Marx Esotérico
Marx Esotérico
Marx Esotérico
Letra de notas:
Índice
I. Intro ……
8
Echeverría un marxista heterodoxo y del Barco y Juanes
aventuran una postura crítica frente a Marx sin caer en anti
marxismos o posmarxismos
9
briagada del triunfalismo neoliberal y su fin de la historia.
Nuevas olas de descontento y rebeldía sin embargo la
ideología dominante sobre la derrota del siglo XX perdura
En este contexto estos tres autores los cuales por
Sin embargo los 3 pensadores radicales y de una actual-
idad deslumbrante fundamentales formados en el contexto
de la renovación del pensamiento marxista iniciada desde fi-
nales de los 50 que tiene su estallido en el 68 y que continúa
su estela al que se adecenta tratando de quitar su carga revo-
lucionaria insurreccional.
Remergen la actualidad de su pensamiento después de
la noche neoliberal y el triunfalismo del fin de la historia,
Son fundamentales para re ubicarse brujulas
.La historia del marxismo marcada por la tensión entre
lecturas ortodoxas, dogmáticas y por otro lado El otro marx
el otro marxismo a contrapela la invariancia de su vigencia
crítica y revolucionaria
Más allá de sus diferencias los 3 autores muestran las
profundidades de la dominación y apuntan hacia cierta in-
tensidad la revolución es otra cosa que Partidos políticos con
registro ante el poder público que se quiere derrocar, van-
guardias y disfrutes justos y equitativos del mundo que con-
ocemos, de los logros y de la sociedad y el progreso.
10
sobredeterminada por la calidad parasitaria o la config-
uración sobrepuesta que adopta el objeto práctico en su exis-
tencia o vigencia como puro objeto social de intercambio
Juanes:
Elabora un balance de la crisis del marxismo en tanto
crisis de la historia de occidente y sus ismos, arriesgando una
crítica a Marx pero sin caer en pos marxismos
nadie podrá negarle a Marx el mérito de haber descubi-
erto cierto hilo conductor (histórico material) entre la apoteo-
sis del valor y la civilización occidental, y el haber expuesto de
manera rigurosa y exhaustiva la problemática formal que com-
pete a la relación hombre- trabajo-mundo
11
racionalización del Estado (Hegel, et al), mediante la esponta-
neidad objetiva de la ley del valor (Smith, et al),
12
13
14
El concepto de fetichismo en el
discurso revolucionario1
Bolívar Echeverría
15
de esa revolución y en la medida en que contribuye a su pro-
greso. Pero si se deja aparte esta incompatibilidad entre el dis-
curso científico-crítico y los intereses históricos de pequeña
burguesía acomodada —es decir, estatistas-socializantes—
que se expresan en el “marxismo” reformista predominante,
y si se examina el aspecto exclusivamente teórico de la falta
de actualidad que padece en el marxismo el reconocimiento
de la importancia decisiva del concepto de “fetichismo” mod-
erno, es posible afirmar que tal falta de actualidad se debe
principalmente a que la propia definición del carácter central del
concepto “fetichismo” moderno dentro del sistema concep-
tual marxista se halla todavía inacabada y presenta vacíos y
desajustes esenciales.
Se trata de responder a la pregunta: ¿por qué puede de-
cirse que las afirmaciones de Marx sobre el “fetichismo” ocu-
pan la veta central de su discurso? Y para ello es necesario:
A) disponer de un concepto riguroso, es decir, exhausti-
vo y coherente de “fetichismo mercantil”; y
B) determinar qué significa “ocupar el sitio central” en
el discurso teórico de Marx.
Los apuntes de Marx que siguen a continuación preten-
den indicar una vía de solución a la pregunta anterior medi-
ante el esclarecimiento de la primera, (a), de las tareas que
plantea su respuesta.2
A. Puede decirse que tres de las ideas generalizadas re-
specto de la teoría del “fetichismo mercantil” en Marx rep-
resentan tres de los principales obstáculos que dificultan la
construcción científico-crítica riguroso de esa misma teoría: 1)
la que confunde la teoría general de Marx sobre la producción
y consumo de mercancías o “fetiches” modernos con la teoría
especial, derivable de ella, acerca de los efectos ideológicos en
el discurso o de falseamiento en la conciencia social; 2) la que
confunde la homología que establece Marx entre fetichismo
arcaico y “fetichismo” moderno o mercantil con una simple
identificación de éste con aquél; y 3) la que confunde el con-
cepto de “fetichismo” mercantil simple o en general con el de
“fetichismo” mercantil desarrollado o capitalista.
2. Véase una aproximación al esclarecimiento de la segun-
da (B), en: B. Echeverría, Discurso de la revolución, discurso crítico.
16
A.1. “Fetichismo” o “carácter de fetiche” es el princi-
pal de los nombres —otros son: “idealismo”, “misticismo”,
“carácter mistificador”, “objetividad sensorialmente supra-
sensorial”, “dualidad cuerpo-alma”, etc.— que, en el plano
erístico-político, literario o retórico, describen con una sola
imagen un fenómeno que tiene lugar en la constitución y la
función social de las cosas mismas de las sociedades mercantiles:
en la constitución de los objetos prácticos refuncinoaliza-
dos históricamente en la calidad de mercancías. Describe un
fenómeno objetivo, es decir, que acontece con la materia inte-
grada prácticamente como objeto (y esto es un proceso subje-
tivo o de producción/consumo por parte de un sujeto social);
y lo describe como un fenómeno histórico que se sitúa en el
plano práctico general del proceso de reproducción, es decir, en
el plano productivo/consuntivo tanto de objetos como de men-
sajes, y no sólo en el plano de la comunicación discursiva, es decir,
lógica e ideológica.
El “fetichismo” moderno o la calidad fetichoide —po-
dría resumirse— es el carácter que demuestra tener el objeto
práctico de figura mercantil cuando se considera de manera es-
pecial su función dentro del proceso global de reproducción de la so-
ciedad como proceso que tiene lugar bajo una forma histórica
peculiar, la de una serie abierta de procesos de reproducción
privados, es decir, simultáneos, contiguos pero funcional-
mente exteriores los unos a los otros.
A.1.1. La calidad de mercancía o la forma de existencia
(figura) mercantil del objeto práctico, descrita por Marx en el
primer capítulo de El Capital, es una calidad o figura dual o
en doble estrato y es una calidad o figura inestable o contra-
dictoria.
La calidad o figura mercantil se halla constituida por
la calidad básica o la forma estructural de objeto práctico
en cuanto tal, en su existencia u objetividad socialnatural
en general (su “cuerpo”), pero en tanto que calidad o forma
modificada o sobredeterminada por la calidad parasitaria o la
configuración sobrepuesta que adopta el objeto práctico en su
existencia o vigencia como puro objeto social de intercambio
(su “alma”).
En el plano en que es un objeto social-natural, la mer-
17
cancía es simplemente una porción de naturaleza o materia
de cualquier orden integrada en la realización del proceso
de reproducción social, es decir: en una perspectiva, materia
transformada o resultante de un proceso de producción o tra-
bajo específico, cooperativo o concreto, y, en otra perspectiva,
materia apetecida o necesaria para un proceso de consumo o
disfrute igualmente específico, compartido o concreto. Es un
bien producido o un producto útil con valor de uso.
En cambio, en el plano en que es un puro objeto social de
intercambio, la mercancía no es más que, en la primera per-
spectiva, una simple condensación de energía productiva, un
valor, y, en la segunda perspectiva, una simple posibilidad de
ser reemplazada, por un objeto diferente de ella pero equiva-
lente, un mero valor de cambio. Es la versión abstracto-cuantitati-
va de la calidad o forma social-natural o concreta; es ésta mis-
ma pero reducida a su aspecto más indiferenciado y general,
aquél en que todos los rasgos de producto y de bien que ella
vuelve reales en el objeto se resumen en los dos rasgos sigui-
entes: el de haber sido producido con mayor o menor trabajo
o gasto de energía social (producto en abstracto) y el de ser
más o menos intercambiable, es decir, demandado o útil en
términos generales (bien en abstracto).
Ahora bien, lo peculiar de la calidad o figura mercantil
del objeto social práctico reside en que esta última, su cal-
idad o configuración social de intercambio, rige o tiene vi-
gencia como calidad o configuración aparte y autónoma, y no
como elemento dependiente y subsumido en la calidad o
figura social-natural. Lo específico de la figura (forma con-
figurada) mercantil del objeto reside, por lo tanto, en que su
composición es inestable o contradictoria; en una parte de su
calidad total o concreta —la parte puramente abstracto-cuan-
titava— se enfrenta a ella o se afirma al margen de la sin-
tetización que ella implica, minándola así en su integridad.
En la forma mercantil de los objetos hay una contradicción,
dice Marx, entre sus dos factores, entre el valor o la “forma de
valor” y el valor de uso o la “forma natural”.
A.1.2. Es esta unidad contradictoria de dos calidades, fac-
tores, formas o estratos de existencia, unidad característica
del objeto práctico mercantil, la que se presenta como carácter
18
fetichoide de la mercancía cuando se la considera dentro del
funcionamiento global del proceso de reproducción social.
En efecto, la mercancía presenta su peculiar doble cal-
idad como una efectividad doble y una significación doble —es
decir, similares a la efectividad y la significación de los instru-
mentos de la técnica mágica, de los fetiches (objetos religio-
sos, ordinarios y milagrosos, terrenales y celestiales, objetos
místicos) que fusionan en sí lo humano y lo divino— cuando
se observa la función que ella cumple como elemento posibilita-
dor de un cierto tipo histórico de reproducción social. La mercan-
cía ejerce una acción similar a la de estos fetiches u objetos
profanos-sagrados porque no sólo constituye el producto
concreto (“profano”) que el productor entrega al mecanismo
social de distribución y el bien concreto (“profano”) que el
consumidor saca de ese mismo mecanismo, sino también el
único nexo (objeto “sagrado”) en virtud del cual ese sujeto
productor/consumidor —que se halla en condiciones históri-
cas de privatización o aislamiento— resulta conectado con los
demás sujetos productores/consumidores, relacionado con
los demás átomos del sujeto social.
El “mundo de las mercancías” es un conjunto de ob-
jetos fetichoides porque, además de actuar como reservorio
de los objetos prácticos (acción “ordinaria”), actúa también
como medium efectuador de la socialidad de esos productores/
consumidores (acción “milagrosa”).
En un proceso de reproducción social en el cual la sujeti-
dad o actividad con la que el sujeto sintetiza su propia social-
idad (las relaciones de convivencia técnica, de producción y
consumo) se encuentra paralizada o fuera de funcionamiento;
en el cual, por tanto, la figura o identidad fáctica de esa social-
idad es contingente o “naturalmente dada” (naturwuechsig),
estática o carente de un principio innovador, es el conjunto
de las cosas u objetos prácticos el que tiene que garantizar
al menos la repetición de la identidad social heredada im-
poniéndole al sujeto inactivo los efectos sintetizadores inertes,
provenientes de su propia “vida social”. Y esta “vida social
cósica” sólo puede consistir en la vigencia efectiva de la inter-
dependencia abstracta, casual o caótica de las diferentes cosas en
tanto que situadas en un plano común (“social”), el de su cal-
19
idad de valores.
A.1.3. Carácter fetichoide de la mercancía quiere decir,
entonces, efectividad doble —concreta pero privada, de una
parte, abstracto pero social, de otra— en el proceso social de
la reproducción desintegrado como proceso básico de pro-
ducción/consumo e integrado sólo como proceso de distri-
bución por intercambio. Quiere decir, por tanto, significación
doble o significación sobredeterminada por el funcionamiento
de un código acoplado y que subcodifica al código general
del proceso comunicativo básico en la praxis reproductiva.
Producir y consumir objetos prácticos mercantiles no implica
solamente emitir/recibir el mensaje que ese objeto tiene en
su significación dentro de la tensión comunicativa que une
al sujeto productor con el sujeto consumidor; implica emitir/
recibir un mensaje necesariamente modificado, supeditado a
la presencia de otro que es parasitario y de orden puramente
abstracto-cuantitativo: implica producir/consumir significa-
ciones dobles y de doble efecto comunicativo: fetichistas.
En consecuencia, se puede decir que la teoría de Marx
sobre el “fetichismo” moderno es también una teoría del dis-
curso fetichista, pero que lo es en segundo lugar o de manera
derivada. Si el discurso o producción discursiva —la produc-
ción de objetos prácticos cuya practicidad se ha concentrado
en su comunicabilidad— puede ser fetichista, y si, por tanto,
el sujeto puramente comunicador o la “conciencia” puede ser
fetichista o falsa, ello se debe a que, en un cierto tipo históri-
co de comportamiento reproductivo práctico, son los objetos
producidos/consumidos los que tienen un carácter parecido
al de los fetiches.
A.2. La sumarísima exposición anterior del concepto
de “fetichismo” mercantil en Marx indica la necesidad de
distinguir claramente entre este “fetichismo” moderno y el
fetichismo propiamente dicho, bien sea el fetichismo arcaico de
los objetos mágicos o el fetichismo civilizatorio o de abstinen-
cia de los objetos de aberración sexual sustitutiva. La falta de
esta distinción es un indicio de que el concepto de fetichismo
moderno es usado con falta de rigor lógico; y, de hecho, es
también una causa de que esa falta de rigor mantenga.
Entre la mercancía, el objeto fetichoide, y el fetiche pro-
20
piamente dicho no hay identidad sino únicamente similitud.
La mercancía no es un objeto mágico; se parece a un obje-
to mágico. La similitud puede establecerse en el plano de la
estructura de las respectivas composiciones objetivas de la
mercancía y del fetiche; pero las determinaciones de la ob-
jetividad de la mercancía y su función o efecto en el proceso
reproductivo de la sociedad son esencialmente diferentes de
las determinaciones objetivas y la función o efecto social del
fetiche.
En ambos, en la mercancía y en el fetiche, encontramos
un plano secundario de objetividad que tiene una funciona-
lidad o efectividad propia y que modifica la funcionalidad o
efectividad básica. La objetividad de valor, en el caso de la
mercancía; lo sagrado o lo pseudosatisfactor, en el caso del
fetiche (arcaico o sexual).
Pero, mientras la efectividad secundaria de la objetiv-
idad de valor, en la mercancía, consiste en asegurar (cósica-
mente) la vigencia de la socialidad de un sujeto social paral-
izado, atomizado o privatizado, la efectividad secundaria
actuante en el fetiche es de un orden completamente difer-
ente.
En el fetiche arcaico u objeto instrumental mágico, el
plano propiamente sagrado o milagroso tiene como efecto
inmediato el ampliar el alcance de la acción de un cierto tipo
técnico de fuerzas productivas sobre la naturaleza aún no
domeñada; efecto que alcanza al “domeñarla” en exterioridad,
es decir, sin intervención del proceso de transformación real
sino mediante un trabajo de orden simbólico o representativo.
Este efecto técnico-mágico cumple una función especí-
fica en el proceso básicamente armónico pero “primitivo” de
la praxis social: neutraliza o soluciona la contradicción que
aparece en el sujeto social/comunitario arcaico entre la im-
agen necesariamente deseada de sí mismo —esbozada dentro
del campo de posibilidades abierto por sus instrumentos y
su tecnología— y la imagen plasmada de hecho con la incipi-
ente capacidad real de sus fuerzas productivas. Recuérdese la
cuarta Tesis de Marx “ad Feuerbach”.3
3 “Feuerbach parte del factum de la autoenajenación religiosa, de la duplicación
del mundo en uno religioso y otro mundano. Su trabajo consiste en disolver [au-
21
Por su parte, en el fetiche de abstinencia u objeto sex-
ual sustitutivo, el plano propiamente sobre-erotizado tiene
como efecto inmediato, de manera parecida al caso anterior,
el ampliar el alcance de la acción de un cierto tipo de insti-
tución civilizadora del eros sobre un campo no integrado de
perspectivas de disfrute erótico; efecto que alcanza al “inte-
grarlo” en exterioridad, es decir, sin su exploración real, sino
mediante una transgresión meramente simbólica o repre-
sentativa de las barreras prohibitivas o de abstinencia que lo
circundan. Este efecto de excitación, disfrute y satisfacción
erótica por substitución cumple, dentro del tipo productivista
de procesos de reproducción social, una función análoga a la
del fetiche arcaico: neutraliza o soluciona la contradicción que
aparece en el sujeto social que debe sacrificar su disfrute a favor
de su rendimiento entre la tendencia polimorfa y dispendiosa
de su eroticidad y el tipo reductor y represivo de la restricción u
ordenamiento de sus sistema de necesidades.
La distinción entre la función social reproductiva que
cumplen estos fetiches propiamente dichos y la que cumple
la mercancía, el fetiche moderno y objeto fetichoide, es de im-
portancia, especialmente para la conceptuación de esta últi-
ma porque permite precisar las condiciones muy restringidas
de su necesidad histórica, y por tanto, las posibilidades muy
realizables de su destrucción revolucionaria.
La existencia y la abolición de los fetiches propiamente
dichos están determinadas por el desarrollo de la fuerza pro-
ductiva de la sociedad como por la capacidad que ésta tiene
de domeñar la naturaleza: como naturaleza para-la-produc-
ción (en el caso del fetiche arcaico) o como naturaleza-pa-
ra-el-disfrute (en el caso del fetiche sexual). Es decir, están
determinadas por circunstancias sólo secundariamente de-
pendientes del modo de funcionamiento del proceso de re-
producción social. La existencia y la abolición del fetichismo
flösen] el mundo religioso en su base [Grundlage] mundana. Pero el [hecho de]
que la base mundana se desprende [abhebt] de sí misma y se fija (como) un reino
independiente en las nubes sólo es explicable a partir del autodesmembramiento
[Selbstzerrissenheit] y [del] autocontradecirse de esta base mundana. Es ésta en-
tonces, en sí misma, la que debe ser tanto comprendida [ verstanden ] en su con-
tradicción como revolucionada prácticamente. Es decir, por ejemplo, una vez
que la familia terrenal [irdische ] ha sido descubierta como el misterio de la Sa-
grada Familia, debe ahora ser aniquilada [vernichtet] teórica y prácticamente.”
22
mercantil están determinadas, en cambio, por causas primari-
amente sociales: por el modo privatizado en que tiene lugar la
reproducción del conjunto de átomos del sujeto social.
(Esta distinción, por lo demás, lejos de descuidar, ofrece
la clave para comprender el modo como la presencia de la
mercancía u objeto fetichoide mantiene y refuncionaliza la
vigencia de los fetiches propiamente dichos, como acontece
en el caso de fetiches modernizados: la ecclesia como Estado o
“comunidad nacional supraclasista”; la aberración sustituti-
va como “libertad en la elección de satisfactores por parte del
consumidor privado soberano”.)
A.3. Un tercer obstáculo teórico principal en la construc-
ción del concepto marxista de fetichismo moderno es la con-
cepción generalizada de una idea que confunde la estructura
y la función de la mercancía en general (el objeto fetichoide
simple) con la estructura y la función de la mercancía capital-
ista (el objeto fetichoide desarrollado).
A.3.1. La figura mercantil capitalista del objeto prácti-
co se distingue de la figura mercantil en general del mismo
porque, en ella, el plano propiamente configurante, la forma
sobrepuesta y parasitaria, la forma de valor (compuesta por las
determinaciones valor y valor de cambio) posee un grado de
particularidad o de complejidad que no existe en el de la for-
ma mercantil simple. Y porque, consecuentemente, también
la relación contradictoria entre la forma social del valor y la
forma social natural del objeto práctico (compuesta por las
determinaciones: producto y valor de uso) es en ella un grado
más elevado.
Podría decirse que, en el “fetiche” mercantil capitalista,
el lado “sagrado” tiene un sentido o una orientación propia y,
por tanto, no sólo desquicia sino incluso subordina al sentido
originario del lado “profano” básico. En efecto, en la mercan-
cía capitalista el valor (propiamente: el valor nuevo, añadido
o recién producido) debe tener una composición compleja
peculiar: debe incluir, junto a la objetivación de trabajo su-
ficiente para compensar el valor de la mercancía fuerza de
trabajo gastada en su producción (suficiente para reproducir
el capital variable), y convirtiéndola en mero soporte de su
existencia, una objetivación, excedente o adicional de trabajo
23
como substancia de un plusvalor.
Igualmente, el valor de cambio (precio) debe volver
efectivo el valor recién creado, pero sólo en calidad de medio
para que se vuelva efectivo para su propietario capitalista el
plusvalor que hay en él. Es decir, el valor y el valor de cam-
bio, los dos aspectos de la forma de valor del objeto mercan-
til, no son, como en la mercancía simple, determinaciones
autónomas pero derivadas y estáticas o sea dependientes de las
determinaciones concretas (de producto específico y de útil
específico) del mismo, sino determinaciones que llevan intrín-
secamente, en su propia inercia, un sentido, una necesidad o
una dinámica independiente. Son determinaciones de una for-
ma de existencia del objeto mercantil, que es parasitaria pero al
mismo tiempo dominante sobre su forma de existencia básica.
A.3.2. Esta mercancía de forma específicamente capital-
ista es un objeto fetichoide también peculiar, porque la función
que cumple dentro del funcionamiento global del proceso de repro-
ducción social es diferente (inconfundiblemente caracterizada
por Marx en el libro III de El Capital, el libro de las desmixtifi-
caciones, frente a la función fetichoide general de la mercan-
cía simple): posee un grado esencialmente más profundo de
efectividad.
El objeto práctico o bien/producto mercantil capitalis-
ta es el elemento mediador entre las dos fases (productiva y
consuntiva) del proceso de reproducción de un sujeto social
muy especial. Un sujeto social, en primer lugar, atomizado
o privatizado, es decir, afectado por una parálisis de su au-
tarquía, de su función política básica o función sintetizadora
de su socialidad; y, en segundo lugar y sobre todo, un sujeto
social estructurado de hecho en torno al “capitalismo” o relación
“capital” (“Kapitalverhaeltnis”) como relación social dominante,
es decir, en torno a un principio de diferenciación que con-
stituye constantemente a la serie de átomos de sujeto (suje-
tos privados productivos/consuntivos) en un conjunto de
sujetos estructurado polarmente: sujetos capitalistas, es decir,
dotados de medios de producción y explotadores de la fuerza
ajena, por una parte, y sujetos proletarios, es decir, carentes de
medios de producción y explotados o que ceden su fuerza de
trabajo, por otra.
24
El proceso de reproducción en el que interviene la mer-
cancía capitalista es así un proceso que, al mismo tiempo que
se ejerce por (producción) y actúa sobre (consumo) la corpo-
reidad concreta del sujeto social, también se ejerce en virtud
(producción) y en beneficio (consumo) de una forma histórica
del sujeto como sujeto en el cual una de sus dos clases, puede
apropiarse de una parte del trabajo aún en vivo —y no, como
en otros tipos de explotación, de una parte del trabajo cristal-
izado ya como valor de un producto— ejecutado por la otra.
En un proceso de reproducción del sujeto social en tan-
to que soporte de una relación de explotación-sin-despojo entre
una parte del mismo (capitalista) y la otra (proletaria).
Inserto en este modo histórico peculiar del proceso de
reproducción social, es decir, como riqueza producida por
el capitalismo y consumida para el capitalismo, el conjunto
de objetos prácticos mercantiles, el mundo de las mercancías
capitalista —con su existencia mercantil en doble plano y con
su “vida social cósica”— debe actuar como medium efectuador,
no sólo de una socialidad pasiva o carente de sujeto funcionante, sino
de una socialidad pasiva pero dotada de dinámica, es decir, dotada
de un pseudo-sujeto o centro pseudo político o pseudo sintetizador:
dotada de una dirección y una necesidad innovadoras, pro-
venientes precisamente del funcionamiento automático de la
relación social “capitalismo”.
Riqueza concreta o cúmulo de objetos prácticos, por una
lado, y por otro, riqueza abstracta y fácticamente de una su-
jetividad cósica o enajenada, la del “valor que se valoriza”,
“capital que se acumula” o “dinero que genera más dine-
ro” (al convertirse en mercancía y reconvertirse en dinero,
D-M-D’): el mundo de las mercancías capitalistas es el mundo de
los objetos fetichoides activos. “Fetiches” que no obedecen los deseos
ni potencian las capacidades de sus propietarios, sino que hacen
que ciertas capacidades y deseos surjan y otros desaparezcan en el-
los; que traducen al registro de lo concreto, bajo la imagen
de bienes que deben desearse y productos que pueden pro-
ducirse, las posibilidades de explotación de plusvalor y las
necesidades de conversión de plusvalía en capital.
A.3.3. Las mercancías capitalista —su producción, dis-
tribución (circulación o comercio) y consumo— sólo podrán
25
ser algún día reconvertidas teórica y prácticamente por la
revolución comunista en objetos sociales práctico- concretos,
libres de todo revestimiento parasitario, si ahora son recono-
cidas en su especificidad y distinguidas de aquellas otras, rel-
ativamente “benignas”, las mercancías no capitalista. Y como
parte de este reconocimiento de su especificidad debe estar
necesariamente el de la peculariedad de las significaciones tam-
bién fetichoides —las unas, básicas, supeditadas al conjunto
de la practicidad del objeto, las otras, derivadas, supeditantes
de ese conjunto o “independientes” de él (discursivas) que se
producen/consumen junto con ellas.
En la cotidianidad de la reproducción privatizada o
mercantil, los individuos sociales emiten/reciben mensajes
—objetuales y discursivos— que a medio camino adquieren
un matiz extraño. Pero, mientras en la cotidianidad mercantil
simple la extrañeza de este matiz consiste en un cierto gra-
do de deformación, en la cotidianidad mercantil-capitalista tal
extrañeza consiste, en cambio, en un cierto grado de absurdi-
dad. Una cosa es la sobredeterminación abstracto-cuantitativa
abierta o introductora de la casualidad que afecta a las sing-
nificaciones por acción del subcódigo mercantil simple (el del
proceso de formación/destrucción de valor) y otra muy dif-
erente la sobredeterminación abstracto-cuantitativa, cerrada o
introductora de la fatalidad capitalista que les adviene por
los efectos del subcódigo mercantil-capitalista que les advi-
ene por los efectos del subcódigo mercantil-capitalista (el del
proceso de valorización/destrucción del valor).
Si la subsunción bajo el sentido de la reproducción
del valor des-centra necesariamente la intención comuni-
cativa concreta en las significaciones mercantil-simples,
la subsunción bajo el sentido de la acumulación capitalista
re-centra la intención concreta de las significaciones mercan-
til-capitalistas. La primera subsunción descentra la intención
comunicativa porque permite que dentro de ella una de sus
componentes resulte casualmente privilegiada sobre las otras.
Las segunda subsunción re-centra esa intención comunica-
tiva porque le impone un orden jerárquico externo para sus
componentes. Mientras la primera vuelve cotidiana y natu-
ral la inseguridad del sentido de las cosas y los actos sociales,
26
la segunda vuelve cotidiano y natural el sin sentido de los
mismos, es decir, el “sentido” del valor que se valoriza, esen-
cialmente heterogéneo respecto del funcionamiento concreto o
social-natural del proceso de autoreproducción social.
27
Crisis de la metafísica de occidente, crisis del marxismo4
Jorge Juanes
28
munista. “La conciencia socialista es algo introducido desde
afuera en la lucha de clases del proletariado, y no algo que
ha surgido espontáneamente”, dirán Kautsky y Lenin a todos
aquellos que han olvidado que la elaboración de la “concien-
cia socialista” es tarea de “intelectuales”. Proposición medi-
ante la cual los “intelectuales de izquierda” —sin que nadie
se los pidiera, por cierto— se auto postularon (salvo honrosas
excepciones: Rosa Luxemburgo y los suyos, la Oposición de
Izquierda a Lenin) pastores de almas encargados de la mis-
ión de salvaguardar, representar y difundir la verdad de la
historia. Al mismo tiempo convertían al proletariado y a las
masas en su conjunto en fuerzas instrumentales, a las que el
partido vanguardia asignaba sitio y lugar: y al pensamiento
crítico de Marx en marxismo, es decir en un discurso formal y
cosificado, patrimonio de sabios en asuntos de la revolución.
Conocemos los procedimientos para concluir esta conversión
del marxismo en una concepción del mundo dogmática y cer-
rada; ir a la obra de Marx o de Engels, sobre todo de este úl-
timo, guiados por el propósito de buscar las citas pertinentes
para establecer de una vez y para siempre la verdad de la
naturaleza y de la historia, y al hilo, la conducta que nos toca
seguir por el resto de nuestros días: lo que tenemos que sa-
ber, pensar y sentir. Después la obra de Marx pasa a ser pasto
de manuales; nacen la moral marxista, la estética marxista,
la antropología marxista, la ciencia de la historia marxista,
etcétera, etcétera. En el Capítulo IV de la Historia del partido co-
munista (b) de la URSS (1936), mediante un “didáctico” y “pro-
fundo” resumen de los principios esenciales del marxismo,
el camarada Stalin pone los puntos sobre las íes al proclamar
de una vez y para siempre que la dialéctica materialista y las
leyes que la acompañan bastan para saberlo todo con respecto
a los asuntos tanto del cielo como de la tierra. Por fin Zhdánov,
años mas tarde, culminando la tarea filosófica del “padre de los
pueblos” y contando con su venia, proclama rimbombantemente
y sin ninguna muestra de rubor la “absoluta novedad teórica”
del marxismo, aprovechando la ocasión para anatemizar a cual-
quier pensamiento surgido antes, junto o después del “marxis-
mo” —versión Stalin.
Así las cosas, el “viejo topo” de la historia irrumpe, en
30
la década de los cincuenta. El XX y XXII congresos del PCUS
toman cartas en el “asunto Stalin”, denunciando el culto a su
persona. Muchos creyeron entonces que comenzaba una nue-
va época; poco o nada, sin embargo, tuvieron que esperar para
darse cuenta de que tras la crítica al hombre subyacía la in-
tención de guardar el sitio: el Estado omnímodo que todo lo
puede y sabe. Para la verdadera oposición a Stalin, stalinismo y
construcción de un régimen de producción estatalista era una
y la misma cosa, por tanto borrar a Stalin del mapa y reforzar,
ampliándolo, al partido-Estado, no era ante sus ojos más que
una mala comedia representada por la burocracia en el poder,
una vez mas sucumbió el “viejo topo” ante la “figura imperial
del águila”. Pero no hay mal que por bien no venga, y muchos
—tras las revelaciones hechas en los congresos mencionados y
visto el perfeccionamiento, que no la extinción, del “estado so-
cialista”— se impusieron la tarea de recuperar el espíritu cuando
no la letra de “la primera forma de la teoría revolucionaria”. En
la línea de aquellos que los antecedieron (el movimiento con-
sejista, la oposición a Stalin, Gramsci y los suyos, la Escuela de
Frankfurt, Korsch y Bloch) hicieron patente la capacidad critica
del marxismo, su intransigencia revolucionaria y su carácter lib-
ertario. Por citar algunos nombres, vayan estos: Axelos, Sartre,
Lefebvre y los miembros de la revista Socialismo y barbarie en
Francia; Kofler, Dutschke y su grupo en Alemania; la Escuela
de Della Volpe en Italia; Claudín, Semprún y la revista Ruedo
ibérico en España; Revueltas y Sánchez Vázquez en México. Por
lo que toca a los países socialistas nos encontramos con pensa-
dores como Ilienkov, Kosík, Petrovic (y en general miembros de
la revista Praxis, en el caso Yugoslavo), Kolakowski, además de
los que hoy forman la llamada Escuela de Budapest (Meszáros,
Márkus, Heller, Hegedus…) pero el marxismo crítico no sólo
se recuperó a si mismo en el nivel de la teoría, sino que sirvió
también para alentar movimientos ideológico políticos que se
separaban de los núcleos “ortodoxos” de la tradición revolucio-
naria. Queden como botones de muestra la revolución Húngara,
la apertura inicial de la revolución cubana en su etapa de
“confusión”, los aspectos de la revolución cultural china no
controlados por el stalino-maoísmo y la ola democratizadora
de la primavera de Praga. No cabe la menor duda de que al
31
final de la década de los cincuenta y la década de los sesenta se
produjeron experiencias renovadoras en las filas del marxismo.
II
32
a través de “su propio trabajo” transforma a la naturaleza y se
transforma a sí mismo conforme a fines previamente deseados
y concebidos, no siendo la historia sino la huella impresa por
ese proceso ininterrumpido de autoproducción. El trabajo, lejos
de ser una actividad limitada a producir cosas, es lo que le per-
mite al hombre ser lo que es. Dado que esta pasión de dominio
es el fundamento de la historicidad, el adónde y el a dónde de
la praxis histórica, de su constitución positiva depende la real-
ización plena del hombre: “la cabal unidad esencial del hombre
con la naturaleza, la verdadera resurrección de la naturaleza,
el acabado naturalismo del hombre y el acabado humanismo
de la naturaleza”. La historia, en consecuencia, será alcanzada
sólo en la medida en que los individuos sociales, relevados de
cualquier relación de opresión y por tanto libres, puedan deter-
minar a priori y de manera consciente-proyectiva el destino de
su proceso de producción y reproducción social.5 Más ¿cómo
hacer realidad esta situación en la que los individuos sociales
se muestran capaces de controlar sus relaciones sociales y de
dominar a la naturaleza? De una única manera, contesta Marx:
cuando se destruya la enajenación con el cese de la existencia
de las clases, así como de la explotación de unos hombres por
otros, mediante una revolución anticapitalista conducida por
los explotados contra los explotadores que los lleve a crear rel-
aciones sociales colectivas y autogestivas; y en el momento y
hora en que los individuos sociales dominen a la naturaleza
mediante la técnica moderna, ya que ésta les permitirá reducir
el tiempo de trabajo necesario para satisfacer sus necesidades
básicas y, en consecuencia, ampliar el tiempo de trabajo dedica-
do a actividades creativas y libremente escogidas.
Privilegiando en todos sus análisis esta tesis de que la
especificidad y calidad de una formación social depende del
grado de afirmación que dentro de ella han alcanzado los in-
dividuos sociales respecto de su propio ser social y de la natu-
raleza6, Marx nos ofrece un balance y juicio de conjunto de las
5 Para más detalles consúltese mis trabajos Historia y naturaleza en Marx y el marx-
ismo, Universidad Autónoma de Sinaloa, Situaciones 15, México, 1981; “Proceso de
trabajo y proceso de valorización”, Investigación económica n. 145; Marx o la crítica
de la economía política como fundamento, Universidad Autónoma de Puebla, 1982.
6 Si algún fin tiene la historia para Marx, no puede ser otro que el establecimiento
de la libertad. Para juzgar si una sociedad es libre o no, pensará siempre —y esto
33
formaciones sociales que han existido en la historia para prep-
ensar de allí la sociedad del futuro. En su opinión, y tomando
en cuenta únicamente los cambios radicales que a través de la
historia han producido a su vez cambios cualitativos en la rel-
ación de los individuos entre sí y con la naturaleza, la historia
universal ha pasado hasta ahora por dos grandes estadios ge-
nerales: las “formas que preceden a la producción capitalista”
(desde la comuna primitiva hasta el feudalismo, incluido el
modo de producción asiático y el esclavismo) y “el modo de
producción capitalista” que, además, contiene en sus entrañas
la posibilidad de la sociedad comunista: “por otra parte, si la
sociedad tal cual es, no contuviera ocultas condiciones materia-
les de producción y de circulación para una sociedad sin clases,
todas las tentativas de hacerla estallar serían otras tantas qui-
jotadas” (Grundrisse).
Marx no creyó nunca que cualquier formación social
existente contuviera las condiciones objetivas y subjetivas re-
queridas para llegar a la sociedad comunista, otorgándole esta
facultad a la sociedad capitalista. Sin agotar todas las determi-
naciones del caso y comenzando por el aspecto negativo, des-
cubrimos que Marx considera al capitalismo, antes que nada,
como un sistema basado en relaciones sociales de independen-
cia personal y de dependencia objetiva (productores privados
y autónomos totalizados por el mercado a través de relaciones
de valor) que acaba por disolver las relaciones personales o
concretamente inmediatas de los individuos entre sí y con la
comunidad, tal y como las encontramos en las sociedades pre-
capitalistas. Ahora los productores se enfrentan como produc-
tores privados e independientes que sólo pueden relacionarse
a través de la relación de valor de sus productos en el merca-
do esto es, de manera cosificada y abstracta; así, la realización
porque para él el hombre es antes que nada un ser natural social— que no hay ningún
criterio mejor que el de empezar por considerar dentro de la misma el grado que ha
alcanzado en la constitución de unas relaciones sociales recíprocas —no basadas ni
en la explotación ni en el dominio de unos hombres sobre otros—, comunitarias —
no basadas en la atomización de la comunidad y en la correspondiente constitución
egocéntrica de la subjetividad —, y autárquicas —dirigidas por los hombres directa
y conscientemente—; junto a la consideración del nivel que ha obtenido en el desar-
rollo de la producción material. Por un lado qué tanto ha avanzado en la superación
de las necesidades primarias y en general de la escasez; por el otro, qué tan múltiple
y diferenciadamente ha logrado desarrollar el proceso de producción y el consumo
de riqueza concreta, y al fin la universalidad de cada uno de los individuos sociales
34
del circuito producción-consumo, que garantiza la reproduc-
ción material del ser social, lejos de ser resultado consciente y
proyectado por el conjunto de los productores, es el efecto de
leyes económicas o reificadas que se imponen fatalmente a su
conciencia.
Aunque es grave que la lógica del valor usurpe el lugar
de “la actividad libre y consciente de los hombres”, le suceden
al capitalismo cosas aún peores. Concretamente el enfrenta-
miento perpetuo e inevitable entre las dos “personas” en que se
encarna la condición histórica de existencia del capital: la clase
de los trabajadores asalariados y/o de los propietarios de las
condiciones subjetivas del trabajo, y la clase de los capitalistas
y/o de los propietarios de las condiciones objetivas del trabajo
donde los primeros son explotados por los segundos, en lo que
a partir de Marx se ha dado en llamar el proceso de valorización
capitalista. Por esta conversión del trabajo vivo en mercancía,
puesta al servicio de la acumulación incrementada de valor,
no sólo se universaliza y generaliza la forma mercantil de los
productos del trabajo, sino que el valor deja de jugar un papel
pasivo (caso de la sociedad mercantil simple) para pasar a jugar
uno activo. En ese momento, mientras las cosas toman la forma
de objetos-valor, los hombres toman la forma de sujetos-val-
or. Hegel lo entendió pero de manera invertida e idealista, así
nos dijo que “el mundo está dominado por lo abstracto”, por
el movimiento del Espíritu absoluto; Marx “poniendo en pie” la
dialéctica hegeliana, enmienda la plana: “el valor se convierte
aquí (en el capitalismo) en el sujeto de un proceso en el cual...
se autovaloriza”. Este fundamento caracteriza lo esencial de la
época moderna al determinar su sentido mediante una cierta
configuración de lo existente y mediante una cierta metafísi-
ca fetichizada. Recíprocamente, en esa configuración y en esta
metafísica puede hacerse la lectura de dicho fundamento. Se
trata, sí, de una configuración esquizoide de la reproducción
social en la que el pasado o lo muerto domina sobre el presente
o lo vivo —el mercado sobre el conjunto de los productores y
el capital sobre el trabajo vivo—, y en donde, por lo tanto, los
individuos sociales (los trabajadores) se encuentran subordina-
dos a la potencia objetiva y azarosa del capital que los domina
y explota, al menos hasta que la reconozcan como nacida de sus
35
manos y acaben por derrocarla.
Hay que agregar que al depender el capitalismo del desar-
rollo completo y complejo de la sociedad mercantil, depende,
para el conjunto de sus movimientos, de un centro mediador
que funge como equivalente general de todas las producciones
y relaciones sociales: el dinero. Dinero que gracias a la existen-
cia de la relación de producción capitalista, y ya internado en el
cuerpo célibe de los capitalistas, se convierte en un poder cen-
tral (mercancía sagrada) que ocupa el lugar de un Dios activo y
expansivo; encontrándonos así con que nuestro destino se en-
cuentra en manos de los caprichos de un Dios Padre abstracto,
cuyo poder descansa en la medida y la cantidad, y cuyo ejerci-
cio reposa en la reducción permanente de hombres (mercancías
profanas) y cosas a medidas relativas de valor (Cf. El Capital,
Capítulo I, apartados 34 y Capítulo II) con la consiguiente trans-
mutación del cuerpo del deseo en un cuerpo castrado.
Hablar de sociedad moderna es para Marx no sólo hablar
de una sociedad totalizada por la figura abstracta del dinero y
por el código formal de la producción incrementada de valor,
sino también por un totalizador concreto: el Estado-nación, ya
que la defensa de la razón, del progreso, del valor, de la patria,
tienen en el Estado a su aparato representativo y ejecutivo. No
nos sorprenda, luego, que dentro del discurso protocapitalista
la integración comunitaria de los individuos sociales sea pensa-
da siempre ora dentro de “las leyes objetivas e inintencionales
de la economía”, ora dentro del “Estado racional y universal”
(aunque en nuestros días y bajo la coartada de la economía
mixta, tanto los economistas como los estatalistas han acorda-
do hacer tablas; pasando a ser su disputa inicial y este postrer
encuentro un episodio más de “la disputa —capitalista— por la
nación”). La palabra final de Marx será que tras el Estado racio-
nal existe siempre el mundo de los productores atomizados, de
las clases y de la explotación, no siendo el Estado más que una
“comunidad ilusoria”. Estado-para-la nación, Estado-para-la
ciudadanía, Estado-para-la-igualdad-entre-los-hombres, Esta-
do-para-la-libertad, he allí dice Marx, las máscaras tras las que
se oculta el movimiento en curso de la valorización del valor.
Hecho que olvidan las tesis constitucionalistas y funcionalistas
del Estado, en donde éste aparece siempre como una instancia
36
universal que permite que la sociedad sea Sociedad y la historia
Historia. “Pues un pueblo sin Estado no es un pueblo” (Hegel).
No todos son aspectos negativos en la sociedad capital-
ista, ya que también los hay positivos y revolucionarios. Dán-
dose el caso paradójico de que tanto los unos como los otros
dependen del ya señalado principio en el que se basa el proceso
de producción y reproducción que nos ocupa: el valor elevado
a la calidad de sujeto progresivo sustentante y totalizador del
conjunto del sistema. Y esto porque el mantenimiento de dicho
sujeto exige de suyo la apropiación ininterrumpida del mayor
tiempo de trabajo explotable que sea posible. Lo que, por su
lado, requiere a todo trance de un desarrollo de la intensidad
y productividad del proceso de trabajo, capaz de disminuir el
tiempo de trabajo necesario y de ampliar el tiempo de plus-
trabajo, y que se materializa en la revolución permanente que
han sufrido y sufren los medios de trabajo nacidos en la época
del capital. No es casual entonces que haya sido el capitalis-
mo, debido a su lógica estructural totalizada por la explotación
de tiempo de trabajo impagado, el espacio histórico en que los
hombres han logrado un desarrollo cualitativo y cuantitativo
de la ciencia y la técnica “que revoluciona toda la estructura
económica de la sociedad, y supera de manera incomparable
todas las épocas anteriores” (El capital). Incluso el papel “emi-
nentemente revolucionario” del capital no se detiene allí, pues
cabe también agregar a su cuenta la creación del mercado mun-
dial y la socialización del trabajo.
Pese a todos sus defectos —que no son pocos— tenemos
que estarle agradecidos al capitalismo por haber dejado atrás
el localismo y el carácter limitado de las formas de producción
precapitalistas, pues con ello nos ha abierto la posibilidad, por
primera vez en la historia, de dominar a la naturaleza, escapar
del hambre y construir una economía del tiempo libre.7
37
Baste lo anterior para entender que así como la virtud del
régimen capitalista reside en desarrollar los medios de trabajo
38
y su racionalidad científico-técnica especifica a un nivel nunca
antes alcanzado por la humanidad, su defecto estriba en estar
basado en la explotación del hombre y en la enajenación del
proceso autoreproductivo. ¿Qué hacer ante esta ambigüedad?
Desde luego actuar. Ya que la ley del capitalismo, tal y como
lo demuestra Marx en El capital, lejos de llevar de manera au-
tomática al comunismo conduce a la reproducción ampliada
del capitalismo. De ahí que la ley del comunismo, la creación
de una “asociación de hombres libres”, tenga que imponerse
dentro y contra la ley del capitalismo hic et nunc. ¿Contra quién
actuar? Desde luego contra la dialéctica de la valorización cap-
italista cuya “voluntad y conciencia” encaran los propios cap-
italistas y contra el Estado, su baluarte institucional. Y, ¿cómo?
Marx piensa que mediante la “asociación obrera” y la “unión
de las asociaciones obreras”, ya que sólo este doble movimiento
asociativo puede llegar a garantizar el autocontrol por parte de
los trabajadores tanto del proceso de producción material como
del proceso de reproducción social en su conjunto y, en conse-
cuencia, la creación de una institucionalidad crítica e inmediata-
mente representativa de los intereses de los trabajadores, capaz
de acabar con el régimen de trabajo asalariado, la cosificación
capitalista y la forma institucional estatal que la reviste. No
obstante ¿por qué la clase obrera? Simplemente porque es, de
entre todas las clases explotadas que existen en el mundo mod-
erno, aquella sobre la que descansa la reproducción de la socie-
dad configurada como riqueza valor y, al mismo tiempo, como
riqueza concreta, ya que de su trabajo depende la producción
de plusvalía que sostiene al régimen capitalista y la producción
de valores de uso en que se sustenta la reproducción concreto
material del sujeto social y, a la vez, porque como consecuencia
de lo anterior es la única clase que además de explotada puede
dar lugar a la creación de un nuevo modo de producción y en
consecuencia colaborar al progreso histórico. Cuando la clase
obrera sea “para sí” —o sea, cuando reconozca en sí misma esta
potencialidad objetiva o consustancial que le permite apropi-
arse creativamente del conjunto de la reproducción social—, lo
será también el proceso de trabajo, y sobre las ruinas de las otras
comunidades locales y nacionales, mediadas por referentes ir-
racionales parciales o de clase (religión, consanguineidad, na-
39
ción, Estado, etcétera), se levantará una comunidad universal,
totalizada por la integración científico reproductiva de la razón
histórica y por la integración científico-reproductiva de la razón
técnica. La cosa suena bien, pero…
III
Creo que nadie podrá negarle a Marx el mérito de haber
descubierto cierto hilo conductor (histórico material) entre la
apoteosis del valor y la civilización occidental, y el haber ex-
puesto de manera rigurosa y exhaustiva la problemática formal
que compete a la relación hombre-trabajo-mundo.8 Mérito suyo
es también la crítica intransigente que hace a cualquier forma
de estatalismo (aunque en mi opinión, no alcanza nunca a com-
prender toda la complejidad del problema del Estado) y de re-
formismo. Podemos decir, entonces, que elabora un complejo
estratégico para terminar con dos de las posiciones de poder que
agobian al mundo moderno: la valorización y el Estado-nación.
No obstante esto, me parece que el hecho de que permanezca
fiel a la metafísica de Occidente —un espacio teórico-práctico
definido por la idea de que el hombre es un ser capaz de hac-
erse de su destino y del mundo mediante una racionalización
de sus relaciones sociales y mediante la implantación mundial
de la razón técnica —y que inclusive la culmine— en cuanto
que trata siempre de poner en claro que no es ni mediante la
racionalización del Estado (Hegel, et al), ni mediante la esponta-
neidad objetiva de la ley del valor (Smith, et al), ni siquiera me-
diante la técnica dejada de su propia mano (la tecnocracia y el
fanatismo positivista), sino mediante la revolución comunista
que el hombre puede devenir mundo —le impide desembaraz-
40
arse de dos posiciones de poder: la techné y el etnocentrismo, que
acaban por comprometer su obra al grado de convertirla en una
obra demasiado parcial y demasiado cerrada como para seguir
orientando la praxis crítica de los tiempos que corren. Y no es
que el fundar, como Marx lo hace, la intelegibilidad de la his-
toria dentro del marco de la relación básica material-hombre
(sociedad)-trabajo- naturaleza sea descabellado (ya que a fin de
cuentas es una temática que cubre una parcela insoslayable del
ser, interior al existente que somos); como tampoco lo sería ex-
plicar a partir de allí aspectos esenciales de la forma dominante
que han tomado las relaciones generales de los individuos, en-
tre sí y con la naturaleza, a lo largo de la historia. Gracias a ellos
sabemos al menos dos cosas importantes: a) que los marcos vio-
lentos de las relaciones humanas basadas en la explotación den-
tro de los cuales se han desenvuelto hasta ahora las relaciones
sociales de producción, no son ni constitutivos ni ineliminables;
y b) que existe un vínculo estrecho y necesario entre la confor-
mación del ser social y la relación que mantienen los hombres
con la naturaleza, que obliga a las fuerzas insurgentes a incluir
dentro del marco de su estrategia subversiva el problema de la
relación hombre-naturaleza conjuntamente con el problema de
la constitución de una “asociación de hombres libres”9 Lo más
discutible es que Marx convierta esta verdad en LA VERDAD,
y trate de deducir a partir de ella tanto la dialéctica del poder
como la dialéctica de la libertad. Dígalo, si no, el hecho de que
en términos generales resume el problema del poder en la su-
premacía que ejerce un grupo de hombres sobre las acciones de
otro, a través del control que ha logrado ejercer respecto a las
condiciones objetivas del trabajo. Sobre esta base nada cuesta
ya afirmar que, con la apropiación colectiva de las condiciones
del trabajo por parte de los trabajadores, se cancela la dialéctica
del poder y se reduce la dialéctica de la necesidad en favor de
una dialéctica de la libertad; tampoco cuesta resumir la crítica al
capitalismo en un punto privilegiado: la liberación del proceso
de trabajo del proceso de valorización y dentro de un espacio
problemático binario y univoco: el de las clases y sus luchas. Es
41
innegable: el carácter actual de las relaciones de producción (y
por lo tanto de la lucha de clases) define aspectos decisivos de
nuestra historia; es éste un tanto que Marx se apunta en su fa-
vor a pesar de su pretensión, desmesurada, de convertir el nivel
de las relaciones de producción en centro totalizador de la his-
toria. De seguir a Marx en esta pretensión, correríamos el doble
peligro de caer en una visión omnicomprensiva y deductiva de
la historia que atribuye al proceso de trabajo y al trabajador la
cualidad de sitio y modelo de actividad subversiva; desde tal
perspectiva quedan ocultos los espacios críticos existentes al-
lende la producción. Pero si, además, afirmamos que el todo
social puede ser explicado por una parte de sí mismo (la base
productivo material) y que esta parte puede ser estudiada “con
la exactitud de las ciencias naturales” y lleva en sus entrañas un
destino (el comunismo), tendremos que concluir que la figura
decisiva de esa base (el trabajador o proletariado) es un sujeto
universal portador del destino de esta historia refrendado por
la ciencia de la historia y que la revolución comunista es un ref-
erente privilegiado desde (y por) el cual medir las posibilidades
y la radicalidad contenidas en este o aquel movimiento subver-
sivo. Destino que al ser aprehendido sólo mediante la ciencia
de la historia y nunca en las aguas fetichizadas en que se desen-
vuelve la actividad práctico inmediata de los proletarios reales,
convierte a los científicos de la revolución —véase la parte ded-
icada a Lukács— en totalizadores del movimiento revoluciona-
rio dotados de la capacidad de hablar del (y al) proletariado en
nombre del P-R-O-L-E-T-A-R-I-A-D-O; es éste Marx mesiánico,
gústenos o no, el preferido de los marxistas del bloque.10
42
la riqueza concreta puesta para sí misma y en primer
lugar del proceso de trabajo. Puede concluirse dentro
de este presupuesto que la praxis autoemancipadora
del proletariado no puede fundarse más que en la lib-
eración de las practicas y relaciones concretas en que
se funda lo cualitativo social. A partir de ahí se puede
hacer, que duda cabe, una lectura abierta de Marx. Y
esto es lo que he tratado de hacer hasta ahora (Cf. los
textos citados en la nota 1), buscando de paso asestar
un palo a los marxistas del bloque que a la fecha han
terminado por reducir a los individuos sociales y a las
estructuras del mundo de la vida a fuerzas motrices
lógico-objetivas cuya acción puede ser derivable de la
dialéctica inintencional de las fuerzas productivas y las
relaciones de producción. En los textos de estos “marx-
istas contemporáneos”, la diversidad histórica aparece
como una simple variable independiente de un saber a
priori y absoluto que establece las condiciones esencia-
les de la historia de una vez y para siempre. Pero aun
reconociendo lo poco o nada que tiene que ver Marx con
esta escolástica de la totalidad defendida por sus “fieles
discípulos”, tuve que aceptar la presencia en su obra de
una contradicción insuperable entre voluntad reductora
y estructura abierta de la existencia. Voluntad reductora
que, nadie se sorprenda, reside en la creencia de Marx,
manes del código de la producción que lo aprisiona, de
que el proletariado al ser encarnación del trabajador
universal encarna al “hombre de la historia universal”
(Merleau-Ponty) y así a la clase que al liberarse libera
a lo genético humano, previamente identificado con la
racionalidad de Occidente. Dentro de esta lógica, nada
cuesta proclamar la superioridad de la liberación uni-
versal encarnada por el proletariado —que al autosu-
primirse abre la odisea incondicionada de la figura del
43
Quizá podamos llegar a eliminar la forma productivis-
ta adoptada por el proceso de trabajo y la mecánica de la ex-
plotación que lo lastra; pero nunca desaparecer el proceso
de trabajo mismo. Por una razón: es a través del trabajo que
el hombre mantiene su necesaria relación metabólico-mate-
rial con la naturaleza. Es verdad que el proceso de trabajo es
transhistórico; no lo es que sea el centro (o base) del ser social.
Sartre afirmó (Critica de la razón dialéctica), con razón, que cual-
quier relación de objetividad impuesta por la necesidad carga
una negatividad ineliminable. Podemos decir, en sus términos,
que el proceso de producción y reproducción material de la
sociedad pide el cumplimiento de exigencias práctico-inertes
que roban nuestros proyectos y nos llevan a disolvernos (per-
dernos, dispersarnos) en la objetividad y en el mundo de los
otros. Quizás Marx pensaba lo mismo cuando al formular su
juicio final sobre las diversas formas de objetivación existentes
colocó en primer sitio el arte y el juego, es decir aquellas que
44
por sus características permiten el “despliegue de las fuerzas
humanas que se consideran un fin en sí” (lo que, por cierto,
ha sido considerado por no pocos marxistas —Galvano della
Volpe en primerísimo lugar— una traición de Marx contra sí
mismo: contra la tesis cardinal que identifica libertad con socia-
bilidad autoconstructiva y a ésta con trabajo libre). Paradoja de
paradojas, Marx piensa abrirle espacio a esta esfera de libertad
situada fuera del código heterónomo de la producción medi-
ante una estrategia situada en el centro del código mismo de la
producción: “la reducción de la jornada de trabajo” y la “ampli-
ación consiguiente del tiempo libre” mediante la implantación
universal del trabajo técnico científico automatizado.11
45
sufre el trabajador al momento mismo de realizar su ac-
tividad en tanto ésta se encuentra totalizada por el capi-
tal (recuerdo aquí que Marx, en El capital, demostró que
toda máquina construida bajo la lógica del capital es un
avance hacia la autonomización del proceso de trabajo
con respecto al trabajador directo, y por lo tanto hacia
el despojo no sólo dictatorial del producto creado por la
actividad de éste sino de su actividad misma. Una vez
más el plan del capital usurpa el lugar que debiera cor-
responder a la iniciativa de los trabajadores), hablan de
la destructividad que les viene a las fuerzas productivo
sociales cuando sirven al capital en el momento mismo
de producirse la “subsunción real del trabajo en el cap-
ital”. De ahí que la única manera de enderezar dicho
entuerto y poner el proceso de trabajo al servicio de la
realización de las necesidades cualitativas de la comu-
nidad pase por la recuperación de parte de los traba-
jadores del factor objetivo del trabajo. Planteamiento
éste de Marx que si bien nos permite saber que el pro-
ceso de trabajo, y dentro de él el medio de trabajo, lejos
de ser algo neutro es siempre una “forma social” y por
tanto nos avisa de la negatividad que le viene al proce-
so de trabajo moderno cuando sirve al capital —lo que
por cierto no fue entendido por Lenin y los suyos, em-
peñados a toda costa en convencernos de las virtudes
de la técnica capitalista y del taylorismo—, poco o nada
nos dice sobre la negatividad intrínseca que le viene
a dicho proceso nada más al convertirse en un proce-
so tecnológico científico que forma parte de un orden
metafísico de verdad. Y es que si para saber lo primero
basta con una crítica de la economía política como valor,
para saber lo segundo se requiere de una crítica de la
razón técnica (cosa que Baudrillard no entiende). Marx
no la hace, y quizás de ahí su deseo ingenuo de maqui-
46
Que el trabajo necesario debe ser reducido, pasa; que hay
que basar la dialéctica de la libertad en esa reducción, paso. Y
paso, pues si bien creo con Marx que el ámbito de la libertad es
irreductible aun al ámbito del trabajo libre, creo contra él que la
libertad sólo puede hacerse visible si desde ahora nos situamos
dentro de ella y no fuera. Marx no lo entendió así. Empeñado
como estuvo a lo largo de su vida en una critica horizontal a la
economía política, pasó por alto (excepciones aparte) la poten-
cialidad crítica contenida desde siempre en las relaciones socia-
les lúdicas; dada su insistencia desmedida en basarlo todo en el
cuerpo paciente del proletariado y en el estatuto progresivo de
la producción, le faltó una referencia subversiva basada en el
cuerpo libidinal. Por mi parte creo que sólo en la medida en que
pensemos el trabajo desde la libertad y no la libertad desde el
trabajo, podremos escapar a la dictadura de la producción. Situ-
arse en el nivel de la experiencia existencial concreta y personal,
en el respeto a la autonomía de los individuos y en lo que en
éstos existe de no generalizable, en la crítica a la pretensión ilu-
minista que sólo acepta lo que puede ser convertido en norma
de validez universal, quizás sea un buen principio para hacerle
frente al mundo de las finalidades exteriores y para recuperar a
cambio las finalidades irreductibles (Artaud: “y fue entonces/
cuando lo hice estallar todo/porque mi cuerpo/es intocable”).
Porque, como Nietzsche lo señaló, la libertad no consiste en
asumir la exterioridad, sino en afirmar la diferencia; no en una
voluntad gregaria de vacío o de valores establecidos cuando
no piadosos, sino en una voluntad nómada de afirmación y de
azar. Invirtamos, transmutemos los valores: hagámosle frente a
un mundo que, como este que nos ha tocado vivir, está basado
en una mera memorización de deberes.
Me atrevo a hacer las afirmaciones anteriores, sin dejar de
47
reconocer que una lectura (creativa y no una repetición a paso
de ganso) que ponga a Marx a producir, puede encontrar en sus
textos más que indicios de una crítica al proceso de valorización
capitalista, hecha apelando al conjunto de relaciones y prácti-
cas cualitativas que están en la base de la reproducción concre-
to-diferenciada del ser social, y no a centro privilegiado alguno,
con lo cual Marx reivindica la implementación de una praxis
fragmentaria y múltiple para hacerle frente a la centralización
capitalista y a sus variantes monolíticas de otro signo. El caso es
que Marx, en última instancia, se deja atrapar más de la cuenta
en la dialéctica del trabajo y sus problemas (ver nota 5). Y si
esto le basta para criticar, en parte, al sujeto de dominio defen-
dido estratégicamente por el pensamiento clásico europeo, no
le basta para terminar de una vez y para siempre con el código
de la producción y con la idea de centro y totalidad. Y la cosa
no sería grave si no fuera porque situar las normas del obrar y
del pensar, previa hipostatización del ámbito de trabajo, es una
forma harto parcial de acercarse a la multiplicidad de lo vivido;
sin embargo lo vivido no se deja apresar por un par de instan-
cias del ser social, salvo que creamos que los metabolismos del
cuerpo o del deseo o del inconsciente o de lo sagrado se dejan
apresar sin más en la economía técnica o en la economía del
tiempo de trabajo.
Marx tiene razón cuando advierte que no sólo el nivel de
la producción sino también el nivel del consumo se ven afect-
ados parasitariamente por la apoteosis del valor que tiende a
convertir a cosas y hombres en determinaciones cuantitativas
y formalmente idénticas de valor, pero me parece que exag-
era cuando convierte al valor en la parte maldita de la histo-
ria y a su obra en una especie de cruzada contra el valor que
pasa por alto la existencia de otros códigos de poder, cuando
no los deduce del código del valor. No nos extrañe entonces
que amparado en esta óptica y ya adentrado en el análisis del
proceso de trabajo moderno, deduzca la negatividad actual que
carga este proceso de la negatividad que le viene del proceso
de valorización (Cf. El Capital, cap. V). Digamos que el criticar
sólo una arista del código de la producción hace la crítica de
la economía política como valor, sin alcanzar a hacer la crítica
de la economía política como valor de uso: como ontología. Lo
48
cual queda reflejado en la ausencia a lo largo de su obra de una
crítica radical al código de la producción como tal, a ese código
que ha marca- do nuestra época, y que trata de bautizarlo todo
con su nombre: tanto a lo que está ahí como a lo que fue. Ausen-
cia que aparece reflejada en el hecho de que todas las categorías
centrales de materialismo histórico (proceso de trabajo como
proceso de autoproducción del hombre, fuer- zas productivas,
relaciones de producción, medio y objeto de trabajo, dialéctica,
etcétera), lejos de elaborar una ontología del ser en general (la
verdad formal de la historia, tal como el propio Marx lo pre-
tendía), corresponden ni más ni menos al código productivista
general que presi- de la marcha de la modernidad.
Creo que la revolución comunista tal como la entiende el
creador de la “concepción materialista de la historia”,12 o sea
fundada en la idea de que el proceso de trabajo es el centro
ontológico del ser social, y por tanto de la historia (hay el tra-
bajo enajenado y el trabajo libre, pero siempre el trabajo como
centro de sentido), es incluso la plataforma para comprender
cualquier práctica humana, no es más que el doble utópico (a la
reificación general opongamos la creatividad general) y, por lo
tanto, demoniaco del código de la producción tan celosamente
defendido por la metafísica de Occidente. Demoniaco porque
se nos hace vender nuestra alma al santo trabajo y al santo pro-
greso en nombre de un futuro presidido por el tiempo libre,
49
sin pensar que cualquier economía movida por la idea de fin
útil y de excedente económico está condenada de antemano a la
destrucción de aquellas relaciones sociales basadas “en el gas-
to, la pérdida, el sacrificio, la prodigalidad y el juego” (Bataille,
Baudrillard).
No hay materialidad sin forma y no hay forma sin mirada:
todo código es relativo, endeble. No entenderlo así, y pretender
que lo que conocemos es un código objetivo y absoluto inscrito
en las cosas, lleva al dogmatismo (urgencia de cierre) y, si nos
descuidamos, al totalitarismo; así hasta a la ciega destrucción
de la propia historia. Al dogmatismo y al totalitarismo, porque
postular la existencia de un código absoluto y objetivo autoriza
al que lo posee a exigir obediencia a los otros en nombre de ese
mismo código, y si nos fijamos bien, las tablas del código y la
dictadura de los que saben van siempre de la mano. A la de-
strucción de la historia, pues llegado el caso puede suceder que
ni el cuerpo ni la naturaleza (léase siempre: el mantenimiento
de las condiciones naturales que requiere el metabolismo hom-
bre-naturaleza) soporten la imposición de ese código que su-
puestamente deberían de llevar inscrito en sus entrañas: tal es
la tendencia de nuestra historia, empeñada en encerrarlo todo
dentro del código de la producción que hoy habla por nosotros.
Si Marx no se hubiera contentado como se contentó con reducir
la inteligibilidad de la historia a unos cuantos principios racio-
nales e internos al código ontológico de la economía política,
seguramente no hubiera defendido como defendió la civili-
zación comandada por los señores de la razón histórica y de la
razón técnica. Empero, mantenerse encerrado en la problemáti-
ca progresiva de la producción material (incluido todo el ciclo
de los bienes: producción-distribución-con- sumo), lo privó de
la posibilidad de pensar la revolución comunista más allá de la
perspectiva etnográfica y geopolítica europea.13 Aceptar la rev-
50
olución, el cambio sólo siempre y cuando se realice dentro de
una tradición histórica, atenta —qué duda cabe— contra la pre-
tendida universalidad del marxismo, además de que nos ata fa-
tal e inapelablemente a la historicidad originada posiblemente
en la Grecia postrágica: “hubo historia, pero ya no la hay más”.
Me arriesgo a afirmar, incluso, que Marx sólo fijó su atención
en aquella parte de la civilización europea acorde con la mar-
cha del “progreso” (en el socialismo fundado en la liberación
del proceso de trabajo, y nunca en otras formas de subversión;
en la economía política clásica, fundada en el descubrimiento
del trabajo como fuente de la riqueza; en el racionalismo crítico,
fundado en la postulación del hombre como razón y en el des-
cubrimiento de la cualidad ontológica del trabajo), dejando de
lado, cuando no criticando, a la Europa de la gaya ciencia. (Tal
vez si Marx se hubiera dejado conmover con las pinturas de la
Quinta del Sordo, primera plasmación crítica contra la metafísi-
ca de Occidente, sus caprichos no serían como son, en parte,
monstruos de la razón que atosigan nuestro espíritu.)
Sí, Marx no entendió a la “otra Europa”. En esto del eu-
rocentrismo de vía estrecha, va de la mano de Hegel. De haber
comprendido a la otra Europa”, de seguro hubiera podido com-
prender a la Europa de la Hoz14 (según Marx “sumida en el id-
iotismo”) y al mundo no europeo”15 (“a los países bárbaros y
51
moderno, al no reflexionar lo suficiente sobre la posib-
ilidad de fundar la praxis revolucionaria en una per-
spectiva etnográfica no europea. No es casual así que
cada vez que se trata de justificar, o en el mejor de los
casos de explicar la barbarie stalinista, se le eche la cul-
pa al atraso ruso y no como se debía a una voluntad
de modernización que, lejos de apoyarse en las condi-
ciones estructurales existentes en Rusia para caminar
hacia el socialismo acabó por arrasarlas, Es cierto que
muchos marxistas han terminado por reconocer el eu-
rocentrismo de Marx, pero alegando de inmediato que
fue el propio Marx el que corrigió este pecado de juven-
tud en los estudios realizados al final de su vida sobre
Rusia. Como lo he tratado de demostrar en el apartado
siguiente, el eurocentrismo de Marx se refuerza, si cabe,
en estos estudios. Ya lo dijo Kostas Axelos, en el año de
1961, en un libro que mantiene su actualidad, Marx, pen-
sador de la técnica, al que le debo no pocas de las ideas
en el presente capítulo: “El pensamiento de Marx no ve
con suficiente agudeza que prolonga la metafísica grie-
ga, la teología judeo-cristiana y la filosofía moderna”,
Desgraciadamente no se trata de metáforas. Si no que
lo digan los marxistas oficiales (esos “santos ancianos”),
que mediante una operación que acaba por convertir a
Marx (a fin de cuentas un pensador abierto y complejo y
no pocas veces contradictorio) en el creador de una nue-
va economía política, se precian de su infinita capacidad
para encontrarle a todo fenómeno social (corresponda
este al mundo moderno o al mundo precapitalista, a la
vida íntima o pública, al arte o a la ciencia, etcétera) la
“determinación económica en última instancia” que lo
explica. Que el mundo primitivo o nuestro cuerpo es-
capan a tales reducciones, peor para ellos, pues las leyes
de la dialéctica son las leyes de la dialéctica y basta.
52
Que la clase obrera combate: miseria económica; que no
combate: triunfo de la opulencia capitalista. Que esta-
mos ante una dictadura férrea: atraso económico; que el
socialismo necesita de un gobierno central y fuerte, muy
pero muy fuerte: necesidad de la acumulación social-
ista. Sí, también la conciencia de clase y el dominio de
los césares encuentran su lugar en las determinaciones
económicas, en la economía y siempre en la economía.
A fin de cuentas el comunismo, ese “enigma resuelto de
la historia”, aunado al desarrollo económico traerá pan,
democracia y paz para todos: “reciprocidad positiva”
(Sartre).
Tarea de reducción vana, que si para algo ha ser-
vido es para mostrar la imposibilidad de entender “lo
otro” (la otra historia, el otro cuerpo, el otro deseo) des-
de el referente del capital (y de El capital). Ya es hora
de empezar y dejarnos ver por los otros, única manera
de comenzar a vernos a nosotros mismos. Y a propósi-
to: no está de más señalar que Marx, adentro aquí tam-
bién de una tradición muy europea, cree encontrar en
la comunidad primitiva, habitada por “el buen salva-
je”, rastros de comunidad inmediata o no enajenada,
de autoproducción buena, en que el productor es uno
con su comunidad y la naturaleza. Allí la pieza orgáni-
ca, el “cuerpo entero”, que puede servir de antecedente
empírico al comunismo del futuro, ¡Es una lástima que
la comunidad primitiva no haya desarrollado lo sufici-
ente sus fuerzas productivas! No nos dejemos engañar:
la teoría del “buen salvaje de la etnología” tan cara a
Rousseau, Mauss. . . y hoy Baudrillard (Cf. El espejo de
la producción), que pretende salir de la economía política
(lo que es de aplaudir) a partir del espacio economicis-
ta (a pesar de Baudrillard) del intercambio simbólico,
es la contrapartida lógica del etnocentrismo europeo:
53
semibárbaros”). Así el comunismo de los individuos libres” y
“politécnicos” que Marx nos propone, no es, en rigor, sino la
puesta a punto de una parte del proyecto occidental: una reduc-
ción del campo a la ciudad, del oriente al occidente, del deseo
al logos: purgatorios por los que tienen que pasar los mundos
(“particulares ) en su camino hacia la mundialización (“genéri-
co-universal”) de la historia. Ya lo dijeron muchos antes que yo:
reducir el sentido de la historia previa divinización de una de
sus instancias, O de una de sus líneas de fuga, lleva de inmedi-
ato a identificar la historia con el proceso de implantación y ex-
pansión de dicha instancia divinizada o de dicha línea de fuga y
a una incomprensión hacia lo otro: hacia la diferencia. Pero si al-
guna tarea urgente le espera al pensamiento contemporáneo, es
la de “terminar a martillazos” con toda ontología de la esencia
empeñada en hacer girar la praxis subversiva alrededor de un
centro totalizador de sentido —por muy importante que éste
pudiera ser—, pues partir del centro y volver al centro no es
más que la otra cara de una metafísica fundada en la voluntad
de dominio del hombre sobre la tierra, en la que el trabajo del
hombre hace las veces de padre y la tierra las veces de madre
(Marx dixit), ya que sin la fijación y centralización de los va-
lores, la voluntad de dominio es nada.
Advertencia pertinente si tomamos en cuenta que la re-
flexión moderna ha insistido e insiste en discurrir a partir de
un origen, naturaleza o sujeto (individual o trascendental, lo
mismo da): Descartes a partir del Cogito; la Economía política
a partir del Homo economicus; Kant a partir de las categorías
54
a priori del conocimiento; Hegel a partir del Espíritu-Estado;
Marx a partir del trabajo, el sujeto constituyente y la revolución;
Nietzsche a partir de la hipóstasis de los valores viriles de la
experiencia humana; Freud a partir de la estructura binaria del
complejo de Edipo; Heidegger a partir del Ser; Sartre a partir de
la auto- posición y la escasez; Levi Strauss y otros a partir de la
estructura eterna; Laing y Cooper a partir de la experiencia ir-
redenta de la locura; Guattari y Deleuze a partir del deseo; Bau-
drillard a partir del milagroso inter- cambio simbólico; Glucks-
mann y Lévy a partir del judío errante y el rebelde... y el grueso
de la filosofía que se hace en México a partir de la intensidad
libidinal pervertida (léase castrada) que le produce la su- pues-
ta existencia de un Estado-nación-independiente-y-popular.
Mis afirmaciones no han pretendido volver la historia
hacia atrás, y menos descalificar la necesidad de superar la
explotación del hombre por el hombre, sino simple y sencil-
lamente llamar la atención sobre la urgencia de repensar las
historias sin convertirnos por ello en unos “alucinados de tras-
mundo” (Nietzsche), ya que una cosa es la escatología y Otra
muy distinta combatir las opresiones. Y qué mejor para ello que
comenzar por poner en crisis aquella idea nacida con Platón
que consiste en atribuirle a la razón la posibilidad de alcanzar
el todo y, por ello, de anticipar la historia. Sólo así acabaremos
por reconocer que el conjunto de nuestras experiencias es algo
que corresponde a seres que obran en cada caso de manera es-
pecífica y siempre en el aquí y ahora y no dentro de un “tiempo
universal” y sin cortes delimitado por un tiempo final. Porque,
lo queramos reconocer o no, nuestra relación con la naturaleza
y con los otros es siempre concreta y finita en cuanto que la
existencia es algo que está siempre aconteciendo. Y es en esta
relación concreta y abierta con el mundo y sólo en ella en donde
reside nuestra libertad, y no en una supuesta plenitud aún por
venir (el paraíso, la meta teleológica, el amor eterno. . .) que
acaba por no comprometer- nos con nada. Ya que cerrar la vida
es matarla, o hacer pasar un camello por el ojo de una aguja es
destriparlo. La cosa, sin embargo, no es fácil, puesto que nues-
tra afirmación diferenciada en el mundo está presidida hasta la
fecha por un deseo de unidad absoluta que responde al hecho
de que las relaciones y prácticas creativo- cualitativas que nos
55
permiten ser lo que somos y que están siempre en curso, viven
permanentemente violentadas por relaciones de poder que las
atraviesan.
Y qué duda cabe de que la constitución de lo social ha sido
hasta ahora un hecho ambiguo, ya que es posible a partir del
encuentro problemático y contradictorio entre las experiencias
(relaciones, prácticas, emociones) concretas e irreductibles ejer-
cidas por los individuos singulares y los códigos simbólicos y
reductores habilitados por los poderes en turno para preservar
el orden y garantizar el progreso. Códigos por cierto ejercidos
siempre por un dominador y padecidos por un dominado, lo
cual nos hace pensar que no existe el poder absoluto, a menos
que el dominado se subordine a tal grado al código del dom-
inador que pida de éste un castigo permanente. Y qué sería
el orden absoluto sino la conversión de cualquier experiencia
concreta y propia en una experiencia universal y por lo tanto
formal. Por lo que sabemos, no obstante, no ha sido ésta la ley
que ha regido la historia, encontrándonos siempre con que la
afirmación del cuerpo del dominio ha encontrado a su paso la
oposición tanto del cuerpo paciente como del cuerpo del plac-
er. No está de más recordar al respecto que por los explotados
(como nos los recuerda Marx en su obra) sabemos la verdad del
explotador; por los negros, la verdad del blanco; por los países
coloniales, la verdad de imperio; por las mujeres, la verdad del
macho; por los homosexuales, la verdad del heterosexual; por
los artistas, la verdad del censor o del comisario de la cultura,
etcétera.
Todavía y afortunadamente, el orden absoluto sólo ex-
iste en los textos de los científicos de cátedra, que para cerrar
su sistema prescinden en sus textos de lo vívido radical y en
consecuencia de los lugares que escapan al poder. Y si se mira
bien, casi todas las apelaciones libertarias integradas al código
del poder o situadas en el pasado o en la utopía, han partido
de aquellos que han caído en la trampa del discurso cerrado al
grado de acabar achacándole a la realidad lo que sólo obedece
a las necesidades que impone el cierre de sus lucubraciones. Al
contrario de esto, pensamos que lo otro está allí, que siempre
ha estado allí: en las rebeliones de los campesinos y los obre-
ros, en la transgresión insurgente de la ley, en la mirada de la
56
musa y en el temblor del amor (“¡cuánto te amé!, recuerdo y me
estremezco”), en la iracundia del cristo de Miguel Ángel y en la
serenidad del cristo de Velázquez. .. al fin en la soledad que so-
porta nuestro llanto (tiembla la aguamarina / acuosos los ojos
/ presientes pasillos negros / la cara contra la pared / el aullido
. . . el silencio).
Los individuos no son ni han sido nunca signos que hablan
entre sí, y si hay algo de demencial y apocalíptico en nuestro
mundo es el Sentido; sobre todo cuando deviene geometría
política. Si y no; todo está atravesado por el Sentido y no lo está.
Porque aunque los más se acerquen al mundo como si fuera
un enigma resuelto, existimos todavía los que asombrados, y
las más de las veces llenos de temor, buscamos relacionarnos
abiertamente con él (Hay que volver a los primeros gestos [|
cerrar los ojos y tocar las formas Hlas notas de la flauta guía
/ las pautas de la vida misma / orr el trino del pájaro mudo /
verse en el infierno hecho trizas).
¿Prototipos? Decir prototipo y mistificación de una, y sólo
de una experiencia, es decir la misma cosa, de allí que cualquier
marginalidad que trate de ser convertida en modelo ejemplar
pierda su radicalidad original pasando de inmediato a formar
parte de las filas del Sentido. Porque de lo que se trata es de re-
spetar y alentar el carácter polimorfo de la experiencia, aunque
nunca multiplicando y repartiendo abstracta- mente el deseo
que la propicia, sino fijándolo intensamente en cada ente (obje-
to, cuerpo, obra) y en cada situación. (“Evoco tu recuerdo y me
invades por completo. .. evoco tus ojos. .. tus manos. .. tu boca...
el color de tu pelo... tu palabra al viento. . . la suavidad de tus
abrazos. .. y la dulzura de tus besos ausentes pero presentes. ..
evoco mis melancolías. .. y las tuyas. .. tu necesidad de vida... y
la mía... mis lágrimas. .. y las tuyas. .. tu adiós. .. y el mío... y mi
ser se desgarra en mil pedazos. . . sé que el tiempo de poblar tus
soledades terminó. .. y sin embargo. .. algo canta... algo llora”.)
En esto del sentido — por tanto del poder—, nadie es inocente.
Ya que para que el poder, convertido en Sentido, caiga sobre
las espaldas de uno, tiene que ser ejercido por parte de otro.
No, no se trata de un juego de palabras; recordemos aquí que la
sensibilidad que suele mostrar el obrero para reconocer y cues-
tionar el poder del capital desaparece en el momento en que, ya
57
en casa, ejerce su poder como macho. Ni qué decir de la mujer
que reniega del poder del macho, olvidando que no pocas veces
(al menos cuando el macho se cansa de pegar) ejerce el suyo
sobre las espaldas de los sin palabra. Podrían multiplicarse los
ejemplos, pero llegaríamos a lo mismo: a) el poder no sólo par-
te del Leviatán, sino también de los cuerpos singulares y dis-
persos; b) la captación negativa del poder proviene siempre (al
menos originalmente) de aquel que lo padece; c) se puede estar
contra el poder en un sitio, ejerciéndolo al mismo tiempo en
otro. Fenomenología sobre el ejercicio de los poderes que no es
para nada gratuita, pues al menos debiera alertarnos respecto
a la ineficacia simultánea de cualquier estrategia contra-poder
empeñada en desconocer la existencia simultánea de poderes
centrales y poderes dispersos y, sobre todo, incapaz de dar la
palabra a aquello que al vivir negativamente este o aquel poder
debieran tener la última palabra sobre la estrategia de su de-
strucción. Existen los poderes, sí, pero también el ámbito gener-
al donde se crea la riqueza concreta y diferenciada (valores de
uso, arte, apropiación cognoscitiva de la naturaleza, etcétera) y
el conjunto de relaciones interindividuales y multiplicadas (el
espacio del amor, de la intimidad, de la soledad y del gozo de-
seados) que dan vida a eso que llamamos lo cualitativo social.
Considerar este hecho es estar dispuesto a tener una relación
multilateral con el mundo, contar con un ámbito a partir del
cual fundar una práctica política ajena al intercambio de pode-
res, y abierta en cambio a la intercomunicación de experiencias
diferenciales. Porque, cuidado, estamos hablando de un ámbito
que carece de centro, ya que poblado de procesos de total-
ización autónomos que —aunque comunicados por una red de
flujos abiertos—, en cuanto responden en cada caso a una rel-
ación determinada y en curso de los individuos entre sí y con la
naturaleza, deben ser consideradas a partir de su especificidad
y su propia tradición: sus propios medios, sus propios códigos
organizativos, etcétera. Bástenos reconocer esto para condenar
cualquier relación teoría-práctica totalizadora y para apoyar en
cambio una relación teoría-práctica específica y fragmentaria,
tal y como lo piden las estructuras (abiertas y polimorfas) del
mundo de la vida.
El sitio de las maniobras subversivas no reside en el centro,
58
como lo ha creído la izquierda del bloque, sino en la creación-ap-
ropiación de las objetivaciones sociales diferenciadas a partir de
lo que las hace ser lo que son, ahí donde se efectúan, y respetan-
do siempre la palabra y la acción de aquellos que las efectúan.
De no respetar los saberes negativos originados en los cuerpos
pacientes y los saberes positivos revelados en los actos que es-
capan a la enajenación, estamos condenados a seguir sufriendo
la catastrófica política global vacía y central defendida a capa
y espada por las asfixiantes “vanguardias del proletariado” y
los mandarines que las encabezan. La lucha contra los pode-
res, “la insurrección de los saberes sometidos” (Foucault), es,
también, una lucha contra aquellos que pretendiendo hablar
en nuestro nombre terminan siempre por hablar a nombre
propio. “Nosotros —nos dice Deleuze, en una afirmación que
comparto— no tenemos que totalizar lo que es totalizado por
parte del poder, y que no podríamos totalizar de nuestro lado
más que restaurando formas representativas de centralismo y
de jerarquía. En contrapartida, lo que nosotros podemos hacer
es llegar a instaurar conexiones laterales, todo un sistema de
redes, de base popular. Y es esto lo que es difícil. En todo caso,
la realidad para nosotros no pasa en absoluto por la política en
sentido tradicional de competición y distribución de poder, de
instancias llamadas representativas a la PC o la GCT
La subversión abortará mientras permanezca dentro del
modelo teológico del Sentido —este desafortunado invento
hegeliano aceptado por Marx-— y del fin de los tiempos, basado
en el mito de que pi Hem po histórico es un espacio privilegia-
do en donde ¡por fin! los individuos nos sociales han encontra-
do tanto las condiciones materiales de la revolución comunista
y de la revolución final, como las condiciones a para pensarla
y así la verdad final de la historia en donde se alcanza o bello
cuerpo de la genitalidad reconciliada’ (Lyotard). La preocupas
<n de Marx por hacer una lectura de la historia capaz de poner
en relieve “ cerca que está el mundo moderno —a diferencia
de los otros mundos”— de las puertas del pararso, si para algo
ha servido es para poner en evidencia la fantasía de la Razón
dialéctica basada en la pretensión de ser el fundamento del ser
histórico y, en consecuencia, del devenir, del conocimiento y de
la meta. Hoy como ayer, lo que existen son poderes en turno, a
59
los que hay que combatir de manera concreta: des- de fuera de
ellos mismos y dentro del horizonte concreto de nuestra expe-
riencia finita, a menos que querramos reproducirlos. Y ningún
camino mejor para empezar que quitarle a nuestra cultura esa
pretensión de universalidad que acaba por cosificar al futuro y
por desvalorizar al presente, al considerar que la revitalización
de nuestros actos sólo puede provenir de una subordinación de
nuestras relaciones presentes con el mundo a una razón históri-
ca absoluta que se presume vislumbrada. Y para hacerle frente
a esta plenitud escatológica y a esta historicidad basada en el
cierre del Sentido y la “luz de la historia”, nada mejor que de-
jarnos envolver por el estallido del instante y por la apertura de
la noche del mundo: TRABATGEA BONOOOOO0OOOOOO.
La filosofía de la historia es hija legítima de la pregunta
por el destino último de la historia. Pero ¿lo que nos es ofreci-
do hoy como fin de la historia difiere acaso del reverso utópico
del código que nos domina? Como muestra Gilles Lapauge (en
ese texto iluminador que es Utopía y civilización), los utopistas
lejos de acercarnos a lo imaginario, ofrecen en sus textos mod-
elos de claridad y orden y, en el presente, una apología del pro-
greso. Les resta verosimilitud su demasra: demasiada higiene,
demasiada igualdad, demasiada organización, demasiado ur-
banismo, demasiada pedagogía, demasiada ciencia... es lo que
nos propone esa línea de pensamientos iniciada con la Repúbli-
ca y en la que se insiste aún hoy. Según parece, es infinita la
persecución del advenimiento de un Reino, así la historia prue-
be, una y otra vez, que el sol sale todos los días. Fracasaron las
imágenes —creencias redentoras que prometían la edad de oro:
ayer se aguardaba el Reino y llegó la Iglesia; hoy el comunismo
y llegó el partido-Estado. De qué sirve desacralizar si inmedia-
tamente resacralizamos; y de qué reconocer los mitos ajenos si
somos incapaces de reconocer los propios. ¡Había terminado la
ciencia con las ilusiones milenaristas!?
No ceso de preguntarme por las razones que se da la gen-
te para creer que la libertad está situada en el más allá de la ex-
istencia presente. Muchos aceptan ya que el socialismo real no
es el socialismo originalmente prometido. Pero a pesar de ello
las viejas voces —nerviosas, coléricas— insisten en la necesi-
dad de mantener la idea del socialismo. Sin la idea del socialis-
60
mo es imposible, previenen, hacer la crítica revolucionaria del
presente. Más acá del socialismo nos acechan, asegura Sánchez
Vázquez, el nihilismo y el pesimismo. Vuelvo a preguntarme si
la verdad no es, justamente, lo contrario; si esta fe escatológica
no es un signo trasparente de derrota que convierte al exégeta
del triunfo irreversible de la historia en el traidor del presente
existencial. Por lo visto, y a futuro, nuestros filósofos gozan de
las siete vidas que dispensa al gato una antigua leyenda; peni-
tentes, mortifican sus pasiones y sentidos proclamando la gra-
tuidad y aun la inesencialidad de sus vidas concretas. En sus
textos la dialéctica histórica pinta su raya a contracorriente de
la finitud irrebasable de nuestra existencia (“No se engañe na-
die, no. . .””), en nombre de la esperanza en una sociedad que
-todavía-no es pero-que-inevitable- mente-vendrá. ¡Pamplinas!
Persigamos fines, sí, pero finitos; la existencia no es un punto
sobre una línea.
61
que tienden cada vez más a convertirnos en una inmensa tropa,
corremos el riesgo de encontrarnos un día con el hecho con-
sumado de que todas las determinaciones de nuestra existencia
han acabado por ser reducidas a una única forma de presencia:
aquella que el gólem quiera y necesite.
¿Se puede acaso superar el centro desde el centro mismo?
La persistencia (e incluso crecimiento) dentro del “Estado So-
cialista” de las posiciones de poder centrales, ahora traídas al
mundo por el partido de vanguardia convertido en EstadoPar-
tido (no en balde la Biblia introdujo la idea de centro en nuestro
inconsciente), atestiguan lo contrario. Porque digase lo que se
diga, el “Estado de todo el pueblo” no difiere del Estado cap-
italista por las capas o grupos que detentan el poder; la buro-
cracia como tal: hombres que encarnan el “espíritu formal del
Estado” y realizan funciones administrativas que requiere el
cumplimiento cabal de la ley; la politocracia: Iluminados (gen-
eralmente intelectuales) que conocen (o hacen) las tablas de la
ley y se apoyan en ellas para totalizar (dirigir) la marcha general
del proceso de producción y reproducción social, amparándose
siempre en la pantalla del fetiche nación, del fetiche progreso
y en las genuflexiones de los bufones; la tecnocracia: “exper-
tos” que poseen la potencia espiritual o técnica del proceso de
producción y de la planificación de la vida social y que hoy
comparten el poder con la politocracia a más y mejor;la mili-
tarocracia: cuerpo reprimido, que pertrechado tras una máqui-
na de guerra, encarna el deseo realizado de la techné y así la
posibilidad del apocalipsis (Que nadie lo dude: el poder de los
poderes que forman hoy dentro del Estado no es otro que la mil-
itarocracia. Y más concretamente, la militarocracia trasnacional,
presta en todo momento a defender la libertad. Aquí el ejército
de Estados Unidos y la OTAN, allí el “ejército rojo” y el Pacto
de Varsovia. Si hoy como ayer la administración y seguridad
interna de cada Estado-nación recae en primera instancia en su
propio bloque estatal militar, depende al final de los “ejércitos
de salvación” exteriores: recuérdese República Dominicana y
Checoslovaquia. ¡Marte preside nuestro tiempo!): sino más bien
por la diversa integración de dichos grupos de poder en el es-
pacio de las relaciones sociales generales. Por concretarnos en
el nivel de la producción tenemos que, mientras el sistema cap-
62
italista es una mezcla de estatalismo y proceso de valorización
totalizado por la estrategia de los monopolios transnacionales y
por el movimiento del mercado mundial, el “socialismo” no es
sino un estatalismo incondicionado totalizado por la estrategia
del partido Estado y por el cierre de un sistema orgánico e in-
tegral encabezado por un Estado- nación central. Por supuesto,
dentro de ambos sistemas perviven los po- deres ancestrales
heredados (castigo y vigilancia), y señorea el código bendito de
la producción. |
Unas palabras necesarias sobre el Estado y la nación. En
mi Opinión, decir Estado-nación y aparato central revestido de
un código de poder adecuado a la realización (cuando no a la
construcción) del sentido de la historicidad dominante, es una
y la misma cosa. Porque la nación tal y como existe en nuestros
días, es eso: lo homogeneizante, lo vacio, lo que identifica; una
territorialidad despótica nacida sobre la destrucción de todas
las territorialidades concretas y dispersas que ha encontrado a
su paso: un acto de antropofagia. Hay antropofagias mayores,
que reba- san su ámbito local y dan lugar al nacimiento de la
nación imperial; y antropofagias menores, que no rebasan un
cierto ámbito local y se con- forman con la muerte del indio. Me
parece difícil negarse a admitir que el nacimiento y desarrollo
de las naciones modernas es el resultado de una suma infinita
de destrucciones propiciada por la cultura que sirve al código
productivista dominante y que se resume, en la mayoría de los
casos, en un plan nacional de desarrollo encabezado por el Es-
tado-padre. Triunfo del Estado que conduce de inmediato a la
identificación de lo no-estatal con lo caótico y sin sentido; y al
convertirnos en meros ciudadanos, muda nuestros cuerpos en
símbolos unitarios y en formas simbólicas. Que en un acto de
irresponsabilidad y delirio olvidemos que el Estado es princip-
io y fin, no tendremos que esperar mucho a la aparición de la
crítica de las armas para hacernos entrar en razón. Enterados,
los historiadores se encargarán del resto: por sus plumas sabre-
mos que tras la dispersión de nuestros actos y de nuestros refer-
entes vivenciales está la historia de la nación: el Sentido. Esto al
menos mientras los historiadores sigan contándonos la Historia
en lugar de contar historias o, si se prefiere, en lugar de hac-
er reconstrucciones genealógicas. Pero para esto tendrían que
63
comenzar por reconocer tras el proyecto unitario del Estado las
visiones de los vencidos, así como la multiplicidad diferenciada
de aquellas relaciones, actividades y deseos mediante los que
se constituye lo social concreto. Lo que por el momento parece
difícil esperar de parte de los historiadores adheridos a ese mito
llamado América Latina, y que se encuentran muy orpados en
fundar la tesis totalitaria de que en nuestros lares somos y exist-
imos gracias al Estado. Que Dios los coja confesados.
Y mientras esto sucede, la izquierda al uso calla, otorga y
castiga; esto es, se prepara pacientemente —el realismo políti-
co obliga— a substituir las posiciones de poder del sistema
capitalista por las posiciones de poder que “exige” la fase de
transición del capitalismo al comunismo: al “viejo Estado” del
capital por el “nuevo Estado” del proletariado. Por lo demás,
podemos dormir tranquilos ya que tanto la ciencia de la historia
—“omnipotente en tanto que exacta”, nos dirá Lenin, mientras
establece las condiciones del stalinismo que le sobrevivirá—
como el sujeto histórico que la encarna (el proletariado) está de
nuestra parte.
De nuevo, ¿qué hacer. Marx, y de allí la vigencia relativa
de su pensamiento, nos dio armas suficientes para saberlo (casi)
todo respecto a la posición centralizadora y destructiva del val-
or, y para terminar con ella. Y animado aun de una fuerte vol-
untad antiestatal, nos dio también armas, aunque no tan con-
tundentes como las primeras, ya que al explicar el Estado por
el valor confundió la forma del Estado con el contenido del Es-
tado (en mejor ocasión volveré sobre esto), para hacer- le frente
a la posición represiva del Estado-nación. Insisto: al no meditar
sobre el código de la producción, es decir sobre “la esencia de
la técnica (Heidegger dice, y dice bien)16 no pudo liberarse ni
64
del desarrollismo ni del logocentrismo, ni del etnocentrismo:
en pocas palabras del culto al Homo sapiens faber. Y no tendría
caso insistir en el asunto si no fuera porque sobreviven todavía
dinosaurios (léanse marxistas adheridos al bloque) que identifi-
can verdad de la historia con marxismo: Marx lo dijo todo sobre
la tierra y el cielo, de una vez para siempre. . . y después no ha
pasado nada. ¿Qué no ha pasado nada? ¡UHM, ZASHAMM!
CRASH. Y conste que no estoy proponiendo tirar al niño junto
con la bañera, sino simple y sencillamente que aprendamos a
pensar por cuenta propia y junto con aquellos, que por cierto
son muchos —Marx incluido—, que pueden ayudarnos a pen-
sar fuera del poder y contra el poder.
Creo, por todo lo dicho, en la necesidad de aunar a la Críti-
ca de la economía política como valor una Crítica de la razón
de Estado y una Crítica de la razón técnico-productiva (léase:
Crítica de la economía política como ontología) sin abandonar,
por supuesto, la Crítica17 simultánea a las” posiciones de poder
65
locales (encierro, escuela, saber, etcétera), tal y como nos lo pro-
ponen hoy en día Foucault y otros. Y si algo tengo en claro, es
que sólo podremos recuperar el lenguaje propio de toda obra
humana y toda relación social si logramos liberarnos del mito
de la reducción del ser al saber, basado a su vez en el mito de la
subjetividad constituyente que porta el sentido de la historia y
marcha hacia la consumación de los tiempos. Pues en rigor ni la
existencia ni las situaciones existenciales pueden ser apresadas
dentro de un sistema de ideas y, en consecuencia, dentro de un
punto de vista único; porque como nos lo enseño Kierkegaard,
lo vivido siempre está más allá del sistema e incluso del lengua-
je: lejos de ser un valor es una explosión en curso de deseos irre-
ductibles. De tal modo nada más grave para el saber crítico que
tratar de fundarse a sí mismo dándole la espalda al fundamento
existencial que puede legitimarlo, pues expulsar a lo vivido del
saber es el camino más directo hacia el saber absoluto; es decir
hacia la transformación de los conceptos en entes constitutivos.
¡Muerte al panlogismo! Más que buscar una “nueva” metafísi-
ca del punto de vista único o un “nuevo” centro con el cual
sustituir al “viejo” centro, lo que hace falta es intentar terminar
con los centros o códigos reductores represivos habilitados a lo
largo de la Historia universal.
La conciencia es un deseo, el deseo de vivir. A la fuerza
del centro, opongámosle la fuerza de la dispersión.
66
67
Hacia el otro Marx18
Oscar del Barco
Si bien es cierto que la obra de Marx es El capital; que es
allí donde Marx pone al descubierto, por medio de la “críti-
ca de la economía política”, el fundamento de la sociedad
capitalista como estructura alienada que sólo adquiere visi-
bilidad “profunda” desde la perspectiva “científica” de ese
abanico de clases o sectores de clases explotadas subsumidos
bajo el concepto de “proletarios”; no es menos cierto, por otra
parte, que existe un conjunto de discursos de Marx que po-
drían caracterizarse, según la terminología de Guattari, por
su transversalidad. Lo cual implica sostener la no-clausura del
discurso marxista en su solo momento económico; y no sola-
mente en razón de que también son elementos constitutivos
de su pensamiento la meditación política, filosófica, histórica,
expresadas en ese mundo de observaciones, notas, apéndi-
ces e inéditos de todo tipo que Marx también abandonó a la
“crítica de los ratones”. Es más que esto. Se trata, incluso, de
algo que superaba al propio Marx en el acto de su escritura.
Esta obra paralela de Marx, no menos rica que la obra édita,
lo instala en un orden de “escritura fragmentaria” (el término
es de Blanchot) que podríamos denominar posmetafísico —
dándole a esta palabra un sentido que desborda su sentido
ontológico preciso. Por supuesto que aquí el otro de Marx es
esencialmente Nietzsche.
A mi juicio no se trata ni de impotencia creadora ni de
falta de tiempo para el estudio debido al cumplimiento de
tareas estrictamente políticas; se trata, más bien, de una com-
pleja mutación en el objeto de estudio de Marx y, consecuen-
temente, en la perspectiva del enfoque teórico. Por causas
internas y externas —que constituyen lo diferente del sistema
68
capitalista y que descentran todo el aparato teorético expli-
cativo— el objeto ha perdido su traslucidez y asibilidad, de
manera tal que el discurso que pretende dar cuenta de ese
objeto no puede presentarse como un todo-teórico, sino que
está constreñido a ser un discurso molecular, genealógico
diríamos, dando lugar a un tipo de racionalidad no-científica
cuyo maestro, por su puesto que en otro orden de cosas, fue
Sigmund Freud; ese saber, en sentido propio, intenciona una
realidad a la que sólo es posible acercarse a través de los res-
tos y las fracturas, los deslizamientos, las fallas y desechos
de lo que durante tanto tiempo y, al menos en el proscenio
histórico, se creyó algo compacto y legal, una pura objetiv-
idad estructurada según los cánones de la Razón. Pero casi
inmediatamente después de celebrar esos fastos, para datar-
los digamos en la Lógica, el camino (eso que se llama el “mét-
odo” estalló fragmentándose en un sinnúmero de sendas
más o menos invisibles (algo así como las famosas “sendas
perdidas” heideggerianas); y esto es lo que le ha permitido a
Ginzburg, en su sugestivo ensayo sobre la “crisis” de la racio-
nalidad contemporánea, aunar una serie de prácticas cogno-
scitivas que van desde los procedimientos cinegéticos de los
cazadores paleolíticos hasta Morelli, Conan Doyle, Freud... ¿y
por qué no Marx y Nietzsche? Los cazadores porque seguían
huellas sólo visibles en el barro, en las hierbas aplastadas, en
tallos quebrados; Morelli porque buscaba en el lóbulo de las
orejas o en los rizos de los cabellos las pruebas de una auten-
ticidad controvertida respecto a los maestros de la pintura;
Sherlock Holmes porque conocía los desvíos por donde se
abre paso el rastro para enunciar el discurso del crimen; y
Freud porque se puso a la escucha del lapsus y los sueños
para oír el fragor de la verdad.
Nietzsche, por su parte, fue el genealogista típico en el
sentido en que lo describe J. Beaufret —como procedimiento
opuesto “al fetichismo del rigor científico”, el que en el fon-
do “es una grosera confusión del rigor con la objetividad de
las “ciencias exactas”” —nadie como él condensó su discur-
so hasta tal punto que sus “aforismos” eran, según su decir,
“dinamita pura”; nadie como él siguió el itinerario oculto de
las pasiones que subtienden todo discurso y sintió el goce del
69
desocultamiento. Pero a la vez, y la pregunta es fuerte, ¿por
qué no ver también en Marx su lado genealogista, su parte
sin- dialéctica, si por dialéctica se entiende cualquier legali-
dad transhumana? No se trata, por supuesto, de perder un
Marx en beneficio del otro; ni de “rescatar” piadosamente a
Marx en un momento crítico de la historia del movimiento
que en su nombre se estructuró como “socialista”. Mas bien
se trata de cuestionarse respecto a cómo pensar y qué pensar
mientras la crisis se desarrolla y tiende a abarcar al conjunto
del episteme.
Si se acepta, aunque sea provisionalmente, esta nueva
manera de acercarse a la historia ideal de los últimos cien años
por lo menos, el marxismo entonces sufrirá, efectivamente,
una metamorfosis que ha de rescatarlo de su esclerosamiento
dogmático, incluso del posestalinista, enriqueciéndolo en el
marco de una interpretación esencialmente conjuntiva. Desde
este punto de vista es que los “inéditos” fueron y son textos
disruptivos en lo que podríamos llamar la “historia del marx-
ismo” (sabemos que estrictamente no hay una historia del
marxismo); tan disruptivos fueron que por lo general se los
ocultó y, cuando aparecían, se los silenciaba tachándolos de
“hegelianos”, prematuros, o, simplemente, de no-marxistas.
La Introducción de 1857 y los Manuscritos de 1844, por ejemplo,
fueron en gran parte ignorados por la inteligencia marxista,
en la medida en que dentro del discurso-total introducían una
incógnita difícilmente asimilable al “sistema”.
Los inéditos de Marx casi siempre vinieron a perturbar
el momento de la reconciliación, a perturbar el cuerpo pleno
de un discurso nuevamente ideológico; lo cual explica cierta
actitud de recelo, incluso de rechazo, cierto jesuitismo con-
sciente o inconsciente, delante de ese Marx a-tópico; el Marx
de la economía, y hasta el de la política, podía ser resumi-
do, repetido, e, in extremis, “manualizado”; pero ¿quién era
este nuevo Marx que picoteaba en los discursos de Occidente,
metiéndose en los intersticios de un discurso que siempre se
presentó como único y total? ¿Quién era este Marx que en una
frase, en un fragmento ditirámbico, podía poner al descubier-
to el trasfondo material, digamos cínico o egoísta, de cualqui-
er Verdad? ¿Qué hacer, dónde ubicar a este Marx?
70
Hay que comprender que incluso El capital, y tal vez
pese a las intenciones del propio autor, no pudo ser clau-
surado en un sistema- de-crítica-económica; debemos darnos
cuenta de que el “objeto” se le escapaba, de que no era un
objeto fijo sino en fuga, en un constante crecimiento y meta-
morfosis. Marx no pudo cerrar su obra porque el objeto al
que la obra pretendía conocer como un en-sí era incerrable
en cuanto tal. Y a este límite sólo de manera metafórica se
lo puede llamar el “fracaso” de Marx; pues más que de un
fracaso cognitivo se trata de una forma-de-ser del objeto de
conocimiento. Recordemos, por otra parte, que si bien Marx
sólo publicó el primer libro de El capital, dejó una constelación
de textos, fundamentalmente las miles de páginas inéditas
destinadas a conformar los libros segundo y tercero y las Te-
orías, que testifican de su inmensa lucha por aprehender el
funcionamiento del viejo logos de Occidente, la entraña mis-
ma de un tipo de organización social en camino de so- juzgar
al resto del mundo imponiéndole la impronta de la terrible
“cultura” de la cosificación absoluta. Leídos en esta ruptura
los inéditos son obras maestras del estilo y la profundidad
fragmentaria, y simultáneamente exigen un tipo de lectura
que responda a ese estilo; una lectura, digámoslo, plena de las
dificultades propias de ese pensamiento cinegético que vive
sobre territorios cenagosos y devastados, al que sin descanso
acechan los infinitos peligros y goces de lo inédito; un pens-
amiento regido por la máxima baudeleriana de que es pre-
ciso llegar “hasta el fondo de lo desconocido para encontrar
lo nuevo”. Lo “desconocido”, ya no un desconocido, está en-
trelazado al propio proceso constituyente; esto ya lo sabe has-
ta una física que, con Heisenberg, entrelaza lo a-conocer con
el proceso cognoscitivo, digamos de una manera sustancial y
no sólo “metodológica”; de allí el conocimiento como marca
fulgurante en el cuerpo en dispersión del sistema —y esta dis-
persión es la forma última de su fuerza. Se trata de un rastreo;
rastreo de las formas lábiles de un poder huyente, cuyo rastro
exige cualidades de vista, olfato y rapidez que nunca puso en
práctica ningún tipo de “epistemología”.
Históricamente se ha abierto la posibilidad de este tipo
de lectura de subsuelos, que ha escapado a la fascinación del
71
“sistema” y que incluso puede leer al “sistema” como frag-
mento. Así, por ejemplo, lee Heidegger a los griegos; siguien-
do hasta el agotamiento el itinerario lleno de meandros de sus
palabras; siguiéndolas tanto en su vida preconceptual como
propiamente conceptual; siguiendo al logos desde el suelo
común del uso cotidiano hasta su devenir categoría-maestra
del ocultamiento en la época llamada clásica, hasta su en- car-
nación en el mundo metafísico de Occidente (y lo mismo hace
con palabras como fisis, aleteia, moira, etc.). Ahora el juego
aparece donde menos se lo espera; como dice Hyppolite al co-
mentar la “denegación” freudiana: el sí del pensamiento está
en su no; la Verdad habla —diría Lacan siguiendo a Freud—
allí donde menos se la espera: en los chistes, en los lapsus, en
los sueños; en las fracturas aparece lo otro. El discurso y la
realidad ya no son la superficie lisa y racional que el sistema
instituyó como Razón.
Si verdaderamente se ha vuelto posible este tipo de lec-
tura esencialmente no-edípica del texto filosófico, y no única-
mente filosófico, en su historia, ¿qué nos impide tratar de leer
a Marx así? Más aún, ¿no será ya ésta la única forma posible
de leer a Marx, a ese Marx no-marxista que él señaló a la le-
tra? Una lectura que podríamos llamar pos-crisis; lo cual aleja
toda tentación de rescate y nos instala en la travesía inmanente
de la crisis, que no es sólo del marxismo sino de la razón “en
general”. Hemos aceptado el “iluminismo” marxista, hemos
aceptado su “metafísica” materialista, pero ahora la historia
nos posibilita volver al “hueso” como diría Hegel, y hacer de
Marx no sólo un mundo de instrumentos analíticos sino tam-
bién, y esto es lo esencial, la forma necesaria de un mundo
que se busca trascender mediante la puesta en práctica de su
reprimido.
Lo real sólo se puede visualizar desde lo diverso. Hizo
falta que Boucher de Perthes mostrara sus coups de poing
ante los horrorizados académicos franceses para romper las
cronologías de la razón vigentes; que Morgan se herman-
ara con los iroqueses; que Lobatchevsky y Riemann crearan
geometrías no euclideanas desconcertantes; que Freud en
medio del salón victoriano sostuviera la sexualidad perversa
de los niños; que Marx, en fin, fundara en el detritus social
72
el sentido de la sociedad capitalista; todo esto y mucho más
fue necesario para que el Sentido se tambaleara asediado por
esos sentidos paródicos, esos verdaderos simulacros que son
el sinsentido de un otro que no puede ser soporte de ningún
Sentido; se entró así en el mundo de la pura errancia; en una
encrucijada de la que aún no hemos salido (precisamente
porque no existe “salida” sino sólo asunción de la misma, y
toda salida sea hacia una repetición mimética de lo mismo).
Después de Hegel, de esa apoteosis del Logos absoluto, todo
empezó a ser paródico; pero la parodia no es el juego narci-
sista del propio sistema sino el momento de su derrumbe al
llegar al límite, allí donde no puede seguir siendo lo que es
porque entra en contacto con la diferencia.
Marx no pudo dejar de sentir in profundis este descal-
abro de la Razón. Entre otras cosas porque era un hijo de la
razón (ante todo la de Hegel, su maestro), y la conllevó hasta
lo último, fue afectado por ella, como todos por otra parte (in-
cluso Nietzsche y Mallarmé: este último fue, no lo olvidemos,
el desconstructor de la regla-literaria); y su trabajo de topo
consistió en roer la Razón, roerlo a Hegel, mostrar con lenti-
tud y furia de qué manera la Razón es forma: forma-mercan-
cía, forma-dinero, forma-valor, forma-política, forma-filosófi-
ca. Este es su valor-de-uso en la acepción batailleana; lo otro,
el arrastre, los momentos en que la Razón muerde a su propia
“crítica”, pertenecen efectivamente a la historia, pero no a la
historia de la desconstrucción del logos. No se le puede en-
tender a Marx por su carga de arrastre sino por su carga de
muerte, por ese instinto y esa genialidad en la descarga es-
critural que lejos de ubicarlo entre los maestros-pensadores,
como maliciosamente se lo pretende encasillar, lo ubican en-
tre los no-maestros capaces aun de investir con su fuerza los
múltiples movimientos de fuga del sistema.
Volvamos, ahora, a estas Notas publicados por el paci-
ente Riazánov en los Archiv de Marx-Engels en el año 1930.
El texto constituye, en cierta medida, una suerte de “testa-
mento” del viejo Marx; muestra sus obsesiones y, por que
no decirlo, sus perplejidades al término de un itinerario que
de alguna manera fue enigmático; y digo enigmático porque
no encuentro otra palabra más ajustada para referirme a su
73
silencio: sólo en apariencia Marx llega a su cenit teórico en
1867, con la publicación del primer libro de El capital; sólo
en apariencia allí se cierra el ciclo expositivo y lo que viene
posteriormente sólo es el “viejo Marx”, al que se puede dejar
de lado con cierto aire de condescendencia pues allí está el
Monumento, y en él están las claves que permiten entender
todo: su teoría del valor y del plusvalor, del trabajo abstracto
y concreto, de la fuerza-de-trabajo y el dinero, del proceso de
trabajo y la valorización, etc.; y “lo demás sólo es silencio”.
Pero no tanto; agucemos el oído y la vista; tratemos
también nosotros de ser un poco cazadores: en ese silencio
se oye un fragor sordo, un trabajo constante, inmenso; se ve
una escritura obsesiva que no puede encontrar su textura
global; el Marx perplejo no es un Marx pasivo; se dedica a
estudiar el ruso para seguir pistas casi invisibles, o al menos
marginales; lo que aparece en el horizonte ya no es sólo lo
otro de la interioridad capitalista sino lo otro del sistema en
cuanto tal: el campesinado en primer término; pero ese nuevo
e imprevisto fantasma replantea la totalidad de la exposición,
de la “obra” en su conjunto. Hay cierto parecido con el “pro-
grama” elaborado por Raymond Roussel: cada nuevo verso
implicaba una nueva rima que modificaba necesariamente la
totalidad del poema; tarea de obsesivo, de loco. ¿Se trata de
un Marx loco? En cierta medida, sí. Entonces insiste; el círculo,
en lugar de cerrarse, se abre a espacios cada vez más inabar-
cables. Quiso tener el todo ante sus ojos, como le dijo a Engels
cuando lleno de optimismo le describía la particularidad de
su “método”; pero el todo era su fantasía; la fantasía última
del logos, por supuesto. Más allá del todo recién comenzaba lo
otro que volvía al todo un fragmento, convirtiendo al todo en
el verdadero “sueño de la razón” capitalista.
En ese momento Marx entra en el espacio de la imposib-
ilidad. Esto no quiere decir, como por lo general se entiende,
que después de El capital Marx esté terminado, que el resto
de la obra sólo constituye la pasión de maniacos eruditos
empeñados en no distinguir lo importante y central de lo se-
cundario y anecdótico. ¿Frente a El capital qué pueden valer
borradores y notas, simples frases, fragmentos inacabados,
signos de preguntas, espacios vacíos? Y sin embargo...
74
Si miramos alrededor de Marx veremos que un fenóme-
no similar ocurre en otros órdenes y que para captarlo debe-
mos producir un cambio en la óptica intelectiva; en caso con-
trario debemos aceptar la idea de Obra (la mayúscula apunta
a Hegel), quedando así dentro de la canonización del texto
como clausura y privándonos de entender la nueva prob-
lemática. Hay un colapso fuerte. Ya dimos algunos nom-
bres que lo puntúan, pero no obstante sigamos insistiendo:
la prehistoria modifica de pronto la visión de temporalidad
de un orden racional y breve hundiendo la historicidad hu-
mana en una “larga duración” sorprendente, que no termina
en la visión de ningún protoparaíso sino que se hunde, con
Darwin, en lo profundo de una animalidad-humana que fue
tachada furiosamente por la Razón; la continuidad física, el
esplendor de la explicación total de la mathesis cósmica, toda
escrita por un Dios hiperracional hasta el exceso de expre-
sarse sólo con algoritmos, es quebrado por los “cuantos” por
esa discontinuidad que Max Planck introdujo, hasta cierto
punto subrepticiamente, en un orden teórico que se pretendía
total abriendo el campo de la física hacia la indeterminación y
la “incertidumbre”; algunas mediciones concretas, manuales
si se quiere, pienso en Michelson y la fantasía del éter real-
izada por Maxwell, echaron abajo la gran construcción new-
toniana; de nuevo el trabajo de lo minúsculo: los ascensores
que suben y bajan en la imaginación de Einstein y lo llevan a
enunciar su teoría de la relatividad; el ejemplo de los trenes
y de los relojes quitándole las bases a la Razón. Y Freud con
sus ““a-normales” a cuestas demostrando la anormalidad de
lo Normal, destruyendo el mundo de las identidades burgue-
sas en última instancia; destrucción de la identidad a la que
apuntaba la teoría del eterno-retorno-de-lo-mismo como bien
señaló Klossowski. Y los antropólogos y los historiadores del
arte retrocediendo mucho más allá de Grecia, hasta las cuevas
de Lascaux, e incluso más allá. Se estaba en medio de un gran
giro. Tal vez donde mejor se advierte este giro sea en la músi-
ca, en la pintura y la literatura.
Después del “dios” Wagner la música inicia nuevos e
insólitos itinerarios: no se trata sólo ni fundamentalmente del
“impresionismo” del Debussy de “Jardines bajo la lluvia” o
75
“La mer”, sino de ese tono como raspado de sus últimas y
trágicas sonatas; de la resurrección de una música de cámara
que, por detrás de las grandes orquestaciones, abría como en
hueco una espacialidad musical sin-trascendencia. El olfato
de Nietzsche tampoco aquí falló; fue él quien primero advirtió
la “decadencia” wagneriana, la untuosidad de ese logos “cris-
tiano”, es decir hegeliano, que no pudo entender y vivir hasta
el fondo el espíritu dionisiaco de la tragedia entendida como
afirmación. Sin embargo tanto la fanfarria de Mahler, los rit-
mos de Webern, como las “óperas” de Berg y, esencialmente,
la música tonal y a-tonal de Schönberg, derivan del croma-
tismo wagneriano. Lo imposible de Wagner es, en esencia, el
“teatro de la crueldad”; y su carga está en lo expresivo de un
significado que pesa tanto en la voz como en la música de sus
dramas-musicales, los que no por casualidad culminan en la
apoteosis de la reconciliación, no al estilo de su viejo mae-
stro Schopenhauer sino en una línea “totalista” hegeliana. En
este marco de negatividad, la pasión tanto de Proust como
de Wittgenstein por los últimos cuartetos beethovenianos y
por la música de cámara de Schubert tiene una significación
que no puede reducirse a un mero problema de “gusto”. La
ruptura de la Idea wagneriana se hace sobre el pathos wag-
neriano; constituye, sin lugar a dudas, un desgarramiento en
el orden musical y no una simple ruptura; en caso contrario
no entenderíamos a Bruckner e incluso a Mahler. Del mismo
modo, en el orden teórico, una visión simplista de Nietzsche
nos impediría ver el otro costado, digamos trans-nietzsche-
ano, del pensamiento epocal; pienso fundamentalmente en
Weber, Simmel, Scheler, y, sobre todo, en Husserl y Heideg-
ger, por una parte, y en Lukács, Horkheimer, Adorno y Ben-
jamin, por el otro.
¿Y las pinceladas puras de los impresionistas, quienes
frente a la gran pintura romántica levantaron humilde pero
firmemente el color llevándolo a su máxima apoteosis? ¿Qué
significaron como problema de visibilidad esos “pintores” que
terminaron muertos de hambre, encerrados en manicomios o
huyendo hacia lejanos paraísos? Fueron, sin lugar a dudas, los
Masaccio de nuestra época; abrieron el espacio donde irían a
inscribirse los demás, desde Klee, Picasso y Braque, por dar
76
algunos nombres, hasta los surrealistas y la furia iconoclasta
de la pintura actual. Podríamos decir que se trataba de una
“nueva sensibilidad” vinculada, más que a la razón, al mun-
do “perverso y polimorfo” de los niños. Y en la literatura los
parangones son más claros aún: el conde de Lautréamont fue
como una gran sombra asentada sobre la literatura europea;
Mallarmé trabajó el Herodías desde el comienzo hasta el fin,
a su muerte quedó sobre la mesa de trabajo lleno de correc-
ciones; además le pidió a su hija que rompiera todo, ¡la misma
súplica de Kafka a su amigo Brod! La escritura vuelta sobre sí
abría otro espacio (“el espacio literario” dirá Blanchot) dando
comienzo a una travesía escritural donde lo elidido era pre-
cisamente el referente como un tipo de real asequible por la
“representación”. ¿Todo esto carece de significado? ¿Marx no
tiene nada que ver, en su silencio y fragmentariedad, con esta
mutación? En caso de responder afirmativamente tendríamos
que reconocer la existencia de otro Marx, un Marx críptico no
menos valioso que el Marx de la “obra”. Pero, en tal caso, ¿se
tratará de un rescate de tipo religioso, de querer convertir a
Marx en algo que no era y de esta forma incorporarlo de nue-
vo al episteme rescatándolo así de su crisis?
Nada de eso. Dejemos a otros la tarea de enterrar o de
“salvar” a Marx; tareas necrofílicas, tanto una como la otra, si
las hay. Se trata, repito, del valor-de-uso de ese pensamiento
que se llama de-Marx en cuanto al orden de desconstrucción
del sistema capitalista.
En este sentido las Notas son, hasta cierto punto, para-
digmáticas. En ellas vemos al “viejo luchador” al término de
su vida volviendo sobre sus temas, royéndolos de nuevo. El
texto gira, fundamentalmente, alrededor de la teoría del valor.
Y hay que reconocer que la insistencia, en sentido freudiano
por supuesto, en esta teoría, es un síntoma, el síntoma no sólo
de Marx sino esencialmente de nuestra época (no es casual la
presente disputa marxista y no-marxista alrededor del prob-
lema del valor). Desde el principio de su itinerario teórico
está puesta en juego la teoría del valor, ya sea negada, asim-
ilada, completada, “expuesta”, pero luego volviendo una y
otra vez como algo que es esencialmente “in-terminable”. No
se trata de un concepto “económico”; esto es lo que se expresa
77
a través de un discurso que corta aguas en el “marxismo” y
que subtiende la des-inteligencia, por cierto no subjetiva, de
Marx. En Marx nunca se trata de economía (a Engels le dice
en una carta de enero de 1859 que alguna de sus tesis serán
de interés incluso “para los especialistas”; pero recalca este
hecho —y esto no lo entiende Terrel Carver cuando se refiere
al “orgullo” de Marx al respecto— precisamente para eviden-
ciar que ésa no es su intención, ¡como si a Marx le interesaran
los “especialistas”!) sino de otra cosa. Y la otra-cosa es el quid.
Los economistas describen ciertas superficies de un cuerpo
en hueco, cuantifican, construyen una apologética inconsci-
ente, acumulan datos abrumadores que instrumentalizan en
pro de la funcionabilidad no conflictiva del sistema; se trata
de la “ciencia burguesa” como repite Marx; ciencia inmanente
al sistema, y a la cual, como a toda ciencia por otra parte, no
se le puede exigir que desemboque en una ética pues precisa-
mente el proceso de su constitución, al ser ciencia-de-lo-dado
desplaza, al menos fenoménicamente, la ética.
Para Marx, y esto es lo que no termina de entenderse, se
trata de cuestionar lo real (que aquí es el modo de producción
capitalista) y la “ciencia” de lo real; de criticar al sistema crit-
icando el sistema-de-categorías del sistema. Pero esta crítica
implica una otredad asumida en su momento teorético. Des-
de cierto punto de vista Marx encarna el “instinto de muerte”
del sistema, lo propiamente reprimido del sistema: lo que
llama “el no-capitalista real”; en otras palabras, al proletar-
iado como muerte del sistema, como su otro, y de sí mismo,
ya que paradójicamente su triunfo conlleva su muerte como
existencia-explotada. Los conceptos de Marx son expresivos
de una situación real y están destinados a la transformación
de lo real mediante la asunción del concepto por la realidad;
¿se trata, en consecuencia, de algo que sólo es posible anun-
ciar como posibilidad o como mito? En cuanto no se trata de
una existencia-fáctica es, efectivamente, una posibilidad y no
algo dado; se trata, en resumen, del mito de la igualdad humana.
En este punto, que con ciertas prevenciones podemos llamar
político, es donde se articulan los diversos planos del marxis-
mo. Las prevenciones respecto al uso del término “político”
derivan de que en sentido estricto no se intenciona un lugar
78
donde la práctica pudiera clausurarse sino una multiplicidad
de procesos a-tópicos captados en su intensidad. El marxis-
mo nunca es una topología sino, a la inversa, la transgresión
tendencialmente consciente de todo momento topológico o
extático en cuanto es forma-teórica de flujos y está cargado
de una intencionalidad destinada a producir la transgresión
del stasis.
Este equívoco que hiende al marxismo histórico no es
producto del azar sino de la acción de una sociedad que com-
prende sus peligros y que en acciones contrafácticas tiende
a desactivar las cargas negativas que ella misma necesaria-
mente produce. ¿Cómo entender si no la constancia de los
malentendidos y las “desviaciones”, no de un cuerpo pleno y
cuasi teológico, sino de ese telos subversivo y no subsumible
en ninguna idea, pero consistente en cuanto tal? Y no se trata
sólo de la tendencia que vuelve al marxismo una explicación
económica del capitalismo, sino también de aquella que lo
interpreta como una explicación puramente política —en el
sentido reduccionista del término— o filosófica, ya sea con-
siderándolo una “filosofía de la praxis” o lo que sea. Un caso
típico de confusión en este sentido es el de Heidegger, quien
ve en Marx, así como también en Nietzsche, un metafísico. En
Marx, porque pone en el hombre el poder constitutivo: el hom-
bre como “hacedor” del mundo y de sí mismo. Esto desplaza
lo que Heidegger hubiera debido ver: que se trata del despeje
en lo real de una sociedad que precisamente impide —para
usar el lenguaje rilkeano tan caro a Heidegger— la aparición
de lo abierto. Para el marxismo se trata de instaurar lo abi-
erto como posibilidad real y no sólo teórica mediante la in-
stauración de una sociedad absolutamente abierta como es
la sociedad comunista. Así como para Nietzsche se trataba, a
su vez, de despejar críticamente el campo para posibilitar el
surgimiento del Superhombre, y a esta intencionalidad ética
debían articularse sus categorías mayores (las de eterno-re-
torno de lo mismo, voluntad de poder, nihilismo, etc.), así
para Marx también se trata del espacio propio de una nueva
cultura que posibilite lo que llamaba el hombre-total. ¿Qué
imposibilita que esto pueda interpretarse como facilitación de
la aletheia?
79
La sociedad capitalista trata de envolver y cerrar con-
stantemente los desplazamientos que se producen en su
interior, la puesta en juego de su propia existencia. En este
contexto la inversión del marxismo, al igual que la inversión
de Nietzsche, son dos piezas maestras en ese juego de desac-
tivación que tiende a encerrar en el “alma bella” las posibili-
dades de cualquier liberación, mientras obtura toda posibili-
dad social de liberación. El ocultamiento-del-ser se manifiesta
como técnica; si uno pregunta ¿qué es el ocultamiento-del-ser?
debe necesariamente señalar la técnica. Pero, y esto es lo que
no vio Heidegger obsesionado por el aspecto constituyente
del marxismo, todo el trabajo teórico de Marx es una inmen-
sa fenomenología-crítica precisamente de la técnica devenida
sujeto social y del mundo del hombre devenido mundo de
fetiches que lo despojan tanto del objeto como del otro y de sí
mismo, fetichizándolo en función de una objetividad que lo
despoja de sí al ser investido como sujeto que fluye convirtien-
do a los reales sujetos sociales, ya sean capitalistas u obreros,
en “personificaciones” en un caso y en “accesorios” en el otro,
de sí; detrás de las “cosas” Marx ve las relaciones-sociales que
las constituyen: un mundo de objetos fluyendo sin-hombres,
tal es el cuadro cuyo mecanismo Marx trata de descifrar du-
rante toda su vida señalando los momentos de condensación,
de ocultamiento y de mimesis, así como los “huecos”, no sólo
teóricos, y la muerte que conforma la inmanencia del siste-
ma; se trata, en una palabra, de una cartografía destinada a
la guerra y no del conocimiento por el conocimiento mismo.
Esto puede o no gustar, pero es así; salvo que incorporemos
a Marx al orden universitario, y hagamos de él un puro obje-
to de promoción y un “método” fundador de conocimientos
“desinteresados”.
Heidegger, que comprende bien la técnica como culmi-
nación de la metafísica occidental, la entiende en su esencia
como fenómeno cultural (él diría del ser o como fenómeno
ontológico) en cuanto acto supremo de “construcción” del
mundo por el hombre (de allí su crítica a la onceva tesis so-
bre Feuerbach en razón de su carácter metafísico); Marx tam-
bién ve la técnica en su aspecto constituyente, y, al igual que
Heidegger, comprende que no se la puede sortear mediante
80
el planteamiento utópico de un retorno a la naturaleza; ambos
ven la posibilidad de lo abierto (Marx diría del reino de la lib-
ertad) como una posibilidad transteórica; no se trata, pues, de
la negación lisa y llana de la técnica. Pero Marx no se detiene
en este aspecto, digamos positivo, de la técnica (la máquina
como única posibilidad fundadora del ocio en esta sociedad
de agudo crecimiento demográfico; y aquí no vamos a anal-
izar cuánto pudo haber de optimismo dieciochesco en esta
idea, cuánto de metafísica del progreso, etc.) sino que va más
allá y plantea el mundo de objetivaciones —el fetichismo de
la mercancía— del “que la técnica es un momento: el momen-
to en que el obrero es despojado del saber y convertido en sim-
ple apéndice de la máquina, la que así deviene sujeto absoluto
de la producción en su conjunto e inaugura la posibilidad de
muerte, que posiblemente sea de larguísima duración, de una
sociedad sinsentido.
Marx, pues, vuelve a su teoría del valor, corrige a Wag-
ner y precisa su propio concepto; primero, señalando que
para él el “sujeto” no es el “valor” ni el “valor de cambio”,
sino “solamente la mercancía”, y, luego, marcando la diferen-
cia entre su teoría y la de Ricardo (confundidas por Wagner
al sostener que en ambos se trata de una “teoría del costo”),
pues éste se ocupa del trabajo como “medida de la magnitud
de los valores” sin encontrar en consecuencia “el nexo entre
su teoría del valor y la naturaleza del dinero”. Vale decir que
en Marx se despliega otro problema; no un problema descrip-
tivo sino genético-crítico: ¿por qué el trabajo crea valor?, ¿por
qué el trabajo tiene valor? Un circulo vicioso, sí, pero no de
Marx sino del sistema. Mercancía-valor-dinero/trabajo/tra-
bajo abstracto-trabajo concreto/fuerza de trabajo: se trata de
un dispositivo complejo que apunta a rendir cuenta de aquel-
lo precisamente no problematizado por la Economía Políti-
ca, lo propiamente reprimido del sistema: la explotación; ese
plus que se expresa como D’, y donde el pequeño apéndice
señala sin falla el lugar de la contradicción. Para Wagner la
“ganancia” capitalista era “un elemento constitutivo del valor
y no, como quieren los socialistas, algo que se le sustrae o se
le ‘roba’ al obrero”; Marx comenta irónicamente este párrafo:
“aquí está la madre del borrego”; y luego la precisión teórica:
81
no se trata de ningún “robo”; el capitalista “es un funciona-
rio indispensable de la producción capitalista”, es “person-
ificación del capital”, vale decir uno de sus stasis y no una
subjetividad externa al sistema y constituyente; la función del
capitalista es asegurar que se produzca un plus sobre el val-
or inicial, plus del que posteriormente se apropia; pero en el
intercambio entre capitalista y obreros “se cambian solamente
equivalentes”, de allí que “dentro del derecho que corresponde
a este modo de producción” el capitalista que paga al obrero
“el valor real de su fuerza de trabajo” (en una sociedad que
ha investido al trabajo como valor) se apropia legalmente de
este plus-valor. Esto demuestra que en el valor hay una parte,
“no constituida por el trabajo del capitalista” de la que éste
puede apropiarse “sin infringir el derecho que corresponde al
intercambio de mercancías”. Marx pone las cosas en su lugar;
pero esto es inteligible desde la perspectiva de la explotación;
en caso contrario sólo se ve su “metafísica”. Marx construye
un modelo-tendencial fundado en una perspectiva en sentido
fuerte. ¿Dónde está concretamente el valor?, se preguntan los
economistas; quieren tocarlo, meter el dedo en él —como San
Pablo— para “creer”.
Parafraseando a Freud podríamos decir que el valor es
el inconsciente del sistema capitalista (y no por casualidad el
concepto freudiano de inconsciente también fue calificado de
metafísico). Se trata de un concepto que rinde cuentas de de-
terminados funcionamientos psíquicos en el psicoanálisis; lo
que aparece son las consecuencias de una forma de funcio-
namiento: Freud dice que la “lógica” del inconsciente se car-
acteriza por procesos de desplazamientos y condensaciones
(metáfora y metonimia dirá después Lacan). Pero ¿dónde se
lo puede “tocar” al inconsciente? No se lo puede tocar, como
si se tratase de una cosa-sustancia; el inconsciente es ese mun-
do de quebrantamientos o fallas del lenguaje, de lapsus en el
habla, de significados oníricos; a eso se refiere Lacan cuando
habla de “significantes”; y, por supuesto, que en lugar de in-
consciente se lo podría llamar de otra manera, lo mismo que
al “valor”. Calificar peyorativamente de “metafísico” a un
modelo porque estatuye una variable que da cuenta de las
apariencias o del fenómeno, equivale a negar el procedimien-
82
to de cualquier tipo de explicación “científica”. La particular-
idad de la “ciencia” marxista consiste en su intencionalidad
expresa, y ésta, que es política, en ningún lugar se puede ver
más expresamente que en la “teoría del valor”, como seña-
la De Giovanni. La teoría del valor es la forma teórica de la
explotación, por eso es política; su desplazamiento del orden
“científico” equivale al desplazamiento de la explotación;
¿por qué llamar explotación a eso que es, naturalmente, un
dato-de-lo-real- capitalista? Inconsciente porque reprimido;
pero también aquí la explotación insiste; y su devenir teoría la
incorpora de manera señalada al orden de lo político. Es buena
la observación de Cacciari cuando dice que “el objeto autén-
tico de la ‘crítica’ de Marx consiste en poner de manifiesto las
funciones políticas determinadas históricamente que se ‘rep-
resentan’ en el modelo físico natural de la ciencia económica”
presuntamente sin intencionalidad, pero en esencia, como lo
demostró Marx, desempeñando el papel apologético de la
validación mediante el corte con el fetichismo, el que efecti-
vamente es un presupuesto de la interpretación, pero un pre-
supuesto real, la “escena histórica” en toda su densidad.
En cuanto al remanido “problema de la transfor-
mación”, es interesante señalar la referencia que hace Marx,
como de pasada, en las Notas, por cuanto demuestra que no
sólo era consciente del problema sino que se ubicaba crítica-
mente en relación con el mismo: “El señor Wagner hace pasar
por valor el ‘precio de mercado’ en cada momento o el precio
de las mercancías, diferente de aquél, lo cual es algo muy dis-
tinto del valor”. También aquí nos parece válida la referencia
que Cacciari hace el problema en Krisis, al sostener que “la
transformación contradice evidentemente las precedentes rel-
aciones de equilibrio e incluso de reproducción equilibrada,
de otra manera sería transformación de nada”, y concluye: “la
confrontación inmediata, extática, entre la situación descrita
en el Libro I (sin reproducción ampliada, sin articulación sec-
torial, sin crisis) y los procesos de transformación, constituye
el índice exacto de aquella miseria dialéctica que Marx criti-
caba incluso en los clásicos”. Se trata del límite de inteligib-
ilidad de la “ciencia” económica, o precisamente del lugar y
el momento donde la política se incorpora a la presunta traslu-
83
cidez objetiva de la ciencia, hacer aparecer esto en la escena que
se autoconcibe como sin contaminación por los intereses con-
cretos equivale al surgimiento lisa y llanamente de aquello
que llamamos lo reprimido de la ciencia, con toda la reacción
“lógica” que ha producido y produce en el orden científico.
Marx entiende al sistema en su conjunto como un in-
menso flujo de trabajo que se coagula en diferentes lugares
constituyendo así sus distintas personificaciones y formas; en
conclusión, nada puede desaparecer y lo que desaparece en
un lugar debe aparecer en el otro (salvo que uno crea en mi-
lagros); un sistema que nunca es normal sino que su forma
de ser es desigual, discontinua, en-crisis y desequilibrios
constantes. Pero Marx, a los efectos del análisis, arranca de
la hipótesis-de-equilibrio, y desde allí pasa al momento cog-
nitivo de lo real; el primer libro de El capital constituye el in-
strumento- ideal del análisis; sin que esto quiera decir que se
trata de una entidad abstracta-metafísica o arbitraria; todo lo
contrario, la construcción del modelo abstracto —como todo
modelo—, lo que Marx llamó la “exposición”, presupone una
investigación exhaustiva; se trata de un complejo proceso de
desplazamiento del movimiento cognitivo a través de niveles
concretos y abstractos que en su conjunto conforma la “críti-
ca de la economía política” y donde el punto de arranque y
de llegada, así como la “perspectiva” configuran un inaudito
originario en el orden “lógico” de la ciencia.
Para Marx las categorías siempre están cargadas social-
mente, a la inversa del “mundo profesoral” que se mueve en
el orden de las “palabras” y de “elucubraciones” en torno a
palabras. Marx critica a Wagner, a Rau y Rodbertus, por cuan-
to giran en el puro mundo de la abstracción (el vicio alemán
por excelencia), y, en cuanto a él, afirma que “no arranca de
‘conceptos’ sino de lo real; lejos de la hegelianizante escisión
del concepto-abstracto en conceptos antitéticos, Marx reivin-
dica la realidad de su concepto: “Como se ve yo no divido
el valor en valor de uso y valor de cambio, como términos
antitéticos en que se descomponga la abstracción ‘valor’, sino
que digo que la forma social concreta del producto del traba-
jo, la ‘mercancía’ es por una parte valor de uso y por la otra
‘valor’, no valor de cambio, puesto que éste es una simple
84
forma de aparecer y no su propio contenido”, y más adelan-
te: “así se explica que nuestro vir obscurus, que ni siquiera se
ha dado cuenta que mi método analítico, que no arranca del
hombre, sino de un periodo social [...] no guarda ni la más re-
mota relación con ese método de entrelazamiento de conceptos que
gustan emplear los profesores alemanes” (subrayado de O.
del B.). Para Marx y en esto hay una formal continuidad en su
planteo, desde la crítica inicial a la filosofía del Estado de He-
gel hasta las presentes Notas, los conceptos son formas-reales,
cierto devenir forma específica-conceptual de lo real, y no
desenvolvimiento tautológico de la propia esfera conceptual
desenvolviéndose en su determinada inmanencia a partir de
premisas absolutas; en esto se juega, para él, lo que va desde
una dialéctica-abstracta hasta una dialéctica-concreta donde
la exposición es devenir concepto de lo real de una sociedad
determinada, y dentro de ésta, órdenes específicos de análisis;
con lo que se excluye cualquier posible generalización de la
forma-concepto del real tematizado por Marx a órdenes de
diferentes grados de abstracción.
“Para un señor profesor, las relaciones del hombre con
la naturaleza no son prácticas desde un principio, quiero de-
cir, relaciones fundamentadas por la acción, sino teóricas”.
Aquí hay que tener cuidado de no extrapolar, pues, como
venimos diciendo, el ámbito de validez de lo sostenido por
Marx no puede hacerse extensivo a órdenes que escapan a la
delimitación de su objeto. Para Marx se trata, ante todo, de un
manejo donde originariamente lo que entendemos por hombre
es forma-real; es lo real que deviene hombre a través de una
relación práctica-circular; de allí que esa última afirmación
deba entenderse a partir de la definición de “hombre” que da
en sus tesis sobre Feuerbach, definición en la que desaparece
precisamente el hombre entendido como sustancia-consti-
tuyente; la relación hombre-naturaleza no re-instaura la di-
cotomía hombre y naturaleza, pues se funda en la igualdad
del hombre con la naturaleza, el hombre es naturaleza, pero
a la vez humaniza la naturaleza, marcando sólo momentos
sin-sustancia; pero esta relación es, originariamente, prácti-
ca y no fruto de lucubraciones puramente conceptuales. No
vamos a detenernos aquí en el análisis de cómo este entrela-
85
zamiento fundante pudo devenir concepción fáctica en la
ciencia física contemporánea, en la que a partir de los enun-
ciados precisos de la teoría de Heisenberg, la interacción del
observador y lo observado se vuelve principio de concepción
y metodológico: la “perturbación” que produce el observador
en el sistema arroja por la borda “epistemológicamente” la
fetichizada “objetividad” de la ciencia, y esto ocurre nada
menos que en la ciencia por excelencia, como es la física de
las partículas.
Detrás de todo esto está el método dialéctico-hegelia-
no, y la crítica que Marx enuncia al fin de su vida repite casi
en los mismos términos su primera crítica anti-sistemática. Y
también aquí es posible señalar un agudo isomorfismo con la
famosa “inversión” platónica realizada por Nietzsche; la que
no debe entenderse como conservación invertida de términos
jugando a metamorfosearse en el orden de lo puro-ideal, en
cuyo caso lo que se mantendría es el campo global donde se
produce la inversión y de esa manera sería convalidado, al no
tocárselo, lo real; aquí se trata del cuestionamiento por deleg-
ación de lo real; es lo real mismo lo que despeja la inversión;
para eso Nietzsche inventó el término “superhombre” y Marx
el término “comunismo”; se trata de un afuera de la inversión.
No ver esto y quedarse en la inversión como sola idealidad
es privarse de entrar en el orden subversivo de ambos como
despeje-hacia un más allá de lo teórico, lo que inicia una erran-
cia sin-totalidad, vale decir transmetafísica. La insistencia del
tema está determinada por esta fuerza que no es de Marx y
que apunta a un tipo de igualdad no subjetiva como condi-
ción del despliegue social de las intensidades.
BIBLIOGRAFIA
Jean Baufret, Dialogues avec Heidegger. 11, París, editions
de Minuit, 1974.
Massimo Cacciari, Krisis. Ensayo sobre la crisis del pens-
amiento negativo de Nietzsche a Wittgenstein. México, Siglo XXI,
1982.
Terrel Carver, “Marx’s Notes (1879-80) on Adolph Wag-
ner”, en Karl Marx, Texts on Method. Oxford, Basil Blackwell,
1975.
86
Biagio De Giovanni, La teoría de las clases en El capital de
Marx. México, Siglo XXI, 1982.
Carlo Ginzburg, “Señales. Raíces de un paradigma indi-
ciario”, en Crisis de la razón. México, Siglo XXI, 1982.
Felix Guattari, Psicoanálisis y transversalidad. Crítica psi-
coanalítica de las instituciones. Buenos Aires, Siglo XXI, 1976.
Pierre Klossowski, “Circulus vitiosus”, en Varios au-
tores, Nietzsche aujord’hui, París, 10/18, 1973.
87
Post-scriptum
Oscar del Barco
88
suprimiendo a quienes no piensas lo que ellos. ¿Cómo tolerar
que cualquier simple criatura se oponga a quienes encarnan
los designios del cosmos? Y no se trata de discutir si Marx
quería o no quería este tipo de sociedades totalitarias. Esto es
lo que sucedió, lo que estamos viviendo. El régimen capital-
ista junto con el régimen “socialista” han llevado al mundo al
borde de la catástrofe. No ven quienes no quieren ver. La peor
demencia, la de la Razón, está a punto de decidir el destino
de la humanidad. El “marxismo” ha muerto, eso es todo. Y
entonces ¿qué? Lo de siempre: la vida sigue. Los fuegos so-
brevivirán hasta el fin. Los hombres seguirán rebelándose (¿o
alguien todavía cree, ¡por dios!, que la rebelión es propiedad
de los “marxistas”?). Las criaturas que escapan al sueño de
la razón siguen luchando por sus sueños sin-razón. Es como
si existieran caminos invisibles por donde fluye el calor de la
vida; caminos que los poderes aún no han podido cegar y que
atraviesan las épocas desde hace milenios. Los campesinos y
los indios, los presos y los locos, las mujeres y los obreros, los
niños y los poetas... cada uno en sí, sin ser más de lo poco que
son, sobreviven. Esta es la insuperable debilidad del Poder:
necesita de los otros, no los puede matar a todos porque los
necesita. Y hasta ese día posible en que el telos de la Razón se
realice y las máquinas suplanten a los hombres, siempre habrá
lo distinto sobreviviendo como una lucesita en medio de las
sombras. El “marxismo” ha muerto, pero las ideas de Marx,
a pesar de que el tiempo haya contradicho alguna de ellas, o
precisamente por eso, porque siempre fueron esencialmente
temporales y las que sobreviven lo hacen a la intemperie, sin
resguardarse bajo ninguna Ley, esas ideas siguen siendo una
forma y un fermento para todos aquellos que a la macabra
tarea del poder le oponen el deseo de ser libres. No existen ni
ideales ni organizaciones que puedan absolutizar las necesi-
dades y las pasiones de los individuos. En la época de lo sini-
estro por la que estamos adentrándonos sólo subsiste la re-
sistencia irrepresentable, la resistencia solitaria o de grupos,
activa o pasiva, de familias, de amigos, de tribus. La apuesta
es entre la naturaleza y la Razón, entre el amor y la Técni-
ca. Parece mentira pero la última esperanza se funda nada
menos que en ese sentimiento, tan desprestigiado y todavía
89
sagrado, que se llama amor. Todavía lo que sobrevive es esa
fuerza ignota que une todo en un deseo que posiblemente sea
invencible. La ciencia viva se asoma a misterios sin término y
lo dice frente a quienes postulan una Ciencia hueca y aplas-
tante. El hombre siente ante sí la fuerza de lo desconocido, de
saberse algo en los infinitos que lo atraviesan y lo constituy-
en. Mientras exista quien se asombre y no se contente con un
mundo desierto, aún quedarán esperanzas de que esta gran
“guerra de principios” —como la llamó Artaud— se resuelva
en favor de los hombres. Sí, “el desierto crece”, pero debajo
hay un resplandor que no es de nadie, un resplandor en el
que vemos, hablamos y respiramos. Eso es todo.
Hay que tener cuidado con la palabra crisis porque ella
encubre lo que está pasando. En realidad no se trata de una
“crisis de la razón” sino de un momento en la historia del
nihilismo en el sentido en que lo utilizó sin retórica Nietzsche.
Esto es así y no otra cosa: culminación de la Razón. Lo que
vivimos horrorizados es el comienzo del reino de la Razón
absolutizada en un mundo-técnico. La idea de crisis implica
una temporalidad limitada: cierta transitoriedad enferma en
un cuerpo naturalmente sano. Esto, en cambio, es así; no es una
situación pasajera de algo que entra en crisis sino una forma-
de-ser. Se afirma que la Razón está en crisis y no se quiere
entender que esto es la Razón. Y en esta no-inteligencia lo que
está en juego en un destino que probablemente abarcará la
totalidad de lo humano. Este triunfo de la Razón que con-
vierte al hombre en un puro objeto paciente de la teleología
maquínica es el nihilismo. La “falta de fines” a que se refería
Nietzsche es una consecuencia de la asunción por la técni-
ca del conjunto de las temporalidades humanas. Sin embar-
go resulta difícil describir la estructura última de la Razón.
Se trata, esencialmente, de una hiancia que divide a todo en
dos. La escisión como generalidad absoluta y la jerarquía en
el interior de esta escisión constituye el presupuesto fundante
de la Razón. Y aquí lo mate- rial es ideal y viceversa. No existe
ni lo ideal ni lo material en estado puro, de allí que la Razón
despliegue su forma tanto en la técnica como en el espíritu, sin
que nada quede fuera de su juego de dicotomías y dominio.
Ella es la que funda la explotación, la miseria, el desenfreno
90
del despojo y el odio. Siempre se trata de una topología, de
una pirámide (de allí Hegel) cuyos éxtasis condensan tanto lo
amorfo como el sentido, desplegándose desde un punto de
máxima intensidad hasta la anomia de la muerte. En última
instancia su reino es de olvido y muerte. Entre el vértice y la
base se despliegan los mensajes del poder a cargo de todo
tipo de sacerdotes, comisarios, burócratas o mandarines.
La comunicación es el vehículo de la fuerza, ya sea ideal o
material y sobre esta base funciona la totalidad del Sistema,
de manera tal que la ruptura de este mecanismo implica la
ruptura del Sistema; es la única posibilidad de ruptura. Sin
embargo, una vez dicho esto convendría pensar en una for-
ma vital más que en un verdadero mecanismo, pues el logos
no está atado a nada ni a nadie, pudiendo cambiar indefini-
damente pues vive de sus propias metamorfosis. Podríamos
decir que ésa es su genialidad: entrega para recuperar más
adelante; se hace el muerto para dar su zarpazo definitivo;
utiliza todo en su beneficio y se mueve a través de todo. La
crisis de racionalidad no se refiere a la racionalidad propia del
acto de ser-racional, de poseer la cualidad del pensamiento
que clásicamente sirvió para definir al hombre como “animal
racional”; la racionalidad que se intenciona al hablar de crisis
de racionalidad es una superafectación de esa racionalidad
primaria, con la peculiaridad de que la segunda racionalidad
(entendido el término metafóricamente) o Logos, como lo lla-
mé en otro lugar para marcar la diferencia, es forma-material,
vale decir que en un mismo movimiento con-forma el con-
junto de la materialidad humana y la propia racionalidad en
su sentido genérico: la segunda racionalidad existe en la pri-
mera y de ella se dice equivocadamente que ha entrado en
crisis. Digo equivocadamente porque se toma como crisis el
cambio de paradigmas que funda su naturalidad, ya que en
este orden de significaciones el conocimiento avanza medi-
ante discontinuidades, lo cual vuelve irrelevante considerar
su inmanente mutación como momento crítico de la Razón.
¿O deberemos reconocer la improcedencia de esta distinción
aceptando que lo racional en sí implica un despliegue de mal-
dad incontorneable?
La frase “el marxismo ha muerto” suscita la inmediata
91
reminiscencia del famoso “Dios ha muerto” de la filosofía. Lo
que ha muerto es el “marxismo” en cuanto Sistema de la Cien-
cia, es decir en cuanto sistema de una Razón que de facto o
potencialmente podía explicar el todo-del-mundo amparán-
dose en la idea metafísica de la racionalidad absoluta del uni-
verso: éste poseería una estructura racional última de la cual
la ciencia rendiría cuenta a través de un proceso proyectado
al infinito. Sin que se lo reconociera esta presunción enlazaba
al “marxismo” con el racionalismo dieciochesco de las luces
y particularmente con la idea fuerte de mathesis universalis.
Quien comprendió el carácter teológico que implica este tipo
de racionalismo fue Gramsci y son conocidas las consecuen-
cias que debió pagar por apartarse de lo que ridículamente se
llamó “marxismo-leninismo”. Los creadores del concepto de
“matemática universal” creían, consecuentemente y mucho
antes por supuesto del iluminismo, que Dios había constitu-
ido la esencia del universo mediante símbolos matemáticos
y que, por lo tanto, era posible descifrar la estructura pro-
funda del universo utilizando las matemáticas. Los “marx-
istas”, al sostener la existencia de una estructura del mundo
sin soporte trascendente y al mismo tiempo independiente
del hombre, caían en un contrasentido que justificaba la perti-
nencia de la pregunta gramsciana respecto al correlato de tal
estructura. Es claro que lo perdido en coherencia se ganaba
o creía ganarse en una práctica fundada científicamente en el
conocimiento de esas leyes trascendentes. Dueños así de una
suerte de gnosis los “marxistas” podían en adelante conver-
tirse en depositarios supremos de las “leyes de la historia” y
hacer del resto de la humanidad el mero soporte de proyectos
a los que únicamente la Ciencia podía acceder. Aquí ya se en-
cuentra prefigurado in nuce el sostén racional de los futuros
gulags, pues quienes se oponen ya sea a las leyes del mundo
como a los designios divinos no pueden ser sino delincuentes
o enfermos mentales. Por supuesto que este no era el “marx-
ismo” de Marx. Sostener que los países “socialistas” son una
concreción del pensamiento de Marx es tan absurdo como
sostener que la Inquisición es una consecuencia de la doctri-
na de Cristo. Buscar los puntos metafísicos que existen en la
obra de Marx y a partir de ellos fundar su vinculación con
92
los actuales “socialismos”, es confundir las cosas. El objetivo
teórico de Marx fue el de comprender el funcionamiento de
la sociedad capitalista para, de esta manera, facilitar su trans-
formación; a este objetivo se articula lo esencial de su obra,
como he tratado de demostrarlo largamente en las páginas
anteriores. Sus conceptos “metafísicos” serían aquellos donde
expresa una visión antropológica del mundo (como cuando
dice que la naturaleza es el cuerpo inorgánico del hombre y
que para el hombre la raíz de todas las cosas es el hombre);
pero incluso estos conceptos de su primera época están inser-
tos en contextos donde se los podría interpretar al margen de
toda problemática ontológica, en cuyo caso serían pasibles de
una interpretación distinta; en cuanto a las ideas de produc-
ción y de técnica es incuestionable que su ámbito de compren-
sión pertenece a la crítica de la economía política. No se trata,
es obvio, de salvar a Marx. Su significado histórico está más
allá de las modas ideológicas. Y hoy, cuando pareciera que se
trata de considerarlo como “un perro muerto”, no deja de ser
paradójico que un pensador como Heidegger lo considere el
único interlocutor válido respecto al problema de la historia.
¿Qué ha pasado entretanto? Marx nos remite al devenir
objeto- fetiche del mundo, Heidegger al problema de la esencia
de la técnica. El pensar se desligó de su fundamento. El logos
del lenguaje originario se convirtió en lógica (método o mate-
ma) y desembocó en la Razón absoluta. Hay que seguir estos
itinerarios para comprender O al menos avisorar el terreno
donde nos encontramos. La palabra método hace su primera
aparición en los escritos de Platón. Pero debe tenerse en cuen-
ta lo que ella significa en el momento en que inicia su carrera
como concepto y lo que significa en su acepción moderna a
partir de Descartes. Para Platón, como recuerda Jean Beau-
fret, se trataba de una suerte de cacería que mediante rodeos y
círculos cada vez más estrechos iba exprimiendo el matorral
donde se ocultaba la presa; de allí que se trate de un conjunto
y no de un cazador solitario, un conjunto dia-léctico girando
alrededor del objeto (el espectáculo de Sócrates inquiriendo
obsesivamente semeja el de un cazador avanzando sigiloso
hacia un punto determinado; quedaría por ver si en Platón no
sé trata en realidad de una retórica-de-la-caza). En Descartes
93
el ir hacia el objeto es en línea recta; metódico es claridad de
procedimientos fijados de una vez para siempre y al margen
del objeto. Por eso cuando se le preguntó a Galileo por qué
sostenía que sin ningún obstáculo un cuerpo en movimiento
continuaría siempre en movimiento, respondió: mente concip-
io, “Así, en la reflexividad del ego cogito hay una fuerza im-
pulsiva y propulsiva que sostenida en sí misma funda una
marcha progresiva que no le debe nada a nada exterior”. Este
es el método en sentido moderno. De allí que Nietzsche pu-
diera sostener que “lo que distingue al siglo XIX no es el tri-
unfo de la ciencia sino el triunfo sobre las ciencias del método
científico”. La idea hegeliana de que el método no es un simple
“medio para conquistar el conocimiento” sino “el alma inma-
nente del contenido mismo” (idea de la que es deudor Marx,
pero obviamente situado en otro nivel de análisis) fue despla-
zada por el gran movimiento epistemológico que considera
a la ciencia en general como modelo puro. El verdadero salto
dentro de la línea cartesiana está constituido por la matem-
atización de la física: la matemática como hermenéutica de
la naturaleza en su totalidad. Bacon decía: expurgatio vocab-
uli magiae. Es efectivamente en un “clima de magia” que se
produce este investimiento matemático de la naturaleza. Tal
es la “libidinosidad” de Descartes denunciada por Nietzsche
y, a esto mismo, se refiere Heidegger cuando afirma que “lo
peor ya pasó”: lo peor es el corte y la objetivación del mundo
que da comienzo por una parte a la deriva de la objetividad
y por la otra al dominio de los fetiches. Detrás de Descartes se
pone en funcionamiento aquella “formidable rueda motora”
que Nietzsche había advertido detrás de Sócrates. La victo-
ria del método-científico sobre la ciencia va a la par con la
dominación del telos de la objetividad sobre la tierra. “Rep-
resentarse la necesidad natural como una relación funcion-
al de cantidades en el interior de un sistema de ecuaciones
es, en efecto, haber resuelto de antemano y de un solo golpe,
una infinidad de problemas de los que en adelante sólo hab-
rá que encontrar los términos. Es, por lo tanto, una victoria
del método científico sobre la ciencia”. Comienzos de los ti-
empos modernos, caracterizados por “la dominación creciente
de la naturaleza por el hombre a través de la interpretación
94
científica de la cosa como objeto” (J.B.), y cuyo correlato es el
sujeto, el ego-cogito como amo en el reino de un pensamiento
sin cuerpo propio de un tiempo en que los dioses han aban-
donado la tierra e inaugurado la oscura errancia del nihilis-
mo. La tierra como objeto, como desierto y muerte, soportan-
do la acción desenfrenada de un señor enceguecido por su
poder de extinción absoluta, eso es lo que tenemos al término
de un tiempo en que tanto los hombres como la naturaleza
han perdido su carácter sagrado. En un mundo de objetos la
acción se vuelve desenfrenada y olvida la esencia mítica de
la naturaleza y del hombre. Sagrada es la alegría que llena el
corazón desbordándolo con la maravilla de lo que es.
El otro-Marx es lo otro de Marx. No sólo, como podría
pensarse el pensamiento de Nietzsche, de Freud, de Heideg-
ger sino principalmente, el mundo múltiple y misterioso.
95
96
97
98
99
100
101
102
103
104
105
106
107
108
109
110