El Humano
El Humano
El Humano
Francisco Mora: John Ssabunnya “es un niño que nació en Uganda y que, al parecer, desapareció
cuando apenas tenía cuatro o cinco años. Es un caso bien estudiado del que no parece existir duda
de que escapó por alguna causa a la jungla y sobrevivió gracias a la protección e integración que
tuvo en una colonia de monos.
“Varios años después, a un grupo de mujeres / que recogía leña en un claro de la selva le llamó la
atención que uno de los monos que merodeaban por allí, corriendo, dando saltos y gritos como los
demás, no tenía pelo en el cuerpo. Al observar más de cerca al animal, descubrieron que era un ser
humano. John fue posteriormente «cazado» y separado de la colonia de monos. Estaba lleno de
parásitos y desnutrido. Era incapaz de andar erguido, lo hacía con brazos y piernas. Pronunciaba
extraños sonidos que luego se comprobó que los monos reconocían.
“Y así fue como ingreso en el orfanato estatal de Kampala, donde demostró un comportamiento
huidizo. Al parecer, no entendía la lengua que aprendió en los primeros años y prefería la compañía
de los monos a la de las personas. En la descripción original se pensó que se trataba de un niño
con un serio retraso mental. Tras años de aprendizaje sensorial, motor y social, John sigue teniendo
problemas motores y de relación con las personas y muestra una actitud vital de tono depresivo.
Con 14 años, y tras haber permanecido separado de los monos durante muchos años, un grupo de
expertos quiso comprobar la verdad de su historia, y llevó al niño a visitar a un grupo de monos de la
misma especie que aquellos con los que él vivió algunos años. Al parecer, la reacción del muchacho
fue sorprendente y dejó impresionados a los científicos. John sabía cómo comunicarse con los
animales y se encontraba familiarmente en su compañía. […] /
“Nacemos con la potencialidad de realizar cualquier acto motor, cualquier acto de conducta (porque
eso es al fin y a la postre un acto motor, es decir, la contracción de nuestros músculos esqueléticos
capaces de realizar movimientos), pero su precisión y finura solo son posibles por el aprendizaje.
John, sin duda, debió de ser enormemente hábil en actos motores capaces de hacerle correr o
trepar a un árbol o luchar por el alimento o comunicarse verbalmente con sus compañeros los
monos, no se podría explicar de otra manera su supervivencia en un medio tan hostil.
Desgraciadamente, sin embargo, el medio ambiente del que aprendió sus actos motores no era el
más adecuado para un ser humano de nuestro mundo occidental”.
(2018, 154-156)
El niño nació hacia 1980, y criado por una familia aprendió hábitos humanos, a comer en un plato,
dormir en una cama, e incluso tocar la guitarra y cantar con una voz singularmente bella, además de
aprender ugandés e inglés. Como se sabe, el humano nace prematuramente y prosigue en la
sociedad un desarrollo que otros mamíferos culminan en el útero (Campbell, 2016, p. 71). Ello
explica nuestra privación de “las reacciones estereotipadas «llave-seguro»” de los demás
vertebrados. “Al tener una estructura refleja más abierta –continúa Campbell (2016, p. 71-72)–
,estamos modelados menos rígidamente en nuestros instintos, somos menos conservadores,
dependientes y seguros que los animales”.
El aprender a andar erguido, a todo esto, no supuso un triunfo perfecto y lineal. Justo cuando el
sapiens ensanchaba su cráneo, dice Harari (2018a, 22), el andar de pie le acarreó “dolores de
espalda y tortícolis” y produjo consecuencias aún más duras en las mujeres. El bipedismo estrechó
las caderas y redujo el canal de parto al tiempo que crecía el cerebro del feto. El tiempo favoreció a
quienes parían antes, cuando la cabeza de la cría era relativamente “pequeña y flexible”. La especie
humana tendió hacia nacimientos más tempranos, al precio de dejar subdesarrollados muchos de
sus sistemas vitales. Sin embargo, la menor autosuficiencia individual redundó inversamente en una
creciente unidad social. “Las madres solitarias –dice Harari– apenas podían conseguir suficiente
comida para su prole y para ellas al llevar consigo niños necesitados. Criar a los niños requería la
ayuda constante de otros miembros de la familia y los vecinos. Para criar a un humano hace falta
una tribu” (2018a, 22).
El ponerse de pie no solo enderezó nuestras siluetas sino que las relacionó entre sí más asidua y
fuertemente. Sin la cultura, observa Arnold Gehlen, el cuerpo es biológicamente inviable, en el
sentido de que el humano, como ser inespecializado, no tiene un nicho geográfico característico sino
que es capaz de vivir en todas partes, precisamente porque vive no en un entorno puramente natural
sino en un conjunto de elementos a los que llamamos cultura (1987, 92-93).
La humanidad comporta, pues, una prodigiosa aptitud para el aprendizaje, una disposición
permanente para la transformación. Un aprendizaje que es ante todo una actividad cooperativa. No
es una ligereza vincular la formación de la humanidad con la ternura materno-filial, incluso con el
afecto grupal o social, que despierta, acoge e incentiva los sentidos del pequeño. Dice Lewis
Mumford: “el aprendizaje resulta más efectivo a fuerza de amor, ya que este es la base de todos los
intercambios culturales y no hay máquina de enseñar que pueda proporcionar todo eso” (2010, 72).
Vienen a cuento unos versos de Ovidio: “tampoco es un osezno lo que la osa acaba de parir, / sino
carne apenas viva; con sus lamidos la madre modela / sus miembros y le da la forma que ella misma
tiene” (2005, 446). También en el humano las atenciones maternales protegen, pero sobre todo
imprimen en la balbuciente conciencia del nacido un poderoso principio configurador: la conciencia
de sí mismo.
Es en el cobijo de la casa y la sociedad en general en que el niño irá adoptando, por la vía de la
imitación y del estímulo, una presencia eminentemente humana en la expresión, el lenguaje, el
vestido y la locomoción. Otras palabras, las del también romano Lucrecio, cuentan el mismo
fenómeno en sentido contrario: en la época en que nuestros ancestros conquistaron el fuego, “los
niños con sus caricias a los padres les quebrantaron con facilidad su índole brutal” (2003 p. 266). La
tutela de los hijos modifica también a los mayores, no solo porque suscite en ellos determinados
sentimientos, sino porque les inculca una serie de hábitos y cierta sensibilidad, al punto que podría
decirse que junto con los hijos los que nacen son también los mismos padres.