Pero también
nos ofrece una clave del modo en que Bollaín construía visualmente a la víctima: su cuerpo
en tensión extrema como efecto de aquellas situaciones en las que el sujeto había llegado a
sus límites. Ahí sí las representaciones del cuerpo de Pilar conectarían con la imaginería
barroca y con su cruce entre lo sexual y el dolor extremo23.

23 No se me ocurre un mejor ejemplo de esa aleación que El éxtasis de Santa Teresa de Bernini, en
el que la tensión corporal traduce la inconmensurabilidad de la experiencia extática.

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El cuerpo al límite, también por el placer


Sin embargo, y a pesar de lo que pareciera desprenderse de lo anterior, Te doy mis
ojos estaba claramente estructurado como un relato clásico, muy contenido en su apuesta
visual, que voluntariamente trataba de evitar la sobreexposición del cuerpo violentado de la
mujer. La película utilizaba, por tanto, un elemento típicamente barroco (la representación
del cuerpo tensionado y fuera de control de la mujer) en un relato que no tenía nada de
barroco, como un recurso expresivo y de sentido muy potente, pero muy limitado a
escenas puntuales. Esas escenas tenían la función de afectar al espectador, de golpear su
sensibilidad a través de un choque visual que condensara la violencia que se había ido
tematizando y madurando a lo largo del relato, pero en ningún caso hacían tambalear su
organicidad ni la trayectoria sentimental y emocional de la que daba cuenta, y que era el
verdadero objetivo de representación de la película.
Por todo ello Te doy mis ojos profundizaba en la tendencia ‘naturalista’ que se podía
detectar en El Bola: pareciera la puesta en relato de un estudio de caso, que tenía
representatividad en términos sociales y parecía llevar a la ficción el resultado de una
encuesta sociológica sobre el perfil de una mujer maltratada y sobre la psicología de su
maltratador24. Lo interesante era cómo la película inscribía, en ese relato fuertemente
sociologista25 esos procedimientos barrocos que atacaban la sensibilidad del espectador, y

24 Al igual que hiciera Achero Mañas con su conocimiento personal de los jóvenes que iba a
retratar, Iciar Bollaín resaltaba el trabajo de investigación y documentación en torno el universo
social de la mujer maltratada durante la escritura del guión: “La mejor ayuda para entender de qué
estábamos hablando nos la facilitó una asociación de Toledo que nos abrió sus puertas y nos dejó
sentarnos entre un grupo de 14 o 15 mujeres que se reunían en terapia. Pudimos escucharlas,
verlas, sentirlas. Durante más de dos horas, cada jueves, estas mujeres lloraban, reían, fumaban, se
frotaban las manos, se escuchaban y se miraban unas a otras. A veces nos parecía que venían de muy
lejos, de quién sabe qué infierno, a veces en cambio nos parecía que las conocíamos de toda la vida.
A veces las entendíamos, a veces no” (2003: 25).
25 Resultaban de enorme interés a este respecto las escenas de terapia que Antonio compartía con

otros maridos maltratadores, que desarrollaban lo apuntado en el cortometraje Amores que matan,
y que dejaban bien a las claras que no se trataba de un problema individual sino estructural y
relativo a los roles de género asumidos y naturalizados socialmente.

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312 ISSN: 2340-1869 · PÁGS. 293-324
Narrativas y estética de la víctima

trataban de afectarlo emocionalmente mediante las imágenes de los cuerpos tensionados.


Esa alianza entre un relato realista, comedido, lineal y sociologista, y la utilización puntual
pero potente de una imaginería casi barroca del cuerpo era, sin duda, una de las
particularidades que definían las claves narrativas y estéticas en torno a las que se iban a
representar las víctimas sociales.

La víctima en su (fallida) declaración


Lo importante de todo ello es que a partir de esas y otras películas y prácticas
culturales se fueron consolidando, a lo largo de la década, unas claves narrativas y estéticas
como las adecuadas para representar a las víctimas. Más que eso: en muy pocos años el
esquema narrativo que construía a la víctima como lugar de empatía espectatorial se
consolidó como el modo adecuado, o al menos reconocido como tal por las instituciones, el
público y las industrias culturales, para representar la gran diversidad de conflictos que
atravesaban la sociedad española. Ante cada tensión social, pareciera que la misión de la
cultura fuera visibilizar a sus víctimas y construir las narrativas posibles para empatizar con
ellas. Las narrativas de la víctima, pues, como matrices de una nueva comprensión de lo
social, más empática que analítica y, en no pocos casos, más emocional que crítica. Las
víctimas y su sufrimiento, en cualquier caso, como termómetro y cifra de una sociedad
cuyas fallas y violencias parecían encontrar una representación convincente y poderosa en
ellas.

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5. Marcos narrativos de la víctima e Historia reciente

En ese contexto la víctima aparece como una figura ciertamente paradójica. Por una
parte, marcada por la precariedad, la indefensión y la violencia. Pero a la vez, y en virtud de
lo anterior, legitimada enunciativamente y cargada de un aura que en otro tiempo estuvo
destinada a los héroes. Esa victimización de los relatos sociales ha atravesado todas las
esferas y ámbitos, llegando a modificar las rutinas y las lógicas de representación que, hasta
hace unos años, habían dominado las industrias culturales españolas.
¿Cómo ha influido este proceso en los relatos culturales sobre la historia reciente?
¿De qué modo se ha articulado esta centralización de la víctima con el boom de películas,
novelas y propuestas culturales que, en los últimos quince años, han tomado a la guerra
civil y al franquismo como objeto de representación?
Ricard Vinyes, en sus estudios sobre la memoria de la violencia en la España post-
franquista ha referido ampliamente a los contradictorios usos de la víctima en las políticas
institucionales. Señala cómo la ideología de la reconciliación habría generado una ‘buena
memoria’ (Vinyes 2009: 25), consagrada por las instituciones y la industria cultural, que se
basaría en una cierta despolitización y descausalización del relato de las violencias
represivas, que las desligaría de sus efectos históricos y sociales y de los proyectos de país a
los que fueron funcionales.
En el centro de esa ‘buena memoria’ se hallaría la ‘institucionalización del sujeto-
víctima’, que llegaría a adquirir un valor casi totémico, basada en la valoración del
sufrimiento de las víctimas como gesto fundamental para una gestión del pasado
traumático26 desde los parámetros de la ideología de la reconciliación:
Más que una persona (una biografía, un proyecto), el sujeto-víctima constituye
un lugar de encuentro con el que el Estado genera el espacio de consenso moral
sustentado en el sufrimiento impuesto (…). Un espacio que reúne a todos, desde
el principio de que todos los muertos, torturados u ofendidos son iguales. Algo
que resulta tan indiscutible empíricamente como inútil y desconcertante a
efectos de comprensión histórica, al disipar la causa y el contexto que produjo el
daño al ciudadano. Ese aprovechamiento del sujeto-víctima genera un espacio en
el que se disuelven todas las fronteras éticas (Vinyes, 2010).

26 Desde una perspectiva contraria a la de Vinyes, Xabier Etxeberría literariza en su estudio sobre el
lugar de las víctimas en la construcción de la memoria social este planteamiento victimalista que,
entre otras cosas, permitiría hallar en la victimización un espacio de encuentro transideológico y
transhistórico: “Esta memoria social [la que sitúa a la víctima en el centro] (…) presupone una
acogida empático-solidaria de las víctimas que hace efectiva la afirmación ‘tu memoria es la mía’. (…)
Este compartir recuerdos puede tener diversos alcances. Efectuarse, por ejemplo, entre las víctimas
del mismo grupo victimador, por ejemplo, de ETA, o de la dictadura franquista, que genera fuere
solidaridad personal y cívica entre ellas; o realizarse entre víctimas de grupos enfrentados, si los
hubiera (…) lo que añade a la memoria compartida un elemento muy relevante, el de saltar fronteras
para alcanzar la común victimización” (Etxeberria, 2013: 19).

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Narrativas y estética de la víctima

Valga un ejemplo, quizás extremo pero no poco


representativo, para ilustrar el modo en que la industria
cultural ha hecho confluir las narrativas de la historia con
las narrativas de la víctima: Las trece rosas (Emilio
Martínez-Lázaro, 2007) que alcanzó desde su estreno una
gran notoriedad y en pocos años se ha convertido en un
referente cultural compartido sobre la represión de
postguerra y la experiencia de las mujeres en las cárceles
franquistas.
La película se hacía eco de un interés renovado por
la historia de trece mujeres, la mitad de ellas militantes de
las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU) que habían sido
fusiladas por el régimen franquista en una noche de agosto
de 1939, poco después de finalizada la guerra civil.
Diversos actores culturales vieron en el caso de las trece
rosas rojas una historia propicia para conectar con la
sensibilidad actual27: su historia permitía vincular la
sensibilización social en torno a la violencia contra las
mujeres con la revisión de las políticas represivas del
franquismo y la arbitrariedad de su sistema penal.
En 2004 Verónica Vigil y José María Almela produjeron un documental sobre estas
mujeres, cuyo título aludía a la frase que una de las condenadas había escrito a sus familiares
en su última carta, antes de ser fusilada: Que mi nombre no se borre de la historia. Se
trataba de una película a contracorriente en su propuesta ideológica, más cercana al
discurso de algunos movimientos sociales que al de la industria cultural: en ella, diversos
testimonios analizaban la función social y política de la JSU en los años de la guerra y leían
el fusilamiento de las trece mujeres desde las claves que otorgaba su militancia en ese
contexto de violencia. La historia personal y el recuerdo de sus amigas y compañeras de
cárcel se articulaban a testimonios como el de Santiago Carrillo, que permitía reconstruir el
ambiente político turbulento en el que surgieron las JSU y tuvo lugar la represión de
postguerra.
Esa mirada abiertamente política contrastaba con la mirada sentimental y
despolitizada que iba a sostener la propuesta de Las trece rosas (2007, Martínez-Lázaro). Si
el documental de Vigil y Almela tuvo un recorrido limitado a la televisión y a las
asociaciones culturales y sociales, la película de Martínez-Lázaro estaba destinada al gran
público español: trataba de inscribir en los códigos del cine industrial el problema de la

27 El año 2003 el novelista Jesús Ferrero ficcionalizó sus vidas y su encarcelamiento, en una novela
muy lírica titulada Las trece rosas. El año siguiente, el periodista Carlos Fonseca publicaría el amplio
reportaje Trece rosas rojas (2004), que combinaba una exhaustiva investigación sobre el caso con
una impactante descripción, con recursos propios de la ficción, de las escenas del fusilamiento y
escenas de la vida en la cárcel (puede consultarse al respecto Peris Blanes, 2009). En 2006 Ángeles
López publicó Martina, la rosa número trece, sobre una de ellas, y la compañía de danza Arrieritos
presentó el espectáculo 13 rosas, que llegó a obtener varios premios Max.

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represión de postguerra que, por aquel momento, había alcanzado una importante
actualidad social y mediática gracias a las discusiones generadas en torno a la Ley de
Memoria Histórica impulsada por el gobierno de Zapatero28.
Fue en ese contexto en el que Las trece rosas llevó a cabo un gesto de amplio
alcance para la problemática que trata este artículo: releer el caso histórico de la represión
franquista desde los códigos cada vez más estandarizados de las narrativas contemporáneas
de la víctima. Y lo hizo a través de una doble estrategia: por una parte, la búsqueda de la
identificación directa de los espectadores con los personajes, lo que entrañaba todo un
trabajo de descontextualización y despolitización de la historia; por otra, la inscripción de la
de la represión política en el marco narrativo de la víctima de violencia de género, ya
consolidado como una clave narrativa reconocible por el espectador.
Como hemos visto anteriormente,
tanto El Bola como Te doy mis ojos
construían un doble sistema de
identificación para conjurar un problema
de fondo: la distancia socio-cultural del
espectador con respecto a la víctima de
la que hablaba el film exigía un
mediador, en el que el espectador
pudiera reconocerse, para canalizar su
empatía. En esas películas, la víctima
aparecía todavía como un otro, con el
que era preciso empatizar pero desde la

diferencia y una cierta distancia que se Hacia la empatía directa: el romance heteroideológico como fuerza de
resolvía mediante el mecanismo de la identificación
empatía indirecta. Sin embargo, Las trece rosas, cuyas víctimas reales sin duda eran
muchísimo más lejanas histórica, social, ideológica y vitalmente de sus espectadores,
apostaba por recortar al máximo esa distancia y eliminar todos aquellos elementos que
podían separar la experiencia histórica de esas mujeres de la de sus espectadores. Decía su
director, Martínez Lázaro:
Por supuesto en la película era esencial entremezclar el relato épico con la vida
personal de estas chicas, para que el espectador se identifique, para que
simpaticen con Julia, con Blanca, con Victoria... Había que ir a escenas más
íntimas y pensé que estas chicas, por la edad que atravesaban, seguro que tenían
novios, y lo primero, o lo segundo que más les importaba junto con la situación
política eran esos novios (en Fernández, 2007).

28 Martínez-Lázaro, reputado como director de comedias ligeras pero de amplia aceptación


comercial, contó con un guión firmado por Ignacio Martínez Pisón, que había escrito unos años
antes una obra clave en la conformación de nuevas narrativas sobre la guerra civil, Enterrar a los
muertos (2005). Esa improbable alianza ético-estética marcó a fuego las contradicciones sobre las
que se sostenía la película.

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En esa búsqueda de la identificación


directa de los espectadores, la película
llevaba a cabo un proceso de
desideologización de las figuras históricas
que tomaba como objeto. Si estas habían
sido en su mayoría militantes de las JSU, y
vinculadas, por tanto, a un proyecto social
revolucionario, en la película aparecían
como muchachas simpáticas y
estereotipadamente comprometidas con
una causa más que difusa, identificada con
una asociación cultural sin apariencia
política. Su militancia quedaba reducida a La prisión política franquista desde los códigos del costumbrismo
una serie de slogans y acciones juvenil
representadas de forma extremadamente anacrónica, más cercanas al espíritu juvenil
contemporáneo que a la militancia revolucionaria de los años treinta. Las trece rosas habían,
pues, dejado de ser rojas, para que el público de 2007 pudiera identificarse con su drama
personal sin que la distancia ideológica pusiera trabas a esa identificación29.
La elección de actrices (y actores) conocidas por su participación en series televisivas
de estudiantes, y la ausencia de un trabajo de actuación destinado a reproducir la
gestualidad y el lenguaje de los años treinta, reforzaba esa tendencia al acercamiento
narrativo30. Incluso, la atmósfera con la que se representaba la cárcel de Ventas, más propia
de una excursión adolescente que de un infierno represivo, conectaba la imagen de las
muchachas con las estéticas del drama juvenil televisivo: el registro de actuación, la
ambientación, los diálogos… todo servía a una lógica de desajenización y acercamiento 31.
Las vidas de esas mujeres revolucionarias de la España de los treinta representadas con los
códigos visuales y narrativos del presente, para reforzar la idea central de la película: en lo
esencial, esas jóvenes que fueron fusiladas por un sistema injusto no eran diferentes a las
jóvenes que pueblan las teleseries de instituto, y con las que la población actual (el público
potencial) se identifica.

29 Resulta curioso cómo hasta hace unos años la referencia al caso incluía el término ‘rojas’ casi
unánimamente, y solo a partir de la novela de Ferrero y la película de Martínez-Lázaro desapareció
del imaginario su vinculación ideológica. El sintagma ‘trece rosas rojas’ había hecho fortuna era,
precisamente, por la aparente divergencia entre las asociaciones simbólicas del rosa –en este caso:
feminidad, fragilidad y juventud…- y del rojo –combatividad revolucionaria y lucha social-. La
eliminación del segundo miembro del sintagma incidía únicamente, de un modo tremendamente
estereotipado, en la feminidad, juventud y aparente inocencia de las trece mujeres fusiladas. El
cambio, pues no dejaba de ser significativo.
30 La elección de las actrices llegaba al colmo de la frivolidad al hacer que una de las funcionarias de

la cárcel estuviera interpretada por Leticia Sabater.


31 El propio Martínez Lázaro señalaba en una entrevista: “aprovecho para decir que en la película ni

de lejos he querido mostrar el horror de lo que fue aquello para aquellas chicas, pues no se hubiera
podido soportar en la pantalla. En ese sentido la película está muy dulcificada” (en Fernández,
2007).

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Esa opción narrativa implicaba, desde luego, un proceso de deshistorización y


despolitización, que dejaba a un lado los motivos políticos y estructurales de la represión
privilegiando los aspectos dramáticos de una situación de violencia conceptualizada como
irracional –y descontextualizada, por tanto, de su verdadera función en la construcción
político-social de la España de postguerra-. Se trataba, pues, de la elección de una
perspectiva muy cara a la ‘era de la víctima’: focalizar en los efectos dramáticos y personales
de la violencia más que en sus causas o su función histórica.
Más que eso, la película construía dramáticamente las escenas de violencia a partir
de los esquemas narrativos disponibles en el imaginario audiovisual actual: insertaba la
violencia represiva del franquismo en las claves estéticas de los relatos de víctima que
circulan por nuestra sociedad. No se trataba solamente de un anacronismo radical, sino de
una forma de sellar los conflictos éticos, morales e históricos generados por la complejidad
semántica de la violencia política a través del esquema ya consolidado socialmente de la
relación entre víctima y victimario.

Una de las escenas más duras del film condensaba buena parte de estas
contradicciones, y el complejo juego de identificación narrativa que llevaban aparejadas. Ya
detenidas las trece rosas, y sabiendo que algunas de ellas ya habían sido torturadas, la
película mostraba a Adelina, atada a una silla en una habitación oscura con una sola luz que
entraba por la puerta, en un efecto de claroscuro muy ligado a la iconografía barroca. Dado
que el espectador, a estas alturas de la película ya se había identificado emocionalmente con
ella y su dramática situación, toda la escena iba a ser ocularizada desde su posición. Dicho
en otros términos, la secuencia iba a ser representada, en buena medida, desde su
perspectiva visual y emocional.
Y no se trataba de una escena cualquiera: tras situar a Adelina en ese entorno
claroscuro, se mostraba cómo el comisario y varios torturadores llevaban a un miliciano a la
habitación adyacente, con la intención de torturarlo. La escena se representaba visualmente
desde la posición de Adelina –la mayoría del encuadre en negro y la puerta generando un
efecto de reencuadre al otro lado de la cual podía verse la tortura-, y estaba puntuada por

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contraplanos de su rostro que capturaban su reacción emocional ante la tortura del otro. El
miliciano, en acto heroico y para evitar delatar a sus compañeros, aprovecharía un descuido
de sus torturadores para suicidarse cortándose el cuello. Y todo ello lo veríamos desde la
posición emocional y visual de Adelina y puntuado por las contracciones de su rostro
tensado por el horror.

Secuencia de la tortura del miliciano, desde el punto de vista visual y emocional de Adelina

Adelina, pues, actuaba de mediadora emocional entre el espectador y la figura del


miliciano. Como en las películas anteriormente comentadas, la narración producía un efecto
de empatía indirecta, en la que la emoción espectatorial no se generaba por la mostración
de la violencia –aunque se mostrara- sino por la conmoción emocional de un testigo ante

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ella. Un testigo, hay que recordarlo, que también tenía el estatuto de víctima pero con el que
la narración había conseguido que nos identificáramos totalmente.
La secuencia, sin embargo, tenía un doble fondo. Mientras los torturadores pegaban
al miliciano32 –antes de su suicidio- en la habitación de al lado, el comisario entraba en la
pieza en la que estaba atada Adelina, se acercaba hacia ella y se situaba justo a su espalda.
Visualmente se generaba una imagen de gran potencia simbólica, a pesar de su topicidad: el
victimario, en pie, bien vestido y peinado e investido de los símbolos del poder, se acercaba
a una víctima indefensa, aislada y atemorizada, avanzando a través de las sombras que le
llevaban al único elemento iluminado de la habitación: el cuerpo de Adelina en perfecta
disponibilidad para el torturador.

Representación visual de la relación entre víctima y victimario


Cuando este llegaba hasta ella, comenzaba todo un ritual de abuso sexual. Frotaba
sus pechos de forma lasciva y humillante y le proponía una salida a su situación: “si hablas,
esta noche duermes en mi casa y mañana estás de vuelta al pueblo”. La escena se detenía
ahí, los golpes al miliciano la interrumpían y demoraban su desenlace hasta más tarde, pero
la clave estética desde la que leer la violencia quedaba clara: la relación entre el comisario y
Adelina era la propia de una abusador o un maltratador sexual. La relación política e
histórica entre el encargado de la represión policial y la militante de las JSU se resolvía,

32 Sobreesa escena, señala con paradójica lucidez Martínez Lázaro: “el caso del personaje de Enrico
Lo Verso, un militante comunista, sucedió así y aunque para el espectador es horrible, yo sé, y los
supervivientes lo sabrán si ven la película, que es muchísimo menos de lo que pasó. Una broma
comparado con lo que pasó de verdad” (en Fernández, 2007). No se podría expresar mejor.

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pues, a través del esquema narrativo de la víctima y el victimario sexual o de género.


Durante toda la narración, las escenas de violencia sobre las mujeres iban a incidir
recurrentemente en ese esquema33.

Violencia política / abuso sexual


El diferente tratamiento narrativo de los dos actos de violencia que presentaba la
secuencia nos ofrece, además, otra de las claves de la película. La violencia sobre el
miliciano, heroico e ideologizado, aparecía representada desde fuera, desde el punto de
vista de Adelina, mediante el procedimiento de la empatía indirecta: más que su muerte en
sí, la emoción del espectador se movilizaba a través del llanto y dolor de Adelina al
contemplarla desde la habitación contigua. El miliciano era, pues, un otro, ajeno al mundo
emocional del espectador, reconocible en tanto cliché –el luchador que da la vida por la
seguridad de sus compañeros- pero imposible de generar una identificación con el
espectador dado que, él sí, pareciera pertenecer a un mundo que no era el actual. Del otro
lado, la violencia sobre Adelina, -a quien la narración había extraído del mundo histórico
de los treinta y acercado a las dinámicas del mundo actual, posibilitando la identificación
espectatorial- aparecía narrada desde su propia percepción, pero no ya como violencia
político-social sino desde la clave de la violencia sexual y el maltrato de género.

33 Indudablemente, la violencia represiva del franquismo contra las mujeres incorporó prácticas de
vejación sexual y de dominación de género en sus técnicas de represión política. No se trata, pues,
de que esta y otras películas falten a la verdad en su representación de las escenas de violencia. Se
trata de que aislando esas prácticas de su contexto político y del conjunto de tecnologías de la
represión se las presenta como más semejante a una escena de maltrato machista actual que a la
represión política de los años treinta.

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6. Conclusiones: los abusos de la víctima

Ese gesto no pasaría de ser un curioso desplazamiento narrativo si no estuviera en el


corazón de las estrategias con las que la industria cultural, en los últimos años, ha abordado
la representación del pasado reciente y la construcción de una memoria cultural cada vez
más estandarizada34 en sus claves narrativas y estéticas. Una memoria cultural que,
paradójicamente, lee la complejidad del pasado histórico desde el esquematismo
universalizador y homogeneizador de las estéticas de la víctima actuales.
En un texto que llegó a ser muy influyente en los estudios sobre historia reciente y
memoria social, Tzvetan Todorov (2000) alertaba sobre los peligros de algunos usos de la
memoria que, más que contribuir a una comprensión cabal del pasado y sus efectos sobre el
presente, contribuían a un bloqueo del pensamiento histórico y que, en vez de conducir a
un estado de auto-conocimiento mayor y potencialmente liberador, conducían a una
paralización intelectual que podía hacer de la memoria el pasto de proyectos conservadores
o de odio social. Todorov hablaba, pues, de los ‘abusos de la memoria’.
No sería inexacto plantear que, en términos similares, la sociedad contemporánea
produce ‘abusos de la victimización’, en el sentido de que buena parte de los relatos sociales
remiten como un tótem a la figura de la víctima para tratar de sellar sus propias
contradicciones y las complejidades inherentes a las dinámicas sociales de las que tratan de
dar cuenta. De ese modo, un gesto históricamente saludable –‘tener en cuenta la experiencia
de las víctimas, darles voz, ofrecerles dignidad y reparación’- al convertirse en doxa social y
cultural ha estandarizado sus protocolos y lenguajes constituyéndose en una clave
rutinizada y esquemática, pero socialmente muy eficaz y aceptada, de conceptualizar y
representar los conflictos sociales.

34 Sobre la estandarización de la memoria, pueden consultarse los diferentes trabajos de Vicente


Sánchez Biosca, especialmente sus estudios sobre la representación cinematográfica de la guerra
civil en las últimas décadas (2006).

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