Cuadernos Latino
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Cuadernos Latino
HISPANOAMERICANOS
xj^
MADRID
AGOSTO-SEPTIEMBRE 1967
/
212-213
CUADERNOS
H I S P A N O -
AMERICANOS
LA REVISTA
que integra
al M U N D O
H I S P Á N I C O
en la
cultura de
N U E S T R O
T I E M P O
CUADERNOS
HISPANOAMERICANOS
DIRECTOR
JEFE DE REDACCIÓN
FÉLIX GRANDE
212-213
DIRECCIÓN, ADMINISTRACIÓN
Y SECRETARIA
Teléfono 3440600
M A D R I D
I NDI C E
Páginas
MARÍA FRANCISCA DE JÁUREGUI: Estudio grafológico sobre Rubén Darío ... 624
ALBERTO BAEZA FLORES : Rubén, cisne o buho en nuevas constelaciones .... 629
GUILLERMO DÍAZ-PLAJA: Crónica menor de un gran centenario i£g
ANDRÉS AMORÓS: Guillermo de Torre: Antología poética ..- 638
MARINA MAYORAL: Edelberto Torres: La dramática vida de Rubén Darío. 641
JUAN CARLOS CÜRTJTCHET: Jaime Torres Bodet: Rubén Darío: Abismo y
cima ... ... 643
Cubierta y portadilla de la pintora AGUIRRE.
S J l í
GERARDO DIEGO
247
Rubén sabe que existen un cuerpo, una materia y también un
alma o una alma. Toda su vida luchará la una por elevarse hacia la
otra. Pero ello sólo será posible en raros momentos y gracias al soplo,
el viento ascensional del espíritu. La rezumante, la jugosa sensualidad
de Rubén Darío se redime gracias a su última y primaria fe religiosa,
fe en el «Espíritu» con mayúscula, y la verticalidad en aguja de la
catedral tira de todo su ser hacia arriba liberándole de su caída entre
los escombros de las paganas ruinas. Habría que poner en línea todos
los textos del poeta en que se nombra o se alude al Espíritu para darse
cuenta de lo que puede en su ser de hombre mortal, en sü sed de hom-
bre cristiano, sed agustiniana, ese tirón espiritual, esa salvación o asún^
ción desde el hondón de la materia, de la.miseria corporal, hasta las
esferas luminosas y numinosas de lo celeste.
Lo celeste. Otra palabra decisiva en Darío. Que él recita, canta tan-
tas veces prefiriéndola a celestial. Darío no ve oposición de contrarios
entre la carne y el alma, y por encima del alma, flotando, batiendo
alas, el espíritu, ahora ya individualizado, el espíritu en cuanto entidad
integradora y específicamente personal del hombre-ángel Rubén Darío.
«Carne, celeste carne de la mujer». Darío sabe que, en la poesía al
menos, se funden espíritu y carne, materia y alma, miseria y transfigu-
ración, lucha terrible para sucumbir un día y otro y al mismo tiempo
paz, paz, paz. La definitiva fusión, el último abrazo no se realizará
hasta el umbral de la muerte, del tránsito cristiano. Y entretanto los
testimonios, las angustias de la psique abolida, de la carne triunfante,
la agonía estremecedora no dejará un momento de inquietar al héroe
de tantas horas de vida y de poesía. Por encima de todo y pese a su
esclavitud erótica y sensual, a su entrega al vicio estimulante y a los
demonios azulencos del alcohol, Rubén Darío es un libertador, un
optimista fundamental. Y justamente porque esa liberación con que
nos libera á todos los que le amamos y le creemos, se fundamenta en
su aceptación humilde de la miseria y la derrota en la lucha cotidiana.
Hoy ya no nos parece tan inconciliable la materia con el espíritu.
Sabemos que hay alma en la materia y Rubén, sin saberlo, atormen-
tado en su infierno con su pena inclemente, incesante de responsabili-
dad pecadora, no lo sabía aunque a veces parece que lo sospechase y
aunque su poesía cante precisamente esa unión, esa concordia y vida
unida, entramada de.los dos términos opuestos... Qué riqueza, qué
esplendor, qué gloria la de las materias y materiales del universo en
manos del poeta. Con qué arrojo, con qué gula insaciable se abisma
hundiendo manos y labios en sus pozos que de puro finitos parecen
sin fondo, infinitos. Rubén es el poeta más excelso que haya amasado
entre sus manos la materia del mundo. Y en sus manos, entre sus
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dedos de liróforo celeste, se comprueba celeste, al menos en potencia,
todo lo que tocan, hasta el cieno y la podredumbre, ya para siempre,
gracias a su verso, con espíritu.
¿Cómo no recordar esa poesía por su brevedad, pero poema, in-
menso poema por su densidad y hondura espantable, ese su máximo
poema «Lo fatal»? Piensa o siente el poeta que frente a su infelidad
radical son dichosos por su escasa potencia o su total carencia de sen-
sibilidad el árbol y la piedra. «Dichoso el árbol que es apenas sensi-
tivo / y más la piedra dura porque esa ya no siente». Pero al aludirla,
al «demostrarla» pronominalmente, con la palabra «esa» ya la está
humanizando. Esa palabra, «esa» es la que más me ha emocionado
siempre de toda la poesía de Rubén Darío. Con su elevación desde la
dura materia al ser dotado de alma, capaz de redención, espiritual y
celeste, ser que aguarda también su juicio final, Darío ha mostrado
toda la infinita ternura, todo el espíritu amoroso de que estaba col-
mada su humanidad bondadosa. «Si no caí fue porque Dios es bueno»
y porque Dios es bueno, Rubén es también bueno. Y la piedra, dura,
«esa», termina por salvarse y por sentir.
La ciencia actual ha penetrado con tanta osadía y reverencia en el
seno de la materia que nos quedamos ya perplejos y sin saber a qué
atenernos respecto a la escolástica distinción frente al espíritu. Pero lo
que la ciencia no puede darnos porque no podrá pasar de cierto um-
bral que le es vedado pisar, la fe nos lo entrega, la fe y el amor y la
esperanza sobrevolando el término sin preocuparse de transgredir um-
brales ni dinteles. Todo es uno y la fusión que vamos a ver realizarse
en el seno de la poesía se ha realizado ya antes en el de la vida misma.
El estudio del ritmo y de su significación anímica y espiritual en la
poesía de Rubén Darío va a ser objeto, siquiera sea volanderamente, de
estas reflexiones y análisis míos de hoy.
EL VERSO ELÁSTICO
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y no se detiene ni retarda. Porque no hay ritmos buenos ni malos.
Y cada ritmo sigue siendo el mismo, sea cual fuere la celeridad que se
le imprima. El ritmo, en efecto, consiste en la organización en unidades
complejas o sencillos múltiplos, perceptibles y separables por su sistema
en torno de un núcleo, de la serie indefinida de una marcha, movimien-
to lineal, melodía. Y será tanto más ritmo o ritmo pleno si dichas uni-
dades o múltiplos obedecen a una ley de igualdad numérica o, al
menos, de repetida y clara percepción. De donde se deduce que no
hay ritmos mejores que otros. Y esto se ve clarísimamente en la mú-
sica, arte por excelencia rítmica, y con la que siempre hay que com-
parar lo que sucede en las otras artes o en el funcionamiento biológico
de todos los seres de la creación.
Eso que ahora llaman por mal nombre «ritmo» no es sino la velo-
cidad, la rapidez o lentitud, el paso, la marcha, la andadura. Y, por
emplear un término estricto musical que la Academia ha admitido
ya en su forma italiana, como tantos otros del lenguaje de la música,
para no confundirlo con su uso general, el tempo.
Pero hay que añadir que cuando se ha concluido de analizar todo
lo delicadamente que se quiera la materialidad fónica de unos versos
y se ha dictaminado su ritmo absoluto o dominante y sus miembros
naturales, no se ha hecho sino apenas empezar, porque lo esencial en
el examen del ritmo poético no es el compás—volvemos a tomar el
ejemplo de la música—, sino su aplicación y adecuación a lo que se
quiere expresar en la poesía y parece que se quiere expresar en el
lenguaje misterioso de la música. Es, pues, lo esencial el alma, la rela-
ción entre sonoridad y sentido; en una palabra, porque lo de alma
aún me parece pobre, el espíritu, el aliento, el soplo que empuja la
nave e hincha y tensa su velamen con palpitación continua, igual
y variada sutilmente, constantemente, según la racha apoye un poco
más o se encalme un tantico. Y esto es casi lo que yo llamo la elas-
ticidad. Casi, porque explicarlo requeriría un tiempo o espacio del que
ahora no dispongo y espero disponer en próxima ocasión.
El verso de Darío tiene sobre todas sus excelencias ésa que nin-
gún otro posee en el mismo grado: la virtud de su elasticidad. Lo
recitamos y está vibrando, dilatándose sílaba tras sílaba, respirando
hondamente, siempre sonoro y fresco y delicioso, de timbre nuevo
y vario, siempre empujando desde su núcleo, desde sus núcleos en
todos los sentidos, hacia delante y hacia atrás también, hacia lo
hondo y hacia lo alto, siempre acariciándonos y halagándonos la sen-
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sualidad rítmica, la sensibilidad espiritual, sin dejar un instante de
refrescarnos en su magia orquestal, instrumental. Tomemos un ejem-
plo. Sean unas décimas endecasílabas de la «Balada, en honor de las
musas de carne y hueso». Rubén liberó al endecasílabo español de la
obediencia a la ley de no acentuación en sétima sílaba, volviendo al
endecasílabo italiano, dantesco. El caso es que después todos hemos
regresado a la estrecha disciplina que no tolera esa llamada, mal
llamada, membración anapéstica. Hay una razón para evitarla. Y es
que la familia, el linaje de los versos en cuarta, sétima y décima—y
más si también son acentuados en primera sílaba—es de carácter
completamente opuesto a los de acento en sexta, o en cuarta y octava
juntamente. Pero justamente eso es lo que le gusta a Rubén, eso lo
que intensifica su delicia personal y la personal delicia del lector
u oyente que lo goza. Porque Darío lo usa con un tino tan certero,
con tal gracia oportuna, que no hay más que pedir. Verdad es que
hoy abundan poetas que tratan al endecasílabo con absoluto despar-
pajo y dan por válidas otras acentuaciones inarmónicas, pero es porque
son poetas que carecen de oído, y a ellos no les suena mal la barbarie,
por la misma razón de que no captan el buen sonido de la libertad
dentro de la norma:
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Clio está en esa frente hecha de Aurora,
Euterpe canta en esta lengua fina,
Talla ríe en la boca divina,
Melpótnene es ese gesto que implora;
en estos pies Terpsícore se adora,
cuello inclinado es de Eruto embeleso,
Polyimnia intenta a Calíope proceso
por esos ojos en que Amor se quema;
Urania rige todo ese sistema:
¡la mejor musa es la de carne y hueso!
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en la única forma que se puede ser en nuestro tiempo, dando toda la
anchura de la voz de pecho, no a la trivialidad de un relato cansino,
sino a la intensidad rápida de una visión objetiva y transfigurada
en lo coral, patrio y heroico, y toda la hondura profundísima y estre-
mecedora a lo íntimo de una alma. Aun en obrecillas que, como a Fray
Luis, se le cayeron de la mano, pero que Rubén ni se detuvo a recoger
del suelo, como esta estrofa:
Mi vida, como Asueto a Ester,
maceré en sagrados ungüentos,
nadie ha visto mis pensamientos
del modo que se deben ver.
Mar armonioso,
mar maravilloso,
de arcadas de diamante que se rompen en vuelos
rítmicos que denuncian algún ímpetu oculto,
•-", ." '• espejos de mis vagas ciudades de los cielos,
-- • blanco y azul tumulto -
de donde brota un canto .
inextinguible:
mar paternal, mar santo:
mi alma siente la influencia de tu alma invisible.
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Velas de los Colones
y velas de los Vascos,
hostigadas por odios de. ciclones
ante la hostilidad de los peñascos;
o galeras de oro,
velas purpúreas de bajeles
que saludaron el mugir del toro
celeste, con Europa sobre el lomo
que salpicaba la revuelta espuma.
Magnífico y sonoro
se oye en las aguas como
un tropel de tropeles,
¡tropel de los tropeles de tritones!
Brazos salen de la onda, suenan vagas canciones,
brillan piedras preciosas,
mientras en las revueltas extensiones
Venus y el Sol hacen nacer mil rosas.
Una de las estrofas del prólogo poético a los Cantos de vida y espe-
ranza, una de las más recordadas, es ésta:
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la música posee a su verso, el poeta se alza, maestro consumado, y
termina por regirla, gobernarla y asimilársela, acaba por fundirla a
su verso de tal modo que éste ya no es superficialmente musical, como
en sus poemas de juventud, en la «Sonatina», por ejemplo, sino que
lo es hondamente, en su misma esencia y razón de ser. O, lo que es lo
mismo, en función de lo que nos dice. El mismo lo explica con evi-
dencia cuando nos habla de la música de las ideas contraponiéndola
a la música de las palabras. La música de las palabras valdría poca
cosa si no se sobrepusiese o se contrapusiese, según los casos, a la mú-
sica de las ideas. Y por este camino llega Darío, después de haber ensa-
yado y dominado todos los ritmos de compás exacto y de compás
variable, a crear los de compás caprichoso y elástico.
«El arte no es un conjunto de reglas, sino una armonía de capri-
chos», añade también en el mismo texto de El canto errante. La armo-
nía que él nos trajo de la sagrada selva luego la humanizará y—-a su
imagen y semejanza, gozando de la plena libertad para inventar a cada
verso, a cada sílaba el capricho— someterá la aparente anarquía a una
ley superior, armónica. La armonía en Darío es a la vez, como toda
, legítima y plena armonía musical, estática y dinámica, vertical de
acordes, y oblicua y horizontal de arpegios y melodías que de sus
fundamentos y unidad secreta en el alma espíritu dimanan. Es, en
una palabra, elástica.
Erika Lorenz cita un texto de Aristeides Quintiliano, autor de un
libro sobre la música, escrito en el siglo n después de Cristo, que me
parece muy interesante, porque comprueba mi intuición de que la
elasticidad del verso—de la melodía—-empuja en todos los sentidos
•y, por lo "tanto, puede producir efectos de retroceso, y no imaginarios,
sino hasta cierto punto reales. Dice así: «Continuo es el sonido que
realiza imperceptiblemente movimientos de avance y retroceso, a con-
secuencia de un determinado grado de velocidad.» Y lo contrapone al
sonido, no continuo, sino intervalado o, dirían los matemáticos, dis-
creto. Dejemos esto porque nos llevaría muy lejos y quedémonos con
la extraordinaria fineza del musicólogo de hace diecisiete siglos, que
siente ya la vibración del sonido y su propagación en ondas que avan-
zan en todos los sentidos.
Escuchemos ahora algunas estrofas de Darío para gozar de la
elasticidad de su música. Sea la primera la inicial de los Cantos. Nunca
se llegó a tal felicidad elástica en nuestro idioma:
255
No ha necesitado Rubén variar el molde, la estrofa, un clásico
serventesio endecasílabo. La música, en su más genuino prodigio, no
es la de la métrica estrófica, sino la de la idea. La espiritual, pero
manifestada por el único procedimiento que el lenguaje le propor-
ciona, la sucesión melódica silábica. Pero qué evidente, insinuante,
intensa y extensible elasticidad. El ritmo yámbico de todos los pies
del primer verso se contrapone al freno, casi al retroceso de los del
segundo. Y, sin embargo, materialmente son casi los mismos elementos
tónicos y átonos los que juegan en cada verso. Y después de un verso
tercero realmente nocturno y ruiseñorial, «en cuya noche un ruiseñor
había», concluye con los saltos de gozo del último: «que era alondra
de luz por la mañana». La cantidad de todas las sílabas tónicas es
prolongable a voluntad, valseable sobre una pista de salón brillante
y encerada, y los giros de las palabras y de los versos se encadenan
con una asombrosa fidelidad a la nostalgia de las ideas e imágenes
evocadas.
Pero, claro está, Darío no podía detenerse en esto. Tenía necesidad
de ir más allá, por el camino del capricho sujeto a armonía, y de la
elasticidad vistiendo sutilísimamente todos los contornos del signifi-
cado. Y llega hasta la música de las ideas en Heraldos, que él mismo
nos explica y donde la métrica material desaparece en aras de una
«amétrica» ideal. Sin embargo, esta última conquista, así como la
de la música libre de su prosa, no es tan expresiva de su verdadero
ser de poeta como las etapas intermedias. De pronto, en un esquema
predominante de alejandrinos, corta, no porque sí, por mero capricho,
sino por honda necesidad e intuición de obediencia a su propia con-
fesión, y nos sorprende con la excepción de un hemistiquio que se
queda trágicamente solo, a pico sobre el abismo. Es en «Melancolía»:
V E N U S , DESDE EL ABISMO
256
A mi alma enamorada, una reina oriental parecía
que esperaba a su amante, bajo el techo de su camarín,
o que, llevada en hombros, la profunda extensión recorría,
triunfante y luminosa, recostada sobre ívn palanquín.
257
CUADE8NOS. 212-213.—2
mente Venus no es estrella, es planeta. Y, por tanto, no pestañea.
Darío la hace humanísimamente, femeninamente, «temblar». Y luego,
cuando el aire de la noche refrescaba la atmósfera cálida —la prima
noche, le soir, noche de trópico—Venus, definitivamente convertida
en diosa y mujer, mira al poeta con triste mirar. Repetición muy
expresiva del verbo: «miraba» y «mirar». ¿Y en dónde estaba, desde
dónde le miraba? «Desde el abismo». En esta palabra se ahinca la
más honda emoción, la clave del poema. El abismo. No importa que
el lucero, que el planeta, que la diosa esté en el cielo, arriba, aunque
declinando hacia el horizonte de ocaso. El poeta la siente sumida, en
la hondonada de un abismo. Darío, como un cosmonauta de los espa-
cios siderales de —nos ha dicho—«siderales éxtasis», pierde al ba-
ñarse en el éter sin cénit, la noción, la sensación de la verticalidad,
del asiento gravitatorio y, sin marearse, se siente flotar. Todo es abis-
mo entonces. En la inmensa, en la infinita esfera sólo hay direcciones
de abismo. Tremenda situación del ser humano frente al misterio de
los astros y los dioses y tremendo antropomorfismo de la diosa que,
ella también, tiembla y se siente hundida sin remedio, sin peso, en
un abismo de tristeza y tal vez de amor.
258
...«Y UNA SED DE ILUSIONES INFINITA»
259
contra la realidad y sus realidades, creyendo que no hay más allá y
que no hay que hacerse ilusiones. Pero la ilusión es una realidad más
y la realidad a su vez ¿quién nos garantiza que no es también una
ilusión? . Por ver esta verdad, este doble espejismo, y por entregarse
de buena y de total fe a ella y a él, es por lo que el poeta es poeta
y por lo que se diferencia del invidente, del incrédulo.
Sed que no se apaga, que no se calma jamás. Inquietud absorbente,
y—ya lo dijimos—agustiniana. Pero esto no puede explicarse en prosa,
hay que acudir a la mejor poesía. A la de un discípulo predilecto de
Rubén Darío, que acabo de citar: Juan Ramón Jiménez.
260
No puedo recordar el penúltimo verso «que ensangrientan la seda
azul del firmamento», sin evocar mi primer encuentro con José María
de Cossío, encuentro en los dos sentidos de la palabra: pacífico y beli-
coso. Darío había muerto hacía sólo cuatro años. Y José del Río y
yo, flamante catedrático de Soria, decidimos emprender desde Reinosa
y a pie la ruta de Peñas arriba para ir a saludar a Cossío, a quien yo
aún no conocía. No quiero ahora contar la peripecia que fue literal-
mente novelesca. Río ya lo hizo sobriamente y yo aludí a nuestra haza-
ña montañera en unos versos. Lo cierto es que al fin resbalamos por las
lastras hasta la Casona. Y, naturalmente, mientras nos secábamos al
fuego, la conversación derivó a temas de poesía.
Con el apasionamiento y la intransigencia de los pocos años, al
plantearse la acentuación y división del citado alejandrino rubeniano,
yo sostuve mi punto de vista—o de oído—de que había que consi-
derarle como una excepción (los modernistas habían proclamado o
practicado el derecho a la excepción que confirma la regla) dentro del
juego correcto del alejandrino con sus 14 sílabas divididas en 1 hemis-
tiquios de 7 separados por la cesura evidente. Admitía Cossío también
que la cesura contase como final de verso a los efectos de última pala-
bra aguda o esdrújula. Tal en el mismo soneto varios versos, como
«saludará el feal / oriflama del día». Mantenía en cambio sus reser-
vas, siguiendo en esto la más enérgica condena de Unamuno, para
los casos en que la sexta sílaba fuera átona. Tal el verso «glorificando
a los / caballeros del viento», libertad verleniana de que Darío usa
y hasta abusa, pero se mantenía firme ante una repartición tripar-
tita, anulando excepcionalmente el esquema simétrico para dar al rit-
mo más variedad, gracia de sorpresa y adecuación al impulso del sig-
nificado. Verdad es que yo, aparte de mis libertades y hasta anarquías
proclamadas desde el ultraísmo y el creacionismo, estaba muy acos-
tumbrado a las licencias y quiebros del ritmo musical con mi fre-
cuentación, por ejemplo, de Strawinski y de Bartok.
Porque era notorio que el verso en litigio—en el que Rubén re-
cordaba otro suyo de «La Espiga» en Las ánforas de Epicuro, «trazan
sobre la tela azul del firmamento» —verso alejandrino correcto en que
no parece necesario borrar la cesura haciendo la sinalefa «te / la a/zul»
precisamente porque el movimiento espiritual más sosegado y el pre-
dominio de la simetría en los versos anteriores así lo aconseja—era
notorio, digo, que en el verso de «Los piratas» nadie podía detener el.
violento, lanzado empuje del verso hacia delante.
Las soluciones posible eran tres. La académica: «que ensangrien-
tan la seda / azul del firmamento», que era la que propugnaba Cossío,
La que llamaríamos verleniana, más verosímil y frecuente en el poeta,
261
«que ensagrientan la se / da azul del firmamento», deteniéndose ar-
bitrariamente—el ritmo impar—en la sílaba interna «se» para hacer
a continuación la sinalefa. Y la arrebatada, desmelenada y pirata, que
que era la mía, acentuando tres acentos que destruían la censura: «que
ensangrientan / la seda azul / del firmamento». (Recuérdese el verso
rubeniano: «¡ Oh, Sor María! ¡ Oh, Sor María! ¡ Oh, Sor María!».)
Evidentemente, esto no podía compaginarse con el ritmo alejan-
drino. Era una vacación, un escape, pero yo estaba seguro de que
Darío, lo hubiera recitado así. Quedaba en el centro del verso, un
poco a la derecha, la palabra «azul», tan predilecta del nicaragüense,
indisolublemente adherida a la «seda», con su música profunda y su-
gerida de la «u» prolongada por la «1» y la pausa o ahondamiento
que provocaban a la vez con la imagen luminosa del cielo, luminosa
y táctil, y la precipitación y atropello de las sílabas por encima de la
esperada cesura. Las tres sílabas tónicas —«grien», «azul» y «men»—
eran además de acentuadas, largas por su cierre, subrayado aún más
por su función métrica. El verso así cobra una energía de color, de
luz y de movimiento, que era lo que el poeta perseguía.
262
«sentimiental, sensible, sensitiva». Está hablando Rubén de su estatua,
es decir, de su alma, delv alma de la estatua de su jardín que es la suya
propia. Y contradice a los que tomaban el rábano por las hojas (todavía
no se ha extinguido la lamentable raza entre críticos y poetas) y le acu-
saban de frío paganismo, parnasianismo en el peor sentido.de la pala-
bra. En suma, de deshumano y falso.
Entre los procedimientos estilísticos de Darío encontramos la repeti-
ción, ya inmediata hacia delante, o en sentido inverso «la princesa
está triste, la princesa está pálida», y luego, al revés, «la princesa está
pálida, la princesa está triste». También la musical variación sutil, la
prolongación variada. El caso más extraordinario y expresivo es este
del endecasílabo «sentimental, sensible, sensitiva»- ¿Quién se había
atrevido antes que él a un desnudamiento progresivo, a un teclear cada
sílaba más dolorida, más ahondando en la llaga, como en estos tres deri-
vados adjetivos de la línea del sentir? Azorín descubrió el garcilasiano
«no me podrán quitar el dolorido / sentir si ya del todo / primero no
me quitan el sentido». Donde repite, variando las formas, el «quitar» y
«quitan» y el «sentir» y «sentido». Pero no creo que Rubén se acordase
de Garcilaso. Era demasiado hondo lo que estaba descubriendo de su
alma para que operase una reminiscencia literaria. Por otra parte, la
sucesión alineada de los tres adjetivos es sencillamente nueva y genial
en su gradación ahondante y expresivista. Primero el casi vulgar «sen-
timental» que importaba fuese por delante para contrarrestar la acusa-
ción de poeta intelectual o frío. ¡Frío Rubén, que es el más ardiente
de cuantos conozco! Después, el más breve y sencillo, «sensible)). Ser
sensible no es lo mismo que ser sentimental. Es mucho menos, pero
por otra parte es mucho más, más, abarca mucho más. Y, finalmente,
el más penetrante hasta fonéticamente con sus cuatro sílabas y su juego
de íes seguidas. Buida como un punzón, la palabra se ahinca, des-
garra, penetra, hiere «de mi alma en el más profundo centro» porque
parte del más profundo centro y de la más ardiente piel del alma de
Rubén.
El poeta se acordó siempre de este verso, como de otros suyos que
volvían a su memoria y a su pluma cuando escribía en prosa, en ma-
nera de modismos o pluripalabras, ya unidas para siempre al conjuro
de la inspiración poética. Por ejemplo, en el libro Cabezas, elogiando
al argentino Ricardo Rojas: «Y a esto no deja de agregar la emoción,
pues él también es un sentimental, un sensible y un sensitivo». En la
prosa, natural y deliberadamente, la eficacia del trío se amengua, por-
que le falta la temperatura lírica, el arrastre que viene de las hermosísi-
263
mas estrofas anteriores y de los tres versos anteriores a ese cuarto.
Y además porque ios tres adjetivos van como deben ir, sin artículos.
Pero, sobre todo, por la magia y música del ritmo. Para siempre nos
acordamos del verso inmortal y en él nos escudamos para decir y pen-
sar y sentir que también nosotros somos y procuramos ser en nuestra
poesía, lo que equivale a decir en nuestra vida, un alma o una alma
sentimental, sensible, sensitiva.
GERARDO D I E G O
Covarrubias, 9
MADRID
264
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LUIS S. GRANJEL
ESTANCIAS EN ESPAÑA
(1) La relación de Salvador Rueda con Rubén Darío, la valoración del influjo
por ambos ejercido en la difusión del «modernismo», ha sido objeto de varios
estudios cuya mención no cabe aquí realizar: su primer planteamiento se nos
ofrece en la obra de ANDRÉS GONZÁLEZ-BLANCO: Salvador Rueda y Rubén Darío
(Madrid, 1908).
(1) Obras completas; I; Edit. A. Aguado; Madrid, 1950.
265
don Juan Valera», puntualiza, y añade cómo en la tertulia que en su
hogar se reunía todos los viernes tuvo oportunidad de conocer a don
Miguel de los Santos Alvarez; trató a Zorrilla, y por intermedio de
Núñez de Arce, a don Antonio Cánovas del Castillo. Como escritor,
Rubén Darío era, en 1892, el autor de Azul (3), obra favorablemente
comentada por Juan Valera en una de sus «Cartas americanas» {1898).
Importa destacar cómo las amistades literarias anudadas por Rubén
Darío durante su primera estancia en Madrid, hecha excepción de la
que entonces inicia con Salvador Rueda, no pueden justificarse por
identidades en preferencias literarias, lo que no impidió, sin embargo,
que Rubén reafirmara en 1899 su relación con aquellos escritores
(Campoamor y Núñez de Arce, Juan Valera y la condesa de Pardo
Bazán) y recordara complacido esta amistad en varios artículos de
España contemporánea (4) y luego en la Autobiografía-
Una de las crónicas reproducidas en España contemporánea trans-
cribe en detalle una conversación suya con Núñez de Arce; en otro
artículo, también incluido en el libro que menciono, Rubén Darío
emite opinión sobre la obra poética de Manuel del Palacio, Grillo
y Manuel Reina; el mismo libro recoge su criterio acerca de la labor
crítica cumplida por Juan Valera y Clarín. En la Autobiografía, alu-
diendo a su segunda estancia en la Corte, escribe: «Intimé con el
pintor Moreno Carbonero, con periodistas, como el marqués de Val-
deiglesias, Moya, López Ballesteros, Ricardo Fuente, Castrovido, mi
compañero en La Nación Ladevese, Mariano de Cavia y tantos más.
Volví a ver a Castelar, enfermo, decaído, entristecido, una ruina, en
vísperas de su muerte»; Fernando Diez de Mendoza le presentó a don
José Echegaray, y en la librería de Fernando Fe entabla relación con
Eugenio Selles y Manuel del Palacio; en las veladas, a las vez litera-
rias y sociales, de la condesa de Pardo Bazán, torna a dialogar con
Valera y Campoamor; conoce al doctor Tolosa Latour, a los cronistas
de salones Montecristo y Kasabal, al político conservador Romero
Robledo y al escritor festivo Luis Taboada; también en 1899, dice
Rubén Darío en su Autobiografía, «trate al maestro Galdós» y «renové
mis coloquios con Menéndez y Pela yo».
Retorna Rubén Darío a España, tras su experiencia parisina, queda
dicho, al iniciarse el año 1899; breve fue también esta segunda estan-
cia suya en Madrid, pues puso a ella fin en abril del siguiente año;
en los siete años transcurridos desde 189a, el poeta había publicado,
266
en Buenos Aires, en 1896, Prosas profanas y otros poemas, y en la
misma fecha, en París, Los raros. Viene a Madrid Rubén Darío como
corresponsal del diario argentino La Nación, con la misión de dar
a conocer a los lectores del periódico bonaerense la España del Desas-
tre; las crónicas que escribió, fechadas entre el 3 de diciembre de 1898
y eá 7 de abril de 1900, pasaron a componer en 1901 el libro España
contemporánea, obra de lectura obligada para rehacer el período de
la vida de Rubén Darío, que aquí se rememora y cuya información,
en parte, se repite en la Autobiografía. En la primera de las crónicas
que escribió desde Madrid (4 de enero de 1899), Rubén hace esta des-
cripción de la Corte a sus lectores argentinos: «los cafés, llenos de
humo, rebosan de desocupados; entre hermosos tipos de hombres y
mujeres, las gestas de Cilla, los monigotes de Xaudaró se presentan
a cada instante; Sagasta Olímpico está enfermo; Castelar está enfer-
mo; España ya sabéis en qué estado de salud se encuentra, y todo el
mundo, con el mundo al hombro o en el bolsillo, se divierte: {Viva
mi España! Acaba de suceder el más espantoso de los desastres; pocos
días han transcurrido desde que en París se firmó el tratado humi-
llante en que la mandíbula del yanqui quedó por el momento satis-
fecha después del bocado estupendo: pues aquí podría decirse que la
caída no tuviera resonancia». Y concluye: «Hay en la atmósfera una
exhalación de organismo descompuesto.»
Los artículos que luego pasaron a integrar el volumen España
contemporánea, salvo uno, muy importante, fechado en Barcelona
el 1 de enero de 1899, y otro donde relata un viaje suyo por tierras
de Avila, todos tienen por tema la actualidad política y social madri-
leña y también la vida literaria en la Corte; una crónica se ocupa
del rey, aún niño, y en otro artículo habla de la aristocracia; da
noticias sobre el mundillo teatral y comenta las exposiciones de arte;
toda una crónica la consagra a la casa-museo de don José Lázaro Gal-
deano, el director y propietario de La España Moderna; en un artículo
describe, el carnaval madrileño y en otra crónica la Semana Santa,
ocasión que aprovecha para exponer un duro comentario sobre la
religiosidad española. No faltan referencias a la fiesta de toros; años
después, en su Autobiografía, escribió: «Fuera de mis desvelos y ex-
pansiones de noctámbulo, presencié fiestas religiosas palatinas, fui
a los toros y alcancé a ver a grandes toreros, como el Guerra», y ter-
mina afirmando: «Busqué por todas partes el comunicarme con el
alma de España.» En los artículos publicados en La Nación, luego
reproducidos en España contemporánea, hay asimismo referencias a las
publicaciones periódicas del momento y noticias sobre libreros y edi-
tores; una crónica se ocupa de la Real Academia y los «inmortales»
267
y otro artículo comenta ha España negra, de Verhaeren y Regoyos,
obra entonces de actualidad.
Con posterioridad a 1900 retornó Rubén Darío a España en diversas
ocasiones; de su viaje a Andalucía queda recuerdo en la obra Tierras
solares; visitó Asturias en el verano de 1905; cuatro años después se
instala en Madrid como ministro plenipotenciario de Nicaragua acre-
ditado ante la Corte; a fines de 1911 se encuentra en Barcelona, y al
siguiente año, invitado por Juan Sureda, conoce Mallorca. En el trans-
curso de estos años, Rubén Darío no dejó de mantener relación, per-
sonal y epistolar, con poetas y escritores de España, y su firma aparece
con cierta regularidad en revistas minoritarias y en algunos diarios
de Madrid; en España se editan, como se verá, varios de sus libros
y las primeras colecciones de sus Obras completas.
AMISTADES LITERARIAS
268
En el artículo dedicado a «Los poetas» (8) incluye juicios sobre Salva-
dor Rueda, Vicente Medina y Villaespesa. En la Autobiografía (9)
describe su amistad con Valle-Inclán y cómo tuvo lugar el encuentro
con Unamuno; «con Joaquín Dicenta, cuenta allí, fuimos compañeros
de gran intimidad, apolíneos y nocturnos».
Esta amistad con los escritores pertenecientes a la llamada genera-
ción del 98 y cuantos con ellos convivían, la afirmó Rubén Darío asis-
tiendo a sus cotidianas tertulias y colaborando en diversas revistas
literarias, de las que luego hablaré. Reuniendo nombres, escribe Rubén
en el texto de su Autobiografía, rememorando al que él fue cuando el
siglo moría: «Me juntaba siempre con antiguos camaradas, como Ale-
jandro Sawa, y otros nuevos, como el charmeur Jacinto Benavente, el
robusto vasco Baroja; otro vasco fuerte, Ramiro de Maeztu; Ruiz Con-
treras, Matheu y otros cuantos más; y un núcleo de jóvenes que debían
adquirir más tarde un brillante nombre: los hermanos Machado;
Antonio Palomero, renombrado como poeta humorístico, bajo el nom-
bre de Gil Parrado; los hermanos González-Blanco, Cristóbal de Cas-
tro, Candamo; dos líricos admirables, cada cual según su manera:
Francisco Villaespesa y Juan Ramón Jiménez; Caramanchel, Nilo
Fabra, sutil poeta de sentimiento y arte; el hoy triunfador Marquina
y tantos más» (10).
El texto leído incluye, mencionados por sus nombres, a varios de
los escritores pertenecientes al tercer grupo de literatos con quienes
sostuvo relación Rubén Darío en Madrid; me refiero a los que real-
mente representan el «modernismo» en España, pertenecientes por edad
a la generación de 1886, todos muy jóvenes al iniciarse el siglo y dar
comienzo con él a su labor lírica, y que tuvieron por maestros a Valle-
Inclán y Rubén Darío. A los nombres de Antonio y Manuel Machado,
de Cristóbal de Castro y Candamo, de los hermanos González-Blanco,
Juan Ramón Jiménez, Villaespesa y Eduardo Marquina, iba a añadir
luego Rubén Darío en sus recuerdos los de Ramón Pérez de Ayala
y Gregorio Martínez Sierra, los de Antonio de Zayas y Mariano Miguel
de Val, el del poeta granadino Eduardo de Ory, los de Carlos Fernán-
dez-Shaw, Rogelio Buendía y los hermanos Juan Antonio y Jenaro
269
Cavestany; ya adentrado el nuevo siglo, Rubén Darío sostuvo asimismo
relación^ con Sofía Casanova y Carmen de Burgos (i r). En su artículo
«Nuevos poetas de España», recogido en el volumen Opiniones (1906),
Rubén Darío enjuicia, siempre con elogios, la labor poética de los
hermanos Machado, de Ramón Pérez de Ayala y Antonio de Zayas,
de Villaespesa, Juan Ramón Jiménez y Andrés González-Blanco. En
la Autobiografía (ra), recordando los comienzos de esta amistad suya
con los poetas jóvenes, dando testimonio del influjo que sobre ellos
ejerció, proclama con manifiesta complacencia: «esparcí entre la juven-
tud los principios de libertad intelectual y de personalismo artístico...
La juventud vibrante me siguió, y hoy muchos de aquellos jóvenes
llevan los primeros nombres de la España literaria»-
TERTULIAS Y REVISTAS
270
—¡Admirable! ¡Admirable!—y torna a su inmovilidad de Buda
en éxtasis.
Entre los labios gruesos de su boca silenciosa pasan hacia dentro
ríos de cerveza, y a medida que la mesa se llena de botellas vacías
los ojos del bebedor son más opacos.
El incansable bebedor es el poeta Rubén Darío.»
Asiste también a las reuniones que los miércoles celebra en su
casa Luis Ruiz Contreras; fue presentado por Antonio Palomero, y en
aquella tertulia hogareña conversa con el anfitrión, con Ricardo Fuen-
te, Adolfo Luna y Rafael Delorme, con Joaquín Dicenta, con Bena-
vente, Valle-Inclán, el futuro Azorín, Pío Baroja, Maeztu y Manuel
Bueno. Acudió Rubén Darío a la tertulia del Café de Fornos, en
la que eran habituales Joaquín Dicenta y Alejandro Sawa, y entre
otras, en fechas posteriores, a la fundada por Valle-Inclán en el nuevo
Café de Levante, en la cual, en épocas distintas, hicieron número, en
.compañía de pintores y dibujantes, Pío Baroja y Azorín, Alejandro
y Miguel Sawa, Cornuty, Bargiela y Rafael Urbano, los hermanos
Machado, Silverio Lanza y Manuel Bueno. Entre los escritores que
eran jóvenes al finalizar el siglo, Rubén Darío gozó de indiscutible
prestigio; Melchor de Almagro San Martín, rememorando su tem-
prana relación con las tertulias de «modernistas» y «noventayochistas»,
encabezadas, respectivamente, por Valle-Inclán y Benavente y por
Baroja y el futuro Azorín, nos dice cómo a despecho de indudables
disparidades estéticas e ideológicas, «ambas tertulias caen de acuerdo
en la admiración por Rubén Darío, a quien consideran el más grande
poeta español de los tiempos modernos» (14).
Desde su primera estancia en Madrid, Rubén Darío colaboró en
muy dispares publicaciones periódicas y en algunos diarios de la
Corte; textos luego recogidos en Prosas profanas fueron primero publi-
cados, desde 1892, en La Ilustración Española y Americana; artículos
y poesías suyos aparecieron en Madrid Cómico y Blanco y Negro;
durante algún tiempo escribió en Heraldo de Madrid. En la revista
Ateneo, que gobernaba su amigo Mariano Miguel de Val, publicó
entre 1906 y 1912 estudios sobre Amado Ñervo y Balbino Davalas,
la semblanza de Alfonso XIII y los textos poéticos «Marcha triunfal»,
«En el Luxemburgo», «A Mistral» y «Era un aire suave» (15), Importa
destacar de este capítulo de la actividad literaria de Rubén Darío su
contribución a las revistas, todas de efímera existencia, fundadas unas
271
por los escritores de la promoción de la Regencia y otras por los poetas
pertenecientes a la generación de 1886.
En 1899 encabeza el primer suplemento mensual «América», que
publicó la revista Vida Nueva. El mismo año, en su número de 15 de
septiembre, el nombre de Rubén Darío figura en Revista Nueva, la
publicación de Ruiz Contreras, como director de su redacción hispa-
noamericana; a esta revista aportó Rubén Darío una inicial ayuda
económica, integrando su colaboración literaria tres artículos, un co-
mentario crítico, el relato «Cuentos del Simorg. El Salomón negro»,
dos entregas poéticas de «Dezires, layes y canciones» y otras dos entre-
gas de «Las ánforas de Epicuro» (16); en Revista Nueva, el hecho
merece destacarse, tuvo lugar la verdadera vinculación de Rubén
Darío al grupo que entonces componían los escritores jóvenes, «moder-
nistas)) y «noventayochistas» (17). En La Vida Literaria, revista tam-
bién de 1899 y que durante un tiempo dirigió, Benavente, se publican
versos de Rubén Darío, compartiendo las páginas de esta publicación
con colaboraciones de Jacinto Benavente y Valle-Inclán y textos poéti-
cos de Juan Ramón Jiménez, entre otros. Importante fue la contribu-
ción hecha por Rubén a la revista Electro, (1901), publicando en los
siete números que integran su colección cuatro colaboraciones; aquí
su nombre aparece ligado a los de Salvador Rueda y Valle-Inclán,
Villaespesa, Antonio y Manuel Machado y Juan Ramón Jiménez. En
el archivo de Rubén Darío figura la carta, fechada en 1904, donde
Azorín solicita su colaboración para Alma Española; en esta revista,
cuya edición dio comienzo a fines de 1903, el nombre de Rubén hace
compañía a los escritores de la promoción de la Regencia, a las firmas
de Dicenta y Alejandro Sawa y del grupo de literatos más jóvenes
a las de Juan Ramón Jiménez y Ramón Pérez de Ayala.
Especial significación ha de concederse a la contribución literaria
hecha por Rubén Darío a las revistas propiamente «modernistas», fun-
dadas por los poetas de la generación de 1886; me refiero a Helios
(1903-1904) y Renacimiento (1907); también estuvo presente Rubén en
El Nuevo Mercurio (1907), revista dirigida por Enrique Gómez Carri-
llo, de la que fueron colaboradores, entre otros, Manuel Machado y
Gregorio Martínez Sierra. En la revista Helios, vencida una negativa
inicial motivada por razones económicas, de la que dan noticia varias
cartas intercambiadas con Juan Ramón Jiménez, Rubén Darío publicó
272
el «Soneto a Cervantes», dedicado a Ricardo León, la «Oda a Roose-
veit» y algunos artículos. En Helios figuran incondicionales elogios a la
obra poética de Rubén; en una nota de la sección «Glosario», corres-
pondiente al número de febrero de 1904, y escrita por Juan Ramón
Jiménez, se lee: «La gente sigue ignorando quién es Rubén Darío.
Rubén Darío es el poeta más grande que hoy tiene España, grande
en todos los sentidos; aun en el de poeta menor. Desde Zorrilla nadie
ha cantado de esta manera... Este maestro moderno es genial; es gran-
de, es íntimo, es musical, es exquisito, es atormentado, es diamantino.
Tiene rosas de la primavera de Hugo, violetas de Bécquer, flautas de
Verlaine y su corazón español. Vosotros no sabéis, imbéciles, cómo
canta este poeta» (18). En Helios, Martínez Sierra emitió favorable juicio
de la obra La caravana pasa, de Rubén, y el propio Juan Ramón Jimé-
nez del libro Peregrinaciones. Rubén Darío correspondió a este fervor
que por su obra mostraron los editores de la revista, haciendo de ella
este elogio: «es lo más brillante que hoy tiene la prensa española.
Todos los redactores, cosa rara, valen». Si en Vida Nueva y Revista
Nueva, en Electra y Alma Española, Rubén Darío compartió afanes
literarios con los escritores de la promoción de la Regencia, en Helios,
como antes en La Vida Literaria, y poco después en El Nuevo Mer-
curio y Renacimiento, convive con los poetas de la generación de 1886,
de quienes se consideró, y no sin razón, inspirador y maestro.
En Renacimiento, la. gran revista del modernismo, gobernada por
Gregorio Martínez Sierra, no faltó la colaboración de Rubén Darío;
en esta revista vuelve a encontrarse con los poetas jóvenes: Antonio
y Manuel Machado, Marquina y Martínez Sierra, Juan Ramón Jimé-
nez, Diez Cañedo y Andrés González-Blanco; también con Benavente,
Salvador Rueda y Villaespesa, entre otros. En Renacimiento se publicó
el estudio sobre Rubén de Elysio de Carvallo y Antonio Machado dio
a conocer su elogio «Al maestro Rubén Darío», que tuvo por respuesta
la famosa ((Oración» de Rubén, la que concluye con los versos:
273
CUADERNOS. 212-213.—3
en vincular a varios escritores españoles a Mundial Magazine, la re-
vista que él dirigía en París.
De ia aproximación a España, evidente en la vida de Rubén Darío
desde 1899, a la que le ligaron lazos afectivos que aquí no pueden ser
terna de comentario, atestigua, con los datos aducidos, el que fuesen
editoriales de Madrid y Barcelona las encargadas de difundir su labor
de escritor. En 1899 el editor madrileño Rodríguez Serra publica su
folleto Castelar; en 1905, la Casa Maucci, de Barcelona, reimprime Los
raros, y dos años después la editorial, también barcelonesa, de Fran-
cisco Granada reedita Azul..,, encabezándose su texto con el, juicio que
de esta obra emitió, en su día, Juan Valera. Tierras solares fue im-
presa en Madrid, en 1904, en la Biblioteca Nacional y Extranjera, em-
presa editora de Leonardo Williams. En 1905, y asimismo en Madrid,
aparece la primera edición de Cantos de vida y esperanza, habiendo
cuidado su impresión Juan Ramón Jiménez; en años sucesivos apare-
cen, editadas por la librería madrileña de Fernando Fe, Opiniones
(1906) y Parisiana (1908). La edición de El canto errante, que Rubén
Darío dedicó «a los Nuevas Poetas de las Españas», la hizo, en 1907,
la Casa Pérez Villavicencio, apareciendo en su «Biblioteca Nueva de
Escritores Españoles», cuya asesoría literaria estaba encomendada a Al-
berto Insúa; en la impresión de esta obra intervinieron Martínez Sierra
y Valle-Inclán, este último al gestionar, sin resultado, la edición del
libro en la imprenta de Pueyo. La Biblioteca de la revista Ateneo, diri-
gida por Mariano Miguel de Val, editó de Rubén Darío El viaje a
Nicaragua (1909), el folleto Alfonso XIII (1909) y Poema del otoño y
otros poemas (1910). En 1914, la «Biblioteca Corona», que fundaron
Enrique de Mesa y Ramón Pérez de Ayala, publica el Canto a la
Argentina; el mismo año aparece en esta colección la obra Muy si-
glo XVIII, y en 1915 la titulada Muy antiguo y muy moderno. En los
primeros años del siglo se publicaron en París España contemporánea
y Peregrinaciones, obras ambas impresas en 1901, La caravana pasa
(.1903) y la Oda a Mitre (1906).
En España se realizan las ediciones de Obras completas, de Rubén
Darío; la primera, que es aún sólo de Obras escogidas, fue impresa
por la Editorial Sucesores de Hernando, de Madrid, en 1910; de sus
tres volúmenes, el primero recoge un amplio estudio crítico de Andrés
González-Blanco. La Editorial Mundo Latino publicó entre 1917 y 1919
una colección de Obras completas, de Rubén Darío, en veintidós volú-
menes, a la que puso prólogo Alberto Ghiraldo; en 1931 la Editorial
Renacimiento, titulándola «Biblioteca de Rubén Darío, hijo», inició la
impresión de una nueva Opera omnia, publicando de elia siete volú-
menes; dos años más tarde, la misma empresa editora realiza otra
274
impresión de Obras completas, ordenada por Alberto Ghiraldo y An-
drés González-Blanco; la edición concluye en 1919 y totaliza veintiún
volúmenes.
RECUERDOS PERSONALES
(19) AZORÍN: «Rubén Darío». Leyendo a los poetas, Obras completas, VII,
802-06. Madrid, 1948. Ibíd, Madrid, cap. XI, Obras completas, VI, 211-13. ^ a "
drid, 1948.
275
ocasiones Miguel de Unamuno expuso su juicio sobre la personalidad
humana y la obra de Rubén (20), quien por su parte fue la primera
voz autorizada que elogió la labor poética de Unamuno (21). En el
primero de los dos artículos que Miguel de Unamuno escribió a la
muerte de Rubén, el publicado en el diario argentino La Nación, Una-
muno muestra preferencia, de su obra poética, por los versos más
íntimos y suyos, que no son, advierte, los que recitan y gustan (dos
jóvenes modernistas, más o menos melenudos»; aludiendo ahora al
hombre que fue el poeta, añade: «Darío no era apasionado. Era más
bien sensual; sensual y sensitivo. No era la suya un alma de estepa
caldeada, seca y ardiente. Era más bien húmeda y lánguida, cómo el
Trópico en que naciera. Y muy infantil», rasgos temperamentales estos,
puntualiza, que ayudan a entender por qué entre ambos no llegó a
fraguar una verdadera compenetración, pues nunca dejaron de sen-
tirse extraños: «yo debía parecerle a él duro y hosco; él me parecía
a mí sobrado comprensivo». En su artículo «Hay que ser justo y bueno,
Rubén!», tras dolerse de la frase despectiva por él pronunciada un
día y que tuvo como réplica una sincera y noble carta de Rubén, fe-
chada a 5 de septiembre de 1907, Unamuno ahonda, como a él gustaba
hacer, en la humanidad de Rubén Darío, en su intimidad, y luego de
hablar del hombre, refiriéndose ahora a su obra, escribe: «Nadie como
él nos tocó en ciertas fibras; nadie como él sutilizó nuestra compren-
sión poética. Su canto fue como el de la alondra; nos obligó a mirar
a un cielo más ancho, por encima de las tapias del jardín patrio en
que cantaban, en la enramada, los ruiseñores indígenas. Su canto nos
fue un nuevo horizonte, pero no un horizonte para la vista, sino para
el oído».
De su relación con los poetas de la generación de 1886, aquellos,
recuérdese, sobre los que Rubén confesó haber ejercido influjo, quedan
también testimonios escritos muy valiosos para quien pretenda rehacer
la personalidad de Rubén Darío. El más rico en pormenores es el que
276
nos ofrece Juan Ramón Jiménez en su artículo, de 1936, sobre Valle-
Inclán (22); en él la figura de Rubén aparece ligada a la de Valle,
tal como los vieron a diario, en el Madrid finisecular, los escritores
más jóvenes. Juan Ramón Jiménez rememora cómo a sus diecisiete
años, con la compañía de Villaespesa, se acercó por vez primera a
Valle-Inclán al tiempo que don Ramón leía, declamándolos, los ale-
jandrinos parnasianos de «Cosas del Cid», de Rubén, publicados en
un número de La Ilustración Española y Americana; tenía lugar la
escena en Casa de Pidoux, un local estrecho, largo y hondo; feo,
sucio e incómodo; «lo único bueno—escribe Juan Ramón—, al parecer,
es el alcohol en sus múltiples destilaciones y etiquetas. Rubén Darío
pide una vez y otra vez «whisky and soda», coñac Martell tres estre-
llas». Rubén escucha «estático» a Valle; «Rubén Darío, botarga, pasta,
plasta, no dice más que "admirable" y sonríe un poco, linealmente,
más con los ojillos mongoles que con la boca fruncida». De Rubén, Juan
Ramón Jiménez recuerda sobre todo, como Ricardo Baroja, sus silen-
cios, el uso del adjetivo «admirable». La semblanza de Rubén Darío
trazada por Juan Ramón Jiménez en 1940 nos presenta al hombre
dominado por «el efluvio de Venus», mareado siempre «de la Venus»,
«siempre Venus vijilándolo, desde la juventud». Rubén Darío corres-
pondió a la temprana admiración de Juan Ramón Jiménez con un
examen elogioso de su obra poética, el artículo «La tristeza andaluza»,
recogido en Tierras solares; en él, y aludiendo concretamente a su libro
Arias tristes, escribe: «Desde Bécquer no se ha escuchado en este am-
biente de la península un son de arpa, un eco de mandolina más per-
sonal, más individual». El libro Ninfeas, de Juan Ramón Jiménez, lo
prologa un soneto de Rubén.
Antonio Machado, cuya relación con Rubén dio comienzo en París,
le dedicó «Los cantos de los niños», texto poético incluido en Soleda-
des (1903); de Antonio Machado, y en el artículo «Nuevos poetas de
España», luego recogido en su libro Opiniones (1906), escribe Rubén:
«es quizá el más intenso de todos. La música de su verso va en su
pensamiento. Ha escrito poco y meditado mucho. Su vida es la de
un filósofo estoico»; refiriéndose ahora a su hermano Manuel, añade:
«es fino, hábil y exquisito. Nutrido de la más flamante savia francesa»;
se revela en muchas de sus poesías, concluye, como un perfecto ver-
leniano. Gregorio Martínez Sierra, otro de los escritores en los años
iniciales del siglo más influido por Rubén Darío, escribe sobre él en su
libro Motivos (1906); textos poéticos de Rubén figuran como encabeza-
277
miento de las obras de Martínez Sierra Teatro de ensueño («Melan-
cólica sinfonía de Rubén Darío») y La casa de la primavera («Balada
en honor de las musas de carne y hueso»).
La relación de Rubén Darío con los poetas de la generación de 1886
en los primeros años del siglo ha sido sometida a comentario crítico,
a valoración, por varios estudiosos del movimiento modernista. La pri-
mera referencia de interés la contiene el artículo de Manuel Machado
«Los poetas de hoy» (23). Años después será Cansinos-Asséns quien
afirme: «En el nombre de Darío se simbolizan todos los anhelos, todas
las congojas y todos los triunfos de esta gesta lírica por la originalidad
y la belleza que aún no está definitivamente cumplida» (24). En sus
conversaciones con Ricardo Gullón (25), Juan Ramón Jiménez, rememo-
rando años juveniles, recuerda: «hubo un tiempo en que Machado
[Antonio] y yo nos paseábamos por los altos del Hipódromo, en las
tardes de verano, recitando versos de Darío»; con Rubén Darío, añade
Juan Ramón, llegó a España el modernismo: «Darío nos trajo... un
vocabulario nuevo que correspondía a una forma sensorial y no a una
forma hueca, como creían algunos necios. Ese vocabulario nos llegó
muy adentro». A la hora de su muerte, en cierto modo en nombre de
todos los poetas que aprendieron de él nuevas formas de expresión,
escribió Manuel Machado este «Epitafio»:
Luis S. GRANJEL
Gran Vía, 19, 2.0 derecha
SALAMANCA
27$
FILOSOFÍA DEL LENGUAJE EN RUBÉN DARÍO
POR
EDUARDO ZEPEDA-HENRIQUEZ
270
estampar con nitidez sus ideas acerca del lenguaje, justamente en los
prólogos de sus libros de poemas, es decir, en los escritos suyos que
son verdaderos manifiestos estéticos. Ya en las palabras liminares de
Prosas profanas, primera obra de la madurez del gran nicaragüense,
leemos lo siguiente:. «Como cada palabra tiene un alma, hay en cada
verso, además de la armonía verbal, una melodía ideal. La música es
sólo de la idea, muchas veces». Aquí Rubén expresa dos ideas claras,
mas no distintas del todo, porque ambas son alas "de un mismo pro-
blema. Una, la de que el lenguaje oral no es sólo una imagen sonora;
esto es, que no pertenece únicamente al reino de lo sensorial, puesto
que su música no se cifra siempre en un compuesto de fonemas. La
palabra tiene también, pues, «una melodía ideal», casi silenciosa o sin
casi. Y la otra idea rubeniana es la humanísima de la unión sustan-
cial, como de alma y cuerpo, entre la forma interna y la externa del
lenguaje. ((Como cada palabra tiene un alma», en la mente de Darío,
si no llegan a identificarse, por lo menos coexisten la música de la
idea y lo más exterior de las formas lingüísticas: «la armonía verbal».
Es claro que la idea de forma lingüística interna depende del con-
cepto que se tenga de lenguaje. Nuestro Darío se refiere a la misma,
nombrándola «idea», «alma», «música ideal», «espíritu», etc.; pero
siempre • expresando, con ello, sentido, contenido sustancial o pensa-
miento lingüístico, esencialmente creador y, por tanto, poético; en
una palabra, verbo, que se distingue del logos, es decir, del pensa-
miento conceptual y discursivo. La forma interior no es, pues, lo que
existe en el lenguaje, sino aquello en lo que éste consiste; no una
virtualidad, sino la virtud del mismo; no una apariencia, ni un hecho
expresivo, sino el propio «hacer» lingüístico.
Flota en todo ello un espíritu de conciliación, característico del
pensamiento vivo de Rubén Darío; concordia por la cual el poeta
nicaragüense supera, de una vez, los sensualismos y los idealismos. In-
cluso en los versos de Prosas profanas, como el soneto llamado «La
Dea», ene 1 cual José Enrique Rodó veía «un hermoso símbolo de esté-
tica idealista» (2), Darío desmiente cualquier sospecha de esteticismo
a la alemana, revistiendo de corporeidad el sutil motivo de su poema:
280
distingue la palabra y la idea, no para separarlas, sino pra unirlas.
Su afán de armonía lo hará escribir en unos de sus últimos libros (3)
que «la palabra nace juntamente con la idea»; esto es, .que ambas
tienen una misma naturaleza.
Resulta claro que para Rubén Darío el lenguaje es un fenómeno
natural, con una vertiente psico-física, y otra sociológica. El poeta
nunca se olvida de consignar esta última, que atañe, en especial, a la
forma externa. Y así, en el prólogo de sus Cantos de vida y esperanza,
escribe: «la forma es lo que primeramente toca a las muchedumbres.
Yo no soy un poeta para muchedumbres. Pero sé que indefectiblemente
tengo que ir a ellas». Aquí no se trata de fiar la eficacia de la palabra
en el puro formalismo, sino de concebir también el lenguaje como
principal elemento de comunicación humana. Rubén se apartó de los
simbolistas, allí donde éstos quisieron expresar el valor anímico de los
sonidos, por medio de puras formas onomatopéyicas.
El autor de Prosas profanas, artista consumado, es incluso un artí-
fice; pero sin verdadera fe en el artificio. «Jamás he manifestado—es-
cribe— el culto exclusivo de la palabra por la palabra» (4), lo que es
igual, el culto de la materialidad de la palabra. Y, si no cree en el solo
artificio poético, muchísimo menos en el lenguaje como hecho artifi-
cial, del que hablaban Yocke y Adam Smith. Sin embargo, Rubén no
recurre a la teoría opuesta, al extremismo de los tradicionalistas, que
consideraron el lenguaje como una revelación sobrenatural hecha al
primer hombre y enseñada por tradición a toda su progenie. Precisa-
mente, en las dilucidaciones de El canto errante} Darío se refiere a la
frase inicial del Evangelio de San Juan: «In Principio erat Verbum...»;
pero el poeta dice en el mismo lugar que (da palabra nace» en nosotros,
y no que es revelada. La palabra es, pues, natural en el hombre, nunca
por razón de instinto, sino porque el hombre fue creado a imagen y
semejanza de Dios, «y el Verbo era Dios».
El cuerpo y el alma de la palabra, su audibilidad corporal y su
espíritu participan de la naturaleza de la misma, según Rubén. La
palabra «coexiste con la idea—expresa—, pues no podemos darnos
cuenta de la una sin la otra. Tal mi sentir, a menos que alguien me
contradiga después de haber presenciado el parto del cerebro, obser-
vando con el microscopio los neurones de nuestro gran Cajal» (5). He
aquí expuesta, meridianamente, la vertiente psico-fisíológica del len-
guaje, por la cual éste, como organismo vital, nace, crece y se repro-
duce, confirmando la doctrina de la elaboración progresiva del len-
guaje natural, ya madura en Leibniz. A la vez, ese crecimiento y esa
281
reproducción están igualmente determinados por la otra vertiente, don
de operan factores sociológicos. Medítese la siguiente afirmación de
Vicente García de Diego, respecto de la preponderancia que, muchas
veces, adquiere lo social y comunal en la elaboración dialéctica, sobre
el cultismo creador e individual: «No obstante el desdén con que la
cultura literaria mira los dialectos y modos vulgares, no es infre-
cuente que sea la lengua oficial y culta la desviada de la forma correcta
y que sea el modelo fonético la forma vulgar» (6).
. Mas el realismo espiritualista de Rubén Darío, en esta materia,
alcanza su plenitud y tiene su clave en. lo que nuestro poeta entiende
por lenguaje; Rubén transcribe esta definición de don José Ortega y
Gasset: «las palabras son los logaritmos de las cosas, imágenes, ideas
y sentimientos, y, por tanto, sólo pueden emplearse como signo de
valores, nunca como valores». Este concepto tradicional de la palabra
como mero signo, cuyo exclusivismo puede satisfacer a muchos filó-
sofos y gramáticos, no convenció enteramente al gran nicaragüense,
quien era poeta por excelencia. Y así él levanta, frente a la opinión
orteguiana, este sólido razonamiento: «En el principio está la palabra
como única representación. No simplemente como signo, puesto que
no hay antes nada que representar. En el principio está la palabra
como manifestación de la unidad infinita, pero ya conteniéndola. Et
Verbum erat (apud) Deum». Luego Rubén añade: «La palabra no es
en sí más que un signo, o una combinación de signos; mas lo con-
tiene todo por la virtud demiúrgica» (7). Con dicha concepción poética
—creadora y, a un tiempo, armónica—, Darío preludia la moderna
lingüística que enseña, por boca del ya citado Vossler (8), qué en el
hecho lingüístico «hemos descubierto siempre de nuevo cierta ambi-
güedad o impureza mientras le hemos considerado como recipiente,
espejo, imitación o eco de actitudes psíquicas, o como medio donde
aparecen actividades espirituales, o como signo y símbolo de facticida-
des y objetos pensados...» porque «si la esencia del lenguaje consistía
siempre en simbolizar algo que no era el lenguaje, ¿cómo podrá tener
una esencia propia y un símbolo de ésta, es decir, una forma interna
pura? El concepto de forma interna del lenguaje implica precisamente,
el hecho de que el espíritu locuente habla su hablar, forma su formar,
crea su creación...». Pero hay aún más: «lo específicamente hablante
en el hablar es su autocreación y se llama poesía». Vossler concluye
diciendo que el concepto de lenguaje hubiera explotado, de no hallar
sostén y unidad en la identificación, realizada por la poesía, de la
282
forma externa y de la interna del lenguaje. Esta concepción contribuyó
a sepultar definitivamente el positivismo de los «neo-gramáticos», que
sólo tomaban en cuenta el hablar vulgar, y para los cuales las varia-
ciones de fonemas estaban sujetos a normas inflexibles. Así se nos en-
señó que la raíz idiomática se bifurca, hinchándose, por una parte, en el
terreno de la dialectología, donde la lengua, como la simiente, se co-
rrompe para germinar; y, por otra, en la tierra ya florecida de la
lengua culta.
A lo largo y a lo ancho de la obra poética dariana se pueden espigar
suficientes ideas, algunas de ellas apenas intuidas, de que la poesía es
la esencia del lenguaje; de que el pensamiento lingüístico, al herma-
narse amorosamente con lo material de la palabra, sale a la superficie
del lenguaje y participa de lo sensorial; de que la poesía ahonda la
forma externa, espiritualizándola; de que en las categorías gramatica-
les realmente «se respira —como en el verso de Rubén— el perfume
vital de toda cosa» (9), y no por evocación o sugerencia, sino por re-
creación; y, finalmente, de que sólo los poetas sacan las cosas de su
naturaleza utilitaria, para transformarlas, transfigurándolas, en realidad
lingüística.
El mismo poeta resume lo anterior en una feliz estrofa del poe-
ma XXI de sus Cantos de vida y esperanza, titulado «Ay, triste del
que un día...»:
283
ción de «manifestarlo», esto es, la conciencia personal de hacerlo len-
guaje, de pasar las cosas de su interés cuantitativo, a su recreación en
lo cualitativo (poiesis). Así puede afirmarse que lo estético es el grado
más alto—no el único, como quería Croce (u)—en la axíología lin-
güística. Y el gusto personal está determinado por la creación, a dife-
rencia del colectivo, determinado por el uso. Pero sólo en el vértice
de ambos aparecen las «maneras que expresan lo distinto», de que
habla también Rubén; la verdad de las cosas en el lenguaje múltiple
y uno a la vez; la unidad de lo vario en la palabra y sus modos de
expresión (12).
EDUARDO ZEPEDA-HENRÍOUEZ
Biblioteca Nacional
MANAGUA. NICARAGUA
284
YA NO TENGO MIEDO
POR
285
de actividad, de compañía,
era temeridad o sueño.
¿Con qué,
de qué armas echar mano,
cómo incorporarse a la fila
sin que se notara, escandalosa,
mi bisoña amargura,
mi incapacidad para llegar .
a aquella marca mínima,
para tocar
el puesto ambicionado?
Fuera, las arboledas,
aunque sangrantes, pobladas,
florecidas, cerraban celosas
los innumerables caminos,
al abridor inerme.
286
He salido;
había que salir
y darle la cara a esto
que llamamos luz;
había que encontrarse con el día
solemne de los tributarios,
de los procesionales,
de los disciplinantes.
Y aquí estoy en el centro
con la palabra en los labios
como una flor mordida con descuido,
o como el portor en el trapecio
que sabe que de sus dientes
puede pender la vida
de alguien.
No; no es soberbia,
tú me lo has enseñado,
tú que, humilde o poderoso,
no sé,
has vencido después de tener miedo,
has dado confianza a los hombres
en este destierro inaudito.
No tengo miedo, porque basta
una palabra para andar,
para rezar,
para unirse a Dios
o a los siervos,
una sola palabra pronunciada
con fe
ahuyenta la soledad
en el cuarto oscuro del niño,
en el cuarto oscuro del hombre,
en el cuarto oscuro del mundo.
J O S É GARCÍA N I E T O
Avenida de los Toreros, 16
MADRID
287
-Su:
POR
JAIME DELGADO
i. ACLARACIÓN AL CANTO
289
CUADERNOS. 212-213.—4
que la simple de andaluz transplantado más allá del océano. Creo, no
obstante, que la frase «poeta transatlántico» es más exacta por la
dimensión intercontinental de Darío, por su valor hispánico y por sus
vastedades oceánicas, y, además, por la estrechísima vinculación que
le unió siempre con el mar y que le permitió a don Antonio Machado
llamarle «ruiseñor de los mares».
Creo que no se ha estudiado el tema con la atención y la profun-
didad que merece, y no es éste, ciertamente, el momento de inten-
tarlo. Pero desde sus primeros versos, Rubén Darío siente y demuestra
esa vocación marinera que le lleva a emplear constantemente símiles
e imágenes marinas en sus poemas. Dirá, por ejemplo, hablando de la
vida:
porque ya estoy mar adentro
y no me puedo volver
290
Hay todavía más¡ Hay que en 1880, cuando Rubén Darío tiene sola-
mente trece años de edad, escribe el poema titulado «Una lágrima)),
en el que se halla esta impresionante adivinación de lo que será des-
pués su vida, breve, aunque intensa vida, de poeta transatlántico:
La palabra de Darío
la volverás a encontrar
cuando las orillas del río
sean las ondas del mar.
291
De su paisaje natal tiene que proceder esta propensión de Rubén
Darío a la mar. Pero quizá también su vocación marina y marinera,
su condición de poeta transatlántico pudiera deberse a que el océano,
«el gran, ronco, océano sonoro» ofrece —como le escribe a Mayorga
Rivas—, con las cenefas blancas de la espuma y la onda azul del agua,
la bandera de su patria, la «visión suma —del bicolor de Nicaragua».
Y luego está, además, el misterio. El misterio de la mar—opto, como
el propio Rubén, por el femenino—es lo que permitió a la antigua
asociación hanseática crear aquella tremenda frase, expresiva de otra
no menos tremenda verdad, que dice: «Vivir no es necesario; navegar,
sí.» No en balde la mar es femenina—por eso pueden hacerse en ella
hazañas tan masculinas—, porque no puede concebirse mujer sin mis-
terio. Y véase cómo, sin querer, del océano hemos venido a parar a otro
de los grandes temas rubendarianos: la mujer, ese otro océano al que
aquí no podemos, por desgracia, ni asomarnos.
Inmersa, pues, en el misterio marino, la vida de Rubén Darío fue
«esa balumba / de sombras tras la cual vamos». Lo dijo él mismo,
a sus quince años, cuando se definió como «melancólico y sombrío»:
292
las dificultades y la poquedad humana para triunfar sobre ellas; des-
ajuste, én cualquier caso, entre el pensamiento y la vida, entre la inte-
ligencia y la voluntad, entre las ideas y su plasmación en la conducta.
Por eso admiraba la dicha de quienes, como el labriego de la epístola,
conservaban siempre el dominio sobre sí mismos y sobre los aconteci-
mientos :
Débil juego del mundo; juguete frágil de los hados que ordenan
a su antojo el humano existir. No parece temerario el pensar cuántas
veces el despertamiento de un sueño, de un sopor alcohólico fue un
despertar de arrepentimiento. Cada buena intención nutría un verso,
se vaciaba en un poema. Después, así lavada la conciencia, cargados
corazón y mente de buenos propósitos, sosegado el ánimo, el vino noc-
turno sucedía al limonado véspero con seguro encadenamiento. Era el
destino y no había má¿ remedio que seguirlo:
293
función social del poeta, que el maestro de Nicaragua conocía y cum-
plió como nadie. «Yo no soy —dijo— un poeta para las muchedumbres.
Pero sé que indefectiblemente tengo que ir a ellas.» Y fue. Supo y pudo
dominar la tentación de ensimismamiento, la tendencia a la misantro-
pía que suele amenazar a todo genio:
Así vivió y creó el poeta, que fue, sobre todo, poeta americano
y español, poeta hispánico, según se ha dicho, con verdad, repetidas
veces, y con verdad se va a decir aquí una vez más, con la imprescin-
dible apoyatura de la materia y la razón de su canto. No se trata,
pues, de un nuevo ensayo de crítica literaria en el estricto sentido lin-
güístico, filológico y estilístico de la expresión. Al actual intento se le
ha fijado otra meta, seguramente más modesta: la que consiste en
averiguar ese sentido continental hispánico de la creación rubendariana
y el concepto que su propio creador tenía del mundo cultural, al que de
forma tan egregia perteneció y pertenece. Tal tentativa, de orden, si
se quiere, más político que puramente literario, tendrá que ver el poeta
como cantor de su tierra, de su Nicaragua natal, su Centroamérica, su
Chile, su Argentina, su América ignota, su España; como cantor de la
unidad de todo ese hispánico universo, de los peligros que le acechan
y, hacia el lado del alba, de las esperanzas sobre que se apoya y que
mantiene.
Se podrá decir: inevitable, pero no hay más oro que el que reluce,
y la verdad es que en el principio fue Centroamérica. No que no exis-
tiera antes Nicaragua. Nicaragua existía desde que existió Rubén
?94
Darío; y, en un sentido meramente material y positivista, desde que
empezó a existir Félix Rubén García Sarmiento y tres siglos antes.
Menos aún caería yo en el no poco frecuente extremo del extremoso
que osa afirmar que Nicaragua existe por existir Rubén Darío. Digo,
eso sí, que sin reniego alguno de su más concreto y local origen, la
atención e incluso la emoción del poeta fueron movidas primero por
la unidad centroamericana, dentro de la cual el solar nicaragüense era
una parte, si preferente en la vibración cordial, semejante a las demás
en la inteligente consideración, también afectiva, del común interés
político. Lo proclama así el título mismo de uno de los poemas juve-
niles: «Nicaragua entre sus hermanas», donde declara anhelar la unión
de todos; y lo reiteran los varios poemas a Máximo Jerez, el dedicado
a Morazán y el titulado «La primera diana». La misma idea alienta en
«El organillo», donde un anciano venerable, con ese aparato musical al
hombro, va recorriendo las «cinco tierras» centroamericanas v cantando
a cada una la canción de la unidad, cantar que será—agrega el poeta
por su cuenta—«el verbo de mañana».
Frisaba el poeta en los catorce años cuando esos versos escribía
y publicaba en lecturas y letras de imprenta, y sólo había cumplido
dos más cuando dedicó al general Justo Rufino Barrios el poema
«Unión Centroamericana». Ya hablaba entonces, según dice, «en nom-
bre de una idea; / en nombre de un partido y de un derecho», y pedía
que lo soñado se convirtiera en política realidad material. El verso
juvenil es aquí todo lo endeble que se quiera, pero encendido y vibrante,
dentro de ese son típico de no poca poesía hispanoamericana y española
del siglo xix, si se exceptúa a Bécquer:
Si las naciones
en terrible marasmo,
no sienten palpitar sus corazones
y dormitan sin fe, sin entusiasmo,
faltas de aspiraciones;
si a la voz del deber no dan oídos
ni a los gritos de aliento
de patrióticos pechos, encendidos
con el fuego de un puro sentimiento;
si a la palabra sorda se presentan
y a la luz de la santa poesía,
y a la razón, que es luz también, intentan
convertir en fantástica utopia;
entonces, que haya un alma gigantesca
que a los pueblos despierte de su sueño
y que con mano audaz salve la idea
que hace grande al pequeño.
m
Una medusa de fuego, llamada Discordia, estaba atizando el horno
de la «pasión artera», y había lucha entre hermanos. Pero los pueblos,
que siempren comprenden la necesidad de desarrollar los grandes mo-
vimientos, esperaban la mano que supiera conducirlos, como la de
Morazón, la de Valle, la de Barrundia, la de Cabanas, la de Gerardo
Barrios, la de Jerez:
296
Fortuna», en El Salvador, en agosto de 1889, cuyos sonoros versos
decasílabos son puro gozo del oído:
297
portentoso i a la Patria vigoroso demuestra
que puede bravamente presentar en su diestra
el acero de guerra o el olivo de paz.
293
3. CHILE, SEGUNDA PATRIA
399
der, y ha sucedido: el poeta chileno ha encontrado al poeta de América,
el 18 de enero de 1967, justo cuando se cumplía un siglo del nacimien-
to rubeniano. El contacto viene, sin embargo, de lejos:
4, ARGENTINA, CANTO
300
que bajo nubes contrarias
van en busca del buen trabajo,
del buen comer, del buen dormir,
del techo para descansar
y ver a los niños reir,
bajo el cuál se sueña y bajo
el cual se piensa morir.
301
mirada siquiera, su vastedad. Pero en la pampa se asiste, si se posee
espíritu rubendariano, a «la soberbia fiesta de la pradera». Recuér-
dense las estrofas de 1898 incorporadas a El canto errante:
En la pampa solitaria
todo es himno o es plegaria:
escuchad
cómo cielo y tierra se unen en un cántico infinito;
todo vibra en este grito:
¡Libertad!
302
Tráfagos, fuerzas urbanas,
trajín de hierro y fragores,
veloz, acerado hipogrifo,
rosales eléctricos, flores
miliunanochescas, pompas
babilónicas, timbres, trompas,
paso de ruedas y yuntas,
voz de domésticos pianos,
hondos rumores humanos,
clamor de voces conjuntas,
pregón, llamada, todo vibra,
pulsación de una tensa fibra,
sensación de un foco vital,
como el latir del corazón
o como la respiración
del pecho de la capital.
Y allá irá el maestro Rubén Darío a buscar «la flor de las flores»
por Florida, a hablar con los hombres, a veces máscaras de carnaval,
y a soñar siempre, pero con los pies en la tierra. Y en la tierra,
la historia, imprescindible alusión. El poeta contempla el desfile de
los capitanes hispanos—«duros pechos, barbadas testas / y fina espada
de Toledo»—-como «sombras épicas», pero sin mirar al pasado con
enervantes ojos nostálgicos ni con ira; con delectación, sí, pero desde
el año 191 o, desde su tiempo. Y pasan también los libertadores, con
José de San Martín, «el Abuelo secular», a la cabeza, y desfilan los
proceres y los héroes republicanos:
303
Pero en tan radiante panorama, Rubén Darío se complace especial-
mente en cantar—porque no en balde la mejor musa es la de carne
y hueso— a la mujer argentina, «con savias diversas creada, / esplén-
dida flor animada», que «esplende, perfuma y culmina». Con su angé-
lica gracia de poeta y amador sutil, amador también de toda gen-
tileza, el maestro hispánico corta su mejor, su más fina y delicada
y golosa pluma para recrearse —gozo de cada detalle, secreto espíritu
dentro de su «carnalismo americano», que dijo Pedro Salinas—en la
pura delicia de la mujer porteña:
304
al domingo del lino y la lana,
thanks-giving, yon kipour, romería,
la confraternidad de destinos,
la confraternidad de oraciones,
la confraternidad de canciones
bajo los colores argentinos!
5. LA AMÉRICA IGNOTA
305
OUAríSNOS. 212-213.—5
Así, la inclusión del poema «Tutecotzimí» en El canto errante
cobra su plena significación. El poeta, piqueta lírica en mano, «trabaja
en el terreno de la América ignota» y su musa adivina el «misterio
jeroglífico»:
306
Paisaje muy ((modernista», en el que lo mismo podría verse a un
cacique antiguo como Cuaucmichín, que a una princesa melancólica
en ritmo de sonatina, pese a que los bosques primitivos lancen su
vasto aliento. Y lo mismo sucederá con los acontecimientos narra-
dos. El cacique deja «los bosques de esmeralda», marcha a su pala-
cio con sus guardias y siervos, y ya llega a ver el huipil de su
«tierna hija» Otzotsldj cuando, de pronto, «se oye un sordo rumor
de voz profunda». ¿Qué pasa? Es el ruido del pueblo Pipil, con su
jefe y sus guerreros. Y Tejik habla a Cuaucmichín: le acusa de
usurpador y arenga a su gente, que le apedrea y despedaza. Acallado
el estrépito, el pueblo ve pasar a un hombre «cantando en voz alta un
canto mexicano». Le preguntan: «¿Tú cantas paz y trabajo?», y al
responder él afirmativamente, «toma el palacio»—le dicen—y «dirije
a los pipiles». Y así—concluye el poeta—empezó el reinado de Tute-
cotzimí.
La aventura por la «América ignota» ha terminado.
6. ÁGUILA Y CÓNDOR
307
Los Estados Unidos son potentes y grandes.
Cuando ellos se estremecen_ hay un hondo temblor
que pasa por las vértebras enormes de los Andes,
Si clamáis, se oye como el rugir del león.
308
dejando el picacho que guarda sus nidos,
tendiendo sus alas enormes al viento,
los cóndores llegan, ¡Llegó la Victoria!
«Faltos de alientos», los poetas sólo podían buscar los lagos de los
cisnes, las rosas en vez de los laureles, los halagos por falta de vic-
torias :
309
Bien vengas, mágica Águila de alas enormes y fuertes,
a extender sobre el Sur tu gran sombra continental,
a traer en tus garras, anilladas de rojos brillantes,
una palma de gloria, del color de la inmensa esperanza,
y en tu pico la oliva de una vasta y fecunda paz.
Hay profetas ilusos que sueñan una paz no humana, pues la acti-
vidad del hombre hace necesaria la lucha. Y—atónito lo leo—«es in-
cidencia la historia».
310
¡Águila, que estuviste en las horas sublimes de Patmos,
Águila prodigiosa, que te nutres de luz y de azul,
como una Cruz viviente, vuela sobre estas naciones,
y comunica al globo la victoria feliz del futuro!
Por si todo lo transcrito hasta ahora fuese poco, cuatro afíos des-
pués, cuando Rubén Darío escribe, en 1910, su aCanto a la Argentina»,
repetirá sorprendentemente ideas iguales o semejantes:
311
con nuevos valores y nombres,
en vosotras está la suma
de fuerza en que América finca.
¡siento
que hay algo en mi corazón!
en el poético arte,
¿cómo extrañar, señor, que me desboque?
No una, sino mil veces habíase desbocado Rubén Darío. Pero, ade-
más de desbocarse, el poeta explica estos sus desbordamientos y aclara,
precisamente a la señora de Lugones, su exabrupto panamericanista:
Yo pan-americanicé
con un vago temor y con muy poca fe,
en la tierra de los diamantes y la dicha
tropical.
312
pea, la monstruosa, la irresistible capital del cheque», tuvo que experi-
mentar una obligada modificación, como se exteriorizó, en efecto, en el
otoño de 1907 y en la primavera de 1908.
El poeta, además, adivina, intuye entonces el no lejano estallido de
la guerra. En el mismo corazón europeo, vive, ve y siente cómo los
ramalazos de la discordia van agrietando el nubil y gozoso cuerpo de
la belle époque. Ante el horrendo fantasma, Darío deja conscientemente
al margen, en la cuneta de su camino, ideas y sentimientos que si-
guen siendo fundamentales y básicos para él, en un intento desespe-
rado de concordia universal y, sobre todo, en un laudable afán de
alejar definitivamente de su tierra continental los horrores que él pre-
siente. Por eso, en el «Canto a la Argentina» entona ese himno, im-
precación y llamada, a la paz.
Pero dos años después, en 1910, cuando el presidente Zelaya es
derrocado, y Rubén Darío advierte que Estados Unidos no ha sido
ajeno a la caída, su provisional confianza en la conducta estadouni-
dense se tambaleará de nuevo hasta perderse definitivamente. Volverá
entonces, ya en 1915, cuando su visita postrera a la aplastante cosmó-
polis neoyorquina, a su visión anterior:
313
de la Caridad divina
que hacia el pobre a Dios inclina
y da amor, amor, amor.
Ahora, sin embargo, en ese año 1915, Rubén ha ido a Nueva York,
empujado por Alejandro Bermúdez—que después le abandonará vil-
mente en el peor momento—y por el colombinado Miguel A. Otero,
secretario del ex presidente de Colombia, general Reyes, y tan pro-
yanqui como éste, en misión de paz, tema obsesivo, como se ha visto,
en el pensar y el sentir de Darío. A éste, por otra parte, no dejaría
de halagarle el saber que, «mientras muchos centro y suramericanos a
quienes yo conocí en París y a quienes usted—como le escribe Otero—
ha formado y dado todo lo que ellos valen, le tiran por las espaldas
y le tienden la mano de frente, aquí, en un país donde más se ocupan
del "Todopoderoso dólar", le colocan a usted en el indiscutible pe-
destal de gloria que sus méritos y talentos le han levantado». La vani-
dad no fue, empero, defecto grave de Rubén Darío, y menos en aquella
época en que ya estaba de vuelta de todo, y menos aún al ver, líneas
más abajo, el interés bastardo de Otero, que deseaba instalarse en
París y pedía al maestro «una colocación por ínfima que ella fuera
en su principio». Pesó, pues, en el ánimo rubeniano la posibilidad de
contribuir de algún modo a la causa de la paz, y emprendió el viaje,
sin duda con ánimo de regresar a España al lado de Francisca y de su
hijo. En cualquier caso, pudo entonces conocer mejor la colosal urbe
yanqui y a muchos hombres buenos que la habitaban. Por eso, pese
a ver que el «amontonamiento» humano había matado allí al senti-
miento y al amor, Rubén puede añrmar:
314
nación en el conflicto europeo, el poeta cumple su compromiso paci-
ficador con absoluta sinceridad y con una entrega al trabajo que su
ya pésima salud no le permitía. Escribe entonces y lee en la Universi-
dad de Colümbia, el 4 de febrero de 1915, su poema «Pax», al que
oertenecen estos versos angustiados:
315
7. HACIA EL LADO DEL ALBA
Se le ha entrado
a América su ruiseñor errante
en el corazón plácido. ¡Silencio!
Sí. Se le ha entrado a América en el pecho
su propio corazón.
316
Hispanoamérica, desde México a la Tierra de Fuego. Recordaré sola-
mente, como mero y también insoslayable botón de muestra, el soneto
dedicado a Colombia en 1890:
317
cepto de americano que Rubén tenía y que no era otro que el de mes-
tizo, ya que, tras llamar a Gavidia «vate americano», explica esta
expresión mediante estos versos:
318
América, pues, presente siempre en el corazón y en los versos de
su poeta. Y América, unida, contemplada en la unidad esencial que
sus diversos países integran y constituyen. Sólo bajo este prisma y en
este sentido pueden considerarse y entenderse los cantos y elogios que
Rubén dedica a Bolívar ya en 1883, lo que dice en el poema «A Víctor
Hugo» y el contenido del que dedica «A Juan Montalvo», en el que
habla concretamente de (da patria común americana—que con víncu-
los fuertes une el Ande». América, en definitiva, preocupación de Ru-
bén Darío:
319
En ti he sembrado la semilla santa
de los principios grandes,
y mi bandera altiva se levanta
sobre la cima augusta de los Andes.
320
años antes, al acabar la segunda edición de Azul... (Guatemala, 1890),
el último verso del último poema —todo escrito en francés— dice:
«Maintenant, je vois l'aube! L'aube cest l'éspérance...». El alba tenía
ya, en este caso, un nombre: España.
La españolidad de Rubén Darío; mejor dicho, su hispanidad bá-
sica, radical, está también fuera de dudas. De nuevo renuncio volun-
tariamente al recuento exhaustivo de testimonios, aunque no pueda
prescindir de algunos, entre ellos el del simpar don Antonio Machado.
Interesa más, indudablemente, la propia obra mbeniana, y si cada
cual es hijo de sus obras, la hispanofiliación rubendariana está bien
clara desde los mismos comienzos de su canto. Recordaré, sin embargo
—porque el argumento de autoridad no está, pese a todo, absoluta-
mente desprestigiado—, los versos del venezolano Rufino Blanco-Fom-
bona:
321
CDADERNOS. 212-213—B
bén Darío poemas dedicados a temas españoles. De esa fecha son, en
efecto, «Bajo el retrato de Esprónceda», el «Centenario de Calderón» y
«En la última página de "El romancero del Cid"». De octubre de 188a
es el poema «La poesía castellana», dedicado a Joaquín Méndez, donde
su autor hace una especie de breve historia de la poesía eñ castellano
desde Alfonso X el Sabio hasta Campoamor, con inclusión de los poe-
tas del nuevo mundo, entre quienes cita a la Avellaneda, Mármol^
Arboleda, Bello, Olmedo, Heredia, Caro, Palma y Marroquín. En el
poema titulado «Manuel Reina», de 1884, cita, a su vez, con brevísimas
valoraciones, a Núfiez de Arce, Zorrilla, Campoamor, Echegaray, Ma-
nuel del Palacio y, naturalmente, al destinatario del poema. Tras reco-
ger el dedicado «A Emilio Ferrari», incluido en el libro Epístolas y
poemas (primeras notas), viene el «Pórtico», con que prologa el libro
En tropel, de Salvador Rueda, poema recogido después en Prosas pro-
fanas..., en cuyas páginas abundan los temas españoles: «Elogio de la
seguidilla», «Cosas del Cid», «Al Maestre Gonzalo de Berceo». Des-
pués, a partir de Cantos de vida y esperanza, los cisnes y otros poemas,
aparecido en Madrid en 1905, Rubén publica todos sus libros en la
capital de España: El canto errante, en 1907; Poema del otoño y otros
poemas, en 1910, y Canto a la Argentina y otros poemas, en 1914. De
Cantos de vida y esperanza... son los tres sonetos de «Trébol»: uno
de Góngora a Velázquez, otro de éste a Góngora y otro final, que po-
drían considerarse el antecedente del homenaje dedicado al poeta
cordobés por los de la generación de 1927. Asimismo, a ese libro per-
tenecen los poemas «Un soneto a Cervantes», «A Goya», «Soneto
autumnal al marqués de Bradomín», «Letanías de nuestro señor Don
Quijote», y los dedicados a los Machado, a Vargas Vila, a : Mariano de
Cavia...
322
Pero por encima de todo y en la unidad de las tierras de España,
Rubén Darío es y se siente español y, más amplia y universalmente,
hispánico:
Faltaban siete años para que España, obligada por su derrota ante
Estados Unidos, abandonase Cuba, y Rubén escribiera, como veremos,
su célebre soneto de 1898. Pero ya en 1888-1889, Darío dedica «A Es-
paña, Madre Patria», «El salmo de la pluma», donde dice que la ma-
jestad española no es la de la «pujante y audaz locomotora» ni la de
«la gran fábrica)) ni la del «metal regio» o el «afinado escoplo», sino
<da que da la idea», la del
323
truena bíblico, la del fíat que crea,
la de la eterna luz;
la que levanta el alma y el corazón alienta,
la que Arihmán rechaza y en el abismo avienta,
y hace triunfar a Ormuz,
Los confines
del mar llenó el grandioso clamor; el universo
sintió que un nombre armónico, sonoro como un verso,
llenaba el hondq hueco de la altura; ese nombre
hizo gemir la tierra de amor...
324
No se apague el rencor ni el odio muera
ante el pendón que el bárbaro enarbola;
si un día la justicia estuvo sola,
lo sentirá la humanidad entera.
Y bogue entre las olas espumantes,
y bogue la galera que ya ha visto
cómo son las tormentas de inconstantes;
que la raza está en pie y el brazo listo,
que va en el barco el capitán Cervantes
y arriba flota el pabellón de Cristo.
325
«otoño»—-, uno de los mejores del maestro y el de mayor contenido
hispánico. Muy conocido y citado, se hace, sin embargo, imprescindible
el recuerdo de sus estrofas y versos más significativos.
«Hacia el lado del alba», sí, para ver «la gran alba futura». He
aquí ya la gran esperanza, la que debía constituir «visión permanente»
de todos los hombres hispánicos. Pero el alba sólo podía ser vista y la
esperanza mantenerse mediante la unión:
326
Únanse, brillen, secúndense, tantos vigores dispersos;
formen todos un solo haz de energía ecuménica.
Sangre de Hispania fecunda, sólidas, ínclitas razas,
muestren los dones pretéritos que fueron antaño su triunfo.
Vuelva el antiguo entusiasmo, vuelva el espíritu ardiente
que regará lenguas de fuego en esa epifanía.
Juntas las testas ancianas, ceñidas de líricos lauros,
y las cabezas jóvenes, que la alta Minerva decora,
así los manes heroicos de los primitivos abuelos,
de los egregios padres que abrieron el surco prístino,
sientan los soplos agrarios de primaverales retornos
y el rumor de espigas que inició la labor triptolémica.
De este modo,
327
¡Oh, qué anciano soy, Dios santo;
oh, qué anciano soy!...
¿Dé dónde viene mi canto?
Y yo, ¿a dónde voy?
El conocerme a mi mismo
ya me va costando
muchos momentos de abismo
y él cómo y el cuándo...
328
los aromas, las luces, los ecos, los ruidos,
como en ondas atávicas, me traen añoranzas
que forman mis ensueños, mis vidas y esperanzas.
Hisopos y espadas
han sido precisos,
unos regando el agua
y otras vertiendo el vino
de la sangre. Nutrieron
de tal modo a la raza los siglos.
Juntos alientan vastagos
de beatos e hijos
de encomenderos, con
los que tienen el signo
de descender de esclavos africanos,
o de soberbios indios,
como el gran Nicarao, que un puente de canoas
brindó al cacique amigo
para pasar el lago.
de Managua. Esto es épico y es lírico.
329
atrás la noche de dolor, y el poeta podía contemplar, hacia adelante,
el alba pura. La vida, amarga y pesada, en climas varios y en tierras
diversas, no se componía ya de pretextos de rimas ni de fantasmas cor-
diales. Dura era la vida, sin embargo, y ya no había princesa que
cantar.
330
Llegado ya al fin de estas consideraciones histórico-políticas sobre
la obra rubendariana, no deja de asaltarme el temor a haber incurrido
en el defecto advertido casi al término de su vida por el gran maestro
lírico de la Hispanidad, cuando escribió: «Nadie ha visto mis pensa-
mientos, del modo que se deben ver». Una cosa es segura, sin embargo,
y creo poder afirmarla con el respaldo de la propia creación del poeta,
tan abundante cuanto necesariamente citada aquí, pues soy de los que
creen que un poeta se explica, ante todo, mediante ejemplos. Quiero
decir que en poesía todo lo creó Rubén Darío, poético inventor de la
lengua española, como acaba de decir Neruda. Y todo nos lo ha dejado.
El, a la hora suprema del último viaje, fue hallado a bordo como
quería don Antonio Machado: ligero de equipaje, casi desnudo, como
los hijos de la mar, a la que el maestro americano tuvo, más que nin-
gún otro, por madre. Se fue, en fin, hacia el lado del alba. Pero era
suya el alba de oro, y así, áurea, encendida, nos la entregó a nosotros
para que ya nunca estemos ciegos; para perpetua iluminación.
JAIME DELGADO
Benedicto Mateo, 55
BARCELONA
331
EL TEMA DEL TIEMPO.
COINCIDENCIA POÉTICA DE GONGORA Y RUBÉN
DARÍO
POR
FRANCISCO SANCHEZ-CASTAÑER
Pues bien, entre los deliciosos romances del poeta cordobés, el nú-
mero once de la Colección Millé, comenzará, repitiéndose cada ocho
versos, como vueltas de los mismos.
332
Mas antes de comparar en su totalidad ambos poemas, con tan
acorde comienzo, conviene que precise algunas afirmaciones sobre ese
Rubén, situado, como tantos humanos, ante el temible paso del tiempo,
agostador de la que se quisiera eterna primavera de la vida.
Ya Pedro Salinas (mí primer maestro universitario de literatura,
en Sevilla) señaló y comentó, con acierto, ese profundo Darío, que
a pesar de su indudable fondo erótico y sensualista piensa y clama,
al no poder sujetar para siempre—vana quimera—los momentos del
goce carnal, una vez que surgió el «encuentro de Chronos y Eros» (3).
También Salinas advirtió la casi unidad, al efecto, de los poemas
de Rubén, con títulos semejantes, «Canción de otoño en primavera» y
«Poema de otoño»: «Son dos poesías distintas, y, sin embargo, siempre
he tendido a mirarlas como una unidad psicológica, a modo de hojas
de un díptico que desarrolla el mismo asunto en dos partes, alumbrado
por dos luces disímiles, o como si dijéramos a dos diferentes horas del
alma. El objeto de preocupación es idéntico... En las dos asistimos al
primer acto del drama que se va a representar en ese nuevo mundo
del erotismo. Chronos, el dios de lo temporal, le sale al paso a Eros,
el prometedor de eterna dicha a sus feligreses, el que se imaginaba
que todos los caminos eran suyos.»
"Guióme por varios senderos Eros."
«Y he aquí que cuando el dios conduce a su fiel poeta por uno de
ellos, el viejo barbado, emblema de lo que pasa, se alza frente al mozo
imberbe, insolente símbolo de lo que nunca querría pasar» (4).
(3) PEDRO SALINAS: La poesía de Rubén Darío, Editorial Losada, S. A., Bue-
nos Aires, 1948; p. 148. Véase también mi reseña sobre este libro, publicada
en la revista de mi direción, Mediterráneo, «Guión de Literatura».
(4) Op. cit., p. 148. .
(5) Poesías completas, p. 733.
333
En especial, el otoño, con su conocido efecto del caer de las hojas,
aunque no suela citar éste, por archisabido y tópico, a veces sí:
(6) «Canción de otoño en primavera» aparece entre los oíros poemas, de uno
de sus libros capitales, Cantos' de vida y esperanza, los cisnes y otros poemas.
Madrid, Tipografía de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1905. En
Poesías completas, pp. 657-659,
334
su júbilo, por un presentimiento de mortalidad, ya que la juventud
es un tiempo de la vida, una forma de la temporalidad de vivirse» (7).
Lógico es, pues, por tanto, utilizar un contrapeso al deseado goce
juvenil que no es eterno: '
335
No obstante, su voluntad de sobrevivir, verdadera posición del
autor ante la fuerza del tiempo terco (base de este poema y del que
seguidamente analizo) seguirán en pie, siempre, en busca del impo-
sible triunfo, que le evite llorar, «con querer o sin él»:
En el alba de la vida
todo es luz esplendorosa (11).
336
Salve, dulce primavera,
que en la aurora de mi vida (...)
Primavera, primavera,
tú no dices la verdad.
337
CUADERNOS. 212-213.—7
y no bastará con que la adjetive ahora, de «orgullosa» y dispuesta
a recibir los «mirtos» del triunfo.
Ya lo vio también Salinas: «Parece una rectificación del estado dé
ánimo de la "Canción", una lírica palinodia. Suena, a ratos, a victoria,
a nuevo entronizamiento del placer erótico, en su reino absoluto. Pero
mirado de cerca es, si no derrota, pacto, triste acomodo impuesto por
el mismo poder que sé quiere negar: él tiempo. Porque significa, en
forma aún más patética, la admisión del terrible factor temporal en
la vida erótica, la sumisión inescapable del erotismo» (16).
Si cabe, afirmo, resulta más exultante la «Canción». No en balde
se titulaba así, con denominación mucho más ligera; y hasta el ensom-
brecido otoño quedaba equilibrado con su término contrario: Otoño
en primavera.
Este otro no es Canción de, sino Poema del: y basta esta mínima
diferencia léxica para que domine Otoño.
Así como en aquella primera estrofa del anterior poema, un verbo
con sentido de movimiento marcaba lo transitorio, te vas; aquí (e igual-
mente en la cuarteta inicial), otro de análoga significación, pasar, pre-
senta el mismo problema:
¿has dejado pasar, hermano,
la flor del mundo?
Es verdad que,
«¡aún hay promesas de placeres
en las mañanas!»
338
En ese laberinto de contradicciones, que solicitan por encontrados
caminos al hombre, está toda la densidad trágica y triste de dicho
«Poema».
Y siempre la misma razón del anímico encuentro consigo mismo:
el tiempo:
339
Dominándolo todo, ante la perplejidad de ese otro hermano, el
«doble», que reside en sí mismo, medita y piensa de nuevo en la invi-
tación hedonista, enlazada con aquel tímido propósito de rodear el
jardín, presto al asalto, de la «Canción». Aunque aquí de manera
enardecida, pues es, para los demás, en quienes el paso de la juventud,
aún no es ida total:
(17) Así lo indica ANTONIO OLIVER BELMÁS: ((Se trata de un carpe diem. De
un goza de tu día, aunque sea en el otoño». En Nuevas notas bibliográficas y
textuales a las Poesías completas. Aguilar, S. A., 1967, p. 1241.
(18) Poesías completas, pp. 684-685.
340
Yo, pobre árbol, produje, al amor de la brisa
cuando empecé a crecer, un vago y dulce son\
Pasó ya el tiempo de la juvenil sonrisa:
¡dejad al huracán mover mi corazón!
E L ROMANCE GONGORINO
341
La advertencia, por ello, a la transitoriedad humana se alinea,
paralelamente, con la rubeniana. Pascua o Juventud, equivalen:
No os dejéis lisonjear
de la juventud lozana,
porque de caducas flores
teje el tiempo sus guirnaldas.
es la queda y os desarma.
342
... buena vieja
que fue un tiempo rubia y zarca
y que al presente le cuesta
harto caro el ver su cara;
porque su bruñida frente
y sus mejillas se hallan
más que roquete de obispo
encogidas y arrugadas.
O aquel de:
343
Como han de ser simples muestras, me fijaré, tan sólo, en las res-
pectivas estrofiílas temáticas, base y nervio de los poemas estudiados,
por su sentido transitorio de lo humano. Otra cosa me llevaría muy
lejos, ya que únicamente pretendo establecer simples «coincidencias)).
Claro está que ahora se trata de comparar el romance de Gón-
gorá y la «Canción» de Rubén; por ser donde se advierten semejanzas
externas, a más de las temáticas, en que coinciden las tres composicio-
nes comentadas.
La más principal radica en repetir los versos iniciales a través (en
sucesivas inserciones) de ambos poemas, terminándolos con los mis-
mos. Esto arroja, en uno y otro caso, un mantenimiento del pensa-
miento clave, sin desmayo alguno. Nadie dudará, por tanto, de la ver-
dadera finalidad de tales poesías. El carácter obsesivo del tema esco-
gido por el poeta dominará sobre todo otro, e imprime una modalidad
reiterante muy acorde con el mismo pasar de los años.
La sucesión machacona del «jQue se nos va la Pascua, mozas», o
de «Juventud, divino tesoro», trae a primer plano una misma preocu-
pación, sentida por los dos poetas de manera igual. La diana, pues, fue
equivalente.
Ahora bien, dentro del procedimiento análogo, se advierte pronto
diferente manera de concebir el tema monocorde; la cual responderá
también a la totalidad diversa de los mismos poemas en que se en-
garzan.
Góngora (que tanto supo de exquisiteces cultistas) se acogerá a un
planteamiento de claro sentido popular; Rubén será fiel a la aristo-
cratización que frente al realismo antecedente supuso la escuela mo-
dernista que encabeza. Si allí dominó el esguince cómico o burlesco, en
el segundo caso se cargará la mano sobre lo filosófico y trascendental.
Cómo conseguir la diferencia, sobre todo si se tiene en cuenta que
en ambas estrofas se emplea el mismo verbo articulador ir, irse—«se
va»; «te vas»—: i) con la variación de las palabras más denunciadoras
del tema—«Pascua», «Mocedad», «Juventud»—-; i) con el uso de la
construcción coloquial—«Que se nos» (con elipsis inicial)—, o de la
normal y lógica; 3) con el «mozas» en el centro de la simple repetición
de iguales términos, o las artísticas y torcedoras antítesis perifrásticas
últimas—«quiero llorar, no lloro», «lloro sin querer»—; 4) simplicidad
en la definición temporal: basta, en un caso, con sólo el verbo y su
simple repetición; en el otro se le añaden formas adverbiales tempora-
lizádoras —«ya», «cuando», «a veces»; 5) finalmente (por no alargarme
más): el sentido generalizador frente al particular—«se nos va», «ya
te vas»—; y en ambas situaciones, períodos cuasi-reflejos.
344
Volvamos, brevemente, sobre algo de lo acabado de indicar. En
efecto, a pesar de la semejanza temática y verbal, los poemas adquie-
ren distinta dimensión y queda al gusto de cada cual la preferencia
sobre los mismos.
Bastó colocar al comienzo la afirmación plena de lo que se marcha,
la juventud, o emplear después del verbo un efecto particular de lo
perdido, la Pascua, simple parte de una primavera, equivalente a lo
juvenil. Frente a la idea abstracta, la evocación de las fiestas campe-
sinas: una y otra se marchan «para no volver», porque «vuelan los
ligeros años».
Y qué decir de esos vocativos tan iguales y tan diferentes: «Ju-
ventud, divino tesoro», o «mozas». Quién dudará del refinamiento del
primero, que es doble, inicial y afianzado y sobrevalorado, por el epí-
teto culto; de qué distinta manera suena el «mozas», en posición cen-
tral, dando valor ascendente y descendente a la reiterada frase anterior
y posterior. De su valor familiar no podrá dudarse cuando luego lo
veamos genialmente reiterado por Góngora en «mozuelas las de mi
barrio, loquillas y confiadas»... (¡qué íntimos diminutivos!, ¡a cuántas
conocería el joven cordobés.,.!); o el más rotundo, «mozuelas locas».
jAh!, no hay duda, la Pascua «se va, mozas»...
De todos los medios de popularización, señalados o no, el más im-
portante es el del que anunciativo en la construcción gongorina, con
tanta tradición análoga, coloquial y evidenciadora, en nuestra litera-
tura. Algunos pocos ejemplos, entre mil: «¿Que faltan las alforjas,
Sancho? (Cervantes); «Que de noche le mataron» (Lope); «Que yo me
la llevé al río» (García Lorca)...
Cuánta briosidad, qué rapidez tras la oculta elipsis en el llamar la
atención hacia la temporalidad de la Pascua en trance de marcharse,
y con qué alto grado de intimidad y convivencia entre varios (aumen-
tado con el dativo ético, nos) se anuncia.
Qué fría, en su emotividad indudable, por otro lado, la estrofa
rubendariana; no menos desazonante y verdadera, pero de carácter
más durativo y casi deletreante, «ya te vas».
En resumen, y para no alargar más este que comencé como breve
comentario: dos sensibilidades, poética y humana, aplicadas a enviar-
nos, por muy paralelos caminos, un mensaje trascendente.
CONCLUSIÓN
345
Dámaso Alonso (20); del cual es la siguiente tajante afirmación: «La
poesía de éste [Darío] no se parece en nada a la de Góngora» (ai). En
efecto, en lo fundamental, también acabo de probarlo.
¿Influiría, no obstante, en la elección del tema? ¿Conoció el ro-
mance gongorino? Pudo. Sabido es que el propio Rubén, en su inci-
piente Autobiografía (1912), afirmará: «Allí [en la Biblioteca Nacional
Nicaragüense] pasé largos meses leyendo todo lo posible, y entre todas
las cosas que leí, ¡horrendo referens!, fueron todas las introducciones
de la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneira y las principales
obras de casi todos los clásicos de nuestra lengua» (22).
¿Se asomaría a los romances de Góngora, publicados ya allí por el
benemérito don Adolfo de Castro, en 1854? Imposible, no lo fue; y
entre ellos figura el susodicha (23).
Pero aunque así sucediera, vuelvo a repetir que no necesitó del
ejemplo gongorino. Dicho tema estaba bien vivo en la literatura uni-
versal y lo asimilaría, muy hondamente, Rubén, por evidentes cir-
cunstancias personales.
Son, pues, como titulé mi estudio, simples «coincidencias», por otra
parte bien lógicas. Mas ello ha sido motivo para que yo una esos dos
nombres estelares de la lírica hispánica.
Y, dato curioso, la casualidad también los unió, en cierta manera,
y según lo explicado, al publicarse en Cantos de vida y esperanza,
sucediéndose inmediatamente la «Canción de otoño en primavera», con
el homenaje rubeniano a Góngora y a Velázquez, en «Trébol» —«Las
rosas a Velázquez, y a Góngora claveles»—(24).
Luis de Góngora, Rubén Darío: tanto monta, monta tanto,
FRANCISCO SÁNCHEZ-CASTAÑER
Facultad de Filosofía y Letras
Universidad de
VALENCIA
346
LA HUELLA DE RUBÉN EN LOS POETAS
DE LA POSGUERRA ESPAÑOLA
POR
JOSÉ HIERRO
347
sufre el influjo de los parnasianos, no de los simbolistas. Es el propio
poeta quien así lo reconoce.
348
...de la lectura mutua de los alejandrinos del gran francés, que
Gavidia, el primero seguramente, ensayara en castellano a la manera
francesa, surgió en mí la idea de renovación métrica que debía ampliar
y realizar más tarde.
(Auto biografía)
Así que, a los veinte años, su francés era precario, según confesión
propia. Más tarde, cuando llega por primera vez a París, confiesa que
«apenas hablaba una que otra palabra de francés». Conoce la poesía
de Víctor Hugo en las traducciones de Gavidia. La «idea de renova-
ción métrica», nacida a los catorce años, tardaría en realizarse, pues
los alejandrinos de Hugo únicamente se reflejan en cuatro sonetos de
Azul... —poco importa ahora si aparecen en la primera o en la se-
gunda edición aumentada—. Lo francés —mejor, lo parisino— aparece
en sus prosas, en su soneto «De invierno» («En invernales horas, mirad
a Carolina»... con su final... «y en tanto cae la nieve del cielo de París).
Esto es todo lo que, iniciaimente, debe a Francia su poesía. El chispazo
ha surgido en contacto con Hugo traducido por un buen poeta; años
más tarde reconocería que, cuando llegó a Chile, «era para mí entonces
todo en la poesía del semidiós Hugo».
Podría llegarse a la conclusión de que, por tanto, la renovación poé-
tica de Rubén tiene su origen en Víctor Hugo y que, en consecuencia,
es éste quien puede reivindicar para Francia la gloria de haber variado
el rumbo de la poesía española. La objeción podría ser aceptada si no
se diese la circunstancia de que Hugo había sido ya abundantemente
leído, imitado y traducido, sin que la renovación se produjese. Podría
ser aceptada, igualmente, si Hugo pudiese ser un ejemplo para esa
renovación métrica. Pero no creo que el empleo del verso alejandrino,
la vuelta en cierto modo al «mester de clerecía», pueda considerarse una
renovación métrica. Máxime cuando, en este aspecto, algunos poetas
le precedieran, en la América hispana y en la propia España. Rosalía
de Castro, por ejemplo, ensaya formas no usuales, combinaciones mé-
tricas distintas, algunas de tanta libertad como sus versos de dieciocho
sílabas formados de dos hemistiquios de nueve, tan musicales como
los de Rubén en su «Canción de otoño en primavera)), pero con una
mayor libertad: la que le da el alejamiento de las rimas, asonantes
además en el caso de Rosalía, lo que hace aún más tenue y misteriosa
armonía. Más «simbolista», diría ateniéndome a lo externo, ya que la
materia poética nada tiene que ver con las irisaciones y armónicos del
simbolismo.
349
Para apoyar ese galicismo poético de Rubén suele echarse mano de
aquellas palabras suyas en Prosas profanas: «Abuelo, preciso es de-
círoslo: mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París». Tal vez él
lo creyera así: o tal vez fuera realmente así. Pero sus aventuras con
la querida sirvieron, en definitiva, para que su vuelta a la esposa fuese
más entrañable. Descubre en ella lo que antes no era capaz de ver.
Descubre todo lo que estaba oculto por la pésima poesía hispánica
del xvm y del xix. Su instinto le despierta al Siglo de Oro que llevaba
dormido, ese Siglo de Oro buscado por el romanticismo. Porque el ro-
manticismo, al liberar el verso y la pasión combate contra el didactis-
mo, contra el pastorálismo del xvm. Pero fracasa por exceso de retórica
—dejemos ahora aparte a Bécquer, a Rosalía, a Martí, a cuantos eran
considerados poetas menores. El xvm y el xix son siglos de versifica-
dores. Algunos, admirables, como Zorrilla, tan musical como pueda
serlo Rubén. Pero ellos no comprendían que «cada palabra tiene un
alma, hay en cada verso, además de la armonía verbal, una melodía
ideal. La música es sólo de la idea, muchas veces». Hasta Rubén, los
poetas ponen en versos, mejores o peores, una idea que pudieron
expresar igualmente en prosa. A eso me refiero cuando digo que son
versificadores, no poetas. En ellos se distingue, perfectamente, el fondo
de la forma, cosa que jamás puede ocurrir en poesía. A veces, el fon-
do supera a la forma, o viceversa. Jamás son uno y lo mismo, como
ocurre en Rubén, como ocurre en Jorge Manrique, en Lope, en Gón-
gora, en Quevedo. Basta, para darse cuenta, comparar un romance de
Zorrilla o del Duque de Rivas —versificación—, tan garbosos y sonoros,
con el primer romance—poesía—de Azul...:
Con una coloración más tenue, ¿no parece que nos encontramos con
un Lope pasado por el impresionismo?
350
Con un ritmo y una métrica distintos, ¿no habremos vuelto al
Renacimiento, a Garcilaso:
351
Sueño con claustros de mármol
donde en silencio divino
los héroes de pie, reposan:
¡De noche, a la luz del alma
hablo con ellos: de noche!
Pienso que a unos versos así no les hubiera saludado con tanto
entusiasmo don Juan Valera.
Pero Martí no posee la regularidad que Rubén. Frente al nicara-
352
güense muestra una forma menos brillante, y como «la forma es lo
que primeramente toca a las muchedumbres», su influjo no se pro-
dujo. Por otra parte, Rosalía y Martí, ante Rubén, tienen algo de
aficionados, o de poetas de domingo, aunque sus aciertos —instinti-
vos— sean fabulosos. Precisamente por esta calidad, de amateurs caen
en vicios retóricos —de la retórica vieja—, de los que se libra Rubén.
Porque el amateur, cuando no es un snob, tiene mucho de respetuoso
con las normas vigentes. Es como si, sometiéndose a ellas, tratase de
demostrar a los demás que no ignora las exigencias y decretos del
arte. No se atreve a ser natural, sencillo, porque no se le crea un
mero coplero; pero cuando este temor se supera, cuando se escribe
sin respeto a los dogmas estéticos, surgen esos prodigios de Martí,
o estos de Rosalía:
353
CUADERNOS. 212-213.—S
en los siglos de oro, curado de su cojera —acento en segunda y sexta—
campoamorina.
El verso, hasta Rubén —y me refiero siempre a los siglos xvni y xix,
con las excepciones de rigor—ha sido algo así como una sonora
servidumbre. Desde Rubén vuelve a ser libertad, forma única, insus-
tituible, de expresar lo que sólo poéticamente tiene una formulación.
Lo que en él haya de parnasianismo es lo que hay de perfección.
Pero no es parnasiano en cuanto a que su verso no es mármol
impasible, sino carne cálida. En esto de decir, no mejor, sino más
adecuadamente, con armónicos resonadores, es en lo que se acerca
al simbolismo.
Palabras que, firmadas por Rubén, muy bien pudieron ser escritas
por Góngora. Tenía que ser un poeta hispanoamericano, capaz de
captar la sensualidad de la palabra, el colorido de la imagen, la me-
lodía y el ritmo, quien devolviese a la poesía su prestigio, quien la des-
pojase de su lastre seudomoralizante. El siglo xix escasamente creyó
en la poesía; sí, en cambio, en las ideas solemnes versificadas. En el
fondo pienso que ni siquiera en las ideas que pregonaba creía. Les
faltaba pasión. Rubén impuso su credo de belleza; vio con mirada
nueva un mundo desmoronado bajo la apariencia de respetabilidad
burguesa, corroído por la ironía de Valera o de Campoamor, por el
«estar de vuelta». Era el mundo en que Bécquer había sido despre-
ciado a causa de sus «suspirillos germánicos»; el mundo en que los
grandes innovadores, en la pintura, fueron los mínimos, humildes pai-
sajistas que hacían pintura pura cuando los «maestros» escenografía e
historia de guardarropía. La forma de combatir la ramplonería am-
biente fue la proclamación de la belleza. Así pudo levantar el vuelo,
alejarse del vulgo municipal y espeso, dejando en tierra a la horda
retórica. Versalles, cuando aparezca, para alejar al lector en el tiempo
y en el espacio, no afrancesará medularmente su .poesía, como no ha-
bían orientalizado la de Zorrilla o Arólas sus sultanes y sus odaliscas.
Dioses y cisnes, recién llegados a los versos, son los mismos de las
antiguas fábulas españolas.
Porque Rubén representa todas las posibilidades del modernismo.
Es la encrucijada adonde llegan las corrientes tradicionales españo-
las: la de Jorge Manrique y la de Juan de Mena; la de modernistas
354
«naturales», como Martí, y la de artificiosos, que ven en la vida
materia de arte, como Lugones o Herrera y Reissig. El héroe de la
nueva época, como ha escrito Ricardo Gullón, vuelve a ser poeta.
El modernismo—he dicho antes—hizo bien lo que el romanticismo
hizo mal. También el héroe romántico fue poeta. También aquél se
enfrentó a la sociedad. Frente a la burguesía adocenada, el héroe del
romanticismo fue inmoral; el poeta modernista, amoral. El poeta de
la posguerra combate contra la burguesía desde su barricada moral.
Si el enemigo no ha cambiado, sí se han transformado las maneras
de combatirlo. Y estas tres actitudes están, más o menos determina-
das, en toda la obra de Rubén, tan vasta y rica. Asimiló lo prece-
dente y anunció lo posterior. Era tarea reservada para un poeta de
talla desmesurada, como la suya.
Hoy vemos todo esto con claridad. Pero no siempre ha sido así.
Si he recordado que Rubén es la encrucijada del modernismo es
porque la imagen que de él hemos tenido durante mucho tiempo
es parcial; abarcaba precisamente los aspectos más efímeros y exter-
nos: el Rubén de la «Sonatina», el de «Era un aire suave». Y ni
siquiera la imagen era la suya. Se le interponían centenares de prin-
cesas tristes, de marquesas Eulalias, creadas por sus imitadores.
Esto es, por lo menos, lo que ocurría cuando los poetas revelados
en la posguerra española comienzan a escribir. El planteamiento era
poco más o menos el siguiente: Rubén, un poeta que libra del pro-
saísmo al verso castellano. Llena el Parnaso de armonías wagneria-
nas; se queda en una poesía formalista y brillante, después de des-
encadenar una peste de imitadores. La poesía se libera de la cursilería,
que sustituyó a la ramplonería, gracias a Juan Ramón, a Machado,
a Unamuno: Ellos reaccionan contra el modernismo y crean una poesía
nueva y distinta. De ésta, sobre todo de la de Juan Ramón, nace una
poesía antirretórica, imaginativa, antítesis del rubenismo. Medíamos
a Rubén no por sus discípulos, sino por sus imitadores.
La primera sorpresa surge el día que aquellos jóvenes se enteran
de que Lorca y Neruda han pronunciado un brindis entusiástico en
memoria de Rubén. Es un golpe fuerte, como el sufrido por aquella
señora de que nos habla Proust que no toleraba más música que la
última, la de Debussy; abominaba de Chopin, al que consideraba
cursi, hasta que se enteró de que Chopin era una de las grandes
admiraciones de Debussy. Los críticos anunciaron que el modernismo
había muerto en 1917. Peto los poetas verdaderos, los que compren-
dieron la gran revolución, los que advirtieron lo que de verdadera no-
vedad había bajo lo novedoso—la novedad doublé—, ésos supieron
que no era el rubenismo, sino el hombre, Rubén Darío, quien había
355
muerto. En su obra se había marchitado la flor, lo efímero —la esce-
nografía francesa o helénica—: quedaba el fruto. Cuando Rubén
escribe:
y cosas semejantes.
356
en los que a ningún lector se le ocultará el tufillo del modernismo
más superficial. A veces, en el propio Lorca, las semejanzas son de
tono más que de guardarropía verbal. ¿Puede dudarse que en el
subconsciente del granadino actuaba el recuerdo de «Lo fatal» del
nicaragüense, al escribir estos versos?:
357
El Rubén tan misterioso y silencioso como Machado:
358
clon que creer que, al señalar estas dependencias, trato de restar per-
sonalidad al heredero. De otra lado, conviene recordar que el hecho
de que exista un vínculo, del carácter que sea, entre dos poetas de
distintas épocas no significa siquiera que el segundo leyese al pri-
mero; puede llegarse a soluciones idénticas por caminos propios. La
dependencia reside entonces no en el uso de unos procedimientos in-
ventados, sino en la actitud espiritual, semejante, entre el hombre de
hoy y el de ayer, lo que es claro exponente de la vigencia del de ayer.
Es el Rubén grave, aquel en que la melodía interior se impone a
Ja exterior, el que dejará su impronta en la poesía de posguerra. No
es extraño, en consecuencia, que en un poeta de tan severo acento
como Leopoldo Panero haya algún hilo sutil que lo una a Rubén. En
mi opinión, más que a Machado. Su ritmo es más tenso; su léxico,
más rico; su adjetivación, más inventiva; su melodía verbal no trans-
curre, como la de Machado, dentro de un registro de poca extensión.
Machado realiza el prodigio de hacer poesía casi con nada, como Jorge
Manrique, con una palabra que casi no tiene materia. Rubén, aun
en su poesía más severa, posee siempre una sensualidad de la palabra
que no existe en Machado. Es la misma diferencia que existe entre
el Tintoretto y Velázquez. Así, cuando Panero—por cifrar estas simi-
litudes, propias de un estudio extenso y profundo, en un solo ejem-
plo—se dirige a su hijo en un soneto alejandrino:
Nadie diría que ambos cuartetos son del mismo poeta. Pero nadie
dudaría de que han sido escritos por dos hombres de la misma raza
lírica. Una raza a la que, en cierto modo, pertenece también Miguel
Hernández.
Es sabido que, entre los numerosos autores que leyó Miguel Her-
nández en su adolescencia, uno de los que más dejaron sentir su
359
peso sobre la poesía naciente del oriolano fue la de Rubén. Más tarde,
la personalidad se perfilaría, afilada, puesta al día en contacto con
los poetas del 27 y el neogongorismo. Pero lo rubeniano, transformado,
asimilado, quedaría siempre en sus versos. En el fondo, toda influen-
cia de un poeta sobre otro no suele ser imitación, sino concordancia.
Rubén y los poetas de los siglos dé oro fueron los despertadores de
la poesía de Miguel Hernández. Superado el gongorismo —y el barro-
quismo calderoniano de El rayo que no cesa—, apagada buena parte
de la sonoridad de su poesía reveladora, perduraría la musicalidad
rubeniana, la plasticidad de la palabra, el gusto por la rima rica, por
el vocablo henchido. Porque como Rubén, como el modernismo en
general, Miguel Hernández se complacía en hacer estallar la palabra
al final del verso, en superar la dificultad material que representa
la rima no vulgar. Pero en Miguel Hernández, como en Rubén, como
en Gerardo Diego, la rima difícil no se advierte, como no se advierte
el esfuerzo en el malabarista que juega con varios objetos heterogé-
neos. Eso—la imprescindibilidad de ella—es lo que los diferencia de
tantos poetas para quien el empleo de la rima rica tenía mucho de
alarde impertinente.
Y, sin embargo, el eco de Rubén se advierte en Miguel Hernán-
dez—dejando aparte sus titubeantes ensayos adolescentes—, no cuando
escribe su poesía de tono mayor, sino precisamente cuando apaga su
voz, andándola en la melancolía.
360
Hemos aproximado a Rubén a otros poetas para deducir huellas,
o para señalar paralelismos. Es una indagación, ya lo vemos, super-
ficial, basada en concordancias que se captan en el airé, pero no se
razonan. Por lo menos, yo me considero incapaz de analizarlas en
profundidad, científicamente. Repasando estas aproximaciones, se me
ocurre que alguien puede pensar—por aquello de que la forma es lo
que primeramente toca a las multitudes— que los ejemplos aducidos
tienen en común algo que facilita la semejanza: el metro, que es lo
más externo de la forma. Podría pensarse que, siendo el alejandrino
un metro puesto al día por Rubén, desengrasado, para su empleo poé-
tico, estas semejanzas radican en él, de la misma manera que la
estrofa de Jorge Manrique o la lira de San Juan absorben a quien las
emplea hasta el punto de restarles toda personalidad propia.
Pero ésta no es una objeción que pueda formularse en serio. Fun-
damentalmente, porque no son comparables, a estos efectos, unos
metros—el alejandrino en este caso—y unas estrofas estrictas. Aun-
que todo molde estrófico sea capaz, teóricamente, de expresar perso-
nalidades muy distintas, es cierto que en algunos casos, cuando han
alcanzado una de sus posibles formas de perfección, resulta difícil
evadirse del modelo que las llevó a su cima. El metro, por el con-
trario, es menos condicionador, no ya el octosílabo o el endecasílabo,
sino también el resucitado alejandrino. Y tenemos la prueba en los de
Juan Ramón Jiménez, tan diferentes a los de Rubén, incluso cuando
—a ejemplo de éste—cae la cesura en medio de una palabra.
No debemos preguntarnos, por tanto, si dos poesías se parecen
sencillamente por el hecho de que el poeta más joven use la forma
métrica del más viejo, sino si estas dos poesías no tenían fatalmente
que parecerse, en lo externo, por otra razón: su semejanza interna.
El poeta posterior tenía que decir algo tan próximo—en su color
espiritual, en su tono sentimental—a lo dicho por el poeta anterior,
que se vio obligado, fatalmente, a usar su mismo molde, signo de que
éste había logrado con él una de sus perfecciones posibles; signo,
asimismo, de que el espíritu del anterior estaba vivo, era ejemplar.
Eso ocurre, por ejemplo, en dos poetas tan aparentemente opuestos
como Rubén Darío y Jorge Guillen, porque el segundo emplea más
de una vez la falsilla del primero. Aunque en Cántico pueden espi-
garse ejemplos, prefiero entresacar los dos que siguen, de su Mare-
magnum, libro de posguerra. El primero es el que abre el libro: «El
acorde». Estos cuartetos endecasílabos de rimas cruzadas, ¿no nos
traen a la memoria el poema inicial de Cantos de vida y esperanza?
Dice Rubén:
361
Yo soy aquel que ayer no más decía
el verso azul y la canción profana,
en cuya noche un ruiseñor había
que era alondra de luz por la mañana.
362
dos versos—los impares—eneasílabos y dos—los pares—pentasílabos.
Recordadla:
363
estrofas de Bécquer, pueden ser los ejemplos en que pensar. En la
misma línea debemos incluir el «Responso a Verlaine», Y como hija de
esta estrofa rubeniana, yo señalaría sin vacilar la estrofa de tres ale-
jandrinos y un endecasílabo empleada por Miguel Hernández. El
grupo de los dos pareados alejandrinos, rematado cada uno de ellos
con un eneasílabo, no tiene aparente semejanza con la estrofa de
Miguel Hernández. Y, sin embargo, yo creo ver una distribución
interna de la materia expresiva que me obliga a pensar que Rubén,
si no falsilla, sí fue estímulo para crear un molde tan adecuado para
que Miguel Hernández vertiera su pensamiento poético.
Queda, entre las formas métricas estróficas que Rubén elevó a
paradigma, un metro que ha tenido singular fortuna en la poesía de
posguerra: me refiero al eneasílabo. Rubén lo emplea, me parece por
primera vez, combinado con alejandrinos, en el «Responso a Verlaine»
de Prosas profanas. (No deja de ser curioso que en el libro donde
más se evidencia su amor a lo francés —en temas y citas nominales—
no emplee el verso, con el alejandrino, más francés. Con la ventaja
sobre el alejandrino, desde el punto de vista de su intención renova-
dora, de resultar extraño para el oído hispánico). En Cantos de vida
y esperanza lo usa en tres ocasiones: «Programa matinal», «El soneto
de trece versos» y «Canción de otoño en primavera». Sería esta última
composición la de mayor popularidad, la de más amplio radio de
acción poética.
No obstante, según leo en Luis Rosales, el antecedente hay que
buscarlo no en Francia, sino en Colombia, en la composición «Estar
contigo», de José Eusebio Caro:
364
José María de Cossío,
amigo y más que amigo hermano:
tu espiritual, lírico envío
llegó a mi nido castellano.
365
Esos acentos fijos en 3.a y 10.a, que en Rubén tienen aire saltarín
de minué, suenan con pesadumbre en Blas de Otero, con terrible hos-
quedad, como si el poeta apoyase lo que dice golpeando con el puño
sobre la mesa. Sí, la maestría del poeta de hoy, su sensibilidad rítmica,
suponen la existencia de Rubén. A veces, deliberadamente, Rubén
aparece recordado casi textualmente por Otero:
Los adverbios en mente, tan caros a Rafael Morales, Otero, serían in-
imaginables sin la estrella nórdicamente pura del nicaragüense. Y unos
y otros •—insisto en lo dicho— sin el ángel fieramente humano de
Góngora. Como es hallazgo rubeniano—redescubrimiento del perdido
barroco—ese endecasílabo débil, que se desliza hasta tropezar con la
sexta sílaba, donde se apaga:
desencadenador en el futuro.
366
presente—. Uno de los ejemplos que aduce es, precisamente, un her-
moso poema suyo: «Cristo adolescente». La estrofa en que se da la
superposición temporal es ésta:
JOSÉ HIERRO
Fuenterrabía, 4
MADRID
367
RUBÉN DARÍO, ¿CLASICO O ROMÁNTICO?
POR
368
do, arte llamado a producir con frecuencia la impresión de que el
autor, inquieto, presuroso, no atendió a trabar prolijamente sus ele-
mentos y dejó, en fin, con algún grado de inverecundia, cabos sueltos.
Y haciendo oposición a este arte de esbozos truncos, señalaba más
adelante el ilustre esteta cuáles eran, en su sentir, los rasgos del arte
clásico, o mejor: del clasicismo en contraste con el romanticismo.
Croce apunta entonces cómo el clasicismo gusta del ánimo apagado
y no violento, del dibujo completo y acabado, de las figuras estudiadas
en su carácter y precisas en sus contornos. Le pareció, asimismo, que
el artista clásico, o clasicista, tendería a la ponderación, al equilibrio,
y no sería en nada esquivo a la claridad. Abreviando, decía el ilustre
pensador italiano que el clasicismo tiende resueltamente a la represen-
tación, así como el romanticismo tiende al sentimiento.
Ahora bien: ¿y qué ocurriría si tomando estas definiciones de
Croce, fruto de tan dilatada meditación sobre el arte, las aplicáramos
a la obra de Rubén Darío? ¿Entenderíamos mejor el fenómeno intro-
ducido por éste en las letras de lengua española? ¿Nos daríamos más
cabal cuenta de cuáles fueron sus adquisiciones, su innovación, el
legado que deja, el mensaje a que abría paso su verso? Estos procedi-
mientos de aproximación para captar la esencia de la creación suelen
parecer insuficientes al vulgo, el cual propende a creer.tan elevado el
nivel de la obra literaria, que nada puede acertar jamás a definirla.
'Los tratadistas de la estética, los críticos literarios, los historiadores de
la literatura serán, por lo común, menos exigentes. La definición fina
y ponderada de Croce, erigida sin duda en una sensibilidad singularí-
sima, jamás entorpecida por intensas jornadas de estudio, puede ser,
pues, una llave ganzúa que nos abrirá algunos de los cofres más
herméticos de la poesía de Rubén Darío.
Si esto es así, como podría ser, tendríamos en Rubén Darío, gracias
al dibujo completo de los seres evocados, así como por el don de la
medida y por el equilibrio. Nótese cómo algunos de sus poemas, acu-
nados por una música de fácil melodía, se prolongan lo justo para
inquietar ai lector; pero no insisten, y se cortan, aun. cuando sin brus-
quedad, si el artista cree bastante la sugerida representación. Decora-
tiva pompa, escenarios galantes, atuendos primorosos, castos desnudos,
se dan a porfía en el estilo del poeta nicaragüense. Se le verá seducido
por el ambiente de la mitología griega, antes que por las toscas suge-
rencias del pasado americano, al cual, sin embargo, de vez en cuan-
do concedió alguna mención en sus versos. Pero le seduce más la
Francia de los Luises, por la mucha seda que ve en torno al talle de
sus damas, por el concepto sutil que se desliza de los labios del abate
voluptuoso y por la danza pausada y leve en donde se han compro-
369
CUADERNOS. 212-213.—9
metido el fino pie, el zapatito de rojo tacón, el empeine, la pantorrilla,
el muslo...
De las aves, prefirió el cisne, en cuya albura de nieve deleitaba el
ojo; la paloma, en quien se le antojó ver candentes hogueras pasiona-
les; el águila, de majestuoso vuelo desde que había acompañado a
Júpiter en su trono. Buscó con ansia el azul, entendiendo ya no sólo
un color que se ofrece en las flores y en las plumas de algunos pájaros,
sino más bien un estado de alma, refugio para los soñadores, región
alejada, distante, inmersa en la quietud ilimitada del espacio, comarca
a donde se allega el artista cuando quiere, a solas, crear.
Pero Darío no anduvo solamente tras eso, a pesar de la brevedad
de su vida, dentro de la cual ciertas horas hubieron de ser derrochadas
en torno a mesas opimas abastecidas de suculentas viandas y regadas
de capitosos vinos; existencia en donde hubo, además, periodismo de
alto y de bajo coturno, alguna lucha política, diplomacia, empleos
viles para ganar el pan cotidiano, y noches de bohemia gemebunda
y aterida. Puede añadirse, en fin, y sin el ánimo de ennegrecer dema-
siado el cuadro, que Darío careció de método en su trabajo, y en
cierto grado improvisó casi todas las composiciones que de él se cono-
cen, inclusive las mejores. Sólo grandes poemas de encargo (a la Argen^
tina, a Mitre) pudieron ser elaborados en frío, a conciencia, sabiendo
cuál era el riesgo y la ventura a la vista. Los demás, con alguna
excepción, salieron de pronto, en cualquier alto del camino, en el vela-
dor del hotel, en la mesa del café, en el álbum tentador y propicio,
tras el cual sonreían los ojos misteriosos de la dama que bien podía
hacer seguir el libro de una cita galante.
Y es que, a pesar de la brevedad de su vida, en Rubén Darío hay
también algo del informe y suelto romanticismo, cual lo describe
Benedetto Croce. En su obra vense amores, odios, angustias, júbilos,
sentimientos todos en cuyo seno, llegado el instante de la expresión,
Darío sabe depositar la magia del estilo, con luces y piedras preciosas.
La expresión directa, hija de la ecuación, es poco frecuente en su verbo.
Tiende, por inclinación espontánea y acaso irresistible, a la expresión
fina, alquitarada, exquisita, llamada a satisfacer clientelas aristocrá-
ticas, antes que al vulgo, apellidado por él municipal y espeso, como
signo supremo de asco. No es poeta de multitudes; no lo entenderán
los demócratas, sintetizados para el poeta en el estrepitoso Walt Whit-
man, y, en consecuencia, le negarán desde el momento en que ha-
biendo triunfado se dediquen a arrasar lo excelente y lo selecto.
En las vecindades del centenario me ha parecido conveniente evo-
car algunas de estas ideas surgidas al filo de la lectura de Darío, evi-
tando en lo posible el fácil despliegue de fuentes eruditas, citas y demás
370
aparato de comprobaciones textuales, útiles, pero enojosas. Rubén
Darío nació, en Nicaragua, en 1867. Arabuló por muchos países, y, en
definitiva, donde menos vivió fue en su Nicaragua natal, cuyo ambien-
te se le antojaba estrecho y demasiado primitivo para sus ansias prin-
cipescas y para sus apetitos de sibarita, excitados ya en la infancia.
Y ahora, en la altura del centenario, la obra de Rubén Darío oscila
en el filo de la navaja, balanceándose entre la negación extrema de
unos y la indiferencia de los más. Ha pasado; pasó; ya no existe.
Le acribillan las dudas y las reservas, y hay quienes, en su fuego, la
ridiculizan y chotean sin advertir que este juego de chirigotas y de
retruécanos ha podido hacerse, y en realidad se ha hecho, con todos
los poetas de todos los tiempos, sin exceptuar a ninguno, a condición,
eso sí, de reconocerse en su obra la grandeza indispensable para que
el chistoso de turno se detenga en la obra y se decida a tornarla en
blanco de sus bufonadas.
En el filo de la navaja... Por allí andamos, pues, cuantos creemos
que Rubén Darío es algo más que tema de pullas. Clásico, aspiró
a diseñar seres de fino rasgo con palabras precisas, en poemas de aca-
bada estructura. Romántico, vertió acerbos dolores en versos, a los cua-
les la carga emocional no logra romper. Y por encima de todo, creó
un estilo propio, llamado habitualmente modernista, que ahora se nos
ofrece para el estudio. Quienes, hayan contemplado las celebraciones
de este centenario sin extremo disgusto, convendrán en que no será
perdido el examen de la sensibilidad modernista si mediante él nos
acercamos a vislumbrar el misterio del alma hispanoamericana. La
hurañez, la desconfianza, la altivez, el silencio hosco y contenido, la
abulia, la ingenuidad en el contento, la ensoñación en dotes inalcan-
zables, la pérdida de la fe, el cósmico desencanto de la vida, el remor-
dimiento, tantas cosas y tantos sentimientos que afloran, de golpe
y a un mismo tiempo, o en grados alternos y sucesivos, en el alma del
hombre hispanoamericano, hallan en Rubén Darío un expositor de
privilegiada importancia. En la brevedad de su obra cabe todo eso,
y cabe más sin duda, puesto que cupieron asimismo algunas gotas
de poesía.
371
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OBRAS
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POR
RICARDO GULLON
¿QUÉ ES ESTETICISMO?
373
los caprichos de la voluntad; en el segundo caso, lleva al artista a
tratar la vida como si sólo fuera algo pasivo, materia prima para la
creación artística, e incluso a moldear la vida misma según el patrón
del arte. Los efectos de estás dos actitudes son nihilismo y hedonismo.
El primero, al repudiar la moral y la conciencia, conduce a la indi-
ferencia y a la apatía, a lo que Briusov llamaba, siguiendo a los par-
nasianos, «impasibilidad»; el segundo, al exaltar las emociones y los
sentidos, conduce al triunfo de la pasión, a lo que Balmont llamó,
demasiado románticamente, «transporte» (i).
(i) RENATO POGGIOLO: The poets of Russia. Harvard University Press- (Cam-
bridge, 1960; p. 84).
374
misión. En la primera se afirma como delegado de la providencia para
mantener en la tierra la hermosura de la verdad y la pureza del ideal;
en la segunda aparece como representante de una aristocracia intelec-
tual, integrada por cuantos disienten de la vulgaridad y la chabaca-
nería profesadas por los detentadores del poder. Aunque más de una
vez cediera al halago o al salario de los poderosos, a quienes despre-
ciaba, sus humanas debilidades no empañaron la continuidad de esas
otras actitudes que en verdad le constituyeron.
La primera tiene un origen preciso. Hasta finales del siglo xvín
los poetas conservaron ante los clanes dominantes la actitud subordi-
nada, si nq servil, que hoy sorprende (con sorpresa anacrónica) en-
contrar en Cervantes, Lope de Vega o Racine. Con la irrupción del
romanticismo todo cambió: el poeta se sintió marcado por el destino
y sintió la poesía como llama encendida para templar los corazones
y transformar al hombre. {«Olivo del camino», de Antonio Machado,
es una transparente —y tardía— parábola sobre el tema.) Esa marca,
en cuanto implicaba rebelión contra los poderes, y más contra las ins-
tituciones establecidas por ellos para perpetuarse, parecía de origen
satánico, y como satánicos marcaron a ciertos poetas los exorcistas del
justo medio, que por vocación u oficio acabaron convirtiéndose en in-
quisidores. Seducir u hostigar a los poetas ha sido, desde entonces,
ocupación de la gentecilla adscrita a oficios policiales en la república
literaria.
Satanismo o divinismo, a estos efectos es lo mismo. Después de
todo, para las inquisiciones y sus escribas no es menos perturbador
Jesús que Luzbel; acaso lo sea más. No tardó el rebelde en proclamar
orgullosamente su identidad, y obra tan característica del primer ro-
manticismo como Enrique de Ofterdingen, de Novalis, escrita en el
quicio de los siglos, entre 1799 y 1801, muestra cómo a través de una
curiosa alquimia creadora el protagonista ha sido desustanciado y su-
plantado por el autor. Enrique es Novalis y declara sin ambigüedad
su convicción de ser el evangelista designado por Dios para predicar
la buena nueva que se avecina.
En cuanto a Darío, es inexcusable comenzar citando el conocidísimo
poema de Cantos de vida y esperanza:
375
El bestial elemento se solaza
en el odio a la sacra poesía
y se arroja baldón de raza a raza.
La insurrección de abajo
tiende a los Excelentes.
El caníbal codicia su tasajo
con roja encía y afilados dientes.
CANÍBALES Y FILISTEOS
Puede leerse mal este poema si se lee fuera del contexto epocal que
lo determina, del contexto más reducido de la obra rubendariana y
del libro de que forma parte. No se le comprenderá cabalmente si no
se empieza aclarando quién era ese «bestial elemento», esos «insurrec-
tos» y «caníbales» aludidos por el poeta. No es, no son, desde luego, los
desposeídos, los ofendidos y perpetuamente humillados de la tierra.
La tentativa de identificar a los «Excelentes» con los poderosos y con
los ricos, es sencillamente grotesca. La excelencia en que Rubén Darío
piensa es excelencia espiritual e intelectual, consiste en gracias del alma
y no en dones de la fortuna; es excelencia interior, invulnerable a los
ataques del «bestial elemento». No habla de situación social, sino de
376
jerarquía moral, y la «insurrección de abajo» es la misma que veinti-
tantos años más tarde describiría Ortega en un libro donde el espe-
cialista y el señorito satisfecho resultan ser paradigmas del nuevo bár-
baro cuyo alzamiento amenaza a la cultura.
Los «otros» son los filisteos, parásitos intelectuales, el «vulgo errante,
municipal y espeso» del Versalles otoñal, los imbéciles condecorados
o sin condecorar que pululaban—y pululan, ¿o no?—por ministerios,
parlamentos, academias, ateneos, redacciones; los que hacían añorar
a don Ramón del Valle-Inclán un rey idealizado y popular sólo posi-
ble en su fabulosa imaginación. Pasando de la torre a la flecha (en un
soneto poco citado: «Tant mieux...», de El canto errante) enumeró
Darío, con sarcasmo poco frecuente en él, la lista de los inmundos:
377
nacionales. De ahí que, como José Martí —el héroe por excelencia—,
José Asunción Silva, Juan Ramón Jiménez, Julián del Casal, Antonio
Machado..., se vea o se quiera ver y ver a sus iguales como fortalezas
en medio del campo (a sus ojos, campo de batalla) asediados por fuer-
zas que lo tienen todo, menos la poesía; todo, menos la palabra que
hace a los poetas semejantes a Dios. Que para ellos la Providencia
sea más y más una metáfora, no contradice lo que estoy diciendo:
alguien había de ocupar la gran vacante y nadie más indicado que
quien al poner nombre a las cosas podía emular al creador. Desear ser
dios era, tal vez, el modo de empezar a serlo y, después de todo, Mi-
guel de Unamuno afirmó que Cristo se había divinizado a fuerza de
desearlo.
POLÍTICA Y POESÍA
378
afirmó la voluntad y la necesidad del disentimiento. Política y poesía
son mundos diferentes, y no sobrará citar unas palabras de Yeats que
contestan a objeciones esgrimidas con frecuencia contra quienes se
niegan a adulterar su compromiso y su fidelidad a la belleza-verdad. Es-
cribiendo a un corresponsal de opinión distinta a la suya, le decía:
«No entiendo lo que quiere usted decir cuando distingue entre la
palabra que le da la idea y la palabra más bella. A menos, por su-
puesto, que lo que usted quiera decir es que la belleza de detalle debe
subordinarse a la del efecto total, me parece como si alguien dijera:
"No me importa que mi sonata sea musical o no con tal de que exprese
mis ideas". La belleza es el fin y la norma de la poesía; ésta existe
para encontrar la belleza en todas las cosas: filosofía, naturaleza, pa-
sión...; en lo que usted quiera. Tan pronto como rechaza la belleza,
destroza su propio derecho a existir. Si necesita exponer las ideas por
lo que ellas valen, escriba prosa. En el verso están subordinadas a la
belleza, que es su alma, sí es que son verdaderas» (3). La prosa a que
Yeats se refiere es la adecuada para el pensamiento lógico, para la
información y la comunicación, mientras la poesía, reveladora de in-
tuiciones, se consagrará por la gracia con que se alcance a exponerlas.
Sin exageración, es posible afirmar que los modernistas, en Irlanda
como en Nicaragua, pensaban que nada que pudiera decirse en prosa
informativa sería poesía (4), y ese pensamiento no les impedía utilizar
la prosa—otra prosa—como vehículo complementario de la protesta
que antes escribieran, conforme hizo Darío, en el ala de los cisnes.
La torre de marfil era una tentación, y así se dice en el poema ini-
cial de Cantos de vida y esperanza, pero la vida y la esperanza presen-
tes en el título no son las de la soledad incomunicada, sino las de la
comunión cordial. El poeta quiere descender y desciende a los abismos
para reconocerse en la sombra: no para clausurarse en la contempla-
ción narcisista, sí para enfrentarse con el rostro del extraño hermano
allí escondido. Después saludará al optimista y apostrofará al imperia-
lista Teodoro Roosevelt con la voz de todo un continente, seguro de
tener a Dios de su parte.
En «Revelación», el dios de que está poseído el poeta es Pan y Jehová
y el Dios de los cristianos; cualquiera y todos ellos, hablándole y de-
jándose oir en él y por él cuando el espíritu está colmado de viento,
sol, infinito... Por eso parece lícito describir las iluminaciones de la
creación como operación mágica en que se asimilan lo cósmico, lo
(3) Citada por RICHARD ELLMANN: The identity of Yeats. Oxford University
Press (Nueva York, 1964; p. 42).
(4) «No debe expresarse en poesía sino lo muy profundo, lo muy amargo,
lo muy delicado, lo muy tierno», había escrito JOSÉ MARTÍ (Obras completas,
edición Trópico, vol. LXÓI, p. 165).
379
humano y lo divino. Poeta y dios se identifican cuando dan vida a la
materia inerte y la transforman. La lira es instrumento de poder y, por
serlo, sienten sus portadores orgullo que no cede al de quien porta la
espada, según Darío mismo escribió en otro poema, «Retorno», incor-
porado como el anterior a El canto errante.
En el más pitagórico de sus textos, el que empieza diciendo: «Ama
tu ritmo y ritma tus acciones» (Prosas profanas), expresó aún mejor
cómo se sentía número celestial del que brotaba o podía brotar la
gracia. El poeta tiene la llave del canto, la que abre las puertas de la
armonía; al abrirlas, ésta resplandece y todo es diferente: más claro
y más hermoso. En Darío, como en Juan Ramón Jiménez, Ramón del
Valle-Inclán, Leopoldo Lugones, Herrera Reissig..., la poesía es, cada
vez más, medio de revelación, fuerza capaz de resplandecer con la
verdad-belleza; sus descubrimientos, o sus conquistas, anexionan ince-
santemente mundos nuevos. Además, la poesía tiene virtud inmortali-
zante. Las torres de Dios no serán inmortales en la carne; sí en el
poema. El desengañado Unamuno no encontrará otro recurso a que
acogerse para no morir del todo, y Manuel Gutiérrez Nájera tituló
Non omnis moriar la última de sus obras, donde los átomos becque-
rianos reaparecen para garantizar la supervivencia del cantor en el
canto.
PARNASIANISMO Y SIMBOLISMO
380
esas piedras preciosas que antes de ser talladas y engarzadas en pul-
seras, sortijas y collares, encantan al entendido que las ve centellear y
viéndolas se siente feliz, como el artista que al contemplar imagina
de qué forma podría montarlas en una joya». La otra corriente tiende
a extremos como el representado por el ruso Afanasi Shensin (Fet),
para quien la poesía es canto sin palabras, una emoción literalmente
inexpresable.
En el modernismo hispánico predominó inicialmente el esteticismo
de raíz parnasiana; pronto se impuso la tendencia profunda, y ya lo
mejor de José Asunción Silva, las Soledades (1903), de Machado, y los
Cantos de vida y esperanza (1905), de Darío, navegan por el gran río
simbolista. Disonó esta poesía en un mundo donde todavía resonaba
el fragor del verso «rotundo» a la nuñezdearce, y sorprendió porque
lo insólito estaba en la intuición y no en la palabra que fluía sencilla
y transparente. Todavía hoy esa engañosa sencillez despista a muchos
lectores de Antonio Machado que, prendidos en la transparencia ver-
bal, se preguntan cómo es posible que la creación resulte aparente-
mente sin misterio y a la vez tan de veras misteriosa.
Y a ese misterio, o para decirlo en tono más apagado, a esa ambi-
güedad querida, buscada, tenderá en definitiva el esteticismo moder-
nista : los parques viejos y las galerías del alma son espacios en penum-
bra y lo que alguien tomó por antiintelectualismo fue decisión de pre-
sentar los sentimientos en su equívoca indefinición original. Lo inefa-
ble tiene su ritmo y hay un modo propiamente lírico de fundir los
mensajes de la conciencia con las fluctuaciones de lo inconsciente,
siempre captadas a medias, cuando son captadas, en ese ámbito turbio
de los olvidos donde se origina la poesía.
En el modernismo—y en los precursores más directos, Bécquer y
Rosalía de Castro—se afiram, junto al misterio, la videncia. El poeta es
el vidente y el visionario. Si poetizar es descubrir, es también así por-
que, como dijo Salinas, súbitos relámpagos le dejan ver territorios, o
fragmentos de territorios, ignorados por los insensibles a las ilumina-
ciones. En el prólogo a Versos libres (1882) escribía José Martí (y obsér-
vese cómo se adelanta medio siglo al Donner a voir de Paul Eluard):
«Lo que aquí doy a ver lo he visto antes (yo lo he visto, yo) y he
visto mucho más, que huyó sin darme tiempo a que copiara sus
rasgos», y en una carta reiteraba y precisaba la condición visionaria
de su poesía: «¿cómo he de ser responsable de las imágenes que vie-
nen a mí sin que yo las solicite? Yo no he hecho más que poner en
versos mis visiones» (5). Y cuando Antonio Machado se adentra por
sus secretas galerías, va siguiendo figuras del sueño y buscando otras,
(5) Carta a DIEGO JUGO: Obras completas, ed. Trópico, vol. XX, p. 218.
381
entrevistas a la luz de esos relámpagos que las hicieron visibles un
instante.
Y apenas será necesario decir que Martí y Machado son artistas
calculadores de distancias y cadencias, artistas sensibles a la atmósfera
y conocedores de los recursos adecuados para lograr la perfección de
la rosa. Pues si Juan Ramón dijo del poema: «No le toques ya
más / que así es la rosa», fue, como aclaró luego, «después de haberlo
tocado hasta la rosa». Ya sé que Martí se preguntó alguna vez si
tenía derecho a revisar, en nombre del arte, lo dictado por la musa,
pero esa pregunta parece más emocional que intelectual, suscitada por
los restos de ideología romántica que, revueltos, heteróclitos, supervi-
vieron hasta el final del modernismo—si es qué no flotan todavía en
las conciencias o las subconsciencias del presente.
El imperativo de claridad quizá sólo conviene a la poesía lírica en
la medida que lo practican los modernistas, para quienes el empeño
poético no consistía en descubrir el objeto, sino en sugerir lo que el
objeto hacía sentir. No se pida a los poetas objetividad, en el sentido
de presentación minuciosa y total de las cosas; lo que de ellos puede
esperarse es la expresión sensible de impresiones acumuladas. En la
complicada y fulgurante operación imaginativa que es la creación poé-
tica, el acento no recae sobre el acto de pensar, sino sobre el modo de
intuir; por eso, vista la imposibilidad de captar racionalmente el fluir
de la vida, los poetas ulteriores derivaron más y más al irracionalismo.
No es Ortega sino Santayana quien piensa como ellos al decir palabras
que ya he citado en otra parte: «un verdadero poeta es el que coge el
encanto de cualquier cosa, cualquier algo, y deja caer la cosa misma».
Pero en los modernistas lo consciente nunca se deja avasallar del todo,
como puede verse en Juan Ramón Jiménez, que cada vez fue sintiendo
más y más la plenitud del ser y de la poesía como conciencia, vol-
viendo del revés el anhelo expresado por Darío en «Lo fatal».
El aristocratismo de Rubén se declaró en múltiples ocasiones, di-
recta o indirectamente. De sus confesiones programáticas recordaré
primero las del prólogo a Prosas profanas. Al atacar al «universal per-
sonaje» llamado eeluiqui-ne~comprend-pas cita ejemplos de la prolífica
especie que hacen ver en quien estaba pensando al escribir los poemas:
«profesor, académico correspondiente de la Real Academia Española,
periodista, abogado, poeta, rastaquouére». Una mención desdeñosa, al
pasar, y la declaración de que su estética es «acrática», es decir, per-
sonal, no sujeta a discipulazgo y menos a imitación.
Si confiesa su aversión a la vida y al tiempo en que le tocó vivir y
su nostalgia del pasado, es para soñar un futuro construido sobre reali-
dades más auténticas —y por eso más válidas estéticamente— que las
382
mezquindades vigentes. ¿No era rigurosamente cierta la imposibilidad
de cantar a los presidentes en el idioma apto para evocar a los héroes
mitológicos de América? Tan exacta resultó que cuando Darío la
olvidó, alguna vez, no tardaron lectores y críticos en censurarle —o dis-
culparle— el abuso. Sobre el indigenismo proclamado por él se levan-
taron luego empeños cuya vigencia hoy no se discute.
EXPLICACIÓN DE LO MINORITARIO
(6) Ya IBSEN había dicho enfáticamente por boca de uno de sus personajes:
«La mayoría nunca tiene razón; os lo repito: ¡nunca! Esa es una de las men-
tiras-sociales contra las que el hombre libre debe rebelarse.» (STOCKMANN, en Los
pilares de la sociedad.)
383
de una libertad amenazada, so pretexto de igualitarismo, por los orto-
doxos de todas las ortodoxias.
¿Por qué se olvida con tanta frecuencia la sabidísima declaración
rubeniana: «Yo no soy un poeta para las multitudes. Pero sé que
indefectiblemente tengo que ir a ellas.»? Quien se siente voz de Dios,
sustituto de su silencio, ha de sentirse voz del pueblo, que acaso es
lo mismo: si aquél calla es porque éste no dice nada, y en el callar
como en las cóleras se identifican. Cuando en Darío hay política es
«porque aparece universal»; porque dejó de ser la política de los polí-
ticos para ser la de los pueblos, entre quienes el poeta encuentra el
espacio natural de la poesía, el origen y el eco del clamor, que suena
en los Cantos como «clamor continental», siendo, como era y es, tan
intensamente personal. «El vate», había escrito ya Díaz Mirón en
«Sunsum» (1889), no ha de decir en la canción su dolor, «sino el dolor
humano».
Se reprocha a los minoritarios falta de contacto con la vida—¿con
qué vida?—cuando de lo que se alejaron es de la vida literaria. Puede
observarse este fenómeno en ciertos ataques a la soledad de Juan
Ramón Jiménez, por estar «cada vez más dentro de [la] vida y más
fuera de la literatura» (7), sin que el ensimismamiento le distanciara
de la realidad, como bien se advirtió en la hora de la prueba. En poe-
mas como «El fiel definitivo» y «Réquiem)) dejó escrito el testimonio de
cómo supo vincularse al hombre, a los hombres y sentir y padecer
con ellos.
La extensión y propagación de las ideas democráticas dio lugar a
cierta confusión y deformación de conceptos. En manos de los dema-
gogos unas veces, de los ineptos otras, la democracia cesó de ser forma
de organización política para convertirse en tabú. La igualdad de
derechos pareció exigir la igualdad en los intelectos; todos los hom-
bres siendo iguales, no les sería negado el acceso a nada. Los pro-
blemas científicos y técnicos escaparon por su naturaleza a esta nive-
lación: las teorías de Einstein,'por ejemplo, ni están al alcance de la
mayoría, ni pueden allanarse para que las asimile sin esfuerzo. A este
hecho nadie objeta, claro, pero en cuanto se pasa a los dominios del
arte las actitudes cambian y la beocia protesta si el poema o el cuadro
le resulta ininteligible o siquiera difícil. Desde Píndaro a Neruda, la
poesía reclama una atención y un silencio de que «las ocas» no suelen
ser capaces; por eso frente al agresivo griterío de quienes sólo son
esforzados en el no esforzarse, el poeta se clausura, de un modo o
de otro.
384
¿Se aristocratiza? Sí, si aristocracia significa, como Ortega pensaba,
autoexigencia y disciplina. Es fatigoso y monótono repetir uria y otra
vez lo mismo, pero según Gide decía, «como nadie escucha, es nece-
sario volver a empezar constantemente», recordando por enésima vez
que el minoritarismo modernista no es político, sino intelectual, y
que no excluye a nadie, sino a quienes se excluyen por pereza intelec-
tual o por falta de curiosidad, que viene a ser lo mismo. Juan Ramón
Jiménez dedicó lo mejor de su obra «a la inmensa minoría»; un
poeta contemporáneo, Blas de Otero, escribe la suya para «la inmensa
mayoría». ¿Cuál es la diferencia? A mi juicio ésta: Juan Ramón
pensó su dedicatoria en un mundo menos politizado que el presente y
teniendo en cuenta sensibilidades, no clases sociales; Otero la redactó
contra minorías que el autor de «Espacio» no hubiera considerado ta-
les: minorías de políticos usurpadores a las que,ambos poetas, cada
cual a su modo y conforme a su estilo, se enfrentaron sin vacilación.
Hacia 1940, en el destierro y tras la dramática experiencia de la
guerra civil española, dictó Juan Ramón una conferencia sobre el
improbable (para él) tema de «Aristocracia y democracia». Es un texto
poco conocido y merecedor de serlo mucho, donde resume sus ideas
sobre la cuestión. Llama aristocracia a «el estado del hombre en que
se unen, unión suma, un cultivo profundo del ser interior y un con-
vencimiento de la sencillez natural del vivir: idealidad y economía».
Y al aristócrata lo define como «el que necesite menos exteriormente,
sin descuidar lo necesario, y más, sin ansiar lo superfluo, en su espí-
ritu (8)». Sobriedad y sencillez le parecen características esenciales del
aristócrata y no puede chocar que en el pueblo (en el campo) haya
encontrado «los mejores ejemplos de aristocracia congénita y progre-
siva». Aristocratismo y popularismo van juntos, caminando como de la
mano, en el espíritu y la querencia de los modernistas, y esta previsi-
ble simbiosis fue fecunda, al moderarse y frenarse lo primero por lo
segundo.
El desdén por lo aristocrático implicaba, según el andaluz universal,
desdén por lo mejor, o por el deseo de lo mejor. Señaló lo absurdo de
condenar como esteticismo el amor de lo bello, incluso en cosas «inúti-
les», como flores o pájaros. Parece como si hubiera leído aquel olvidado
apólogo cuya sustancia puede resumirse en su título: «¿Para qué sir-
ven las rosas?» En todo caso, respondiendo a un cubano, «hombre de
chorizo y vinote», le recordaba que no hay incompatibilidad entre la
luna y la hogaza (9); o sea, que la sensibilidad no está reñida con el
conocimiento del mundo.
385
CUADERNOS. 212-213. 10
La aversión al vulgo literario es consecuencia de una actitud exi-
gente del poeta para consigo mismo y para con los demás. El moder-
nismo se propagó en España estimulado por un impulso de protesta
contra la vulgaridad acartonada y la plebeyez intelectual de los barba-
dos mentecatos que habían erigido a Madrid en capital de La Man-
cha. No la resentían menos los peninsulares que los ultramarinos, Valle-
Inclán que Martí, Machado que Darío, y los unos como los otros se
distanciaron, intelectual si no físicamente, de la que Julián del Casal
llamaba {en «Obstinación») (da turba humana», sintiéndose, como este
pobre se sintió, aislados en un medio hostil. Tanto como la neurosis,
fue la voluntad de subrayar ese aislamiento lo que retuvo seis años a
Juan Ramón en su Moguer natal, entre 1906 y 191a.
386
saberlos mejores no es la mayoría, sino otra minoría. Los muchos,
dice el crítico inglés, pueden ser moral o psicológicamente excelentes,
y entre ellos hay grupos tan honorables como el de los profesionales
para quien la lectura es trabajo, o el de los esforzados en leer para
estar al día y seguir de cerca las corrientes de la moda literaria (n).
Los enemigos de los modernistas se reclutaron, quizá, también en esos
sectores, pero más comúnmente entre los apegados a la tradición y los
adversos al esfuerzo intelectual.
El análisis de Lewis tiende a superar los antagonismos entre escritor
y público derivados de una situación como la padecida por los mo-
dernistas y tal vez más agudamente por sus herederos (y, en parte,
antagonistas) los vanguardistas de la entreguerra. El «público», o lo
que hacía sus veces (se demostró en el asalto a la Olimpia, de Manet),
podía ser violento, agresivo, y suscitar en justa correspondencia las
reacciones y escándalos que en este siglo pusieron en práctica dadaístas
y surrealistas. En casos como la protesta contra Anatole France y
antes, en España, contra Echegaray), la burguesía encontró la horma
de su zapato.
Pero el problema de la oposición o incomprensión a los movimien-
tos renovadores no ha dejado de serlo, aunque en los últimos treinta
años se plantee bajo signo distinto: el de la oposición entre la cul-
tura de los menos y la subcultura, infracultura y anticultura de los
más. El esteticismo modernista, que tan mala prensa tuvo durante
años, podrá ser reinvidicado en un futuro próximo como la legítima
defensa del creador contra el filisteo, contra los tecnócratas de la
inteligencia que con eficacia y rigor se empeñan en promover un clima
de especialización limitadora y contra quienes ponen los inmensos
medios de comunicación de que dispone nuestro tiempo al servicio de
la degradación y corrupción sistemática del gusto, es decir, del hom-
bre. Pues si ahora, como entonces, la vitalidad de la cultura depende,
conforme piensa un sociólogo tan eminente como Edward Shils, de la
vitalidad de sus minorías (13), cuanto las debilite afectará negativa-
mente a la cultura y, en definitiva, al hombre.
RICARDO GULLÓN
The University of Texas
(TJSA)
(11) He resumido en estos párrafos las pp. 1-10 del citado libro de C. S. LEWIS.
(12) Véase el ensayo de SHILS: «Mass Society and its Culture», en el núme-
ro especial de Daedalus (vol. 89, núm. 1, primavera 1960), dedicado a Mass
Culture and Mass Media.
387
SOBRE UN «DESCUBRIMIENTO» DE RUBÉN DARÍO
POR
388
En todo descubrimiento de un poeta hay una especie de inocencia,
compartida entre el mismo poeta y el lector. Una alegría de paraíso
constante, en la que cada día descubriéramos de nuevo el mundo,
como si todos siguiéramos siendo el primer hombre durante el pri-
mer día.
Estos descubrimientos no exigen una edad determinada, ni la re-
ceptividad de un vacío que espera llenarse con algo. Basta con que el
ánimo dispuesto y el ánima despierta estén en aptitud de recibir la
buena nueva poética, dicha como nunca la oímos decir. Pero es indu-
dable que esas impresiones de hallazgo son más fuertes, más definitivas
y más penetrantes cuando se las recibe junto a los primeros contactos
con la vida sensible, en un tiempo en el que sabemos responder al
pasmo, a la sorpresa, a la maravilla de lo inesperado que, en cierto
sentido, estábamos queriendo esperar, deseando conocer. En otras pala-
bras, con una disposición de amor mediante la que descubrimos nues-
tro enajenamiento, nuestro sobresalto, una especie de estupor comuni-
cativo que nos hace mejores y más completos de lo que éramos un
momento antes del descubrimiento.
Este es el motivo de que a ciertos poetas que nos revelaron un
mundo cuando nosotros no estábamos en disposición de verlo sin su
ayuda, no podamos nunca discutirlos ni juzgarlos del todo, y de que,
en el caso de haberlos juzgado por obedecer a determinadas circuns-
tancias de tiempo o de costumbre, volvamos inevitablemente a ellos
para encontrar, quizá con otro sentido más puro, aquello que nos hizo
quererlos el día que los vimos por primera vez en una de sus obras.
Tengamos en cuenta, a pesar de todo lo dicho, que las impresiones
poéticas no son abundantes, que son pocos los poetas en quienes nos
sentimos, no diré interpretados, sino comprendidos, y que en cada
nuevo descubrimiento hay un peligro de sustitución, algo así como una
idea avasalladora de que lo que acabamos de encontrar en esas circuns-
tancias de plenitud, borra o aleja lo que habíamos obtenido del otro
Toda poesía, por excelsa que sea, está sujeta en parte (y nada más
que en parte) a circunstancias de época, de modos y modas, de influen-
/ cias generales, de ámbito cultural y hasta de condiciones sociales del
momento en que es producida. Lo que distingue a la verdadera poesía
de la seudopoesía o de la poesía «voluntaria» es el vencimiento, a la
larga o a la corta, de esas condiciones particulares. Por lo demás, la
poesía perdurable no puede ser despojada de su forma ni de sus aspec-
tos meramente externos para acomodarla al uso de otro tiempo. Lo que
es, es, y hay que amar las cosas y su interpretación por lo que son en
sí, y no abandonarlas por un afán de estar al día. La duración de un
poeta podrá estar sometida a altibajos de crítica, a cambios casi meteo-
389
rológicos de olvido y recuerdo, pero si ese poeta ha encontrado en
alguna parte de su obra la intensidad que constituye la excelencia del
arte, volverá a surgir, airoso y tal vez crecido, de toda la tierra que se
haya querido echar encima para seguir, torpemente en la mayoría de
los casos, los mandatos de un cambio que, más que de sensibilidad,
suele ser de actitud, y de actitud no siempre ejemplar ni justificable.
La mayor parte de los poetas de mi generación o edad tuvimos una
época, más o menos claramente manifestada, de ingratitud con Rubén
Darío. No sólo en España, donde esa ingratitud pudo depender de con-
tagiosos desdenes, sino en América hispana y en la propia patria de
Rubén. Son varios los grandes poetas nicaragüenses vivos y en plenitud
ahora, que se han arrepentido públicamente de ese abandono, y que
han hecho lo necesario para olvidar tal olvido o para confesar decidi-
damente su equivocación. Yo debo reconocer que participé, sin mayor
violencia ni alharaca, de ese apartamiento, por fortuna momentáneo,
y que acaso no fue sino una reacción lógica (poéticamente lógica) ante
las exageraciones de pupilaje y ante las imitaciones lamentables que
todo gran poeta deja como escuela, sin tener culpa de ello. El pro-
pio Rubén declaró que él no defendía todo lo que, en torno de él, y
queriendo ampararse en su nombre e irradiación, se dio en llamar
«modernismo». Ni Rubén tuvo la culpa de que su eco diera a la poesía
española de un tiempo un tono excesivamente neblinoso, figulinesco,
versallesco, ahito de vagas mitologías y sombras lacustres, ni García
Lorca la ha tenido de todos los morenos verdes y todas las lunas
atamboradas y agitanadas que abundaron, no sólo en los poetas, sino
en los autores de las más ramplonas canciones flamencoides hechas
al amparo de una modalidad pegadiza.
De lo que sí podemos estar ciertos es de que entre los contem-
poráneos españoles de Darío no hubo ninguno que valiera literaria-
mente la pena, que le tomara a burla o con desprecio. Otra cosa es
que muchos críticos facilones y muchos poetas de vía estrecha le
hicieran objeto de chacotas de mal gusto. Ninguno de los grandes
de aquel tiempo, de los que iniciaban su plenitud o la habían al-
canzado al ser descubierto Rubén en España, pudo sustraerse a la
admiración más sincera. No todos con la misma disposición, bien
es cierto. Como ha expresado un sagaz crítico e historiador, «todos,
en frío o con fervor, admiran su maestría: unos acompasan sus pasos
a los pasos de él (Salvador Rueda); otros no se suman a la procesión,
pero la miran pasar con respeto (Antonio Machado) o a regañadien-
tes (Unamuno); están los entusiastas (Villaespesa, Valle-Inclán), y no
390
faltan los más jóvenes, que llevarán el estandarte hasta una poesía de
puras esencias (Juan Ramón Jiménez)» (i).
En mi tiempo, en los que nacimos a la poesía o las letras poco
antes de iniciarse la treintena de este siglo (abarcando gente de diver-
sa edad, entre quienes había hijos y nietos de los del 98), creo que la
actitud fue diferente. A ese aspecto de un conjunto de poetas, muchos
de ellos hoy en plenitud admirable, quiero referirme, no con citas, ni
juicios, ni nombramientos, que serían impertinentes, sino juzgando a
través de mi propia actitud, que no creo fuese muy distinta de la que
tuvieron esos hombres que ahora andan algo más allá de los sesenta,
aunque no hayan alcanzado, en su mayor parte, los sesenta: poetas
que van, aproximadamente, con el siglo.
No quiero hacer compartir mi punto de vista, mi impresión rube-
niana, con la de mis compañeros. Cada uno, en su sentir diferente,
ha de haber tenido una experiencia distinta, por lo menos en matices,
en detalles circunstanciales. Pero me atrevería a asegurar que las dis-
tancias de procedimiento y de comportamiento no pueden ser excesi-
vas. En primer lugar, Rubén fue, para muchos de nosotros, el.«pri-
mer» poeta que nos reveló un lenguaje poético y una calidad expresiva
que parecía (y en muchos sentidos era) diferente, si no opuesta, a la
de los poetas que brillaron en los dos últimos decenios del siglo xix
español; es decir, a los poetas que, en estricta cronología literaria,
son anteriores a Rubén, y no contemporáneos propiamente tales, aun-
que coincidieran en algunos años de vida y aun de obra. Creo que a
la mayoría de los poetas de mi edad la primera revelación de una
poesía «nueva» les fue hecha por medio de Rubén. Todos descubrimos
en nuestra adolescencia, casi en nuestra infancia, a Rubén antes que
a los Machado o a Juan Ramón. Pero aquel Rubén que se nos reveló
con caracteres de instancia, con una fuerza desconocida, llegó a nos-
otros ya mediatizado, incluso burlado, por la enseñanza entonces
predominante. Mis primeras impresiones de Rubén datan de los estu-
dios de preceptiva literaria en el bachillerato.
Fueron impresiones «superadoras», porque tuvieron que luchar en
mí con una coraza, endeble, pero bastante cerrada, que habían for-
jado los textos al uso, los profesores en vigencia y los comentarios
habituales. Toda renovación poética es objeto de temerosos rechazos,
pero si es auténtica renovación, vence y atrae hacia ella aun a ios
mismos que, dotados de cualidades superiores, han hecho en algún
momento escarnio de la novedad. Ya sucedió con los coetáneos de
Góngora, entre los que algunos de los más grandes poetas de nuestro
(i) ENRIQUE ANDERSON IMBERT: Prólogo a las Poesías de Rubén Darío, Fon-
do de Cultura Económica, México.
391
gran siglo, pronto entonces a concluirse, se burlaron a costa de la
poesía de don Luis, para seguirle después con un entusiasmo confe-
sado o no.
He dicho impresiones «superadoras», ya que lo que se nos daba
de Rubén, fragmentaria y capciosamente, estaba dado con intención
de desmedro. Lo curioso es que, aun en esa tendenciosa selección, se
equivocaban los detractores. Recuerdo que en los libros de estudio
que nos imponía (la palabra es exacta) el catedrático de aquel enton-
ces en Málaga se citaban, con intención peyorativa y displicente, unas
estrofas de Rubén que a mí me parecieron extraordinariamente atrac-
tivas, originales y desacostumbradas, que me decían algo que no había
oído nunca de ese modo y que parecían iniciarme en el descubrimien-
to y conquista de unos territorios del sentimiento que hasta ese
instante no había imaginado que existiesen. En aquellos días (tenía
yo unos catorce o quince años) ya me rebullía en el corazón el afán
poético, pero rodeado de confusas nieblas, producidas—al menos, en
gran parte—por lo que se me quería dar como enseñanza, como
ejemplo; el catedrático y también los profesores del colegio (enemi-
gos entre sí, por ideas liberales del titular, que no aceptaban los maes-
tros de clase) coincidían, caso notable, en su juicio sobre lo que lla-
maban modernismo. Se habían quedado veinte años atrás, y los
últimos poetas que nos daban a leer eran (además de Campoamor
y Núñez de Arce) figuras de mínima cuantía, cuyos nombres eludo.
Favorablemente iniciado, por mi solo impulso, mediante aquellos
fragmentos de Rubén—y otros, igualmente seleccionados como ejem-
plos de «decadencia», de Juan Ramón Jiménez—, me interesé por
conocer algo más de ellos. A Juan Ramón tardé varios años en
llegar, no por dificultad de mi entendimiento, sino por no encontrar
ningún libro suyo; en cambio, Darío me fue accesible mediante el
sacrificio de unos ahorros, con los que adquirí los Cantos de vida y
esperanza en una edición (para mí, en aquel punto) cara y casi inac-
cesible. Leí aquel libro con fruición, con asombro, con entusiasmo.
Se me desvanecieron todos aquellos otros poetas «ejemplares» que me
habían sido recomendados un año antes. Por cierto, que estos casos
ejemplares, a la usanza de aquellos días y en aquel ambiente, no se
autorizaban con la permanencia y grandeza de lo clásico, sino que
procedían de chispazos muy inmediatos y de una actualidad empe-
ñosa. El libro de Darío me descubrió un mundo nuevo, y no sólo
por la música verbal, por la novedad estrófica, por el aliento expre-
sivo, sino por su contenido más hondo, por el misterio que me sus-
citaba y al que me acercaba apasionadamente. Quiero manifestar, a
este propósito, que desde mi más naciente juventud no me atrajo
392
principalmente en la poesía de Darío la sonoridad, ni la exquisitez
musical, aunque me importaran mucho también: lo que más me con-
movía era la revelación de un interior secreto, de un sentido de lo
visual, de lo sensible, que se me daba de una manera más cercana
a mi ámbito cordial, a mi sed de encuentros, a la contemplación del
mundo que yo estaba deseando sentir de otro modo, de como me ló
ofrecía una poesía pobretona, única que me había sido presentada
hasta entonces.
Poco después. conseguí dos tomos —sólo dos, y no el tercero— de
una antología de Rubén, bellamente presentada, que se titulaban Muy
siglo dieciocho y Muy antiguo y muy moderno. De ahí pasé a la so-
licitud por toda la obra rubeniana, que me acompañó eficazmente
entre los diecisiete y veinte años de mi edad. No sólo él, claro está;
con él, otros poetas, primero en nuestra lengua (Juan Ramón, An-
tonio y Manuel Machado), y en seguida en francés, por este orden
cronológico y sin grandes intermedios temporales: Verlaine, Baude-
laire y—sálvese la distancia, aunque sin hacer pérdida de méritos
suficiente—Henri de Regnier.
No me detuve entonces en averiguar coincidencias, semejanzas,
influjos, relaciones. Para mí, que aún no había soñado con ejercer,
como lo hice más tarde, un menester de crítico compartiéndolo con
el de poeta, lo que me valía en aquellos años era el puro goce de lo
que se me iba dando; y, repito, que en Darío no sólo el goce de la
palabra, usada con un nuevo valor, del ritmo desusado y sorpren-
dente, de la coalición de vocablos que nunca hubiera pensado podían
juntarse en color, sonido e imagen, sino algo más hondo. Nunca,
ni en el primer momento, me preocupó detenerme en la hipsipila que
dejó la crisálida ni en el ágil sonsonete de «Eco y yo». Allí había,
bajo el sonido o junto a él, algo mucho más importante. Debo ad-
vertir aquí que, desde hace tiempo, tengo la convicción, muy discutida
por algunos compañeros míos, de que la poesía es «habla memora-
ble». Coincido con W. H. Auden en que no es buena poesía aquella
que, una vez dominada, no es mejor para ser oída que para ser leída.
Es una opinión, pero estoy convencido de que un poeta rae parece
tanto mejor—si es, por supuesto, poeta, y no simple versificador-
cuanto más recordable y «decible» sea su poesía. T. S. Eliot ha habla-
do de lo que él llama la «imaginación auditoria»—que es el sentido
de la sílaba y el ritmo—, que penetra por debajo de los límites cons-
cientes del pensamiento y del sentimiento, vigorizando cada palabra,
hundiéndose en lo más primitivo y olvidado, retornando al origen y
retrotrayendo algo, buscando el principio y el fin {2).
393
En Rubén encontré, desde el primer momento, esta coincidencia,
este valor, que me lo hizo tener, también desde el primer momento,
como un gran poeta. Por cierto, que no toda su obra es igual. ¿Qué
gran poeta ha sido igual en toda su obra? «La noche oscura» y el
«Cántico espiritual», de San Juan de la Cruz, son dos maravillas de
la poesía universal. Muchos romances de San Juan de la Cruz están
lejos, muy lejos, de ser buena poesía. Las «Coplas» de Jorge Manri-
que es, acaso, el mejor poema lírico escrito en castellano. Ciertas
canciones y decires de Jorge Manrique podían no haber sido hechos,
y nada se hubiese perdido. Cuanto más abundante sea una obra,
tanto más fácil es hallar la parte defectuosa, débil, deleznable, que
hay en ella; no por eso hemos de menoscabar lo que hay en esa
misma obra de duradero, de verdadero, de inmortal.
No creo que hubiese dos Rubén, como se ha dicho ya tanto de
otros poetas (Góngora, Quevedo, Rimbaud, etc.). Había uno solo en
cada caso, que acertaba unas veces y otras no. Cada obra poética
tiene dos elementos (ya se ha dicho): uno, la contribución personal
del propio poeta; otro, el aporte de la época, el eco del tiempo, al
que el poeta no puede dejar de responder. El escándalo de Rubén
para una cuantiosa parte de sus primeros lectores españoles, incluso
los cultos, procedió del desconocimiento general que en España se
tenía entonces de la poesía europea; cuando aquí se seguía con Cam-
poamor, Núñez de Arce, Ferrari, Barrantes, Arnao, Selgas y otros
por el estilo, ya se había hecho en la poesía francesa una revolución
de grandes (Baudelaire, Verlaine, Mallarmé) y en la inglesa un cam-
bio radical (Hopkins, Thompson, Bridges), y algo muy semejante en
otros países y lenguas. Si Darío importó algunas de cosas de Francia,
no fue para mal. Se le podrá tachar cierto sentido versallesco, algo
parvenú, que produjo lo peor, o lo menos bueno de su lira. A mí
—y supongo que a muchos degustadores de poesía— me tiene hoy
completamente sin cuidado que la divina Eulalia ría, ría, ría, y me
deja impávido el abate rubio de los. madrigales. Pero vayamos un
poco más adentro, y meditemos acerca de la renovación del verso,
de la aireación de la estrofa, de la ductilidad de la frase, del paso
de una cláusula de un verso al siguiente y cien aspectos más que
abrieron las ventanas de una poesía cerrada y casi pestilente desde
ochenta o cien años antes, con la excepción de Bécquer.
¿Le vamos a echar en cara a Garcilaso, como lo hicieron algunos
de sus contemporáneos, que nos trajese las «musas italianas y latinas»?
Ni Garcilaso ni Rubén fueron derrotados. Darío ya hacía otro verso,
tenía otra expresión a la de la poesía finisecular española, incluso
cuando contaba del ((buey que vi en mi niñez echando vaho un
394
día / bajo el nicaragüense sol de encendidos oros», o cuando para
cantar al Momotombo empezaba: «El tren iba corriendo por los
rieles. Era... en mi Nicaragua natal.»
¿Que le impresionó lo francés? Sin duda, y en buena hora. ¿Que
vio a París un poco a lo rastacuero, como lo veía cualquier ibero-
americano—por muy escritor que fuese-—que llegaba en aquellos días
a la gran ciudad? Tal vez hubiera sido mejor que no lo viese así,
pero no olvidemos la magia de París. No olvidemos que todos, o
casi todos, los que allí hemos pasado un tiempo de juventud hemos
caído, y gustosamente, aunque tal vez no muy largamente, en el
encanto de esas mismas cosas de la Ciudad Luz, a la que ha rodea-
do tanta cursilería, tanta ñoñería, tanta pedantería, tanta tontería,
y que, sin embargo, tiene aún —y antaño lo tenía más— un indefini-
ble aire que penetra, emborracha, seduce, trastorna, y al que no
puede sustraerse quien allí habite, salvo en el caso excepcional (pero
no ejemplar en este aspecto) del gran don Miguel de Unamuno. Creo
que fue Blasco Ibáñez quien, asomando a don Miguel a un balcón
de les Champs Elysées, le preguntó: «Maestro, ¿puede usted echar
aquí algo de menos?», y Unamuno le respondió: «Credos.» Estupenda
y graciosa respuesta—sobre todo si fue dada a Blasco Ibáñez—, pero
puedo asegurar por mi parte que, sentado hace veinte o veinticinco
años en un café del Rond-Point, yo no echaba de menos ni Gredos,
ni Sierra Nevada, ni la Alameda de Málaga. No se me ocurrió tam-
poco cantar las fuentes de Versalles, bien es verdad; pero es que ni
yo ni los de mi generación pertenecíamos ya al siglo xix, ese siglo
que terminó no en 1900, sino en un largo período de cuatro años que
duró desde 1914 a 1918. El siglo xx empieza, en todos los sentidos,
salvo en el del calendario gregoriano, después del primer Tratado de
Versalles. Es divertido: precisamente de Versalles, de un Versalles
doliente, donde en aquel punto ni hacía frío ni erraba vulgar gente,
y en el que a Clemenceau, Lloyd George, Wilson y Orlando les im-
portaba un bledo que el chorro de agua de Verlaine estuviese mudo.
395
por haber pintado a esa gente se le puede quitar a Proust que sea el
mejor novelista francés de su tiempo, ni al Rubén más superficial
que fuese, a pesar de ello, el mayor poeta (en la hora de su plenitud)
de lengua española (3).
Miremos aún más la calidad duradera del sentimiento (aunque
esté para algunos a un paso del sentimentalismo) de las poesías
de Darío que pudieran ser más fácilmente vituperadas de frivolidad.
Elijamos una de ellas: el soneto alejandrino «Margarita. In me-
moriam». La escena, recordada en compañía de Margarita, es un
tema que no hubiese desdeñado ningún gran poeta, aunque no nece-
sitara de los detalles aparentemente livianos que dan al poema de
Rubén un certero sentido de realidad melancólica: el champaña, el
fino baccarat.
Otro tanto podemos hallar en el más aparentemente trivial y cir-
cunstancial poema de Rubén, dejando a un lado sus dos primeros
libros. Hay algo en él que denuncia el genio. Algo que imprime en
los "maestros la huella de un poderío creador. En los grandes poetas
y en los grandes pintores un solo rasgo contiene el signo de maes-
tría que podremos hallar, más desarrollado, en una obra trabajada.
Recordemos algunos trazos de pincel o de carbón que Picasso ha
puesto en un papel, en un billete de banco, al dorso de un programa
de teatro: bien valen por lo que designan, aunque sean simples
señales de ocasión, de divertimiento.
Pero claro está que no es ese Rubén el que más nos interesa.
Vuelvo a implorar a los dioses que Rubén mismo citó que no me
dejen caer en la tentación de suficiencia: el soneto «Margarita» es
un hermoso poema.
A esta sencillez directa, pero nunca adocenada, podría oponerse
otro tipo de poesía rubeniana, aquel en que las palabras sorprendentes
—y por un momento extrañas—ceden un valor inevitablemente com-
plicado, como el maravilloso «Responso a Verlaine». Vocablos insóli-
tos que quiso reunir el poeta, como Uróforo, siringa, propileo, sistro,
bicorne, canéfora. Poesía culta, sin duda, pero no por ello menos
396
poesía, aunque la dificultad primordial suscitara reacciones muy sin-
gulares. Yo recuerdo al aficionado a la literatura que, al llegar a la
estrofa que comienza con el verso:
Cuatrocientos elefantes
a la orilla de la mar
397
Rubén, más poderoso y enorme, debió algunos aspectos de la parte
más grácil—aunque la menos consistente—de su primera época. No
es que Darío viniese, en su plenitud, a recargar la poesía de lengua
española con elementos superfluos que habían sido trabajosamente
eliminados; a lo que vino fue a darle una fuerza y una libertad que
desde hacía largos años no era fácil encontrar en ella.
En uno de sus más bellos poemas, Rubén nos habla de:
Ese corazón «triste de fiestas», que recibe el eco del corazón del
mundo, es el que vemos aparecer en numerosos poemas de Darío. La
tristeza de la fiesta no le abandonó nunca, ni aun en los instantes
en que más sumido parecía en su goce. Las «claras horas de la ma-
ñana, / en que mil clarines de oro / dicen la divina diana», no le
impedían «la angustia de la ignorancia de lo porvenir». Sólo cuando
se hallaba frente al misterio de fe lograba dominar aquel sentido
que se empeñó en mantener gloriosamente, pero tristemente a la vez.
Hay momentos en que nos parece, a los hombres que no alcanzamos
sino el eco final de aquella época cerrada por la primera guerra mun-
. dial, que todo en ella era contento, liviandad, diversión, imprevisión,
apartamiento del drama humano. Creemos que el regalado París, la
alegre Viena, el plácido vivir aparente de una soñadora burguesía
cómoda, pudieron extinguir la pálida llama de tristeza que el hombre
de todos los tiempos lleva siempre prendida. «No me podrán quitar
el dolorido sentir», dijo Garcilaso, y ese dolorido sentir, por mucho
que se procurara ocultarlo o disfrazarlo, persistía, como persistirá hasta
que la cercanía de la consumación de los tiempos traiga el anhelado
reino que todos hemos perdido y que siempre buscaremos. Es el único
«reino» que no tiene pérdida.
La melancolía se sustituye a sí misma, toma caracteres diferentes,
sigue durando. «Cuando quiero llorar no lloro, y a veces lloro sin que-
rer.» Este llanto tiene un final: «Mas es mía el alba de oro». ¿Cuándo
398
llegará ei alba de oro? Todo poeta ia busca, todo hombre la espera-
Rubén fue uno de los buscadores más empedernidos e insistintes de
esa alborada. Coincidió, para él, con el desengaño. En esto fue profun-
damente español. El sentimiento del desengaño, tan dominante en la
poesía clásica, y especialmente en la barroca, lo mantuvo este nicara-
güense universal con una dolorosa vehemencia (4). Pero el desengaño
no implica la desesperación: más bien es el único camino seguro para
el encuentro definitivo con la verdad, por eliminación de las innume-
rables oscuridades y turbaciones que encierra el «engaño», por muy
deslumbradoras que sean las atracciones que nos ofrezca.
Sobre ese sentimiento, con ese pensamiento, habló Rubén a los
hombres de su tiempo y a los que le siguen. Aun en su alegría hubo
varios matices: uno, de embriaguez adrede, en la que el término que-
daba forzosamente postergado, en la abundancia pagana y sensual a
que tan dispuesto estuvo por su naturaleza fecunda; otro, el de la
alegría, no necesariamente esperada, sino hallada como atisbo, como
insinuación y promesa en la luminosa visión de lo creado.
Este segundo aspecto es el que nos confirma que el poeta, todo
poeta, es «un hombre que, viendo algo inefable detrás de las cosas
de este mundo, y viéndolas como belleza, se esfuerza en expresarlo
con palabras; con palabras que, tales como vienen, hacen la misma
visión un poco más clara para él y para los otros» (5).
Mediante esa visión, Darío hace más ancho, más espacioso, el
paisaje de la poesía española. Sus contemporáneos le deben mucho,
y los que vienen más tarde, sin que su influencia sea tan manifiesta,
dependen indirectamente de esa apertura. Rubén enarbola la bandera
del optimismo en España. Un optimismo para el cual la época no era
nada propicia. Que Darío escribiese su Salutación del optimista en la
hora que la escribió demuestra (hay que insistir en ello) un optimismo
implacable. La España que vive Rubén es una España en la que todo,
o casi todo, concurre hacia la desesperación: pérdida de los últimos
restos de un imperio, desaliento y, más que pobreza, pobretería. Otros
inyectan un sentido de renovación, pero él no se limita a eso, sino
que enaltece lo que en ese instante parece irremediablemente caído al
fondo dé la historia. Como manifestaba Ortega y Gasset, se necesitó
la eclosión rabiosa de un indio de pecho abierta para que la mortecina
poesía de España volviese a levantar el vuelo. Fue quizá el primer
hispanoamericano que nos devolvió lo que nuestros antepasados hicie-
ron para la cultura americana.
No fue esa decisión de optimismo y esperanza un producto de la
399
imaginación, sino una convicción que el poeta llevaba en lo más ínti-
mo, y que rebrotó poderosa ante la cercanía de lo español. Sus entusias-
mos, dichos en varios famosos poemas de alabanza a lo español, se
resumen con una parquedad exacta en el comienzo de un soneto que
leyó en una celebración más argentina que española por circunstancias
de lugar y de fechas:
400
perspectivas muy definitorias, hasta una manera de vivir, un sentido
de la existencia. Ser modernista podía indicar muchas cosas, y no
todas fácilmente conciliables. En años recientes se ha hablado —y no
sin motivos ni pruebas—del «fin de la modernidad». Esto puede ser
tratado con toda legitimidad si atendemos sólo a la característica prin-
cipal de una época que caducó lentamente al paso que se desarrollaba
la primera guerra mundial. Pero aún se habla de «modernismo)) con
doble sentido, según se aplique a seudo-revoluciones de las costumbres,
o a un constante y mantenido avance. Es cuestión casi de entonaciones
y matices. Todo ha sido moderno en su tiempo, y sólo en lapsos de
quietismo perezoso se podría decir que no ha sido moderna una cul-
tura, una política, una sociología y hasta una religión; sobre todo si
esa religión es eterna, y, por tanto, susceptible de variar en lo acci-
dental, sin menoscabo de lo esencial y permanente. Por algo no se
dice «cristianista», sino cristiano. Lo moderno en el arte tuvo que
aceptar en el momento histórico de Rubén ese sufijo en «ista» que
fijó, hasta cierto punto, los límites de una escuela o movimiento ar-
tístico. Pero no es imprescindible para juzgar de la influencia de la
poesía rubeniana el añadirle la denominación de modernista, por mu-
cho que lo fuera y que él mismo lo aceptase. Sólo para una clasifica-
ción de historia literaria o con motivos antológicos se puede incluir
a un gran poeta como exclusivamente perteneciente a la escuela por él
fundada (a lo mejor, sin intención) o establecida. Juzgando en pro-
piedad, llegaremos a la deducción de que los tonos que más mere-
cieron en la poesía de Rubén la calificación de «modernismo», son
los menos abundantes y los menos trascendentes de su obra. Ningún
gran poeta lo ha sido por ser conceptista, o culterano, o surrealista,
sino—me atrevo a decirlo—a pesar de esa clasificación. Quevedo no
fue un gran poeta por ser conceptista, sino por ser un gran poeta; lo
que hizo fue responder a su época, aceptándola o rechazándola, pero
sin salirse de. ella. ¿Cómo le hubiera sido posible salirse de ella? Sen-
cillamente, no siendo el gran poeta que fue, y ni siquiera poeta. No
importa demasiado que Paul Eluard fuese surrealista, para que sea un
gran poeta. Lo de menos en Rubén (salvo con propósitos ajenos a la
poesía en sí) fue que inaugurara o robusteciera el modernismo. Por aña-
didura, lo que Rubén trajo a España con su poesía no hubiese cuajado
si él no hubiera sido el poeta que fue. Perdóneseme esta sarta de apa-
rentes perogrulladas. Antes que el modernismo cuajara en España,
antes incluso de que Darío lo adoptara, ya había nacido algo que podía
llamar modernismo, en España con Salvador Rueda, en América con
Gutiérrez Ñájera y Casal.
401
CÜADERNOS. 212-213.—il
meno particularmente español—mejor dicho, hispanoamericano—, y
su jefe, su pontífice máximo, fue Rubén Darío. Aunque tendencias
coincidentes imprimieran caracteres muy parecidos a la poesía de
países de otra lengua, ninguna de ellas fue denominada modernista,
con una calificación que, como ha sucedido más de una vez en la
historia de las renovaciones, fue aceptada por sus religionarios como
título de gloria, aunque procediese de un intento denigratorio de sus
enemigos. El modernismo poético nació en América y, ya lo hemos
visto, antes que Darío le diese su más alta categoría. Los boscanes del
modernismo pudieron ser Casal, Nájera o Díaz Mirón, pero su Garci-
laso fue Rubén.
En sus orígenes, el movimiento modernista respondió a dos instan-
cias : la primera, más transitoria, a un deseo de emancipación literaria
en los poetas hispanoamericanos, influidos por la lectura de los parna-
sianos y simbolistas franceses, y decepcionados con la poesía que
primaba en España en aquellos días; Rubén «devolvió» a España este
movimiento, que pudo haber sido nada más que americano. El segundo
impulso fue ese que mueve misteriosamente los cambios de sensibili-
dad y de inspiración, de las tendencias y los gustos dominantes. Pues
si bien en lo literario el modernismo fue hispánico, coincidió con ma-
nifestaciones muy similares en la poesía francesa (Samain, Regnier),
en la italiana (D'Annunzio) y en las artes plásticas, desde los dibujos
de Aubrey Beardsley hasta la decoración de las entradas del Metro
de París y los cristales y porcelanas de Lauque. En España tuvimos un
arquitecto genial, que si bien superó, como Darío, los límites de una
«escuela», podría perfectamente ser llamado modernista: el catalán
Antonio Gaudí. En España, modernismo y casticismo llegaron a tener
una simbiosis, que se manifiesta, como en ningún otro, en el escritor
y poeta más entusiasta de Rubén, don Ramón María del Valle-Inclán,
también con menos fuerza én los versos de Ramón Pérez de Ayala
y en el teatro de Gregorio Martínez Sierra. Si fuésemos a echar la
cuenta más exigente, el único poeta español de esa época que no tiene
nada de modernista es Unamuno. Juan Ramón recordó, cuando ya no
podía ser llamado modernista en un sentido estricto, la importancia de
aquel movimiento al que perteneció con entusiasmo: «era—decía—el
encuentro de nuevo con la belleza, sepultada durante el siglo xix por
un tono jeneral de poesía burguesa: un gran movimiento de entu-
siasmo y libertad, hacia la belleza».
402
en sus postrimerías, para ver que, dentro de la raigambre católica pre-
dominante, la mitología y la sensualidad, en aromas grecolatinos, reinó
en buena parte de la mejor poesía de aquella época gloriosa. Sin duda,
que eran «mundos» distintos el que sirvió de abrazadera a los siglos xvi
y xvn, y ei que constituyó la bisagra del xix y el xx. Su desemejanza
no es, empero, tan radical como puede parecer al primer y superficial
vistazo. Hay, especialmente en Darío, una continuidad de la tradición
española que suele quedar oculta para muchos bajo la lujuriosa es-
pesura de sus poemas más conocidos. Rubén kyó y comentó a Santa
Teresa, enalteció a Góngora, amó intensamente a Cervantes, adoró a
Velázquez, se conmovió con el Cid y —lo que es más importante—
supo escudriñar en la España decadente que conoció, hasta descu-
brir los valores, nacionales y tradicionales —quiero decir permanentes—
que encerrraba aquella España. Recientemente ha dicho un escritor
hispanoamericano, con motivo del centenario de Rubén: «Cuando
Darío retoma el español en sus manos, después de haberse paseado por
toda la cultura francesa, griega, en fin, por esa cultura enciclopédica
de Petit-Larousse que le reprocha Borges, lo que hace es reenviar el
español a su esencia» (8).
Tantas y tantas circunstancias como van expuestas, no podían me-
nos de influir, por muy indirectamente que fuese, en los poetas españo-
les que «descubrieron» a Darío en su adolescencia, en los primeros diez
años de este siglo. Ya fuese por la propia influencia de Darío, como
por la vía derivada de los españoles que le siguieron. Por muy inde-
pendiente que pueda ser una generación de la generación que le pre-
cede, las influencias de ésta son siempre reconocibles. Pío Baroja dijo
que toda generación literaria era desinfectante para la que le antece-
día, e infecciosa para la que seguía. Pero es unilateral, aunque cierto,
considerar solamente el aspecto infeccioso, que señala algo de trans-
misión de enfermedad. Hay otra comunicación entre las generaciones
literarias, que consiste en una rebeldía contra lo inmediatamente ante-
rior, pero que siempre encuentra sus «maestros» en algunas figuras se-
ñeras de esa generación precursora y aparentemente desdeñada. Esto
va sucediendo, cada día más, con Rubén Darío.
(8) SEVERO SASDUY, en la revista Mundo Nuevo. Esas palabras IÍO están di-
chas, como pudiera maliciosamente deducirse por lo fragmentario de la cita,
con un sentido de menoscabo de lo español, sino todo lo contrario; así se deduce
del texto completo de donde han sido tomadas.
403
(Archivo Rubén Darío» en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad
de Madrid
Don Antonio Oliver, director del «Archivo Rubén Darío», con Rosario Martín
Villacastín, nieta de Francisca Sánchez
LA DISLOCACIÓN ACENTUAL EN LA POESÍA
DE RUBÉN DARÍO
POR
Pisaré el polvico
menudico
Pisaré yo el polvo
y el prado no,
405
Sin agotar los paradigmas de la última vamos a ofrecer al lector
algunos casos de desplazamiento acentual recogidos al azar en las
Poesías completas, de Rubén. Así, en «Los regalos de Puck», subtitu-
lados «Versos de Año Nuevo». La composición, integrada por veinti-
nueve cuartetas octosilábicas de pie quebrado, relaciona a Puck, de ori-
gen anglosajón, con los personajes de la comedia del arte italiana, o sea
Pierrot, Arlequín y Colombina. Se trata de los mismos seres que poco
después iba a inmortalizar Picasso, el gran pintor español y en general
toda la pintura cubista. Puck tiene mucho de duende, de hermano de
las hadas y de creador de volatines. En la composición de Darío, Puck
ve al alba en camisa al despertar y la contempla arrobado al salir del
lecho hasta que ella, sabiéndose mirada, le dice: «¡Libertino!» En-
tonces
•4W
a la de Mosén Cinto Verdaguer, nuestro gran catalán y por supuesto
al gran poema musical de Manuel de Falla del mismo título, escrito
en Córdoba de la Argentina. Las relaciones posibles de las tres Atlán-
tidas es algo para estudiar en otra ocasión. También fue autor Andrade
de la fantasía «El nido de cóndores», donde evoca al general San
Martín conduciendo a través de los Andes al ejército libertador. Ya
Darío, en la «Marcha triunfal», inspirada también en la victoria de
las armas argentinas, dijo:
Aquí, manda la rima, pues no irían bien los esdrújulos seguidos, como
«Atlántida» y «Cóndores», por otra parte tan americanos;
La composición «¿Dónde estás?» parece inspirada en la muerte de
«Stella» o Rafaela Contreras, la primera esposa de Rubén, a quien le
unió, además de la belleza física de la gran dama, la literatura, puesto
que Stella era también escritora e imitaba con singular talento los
cuentos de Azul,,., de Darío. Por eso empieza así la poesía:
407
La Imaginación del poeta lo mismo interpola en la búsqueda de
«Stella» elementos germánicos que orientales, y es en. estos últimos
donde se produce el desplazamiento acentual. El nombre propio Fá-
tima, con tanto garbo usado en el zéjel medieval de las tres morillas:
408
en oxítona: de «Médicis» el poeta ha saltado a «Medicís». y, además,
lo h a hecho con una palabra toscana, con u n nombre propio no caste-
llano. La elegancia transmitida así al verso y al serventesio es extraor-
dinaria y, sobre todo, original. El tema mitológico se colorea, por tanto,
con un exotismo morfológico inesperado, aunque nunca, como en los
casos anteriores, con alteración semántica. Con esos cuatro ejemplos
no hemos agotado, indudablemente, todos los casos de desplazamiento
acentual en el verso de Rubén Darío, pero quizá hemos subrayado,
eso sí, los más significativos.
A N T O N I O OLIVER BELMÁS
Ferraz, 71
MADRID
409
DUALIDAD MODERNISTA:
HISPANISMO Y AMERICANISMO
POR
ÍDONALD F. FOGELQUIST
(1) Puede citarse, como ejemplo, lo que Juan Valera escribió al escritor co-
lombiano Rivas Groot: «... ya lo he dicho no pocas veces, sin que crea yo que
mi aserto pueda ofender al colombiano más celoso de su nacional autonomía: la
literatura de su país de usted es parte de la literatura española, y seguirá sién-
dolo, mientras Colombia sea lo que es y no otra cosa.» (Cartas americanas, p. 134.)
(2) Naturalmente, había excepciones. Echeverría, por ejemplo, primer román-
tico argentino, residió en Francia de 1826 a 1830, y pudo conocer el romanticismo
desde su iniciación en este país.
410
habla española. Había ocurrido ya en Anglo-América. En 1837, Emer-
son había hablado de autonomía intelectual y dé la necesidad de que
la cultura de los Estados Unidos naciera del ambiente, del tempera-
mento, y de la experiencia que le eran peculiares. En 1855, Whitman
comentó detenidamente el mismo asunto y no sólo lo expuso como
teoría, sino que lo puso en práctica en su obra (3). El vigor, el entu-
siasmo, la esperanza y la ternura de todo un pueblo palpitan en Llaves
of Grass con más intensidad que en ninguna otra obra escrita en los
Estados Unidos, antes o después.
Al comenzar el siglo xx_, el indianismo no había surgido todavía
con carácter definitivo en la literatura hispanoamericana. En el si-
glo xix el indio figuraba de cuando en cuando en poemas o novelas
como La cautiva, Cumandá y Tabaré—para citar algunos de los más
conocidos—, pero siempre con rasgos chateaubriandescos, y sin tener
más trascendencia que cualquier otro tema romántico. Lo mismo
hubieran servido los aborígenes de Australia como asunto literario
para los escritores de América. Sin embargo, cuando se quería vapu-
lear al español, por razones patrióticas, o de otra naturaleza, no era
infrecuente en América que se invocara a Huayna Capac, a Moc-
tezuma u otros héroes indígenas. La boga de la poesía a lo Olmedo no
terminó con la independencia de las antiguas colonias españolas. Ade-
más, la reivindicación social del indio, que comenzaba a insinuarse
como tema literario y político hacia fines del siglo xix, casi siempre
tenía su acompañamiento de antiespañolismo. No era de extrañar,
pues, que los españoles, en general, tendieran a desconfiar de todo lo
que olía a indio. Lo que escribió Valera en 1889 no carecía de funda-
mento:
Los americanos supusieron que cuanto mal les ocurría era trans-
misión hereditaria de nuestra sangre, de nuestra cultura y de nuestras
instituciones. Algunos llegaron al extremo de sostener que, si no hu-
biéramos ido a América y atajado, en su marcha ascendente, la cul-
tura de México y del Perú, hubiera habido en América una gran
cultura original y propia. Nosotros, en cambio, imaginamos ya que
las razas indígenas y la sangre africana, mezclándose con la raza y
sangre españolas, las viciaron e incapacitaron... (4),
(3) «The United States themselves are essentially the greatest poem», decía
Whitman. Véase «Pieface to 1855 edítion of Leaves of Grass», en Leaves of Grass,
ed. de E. Holloway. Nueva York, 1926, pp. 489-507.
(4) Cartas americanas, p. VII.
411
a Menéndez Pelayo asevera que Darío «tiene bastante del indio sin
buscarlo, sin afectarlo» (5). La admiración y el afecto que sentía Va-
lera por Darío son conocidos, y, por tanto, se puede descartar cualquier
sospecha de malicia o desprecio en sus palabras! Significaban sencilla-
mente que veía en Darío rasgos que nada tenían de español. Fue el
primer escritor español en reconocer y elogiar el genio poético de
Darío, pero al conocerle en persona, se dio cuenta, en seguida, de que
en su amigo americano había algo que no era español. El indio lle-
gaba a España en la persona de Rubén Darío.
Muy conocida es la alusión de Unamuno al aspecto indio de Darío,
que el ropaje europeo no lograba ocultar, observación no exenta de
una sugestión de malicia: «A Darío_se le ven las plumas del indio
debajo del sombrero». Pero había algo más en Darío que intrigaba a
Unamuno, algo misterioso e insondable, clave, tal vez, de su genio
poético:
(5) Véase A. OLIVER: Este otro Rubén Darío, Barcelona, 1960, p. 143.
(6) MIGUEL DE UNAMUNO: Ensayo. Madrid, 1958, II, p. 16.
(7) JUAN RAMÓN JIMÉNEZ: «MÍ segundo Rubén Darío», en La corriente infi-
nita, edición y prólogo de Francisco Garfias. Madrid, 1961, p. 49.
Amado Ñervo retrata a Darío de una manera muy diferente: «Alto, blanco,
robusto; cabello corto de un castaño oscuro, ojos pequeños absolutamente inexpre-
sivos, nariz ancha e irregular, toda la barba bien cuidada, pero dibujada mal;
toilette meticulosa...» Parece otra persona, no la descrita por Jiménez.
412
Pero si los españoles descubrían en Darío al indio, más o menos
disfrazado de europeo, poco o nada había en su obra que pudiera
llamarse «indio» o «indianismo». A pesar de su propia afirmación en
el prólogo de Prosas profanas (8), a pesar de los temas indios que
aparecen de vez en cuando en su obra («Caupolicán», «Tutecotzimi»,
«Sonetos americanos», etc.) el indio figuraba muy poco en su pensa-
miento, en su estética, en su emoción, en su vida. Si la tradición pre-
hispánica, el indianismo, o el nativismo —llámese como se quiera—
hubiera sido su única fuente de poesía, ésta se hubiera agotado pronto
y Rubén Darío hubiera sido hoy un escritor casi desconocido. Conocía
mucho mejor la mitología griega, aunque vista con antiparras fran-
cesas, que la mitología prehispánica de América. Los españoles le po-
dían reprochar su afrancesamiento pero no su indianismo.
Aparte de José Santos Chocano, que hacía alarde de su ascendencia
incaica, tanto como de su sangre española, ninguno de los modernistas
hispanoamericanos daba muestras de un interés muy vivo en los pue-
blos indígenas de América, en sus tradiciones, su historia y sus cos-
tumbres. Todo eso lo veían, más bien, con indiferencia y hasta con
antipatía. ¿Qué tenía el indio que ver con José Asunción Silva, con
Gutiérrez Nájera o Julián del Casal? Poco o nada. Pero la convivencia
en América de indios y descendientes de españoles, y la amenaza de
que surgieran tendencias indianistas y antiespañolas en la sociedad
americana, no dejaban de inquietar a algunos españoles que se preocu-
paban por la conservación del casticismo y de la hegemonía cultural
de España. Francisco Navarro y Ledesma, por ejemplo, encontró muy
digna de elogio la obra de Miguel Antonio Caro (9) por el casticismo
que la caracterizaba:
(8) «Si hay poesía en nuestra América, ella está en las cosas viejas; en Pa-
lenke y Utatlán, en el indio legendario y el inca sensual y fino, y en el gran
Moctezuma de la silla de oro.»
(9) Presidente de Colombia de 1894 a 1898. Caro fue uno de los escritores
colombianos más conocidos de su época.
(10) Unión Iberoamericana, enero de 1908, pp. 186-192.
413
mientras más fiel fuera la imitación de los clásicos españoles, más
meritoria sería la obra americana. Lo indio quedaba excluido por im-.
puro, igual que toda clase de influencia extranjera. Con esto se explica
la porfía de Navarro Ledesma en atacar a Darío. Este caía bajo doble
condenación, la de ser indio' y la de ser francés, es decir, afrancesado.
Hernán Cortés, derribando ídolos aztecas, apenas obró con más rigor
que el crítico catalán Antonio Rubio y Lluch, que también se propo-
nía extirpar la herejía india, ya no religiosa sino literaria. En 1903,
Rubio y Lluch publicó la declaración siguiente, parte de un artículo
titulado «Necesidad de fraternidad literaria»:
414
escritores mejicanos del siglo xix., uno de los más castizos e hispánicos,
a pesar de que en su niñez ni siquiera sabía hablar español. En tiempos
coloniales, el peruano Juan de Espinosa y Medrano, de origen incaico,
se destacó como crítico literario, latinista y apologista de Góngora. El
hispanismo del Perú, con su elevado porcentaje de población india,
era más acentuado que el de la Argentina con su población predomi-
nantemente blanca. De los sudamericanos, los rioplatenses fueron los
primeros en levantarse contra España, los peruanos los últimos y los
más desganados.
Si los nuevos escritores hispanoamericanos habían salido malos hijos
de España, como sostenían muchos españoles, se debía a factores con
los cuales el indio tenía muy poco que ver. Las gotas de sangre de
«indio chorotega o nagrandano» que corrían en las venas de Rubén
Darío, no le alejaron de España ni hubieran podido influir, en lo más
mínimo, en su formación estética. Esta sí debía mucho a los cinco
años (1893-1898) que Darío residió en Buenos Aires, ciudad cosmopo-
lita, de población europea, donde todo el mundo se enorgullecía de no
ser indio. Fruto de estos años fue su obra Prosas profanas, la más atre-
vida manifestación del modernismo americano, la que más definitiva-
mente rompió con la poética tradicional, la que más excitó la indigna-
ción de los «viejos» y la admiración de los «nuevos». Prosas profanas
es también el libro en cuyo espíritu y expresión menos se advierte el
hispanismo de Darío.
En la última década del siglo xix, Buenos Aires era ya la ciudad
más grande del mundo hispánico. El comercio y la inmigración la
habían transformado, borrando toda huella de su modesto pasado co-
lonial, convirtiéndola en metrópoli vigorosa, próspera y adelantada. Mi-
llares de inmigrantes, originarios de Italia en su mayoría, llegaban
cada año. En las calles y las plazas se oía hablar tanto el italiano como
el español. Los recién llegados eran los argentinos del porvenir; no
había habido tiempo todavía para que se asimilaran las costumbres
criollas ni la cultura hispánica. Dado su número y su empuje, no era
de extrañar que quisieran imponer su lengua y sus costumbres en el
nuevo medio, lo cual, en efecto, sucedió. Los inmigrantes de otros
países europeos —alemanes, ingleses, franceses, suizos, escandinavos, po-
lacos, rusos, sin contar españoles y portugueses—, aunque menos nu-
merosos que los italianos, contribuyeron también a la rápida diferen-
ciación de la Argentina. El ambiente de Buenos Aires hacia fines
del siglo, cuando no indiferente, era hostil a la conservación de cos-
tumbres, tradiciones y cultura españolas (12). En 1899, un español,
415
Juan Pérez de Guzraán, expresó su desagrado y su preocupación por
la agitación entre los italo-argentinos que abogaban por la adopción
del italiano para reemplazar el español como lengua nacional de la
Argentina. El propósito le parecía disparatado y funesto, y para de-
mostrarlo señalaba algunas de las aportaciones culturales de los ame-
ricanos de habla española. Entre los escritores contemporáneos de Amé-
rica elogiaba, como dignos representantes de la cultura hispánica, a
Guillermo Valencia, Calixto Oyuela y José Santos Chocano. La lengua
española era la fuente de cultura de toda Hispanoamérica. Suprimirla
equivalía a suprimir la cultura de los países americanos. Cuál será la
consecuencia, pregunta, si se exige a Guillermo Valencia, por ejemplo,
«que someta las varoniles estrofas de su numen al afeminado habla del
Po o al árido ritmo del Támesis o del Potómac» (13).
La revista madrileña Nuestro Tiempo publicó en su número corres-
pondiente a septiembre de 1901 un extenso artículo sobre las relaciones
hispanoargentinas, documento importante porque acomete resueltamen-
te y sin ambages el problema de la confrontación de hispanismo y
americanismo en el Nuevo Mundo. Escrito por Francisco Grandmon-
tagne, novelista y economista argentino, de origen español, era un
implacable sondeo de las diferencias, la desconfianza y los antagonis-
mos que separaban América de España. Titulado «La confraternidad
hispano-argentina» se empeñaba precisamente en negar la existencia
de tal confraternidad:
416
Es inútil, por lo tanto, que soñéis con ejercer sobre Sur-América
cierta hegemonía espiritual confiados en que para ello será suficiente el
vehículo de la lengua. La influencia por la comunidad de idioma es
muy relativa, como luego demostraré. Necesita España nuevo espíritu;
energías más eficaces; una educación más amplia y menos teológica;
mayores bríos creadores en su política, en su literatura, en su industria
y comercio, en su ciencia; una renovación total en su alma, si quiere
entrar con éxito en el concurso europeo, que se disputa la influencia
espiritual y económica de los pueblos americanos.
417
OÜADBBNOS. 212-213.—13
del gran diario argentino La Nación.- Escribía para un público argen-
tino. Nada tenía de raro el que sus artículos, reunidos después y publi-
cados en París (1901) en un tomo titulado La España contemporánea,
reflejaran su extrañeza ante el estado de la sociedad y la cultura de
España, y lo que le parecía su estancamiento literario. Fue su primera
reacción, un juicio algo prematuro y superficial. Después se daría cuenta
de que en España, a semejanza de lo que había sucedido en América,
estaba en cierne una notable renovación literaria.
El hispanismo—no el hondo, generoso y verdadero, sino el mez-
quino, desconfiado y agresivo, con su complemento literario de ultra-
casticismo, cerrado e intransigente— era hostil no solamente a los
escritores americanos, sino también a la nueva generación de españoles,
los que no se conformaban ya con expresarse en el lenguaje literario
de sus abuelos. Valle-Inclán, Benavente, Martínez Sierra, Juan Ramón
Jiménez, Villaespesa, Rueda, amigos todos de Darío y de otros escri-
tores americanos, igual que éstos, servían de blanco a los arcabuceros
del tradicionalismo y, a veces, se veían obligados a defenderse contra
sus descargas. Al mismo tiempo prestaban apoyo a los americanos, a
quienes se sentían unidos por parentesco estético y espiritual. Valle-
Inclán, por ejemplo, afirmaba que las obras literarias de cualquier época
nacían de las ideas y del ambiente peculiares del tiempo, y que las
nuevas tendencias no se podían atribuir a ningún escritor individual
(sin duda aludía, aunque sin nombrarle, a Darío), sino que eran un
desarrollo espontáneo e inevitable del arte literario. Por tanto, no era
obra exclusiva de los modernistas el introducir en el lenguaje literario
los llamados «contorsiones gramaticales». Lo mismo había sucedido en
tiempos de Gracián, decía Valle-Inclán, tal vez para sosegar un poco
a los ultraclasicistas. Gracián aventajaba a todos los modernistas cuando
se trataba de libertades gramaticales y retóricas. La novedad del mo-
dernismo no consistía en eso sino en «una tendencia a refinar las sen-
saciones y acrecentarlas en el número y en la intensidad» (14).
Ninguno de los nuevos escritores de España fue más fervoroso que
Benavente en la defensa de Darío y sus congéneres americanos. Prosas
profanas que, según el propio Darío, «causaron al parecer, primero en
periódicos y después en libro, gran escándalo entre los seguidores de la
tradición y del dogma académico» provocó en España—no menos que
en la Argentina, donde apareció su primera edición—discusiones y
aplausos, censura y elogio (15). Muy oportuna fue la contestación de
Benavente a los antiamericanos de la crítica:
(14) «Modernismo», Ilustración Española y Americana, aa de febrero de 190a,
página 114.
(15) GUILLERMO DÍAZ-PLAJA afirma que la primera edición de Prosas profa-
nas (1896) fue poco difundida en España; la segunda, 1901, fue la que leyeron
la mayoría de los españoles.
418
.,. Tachar de poco castizo a un escritor americano, es algo tan
cómico como la frase de aquel torero al hallarse en París objeto de
la curiosidad de los parisienses: «Ya me están cargando los extran-
jeros» y el extranjero era él en aquel momento.
Rubén Darío es un poeta castizo, pero castizo... de su casta. Más
parecido a muchos poetas franceses que a ninguno español (si se excep-
túa Salvador Rueda); siente como pocos poetas americanos han sentido
la poesía primitiva de aquellas tierras que por tanto tiempo fueron
la virgen América; pero expresa el sentimiento con arte exquisito,
alambicado; rica instrumentación sobre canciones populares. Otras ve-
ces, sentimiento y expresión son igualmente aristocráticos, y Verlaine,
Banville o Mallarmé los inspiradores. Pero Rubén Darío domina el
idioma y al dislocarlo en rimas ricas y ritmos nuevos, no es el desdi-
bujo ignorancia sino trazo seguro que produce el efecto buscado.
Su último libro es, seguramente, el mejor que ha publicado, y con
escándalo de puristas y castizos, será tan admirado por los españoles
como por los americanos, porque Rubén Darío es castizo, dentro de su
tierra y de nuestro siglo (16),
419
cana». Sin embargo, no fue un prejuicio contra lo americano y ios
americanos que le movió a replicar de esta manera, sino la honrada
convicción de que la efervescencia que caracterizaba gran parte de
la nueva poesía americana no era compatible con lo que él tenía por
esencial en la mejor poesía, una profunda y emotiva sinceridad; en el
grito de la angustia había más poesía que en el canto de sirenas o el
trino de ruiseñores. Unamuno sostenía que la materia poética no había
de buscarse en tierra ajena sino en la propia, rasgando la costra para
llegar al «agua de manantial soterraño», pero distaba mucho de pare-
cerse a los tradicionalistas que tenían por espurio y sin arte todo lo
que no saliera de los moldes sancionados por el tiempo y el uso. Era
inevitable y necesario que la lengua misma se modificara adaptándose
a nuevos tiempos y nuevas circunstancias. El castellano se hablaba en
muy dilatadas y muy diversas tierras entre gentes de muy variada
procedencia nacional y racial. «¿Y por qué—preguntaba Unamuno—•
ha de pretender una de esas tierras ser la que dé foma y tono al len-
guaje de todas ellas? ¿Con qué derecho se ha de arrogar Castilla o
España el cacicato lingüístico?» (19).
No era de extrañar que los artículos y poemas de Unamuno apare-
cieran en revistas como Vida Nueva,, Revista Nueva, Juventud, Arte
Joven, Renacimiento y Helios, todas de propósito y obra renovadores,
pues el maestro de Salamanca era un propugnador de la renovación
literaria. Sabía que la evolución era necesaria en el lenguaje literario;
para enriquecerlo era lícito valerse de los recursos convenientes, tales,
por ejemplo, como vocablos y expresiones tomadas del habla popular,
o voces o modismos de otras lenguas, adaptándolas al idioma nativo. Lo
que no aguantaba Unamuno era la afectación, la imitación, el amanera-
miento. Lo esencial era que cada uno se expresara a su modo. «Y si yo
no pienso en castizo castellano—decía-—¿a ley de qué he de aprisio-
nar mi pensamiento en esa camisa de fuerza y no cortarme con ella
un traje, quitándole lo que le sobre, añadiéndole lo que le falte y cam-
biándole lo que sea menester?» (20). Paradójico casi siempre en su
manera de pensar, escribir y obrar, Unamuno era uno de los más acer-
bos críticos de los escritores americanos y, a la vez, uno de sus más
resueltos defensores. En su ensayo «Contra el purismo», publicado en
La España Moderna en enero de 1903, es el apologista de los americanos
y hasta llega al extremo de aprobar su propensión a ir a París para
educarse:
Y ... hacen bien los hispanoamericanos que reivindican íos fueros
de sus hablas, los que en la Argentina llaman idioma nacional al brioso
español de su gran poema el Martín Fierro. Mientras no se internacio-
420
nalice el viejo castellano, hecho español, no podremos vituperarles los
hispanoespañoles. Obran muy cuerdamente los hispanoamericanos al ir
a educarse a París; porque de allí, por poco que saquen, siempre sa-
carán más que de este erial; ya que lo que aquí puede dárseles, la
materia prima de la lengua, la lleven consigo (ai).
m
para igoi, fecha de publicación de la primera edición europea de
las Prosas profanas, los conocedores de las letras hispánicas se habían
dado cuenta de que comenzaba a definirse en América un carácter
literario que no podía confundirse con el español; bueno o malo—se-
gún los diversos criterios—, pero diferente. No se ha emitido un juicio
más acertado y justo sobre el fenómeno americano que el que expresó
Gómez de Baquero en 1907. Si se compara con lo que escribió cinco
años antes se ve que su punto de vista se había ido modificando, lo
cual le da lina validez especial. En un artículo sobre el poema de
Darío, «Epístola a la señora de Lugones», recién publicado, decía lo
siguiente:
422
literatura americana. Jaimes Freyre sostenía, no solamente que se había
creado un nuevo lenguaje literario en América, sino que esa nueva
literatura ejercía ya su influencia en España:
42?
Diríase, sin embargo, que la extraña influencia de las noches de
luna sólo ha empezado a sentirse en los últimos tiempos, ya que, según
el perspicaz crítico, fueron excelentes los antiguos poetas de. Colombia
(los Caro, Ortiz, Arboleda, etc.) y detestables los modernos (Asunción
Silva, Guillermo Valencia, etc.).
Y ciertamente van de América las brisas que crean sus huertos (38).
m
mucho a estimular el talento latente de grandes poetas como Antonio
Machado y Juan Ramón Jiménez, incitándoles no a imitar, sino a
descubrir su propia expresión. Resultó cierto lo que predijo Ñervo.
Lo que contribuyó la nueva generación española al prestigio inter-
nacional de la literatura de España se puede juzgar por el hecho de
que, más adelante, a dos de los jóvenes contemporáneos de Ñervo, y
de ideas afines, se les confirió el premio Nobel de Literatura: a Ja-
cinco Benavente en 1920 y a Juan Ramón Jiménez en 1956.
Francisco Villaespesa era uno de los españoles más devotos de los mo-
dernistas americanos. Escritor de más facilidad que profundidad, ocupa
un puesto en su época mucho menos elevado que el de Machado,
Jiménez, Valle-Inclán o Benavente, pero estaba al tanto—más que
ninguno de éstos— de lo que se escribía en América. Afirmaba que
era apreciable lo que la moderna poesía americana había contribuido
a la nueva literatura de España: «Es indudable que los poetas ameri-
canos no sólo son conocidos y admirados en España, sino que de cier-
to modo influyeron en el actual renacimiento de nuestras letras» {30).
Villaespesa discernía en América una saludable evolución literaria: la
búsqueda de una auténtica orientación americana. Lo que se escribía
en América ya no era sencillamente un pálido reflejo de obras france-
sas. Observa que «la prosa y la poesía han recobrado por fin en Amé-
rica su libertad... El mismo Darío ha cantado al buey que vio un día
en su niñez, echando vaho por las narices dilatadas, bajo el oro y las
púrpuras del cielo de Nicaragua».
Un comentario, escrito por uno de los modernistas americanos mu-
cho tiempo después del triunfo del modernismo, resume la experien-
cia de muchos de los americanos que llegaron a España a fines del
siglo pasado y principios de éste. Blanco Fombona—pues se trata de
él—•, igual que Darío y otros americanos de la época modernista, había
tenido que vencer la desconfianza que el espíritu de la literatura ame-
ricana despertaba en muchos españoles antes de granjearse su amistad
y merecer su respeto:
decía, que los críticos españoles elogiaran a escritores de América. Atribuye a los
americanos la iniciativa en la renovación de la literatura española:
... No nos tienen acostumbrados a este lenguaje los críticos españoles,
que viven aún bajo la influencia de la técnica meticulosa y un poco
lamida de Núñez de Arce o de la técnica erizada de prosaísmos de
Campoamor, dos grandes poetas por otra parte. No está muy lejana la
época en que desaparecerá toda esa lamentable poesía española que
inunda las revistas de la Península y triunfa en sus juegos florales
o en sus fiestas de otro género. Sin los jóvenes que han entrado en los
caminos abiertos por los hispanoamericanos, la producción poética
actual de España sería, con la del siglo xvm, la más triste de las mani-
festaciones intelectuales de aquella ilustre nación. Revista de Letras
y Ciencias Sociales, 1907, p. 62.
(30) «Reconquista», Revista Crítica, Madrid, 1909; p. 182.
425
. . . a los americanos en general nos acogen con simpatía, recelosa al
principio, franca al fin, y nos abren brazos y aun puertas. La influen-
cia de escritores americanos sobre escritores jóvenes de la península es
visible. A todos nos lee la generación española que hoy está entre los
veinticinco y los cuarenta años. Empieza a conocer nuestros nombres,
a estudiar a nuestros literatos, a ver nuestras obras en sus biblio-
tecas (31).
DONALD F . FOGELQUIST
Universidad de California
Los Angeles, CALIFORNIA
426
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MIGUEL ENGUIDANOS
427
pautas de la poesía parnasiana francesa y escribieron predominante-
mente una poesía colorista, rítmica y sonora en extremo, de carácter
impresionista y exotista.
Aunque no puedo negar que mis preferencias se inclinan por la
primera de las dos definiciones de modernismo, definiciones aún en
pugna, no quiero entrar en la debatida polémica. Quisiera, sencillamen-
te, explorar otro derrotero. Quizá no tan viable, ni tan actual, pero que
a mí me parece ya imperativo. Hace tiempo que nos viene preocupando,
a unos cuantos, más que tratar de dibujar los rasgos generales de una
época para ver cómo éstos informan el espíritu individual de las gran-
des figuras creadoras del período, el tratar de entender cómo los ras-
gos peculiares, únicos y las decisivas acciones de los hombres singu-
lares transforman, le dan forma y carácter, al mundo plural que les
rodea. Sin dejar de estudiar lo que fue el espíritu de época, sin perder
de vista la imagen de conjunto, hay que ampliar y estudiar en detalle
las imágenes individuales que se mueven para componer la estampa —o
película cinematográfica, como ya nos atrevemos a decir hoy con más
exactitud— de lo que pudo ser la vida en un entonces y allí ya idos
y consumidos. Hay, además, que completar la visión «cinematográfica»
de los primeros planos individuales con intentos de exploración pro-
funda o radiográfica en el hondón de las conciencias; y perdóneseme
lo tosco de este metaforizar tan tecnológico, tan del tiempo.
Tarea larga y difícil nos espera. Llena de innumerables trampas y
de obstáculos desconocidos. Tarea exploratoria del nuevo mundo de la
persona, comparable en cierto modo a la ya comenzada por los astro-
nautas en la exploración del universo exterior. Si éstos se estremecen
ante los misterios del espacio ultraterrestre, a nosotros, a los estudiosos
del hombre, a los que pomposamente nos atrevemos a llamarnos «hu-
manistas», nos corresponden los miedos e incertidumbres del viaje por
los abismos interiores de la conciencia humana. Sobre todo debemos
explorar las existencias de quienes entre los hombres se propusieron,
viajando hacia adentro, sin más cohetes o máquinas que la imagina-
ción, encontrar el secreto de nuestras angustias y de nuestras espe-
ranzas. Mucho, casi todo, nos parece que está por hacer, a pesar de lo
mucho—¡ay de las bibliografías!—que parece haberse hecho. Bueno
será, pues, que vayamos arañando las envolturas exteriores de la cada
vez más incógnita hondura del existir.
Hay que empezar muy modestamente. Quizá baste, por ejemplo,
con destacar y dejar que brillen con luz propia ciertos momentos de
la aventura existencial de poetas como Rubén Darío y Miguel de Una-
muno, procurando que los momentos elegidos sean verdaderamente
iluminadores y que estén cargados de la máxima intensidad vital. Como
428
yo parto del supuesto de que ambos poetas aquí considerados fueron
poetas por excelencia, intentaré de momento tender dos líneas paralelas
que unan los puntos iluminadores escogidos y muestren la trayectoria,
el ritmo y movimiento, de lo que importa en sus vidas por encima de
todo, es decir, de su empeño por trascenderse, por crear poesía. Ambas
líneas vitales habrá que aceptarlas, sin embargo, como lo que son,
como pura metáfora geométrica del sucederse de dos vidas en el
tiempo y en el espacio. Imperfecta y simple es hoy la vieja geometría,
hasta para los matemáticos, que tanto saben de esa vieja poesía lineal.
Imperfecto será, pues, nuestro juego metafórico. De todos modos no
puedo dejar de recordar la elemental definición de «paralelas» que
aprendíamos en nuestras primeras lecciones de la geometría del maes-
tro Euclides: «Líneas paralelas son alineaciones de puntos que corren
en una misma dirección, y que nunca se encuentran, como no sea en
el infinito». ¡Buena lección para críticos literarios, sobre todo para
ciertos comparativistas buscadores de analogías temáticas! Quizá el
paralelismo de las vidas de nuestros poetas, oficialmente dispares y
hasta antagónicos, pueda tenderse ante nuestros ojos como las miste
riosas líneas, invenciones o intuiciones euclidianas. Quizá quienes vi-
ven sus vidas con andadura dispar, pero con la misma intensidad e
intención, y hasta con el mismo aire, lleguen a coincidir en el vértice
imposible del infinito. (¿Imposible?, preguntarán riéndose de nosotros
los poetas y el geómetra.)
Mas por este camino no acabaríamos nunca. Nuestro esfuerzo ima-
ginativo debe dirigirse hacia el ámbito y trayectoria de los poetas
durante los años en que sus existencias esforzadas coincidieron sobre
este planetilla en el que aún vivimos nosotros: Unamuno, de 1864 a
1936; Darío, de 1867 a 1916. Premuras y estrecheces espacio-temporales
me obligan a concentrar la visión de las paralelas en varios de sus
puntos más significativos. Debo prescindir también de una nota erudita
que aquí sería pertinente. Me refiero a la necesidad de exponer la
historia de las relaciones personales y literarias entre los dos escritores.
Baste recordarle al lector que existen ya trabajos como los de Jerónimo
Mallo («Relaciones personales y literarias entre Darío y Unamuno», en
la Revista Iberoamericana, vol. IX, núm. 17); Philip Metzidakis («Una-
muno frente a la poesía de Rubén Darío», en la Revista Iberoameri-
cana, vol. XXV, núm. 50); Antonio Oliver Belmás (Este otro Rubén
Darío, Barcelona, Editorial Aedos, 1960); Manuel García Blanco (Amé-
rica y Unamuno, Madrid, Gredos, 1964), y Julio César Chaves (Una-
muno y América, Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1964). En ellos
se relatan y valoran desde distintos puntos de vista las relaciones, no
siempre cordiales, entre los dos grandes escritores: encuentros persona-
429
les breves, casi por accidente, en Madrid, proyectos nunca realizados
de Darío para ir a Salamanca, imposibilidad casi física de un encuentro
verdadero a pesar de las cartas que se cruzaron y de las páginas de
crítica que se dedicaron mutuamente.
Un aspecto de las relaciones entre Darío y. Unamuno es imprescin-
dible subrayar para el buen desarrollo de este ensayo. Me refiero al
hecho, bien conocido, de que fuese precisamente el poeta nicaragüense
el primero que reconoció y proclamó el secreto último de la obra de
don Miguel, que no es otro que su hondísima calidad y condición
poética. Rubén Darío, como se sabe también, poseía una inteligencia
crítica de primer orden, y fue él quien, al publicarse el primer libro
de versos de Unamuno (Poesías, Madrid, 1907), envió a La Nación, de
Buenos Aires (1909), un trabajo titulado «Unamuno, poeta», en el que
se anticipaba un juicio que iba a prevalecer muchos años después. No
sólo en los primeros poemas de Unamuno, sino en sus ensayos, relatos
y novelas, vio Rubén Darío, quizá antes que nadie, al «escultor de
niebla y buscador de eternidad», es decir al poeta por antonomasia.
Baste una cita de tan excelente escrito:
430
Quizá porque, como él mismo confesaba, a fuerza de oír su inagotable
y duro canto interior, se iba quedando sordo a toda otra música.
Pasaré, pues, a mi intento de destacar ciertos momentos estelares
de la aventura poética de los dos escritores que sirvan de hitos para
apreciar el parelismo vital de sus singularidades creadoras.
He escogido como punto inicial de mi experimento un lapso de
tiempo en que casi se corresponden el correr de los días y de las
noches de ambos poetas con las tensiones interiores de sus estados de
ánimo. Las fechas de sus respectivas hazañas literarias son casi coinci-
dentes, mente y corazón de ambos trabajan y palpitan con diversa in-
tensidad, pero con ritmos acordes; sus sueños apuntan a una misma
lontananza, sus voces, aunque de distinta tonalidad, se enlazan en lo que
hoy, a la distancia de los años, nos parece sorprendente contrapunto.
En 1887 escribe Rubén Darío, y publica en La Época, de Santiago de
Chile, un cuento titulado «El rey burgués». En 1895, Miguel de Üna-
muno publica en La España Moderna un ensayo titulado «Sobre el
marasmo actual de España».
Un cuento y un ensayo. Ambos se incluyeron, más tarde, en libros
primerizos que lanzaron a la fama a sus autores. Dos jóvenes poetas
reconocen, tantean entonces, por distintos caminos y con diferentes me-
dios, el mundo que íes ha tocado vivir. Los dos se proponen establecer
por escrito un programa, una fe de vida de escritor. Sin manifiestos,
creando obras que son, en sí mismas, el cumplimiento de sus progra-
mas. Desde la ventajosa perspectiva que nos da el siglo casi transcurrido
desde entonces, ya en el centenario del nacimiento de Rubén Darío,
podemos ver en lontananza la obra entera de ambos escritores. Desde
este «ahora y aquí» podemos ya establecer que tanto Darío como
Unamuno eran, desde sus primeros escritos, poetas de entraña y voca-
ción absoluta. La visión de conjunto de la obra cuantiosa de ambos
no ofrece lugar a dudas. No importa que su esfuerzo se canalizase
hacia otras formas literarias, sobre todo en el caso de Unamuno. En-
sayo, crónica, novela, cuento, drama, fueron realmente envolturas que
ocultaban las voces líricas entrañables de ambos autores. Lirismo, vi-
sión interior adivinadora de misterios, poesía de raíz, hay siempre en
la desnudez última de cualquiera de sus obras.
Por eso, decir que en dos textos en prosa como los indicados pueda
verse ya la andadura paralela en que va a transcurrir más tarde la
existencia de los poetas, no debería sorprendernos demasiado. Lo que
quizá parezca extremado será el comparar un cuento y un ensayo de
tema, índole y estilo tan diferentes. Pero si lo que nos proponemos es
hallar, más que coincidencias aparentes, las tensiones interiores de los
431
dispositivos vitales de ambos escritores, habrá que perderle el miedo a
lo desconocido.
Mi idea de ver en ambos textos dispares tensiones del ánimo para-
lelas, relacionadas por un extraño parentesco, surgió de un puro chis-
pazo intuitivo. Dos metáforas, demasiado obvias pero casi invisibles,
por lo claras y directas, encendieron la chispa: rey burgués, el título
y personaje del cuento de Darío, y Don Quijote retirado, imagen de
que se vale Unamuno en su ensayo para expresar el estado de marasmo
en que vive el español medio de su tiempo. Ambas metáforas conden-
san la esencia de lo dicho en ambos textos: Rubén Darío nos cuenta,
entre opacidades, fríos y tristezas, un cuentecillo que califica irónica-
mente de «alegre»; en él nos narra las desdichas del poeta en la corte
de un rey que no tiene alma de rey, sino de burgués. El destino del
poeta, en la corte del usurpador de la monarquía del espíritu, es tris-
tísimo: se muere de frío en el jardín, dándole vueltas al manubrio de
una caja de música. Mientras tanto, el rey burgués «con la cara inun-
dada de cierta majestad, el vientre feliz y la corona en la cabeza, como
un rey de naipe» escucha, dentro, en su palacio, ante la mesa de un
banquete opíparo, «los brindis del señor profesor de retórica, cuajados
de dáctilos, de anapestos y pirriquios, mientras en las copas cristalinas
hervía el champaña con su burbujeo luminoso y fugaz». La anécdota,
trivial, después de todo, está contada con temple humorístico y poé-
tico de alta calidad. Y eso es lo que importa y por lo que el cuento
vale. En «El rey burgués» está ya todo el gran Darío, con su exube-
rante riqueza verbal, pero, sobre todo, con su protesta frente a la
suprema injusticia del mundo moderno, que no es otra que la relega-
ción a segundo o tercer plano en que la sociedad tiene a las personas
de talento creador. En «El rey burgués», el poeta clama por la vuelta
a la Arcadia, canta el ansia de un mundo mejor, donde la bestia
humana se dulcifique y espiritualice en el cultivo de la belleza.
Miguel de Unamuno, por su parte, agita ya en este su temprano
escrito el zurriago hiriente de su prosa para sacudir a Don Quijote,
símbolo supremo de España, de la siesta insensata en que se halla
adormecido durante los años que preceden al desastre colonial de
1898. No me parece casual la coincidencia de estado de ánimo, ni su
resultado en forma escrita: Unamuno, como Darío, se enfrenta a una
situación donde se están falsificando y olvidando unos valores—a una
«deshumanización», diríamos hoy— y, al no aceptarla, señala la nece-
sidad imperiosa de volver a un camino, a una manera de andar por
la vida, que aun siendo castiza y entrañable no sea incompatible con
el mundo moderno. Si los españoles, nos dice, se cultivasen a sí mis-
mos, y empezaran por reconocer lo que en ellos es «intracastizo»
432
—frente a casticismos fáciles o cómodos—no habría que temer a las
influencias extrañas. Todo lo contrario, nos dice el Unamuno tem-
prano, (dos jóvenes ideales cosmopolitas» avivarían como «ducha re-
confortante» la radical originalidad creadora de los españoles. En «So-
bre el marasmo actual de España», pues, está afirmando Miguel dé
Unamuno, en 1895, una actitud vital muy semejante a la afirmada por
Rubén Darío ocho años antes en «El rey burgués». Lo afirmado es,
a fin de cuentas, la superioridad del mundo del espíritu sobre el
mundo de la materia, de las convenciones y de «lo establecido». En
ambos escritos se lee entre líneas que a sus autores les quema una
misma ansiedad: la de decirles, cantarles o gritarles a los hombres
que hay que volver a un orden humano y humanizante, y que el
aliento ordenador debe ser la llama del espíritu y no el fango de
la charca social. La necesidad de clamar en el desierto, para ver si
los hombres oyen la llamada y se ponen en camino de ser hombres,
es ya en estos tempranos escritos fuerza imperativa e ineludible para
ambos poetas.
La coincidencia de estado de ánimo no puede ser más sorprendente
para el lector de hoy, una vez se penetra bajo las apariencias, o una
vez se deja de leer a Unamuno y a Darío tratando de encontrar en
sus obras lo que se nos dice en los libros de crítica y erudicción que
«hay que encontrar». Claro que quizá se me pueda objetar que, des-
pués de todo, no he dicho nada nuevo y que la mayoría de los grandes
escritores coinciden en la exaltación de la supremacía del espíritu
humano. Pero, sin negar que me estoy aproximando a tan perogru-
llesca generalización, me permito insistir en que el paralelismo de
este momento juvenil Darío-Unamuno no es tan obvio ni tan genera-
lizable. Lo característico de la exaltación poética de ambos escritores
es, a mi modo de ver, su totalidad, la no admisión de términos me-
dios. Frente al mundo moderno—se empieza ya en aquellos años a
hablar de «lo moderno»—, con sus aplastantes tecnocracias, burocra-
cias, plutocracias, objetocracias, y demás «eradas» deshumanizantes,
los poetas levantan su pequeña pero enhiesta bandera: la de la ilusión
poética. Cada poeta, desde entonces, se lanza a la protesta como puede,
a su manera; pero los dos aquí comparados coinciden en hacer arte
supremo del canto solitario del individuo excepcional. Ambos coinci-
den en afirmar la necesidad del encuentro con la entraña lírica que
humaniza al hombre. El hombre está destinado a ser «rey de sí mis-
mo», no burgués, cifra estadística o «consumer» de productos indus-
triales. El hombre, español, hispanoamericano, norteamericano, ruso,
o chino, no debería de olvidar su meta última y tendría que esforzarse
por llenar de sentido las pequeñas ansias de cada día buscando la
433
CUADERNOS. 212-213.—13
verdadera raíz de su alma. El hombre no puede renunciar a su peren-
toria obligación: humanizarse, hacerse hombre. El rey no puede ser
burgués, ni Don Quijote puede retirarse. Don Quijote sólo llega a ser
Don Quijote en el camino, y ei ourgués, o el proletario, sólo pueden
justificar sus alzamientos contra reyes y señores para reinar y enseño-
rearse de sí mismos. El poeta no puede aceptar la subversión de va-
lores que el salón del «rey burgués» simboliza o que el «retiro» de los
Quijotes amenaza. Por eso el poeta, después de reconocer y formular
el diagnóstico del mal de su época, se impone una misión. Sobre esa
conciencia de misión podríamos trazar muchos puntos paralelos entre
las trayectorias vitales de los poetas Unamuno y Darío. No harían
sino confirmar lo advertido en algunos de los escritos primeros. Veamos
algunas muestras:
Deliberadamente prescindo de un paralelismo cronológico riguroso
y exacto, pues el estudio del desarrollo de la conciencia misionera de
ambos poetas está por hacer. Un poco al azar, ya que estas líneas no
pasan de ser un ensayo, se me ocurre comparar textos como el poema
de Rubén Darío «¡Torres de Dios! ¡Poetas!», incluido, en 1905, en
Cantos de vida y esperanza, y el ensayo poético dialogado de Miguel
de Unamuno «Yo, individuo, poeta, profeta y mito», publicado en
Plus Ultra, de Buenos Aires, en 192,1. Ambos escritos pueden verse
como culminación ejemplar de una obsesión intuitiva que los dos com-
parten. No importa su distancia en el tiempo, ni tampoco la posibili-
dad de que el texto de Unamuno pueda haber sido influido—¡con qué
ligereza usamos ese verbo los que escribimos sobre literatura!—por el
de Darío. Se podría demostrar el paralelismo progresivo, día a día,
texto a texto, en que crecen las dos conciencias poético-proféticas. En
sus principios, como ya he señalado, el paralelismo vital y el poético
son claros. Unamuno sigue en 1922 un impulso, un ansia, que le lle-
vaba al mismo infinito hacia el que caminaba Rubén y hacia el que
éste hubiera seguido caminando de no morir en 1916. Difícil es, además,
señalar influencias en el escritor ovíparo que era don Miguel. Decir
tal cosa sería también, supongo yo, no tener idea de cómo escribe un
verdadero escritor. ¿Qué queda, pues? Algo que a mí me parece evi-
dente : textos, de los cuales los dos sugeridos son sólo un par de buenas
muestras, que indican una tensa acción vital del espíritu en dirección
de ideales y sueños comunes, compartidos misteriosamente.
Se ha tendido, //or lo general, a destacar en Unamuno el aspecto
más particular de su estética, el que muchos críticos creen ser un anti-
esteticismo, o, má(; concretamente, un antimodernismo. Se ha venido
olvidando de ese modo que toda la obra de Unamuno —por ser emi-
nentemente poética—es poesía de tensiones interiores, de extremos vi-
434
vidos intensamente (que nada más y nada menos que eso son sus
decantadas paradojas). Tan verdadera es en Unamuno la esencialidad,
la desnudez, la agonía de sus lacerantes palabras como el sonsonete,
la canción, que llevan escondidas. Ya lo dijo Rubén, como vimos. El
poeta de Nicaragua reconocía en el español a uno de los suyos. Preci-
samente por su esteticismo de raíz, inseparable de la común ansia
humanizante, no importándole cuan solapado, o callado, estuviese en
sus versos. La agonía, notoria y estridente, no había ocultado a los
ojos penetrantes de Darío la capacidad de éxtasis contemplativo, la
posibilidad de embriaguez musical, que había en el Unamuno más
conocido.
Si se lee con cuidado, además, en la frondosa selva de escritos que
nos dejó Unamuno se encuentran pruebas más que abundantes de
una preocupación esteticista. Ya es sospechosa, por de pronto, su
temprana y constante negación de lo que él llamaba «concepción este-
ticista del mundo». Sería farragosa la enumeración de los muchos ata-
ques que Unamuno dirigió contra la estética del modernismo y contra
sus cultivadores. En una carta de 1900, dirigida a José Enrique Rodó,
no sólo rechazaba toda posibilidad de esteticismo, sino que afirmaba
que ya no le interesaba nada más que «el problema religioso y el del
destino individual». No cabe negar que ese fue precisamente el vér-
tice de tensión supremo hacia el que se dirigió ya entonces todo el
ánimo creador de Unamuno. Pero el esteticismo, la necesidad de buscar
altos y profundos niveles de comunicación entre los hombres con
armas de belleza expresiva, fue espina y estímulo para cantar-—sí,
cantar—sus trágicas elucubraciones. Por un lado lo negaba. Temía, y
con razón, caer en la superficialidad; pero sentía también un extraño
miedo a quedarse dormido, o absorto, pues para Unamuno toda mú-
sica venía a parar en nana o responso. Y, sin embargo, cayó y se
entregó tantas veces al encanto hipnótico de su melodía, o canturreo,
interior, que no es nada difícil aducir ejemplos. Valga también recordar
el acierto de Carlos Blanco Aguinaga al acumular las pruebas más
notorias en su libro El Unamuno contemplativo. Gracias a él puedo yo
abreviar y concentrar mi atención en los ejemplos válidos para trazar
el paralelismo con Darío. Vaya el botón de muestra: «Diario de un
azulado», artículo publicado en La Nación, de Buenos Aires, el 6 de
febrero de 1921, es decir, veinte años después de la carta a Rodó,
cuando ya cabía esperar que el antiesteticismo hubiera triunfado de
toda posible debilidad o espejismo juvenil. Se trata de un ensayo donde
Unamuno, utilizando su tan preferida forma de diario confesional
habla de un momento histórico de España, de sus temores ante toda
clase de dogmatismos y de colectivismos, de su ansia de verdad y liber-
435
tad. Dice: «Escribo estas líneas lleno de los más agoreros presenti-
mientos. Nadie ve claro. Y muchos no quieren mirar. Pero no le
duele a uno tanto la disolución política, ni la.moral, lo que duele es
la disolución intelectual y la estética....» (El subrayado es mío.)
No podía ser de otra manera. Unamuno se supo siempre hombre de
misión, y su misión era la del poeta-profeta: agorero del destino del
hombre, conjurador de fuerzas humanizantes y eternizantes. Pero esa
misión requería un vehículo, una manera de comunicarse con los
hombres. El lenguaje del poeta es la palabra transfigurada por la
magia imaginativa. También el del profeta: la parábola. Lenguaje de
altas miras, en ambos casos. Y el lenguaje, disparado hacia esas regio-
nes, no es otra cosa que arte. A ese respecto, el paralelismo con Darío
no puede ser más claro. Ambos se duelen muy profundamente de toda
barbarización o caída del hombre, pero a ellos, como escritores, les
atañe muy particularmente toda disolución intelectual o estética. La
barbarie del pensamiento, o de la palabra, enfurece a ambos y les
duele tanto como la injusticia o la tiranía. Las razones son las mismas:
el hombre es uno, sus virtudes y defectos inseparables. El poeta es el
hombre que por medio de la palabra —cantada, escrita o gritada— pue-
de y debe guiar a sus semejantes hacia los altos cielos de la verdad,
del bien y de la belleza. Dones humanizantes, infrangibies.
Rubén Darío, en 1905, había ya espuesto muy claramente lo que
él creía ser la misión del poeta. Se podrían aducir varios textos, en
prosa o en verso, pero prefiero concentrarme en el poema siguiente:
Esperad todavía.
El bestial elemento se solaza,
en el odio a la sacra poesía
y se arroja baldón de raza a raza.
La insurrección de abajo
tiende a los Excelentes.
El caníbal codicia su tasajo
con roja encía y afilados dientes.
436
Torres, poned al pabellón sonrisa.
Poned, ante ese mal y ese recelo,
una soberbia insinuación de brisa
y una tranquilidad de mar y cielo...
437
y, ante el «recelo» de la muerte del alma, «una soberbia insinuación
de brisa y una tranquilidad de mar y cielo...».
Muy mal andan las cosas en el mundo, muy débil, o muy «carne»,
es el hombre, hay sobradas razones para morirse, embriagarse, dor-
mirse, arriar el pabellón y derribar la torre, piensa el poeta; pero hay
algo a lo que no se puede renunciar. Lo írrenunciable para el hombre,
según el poeta, es su derecho, y su deber, al «todavía». El poeta
Rubén, anticipándose al filósofo Ortega, había ya intuido que la natura-
leza del hombre es precisamente el continuo e incesante drama exis-
tencial. Hacia arriba—cielo—o hacia abajo—tasajo de carne—, cada
minuto de nuestras vidas. Esfuerzo, gesto ennoblecedor, voluntad crea-
dora de eternidades, son las . características y el arma del poeta. El
poeta, torre de Dios, es, de entre los hombres, el más próximo a la
divinidad. Aunque su torre puede parecerle, en momentos de debili-
dad, condenada a ser una torre de Babel más entre las ilusorias cons-
trucciones que los hombres erigen para aproximarse a Dios y para
salvarse de la muerte eterna.
Miguel de Unamuno vio también su estrella de poeta marcada por
un destino paralelo al de Rubén Darío. También él levantó, a su ma-
nera, su torre de Babel. Torre de humanidad agonizante y suspirante
hizo Unamuno de sí mismo. Hasta su nombre le indicaba, según nos
dijo muchas veces, ese camino: Miguel, ¿quién como Dios? Esperanza,
en tensión con desesperanza, hay en la entraña de toda su obra. Con-
tra la condenación del tiempo, contra la muerte, se pronuncia, en
constante paralelismo de raíz con Rubén:
438
andadura existencial, y el norte de lo mejor de sus vidas, se parecen.
Unamuno, en el ensayo citado, «Yo, individuo, poeta, profeta y mito»,
establece su sentido de la misión del poeta en términos paralelos a los
de Darío:
439
querido, sobre todo, poner de relieve la coincidencia en la andadura,
en el sentido de misión, que expresan ambos poetas. He destacado su
mirar hacia el futuro, hacia lo alto y hacia la eternidad. Ahora rever-
tiré la perspectiva: ¿Cómo se sienten Unamuno y Darío mirando hacia
el pasado, hacia lo irremediablemente perdido?
Fijaré mi aterción en dos poemas muy particulares. Pero antes de
entrar en materia tengo que contar las circunstancias que me llevaron
a considerar y emparejar estos dos textos. Leía yo un día el Cando-
ñero de Unamuno, como hago muchas veces, por pura fruición y afi-
ción a las resonancias que en mí despierta la lectura de los recovecos
más íntimos de la obra de don Miguel. Saltando páginas y días fui a
dar en la entrada del diario, fechada el 12 de julio de 1928. Se trata
del poema «La narria»;
440
y tú, paloma arrulladora y montañera
significas en mi primavera pasada
todo lo que hay en la divina Primavera.
Es decir, que sean cuales sean las razones del paralelismo visible
en la lectura de «La narria» y de «Allá lejos», no hay ninguna duda
de que ese 12 de julio de 1928 don Miguel barruntaba en el recuerdo
el verso que aludía al pájaro-símbolo preferido por Rubén: el cisne.
Porque no era un verso cualquiera el recordado, sino el verso 23 del
poema «Blasón» de Prosas profanas, que pertenece a la estrofa VI:
441
a la paz contemplativa; pero me parece particularmente curioso y
significativo que en el diario íntimo las anotaciones del recuerdo del
cisne desaparecido y de la evocación de la niñez se hagan el mismo día.
Veamos ahora las analogías y las particularidades de los dos poe-
mas. Ambos son composiciones de suprema nostalgia: evocaciones de
un recuerdo, de algo que pasa, una carreta de bueyes (curiosa, y quizá
no accidental, coincidencia), un lento vehículo que transporta a los
dos poetas a la remota infancia. El buey, imagen-denominador común
en ambos poemas, es pesado y lento, pero su vaho en un caso o su
babear en el otro muestran que en ambos poetas se siente un tirón
biológico elemental. Cual sea la influencia que la lectura o el recuerdo
de «Allá lejos» haya podido tener en la creación de «La narria» me
interesa menos que determinar el paralelismo de andadura poética en
la dirección de recuerdos lejanos y puros. Tensión de conciencia de
tiempo, pero hacia atrás, hacia el pasado, no misión, programa, ni
tensión hacia el misterioso futuro, es el vértice infinito hacia el que
concurren las paralelas en esta ocasión. Extremado lirismo encierran
los raros poemas donde los poetas deciden aniñarse y cantar para sí
mismos, en su soledad, la canción de.cuna imposible, la de la vuelta al
principio de todo. En tan entrañable coyuntura pueden trazarse nexos
muy reveladores entre los dos poetas. Dice Darío: «Buey que vi en
mi niñez echando vaho un día...» y «...paloma de los bosques sono-
ros del viento, / yo os saludo, pues sois la vida mía». Dice Unamuno;
((No volveré a veros, narrias, / resbalabais silenciosas / por calles de
mi niñez / al paso de lentos bueyes, / que iban babeando a la vez...»
En ambos casos es la lentitud del paso de los bueyes recordada nos-
tálgicamente, la que despierta el sentimiento de la pérdida irremedia-
ble de la niñez, la juventud y, quizá, de la vida entera.
La emoción de ambos poetas se proyecta hacia tiempos y espacios
muy concretos y bien definidos. Dice Darío: «...bajo el nicaragüense
sol de encendidos oros, / en la hacienda fecunda, / cuando era mi
existencia toda blanca y rosada...» Dice Unamuno: «...la Bilbao que
se me fue / por calles de mí niñez. / ¡Qué encanto montar un poco
sobre las vigas...» Pero la tensión vital nostálgica y melancólica, en
ambos poemas, emana de un movimiento imaginativo que lanza a la
memoria a la recaptura de unos sonidos, de una olvidada canción.
Dice Rubén: «...en la hacienda fecunda, plena de la armonía del
trópico, / paloma de los bosques sonoros del viento, / paloma arru-
lladora y montañera...» Dice don Miguel: «... ¡qué sirinsín aquél!...»
Resuenan, en la distancia del recuerdo, el espléndido concierto de
la naturaleza tropical, con sus solos o arrullos de paloma, con el coro
del viento en los bosques, para Darío, y para Unamuno, el humilde,
442
onomatopéyieo, sirinsin del resbalar de los calzones infantiles, al des-
lizarse sobre la piedra del tobogán. No importa si en un caso el
recuerdo sonoro es orquestal, y en el otro, únicamente modesto y humil-
de. Lo que cuenta es que en ambos predomina lo que el propio Darío
llamaba «la necesidad del canto».
«Allá lejos» tiene, a pesar de su radical sencillez melancólica, mu-
cho todavía de la ampulosidad y de la exuberante sensualidad del
poeta americano. Basta con decir, en voz alta, que se trata de recor-
dar «...un día bajo el nicaragüense sol de encendidos oros, en la
hacienda fecunda, plena de la armonía del trópico...». Está escrito el
poema en los majestuosos alejandrinos, siempre extraordinarios en
Rubén. La naturaleza, el tiempo y la vivencia recordados tiene que
corresponderse armónicamente con un sistema de expresión eficaz.
Quien haya estado alguna vez bajo el sol de los trópicos, o haya
sentido la embriaguez de la naturaleza en aquellos hermosos parajes,
comprenderá que lo allí vivido no se puede expresar de otra manera.
Pero Rubén (no se olvide que este poema pertenece a la parte final
de Cantos de vida y esperanza) ha superado ya pasajeras frivolidades
esteticistas. Su poesía, sin dejar de ser suya, ha ganado en profundi-
dad, en radicalidad, sin perder su exuberancia; en él y en aquellos
trópicos tan natural. Por eso la evocación de la niñez se hace pen-
sando en aquel «buey echando vaho» y en «...la dulce madrugada
que llamaba a la ordeña de la vaca lechera», visiones nada esteticistas.
Y, sin embargo, junto al buey, aparece en la evocación la paloma,
animal extraído también del recuerdo real infantil y bucólico, pero
que en la imaginación del poeta llega a convertirse en la,paloma de
Venus, en la paloma del amor y de la canción arrulladora, que es en
el poema no sólo el símbolo de «su» primavera pasada-—cuando era
su «existencia toda blanca y rosada»—, sino de la «divina Primavera)),
esta vez con mayúscula. A ambos, remotos buey y paloma, les dice
Rubén, en singular acorde no sólo con Unamuno, sino también con
su amigo Antonio Machado, el «misterioso y silencioso»; a ambos les
dice: «Sois la vida mía...»
«La narria» es un poema escrito en el tono confidencial propio del
diario poético de Unamuno. No caben en él resonancias orquestales.
No son tampoco los grandes acordes los preferidos del poeta vascon-
gado, más bien inclinado a la sencillez, y aun a la austeridad meló-
dica. Pero es la melodía—también melancólica, aunque suene más a
acordeón que a orquesta—el alma del poema: «Y así marchó mi
vidita. ¡ Qué sirinsin aquél!» Los versos son octosílabos, para cantarlos
en voz baja. El aire, la sonoridad, del poema es de canción popular.
El tema es uno de los preferidos de Unamuno: la vuelta a la entraña
443
intrahistórica, al principio de todo. Se evoca no sólo la niñez, sino la
frescura, el candor, la falta de prisas, la generosa disponibilidad de
tiempo. Es decir, aunque con otras palabras, también «la divina Pri-
mavera». El modo expresivo de don Miguel está muy en consonancia
con su estilo de vida y-—también como en el caso de Rubén—con el
ambiente evocado: la Bilbao de su niñez no puede recordarse con
los mismos colores, luces y. sonidos que la exuberante hacienda tro-
pical, pero el movimiento del ánimo es extrañamente similar al de
Rubén. El lento y silencioso resbalar de las narrias, así como el irse
a la mar «sin saber» del río Nervión, son tiempo de primavera (in-
vención de Dios), por contraste, o paradoja, con el «ahora» de 1928,
en que se escribe el poema, que es tiempo de prisas y de invierno
(«las ruedas del automóvil son invención de Luzbel»).
Con lo expuesto hasta aquí he apuntado apenas las dos direcciones
principales en que puede estudiarse el paralelismo—de época, per-
sonalidad y obra—entre Unamuno y Darío. Cantando hacia afuera,
o hacia, adentro, coinciden, en mayor grado de lo que se cree, los dos
poetas. Ambas direcciones existenciales tienen que explorarse más de-
tenidamente, pensando que el paralelismo de dos vidas y de dos obras
no requiere la igualdad de todos los puntos de las dos trayectorias
vitales, sino conciencia del norte, o dirección, en que marchan las
paralelas.
Las direcciones de este ya necesario estudio quedan, pues, seña-
ladas. Después de todo, fueron los mismos poetas quienes nos deja-
ron la ruta marcada. Darío, en el texto sobre Unamuno citado al
principio; éste, en su correspondencia con Rubén (Alberto Ghiraldo:
El archivo de Rubén Darío, pp. 34 y 44), más citada que leída. Tomo
de dos cartas fragmentos que me sirven de perfecto colofón:
MIGUEL ENGUÍDANOS
Department of Spanish and Portuguese
Indiana University
Bloomington, INDIANA, 47401
444
WATTEAU Y SU SIGLO EN RUBÉN' DARÍO
POR
445
Pero antes quiero revisar algunos conceptos acerca de la calidad
del juicio crítico de Rubén Darío en materia de pintura. Sus pintores
—no precisamente porque los mencione con mayor o menor frecuen-
cia, sino porque saturan e impregnan su poesía y su prosa—son, en
mi opinión, tres: Watteau, Moreau y el movimiento art nouveau, re-
presentado y dominado original y magistralmente, entre 1894 y 1898,
por Aubrey Beardsley.
Detengámonos un momento en estos dos maestros menores para
una breve dilucidación. A Gusta ve Moreau (1826-1898) se le empieza
a redescubrir y revalorizar ahora, después de años de semiironía y
semiolvido. Visionario por excelencia en sus temas y transmutador de
la materia en riquísimas texturas en su técnica, fue quien influyó y
formó a pintores modernos tan dispares como Marquet, Matisse y
Rouault, Es considerado también como un precursor del surrealismo.
Entre la pintura y el vitral gótico está—-superficie y transparencia—
el esmalte. Ante sus Orfeos y Salomés, Rubén Darío descubrió la
fascinación del color y, más aún, de la luminosidad. Aprehendió lo
que había en sus cuadros de remoto y suntuoso y que es inherente a
un determinado tipo de gran poesía. Y el milagro de la orfebrería:.
«... un caracol de oro / macizo y recamado de las perlas más fi-
nas.» «...así procuro que en la luz resalte j antiguo verso cuyas alas
doro I y hago brillar con mi moderno esmalte.» «Dice en versos ricos
de oro y esmalte ¡ don Ramón María del Valle-Inclán.» En El canto
errante hay dos poemas, dos Moreaus—«Vésper» y «Visión»—-excep-
cionales de ejecución y mano de obra. En 1905, en París, Darío obsequia
a su amigo Eduardo Schiaffino el libro de Paul Glat La Musée de G.
Moreau con un poema-dedicatoria cuyo título es el nombre mismo del
pintor: «Joseph-Gustave Moreau».
En cuanto a Aubrey Beardsley (1827-1898), la crítica contemporá-
nea lo ha recibido con asombro el año pasado, en Londres, con oca-
sión de una muestra de 600 obras que atrajo más de 100.000 visitantes.
Y hace poco, el Museo de Arte Moderno de Nueva York, ha re-
unido una de las más completas exhibiciones de Beardsley, inclu-
yendo parte del material de la muestra de Londres y de colecciones
privadas, e incluso una sala de falsos Beardsleys. Sus temas (él fue
ante todo y sobre todo un ilustrador) eran un surtido de perversas,
sofisticadas y obsesivas imágenes y caricaturas de contemporáneos:
demonios, monstruos, pierrots, mariposas y damas carnívoras. En una
de sus cartas, el sagaz D. H. Lawrence dice de él que es el único artis-
ta gráfico dotado para concebir y realizar en líneas la cópula del
daimon de un ser humano y el daimon de un árbol. El historiador
de arte sir Kenneth Clark ha sugerido que mucho del arte moderno
446
(Munch, Klee, Kandisky, Picasso, hasta Pollock) está en deuda con él
y sus extraordinarios poderes de dibujante, declarándolo «un hecho
irreductible en la historia del espíritu humano». Rubén Darío, en cua-
tro octosílabos del poema «Dream», de El canto errante, nos lo de-
fine así:
WATTEAU Y SU SIGLO
447
Esta felicidad, tal como la concibieron los racionales del siglo xvm,
presenta caracteres que solamente a ella le pertenecen. Felicidad in-
mediata: hoy, esta misma tarde, en seguida. Esas eran las palabras
que contaban. Mañana ya sonaba tardío. Y felicidad, que no era un
don, sino una conquista. Felicidad voluntaria, personal. Y terrena.
Una felicidad hecha de trivialidad que no pretendía lo absoluto. La
misma muerte debía perder el aire horrible con que ha sido luego
tan desacreditada por la ascética. Las muertes demasiado serias eran
despreciables. Y así aparecen libros, como uno publicado en 1712 por
un tal Deslandes: Reflexions sur les grands hommes qui sont morts
en plaisantant (Reflexiones sobre los grandes hombres que murieron
bromeando). Uno de estos filósofos de la Felicidad dice en su obra
Ensayo de filosofía moral: «Hay un principio en la naturaleza, más
universal aún, que llamamos la luz natural; más uniforme para todos
los hombres, tan presente en el más estúpido como en el más sutil:
el deseo de ser feliz.»
Pero todo deseo se halla establecido sobre una privación. Quién
sabe de qué amargura crítica, de cuántas frustraciones, promesas no
cumplidas, brotaba esta frenética apelación a la felicidad. El siglo xvm
la desea y celebra demasiado para haberla poseído realmente. Había,
pues, que provocarla. Inventarla. Encontraron a mano un elemento
natural irremplazable: el placer, la sensualidad. A este elemento na-
tural había que agregar otro de orden cultural, artificial: el lujo.
Lo necesario asistido por lo superfluo. Esta alianza genera una re-
sultante: el triunfo de la mujer en todos los órdenes de la existencia.
El siglo xvm es, en Francia, el siglo de la mujer. El lujo se organizó
para ella. El dinero revoloteaba a su alrededor. Se encendió para ella
una fiesta interminable. Pero con una condición: nada de absoluto.
El amor y los amantes se convierten en una institución del Estado.
Wemer Sombart, en su obra Lujo y capitalismo, afirma: «...durante
el siglo xvm, Francia se transforma en la alta escuela del amor que
ha continuado siendo hasta nuestros días. Francia es la primera na-
ción, la primera comunidad occidental que lleva la vida amorosa al
último refinamiento, y la dedicación de la vida toda al amor fue el
sentido del siglo xvm que obtiene en París su máxima perfección y
en la pintura su más perfecta expresión». Hasta aquí Sombart. Para
circundar y multiplicar a la mujer, se multiplican los espejos, los
cojines, las colgaduras, los encajes, las plumas de cisne y de avestruz.
El último cuadro pintado por Watteau, La muestra de Gersaint, es
una síntesis de la consagración de la mujer como la suprema cliente
de lo superfluo; así como el Embarco para Citéres es la síntesis de
la consagración al amor. Lujo y lujuria. La industria del encaje (en
448
Cuadro de Watteau, inspirador de un poema de Rubén
sus infinitas modalidades; hasta el siglo xvm no se inaugura en Fran-
cia la industria del encaje negro), llegó a tal punto que había 17.300
obreros y obreras trabajando exclusivamente para este ramo. Igual
ocurría con la fabricación de espejos y la industria de lujo por exce-
lencia: la porcelana.
Todo esto no se podía perder. Había que pintarlo. «Se canta lo
que se pierde», escribió don Antonio Machado. Se salva lo que se
pinta. En este momento ocurre la aparición de Jean-Antoine Wat
teau. El va a pintar ese placer y ese derroche, que es lo que la super-
ficie de su época le muestra; y la desilusión o el desencanto, que es
lo que su propio espíritu adivinó.
Antes de él sólo hay una gran figura en la pintura francesa: Ni-
colás Poussin (1594-1665), pero.del cual aprenderá muy poco. Casi nada.
Poussin representa la elevada seriedad que es la aspiración clásica. La
magnitud y el orden antiguos. Et ego in Arcadia. La nostalgia his-
tórica de un mundo a la vez heroico e idílico. Donde la existencia
fluye, viva, pero sojuzgada por la geometría. Ya lo decía bien don
Eugenio d'Ors al comparar a ambos pintores en el Museo del Prado:
«Si Poussin transforma los árboles en columnas, Wátteau los transforma
en fantasmas>\ Este paso de la visión lineal o tectónica a la pictórica
o atectónica (que nos definió Wolflin), va a darlo en Francia Wát-
teau. Las líneas y los contornos definidos van a ser reemplazados por
las manchas y los bordes difusos y la nostalgia histórica será abolida.
El arte ya no será el infalible proceso de una técnica aplicada a temas
ideales, sino que se le verá germinar, abrirse y marchitarse a la par
de la vida. Será un fenómeno vital. El testimonio. El documento.
Su vida, muy breve, pues nace en 1684 y muere en 1721, a los
treinta y siete años de edad, pertenece al final del reinado de Luis XIV.
Sus influencias son Rubens y los venecianos. Ticiano y Veronés en
particular, de quienes retiene la delicada textura y la tonalidad cá-
lida y brillante. Parece que sufría de una enfermedad pulmonar, y
nunca pudo conocer por sí mismo los placeres refinados y las aven-
turas sentimentales que su pincel inmortalizó. Pero a pesar de esa
salud frágil y un carácter hipocondríaco que nos dejan presumir las
negligentes alusiones de algunos contemporáneos, dejó una obra con-
siderable en volumen y ejemplar en factura. Sus cuadros no muestran
grietas, ni el empaste se ha caído, ni los colores parecen haberse alte-
rado perdiendo su primitivo destello. Se nota que no hubo abuso de
aceite para conseguir una efímera impresión de lustrar. Persuadido que
había de morir muy joven, pintaba sin descanso y febrilmente. Pero
fue un maestro escrupuloso, que conoció a fondo su oficio, tomó pre-
cauciones y trabajó en soledad y sin prisa mercantil.
449
CUADEIiNOS. 212-213.—14
Históricamente, él continúa la tradición de pintores que vieron
el problema de la pintura como un problema de manchas y no de
líneas. El Chiaro-oscuro del que el Corregió es el verdadero creador,
y Leornardo con su sfumato, el precursor, y pasando por Caravaggio,
culmina en Rembrandt. Con esta técnica, un nuevo género aparece,
que es creación de Watteau: la Féte Galante. Se trata de asambleas
de amor en minúsculos y cerrados boscajes —«de culto oculto y flo-
restal»—•, sin que anden muy lejos los tañedores de mandolina. Esto
podría estar ya en El lar din del Amor, de Rubens, del Prado, o en
el Concierto campestre, de Giorgione,. del Louvre; pero no. Los ena-
morados puestos en escena por Watteau están casi siempre disfraza-
dos para el teatro. Son actores de la Commedia italiana, evadiéndose
de la realidad por el teatro, cuya influencia sobre la pintura francesa
del siglo xvín es decisiva. Esta negación de lo espontáneo, de la reali-
dad, es una de las peculiaridades que dan a la pintura de Watteau
ese acento inconfundible de diletantismo, de desencanto, de ironía.
Tampoco corresponden sus cuadros a un determinado tema o anéc-
dota. Estos siempre son un pretexto para meditaciones pictóricas, di-
vagaciones y especulaciones plásticas; como el célebre Embarco para
Ciieres, por ejemplo. Los impresionistas lograron en sus cuadros hacer
un corte fortuito del mundo visible y pasajero. Pero sólo ese ins-
tante. Watteau consigue en el Embarco para Citeres el desarrollo de
una acción, gracias a un ingenioso procedimiento: las tres parejas
que ocupan el primer plano figuran, representan los tres momentos de
una sola. Si se lee el cuadro de derecha a izquierda, se ve al pere-
grino arrodillado a los pies de una mujer que, insensible, juega con
«el ala aleve del leve abanico»; en el segundo movimiento él logra
que. ella acepte seguirle, y la tercera pareja encarna la conquista. Es
un ciclo, un texto que va de la súplica al consentimiento, de la rodi-
lla en tierra a la dominación. Al fondo, los enamorados se aprestan
al viaje. La barca —en torno de la cual revolotean tardíos cupidos-
aparece hundida en la bruma crepuscular. Teóricamente es la apo-
teosis del placer, pero esa apoteosis parece velada por una secreta
desesperanza. La desesperanza de una juventud condenada a la gracia
y al agotamiento.
El colorido es de un tono ocre muy pálido, casi dorado (i). En él,
más que por la vibración de los tonos, la luz que lo envuelve nace
del juego del claroscuro. Este lienzo, casi monocromo, es no obs-
tante muy brillante y debe su esplendor a la justeza de los valores.
(Valor, en pintura, se llama a la combinación de masas claras, de
masas oscuras y medias-tintas con abstracción de todo colorido, y
450
cuyo punto de partida no es nunca el negro absoluto, ni su término
el blanco puro.) Estas mismas calidades estrictamente técnicas crean
el dramatismo, el pathos, el estado de ánimo. Las telas de los trajes
y las figuras se hallan sin solidificar. Todos los bordes y contornos
participan de una fatigada incandescencia. Esa luz que orfebreriza
el cuadro, parece que emana no sólo de ese gran foco del ocaso, sino
de la íntima contextura de esas dichosas y fantasmales criaturas, que
quedan así iluminadas como fanales. La extrañeza, el misterio, lo
origina esa dorada ebullición que culmina en el abismo del fondo,
en el que sólo es posible intuir una evasiva revelación que es el men-
saje personal del artista.
En cuanto a la forma en que resolvió el problema de la profun-
didad, fue el movimiento. Allí todo avanza hacia el interior, hacia
esa obra de luz y de espacio. Para llevar la mirada del espectador,
en forma imperativa e intencionada ha conducido también la luz, de
una pareja a otra, como si fueran encendiéndose, como faroles al
atardecer, y con la preocupación constante de evitar la repetición de
un mismo valor.
En 1911, escribe Rubén Darío una «Balada en loor del Gilíes de
Watteau». La balada es un poco larga; además, debido a ciertas alu-
siones, un tanto hermética. Quienes se interesaren en leerla pueden
buscarla en las Poesías completas, de la Ed. Aguilar, p. 1182. Pocos
años antes, otro escritor, desligado y casi antípoda de Rubén Darío,
se ocupaba de este mismo cuadro y este personaje que ha intrigado a
sucesivas generaciones. Este otro escritor a que me refiero es W. So-
merset Maugham, en la p. 81 de A Wñier's Notebook. Pertenece este
cuadro, junto al también célebre e intrigante El indiferente, a la
serie de Arlequines y Pollichinnelles. Arlequines más tristes que los
de Picasso; porque lo son, no en la desnutrición y la indigencia, sino
en medio del bullicio y la algazara, «mirándolo a uno con cansados
y burlones ojos, sus labios temblando. Con una mueca de sarcasmo
o un sollozo reprimido ¿quién puede decirlo?)) Desligados de la fiesta
por un rayo de luz sustantiva, por un secreto personal, por un cerco
de luz inviolable.
La tela El muestrario de Gersaint es la última obra que él pintó,
el año 1721 en que muere. El tema es el interior de la tienda de un
marchand de cuadros. Tema de tradición flamenca y con un ilustre
antecedente: Le cabinet d'amateur anversois, un homenaje a Rubens,
atribuido a Franken II, llamado el Joven, y pintado entre 1615 y
1617. Pero Watteau ha conseguido tal inmersión en su propio mundo
férico, que desborda el tema de atmósfera comercial y logra hacer
de él una variedad de fiesta galante.
451
Es quizá su más perfecta fiesta galante. Ninguna torpeza ni lasi-
t u d en esta última obra de un artista moribundo. Su mano ha sido
como siempre firme y ligera. Hay allí —como en todas sus telas—
ensueño en la atmósfera y vigilia en la ejecución. Los personajes son
los mismos, caballeros cortejando damas; y hasta la figura última
de la izquierda, de espaldas contra la pared, tiene toda la gracia des-
garbada, toda la raza extenuada que hallamos en el Gilíes o El in-
diferente. Lo que ninguno de sus seguidores o imitadores, como Lan-
cret, Pater, o Boucher, alcanzaron. Porque todos ellos carecieron de su
nobleza, de su distinción y de su genio.
Me propuse despejar una parcela de prejuicios, desconocimiento,
o malentendidos sobre un nombre y una época que atrajeron y ferti-
lizaron la mente y la obra de Rubén Darío. Pensé que exponerla con
intención didáctica contribuiría a hacer la obra del poeta nicara-
güense —al menos en esa dimensión— más inteligible y, por ende,
compartible; acrecentando con ello la convivencia. Nuestra convi-
vencia dentro de su orbe. Y esto he tratado de hacerlo aquí en la
forma que considero más eficaz; no con autoridad, pero con convic-
ción. En otras palabras: «No dogmática, pero sí categóricamente» (2).
CARLOS M A R T Í N E Z RIVAS
E m b a j a d a de N i c a r a g u a
Bravo Murillo, 28
MADRID
452
RUBÉN DARÍO VISTO POR «AZORIN»
POR
(1) Para las relaciones entre Rubén y Unamuno, las más repetidamente estu-
diadas, puede verse el libro de MANUEL GARCÍA BLANCO: América y Unamuno
(Madrid, Ed. Gredos, 1964); el trabajo de ELEANOR PARKER: «Unamuno y la
poesía hispanoamericana», en el número VII de los Cuadernos de Ja cátedra
Miguel de Unamuno, Universidad de Salamanca, 1956; y el capítulo «Rubén
y Unamuno», de mi libro Poesía española del siglo XX (Madrid, Editorial Gua-
darrama, 1960). Las relaciones entre Darío y Juan Ramón Jiménez han sido
examinadas en el notable trabajo de DONALD F. FOGELQUIST: «The literary
collaboration and the personal correspondence of Rubén Darío and Juan Ramón
Jiménez» (Híspante American Studies, University of Miami, 1956). Puede verse
también el artículo de Gastón Figueira: «La amistad Rubén Darío-Juan Ramón
Jiménez», de la Revista Nacional de Cultura, núm. 178, noviembre-diciembre
de 1966, Caracas. Sobre las relaciones entre Rubén y Antonio Machado ha es-
crito ANTONIO OLIVER en un artículo de la revista Poesía española (núm. 65,
diciembre de 1957). Finalmente, acerca de la amistad entre Darío y Valle-
Inclán y sus relaciones literarias, puede verse el libro de GUILLERMO DÍAZ PLAJA
Las estéticas de Valle-Inclán (Edit. Gredos, Madrid, 1966).
453
amigos y sin duda se estimaban y admiraban mutuamente, aunque
la amistad no llegase a ser estrecha. Las páginas en que Azorín nos
habla de Rubén son numerosas; no tantas las que Rubén dedicó a
Azorín. Si recorremos los tomos de las Obras completas de Darío
—edición de Afrodisio Aguado—encontramos muy pronto una alu-
sión, sin apenas juicio valorativo, a Azorín, cuando éste era todavía
Martínez Ruiz. En una página de España Contemporánea—artículo
titulado «La crítica»—, escribe Rubén: «Martínez Ruiz, curioso y
aislado en el grupo de la juventud española que piensa)). En otra
página del libro Opiniones—capítulo «En Asturias»—le cita ya como
«el perspicuo Azorín». Y en el prólogo de El canto errante también
habla de «Azorín, mi amigo». Tres citas, y breves, entre las miles
de páginas de prosa y verso que contienen las Obras completas de
Rubén, en contraste con tantas páginas amables que dedicó a escri-
tores españoles de segunda fila, e incluso a poetas de tercera, como
Antonio de Zayas, parece demasiada tacañería. Afortunadamente, la
publicación del libro de Jorge Campos Conversaciones con Azorín
(Taurus, Madrid, 1964), ha salvado una admirable página de Rubén
sobre el autor de Los pueblos, a la que luego he de referirme. Inex-
plicablemente, esa página, que Azorín dio por perdida y hace pocos
años logró recuperar, no se incorporó nunca, que sepamos, a las
Obras completas de Darío.
Pero veamos ahora, del lado de Azorín, las páginas dedicadas a
recordar y a elogiar a Rubén. En varios de sus libros —al menos en
«Leyendo a los poetas», en Madrid, en Los clásicos redivivos. Los
clásicos futuros, y en el citado libro de Jorge Campos—habla Azorín,
con repetido elogio, del autor de Azul... Pero sobre todo tenemos un
documento muy expresivo de la amistad y la admiración que sentía
Azorín por Rubén. Es el relato de la visita que le hizo en el verano
de 1905, cuando Darío veraneaba en el pueblo asturiano de San Este-
ban de Pravia. Esta visita parece que impresionó hondamente a Azo-
rín, pues la cuenta por lo menos en tres ocasiones, en tres páginas
distintas, luego publicadas en los libros que acabo de citar. En uno
de ellos nos confiesa que aquella visita fue una página señalada en
su vida, aunque página fuliginosa. Era noche cerrada cuando Azorín
llegó, desde Oviedo, a San Esteban de Pravia. Le acompañaba Ramón
Pérez de Ayala, que a la sazón vivía en la capital asturiana y solía
ir a visitar con frecuencia a Rubén. En San Esteban, los dos amigos
tuvieron que tomar una barquita para atravesar las aguas del Nalón,
que forman una ancha bahía antes de su desembocadura en el mar.
Al otro lado del río, en la pequeña aldea de La Arena, se hallaba
la casa del poeta. Durante el breve viaje en la barca, una impresión
454
se le quedó vivísimamente grabada a Azorín. En la honda negrura
de la noche, el chocar de los remos en el agua hacía saltar «un
reguero maravilloso de chispas fosforescentes, lívidas, que brillaban y
desaparecían en un segundo». Y el mismo fenómeno volvió a repe-
tirse cuando, ya en la playa, las pisadas de los viajeros sobre las algas
húmedas, dejaban una leve instantánea fosforescencia.
Cuando Azorín y Ayala llegaron a la casa del poeta—una casa
chiquita, recuerda Azorín— eran ya las diez, y Rubén ya se había
acostado. Les abrió la puerta una linda muchacha: «había en su
cuerpo, fino y grácil, y en sus movimientos de adolescente, un en-
canto profundo». Unos momentos de espera, y apareció Rubén «con
su sonrisa suave y sus ojos siempre entornados». Ese instante se quedó
grabado en la retina de Azorín, que lo recuerda en varios artículos:
«El poeta —nos dice en uno de ellos, recogido en su libro Madrid—
se encontraba en una estancia de la planta baja, débilmente ilumi-
nada. Todo estaba en penumbra, y una lámpara trazaba con su luz
un círculo brillante en la mesa. No veo a Rubén Darío. No le oigo
hablar. No sé quién estaba con él. Veo la mancha amarilla de un
libro, un libro nuevo de la colección del Mercurio de Francia. Esta
amarillez virgínea del volumen, acaso intonso todavía, es lo que llena
mi memoria». Pero en otra versión de esta visita a Rubén, la que
recoge en su bello artículo «El poeta en la noche»—del libro Clásicos
redivivos. Clásicos futuros—, recuerda Azorín más detalles: «Una
lámpara arroja sus resplandores sobre unos libros nuevos, intonsos:
De Profundis, de Wilde; Pages choisis, de Gobíneáu. En el fondo,
por el ancho cierre de cristales junto al cual trabaja el poeta, se divisa
la noche. El mar —nos dice Rubén— llega algunas veces, cuando hay
tormenta, hasta lamer los muros de esta casa. Las barcas de los pes-
cadores saltan entonces entre olas inmensas, luchando por entrar, en
tanto que aquí, en la orilla, las mujeres gritan y rezan angustiadas...».
Medio siglo más tarde, en conversación con Jorge Campos, toda-
vía recordaba Azorín aquella visita a Rubén y estas dos impresiones:
la playa cubierta de algas, con la mancha fosforescente que surgía
al pisarla, y el libro del Mercure de Frunce, de portada amarilla, que
ahora no es Wilde ni Gobineau, sino Leori Bloy.
En su libro Opiniones, publicado en 1906, dedica Rubén unas pági-
nas —el capítulo «En Asturias», que cierra el volumen— a recordar su
veraneo en La Arena, aquel verano de 1905. Nos habla Rubén de la
vida que llevan los pescadores, de sus costumbres y tradiciones reli-
giosas, de la fiesta de su patrón, San Telmo, y del eclipse de sol que
atrajo ese mes de agosto a España a los astrónomos del mundo en-
tero. Pero no hace ninguna referencia a la visita—¿quizá intempes-
455
tiva?—que le hicieron entonces Azorín y Pérez de Ayala. Y, sin em-
bargo, Rubén no olvidó esa visita. A raíz de ella, escribió un artículo
sobre Azorín—fechado en agosto de 1905 en San Esteban de Pravia—,
que envió al diario El Fígaro, de La Habana. Este artículo, titulado
«La mentalidad española. Azorín», ha permanecido olvidado medio
siglo, hasta que lo publicó Jorge Campos en sus Conversaciones con
Azorín, Como es muy breve, y muy poco conocido, ya que no figura
en las Obras completas de Rubén, me parece oportuno reproducirlo
a continuación:
456
Siguiendo una buena indicación para saber muchas casas nuevas,
lee muchos libros viejos. Medita, sabe del vivir, traduce los gestos
de las cosas. Ni moraliza, ni emersonianiza, mas su filosofía encuen-
tra a un lado y a otro conocimientos. No tiene nada que ver con el
alcanismo internacional, ni pertenece a la capilla del más reciente
modo de acomodar las ideas. Este pequeño filósofo trabaja para la
eternidad. Sus personajes son los títeres de todos los días, represen-
tantes de nuestra pasajera comedia. Usted, yo, el otro; las máscaras
de carne que lleva el fantasma que habita en nosotros. Y él mismo,
naturalmente, que no podrá verse por dentro sin temblar.
Escribe puro, sencillo e intenso. ¡Al museo lo que se llamó escri-
tura «artista»! Escribe con claridad de vida y también con «sangre»,
como aconseja el loco de Alemania. Como se escribió ayer, como se
escribe hoy, como se escribirá mañana, así haya un alma sincera
que transparente -su diamante individual en lo oscuro de la tinta.
Su diamante encontrado en lo hondo de sí mismo.
Azorín, cazador de sensaciones y perseguidor de almas, yerra por
España, por los cotos del periodismo, o por las orillas del mar, o por .
la ancha llanura libre, que es muy de su placer. Tiene una escopeta
modernísima de prodigiosos fulminantes y de finos perdigones que
cribarían duendes. Tiene una red de seda ideal con que coge las
más lindas mariposas. Sabe hacer buenas trampas para los osos so-
ciales. Y para las palomas de la poesía, Azorín tiene un azor que se
las caza sin hacerles daño y se las lleva vivas a la mano.—RUBÉN
DARÍO. San Esteban de Pravia, agosto de 1905.
457
trabamos en sus. versos. Pero los años han ido transcurriendo inexo-
rables; los entusiasmos y las ilusiones de la juventud han desapare-
cido. El poeta se ha reconcentrado en sí mismo y ha pensado en la
vanidad de las cosas, ha. visto que "la carne y la primavera acaban";
ha sentido que es angustioso el pesar que experimentamos de no
haber alcanzado nuestra dicha en algunos instantes de la vida en que
estuvimos abocados a ella, pero que es más angustioso todavía la
amargura que el deseo satisfecho deja en nosotros; ha percibido, en
fin, que todo camina hacia lo desconocido, que el Destino es ciego,
que la evolución no tiene más plan ni más finalidad que ella misma...
Y todo eso ha sido en él—son sus palabras—como un «terremoto
mental»... Y esto, en un temperamento sensitivo, eminentemente lí-
rico, es la duda, la tristeza, la noche... Y no saber adonde vamos ¡ ni
de dónde venimos...
En el otro artículo, «La nueva poesía», dedicado a comentar Can-
tos de vida y esperanza, señala Azorín que ese libro marca una época
en la historia de nuestras letras, y después de llamar a Rubén «un
visionario novísimo», aborda el problema de la nueva poesía, de lo
que ha significado el modernismo como evolución en nuestra lírica.
Pero aquí Azorín discrepa de lo que suelen afirmar los críticos y de
lo que el mismo Rubén creía. La revolución poética de Darío, afirma,
no consiste en una revolución de la retórica, en un «movimiento de
libertad» anulador de las barreras entre el verso y la prosa, porque
esa revolución estaba ya hecha desde Castelar. Desde entonces, todo
se hace y está permitido ya en la poesía y en la prosa. La novedad
y el trascendentalismo de la poesía de Rubén—escribe Azorín, com-
pletando su idea— no están en las audacias retóricas —que no las hay
en su libro—, sino en la psicología que traducen y nos muestran sus
versos. Pero ¿qué nueva psicología es esa? se preguntará el lector.
La novedad consiste, explica Azorín, en que el poeta ya no se somete
al sistema de congruencias que imperaba antes—«para dar una sen-
sación se encadenaban, se encuadraban los detalles escrupulosamente,
minuciosamente, con arreglo a la lógica conocida»-—, sino que lo
altera, hace tabla rasa de él. Ahora el poeta—Rubén—, para reflejar
una sensación, no describe todos los detalles, sino destaca únicamente
«el más sugestivo, el más representativo, el que presta a la cosa su
esencia». De ahí, concluye Azorín, «esa indeterminación, esa vague-
dad, que da a sus versos un aire de un deseo que nos sabemos lo
que es, o de un ensueño, grato y doloroso, que no podemos pre-
cisar...».
En 1914—para ser exactos, el 27 de enero—fecha Azorín otro
artículo sobre Rubén, que luego incluyó en Leyendo a los poetas. En
458
ese artículo, las alabanzas a la poesía de Rubén son mucho más encen-
didas y entusiastas. A ella se debe—escribe Azorín—«una de las más
grandes y profundas transformaciones operadas en toda nuestra histo-
ria literaria. ¿A dónde, en lo pretérito, tendriamos que volver la vista
para encontrar un tan hondo y trascendental movimiento poético
realizado a influjo de un solo artista?» Azorín ve en la sensibilidad
poética de Rubén dos notas esenciales: lo momentáneo y lo eterno:
«he aquí todo el espíritu del poeta: el instante y la eternidad; alre-
dedor de estas sensaciones supremas ha de girar toda la obra del
poeta». Porque Rubén, añade Azorín, no es un poeta descriptivo,
colorista. Al querer reflejar su visión del mundo, no nos da una
imagen de ella, sino «el sabor de melancolía y desencanto que, después
de haber visto, después de haber comprendido, nos queda en el alma».
Pero no sólo ensalza Azorín la poesía de Rubén. También nos habla
con elogio de su persona, de su bondad. Una vez publicó Azorín un
artículo en que—con ocasión de un proyecto de estatuas—juzgaba
severamente la poesía de Campoamor y la de Núñez de Arce. Rubén,
que se hallaba a la sazón en Mallorca, escribió entonces a Azorín
una carta en que le decía, entre otras cosas: «Vi su artículo sobre
Campoamor y Núñez de Arce. Ellos van quedando en su verdadero
puesto, gracias al tiempo. Y luego, una estatua a un hombre de musas,
de todos modos, siempre estará bien, antes que la gloria falsa de los
caballeros particulares estatuiñcados o bustificados todos los días».
Y Rubén terminaba su carta: «Admirándole y queriéndole, le digo:
¡Hasta pronto, Azorín!-» En la frase de todos modos, veía Azorín
encerrada toda la bondad, bondad indulgente y comprensiva, de Ru-
bén Darío en su última etapa.
¿Hará falta añadir algo más para que quede completa, perfilada,
la imagen que de Rubén Darío y su poesía quiso dejarnos Azorín?
El autor de tantos libros admirables, de tantas bellas páginas, calado-
ras del tiempo y del alma, de ese instante y esa eternidad que él veía
en los versos de Rubén, acertó a ver en el gran lírico de América a un
hombre bueno y a un hondo poeta. Le admiró y le quiso, como le
admiraron y quisieron otros grandes escritores del 98. «A Rubén
Darío—escribe Azorín en Leyendo a los poetas—le quiere y venera
la nueva generación de poetas; le queremos cuantos, amando la tra-
dición clásica, gustamos de las sensaciones modernas». Tradición y mo-
dernidad que Azorín, como Darío, supieron fundir en la sensibilidad
y en el arte de su tiempo.
459
EL CAZADOR
POR
MIGUEL ARTECHE
En el momento justo:
(aguas intactas, quizá suaves campanas
entre la madrugada):
en el preciso instante,
sin saber adonde
ni de dónde,
a tientas:
en el momento de
partir
o bajar, bajar
hacia abismos
donde no hay cisnes ni muslos de Leda,
y sólo buhos, buhos, buhos en la frente,
hacia lo que no conocías
y apenas sospechabas,
a oscuras,
en un ir errante,
perdido el Reino:
en el momento justo,
en las nieblas de las nieblas
llamaste:
¡Francisca!,
¿quién te oía?:
en el momento
sin antes
ni después,
sin Alba de Oro,
tendido en el Barco
(mares de ceras, mil ojos sin princesas
que cantar, ¿o las oyes
entre las brumas de la espuma?):
en el momento de zarpar,
de sumergirte en tantos climas,
460
con manos que no te alcanzan o te alcanzan:
en ese instante,
cuando te vas a
des
pren
der,
cuando soplan las ráfagas de sombras y de fríos:
Alguien
esperó,
ni antes ni después
{dateprisadateprisadateprisa:
parte,
parte,
¡ahora!):
alguien
disparó el arma,
cobró la presa,
ganó el trofeo,
fotografió el espantoso horror de la agonía de
Rubén:
un paparazzo del año
dieciséis, un paparazzo
de dolorosa vita
(Dios lo haya perdonado).
Y desde entonces
tantas aguas de ayeres han pasado,
Félix
Fénix
Rubén:
tantos hombres que perdieron
el último derecho que tenían:
morirse a solas,
íntimos morirse.
MIGUEL ARTECHE
Menéndez Pelayo, 49
MADRID
461
RUBÉN DARÍO Y EL NEOCLASICISMO
(LA ESTÉTICA D E «ABROJOS»)
POR
462
aun que utilizase aquella lente escéptica en sus visiones liminares de
la realidad.
De aquel fervor por el autor de Las dolaras hallamos testimonio
en la siguiente décima, recogida en El canto errante, de Poesías com-
pletas (obra ya cit.), titulada Campoamor:
463
su alternancia histórica. La postura romántica, frente al arte y la
vida, podemos ya encontrarla, hablando de las épocas literariamente
documentadas, en las civilizaciones orientales, preclásicas. Más tarde,
la ideología individualista, romántica, se amolda a la razón y nace
el mundo de la cultura clásica. De Grecia y Roma a la Edad Media
hay un resurgimiento del romanticismo. Es luego el Renacimiento el
que balancea este romanticismo medieval con remisiones clásicas. Pero
el desequilibrio entre la gravedad del mundo clásico y la vitalidad
ligera del periplo romántico, inclina la balanza catastróficamente hacia
el barroco. Contra éste, reacciona enérgicamente al norma clasicista,
adviniendo el período neoclásico, que enseñorea también nefastamente
el siglo XVIII. Finalmente, para derrocar a este neoclasicismo, de pas-
tiche y convencionalismos, brota arrollador y hermoso, como el canto
de Ossian, el ya históricamente tiulado Romanticismo del siglo xrx.
Conviene también agregar que, juntamente con el clasicismo, como
una concreción o sedimentación de la cultura humanística, se había
ido larvando el racionalismo, con su máxima figura en Descartes. Desde
el siglo XVIII al xix, que ya verá la obra de Rubén, clasicismo y racio-
nalismo irán perdiendo adeptos porque ya los escritores y los pueblos
se sentían asfixiados por tanto intelectualismo positivo y racionalista,
reclamando los derechos del instinto, de la intuición y el sentimiento.
Este romanticismo último, llamado por Joaquín de Entrambasa-
guas superromanticismo, en razón de que constituye una exaltada
superación de las etapas románticas anteriores, vendría aderezado por
las especias picantes, cartesianas, jacobinas, de un descreimiento rim-
bombante y de un libertarismo iconoclasta. Encontramos también la
servidumbre de Rubén Darío en este aspecto: Porque cantáis la eterna
Marsellesa ¡ que maldice el poder de los tiranos; j porque alzáis ar-
dorosos en las manos j el pendón de la luz con entereza (poema «A
los liberales», libro Iniciación melódica, ya citado); o en: Que se
maldiga a Voltaire; / que se eleve a Torquemada, ¡ y que se con-
vierta en nada j Razón, Luz, Ciencia, Saber, (poema ((Máximo Jerez»,
mismo libro).
Veamos el dibujo que hace Entrambasaguas (4) de esta etapa:
((En el anverso del superromanticismo se delinea la época. La carga
ideológica que pesa sobre los albores del siglo xrx, regularizada y dosi-
ficada por la inalterable balanza neoclásica de la centuria preceden-
te; la petulancia filosófica acerca del hombre y la Naturaleza, muy
dieciochesca; el democratismo exaltado—-casi siempre insincero y efec-
tista— y el libertarismo anárquico de la revolución francesa, que juega
464
a conspiraciones en los cerebros de los petimetres, el ateísmo osten-
toso (...), la pasión por la vaguedad, que en la naturaleza será lo
nórdico, las nieblas septentrionales y en el arte lo fragmentario (...),
el pesimismo dominante, nacido del agotamiento de ideales humanos,
ante la aparición y el fracaso, casi simultáneos, de tantas actitudes
de las gentes; en fin, el amor, principio de la vida, viene a ser prin-
cipio de la muerte...».
En este cuadro, cuyas líneas principales hemos acotado, se enmar-
cará la postrer obra de nuestro neoclásico, como un insulso eco del
no menos insulso neoclasicismo francés. Es cierto que el Romanticismo
se rebelará contra estos esquemas, contra la Ilustración y sus procla-
mas mayúsculas. El siglo de las luces deja paso a las oscuridades del
yoísmo, pues, contra la razón se impone el sentimiento; contra la
geometría dórica del estuco, el ruiseñor liviano de John Keats.
De todos modos, en este marcó neoclásico se contendrán también
la poesía cívica, la filosófica y didáctica, la obra pegadiza y discutida
—a caballo entre el neoclasicismo zozobrante y el romanticismo in-
novador— de aquel poeta de apellido cursi, de sentencias sombrías y
sonoras, con un poco de Heine y otro poco de Voltaire; de aquel
poeta que influiría al Rubén de los primeros versos, en la confronta-
ción de neoclasicismo y modernismo: Campoamor.
465
CUADSñNOS. 212-213.—15
de lo particular y lo concreto hasta lo general, aquel verificable sis-
tema de tensiones, de antítesis morales y afectivas—bien y mal, ale-
gría y dolor—que estará ya presente y de forma específica en la obra
difusa de Rubén.
La dolora, como tal composición construida en un sistema de ten-
siones, y aun antes de recibir tal nombre, es un fiel exponente de
ciertas etapas analíticas de la historia. Así como las fábulas y sátiras
nacieron en las épocas faltas de equilibrio humanístico, o de una
ética social, abierta y verdadera, estas composiciones antitéticas, entre
festivas y amargas, son reflejo adecuado de una dolorosa tensión entre
la realidad y el ideal, cual fue la encrucijada del pensamiento lógico
—racionalismo, positivismo— y las inexplicables fuerzas de la misma
vida, del Romanticismo.
De esta forma, pueden aparecer, más que nunca mezclados, la fe
y el escepticismo, lá alegría y el dolor, la risa y el sollozo. Advertimos
esa disposición antitética .ya en Byron, en Heine, en Goethe. Pero
podría decirse que paralelamente a ese movimiento dialéctico, entre
el conocimiento intuitivo y el lógico, que presencian los siglos, la
vemos esbozarse en las literaturas del xv, hasta tomar cuerpo y des-
arrollarse en el xix, punto crítico de esta tensión continua entre dos
formas del conocimiento.
No es extraño que Rubén Darío, nacido a las letras en esa transi-
ción del neoclasicismo al romanticismo, acuse en su poesía los atri-
butos singulares de la época. Más adelante, decantado el aspecto epi-
gramático, que hereda de Campoamor, persistirá en su obra la dis-
posición antitética, que apenas guarda la huella doloriana:
466
Rubén «Buenos y malos» (doloras), de iniciación melódica, por su
perfecta sumisión a la estética pertinente, encontramos esos tres ele-
mentos. Concepto: los presentados en cada una de las partes de la
antítesis (bandido que hace el bien, santurrón que obra el mal); re-
truécano: en los versos finales que son muy malos los buenos.,,., ¡ que
son muy buenos los malos...; y antítesis: —¿Quién lo mató? —El san-
turrón j y místico de Beltrán.
En el piólogo de la primera edición de Las doloras, y como carta-
contestación a don Alvaro Armada y Valdés, su propia teoría sobre
esa composición es expuesta por Ramón de Campoamor: «Significa
una composición poética, en la cual se debe bailar unida la ligereza
con el sentimiento, y la concisión con la importancia filosófica», «Re-
cordemos que en su Poética, y saliendo al paso de unas supuestas imi-
taciones de Víctor Hugo, se jacta Campoamor de no leer más que
libros de filosofía. Enemigo del arte por el arte, y de lo que llama
dialecto especial del clasicismo, busca no el arte docente, sino el arte
por la idea, o arte trascendental. Entre sus apotegmas, sonoros y efec-
tistas, se trasluce aquel espíritu ilustrado del siglo xvni, que adoban
la melancolía, el sentimiento y el escepticismo.
Esta tonalidad específica de la dolora, mezcla a partes iguales de
sentimentalismo apasionado y de escéptica amargura:
467
mundo» (6). Estas afirmaciones, muy contrarias a un relativismo his-
toricista, pues ofrecen al espíritu un margen de decisión final, descar-
tan toda idea de que la realidad, en cuanto es vivencia, tenga algo
de arbitrario o de subjetivo.
Pero al romanticismo del siglo xix, aunque lastrado por las ideolo-
gías neoclásicas, le supone un inmenso placer la sensación de lo con-
fuso, de lo inseguro y de lo fragmentario. Rubén Darío vive en esos
ánimos, comulgando también con las estéticas del caos.
(6) Luis CENCILLO: Experiencia profunda de Ser, (Bases para una antología
de la relevancia). Editorial Gredos. Madrid, 1959.
468
cil: aquella burguesía edulcorada y moralista. Pero el romance es la
forma métrica de nuestra poesía popular. Observa Rafael de Balbín que
«En la estrofa binaria trocaica se ha escrito parte muy considerable de
la poesía popular y del teatro en la lengua castellana, desde las jarchas
mozárabes hasta los cantares anónimos contemporáneos. Son entre
otras, formas variantes de la estrofa trocaica el romance, la redondi-
lla, la décima y la octava italiana (estrofas trocaicas isométricas), y
la copla de pie quebrado (estrofa trocaica homeométrica), en sus dis-
tintas modalidades» (7).
Así, pues, los versos de Abrojos vienen a quedar inscritos en esa
rica, tradicional y variada gama de la estrofa binaria trocaica, tan
hecha a la medida de la sabiduría y el sentimiento popular como los
romances mismos, «que se cantan al son de un instrumento, sea en
danzas corales, sea en reuniones tenidas para recreo simplemente o para
el trabajo en común» (8).
En el libro de Rubén están también presentes los demás elementos
formales: concepto, retruécano y antítesis. Aquellas huellas campoa-
morianas, sometidas a la superestructura neoclásica, seguirán luego
una línea evolutiva. Desde Abrojos (Santiago de Chile, 1887) hasta
Azul... (Valparaíso, 1888, y Gautemala, 1890), pasando por Otoñales
(Santiago de Chile, 1887), pues el Canto épico es ajeno a esta línea,
los retruécanos irán siendo muy escasos; las antítesis perderán su
sentido didáctico, ganando en lírica tonalidad. En general, aquel ca-
rácter sentencioso se disolverá en una poesía posterior, de vena medi-
tativa, en la que vemos persistir las antítesis, bellas, sombrías, senti-
mentales.
Lo antitético simple de Abrojos: ya con la risa en los labios, ¡ ya
con el llanto en los ojos (poema «Prólogo»), pasará a ser más elaborado
y lírico en Otoñales: y en la pedrería / trémulas facetas j de color
de sangre (poema «Rimas»). En Azul..., la antítesis ya no es mtelec-
tualista o sentenciosa, sino metafísica, en perfecta dicción meditativa
y lírica:
—¿Más?...—dijo el hada.
Y yo tenía entonces
clavadas las pupilas
en el azul; y en mis ardientes manos
se posó mi cabeza pensativa...
469
(Poema «Autumnal»), en donde ya reconocemos a ese Rubén Darío
de espirituales resonancias, de música de ideas, de corazón taciturno
y romántico, en los umbrales de la consagración del modernismo.
En Abrojos, a. pesar de ese tono de conseja, subrayado por típicos
desenlaces de corte epigramático, el drama textual nos hace ya entre-
ver muchos valores de expresión netamente románticos. La huella bec-
queriana va adueñándose de los ramplones apotegmas, de los categó-
ricos asuntos. La exposición del drama se desvía, desde la intención
moralizante o didáctica, hasta una sentimentalización de los temas.
Es, pues, un estamento, diferenciado plenamente de la cultura y
la expresión neoclásica, en donde se contienen ya los gérmenes de
toda la producción rúbeniana posterior. Así visto, el libro Abrojos,
presenta el valor insuperable de unas ideologías y unos campos se-
mánticos de índole neoclásica, aún vigentes, pero en estado de ab-
sorción.
Tomemos el poema XV de Abrojos: A un tal que asesinó a diez j y
era la imagen del vicio, / muerto, el Soberano Juez / le salvó del
sacrificio / sólo porque amó una vez. Su tono y caracteres de dolora,
exento de alusiones paisajísticas o de discursos líricos, muy bien po-
dría tomarse por tipo de composición en este libro. A este mismo
nivel epigramático y moralista encontraremos numerosos poemas. Así,
el XXXVIII: Lodo vil que se hace nube, j es preferible, por todo, ¡ a
nube que se hace lodo: j ésta cae y aquél sube. También el poema
XLVII: Soy un sabio, soy ateo; j no creo en el Diablo ni en Dios ... /
(...pero, si me estoy muriendo, j que traigan el confesor), por ño
citar más casos.
Pero, junto a estos casos generales, hallamos en Abrojos otras
composiciones donde los caracteres apuntados están siendo absorbidos
por la estética romántica, por la lengua y preceptiva modernistas:
470
Pero es en el poema XVI ¿ de Abrojos, en donde descubrimos la
auténtica absorción de los factores expresivos neoclásicos. Se halla
una regresión a la simbología lírica y misteriosa de nuestro roman-
cero. Las enumeraciones rápidas y dinámicas, presagiosas y tersas,
otorgan la intuición apresurada, viva, de la situación dramática:
471
RUBÉN DARÍO EN LA PROSA DÉ VALLE-INCLAN
POR
ILDEFONSO-MANUEL GIL
472
funciones, y aun diversos grados de una misma función: adorno,
connotaciones descriptivas, iluminación del contexto, intensificación,
subrayado paródico...
Conviene señalar que si bien ese recurso se intensifica a partir de
las Sonatas, había aparecido ya en los primeros escritos del autor.
En los recogidos por el profesor Fichter (Publicaciones periodísticas de
don Ramón del Valle-Inclán anteriores a i8g$; México, 1952) podemos
encontrar versos del romancero y de Espronceda; este poeta es el
primero utilizado para una directa incorporación; en el artículo «Una
visita al convento de Gondarín», un verso de la «Canción del Pirata»
pasó a formar parte de la prosa de Valle-Inclán con sólo un cambio
de temporalidad verbal:
(la luna) parecía salir de entre las ondas que alzaba en blando mo-
vimiento la brisa de la noche (p. 64 del libro citado).
473
hecha a Chateaubriand—-no iba más allá de ser una cita superpuesta
y un tanto pedante; en el cuento y en la Sonata se ha integrado en
el texto novelesco para añadirle notas de ambientación y temporali-
dad (una temporalidad tan vaga como suele serlo en la mayor parte
de las obras del autor).
A partir de las Sonatas, las sugestiones procedentes de la idealiza-
ción esteticista del pasado se enriquecen con las que proceden de dos-
órdenes también subjetivos: el arte y la literatura. Se refuerza así
la extra-realidad de toda su producción evocadora, y el lirismo inhe-
rente a la evolución se intensifica con los elementos líricos tomados de
obras ajenas. Él prestigio del arte y el de la literatura, tan impor-
tantes siempre, y más que nunca dentro del amplio movimiento mo-
dernista, facilitan algo que vale casi tanto como las personales viven-
cias y mucho más que la estricta realidad imperante.
En el período' idealizador, las utilizaciones corresponden al signo
positivo. Después, en los esperpentos y novelas esperpénticas, el pro-
cedimiento subsiste—y en no menor medida—cambiando de signo.
Las utilizaciones positivas serán cada vez más escasas, frente a la
gran abundancia de las negativas. Mientras en la primera etapa so-
lían obedecer a motivaciones de sensibilidad, sentimiento o imagi-
nación, en la segunda responden más a motivaciones racionales: lo
que se utiliza es la ideología o la temática. El mejor ejemplo está
en las presencias de Calderón en Los cuernos de don Friolera y del
tema del Burlador en Las galas del difunto.
474
quebrando albores» («Juan Quinto», Jardín Umbrío; Col. Austral, se-
gunda edición, Madrid, 1960, p. 13). Otras, los textos utilizados subra-
yan un gesto o una acción o incluso los sugieren o suscitan. Un
ejemplo, con verdadero carácter de «doblete», lo encontramos en rela^
cíón con el romance «Un castellano leal»; la obra de Rivas fue uti-
lizada con función meramente adjetiva en el cuento «Beatriz» de
Jardín umbrío y dio origen a una acción: don Juan Manuel quema
la silla en que se ha sentado un escribano, en Águilas de blasón. (Quizá
haya otra resonancia del duque de Rivas en «el andar con crujir de
canillas y choquezuelas» de un personaje de «Mi hermana Antonia»,
Jardín umbrío; porque aun cuando el autor nos diga «Para que fuese
mayor su semejanza con los muertos, al andar le crujían los huesos
de la rodilla», la sensación de terror que produce en el ánimo del
personaje-narrador es muy parecida a la que el mismo ruido produce
en la vieja de «Una antigualla de Sevilla»).
PRESENCIAS DE RUBÉN
475
Pero es que en los esperpentos, menos propicios a las resonancias
líricas, la poesía de Rubén sigue siendo utilizada por Valle-Inclán;
los textos o las referencias a ellos son traídos unas veces por necesi-
dad, pero algunas otras aparecen gratuitamente. Lo primero es evi-
dente en Luces de bohemia, como veremos más adelante; en cuanto
a lo segundo, recordemos que don Manolito, en Los cuernos de
don Friolera, tiene una expresión- «mínima y dulce de lego francis-
cano», como «mínimo y dulce» es el San Francisco rubeniano de
«Los motivos del lobo», y que el mismo don Manolito dice: «Su
sensibilidad se revela pareja de la sensibilidad equina, Y por caso de
cerebración inconsciente, llegan a suponer para ellos una suerte igual
a la de aquellos rocines destripados», utilizándose el verso 7 del «So-
neto autumnal al marqués de Bradomín».
En la novela esperpéntica La corte de los milagros es muy posi-
ble que el párrafo final del libro III, III, pudiera ser una resonancia de
unos versos del poema «Del campo» (Prosas profanas):
El pasaje de Valle-Inclán:
•k
LUCES DE BOHEMIA
476
la estructura de la obra; no son asumidas por el autor, sino puestas
en boca de aquellos personajes que de otro modo fallarían en su
caracterización.
El dominante carácter intelectual de los personajes y del ambiente
hace que las alusiones literarias, las citas y las resonancias sean es-
trictamente funcionales. Que el poeta Max Estrella haga suyas pala-
bras de Rosaura en La vida es sueño, que se aluda a Azorín y se
nombre a Shakespeare o se ironice sobre Villaespesa forma parte del
medio a que los personajes pertenecen. Que el poeta modernista Dorio
de Gádex salude a Max con las primeras palabras del «Responso a
Verlaine», Padre y maestro mágico..., o que el periodista don Fili-
berto, para mostrarse amable—y dé paso, enterado—con los «Epí-
gonos del Parnaso Modernista», exclame: «¡Juventud! ¡Noble apa-
sionamiento! ¡Divino tesoro, como dijo el vate de Nicaragua! ¡Ju-
ventud, divino tesoro!...» es algo que cumple una finalidad indis-
pensable para la perfección de la obra. La ironía que de los personajes
pasa a los textos no afecta a éstos, sino a quienes los dicen; no va a
contra Rubén, sino contra los poetas obstinadamente rubenianos.
Como personaje, Rubén aparece sin que apenas le alcance la de-
formación esperpéntica, suerte que en la obra sólo alcanzan la es-
posa y la hija de Max, el anarquista, la madre del niño asesinado por
la fuerza pública y... el marqués de Bradomín. Este y Rubén son
dos personajes presentados con un melancólico respeto, como envuel-
tos en acongojante niebla, lo cual subraya el tono elegiaco subyacente
en la obra (bien señalado por Gonzalo Sobejano en su valiosa con-
tribución al «Homenaje a Valle-Inclán», de Papeles de Son Arma-
dans, número arriba citado).
Lo vemos por vez primera en la escena novena. Recuérdese que
Max Estrella ha recibido del ministro de la Gobernación una buena
suma de dinero, procedente del «fondo de reptiles». Cuando guiado
por don Latino entra en un café y se entera de que es el Colón, in-
mediatamente dice: «Mira si está Rubén. Suele ponerse enfrente de
los músicos». A continuación, ambos van a hacer crueles referencias
a Darío. Don Latino dirá: «Allá está como un cerdo triste», y Marx:
«Muerto yo, el cetro de la poesía pasa a ese negro», pero pronto se
advierte el respeto de Max por Rubén. Y en todo caso, la acotación
muestra su buena carga de ternura:
477
El diálogo trasciende profunda tristeza, que no llega ni siquiera a
atenuar las grotescas palabras de don Latino, ni las alusiones a la
gnosis y a la magia, que cumplen, con su exotismo, otra finalidad
de ambientación, siendo a la vez reminiscencias biográficas. Sobre las
alusiones literarias y los recuerdos del pasado, surge patéticamente la
obsesión rubeniana de la muerte. Max acepta el inevitable final con
más resignación, que Darío, porque para él «no hay nada tras la
última mueca»; mientras Rubén quiere olvidar a «la Dama de Luto»,
Max la corteja burlonamente. Ha venido a estrechar. por última vez
la mano del amigo, pero esa frase, tan emotiva, va precedida y segui-
da de otras que corrompen su emoción.
El hecho es que, mientras Max desea la muerte (recuérdese que
la obra comienza con una propuesta de suicidio familiar hecha -por
Max a su mujer), Rubén la teme y, supersticiosamente, no quiere nom-
brarla: «¡No hablemos de Ella!» Pero reaparecerá en la conversación,
traída por el recuerdo del marqués de Brádomín. Y entonces es cuan-
do Rubén afirmará su creencia en la vida eterna, ligada siempre al
terror de lo misterioso: «¡Calla, Max, no quebrantemos los humanos
sellos!» La acotación siguiente es altamente significativa:
478
Darío, y recrearlo en esta obra fue el más cumplido y conmovedor
homenaje de tantos como le había rendido. Y no deja de ser curioso
que la presencia de Bradomín permita que las palabras del poeta sean
ahora más sinceras que en su diálogo con Max y don Latino., La
Muerte (así, con mayúscula) del Marqués y de Darío domina a la del
poeta recién enterrado. Las palabras, su patética gravitación sobre
las avenidas del camposanto, estaban ya anticipadas en el • modo de
aparecer ambos personajes:
y los que son como un eco de éstos, los del breve poema «Plegaria»:
479
minan lentamente para luchar contra el alucinante jadeo que en «Lo
fatal» se 'expresa patéticamente con el polisíndeton: se acumulan los
terribles elementos, viniéndose uno tras otro y uno sobre otro, hun-
diendo de tal manera en el pavor sagrado, en el terror de lo incierto,
que todo lo que se puede ya pedir es que el instante supremo llegue
fuera de toda consciencia.
Si en algún leve momento Bradomín trata de suavizar con matices
irónicos la presencia de la Muerte, el empeño fracasa. Esfuerzo inútil,
desde luego, en el que no le acompaña Rubén.
Valle-Bradomín todavía podía pretender ironizar sobre el paso a
la otra orilla, pero Rubén ya la había cruzado, y sólo había vuelto
desde allá traído por la admiración y la amistad de don Ramón. Esa
vuelta a la vida de Rubén Darío, ¿no sería una ilusa compensación
del terrible «descenso a los infiernos» de Max Estrella? Quizá se le
presentó a Valle-Inclán como la última posibilidad de abrigar su plu-
ma bajo signos positivos. Y no podía ser ya más que una breve y
fantasmal visión entre desgarradoras y crueles iluminaciones. La evo-
cación, con toda su fuerza idealizadora, con su profundo tono ele-
giaco, cede el paso a la implacable disección de la realidad. Apenas
se pierden en la bruma las figuras de Darío y de Bradomín, no
queda otro camino que volver a la taberna de Pica Lagartos.
ILDEFONSO-MANUEL GIL
Brooklyn Colkge
City University of New York
NUEVA YORK
480
CONTORNO DEL MODERNISMO EN CUBA
POR
SALVADOR BUENO
481
oUArERNOS. 212-213.—16
gico que abre la cruzada modernista, la publicación en 1888 de Azul,
el libro de poemas y relatos breves de Rubén Darío. No obstante,
Pedro Henríquez Ureña apunta que «el año de 1882, en que se
publicó Ismaelülo (de José Martí) suele tomarse como fecha inicial
de una nueva tendencia de nuestra poesía, conocida más tarde con el
incoloro título de ((Modernismo». Esto nos aproxima a nuestro tema
en cuanto presenta la cuestión de los iniciadores y realizadores de
este movimiento.
En distintas regiones de América surgen a finales del siglo un
grupo de poetas, que permiten sospechar una variación en los temas
y el estilo de la poesía decimonónica. De Cuba siempre se escogen dos
iniciadores de esta reforma lírica; José Martí y Julián del Casal. Bien
es verdad que en la obra de la Avellaneda y en la de Zenea han ras-
treado los curiosos algunas composiciones que parecen profetizar el
ritmo y la música rubendariana, pero estos alejados precursores nada
tienen que ver con la marcha de esta promoción de poetas finisecu-
lares. Aclaraciones mayores merece el caso muy especial de José
Martí.
La poética de Martí se basa en la sinceridad y la libertad del
artista. Su obra, forjada al unísono con su esencial tarea por la libe-
ración de este país, hecha, pues, al galope y sin tiempo para su cuida-
do y pulimento, entrega los símbolos insólitos y las enérgicas metá-
foras de sus Versos libres y, en la madurez de su genio poético, la
finísima trama de sus Versos sencillos.
Martí conforma una poesía y una prosa distintas completamente
a la coman de su época. Es un renovador, un artista que varía el
curso de la poesía de su tiempo. Pero la actitud asocial, meramente
esteticista, que adoptarían los modernistas posteriores, hubiera mere-
cido de él la más viva repulsa. Martí—como después Unamuno, gran
solitario—no encamina su verso hacia la pura belleza, que se goza
en sí misma, sino que lo estima vehículo ideológico y sentimental
que le sirve para volcar lo mejor de sí, sin ñoñeces ni impudores de
su yo.
Hombre de tamaña altura, rebosa escuelas y movimientos, si bien
rompe con su tiempo inmediato, y le da color y sustancia y vuelo a su
poesía. Las fronteras estrechas de una modalidad literaria no pueden
restringir la pujanza de su vigorosa personalidad de artista genial,
por eso es, sólo en cierta medida, iniciador y guía del modernismo.
Muy por el contrario, Julián del Casal sí es un verdadero y cabal
iniciador del movimiento. Por su refinada vida interior adolorida, por
su hastío y nihilismo, por aquel deseo de evasión hacia otras tierras
exóticas, Casal asienta su verso colorista al lado mismo de Darío.
482
Después de su inicial Hoja al vienta, enlaza directamente con el par-
nasiamismo y el simbolismo francés. Rasgo específico de su poética
es el empleo del color, cromatismo que da riqueza y vibración a sus
versos:
433
dernismo; no entrega versos elegantes y luminosos; se abstiene de
penetrar en la ideal ciudad franco-helénica que los poetas de América
preferían para sus versos. Los sentimientos que dan ímpetu y tema
a esta poesía mantienen un perfil netamente romántico, emociones
elementales, superficiales reacciones ante la vida. Se lanzaron estos
poetas, frivolos, pero aparentemente patrioteros, a cantar el instante
heroico, oropel externo, que les producía la República y el triunfo
de la independencia. La victoria separatista produjo notables varia-
ciones y desviaciones en la senda lírica de la mayor parte de estos
hombres.
Mucho se ha repetido lo anterior, a modo de explicación que aclare
el vacío que ellos abren en la poesía cubana posterior a Martí y Casal.
Las condiciones histórico-políticas sólo pueden ser en este caso, como
en otros muchos, leve excusa. Mayor seguridad ofrece calibrar su
bagaje poético y hallar en su endeblez y poco esfuerzo las causas de
esta caída en los barrancos de un fácil patriotismo, en un romanti-
cismo trasnochado.
Los poetas que sintieron los latidos del primer 20 de mayo for-
jaron unos versos heroicos, tendidos hacia lo romántico, en formas
cuajadas, envejecidas; se escindían de la taumaturgia rubendariana
que alcanzaba predominio en todo el orbe poético de habla española.
Un dejo de amargura, de dolor escondido y como inconsciente, se
aposenta en la voz de algunos, muy pocos de estos poetas. Unas alu-
siones a un desencanto patrio, unas referencias a un ideal de nación
libre y pura empaña la palabra de ciertos poetas que no lograban des-
tacar su inconformidad entre la colectiva ilusión optimista. De esta
forma clamaba en una de sus composiciones Francisco J. Pichardo:
484
sus múltiples imitadores, envolvía una traición a su inicial estro poé-
tico. Su sensibilidad y buen gusto todavía se revela en algunos poemas
de Lira y espada y En medio del camino, pero ya nunca pudo vibrar
al unísono con las últimas promociones modernistas del continente.
En este último libro, de 1914, aparece su poema «Los muebles», donde
persiste en aquella emoción de las cosas viejas, que muchos años atrás
Silva inauguraba en la corriente del modernismo:
485
tad renovadora, muere en 1909, antes de haber podido cuajar en un
estilo propio. Había que esperar a que los jóvenes escritores que
formarían la primera generación republicana irrumpieran en las letras
para que hubiera signos de superación en nuestra literatura mal-
tratada. [
Con posterioridad a 1910 esta nueva promoción, por medio de re-
vistas, conferencias y sociedades, consigue dar nuevos bríos a nuestra
comunidad literaria. Se funda por entonces la Sociedad de Conferen-
cias, el Ateneo y la revista Cuba Contemporánea. Estos escritores colo-
can su esquife juvenil en la estela encristalada de José Enrique Rodó.
La aspiración a lo universal, el interés americanista, el cultivo cuida-
doso de la obra literaria, la superior cultura, son los rasgos capitales
de esta generación. Jesús Castellanos, excelente prosista de perfil mo-
dernista, pero con afanes de cubanía, realiza una aguda disección de
nuestra colectividad y se rebela contra el aislamiento en que vive el
escritor cubano. En su novela La conjura pinta de modo cabal los
empeños de un médico por trazar a su vida y a su vocación caminos
de independencia. La proyección idealista, un tanto candorosa, de los
discípulos del escritor uruguayo se canaliza en ensayos y novelas, anun-
ciadores de otras creaciones de mayor empuje.
Los que por estos años comienzan a escribir quieren poner nuestra
poesía al nivel de la lírica hispano-americana. Estudian las últimas
producciones de los mejores poetas de América, leen la poesía europea
contemporánea. Schopenhauer y Nietzche guían sus preocupaciones filo-
sóficas. Han transcurrido veinte años desde los primeros ademanes pre-
modernistas de Casal. Rubén Darío, a partir de Cantos de vida y espe-
ranza, parece moldeado en sus creaciones. Los poetas cubanos que aso-
man por estos años no son estrictamente modernistas en cuanto su-
fren influencias y lecturas, y colocan como horizonte de sus anhelos
expresivos, metas muy distintas a las que adoptaban los genuinos mo-
dernistas. El regusto por lo sensual, aquella riqueza cromática, aquel
blandir entusiasta del instrumento poético, aquel afán de suntuosida-
des, parece definitivamente superado por estos poetas. Unos realizan
ensayos formales que hallarán molde exacto en los años posteriores
a la primera guerra mundial, otros ceñirán su poesía a una expresión
sencilla y esquemática, sintética, los más exhiben un paisaje interior
desolado y gris, acongojado de desesperaciones y de angustias. Y cosa
curiosa, la mayoría de ellos vienen de provincias e influyen en el
ejercicio literario de la capital.
Esta «plenitud de la lírica», aún muy dominada por los rezagos
del modernismo, evidencia el notable retraso de nuestra poesía repu-
blicana. A partir de la publicación de Arabesco mentales (1913) de
4S6
Regino E. Boíi se ensayan nuevos modos alrededor del núcleo mo-
dernista. Pero ya no se podrá identificar esta poesía con la de sus
predecesores. Boti quiere liberar su verso de los engañosos requiebros
de la poesía académica y romanticona. Se encastilla en su yo, silen-
cia de modo notable su artificio creador, quiere hacer «arte en si-
lencio». Su cerebralismo parece despejar su verso de toda sentimenta-
lidad mediocre. En cuanto a la forma poética Boti es un parnasiano,
pero no con la exuberancia de color y ritmo de sus maestros, sino que
desenvuelve unos poemas que en gris y negro revelan un cuadro desola-
dor, como en su «Ángelus».
487
Y llegamos al más poderoso temperamento poético de esta pro-
moción: José Manuel Poveda. Si hubiera podido realizar, cuajar en
verso sus recias premoniciones, Cuba tendría en él un gran poeta.
Pero, al tiempo que la codicia de nuestra sociedad mercantilizada
cercaba al poeta con sus rastreros impulsos, había en él algo así
como una necesidad de derrocharse, de volcarse en una vida desli-
gada de vulgares ritos, de mostrencas limitaciones. Sus Versos pre-
cursores (1917) quisieron ser eso, precursores, pero quedáronse así,
anunciando algo que no podía ofrecer su autor. Poveda avanza mu-
cho más que sus compañeros de generación en la búsqueda de una
expresión y de requisitos formales nuevos. Mas aquella existencia do-
lorosa y desesperada, de donde arranca su exasperada afirmación de
«la hirsuta vida en que vivo», no le permitieron componer «el poema
seguro y altivo» que vislumbra en sus sueños nublados de rebeldías.
El postmodernismo cubano no queda reducido a estas figuras. Gran
halago y popularidad conquistó Gustavo Sánchez Galarraga con la
publicación de La fuente matinal (1915) y sus libros sucesivos. De
un romanticismo blando y coruscante, con una sentimentalidad en-
fermiza, Galarraga roza con su verso el deleite pintoresco y sensual
de una general cursilería. Este autor confirma el seguro retardo de
nuestra lírica, aún no precisa en sus derroteros.
Conjuntamente con este ejercicio lírico —donde se acoge más el
desesperado gemir y protestar contra la chata vida burguesa que la
música y las sedas de Rubén—coexiste una poesía de índole social
dentro de lo que ha llamado muy acertadamente Jorge Mañach,
«una literatura de alarma». Desde Francisco J. Pichardo, que cla-
maba por su derecho a la tierra propia, hasta Agustín Acosta, con
La Zafra, y Felipe Pichardo Moya —que al tiempo que escribe versos
entre irónicos y humanísimos da a conocer su «Poema de los caña-
verales»—hay un estremecimiento de cubanas preocupaciones en mu-
chos poetas de esta primera generación republicana. De modo un
tanto idealista y utópico advierten la inestabilidad de nuestras ins-
tituciones, y nuestras dependencias y lacras políticas y económicas.
En esta promoción se hallan en germen futuras tendencias de
nuestra lírica. En Poveda palpitan los anuncios de una poesía anhe-
lante de pureza, pero también, afanes de poesía social, agarrada a la
hostil circunstancia, y algunas notas de poesía negrista, aún muy en
esbozo de temas y ritmos. Acosta canta el drama de nuestra produc-
ción azucarera, anota un ansia de regeneración colectiva que será rasgo
esencial en poetas cubanos posteriores.
Las profundas transformaciones políticas, sociales y artísticas oca-
sionadas por la Gran Guerra del 14 resuenan en nuestra isla. Los
488
poetas que Feliz Lizaso y J. A. Fernández de Castro reúnen en su
antología, La poesía moderna en Cuba (1926), bajo la denominación
de los (¡nuevos» superan en buena medida la herencia de Darío. En
algunos de ellos—Rubiera, Marinello, Núñez Olano—se conserva al-
gún elemento modernista, pero, en conjunto y en sus voces líricas
más persistentes y capaces-—los Loynaz, Martínez Villena, María Vi-
llar Buceta, Tallet—nuevos modos de tratar el verso y verter la pro-
pia preocupación ante la vida y el destino del hombre, proclaman que
el modernismo ha quedado definitivamente liquidado en la poesía cu-
bana. Claro es que en algunos aislados autores sobreviven aún los
ecos marchitos de aquel movimiento. Pero, a partir de la vanguardia
y el afronegrismo—después de Emilio Ballagas, Eugenio Florit y
Nicolás Guillen—el modernismo es capítulo cerrado en nuestra his-
toria literaria.
Por lo que se ha podido observar, nuestra poesía al paso que pre-
senta un grupo de premodernistas de positivo mérito y un posterior
conjunto de poetas, de notas aún inseguras en su balance del mo-
vimiento rubendariano, pero de una definida orientación superadora,
postmodernista en sus resultados y en sus afanes, muestra un vacío
de veinte años sin que la voz de un genuino poeta se alce sobre la
colectiva fruición de una nación en trances de quiebras y frustra-
ciones. En el amplio territorio de las afirmaciones cubanas nuestro
modernismo es sólo estación de tránsito y espera.
SALVADOR BUENO
Calle 60, n ú m . 1.303, entre 13 y 15
MARIANAO {CUBA')
489
RUBÉN DARÍO EN MALLORCA
POR
490
de un lado, es necesario—y quizá hasta indispensable—obtener para
la obra de Rubén Darío un concepto de unidad clásica a que le da
derecho su tránsito de prueba, ya a cincuenta años desde su muerte;
del otro lado, lo circunstancial—y hasta lo anecdótico—nos lleva de
inmediato, al juntar vida y obra, hacia una fecunda renovación en
la interpretación en su poesía.
Es posible que podamos acercar ambas perspectivas; acumular y
recibir, como oportuna, toda información anecdótica o circunstancial
que coloque la intimidad de la vida del poeta lo más cerca posible de
su obra. Estamos ya llegando, por este camino, a revelaciones insospe-
chadas: poesías que antes creíamos abstraídas dentro de una concep-
ción puramente literaria nos han venido a revelar su origen al mar-
gen de un pequeño o gran episodio de la constante peregrinación del
poeta por tierras de América y de Europa.
Es ya el camino necesario e indispensable de la especialización en
el estudio de la obra y de la vida de Rubén Darío; especialización
que no debe temer ni aun una extremada sutilidad; especialización
que explicará la pretendida temporalidad de algunos momentos en
la obra, pero que al mismo tiempo logrará despejar su gran conjunto
para llevarnos directamente a ese concepto de «unidad» y de síntesis
para la poética de Rubén Darío, que ya comienza a faltarnos.
Todo esto implica el estudio de una vida y de una obra que nece-
sariamente irán juntas, con todo el cúmulo de circunstancias, y den-
tro de la gradual evolución de un estilo y de un pensamiento. Así, la
aparente contradicción entre circunstancia y unidad tendrá que des-
aparecer.
La importancia —histórica, actual, futura— que ha adquirido la
obra de Rubén Darío ha impuesto estos estudios especializados, mi-
nuciosos y lentos. Pero justamente por esto mismo me veo yo en un
verdadero conflicto. ¿Es que acaso el tema que me he impuesto, es decir,
«Rubén Darío en Mallorca», soporta esta especialización? Todo tiene
sus propios límites. ¿Y no estaremos ahora traspasando esos límites?
Corro, pues, el riesgo de defraudar, forzando una situación difícil.
El tema, sin embargo, me parece relativamente nuevo, y por ello —qui-
zá únicamente por ello—he decidido aventurarme a exponerlo.
Las dos épocas de Mallorca en Rubén Darío fueron de capital im-
portancia. Pero cabría también preguntar: ¿cómo podemos atribuirles
tanta importancia, si tan sólo duran, cada una de ellas, unos pocos
días?
Podemos mencionar en Rubén Darío amplios períodos en su obra:
las épocas de Francia, de España, de Chile y de Argentina, por ejem-
plo; pero lo de Mallorca parece tan reducido, que los mismos bió-
491
grafos más notables lo resumen en pocas páginas o—lo que es peor
todavía—en algunas pocas líneas.
Sin embargo, ya se va haciendo necesario ser radical a este res-
pecto: lo de Mallorca en Rubén Darío es fundamental. Son muy limi-
tados los días de su permanencia en la isla, y, no obstante esto, repre-
sentan una producción poética abundante y de gran trascendencia.
¿Por qué esta intensidad de su poesía en un período tan corto?
He aquí una pregunta atrayente. ¿A qué se debe esta urgencia—o esta
angustia, podríamos, tal vez, decir mejor—de producir constante e
intensamente durante tan pocos días, cuando, al parecer, los deseos
del poeta, al refugiarse en Mallorca, eran los de descansar y resta-
blecer su salud, un tanto quebrantada?
Parece que, al menos esta vez, la vida le traiciona un poco, o bien
que la vida se le acerca tan íntimamente a su obra, que la una y la
otra logran una unidad perfecta, inevitable y fatal. Traición o lealtad
de la vida, como ustedes quieran juzgarlo, ya que ambas cosas, a fin
de cuentas, nos dan un mismo residuo de profunda intimidad poéti-
ca en estos momentos de la existencia de Rubén Darío.
Me propongo dividir este trabajo de la siguiente manera: inicial-
mente, una introducción general de los antecedentes que determinan
en Rubén Darío su decisión de viajar a Mallorca. Creo que los ante-
cedentes no corresponden a la actitud, diferente, que luego tomará al
llegar a la isla. Ya lo he dicho antes: los deseos de descanso y de
recuperación se transforman, de manera violenta, en una actividad
casi febril, de estudio y de producción literaria.
Luego, en una segunda parte, trataré de analizar las principales
características literarias de los dos períodos de Mallorca. Es induda-
ble que Rubén Darío toma entonces una nueva orientación. Fue un
cambio violento que debemos explicarnos por una influencia defini-
tiva de lo exterior—vida y paisaje—del ambiente de la isla. Podría-
mos referirnos aquí a una «ecología» poética, es decir, a una gestación
literaria surgida-—en modo casi inmediato—- del medio ambiente cir-
cundante :
Primero. La obra se vuelve fundamentalmente descriptiva; el pai-
saje y lo circunstancial de la vida en Mallorca ocuparán un lugar domi-
nante—aunque no absoluto—en la producción literaria de entonces.
Segundo. El poeta logra —como no había quizá sentido jamás antes
en toda su plenitud—la afirmación latina de su poesía. Se revela así la
raíz profunda de su latinidad como poeta de una cultura. Ampliando
el concepto, podríamos decir que esto equivale, en cierta manera, a
una prolongación de su hispanidad.
492
Tercero. Lo hispano, lo latino, nos llevará hacia un concepto de
unidad mística, como resolución final de una poesía absoluta; es decir,
la poesía absoluta de su gran poema «La Cartuja», escrito durante su
segundo y último viaje a Mallorca.
Podríamos establecer un avance gradual —aunque tan apretado que
casi es simultáneo— en estas tres actitudes: se inicia con la visión de
la nitidez subjetiva del paisaje de Mallorca; luego esta visión—histó-
rica, podríamos decir: velas latinas, pinos de litoral, olivos centena-
rios y un profundo y dilatado mar azul—aportará una honda sensa-
ción mediterránea de latinidad; finalmente, reduciendo y unificando
estas sensaciones iniciales, el poeta sentirá el agobio total de la vida
como un presentimiento de la muerte.
Mallorca representa, pues, para Rubén Darío, un símbolo místico
de paisaje, de afirmación latina y, en todo y por todo, de fe en el
misterio del ser y de la vida.
Ya en el momento mismo de mirar hacia Palma, cuando el vapor-
cito que le lleva a la isla comienza a entrar en la bahía, o cuando
contempla la ciudad desde lo alto de la colina en que está la pequeña
casa casi rural en que habita, siente este hechizo místico del litoral
mallorquín. Así nos lo revela en un corto poema titulado «Vesper»,
escrito tan pronto llega a Mallorca:
Quietud, quietud...
493
Luego, la intuición de la sensación íntima del paisaje, ya sea el
paisaje rural o urbano; pero hay algo más curioso todavía, y es la
apresurada unificación del paisaje con la evocación mística:
494
Las razones en Darío fueron puramente circunstanciales, o bien,
algunas de carácter más permanente.
Circunstanciales, como la persecución de su esposa, Rosario Mu-
rillo, quien le exigía arreglos sobre su fracasada vida conyugal, y un
poco celosa, probablemente también, de las relaciones de Darío con
Francisca Sánchez. Toda posible reconciliación fracasa, en un fracaso
áspero y violento; entonces el poeta huye —desconcertado y nervioso
como un niño—hacia un refugio cercano y reposado; nada mejor
para ello que una isla próxima, famosa por su antigüedad, amable por
su clima y tradiciones: la Isla de Oro, es decir, Mallorca.
Pensemos un poco —aunque sea de paso— sobre este atractivo te-
lúrico de las pequeñas islas del Mediterráneo. Su reducida unidad
en torno a un profundo mar azul, deslindando sus perfiles de monu-
mentos, árboles y colinas sobre un claro cielo de esperanza, ha tenido
siempre un irresistible hechizo sobre el hombre y para su cultura.
Recordemos que los archipiélagos del mar Egeo, proyectados discre-
tamente sobre la corta distancia de los litorales vecinos, fueron cuna
de la civilización helénica.
¿Por qué—se nos ocurre preguntar ahora—en estas islas medite-
rráneas la cultura y la vida parecen llegar, en un momento dado, a
su punto máximo de progreso, para detenerse luego y permanecer
tranquilas, como dormidas, durante siglos, en un símbolo permanente
y definitivo de lo que la vida y la cultura pudieron ser y debieron
haber sido?
Quizá Rubén Darío sintió este hechizo cuando decide viajar a
Mallorca: conquistar esta plenitud antigua de su latinidad mediterrá-
nea, ya desde antes presentida, y luego no aspirar ya a nada más.
Es decir, una filosofía plena y suficiente—aunque de una sorpren-
dente sencillez—para su vida y su poesía:
495
Cartuja de Valldemosa, con la evocación de esos amores en fueros de
libertad, se repite una vez más, y como siempre, una mezcla de vaci-
lación de lo profano y lo místico que perturba tantas veces—para
bien o para mal, no lo sabemos, y evitemos por el momento el riesgo
de una opinión— la unidad conceptual de su poesía.
Pero guardaba Mallorca otra leyenda—si es que podemos llamarla
leyenda— aún más importante: la de Raimundo Lulio. Le sigue sus
pasos por la isla y vuelve a leer algunas de sus obras. Y otra vez se
asombra—y se identifica también—por lo que en el filósofo había de
dualidad fuerte y aventurera con un corazón místico de ingenua
ternura:
¡Oh, cómo yo diría el sublime destierro,
y la lucha y la gloría del mallorquín de hierro!
¡Oh, cómo cantaría en un carmen sonoro
la vida, el alma, el numen, del mallorquín de oro!
De los hondos espíritus es de mis preferidos.
Sus robles filosóficos están llenos de nidos
de ruiseñor. Es otro y es hermano del Dante.
¡Cuántas veces pensara su verbo de diamante
delante la Sorbona vieja del París sabio!
¡Cuántas veces he visto su infolio y su astrolabio
en una bruma vaga de ensueño, y cuántas veces
le oí hablar a los árboles, cual Antonio a los peces,
en un imaginar de pretéritas cosas
que, por ser tan antiguas, se sienten tan hermosas!
Así, con esto y con otras tantas cosas, la obra de Rubén Darío se
va apretando más y más, durante su permanencia en Mallorca, den-
tro de una lírica sensación de antigüedad. La Isla de Oro, quieta en
su unidad evocadora de siglos, violentamente va a determinar el índice
inevitable de su poesía:
¡Oh, qué buen mallorquín me sentiría ahora!
¡Oh, cómo gustaría sal de mar, miel de aurora,
al sentir, como en un caracol en mi cráneo,
el divino y eterno rumor mediterráneo!
496
He estado usando con cierta abundancia —debo confesarlo—, y lo
seguiré haciendo, la palabra unidad y sus derivados más inmediatos.
Lo he hecho sin escrúpulos al temor de repetirme e intencionalmente.
Si yo fuera, al menos, un aprendiz de filósofo, trataría de escribir
unas Reflexiones sobre el sentido de la unidad cíclica de la poesía.
Es un tema que siempre me ha parecido sumamente sugestivo e in-
teresante.
Me explicaré un poco mejor: existe,en la poesía de algunos auto-
res lo que podríamos definir como una reducción poética espontánea
—y hasta quizá involuntaria—de varios estados de expresión, buscando
otro estado más alto y definitivo de unidad, sin que esta unidad re-
presente, en modo alguno, la simple suma anterior de sus compo-
nentes. Parece formarse en estos casos un espíritu nuevo, de síntesis
poemática. Me permito ofrecer, como ilustración concreta al respecto,
la unidad poética total de la obra de Baudelaire, de Antonio Macha-
do, de Bécquer, y de algunos momentos en la poesía de Rubén Darío,
particularmente en la producción de los dos períodos de Mallorca. Y en
la música, la unidad cíclica total de la obra de César Franck.
Si me preguntaran cuál ha sido la intención inicial y el esfuerzo
mayor que he puesto en la preparación de este trabajo de hoy, con-
testaría que ha sido justamente eso: tratar de exponer esa actitud
unitaria—resumen de un ciclo de fe, de alma y paisaje—que logra
Rubén Darío cuando, aunque fuera temporalmente, se siente mallor-
quín de «conciencia^ obra y deseo».
497
CUACEEMOS, 2 1 2 - 2 1 3 , — 1 7
La amistad con Juan Sureda y su esposa, Pilar Montaner—pintora
de gran talento—fue, finalmente, la razón última y quizá hasta la
más decisiva, por encaminar al poeta hacia Palma y las alturas de
Valldemosa. Sureda polarizaba en torno suyo lo mejor y más repre-
sentativo de la intelectualidad que por aquellos tiempos residía en la
isla. Pilar Montaner admiraba y era admirada por Santiago Rusiñol,
quien gastaba sus pinceles, con alguna frecuencia, pintando los lito-
rales y las sierras de Mallorca:
498
Me rozo con un núcleo crespo de muchedumbre
que viene por la carne, la fruta y la legumbre.
Las mallorquínas usan una modesta falda,
pañuelo a la cabeza y la trenza a la espalda.
He visto unas payesas con sus negros corpinos,
con cuerpos de odaliscas y con ojos de niños;
y un velo que les cae por la espalda y el cuello,
dejando al aire libre lo oscuro del cabello.
Sobre la falda clara, un delantal vistoso.
Y saludan con un v.bon ditengui» gracioso,
entre los cestos llenos de patatas y coles,
pimientos de corales, tomates de arreboles;
sonrosadas cebollas, melones y sandías
que hablan de las Arabias y las Andalucías.
499
¡Cuan lejos estamos con este consejo trágico y simplista de las
dilucidaciones trascendentales y clásicas de «Coloquio de los centauros»!
Los olivos han de ir junto a los pinos, sus hermanos en la unidad
mediterránea. Son los dos árboles que simbolizan—desde clásicos
tiempos de la antigüedad—todo el litoral del mar latino. El paisaje
de Mallorca sería incompleto sin la visión simétrica y envejecida de
los olivares. Porque los árboles del olivar pareciera que siempre fueron
viejos. Nos cuesta imaginar un olivo joven. Y si lo fuera joven, siem-
pre lo imaginarnos retorcido y lento, con claros de sol entre los rama-
jes añosos y pulidos por el tiempo.
Darío canta los olivos en un poema que, justamente, dedica a Juan
Sureda, su hospitalario amigo de la isla; y el poema se lo sugiere
la esposa de Sureda, la pintora Pilar Montaner, quien en sus pinturas
ha logrado interpretar a maravilla el pretérito insospechado de estos
árboles caritativos, ya que tan sólo piden parca tierra en estrechez de
rocas y larga vida austera, para crecer y dar sus frutos:
¿Qué mejor manera de definir la gesta antigua del árbol del olivar,
diciendo tan sólo de ellos que «son paganos, cristianos y modernos
olivos»? Un solo verso—nótese bien: un solo verso—resume una his-
toria de siglos y el tránsito de toda una cultura. Y luego prosigue el
poeta:
500
Descubre, además, en Mallorca, un ambiente estilizado—por lo
antiguo, en ritmo de cadencias milenarias—:
Y encuentra:
en lugar de huracanes; y de
en lugar de tempestades.
Por otro lado, ansiando siluetas más definidas o contornos más
claros, busca entonces la abundancia de la luz; siempre luz antigua
del Mediterráneo. Olvidará, quizá ya definitivamente en Mallorca,
aquella paradójica
501
Y admira a Rusiñol porque
y es un
502
es recordado por mis íntimos sentidos:
los aromas, las luces, los ecos, los ruidos,
como en ondas atávicas, me traen añoranzas
que forman mis ensueños, mis vidas y esperanzas.
503
Toda esta mescolanza —como él mismo la llama— se va despejando
lentamente, muy poco a poco, con sus altos y sus caídas, dichas, a veces,
con frases de Grecia o con palabras del Cristo... Nada importa, porque
siempre es misticismo. Llegará entonces el momento terminal, la uni-
ficación absoluta, con su profundo, agobiador y sensual—sensual en
Dios—• poema «La Cartuja»; es una reiteración en plegaria, en que la
palabra «darme» conlleva un extraño sentido de renovación o de
renunciamiento y de solicitud: «Darme otros ojos», «Darme otra boca»,
«Darme otras manos», «Darme otra sangre».
Es una repetición que parece recordar la reiteración obsesionante del
«ahora» (maintenant) de Víctor Hugo, en su también célebre poema
«A Villequier», escrito con motivo de la muerte de su hija.
¿Influencias románticas en Rubén Darío a esas alturas? Bien pu-
diera ser. Recordemos su famoso alejandrino de «La canción de los
pinos», poema escrito en Mallorca:
504
«Los motivos del lobo» y «La canción de los osas» son poemas de
una inspiración medieval que combina a la vez una reducida sencillez
de estilización idiomática—a veces arcaica—-con una gran libertad
en la forma, particularmente en «La canción de los osos». La mezcla,
aparentemente desordenada, de versos de dos, cuatro, ocho y hasta
dieciséis sílabas, logra, sin embargo, un curioso efecto rítmico y de
acción descriptiva.
La unificación poética de escueto lirismo enumerativo vendrá a
reemplazar la poesía conceptual. Aparecerá un doble juego de proyec-
ción realista hacia el exterior y a la vez un retorno simultáneo hacia
la intimidad.
Pero hay algo más: comienza entonces también Rubén Darío a cen-
trar su poesía como en una fatiga inevitable, que no es, en modo
alguno, decadencia poética, sino más bien angustia presentida ante
la fe y el misterio de la muerte.
Centrar, purificar, equilibrar y unificar su poesía fue la sorpren-
dente consecuencia que, para Rubén Darío, tuvieron sus dos visitas
a Mallorca. Era una promesa de un valor incalculable para el futuro.
El'poeta muere aún joven, a los cuarenta y nueve años. La promesa
pudo haber sido válida para varios años más de vida.
Preguntamos ahora: ¿cuál hubiera sido entonces el alcance y el
destino final de la obra poética de Rubén Darío? Debemos admitir
que para la historia es mala receta hacer conjeturas. Sin embargo,
de hacer esa conjetura podríamos —como consecuencia de los antece-
dentes que ya antes hemos comentado—llegar a conclusiones verda-
deramente novedosas y sorprendentes. Es una investigación que aún
permanece abierta para los especialistas en la obra de Rubén Darío.
Que toda poesía es religiosa, tiene mucho de verdad. Y esa religio-
sidad reside en esa trascendencia unitaria y misteriosa, más allá de sus
componentes conceptuales y poéticos casi inmediatos.
¿Unidad cósmica, histórica o biológica? No podría decirlo. ¿Caída
sobre el poeta—en el caso de Rubén Darío—por la gracia de las islas
Baleares, del genio latino o ante la divinidad? Tampoco lo sé. Única-
mente podría afirmar que es, justamente, durante sus períodos de
Mallorca, cuando Rubén Darío alcanza esa mística trascendencia.
A todo esto podríamos llamarlo El milagro de Mallorca. Alabada
sea, pues, la Isla de Oro, que pudo inspirar la posibilidad de ese mi-
lagro.
505
EL HOMBRE Y LA ESTATUA
(A PROPOSITO DE U N CUENTO DE RUBÉN DARlo)
POR
506
excitados por las libaciones llegan a escarnecerlas. En principio, el
capitán invita a beber al guerrero yacente y derrama una copa de
vino por sus «barbas de piedra». (La escena se relaciona indudable-
mente con las muy semejantes de Don Juan y la estatua del Comen-
dador.) Después, el capitán, víctima de insensata exaltación, decide dar
un beso a la hermosa estatua femenina. Cuando va a hacerlo, es derri-
bado por un golpe que la estatua del guerrero le da con su mano de
piedra.
Viene todo esto a cuento—y nunca mejor empleada la expresión—
de uno de los más conocidos relatos breves de Rubén Darío, «La
muerte de la emperatriz de la China». Es quizá, de entre todos los que
escribió, uno de los, que más inequívocamente puede ser calificado de
cuento, en contraste con otros, muchos más allegables al poema en
prosa.
II
La trama de «La muerte de la emperatriz de la China» no puede
ser más amable y ligera, pese al burlesco equívoco de su título, que
pudiera hacer pensar, a primera vista, en un cuento trágico.
En un ambiente que bien podría ser el de París—por más que
sólo se hable de «la gran ciudad»—, se describe el apasionado idilio
de un joven matrimonio: Recaredo y Suzette. El es escultor, muy
aficionado a las «japonerías y chinerías». Cuando un amigo suyo le
envía desde Hong Kong un «fino busto de porcelana» que representa
a «la emperatriz de la China», Recaredo le dedica toda su amorosa
atención, con olvido, incluso, de la que debe a su mujer. Esta, al fin,
le da a conocer sus celos, y Recaredo, para demostrar que sigue amán-
dola, accede a que «aparte para siempre» a su rival. Entonces Suzette
rompe en mil pedazos el busto de «la emperatriz de la China», y recu-
pera así el amor de su marido.
Al viejo motivo de Pigmalión y Calatea se ha añadido aquí un
elemento relativamente nuevo: el de los celos que padece la mujer
del escultor, al ver a éste enamorado de una estatua femenina. De
esta forma, el cuento de Rubén, de aire muy francés, da entrada a un
nuevo personaje, con el cual queda completado el clásico triángulo
de esposa, marido y amante. Al asumir la emperatriz de la China este
último papel, consigue Rubén un tono amable y frivolo que contrasta
vivamente con el trágico de «El beso», de Bécquer. El hecho de que
Rubén haya sustituido la marmórea estatua yacente de la tradicional
temática, por ese casi juguete o miniatura de porcelana, que es el
busto de la emperatriz, resulta muy expresivo con referencia a la deli-
507
cadeza, fragilidad y levedad característica del relato, tanto en lo que
atañe a su contenido como a su forma. El gusto rubeniano por el
orientalismo de signo francés —los Goncourt, Loti— determinó el que
las clásicas Galateas de antaño se hayan visto sustituidas por esa escue-
ta figurilla de la emperatriz china, suscitadora de la amorosa adora-
ción de Recaredo, precisamente por su aire exótico. La rival de Suzette
había de ser un tipo distinto de mujer, una mujer de otra raza, de otro
estilo y condición.
El interés que para mí tiene, temáticamente considerado, el ligero
cuento rubeniano, reside en la introducción de ese nuevo personaje,
que es la mujer del escultor, en el antiguo motivo de Pigmalión y
Gala tea. Es justamente esta variante, esta nueva situación, la que me
ha hecho pensar en otras dos narraciones cortas, muy distintas de la
de Rubén, y sin embargo, relacionadles con ella: «La Venus d'Ille», de
Prosper Mérimée, y The last of the Valeyii, de Henry James.
III
Me apresuraré a advertir que al aproximar estas tres narraciones,
no pretendo establecer ninguna relación de causa a efecto. Un elemen-
tal planteamiento cronológico nos haría ver que, de haber existido
alguna posible—aunque, en mi opinión, muy dudosa-—influencia, ésta
tendría que haber llegado a Rubén en 1888 (fecha de Azul..., donde
aparece «La emperatriz», desde la obra de Mérimée—que es de 1837—•,
pasando por la de Henry James—de 1874—. En el mejor de los casos,
podría suponerse que Rubén—tan devoto de la literatura francesa--
conoció el cuento de Mérimée. Menos probable me parece que tuviera
noticia del de Henry James, con ser, sin embargo, el que más se acerca
a «La muerte de la emperatriz».
Como quiera que sea, no siento personal interés ni inquietud por
la determinación de las «fuentes» del cuento de Rubén, y si en estas
páginas intento ponerlo en relación con los de Mérimée y James, es
sólo a efectos de comparación temática, más para extraer diferencias
que para buscar forzadas semejanzas. Estas vendrían dadas por la pre-
sencia, en los tres relatos, del antiguo esquema del hombre y la estatua
femenina, complicado ahora por la incorporación de la esposa como
nuevo personaje.
Para proceder con cierto orden, conviene recordar al lector el es-
quema argumental de «La Venus d'Ille»: En el pueblo de este nombre,
en el Pirineo francés, M. de Peyrehorade, al desarraigar un viejo
olivo que se había helado, encuentra, bajo tierra, una bella y gran
estatua clásica de bronce, representando la figura de Venus. El entu-
508
siasmo de M. de Peyrehorade por la Venus de lile, contrasta con el
temor y aversión que por ella sienten muchos de sus convecinos, ya
que al ser desenterrada e izada con una cuerda, la estatua cayó pesa-
damente y rompió la pierna de uno de los trabajadores, Jean Coll. En
otra ocasión, cuando un vecino lanza una piedra contra la estatua
—colocada ya, sobre un pedestal, en la finca de Peyrehorade—, se pro-
duce un rebote sobre el bronce y la piedra es devuelta contra la cabeza
del ofensor. (Una situación como ésta podría relacionarse con las ya
vistas de los castigos que las estatuas afrentadas infligen a sus escar-
necedores.)
El hijo de Peyrehorade, un rústico patán ávido de dinero, va a con-
traer matrimonio con Mlle. de Puygarrig, una rica heredera. El mismo
día de la boda y en el frontón que hay en la finca, el novio, antes de
acudir a la ceremonia, juega una partida de pelota con unos hábiles
contrincantes españoles, unos aragoneses y navarros. Como al joven
Peyrehorade le moleste la sortija de esponsales para jugar, se la quita
momentáneamente y la coloca en el dedo anular de la mano que tiene
levantada la Venus, situada en lugar cercano al del juego. Más tarde,
cuando el novio llega al lugar donde ha de celebrarse la ceremonia
matrimonial, se da cuenta de que ha olvidado el anillo. Está ya de-
masiado lejos para volver por él, y se sirve de otro. Además, el joven
Peyrehorade quiere evitar que se sepa el incidente, que se conozca
su distracción, pues podrían burlarse de él y llamarle «el marido de
la estatua».
Cuando regresa a la casa, el joven Peyrehorade informa al narrador
—el relato está en primera persona, la de un viajero que llega a Ule
y se aloja con esa familia amiga—de que no le es posible recuperar
la sortija, ya que la Venus ha doblado el dedo, ha cerrado la antes
extendida mano. El novio, horrorizado, dice que la Venus es ya su
mujer, puesto que él le ha dado su anillo y ella no quiere devolverlo.
El narrador cree que el mozo se encuentra embriagado, pero a la ma-
ñana siguiente todos descubren con horror que el novio ha muerto
en el lecho matrimonial como si hubiera sido estrangulado en un
círculo de hierro. En el suelo se encuentra la perdida sortija de espon-
sales. El horror aumenta cuando la pobre esposa, y viuda ya, del joven
Peyrehorade, cuenta cómo vio entrar en el lecho a la estatua de la
Venus y abrazar a su marido durante toda la noche. Al cantar el
gallo, la estatua saltó del lecho, dejó caer el cadáver del joven y partió.
Con evidente arte Mérimée supo combinar los elementos fantásti-
cos del relato con los de tono realista, para que el desarrollo de la
trágica historia estuviese siempre situado en un plano deliberadamente
ambiguo. Así, la historia del anillo y la de la aparición de la estatua
509
son puestas en boca de dos personajes, y no presentadas objetivamente
o, en este caso, como algo contemplado por el narrador. El hecho,
asimismo, de que, al lograr el triunfo el joven Peyrehorade en su
partida de pelota contra un irascible rival aragonés, éste se mostrase
encolerizado y amenazara con vengarse, determina el que, en principio,
se interprete la muerte del novio como un crimen cometido por el ju-
gador derrotado. Este es hecho preso, pero puesto rápidamente en liber-
tad, tan pronto como se comprueba la autenticidad de su coartada. De
ahí, el tono misterioso del relato, cuyo horror crece, en cierto modo,
con tales adiciones, por cuanto éstas parece que podrían explicar en
forma natural lo que se configura como sobrenatural. Al fracasar, real-
mente, tales explicaciones, se acentúa el carácter fantástico de la obra.
Sobre la fuentes de la misma se ha escrito bastante. Ya Víctor Said
Armesto en su conocido libro ha leyenda de Don Juan.) y en el capí-
tulo VI, «Muertos y estatuas», tuvo ocasión de ocuparse de la que él
llama arcaica leyenda de «La Venus y el anillo)), inspiradora, entre otras
obras, de «La estatua de mármol», del Barón de Eichendorff; «La Ve-
nus d'Ille», de Mérimée; la ópera Zampa, de Mélesville, etc. Alude,
asimismo, Said Armesto a cómo Heine recogió tal leyenda del libro
Mons Beneris, de Kornmann; citando entre sus antecedentes las Dis-
quisiciones mágicas del jesuita español Martín del Río, más otras ver-
siones como la contenida en un viejo fabliau francés, De celui qui es-
pousa l'ymage de pierre, y las que supondrían el tratamiento del tema
«a lo divino», de Vicente de Beauvais, Gautier de Coincy, Gonzalo de
Berceo y Alfonso X el Sabio. En ellas es la Virgen la que ocupa el lu-
gar de Venus, al considerar espiritualmente desposado con ella al no-
vio que tal voto o promesa había hecho.
Por su parte, Pierre Josserand, anotador de una edición moderna
(Gallimard, París, 1964) de «La Venus d'Ille», recuerda como Mérimée
dijo haber leído la historia hacía mucho tiempo en Pontanus. Se trata
de un autor de difícil identificación, ya que casi una veintena de escri-
tores entre el siglo xv y el xvn han llevado ese nombre. Como quiera
que sea, señala Josserand, la historia se encuentra en muchos autores:
Henry Knighton, Ralph de Diceto, el jesuita P. Bidermann, etc., y
mucho antes, en un relato del cronista inglés del siglo XII, Guillermo
de Malmesbury.
Dejemos a un lado ésta cuestión, ya que aquí lo que realmente nos
importa es la comparación de «La Venus d'Ille» con el cuento de Rubén
y con la novela corta de Henry James. Y la verdad es que estas dos
narraciones se alejan ya mucho del trágico y fantástico tema que, con
tanto arte, recogió Mérimée.
510
IV
La narracción de Henry James,' The last of the Valeñi, está, como
la de Mérimée, narrada en primera persona. El narrador cuenta cómo
su ahijada, una moderna muchacha norteamericana, se casa en Roma
con el conde Marco Valeri. Instalado el matrimonio en la espléndida
mansión del aristócrata italiano, Villa Valeri, la joven esposa, Marta,
organiza una serie de excavaciones arqueológicas en sus dominios. En
principio, Valeri se muestra hostil al proyecto, ya que no le parece bien
turbar el reposo de los dioses antiguos. Se adivina, entonces, en las
palabras del conde, que éste parece creer en esas viejas divinidades.
Una de ellas, una bellísima Juno de piedra, es extraída de la tierra y,
en seguida, suscita la amorosa adoración del conde. Con una mayor
complicación y matices que en el caso de «La emperatriz», surgen los
celos en Marta o, más bien, su tristeza al comprobar que su marido
no se ocupa ya de ella. Marta no parece contar en la vida de Valeri,
absorbido como éste se encuentra siempre en la adoración a la Juno y,
sobre todo, en su obsesivo deseo de volver a las creencias paganas. Ante
el atroz sesgo que las cosas van tomando y que parece empujar a Va-
leri a la locura, Marta ordena a los obreros de las excavaciones que
vuelvan a enterrar la estatua de Juno. El acto de depositarla en una
zanja y de recubrirla de tierra, tiene un aire fúnebremente poético, y
equivale, en versión seria y noble, al momento en que Suzette rompe
y pisotea el busto de la emperatriz de la China.
Resumidas ya las tramas de los tres relatos, se ve con claridad en
qué puntos coinciden y en cuáles divergen. La narración de James coin-
cide con la de Rubén en la situación conñictiva de celos, de desavenen-
cia conyugal, que la estatua provoca al atraer la atención del marido y
suscitar la irritación de la esposa. La divergencia fundamental viene
dada por el tono serio y melancólico del relato norteamericano, que
tan vivamente contrasta con el amable y frivolo de «La muerte de la
emperatriz». Por otro lado, aquí no se trata de ninguna diosa antigua,
sino tan sólo de un busto femenino oriental. En cambio, la narración
de Mérimée sí coincide con la de James en ese punto: el de tratarse
en ambos casos de dos diosas de la antigüedad, Venus y Juno (la es-
posa de Júpiter), representadas escultóricamente. En la narración fran-
cesa la estatua suscita el entusiasmo y casi adoración de Peyrehorade
padre y el terror, más bien, del hijo. En la obra de James, la figura de
Juno fascina al conde y actúa de sentimental obstáculo entre él y su
esposa. En el relato de Mérimée no ocurre nada de esto, ya que la
interposición de la estatua entre el marido y la mujer se produce en
forma sobrenatural y violenta. El trágico desenlace del relato supone
algo así como el triunfo de la estatua sobre el hombre —en coincidencia
511
con lo observable, en otro plano, en «El beso» o en las tradicionales
versiones de Don Juan—; en tanto que en los relatos de James y de
Rubén es el hombre (o, más bien, la mujer) quien triunfa sobre la
última, matándola, aniquilándola: inhumación de Juno o desmenuza-
miento de la emperatriz.
El conflicto entre el hombre y la estatua, lo animado y lo inani-
mado, adquiere una configuración romántica y poderosamente trágica
en Mérimée; un aire melancólico y noblemente humanístico en Ja-
mes; y un desenfado, color y musicalidad modernista en Rubén. Para
éste el tema ha quedado reducido casi a la categoría de un divertido
juguete. Se diría que la reducción operada en el paso de las imponentes
estatuas en bronce o piedra de Venus y Juno, a la frágil porcelana del
pequeño busto de la emperatriz chinesca, ha repercutido en el paralelo
achicamiento de las dimensiones del relato, en la contracción de la
que era trágica o por los menos grave historia en Mérimée y en Ja-
mes, a las proporciones de un bien trabajado esmalte o miniatura. Del
friso se ha pasado al camafeo.
512
Casi era cierto, y no pude contener un movimiento de cólera contra
mí mismo, sintiéndome incómodo ante esta figura de bronce.»
En cuanto a la Juno de Henry James se caracteriza asimismo por
la especial fijeza de su mirada: «Su perfecta belleza le confería una
apariencia casi humana, y sus ojos vacíos parecían posar sobre nosotros
una mirada tan sorprendida como la nuestra.» «Su admirable cabeza,
ceñida por una diadema, parecía incapaz de inclinarse si no era para
un gesto de mando. Sus ojos miraban con fijeza hacia adelante.»
Coinciden también las tres narraciones en el hecho de que las esta-
tuas reciban adoración, casi idolátrico culto. Peyrehorade siente tal
afección por la Venus de lile, que no lamentaría haber estado en el
lugar de Jean Coll, el que se rompió una pierna al extraerla. Considera
un auténtico sacrilegio el que el brazalete que en un tiempo debió
tener Venus como una especie de exvoto, le fuera robado por los bár-
baros o por algún ladrón. E incluso llega a pensar que el día escogido
para el matrimonio de su hijo, un viernes, es justamente el día de
Venus, por lo cual cree que sería bueno sacrificar a la estatua un par
de palomas, o bien incensarla. Ante el horror que tal proyecto causa
en su mujer, Peyrehorade dice que se le permita al menos colocar
sobre la cabeza de Venus una corona de rosas y lirios. Y efectivamente,
el día de la boda, M. de Peyrehorade deposita unas rosas en el pedestal
de la escatua y formula ante ella sus votos por la felicidad del matri-
monio.
Por su parte, el narrador de The last of the Valerii cuenta que
cuando la Juno es desenterrada, el conde ordena que traigan vino
para obsequiar a los excavadores y celebrar el descubrimiento. El en-
cargado de la obra «después de llenar el primer vaso, avanzó, gorra
en mano y se lo ofreció cortésmente a la condesa. Marta se limitó a
mojar sus labios en el dorado líquido y pasó el vaso a su marido, el
cual lo alzó maquinalmente hacia sus propios labios; pero súbitamente
interrumpió aquel gesto y extendiendo el brazo, esparció el contenido
del vaso lenta y solemnemente a los pies de la Juno.
—¡Eso es una libación! —exclamé.
El conde, sin contestar, se marchó con paso lento».
Al día siguiente el conde hace que la estatua de Juno sea trasla-
dada al «casino»: «El casino era un pabellón abandonado, construido
a imitación—muy bien lograda—de un templo jónico, donde los ante-
pasados de Marco debieron reunirse a menudo para beber refrescos en
finos vasos de Venecia y escuchar madrigales. Albergaba algunos pol-
vorientos fragmentos de esculturas antiguas, pero sus amplias dimen-
siones le permitían acoger una colección más valiosa, de la cual la Juno
podía ser el glorioso centro. La bella imagen quedó instalada allí, de
pie y con toda su majestuosa serenidad.»
513
CUADERNOS. 212-213.—18
Y allí—en ese pabellón que equivale, en realzada versión, al pedes-
tal sobre el que Peyrehorade colocó a la Venus de lile—, el conde Va-
leri comienza a prestar culto a la estatua y, a su través, a todos los
dioses del mundo antiguo. En una ocasión, al coincidir el narrador y
Valeri en el Panteón romano, adaptado al culto católico, el conde
expresa su admiración por la época en que los dioses y las diosas se
instalaban en sus altares: «Y aquí está lo que nos han dado en lugar
de ello—se encogió de hombros—-. ¡Me gustaría arrancar sus cuadros,
derribar sus candelabros y envenenar su agua bendita!» Ante las
protestas del narrador, Valeri replica que «Se ha hablado mucho de las
persecuciones paganas; pero los cristianos también han perseguido.
¡Y los antiguos dioses han sido adorados en las cavernas y en los
bosques, tanto como los nuevos! ¡Aperecían en las torrentes, en la
tierra, en el aire y en el agua! ¡Y también aquí puede encontrarlos
un hijo de la vieja Italia!»
Una noche, el narrador sorprende a Valeri postrado, en el pabellón,
ante la figura de Juno. En otra ocasión descubre, junto con su ahijada,
que Valeri ha colocado un altar ante Juno con una losa de mármol
antiguo, en la que hay manchas de sangre, lo cual les hace sospechar
que Valeri ha sacrificado a la diosa a «algún inocente cordero o algo
por el estilo». Este momento y la posterior huida de Valeri de su casa,
de su mujer, marcan el climax de la tensión espiritual a la que el
conde se ve sometido. Después sobreviene la distensión,^ el regreso al
hogar y al cariño de Marta, la devolución de Juno a la tierra de donde
fue extraída.
El escultor enamorado de la emperatriz de la China no incide, por
supuesto, en las extremosidades del conde Valeri; pero su adorativo
comportamiento ante el busto de porcelana se asemeja en algún punto
a del joven romano o al del viejo Peyrehorade: «Y Recaredo sentía
orgullo de poseer su porcelana. Le haría un gabinete especial, para
que viviese y reinase sola, como en el Louvre la Venus de Milo, triun-
fadora, cobijada imperialmente por el plafón de su recinto sagrado.»
Obsérvese bien—porque no deja de ser significativo—que aunque se
trate de una emperatriz china, la estatuilla de Recaredo queda asimi-
lada a una diosa pagana, con esa referencia a la Venus de Milo y su
«recinto sagrado». De ahí la posibilidad de relacionar la narración de
Rubén con las de Mérimée y James.
Efectivamente, Recaredo construye una especie de. pequeño «recinto
sagrado» para su emperatriz: «En un extremo del taller, formó un
gabinete minúsculo, con biombos cubiertos de arrozales y de grullas.
Predominaba la nota amarilla. Toda la gama, oro, fuego, ocre de
Oriente, hoja de otoño, hasta el pálido que agoniza fundido en la
514
blancura. En el centro, sobre un pedestal dorado y negro, se alzaba
riendo la exótica imperial. Alrededor de ella había colocado Recaredo
todas las japonerías y curiosidades chinas. La cubría un gran quitasol
nipón, pintado de camelias y de anchas rosas sangrientas.»
Ese «gabinete minúsculo» —recuérdese el valor de miniatura que
asignamos, anteriormente, al cuento rubeniano comparado con los de
Mérimée y James—equivale indudablemente al «casino» o pabellón en
que Valeri hace colocar la estatua de Juno. Y así como la adoración
del conde italiano por la diosa clásica asume un carácter de casi trá-
gica tensión, la de Recaredo por su emperatriz, se configura poco menos
que burlesca y cómicamente: «Era cosa de risa, cuando el artista soña-
dor, después de dejar la pipa y los cinceles, llegaba frente a la empera-
triz, con las manos cruzadas sobre el pecho, a hacer zalemas. Era una
pasión. En un plato de laca yokohamesa le ponía flores frescas todos
los días. Tenía en momentos verdaderos arrobos delante del busto
asiático, que le conmovía en su deleitable e inmóvil majestad. Estu-
diaba sus menores detalles: el caracol de la oreja, el arco del labio,
la nariz pulida, el epicantus del párpado. ¡Un ídolo la famosa empe-
ratriz 1»
Lo que «era cosa de risa» se convierte en motivo de celos para
Suzette: «Un día, las flores del plato de laca desaparecieron como por
encanto.
—<J Quién ha quitado las flores?—gritó el artista desde el taller.
—-Yo —dijo una voz vibradora.
Era Suzette, que entreabría una cortina, toda sonrosada y haciendo
relampaguear sus ojos negros.»
Ese relampagueo, esa pasional tormenta acabará con una nota có-
mica : la del asesinato de la emperatriz, en medio de la alegría y de
los besos de los reconciliados esposos. El contexto todo del cuento era
suficiente para quitar cualquier impresión de violencia, y de ahí que,
aunque la emperatriz quede reducida a añicos y sean pisoteados sus
restos por Suzette, el tono del pasaje encaja perfectamente dentro del
general del relato, no alterado jamás por ninguna estridencia. La de-
volución de Juno a la tierra (y no su destrucción) resulta mucho más
patética que la «muerte» de la emperatriz china.
VI
El posible interés de una confrontación como la que he intentado
establecer entre las tres narraciones, radicaría en cómo, a su través,
es posible percibir con total acuidad y distinción el distinto tono de
cada relato, de cada autor, de cada estilo.
515
El tono de «Le Venus d'Ille» es inequívocamente trágico. Se trata
de un relato allegable a otros del mismo autor, que tanto gustó de lo
fantástico, de lo misterioso, de lo sobrenatural: «II viccolo de Madame
Lucrezia», «Les ames du Purgatoire», «Vision de Charles XI», etc.
The last of the Valerii se caracteriza por su tono noblemente melan-
cólico. El desenlace no es ni rotundamente trágico —como el de «La
Venus d'Ille»—, ni sonoramente regocijado—como el de «La empera-
triz»—•: es un desenlace feliz, pero no un pleno happy end, porque se
adivina que aunque Valeri ha vuelto al amor de su mujer, conserva
cierta añoranza de su pagana adoración por la diosa clásica, por Juno,
según lo revela el hecho de guardar una mano de mármol despren-
dida de la bellísima estatua: «Nunca fue un hombre completamente
moderno, si se quiere; pero un día, muchos años más tarde, cuando
un visitante le interrogó acerca de la mano de mármol que figuraba en
su vitrina de antigüedades, Marco Valeri asumió un aire grave y cerró
el mueble con llave.
—Es la mano de una bella criatura a la que yo, en otros tiempos,
admiré mucho—dijo.»
El tono del cuento de Rubén, según quedó ya apuntado, es más
bien burlón, frivolo, divertido. El escritor nicaragüense tiene concien-
cia de que maneja un tema al que le iría mal cualquier pretenciosidad
expresiva, y acomoda la forma ligera, musical y colorida a la menuda
anécdota. Aquí triunfa por completo el amor, sin ninguna clase de
reservas, y con la muerte de la emperatriz se borra toda sombra de
amargura o de recelo. La conversión de la diosa pagana en imperial
figurilla chinesca encaja perfectamente dentro del gusto modernista por
lo oriental, dando oportunidad a Rubén para ese derroche de exó-
tico colorido que supone la descripción del gabinete construido por Re-
caredo para la emperatriz. La Venus de Ule dominaba solitaria y terri-
ble desde lo alto de su pedestal al aire libre. La Juno, adorada por
Valeri, era la figura central de un conjunto de recuerdos clásicos, al-
bergados en ún pabellón cerrado. Su reducción a «minúsculo gabinete»
en Rubén, responde a lo antes sugerido sobre el carácter de miniaturi-
zación amable con que este escritor plantea y expresa un tema de muy
vieja y grave tradición literaria.
Precisamente la veriedad tonal e intencional con que Mérimée, Ja-
mes y Rubén manejaron el antiguo tema o mito del hombre y la esta-
tua, justifica el interés que para el lector pueda suponer la confrontada
lectura de los tres relatos. Se diría que, a su través, es posible percibir
con claridad una vieja lección estilística: la de cómo un mismo tema
se reviste de distintos sonidos, colores e intenciones, según la persona-
lidad de quien lo trate. Mérimée se atiene sustancialmente a un viejí-
516
simo relato al que él sabe dar impresionante forma literaria, por cuanto
la índole del tema, tal como le venía dado por la tradición, se ade-
cuaba bien a su capacidad para expresar eficazmente lo trágico, lo
misterioso y sobrenatural.
James adecúa el motivo del hombre y de la estatua a su personal
concepción estética. Norteamericano seducido por los ambientes eu-
ropeos, sitúa la acción de su relato en ia Roma que tanto amó y que
tantas veces aparece en sus narraciones. Pocos escenarios como éste
cabría encontrar, tan ajustados al talante y gustos clasicistas de James.
De ahí, la personal entonación que el tema adquiere en sus manos,
al presentarnos el caso de Valeri no sólo como un problema sentimen-
tal, del que es víctima su mujer; sino también como una cuestión de
más alto porte, por lo que tiene de conflicto creencial, de choque de
religiones. La fuerza sobrenatural que, en Mérimée, tiene la diosa pa-
gana, apresadora del anillo del novio y violentamente desposada con
él, se trueca aquí en esa otra fuerza espiritual que emana, sin violencia,
de la estatua de Juno y que, en tal alto grado, altera el carácter y el
vivir de Valeri.
En el cuento de Rubén prevalece el lado erótico, la exaltación del
juvenil amor de Suzette y Recaredo, turbado fugazmente por la intro-
misión de la emperatriz china. Ha desaparecido toda posible conno-
tación grave y trascendente. Se ha evaporado no sólo el tono trágico
y misterioso de Mérimée, sino también el melancólico de James. La
verdad es que Recaredo nunca tomó demasiado en serio su adoración
por la emperatriz, y sus zalemas ante ella eran más bien «cosa de
risa».
Esa risa es la que resuena en el cuento desde el principio al fin,
a cargo no sólo de la enamorada pareja, sino también del mirlo que
tienen en su casa y que, en la estructura modernista del relato, supone
el adecuado equivalente sonoro de las restantes referencias plásticas.
En Mérimée, la estatua destruye al hombre, actúa como una irresis-
tible y casi demoníaca potencia. En James, hay cierta nivelación de
fuerzas: el hombre se siente dominado por la estatua, pero no del
todo; y de ahí esa angustiada huida de Valeri que concluirá con su
retorno al hogar, tras un proceso—no descrito—de esclarecimiento in-
terior, de autoanálisis de sentimientos y conducta. El hecho de que,
tras la inhumación de Juno, pasados los años, Valeri recuerde aún
aquel episodio, da la medida de tal nivelación de fuerzas.
En Rubén, la estatua, el busto de la emperatriz, es ya algo tan mi-
núsculo, tan reducido a la categoría de artístico juguete, que jamás
podría competir con el hombre. De hecho, tan pronto como Recaredo
517
abandona el juego y entra en la realidad—el amor de Suzette—, la
emperatriz de la China no cuenta para nada.
Para algunos preceptistas no parece haber más posibilidades que
las de la tragedia, el drama y la comedia, En cierto modo, cabría in-
cluir, sin demasiada violencia, cada uno de los tres relatos estudiados
en cada uno de esos tres tradicionales casilleros. Entre el horror trá-
gico de Mérimée y la riente comicidad de Rubén, James se atiene, una
vez más en su extensa producción narrativa, al tono casi propio del
drama.
518
RUBÉN DARÍO EN LA MÚSICA
POR
519
sor del teatro lírico español en su proyección hacia América, vio en
Rubén el posible colaborador, pero lo vio en vano. Ni en París, ni en
Madrid, ni en Mallorca—no hay alusión a la Mallorca de Chopin—,
le vemos en relación de camaradería, de amistad, con músicos, y de
París no trae el mensaje que podíamos esperar. En ese enfrentamiento
entre 98 y modernismo, en esa útil hipótesis de trabajo, el lado mo-
dernista estaba «obligado» a un mayor cariño por la música, y el
incumplimiento de esa obligación puede achacarse, en parte, a Rubén.
No es cuestión baladí: una de las causas del estancamiento de nues-
tro teatro lírico fue, sin duda alguna, la falta de unión, la falta de
amistad entre poetas y músicos.
Esa falta de «audición» me parece que es un dato fundamental
para una crítica de Rubén y del mundo modernista. Teóricamente,
Rubén se siente discípulo del famoso programa de Verlaíne: «De la
musique avant toute chose, de la musique encoré y toujours.» Se
siente discípulo, pero lo expresa a medias; más bien mal. «He que-
rido ir hacia el porvenir, siempre bajo el divino imperio de la músi-
ca: música de las ideas, música del verbo», dice en El canto errante,
fechado en Madrid el año 1907., En las Prosas profanas iba a decir
algo más, pero cae pronto en el tópico: «¿Y la cuestión métrica?
¿Y el ritmo? Como cada palabra tiene un alma, hay en cada verso,
además de la armonía verbal, una melodía ideal. La música es sólo
de la idea, muchas veces. La gritería de trescientas ocas no te im-
pedirá, Silvano, tocar tu encantadora flauta, con tal de que tu amigo
el ruiseñor esté contento de tu melodía.» Entendemos lo que quiere
decir, sí, pero la imprecisión es grave hasta que podamos creer firme-
mente en que si Rubén trunca la posible derivación hispánica, no sólo
de Verlaine, sino también de Baudelaire, la causa está en ese predo-
minio de la visualidad. Rubén, como hispánico, ha sido criado «visual-
mente» —ya señalaba Unamuno, y también lo hemos vivido nosotros,
que el dibujo fuera obligatorio en la enseñanza media, mientras la
música «viva», la de las canciones que se cantan, quedaba al margen—,
y por eso, en su ambicioso poema juvenil sobre «El arte», la alusión
a la música es eso: alusión, y no precisamente afortunada.
520
polémica wagneriana, y, al menos como «tema» literario, el eco le
llega a Rubén-
Citas musicales las hay a porrillo en los poemas de Rubén, pero
casi todas son servidoras del tópico: arpas, laúdes, liras, aparecen sin
cesar, y luego, en las «orientales», guzlas y bandurrias. No deja de
ser graciosa la alusión al Strauss de los valses. En estos poemas, indu-
dablemente, Rubén tiene «a la vista» los poemas que se leían en los
salones y. la música con la que se bailaba: el vals llega a América
como un torbellino que une y desata; desata polacas y lanceros y ata
las parejas: «¡Viva Strauss! y ¡viva el baile! ¡Viva el vals y las
parejas! ¡Viva la sal resalada y que se junda la tierra!» De esa
«visualidad» de los salones podemos, sí, espumar como gracioso el
tema del clavicordio, gracioso, parecido, pero no en la hondura, al
tema del arpa en Bécquer. Rubén ha «visto» las partituras sobre el
clavicordio, pues por una vez es exacto en la cita de las músicas y
de los nombres. La primera alusión en Cantos de vida y esperanza es
tópica: «Lejano clavicordio que en silencio y olvido / no diste nunca
al sueño la sublime sonata.» Luego, en el Poema del otoño, en
el capítulo de «El clavicordio de la abuela», se logra un poema
precioso, poique la cita musical exacta-—«¡Notas de Lully y de
Rameau!»— se encuadra en lo «visual» —«Va la manita en el teclado
como si fuese un lirio alado»—y con un tinte de melancolía deca-
dente que hubiera firmado Verlaine.
Este predominio de la «visualidad» se nota claramente en el con-
tacto con lo popular. Cuando Rubén cuenta lo que ve —unas «boleras»
en Mallorca—, da gusto leerle; pero, ¡Dios mío!, cuando fantasea
sobre la seguidilla en Prosas profanas, se pierden todas las pistas. Para
el modernismo, la cita de lo popular o la recepción de su espíritu
—piénsese en las coplas de Antonio y de Manuel Machado—es el
encuentro no con la música de los conciertos, pero sí con la música
real que llevan adentro. Falla esto en Rubén, y sería un excelente
tema para la crítica literaria el examen de las consecuencias de ese
fallo. No puede suplirlo suficientemente la vaguedad de lo «oriental».
Sí es interesante recordar, justamente, que por parte de los músi-
cos ha habido culpable lejanía respecto a Rubén Darío. En esos años,
los músicos españoles están buscando, tardíamente, la música para
Bécquer y para Campoamor; ocurre esto con Joaquín Turina, y es
una lástima, porque Rubén pudo inspirarle muchas cosas. No pienso,
ciertamente, en la «canción»: hubieran sido fáciles las músicas para
los poemas breves, pero era lógico irse a la fuente, a Bécquer. Pienso
521
en un cierto teatro «modernista», pues sé que Turina, cuando llevaba
en la cabeza Jardín de Oriente, pensaba en las «orientales» de Ru-
bén. Pudo hacerse mucho en el ballet, y hasta en el poema sinfónico,
apoyado en los hallazgos verbales y en el ambiente de la «Marcha
triunfal», El «ballet» Sonatina, de Ernesto Halffter, me dicen que va a
llamarse «rubeniana»; no hace mucha falta el cambio, pues toda su
deliciosa música es una muy bella evocación del famoso poema de la
princesa y su tristeza. En todo caso, la conmemoración de Rubén
Darío sirve para plantear, una vez más, ese tema de la música en
nuestras letras, significativo en grado sumo.
FEDERICO SOPEÑA
Iglesia de la Ciudad Universitaria
MADRID
522
UN ANÁLISIS ESTRUCTURAL DEL POEMA
«A ROOSEVELT»
POR
KEITH ELLIS
523
nidos en «ingenua». El es «soberbio» y «hábil»; al rechazar a Tolstoy
se opone lo sencillo y lo pacífico al tiempo que Hispanoamérica viene
a identificarse con estos atributos. El ansia de Roosevelt por la caza
está presentada de forma hiperbólica en la doble referencia a los gran-
des conquistadores Alejandro y Nabucodonosor. En tres versos parale-
lamente construidos se define su actitud de patente agresión antes de
ser repudiada por el «No» desafiador, el cual, a pesar de que completa
la métrica romance de la estrofa, está colocado aparte. El acortamiento
gradual de los versos desde catorce sílabas al principio del poema a
diez y a ocho, con el consiguiente apresuramiento rítmico, realza la
cualidad climática del «No». Como frase aparte adquiere un acento
propio enfático y hace resaltar la asonancia en «o», todo lo cual con-
tribuye al tono predicador del poema. Los alejandrinos reaparecen en
la tercera parte de la composición cuando el poeta describe, con imá-
genes de un poder temible, a los Estados Unidos en relación a His-
panoamérica :
Los Estados Unidos son potentes y grandes.
Cuando ellos se estremecen hay un hondo temblor
que pasa por las vértebras enormes de los Andes.
Si clamáis, se oye como él rugir del león.
524
y, sin embargo, el sentido de estos versos puede ser un tanto irónico al
considerar el argumento lógico de todo el poema. El poeta se encara
con Roosevelt al principio del poema ya que, al representar y personi-
ficar a los Estados Unidos, es «el futuro invasor de la América inge-
nua». Cuando Darío se refiere al factor español en la parte del poema
últimamente tratada, de hecho invoca, si hemos de considerar toda la
alusión histórica, a otro invasor de «la América ingenua». En la refe-
rencia a Guatemoc, yuxtapuesta como está al verso «la América cató-
lica, la América española», el conflicto se agudiza ya que el comentario
de Guatemoc «Yo no estoy en un lecho de rosas» lo dirigió, según la
tradición, a un compatriota mientras los dos eran torturados por los
invasores españoles, queriendo indicar su deseo de no traicionar a su
país. Hay complejidades importantes que deben de ser comprendidas
antes de poder valorar la contribución de' esta parte al significado del
poema y al lugar del poema mismo en la obra de Darío.
Los quince primeros versos establecen el idealismo primordial, in-
trínseco y comprensivo del pueblo hispanoamericano. El primero de
los atributos que el poeta encuentra en América es que, al contrario
de los Estados Unidos, «tenía poetas desde los viejos tiempos de
Netzahualcóyotl». El interés por el idealismo social sugerido en la
referencia al rey-poeta chichimeca (que no era un «rey burgués» y,
por tanto, no era representante de un ideal materialista) se mantiene
en la alusión a su conocimiento de la Atlántida, o sea, la suprema man-
comunidad de Platón. Las referencias a la devoción de Hispanoamérica
por las enseñanzas de Baco sobre su inclinación a la poesía, la música
y la alegría y el mensaje de las musas y las estrellas muestran el idea-
lismo de la tradición artística que ha de ser a la vez sensual y espiri-
tual, estética y religiosa. Esta descripción del idealismo hispanoameri-
cano continúa al declarar el poeta que América «vive de luz, de fuego,
de perfume, de amor». Los versos citados anteriormente refuerzan esta
caracterización. Su estructura anafórica apunta que los adjetivos tie-
nen un significado central, y que este significado, sugerido por los
adjetivos explícitamente evaluadores, «grande», «fragante» y «noble»,
une estos versos al elevado espíritu idealista de los precedentes. El
aserto de Guatemoc debe ser interpretado de acuerdo con este espíritu.
Moctezuma, el Inca, los elementos español y católico de América, Cris-
tóbal Colón y Guatemoc representan aquí la búsqueda de un ideal
heroico; y las palabras «Yo no estoy en un lecho de rosas» no aluden
a la identidad de los torturadores, sino más bien y únicamente al he-
roísmo de Guatemoc. Por tanto, a pesar de que los versos carecen de
fuerza lógica al considerar la relación política entre los invasores
españoles y Guatemoc, sirven de forma efectiva para dar un significado
525
consistente con el resto de la tercera parte del poema. Como algunos
aspectos del contexto político son de importancia secundaria, el tema
del idealismo es, por consiguiente, más pronunciado.
En estos quince primeros versos hay grupos anafóricos conteniendo
frases adjetivales aliterativas que cantan la gloriosa herencia de His-
panoamérica. El pasaje culmina con fuerza dramática en el verso quin-
ce, donde a los Estados Unidos, llamados «hombres de ojos sajones y
alma bárbara», se les dice que esta herencia todavía «vive» en la Amé-
rica hispana. Debido a las numerosas frases amplificativas insertas en
esta extensa oración entre «Más la América nuestra» y «vive», esta
palabra llega a adquirir un efecto climático considerable (3). A «vive» le
sigue una serie de verbos indicando los actos que hacen a Hispanoamé-
rica invulnerable a Roosevelt, quien, al final del poema, como al prin-
cipio, personifica a los Estados Unidos. El verso final del poema,
(3) Su efecto, sin embargo, queda algo disminuido, ya que vive aparece
anteriormente en la estrofa.
(4) ANDRÉS GONZÁLEZ-BLANCO, ed.: Rubén Darío; Obras escogidas (Ma-
drid, 1910), vol. I, p. 377, y PEDRO SALINAS: La poesía de Rubén Darío (Buenos
Aires, 1957), pp. 236-237, han comentado el efecto enfático de la asonancia
en «o» en la palabra final Dios.
526
américa en «A Roosevelt». (5). En «Salutación al águila» trata favora-
blemente a los Estados Unidos y los coloca en posición para entrar
en la visión idealista del panamericanismo que presenta en el poema (6).
Todo el curso de su carrera poética indica que para él la unidad artís-
tica basada en un deseo o una manifestación de un ideal era más im-
portante que la fidelidad de sus argumentos políticos. Esto explica
su declaración de que algunas tendencias políticas expresadas en su
poesía no eran más que «cosas de poetas» (7).
El papel dado a lo indígena en la percepción del ideal de Darío
merece ser puesto de relieve. Ya en 1896 declaró que
(5) Durante este período, Darío expresó, en prosa, la opinión que había dado
de Roosevelt en el poema de 1904, En «Dilucidaciones», Canto errante (1907),
califica a Roosevelt de «terrible cazador», y tres años más tarde, en su ensayo
«Roosevelt en París», de Obras completas, II (Afrodisio Aguado; Madrid, 1950),
pp. 671-679, se refiere a él como «gran cazador» y «Nemrod». Al aparecer este
artículo, José Santos Zelaya escribió en una carta a Darío: «Creo conveniente
mandar a todas partes el número del Paris Journal en que se publica su artículo,
para que sea conocido y se vea el patriotismo de usted y lo malparado que queda
el ex presidente Roosevelt.» (ALBERTO GHIRALDO: El archivo de Rubén Darío.
Santiago, 1940; p. 2236.)
(6) «Yo panamericanicé», dijo Darío de su «Salutación al águila» en una carta
a la esposa de Lugones. (Véase SALINAS, Op. cit., p. 241.)
(7) Obras completas, XXII; Madrid, 1919; p. 75.
(8) Poesías completas, pp. 612-613. Esta teoría la llevó a la práctica anterior-
mente en el poema «Caupolicán», de 1889.
(9) Para una teoría del uso de lo indígena en este poema, véase Luis MON-
GUIÓ: «El origen de unos versos de "A Roosevelt"», en Hispania, núm. XXXVIII,
pp. 424-426. Puede verse también el artículo del profesor JOSÉ JUAN ARROM, «El
trasfondo indígena de la poesía de Rubén Darío», leído en febrero de 1967 en la
Universidad de Toronto.
(10) En su esfuerzo para poner de relieve la tradición grecorromana en His-
panoamérica, Rodó no prestó semejante atención al elemento indígena de Hispano-
américa.
527
período de gran aprensión a las maniobras de los Estados Unidos,
el poema se presta a ser clasificado como político. Pero los elementos
que lo componen: la musicalidad, como de himno, de su alabanza
a Hispanoamérica resonando sobre la solemne descripción sermonea-
dora de los agresivos Estados Unidos, y el sacrificio de la fuerza ló-
gica de los argumentos políticos a la acumulación coherente de imá-
genes que representan lo ideal, todo esto coloca al poema dentro de la
tendencia predominante de la poesía de Darío, y explica el aserto
hecho en el prefacio a Cantos de vida y esperanza de que la compo-
sición «queda escrita sobre las alas de los inmaculados cisnes» (u).
KEITH ELLIS
University of Toionto
(USA)
528
RUBÉN DARÍO Y LA LITERATURA INFANTIL
POR
CARMEN BRAVO-VÍLLASANTE
529
CUWSRNOS. 212-213.—19
los Oficios, de Cicerón; la Carina, de madame Staél; un tomo de
comedias clásicas españolas y una novela terrorífica de ya no recuerdo
qué autor, La caverna Strozzi. Extraordinaria y ardua mezcla de cosas
para la cabeza de un niño.» Como el champagne y la literatura in-
fantil.
El niño precoz que fue Rubén Darío hacía versos, que encerraba
en una granada, y cuando pasaba la procesión del Domingo de Ramos
de Semana Santa, la granada se abría y caía una lluvia de versos. A los
catorce años ya era conocido en las repúblicas de Centroamérica como
«el poeta niño». El mismo nos dice cómo por esta época escribía ar-
tículos políticos en el periódico La Verdad, de León, y cómo se en-
cantaba «con la cigarrera Manuela, que, manipulando sus tabacos, me
contaba los cuentos del príncipe Kamaralzamán y de la princesa Ba-
dura, del Caballo Volante, de los genios orientales, de las invenciones
maravillosas de Las mil y una noches... Yo escuchaba atento las
lindas fábulas, en la cocina, al desgranar del maíz.»
Los relatos de Las mil y una noches deslumhraron a l n i ñ o poeta,
al niño prodigio, que jamás olvidaría la magia oriental de estas na-
rraciones fantásticas. Todavía en su artículo titulado ((Parisina, Joli
Paris» Rubén confiesa el descubrimiento asombroso de este libro:
«Uno de los primeros libros que despertaron mi imaginación de
niño: Las mil y una noches. Uno de los preferidos libros que actual-
mente releo con invariable complacencia: Las mil y una noches. Allí
concebí primeramente la verdadera realeza, la absoluta, la esplendo-
rosa. Allí se me aparecieron, allí—y en los "nacimientos" o "presepios",
con Melchor, Gaspar y Baltasar—, los verdaderos reyes, los reyes de
los cuentos que empiezan: "Este era un rey..." Reyes de Oriente,
magos extraordinarios; reyes que tienen jardines donde vagan, libres,
leones y panteras, y en que hay pájaros de dulce encanto en jaulas
de oro.»
Desde entonces Rubén comienza a usar el adjetivo «miliunano-
chesco», neologismo de su invención; habla de una «voluptuosidad
miliunanochesca», de «hechizos miliunanochescos», y el adjetivo es si-
nónimo de algo extraordinario, refinado, exquisito, íntimamente unido
al libro que le fascina, y cuando se dirige a los niños, siempre hijos
de sus amigos, rememora el acento de Las mil y una noches para sus
cuentos e historias mágicas.
La literatura infantil para Rubén Darío siempre es fantasía y ma-
gia, mundo fabuloso que viene del Oriente.
En «Un cuento para Jeanette», el poeta, como un viejo mago, ad-
vierte a la niña que es un cuento crepuscular que debe escuchar en
silencio, «pues si intentas abrir los labios, volarán todos los papemo-
530
res del cuento». Con este conjuro para concitar la atención de la niña,
equivalente a los matutines chilenos cuentísticos o a las fórmulas ini-
ciales propiciatorias de todos los narradores del mundo, Rubén, que
ha asombrado la imaginación infantil con esos raros e inusitados pa-
pemores, comienza el relato, al estilo de Las mil y una noches, y evoca
la historia del rey de Belzor, en las islas Opalinas, más allá de la tie-
rra de Camaralzamán. La hija es la princesa Vespertina, el lucero de
la tarde, que desea casarse con el príncipe rojo, el Sol. Cuando la prin-
cesa va al encuentro del príncipe y se junta con él, ella desaparece,
ya que el lucero vespertino cede a la luz del día luminoso.
Es natural que Rubén Darío sintiese la fascinación de los relatos
orientales. En Las mil y una noches estaban todos los elementos
caros a los poetas modernistas: fantasía sin límites, exotismo, belleza
de gema, aristocratismo, y la extrañeza de lo fabuloso: cuento de
hadas y de genios, maleficio y hechizo.
La literatura infantil era para Rubén un relato portentoso, aven-
tura maravillosa o milagro religioso. La literatura infantil en el círcu-
lo mágico del poeta modernista se alimentaba de hadas, elfos, encan-
tadores, reyes, príncipes y princesas y acontecimientos extraordinarios.
Lo vulgar y lo prosaico estaban desterrados de esta literatura, y el
poeta se dirigía a sus pequeñas amigas como oyentes o lectoras que
podían comprender mejor que nadie toda la maravilla de sus pala-
bras y figuraciones. Al mismo tiempo, Rubén hallaba en los cuentos
antiguos de niños tanta cosa común con su credo artístico, que más
de una vez aprovechaba el material que ésos le ofrecían para la crea-
ción literaria de adultos. La Bella durmiente del bosque, la Cenicien-
ta, frases de Barba Azul, aparecen frecuentemente en sus relatos.
Como Rubén había leído tanto, las nuevas lecturas se combinan
con la primitiva impresión del gran libro de Las mil y una noches.
El mismo dice que a los catorce años, al darle un empleo en la Biblio-
teca Nacional, se dedicó vorazmente a la lectura: «Allí pasé largos
meses leyendo todo lo posible, y entre todas las cosas que leí, ¡horrendo
referens!, fueron todas las introducciones de la Biblioteca de Autores
Españoles de Rivadeneyra y las principales obras de casi todos los
clásicos de nuestra lengua»; de tal modo que, mucho más tarde,
puede añadir con razón en la Historia de mis libros: «Al escribir
Cantos de vida y esperanza, yo había explorado no solamente el cam-
po de poéticas extranjeras, sino también los cancioneros antiguos, la
obra ya completa, ya fragmentaria, de los primitivos de la poesía
española...»
El arte oriental de Las mil y una noches, transvasado a Europa e
injertado en las narraciones célticas de los libros de caballerías, sin
531
duda debió de atraer al joven lector, y hará que después, cuando se
dirija a la infancia y a los jóvenes, siga usando la fórmula núlhina-
nochesca, aunque ya unida a la caballeresca medieval.
El tópico del rey y las princesas que tienen que elegir pretendientes
aparece repetidas veces en los cuentos de Rubén Darío. En el relato
titulado «Este es el cuento de la sonrisa de la princesa Diamantina»,
dedicado a mademoiselle J. ... [será acaso la misma Jeanette de «Un
cuento para Jeanette» (?)], las princesas ven desfilar príncipes y caba-
lleros esplendorosos ante el trono y eligen maridos aristocráticos y po-
derosos. Únicamente la menor, la princesa Diamantina, queda hechi-
zada ante la presencia luminosa de Heliodoro, el poeta, que escoge
como esposo.
La magia de la poesía del lenguaje de Rubén, el poeta, pertenece
al mundo mágico de los cuentos de hadas, de la féerie oriental pasada
por Francia y por el Medievo español y un Flos Sanctórum, que
entronca con los relatos de los códices. Así nace el «Cuento de Na-
vidad. Historia prodigiosa de la princesa Psiquia. Según se halla escrita
por Liborio, monje, en un códice de la abadía de San Hermancio, en
Iliria». Escrito en un arcaico lenguaje medieval, al estilo de las narra-
ciones e historias de caballerías, con una enorme influencia de Las
mil y una noches, Rubén Darío nos hace la «Descripción de la beldad
de Psiquia y de cómo su padre inició a la princesa en los secretos
de la magia» y «De los varios modos que el rey empleó, para averiguar
la causa de la desolación de la princesa, y cómo llegaron tres reyes
vecinos».
Ya no sabemos si Rubén Darío escribe para los niños, para los
adultos o para sí mismo Lo cierto es que se recrea en el maravilloso
relato, tópico de la literatura infantil tradicional: el rey con la hija
triste, a la que hay que consolar dándole marido, que ha de venir
desde lejanas tierras. El fragmento que copiamos a continuación puede
dar idea de la reelaboración rubeniana del tema:
Y como el soberano pensase ser cosas de. amor las que tenían ab-
sorta y desolada a la princesa, mandó a cuatro de sus más fuertes
trompeteras a tocar en la más alta de las torres de la ciudad, y hacia el
lado que nace la aurora, cuatro sonoras trompetas de oro... Y poco
a poco fueron llegando. Primeramente, un príncipe de la China, en
un palanquín que venía por el aire y que tenía la forma de un pavo
real, de modo que la cola, pintada naturalmente con todos los colores
del arco iris, servíale de dosel incomparable, obra todo de unos espí-
ritus que llaman genios. Y después, un príncipe de Mesopotamia, de
gallardísima presencia, con ricos vestidos, y conducido en un carro
lleno de piedras preciosas, como diamantes, rubíes, esmeraldas, criso-
berilos, y la piedra peregrina y brillante dicha carbunclo. Y otros
príncipes del país de Golconda, también bellos y dueños de indescripti-
532
bles pedrerías, y otro de Ormuz, que dejaba en el ambiente un suave
y deleitoso perfume, porque su carroza y sus vestidos y todo él estaban
adornados con las perlas del mar de su reino, las cuales despiden aro-
mas excelentísimos como las más olorosas flores, y son preferidas por
las hechiceras, nombradas fadas, cuando hacen como madrinas, pre- .
sentes en las bodas de las hijas de los reyes orientales. Y luego, UÍÍ
príncipe de Persia.,.
533
entretener. Para la niña Margarita Debayle, hija de su amigo, el doctor
Debayle, Rubén escribe el poema refulgente de orientalismo y fantasía.
Y el «Pequeño poema infantil», dedicado a Carmencita Calderón Go-
mar, es un prodigio de temas infantiles que hallarían fácil resonancia
en la niña maravillada.
A este poema puede aplicarse el comentario que el mismo Rubén
Darío hizo a su cuento «El velo de la reina Mab»: «Mi imaginación
encontró asunto apropiado. El deslumbramiento shakesperiano me po-
seyó y realicé por primera vez el poema en prosa. Más que en ninguna
de mis tentativas, en éste perseguí el ritmo y la sonoridad verbales, la
transposición musical, hasta entonces—es un hecho reconocido—des-
conocida en la prosa castellana, pues las cadencias de algunos clásicos
son, en sus desenvueltos períodos, otra cosa.»
Titania, Oberón y, sobre todo, el duendecillo Puck británico entran
a formar parte del séquito de la Fantasía, con sus hadas. Pero sobre
todo en la «Balada de la bella niña del Brasil», Ana Margarida, es
donde vemos el total conocimiento que Rubén Darío tenía de todos
los clásicos y figuras de la literatura infantil, pues hace alusiones a los
pequeños protagonistas de El pájaro azul, de Maeterlmck, obra teatral
destinada a los niños, y a la famosa ilustradora inglesa de libros
infantiles:
534
Rubén Darío, como Martí, Gabriela Mistral, Horacio Quiroga, Jua-
na de Ibarbourou y tantos grandes escritores de Iberoamérica, enri-
queció la literatura infantil al poetizar y cantar para los niños. El,
dueño de la mayor riqueza verbal que haya podido poseer nunca un
poeta, sencillísimo también cuando quiere despojarse de pompa retó-
rica y hablar muy claro, demuestra al escribir para las niñas, sus
amigas, que es un verdadero poeta, como aquella verdadera princesa
del guisante del cuento de Andersen, de tan extraordinaria sensi-
bilidad.
CARMEN BKAVO-VILLASANTE
Avenida de América, 10
MADRID
535
C E N T E N A R I O
POR
FERNANDO QUIÑONES
Managua-Madrid, ig6j
FERNANDO QUIÑONES
María Auxiliadora, Bloque Azul
MADRID
536
CON DARÍO, POR LOS CANTOS DE VIDA
Y ESPERANZA
POR
CARLOS MARTINEZ-BARBEITO
y por
esa atroz amargura de no gustar de nada...
537
vivido mucho y el haber sufrido dolor que mustia y picazón que irrita,
trae al paladar una gota de hiél:
538
en ella está la ciencia armoniosa,
en ella se respira
el perfume vital de toda cosa.
La mujer y la gloria
concentran el misterio
del corazón del mundo.
Helios,
portaestandarte
de Dios, padre del Arte,
la paz es imposible, mas el amor eterno.
Danos siempre el anhelo de la vida
y una chispa sagrada de tu antorcha encendida
can que esquivar podamos la entrada del infierno.
539
Y aunque habló luego con ansia de
Epicúreos o soñadores,
amemos la gloriosa vida
coronada de flores
¡y siempre la antorcha encendida1.
Y todavía:
540
Por otro lado surgen las demás ideas centrales y las demás con-
tradiciones —tan lógicas— del libro. Rubén Darío, que en otro tiempo
había sido
541
Pero no todo es fuerza y materia. Hay un soplo divino que, según
Rubén, les falta a los yanquis. Hay un Dios:
542
y esperanza. Anuncia un apocalipsis y una epifanía. Es la gran pro-
fecía de las razas hispánicas tras la aparatosa interpretación de la me-
cánica histórica del siglo xx. Es el canto del porvenir. Rubén voltea,
furioso, las campanas a rebato. Eh, los continentes, en pie. Las razas,
unidas en marcha hacia el porvenir, cantando hacia la luz predicha
por las antorchas. Pero después del entusiasmo paroxístico, de la
fiebre iluminada que le produce el hallarse en trance de profeta, de
médium de una grandiosa revelación para el futuro, cuando invoca
al hierro heroico y al fuego arrasador, un instante entrevé la realidad
presente y desfallece. Y suspira tenue y blando:
Dios. Sí, Dios no está con los cazadores de pueblos. Está con los
tiernos indios del trópico, está con los caballeros españoles. Por un
momento, está también con Rubén. Rubén es el que dice todo esto.
Pero los Cantos de vida y esperanza, tan llenos de luz, tan llenos de
fe, tan llenos de fuerza y de eso, de Vida y Esperanza, terminan con
este contrapunto amargo, tenebroso, lúgubre, siniestro y lleno de mor-
tal tristeza, la eterna tristeza de la poesía:
543
tizado. Tiene demasiados reflejos y cambiantes, demasiados estreme-
cimientos de un instante, para que no pueda producirse más bien la
selva tropical que el jardín francés. Los Cantos de vida y esperanza
quieren tener un tono. Pero tienen mil. Quiere sonar en ellos una
voz, pero resuenan muchas voces, muchos cánticos, muchos gemidos.
En los Cantos de vida y esperanza, como en la mayoría de los libros
surgidos de una necesidad, hay de todo. Sólo al claroscuro, sólo al
tornasol, podremos verlo todo. Si transitamos por la senda más hollada
no veremos más que un aspecto del boscaje. Pero más allá, los claros
del bosque, los prados de un azul tierno, soleados y tibios, los pozos
misteriosos, las grutas siniestras, las madrigueras de los monstruos
crueles y los nidos de los pájaros más brillantes y libres y canoros, nos
esperan también. No se puede escuchar únicamente los gorgoritos del
ruiseñor ni el elegante bogar de los cisnes, sino que es fuerza prestar
oídos al croar agorero del cuervo y al llanto de la tórtola melancólica
según entre todos hemos convenido que la sea. Toda esta pajarería
trina o gime entre el ramaje de esa selva gigante y misteriosa de los
Cantos de vida y esperanza.
CARLOS MARTÍNEZ-BARBETTO
Monte Esquinza, 37
MADRID
544
U N A POLÉMICA RUBENIANA
(Nota para el estudio de la fama postuma de Rubén)
POR
JORGE CAMPOS
545
eüADSRNOS. 212-2)3.—20
D E RUBÉN DARÍO A «ALMAFUERTE» Y GABRIEL Y GALÁN
546
—sin voluntad suya— en la comparación y la polémica, el popular y
el arrinconado. Arremetida en que no se llega a rebajar los méritos
del nicaragüense, aunque bien bajos quedan al situar sobre ellos los
del argentino:
.. . Buen género el de Rubén: soy de los que se postran ante su
poesía. Pero Almafuerte, señores poetas modernistas o rubenianos, que
no le conocéis o no le queréis conocer, es algo más, no es del género
raro, es del género único y es del género de todos los grandes vates,
que siempre fueron pocos y únicos, pero no raros.
A'esos dos vates, que eran Almafuerte y Gabriel Galán, a los que
sin duda ninguna, don Julio Cejador ponía muy por encima de toda
la pedrería y amplitud temática del modernismo.
547
un poeta que tiene en su haber El caballero de la muerte y Dietario
sentimental, y que había publicado una antología de la poesía de este
tiempo que consideraba afín: La corte de los poetas.
Su respuesta es, en momentos, más polémica que serena, es una
profesión de rubenianismo, que tiene interés, hasta en su tono, por
reflejar los conceptos que movían a la poesía y los poetas en ese in-
terregno entre la desaparición de Rubén y la madurez de los que iban
a constituir la llamada generación del or¡:
548
ño en primavera» y «Margarita» tiene un puesto de honor en el Par-
naso castellano y no se le puede tratar como a cualquier chirle ri-
mador.
Vista la discusión, con la limpieza de ambiente que permite el
tiempo, no parece que estuviese muy equivocado Cejador en cuanto a
la ignorancia que los poetas españoles tienen respecto a Almafuerte;
Carrére no le discute. Sólo ve en él, como hemos leído, «un ramplón
fabricante de cantables de un romanticismo trasnochado».
Bien vista está la adhesión de Almafuerte a lo romántico, pero ¿se
deduce de un verdadero conocimiento o es simple acusación de vejez,
producto de una noticia superficial de su poesía? Carrére sale en de-
fensa de Rubén, y eso es lo que nos interesa en cuanto a la fortuna
post-mortem del gran nicaragüense. En cuanto a Gabriel y Galán, se
lo quita de encima con un elogio, no sabemos en qué medida sincero:
549
Rubén, magnífico, era un poeta de vidrio que sonaba bien por donde-
quiera y con cualquier luz resplandecía: ritmo y transparencia; luz
interior, propia, original, sentimiento espontáneo, de las hondas fuentes
de la vida poco y envuelto en nieblas. Para nuestra América, inútil:
no prestó calor a un ideal ni levantó una energía nueva.
JORGE CAMPOS
General Pardiñas, 63
MADRID
550
VALLE-INCLA'N Y SU V I N C U L A C I Ó N
CON EL MODERNISMO RUBENIANO
POR
OBDULIA GUERRERO
Y agrega:
551
inserto en CUADERNOS HISPANOAMERICANOS núms. 199-200, dedicado a
Valle-Inclán.
Pero lo que ahora me interesa fundamentalmente es demostrar
que Valle-Inclán, en toda su obra literaria, presenta una continuidad,
basada, precisamente, en su vinculación con la sociedad que le tocó
vivir. Maravall afirma:
(2) MAX HENRÍQUEZ UREÑA: Breve historia del modernismo, i. a ed. Fondo de
Cultura Económica. México - Buenos Aires, 1954.
552
Ciertamente es así, pues lo que rechaza Machado son «los afeites
de la actual cosmética», o dicho en otro lenguaje, el formalismo huero
que el modernismo presentará a través de los malos poetas seguidores
de Rubén.
También es cierto que Darío muestra unas complacencias de tipo
sensual, aunque quintaesenciadas, que quedaban muy lejos de la expre-
sión personalísima, ajena a todo artificio, de Antonio Machado, el
poeta del 98, en su progresiva proyección hacia la máxima sencillez
y la realidad más profundamente humana e incluso metafísica.
Parecida evolución se produce en Juan Ramón Jiménez, que se
inicia con el modernismo y proseguirá en la persecución de «una poesía
casi sin forma, alada, sutil, que se anticipa a las audacias de vanguar-
dia», según reconoce el mismo Henríquez Urefia (...).
El secreto está en que ningún escritor puede sustraerse al hecho
social de la época en que le tocó vivir. La obra literaria es, indiscuti-
blemente, un testimonio social, se lo proponga o no su autor. Debemos
aclarar que «testimonio social» no significa la expresión de una ideolo-
gía política, sino que es una preocupación y un sentimiento que infor-
marán la obra literaria. Por eso, incluso en el Valle-Inclán modernista,
como dice Maravall: «desde Femeninas hasta Baza de espadas, los
temas de la sociedad y de la política tengan una relevancia grande
y se explique la ulterior evolución de los mismos en la obra valleincla-
nesca desde la base de su primer planteamiento».
Concretándonos a sus Sonatas, podemos apreciar, como un desajuste
entre el ((fondo» y la «forma» que es, precisamente, la intrusión del
humorismo. Por esta, razón la estética modernista de las Sonatas es
sui géneris, por el humorismo que las caracteriza, ajeno al moder-
nismo clásico, rubeniano, y que en Valle se manifiesta, como conse-
cuencia de los dos ingredientes (romanticismo-naturalismo), mas un
decadentismo peculiar, sin matiz pesimista.
O sea que el neo-romanticismo valleinclanesco, por carecer de su
ingrediente natural, el pesimismo, viene a configurar e incluso consti-
tuye la estructura y la realidad aparencial de sus Sonatas.
Este es el íntimo significado indudable de las Memorias amables
del marqués de Bradomín, que le lleva, como puntualiza Galarreta (3),
«a la desviación que, por sendero propio, realiza Valle-Inclán, de la
lírica rubeniana».
He aquí la manifiesta burla de esa realidad aparencial, que tan
claramente manifiesta Bradomín, cuando pone en duda por variados
procedimientos, la fe, la credulidad o la convicción de los protagonistas.
553
Recordemos ese episodio, nimio aparentemente, en que este Don Juan
católico toma, aunque con sonrisa incrédula, de manos de la joven
campesina, el ramo de hierbas «que curan la saudade», y que colocará
bajo la almohada de Concha, su amante de la Sonata de otoño. Esto
nos lleva a afirmar con Ruiz de Galarreta:
554
salen a la vindicta pública en una pirueta jocosa, alegre y desenvuelta...
Uno puede enamorarse del rey a condición de verlo de lejos y si le da
a uno el sol en los ojos... El orondo señor obispo, en fraternal contu-
bernio con el alto palatino, no ve más allá de sus narices...
Aún está lejos el «esperpento», pero no así el criticismo social, que
es la médula del quehacer literario de Valle-Inclán. Por ello vuelvo
a repetir, con absoluta convicción: la estilística valleinclanesca es la
misma siempre, aunque, según las épocas, adopte perfiles humorista-
burlescos o penetre, como punzante aguijón, hasta las conciencias a las
que pretende «sacudir», en un supremo anhelo de mejoramiento social
y humano.
He tomado La enamorada del rey como ejemplo por su proximidad
a todos hoy. Ciertamente es una farsa «modernista», con su vinculación
indudable con la comedia del arte italiana. Pero, si desconociésemos
al autor y la contempláramos, j cabría atribuirla a un I^Annuzio, por
ejemplo? Yo creo que no. Y ésta es la causa por la que vengo denomi-
nando modernismo sui géneris al de Valle-Inclán. No porque desee
restarle importancia a la magna ofrenda que las letras hispanas, de
España y América, recibimos del soberbio poeta nicaragüense, vate
y maestro hasta nuestros días, del quehacer poético. Por el contrario
quisiera que estas manifestaciones, a la vez que tratan de explicar al
Valle-Inclán modernista, fueran mi testimonio de gratitud, como aman-
te de las letras hispanas, a ese español, nacido en Nicaragua, que fue
Rubén Darío.
OBDULIA GUERRERO
Máiquez, 26 .
MADRID
555
RÚBEN DARÍO EN LA ISLA DE ORO
POR
CARLOS D. HAMILTON
556
El mismo Rubén llama la atención a los miopes lectores o críticos,
cuando dice en sus «Dilucidaciones» a El canto errante: «Jamás he
manifestado el culto exclusivo de la palabra por la palabra... La pa-
labra no es en sí más que un signo, o una combinación de signos;
mas lo contiene todo por la virtud demiúrgica... Resumo: La poesía
existirá mientras exista el problema de la vida y de la muerte» (3).
Ciertamente el gran modernista mexicano Enrique González Mar-
tínez no hablaba de Darío ni del modernismo —como quieren hacer
creer algunos—cuando oponía el sabio buho a la gracia del cisne que
«pasea su gracia más pero no siente» el alma del paisaje. Precisa-
miente una de las creaciones del modernismo, y de Darío, es la
manera profunda de tratar el paisaje; no solamente presintiendo en
el paisaje un alma; sino, más aún, expresando la íntima y mística
—misteriosa—-comunión del alma y el paisaje.
El compatriota de Darío, Julio Icaza Tigerino, tiene razón cuando
nos dice que «el paisaje que Rubén pinta directamente con su rica
paleta de poeta, el paisaje que lleva en sus pupilas y en su alma, el
que le presta sus colores y el que evoca en sus momentos de inspira-
ción, el paisaje en que su pluma se solaza, se regocija y se entusiasma,
es el paisaje tropical de su tierra nicaragüense»..., como en «Natura-
leza tropical», una prosa no publicada en libro, que Icaza cita y de
la cual justamente afirma que de ella arranca «la vigorosa prosa
telúrica de La vorágine y Canaima»... (4).
Pero hay otros paisajes, si se quiere «menores», en la obra y en el
alma de Darío: paisajes de Francia y de Chile, de Argentina y de
Castilla, naturalmente no tan metidos en su alma como «el nicara-
güense sol de encendidos oros» de su «Nicaragua natal»; pero a los
que también canta y de los que recibe voces y colores para sus cantos.
Uno de esos paisajes, un sereno paisaje «junto al mar latino» tuvo
tal fuerza de purificación para el alma del poeta enfermo y triste
sin ya más primavera que cantar..., que llegó a hacer estallar en él
una crisis religiosa y moral, en una accidentada y atormentada «con-
versión», no tan distante de la del «Pauvre Lélian»: el paisaje de
Mallorca. En ese escenario romántico y sano, y en los días de absten-
ción del vino, en la gimnasia de una lucha moral sincera, Rubén
Darío escribió sus más límpidas páginas y preparó su espíritu para
el acorde final.
(3) RUBÉN DARÍO: Obras completas. Aguílar. Madrid, «952; pp. 777-778.
(4) JULIO ICAZA TIGERINO: LOS nocturnos de Rubén Darío. Instituto de Cul-
tura Hispánica. Madrid, 1965; p. 101.
557
E L POETA EN LA ISLA DE O R O
558
Verlaine, recae en las garras del vicio que lo va matando. Arturo
Torres-Rioseco (5), comenta: «Parece que todos los momentos místi-
cos de su existencia hubieran resucitado en estos días en una divina
concentración y él poeta marchara en éxtasis por la vida. Pero como
en el caso de Verlaine, blasfemo y místico, sus buenos propósitos, sus
momentos de luz no duraban y otra vez volvía a buscar: «esos pla-
ceres que, aunque fugaces, dan por un momento el olvido de la con-
tinua tortura de ser hombre, sobre todo cuando se nace con el terri-
ble mal de pensar».
559
día de la Epifanía de 1914, a un amigo: «Llegó Rubén muy neuras-
ténico. Sólo en enfermedades graves que pudiera tener pensaba. Fue
serenándose. Escribió. Corrimos la isla». En una visita que el 7 de no-
viembre hicimos a Pollensa..., «Rubén cenó con otro amigo y bebió
en exceso vino, y después aguardiente». A la noche siguiente, después
de un hermoso paseo en barca, «se entregó de nuevo al alcohol. Como
una cuba me lo volví a Valldemosa... Es mi casa, señor, un hogar
cristiano. Es esta isla de costumbres morigeradas... Gracias a Dios
tengo una mujer en el servicio desde hace cuarenta años. Nos quiere
con delirio. Es hermana de leche de mi mujer. Se llama. Francina.
Esta se constituyó en enfermera de Rubén. Dejó éste de nuevo el
alcohol. Volvía a una. buena vida. Escribió prosa y versos. De éstos,
unos titulados "La Cartuja", que quizá es lo mejor que ha escrito.
De forma impecable. Vino Navidad. Andaba ya algunos días alboro-
tado ...Y el día de Navidad empezó a beber ron de una botella que
él mismo compró y escondió en su cuarto. El 26 de diciembre me
intimó su marcha a Barcelona». Antes de embarcarse en Palma, se
perdió de casa y un - médico de la ciudad tuvo que recogerle de la
calle. Sureda lo embarcó avisando al cónsul dominicano en Barcelona
para que lo recibiese y lo instalara en la casa de su amigo el ex pre-
sidente Zelaya. Llegado a Barcelona, durante un mes no bebe. Y es-
cribe diáfanamente.
Después de estos dolorosos recuerdos, examinaremos los poemas
mallorquinos de Rubén y luego su prosa. Para concluir con nuestra
opinión sobre la religiosidad y la sinceridad de su conversión, a mi
juicio permanente, duradera hasta la muerte, a pesar de las reinci-
dencias posteriores en la bebida que terminó por destruirle.
En este breve ensayo de homenaje no entraremos en detalles de
crítica interna y externa para señalar cuáles son los poemas cierta-
mente escritos en las Baleares y cuáles son los grados de probabili-
dad de que otros hayan sido también escritos en Mallorca. Indico las
páginas de las Obras completas, de Aguilar, Madrid, edición de Mén-
dez Planearte, 195a.
«Revelación» (p. 792}; «Canción de la noche en el mar» (1099);
«Pájaros de las islas» (1102); «Visión» (801); «Sueños» (1166); «La
vida y la muerte» (1104); «Los olivos» (1164-66); «La Caridad» (1103-
1104); «Estrofas de M a l l o r c a » (1167); «Mater pulchra» (1168);
«Eheu!» {820); «Lírica» (851); «Vésper» (819); « V e r s o s de oto-
ño» (816); «La canción de los pinos» (818); «Tatn mieux» (850);
«Epístola a la señora de Leopoldo Lugones» (Anvers, Buenos Aires,
París, terminada en Mallorca, MCMVI) (831-839); «La Cartuja» (919);
«Valldemosa» (927); «Poema del otoño» (857); «La canción de los
560
osos» (936); «Los pájaros de las islas» (1102); «Danzas gymnesianas»
(944-46); «Los olivos» (1164-66); «A Remy de Gourmont» (839); «Los
motivos del lobo» (?) (939). Estos son los poemas maflorquinos.
Antonio Oliver Belmás escribe: «Pero en el fondo y a pesar de
las crisis, Darío era puro como un niño. Esta pureza de alma donde
se refleja mejor es en lo que escribió en Mallorca...» (7).
El primer poema que parece haber brotado del alma de Rubén al
contacto con la naturaleza mallorquína es «Revelación», que co-
mienza :
(7) ANTONIO OLIVER BELMÁS: Este otro Rubén Darío. Premio de Biografía.
Aedos. Barcelona, 1960.
561
CUWKBHOS. 212-213.—21
Románticos somos... ¿Quién que Es, no es romántico?
Aquel que no sienta ni amor ni dolor,
aquel que no sepa de beso ni cántico,
que se ahorque de un pino, será lo mejor...
VESPER
EHEU!
El conocerme a mí mismo,
ya me va costando
muchos momentos de abismo
y el cómo y el cuándo...
562
Y esta claridad latina
¿de qué me sirvió
a la entrada de la mina
del yo y el no yo?...
563
recuerdan que el poeta, hasta con el cabello gris se acercaba a los
rosales del jardín? ¿Y que, mientras rezaba el rosario en la Cartuja
mirando al mar, no podía dejar de mirar las viñas—¡ay, madres del
vino! — junto a las aceitunas que dan óleo a las lámparas. Y no podía
dejar de recordar a Pan junto a los místicos deliquios del beato alqui-
mista Raimundo Lulio?
En su «Epístola a la señora de Leopoldo Lugones», comenzada en
Francia y terminada en Mallorca, le conversa de su vida en la isla
y saltan las opuestas preocupaciones de su mente al verso fácil de
su carta:
Y en nota agrega:
564
Y luego comenta pensando en su propia experiencia:
565
Y al fauno que hay en mí darle la ciencia •
que al ángel hace estremecer las alas.
Por la oración y por la penitencia
poner en fuga a las diablesas malas...
Sepa la primavera
que mi alma es compañera
del sol que ella venera
y del supremo Pan. (Pudo agregar y del
Y que si Apolo ardiente [supremo Baco.)
la llama de repente,
contestará: ¡Presente,
mi capitán!
566
blioteca, fundada y dirigida por el gran escritor francés-argentino Paul
Groussac. La tercera novela, escrita en Mallorca, se llamó Oro de
Mallorca (1913). Oliver Belmás dice (9): «No reproducen las Obras
Completas de los editores de Darío los varios capítulos de la novela
Oro de Mallorca, que en la hospitalidad de los Sureda escribiera. So-
lamente Edelberto Torres nos transcribe un capítulo, recogido por
Arévalo Martínez en Guatemala. Y en el IV fechado en París, enero
de 1914, es donde aún mejor que entre todo lo epistolar de este tiempo
se halla la lucha entre el creyente y el racionalista, entre el hombre
formado católico y el hombre a quien la influencia de Montalvo y de
los anticlericales de Centroamérica y de París le habían relajado la
fe. Esta novela, como es sabido, es autobiográfica y el personaje cen-
tral —Benjamín Itaspes—, una proyección de Darío». En dicho capí-
tulo IV escribe Darío de su protagonista, su doble: «Se le presentó en
el panorama de su memoria su niñez perfumada de leyenda religiosa,
de ingenua devoción, de piadosas prácticas...».
Edelberto Torres (10) escribe sobre la gestación de esta novela:
597
setenta años, más el capítulo publicado en Guatemala por Rafael Aré-
valo Martínez, Se darían a conocer así siquiera los comienzos de esta
novela que habría sido no sólo la mejor autobiografía de Rubén, sino
la mejor novela americana, si no hubiera quedado truncada, como la
vida del poeta.
Ghiraldo, en cambio, publica en la edición Zig-Zag ya citada, a
continuación de la primera novela inédita, otro trabajo inédito de
Darío, escrito en Mallorca y no comprendido en ninguna de las edi-
ciones de sus Obras completas. Y, como dice el agudo especialista
argentino, «merece figurar entre las mejores de sus páginas, por la
observación, la emoción, la sinceridad y el sello personal con que
han sido concebidas y escritas» (n).
LA ISLA DE ORO
568
y cita a «Gabriel Alomar el Futurista», que ha escrito:
569
la conversión del Oriente, y la playa desde donde atravesó el mar
sobre su manto milagroso, como recuerda el romance tradicional, que
cita el poeta:
...Sant Ramón benéy
Be se la pensava,
Adintre del mar
Ya en tira la capa
Ab lo bastonet
Gran vela aixecava.
Monjuich ho veu,
Bandera en posava. "
Santa Catherina
Mol be repicava.
La Seu ho sentí
Correos enviava.
Tots los mercaders
Pujan a muralla.
Pensan que una ñau,
Veuen, qu'es un pare:
Veuen qu'es Ramón,
Que la mar pasava.
¡OH, DIOS!
570
Este camino tan extenso,
que ni siquiera lo adivino;
esta viña aquí, y este pino
en la montaña en que yo pienso:
A tu planta soberana
cayó la luna pagana
de la frente de Diana.
571
En Nueva York, en 1914, poco antes de caer enfermo de neumonía,
escribe Darío su Soneto Pascual, que termina con la visión de la
Sagrada Familia huyendo a Egipto, y el pobre poeta —como los pin-
tores antiguos en sus cuadros religiosos, humildemente escondidos en
la escena—, a la zaga:
En «La queja del establo», «Pax», donde impreca por la paz del
mundo, sumido en la primera guerra mundial, las ideas y la inspi-
ración son religiosas, católicas, esas ideas católicas que, como afirma-
ba él profesor Federico de Onís, nunca abandonaron a Darío. El
poeta se aferra a la esperanza salvadora para una vida eterna:
Mi sendero elijo
y mis ansias fijo
por el Crucifijo.
No hallo todavía
el rato que envía
mi Madre María.
Y la santa ciencia
venga a mi conciencia
por la penitencia (15).
572
Y en el último poema que se conoce de Darío, «Divagaciones»,
escrito el mes de su muerte, en 1916:
CARLOS D. HAMILTON
Brooklyn College, City University
Nueva York
(ESTADOS UNIDOS)
(16) A. MACHADO.
(17) Ibíd., p. 650,
573
MUSAS DE CARNE Y HUESO
POR
RAMÓN DE GARCIASOL
574
no deben cargarse únicamente a la soberbia, sino al amor que se ve
carente de manos y voz para advertir, porque los demás se han hecho
pared, sordera y distancia: aislamiento, prisión, no soledad ensimis-
mada. Tampoco es cierto que los pecados —ya la palabra pecado
empieza por ser tremenda y debe tomarse con delicadeza—de la car-
ne sean veniales, pues destruyen el alma del prójimo con virtiendo a la
persona en cosa por ausencia de amor. No nos embarquemos en las
frases, en su encanto musical: la carne es, cuando menos, la posi-
bilidad de la persona, de traerle a tiempo histórico. Y si el cuerpo
se degrada, padece el espíritu, no puede realizarse la posibilidad im-
plantada originariamente. ¿No se nos ha dado la razón —como el
cuerpo—para ejercerla con arreglo a sus normas, para posibilitar el
cumplimiento, su cumplimiento, la criaturización de lo único?
Don Miguel, como el propio Darío, pensó que lo superior de
Rubén no era lo más popular; cosa, por otra parte, normal: supera la
mediocridad a la selección y tendemos a identificar lo mejor con lo
que nos llega cómodamente o somos capaces de gozar. Pero estas
apreciaciones de don Miguel—también él, hombre con tachas, aun-
que basta decir hombre para manifestar limitación— tiene grandeza
y justicia: «Había algo que nos mantenía apartados aun estando
juntos. Yo debía parecerle a él duro y hosco; él me parecía a mí
sobrado comprensivo. Y no me entrego a los que se esfuerzan por
comprenderlo y justificarlo todo. Prefiero los fanáticos y los sectaros,
de cualquier campo que sean. Acabo por entenderme con un fana-
tismo opuesto al mío. La razón común del fanatismo, del apasio-
namiento, une aun a los contrarios. Y Darío no era apasionado. Era
más bien sensual: sensual y sensitivo. No era la suya un alma de
estepa caldeada, seca y ardiente. Era más bien húmeda y lánguida,
como el Trópico en que naciera. Y muy infantil. Lo que digo en su
elogio. Un alma de niño grande, con todas las seculares añoranzas
indianas.» (Obras completas, VIII, 532.)
No creo que se puedan defender el fanatismo y el apasionamiento
-í-sino en lo que tienen de disparo energético—, porque llevan a la
ceguera. Y la falta de conocimiento hace al hombre animal de explo-
siones y embestimientos, le degrada en fiera y bestialidad. Frente
a fanatismo, conocimiento, don Miguel, aunque usted decía, más allá
de la piel engañadora: fanatismo = sinceridad. Usted supo, «donqui-
jotesco don Miguel de Unamuno», en el trago amarguísimo de su
final, cómo hay que callar y dejar de ser—¡mi yo, Dios mío; que me
quitan mi yo!— ante una fuerza irresistible, no frente a un razona-
miento libertador.
575
Era cierta la observación de sensualidad y de languidez en Rubén,
así como su grandeza poética y su influencia y liderazgo en la
lírica hispanoamericana posterior, si bien los discípulos —por tiempo
y aparición—puedan influir sobre los maestros. Don Miguel, en el
artículo «De la correspondencia de Rubén Darío», recogida en el
luga antedicho, reconoce en la página 532 sus deudas a éste, entre
otras sus trabajos en La Nación, de Buenos Aires—gran proeza inte-
lectual—, que tanto sirvió al rector de Salamanca: «Figuraos, lectores,
si le debo. Y fue él, Darío, quien, cuando publiqué mi libro Poesías
[1907], dijo de éstas lo casi único que de algo sustancioso, de com-
prensivo, sobre ellas se dijo, y lo dijo aquí, en estas columnas. Demos-
trando con ello la amplitud de su estética», frente a la intransigencia
unamuniana a ratos, que no era cabezonería y sí creencia muy razo-
nada. De todas maneras nos quedamos, no con el banderizo —y lo era
por amor, insistimos—, con el que dice: «esta ofrenda mía al gran
poeta es una obra de paz» (O. c, p. 536). Y, a pesar de todo, Rubén
fue «un alma infantil, noble, candida y pura», en exactas palabras
unamúnicas (p. 545).
Mas el artículo escrito abriéndose una vena fue el que publicó
Unamuno en la revista Summa, de Madrid, el 15 de marzo de 1916.
(Obras completas, VIII, pp. 518-523. Citamos por la benemérita edi-
ción de García Blanco.) Es un poema en prosa más que un artículo,
de brevedad superior a lo normal entonces en Unamuno, prosa que
debería copiar íntegramente, y cuya lectura recomiendo. Rubén, nos
dice don Miguel, era «bueno, entrañablemente bueno. Débil, entra-
ñablemente débil. No podía consigo mismo. Y paseó por ambos mun-
dos su pavor ante el misterio y su insaciable sed de reposo para ir
a morir junto a su cuna, él, el hombre de todos los países, cuya
patria no era de este mundo».
En otro momento del emocionante artículo, valiente mea culpa,
escribe el padre de Paz en Ja guerra:
576
hablar y creen que Unarauno odió a Cervantes.] ¿Sabía que él se
afirmaba más afirmando a los otros? N o ; ni esta astucia de fino
egoísmo había en su benevolencia. Era justo, esto es, comprensivo y
tolerante, porque era bueno.
577
TOABSRNOS. 212-213.—32
piano, a los tres hombres en su intimidad, desnudos de alma en lo
sagrado de una carta, donde los humanos aparecen más como son,
aunque haya histriones que se automonumentalizan pensando que no
se les ve la trampa.
En el libro Unamuno y Maragall: Epistolario y escritos comple-
mentarios, Barcelona, 1951, dice don Miguel a don Juan—carta de 15
de febrero de 1907, el año de Poesías del primero, a sus cuarenta y tres
años—:
578
justo, la impotencia dé ver sin lograr, el pavoroso hecho de crecer
y pasar sin remisión, la lucha con la sombra original, la necesidad
de estar en claro, de superar la enfermedad y la muerte. Y salva
oír ese ¡hijo mío!—¿«viviendo toda falta, / muriendo todo sobra»,
Lope conmovedor?—, la protección de la madre que siempre hay en
toda mujer verdadera, que si en ocasiones no comprende—¿compren-
demos en cualquier momento los hombres?—, sabe sonreir, callar,
investida de las fortalezas primeras y últimas: tradición y semilla,
futuro. Aquel heterónimo machadiano inventor de la Máquina de
trovar o aristón poético, Jorge Meneses, a pesar del «aditamento inútil
o parte muerta de la copla», sacó a su artilugio mecánico—¡ay, co-
razón de don Antonio: «porque el que se burla, a veces se con-
fiesa», que dijo Gradan, otro español de brasa y norma!—estos ver-
sos que no se pueden tomar a broma:
Pero sea lo que fuere, aquel grito "¡Hijo mío!" que me re-
fiere Vd., y cuyo eco me había estremecido ya las entrañas hacia
el final de su Amor y Pedagogía, ahora al verlo tan vivo en su carta
me ha llenado los ojos de lágrimas... y no a mí sólo, también a la
compañera de mi vida, que no es tan fuertemente serena como la
de Vd., sino que en ella el amor extremado se le vuelve un continuo
temblor por mí y por los hijas; y esa inquietud suya ha sido para,
mí una educación de serenidad.
579
también opera el azar,"suprema ley de la vida, por ahora. Y quien
en el matrimonio acierta, en nada yerra, como se ha dicho con muy
buen olfato y en cifra, porque una sociedad pacata ha dictaminado
unüateralmente que hablar de lo que más nos importa es obsceno.
Y de la casa—humanizada en hogar—, de la intimidad sagrada,
sale la acción social de los hombres o su desmadejamiento, si bien
casi todo sea problema de conocimiento—y nutrición—, más firme
terreno para edificar y continuar que la corazonada, la pasión y los
sentidos arrastradores, aunque también comunican. La razón huma-
niza—no esa razón seca de los que no quieren ver la verdad—,
defiende, alumbra, asegura la continuidad. Sólo hay orden verdadero
en el conocimiento—y vida humana—, lo otro es disciplina mecánica,
necesaria en su punto. El resto suele ser literatura, y no de la
mejor: reblandecimiento melodramático. O hambre de sexo y de
comida. Se es más con mayor conocimiento. Tener más acaba en
asunto de cantidad, no cualitativo, diferenciador, propio, si se reduce
a las cosas canjeables por precio.
De ahí que el celibato—un desconocimiento de la vida familiar,
en ocasiones sublimación del sexo, como del pensamiento dijo Pla-
tón adelantándose veinticinco siglos a Freud—, el celibato por vicio o
por virtud, es un oponerse a la naturaleza. El célibe no entiende, por lo
común, el complejo de la convivencia social, por carecer de familia
propia, la que se hace, no la que nos da hecha. Y por lo mismo ciega
la realidad con fantasías, sueños o dogmas sin ley a la altura del
hombre. Quien no está pasado por una mujer maternal—los suce-
dáneos de la mujer, el virago, la hembra zoomorfa, la boa, la atiza
locuras, pues las fantasmagorías quijotescas o petrarquistas suelen
ser destructuoras en un sentido o en otro—, quien no esté casado
—no apareado sin más—, tenga hijos de la carne o no, será un hom-
bre en crudo, sin haber llegado a puntual madurez y altruismo. (Y
conste que los dones no son propios, sino encontrados y, a veces,
no merecidos. Decir a rajatabla que las cosas son así o asá—y más en
este campo tan sutil y quebradizo, tan cambiante de pareja a pa-
reja—resulta simplísimo, ganas de curarse con el bálsamo de Fie-
rabrás.)
La inquieta, sensitiva compañera de Maragall—doña Clara No-
ble, con quien casó en 1S90, hija de inglés y de andaluza jerezana, de
diecisiete años entonces—, le obligó a mayor serenidad, según nos
advierte:
580
raí mismo ante un riesgo que amenazara a los pequeños o a ella
misma, y esta afectación y este ejercicio han generado en mí una
segunda naturaleza..., hasta cierto punto.
La neurastenia
es un don que me vino con mi obra primigenia.
¡Y he vivido tan mal, y tan bien, como y tanto!
¡Y tan buen comedor guardo bajo mi manto!
¡Y tan buen bebedor guardo bajo mi capa!
¡Y he gustado bocados de cardenal y papa...!
Y he exprimido la ubre cerebral tantas veces,
que estoy grave...,
581
no conozco el valor del dinero. ¡Lo sé!
Que ando, nefélibata, por las nubes... Entiendo.
Que no soy hombre práctico en mi vida... ¡Estupendo!
¿Saben esos
que tal dicen, lo amargo del jugo de mis sesos,
del sudor de mi alma, de mi sangre y mi tinta...?
582
Darme otra boca en que queden impresos
los ardientes carbones del asceta,
y no esta boca en que vinos y besos
aumentan gulas de hombre y de poeta.
583
significa distinta y contrariamente. No todo es particular en las raíces
del poema—en el común denominador humano—, en esa claridad
enclaustrada que es la poesía, energía instintiva, oscura, que se explí-
cita en el verso y se hace trascendente, va del uno al otro en ese
transver y antever que se criacuriza en el poema.
Y el desdichoso Rubén—más desvalido por más en carne viva
de sensibilidad y conciencia que las gentes normales, «vulgo muni-
cipal y espeso», defendidas por cegueras y falta de necesidades—, dice
aún con mayor desolación:
584
Quien escribió las trágicas palabras de la carta a Piquet cantó
así a Francisca Sánchez en un poema fechado en París en 21 de
febrero de 1914, el desastroso año que trajo la primera guerra mun-
dial:
585
un país donde el deshonor de la mujer—estimaciones fisiológicas—es
el triunfo del macho: la honra es más dato físico que conducta
y obras. El era un hombre superior y había que perdonárselo todo:
hoy por ti mañana, por mí. Los que adulteran y dictan la moral del
prójimo—la que no practican—, condenan a la mujer que dio a Ru-
bén los únicos momentos de paz y hogar —y otro hijo que le sobre-
vivió— tenidos por aquel niño ciego, inerme, incapaz de valerse por
sí mismo en el mundo normal, sin autodominio de sí en la tormenta
de los apetitos sensuales. La vida es muy dura para algunos, dema-
siado larga para no mancharsei a veces para que no nos manchen:
¿hay una resistencia y fatiga de la moral, fenómeno que también se da
hasta en los metales?
Siempre quedará Francisca Sánchez, la campesina de Navalsauz,
coronada por ese poema verdadero que se le cayó, maduro de agra-
decimiento, si no de amor, a Rubén. Y, sobre todo, como ajena al
dolo .y al sentir artero, enamorada, fascinada, mujer capaz de con-
denarse en ambos mundos por oír el corazón, pues la cultura no le
valía (i).
No se olvide, al valorar vidas y conductas —también en ética como
en Derecho, in dubio pro reo—, que el poema escrito prevalece y mana
gloria en los casos mejores, mientras el milagro diario del orden,
el mantenimiento habitable de la casa —el refugio de cada día—, el
esfuerzo cotidiano desaparece todas las noches y hay que renovarle
mañana tras mañana. La compra, la comida, la limpieza, hechas por
manos amorosas, no mercenarias, que se toman o se dejan a capricho,
son tareas fundamentales y ' desagradecidas. (Sin contar sacrificios de
otra índole e intimidad, en las que puede condescenderse violentamen-
te más que coincidir o concordar.) Pero fuera de ese orden y habi-
tabilidad—genialidad femenina—tan difícil y costoso de mantener
con alegría y como si nada, no hay sino confusión y cochambre, des-
cabalamiento y desarraigo. Y para el hombre sensible y dedicado a
(i) Rubén se casó por primera vez con la salvadoreña Rafaela Contreras,
en 1890, a los veintitrés años de él. En ella tuvo un hijo, Rubén Darío Contreras.
Rafaela es la Stella de los versos rubenianos, muerta en 1893, el mismo año en
que contrae segundas nupcias con Rosario Emelina Murillo, nicaragüense, la
garza morena, como la llamó Darío. En 1901 se le murió a Rubén Darío una
hija natural, nacida de sus relaciones con Francisca Sánchez. En 1904 falleció
otro hijo de la anormal situación jurídica: el llamado Phocas por su padre en
uno de los poemas que honran la lírica universal. En 1908 nace un tercer
hijo de la pareja Francisca-Rubén: Rubén Darío Sánchez. Con Francisca Sán-
chez vivió Darío catorce años, en los que no vamos a hurgar ahora. Muy poco
tiempo convivió con la dulce Rafaela, que hubiese ordenado y tal vez puesto
a salvo su salud física y quizá agrandado su vuelo poético. Con Rosario Murillo
—su primer smor—apenas tuvo relación convivencial y de casados. No se habían
visto desde s i matrimonio—tan controvertido—hasta que llegó, resaca de Europa,
a morir a las playas originales. Dejemos sin tocar el problema de los diversos
testamentos darianos, tan esclarecedor por otra parte.
586
la meditación, el contorno se torna caos, selva pavorosa, lo que no
entendemos bien hasta no pasar por la cárcel injusta o por la guerra.
(Claro que sólo el dolor injusto—el inocente, no el nacido de culpa—
es forraativo: el dolor que no deshonra, el que viene de fuera sin
haberle provocado.)
El mundo sigue y el hombre tiene futuro merced al milagro perma-
nente de las madres, de las mujeres dignas de ese nombre, cualesquiera
sean los papeles o la falta de ellos que las presenten. ¡ Pobre amor el que
necesita protección legal, aunque también desdichado el que pudien-
do no se atreve a presentarse a la comunidad! Lo demás es retórica
de los bien avenidos con la fortuna, dama poco recomendable: hipo-
cresía de las formas, fuerza que silencia, y que si puede engañar a los
hombres, no pasará como buena doctrina a los ojos de Dios. La
ley no crea el amor, aunque lo santifique ante la sociedad. (No se
olvide que los ministros del sacramento, en el matrimonio católico,
son los contrayentes, y el sacerdote un testigo de excepción. Todos
los asuntos humanos se perfeccionan por el libre consentimiento.
¿Hasta cuándo se consiente, cómo se consiente, para qué se consiente?)
Salvo las excepciones, siguen teniendo validez las palabras —sí, don
Sem Tob: la verdad es la verdad aunque judío la diga—de Cicerón,
hombre de mejor prosa que conducta, quien magnificado por la filo-
logía no puede ser tan bien recibido por la moral: todos somos sier-
vos —servidores— de la ley y por eso podemos ser libres. Sólo hay
libertad en el acatamiento a las normas. (Que no son coacción im-
puesta por la fuerza, sino la seguridad que da el conocimiento.)
En el silencio congojoso, en la dolorida perplejidad de los tiempos,
sonarán siempre—chorro de agua limpia— versos que tal vez sean la
última luz y voluntad de un corazón anubarrado:
RAMÓN DE GARCIASOL
Cristóbal Bordiú, 29
MADRID
587
RUBÉN DARÍO Y ESPAÑA
POR
GINES DE ALBAREDA
588
En 1886 hace su primer viaje a Santiago de Chile, donde vive
dos años literariamente fecundos e inicia su producción con los libros
Abrojos y Azul... Este último con nuevas apreciaciones líricas, con
renovación de metáforas y ritmos. Azul... quizá habría demorado su
fama, si don Juan Valera no lo hubiese elogiado en un importante
artículo del periódico madrileño, El Imparcial. El espaldarazo de Va-
lera le alienta y le exalta. Comienza su colaboración en La Nación,
de Buenos Aires, colaboración que durará mientras viva. El año 1889
regresa a su Nicaragua natal y recorre El Salvador, Costa Rica, Gua-
temala... Su inquietud viajera no le dejará ya de por vida, y será una
experiencia provechosa, una peregrinación lírica constante, de la que
sacará escenarios y emociones definitivas.
Llevó, por todas partes, una vida de amores fáciles y precoces
—«plural ha sido la celeste / historia de mi corazón»—y en 1890 con-
trajo matrimonio con Rafaela Contreras —Stela—. La ceremonia re-
ligiosa no pudo celebrarse hasta meses después, porque aquel día es-
talló la revolución en El Salvador. En San José de Costa Rica dirigió
un periódico y le nació su primer hijo: Rubén Darío Contreras.
Como delegado de Nicaragua, viene a España el año 1893, para
representar a su país en las fiestas del Centenario del Descubrimiento.
Rubén Darío desembarca en Santander y llega a Madrid que vibra
con la conmemoración colombina. Don Marcelino Menéndez Pelayo
aplaude sus versos. Núñez de Arce tiene empeños en conseguirle un
empleo para que se quede a vivir con nosotros. Salvador Rueda le
pide un «Pórtico» para su libro En tropel, y son éstas quizá las líneas
poéticas que introducen en España algo—un estilo, una norma, una
manera— que va a llamarse el modernismo. Campoamor, en plena
gloria, le halaga con sus elogios; y don Juan Valera, fino descubridor
de talentos, es quien le introduce en los medios literarios y sociales.
Finalizada su misión española, que duró unas semanas, regresa
a América. Una escala en Cartagena de Indias, le hace conocer al
poeta colombiano Rafael Núñez, que había sido presidente de la
República. Colombia arde en romanticismos rezagados. Vibran aún
los nombres de José Eusebio Caro y de Julio Arboleda. Rafael Pombo
y Jorge Isaac reciben el consenso popular. Rafael Núñez consigue
que el gobierno colombiano envíe a Rubén como cónsul de Colombia
a Buenos Aires.
Vuelve a Nicaragua. La dulce Rafaela Contreras ha muerto. Es
el año 1893. El intenso dolor que le produce la muerte de su mujer
es, en parte, mitigado por el alcohol. Desde ahora en adelante será
éste un procedimiento de olvido que le irá minando energía y salud.
589
Rafaela Contreras fue uno de los verdaderos amores de su vida
atormentada, una de las raras mujeres que se interesaron hondamen-
te, con cierta piedad maternal, en la vida del poeta.
Poco después de la muerte de «Stela», Rubén vive un capítulo
de su vida, azaroso y oscuro: su matrimonio con Rosario Murillo. En
torno a este episodio se han hecho muchos comentarios escandalosos.
Se dice que Rosario Murillo fue siempre una sombra oscura en la
vida del poeta, que le llenó de zozobras, que le colmó de sobresaltos.
Y hasta se cuenta que los diputados nicaragüenses, amigos de Rubén,
quisieron votar en la Cámara a favor del divorcio, con la sola finali-
dad de acabar con el terrible cisma conyugal del gran poeta.
Emprende su viaje a Buenos Aires. Viaje a Buenos Aires desde
Nicaragua, vía Nueva York-París.
En Nueva York conoce a José Martí, que estaba incorporando la
poesía norteamericana a la América española. Martí ejercerá influen-
cia en Rubén, influencia bien dada—dice Juan Ramón Jiménez—-y
bien recibida.
París. La «Ciudad luz» había poblado, desde niño, los sueños del
poeta. Parece ser que Rubén, muchacho, rezaba a Dios para que no
le dejase morir sin conocer París. Vida bohemia, poetas decadentes,
reinas del can-can, alcohol y rarezas elegantes. París fue una fasci-
nación en el ánimo del nicaragüense que cayó, íntegro, en la tenta-
ción fácil de los poetas «malditos» y en los tópicos deslumbradores
de sus vidas. París le absorbe, le domina. París es una fiebre incon-
tenida en el alma del poeta. En.París vive una vida de gran burgués,
entreverada de barrio latino y de bohemia. Con lujos lánguidos, ma-
drugadas junto al Sena, lunas dolientes..., que los poetas cantarán
luego sobre las mesas de los cafés de Montmartre. Lee a Baudelaire
y conoce físicamente a Verlaine, viejo ya, con ojos de fauno, perdido
por el ajenjo y el vicio:
590
y escribe los versos que formarán Prosas profanas. Plenitud del es-
tilo rubeniano modernista. Eje de la nueva manera expresiva. El ma-
ravilloso libro de poemas es publicado en Buenos Aires, el año 1896,
y es acogido con un éxito ruidoso. Prosas profanas trae un valor tras-
cendente de novedad rítmica, de sorpresa melódica, y levanta, entre
la indignación de los viejos, el regocijo de los jóvenes que ven ya
iniciado su credo poético.
Funda la Revista de América, de corta vida, pero de mucha es-
tela. Y el año 1898, Rubén vuelve a España, esta vez como corres-
ponsal dé La Nación,
En España se ha iniciado una generación importante: la del 98.
Rubén se relaciona con aquellos jóvenes que pugnan por hacer una
literatura distinta. Conoce a Unamuno, a Azorín, a Valle-Inclán, a
Antonio Machado. Siente una especial predilección por Juan Ramón
Jiménez. Y se convierte, súbitamente, en el centro y guión lírico de
España.
Por esta época, una tarde, paseando por los jardines del Campo
del Moro—sierra velazqueña al fondo, acacias y rosales entre surti-
dores galantes—conoce a Francisca Sánchez, la hija de un guarda
de los jardines, con la que inicia un idilio que durará varios años,
fruto del cual será el niño enfermizo que arrancará del pecho del
poeta estos versos emocionados:
591
Alto, robusto, inexpresivo, ojos oscuros, pequeños, vivos, nariz an-
cha, de alas sensualmente abiertas, barba y cabellos ligeramente riza-
dos, manos de marqués. Parsimonioso y zurdo continente, hablar pau-
sado y un si es no es tartamudeante, pero siempre ático y fino... Or-
gulloso, sibarita y gourmeí de buena cepa. Solíamos regalarnos de ricos
faisanes dorados, galantinas, trufas. Es bueno, es un niño, un niño
egoísta o tierno, caprichoso o sereno, celoso de sus cariños, susceptible
como una violeta... Un gran niño nervioso.
592
del Centenario de México, a cuya capital no puede llegar porque ha
estallado una revolución. Se detiene en Cuba y allí vive unos meses.
En París le proponen la dirección de la revista Mundial, y sus due-
ños, unos banqueros uruguayos, explotan su nombre y le obligan a
viajes y banquetes, para conseguir publicidad. Rubén está muy enfer-
mo del cuerpo y del alma, y un buen día logra escapar de los herma-
nos Guido, propietarios de la revista, y refugiarse en Palma de Ma-
llorca en busca de paz y de salud. Enfermo y dolorido liega a la Car-
tuja de Valldemosa, donde el silencio del lugar le remueve los senti-
mientos religiosos más íntimos. «Tuvo —escribe uno de sus biógrafos—
arrepentimiento y puso a los pies de Jesucristo su pobre alma acribi-
llada de dolores y pecados...». «Un día quiso hacerse cartujo; otro
día se confesó con un sacerdote y lloró arrepentido; una tarde yendo
de Valldemosa a Palma, descendió de su coche, y de hinojos en el
camino, rezó un Padrenuestro».., Y otro día, sobresaltado de eterni-
dad, entre temeroso y esperanzado, escribió un poema impresionante
que es resumen de aquel estado espiritual:
593
CUADERNOS. 212-213.—23
Gustaron las harinas celestiales
en el maravilloso simulacro,
herido el cuerpo bajo los sayales,
el espíritu ardiente en amor sacro.
Pero ahora Rubén está lejos de aquella ternura juvenil que le des-
pertara la moza castellana entre los jardines del Campo del Moro.
Las conferencias proyectadas no pueden celebrarse por el ambiente
bélico, poco propicio a la literatura, que se respira en los Estados Uni-
dos. Rubén llega a Guatemala, enfermo, arrepentido, muy tomado de
Dios, y es allí adonde acude Rosario Murillo, su mujer. De vuelta
a Nicaragua deciden operarle de. cirrosis epática y a los dos días de la
operación muere en León, oyendo aquellas campanas que tanto miedo
le daban cuando era niño. Tenía cincuenta años y era el día 16 de
febrero de 1916.
594
El obispo de León y varios sacerdotes amigos le auxiliaron en los
últimos momentos. Su cuerpo descansa, ahora, en la catedral de León,
de Nicaragua, la ciudad que guarda el perfil hispano con que la sig-
naron sus fundadores.
595
Lo evocamos ahora, en la celebración, del centenario de su naci-
miento. Lo evocamos como a algo más que a un poeta americano
enamorado de lo nuestro. Porque el «Cisne de Nicaragua» fue, para
nosotros, algo más que un cantor excepcional que sacara al diamante
del idioma irisaciones irrepetibles. Fue también—y de aquí nuestro
reconocimiento—algo que América nos devolvía después de cuatro si-
glos. La cultura que España había sembrado a través de los siglos en
el Nuevo Continente tornaba a la península hecha música, entraña y
ritmo, el año 1892, cuando Rubén pisó por vez primera tierra española.
Nos devolvía América, con él, a los Gracianes, Teresas y Góngoras
que nosotros le habíamos dado. Y el momento no pudo ser más propi-
cio. España, de Norte a Sur, vibra emocionada en el IV Centenario del
Descubrimiento. En La Rábida, a la. orilla del agua sofocada, los pinos
cascabelean y las palmeras parecen apresar, con sus manos nerviosas,
el latido de un aire descubridor. Las olas llevan y traen no sabemos
qué altos mensajes cuando de los nortes llegó el regalo que América
nos hacía. Rubén, que ya había estado en El Salvador, en Chile, en
Costa Rica, en Guatemala; que ya tenía una breve pero plural histo-
ria celeste de amor y de gloria, no se da cuenta todavía, al pisar (da
cuna de la sangre», de que viene en viaje de retorno cultural. Un viaje
de retorno que cuatro siglos de apretada historia hispánica clamaban
y exigían.
596
Francia, Italia, España de nuevo..., Bélgica, Alemania, Inglate-
rra. Y otra vez Madrid. Ya siempre España, en mitad de todas sus
rutas, en el centro mismo del corazón de su canto. Don Quijote,
Goya, Cervantes y el Cid le inspiran hermosos poemas. Y un día
escribe, como resumen de su hispánico fervor, la admirable ((Salu-
tación del optimista», en donde cada verso es como una gota de
sangre enamorada y un grito insólito en el pesimista clima inte-
lectual español:
597
Sangre de Hispania fecunda, sólidas, ínclitas razas,
muestren los dones pretéritos que fueron antaño su triunfo.
Vuelva el antiguo entusiasmo, vuelva el espíritu ardiente
que regará lenguas de fuego en esa epifanía.
Juntas las testas ancianas ceñidas de líricos lauros
y las cabezas jóvenes que la alta Minerva decora,
así los manes heroicos de los primitivos abuelos,
de los egregios padres que abrieron el surco prístino,
sientan los soplos agrarios de primaverales retornos
y el rumor de espigas que inició la labor triptolémica.
m
que ya sólo aciertan a retener lo español eterno. El poeta se ha
encontrado a sí mismo y vive su hora máxima, su momento estelar.
Siente su antigüedad junto al Mediterráneo—por el olivo y la vela
latina—, y en Valldemosa oye el expresivo silencio cartujo que, al
colarse en su canto, le hace hablar a Dios estremecedoramente con-
trito :
59?
Todos los prejuicios de escuela, todos los preciosismos, todos los
caprichos prestados del siglo xvm, las porcelanas de imitación y la
jardinería oriental desaparecen ante la voz del poeta-hombre. «He
aquí—dice—una historia llena de tristezas y de desilusión, a pesar
de las primaverales sonrisas: la lucha por la existencia, desde el co-
mienzo, sin apoyo familiar, ni ayuda de mano amiga; la sagrada y
terrible fiebre de la lira; el culto del entusiasmo y de la sinceridad
contra las añagazas y traiciones del mundo, del demonio y de la
carne...; la simiente del catolicismo contrapuesta a un tempestuoso
instinto pagano.»
Con Cantos de vida y esperanza se cumple el ciclo literario y huma-
no del poeta. Los Cantos de vida y esperanza le muestran ya, muy a
la española, nostálgico de gloria, cristiano y español hasta la médula.
La experiencia le ha convencido. Estos Cantos son la plenitud de su
corazón; son España y él fundidos en un abrazo lírico. Aquella Es-
paña que buscara de niño, instintivamente, en los libros de Lope de
Vega, de Cervantes, de Gracián, de Fray Luis, de Teresa... Una Es-
paña que le duele ya en el costado mismo de su destino de poeta.
La curva simbolista—Rostand, Baudelaire, Mallarmé, Verlaine—no
le afecta más que en lo externo. En el fondo, la hispanidad vibra
hecha huracán lírico, y se alza, en cada sílaba, para gloria de su verbo
encendido. Y es ahora cuando comprende del todo a la América espa-
ñola, porque Rubén Darío—ya lo dijo Rodó—no había visto, no había
sabido ver la pampa, ni el trópico, ni la cordillera andina. Y aquí, en
la vieja tierra hispana, trocó fervor y desvelo por profundidad y tras-
cendencia, y, a cambio de corazón y fiebre lírica, recibió idioma, sen-
tido genésico originario de lo racial.
Y aún hay, en este trueque de amor, algo más que marcará al
poeta para la eternidad: Rubén le devolvió a España cuatro siglos de
cultura española, pero España, en este reencuentro anhelante, le hizo
el regalo de Dios.
GlNÉS DE ALBAREDA
Consejo Superior de Investigaciones Científicas
Serrano, 117
MADRID
600
RUBÉN DARÍO Y LA DRAMÁTICA PERSECUCIÓN
DE ROSARIO MURILLO
POR
CARMEN CONDE
601
Los enamorados se miraban a los ojos, abanicados por las grandes
alas viajeras...
De pronto, y como atraídos por una fuerza secreta, en un mo-
mento inexplicable, nos besamos la boca, todo trémulos, con un beso
para mí sacratísimo y supremo: el primer beso recibido de labios
de mujer. ¡Oh Salomón, bíblico y real poeta, tú lo dijiste como
nadie: Mel et lac sub lingua tual
¡Ah, mi adorable, mi bella, mi querida garza morena! Tú tienes,
en los recuerdos que en mi alma forman lo más alto y sublime, una
luz inmortal!
Porque tú me revelaste el secreto de las delicias divinas en el inefa-
ble primer instante de amor».
(«Palomas blancas y garzas morenas», en Azul. Valparaíso, 1888.)
A EMELINA
(i 1885?)
602
el primer Rubencito, y Rafaelita enfermó y murió. Veamos lo que
sucedió después al poeta (i):
603
El 8 de marzo de 1893, en casa de mi hermana doña Angela Mu-
rillo de Solórzano, Fue el acto privado. Asistieron solamente: el ofi-
ciante, monseñor Rafael Ramírez, de Chinandega, capellán del presi-
dente Sacasa; el padre Obregón, cura de Managua; el doctor José
Navas; mi cuñado, don Francisco Solórzano L.; mi hermana Angela
y el meritísimo maestro cubano Fajardo Ortiz, inválido de las piernas.
También Manuel Maldonado. Por aquel tiempo no existía el matri-
monio civil.
A los pocos días de sus segundas nupcias, Rubén, que había reci-
bido su nombramiento de cónsul de Colombia en Buenos Aires, fue
con Rosario a Cartagena a visitar al presidente Rafael Núñez con
el designio de procurarse cierta cantidad de sueldos adelantados. Ro-
sario ha referido que Darío apenas obtuvo una suma insuficiente, con
la cual debió pagar los gastos del viaje, y que por ello decidió partir
solo a su destino, prometiendo enviarle luego recursos para juntarse
con él. No obstante, Rubén expresó en sus memorias que el Gobierno
de Panamá le entregó con su nombramiento y su carta patente «una
suma de sueldos adelantados», por lo cual resolvió, realizar, antes de
radicarse en Buenos Aires, el sueño más anhelado de su vida: cono-
cer París, y que se embarcó para Nueva York, a fin de seguir hacia
Francia. Resalta la contradicción de ambas versiones, comenta con
tino Ildo Sol. El hecho es que nuestro poeta abandonó a su esposa,
que se encontraba encinta. Y mientras él proseguía su existencia erran-
te, ella, a la altura del 26 de diciembre de 1893, y en la capital de
Nicaragua, dio a luz un niño, segundo vastago del glorioso Aeda. «Su
parecido con el padre era perfecto», ha dicho Rosario.
Acaso, sí, el amor filial hubiera unido otra vez a los consortes;
la muerte lo impidió «con la agencia del tétano, arrebatando al niño,
que antes fue bautizado con el nombre de su padre».
El Centinela, diario que redactaba el general José María Moneada,
quien fue más tarde presidente de Nicaragua, publicó este sentido
pésame:
604
festaciones: las que se refieren a cierta carta escrita, según ella dije*
ra la primera vez, por Rubén al hermano, Andrés Murillo, causante,
al parecer, del abismo que separó a los antes enamorados. La prime-
ra conversación es la que transcribo del libro Rubén Darío y las mu-
jeres, de Ildo Sol (2).
Considero la pérdida de nuestro primogénito —habla Rosario— como
la causa primordial y determinante que convirtió nuestra separación
—forzada en Cartagena por razones económicas— en abandono, pues
con la muerte de nuestro niño el vínculo matrimonial se debilitó y el
amor se fue disipando con el tiempo y el espacio. Secundariamente
contribuyó a ello las demoras que hice en el acatamiento de las lla-
madas de Rubén, por consideración al sacrificio que se impondría para
el sustento mío en países extraños, donde su economía carecía de es-
tabilidad, según lo revelaba en sus cartas. Finalmente, Rubén, enva-
necido con sus crecientes triunfos literarios, pretendía merecerlo todo
de mi familia, que, aunque afortunada, eludió darnos auxilios para
solucionar nuestra situación. Naturalmente, esto dio lugar a la suge-
rencia de una recíproca antipatía, de la cual era yo la única víctima.
Poseo una carta extensa de Rubén que prueba cuanto le digo. La pri-
mera parte es la más bella manifestación de amor que en su vida me
hizo; la segunda es una serie de injustas recriminaciones contra mi
familia, especialmente contra mi hermano Andrés...
La carta en referencia más podría dañar a Rubén mismo que a
mi hermano Andrés, y, antes que sufran ellos menoscabo de su dig-
nidad personal, prefiero soportar yo sola los ácidos de la maledicen-
cia... ¡Ah, cuan tarde decidí cerrar los ojos ante los obstáculos para
reunirme a mi marido!
Más tarde, en 1947, Rosario dice, al preguntarle Ildo Sol por esta
carta: «En cuanto a la carta de que me habla, me extraña; jamás
Rubén me escribió carta alguna en que recrimine a mi familia. El era
demasiado delicado y me quería lo suficiente para no mortificarme
con recreminaciones a mi familia. Creo que usted ha sufrido error-».
Mayo 12 de 1886.
Rosario:
Esta es la última carta que te escribo. Pronto tomaré el vapor para
un país muy lejano de donde no sé si volveré. Antes, pues, de que
nos separemos, quizá para siempre, me despido de ti con esta carta.
(2) Según este mismo libro, el doctor Manuel Zurita estaba preparando un
trabajo acerca de las relaciones de Rubén y Rosario. En conversación con Ildo
Sol, Zurita afirma que Rosario también le habló de la carta de Rubén contra
Andrés Murillo, pero añadiendo que no se la suministraría a nadie. ¿Existe o
no esa carta? ¿Qué acusación encierra? De ser favorable a la dama, en defi-
nitiva, ¿por qué callarla tantos años, si la verdad histórica tiene derecho a esta-
blecerse?
605
Te conocí tal vez por desgracia mía; mucho te quise, mucho te quiero.
Nuestros caracteres son muy opuestos, y, no obstante lo que te he
amado, se hace preciso que todo nuestro amor concluya ya; y como
por lo que a mí toca no me sería posible dejar de quererte viéndote
continuamente y sabiendo lo que sufres o lo que has sufrido, hago
una resolución y me voy. Muy difícil será que yo pueda olvidarte.
Sólo estando dentro de mí se podría comprender cómo padezco al
irme; pero está resuelto mi viaje, y muy pronto me despediré de
Nicaragua. Mis deseos siempre fueron de realizar nuestras ilusiones.
Llevo la conciencia tranquila, porque como hombre honrado nunca me
imaginé que pudiera manchar la pureza de la mujer que soñaba mi
esposa. Dios quiera que si llegas a amar a otro hombre encuentres
los mismos sentimientos.
Yo no sé si vuelva. Acaso no vuelva nunca. ¡Quién sabe si iré a
morir a aquella tierra extranjera! Me voy amándote lo mismo que
siempre. Te perdono tus puerilidades, tus cosas de niña, tus recelos
infundados. Te perdono que hayas llegado a dudar de lo mucho que
te he querido siempre. Si tú guardaras como hasta ahora, si moderado
tu carácter y tus pequeñas ligerezas, siguiendo en la misma vía que
has seguido durante nuestros amores, yo volvería y volvería a reali-
zar nuestros deseos. Tú me quisiste mucho; no sé si todavía me quie-
res. ¡Son tan volubles las niñas y las mariposas! .
Mucho me tienes que recordar si amas a otro. Ya verás. Yo no
tengo otro deseo sino que seas feliz.
Si estando, como voy a estar, tan lejos, me llegase la noticia de
que vivías tranquila, dichosa, casada con un hombre honrado y que
te quisiera, yo me llenaría de gozo y te recordaría muy dulcemente.
Pero si me llegase a Santiago de Chile una noticia que con sólo ima-
ginármela se me sube la sangre al rostro, si me escribiese algún amigo
que no me podrías ver frente a frente como antes..., yo me avergon-
zaría de haber puesto mi amor en una mujer indigna de él. Pero esto
no será así, estoy convencido de ello.
Pongo a Dios por testigo que el primer beso de amor que yo he
dado en mi vida fue a ti...
Ojalá que nos podamos volver a ver con el mismo cariño de siem-
pre, recordando lo mucho que te quise y que te quiero. Adiós, pues,
Rosario.
Rubén Darío
606
una carta larga, larga, en que me des noticias de todo, especialmente
de ti y de mi mamá. Dile que por este correo le mando un diario en
que se habla del banquete que me dieron los literatos hispanoameri-
canos' de esta ciudad.
Dime también si te has comunicado con la Angelita. Te digo con
toda verdad que me haces más falta que nuncaj y que no veo las
horas en que te vengas, si es que por fin se arregla lo que hemos
hablado, y mi buna amiga y cuñada persiste en sus deseos. Mándame
el retrato ofrecido. Supongo que en Buenos Aires encontraré toda tu
correspondencia. Mándame también periódicos y toda clase de papeles.
De París, donde sólo estaré ocha días a lo más, te mandaré algunas
cositas.
No tengo de ti sino ideas buenas y dignas de tu corazón. Que
siempre seas así.
Muchos besos y abrazos, con mis cariños a mi mamá, te envía tu
esposo,
Rubén Darlo
Mi amada Rosario:
Rubén
607
Buenos Aires, j de junio de ¡8gy.
Mi Rosario:
Basta. ¿Sería yo capaz de decirte que no a lo que me pides? Más
de una vez te lo he indicado. No se ha podido y no se ha hecho.
Vente en las condiciones en que me hablas en tu carta.
No soy tan ogro. Ya ves que mi voluntad está dispuesta. Vente.
Viviremos modestamente y agradablemente. Podemos vivir con lo poco
que yo gano. Desde ahora procuraré preparar las cosas.
Me agradaría hicieras el viaje con la familia Gavidia, que vendrá a
Chile pronto.
Di a Javiera que estimo su recuerdo en lo que vale y que frater-
nalmente se lo devuelvo.
Memorias a todos, y un abrazo de tu esposo,
R. Darío
608
algunos años antes de su muerte.» El escritor Alfonso Taracena des-
cribe así el matrimonio del poeta:
Estimado Rubén:
En días pasados había pensado escribirte, pero mis ocupaciones me
distrajeron esa idea. Ahora con ese suelto que reproduce El Comercio
he recordado que tenía que escribirte y ya lo hago.
Tu hermana Lola, traduce tu composición en mi modo de pensar
bastante exagerado, no habiendo motivos suficientes para endozarte
calificativos, que aunque pueden llevarlos muchos hombres, tú, viendo
las cosas en su lugar, no eres de los que puedan llamarse desgraciados.
609
CUADERNOS. 212-213.—24
Apartando a un lado la .imprudencia de dar publicidad a escritos pri-
vados de familia que nunca deben salir a los de afuera, porque nadie
tiene derecho de hacer públicas manifestaciones de las intimidades de
un familiar, más cuando tu frace de triste no hay en el mundo quien
se pueda librar de ella, vamos a juzgar tu desgracia que ella desea
publicar y con lo que no hace más que cometer uñ abuso y ponerte
a ti como a uno de esos hombres de muy poco carácter que lloran sus
penas, quedando ante el mundo bueno como muy pequeño de espíritu
y ante el malo como instrumento de burla y dibirción.
Tu desgracia no la veo así como la pinta ese suelto, con esos colores
de romanticismo que te ponen en ridículo. Tu vida es como casi todas
y tus acontecimientos no serían raros á nadie que los conociese a fondo.
Cosas del mundo que suceden a cada paso y que a un espíritu superior
no hacen desfallecer.
Hombres casados dichosos, matrimonios completamente felices, no
los hay, personas prudentes que saben llevar con resignación las dure-
zas del destino, eso sí. Y cuántas hay que con cara placentera, pasan
llevando a su compañera con gran estimación y con aparente orgullo
y dentro de su alma llevan la pena de las faltas de su hogar, y cuantas
veces hasta tengan que llevar amistad con aquellos infames que se
burlan de ellos, creyendo mejorar su mala situación no dándose por
entendidos.
Los que se casan con una mujer deshonrada y hasta con hijos,
pues esos no han sido engañados, han cumplido con su voluntad, y he
visto a personas serias y de buen sentido, educar esos hijos de otro
sin que esto sea sensurable ni vergonzoso.
Te falta el cariño para tu esposa, pues yo lo que creo que te falta
es deber. Ese amor, ese cariño, esa estimación sólo nace donde se cum-
ple viviendo con la que Dios le ha dado, y sabiendo apreciar sus cua-
lidades morales y sus buenos comportamientos; pero llevando una vida
libre, viendo caras bonitas de orgía, abandonando su vida a placeres
que llenan los deseos pero que pudren el- alma, no, de ese modo no se
lleva sosegada la conciencia.
No te creas incorregible, no creas que una niña como yo no puede
señalarte lo que dan por consecuencia tus tristezas, pues muchas veces
los que no hemos saboreado esas amarguras podemos vigilar con calma
todbs los acontecimientos y discernir con más acierto, que los que con
gran talento tienen ofuscado sus pensamientos privados, a causa de los
sufrimientos. No quiero tampoco que tomes, a mal mis fraces, que no
encierran reproches, sino consejos de hermana (como me llamaste cuan-
do estuve en esa) y que tienen la mejor intención.
Tu esposa cumple con su deber asi como la has dejado tantos
años y del el tiempo en que has sido casado con ella, nadie puede
arrojarte ninguna sombra a pesar de vivir en esta sociedad de cuentos
y calumnias. No quiero decirte más de ella, pues estas pocas palabras
dicen bastante de su buen comportamiento, y tú, ahora que estás viejo
y feo como dices, medita en el paso de los años, mira las realidades del
mundo, penetra con tus buenas ideas la felicidad (sic) que imaginas
en los demás, y con los ojos de la verdad y la justicia, verás que tú
no has llevado tantas amarguras como otros, y que la tranquilidad
consistente en saberse sobreponer a las dificultades que se pasan en
610
la vida. Pensando con sosiego y como hombre de corazón, puedes vivir
los últimos años en calma.
Quiero que tengas conmigo la cortecia de contestarme viendo en
mis palabras solo cariño para ti y para Rosario y aunque no sean mis
fraces flores fantásticas que puedan deslumhrar a los soñadores román-
ticos, tú, que tienes de todo solo verás la buena boluntad, y en J o
privado bastante praxticas.
Si por suerte mía puedes tomar algo de lo que te dejo dicho pra
tuvidas, pues ademas de creerme orgullosa por esa distinción tuya,
sentiré la satisfacción de haber hecho algo por uds que sufren por mal
acierto.
Por ahora esperaré tu carta pronto enviándote missaludo cariñoso.
tu hermana
Emilia Satras
Managua, 28-5-905.
611
cuenta francos de los tres mil retenidos por el ministro; y trescientos
francos mensuales del sueldo consular de usted.
No he podido obtener más concesiones; y, teniendo en cuenta difi-
cultades, y mirando el porvenir, lleno de disgustos y de lágrimas, creo
que debe usted aceptar dicha transacción.
Si acepta usted, telegrafíeme.
612
y el peligro de que enemigos de usted aprovechen el doloroso estado de
alma en que se halla la señora, y con sus nervios encalabrinados y rotos
fustiguen la reputación de usted en lo más sagrado para todo hombre
que se respete. Desde tan lejos, y sin haberla visto, no puede usted ni
Salomón que resucitase, juzgar este asunto.
Guarde usted esta carta para que lo comentemos al andar del
tiempo.
613
Otras cartas en que le hablan al poeta de su esposa Rosario.
Palace Hotel
Cié. Intle. Grands Hotels.
i2 Fbro.
614
en este círculo íntimo de americanos, de paso por esta Europa. Me pro-
meto hacerle un recibimiento especial a su llegada, y para no cansar
a los amigos, las dos veces que me permita este lujo será de cuatro
a siete. Como usted sabe yo no tengo otra cosa de que platicarles que no
sea de comercio y proyectos de grandes empresas, que tal vez me pue-
dan ayudar en alguna.
Respecto a su persecutora, la he visto de visita en el hotel América,
que es donde residen los viajeros nicaragüenses; he notado que sólo
por educación la reciben y dan conversación; en cambio ella tiene
en movimiento a todos, ya para sus compras lo mismo que para cosas
privadas; en casa ha venido dos veces, a pesar del mal recibimiento
que la hace mi esposa; en la última pretendió registrar mi correspon-
dencia en mi ausencia para saber algo de usted, y resultó pésimo
para ella, por haber terminado mal su intento, haciendo serias obser-
vaciones Anita; yo creo no se presentará otra vez. Estando ausente
la familia Vaidés no sé cuál es ahora su residencia.
Una que otra vez he pasado por su casa a ver si ha llegado alguno.
Si se han encontrado ya marchante para el mobiliario, díganmelo para
no proponerlo, tengo encargado del señor Sansón de comprarle algunos
muebles, y entre ellos, desea una pequeña biblioteca, como la que usted
tiene, así como el escritorio y sillón, en caso de quererlos vender lo
podría hacer sin que supiera pertenece a usted.
El joven Lora ha regresado de La Haya y no sé que piensa hacer
en este París, en donde no quiere hacer otra cosa que literatura, muy
difícil por cierto, para ganarse la vida, aquí en donde tenemos verda-
deras notabilidades con los elementos que requiere esta carrera tan
envidiable por los aficionados.
Confidencialmente le digo que nuestro buen amigo Pérez Mascayano
tiene muy adelantada una gran obra, que consiste en la edición de un
anuario artístico literario e ilustrado de gran lujo, teniendo de tres
a cuatrocientas páginas, cuenta ya con la mitad del capital, que son,
aproximadamente, cinco mil francos, y desea socio que facilite otros tan-
tos; el arreglo es bien claro, este capitalista recibirá en cambio un 10
por too de utilidad y documento comercial, garantizando el pago al
año de efectuarse esta operación, si usted sabe de alguna persona que
le interese o usted puede hacerlo, tendría mayores ventajas. Ocho mil
anuarios a cinco francos son cuarenta mil francos.
Con recuerdos cariñosos de su buen amigo, se despide
Julio Sedaño
015
alarde de estar en el hotel continental con Ud. y haciéndome único
responsable de la actitud que Ud. tiene para ella. Los términos de la
carta que me mando son los siguientes: «De mis combersaciones con
Rubén he sabido todo cuanto Ud. ha hecho contra mi y palabras
testuales de mi marido —Ha sido Ud. el enemigo más venenoso para
nosotros que solo ha tratado de acabar con nuestra fecilidad— Gracias
por su intervención y le aconsejo que continué y haga el viaje a Nica-
ragua mi patria» Después de esta famosa amenaza he recibido otra
a la cual he contestado en términos mas claros que la otra y así hemos
quedado en paz, no se lo que me sobrevenga. Es por esto que le anun-
cie que soy alacrán mexicano, con razón Vd le huye no solo con moti-
vos fundados sino también por el sistema que emplea de predisponer
a todo el mundo para lograr ella su fin. Pasará de nuevo a ver al
Ministro Medina dentro, de unos días, actualmente está en La Haye,
según me informan se terminará en este mes la conferencia.
Ya los faroles están listos y solo deseo saber la víspera de su visita
por si verdaderamente piensa Ud. hacer viaje a Nicaragua hay que
estar alerta de otro modo iría Ud. muy acompañado de Doña Rosario.
Con recuerdos cariñosos de verdadero amigo queda su affo. s. s.
/ . Sedaño
EL NUEVO MERCURIO
REVISTA MENSUAL
616
Casa de Monterrey (Asturias), donde vivió Rubén en 1908 y 1909
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Rubén tengo dos libros que Mme, Gonzalbez me entregó para que
te los diera dime donde te los mando.
En la America Latina hicistes publicar, que ya estabas terminado
tu divorcio eres el mas audaz de los hombres, bien sabes que Selva
no se atrevió a presentarse y q. trasfirió ese poder a Zúñiga y Ur-
trecho y que este aún no se ha presentado porque no encuentra como
el mismo Selva le dijo al trasferirle el poder en que fundar esa de-
manda El Dr. Castrillo padre al saber lo que pasaba se presentó con
un escrito apersonándose por la ley de la aucente é inosente quien solo
tenia derecho á pedir por ser la única ofendida—he pedido por el
correo del viernes una certificación para publicarla en todos los perió-
dicos y también en España, jamas havia yo aceptado que tus enemigos
me ayudaran a ofenderte pero ahora si ya beras y ten precente que
tú eres quien me lanzas y que tu eres el verdadero culpable, ya para
mi no tienes ni la disculpa de que me tienes miedo pues has bisto
que lo que te infundieron para alejarte de mí no ha tenido razón
emos estado juntos me tratas de nuevo y tú con tu propia boca me
dijiste q. hera una infamia decir tal cosa q. á tu querida tu no se lo
havias dicho q. era to incapaz de una mala acción eres ipocrita me
besaste no se para que—la contestación a esta carta espero para ablar
con una persona q. me ha ofresido ablar por la prensa tu sabes quien
puede ser El hijo de tu querida q. según singo blanco no es tuyo
porque dicen q. corresponde á la fecha en que ella estubo sola en
paris no me da frió ni calor pues me haces el efecto de las gatas
cuando le quitan los propios roban uno ajeno—- A ella no la envidio,
tener un amante q, comete adulterio y q. espuesta está á que á las
6 de la mañana me precente yo con un comisario para acostatar el
617
adulterio y q. caminen á la cárcel no es ser feliz — esto sin mirar la
otra vida y el castigo que los dos tú y ellan deven tener, Dios es
justo y deve enviar el castigo para ti y pa ella — Si tu tuvieras reli-
jion y temieras a Dios no vivirías asi en pecado mortal, jamas ber
una iglecia una misa te as pervertido y olbidar a Dios bamos a ber
si en esa vida te sorpende la muerte como sorprendió a tu padre que
tal te ba a ti. —Yo enmedio de mis penas siqui-era tengo la satisfac-
ción de haver cumplido y de esperar una buena muerte y ya q. en
este mundo he sufrido tanto tendré mi descanso en la otra vida — Me
rio de tu viaje a Nicaragua q. jamas as pensado en hacerlo así le
escribo a Doña Blanca que es una mentira tuya decir que bas a
Nicaragua ya te conoseran ya sabrán quien eres que te burlas de
media humanidas y que te quedas muy fresco — Tu mismo con tus
patrañas te bas a quitar ese sueldito con lo que ajustas tu vida de
querida y licor no será estable ese sueldo y la «nación* al fin se
cansara también no he 3e morirme sin ber tu fin —Es provable que
me marche á Barcelona con un empleo a un taller ganando ioo pese-
tas alia sera para mi mejor — Espero tu contestación si es posible hoy
mismo antes de que yo cometa una tontería.
Rosario
618
relató a sus más íntimos, y la versión que dio al doctor Maldonado
es la que en seguida transcribo:
Fue en Río de Janeiro, adonde fue como secretario de la Delega-
ción de su patria al II Congreso Panamericano. Un día recibió una
atenta invitación para asistir a tal casa, tal calle, tal número, donde
se daría una fiesta que el poeta «realzaría con su presencia». El poeta
fue puntual. Un lacayo lo introdujo. Esa era la casa, pero estaba de-
sierta. Los regios salones, listos, no obstante, como para una recep-
ción del gran mundo. ¿Se había adelantado a la hora? Tenía con-
ciencia de que no. ¿Qué ocurría, pues?
El lacayo lo condujo a una sala de buen gusto perfecto. En el cen-
tro, una mesita. En ella, todos los libros de Darío. Y sobre los libros,
una tarjeta de la dama invitante, la condesa X, en la cual manifes-
taba al poeta que era su admiradora, y que le rogaba disponer de
aquella casa mientras permaneciese en la capital brasileña. El lacayo
añadió que su ama estaba ausente, en una de sus posesiones; pero
que tenía instrucciones de ponerse a sus órdenes con toda la servi-
dumbre.
El poeta se quedó atónito. ¿Soñaba? ¿Era aquello una alucina-
ción? Decidió, por si estaba soñando, continuar el sueño, y se instaló
en el palacio. Pero ¿cómo era su admiradora? ¿Sería una anciana
amiga de las letras, una Mecenas de cabellos ya de nieves? ¿O acaso
una joven rubia, de un rubio solar; o morena, de un adorable mo-
reno español? («Chi lo sa!», como dicen los italianos: ¡Quién lo
sabe!)
Casi en vísperas de ausentarse, manifestó al mayordomo el deseo
de pasar a presentar sus homenajes y agradecimientos a quien de regia
manera lo había agasajado. Al día siguiente, el mayordomo le comu-
nicó la respuesta: Sería recibido en la residencia de campo de su señora
la Condesa.
Cuando volvió Darío de esa primera visita, ardía en deseos de
hacer la segunda. Y cuando regresó de la segunda, traía ya en su
cerebro un casr> jurídico: el caso de divorcio (3).
619
Rubén vuelve a París, y entonces se encuentra envuelto en una
historia más y peor si cabe: Rosario Múralo, que parecía resignada
a la separación, ha llegado a Francia. Probando ver si lo que no puede
la esperanza lo puede la desesperación, interfiere la vida de Rubén
y Francisca. Se confabula con Medina, siempre propicio a perjudicar
al poeta, y también con Sedaño. Este es el canciller del cónsul y
poeta, cuyas relaciones suelen alterarse con frecuencia, a pesar de
que la voluminosa correspondencia que de él consta en el archivo
le muestra sumiso y complaciente, y hasta oficioso, por lo regular.
Rubén, siempre necesitado, no paga puntualmente a Sedaño, y éste,
que no tiene medios de vida, suele quedarse con los dineros del
consulado. De allí que riñan con frecuencia, pero Sedaño escucha
impertérrito las amonestaciones. En una ocasión (según cuenta Fran-
cisco Contreras), Rubén llegó hasta arrojarle a la cabeza ¡ una mace-
ta con flores y todo!
En semejantes condiciones, Rubén tiene que habérselas con su
airada esposa, y vive sobresaltado. Francisca estaba en España con su
madre, pues esperaba un nuevo hijo. El poeta se ha instalado en el
barrio latino, rué Corneille, 9, a donde lleva el retrato que le hizo el
pintor mejicano Juan Téllez y que hoy está en el Seminario Archivo
Rubén Darío, de Madrid. En estos momentos, Luis Bonafoux inter-
viene de manera cordial, aunque inútilmente.
Ya es 1907, y Francisca se encuentra en París y muy próxima a dar
a luz. Queremos extendernos un poco acerca de este tiempo, que con-
sideramos muy grave en la vida de todos estos personajes, un mucho
pirandellianos, sin saberlo.
Inquieto, el poeta decide realizar un viaje a su tierra natal. «El día
de la partida, a fines de octubre—cuenta Francisco Contreras en su
buen libro sobre el poeta, indispensable siempre para acercarse al
conocimiento de Rubén—, fui a dejarlo a la estación de Saint Lazare,
juntamente con un viejo profesor español, que se había constituido
en su secretario. Como todavía era temprano, nos refugiamos en un
bar próximo, donde Bonafoux solía reunirse con sus amigos. Toma-
mos allí un aperitivo en compañía de este escritor, de otros españoles
y del joven dominicano Tulio Cestero. Luego cenamos todos en el
restaurante de la estación. Contagiado con la vivacidad de Bonafoux,
Darío parecía animado. «Necesito ir a mi tierra», nos decía sonriendo
por los ojos; «respirar ese aire, ver ese cielo»... «y no saber nada de
literatura». Pero, en realidad, estaba preocupado, sobresaltado, ner-
vioso. Temía que su obstinada consorte viniera a la estación a armar-
le querella, y por lo menos le vitriolara o le pegara un tiro. Instalóse,
pues, en el tren con gran anticipación. Poco después, Rosario Murillo
620
aparecía, en efecto, en el andén, con la mujer de Sedaño, una francesa
frescota y regordetilla, Pero nosotros, los amigos del poeta, ocupába-
mos las puertas del vagón. Contentóse, pues, la celosa esposa con
pasearse ante el tren, lanzando hacia el interior miradas escrutadoras.
Y el pobre poeta, acompañado por Cestero, partió en paz hacia Cher-
bourg, donde debía embarcarse.» Llegó a Nicaragua el 23 de noviem-
bre de 1907.
En la primavera de 1908 vuelve a París, pero como ministro de
Nicaragua en España. Tiene un hijo hermoso, Güicho. Julio Sedaño,
en testimonio . de reconciliación, le ha regalado «un regio gorro de
estudiante, terciopelo negro con cintillo de púrpura». Poco tiempo
después parte hacia Madrid.
La reunión entre Rubén y Rosario era ya imposible. «Rubén Darío
había fijado su amor en una mujer española y contraído con ella
compromisos de paternidad: Francisca Sánchez del Pozo.» «Por eso,
queriendo legalizar su hogar español, Rubén Darío promovió su pro-
pio divorcio con Rosario Murillo, en su segundo viaje a Nicaragua,
en 1907. Como su motivo no cae dentro de la legalidad, los amigos
suyos, con asiento en el Congreso y de acuerdo con el presidente
Zelaya, redactan un proyecto de ley, cuya aprobación no se demora.
IM Ley Darío, con que el nombre del poeta se incorpora a la historia
del Derecho civil de Nicaragua. Por ella quedaban automáticamente
divorciados todos aquellos cónyuges que por una u otra razón no
hubieran tenido trato alguno en un término de años no menor de
cinco. Pero Rosario Murillo, asistida por su abogado, imposibilitó el
resultado apetecido, mediante una hábil estratagema. Y he aquí cómo
recuerda Ildo Sol la narración del suceso, según la hizo Eduardo
de Orzy:
Fuese (Rosario) al domicilio de él, acompañada de dos señores, y,
tras de encarársele, con gran temor del tímido poeta..., le preguntó:
—Megas haber tenido trato conmigo, ¿y no te acuerdas de los
diez mil francos que me diste hace poco en París?
El poeta, ante la interrogación y ante la cifra, no pudo menos
que contestar:
—Rosario, si no fueron diez mil, sino dos mil...
—Eso quería que confesases... -—-exclamó ella—. Sirvan de testigos,
señores—y se retiró.
Por ese solo hecho quedan neutralizados ya los alcances de la dis-
cutida «Ley Darío».
621
Uno de los motivos del viaje del poeta a Nicaragua era el obtener
el divorcio. Rosario Murillo había tratado de unirse a Darío en Euro-
pa en el año 1907, pero el poeta huyó de ella por las principales
capitales de Europa. He aquí la descripción hecha por Aviles (en carta
particular) del asunto (4):
622
de alguna firma bancaria la suma que aún le faltaba, 40.000 francos,
garantizándolos con una parte de sus sueldos de diplomático.
Propusieron este negocio a un banquero alemán residente en Ma-
nagua, Herr Tefel, y éste, a vuelta de algunos requisitos, aceptó. Daría
giros sobre Europa.
El embajador del poeta se acercó nuevamente a doña Rosario para
inquirir contra qué plaza europea deseaba que se le expidieran los
giros. La señora Darío oyó al embajador atentamente, y al terminar
éste, le respondió:
—Dígale a Rubén que me. alegro mucho que tenga tanto dinero.
Y que por mi parte no me divorcio ni por todo el oro de Rotschild.
Y que no quiero oír ni una palabra más sobre el asunto.
Antes de un mes, Darío se embarcaba para España, llevando en
su cartera las credenciales de ministro residente en Madrid.
Pero aquella mano—seda, ensueño y alabastro de la para nosotros
incógnita condesa de Río—, aquellas manos suaves, como el román-
tico madrigal de Luis G. de Urbina,
CARMEN CONDE
Ferraz, 71
MADRID
623
ESTUDIO GRAFOLOGICO SOBRE RUBÉN DARÍO
POR
624
El poeta a los treinta y un años
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CU.VDF.XNDS. 212-213.—25
posible explicación para un episodio de su vida que me sorprendió
grandemente al conocerlo: su unión tan duradera con Francisca Sán-
chez, ¿Qué pudo encontrar el gran -vate en aquella pobre aldeana
analfabeta, aparte de una juventud y belleza que muchas otras «pre-
texto de sus rimas» también le ofrecieron y, sin embargo, fueron
rápidamente olvidadas? No cabe pensar en que Rubén la tomase por
su «princesa», víctima de encantadores, tal como ocurrió a nuestro
Alonso Quijano con Dulcinea y la zafia labriega manchega... He po-
dido estudiar el grafismo de esta mujer en los cuadernos en que
aprendía a escribir, mezclado con borradores de Rubén, Puedo decir
que me ha inspirado respeto. Es una escritura apenas organizada, pero
que ya denota una clara inteligencia natural, lógica y deductiva. En
el terreno afectivo sus valores serían la constancia, la serenidad, la
paciencia, el equilibrio, la estabilidad. Probablemente poco expresiva,
escasamente sensual, recibiría con humildad y sumisión las efusiones
del poeta, y dudo de que añadiese nota personal alguna a su rica
sinfonía amorosa. Eso sí, tenía una voluntad obediente a quien con-
siderase con título para mandar, pero firme, que reaccionaba con
paciente y tenaz heroísmo contra las adversidades; una conciencia
estricta, rígida, sin titubeos, y su conducta sería modesta, reservada,
igual, tal vez un poco seca y no demasiado atractiva. ¿Fue esta for-
taleza, esta firmeza lo que buscó en ella Rubén, cual cable de amarre
para establecer la conexión telúrica capaz de sostenerlo? «Francisca
Sánchez, acompáñame»..., dijo, trasmutando en poesía, por magia
de su arte, un nombre tan vulgar... Acaso quiso también decir: con-
fórtame, deja que me apoye en ti, igual que dice el niño y aun el
hombre a su madre, sin darse cuenta de que ella es tan débil...
Al releer lo que llevo escrito acerca de estos dos seres, me im-
presiona el tremendo contraste entre ellos y también el que parecen
escogidos como prototipos de las respectivas tierras que los produ-
jeron. «Ubérrima», blanda, perezosa, abisal, Sudamérica; seca, dura,
firme, ascética, Castilla... Es éste un tema que siempre me ha inte-
resado: el hombre, producto de la tierra. Ya el viejo Gustavo Le
Bon (3), espíritu tan típicamente francés-—a este respecto me lo re-
cuerda el actualmente discutido P. Teilhard de Chardin (4), hoy
olvidado, a pesar de sus intuiciones hasta en materia atómica, habló
de las leyes psicológicas de los pueblos; modernamente Willy Hell-
pach (5), profesor de la Universidad de Heidelberg, ha desarrollado el
tema del alma humana bajo el influjo de tiempo, clima, suelo y
paisaje, en el que asegura que el alma humana es siempre alma
626
determinada por la tierra, dedicando su trabajo al gran Alejandro
von Humboldt, genial pionero en tantos campos científicos. Muchos
otros especialistas se han ocupado defendiendo tesis en pro y en con-
tra sobre este asunto. Recientemente he leído un brillante ensayo de
don José Antonio Maravall, pero aunque estoy completamente de
acuerdo con él en que «no sería lícito basar un programa de vida
común en la obligación de atenerse a la autenticidad de un carác-
ter» y en que todo pueblo «debe buscar un conocimiento lo más obje-
tivo y científico de esa situación para darse perfectamente cuenta de
la manera y medida con que esos factores condicionan el esfuerzo
para alcanzar un futuro que se persigue...», «pero que no pueden
nunca aducirse para excluir unos fines que se quieren alcanzar, de
la perspectiva del porvenir que un pueblo elige», no llego a compar-
tir enteramente sus ideas sobre el «mito» de los caracteres naciona-
les: soy menos optimista a ese respecto. Me viene ahora a la memoria
una anécdota que refiere Jung (6) en alguna de sus obras—no re-
cuerdo en cuál y voy a citar de memoria, con toda la imprecisión
que ello implica: hablando con un brujo de una tribu primitiva,
éste sugería desacuerdos sobre el proceder de un gran pueblo mo-
derno; Jung insinuó que tal vez las inmigraciones masivas a aquel
país cambiarían su psicología, pero el brujo contestó convencido:
«No, porque al establecerse allí otras familias, los espíritus de los
muertos de aquella tierra entrarían en los cuerpos de los niños que
fueran naciendo, y pronto serían iguales que los anteriores pobla-
dores...».
Después de esta digresión, motivada por la evocación de algo que
rae es caro, he de volver a ocuparme de los grafismos de Rubén. Me
entregan una carpeta con documentos de diferentes épocas, los pri-
meros coincidentes en las características más arriba estudiadas, hasta
que, al llegar a la fecha de 1913, se observa un brusco, espectacular
cambio, que persiste e incluso se agrava de allí en adelante. Hay
una notable disminución en el tamaño de las letras, una presión
mucho más débil, una tendencia general al ahorro de esfuerzo, inse-
guridad, falta de iniciativa. Se diría un hombre envejecido, con notar
ble menoscabo de cualidades viriles en su cerebro y en su carácter
—en éste predominan ahora los rasgos infantiles, nunca ausentes en
las naturalezas poéticas, el egoísmo, las oscilaciones de debilidad y
violencia, -la falta de aplomo en los momentos difíciles, el buscar
escudarse en otro, rehuir responsabilidades,' soñar sueños, lo que los
franceses llaman «pescar sombras»—. Hasta aquellas barras de la t,
627
que parecían tremendas mazas, lanzadas hacia delante, se han con-
vertido en pequeños rasgos que quedan retrasados respecto al palo.
¿Qué edad tenía Rubén cuando escribió esto?—pregunto—. «Cuaren-
ta y tantos años» —me responden. Quedo asombrada: tal vez los
médicos que lo conocieron pudieran dar explicación a todo esto que
yo no puedo hacer más que constatar. Y ello me lleva a repetir aquí
algo que ya se viene diciendo hace muchos años, hasta ahora con
escaso éxito: que la grafología debiera ser un buen auxiliar para
los médicos y los psicólogos.
Desde luego se han interesado y aun ocupado seriamente de la
grafología muchos grandes médicos, psicólogos y pensadores: los nom-
bres de. Kretschmer (7), Enke, Klages (8), Schwiedland, Dr. P. Me-
nard (9), los rusos Kornílov, M. Bekker, etc., del Instituto de Psico-
logía Experimental de Moscú (10), y entre nosotros los Drs. Ramón.
Sarro, López Ibor, Escardó y otros muchos, bastarán como breve
exponente de mi aserto, pero que yo sepa, hasta ahora nada de esto
se ha plasmado aquí en algún centro de estudios serios y metódicos,
que vayan consolidando y ampliando la base científica indudable de
la grafología. Hace ya bastantes años, el Dr. Schneidemühl, profesor
de Patología comparada de la Universidad de Kiel (n), decía, después
de hablar del fundamento científico de la grafología y de sus métodos
de investigación, que la meta deseada sólo podrá alcanzarse definiti-
vamente cuando exista un número suficiente de jóvenes, con prepa-
ración profunda, dedicados a esta ciencia. Y más adelante afirmaba
que los problemas que plantea la grafología sólo se pueden abordar
con un método a la vez psicológico y fisiológico. Esperemos que gente
nueva, con la formación necesaria, aplique su entusiasmo a prose-
guir estos estudios, que, a mi juicio, bien se lo merecen.
628
RUBÉN, CISNE O BUHO EN NUEVAS
CONSTELACIONES
POR
629
Rubén, como el asombro de los ángeles;
Darío, tu reino es todo de la tierra.
He visto otra vez el París que sufrías y cada día soñabas,
y he hablado con el Sena a ver si todavía se acuerda un poco de tu voz.
Viajo ahora en el tren —en tu tren de neblina invernal— hacia el polvo
[silencioso de España,
y veo los huesos de los siglos que tú nos enseñaste a ver,
y escucho la tos de eternidad de Quevedo y miro el párpado de oro
[de Góngora insomne de relámpagos.
A L B E R T O BAEZA F L O R E S
López de Hoyos, 20a, 4.° izq.
MADRID - a
630
Casa de Metapa, hoy Ciudad Darío, donde nació el poeta
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POR
GUILLERMO DIAZ-PLAIA
631
CANOS, van estas crónicas volanderas escritas en. la ocasión festival,
en la noble tierra de Nicaragua.
632
Lengua, que preside un escritor de la talla de Pablo Antonio Cuadra,
ha empezado a elaborarse un plan de trabajo conjunto en el plano
lingüístico-cultural, empezando por una edición de un Diccionario de
Modismos Centroamericanos y terminando por una empresa de in-
tercomunicación de los productos literarios de los seis países.
El nombre de Rubén ha sido aquí el gran aglutinador, y las di-
versas academias, sin perder su tradicional independencia, se aprestan
a colaborar en la tarea común. Todos los signos les son favorables.
El primer fruto de la celebración dariana está aquí. Cuenta, para
su mejor eficacia, con los dos elementos de fusión anteriormente pues-
tos en órbita. Los Congresos de Academias, celebrados ya en Méjico,
Bogotá, Madrid y Buenos Aires, y la Oficina de Información del Es-
pañol (OFINES), que ya está funcionando en el Instituto de Cultura
Hispánica.
Los discursos han sido resonantes, y las menciones de la lengua
común, como vehículos de unidad, ciertamente magníficos. Buen prin-
cipio, a la sombra de Rubén, el de la (.¡.Salutación del optimistas.
PEREGRINACIÓN A METAPA
633
jícaro y el jocote y que ahora—en una nueva y feraz experiencia—
se nieva largamente con el algodón.
Tienen las casas esa «aireación» que, fuera del trópico, seria casi
la intemperie. Los techos son de madera o de palmito, con aberturas
horizontales por las que el aire circula. Esa ha sido durante siglos
la defensa obligada contra un clima de dureza cálida, que sólo en
estos días conmemorativos—venturosamente para nosotros—alcanza un
nivel respirable. Las casas son, pues, espaciosas, de planta cuadrada,
con gran espacio abierto en el que se trazan, con cortinas de tela,
las recámaras de la intimidad. El mobiliario, muy escueto, con hama-
cas en vez de camas o —cuando la casa es de cierta consideración—
un ancho catre con cobertor de cuero. No falta la alcándara de donde
colgar la silla del caballo y el cabezal, que todavía conserva el castizo
nombre árabe-andaluz de jáquima. No oculto con todo esto la sencillez
insigne del lugar o de la casa, aun cuando con bravo esfuerzo los
vecinos de Metapa ha-n repintado sus casas con esos colores intensos
-—el reverso de nuestro blanco mediterráneo— en los que el amarillo
agrio, el rojo siena, el verde oscuro, agravan la intensidad cromática
de los bananos y las palmas que rebosan de los patios interiores, como
grandes tiestos de exuberancia incontenible.
Ciudad Darío quema sus cohetes, pende papel rizado por las calles,
iza banderas, acude a ver el nuevo monumento —éste mucho más
bello que el de Managua—, se siente invadido por miles de personas.
Ciudad Darío cobra por un momento calidad de capital del mundo
hispánico.
Todo por esa breve anécdota, por este pequeño suceso de historia
chica. Porque doña Rosita Sarmiento, la mocita morena de ojos ne-
gros y brillantes, por disensiones domésticas con su esposo, don Ma-
nuel García, había recalado en la casa que en Metapa tenía su tía
—que la adoraba— doña Bernarda, la esposa del coronel Ramírez, quien
pocos días después llevó a caballo a la madre y al niño a la ciudad
de León. El niño—anota un cronista—iba «en una petaca de estera,
como Moisés sobre las aguas del Nilo», No entraba en la ciudad de
León, sino en la historia.
634
sostiene de cuatro siglos de historia capitalicia, rival de Granada en
la noble ostentación, de sus edificios. Si Granada sobre el eran lapo
León se asienta en las cercanías del gran mar Pacífico, donde las pla-
yas son de oro. No cede a nadie en primacía.
Mucho menos en esta conmemoración rubendariana. Si Metapa es
la cuna real del poeta, León es la pila bautismal, y el escenario de la
primera infancia, y los primeros versos, que providencialmente han
sido encontrados en estos días en un cuaderno de adolescencia, cuida-
dosamente caligrafiado por Rubén, y que ahora la ciudad nos ofrece
en una preciosa edición facsímil.
Ahí está, convertida en casa-museo, la mansión de doña Bernarda,
la esposa del coronel Ramírez, tan afectivamente ligada al niño poeta
que firmaba por entonces ((.Félix Rubén Ramírez». Es una casa- am-
plia, hermosa, bien enjalbegada, en la que se reúnen preciosos docu-
mentos iconográficos del poeta-niño. Diré, de paso, que el Centenario
de Darío en Nicaragua viene flanqueado por una impresionante con-
tribución bibliográfica que transforma, especialmente en lo biográfico,
la documentación que hasta ahora se tenía. La edición facsimilar que
digo, acompañada de una edición crítica a cargo de Fidel Coloma, es
trascendental para el estudio de la prehistoria poética de Rubén. Son
textos fechados en 1881, cuando el poeta tenía catorce años, cuando
Darío, después de aprender las primeras letras con una vecina de su
casa, la señorita Jacoha Tellería, y en la escuela que estaba en la es-
quina frontera a cargo de don Jerónimo Ramírez, pasó a la que regen-
taba el maestro Felipe Ibarra, y ya asombraba a todos con su poder
de repentización. Era, como se sabe, el «niño-prodigiov de la poesía,
lector voracísimo y, según recuerda un testigo, amigo de improvisar
sones musicales con un acordeón y de leer versos en voz alta, datos
interesantes ambos para valorar los aspectos sensoriales de su futura
creación poética. Era un niño travieso. Gustaba de representar peque-
ños monólogos, disfrazándose con las botas y el sable del tío-abuelo, el
coronel Ramírez.
León tenía ya entonces una gran tradición intelectual y se había
fundado una revistilla literaria, El ensayo (1880), adonde llevó el poeta-
niño unos versos, firmados con el anagrama de su nombre Bruno Er-
dia y titulados «Desengaño», melancólica, visión de la muerte, en el
crepúsculo. Mas pasmo produce la carga mental que este niño soporta
al leer unos versos escritos a la memoria del gran patricio Máximo
Jerez: «¿Será verdadf No lo sé j Mi arpa humilde llora y gime, ¡
¡Oh, discípulo sublime / de Augusto Comte y Litrél»... O los que de-
dica a don Pablo Buitrago, al que le dice: «¡Salud, salud, oh noble
635
girondino \ de la Gironda audaz del pensamiento!» De su fama se
hizo eco todo León y de allí saltó a la capital, Managua, y al mundo.
El regreso final fue a León. Allí, en la catedral de cinco naves,
junto a un león que llora, está su tumba. Hemos ido a postrarnos ante
ella. Mientras, voltean locas las campanas de toda la ciudad.
¿Tocan a muerto? Tocan a vida.
636
Lo que usted no sabe —me dice— es que Rubén me dedicó des-
pués otro poema. Fue en 1014, y yo estaba estudiando en el colegio
de monjas de Saint Joseph, en Filadelfia. Darío pasó por Nueva York,
camino de Nicaragua, en el viaje final de su vida. Preguntó por mí
y quiso verme. Y me escribió otro poema bellísimo.
—¿Dónde se ha publicado? —le atajo—. Porque yo no lo conozco.
—No lo conoce nadie—me dice Margarita—. Se lo dejé a una
monja de mi colegio en el curso de unas vacaciones, y, al regresar,
me enteré que mi profesora había muerto en un accidente • y que
había sido enterrada con todos sus papeles. Allí terminó el poema de
Darío. Le repito que era muy bello.
GUILLERMO DÍAZ-PLAJA
Ferraz, 13
MADRID
637
RUBÉN DARÍO: Antología poética. Prólogo y selección por Guillermo
de Torre. Ed. Losada, Biblioteca Clásica y Contemporánea, Buenos
Aires, 1966.
638
o más que por las respuestas concretas que acierte a darles. Dentro
de las limitaciones que impone un prólogo, el crítico ha sabido apun-
tar a varios de los problemas fundamentales de los que depende nues-
tra acertada comprensión de la poesía de Rubén y darles una res-
puesta inteligente y ponderada. Resumamos algunas de sus conclu-
siones.
Vigencia del poeta: Hay algo en él aque soporta impávidamente
saltos del gusto y metamorfosis estéticas» (p. 7).
Argumento histórico, avalado, en el caso de Guillermo de Torre,
por la experiencia estrictamente personal: el ultraísmo se alzó contra
los epígonos desvitalizados de Rubén, no contra él.
Definición: la poesía de Darío es «poesía por excelencia», un ejem-
plo de esa «cosa hermosa para siempre» que cantó Keats: «cuajada
de palabras escogidas, pero con capacidad comunicativa, que se guar-
dan en la memoria y reflejan estados de ánimo transmisibles...» (pá-
ginas 9-10).
Cualidad esencial de Rubén: el «genio de la palabra», el «don
musical» (p. n-13). Su arte es «radicalmente sensual» (p. 16).
Reivindica Guillermo de Torre la importancia de poemas algo pre-
teridos, como el «Responso a Verlaine», «El reino interior» o el «Canto
a la Argentina».
Se plantea después el crítico el problema de la «patria espiritual»
del poeta: a pesar del exotismo temático de buen número de sus
poesías, Rubén es «profundamente americano», «poeta continental»,
«identificado con el genio del idioma español» (p. 25). Subraya cómp
el afrancesamiento en las letras hispanoamericanas de fines del xix es
un fenómeno histórico complejo, ligado a circunstancias concretas que
lo hacen perfectamente natural y justificable. Sin embargo, es nece-
sario reducir a sus justas proporciones el afrancesamiento y señalar con
toda objetividad el elemento más dominante en el poeta: su españo-
lismo (p. 31).
Hemos dejado para el final el punto más discutible e interesante
de la exposición de Guillermo de Torre, Junto a los temas decorativos,
exóticos, americanos o españoles, existe en Rubén otra veta indudable:
la de poeta íntimo, angustiado, profundamente inquieto. Muchos opi-
nan que es este sector de su obra el que alcanza una más elevada
categoría estética o, por lo menos, el que hoy más nos interesa por
afectar más directamente a la sensibilidad del hombre contemporáneo.
Recordemos, por ejemplo, el admirable estudio (i) en que Pedro Sali-
nas nos describe las sucesivas etapas que adopta, en la poesía de Ru-
(1) PEDRO SALINAS : La poesía de Rubén Darío. (Ensayo sobre el tema y los
temas del poeta). E. Losada, Buenos Aires, 1948.
639
bén, la embriaguez sensual hasta desembocar en un erotismo agó-
nico, trascendente, que equivale a la lucha por no morir.
Pues bien, Guillermo de Torre reacciona contra el aislamiento «pre-
ponderante y exclusivo» de este grupo de poemas centrados en la
intimidad dolorida de Rubén. Denuncia que esta preferencia nace de
un concepto romántico de la poesía que pretende reducirla al cauce
más estrechamente subjetivo, privándola de la función épica o dra-
mática (p. 40). Señala con justicia que las preocupaciones interiores
del trasmundo se hallan también, aunque entre líneas, en el seno de
sus composiciones aparentemente externas y decorativas. Afirma que,
en el conjunto de la obra de Rubén, son más numerosas las poesías
concebidas bajo el signo de la Vida, del amor gozoso, de Eros. Y con-
cluye: «En las poesías dedicadas a la exaltación de los sentidos...
está escrita la más íntima, verídica y profunda autobiografía de Rubén
Darío» (p. 49).
La crítica de Guillermo de Torre se ha caracterizado siempre por
su amplísimo conocimiento de la literatura universal, el tono personal
nacido de una experiencia literaria muy intensa y la elegancia expre-
siva. En sus obras recientes, además, se percibe claramente un deseo
de ecuanimidad, de ponderación y equilibrio. Es el propósito de con-
jugar «la aventura y el orden» (2), de permanecer en «el fiel de la
balanza» (3). Recordemos el ponderadísimo planteamiento de tipo ge-
neral de su Problemática de la literatura (4) o su monumental His-
toria de las literaturas de vanguardia (5). Desde esta perspectiva, que
podríamos calificar de «clasicismo vivo», resultan plenamente justifi-
cadas las anteriores afirmaciones de Guillermo de Torre. Rubén es
(éstas son las últimas palabras del prólogo que comentamos) «un poeta
con muchos rostros» (p. 50); el crítico debe tenerlos todos en cuenta
y valorar equilibradamente su importancia dentro del conjunto de
la obra. No es justo reducir a Rubén a uno solo de sus múltiples
aspectos: ésta es una de las principales lecciones que nos da Guillermo
de Torre.
Sin embargo..., el siemple lector no puede abdicar de sus prefe-
rencias. Comprendemos que el «Responso a Verlaine» es un gran
poema, pero lo que guardamos en el fondo de nuestra memoria (de
nuestro corazón) son esos pocos versos, de máxima concisión y sen-
cillez: «La vida es dura, amarga y pesa...». «Y no saber a dónde va -
640
mos, ni de dónde venimos)). O la invocación elemental: «Francisca
Sánchez, acompáñame...»
En resumen, la editorial Losada nos ofrece una excelente antología
de Rubén. A través de ella —esperamos— se harán vida en miles de
lectores sus versos musicales, llenos también «de vida y esperanza».
El prólogo de Guillermo de Torre sitúa adecuadamente a Rubén, plan-
tea los principales problemas críticos que hoy pueden interesar al
lector y los resuelve con sabiduría, con ponderación y con viva sensi-
bilidad.—ANDRÉS AMOEÓS.
641
CU.WERNOS. 212-213;—26
res. Para los estudiosos sería muy conveniente la adición de un índice
de personas citadas; la gran riqueza documental de este libro ganaría
así en utilidad práctica.
En la narración biográfica se entremezclan con oportunidad mu-
chos poemas, cartas, documentos, fragmentos de artículos y críticas de
arte, etc. En el caso de Rubén Darío (en todos, pero en éste de modo
especial) es imposible separar el doble término que constituía el título
frecuente de las obras de Fernández Almagro: Vida y literatura.
Ante los pormenores «de tantas tristezas, de dolores tantos», el
lector se siente ganado muchas veces por la emoción más espontánea,
por la compasión sincera. El libro está admirablemente ilustrado con
una gran cantidad de fotografías, algunas de ellas de documentos
inéditos.
Vemos, por ejemplo, una gran foto de Rafaela Contreras, la pri-
mera esposa de Rubén, de una belleza casi cinematográfica, de tez
muy clara, con una túnica blanca sujeta con dos lacitos (jrosa,
azul?...) en los hombros, y sobre el amplio escote está impreso un
poema, que dice así: «Lirio real y lírico / que naces con la albura
de las hostias sublimes / de las candidas perlas / y del lino sin
mácula de las sobrepellices...», etc.
Vemos a Rosario Murillo, la segunda esposa, también bella; y al
poeta conversando con una señora elegante, que resulta ser Francisca
Sánchez, la mujer que supo responder a su petición de compañía.
Vemos, en fin, la trayectoria entera del gran poeta, desde la sencillí-
sima casa natal («ni de dónde venimos») hasta el lecho de muerte:
«y no saber a dónde vamos».
El libro, hermosamente editado, nos presenta con gran acierto la
realidad vital del hombre, del poeta Rubén Darío.—MARINA MAYORAL.
642
JAIME TORRES BODET: Rubén Darío: Abismo y cima, Pondo de Cul-
tura Económica, México, 1966, 361 pp.
643
y la inseguridad humana que tan implacablemente moldea la expe-
riencia del poeta. Darío siempre poseyó una fe indestructible en sí
mismo en cuanto creador; pero también padeció una destructora inse-
guridad en cuanto individuo. La tesis del «bovarismo», el «querer ser
otro» (ese padecimiento esencial de la sociedad latinoamericana, según
constató Jules de Gaultier), es aceptada por Torres Bodet y postulada
como una de las determinantes de la contradicción. El «bovarismo», en
cuanto tal, puede resultar una herramienta interpretativa de valor
incuestionable. Ahora bien: éste, en diferentes circunstancias, exhibe
características distintas, responde a distintas motivaciones, y lo que
Torres Bodet omite es analizar la motivación concreta de este males-
tar colectivo. En consecuencia, todo su planteo preliminar adolece de
casi toda la obra. Cuando el biógrafo alude a la época, a las circuns-
tancias político-sociales, a las contingencias económicas, habitualmente
su exposición pierde vigor, se diluye en un plano de abstractas gene-
ralizaciones. Cuando Torres Bodet se ciñe concretamente a la vida y
la obra del poeta, su estudio exhibe una solvencia que está muy lejos
de ofrecer en los casos anteriormente señalados. El Torres Bodet crí-
tico literario es persuasivo y certero. El Torres Bodet historiador y
sociólogo es menos convincente, y a menudo incluso trivial.
Superados estos escollos iniciales, a medida que la exposición se
desarrolla va adquiriendo densidad y rigor. Así emergen nítidamente
la infancia y adolescencia de Darío, su viaje a Chile, el retorno a
Centroamérica y la sucesión de infortunios y éxitos parciales que lo
arrastrarán por tantos países, convertido ya en prófugo de su propia
conciencia; la progresiva adición a la bebida y su devoción de siem-
pre por las bellas mujeres, todo aquello en que Darío creyó encon-
trar sustitutos válidos de una realidad insatisfactoria que a la larga
concluiría sin embargo por imponerle sus pautas inapelables; la lenta
gestación de su obra prodigiosa a través de esta existencia errática
y rumbosa, presidida a veces por una ingenua crueldad, otras por
enfermiza complacencia en el dolor (deparador de una droga mara-
villosa: el arrepentimiento) y signada siempre por la certeza de sa-
berse condenado a un mundo en que la agonía de su genio era el
precio de su jubilosa inconsciencia de los límites de la realidad; y
en medio de las tinieblas de este contradictorio acontecer, el fuego
inextinguible de la pasión creadora, única constante de este epíritu
que sólo a través de la poesía adquiere una coherencia y la conciencia
de un destino: que sólo a través de las realidades verbales encon-
trará el sendero de la autorealización.
Como muy atinadamente observa Torres Bodet, Darío nunca con
fundió el valor de estas evasiones; o mejor aún, si en el alcohol y
644
las mujeres encontró una posibilidad de evasión, la poesía pronto se
convirtió en vehículo insustituible de liberación. Darío trató durante
su niñez como padre a quien no lo era, apenas conoció a su madre,
contrajo matrimonio para enviudar poco después, fue obligado a con-
traer matrimonio por segunda vez, y durante años viviría huyendo
de su segunda esposa, quien lo acosaría prácticamente hasta el fin
de sus días (unas veces la esposa real, otras su recuerdo, lo cual es
bastante si se tiene en cuenta que para Darío sus obsesiones eran
tanto o más reales que las presencias físicas con que tropezaba a su
alrededor). En estas circunstancias no es extraño que el poeta ten-
tara toda clase de evasiones. Lo que sí resulta sorprendente es que
su vocación poética floreciera impertérrita en medio de esta sucesión
de fracasos familiares y personales, y que su conciencia crítica (o auto-
crítica) se desarrollara hasta extremos impensables en otros poetas
hispanoamericanos de su tiempo. En efecto, el desorden continuo de
su vida contrasta absolutamente con el rigor casi ascético de su lúcida
conciencia creadora. Exiliado por vocación (no sólo de su propia
tierra, sino, como Verlaine, de toda posible felicidad), ahogado por el
afán pulverizador de una sociedad cada vez más estragada por la
disolución de la conciencia tradicional, se sintió solo, en el mundo,
segregado, porque el nuevo pensamiento lógico-experimental postulaba
cada vez más la separación del hombre y su contorno y, por el con-
trario, todo su ser ardía en la necesidad de vivir la realidad a flor
de piel, de sentirse embriagado por (y confundido con) esa misma
realidad exterior. El poeta extrovertido que cantaba a la realidad en
la multiplicidad de sus formas, era la inevitable contrapartida de ese
otro poeta introvertido que padecía la reclusión en su propio yo. Real-
zar la fuerza simbólica del verbo equivalió, para Darío, a restablecer
sus vínculos con la realidad. «Europeo para los latinoamericanos, es-
pañol para los franceses y chorotega para los españoles», su expe-
riencia consuma la posibilidad de una nueva sensibilidad estética.
Rodó, alienado en las apariencias, no comprendió que para ser hispa-
noamericano, mucho más de lo que el propio Rodó creyó ser, a
Darío le bastaba con su nueva sensibilidad, por él creada y pro-
puesta, una sensibilidad nutrida del padecimiento de una realidad
a la que Darío no entendió, pero a la cual expresa de cualquier modo
mejor que cualquier otro poeta hispanoamericano de su tiempo.
Darío, fue, por una parte, un poeta espontáneo, que creó guiado
por una maravillosa intuición. Sus experiencias iniciales son, sin em-
bargo, meramente experiencias de la cultura, no de la vida. A me-
dida que el contacto con ésta vaya estrechándose y la soledad y la
angustia lo obsesionen (notablemente a partir de Cantos de vida y
645
esperanza), su poesía irá adquiriendo tonos de una intensidad cada
vez mayor. Este hecho, el de que contemplada desde el final toda
su poesía aparezca como una purificadora e incesante evolución, de-
muestra por lo menos una cosa: que todo el exotismo inicial de
Darío, lejos de constituir un atributo meramente exterior, formaba
parte de su experiencia de la vida, puesto que, por grados y evolu-
tivamente, a partir de Cantos de vida y esperanza, iría atenuándose
hasta reducirse en sus últimos poemas a unas pocas veladas y signi-
ficativas alusiones. El hecho de que estos elementos nunca desapare-
cieran totalmente, sino que fueran desvaneciendo su contorno para
perdurar finalmente como puntos de referencia de una vida que con-
sistió en una perpetua contradicción, prueba cuan hondamente arrai-
gados estaban ya en la sensibilidad del poeta aún en la etapa ma-
nifiestamente esteticista de Azul...
Todo este capítulo de prolijas dilucidaciones no obsta a la com-
prensión cordial de ese otro Darío cuya vida transcurre por un labe-
rinto infinito de infortunios, desencantos y arrepentimientos. Hay en
esta biografía una profusión de anécdotas (¿quién, entre los poetas his-
panoamericanos, tuvo un anecdotario más profuso que Darío?), pero,
a diferencia de lo que habitualmente ocurre con los biógrafos del
poeta, Torres Bodet nunca se extravía en las arenas movedizas de lo
insustancial o aleatorio. Esta biografía trasunta un conocimiento in-
tegral de los detalles que configuran la vida de Darío, pero también,
lo que es más, una cabal comprensión de su trayectoria vital. Había,
en suma, en Torres Bodet una disponibilidad de medios (su conoci-
miento exhaustivo de la vida y la obra del poeta), y además una
comprensión de esa sucesión de altibajos que usualmente sugieren al
lector no avisado la imagen de una incoherencia fraguada por capri-
chosas mutaciones. A partir de allí, el biógrafo ha puesto el anec-
dotario al servicio de la reconstrucción de esa fiebre creadora en que
el poeta consumió sus días, empleando con parquedad el material
de que disponía para no obstruir con trivialidades la comprensión de
la misma. Junto a la paciente y difícil disciplina de la erudición, el
biógrafo ha cultivado la no menos difícil y paciente de la conten-
ción. Pese a ciertos incidentales barroquismos del estilo, la exposición
está siempre presidida por la sobriedad y la concisión: nunca, pro-
bablemente, habían los anteriores biógrafos del poeta conseguido pe-
netrar tan entrañablemente el sentido de su pasión inextinguible y
expresarla con tanta calidez y claridad. La hora de Darío está ya
próxima. No sólo lo demuestran la intensidad con que su legado se
?46
trasvasó a toda la poesía hispanoamericana y española y el hecho
de que hoy, de regreso de tantos inocuos y fáciles vanguardismos, los
genuinos creadores de nuestra lengua unánimemente así lo reconoz-
can, sino también la persuasiva evidencia del gran nicaragüense
ha comenzado a encontrar, por fin, los exegetas que su prodigioso
legado tan justamente reclamaba. Estudios como Rubén Darío; Abis-
mo y cima, de Jaime Torres Bodet, así lo comprueban.—JUAN CARLOS
CURUTCHET.
647
ÍNDICES DEL TOMO LXXI
NUMERO ¿ i i (JULIO DE 1967)
Páginas
A R T E Y PENSAMIENTO
HISPANOAMÉRICA A LA VISTA
N O T A S Y COMENTARIOS
Sección de Notas:
Sección Bibliográfica:
Ilustraciones de PUYUELO.
Í N D I C E
Páginas
MARÍA FRANCISCA DE JÁUREGUI: Estudio grafológico sobre Rubén Darlo ... 624
ALBERTO BAEZA F L O R E S ; Rubén, cisne o buho en nuevas constelaciones ... 629
GUILLERMO DÍAZ-PLAJA: Crónica menor de un gran centenario 631
ANDRÉS AMORÓS : Guillermo de Torre: Antología poética 638
MARINA MAYORAL: Edelberto Torres: La dramática vida de Rubén Darío. 641
JUAN CARLOS CUHUTCHET: Jaime Torres Bodet: Rubén Darío: Abismo y
cima 640
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BASES
3.a Los trabajos que se presenten tendrán una extensión mínima de 850 versos.
16. Se entiende que con la presentación de los originales, los señores con-
cursantes aceptan la totalidad de estas Bases y el fallo del Jurado.
N O T I C I A
N U M E R O 2 3 2 . J U L I O D E 1967. A Ñ O X X I
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(BIMESTRAL)
ESTUDIOS
ANTONIO CARRO MARTÍNEZ : Relaciones entre los altos órganos del Estado.
JOSÉ MARÍA CORDERO TORRES: La Administración consultiva del Estado en la Ley
Orgánica del Estado.
JOSÉ IGNACIO ESCOBAR Y KIRSPATRICK: El Jefe del Estado en la Ley Orgánica.
RODRIGO FERNÁNDEZ CARVAJAL: Las Cortes Españolas en la Ley Orgánica del
Estado.
AMADEO DE FUENMAYOR: Estado y religión.
LICINIO DE LA FUENTE : El Consejo Nacional en la Ley Orgánica del Estado.
Luís GARCÍA ARIAS: Las Fuerzas Armadas en la Ley Orgánica del Estado.
FERNANDO HERRERO TEJEDOR: El Estado de Derecho en las Leyes Fundamentales
españolas.
Luis JORDANADE POZAS: La Administración Local en la Ley Orgánica.
PASCUAL MARÍN PÉREZ: La Administración de justicia en la Ley Orgánica del
Estado.
CRUZ MARTÍNEZ ESTERUELA: Las funciones del Consejo del Reino.
ROBERTO REYES MORALES: El Consejo Nacional del Movimiento y los derechos y
libertades reconocidos en las Leyes Fundamentales.
DIEGO SEVILLA ANDRÉS: La defensa de la constitución en la Ley Orgánica es-
pañola.
JORGE USCATESCU: Filosofía de la libertad en la Ley Orgánica del Estado.
DOCUMENTOS
Textos refundidos de las Leyes Fundamentales del Reino, aprobados por el De-
creto de 20 de abril de 1967.
España 300
Portugal, Hispanoamérica y Filipinas 350
Otros países 400
Número suelto ... 80
CONSEJO D E REDACCIÓN
PRESIDENTE: J O S É M A R Í A CORDERO T O R R E S
S E C R E T A R I A : JULIO COLA A L B E R I C H
S U M A R I O D E L N U M E R O 89
(Enero-febrero 1967)
ESTUDIOS:
Hacia una evolución en la réplica a la subversión, p o r FEDERICO QUINTERO.
Tradición y actualidad en la evolución internacional del socialismo árabe, por
RODOLFO G I L BENUMEYA.
La política exterior de la URSS, por STEFAN GLEJDURA.
Política exterior de Puerto Rico, p o r S. ARANA-SOTO.
NOTAS:
Una página poco mencionada del Concilio Ecuménico: la petición anticomunista,
p o r FRANCESCO L E O N I .
Las organizaciones espaciales en Europa, en particular ELDO y ESRO, por F R . W .
VON RAUCHHAÚPT.
Entre los dos colosos, p o r JAIME M E N É N D E Z .
Síntomas de entendimiento regional en Asia, p o r LEANDRO RUBIO GARCÍA,
La situación poco tranquilizadora de Tailandia, p o r GREGORIO BURGUEÑO ALVAREZ.
Dos nuevos estados independientes: Lesotko y Botswana, p o r JULIO COLA ALBERICH.
Cronología.
Sección bibliográfica.
Recensiones.
Noticias de libros.
Revista de revistas.
Fichero de revistas.
Actividades.
DOCUMENTACIÓN INTERNACIONAL
Los acuerdos de Viena sobre la Unión Postal Universal, p o r JOSÉ MARÍA CORDERO
TORRES.
España 250
P o r t u g a l , H i s p a n o a m é r i c a y Filipinas 300
Otros países 350
N ú m e r o suelto 70
S U M A R I O
OTTO FRIEDRICH BOLLNOW: El hombre y su casa. RODOLFO M O N D O L F O : «Ve-
rum ipsum factum». Desde la antigüedad hasta Galilea y Vico, JOSÉ
L U I S R O M E R O : La ciudad hispanoamericana: historia y situación. JOA-
QUÍN CASALDUERO: El desarrollo de la obra de Cervantes. ERNESTO SABA-
TO : Significado de Pedro Henríquez Ureña.
VARIA LECCIÓN
Arte:
JULIÁN GALLEGO: La sociología del arte en las obras de Fierre Francastel.
J O S É TUDELA : Introducción al Catálogo de Arte Popular de América
y Filipinas.
Pensamiento español:
PAULINO GARAGORRI: Las etapas de una filosofía. A R T U R O DEL H O Y O : Más
sobre el Idearium español de Ángel Ganivet.
Literatura:
CONCHA M E L É N D E Z : Hispanoamérica desde el amor. Introducción al libro de
Anita Arroyo «Hispanoamérica en su literatura». RAMÓN DE GARCIASOL:
Teoría del prólogo en Marañan. ILDEFOSO MANUEL G I L : Curiosa fortuna
de unos versos de Juan Ramón Jiménez. FÉLIX GRANDE: Ante una nueva
edición de Machado.
LIBROS
FRIDA SCHULTZ DE MANTOVANI: «Ensayos sobre la difícil u n i v e r s a l i d a d es-
pañola» (Guillermo d e Torre, La difícil universalidad española. Gredos,
M a d r i d , 1965). GRACIELA SORIANO: «LOS seis libros d e l a República, d e
J u a n Bodíno» (Juan Bodino, Los seis libros de la República. Selección,
traducción e introducción de P e d r o Bravo, Instituto de Estudios Políticos,
F a c u l t a d de Derecho, Universidad Central de Venezuela. Caracas, 1966).
GEORGES DELACRE: Leopold Kohr, El superdesarrollo (Los peligros del
gigantismo). Edit. Luis Miracle, Barcelona, 1965; 229 p p . I R I S M . ZAVA-
LA: E m i l i o Salcedo, Vida de don Miguel, A n a y a , Salamanca, 1964; 437
páginas. GASTÓN FIGUEIRA: A l b e r t o Z u m Felde, La narrativa en Hispa-
noamérica. Edit. Aguilar, Colee. Ensayistas Hispánicos, M a d r i d , 1964;
379 p p . ROBERTO AGRAMONTE: P i t i r i m A . Sorokin, Sociological Theories
of Today, H a r p e r & Row, N e w York a n d London, 1966. FRANCISCO
R U I Z RAMÓN: J u a n Luis Alborg, Historia de la literatura española,
Gredos, M a d r i d , 1966; t o m o I, 622 p p .
Bibliografía española, p o r J O S É L U I S CANO. Bibliografía argentina, por GUI-
LLERMO D E TORRE. Bibliografía mexicana, por MAX AUB. Bibliografía
puertorriqueña, por GONZALO VELAZQUEZ. PUBLICACIONES RECIBIDAS.
N U M E R O 54
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EDITORIAL GREDOS, S. A.
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ABDEL-MALEK, ANOÜAE: Egipto. Sociedad militar (Sociedad y ejército 1952-
1967). Colección Tercer Mundo.
He aquí un libro fundamental sobre uno de los países por los que pasa
el curso de la historia. Si los últimos acontecimientos en el Oriente Medio
le prestan, además, una viva actualidad, no es éste—con ser mucho—el
principal valor de la obra.
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VELAKDE FUERTES, JUAN: Sobre la decadencia económica de España. BTCE.
Frente al fácil triunfalismo económico, que sirve para enmascarar tan-
tas veces intereses poco confesables, se ha venido alzando desde 1948
la pluma de JUAN VELARDE FUERTES, que, de modo sencillo y al par impla-
cable, denuncia los defectos de nuestra estructura socioeconómica y cómo
pudieron y, en ciertos casos, cómo pueden todavía resolverse.
GINER, AZCÁRATE y SALMERÓN: La cuestión universitaria. Epistolario.
Esta obra nos pone en presencia de 4ino de los momentos más trascen-
dentales de la vida de la enseñanza de España: el de la célebre «cuestión
universitaria», que llevó a la separación de sus cátedras de tres profesores
de la talla de GINER, AZCÁRATE y SALMERÓN y a SU confinamiento. Sin per-
juicio de las peripecias del expediente y su resolución, en esa «cuestión»
está el verdadero origen de la Institucióri Libre de Enseñanza.
Todo ello queda magistralmente expuesto en el trabajo preliminar de
don PABLO DE AZCÁRATE y en la apasionante correspondencia cursada entre
los catedráticos sancionados.
MORAN, FERNANDO: El nuevo reino (ensayo sobre eí sentido de la política
en África Negra), Colección Semilla y Surco. Serie de Sociología.
Lo que confiere a la presente obra su radical originalidad es, precisa
mente, la perspectiva total y exhaustiva desde la que se estudia las socie-
dades contemporáneas del África Negra.
BLACK, M A X : Modelos y metáforas. Colección Estructura y Función.
Aunque la temática de la presente obra sea muy vasta (filosofía del
lenguaje, lógica, filosofía de la ciencia), hay una unidad derivada del
firme empeño del autor en emplear un «análisis lingüístico» para arrojar
nueva luz sobre viejos problemas filosóficos, tales como el de la natura-
leza de la lógica, la causalidad y la inducción.
WAUTHIER, CLAOOE: El África de los africanos. Colección Tercer Mundo.
La lucha por la emancipación de las antiguas colonias africanas-—el
gran acontecimiento del siglo xx—está íntimamente ligada al desarrollo
cultural, y de todo ello hace WAUTHIER un profundo estudio.
LITERATURA LATINOAMERICANA
Esta novela nos da, con una viveza extraordinaria, la más íntima tex-
tura de la vida en una pequeña ciudad provinciana que a todos parecería
tranquila y casi dormida, y en la que, en cambio, las crispaciones de la
pasión y de la violencia se dan con inusitada fuerza.
Una Centroamérica de tímidos amores culpables y de una brutalidad
casi inconcebible.
DE PRÓXIMA APARICIÓN:
Los intrusos, ENRIQUE LUIS REVOL. Argentina.
Los laberintos insolados, MARÍA TRABA. Colombia.
Job-Boj. JORGE GUZMÁN. Chile.
Las máscaras, JORGE EDWARDS. Chile.
Rayuela, JULIO CORTÁZAR. Argentina.
TAURUS EDICIONES, S. A.
Claudio Coello, 69 B, i.°
Teléfono 2758448. Apartado 10.161. MADRLD-i
RUBÉN DARÍO
EN TAURUS EDICIONES
(Col. «Temas de España» núm. 13), 3. a ed., 674 pp., 125 ptas.
TÜr
PRÓXIMAMENTE:
PEDRO LAÍN ENTRALGO: El saber
científico y la historia.
MANUEL ALVAR: Hablar pura
castía.
ANTONIO ELORZA : Cristianismo
ilustrado y reforma política en
Fray Miguel de Santander.
VÍICTOR FUENTES : Benjamín Jar-
nés: aproximaciones a su inti-
midad y creación.
AUGUSTO M. TORRES: Proceso de
burocratización del «Free ci-
nema»,
FERNANDO SANTOS-RIVERO: Mi
amigo Andrés,
MEDARDO FRAILE: El camino más
corto.
SANDRA MARCIA H A U T E : Súplica en
el hormigón.
JOSÉ ALBERTO SANTIAGO: Veinte
sonetos pequeño-burgueses.
MARÍA DE LAS M E R C E D E S OUTU-
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