El Arquero y El Arbitro
El Arquero y El Arbitro
El Arquero y El Arbitro
También lo llaman portero, guardameta, golero, cancerbero o guardavallas, pero bien podría ser
llamado mártir, paganini, penitente o payaso de las bofetadas. Dicen que donde él pisa, nunca más
crece el césped.
Es un solo. Está condenado a mirar el partido de lejos. Sin moverse de la meta aguarda a solas, entre
los tres palos, su fusilamiento. Antes vestía de negro, como el árbitro. Ahora el árbitro ya no está
disfrazado de cuervo y el arquero consuela su soledad con fantasías de colores.
El no hace goles. Está allí para impedir que se hagan. El gol, fiesta del fútbol: el goleador hace alegrías
y el guardameta, el aguafiestas, las deshace.
Lleva a la espalda el número uno. ¿Primero en cobrar? Primero en pagar. El portero siempre tiene
la culpa. Y si no la tiene, paga lo mismo. Cuando un jugador cualquiera comete un penal, el castigado
es él: allí lo dejan, abandonado ante su verdugo, en la inmensidad de la valla vacía. Y cuando el
equipo tiene una mala tarde, es él quien paga el pato, bajo una lluvia de pelotazos, expiando los
pecados ajenos.
Los demás jugadores pueden equivocarse feo una vez o muchas veces, pero se redimen mediante
una finta espectacular, un pase magistral, un disparo certero: él no. La multitud no perdona al
arquero. ¿Salió en falso? ¿Hizo el sapo? ¿Se le resbaló la pelota? ¿Fueron de seda los dedos de
acero? Con una sola pifia, el guardameta arruina un partido o pierde un campeonato, y entonces el
público olvida súbitamente todas sus hazañas y lo condena a la desgracia eterna. Hasta el fin de sus
días lo perseguirá la maldición.
EL ÁRBITRO
El árbitro es arbitrario por definición. Éste es el abominable tirano que ejerce su dictadura sin
oposición posible y el ampuloso verdugo que ejecuta su poder absoluto con gestos de ópera. Silbato
en boca, el árbitro sopla los vientos de la fatalidad del destino y otorga o anula los goles. Tarjeta en
mano, alza los colores de la condenación: el amarillo, que castiga al pecador y lo obliga al
arrepentimiento, y el rojo, que lo arroja al exilio.
Los jueces de línea que ayudan, pero no mandan, miran de afuera. Sólo el árbitro entra al campo de
juego; y con toda razón se persigna al entrar, no bien se asoma ante la multitud que ruge.
Su trabajo consiste en hacerse odiar. Única unanimidad del fútbol: todos lo odian. Lo silban siempre,
jamás lo aplauden. Nadie corre más que él. Él es el único que está obligado a correr todo el tiempo.
Todo el tiempo galopa, deslomándose como un caballo, este intruso que jadea sin descanso entre
los veintidós jugadores; y en recompensa de tanto sacrificio, la multitud aúlla exigiendo su cabeza.
Desde el principio hasta el fin de cada partido, sudando a mares, el árbitro está obligado a perseguir
la blanca pelota que va y viene entre los pies ajenos. Es evidente que le encantaría jugar con ella,
pero jamás esa gracia le ha sido otorgada. Cuando la pelota, por accidente, le golpea el cuerpo, todo
el público recuerda a su madre. Y, sin embargo, con tal de estar ahí, en el sagrado espacio verde
donde la pelota rueda y vuela, él aguanta insultos, abucheos, pedradas y maldiciones.
A veces, raras veces, alguna decisión del árbitro coincide con la voluntad del hincha, pero ni así
consigue probar su inocencia. Los derrotados pierden por él y los victoriosos ganan a pesar de él.
Coartada de todos los errores, explicación de todas las desgracias. Los hinchas tendrían que
inventarlo si él no existiera. Cuánto más lo odian, más lo necesitan.
Durante más de un siglo, el árbitro vistió de luto. ¿Por quién? Por él. Ahora disimula con colores.