Texto 30 - Barnadas
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LA IGLESIA CATÓLICA EN LA
HISPANOAMÉRICA COLONIAL
E L ESTABLECIMIENTO DE LA IGLESIA CATÓLICA EN EL NUEVO MUNDO
Durante la segunda mitad del siglo xv y la primera mitad del xvi la península
Ibérica fue escenario de movimientos reformistas de gran intensidad. Los pro-
pios Reyes Católicos estaban determinados a reformar el episcopado mediante
una selección más rigurosa de los candidatos y un uso más estricto del patronato.
Los hombres que eligieron para obispos estaban profundamente versados en teo-
logía y observaban celosamente la disciplina de la Iglesia: los prototipos fueron
Alfonso Carrillo, Hernando de Acuña y Pedro González de Mendoza. Más
tarde, Hernando de Talavera, Diego de Deza y, sobre todo, Francisco Jiménez
de Cisneros, cardenal de Toledo y confesor de Isabel, conformaron el ideal del
episcopado español. También se intento restaurar la convocatoria de sínodos
diocesanos, como los de Aranda de Duero en 1473 y Sevilla en 1478, así como
insuflar nueva vida a la práctica cristiana. En el siglo xvi, en medio de los prime-
ros signos del cisma luterano, encontramos una de las mayores figuras de la tra-
dición reformista del catolicismo español: Juan de Ávila, profesor de teología,
místico, predicador, director espiritual y consejero. Los vientos de la reforma y
de la restauración de la primitiva obediencia llegaron también a los monasterios,
afectando especialmente a los de las órdenes dominicana y franciscana.
En el ámbito de la actividad misionera en América, las ideas reformistas de
la península ya habían confluido con las corrientes del milenarismo y del uto-
pismo. Para muchos, el Nuevo Mundo era la oportunidad ofrecida por la Provi-
dencia para establecer el verdadero «reino evangélico» o «pura cristiandad».
Marcel Bataillon ha detectado evidentes signos de joaquinismo (del místico del
siglo xn Joaquín de Fiore) entre los primeros franciscanos de México. John
Leddy Phelan ha destacado las influencias milenaristas en los trabajos del fran-
ciscano Jerónimo de Mendieta, por ejemplo.1 Hombres como fray Juan de Zu-
márraga, primer obispo y arzobispo de México, don Vasco de Quiroga, fray Ju-
lián Garcés y el mismo fray Bartolomé de las Casas estaban profundamente
influidos por el espíritu humanístico de Erasmo y por la Utopía de Tomás Moro.
Los jesuítas, creados en 1540, eran en sí el fruto del ideal reformista. Tam-
bién lo fue su intervención en América. Estaban desembarazados de la carga del
pasado. Soñaban con implantar un cristianismo libre de los errores que desfigu-
raban la fe en Europa. Su impulso utópico floreció plenamente en el siglo xvn,
con lo que ellos llamaron las «reducciones indias» (especialmente en Paraguay).
Su deferencia hacia Roma y su marcada estructura jerárquica se ajustaban tam-
bién al modelo de cristianismo decretado en el Concilio de Trento (1545-
1563).2
Se acostumbra a afirmar que la reforma tridentina no tuvo ninguna influen-
cia en América porque la Iglesia de las Indias no tomó parte en ella, pero esta es
una conclusión demasiado esquemática. En último término, parece posible seña-
lar cierto número de aspectos del catolicismo de América en los que el Concilio
de Trento tuvo un papel que, directa o indirectamente, resultaría decisivo. In-
cluso, aunque ningún canon de los adoptados allí pueda considerarse específica-
mente destinado a las condiciones americanas, el espíritu de Trento es observa-
ble en muchas de las formas de la Iglesia que se estaba organizando en
Hispanoamérica.3
Desde luego, la evangelización de las Indias se vio afectada en sentido nega-
tivo por las tendencias que ratificó el Concilio. Así, la liturgia siguió siendo en
latín, con lo que se restringía el acceso de los fieles a la palabra de Dios. El Con-
cilio mostró una evidente hipersensibilidad en cuanto a la ortodoxia teológica. Se
consolidaron las estructuras eclesiásticas, y se dejó la vida de la Iglesia amplia-
mente en manos de los clérigos, situación agravada en América por el complejo
de superioridad racial que determinaba la conducta de la mayoría de los colonos,
laicos o clérigos.
Al mismo tiempo, la reacción del Concilio de Trento ante la secesión protes-
tante en Europa promovió o intensificó toda una serie de prácticas que diferen-
ciaban claramente a la Iglesia católica del protestantismo. Aunque no existían
entonces protestantes en América, las procesiones, la veneración a los santos, las
devociones a las ánimas del purgatorio y las indulgencias, por ejemplo, eran ca-
racterísticas destacadas del cristianismo en la Indias. En cierta medida se exalta-
ban los cargos externos e institucionales sobre la experiencia personal.
Así, la Iglesia del Nuevo Mundo fue el producto de la fusión de dos corrien-
tes. Una fue el traslado de las características de la Iglesia de la península Ibérica
en la era de los descubrimientos; la otra fue la ratificación de estas características
por parte del Concilio de Trento. Siguiendo las líneas maestras establecidas por
el Concilio de Trento, un decreto real, la «Ordenanza del Patronazgo» (1574),
reafirmó la autoridad episcopal. El obispo se convirtió en pieza esencial de la
vida eclesiástica de cada diócesis. No sólo el clero secular, sino también el regu-
lar, a través de la parroquia o de la doctrina, fueron gradualmente sometidos a la
autoridad del obispo local.
Y no se puede negar que Trento y las tradiciones reformistas que hemos
visto, con sus precedentes en la península Ibérica, contribuyeron a producir un
tipo de obispos diferente a los prelados de la Edad Media y el Renacimiento.
Hispanoamérica puede presentar un distinguido grupo de hombres firmemente
dedicados a extender el evangelio en las circunstancias menos propicias. Eran
pobres, devotos, de sólida formación teológica, conscientes de sus deberes y
poco inclinados a dejarse impresionar por el poder civil. No es casual que las cir-
cunstancias coloniales hicieran mostrarse a la mayoría de ellos como defensores
de los indios: Antonio de Valdivieso en Nicaragua, Juan del Valle en Popayán,
Pedro de la Pena en Quito, Alfonso Toribio de Mogrovejo en Lima y Domingo
de Santo Tomás en La Plata son sólo algunos de los muchos nombres que mere-
cen mencionarse aquí.4
Finalmente, al Concilio de Trento se debe la tradición conciliar y sinodal que
se desarrolló en América. Se celebraron allí 11 concilios provinciales entre 1551
3. Sobre este punto ver, por ejemplo, Juan Villegas, Aplicación del Concilio de Trento en
Hispanoamérica, 1564-1600: provincia eclesiástica del Perú, Montevideo, 1975.
4. Ver E. D. Dussel, Les Evéques hispanoaméricains, défenseurs et évangetisateurs de
l'indien, Wiesbaden, 1970.
190 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
CUADRO 1
c. . 11504-1550
1504-1550 22
S loxvi 31
'8 j 1551-1600 9
Siglo XVII 5
Siglo xviii 6
Siglo xix 3
derían el permiso para la migración una vez que quienes lo desearan hubieran
solicitado debidamente su partida.
En el otro extremo del sistema de reclutamiento, en Europa, estaba el comi-
sario general, vicario general de la orden o procurador para las Indias. En el caso
de losfranciscanosy agustinos, los comisarios generales tenían poderes verdade-
ros, eran intermediarios entre la curia de Roma y las respectivas provincias de
América. Al mismo tiempo, actuaban como eslabones principales entre las pro-
vincias americanas de sus órdenes y los órganos centrales del estado castellano.
Los vicarios generales de los jesuítas, por el contrario, eran meros ejecutores o
agentes de las peticiones que venían de las Indias. En cualquier caso, uno u otro
funcionario eran el eslabón esencial para obtener cualquier permiso que se nece-
sitara, bien del Consejo de Indias o de la Casa de Contratación de Sevilla o
Cádiz.7
El envío de misioneros a América era en último término cuestión de política
imperial. En consecuencia, por ejemplo, dependió de la corona que las órdenes
religiosas pudieran enrolar cofrades «extranjeros», con toda la compleja varie-
dad que tal término connota. Si en principio los eclesiásticos estaban sujetos a
los mismos requisitos que los seglares, en la práctica había más variantes. Por
ejemplo, desde principios del siglo xvn en adelante, los jesuítas lograron cada
vez más permisos, con lo que podían enviar a sus sacerdotes a América desde
cualquier parte de los dominios asociados con la corona de Castilla, e incluso
desde los dominios presentes y pasados del Sacro Imperio Romano. Así, entre
los jesuítas que iban a América encontramosflamencos,napolitanos, sicilianos,
milaneses, bávaros, bohemios, austríacos y otros no españoles. A veces, sin em-
bargo, conseguían incluir a estas personas camuflando sus verdaderas identida-
des con apellidos castellanizados. En cambio, en las otras órdenes que trabaja-
ban en América, parece que el reclutamiento de extrapeninsulares fue mucho
más raro, quizá porque su estructura estaba orientada más localmente, o tal vez
porque estaban inspiradas por un nacionalismo más patente.8
Tan pronto como se ratificaba la decisión de los misioneros, éstos viajaban a
Sevilla —más tarde a Cádiz— o al Puerto de Santa María, a Jerez de la Frontera
o Sanlúcar de Barrameda, donde esperaban la autorización de la Casa de Con-
tratación para embarcar. También tenían que esperar el barco que iba a trans-
portarlos al Nuevo Mundo. Este período de espera podía durar casi un año, pero
finalmente, cuando la corona había pagado el billete de su travesía trasatlántica y
los costes de su manutención, los misioneros se hacían a la mar bajo el mando
del procurador que había viajado a Europa a reclutarlos. Una vez llegados a
puerto —y esto era algo que no se podía garantizar, pues tanto los naufragios
como la captura por parte de piratas eran riesgos muy reales—, se dividían entre
las casas religiosas de la provincia en cuestión. De esta forma se incorporaban a
la gran maquinaria político-eclesiástica de América: se habían convertido en
nuevos misioneros bajo el patronato de la corona de Castilla. El engranaje había
funcionado perfectamente.9
Desde la segunda mitad del siglo xvu encontramos una variante al menos en
lo que concierne a los franciscanos. En la península Ibérica se fundaron colegios
misioneros con la intención de formar jóvenes que desde el principio de su ca-
rrera religiosa planeaban trabajar en América o África. Un ejemplo era el céle-
bre colegio de Escomalbou, fundado en 1686 por el gran misionero de Nueva
España Antoni Llinás.
No tenemos estadísticas generales sobre el ritmo y volumen de estas expedi-
ciones para reclutar misioneros, pero sabemos que variaban según la época, se-
gún la orden, e incluso, según las diferentes provincias o divisiones dentro de
una orden. A veces, la expedición era para una sola provincia; otras veces, con-
ducida por un procurador o por varios, reclutaba personal para más de una pro-
vincia. Había provincias que enviaban una expedición de reclutamiento cada 3 o
5 años; en otros casos, la búsqueda de reclutas se hacía esporádicamente, siendo
en ocasiones innecesaria a medida que las provincias americanas de las órdenes
se iban criollizando.
La necesidad de un clero reclutado ¡ocalmente se reconoció desde fecha tem-
prana. Sin embargo, aunque los criollos se sumaban cada vez más a los peninsu-
lares, la Iglesia siguió contando con una presencia blanca abrumadora durante el
período colonial. Algunos intentos iniciales de crear un clero nativo (indio) para
Nueva España —por ejemplo, el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, fundado
en 1536, y dirigido por los franciscanos para educar a los hijos de la aristocracia
indígena— produjeron tan magros resultados que parecían justificar cualquier
opinión derrotista al respecto. La mayoría de los frailes misioneros y de los pre-
lados diocesanos, profundamente etnocéntricos, adoptaron una posición absolu-
tamente negativa acerca de la cuestión de la aptitud de los indios para el sacer-
docio católico.
De esta forma se excluyó virtualmente a los indios de las sagradas órdenes,
aunque los cánones otorgados por los concilios provinciales y los sínodos dioce-
sanos nunca llegaron, gracias a la influencia del Concilio de Trento, a una nega-
tiva total y explícita de su ordenación. Los mestizos (mitad españoles, mitad in-
dios) estaban, de cualquier modo, en la mayoría de los casos excluidos de la
ordenación, por causa del impedimento que representaba su nacimiento ilegí-
timo. En 1576, el papa Gregorio XIII otorgó a los candidatos mestizos una dis-
pensa de este impedimento, teniendo en cuenta «la gran carencia de sacerdotes
que sepan la lengua indígena»; sin embargo, en la práctica, persistió la exclusión
y la vía que había abierto el papa siguió sin usarse. Ni la política general de la
Congregación para la Propagación de la Fe en Roma, a partir de 1622, ni la con-
dena de la continua exclusión de los indios y mestizos pronunciada por el Cole-
12. Sobre Las Casas, ver también Elliott, HALC, I, cap. 6, y II, cap. 1.
13. Fintan B. Warren, Vasco de Quiroga and his Pueblo Hospitals of Santa Fe, Washing-
LA IGLESIA CATÓLICA EN LA HISPANOAMÉRICA COLONIAL 197
CONSOLIDACIÓN DE LA IGLESIA
Hacia la primera mitad del siglo xvii, la Iglesia en todos sus aspectos (secular
y regular, clerical y laico) se había trasplantado de la península a las colonias
americanas. Después de 1620, por ejemplo, no se crearon nuevos obispados
hasta 1777. Las consignas en todos los sentidos eran estabilización y consolida-
ción. La Iglesia, en efecto, vivía entonces de las rentas procedentes del esfuerzo
que había hecho en el siglo xvi.
Sólo en un área específica se puede hablar de crecimiento: la fundación de
universidades. Si tenemos en cuenta que sólo dos universidades estatales (Ciu-
ton, D.C., 1963; M. Bataillon, «Utopia e colonizado», Revista de Historia, 100 (1974), pp.
387-398, y «Don Vasco de Quiroga, utopien», Moreana, 15 (1967), pp. 385-394.
14. Vicente Rodríguez Valencia, Santo Toribio de Mogrovejo, organizador y apóstol de
Sur-América, 2 vols., Madrid. 1956-1957.
198 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
dad de México y Lima) y tres privadas (Santo Domingo, Quito y Bogotá) se ha-
bían establecido en el siglo xvi, la extensión de la educación superior en el siglo
xvii fue decisiva. Y fueron las órdenes religiosas fas que, en mayor medida, to-
maron sobre sí esta responsabilidad. Los jesuítas establecieron universidades en
Santiago de Chile, Córdoba, La Plata, Cuzco, Quito, Bogotá y Mérida (Yuca-
tán); los dominicos, en Santiago de Chile, Quito y Guatemala; los franciscanos,
en Cuzco. En cambio, en el siglo xvm la mayoría de las universidades —San-
tiago de Chile, Caracas, Mérida (Maracaibo), La Habana, Guadalajara, León
(Nicaragua)— fueron fundadas por el episcopado. Desde luego, una parte signi-
ficativa de estas llamadas universidades no eran, en realidad, más que institucio-
nes para la formación del clero; la mayor parte proporcionaban instrucción úni-
camente en filosofía y teología; sólo unas pocas poseían cátedras de cánones o
derecho civil; menos aún tenían cátedras de lenguas clásicas o indígenas; y las
universidades que ofrecían instrucción en el campo de la medicina o de las cien-
cias naturales fueron pocas, incluso hasta bien entrado el siglo xvm. En una uni-
versidad tan grande como la de México, los juristas y teólogos tenían una abru-
madora preponderancia: en fecha tan tardía como 1793 la universidad tenía 172
profesores de derecho, 124 de teología y sólo 12 de medicina. Las universidades
coloniales hispanoamericanas consiguieron escasos resultados en el sentido del
aprendizaje y la investigación originales y contribuyeron poco al debate crítico
sobre los problemas de la sociedad. Como la Iglesia que las respaldaba, su fun-
ción social fue la de conferir legitimidad al sistema colonial. Sin embargo, cada
uno de estos centros académicos fomentó una relativa actividad intelectual en su
respectiva zona y sentó las bases para cierto tipo de tradición local de pensa-
miento.15
Otro fenómeno del siglo XVII fue el endurecimiento de las actitudes adopta-
das respecto a las prácticas religiosas indígenas en las zonas centrales del domi-
nio colonial. Hasta cierto punto se podría decir que si en el siglo anterior había
dominado el ideal de la Iglesia local y el cultivo de cierto diálogo intercultural y
la prédica del evangelio, en el siglo xvn se vio con preocupación que las religio-
nes paganas habían sobrevivido y que seguían afectando las vidas de los nativos
de mil formas distintas. Existe una gran cantidad de datos que evidencian lo que
podría considerarse un fracaso parcial de los métodos de evangelización emplea-
dos. Podría pensarse en buena lógica que la conclusión sería embarcarse en una
nueva campaña misionera para acabar con este creciente sincretismo; la realidad
fue muy diferente. La época de los grandes misioneros fue quedando atrás y la
reemplazó una pastoral conservadora y rutinaria. Se tomó la decisión de destruir
todo lo que pudiera poner en evidencia errores pasados.
Esta concepción se hizo especialmente evidente en las diversas campañas
para extirpar la idolatría en los Andes durante la primera mitad del siglo xvn. El
descubrimiento, aparentemente casual, de que persistían ciertas prácticas paga-
nas desató una lucha a muerte, concebida según el método inquisitorial: se pre-
dicaba sistemáticamente contra la idolatría en todos los pueblos; los sospechosos
15. Águeda María Rodríguez Cruz, Historia de las universidades hispanoamericanas; pe-
ríodo hispánico, 2 vote., Bogotá, 1973; John Tate Lanning, Academic culture in the Spanish
colonies, Nueva York, 1940; y Francisco Esteve Barba, Cultura Virreinal, Barcelona, 1965.
LA IGLESIA CATÓLICA EN LA HISPANOAMÉRICA COLONIAL 199
16. L. Millones, «Introducción al estudio de las idolatrías», Aportes, 4 (1967), pp. 47-82;
Pierre Duviols, La Lutte contre les religions autochthones dans le Pérou colonial: l'extirpation
de l'idolátrie, Lima y París, 1971.
200 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
colonias. La corona española recurría con regularidad a esta exacción para cu-
brir sus frecuentes crisis financieras.
En vista de la sangrienta represión infligida por la Inquisición española a
cualquiera que se pensase que tuviera la menor inclinación o simpatía hacia las
doctrinas luteranas o protestantes, no sorprende, en absoluto, que no haya nin-
guna presencia significativa de protestantes en los dominios españoles de ultra-
mar. Casi todos los casos que llegaron a la Inquisición se refieren a extranjeros
—ingleses, franceses, holandeses, belgas y alemanes—. No está claro, de hecho, si
el motivo verdadero del juicio era religioso más que político, como, por ejemplo,
en los juicios celebrados en el siglo xvi en Nueva España, donde casi todos los
acusados eran marinos o piratas de los barcos de Gaspard de Coligny, Jean Ri-
bault, John Hawkins, Francis Drake y otros similares. Fuera de estos casos, hubo
brotes efímeros de protestantismo en Venezuela bajo los Welser, en 1528-1546,
y en el istmo de Panamá en la época de la colonia escocesa, en 1698-1700.
La Inquisición en Hispanoamérica hizo valer su autoridad contra los negros,
esclavos o libres, castigándolos tanto por prácticas supersticiosas como por cual-
quier inclinación al levantamiento. Por ello, puede asegurarse que los esclavos
llegaron a la conclusión de que al practicar lo que recordaban de la religión afri-
cana, manteniéndose tras una fachada de conformidad con el catolicismo, con-
servaban vivas tanto la esperanza de liberación como la afirmación de identidad
que se les negaba en la sociedad colonial. En cuanto al clero, la evangelización
de los esclavos negros era una preocupación marginal, aunque hubo notables ex-
cepciones, como los obispos Pedro de Carranza, de Buenos Aires, y Julián de
Cortázar y Torres, de Tucumán, y los dos héroes de Cartagena, el gran puerto de
llegada de esclavos, los jesuítas Alonso de Sandoval y Pedro Claver. Había nu-
merosas cofradías compuestas exclusivamente por negros, y ellas ofrecían opor-
tunidades para formas de expresión religiosa donde podían desarrollarse prácti-
cas sincréticas.
17. Por ejemplo, Germán Colmenares, Haciendas de los jesuítas en el Nuevo Reino de
Granada, siglo xvm, Bogotá, 1969; Pablo Macera, Instrucciones para haciendas de Jesuítas en
el Perú, Lima, 1965; Hermán W. Konrad, A Jesuit hacienda in colonial México Santa Lucia,
1576-1767, Stanford, 1980.
18. Ver, por ejemplo, Michael P. Costeloe, Church wealth in México, Cambridge, 1967.
19. A. Tibesar, «The Alternativa: a study in Spamsh-Creole relations m seventeenth-cen-
tury Peni», The Americas, II (1955), pp. 229-283.
202 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
éxito o careciera de continuidad. Los jesuítas fueron la última gran orden reli-
giosa que hizo su aparición en América; por esta misma razón disfrutó de las
mejores perspectivas al situarse en aquella sociedad. Así, por ejemplo, desde el
principio mostró graves reticencias a hacerse cargo de «doctrinas» en la zona
central del dominio colonial y las pocas que aceptaron finalmente, como Juli
(junto al lago Titicaca), lo hizo con importantes restricciones. Dos tipos de pro-
blemas interesaban a los jesuítas: los comunitarios derivados de la vida de pocos
religiosos fuera de sus conventos, y los éticos, a causa de la dependencia patronal
de las peliagudas relaciones con los encomenderos.
Las reducciones jesuíticas, que datan de la primera década del siglo xvn, re-
presentaban una clara alternativa a los métodos existentes de evangelización pas-
toral, y marcaron una ruptura de los conceptos que habían prevalecido desde el
período de experimentación misionera en la primera mitad del siglo xvi y una
vuelta al mundo de Las Casas y Quiroga.20 Los jesuítas tienen el mérito histórico
de haber puesto en práctica, en gran escala, un modelo evangelizador alternativo
al de la predicación colonizadora y castellanizante, correa de transmisión del me-
canismo de integración. Las reducciones proclamaban con intransigencia la ne-
cesidad de construir una sociedad paralela a la de los colonos, sin intervención
de éstos ni del sistema administrativo que tutelaba sus intereses. Al negarse a
servir de instrumento para abastecer de mano de obra a los colonos, podía plan-
tear la evangelización en términos integrales: no sólo en doctrina, sino reforzar la
práctica social india en sus componentes económico, urbano, lúdico y ecológico.
Podemos alcanzar una idea aproximada de las proporciones del «sagrado experi-
mento» a lo largo de América examinando el cuadro 2.
CUADRO 2
Indios
Área misional Año inicial N.° de centros
reducidos (1767)
Año de
Colegio Misiones atendidas por el colegio
fundación
LOS EFECTOS DEL NUEVO REGALISMO EN LA IGLESIA A FINES DEL SIGLO XVIII
nos, tan poderosos en la metrópoli como en las colonias, de forma que el asunto
del llamado «estado jesuítico» paraguayo —en el que sus detractores insistían
continuamente— no era más que un pretexto político. Los políticos españoles no
hacían más que recoger los vientos dominantes en Francia, Portugal y Austria.
Por encima de esto, debe observarse también que, cuando el gobierno español
tuvo la oportunidad de desmantelar el sólido patrimonio socioeconómico que los
jesuítas habían construido —haciendas, colegios y misiones—, aquellos sectores
de la sociedad y el clero cuyo interés se veía beneficiado no necesitaron imitar a
nadie para expresar sus deseos, acumulados desde hacía mucho tiempo.
La campaña antijesuítica estaba declarada de forma clara desde mediados
del siglo xvm. Cualquier táctica imaginable fue desplegada contra ellos. Final-
mente, Carlos III, atendiendo a sus ministros jansenistas, descargó todo el peso
de sus recelos y sospechas en la Pragmática Sanción de 27 de febrero de 1767,
por la que, siguiendo el ejemplo de Portugal (1759), expulsaba a todos los
miembros de la orden de sus dominios, tanto en Europa como en América. No
pudo evitarse que las consecuencias fueran calamitosas, a pesar de la incuestio-
nable determinación del estado y de muchos obispos para llenar el hueco dejado
por los jesuítas. Las universidades, colegios y misiones se vieron privados de más
de 2.500 padres que formaban parte de su personal, la mayoría criollo, cosmo-
politas, bien cualificados, disciplinados y eficientes. En realidad, la derrota de los
jesuítas fue la derrota de una de las fuerzas de la Iglesia que mejor podía luchar
contra las aspiraciones autoritarias del nuevo regalismo. Sin los jesuítas, la Iglesia
se quedaba prácticamente indefensa ante el estado e ingresaba desarmada a la
etapa preindependentista.
La ofensiva regalista, desembarazada ya de la Compañía de Jesús, buscaba
ahora colocar el aparato eclesiástico bajo un control estatal aún más rígido. Car-
los III prohibió primero la enseñanza y luego la defensa pública de la «doctrina
jesuítica». En 1768-1769, convocó una serie de concilios provinciales «para ex-
terminar las doctrinas relajadas y nuevas, sustituyendo las antiguas y sanas».
Cuatro concilios, los primeros desde hacía más de siglo y medio, tuvieron lugar
entre 1771-1774, pero los resultados distaron mucho de ser brillantes. El conci-
lio de México no se mostró muy deferente con el monarca y, de hecho, pidió al
papa que convirtiera a todos los jesuítas en parte del clero secular. En Bogotá los
procedimientos fueron tan ambiguos que las decisiones no fueron concluyentes y
tuvo que invalidarse. En Lima el concilio se ocupó de la reforma del clero, pero
al denunciar la «doctrina jesuítica», como se le había pedido, no logró exteriori-
zar toda la pasión que la autoridad civil esperaba, por lo que Madrid se desinte-
resó de aprobar o ratificar las determinaciones acordadas por los prelados en el
concilio. Por último, en La Plata el concilio se convirtió en campo de batalla
donde se enfrentaron el obispo local, que comandaba la corriente de aceptación
de la demanda real, y el de Buenos Aires, que la desoía. Lo que la asamblea de
La Plata originó, en realidad, fue una de las primeras manifestaciones de una ca-
racterística esencial de la conducta democrática: el reconocimiento de que las
decisiones de la mayoría vinculaban a la minoría.23
23. A. Soria-Vasco, «Le Concile Provincial de Charcas de 1774 et les Déclarations des
Droits de l'Homme», L'Année Catholique, 15 (1971), p. 511.
HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
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Durante las dos últimas décadas de gobierno colonial español, la Iglesia (es-
pecialmente el alto clero, predominantemente español) se mostró más depen-
diente y subordinada respecto al estado de lo que pudo haberlo sido antes. En la
rebelión de los comuneros contra los impuestos en las provincias de El Socorro,
Tunja, Sogamoso, Pamplona y Los Llanos de Nueva Granada en marzo de
1780, los protagonistas fueron los criollos (aunque, como en otros lugares, utili-
zaron a mestizos e indios para defender sus intereses). El representante de la au-
toridad colonial que tuvo que enfrentarse a la crisis fue el arzobispo Caballero y
Góngora, de Bogotá. Su estrategia constituyó una obra maestra de maquiave-
lismo: aparentó aceptar las demandas de los insurgentes, cuando éstos llevaban
las de ganar; denunció los acuerdos firmados y descargó la represión cuando
contó con la fuerza militar suficiente para ello.24 Al mismo tiempo, Perú estaba
sacudida por la más profunda conmoción jamás registrada en la sociedad an-
dina: miles de indios y mestizos se rebelaron contra los abusos coloniales, anti-
guos y recientes. En agosto de 1780, la zona central de la Audiencia de Charcas
(Alto Perú) —Chayanta, Yampara, Purqu y AuUagas— se levantó en armas
abiertamente; en noviembre de 1780 lo hicieron las regiones de Cuzco, Are-
quipa, Huamanga y Puno; y en marzo de 1781, las de La Paz, Oruro, Cocha-
bamba y Chuquisaca. ¿De qué lado estaba la Iglesia? Los pocos sacerdotes que
lucharon o simpatizaron con los rebeldes lo hicieron por necesidad. En cambio,
del lado contrario el aparato clerical identifica su destino intuitivamente con el
de la minoría blanca y se deja manipular por el poder civil como instrumento de
«pacificación» (es decir, sometimiento) de los no blancos. La tajante división en-
tre los dos bandos aporta una nueva evidencia de que la Iglesia estaba allí para
servir al estado colonial más que a los indios. Se ha especulado con las supuestas
simpatías tupamaristas del obispo criollo de Cuzco, Juan Manuel de Moscoso y
Peralta; sin embargo, nunca las tuvo, tan sólo existió una conspiración entre un
canónigo local y dos funcionarios reales, Benito de la Mata Linares y Jorge de
Escobedo. Si tales simpatías existieron entre el bajo clero o entre los misioneros,
la indoctrinación del aparato eclesiástico habría bastado para ocultar con éxito
tales sentimientos.
Pero hacia 1808-1810, la lealtad del bajo clero, predominantemente criollo,
hacia la corona es menos segura. Aquél se resentía cada vez más del virtual mo-
nopolio de los altos cargos eclesiásticos por parte de los «peninsulares». Muchos
de sus privilegios, especialmente el «fuero eclesiástico», que les daba inmunidad
frente a la jurisdicción civil, estaban amenazados, y una serie de medidas que
culminaron en la consolidación del decreto de amortización de 26 de diciembre
de 1804 intentaron (sólo con limitado éxito, hay que decirlo) apropiarse las tie-
rras y el capital pertenecientes a las fundaciones y capellanías religiosas. Los
párrocos dependían de estos ingresos y legados para complementar sus bajos
sueldos. Para el vasto ejército de clérigos que no se beneficiaban del patronato
real (se estima que representaban cuatro quintas partes del clero secular en
Nueva España afinalesdel siglo xvm), así como para gran número del clero re-
24. John L. Phelan ha examinado el papel del arzobispo Caballero y Góngora en la su-
presión de los comuneros de Nueva Granada en The people and the king. The Comunero Revo-
lution in Colombia, 1781, Madison, 1978.
LA IGLESIA CATÓLICA EN LA HISPANOAMÉRICA COLONIAL 207
guiar, eran la única fuente de ingresos. El bajo clero tuvo un papel destacado en
algunas revoluciones independentistas, siendo las más notables las de Hidalgo y
Morelos en México (1810-1815). Aunque el rechazo de la autoridad tradicional
de la corona en Hispanoamérica durante la segunda y tercera décadas del siglo
xix puso en cuestión, inevitablemente, la autoridad de la Iglesia, tan íntima-
mente ligadas estaban ambas, que la última, por supuesto, sobrevivió a las gue-
rras de independencia. Pero también lo hizo el concepto del «patronato». Los
gobiernos de las nuevas repúblicas estaban tan decididos como lo había estado la
corona española a controlar la Iglesia católica mediante la reivindicación y el
ejercicio del derecho de nombramiento de cargos eclesiásticos y, al mismo
tiempo, a restringir su poder y privilegios y a reducir sus propiedades. La rela-
ción entre Iglesia y Estado fue un tema de discusión política central en la mayo-
ría de las repúblicas hispanoamericanas a lo largo del siglo xix.