Llamados Al Amor
Llamados Al Amor
Llamados Al Amor
Llamados al amor:
La teología del amor humano
de Juan Pablo II
Katrina F. Ten Eyck y Michelle K. Borras
I M A G E N DE L A P ORTA DA
El mosaico fue realizado por el Padre Marko Ivan Rupnik, SJ, y los artistas
Caída y redención
19 Un rechazo del amor
21 La vergüenza
25 La vida en la perspectiva de la redención
27 Cristo cumple el significado del cuerpo
30 “Bienaventurados los limpios de corazón”:
La vida en el Espíritu
Llamados al amor
35 “Una entrega sincera de sí mismo”
37 El matrimonio y la virginidad
40 ¡Vayan y vívanlo!
44 Fuentes
47 Acerca de los autores
“Y Dios creó al hombre a su imagen; lo creó a imagen de Dios, los creó hombre y
mujer. Y los bendijo… ” (Génesis 1, 27-28)
1
persona humana, su “educación” – y estos jóvenes – se
convirtieron en parte del patrimonio de la Iglesia universal.
En el ciclo de 129 catequesis semanales de Juan Pablo II
sobre el amor humano, conocido comúnmente como la
“teología del cuerpo”, el mundo recibió los abundantes frutos
de vidas como la de Jerzy Ciesielski, uno de los jóvenes
amigos del Padre Wojtyła. Ciesielski no solo enseñó al
párroco cómo navegar en kayak y compartió con él su
inmensa joie de vivre, sino que le mostró la belleza y la seriedad
con la que un cristiano puede plantearse la decisión de
casarse. Después de que Ciesielski muriera repentinamente
en 1970, el Obispo Wojtyła recordó la noche en que Ciesielski
decidió proponer matrimonio a su futura esposa: “Nunca
olvidaré esa noche en la que volvió de Tyniec, donde en
oración... se preparó para la gran decisión de su vida... Desde
ese día supo y estuvo plenamente convencido... de que fue
Dios quien se la dio”.3
De estas observaciones de primera mano, Juan Pablo II
creció en el entendimiento de que las enseñanzas de la
Iglesia acerca del matrimonio, la sexualidad y la vocación de
amar no son solo una serie de “deberes” y “prohibiciones”.
Sin duda estas reglas existen, pero fuera de contexto no
tienen sentido: Tienen sus raíces en un entendimiento
mucho mayor y más bello de lo que significa la vida y de lo
que es la persona humana en el plan de Dios. Este mayor
entendimiento es lo que dio a Ciesielski su contagiosa alegría
y su seriedad cuando decidió casarse. Es similar a lo que
permitió al Padre Wojtyła no sólo encontrar las enseñanzas
de la Iglesia sobre el matrimonio y la sexualidad
2
intelectualmente convincentes, sino enamorarse del amor
humano.
“Al principio…”
3
Ante las numerosas cuestiones contemporáneas acerca
de la moralidad sexual, Juan Pablo II recordó esta respuesta
de Jesús. En otras palabras, el Papa también comenzó su
enseñanza sobre el amor humano no con las “preguntas
controvertidas” de la sociedad, sino con algo mucho más
profundo, algo que dio a sus jóvenes amigos polacos una
razón para vivir y que él, como Papa, tuvo que articular para
toda la Iglesia y el mundo. Volviendo al desafío de Cristo para
los fariseos, Juan Pablo II dirigió nuestra atención a la
creación del hombre y de la mujer, así como al plan de Dios
para el amor humano.
Cuando Juan Pablo II comenzó su teología del amor
humano con una investigación de los capítulos 1 y 2 del
Génesis, así como Jesús remitió a los fariseos al plan divino
original, su intención no era hacer una narración científica
de la creación. El Libro del Génesis emplea un lenguaje
figurativo para expresar verdades profundas acerca de Dios,
el mundo que creó y lo que significa ser un ser humano.4
Cristo, quien “sabe qué hay en el hombre”, comprendió
que no podemos contestar ninguna pregunta moral, ni
incluso plantearla debidamente, mientras no vayamos un
paso más allá y contemplemos esta verdad acerca de la
creación. La respuesta respecto a lo que podemos o no
podemos hacer permanecerá incomprensible hasta que
preguntemos ¿para ser quién, fueron creados el hombre y la
mujer? Siguiendo a su Señor, Juan Pablo II nos reta también
a llegar al nivel más profundo: Ponderando la Palabra de
Dios, no debemos limitarnos a pedir una lista de “los
deberes” y “las prohibiciones”. Primero, debemos tratar de
comprender lo que significa ser humano.
4
Sólo si emprendemos este camino de reflexión y
entendimiento, la visión de Cristo de la persona humana y
del mundo puede transformar nuestra propia visión.
Comenzando con las ricas enseñanzas de Juan Pablo II sobre
el amor humano podemos emprender este camino de
conversión. Podemos comenzar a comprender quiénes
somos y qué es el amor y de este modo llegar a ver el mundo
como realmente es.
La Creación: un don
5
el hombre y la mujer, Dios da a los receptores su verdadera
existencia. Adán y Eva – quienes en el Génesis representan
al primer hombre y a la primera mujer así como a todos los
hombres y mujeres – son en sí un don. La fuente de su ser se
encuentra en la generosidad de Dios, en su deseo de
comunicar su bondad. Viven “en la dimensión del don”.7
Ciertamente el universo entero es un don, pero un don
que sólo se vuelve comprensible cuando Adán – es decir, la
persona humana – nace, creado a imagen y semejanza de
Dios. Esta criatura, a diferencia de las demás, puede
maravillarse ante el universo y repetir el juicio de su Creador:
“Era muy bueno” (Génesis 1, 31). Adán es capaz no sólo de
recibir el don de la creación, sino de permitir que su riqueza
y belleza provoquen en él una pregunta: “¿De dónde proviene
toda esta bondad?”.
Un poco como los niños que descubren el mundo por
primera vez, Adán puede preguntar, “¿Por qué?” – o mejor
aún, “¿Quién?”. ¿Qué significa este don y cuál es su fuente?
Puede descubrir que “el mundo es misterioso, no porque le
falte sentido”, sino porque contiene tanto significado que
nunca lo agotará.8 En otras palabras, Adán puede maravillarse.
La “huella de Dios” en la creación significa que este mundo
siempre es más grande, más profundo y más hermoso que el
entendimiento humano. Llama al hombre, lo motiva a
buscar el origen de toda esta abundancia.
Juan Pablo además observó: “El hombre aparece en la
creación como el que ha recibido como don el mundo, y
viceversa, puede decirse también que el mundo ha recibido
como don al hombre”.9 Porque el mundo le aparece a Adán
6
como un don misterioso, “saturado con significado”,10 lo ama
– y al amarlo y servirlo se convierte en un don para el mundo.
7
Cuando mis labios esbozan una sonrisa o mis manos se
extienden para abrazar, yo sonrío y abrazo, y otros
comprenden lo que “digo” incluso si no he pronunciado una
palabra.
En estos ejemplos comenzamos a comprender un punto
clave en la “teología del cuerpo” de Juan Pablo II. Porque tiene
un cuerpo, Adán es como los demás animales. No obstante,
porque tiene un cuerpo humano, también es totalmente
diferente de ellos: Este cuerpo es algo único en el mundo.
Juan Pablo II explicó que el cuerpo humano “expresa la
persona”.11 Muestra al hombre, creado a imagen y semejanza
de Dios.
Gracias a su cuerpo Adán puede maravillarse ante la
riqueza del universo y cultivar la tierra que le ha sido
confiada, poniendo de manifiesto su persona a través del
trabajo creativo. Puede reconocer otro cuerpo que “expresa la
persona” recibiendo a esa persona con un grito de alegría
ante la bondad de Dios: “¡Esta sí que es hueso de mis huesos
y carne de mi carne!” (Génesis 2, 23). Puede amar, entrar en
comunión con otra persona. Sobre todo, puede “pasear a la
hora que sopla la brisa” con Dios (cf. Génesis 3, 8): Puede ser
el único animal en la creación que ora.
El cuerpo nos sumerge en el mundo de forma particular
(es decir, en ese lugar, con esas características físicas, con
esos familiares, quizas con esa discapacidad), pero dicha
inmersión no es una cruel imposición. Por el contrario, es la
forma que se nos otorgó para recibir al mundo y a otros como
don de Dios para nosotros y para servirlo como el don que
Dios hizo de nosotros al mundo. Nuestro cuerpo nos permite
encontrarnos y comunicarnos con el mundo, con otras
8
personas, y con Dios. En otras palabras, hace posible la
comunicación para nosotros, el don de entregar y recibir. La
dimensión corporal de la existencia humana hace visible el
hecho de que fuimos hechos para el amor.
Soledad originaria
9
Absoluto’”.12 El hombre no puede encontrar una compañía
verdadera en los animales porque fue hecho para el diálogo
con Alguien más. Cuando las Escrituras nos dicen que el
hombre es creado a imagen de Dios, significa sobre todo que
es creado en una “relación única, exclusiva e irrepetible con
Dios mismo”.13 Esta es la dimensión fundamental – y
fundamentalmente positiva – de la persona humana que
Juan Pablo II llamó “soledad originaria”.14
La “soledad originaria” no significa primero que Adán
fuera creado en el jardín sin Eva, como si el Creador lo
colocara infeliz y solitario en el Paraíso. Por el contrario, su
principal significado es que Adán es creado con un llamado
a la comunión sembrado profundamente dentro de él: Es
creado para la suprema felicidad de la comunión con Dios.
San Agustín expresó esta verdad básica acerca de la
existencia humana en una famosa oración: “Nos has hecho
para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en
ti”.15
La llegada de Eva no eliminará esta dimensión de soledad
originaria. La soledad de todo hombre y mujer ante Dios es
precisamente lo que los hace personas, creadas por amor y
llamadas a amar.16 Es lo que les permite recibir la creación
como un don y convertirse a su vez en un don. La soledad
originaria se encuentra en el centro de la dignidad humana.
Unidad originaria
10
Adán. Por el contrario, indica que, sin Eva, Adán no puede
comprenderse plenamente a sí mismo ni comprender su
relación fundamental con Dios.
La experiencia del mundo de Adán a través de su cuerpo
le muestra que el mundo es un don. Sin embargo, no logra
captar la profundidad y amplitud de este don hasta que
alguien puede ayudarlo a descubrir que el Donador no es
simplemente bueno o todopoderoso, porque la huella que
Dios deja en la creación es el amor. Este descubrimiento está
oculto en la alegre exclamación de Adán, que de alguna forma
se repite cada vez que un hombre y una mujer se enamoran:
“¡Esta sí que es…!”, grita. ¡Esta sí que es otra persona, creada
del amor y llamada a amar! Está íntimamente relacionada
conmigo – “hueso de mis huesos” – compartiendo la mismo
humanidad. Y es fundamentalmente diferente de mí, en una
diferencia que es esencial para la experiencia de la unidad.
“Se llamará mujer” (Génesis 2, 23). En su presencia, Adán
comienza a comprender el llamado a la comunión escrito en
su ser.
En otras palabras, en presencia de Eva finalmente Adán
comprende que es un hombre (en el sentido de masculinidad
y no solo de “ser humano” genérico). Su cuerpo porta un
llamado a un don amoroso de sí mismo mediante el cual
entra en una comunión fecunda y fiel de personas. Juan
Pablo II explicó que este don mutuo de sí mismo se basa en
“la masculinidad y en la feminidad, casi como en dos
‘encarnaciones’ diferentes... esto es... en dos modos de ‘ser
cuerpo’ del mismo ser humano, creado ‘a imagen de Dios’”.17
La comunión mediante diferencia, en la que el hombre y la
mujer son la imagen de Dios no sólo individualmente, sino
11
juntos, es la dimensión de la persona humana que Juan Pablo
II llamó “unidad originaria”.18 Esta unidad complementa,
pero no elimina, la soledad originaria de la persona humana.
El Génesis describe la experiencia subjetiva de la unidad
de Adán y Eva con estas palabras: “Los dos, el hombre y la
mujer, estaban desnudos, pero no sentían vergüenza”
(Génesis 2, 25). Esta falta de vergüenza no equivale en
absoluto a la “desvergüenza”. Es una experiencia de plenitud
que los seres humanos perdieron cuando rechazaron el amor
de Dios mediante el pecado. Juan Pablo II la llamó “inocencia
originaria” plena.19 Dicha inocencia no es ingenuidad, sino
más bien una forma de ver a la otra persona completa y
naturalmente con la visión de Dios, sin la menor intención
de manipularla o usarla. Adán vio en Eva a un ser creado para
ella misma, una hija de Dios, una compañera del Absoluto y
por lo tanto a una verdadera compañera suya. Y ella lo vio del
mismo modo.20
Descubrieron que sus cuerpos, masculino y femenino,
marcaban una vía para amar: El cuerpo humano está
llamado a vivir “según la communio personarum [comunión de
personas] querida por el Creador precisamente para ellos”.21
Y si el Creador sembró este llamado a la entrega y la
comunión en la profundidad de su ser como dimensión
esencial de su semejanza con Él, entonces, ¿qué debe ser Dios
mismo? Juan Pablo II escribió que, debido a que el cuerpo
es “testigo de la creación como de un don fundamental”, es
también “testigo del Amor como fuente de la que nació ese mismo
donar”.22
Ciertamente, el Creador es más que bueno y
todopoderoso. El Catecismo de la Iglesia Católica enseña:
12
“Dios que ha creado al hombre por amor, lo ha llamado
también al amor, vocación fundamental e innata de todo ser
humano. Porque el hombre fue creado a imagen y semejanza
de Dios, que es Amor” (1604).
13
elección arbitraria, como si Adán y Eva hubieran podido
inventar algún significado alternativo de su cuerpo o un
llamado a algo más que una comunión fecunda y fiel de
personas. Por el contrario, en presencia uno de otro, el
hombre y la mujer descubren el orden de la creación: El
universo completo – incluyendo a ellos mismos – es un don
puro. También podríamos decir simplemente que este orden,
que los rodea y los permea, es el amor.
El hombre y la mujer son invitados a vivir en este orden
acogiéndose libremente uno a otro y entregándose. De este
modo se cumple su ser, su más profunda naturaleza. Juntos
descubren una verdad que el Concilio Vaticano Segundo
articularía nuevamente para nuestra época: “El hombre no
puede encontrar plenitud si no en la ‘entrega sincera de sí
mismo a los demás’”.24
Juan Pablo II escribió que el primer hombre y la primera
mujer “surgieron del amor y dieron comienzo al amor”; la
persona humana está “arraigada al amor”.25 En otras
palabras, el significado nupcial del cuerpo es fundamental
para la existencia humana. Es así incluso para aquellos que
no contraen matrimonio, como las personas llamadas a
seguir al Señor en una vida de virginidad consagrada. En un
sentido muy básico, la persona humana es llamada a amar y
lo desea, es decir, desea entregarse a sí misma, existir en
comunión. Ningún ser humano puede darle sentido a su
existencia o a la verdadera experiencia fuera de la comunión.
En una hermosa paradoja, la mutua comunión de Adán
y Eva no elimina la soledad originaria; por el contrario,
profundiza esta comunión originaria con Dios. El primer
hombre y la primera mujer descubren que la respuesta más
14
adecuada que pueden dar a la suprema generosidad del
Creador es ser para otro, ser un don: entregarse totalmente, en
cuerpo, alma y espíritu, para siempre. Son compañeros del
Absoluto y Dios mismo los entregó el uno al otro como
camino hacia Él. Para ser fieles a Él, a ellos mismos y al don
de la creación, su amor debe ser total y completo.
Emprendiendo juntos el camino de la entrega mutua
intuyen una vez más y de forma más profunda lo que
significa que la Fuente del universo no sólo sea buena o
todopoderosa, sino Amor. En el llamado al amor escrito en
sus cuerpos, el hombre y la mujer vislumbran por primera
vez que en el origen de todas las cosas se encuentra el Dios
que dijo, “Hagamos al hombre a nuestra imagen” (Génesis 1,
26). Dios mismo es Unidad en Diferencia insuperable, una
inconmensurable comunión de Amor.
15
“en la dimensión del don” aunque esto signifique el don
que recibimos primero o el don en el que somos llamados a
convertirnos.
La soledad originaria – es decir, la comunión primordial
del hombre y la mujer con Dios – y la unidad originaria – es
decir, su comunión mutua ante Dios – se profundizan en
otra experiencia humana fundamental. Cuando los esposos
se convierten en “una carne” (Génesis 2, 24), reciben la prueba
visible de que su amor es más grande que ellos dos. Es fértil
más allá de cualquier obra que puedan hacer o producir: Se
convierten en padres.
Juan Pablo II comentó que la expresión bíblica de la unión
conyugal, “conocer” resulta evocadora. En este encuentro
entre dos seres humanos, el hombre y la mujer de hecho
adquieren un nuevo conocimiento mutuo, y así se ayudan el
uno al otro a adquirir un nuevo conocimiento de sí mismos.
Emerge otra dimensión de sus personas. Junto con un
significado nupcial, su cuerpo tiene un significado generador:
llevan en sí mismos la capacidad de convertirse en padre o
madre.
El pleno significado de la experiencia de unidad del
hombre y de la mujer surge con el tiempo. En nueve meses
hay un tercero que corona su amor: un hijo. La unidad
originaria del hombre y de la mujer es fecunda por
naturaleza, está abierta a acoger y a nutrir a otros. También
de este modo refleja la generosidad del Creador y participa
de ella. En su hijo los esposos tienen el testimonio visible de
que viven “en la dimensión del don”.
El alegre grito de Eva al ver el superabundante fruto de
su unión repite el grito de admiración al encontrar a su
16
esposa: “¡He procreado un varón, con la ayuda del SEÑOR!”
(Génesis 4, 1). Aquí hay algo que supera absolutamente toda
capacidad de los esposos para hacer o imaginar: un nuevo
ser, una persona única e irrepetible, otro compañero del
Absoluto. No pueden otorgarse el mérito del ser de su hijo,
porque, como ellos, es creado del amor y es llamado a amar
en la inviolable dignidad de la soledad originaria. Este hijo
que fue “procreado... con la ayuda del SEÑOR” está hecho
para la comunión con Dios.
El amor de los padres y la integridad con la que se
entregan es la primera revelación para el hijo de que el Amor
Absoluto se encuentra en el origen de su existencia. Con el
tiempo llega a reconocer este amor como un reflejo de Dios
mismo. El amor de sus padres refleja en él el Amor que lo
trajo a la existencia.
En todas estas experiencias humanas fundamentales –
la soledad originaria, la unidad originaria y el
descubrimiento del significado generador del cuerpo –
vemos que la persona humana no muestra sola la imagen de
Dios ni responde sola a su “vocación fundamental e innata”.26
Siempre lo hace en una comunión de personas – hijo,
cónyuge o padre – que emprenden juntas un camino de
amor hacia Dios.
17
“Crea en mí, Dios mío, un corazón puro…” (Salmo 51, 12)
18
Caída y redención
Un rechazo del amor
19
“Porque el día que lo hagas quedarás sujeto a la muerte”
(Génesis 2, 17).
“Puedes comer de todos los árboles”, exceptuando
únicamente uno, dijo Dios. El único “árbol” del que no podían
comer contenía el misterio de la libertad de Dios, y también
de la libertad del hombre, porque la persona humana fue
creada libre con el fin de poder entrar en comunión con Dios.
Adán y Eva pueden permanecer en una relación de amorosa
obediencia a Dios sabiendo que en el centro de su libertad se
encuentra la libertad de Dios, que la creó y la defiende.
El tentador es sutil. Desvirtúa las palabras de Dios cuando
la primera mentira encuentra la forma de entrar en la
creación: “¿Así que Dios les ordenó que no comieran de ningún
árbol del jardín... ?” (Génesis 3, 1). ¿No les dio esa orden porque
es un Donador y un Amante, sino para retirarles su verdadera
libertad? Debe ser un mezquino si no quiere que “sean como
dioses” – como lo serán si prueban este fruto por ustedes
mismos (Génesis 3, 5).
Entonces la “serpiente” distorsiona la luminosa verdad
de que Adán y Eva ya habían sido creados a imagen y
semejanza de Dios. Dios quería entablar un diálogo con ellos.
Los hizo “compañeros del Absoluto” y defendió su libertad al
respecto. Pero porque Él es Dios y ellos no lo son, tiene que
darles este don. Debe mostrarles cómo vivir a su “semejanza”
y amarlos con el amor que entonces mostrarán en el mundo.
El primer hombre y la primera mujer escucharon al
“maestro de la sospecha” originario.27 Deseaban conocer no
sólo el bien, sino también el mal, y el pecado mostró su feo
rostro a la humanidad. Adán y Eva eligieron no permanecer
en el orden del amor. Ya no deseaban acoger la creación,
20
acogerse mutuamente y acoger a Dios mismo como don puro
y de este modo rompieron algo en el mundo y en ellos
mismos. Desaparecieron la comunión que había llenado sus
días, la gloria de Dios que los había cubierto y la armonía de
la que habían gozado con el universo. La Escritura expresa
esta extraordinaria pérdida con increíble sencillez: El
hombre y la mujer “descubrieron que estaban desnudos” y se
ocultaron (Génesis 3, 7-8).
Por primera vez enfrentan la posibilidad de mirarse uno
a otro de modo egoísta, con ojos que calculan cómo se puede
usar otro ser humano para el placer o el provecho. El
significado de su cuerpo ya no está claro; de hecho sus
cuerpos parecen rebelarse contra ellos. Se han vuelto como
extraños para el mundo, entre ellos y para Dios. Juan Pablo
II explicó, “a través de la ‘desnudez’, se manifiesta el
hombre... alienado de ese amor que había sido la fuente del
don originario, fuente de la plenitud del bien destinado a la
criatura”.28
La vergüenza
21
armoniosa relación con el mundo físico. El trabajo es
cansado, una lucha contra las fuerzas de la naturaleza que
ahora amenazan su existencia. El cuerpo es humillante con
su desnudez, sus impulsos desordenados y la torpeza de su
expresión. La muerte acecha en el horizonte y la decadencia
parece ser una humillación final que afecta no sólo al
hombre y a la mujer, sino a toda la existencia.
Porque la persona humana ya no percibe de manera
espontánea el mundo y el cuerpo como don, se siente
tentada a ver el mundo como una colección vacía de cosas.
Si bien una vez recibió al mundo como un don maravilloso
del Creador para cultivarlo y cuidarlo (cf. Génesis 2, 15), ahora
tiende a explotar el mundo, su propio cuerpo y a otras
personas, transformándolo todo para sus propios objetivos.
Ha perdido su capacidad de ver a Dios en todas las cosas y a
todas las cosas en Dios. Juan Pablo II escribió, “El hombre pierde,
de algún modo, la certeza originaria de la ‘imagen de Dios’, expresada
en su cuerpo. Pierde también, en cierto modo, el sentido de
su derecho a participar en la percepción del mundo, de la que
gozaba en el misterio de la creación”.30
Junto con este desequilibrio en la relación de la persona
humana con el mundo, el hombre alberga un desequilibrio
aún más profundo en su propio corazón. Esta falta de
armonía es lo que Juan Pablo II llamó la “vergüenza
inmanente”. “La unidad espiritual y somática [corpórea]
originaria del hombre” se fractura y “su cuerpo ha dejado de
sacar la fuerza del espíritu”.31 Cuando su cuerpo comienza a
rebelarse contra su espíritu, pierde su auto control natural y
el dominio de sí mismo. Está dividido.
22
Esta “guerra” interior tiene efectos drásticos sobre las
relaciones humanas. Aunque Adán y Eva una vez fueran
capaces de construir un mundo común, ahora los tienta el
dominio, la violencia y el deseo de manipulación (cf. Génesis
3, 16). Le temen no sólo a Dios, a quien desobedecieron, sino
que se temen mutuamente. Ahora miran la dimensión
misma de la existencia humana que estaba destinada a servir
a la comunión interpersonal, el cuerpo masculino y
femenino, con duda: “El pudor sexual... atestigua la pérdida
de la certeza originaria de que el cuerpo humano, a través de
su masculinidad y feminidad… exprese la comunión de las
personas, que sirva a su realización”.32 El amor entre el
hombre y la mujer obviamente ya no está vinculado para
ellos con el amor de Dios.
La tradición cristiana emplea un término específico
para describir estas fisuras que tienen lugar entre el hombre
y la mujer después de la Caída: la concupiscencia. La
concupiscencia es una especie de ceguera ante la verdad de
la persona humana, una distorsión del deseo que inclina a la
persona hacia el pecado. Cuando el mundo ya no se entiende
como un don de Dios, quien es bueno, el hombre y la mujer
se inclinan a medirse a sí mismos, a otras personas y las
cosas de acuerdo con un falso entendimiento. El cuerpo, que
ahora “lleva consigo un constante foco de resistencia al
espíritu”,33 con demasiada frecuencia se inclina a perseguir
el placer o el provecho, no el amor. En lugar de la lógica del
amor, que había sido el orden originario de la creación, se
impone la lógica de la dominación.
Es de hecho una “Caída” de la belleza del principio.
La persona humana “sufrió un daño en lo que pertenece a la
23
misma naturaleza, a la humanidad en su plenitud originaria
‘de la imagen de Dios’”.34 A este daño la tradición lo llama
“pecado original”. Aunque el pecado original causó una
fractura en el hombre y en todas sus relaciones, no es el
“criterio absoluto” mediante el que entendemos a la persona
o la ética humana.35 La palabra de Dios en la creación – “Era
muy bueno” (Génesis 1, 31) – y el llamado al amor que arraigó
profundamente en el hombre y la mujer es demasiado
grande para ser eliminado por el pecado.
Incluso la vergüenza se abre a un significado positivo.
Juan Pablo II señaló que en el mundo caído, el sentido de
vergüenza del hombre y de la mujer no es solo una medida
de falta de armonía; también los ayuda a proteger lo que
queda de sagrado en ellos. Adán y Eva aún llevan la dignidad
de los hijos de Dios. Aún son llamados a la comunión con su
Creador y mutuamente, de modo que “se hicieron unos
taparrabos” con el fin de protegerse a sí mismos de la mirada
reductiva o concupiscente (Génesis 3, 7). Reflexionando sobre
las cartas de San Pablo, Juan Pablo II explicó: “De la
vergüenza nace el ‘respeto’ por el propio cuerpo, un respeto
que Pablo nos pide mantener”.36
El hombre y la mujer no han perdido completamente el
sentimiento de su llamado originario. Están profundamente
lastimados, pero no deben desesperarse. La palabra de Dios y
su fidelidad son más grandes que su tragedia. Ningún pecado
puede eliminar la bondad de la creación o la dignidad de la
persona humana, hecha a imagen y semejanza de Dios.
24
La vida en la perspectiva de la redención
25
esfuerzos para ser virtuosos puede curar el daño de
concupiscencia.
La situación de la humanidad no era desesperada, pero
solo tenía una esperanza: La redención sólo puede provenir
de Dios. Durante siglos la humanidad esperó y se esforzó. Por
muchos siglos el pueblo elegido de Dios, Israel, oró con
esperanza, recibiendo el inicio de la comunicación que Dios
hace de sí mismo a través de la Ley y de los profetas.
Finalmente, cuando “se cumplió el tiempo establecido”
(Gálatas 4, 4), llegó la insuperable expresión de la
misericordia de Dios: “Porque Dios amó tanto al mundo, que
entregó a su Hijo único, para que todo el que cree en Él no
muera, sino que tenga Vida eterna” (Juan 3, 16).
El Hijo encarnado de Dios retomó el significado de
nuestros cuerpos y lo vivió en su vida, muerte y resurrección:
“Y la Palabra se hizo carne” (Juan 1, 14). Jesucristo, en quien
la divinidad y la humanidad se unieron en el vientre de la
Virgen,37 era su Hijo, el Novio y la imagen del Padre. En su
vida, muerte y resurrección, asumió la responsabilidad de la
imagen y semejanza de Dios fracturada del hombre y la hizo
un todo.
El Concilio Vaticano Segundo declara: “El Hijo de Dios con
su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo
hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con
inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó
con corazón de hombre”.38 En él, el cuerpo humano fue una
vez más lo que Juan Pablo II llamó un “sacramento
primordial”: una manifestación visible y eficiente del amor
de Dios en el mundo.39
26
El concilio también dijo que cuando el Hijo eterno se
convirtió en “el hombre perfecto, que ha devuelto a la
descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el
primer pecado”,40 la naturaleza humana hizo más que
simplemente volver a su estado original. El cuerpo de Cristo
no es solo un “sacramento primordial” como el de Adán y
Eva. Este cuerpo es el Sacramento del que surgen los siete
sacramentos de la Iglesia: Es divinidad que “contrajo
nupcias” con la humanidad, Dios lo hizo carne. Incluso ni en
todo el esplendor de la inocencia originaria la humanidad
pudo haber soñado con una gloria como esta: “En él, la
naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada
también en nosotros a dignidad sin igual”.41
Cristo, a quien la tradición llama al nuevo o segundo
Adán, se revela completamente al hombre y al hacerlo,
“manifiesta el hombre al propio hombre”:42 Perfecciona las
experiencias humanas originarias y las corona en una nueva
e inimaginable forma.
27
la Caída, sino hijos maduros que reciben todo don bueno de
su Padre en el cielo (cf. Mateo 7, 11).
En su predicación y oración, en su vida y en su muerte,
Cristo manifestó que es el Hijo unigénito del Padre. En
nuestra carne débil, perfeccionó así la dimensión de la
soledad originaria, en la que todo ser humano fue creado
como “compañero del Absoluto”. Los discípulos de Jesús lo
escucharon orar como nunca nadie había orado antes: “Abba,
Padre…” (Marcos 14, 36). Vieron su confianza mientras dormía
en medio de una tormenta aterradora (Marcos 4, 38).
Finalmente, uno escuchó el gran grito de rendición sin límite,
el Hijo moribundo devolvió su Espíritu a su Padre: “Padre, ¡en
tus manos encomiendo mi espíritu!” (Lucas 23, 46).
Adán y Eva se cerraron a Dios. Ya no querían recibir sus
dones. El Hijo, por el otro lado, es tan abierto que incluso su
muerte es una oración: Incluso entonces recibe todo de las
manos del Padre y sabe que Él es bueno. En Jesucristo la
misma vulnerabilidad del ser humano no sólo se convirtió
en una expresión de comunión con Dios. También reveló la
fuente de toda comunión: el inquebrantable amor entre el
Padre, el Hijo y el Espíritu en Dios.
Más aún, al revelar la plena medida del amor de Dios por
la humanidad, Cristo se muestra como el verdadero Esposo.
En Israel, “el Esposo” era un título del Dios de la Alianza, que
amó a su pueblo con un amor eterno (cf. Isaías 62, 5; Oseas 2,
16-20). Cuando el Hijo encarnado se entregó a la muerte por
amor a la humanidad, vemos lo que Juan el Bautista señaló
a sus discípulos. “El que se casa es el Esposo” (Juan 3, 29): Este
título pertenece al Hijo de Dios, quien cumple la “Alianza
nueva y eterna”43 en su carne. El Redentor y Esposo de Israel
28
y de la Iglesia, restaura y perfecciona el significado nupcial
del cuerpo.
Al principio esto puede sonarnos extraño. Después de
todo Jesús no tomó una mujer en particular como esposa.
Pero, ¿qué era su virginidad si no una apertura total, una
voluntad de recibir toda la creación y a todo ser humano
como un don del Padre? A diferencia de Adán y Eva, Cristo
amó sin codicia. Deseaba devolver al Padre el mundo y a toda
persona curados del daño causado por el pecado. Al hacerlo
cumplió con el llamado originario de hombres y mujeres: No
sólo recibió el mundo como un don, sino que se convirtió en
un don al mundo. De hecho, se convirtió en un don total de
sí mismo para la salvación de toda la humanidad.
Carl Anderson y José Granados comentan acerca de este
inesperado cumplimiento de la soledad originaria y la
unidad originaria en el sufriente cuerpo de Cristo, que sigue
siendo “la ‘declaración’ más elocuente de estas experiencias
originarias que el lenguaje del cuerpo haya pronunciado
jamás”.44 Cuando instituyó la Eucaristía la noche antes de
morir, Jesús dijo, “Esto es mi Cuerpo, que será entregado por
ustedes” (Lucas 22, 19): Al pronunciar esta simple oración,
Cristo cumple con el lenguaje del cuerpo, porque sus palabras
representan el don total de su propia carne que manifiesta
el amor del Padre por el mundo”.45
“Esto es mi Cuerpo, que será entregado por ustedes”. De alguna
forma, todo el significado del cuerpo se cumple en estas
palabras. El cuerpo estaba destinado a transmitir el don de
la persona. Estaba destinado a ser un “lugar” de comunión
que produce frutos para Dios y para el mundo. Entonces no
debería sorprendernos si el don de Jesús de sí mismo nos
29
trae no sólo el significado filial del cuerpo (la soledad
originaria) y el significado nupcial (la unidad originaria), sino
también su significado generador para el cumplimiento
superabundante.
Eva se regocijó con el nacimiento de un hijo, “procreé”
con la ayuda del Señor. El Hijo de Dios encarnado “sella
la alianza en la sangre de su cruz y ‘entrega su Espíritu’
(cf. Juan 19, 30) en la Iglesia... la amada y fecunda Esposa que
engendra nuevos hijos hasta el final de los tiempos”.46
30
al que Juan Pablo II llamó “don increado”, 47 nos comunica las
experiencias de Cristo y adapta nuestro corazón a su amor.
El Espíritu de Dios es el Espíritu de Amor, que restaura en
nosotros la imagen rota de Dios. Como vimos, esta imagen
había sido fracturada por el pecado: La persona humana está
dividida en sí misma y los efectos de la concupiscencia
también dividen a los hombres y las mujeres unos de otros.
En cambio, el Espíritu Santo es un Espíritu de unidad que
trabaja para reintegrar las dimensiones del amor: impulso
sensual, emoción y la afirmación de la dignidad de la
persona. Aún más, el Espíritu nos ayuda a reconocer la
relación del ser amado con Dios. Abre nuestros ojos a algo
que perdimos con el primer pecado: un reconocimiento de la
participación de Dios en el amor humano.
Juan Pablo II habló de este proceso de reintegración
centrándose en dos “frutos” del Espíritu en los hombres y las
mujeres redimidos: pureza y piedad. Estos dones, o virtudes,
señalan la curación de las fracturas en la persona humana y
en su relación con el mundo.
A menudo tendemos a pensar en las virtudes como reglas
a seguir o esfuerzos por alcanzar la perfección, pero como
señaló Juan Pablo II, no es un entendimiento cristiano.
Las virtudes, como la pureza y la piedad, son dones del amor
de Dios que nos transforman internamente. Éstas son “no
sólo – y no tanto – ‘obras’ del hombre sino un ‘fruto’, esto
es, efecto de la acción del ‘Espíritu’ en el hombre”.48 Son
“efectos” del Espíritu de Amor en nosotros que nos hacen
capaces de compartir de manera creativa y espontánea el
amor de Dios.
31
La pureza, el primer “fruto del Espíritu” del que habló
Juan Pablo II en el contexto de la redención del amor, es
la virtud que reintegra el corazón humano, por lo que la
necesidad, las emociones y los deseos en realidad están
destinados al amor. Es la capacidad de recibir nuestro propio
cuerpo y los cuerpos de los demás como un don de Dios en
lugar de tratarlos como cosas que pueden ser manipuladas
para producir placer y provecho. El Papa escribió, “Por
medio de la redención, cada uno de los hombres ha
recibido de Dios, nuevamente, su propio ser y su propio
cuerpo”.49 Esta nueva conciencia del don de Dios lleva
consigo una nueva obligación: Debemos venerar el cuerpo
humano, manteniéndonos vigilantes ante las tentaciones
que lo usan o lo manipulan, para que nuestro corazón pueda
entrenarse en el arte del verdadero amor.
Desde este punto de vista, la pureza no es puritanismo.
Tampoco es un rasgo de debilidad. Por el contrario, se
requiere valor para mantener incorruptas nuestra mente y
nuestra alma con el fin de entregarnos por completo para
descubrir así las profundidades del verdadero amor.
Juan Pablo II explicó, “La pureza es exigencia del amor. Es
la dimensión de su verdad interior de amor en el ‘corazón’
del hombre”.50 Nos permite percibirnos a nosotros mismos
y a los demás como personas, es decir, como sujetos
irremplazables creados a imagen y semejanza de Dios.
Finalmente, la pureza nos permite percibir a Dios mismo,
quien está presente en el amor humano. “Benditos los que
tienen el corazón puro”, dijo Jesús – no solo porque se verán
a sí mismos y a otras personas debidamente, sino porque
“verán a Dios” (Mateo 5, 8). En otras palabras, la pureza es
32
inseparable de la piedad, que es el don del Espíritu que sirve
“sensibilizando al sujeto humano para esa dignidad que es
propia del cuerpo humano en virtud del misterio de la
creación y de la redención”.51
33
“Dios, que ha creado al hombre por amor, lo ha llamado también al amor, vocación
fundamental e innata de todo ser humano”. (Catecismo de la Iglesia Católica, 1604)
34
Llamados al Amor
“Una entrega sincera de sí mismo”
35
El cuerpo representa un papel fundamental en este
llamado a recibir y a convertirse en un don. El “cuerpo
expresa... la persona”; en el cuerpo, algo espiritual, la imagen
de Dios, se vuelve visible.53 El cuerpo humano es una señal de
que provenimos de Dios, quien nos llama a la comunión con
Él mismo (soledad originaria) y mutuamente (unidad
originaria). Más específicamente, la diferenciación sexual,
o la existencia como hombre o como mujer, permiten a la
persona humana percibir que incluso su cuerpo “lleva en
sí el signo del don originario y fundamental [de Dios]”.54
El cuerpo diferenciado sexualmente es una invitación a “una
entrega sincera de sí mismo” en una unión exclusiva, fiel
y fructífera que refleja la propia fidelidad y generosidad
de Dios.
Como hemos visto, el pecado oscureció el llamado al amor
inscrito en la persona humana. La concupiscencia llevó al
hombre y a la mujer a “interpretar mal” el cuerpo, ignorando
su “lenguaje” de total entrega. Pero cuando el Hijo de Dios
tomó un cuerpo humano y se unió en una alianza
indisoluble de amor con la Iglesia, su Esposa, el “lenguaje del
cuerpo”55 apareció en todo su poder originario.
“Esto es mi cuerpo” (Lucas 22, 19), dijo Cristo anticipando
su pasión y muerte salvíficas, su resurrección por el Padre y
el derramamiento del don de su Espíritu sobre “toda carne”
(cf. Joel 2, 28). La Iglesia que recibe su carne desgarrada y su
sangre derramada por nosotros, entiende: El cuerpo está
destinado a ser donado. Nosotros estamos destinados a ser
donados. El llamado al amor que el cuerpo humano lleva en
sí mismo es finalmente un llamado a compartir en el amor
36
de Dios. El frágil “Sí” del hombre al amor está destinado a
compartir un amor que es más fuerte que la muerte.
A la luz de la total entrega de sí mismo de Cristo, en la
que entran los cristianos cuando son bautizados, vemos todo
con mayor claridad: La persona humana es la única criatura
en el universo visible que es llamada a entregarse de manera
libre y definitiva. Su corazón nunca estará satisfecho con un
semi-amor vago, temporal o puramente emotivo. Como lo
comprendieron San Juan Pablo II y su amigo Jerzy Ciesielski,
el hombre fue hecho para una alianza. Sin importar la forma
en que esto se otorgue a cada persona – incluso si fuera sólo
en una muerte aceptada con amorosa rendición – fue hecho
para decir “Para siempre”.
El matrimonio y la virginidad
37
cielo.57 Fue hecho para compartir este “para siempre” final
del amor.
Pero para los bautizados que recibieron el don del
Espíritu, este futuro “para siempre” divino, también está
ahora en marcha. El amor de Dios revelado en Jesús los
transforma e informa su vida, dándole forma de acuerdo con
la alianza de Dios. Este hecho de dar forma a la vida humana
de acuerdo con el amor de Dios se vuelve más concreto y
visible en lo que la tradición llama los dos “estados de vida”:
matrimonio y virginidad consagrada. En estos caminos
profundamente interrelacionados, un hombre o una mujer
participa en la “entrega sincera de sí mismo” de Cristo 58 , de
tal forma que el compartir se convierte en la forma integral
de la vida de esa persona.
Cuando Jesucristo sanó y cumplió el significado del
cuerpo en su encarnación, restaurando toda la imagen y
semejanza de Dios, también coronó el amor fiel y fecundo
entre el hombre y la mujer. Porque Cristo “amó a la Iglesia
y se entregó por ella... porque quiso para sí una Iglesia
resplandeciente” (Efesios 5, 25-27), el matrimonio de los
bautizados es más que una señal de la bondad de Dios. El
matrimonio, el “sacramento primordial”, se convirtió en uno
de los siete sacramentos, una verdadera forma de compartir
en la total entrega de Cristo mismo.
El matrimonio cristiano no sólo es llamado a imitar la
alianza exclusiva, fecunda e indisolublemente fiel de Cristo
con la Iglesia como Esposa; realmente participa en esta
alianza. A pesar de la necesidad de conversión continua de
los esposos, todas las alegrías, adversidades e incluso
tragedias del matrimonio cristiano se encuentran “dentro”
38
de la verdadera alianza del matrimonio entre Cristo y la
humanidad redimida, que fue sellada en la cruz.
Todas las enseñanzas de la Iglesia sobre el matrimonio
surgen de la “redención del cuerpo”59 que se cumplió en
la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Su amor es
exclusivo, expresa su compromiso indiviso con la Iglesia,
su Esposa. Su amor es fielmente indisoluble y sostiene
nuestros amores humanos vacilantes. Su amor es fecundo
o generador, respeta el “lenguaje” del cuerpo de la total
entrega en todas sus dimensiones.60 Finalmente, su amor es
la plenitud de la comunión entre personas, porque a través
del mismo nos revela la comunión del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo en Dios. Desde la total entrega de Cristo por
la Iglesia, el amor humano tiene en su seno un huésped
divino: Dios mismo.
Durante décadas innumerables hombres y mujeres
han sido llamados a un camino íntimamente relacionado
con el matrimonio cristiano: la virginidad consagrada, o la
virginidad “para el reino”. Es un matrimonio que merece
la pena porque el amor de un hombre y una mujer
bautizados participa en la alianza indestructible de amor que
Dios hizo con el hombre en Jesucristo. Y también merece la
pena no contraer matrimonio – si Dios nos ha llamado a este
camino – con el fin de señalar con toda nuestra vida al Amor
divino que mora en todo matrimonio. Aquellos cuya vocación
es seguir a Jesús el Único pobre, casto y obediente, viven
literalmente lo que todos los cristianos son llamados a vivir
en espíritu. Se convierten en recordatorios vivientes del Dios
que nos amó primero y que primero nos llamó al amor.
39
La virginidad consagrada no es un camino fácil, pero es
un camino de alegría. Al referirse a la vida consagrada, Juan
Pablo II escribió que “a través de la seriedad y profundidad
de la decisión, a través de la severidad y responsabilidad que
comporta, se transparenta y se trasluce el amor: el amor como
disponibilidad del don exclusivo de sí por el ‘reino de Dios’”61
Este testimonio permanente de la primacía de Dios, que
debe ser amado con todo nuestro corazón, con toda nuestra
alma y con todas nuestras fuerzas (Deuteronomio 6, 4;
Marcos 12, 30), no ignora el significado filial, conyugal y
generador del cuerpo. Por el contrario, vive estos significados
de una forma sorprendente que anticipa su cumplimiento
final en el cielo. Como lo vemos en santos como Juan Pablo
II mismo, o la Madre Teresa, esta “entrega exclusiva de
sí mismo” a Dios y a través de Él, a nuestros hermanos o
hermanas, es todo menos estéril; es una fuente de
extraordinaria fecundidad para la Iglesia y para el mundo.
[Para un análisis más profundo acerca del matrimonio y
la vida consagrada, invitamos al lector a consultar los
siguientes folletos de la Serie de la Nueva Evangelización del
SIC #407: A imagen del amor: El matrimonio, la familia y la
nueva evangelización; y #408: Siguiendo al amor, pobre,
casto y obediente: La vida consagrada].
¡Vayan y Vívanlo!
40
ahora debe quedar claro que la catequesis de Juan Pablo II
sobre el amor humano, o la “teología del cuerpo”, no es una
doctrina abstracta. Por el contrario, la teología del cuerpo
está destinada a convertirse en carne en la vida de hombres
y mujeres. Como lo aprendió el Padre Karol Wojtyła en la
época que pasó con sus jóvenes amigos en Polonia, toda
verdadera educación en el amor está destinada a vivirse.
El rico desarrollo que hace Juan Pablo II de las enseñanzas
de la Iglesia sobre la persona humana y sobre el amor
humano es profundamente relevante no sólo para los
católicos, sino para todo hombre y mujer en el mundo,
porque no existe ser humano que no haya sido hecho de
amor y para el amor. En el fondo de ellos mismos, todos los
hombres y mujeres llevan en ellos el llamado a amar, incluso
si dicho llamado se ve frustrado o herido por la ruptura de su
entorno. Todo ser humano está hecho para florecer en una
comunión de personas, construir a través de relaciones
humanas – y especialmente a través de las familias – una
“civilización del amor”.63
Es obvio que el mundo en el que vivimos no siempre
refleja una civilización así. No vivimos sólo en lo que el profeta
Amós llamó un “hambre para escuchar la palabra del Señor”
(Amós 8, 11), sino también en un hambre relacionada: un
hambre de verdaderas relaciones humanas, de matrimonios
saludables y de familias que son la base de una cultura digna
del ser humano. En otras palabras, nuestro mundo está
hambriento de la visión del amor humano que San Juan Pablo
II recibió de la tradición de la Iglesia y de sus jóvenes amigos,
misma que después dio al mundo. Este mundo, en su ruptura,
necesita del testimonio de la verdad del amor.
41
Las familias representan un papel vital e irremplazable
en este testimonio. Como afirmó repetidas veces Juan Pablo
II, la familia constituye la célula fundamental de la sociedad
y es el centro de la construcción de una civilización del
amor.64 Las familias que buscan realmente ser escuelas de
amor, donde los esposos, los padres y los niños aprendan a
perdonar y a crecer en su apreciación de la dignidad de toda
persona humana, son fuentes de fuerza no solo para los
miembros de la familia, sino para amigos, vecinos y extraños.
Ayudan a dar forma a su esfera social, cultural y política de
tal modo que ésta se vuelva más un “hogar” para la persona
humana.
Las personas consagradas que se entregan totalmente a
Dios y por medio de Él a sus hermanos y hermanas, ofrecen
un testimonio singular de la verdad del amor. Esto es un
hecho incluso si a veces su vida está completamente oculta.
Las religiosas contemplativas y activas, así como las personas
laicas consagradas que llevan la fecundidad del amor virginal
de Cristo a cada dimensión de la vida humana, todas van en
dirección del Amor divino que se encuentra en la fuente de
toda cultura realmente humana.
Las personas solteras que no han encontrado su camino
hacia un compromiso definitivo y los jóvenes tienen un papel
importante en la construcción de una civilización del amor.
Son llamados a vivir su voto bautismal en sus diversas
situaciones trabajando con el generoso amor de Cristo. Con
frecuencia deben cargar con amor y paciencia sufrimientos
particulares: Es precisamente este amor el que da frutos para
el mundo.
42
El mismo Juan Pablo II nos lo mostró con una claridad
incuestionable: Su gran obra no fue escribir la catequesis que
conforma su teología del amor humano. Fue el testimonio
que él, como cristiano, dio con su vida. En su vida, en sus
enseñanzas, e incluso en su forma de morir, San Juan Pablo
II fue lo que cada uno de nosotros somos llamados a ser:
una “teología del cuerpo” viviente, un testimonio de la
verdad del amor.
43
Fuentes
44
21 TDC, 12:5.
22 TDC, 12:4.
23 TDC, 15:3.
24 Concilio Vaticano Segundo, Constitución Pastoral sobre la Iglesia
en el mundo actual Gaudium et Spes, 24; citado en Juan Pablo II,
Carta a las Familias, 11.
25 TDC, 16:2.
26 CIC, 1604.
27 Cf. TDC, 46:1, donde Juan Pablo II cita al filósofo francés Paul
Ricoeur.
28 TDC, 27:2.
29 TDC, 27:4.
30 Ibid.
31 TDC, 28:2.
32 TDC, 28:3.
33 TDC, 28:3.
34 TDC, 27:2.
35 TDC, 46:3.
36 TDC, 55:6.
37 Cg. San Agustín, Homilía octava sobre el Evangelio de Juan.
38 Concilio Vaticano Segundo, Gadium et Spes, 22.
39 TDC, 19:4.
40 Concilio Vaticano Segundo, Gadium et Spes, 22.
41 Ibid
42 Ibid
43 El Canon Romano de las Misas, Oración Eucarística I.
44 Carl Anderson y José Granados, Llamados al amor, 140.
45
Fuentes (continuación)
45 Ibid.
46 Juan Pablo II, Discurso a los Miembros del Movimiento Equipos
de Nuestra Señora (23 de septiembre de 1982), 1.
47 Juan Pablo II, Carta Encíclica Dominum et Vivif icatem (Sobre el
Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y del mundo), 10.
48 TDC, 51:6.
49 TDC, 56:4.
50 TDC, 49:7.
51 TDC, 57:2.
52 Juan Pablo II, Carta a las Familias, 11; citando a Concilio Vaticano
Segundo. Gaudium et Spes, 24.
53 TDC, 14:4.
54 TDC, 13:4.
55 Cf. TDC, 103-107.
56 TDC, 71:1.
57 TDC, 68:3.
58 Concilio Vaticano Segundo, Gaudium et Spes, 24.
59 TDC, 49.
60 Cf. TDC, 106... donde Juan Pablo II aborda cómo, a diferencia
de los métodos de conocimiento de la fertilidad, el acto de
contracepción falsea o mal interpreta el “lenguaje del cuerpo”.
61 TDC, 79:8.
62 Concilio Vaticano Segundo, Gaudium et Spes, 24.
63 Juan Pablo II, Carta a las Familias, 13, citando a Pablo VI.
64 Ibid.: “La familia es el centro y el corazón de la civilización del
amor”.
46
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47
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48
Serie de la Nueva Evangelización
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