Dos Passos John Rocinante Vuelve Al Camino PDF
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1ª Edición: ISBN:84-204-6519-4
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Título original: Rosinante to the Road Again © 1922 by George H. Doran Company;
renewed 1949 by John Dos Passos © De la traducción: Márgara Villegas © De esta edición:
2003, Santillana Ediciones Generales, S. L. Torrelaguna, 60. 28043 Madrid Teléfono 91 744 90 60 Telefax 91
744 92 24 www.alfaguara.com
ISBN: 84-204-6519-4
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública
y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de
los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. Código Penal)
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John Dos Passos pasó una temporada en la España de los años veinte y aprovechó aquel
viaje para escribir unas estampas periodísticas en las que se acercaba a la realidad
ibérica. En sus páginas comparecen taberneros, viajantes de comercio y arrieros, junto a
celebridades como Pastora Imperio o Blasco Ibáñez. El lector podrá incluso acompañar al
novelista al entierro de Galdós, o asistir a una conferencia de Valle-Inclán.
El interés de Dos Passos por España no se limita, sin embargo, al de un turista. Él acude
a los teatros, estudia a los clásicos e interpreta lo que se conocía como «espíritu nacional»,
cuya característica básica sería, para el escritor estadounidense, un feroz
individualismo.
Pero el novelista que era Dos Passos no podía dejar de aparecer aquí. La ficción se
mezcla con la realidad por medio de Telémaco, que recorre a pie el camino entre Madrid y
Toledo en busca de lo que él denomina «el gesto» que reúna en una sola imagen la esencia
de lo español. En su periplo se encontrará con gente de todo tipo, entre ellos un
moderno Don Quijote que le ayudará a conocer y a entender mejor el país que recorre.
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Índice
I. En busca de un gesto
II. Lo flamenco
III. El panadero de Almorox
IV. Charlando por el camino
V. Un novelista revolucionario
VI. Charlando por el camino
VII. Córdoba, la que fue de los califas
VIII. Charlando por el camino
IX. Un Midas al revés
X. Charlando por el camino
XI. Antonio Machado: poeta de Castilla
XII. Un poeta catalán
XIII. Charlando por el camino
XIV. El Madrid de Benavente
XV. Charlando por el camino
XVI. Un funeral en Madrid
XVII. Toledo
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I. En busca de un gesto
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Su cara morena termina en una barbilla puntiaguda; sus cejas, que casi se
juntan sobre la nariz, suben en ángulo hacia el negro resplandor de su pelo; sus
labios se fruncen en una semisonrisa, como si ocultaran un secreto. Da una
vuelta alrededor del escenario, lentamente, con la mano en la cintura, el mantón
ceñido al codo, los muslos flexibles e inquietos: una pantera enjaulada. Se
vuelve rápida desde el foro, avanza; el castañeteo de sus dedos se hace más
sonoro, más insistente; la guitarra se estremece como una bandada de
perdices asustadas. Los tacones rojos golpetean formidablemente.
Decidme: la hermosura,
la gentil frescura y tez
de la cara,
la color y la blancura,
cuando viene la vejez,
¿cuál se para?
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II. Lo flamenco
Where the husbandman's toil and strife
Little varies to strife and toil.
But the milky kernel of life,
With her numbered: corn, wine, fruit, oil.
MEREDITH
El sendero bajaba zigzagueando por un olivar, entre el gárrulo resplandor de las
acequias, que a trechos se ensanchaban en verdes charcos bordeados de juncos,
llenos de ranas, en torno a los cuales se erizaban achaparradas adelfas. Yo veía a
través de las hojas plateadas de los olivos la rojiza mole de las montañas,
veteada por la esmeralda de los campos de mijo, y arriba, nevadas cumbres
contra un cielo añil, bosques de metal recortado en la radiante luz del
mediodía. Delante de mí, el retintín de un cascabel; luego, en el recodo de un
sendero, la grupa trasquilada de un burro gris, que, balanceando meditativamente
su cola, se abría camino por entre las piedras, la cabeza todavía oculta por los
cestos de mimbre de la carga. En la curva siguiente, adelantándome al burro,
me acerqué al arriero, un muchacho moreno, con unos pantalones azules muy
ceñidos y una blusa gris muy corta. Tenía los pómulos prominentes, una nariz
de halcón y esbeltas caderas de moro. Hablaba un andaluz aspirado, que sonaba
a árabe.
Nos saludamos cordialmente, como hacen los viajeros en las comarcas
montañosas donde los senderos son estrechos. Hablamos del tiempo, del viento,
de las fábricas de azúcar de Motril, de mujeres, de viajes, de la vendimia,
luchando todo el rato como náufragos para entender nuestra jerga. Al saber que
yo era norteamericano y que había estado en la guerra, se mostró muy
interesado. Naturalmente yo era un desertor, dijo, que había sabido cómo escapar.
Había habido dos desertores en su pueblo, hacía un año, alemanes, quizá
amigos míos. Le hice notar que yo y los alemanes habíamos estado en distintos
extremos del cañón. Rió. ¿Qué importaba eso? Luego dijo varias veces: ¡Qué
burrada la guerra, qué burrada! *.1 Y o protesté, señalando al burro que nos
seguía con pasitos melindrosos, mirándonos entre sus largas pestañas con aire
zumbón. ¿Había nada menos burro que un burro?
Rió otra vez, crispando sus labios gruesos y enseñando sus dientes apretados.
Se paró bruscamente, volvió la cabeza para contemplar las montañas y ex-
tendió su larga mano hacia ellas.
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* Los fragmentos en cursiva están en español en el original. (N. de la T.)
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A mí me gusta lo blanco,
¡viva lo blanco!, ¡muera lo negro!,
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-Eso es -exclamó don Antonio muy excitado-. A ustedes los del norte:
ingleses, americanos, alemanes y demás, les gusta lo negro. Les gusta estar
tristes. A mí no. Yo soy alegre, yo no lo quiero.
La luna se había hundido hacia poniente, roja e hinchada. El este empezaba a
palidecer. Los pájaros se pusieron a gorjear. Lo dejé; pero en la cama seguí
oyendo la voz del trasgo que rugía:
A mí me gusta lo blanco,
¡viva lo blanco!, ¡muera lo negro!
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muscular contra la tierra. ¡Era tan dulce, tan extrañamente alejada del mundo
moderno, febril y cambiante, esta vida de los labriegos de Almorox!... Por
todas partes raíces que penetran en el pasado infinito. Porque antes de la Re-
volución, antes de los moros, antes de los romanos, antes de los furtivos
traficantes fenicios eran muy semejantes a como son ahora estas comunidades
iberas. En lejanas comarcas las cosas cambiaban, se fundaban ciudades, se
construían sólidos caminos; los ejércitos marchaban, luchaban y perecían; pero
en Almorox, los principios de la vida permanecieron inmutables hasta el
presente. Nuevos hombres y nuevas lenguas habían aparecido. La Virgen se había
apropiado los festivales y los ritos de las viejas diosas de barro y el místico fervor
de la devoción. Pero siempre había quedado el amor por el sitio, la fuerte
confianza anarquista en el individuo, el caminar, consciente o no, por donde
habían caminado generaciones de hombres que trabajaron, amaron y
descansaron al sol acariciador, sin percibir ninguna realidad fuera de sí
mismos, fuera de las desnudas colinas cercadas de su municipio, excepto el
Dios que era la síntesis de su alma y de su vida.
Aquí yace la fuerza y la debilidad de España. Este intenso individualismo nacido
de una historia cuyos cimientos descansan en pueblos aislados -sobre la
inmutable faz de los cuales, como la hierba sobre el campo, los hechos
brotan, maduran y mueren- es la verdadera base de la vida española. No ha
habido revolución bastante fuerte para derrumbarlo. Invasión tras invasión:
los godos, los romanos, los moros, las ideas cristianas, las novedades y
convicciones del Renacimiento han barrido el país, cambiando costumbres
superficiales y modas de pensamiento o de lenguaje, sólo para ser
metamorfoseadas de acuerdo con el inmutable espíritu ibérico.
Y en el espíritu ibérico predomina la idea de que la vida es sueño. Sólo lo
individual o aquella parte de la vida que depende directamente de lo individual
tiene realidad. La suprema expresión de lo cual radica en dos grandes figuras
que simbolizan a España eternamente: Don Quijote y Sancho Panza. Don
Quijote el individualista, que creía en el poder del alma sobre todas las cosas,
que llevó al mundo entero en sí mismo; Sancho el individualista, que no veía en
el mundo sino comida para su estómago. De un lado tenemos las extáticas
figuras para quienes el poder del alma individual no tiene límites, y en cuyo
espíritu el universo no es más que un hombre frente a su reflejo: Dios. Estos
son los Loyola, los Felipe, los férvidos ascetas como Juan de la Cruz, los modelos
de los ardientes rostros torturados de los cuadros de El Greco. Del otro lado,
están los joviales materialistas, como el Arcipreste de Hita, culminando en la
frenética y mística sensualidad de tan épica figura como Don Juan Tenorio. A
través de toda la historia española y a través de todo el arte español, pueden
seguirse los hilos de estos dos caracteres complementarios, cambiando,
combinándose, ramificándose; pero siempre los mismos en substancia. Con
esta trama y urdimbre han sido tejidos todos los extraños patrones de la vida
española.
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Tratando de sacar una impresión unificada de las desperdigadas imágenes de
España grabadas en mi cerebro, me doy cuenta, en primer lugar, de que hay va-
rias Españas. Realmente, cada aldea perdida en los repliegues de las áridas
colinas o sombreada por la mole de su iglesia en medio de una de las mesetas,
cada fértil huerta de la costa, es una España. Iberia existe, y las marcadas
características ibéricas; pero España, como nación moderna centralizada, es
una ilusión, una desdichada ilusión; porque la presente atrofia, la desoladora
esterilidad de un siglo de revoluciones pudieran muy bien ser debidas en gran
parte a la imposición artificial de un gobierno centralizado en una tierra esen-
cialmente centrífuga.
En primer lugar está el asunto de las lenguas. En conjunto, son cuatro las
lenguas que se hablan en la España actual: el castellano, la lengua de Madrid y
de las mesetas centrales, la lengua oficial, que se manifiesta en el sur en la
variedad de andaluz; el gallego-portugués, hablado en la costa oeste; el vasco,
que ni siquiera comparte con las otras el pasado latino; el catalán, una
variedad del provenzal que, junto con su dialecto, el valenciano, se habla en la
parte norte de la costa mediterránea y en las islas Baleares. Por supuesto que,
bajo la influencia de las comunicaciones ferroviarias y con el esfuerzo
consciente de extender el castellano, las otras lenguas, con la excepción del
portugués y el catalán, han perdido vigencia y han desaparecido de las
grandes ciudades; pero la situación difiere notablemente del caso de los
dialectos italianos, ya que todas las lenguas de España, con excepción del vasco,
tienen una fuerte tradición literaria.
Añádase a la variedad de lenguaje una inmensa variedad de topografía en las
diferentes partes de España. Las mesetas centrales, predominantes en la historia
moderna (que se reduce a nacimientos y matrimonios de reyes y reinas y a
hazañas guerreras de generales), se aproximan probablemente en clima y
vegetación a las estepas más templadas de Rusia. La costa occidental es, por
muchas razones, un País de Gales más fértil y más cálido. Las huertas
meridionales recuerdan a Egipto. El levante, desde Valencia para arriba, es una
continuación de la costa mediterránea de Francia. De esto se sigue que, en este
país, donde una hora de tren basta para transportarle a uno desde la nieve de
Siberia hasta el desierto africano, la unidad de población difícilmente puede
esperarse.
Aquí está probablemente el origen de la tendencia del arte español a acentuar la
diferencia entre cosa y cosa. En pintura, donde el espíritu de un pueblo se ve
a menudo más palpable, encontramos un ejemplo supremo. El Greco, casi
la caricatura en su arte del espíritu quijotesco, que, aunque griego por
nacimiento y veneciano por educación, se volvió más español que los
españoles durante su larga vida en Toledo, se esforzó constantemente en
expresar la diferencia entre el mundo de la carne y el mundo del espíritu, entre
el cuerpo y el alma del hombre. En tiempos más recientes, la extremada
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inmortalidad. Éste es el núcleo del individualismo que se oculta en todas las ideas
españolas, la convicción de que sólo el alma individual es real.
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En la España de hoy, estas cosas se ven como a través de un cristal: borrosamente.
Desde la famosa entrada de Fernando e Isabel en Granada, tan cacareada, la
historia de España ha sido un continuo esfuerzo para encajar un taco cuadrado en
un agujero redondo. En la gran llamarada del Siglo de Oro, el siglo de los lingo-
tes del Perú y de los hombres de mayor valor todavía, el mal fermentaba bajo la
superficie. Desde entonces el conflicto ha corroído, haciéndolas fútiles, todas
las boyantes energías de la nación. Quiero decir el persistente esfuerzo de
centralizar en pensamiento, en arte, en gobierno, en religión un país cuya
energía va por otro camino. El resultado ha sido la consiguiente paralización de
toda vida y de todo pensamiento, de modo tal, que un siglo de revolución
parece no haber facilitado a España la solución de sus problemas. Hoy día,
cuando todo está en sazón para intentar vencer de nuevo la atrofia, una especie de
desesperada inacción hace que los españoles soporten un gobierno de
increíble corrupción, formado por militares ineficaces. Parece que no existe
solución posible al problema de una nación en la cual el poder centralizado y el
separatismo trabajan sólo para aniquilarse uno a otro.
Los españoles frente a sus tradiciones se encuentran en la misma situación que los
arqueólogos ante el problema de la escultura ibérica. Cerca del Cerro de los Santos,
desnuda colina donde entre las ruinas de un santuario aparecieron, no hace
mucho, innumerables esculturas indígenas de hombres y mujeres, diosas y
dioses, vivía un pequeño relojero. Las primeras estatuas desenterradas creyeron
los piadosos campesinos que eran santos, y santos eran según una
revelación anterior a la de Roma. ¡No fue chica la que se armó cuando el
descubrimiento de aquellas mujeres arropadas, con altos peinados y solemnes
ojos fijos, y de aquellos fragmentarios hombres de fornido cuello toscamente
labrados en piedra gris! Limpios del barro que los cubría hacía dos mil años,
fueron reverentemente expuestos en las iglesias. De modo que probablemente
los motivos que iniciaron al relojero en su carrera de modelar y falsificar fueron
tan píos como respetuosos.
Sea de ello lo que fuere, cuando se descubrió que los santos eran simplemente
hórridos dioses paganos y cuando señores extranjeros con gafas, venidos de to-
dos los extremos de Europa a investigar, pagaron dinero por ellos, el
relojero empezó a prosperar como hombre importante en la aldea y en su
generación. Comenzó a estudiar arqueología, y el estilo de sus toscas deidades
falsificadas mejoró. Durante buen número de años las estatuas del Cerro de
los Santos fueron creídas a ciegas por toda la Europa culta. Pero la ima-
ginación del relojero se apoderó de él; las imágenes se hicieron más y más
fantásticas; los entendidos empezaron a notar influencias egipcias, asirias, art
nouveau, hasta que por fin alguien se aventuró a sospechar una falsificación y
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todos los hombres de ciencia se pusieron a buen recaudo gritando que, después
de todo, nunca había habido escultura ibérica de ninguna clase.
El pequeño relojero sucumbió ante sus creaciones paganas y murió en un
manicomio. Hoy, viendo en medio de la sala dedicada al Cerro de los Santos, en el
Museo Arqueológico de Madrid, las estatuas de las diosas ibéricas, con sus altos
tocados, como los de las bailarinas, no se puede decir cuáles fueron hechas por el
relojero en 1880 y cuáles por el imaginero del cerro-santuario en el tiempo en
que las primeras naves de los mercaderes fenicios fundaban factorías entre los
bárbaros de la costa de Valencia. Y allí están, en sus estantes, los verdaderos y los
falsos, inextricablemente confundidos, mirando el enigma con ojos de piedra.
Así con las tradiciones: la tradición de la España católica, la tradición de la
grandeza militar, la tradición de las luchas con los moros, de hospitalidad, de la
truculencia, de la sobriedad, de la hidalguía de Don Quijote, del Tenorio.
La guerra de Cuba, para los Estados Unidos exhibición patriótico-capitalista
de ingeniería sanitaria, heroísmo y escándalo de carnes en conserva, fue para
España la primera indicación de que muchas de sus tradiciones eran falsas.
Los jóvenes de aquel entonces se llamaron a sí mismos la generación del 98. Cada
uno, según su temperamento, rechazó total o parcialmente el museo de
tradiciones que le habían enseñado ser la verdadera España; cada uno tomó un
camino distinto en busca de una España que cuadrara a sus ansias de belleza,
dulzura y humanidad, o de vigor, fuerza y modernidad.
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Telémaco y Lieo marcharon tras ellos un largo rato sin poder alcanzarlos,
mirando con curiosidad a estos dos silenciosos jinetes.
Cuando llegaron a las colas de las monturas gritaron:
-;Buenos días!
Se volvieron a saludarles una cara redonda y roja, llena de rayas, como un tomate
demasiado maduro, y una cara exangüe, terminada en una barba pardusca y
puntiaguda.
-Tempranito llegan ustedes, caballeros -dijo el hombre alto que montaba el
caballo rucio. Su voz era profunda y sepulcral, con una intermitente vibración de
ternura como un destello de luz en un río negro.
-Tarde -dijo Lieo-. Venimos de Madrid andando.
El hombre rechoncho se santiguó.
-Están locos -dijo a su compañero.
-Ésa -dijo el del caballo rucio- es siempre la respuesta de la ignorancia
cuando se encuentra con lo desusado. Estos caballeros, sin duda alguna, tienen
muy buenas razones para hacer lo que hacen; y además la noche es el tiempo de las
largas caminatas y de los hondos pensamientos, ¿sí o no, caballeros? El hábito
de la vigilia es uno de los que más necesitamos en este descarriado mundo
moderno. Si más hombres pensaran y anduvieran toda la noche habría menos
miserias bajo el sol.
-¡Pero una noche tan fría!... -dijo el hombre rechoncho.
-En noches más frías que ésta he visto yo niños dormidos en los portales de
las calles de Madrid.
-¿Hay mucha pobreza por estos lugares? -preguntó secamente Telémaco,
queriendo demostrar que él también tenía una conciencia social.
-Hay personas, miles, que desde el día que nacen hasta el día que mueren
nunca tienen bastante que comer.
-Tienen vino -dijo Lieo.
-Un vasito los domingos, y están tan hambrientos, que los emborracha como si
bebieran un barril.
-He oído -dijo Lieo- que las sensaciones del hambre son interesantísimas...
La gente tiene visiones más vivas que la vida misma.
-Uno necesita pocas sensaciones para llevar una vida humilde y hermosa -dijo
el hombre del caballo rucio en un dulce tono de reproche.
Lieo frunció el entrecejo.
-Quizá -continuó el hidalgo del caballo rucio, volviendo hacia Telémaco
su cara flaca, donde, bajo las cejas raídas, brillaban dos ojos verdeoscuros-
habré cavilado demasiado en la injusticia humana; toda sociedad es una gran
injusticia. Hace años yo hubiera salido a enderezar entuertos, porque nadie sino
un hombre, un individuo solo, puede enderezar un entuerto; la organización no
hace sino sustituir un entuerto por otro; pero ahora... soy demasiado viejo.
Ya ven ustedes, tengo que contentarme con pescar.
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V. Un novelista revolucionario
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Así como Bernard Shaw no quiere que le llamen inglés, Pío Baroja no quiere
que le llamen español. Es un vasco. De mala gana confiesa haber nacido en San
Sebastián, avanzada de Cosmópolis en la montañosa costa de
Guipúzcoa, donde una dura raza de montañeses y pescadores -cuyas
prominentes narices, pómulos encendidos y salientes y cuadradas mandíbulas
van siendo poco a poco universalmente conocidos a través de los cuadros de los
Zubiaurre- sigue fiel a su antigua lengua no aria y a sus antiguas canciones y
costumbres, con la terquedad de todos los pueblos montañeses del mundo.
Desde los primeros descubrimientos españoles en América hasta el tiempo de
nuestros veleros de Nueva Inglaterra, la costa vasca fue el espinazo del tráfico es-
pañol. Las tres provincias eran las únicas que conservaban sus fueros y sus
privilegios a través de todo el proceso de centralización de la monarquía
española, a cruz y hoguera, que los historiadores llaman el gran periodo de
España. Las rocosas ensenadas estaban llenas de astilleros que armaban barcos
corsarios y mercantes tripulados por hombres larguiruchos de anchas espaldas,
hombres de cara dura, de nariz roja, de enormes manos encallecidas por el
batallar de años y años con remos y drizas, hombres que sólo temían a Dios y a
los genios del mar de su extraña mitología, aventureros y fanáticos sin más ley
que ellos mismos. Y así hasta el siglo xix, en que las guerras carlistas y la
desaparición de los veleros acabaron con la próspera independencia de las
provincias vascas y las arrojaron de una vez, para siempre, en la gran corriente
de la vida española. Ahora fábricas de papel ocupan el lugar de los astilleros y,
en vez de la gran flota que salía cada año a pescar en las costas de Terranova e
Islandia, unos cuantos remolcadores de vapor acosan las sardinas en la bahía de
Vizcaya. La guerra europea también contribuyó mucho a hacer de Bilbao uno
de los centros industriales de España y a restaurar, hasta cierto punto, el
antiguo esplendor de su marina.
Pío Baroja pasó su infancia en esta lluviosa costa, entre montañas verdes y
un mar verde. Allí había viejas tías que le llenaron la cabeza de leyendas de
antiguo esplendor mercantil, con historias de capitanes de navío y negreros y
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La luna brilla fríamente sobre un cielo azul intenso, donde escasas estrellas
relucen pálidas como mica. La sombra llena la mitad de la calle, grabando en
los guijarros una silueta de tejados, chimeneas y cornisas, dejando el otro lado
blanco de luna. Las fachadas de las casas con sus escuetas ventanas podían
estar talladas en hielo. En la oscuridad de un portal cabecea una mujer
acurrucada bajo un mantón pardo. Sin embargo, del acordeón que apoya en su
regazo sale una canción que oscila y danza por la silenciosa calle abajo. En el
escalón de la puerta, hay un platillo para los céntimos. En la puerta contigua,
dos golfillos duermen arrebujados. La luna destaca con burlón interés sus flacos
pies llenos de mugre, sus piernas estiradas sobre el helado pavimento y los
asquerosos harapos que apenas cubren sus carnes. Dos hombres salen
tambaleándose de una taberna, cogidos del brazo; dos pobres hombres con
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España es la patria clásica del anarquista. País formado casi todo él por una alta
meseta inculta, con un clima que da todas las temperaturas, desde el húmedo
calor africano hasta el seco frío de Siberia; país donde las gentes han vivido
hasta hace muy poco -y viven todavía- en pueblos ocultos entre los
desnudos rebordes de las montañas o en las dentadas costas, y donde cada
región está separada de cada otra por hondas gargantas y desfiladeros,
candentes en verano y helados en invierno. La raza ibérica se ha desarrollado
aquí sin centro. El pueblo es la única forma de cohesión social que realmente
tiene raíces en lo pasado. Sobre estos pueblos libres, los imperios han sido im-
puestos una y otra vez por la fuerza. En los siglos xvi y xvii la monarquía
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Después de Michelet, leyó un libro acerca de la revolución del 48; luego, otro
sobre la Commune, de Luisa Michel, y todo esto le produjo una gran
admiración por los revolucionarios franceses. ¡Qué hombres! Además de los
colosos de la Convención: Babeuf, Proudhon, Blanqui, Baudin, Delescluze,
Rochefort, Félix Pyat, Valles..., ¡Qué gente! (...)
-Ya no me importaría ser golfo... Creo que sabría ser digno.
«Nunca he ocultado qué autores admiro. Han sido y son Dickens, Balzac,
Poe, Dostoievski y, ahora, Stendhal... », escribe Baroja en el prólogo a la edición
de Nelson de La dama errante. Sigue particularmente los pasos de Balzac por
ser, ante todo, un historiador de la moral que intenta con bastante consistencia
abarcar el mundo en el que le ha tocado vivir. La afinidad con Dostoievski radica
en ese odio apasionado de la cruel dad y la estupidez que aflora
continuamente en su obra. De los otros tres, no he encontrado ninguna in-
fluencia. Claro que hay algún esbozo primitivo al estilo de Poe, pero en lo que a la
forma se refiere, Baroja está más cerca de la tradición caótica de la novela
picaresca que dice despreciar que del teórico norteamericano.
La obra más importante de Baroja se halla en las cuatro series de novelas sobre
su vida en distintos lugares de la geografía española: en Madrid, en las ciu-
dades de provincia donde practicó la medicina y en el País Vasco, donde se crió.
Los cimientos de todo ello se encuentran en El árbol de la ciencia novela
semi-autobiográfica sobre la vida y la muerte de un médico, en la que se
describe su existencia en Madrid y luego en las dos ciudades de provincia en las
que ejerció. Este retrato tremendamente vívido de la inercia y el
embotamiento bajo el peso del esfuerzo intelectual causaron una profunda
impresión en España. A ésta le siguieron dos novelas sobre el movimiento
anarquista, La dama errante, que describe el estado de ánimo de los españoles más
avanzados en el momento de producirse el célebre atentado contra el rey y la
reina en el día de su boda, y La ciudad de la niebla, sobre la colonia española
en Londres. Luego vienen las series denominadas La busca, para mí lo mejor de
Baroja, y uno de libros más interesantes publicados en Europa en la última
década. Trata de la vida en Madrid en las condiciones más ínfimas y míseras, y
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está escrita con una acidez que Maupassant habría envidiado, aunque también
impregnada de una viveza humana que no creo que Maupassant hubiera
podido alcanzar. Las tres novelas, La busca, Mala hierba y Aurora roja, tratan de la
suerte que corre un muchacho sin educación, hijo de una criada empleada en
una pensión, a través de diferentes estratos sociales de la vida madrileña. Trans-
miten un sentido de la realidad sin adornos muy poco frecuente en ninguna
otra literatura y, además de su fuerza como novelas, son inmensamente
interesantes como mera historia natural. La figura del golfo es un
descubrimiento literario comparable con la del Sancho Panza de Cervantes.
Los escritos posteriores de Baroja no se hallan al mismo nivel. La serie El
pasado aporta imágenes interesantes de la vida provinciana. En Las inquietudes
de Shanti Andía, relato sobre marinos vascos, se dibuja un retrato encantador
de la infancia en un pueblo costero guipuzcoano. Por más deliciosa que
resulte su lectura, está demasiado embotada de charlatanería romántica para
que pueda añadir algo más a su fama. El mundo es ansí expresa, muy poco
convincentemente a mi parecer, las meditaciones de un revolucionario
desencantado. La última serie, Memorias de un hombre de acción, cuenta la
historia del periodo revolucionario español de principios del siglo XIX y es
más que nada un intento de evadirse de la amarga realidad del presente en un
pasado cargado de romanticismo. César o nada también resulta menos ácida y
menos efectiva que sus novelas anteriores. Quizá por ello se eligiera para ser
traducida al inglés. Ya sabemos lo ansiosos que están nuestros editores de
publicar comida fácilmente digerible por los débiles estómagos norteame-
ricanos.
No tiene sentido juzgar a los novelistas españoles bajo el punto de vista formal.
La improvisación es el alma de la escritura española. Al volver la vista atrás
sobre los libros de Baroja leídos, uno recuerda, más que ninguna otra cosa, las
descripciones de lugares y gentes. Al cabo, se trata más de historia natural que
de creación dramática. Pero es una historia natural que aporta imágenes
grabadas con vitriolo de la vida española durante el cambio de siglo lo que se
capta en estas novelas de Baroja, muy próximas al más alto nivel creativo. Si
pudiéramos inyectar algo de este virus de intenso sentido de la realidad
barojiano en los escritores norteamericanos, valdría la pena renunciar a todas esas
viciadas conquistas formales que hemos heredado de Poe y O. Henry. Lo que
sigue, también del prólogo de La dama errante, es una declaración de
intenciones. Y, ciertamente, Baroja ha conseguido hacerlas realidad.
Probablemente, un libro como La dama errante no tiene condiciones para vivir
mucho tiempo; no es un cuadró con pretensiones de museo, sino una tela
impresionista; es, quizá, como obra, demasiado rápida, dura, poco serenada...
Este carácter efímero de mi obra no me disgusta. Somos los hombres del día
gentes enamoradas del momento que pasa, de lo fugaz, de lo transitorio, y la
perdurabilidad o no de nuestra obra nos preocupa poco, tan poco, que casi
no nos preocupa nada.
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Cada época ha debido tener ciertos genios escogidos, cuyos dorados dedos
convertían en lugares comunes todo cuanto tocaban. Nuestra literatura parece
excesivamente bien provista de estos Midas invertidos -aunque el hecho de
que toda la literatura angloamericana de la última centuria haya sido tan
exclusivamente de la clase media, por la clase media y para la clase media es
en gran parte responsable-. No obstante, Roma tuvo su Marco Aurelio y
podemos estar seguros de que las perogrulladas habrían oscurecido los
oblicuos lados de las pirámides si la cantería del reinado de Keops fuera tan
desastrosamente fácil como lo es hoy la tipografía. La máquina de escribir,
sumándose a la prensa, ha dado un nuevo y horrible ímpetu a la diseminación
del pensamiento a medio cocer. El trabajo de grabar en piedra o de cocer
ladrillos o hasta de garrapatear letras en un papel con una pluma no es ya freno
para la peligrosa facundia del Midas invertido. Ahora, recostado en una silla
giratoria, dicta a cuatro estenógrafas rubias y a dos morenas, mientras sorbe té
helado. Escribir a la vez tres novelas, un cuento y un par de libros de viajes no es
nada para un genio universal verdaderamente emprendedor. ¡Pobre Julio
César, con sus cartas!
Nos quejamos hoy día de que no tenemos superhombres, de que no podemos
vivir tan intensamente ni llevar a cabo el trabajo de un Pico della Mirandola,
de un Erasmo o de un Policiano; nos quejamos de que la raza corre hacia la
anemia física y mental. Yo lo niego. Con la máquina de escribir, todas esas
cosas se sumarán en nosotros. También esta edad tiene sus genios universales.
Infestan los siete continentes y sus respectivos mares. Acompañados por báqui-
cas bandadas de estenógrafas y por el loco repiqueteo de máquinas de escribir
van por el mundo, cazando todas las mariposas, rozando las flores de todos
los ciruelos, taladrando montañas, salvando mares, alisando las facetas de las
ideas de modo que puedan ser tragadas sin peligro, como píldoras. Con típica
presunción anglosajona, nosotros habíamos pensado que el señor Wells era el
más universal de estos genios universales. Él ha llevado tan diligentemente la
ciencia, la ética, el sexo, el matrimonio, la sociología, Dios y todo lo demás -
convenientemente desinfectado, por supuesto- a la mesa del hombre vulgar,
que éste puede recostarse cómodamente en su silla giratoria y recibir hasta el
más leve susurro del sentido del progreso y de la complejidad de la vida sin
tener siquiera que ir a la ventana a mirar los gorriones posados en fila en los
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alambres del teléfono. Parecía increíble que nadie pudiera ser más universal.
Se rumoreaba que allí estaba la prueba definitiva del poder anglosajón. ¿Qué
otra raza había producido un genio universal tan grande?
Pero todo eso era antes del descubrimiento de Blasco Ibáñez.
En la cubierta de ciertas novelas de don Vicente publicadas por la editorial
Prometeo, de Valencia, se lee este significativo anuncio: Obras de vulgarización
popular. Debajo hay una pasmosa lista de volúmenes, todos o traducidos o
editados o adaptados, si no escritos de cabo a rabo, por una pluma incansable
-quiero decir máquina-. Diez volúmenes de Historia Universal, tres sobre la
Revolución Francesa, traducidos de Michelet; una Geografía Universal, una
Historia Social, libros de ciencia, de cocina, de aseo doméstico, diez
volúmenes de la Historia de la Guerra Europea redactados por el propio
Blasco Ibáñez y una traducción de Las mil y una noches, sin que falte una sola
hora, Obras de vulgarización popular. Confieso que, en español, la palabra
vulgarización no ha caído todavía en su inevitable acepción; pero ¿podrá
soportar largo tiempo semejante abuso? Añádanse a esta lista unas dos doce-
nas de novelas y algunos libros de viajes, y ¿quién puede negar que Blasco
Ibáñez es un gran genio universal? Leed sus novelas y veréis que ha
contemplado las estrellas y que conoce la teoría de los torbellinos de Lord
Kelvin y la hipótesis nebular y la dirección de las corrientes oceánicas y las
cualidades de las algas y el rumbo que toman los bacalaos en Islandia cuando
sopla viento noreste; que sabe de arquitectura gótica y de pintura bizantina;
que conoce el movimiento social en Jerez y los artículos de exportación de la
Patagonia; el papel con que se empapelan en París las habitaciones y la pasta
roja con que las condesas se pulen las uñas en Montecarlo.
El modelo absoluto de teniente general moderno.
Como los grandes genios universales del Renacimiento, ha vivido tanto como
ha pensado y ha escrito. Dicen que ha estado treinta veces en la cárcel, que ha
salido seis veces diputado, que ha sido gaucho en las pampas, que ha fundado
una ciudad en la Patagonia, con una plaza de toros y un busto de Cervantes en
medio; que ha doblado el cabo de Hornos en un barco de vela en medio de una
tempestad, y se murmura que, como Victor Hugo, se come las langostas con
caparazón y todo. Se codea con el universo.
Hay que confesar también que el universo de Blasco Ibáñez es más vasto,
más complicado, que el del señor Wells. Uno siente la inexplicable certeza de
que el eje del universo del señor Wells está en algún suburbio de Londres,
digamos Putney, donde cada casa tiene su poquito de jardín por donde
corretea un perrito asmático, donde la gente bebe té claro con leche ante una
chimenea de gas, donde cada biblioteca hace un vano esfuerzo para explicarse
el infinito a través de la enciclopedia, donde la vida es un monótono ir y venir de
los negocios a los negocios empaquetados en trajes que ante todo deben ser
respetables. Pero ¿quién puede decir dónde tiene su centro el universo de Blasco
Ibáñez? Está en progresión continua.
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real oscurecido por las sublimes ideas vagas. La simple energía de Blasco
Ibáñez habría producido cosas interesantes si no hubiera encontrado tan fácil
e inmediata salida en la máquina de escribir. Embotellad a un hombre así
durante toda su vida, sin medios de expresión, y producirá memorias iguales
a las de Marco Polo o Casanova; pero dejad que sus energías manen
llanamente a través de un ejército de máquinas de escribir, y todo lo que saldrá
será otro novelista popular más.
Es una desdicha que Blasco Ibáñez y los Estados Unidos se hayan descubierto
mutuamente en este momento. No se van a hacer ningún bien. Tenemos una
superabundancia, tanto de ideas sublimes como de novelistas populares, y
somos el mejor criadero de Midas invertidos. Necesitamos una literatura
ácida, con filos cortantes, con levadura para que fermente el terrón de glucosa
que la combinación de los ideales del hombre de la silla giratoria con el
putrefacto puritanismo ha hecho de nuestra conciencia nacional. Claro está que
Blasco Ibáñez en América será sólo una estrella fugaz. Nada es nunca mucho
más que eso. Pero ¿por qué pretender siempre que nuestras estrellas fugaces
son cosas eternas?
Y también, si el público norteamericano está destinado a entender España, mejor
sería que se dedicara a las cosas que valen la pena, en lugar de a las obras de
vulgarización popular. De libros de ésos ya están sus estanterías repletas. Y
en España hay novelistas como Baroja, ensayistas como Unamuno y Azorín,
poetas como Valle-Inclán y Antonio Machado..., pero supongo que terminarán
brillando gracias al glorioso reflejo del autor de Los cuatro jinetes del
Apocalipsis.
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-¿Van ustedes a Toledo para el Carnaval? Qué suerte viajar por todo el
mundo -se volvió a la compañía con un gesto-. Yo era así cuando joven.
Entraron tras él en la cocina, donde se acomodaron a cada lado de la
chimenea, que parecía una covacha, en la cual ardía un fuego harto mezquino.
La vieja jorobada que cuidaba de los numerosos pucheros puestos a la
lumbre, al notar que estaban tiritando, amontonó en el fuego unas ramas
secas que chisporrotearon y se incendiaron, despidiendo un olorcillo picante.
-Mañana es Carnaval -dijo-. No hay que escatimar.
Les alargó sendos platos de sopa llenos de pan, en los cuales flotaban huevos
escalfados, y el patrón acercó la mesa al fuego y se sentó frente a ellos,
escudriñando con interés sus caras mientras comían.
Después de un rato empezó a hablar. Fuera, el palmoteo y el repiqueteo de
las castañuelas seguía, interrumpido a intervalos por voces y risas y por un
intermitente eco de la canción que terminaba cada estrofa con Y mañana,
Carnaval.
-Yo viajé cuando tenía sus años -dijo-. He estado en América, Nueva York,
Montreal, Buenos Aires, Chicago, San Francisco... vendiendo cacahuetes... ¡Qué
país! ¡Cuántas leyes hay allí, cuántos policías! Cuando era joven no me
gustaba, pero ahora que soy viejo y que tengo una posada e hijas y demás, vamos, lo
comprendo. Sabe usté, en España tos hacemos lo que nos da la gana; aluego, si
somos de los que vamos a la iglesia, nos arrepentimos y nos las componemos con
Dios. En los países civilizados y modernos de Europa to el mundo aprende lo
que tié que hacer y lo que no debe hacer... Por eso tién tantas leyes... Aquí la
policía sirve na más que pa ayudar al gobierno a desplumarnos y a robar lo que
quiere... Pero eso no ocurre en América...
-La diferencia está -intercaló Telémaco-, como dice Butler, en vivir bajo la
ley o vivir bajo la gracia. Yo viviría mejor bajo la gra...
Pero pensó en las máximas de Penélope, y se quedó callado.
-Bueno, el caso es que sabemos cantar -dijo el patrón-. ¿Quieren ustedes
coñac en el café?... ¡Y poetas, hombre, qué poetas!
El patrón sacó el pecho, puso una mano en la negra faja que le sujetaba los
pantalones y recitó, marcando el ritmo con la botella de coñac:
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Uno no puede leer a ningún poeta español de hoy en día sin pensar de cuando
en cuando en Rubén Darío, ese prodigioso nicaragüense que recogió en sus
versos todas las tendencias poéticas de Francia y América y del oriente y las
derramó en una ampulosa catarata, llena de fango y oro en polvo, sobre el
pensamiento de la nueva generación española. Rebosante de belleza y vanalidad,
conformada con remiendos de imágenes y adornos de la Grecia clásica y del
antiguo Egipto, y de Francia y Japón y su propia Centroamérica, simbolista y
romántica y parnasiana a la vez, la poesía de Rubén Darío es como los pórticos
de la España renacentista, donde los motivos franceses y moriscos e italianos se
amalgaman con impetuosos arabescos, donde la más vulgar de la piedra labrada
se entrelaza con diseños y formas de rara belleza y significado. Aquí y allá,
entre el ampuloso revoltijo, nos llega un destello de auténtica poesía. Y
de ese destello se puede decir -siendo tan cierto como cualquier otra cosa de
ese tipo que se pueda decir- que es la fuerza motriz del movimiento de
renovación de la poesía española. Por supuesto, los poetas no se han contentado
con que la influencia del mundo exterior les llegara sólo a través de Rubén
Darío. Baudelaire y Verlaine tuvieron una gran influencia directa, una vez que
se abrió el camino, y su peso logró refrenar el estilo florido e improvisado de la
poesía romántica española. En la obra de Antonio Machado -quien está
empezando a ser considerado de manera casi unánime una figura central- hay
una contención y una concisión de estilo poco frecuentes en cualquier poesía.
No quiero decir con ello que Machado pueda ser considerado en sentido real
discípulo de Darío o de Verlaine; más bien debería decirse que, en una gene-
ración ocupada en su mayor parte en imitar con más o menos éxito a estos
poetas, la poesía de Machado destaca por su particular originalidad y
personalidad. De hecho, excepto por los poemas de Juan Ramón Jiménez, sería
en América e Inglaterra más que en España, en Aldington y Amy Lowell,
donde encontraríamos objetivos y métodos análogos. La influencia de los
simbolistas y la turbulenta experimentación del nicaragüense han acabado con el
rimbombante estilo romántico español, como se acabó en el resto del mundo en la
segunda mitad del siglo . En la obra de Machado se están desarrollando unas
maneras nuevas, y éstas nos recuerdan más los romances tempranos y los versos de
los primeros momentos del Renacimiento que cualquier otro tipo de influencia
extranjera; pero sus versos muestran el mismo entusiasmo por los ritmos del habla
común y por la simple expresión pictórica de las emociones no doctoradas que el
que encontramos en los renovadores de la poesía a lo largo del mundo. Campos
de Castilla, el primero de sus libros que fue mayoritariamente leído, marca un hito
en la poesía española.
La poesía de Antonio Machado está poblada de lugares. Hay una obsesión
por las viejas ciudades españolas donde ha vivido, con su añeja tristeza de ca-
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II
¡Tenue rumor de túnicas que pasan
sobre la infértil tierra!...
¡Y lágrimas sonoras
de las campanas viejas!
III
¡Las figuras del campo sobre el cielo!
Dos lentos bueyes aran
en un alcor, cuando el otoño empieza,
y entre las negras testas doblegadas
bajo el pesado yugo,
pende un cesto de juncos y retama,
que es la cuna de un niño;
y tras la yunta marcha
un hombre que se inclina hacia la tierra,
y una mujer que en las abiertas zanjas
arroja la semilla.
Bajo una nube de carmín y llama,
en el oro fluido y verdinoso
del poniente, las sombras se agigantan.
IV
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¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, obscuros encinares,
ariscos pedregales, calvas sierras,
caminos blancos y álamos del río,
tardes de Soria, mística y guerrera,
hoy siento por vosotros, en el fondo
del corazón, tristeza,
tristeza que es amor! ¡Campos de Soria
donde parece que las rocas sueñan,
conmigo vais! ¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas... !
VI
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VII
He vuelto a ver los álamos dorados,
álamos del camino en la ribera
del Duero, entre San Polo y San Saturio,
tras las murallas viejas
de Soria —barbacana
hacia Aragón, en castellana tierra—.
Estos chopos del río, que acompañan
con el sonido de sus hojas secas
el son del agua, cuando el viento sopla,
tienen en sus cortezas
grabadas iniciales que son nombres
de enamorados, cifras que son fechas.
¡Álamos del amor que ayer tuvisteis
de ruiseñores vuestras ramas llenas;
álamos que seréis mañana liras
del viento perfumado en primavera;
álamos del amor cerca del agua
que corre y pasa y sueña,
álamos de las márgenes del Duero,
conmigo vais, mi corazón os lleva!
VIII
¡Soria fría, Soria pura,
cabeza de Extremadura,
con su castillo guerrero
arruinado, sobre el Duero;
con sus murallas roídas
y sus casas denegrida
¡Muerta ciudad de señores
soldados o cazadores;
de portales con escudos
de cien linajes hidalgos,
y de famélicos galgos,
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IX
EN EL ENTIERRO DE UN AMIGO
Tierra le dieron una tarde horrible
del mes de julio, bajo el sol de fuego.
A un paso de la abierta sepultura,
había rosas de podridos pétalos,
entre geranios de áspera fragancia
y roja flor. El cielo
puro y azul. Corría
un aire fuerte y seco.
De los gruesos cordeles suspendido,
pesadamente, descender hicieron
el ataúd al fondo de la fosa
los dos sepultureros...
Y al resonar sonó con recio golpe,
solemne, en el silencio.
Un golpe de ataúd en tierra es algo
perfectamente serio.
Sobre la negra caja se rompían
los pesados terrones polvorientos...
El aire se llevaba
de la honda fosa el blanquecino aliento.
—Y tú, sin sombra ya, duerme y reposa,
larga paz a tus huesos...
Definitivamente,
duerme un sueño tranquilo y verdadero.
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EL DIOS IBERO
Igual que el ballestero
tahúr de la cantiga,
tuviera una saeta el hombre ibero
para el Señor que apedreó la espiga
y malogró los frutos otoñales,
y un "gloria a ti" para el Señor que grana
centenos y trigales
que el pan bendito le darán mañana.
"Señor de la ruina,
adoro porque aguardo y porque temo:
con mi oración se inclina
hacia la tierra un corazón blasfemo.
Señor, por quien arranco el pan con pena,
sé tu poder, conozco mi cadena!
¡Oh dueño de la nube del estío
que la campiña arrasa,
del seco otoño, del helar tardío,
y del bochorno que la mies abrasa!
¡Señor del iris, sobre el campo verde
donde la oveja pace,
Señor del fruto que el gusano muerde
y de la choza que el turbión deshace,
tu soplo el fuego del hogar aviva,
tu lumbre da sazón al rubio grano,
y cuaja el hueso de la verde oliva,
la noche de San Juan, tu santa mano!
¡Oh dueño de fortuna y de pobreza,
ventura y malandanza,
que al rico das favores y pereza
y al pobre su fatiga y su esperanza!
¡Señor, Señor: en la voltaria rueda
del año he visto mi simiente echada,
corriendo igual albur que la moneda
del jugador en el azar sembrada!
¡Señor, hoy paternal, ayer cruento,
con doble faz de amor y de venganza,
a ti, en un dado de tahúr al viento
va mi oración, blasfemia y alabanza!"
Este que insulta a Dios en los altares,
no más atento al ceño del destino,
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me penetraban, al tiempo,
los más dulces pensamientos.
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VI
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Un gran suspiro cruza el dormir de ella como una ola del mar, y se apacigua.
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Fue difícil explicar que nuestros deseos se dirigen a afirmar más y más al
individuo, que nosotros los anglosajones sentimos que la familia está muerta
como unidad social, que nuevos lazos se estaban formando.
-Yo quiero mi libertad -interrumpió- tanto como..., como Byron;
libertad de pensamiento y acción -tras una pausa, dijo simplemente-: Pero quiero
una mujer e hijos y familia, míos, míos.
Entonces la chica que guisaba sacó la cabeza por la ventana para decirnos en
dulce mallorquín que la cena estaba lista. Era morena, de mejillas coloradas. El
pañuelo azul rabioso que llevaba atado bajo la barbilla daba a su cara una forma
triangular; parecía la cara de una madona de El Greco. Al inclinarse sobre la
ventana, sus pechos, sólidos como los de una Victoria, se dibujaron bajo el chal
liso. En sus ojos, grises como el mar, había una calma inverosímil. Yo pensé en
Penélope sentada junto a su telar, en un vestíbulo de ahumadas vigas, con sus
ojos grises fijos en un mar sin velas. Y por un momento comprendí la frase del
catalán: la familia era la cadena en que las vidas estaban eslabonadas. Y el lirismo
de Maragall sobre la mujer casada:
Desde las cabañas de pescadores, allá abajo, en la playa, subía un humo azul
intenso; un murmullo de voces soñolientas, como el piar de los gorriones en
un parque urbano, al anochecer, llegaba apagado por el chapoteo del oleaje
que lamía las embarcaciones. El día se disolvió lentamente en un total
anonadamiento. Y cuando la última barca apareció en la negrura del mar,
doblando de pronto, como una gaviota las alas, sus velas terciadas, la cara
morena del hombre que venía en la proa era la cara de Ulises que volvía. Yo
sentía en aquel momento la vida humana como una sola vida, no como una
sucesión de vidas. En aquella playa, junto al mar, no existía el tiempo.
Mientras comíamos a la luz de tres candiles, en el cuarto enjalbegado, me di
cuenta de que mi razonamiento se había desmoronado súbitamente. ¿Qué podía
yo, que venía de bárbaras y remotas tierras, decir del arte de vivir a un
hombre que me había enseñado el orden y la rebeldía? De modo que yo, a quien
los lirismos conyugales de Patmore y Ella Wheeler Wilcox habían siempre
parecido abono de posibles encantos, tuve que bajar la cabeza ante las dulces
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cadencias con que Joan Maragall, catalán, poeta del Mediterráneo, celebra la
familia.
Y en la obra de Maragall es siempre el Mediterráneo lo que uno siente, el
Mediterráneo y los hombres que navegan por él en negros barcos con brillantes
velas puntiagudas. Lo mismo que en Homero, en Eurípides, en Píndaro y en
Teócrito, y en ese fascinante calidoscopio, la Antología, tras la gramática y las
notas y la desolación de los textos alemanes, se encuentra siempre el ritmo de las
olas y el olor de las barcas bien calafateadas, amarradas en playas
deslumbrantes, así en Maragall, tras su decorosa vida literaria, tras su mujer y
sus hijos y las aparatosas demostraciones por la causa de la libertad, está el mar
que azota las rocosas espinillas de los Pirineos, real, peligroso, húmedo.
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jamones, salchichas y blancas ristras de ajos. La mesa en que estaban sentados era
una tabla de roble, negra de humo y de salpicaduras, firmemente esparrancada
sobre recias patas. Sobre el fuego colgaba un puchero de cobre, holliniento,
donde la sopa, al salirse, había puesto un brillo de grasa. Cuando uno se
inclinaba para echar un manojo de astillas al fuego podía ver por la chimenea
un rectángulo negro tachonado de estrellas. Al borde de la chimenea estaba la
gran figura encorvada del patrón, medio dormido, con un pañuelo de seda a la
cabeza, vigilando la cafetera.
-Era una vida elegante, se viajaba mucho -continuó el actor-. Suramérica,
Nápoles, Sicilia y toda España. Había cenas, recepciones, trajes de etiqueta...
Señoras de la alta sociedad venían a felicitarnos... Yo hacía todos los papeles
de chico... Cuando tenía catorce años una duquesa se enamoró de mí. Y ahora,
míreme, andrajoso, muriéndome de hambre..., ni siquiera capaz de llenar un
teatro en este cochino pueblo. En España se ha perdido el amor al arte por
completo. Todo lo que quieren son cosas extranjeras, operetas vienesas,
vodeviles indecentes de París..
-¿Con coñac o con ron? -rugió de pronto el patrón con su voz profunda,
sacando la cafetera del fuego.
-Coñac... ¡Qué porquería de café! -dijo con petulancia el cómico,
arrugando la nariz al echar el azúcar en el vaso.
De pronto, el vagido de un niño se alzó en el fondo de la cocina.
El actor se agarró el pelo con ambas manos y se dio un tirón.
-¡Ay, mis nervios! -chilló.
El niño lloraba cada vez más fuerte, dando alaridos. El actor se puso en pie de
un salto.
-¡Dolores, Dolores, ven acá!
Después que hubo llamado varias veces, entró en el cuarto una muchacha
andando de puntillas, los pies desnudos, y se quedó parada ante él,
tambaleándose de sueño a la luz de la hoguera. Sus párpados pesados se le
cerraban. Una trenza de pelo negro le caía en desorden sobre los pechos. Se
había echado una manta sobre los hombros; pero, a través de un roto en el
camisón, el fuego ponía un toque de luz roja, curvo como un pétalo de rosa
sobre uno de sus muslos morenos.
-¡Qué desvergonzá!... -murmuró el patrón.
El actor la reñía con un agudo e interminable lamento. La chica seguía en pie,
quieta, sin contestar, apretando los dientes para impedir que le castañeteasen.
Después se volvió sin decir palabra, cogió al chico del cajón en que estaba
acostado, al fondo del cuarto, y arropándose con la manta, se sentó sobre los
talones muy cerca del fuego, con sus pies desnudos junto a la ceniza. Cuando el
llanto cesó, se volvió al actor con una sonrisa larga y dijo:
-No le pasa nada, Paco. Ni siquiera tiene hambre. Tú que le has despabilado
al pobre angelito, hablando tan alto.
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parece cada día más a los Campos Elíseos... Sólo en las tablas queda algo
del Madrid verdadero. Benavente es el último madrileño. Tiene el sentido de lo
castizo.
Todo el resto de la noche se pasó discutiendo el sentido de la famosa palabra
castizo.
La misma existencia de tal palabra en una lengua acusa un agudo sentido del
estilo, de la manera de hacer las cosas. Como todas las palabras de ver-
dadero valor, su significación es una gama, una sección de espectro, más que
algo fijo e irrevocable. La primera acepción parece, «según las ordenanzas»,
consecuente con la tradición: un giro neto, una modulación esencialmente
castellana, son castizos; un pastel o un poema pueden ser castizos si siguen la
tradición; o un cumplido finamente devuelto, o una capa de conveniente
vuelo con vueltas de terciopelo rojo graciosamente embozada al salir del
café. Lo castizo, que es la esencia de lo local, de lo regional, el último fuerte
de la arrogancia castellana, se refiere, no al vacío caparazón de las tradiciones,
sino al alma, al gesto de ellas. En una palabra: lo castizo es todo lo que conserva
el gustillo de los cerros rojos y amarillos, de las desnudas llanuras, de los
hondos arroyos, de las polvorientas villas, llenas de palacios, campanarios,
mendigos con capas tabacosas, arrieros con mantas al hombro, hidalgos enjutos
que razonan apiñados ante las mesas de los cafés y casinos, y corpulentas
viudas de mantilla que van a la iglesia por la mañana agarrando los misales
con sus manos gordezuelas... En fin, todo lo que es acentuadamente indígena,
ibérico, en la vida de Castilla.
Durante la oleada de industrialismo que en los últimos veinte años ha destruido
las fronteras para poner el mundo al mismo nivel de estolidez niquelada, el
teatro de Madrid ha sido refugio de lo castizo. Ha sido un teatro de maneras,
tipos y costumbres locales, de observación e historia natural, donde un
público excepcionalmente habituado a la sátira como tono de conversación
cotidiana se divertía con cualquier guasa sobre algún ilustre mentecato. Se
desarrolló un teatro de caracteres, más semejante al yídish que a cualquier otro
de los conocidos en Norteamérica. Benavente y los hermanos Quintero son los
comediógrafos que mejor caracterizan la escuela que ha estado en boga
desde la caída del drama pasional estilo Echegaray. Actualmente, Benavente
es, sin discusión, la primera figura. Por consiguiente, es natural que
Benavente sea en su vida y en sus obras el más castizo de todos los madrileños.
Más tarde, bebiendo leche en La Granja, después de aguantar durante un par
de horas la tercera copia de una cursi opereta vienesa que se representa en el
Apolo, mi amigo me habló de la manera de vivir del madrileño en general, y
de don jacinto, en particular. A eso de las once o las doce se levantaba uno,
tomaba una taza de chocolate espeso, paseaba por la Castellana, bajo los
castaños, o entraba unos momentos en el despacho de un teatro. A las dos, a
almorzar. A las tres o cosa así, se sentaba uno a tomar café y anís en El Gato Negro,
donde los camareros tienen aire de ministros y no pierden palabra de las
discusiones, un tanto lánguidas, sobre arte y letras, que matan las horas de la
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siesta. Luego, cerca de las cinco, se mete uno en una sección vermut, si hay
por acaso algún estreno, o a tomar el té en algún sitio del nuevo y afrancesado
barrio de Salamanca. La cena se hace alrededor de las nueve; de allí se va uno
derechito al teatro para ver cómo marcha la función de noche. A la una
culmina el día en la famosa tertulia del Lisboa, donde todo el mundo se
encuentra y arguye y disputa y oye epigramas en las mesas abarrotadas de vasos
de café, entre espirales de humo de pitillos.
-Pero ¿cuándo se escriben las comedias? -pregunté.
Mi amigo se echó a reír.
-i Oh!, entre paréntesis -dijo- y en el tranvía, en la cama, mientras se afeita
uno. Aquí en Madrid se escribe una comedia durante el desayuno, entre bo-
cado y bocado... Y ahora con el Metro, más. Conozco un joven poeta que parió
una comedia en cinco actos, con psicología sexual y todo, entre la Puerta del
Sol y Cuatro Caminos. Pero Madrid se está echando a perder -continuó
tristemente-, por lo menos desde el punto de vista de lo castizo. Hace años,
todo lo que uno veía del día era el amanecer y la puesta de sol. Los hombres se
batían donde ahora está la Residencia de Estudiantes, y tenían verdaderas
tertulias, tertulias donde la gente fanfarroneaba, paraba golpes y embestía, sin
perdonar nada, riéndose de todo, porque todo el mundo adoraba a nuestro
único héroe español, Don Juan Tenorio.
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cosa antes de irse a la cama es charlar con los vecinos acerca de los
acontecimientos del día. El hogar enclaustrado, exclusivo, casi se puede decir
que no existe. En vez de la chimenea nórdica, está el patio, donde las mujeres
se sientan mientras los hombres andan por el mercado. En España esta vida
social se concentra en el café y en el casino. El teatro moderno es hijo directo
del café, como el antiguo lo era del mercado, donde la gente se congregaba
frente al atrio de las iglesias a ver entremeses o misterios representados en un
carro por cómicos de la legua. La gente que escribe estas piezas, la gente que
las representa y la que las ve, pasa sus horas de ocio fumando en torno a
veladores de mármol, tomando café, discutiendo. Los demasiado pobres,
para tomarse una copa se agrupan afuera, en el lado soleado de las plazas. La
constante conversación acerca de todo lo que puede ocurrir o ha ocurrido o
va a ocurrir sirve para amenizar la vida, le da pasión y sentido; pero uno
pierde los momentos de intensidad. Hay pocas probabilidades de que
revienten los diques que súbitamente inundan la cuenca seca de la emoción
entre pueblos más inhibidos, menos civilizados. Las generaciones ciudadanas
han hecho de la vida un canal bien dragado, de corriente suave y en
cierto modo poco profunda.
De aquí que el teatro en tales condiciones sea charlatán, ingenioso,
caricaturesco, improvisado, natural y, cuando peor, palabrero. Tumultuosa
acción a menudo, fuerza apasionada casi nunca. En Echegaray hay
hecatombes espantosas; la mitad de los personajes, generalmente, se vuelven
locos en el último acto; tremendos ladridos, pero ningún mordisco
verdaderamente fuerte. Benavente ha recapturado un poco de la maravillosa
facilidad que tenía Lope para inventar aventuras. Los Quintero escriben
comedias caseras llenas de chispa, de gracia y de sentimentalismo.
Pero la expresión parece siempre demasiado fácil; la angustiosa tensión, la
rematada mala memoria del drama grande, no existe. El teatro español hace
vibrar los nervios, pero rara vez pulsa las cuerdas de la emoción.
Hoy día en Madrid, incluso la vida de café va cediendo ante las exigencias de los
negocios y la imperdonable manía de imitar las costumbres inglesas y americanas.
España está sufriendo grandes cambios en sus relaciones con el resto de Europa,
con la América latina y hasta en su estructura interna. No obstante el
crecimiento y progreso de Madrid durante la guerra, la ciudad va rápidamente
perdiendo terreno como núcleo de la vida y pensamiento de los pueblos de
habla española. El madrileño cínico, falto de escrúpulos, nocherniego, que tenía
una curiosa especie de ingenio explosivo y febril, se va extinguiendo. Su teatro
empieza a prostituirse, a sucumbir al gusto extranjero, a avergonzarse de sí
mismo, a ponerse respetable y solemne. Los precios, muy bajos hasta 1918,
suben continuamente; los artesanos, los aprendices, los vagos, los
dependientes, los porteros, que formaban el espinazo del auditorio, no
pueden ya pagarse el lujo del teatro y van, en cambio, al cine. Los empresarios
se gastan el dinero en decoraciones y trajes como medio de atraer a las gentes
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de buen tono. Entre las mujeres está de moda ir al teatro. Las comedias de
Benavente adquieren así doble significación, como suma y expresión capital
de un movimiento que ha alcanzado su apogeo y que ahora está medio muerto
por falta de savia. Es, ciertamente, la moda que los despoja de su mejor calidad: la
viveza con que expresan la contextura de Madrid, la animada conversación
de café, humorística y mordaz: lo castizo.
La primera comedia suya que vi, en un tiempo en que yo entendía una palabra
de cada diez y tenía que guiarme por lo que pasaba en escena, fue Gente cono-
cida. Recuerdo que me impresionó el público mismo, los comentarios, las frases
que oía a mi alrededor. Después del primer acto, una señora tetuda, vestida de
seda negra, se recostó en la butaca de al lado, suspirando confortablemente: ¡Qué
castizo es este Benavente!, y luego soltó una andanada de gorjeos de aprobación. El
completo sentido de su entusiasmo no lo alcancé hasta mucho más tarde, cuando
leí la comedia a la relativa luz de un conocimiento más seguro del castellano y
hallé que era un cruel sarcasmo del círculo mismo de aquella señorona, una
exhibición maliciosa de la «gente conocida». Y he aquí esta señora de la alta
sociedad, que en cualquier otro país se hubiera indignado, disfrutando con la
aniquilación de las personas de su clase. En tal complacencia de ver a los demás
puestos en ridículo por el ingenio, y sin demasiado rencor, lo cual es el ungüento
que suaviza las relaciones sociales, se funda toda la popularidad de la obra de
Benavente.
No sé en qué parte de la gramática española de Hugo (¡perdón!) hay un
proverbio sobre el viento de Madrid. Lo mismo, aun de las mejores, podría
decirse de las comedias satíricas de Benavente.
Desde la ribera opuesta del Manzanares, un mermado arroyo que corre casi
oculto por los tendederos donde flotan las ropas interiores de todo Madrid,
puede uno, desde algunos sitios, ver aún la silueta de la ciudad tal como Goya la
dibujó repetidas veces: montones de casas desconchadas sobre una colina
chata hacia San Francisco el Grande; más allá, la ondulante línea del cielo
con cúpulas y campanarios barrocos, irguiéndose entre las súbitas luces y
sombras de las nubes. Luego, tal vez, un rayo de sol alumbrará la fábrica
de electricidad, el letrero de un almacén de galletas, una fila de blancas casas
modernas a lo largo del borde septentrional de la ciudad, y, en vez del primitivo
Madrid, raro y mugriento, será una ciudad europea típica, de la era
industrial, la que se verá relucir al sol más allá de las sombras azules y de
los resplandores crema de los tendederos. Y eso pasará dentro de pocos años
con el Madrid modernizado, con la vida de los cafés, paseos y teatros. Y
alguna vez, en elegantes salones de té sin humo, en flamantes restaurantes,
copiados de los de Buenos Aires, o en automáticos norteamericanos, alguien
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Don Alonso razonaba sosteniendo con las puntas de sus largos dedos un
pedazo de longaniza entre dos rebanadas de pan.
-Está usted ahora, amigo mío, en el corazón de Castilla. Mire, nada más que
encinas a lo largo de las quebradas y trigales que ondulan bajo un cielo in-
menso. ¿Ha visto usted alguna vez más cielo? En Madrid no hay tanto cielo,
¿verdad? ¿En su país hay tanto cielo? Mire las gigantescas volutas de esas nubes.
Qué escenario para grandes pensamientos, grandes como esos blancos
cúmulos que se ciernen sobre la sierra. Tales son los pensamientos de estos
hombres magros y curtidos por el viento, de estos hombres que andan a
zancadas... -don Alonso apoyó un dedo en su amplia frente amarillenta-.
Hay en Castilla una belleza potencial, amigo mío; algo humano, tolerante,
vívido, robusto... Yo no digo que esté en mí. Mi solo mérito consiste en
reconocerlo, en formularlo, porque yo no soy más que un pensador... Pero día
vendrá en que esta tierra áspera dé flores y frutos.
Don Alonso sonreía con sus finos labios, la cabeza apoyada contra el retorcido
tronco del olivo. Luego, de pronto, se puso de pie, y, después de registrar un
momento la pequeña mochila que llevaba al hombro, sacó, distraído, un
puñado de blancos dulces en forma de piedras de molino, a los cuales se quedó
mirando perplejamente durante unos segundos.
-Después de todo -continuó-, hacen buenos dulces en estas viejas ciudades
de Castilla. Éstos son melindres. Coja uno... ¿Sabe usted?, cuando las personas son
cariñosas con los niños se puede esperar mucho.
-Verdaderamente, los chicos son tratados en España con mucho mimo -dijo
Telémaco con la boca llena de pasta de almendra-. ¡Parece, en efecto, que
quieren mucho a los niños!
Un carromato tirado por cuatro mulas en reata, capitaneadas por un
diminuto borriquillo, que llevaba tres ristras de cuentas azules alrededor del
pescuezo, pasó dando tumbos por el camino. Como la lona de la cubierta iba
echada, el único testimonio de la existencia del carretero era el rastro de una
soñolienta canción que flotaba a la trasera, envuelta en una nube de polvo.
Mientras miraban, desde un lado del camino, cómo se alejaba el carromato
por la cuesta abajo, una cara encendida asomó por entre las cortinas, y una voz
gritó: «Adiós, Tel».
-¡Es Lieo! -exclamó Telémaco, y echó a correr en pos del carro, muerto de
curiosidad por oír las aventuras de su compañero.
A un ronco grito del carretero, las mulas se detuvieron con un discordante
campanilleo, y Lieo echó pie a tierra. Tenía el pelo todo enmarañado, y
sus
ropas estaban llenas de pajas. Cuando Telémaco llegó junto a él, ya el carro
seguía de nuevo su marcha cuesta abajo. Lieo, en pie, hacía muecas,
guiñando los ojos soñolientos en medio del camino con un pellejo de vino en
una mano y en la otra un maletín de lona.
-¡Hola! -gritó Telémaco.
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-Higos y vino -dijo Lieo. Luego, cuando don Alonso se acercó llevando de
la rienda su caballo rucio, añadió en tono explicatorio-: Iba durmiendo en el
carro.
-Cuenta -dijo Telémaco.
-¡Oh!, es una historia larguísima -respondió Lieo.
Caminando al lado de ellos, don Alonso recitaba al oído de su caballo:
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Y cuando el ejército salió de Valencia, los moros del rey Búcar huyeron ante el
cuerpo muerto del Cid, y diez mil se ahogaron al tratar de trepar a sus barcos;
entre ellos, veinte reyes, y los cristianos cogieron tal botín de oro y plata en las
tiendas, que el más pobre de ellos se hizo rico. Luego el ejército -el Cid
muerto, haciendo a caballo su jornada diaria- continuó a través de las secas
montañas, hasta San Pedro de Cardeña, adonde había venido de Toledo el rey
Don Alonso, el cual, al ver la faz del Cid, todavía tan hermosa y su barba tan
larga y sus ojos tan llameantes, ordenó que en lugar de encerrar el cadáver en
un ataúd con clavos de oro, se le pusiera derecho sobre su silla junto al altar, con
su espada Tizona en la mano. Y allí estuvo el Cid más de diez años.
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cuarto diminuto -tan oscuro que dicen que para leer tenía que sentarse en una
escalerilla bajo la ventana —en la villa de Illescas, donde había otro estudiante,
el San Ildefonso de El Greco. Allí vivió retirado varios años. Cuando volvió a
la Universidad fue para negarse a hacer la profesión de fe política y religiosa
requerida por cierto ministro llamado Orovio. Fue despedido, y también varios
de sus discípulos. Al mismo tiempo Giner de los Ríos, entonces un joven
que acababa de ganar la plaza con grandes dificultades, a causa de sus ideas
liberales, dimitió por solidaridad con el resto. En 1868 vino la revolución
liberal, que era la expresión política de todo el movimiento, y estos profesores
fueron rehabilitados. Hasta la restauración de los Borbones, en 1875, España
fue un emporio de modernización, de europeización.
Vuelto al poder Orovio, le faltó tiempo para promulgar de nuevo su decreto de
profesión de fe. Giner, Azcárate, Salmerón y otros varios funcionarios fueron
arrestados y desterrados a lejanas fortalezas cuando protestaron; sus amigos
se solidarizaron con ellos, y perdieron sus puestos; otros varios profesores
dimitieron, de modo que la Universidad fue de un golpe despojada de sus
mejores hombres. De esto salió la idea de fundar una universidad libre, que había
de ser sostenida totalmente por suscripción particular. Desde aquel momento la
vida de Giner de los Ríos estuvo completamente unida al desarrollo de la
Institución Libre de Enseñanza, que en el curso de pocos años se convirtió en
una escuela primaria para ambos sexos. Y directa o indirectamente, no hay una
sola figura prominente en la vida española de hoy que no haya sido
grandemente influida por este viejecito moreno, calvo y delgado, cuyo retrato
encuentra uno en tantos despachos.
Esto es lo que escribió su discípulo, Antonio Machado -y no creo equivocarme al
decir que Machado es el alumno cuyo nombre pervivirá más que ningún
otro-, tras la muerte de don Francisco, en 1915:
Y lo que sigue son varios fragmentos de una elegía que escribió Juan Ramón
Jiménez, otro poeta-discípulo de don Francisco:
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PAZ
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CEMENTERIO CIVIL
«Cementerio civil» dice la verja, para que se sepa; frente al otro letrero
«Cementerio católico», para que se sepa también.
Él no quería que lo enterrasen en estos cementerios, tan contrarios en
fealdad a la poesía risueña, jugosa y florida de su espíritu. Pero ha tenido
que ser así. Ya oirá los mirlos del jardín familiar. «Después de todo -dice
Cossío-, creo que no le disgustará estar un ratito con D. Julián»...
Manos solícitas han quitado humedad a la tierra con romero; sobre la caja
han echado rosas, narcisos, violetas. Viene, perdido, un aroma de ayer
tarde, un poquito de la alcoba a la que le quitan tanto...
Silencio. Sol débil. Unos nubarrones con viento arrastran por nosotros
grandes sombras heladas que atraviesan, volando bajo, las negras grajas.
Al fondo, Guadarrama, escelsamente casto, se levanta en despejados
montones cristalinos de cuajada luz blanca. Algún fino pajarillo trina un
punto en el sembrado vecino que ya verdea vagamente; luego, viene a la
corona de lata de una tumba, se va...
Alrededor del Pardo, las encinas están desparramadas acá y allá, espesas y
redondas copas de un azul verdoso, sobre las colinas que en verano son amarillas
como ancas de leones. De Madrid el Pardo era uno de los paseos favoritos de
don Francisco; pasada la cárcel, sobre cuya puerta está escrito un eco de sus
enseñanzas: «Odia el delito y compadece al delincuente», pasado el palacete de la
Moncloa, con sus augustos jardines abandonados, tomaba un camino que
atraviesa las posesiones reales, donde hay guardas con escopetas y carteles que
dicen: «Cuidado con los cepos»; luego subí. un collado, desde el cual se ve, hacia
el norte, la sierra de Guadarrama, erguid. contra el cielo: grises picachos de
nieve sobre extensas colinas azules llenas de grupos de encinas, y, al fin, entraba
en el pueblo con sus cuarteles y su arruinado convento y sus plátanos silvestres
frente el palacio que Carlos V levantó. Fue bajo un. encina donde yo estuve
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En Madrid presencié el entierro de otra gran figura de la España del siglo xix:
Pérez Galdós. Junto a mí, de pie en la acera, un joven con cara de sapo ba-
lanceaba sobre su hombro un gran cántaro de leche. La empenachada carroza
fúnebre y los coches llenos de flores acababan de pasar. La calle de enfrente
era un lento río de gente silenciosa que marchaba arrastrando los pies, pies
con botas de charol y botines, pies con zapatos cuadrados, zapatos
puntiagudos, alpargatas; la gente estacionada en las aceras parecía no poder
resistir la succión de la comitiva y se incorporaba a ella sin ostentación alguna
para seguir, siquiera fuese por unos momentos, la procesión de la leyenda de
don Benito. El lechero se volvió a mí y me dijo que para él era una suerte tropezar
con el entierro de Galdós, porque así podría disculparse de llegar tarde con la
leche. Luego, súbitamente, se quitó la gorra, se puso muy excitado y empezó a
ofrecer cigarrillos a todos los circunstantes. Se rascó la cabeza y dijo en la voz
de un Saúl herido en el camino de Damasco: «¡Cuántos libros debe haber
escrito ese señor! ¡Cáspita!... Y que lo siente uno cuando un señor así se
muere». Luego, con su cántaro al hombro y su blusa ondeando al viento, se unió
a la comitiva.
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nuda existencia, llena su alma toda. No sienten que haya más que
existir.
¿Pero existen? ¿Existen en verdad? Yo creo que no; pues si
existieran, si existieran de verdad, sufrirían de existir y no se
contentarían con ello. Si real y verdaderamente existieran en el
tiempo y el espacio sufrirían de no ser en lo eterno y lo infinito. Y
este sufrimiento, esta pasión, que no es sino la pasión de Dios en
nosotros, Dios que en nosotros sufre por sentirse preso en
nuestra finitud y nuestra temporalidad, este divino sufrimiento les
haría romper todos esos menguados eslabones lógicos con que
tratan de atar sus menguados recuerdos a sus menguadas
esperanzas, la ilusión de su pasado a la ilusión de su porvenir.
¡En marcha, pues! Y echa del sagrado escuadrón a todos los que
empiecen a estudiar el paso que habrá de llevarse en la marcha y su
compás y su ritmo. Sobre todo, ¡fuera con los que a todas horas
andan con eso del ritmo! Te convertirían el escuadrón en una
cuadrilla de baile, y la marcha en danza. ¡Fuera con ellos! Que se
vayan a otra parte a cantar a la carne.
Esos que tratarían de convertirte el escuadrón de marcha en
cuadrilla de baile se llaman a sí mismos, y los unos a los otros entre
sí, poetas. No lo son. Son cualquier otra cosa. Ésos no van al
sepulcro sino por curiosidad, por ver cómo sea, en busca acaso de una
sensación nueva, y por divertirse en el camino. ¡Fuera con ellos!
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XVII. Toledo
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-Pero yo quería decir algo del rasgo, del movimiento; algo eterno, no eso.
-Hay muy pocos gestos -dijo Lieo. Siguieron andando en silencio.
-Estoy cansado -dijo Lieo-. Vamos, al menos, a parar aquí. Veo un
ramo sobre la puerta.
-¿Por qué parar? Ya estamos casi allí.
-¿Por qué seguir?
-Tenemos que llegar a Toledo, ¿no?
-¿Por qué?
-Porque salimos para allá.
-Ésa no es razón -dijo Lieo riendo, al entrar en la tienda de vinos.
Cuando salieron, encontraron a don Alonso que les esperaba teniendo su
caballo de la brida.
-Los espartanos -dijo con una sonrisa- nunca bebían vino durante la
marcha.
-¿Cuánto nos falta para Toledo? -preguntó Telémaco-. Ha sido usted muy
amable en esperarnos.
-Cosa de una legua, cinco kilómetros; total, nada... Quería ver qué cara
ponían al ver por primera vez la ciudad. Creo que sabrán apreciarla.
-Vamos más aprisa -dijo Telémaco-. Hay cosas por las que uno no puede
esperar.
-Llegaremos a la puesta del sol y el pueblo entero estará en el paseo frente al
hospital de San Juan... Hoy es domingo de Carnaval; la gente estará vestida de
máscara y hará mucho ruido. En este día se gastan bromazos a los forasteros.
-Aquí está el bromazo que a mí me gastaron en el último pueblo -dijo Lieo
agitando su bolsa de higos-. Vamos a comer unos cuantos. Estoy seguro de
que los espartanos comían higos durante la marcha. ¿Le gustarán a
Rocinante..., su caballo, quiero decir?
Puso la mano con unos cuantos higos bajo la boca del caballo. El caballo los
oliscó sonoramente con sus negras narices moteadas de rosa y luego les hincó el
diente. Lieo se limpió la mano en la trasera del pantalón y prosiguieron.
-Toledo es simbólicamente el alma de España -empezó don Alonso,
después de unos momentos de silencioso caminar-. Con esto quiero decir
que, a través de las muchas Españas que han visto ustedes y que verán, hay por
todas partes una corriente subterránea de tragedia; El Greco por una parte;
Goya, por otra; Morales, Gallegos, una gran llama de desesperación entre polvo,
harapos y úlceras; la vida humana, en un súbito canto de triunfo, surge de
espacios desolados, abandonados, sombríos. Para mí, Toledo expresa la suprema
belleza de esa trágica farsa... Y la cúspide, la victoria, la inmortalidad de esto
está en El Greco... ¡Qué extraño es que fuese aquel chipriota, que vivía con
tal fausto veneciano en una gran casa cerca de la abandonada sinagoga,
escandalizándonos a nosotros, austeros españoles, con la música de sus orgías,
haciendo descaradas frases en las narices de visitantes tan graves como
Pacheco, viviendo solitario en un país donde permaneció hasta su muerte
incomprendido y siempre extranjero y donde dos siglos pensaron de él como
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de Don Quijote, que estaba loco!... ¡Qué extraño que fuese él quien había de
expresar del modo más apasionado todo lo que era imperturbable en Tole-
do!... Yo me he preguntado muchas veces si esa ardiente vitalidad de
espíritu que sentimos en El Greco, que sintió mi generación cuando yo era
joven, que veo a veces en los jóvenes de este tiempo, se ha hecho consciente sólo
porque está a punto de ser ahogada en la gran oleada de la trivialidad europea que
se nos echa encima. Yo pensaba el otro día que quizá los estados de la vida
sólo se hacen conscientes cuando su intensidad va palideciendo.
-Pero la mayoría de los intelectuales que conocí en Madrid -intercaló
Telémaco- parecían desear vivamente el progreso mecánico, parecían creer que
la existencia podía hacerse perfecta con aparatos.
-Lo que desean es tener acciones en el Metro y en las empresas mecánicas
para sacar más dinero y desespañolizarse en París...; pero no hablemos de eso.
Desde la próxima curva de la carretera, pasada aquella colina, veremos Toledo.
Don Alonso montó de un salto en su caballo y Lieo y Telémaco doblaron
la velocidad de su paso.
Primero, sobre la mole azafrán rayada de oscuro de un campo arado, vieron
una veleta; luego, bajo ella, el tejadillo de pizarra de una torre.
-El Alcázar -dijo don Alonso.
El camino se desvió y los olivos ocultaron el gallo de la veleta. A la otra curva,
las torres eran cuatro, fuertes estribos de un edificio cuadrado, en cuyas ven-
tanas destellaban los reflejos del sol poniente. Según avanzaban, iban
apareciendo a la derecha de la ciudadela más torres color plomo, cúpulas y la
aguja de una catedral, cerdinosa y armada de púas como la cola de un esturión.
El camino se hundió de nuevo, pasó ante unas casas blancas; los portales
estaban llenos de chiquillos; en los cuartos interiores se oía el chisporroteo del
aceite frito; un picante olor a ramas de cisto quemado llegaba hasta la calle. Al
empezar a subir la próxima cuesta que bordeaba una ladera plantada de
almendros divisaron un castillo, redondas torres de piedra tosca unidas por
almenados muros que se veían de vez en cuando a través de las ramas
entrelazadas, en algunas de las cuales había brotado ya una macolla de flores.
En la cumbre, una venta con mulas atadas a los muros, y allá en lo hondo, el
Tajo y el gran puente de Toledo.
Contra el anfiteatro gris y ocre se destacaban, a la luz naranja del sol
poniente, lienzos de muralla, rematados por almenas y torres cuadradas.
Cúpulas y agujas recubiertas de pizarra descollaban sobre los tejados
amarillos que, en confuso montón, caían desde los puntos más altos y se
derramaban fuera de las murallas en dirección al río, hasta tocar los estribos de
donde arrancaba el enorme arco del puente. Las sombras eran verdiazules y
moradas. Sobre los barrios cercanos al río, el humo de las cocinas formaba una
pálida neblina cobalto. Cuando empezaron a bajar la cuesta hacia la pesada mole
de San Juan de Afuera, que se alzaba bajo su amplia bóveda de tejas junto a la
1ª Edición: ISBN:84-204-6519-4
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puerta más cercana, un gran volteo de campanas resonó en sus oídos. Un burro
rebuznó. A lo lejos se oía el clamoreo de la ciudad.
-Ya estamos, señores; mañana los buscaré en la fonda -gritó don Alonso.
Se quitó el sombrero y galopó hacia la puerta, dejando a Telémaco y a Lieo al
lado del camino, mirando la ciudad.
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