La Sobriedad

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La virtud de la Sobriedad

La Sobriedad

La virtud de la Sobriedad permite a la persona que la vive distinguir


entre lo
que es razonable y lo que es inmoderado, y utiliza sus cinco sentidos, su
tiempo, su dinero y sus esfuerzos de acuerdo a criterios rectos y
verdaderos.
El que no vive esta virtud se deja esclavizar por los cinco sentidos (la
visión, el tacto, el oído, el gusto y el olfato) y se deja arrastrar por el
uso del tiempo según sus caprichos. Usa su dinero no para la
adquisición de las cosas necesarias para la vida, sino que lo despilfarra
para satisfacer sus apetitos egoístas; realiza esfuerzos para lograr,
también, satisfacer sus deseos de placer y de vanidad.

Necesidad de vivir esta virtud para ser un auténtico cristiano.

Es imposible vivir verdaderamente como cristiano si se es esclavo de los


sentidos. Es decir, si se vive buscando sólo satisfacer el placer. No se
puede ser auténtico católico si se vive en medio de excesos,
cualesquiera que sean éstos, pues no habrá vida espiritual. Lo más
importante en la vida será el placer, no el crecer como personas ni,
mucho menos, el buscar la vida eterna.
"Donde está tu tesoro, ahí estará tu corazón", nos dice Jesucristo. Si el
tesoro de un hombre se encuentra en el placer, ¿acaso podrá levantar
su vista al cielo? ¿Acaso le interesará esforzarse por ser mejor persona?
No. Su corazón estará concentrado en lo más importante para él: el
placer.

Entonces, ¿no se puede beber vino o cervezas?, ¿está mal comer


sabroso?… Lo importante no es si se puede o no, sino en qué medida se
hace y con qué finalidad. Si nada más busco el placer de comer o beber,
esto no me acerca más a Dios ni me ayuda a ser mejor persona.
Por lo tanto, para poder ser buen cristiano hay que tener la vista puesta
en aquello que perdura, en Dios. La sobriedad permite verlo. La carencia
de la sobriedad lleva a pensar únicamente en los sentidos, en los
placeres mundanos, lo más alejado de lo divino.

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Requisitos para la Sobriedad

1. Conocer y vivir valores que permitan mirar hacia arriba, hacia lo que
perdura, hacia el Cielo. Por lo tanto, hay que buscarlos. Lo que vemos
con más facilidad son los placeres, la comodidad, la satisfacción de los
sentidos. Lo que sentimos es lo que llevamos en nuestro cuerpo. No hay
que ir lejos para encontrarlos. Para ello, no hay que pensar. Basta
existir.

2. Sin embargo, no basta encontrar estos valores. Se requiere, además,


poseer
una voluntad férrea que permita buscar libremente esos valores y vivir
de
acuerdo a los principios que lleven a crecer como persona y acercarse a
Dios. Por lo tanto, para desarrollar la virtud de la Sobriedad se requiere,
como en el caso de todas las virtudes, usar la inteligencia y ejercitar la
voluntad.

Algunos de los enemigos de la Sobriedad

La Sobriedad actualmente cuenta con muchos enemigos. Es una virtud


muy desprestigiada. Analicemos algunos de estos enemigos:

1. La sociedad de consumo.
Basta que miremos un momento la televisión para que entendamos lo
que es la sociedad de consumo: "¡Compra los productos AA y serás
feliz!"; "Si usas la ropa BB, tendrás éxito en la vida"; "En un hogar feliz
no puede faltar el producto CC. ¿Tú ya lo compraste"; "La bebida que te
hará disfrutar de la vida"...
¿Cuántas cosas se nos ofrecen hoy día que no son necesarias? ¿Cuántas
cosas esclavizan al corazón humano? ¿Cuántas cosas nos gustaría tener
sólo por el placer de tenerlas? La persona sobria sabe distinguir entre lo
que es necesario y lo que es superfluo.

2. La búsqueda del placer


Otro gran enemigo de la Sobriedad es la búsqueda desenfrenada del
placer. Basta mirar alrededor y se podrá contemplar que el mundo
busca placer por placer.

3. El egoísmo

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El egoísmo es la raíz de todos los desenfrenos, de los gastos
innecesarios, de la búsqueda del placer. Cuando mi tesoro está en mí
mismo, en mi placer, en mis caprichos, mi corazón ahí estará y mi
voluntad trabajará con todo su esfuerzo por satisfacer mis ansias de
placer. Cuando yo soy el centro del mundo o soy mi único mundo, la
preocupación de mi vida será darme gusto.
La virtud de la Sobriedad ayuda a darle un sentido a la vida, y a
mantenerse siempre en ese camino.

Jesucristo, en San Lucas 12,22-34, nos habla de la sobriedad que hemos


de vivir como verdaderos cristianos.

TEMPLANZA

La templanza significa sobriedad. Es la virtud por la cual empezamos a darnos


cuenta de cuáles son nuestras necesidades reales y que van, por tanto,
alineadas a nuestro bienestar y desarrollo, y cuáles son imaginarias y
producto de los deseos inagotables que nacen de las carencias que produce el
ego y son por tanto perjudiciales. Desde la sobriedad se manejan de manera
adecuada los recursos, evitando tanto los excesos como las carencias.

La templanza es la virtud que permite dominar racionalmente los apetitos y


moderar la atracción hacia los placeres sensibles y el uso de los bienes
creados. La disposición natural al gozo puede hacer obrar desordenadamente
al ser humano. Existe en él una rebelión de los diferentes egos contra el
dominio del propio espíritu, contra el vivir consciente y el obrar adecuado.

La moderación, la medida y la castidad, al mantener y defender el orden en el


propio interior, crean los fundamentos necesarios para la realización del bien.
Sin la templanza, el instinto de la propia afirmación que hay en el ser humano
rebasaría todas las fronteras y anegaría todo cuanto encontrase en su
marcha. Se perdería la orientación y el raudal de energías jamás encontraría
el mar de la perfección en que deben desembocar. La templanza no es el
caudal, sino la madre del río que canaliza sus ímpetus y su velocidad y abre el
paso preciso.

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La tendencia natural hacia el placer sensible que se observa en la comida, la
bebida y el deleite sexual es la forma de manifestación y el reflejo de
fuerzas naturales muy potentes que actúan en la propia conservación. Estas
energías vitales representan la actividad de la vida y, cuando se desordenan,
se convierten en energías destructoras.

La lujuria, la gula y los deseos desordenados de placer dan lugar a una


ceguera del espíritu que incapacita para ver los bienes del espíritu y quita la
fuerza de la voluntad. En cambio, la sobriedad nos hace capaces y nos dispone
para la vida espiritual. No muere el alma porque le falte algo sino porque algo
la envenena.

Nuestra existencia consiste en ser conscientes y en obrar adecuadamente,


por eso se dice que cuando alguien vive espiritualmente es fiel a sí misma. La
lujuria y la gula destruyen de una forma especial esa fidelidad del ser
humano consigo mismo y ese permanecer en el propio ser. Ese abandono del
alma, que se entrega desarmada al mundo sensible, paraliza y aniquila más
tarde la capacidad de decidir y de obrar adecuadamente. El alma no es
entonces capaz de escuchar silenciosa la llamada realidad, ni de reunir
serenamente los datos necesarios para adoptar la postura justa en una
determinada circunstancia. El ser humano se ha hecho parcial y se
insensibiliza para percibir la totalidad de su realidad. Y esto significa el mal
uso y corrupción de la prudencia, la ceguera del espíritu y la desaparición de
la vida espiritual. Todo buen propósito quedará siempre amenazado por la
inconstancia y teñido por los deseos más bajos.

Las realidades llamadas sensibles juegan un papel tan importante como las
sutiles en el conjunto de la Vida, pero se les debe dar el valor adecuado. El
ser humano lujurioso, goloso y ávido de placeres quiere, pero quiere
exclusivamente para sí mismo; siempre se halla distraído por un interés
ilusorio, que no es real. La obsesión de gozar, que lo tiene siempre ocupado, le
impide acercarse a la realidad serenamente y le priva del auténtico
conocimiento. El mirador del alma se vuelve opaco, empolvado por el interés
egoísta, que no deja pasar hasta ella el aroma de la Vida. Sólo puede ver y oír
quien guarda un silencio consciente, y sólo emite Luz la pureza.

La templanza es castidad, pero buscar el propio interés en la lujuria, el


provecho en la gula y en los placeres sensibles, lleva sobre sí la maldición de
un egoísmo estéril. La castidad no sólo capacita y predispone para percibir

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correctamente la realidad, creando así conductas acordes con ella, sino que
prepara el alma para la contemplación, esa forma sublime de contacto con la
verdad objetiva en que se confunde el conocimiento límpido con la amorosa
entrega.

Mediante la vida espiritual, el ser humano entra en comunión con Dios asimila
la Verdad, que es el bien supremo, y obra adecuadamente. La esencia de la
persona espiritual y virtuosa consiste en vivir abierto a la verdad real de las
cosas, vivir la verdad que se ha incorporado al propio ser y obrar
adecuadamente. Sólo quien sea capaz de ver esto y de realizarlo en su propia
vida será también capaz de entender hasta qué profundidades llega la
destrucción que en sí mismo desencadena un corazón impuro.

No sólo la acción consumada constituye una equivocación, sino también la


complacencia voluntaria en la representación mental del placer que acompaña
a esa acción, pues no es posible imaginar ese placer sin la aceptación de la
realización material. Así, todo lo que procede de la complacencia voluntaria
es una equivocación y una falta.

La lujuria destruye el verdadero gozo de lo que es sensiblemente bello, pues


la persona, al percibir la belleza sensible propia de cada cosa, tiende siempre
a reducirlo al deleite sexual. Sólo percibe la belleza del mundo y la disfruta
quien lo contempla con mirada limpia. La alegría del corazón es el agradable
fruto de la muerte del ego. Cuando esa alegría está presente se puede estar
seguro de que la simpleza de seguir una doctrina o unos ideales, o la estirada
vanidad de quien sólo se mira a sí mismo, se hallan lejos. La alegría del
corazón es una señal inequívoca de la verdadera templanza que sabe, sin
egoísmos, conservar y defender el verdadero valor de la persona.

La templanza es el origen y la condición de toda verdadera valentía. En


cambio, el infantilismo de un alma desordenada no sólo acaba con la belleza,
sino que crea seres pusilánimes. Cuando el ser humano pierde esa moderación
de carácter integral, disipa su esencia y su energía y se hace inservible para
plantar cara a la fuerza del mal, que causa estragos por el mundo

Todas las formas de egoísmo van acompañadas de la frustración y de la


desesperación de no lograr lo que tan ardientemente se busca, el
apaciguamiento y la satisfacción del ego. Toda búsqueda desordenada del
propio ego tiene que ser forzosamente un fracaso, aunque es posible que la

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perversión ofrezca en recompensa el aturdimiento y la fuga constante de
sí mismo.

La destemplanza es una espantosa carga y una insoportable servidumbre. Por


el contrario, la moderación libera, purifica y produce limpieza interior. Una
pureza total significa relacionarse con las cosas y personas de una forma
desprendida, serena y transparente, significa una tesitura del alma tan
compleja y tan sencilla como el aire al amanecer el día y, en el fondo, significa
responder apropiadamente a los embates del propio ego. Es algo así como la
desnudez en que se queda el alma cuando la ha sacudido un dolor tremendo,
llevándola de un bandazo a las orillas de la nada o a rozar la muerte -el dolor,
la tragedia produce purificación y el sufrimiento revela que existe apego. El
estado de serenidad es algo que acompaña siempre a la pureza.

Llega un momento en que la virtud de la templanza, que conserva y defiende


el orden interior, se hace visiblemente bella y con ello embellece al ser
humano. La verdadera belleza es la que se irradia al hacer propio lo
verdadero y lo bueno, no la belleza facial o sensitiva de una agradable
presencia. La templanza, como orden de la esencia del ser humano, no puede
ocultarse, como no se oculta el alma, ni nada de lo que es la vida interior.

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